Orbis Tertius, 2005, X(11)
Juan José Saer (1937-2005)
Textos reunidos por Mario Goloboff
Orbis Tertius, 2005, X(11)
Lo imborrable … Nado en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la voz. ( El arte de narrar )
Desde hace algunos años –tal vez, sobre todo, desde que leímos Glosa a fines de 1986– muchos creemos que en la obra de Saer están las mejores páginas de la narrativa argentina contemporánea y, más todavía, algunas de la mejor literatura, no sólo de la escrita en castellano. Los textos de Beatriz Sarlo, Mario Goloboff y Milagros Ezquerro que reproducimos a continuación no ofician, así, como el ceremonial de un homenaje que siempre será justo repetir, sino más bien como la señal de un vasto trabajo de lectura de la obra de Saer del que hemos participado muchos de quienes hacemos Orbis Tertius desde hace una década. Para ir también esta vez, digamos, del recuerdo a la voz. Saer fue uno, posiblemente el primero, de nuestros últimos modernos: creyó que el arte podía contradecir la ceguera con que la opresión nos sujeta a la lógica del intercambio, y atisbar un principio de fuga que nos enfrentase al espesor de nuestra condición real. Adentrando la lengua poética del narrar en el “sedimento oscuro” de un mundo que se miente nítido en su racionalidad, las ficciones de Saer van hacia ese “hombre no cultural”, el mismo que los colastiné de El entenado se atreven a mirar a los ojos durante su cíclico regreso a un estado sin ideologías, sin las patrañas urdidas por la prosa de una razón de Estado. Pero ese entrar por un instante en un “mundo de materia pura que ha expelido de sí toda leyenda” no es sólo trágico sino al mismo tiempo –en azarosas intermitencias de su misma radicalidad y a la par de la catástrofe que nos destina– dichoso: “un temblor de gozo y un sobresalto de liberación”, “un azar convertido en don”, “una certidumbre sensorial de permanencia” o “una sensación inesperada de armonía” se efectúan tanto en el carpe diem de los encuentros narrados, como en el efecto de la voz escrita con que la poesía saeriana interviene en la forma de la novela y la cambia. Según Saer, decíamos, el arte, que es capaz de añadir al acaecer “delicia y radiaciones”. Por supuesto, el que intenta nadar del recuerdo a la voz –el que escribe, bebe o filosofa– no se “salva” del devenir sin gobierno ni razón, pero sí lo hacen “el amor al canto” y la voz misma, como advierte –contra su propio escepticismo– el poeta eminente de “Diálogo bajo un carro”. Con la literatura de Saer, no a pesar de nuestra condición mortal sino precisamente como su consecuencia, ese don inesperado ya entró en el mundo y es imborrable. M. D.
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Saer, un original
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por Beatriz Sarlo “La literatura latinoamericana para mí es sólo una categoría histórica, o ni siquiera histórica, una categoría geográfica, pero no es una categoría estética. Para mí no hay nacionalidades de novelistas, para mí hay escritores y punto”, decía Saer en una entrevista pública realizada en la Universidad de San Pablo en 1997. La insistencia con que se le reconoce un lugar dentro de la literatura argentina impide ver el que ocupa dentro de la literatura occidental. Allí acompaña a Bernhard y a Sebald, por ejemplo. Saer, que despreciaba el mercado y recibió el reconocimiento tardío como una especie de regalo inesperado, se irritaba cuando se lo juzgaba sólo en relación con quienes escribían en el Río de la Plata o en América Latina. En el estante internacional de libros latinoamericanos, Saer, con certeza, no ocupó las primeras filas ni para el público ni para la crítica; además no fue muy estudiado en Estados Unidos, esa meca de consagración académica, precisamente porque nadie lo consideraba adecuada y correctamente latinoamericano. Sus años de éxito en Argentina y relativa circulación fuera de ella, aunque hay traducciones de sus libros a casi todas las lenguas europeas, fueron precedidos por dos décadas de casi completa oscuridad. Saer escribió buena parte de su obra para un grupo de amigos. Sólo a mediados de los años ochenta, cuando había publicado más de diez libros, entre los que está quizás su mejor novela, Glosa, el periodismo se desperezó y le dedicó a Saer una atención que antes sólo había recibido en textos de circulación restringida al campo intelectual y crítico. Esto habla también de la Argentina, donde la dictadura militar consideró enemigos a los escritores opositores, y la prensa se ajustó a esa norma. La historia de Saer en su país estuvo, entonces, cargada de obstáculos. Las primeras ediciones argentinas de los años ochenta fueron las del Centro Editor de América Latina, una editorial que arriesgó mucho desde 1976. Libros baratos, vendidos en kioscos, de esos que pierden sus hojas en cuanto se abren. En 1983, El entenado aparece en Folios, pequeña editorial fundada por un exiliado a su regreso. Antes, la novela Nadie nada nunca había aparecido en México, en 1980, y sólo debe haber conseguido un centenar de lectores argentinos. Vale la pena pensar en estas idas y vueltas, porque probablemente hoy queden esfumadas en el homenaje al gran escritor que acaba de morir. Y, sin embargo, una parte de ese homenaje consiste en no olvidar que Saer no fue Saer para casi nadie, cuando ya era Saer para los pocos que lo leían. La fama literaria tiene estas inconsistencias, este repentismo lábil.
