Sobre La mayor (1976)de Juan José Saer
“Los aros de acero de la sortija”
Miguel Dalmaroni
…, al despertarme en medio de la noche, como no sabía dónde estaba, en el primer instante no me daba cuenta siquiera de quién era; tenía tan sólo en su simplicidad primera el sentimiento de la existencia, como puede palpitar en el fondo de un animal; estaba más despojado que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo –todavía no del lugar en que estaba, sino de algunos de los que había habitado o donde pude haber estado- llegaba hacia mí como un socorro de lo alto para sacarme de la nada…
Marcel Proust 1
Libro infinito La mayor es uno de los acontecimientos extraordinarios que dio y dejó vivos el arte de escribir de Juan José Saer. 2 Y es posible que, precisamente, lo sea contra sus propias apariencias, porque –aunque extreme los movimientos de la escritura o exacerbe las disonancias- es un libro cuya superficie sabe opacar con ironía la expectativa tonal que puede sugerir el título: La mayor evita ascensos de la voz, desconoce altisonancias de pretensión literaria (más bien las destituye), pisa un terreno que (cabe anotarlo según escribió el propio Saer por esos años) ha sido barrido, pulido y limpio de supersticiones culturales –algo que le costaba tanto a la literatura latinoamericana más típica de los tiempos en que este trabajo de Saer se escribió y se editó por primera vez, en 1976–. Estamos ante uno de esos libros que no sólo resisten ser releídos una y otra vez sino que, sobre todo, se agigantan de una relectura a la otra; que, lejos de repetirse, multiplica sus efectos insospechados cada vez que volvemos a sus páginas. Julio Cortázar contó más de una vez que lo mortificaba el haber concluido ciertos libros: por más que los releyese, ya no podría sucederle de nuevo, decía, lo que tras leer por primera vez La isla del tesoro. Es posible que algo así nos pase con todos los libros, 1
En busca del tiempo perdido. I Del lado de Swann. Buenos Aires: Losada, 2006, trad. de Estela Canto, p. 16. 2 Todas las citas de La mayor transcriptas aquí corresponden a la edición de sus Cuentos completos (Buenos Aires, Seix Barral, 2001, pp. 123-211).
pero no todos, en cambio, están siempre allí, en la espera acechante de la biblioteca, como organismos latentes, promesas de nuevas afecciones y experiencias inesperadas que –ya lo sabe el lector que releyó al menos una vez– nunca serán defraudadas, precisamente porque no repiten lo que fueron capaces de hacernos en la primera lectura, sino más u otra cosa. Sería posible imaginar que los libros de Saer resultan ajenos a la clase de decepción de la que hablaba aquel Cortázar porque su modo de escribir tuviese alguna clase de familiaridad con su modo de leer: quien haya frecuentado algo la obra del santafecino compartirá con tantos
la impresión –atestiguada en parte por sus
allegados– de que Saer pertenecía a esa clase de lectores que se han dejado ganar por la compulsión de la relectura; que –como parece que exageró alguien que lo leía por primera vez- había dejado de leer en los años 50 y se había entregado más bien a releer: a Juan L. Ortiz, Onetti, Felisberto Hernández, Di Benedetto, Faulkner, Proust, Kafka, Joyce,… Como si la galaxia autónoma de libros que se aglutinó y empezó a girar un día en su biblioteca, siempre diferentes pero siempre los mismos, hubiese funcionado como prefiguración y guarda de su proyecto de escritor, como el dibujo viviente de un modelo de obra. Lo dicho describiría nuestra experiencia de lectura con La mayor (como con otros títulos de Saer), pero no explicaría aún las razones por las que se nos impone como un libro infinito. Infinito no como un jardín de senderos que se bifurcan (aquí esa figura borgiana sería, por razones diversas, a la vez insuficiente y excesiva); más bien como una constelación de fragmentos en actividad, una nebulosa proteica de asteroides incandescentes, que parece haberse movido y mostrar combinaciones, dibujos, luminosidades y caras antes ocultas cada vez que volvemos al libro. Hablando de este asunto, es decir hilvanando esa clase de conversaciones en que nos engolosinamos los lectores cuando compartimos el amor incondicional por un libro, Paulo Ricci me decía que La mayor es una especie de cubo mágico. La figura aludía a la vez a las incontables conexiones que este libro expande de un modo radial y radicular hacia el resto de la obra saeriana, pero al mismo tiempo a lo que –considerado de manera aislada, leído suelto del resto de la obra– el libro trae, a todo eso que va revelando y dando a combinar cada vez. Por supuesto, reunir en un volumen relatos diversos en extensión, en temas y tonos, escritos durante un lapso más o menos largo, más o menos interrumpido, no es ninguna novedad en la literatura en general. La cuestión reside más bien en examinar de qué clase de diversidad se trata.
