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Esta obra realiza un análisis crítico de las nociones y principios sobre los que se sustenta la civilización jurídica moderna. Su autor, con una larga y prestigiosa trayectoria profesional como historiador del derecho, está convencido de la existencia de un grueso y enmarañado nudo de certezas axiomáticas en el intelecto y en el corazón del jurista moderno, que éste acepta pasivamente. Al relativizar y desmitificarlas, pretende atraer a cada jurista hacia una visión menos simple, recorriendo con mirada desencantada los últimos doscientos años de la historia jurídica europea.
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Mitología jurídica de la modernidad Paolo Grossi Traducción de Manuel Martínez Neira
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COLECCiÓN Serie Consejo
ESTRUCTURAS Derecho Asesor:
Y PROCESOS
Perfecto Andrés Joaquín Aparicio Antonio Baylos Juan Ramón Capella Juan Terradillos
Título oríginal: Mitologie giuridiche della modernitó @ Editoríal Trotta, S.A., 2003 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 5430361 Fax: 91 543 1488 E-mail:
[email protected] http://www.trotta.es @ Giuffre Editore, 2003 @ Manuel Martínez Neira, 2003 ISBN: 84-8164-599-0 Depósito Legal: M-25.525-2003 Impresión Marla Impresíón, S.L.
A mis queridos y no olvidados alumnos del Curso de pós-graduaft10-mestrado em Direito de la primavera de 1995 en la Universidade Federal do Rio Grande do Sul de Porto Alegre
«J'ai fait cornrne ces rnédecins qui, dans chaque organe éteint, essayem de surprendre les lois de la vie.» (Alexis de Tocqueville, L'ancien régime et la Rivolution, Avam-propos)
CONTENIDO
Prefacio Nota del traductor Nota introductoria.
13 14 UN LIBRO,SU ÍNDOLEY SU MENSAJE.
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1. La mitología jurídica de la modernidad y el oficio del historiador del derecho 2. Comprensión historiográfica e instrumentos de com-
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paración
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3. Una indicación sobre el contenido
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¿JUSTICIA COMO LEY O LEY COMO JUSTICIA? Anotacio-
nes de un historiador del derecho
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1. Derecho y ley entre medievo y modernidad 2. El orden jurídico en la visión medieval 3. Los signos de la «modernidad»: estatalidad del derecho y transfiguración de la ley 4. Un itinerario «moderno»: del derecho a la ley
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11. MÁs ALLÁ DE LA MITOLOGÍA JURÍDICA DE LA MODERNIDAD
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1. Mitología jurídica como estrategia dominante de la modernidad
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MITO
LOGIA
JURfDICA
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MODERNIDAD
2. Proyecto jurídico moderno y complejidad del derecho 3. Reducciones modernas: una visión potestativa del derecho ....................................................................... 4. Hacia la recuperación de la complejidad: el descubrimiento del derecho como ordenamiento ................. 5. Hacia nuevos fundamentos de la positividad del derecho ....................................................................... 6. Interpretación-aplicación y nuevos confines de la positividad del derecho............................................... 7. Hacia el declive de la mitología jurídica posilustrada
III. CÓDIGOS: ALGUNASCONCLUSIONESENTRE DOS MILENIOS
1. El Código y su significado en la modernidad jurídica 2. El Código y sus características históricas................. 3. El Código hoy: algunas consideraciones de un historiador del derecho ..................................................
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PREFACIO
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67 76 88
Publico aquí, unidos por una nota introductoria y sobre todo por un idéntico tema de fondo, tres ensayos que tienen la finalidad de denunciar en voz alta, ante un público más amplio que el habitual grupo de historiadores del derecho, las simplificaciones y mitos que constituyen una hipoteca grave y pesada para la conciencia del jurista italiano y europeo (al menos de la Europa continental). Tienen por ello la misión de pedir una reflexión más vigilante y estimulante sobre un cúmulo de nociones y principios basilares de la civilización jurídica moderna asumidos como patrimonio supremo, inviolable y definitivo. El historiador del derecho viene así a turbar la tranquilidad de los juristas continentales que con frecuencia se asemeja a una soñolienta inmovilidad. Me gustaría que esta pequeña contribución sirviese para la adquisición de una conciencia culturalmente más compleja de los hechos. Destinatario privilegiado de este pequeño libro es por ello el jurista en formación y, en particular, el estudiante de una Facultad jurídica. Citille in Chiami, Epifanía de 2001. PAOLO GROSSI
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NOTA DEL TRADUCTOR
Nota introductoria UN LIBRO, SU ÍNDOLE Y SU MENSAJE
Paolo Grossi ha leído con esmero el original de esta traducción proponiendo algunos cambios para hacer más patente el contenido de su mensaje. Adela Mora me ha ayudado en múltiples ocasiones a encontrar la expresión castellana más idónea, pudiendo por ello ser considerada de alguna manera coautora de esta versión. Quiero dejar constancia aquí de la inmensa deuda de gratitud que tengo para con ellos.
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1. La mitología jurídica de la modernidad y el oficio del historiador del derecho Creo firmemente -y lo he escrito tantas veces en los últimos años hasta resultar monótono- que una de las funciones, y desde luego no la última, del historiador del derecho es la de ser la conciencia crítica del estudioso del derecho positivo, descubriéndole la complejidad de aquello que en su visión unilateral puede parece de simple, resquebrajando sus convicciones acríticas, relativizando certezas demasiado absolutas, insinuando dudas sobre lugares comunes aceptados sin una adecuada verificación cultural. El historiador puede también adoptar el papel de erudito conocedor del pasado próximo y remoto, aunque no dudo en considerado -respecto al primero- un papel noble pero menor y, en el fondo, una renuncia. Este pequeño libro, que aquí se publica, intenta responder a esta convicción mía ofreciendo algunos instrumentos de desmitificación cultural. El autor se ha dado cuenta, en su ya largo y continuo trabajo de investigación históricojurídica, que un grueso y enmarañado nudo de certezas axiomáticas se ha ido sedimentando lentamente en el intelecto y en el corazón del jurista moderno, un nudo que ha sido aceptado pasivamente, que ni siquiera se ha planteado dis15
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Facultad de Derecho) hacia una visión menos simple, recorriendo con mirada desencantada los doscientos años de historia jurídica europeo-continental que pesan sobre nuestras espaldas y las oprimen; sobre todo quiere recuperar para el reino de las soluciones relativas de la historia aparentes conquistas de un progreso definitivo e indiscutible, mostrar estas soluciones en todos sus aspectos: auténticas conquistas históricas, por un lado, instrumentos contingentes de defensa de intereses contingentes, por otro. Este pequeño libro, que hoy se publica, quiere denunciar del mismo modo ante cada jurista (también ante el que se está formando) los altísimos costes culturales de la simplificación realizada y de su -estrechamente conexo- inconsciente optimismo. Un ejemplo nos puede aclarar este punto. El derecho moderno está tan marcado por su esencial vinculación con el poder político que aparece como el mandato de un superior a un inferior -de arriba a abajo-, visión imperativa que lo identifica con una norma, es decir, con una regla autorizada y autoritaria; esta visión, reforzada recientemente al arreciar la ráfaga kelsenianal, tiene un costo altísimo en opinión del autor de este pequeño libro: la pérdida de la dimensión sapiencial del derecho. Ya que tal visión no pue-
de sino concretarse en un sistema legislativo, con una sola fuente plenamente expresiva de la juridicidad que es la ley. Una ley -la de los modernos- que se concreta más en un acto de voluntad que de conocimiento. Ocasionalmente, puede ser redactada por estudiosos y tener un gran contenido sapiencial, pero su fuerza la obtiene no de su contenido sino de su procedencia del máximo órgano del poder político. Que después, artificiosamente se identifique la asamblea legislativa con el único representante de la voluntad popular y la ley con la única expresión de la voluntad general, son sólo presunciones absolutas y verdades axiomáticas acuñadas por una hábil estrategia de política del derecho. Pérdida de la dimensión sapiencial no sólo quiere decir sustracción del derecho a una clase de personas competentes, los juristas, sean ellos maestros teóricos o jueces prácticos, sino también la pérdida de su carácter óntico, del derecho como algo propio de la naturaleza de la sociedad, que se descubre y se lee en la realidad cósmica y social y se traduce en reglas. Un coste que la visión ordinamentaF atenuaría mucho si no estuviese obstaculizada en la conciencia común por la victoriosa permanencia de convicciones imperativas. La lección del historiador consiste en llamar la atención del jurista actual sobre el íntimo carácter sapiencial del derecho en culturas diferentes a la consolidada en el culmen de la edad moderna en la Europa continental: de manera plena en el derecho común (ius commune) medieval y posmedieval, en gran medida en la civilización del common law. Simplismo y optimismo parecen las características más llamativas del jurista moderno confirmado por las certezas ilustradas. Pero muchos son los problemas que se eluden, los interrogantes que no se han querido resolver, y demasiado fácil es la satisfacción que emana de la contemplación de un mundo poblado de figuras abstractas proyectadas por una linterna mágica sabiamente manejada.
1. En referencia al gran jurista austríaco Hans Kelsen (1881-1973), sobre quien volveremos en el segundo ensayo.
2. Ordinamental como visión que toma el derecho más como ordenamiento que como mandato. Con claridad se verá en el segundo ensayo.
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cutir porque aparece fundado sobre un lúcido proyecto originario de mitificación: mitificación como proceso de absolutización de nociones y principios relativos y discutibles, mitificación como traspaso de un proceso de conocimiento a un proceso de creencia. El historiador, que por su propio oficio es un relativizadar y consecuentemente un desmitificador, considera deber suyo advertir al jurista que tal nudo puede y debe deshacerse, y que su mirada debe liberarse del enfoque vinculante ofrecido por doscientos años de una hábil propaganda. Este pequeño libro, que hoy se publica, quiere atraer a cada
jurista (y, de manera particular, al estudiante de una
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Muchos interrogantes, por el contrario, pesan y exigen respuestas. ¿Cuál es el verdadero rostro del pueblo soberano del que alardean y se jactan las declaraciones revolucionarias? ¿Qué democracia es capaz de realizar un Estado que permanece rígidamente monoclase (en Italia hasta bien entrado el siglo xx)? ¿Constituye un filtro fiel de la voluntad popular el partido político y hasta qué punto la democracia de partidos es expresión del pueblo soberano? ms satisfactoria, desde el punto de vista de la justicia, la garantía ofrecida por la legalidad, la certeza del derecho y la división de poderes? ¿Puede contentar la ley como justicia cuando la ley se reduce a mandato autorizado pero merecedor de cualquier contenido, y por tanto vacío? ¿Por qué la infabilidad y, consecuentemente, la irresponsabilidad jurídica de los titulares del poder político, frente a pesadas responsabilidades de los titulares del poder administrativo y, hoy, también del poder judicial? ¿No ha llegado quizá el momento de revisar funditus el problema y la disposición de las llamadas por los juristas «fuentes del derecho», hoy que la divergencia cada vez más acentuada entre la práctica de los negocios y las normas imperativas oficiales hace emerger un imparable proceso de privatización de la producción del derecho? ¿No ha llegado quizá el momento de liberarse del decrépito esquema de la jerarquía de las fuentes, hoy que la disposición de las fuentes desmiente, en el fervor de la experiencia, aquel esquema y vive otro? Se dirá que esto es una provocación. Puede ser. Pero no buscada cuidadosamente por el autor para dar eficacia a su escrito; sino que nace de la realidad histórica contemplada finalmente bajo una nueva perspectiva. Es natural que el historiador, al despertar la mala conciencia del jurista positivo, provoque. Y añado: es saludable. 2. Comprensión historiográfica e instrumentos de comparación Una advertencia: no se dé a estas páginas un valor que ni tienen ni quieren tener en la mente de quien las ha escrito, 18
UN
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el de propuesta. El historiador persigue un objetivo fundamental: la comprensión de su objeto historiográfico. Objetivo difícil de conseguir, porque se trata de penetrar en la tipicidad de un cierto clima histórico y de su mensaje. Puede suceder -y sucede con frecuencia- que esta tipicidad resalte mejor a través de un instrumento precioso en manos del historiador: la comparación. La comparación es un momento fuerte, que tiende a resaltar las diferencias, las oposiciones; el historiador que la usa corre el riesgo de parecer proponer en los dos términos opuestos el bien y el mal, y su escrito puede ser tenido por maniqueo. En mi caso al menos, la comparación sólo quiere agudizar el sentido crítico de la perspectiva. Las páginas que siguen tienen un valor exclusivamente crítico: quieren liberar de lugares comunes algunos puntos fundamentales de nuestro pasado próximo ejercitando sobre ellos una comprensión auténticamente historiográfica, comprensión mediante comparación. Lo que, en nuestro caso, en objetos hinchados y deformados por una propaganda bisecular, puede querer decir reducir a proposiciones más modestas creaciones tenidas como gigantescas en la conciencia común. Pero entiéndase. Reducir no quiere significar aquí valoración negativa hecha con espíritu maniqueo, aquí reducir quiere significar reconducir el fenómeno a su medida histórica real. Tal advertencia me viene a la pluma pensando en la valoración tendenciosa a la que fue sometido hace unos años un libro mío de síntesis sobre la experiencia jurídica medieval, maliciosa y arbitrariamente tomado como apología filomedieval por un crítico que hacía de la prevención su enfoque preferido.
3. Una indicación sobre el contenido Este pequeño libro recoge tres contribuciones redactadas para tres ocasiones, pero unidas desde un doble punto de vista.
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En primer lugar, por el tema, que es unitario y que consiste, como ya he advertido, en un intento de revisión crítica de algunos fundamentos de la modernidad jurídica aceptados pasivamente como una dogmática meta-temporal y todavía demasiado absolutizados en la mente del jurisconsulto contemporáneo. En segundo lugar, porque los tres tienen como destinatario un público no especialista, y el autor se ha empeñado en hacer su discurso más elemental y por tanto más comprensible prescindiendo del tecnicismo que con frecuencia oscurece los escritos de los juristas. Las tres contribuciones son, en el orden interno del volumen: una lección pisana para estudiantes del primer año de Derecho; el discurso oficial con ocasión de la entrega del Premio Internacional Duca di Amalfi, cuyo título inspira sustancialmente el de este pequeño libro; la relación final de un congreso florentino dedicado a la codificación. De ellos sólo el discurso amalfitano se transcribe aquí textualmente. Los otros han sido modificados para adaptarlos a la presente edición. En todos estos ensayos se martillea sobre un mismo, grueso, profundo y penetrante, clavo, y es natural que existan a lo largo del libro repeticiones e insistencias. Valgan para señalar al lector los puntos que el autor ha tenido por fundamentales, y por tanto relevantes, y sobre los que por lo tanto ha centrado su atención.
I ¿JUSTICIA COMO LEY O LEY COMO JUSTICIA? ANOTACIONES DE UN HISTORIADOR DEL DERECHO'
1. Derecho y ley entre medievo y modernidad Una circunstancia que siempre me ha alarmado profundamente, al menos desde mis tiempos de estudiante de Derecho, es la terca desconfianza que el hombre de la calle, el hombre corriente, muestra hacia el derecho. Una desconfianza que nace de su convicción de que el derecho es algo diferente a la justicia, algo que se identifica con la ley (quizá se pueda precisar que es diferente a la justicia precisamente porque se identifica con la ley). El hombre de la calle, depositario del sentido común del hombre corriente, tiene razón. El derecho se le presenta sólo como ley, y la leyes el mandato autoritario que desde arriba llega a la inerme comunidad de ciudadanos sin tener en cuenta los fermentos que circulan en la conciencia colectiva, indiferente a la variedad de las situaciones que intenta regular. En efecto, se enseña corrientemente que las características de la ley son: la abstracción y la generalidad, es
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Lección pronunciada en la Sapienza pisana el 23 de noviembre de 1998 dentro del Seminario, organizado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Pisa en el año académico 1998-1999 y coordinado por el profesor Eugenio Ripepe, sobre el tema «Interrogantes sobre el derecho justo". Un texto provisional apareció en una publicación para uso exclusivo de los estudiantes (Servizio Editoriale Universitario, Pisa, 2000). 20
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decir, su imperturbabilidad frente a casos y motivos particulares, la rigidez, es decir, su insensibilidad a las posibles diferentes exigencias de los destinatarios, y su carácter autoritario, es decir, la indiscutibilidad de su contenido. Lo que el Estado moderno asegura a los ciudadanos es sólo un conjunto de garantías formales: únicamente es ley el acto que procede de determinados órganos (normalmente el Parlamento) ya través de un procedimiento puntillosamente precisado. El problema de su contenido, es decir, el problema de la justicia de la ley, de su correspondencia con lo que la conciencia común tiene como justo, es sustancialmente extraño a esta visión. Obviamente, la justicia sigue siendo el fin del orden jurídico, pero es un fin externo; los ciudadanos sólo pueden esperar que los productores de las leyes -que son, además, los titulares del poder políticose adecuen a ella, pero de todos modos también deben prestar obediencia a la ley injusta. Recuerdo siempre con espanto cuanto escribía, en un rechazable paroxismo legalista, mi maestro de derecho procesal civil, Piero Calamandrei, sobre la necesidad suprema de la obediencia incluso al precepto legislativo que produce horror al ciudadano común 1.Y de leyes que producen horror a nuestra conciencia moral no está desprovisto, por desgracia, el siglo xx: señalo al menos aquellas disposiciones para la tutela de la raza, de 1938, aberrantes y repugnantes en su perverso racismo, que todavía sentimos con vergüenza como un peso sobre la civilización jurídica italiana. El hombre de la calle tiene, pues, razones para desconfiar: si el derecho es ley, y si la leyes sólo un mandato abstracto de contenidos indiscutibles, pensado y querido en el lejano olimpo de los palacios romanos del poder, su identificación con un rayo que cae sobre la cabeza de los malaventurados no es, en fin, tan peregrina. Al hombre de la calle el historiador del derecho puede, sin embargo, mostrarle un horizonte más consolador: la 1. P. Calamandrei, "La certezza del diritto e le responsabilita della dottrina» (1942), ahora en Operegiuridiche, vol. 1, Morano, Napoli, 1985. 22
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situación de hoy, en la que comienzan a aflorar nuevos fermentos, no tiene raíces lejanas y profundas; nació apenas ayer, aunque una propaganda sutil y persuasiva ha pretendido hacerla pasar ante nuestros ojos como la única y óptima solución. El historiador del derecho que, por su deber profesional, ama dirigir a los ciclos largos su propia mirada, realizar conexiones y comparaciones, está en grado de advertirnos que la reducción del derecho a ley, y su consecuente identificación con un aparato autoritario, es fruto de una elección política próxima a nosotros, y que otras experiencias históricas -por ejemplo la medieval- han vivido la dimensión jurídica de otra manera. La visión histórica consuela porque quita su carácter absoluto a las certezas actuales, las relativiza poniéndolas en fricción con certezas distintas u opuestas ya experimentadas en el pasado, desmitifica el presente, induce a un análisis crítico liberando los fermentos modernos de la inmovilidad de lo vigente y estimulando el camino para la construcción del futuro. Por ello me situaré en un observatorio rigurosamente comparativo, colocándome -por decirlo de alguna manera- a horcajadas entre la civilización jurídica medieval y la civilización jurídica moderna con el objetivo de ver cómo se ha vivido en ambas la relación entre derecho, ley y justicia. Pienso que nuestra mirada resultará críticamente fortalecida a través de esta comparación, ya que frente a la solución formalista moderna de la ley como justicia tomará consistencia la solución sustancialista medieval de la justicia como ley. «Medievah, y «moderno»: dos mundos ligados por una continuidad cronológica, pero marcados por una efectiva discontinuidad, que es efectiva porque las diferencias de las soluciones que adoptan descienden de fundamentos antropo lógicos radicalmente distintos. Por tanto, trazar esta línea divisoria ideal vendrá a acentuar la tipicidad aludida, y vendrá a resaltar las peculiaridades de la modernidad jurídica. Ante la mirada de un jurista atento, civilización medieval y civilización moderna parecen coincidir en un solo punto: ambas son civilizaciones jurídicas, en el sentido ele23
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mental de que ambas tienen muy en cuenta el derecho como estructura basilar. Pero se trata de una coincidencia formal y aparente: si profundizamos un poco, también bajo esta perspectiva las posiciones son distintas e incluso opuestas. Es verdad: la presencia del derecho es intensa en una y en otra, pero se trata de presencias -por decido de alguna manera- invertidas: al total e innegable respeto por la dimensión jurídica que circula constantemente por las venas del organismo medieval responde la actitud de completa instrumentalización que domina en el moderno; lo que en el primero aparece entre los fines supremos de la sociedad civil, en el segundo resulta un instrumento, aunque relevante, en manos del poder político contingente. 2. El orden jurídico en la visión medieval El universo medieval se caracteriza, ante los ojos del historiador atento, por expresar en su seno lo que en otra ocasión he llamado un poder político incomplet02; entiendo por ello no sólo la falta de efectividad (que por el contrario existe con frecuencia y que a veces puede traducirse hasta en manifestaciones de tiranía), sino también la ausencia de un proyecto totalizador, omnicomprensivo. En otras palabras, el poder político no pretende controlar todos los ámbitos de la sociedad; se caracteriza por una sustancial indiferencia hacia las zonas de la sociedad -amplias e incluso amplísimas- que no interfieren directamente con el gobierno de la cosa pública. Aquí tenemos una primera consecuencia relevante: la sociedad, fundamentalmente autónoma, sin c011.stricciones vinculantes, vive plenamente su historia en toda su posible riqueza expresiva; dejada libre, se plasma caprichosamente en miles de combinaciones, enlaces, sedimentaciones, desde el terreno político al económico, del estamental al profesio2. En la valoración sintética ofrecida en L'ordine giuridico medievale, Laterza, Bari, 1995 [Elordenjurídico medieval, Marcial Pons, Madrid, 1996].