Una poética En 1974, Saer publicó El limonero real y en 1976, el libro de relatos La mayor . Su poética estaba consolidada. Más que experimentar en diferentes direcciones, ya había encontrado una forma original de narración. En El limonero real , a partir de un comienzo hoy clásico: “Amanece y ya está con los ojos abiertos”, la frase se expande y se ramifica para generar toda la novela. Se trata del 31 de diciembre, en un rancho pobre de las islas del Paraná santafesino, una reunión de fin de año, donde se cocina a mediodía pescado y a la noche cordero. En su transcurrir se enlazan las historias de Layo, el asador, su mujer, su hijo muerto, sus hermanos y cuñados, sus hijas, los pescadores y campesinos cuyas vidas precarias son captadas con la deslumbrante precisión de un esmalte aplicado sobre una superficie que fluye, pero que Saer congela en grandes bloques sólidos. El libro es una proeza constructiva. Pero no exhibe su intrincada trama como un ejercicio formal sino como la red capaz de unir diferentes tiempos: el pasado lejano, cuando Layo llegó a la isla y plantó el limonero, el pasado más reciente, ocupado por el recuerdo del hijo muerto, el ancho presente del 31 de diciembre, invadido por ramalazos de esos tiempos anteriores. Misteriosamente, una escritura de rigor implacable, trasmite una vibración de experiencia y sentimiento. Lejos de todo pintoresquismo, está sin embargo la resonancia de un 1
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Orbis Tertius, 2005, X(11) mundo campesino, de una lengua regional y una entonación que parece ajena a la compleja forma y, sin embargo, se pliega a ella. Saer descubrió un modo de representar su zona santafesina sin costumbrismo exterior, sin la condescendencia ni la nostalgia del escritor urbano; allí está el Paraná y sus pescadores, grabados en una escritura perfecta. Representar el mundo es, sin embargo, una tarea siempre insegura. Saer piensa que, si se capta el suceder, la ficción podría acercarse a representar. “Sombras sobre un vidrio esmerilado”, ese cuento de Unidad de lugar aparecido en 1966, muestra una conciencia derivando por varios cursos de tiempo. Adelina Flores recuerda el cuerpo de un hombre, echado sobre su hermana en una playa, espiado, entre la repugnancia y el deseo; y recuerda una conversación literaria. El “ahora” está ocupado por aquellos recuerdos y por la percepción borrosa del cuerpo de ese mismo hombre desnudo visto a través de un vidrio. Ese suceder es Adelina Flores mientras construye, línea a línea, un poema. Diez años más tarde, en “A medio borrar”, un relato de La mayor , aparecido en 1976, Saer exploró hasta el límite las posibilidades de parcelar y reconstruir el tiempo: ¿cómo sube un hombre una escalera? ¿se puede captar ese movimiento, descompuesto en cada uno de los puntos del espacio que atraviesa? Lo que hizo Saer en este cuento, no lo repitió en ningún relato posterior, porque “A medio borrar” toca el límite de la investigación formal del tiempo, el espacio, la acción y la conciencia. A partir de La mayor , el tiempo se descompone en pequeñas acciones, desplazamientos mínimos en el espacio, pero nunca del modo desesperado con que transcurre en “A medio borrar”.