Diversa monotonía Me gustaría comenzar a desenredar la madeja advirtiendo que La mayor se anticipaba en 1976 a un malentendido sobre la obra de Saer que se instalaría en la imaginación de muchos de sus lectores desde 1983. Ese año se publicó de modo simultáneo en Buenos Aires y México su novela El entenado. Quienes desde tiempo antes se habían convertido en lectores fieles de Saer a causa de ese crescendo de experimentalidad que iba de El limonero real a “La mayor” y que se prolongaba en nadie nada nunca, vieron en El entenado a otro Saer, una especie de segundo Saer. En mayo de 1984, a escasos meses de su aparición, María Teresa Gramuglio, una de sus lectoras más agudas, escribía: “Aun para quienes hayan seguido la obra de Saer […] es probable que El entenado irrumpa, súbitamente, como un texto ajeno al conjunto anterior”. 3 Quince años más tarde, Matilde Sánchez sintetizaba así aquella conversación entre lectores de la novela que está registrada en reseñas, comentarios y entrevistas de mediados de los 80: “Saer tiene dos grandes líneas: El limonero [real] y El entenado, aunque tengan puntos en común podrían ser novelas de dos primos”. 4 Pero, sin que se advirtiese en el 83, en 1976 La mayor ya había destartalado por anticipado esa discusión y el desconcierto inicial de algunos que la sostuvieron. En efecto, el libro reunía el “texto más excesivo, experimental o vanguardista de Saer” 5–es decir el primero del volumen, el que le da título– con otras prosas de una rara pero tersa legibilidad. Si reparamos, por ejemplo, en “El intérprete”, uno diría que solo autocensuras morales e ideológicas impiden que se haya transformado en un clásico de lectura obligatoria en los actos escolares de cada 12 de octubre (el texto ofrece una perspectiva radical sobre el genocidio imperialista durante la conquista de América, pero además el narrador repara en un momento en “las tetas azules de la mujer de Ataliba”, y se sabe que tetas y demás perceptos sexuables representan un atasco para la pedagogía literaria escolar, especialmente para el modo en que profesores de literatura y directores de escuelas imaginan las reacciones de ese colectivo amorfo llamado “los padres” de los 3
Gramuglio, María Teresa (1984): “La filosofía en el relato”. En Punto de vista. Revista de cultura, 20, p. 35. 4 Gramuglio, María Teresa; Prieto, Martín; Sánchez, Matilde; Sarlo, Beatriz, “Literatura, mercado y crítica. Un debate”, Punto de vista. Revista de cultura, Buenos Aires, a. XXIII, n° 66, abril de 2000, pp. 2, 4. 5 Premat, Julio, La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en Juan José Saer, Buenos Aires, Baetriz Viterbo Editora, 2002, p. 242.
estudiantes). Por supuesto, se había advertido que el argumento de “El intérprete” anticipaba en sus cuatro páginas, e invirtiendo algunas líneas centrales de la trama, el que siete años después El entenado desarrollaba con la extensión de una novela. Curiosamente, en cambio, la proximidad de estilos y voces entre uno y otro título, y la indudable narratividad a que se entregaban a pesar de sus tan diferentes escalas, parecen haber quedado fuera de la comparación, y se cristalizó más bien la convicción de que la novela del 83 representaba una llamativa novedad en el transcurso de la escritura de Saer, que casi cortaba ese transcurso por un abandono de la experimentación drástica con las texturas del lenguaje y por la adopción de una tasa de narratividad antes ausente de su obra. Como digo, no sólo las de “El intérprete” sino más de la mitad de las páginas de La mayor demostrarían no que ese abandono se produjo –antes de El entenado– en aquel libro del 76, sino más bien que nunca fue tal. Que esos y otros Saer se perfilaban o incluso estaban desde antes. Que, mejor que experimentalismo, había más bien, bajo la firma de Saer, una amplitud de experimentaciones. Trayecto caudaloso de búsquedas, entre las que pudo ser la más llamativa, pero no la única, esa que parecía alcanzar su ápice en “La mayor”: extrema extenuación de las posibilidades de la sintaxis, de la descripción descompuesta y prolongada, de la narratividad apenas puesta en marcha y truncada para conducirla una y otra vez a su imposibilidad pero también, siempre, a sus recomienzos y repeticiones corregidas. Puestos a anotar diferencias como las que parecía introducir El entenado respecto de la obra anterior, lo cierto es que La mayor las prodiga. “A medio borrar” y “El parecido” tienen, por supuesto, un tópico en común, el tema del doble, y en los dos relatos hay pinturas, y algo que el narrador parece haber olvidado y de pronto vuelve a presentársele, pero ¿cuánto más que eso? ¿No son, si no incomparables, notablemente diferentes sus modalidades de la prosa, sus tempos y tonos narrativos? Si reparamos tanto en el efecto de conjunto como en aspectos parciales ¿cuánto no demoraríamos en anotar todo lo que separa a la “Biografía de Higinio Gómez” de muchos otros relatos del libro? ¿O en qué serie suficiente de constantes saerianas del volumen ubicaríamos, entonces, un texto como “En la costra reseca”? Siempre podrá decirse que “El bar de Gandia”, “Al abrigo” o “El espejo”, por caso, parecen escritos no solo por uno sino hasta por dos o tres primos del autor de “La mayor”. Si “La mayor” es, en efecto, un texto único no sólo en la narrativa castellana sino en el interior mismo de la obra de Saer y en el libro que lo incluye, idéntica calificación merecen los “Argumentos”; se trata de veintiocho relatos breves muy diversos, casi todos los cuales discurren en
formas de la prosa transitables sin sobresaltos de extrañeza formal, y que realizan todo un conjunto de intervenciones en el interior de varias tradiciones y expectativas genéricas. Martín Prieto señaló al respecto que estos “Argumentos” representan “uno de los puntos más altos de la narrativa argentina, en esa combinación inestable de poema en prosa, ensayo breve y apunte para una novela futura que finalmente no se escribirá (porque el apunte es tan certero que la anula)”.6 Posiblemente “Biografía de Higinio Gómez” y, sobre todo, “Al abrigo” sean las piezas maestras de esa novelística condensada en su breve apunte perfecto. El señalamiento de Prieto también conduce a notar, por ejemplo, que -en otro género, y con una sintaxis y una extensión muy diversos- el argumento titulado “Recuerdos” formula la poética de “La mayor”, describe un programa para su escritura: “Una narración podría estructurarse mediante una simple yuxtaposición de recuerdos. Harían falta para eso lectores sin ilusión. Lectores que, de tanto leer narraciones realistas que les cuentan una historia del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un poco más de realidad. La nueva narración, hecha a base de puros recuerdos, no tendría principio ni fin. Se trataría más bien de una narración circular y la posición del narrador sería semejante a la del niño que, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija.” En similar sentido, “Recuerdos” describe algo también de la forma de “A medio borrar” o de “El viajero”, pero además parece retomado sobre el final de “El parecido”, donde el narrador descubre y anhela la posibilidad de un arte hecho de todas y cada una de las unidades mínimas de la materia del mundo. A su vez, es posible advertir que “Recuerdos”, como “Discusión sobre el término zona”, “Pensamientos de un profano en pintura” o “Biografía anónima”, intervienen el registro ensayístico por una confianza en la ficción –predio de lo singular y lo inaudito– , a cuyo régimen de verdad Saer somete siempre la ideación, el impulso explicativo, la argumentación. Como sea, señalemos también, respecto de esta clase de malentendidos acerca de lo saeriano, que en literatura las expectativas de regularidad o, peor, de coherencia, proceden de sistemas de valoraciones y de una idea de “obra” que pertenecen al pasado, aun cuando convenga recordar que siguen operando en el gusto general, y que entre las insistencias de Saer sobre su propio trabajo se contaba una suerte de constancia, es
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Prieto, Martín. “El realismo influyente”; en http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2001/12/29/u00811.htm (17/03/2010).