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nal, del religioso al familiar, suprafamiliar y gentilicio, proponiéndonos ese paisaje de infinitas figuras corporativas que son el distintivo del rostro medieval y, por inercia histórica, también posmedieval. Si a esto se añade una psicología colectiva recorrida por la inseguridad general y señalada por la humildad sincera de sus individuos concretos, de ello deriva una civilización que tiene dos protagonistas esenciales: en el fondo, amenazante y condicionante, la naturaleza cósmica con sus hechos primordiales, sentida como cauce protector y garantía benéfica de supervivencia pero también en su grandeza indomable; en la trama del tejido de la existencia cotidiana, la comunidad, nicho indispensable para el desarrollo de las vivencias individuales en sus múltiples manifestaciones, expresando toda la complejidad de la vida común. Es un mundo de formaciones sociales que se perfilan ante nuestros ojos, increíblemente articulado y labrado, ciertamente aluvional por aquel incesante generarse, integrarse y estratificarse de las más dispares dimensiones comunitarias, en el que el individuo es una abstracción, ya que sólo puede ser concebido dentro de la firme red de relaciones ofrecidas por aquellas dimensiones. Aquí brota y se sitúa el derecho. Un derecho que no es fruto de la voluntad de este o aquel poder político contingente, de este o aquel Príncipe, sino realidad histórica y lógicamente antecedente, que nace en las vastas espiras de la sociedad con la que se mezcla, a la que se incorpora. El derecho es un fenómeno primordial y radical de la sociedad; para existir no espera a los coágulos históricos ligados al desarrollo humano y representados por las distintas formas de gobierno público. Necesita y le es suficiente con aquellas más plásticas organizaciones comunitarias en las que la sociedad se ordena y que no se fundan todavía sobre la polis sino sobre la sangre, sobre el credo religioso, sobre el oficio, sobre la solidaridad cooperativa, sobre la colaboración económica. En suma: primero existe el derecho; el poder político viene después. Con esta afirmación aparentemente sorpren25
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dente intento subrayar que, en la civilización medieval, el derecho reposa en los estratos profundos y duraderos de la sociedad, armazón secreto y estructura oculta de ésta. y emerge una segunda consecuencia, relevante: no es la voz del poder, no lleva su sello, no sufre los inevitables empobrecimientos, los inevitables particularismos. Con esta obligada advertencia: también aquí existe ciertamente un sector jurídico que está ligado y conectado con quien gobierna la cosa pública y que hoy solemos calificar de derecho constitucional, administrativo y penal, pero el derecho por excelencia, la razón civil llamada a regular la vida cotidiana de los hombres, toma forma directa e inmediatamente de la sociedad y sobre sus sueltas formas se configura. Sus canales son: en el nivel genético, un compacto aflorar de costumbres, de modo prevalente respecto a las infrecuentes intervenciones autoritarias de los Príncipes; en el nivel sistemático, un rico ordenamiento obra, más que de legisladores, de maestros teóricos, jueces, notarios o simples mercaderes inmersos en la práctica de los negocios e intérpretes de las exigencias de ésta. En la civilización medieval se puede hablar en sentido propio de autonomía de lo jurídico, relativa pero autonomía, del mismo modo que antes se ha hablado de autonomía de lo social. Indudablemente, el derecho nunca flota sobre la historia, al contrario, tiende siempre a encarnarse en ella, a compenetrarse con ella; y en la historia aparece una gran variedad de fuerzas que se mueven libremente en la sociedad y tienden a influir en el derecho, fuerzas espirituales, culturales y económicas, todas las fuerzas que se mueven libremente en la sociedad. Sociedad y derecho tienden así a fundirse: la dimensión jurídica no puede ser pensada como un mundo de formas puras o de simples mandatos separados de una realidad social. Emerge así una tercera consecuencia, igualmente relevante, que ha sido ya delineada sumariamente en la última afirmación. El derecho, emanación de la sociedad civil en su globalidad, es aquí realidad radical, es decir, raíz, la raíz más profunda que podamos pensar; es una realidad que 26
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cimienta todo un edificio de civilización, que como tal está íntimamente relacionado con los grandes hechos primordiales basilares de ese edificio; hechos físicos y sociales al mismo tiempo, pertenecientes a la naturaleza cósmica pero asumidos como fundamento último y primero de toda la construcción social. Desde nuestro ángulo de observación, el resultado que se señala en toda su tipicidad histórica es un derecho que no está en los proyectos del Príncipe, que no emana de su cabeza, que no explicita su buena o mala voluntad, potestativas en todo caso, que no está controlado por un titiritero que mueve los hilos según le parece. Este derecho tiene su propia onticidad, pertenece a un orden objetivo, está dentro de la naturaleza de las cosas donde se puede y se debe descubrir y leer. Íntima sabiduría del derecho: escrito en las cosas por una suprema sabiduría y cuyo descifrado y traducción en reglas sólo puede ser confiado a un estamento de sabios, los únicos capaces de hacerla cuerdamente. y consecuentemente el derecho se concibe aquí sobre todo como interpretación, es decir, consiste sobre todo en el trabajo de una comunidad de juristas (maestros, jueces, notarios) que, sobre la base de textos autorizados (romanos y canónicos), lee los signos de los tiempos y construye un derecho auténticamente medieval, a costa de ir más allá e incluso contra lo expuesto en esos textos que a menudo asumen el reducido papel de momento de validez formal. Ninguno como Tomás de Aquino, sintetizador y corifeo a finales del siglo XIIIde la antropología y de la politología medieval, ha traducido con tanta claridad tal certeza en una definición esencial cuyo contenido circula y es ampliamente recibido incluso por los juristas profesionales. Es la justamente célebre definición de ¡ex, sobre la cual convendrá detener nuestra atención un momento, ya que con frecuencia se ha banal izado su vigoroso contenido de pensamiento político-jurídico dejándose monopolizar por su relevante referencia al bien común como fin de la norma. Leámosla por nuestra cuenta en el centro de la quaestio 27
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90 de la «Prima Secundae» de la Suma teológica3, dedicada precisamente a la essentia legis: «Ordenación de la razón dirigida al bien común, proclamada por aquel que tiene el gobierno de una comunidad». Un dato resalta en ella: la dimensión subjetiva cede el paso a la dimensión objetiva; en otras palabras, lo relevante no es el sujeto del que emana sino su contenido objetivo, que se precisa doblemente: consiste en un ordenamiento, ordenamiento exclusivamente demandado por la razón. Ordinatio es la palabra que desplaza el eje de la definición del sujeto al objeto, ya que insiste no sobre su libertad sino sobre los límites de su libertad; ordenar es en efecto una actividad vinculada, ya que significa aplicar un orden objetivo preexistente e ineludible dentro del cual aparece el contenido de la lex. y precisamente por esto, la función de ordenar se identifica con la razón, es decir, se trata de una actividad psicológica prevalentemente cognoscitiva: ya que el conocimiento es el mayor acto de humildad que un sujeto puede realizar en su relación con el cosmos y con la sociedad, ya que el conocimiento es proyección del sujeto más allá de su propia individualidad para descubrir en la realidad exterior la verdad en ella contenida, para descubrir el orden proyectado y actuado por la Divinidad. Verdaderamente esencial es la racionabilidad de la lex, es decir, la determinada y rígida correspondencia de su contenido a un modelo que ni el Príncipe ni el pueblo ni el estamento de los juristas crean, sino que son llamados simplemente a descubrir en la ontología de lo creado. Aquí la lex, que tiene una dimensión cognoscitiva prevalente sobre la volitiva, no puede ser sólo forma y mandato; es ante todo un cierto contenido sustancial, ya que es ante todo lectura de la realidad. Evocando tantas fantasiosas etimologías que encuentran hálito en la cultura medieval, dan ganas de decir: lex procede más de a legendo que de a ligando; y por esto de manera indispensable se presenta la ratio, la razón, porque es indis3. Summa Theologica, I-lI, q. 90, arto4.
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pensable la capacidad de lectura y de medición de la realidad. Lo cual es propio de la razón, hasta el punto de poderse afirmar que la ley sólo consiste en razón4. Frente a esta llamada apremiante a la racionalidad, resulta cómodo hacerle al jurista italiano de hoy una desoladora consideración: por qué -en nuestra tradición iuspublicista- se ha llegado a hablar de «racionalidad de la ley», idea parecida a una profanación para la mentalidad tenazmente legalista, en las recientes aperturas de la «Corte Costituzionale»; pero estamos apenas en el inmediato ayer.
3. Los signos de la «modernidad»: estatalidad del derecho y transfiguración de la ley
Repasemos las ideas principales del discurso desarrollado hasta este momento: en la civilización medieval el orden jurídico es, salvadas algunas delicadas zonas conexas al gobierno de la polis, una realidad óntica, es decir, escrita en la naturaleza de las cosas, realidad exquisitamente radical, ya que brota pujante en las raíces de la sociedad y por ello se identifica con la costumbre, con los hechos típicos que confieren su rostro peculiar a una civilización histórica; ciertamente, por esto, se presenta siempre bajo el lema de la complejidad; realidad que nace, vive, prospera, se transforma fuera de la influencia del poder político, el cual, gracias a su incompletud, no tiene excesivas pretensiones, respeta el pluralismo jurídico, respeta el consorcio de fuerzas que lo provocan. Dimensión histórica auténticamente medieval esta de la relativa indiferencia del Príncipe hacia el derecho pero que, por inercia que es con frecuencia componente primario de los contextos históricos, llega -aunque discutida, contestada, erosionada- hasta los grandes acontecimientos políticos y jurídicos de finales del siglo XVIII. Hemos dicho: discutida, contestada, erosionada; y es así. El itinerario que desembocará en la nueva visión de la 4. Summa Theologica, I-lI, q. 90, arto 1.
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relación entre poder político y orden jurídico, que en su perfecto vuelco respecto a las soluciones medievales constituirá el arquetipo moderno, es un camino largo yaccidentado, con una distancia de casi cinco siglos, donde novedades arrogantes se mezclan con resistencias notables de un orden que había llegado a identificarse con las nervaturas más ocultas de la sociedad. Lentamente pero incesantemente emerge una nueva figura de Príncipe, y también una conexión completamente nueva entre él y el derecho. El nuevo Príncipe es, en el terreno político, el fruto de un gran proceso histórico encaminado a liberar al individuo de las ataduras que la civilización precedente le había colocado. Con la misma fuerza que el pesimismo medieval había situado al individuo en el tejido protector pero condicionante de la naturaleza cósmica y de la sociedad, el mundo moderno -en una construcción cada
vez más decidida a partir del siglo XIV- se esfuerza
por liberar al individuo, a cada individuo, de todas las incrustaciones sedimentadas sobre él. Esto sucede, sobre todo, en el terreno antropológico: estamos en los orígenes del individualismo moderno. Esto sucede también en ese terreno político que aquí nos interesa. También el Príncipe, el individuo modelo y modelo de todo individuo, sufre el mismo proceso de liberación y se despoja de las viejas limitaciones medievales. Liberación, en su caso, significa el diseño de un nuevo sujeto político, provisto de una coraza que haga posible su absoluta soledad, que sólo en sí mismo encuentre justificación, motivos, finalidad; y el poder que viene puesto en sus manos pierde el contenido limitado, connatural a él en la vieja disposición feudal, y se acerca cada vez más a la «potestad absoluta y
perpetua» teorizada a finalesdel siglo XVI en la République de Bodin5. El nuevo Príncipe es un sujeto que no ama las 5. El jurista y politólogo francésJean Bodin, que escribe en la segunda mitad del siglo XVI,es la expresión fiel de las grandes novedades con algunos restos viejos presentes en Francia a finales del siglo XVI.En sus Six /ivresde la République el politólogo percibe con lucidez el nuevo modelo de Príncipe y
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mortificaciones provenientes de la realidad de este mundo, que no está en diálogo con la naturaleza y con la sociedad, que no tolera la humillación de ser simple parte de una relación. Él-individuo en absoluta insularidad- tenderá a proyectar hacia fuera una voluntad perfectamente definida, que encuentra en él toda posible justificación. Nos interesa de manera particular la nueva conexión que se produce entre este Príncipe y la dimensión jurídica: lenta pero incesantemente, la vieja psicología de indiferencia hacia amplias zonas de lo jurídico es sustituida por una psicología de vigilante atención, una actitud invasiva, una implicación cada vez mayor en la producción del derecho. Todo esto inserto en una visión del poder político como potestad omnicomprensiva, potestad cada vez más plena. Comienza así un largo camino que llevará al Príncipe a enfrentarse con toda forma de pluralismo social y jurídico. Es un proceso que puede observarse en aquel reino de Francia que es, para el politólogo y para el jurista, el extraordinario laboratorio histórico en el que lo «moderno» mostró por vez primera su rostro más propio y paulatinamente fue completando sus rasgos. La historia de la monarquía francesa entre los siglos XIIIy XVIIIes la historia del fortalecimiento del poder del Príncipe, de su percepción cada vez más precisa de la importancia del derecho en el proyecto estatal, de la exigencia cada vez más sentida de manifestarse como legislador. En oposición al ideal medieval, que veía al Príncipe sobre todo como juez, como juez supremo -el gran justiciero de su pueblo-, ahora se toma la producción de normas autoritarias como emblema y nervio de la realeza y de la soberanía. El sentido de la evolución es claro en los siglos tardomedievales y protomodernos: avanza el campo de la normación directa por parte del Príncipe expandiéndose por zonas vetadas hasta entonces; hasta que finalmente -y estamos a finales del siglo XVII- los actos de normación de su poder soberano, mientras el jurista (como se verá enseguida) contempla todavía persistencias de la enraizada práctica jurídica medieval.
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aislados se convierten en un tejido normativo bien programado, sostenido por un acercamiento orgánico en la disciplina de relevantes sectores de la experiencia jurídica que tienden ahora a sustituir monocráticamente al viejo pluralismo de fuentes6. Sobresale el protagonismo de la ley, ya no entendida en la vaga acepción de la lex de santo Tomás inclinada a esfumarse en el ius, sino con el significado estrechísimo de la loy, ley en sentido moderno, volición autoritaria del titular de la nueva soberanía y caracterizada por los atributos de la generalidad y de la rigidez. Pero otra diferencia aparece entre la lex de los medievales y la loy de los modernos: si la primera se caracterizaba por unos contenidos y finalidades precisos -la racionalidad, el bien común-, la segunda aparece como una realidad que no encuentra su significado ni su legitimación social en un contenido o en una finalidad. Quizá nadie mejor que aquel despiadado pero agudísimo observador de sí mismo y del mundo que fue, en la segunda mitad del siglo XVI,Michel de Montaigne ha sabido expresar esta verdad elemental: «Las leyes se mantienen en crédito no porque sean justas, sino porque son leyes. Es el fundamento místico de su autoridad; no tienen otro fundamento, y es bastante. Con frecuencia están hechas por necios...». Aumentando, algunas líneas después, la dosis: «Quien las obedece por el motivo de que son justas, no las obedece como se debe», y desencallando, de manera que a un moralista puede parecer insolente, el deber de obediencia del ciudadano de cualquier pretexto conexo al contenido de la norma7. El panorama pesimista -que Montaigne, experto en derecho, contempla con sus ojos veteados de un corrosivo
6. Pienso en las grandes Ordonnances promulgadas a finales del siglo XVII por Luis XIV.
7. Essais, libro III, cap. XIII. De educación jurídica, este gentilhombre francés de provincia encarna bien la figura del nuevo intelectual humanista, observador libre y sin prejuicios de la sociedad que le rodea. 32
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escepticismo- se traduce en un preciso diagnóstico de en qué se ha convertido la loy en la Francia de la segunda mitad del siglo XVI:una norma que se auto legitima como ley, es decir, como volición de un sujeto soberano. El organismo político, ahora ordenándose en una robusta -cada vez más robusta- estructura auténticamente estatal, tiene necesidad de un instrumento normativo capaz de contener el fenómeno jurídico y de vinculado estrechamente al titular del poder, instrumento indiscutible e incontrolable, que permita desembarazarse finalmente de las viejas salvaguardias que hablaban, con un lenguaje cada ver más repudiado por la monarquía, de aceptación por parte del pueblo o de organismos judiciales y corporativos. La ley se convierte así en pura forma, en acto sin contenido, es decir -para explicarnos mejor-, un acto cuyo carácter legal no depende nunca de su contenido concreto, sino siempre y sólo de su procedencia del único sujeto soberano. El cual se identifica cada vez más con un legislador, un legislador que estorba, enlazando estrechamente su persona y supremacía con la calidad de su creación normativa. y nace entonces esa hipoteca gravosa de la civilización jurídica moderna que es la mística de la ley, la mística de la ley en cuanto ley, una herencia del absolutismo regio que la revolución de finales del Setecientos asume sin pestañear, intensificándola y endureciéndola respecto a las subsistentes aperturas del antiguo régimen bajo el encubrimiento de simulacros democráticos. Y, en un clima de conquistada y ostentada secularización, sagrada será la ley intrínsecamente injusta, y sagrada será la ley redactada y promulgada por un soberano necio, haciendo nuestro el ejemplo ofrecido por el mismo Montaigne. La vieja superposición e integración de fuentes -leyes, costumbres, opiniones doctrinales, sentencias, prácticacede el paso a la única fuente identificada con la voluntad del Príncipe, el único personaje situado más allá de las pasiones y de la parcialidad, el único capaz de leer el libro de la naturaleza y traducido en normas, el único -añadoque está en grado --como sujeto fuerte- de liberarse con 33
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una sacudida de la maraña inextricable pero con frecuencia también irracional de usos y costumbres. El viejo pluralismo va siendo sustitUido por un rígido monismo: el ligamen entre derecho y sociedad, entre derecho y hechos económico-sociales emergentes, es cortado, mientras se opera una suerte de canalización obligada. El canal discurre obviamente entre los hechos, pero discurre en medio de dos diques altos e impenetrables: politización (en sentido estricto) y formalización de la dimensión jurídica son el resultado más impresionante Yde mayor entidad. El derecho se reduce así a ley: un sistema de reglas autoritarias, de mandatos pensados y queridos abstractos e inelásticos, incriticable en su contenido, ya que su autoridad procede no de su propia cualidad sino de la cualidad del sujeto legislador. Pronto, en el clima prerrevolucionario y revolucionario, la ley tendrá un refuerzo posterior, el democrático, gracias a la afirmada (aunque no demostrada) coincidencia entre voluntad legislativa y voluntad general. En pleno secularismo, el resultado paradójico es el perfecto cumplimiento de la mística de la ley, así agudamente percibida por Montaigne. Si algunos altares eclesiásticos fueron cuidadosamente profanados, otros -y laicos además- serán por el contrario erigidos y consagrados al culto de la ley junto a la teorización de una verdadera y precisa mitología jurídica (mitología, porque con demasiada frecuencia está recorrida por una aceptación sustancial mente acrítica, o, lo que es lo mismo, ideológicamente motivada). En el laboratorio histórico asumido por nosotros como paradigma, Francia, llegamos ahora al umbral de la codificación general, que comenzará precisamente por la zona tradicionalmente reservada de manera celosa a los particulares, es decir, por las relaciones civiles. El primer Código dispuesto en 1804 por Napoleón 1 será, en efecto, precisamente el Código civil.