Política, novela, historia La década del setenta se cierra con una novela magnífica, Nadie nada nunca, que traza un arco hacia Glosa. Nadie nada nunca es, como Glosa, una novela política, para quien no busque en la representación de la política una especie de historia de hechos sucedidos, como si fuera una extensión embellecida del periodismo. En Nadie nada nunca, unas páginas oscuras narran, de manera discernible pero no realista, la llegada de un auto en la noche, el golpe de sus puertas al abrirse y cerrarse. Sólo eso, porque el lector ya ha podido imaginar todo, también porque ha leído antes, en la novela, sobre los enigmáticos (y alegóricos) asesinatos seriales de caballos que suceden sobre la costa del río. En Glosa, de 1985, la violencia política promete una muerte elegida por la posesión de un talismán: la pastilla de veneno que algunos guerrilleros llevaban para matarse antes de caer en manos de la represión. El que se mata es Angel Leto, el personaje central de Cicatrices, la áspera novela de aprendizaje que Saer publicó en 1969, y escribió antes de cumplir los treinta años. Saer escribe tres novelas cuyo escenario es el pasado. El entenado, La ocasión y Las nubes. Ninguna de ellas responde a lo que hoy suele llamarse “novela histórica”. El entenado es una fábula filosófica; La ocasión, una novela sobre la incertidumbre de la paternidad; Las nubes, un relato desopilante sobre el traslado de un grupo de locos, a través de la llanura, desde Santa Fe a Buenos Aires. Saer ha leído bien los cronistas, los viajeros y los escritores del siglo XIX argentino; trabaja con esos textos en una mezcla que, en Las nubes, se completa con la idea de un régimen benévolo, muy siglo XVIII, para curar la locura. Contra ese modelo curativo razonado y moral que sabe que “locura y razón son indisociables”, los locos de la caravana deambulan con sus manías en una pampa metafísica. La historia es eso: parcialidades, ángulos no iluminados, extravagancias. Saer es pesimista.
Una sociedad de personajes La noche de Nadie nada nunca, cuando el auto de los secuestradores llega a la costa del Paraná, retorna en Glosa y también en La pesquisa, de 1994. Es evidente para todos los lectores de Saer, que sus narraciones forman un ciclo, caracterizado por un paisaje, un grupo de personajes, episodios que se esbozan en un texto y “prenden” (como diría Barthes) en otro, mucho después. Detrás de la trama de sus novelas escritas a lo largo de casi cinco décadas, el revés muestra hilos que desaparecen de la superficie para reaparecer años más tarde, líneas que se creía olvidadas pero se recuperan, personajes que se desplazan desde un costado al centro de la escena y vuelven como figuras secundarias o mencionados por otros. Todos los personajes se
Orbis Tertius, 2005, X(11) conocen y la oculta trama del revés, que los mantiene unidos, se revela por fragmentos en el tapiz que se va extendiendo y que no sabremos nunca hasta dónde se hubiera extendido. La idea de una sociedad de personajes Saer la comparte con la literatura del siglo XIX y con Proust, también con la novela policial, algunos de cuyos autores, Chandler por ejemplo, admiraba. Muy temprano, Saer resuelve no abandonar su primera invención, sino, por el contrario, mantenerse en ella, como si se tratara de un abanico que siempre se abre a medias, y muestra un fragmento diferente del mismo dibujo (la imagen, tan justa, la tomo de Walter Benjamin, a quien Saer leía con respeto). Por eso, cuando hablamos de Saer, hablamos de sus personajes y sus lectores establecemos con ellos una relación de intimidad, que la crítica literaria del último medio siglo dio por descartada. Sin embargo, esto sucede en una literatura que se aparta de toda idea ingenua de realismo.
