Tras de ti Maureen Child
1° Candello/ 3º Bachelor Battalion
Tras de ti (1998) Título Original: The Oldest Living Married Virgin Serie: 1º Candello/ 3º Bachelor Battalion Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Deseo 981 Género: Contemporáneo Protagonistas: Jack Harris y Donna Candello
Argumento:
Cuando, a la mañana siguiente del Baile del Batallón, el coronel Candello encontró a su hija en la habitación de un marine, poco faltó para que montara en cólera… menos mal que el sargento primero Jack Harris se ofreció a casarse con Donna para salvar la reputación de su superior. Así que, por suerte o por desgracia, Jack y Donna se casaron. Pero los votos románticos destinados a colmar de felicidad el corazón de cualquier recién casada producían el efecto contrario en Donna. Porque, no solo era virgen siendo soltera, sino también siendo casada. Así que, ni corta ni perezosa, se propuso conseguir que su rudo e irresistible marido la deseara…
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—Me quiero morir —murmuró Donna Candello desde la cama. Se dio la vuelta, abrió los ojos y, con un gemido de impotencia, los cerró. La luz del sol entraba a raudales por los ventanales de la habitación del hotel. ¿Por qué no había echado las cortinas antes de acostarse? Cielos, qué despertar más horrible. Sobre todo, porque la cabeza estaba a punto de estallarle por culpa de la resaca más grande de su vida. Volvió a abrir los ojos e intentó acostumbrarse a la luz dorada que se derramaba sobre la moqueta de color gris anodino y el mobiliario de carácter impersonal. Al ver que su cabeza seguía intacta, suspiró y levantó la mano para apartarse unos mechones negros de la cara. ¡Dios!, menuda noche. De aquel día en adelante, se cercioraría de comer algo antes de intentar reunir valor bebiendo margaritas. Diablos, lo único que había comido el día anterior había sido la sal que adornaba las copas. Hizo una mueca y se humedeció los labios con una lengua que parecía de trapo. Apoyó las dos manos sobre el colchón, se incorporó y contempló cómo el mundo entero se balanceaba, se inclinaba vertiginosamente a un lado y, por fin, gracias a Dios, se enderezaba. vagamente en queSesepercató le pasaría pronto. del sonoro zumbido que resonaba en su cabeza y confió La manta resbaló hasta su cintura y, al bajar la vista, Donna se dio cuenta de que todavía llevaba las braguitas y el sujetador. Claro que, dado su estado de embriaguez, tenía suerte de haberse acordado de quitarse los zapatos antes de arrastrarse hasta la cama. ¡Diablos, hasta había tenido suerte de encontrar su habitación! De repente, tuvo un vago recuerdo, tan persistente y molesto como el zumbido que le taladraba los oídos. Se concentró y pudo recordar a un amable guardia de seguridad, vestido con un uniforme azul marino, que la había acompañado hasta allí. Sin su ayuda, seguramente, no habría encontrado el camino. Lástima que no recordara ni su rostro ni su nombre. Le debía un gran favor. El zumbido que le taladraba los oídos cesó bruscamente. Pero, antes de que Donna pudiera dar gracias al cielo, oyó el sonido inconfundible de un hombre cantando. Y el sonido emergía de la puerta cerrada del cuarto de baño. ¡Santo Dios! No era un zumbido lo que había estado oyendo, sino el agua de la ducha. Donna trató, desesperadamente, de ponerle un rostro a la voz de aquel hombre. Pero la parte de su cerebro que todavía funcionaba se quedó en blanco.
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«Señor, Señor», rezó en silencio, «por favor, no dejes que esto sea lo que parece. Por favor, que no haya estado tan borracha que me haya acostado con un hombre del que ni siquiera me acuerdo». Se cubrió la cara con las manos, en un intento por borrar de su mente la voz del extraño, pero no pudo. Estupendo, se dijo, y dejó caer las manos sobre el regazo. Había pasado de ser la mujer virgen más vieja del mundo a emborracharse y acostarse con un desconocido en una misma noche. Bueno, no iba a quedarse allí sentada esperando a que, quienquiera que fuera, saliera del del servicio, baño como Dioscerrada, lo había al mundo. en Contempló conla cautela puerta todavía se traído sentó torpemente el borde de cama y,laa duras penas, consiguió ponerse en pie. Las paredes y los muebles oscilaban y se retorcían, como los elementos de un cuadro de Dalí. Sintió náuseas y se llevó la mano a la boca. Tal vez fuera más fácil quedarse allí y enfrentarse a aquel indeseable, pensó Donna, pero desechó la idea enseguida. No tenía experiencia alguna en conversaciones «del día después» y, sinceramente, no podía esperar demasiado de sí misma estando bajo los efectos de la resaca. Aun así, barajó la idea de volver a meterse en la cama y esconderse debajo de las sábanas. No, eso tampoco funcionaría. Donna se puso de rodillas junto a la cama. Mientras se apartaba el pelo de unos ojos inyectados en sangre, intentó recuperar la calma, pensar, recordar. ¿Quién estaba en su habitación? Pero era absurdo. La noche anterior era un borrón blanco en su mente. Diablos, ni siquiera se acordaba de haberse registrado en el hotel. Contuvo el aliento. ¡Cielos!, si no se había registrado, ¿de quién era aquella habitación? Donna apoyó la cabeza sobre las sábanas arrugadas y susurró junto al colchón: —¿Qué has hecho, Donna? ¿Y con quién? De repente, el hombre del cuarto de baño dejó de cantar. Donna levantó la vista. Estaba atrapada, medio desnuda, en un hotel en el que la mayoría de los huéspedes eran marines, o familiares de marines, que habían ido a la ciudad para celebrar el aniversario de su cuerpo militar. Aunque saliera corriendo por la puerta, seguramente, se encontraría con gente conocida. Gente que su padre conocía. Y algunas de esas personas estarían encantadas de poder difundir rumores sobre Donna Candello, a la que habían visto correr, en ropa interior, por uno de los hoteles más grandes de la ciudad de Laughlin, en el estado de Nevada. Gimió solo de«Si, pensarlo y se dijo que«no debía de haber una forma de escapar de aquella pesadilla. al menos», pensó, tuviera el cerebro paralizado por los efectos del tequila…» ¿Cómo iba a volver a mirar a su padre a la cara? Ni siquiera ella podría mirarse otra vez en el espejo. —Estúpida, estúpida, estúpida —gimió, y golpeó el colchón con la frente para reforzar cada palabra.
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El pomo de la puerta se movió. Donna levantó la vista con frenesí. El pelo negro le cayó sobre los ojos y los entornó a medida que la puerta se abría lentamente. Lo único que faltaba, pensó, era la música intrigante de las películas de terror…. para que los espectadores supieran que la tonta de la heroína estaba a punto de reunirse con su hacedor. El hombre que apareció en el umbral no tenía aspecto del típico malvado. Pero ¿no había leído en alguna parte que la mayoría de los asesinos en serie se parecían al vecino de al lado? Al momento, se dio cuenta de que aquel hombre tampoco encajaba con aquella descripción. Levantó la mano, se apartó el pelo de los ojos y se dejó taladrar por unos ojos grises que la miraban con desaprobación. El desconocido solo llevaba puestos unos vaqueros azules desteñidos y, con el tórax y los pies desnudos, parecía sentirse perfectamente a gusto. Salvo por aquella mirada. —Así que, por fin, te has despertado —le dijo. —¿Quién es usted? —preguntó Donna con voz chirriante. —Jack Harris —contestó, y se echó al hombro la toalla que tenía en la mano. Luego cruzó los brazos sobre un pecho increíblemente ancho y musculoso, y se apoyó cómodamente sobre el marco de la puerta—. Como ya te dije anoche. Harris. «Harris», repitió Donna mentalmente. ¿Por qué le resultaba familiar aquel nombre? Juró en silencio no volver a adoptar a un simpático barman como terapeuta. En un intento por recuperar parte de su dignidad, aunque no era fácil, Donna, vestida como estaba en ropa interior, se puso en pie. En realidad, no llevaba menos ropa que en la playa, se dijo, así que no tenía por qué sentirse nerviosa. Sin embargo, se tapó los senos con los brazos, aferrándose a un hombro con cada mano. Luego, carraspeó y reconoció: —Me temo que apenas recuerdo lo que pasó anoche. Jack Harris bufó. Donna elevó las cejas. —No me sorprende —repuso con voz tensa—. Cuando te encontré, apenas te tenías en pie. —¿Y cuándo fue eso, exactamente? —preguntó Donna, aun a riesgo de perder la dignidad. Quería saber lo que había ocurrido exactamente. —A eso de las veintidós treinta. Cuando intentabas entrar en el Baile del Batallón por la salida de emergencia. Cielos. —Te detuve antes de que saltara la alarma. Vagamente, Donna creyó recordar estar de pie en la oscuridad, forcejeando con una puerta que, por absurdo que pareciera, se negaba a abrirse. Caramba, aquello se ponía cada vez mejor. Sin darse cuenta, se frotó la sien con una mano, tratando de mitigar el dolor. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—Mire, señor Harris… —Sargento primero Harris —la corrigió. Sargento primero Harris. Claro, por eso le sonaba su nombre. No era un asesino en serie, sino algo peor: un marine. Donna se quedó mirándolo fijamente, horrorizada al pensar en las consecuencias de haber pasado la noche en su habitación. No, no podía haber estado tan borracha como para… detuvo en seco sus pensamientos, se dio la vuelta y se dejó caer sobre el borde de la cama. Pero ¿no sería la mayor de las ironías que la última virgen de veintiocho años del planeta dejara de serlo, finalmente, y estuviera demasiado borracha para recordarlo? ¡Qué idiota era! Movió la cabeza con cuidado y murmuró, más para sí que para él: —Apenas recuerdo lo que pasó anoche, sargento primero. —Como ya te he dicho —comentó—, no me sorprende. Donna pasó por alto su sarcasmo. No estaba en condiciones de replicar. —De usted, no me acuerdo, pero sí de un guardia de seguridad que me trajo aquí. Jack Harris movió la cabeza, se enderezó, arrojó la toalla al interior del cuarto de baño y de cruzó la estancia en de dirección al armario. abrió el vestido Donna y un polo color verde pálido Lo para él. y habló mientras sacaba —¿Un guardia de seguridad? —preguntó, y le arrojó un vestido largo de terciopelo rojo y escote redondo—. ¿Eso es lo que recuerdas? —Sí —le espetó Donna. Tomó el vestido y lo estrechó con fuerza, aliviada de poder tocar algo familiar—. Y, para que lo sepa, fue mucho más amable que usted. —No sabes cuánto me alegro —murmuró Jack Harris, y se metió el polo por la cabeza. Donna trató de no fijarse en el movimiento de sus músculos ni en su piel tan bronceada. Ya tenía bastantes problemas. Además, que Jack Harris tuviera un buen cuerpo no excusaba sus malos modales. ¿Por qué estaba tan molesto? Era ella la que tenía resaca, ella la que había entregado su virginidad a un hombre que apenas le resultaba vagamente familiar. Frunció el ceño. ¿Y qué podía decirse de él? ¿Acaso rondaba los hoteles en busca de una mujer bebida de la que poder aprovecharse? Cada vez más indignada, Donna imaginó el júbilo que habría sentido el marine al descubrir que era virgen. Levantó la barbilla y, escudándose detrás del vestido, dijo en tono pausado: —Creo que debería irse, sargento. —Sargento primero.
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Como si eso importara en aquellos momentos. —De acuerdo, sargento primero. Es de día y está vestido. ¿Por qué no se va a su habitación? Jack Harris se metió el polo por debajo de la cintura de los vaqueros. —Eres increíble, ¿lo sabías? —¡Qué amable! —Dijo Donna con rigidez, pero hizo una mueca al sentir una punzada de dolor en la frente—. ¿Acaso todas sus mujeres se derriten al oírle decir eso? —No era un cumplido. —Vaya, lo siento. Pensé que estaba esforzándose por ser amable. —¿Esperas amabilidad de un hombre que ha pasado la noche durmiendo en el suelo porque una mujer borracha ha tomado posesión de su cama? Donna se puso en pie de un salto y, enseguida, se dio cuenta de que había cometido un error. Sintió náuseas y un dolor penetrante detrás de los ojos, y la figura de Jack Harris se difuminó una y otra vez mientras ella intentaba volver a ver con nitidez. Donna sintió que se caía hacia delante, pero, antes de llegar al suelo, Jack Harris fue a su encuentro. La sujetó y la abrazó con fuerza. La solidez de su tórax parecía el único punto estable en el universo de Donna, así que se aferró a él como si le fuera la vida en ello. Después de unos segundos aterradores, el mareo desapareció. —Gracias —murmuró Donna y, casi con pesar, se apartó de él. Jack Harris asintió, pero la miraba con recelo, como si esperara que se desplomara otra vez. —Estoy bien —le dijo Donna, y él arqueó una ceja—. Espere un momento — añadió, e inspiró profundamente—. ¿Ha dicho que he dormido en su cama? ¿Quiere decir que esta es su habitación? —Exacto. —Entonces… —dio un paso vacilante hacia atrás—. ¿Por qué me trajo aquí el guardia de seguridad? ¿Con usted? —No hubo ningún guardia de seguridad, cielo —le dijo Jack—. Era yo. Donna miródefijamente, retazos de recuerdos en su cabeza, comolohojas otoño en mientras un remolino. Entornó los ojos edaban intentóvueltas relacionar el rostro de Jack con la imagen borrosa del guardia que había sido tan amable con ella. ¡Cielos, no!, pensó, gimiendo para sus adentros. Tenía razón. No era un uniforme de seguridad lo que recordaba, sino un uniforme de gala. Jack Harris se había vestido como lo requería el Baile del Batallón. Tal vez lo mejor sería que la tierra la tragara.
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—Esto es una pesadilla —balbució finalmente. Se había emborrachado y había pasado la noche con un marine desconocido. Se había despertado en ropa interior, en la cama de él, sin recuerdo alguno de cómo había acabado allí. Levantó la vista e hizo un esfuerzo por preguntar lo inevitable—. ¿Hicimos…? —Señaló la cama con la cabeza—. Ya sabe… Jack apretó los dientes. Mientras contemplaba aquellos ojos castaños tan profundos, recordó cómo la había desnudado para meterla entre las sábanas. No había sido fácil dar la espalda a una mujer imponente, aunque estuviera borracha. Pero, maldición, había normas sobre ciertas cosas, tanto si le gustara como si no. —No, no hicimos… ya sabes… Encontrarla borracha, intentando entrar en la fiesta, había sido pura casualidad. Si Jack no hubiera salido del baile para fumarse un cigarrillo, no la habría visto nunca. Vestida de aquella forma y decidida como estaba a entrar en la fiesta, enseguida había imaginado que era la novia de un pobre marine. Se había sentido en la obligación de impedir que hicieran el ridículo, tanto ella como el estúpido que la amaba, delante de los oficiales. Así que la había llevado a su habitación con intención de espabilarla. Pero se había quedado dormida casi de inmediato. Había llegado la hora de averiguar quién era su pareja y llevarla con él. Lo antes posible. —Anoche no ocurrió nada, encanto —dijo con rigidez. —Ah. Jack contempló su expresión indescifrable y no supo decir si se sentía aliviada o decepcionada. En cualquier caso, le importaba un comino. —Y ahora, ¿por qué no me dices a quién debo llamar para que venga a buscarte? —preguntó, decidido a sacarla de su vida lo antes posible. Antes de que los demás huéspedes del hotel se despertaran y la vieran saliendo de su habitación. —Por si no se había dado cuenta —dijo Donna, poniéndose con cuidado el vestido de terciopelo rojo—, ya no estoy borracha, así que no necesito que nadie venga a buscarme. Contrariado, Jack dijo: —Cielo, este hotel está atestado de marines. Si sales de mi habitación con el mismo vestido que llevabas anoche, alguien se dará cuenta y empezará a chismorrear. Ahora, dime a quién debo llamar para que puedan traerte una muda. Donna forcejeó con los diminutos botones de aljófar que trazaban una línea recta desde el generoso escote hasta la mitad del muslo. Jack cerró los ojos para no volver a ver aquellas piernas delgadas y moldeadas a través de la abertura frontal del vestido. No tenía sentido que se torturara inútilmente. Dios, era la última vez que se comportaba como el buen samaritano. La próxima vez que viera a una imponente morena a punto de hacer el ridículo, la dejaría.
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Jack esperó con impaciencia a que le contestara. Justo antes de que terminara de abrocharse los botones, alguien llamó a la puerta. Ella lo miró con ojos muy abiertos. —Maldita sea —susurró Jack. Había intentado sacar a aquella mujer de su habitación antes de que alguien tuviera oportunidad de verla. Rápidamente, miró la hora en su reloj. Las nueve treinta. Después del baile de la noche anterior, ¿quién diablos llamaba a su puerta a aquella hora? —¿Quién es? —preguntó la mujer en un susurro. —¿Y yo qué diablos sé? —le espetó Jack, y frunció el ceño. Se sentía como un marido al que hubiesen sorprendido con la amante. Bueno, aquello era una locura. No había hecho nada malo, el bueno era él. Solo había querido ayudar a una doncella en apuros. Volvieron a llamar a la puerta. Con más fuerza. Con más insistencia. Jack fue a abrirla, pero se detuvo en seco al oír la voz furiosa del hombre que estaba al otro lado. —¿Sargento primero Harris? —¿Coronel Candello? —preguntó Jack. —¿Papá? —gimió Donna. —«¿Papá?» —repitió Jack, horrorizado.
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Jack desvió la mirada de la mujer que estaba frente a él y la fijó momentáneamente en la puerta. —¿El coronel Candello es tu «padre»? —Sí —susurró Donna, mientras se peinaba el pelo frenéticamente con los dedos—. ¿Qué tal estoy? —Escalofriante —murmuró, y lo consideró apropiado porque sentía escalofríos por todo el cuerpo. Maldición, ¿qué hacía el coronel llamando a su puerta tan temprano? ¿Acaso ya sabía que su hija había pasado la noche allí? Pero ¿cómo? Ni siquiera las esposas de los marines podían difundir rumores a la velocidad de la luz. —Sargento primero Harris —dijo el coronel con voz controlada, pero tensa—. ¿Va a tenerme mucho tiempo esperando en el pasillo? Jack se pasó la mano por el pelo, de corte militar, sin dejar de pensar. Su habitación estaba en la undécima planta, así que la idea de sacarla de allí por el balcón quedaba descartada. Y la habitación era demasiado pequeña para mantenerla escondida durante mucho tiempo. No tenía elección, se dijo. Miró con aspereza a la hija del coronel y le preguntó: —¿Lista para empezar la función? No. A Donna no le hacía falta mirarse en el espejo para saber el aspecto que tenía. De pie, descalza, con el vestido arrugado y el rimel corrido por los párpados… Gimió para sus adentros. Sin duda parecía que había pasado una noche tórrida y apasionada con un amante increíblemente solícito. Qué ironía. Estaba a punto de ser arrestada, juzgada y condenada por algo que no había hecho. Que nunca había hecho. Cielos, y no había visto a su padre desde hacía cuatro años porque le había dado vergüenza volver a mirarlo a la cara. Después de aquel día, tendría que irse a vivir a Mongolia. Donna asintió con expresión lúgubre, se cuadró de hombros e intentó parecer indiferente. Jack se dirigió a la puerta, le quitó el pestillo, la abrió de par en par e invitó al coronel a pasar. —Buenos días, señor —lo saludó, y el coronel entró en la habitación. —¿Lo son? —repuso su superior. Vestido con ropa de civil, Thomas Candello seguía ofreciendo un aspecto imponente. Con unos pantalones de vestir de color gris y una camisa de sport de mangas cortas y color azul pálido, parecía más joven que cuando llevaba uniforme. Pero seguía teniendo el mismo físico amenazador.
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Donna sintió que su padre la taladraba con la mirada y se estremeció al ver la decepción que reflejaban aquellos ojos castaños idénticos a los suyos. —Señor… —empezó a decir Jack. El coronel lo interrumpió. —¿Le importaría dejarme a solas con mi hija durante unos minutos, sargento primero? Donna miró fugazmente a su, hasta entonces, anfitrión. Vio la vacilación en sus rasgos y supo que quería, desesperadamente, quedarse en la habitación para recibir su parte de la «munición» que el coronel pensaba descargar. También sabía que a Jack Harris no se le ocurriría desobedecer ni siquiera una «amable» petición de su padre. —Sí, señor —dijo con brusquedad; salió al pasillo y cerró la puerta. Donna quería escapar. Claro que, también había huido hacía cuatro años y no le había servido de nada. En aquella ocasión, afrontaría las consecuencias. Increíble, pensó. Aquel día, tenía valor. —¿Por qué no me dijiste que ibas a venir, hija? Donna se apartó el pelo de la cara y pidió al cielo que hiciera aparecer tres jarras llenas de café humeante. ¿Cómo podían esperar que pensara cuando tenía una resaca lo bastante fuerte como para tumbar a un elefante? Inspiró profundamente y, por fin, dijo: —Quería darte una sorpresa —se encogió de hombros—. ¡Sorpresa! El coronel no sonrió. Claro que Donna tampoco había esperado que lo hiciera. —Mira, papá, todo esto no es más que un malentendido —le dijo, apartándose de la cama y de todo lo que esta sugería—. Y bastante inocente, por cierto. —¿Inocente? —El coronel movió la cabeza y Donna se dio cuenta de que tenía algunos cabellos grises en las sienes—. ¿Pasas la noche con mi sargento primero, un hombre al que no conocías de nada, y dices que es un malentendido inocente? ¿Por qué se sentía, de repente, como si tuviera diecisiete años y hubiese vuelto tarde a casa, un viernes por la noche? Tenía veintiocho años. Hacía tiempo que vivía sola. Tenía una licenciatura. Como intérprete del lenguaje de los signos, sus conocimientos eran requeridos en todas partes, desde universidades hasta grandes empresas. Sin embargo, bastaba una mirada de su padre para que ella agachara la cabeza y balbuciera. —No es lo que piensas —le dijo con un suspiro cansino—. El sargento Harris… —Sargento primero —la interrumpió. —Como sea —hizo un gesto de desdén con la mano—. Jack solo intentaba ayudarme. Genial. Para colmo, estaba defendiendo al hombre al que, apenas hacía unos minutos, había querido fusilar.
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Pero ¿qué otra opción tenía? El coronel era su padre, no iba a dejar de quererla por mucho que ella lo hubiera decepcionado. También era el superior de Jack Harris, y Jack no tenía por qué sufrir un menoscabo en su carrera militar por culpa de ella. El coronel se acercó a la única silla que había en la estancia y se sentó. Se inclinó hacia adelante, con los antebrazos apoyados en los muslos, y la miró con solemnidad. —¿Sabías que, al menos, cuatro personas diferentes ya se han sentido en la «obligación» de decirme dónde había pasado la noche mi hija? —Dios mío —suspiró. —¿Por qué, Donna? Donna se acercó a las puertas del cristal que daban al balcón y las abrió. Miró al sol con valentía al tiempo que inspiraba el aire fresco de la mañana y, después de salir a la estrecha terraza, apoyó las manos en la barandilla. —Tomé un par de copas en el aeropuerto, cuando llegué. —Así que, estabas borracha. Donna lo miró y captó el movimiento de un músculo muy familiar de la mejilla de su padre. De pequeña, aquella siempre había sido la señal de que había agotado su paciencia. Su padre nunca le había levantado la mano, por supuesto, pero el silencio de Tom Candello era tan devastador como la furia de cualquier otro hombre. —Supongo que el alcohol me afectó más de lo normal porque no había comido —le dijo. —¿Y eso lo justifica? —No, pero es lo que pasó. —¿Y por qué necesitabas tomarte una copa antes de verme? —Porque no podía mirarte a la cara —reconoció, y volvió a entrar en la habitación. El coronel apoyó las manos en las rodillas y se puso en pie. Era quince o veinte centímetros más alto que Donna, y la miró fijamente mientras se cernía sobre ella. —¿Por que tenía razón sobre Kyle? ¿Por eso no podías mirarme a la cara? —Kyle solo es una parte de la historia, y tú lo sabes —replicó Donna enseguida, porque no quería entablar una discusión sobre su ex prometido… ni sobre lo que había pasado la última vez que Donna había visto a su padre—. Y ya que hablamos de ello, no resulta fácil ser la hija de un padre que siempre tiene razón. —No siempre —la corrigió, con labios todavía fruncidos en un gesto de desaprobación. —Lo bastante a menudo como para hacerme pensar que siempre meto la pata al juzgar a la gente —y, para ser sincera, en el caso de su ex prometido, la había metido hasta el fondo. El coronel arqueó una ceja oscura.
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—Y, por lo que parece, así sigue siendo. Donna se estremeció para sus adentros al oír aquello. —Nos estamos desviando de la cuestión, Donna. —Y ¿cuál es la cuestión, papá? —estaba cansada, le dolía la cabeza, y su estómago parecía sufrir los estragos de un terremoto. Necesitaba darse un baño, tomar café y, tal vez, si no se moría en el intento, comer un poco. —La cuestión es que, en estos momentos, la mitad del batallón está hablando de ti y del sargento primero Harris —hizo una pausa y frunció el ceño—. La otra mitad hablará en cuanto se entere. —Lo siento —dijo Donna—. No era mi intención armar tanto alboroto. —Sentirlo no es suficiente, Donna —le dijo su padre con severidad. —No sé qué quieres que haga —dijo Donna, y pasó al lado de su padre para sentarse en la silla que este acababa de desocupar. Un golpe seco en la puerta impidió que el coronel le respondiera. —Pase, sargento primero —dijo el coronel, y la puerta se abrió—. Lamento haberlo hecho esperar tanto tiempo en el pasillo. —No ha sido nada, señor —dijo Jack, y cerró la puerta suavemente al pasar—. Pero, si me permite decirlo, señor, hay un problema del que debería tener conocimiento. El coronel se frotó la nuca con actitud cansina. —¿De qué se trata? —Bueno, señor… —continuó Jack, que daba muestras de gran incomodidad—. La esposa del comandante Collins acaba de hablar conmigo. —Magnífico —murmuró el coronel, y Donna le dirigió una rápida mirada de preocupación—. ¿Qué ha dicho? Jack, prácticamente, se cuadró ante su superior. —Señor, me ha dicho que anoche nos vio, a su hija y a mí, entrar en mi habitación. Quiere saber cuándo nos vamos a casar y por qué no la han invitado a la boda. —Esa vieja… —el coronel no terminó la frase. —Estupendo —murmuró Donna—. Mi vida sexual… —«o su inexistencia», pensó para sus adentros— está en boca de todos los marines —se removió en la silla. De haberse quedado en Maryland, nada de aquello habría ocurrido. Todavía mantendría una excelente relación telefónica con su padre y no estaría sentada en la habitación del sargento primero, que la miraba como si fuese una devoradora de hombres. —Dejarán de hablar, papá —dijo Donna con vacilación, y fue recompensada con una mirada lúgubre de su padre.
