Michael Fried
Arte y objetualidad Ensayos y reseñas
La balsa de la Medusa, 141 Colección dirigida por Valeriano Bozal
Título original: Art and Objecthood: Essays and Reviews © Michael Fried, 1998 Publicado en inglés por The University of Chicago Press © de la presente edición, A. Machado Libros, S.A., 2004 C/ Labradores, s/n. P. I. Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid)
[email protected] ISBN: 84-7774-641-9 Depósito legal: M. 30.275-2004 Visor Fotocomposición Impreso en España - Printed in Spain Top Printer Plus Móstoles (Madrid)
Arte y objetualidad51
«Los diarios de Edwards examinaban y analizaban con frecuencia una meditación que rara vez permitía que saliera a la luz pública; en el caso de que todo el mundo fuera aniquilado, escribió... y un nuevo mundo fuera creado de nuevo, aunque cada uno de los aspectos particulares de éste fueran idénticos a los de este mundo en el que vivimos, no sería el mismo. Por consiguiente, debido a que hay una continuidad, que es el tiempo, "estoy seguro de que el mundo existe, de nuevo, a cada momento; de que la existencia de las cosas cesa a cada momento y a cada momento se renueva". La garantía duradera de todo ello es que "a cada momento constatamos la prueba misma de la existencia de un Dios, como lo habríamos hecho si le hubiéramos visto crear el mundo en un principio".» Perry Miller, Jonathan Edwards
La empresa conocida de modos tan diversos como Minimal Art, ABC Art, Estructuras Primarias [Prímary Stmctures] y Objetos Específicos [Specific Objtcts} es, en gran medida, ideológica (véase figs. 59-64). Pretende proclamar y ocupar una posición —una posición susceptible de ser formulada por medio de palabras, algo que han hecho algunos de sus más destacados representantes—. Si bien esto permite distinguirlo, por una parte, de la pintura y la escultura modernistas, también marca una importante diferencia entre el Minimal Art —o, como prefiero denominarlo, arte literalista— y el Pop o el Op Art, por la otra. Desde un principio, el arte literalista ha supuesto algo más que un episodio dentro de la historia del gusto. Pertenece más bien a la historia —casi a la historia natural- de la sensibilidad y no constituye un episodio aislado, sino que es la expresión de una condición general que todo lo impregna. Su seriedad está garantizada por el hecho de que es, en relación con la pintura así como con la escultura modernista, como el arte literalista
* Publicado originariamente enArtforum, 5 (junio de 1967), pp. 12-23. Reimpreso en diversas ocasiones; la más importante, en Gregory Battcock (ed.), Minimal Art: A Critical Anthology, Nueva York, 1968, pp. 116-147. 1 Perry Miller, Jonathan Edwards, 1949; reimp. Nueva York, 1959, pp. 329-330. 173
define o encuentra la posición que aspira a ocupar (esto es, en mi opinión, lo que hace que pueda proclamar algo que sea merecedor de recibir el nombre de posición). El arte literalista no se concibe, propiamente, ni de una forma ni de otra; está motivado, por el contrario, por las reservas concretas o cosas peores que alberga hacia ambas, y aspira a reemplazarlas, tal vez no exactamente, o de un modo inmediato, pero, en todo caso, a constituirse como arte independiente en pie de igualdad con cualquier otro. La causa literalista contra la pintura descansa, principalmente, en dos cargos: el carácter relacional de casi toda la pintura, y la ubicuidad, en realidad, el carácter prácticamente inevitable, de la ilusión pictórica. En opinión de Donald Judd: «Cuando comienzas a relacionar unas partes con otras, estás asumiendo, en primer lugar, que dispones de una totalidad imprecisa -el rectángulo del lienzo- y unas partes bien definidas, que están ensambladas completamente entre sí, porque, en realidad, disponías de una fo?
Cuanto más se destaca la .figura del soporte, como sucede en la pintura modernista más reciente, más difícil se vuelve la situación: «Los elementos que se encuentran dentro del rectángulo son claros y simples, y corresponden fielmente al rectángulo. Las figuras y la superficie son, únicamente, aquellas que pueden encontrarse de modo convincente dentro y sobre un plano rectangular. Las partes son poco numerosas y están, por tanto, subordinadas a la unidad, no son partes en sentido ordinario. Una pintura es casi una entidad, una cosa, y no la suma indefinible de un grupo de entidades y relaciones. La única cosa que domina la pintura antigua. También establece el rectángulo como una forma definida; ya no es un límite completamente neutral. Una forma puede ser usada de muchas maneras. El plano rectangular ofrece un espacio vital. La simplicidad requerida para resaltar el rectángulo limita las posibles organizaciones que se hagan dentro de él.»
La pintura se concibe aquí como un arte que se encuentra al borde del agotamiento, un arte en el que el conjunto de soluciones aceptables de un problema básico —cómo organizar la superficie de un cuadro— está severamente restringida. El uso de soportes dotados de una figura, en lugar de soportes rectangulares, desde el punto de vista literalista, únicamente puede prolongar la agonía. La respuesta obvia con-
: Esto lo dijo Judd en una entrevista realizada por Bruce Glaser, editada por Lucy R. Lippard y publicada como «Questions to Stella and Judd», en Art News, en 1966, y reimpreso en Gregory Battcock (ed.), \finimalArt, Nueva York, 1968, pp. 148-164. Las observaciones atribuidas en el presente ensayo a Judd y Morris han sido extraídas de esa entrevista, del ensayo de Donald Judd «Specific Objects», Arts Yearbook, n.° 8 (1965), pp. 74-82 [trad. cast.: «Objetos espáticos», en AA. W., Minimal Art, San Sebastián, Koldo Mitxelena, 1996], y de los ensayos de Rober Morris, «Notes on Sculpture, Part 2», publicada en Artforum, en febrero y octubre de 1966, respectivamente, y reimpresos en Battcock (ed.), Minimal Art, pp. 222-235. También he extraído una observación realizada por Morris del catálogo de la exposición Eight Sculptors: The Amlnguous Image, celebrada de octubre a diciembre de 1966 en el Walker Art Center de Minneapolis. Debo añadir, que al presentar la posición que, en mi opinión, compartieron Judd y Morris, he pasado por alto algunas diferencias existentes entre ellos, y he hecho uso, asimismo, de ciertos comentarios en contextos para los que. posiblemente, no estaban desuñados. Además, nunca he llegado a indicar quiénes dijeron o escribieron realmente cada frase concreta; la alternativa habría consistido en llenar el texto de notas a pie de página.
174
siste en renunciar a trabajar en un único plano, en beneficio de las tres dimensiones. Por otra parte, ésta automáticamente «se libra del problema del ilusionismo y del espacio literal, el espacio que hay dentro y alrededor de las marcas y de los colores -lo que es una liberación de una de las más destacadas y molestas reliquias del arte europeo-. Los distintos límites de la pintura ya no están presentes. Una obra puede ser tan poderosa como pueda pensarse que lo sea. El espacio real es intrínsecamente más poderoso y específico que la pintura sobre una superficie plana».
La actitud literalista hacia la escultura es más ambigua. Judd, por ejemplo, parece concebir lo que él denomina Objetos Específicos, como algo diferente a la escultura, mientras que Robert Morris concibe su propia obra, inequívocamente literalista, como si resumiera la ttadición, ya abandonada, de la escultura Constructivista creada por Vladimir Tatlin, Aleksandr Rodchenko, Naum Gabo, Antoine Pevsner y Georges Vantongerloo. Pero este y otros desacuerdos son menos importantes que las ideas que compartían Judd y Morris. Sobre todo, eran contrarios a la escultura que, como la mayoría de las pinturas, estaba «hecha parte por parte, por adición, compuesta», y en la que «los elementos específicos... están separados de la totalidad, creando de esta forma relaciones dentro de la obra» (llegarían a incluir la obra de David Smith y de Anthony Caro bajo esta descripción). Es digno de reseñar que Judd asocia el carácter «relacional» y «parte-porparte» de la mayoría de las esculturas con lo que él llama antropomorfismo: "Una viga empuja; un trozo de hierro persigue un gesto; ambos forman conjuntamente una imagen naturalista y antropomórfica. El espacio corresponde». Frente a una escultura semejante, «formada por múltiples partes, modulada», Judd y Morris afirman los valores de la integridad, la unidad y la indivisibilidad -de que una obra sea, lo más posible, «una cosa», un único «Objeto Específico». Morris presta una atención considerable al «uso de una fuerte Gestalt*, o de formas de tipo unitario, con el fin de evitar la división»; mientras que Judd está principalmente interesado en la clase de totalidad que puede lograrse a través de la repetición de unidades idénticas. El orden que aparece en sus obras, como una vez comentó a propósito del que había en las pinturas de franjas de Stella, «es simplemente un orden como el de la continuidad, el de una cosa después de otra». No obstante, tanto para Judd como para Morris, el factor crítico es la figura [shape\. Las «formas unitarias» de Morris son poliedros que se resisten a ser considerados de otra forma que como una figura única: la Gestalt simplemente es la «figura constante, conocida». Y la figura misma es, en su sistema, «el valor escultórico más importante». De un modo similar, al hablar de su propia obra, Judd ha señalado que «el gran problema es que cualquier cosa que no sea absolutamente plana comienza, de algún modo, a tener partes. De lo que se trata es de ser capaz de trabajar y hacer diferentes cosas y, aun así, no romper la integridad que una obra tiene. Para mí, la obra de latón y los cinco elementos verticales es, sobre todo, esa figura».