cierto que en torno de la búsqueda a tientas de un resultado apenas entrevisto y de una noción “negativa” del método, no en la afirmación de principios ni reglas. A la luz de un libro como La mayor, se trata más bien de subrayar, entonces, la solidez de la resistencia a la reducción que mantiene todo el proyecto saeriano: las singularidades de una constelación diversa, en este caso una antología cuyo principio de reunión parece escaparse todo el tiempo de mano de las variadas diferencias, merece a la vez el acertado calificativo que, tomado de Pavese, alguien le atribuyó como juicio de máxima cualidad artística: monótono. 7 Allí la expresión de Pavese se usaba para hablar sobre todo de la fidelidad de Saer “a un núcleo temático y a un tono personal”, indiferente a las presiones e influencias de la crítica de mayor circulación y a las demandas del mercado editorial de corto plazo. Un juicio que puede ampliarse, proseguirse. Si, como anotamos antes, Saer habría sido un lector monótono, aplicado siempre a releer, a perseguir y alcanzar algún parentesco con los mismos libros venerados, algo semejante debe decirse de su trabajo de escritor: por un lado, lo que puesto bajo la forma de un juicio de gusto o de calidad, llamaríamos maestría en la invención de modos en un punto completamente propios de trabajar el lenguaje, de figuras, símiles, descripciones, giros, pasos del fraseo, elecciones de puntuación, aguda captación de la inminencia de singularidad artística que se ofrece en la vida coloquial del idioma, sensibilidad para sortear toda torpeza en el trabajo simultáneo con materiales tanto hipercultos como plebeyos, variedad y variación de técnicas, de voces, de recursos, de literaturas ajenas y otras artes aludidas o reescritas, de géneros sobre los que intervenir, de extensiones y demoras; y al mismo tiempo, constancia de obsesiones y maximalismo en la intensidad de los efectos buscados. Si uno quiere experimentar como lector esas idas y venidas polirrítmicas de la monótona maestría artística de Saer, La mayor es un apropiado punto de entrada.
Despertar, entrever Este libro se inicia, entonces, con el texto que le da título, y que se ubica en uno de los extremos de la poética saeriana: esa desconfiguración de las articulaciones con que el lenguaje pretende darnos algo fiable que nos haga de mundo; yo, identidad, diferencia entre esto y lo otro, suceso, historia, acontecimiento, experiencia, recuerdo, 7
Sin firma [Piglia, Ricardo]. “Punto de vista señala”. Punto de vista. Revista de cultura, I, 3, julio 1978, p. 19. Se trata de un breve texto que se refiere a la poética de Saer a partir de una lectura de La mayor.
pasado, imagen suelta, sensación mínima, mero percepto, todo se lo fagocita ese “escándalo ontológico” que nos separa infranqueablemente de lo real. Y no es la agramaticalidad de la voz narrativa de “La mayor” la que produce esa descomposición: a la inversa, es la ajenidad entre lo que creemos percibir y ese mundo al que le somos exteriores, lo que –interrogado por las búsquedas no complacientes de la voz narrativa– disuelve la ilusión ontológica del lenguaje. Como se ha señalado, en “La mayor” Saer interroga y reescribe algunos problemas que proceden de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust: por una parte, el tan citado episodio de la recuperación involuntaria del pasado –tras la que se hace posible la narración– mediante un suceso perceptivo casual (el sabor de un bizcocho ensopado en té corporiza, inesperado, un instante significativo de la infancia, y destraba así los cerrojos del olvido); Saer maltrata a su narrador (sabemos por otro relato del libro que se trata de Carlos Tomatis), porque nos lo muestra haciendo secretamente el ridículo, cuando intenta replicar ex profeso y literalmente esa experiencia proustiana saturada de prestigio literario pero ya imposible, ruina ilusoria de una era clausurada (digamos, la era de la experiencia). Por supuesto, el texto mismo pero sobre todo la constelación, es decir los otros textos de Saer que nos dan a conocer el carácter de Tomatis, sugieren que la repetición del episodio proustiano es también una burla de sí mismo, un episodio de esa mordacidad cómica con que Tomatis suele referirse a las aristas más trágicas de la condición humana. En segundo lugar, la escritura de “La Mayor” exorbita en castellano la célebre prolongación de los períodos sintácticos característica de la frase proustiana, un desafío a veces extremo y por momentos imposible si no se quiere perder el dominio tanto de la articulación lógica del sentido como de la pronunciabilidad aunque más no sea silenciosa e imaginaria del texto. En cada oración, Saer introduce cláusulas aclaratorias o disyuntivas, series de coordinadas, subordinadas, subordinadas de subordinadas en una concatenación que –saturada de comas– altera a menudo la ubicación usual de los núcleos sintácticos de la oración castellana, interpone una frase entre un sustantivo y su adjetivo o entre una preposición y el término sobre el que recae, y amenaza con no cerrarse nunca. Por ejemplo, la frase cuyo enunciado básico diría nada en el exterior estaría dispuesto a responder está escrita así: “De ningún modo, nada, pareciera, estaría dispuesto, en el exterior, si alguien, en algún momento, preguntara, a, más o menos claramente, responder”. Como parte característica de ese mismo dispositivo, los períodos se alargan por una compulsión de enmienda, de corrección o de reemplazo, que produce una escritura neurótica o, según se mire, de una máxima lucidez respecto