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4. Un itinerario «moderno»: del derecho a la ley El historiador atento verifica la lentitud con la que el proceso se desarrolla, y también los numerosos obstáculos con los que a lo largo de su desarrollo se encuentra. No olvidemos nunca que la civilización despreciativamente liquidada por la acritud humanista como media aetas, edad intermedia, interludio insignificante o -peor todavía- negativo entre dos edades históricamente creativas, la antigua (clásica) y la moderna, tuvo la posibilidad de desarrollarse durante todo un milenio, de enraizarse profundamente, de transformarse -gracias también al auxilio de la Iglesia- en costumbre y mentalidad, de forjar la conciencia colectiva y una cultura apropiada a esa conciencia. Precisamente porque se había transformado en osamenta del organismo social, sus valores no pudieron ser rápidamente sustituidos: la consolidación de lo nuevo fue necesariamente lenta y fatigosa. Tenemos testimonios de aquel siglo XVIfrancés tan fértil y preñado de novedad. Una encrucijada histórica, donde nuevas figuras toman forma, nuevas sensibilidades afloran y se mezclan con lo viejo. Bodin, fundador de la politología moderna pero también personaje inmerso en la experiencia práctica del derecho, ofrece la posibilidad de seguir el sentido del proceso histórico y de verificar la dificultad con la que los nuevos modelos iban sustitUyendo a los viejos. Se trata de un texto -en mi opinión, de gran relieve desde el punto de vista histórico-jurídico- colocado en el capítulo central del primer libro de la République, dedicado a la soberanía8: «Existe mucha diferencia entre derecho y ley, el primero registra fielmente la equidad; la ley, por el contrario, es sólo mandato de un soberano que ejercita su poder». Estamos en el Quinientos, el siglo en el que el consolidado poder de la Monarquía ya se ha traducido, en Francia, en un Príncipe legislador, en un Príncipe que identifica la 8. Les six livresde la République, lib. I, cap. VIII - De la souveraineté.
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cho de verificación y de salvaguardia, inmovilizado ahora todo él en las rígidas tramas de una constelación legislativa. y el derecho, tejido ordenador del cuerpo social, que debe recubrido armónicamente en su imparable crecimiento, no podía sino sufrir una íntima crisis, entendiendo aquí por crisis la incapacidad de corresponder a su propia naturaleza y función. En 1949, en una posguerra que estaba revelando en toda Europa las laceraciones de esta crisis, un estudioso francés del derecho mercantil, Georges Ripert, atento a las relaciones entre formas jurídicas y realidad económica en el capitalismo maduro, podía escribir, en un afortunado libro dedicado significativamente al Declinar del derecho9:«Cuando el poder político se manifiesta en leyes que ya no son expresión del derecho, la sociedad está en peligro». Hoy, el jurista mira de manera más desencantada, más crítica, las pretendidas conquistas de la modernidad jurídica; y procede desde hace tiempo a una revisión de muchas conclusiones que una persuasiva estrategia había elevado a fundamentos dogmáticos. Ante una mirada jurídica más vigilante y penetrante algunos magníficos edificios vacíos erigidos por la cultura moderna (ley, legalidad, certeza del derecho) parecerán merecedores de ser conservados, pero necesitados de contenidos adecuados encaminados a darles una legitimación no sólo formal. El historiador del derecho, gracias a su saber específico, evocando y comparando momentos diversos, puede contribuir de manera fundamental a esta obligada obra de relativización; puede convertirse -como vengo repitiendo insistentemente en los últimos años- en conciencia crítica del estudioso del derecho positivo; puede contribuir a que viva el presente en su historicidad, punto de una gran línea histórica que nace en el pasado, que no está destinada a terminar en el presente, que por el contrario se proyecta hacia el
regla jurídica producida por él con su propia voluntad absoluta y con la expresión de su propio poder, y por esto mismo la sacraliza. La ley de este Príncipe es la ley de la que habla sin prejuicios Montaigne. Pero estamos en los orígenes del gran proceso histórico que desembocará, a comienzos del Ochocientos, en la codificación napoleónica, una codificación general que regula todas las zonas del orden
jurídico. A finales del siglo XVI queda todavía mucho espacio sobre el que el Príncipe no ha querido o no ha podido legislar; y es, sobre todo, el territorio de las relaciones cotidianas entre particulares -lo que nosotros llamamos «derecho civil»-, todavía confiado a la regulación celosa de la costumbre, de las costumbres inmemoriales respetadas y observadas por sabios, jueces Y operadores prácticos. En suma, Bodin, todavía a finales del Quinientos, registra la existencia de dos planos, dos niveles de la experiencia jurídica francesa: uno en crecimiento, el de las leyes; otro, más subterráneo, arraigado en la sociedad, que no titubea en llamar derecho. Planos distintos, pero también realidades rigurosamente distintas por sus cualidades intrínsecas: la ley real se refiere sólo a la voluntad del Rey, no teniendo importancia su contenido sustancial; el derecho es por el contrario el fruto de la experiencia de vida de una comunidad y registra en sí las soluciones más equitativas que, cotidianamente, la comunidad hace suyas. El derecho representaba todavía, en el momento en que Bodin redactaba su République, el último residuo -destinado a disminuir hasta desaparecer- de una concepción tendente a tomado y leedo en las raíces profundas de la sociedad, y a traducido en normas obligatoriamente respetuosas con esas raíces. El drama del mundo moderno consistirá en la absorción de todo el derecho por la ley, en su identificación con la ley, aunque sea mala o inicua, como decíamos al principio.
y esto ha producido con frecuencia, cada vez con más frecuencia, una peligrosa, inevitable ruptura entre derecho formal y legal, por un lado, y sociedad civil en continuo cambio, por el otro, sin que exista posibilidad para el dere36 I
9. G. Ripert, Le déclin du droit. Études sur la législation contemporaine, LGD], Paris, 1949, prefacio, p. VI.
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futuro. De tal manera, el historiador se convierte paradójicamente en garantía de futuro para un estudioso del derecho positivo constantemente sometido al riesgo de un antinatural inmovilismo.
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1. Mitología jurídica como estrategia dominante de la modernidad El título de este discurso, en el que aparecen ligadas las palabras «mitología» y «modernidad», puede parecer una contradicción. En efecto, en la conciencia común el término «moderno» evoca un tiempo recorrido y dominado por el victorioso desmantelamiento de antiguas mitificaciones sedimentadas y arraigadas en las costumbres gracias a dos conquistas del progreso humano: la secularización y la consiguiente posesión de verdades científicas evidentes. Marginada finalmente en un rincón apartado la vieja contadora de fábulas, la Iglesia romana, el motivo de orgullo reside en mirar el mundo con ojos incorruptos capaces de leer en él la
Generosa iniciativa del municipio de Amalfi fue la institución en 1999 del "Premio internazionale Duca di Amalfi»,uno de los pocos reservados a un jurista: premio que fue concedido en su primera edición al gran civilistaitalianoPietro Rescigno.En el año 2000 el premiofue asignadoal autor de estas páginas, las cuales corresponden al texto del discurso oficial pronunciadoell de setiembrede 2000 en laSalade juntasdel municipiode Amalfi según el programa del comité organizador. Al tratarse de un discurso dirigido a un público heterogéneo, formado sobre todo por no juristas, deben justificarse algunas referencias elementales. En la versión escrita se omiten las obligadas palabras de protocolo pronunciadas al comienzo.
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verdad inmanente, verdad no revelada (y por tanto indemostrable) sino más bien descubierta en la sólida y concreta naturaleza de las cosas. Sin embargo, si el historiador libera su mirada de vicios apologéticos, esta civilización, que tiene la cuidadosa pretensión de proponerse como desacralizadora Ydemoledora de mitos, se muestra por el contrario como gran constructora de los mismos. Ya en nuestro campo de estudio, el jurista de ojos desencantados lo comprueba en aquellas fuertes corrientes del iusnaturalismo del siglo XVIII,tan influyentes en la configuración de la modernidad, que estamos acostumbrados a calificar de ilustración jurídica de la Europa continental. Aquí se puede encontrar la más inteligente, la más consciente, la más hábil creación de mitos jurídicos jamás hallada en la larga historia jurídica occidental; un conjunto de mitos orgánitamente imaginados y unidos para dar vida a una verdadera y auténtica mitología jurídica. Ciertamente, no soy el primero en usar este sintagma; los jurisconsultos, por ejemplo, saben bien que tiene dedicada una «voz» en los Frammenti di un dizionario giuridico, que son el lúcido testamento intelectual de Santi Romano, quizá el más sesudo jurista italiano del siglo XXI.El interés de Romano no es ni histórico ni filosófico; como siempre, se enfrenta a problemas de teoría jurídica empeñándose en no cruzar sus límites. Es relevante, sin embargo, que su ejemplificación alcance casi exclusivamente al gran ideario de los siglos XVIIy XVIII:estado de naturaleza, contrato social, representación política, igualdad jurídica, voluntad general, y así sucesivamente. Es un ideario que compone y conjuga en sí mismo despreocupación metodológica y, al mismo tiempo, búsqueda de un fundamento mítico, ofreciéndonos el desconcertante frente de un estamento intelectual que tiene por irrenunciable aquella operación fundacional. No olvidemos que, para la historia jurídica continental, el siglo XVIIIes un momento de ruptura, de profunda discon-
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1. Santi Romano, Frammenti di un dizionario giuridico, Giuffre, Milano, 1947, voz «Mitologia giuridica».
tinuidad -obstinadamente querida- con el pasado. Más arriba hemos aludido a la secularización; sus consecuencias son conocidas y enormes pero con un resultado estratégicamente negativo: las nuevas conquistas político-jurídicas manifestaban su debilidad sin el tenaz sustento de la metafísica religiosa, demandando a su vez apoyarse no sobre las arenas movedizas de la historia sino más allá, de manera más profunda o, si queremos, más elevada, donde los vientos históricos no alcanzaran a sacudidas y arrancadas. Para esto sirve el mito en su significado esencial de transposición de planos, de proceso que compele a una realidad a completar un vistoso salto a otro plano transformándose en una metarrealidad; y si toda realidad está en la historia, de la historia nace y con la historia cambia, la metarrealidad constituida por el mito se convierte en una entidad metahistórica y, lo que es más importante, se absolutiza, se convierte en objeto de creencia más que de conocimiento. El resultado estratégicamente negativo derivado de la secularización sólo puede ser exorcizado con el bosquejo mitológico. La ilustración político-jurídica tiene necesidad del mito porque tiene necesidad de un absoluto al que acogerse; el mito suple notablemente la carencia de absoluto que se ha producido y colma el vacío en otro caso peligroso para la propia estabilidad del nuevo marco de la sociedad civil. Las nuevas ideologías políticas, económicas, jurídicas tienen finalmente un soporte que garantiza su inalterabilidad. Enseguida veremos en concreto este tejido ideológico que se enlaza indisolublemente con una trama mítica. El historiador del derecho insiste en fijar una reflexión preliminar, que es también una advertencia metodológica: forzar la realidad histórica a dar un salto de un plano a otro no implica sólo su transposición, sino también su transformación; bajo la capa de la creencia, deja la dimensión relativa que es típica de la historia y sufre una absolutización. El historiador advierte que se encuentra frente a productos históricos absolutizados en la conciencia colectiva y profundamente deformados respecto de su imagen originaria. Las instancias mitificadoras marcan y trastornan toda una cultu-
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ra jurídica, en la que se exalta la pérdida de historicidad de principios, instituciones Y figuras, originados todos obviamente por decisiones históricas, suscitados por intereses de clase, pero colocados en el seguro nicho protector representado por el mito. El panorama histórico aparta de sí confusión, desorden, materialidad, complejidad, para reducirse a un dibujo simple, nítido, lineal. El historiador del derecho, en su función primaria de conciencia crítica del jurista dedicado al derecho positiv02, desconfía de panoramas demasiado simples, recuerda que la complejidad es la riqueza de todo clima histórico, y así avanza legítimamente la sospecha de que esa geometría simple es fruto de un sapiencial artificio, de que se resuelve en una construcción adulterada; y ésta será -ya a comienzos del Novecientos, en los años de las primeras fisuras del ideario jurídico posilustrado- la sospecha que aflorará en los juristas más responsables a poco que la vista comience a liberarse del velo persuasivo de biseculares sugestiones3. Un panorama tan cerebral y cerrado se revelaba en su misma armonía de construcción geométrica, donde todo parece exacto y preciso, contenido como está en el rigor de líneas, ángulos y círculos. El problema ineludible e insoluble es que no se trata de figuras abstractas sino de creaciones y criaturas históricas inabarcables en las reglas de un
2. Esta visión del histOriador del derecho y de su posición en el seno de los estudios históricos y en las facultades universitarias de derecho la he remachado repetidamente en los últimos años; recientemente Yexpresamente en mi lección doctOral en la Universidad de Sevilla: «El puntO y la línea (HistOria del derecho y derecho positivo en la formación del jurista de nuestro tiempo»>, Acto solemne de investidura como doctor honoris causa del profesor doctor don Paolo Grossi, Universidad de Sevilla, 1998. 3. Naturalmente, en Santi Romano, en algunos de sus ensayos constitucionalistas pero sobre tOdo en su discurso inaugural en Módena en 1907 sobre «Le prime carte costituzionali»; con alientO filosófico, en el primer Capograssi, en su «Saggiosullo StatO»(1918), en sus «Riflessionisull'autOrita e la sua crisi» (1921) Y en «La nuova democrazia diretta» (1922). Para un encuadre de estas voces en el panorama doctrinal italiano, d. P. Grossi, Scienza giuridica italiana. Un profilo storico, 1860-1950, Giuffre, Milano, 2000, respectivamente pp. 112-114 y 120-121.
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teorema. A pesar de todo, se trata de un verdadero teorema político-jurídico. Recorramos de cerca sus rasgos: la nueva organización socio-política tiene que ser democrática, en oposición a la decrépita organización estamental, es decir, tiene que expresar la voluntad general de la nación, la cual tiene su único y conveniente instrumento de expresión en la representación política entendida como representación de la voluntad; el nuevo Parlamento es por tanto el depositario de la voluntad general y su voz en el terreno normativo -la ley- se identifica con la voluntad general; el principio de legalidad, es decir, la conformidad con la ley de toda manifestación jurídica, se convierte en regla fundamental de toda democracia moderna. Todo encaja perfectamente como en un teorema o, tomando un instrumento más utilizado por nosotros, como un silogismo. Dentro de este escenario donde todo está idealizado, dentro de este razonamiento por modelos, queda oculto el Estado monoclase, el compacto estrato de filtros entre sociedad y poder, la exclusividad elitista de las formas de representación, la grosera defensa de intereses materiales que todo el puro teorema viene a tutelar y a reforzar4. La verdad incuestionable de que la ley y sólo la ley expresa la voluntad general y, como tal, produce y condiciona toda manifestación de juridicidad aparece así, para el historiador del derecho, cargada de vetas ideológicas; es decir, todo cuanto viene propuesto como verdad se presenta, en un examen más minucioso, más bien como una pseudoverdad tuteladora en última instancia de los intereses particulares de los titulares del poder. Filósofos, politólogos, juristas se han empeñado sin embargo en construir el castillo inexpugnable de una persuasiva mitología político-jurídica; inexpugnable, ya que respecto a ella se imponía, más que un conocimiento, una 4. Páginas lúcidas y culturalmente responsables ha escritOG. Zagrebelsky, II sistema costituzionale delleronti del diritto, Utet, Torino, 1984, Introduzione, pp. X-Xl.
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creencia; y de creencias hemos estado bebiendo y saciándonos hasta ayer, casi hasta hoy. La propaganda ilustrada y posilustrada dio en el blanco al centrar con precisión su propio objetivo. El título de este discurso se comprende ahora mejor y se comprende cuál es su fin elemental: un sosegado examen crítico que permita al historiador del derecho ir más allá de los mitos jurídicos de la modernidad, liberarse de las sombras gigantescas hábilmente creadas por una extraordinaria linterna mágica, repoblando el panorama histórico con creaciones y criaturas que existen realmente, reconduciéndolas a sus proporciones concretas y ciertas.