El acecho de la realidad Saer no elude el problema de la realidad. Si se dijera que sus novelas son filosóficas, habría que aclarar que lo son más a la manera de Musil que a la de Thomas Mann. Problemas filosóficos y estéticos, preguntas sobre si es posible una representación de la realidad, antes que planteados en los diálogos aparecen como performance del relato. Los personajes, en cambio, dialogan de modo irrisorio o paródico acerca de estas cuestiones. El ejemplo más evidente es la discusión, en la que se trenzan los personajes de Glosa durante un asado, sobre si es posible que un caballo tropiece, habida cuenta de que los animales son instinto y no conciencia . Saer no comunica sus ideas sobre el tiempo, la subjetividad, el recuerdo sino que les da una forma de relato. Pero sus diálogos, como los de Musil, transcurren entre la consideración seria de lo irrelevante y la perspectiva irónica sobre lo que se intuye verdaderamente serio. Son relatos de pensamiento, sin que sean los personajes quienes lo trasmiten. El problema del tiempo y de lo real, Saer lo muestra en estado de ficción. El mundo acechado por la podredumbre de la materia y la muerte es imagen poética, como en La pesquisa , o sólo se vuelve tolerable desde una perspectiva sarcástica, como en Lo imborrable. Saer supo esto desde muy joven. No he mencionado todavía a Juan L. Ortiz. Vale nombrarlo porque Saer no sólo tuvo con él la única relación discipular de su vida, sino porque su literatura está marcada fuertemente por la poesía: Dante, Li Po, Góngora. Amigo desde siempre de Hugo Gola, Saer escribió a partir de la poesía. Más aún, leyó la ficción como si fuera poesía, y compuso sus novelas como si también lo fueran, con la precisión de registro de lo poético y su atención al ritmo de la frase. Fragmentos de Nadie nada nunca , de El entenado piden la lectura en voz alta. El arte de narrar es el título de un volumen con sus poemas. Allí leo: “Nado en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la voz”. A partir de ahora, por un camino inverso, esa voz suya nos llevará a su recuerdo.
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La escritura y lo absoluto
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por Mario Goloboff
Juan José Saer practicaba un género poco conocido, el de las dedicatorias humorísticas. Una de ellas, la de Nadie nada nunca (un texto donde matan, misteriosa y alegóricamente, caballos: según dice “el Ladeado”, de “pura maldad”), me la hizo en 1982. Esto, luego de decirle que estaba terminando de escribir Criador de palomas, donde se matan, alegórica, misteriosamente, palomas. Y que, por eso, no leería su novela hasta acabar, por lo menos, de escribir la mía. La dedicatoria que me puso, dice: “Para Mario, estas palomas disfrazadas de caballos”. Así era él: socarrón, veloz, inteligente, burlón hasta consigo mismo. Y también irascible y arbitrario. Siempre pensé –y siempre le dije– que era el escritor menos parecido a su literatura que había conocido. Porque frente a su espontaneidad (jamás exenta, es cierto, de una gran afectividad, de una gran humanidad, diría: de una gran bondad, y ello en el sentido machadiano de la palabra “bueno”), uno se encontraba en sus textos con un artífice, que practicaba una labor titánica, meticulosa y obsesiva, con la delicadeza, la suavidad y la finura del orfebre. Su escritura perseguía lo absoluto, en la palabra y en la imagen, mediante la descomposición, hasta volverla irreconocible, de eso que nosotros llamamos realidad. Acaso por la manera algo tardía de conocerlo y por el azar de las fechas, entré en su obra no por los primeros textos sino por uno de los grandes, quizás el que marca una verdadera bisagra en la totalidad, El limonero real. Me lo envió un amigo común, uno de los descubridores de Juani en Europa, quien hizo mucho por la literatura latinoamericana y argentina, y