de sí misma y del siempre escurridizo e improbable encuentro entre las palabras y un sentido: “Estoy parado, pareciera, entonces, inmóvil, en la terraza fría, pareciera, sí, momentáneamente, sin poder sacar, de todo esto, nada. Es un estado que, se diría, no debiese, o mejor, no hubiese debido, de ningún modo, en la condición o tal vez, en el nudo, en la raíz, no hubiese debido, o no debiese, mejor, sin embargo, al parecer, apareciendo, confundir, o fundir, borrando los límites, si la expresión pudiese, en este momento, decir, de un modo preciso, algo, no hubiese debido, decía, o no debiese, no debía haber mejor, apareciendo, confundido o fundido. Se diría que, por decir así, de algún modo, fluyendo, […]”. Con esa mezcla de arrastre coloquial y transcripción de un borrador en que no ha sido tachada ninguna de sus numerosas alternativas, en muchos otros momentos la oración está compuesta de hasta más de doscientas ochenta palabras, y la distancia que separa un punto del siguiente se prolonga hasta más de veinte líneas. El procedimiento no es de ningún modo un ejercicio de acrobacia sintáctica ni una exhibición de virtuosismo extravagante. Por el contrario, funciona cada vez como la puesta en forma de una indagación intransigente acerca de la inconsistencia de lo real y de las severas limitaciones del lenguaje. Esa indagación descompone a un tiempo las totalidades y la significación; por una parte, la sintaxis del narrador desagrega la experiencia en cada uno de sus puntos, hasta hacer del relato una sucesión de unidades mínimas, la descripción o la mera nominación de una hilera de objetos y actos triviales, cuyo desfile tiende a desarticular lo que solemos tomar por un todo y a romper entonces la identidad entre lo perceptible y lo imaginable: “Ahora estoy estando en el primer escalón, en la oscuridad, en el frío. Ahora estoy estando en el segundo escalón. En el tercer escalón ahora. Ahora estoy estando en el penúltimo escalón. Ahora estuve o estoy todavía estando en el primer escalón y estuve o estoy todavía estando en el primer y en el segundo escalón y estuve o estoy estando, ahora, en el tercer escalón […]”. Al mismo tiempo, una vez escrito un comienzo o un fragmento de frase, lo que acaba de ser escrito y lo que está por ser dicho a continuación se presenta tan inadecuado a lo que se supone deba o pretenda significar, que las advertencias y las especificaciones, y las advertencias y especificaciones sobre las advertencias y especificaciones previas, y así siguiendo, parecen imponerse como armas de la obsesión de un narrador especializado en desmembrar el discurrir verbal, atento al riesgo de error del que no puede librarse enunciado alguno: “Y cuando me levanto, la comida, que ya es recuerdo, queda, en otro, por decir así, y en el que estoy todavía estando, y que debiera, sin embargo, ser el mismo, lugar”; “son como las sacudidas, por, tratándolo de decir, decir así, de un
animal”. Es posible que, a excepción de Glosa, “La mayor” sea el único texto escrito en castellano que prodiga con semejante profusión y con tal frecuencia expresiones como “por decir así”, “como quien dice”, “si se quiere”, “por decirlo de algún modo”, “por llamarla así”, “y si se me permite la expresión”, “es un decir”, “o más bien”, “o se diría”, “o mejor”, “una suerte, digamos, de”, “es, o pareciera ser,…”, “se supone que debiera ser”, “si es que hay lo que entendemos que es, o que debiera ser, o lo que llamamos, …”. A la vez, en el curso del texto es altísima la frecuencia de frases disyuntivas que prodigan sobre todo alternativas o sentidos antagónicos, pero también sinónimos o palabras que suelen usarse como sinónimos: “lo que llamamos un núcleo o un centro”. Y como se nota en algunos de los fragmentos que citábamos antes, en “La mayor” todo se repite y recapitula, una y otra vez: en muchos casos discutiendo lo ya escrito mediante la variante y la vacilación entre variantes, como en la constatación del ascenso de la escalera ya citada; en otros la repetición es más o menos literal, pero interrogada: “Y estoy todavía estando, pero no al mismo tiempo, sentado en el sillón. ¿Estoy todavía estando, y no al mismo tiempo, sentado en el sillón?”. “El mundo es difícil de percibir. La percepción es difícil de comunicar. Lo subjetivo es inverificable. La descripción es imposible”.8 Esa fórmula, que Saer escribiría en 1984, había alcanzado con “La mayor” no tanto su versión proustiana sino más bien una reescritura crítica de la lección de Proust (recobrar el tiempo perdido, lo real mismo, es imposible). “La mayor” sería entonces la forma escrita más extrema de aquella fórmula, su resultado en la voz de una primera persona de ficción, y un obstinado forzamiento consecuente de los límites del idioma. Al mismo tiempo, el tema del relato, el asunto sobre el que cavila y al que vuelve infatigablemente el narrador es ese mismo dilema que se configura en el modo en que está escrito: no hay experiencia presente capaz de activar un recuerdo que nos devuelva algo de lo pasado; no hay nada que signifique algo en la sucesión in-significante de sensaciones presentes; no hay nada realmente presente en la ilusión de realidad que postulan, candorosos o falaces, el gerundio recurrente o la palabra “ahora” (que, como sabe la filosofía por lo menos desde San Agustín, digamos, es un imposible lógico y ontológico: no hay “ahora” que, apenas dicho o incluso mientras es pronunciado, no esté pasando, no haya pasado ya); la postulación infundada de un espacio distinguible que pretenden palabras como “lugar” está afectada por la misma inconsistencia; no hay nada que permita aglutinar en cierto 8
“Razones”, en Lafforgue, Jorge (ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, Buenos Aires, Celtia, 1986, p. 17.
