LA ALTERNATIVA DEL DISENSO (En torno a la fundamentación ética de los derechos humanos)* Javier
Muguerza
A Ernesto Garzón Valdés Pese a haber sido el nuestro un siglo jalo nado por acontecimientos tan fatídicos como Auschwitz, el Gulag o Hiroshima —y la lista de tales acontecimientos podría, naturalmente, verse incrementada a voluntad, incluyendo acontecimientos similares de ayer y de hoy mismo—, los tratadistas del tema que nos ocupa no resisten en ocasiones la tentación de abandonarse a un comprensible triunfalismo. Pues, en efecto, nunca como en el presente parecen haber gozado los derechos humanos de un grado de reconocimiento jurídico comparable a escala planetaria. Y semejante reconocimiento convierte a esos derechos —por encim^o por debajo de sus nada infrecuentes violaciones allí donde alcanzan a regir y de su generalizada falta de aplicación allí donde tan sólo rigen nominalmente— en algo así como un hecho incontrovertible. (*) El texto que sigue fue leido y discutido en las sesiones que, bajo la presidencia del profesor H. L. A. Hart, tuvieron lugar durante los días 19 y 20 de abril de 1988 en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Complutense de Madrid, a cuyo cargo corre la edición castellana de las Actas de dichas sesiones. Quiero agradecer al director del Instituto de Derechos Humanos, profesor Gregorio PecesBarba, así como al resto de los miembros que trabajan en él, todas las atenciones que tuvieron conmigo durante la preparación y desarrollo de aquel encuentro. Al profesor Hart y a cuantos
mi
participaron en el mismo debo también agradecerles su paciencia al escucharme y el placer de la discusión, así como sus para mí muy valiosos comentarios. Finalmente, deseo dejar constancia de mi satisfacción ante la buena salud de que en España gozan hoy las relaciones entre los cultivadoTés'3éTa"Pilosl)TíFM6rary~Pólítica, por un lado, y la Filosofía del Derecho, por otro; relaciones que se evidenciaron, y ac aso se fortaleci eron, a lo largo del extenua dor debate en que unos y otros tuvimos ocasión de confrontar nuestras respectivas posiciones gremiales, tolerante pero disciplinadamente moderados en todo momento por el profesor Peces-Barba. En cuanto perteneciente al primero de aquellos gremios, me gustaría que mi Tanner Leclure se entendiese como un homenaje personal a la ya larga tradición y la alta calidad que la investigación en torno a los derechos humanos ha alcanzado en nuestro país, en buena parte gracias a ¡os esfuerzos del Instituto de la Universidad Complutense de Madrid.
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2. Está claro, en tal caso, que aquellas exigencias tan sulo uümatran ser reputadas de «derechos» en la metafórica acepción en que lo hace el iusnaturalismo, una de cuyas variantes ha dado lugar en nuestros días a su confundente denominación como «derechos morales». 3. Por lo demás, y contra un cierto positivismo, hay que insistir en que el reconocimiento de tales o cuales derechos humanos a través de un ordenamiento jurídico dado —bajo la forma, por ejemplo, de «derechos fundamentales»— está muy lejos de zanjar la pregunta relativa a su (.fundamento». 4. En su descripción del Derecho, el realismo jurídico no peca sino de realista: las razones con que legisladores, jueces, etc., avalan sus pronunciamientos no pasan con frecuencia de constituir «racionalizaciones» y, en el mejor de los casos, no hay razón para excluir que las mentadas razones puedan ser y sean a veces de hecho «extrajurídicas». 5. Entre dichas razones, cabría que las hubiera de orden ético; y, cualquiera que sea el grado de atención que reciban del jurista profesional, son probablemente razones de esa índole las que respaldan la convicción del común de los mortales de que algunas de sus exigencias —como las qué atañen a su dignidad, libertad e igualdad— pueden fundamentadamente sustentar la pretensión de ser reconocidas por el ordenamiento jurídico, a nivel nacional o internacional, como derechos humanos.
6. Pese a su saludable esfuerzo por adoptar el punto de vista del «común de los mortales», la célebre afirmación de Norberto Bobbio se gún la cual «el problema del fundamento de los derechos humanos ha tenido su solución en la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la Asamblea Asamblea General de Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948» se arriesga decididamente al cargo, que la ética comunicativa contemporánea extiende a toda posición «convencionalista» más o menos inspirada en la tradición del contrato social, de que ningún acuerdo colectivo de carácter fáctico —ni tan siquiera un efectivo consensus omnium gentium— podría tener en sí su propio fundamento racional, dado que la facticidad de tales acuerdos no es por sí sola garantía de su racionalidad. 7. Como es bie n conocido, los cultivadores de la ética comunicativa tienden a considerar que un consenso fáctico de aquel género sólo merece ser tenido por racional en 1a medida en que el procedimiento de obtención del mismo se asemeje al que habrían de seguir los miembros de una asamblea ideal'—presumiblemente menos expuesta a condicionamientos espurios que la de las Naciones Unidas— para obtener, en el supuesto de una comunicación plena y por la exclusiva vía de la argumentación cooperativa, un consenso asimismo ideal o contrafáctico cuya racionalidad se hallase a sajvo de sospecha. 8. Aun reconociendo que cualquier otro intento de fundamentación de los derechos humanos humanos en términos de necesidades, intereses, etc., presupone l a posibilidad de compartir comunicativamente semejantes
necesidades intereses v demás, resulta harto dudoso que el fgnda-^mentó que buscamos se encuentre en la «comunidad ideal ue comuñi-i cación» de la ética comunicativa: en una comunidad angélica corno] ésa no habría lugar a preguntarse por nada verdaderamente humanoy 9. Y ante tanta insistencia en el «consenso» «consenso» —fáctico o contrafáctico—acerca de los derechos humanos, quizá vaya siendo hora de re parar en que Ia fenomenología histórica de la lucha política por la conquista de estos últimos, bajo cualquiera de sus modalidades conocidas, ha tenido bastante más que ver con el «disenso» de individuos y grupos de individuos respecto de un consenso antecedente —de ordinario plasmado en la legislación vigente— que les negaba esa su pretendida condición de sujetos de derechos. 10. Mí pregunta, así pues, vendría a ser la de si no extraeremos más provecho de un intento de <
Habida cuenta de que tú y los demás destinatarios de estas líneas conocéis nuestro tema mucho mejor que yo, me excuso de «poner bibliografía». Quiero confiar en que la Fundación Tanner llevará sus asuntos asuntos con menos mezquindad que la Facultad de Filosofía de la Complutense. Y que no tengo que temer que se repita conmigo el «caso Lledó». Gracias a ti y a los compañeros del Instituto de Derechos Humanos por vuestras atenciones. Espero que la reunión de abril redunde en beneficio de la jus -e thi sch e Gem ein sch aft . Un abrazo de tu buen amigo Javier Muguerza Instituto de Filosofía del C.S.I.C.
Madrid, 15 de febrero de 1988
Ahora bien, que el derecho sea un hecho —para servirnos de una fórmula célebre y celebrada— no ahorra en modo alguno la reflexión, y por lo pronto la reflexión filosófica, sobre dicho hecho. Como nos enseñara Kant. la misión de la filosofía no es, en efecto, otra que lajje ¿arj-flzóg_de aquellos «hgchos» que tenemos por incontrovertibles. En un ataque a lo que llaman «la ideología de los derechos humanos», Alaiñ'de Benoist y Guillaume Faye —ideólogos a su vez de la llamada «nueva derecha» francesa— han reproducido en alguna ocasión, con maliciosa fruición, una bien conocida anécdota que —sin asomo de malicia, mas con algún pesar— relatara hace años Maritain en su introducción a un volumen colectivo sobre Los derechos del hombre editado por la Unesco: como, en el seno de una Comisión de este organismo, alguien se admirase de la facilidad con la que miembros de ideologías radicalmente contrapuestas mostrábanse de acuerdo sobre una lista de derechos, aquéllos respondieron que «se hallaban de acuerdo en lo tocante a los derechos enumerados en la lista, pero a condición de que no se les preguntara por qué». Pues bien, esa es la típica pregunta que los filósofos no pueden, ex offício. dejar de formularse, puesto que «dar razón» no es otra cosa que unjntsalQLde responder a la interrogación acerca de un porqué. Es probable que la filosofía, que está muy lejos de ser ciencia, no pueda envanecerse de hallarse al margen de las ideologías, sean de derechas o de izquierdas, mas —si no se reduce a mera ideología— ello se debe, a no dudarlo, a ese su impenitente afán de demandar razones. Y si el filósofo de turno, como es ahora mi caso, se declara además —con la modestia de rigor, pero con convicción— «racionalista», está claro que esas razones tendrán que serlo reduplicativamente, esto es, tendrán que ser razones de la razón y no tan sólo pascalianas «razones del corazón». El tema de los derechos humanos es uno de esos temas en que estas últimas razones pudieran resultar insoslayables. Alguien podría, así, declararse fervientemente partidario de los derechos humanos e irremisiblemente escéptico en lo que atañe al problema de su fundamentación, postura ésta que, por mi parte, no sólo considero perfectamente respetable sino, sin duda, preferible a su^contraria: la de quienes, creyéndolos teóricamente fundamentados, no vacilan en conculcarlos en la práctica. Pero, por más profundamente que las respete, una actitud filouan sófica racionalista no puede contentarse con razones del corazón. C do en que sigue vo hable de «la fundamentación ética de los derechos humanos», se entenderá que estoy hablando de su fundamentación racional I x mejorlHC J IQ . de su intento de fundamentación racional, de suerte que serán esa clase de «razones de la razón» —por lo demás, un tanto arduas de encontrar, lo que no garantiza que digamos el éxito de mi empeño— las que nos van a interesar en adelante. Pero, por entrar ya en materia, ;.qué habremos de entender en adelante por «derechos humanos»? Para los propósitos de este trabajo quisiera comenzar haciendo mía la definición de los mismos que entre nosotros ha propuesto un filósofo del derecho, Antonio E. Pérez Luño, en un autorizado libro sobre 1 la cuestión . A tenor de ella, escribe, los derechos humanos aparecen como 1
A. E.
Pérez Luño.
rial Tecnos. 1984.
Derechos Humanos. Estado de Derecho v Constitución. Madrid, Edito-
[
«un conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, \>«siow concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, las Eflo Sr 1 cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a ' ' 2 nivel nacional e internacional» . Se trata de una definición concisa y breve, que se centra admirablemente en el meollo del asunto y que el autor ha hecho preceder de una veintena larga de páginas destinadas a asegurar su placibili3 dad . Pues, aunque constituya una estipulación, la propuesta no es, sin embargo, una «definición humpty-dumptyana», descansando tanto en la exploración lexicográfica de los límites lingüísticos de la expresión definida cuanto en algo más importante, como es la delimitación conceptual de su contenido.
Por lo demás, el profesor Pérez Luño es bien consciente de los méritos de su definición, que según él escapa a algunos socorridos cargos contra el inten4 to mismo de definir qué sean los derechos humanos . Su definición, en primer lugar, no es tautológica, como lo sería una definición que nos dijese que «los derechos del hombre son los que le corresponden al hombre por el hecho de ser hombre», pues la suya no sólo concreta una serie de «exigencias» humanas, sino alude al carácter histórico de semejante «concreción». En segundo lugar, no es tampoco una definición formalista, del tipo de «los derechos del hombre son aquellos que pertenecen o deben pertenecer a todos los hombres, y de lo? que ningún hombre puede ser privadq». pues la definición de Pérez Luño deja espacio, al referirse al reconocimiento positivo de tales derechos en los ordenamientos jurídicos, tanto a los aspectos normativos del «proceso de positivación» cuanto a las técnicas de protección y garantías de la realización efectiva de los mismos. En tercer y último lugar, la definición pretende no ser teleoló gica, como lo serían las definiciones que remiten a la finalidad de preservar valores últimos, valores de ordinario susceptibles de interpretaciones diversas y aun controvertidas, por el estilo de «los derechos del hombre son aquellos imprescindibles para el perfeccionamiento de la persona humana, para el progreso social o para el desarrollo de la civilización, etc.» Por lo que a mí respecta, empero, no estoy tan seguro de que la definición elegida por el profesor Pérez Luño consiga escapar a este tercer cargo, en el supuesto de ser un cargo, 5 con la misma facilidad o el mismo éxito que en los dos casos anteriores . Es decir, no acabo de ver que la «dignidad», la «libertad» y la «igualdad» sean valores menos susceptibles de interpretaciones diversas, ni menos controvertidas, que «el perfeccionamiento de la persona humana», «el progreso social» o «el desarrollo de la civilización», si bien, por las razones que veremos, los creo bastante más fundamentales que estos últimos desde un punto de vista ético. Pero mi mayor desacuerdo por lo que hace a la definición de Pérez Luño 2
Op. cit., pág. 48 (subrayados míos). Ibidem, cap. I.
3 4
El autor, pág. 25, se inspira en este punto en Norberto Bobbio, «L'illlusion du fond ement absolu», en Varios. Le fondement des droits de l'homme. Florenci a, 1966, págs. 3-9; cfr. asimismo págs. 49 y sigs. 5
En cualquier caso, el supuesto cargo no se referiría tanto al carácter «teleológi co» de la definición —esto es, a su finalidad de preservar valores últimos— cuanto a la vaguedad e imprecisión de los valores en cuestión.
tiene que ver con el sentido general que su autor le atribuye. En su opinión, «la definición propuesta pretende conjugar las dos grandes dimensiones que integran la noción general dé los derechos humanos, esto es, la exigencia iusnaturalista respecto de su fundamentación y las técnicas de positivación y protección que dan la medida de su ejercicio»*. Por descontado, Pérez Luño tiene todo el derecho, natural o no, de extraer implicaciones iusnaturalistas de su definición, pero no todos cuantos aceptemos dicha definición estaríamos por ello obligados a apechar con semejantes implicaciones. De su definición se seguiría —o, más exactamente, se sobreentiende en ella— que las exigencias de dignidad, libertad e igualdad humanas mencionadas son previas al proceso de positivación v que la razón por la que deben ser reconocidas jurídicamente vendría a suministrar el fundamento de los derechos en cuestión. Ni más ni menos. El iusnaturalismo, como vemos, no aparece por parte alguna, o por lo menos no lo hace si no se admite de antemano —c om o el iusn atur ali sta se inc lin arí a a adm iti r sin dud a— que el he ch o de que aquellas exigencias sean previas al proceso de positivación las convierte en derechos naturales. Tengo para mí que una presuposición tal es gratuita. Pero, antes de entrar a discutirla, querría mencionar otra de menor cuantía. A saber, la presuposición de que valores como la dignidad, la libertad o la igualdad son exclusivo patrimonio de la tradición iusnaturalista. Por concentrarnos tan sólo, de momento, en el primero de ellos, ¿quién podría aseverar que la tradición iusnaturalista y la tradición de la dignidad humana sean coextensas? El profesor Pérez Luño aduce el caso de Pufendorf, cuyo sistema de derechos humanos descansa ciertamente en la idea de dignitas 7 del hombre . Y no cabe ninguna duda de que Pufendorf representa un hito notable en la historia del moderno Derecho natural. Pero no es tan seguro, en cambio, que quepa registrar la misma filiación iusnaturalista en la noción 8 kantiana de Würde, así como tampoco en la filosofía del derecho de Kant . Y el caso de Kant nos va aquí a interesar especialmente. Nadie niega que en Kant haya rastros abundantes de influjo iusnaturalista, como no es posible negar que la división general de la Rechtslehre o «sistema de los principios del Derecho» que hace suya contrapone el Derecho natural (Naturrecht), que parte de principios a priori, al Derecho positivo o estatutario (statutarisches Rechi), que procede de la voluntad de un legislador'. Pero el llamado «derecho racional» (Vernunftrecht) kantiano no se identifica sin más con el «derecho natural» tradicional, ni siquiera el de estirpe racionalista, aun si tendremos ocasión de comprobar que no desdeña hacerse 6
Ibidem, pág. 5!. Loe. cit. Véase al respecto el libro clásico de Hans Welzel, Die Naturrechlslehre Samuel Pufendorfs, Berlín, 2. a ed„ 1958. 8 Para un examen de la cuestión, pueden verse J. G. Murphy, Kant. The Philosophy of Righi. L ondres, 1970; S. Goyard -Fabr e, Kant el le probléme du droit. París, 1975; Z. Batscha (ed.), Mater ialien zu Kants Rechtsphilosophie, Franc fort del Main, 1976; F. Kaul bach, Studien zur spáten Rechtsphilosophie Kants, Würzburg, 1982; H.-G. Deggau. Die Aporten der Rechtslehre Kants. Stuttgart, 1983. Metaphysische Anfangsgriinde der Rechtslehre, Werke, ' 1. Kant, Metaphvsik der Sitten. I. 7
Akademie Ausgabe, vol. VI (en lo sucesivo, las obras de Kant se citarán siempre por esta edición), pág. 237.