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—Ya sabes cómo se extienden los rumores. Van a más, nunca a menos. Y todo había sido culpa suya, pensó Donna, enojada consigo misma. —Señor —Jack volvió a intervenir, y Donna y su padre volvieron la cabeza para mirarlo—. ¿Me permite hacer una sugerencia? —Sargento primero —dijo el coronel con voz cansina—. Ahora mismo, una sugerencia es justo lo que necesito. —La única forma de detener los rumores es hacer que pierdan interés —dijo Jack, todavía sorprendido de estar considerando lo que estaba a punto de decir. Contempló a la mujer afligida que murmuraba para sí y volvió a fijar la vista en su padre. El hombre al que tanto debía. —¿A dónde quiere llegar, sargento primero? —A esto, señor —inspiró bruscamente y dijo el resto con atropello, antes de que tuviera tiempo de arrepentirse—. Si le parece bien, su hija y yo podemos casarnos esta tarde. Si estamos casados, los chismosos no tendrán nada de qué hablar. —¿Perdón? —Donna se levantó de un salto de la silla, se balanceó un poco y se aferró al brazo de su padre para no caerse. Jack apenas la miró antes de volver a fijar la vista en el coronel. —Podemos decir que nos casamos anoche. Nadie tiene por qué saber que no ha sido así. El coronel permaneció pensativo durante un largo minuto. Jack contempló al oficial que estaba al otro lado de la habitación. Había admirado y respetado al coronel Candello durante años. De pie en el pasillo, sin nada que hacer más que pensar, Jack se había dado cuenta de que, por culpa de sus acciones, la reputación del coronel quedaría mancillada. En ese momento, había concebido su plan. Sí, era un sacrificio. Pero no había nada que Jack no estuviera dispuesto a hacer por el coronel. —Es toda una sugerencia, sargento primero —dijo el oficial. —Es una locura, eso es lo que es —intervino Donna, pero ninguno de los dos hombres la estaba escuchando. —Podemos ir en coche hasta Las Vegas —continuó Jack, sin prestarle atención—. Solo está a una hora de aquí. Buscaremos una capilla apartada, haremos los trámites y estaremos de vuelta antes de que la mayor parte del batallón se haya levantado. —Podría funcionar —dijo el coronel. —Sí, tal vez —corroboró Donna, asintiendo—. Salvo por un pequeño detalle. —¿Sí, señorita? —preguntó Jack, solo por educación. —¿Qué detalle, hija? —inquirió el coronel. —Que no pienso hacerlo —les dijo Donna.
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El coronel contrajo un poco las facciones. Jack se percató desde el otro extremo de la estancia y esperó a que los Candello se enfrentaran. Había visto al coronel en acción y no tenía ninguna duda sobre quién ganaría aquella competición silenciosa. —Papá —dijo Donna, en voz tan baja que Jack apenas podía oírla—. No hablarás en serio. —¿Por qué no, cielo? —preguntó el coronel, que alargó los brazos y le puso las manos sobre los hombros. —Para empezar, ni siquiera lo conozco. —Anoche, eso no te retuvo. Jack se puso tenso. —Ya te he dicho que no pasó nada —insistió Donna. —Nadie lo creerá —dijo su padre. Cierto, pensó Jack. Sin duda, la esposa del comandante ya estaba corriendo el rumor por todo Laughlin. —Pero, papá, no estamos en la Edad Media. —No puedo obligarte a nada —dijo el coronel, que todavía tenía apoyadas las manos en los hombros de su hija. —Por el amor de Dios, no puedo casarme con un desconocido —lloriqueó Donna. Jack detestaba a las mujeres lloronas. —No es un desconocido —insistió el coronel—. Conozco al sargento primero Harris desde hace más de quince años. Donna dirigió una mirada furibunda a Jack con ojos manchados de rimel y volvió a concentrarse en su padre. —Entonces, cásate tú con él. —Donna… —Me niego —Donna movió la cabeza. —¿Qué era eso que decías antes sobre tus meteduras de pata? —preguntó el coronel. —Eso es distinto. —¿Ah, sí? Jack frunció el ceño. No tenía ni la más remota idea de lo que estaban hablando. —¿Confías en mí? —preguntó el coronel en voz baja. —Por supuesto —contestó Donna—. Pero esto no tiene nada que ver con la confianza. El coronel dejó caer las manos a los costados y permaneció, durante un largo minuto, mirando fijamente a su hija. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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Jack tuvo la inequívoca sensación de que el coronel estaba transmitiendo un mensaje a su hija. Pero no estaba en situación de saber cuál era. —Bueno, entonces —dijo el coronel con suavidad—, si no quieres hacerlo, no lo hagas. Pero me has decepcionado, Donna.
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—Sí, quiero —dijo Donna, y presentó el dedo anular izquierdo a su marido. La delgada alianza de oro era más pesada de lo que parecía. Una boda relámpago, pensó, aturdida. Matrimonios en cadena, sin esperas. El sacerdote siguió hablando, aunque, para Donna, sus palabras quedaban reducidas a un leve zumbido. No podía creer lo que estaba haciendo. Tal vez no lo estuviera haciendo, pensó con desesperación, y aquello solo era una pesadilla. —Sí, quiero —dijo Jack, de pie, a su lado. Donna sintió un cosquilleo por la espalda al oír su voz y supo que no estaba soñando. El reverendo Thistle, un hombre de pelo blanco, largo y descuidado, y cuerpo delgado y tieso como una vara, cerró la gastada Biblia de cuero y dijo: —Yo os declaro marido y mujer —sonrió con benevolencia al sargento primero Harris—. Puedes besar a la novia. Donna contempló los ojos fríos e inexpresivos de su marido y no se sorprendió lo más mínimo cuando le oyó decir: —Paso, gracias. Después de forzar una sonrisa para el perplejo reverendo, Donna se dio la vuelta y recorrió el pasillo central de la capilla en dirección a la luz del sol. «Camina hacia la luz», pensó lúgubremente. Salvo que, en su caso, cuando alcanzara aquella luz brillante, ya no tendría salvación. Solo un cortó trayecto en coche de regreso al hotel de Laughlin, donde los esperaba su padre. Bajó la vista al anillo que llevaba en el dedo. No habían tenido tiempo de buscar una joyería. Aquella sencilla alianza de oro pertenecía a la colección que el reverendo Thistle tenía preparada para las parejas poco previsoras. Veinticinco dólares de metal bañado en oro, un ramo de flores de seda y, como únicos testigos de su boda, la siguiente pareja de la cola. Las lágrimas afloraron a sus ojos, pero parpadeó con fuerza para reprimirlas. Ni siquiera había ido al altar del brazo de su padre. El labio inferior empezó a temblarle y se lo mordió. El coronel ya había hecho planes para jugar al golf con el general. De haber roto el compromiso, habría tenido que dar alguna explicación. Yeso era, precisamente, lo que intentaban evitar: las explicaciones. Donna salió al intenso sol de Las Vegas y, al instante, se protegió los ojos con la mano. Incluso en noviembre, el desierto reflejaba la luz del sol como en ninguna otra parte. Hurgó con una sola mano en su bolso e intentó rescatar las gafas de sol, mientras esperaba a que Jack saliera de la capilla. Cuando las encontró, se las puso y dio gracias por los cristales oscuros. Se dio la vuelta y contempló la fachada de la Capilla del Desierto. Palmeras, ladrillos falsos y una ventana de cristales ahumados por encima de la puerta principal. Todo lo contrario a la boda que tan
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meticulosamente había planeado hacía cuatro años. En aquella ocasión, había reservado la iglesia con meses de antelación. Tenía seis damas de honor, dos niñas con flores y un paje encargado de llevar los anillos. Por no hablar de un novio que había profesado amarla con locura. Aquel pensamiento le hizo fruncir el ceño ligeramente. De acuerdo, no había sido tan perfecto. —¿Estás bien? —preguntó Jack al salir de la capilla y reunirse con ella en la acera. —Como una rosa —contestó Donna, con una mueca. —Sí —dijo Jack, desviando la mirada para contemplar el tropel de aficionados al juego que ya deambulaban por las aceras en busca de dinero fácil—. Está siendo un día completo, ¿eh? Jack todavía llevaba el polo de color verde claro y los vaqueros desgastados que se había puesto un par de horas antes. Difícilmente un traje formal. Pero claro, la falda azul de algodón y el jersey de mangas cortas a juego que ella llevaba tampoco aparecería en las portadas de una revista de trajes de novia. Jack se sacó las gafas del sol del bolsillo del polo y la miró con la protección de los cristales oscuros. —¿Lista para volver? —¿Cómo? —Preguntó, incapaz de contener el torrente de sarcasmo que salía por su boca—. ¿No hay recepción? Jack esbozó una sonrisa, pero enseguida recuperó el semblante serio. —Sí, claro que habrá recepción —le dijo—. Aunque no sé de qué clase. El final perfecto para la boda perfecta, pensó Donna, y contempló cómo Jack caminaba hacia el coche. A la sombra de una mesa con sombrilla, en el muelle con vistas al río Colorado, Jack estudiaba atentamente a su esposa. Esposa. Apenas consiguió disimular un escalofrío. Aunque había sido idea suya, todavía le costaba mucho asimilar el hecho de que estaba casado. Y con la hija del coronel, nada menos. Claro que aquel enlace tampoco lo llevaría a ninguna parte en su profesión. El cuerpo de marines de los Estados Unidos debía de ser el último bastión del antinepotismo que quedaba en Occidente. Seguramente, sería el hazmerreír de todos sus amigos. Aun así, lo hecho, hecho estaba, y tendría que vivir con ello. Al menos, durante un tiempo. Y de eso, precisamente, quería hablarle a su «mujercita». —No tiene por qué ser un problema —dijo con firmeza, y vio que hacía una mueca. Donna se frotó la frente con las yemas de los dedos y le preguntó:
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—¿No puedes hablar un poco más bajo? —¿Todavía bajo los efectos de la resaca? —dijo innecesariamente. Dios, nunca había visto a una mujer menos apta para la bebida. Apostaría cualquier cosa. A que había personas en sus lechos de muerte que se sentían mejor que Donna en aquellos momentos. —Sí —murmuró—. ¿Queda algo de café? Jack levantó la jarra de color beige que estaba en el centro de la mesa y la bamboleó. Nada. —Te lo has bebido todo. —Pide más —dijo con desesperación—. Por favor. —Claro —Jack buscó a la camarera con la mirada, captó su atención y levantó la jarra con la mano. La camarera asintió—. Ya viene —dijo Jack, mientras volvía la cabeza a su amante esposa. —Menos mal —Donna apartó a un lado el almuerzo, que permanecía intacto, apoyó los codos sobre el cristal que protegía la mesa y se tapó la cara con las manos. Jack movió la cabeza, se recostó en el asiento y estiró las piernas, para cruzarlas a la altura de los tobillos. —No sabes beber —comentó con ironía. Donna levantó la cabeza el tiempo justo para lanzarle una mirada furibunda. —Seguramente, solo necesito práctica. —¿No lo haces a menudo? —le dijo. Tal vez fuese una pregunta personal, pero estaban casados y quería saber si había cargado con una alcohólica. Con voz ahogada, por las palmas de las manos, Donna dijo: —¿Acaso hay a quien le gusta hacer esto a menudo? Aquel también había sido siempre su punto de vista. Pero había muchos tipos más que dispuestos a padecer las consecuencias de una borrachera a cambio de varias horas de aturdimiento placentero. —Yo tampoco lo entiendo —le dijo Jack, manteniendo la voz baja para no molestarla—. Pero hay muchas personas a las que les gusta. Lo que quiero saber es si tú eres una de ellas. La camarera se acercó, tomó la jarra vacía y dejó una llena en su lugar. Donna se incorporó y se sirvió lo que debía de ser su décima taza de café. Tomó la taza entre las manos, inspiró el intenso aroma del líquido y dijo con rotundidad: —No, sargento primero. No bebo —tomó un sorbo, se estremeció y matizó su respuesta—. Normalmente. —Me alegro —le dijo—. No tienes talento para la bebida. —Eso es decir poco.
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Jack se contuvo antes de desplegar una sonrisa. Maldición, no quería sentir simpatía hacia ella. No quería sentir nada por ella. —Creo que debemos aclarar unas cuantas cosas —le dijo. —Dispara —murmuró Donna—. Por favor. Jack reprimió otra sonrisa automática. —Verás, no tenía planeado casarme contigo. —No me digas —bufó Donna. Jack la estudió durante un largo minuto. —¿Siempre eres tan sarcástica? —Siempre —dijo después de tomar otro sorbo—. Pero resulta mucho más patético cuando estoy sufriendo. —Lo tendré en cuenta. —Así estarás a salvo. Jack movió la cabeza con admiración. Maldición, tendría que entablar una ardua batalla consigo mismo para que Donna no le llegara a gustar. La brisa del río agitaba su melena negra, cortada a la altura de la barbilla. Se había quitado las gafas de sol, así que podía ver claramente aquellos ojos castaños que tanto le habían llamado la atención la noche anterior. Incluso turbios por el alcohol, le habían parecido fascinantes. En aquellos momentos, realzados por el blanco enrojecido de sus el chocolate líquido que rodeaba pupilas brillaba con unaseprofundidad que ojos, ni siquiera se atrevía a considerar. Lassuscejas, negras y delicadas, arqueaban sobre su frente, y los labios, llenos y sensuales, estaban apretados a causa del dolor. Maldición, estaba de buen ver. —¿Cuántos años tienes? —preguntó, de repente. Una de aquellas delicadas cejas se elevó con claridad. —¿No te parece una pregunta muy personal, para ser nuestra primera cita? —Como nuestra primera cita también ha sido nuestra boda, no, creo que no. —Mm —le dijo—. Tú ganas. Tengo veintiocho. Jack pensó con celeridad. —Pero el coronel solo tiene cuarenta y cinco… Donna sonrió y le hizo un guiño, que pronto se transformó en una mueca. —Así es. Claro que él prefiere que la gente no haga la resta. —Pero, entonces, solo tenía… —Diecisiete cuando yo nací. Jack lanzó un silbido largo y grave.
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—Antes de que me lo preguntes —prosiguió Donna con voz tensa—, te diré que mamá tenía dieciséis. Aunque, a medida que yo me hacía mayor, ella parecía más joven. —Debió de ser duro para los dos —repuso Jack, todavía perplejo. —No lo dudo —le dijo Donna—. Pero, si soy egoísta, no puedo decir que lo lamente, ¿no? —Supongo que no. —Bueno —dijo Donna con un profundo suspiro—. Has dicho que querías hablarme de algo. Supongo que no será sobre mis padres y su vergonzoso pasado. —No, claro que no —Jack ladeó la cabeza y la miró con cautela—. ¿Crees que estás en condiciones de oírlo? —Seguramente, no —reconoció—. Pero no voy a estar mejor en varias horas. —Está bien… —vaciló, repentinamente inseguro de cómo expresar su idea—. Nos hemos casado para salvaguardar la reputación de tu padre, ¿no? —¿Tenemos que hablar de eso otra vez? —No. Quiero que hablemos del futuro, no de lo que ya ha pasado. —¿Qué futuro? —El nuestro —le dijo—. El de este matrimonio. —Bueno —dijo Donna, mientras se recostaba con cuidado en la silla—. Creo que ya te has ocupado de eso en la capilla. —¿Qué? —«Puedes besar a la novia» —entonó Donna, imitando con bastante precisión al reverendo Thistle—. «Paso, gracias» —repitió en tono de burla. En aquel momento, fue el turno de Jack de hacer una mueca. Diablos, había sido una respuesta intrascendente. ¿Qué sentido habría tenido que la besara para sellar un matrimonio que, como bien sabían los dos, era un fraude? —¿Qué esperabas? —preguntó. —Flores de azahar, música de órgano, montones de personas, a mi padre —dijo Donna, y se sorbió las lágrimas. Jack se puso tenso. Estaba a punto de echarse a llorar… ¡y pensar que le había parecido simpática! —No hagamos de esto lo que no es —replicó enseguida, y sintió un profundo alivio al ver que Donna parpadeaba para reprimir las lágrimas. —No te preocupes, sargento Ha… —Sargento pri… —Lo sé —lo interrumpió—. Oye, yo tampoco he querido esto, ¿de acuerdo? Estás a salvo. No voy a convertirme en tu mujercita ni a seguirte por la base como un perrillo faldero. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—De eso quería hablarte —le dijo Jack—. De lo que los dos esperamos de este matrimonio. Donna levantó una mano para frotarse la sien. Al ver que no decía nada, Jack continuó: —Estamos casados —le dijo, y se incorporó para inclinarse hacia ella—. Pero no tiene por qué ser para siempre. Donna dejó caer la mano sobre el regazo y lo miró pensativamente. —Sigue —lo apremió. —Si interpretamos el papel de recién casados durante un par de meses y, luego, nos separamos sin armar jaleo, nadie dirá nada al respecto. —¿Nos separamos? —repitió. —Claro. Luego, dos meses más tarde, podremos divorciarnos. Y seremos libres para hacer lo que queramos. —Divorciarnos —Donna consiguió reprimir un escalofrío. Para Jack, todo era muy sencillo; para ella, no. Donna siempre había creído que una vez casada, seguiría casada. Pero claro, también había soñado que se casaría por amor. —¿Te parece mal? —Puedes pensar que soy rara —dijo Donna, y se encogió de hombros para disimular la desolación que la dominaba—. El divorcio de mis padres fue como una pesadilla. Solo tenía dos años, pero crecí oyendo cómo mi madre se quejaba de mi padre. Ni siquiera llegué a conocerlo hasta que no cumplí los trece. —Eso es diferente —dijo Jack. Lamentaba conocer los detalles de la vida familiar del coronel, pero eso no tenía por qué afectarlos a Donna y a él. A decir verdad, él tampoco era un defensor de los divorcios fáciles y los matrimonios rotos, pero el suyo no era un matrimonio de verdad—. No tendremos hijos a los que traumatizar. —En tres meses, imposible —le aseguró Donna—. Soy buena, pero hasta una supermujer necesitaría al menos nueve. Jack suspiró pesadamente. —Quería decir, que no dormiremos juntos, así que no habrá complicaciones de ningún tipo. —Ah —dijo Donna, y asintió como si su cabeza estuviera a punto de caérsele—. Una relación platónica. —Por supuesto —dijo Jack. Se cruzó de brazos y la miró como si estuviera esperando a que Donna aplaudiera. Vaya, ¿no era un desenlace maravilloso?, pensó. La mujer virgen más vieja del mundo acababa de convertirse en la esposa virgen más vieja del mundo.
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Donna hizo un esfuerzo por tomar otro sorbo de café. ¿Por qué ella? No era una mala persona, no hacía daño conscientemente a la gente. Caramba, hasta detestaba tener que llamar a un exterminador para que acabara con las civilizaciones de insectos. Y, aun así, no hacía más que malograr su vida una y otra vez. se estaba arriesgó a dirigirYuna mirada, todavía nebulosa, a su marido, casi pudoCuando ver lo que pensando. no era halagador. —De acuerdo, sargento primero Harris —dijo con suavidad—. Mantendremos una relación platónica. Tu virtud está a salvo conmigo. Jack torció el labio ligeramente, luego volvió a enderezarlo. Había hecho aquel gesto varias veces aquella mañana. O Donna le hacía mucha gracia o tenía un grave tic facial. La segunda posibilidad debía de ser la correcta. ¿Qué podía tener de divertido un matrimonio sin sexo entre dos desconocidos? Otra vez aquel tic. —¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó Donna, a pesar de que la media sonrisa ya había desaparecido. —Créeme, princesa —le dijo—. No creo que esto tenga nada de gracioso. —Entonces, ¿por qué lo has hecho? —¿El qué? —Casarte conmigo. Jack tomó el asa de su taza de café con sus largos dedos. —Por tu padre. —Eso ya me lo imagino —dijo, sintiéndose repentinamente agotada después del ajetreo de la mañana. Una boda podía dejar sin fuerzas a una persona. Jack asintió. —Digamos que estoy en deuda con él. —¿Tanto como para casarte con su hija? —Arqueó una ceja—. Debe de ser toda una deuda. —Eso creo. Intrigada, y sintiendo más curiosidad de la que se atrevía a reconocer, Donna se quedó mirándolo durante un largo momento antes de preguntar: —Supongo que no querrás compartir conmigo esa información. De nuevo volvió a torcer los labios fugazmente. —No, no quiero.
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Donna intentó encogerse de hombros y se sintió inmensamente agradecida al ver que la cabeza no se le despegaba del cuello. —¿Qué me dices de ti? —preguntó Jack. —¿Qué pasa conmigo? —¿Por qué fuiste adelanté con la boda? Aquella era una pregunta cargada de pasado; una pregunta que no estaba dispuesta a comentar con un hombre al que apenas conocía, aunque fuese su marido. Unos recuerdos vergonzosos se agolparon en su mente y los enterró rápidamente en el fondo de su cerebro, todavía anquilosado. —Digamos que yo también estaba en deuda con él. —¿Y tampoco vas a compartir la información? Donna distinguió un brillo travieso en aquellos ojos grises. ¿El sargento primero, bromeando? —Paso, gracias —respondió, sin ni siquiera darse cuenta de que le estaba echando en cara sus palabras. El brillo desapareció al instante. —Mira, Donna —dijo Jack—. Por suerte o por desgracia, estamos casados. Al menos, por ahora. ¿Por qué no intentamos llevarnos bien? Un discurso romántico destinado a colmar de felicidad el corazón de cualquier mujer, murmuró Donna para sus adentros, mientras volvía a frotarse la sien en un intento por suavizar el dolor. Nada. Lo miró con ojos entornados y sintió un vuelco en el estómago, como cada vez que subía a una montaña rusa. Qué absurdo que el rostro de un hombre le produjera ese efecto. Sobre todo, ruando no era un rostro de belleza clásica. Jack Harris era demasiado rudo y áspero para ser considerado guapo. Atractivo, sí, por qué no, de una forma tosca. El estómago volvió a darle un vuelco y, en aquella ocasión, no le prestó atención. Pero Jack tenía razón. Durante, al menos, unos meses, estarían casados y vivirían bajo el mismo tedio. De acuerdo, no dormirían juntos. ¿Acaso era tan importante? Una vez más, estaba en la montaña rusa. La resaca, se dijo. Solo era la resaca. Muy bien, no serían amantes, sino amigos. Y, si no amigos, oponentes pacíficos. Cielos, parecía haber recibido la misma formación de marine que su esposo. Inspiró profundamente y dijo: —De acuerdo, sargento primero… —Jack —la interrumpió—. Llámame Jack. Donna asintió lentamente. —Está bien. Jack.
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Donna inspiró con aspereza el aire fresco del río y extendió la mano en un gesto de paz. Cuando él la estrechó, se oyó decir: —Y dime, marido, ¿roncas? Aquella noche durante la cena, Jack contempló a su esposa, sentada como estaba al otro lado de la mesa, y se esforzó por recordar que aquel era, a todos los efectos, un matrimonio de mentira. Pero no resultaba fácil. Estaba magnífica. Era increíble lo que la ausencia de resaca podía hacer en una mujer. Llevaba un vestido corto de color amarillo intenso que se ceñía a sus curvas, definiendo sus muchos atributos a la perfección. El color del vestido realzaba un bronceado de color miel que confería a sus ojos un matiz dorado. Unos ojos que le llamaban la atención una y otra vez. Para Jack, estar sentado en la mesa del coronel bastaba para ponerlo en tensión, pero su esposa parecía sentirse como en casa. ¿Y por qué no? El coronel Candello era su padre. Se había criado entre oficiales, así que allí era donde debía estar. En cuanto a él, Jack seguía temiendo que alguien se pusiera en pie y lo señalara con el dedo. —Ese hombre es un impostor. No es de los nuestros. ¡Que lo echen de aquí! Hizo una mueca y se dijo que la velada ya casi había concluido. Lo único que tenía que hacer era sobrevivir a los postres. Después, podría ir a su habitación… un momento. Ya no era su habitación. La compartía con su mujer. Varias imágenes surcaron su las mente. Donna, las del prendas acababa de comprar y las bolsas en que las llevabadesperdigando por la habitación hotel. que No había podido eludir que se alojara con él. No estaría bien visto que unos recién casados tuvieran habitaciones separadas. De modo que tampoco podría relajarse después de la cena. Perfecto. ¿Por qué diablos no habría dejado que hiciera el ridículo la noche antes? ¿Realmente habría sido tan desastroso que la hija del coronel se presentara borracha en el baile del batallón? Sí, pensó, lo habría sido. Al menos, para el coronel. —¿Jack? —oyó decir al hombre en cuestión, en un tono que denotaba que no era la primera vez que lo llamaba y que él no le había prestado atención. —Señor —respondió Jack, poniéndose automáticamente tenso en la silla—. Lo siento, señor. Estaba absorto en mis pensamientos. —Relájate, Jack —le dijo su suegro—. Aquí no estamos en un desfile. Solo se trata de una cena informal en familia. Familia. ¿Él? ¿Y el coronel? Que Dios lo ayudara. —Por supuesto, señor —le dijo, sin sentirse un ápice más cómodo que hacía un momento. El coronel movió la cabeza, pero se limitó a preguntar: —¿Juegas al golf? Escaneado y corregido por Dulceelaine
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¿Golf? Jack contempló durante un largo minuto al hombre que más admiraba en el mundo, pensando en lo poco que tenían en común. En el barrio en el que él se había criado, no había campos de golf. Ése deporte era para los ricos y ociosos. Los vecinos de Jack habían estado demasiado ocupados intentando encontrar trabajo y comida para perseguir una pelota blanca por kilómetros de césped bien cuidado. Pero no podía expresar aquella opinión a su superior, así que se limitó a decir: —No, señor. —Qué lástima —dijo el coronel—. Creo que te gustaría. A Donna se le da muy bien, ¿sabes? ¿Y por qué eso no lo sorprendía? Volvió a posar la mirada en la mujer bonita que estaba sentada frente a él. Era lógico que la hija única y consentida de un hombre importante supiera jugar al golf. —¿De verdad? —Hace años que no juego —reconoció Donna. La primera frase que había pronunciado desde que se sentaran a la mesa, hacía una hora. —Tal vez podrías enseñarle a Jack —dijo su padre. —Seguramente no sea una mala idea —reconoció Donna, y lanzó una rápida mirada a su marido. Apenas había posado la vista en él, cuando la desvió. Yeso que habían hecho un trato de ser amables. Diablos, una vez completamente sobria, tal vez estuviese lamentando su precipitada boda. Eso podía comprenderlo. Maldición, iba a ser más difícil de lo que pensaba, se dijo Jack. Paseó la mirada por el restaurante. Reconoció a algunos de los comensales como marines e incluso sorprendió a un par de ellos mirándolo con curiosidad. Se movió con incomodidad en la silla. Nunca le había gustado ser el centro de atención, y ser un marine se lo permitía. En la base, sólo era uno entre miles de soldados. Pero, de repente, era el blanco de muchas miradas y no le hacía ninguna gracia. —¿Me disculpáis? —preguntó el coronel. Jack se volvió hacia él, pero el coronel tenía la mirada puesta en el extremo opuesto de la sala—. He visto a alguien a quien querría saludar —añadió, mientras se levantaba de la mesa. Y desapareció antes de que Donna o él pudieran decir una palabra. —Bueno —murmuró Donna mientras seguía a su padre con la mirada—. Me pregunto quién será. —No lo sé —dijo Jack—, pero no es asunto mío. Donna elevó las cejas al tiempo que fijaba en él sus ojos castaños. —Estás un poco irascible, ¿no?