' Forma. (N. del T.)
175
La figura es el objeto: en todo caso, lo que garantiza la integridad del objeto es la unidad de la figura. Creo que ese énfasis en la figura es lo que causa la impresión, como han mencionado numerosos críticos, de que las obras de Judd y de Morris están huecas.
La figura ha sido también un aspecto central para la pintura años atrás. En muchos ensayos recientes he intentado mostrar cómo ha aparecido gradualmente en la obra de Kenneth Noland, Jules Olitski y Stella, un conflicto entre la figura como propiedad fundamental de los objetos, y la figura como médium de la pintura 3 . El éxito o el fracaso de una pintura dada ha venido a depender, más o menos, de su capacidad para conservarse, para quedar impresa o resultar convincente como figura —de ello, o de evitar o eludir, de algún modo, la cuestión de si lo hacía o no—. Las primeras pinturas con spray de Olitski son el más puro ejemplo de esas pinturas que logran conservarse o bien fracasan a la hora de conservarse como figuras, mientras que en sus cuadros más recientes, así como en lo mejor de la obra más reciente de Noland y Stella, la exigencia de que un cuadro dado se conservase como figura se evita o elude de diversas maneras. Lo que está en juego en este conflicto es si las pinturas o los objetos en cuestión se perciben como pinturas o como objetos, y qué es lo que determina su identidad como pinturas al enfrentarse a la exigencia de que se conserven como figuras. Aparte de esto, no son percibidas nada más que como objetos. Todo esto se puede resumir diciendo que la pintura modernista ha llegado a creer imprescindible anular o suspender su propia objetualidad, y que el factor crucial en esta empresa es la figura, pero la figura que deba corresponder a la pintura —debe ser pictórica y no literal, o meramente literal—. Mientras tanto, el arte literalista presenta todo lo relativo a la figura como una propiedad determinada de los objetos, por no decir, realmente como si fuera propiamente un tipo de objeto. No aspira a anular o suspender su propia objetualidad, sino, por el contrario, a descubrir y proyecta la objetualidad en cuanto tal. En su ensayo «Recentness of Sculpture», Clement Greenberg analiza el efecto de la presencia que se ha asociado, desde el principio, a la obra literalista4. Todo esto se pone de manifiesto en relación con la obra de Anne Truitt, una artista que, en opinión de Greenberg, anticipó la obra de los literalistas (a los que él denomina Minimalistas): «El arte de Truitt flirteó con la mirada del no-arte y su exposición de 1963 fue la primera en la que advertí cómo esta mirada podría conferir un efecto de presencia. Yo
3 Véase Michael Fried, «La figura como forma: los polígonos irregulares de Frank Stella»; ídem, «Jules Olitski»; e ídem, «Ronald Davis: superficie e ilusión» (todos estos ensayos se reimprimen en el presente volumen). 4 Clement Greenberg, «Recentness of Sculpture», en el catálogo para la exposición celebrada en 1967, en el Los Angeles County Museum of Art, titulada American Sculpture ofthe Sixties (véase Greenberg, Modemism with a Vengeance 1957-1969, vol. 4 de The Collected Essays and Criticism, edición de John O'Brian, Chicago, 1993, pp. 250-256). El verbo «proyectar», tal y como lo he usado, procede de la afirmación de Greenberg, «El propósito ostensible de los Minimalistas es 'proyectar' objetos y conjuntos de objetos que se adentran en el arte, precisamente, dando codazos» (Modemism with a Vengeance, p. 253).
176
ya conocía esa presencia lograda por medio del formato que resultaba estéticamente extraña. Pero todavía no tenía conocimiento de esa presencia lograda por medio de la mirada del no-arte que resultaba también extraña. La escultura de Truitt tiene ese tipo de presencia, pero no se esconde tras ella. Sólo llegué a descubrir que la escultura podría esconderse tras ella —del mismo modo que lo hacía la pintura- después de entrar en contacto con las obras de arte Minimalistas: las de Judd, Morris, Andre, Steiner y algunas de Smithson y de Le Witt. El arte Minimalista puede también esconder tras de sí la presencia como formato: pienso en Bladen (aunque no estoy seguro de si se trata de un Minimalista certificado), así como en algunos de los artistas que acabo de mencionar» 5 .
La presencia se puede atribuir al formato, o bien a la mirada del no-arte. Además, lo que el no-arte significa hoy en día, y ha significado durante muchos años, es algo muy específico. En «After Abstraer Expressionism» Greenberg escribió que «una tela tensada o colgada ya existe como cuadro —aunque no sea, necesariamente, un cuadro logrado-»6. Por esta razón, como señala en «Recentness of
' Greenberg, Modemism with a Vengeance, pp. 255-256. Greenberg, «After Abstract Expressionism», Art International, 6, 25 de octubre de 1962), p. 30. El pasaje del que se ha extraído esta frase afirma lo siguiente: 6
«Al someterlas a prueba con el modernismo, las convenciones del arte de la pintura han demostrado ser, cada vez con más frecuencia, innecesarias, accesorias. Hasta el momento se pensaba, al parecer, que la esencia irreductible del arte pictórico consistía en dos convenciones o normas constitutivas: el carácter plano y la delimitación del carácter plano; y que la observancia de estas dos normas era suficiente para crear un objeto que pudiera experimentarse como cuadro: así, una tela tensada o colgada ya existe como cuadro —aunque no sea, necesariamente un cuadro logrado-.» En líneas generales esto es indudablemente correcto. No obstante, se podrían formular algunas objeciones. Para comenzar, no basta con decir que una tela desnuda, fijada a una pared, no es -necesariamenteun cuadro bien logrado; pienso que sería más exacto [lo que escribí originariamente fue -cuanto menos, una exageración».—M.F., 1966\r que no se puede concebir que lo sea. Se podría contestar que las circunstancias futuras fueran de tal modo que hicieran de ésta una pintura bien lograda, pero vo diría que. si así fuera, la empresa de la pintura tendría que cambiar tan drásticamente que sólo quedaría de ella el nombre (requeriría un cambio de mayor alcance que el que ha sufrido la pintura desde Manet hasta Noland, Olitski y Stella). Además, considerar que algo es una pintura en la medida en que se piensa que una tela colgada es una pintura, y el hecho de estar convencido de que una obra particular puede resistir una comparación con las pinturas del pasado cuya calidad está fuera de toda duda, son experiencias completamente diferentes: es, quiero decir, como si, a menos que algo cree una convicción por lo que respecta a su calidad, esta no sería más que una pintura de forma trivial o de nombre. Esto sugiere que el carácter plano y la delimitación de dicho carácter no debería concebirse como -la esencia irreductible del arte pictórico», sino, más bien, como algo parecido a las condiciones mínimas que debe reunir algo para que se considere una pintura; y que la cuestión crucial no es cuáles son esas condiciones mínimas y. por así decirlo, eternas, sino, más bien, qué es aquello que es capaz, en un momento dado, de crear una convicción, de tener éxito como pintura. Esto no equivale a decir que la pintura no tiene esencia: es afirmar que dicha esencia —esto es, lo que crea una convicción—, está fuertemente determinada por, y por tanto, cambia continuamente como respuesta a, la obra vital del pasado reciente. La esencia de la pinrura no es algo irreductible. Más bien, la tarea del pintor modernista es descubrir aquellas convenciones que, en un momento dado, son capaces por sí solas de proporcionar a su obra una identidad como pintura. Greenberg se acerca a esta posición cuando añade, «Me parece que Newman, RothJco y Still han hecho que la autocrítica de la pintura modernista diese un viraje hacia una nueva dirección, simplemente, continuando en la antigua. Ahora la cuestión, formulada a través de su arte, ya no es, en qué consis-
177
Scupture», «la mirada del no-arte ya no estaba disponible para la pintura». En lugar de ello, «la frontera entre el arte y el no-arte no podía residir en lo tridimensional, el ámbito que correspondía a la escultura y donde también se encontraban todos los materiales que no eran arte»7, Greenberg continúa diciendo: «Se huye ahora de la mirada mecánica, porque no va tan lejos como la mirada del no-arte, la cual es, presumiblemente, una mirada «inerte» que ofrece al ojo un mínimo de acontecimientos «interesantes» -a diferencia de la mirada mecánica, que resulta artística como consecuencia de la comparación (estoy de acuerdo con todo esto cuando pienso en Tinguely)—. No obstante, no importa cuan simple pueda llegar a ser el objeto, permanecen las relaciones e interrelaciones entre la superficie, el contorno y el intervalo espacial. Las obras minimalistas son legibles como arte, como lo son casi todas las cosas hoy en día -incluyendo una puerta, una mesa o una hoja de papel en blanco— ... Podría parecer, sin embargo, que no sería concebible ni imaginable, en este momento, un tipo de arte más próximo a la condición de no-arte»8.