cargo —desde muy otros supuestos— de algunas de sus funciones, que en 10 consecuencia hereda de aquel último . Y, de manera muy especial, no creo que en ningún caso se pueda ni se deba interpretar en términos iusnaturalistas la fundamenta] distinción de Kant entre «moralidad» (Moralitat y también Sittlichkeit), por un lado, y «legalidad» (Gesetzmassigkeit o Legalitat), por otro, distinción sobre la que enseguida habremos de volver". A mi modo de ver, el profesor Pérez Luño sustenta una concepción excesivamente generosa del iusnaturalismo que le lleva a engrosar innecesariamente el censo de sus adeptos, bien que no deje de advertir que la acepción «abierta» de aquel término a la que adhiere le exime del peligro de convertir a su 12 concepción en un «lecho de Procusto» , no lo es, en efecto, si se lo entiende en el sentido en que lo entendía aquel mítico bandido, quien —para acomodar la talla de sus víctimas a las medidas de la cama— procedía a cortar los miembros excedentes de las más altas o estiraba violentamente los de las más bajas hasta descoyuntarlos; «generosamente entendido», en cambio, un lecho de Procusto constaría más bien de un artilugio que, accionado a discreción, permite agrandar o disminuir las dimensiones del lecho mismo en lugar de las de la víctima, de suerte que quienquiera que se acueste en él correrá el riesgo de amanecer transformado en «iusnaturalista». Pero, en fin, no quiero que esta mi amistosa discusión con el profesor Pérez Luño produzca la sensación de una diatriba maniática. Lo que persigo con ella es. simplemente, que mi defensa de los fueros de la ética —confesado objetivo de este trabajo— no se confunda para nada con la defensa de los fueros de un supuesto derecho natural, fueros, unos y otros, que me temo muy mucho que él confunde cuando escribe que «sólo desde un enfoque iusnaturalista tiene sentido el plantear el problema de la fundamentación de los dere1 chos humanos»' . Una confusión, a decir verdad, no insólita dentro del panorama de la filosofía contemporánea, como lo muestra ejemplarmente el caso de Ernst Bloch, el cual me obliga a conceder que el profesor Pérez Luño se halla al fin y a la postre en buena compañía. Desde el título mismo de su obra Naturrecht und menschliche Würde a la última de sus páginas, el lector de Bloch se ve en todo momento impresiona14 do, y hasta estremecido, por el innegable páthos ético de su pensamiento , pese a lo cual Bloch no habla allí de «ética», sino que todo el rato lo hace de «derecho natural», tal vez —se me ocurre pensar— porque, en la tradición marxista en que se movía Bloch, era más fácil contrariar los «prejuicios» de 15 Marx acerca de los derechos humanos que vencer el pudor, disfrazado él mismo de akribeia, que le impidió, tanto a aquél como a sus seguidores, reconocer que lo que estaba haciendo a veces era sencillamente ética. 10
Véase infra, a propósito de la interpretación habermasiana del «derecho racional» de Kant. Ibidem. pág. 219. 12 Pérez Luño, op. cit.. págs. 136-137.
"
13
Loe.
cit.
14
E. Bloch, Naturrecht und menschliche Würde, Gesamtausgabe. vol. VI, Francfort del Main, 1961 (hay traducción castellana de F. Gonzál ez Vicén, Madrid, Ed. Aguilar , 1980). 15 Véase sobre el particular Manuel Atienza , Marx v los derechos humanos, Madrid, Editorial Mezquita, 1983.
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Lo que por mi parte diría, en resumidas cuentas, es que las «exigencias» (je dignidad ^libe rtad e igualda d recogidas en la defin ició n de los dere chos humanos de Pérey T.nrjn —exigencias que, según tal definición, «deben ser» ju rí dic am en te re co no ci da s— so n exigencias morales, añadiendo que pasarían a merecer de pleno derecho la denominación de derechos humanos una vez superada la reválida de su reconocimiento jurídico, No sé, por lo demás, si tan tosca y ruda dualidad sería acogida de buen grado bajo el manto de la acredi16 tada «teoría dual» de esos derechos . Como todo dualismo demasiado abrupto, quizás el mío produzca la impresión de incurrir en una declarada esquizofrenia, la esquizofrenia —consistente en separar a la moralidad de la legalidad — de la qu e He ge l acu sar a un dí a a Ka nt , par a pas ar de sp ué s a reducir la Etica, convertida en «eticidad», a un capítulo de su Filosofía del Derecho (lo que probaría, en cualquier caso, que la esquizofrenia kantiana parece preferible a la paranoia hegeliana, capaz de engullir y «superar» en su sistema filosófico lo que Hegel diera despectivamente en llamar la «mera moral»"): finmnqnipra que cpa ; lac PYigpnriac morales pn nipstiñn vendrían a ser derechos hnmanns «PNFPNRIALPG», rn.tantn IAC HCRPRHNC humanos serían por SU parte exigencias rr^ralps «catisferhas» desde un punto de vista jurídico. Y yo no haría un mundo, desde luego, de cuestiones puramente verbales, pues me doy cuenta de que los «derechos humanos», bajo esa denominación precisamente, constituyen hoy por hoy un arma cuya capacidad reivindicatoría no conviene rebajar de grado sustituyendo aquélla por la denominación harto menos consagrada de «exigencias morales»' 8 . Si los derechos humanos, por 16
La «concepci ón dualista» de los derechos huma nos,
iusnatur alistas
y
iuspositi vista s—
la cond ició n de
«valores»
q u e t r a t a d e « in t e g r a r» — f r e n t e a de
aquéllo s (con
anterior idad
a su
reconocimien to en un texto legal) y su condición de «norm as jurídicas» válidas (una vez legalmenr e c o n o c i d o s ) , h a s i d o d e f e n d i d a p o r G re g o r i o P e c e s - B a r b a e n s u l i b ro Derechos fundamentales. U n i v e r s i d a d C o m p l u t e n s e d e M a d r i d , S e c c i ó n d e P u b l i c a c i o n e s d e l a F a c u l t a d d e D e r e c h o , te
4. a ed., 1983, págs. 24-2 7, 28 y sigs.; en relación con nuest ro tem a, pu eden verse asi m is m o del
Introducción a la filosofía del derecho, M a d r i d , E d . Los valores superiores (Madrid, Ed. Tecnos,
autor nas
305-330),
Debate, 1984)
y
1983
(especialmente,
pági-
Escritos sobre derechos fundamen-
tales. Mad rid, Eudem a, 1988 (esp., pág s. 215-22 6). 17
Cfr.
sobre
este
punto,
Am e lia
moral»), p r ó l o g o d e J . M u g u e r z a , 18
los
Ed .
Anthro pos,
1988.
Otra razón par a no hacerlo es la com pro bac ión de la viru lenci a con que los detra ctores de
derechos
inv oca ndo «No
Hegel y la ética (Sobre la superación de la «mera
Valcárcel,
Barcelona,
hay
gracias
a
humano s
para
un
—y
no
tan sólo
ello el con oci do
hom b re en
Montesquieu,
el m un do. que
se
de su
aserto de
He visto
puede
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«ideología »—
rechazan
un reacci onari o tan en m i
persa:
vida
pero
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frances es , cuanto
su
misma
ilustre co m o
en
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vida»
(el
texto,
proced ente
al
italia nos , rusos. hom bre,
taría con pedir es que, en el primer caso, los reputemos de «derechos» a título no más que metafórico, tal y como, por lo demás, siempre lo ha hecho el iusnaturalismo al hablar de «derechos naturales». Con lo que no transigiría tan llanamente es con la equívoca y confundente denominación de derechos morales que en la actualidad se les aplica con frecuencia, cuestión que deseo tratar aparte de la del iusnaturalismo. Lo quiero hacer así porque no todos cuantos se sirven de ella son acreedores a, ni aceptarían, la catalogación de iusnaturalistas". Y es cuando menos disputable, me parece, que un campeón contemporáneo de los moral rights como Ronald Dworkin, a menudo catalqgado de esa guisa, deba o siquiera pueda ser hecho figurar en el catálogo. No voy a decir, como dijera Bentham en su día de los derechos naturales, c^ue los «derechos morales» constituyan «un disparate en zancos» (a nonsense upon stilts), pero cuando menos diría que constituyen una contradicción 30 . Quizá no una contradicción sintáctica o semántica, como cuando se habla de «círculo cuadrado» o de «hierro de madera», pero sí una contradicción pragmática, como la que se produciría si se hablase, supongamos, de «leyes de tráfico» en ausencia de un «código (siquiera sea consuetudinario) de circulación». Antes de alguna codificación de ese género, carecería de sentido decir que un pequeño turismo que circula por una carretera «tenga derecho a» pasar por delante de un camión de gran tonelaje que se le cruza por la izquierda. Pero lo cierto es que, en alguna de las interpretaciones al uso, los derechos morales se conciben justamente como «anteriores a» cualquier posible reconocimiento de los mismos en un ordenamiento jurídico. ¿Es sostenible semejante interpretación? Lo sea o no, hay que reconocer que se ve favorecida por nuestro uso de expresiones como «Tengo derecho a...» en el lenguaje ordinario, expresiones que solemos utilizar sin querer invocar con ello ningún artículo de un código legal. Y, aunque el viejo Bertrand Russell nos previno de que condescender con el análisis del lenguaje ordinario es una ordinariez, tal vez no esté de más que reparemos en lo que ordinariamente queremos decir cuando decimos que «tengo derecho a una explicación, una satisfacción, una reparación o cualquier otra cosa». En muchos de esos casos, decir que «tengo dere-
denomina ción,
Jo seph declaro
de Sé no
M aístre: tam bié n, haberlo
Considérations sur ¡a France de 1791, es cita d o por De Benoi st y Faye en el dossier s o b r e Les droits de ihomme aparecido en Eléments, 37, 1981, pág s. 5-3 5; hay trad. cast. en A. de Benoist y G. F aye . Las ideas de la «nueva derecha», enco ntra do
tanto, nos han de presentar un rostro jánico —una de cuyas caras revista un
perfil ético y la otra un perfil jurídico —, to do lo qu e en de fi ni ti va me co nt en -
de sus
argu menta do interesantemente el origen «nominalista» e individua lista de esta última noci ón en «La
no de los «dere chos del hom bre », el cual, em pero , no neces i ta ser —con tra lo que De Maist re creía— el «hom b re universal» y abstracto, sino será m ás bien F ula no, M eng ano o Zuta no, es to es,
pág s.
du 97
droít subjectif chez y
sigs.,
y
de Occa m », Archives de Philosophie du Droit, IX, la pensée juridique moderne, P arís, 1968, ce. [V-V,
Gui llau m e
La formation de
argum entación que no tendría el m enor em pacho en as um ir sie m pre que se m e autorizara a v er virtud donde el autor señala vicio).
s e l e c c i ó n d e C . P i n e d o , B a r c e l o n a , E l L a b e r i n t o , 1 9 8 6 ) , p u n t o d e v i s t a é st e « n a c i o n a l - c o m u n i t a r i s ta» que perm itiría habla r de los «derechos de los h om bres» (fra nceses, italiano s, rusos, etc.) m as
genése
1964,
" No sé, para citar un par de m uestras de filóso fos com p atri otas del derech o, si el profes or E u s e b i o F e r n á n d e z l e h a r í a d e m a s i a d o s a s c o s a s e m e j a n t e c a t a l o g a c i ó n ( c f r . s u l i b r o
justicia y derechos humanos, M adri d, Ed. Deba te, en
da com u nid ad, n acion al o no (véase, para una crítica de lo que llam a con acierto la «falacia del
e n f a d a r í a c o n m i g o s e r i a m e n t e s i l o c a t a l o g a r a
brauchen wir K^nt?»,
Merkur, 9-10, 1981, págs. 915-92 4; por su parte, y desde una posic ión nad a
s i m p a c é t i c a h a c i a l o s d e r e c h o s h u m a n o s e n t e n d i d o s c o m o « d e r e c h o s s u b j e t iv o s » , M i c h e l V i l l e y h a
esp., págs.
104 y sigs.),
Teoría de la
pero estoy
seguro
de que el profes o r Franc isco Lap orta (cfr. su trabajo «So bre el conc epto de derech os hum a nos» ,
un «individuo» concreto, cuya concreción supera siempre a la de su pertenencia a una determinah o m b r e c o n c r e t o » d e D e M a i s t r e y s u s re z a g a d o s e p í g o n o s a c t u a l e s , L e s z e k K o l a k o w s k i , « W a r u m
1984,
Actas d e las X Jornadas de Filosofía Jurídica y Social, Alican te, diciem b re, 1987, en prensa ) se como iusnaturalista. :0 J Bentham . Anarchical Fallacies. being an Examination of the Declaration of Rights issued during the French Revolution, en Works, E d . J o h n B o w r i n g , E d i m b u r g o ( re i m p r e s i ó n , Nueva York, 1962), vol. II. pág. 500.
*
cho a algo» no es sino otra forma de decir que «exijo (demando, pido, etc.) ese algo», donde no entra necesariamente enjuego la noción de derecho. Pero en algunas ocasiones, desde luego, la expresión originaria «Tengo derecho a algo» tendría que ser más bien parafraseada como «Merezco dicho algo» o «Se me debe dicho algo», donde nuestra paráfrasis podría plantear algún problema si se acepta ad pedem litterae la llamada tesis de la «correlatividad de 21 derechos y deberes» sustentada por Hohfeld entre otros . En términos un tanto esquemáticos, la tesis de la correlatividad se deja resumir en la afirmación de que la idea de un «sujeto de derecho» (a right-holder) y la de un «sujeto de (el correspondiente) deber» (a duty-bearer) son ideas que se coimplican. Ahora bien, semejante correlación parece funcionar más claramente en el caso de derechos y deberes institucionales, como son los derechos y deberes legales, que en el caso de derechos y deberes no institucionales, como vendría supuestamente a ser el caso de los derechos y deberes morales. Si yo tengo un derecho legal a que Fulano cumpla lo estipulado en un contrato que Firmamos conjuntamente, Fulano tendrá el deber u obligación legal de cumplirlo. Y viceversa. Pero la relevancia de la cláusula viceversa se desdibujará no poco si del plano legal pasamos al moral. Ignoro si la descripción anterior valdría para describir los compromisos mutuos contraídos entre Robinson y Viernes, de suerte que Viernes se pudiera considerar autorizado a inferir que «tiene derecho a tal y tal cosa» del enunciado de que «Robinson le debe tal y tal cosa». Por lo menos, no sé si esa inferencia le sería de gran utilidad en ausencia de un juez u otra institución encargada de velar en la isla por el cumplimiento de aquellos compromisos. Pero lo que parece claro, en cualquier caso, es que la frase «X debe tal y tal cosa a Y» no siempre implica «Y tiene derecho (derecho moral) a recibir tal y tal cosa de X». Por ejemplo, estoy absolutamente convencido de que los seres humanos tenemos deberes morales para con los animales y celebraría que estos últimos tuviesen derechos legales reconocidos en el seno de una sociedad que se proclama civilizada. Pero me resistiría a conceder que del hecho de que los seres humanos tengamos deberes morales para con los animales se siga que éstos tengan derechos morales. Un animal puede bien ser, si los hombres le otorgan esa condición, sujeto de derechos en el sentido legal de la expresión, pero lo que no será nunca es un suieto moral. La moral es cosa de hombres (y de mujeres, por supuesto), es decir, de seres humanos, y no creo que los partidarios de los derechos morales estén dispuestos a considerar a los animales titulares de semejante clase de derechos, como tendrían que hacer, no obstante, si deseasen llevar hasta sus últimas consecuencias la discutible tesis de la correlatividad de deberes y derechos. Aunque nunca se sabe: en medio de una acalorada discusión, yo oí hablar una vez a un buen amigo norteamericano, miembro del Frente de Liberación Animal, de los animals' human rights, esto es, ¡de los «derechos humanos de los animales»! Mas, para concluir con nuestro excursus a través del lenguaje ordinario, no querría dejar de consignar la mención de una expresión que por el contra21
Para un replant eamient o y una discusi ón actua lizad a de la tesis de Hohfe ld, véase Cari
Wellman,
A
Theory
of Rights.