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—¿Irascible? —Atónito, se quedó mirándola durante un largo minuto—. Tú eres la que lleva toda la noche sin abrir la boca. Donna hizo una mueca. —De acuerdo, no he estado muy habladora. —¿Habladora? Más bien has estado muda. Donna entornó aquellos increíbles ojos dorados. —Sabes, no me gustan los maridos pesados. Increíble. Y pensar que antes le había parecido simpática. ¿No serían los efectos de la resaca? —Y a mí no me gustan las esposas lloronas. —¿Lloronas? —Se enderezó en la silla—. ¿Quién está llorando? Acabas de decir que ni siquiera he hablado. —Se puede llorar en silencio. —¿Y cómo sabes que era eso lo que hacía? —Solo tengo que mirarte a la cara para saber lo que estás pensando. —Ah, conque eres vidente. Qué fascinante. —Ya basta, Donna. —¿Qué es lo que basta, Jack? —preguntó, y apoyó un codo sobre la mesa. Con la barbilla sobre la mano, batió las pestañas con fuerza—. Pensaba que querías que hablara. Disgustado consigo mismo, con ella y con toda aquella maldita situación, le espetó: —Olvídalo. He cambiado de idea. —Qué propio de un hombre. No saber nunca lo que quiere. —¿Qué quieres decir con eso? El brillo de humor de sus ojos desapareció. —Nada. —Vaya, vaya —proclamó una voz sonora, y los dos volvieron la cabeza hacia el hombre que se había detenido junto a su mesa. Jack se levantó y se puso firme de inmediato. —General Stratton. Buenas noches, señor. El anciano, ataviado con un traje gris claro, se movía como si estuviera de uniforme. —Descanse, sargento primero. Jack se relajó ligeramente, y se llevó las manos a la espalda.
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—¿Cómo están mi ahijada favorita y su marido esta noche? —preguntó el general, y le sonrió a Donna. Ella se puso en pie lentamente y le dio un beso en la mejilla. —Bien, tío Harry —contestó. ¿General Stratton? Jack sintió gotas de sudor en la frente. ¿Tío Harry? Santo Dios, ¿dónde se había metido? En su afán por salvar la reputación del coronel, se había lanzado de cabeza en aguas demasiado profundas. Generales, coroneles. Diablos, se estaba ahogando y ni siquiera llevaba un día entero en el agua. —Deberíais haber esperado —estaba diciendo el general— y haber celebrado una boda por todo lo alto en la base, con todos nosotros. Jack tenía la boca seca. Contempló a su esposa y, estupefacto, vio cómo le sonreía con picardía antes de volverse al general. —Vamos, tío Harry —dijo casi en un suspiro—. Así ha sido mucho más romántico. ¿Romántico? Las imágenes de su boda tan inusual pasaron por su mente, y Jack no sabía si alegrarse o preocuparse porque su esposa fuera tan buena mentirosa. El general Stratton se inclinó y le dio un beso a Donna en la frente. —Supongo que puedo recordar lo que es el amor joven —dijo, y movió lentamente la cabeza—. Vagamente—. Se volvió a Jack y le habló con severidad—. Sargento primero, trate a nuestra pequeña como se merece, o tendrá que responder ante mí. Perfecto. —Sí, señor —dijo Jack, con voz tan tensa como su cuerpo. El anciano asintió, dio a Donna una palmadita en el hombro y dijo: —Que os divirtáis. Yo voy a buscar a mi esposa antes de que un joven oficial se fugue con ella —y se alojó paseando la mirada por las mesas. Jack y Donna se quedaron de pie, a ambos lados de la mesa, mirándose fijamente durante un largo minuto. —¿Tío Harry? —preguntó Jack. Ella se encogió de hombros—. Dios mío — susurró, y dejó caer los hombros hacia delante. —¿Qué ha sido del fiel marine que esta mañana vino al rescate cuando apareció el dragón de mi padre? —preguntó Donna en voz baja. —Está en estado de shock. Al igual que los amigos de Jack que hubiesen tenido noticia de su precipitada boda. Solo faltaban unas cuantas personas a las que contárselo, pensó, aunque no le apetecía ver sus rostros de sorpresa ni oír sus exclamaciones de «¿Donna qué?» —Tal vez ese marine necesite hacer un poco de ejercicio.
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—¿Cómo? —Jack la miró sin entender. Donna movió la cabeza y él intentó no fijarse en cómo sus suaves mechones negros le acariciaban las mejillas con el movimiento. —Baila conmigo, sargento primero. Jack contempló con recelo la pista de baile. La pequeña banda de músicos estaba cambiando a una canción lenta y las parejas empezaban a moverse al son de la música. Donna dio la vuelta a la mesa y se colocó justo delante de él. Ladeó la cabeza y lo miró a los ojos. —Bailar, ya sabes. Moverse por una pista al compás de la música. —Sé lo que es —le dijo Jack, pero no añadió que, por lo general, rehuía las pistas de baile a toda costa. —Entonces, vamos —repuso Donna, y lo asió de la mano antes de que él pudiera objetar. Luego, sorteó las cientos de pequeñas mesas que estaban desperdigadas por la sala. Una vez en la pista, Donna se volvió y se acercó a él. Automáticamente, Jack la agarró, rodeándole la cintura con el brazo derecho y tomándole la mano derecha con su izquierda. Donna le sonrió y Jack sintió un peso ardiente en la boca del estómago. Sin prestar atención a las miradas curiosas de las demás parejas, Jack la miró fijamente a los ojos. Había un juego de luces y sombras en sus profundidades que lo cautivaba. Sentía sus senos contra su pecho e imaginó poder sentir su corazón latiendo al compás del suyo. Jack notó cómo su cuerpo se agitaba y reaccionaba a la cálida proximidad de Donna. Inspiró su suave fragancia floral y notó cómo le llegaba hasta el alma. —¿Jack? —susurró Donna. —¿Mm? —desplegó la mano derecha sobre su espalda, como si quisiera abrazarla todavía más… por entero. —¿Te encuentras bien? —Sí —le dijo, al tiempo que paseaba la mirada por sus rasgos, como si la estuviera viendo por primera vez. —¿Estás seguro? —¿Por qué? —Jack esbozó una media sonrisa. Donna miró a izquierda y a derecha antes de volver a fijar la vista en su rostro. Sonrió—Porque y le contestó: estamos parados en medio de la pista. —No sé bailar. —¿Y me lo dices ahora? —repuso Donna con un movimiento de cabeza. Una pareja pasó bailando a su lado y chocó con la espalda de Jack. Automáticamente, él la abrazó con más fuerza, y las caderas de Donna entraron en
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contacto con las suyas. Ella debió de notar la reacción de su cuerpo, porque abrió los ojos con sorpresa. —Quizá sería mejor que volviéramos a la mesa —le dijo. —No —tal vez estuviera loco, pensó Jack, pero, en aquellos momentos, lo único que deseaba era seguir abrazándola—. Puedes enseñarme a bailar. Ahora. —¿Ahora? —Repitió Donna—. ¿Aquí? —Aquí. Después de una pausa momentánea, Donna volvió a sonreír. —Hoy ha sido un día de nuevas experiencias, ¿eh? Una boda por la mañana, lecciones de baile por la tarde… —no terminó la frase. —Y todavía tenemos toda la noche por delante —le dijo Jack—. ¿Quién sabe qué nuevas experiencias nos tiene reservadas el destino? Abrió los ojos aún más y a Jack se le ocurrió pensar que Donna Candello estaba preocupada por algo. Tal vez, incluso asustada. Tonterías, pensó. ¿De qué podía tener miedo la hija del coronel?
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«Esto no es una montaña rusa», pensó Donna con frenesí, «sino una cordillera rusa». El corazón empezó a palpitarle con fuerza y le temblaban las manos. Donna contempló aquellos ojos grises y vio cómo todas y cada una de sus resoluciones de mantener una relación platónica con su marido se iban al traste. Sintió diminutas chispas de electricidad por todo el cuerpo. Notaba una gran pesadez en brazos y piernas, como si llevara años dormida y estuviera despertándose en aquellos momentos. Aquel pensamiento la hizo inspirar con aspereza, soltar a Jack y dar un paso hacia atrás. —¿Donna? —Apenas oía la voz de Jack con la música de la banda—. ¿Te preocupa algo? —Tú —susurró, consciente de que él no podía oírla. Consciente, también, de que tenía que guardar las distancias con él. Aquella extraña reacción a su más leve roce desaparecería con el tiempo. Ni siquiera llevaban un día de casados. En cuestión de un par de semanas, ya se habría acostumbrado a él. Seguramente, estaría harta de él. Con un poco de suerte, así sería. —¿Donna? —le preguntó otra vez, mientras se acercaba a ella—. ¿Te encuentras bien? —No —contestó, en voza la lo habitación. bastante alta para que la oyera—. Estoy muy cansada, Jack. Creo que subiré Jack contrajo las facciones. Sus ojos grises se enfriaron hasta adquirir la tonalidad de la niebla en el océano… y perdieron todo su calor. Le tomó la barbilla con una mano. —Está bien, te llevaré a la habitación. Hormigueos. Chispas. Un deseo sexual que empezaba a cobrar vida. Donna inspiró profundamente y se apartó. —No hace falta —dijo con vacilación, mientras intentaba con todas sus fuerzas controlar los fuertes latidos de su corazón—. Tú quédate aquí y diviértete. No me pasará nada. Sin darle opción a replicar, Donna salió corriendo de la pista. Solo se detuvo el tiempo justo para recoger el bolso y huyó por la puerta de salida como si Jack la estuviera persiguiendo. No tenía por qué haberse tomado tantas molestias. Jack seguía en pie, donde lo había dejado. Solo y rodeado de parejas sonrientes. La habitación estaba a oscuras y en silencio cuando, un par de horas después, Jack entró de puntillas en ella. Agotado, se dijo que, tal vez, no había sido tan buena idea caminar por la orilla del río durante dos horas seguidas. Pero no había tenido valor para enfrentarse a su esposa sin antes serenarse y meditar en silencio. Había Escaneado y corregido por Dulceelaine
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necesitado dos horas para inventar razones absurdas que justificaran la oleada de deseo que lo había dominado en el momento en que había estrechado a Donna Candello en sus brazos. Y había ideado algunas excusas admirables, desde el agotamiento hasta una química incontrolable con una mujer hermosa. Diablos, no era la primera vez que se sentía atraído por una mujer a la que apenas conocía. Era humano, y cualquier mujer imponente lo ponía a cien. Pero todos aquellos razonamientos eran mentira, y lo sabía. Pero no quería reconocerlo. nunca en su en vida habíaen sentido de atestada vida, como cuando habíaPorque estrechado a Donna sussebrazos aquellatan… pistalleno de baile de parejas. El recuerdo de aquellos escasos segundos bastaba para que la sangre le fluyera hacia una parte de su cuerpo que ya lo había martirizado bastante durante aquella noche. Penetró en la habitación a oscuras y cerró con cuidado la puerta. Se quitó los zapatos, los dejó en un rincón y, aunque la oscuridad era tan completa que no podía ver nada, volvió la cabeza hacia la cama. Sabía que Donna estaba allí; tan cerca y, al mismo tiempo, tan fuera de su alcance. Cerró los ojos y la imaginó como la había visto la noche anterior: echada sobre las sábanas, con sus brillantes mechones negros desparramados por la almohada. Solo que, en su mente, estaba sobria… y anhelante. Donna lo miraba, levantaba los brazos y le sonreía suavemente. Jack dio instintivamente un paso hacia delante y la oscuridad se llenó de un estallido de dolor. Emitió un gruñido de sorpresa, pero enseguida apretó los labios con fuerza. No había necesidad de asustarla y despertarla solo porque se hubiera roto el pie. Se inclinó y se frotó el dedo hasta que el dolor remitió. ¿Contra qué diablos había chocado? A medida que sus ojos se adaptaban a la oscuridad, las sombras empezaron a cobrar forma. Avistó el tapiz de la pared, que reflejaba la luz centelleante de la noche. Volvió de nuevo la cabeza hacia la cama y, en aquella ocasión, vio claramente que Donna no estaba allí. Se enderezó y se volvió hacia lo que había estado a punto de dejarlo sin pie. —¿Qué diablos? —murmuró. Alguien había juntado los dos sillones de la habitación para improvisar una pequeña e incómoda cama. Y, en aquella (ama inestable, con la colcha subida hasta la barbilla y la almohada apoyada sobre un brazo de sillón, dormía profundamente su «amante» esposa. Estudió sus rasgos serenos en la penumbra. Oyó el suave susurro de su respiración regular. Donna gimió y se removió, en un intento por encontrar una posición más cómoda, antes de hundir la cabeza aún más en la almohada. Una furia inesperada empezó a bullir en su vientre. ¿Por qué no estaba durmiendo en la maldita cama? ¿Qué quería demostrar, que no soportaba la idea de estar en la misma cama con él? ¡Diablos, era un milagro que no hubiese acampado en el pasillo!
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—¿Y cómo puede seguir dormida después del golpe que me he dado contra su cama del demonio y del grito que he dado? —preguntó en voz alta, confiando en obtener una respuesta de la Bella Durmiente. Nada. Contrariado, se volvió hacia el baño, dio un paso y se paró en seco para girar la cabeza y volver á mirar a la mujer, que seguía sin inmutarse. Estaba tarareando en sueños. Jack frunció el ceño. No solo tarareaba, pensó con furia, sino que desafinaba. Veinte minutos después, Jack se tumbó en el suelo, con la piel todavía húmeda de la ducha. Se tapó con una sábana, se colocó una almohada debajo de la cabeza y lanzó a Donna una mirada iracunda. Estaba loca si pensaba que él iba a dormir en la cama mientras ella dormía en el sillón. Luego, buscó otra almohada y se cubrió con ella la cara y los oídos, con la esperanza, aunque vana, de no oír aquel maldito canturreo.
Dos días más tarde, de regreso en la base, la situación seguía igual de tensa. Donna asió el auricular con fuerza e intentó mantener la calma. Hacía tiempo que había aprendido que, al tratar con otras personas, nunca compensaba perder los estribos. —Perdone, teniente Austin —le dijo, interrumpiendo el discurso tan bien ensayado del oficial—. ¿Quiere decir que hay alojamiento disponible en la base, pero que no podemos disponer de él? —Sí, señora —repuso el teniente, en tono de aprobación—. Así es. Donna se recostó en el sillón de cuero de color burdeos del despacho de su padre. —Entonces, lo que, en realidad, quiere decir es que no hay nada disponible. —No, señora —el teniente sin rostro suspiró, claramente decepcionado con ella—. Tenemos una casa para usted y el sargento primero, pero no podrá disponer de ella hasta dentro de un par de días. —¿Y quiere explicarme otra vez por qué? ya le he dicho, señora, primero hay que limpiarla, y luego, tiene que pasar—Como la inspección. —¿No puedo contratar a alguien para que la limpie? —No, señora, ya tenemos nuestros propios equipos de limpieza. Donna tomó un bolígrafo de encima del escritorio y empezó a garabatear en un bloc de notas.
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—¿Cuándo estará lista exactamente, teniente? ¿Podría darme al menos ese dato? —No, señora —le dijo. Donna empezaba a aborrecer la palabra «señora». —¿Y no puede darme una pista? —preguntó, desesperada. El teniente se echó a reír. Donna gruñó en silencio. —Yo que usted, contaría con el miércoles. Genial. No podía mudarse al apartamento de Jack en los barracones de los suboficiales porque eran estrictamente para solteros. El apartamento de Donna estaba en Maryland, demasiado lejos para ir y venir en coche. Paseó la mirada por el despacho de su padre y ahogó un suspiro. Todo indicaba que tendrían que pasar unos días en casa del coronel. Como Jack y ella apenas se dirigían la palabra, al menos su padre llenaría el silencio. Imágenes de la noche anterior pasaron ante sus ojos. Habían llegado tarde, después del largo trayecto desde Laughlin, y todos estaban cansados del viaje y de los prolongados silencios. Jack se había ofrecido educadamente a acarrear las maletas de Donna y las de su padre hasta la casa del coronel y, luego, había desaparecido rápidamente en mitad de la noche. Sí, había musitado que iba a ir a los barracones de suboficiales a recoger sus cosas, pero Donna reconocía un intento de huida cuando lo veía. Aun así, no podría salirse con que la suya. más de de recién una noche en que los barracones, nadie en la base creería eran Si la pasaba pareja feliz casados fingían ser. Lo cual le hizo recordar el problema que tenía entre manos. —¿No puede hacer nada más? —preguntó al hombre al que llevaba asediando a preguntas durante varios minutos. —No, señora. —Muchas gracias —repuso Donna con una mueca. —De nada, señora. Ah, y mi enhorabuena a usted y al sargento primero, señora. Donna colgó y fijó la vista en el bloc de notas. Mientras hablaba con el teniente, su subconsciente había dibujado un patíbulo, incluida la horca y los tres peldaños que conducían al olvido. —Esto sí que es una buena señal —murmuró. Se puso en pie, arrancó la hoja, hizo una bola con ella y la arrojó a la papelera que estaba junto al escritorio. —¿Que te has casado? —el sargento de artillería Tom Haley movió la cabeza y se dio una palmada en la oreja, como si hubiera oído mal—. ¿Que te has casado? — repitió. Jack reaccionó a la estupefacción de su amigo encogiéndose de hombros. Tom había estado de permiso y no había tenido tiempo de enterarse de todos los cotilleos.
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Jack se figuró que la última novedad tardaría, al menos, un día en propagarse por toda la base. —¿Quieres dejar de decir eso? —Lo siento —dijo el sargento—. Es que nunca pensé que te oiría decir esas palabras. —Sí, bueno —murmuró Jack—, yo tampoco. —Debe de ser toda una chica —las cejas rubias de Tom se arquearon por encima de unos ojos de un azul intenso—. ¿Quién es? Ah… Por fin, la pregunta que había estado temiendo. Jack sabía que, en cuanto sus amigos averiguaran que se había casado con la hija del coronel, su vida se convertiría en un infierno. —Se llama Donna. —Donna ¿qué más? —Harris —estaba ganando tiempo y lo sabía. Tom le arrojó un lápiz desde el otro extremo de la habitación. Falló el tiro y el lápiz cayó con estrépito sobre el suelo de sintasol. —Eso ya lo sé. ¿Cómo se llamaba antes de casarse contigo? —¿Y eso qué importa? —¿Hay alguna razón por la que no quieras que sepa su nombre? No había salida, se dijo Jack, y cuanto más aplayara la revelación, más interés suscitaría en Tom. Además, ¿qué sentido tenía hacerlo? En cuestión de un par de días, todas las personas de su mundo lo sabrían. Se preparó para las bromas despiadadas de las que iba a ser objeto. —Está bien. Se llamaba Candello. —Candello… —Tom se recostó en la silla, apoyó las dos piernas en la esquina de su escritorio y cruzó los tobillos. Entrelazó las manos sobre el pecho y repitió el apellido—. Candello. ¿Y por qué me re…? —se interrumpió. Sus pies resbalaron hasta el suelo con un golpe seco, se incorporó en la silla y lo miró con expresión incrédula—. ¿La hija del coronel? —dijo finalmente—. ¿Te has vuelto loco? De atar, pensó Jack. —No —contestó en voz alta—. Solo me he casado. —Tienes que haber perdido el juicio, amigo —Tom se levantó de la silla de un salto y atravesó la estancia. Apoyó las manos en el escritorio de Jack y se cernió sobre su amigo—. ¿Es que no te das cuenta de lo que vas a tener que soportar solo porque te has casado con la hija de un coronel? Jack se pasó la mano por la cabeza y se recostó en la silla. Miró a Tom fijamente y le dijo: —¿De verdad?
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—Ni siquiera sabía que la conocías —prosiguió Tom. —Pues, sí, la conozco. —Claro, ahora sí. Pero ¿dónde os conocisteis? —¿Es que eso…? —Debe de haber sido hace años —dijo Tom, hablando consigo mismo más que con Jack—. ¿No estuviste al servicio del coronel en el noventa? —Sí… —claro que, no había conocido a Donna hasta hacía unos cuantos días, pero nadie más tenía por qué saberlo. —Caramba —Tom sonrió, se sentó en el borde de la mesa de Jack y se cruzó de brazos—. Imagínate. Tú y la hija del coronel. Jack frunció el ceño. De acuerdo, era inesperado y poco frecuente. Pero ¿tan sorprendente era que Donna Candello quisiera casarse con él? Luego recordó que su querida esposa y él habían acordado no compartir la misma cama y se contestó él mismo a su pregunta. De acuerdo, el celibato había sido idea suya, pero Donna no había dudado en aceptar. —¿Y bien? —preguntó Tom con un guiño lento—. ¿Crees que tu querido suegro va a mover los hilos por ti? Tal vez consigas tener tu propio batallón. Jack empujó a su amigo y lo apartó de la mesa. —Cierra el pico y ponte a trabajar. —Vaya —dijo Tom entre risas—. Ya tienes delirios de grandeza. Perfecto, pensó Jack, y Tom, todavía riendo, encendió su ordenador y se dispuso a trabajar. Si aquello era alguna indicación, iba a pasárselo de maravilla en los próximos días. Y todo porque había salido al pasillo a fumarse un cigarrillo. El maldito tabaco acabaría por llevarlo a la tumba.
Hacía cuatro años que Donna no ponía el pie en la base. Inspiró profundamente, se cuadró de hombros y clavó las uñas en el cuero de su bolso de mano. Era absurdo que estuviera tan nerviosa. Se había criado en bases militares, al menos, desde los trece años, cuando rápidamente. había ido a vivir conhabía su padre. A sus asomó una sonrisa, pero se esfumó Aquel sido un añolabios muy difícil. Su padre y ella, prácticamente unos extraños, se habían visto obligados a vivir juntos porque a su madre se le había ocurrido, de repente, ir a vivir a París y aprender a pintar. Había muerto pocos años después. Pero Donna y su padre habían superado el recelo y la incomodidad, y juntos habían encontrado lo que siempre habían echado en falta. La familia. El amor. La confianza.
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Donna se estremeció. De haber confiado en el criterio de su padre hacía cuatro años, se habría ahorrado el más espantoso de los ridículos… por no hablar de aquel matrimonio que no era un matrimonio. Elevó la barbilla y fijó la vista en la puerta que estaba a unos seis metros de distancia. Detrás de aquella puerta, entre el bullicio de los marines, estaba el despacho de su marido. Por desgracia, el escritorio de Jack estaba angustiosamente cerca del de su padre. Lo que significaba que, al traspasar aquella puerta, tendría que afrontar el escenario de su mayor error de juicio. justovulnerable después de que su compromiso le hubiese estallado en la de cara. Se habíaFue sentido e indeseada… una combinación peligrosa. Dentro aquel edificio estaba la mesa donde había intentado seducir al ayudante de su padre… hasta que el coronel había interrumpido inesperadamente su patético intento de parecer una Mata Hari. Todavía podía sentir el calor de la vergüenza como fuego en las mejillas, ver la expresión horrorizada del cabo al mirar a su superior y oír la exclamación de sorpresa de su padre, seguida del tono de censura de su voz, cuando había pronunciado su nombre. Cielos. Levantó una mano para protegerse los ojos del sol, como si así pudiera borrar aquel recuerdo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Y, por si eso no fuera poco, ni siquiera había tenido agallas para afrontar la situación. No, Donna Candello había subido al primer avión que salía de la ciudad y no había dado la cara desde entonces. Hasta hacía unos días, cuando había vuelto a meter la pata. —¿Señora? —oyó que le decía una voz grave a su derecha. Donna se volvió ligeramente y contempló al marine que la observaba con evidente preocupación—. ¿Se encuentra bien, señora? —Seguramente, no —dijo con voz cansina—, pero gracias por preguntarlo. —¿Puedo ayudarla en algo? El teniente solo intentaba ser amable, Donna lo sabía. Por desgracia, eso no cambiaba las cosas. —No, gracias —le dijo con una pequeña sonrisa forzada—. Si hay algo que no necesito en este momento, es un marine más. El teniente parpadeó, sorprendido, pero Donna pasó por alto su confusión y echó a andar hacía la puerta, decidida a hacer frente a los fantasmas de su pasado antes de volver a ser presa del miedo.
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Jack levantó la vista al ver que Tom Haley se ponía en pie de un salto y centraba toda su atención en el umbral. —¿Puedo ayudarla, señora? —dijo en un tono que denotaba más anhelo que educación. —He venido a ver al sargento Harris —contestó una voz femenina demasiado familiar. Maldición. En apenas un segundo, Jack sintió cómo le caía un gran peso en el estómago. Al mismo tiempo, una parte inferior de su anatomía experimentaba una reacción completamente distinta. Lentamente, volvió la cabeza hacia el umbral. —Sargento primero —corrigió automáticamente. Unas delicadas cejas negras se elevaron sobre los ojos castaños que lo acosaban en sueños. Un amago de sonrisa asomó a sus labios antes de que dijera: —Tienes razón. Maldición, ¿por qué tenía que estar tan bonita? Llevaba una blusa de cuello abierto y una minifalda negra que se ceñía a sus caderas como las manos de un amante, con unos volantes que se mecían en torno a sus muslos con cada paso que daba. ruido patentarse de sus tacones el sintasol parecíaJack un no latido. piernasElpodían como altos armas.sobre En cuanto a los ojos… queríaAquellas pensar en ellos en aquellos momentos. Tom carraspeó con fuerza para arrancar a Jack de las fantasías que no podía permitirse tener. Dirigió a su amigo una mirada gélida y frunció el ceño al ver que Tom le sonreía. Al parecer, no tenía intención de desaparecer sin una presentación. Jack se puso en pie y dijo con voz tensa: —Donna, este es el sargento de artillería Haley… —Tom —interrumpió el sargento con una sonrisa demasiado amistosa. Jack frunció el ceño y terminó las presentaciones. —Tom, esta es mi esposa, Donna. De acuerdo, se sentía extraño pronunciando aquella palabra, pero no le gustaba la mirada que tenía Tom Haley mientras estudiaba a Donna de pies a cabeza. Aunque no quería pensar por qué le molestaba, de repente, el éxito que Tom tenía con las mujeres. —Encantado de conocerla, señora Harris —dijo Tom, al tiempo que salía de detrás de su escritorio para acercarse a Donna con la mano extendida. Donna la estrechó y dijo:
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—Por favor, llámame Donna. Jack frunció el ceño para sus adentros al ver sus manos unidas. No pudo evitar fijarse en que Tom prolongaba el contacto un poco más de lo necesario. Sintió fuego en el estómago y supo que no se debía al café alquitranado que había estado bebiendo toda la mañana. Maldición, ¿acaso no bastaba que tuviese que tratar con Donna en privado? ¿Por qué tenía que presentarse en su despacho? Pero, al mismo tiempo que se hacía esas preguntas, reconoció que no era solo su presencia lo que le robaba la paz mental. Era ella, punto. Desde aquella mañana en la que se había enfrentado a él a pesar de la resaca, se había sentido intrigado. De acuerdo, reconoció en silencio, más que intrigado. Sobria, resultaba aún más perturbadora. Apretó los dientes e hizo un esfuerzo por preguntar con voz serena: —¿Ocurre algo? Donna le lanzó una rápida mirada y arqueó levemente una ceja. —¿Solo porque una esposa se presente en el despacho de su marido tiene que ocurrir algo? —Claro, Jack —intervino Tom, y le ofreció a Donna una silla—. Sonríe. Quizá te estuviera echando de menos. —Sí —corroboró Donna—. Quizá sea por eso por lo que he venido. Porque te echaba de menos. Claro. Lo mismo que echaría de menos un dolor de muelas. Pero no podía decirlo delante de Tom, al menos, si querían interpretar el papel de recién casados. Donna se sentó y cruzó una de sus increíbles piernas sobre la otra. Hubo un roce de medias negras y el volante de la falda cayó hacia atrás, dejando ver más pierna de la que Jack quería que Tom viera. Se volvió a su amigo y le espetó: —¿No tienes que ir a alguna parte? —No —le aseguró Tom, y apoyó la cadera sobre el borde de la mesa. Donna sonrió al sargento antes de volver a fijar la vista en Jack. Su sonrisa desapareció en aquel mismo instante. —Mira, Donna —le dijo, intentando mantener la voz serena y la vista lejos de su muslo—. Si no es importante, tengo trabajo que hacer. —Por supuesto que es importante —dijo Donna. Empezó a balancear el pie derecho, y Jack no pudo evitar fijarse otra vez en sus piernas—. He estado hablando con el personal de alojamiento de la base y… —No tendrías por qué hacer eso —intervino Tom, y alargó el brazo para acariciar fugazmente una de las manos de Donna—. Jack, ¿por qué no te ocupas tú de eso?