El significado que tiene en este contexto «la condición de no-arte» es lo que he denominado objetualidad. Es como si la objetualidad, por sí sola, pudiera en las presentes circunstancias garantizar la identidad de algo, si no como no-arte, al menos, como algo que no es ni pintura ni escultura; o como si una obra de arte —más exactamente, una obra de pintura o escultura modernistas- no fuera, en algún aspecto esencial, un objeto. En cualquier caso, hay un fuerte contraste entre la adopción literalista de la objetualidad —casi como si se tratase propiamente de arte- y el imperativo que se ha autoimpuesto la pintura modernista de anular o suspender su propia objetualidad a través del médium de la figura. De hecho, desde la perspectiva de la pintura modernista reciente, la posición literalista manifiesta una sensibilidad que no es, simplemente, distinta, sino antitética a la suya: como si, desde tal perspectiva, las exigencias del arte y las condiciones de la objetualidad entraran en conflicto directo. Se plantea entonces la siguiente cuestión: ¿qué es lo que sucede con la objetualidad, proyectada e hipostasiada por los literalistas, que hace que ésta sea, si bien solamente desde la perspectiva de la pintura modernista reciente, antitética al arte?
te el arte o el arte de la pintura, en sí mismos, sino en qué consiste irreductiblemente el buen arte como tal. O, más bien, ¿cuál es el origen último del valor o la calidad en el arte?». Pero yo diría que lo que ha significado el modernismo es que las dos cuestiones —¿en qué consiste el arte de la pintura? y ¿en qué consiste ia buena pintura?- ya no se pueden separar; la primera desaparece, o tiende a desaparecer, cada vez más, dentro de la segunda (evidentemente, estoy aquí en desacuerdo con la versión del modernismo que se presenta en la introducción a Tres pintores americanos [ensayo que se reimprime en este libro]). Para la naturaleza de la esencia y la convención en las artes modernistas se pueden ver, además, mis ensayos sobre Stella y Olitski citados en la nota 3 anterior, así como Stanley Cavell, «Music Discomposed» y las «Respuestas» a los críticos de dicho ensayo, que fueron publicados como parte de un simposio por la Universiry of Pittsburgh Press, en un volumen titulado Art, Mind and Religión. [Para dichos ensayos véase Cavell, «Music Discomposed» y «A Marter of Meaning It», en Must We Mean What We Say>. A Book ofEssays, Nueva York, 1969, pp. 180-237.-M.F., 1996.] 7 Greenberg, Modemism with a Vengeance, p. 252. 8 Ibid., pp. 253-254. 178
La respuesta que quiero proponer es ésta: la adopción literalista de la objetualidad no es otra cosa que un alegato a favor de un nuevo género de teatro, y el teatro es ahora la negación del arte. La sensibilidad literalista es teatral porque, para empezar, está relacionada con las actuales circunstancias en las que el espectador se encuentra con la obra literalista. Morris lo hace explícito. Mientras que en el arte anterior «lo que se consigue con la obra se localiza estrictamente dentro [de ella]», la experiencia que se tiene del arte literalista lo es de un objeto en una situación —una situación que, prácticamente por definición, incluye al espectador. «La mejor de las nuevas obras crea relaciones fuera de la obra y hace que éstas sean una función del espacio, de la luz y del campo de visión del espectador. El objeto no es nada más que una de las condiciones dentro de la estética más novedosa. Es, en cierto modo, más reflexiva, porque la conciencia de uno mismo existiendo en el mismo espacio en que se encuentra la obra es más fuerte que en obras anteriores, con sus múltiples relaciones internas. Somos más conscientes que antes de que nosotros mismos estamos estableciendo relaciones cuando aprehendemos el objeto desde varias posiciones y bajo condiciones de luz y un contexto espacial cambiantes.»
Morris cree que esta conciencia se intensifica por «la fuerza de lo constante, de la figura conocida, de la Gestalt», frente a la que la apariencia de la obra está siendo comparada, desde diferentes puntos de vista. También está intensificada por las grandes proporciones de muchas obras literalistas: «La conciencia de las proporciones es una función de la comparación entre dicha constante, el tamaño del propio cuerpo y el objeto. El espacio entre el sujeto y el objeto está implicado en semejante comparación.»
Cuanto más grande es el objeto, mayor es la necesidad que tenemos de ponernos a distancia de él: «Esto es necesario, una distancia más grande del objeto en el espacio con respecto a nuestros cuerpos, con el fin de que pueda verse totalmente, para construir el modo público o no personal [que Morris defiende]. No obstante, es precisamente esta distancia entre el objeto y el objeto lo que crea una situación más amplia, porque la participación física llega a ser necesaria.»
La teatralidad de la idea de Morris del «modo público o no personal» parece obvia: la magnitud de la obra, en conjunción con su carácter unitario, no relacional, distancia al espectador -no ya física, sino psicológicamente-. Podríamos decir que es precisamente este distanciamiento lo que convierte al espectador en un sujeto y a la obra en cuestión... en un objeto. Pero de ello no se sigue que, cuanto más grande sea una obra, mayor será, seguramente, su carácter «público»; por el contrario, «si se sobrepasa cierto tamaño, el objeto puede llegar a abrumar y las dimensiones gigantescas convertirse en una carga». Morris quiere lograr la presencia a través de la objetualidad, lo que requiere una cierta amplitud de proporciones, en lugar de hacerlo 179
únicamente a través del tamaño. Pero también es consciente de que la distinción es todo menos rigurosa y rápida: «Pues el espacio de la habitación misma es un factor constructivo, tanto en su forma cúbica como en función del tipo de compresión que habitaciones de diferentes medidas y proporciones puedan llevar a cabo sobre los términos sujeto-objeto. Que el espacio de la habitación llegue a tener tanta importancia, no significa que se establezca una situación ambiental. El espacio total queda alterado, de un modo alentador, en ciertos aspectos deseables, por la presencia del objeto. No está controlado, en el sentido de resultar ordenado por un agregado de objetos o por algún tipo de configuración del espacio que rodee al espectador.»
El objeto, no el espectador, debe continuar siendo el centro o foco de la situación, si bien la situación misma pertenece al espectador —es su situación—. O, como Morris ha señalado, «deseo subrayar que las cosas están en el espacio consigo mismas, más que... [que] uno esté en el espacio rodeado de cosas». Una vez más, no hay ninguna distinción clara o rigurosa entre los dos estados de cosas: uno siempre está, después de todo, rodeado de cosas. Pero las cosas que son obras de arte literalistas deben enfrentarse, de algún modo, al espectador —podríamos decir que no deben situarse, precisamente, en su espacio, sino en su camino-. Nada de esto, afirma Morris, «indica una pérdida de interés hacia el objeto en sí mismo. Pero de lo que se trata ahora es de lograr un mayor control de... la situación en su totalidad. El control es necesario si tienen que entrar en funcionamiento las variables del objeto, la luz, el espacio y el cuerpo. No es que el objeto haya llegado a tener menos importancia. Simplemente es que ha llegado a tener una menor importancia para sí mismo».
Merece la pena, en mi opinión, señalar que «la situación en su totalidad» significa exactamente esto: todo —incluyendo, al parecer, el cuerpo del espectador—. No hay nada dentro de su campo de visión -nada de lo que tome nota de alguna forma— que ponga de manifiesto su irrelevancia para la situación y, por tanto, para la experiencia en cuestión. Por el contrario, para que algo sea percibido en su totalidad, tiene que ser percibido como parte de esa situación. Todo cuenta —no como parte del objeto, sino como parte de la situación en la que su objetualidad queda establecida y de la que dicha objetualidad depende, al menos parcialmente.
Además, la presencia del arte literalista, que Greenberg fue el primero en analizar, es, básicamente, un efecto o cualidad teatral —una especie de presencia en escena-. No es ya una función de la importunidad e incluso de la agresividad que tiene frecuentemente la obra literalista, sino de la especial complicidad que dicha obra arranca del espectador. Se dice que algo tiene presencia cuando exige al espectador que lo tenga en cuenta, que lo tome en serio —y cuando el cumplimiento de dicha exigencia consiste, simplemente, en tener conciencia de la obra y, por así decirlo, actuar en consecuencia- (ciertas formas de seriedad están vedadas al espectador por 180
la propia obra, es decir, por las que establecieron las pinturas y esculturas más hermosas del pasado reciente; pero, por supuesto, éstas son formas de seriedad con las que la mayor parte de la gente apenas se sentía a gusto o encontraba todavía tolerables). Una vez más, la experiencia de estar distanciado de la obra en cuestión parece crucial: el espectador es consciente de que guarda una relación indeterminada, abierta —y no rigurosa— como sujeto con el impasible objeto que está en la pared o en el suelo. En realidad, en mi opinión, estar distanciado de tales objetos no es algo completamente diferente de sentirse distanciado, o lleno, por la presencia silenciosa de otra persona, la experiencia de tropezar inesperadamente con objetos literalistas -por ejemplo, en algunas habitaciones oscurecidas— puede ser algo fuertemente, aunque momentáneamente— inquietante en este sentido. Hay tres razones principales por las cuales esto es así. En primer lugar, el tamaño de muchas obras literalistas, como se deriva de los comentarios de Morris, se compara, de una forma bastante estrecha, con el del cuerpo humano. Resultan altamente sugerentes, en este contexto, las respuestas que diera Tony Smith a las preguntas sobre su cubo de seis pies, Die (1962; fig. 63): Pregunta: ¿Por qué no lo hizo más grande, de tal modo que pudiera destacar por encima del espectador? Respuesta: No estaba haciendo un monumento. Pregunta: Entonces, ¿por qué no lo hizo más pequeño, para que el espectador pudiera verlo desde arriba? Respuesta: No estaba haciendo un objeto9.