Persons
under
Laws,
ínstitulions
and Moráis, Totowa,
rio me
parece sumamente reveladora de ciertos aspectos de la fenomenología moral envuelta en este punto, expresión que se halla, además, castamente arraigada en nuestro idioma. Me refiero, claro es, a la expresión «No hay
derecho», que tan frecuentemente usamos co n independencia de context os le gales: la expresión de que «no hay derecho (a tratar, por ejemplo, a alguien de determinada manera que juzgamos reprobable)» acostumbra a vehicular un sentimiento de indignación moral y podría traducir, en nuestro ejemplo, la convicción de que «es indigno tratar a esa persona así» o de que «dicho trato atenta contra su dignidad». Pero yo ya advertí hace un instante que convenía separar el tratamiento de la dignidad humana del de los supuestos derechos naturales, y otro tanto tendría que decir ahora respecto de los supuestos derechos morales, todo lo cual parece aconsejarnos posponer aquel tema para cuando llegue el momento de abordarlo. Cuanto llevamos dicho, sin embargo, sobre los derechos morales no hace entera justicia —me adelanto a reconocerlo— a la posición antes mencionada de Dworkin. Pues Dworkin no habla sólo de derechos morales, sino de principios morales, que es algo muy distinto y de harto mayor calibre ético. En sus obras se registra un intento denodado de aproximar el Derecho (y no sólo su filosofía, la Filosofía del Derecho) a la Etica", intento que uno no podría sino aplaudir muy calurosamente. Y en todas ellas se registra asimismo una crítica del positivismo con la que, aparte discrepancias de detalle, tendría que confesarme fundamentalmente de acuerdo. A propósito de esa crítica se ha observado, no sin razón, que la misma se aplica a un concepto de positivismo jur íd ic o de ma si ad o e str ech o, co mo lo ven drí a a ser el ll ama do «po sit ivi smo de la ley» insuperablemente cifrado por Bergbohm en su escalofriante sentencia: «La ley más infame ha de ser tenida por obligatoria con tal de que haya sido producida de modo formalmente correcto». Pero tampoco deja de ser cierto que Dworkin se remonta un tanto sobre aquel concepto restringido de positivismo, como lo muestra su polémica con el profesor Herbert Hart en torno al 23 papel de norma clave de la llamada «regla de reconocimiento» . Si traigo a colación esta cuestión archicitada es porque me hallo convencido de que su alcance es bastante mayor que el que se le atribuye de ordinario. En su crítica de lo que llama el «modelo de las normas» Dworkin reprocha a los positivistas su incapacidad para distinguir entre «una ley» (a law) y «el derecho» (the law), pero a lo que apunta su reproche es a mostrar la insuficiencia de una concepción del Derecho como un sistema de leyes o de normas cuyas piezas deberían su identidad a la función de la antedicha «norma clave». Entendida como tal norma clave, la regla de reconocimiento de Hart tendría por cometido establecer cuáles serían las leyes o las normas que integran el Derecho, tal y como el artículo 1 de nuestro Código Civil vendría a determinar qué leyes o qué 24 normas pertenecen al sistema legal o normativo de turno . Ahora bien, un tal 22
R. Dwo rkin, Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass., 1977; A Matter of Principie, Cambridge, Mass., 1985; Law's Empire, Cambridge, Mass., J986 (hay trad. cast. de la primera de esas obras por M. Guastavino, con prólogo —«Ensayo sobre Dworkin», págs. 7-29— de Albert Calsamiglia, Barcelona, 1984). 23 Cfr. H. L. A. Hart, The Concept of Law, Oxford, 1961 (hay trad. cast. de G. Carrió, Bueno s Aires, 1963), págs. 89 y sigs., y R. Dw orki n, Ta king Rights Seriously, cit., cc. II-III. 24 D w o r k i n , op. cit., cap. III, 6.
1985.
27 26
criterio de identificación pudiera revelarse inane ante los que Dworkin llama «casos difíciles», en los que se tropieza con la dificultad de dar con una norma que resulte aplicable al caso. En semejantes circunstancias de indeterminación jur ídi ca, Har t op in a que el ca so se habrí a de con fia r a la dis cre cio nal ida d del ju ez , mi ent ra s que par a Dwo rk in ell o equ iva ldr ía a con ced er a éste la ind ese able potestad de «crear Derecho», con la agravante adicional de permitirle legislar retroactivamente. En su opinión, lo que tendría que hacer el juez en tales casos, y lo que en tales casos hace de hecho, es trascender las normas —es dec ir, el modelo normativo — para ech ar ma no de pri nci pio s (o, alte rnativamente, de «directrices políticas»), principios —ésta es la opción de Dworkin— que inco rpora n requisitos de justicia, equidad u otros requisitos mora25 les: en el ejemplo tantas veces repetido del propio Dworkin , un juez rechaza la demanda perfectamente legal de una herencia basándose en el hecho de que el testador ha sido asesinado por el heredero y apelando al principio —legalmente informulado, pero que el juez estima válido— de que «nadie puede (en rigor, nadie debe) extraer provecho de su propio delito». Personalmente me pregunto, sin embargo, si el recurso de Dworkin a los principios no concede a los jueces tanta «discrecionalidad» al menos como la concedida por Hart ante la falta de una norma exacta. Y ello por no hablar de la posibilidad de que esos jueces den en considerar como principios directrices políticas relativas a objetivos tenidos por socialmente beneficiosos (el utilitarismo me parece una filosofía moral tan detestable como a Dworkin, pero no habría que descartar la eventualidad de que un juez utilitarista descubra en él un filón de principios morales) o de la posibilidad de que los jueces simplemente disfracen de principios prejuicios ideológicos de la índole más diversa y peregrina. Por ejemplo, cabría traer a colación a este respecto una ya vieja crónica de tribunales de un 26 periódico madrileño , crónica que —salvadas las distancias entre nuestro sistema judicial y el anglosajó n— puede servir para ilustrar esto que digo. Si no recuerdo mal, un marido fallecido había extendido un testamento —vamos de testamentarías— declarando a su esposa heredera universal a condición de que no se volviera a casar (la verdad es que lo más piadoso que se podría decir de ciertos testadores es que están bien muertos); mas la mujer, que había cumplido escrupulosamente durante un par de años esta disposición testamentaria, apareció un buen día embarazada (lo que, naturalmente, provocó un pleito por parte de los familiares más próximos del difunto); la Sala de la Audiencia encargada de fallar en el asunto dictaminó la nulidad del testamento por entender que, si la última voluntad del testador había sido asegurarse de la fidelidad de la esposa tras su muerte, a fortiori habría desaprobado una situación como aquélla que añadía a la infidelidad el ultraje de una conducta licenciosa (como no alcanzo a imaginar que los extremos de este fallo procedan literalmente de ningún texto legal, por pintoresco que sea su contenido, 25
Se trata del conocido caso Riggs versus Palmer, estudiado por Dworkin en, entre otros
lugares, ibidem, cap. II, 3 y sigs. 26 Aunque no estoy en estos momentos en situación de documentar con exactitud la refer encia, creo recordar haber leído aquella crónica en el diario
ABC de Madrid allá por la década de
los cincuenta, al comienzo de mi ya lejana adolescencia y, por supuesto, en plena era de Franco, lo que sin duda explica no pocos detalles del suceso.
28
me inclino a atribuir su procedencia a la reserva de «principios morales» <ü lci miembros del tribunal). Pero, naturalmente, esta anécdota lamentable no amengua la trascendencia de la invocación dworkinianajde los principios mo27 rales. Pues, como se ha apuntado con acierto , aquella invocación no se dirige tanto contra el modelo normativo de Hart y su regla de reconocimiento cuanto contra la condición de norma clave de esta última. Y, en este sentido, se dirige contra cualesquiera otras normas claves de la misma familia, sea la norma fundamental de Kelsen o el mandato del soberano de Austin. Es decir, se dirige contra la pretendida autosuficiencia positivista del Derecho, que es dudoso que pueda encerrar dentro de sí su propio fundamento. La precedente conclusión es importante para nuestros efectos. Pues la cuestión de un fundamento extrajurídico del Derecho no quitará jamás el sueño a un buen positivista, ni siquiera en el caso de los derechos humanos. Una vez incorporado s al ordenamiento jurídico —b ajo la forma, por ejemplo, de derechos fundamentales o cualquier otra por el estilo—, ¿qué necesidad habría de preguntarse por su «fundamento»? Pero para nosotros, según dije, los derechos huma nos presentaban un rostro jánic o y eran exigencias mor ales antes de ser reconocidos como tales derechos. En tanto que exigencias morales, constituían derechos presuntos —cosa, por cierto, algo distinta que presuntos derechos, en cuyo caso el adjetivo oficiaría como descalificativo más bien que como calificativo— o, si se prefiere decir así, cabría considerarlos como derechos asuntos, es decir, exigencias asumidas «como si» se tratase de derechos. ¿Pero c ómo justificar nuestra asunción o presunció n de esos derechos sin preguntarnos por su fundamento? Diga el positivismo lo que dijere, la pregunta por semejante fundamento no es ociosa y hemos de proseguir dándole vueltas... Mas, pese a mi insistencia en la ética, querría que nuestro trato con los fundamentos fuera lo más realista posible. Y, cuando hablo de realismo, lo hago también en el sentido del realismo jurídico, el cual, como se sabe, no necesita ser —a diferencia del de la novelística norteamericana del momento—un dirty realism, un «realismo sucio». A mí, por lo menos, la escandalosa definición del juez Oliver Wendell Holmes según la cual el Derecho no es sino el conjunto de «las predicciones acerca de lo que los jueces harán de hecho», definición que constituye el acta fundácional del realismo jurídico norteamericano, nunca ha conseguido escandalizarme, como tampoco me escandaliza la reducción de la .validez jurídica a la conducta de los jueces operada en la teorización del «derecho vigente» por parte de Alf Ross y los realistas escan28 dinavos . Para decirlo en dos palabras, se trata de reconocer, frente a cualquier enfoque doctr inario de la jurisprudencia, que lo s jueces puede n a veces decidir —aun si no siempre, ni necesariamente, lo hacen así— no en virtud de razones que permitan acoger su decisión a la regla jurídica apropiada, sino al revés, esto es, decidiendo primero y escogiendo luego —al modo de una «racionalización»— la regla de marras. En el clásico modelo de la predicción 21 Cfr. A. Calsamiglia, op. cit., y «¿Por qué es importante Dworkin?», Doxa, 2, 1985, páginas 159-166. 28
Cfr. Dworkin, op. cit., cap. cia, Fernan do Torres Ed., 1981.
I,
y
Liborio
Hierro,
El realismo jurídico escandinavo, Valen-
33
atribuido a Hempel Y__PoPPer. la predicción de_unJenómeno no es sino su explicación antes de que acontezca. Para ello se precisa del concurso de una o más leyes generales, así como la especificación de una serie de condiciones relevantes, y —desde esas premisas— la predicción del fenómeno, o su explicación por anticipado, vendría a dejarse derivar a título de conclusión de una argumentación deductiva o inductivo-probabilística. Por ejemplo, la ley de que «todos los metales se dilatan con el calor», en conjunción con la especificación de las condiciones relativas a la temperatura a que está siendo sometido un objeto metálico y al coeficiente de dilatación del metal de que se trate, permitirá en última instancia predecir que dicho objeto se dilatará en un momento dado (o explicar por qué se ha dilatado un instante depués de haberlo hecho, ya que la explicación de un fenómeno no es a su vez sino su predicción post eventum o retrodicción). Y lo mismo que con este fenómeno podría ocurrir, mutatis mutandis, c on ese otro fenómeno que es el fallo de un juez, aun cuando el hecho de tratarse en este caso de una acción individual y, por ende, intencional cuestionaría en cierta medida el modelo Hempel-Popper y hasta la 2 simetría «explicación-predicción» que ese modelo da por buena ". Mas, comoquiera que ello sea, a lo único que el realismo jurídico nos invita, invitación en sí bastante saludable, es a no buscar exclusivamente las premisas de nuestras explicaciones y/o predicciones en los textos legales sino en la vida psicológica y sociológicamente real de 1& judicatura, que sería la realidad llamada a suministrarnos el repertorio de leyes más o menos generales y de condiciones más o menos relevantes de que necesitamos echar mano para no perder a aquélla de vista (no quiero ni pensar, pongamos por ejemplo, las «condiciones relevantes» que habría que especificar para explicar y/o predecir la conducta de jue ces co mo lo s mag ist ra dos res pons able s del caso Bardellino). Desde este punto de vista, no sería exagerado afirmar que, en su descripción del Derecho, el realismo jurídico no peca sino de realista, y que las razones en que los jue ces ap oy an sus pro nun ci ami ent os no pas an mu cha s vec es —o , por lo meM nos, alguna que otra vez— dé constituir racionalizaciones . En el mejor de los casos, no hay razón para excluir que las mentadas razones puedan ser, y en ocasiones lo sean de hecho, extrajuridicas. Por ejemplo, políticas. Y también, como Dworkin quería, morales. Esto es, entre aquellas razones cabría que las hubiera de orden ético. Pero lo que acaba de decirse de los jueces habría asimismo que extenderlo al resto de los operadores jurídicos. Por ejemplo, a los legisladores; legisladores que en un régimen político como el nuestro actual representan mejor o peor a la ciudadanía. Y, por supuesto, habría que extender lo dicho al conjunto mismo de los ciudadanos. Pues, cualquiera que sea el grado de atención que tales razones de orden ético reciban del jurista profesional, son probablemente razones de esa índole las que respaldan la convicción del común de los mortales de que algunas de sus exigencias —como las que atañen a su dignidad, libertad e igualdad— pueden fundadamente sustentar la pretensión de ser re-
conocidas por el ordenamiento jurídico, a nivel nacional o internacional, como derechos humanos. Henos aquí, por tanto, ante el problema de la fundamentación ética de esos derechos. Pero, antes de proseguir, habría que preguntarse si se trata de un problema que haya aún de reclamar nuestra atención, pues acaso no falte quien sostenga que se trata de un problema definitivamente superado. Así lo ha sostenido nada menos que Norberto Bobbio, en un trabajo ya clásico —Presente e avvenire dei diritti dell'uomo (1967) 31 —, don de se no s ase gur aba que el principal problema de nuestro tiempo en relación con los derechos humanos no era va el de fundamentarlos, sino el de protegerlos, es decir, un problema que habría dejado de ser filosófico para pasar a convertirse en un problema jurídico y, en un sentido más amplio, político. Ello llevaba a Bobbio a proclamar solemnemente que «consideramos el problema del fundamento no como inexistente sino como, en un cierto sentido, resuelto, de tal modo que no debemos preocuparnos más de su solución». A lo que añadía: «En efecto, hoy se puede decir que el problema del fundamento de los derechos humanos ha tenido su solución en la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948» ,; . Es decir, tal Declaración representaría la mejor demostración que quepa ofrecer de que un sistema de valores se considera humanamente fundado y, por tanto, reconocido, a saber, «la prueba del consenso general acerca de su validez». En opinión de Bobbio, habría tres modos capitales de fundar esos valores. Primero, el consis tente en deduci rlos de un A dato objetivo constante como lo vendría a ser, supongamos, la naturaleza humana (es lo que siempre ha hecho el iusnaturalismo y lo que de un modo u otro tendría que seguir haciendo si no quiere desvirtuarse hasta admitir cualquier interpretación que se nos ocurra darle: mas lo cierto es que la naturaleza humana puede ser concebida de modos muy diversos y la apelación a ella servir para justificar sistemas de valores asimismo diversos e incluso contrapuestos entre sí, de suerte que tan natural sería el «derecho a la dignidad, la libertad y la igualdad» como el «derecho del más fuerte»). Segundo, el que da í> en considerar a los valores en cuestión como verdades evidentes por sí mismas (pero la apelación a la evidencia no resulta más promisoria que la apelación a la naturaleza humana, pues lo que algunos han considerado evidente en un momento dado puede no ser considerado tal por otros en un otro momento: en el siglo X V I I I se consideraba «evidente» que la propiedad es «sagrada e inviolable», cosa que hoy ya no lo parece tanto, mientras que la «evidencia» actual de que «la tortura es intolerable» no impidió que en el pasado se la tuviese por un procedimiento judicial normal, como tampoco impide hoy que c se la siga practicando extrajudicialmente). Tercero, el que propugna Bobbio cuando trata de justificar los valores haciendo ver que éstos descansan en el consenso y que un valor, por consiguiente, se hallará tanto más fundado cuanJl
N.
Bobb io,
«Prese nte
e
avven ire
dei
diritti
dell 'uom o».
La
Comunitá
Internazionale,
XXIII , 196 8, págs. 3 -18 (del texto, procede nte de una com uni cac ión presentad a el año anterior en 29
A
S o b r e e l l o p o d r á v e r s e IB>Í trabajo ciencia incierta, M a d r i d , e n p r e p a r a c i ó n . 30 D w o r k i n , loe. cit.
31 33
«La
versatilidad
de
la
explicación
cient íf ica»,
en
los
Colo qui os 12
de Roy aum ont ,
h u m a n o s » ,
hay trad.
cast. de
Anuario de Derechos Humanos. B o b b i o , op. cit., pág. 10.
derechos
A. 1,
Rui? 1 982,
Migu el, págs .
«P resente
7-28,
y porveni r de
por don de
cito).
los
to más compartido sea (con el argumento del consenso", la prueba de la «ob jet ivi dad» de lo s val ore s —te nid a por imp osi ble o, cu an do me no s, por ext remadamente incierta— habría sido sustituida por la de la «intersubjetividad», una prueba que sólo proporciona un fundamento «histórico» y «no-absoluto» ... el cual sería, no obstante, el único capaz de ser probado «fácticamente»). Así pues, la Declaración de 1948 —junto con toda la legislación puesta en marcha a partir de ella, tanto en el plano internacional como en los diferentes planos nacionales— constituiría la mayor prueba histórica que haya existido nunca de un consensus omnium gentium, esto es, de un efectivo consenso universal acerca de un determinado sistema de valores: a saber, el sistema de los derechos humanos.
rentesco entre las teorías clásicas del contrato y las teorías contemporáneas o inmediatamente precedentes del derecho natural. Frente a ello.'y por las razones que veremos a continuación, me interesa sobremanera destacar el contraejemplo de Rousseau, el Rousseau de Del contrato social. Como tuve ocasión de decir antes de Kant, también en Rousseau resulta inequívocamente perceptible la huella del iusnaturalismo —rastreada con autoridad y detenimiento 36 por Robert Derathé —, per o el Ro uss ea u teó ric o del co ntr at o es cual quie r cosa menos un iusnaturalista. Por el contrario, fiel en esto a los orígenes remotos del contractualismo, Rousseau se sitúa en esa posición antipódica del iusnaturalismo que es el convencionalismo. Pues de sobra es sabido que la vinculación entre «convencionalismo» y «contractualismo» se remonta bastantes siglos más atrás".