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—Porque —contestó con voz tensa—, tengo otras cosas que hacer —en silencio, se preguntó cuántos huesos de la mano de Tom podría romper con un rápido movimiento. Por suerte, el sargento retiró la mano, así que no lo puso a prueba. Donna se puso rígida. —¿Qué quieres decir, que yo no? —Yo no he dicho eso —replicó Jack, mirándola a los ojos—. Pero tengo un trabajo que desempeñar y… —¿Y yo estoy desempleada? —concluyó Donna en su lugar. Diablos, ni siquiera sabía si tenía empleo o no. —No ha sido una acusación —le dijo. —Da la casualidad de que tengo un empleo excelente —le informó. Se cuadró de hombros y levantó un poco la barbilla. —¿En serio? —intervino Tom, y aquellos intrigantes ojos castaños se volvieron hacia él—. ¿Dónde trabajas? Donna hizo una pausa, se mordió el labio y contestó: —En Maryland. —Un poco lejos para ir y venir desde aquí —dijo Jack. Rápidamente, volvió a fijar la vista en Jack. Luego, como si recordara la presencia de Tom, improvisó una sonrisa y dijo con voz dulzona: —Cómo no, tendré que dimitir. No imaginaba que pasaría las vacaciones dejándome arrastrar por la pasión. Pasión. Lo único que la había arrastrado había sido un sinfín de margaritas… y los dos estaban pagando por ello. —Estoy seguro de que encontrarás otro trabajo muy pronto —afirmó Tom en un tono tranquilizador que consiguió irritar enormemente a Jack. El silencio se prolongó durante varios momentos hasta que, finalmente, Tom se apartó de la mesa, sonrió a Donna y no prestó la más mínima atención a su viejo amigo. —Insisto, si tuviera una esposa tan bonita como la tuya, Jack, haría todo lo posible para que se instalara cómodamente en la base. Y Tom Haley tenía menos posibilidades de «instalarse» alguna vez con una mujer que Jack de ser astronauta. —Gracias, Tom —dijo Donna, y le brindó una amplia sonrisa. Una sonrisa, pensó Jack, que todavía no se había dignado a dedicar al hombre que había salvado su reputación y la de su padre. —Si necesitas cualquier cosa, no tienes más que llamarme —le dijo Tom antes de recoger un montón de papeles del borde de su escritorio—. Y, ahora, si me perdonáis, tal vez sí que tengo algunas cosas que hacer.
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En cuanto desapareció, Jack se volvió hacia Donna. —¿A qué diablos ha venido todo eso? —¿El qué? —Donna se encogió de hombros y empezó a balancear el pie con más fuerza—. Tu amigo solo intentaba ser amable. Lo mismo que yo. —Un poco más amable y habría… —Jack mismo se interrumpió, porque no quería seguir por ese camino. —¿Estás celoso? —preguntó Donna. Aquello le dolió. —¿Celoso? ¿Por qué iba a estar celoso? —Eso me estaba preguntando. —Pues no te lo preguntes —le espetó enseguida—. No me parecía correcto que coquetearas con el casanova de la base, cuando se supone que estamos felizmente casados, eso es todo. —No estaba coqueteando —le espetó. —¿Y cómo llamas tú a cruzarse de piernas y balancear el pie de esa forma? Donna movió la cabeza. —Lo llamo cruzarme de piernas y balancear el pie. Jack se pasó una mano por la cara y trató de recuperar el control. Aquello era absurdo. Sabía que estaba exagerando, pero no podía parar. Maldición, ver a Tom Haley mirando a Donna de aquella manera lo había… perturbado. Pero no quería pensar por qué. —Está bien —dijo finalmente—. Olvidémonos de todo, ¿vale? Donna asintió lenta y pensativamente. —¿A qué has venido, por cierto? —Para hablar de dónde vamos a vivir. —¿Ahora? —Sí, ahora —se puso en pie y se acercó él—. He pasado casi toda la mañana hablando con el oficial de Alojamientos. Dice que hay una casa disponible, pero que no podremos ocuparla hasta dentro de dos o tres días. Perfecto. Solo tres días hasta que Donna y él estuvieran viviendo juntos de verdad. Bueno, hallaría la manera de controlar sus hormonas antes de que eso ocurriera. —Bien. ¿Cuál es el problema? —El problema es que no puedes quedarte en tu apartamento de los barracones hasta entonces. No, no podía. Jack sabía que había pasado la última noche en su apartamento. Y, sinceramente, tampoco lo iba a echar mucho de menos. Era pequeño, y difícilmente concordaba con la imagen de «hogar, dulce hogar» que tenía la mayoría de la gente. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—A no ser, claro —dijo Donna con vacilación—. Que pueda mudarme allí contigo. —No, no puedes. Es solo para solteros. Donna se encogió de hombros y asintió, como si hubiera estado esperando aquella respuesta. —Entonces, solo tenemos dos opciones. —¿Cuáles? —Jack tenía la sensación de que no le iba a agradar ninguna. —Podemos irnos de la base y hospedarnos en un motel, o podemos quedarnos en casa de mi padre. Ante aquellas dos opciones, Jack decidió lo Obvio. —Voto por el motel. Donna sonrió fugazmente. —Eso imaginaba. Pero la gente se preguntará por qué no estamos en casa con papá. —Que piensen lo que quieran. Donna ladeó la cabeza y lo miró. —Este matrimonio fue idea tuya, Jack, para evitar que la gente se hiciera preguntas y chismorreara, ¿recuerdas? Sí, lo recordaba. Perfectamente. En su momento, le había parecido una idea magnífica. —Bien —sabía que había perdido—. Entonces, nos alojaremos en la casa del coronel. —Relájate, Jack —le dijo Donna—. Tu virtud está a salvo conmigo. Tiene cuatro dormitorios, no tendremos que compartir habitación. Jack la miró y Donna intentó descifrar las emociones que centelleaban en sus ojos grises. Pero no pudo. O era un maestro en el arte de enmascarar los sentimientos o todavía no lo conocía lo bastante. ¿Y qué implicaba eso? ¿No lo conocía lo bastante para saber qué estaba pensando, pero sí para casarse con él? Cielo Santo. —Ese fue el trato —le recordó Jack—. Una relación platónica. Así será más fácil para los dos. Para uno de los dos, al menos, pensó Donna, que deslizó la mirada por la figura delgada y musculosa de su marido. Como la esposa virgen de veintiocho años que era, tal vez, compartir una cama no fuera tan malo. De repente, sintió fuego en las mejillas. Apenas podía creer lo que estaba pensando. Apenas hacía unos días, aquel hombre era un perfecto desconocido. En aquellos momentos, no solo estaba casada con él, sino recreando fantasías de revolcones en la paja.
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Inspiró profundamente y asintió. —Sí, así será más fácil. —¿Querías alguna cosa más? —preguntó Jack. Donna no quería pensar en la respuesta. Se limitó a contestar: —No, eso era todo. —Entonces —declaró Jack, mientras se frotaba la nuca con la mano—, supongo que… —Claro —lo interrumpió limpiamente—. Dejaré que vuelvas al trabajo. Ya que eres el único que lo tiene. —Mira —le dijo—. Lo siento, no sabía que tuvieras un empleo. —Lamento decepcionarte, pero no te has casado con una rica heredera. —No he querido decir eso. —¿Qué has querido decir, Jack? —Y yo qué diablos sé. Donna inspiró lentamente, dándose un minuto o dos para serenarse. Por el amor de Dios, ¿por qué se estaba ensañando con él? No era culpa suya que estuvieran metidos en aquel jaleo. La única razón por la que estaban casados era porque ella no había tenido valor para encararse con su padre después del lío que había armado cuatro años atrás. En aquellos momentos, en lugar de hacer de tripas corazón, estaba haciendo lo posible por resultar insoportable. Muy sensato por su parte. —Donna… —Jack… Hablaron al mismo tiempo; luego, se quedaron mirándose tímidamente durante un largo momento. —¿Quieres que te acompañe hasta la salida? —preguntó Jack finalmente. —No, gracias, conozco el camino. —¿Vas a pasar a ver a tu padre? Ni hablar, pensó Donna. No estaba preparada para pasar delante de la mesa en la que, en una ocasión, había hecho el más absoluto de los ridículos. Donna movió la cabeza y clavó las uñas en su bolso. Pero tampoco quería explicarle sus razones a un marido al que solo trataría durante unos meses. Cuantas menos personas conocieran aquel episodio, mejor. —Lo veré esta noche —le dijo—. Seguramente esté ocupado, de todas formas — se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Donna sentía la mirada penetrante de Jack en su espalda, a cada paso. El calor se propagó por todo su cuerpo, y le temblaron las rodillas. De repente, los tacones le parecían inseguros. Justo antes de salir del despacho, Jack la llamó. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—¿Donna? —¿Sí? —se volvió un poco para mirarlo, confiando en que Jack no se diera cuenta del rubor que cubría sus mejillas. Volvía a tener aquella expresión indescifrable y deseó de todo corazón poder leer las mentes de los demás. —Funcionará. Lo único que tenemos que hacer es acostumbrarnos el uno al otro. Claro, pensó Donna. Lo único que tenía que hacer era adiestrar su corazón para que no diera un salto mortal cada vez que lo veía. Y, si podía tener siempre en cuenta que el sexo no era parte del trato, sería una gran ayuda. En aquel caso, ni siquiera sabía si ser virgen jugaba a su favor o en su contra. Como no se había acostado con ningún hombre, no podía añorar lo que nunca había tenido. Por otro lado, sus fantasías no se basaban en la realidad, así que su mente tenía rienda suelta para concebir toda clase de desenfrenos. Cielos, se había metido en un gran lío. Donna le brindó lo que esperaba que pareciera una sonrisa de despreocupación y lo despidió con la mano. —Por supuesto que nos acostumbraremos el uno al otro, Jack. Solo es cuestión de tiempo. Él nunca se acostumbraría, pensó Jack, mientras permanecía despierto, sobre la cama, en una de las habitaciones de invitados del coronel. La cena había sido un desastre, aunque su superior había hecho lo posible para que se sintiera cómodo. Hasta se había quitado la camisa del uniforme y le había dicho a Jack que hiciera lo mismo. Luego, cuando los dos se habían quedado en camiseta, el coronel Candello le había asegurado que, dentro de su casa, no había rangos. Aunque Jack agradecía que hubiese tenido aquel gesto, le había resultado imposible sentirse a gusto. Al menos, con Donna sentada justo enfrente de él, no. Maldición, incluso con una camiseta vieja y unos vaqueros cortados, estaba tan atractiva que lo dejaba sin aliento. Murmurando entre dientes, Jack se incorporó, dio un puñetazo a la almohada para amoldarla a su cabeza y volvió a tumbarse. Como seguía sin conciliar el sueño, volvió la cabeza hacia la ventana, por la que entraba un haz de luz de luna. Su cerebro vagaba sin rumbo, conjurando sin cesar imágenes de Donna. ¿En qué lío se había metido? ¿Y cómo iba a sobrevivir a una relación platónica que ya lo estaba volviendo loco? Incluso desde allí podía oír cómo Donna canturreaba suavemente en sueños en la habitación contigua. Al parecer, ella no tenía problemas para adaptarse a aquella situación tan frustrante. Jack gimió, se sacó la almohada de detrás de la cabeza, se la colocó sobre la cara y rezó para poder quedarse dormido. —Es tan pequeña —dijo Donna, y oyó el lloriqueo en su voz. Pero la casa era tan desoladora, que no podía evitarlo.
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—Suficiente para nosotros —dijo Jack, y atravesó el comedor de dos metros y medio de ancho para entrar en la diminuta cocina. Donna lo siguió y asomó la cabeza con vacilación para inspeccionar una cocina demasiado pequeña para todos los electrodomésticos que albergaba. —Será una broma —murmuró, y sus ojos se posaron en una nevera que parecía una antigualla—. ¿Necesita un bloque de hielo para enfriar los alimentos? — preguntó en voz alta, medio en broma. Jack dio una palmada a la media nevera de puerta rayada. —No es tan vieja. —Más que vieja. Casi podría catalogarse como «reliquia arqueológica». Jack volvió a darle una palmada, como para demostrarle que estaba equivocada, y la máquina gimió, barboteó y se balanceó sobre sus cuatro patas de metal. —Creo que la has matado —susurró Donna, medio esperando que la máquina estallara en pedazos. —Es una nevera marine —le dijo Jack, dando un paso atrás—. No está muerta. Se está reagrupando. —Qué bien —murmuró Donna, y desvió la mirada de la nevera, todavía vacilante, para contemplar los dos armarios, los fuegos, que incitaban a hacer muchas barbacoas, y la pila, que tenía más hendiduras y arañazos en su superficie de porcelana que los que muchos tanques recibían durante su larga vida. Maravilloso, pensó, y contempló las cortinas desgastadas que colgaban delante de una pequeña ventana. La tela a cuadros blancos y azules pendía sin vida. Mientras la miraba, Jack alargó el brazo para correrla y dejar entrar un rayo de sol a través del cristal. Un instante después, la barra de la cortina cayó con estrépito sobre la pila. Donna se sobresaltó. Jack elevó las cejas. —Qué bonito —dijo Donna, contemplando la tela desparramada sobre la pila—. Y pensar que ha pasado la inspección. Jack frunció el ceño, levantó la barra y la estudió. —No es nada. Puedo arreglarlo. Ni un equipo entero de especialistas del hogar podría arreglar aquella casa, pensó Donna. Ni siquiera en un plazo de veinte años. —Así que, sargento primero —dijo Donna pensativamente—, esta es la casa que corresponde a tu rango. —En realidad, no —Jack la miró de soslayo—. Pero era la única que estaba disponible, ¿recuerdas? Cierto, pensó Donna, y paseó la mirada por su hogar temporal. Reprimió un estremecimiento. Todas las paredes de la casa tenían el mismo color blanco
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amarillento. Al parecer, los pintores del cuerpo de marines carecían de imaginación. Tocó una de las paredes de la cocina y se preguntó distraídamente cuántas capas de pintura plástica la cubrirían. ¿Y cuántas familias habían vivido allí? ¿Cuántos niños habían garabateado sus nombres en aquellas paredes? Sonrió con melancolía al recordar los años que había pasado en bases militares. No había sido fácil, pensó, pero, al mismo tiempo, siempre había habido un sentimiento de comunidad. Miró a Jack y controló una punzada de pesar al recordar que su matrimonio solofin eratenía una un farsa. Hacíasolo tanto que quería tener su propia familia. Y, cuando por marido, eratiempo temporal. —Sé que no es gran cosa —estaba diciendo Jack—, pero no estaremos aquí durante mucho tiempo. Donna asintió y se alejó en dirección al corto pasillo que daba a los dos dormitorios y al cuarto de baño. Oía los pasos de Jack a su espalda, aunque no le hacía falta oírlo para saber que estaba cerca. Sentía su presencia en todas las células de su cuerpo. Y eso no debía de ser bueno. —Mira, Donna —dijo en voz baja, y ella se volvió un poco para mirarlo—. Sé que no es a lo que estás acostumbrada, pero… —Lo sé —lo interrumpió—. Solo es temporal —volvió a inspeccionar el lugar con la mirada—. Pero Jack, ¿acaso el cuerpo de marines espera que la gente viva en chabolas como esta? Jack se puso un poco rígido al oír aquella crítica sobre el cuerpo, pero al mismo tiempo, se encogió de hombros y asintió. —En realidad, no esperan nada —le dijo, y levantó la vista al techo descascarillado y con manchas de humedad—. Está prevista la demolición de todas estas casas en los próximos dos años. Donna sintió una inesperada punzada de pesar. Dios sabía que la casa estaba en mal estado. Aun así, había acogido a cientos de familias. ¿Acaso eso no significaba nada? Era una estupidez, pero notó cómo las lágrimas afloraban a sus ojos. Para disimular aquel pequeño arrebato de tristeza, dijo: —Si no se caen antes. Jack se puso tenso por un momento. —Sí, supongo que sí. Dime, ¿qué habitación quieres? Le daba lo mismo, así que señaló con la mano la habitación de la derecha. —Esta me servirá. —Está bien. Entonces, traeré mis cosas. Luego podemos ir a casa de tu padre a recoger el resto. Hasta que llegaran los muebles de Donna de Maryland, su padre les iba a prestar una cama y parte de su mobiliario. Donna se apoyó en la pared y preguntó: —¿Y qué crees que dirán los vecinos cuando nos vean meter dos camas? Escaneado y corregido por Dulceelaine
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Jack se frotó la nuca con la mano, una costumbre que Donna ya conocía. —No creo que piensen nada. Darán por hecho que una de las habitaciones es para los invitados. Tenía razón, pensó Donna. Después de todo, ¿quién iba a imaginar que unos recién casados ni siquiera dormían en la misma cama?
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Donna estaba de pie, en el porche delantero de la residencia del coronel, observando cómo Jack cargaba de muebles una furgoneta prestada. Dos de las lámparas de su padre, un somier y un colchón, una cómoda y una pequeña mesa de centro ocupaban el interior del vehículo. Inspiró con fuerza, exhaló todo el aire y, deliberadamente, fijó la vista en su marido. Llevaba unos vaqueros desteñidos y una camiseta de color azul pálido que se adhería a sus hombros anchos y a su amplio tórax. Apoyó una mano en el borde de la caja de la furgoneta y, con un movimiento fluido, saltó al interior para sujetar con cuerdas la carga. Donna movió la cabeza y se reprochó por fijarse en la curva de su trasero cuando se inclinó para enderezar uno de los muebles. Jack había dejado claro desde el principio que no estaba interesado en mantener con ella una relación que no fuera estrictamente platónica. Lo menos que Donna podía hacer era dejar de fantasear con él y evitarse esa vergüenza. —¿Estás bien? —preguntó su padre desde atrás, al salir al porche. —Claro —contestó Donna, con una alegría forzada que no sentía—. ¿Por qué no iba a estarlo? —El sargento primero es un buen hombre, Donna. Ella se volvió mirarlo,lasvio la ternura en sus ojos y volvió a fijar la vista al frente antesademedias que separa le saltaran lágrimas. —Esta vez he metido la pata hasta el fondo, ¿verdad? El coronel apoyó la cadera en la barandilla del porche y levantó una mano para apartarle el pelo de la cara. Donna se arriesgó a mirarlo y vio el mismo amor y comprensión que siempre había hallado en sus ojos. Mientras lo observaba, él sonrió fugazmente. —Digamos que ha sido uno de tus logros más memorables. Donna gimió suavemente. —Y pensar que todo empezó porque me daba vergüenza volver a verte. —Vamos —dijo su padre—. No lo entiendo. ¿Por qué ibas a sentirte así conmigo, Donna? ¿Por qué? Porque todavía recordaba la expresión de su rostro cuando la había sorprendido en el momento más humillante de toda su vida. —Echaba de menos estar contigo —le dijo su padre en voz baja. Donna sintió una opresión en el pecho y las lágrimas afloraron a sus ojos al ir a abrazar a su padre. Sintió la fuerza y calidez de sus brazos, como tantas veces durante su adolescencia.
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—Papá, yo también te he echado de menos. Supongo que tres o cuatro llamadas por semana no son suficientes. —Entonces, ¿por qué no has venido nunca a casa? —Se apartó y la miró a los ojos—. Solo Dios sabe las veces que te he pedido que me hicieras una visita. —Es que no tenía valor para volver a mirarte a la cara —se sorbió las lágrimas y dio un paso atrás—. Noticia de última hora. Marine alto y corpulento tiene por hija a una cobarde. —Tú no eres cobarde, Donna. —¿Cómo me llamarías? —¿Impetuosa? —sugirió con una sonrisa. Donna se frotó los ojos y le brindó una pequeña sonrisa—. ¿No sabes que te quiero? —Por supuesto —le dijo, aunque, en silencio, reconoció que se alegraba de oír la confirmación—. Pero hasta el santo Job tenía un límite, ¿no crees? Tom Candello se echó a reír y movió la cabeza. —Los padres no tienen límites. Por lo menos, en lo que respecta a la niña de sus ojos. Donna inspiró profundamente y lo miró. Lo había echado de menos, pero habían hecho falta cuatro largos años para que Donna reuniera el valor de mirarlo a la cara. —¿Ni siquiera cuando entra en su oficina y sorprende a su hija tratando desesperadamente de seducir a un cabo que, a su vez, trataba desesperadamente de huir? Su sonrisa desapareció, pero el brillo de sus ojos no mermó ni un ápice. —Ni siquiera. El alivio la abrumó. Había sido tan vergonzoso, tan humillante. ¿Por qué no había ido directamente a verlo en la noche del baile en lugar de intentar extraer coraje de una sucesión de cócteles de tequila? Si hubiera pensado con la cabeza, la situación no habría ido de mal en peor. —Dios —murmuró, contrariada consigo misma—. Soy una idiota. Su padre rió con suavidad. —Hay que reconocer que tienes unos momentos interesantes. —Interesantes. Es una buena manera de describirlos. —No seas tan dura contigo misma, cariño. —¿Por qué no? —preguntó—. Esta vez, no solo me he metido yo en un lío, sino que he arrastrado a Jack conmigo. El coronel volvió la cabeza para mirar a su suboficial. —Jack no es un niño. Sabía en lo que se metía.
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—¿De verdad, papá? —Donna esperó a que su padre volviera a mirarla—. Se ha casado conmigo, por el amor de Dios. —Fue idea suya. —Sí —corroboró—. Y seguro que nunca había lamentado tanto algo en su vida. Su padre frunció ligeramente el ceño. —¿Te lo ha dicho? —No —repuso Donna enseguida, porque no quería que su padre pensara que Jack estaba un caballero—. En realidad, lo lleva — salvo,noclaro está,comportándose añadió Donna como en silencio, que no quiere tener nada físico bien con su esposa temporal. —Entonces, ¿por qué no te relajas? —preguntó su padre. —¿Cómo? —Intenta no ponerlo todo tan difícil. No tiene por qué serlo. —Para ti es fácil decirlo —murmuró Donna, y volvió a fijar la vista en el trasero de su marido cuando este salía de espaldas de la furgoneta. El coronel levantó la mano, tomó un mechón de los cabellos de Donna y tiró de él con suavidad. Donna lo miró. —Donna, date una oportunidad. A ti y a Jack. ¿Quién sabe? Puede que acabéis disfrutando de vuestro matrimonio. —Claro, y ¿de qué color azul crees que saldrá mañana el sol? El coronel movió la cabeza y se colocó a su lado. —Lo único que digo es que, mientras estéis casados, intentéis pasarlo lo mejor posible. No has arrastrado a Jack al matrimonio, fue él el que se ofreció para esta misión. —Sí —repuso Donna con un suspiro—. Lástima que no llevara la bazuca. —Ya basta —le espetó su padre, y Donna se volvió rápidamente para mirarlo—. Haz un esfuerzo, Donna. No eches a perder lo que puede acabar siendo una bendición porque eres demasiado orgullosa, u obstinada, o lo que sea, para reconocer que Jack Harris te gusta. —¿Es que no lo entiendes, papá? —replicó enseguida—. No importa si a mí me gusta o no. A él no le intereso. Y tampoco sé si él me interesa a mí. —No es Kyle. —No, no lo es —dijo Donna, dirigiendo otra mirada al hombre con el que se había casado apenas hacía unos días—. Jack no se acostó con mi dama de honor dos días antes de la boda. Ni siquiera quiere acostarse con… —se interrumpió bruscamente, y sintió cómo las mejillas empezaban a arderle al darse cuente de que le estaba hablando a su padre de su vida sexual. Mejor dicho, de su falta de vida sexual. Señor, ¿cuándo aprendería a mantener la boca cerrada?
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Afortunadamente para Donna, su padre dejó pasar aquella confesión. Al parecer, estaba tan ansioso como ella por eludir aquel tema. —Donna —le dijo, y apoyó las manos en los hombros de su hija para volverla hacia él—. A veces, las pequeñas sorpresas que da la vida resultan ser sueños hechos realidad. —Y, a veces, solo son otra metedura de pata de Donna Candello. —Donna Harris. Gimió, y su padre movió la cabeza y le dio un fuerte y rápido abrazo. Cuando Donna dio un paso hacia atrás, lo miró con expresión esperanzada. —¿Supongo que no te apetecerá venir a cenar a casa esta noche? ¿Para suavizar el inicio de nuestra vida en común? —Lo siento —le dijo—. No puedo. Creo que igual salgo con alguien. Donna elevó las cejas. Su padre raras veces había tenido una cita. —¿«Crees» que «igual» sales con «alguien»? Su padre asintió —y desvió la mirada hacia el jardín de un lado de la casa. —Todavía está un poco en el aire. —¿Quién es? Thomas Candello movió la cabeza y la miró brevemente. —Te lo diré si puedo convencerla para que salga conmigo. —¿Por qué no iba a querer salir contigo? —Inquirió Donna—. Eres inteligente, atractivo, divertido, amable… —Gracias por el voto de confianza —la interrumpió su padre, riendo—. Pero ¿por qué no dejas que yo me ocupe de mi vida amorosa y tú te concentras en la tuya? —La tuya sería más fácil. —¿Qué era eso que decías sobre la cobardía? —Me confieso culpable. El coronel volvió ligeramente la cabeza. —Creo que Jack ya está listo para que os vayáis. Donna levantó la vista y vio cómo su marido se acercaba hacia ellos. Una vez más, se regañó por fijarse en lo bien que aquellos vaqueros se ajustaban a sus piernas, largas y musculosas. Cielos, estaba andando en arenas movedizas y no había nadie cerca para salvarla. Echó a andar hacia los peldaños del porche pero, de repente, se paró en seco, como si se le hubiera pasado algo por la cabeza. —¿Papá? —¿Sí?
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—¿Qué fue del cabo? Afortunadamente, su padre supo enseguida de quién estaba hablando. —Le diste un susto de muerte. Pidió el traslado casi de inmediato. Donna hizo una mueca. —¿A dónde? —A Groenlandia. Creo que quería alejarse todo lo posible de aquí. —Querrás decir de mí —clarificó Donna innecesariamente. —Donna… —Menuda seductora… —murmuró—. Me insinúo a un hombre y él sale corriendo en sentido opuesto. Mientras caminaba por la acera, sorprendió la mirada de Jack y sintió otro estremecimiento de placer. Jack se despidió del coronel con la mano y luego la llevó del brazo hasta el camión. Donna no pudo evitar preguntarse si su marido se asustaría tan fácilmente como el cabo. O, más importante aún, ¿tendría ella el valor de averiguarlo?