2. Proyecto jurídico moderno y complejidad
del derecho
La gran operación, que se consolida en Francia a finales del
siglo XVIII Yque tiende de manera paroxística a reducir el derecho a la ley, tiene varios significados, pero existe uno sobre el que la apologética liberal siempre ha pasado de largo y sobre el que, por el contrario, conviene detenerse por su incisiva influencia sobre los sucesos futuros: se tenía plena conciencia de la enorme relevancia del derecho, de todo el derecho, obviamente -en una cultura burguesa tan atenta a la esfera patrimonial- también del derecho privado; por ello, se tendía a su monopolización por parte del poder; por ello, se vinculaba estrechamente, casi indisolublemente, derecho y poder; en consecuencia, el derecho, que a lo largo de la civilización medieval había sido dimensión de la sociedad y por ello manifestación primera de toda una civilización, se convierte en dimensión del poder y queda marcado íntimamente por el poder. En otras palabras, se agrava la dimensión autoritaria de lo «jurídico», agravándose además su alarmante separación de la «sociedad». No se equivoca, incluso en nuestros días, el hombre de la calle, que tiene todavía frescos los cromosomas del proletario de la era burguesa, al desconfiar del derecho: lo percibe como algo extraño a él, que le cae sobre la cabeza
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como una teja, confeccionado en los arcanos de los palacios del poder y que le evoca siempre los espectros desagradables de la autoridad sancionadora, el juez o el funcionario de policía. Ésta ha sido la mayor tragedia del derecho continental moderno, ser identificado con la dimensión patológica de la convivencia civil, con un mecanismo ligado a la violación del orden constituido. ¡Pobres de nosotros!, el derecho más cruda y severamente sancionador, el penal, parece elevarse como modelo de la juridicidad precisamente por consistir en la expresión plena de la potestad punitiva. Esta dimensión potestativa del derecho -que constatamos reafirmada recientemente y con convicción en un texto de introducción para novicios5- está descarriada, ya que, asumiendo la dimensión patológica en clave de identificación, hace olvidar lo natural del fenómeno jurídico y confunde su esencia. Lo natural del derecho consiste en estar íntimamente compenetrado con la sociedad, es decir, estar en el centro de la fYsis de ésta, ser estructuralmente partícipe de ésta. No es el instrumento coercitivo del soberano o el espacio para los vuelos teóricos de un doctrinario; puede también sedo, puede convertirse en ello, pero en primer lugar es algo más y es algo diferente. Pertenece al ser de una sociedad, condición necesaria para que esa sociedad viva y continúe viviendo como sociedad, para que no se transforme en un conglomerado de hombres en perenne pugna entre ellos. El derecho, por su inclinación a materializarse, antes de ser poder, norma o sistema de categorías formales es experiencia, es decir, una dimensión de la vida social. Urge recuperar la juridicidad más allá del Estado y más allá del poder, urge recuperada para la sociedad como realidad global, con una recuperación que es, ante todo, oficio del jurista. Si insistimos hoy en ello, en este año 2000, después de todo un siglo precedente rico en afloraciones y fermentos 5. Del constitucionalista Maurizio Pedrazza Gorlero, 1/potere e il diritto. Elementi per una introduzione agli studi giuridici, Cedam, Padova, 1999, que sitúa el poder político en el centro del fenómeno jurídico. 45
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en este sentido, es porque constatamos que tantas responsables percepciones no han servido para resquebrajar en el corazón del jurista -más en su corazón que en su disposición racional- las compactas murallas de Jericó constituidas por el estatalismo y ellegalismo; las trompetas de Josué no han sonado todavía para él, o han sonado en vano. A pesar de ello, éste ha sido -hace ya más de ochenta añosel mérito principal del Santi Romano teórico del derecho, cuando situó en la sociedad el referente de la juridicidad6, con un mensaje tan citado por la reflexión científica subsiguiente como rechazado por la adhesión espiritual de los autores que le citaban7. Una llamada de atención: tomar conciencia de la esencia social del derecho no significa quedarse en la afirmación elemental y, en suma, banal de que donde hay una pluralidad de hombres, allí hay derecho. Debe ser, por el contrario, el punto de partida para una reflexión ulterior: el vínculo necesario entre sociedad y derecho implica el descubrimiento de la complejidad de este último. Espejo de la sociedad, refleja su estructura abigarrada, estratificada y diferenciada. En conclusión, el derecho no es y no puede ser la realidad simple y unilateral que pensaron nuestros antepasados del siglo XVIII.Si una conclusión semejante se justificaba entonces por el valor estratégico que en ese momento tenía, hoyes sólo un signo de aridez cultural y
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nos motivos, es construido como persona por la iuspublicística decimonónica y como tal separado del magma fluidísimo de la sociedad. Fue -lo sabemos- una operación geométrica de extrema simplificación, particularmente peligrosa para el mundo de los sujetos ahora reducido a un escenario de individuos públicos y privados. De toda esta operación el historiador debe poner de relieve un resultado de extremo empobrecimiento: se había sepultado o ignorado o apartado -en nombre de una mitología-ideología jurídica constrictiva y de una estrategia a su servicio- una parte conspicua de riqueza vital para el ordenamiento jurídico de la sociedad; urge redescubrir el tesoro escondido, es decir, toda la variada gama de riquezas del universo jurídico.
3. Reducciones modernas: una visión potestativa del derecho
6. Con toda una serie de contribuciones sesudas de derecho público general, que se suceden en los dos primeros decenios del Novecientos y que culminan en la obra clásica de la literatura jurídica italiana que es L'ordinamentogiuridiea, publicado en 1917-1918. 7. Lo ponía de manifiesto con amargura el mismo Romano, prologando la segunda edición de su libro (d. Santi Romano, L'ordinamento giuridiea, Sansoni, Firenze, 1946, «Prefazione»).
En este fin de siglo, si nuestra mirada es objetiva, estamos en condiciones de contemplar los riesgos (y también los daños) del normativismo que nos ha conquistado, de un derecho reducido a normas, sanciones, formas. Pensar el derecho como norma (y, por ello, obviamente, como sanción) significa continuar concibiéndolo como poder, porque significa cristalizar y agotar toda la atención sobre el ordenamiento en el momento en el que el mandato se produce y se manifiesta. Para una visión normativa lo que importa es quién «manda» y su voluntad imperativa (o, si queremos, quiénes «mandan» y sus voluntades imperativas), mientras contamos bastante poco los usuarios de la norma y la vida de la norma en su utilización por la comunidad de ciudadanos. El problema interpretativo de la norma, en esta estrecha óptica, se reduce a un procedimiento de reconstrucción -procedimiento previsto con aritmética precisión- de la voluntad imperativa en el momento en que ella se separó del «ordenante» (siempre antropomórficamente pensado) y cristalizó en un
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nada más.
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Nuestros antepasados lo pensaron en el Estado y por el Estado, y de esa manera lo sometieron a un radical empobrecimiento. Respecto al conjunto de la sociedad, el Estado, como aparato, como indispensable aparato de poder, constituye una cristalización; además el Estado, por varios bue-
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texto inmovilizándose en él hasta que prorrumpa una nueva, contraria o distinta manifestación de voluntad. En suma, remitirse a la norma, se quiera o no, significa siempre y en todo caso concebir el derecho de modo potestativo, ligado estrechamente al poder, aunque se trate de un poder en el que se percibe la rebeldía y que, por tanto, es una realidad difícil de controlar, orientar, contener. Remitirse a la norma y al sistema de normas significa también invocar el camino de una separación clara entre producción y aplicación del derecho, entre mandato y vida, entre un mandato que se concluye y se agota en un texto y la vida que continúa y cambia a pesar del texto y con frecuencia más allá del texto y contra el texto: es el camino que conduce a un formalismo a veces agravado por su abstracción. Es el camino que vemos recorrer a uno de los protagonistas de la reflexión jurídica del siglo xx, el austríaco Hans Kelsen, cuyo mensaje científico ha tenido un éxito extraordinario entre los juristas y todavía hoyes particularmente escuchado. En un discurso como el nuestro, que no quiere transitar los diversos senderos de las posibles particularizaciones, es indispensable sin embargo que se aluda a la aventura intelectual de Kelsen tanto por su valor ejemplar como por su carga mordaz. Kelsen siempre ha conseguido hablar al corazón del jurista de ayer y de hoy por varios excelentes motivos: en primer lugar, porque no es un filósofo quien habla, sino un jurista técnico y comprometido en grandes operaciones constitucionales8 aunque pertrechado de excelentes lecturas filosóficas y dotado de notable fuerza especulativa; en segundo lugar, porque la suya es auténticamente una aventura intelectual, respetable como intento apasionado de búsqueda de nuevos fundamentos epistemológicos de la scientia iuris después de tantas dudas demoledoras sobre su carácter 8. Un ejemplo: la Constitución austríaca de 1920; entre las publicaciones más recientes, d. G. Bongiovanni, Reine Rechtslehree dottrina giuridica de/lo Stato. Hans Kelsen e la Costituzione austriaca del 1920, Giuffre, Milano, 1998. 48
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científico acumuladas a lo largo de la edad moderna; en tercer lugar (y llego al punto que más nos abruma en orden al fin de este discurso), porque, aunque toda su obra puede verse como un grandioso exorcismo contra el poder a través de su racionalización formal-normativa9, al seleccionar el punto de vista de la norma como perno del orden jurídico, el tiempo de su producción debe ser necesariamente momento esencial, el mandato evento esencial, la coerción contenido esencial, su forma manifestación esencial, con el resultado de que el grandioso exorcismo se manifiesta como sustancialmente ineficaz, y el poder domina indirectamente pero con una presencia pesada todo el itinerario kelseniano, casi como el coro en la antigua tragedia griega 10. Al jurista moderno imperativo y formalista le va mucho la construcción kelseniana de una Teoría pura del derecho aunque se resuelva en un castillo de formas, en una armonía abstracta de líneas, ángulos y círculos, en suma, en una geometría que debía sacar fuerza de sí misma pero que brotaba de la nada y en la nada se fundaba. 4. Hacia la recuperación de la complejidad: el descubrimiento del derecho como ordenamiento
La referencia a Kelsen sirve para indicar la solución extrema a que puede conducir un derecho reducido a un universo de normas y sanciones; es un universo muy pobre, que tiene el peligro de quedar flotando sobre la sociedad o de forzada y de frenar sus desarrollos vitales. Valga, por el contrario, insistir sobre el derecho como ordenamiento. 9. Una óptima reconstrucción nos ha ofrecido A. Carrino, L'ordine del/e norme. Politica e diritto in Hans Kelsen, ESI, Napoli, 21990, un estudioso benemérito por sus traducciones italianas de obras kelsenianas y por iniciativas de reflexión en Italia sobre el pensamiento de Kelsen. 10. Sin contar que es fácil subrayar cómo «elproblema del poder jurídico ha venido asumiendo un relieve cada vez mayor en las últimas obras» (N. Bobbio, «Kelsen e il potere giuridico», en M. Bovero [dir.], Ricerchepolitiche. Saggisu Kelsen, Horkheimer, Habermas, Luhmann, Foucault, Rawls, 11 Saggiatore, Milano, 1982, p. 6). 49
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No se trata de un asunto meramente lingüístico, de sustituir un término por otro sin mudar el contenido. Ordenamiento alude al acto de ordenar, de poner orden; y orden es noción valiosa 11 al menos en un aspecto: se relaciona con la realidad inferior, la presupone en su onticidad si quiere conseguir el fin de ordenada y no de coartada; en consecuencia, registra y respeta toda complejidad. Asumir el derecho como ordenamiento tiene, así, el sentido de iniciar el intento de recuperar la complejidad, la compleja riqueza del universo jurídico. Quizá los juristas no tengamos plena conciencia de ello, pero somos todavía, en buena medida, herederos y víctimas de la gran reducción ilustrada. «Ilustración significa ampliación de la capacidad humana de tomar y reducir la complejidad del mundo», «desarrollo de mecanismos de reducción de la complejidad», consiste en la comprensión pero también en la reducción de la complejidad. Esto nos lo ha enseñado lúcidamente Niklas Luhmann 12,un mentor que hasta ayer todo jurista se sentía obligado a citar al menos una vez en su obra (casi como el celoso musulmán tiene la obligación de realizar una visita a La Meca durante el curso de su vida). Luhmann, el teórico de la complejidad, con su sociología de renovados fundamentos ilustrados, se convierte también en el teórico de la reducción. La reducción tuvo y tiene sus valores positivos: el panorama jurídico es simple, por lo tanto claro; iluminado por una sabia dirección centralista, es también armonioso. En suma, un panorama persuasivo que a los ojos del historiador tiene dos vicios graves: la abstracción y su consecuente carácter artificial. En otra ocasión he evocado la contradicción de la arcadia literaria que, en su pretensión de liberarse de los enredos barrocos, llegó sin embargo a la suprema ficción de 11. Una lectura bastante instructiva la encontramos en F. Viola, Autorita e ordine del diritto, Giappichelli, Torino, 1987, reflexión de gran calado que dibuja para el jurista nuevas y más seguras fronteras. 12. N. Luhmann, Il/uminismo sociologico,11Saggiatore, Milano, 1983; las citas son respectivamente de la p. 75 Yde la p. 83.
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pastorcillos empelucados y empolvados. El escenario jurídico no está poblado por pastorcillos, pero sí por modelos, modelos formales extraídos de un mundo ahistórico e irreal y -lo que es más importante- todos constituidos como sujetos individuales, de los cuales sólo dos hacen de protagonistas, el Estado-persona y el individuo acomodado. La pérdida más sustancial que sigue a esta operación reduccionista (que es -lo sabemos- una astuta operación estratégica) es la de la dimensión colectiva de la sociedad ahora contraída en la cristalización estatal. Sofocada por la totalidad macrocolectiva del Estado y por la dialéctica exclusiva «Estado-individuo» está toda la articulación comunitaria normal de la sociedad, de toda sociedad, la cual se expresa en comunidad, es y no puede dejar de ser comunidad de comunidades. Ésta era la articulación tan valorada en el antiguo régimen con el protagonismo de la familia, los agregados suprafamiliares, las corporaciones, las asociaciones asistenciales y religiosas, los agregados sociales y políticos intermedios. En el centro del redescubrimiento de la complejidad del universo jurídico se debe redescubrir también la dimensión colectiva, es decir, las microcolectividades, gravosa mente sacrificada en el proyecto individualista. El historiador, al percibir una línea larga, sabe que, para la ciencia jurídica, el curso del Novecientos ha sido un lento pero constante afloramiento de una conciencia más amplia, preparada para recuperar las fuerzas colectivas anteriormente reprimidas con violencia o, a lo más, exorcizadas mediante la irrelevancia. Una conquista fatigosa, y de pobres resultados, al menos en sus primeros pasos. Para tener un banco de pruebas basta abrir y recorrer el Código civil italiano de 1942, a pesar de ser expresión del clima corporativo de la Italia de aquellos años: es fácil observar que el fenómeno asociativo es considerado de manera reduccionista; se valora el nacido de un contrato como son los varios contratos de sociedad y, en primer lugar, las sociedades comerciales; tímida es la presencia de las asociaciones libres que el legislador -casi para subrayar su depre51
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ciación- llama «asociaciones no reconocidas», contraponiéndolas a las formalizadas «personas jurídicas». Se ignoran las sociedades intermedias. Habrá que esperar a la Constitución republicana de 1948 porque, gracias al impulso del solidarismo católico de Mortati y Dossetti, a las formaciones sociales se les reconoce el papel que de hecho tenían en la sociedad. En medio del general desinterés de los privatistas italianos de la inmediata segunda posguerra señalo el gran mérito cultural de mi predecesor en esta investidura ducal amalfitana, el civilista Pietro Rescigno, que, dotado de una excelente preparación sociológica, ha comenzado a estudiar las más conspicuas manifestaciones asociativas (y éstas son los partidos y los sindicatos), tarea realizada por un privatista pero sin disolver su valor en un genérico y anónimo asociacionismo, y tomándolas por el
contrario como auténticas formacionessociales13.
Existen estratos y dimensiones del universo jurídico por desenterrar y valorar; ciertamente la experiencia jurídica italiana, también la actual, tiene una extensión y una profundidad mucho mayores de cuanto puede cubrir la sombra protectora y condicionante de la experiencia política del Estado. El derecho, en su autonomía, fuerte en su radicación en la costumbre social, ha vivido y vive, se ha desarrollado y se desarrolla también fuera de ese cono de sombra, también fuera de los raíles del llamado derecho oficial: consecuencia inevitable de no ser dimensión del poder y del Estado, sino de la sociedad en su conjunto. No es un discurso anarquista, sino más bien el registro de la realidad efectiva que es la pluralidad de los ordenamientos jurídicos. Es el gran reino de la libertad del derecho, que no coincide en efecto con el solo, majestuoso y autorizado ordenamiento jurídico del Estado. La que fue, a principios del siglo xx, una feliz intuición doctrinal tiene su verificación puntual en la efectividad de la vida jurídica
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vista con un enfoque adecuado. Como historiador del derecho, he tocado y toco con las manos esta realidad pluriordinamental cuando, por obligación inherente a mi oficio, estoy llamado a ocuparme de las propiedades colectivas de la región alpina, sobre todo de la región alpina oriental: una organización jurídica hundida en costumbres primordiales, que no es aventurado calificar como prerromanas, que se enfrenta con la configuración individualista y quiritaria de la propiedad moderna respaldada por el derecho oficial, que ha tenido una continuidad de vida aislada hasta nuestros tiempos, que el Estado moderno siempre ha intentado «liquidar» y no ha dejado nunca de perseguir y desnaturalizar. Como historiador del derecho no dudo en registrar en el mismo territorio del Estado italiano ordenamiento s jurídicos originarios, ordenamientos ajenos, que nacen de antropologías diversas (si no opuestas) y son portadoras de diversos (si no opuestos) valores jurídicos, que tienen la sacrosanta pretensión de convivir con la oficialidad dominante porque son el signo de la complejidad de la experiencia jurídica que el derecho del Estado no agota. He hecho, como otras veces, referencia al caso de las propiedades colectivas por mi familiaridad con ellas, pero los ejemplos podrían multiplicarse. La conclusión es clara, y es que el panorama jurídico, precisamente porque está inervado en la sociedad, es por su naturaleza complejo, y en esta complejidad debe ser respetado y recuperado. La edad moderna, edad de mitología jurídica, se ha contraído en un constringente horizonte de modelos y la complejidad de la experiencia jurídica ha sido notablemente sacrificada. La visión potestativa del derecho, su estatalidad, su legalidad han constituido un observatorio deformante, ya que, apuntando únicamente sobre el momento y sobre el acto de la producción, la regla jurídica se presenta como norma, es decir, como mandato autoritario del investido del poder.
13. Los principales ensayos a los que nos referimos pueden ahora leerse en P. Rescigno, Personae comunita. Saggidi diritto privato, Cedam, Padova, 1987.