Un modo de describir lo que Smith estaba haciendo podría ser algo así como el sustituto de una persona —esto es, una especie de estatua—. (Esta lectura encuentra apoyo en el pie de una fotografía de otra de las obras de Smith, La caja negra (19631965; fig. 64), publicada en el número de diciembre de 1967 de Artforum, en la que Samuel Wagstaflfhijo, presumiblemente con la aprobación del artista, comentó que, «uno puede ver dos piezas de dos por cuatro bajo la obra que impiden que ésta parezca una arquitectura o un monumento, y realza su condición de escultura». Las dos piezas de dos por cuatro son, en efecto, un pedestal rudimentario y refuerzan, por tanto, la cualidad que tiene la obra como algo semejante a una estatua.) En segundo lugar, las entidades o seres encontrados en la experiencia cotidiana en términos que se aproximan más estrechamente a los ideales literalistas de lo no relacional, lo unitario y lo holístico, son otras personas. De modo similar, la predilección literalista por la simetría y, en general, por un tipo de orden que «es simplemente el orden... de una cosa tras otra», no está enraizada, como Judd parece creer, en nuevos principios filosóficos y científicos, con independencia de cómo los conciba, sino en la naturaleza. Y, en tercer lugar, el aparente carácter hueco de la mayor parte de la obra literalista —la cualidad de tener un interior— es algo, casi descaradamente, antropomórfico. Es, como han admitido numerosos comentaristas, como si la obra en cuestión tuviera una vida interior, incluso secreta —un efecto que se hace quizá más explícito en Sin título de Morris (1965; fig. 60), una especie de gran anillo dividido en dos mitades, con una luz fluorescente en su interior que ilumina el reduci-
' Citado por Morris como epígrafe para sus «Notes on Sculpture, Parte 2».
181
do espacio que hay entre ambas. Tony Smith ha dicho, en la misma línea, que «estoy interesado en la inescrutabilidad y carácter misterioso de las cosas»10. También se le han atribuido las siguientes declaraciones: «He llegado a tener un interés, cada vez mayor, por las estructuras neumáticas. En éstas, todo el material está en tensión. Pero es la naturaleza de la forma lo que me llama la atención. Las formas biomórficas que resultan de la construcción tienen, para mí, las características propias de un sueño, al menos, de lo que se dice que es, claramente, un típico sueño americano»".
El interés de Smith por las estructuras neumáticas puede parecer sorprendente, pero es coherente, tanto con su propia obra, como con la sensibilidad literalista en general. Las estructuras neumáticas pueden ser descritas como huecas de verdad -el hecho de que no sean «masas sólidas, duras» (Morris) y de que respondan a una exigencia, en lugar de darse por supuestas—. Y que las formas que resultan sean «biomórficas» revela, en mi opinión, algo sobre el significado del carácter hueco del arte literalista.
Sugiero, por tanto, que en el corazón de la teoría y la práctica literalistas podemos encontrar una especie de naturalismo escondido o latente, un auténtico antropomorfismo. Lo mismo sucede, prácticamente, con el concepto de presencia, lo que difícilmente se puede poner de manifiesto de una forma tan clara como en la afirmación de Tony Smith, «no las concebía [esto es, las esculturas que hacía "siempre"] como esculturas, sino como una especie de presencias». La latencia o carácter oculto del antropomorfismo ha sido tal que los propios literalistas, como hemos visto, han tenido la libertad de calificar el arte modernista al que ellos se oponen, por ejemplo, las esculturas de David Smith y de Anthony Caro, como antropomórfico —una caracterización cuyos dientes, para empezar, imaginarios, acaban de ser extraídos—. No obstante, por la misma razón, lo importante no es que la obra literalista sea una obra antropomórfica, sino que su significado e, igualmente, el carácter oculto de su antropomorfismo, sean incurablemente teatrales (no todas las formas de arte literalista ocultan o enmascaran su antropomorfismo; la obra de figuras menores como Michael Steiner lleva el antropomorfismo a flor de piel). La distinción crucial que propongo es la de la obra que es, fundamentalmente, teatral, y la obra que no lo es. Es la teatralidad la que, con independencia de las diferencias que haya entre ellas, une a artistas como Ronald Bladen y Robert Grosvenor12, artistas que han conseguido que
"' Todas las afirmaciones de Tony Smith, a excepción del intercambio de preguntas y respuestas citado por Morris, han sido tomadas de Samuel Wagstaff hijo, «Talking to Tony Smith», Artforum, 5 (diciembre de 1966), pp. 14-19, y reimpresas (con ciertas omisiones) en Battcock (ed.), Minimal Art, pp. 381-386. " Estas afirmaciones aparecen en la entrevista de Wagstaff, en Artforum (p. 17), aunque no lo hacen en la nueva publicación de dicha entrevista en Minimal Art.— M.F., 1966. 12 En el catálogo de la exposición Primary Structures celebrada la primavera pasada en el Jewish Museum, Bladen escribió, «¿Cómo se puede convertir lo intetior en exterior?», y Grosvenor, «no quiero
182
«las proporciones gigantescas [se conviertan] en una carga» (Morris), con otros más comedidos como Judd, Morris, Cari Andre, John McCracken, Sol Le Witt -y, a pesar del tamaño de alguna de sus obras- Tony Smith13. Y es en aras del teatro, aunque no explícitamente en su nombre, por lo que la ideología literalista rechaza tanto la pintura modernista como, al menos en la obra de sus representantes recientes más destacados, la escultura modernista. La descripción que hace Tony Smith de un paseo nocturno en coche por la autopista en construcción de Nueva Jersey es, a este respecto, una referencia inevitable: «Me encontraba dando clases en la Cooper Union, en el primero o segundo año de la década de los cincuenta, cuando alguien me explicó cómo podía llegar a la autopista en construcción de Nueva Jersey. Me llevé a tres estudiantes y conduje desde algún lugar de las Praderas hasta New Brunswick. Era una noche oscura y no había ni luces, ni señales reflectantes, ni líneas, ni vallas, ni ninguna otra cosa que no fuera el negro pavimento discurriendo a lo largo de un paisaje de llanuras, bordeado a lo lejos por colinas, pero salpicado por chimeneas, torres, humos y luces de colores. Este viaje fue una experiencia reveladora. La carretera y gran parte del paisaje eran artificiales y, aun así, no podía decirse que se tratase de una obra de arte. Por otra parte, consiguió que se produjese algo en mí que el arte no había logrado nunca. Al principio, no supe lo que era, pero tuvo como consecuencia que me desprendiese de muchas opiniones que había mantenido acerca del arte. Parecía como si allí hubiera existido una realidad que no hubiese tenido ninguna expresión dentro del arte. La experiencia de la carretera era algo planeado, pero no socialmente reconocido. Pensaba, para mis adentros, que parecía claro que éste era el fin del arte. Después de todo, la mayoría de las pinturas parecían pictóricamente hermosas. No hay forma de poderla enmarcar, únicamente tienes que experimentarla. Más tarde, descubrí en Europa algunas pistas de aterrizaje abandonadas -obras abandonadas, paisajes surrealistas, algo que no tenía ningún uso, ninguna función, mundos creados sin tradición-. Comencé a apreciar los paisajes artificiales sin precedentes culturales. Hay un campo de instrucción en Nuremberg tan grande como para acoger a dos millones de hombres. Todo el campo está rodeado por altos muros y torres. El acceso de hormigón está formado por escalones de tres por sesenta pulgadas, uno sobre otro, extendiéndose a lo largo de, aproximadamente, una milla.» Lo que parece haber sido revelado a Smith esa noche fue la naturaleza pictórica de la pintura -incluso, se podría decir, la naturaleza convencional del arte-. Y Smith no parece haber interpretado esto como algo que ponía al descubierto la esencia del arte, sino como algo que anunciaba su fin. En comparación con la autopista sin señalizar, sin alumbrado, casi sin estructurar -de una forma más precisa, con la autopista experimentada desde dentro del coche, viajando sobre ella—, el arte parece haber impresionado a Smith, como si se tratase de algo que era casi absurdamente
que mi obra se conciba como una 'escultura de grandes proporciones', hay ideas que actúan en el espacio que hay entre el suelo y el techo». Resulta obvia la pertinencia de estas afirmaciones al respecto de lo presentado como evidencia a favor de la teatralidad de la teoría y la práctica literalistas (catálogo de la exposición Primary Structures: Younger American and British Sculptors, celebrada en el jewish Museum de Nueva York, del 27 de abril al 12 de junio de 1966, sin número de páginas). 13 Es también la teatralidad lo que vincula entre sí a todos estos artistas con otras figuras tan dispares como Kaprow, Cornell, Rauschenberg, Oldenburg, Flavin, Smithson, Kienholz, Segal, Samaras, Christo, Kusama... La lista podría continuar indefinidamente.