orden fiable los fragmentos de supuesta realidad que nos entregan las percepciones, para que emerja ante nosotros algún sentido de lo real donde queden delineados límites entre las cosas y los actos. Por eso, entre las palabras repetidas con llamativa tenacidad en “La mayor”, las que vertebran su discurrir entrecortado y vacilante y resultan a la vez víctimas del trabajo inquisitivo de la escritura son sin dudas “ahora”, “lugar”, “hay”, “mancha”, “nada”. Ahora bien: resulta que es precisamente en este mismo relato de Saer que todas las variantes de esa fórmula de negativismo extremo resultan interrogadas, puestas en tela de juicio y corroídas. Es allí mismo donde, de tanto dar vueltas, la mano empecinada del niño atrapa por una vez, pareciera, el aro de acero de la sortija. Si se lee “La mayor” a la luz del resto de los relatos del libro, conviene subrayar que el núcleo proustiano que opera de un modo singularmente intenso en Saer está en las primeras páginas de la En busca del tiempo perdido, antes del episodio de la galletita mojada en el té. Me refiero a las extraordinarias cavilaciones iniciales de Proust en torno del dormir y del soñar, del vértigo en que el yo y la temporalidad quedan suspendidos cuando entre el cuerpo y la imaginación, entre el sueño y la vigilia, migran y se borran las fronteras y las distinciones que nos constituyen. Eso que, leyendo al Walter Benjamin lector de Proust, Georges Didi-Huberman llamó “el paradigma del despertar”.9 En la elección de ese Proust, Saer completa de modo indirecto aunque definido la relación explícita pero distante que mantuvo con otra literatura francesa que –sin dejar de interesarle- consideraba exhibicionista y convertible en mercancía: el surrealismo. En La mayor y en otros títulos, la especulación de Saer sospecha del giro tardorromántico que había dado el surrealismo para releer en el siglo XX la figura de la videncia rimbauldiana. El texto que cierra explícitamente esa intervención es el último del libro, “Carta a la vidente”, que alude a las célebres Cartas del Vidente de Arthur Rimbaud (1871) y, más directamente, a la “Carta a las videntes” de André Breton (1929). Rimbaud, como se recordará, declaraba con firmeza que quería ser poeta y que trabajaba para volverse “Vidente”. 10 Exaltando esa voluntad casi cincuenta años después como si se tratase de un mandato, la proclama de Breton suena –comparada con el texto de Saer– como la profesión de fe de un humanista candoroso, casi el sermón de un predicador empachado de optimismo histórico y filosófico. En cambio, el narrador
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Didi-Huberman, Georges. Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial, 1997, 127-131. Rimbaud, Arthur. Iluminaciones / Illuminations. Seguidas de Cartas del vidente. Madrid: Ediciones Hiperión, ed. bilingüe, trad. Juan Abeleira, pp. 103, 113, 127.
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de la “Carta a la vidente”, al final de La mayor, comienza declarando que “En la gran tradición de iluminados” ocupa “el último lugar”; su asunto no tiene nada que ver con seguir, como profesa Breton, “las órdenes de lo maravilloso”, ni con “Secreto” ni “revelación” alguna. 11 La pregunta de este raro corresponsal, es, en cambio, la pregunta proustiana: “¿qué ve un hombre entre dos sueños, cuando no ha terminado todavía de desembarazarse del primero para caer enseguida en el segundo?”, escribe Saer. La primera respuesta, antagónica a las ilusiones visionarias del surrealismo, no podría ya atribuirse a Proust: “No ve nada”. “Semiciego”, habitante del “sopor, la somnolencia, la miopía”, de este “hombre que cabecea” no se puede esperar “Nada como no sea una hilera de fragmentos, espesos, en bruto”. Metafísicamente escéptico por ejercicio de desconfianza y de autoironía, vigilante riguroso de las miserias con que amenaza, siempre agazapado, el narcisismo (ese experto en disfrazarse de buenas intenciones), el que escribe la “Carta…” agrega inmediatamente, sin embargo, una conjetura aleatoria, típica de ese uso saeriano de la sintaxis condicional con el que sus narradores parecen advertir siempre que de nada puede saberse que sea o no sea, aunque en caso de que fuese, pues entonces…: “Que el mundo resplandezca” en esos fragmentos entrevistos, “si uno de los modos del mundo es el resplandor”. Es la última frase de La mayor. Pero antes, a su manera, ha sido muy semejante la conclusión conjetural, vacilante y provisoria a que ha arribado el narrador en principio antiproustiano del primer relato del libro: después de haberse metido en la cama y apagado la luz, mientras se duerme “en lo negro”, al narrador se le presentan, empastadas pero vívidas, sobre todo dos manchas de entre sus recuerdos del ajetreo callejero durante la mañana soleada de ese día: el café negro que, sin verlo, ha imaginado que tomaban los clientes del bar Gran Doria, y la bufanda amarilla de un transeúnte que sí ha visto y que vuelve, nítida, aunque acaso tenga ahora, ya mero recuerdo, el mismo estatuto infundado que el café. Se trata de un recuerdo “móvil” y hecho de “manchas” y de “astillas”, que regresan en ese intervalo entre la vigilia y el sueño o –no podemos estar seguros- ya entre un sueño y el que le seguirá; pero aunque vaya y venga, suba y desaparezca, es un recuerdo que “vuelve, empecinado, victorioso, a subir” y que “titila, patente”. La voz que narra conjetura que esa epifanía nimia pero efectiva –algo insignificante, pero algo y no meramente nada– podría estar insinuando la “negación de la negación” de que haya habido ese paseo matinal por el centro soleado de la ciudad. Por eso, para la frase final de “La mayor”
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Breton, André. “Carta a las videntes”. Manifiestos del surrealismo. Barcelona: Labor, 1995, 248-255.
Saer no elige la pertinaz negación sino una interrogativa: esa bufanda amarilla de la que habría nacido el recuerdo flota desintegrándose “¿en qué mundo, en qué mundos?”. Anticipa así la última frase del libro, esa condicional irónica e inquietante con que termina la “Carta a la vidente”, concediendo que acaso haya un mundo, uno de cuyos modos sea el resplandor del arte.