Pero las cosas quizá no estén tan claras como Bobbio las veía, y lo cierto es que su proclamación podría ser objetada desde distintos frentes. Por lo pronto, y desde el mismo punto de vista fáctico en el que aquél emplaza su argumentación, cabría objetarle que el «consenso universal» acerca de los derechos humanos no es desgraciadamente tan universal como parece, aparte de que —como el propio Bobbio admitiría— el proceso de reconocimiento, e incluso de creación, de esos derechos es «un proceso en marcha» y nada ni nadie garantiza la perpetuación del consenso correspondiente, máxime cuando algunoTde esos derechos —asi, los llamados «derechos económicos y sociales»— se convierten en un terreno de litigio entre concepciones tan enfrentadas de los derechos humanos como las concepciones liberal y socialista. Desde un punto de vista jurídico, se ha disputado asimismo si la Declaración de 1948 posee o no la condición de un «documento jurídicamente consistente», consideración ésta que un Kelsen le denegaría —por más positivamente que lo valorase desde otras perspectivas—, pero numero sos juristas le con ceden, si bien con variable alcance y apoyándose en supuestos asimismo diversos. Pero, naturalmente, las objeciones que a nosotros más nos tienen que interesar son las que podrían esgrimirse desde un punto de vista filosófico. Y nos vamos a detener en una de esas posibles objeciones, una objeción que, en razón de nuestros intereses, reviste una importancia decisiva. La década de los sesenta, en que se redactó el texto de Bobbio que hemos estado comentando, marca ep la evolución del pensamiento de su autor el tránsito desde una concepción preferentemente «coactivista» del Derecho —la consideración del ordenamiento jurídico como un aparato cuyo funcionamiento ha de venir asegurado, en última instancia, por el uso posible de la fuerza— a una consideración preferentemente «consensualista» del mismo Y, en la historia de las ideas, gl consensualismo se halla indisolublemente ligado al contractualismo, esto es. a las diferentes versiones —por lo pronto, a las diferentes versiones clásicas— de la «teoría del contrato social». Bobbio y sus discípulos han dedicado a esa teoría finos y penetrantes trabajos historiográficos", pero dicha historiografía subraya en exceso, a mi entender, el pa-
Por nuestra parte, en cualquier caso, no es menester ahora remontarnos a la distinción de la sofística griega entre «naturaleza» (physis) y «convención» (nomos), distinción cuya aplicabilidad en el dominio de la política rechazaría Aristóteles al definir al hombre como «un animal político por naturaleza». Para Rousseau, limitémonos a él, era bastante obvio que el fundamento del orden social que el contrato representa no hay que buscarlo en la naturaleza —«la natu ral eza », esc rib irí a, «no pro duce der ech o alg uno »—, si no que será el 3g fruto de una convención . Otra cosa es que Rousseau trate a renglón seguido de distinguir entre convenciones «legítimas» e «ilegítimas» —ningún convenio alcanzaría a legitimar, de acuerdo con su tesis, la sumisión voluntaria de un hombre a otro o la de un pueblo a un déspota—, pero ésa es ya una cuestión de nuevo cuño, la de la legitimidad, sobre la que oportunamente habrá que retornar.
3
Para lo que ahora nos interesa, y si interpretamos la Declaración de Naciones Unidas de 1948 en términos contractualistas, el consenso de que habta"ba Bobbio no pasará de ser lo que se llama un «consenso fáctico» o un acuerdo meramente contingente, que es en lo que consiste lo que también hemos llamado una «convención», pues semejante consenso —al que Bobbio confiaba la definitiva solución de facto del problema de la fundamentación de los derechos humanos, pero que él mismo presentaba, según recordaremos, como no más que un simple hecho histórico— pudiera limitarse a expresar un com promiso estratégico de las partes interesadas en lugar de constituir el resultado d e una discusión racional entre estas últimas (recordemos asimismo la anécdota de Maritain de que hablábamos al comienzo: los delegados de los países representados en la Comisión se hallaban «de acuerdo» acerca de la lista de derechos humanos a aprobar, pero a condición de que no se les preguntara «por qué», esto es, por qué «razón»). poder político, selección y tradución de textos de ambos autores a cargo de José Fernández Santillán, con prólogo suyo, México-Barcelona-Buenos Aires, 1985). 36
35
Ibidem, págs. 11 y sigs.
34
Cfr. Alfon so Ruiz Miguel, Filosofía y derecho en Norberto Bobbio, Madrid, Centr o de Estudios Constitucionales, 1983, págs. 297 y sigs. 35 Véase, por ejemplo, Norberto Bobbio y Michelangelo Bovero, Societa e stato nella filoso fía política moderna, Milán, 1979 (asimis mo, N. Bobbio -M. Bover o, Origen y fundamentos del
32
R.
D erathé ,
Jean-Jacques
Rousseau el la science politique de son temps, París,
1
2. ed.,
1970. 37 Cfr. J. 2. a ed. 1957. 38
W.
G ough ,
The
Social
Contract.
J.-J. Rous seau, Du contrat social, Oeuvres volumen III, París, 1964, págs. 353 y sigs.
A
Critical Study
completes,
Ed.
of its
Development, Oxford,
Bibliothéque
de
la
Pléiade,
33
I»™ »» » arriesgándose decidigamente aLcargo —cargo que la «ética comunicativa» o discursiva contemporánea extiende a toda posición convencionalista más o menos inspirada en la tradición del contrato social— de que ningún acuerdo colectivo de carácter fáctico, ni tan siquiera un efectivo consensus omnium gentium, podría tener en si su propio fundamento racional, dado que la facticidad de tales acuerdos no sería nunca por sí sola garantía de su racionalidad. Como es bien conocido, los cultivadores de dicha ética comunicativa o discursiva tienden a considerar que un consenso fáctico de aquel género sólo merecería ser tenido por «racional» en la medida en que el procedimiento de obtención del mismo se asemeje al que habrían de seguir los miembros de una asamblea ideal —presumiblemente menos expuesta a condicionamientos espurios que la de las Naciones Unidas— para obtener, en el supuesto de una comunicación plena entre ellos y por la exclusiva vía del «discurso» o la argumentación cooperativa, un consenso asimismo ideal e incluso contrafáctico cuya racionalidad se halle a salvo de sospecha. Pues —como también es bien conocido— la ética comunicativa o discursiva se muestra sumamente puntillosa en lo tocante a la «teoría de la racionalidad», ya que no en vano ella misma trata de presentarse como una teoría de la razón práctica, que es lo que para muchos de nosotros es la ética. Si se quiere decir así, la «teoría del consenso» defendida por semejante ética comunicativa o discursiva pretende ir de algún modo «más allá del conM trato social» , como lo muestran estas afirmaciones que extraigo del chef d'oeuvre de uno de sus representantes; «La aceptación libre efectuada por sujetos humanos constituye sólo una condición necesaria, pero no suficiente, para la validez moral de las normas. También las normas inmorales pueden ser aceptadas por los hombres como obligatorias, bien sea por error o bien confiando en que sólo los demás (¡los más débiles!) las sufrirán: así, por ejemplo, el presunto deber de ofrecer a los dioses sacrificios humanos, o la norma jurí dica que sub ord ina al libre j uego de la com pet enc ia eco nóm ica —o de la selección biológica de los más fuertes— todas las consideraciones sociales. Es Acierto que todo contrato presupone para ser vinculante la aceptación libre de normas auténticas, es decir, morales, por parte de los contratantes, pero la validez mora l mism a de las normas presupuestas no puede, fundamentars e en el hecho de la aceptación, es decir, siguiendo el modelo de la concertación de yun contrato» 40 , cuestión sobre la que en otro lugar insiste: «El sentido de la argumentación moral podría expresarse adecuadamente en un principio que no es precisamente nuevo: a saber, que todas las necesidades de los hombres, que puedan armonizarse con las necesidades de los demás por vía argumentativa, ..., tienen que ser de la incumbencia de la "comunidad ideal de comunicación". Con ello creo haber bosquejado el principio fundamental de una ética
" Rem ito aquí a mi trabajo «Más allá del contr ato socia l (Vent uras y desventuras de la ética comunicativa)», cap. VII de Desde la perplejidad, Madri d, en prensa. 40
Karl-Otto
Apel, Transformation der Philosophie, Francfort
del
Main,
2
vols.,
1973
(hay
trad. cast. de A. Cortina, J. Chamorro y J. Conill, Madrid, 1985), vol, II, cap. VII, «D as Apriori der Kommunikationsgemeinschaft und die Grundlagen der Ethik», págs. 415-416.
de la comunicación que, a la vez, constituye el fundamento ... de una ética d^ la formación democrática de la voluntad, lograda mediante un convenio o "convención". La norma básica bosquejada no adquiere su carácter obligato , rio a partir de la aceptación fáctica por parte de quienes llegan a un convenio sobre la base del "modelo contractual", sino que obliga, a cuantos han adquirido competencia comunicativa a través del proceso de socialización, a procurar un acuerdo con objeto de lograr una formación solidaria de la voluntad en 41 cada asunto que afecte a los intereses de otros...» Por lo que se refiere al par de textos acabados de citar, procedentes ambos de un merecidamente renombrado ensayo de Karl Otto Apel, se puede ironizar cuanto se quiera acerca de esa apriórica «comunidad ideal de comunicación» que sienta sus reales en el Castillo de Irás y no Volverás del trascendentalismo filosófico, respecto del cual se conoc en casi tantas rutas de ida como filósofos trascendentales ha habido a lo largo de la historia, pero ninguna ruta en cambio de regreso, puesto que nadie volvió nunca de la peregrinaE COC ción. O se la puede comparar, según yo mismo he hecho en alguna ocasión, a la «comunión de los santos», inalcanzable para cualquier mortal como no sean los lamas tibetanos a los que Kant atribuyera una cierta familiaridad con la Versammlung aller Heiligen 42 . O se puede aducir, en fin, que parece dudoso que el fundamento que buscamos de los derechos humanos llegue a ser encontrado en una comunidad angélica como ésa, en la que no se sabe bien si habría lugar a preguntarse por nada verdaderamente humano. Pero el alegato de Apel contra el convencionalismo hay que tomárselo en serio, lo que equivaldría ni más ni menos que a «tomarnos en serio la ética», no menos digna de la seriedad que los derechos o el Derecho. Pues, ironías aparte, la moraleja de sus textos es tan nítida como contundente. Si nuestras convenciones pueden servir lo mismo para avalar normas injustas que normas justas, lo mismo servirán para fundamentar derechos humanos que derechos inhumanos, de donde se desprende que tales convenciones no nos sirven para nuestros propó43 sitos . Y, en cuanto a la acusación de idealismo, tampoco es cosa de olvidar que en esos textos Apel habla también de cosas más realistas y hasta más materiales, como «intereses» y «necesidades», sólo que recordándonos que unos y otras necesitan ser lingüísticamente expresados para poder ser compartidos por la vía de la comunicación. Pero esto último es algo que hasta una teórica tan conspicua de las necesidades como Agnes Heller ha reconocido sin ambages, en diálogo por lo demás con otro teórico no menos conspicuo de la ética comunicativa o discursiva como Jürgen Habermas, cuando escribe que «aunque la teoría habermasiana no se halla más autorizada que otras teorías rivales para informar a la gente de cuáles son realmente sus intereses y necesidades, al menos puede decirle que —cualesquiera que sean tales intereses y necesidades— la gente ha
41
Apel, op. cit., págs. 425-426.
42
Kant, Zum ewigen Frieden, Werke, vol. VIII, págs. 359-360, nota al pie. 43 Para una más detallada valoración de la crítica de Apel al convencionalismo, véase mi contribución «El aposteriori de la comunidad de comunicación y la ética sin fundamentos» a Adela Cortina (ed.), Es ludios sobre ¡ a filosofía de Karl-Olio Apel, en preparación. \ V
34
35
de argumentar discursivamente en favor de unos y otras, es decir, ha de relacionar a unos y otras con valores por medio de argumentos racionales»". Mas la ent rada en esce na de Habermas^ y su ética del discurso no es 45 fortuita en este punto . Su posición, como todo el mundo sabe, es afín a la de Apel, bien que con algunos matices diferenciales significativos (por ejemplo, una considerable rebaja en el grado de su trascendentalismo). Y sucede con él que, como Dworkin, también se halla interesado en la aproximación de la Etica al Derecho (una ética la suya de inspiración reconocidamente kantiana, pero en la que no faltan ramalazos hegelianos dignos de ser tenidos muy en cuenta). En cuanto a lo primero, Habermas sostiene que el criterio de fundamentación de una norma no es otro que el consenso obtenido a través de un discurso racional, consenso que, por tanto, resultará ser un consenso racional cuya obtención depende de una serie de condiciones hipotéticas —la conocida hipótesis de la situación ideal de habla— tales como la de que todos los implicados en el diálogo gocen de una distribución simétrica de las oportunidades de intervenir en él y la de que el diálogo se desenvuelva sin más coerción que la impuesta por la calidad de los argumentos (condiciones, como se ve, que más que de hipotéticas cabría asimismo tildar de «contrafácticas», esto es, de contrarias a los hechos, pues en la realidad no se da nunca —con la probable excepción acaso de las sesiones de discusión que hubieron de seguir a la lectura de esta ponencia— una situación de esas características). En cuanto a lo segundo —esto es, la liaison, no prejuzgo si hereuse o dangereuse, entre Etica y Derecho—, lo mejor es dejarle hablar a él en los siguientes párrafos en los que se nos dice que, sobre la base de las citadas condiciones, «la contraposición entre las áreas respectivamente reguladas por la moralidad y la política quedaría relativizada, y la validez de todas las normas pasaría a hacerse depender de la formación discursiva de la voluntad de los polencialmente interesados», dado que «(si bien) ello no excluye la necesidad de establecer normas coactivas, puesto que nadie alcanza a saber —al menos hoy por hoy— en qué grado se podría reducir la agresividad y lograr un reconocimiento voluntario del principio discursivo, ..., sólo en este último estadio, que por el momento no pasa de ser un simple constracto, devendría la moral una moral estrictamente universal, en cuyo caso dejaría también de ser "meramente moral" en los términos de la distinción acostumbrada entre derecho y moralidad» (no 44 necesito recalcar las resonancias hegelianas de estos párrafos , en los que —m ás que de ap rox im ac ió n de la Etic a al De re ch o— cabr ía habl ar de su mescolanza, incluida también en ella la Política, tras la consabida superación de la mera moral). El punto de vista de Habermas sobre la cuestión ha sido recientemente reiterado en un trabajo — Wie ist Legitimitat durch Legalitat móglich? 44
A. Helle r, «Habermas and Marxism», en J. B. Thomp son -D.
Held (eds.), Habermas. Cri-
tical Debates, Cambridge, Mass., 1982, págs. 21-41, pág. 32.
(1987)— en que, al hilo del intento de responder a la pregunta acerca de «cómo es posible la legitimidad a través de la legalidad», se esclarece no poco el sentido general de su posición en torno a los problemas de fundamentación 47 que estamos debatiendo . Habermas los aborda allí defendiendo la tesis de que la autonomización del Derecho —operada en la modernidad con la ayuda del Derecho racional (el Vernunftrecht kantiano), que permitió la introducción de diferenciaciones en el antes compacto bloque de Moral, Derecho y Política— no puede significar un completo divorcio entre el Derecho y la Moral, por un lado, o la Política, por otro, pues el Derecho devenido positivo no prescinde en rigor de sus internas relaciones con ninguna de aquellas dos instancias. Habermas tiene, así, por insostenibl es las concepc iones de la autonom ía jurídica de un Austin o de un Kelsen a que en su momento nos referimos, y pasa a preguntarse cómo se llevó a cabo la mentada autonomización del Derecho, El punto de inflexión lo marca, como_hemos dicho, el moderno Derecho racional que —en conexión con la teoría del contrato social (la de Kant, por lo pronto, pero antes la de Rousseau)— se hace eco de la articulación de un nuevo estadio postradicional de la conciencia moral, que ofrecerá en su día al Derecho el modelo de una racionalidad procedimental. Como Habermas escribiera en otra parte: «En la Edad Moderna se aprende a distinguir más estrictamente entre las argumentaciones teóricas y las prácticas. Con Rousseau aparece, por lo que atañe a las cu estione s de índole práctica, en las que se ventila la justificación de normas y de acciones, el principio formal de l a Razón, que pasa a desempeñar el papel antes desempeñado por principios materiales como la Naturaleza o Dios ... Ahora, comoquiera que las razones últimas han dejado de ser teóricamente plausibles, las condiciones formales de la justificación acaban cobrando fuerza legitimante por sí mismas, esto es, los procedimientos y las premisas del acuerdo racional son elevadas a la categoría de principio ... (Es decir), las condiciones formales de la posible formación de un consenso racional son el factor que suple a las razones últimas en su condición de fuer za legitimante»48. Ahora bien, teorías del contrato puede haberlas de muy diversos pelajes, y desde luego no es la misma la de Hobbes que la de Kant. Mientras para Hobbes, por ejemplo, el Derecho vendría a convertirse en última instancia en un instrumento al servicio de la dominación política, el Derecho —incluido el Derecho positivo— retiene en Kant un carácter esencialmente~moral, lo que lleva a Habermas a afirmar que el Derecho (y otro tanto cabría decir de la Política) «queda en Kant apeado a la condición de un modo deficiente de la moral (Recht wird zu einem defizienten Modus der Moral herabgestuft))>". La razón de ello es para Habermas la voluntad del Derecho racional kantiano de ocupar la plaza dejada vacante por el viejo Derecho natural. En los términos de Kant, al menos tal como Habermas los interpreta, lanositivación del Derecho vendría a representar la realización en el mundo
45
Para la exposición por el momento más acabada de la ética discursiva habermasiana, véase J. Habermas, «Diskursethik. N otizen zu einem Begründungsprogramm», en Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln, F rancfort del Main, 1983 (hay trad. cast. de R. García Cotarelo, Barcel ona, 1985), págs 53-124. 46
H a b e r m a s , Legitimationsprobleme in Spatkapitalismus, trad. cast. de J. L. Etcheverry, Buenos Aires, 1975), pág. 87.