183
pequeño («Todo el arte de hoy en día es un arte de sellos de correos», ha dicho), limitado, convencional. Parece haber llegado a sentir que no había forma alguna de «enmarcar» su experiencia de la carretera, ninguna forma de entender su sentido en términos de arte, de convertirla en arte, al menos, tal y como era el arte en aquel entonces. Más bien, «tenías que experimentarlo» —tal y como sucede, tal y como es, sin más— (la experiencia, por sí sola, es lo que importa). No hay ningún indicio de que esto sea, de algún modo, problemático. Smith pensaba claramente que esta experiencia era totalmente asequible para cualquiera, no sólo en principio, sino de hecho, y no se planteaba la cuestión de si la había tenido o no realmente. Esta referencia a Smith se puede contemplar en el marco de sus elogios a Le Corbusier, como un autor «más asequible» que Miguel Ángel: «La experiencia directa y primitiva del Edificio del Tribunal Supremo en Chandigarth es semejante a la de la contemplación de los pueblos del sudoeste bajo un fantástico y pronunciado acantilado. Esto es algo que todo el mundo puede entender». No creo que sea necesario añadir que el carácter asequible del arte modernista no es de este tipo, ni tampoco que la corrección o pertinencia de las convicciones de cada cual sobre obras modernistas específicas, convicciones que tienen su principio y su fin en la experiencia que tenga cada uno de la obra en sí misma, es siempre una cuestión que plantea dudas. Pero, ¿qué tipo de experiencia fue la que tuvo Smith en la autopista? O, formulando la misma pregunta de otro modo, si la autopista, las pistas de aterrizaje y los campos de instrucción no son obras de arte, ¿qué son? ¿Qué pueden ser, realmente, sino situaciones vacías o «abandonadas»? Y, ¿no fue acaso la experiencia de Smith, una experiencia de lo que he denominado teatro! Es como si la autopista, las pistas de aterrizaje y el campo de instrucción tan sólo revelasen la naturaleza teatral del arte literalista prescindiendo del objeto, esto es, prescindiendo del arte mismo —como si el objeto sólo fuera necesario dentro de un recinto1* (o, tal vez, en algunas circunstancias menos extremas que éstas)-. En cada uno de los casos anteriores, el objeto es, por así decirlo, reemplazado por algo: por ejemplo, en la autopista, por el flujo constante de la carretera, la sucesión simultánea de nuevos tramos de oscuro pavimento iluminados por los potentes faros, por la idea de la autopista misma como algo enorme, perdido, abandonado, que existía tan sólo para Smith y para aquellos que le acompañaban en el coche... Este último punto es importante. Por una parte, la autopista, las pistas de aterrizaje y los campos de instrucción no pertenecen a nadie; por otra, la situación creada por la presencia de Smith es, en cada caso, sentida por él como suya. Además, en cada uno de estos casos, su esencia es la posibilidad de que se desarrollen de modo indefinido. Lo que reemplaza al objeto -lo que desempeña el mismo trabajo de distanciar o aislar al espectador, de convertirlo en un sujeto, de que el objeto se encuentre dentro de un recinto cerrado- es, sobre todo, la infinitud o ausencia de objeto del acceso, del flujo o la perspectiva. Es su carácter explícito, es decir, la total persistencia con la que se presenta la propia experiencia como si se dirigiese a él desde fuera (en la autopista, desde fuera del coche), lo que, simultáneamente, le convierte en un sujeto —lo que lo hace sujeto— y hace que la
14 La idea de la existencia de un recinto es importante, fundamentalmente de un modo clandestino, pata el arte y la teoría literalistas. En realidad, esta palabra puede ser sustituida, a menudo y en último término, por la palabra «espacio»: se dice que algo está en mi espacio, en el caso de que esté conmigo en el mismo recinto (y si está en él, de tal manera que difícilmente puedo obviar su presencia).
184
experiencia misma sea semejante a la de un objeto o, más bien, de la objetualidad. No resulta raro que las especulaciones de Morris sobre cómo poner una obra literalista al aire libre sigan siendo, extrañamente, poco convincentes: «¿Por qué no ponemos la obra al aire libre y cambiamos, posteriormente, las condiciones? Hay una necesidad real de permitir que este nuevo paso se lleve a la práctica. Las salas de escultura arquitectónicamente diseñadas no son la respuesta, ni lo es tampoco la colocación de la obra en el exterior de formas arquitectónicas cúbicas. De manera ideal, es el espacio, prescindiendo de la arquitectura como fondo y referencia, lo que proporcionaría esas condiciones diferentes.»
A menos que las obras sean colocadas en un contexto totalmente natural, algo que Morris no parece preconizar, deberá construirse algún tipo de escenario artificial, aunque éste no sea completamente arquitectónico. Lo que los comentarios de Smith parecen sugerir es, que cuanto más impresionante sea el escenario construido —lo que equivale a decir, impresionante como teatro-, más superfluas se vuelven las obras.
El relato que hiciera Smith de su experiencia en la autopista sirve de testimonio de la profunda hostilidad del teatro hacia las artes y revela, precisamente, debido a la ausencia del objeto y de lo que ocupa su lugar, lo que podría denominarse la teatralidad de la objetualidad. No obstante, por la misma razón, el imperativo de que la pintura modernista anule o suspenda su objetualidad es, en el fondo, el imperativo de que ésta anule o suspenda el teatro. Y esto significa que hay una guerra constante entre el teatro y la pintura modernista, entre lo teatral y lo pictórico —una guerra que, a pesar del rechazo explícito por parte de los literalistas de la pintura y la escultura modernistas, no es básicamente una cuestión de programa e ideología, sino de experiencia, convicción, sensibilidad-. (Fue una experiencia particular, por ejemplo, la que engendró en Smith el convencimiento de que la pintura —y las artes como tales— habían llegado a su fin.) La rigidez y la aparente imposibilidad de llegar a un acuerdo propias de este conflicto son algo nuevo. Señalé, al principio, que la objetualidad ha llegado a convertirse en un problema para la pintura modernista tan sólo con el paso de los años. Esto no equivale a decir, sin embargo, que antes de llegar a la situación actual, las pinturas o las esculturas fueran simplemente objetos. Pienso que estaría más cerca de la verdad decir que éstas, simplemente, no existían15. El riesgo, e incluso la posibilidad, de concebir las obras de arte como si no fueran más que objetos, no existe. El hecho de que tal posibilidad comenzase a presentarse alrededor de 1960 fue, en gran medida, el resultado de los desarrollos que se produjeron dentro de la pintura modernista. Más o menos, cuanto más asimilables a objetos han llegado a parecer ciertas pinturas avanzadas, en mayor medida se ha podido entender toda la historia de la pintura desde
15 Al discutir esta cuestión con Stanley Cavell me dijo que en una ocasión, en un seminario, afirmó que, para Kant, en la Crítica del Juicio, una obra de arte no era un objeto.—M.F., 1966.
185
Manet —de forma engañosa, creo—, como si consistiera en la progresiva (aunque, en el fondo, inadecuada) revelación de su objetualidad esencial16, y más imperiosa ha llegado a ser para la pintura modernista la necesidad de hacer explícita su esencia convencional —específicamente, su esencia pictórica—, anulando o suspendiendo su propia objetualidad a través del médium de la figura. Esta concepción de la pintura modernista como si tendiese a la objetualidad está implícita en la afirmación de Judd, «Las obras nuevas [esto es, literalistas] se parecen a la escultura más que a la pintura, pero están más próximas a la pintura»; y esta es la concepción en la que se basa, en general, la sensibilidad literalista. La sensibilidad literalista es, por tanto, una respuesta a los mismos desarrollos que han obligado enormemente a la pintura modernista a perder su objetualidad -de forma más precisa, los mismos desarrollos vistos de manera diferente, es decir, en términos teatrales, por una sensibilidad que ya es teatral, que ya está (por decir lo peor) corrompida o pervertida por el teatro. De modo similar, lo que ha obligado a la pintura modernista a anular o suspender su propia objetualidad, no son precisamente sus desarrollos internos, sino la misma general, envolvente y contagiosa teatralidad que corrompiera la sensibilidad literalista en primer lugar y que, debido al interés de los desarrollos en cuestión —y la pintura modernista, en general-, no se ven nada más que como una débil y mitigada forma de teatro. Era necesario romper los dedos de ese interés que convertía la objetualidad en un problema para la pintura modernista. La objetualidad se ha convertido también en un problema para la escultura modernista. Esto es verdad, a pesar del hecho de que la escultura, al ser tridimensional, se asemeja tanto a los objetos cotidianos como a la obra literalista de una forma que la pintura no hace. Casi diez años antes, Clement Greenberg resumió con las siguientes palabras lo que, a su entender, era la aparición de un nuevo «estilo» escultórico, cuyo maestro era, indudablemente, David Smith: «Dar una sustancia completamente óptica y una forma bien pictórica, escultórica o arquitectónica, como parte integrante del espacio ambiente —esto hace que el antiilusionismo vuelva al punto de partida—. En lugar de la ilusión de las cosas nos encontramos ahora con la ilusión de las modalidades: a saber, dicha materia es incorpórea, ingrávida y existe sólo ópticamente como un espejismo»'7.