lamentablemente también falleció hace poco, Jordi Estrada. Lo había hecho publicar en Planeta, en una colección muy especial, porque era un entusiasta de sus libros. Y transmitía ese entusiasmo. No tengo por qué presumir de lecturas precoces: creo que éste fue el primer texto de Saer que leí. Me deslumbró esa historia minúscula, sencilla, esas vidas que no “cuentan” para nada, ese mismo material temático, cuya delgadez se justifica sólo como un pretexto para poder hacer hablar la lengua, para volver una y cien veces sobre la misma imagen, verla desde todos los ángulos, percibirla, tratar de percibirla, disolverla, en fin, y recomponer luego la historia como si nada hubiese pasado, porque de hecho nada ha pasado, salvo (¡salvo!) el texto: el texto que, en Saer, es la materia y es la anécdota, el texto y su fantástico espesor. El limonero real está dedicado, y no por casualidad, a Augusto Roa Bastos (de quien pocos recuerdan que fue, ante todo, poeta) y precedida, tampoco es casualidad, por una cita de Góngora: “Oveja perdida ven/ sobre mis hombros que hoy/ no sólo tu pastor soy/ sino tu pasto también”. La sustancia poética antecede e ilumina lo narrativo de la narración, como, sin excepciones, en todos los relatos de Saer. Inocultablemente, él venía de la poesía (a través de Juan L. Ortiz, pero claro que no sólo a través de Juan L.) y ésa era la materia prima de su escritura, auditiva y espacial. Saer tenía un oído muy particular; tal vez no para la música, pero sí para la música de las palabras. Y además sabía cómo hacer y cómo ver para que el texto se condensara o dilatara, ocupase la página en blanco, se moviera en el espacio. Su ritmo sensorial, su pulsación, su respiración asmática se manifestaban en esa prosa ahogada, que trataba de encontrar oxígeno en los signos de puntuación (la coma, especialmente) y en el continuo regresar de la frase, como hacia un aire residual. Vinieron en seguida los cuentos de La mayor y la novela El entenado. Una noche, yo estaba parando en su penúltimo departamento, en el XIème arrondissement (en el Boulevard Voltaire, no lejos de la Place de la Bastille), porque todavía vivía en Toulouse. Después de una generosa cena con mucha carne y mucho vino, en medio de la oscuridad o con luz muy tenue de fondo, comenzó a hablarme de la novela que iba a escribir, y para la que tenía sólo alguna frase 1
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Orbis Tertius, 2005, X(11) inicial, puede que aquélla con la que precisamente se inicia El entenado: “De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo”. Charlamos largo, me fascinó la historia o la intuición de la historia que él tenía en la cabeza, y convinimos en que le prestaría una Vera historia..., la de Ulrico Schmidel, que había llevado de Argentina. Se la envié a los pocos días. Supongo que le fue de utilidad. Finalmente, esa novela la recibí de sus manos el 14 de febrero de 1984. Veníamos, con mi mujer, del cementerio de Montparnasse, donde habíamos despedido a otro gigante, Julio Cortázar. Hablamos de esa muerte extensamente y terminamos derivando hacia ciertas dificultades, que compartíamos, en la educación de nuestros hijos adolescentes. Juani nos dedicó el libro con sorna: “Para dos respetables padres argentino-tolosanos”. Siempre preferí ese texto, en primer o segundo lugar, en el conjunto de su obra. Hay que reconocer que él no: lo veía artificial, algo “cantado”. Creo que, como suele ocurrir, el pretexto histórico (el relato del único grumete que se salva cuando los charrúas devoran a Juan Díaz de Solís y a sus acompañantes) le permite hablar del presente argentino; de un presente que entonces, pensábamos, tenía mucho de canibalismo, de antropofagia. Probablemente él tuviera razón: había demasiada presión de lo inmediato en ese texto. Por otra parte, él lo visualizaba como suelto, sin relación con las otras novelas, un poco