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5. Hacia nuevos fundamentos
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Es un observatorio que debe ser, si no rechazado, completado; con este propósito, la visión ordinamental puede hacer de verdadero salvavidas. Repitámoslo: ordenamiento es noción que tiene en su corazón la de orden; y orden, precisamente porque no puede prescindir de la realidad a ordenar, precisamente, porque escucha y recibe necesariamente instancias procedentes de la realidad, se sitúa como preciosa mediación entre autoridad y sociedad y no asume el aspecto desagradable de la coerción. Si es verdad que corrientemente se habla del orden que en un tiempo reinó bajo la bota rusa en Varsovia, en forma de un enorme tributo de sangre y muertos, o se habla del orden de Hitler o del de Stalin logrado con la violencia policiaca, está claro que aquí estamos frente a un simulacro de orden. El orden es -ciertamentenoción rigurosa, ya que compone y sistematiza la inevitable pelea entre los hechos históricos de por sí rebeldes y desligados; orden implica rigor, así como rigor implica la transformación en derecho de toda la descompuesta y magmática realidad social. La visión de un derecho «dúctih" como propone el persuasivo diseño de uno de nuestros más inteligentes y cultos constitucionalistas italianos14, nos parece entregada a las tramas de una feliz idealización más que a las de un diagnóstico real. Una cosa es, sin embargo, cierta: el orden, si es rigor, si regula el mundo indócil de los hechos, significa también respeto a la complejidad y a la pluralidad de la realidad; es lo opuesto a masificación y a simplificación forzosa. El diseño sutil de Tomás de Aquino, inmerso en un panorama universal todavía no fragmentado ni política ni jurídica-
mente, sino, por el contrario, recorrido y sostenido por una conciencia ordenadora colectiva -el panorama del siglo XIII-, lo puntualiza bien en una de esas concreciones de donde emerge nítida su excepcional fuerza especulativa: esse unum secundum ordinem, non est esse unum simpliciter, la unidad realizada mediante el orden nunca es una unidad simple 15.En otras palabras, ordenar no significa someter la realidad a una palingenesia ficticia haciendo de albo nigrum, construyendo una falsa unidad con los hechos sometidos, sino componiendo esa unidad compleja y plural que permite a la diversidad convertirse en fuerza de esa unidad sin aniquilarse. Como subraya el mismo Tomás, el orden es la unidad que armoniza y respeta la diversidadl6. Es urgente tener en cuenta todo esto después de que durante dos siglos nos hayamos afanado en un agobiante celo de formalización y esclerotización de la positividad del derecho. Hablar de derecho positivo era hasta ayer hacer referencia a una noción cerrada, impermeable. El jurista la pronunciaba con ignorante orgullo entendiendo referirse a un universo de normas cerrado en sí mismo, como una fortaleza de frontera, fuerte en su separación de todo, a la que estatalidad, oficialidad y autoridad hundían en un foso infranqueable. Y el jurista se ha complacido con esta coraza sin darse cuenta del enclaustramiento y de la inmovilización que constituía. Era -y todavía lo es hoy- una noción de positividad que no nos restituye sino oscuramente la complejidad que el orden jurídico está llamado a organizar y a no traicionar; que sin embargo se continúa traicionando cuando el derecho positivo continúa pensándose como un universo de normas, un castillo de mandatos, puesto (positum) por una autoridad formalmente investida de poder y por tanto provista del crisma tranquilizante de la oficialidad.
14. ef. G. Zagrebelsky, 1/ diritto mite. Legge diritti giustizia, Torino, Einaudi, 1992 [El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, Madrid, Trotta, 1995]. Téngase en cuenta que mite -benigno, dulce, blando- ha sido traducido en la edición castellana por "dúctil".
15. Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 11,c. 58. 16. "Ordo includit distinctionem, quia non est ordo aliquorum nisi distinctorum» (Tomás de Aquino, Scriptum in 4 Libros Sententiarum magistri Petri Lombardi, 1.20. 1. 3. lc.).
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Todo esto es, desde un punto de vista cultural -es decir, para una cultura jurídica que quiera proponerse como válida ordenadora del presente-, una posición tan críticamente pobre que impide una observación completa. Este ayer, que podíamos esperar completamente superado, continúa hoy dentro de la conciencia de muchos juristas, sobre todo de los prácticos, deformados por una doctrina jurídica que ha abdicado de su noble función pedagógica. Este ayer continúa hoy con perfecta vigencia en el artículo 12 de las disposiciones preliminares del Código civil italiano de 1942, que confirma el dogma de la estatalidad del derecho y fija los confines de la juridicidad identificándolos con los del Estado. Sé bien que el artículo viola el pluralismo jurídico impreso en nuestra carta constitucional, sé bien que los juristas más competentes lo consideran una reliquia de convicciones pasadas, pero sé también que las reliquias -mientras estén expuestas al público- pueden recibir la veneración de los bisoños. Como otras veces he sostenido, estaré más tranquilo cuando el artículo 12 desaparezca de nuestra espléndida codificación como resto inadmisible del estatalismo autoritario fascista con la misma rapidez con que se suprimieron las huellas inmundas de la primacía de la raza aria. Un signo eficaz de la ambigua vertiente en que estamos todavía buscando es una iniciativa tomada hace una decena de años por un inteligente filósofo italiano del derecho, Giuseppe Zaccaria, que reunió a algunos colegas y también atinadamente a algunos estudiosos del derecho positivo para discutir sobre Derecho positivo y positividad del derechol7. En su presentación del volumen Zaccaria insiste, con infrecuente conciencia de la gran necesidad de-refundación cultural del actual jurista, sobre el «organismo global de la positividad», sobre el «funcionamiento necesariamente "plural" de la positividad»18, señalando con justicia una meta
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que alcanzar con urgencia: el inaplazable alargamiento de la tradicional esclerótica noción de positividad del derecho. Si la invitación del coordinador fue tomada y desarrollada por algunos iusfilósofos, sobre todo por Francesco Viola 19, las páginas de los estudiosos del derecho positivo italiano toman por el contrario la enseña de una sustancial ambigüedad, aunque Zaccaria pudo contar con dos cultos y sensibles representantes de nuestra ciencia jurídica, el administrativista Guido Corso y el mercantilista Mario Libertini. El ensayo de Corso está dominado por la idea de fondo de la primacía de la norma, describiendo al iuspublicista como un personaje en una desesperada búsqueda de normas20;y precisa Corso: «El jurista positivo, incluso el más dispuesto a reconocer las aportaciones de la jurisprudencia, advierte la norma como un quid que lógicamente e idealmente precede y condiciona la interpretación»21, donde me parece repetirse con obstinación la separación entre norma e interpretación que con frecuencia ha condenado a muerte por asfixia a zonas delicadas del sistema normativo. Libertini parece todavía cautivado por unos lazos culturales de los cuales no intenta desembarazarse; y está totalmente dispuesto a proveerles de alguna justificación que pueda apagar su límpida conciencia de fino jurista. «La aceptación de una ética de la legalidad -escribe-, para la que el respeto de las leyes es expresión del más general principio de civilización del stare pactis y así reconocimiento de la pertenencia de todos los ciudadanos a la misma organización social»22, «la fidelidad a la ley se entiende no como obediencia a un mandato, sino como leal ejecución de un pacto»23,«el principio de lealtad impone la aceptación de la
19. F. Viola, «Tre forme di positivita nel dirieto», ibid. 20. G. Corso, «In che senso il diritto positivo costituisce un vincolo per il giurista», ibid., pp. 42-43. 21. Corso, ibid., p. 54.
17. Diritto positivo e positivita del diritto, Giappichelli, Torino, 1991. 18. G. Zaccaria, "Presentación», ibid. (los textos citados corresponden a la p. XII).
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22. M. Libertini, «11vincolo del diritto positivo per iI giurista», ibid., p.74. 23. Ibid., p. 75.
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idea de la primacía del poder legislativo y así el deber de "tomar en serio" las decisiones políticas del legislador»24, donde, aparte del vómito de argumentaciones paleo-iusnaturalistas, se retorna al viejo fundamento mítico de un poder legislativo -y así político- que interpreta y expresa con fidelidad el bien común y es por ello capaz de representarlo normativamente. Insiste Libertini, ante el temor de no ser bien entendido: «reconocer el principio (la exigencia, el valor) de la taxatividad de las fuentes es también un modo de "tomar en serio" el Estado; y esto me parece hoy del todo indispensable (necesario aunque no suficiente) si se estiman ciertos valores y fines políticos (libertad, igualdad y seguridad de los individuos)...»25; concluyendo con la «acogida del postulado de la soberanía, unidad y plenitud del ordenamiento estatal» y la «taxatividad de las fuentes formalmente reconocidas»26, solución iuspositivista que «resulta más moderna y más dúctil»2? Una línea larga, línea bisecular, parece continuar en estas páginas, y lo manifiesta la vena casi moralizante que la recorre.
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tivismo legalista. Un punto específico de esta invitación fue expresamente rechazado: el de «desplazar el acento sobre la dimensión hermenéutica»28 como componente interna, esencial, de la positividad de la norma. Es la conquista que queda por lograr. La teoría hermenéutica ha dado pasos gigantescos a lo largo del siglo xx, con un indudable acercamiento entre el momento normativo y el momento interpretativo-aplicativo. Hoy estamos lejos de deshacemos en elogios hacia la exégesis, aunque ha habido recientemente retornos neo-exegéticos. Pero el salto del foso, lo que nos habría permitido romper con los obstáculos normativistas y adquirir un visión amplia e integral de la normatividad y de la positividad, este salto no hemos tenido el coraje de dado, porque realmente no tenemos capacidades culturales liberadoras y porque la tradición posilustrada ha estado en situación favorable ante operadores demasiado frágiles. El ensayo de Guido Corso que acabamos de mencionar me parece el último eslabón de una larga cadena, cadena todavía fuerte. A pesar de todo, a lo largo del siglo xx han existido mensajes de signo opuesto, que debían ser bien recibidos porque procedían no de la fantasía de un filósofo sino de sólidos técnicos del derecho bien inmersos en la práctica cotidiana (el primer nombre que me viene a la cabeza es el de un autor al que estimo, el mercantilista Ascarelli). El único instrumento para quitade al derecho el repugnante esmalte potestativo y autoritario tradicional era y es concebir su producción como un procedimiento que no termina con la aprobación de la norma sino que tiene un momento subsiguiente, el interpretativo, como momento propio de la formación de la realidad compleja de la norma, en suma, la interpretación como momento esencial de la positividad de la misma norma, condición necesaria para la concreción de su positividad.
6. Interpretación-aplicación Y nuevos confines de la positividad del derecho Si nos hemos alargado en la iniciativa de Zaccaria y en algunas de sus aportaciones es porque nos parecen sintomáticas del trabajo actual del jurista italiano cuando se introduce en el sanctasanctórum del moderno derecho burgués, es decir, en el recinto de las fuentes, que se parece mucho a aquel espacio sagrado donde sólo una alta jerarquía sacerdotal podía entrar. La invitación de Zaccaria no fue en esencia seguida por los estudiosos del derecho positivo, todos ellos todavía envueltos en la capa protectora del norma-
24. 25. 26. 27.
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Ibid.,p. 76. Ibid.,p. 89. Ibid.,p. 90. Ibid.,p. 92.
28. Como el mismo Zaccaria precisa en su presentación del volumen (<
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Ciertamente, para llegar a esto, necesitamos dad e otro enfoque a la mirada del jurista; enfoque que no reduzca la interpretación a una dimensión meramente cognoscitiva sino que la tome como vida de la norma en el tiempo y en el espacio, encarnación de la norma en cuanto ejercicio, práctica, uso; enfoque que esté dispuesto a aceptar en el panorama jurídico incluso a la comunidad de usuarios con una función no meramente pasiva, que esté dispuesto a admitir no un solo protagonista monocrático (el titular del poder) sino una pluralidad compacta de sujetos. Quizá es el momento de comenzar a construir el derecho también por parte de los que la tradición ha llamado, con implícito desprecio, los destinatarios de la norma. Acercándonos a la conclusión de este discurso, su sentido puede recopilarse con la indicación de dos recuperaClOnes. El derecho es aplicación más que norma. Cuidado con inmovilizado en un mandato, más aún si el mandato encuentra su propia inmovilización en un texto; cuidado con la regla jurídica que deviene y queda en texto impreso. El riesgo probable está en su alejamiento de la vida. El derecho es, en primer lugar, ordenamiento; con lo que se quiere subrayar, más allá del cambio terminológico, que su autoridad está en los contenidos que compone y que propone, está en ser lectura objetiva de la realidad, intento de racionalización de la realidad. Es una autoridad que nace de abajo, que hace que se acepte y observe espontáneamente por la sociedad; la observancia -que es el gran misterio del derecho- pierde así lo repugnante de la coerción. Con el derecho-ordenamiento hasta el hombre de la calle puede reconciliarse.
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entre los siglos XVIIIy XIX en su progresivo proceso de consolidación.
Hemos hablado de contenidos y de racionalización de la realidad, lo cual supone una desviación brusca respecto a cómo el proyecto jurídico burgués se había ido definiendo
La norma suprema situada en el vértice de la pirámide jerárquica, es decir, la ley, es en este proyecto un contenedor vacío, ya que -siendo por definición axiomática expresión de la voluntad general- sus distintos contenidos no contribuyen a configurar su esencia. En efecto, una norma es ley no gracias a determinados contenidos sino por su proveniencia del titular de la soberanía que la filtra mediante un riguroso procedimiento formal. La ley vacía era una suerte de forma ingeniosa dentro de la cual un legislador omnisciente, infalible, omnipotente podía hospedar a su arbitrio cualquier contenido. El ordenamiento jurídico, resuelto en un gran esqueleto legislativo, admitía un solo cordón umbilical, el que le unía con el poder, el único del que extraía vitalidad, alimento, efectividad, mientras no reconocía ninguno con la complejidad de la sociedad. En tal disposición legicéntrica y legilátrica el supremo principio constitucional es por tanto el de legalidad, que hace las veces de precioso cierre; y es claro que es una legalidad concebida en sentido estricto como respeto a la forma-ley; y es claro por ello que esta legalidad es el respeto de la ley que prohíbe el homicidio (con toda su carga ética), de la ley que sanciona la primacía de una raza sobre otra e impone disminuciones de capacidad para los pertenecientes a un etnos tenido por inferior. Es decir, el principio de legalidad pierde aquí todo su valor garantista para representar sólo el foso infranqueable que circunda perfectamente y cierra el castillo mítico así edificado. Sería bueno que tantos legalistas inconscientes, legalistas a toda costa, se dieran cuenta finalmente de esto. Es obvio que esta mitología sometida al desgaste de dos siglos de vida jurídica se ha deteriorado lenta y benéficamente, a medida que la dogmática en la que se cimentaba revelaba su propio carácter mítico; y es obvio que hoy el profundo foso que circunda el castillo en gran parte se ha colmado. Pero icon cuánta lentitud y con cuánto esfuerzo
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7. Hacia el declive de la mitología jurídica posilustrada
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en esta nuestra Europa continental tan caracterizada y casi marcada a fuego por la habilísima propaganda posilustrada! Hace unos días recibí con satisfacción un rico volumen en el que se compendia el trabajo de un grupo de investigación, promovido y coordinado con sensibilidad e inteligencia crítica por Michele Scudiero, sobre el problema de la discrecionalidad del legislador en la jurisprudencia de la Corte constitucional italiana en el decenio 1988-199829. ¡La discrecionalidad del legislador! Uno de los editores de la obra colectiva tiene razón al calificado de «tema indócih,3° en su aspecto de clamorosa y ruinosa fisura en las murallas del castillo mitológico del que se está hablando, con la previsión de un juez de las leyes y la caída del mito de la infalibilidad. y finalmente, desde hace tiempo, nuestra Corte constitucional hace precisas e incisivas llamadas a la racionabilidad como límite de la acción legislativa y al derecho vivo. En un examen formalista pueden parecer simples «fórmulas verbales>,3!;el historiador por el contrario no duda en ver en ellas las trazas de la fatigosa búsqueda de anclajes (quizá toscos e imperfectos) en pos de la conquista de esa meta de civilización jurídica que es -soslayado el esquema insatisfactorio del mito- la ley justa, la justicia de las leyes. Una conquista que el cimiento mitológico-dogmático ha convertido en incierta y difícil. Francia, ese laboratorio de la modernidad jurídica continental, es su espejo más fiel; sería, en efecto, instructivo subir la cuesta, llena de obstáculos y tortuosa, en cuyo final, en 1958, con la Constitución de la Quinta República, se llega a la previsión, con el Conseil Constitutionnel, de un 29. La discrezionalitadellegislatorenellagiurisprudenzadella Corte Costituzionale (1988-1998), edición de M. Scudiero y S. Staiano, Jovene, Napoli,1999. 30. S. Staiano, «Introduzione», ibid., p. XIII. 31. Así L. Paladin, «Esisteun "principio di ragionevolezza" nella giurisprudenza costituzionale?», en Il principio di ragionevolezza nella giurisprudenza della Corte Costituzionale (Atti del Seminario, Roma 13-14 ottobre 1992), Milano, Giuffre, 1994, pp. 164 ss.
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juez de las leyes; y sería instructivo recorrer el debate, sembrado de increíbles asperezas32;y sería instructivo seguir el empeño con que la izquierda democrática francesa, en sus ropajes de auténtica heredera de los programas jacobinos, ha interpretado esa previsión como un coup d'état permanent33, como un permanente factor de riesgo para la estabilidad del sublime y progresivo edificio constitucional proyectado en los fértiles años de la Revolución. Un único punto se pone de relieve para cerrar y concluir este discurso: racionalidad, adecuación, no arbitrariedad, llamada al derecho vivo, más allá de ser indicadores genéricos e incluso ambiguos, tienen -bajo las formas-, como mínimo, el sentido y el valor de intentar encontrar un asidero. Los mitos, que han representado el papel de fundamento del proyecto jurídico burgués, no resisten frente a las necesidades y a las demandas de la sociedad contemporánea, extremadamente compleja desde el punto de vista social, económico y tecnológico. Bajo el esqueleto formal-lineal, simple, armonioso- existe una constitución material que brota y que urge tener en cuenta si no se quiere llegar a separaciones que se traduzcan en derogaciones. El derecho -y menos aún el derecho moderno- no puede abdicar de su dimensión formal, abasteciendo de categorías la incandescente fluidez de los hechos sociales y económicos, pero con la conciencia siempre viva de que esas categorías dan forma y figura a un saber encarnado, a una historia viva. En suma, siempre se debe tratar de categorías ordenadoras, que pesquen dentro de la realidad -que no floten sobre la realidad- como es propio de todo fenómeno auténtica y no ficticiamente ordenador. Ser y deber ser nece32. Véase, en el ya citado volumen editado por Scudiero y Staiano, el ensayo de A. Patroni Griffi, «11Conseil Constitutionnel e il controllo deHa "ragionevolezza": peculiaritii e tecniche di intervento del giudice costituzionale francese». 33. Me refiero al célebre pamphlet de Fran~ois Mitterrand, Le coup d'état permanent, Plon, Paris, 1964 (d. Le Conseil Constitutionnel et les partis politiques, edición de L. Favoreu, Presses Universitaires, Aix-en-Provence, 1988, Introduction).