Desde 1960, el escultor inglés Anthony Caro, cuya obra se resiste de un modo más específico que la de David Smith a ser concebida en términos de objetualidad, ha llevado esta tendencia a una sucesión de momentos culminantes (véanse las figuras 32-55, p. XIII y XIV). Quiero decir que una escultura típica de Caro consiste en la mutua y desnuda yuxtaposición de las vigas en I, vigas de todo tipo, cilindros, tro-
16 Una manera de describir esta interpretación podría ser, decir que ésta extrae algo así como una falsa inferencia a partir del hecho de que el reconocimiento, cada vez más explícito, de las características literales del soporte, ha sido central para el desarrollo de la pintura modernista: a saber, que la literalidad como tal es un valor artístico de suprema importancia. En «La figura como forma» defendí que esta inferencia es ciega ante ciertas consideraciones vitales, y que la literalidad —de forma más precisa, la literalidad del soporte—, es un valor sólo dentro de la pintura modetnista, y, por tanto, tan sólo como consecuencia de que la historia de dicha empresa haya hecho que lo sea. r Clement Greenberg, «The New Sculpture», en Art and Culture: Critical Essays, Boston, 1961, p. 144.
186
zos de tubería, hojas de metal y rejas de las que consta, más que del objeto compuesto que conforman. La inflexión mutua de un elemento por otro, más que la identidad de cada uno de ellos, es lo que resulta crucial —aunque, por supuesto, el hecho de alterar la identidad de cualquier elemento sería, al menos, algo tan drástico como alterar su colocación (la identidad de cualquier elemento tiene la misma importancia que tiene el hecho de que sea un brazo, o este brazo, que hace un gesto particular, o el hecho de que sea esta palabra o esta nota y no otra la que aparece en un lujpr particular de una frase o una melodía). Unos elementos individuales confieren significado a otros, precisamente, en virtud de su yuxtaposición: de acuerdo con este sentido, un sentido inevitablemente unido a la idea de significado, todo lo que merece la pena contemplar del arte de Caro se encuentra en su sintaxis. El hecho de que Caro se concentre en la sintaxis significa, en opinión de Greenberg, «un énfasis en la abstracción, en la diferencia radical con respecto a la naturaleza». Y Greenberg continúa afirmando que «ningún otro escultor ha ido tan lejos a partir de la lógica estructural de las cosas cotidianas ponderables»18. No obstante, merece la pena subrayar que esta es una función de algo más que de las pequeñas dimensiones, del carácter abierto, de ser una suma de partes, de la ausencia de perfiles cerrados y de centros de interés, de la falta de nitidez, etcétera, de las esculturas de Caro. No vencen o alivian la objetualidad imitando exactamente los gestos, sino, más bien, la eficacia del gesto; al igual que ciertas formas de música y de poesía, poseen un conocimiento del cuerpo humano y de cómo éste tiene una significación de innumerables formas y modos. Es como si las esculturas de Caro esencializaran el carácter significativo como tal -como si la posibilidad de dar un significado a lo que decimos y hacemos, fuera lo único que hiciera posible la escultura. Es imprescindible añadir que todo esto hace del arte de Caro una fuente de la sensibilidad antiteatral y antiliteralista. Hay otro aspecto más general por el que la objetualidad se ha convertido en un problema para la escultura modernista reciente más ambiciosa, y que tiene que ver con el color. Es este un asunto difícil e importante y no aspiro aquí más que a rozarlo. No obstante, podemos decir, brevemente, que el color no ha llegado a ser problemático para la escultura modernista en el sentido de que se le haya aplicado, sino debido a que el color de una escultura dada, el que se le ha aplicado, o bien, el propio de su material en estado natural, es idéntico a su superficie. Y, en la medida en que todos los objetos tienen una superficie, ser consciente de la superficie de la escultura implica serlo también de su objetualidad -por ello amenazan con limitar o mitigar el socavamiento de la objetualidad logrado por medio de la opticalidad y, en las obras de Caro, también por medio de su sintaxis—. Creo que la escultura reciente de
18 La afirmación de que «todo lo que merece la pena contemplar del arte de Caro —excepto el color— se encuentra en su sintaxis» aparece en la introducción que hice para la exposición de la Whitechapel Art Gallery (reimpresa en este libro como «Anthony Caro»). Se cita con la autorización de Greenberg, quien hizo a continuación las afirmaciones citadas más arriba, en «Anthony Caro», Arts Yearbook, n.° 8 (1965), reimpreso como «Contemporary Sculpture: Anthony Caro», en Modemism with a Vengeance, pp. 205208. El primer paso que Caro diera en esta dirección, la eliminación del pedestal, parece haber sido motivado, viéndolo en forma retrospectiva, por el deseo de presentar su obra sin ayudas artificiales, tanto como por la necesidad de socavar su objetualidad. Su obra ha revelado hasta qué punto el hecho de colocar simplemente algo sobre un pedestal ratifica su objetualidad, si bien el hecho de eliminar simplemente el pedestal no es algo que socave en sí mismo su objetualidad, como lo demuestra la obra literalista.
187
Jules Olitski, Bunga 45 (1967; fig. 21) debería ser interpretada en relación con todo esto. Bunga 45 consta, aproximadamente, de quince a veinte tubos de metal, de diez pies de largo y de varios diámetros, situados en posición vertical, fijados entre sí, y sobre los que se ha pulverizado pintura de diferentes colores; el tono dominante va del amarillo al amarillo anaranjado, pero las partes superior y «posterior» de la obra están bañadas en rosa oscuro, y una mirada atenta a la misma revela la presencia de salpicaduras, e incluso de finos hilillos de verde y también de rojo. Se han pintado una banda roja bastante ancha alrededor de la parte superior de la obra, al mismo tiempo que una banda mucho más delgada pintada con dos azules diferentes (uno en la parte «anterior» y otro en la «posterior»), limita la parte inferior. Obviamente, Bunga 45guarda una íntima relación con las pinturas de Olitski realizadas con spray, especialmente, las del año pasado, aproximadamente, y en las que ha trabajado con pintura y pincel en o cerca de los límites del soporte. Al mismo tiempo, esto equivale a algo más que a un simple intento de transformar o «traducir» sus pinturas en esculturas, a saber, a un intento de convertir la superficie —la superficie, por así decirlo, de la pintura- como médium de la escultura. El uso de tubos, cada uno de los cuales uno puede ver, increíblemente, como si fueran planos —esto es, planos, pero enrollados- convierte la superficie de Bunga 45 en una superficie que se parece más a la de una pintura que a la de un objeto: al igual que la pintura, y a diferencia tanto de los objetos cotidianos como de las demás esculturas, Bunga 45 es superficie en su totalidad. Y, por supuesto, lo que proclama o determina dicha superficie es el color, el color pulverizado de Olitski.
Al llegar a este punto, quiero hacer una afirmación que no puedo esperar llegar a probar o sustanciar, aunque creo, sin embargo, que es cierta: el teatro y la teatralidad no están hoy en guerra, simplemente, con la pintura modernista (o con la pintura y la escultura modernistas), sino con el arte como tal —y en la medida en que las diferentes artes puedan ser descritas como modernistas, con la sensibilidad modernista como tal—. Esta afirmación se puede dividir en tres proposiciones o tesis: 1. El éxito y hasta la superviviencia de las artes han llegado a depender, cada vez más, de su habilidad para vencer al teatro. No hay un lugar donde esto sea más evidente que dentro del propio teatro, donde la necesidad de vencer a lo que he denominado como teatro se ha hecho sentir, sobre todo, como la necesidad de establecer una relación drásticamente diferente con su audiencia (los textos más pertinentes al respecto son, por supuesto, los de Brecht y Artaud)19. Pues el teatro tiene una
" Esa necesidad de lograr una relación nueva con el espectador, necesidad que Brecht sintió y discutió repetidas veces en sus escritos sobre teatro, no era, simplemente, una consecuencia de su marxismo. Por el contrario, su descubrimiento de Marx parece haber sido, en parte, el descubrimiento de a qué se podría parecer dicha relación, de qué podría significar ésta: «Cuando leí El Capital de Marx, entendí mis obras. Naturalmente, me gustaría ver ampliamente divulgado este libro. Por supuesto, esto no significa que hubiera descubierto haber escrito inconscientemente un montón de obras marxistas; pero este hombre, Marx, ha sido el único espectador de mis obras que siempre he deseado tener» (Bertold Brecht, Brecht on Theater, edición y traducción de John Willett, Nueva York, 1964, pp. 23-24).