Jack despachó al soldado de primera cuya ayuda había requerido para trasladar los muebles, un pasoYatrás y contempló su viniendo nuevo dormitorio. Donna era una casadio pequeña. vieja. Y se estaba abajo. Pero teníatenía unarazón, gran ventaja: no era el barracón de los suboficiales. —Jack —lo llamó Donna desde la otra habitación. Por otro lado, la desventaja era que iba a convivir con una esposa a la que no podía tocar. —¿Sí? —¿Puedes venir un momento? Jack se preparó para no sucumbir al encanto de las piernas desnudas de Donna y su redondeado trasero y se dirigió al otro dormitorio. Al parecer, era inútil preparase. Bastaba con mirarla para que su cuerpo se tensara como la cuerda de una guitarra demasiado afinada. Permaneció pie en elhacia umbral, observando cómo forcejeaba conlounaque de los las ventanas. Estaba deinclinada delante, intentando abrirla, por pantalones cortos de tela vaquera que llevaba parecían aún más cortos y se ceñían peligrosamente a sus curvas. La camiseta también se había separado de su cintura, así que Jack se regaló la vista con aquella piel de marfil deliciosamente lisa. Apretó los dientes, en un intento por conservar el poco dominio de sí mismo que le quedaba. —¿Qué quieres? —preguntó.
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Donna volvió la cabeza con expresión de agobio y sopló para apartarse un mechón negro de los ojos. —Ayuda. Jack se rió a pesar de la tensión de sus partes bajas. —No tiene gracia —le dijo Donna, entornando el ojo con el que lo estaba mirando—. Alguien ha debido de cerrar esta ventana con clavos —gruñó al tiempo que tiraba de nuevo de la ventana de guillotina. Nada. Donna suspiró pesadamente, se enderezó y contempló, furibunda, el cristal mientras se frotaba la espalda a la altura de los riñones. Antes de caer en la tentación de darle un masaje, Jack sorteó la cama y se acercó a la ventana. Lentamente, inspeccionó el marco de madera, dándose tiempo para adaptarse a la proximidad de Donna. Maldición. ¿Qué clase de mujer se ponía perfume para mover los muebles? Evidentemente, se dijo mientras inspiraba su aroma floral, aquella. «No te desconcentres», se dijo. «Ponte manos a la obra». —No está clavada —le dijo, volviendo la cabeza hacia Donna—. La han pintado sin preocuparse de que luego pudiera abrirse. —Perfecto. —Si me das un cuchillo, te la abriré. —Hecho. Donna pasó a su lado, en dirección a la cocina, y le rozó. —Perdona. Aquel leve roce no debería haberlo puesto a cien, pero así fue. Jack apoyó las dos manos en el alféizar de la ventana y dejó caer la cabeza hacia delante, hasta que la barbilla entró en contacto con su cuello. Cerró los ojos y recurrió a la voluntad de hierro que siempre había tenido para vencer aquella atracción irracional hacia su esposa. Diablos, ni siquiera le caía muy bien. Bueno, de acuerdo, le caía mejor de lo que había pensado en un principio. Pero todavía se comportaba como si fuera de la realeza y él, un campesino que no merecía estar en su presencia. La actitud que tenía con aquella casa bastaba para marcar todas las diferencias que había entre ellos. Solo con mirarla sabía que le desagradaba tener que vivir allí. Levantó la cabeza y contempló el jardín de atrás a través de los cristales de la ventana. Estaba cubierto de hierba seca de un metro de alta, pero contaba con un árbol enclenque y muchas posibilidades. Estaba dispuesto a reconocer que aquella pequeña casa no era gran cosa, pero era el primer hogar que había tenido desde que sus padres murieran, cuando él todavía era un niño. Los tíos con los que había convivido después del accidente de coche tenían un apartamento y no habían sido precisamente cariñosos con él. Aunque tampoco le habían pegado. De hecho, apenas se habían percatado de su existencia hasta que Jack Escaneado y corregido por Dulceelaine
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no cumplió los dieciséis años y consiguió un trabajo a tiempo parcial. Pero, incluso entonces, lo único que les había interesado había sido su patético sueldo. Jack apretó los dientes y sepultó todos aquellos recuerdos en el rincón más oscuro y profundo de su mente. Aquello era historia. Su infancia estaba tan lejos que ni siquiera los recuerdos podían atraparlo. Pero había estado pensando mucho últimamente. Y todo por culpa de Donna. —Perdona que haya tardado tanto —dijo Donna cuando regresó a la habitación. Jack desterró el pasado y se centró en el presente. —No importa. —No encontraba un cuchillo que estuviera afilado —continuó, como si él no hubiera hablado, y no dejó de caminar hasta que no llegó a su lado—. ¿Este servirá? Un cuchillo de mantequilla con la hoja doblada no era una herramienta de precisión, pero tendría que valer. Jack quería abrir la maldita ventana y salir de su dormitorio lo antes posible. —Sí, servirá. Tomó el cuchillo por la empuñadura y, al hacerlo, sus dedos entraron en contacto con los de Donna. Casi podía jurar que habían saltado chispas con el roce. Y, maldición, podía sentir el chisporroteo hasta las plantas de los pies. Pero, antes de que pudiera hacer caso omiso a aquella reacción, Donna dio un paso atrás y se llevó las manos a la espalda. Jack asió el cuchillo con fuerza y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Deslizó la hoja por el borde inferior de la ventana de guillotina y rompió la pintura hasta que la hoja de la ventana se despegó. Luego, tiró con fuerza y la abrió. En aquel momento, entró una ráfaga de aire con aroma a mar. Donna inspiró profundamente y sonrió. —¿No es estupendo? —Sí. Pero hace frío. Donna le sonrió. —Hace frío, pero no nieva. He hablado con mi compañera de piso esta mañana y me ha dicho que anoche, en Baltimore, hubo una ventisca. El tiempo, pensó Jack. Estaban hablando del tiempo. Probó a cambiar de tema preguntando: —¿Estaba furiosa tu compañera de piso porque la hubieras dejado sola sin previo aviso? Donna lo negó con la cabeza. —¿Furiosa? No. ¿Sorprendida? Sí. Pero todo está saliendo bien. De todas formas, hacía tiempo que quería vivir con su novio. —Qué oportuno —repuso Jack, a falta de un comentario mejor.
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—Sí —corroboró Donna, con aquella sonrisa demasiado alegre—. No hay mal que por bien no venga. Se produjo un largo momento de silencio entre ellos. Donna se estremeció ligeramente por el aire frío que entraba por la ventana. Jack la bajó varios centímetros. —Eh… ¿quieres que te abra la otra ventana? La sonrisa de Donna se disipó, y movió la cabeza. —No, una ventana basta por hoy.noPero encuentro interruptor de la nevera, así que no consigo encenderla. Igual me no equivoqué al el decir que no funciona con electricidad. —No importa —le dijo Jack, que ya había empezado a alejarse hacia el umbral, contento de poder escapar de los confines demasiado reducidos de la habitación de Donna. —Siempre dices lo mismo. —¿El qué? —No importa. ¿Es que no te importa nada, Jack? Solo le importaba una cosa en aquellos momentos: no ponerle las manos encima a su esposa. Pero se limitó a decir: —Todo tiene arreglo —al menos, eso esperaba. —Un momento… —su voz lo detuvo justo cuando estaba a punto de escapar. Se volvió en el umbral—. ¿Qué es eso? —preguntó Donna, señalando al techo. Jack siguió su mirada y entornó los ojos al ver una burbuja de forma extraña en el yeso del techo. ¿Por qué no la había visto antes?, se preguntó, pero ya conocía la respuesta. Había mantenido la vista baja para no quedarse mirando a Donna. Dio un paso hacia la burbuja, ladeó la cabeza y estudió aquella rareza durante un largo minuto antes de reconocer: —No lo sé. —Está justo encima de mi cama —observó Donna innecesariamente. Jack la miró. —¿Quieres que cambiemos de cuarto? Donna paseó la mirada por las cuatro cosas que ya había desempaquetado y jack supo que no sentía deseos de volverlas a mover. Para tranquilizarla, volvió a contemplar el techo deformado. —Seguramente es que el yeso se ha ido llenando de humedad con los años y, el equipo de reparaciones no hace más que dar más y más yeso cada año, hasta que ha tomado la forma de una ampolla. —Una ampolla —repuso Donna en tono pensativo—. Sí, eso es exactamente lo que parece. O, más bien, un grano.
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—Entonces, ¿no te importa dormir aquí? Donna lo miró y asintió. —Claro. Si lleva años aquí, ¿qué posibilidades hay de que me explote a mí? Jack asintió y dijo: —Iré a poner en marcha el frigorífico. Solo confiaba en que aquel viejo electrodoméstico funcionara tan bien como sus piernas. Después de tomar a medias una pizza congelada y una botella de vino barato que habían comprado en el economato, Donna y Jack se retiraron a sus habitaciones. Despierta sobre la cama en la oscuridad bañada por la luz de la luna, Donna fijó la vista en el grano de yeso del techo. No hacía más que recordar las palabras de su padre. Era una idea tentadora, la de considerar aquella farsa como un matrimonio de verdad. Después de todo, tenía veintiocho años. Si alguna vez quería tener marido e hijos, no le quedaba mucho tiempo. Y Jack parecía un buen tipo. ¿Acaso no había aparecido en escena para salvar la reputación de su padre? ¿No estaba soportando con buen ánimo la idea de vivir en aquella choza miserable? Y… ¿acaso no se le ponía la piel de gallina solo de verlo entrar en la habitación? Donna suspiró y se ajustó mejor la almohada. Nada de eso importaba, porque Jack había dejado más claro que el agua, que solo quería estar casado con ella temporalmente. Así que, no tenía sentido que albergara esperanzas de un futuro mejor. ¿O no? No iba a llegar a ninguna parte pensando en él. Lo único que había conseguido era un incipiente dolor de cabeza. Fijó la mirada en el estúpido grano que pendía sobre su cabeza. ¿Tanto le habría costado al equipo de albañiles contratado por el cuerpo de marines arreglar el techo? Murmurando entre dientes, Dona se puso en pie sobre el colchón, justo debajo del grano gigante. Ladeó la cabeza y examinó la maldita protuberancia tan cerca como pudo. Finalmente, levantó la mano y tocó con cautela el yeso blanco y resquebrajado. En aquel mismo instante, el techo explotó. Lo que debían de ser océanos de agua y toneladas de yeso mojado cayeron sobre ella. Donna gritó y agachó la cabeza. Jack saltó de la cama como si le hubieran disparado. ¡Donna! Recorrió la distancia penosamente corta que lo separaba de su dormitorio y abrió la puerta de par en par. Se quedó estupefacto al ver el caos reinante y avanzó con los pies desnudos por entre los trozos de yeso mojado y la alfombra empapada Escaneado y corregido por Dulceelaine
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de agua. Apoyó una rodilla en la cama cargada de agua, levantó a Donna del colchón y la dejó de pie, en el suelo. La abrazó con fuerza y le preguntó: —¿Estás bien? Lentamente, Donna levantó la cabeza y se apartó el pelo mojado de la frente. Se quitó un trozo de yeso de los labios y asintió. —Creo que sí. —¿Qué ha pasado? —preguntó, aunque podía ver con sus propios ojos que se le había caído encima el maldito techo. No tenía que haberla dejado dormir en aquella habitación, debía haber insistido en darle la suya. Podía haberse matado. —Reventé el grano —dijo Donna, volviéndose un poco en sus brazos para observar los desperfectos. —¿Que lo reventaste? —Te lo juro. Lo único que hice fue tocarlo y ¡bum! Solo lo toqué, de verdad — insistió con voz débil, como si estuviera muy lejos. Con el corazón desbocado, Jack la estrechó entre sus brazos y deslizó las manos por su cuerpo. Solo estaba comprobando que no se hubiese roto nada, se dijo. Pero Donna estaba demasiado sana. —De verdad —estaba diciendo—. No sé cómo ha podido pasar. Todo estaba bien hasta que, de repente, el mundo entero ha estallado en pedazos. —No pasa nada —le dijo Jack—. Llamaré a Alojamientos mañana por la mañana. Ya lo arreglarán. Donna se apartó un poco para mirarlo. Tenía trozos de yeso prendidos en el pelo, y estaba pálida. —Yo diría que nuestra casa de dos habitaciones se ha quedado reducida a un apartamento, ¿eh? Jack se quedó mirándola, henchido de admiración. Era increíble. El techo se había roto sobre su cabeza y no le había dado un ataque de histeria. Ni siquiera estaba llorando. Maldición, no quería que Donna le gustara. De verdad que no. Podía soportar la idea de desearla y no tenerla, pero si además, le gustaba, sería demasiado. Deslizó la mirada rápidamente por su cuerpo y, con la misma rapidez, deseó no haberlo hecho. Que el cielo lo ayudara, con el camisón empapado, todas sus curvas aparecían perfiladas a la perfección. Su cuerpo reaccionó de inmediato y dio un paso atrás. Desepie, vestido únicamente sus calzoncillos repente, sentía tan desnudo como con ella debía sentirse. militares y sus placas, de Se pasó la mano por la nuca y desvió la mirada al caos que era su habitación. —Ya nos ocuparemos de esto mañana. Esta noche, dormirás conmigo. La miró a tiempo de ver cómo arqueaba una de sus cejas oscuras.
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—Solo sugiero que durmamos, nada más —le dijo, decidido a que no pensara que estaba aprovechando la situación para su propio beneficio—. Somos adultos. Podemos compartir una cama sin compartir nada más. —Supongo que sí —dijo Donna en voz baja, mientras se despegaba el camisón con los dedos, y pasó a su lado para salir al pasillo—. Aunque será un desperdicio — añadió en un murmullo tan suave que Jack apenas la oyó.
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Era mucho más que un desperdicio, pensó Jack horas más tarde. Una tortura. Donna tarareaba sin ton ni son mientras se sumía en un sueño profundo. Jack volvió la cabeza sobre la almohada para lanzarle una mirada furibunda. ¿Cómo diablos podía dormir cuando solo los separaban unos centímetros de colchón? Pero todavía no había terminado de formular la pregunta, cuando obtuvo la respuesta. No le afectaba su proximidad porque no lo deseaba como él a ella. Con ardor y desesperación. Se cubrió los ojos con el brazo a fin de borrar aquella imagen de su cerebro. Diablos, si no, no pegaría ojo en toda la noche. Se apartó un poco más y se aferró al borde del colchón, para estar lo más lejos posible de ella sin caerse de la cama. De haber sabido que aquel matrimonio temporal iba a ser tan duro, no se le habría ocurrido ofrecerse voluntario. Profirió una silenciosa carcajada. ¿A quién pretendía engañar? Se habría casado con ella de todas formas. ¿Qué locura era aquella? Una locura de noches largas y frustrantes. Porque podía reconocer, aunque solo fuera para sus adentros, que, desde que había visto a Donna Candello intentando colarse en el baile, la había deseado como nunca había deseado nada en la vida. Dos días después, Jack seguía diciéndose que debía de haber oído mal. Era imposible Donna estuviera en él. por Sí, de acuerdo, se habíay casado conque él, pero esoCandello era diferente. Habíainteresada obrado llevada la desesperación… la culpabilidad. Levantó la vista y contempló a Donna, sentada como estaba, hecha un ovillo, en un extremo del sofá, hojeando una revista. Se lamió el dedo índice antes de pasar la página y Jack sintió la tensión en sus entrañas. Fijó la vista en su boca y se sorprendió deseando que lo volviera a hacer. Contuvo el aliento, esperó a que Donna inspeccionara la página y, luego, vio cómo, lentamente, se llevaba la mano derecha a los labios. Sacó la lengua y se lamió la yema del dedo de una manera inconscientemente seductora. Jack tragó saliva, cerró los ojos e intentó mitigar la dolorosa ansia que se apoderaba de su entrepierna y que ya empezaba a resultarle demasiado familiar. ¿Y si de verdad había dicho lo que creía haber oído… que limitarse a dormir juntos sería un desperdicio? Seguramente no lo había dicho por él, en concreto. No era la clase de hombre capaz de interesarla, no tenían absolutamente nada en común. Entonces, ¿Por qué la deseaba con tanta desesperación? ¿Y qué podía hacer? ¿Acaso debía ser él quien rompiera el acuerdo? Diablos, había sido idea suya que su relación fuera estrictamente platónica. No podía anunciar, de repente, que había cambiado de idea, ¿no? —¿Has cambiado de idea, Jack? —preguntó Donna.
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—¿Cómo? —Jack parpadeó, sorprendido del don de videncia de su esposa—. ¿Sobre qué? —preguntó, solo para estar seguro. Donna señaló con una mano el archivador que estaba sobre la mesa de centro, frente a él. —Creía que ibas a terminar esos informes esta noche. Ese había sido el plan. Por desgracia, más que en los asuntos del Cuerpo, estaba concentrado en el cuerpo de Donna. —No. Los acabaré mañana. Donna frunció el ceño. —¿Te encuentras bien? «Fabuloso», pensó. —Sí, claro. Donna no parecía convencida. —Te pasa algo —le dijo—. ¿Siguen tomándote el pelo por haberte casado con la hija del coronel? —No demasiado —contestó, pero no añadió que ningún hombre se atrevía a tomarle el pelo dos veces. En cuanto sentían su mirada gris como el acero, parecían reacios a volverlo a intentar. Podía decirse que la broma se estaba haciendo vieja, como Jack había predicho que ocurriría. Claro que, si Donna y él no se hubiesen casado enseguida, los rumores nunca habrían cesado. Y, si no se hubieran casado, seguiría sin tener problemas para conciliar el sueño por las noches. Al menos, no estaría preguntándose si había perdido el juicio. —Sabes —dijo Donna en voz baja—, no llegaste a contarme cuál era la deuda tan grande que tenías con mi padre. Esa por la que te sentiste obligado a casarte conmigo. Fue el turno de Jack de fruncir el ceño. —Ya. Donna lo observó durante un largo minuto. Aquel marido suyo era un estudio de contrastes. Rudo y fiel al cuerpo de marines durante el día. Susceptible y asustadizo por las noches. Habían conseguido vivir juntos durante casi una semana sin cometer asesinato y estaba segura deaque era la única de arrebatos deun atracción fatal. Poco abastante poco, empezaba conocerlo y, aunque así,padecía sabía que Jack le ocultaba una buena parte de su vida. Quería conocer aquella parte y ni siquiera se había molestado en preguntarse a qué se debía aquel interés. —¿Y bien? —lo apremió—. ¿No vas a contármelo?
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—No pensaba hacerlo —reconoció. Se puso en pie y se acercó a la ventana que daba a la calle. Apoyó las manos sobre la pared, a ambos lados de la ventana, y contempló en silencio la oscuridad. —Jack —dijo Donna, y se volvió un poco para contemplar su espalda ancha y su postura rígida. —¿Quieres saber por qué? —murmuró con voz tensa, y con una aspereza propia de los recuerdos, claramente desagradables, que estaba evocando—. Está bien, te lo diré. Donna estuvo a punto de impedírselo. A punto. No le gustaba verlo así, con los hombros rígidos, pero hundidos, como si esperara recibir un golpe. Sin embargo, el instinto la incitaba a averiguar todo lo que pudiera sobre el hombre con el que tan precipitadamente se había casado. —Me metí en líos cuando todavía era un crío —declaró. —¿Qué clase de líos? Profirió una carcajada sarcástica que se extinguió casi al momento. —De toda clase. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando tenía ocho años. Acabé viviendo en casa de mis tíos. —Qué tragedia —susurró Donna. —No les entusiasmó la idea de ser padres de un día para otro, así que, prácticamente, me crié yo solo. —Pero no eras más que un niño —dijo Donna, sintiendo compasión por el muchacho que había sido. —No, no lo era —dijo en voz baja, con rigidez—. Mi infancia terminó con ese accidente de coche. Donna percibía claramente la tensión de su cuerpo. Qué vida más solitaria debía de haber llevado, pensó con tristeza. Aunque los padres de Donna nunca habían vivido juntos, siempre había sabido que la amaban. Deslizó la mirada por la figura de Jack y, en parte, deseó acercarse a él, suavizar todos aquellos años de sufrimiento. Pero Donna sabía que no le agradaría su compasión, así que, no se movió. En cambio, contuvo el aliento y esperó a que siguiera hablando. —En cualquier caso —dijo Jack con voz tensa—, el lío en que me metí fue creciendo cada vez más a medida que me hacía mayor. Mis tíos no querían perder el tiempo conmigo, así que, cuando tenía dieciocho años, un juez me dio a elegir: o el cuerpo de marines o la cárcel. Donna parpadeó. Nunca habría imaginado que Jack había estado a punto de ser encarcelado. Jack pareció notar su sorpresa, o, simplemente, la había estado esperando. Se volvió y se cuadró de hombros, como si alguien lo hubiese puesto en un paredón de fusilamiento. Sin mirarla a los ojos, fijó la vista al frente y siguió hablando.
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—Como no era tonto, elegí la marina —esbozó una sonrisa burlona—. Pero también estuve a punto de echarlo a perder. —¿Cómo? —susurró Donna, con la vista fija en los rasgos estoicos y lúgubres de su esposo. —Una mala actitud y una lengua demasiado larga —aquella sonrisa que no era sonrisa volvió a asomar a sus labios—. Una combinación letal en cualquier parte. Pero en el cuerpo de marines, la puerta al desastre. A Donna le costaba imaginar al sargento primero Harris como un cabo deslenguado, pero lo intentó. Jack se frotó la nuca con la mano, un claro síntoma de que no estaba feliz. —En cualquier caso, el coronel, tu padre, era teniente por aquel entonces — Donna asintió—. Un día, se hartó de mí y me llevó aparte para darme una lección privada sobre la cadena de mando. —¿Qué quieres decir? —preguntó Donna con el ceño fruncido. —Quiero decir —dijo Jack, mirándola a los ojos por primera vez—, que se quitó los galones de teniente y me brindó la oportunidad de respaldar mis comentarios con los puños. —¿Se pegó contigo? Una sonrisa diferente surcó su rostro en aquel momento. Una sonrisa de admiración. —No, señora —replicó—. Me dio la paliza más grande de mi vida. En una lucha justa —añadió, al ver la expresión de horror de Donna. —No puedo creerlo —murmuró Donna, que intentaba imaginar a su paciente y cariñoso padre como un matón. —Créeme, me convenció —Jack se apartó de la pared y atravesó la pequeña estancia—. Después de eso —dijo, mientras daba vueltas como un león enjaulado—, solicitó mis servicios como radiotelegrafista. Llegué a conocerlo, y a respetarlo —se paró bruscamente y la penetró con la mirada—. Salvó mi miserable vida. Se lo debo todo. —Así que te casaste con su hija —dijo Donna, vagamente sorprendida de que su propia voz sonara tan hueca. —Sí. absurdo queofrecido se sintiera tan decepcionada. Después de todo, había sabidoEraque se había a casarse con ella exclusivamente por siempre el bien de su padre. ¿Por qué oírselo decir la afectaba de aquella manera? Sabía muy bien por qué. Porque en el fondo de su alma, había confiado en que estuviera ocultando un interés incipiente por ella. Al menos, ya sabía que no era así. —Bueno —dijo, hablando con una alegría que no sentía—. Supongo que has pagado la deuda con creces, ¿no?
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—Nunca podré compensarlo por todo lo que ha hecho por mí —afirmó Jack con rigidez. —Caramba, Jack, ¿por qué no te ofreces a tirarte sobre una granada? —le espetó, y la más terrible de las jaquecas empezó a taladrarle la cabeza. —¿Cómo? —Sería más rápido y mucho menos doloroso que tener que fingir que me amas o que te gusta estar casado conmigo —«Cállate», se dijo. «Cierra la boca y sal de aquí». Pero los pies no cooperaban. Deseó poder decir lo mismo de su boca—. ¿Cuántas cosas estás dispuesto a sacrificar en el altar del coronel Thomas Candello? —preguntó con voz tensa. —¿Se puede saber por qué estás tan furiosa? —No lo sé —le gritó, y agitó las manos en el aire—. Supongo que, aunque sé por qué nos hemos casado, no me gusta la idea de ser la píldora de veneno que te has visto obligado a tomar por el bien de tu país. —¿Y eso qué significa? —Averígualo tú solo. —Donna… —No —levantó una mano y consiguió silenciarlo—. No importa. Yo solo he renunciado a mi apartamento, a mi trabajo y a mi compañera de piso. Tú has sacrificado la vida por tu superior. Jack dio un paso hacia ella, pero Donna retrocedió. —Estoy seguro de que mi padre aprecia tu lealtad, marine. —Esto es una locura —le dijo—. ¿Por qué estamos peleándonos ahora por eso? Donna profirió una carcajada, riéndose de sí misma más que de ninguna otra cosa. —Supongo que la luna de miel ha terminado, sargento primero. —Hasta ahora nos hemos llevado bien, ¿no? —preguntó Jack, decidido a suavizar la situación. Aunque Donna no podía imaginar por qué. ¿Y qué más daba? —Claro —le dijo, y se encogió de hombros con la confianza de parecer indiferente. —Entonces, ¿por qué no lo dejamos estar? —Porque somos personas, Jack. Y las personas hablan, y se pelean. —¿Para qué? Donna echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirándolo como si la hubiera abofeteado. Emocionalmente, lo había hecho. Diablos, ni siquiera estaba dispuesto a pelearse con ella. —Tienes razón, esta situación es temporal. ¿Para qué vamos a discutir? Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—No quería decir eso. —Tal vez no, pero es la verdad. —Donna… Jack la miró con severidad y trató de comprender qué era lo que había ido mal. Pensaba que le había dado lo que quería, una parte de su pasado para demostrarle que no estaban hechos el uno para el otro. Las razones de su lealtad hacia el coronel. Diablos, no había imaginado que reaccionaría de aquella manera. Hasta habría jurado que estaba a punto de llorar. ¿Por él? Eso no tenía sentido. —¿Por qué estás tan furiosa? —preguntó finalmente. Donna movió la cabeza lentamente. —No estoy furiosa —dijo, aunque en tono poco convincente—. Solo… cansada. De acuerdo, eso podía comprenderlo. Jack no había pegado ojo desde que habían empezado a dormir en la misma cama. Confiando en ser de ayuda le dijo: —Mira, esta noche dormiré en el sofá. Así podrás descansar mejor. Donna bufó con sorna. —Perfecto. Hasta estás dispuesto a dormir en un sofá más pequeño que tú. Caramba, Jack, no deberías ser marine. Deberías ser un santo. La furia empezó a bullir en su estómago, junto con otras emociones igual de intensas. —¿Por qué no me dices exactamente lo que quieres de mí, Donna? Donna abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero movió la cabeza con fuerza. —No. Creo que será mejor que olvidemos que hemos tenido esta discusión. ¿Qué te parece? ¿Que lo olvidara? Ni siquiera lo comprendía. Pero por el bien de la paz y, porque no quería profundizar en aquel lío en el que él mismo se había metido, accedió. —Hecho. —Bien —Donna inspiró profundamente, y Jack no pudo evitar fijarse en las curvas de sus senos, delineadas por la camiseta de color azul oscuro que llevaba—. Ahora me voy a la cama. Buenas noches, Jack. —Buenas noches, Donna —repuso en el tono más sereno que pudo. Donna se alejó en dirección al cuarto de baño y Jack inspiró hondo. Iba a ser una larga noche. No estaba seguro de cuántas noches iba a poder seguir durmiendo a su lado, sin tocarla. Al pensarlo, preguntó en voz alta: —¿Has hablado con Alojamientos sobre ese techo?