desgajado de la obra, que concebía como totalidad, como unidad, bastante compacta, bastante solidaria. Pero también ese texto tiene ribetes de grandeza. “La literatura –dijo alguna vez– nos consuela, pero no nos salva”. Y también dijo: “Nada existe fuera de la forma”. Era un oficiante de la literatura. Podría, legítimamente, aplicársele lo que sostiene Borges de Flaubert, en quien ve “el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir”. Un amigo de entonces, tan entrañable como él y etéreo, César Fernández Moreno (“argentino hasta la muerte”), con quien tomábamos café en République, opinaba que Juani era casi religioso, de esos ateos que veneran su propio culto, el de la palabra, el de la letra escrita. Es cierto: trabajaba y corregía hasta pelar el hueso, despejaba y despojaba para que quedara el significante a flor de piel, la piel viva, lo que bien podría llamarse la escritura ardiente o, en este caso, la escritura viva, la de la piel quemante. Su obra, también es cierto y así lo quiso él, es una auténtica “unidad de lugar” (“cambiando la forma de cada una de las novelas [...]; a mí me gusta intentar formas nuevas cada vez que escribo un libro. [...] podría decir que son los mismos personajes, el mismo lugar [...] pero me gusta cambiar el tono, el punto de vista, siempre manteniendo un elemento fijo, cambiando la forma”): las mismas gentes; el mismo espacio del río, de Santa Fe, de la región; un tiempo único que es el de la repetición y la memoria. Estos elementos han llevado a la crítica a emparentar hasta la exageración su literatura con la del nouveau roman francés (como podrían vincularla con Marcel Proust o con Cesare Pavese), insípida expresión que terminó por designar a un grupo entero de autores disímiles entre los que se cuentan Claude Simon, Robert Pinget, Nathalie Sarraute, Marguerite Duras, Michel Butor, Alain Robbe-Grillet et quelques autres. Como me comentó Robbe-Grillet, ellos se habrían sentido orgullosos si tal adhesión se hubiera confirmado: “Por momentos, yo reconozco influencias que son, algunas veces, incluso guiñadas de ojo. Por ejemplo, en el principio de Cicatrices, de Saer, hay gente que discute sobre el sentimiento de los celos, se habla de Otelo y de si él era o no celoso y cómo funcionaban sus celos. Usted sabe, en Saer siempre hay discusiones Y el héroe de Saer que reaparece en todas sus novelas, Tomatis, dice: ‘¡No! Otelo no era celoso; estrangular a su mujer no es un reflejo de celos. Nosotros sabemos hoy que un celoso es alguien que cuenta los bananos, en su plantación, y que observa la sombra de un poste...’. Es raro, porque esa novela ( Cicatrices) es de una época en que La celosía ( La jalousie) todavía en Francia era muy poco leída. Que un joven en Santa Fe la conociera era bastante enternecedor”. Saer había leído tempranamente a los autores del nouveau roman, como había leído a Faulkner desde mediados de los años 50 ( Mientras yo agonizo , creo, fue su primera lectura del norteamericano: “Cuando levanté mis ojos del libro, estaba oscuro afuera y mi vida había cambiado”). Y admiraba la escritura de algunos de ellos; especialmente, y con razón, la de Claude Simon, el mayor de todos, en quien veía una efectiva síntesis de Faulkner y del nouveau
Orbis Tertius, 2005, X(11) roman. Pero, por otro lado, había trazado su propio camino (como en su tiempo lo habían hecho Antonio Di Benedetto y, por qué no, el mismísimo Juan Carlos Onetti de La vida breve), aún antes de que el nouveau roman se difundiera, en una de esas coincidencias que abundan en la literatura. El había llegado a esa personal observación del paisaje, de los objetos, de los hechos, de los seres y de los personajes, y del enigma mismo de la percepción, por el camino de su propia respiración poética. Mirando, simplemente, hasta el último instante de vida, la luz de su Serodino natal, y eso es, todavía, más enternecedor.