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sariamente se mezclan condenando las teorías puras entre los admirables ejercicios retóricos de ingeniosos juristas. Tiene razón Gustavo Zagrebelsky cuando -hace unos años- afirmaba resueltamente: «la idea de derecho que el Estado constitucional actual implica no ha entrado plenamente en el aire que respiramos los juristas»34.Una vieja idea de legalidad, legalidad formal, va siendo sustituida, y cada vez más, por una legalidad distinta que, al fin, tiene plenamente en cuenta los dos planos de la legalidad en que ahora se articulan los modernos ordenamientos, para entendemos, el código y la constitución, este segundo como expresión de la sociedad en los valores que comporta y no sólo de la cristalización bastante más pobre del Estado-aparato. y debe desaparecer la idea de que el derecho se hace mediante leyes y que sólo el legislador es sujeto iusproductivo capaz de transformar todo en derecho casi como un rey Midas de nuestro tiempo. ¡Pobres de nosotros!, ¡cuántas veces los productos normativos de los legisladores modernos están lejos de ser derecho! La hipertrofia y la hipervaloración de la ley pesan sobre la sociedad y cultura europeo-continental y sobre las otras zonas del mundo por ellas condicionadas. En una óptica semejante se ha hablado de «descodificación» y además de «deslegalización». La exigencia es una y sólo una: quitarle a la ley su papel totalizador y socialmente insoportable que la era burguesa le ha otorgado. Sólo un loco podría pensar en disminuir la presencia de normas imperativas generales e incluso de Códigos. Por el contrario, no tenemos necesidad del instrumento -a largo plazo- pernicioso de leyes y Códigos que, con el detalle de una minuciosa reglamentación de la vida económica y social, corran el peligro de quedar en letra muerta un instante después de su promulgación al ser rechazados por la comunidad de los usuarios o, peor todavía, terminen por amordazar a la comunidad impidiéndole expresarse según el devenir de la costumbre y el desarrollo de la realidad económica y de las disposiciones sociales. 34. Zagrebelsky, 1/diritto mite, cit., p. 4. 64
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La rapidez del cambio contemporáneo en todas sus manifestaciones exalta una primacía de la práctica. ¡Cuántas instituciones, sobre todo en el derecho de los negocios, son intuiciones inventadas y modeladas en la práctica cotidiana, mientras el legislador nacional o comunitario se limita a intervenir tardíamente apropiándose de cuanto ya el uso ha consolidado eficazmente! El futuro derecho de la economía tiende a tener un perfil genéticamente extralegislativo con una fuerte contribución ofrecida por la reflexión científica. Y se contemplan «cambiados actores protagonistas del proceso jurídico», «diversas modalidades de producción y funcionamiento de las reglas jurídicas»35,en una creciente privatización de la producción jurídica: vitales centrales nomopoiéticas (es decir, productoras de reglas jurídicas puntualmente observadas por los particulares) están hoy situadas en núcleos sociales, económicos y culturales muy lejanos de los Estados36. Es una reflexión que me apetece hacer aquí, en el seno de la Civitas Amalfitana, en la sede de su municipio, en esta extraordinaria fragua jurídica medieval, donde mercaderes y navegantes emprendedores -pobres en leyes y ciencia, fuertes en capacidad propia de escuchar las fuerzas económicas- concurrieron a crear, confiando casi exclusivamente en sensibilidades e intuiciones, el derecho mercantil y marítimo de la koiné mediterránea de la Edad Media3?
35. Como bien se expresa una inteligente socióloga del derecho en un libro a leer y meditar por el jurista (d. M. R. Ferrarese, Le istituzioni de/la globalizzazione. Diritto e diritti ne/la societa transnazionale, 11Mulino, Bologna, 2000, p. 7). 36. Se trata de instituciones internacionales de organización cultural, de grandes estudios profesionales, de grupos emprendedores, etcétera. 37. Los mercaderes y navegantes amalfitanos, que tenían sólidos puntos de apoyo en el Mediterráneo oriental, importaron un espeso conjunro de costumbres griegas. Cf. G. P. Bognetti, «La funzione di Amalfi nella formazione di un diritro comune del Medioevo», en Mostra bibliogra(icae Convegno internazionale di studi storici del diritto marittimo medioevale. Amal(i, luglio-ottobre 1934, Atti, Assoc. Italiana di diritro maritimo, Napoli, 1934, pp. 50-51. 65
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III CÓDIGOS: ALGUNAS CONCLUSIONES ENTRE DOS MILENIOS*
1. El Código y su significado en la modernidad jurídica
Como historiador del derecho me siento en el deber dL comenzar estas anotaciones orales haciéndoles partícipes de una preocupación. Ninguna noción ha estado tan marcada por una intrínseca polisemia como ésta de Código: el vocablo unitario permite acercar el Código Hermogeniano1, el Código Justiniane02, el Código Napoleón y todos esos Có-
digos cada vez más frecuentesen la práctica contemporánea que hemos oído mencionar en varias relaciones del congreso, particularmente a los estudiosos del derecho positivo * Texto de la Relación final del Congreso «~CodicioUna riflessione di fine millennio» celebrado en Florencia los días 26-28 de octubre de 2000. Esto explica las referencias a relatores y relaciones del mismo congreso. Se omiten las palabras iniciales de cortesía, que pueden leerse sin embargo en el texto publicado en las Actas del congreso. En esta redacción -que se dirige a un público potencialmente más amplio, también a estudiantesse han añadido notas explicativas a fin de hacer más claras a estos posibles lectores afirmaciones y referencias concisas perfectamente comprensibles (a pesar de su concisión) para los asistentes al Congreso florentino. 1. Por Código Hermogeniano (Codex Hermogenianus) los historiadores del derecho se refieren a la compilación sistemática de actos imperiales redactada en el siglo IVd.C. seguramente por el jurista Hermogeniano. 2. Es decir, la recopilación sistemática en doce libros de las más relevantes constituciones imperiales, que el emperador Justiniano 1 promovió y realizó en la primera mitad del siglo VI d.C.
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(Código de los periodistas, de los consumidores, de los seguros, de principios, de las reglas, Código común europeo de los contratos, etc.); el vocablo unitario, asumiendo como denominador común la tendencia a la estabilización de lo inestable que es propia de toda codificación3, con ese engaño que es típico de ciertas invariables persistencias terminológicas, mezcla realidades profundamente diferentes en su origen y función, generando confusión y equívocos culturalmente perniciosos. El historiador del derecho, atendiendo a su primer oficio que es el de comparar, relativizar, diferenciar, advierte la trampa del dato terminológico, prefiere abandonar el simulacro unitario y bajar a la realidad histórica que está, por el contrario, marcada esencialmente de inagotable discontinuidad. Al menos aparece con claridad una doble discontinuidad entre el «Código de los consumidores» del que hoy se habla (por poner un ejemplo) y lo que para nosotros, historiadores del derecho, es el Código, entre éste y tantos Códigos de los que está llena, por ejemplo, la antigüedad clásica. Los tenues elementos comunes -que existen- no deben debilitar la absoluta tipicidad histórica de esa elección fundamental de la civilización jurídica moderna completamente definida entre los siglos XVIIIy XIXen la Europa continental, elección no de esta o aquella política contingente sino tan radical que se considera como hito delimitador en la historia jurídica occidental, señalando un antes y un después, un antes y un después caracterizados por una íntima discontinuidad, elección que permite a los historiadores hablar correctamente de «Código símbolo», «Código mito», de «forma Código», de «idea de Código»4, etcétera.
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En otras palabras, para el historiador del derecho pueden existir y existen muchos «Códigos», para los cuales puede ser convencional e inofensivo el empleo de un vocablo unitario, pero sólo uno es el Código que irrumpe en un momento histórico concreto y sólo entonces, fruto de una auténtica revolución cultural que embiste de lleno y desbarata los fundamentos consolidados del universo jurídico; precisamente por su carga incisiva, precisamente por ser también y sobre todo una idea, el Código puede experimentar una transposición, y del plano terrestre de las comunes fuentes del derecho llegar a encarnar un mito y un símbolo. Ya que, en efecto, el Código quiere ser un acto de ruptura con el pasado: no se trata de una fuente nueva o de un nuevo modo de concebir y confeccionar con ambición y amplitud la vieja ordonnance5 real; se trata, por el contrario, de un modo nuevo de concebir la producción del derecho, así como el entero problema de las fuentes, y del mismo modo el problema primario de la conexión entre orden jurídico y poder político. Ha hecho bien el amigo Halpérin en ofrecemos, durante el segundo día, entre varias imágenes significativas, la muy ilustrativa de Napoleón 1 en el momento de rechazar el antiguo droit coutumier6: en ella aparece la presunción del soberano codificador -el primer7 auténtico codificador de la historia jurídica europea- de romper con el pasado por
3. En e! ámbito de los trabajos de! congreso son dignas de atención las palabras iniciales de saludo pronunciadas por e! Pro-Rettore, profesor Giancarlo Pepeu, docente de la Facultad de Medicina, que ha subrayado e! uso que de la palabra «código» se hace en la ciencia médica (por ejemplo, cuando se habla de «códigogenético»)para indicar un conjunto de elementos contraseñados por una íntima fijeza. 4. De una «idea de Código» gustaba hablar a un gran estudioso italiano de! derecho mercantil, Tullio Ascarelli.Véase sobre todo su ensayo tan clari-
ficador «L'idea di codice ne! diritto privato e la funzione dell'interpretazione» (1945), ahora en Saggigiuridici, Milano, Giuffre, 1949. 5. Con ordonnance se expresaba, en la historia medieval y posmedieval de! Reino de Francia, la norma que expresaba la voluntad de! príncipesoberano. 6. Con la expresión droit coutumier se señala, en e! antiguo derecho francés, e! conjunto de! derecho consuetudinario espontáneamente aflorado y aplicado en las distintas prácticas locales y sucesivamente consolidado en redacciones escritas. 7. Por motivos que se aclararán en e! desarrollo de estas consideraciones, e! llamado Código prusiano, el Allgemeines Landrecht de 1794, que admitía todavía la heterointegración por parte de los derechos locales, es más correcto encuadrarlo entre las recopilaciones dieciochescasque entre las verdaderas y propias codificaciones.
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lo que el pasado representaba desde el punto de vista «jurídico» y por la posición de lo «jurídico» en la «sociedad» y en la «política». Bajo este punto de vista, el «Código» expresa la fuerte mentalidad forjada en el gran laboratorio ilustrado y está -en cuanto tal- en áspera y evidente polémica con el pasado. Debemos hacer una advertencia: es obvio que, si miramos el tejido del primer y verdadero Código, el Código civil, y aún más si miramos los trabajos preparatorios, constatamos la fértil continuidad de instituciones acuñadas y aplicadas en la inmemorial práctica consuetudinaria. Los redactores, el primero entre ellos PortalisH, eran hombres nacidos y educados bajo el antiguo régimen; no sorprende por tanto que fueran portadores -incluso inconscientemente- de nociones, costumbres, esquemas y técnicas radicadas en la experiencia de la sociedad francesa y por tanto aceptadas y vividas en la vida de cada día. Eso lo doy por descontado, pues la historia no opera nunca por saltos imprevistos y el futuro tiene siempre un rostro antiguo. Lo que importa es el nacimiento y la formalización acabada de una mentalidad manifiestamente nueva que embiste en el corazón del orden jurídico, es decir, en la manera de concebir y de realizar la producción del derecho. Sobre este punto -que es el nudo crucial sobre el que se edifica lo jurídico- las concepciones y las soluciones están enfrentadas. En el mundo prerrevolucionario esa producción estaba señalada por tres caracteres típicos. Era aluvional, es decir, seguía el devenir de la sociedad sin intentar constreñirla en mallas demasiado vinculantes: las opiniones de los doctores se acumulaban una sobre otra, se formaban opiniones comunes, más que comunes, comunísimas9, atesoradas en aquellas farragosas recopilaciones de 8. El jurista francés ]ean-Étienne-Marie Portalis (1746-1807) fue uno de los protagonistas de la gran codificación querida por Napoleón I. 9. Cuando se habla de doctores nos referimos a los maestros del derecho, los cuales, con su interpretatio del viejo derecho romano justinianeo y del derecho canónico, constituían el instrumento de adecuación de esas normas a las exigencias de la experiencia jurídica medieval y posmedieval en 70
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los siglos XVII-XVIII que dotaban a los prácticos del soporte para sus pretensiones procesales; las sentencias se acumulaban una sobre otra con la buena suerte para los Tribunales más ilustres de ser impresas en esas enormes colecciones sobre las que ha tenido el mérito de llamar la atención -el único entre nosotros- el llorado Gino GorlalO. Era pluralista, es decir, estaba en conexión con la sociedad y con sus fuerzas plurales, expresándolas sin particularizaciones artificiosas. Era, consecuentemente, extraestatal, es decir -salvo esas zonas en estrecha relación con el ejercicio de la soberanía-, no registraba la voz del poder político contingente ahorrándose un inevitable condicionamiento. En un ensayo bastante sesudo que Stefano Rodota ha recordado hace unos momentos, el romanista-civilista Filippo Vassalli advertía, en 1951, acerca de que el derecho civil, el derecho de las relaciones cotidianas entre particulares, tenía, hasta la era del Código, una connotación de íntima extraestatalidad encontrando su fuente en los particulares, en las costumbres usadas y observadas por los particulares, sucesivamente reducidas a esquemas técnicos por el estamento de los juristasl1. continuo crecimiento y aparecían así como auténticas fuentes del derecho común europeo. Esas opiniones, esos pareceres jurídicos que resultaban expresión no de un jurista individual sino que, por su triunfo y por su general acogida, podían parecer la expresión de todo el estamento de los juristas, las llamadas opiniones communes, conseguían particular autoridad ante los juristas. Por esto, enseguida, como preciosos subsidios para los abogados, se comenzó a recopilarlas, sistematizándolas según los distintos problemas a que se referían. En esta carrera por dotar al abogado de los instrumentos infalibles para vencer en las distintas causas, existió, en el tardo derecho común (siglos XVII-XVIII), una competición de los diversos recopiladores por proponer no sólo «opiniones comunes» sino además «más que comunes» o «comunísimas». 10. El civilista y comparatista italiano Gino Gorla (1906-1992) se dedicó con pasión a vastas y relevantes tareas de excavación histórico-jurídica en el terreno -entre nosotros inexplorado- de las recopilaciones de sentencias de los grandes Tribunales activos en la época del tardo derecho común. De él se puede leer con aprovechamiento la recopilación de escritos Diritto comparato e diritto comune europeo, Giuffre, Milano, 1981. 11. F. Vassalli, «Estrastatualita del dirirro civile»,ahora en Studi giuridici, vol. III, tomo 11,Giuffre, Milano, 1960. 71
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Todo esto fue cancelado por el puntilloso codificador, y no es casual que Napoleón quisiera realizar con el Code civil la primera etapa de una codificación total. Circunstancia, ésta, en absoluto banal, sino más bien gesto de suprema osadía, atreviéndose el nuevo Príncipe posrevolucionario -segurísimo de sí mismo- a legislar en un terreno reservado, la razón civil, en cuyos confines se habían quedado los legisladores pasados, incluido Luis XIV, que con sus grandes Ordonnances había realizado un primer experimento de reducción de buena parte del derecho a un cuerpo de leyes soberanasl2. Lo que Luis había dejado a la regulación de costumbres inmemoriales sedimentadas a lo largo del tiempo, ahora -en 1804- Napoleón lo inmoviliza en los 2.281 artículos del Code civil, donde todo el derecho civil está previsto, donde existen reglas minuciosas para cada institución (que con frecuencia hasta son definidas por el legislador). Produce horror el antiguo carácter aluvional, produce inquina la confianza en la historia, incluso en la simple historia de cada día, que había sido el rasgo típico del orden jurídico tradicional. La historicidad del derecho no satisface al nuevo Príncipe, se le muestra en su aspecto repugnante de complejidad desordenada y confusa. El Código revela de lleno su filiación ilustrada. El Príncipe, individuo modelo, modelo del nuevo sujeto liberado y fortificado por el humanismo secularizador, es capaz de leer la naturaleza de las cosas, descifrada y reproducida en normas que legítimamente pueden pensarse como universales y eternas, como traducción en reglas sociales de aquella armonía geométrica que sustenta el mundo. Manifiesto es aquí el fundamento iusnaturalista que vetea de sentido ético la certeza de la que el Código se hace portador, ya que cuando se es capaz de leer en la naturaleza de las cosas, la
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12. A Luis XIV (y a su ministro Colbert) se deben algunas grandes ordonnances, consideradas como una etapa sobresaliente de! itinerario francés hacia e! Código por la orgánica sistematización que dieron a amplias zonas de la vida jurídica: e! proceso civil (1667), e! derecho penal (1670), el derecho mercantil (1673), el derecho de la navegación (1681).
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veta ética es cierta aunque en el fondo ya no exista el Diospersona de la tradición cristiana sino una vaga divinidad panteísticamente percibida; y cierta es la mitificación. No hay duda, durante estas jornadas se ha hablado de catecismo, del Código como catecismo. Hijo del iusnaturalismo ilustrado, el Código lleva dentro, en sus huesos, el signo de la gran antinomia iusnaturalista, la más grave y pesada antinomia de la historia del derecho moderno. A la convicción de la capacidad del nuevo sujeto de leer en la naturaleza de las cosas le acompaña, en la nueva cultura secularizada, un problema que la vieja cultura medieval y posmedieval había podido ignorar: ¿quién está legitimado para leer en la naturaleza de las cosas y para extraer de ella reglas normativas? Inservible es ya el viejo lector, lector único y necesario, la Iglesia romana, ahora condenada al desván de las supersticiones y eliminada del número de las posibles fuentes del derecho. Este lector no puede ser sino el Príncipe, el cual, después de haber sido gratificado por la reforma religiosa con la guía de las Iglesias nacionales, se ve ahora honrado y cargado con una nueva misión completamente temporal. Presupuesto de esta gratificación es su idealización: el Príncipe, al contrario del juez y del doctor, es un personaje que está más allá de las pasiones y de la mezquindad conexa a los casos particulares, y es por ello capaz de una lectura serena y objetiva. ¿Quién no recuerda, a este propósito, sin salir de nuestra propia casa, las páginas hondas e ingenuas al mismo tiempo de Muratori o de Beccaria13? Como ya 13. Ludovico Antonio Muratori, que es sobre todo recordado por su insigne obra de erudito y de recopilador-editor de fuentes históricas, es personaje que sin embargo interesa al historiador de! derecho por una obrilla, Dei difetti della giurisprudenza, aparecida en 1742, un libelo polémico contra e! viejo derecho común y su confuso pluralismo jurídico, que trae la propuesta de un nuevo derecho con el Príncipe y la ley como protagonistas y que por ello se menciona como testimonio genuino de la ilustración jurídica italiana. La referencia de Cesare Beccaria es a su conocidísimo libelo Dei delitti e delle pene, aparecido en 1764, conocidísimo por sus propuestas penales, pero que aquí se recuerda por sus páginas polémicas contra un derecho común monopolizado por la doctrina y los jueces, contra un derecho común que es
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había sucedido antes con la Reforma religiosa, también la cultura iusnaturalista inmersa en el nuevo mundo secularizado tiene necesidad de un enganche sólido con lo temporal, y lo encuentra en el nuevo sujeto político ahora vigoroso protagonista en el escenario europeo transalpino, el Estado. Y toma forma un fenómeno que, de entrada, podría parecer completamente contradictorio por lo que hemos dicho unas líneas más arriba sobre la armonía de geometrías eternas y universales: la estatalización del derecho, incluido el derecho civil, el más reacio a ser controlado por las mallas del poder. El iusnaturalismo viene así a desembocar en un pesadísimo positivismo jurídico y el Código, aunque portador de valores universales, se reduce a voz del soberano nacional, a ley positiva de este o aquel Estado. En Francia la primera gran codificación, la napoleónica, es el resultado final de un largo itinerario histórico en el que el derecho llega a identificarse con la ley, es decir, con la expresión de la voluntad autoritaria del Príncipe; fatigoso itinerario que, a finales del siglo XVI,Jean Bodin, politólogo de firme educación jurídica, percibe en el desacuerdo entre droit y 10il4,entre derecho y ley, o, para explicamos mejor, entre la tradicional práctica consuetudinaria compenetrada de equidad y la voluntad autoritaria del Príncipe, un continuado desacuerdo hecho de luchas y de resistencias pero que lentamente señala la progresiva victoria de una monarquía cada vez más empeñada y complacida en su dimensión legislativa. El derecho francés -por usar el término de Bodin- es, a medida que el tiempo pasa, cada vez más loi y cada vez menos droit. y la idea de Código, abandonada su originaria y natural proyección hacia un orden universal, se mortifica espiritualmente y se potencia efectivamente expresando el orden jutodavía en el Setecientos interpretación del derecho romano y del derecho canónico, y a favor de un nuevo derecho ilustradamente resuelto en un conjunto de leyes soberanas. 14. J. Bodin, Les six livresde la République, Scientia, Aalen, 1977 (fac.), lib. I, cap. VIII.