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Donna se paró en el umbral y se volvió para mirarlo. —Sí —dijo con voz cansina—. Aunque, para lo que sirvió… —¿Qué han dicho? —preguntó Jack, aunque sabía, por experiencia, cuál era la respuesta. —Veamos… —ladeó la cabeza y se puso un dedo en la barbilla—. Quiero hacerlo bien. Ah, sí —sonrió con voz tensa—. «Señora Harris» —Donna imitó el acento grave y lento de un hombre del sur—, «por supuesto que iremos a arreglarle el techo lo antes posible. Aunque podría tardar un poco». Cómo no, pensó Jack. La marina no tenía prisas para nada, salvo para entrar en batalla. Seguramente, le cambiarían de departamento antes de que el techo estuviera arreglado. Estupendo. —De todas formas —dijo Donna, con una voz más alegre de lo necesario—, el hombre me dijo que había tenido mucha suerte de que el problema estuviera en la «habitación de invitados». Así que no creo que se den mucha prisa. —Supongo que no —distraídamente, Jack se preguntó si podría ingeniárselas para arreglar el techo él solo. —¿Vienes? —preguntó Donna antes de volver a alejarse hacia el dormitorio. —Enseguida. —Está bien. Buenas noches. Y siento… —Yo también. Buenas noches.
Mientras se alejaba, Jack dejó caer la cabeza hacia delante. ¿Cómo podía tomarse con tanta naturalidad el hecho de dormir juntos en la misma cama cuando él se pasaba el día caminando como un zombi por falta de descanso? Jack se enderezó y dirigió la vista hacia el dormitorio. No podía evitar preguntarse qué clase de horrible castigo era aquél. Los dos empezaban durmiendo al borde del colchón, a ambos lados de un invisible e impenetrable muro de ladrillos. Como siempre, sin embargo, después de varios minutos de tensión, Donna empezaba a respirar profundamente y, acto seguido, a tararear. Jack volvió la cabeza para mirar a su esposa. Tenía el pelo desparramado por la almohada y sonreía levemente, como si estuviera disfrutando de un sueño. Bueno, Jack se alegraba de que, al menos uno de los dos tuviera algo por lo que sonreír. Estaba tumbada de costado, mirándolo, con una mano extendida sobre el colchón, como si quisiera llegar a él en sueños. Aquella idea le hizo sonreír. Caramba, era magnífica, pensó Jack. Fuerte, hermosa, inteligente y divertida. Todo lo que había soñado encontrar en una mujer. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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En una esposa. Fijó la mirada en el techo en sombras. ¿No se reirían sus tíos si pudieran verlo en aquellos momentos? Siempre le habían dicho que no valía nada, que ninguna mujer lo amaría jamás. Sí, pensó con tristeza. Se partirían de risa si supieran que solo había podido conseguir que una mujer se casara con él prometiendo que no la tocaría. Los recuerdos emergieron en su mente, formando torbellinos de viejo dolor. Había intentado que lo quisieran, había intentado demostrarles que merecía su amor. Pero le habían prestado la misma atención que a un galgo extraviado que hubiese entrado en su casa. Así que, igual que haría un perro abandonado, se había vuelto en contra de ellos. Como si un diablillo lo hubiera apremiado a meterse en líos. Cerró los ojos para no abrir las viejas heridas. Aquel Jack pertenecía al pasado. Todo había cambiado. Se había convertido en un hombre respetable, digno de admiración. Aun así, como sus tíos habían predicho hacía tantos años, nadie lo amaba. De repente, Donna se movió hasta ponerse a su lado. Antes de que Jack pudiera apartarse, ya había apoyado una mano sobre su pecho y la cabeza en el hombro. Jack inspiró con fuerza. Su cuerpo se endureció al instante. Ahogó un gemido que podría haberla despertado e intentó soltarse, pero Donna seguía acercándose, y su canturreo se hizo más fuerte mientras se acurrucaba contra él. El intenso deseo El se anhelo suavizódio y fue reemplazado porprotegerla. una emoción tan tierna, lo tomó por sorpresa. paso al instinto de De amarla. Porque un momento, se preguntó cómo sería pasar el resto de su vida de aquella forma, con Donna acurrucada a su lado. Su imaginación produjo imágenes de Donna y él, rodeados de niños y perros. Felices. Riendo. Amándose. Cerró los ojos y dejó que aquellas imágenes llenaran su mente hasta que sintió el alma completa, en paz. Le pasó el brazo por los hombros y volvió la cabeza para inspirar la fragancia floral de su pelo. Los latidos de su corazón se ralentizaron y, aunque el dolor de su entrepierna no disminuyó ni un ápice, el resto de su cuerpo se relajó y, por primera vez en su matrimonio, concilio un sueño profundo y placentero. —¿Que cómo es la vida de casada? —Donna repitió la pregunta de su antigua compañera de piso para ganar tiempo. Asió el auricular con más fuerza y tragó saliva para suavizar el nudo que tenía en la garganta—. Es maravillosa —dijo alegremente—. ¿Por qué no iba a serlo? —Tú sabrás —dijo Kathy, que no parecía convencida con la respuesta de Donna. Distraídamente, Donna empezó a arrancar pequeños trozos de las capas de pintura que cubrían el alféizar de la ventana de la cocina. Había docenas de diminutos globos, como si la madera se hubiera enfriado y se le hubiera puesto la
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piel de gallina. Rascó uno de los bultos con la uña y se sorprendió al ver que la pintura de color amarillento se levantaba. —Donna —dijo Kathy—. Algo pasa que no me quieres contar. No es normal en ti. Yeso me asusta. Donna hizo una mueca y tiró del trozo suelto de pintura. Al hacerlo, levantó una larga tira de sustancia resinosa. Abrió los ojos con sorpresa al descubrir que estaba contemplando la madera srcinal de la ventana. —No hay nada que contar, Kat —aseguró a su amiga, mientras seguía levantando la pintura. —¿Te casas con un tipo del que nunca había oído hablar, quieres que te mande todas tus cosas y renuncie a tu trabajo por ti y me dices que no hay nada que contar? —No —murmuró Donna, reprimiendo una exclamación al ver cómo se desprendía otro amplio trozo de pintura. —¿Cómo es? —Irresistible —fue la respuesta automática, que sorprendió a Donna tanto como a su compañera de piso. —Vaya, vaya… —ronroneó Kathy—. Esto se pone interesante. —¿El qué? —Tu pequeño misterio. —¿Misterio? —Replicó Donna—. Más bien parece una farsa. —Está bien —dijo Kathy con impaciencia—. Desembucha. —No hay nada que desembuchar. Me he casado. Estoy viviendo en la base, en lo que podría describirse como una chabola, y soy la única esposa virgen del mundo occidental —vaya, no había tenido la intención de revelar aquella parte. —¿Cómo? —Chilló su amiga—. Explícate. —¿Qué quieres que te explique? —Preguntó Donna, que seguía tirando de la pintura—. Mi irresistible marido no está interesado en mí. —Venga ya. —Gracias —dijo Donna, conmovida por el voto de confianza. —¿Está loco? —Solo temporalmente. —Estoy pérdida, Donna… Donna suspiró. No quería contarle a nadie la verdadera historia sobre su extravagante matrimonio, pero, maldición, tenía que hablar con alguien. Mientras le explicaba a su amiga toda la situación, arrancó otra tira de pintura, tratando, en aquella ocasión, de que fuera lo más larga posible. —Eso es lo más descabellado que he oído nunca —dijo Kathy cuando Donna concluyó su relato. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—Siempre he sabido superarme —reconoció Donna, y sonrió al ver que la tira llegaba hasta el final del marco antes de saltar, como si fuera un trozo de goma. —¿Y qué vas a hacer? —Lo que he estado haciendo hasta ahora —dijo Donna, mientras soltaba la tira de pintura sobre la mesa. —¿El qué? —Fingir que soy una esposa feliz. —Pero ¿qué te gustaría hacer? Una pregunta fácil. Lo había sabido desde siempre. Le gustaría tener una familia y una pequeña casa en alguna parte. Dos perros y, tal vez, un gato. Pero, sobre todo, quería un marido que la amara. Que quisiera hacerle el amor. En aquellos momentos, sin embargo, todos sus deseos se condensaban en uno. —Quiero hacer el amor con mi marido. —Ah… —¿Cómo si no voy a perder el título de la reina de la virginidad? —Cierto —corroboró Kathy—. Pero, si llevas tantos años esperando, ¿por qué no esperas a hacerlo con alguien especial? —Jack es especial —reconoció Donna, y se puso en pie para tirar mejor del siguiente tramo de pintura. —Vaya —dijo su amiga—. Eso suena a amor. —O lo más parecido al amor. —No me lo trago —dijo Kathy—. Antes también te ha apetecido y no has sucumbido a la tentación. ¿Por qué Jack es diferente? Donna se paró en seco, soltó la tira de pintura para que ondeara como una bandera en un día sin viento y se quedó mirando por la ventana durante un largo momento. ¿Por qué Jack era diferente? Por sus ojos grises. Su rostro fuerte. Sus manos suaves. Aquella mirada que decía que no esperaba que se preocupara por él. Tantas pequeñas cosas, que no se creía capaz de enumerarlas todas. —Don… Su risa, pensó. concon él. Dios, cómo disfrutaba sus discusiones. Y Aquello estar enerala especial. misma Discutir habitación él bastaba para que de la temperatura de su cuerpo subiese, al menos, diez grados. Sonrió para sus adentros al recordar lo tieso y orgulloso que se había mostrado ante el reverendo Thistle, y cómo había prometido amarla, honrarla y respetarla. Donna sintió un escalofrío y su sonrisa se esfumó al llegar a una conclusión irrefutable. —Dios mío —susurró.
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—¿Qué pasa? —preguntó Kathy. Donna se sentó, porque le temblaban las rodillas y la cabeza le daba vueltas. La respuesta era tan obvia. Y tan aterradora. ¿Cómo podía haber pasado? —Me estoy enamorando de él —dijo en voz baja. —¡Será una broma! —gritó su amiga, con tanta potencia, que su voz habría llegado desde Maryland sin necesidad de una línea telefónica. —No, no es una broma —lloriqueó Donna—. Me he enamorado del único hombre al que no debería amar. De mi marido.
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Después de aquel descubrimiento alarmante, Donna se mantuvo tan ocupada durante los días siguientes, que no tuvo tiempo para pensar en ello. En aquellos momentos, de cuclillas bajo el sol californiano de noviembre, se tomó un momento para admirar el parterre de flores amarillas que acababa de plantar entre los dos arbustos que había bajo la ventana del salón. Luego, volvió la cabeza para contemplar el resto del jardín. Era increíble lo que podía hacer una segadora y una regadera, pensó. Por no hablar de la fila recta, como un regimiento, de petunias que bordeaban la senda hasta la casa. Distraídamente, se preguntó qué tipo de flores habrían plantado los dueños anteriores. No podía saberlo, ya que, fieles a la tradición de los marines, en cuanto una familia desalojaba una de las casas de la base, los vecinos saqueaban las plantas que no eran srcinales de la vivienda y las replantaban en sus jardines. Como estaba absorta en sus pensamientos, no se percató de que Jack aparcaba la furgoneta delante de la casa. Ya estaba caminando por la senda de entrada cuando le preguntó: —¿Soñando despierta? Donna se sobresaltó y se llevó la mano al pecho, como si tuviera miedo de que el corazón se le saliera. Luego, lo miró. —Me has asustado. Jack se puso en cuclillas, a su lado. —Produzco ese efecto en muchas personas. Sí, pero, seguramente, no las afectaba como a ella en aquel momento en particular, pensó Donna al sentir un hormigueo familiar en el estómago. —Creía que te estabas arreglando para ir a la fiesta de tu padre. Donna gimió para sus adentros. No había forma de eludir la pequeña celebración que Tom Candello había organizado para festejar el enlace reciente entre su hija y el primer teniente. Cuando Donna había intentado recordarle a su padre que aquel matrimonio solo era algo temporal, este había insistido en que debían hacer todo lo necesario para convencer a todo el mundo de que era un matrimonio en toda regla. era fácilNorebatir aunque solo Dios sabía ante que el Donna lo habíaNo intentado. queríaaquel pasarargumento, horas en casa de su padre, fingiendo mundo que amaba a su marido y, al mismo tiempo, fingiendo ante él que no lo amaba. —Está bonito —dijo Jack de repente, y Donna volvió a centrar la atención en él. Estaba paseando la mirada por el jardín. —Gracias. —¿Por qué lo haces? —volvió la cabeza hacia ella y sus miradas se cruzaron.
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—¿El qué? —Esto —señaló con una mano el verde de los arbustos y las manchas de color. —¿Por que me gustan las flores? —preguntó Donna. —No, quiero decir… —Jack movió la cabeza—. Es que no me parecías la clase de mujer amante de las plantas. Qué curioso. —¿Qué clase de mujer te parecía? —No sé. De las que van a cócteles y fiestas benéficas. Donna se sacudió la tierra de las manos y las entrelazó sobre su regazo, ladeó la cabeza y, con mucha paciencia, preguntó: —¿Qué te hacía pensar eso? Jack sonrió y Donna sintió un vuelco en el estómago. Al menos, pensó, había sido el estómago y no el corazón. —No lo sé, la verdad. Pero plantar flores, quitar la pintura de los marcos y redecorar la casa tú sola… Donna carraspeó nerviosamente y se puso en pie. Vaya, tenía que darle alguna explicación de por qué había quitado tira tras tira de pintura del alféizar de una ventana. —Como todavía estoy desempleada —le dijo, mientras veía cómo Jack también se incorporaba—. Prefiero mantenerme ocupada. —Ahora que me acuerdo —Jack metió la mano en el bolsillo de su uniforme de camuflaje, sacó un trozo de papel y se lo entregó. Donna lo leyó. «Marie Talbot, 555 8776». Volvió a mirarlo a los ojos y preguntó: —¿Quién es? —Una profesora del colegio de la base —le sonrió Jack—. Cuando se enteró de que eras intérprete del lenguaje de los signos, me pidió que te diera su número. Dijo que le hacía falta alguien como tú. ¿Le había encontrado un trabajo? —¿Y cómo se ha enterado de lo que hago? Jack se frotó la nuca con la mano y desvió la mirada hacia el nuevo parterre de hortensias. —Puede ser que le haya hablado de ti. Donna sintió una cálida oleada de placer. Jack había estado hablando de ella con otras personas. Pensando en ella. Le había encontrado un trabajo. Cediendo a un impulso innegable, Donna se arrojó en sus brazos y, con las manos alrededor de su cuello, lo estrechó con fuerza. Lo miró a los ojos y sonrió.
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—Sargento primero, eres un marido magnífico. Jack la estrechó lentamente, con vacilación. La fuerza controlada de su abrazo la dejó sin aliento mientras la apretaba contra él. Donna sintió la contracción de sus pezones y un hormigueo intenso en el centro mismo de su ser. Jack contempló sus rasgos amorosamente, como si quisiera grabar el rostro de Donna en la memoria. Cuando habló, lo hizo en voz tan tensa y suave que Donna tuvo que hacer un esfuerzo por entenderlo. —¿Lo soy? Vio algo en sus ojos, un brillo de vulnerabilidad, de incertidumbre, que la conmovió. Tragó saliva, para deshacer el nudo de emoción que se le había formado en la garganta, y se puso de puntillas. Cediendo a otro impulso y, sin estar segura de su reacción, con mucho cuidado, con mucha deliberación, lo besó. Sintió cómo los labios de Jack se endurecían, para luego relajarse lentamente. Nerviosa y ansiosa por sentirlo, Donna lo estrechó con más fuerza, entregándose a la maravillosa sensación de besar a Jack Harris. Cuando Jack gimió desde lo más profundo de su pecho y la apretó con tanta fuerza que Donna pensó que le rompería las costillas, supo que había logrado llegar a su corazón. Entonces, Jack asumió el control del beso. Le entreabrió los labios con la lengua e inspiró su suave aliento. La saboreó y acarició su calidez hasta que Donna sintió que le fallaban las rodillas y los brazos fuertes de Jack eran su único sostén. Donna vio estallidos de color, pese a tener los ojos cerrados; sintió bengalas en sus venas. Aunque, técnicamente, todavía era virgen, no había vivido enclaustrada toda la vida. Ya la habían besado antes, y hombres a los que habría catalogado de expertos. Pero nunca en sus veintiocho años había experimentado nada igual. Sintió explosiones de deseo por todo el cuerpo y la dolorosa ansia con la que se había acostumbrado a vivir se transformó en una necesidad agonizante y arrolladora. Intentó llenar de aire los pulmones, pero estaba demasiado ocupada para respirar. Aquel beso era todas las novelas románticas que había leído, todas las fantasías que había alimentado por las noches y todos los sueños que había albergado en un rincón seguro y secreto de su corazón. Al final, cuando estaba a punto de desmayarse por falta de aire, aunque no le importaba, Jack echó la cabeza hacia atrás y rompió la conexión, casi mágica, que los había unido de una forma tan completa. Durante un largo momento, sus respiraciones entrecortadas fueron el único sonido perceptible. El olor de la barbacoa de un vecino llegó hasta ellos y una brisa fresca los envolvió. —Donna —susurró Jack finalmente, y sus ojos se llenaron de… pesar.
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Con los labios sensibles y las rodillas todavía de goma, Donna movió la cabeza. No quería oírlo. No quería que, lo que había sido un momento irrepetible en su vida, quedara mancillado con las palabras «lo siento». Así que, se adelantó y dijo: —Como se te ocurra disculparte, haré que te fusilen. Una sonrisa lenta y atractiva asomó a los labios de Jack. Las sombras se disiparon de sus ojos grises y estos brillaron con increíble claridad. —Eres hija de un coronel. Seguramente, podrías hacerlo. Donna deslizó una mano desde el hombro de Jack hasta su mejilla. Con el pulgar recorrió el borde alto y definido de su pómulo mientras le decía: —Y no lo olvides, sargento.
Jack vagó por el jardín, primorosamente cuidado, de la parte de atrás de la casa del coronel, manteniéndose al borde del tropel de invitados. Paseó la mirada por todos los rostros conocidos. Docenas de personas habían acudido a la barbacoa que, de forma imprevista, había organizado el coronel para celebrar la boda de Donna. Las chuletas chisporroteaban sobre las parrillas como ruido de fondo. Una suave brisa transportaba el aroma de las especias de un lado a otro. Jack cerró los dedos en torno al cuello de la botella de cerveza que sostenía y tomó un buen trago. En el resto del país, la gente ya se estaba pertrechando para el invierno, pero en California, hacía tiempo de barbacoa. Al sortear los pequeños núcleos de personas, sus amigos le daban palmaditas en la espalda y expresaban su enhorabuena, mientras sus esposas suspiraban y sonreían al pensar en el romanticismo de su unión. Romanticismo. Jack se preguntó qué pensarían si conocieran la verdad. Tomó otro sorbo de cerveza, pero no le sirvió de nada. Todavía recordaba el sabor de Donna. Apretó los dientes al evocar, como tantas veces aquella tarde, el beso que habían compartido. Donna había encajado en el círculo de sus brazos como si hubiera nacido para estar allí. Y, desde que la había soltado, se había sentido vacío. Cuando un sargento mayor lo asió del brazo y lo arrastró a la conversación, Jack le siguió la corriente, aunque no oyó una sola palabra de lo que estaba diciendo. Buscaba a Donna con la mirada. A su esposa. Aunque había rangos entre visibles, porque todos ocurría. vestían con ropa de civil, se habían trazadono líneas invisibles la masa. Siempre Los suboficiales y los reclutas por un lado, los oficiales, por otro. Nunca se mezclaban. Jack divisó a Donna en el centro de un grupo de esposas de oficiales. Con el pelo negro hasta la barbilla refulgiendo bajo el sol de la tarde, llevaba puesta una camiseta de color rojo oscuro y unos vaqueros desgastados que se ceñían a sus piernas como él había soñado hacerlo. —¿Dónde está la novia, Harris? —le preguntó alguien a su lado.
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Sin apartar la mirada de Donna, Jack señaló hada ella con la cabeza. El hombre que estaba junto a él gruñó. —Bueno, es hija de un coronel. Supongo que es lógico que se codee con los oficiales. Cierto. Jack lo comprendía. Se dijo que era normal que hablara con las personas que conocía, pero eso no impidió que sintiera una punzada de pesar. Era un símbolo más de las diferencias que había entre ellos. Él estaba a un lado del jardín, ella, al otro. Donna sonrió a la esposa del capitán e intentó escuchar a la esposa del teniente Jorgensen al mismo tiempo. Pero, una y otra vez, acababa dirigiendo la mirada al otro lado del jardín, donde estaba Jack. Nada más llegar, había intentado conocer a algunas de las esposas de los reclutas. Pero no era fácil. Estaba tan acostumbrada a hacer el papel de hija del coronel y anfitriona de sus fiestas, que no estaba segura de cómo navegar en aguas desconocidas. Lo divisó entonces, rodeado de sus amigos, y notó cómo el corazón le tambaleaba un poco. Con una camiseta verde de marine y unos vaqueros gastados, tenía un aspecto duro, fuerte e irresistible. Y ya no tenía sentido resistirse, pensó Donna, porque todavía podía sentir el beso que habían compartido. —¿Donna? —Preguntó alguien—. ¿Te encuentras bien? —Sí —contestó, manteniendo la vista puesta en Jack. Al menos, lo estaría en cuanto supiera de qué lado estaba. Desde que había llegado a la fiesta, se había sentido dividida entre la antigua Donna y la nueva, aunque solo fuera temporal. ¿Debía ser la hija del coronel o la esposa del sargento? De repente, supo la respuesta y se sintió contrariada consigo misma por haber tardado tanto en averiguarla. —Disculpadme —murmuró a las esposas de los oficiales, y echó a andar hacia su marido. Jack había visto la indecisión en su rostro. Había adivinado, incluso desde el extremo opuesto del jardín, que Donna no sabía cómo comportarse. Sabía que su vida sería mucho más sencilla si su esposa se quedaba donde pertenecía, con los oficiales y sus familias. Pero, maldición, a veces, lo más sencillo no era lo mejor. Cuando se separó del grupo de mujeres y echó a andar hacia él, con una sonrisa firme el rostro, sintió una ráfaga de orgullo… y de pero, placer.talTal vez,separecer una pareja en feliz de recién casados solo fuera una farsa… vez, sorprendió deseando, fuera algo más. —Hola, sargento primero —dijo Donna al llegar junto a él. —Hola. —Enhorabuena —dijo alguien, mientras los amigos de Jack se fundían con la masa y los dejaban solos.
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—No era mi intención asustarlos —dijo Donna, y se quedó mirándolos durante un largo minuto antes de fijar la mirada en él. Jack sonrió fugazmente, incapaz de contenerse. —Son marines —le dijo en un susurro—. No se asustan. Donna sonrió y asintió. —Ah, sí. Se trata de una retirada estratégica, ¿verdad? —Eso está mejor. Cielos,apasionadamente qué hermosa era.delante Fijó lade vista en susylabios y tuvo que controlarse para no besarla su padre de todos los presentes. —Espero que no te importe que esté contigo un rato —dijo Donna, con un rastro de duda en la voz. ¿Que si le importaba? Diablos, en aquellos momentos, sentía deseos de gritar. Fuese cual fuese la razón, Donna había decidido ir con él, en lugar de quedarse con los amigos de su padre. —Creo que podré soportarlo —repuso. El mayor eufemismo de toda su vida. Donna arqueó una de sus cejas oscuras y señaló la botella de cerveza. —¿Y crees que también podrías encontrar una de esas? —Encanto —contestó, llevado por un súbito e inexplicable sentimiento de felicidad—, puedo encontrar cualquier cosa. Soy un hacha en reconocimiento. —Entonces, ponte manos a la obra, marine —dijo Donna en voz baja, y se acercó a él. —Sí, señora —Jack le pasó el brazo por los hombros y la apretó contra su costado. No quería preguntarse si lo hacía para beneficio de los presentes… o porque no podía seguir sin tocar a su esposa un minuto más. Las razones ya no le importaban. Lo único que le importaba en aquellos momentos era que la estaba abrazando. Tom Candello paseó la mirada por la reunión hasta el lugar en el que su hija y su yerno estaban de pie, mirándose a los ojos. Sintió una oleada de placer. Quizá, al final, saliera bien, pensó. Quizá los dos acabaran dándose cuenta de lo bien que podían estar juntos. Había visto cómo el hombre equivocado hería y humillaba a su hija. Quería ver cómo encontraba el amor con un hombre que sería un buen marido para ella. —¿En qué piensa? —una mujer se acercó a él y desvió su atención de Donna y Jack. —¿Mm? —volvió la cabeza y se sorprendió sonriendo. La comandante Sally Taylor. Una oficial de carrera, entregada a su profesión, una mente brillante y… que el cielo lo ayudara, unas piernas increíbles. Borró aquel pensamiento de inmediato. Debía andar con cuidado.
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—Ah —dijo por fin, al notar la expresión paciente de su rostro—. Estaba pensando en lo buena pareja que hacen. La comandante siguió su mirada y asintió. —Es verdad. Espero que tengan suerte. —No parece muy esperanzada —comentó Tom, al percibir la nota de cinismo en su voz. Sally rió y movió la cabeza. —Porque no lo estoy, coronel. —Estamos fuera de servicio —le recordó—. Llámeme Tom. —Está bien, Tom. Yo soy Sally. —Ahora que ya hemos aclarado eso —le dijo, alegrándose de que, por fin, pudieran tutearse—. ¿Por qué eres tan cínica? Sally levantó el vaso de té frío y tomó un sorbo antes de decir: —Porque ya soy mayorcita, Tom. Y los finales de cuentos de hadas son para crías. Tom parpadeó, sin saber qué replicar. Sally le sonrió y se alejó para hablar con el teniente Jorgensen.