188
audiencia -existe para ella—, en un sentido que no tienen las demás artes. En realidad, esto es lo que la sensibilidad modernista encuentra intolerable, por regla general y más que cualquier otra cosa, en el teatro. Se debe señalar aquí que el arte literalista también posee una audiencia, aunque se trate de una audiencia algo especial: que el espectador se enfrente a la obra literalista dentro de una situación que experimenta como suya, significa que hay un sentido importante en el que la obra en cuestión sólo existe para él, incluso en el caso de que no se encuentre realmente a solas con la obra en ese preciso momento. Puede parecer paradójico afirmar, al mismo tiempo, que la sensibilidad literalista aspira al ideal de lograr «algo que todo el mundo pueda comprender» (Smith) y que el arte literalista se dirija al espectador en solitario, pero la paradoja es únicamente aparente. Sólo hace falta que alguien entre en el recinto en el que está expuesta la obra literalista para convertirse en ese espectador, en la audiencia citada —prácticamente, como si la obra en cuestión le hubiera estado esperando—. Y, en la medida en que la obra literalista depende del espectador, está incompleta sin él, le ha estado esperando. Y, una vez se encuentra en el recinto, la obra se niega, obstinadamente, a dejarle solo -lo que equivale a decir que se niega a dejar de estar frente a él, a distanciarse, a aislarse de él- (dicho aislamiento no es soledad a menos que dicho enfrentamiento sea comunión). Es el triunfo sobre el teatro lo que la sensibilidad modernista encuentra más digno de ensalzar y lo que experimenta como el sello distintivo de las más altas manifestaciones artísticas de nuestro tiempo. Hay, sin embargo, un arte que, por su propia naturaleza, escapa por completo del teatro —el cine—20. Esto permite explicar por qué las películas, en general, incluyendo las que son francamente pésimas, resultan aceptables a la sensibilidad modernista, mientras que todas las pinturas, esculturas y obras musicales, salvo las de mayor éxito, no lo son. Debido a que el cine elude el teatro —casi de manera automática— ofrece bienvenida y refugio a las sensibilidades en guerra con el teatro y la teatralidad. Al mismo tiempo, la automática y segura naturaleza del refugio -más exactamente, el hecho de que proporcione un refugio frente al teatro y no un triunfo sobre él, absorción en lugar de convicción—, significa que el cine, aun el más experimental, no es un arte modernista. 2. El arte degenera cuando adquiere la condición de teatro. El teatro es el común denominador que enlaza entre sí una extensa y aparentemente dispar variedad de actividades, y lo que distingue a dichas actividades de las empresas tan radicalmente diferentes de las artes modernistas. Aquí resulta central, como en otros lugares, la cuestión del valor o nivel. Por ejemplo, el hecho de no consignar la enorme diferencia de calidad existente entre, digamos, la música de Elliot Cárter y la de John Cage, o entre las pinturas de Louis y las de Robert Rauschenberg, significa que las distinciones reales —entre las música y el teatro, en primer lugar, y entre la pintura y el teatro, en segunda— quedan desplazadas por la ilusión de que las barreras entre las artes están en vías de desmoronarse (se considerarían, correctamente, similares, las obras
20 Es una cuestión difícil explicar cómo las películas logran eludir el teatro y no hay duda de que merecería la pena llevar a cabo una fenomenología del cine que se concentrara en las semejanzas y diferencias existentes entre éste y el drama teatral —por ejemplo, que en las películas los actores no estén físicamente presentes, que la película misma se proyecte lejos de nosotros y la pantalla no se perciba como un tipo de objeto que guarde una relación física específica con nosotros.
189
de Cage y Rauschenberg) y que las artes mismas se encaminan, finalmente, hacia algún tipo de final, hacia una síntesis implosiva, altamente deseable. Por su parte, las artes individuales nunca han estado, en realidad, relacionadas más explícitamente con las convenciones que constituyen sus respectivas esencias. 3. Los conceptos de cualidad y valor—y en la medida en que éstos son centrales para el arte, el propio concepto de arte—, son significativos o totalmente significativos, tan sólo dentro de las artes particulares. Lo que se ha instalado entre las artes es el teatro. Es, pienso, significativo que, en sus diversas declaraciones, los literalistas hayan evitado, en gran medida, el problema del valor o calidad, al mismo tiempo que han demostrado tener dudas considerables a la hora de determinar si lo que hacían era o no arte. Describir su empresa como un intento de establecer un arte nuevo no disipa las dudas; a lo sumo, apunta a su origen. Es como si el propio Judd hubiera reconocido el carácter problemático de la empresa literalista al afirmar que «una obra sólo necesita ser interesante». Para Judd, así como para la sensibilidad literalista, en general, lo único que importa es si una obra dada es o no capaz de suscitar y conservar (su) interés. Por su parte, dentro de las artes modernistas, ninguna otra cosa, salvo la convicción —específicamente, la convicción de que una pintura, una escultura, un poema o una pieza musical particular puede o no puede soportar la comparación con la obra del pasado dentro de ese arte cuya calidad está fuera de dudas- tiene cierta importancia (la obra literalista está, a menudo, condenada —cuando está condenada— a ser aburrida; una acusación más fuerte sería decir que es meramente interesante). El interés de una obra determinada reside, en opinión de Judd, tanto en sus características globales como en la especificidad absoluta de los materiales de los que está hecha: «La mayoría de las obras exigen nuevos materiales, bien sean invenciones recientes o cosas no usadas con anterioridad en el arte... Los materiales varían enormemente y son, simplemente, materiales -fórmica, aluminio, laminado en frío, plexiglás, cobre rojizo, etcétera-. Son específicos. En el caso de que sean usados directamente, son aún más específicos. Son también generalmente agresivos. Hay una objetividad para la inexorable identidad de un material.»
Al igual que la forma de un objeto, los materiales no representan, ni significan ni aluden a nada; son lo que son y nada más. Y lo que son no es, estrictamente hablando, algo susceptible de ser comprendido, intuido, reconocido o incluso visto de una vez por todas. Más bien, la «inexorable identidad» de un material específico, así como la totalidad de su forma, está simplemente fijada, dada o establecida en el mismísimo principio, si no antes de éste. En consecuencia, la experiencia de ambas es la de la infinitud, la inagotabilidad, la de ser capaz de continuar indefinidamente, dejando, por ejemplo, que el material mismo se le presente a uno con toda su literalidad, con toda su «objetividad», sin que aparezca en ésta ninguna otra cosa al margen de ella misma. Morris ha escrito esto en una línea similar: «Lo característico de una Gesta.lt* es que, una vez que queda establecida toda la información sobre ella, qua Gestalt, queda agotada (uno no busca, por ejemplo,
* Una forma unitaria. [N. del T.]
190
la Gestalt de la Gestali)... Uno queda, por tanto, libre de la forma al mismo tiempo que ligado a ella. Libre o liberado, como consecuencia de haberse agotado la información sobre ella, corno forma, y ligado a ella, debido a que permanece constante e indivisible.»
Tony Smith incluye la misma nota en una declaración, cuya primera oración cité al principio: «Estoy interesado en la inescrutabilidad y el misterio de la cosa. Algo que sea obvio sobre su realidad (como el hecho de ser una lavadora o una bomba) no tiene mayor interés. Una jarra Bennington de barro, por ejemplo, tiene una cierta sutileza de color, una forma gruesa, sugiere, en general, sustancia, generosidad, sugiere sosiego, tranquilidad -cualidades que posee más allá de la pura utilidad-. Continúa alimentándonos una y otra vez. No podemos verla en un segundo, continuamos mirándola. Hay algo absurdo en el hecho de que puedas remontarte a un cubo de la misma forma.»
Al igual que los Objetos Específicos de Judd y las Gestalten o formas unitarias de Morris, el cubo de Smith es siempre algo de gran interés; uno nunca siente que éste termine en alguna parte, es inagotable. Sin embargo, no es inagotable debido a su riqueza -en esto consiste el carácter inagotable del arte-, sino debido a que no hay nada que agotar. Es infinito del mismo modo que podría serlo una carretera si fuera, por ejemplo, circular. La infinitud, el hecho de continuar de forma indefinida, es central tanto para la idea de interés como para la de objetualidad. En realidad, parece que ésta es la experiencia que más profundamente despierta la sensibilidad literalista y que los artistas literalistas persiguen objetivar en su obra —por ejemplo, por medio de la repetición de unidades idénticas (esa «una cosa tras otra» de Judd), lo que lleva a la conclusión de que las unidades en cuestión podrían multiplicarse hasta el infinito— 21 . El relato que hiciera Smith de su experiencia en la autopista en construcción consigna, casi explícitamente, esa emoción. De modo similar, la afirmación de Morris de que, en la mejor de las nuevas obras, al espectador se le hace consciente de que «establece relaciones consigo mismo cuando aprehende el objeto desde diversas posiciones y bajo condiciones variables de luz y de contexto espacial», equivale a afirmar que al espectador se le hace consciente de la infinitud y la inagotabilidad, si no del objeto mismo, en todo caso, de su experiencia de éste. Esta conciencia es aún más exacerbada debido a lo que se podría denominar carácter inclusivo de su situación, esto es, por el hecho, señalado al principio, de que todo lo que observa se considera parte de dicha situación y, por tanto, se cree que
21 Es decir, tenemos la impresión de que el número real de dichas unidades en una obra determinada es arbitrario, y que la obra misma —a pesar de la preocupación literalista por las formas bolistas— se conciben como un fragmento de, o una reducción de, algo infinitamente más grande. Esta es una de las diferencias más importantes entre la obra literalista y la pintura modernista, la cual se ha hecho más responsable que nunca de sus propios límites físicos. Las pinturas de Noland y de Olitski son dos casos representativos, obvios y diferentes, de todo ello. Todo esto permite asimismo llegar a comprender con claridad la importancia de las bandas pintadas alrededor de la parte inferior y de la parte superior de la escultura de Olitski Bunga.