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rídico de un Estado temporal y espacialmente delimitado. El Código se inserta de lleno en el paroxismo legislativo que discurre por las venas del siglo XVIII y que se manifiesta plenamente en las martilleantes proclamas de las declaraciones constitucionales revolucionarias y posrevolucionarias, en las que, apenas se desprende el maximalismo retórico, emerge en toda su crudeza una fría y lúcida estrategia polítical5. La idealización del Príncipe provoca la necesaria idealización de su voluntad soberana y, consecuentemente, de su cristalización normativa en la ley. La que es simplemente la voz del poder consigue encontrar un lugar seguro en el más recóndito sagrario de la conciencia laica. Se perfila ahora una escrupulosa mística de la ley. Ella es la única fuente capaz de expresar la voluntad general y en virtud de ello impone su primacía en un sistema de fuentes que se cierra en una organización jerárquica, con la inevitable debilitación de cualquier otra producción jurídica. El viejo pluralismo jurídico, que tenía a sus espaldas, aunque con varias vicisitudes, más de dos mil años de vida, se sofoca en un rígido monismo. y se dibuja cada vez más netamente el ligamen estrechísimo entre doctrina de los poderes y producción jurídica con la asignación de ésta al único poder legislativo. La división de poderes, junto a su valor garantista, tiene para el historiador del derecho la función de cimentar el monopolio jurídico en las manos del legislador, identificado ahora con el titular de la soberanía. El cerco se cierra y el gran proyecto iusnaturalista desvela su latente dimensión estratégica, es decir, la sagaz estrategia del estamento burgués en el momento de conquistar el poder político. 15. Para darse cuenta basta con leer las distintas «Declaraciones», comenzando por la adoptada por la Asamblea nacional constituyente el 26 de agosto de 1789. La enunciación más límpida aparece en el «Acta constitucionaJ" de 24 de junio de 1793, artículo 4: «la leyes la expresión libre y solemne de la voluntad general; es la misma para todos, ya proteja, ya penalice; sólo puede ordenar lo que es justo y útil a la sociedad; sólo puede impedir lo que le es nocivo».
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El problema de las fuentes, del sistema de las fuentes -de todas las fuentes-, es percibido por la cultura jurídica burguesa como problema íntimamente, francamente constitucional, situado en el corazón de la constitución misma del nuevo Estado, y no sólo en el momento heroico de la conquista o cercano a ella, sino también en tiempos más distantes, con una continuidad inerte que la engrandece. Me vienen a la cabeza las páginas de aquellos civilistas italianos de principios del siglo xx, que he releído recientemente para una investigación !6, los cuales estaban inclinados a reconocer doctrina y jurisprudencia como fuentes del derecho pero resueltamente lo niegan por motivos de índole exclusivamente constitucional: porque hubiera constituido una lesión del pilar que sostiene todo el Estado burgués de derecho, es decir, del principio de la división de poderes.
2. El Código y sus características históricas
y llegamos a los caracteres del Código, sobre los que se ha discutido con viva dialéctica en las posiciones de las distintas relaciones. Su inconfundible tipicidad -respecto a todas las fuentes jurídicas manifestadas a lo largo de la historia-le viene impresa por una triple tendencia que lo recorre. Tiende a ser fuente unitaria, espejo y cimiento de la unidad de la entidad estatal; tiende a ser una fuente completa; tiende a ser una fuente exclusiva. Esta triple tendencia caracteriza hondamente el Código, al menos en el modelo originario tal y como apareció en la realización francesa de comienzos del siglo XIX. He dicho tendencia, porque aspira a ello. En efecto, nunca podemos olvidar que el Código -la «idea» de Códi-
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go- es el producto extremo de una actitud general de mística legislativa, que debe insertarse en ese enfoque del monismo jurídico que individúa la ley más allá de toda otra fuente de derecho, hasta colocada en el vértice de una rígida jerarquía, con la consecuente condena de las posiciones jerárquicamente inferiores a un rango servil. Tampoco podemos olvidar el plan del Código: intenta reducir toda la experiencia a un sistema articulado y minucioso de reglas escritas, contemplando todas las instituciones posibles, comenzando con frecuencia por dades una definición y disciplinando con estudiada precisión todas las aplicaciones previstas por los redactores. Pienso que no deben tenerse en cuenta los propósitos que a veces afloran en los trabajos preparatorios, como cuando Portalis se refiere a la equidad, es decir, a uno de los valores basilares del antiguo régimen!? Los nuevos «legisladores» llevan todavía escritos sobre la piel los signos de su anciana edad, es decir, de personas educadas antes de la Revolución. Lo que importa es el clima histórico, la ideología política y la cultura jurídica dominantes, de las que el Código es traducción en el terreno normativo y que lo convierten en instrumento de un riguroso absolutismo jurídico; tampoco se deben tener en cuenta las consideraciones sobre la existencia -bajo la vaga y ambigua letra del archiconoci-
do artículo 4 que obliga al juez a decidir en cada caso la controversia que le someten las partes- de una voluntad de apertura más allá de la ley por parte de los redactores, cuando inmediatamente y con fortuna duradera se da una interpretación positivista y legolátrica en coherencia con la imperante mística legislativa. En conjunto, el Código es una operación ideológica y cultural notablemente compacta, y bastaría para confirmado el poner de relieve -como ya
16. P. Grossi, ..Itinerarii dell'assolutismo giuridico. Saldezze e incrinamre nelle "parti generali" di Chironi, Coviello e Ferrara», ahora en Assolutismo giuridico e diritto privato, Giuffre, Milano, 1998.
17. Sobre todo en el complejo y rico en argumentos viejos y nuevos Discours préliminaire pronunciado por Portalis al presentar al Consejo de Estado el proyecto de Código civil redactado por la Comisión gubernativa (que hoy se puede leer cómodamente en la recopilación Naissance du Code civil. La raisoll dlllégislateur, Flammarion, Paris, 1989).
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hemos hecho nosotros- el territorio de donde parte la operación, el derecho civil plasmado en costumbres seculares y para ellas reservado. Convencidos de ese carácter compacto, se advierten algunas grietas en la sólida muralla. La primera que me viene a la cabeza es la ofrecida por el § 7 del ABGB, del Código austríaco, que propone como medio extremo para colmar las lagunas legislativas el recurso a los «principios del derecho natural, teniendo en cuenta las circunstancias tomadas con diligencia y maduramente ponderadas»!8, con una locución que señala evidentemente, al mismo tiempo, las influencias paralelas -muy fuertes sobre aquel legisladordel robusto iusnaturalismo alemán y del igualmente robusto derecho común revivido en la edad moderna en el área germánica. Pero en este Código falta el embarazoso Estadonación y falta la corrosiva incidencia revolucionaria que los franceses por el contrario han experimentado en carne propia. Bastaría analizar cómo el ABGB resuelve el problema de la propiedad y de los derechos reales para darse cuenta de que estamos en un mundo jurídico muy distante del francés, un mundo todavía íntimamente ligado a la estructura feudal de la sociedad y a las decrépitas invenciones del dominio dividido tal y como habían sido teorizadas y sistematizadas por los intérpretes medievales. Pasando a nuestros Códigos del área italiana que aparecen en el curso del siglo XIX,no sobrevaloraría las pocas referencias al derecho común a las que aludía en su relación el amigo Pio Caroni; en efecto, se advierten en zonas bastante apartadas (como el Cantón Ticino) o en zonas donde perdura todavía en pleno Ochocientos la vigencia
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general del mismo derecho común (como los Estados Pontificios). Más importancia tiene por el contrario la llamada a los «principios generales del derecho» -expresamente hecha en el artículo 3 de las disposiciones preliminares del primer Código civil unitario italiano de 1865]9- como última oportunidad ofrecida al aplicador para colmar los vacíos normativos; pero con la ulterior y significativa precisión de que la locución -genérica donde las haya- será siempre y constantemente entendida como una reducción del propio espectro a los principios generales obtenidos del derecho positivo estatal italiano. Habrá -en la larga vigencia del Código del 65- quien los interprete incluso con un contenido de genuino derecho natural, pero será bastante tarde y será un filósofo del derecho, Giorgio Del Vecchio, en su discurso romano de 19212°, abriendo un debate vivo y fecundo que anima y enriquece la reflexión jurídica italiana de los primeros años veinte. Lo que os estoy delineando es el modelo de Código así como vino a dibujarse con trazos claros en Francia a principios del Ochocientos. Con el correr del tiempo corre también mucha agua bajo los puentes del Sena, del Tíber y del Rin; y no corre en vano. La historia trae siempre riqueza y cambio incesante. A finales de siglo, ya en un Código que refleja la sordera del positivismo legalista de la Pandectística2!, el Código Imperial Germánico, el BGB, es un pulular 19. Codo civ. 1865, artículo 3: «Cuando una controversia no se pueda decidir con una precisa disposición de ley, se mirará a las disposiciones que regulan casos similares o materias análogas: donde el caso quede dudoso, se decidirá según los principios generales del derecho». 20. G. Del Vecchio, «Sui principii generali del diritto», ahora en Studi su/ diritto, vol. 1, Giuffre, Milano, 1958. 21. Con el término «Pandectística>,nos referimos sobre todo a aquella gran corriente científica que, sobre la base de las Palldectasde Justiniano, edifica en la Alemania del Ochocientos un saber jurídico exasperadamente conceptualizado por estar fundado sobre modelos abstractos y purificado de escorias factuales de índole económica y social. En ausencia de una codificación en Alemania durante todo el siglo XIXla Pandectística construye sólidamente sobre el plano teórico, pero quedando dominada por un fuerte positivismo legalista.
18. Es la parte final del § 7 del «Código civil general austriaco» (A/lgelI1einesBürger/ichesGesetzbuch) de 1811. El párrafo completo dice: «Cuando un caso no se pueda decidir ni según las palabras, ni según el sentido natural de la ley, se mirará a los casos similares precisamente de las leyes deliberadas y a los motivos de otras leyes análogas. No obstante, permaneciendo dudoso el caso, deberá decidirse según los principios del derecho narural, teniendo en cuenta las circunstancias tomadas con diligencia y maduramente ponderadas».
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de cláusulas generales22,de fragmentos abiertos por el juez hacia el mundo de los hechos, un tema, éste, apreciado por Stefano Rodota que desarrolló -hace algunos años- en un espléndido discurso pronunciado en Macerata23. Y a comienzos del siglo xx, el Código suizo, marcado por las convicciones germanistas de Huber, aparece inmerso en una realidad consuetudinaria que merece ser valorada, con un juez con una mayor libertad para abrir las ventanas cerradas de su estudio para captar los mensajes24.Se podría, además, mencionar el primer Código de derecho canónico de 1917, único Código -que yo sepa- expresamente abierto con el canon 6 hacia el pasado, recorrido por el principio constitucional no escrito de la equidad canónica con la posibilidad para el juez -en determinadas condiciones- de no aplicar la norma escrita25;pero es fácil aquí advertir que se trata de una codificación muy peculiar, relativa a un ordenamiento sagrado con impelentes instancias pastoral es absolutamente desconocidas en los ordenamientos laicos.
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Las matrices iusnaturalistas pesan sobre el Código. Como norma que presume de enredar la complejidad de la sociedad en un sistema cerrado, el Código, toda codificación, puede traducirse en una operación drástica mente reduccionista: si la razón civil puede y debe diseñarse en una armonía geométrica bajo el lema de la máxima simplicidad y de la máxima claridad, el legislador debe empeñarse en un esfuerzo de depuración y decantación. Como norma que -rechazando las escorias deformantes de la historicidad- cree descubrir el individuo originario en toda su genuina desnudez, el Código tiene como protagonistas sujetos abstractos y ordena un haz de relaciones igualmente abstractas. Son modelos dibujados sobre calcos ahistóricos, modelos todos iguales, que carecen del pesado equipaje de la humana materialidad que la historia inevitablemente pone sobre las espaldas de quien actúa en su seno. La materialidad, para bien y para mal, era propia del antiguo régimen, donde existían nobles y plebeyos, campesinos y mercaderes, ricos y pobres, cada uno ideado dentro de una comunidad históricamente caracterizada, cada uno diferente al otro gracias a su inalienable historicidad. En el proyecto jurídico burgués abstracción e igualdad jurídica (es decir, posibilidad de igualdad de hecho) son nociones «constitucionales» y fundamentan el mismo proyecto. Y compacta e impenetrable es la muralla china que separa el mundo del derecho (y de la relevancia jurídica) del mundo de los hechos (y de la irrelevancia jurídica), tan compacta e impenetrable como quizá nunca se había logrado en los largos tiempos de la historia jurídica occidental. Lo cual es un signo de que el proyecto se empapaba de estrategia, con la exigencia de un control riguroso sobre la entrada de los hechos en la ciudadela del derecho. De factualidad se comenzará a hablar en Italia -a duras
22. Con la expresión «cláusulas generales» se intenta connotar aquellos reenvíos que el legislador hace a nociones pertenecientes a la conciencia colectiva (buena fe, buenas costumbres, usos del tráfico, diligencia del buen padre de familia, etc.), indicando de tal manera al juez un depósito extra legem del que poder sacar a decisión propia. 23. S. Rodara, «Ideologie e tecniche della riforma del diritto civile»: Rivista del diritto commerciale I (1976). 24. Nos referimos al «Código civil suizo» (comúnmente citado como 2GB) de 1907, más verdadero y propio Código de autor que otros, ya que fue fruto de la laboriosidad de un único y notable personaje, el jurista Eugen Huber (1849-1922), un privatista inspirado en la cultura jurídica germánica. El trazo que tipifica este Código es la valoración de la conciencia jurídica popular y, consecuentemente, la valoración del papel de la costumbre y del juez. Es también por ello por lo que en el Código se hace frecuente uso de «cláusulas generales». 25. El canon 6 valora ese gran patrimonio jurídico acumulado en la bimilenaria historia de la Iglesia romana que se suele llamar por los canonistas iliS vetliS. En cuanto a la equidad canónica -es decir, al espacio de discrecionalidad asignado al juez para evitar aplicaciones rigurosas de la ley que pudiesen ser motivo de pecado para las partes-, reclamada expresamente en el canon 20 del código de 1917, debe sin embargo tenerse como un principio constitucional no escrito que recorre toda la codificación.
y entonces se contrapondrá a la fría armonía museística del Código civil, un «Código privado socia!» donde los sujetos son patrones y trabajadores, ricos y pobres, sabios e igno-
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penas- a finalesdel siglo XIX por parte de civilistasherejes,
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rantes26; en suma, hombres de carne y hueso; y comenzará a dar señales de vida, siempre a finales del Ochocientos, en la legislación especial que -escasa al principio- se intensifica pronto para hacer frente a tantas necesidades emergentes27,y finalmente en la legislación especial y excepcional ocasionada por la primera guerra mundiaPK, convertida en una soga al cuello del enrarecido organismo de sujetos y relaciones del derecho burgués. Abstracción e igualdad formal habían sido quizá las mejores armas de la gran batalla burguesa, armas desinteresadas sólo en apariencia, para beneficio y protección de todos sólo en apariencia. A mis estudiantes de los cursos de historia del derecho moderno siempre les leo una frase tomada de la magnífica novela de Anatole France que es Le lys rouge, frase que asume un diagnóstico históricamente agudísimo. El gran novelista señala con mordaz sarcasmo «la majestueuse égalité des lois, qui interdit au riche comme au pauvre de coucher sous les ponts, de mendier dans les rues et de voler du pain»; y concluye con mal escondido escarnio: «elle éleva, sous le nom d'égalite, l'empire de la richesse»29.
Este discurso sobre la abstracción como principio estratégico me permite algunas anotaciones sobre cuanto se decía, en la densa ponencia inaugural de Paolo Cappellini, acerca de la incomunicabilidad del Código.
26. Esto sucederá, a finales del Ochocientos, en Italia en el seno de aquella corriente ambigua y heterogénea de índole marcadamente solidaria que habitualmente se llama «socialismo jurídico». 27. Nos referimos particularmente a aquellas primeras leyes sociales que atenúan el sordo individualismo jurídico de la legislación burguesa comenzando a introducir elementos solidarios de tutela de los sujetos económicamente más débiles.
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Es verdad, el Código sufre de incomunicabilidad o, si se quiere, de grandes dificultades para comunicarse con la generalidad por un motivo fundamental: el Código, como resultado de una monopolización de la producción jurídica por parte del poder político, es instrumento de un Estado monoclase (utilizo con agrado una expresión felizmente acuñada por Massimo Severo Giannini, un insigne iuspublicista italiano muerto a comienzos del año 2000); es el instrumento de un Estado centralista que se expresa en una lengua nacional, culta, literaria, voluntariamente lejana de los mil dialectos locales, los únicos verdaderamente gratos y comprensibles para la masa popular. Si a alguien le habla el Código, es a aquella burguesía que ha hecho la Revolución y que finalmente ha logrado su plurisecular aspiración a la propiedad libre de la tierra y a la libre circulación de ésta; el Código francés está tan absorto en ese logro que, todavía en 1804, concede al fundo como posible objeto de propiedad -sobre todo al fundo rústico- un protagonismo sustancialmente desmentido por una situación económica en plena evolución que valoraba cada vez más decididamente otras fuentes de riqueza; pronto, Pellegrino Rossi señalaría el atraso de la conciencia económica de los codificadores napoleónicos30. El Código le habla al corazón de los propietarios, es sobre todo la ley que tutela y tranquiliza al estamento de los propietarios, a un pequeño mundo dominado por el tener y que sueña con invertir sus ahorros en alguna adquisición fundiaria (si queremos, el pequeño mundo de la gran comédie balzaciana). Por esto, junto a la ley del Estado, la única concesión pluralista -bien encerrada sin embargo en un sordo monismo ideológicoadmitida como única ley concurrente es el instrumento príncipe de la autonomía de
2.8. Se trata de una densa y compleja obra del legislador italiano, que, dentro de las urgencias de los problemas bélicos, da un relieve antes desconocido a la dimensión socio-económica, con una fuerte contribución al resquebrajamiento o a la subversión de principios inveterados tomados hasta entonces como auténticos dogmas. 29. Le /ys rouge, cap. VIII.