El cielo estaba salpicado de estrellas cuando Jack y Donna salieron de la casa del coronel. Envueltos por la suave música de jazz que emergía del reproductor de CDs de la furgoneta, atravesaron la base lentamente, como si ninguno de los dos tuviera prisa por volver a casa. —¿Quién era la mujer que ha estado hablando con mi padre casi toda la noche? —preguntó Donna finalmente, más para romper el silencio que por ninguna otra cosa. —La comandante Taylor —dijo Jack—. Es nueva en la base. Solo lleva un mes en Pendleton. —Es evidente que papá está interesado en ella. —¿Te molesta? —preguntó Jack, y la miró fugazmente. —No sé —reconoció No estaba segura de que sentirse a gusto conjoven la idea de que su lo padre saliera conDonna. una mujer. No importaba todavía fuera y atractivo. O que hubiera estado solo la mayor parte de su vida. Pensar que su padre podía tener una vida privada, una vida amorosa, le producía una sensación extraña—. Supongo que me resulta raro —dijo—, pero espero que tenga suerte. Al menos, más que ella, pensó en silencio. Pasó un minuto o dos más de silencio antes de que Jack dijera en voz baja: —Ha sido una fiesta agradable. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—Sí. —Parecía que todo el mundo se estaba divirtiendo. —Cierto —corroboró Donna. —¿Tú te lo has pasado bien? —preguntó Jack, y la volvió a mirar. Donna tardó un momento en contestar. Estudió el perfil de Jack bajo el suave resplandor de las luces del salpicadero. Fuerte, áspero e irresistible. ¿Desde cuándo aquel matrimonio había dejado de ser una farsa para ella? ¿Cuándo había empezado a encariñarse con aquel hombre? ¿Realmente importaba? —Sí —dijo finalmente—. Me lo he pasado bien. Jack le brindó otra mirada y una pequeña sonrisa. —Yo también. Un momento después, estaba aparcando delante de su casa y apagando el motor. Cuando quitó las luces, la oscuridad los envolvió como una gruesa manta. Cediendo a un impulso, Donna se soltó rápidamente el cinturón de seguridad y se acercó a él. Jack inspiró con fuerza y volvió un poco la cabeza hacia ella. —Donna… —Jack —levantó una mano para taparle los labios con las yemas de los dedos—. No digas nada, ¿de acuerdo? Jack tomó su mano con la suya y dijo en voz baja: —No pienso que… —Bien —lo interrumpió Donna otra vez—. Tal vez sea mejor que los dos dejemos de pensar y empecemos a sentir. Entonces se inclinó hacia él, ladeó la cabeza y lo besó. Después de un instante de vacilación, Jack le devolvió el beso. Como si estuvieran retomando lo que habían dejado horas antes, la pasión saltó a la vida, encendiendo el interior de la pequeña furgoneta como una cerilla arrojada a un charco de gasolina. Jack gimió y la apretó contra él. Se movió sobre el asiento y la sentó sobre su regazo. Donna movió el trasero en busca de una posición cómoda y, sin darse cuenta, lo torturó aúnymás. dura ydedispuesta, como Jack lo había estado durante todas cada Con una la de entrepierna las largas noches su matrimonio, profirió un largo gemido gutural. Donna tomó el rostro de Jack entre las manos y profundizó el beso. Él le separó los labios con la lengua y la reconoció con la minuciosidad de un marine que hubiese atracado en tierra enemiga. Donna gimió con suavidad y apretó los senos contra su pecho. Incluso a través de la tela de sus camisetas y del confinamiento del sujetador, Jack sintió las puntas
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rígidas de sus pezones y sintió la necesidad de tocarlos. De acariciarlos. De saborearlos. Le sacó la camiseta por encima de la cintura de los vaqueros y deslizó las manos por la piel cálida y lisa de su espalda. En pocos segundos, le había soltado el broche del sujetador. Con una mano rodeó uno de sus senos y le acarició el pezón con el pulgar hasta que Donna se arqueó contra él, buscando, instintivamente, algo más. A regañadientes, cortó el beso e inclinó la cabeza para meter aquel pezón duro y pequeño en su boca. Notó cómo Donna le rodeaba la nuca con los dedos para que no se apartara. Y cuando la lamió, Donna jadeó y echó la cabeza hacia atrás. —Oh, Jack… —susurró de forma entrecortada. Con los labios y los dientes, atormentó su piel sensible hasta que Donna se volvió loca de anhelo. Jack sentía que su cuerpo estaba a punto de explotar y cada uno de los jadeos de Donna solo servían para avivar unas llamas que amenazaban con consumirlo por completo. Donna bajó las manos a sus hombros y hundió los dedos en su piel a través de la tela de su camiseta de marine. Con las caderas apretadas contra el regazo de Jack, era indudable que sabía que él estaba duro como el acero. —Donna —susurró, mientras levantaba la cabeza para robarle otro beso—. Tengo que tocarte, sentirte, por entero. —Sí, Jack —contestó atropelladamente—. Yo también lo necesito. Ya mismo, por favor. Jack ya estaba maniobrando con el botón y la cremallera de los vaqueros de Donna. Ella se removió en sus brazos con intención de ayudarlo, pero solo consiguió torturarlo aún más. Por fin, el botón de metal se deslizó por el ojal y la cremallera corrió hacia abajo en silencio, permitiendo que Jack tuviera acceso a su cuerpo. A los secretos que había ansiado explorar desde la noche en que la había rescatado y había permanecido despierto, mirándola. Jack deslizó los dedos por debajo del frágil elástico de sus braguitas y avanzó hasta que notó el suave roce de los rizos que cubrían la piel más íntima de su cuerpo. Donna volvió a jadear, con más fuerza, y elevó ligeramente las caderas para facilitarle el contacto. Jack sintió cómo su corazón se ralentizaba hasta dejar de latir, cuando tocó el calor húmedo de Donna por primera vez. Ella inspiró con fuerza y movió las caderas a modo de invitación, como si le pidiera en silencio que explorara su cuerpo. Le rozó con los dedos el pequeño núcleo sensible situado en la cresta de su centro y ella se estremeció en sus brazos. Jack le pasó la mano derecha por la espalda a fin de sujetarla con fuerza, mientras que con la izquierda, le hacía perder el control. Forcejeando con los confines de los vaqueros, Jack introdujo un dedo en su calor líquido y suspiró de satisfacción al oírla gemir.
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Aquello no bastaba, pensó con desesperación. Ni mucho menos. Quería tenerla desnuda bajo su cuerpo, abierta para él. Quería penetrarla y sentir cómo se estremecía de placer. Quería ver cómo alcanzaba la sensación definitiva del éxtasis antes de vaciarse en su interior. —Jack —susurró Donna, y volvió a mover las caderas—. Esto es… —¿Demasiado estrecho? —preguntó en voz baja, y se inclinó hacia delante para plantarle un beso en el cuello. —Maravilloso —concluyó, y volvió a arquearse sobre su mano. —Entremos en casa, Donna —le dijo. Quería moverse en aquellos momentos, cuando todavía podía caminar. —Está demasiado lejos —protestó. —Necesitamos más espacio, Donna —le dijo y, a regañadientes, sacó la mano de sus vaqueros. Donna gimió para expresar su decepción, pero levantó la cabeza para mirarlo. —¿Más espacio? —repitió. —Para poder tumbarnos —le dijo, y se inclinó para abrir la puerta de la furgoneta.
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El corto trayecto a pie hasta la puerta principal nunca había parecido tan largo. Prácticamente corrieron hasta la casa. Una vez dentro, con la puerta cerrada y la llave echada, cayeron juntos al suelo, mientras se buscaban con los labios y con las manos. Entre una sinfonía de susurros y gemidos, atravesaron, dando tumbos, el salón para entrar en el dormitorio en el que habían dormido juntos, pero separados, desde el comienzo de su matrimonio. Jack cayó sobre el colchón, se incorporó un poco y la miró a la cara, como si necesitara una confirmación de que, realmente, lo deseaba. Deslizó una mano por debajo de la camiseta de Donna, y del sujetador, que todavía llevaba suelto, y tomó uno de sus senos. Mientras deslizaba los dedos sobre el pezón endurecido, Donna jadeó y se arqueó como una gata que pidiera ser acariciada. —Donna —preguntó en voz baja—. ¿Estás segura de lo que quieres? —Mírame —contestó ella con una sonrisa suave, pero tensa, en el rostro—. Tengo el corazón desbocado, las piernas no me sostienen y, cada vez que me tocas, me olvido de respirar. Jack sintió un nudo en la garganta y sintió una oleada de emoción… una emoción que lo aterraba y, al mismo tiempo, lo llenaba de placer. Le acarició el pezón con el dedo y ella apretó los ojos con fuerza. —Sí, Jack, estoy segura. —Gracias a Dios —murmuró, e inclinó la cabeza para reclamar un beso. Le rozó los labios con suavidad; luego, le mordisqueó el labio inferior y trazó el contorno de su boca con la lengua, que introdujo en su cálida cavidad para avivar las llamas que encerraba, hasta crear un infierno. Jack tiró de la camiseta de Donna y apartó a un lado el fino encaje blanco de su sujetador. Cortó el beso, inspiró con fuerza y se regaló la vista con la piel lisa y cremosa que había soñado acariciar. Mientras deslizaba la mano suavemente por sus senos, notó los latidos incontrolados del corazón de Donna. Tragó saliva y sintió cómo su corazón palpitaba con el mismo desenfreno. Inclinó la cabeza y acarició, primero un pezón, luego el otro, atormentando los botones oscuros y sonrosados con la punta de la lengua hasta que ella empezó a retorcerse. Donna asió con los puños la camiseta de marine de Jack pero, cuando intentó tirar de la tela para poder acariciarle la piel, Jack se incorporó y la arrastró con él. —Demasiada ropa —susurró y, con suavidad, le sacó la camiseta roja por encima de la cabeza. —Demasiada —corroboró Donna, que tiró del dobladillo de la camiseta de Jack hasta que se la sacó y, luego, la arrojó al suelo. Jack le bajó los tirantes del sujetador y se deshizo de él tirándolo al montón que estaba en el suelo.
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En cuestión de segundos, Donna volvía a estar en sus brazos, y sentir la piel de ella contra la suya lo arrastró al fondo del precipicio. Sin decir palabra, se desembarazaron del resto de sus prendas y se miraron a los ojos, envueltos en una niebla de deseo tan intenso, que ninguno de los dos podría haber hablado aunque lo intentara. Pero no había necesidad de decir nada. En aquellos momentos, solo existía la necesidad de tocar, de saborear… de descubrir. Apartando con impaciencia la colcha multicolor, Jack colocó a Donna sobre las sábanas frescas de algodón y se inclinó sobre ella. La besó hasta que los pulmones clamaban por aire y, aun así, no quería parar. Quería hacer muchas más cosas con ella. Cortó el beso y deslizó los labios por el contorno de su mandíbula hasta la columna de su frágil cuello. Donna se apretó contra él, arqueándose, retorciéndose, sujetando su cabeza por temor a que parara. Mientras la atormentaba con los labios, con las manos, Jack acariciaba su cuerpo y exploraba cada declive, cada curva. Las yemas callosas de sus dedos recorrían aquella piel de satén con la delicadeza de un escultor al trabajar el cristal. Sin embargo, el ansia seguía intensificándose en su interior, como si nunca pudiera tener bastante de ella. Finalmente, deslizó la mano derecha por la curva de su cadera. Le acarició la piel interna del muslo y, con los dedos, rozó su centro a modo de promesa. Donna dio un respingo y echó la cabeza hacia atrás. Abrió las piernas para él y Jack aceptó la invitación. Tomó su calor en la mano, y ella se estremeció y levantó las caderas para rozarse contra la palma, buscando, instintivamente, la consumación que los dos tanto ansiaban. Jack levantó la cabeza y contempló sus ojos empañados de pasión. Quería recordar cada momento de aquella noche. No era tan tonto como para pensar que aquello cambiaría las cosas, que ella se quedaría para siempre. Sin embargo, aquel hecho hacía que su encuentro fuera aún más especial, más prodigioso. Y, en los años venideros, recordaría a menudo aquella noche. La luz de la luna se colaba por las rendijas de las cortinas. La brisa entraba por la ventana, que habían dejado entreabierta. Donna se estremeció. —¿Tienes frío? —le preguntó Jack. Ella lo negó con la cabeza. —No lo bastante para que paremos para cerrar la ventana —Donna le puso la mano en la mejilla y deslizó los dedos por su pómulo. Aquello desató chispas de luz y de calor en los rincones más sombríos del alma de Jack, rincones que habían permanecido cerrados desde siempre. Sin embargo, no prestó atención a las señales de alarma que emergían de lo más profundo de su mente. No podría haberse apartado de aquella mujer, aunque su vida hubiera dependido de ello. Jack contuvo el aliento y deslizó un dedo en su interior, ansioso ya por formar parte de ella. Estaba tan tenso, tan cálido. El corazón le latía con desenfreno mientras acariciaba su piel interna. Donna plantó las dos manos sobre el colchón y levantó las
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caderas una y otra vez, meciéndose con un ritmo tan antiguo como el tiempo, suplicándole en silencio, pidiéndolo todo de él. Jack gimió y se rindió al momento. Cambió de posición hasta que se arrodilló entre las piernas de Donna y sacó la mano de su cuerpo, a pesar del gemido de protesta que ella profirió. Donna luchó por recobrar un aliento que no tenía. Todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo chisporroteaban con un fuego interior tan intenso y descontrolado, que tenía miedo de no poder sofocarlo jamás. Aquello superaba todo lo imaginable. Con cada roce de las manos de Jack, se acercaba cada vez más a un precipicio al que no se había asomado nunca. Lo miró mientras él se arrodillaba delante de ella. Sus ojos grises centelleaban a la luz de la luna. El pecho, amplio y musculado, descendía en forma de uve hasta su estrecha cintura. Pero fue su miembro, largo y duro, lo que le hizo abrir los ojos con deseo y aprensión. Era absurdo reconocerlo a la avanzada edad de veintiocho años, pero estaba un poco asustada. ¿Y si no encajaban? ¿Y si él era… demasiado grande? ¿Y si ella hacía algo mal y no solo echaba a perder su iniciación al amor, sino que perdía la dignidad al mismo tiempo? Cielos, ¿era demasiado tarde para parar? ¿Para cambiar de idea? ¿Para ir a la tumba como una virgen vestal, sin haber sido amada por ningún hombre? Jack le acarició la piel húmeda de su sexo y el ansia dolorosa que se había concentrado allí se triplicó. Decididamente, era demasiado tarde para parar. No podía atrás. que llegar hasta final y, que másdurante aún, quería fuerahabía Jack Harrisecharse el hombre queTenía le mostrara todos loselsecretos tantoque tiempo querido aprender. Quería que sintiera por ella lo que Donna sentía por él. Quería que aquel matrimonio fuera real. —Jack —dijo con voz entrecortada—. Quiero… —se incorporó e intentó abrazarlo. Jack entrelazó sus dedos con los de Donna, se inclinó sobre ella y apoyó las manos a ambos lados de su cabeza. La besó fugazmente y, luego, Donna sintió la punta suave y dura de su miembro, que buscaba acceso en su interior. Instintivamente, Donna levantó las caderas para unirse a él. Entonces, Jack estaba dentro de ella, abriéndose paso lentamente en su calor. Donna abrió los ojos ante aquella sensación desconocida y, al mismo tiempo, maravillosa. Notó cómo su cuerpo cedía para acomodar su presencia y se quedó sin aliento por la belleza del momento. lágrimas a sus pero parpadeóy para reprimirlas. No quería que JackLas la viera llorarafloraron y pensara queojos, estaba incómoda, dudaba que la creyera si le decía que estaba llorando porque él era, sencillamente, demasiado hermoso y maravilloso para ser real. Su miembro la penetraba con suave insistencia. Donna lo miró a los ojos y vio cómo fruncía el ceño ligeramente, con concentración. —Tan tensa —susurró Jack, e inclinó la cabeza para darle otro rápido beso—. Tan pequeña y tensa.
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Donna reprimió un gemido de tristeza. Lo había decepcionado. —¿Y eso es malo? —le preguntó. —En absoluto —repuso Jack con una sonrisa de pesar, y se abrió paso hasta el fondo. Donna profirió una exclamación y apretó las manos, que seguían entrelazadas con las de Jack, y le clavó las uñas en las palmas. Jack se quedó completamente inmóvil, con el cuerpo tan profundamente enterrado en su interior, que Donna no dudó, ni por un momento, que le estaba tocando el corazón. —Eres virgen —dijo Jack con rotundidad. —Ya no —repuso Donna, con una sonrisa de satisfacción. —Donna —Jack dejó caer la cabeza sobre el pecho—. Deberías habérmelo dicho. —¿Por qué? ¿Habría cambiado algo? —No lo sé. Tal vez. Donna movió la cabeza. —Entonces, me alegro de no habértelo dicho. Porque yo no cambiaría nada. Jack levantó la cabeza para mirarla a los ojos, y ella intentó decirle con la mirada lo que todavía no podía expresar con palabras. Que lo amaba. Que lo necesitaba más que el aire. Que se moriría si salía de su cuerpo en aquellos momentos. Movió las caderas ligeramente, a medida que su incomodidad se disipaba, y Jack contuvo el aliento al sentir aquel balanceo. Sonriendo para sí, Donna repitió la maniobra y Jack cerró los ojos. —Jack —susurró—. No pares. Por favor, no pares. Él volvió a abrir los ojos y la miró. —No pienso parar, Donna. No pienso parar nunca. Entonces se movió, meciendo las caderas contra las de ella, y la fricción de aquel movimiento desató temblores de expectación por la espalda de Donna. Gimió con suavidad y hundió la cabeza en el colchón. En un intento por imitarlo, Donna también movió las caderas y los dos, al unísono, se acercaron al borde de la consumación que los esperaba, prometedora, unos pasos más allá. Cuando, por fin, Jack soltó una de sus manos y la deslizó entre cuerpos, Donna desesperada de ansia. Estaba tan atrapada en la red de lasus pasión, que creía que estaba nunca volvería a respirar con normalidad. Entonces, Jack la tocó. Con los dedos acarició un punto increíblemente sensible de su centro y la habitación se llenó de estrellas. Donna experimentó una sacudida y se aferró a las caderas de Jack con las piernas, para sujetarlo. Gritó su nombre mientras los estremecimientos de placer la recorrían de pies a cabeza y se sentía débil y revitalizada al mismo tiempo.
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Un segundo después, Jack se puso rígido, echó la cabeza hacia atrás y, gimiendo el nombre de Donna, se unió a ella en la dulce oleada de la consumación. Cayó sobre ella y Donna deslizó las manos por su espalda, deleitándose con la sensación cálida y fuerte de su cuerpo. Su peso la reconfortaba y, cuando Jack intentó separarse, ella lo retuvo. —No —dijo en voz baja—. Quédate conmigo un poco más. —Peso demasiado —protestó Jack, que levantó la cabeza para mirarla. —No —Donna sonrió y bajó las manos con atrevimiento por su espalda, hasta rodear la curva de su trasero. Luego exploró su cuerpo con la misma ternura y minuciosidad que él había empleado antes y vio cómo sus ojos grises centelleaban con renovada pasión. —Donna —le advirtió—. Es demasiado pronto. Estarás dolorida solo con lo que ya hemos hecho. Donna movió la cabeza sobre las sábanas. —Quiero sentirlo todo otra vez —le dijo, y hundió las manos en su trasero—. Y si, de todas formas, ya estoy dolorida, ¿qué más da? —Estás loca, ¿lo sabes? —le dijo Jack, e inclinó la cabeza para darle un beso en la comisura de los labios. Donna giró la cabeza para besarlo profundamente, por entero. Entreabrió sus labios con la lengua y acarició su cavidad. Las bromas de Jack enseguida se disolvieron en una tormenta de pasión renovada. Donna sintió cómo, aún dentro de su cuerpo, Jack se ponía tenso en respuesta al beso, y experimentó una sensación incipiente de poder. Aunque dijese lo contrario, Donna tuvo la certeza, en aquel momento, de que Jack sentía algo por ella. Al contrario que la primera vez, no hubo suaves murmullos, ni caricias lentas, solo un ansia que aplacar, un deseo que apaciguar. Jack la besó con ferocidad y la reclamó por entero, en cuerpo y alma. Donna gimió en su boca y se entregó al tumulto de sensaciones que la embriagaba. Se aferró a su espalda con las manos, como si pudiera dejarlo marcado en la piel igual que él la había dejado marcada en el corazón. Donna elevó las piernas para rodearle las caderas, apremiándolo a que la penetrara con más fuerza. Cuando Jack empezó a moverse en su interior, ella se estremeció con violencia por su fuerza y ternura, y fue a su encuentro, consciente ya del placer que la aguardaba y ansiosa por experimentarlo una vez más. Empezó a sentir pequeñas espirales de placer y tensó los músculos, esforzándose por alcanzar aquel estallido de sensaciones. Podía sentir el aliento de Jack junto a su oído, y notar cómo los músculos de su espalda se contraían y relajaban bajo sus manos. Sus fuertes penetraciones la desplazaban hacia atrás, sobre el colchón, y se aferró a él como si fuera el único punto estable que quedara en su universo.
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Y luego, casi sin avisar, aquel universo explotó de nuevo. En un remolino brillante de luz y color, encontró, no la misma satisfacción que había esperado, sino una oleada de placer más profunda, vibrante y plena. Se dejó arrastrar por aquella ola hasta donde esta quisiera llevarla y, luego, cuando Jack gritó y se vació en sus profundidades, lo estrechó con fuerza.
Horas más tarde, Donna se despertó, todavía en los brazos de Jack. Jack la mantenía a su lado, porque no quería renunciar a la sensación de tenerla a salvo, acurrucada contra él. —¿Me he quedado dormida? —susurró, y su cálido aliento le acarició el pecho como una pluma. Jack profirió una carcajada. —No, señora —le dijo, mientras le acariciaba la espalda con las manos—. Te has desmayado. A pesar de que la asía con fuerza, Donna consiguió levantar la cabeza para mirarlo. Se apartó el pelo negro de los ojos y dijo: —No deberías haberme dejado dormir, Jack. No quiero perderme ni un minuto de esta noche. —Cariño —le dijo, y le apartó de nuevo aquel mechón obstinado—. Eres nueva en esto, ¿recuerdas? Ya has tenido bastante por una noche. —No —Donna movió la cabeza, se inclinó y besó uno de sus pezones, planos y oscuros, para luego deslizar la lengua sobre su superficie. Jack gimió con la sensación que aquel contacto le produjo por todo el cuerpo. Era increíble, pensó, pero otra vez estaba dispuesto, como si no pudiera tener bastante de aquella increíble mujer. Y, al menos durante aquella única noche, no debería pensar en nada más. Ya tendría tiempo para pensar al día siguiente. Y al otro. Algo se enroscó con fuerza en su interior al comprender que, seguramente, muy pronto, Donna lamentaría todos los momentos que habían compartido en aquella minúscula habitación. ¿No debería aprovechar la oportunidad de crear recuerdos suficientes que lo acompañaran a lo largo de los solitarios años que pasaría sin ella? —Donna… Ella sonrió y volvió a levantar la cabeza. —He esperado mucho tiempo para esto, Jack. No quiero esperar un minuto más. —Cielo —dijo a regañadientes—, si lo hacemos otra vez, mañana no podrás ni caminar.
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—Entonces, me pasaré el día en la cama —Donna movió las cejas y desplegó aún más su sonrisa. —Cielos, ¿qué ha sido de la timidez de las vírgenes? —preguntó Jack, aunque agradecía infinitamente que lo deseara tanto como él a ella. —Es un mito —repuso Donna, y se inclinó para volver a saborear el mismo pezón. Jack la apretó con fuerza y ella levantó la cabeza para mirarlo—. Las vírgenes no son tímidas, es que no saben lo que se pierden. Cuando lo averiguamos, no hay quien nos detenga. —Estoy convencido —murmuró Jack con voz gruesa, mientras Donna empezaba a acariciarle el vientre con la mano y prolongaba las caricias más abajo. —¿Sabes, Jack? —susurró—. Creo que ya sé cómo va esto. No hay mucho que aprender, ¿verdad? Jack tomó la cabeza de Donna entre las manos y selló sus labios con un beso cegador. Luego, la soltó el tiempo justo para decir: —Nena, la clase acaba de empezar. Todavía te queda mucho para graduarte. Y, antes de que pudiera decir una palabra la tumbó sobre la cama. —¡Eh! ¿Qué haces? —Ahora verás —le dijo con una voz grave y ronca, llena de promesas de largas noches y amorosas atenciones. —Jack… Donna alargó la mano, pero él la apartó e inclinó la cabeza para tomar posesión, primero de un pezón, luego del otro. Lentamente, los acarició con adoración, hasta que sintió cómo la pasión se encendía en el interior de Donna. Fue preso del placer al comprender que, por primera vez en la vida, dar satisfacción era más importante que recibirla. Deslizó las manos por su cuerpo e introdujo los dedos en su calor húmedo una y otra vez, dejándola atormentada y sin aliento. Donna movió la cabeza de un lado a otro, articulando pequeños sonidos guturales. Jack sonrió y trazó una línea de besos por su abdomen, hasta el triángulo de rizos negros que ocultaban sus tesoros. Donna se estremeció e intentó separarse. —Jack, ¿qué haces? Jack la inmovilizó, sujetándole las caderas con manos firmes pero suaves, y se arrodilló entre sus piernas. La miró a los ojos, sonrió, y dijo: —Te estoy dando una clase particular. —Jack… —Donna movió la cabeza y alargó una mano hacia él—. No pienso que… —Bien —la interrumpió limpiamente—. No pienses, siente. Le levantó los glúteos del colchón y la sostuvo en el aire para colocarle las piernas sobre sus hombros. Donna se aferró a las sábanas con los puños y lo miró con Escaneado y corregido por Dulceelaine
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un brillo de recelo. Entonces, Jack la cubrió con la boca y ella gimió de forma incontrolable. Jack sorbió de ella como si su cuerpo fuera una copa que contuviera el brebaje más exquisito y embriagador. Con la lengua, le acarició el punto más sensible, hasta que Donna empezó a temblar en sus brazos. Volvió a mirarla y observó cómo cerraba los ojos y se entregaba a él con confianza, abriéndose a lo que él quisiera hacerle. Su rendición avivó la llama de la pasión e intensificó el contacto, ya que deslizó un dedo en su interior mientras continuaba prodigando atenciones en la entrada de su centro. Donna jadeó, abrió los ojos y contempló al hombre que amaba mientras él la acariciaba de la forma más íntima posible. Sabía que debía sentirse avergonzada. Lo menos que debía hacer era cerrar los ojos para no ver lo que le estaba haciendo. Pero no podía. Fijó la vista en él mientras el corazón le latía con desenfreno. Las chispas de placer la recorrían por entero, hasta que se quedó tensa como un muelle. Jack la acarició otra vez con la lengua y lamió con suavidad un punto que parecía estar directamente ligado a todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Estaba temblando y gimiendo, pero no podía controlarse. A medida que la tensión crecía en su interior y se sentía segura de que aquella intensidad la mataría, alargó la mano para rodear la cabeza de Jack. Y, cuando el primer estremecimiento increíble de placer se desató por su cuerpo, lo sujetó con fuerza. —Jack! —gritó, mientras su cuerpo estallaba en pedazos mantuvo firme hasta que se disiparon las últimas ondas de placer.en sus brazos, y lo Exhausta, dejó caer las manos a los costados y permaneció, sin fuerzas, entre los brazos de Jack. Cuando recobró el ánimo suficiente para abrir los ojos, lo que vio fue su mirada llena de deseo. No sabía qué decir. ¿Qué se le podía decir a un hombre tras lo que le acababa de hacer? Afortunadamente, Jack resolvió el problema. La dejó suavemente sobre la cama, sonrió y susurró: —La clase ha terminado.