36
Francfor t
del
Mam ,
1973
(hay
47
Habermas, «Wie ist Legitimitat durch Legalitat móglich?», Kritische Jusliz, 20, 1987, pá-
gina s 1-16. 48 Habermas, Zur
Rekonstruktion
des
historischen
Materialismus, F rancfo rt
del
. Mam,
1976
(hay trad. cast. de J. Nicolás Muñiz y R. García Cotarelo, Madrid, 1981), pág. 250. 49 «Wie ist Legitimitat durch Legalitat móglich?», cit., pág. 7.
37
pol ít ic o empírico o fenoménico (respublica phaenomenon) de principios jurídicos racionales —que se supone corresponderían a un mundo político moral o nouménico (res publica noumenon) —, prin cipi os proc eden tes de, y som et id os a, los imperativos (los imperativos morales) de la razón (la razón práctica). Pero bajo esta doctrina metafísica de los dos mundos o «dos reinos» (Zwei-Reiche Lehre), tanto el Derecho como la Política perderían en definitiva, según Habermas, su positividad, lo que amenaza, de nuevo según él, con arruinar la viabilidad misma de la ya aludida distinción entre legalidad { l a de un derecho po si ti vo ba jo un a concepción asimismo positiva de la política) y moralidad. Comoquiera que sea, la dinámica de la vida social moderna parece haber discurrido por muy otros cauces que los prescritos, o soñados, por la ética kantiana. Y tanto la dogmática del derecho privado como la del derecho público desmentirán la construcción jurídica de Kant, según la cual la Política y el Derecho positivos se habrían de hallar subordinados a los imperativos morales del Derecho racional. Ahora bien, si por un lado los fundamentos morales del Derecho positivo no se dejaban ya configurar bajo la forma de la kantiana subordinación de este último al Derecho racional, lo cierto es que, por otro, tampoco era posible despacharlos o zafarse de ellos sin haber antes encontrado un sucedáneo del propio Derecho racional. Habermas cita el dictum del jurista alemán G. F. Puchta, quien, en el siglo pasado, aseguraba que la producción del Derecho no puede ser asunto en exclusiva del legislador político, dado que en ese caso el Estado no podría fundarse en el Derecho, 50 esto es, no podría ser «Estado de Derecho» , donde el Estado de Derecho vendría ahora a presentarse, justamente, como el sustituto del Derecho racional. Mas la idea de un Estado de Derecho plantea, más allá de la estricta legalidad, el problema de la «legitimidad», si es que no se desea interpretar en términos estrictamente positivistas un no menos famoso dictum, como el que otro jurista, H. Heller. reproducía en tiempos de la República de Weimar: qEn el Estado de Derecho, las leyes no son sino el conjunto de las normas jurídicas 51 promulgadas por el Parlamento» . Así pues, una definición de la legalidad no agota el problema de la legitimidad ni nos exime de él. Y, para Habermas, ese plus requerido por la necesidad de legitimidad habría de venir dado por la introducción «en el interior del mismo Derecho positivo (im inneren des positiven Rechts selbst >, y no por su supraordinación desde fuera, «dei punto de vista moral de una formación imparcial de la voluntad (der moralische Gesichtpunkt einer unparteilichen Willensbildung)», con lo que «la moralidad empotrada en el Derecho tendría ... la capacidad de trascendencia de un procedimiento autorregulador encargado de controlar su propia racionalidad (die
ins positive Recht eingebaute Moralitat hat ... die transzendierende Kraft eines sich selbst regulierendert Verfahrens, das seine eigene Vernün/tigkeit kontrolliert >". Tratemos de abrirnos paso en la espesura de la prosa de Habermas y averiguar qué es lo que quiere decir esto. La racionalidad de que habla Habermas no es sino aquella «racionalidad procedimental» que ya sa-
50
Op. cit., págs. 8 y sigs. Ibidem, pág. 9. 52 Loe. cit.
51
36 38
bemos preludiada en el siglo X V I I I , como cuando Kant, apoyándose en Rousseau, gustaba de decir que la prueba de toque de la legalidad de cualquier norm a í'urídica con s istia en pregunta rnos si «podría haber surgido de 1 ¿"Nolun53 tad unida de todo un pueblo» . Ahora bien, ¿qué se ha de entender, ante la propuesta de un criterio de esta índole, por «la voluntad unida de todo un pueblo»? Para Kant, obviamente, esa voluntad tenía bastante más que ver con la rousseauniana voluntad general que con la pura y simple «voluntad de to54 dos» , que sería la única voluntad a considerar para el puro y simple convencionalismo. Y aquélla parece ser también la opción de la voluntad racional a la que se refiere Habermas —la voluntad producto de «una formación imparcial de la voluntad», esto es, de la voluntad colectiva—, voluntad que, al igual que la voluntad general, no se contentaría con un consenso que se limite a reflejar la suma de una serie de intereses particulares, sino pretenderá alumbrar más bien el interés general de la colectividad, es decir, los «intereses generalizares» de sus miembros a través, como vimos, de un consenso racional. Naturalmente, el consensualismo habermasiano —heredero de la voluntad general de Rousseau— no se enfrenta a menos dificultades que el convencionalismo, a alguna de las cuales aludiremos enseguida. Pero, por el momento, retengamos la insistencia de Habermas en la racionalidad procedimental. La racionalidad procedimental se acredita para Habermas «a través de la prueba de su capacidad de generalización de intereses (durch die Prüfung der Verallgemeinerungsfahigkeit von Interessen >55. Ello vendría a arrojar una medida crítica para el análisis y la evaluación de la realidad política de un Estado de Derecho, aquel Estado, a saber, «que extrae su legitimidad de una racionalidad de los procedimientos de promulgación legal y administración de jus tic ia ll ama da a gar anti zar la impa rci ali dad (der seine Legitimitat aus einer
Unparteilichkeit verbürgenden Rationalitat von Gesetzgebungs— und Rechtsprechungsverfahren zieht > >". Pues, por lo demás, al Derecho, al Derecho positivo, no le es naturalmente desconocida la racionalidad procedimental que preside la ética comunicativa o discursiva habermasiana. En la «racionalidad del Derecho», por tanto, es donde hay que buscar respuesta a la pregunta sobre cómo es posible la legitimidad a través de la legalidad. Ahora bien, la creencia de Max Weber según la cual la racionalidad inherente al Derecho en cuanto tal vendría a constituir, al margen de toda suerte de presupuestos e implicaciones morales, el fundamento de la fuerza legitimante de la legalidad, 57 no le parece acertada a Habermas : fuerza legitimante, en su opinión, la tendrían más bien los procedimientos encargados de institucionalizar las demandas de fundamentación de la legalidad vigente, así como los recursos argumentativos con que se cuenta para su satisfacción. La «fuente de la legitimación», por consiguiente, no ha de ser unilateralmente buscada en lugares tales como la legislación política o la administración de justicia. La pro53 Pág. 10; cfr. Kant, Rechtslehre, cit., 2.» parte y Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber nichi für die Praxis, Werke, vol. VIII. págs. 273-313. 54 Cfr. Howard Williams, Kant's Political Philosophy, Oxf ord , 1983, págs. 161 y sigs. 55 Habermas, op. cit., pág. 11. 56 Ibidem. 57 Op. cit., pág. 12.
mulgación de normas, por ejemplo, presupone —no menos que su aplicación— la idea de imparcialidad. Y esta «idea de imparcialidad», que a su vez depende estrechamente de la idea del «punto de vista moral» (the moralpoint ofview), constituye —nos recuerda Habermas— la raíz misma de la razón práctica, hallándose incorporada a la ética comunicativa y a cualesquiera otras teorías éticas (Habermas cita las de John Rawls o Lawrence Kohlberg) consistentes en arbitrar un procedimiento con que hacer frente a problemas 58 prácticos desde el punto de vista moral . En cuanto a la ética comunicativa habermasiana, nos consta va sobradamente cuál es ese procedimiento: «Quienquiera que tome parte en una praxis argumentativa» —resume Habermas ahora— «ha de presuponer a título pragmático que, como cuestión de principio, todos los potencialmente interesados podrían participar, como libres e iguales, en una búsqueda cooperativa de la verdad dentro de la que no tendrá cabida más coerción que la del mejor argumento (Jeder Teilnehmer an
einer Argumeníationspraxis muss námlich pragmatisch voraussetzen, dass i m Prinzip alie móglicherweise Betroffenen ais Freie und Gleiche an einer kooperativen Wahrheitssuche teilnehmen konnten, bei der einzig der Zwang des besseren Argumentes zum Zuge kommen darj> 5'. Personalme nte objetaría a semejante caracterización el chocante cognos citivismo implícito en la alusión a la «búsqueda cooperativa de la verdad». En el discurso práctico, en efecto, no se buscan «verdades» (ni siquiera «verdades por consenso») y la mejor refutación que yo conozco de dicha posición cognoscitivista es la debida a Paul Lorenzen. quien la compendia en el precepto 60 «Debes buscar tan sólo la verdad » , donde ese «debe» ya nos saca de la perspectiva cognoscitiva para situarnos en otra normativa y, en definitiva, ética. Pero, en fin, no habrá problemas —quiero decir, nuevos problemas añadidos— si sustituimos sin más la cláusula «búsqueda cooperativa de la verdad» por la de «búsqueda (simplemente) de un consenso». Así entendida aquella caracterización, se entenderá también mejor que Habermas pretenda considerar al «procedimentalismo jurídico» como continuo con el ético. «No se trata» —no s dic e— «de con fun dir Der ech o y Eti ca (Freilich dürfen die Grenzen zwischen Recht und Moral nicht vermischt werden >61. En tanto que procedimientos institucionalizados, los procedimientos jurídicos pueden aspirar a una completud que no sería alcanzable por los procedimientos éticos, cuya racionalidad es siempre una «racionalidad incompleta» y dependiente de la perspectiva de los interesados. Y ello por no hablar del mayor grado de «publicidad» 58
Ibidem. Para José Luis L. Aranguren, «Sobre la ética de Kant», en J. Muguerza-R. RoAramayo (eds.), Kant después de Kant (En el segundo centenario de la Critica de la Razón Práctica), M adrid, Ed. Tecnos, en prensa, el «procedimen talism o» —esto es, la reducc ión dríguez
de la razón práctica a racionalidad procedimentai— vendría a constituir un rasgo «neokantiano» de aquellas direcciones de la ética contemporánea, resultado, entre otros, de una excesiva asimilación de la ética al derecho (una asimilación, en efecto, más neokantiana que propiamente kantiana, pues se diría que no responde demasiado al espíritu de la distinción de Kant entre legalidad y moralidad). Por nuestra parte, ya hemos señalado que, en el caso de Habermas, aquella asim ilación tendría también,no poco de «neohegeliana». Habermas, op. cit., pág. 13. P. Lorenzen, Normative Logic and Ethics, Mannheim-Ziirich,
"
40
Habermas, loe. cit.
En la versión hasta la fecha canónica de su ética del discurso", Habermas ha podido cifrarla en la propuesta de una transformación discursiva del «principio de universalización» kantiano, es decir, de una de las formulaciones del imperativo categórico de Kant. Allí donde éste prescribía «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal», la versión habermasiana le hace prescribir más bien «En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad», donde «discursivamente» no querría aquí decir otra cosa que 64 «democráticamente» . En el trabajo de que nos hemos venido ocupando, Habermas se despide con esta afirmación: «Ningún Derecho autónomo sin una efectiva democracia (Kein autonomes Recht ohne verwirkliche Demokratie>65, y otro tanto podría haber dicho de la Etica, pues, en definitiva, no es sólo el Derecho el que se halla entre la Etica y la Política, sino también la Etica entre ésta y el Derecho (para hacernos una idea gráfica de sus relaciones mutuas, bastaría concebir a la Etica, el Derecho y la Política como si se tratara de los vértices de un triángulo). Qué clase de «democracia» sea ésa no nos lo dice Habermas, de acuerdo con las reservas que en otra parte le han llevado a escribir que «de lo que se trata es de encontrar mecanismos que puedan fundamentar la suposición de que las instituciones básicas de la sociedad y las decisiones políticas fundamentales hallarían el asentimiento voluntario de to62
Ibidem, págs. 14-15. Véase supra, nota 45.
63 M
Haberm as, «Diskursethi k», cit., pág. 77 (co mo Haberm as reconoce, la reform ulación discursiva del principio de universalización se inspira en la versión de su propio pensamiento debida a Thomas McCarthy, The Critical Theory of Jürgen Habermas, Cambridge, Mass.-Londres, 2. a ed., 1981, pág. 326; hay trad. cast. de M. Jiménez R edon do, Mad rid, en prensa). 65
5g 60
de los pro cedimientos jurídicos, en contraste co n la «privacidad» de una moral autónoma e internalizada; o de la condición instrumental del Derecho con vistas a la consecución de tales o cuales objetivos políticos, lo que sitúa al Derecho «entre la Etica y la Política». Mas, comoquiera que ello sea, también hay, se nos advierte, una «ética de la responsabilidad política», y el Derecho y la Etica «no sólo se complementan, sino que cabe hablar incluso de su mutuo ensamblaje», de suerte que «el derecho procedimentai y la moral procedimen62 talizada podrían el uno y la otra controlarse recíprocamente» . ¿Pero cuál es el último sentido de ese «control recíproco»? Habermas no confunde, según declara él mismo, la Etica y el Derecho, pero lo cierto es que los mezcla cuando habla no sólo de su «complementación» (Erganzung), sino de su «mutuo ensamblaje» (Verschránkung). Y de esa mescolanza, a que antes me referí, no sé si cabe esperar mucho de provecho. Pues lo cierto es que Habermas no concluye tanto con «la moralización del Derecho» o «la juridización de la Etica» cuanto con la común politización de ambos elementos.
1969,
pág.
74.
«Wie ist Legitimitát durch Legalitát móglich?», cit., pág. 16 (véase, en relación con este punto, el trabajo de María Herrera «Etica, derecho y democracia en J. Habermas», e n Varios, Teorías de la democracia, México, Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, en
pre nsa ).