Orbis Tertius, 2005, X(11) París, 13 de enero de 2005
Sres. y Sras. Miembros de la Academia de Estocolmo Objeto: Premio Nobel de Literatura 2005 De mi mayor consideración: Tengo el agrado de dirigirme a Uds. a fin de solicitar la postulación del escritor argentino Juan José Saer al Premio Nobel de Literatura del año 2005. Pongo a vuestra consideración los elementos que en mi opinión justifican esta propuesta. Por otra parte, adjunto a la presente une bibliografía completa, así como una lista de escritores, críticos y profesores universitarios de varios países que apoyan esta iniciativa. Juan José Saer nació en Serodino, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1937. Comenzó su carrera literaria en Santa Fe, con la publicación de sus primeros poemas y relatos, a la vez que iniciaba su actividad docente en el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral. En 1968 viajó a Francia donde se estableció definitivamente, manteniéndose en estrecho vínculo con su país. Dictó clases en la Universidad de Rennes hasta el año 2002. Su obra, que suma hasta la fecha 20 libros, incluye novelas, narraciones, poesías y ensayos. Ya en su primer volumen publicado, En la zona (1960), que reúne un conjunto de relatos, puede observarse la búsqueda, lúcida y firme, de una voz personal cuya coherencia irá afianzándose en los libros posteriores: Palo y hueso (1964), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976). La misma encuentra plena expresión en el ciclo novelesco central: Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983) y Glosa (1986). La obra de Saer, fiel a sus raíces culturales y a sus elecciones estéticas, se consolidó al margen de los grandes centros donde se ejerce el poder cultural y fue imponiéndose lentamente a un público cada vez más amplio, aunque desde sus comienzos cierta crítica internacional atenta a la literatura ajena a los lanzamientos de mercado ya había reconocido su relevancia. Su reconocimiento dentro del campo literario hispánico llegó en 1987, cuando le fue otorgado en España el premio Nadal por su novela La ocasión. El ciclo novelesco siguiente, Lo imborrable (1992), La pesquisa (1994) y Las nubes (1997) vino a confirmar el carácter excepcional de una escritura cincelada con mano maestra, así como la fascinación que ejercía ese universo ficcional forjado en base a una lenta pasión por la lectura. Su último libro de relatos, Lugar (2000), tuvo gran acogida por parte del público argentino. Al respecto, permítaseme citar un fragmento de la crítica Beatriz Sarlo: “El último libro de Juan José Saer, Lugar , nos pone frente a uno de los grandes escritores contemporáneos. Se trata sin duda de una opinión compartida por muchos de los que leyeron su obra. No necesitábamos un nuevo libro para afirmarlo. Pero un nuevo libro abre la posibilidad y la esperanza de nuevos lectores para las frases más complejas y más musicales escritas en español rioplatense” (Buenos Aires, La Nación, 5/11/2000). No cabe duda de que la obra de Saer no responde a ninguno de los tópicos a través de los cuales el imaginario contemporáneo reconoce cómodamente aquello que cree ser la literatura latinoamericana. Sin embargo, atrae cada vez más a los jóvenes investigadores que hacen de ella el objeto de tesinas o tesis, y está cada vez más presente en los programas de muchos coloquios internacionales. En el año 2001, pude convocar en la Universidad de Montpellier a numerosos especialistas de diversos países europeos y americanos a un simposio sobre el conjunto de su obra, en el que participó el autor, así como el escritor francés Alain Robbe-Grillet, ferviente lector de Saer; las actas han sido publicadas en la Editorial CERS de Montpellier. En 2002, el profesor Arcadio Díaz Quiñones organizó otro encuentro en torno a su obra y en presencia del autor, en la Universidad de Princeton (EE.UU.), cuyas actas serán publicadas próximamente. La prestigiosa colección “Archives de la Littérature Latino-américaine, des Caraïbes et d’Afrique du XXe siècle”, patrocinada por la UNESCO y por varios organismos de investigación europeos y latinoamericanos, se encuentra elaborando una edición crítica de dos de sus novelas, El entenado y Glosa. Juan José Saer ha recibido en Roma el premio Unión Latina de Literaturas
Orbis Tertius, 2005, X(11) Románicas 2004. Dicho premio corona la obra de un novelista contemporáneo en lengua romance, sin distinción de países ni continentes, para rendir homenaje a aquel patrimonio cultural de considerable amplitud y diversidad. El jurado que otorga el premio es independiente y está conformado por escritores de renombre internacional. Por último, cabe mencionar que los textos de Saer fueron traducidos al francés, inglés, portugués, italiano, sueco y alemán. Luego de esta rápida presentación, pasaré a desarrollar brevemente tres argumentos para fundamentar la propuesta de Juan José Saer al Premio Nobel de literatura 2005. El primero es estrictamente literario. Resulta difícil resumir en pocas líneas las múltiples lecturas e interpretaciones que suscitó