Detención y pintura La mayor prosigue con “A medio borrar”, el otro de sus dos relatos menos breves, que mantiene una proximidad tonal y filosófica con el anterior, especialmente porque aquí también una primera persona va dando cuenta de momentos sucesivos del día, más o menos fútiles, más o menos cargados de un peso intensamente angustioso pero inexpresado, casi siempre encabezados por “ahora” y escritos en presente -igual que en el primer relato-. El texto, no obstante, destraba en una medida muy apreciable ese trabajo imposible de obturación del curso de la prosa y de fatiga respiratoria de la sintaxis de “La mayor”.Y no por eso estamos ante una narración menos extraña y perturbadora: en “A medio borrar”, Saer aprovechó de modo muy visible y a la vez con un resultado realmente singular su especial y constante interés en el llamado “noveau roman”, el “objetivismo” de las poéticas de Robbe-Grillet, Michel Butor, Natalie Sarraute. Una voz ataráxica, que antes de comenzar a narrar parece ya afectada de modo severo o bien por una imperturbabilidad sin atenuantes o bien por los estragos de una perturbación definitiva, va dando en descripciones –con una ilación narrativa casi mínima, casi plana– la sucesión de pormenores de una partida anunciada y de las despedidas previas al viaje. Y ese topos que la literatura universal ha saturado de expectativas de sentido (se trata de irse del “lugar” propio y, además, de partir hacia París), no significa, para la voz de Pichón Garay –el narrador y el viajero– “nada”, no le hace sentir “nada”. Pero “A medio borrar” concluye -en lo que puede leerse ya como tópico saeriano de la negatividad- con la misma figura cromática con que parecía que iba a terminar “La mayor”: la historia finaliza por la noche -“Entro en la Boca del Tigre”, dice la última frase- mientras, en el interior oscuro de un ómnibus, el narrador cruza “la intemperie negra” de la inundación que ha ido ganando casi todo lo que guarda una apariencia firme, distinguible, duradera.
Saer pudo haber considerado razones programáticas para iniciar el libro con el texto que le da título, pero no menos deliberada que esa es sin dudas la decisión de haberlos fechado: “A medio borrar” se cierra con la anotación “1971”, mientras que “La mayor” con “1972”. 12 Si relacionamos esas dataciones con lo que ya comentamos sobre la figuración filosófica de esos dos relatos y sobre la conexión entre el final de “La mayor” y el de “Carta a la vidente”, es posible conjeturar que en ese curso del libro que va de la negación drástica y repetida a la incierta postulación de un resplandor de mundo, “A medio borrar” deba leerse primero y “La mayor” a continuación. Como sea, conviene anotar que este es el libro de Saer donde comienza a consolidarse un rasgo central de su estética –o, en sus términos, de su “antropología especulativa”–. Me refiero al hecho de que el vaivén entre ese negativismo metódico radical y la afirmación de un azar fragmentario de experiencia, no se restringe ya a los efectos de la forma y de la construcción (por ejemplo, como en el efecto poético de la repetición con variaciones de El limonero real); en cambio aquí, ese recorrido entre “nada” y “algo” que se anda, se desanda y vuelve a retomarse, comienza además a expandirse, tanto hacia ciertos momentos de las historias narradas como hacia dudas, cavilaciones, soliloquios y especulaciones de las voces narrativas. En este sentido, la idea –aunque simplifique y exagere– de que La mayor es el libro donde comienza a invertirse la dirección de Cicatrices, resulta de alguna utilidad. No sólo porque aquella novela de 1969 se fuese concentrando en la espiral insistente de una negación del sentido de la experiencia, de tanto reiterar, como una sentencia que se va cerrando sobre sí, la imposibilidad de “juntar” los fragmentos. También porque el predominio vocal de Cicatrices es un predominio joven y juvenil, aun cuando en la novela algunas voces de personajes de mediana edad no son secundarias; del mismo modo que, inversamente, La mayor es uno de los libros de Saer en que no sólo abundan voces de ancianos, sino en que además la posibilidad –incierta pero reiterada– de una hipótesis afirmativa sobre la experiencia, está puesta varias veces en boca de esos viejos, aun cuando no falte en la de algunos adultos todavía jóvenes (por ejemplo, en el Ángel Leto de “Amigos”, que tiene ya treinta y tres años y es “un viejo amigo” de Barco y de Tomatis; o en el narrador de “El parecido”). En medio del “insomnio” o de la atracción descendente del “pantano” y de “lo negro”, entre el “estupor” o el “vértigo”, entre la “dispersión” y el “extranjero”, en los intersticios de “la dictadura del hambre irrazonable” o del “delirio”, se va abriendo 12
De los “Argumentos” que siguen anota “(1969-1975)”. Es un procedimiento usual en Saer para organizar volúmenes de relatos: invertir la cronología, comenzar por el más reciente e ir retrocediendo.