191
contiene, en cierto modo, aquello que permanece sin definir en su experiencia del objeto. Quiero, finalmente, subrayar aquí algo que puede que esté ya bastante claro: la experiencia en cuestión persiste en el tiempo, y la representación de la infinitud que he estado reivindicando es central para el arte literalista, y la teoría es, esencialmente, una representación de lo infinito o de la duración indefinida. De nuevo, una vez más, resulta pertinente el relato que hiciera Smith de su viaje nocturno en coche, así como su afirmación de que «no podemos verla [la jarra y, por extensión, el cubo] en un segundo, continuamos mirándola». Morris también ha afirmado explícitamente que «la experiencia de la obra se produce necesariamente en el tiempo» -aunque no habría ninguna diferencia en el caso de que él no la tuviera-. La preocupación literalista por el tiempo -de forma más precisa, con la duración de la experiencia— es, a mi entender, paradigmáticamente teatral, como si el teatro enfrentase al espectador y, por tanto, lo aislase, no ya con la infinitud de la objetualidad, sino con la del tiempo; o como si la sensación que el teatro proporcionase, en el fondo, fuera la sensación de temporalidad, del tiempo que viene y que va, simultáneamente avanzando y retrocediendo, como si fuese aprehendido desde una perspectiva infinita...22. Esta preocupación marca una profunda diferencia entre la obra literalista y la pintura y la escultura modernistas. Es como si la experiencia que pudiera tener uno de estas últimas no tuviera duración —y no porque uno percibiese en realidad un cuadro de Noland u Olitski, o una escultura de David Smith o de Caro como si estuvieran fuera del tiempo, sino porque en cada momento, la propia obra se pone de manifiesto en su totalidad—. (Esto es verdad con respecto a la escultura, a pesar del hecho obvio de que, al ser tridimensional, podría ser vista desde un número infinito de puntos de vista. La experiencia que tiene uno de una obra de Caro no es incompleta y el convencimiento que tenemos de su calidad no queda en suspenso, simplemente, porque uno la ha visto desde donde uno se encuentra. Además, al contemplar alguna de sus mejores obras, la visión que se tiene de la escultura es, por así decirlo, eclipsada por la propia escultura -por ello carecería completamente de sentido decir de
22 La conexión entre el retroceso en el espacio y algún aspecto de dicha experiencia de la temporalidad —prácticamente, como si el primero fuese una especie de metáfora natural de la segunda—, está presente en muchas pinturas surrealistas (por ejemplo, en las de De Chirico, Dalí, Tanguy, Magritte). Además, la temporalidad —manifestada, por ejemplo, como expectación, pavor, ansiedad, presentimiento, memoria, nostalgia, éxtasis— es, a menudo, el tema explícito de sus pinturas. Hay, en realidad, una profunda afinidad entre la sensibilidad literalista y la surrealista (en cualquier caso, en tanto que la última se hace sentir en la obra de los pintores citados más arriba), que conviene destacar. Ambas emplean imágenes que son, al mismo tiempo, holísticas y, en cierto sentido, fragmentarias, incompletas; ambas recurren a una antropomorfización de los objeros o conjuntos de objetos (en el Surrealismo, el uso de muñecas y maniquíes lo pone de manifiesto de modo explícito); ambas son capaces de lograr destacados efectos de «presencia»; y ambas tienden a desplegar y a aislar los objetos y las personas en determinadas «situaciones» —el recinto cerrado y el paisaje abandonado artificial son tan importantes para el Surrealismo como para el literalismo (conviene recordar que Tony Smith describió las pistas de aterrizaje como «paisajes surrealistas»)—. Esta afinidad se puede resumir diciendo que tanto la sensibilidad surrealista, tal y como se manifiesta en la obra de determinados artistas, como la sensibilidad literalista, son teatrales. No obstante, no deseo que se piense que con esto estoy afirmando que todas las obras surrealistas que comparten las características citadas anteriormente dejan de ser arte debido a que son teatrales. Un ejemplo notable de una obra importante que puede ser descrita como teatral, es la escultura surrealista de Giacometti. Por otra parte, tal vez no carece de significado el hecho de que el ejemplo supremo de paisaje surrealista para Smith fuera el lugar donde se celebraban los desfiles en Nuremberg.
192
ella que tan sólo está parcialmente presente—). Es este continuo y completo estar presente [presentness] lo que podría equivaler a la perpetua creación de sí mismo, lo que se experimenta como una especie de instantaneidad, como si uno fuera infinitamente más perspicaz, de tal modo que un instante único e infinitamente breve pudiera ser suficiente para verlo todo, para percibir la obra en toda su profundidad y riqueza, para que nos convenciese de una manera definitiva (merece la pena destacar aquí que la idea de interés implica temporalidad en forma de una atención continua hacia el objeto, mientras que eso no sucede en el caso de la convicción). Quiero destacar aquí que la pintura y la escultura modernistas logran vencer al teatro por el hecho de estar presentes y por su instantaneidad. De hecho, tengo la tentación de ir más allá de mi propia interpretación, llegando a sugerir que la condición de la pintura y de la escultura es, sobre todo, afrontar la necesidad de vencer al teatro -esto es, la condición de existir en, de evocar o configurar en realidad, un continuo y perpetuo presente-, a la que aspiran las demás artes modernistas contemporáneas, de forma más notable, la poesía y la música-i223
-s Naturalmente, será diferente lo que esto signifique en cada arte. La situación de la música es, por ejemplo, especialmente difícil dado que la música comparte con el teatro la convención, en el caso de que pueda denominarla así, de la duración —una convención que, sugiero, se ha convertido progresivamente en teatral—. Además, las circunstancias físicas en las que se produce un concierto se parecen mucho a las de una representación teatral. Puede que el deseo de algo parecido a ese estar presente haya sido lo que, al menos, hasta cierto punto, llevase a Brecht a abogar por un teatro no ilusionista, en el que, por ejemplo, fuese visible a los espectadores la iluminación del escenario, en el que los actores no se identificaran con los personajes que representaban, sino que, más bien, los mostrarían, y en el que la propia temporalidad se presentaría de una forma nueva: «Así como el actor ya no tiene que persuadir a los espectadores de que es un personaje creado por un autor y de que él no es quien está en escena, no debe pretender asimismo que los acontecimientos que tienen lugar en el escenario hayan sido ensayados en alguna ocasión, desarrollándose en ese momento por primera y única vez. Ya no es válida la distinción de Schiller: la que sostiene que el rapsoda tiene que pensar que su material procede totalmente del pasado; y el mimo, que el suyo lo extrae totalmente del aquí y el ahora. Debería quedar claro, a lo largo de toda su representación, que «incluso al principio y a mitad de la misma, sabe cómo rermina» y que debe, «de este modo, mantener en todo momenro una sosegada independencia». Narra la historia de su personaje trazando un vivido retrato del mismo, sabiendo siempre más de lo que éste hace en cada momento y sin considerar el «aquí» y el «ahora» como una simulación, posible gracias a las reglas del juego, sino como algo que tiene que ser distinguido del ayer y de cualquier otro lugar, haciendo visible, de este modo, el entramado de los acontecimientos.» (Brecht on Theater, p. 104.) Pero, así como la iluminación al descubierto por la que aboga Brecht ha llegado a convertirse, simplemente, en otro tipo de convención teatral (una convención que juega a menudo, además, un importante papel en la presentación de la obra literalista, como se puede comprobar al contemplar la instalación de la obra de Judd que consta de seis cubos en la Dwan Gallery), no está claro si la manera de tratar el tiempo que reclama Brecht equivale a un auténtico estar presente [presentness} o, simplemente, a otro tipo de «presencia» —representando el tiempo mismo como si fuera una especie de objeto literalista—. En poesía, la necesidad de estar presente se pone de manifiesto en la poesía lírica; mas este es tema que requiere ser tratado de un modo específico. Para discusiones sobre el teatro relacionadas con este ensayo pueden verse los ensayos de Stanley Cavell, «Ending the Waiting Game» (sobre la obra de Beckett End-Game [Final de panida[) y «The Avoidance of Love: A Reading of King Lear,*, en Must Mean What We Soy!, pp. 115-162 y 267-353.
193
Este ensayo se interpretará como un ataque a ciertos artistas (y críticos), y como una defensa de otros. Y, por supuesto, es cierto que lo que he escrito ha estado profundamente motivado por el deseo de distinguir entre lo que, para mí, es el auténtico arte de nuestro tiempo y otras obras que, con independencia de la dedicación, pasión e inteligencia de sus creadores, comparten, a mi juicio, ciertas características que se asocian aquí con las ideas de literalismo y de teatro. No obstante, me gustaría llamar la atención en estas últimas líneas sobre la enorme penetración -su virtual universalidad— de esa sensibilidad o modo de ser que yo he calificado de corrompido o pervertido por el teatro. Todos somos literalistas, sobre todo, en relación con nuestras vidas. El estar presente en una gracia.
194