la obra saeriana, pero creo que una de sus principales características es una tensión, constantemente mantenida, entre el arraigo a su lugar de origen y el alcance universal de su lengua literaria. La escritura que fue forjándose en el riguroso ejercicio de la poesía, del relato breve y de la novela, cuya ética fue reivindicada por Saer en muchos ensayos, es sin lugar a dudas heredera de las vanguardias europeas y americanas del siglo XX. Pero lleva a la vez las cicatrices de los más siniestros episodios de la historia contemporánea. Cada libro construye una estructura inédita mientras va retomando personajes y situaciones ya presentes en libros anteriores, que el lector reconoce y ve evolucionar. El espacio representado, que constituye el marco de la mayoría de los relatos, es a la vez un lugar mítico, la “zona”, y una región reconocible geográficamente, anfibia y ambigua, situada entre las tierras inundables por las orillas borrosas del gran río Paraná. Tierra y materia, limo y reflejos de agua, espacio y tiempo, pero también materia de lenguaje, palabra poética. Nora Catelli escribió, al publicarse los Cuentos completos (1957-2002): “Juan José Saer viene de una periferia, las llanuras del interior fluvial argentino, hasta entonces abandonada a su característica suerte regionalista. Es notable el modo en que ese circuito de pretérita ruralidad costumbrista se transforma al mezclarse con otra constelación de lecturas, en una inquisición acerca de la materia misma de la palabra poética” ( El País, 19/01/2002). El proyecto literario de Saer se alimenta constantemente de su materia originaria, para renovarla, transformarla y proyectarla hacia lo universal. El segundo argumento está dado por la fidelidad del escritor a sus propias intuiciones estéticas y la constancia con que trabaja y profundiza sus elecciones formales, sin ceder en nada a las fórmulas en boga en el mercado cultural. He aquí una problemática sociológica, en tanto la obra saeriana, recibida con fervor por un público cada vez mayor, seduce e interpela los mecanismos de la recepción en las zonas consagradas de la cultura como es, por ejemplo, París. En efecto, la literatura de las regiones periféricas, cuando no responde a la imagen estereotipada que de ella posee el público en general, tiene grandes dificultades para ser reconocida y difundida, aunque la crítica sea unánime al reconocer su valor. Al respecto, el crítico alemán Enno Petermann ha afirmado: “Desde la aparición de su primer libro de relatos y poemas en 1960, Saer ha producido una obra –no digamos en silencio, pero sí en forma casi invisible para un público interesado en la literatura–, con una perfección estilística y una perseverancia artística sin igual. Se trata de un caso único en la literatura argentina y también es, en relación con otras literaturas en lengua hispánica, escritas en Latinoamérica o en la metrópoli europea, roca errática que puede tomarse como cuerpo extraño, o no prestársele la menor atención. Muy progresivamente nos ha llevado a la evidencia de que estamos ante una literatura de alcance universal, y de que cualquier encasillamiento apresurado está, por esto mismo, destinado al fracaso” (“L’aventure du langage”, 2002). El tercer argumento, de carácter ético, constituye el corolario de los dos anteriores. A partir de la exigencia de un trabajo artístico sin duplicidad ni concesiones, la literatura de Saer da cuenta y testimonio de la dura realidad de un país como Argentina. En primer lugar, de la situación política derivada de las dictaduras militares de la segunda mitad del siglo XX y en particular del destino de una generación “desaparecida”, que es la del escritor, la que fue víctima de una de las más atroces maquinarias de exterminio de los últimos tiempos; en segundo lugar, da cuenta de la situación actual del país y su difícil transición hacia la democracia. Su obra explora con sorprendente lucidez la compleja realidad y sus representaciones en narraciones como Cicatrices, Nadie nada nunca, Glosa, La pesquisa . Pero también lo hace a través de una reflexión intelectual, ejemplar en este sentido, que ha sido desplegada en ensayos como El río sin orillas (1991), en textos periodísticos y otras intervenciones públicas.
Orbis Tertius, 2005, X(11) Por todas las razones que he mencionado, considero que Juan José Saer puede ser un digno candidato para el Premio Nobel de Literatura 2005 que, de serle otorgado, contribuiría a difundir entre un amplio público internacional una obra fundamental de la literatura contemporánea, como así también logrará llamar la atención sobre los frágiles procesos de transición democrática que viven hoy varios países latinoamericanos. Saludo a los Sres. y Sras. miembros de la Academia de Estocolmo con la mayor consideración.
Milagros Ezquerro 1 Profesora de la Universidad de Paris IV Sorbonne
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Agradecemos a Milagros Ezquerro la gentil cesión del texto de la carta para su publicación en Orbis Tertius. La traducción pertenece a Margarita Merbilhaá.