paso la certidumbre provisoria de una eventualidad, efímera pero real,
que el
“recuerdo” testifica por más que lo separe de ella “un escándalo ontológico”: los mismos versos de siempre que resuenan como nuevos, el regusto del café, el humo del cigarrillo para “El poeta septuagenario”; las voces, olores y colores de la infancia añorada por el “indio viejo” que narra en “El intérprete”; el olor que a veces, a sus sesenta y seis años, hace vacilar las secretas convicciones empiristas del profesor de filosofía de “Memoria olfativa”. El libro, sus movimientos y oscilaciones internas -sus diferentes modos de la prosa, sus cambios de tema, de voces y de teorías sobre lo representado- van marcando de muchas maneras ese vaivén disyuntivo, irónico o paradójico. Pero es Washington, el anciano más importante del ciclo narrativo saeriano (esa especie de poeta gurú que procede de Juan L. Ortiz, como se sabe) el que le proporciona una formulación sentenciosa que, aún si le supusiésemos un tono ligeramente socarrón, vacila a su vez entre la trampa para crédulos y la esforzada sabiduría para iniciados: en “A medio borrar”, Pichón evoca la imagen de Washington hablándoles a su hermano gemelo y a Tomatis (no a él) de la triple verdad del budismo Tendai: “primera proposición: el mundo es irreal; segunda proposición: el mundo es un fenómeno transitorio; tercera proposición, y, atención, la fundamental: ni el mundo es irreal ni es un fenómeno transitorio”. Si la terna es una figura de lo que se compone en La mayor, es decir si cabe leer esos aforismos como una poética, no como una lógica, podría decirse que la tercera proposición se produce por el apego insistente de un sujeto de escritura a la repetición con mil variantes de las dos primeras proposiciones. Lo común a todos los diversos textos del libro estaría, entonces, en esa estética de la denegación de la negación de lo real (aun cuando la única materia para nuestro vínculo con lo real sea el “recuerdo”, que parece imposible de recuperar por la experiencia sensorial, y extranjero de las palabras con que se pretende nombrarlo). El dispositivo de esa estética, su instrumental, digamos, procede de la poesía, y reside en una disposición que la poesía produce y exige: la detención. Arte verbal, es decir condenado a la sucesividad lineal y a la temporalidad no simultánea de las palabras, la literatura sabe sobre todo por la poesía que la repetición y las variaciones, y la repetición de la repetición y las variaciones de las variaciones, corroen la vida normal del discurso, cortan el discurrir regular del decir y entorpecen su pretensión cambiaria que da por válido un trueque establecido entre palabras y sentidos previos, ya disponibles. En verso o en prosa, la poeticidad se demora y nos demora hasta dejarnos
la palabra plantada ante la vista en estado de interrogación o de enigma. El procedimiento en apariencia contrario, es decir el poema en medio de la página como unidad visual breve insistiendo en sí, produce la misma clase de efecto. En la escritura poética el discurso queda impedido de cumplir el movimiento que lo constituye: ya no corre, ya no discurre. La mayor es un libro experto en la detención poética, y reinventa de hecho varias de sus posibilidades, según la ley del dispositivo: a mayor reincidencia del texto sobre sí –sea por el regreso de la repetición, sea por la fijación de la brevedad– , más incertidumbre y más fuga de lo sentido y significado. La detención es una aliada de la negación (y aquí en particular de la negación de la negación). La poesía conoce desde siempre lo que luego se asociaría al descubrimiento freudiano: el riesgo denegatorio de la repetición, la intimidad de la vuelta de lo mismo con su propia imposibilidad, el repetir como dramatización no deliberada del devenir y negación consecuente del ser y de la identidad. Es obvio, por supuesto, que las diferentes voces que en La mayor repiten infatigables que no sacan nada, que no sienten nada o que del recuerdo tenemos nada, nomás por esa enunciación insistente dejan escrito un deseo irrefrenable de realidad; de “un poco más de realidad” que la que pretenden las “narraciones realistas” que “cuentan una historia del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia”, según protesta el narrador de “Recuerdos”. La detención es además el dispositivo poético que propicia estrechos parentescos entre literatura y artes plásticas. La mayor, que es una investigación artística extrema del dispositivo de detención, es un libro pictórico –pictoricista–. Se ha dicho que la escritura de Saer desrealiza un mundo mediante un arte que se apoya tenazmente en escribir la percepción de lo sensorial: de lo táctil, lo térmico, lo volumétrico, lo móvil, lo gustativo. Pero hay que enfatizar sobre todo, y no sólo para el caso de un libro como La mayor, la escritura de lo lumínico, lo cromático, lo visual y, sin dudas, el trabajo con lo pictórico y con ciertas firmas y modalidades de las artes plásticas. 13 En este sentido, las voces que inventa Saer en este libro han entregado su lengua a la mirada, y en particular a la mirada no de un connoisseur sino de un “profano” que 13
Para un desarrollo más pormenorizado de lo que propongo aquí sobre este punto, pueden verse: Dalmaroni, M., “El empaste y el grumo. Narración y pintura en Juan José Saer”, revista Fragmentos, UFSC, Florianópolis, en prensa; y “Notas de un profano en pintura”, Otra parte. Revista de letras y artes, nº 10, verano 2006-2007, Buenos Aires, pp. 6-9.
mira cuadros, o que mira parcelas de mundo como si mirase cuadros. En los primeros relatos resulta evidente: es la insistencia de la vista sobre Campo de trigo de los cuervos de Vincent Van Gogh lo que configura y activa las flexiones de esa voz tras el fracaso del experimento proustiano (y entonces las formas de esa voz tratan de poner a prueba, de paso, que Proust escribía como Van Gogh pintaba). La mirada hace esa voz. Por supuesto, se trata a la vez de que la pintura –parcela de manchas cuya posibilidad de representar alguna totalidad, es decir “algo”, está completamente fuera de la materia del cuadro– le sabe al lenguaje la falsedad de sus propias ilusiones realistas y la revela. Pero la efectuación literaria del texto reside sobre todo en que su versión del dispositivo de detención es la que, digamos, hubiesen escrito las manos del artista que compuso ese cuadro, en caso de que hubiese sido narrador o poeta en lugar de pintor. En “A medio borrar”, la voz de Pichón parece hecha de una subjetividad completamente constituida por los efectos de la tela enteramente blanca que pinta Héctor, una cita del célebre Cuadrado blanco sobre fondo blanco del suprematista Kasimir Malevich (uno de los pintores preferidos de Saer). En “Pensamientos de un profano en pintura”, el narrador nos confiesa una extravagancia: el ordenanza del museo municipal lo cree loco, porque “me la paso mirando la pared vacía”, como el indio viejo ante el muro blanco abandonado en medio de la selva, o como Horacio Barco ante la pared del bar donde ha visto al mundo disolverse en la nada, en “Manos y planetas”. “Parece