41
dos los afectados si éstos pudieran participar —en libertad e igualdad— en los procesos de formación discursiva de la voluntad, (pero) la democratización no puede significar una preferencia apriorística por un determinado tipo dgj)rga66 nización» . Pero tanto si se trata de una democracia participatoria como de una democracia representativa, o una combinación de ambas, las decisiones colectivas que se tomen en su seno tendrán que admitir de un modo u otro la vigencia en cuanto a las mismas de alguna versión de la «regla de las mayorías», algo que entre nosotros no se cansa de recordar, y con buenos motivos 67 para hacerlo, el profesor Elias Díaz . Sin embargo, el profesor Elias Díaz es el primero en reconocer que la regla de de ci sió n mayori taria se halla lejos de garantiz ar la jus tic ia de las decisiones que hace posibles. En efecto, nada hay que excluya la posibilidad de que la decisión democrática de una mayoría sea injusta, y el hecho de que las decisiones no mayoritarias ni democráticas también lo puedan ser —y muy probablemente, o con toda seguridad, aún más injustas— no nos proporciona ningún consuelo ético, en especial si lo que deseamos es servirnos del imperativo de Habermas (o del principio kantiano de universalización en su versión habermasiana) para fundamentar los derechos humanos. A la hora de tornarse operativo, el consensualismo de Habermas, o de Apel, no parece llevarnos mucho más lejos, por desgracia, que el puro y simple convencionalismo, o consensualismo de Bobbio si lo preferimos decir así. Pensemos, por ejemplo, en esos derechos humanos relativos a las exigencias de libertad e igualdad de que se hablaba en el inicio de esta exposición. Habermas parecía darlos por supuestos cuando afirmaba que los participantes en la praxis argumentativa habían de tomar en cuenta la posibilidad, y aun la necesidad, de que todos los potencialmente interesados participasen (precisamente como libres e iguales, y no de otra manera) en una búsqueda cooperativa del consenso. En cuyo caso, la libertad y la igualdad vendrían a ser ahí condiciones trascendentales, o cuasi-trascendentales. de posibilidad del discurso mismo. Y, cuando de ese plano trascendental o cuasi-trascendental descendamos al miserable mundo sublunar de la realidad política cotidiana, aquellas condiciones no bastarán para excluir la eventualidad de que una decisión mayoritaria atente contra la libertad y/o la igualdad de algunas personas, como los integrantes de una minoría oprimida y/o explotada (para nuestros efectos, sería suficiente con que lo hiciera contra la libertad y/o la igualdad de un solo individuo). Como pudiera asimismo acontecer que aquella decisión resulte atentatoria contra la dignidad de esas personas si a la opresión y/o la explotación se les añaden, supongamos, la humillación y hasta la misma denegación de su condición de personas. Las observaciones que anteceden no tratan en modo alguno —me apresuro a aclararlo para tranquilidad del profesor Elias Díaz— de deslegitimar la democracia, la cual queda sin duda aceptablemente legitimada mediante la racionalidad procedimentai habermasiana, más una serie de complementos (respeto y protección de las minorías, salvaguarda de los fueros del individuo, 66 67
y sigs.
42
Habermas, E.
Dí az,
Zur Rekonstruklion des hislorischen Materialismus, cit., pág. 252. De la maldad estatal y la soberanía popular, Madrid, Ed. Debate, 1984,
pág.
57
de ampliación del concepto de democracia más allá de l funciona- * miento mecánico de la regla de las mayorías, etc.), complementos qué Híber-* mas no pasaría por alto y que se hallan recogidos bajo la noción de legitimigarantías
68
dad que Elias Díaz propone denominar «legitimidad crítica» . Mas la cuestión que aquí nos interesa dilucidar es la de si aquella racionalidad procedimentai, con todos los complementos que se quieran, clausura sin residuo el ámbito de la razón práctica, lo que es tanto como decir el ámbito de
la ética. La respuesta, o al menos eso espero, tendría que inclinarse por la negativa, habida cuenta de que hasta ahora («hasta ahora», por descontado, quiere decir no más que en el curso de mi disquisición) la razón práctica no ha conseguido aún ofrecernos la deseada fundamentación de los derechos humanos que buscamos. Con el fin de explorar otra estrategia, voy a acudir a una formulación distinta del imperativo categórico kantiano, una formulación sobre cuya trascendencia ética —sin duda superior, para nuestros objetivos, a la del principio de universalización — han ll am ad o la at ención al gu no s filósofos co nt em po rá 69 neos, como es el caso, entre otros, de Ernst Tugendhat . Aunque mi aproximación a la misma no coincide exactamente con la suya, también yo he echado mano de esa formulación —la que prescribe «Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio»— en más de una ocasión. Y en una de tales ocasiones he llamado a dicho imperativo el imperativo de la disidencia 70, por entender que —a diferencia del principio de universalización, desde el que se pretendía fundamentar la adhesión a valores como la dignidad, la libertad o la igualdad—, lo que ese imperativo habría de fundamentar es más bien la posibilidad de decir «no» a situaciones en las que prevalecen la indignidad, la falta de libertad o la desigualdad. Para decirlo en dos palabras, se trataría de preguntarnos si —tras tanta insistencia en el consenso, fáctico o contrafáctico, acerca de los derechos humanos— no extraeremos más provecho de un intento de «fundamentación» desde el disenso, esto es, de un intento de fundamentación «negativa» o disensual de los derechos humanos, a la que llamaré «la alternativa del disenso». 68
Cfr. E. Díaz, op. cit., págs. 21 y sigs. ,
127-148, así c o m o su postscriptum «La justifi cación
de la democracia», Sistema, 66, 1985, págs. 3-2 3 (en cu an to a Hab erm as, véase tamb ién «Di e Schrecken der Autonomie», a propósito de la deslegi timación de la democracia a manos de Cari Schmitt y su ambiguo revival actual,
en Eine Arl Schadensabwicklung, F ranc fort del
Main,
1987,
págs. 101-114). 69
Véanse
de
E.
Tugen dha t,
en Probleme
der Ethik, Stuttgart,
1984
(hay
trad.
cast.
de
J. Vigíl, Barcelona, en preparación), sus «Retraktationen» (1983), págs. 132-176, escritas bajo el efect o de la crític a de Ur sul a Wol f (Das Problem des moralisches Sollens, Berl ín-N. York, 1984) a sus anteriores «Drei Vorlesungen über Probleme der Ethik» (1981), ibidem, págs. 57-131 (para otras aproximaciones a la cuestión, cfr. asimismo, P. Haezrahi, «The Concept of Man as End-in-
Collection of Critical Essays, Londres, 1968, páginas 291-313; T. E. Hill, «Humanity as an End in Itself», Ethics, 91, 1980, págs. 84-99; y, especialmente, Albrecht Wellmer, Ethik und Dialog: Elemente des moralischen Urteils bei Kant und in der Diskursethik, Fran cfor t del Main , 1986). Himself» ,
en
R.
P.
W ol ff ,
ed.,
Kant.
A
Así, en mi trabajo «La obediencia al Derecho y el imperativo de la disiden cia (Una intru-
sión en un debate)», Sistema. 70, 1986, págs. 27-40.
43
Desde luego, la idea de recurrir para esos fines al «disenso» con preferencia sobre el consenso no parece del todo descabellada si reparamos en que la fenomenología histórica de la lucha política por la conquista de los derechos humanos, bajo cualquiera de sus modalidades conocidas, parece haber tenido «lito que ver con el disenso de individuos o grupos de individuos respecto de un consenso antecedente —de ordinario plasmado en la legislación vigente— que les negaba de un modo u otro su pretendida condición de sujetos de tales der echo s Si, por más que la histori ografía de los derechos humanos se haga a veces retroceder hasta la noche de los tiempos, datamos los comienzos de esa lucha en la Edad Moderna, no sería difícil comprobar que —tras todos y cada uno de los documentos que pudieran servir de precedentes a la Declaración Universal de 1948 (desde el Bill of Rights inglés de 1689, el del Buen Pueblo de Virginia de 1776 o la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen de la Asamblea Nacional francesa de 1789, pasando por nuestra Constitución de Cádiz de 1812, hasta la Constitución mexicana de 1917 o la Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador de la Unió n Sovi éti ca de 1919)— se en cu enli'íin las luchas reivindicativas que acompañaron ya sea al ascenso de la burKucsia en los siglos xvi. xvil y XVIII, va sea al movimiento obrero de los siglos XIX y XX, de la misma manera que tras la propia Declaración de 1948 se cnenentran las luchas anticolonialistas de nuestra época y tampoco sería difícil identificar a los movimientos sociales contemporáneos que directa o indirectamente promovieron los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Polítieos o de Derechos Económicos. Sociales v Culturales, ambos de 1966. que dc¡>.tm.Qllan la Declaración y forman con ella, en el contexto de las actividades «le concertación legislativa de las Naciones Unidas, lo que se conoce como el Acta. de D ere cho s Hnm ano s 7 1 . En nuestros días, en fin, será de los llamados «nuevos movimientos sociales» —pacifista, ecologista, feminista, etc.— de los que quepa esperar ulteriores avances en la lucha por aquellos derechos, derechos que, según es de presumir y desear, se han de ver recogidos en algún momento por la legislación de turno, por más que la actual les dé aún la espalda. Desde esta perspectiva, la historia social y política de la humanidad ion su perpetuo, alguien diría casi sisífico, tejer y destejer de previos consensos rotos por el disenso y restaurados luego sobre bases distintas, para volver a ser hendidos por otras disensiones en una indefinida sucesión— se ••semeja un tanto a la descripción de la historia de la ciencia debida a Thomas Kulin, con su característica alternancia de períodos de «ciencia normal» bajo l¡i hegemonía de un paradigma científico dado y de «revoluciones científicas». Como ha comentado Michael Walzer con alguna mordacidad, la aplicación ile los esquemas de Kuhn a la historia de \os mores humanos presta a ésta "¡ilgo tic melodramático más bien que de históricamente realista» 72 . Pero quiI» historia humana tenga mucho de melodrama, cuando no —como Shakespeare sabía bien— de cosas peores, pues normalmente, o revolucionaria1
l'l i Gregorio Peces-B arba (ed.), Derecho positivo de los Derechos Humanos. Madrid, I <1 Dchai c, 1987, y E. Fern ández -G.P eces- Barba -A. E. Pérez Luño- L. Prieto Sa nch ís (eds.), lint, iitu ,/,• /o.( Derechos Humanos, Madrid, en preparación.
M
Walzer, Interpretation and Social Crilicism, Cambridge,
Mass.-Londres,
1987,
pág.
26.
mente (en sentido kuhniano y en el otro), se halla escrita con sangre. Y, si se albergan dudas acerca de que en la historia de los mores haya descubrimiento e invención como en la historia de la ciencia y la tecnología, la invención de los propios derechos humanos podría contribuir a desvanecerlas, toda vez que los derechos humanos constituyen «uno de los más grandes inventos de nuestra civilización», en el mismísimo sentido que los descubrimientos científicos o los inventos tecnológicos, al decir de Carlos Santiago Niño". Pero, por lo que hace a mi observación de que la fenomenología histórica de la lucha por tales derechos tiene al menos tanto de disenso como —si acaso no más que— de consenso, la verdad es que no estoy en situación de extraer de ella mayor partido, pues no soy historiador ni sociólogo del conflicto, ni me asiste ninguna otra cualificación profesional a ese respecto, y no deseo tampoco hacer recaer sobre la tesis que me propongo defender la en otro caso inesquivable acusación de que incurre en algún tipo de «falacia genética», de corte historicista o sociologista, al tratar de derivar conclusiones filosóficas del desarrollo histórico de los acontecimientos o de tales o cuales circunstancias de la realidad social. Vistas las cosas desde una perspectiva estrictamente filosófica, sí que habría que tener presente, en cambio, que el imperativo que llamé de la disidencia —del que Kant se sirvió para elaborar su idea de «un reino de los fines» (ein Reich der Zwecke), a cuya realización tendería el establecimiento de «la paz perpetua» sobre la faz de la tierra— reclama su puesta en conexión no sólo con la ética kantiana sino también con la harto menos sublime filosofía política de Kant y, de manera muy especial, con su inquietante idea de la «insociable sociabilidad» (ungesellige Geselligkeit) del hombre, bajo la que indudablemente se trasluce una visión bastante conflictualista de la historia y la 74 sociedad . En lo que resta de este trabajo, sin embargo, habré de concentrarme en los aspectos éticos de la cuestión, dejando de lado sus aspectos filosófico-políticos, en relación con los cuales me limitaré a señalar que el imperativo de la disidencia podría dar pie a meditar sobre la importancia, junto a la legitimidad crítica de que antes hablábamos, de la crítica de la legitimidad, esto es, de cualquier legitimidad que pretendiera situarse por encima de la condición de 75 fin en sí mismo que aquel imperativo asigna al hombre . Pues, entrando de lleno en nuestro tramo final, dicho segundo imperativo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres descansaba para Kant en la convicción, por él solemnemente aseverada en esta obra, de que «e.1 76 hombre existe como un fin en sí mismo» y, como añadiría en la Crítica de la 73
C. S. Niño, Etica y derechos humanos, Bue nos Aire s-Ba rcel ona-M éxic o, Ed. Paido s,
1984,
Introducción, págs. 13-17. 74
Grundlegung der Metaphysik der Sitien, Werke, vol. IV, págs. 433 y sigs.; Zum ewigen Frieden, cit.; Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerliche Absicht, Werke, vol. III. págs. 20 y sigs. (véase sobre este punto mi trabajo «Habermas en el reino de los fines: Variaciones sobre un tema kantiano», en Esperanza Guisán, ed., Esplendor y miseria de l a ética kantiana, Barcelona, Ed. Anthropos, 1988, págs. 97-139). 75
Kant,
Sobre ello podrá verse mi trabajo «¿Legitimidad critica o critica de l a legitimidad?», en
Elogio del disenso, Madr id, en preparación. " 6 Kant, Grundlegung. cit., pág. 428.
razón práctica, «no puede ser nunca utilizado por nadie (ni siquiera por Dios) 7
únicamente como un medio, sin a] mismo tiempo ser fin»' . Como antes insinué, el imperativo He marras reviste He algún modo un carácter negativo, dado que —bajo su apariencia de oración gramaticalmente afirmativa— no nos dice en rigor «lo que» debemos hacer, sino más bien lo que «no debemos», a saber, no debemos tratarnos, ni tratar a nadie, a título exclusivamente instrumental. Kant es tajante en este punto cuando afirma que el fin que el hombre es no es uno de esos fines particulares que nosotros podemos proponernos realizar con nuestras acciones y que generalmente son medios para la consecución de otros fines, como, pongamos por ejemplo, el bienestar o la felicidad. El hombre no es un fin a realizar. Por lo que se refiere al hombre como fin, advierte Kant, «el fin no habría de concebirse aquí como un fin a realizar, sino como un fin independiente v por tanto de modo puramente negativo, a saber, 78 como algo contra lo que no debe obrarse en ningún_cago» . Los .«fines a realizar» son para Kant. en cuanto fines particulares, «fines únicamente relativos». Y de ahí que, según él, no puedan dar lugar a «leyes prácticas» o leyes morales, sino a lo sumo servir de fundamento a «imperativos hipotéticos» como los que nos dicta, por ejemplo, la prudencia cuando decimos que «si queremos conservar nuestra salud en buen estado, tendremos que seguir estol o aquellos preceptos médicos». Mas, por su parte, el único fin específicamente moral o «fin independiente» con que contamos —a saber, el ser humano revestido de «un valor absoluto»— no requerirá menos que un imperativo categórico como el nuestro 19 . En este sentido, y mientras que los fines relativos no pasarían de constituir «fines subjetivos» como lo son los que cualquiera de nosotros nos propongamos realizar, los hombres como fines, esto es, }as «personas», son llamadas por Kant «fines objetivos», como en el famoso pasaje de la Fundamentación que no me resisto a transcribir: «Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, cuando se trata de seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza logjüstiogue ya como fines en si mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita en este sentido to do cap ric ho (y es un objet o de respeto). Estos no son, pues, me ro s fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí 80 misma un fin» . Por eso, añade Kant en otro pasaje no menos famoso de la misma obra, el hombre no tiene «precio», sino «dignidad»: «Aquéllo que constituye la condición para que algo sea un fin en sí mismo, eso no tiene mera8 mente valor relativo o precio, sino un valor intrínseco, gsto es, r/rgmVJW» '. Son hermosas palabras, ciertamente, ¿pero por qué todo el mundo habría de aceptar la proclamación kantiana de que el hombre existe como un fin en sí
mismo? 77
Kritik der praktischen Grundlegung, pág. 437. 79 ¡bidem, págs. 439 y sigs. Kant,
78
46
80
Pág. 428.
81
Págs. 434-435.
Vernunfl, Werke, vol. V, pág. 132.
Que eso no es evidente de por sí lo demuestra, para acudir a un s¿lo contraejemplo, l a imposibilidad de argumentar en pro de dicho aserto — y hasta incluso de comprenderlo— por parte de quienes sostengan que la razón, la racionalidad, no puede ser sino razón instrumental, esto es, una razón capaz de interesarse únicamente por la adecuación de los «medios» a los «fines» que persigue la acción humana, pero incapaz, en cambio, de atender a «fines últimos» que no puedan ser medios para la consecución de otros fines. Ello la incapacita, desde luego, para poder hacerse cargo de que el hombre sea un fin en sí mismo, algo que no debía de preocupar gran cosa a Heinrich Himmler cuando —según relata Hannah Arendt— advertía enérgicamente, en sus circulares a las SS, dg «la futilidad de plantearse cuestiones relativas a fines en sí 82 mismos» . Los teóricos de la racionalidad instrumental, por otra parte, negarían consecuentemente que quepa hablar de razón práctica, pero —si no aceptamos, como no hay razón para aceptar, que la «racionalidad» de la «praxis» humana se reduzca a «racionalidad instrumental»— estaremos autorizados, cuando menos, a indagar la posibilidad de argumentar en pro del aserto kantiano de que el hombre es un fin en sí mismo. En mi opinión, quien más convincentemente ha indagado la posibilidad de semejante argumentación ha sido Tugendhat, para quien es un «hecho empírico» —a cuyo reconocimiento contribuye el estudio de los procesos de socialización— qu^ tanto con respecto a nuestra vida como_jLla j dgJg^dgmás mantenemos relaciones de estimación (y desestimación) recíprocas, que nos hacen sentir a cada quien como «uno entre todos» y sometidos de este modo a una moralidad ccimún (a menos, precisa, de sufrir un lack of moral sense, esto es, de carecer de sensibilidad moral, un caso éste que Tugendhat se inclina a reputar de «patológico»)": sobre un tal hecho se podría pasar luego a construir una «moral del respeto recíproco», moral que Tugendhat considera, a mi entender acertadamente, como el núcleo básico de toda otra moral (lo que no quiere decir que toda moral se haya de constreñir a dicho núcleo, pues incluso la propia ética de Kant —en especial, en conexión con su idea del «bien su84 premo»— admitiría otras fuentes que el «respeto» ; p^t" nn sería poco, ciertamente, que la moral del respeto recíproco —en la que los miembros de la comunidad mor^i otorgaríanse recíprocamente la consideración de fines— §e hallase como cuestión de hecho a la base de toda moral, con lo que se vería dotada de una efectiva universalidad"; y, por supuesto, la posición de Tugendhat entraña un paso más sobre la de cuantos —sin excluir al que esto escribe— se han rendido alguna que otra vez a conceder que la kantiana afirmación de que e| hombre es un fin en sí no pasa de constituir una «superstición humanitaria», aun cuando una superstición fundamental si se desea po86 der seguir hablando de ética) . ,2
Cit ado
por H.