30. Nos referimos a las conocidas «Observations sur le droit civil fran"ais considéré dans ses rapports avec l'état économique de la société», en Mé/anges d'économie po/itique, de po/itique, d'histoire et de phi/osophie, t. II, Guillaumin, Paris, 1867.
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los particulares, es decir, el contrato3!. Por esto el Código -más que a los usuarios, entendidos siempre como destinatarios pasivos- habla a los jueces, es decir, a los aplicadores efectivos en cuyas manos está confiada la tranquillitas ordinis. A pesar de la hipótesis de una paralela ley de los particulares, el Código queda colocado en su dimensión autoritaria. Recientemente se ha medido el autoritarismo de la fuente «Código» en referencia a sus contenidos32, pero el sustancial autoritarismo está en otro lugar, en la exigencia centralista del Estado monoclase, en su consiguiente panlegalismo, en la mitificación del legislador que parece casi un Zeus fulminador en su Olimpo, omnisciente y omnipotente, en la mitificación del momento de producción del derecho como momento de revelación de la voluntad del legislador. Y ese autoritarismo intensifica la falta de comunicación entre el Código y la sociedad civil, ya que, respecto al cambio socio-económico que es incesante, el Código queda inevitablemente como un texto impreso cada vez más viejo y más ajeno. y llego a otro nudo fundamental sobre el que pesan las raíces iusnaturalistas del Código, un nudo al que ya se aludía. La legolatría ilustrada inmoviliza el derecho en su momento de producción; el procedimiento productivo se agota con la revelación (conviene insistir en este término teológico) de una voluntad suprema, resultándole extraño el momento interpretativo-aplicativo. Quizá sobre esto se ha hablado demasiado poco durante nuestro congreso, como señaló ayer Luigi Lombardi Vallauri. El procedimiento de normación se resuelve en el momento en que la norma se produce; ahí se resuelve y se 31. Es elocuente el artículo 1123 del Código civil italiano de 1865 (que reproduce un idéntico dictado contenido en el Código civil napoleónico): «Loscontratos legalmente constituidos tienen fuerza de ley para aquellos que los han realizado». 32. Cf., por ejemplo, V. Zeno Zencovich, «11"codice civile europeo", le tradizioni giuridiche nazionali e il neo-positivismo»: Foro Italiano V (1998), 60 ss.
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agota. El resto cuenta poco, porque la norma jurídica es esa abstracción confeccionada por el legislador. Es cierto que después está el momento de su aplicación, es decir, de la vida de la norma en contacto con la vida de los usuarios, pero éste no aporta nada a una realidad que nace y queda compacta y rígida, impermeable a la historia. Pues bien, esta mentalidad es típicamente ilustrada, y no sólo es propia de los entusiastas hombres del siglo XIXtan imbuidos de positivismo jurídico; ha calado -confesémos10- en el fondo del ánimo del jurista europeo continental y, a pesar de todo, a pesar de todo lo que ha sucedido en la experiencia y en la ciencia a lo largo del fértil siglo xx, permanece intacta arropando seguramente su subconsciente pero encontrando también una complacida aceptación por parte de su ciega conciencia. Perdura intacta la actitud de agria hostilidad hacia la interpretación -toda interpretación que no sea la auténtica- eficazmente expresada por Cesare Beccaria en páginas memorables de la literatura jurídica italiana33. Pero Beccaria está allí, en su hornacina dieciochesca, como eficaz intérprete y por tanto merecedor de nuestra comprensión historiográfica. Menor comprensión merece el rechazo de la historicidad de la norma, de toda norma, también de la legislativa, en su incuestionable dominio del ánimo de los juristas. A la idea de Código, es decir, a una geometría de reglas abstractas, simples, lineales, es conceptualmente extraña la posibilidad de incidencia del momento de la aplicación. La ideología jurídica posilustrada se turba ante la visión de una norma que vive más allá de su producción y se modifica elásticamente según su recorrido, que -en suma- se produce continuamente recibiendo mensajes de los diversos terrenos históricos en los que se sitúa. Por esto la interpretación asume aquí la única forma posible de la exégesis: la norma es sólo explicada, penetrando como mucho dentro 33. C. Beccaria,Dei delitti e delle pene (1764), cap. IV, «Interpretazione delle leggi», Giuffre, Milano, 1964.
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de la cabeza del Zeus legislador (procedimiento desdeñadamente rechazado por el ortodoxo Beccaria) para llegar hasta el fondo y aclarar su soberana intención. Rechaza la historicidad de la ley, porque infligiría una lesión mortal a la cerrada estrategia del proyecto ilustrado. Si se tienen presentes los filones más innovadores -y más fecundos- de nuestro siglo xx, el itinerario laborioso (y hoy todavía no concluido) va en la dirección de una mayor valoración del momento de la interpretación, de su recuperación dentro del mismo procedimiento de producción de la norma, momento esencial de eseprocedimiento, el único que hace de la norma abstracta una regla de la existencia cotidiana.
La experiencia del siglo XIX francés debería servir de ejemplo. La ciencia se reduce a exégesis34,una cohorte de laboriosos y fecundos operarios trabajan complacidamente a la sombra de la codificación. El colega Rémy ha tejido brillantemente su elogi035,y esseguramente digna de consideración su inteligencia clarificadora documentada en comentarios nítidos. No me atrevería, sin embargo, a suscribir ese elogio: domina en él una psicología sustancialmente pasiva respecto al texto normativo, una concepción reduccionista del derecho que aparece como un texto autorizado, una incapacidad para responder y corresponder a las amenazantes exigencias de una sociedad en fuerte crecimiento y necesitada de ser ordenada con categorías y decisiones técnicas valientes e innovadoras. Es, por el contrario, el objetivo del que tiene conciencia y por el que trabaja una jurisprudencia práctica que, consciente de la fricción entre ley vieja y necesidad nueva, se hace cargo de este deber enorme, no lo elude y, sufriendo 34. No sin razón se ha llamado «escuela de la exégesis» a la rica cohorte de intérpretes franceses que trabajan en buena parte del Ochocientos a la sombra de la codificación napoleónica, los cuales no constituyen ciertamente una «escuela» unitaria pero bien pueden ser unidos en una valoración unitaria a fuerza de su común postura psicológica y metodológica. 35. J.-P. Rémy, «Eloge de I'exégese» (1982), ahora en Droits. Revue fran~aise de théorie juridique I (1985).
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una crucifixión ante la divergencia entre la sordera de un texto y el cambio de los hechos sociales, con mucha frecuencia toma sus decisiones quedándose en el respeto formal de un texto efectivamente vaciado y violado; una jurisprudencia práctica que ha querido y sabido construir au-dela du code y malgré le code, trabajando avec les textes pero arribando au dessus des textes et par-dela les textes36. Puede ser extremadamente instructivo recorrer las «actas» de las celebraciones del centenario en 1904: junto a tantas páginas triunfalistas destacan otras, por ejemplo las del presidente del tribunal de la Casación Ballot-Beaupre37, en las que el elogio de la codificación se sitúa en su carácter vago y genérico, en contener algunas lagunas, circunstancias todas ellas de por sí no edificantes pero que permiten a los jueces franceses construir a pesar del texto.
y esto es así porque el Código se ha convertido
en un
texto, en un texto impreso. Inevitablemente me vienen a la mente dos grandescivilistasfranceses,que he tenido la suerte de estudiar a fond038: Raymond Saleilles y Fran~ois Gény. Estamos en la última veintena del siglo XIX; son el testimonio de lo que he llamado la crucifixión de un jurista socialmente sensible y culturalmente competente; Gény y Saleilles, intolerantes ante un derecho identificado con su cristalización en un texto, orientan su reflexión científica hacia un intento de evitar que la corteza jurídica se separe perniciosamente de la sustentadora linfa social y económica, una linfa que por su propia naturaleza es cambiante. Una referencia obligada en Italia es Tullio Ascarelli -estudioso de ese sector del derecho privado inmerso en la práctica económica que es el derecho mercantil-, que in-
36. Una propuesta de método y una línea de acción que constituirán el sostén del mensaje de Raymond Saleilles,como hemos creído subrayar en el ensayo citado en la nota 38. 37. Nos referimos al discurso pronunciado el 29 de octubre de 1904 con ocasión del centenario. 38. Cf. «Ripensare Gény»y «Assolutismogiuridico e diritto privato: lungo I'itinerario scientifico di Raymond Saleilles»,ahora en Assa/utisma giuridico e diritta privata, cit.
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tentó -en el convulso momento inmediatamente precedente y subsiguiente a la segunda guerra mundial- armonizar formas y prácticas inventando categorías interpretativas dirigidas a diagnosticar el derecho vivo sin preju icios39.
3. El Código hoy: algunas consideraciones de un historiador del derecho
En el congreso se ha hablado del pasado y del presente, no ha faltado tampoco una mirada al futuro. El historiador se siente cómodo en el surco de esta larga línea que arriba hasta el hoy y va más allá, y probablemente tiene algo que decir. Hoy se habla todavía de Códigos y de codificaciones: apenas ayer teníamos el único modelo ideológicamente coherente de un Código civil realizado en un Estado de régimen comunista, el de la República Democrática Alemana, que hoy sólo interesa al historiador del derecho pero que representa un experimento cultural y técnico de relieve40;y hoy florece de nuevo -y es objeto de demasiadas y a veces vacías discusiones- el proyecto de un «Código común europeo de derecho privado,,41. Parece legítima una pregunta: ¿la idea de Código es todavía actual? ¿o se trata, también en este caso, de la habitual y maldita aversión a lo nuevo propia de los juristas siempre asidos a modelos pasados y siempre tardos y reacios a superados? Se imponen algunas consideraciones.
39. Ejemplar, entre tantos ensayos ascarellianos, «Funzioni economiche e istituti giuridici nclla tecnica dell'interpretazione» (1946), ahora en Saggi giuridiei, Giuffre, Milano, 1949. 40. Cf. la rica introducción a Il Codiee civile del/a Repubbliea Demoeratiea Tedesea, trad. e intr. de G. Crespi Reghizzi y G. De Nova, Giuffre, Milano, 1976.
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ALGUNAS
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MILENIOS
La primera concierne al rápido cambio social propio de la civilización contemporánea. El cambio de ayer era extremadamente lento y podía también prestarse a ser ordenado en categorías no elásticas, mientras hoy esa rapidez obliga con frecuencia al legislador a una actividad febril modificando el contenido de una norma al poco de habeda producido. Pienso en Italia (y lo digo sólo para los amigos no italianos), en el reciente Código de procedimiento penal, Código que -lisa y llanamente pero no sin reflexión- me permito calificar de «hecho en verso», un texto respetable en abstracto pero inadecuado para ordenar una realidad criminal en tumultuoso y alarmante crecimiento, enmendado no sé cuántas veces a pesar de su breve vigencia. La segunda concierne a la complejidad de la civilización contemporánea. Si es verdad que la codificación inaugurada en 1804 fue un intento de reducción de la complejidad, y también es verdad que se trataba de una complejidad reducible (aunque finalmente el intento no se logró completamente y el Código nació viejo), hoy la situación es increíblemente distinta, con fronteras en las dimensiones económica y tecnológica que continuamente se expanden, se modifican, se complican. Los trazos concretos ofrecidos esta mañana por Rodota precisamente sobre el terreno de la evolución tecnológica nos confirman que la actual complejidad es difícilmente reducible. La tercera consideración concierne a la inclinación a la universalización (voluntariamente omito pronunciar el término tan utilizado de globalización, que evoca más bien el espectro desagradable del imperialismo económico norteamericano y de sus voraces multinacionales). No hay duda de que el panorama general ha variado algo respecto al viejo paisaje estatal e interestatal42, poniendo en apuros al
41. Se puede leer con gran aprovechamiento una publicación reciente: Making European Law. Essays on the "Common Core» Project, ed. de M. Bussani y U. Mattei, Universira dcgli Studi, Trento, 2000.
42. «En términos de fragmentación y pérdida de nitidez de la soberanía, en términos de cambio de actores y protagonistas del proceso jurídico, así como en términos de diversas modalidades de producción y funcionamiento de las reglas jurídicas», como egregiamente señala una inteligente socióloga del derecho en un libro reciente cuya lectura recomiendo a todo jurista (d.
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Código, que, aunque preñado de instancias originarias y vetas iusnaturalistas, se ha convertido históricamente en ley nacional y con ella se ha identificado. En fin, una última consideración, sobre la que quizá deberíamos haber reflexionado antes. Se ha hablado del Código-Constitución. ¡Totalmente cierto! No existe duda de que, en su nacimiento, el Código encarnó la auténtica Constitución del Estado burgués, ya que, habiendo asumido las primeras «cartas de derechos» un carácter filosófico-político, correspondió al Código civil enunciar reglas jurídicas disciplinadoras de las instituciones fuertemente «constitucionales» de la propiedad individual y del contrato. En el largo camino recorrido tras 1804 el Código ha visto multiplicarse los planos de legalidad, primero -en el siglo XIXla legislación especial o excepcional del legislador ordinario, que se limitaba a responder a preguntas contingentes a las que el Código abstracto no había podido responder, después -en el siglo xx- las Constituciones, convertidas ahora en verdaderas disposiciones normativas que al mismo tiempo contienen disposiciones concretas para ser injertadas inmediata y abiertamente en el mundo de los valores, es decir, portadoras de un sistema armónico de valores. Y justamente -aunque bastante tardíamente- la doctrina civilista italiana se enfrentó con el problema de la relación entre los dos planos de legalidad en los que se habían convertido, la legalidad de la constitución y la legalidad del Códig043. Se impone una respuesta a la pregunta que antes habíamos formulado: ¿es actual la idea de Código? En caso afirmativo, ¿qué papel podemos asignarle al Código hoy o mañana? No es función del historiador hacer propuestas operativas; el historiador puede sin embargo utilizar su conociM. R. Ferrarese, Le istituzioni della globalizzazione. Diritto e diritti nella societa transnazionale, Bologna, Il Mulino, 2000, p. 7). 43. Ejemplar P. Perlingieri, 1/ diritto nella legalita costituzionale, ESI, Napoli, 1984.
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miento de la evolución histórica para incentivar el sentido crítico del observador y pensador de hoy. Ayer Salvatore Tondo, a propósito de la lex mercatoria invocada varias veces en nuestro trío florentino, subrayaba su confianza en la capacidad del Código para ordenar convenientemente esta realidad emergente. Yo tendría más dudas que mi amigo romanista. Preguntémonos retóricamente, con la única finalidad de clarificar el discurso, qué queremos decir cuando hacemos uso de tal sintagma. Simplificando, se trata de las invenciones de la práctica, que en un escenario económico y tecnológico nuevo necesitan de nuevos instrumentos; lex mercatoria es el conjunto de las invenciones hechas con fantasía y buen sentido por los hombres de negocios en las plazas y mercados, en los puertos, en los mercados financieros. Los glosadores hablaban, en el siglo XII, de los nova negotia, empeñados en insertar en los esquemas ordenadores del Corpus iuris justinianeo todos estos casos nuevos de ceca -es decir, todos los casos comerciales y de navegación- que afloraban e invadían la gran koiné mediterránea, pero bastante dispuestos -incluso a costa de forzar y superar las categorías clásicas- a apropiarse de la riqueza consuetudinaria solicitada y respaldada por el poderoso estamento mercanti144.Nos encontramos, más o menos, en una situación similar: una práctica que continuamente elabora instituciones nuevas y continuamente las supera desordenándolas o creando otras nuevas, en un impulso caracterizado por una extrema rapidez. La codificación corre el peligro de ser para esta criatura plástica y cambiante un ropaje demasiado rígido, con el riesgo consiguiente de un envejecimiento precoz del texto normativo y de una práctica que sigue galopando en los hechos prescindiendo de inadecuadas reglas autorizadas. Hoy, frente a un cambio rápido y a una complejidad poco dócil queda para el Código, en mi opinión, la función 44. CE.P. Grossi, L'ordine giuridico medievale, Laterza, Bari, 1995 [El orden jurídico medieval, Marcial Pons, Madrid, 1996].
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de ofrecer una especie de amplio marco. Rodota nos hablaba de un Código de principios45. Probablemente él y yo no estamos demasiado lejos. Creo que el legislador ha pretendido una injerencia excesiva en el mundo moderno con una arrogante monopolización de lo jurídico; por desgracia, haciéndolo, ha demostrado también su impotencia. El amigo Schiavone ha sido próvido al invitar para la inauguración de nuestro congreso al presidente de la Cámara de los diputados, Luciano Violante (que tiene la profesión de jurista), y ha sido elocuente su confesión sobre la lentitud del legislador italiano y sobre su incapacidad para responder a las demandas de una sociedad civil extremadamente compleja también en su organización cada vez más tecnológica. Violante ha hablado con pudor de lentitud, yo, con mayor brutalidad, pero no sin motivos, prefiero hablar de impotencia. Frente a esta realidad alarmante es preciso -creovolver a pensar el sistema formal de las fuentes, para hacerlo igualmente más conforme con el proyecto y diseño de nuestra carta constitucional; y volver a pensar sobre todo la función de la ley, que me parece puede ser la de formalizar un marco relevante para el desarrollo de la vida jurídica. Es evidente que el Estado no puede abdicar de la fijación de líneas fundamentales, pero es también claro que se impone una deslegalización, abandonando la desconfianza ilustrada hacia la sociedad y desarrollando un auténtico pluralismo jurídico con los particulares como protagonistas activos de la organización jurídica así como lo son del cambio social. Sólo de esa manera se podrá colmar el foso entre cambio social y sistema de reglas jurídicas que hoy percibimos con amargura. Volviendo a nuestro tema de los Códigos y cerrando estas consideraciones conclusivas, es también claro que los Códigos que construiremos siguiendo esa línea operativa
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no tendrán ni podrán tener el valor del Code civil y de los grandes Códigos del siglo XIX,voces «constitucionales» del Estado monopolizador, fuente de fuentes por ser emanación de la única potestad nomopoiética, el Parlamento, fuente formalmente condicionante de todos los órganos aplicadores en su ingenua pretensión de ofrecer un sistema normativo tendencialmente exhaustivo. Llama la atención una doble discontinuidad. No sólo la discontinuidad histórica que une estos Códigos con el antiguo régimen. Otra discontinuidad se perfila: la que liga los Códigos del inmediato futuro con la idea de Código tal y como se ha afirmado en el surco de las eficaces sugestiones ilustradas.
45. Una rica reseña de los problemas recientemente aflorados a nivel europeo puede encontrarse en G. Alpa, «Il codice civile europeo; e pluribus uman», en Contratto e impresa/Europa, 1999.
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Paolo Grossi Enseña Historia del derecho medieval y moderno en la Universidad de Florencia. Es director del Centro di studi per la storia del pensiero giuridico moderno y socio nacional de la Academia dei Lincei. Ha recibido el doctorado honoris causa de las universidades de Francfort, Estocolmo, Autónoma de Barcelona, Autónoma de Madrid, Sevilla y Lima. Es autor, entre otras, de las siguientes obras: Il dominio e le cose, Giuffre, Milano, 1992; L'ordine giuridico medievale, Laterza, Roma-Bari, 1995; Assolutismo giuridico e diritto privato, Giuffre, Milano, 1998; Scienza giuridica italiana. Un profilo storico (1860-1950), Giuffre, Milano, 2000.