blanca en el sentido del rojo blanco –prosigue el visitante del museo–: el rojo” que “se vuelve invisible a fuerza de abundancia y de exceso […]. Todo cuadro se me presenta como una pared blanca que ha sido atenuada, disminuida”. Por eso, para el narrador “el arte de la pintura” es “el arte de la reducción”, y así como mira más la pared que los cuadros, reflexiona “más sobre los marcos que sobre la pintura”. De tal modo, su predilección pictórica son “los retablos y el Vía Crucis”, reducciones extremadamente definidas, obligadas por el marco inmediato a dejar ver, entre una estampa y la otra, la pared vacía (aquí es inevitable pensar en la admiración que Saer profesaba por la obra del santafecino Fernando Espino, en la que abundan retablos: telas, cartones o tablas de hasta unos treinta centímetros de lado). Sobre el final del relato, esa superficie blanca – pura abundancia y exceso de lo real sin significados- tiene su equivalente inverso y simétrico en “los brazos de una noche” que –ya disuelto el arco iris del atardecer– es “más negra y más pareja que el fuego”. El texto sugiere, así, que las representaciones enmarcadas que nos da el arte figurativo, al mismo tiempo que impiden que el sentido “se derrame por los bordes hacia el mar de aceite de lo indeterminado”, nos imponen –a
su lado– la visión enceguecedora de ese magma indistinto de “lo uniforme”. Esa alternancia entre el sentido y el blanco, entre la distinción cromática del arco iris y la noche completa donde todo se desdibuja, perturba la continuidad articulada de lo que tomamos por realidad. Pero en el curso del libro –como sobre los finales de “La mayor” y de “Carta a la vidente” – hay al menos dos momentos de esa mirada escrita o de esa escritura detenida en mirar. Por una parte, está esa pérdida de la inocencia y la credulidad de la lengua por movimientos que van y vienen de la disgregación a la condensación: negro pleno pero mudo del grumo condensado de lo indistinto, blanco enceguecido de una pared que no conserva ni dice, de nosotros, nada; o movimiento de la descomposición, en cuyo curso aquello que la lengua pretendía tejido en una malla firme de lazos y de sentidos se dispersa, y lo que suponíamos un mundo se fuga, impúdico, de sí, y nos deja desnudos y ciegos. Por otro lado, ese primer momento que nos pone ante la pareja inconsistencia de lo múltiple, va siendo interrumpido, o desemboca a veces, en un canto de lo visible, testificación “radiosa” o resplandeciente del “movimiento continuo descompuesto”. 14 Traducido a sus lazos con la plástica, la poética de Saer traza un itinerario selectivo por la pintura contemporánea: su procedimiento inicial y negativo está entre Van Gogh y Malevich, su consecuencia productiva entre Fernando Espino, el rosarino Juan Pablo Renzi y Jackson Pollock. Se trata siempre de “manchas” que primero testifican la “catástrofe” pero luego, cuando terminan por aglomerarse en el libro, dan no tanto mundo como, mejor, el destello de “un fragmento perfecto” de real. Y entonces, ya no parece sensato –visualmente hablando– decidir si lo que estalla y se disgrega en la tela es ahora fuga o reunión, disolución o, en cambio, “aglomeración sensible que le añade, liberadora, a lo existente, delicia y radiaciones”. 15 En “El parecido”, hay una variación de ese momento en que la experiencia de lo visible ya no es sólo testificación de la nadería de las identidades y de la catástrofe, sino también la escucha escrita de la voz de lo real. O, al mismo tiempo -como si contrarrestara el fracaso de ese cómico intento inicial por replicar la rememoración proustiana- una ocurrencia azarosa pero efectiva en que la experiencia de lo visible 14
Saer, J.J. La grande, Buenos Aires, Seix Barral, 2005, p. 193. Saer, J.J., Glosa, Buenos Aires, Alianza, 1996, p. 217; véase también el ensayo admirativo de Saer sobre el pintor santafecino Fernando Espino: “Una deuda en el tiempo”, en Gola, Hugo; Saer, J. J.; Padeletti, Hugo; Espino, F., La trama bajo las apariencias. La pintura de Fernando Espino, México, Artes de México, 2000, pp. 27-49. 15
resulta recobrada. El narrador recibe una tarjeta postal de un amigo cuyo rastro había perdido hacía mucho: una reproducción del retrato de Sibylla Sambetha, el cuadro del pintor flamenco Hans Memling. Es la primera vez que ve la obra, pero ese rostro le resulta demasiado familiar: “la cara de la que me hacía acordar, aún cuando yo no supiese exactamente de quién era, crecía en mí desde la amplia y rígida mancha de rosa marmóreo” del rostro del cuadro. Capturado por ese “parecido” con no sabe quién, el narrador asegura haber tenido la revelación de ese recuerdo, la identidad de ese rostro “en la punta de la lengua”, es decir allí mismo donde literalmente –en el episodio proustiano de “La mayor”– la magdalena mojada en el té se detiene un momento pero sin que nada se recobre. A los ojos del narrador, la luz solar convierte ese rosa del rostro del retrato “en un resplandor dorado” cuando, al subir al colectivo, vuelve a ver a una muchacha de la costa con la que suele cruzarse, idéntica al retrato. Como en el arte (hay cuadro cuando lo miramos, hay novela durante la lectura) el “recuerdo” no es la mera cosa -aquí, el cuerpo vivo de la muchacha-, pero se recobra cuando la cosa particular y única –y no un sustituto– se presenta a nuestros sentidos. El “parecido” hace notar lo diverso, y la diversidad de cada cosa la hace única: el retrato de Sibylla no termina de “hacer subir” el recuerdo de la muchacha de la costa sino hasta que esta aparece. Por eso, el episodio –anota el narrador– le ha hecho pensar mucho “en la infinidad de las piedras y de los árboles, de las caras, de los pájaros, de los excrementos, de las raíces, cada uno irrepetible y solitario, único; experimenté el lugar común de las impresiones, la de las infinitas olas del mar y la de la arena innumerable […] y de golpe […] eufórico, deseé por un momento ser una clase especial de cantor, el cantor del mundo visible, el cantor de todas las cosas, considerándolas una por una […] con una voz ecuánime que las iguale y las recupere […] para mostrar un mundo completo en el que estén presentes todos los paraísos y todas las hojas de todos los paraísos y todas las nervaduras de todas las hojas de todos los paraísos, para que el mundo entero se contemple a sí mismo en cada parte y en el honor de la luz y nada quede anónimo.” El texto, por supuesto, discute aquí algunas insistencias de Borges, diría una cierta noción del realismo artístico asociada a la que Borges impugna en textos como “El Aleph”, “Funes el memorioso” o en aquella imagen del “Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”. El realismo de La mayor es, más bien, materialista y poético en grado máximo: como una radicalización del mandato de Mallarmé, se trataría aquí no de volver “más puras las palabras de la tribu” –según escribió el francés– sino de suprimir, lisa y llanamente, los universales (“cara” dice
todas las caras, “ola” dice todas las olas), para que en cambio cada cosa única sea en nosotros el puro canto de la palabra singular e insustituible que la diga.