Arend t en The Origins of Toiatilarianism, vol.
III,
Nueva
York,
1968
(hay
trad. casi, de G. So l a n a , Madrid, 1982), pág. 440, nota 33. T u g e n d h a t , Pt-obleme der Ethik. ci t., págs . 15 0 y sig s., esp. 154-155, 156 y sigs . " Véase José G^ me z Caffarena, « Res pet o y Utopía: ;D o s fuentes de la moral kantiana?», J
Pensamiento. 34, w
1978,
T u g e n d h a t , op, «Haberma s en
p
á g s 259-276.
cií..
págs. 163-164. l reino de los fines», cit., págs . e
126-1 28.
47
Ahora bien, ¿consigue en rigor Tugendhat su propósito de convencernos? Cualquiera que fuese el poder de convencimiento de su tesis, y hay que decir que no es escaso, él mismo admitiría como dudoso que consiguiera convencer a aquel que carezca de sensibilidad moral, con quien confiesa que «no sería posible discutir»". Pero si se trata de discutir o argumentar como se trata, ése es precisamente el caso en que la discusión tendría que ser más relevante. A mi modo de ver, la argumentación de Tugendhat se desenvuelve de manera que el imperativo de la disidencia tendría que presuponer el principio de universalización, ya que éste se halla a la raíz de su concepción de la moral del respeto recíproco, válida al mismo tiempo para uno que para todos. Pero quizá tal presuposición sea prescindible, pues el imperativo de la disidencia podría valer en principio para un solo individuo, a saber, el que disiente y hace suya la moral del respeto recíproco entendida como la resolución de no
tolerar nunca ser tratado, ni tratar consecuentemente a nadie, únicamente como un medio, esto es, como un mero instrumento (donde la resolución de «no tolerar ser tratado únicamente como un medio» detentaría de algún modo un prius sobre la consecuente resolución de «no tratar a nadie únicamente como un medio», es decir, sería previa a la reciprocidad y no sólo al principio de universalización). Aunque, naturalmente, de lo antedicho se desprende que el individualismo ético no equivale a un imposible solipsismo ético y ha de admitir de buena gana la pregunta acerca de qué pasa con los restantes individuos. Pero antes de retornar sobre este punto, y con el fin de esclarecer lo que deseo entender por «individuo», voy a permitirme un breve rodeo a través del trabajo de John Rawls Justice as Fairness: Political not Metaphysical (1985), en que —al puntualizar que su «teoría de la justicia» pretende ser tan sólo una teoría política y no una teoría metafísica— Rawls matiza de pasada cuál sea el 88 sentido último, o penúltimo, de su propio individualismo . Con mucha mayor claridad que en el trabajo de Habermas anteriormente citado, Rawls comienza por explicitar que su^construcción procedimental tan sólo se refiere a nuestras actuales sociedades democráticas y que es así como hay que interpretar la condición de «sujetos libres e iguales» de las partes contratantes en sn experimento mental de la posición original (tanto con «velo de ignorancia» como sin él, se trata de los ciudadanos que cotidianamente nos tropezamos en la calle y que protagonizan nuestra vida política de cada día, además, claro, de prota89 gonizar la «doctrina política liberal») . Y de ahí que la concepción rawlsiana del individuo o la persona no necesite ir más allá del «consenso por solapamiento» (overlapping consensus) que, en una sociedad plural en cuanto a las creencias religiosas y las ideologías en general, permita a aquellos ciudadanos concordar en cuanto a unos principios básicos de justicia, todo lo cual excluye
87
T u g e n d h a t , op. cit., pág.
155:
«Wenn das ¡ndividuum, ...,
die
Moral,
und
das
heisst
die
moralische Sanktion überhaupt, in dem Sinn in Zweifel stellt, dass es für diese Sanktion kein Sensorium 88
J.
hat, lásst R awl s,
sich nichl argumentieren» (subraya dos míos) .
«Justice as
Fairness:
XIV, 1985, págs. 223-251. 89
¿8
R a w l s , op. cit.., pág s. 231 y sigs.
Political not
Metaph ysic al»,
Philosophy and Public Affairs,
de su consideración —según reconoce paladinamente Rawls— otras concepciones del sujeto «demasiado fuertes» como la kantiana 9 0 . Par a decirlo co n sus propia s palabras, «c uan do (en su teo ría de la justi cia) simulamos hallarnos en la posición original, nuestro razonamiento no nos compromete con una doctrina metafísica del sujeto (self) más de lo que, cuando jugamos al Monopoly (en mis tiempos, y en España, se llamaba El Palé), nos comprometeríamos a creer que somos propietarios de fincas urbanas desesperadamente enzarzados en una lucha a todo o nada por la supervivencia económica»". Quizá seamos, pues, los mismos en la vida real que en la posición original de Rawls, tal y como Saulo de Tarso tampoco dejó de ser en algún sentido «el mismo» al convertirse en Pablo el Apóstol camino de Damasco, pero lo más probable es que en la vida real uno se sienta menos igual y menos libre que en el experimento mental rawlsiano. Y, comoquiera que ello sea, lo que me atrevo a aventurar es que, después de todo, tal vez un poco de metafísica al año no haga daño. Naturalmente, no se trata de resucitar aquí y ahora la doctrina kantiana de los dos reinos, el empírico o fenoménico y el moral o nouménico. Pero lo que acaso sí pue da sost enerse es que el «sujeto moral» elj
90 91 92
Ibidem, págs. 245 y sigs. Ibidem, pág. 239. La tesis de la indisociabilidad de «autoconciencia» y «autodeterminación» ha sido brillan-
temente del
defendida
Ma in,
1979.
por Co mo
Tugendhat Tug endh at
en
su
obra Selbstbewusstsein und Selbslbesiimmung,
advierte,
Andr eas
Wildt
Francfort
—e n Autonomie und Anerkennung,
Stuttgart, 1982— fue el primero en dar a sus reflex ione s un sent ido teó ric o-mo ral exp líc it o, interpretación en la que abunda Ursula Wolf, op. cií. Por su parte, él mismo la ha desarrollado en sus
Probleme der Ethík, cit., pág s. 137 y sigs., a partir de la di sc us ió n de la tesis de la «mo ral ida d» c o m o co ndi ció n necesar ia de la «identidad (práctica) del yo».
49
«objetos»": sin duda en estos tiempos nos resulta difícil aceptar la idea de que el sujeto moral y el empírico no coincidan exhaustivamente entre sí, pero eso, la no reducción del sujeto a sus propiedades manifiestas, era al menos parte de lo que los griegos querían dar a entender cuando llamaron al sujeto hypokeímenonEl sujeto moral ejemplifica por antonomasia al sujeto así entendido, v esa es también la base de la distancia que separa al sujeto moral del llamado «sujeto de derechos», el cual consiste en una variedad, entre otras, del sujeto empírico. Por ¡o demás, no todos lo.c sujetas de ñp.rechossnn .sujetos morales, pues un sujeto moral es siempre un individuo, mientras que los sujetos de derechos pudieran muy bien ser «sujetos impersonales», como colectivos o instituciones, desde una empresa comercial al mismo Estado. E incluso cuando, por analogía con los sujetos morales, se concede capacidad de «autoconciencia» y de «autodeterminación» a alguno de esos sujetos impersonales, como una clase social o una nación, no hay que olvidar que aquéllas pasan en cualquier caso por la autoconciencia y la autodeterminación de los individuos correspondientes. Ahora bien, los sujetos morales pueden por su parte aspirar, v aspiran de hecho, a ser reconocidos como sujetos de derechos. Y entre dichas aspiraciones figura como primordial la de su reconocimiento como «sujetos de derechos humanos». En un cierto sentido, éste sería el primer derecho humano y hasta la quintaesencia de cualesquiera otros derechos humanos, a saber, el derecho a ser sujeto, de derechos. Mas si me preguntaran¿quién o qué habría de concederles tal derecho. previo a cualquier pos ible re cono cimie nto de derechos ? respond ería que nada ni nadie tiene que concedérselo a un sujeto moral en plenitud de sus facultades. sino que ha de ser él mismo qnien se lo tome al afirmarse como hombre. Iam a human being rezaban las pancartas que portaban los seguidores de Martin Luther King. ¿Y cómo sería posible negar la condición humana a quien afirma que la posee, aun cuando de momento no le sea jurídicamente reconocida? La denegación de esa condición, esto es, la reducción de un sujeto a un objeto, era lo que aquel crítico de la ideología de los derechos humanos que fue Marx llamaba «alienación», y la lucha por los derechos humanos —digámoslo en su honor— no es irónicamente otra cosa que la lucha contra las múltiples formas de alienación que el hombre ha conocido y padecido. A tal fin, el sujeto tiene que comenzar sabiéndose sujeto, esto es, desalienándose. O, por decirlo con el último Foucault, liberándose de la «sujeción» 95 que le impide ser sujeto o le impone una subjetividad indeseada . Ningún
93
Para una interpretación en esos términos de la idea kantiana del hombre como «fin en sí
mismo», véase «Habermas en el reino de ¡os finesa, cit., págs. 123 y sigs. 94
En un sentido hasta cierto punto similar, Tugendhat habla del «ser sí mismo» (Selbstsein) de alguien, que identifica con su «existencia» (Exislenz), co mo una «cuasi- propieda d» (Quasi-Ei-
genschaft), la cual —m ás que co n ning una propi edad sustanc ial, en cu an to difere nte de las propiedades accidentales, al estilo de la ontología tradicional— tendría que ver para él con la noción kantiana de «fin en sí». 95
Mich el Fo uca ul t, «Why Study Powe r: The Questi on of the Subjec t», en su Afterword (The
Subject and Power) a Huber t L. Dre yfus y Paul Rabi now , Michel Foucault. lism and Hermeneutics. Chi cag o, 1982, págs. 208- 226.
50
Beyond Structura-
sujeto puede aspirar a ser reconocido como sujeto de derechos si antes no es un sujeto a secas —lo que significa, por lo pronto, ser un sujeto moraf—, ^ por eso Rousseau vio bien que la teoría del contrato social anterior a él se contradecía al admitir la posibilidad de un pactum subjectionis, pues ningún 96 sujet o podría pactar jur ídi cam ent e la renuncia a su condi ción de tal . Pero, por lo demás, hay otros muchos y muy diversos «estados» de sujeción que el 7 caracterizado por Jellinek con esa expresión técnica' . Y en todos ellos los sujetos, que encuentran allí la ocasión de luchar por desalienarse, la encontrarán también de ejercitar la disidencia. Y, lo que aún es más importante, encontrarán la ocasión de ejercitarla no sólo por y para ellos mismos, sino por y para otros sujetos morales, pues el imperativo de la disidencia —que no necesitaba presuponer el principio de universalización— se halla, en cambio, en situación de incorporarlo dentro de sí. En su versión de este último principio, Sartre le hacía decir que «cuando elijo, elijo por toda la humanidad», pues los actos individuales encierran ya una potencial universalidad en su interior fl'acl individuel engage toute l'humanité)n\ pero también cuando disiento lo puedo hacer por toda la humanidad, incluidos aquellos que no pueden disentir, bien por esta r bioló gic a o psíquicamente incapacitados para ello (el caso de los niños o los enfermos mentales, por ejemplo), bien por estarlo sociopoiítícamente (esto es, por hallarse sometidos a un estado por el momento insuperable de sujeción)"; y, por supuesto, cuando disiento puedo asimismo disentir conotros. pero sin que tal circunstancia nos induzca a perder de vista que, aunque el disenso sea frecuentemente ejercido por « grupos de individuos», lo será en todo caso por «grupos 00 de individuos»)' . El disidente es siempre un sujeto individual y —por más solidaria que pueda ser su decisión de disentir— su disensión o disidencia será en última instancia solitaria, es decir, procedente de una decisión tomada en la soledad de la conciencia asimismo individual. Si correlacionásemos ahora las categorías de sujeto moral y sujeto empírico con las de fines y medios antes consideradas, podríamos decir que —a Du contrat social, cit., págs. 359 y 432-433. Geor g Jel linek, System der subjektiven óffentlichen Rechte, 2. 1 ed., 1919; reimp resió n, Aalen, 1964 (para su clas ific ación cuatripa rtita de los status del Derecho público — status subiectionis o pasivus. status libertatis o negativus, status civitatis o positivus, status activae civitatis o p r o p i a m e n t e activus —, cf r. pá gs . 81 y si gs .). 98 Jean -Pa ul Sartre, L'existencialisme est un humanisme, París, 1946 (hay trad. cast. de "
Rousseau,
97
V. Prati de Fe rná nde z, Bu en os Aires, 1957), pág s. 17 y sigs. 99
Pese a la «neg ati vida d» del dis ens o, no hay que olvi dar que tamb ién sob re él pued e cernir-
se el fantasma del «paternalismo» y que nadie debería «ser forzado a disentir» más de lo que debiera ser forzado a consentir (para una problemat ización del paternalismo, cfr.
Rol f Sartor ius,
ed.. Paternalism, Min neap oli s, 1983 y, entre nosotro s, Ernesto Garzón Valdés, «¿Es éticament e just if i cable el p ate rna li s mo? », en J. A. Gi mb e rn at - J . M. G o n z á l e z Ga rcí a, e ds . , Actas del II En-
cuentro
Hispano-Mexicano de
Filosofía
(Filosofía
Moral y
Política),
Madri d,
Instituto
de
Fi los o-
fía del Con sej o Superi or de Inve sti gaci ones Científi cas, en prensa). i0
° Co moq uie ra que sea, el ind ivi dual ism o ético, que no debe confundir se con el llam ado
"individualismo
metodológico»,
se
limita
a
reivindicar
la autonomía del sujeto moral y no su
autarquía (véase para esta distinción D om i ng o Blanc o, «A ut on om ía y autarquía», en J. M uguerKant después de Kant, cit., en prensa, así como mi trabajo "(.Qué es ei individualismo ético?», en Elogio del disenso, cit.).
•'a-R.
Rodríguez
Aramayo,
eds.,
51
diferencia de un medio, que en cierto sent ido representa umagnitud mensurable (por ejemplo , en términos de «efi caci a instrumen /)— un fin en sí mismo, esto es, un sujeto no admite semejante «mensurabilidad comparativa». Como la substancia aristotélica —con la que, sin embargo, no debe confundirse, pues para ese sujeto perpetuamente in fieri que es el sujeto moral valdría el dicho de que «el sujeto no es substancia»—, la subjetividad no admite grados y se podría muy bien afirmar que todos los sujetos se hallan a la par en cuanto a sus exigencias morales de dignidad, libertad e igualdad y, en general, en cuanto atañe a sus aspiraciones de ser sujetos de derechos. Cualquier derecho humano estará, así, abierto a la aspiración de cualquier sujeto, con la peculiaridad de que —al estarlo para un sujeto— lo podrá estar no menos para los restantes. Pues, en punto a esos derechos, rige entre los sujetos algo así como un principio de vasos comunicantes que, por decirlo de alguna manera, nivela —siquiera sea potencialmente— su estatura jurídica. El refrán popular «Nadie es más que nadie» ha sido a veces presentado como el fruto de una repudiable actitud de resentimiento negadora de toda excelencia, pero quizá cabría expresar mejo r lo que quiere decir aq uella frase di ciend o que , jj se entiende al hombre como un fin en sí mismo. «Nadie es menos que nadie». A guisa de conclusión, tal vez proceda recordar que para Bentham las especulaciones en torno a la fundamentación de los derechos humanos no eran sino una sarta de anarchical fallacies"". En cuanto a las mías propias concierne, quisiera confiar en que no quepa reputarlas de «falaces», pero reconozco que tienen no poco de «anárquicas», en el sentido por lo pronto / etimológico de esta última adjetivación. Pues, en efecto, fiar el fundamento de aquellos derechos al albedrío del individuo constituye una forma de apostar por la an-arquía, al menos en tanto en cuanto el individualismo representa el polo opuesto de cualquier fundamentalismo ético"". No creo, por consiguiente, que ningún iusnaturalista se muestre dispuesto a asimilar una posición como ésta, que por mi parte acojo bajo el rótulo del «indi vidu alism o ético». Mas, por si alguien tratara de recostarla en algún lecho de Procusto de esa índole, me limitaré a aducir un argumento o, mejor dicho, un contraargumento. Alguna vez se me ha preguntado, por ejemplo, si lo que llamo el «imperativo de la disidencia» no vendría, en definitiva, a resultar equiparable al tradicional derecho de resistencia "". La respuesta es, rotun101
En hono r de Bentham, op. cit.. hay que decir que fue más avisado en su descalificación de
aquellas especulaciones a título de «falacias» que en nuestros días lo ha sido Alasdair Mclntyre,
After Virtue, Not re Dam e, 1984 (ha y trad. cast. de A. Valc árcel , Barc elo na, 1987), cap. VI, cu an do afirma de los derechos humanos «que no existen tales derechos y creer en ell os es como creer en bruias y unicornios», afirmación que únicamente sobresaltará a quienes s e empecinen en defender esos derechos desde una posición afín al cognoscitivismo ético. 102
A propósito del «sujeto» tardofoucaultiano, Reiner Schürmann, «Se constit uer soi-meme
comme
sujet
anarchique». Eludes philosophiques. octu bre- dici embr e de
1986,
págs.
451-471,
ha
hablado de sujeto «an-árquico» en un sentido aproximado de «anarquía» al que aquí le estamos dando, toda vez que aquél tendría que ser el constructor de las diversas «formas d e subjetividad» (o «posiciones de sujeto») que en cada caso hayan de constituirle. ""
Véase
Eusebio
Fernández, La obediencia al Derecho,
Ma dri d,
Ed.
Civitas,
1987, pág i-
nas 109-115, así c om o mi traba jo «Sobre el ex ce so de obe die nci a y otro s exc eso s», en Actas de las
X Jornadas de
52
Filosofía Jurídica y Social, cit.,
en
prensa.
dam ent e, que Co mo más de una vez ha sido señalado, y de manera magistral así lo ha hecho el profesor Felipe González Vicén l0 4 , el llamado «derecho de resistencia» es un infundio del iusnaturalismo. Concretamente, un infundio arbitrado por éste como el único recurso, el único derecho natural, capaz de oponerse al derecho natural a la opresión que el mismo iusnaturalismo concedía a los detentadores del poder. En cuanto tal, el profesor González Vicén lo ha calificado con acierto de «engendro jurídico», llamando asimismo la atención sobre la perspicacia de Kant al rechazarlo como si de una contradictio in adiecto se tratase, pues pocas cosas podría haber más contradictorias que un derecho a no respetar el ordenamiento jurídico l 0 5 . A lo que hay que añadir que el rechazo del derecho de resistencia era perfectamente compatible para Kant con su positiva, y hasta entusiasta, valoración de las revoluciones políticas de su tiempo, desde la norteamericana a la francesa, pasando por la rebelión de los irlandeses. Desde mi punto de vista, que naturalmente no osaré atribuir ni a Kant ni a González Vicén, lo que el disidente tendría que hacer frente a una situación jurídicamente injusta, frente al «Derecho injusto», no es invocar ningún derecho de resistencia, sino sencillamente resistir. El renacimiento del iusnaturalismo tras la Segunda Guerra Mundial se debió en buena parte al argumentum ad hominem —o a la reductio ad Hitlerum, como también se lo ha llamado— esgrimido por sus partidarios frente al iuspositivismo, argumento según el cual la responsabilidad de ese monstruoso atentado contra los derechos humanos que supuso el régimen nazi habría de 10 6 recaer sobre el positivismo jurídico . Pero como recientemente ha recordado entre nosotros Ernesto Garzón Valdés, el iusnaturalismo —ahí está el caso, a decir verdad no tan sorprendente, del Naturrecht der Gegenwart de Hans Helmuth Dietze— no fue a la zaga del iuspositivismo en orden a servir de cobertura ideológica legitimante del 10 7 nazismo - ¿Y de qué podría haber valido, frente a la abyecta sumisión al 104
F. González Vicén, «Kant y el derecho de resistencia», en J. Muguerza-R. Rodríguez
A r a m a y o ( e d s . ) , Kant después de Kant, cit., en prensa, donde su aproximación al problema del derecho de resistencia (que ya le interesó en su temprana obra Teoría de la revolución, Valladolid, Publicaciones de la Universidad, 1932, cap. V) recoge el tratamiento del mismo en la monografía
La filosofía del estado en Kant, La Lagun a, 1952 (ah ora reeditada c om o parte del libro De Kant a Marx, Valencia, Fe rna ndo Torres Ed., 1984) y com pit e vent ajos ament e, en mi opin ión, con otras interpretaciones de la actitud de Kant ante dicho supuesto derec ho (cfr., para citar tres muestras de enfoques diferentes, Robert Spaemann, « Kants Kritik des Widerstandsrech ts» o Dieter
Henrich,
«Kant
über
die
Re vol uti on»,
am bo s
en
Z.
Ba tscha,
ed., Materialien
zu
Kants
Rechtsphilospohie, cit., págs. 347-358 y 359-365, así como Hans Reiss, «Ka nt and the Right of Rebellion», Journal of the History of Ideas, XVII, 1956). 105 F. Gonz ále z Vicén, La filosofía del estado en Kant, cit., págs. 92 y sigs. 106 Cfr. al respecto el libro de E. Garzón Valdés, Derecho y «naturaleza de ¡as cosas» (Análisis de una nueva versión del derecho natural en el pensamiento jurídico alemán contemporáneo), Córd oba (Argentina ), Universida d Nacion al de Córdoba , 2 vols., 1970-1971. 107
Véanse la obra antes citada y su respuesta a la encuesta de Doxa, 1, 1985, «Pro blem as abiertos en la Filosofía del Derecho», págs. 95-97, en que escribe: «Dada mi formación kelseniana, no dejaban de inquietarme las fuertes acusaciones que (en la posguerra) se formul aban contra el positivismo jurídico, ..., al que se hacía prácticamente responsable de la implantación del nacionalsocialismo ... El descubrimiento del libro de H. H. Dietze (Bonn, 1936) ... puso el punto final a este ciclo, ya que era la prueba evidente de la importancia ideológica que el iusnaturalismo había tenido en la Al em an ia nazi para la just ific ación del régi men vigente de sde 1933 a 1945».
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orden establecido, la invocación de ningún derecho de resistencia? A diferencia de esas hueras invocaciones, un auténtico resistente como el teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer —encarcelado y finalmente ahorcado por su participación en la con spi ra ció n que condu jo al at ent ado del 20 de jul io de 1944 contra Hitler— se limitó a invocar, según puede leerse en su Ethik, «la voz de la conciencia», esto es, «aquélla que, viniendo de una profundidad que está más allá de la propia voluntad y la propia razón, llama a la existencia humal0 8 na, cuya voz es, a la unidad consigo misma» . Desgraciadamente para mí—aunque, dada la longitud que va adquiriendo este trabajo, no sé si también para el lector del mismo— no puedo sino mencionar un par de puntos que cabría desarrollar a modo de sendos corolarios a partir de cuanto llevamos visto. El primero de ellos se relaciona con la particularidad de que la distinción —conceptual y no real, pero más o menos metafísica (en el sentido, en todo caso, de una «metafísica moral»)—jenlre sujeto moral y sujeto empírico no excluye, antes exige, una investigación empírica (una investigación a cargo, por ejemplo, de las ciencias sociales) acerca de cómo la disidencia surge de hecho v de cómo ésta podría contribuir a acortar la distancia que separa a ambos sujetos y. muy especialmente, al sujeto moral y al sujeto de derechos. El sociólogo Barríngton Moore ha sugerido alguna pista sobre el modo como tal investigación podría llevarse a cabo, en un libro —redactado a la par que la Theory of Justice de Rawls, cuyo manuscrito declara el autor haber rehusado leer para no «contaminar» la redacción de su propio texto— significativamente titulado Injustice. The Social Basis of Obedience and Revolt l09. Para decirlo en dos palabras, y como cabría haber esperado, lo decisivo para explicar el surgimiento v los efectos de la disidencia (cosa harto diferente de justificar a esta última, lo que sería tarea de la ética) no es, según Moore, el rawlsiano «sentido de la justicia», sino el «sentido de la injusticia», que corresponde sin duda a otra constelación dentro de la fenomenología de la vida moral. El segundo de los puntos que he de dejarme en el tintero tiene que ver con el problema de la «desobediencia civil», a la que acaso hubiera que considerar como un apartado o un capítulo de la disidencia en general. Como insiste Jorge Malem en su excelente investigación sobre Concepto y justificación de la desobediencia civil, es normal desde Hugo Adam Bedau en adelante (el caso, por ejemplo, de obras como Democracy and Disobedience de Peter Singer) la consideración de la desobediencia civil
108
D.
B o n h o e f f e r , Ethik,
Mu ni ch ,
1949 (hay
trad. cast.
de L.
Du ch ,
Bar cel ona,
1968),
pág. 257. Como buen teólogo, Bonhoeffer —a quien ya no podríamos seguir en su argumento— tomaba en cuen ta a con tin uac ión «la gran transfor mació n (que) tiene lugar en el mom en to en que la unidad de la conciencia humana no consiste por más tiempo en su autonomía, sino que, gracias al milagro de la fe, la encontramos más allá del propio yo y de su ley, en Jesucristo» (cfr. Tierno
Theologie Dietrich Bonhoeffers, Munich, 1976, págs. 61 y sigs.). Pero para, por eso mismo, añadir todavía ( i b i d e m , págs. 258-259): «Cuando el Rainer
Peters,
Die Prasenz des Politischen in der
nacionalsocialismo dice que el Führer es mi conciencia, se pret ende con ello fundamentar la unidad del yo más allá de sí mismo. Esto tiene como consecuencia la pérd ida de la autonomía a favor de una heteronomía absoluta, lo que a su vez sólo es posible si el otro hombre en el que busco la unidad de mi vida desempeña la función de redentor mío. Tendríamo s aquí el paralelo secular más estricto y a la vez la contradicción más estricta con la verdad cristi ana.» KW
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B. Moor e Jr., Injustice, Nu ev a York , 1978.
como un conjumo de actos ilegales, públicos, no-vioíentos y conscientes, realizados con la intención de frustrar leyes, programas o decisiones de gobier _no, pero ac ep ta nd o (al me no s dentro del marc o de un a sociedad democráíic a» 10 representativa) el orden constitucional vigente' . El inconveniente de semejante caracterización de la desobediencia civil es que deja un tanto en la penumbra la relación entre ésta y otras formas de desobediencia —desde la «desobediencia ética al Derecho» a la «desobediencia revolucionaria»—, sin que haya que olvidar que lo que llamamos «democracia» en nuestras actuales sociedades democráticas no siempre ha existido ni se puede decir que exista hoy en países como Sudáfrica, donde la desobediencia civil es practicada. Y, lo que aún es más grave, ni siquiera contamos con la seguridad de que esa democracia vaya a sobrevivir dentro del «mundo totalmente administrado», para echar mano de la terrorífica expresión de Horkheimer, hacia el que muy probablemente nos en ca min am os y en el que 'la desob edi enc ia vendría a ser —baj o cualquiera de sus formas, conocidas o por inventar— más necesaria que nunC3. Pero, como ya dije, no nos es dado entrar en estos temas, que por derecho propio forman parte de una"ética de la resistencia'pendiente de escribirse en nuestro tiempo. No tengo, en cambio, otro remedio que detenerme —aunque sea muy sumariamente— en un tercer y último corolario, con el que me gustaría cerrar mi exposición. La moraleja principal, si cabe hablar de moralejas, que acaso se dejara desprender de estas atropelladas reflexiones en torno ¿d imperativo de la disidencia —el imperativo, recordemos, que prescribe (o, cuando menos, autoriza a) decir que no frente al Derecho injusto, por muy consensuada que esa injusticia pueda estar— tendría que ser la de que los protagonistas de la vida del Derecho somos todos o, mejor dicho, debemos serlo todos. Parodiando una tesis celebérrima, se diría que los iusfilósofos se han limitado hasta ahora a teorizar sobre los derechos humanos (que es, bien pensado, lo único que probablemente les cabe hacer y conviene que sigan haciendo). Pero incumbe a todo hombre en cua nto hombre (y no tan só lo a los juristas, sean o no iusfilósofos) luchar por conseguir que se realicen jurídicamente aquellas exigencias de dignidad, libertad e igualdad que hacen de cada hombre un hombre. Como incumbe a todo hombre luchar por preservar y proteger las convertidas ya en derechos, impidiendo su vaciamiento de sentido y su degeneración en mera retórica tras de haber sido incorporadas a los correspondientes tex tos legales. t B Ks\. f^U. é* cciei^a¡/>. Y sólo restaría añadir que de esa lucha por realizar lo que llamara Bloch un día «la justicia desde abajo» (la justicia que, por servirnos de la mitología de Dworkin, habría que coníiar a los pigmeos que somos el común de los mortales —hijos, como Anteo, de la madre Tierra— y no a un excepcional 111 juez Hércules dotado, como su nombre indica, de po rt en to sa s facultades) 110
Cfr., ade más del te xt o de J. M al em (Barc elona , Ed. Ari el, en prensa), los de H. A. Bedau,
Civil Disobedience: Theory and Practice, Nue va York , 1969, y P. Sl nger (O xf ord , cast. de M. Guastavino, Barcelona, 1985), así como el trabajo
1973;
hay trad.
de J. A. Estévez Araujo, «El
sentido de la des obe die nci a civil», en J. M. Gonz ále z Gar cía -F. Q ue sa da (eds.), Filosofía Política, numero extraordinario de Arbor, 503- 504, 1987, págs. "'
Dworkin,
129-138.
Taking Rights Seriously, cit., cap. IV, 5-6 (co nf ie so que mi antip atía por el juez
Hercules, invariablemente capaz de descubrir la «respuesta correcta», debe no poco a su induda-
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forma parte principalísima la disidencia frente a la nada infrecuente inhumanidad del Derecho, no menos lamentable y peligrosa en sus consecuencias que la ausencia de todo Derecho. Pero quizá sea lo mejor a estos efectos cederle la última palabra al propio Bloch: «La justicia, tanto retributiva como distributiva, responde a la fórmula del suum cuique, es decir, presupone el padre de familia, el padre de la patria que dispensa a cada uno desde arriba su parte de pena o su participación en los bienes sociales, el ingreso y la posición ... El platillo de la balanza, que incluso en el signo zodiacal de Libra se desplaza completamente hacia lo alto para actuar desde allí, concuerda muy bien con la alegoría de este ideal de justicia as en ta do en lo s tr on os ... (Po r el cont rari o) la justicia real, en tanto que justicia desde abajo, se vuelve de ordinario contra aquella justicia, contra la injusticia esencial que se arroga la pretensión en absoluto de ser la jus2 ticia»" .
ble parentesco con un viejo conocido —el Preferidor Racional— del que tuve oc asión de ocuparme en mi libro La razón sin esperanza, Madrid.
Ed.
Taurus,
2. a ed. .
siguientes). 112
Bloch,
Naturrecht und menschlkhe
Würde, cit.,
págs.
228-229.
1986, págs. 69-1 00, 227 y
LOS DERECHOS HUMANOS DE LA TERCERA GENERACION EN LA DINAMICA DE LA LEGITIMIDAD DEMOCRATICA Ignacio Ara Pinilla
No deja de ser curioso que, en la actualidad, nos cuestionemos acerca de la legitimidad democrática llegando a hablar incluso de una dinámica de la misma, como si la democracia no fuera un valor indiscutible, el valor mínimo que debe presidir a cualquier sociedad política. Más curioso resulta todavía que entronquemos la dinámica de la legitimidad democrática con los derechos humanos, como si éstos, en su para nosotros indiscutible fundamentación histórica, no hubieran desembocado, por lo menos, en una exigencia democrática. En nuestro análisis intentamos detectar y señalar las relaciones existentes entre las distintas etapas de la elaboración doctrinal de los derechos humanos y las formas igualmente diversas de legitimación, análisis que culminará en la determinación de una propuesta de comprensión, desde una teoría de los derechos humanos, de la actual crisis de legitimidad democrática, y que dejará al descubierto la problemática de la naturaleza de los derechos humanos. Vaya por delante que un objetivo semejante requiere, en primer lugar, una determinación conceptual que suponga un punto mínimo de partida, determinación que, en este caso, resulta sustancialmente difícil, dada la implicación de expresiones como democracia, soberanía, representación, que pueden ser caracterizadas, sin duda, como ejemplos paradigmáticos de la polisemia. Por otro lado, estamos hablando de una dinámica de la legitimidad democrática. Ello no debe comportar, necesariamente, que la dinamicidad deba corresponder también al concepto de democracia, aunque, sin duda, el carácter prescriptivo subyacente a los términos que componen la expresión hace que esta posibilidad se vea notoriamente reforzada. En todo caso, veremos al final de nuestra propuesta cómo será ésta la postura más coherente con nuestra conclusión. Pues bien, en un primer paso, hay que destacar que la democracia tiene un contenido mínimo ya sea analizada sustantiva o adjetivamente, esto
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