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Después de un par de horas de sueño, se despertaron con los primeros rayos de sol que se colaban por las cortinas. Donna gimió con suavidad y se estiró junto a él. Jack apretó los dientes para contener la reacción instantánea de su cuerpo. Pero, según comprendió un momento después, era una batalla perdida. Donna solo tenía que aireapara que él de estuviera ansioso por unirse ellaestaba otra vez, sentirpor su calortomar en torno él, dentro su cuerpo de mujer, dondea no solo.por Donde, increíble que pareciera, después de tantos años de soledad, había hallado la paz. Pero era una satisfacción temporal y lo sabía. Como para no olvidar aquel hecho, plantó los pies en el suelo y se levantó. —¿A dónde vas? —murmuró Donna, con voz todavía ronca, aunque Jack no sabía si era por el sueño, o por la pasión reavivada. —A darme una ducha —repuso con brusquedad—. Tengo que ir a trabajar. Donna se incorporó y la sábana resbaló hasta su regazo. Al instante, Jack bajó la vista a las curvas de sus senos y deseó poder llenar con ellos sus manos. Inspiró profundamente y se dio la orden de mantener el control. Donna se pasó una mano por el pelo revuelto, apartándoselo del rostro con pereza y gracia. Esbozó una sonrisa, bostezó y dijo: —Será mejor que yo también me ponga en marcha. Iré a hablar con Marie Talbot sobre ese trabajo. Jack asintió, pero no pudo evitar preguntarse si Donna le diría a la señora Talbot que su estancia en la base solo era temporal. ¿O lo mantendría en secreto, prolongando, de aquella forma, la farsa que era su matrimonio? Un matrimonio que, al menos durante la noche pasada, había parecido perfectamente real. Los recuerdos pasaron veloces por su mente, como una fuerte ráfaga de brisa marina. Imágenes de Donna, abierta y confiada, extendiéndole los brazos, pronunciando su nombre… Jack se preguntó cómo podría seguir viviendo sin ella. Donna se frotó distraídamente el estómago, que protestaba de hambre. —Creo que se me ha abierto el apetito —dijo, y se sentó con cuidado en el borde de la cama. —¿Te duele? —preguntó Jack, pese a conocer la respuesta. Donna le dirigió una mirada traviesa. —Ha merecido la pena. Como si le hubiera caído un rayo encima, Jack se quedó paralizado cuando comprendió las consecuencias de la noche anterior. ¿Cómo podía haber sido tan
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estúpido?, se preguntó con frenesí. El deseo no era una excusa, tampoco la pasión. Solo podía esperar que Donna hubiese sido más inteligente que él. —¿Donna? —le preguntó con cautela. —¿Sí? —repuso, ella con voz somnolienta. Se levantó de la cama y se quedó de pie ante él, desnuda y serena. —Me da vergüenza tener que reconocerlo, pero acabo de acordarme de una cosa. —¿De qué? —preguntó Donna, y dio un paso hacia él, como si quisiera consolarlo. —Anoche… —le dijo, y levantó una mano para detenerla y así poder pensar con claridad—. Por favor, dime que estabas protegida. Donna profirió una carcajada y Jack se sintió momentáneamente aliviado. —Por supuesto que estoy protegida —le dijo—. Esa es una de las ventajas de ser virgen, Jack. Estoy libre de enfermedades —entonces, palideció y lo miró—. Tú no… —No —la tranquilizó enseguida—. Estoy sano. No estoy hablando de enfermedades, Donna. Lo que quiero saber es si estás tomando la píldora. Donna volvió a reír. Increíble. —¿Por quélaiba a estar tomando la píldora si era virgen? —le dijo mientras sonreía y movía cabeza. Al parecer, la angustia que Jack experimentó en el estómago fue contagiosa. Vio cómo Donna palidecía y, cuando cayó desplomada sobre la cama, ni siquiera le sorprendió ver su expresión de sorpresa. —Dios mío —susurró Donna. —Puedes volverlo a decir —murmuró Jack, al darse cuenta de que su matrimonio temporal empezaba a adquirir un carácter más permanente.
Donna pasó el día intentando desechar las preocupaciones de su mente. Después de todo, se dijo, no le serviría de nada ponerse histérica. O estaba embarazada o no lo estaba. Ya era demasiado tarde para prevenir. Así que, se concentró en su nuevo trabajo. Marie Talbot, una mujer madura de pelo gris y ojos verdes centelleantes, la había contratado en el acto y la había puesto a trabajar enseguida. Solo había un niño en el colegio de la base con deficiencia auditiva. Dylan, de nueve años, ya había dado clases sobre el lenguaje de los signos, pero sus conocimientos se habían debilitado porque no tenía a nadie con quien continuar las
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lecciones. La primera vez que Donna le habló con las manos, sus ojos se iluminaron de alegría. Y, a medida que transcurría la mañana, Donna se alegró al ver que algunos de sus compañeros de clase, intrigados por los movimientos de sus manos y las risitas de Dylan, empezaban a acercarse y a expresar su interés por aprender. En cuestión de una hora, Dylan pasó de ser un niño tímido y solitario a un pequeño alegre, ansioso por hacer amigos y por enseñarles cómo podían hablar con él. Se le pasó el día volando, y Donna dio gracias por ello. Hasta que no subió al coche para regresar a su casa, no tuvo tiempo para pensar en las posibles repercusiones de una noche tórrida. Con el volante firmemente sujeto con las manos, dejó que su mente recorriera todas las posibilidades. Pasara lo que pasara, decidió con firmeza, no lamentaría ni un solo instante de lo que Jack y ella habían compartido. Las horas que había pasado con él en la oscuridad ya habían adquirido una cualidad nebulosa, como si solo hubiese sido un sueño, demasiado perfecto para ser real. Debería haber imaginado que lo bueno no podía durar demasiado. ¿Y por qué no?, se preguntó, al tiempo que detenía el coche delante de un semáforo en rojo. Pasó un reguero de coches ante sus ojos, pero Donna no los miraba. Estaba sumida en sus pensamientos. De acuerdo, siempre se equivocaba al juzgar a la gente. Podía aceptarlo. Pero ella no tiempo, había escogido Jack;suhabía sidonoelera destino. significar mismo sabiendoa que criterio válido,Eso ¿eradebía buenodeque amara aalgo. Jack?Al El hecho de que su padre creyera en él la tranquilizaba. El coronel nunca había tragado a Kyle. Aun así, Donna tenía que reconocer que Jack no había dado ninguna señal de querer seguir casado. Le dolía la cabeza. Las punzadas se concentraban en un punto detrás de los ojos y Donna se inclinó hacia adelante para apoyar la cabeza en el volante fresco y negro de la camioneta, que Jack había insistido en que se llevara. ¿Por qué su vida siempre era tan complicada? ¿Por qué no podía hacer nada como una persona normal? ¿Enamorarse, casarse y tener un hijo? No, Donna Candello Harris tenía que casarse, concebir un hijo y, luego, enamorarse. Se llevó una mano al vientre al pensar en ello. ¿Acaso ya había un hijo creciendo en su Siempre seno? Inspiró y se un dijoreloj. que Si solo semana en averiguarlo. habíaprofundamente sido puntual como el tardaría ciclo se leuna retrasaba, tendría la respuesta. Experimentó una oleada de calor y afecto al pensar en el bebé de Jack. El bebé de los dos. Con el pelo negro de Donna y los ojos grises de Jack. Sonrió para sus adentros y apretó los ojos con fuerza para construir una imagen del posible bebé.
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Y aquella imagen fue, repentinamente, tan fuerte, que casi podía sentir a su hijo en los brazos, ver el brillo de orgullo en los ojos de Jack y saborear sus besos mientras admiraba a su hija. Sí, pensó. Sería una niña. Una niña que se metería a su papá en el bolsillo… y en el corazón. Donna interrumpió su fantasía cuando se sorprendió imaginando tres niños más, una bonita casa y un jardín lleno de flores. Aquello era absurdo. Ni siquiera sabía si Jack la amaba. Pensaba que sí, pero solo Dios sabía que ya se había equivocado antes. Se oyóy el de un claxon Donna se sobresaltó. Miró pora elavanzar; espejo retrovisor viopitido la expresión airada ydel hombre que la apremiaba entonces, se dio cuenta de que el semáforo se había puesto en verde. Obedientemente, pisó el acelerador. —Como sigas dándome órdenes —dijo Tom Haley con rigidez—, me subiré a un tanque y te dejaré reducido a una mota de polvo. Jack lanzó una mirada furibunda a su viejo amigo justo cuando este salía del despacho que compartían dando un portazo. No podía echarle la culpa. Diablos, de haber estado en su lugar, ya habrían llegado a las manos. La frustración lo había estado amargando todo el día y Tom había sido la persona idónea para descargarse.
Jack se llevó las manos a la cabeza y apretó, como si de esa forma pudiera librarse de sus pensamientos y del terrible dolor de cabeza que los acompañaba. Pero no sirvió de nada. Su mente seguía conjurando imágenes de Donna, impidiéndole trabajar, ser amable… todo. ¿Y si estaba embarazada? ¿Qué pasaría entonces? La idea de tener un hijo con Donna lo llenaba de emociones conflictivas. Placer, por encima de todo, seguido a corta distancia por el miedo y la desesperación. Y, como marine profesional que era, le costaba reconocerlo. Pero no podía negarlo. Se frotó los ojos con la mano y se recostó en la silla. Fijó la vista en el techo y reconoció que la tensión que se había enroscado en su vientre solo podía ser miedo. Miedo a que, cuando Donna acabara abandonándolo, y no tenía ninguna duda de que así sería, no pudiera seguir viviendo sin ella. Durante la mayor parte de su vida, el cuerpo de marines lo había sido todo para él. Un padre, una madre, una esposa, una amante. Habían pulido y moldeado su sentido del deber como el más afilado de los cuchillos. El honor era una parte más de él, como el color del pelo o de los ojos. Pero ¿cómo podía obrar con honor y ser fiel a la promesa de poner fin en poco tiempo a su matrimonio si su alma se resistía con todas sus fuerzas a dejarla marchar? Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—¿Jack? Se enderezó y se puso en pie al oír aquella voz familiar. —¿Sí, mi coronel? —contestó, y mantuvo la mirada apartada de los ojos de su suegro. —¿Cómo va todo? —Bien, mi coronel —contestó Jack, con los rasgos tensos como una máscara, como correspondía a la posición de firme. —Descanse, sargento primero —le dijo el coronel. Jack obedeció la orden. Siempre obedecía las órdenes. Finalmente, incapaz de posponerlo por más tiempo, miró al hombre que estaba en el umbral. Durante años, había respetado y admirado al coronel Candello. Le había gustado trabajar con él, hablar con él de hombre a hombre. En aquellos momentos, solo deseaba que el coronel se marchara. Que lo dejara a solas con sus miserias. —Quería pasarme para asegurarme de que Donna y tú vendríais a cenar a casa el día de acción de gracias. ¿Acción de gracias? ¿Solo habían pasado unas semanas desde la primera vez que había visto a Donna? Imposible. Era como si la conociera desde siempre. —¿Jack? —lo apremió el coronel. Jack hizopara un esfuerzo centrarse en el aquí y ahora. Como no tenía ninguna excusa sólida rehuir la por invitación, finalmente declaró: —Sí, señor. Gracias, señor. Tom Candello entornó ligeramente los ojos y Jack dio gracias en silencio porque el coronel no supiera leer el pensamiento. —Si crees que no es asunto mío —dijo finalmente el coronel—, ten la libertad de decirlo. Ahora mismo no somos un oficial y un sargento primero, sino un suegro y un yerno —Jack hizo acopio de valor—. ¿Va todo bien entre Donna y tú? —¿Señor? —¿Serviría de algo si me invitara a cenar? Podríamos pasar un rato junto los tres —hizo una pausa deliberada—. Y hablar. Jack lo negó con la cabeza. —No lo creo, señor. Gracias, de todas formas. —Jack —prosiguió el coronel—, creo que si… Jack lo interrumpió, confiando en que el coronel hubiese dicho en serio que los rangos quedaban al margen. —Perdone, señor, pero esto es entre Donna y yo. Sería mejor que se mantuviera al margen. Tom Candello elevó las cejas y lanzó un suave silbido. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—¿Tan mal están las cosas? Jack se encogió de hombros. —Está bien, Jack —claramente reacio a dejar el tema, el coronel asintió—. Arregladlo entre los dos. —No hay nada que arreglar, señor. Esto era la solución temporal a un problema, nada más —las palabras le parecían falsas incluso a él. El coronel Candello lo miró con expresión tensa. quedaré ahora. Pero no hagas ninguna estupidez, Jack. Ni hagas—Me ni digas nada al quemargen, los dospor podáis lamentar más tarde. —Señor —ni una afirmación ni una negativa. El coronel movió la cabeza con cansancio. —Me iré para que puedas volver al trabajo —le dijo, y se dio la vuelta en el umbral. Jack no contestó. No hacía falta, el coronel ya se había ido.
Aquella noche, el tenso silencio que los había envuelto durante la cena estalló de repente. Jack había andado con pies de plomo, convencido de poner que una mal dicha la espantaría hasta el aeropuerto, ansiosa como estaba por finpalabra a aquella farsa. Pero, maldición, al mismo tiempo, se había estado torturando pensando en lo que podría haber sido. No sabía si la amaba no… en el pasado, nunca se había acercado demasiado al amor para saber identificarlo, y mucho menos, para experimentarlo de primera mano. Pero sabía que, últimamente, esperaba ansioso a que terminara su jornada. Salía de su escritorio con prisas por volver a casa y encontrar a Donna allí. Le gustaba abrirse paso entre sus medias, que ponía a secar en la barra de la cortina, para darse una ducha. Le gustaba el olor de su perfume, que parecía impregnar todos los rincones de la casa. Le gustaba ver cómo se apartaba el pelo de los ojos cuando le molestaba. Y hacer el amor con ella había llenado todos los rincones vacíos y solitarios de su alma. A pesar de la terrible tensión existente entre ellos, no quería estar en ninguna otra parte. Y le gustaba cómo canturreaba en sueños. Pero no podía vivir al límite. Esperar ellafinloa todo dejaradesería una muerte lenta. Sería mejor acabar con una explosióna yque poner una vez. —En cuanto a la cena de acción de gracias con tu padre… —¿Qué pasa? Donna mantenía la vista fija en el plato. El guiso estaba bueno, pero no tanto. Simplemente, no podía mirarlo a la cara, pensó Jack. —No sé si es una buena idea —continuó. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—¿En serio? —Donna tomó el plato, que no había tocado, y lo llevó hasta la pila. El tono gélido de la voz de Donna se clavó como agujas de hielo en su corazón. Se acorazó instintivamente para protegerse del dolor. Volvió la cabeza hacia la encimera y la vio, de espaldas, tiesa como una vara, detrás de la pila. Qué extraño que le resultara tan difícil, cuando lo había estado esperando. Siempre había sabido que no era digno de amor. Desde el primer día de aquel supuesto matrimonio, había sabido que acabaría pronto. Y no le habría importado, si hubiese sabido poner freno a sus sentimientos. —¿Qué te desagrada, la festividad en sí o la idea de celebrarla juntos? — preguntó Donna. Jack sintió cómo la furia ardía en su estómago, pero no estaba molesto con ella, sino consigo mismo. Era culpa suya. No debería haberse acostado con ella. No debería haberse acostumbrado a tenerla cerca, a oír su voz, a inspirar su aroma. No debería haber albergado esperanzas que nunca había tenido. Jack inspiró profundamente y dijo: —¿Por qué no dejamos de engañarnos? —¿De engañarnos? Todavía no se había dado la vuelta. Tal vez fuese mejor así. Si contemplaba aquellos ojos castaños, flaquearía. Se apartaría de la única conclusión posible. —Lo que pasó anoche entre nosotros fue… —¿El qué? —Lo retó, aferrándose al borde de la encimera—. ¿Un error? Jack exhaló el aire que no había sido consciente de contener. Ya estaba. Ella lo había dicho. Sin embargo, era sorprendente lo mucho que le dolía que ella, también, considerara que aquellas pocas horas mágicas habían sido una equivocación. —Donna —intentó mantener la voz serena, para que no supiera el trabajo que le estaba costando decírselo—. No tenemos por qué fingir que lo de anoche fue algo más que el resultado de una fuerte atracción física. Los dos somos adultos. El sexo. —No lo digas —le espetó Donna, y se dio la vuelta de repente, para mirarlo con unos ojos castaños llameantes de indignación. —¿Que no diga qué? —su furia lo tomó por sorpresa. Instintivamente, se enderezó para encararse a ella. sexo no es importante, —dijolecon vozdicho graveloymismo—. falsa. Seguramente, estaba—«El imitando a alguien que, en Donna» una ocasión, había «No tiene nada que ver con el amor. No seas tan ingenua». —Yo no he dicho eso. Donna asintió con fuerza y se apartó el pelo de los ojos.
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—No hacía falta —elevó las manos en el aire y las dejó caer a los costados—. Es increíble. ¿Cómo es posible que solo atraiga a cretinos? ¿Acaso soy una especie de imán? Donna salió dando zancadas de la habitación, y Jack la siguió a corta distancia. Maldición, estaba haciendo lo que debía, lo que lo estaba matando. No iba a consentir que lo comparara con un idiota sin darle una explicación. La asió del brazo y la obligó a darse la vuelta. —¿De qué diablos estás hablando? —Lo sabes perfectamente —le saltaban chispas de furia de los ojos. Se soltó y se encaró a él, con la barbilla elevada en actitud de desafío. Quienquiera que fuera aquel idiota, le había hecho mucho daño. Era evidente que su actitud nacía de una vieja herida. —Cuéntamelo —le dijo Jack con rotundidad. —Hace cuatro años, estuve a punto de casarme —Jack asintió. Recordaba algún comentario suyo sobre una boda malograda—. Nos estábamos reservando para el matrimonio —prosiguió, y profirió una carcajada sarcástica por su propia estupidez—. Queríamos que la primera vez que hiciéramos el amor fuese algo… sagrado. Jack no pudo evitar una punzada de decepción. Donna había estado dispuesta a esperar por otro hombre. Con él, había cedido a sus deseos. ¿Cómo debía tomarlo? —Pero dos días antes de la boda —prosiguió, con voz tensa por la humillación que evocaba—, lo sorprendí con mi dama de honor. La ira se desató en el interior de Jack. Ira por el dolor que ella había sufrido y porque no había estado allí para darle una paliza a aquel hombre. Donna movió la cabeza, como si todavía le costara creerlo. —Cuando los encontré, tuvo el valor de decirme que estaba exagerando. Que el sexo no era importante y que no tenía nada que ver con lo que sentía por mí. —Hijo de perra. —Gracias —dijo Donna distraídamente, y siguió adelante con su relato—. Averigüé que había sido «sagrado» por toda la ciudad —echó a andar con paso frenético de un lado a otro de la pequeña habitación—. Así que, anulé la boda, hice el más absoluto de los ridículos con el asistente de mi padre y salí corriendo. ¿Cómo? No ¿Qué sido la en última se preguntó Jack. Luego, encogió de hombros. erahabía importante aquelparte?, momento. Además, Donna no se paraba de hablar, y si perdía el hilo de lo que decía, estaría perdido. —Estuve fuera cuatro años —estaba diciendo—. Y el día que vuelvo, meto la pata otra vez. Solo que en esta ocasión, el hombre ya se ha casado conmigo antes de decirme que el sexo no significa nada —elevó los ojos al techo, y al cielo que estaba más allá—. ¿Es una especie de broma cósmica? —inquirió—. Porque si lo es, no la entiendo.
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—Donna —la interrumpió Jack, decidido, al menos, a impedir que lo metiera en el mismo saco que a su patético ex prometido. —No, Jack, no quiero escucharlo —le lanzó una mirada que lo habría dejado tieso en el acto. Pero los marines estaban hechos de una materia más recia. —No soy ese hijo de perra que te engañó y te hizo daño —gritó Jack mientras ella se alejaba en dirección al dormitorio. Donna se detuvo en el umbral y volvió la cabeza para mirarlo. El hielo de su mirada provocó en él un escalofrío. Y cuando ella habló, supo que todo había acabado. —No, Jack. Eres el hombre que se ha casado conmigo por mi bien, para, luego, hacerme daño.
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Durante la semana siguiente, se movieron como extraños por la pequeña casa. No, no como extraños, pensó Donna. Los extraños intercambiaban saludos educados y miradas de desinterés. Jack y ella eran como fantasmas. Ni siquiera se veían. Las noches eran peor. Tumbados en la misma cama, la distancia que los separaba se medía como la escala de un mapa: los centímetros equivalían a kilómetros. Desde su asiento en el sofá, Donna contempló por la ventana las masas de nubes grises que se agolpaban en el cielo con la amenaza de la lluvia… Noviembre había llegado sin avisar, como solía ocurrir en California. Los días frescos y soleados se habían transformado en nieblas matutinas y en ráfagas de viento frío y húmedo. Donna suspiró y desvió la mirada al cronómetro de cocina que estaba puesto sobre la mesita de centro. Un minuto más, y lo sabría con certeza. Un minuto más, y su mundo se alteraría de manera drástica. Era un manojo de nervios, y respiró hondo varias veces en un vano intento por relajarse. Cuando el cronómetro saltó con un graznido histérico, Donna se apresuró a apagarlo. El silencio la envolvió. Oyó los latidos de su corazón, que resonaban en los oídos, y creyó oír otros latidos más débiles acompasados con los suyos. Lentamente, dejó el cronómetro sobre la mesa y tomó la tira blanca de plástico que encerraba las respuestas de su futuro inmediato. Vaciló ligeramente y contempló el resultado del test. Un signo más. Donna inspiró hondo y sostuvo con fuerza la varilla de plástico. Sintió cómo las lágrimas afloraban a sus ojos y volvió la cabeza para mirar por la ventana. Cómo no, había empezado a llover y los cristales estaban salpicados de gotas. Donna se secó una lágrima de la mejilla y parpadeó para reprimir el resto. No iba a llorar, no podía permitírselo. Tenía que ser fuerte. Se llevó la mano al vientre, donde su hijo ya estaba creciendo, confiando en que ella lo mantuviera a salvo. Y lo amara. Sabía lo que tenía que hacer. Todavía con la varita del test en la mano, se puso en pie y, al compás del golpeteo de la lluvia, caminó hasta el dormitorio y empezó a hacer las maletas.
—No puedes irte así —le dijo su padre—, sin ni siquiera decirle adiós. —No puedo decirle adiós a Jack —replicó Donna, y lanzó una mirada a la puerta cerrada del despacho de su padre antes de volver a mirarlo. Sabía perfectamente que, si intentaba despedirse de él, nunca se iría. Y tenía que irse. Por el bien de todos.
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—Donna —dijo su padre, levantándose del sillón. Rodeó la mesa hasta colocarse frente a ella y tomó sus manos—. No lo has pensado bien. —Claro que sí —replicó, y se soltó. Si cedía a la necesidad de recibir consuelo, sucumbiría al llanto y a la histeria. —¿Y qué me dices de los tres meses que acordasteis pasar juntos? —replicó. —Las cosas han cambiado —por decir algo. —¿Qué cosas? Donna cabeza muy y parpadeó lágrimas, quemovió nuncalaandaban lejos. con furia, decidida a mantener a raya las —Lo amas, Donna —dijo su padre en voz baja, con convicción—. Hasta yo puedo verlo. El dolor volvió a desgarrarle las entrañas. —Eso no importa. —Te equivocas —dijo el coronel, y dio el paso que lo separaba de su hija. Le puso las manos sobre los hombros y estrechó su cuerpo rígido—. Es lo único que importa. Envuelta en aquel abrazo y con la nariz enterrada en la camisa de su uniforme, Donna cedió brevemente a la necesidad de ser reconfortada. Durante casi toda su vida, su padre había estado con ella cuando lo necesitaba. Dispuesto a entrar en batalla en su nombre y a enderezar todos los entuertos de los que había sido víctima. Donna deseó que también pudiera enderezar aquel. Pero no podía. Nadie podía. —Papá —susurró—. No lo entiendes. —Entiendo que los dos estáis siendo obstinados. Y estúpidos. Donna se sorbió las lágrimas y le confesó su secreto. Tenía que decírselo a alguien. —Estoy embarazada. Thomas Candello la apartó y, sujetándola por los hombros, la miró con expresión de sorpresa en el rostro. —¿Estás segura? Donna y maldijo en silencio la lágrima solitaria que se había atrevido a deslizarse porasintió su mejilla. —¿Y Jack lo sabe? —No —contestó con aspereza, y se apartó del cálido abrazo de su padre—. Y no va a saberlo. Durante un tiempo, al menos. —No puedes ocultárselo, Donna —dijo con fervor—. Un hombre tiene derecho a saber que va a ser padre.
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Donna ya lo sabía, y pensaba decírselo. Tal vez pasados unos meses, o cuando el bebé ya hubiera nacido, pero todavía no. De momento, los dos necesitaban tiempo y distancia para recuperarse de la farsa que había sido su matrimonio antes de intentar ser unos buenos padres solteros. —Pienso decírselo —replicó Donna—. Dentro de no mucho. Un mes o dos, tal vez. Ahora, no. —¿Por qué no, si puede saberse? —la voz de Tom Candello se elevó, llena de indignación. Se quedó mirándola como si no la hubiera visto nunca—. No solo rompes el acuerdo al queDonna? los dos habíais llegado, sino que le ocultas que es padre. ¿Qué mosca te ha picado, —¿Que qué mosca me ha picado? —repitió, mirando a su padre directamente a los ojos—. La del orgullo. El coronel bufó, como si desechara aquel factor como carente de importancia. —Y ya era hora, maldita sea —prosiguió, encendida—. Después de que Kyle me dejara en ridículo, no me quedó mucho orgullo —el coronel intentó interrumpirla, pero Donna no se lo permitió—. Luego, después de conseguir que tu asistente saliera corriendo hasta Groenlandia, todavía me vine más abajo. Caramba, he tardado cuatro años en reunir el valor de volver a verte, y sabía que me querías. —Donna… —Entonces, vuelvo a meter la pata y Jack viene en mi auxilio —elevó las manos en el aire y movió la cabeza—. No quiere estar casado, papá. Solo quería proteger tu reputación. Intentaba hacer lo correcto. Demonios, lo único que le faltaba era la lanza y la brillante armadura. —Donna, Jack sabía lo que hacía, nadie lo forzó a casarse contigo. —Tienes razón —Donna asintió y se dio la vuelta para acercarse a la ventana. La lluvia empezaba a caer sobre Camp Pendleton. Los marines, protegidos con impermeables, desfilaban en formación y realizaban las tareas diarias a pesar del mal tiempo. Porque era su deber. El honor lo exigía, y el orgullo. Prosiguió hablando sin desviar la mirada de la lluvia, pero en tono menos estridente—. Lo que obligó a Jack a casarse conmigo fue su propio sentido del honor. —¿Y tan terrible es? —preguntó su padre. El coronel no lo comprendía, y Donna no sabía si podría explicarlo con la claridad con la que ella lo entendía. Pero, diablos, sabía que estaba en lo cierto. —Porde supuesto que —contestó, y pusoforma la mano en uno cristales fríos y salpicados lluvia de la no ventana—. Su honor parte de él.deLoloslleva tan dentro, que ni siquiera lo cuestiona, y no podría funcionar sin él. —No sé a dónde quieres llegar —protestó su padre con un suspiro. Donna se volvió para mirarlo. —¿No lo entiendes, papá? Si Jack supiera que estoy embarazada, insistiría en que siguiéramos casados, en que prosiguiéramos con esta farsa que solo nos causa dolor a los dos. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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Tom Candello contrajo los músculos de la cara. —Es mejor así —lo tranquilizó Donna, e intentó no parecer tan desgraciada como se sentía—. No quiero tener un marido al que lo único que lo una a mí sea el honor. Donna esperó durante lo que le pareció una eternidad, aunque seguramente no fuesen más que unos segundos interminables. Finalmente, su padre asintió con resignación. —¿A dónde te irás? Donna no sabía si alegrarse o entristecerse porque su padre hubiese aceptado el hecho de que debía marcharse. Forzó una sonrisa y dijo: —De momento, regreso a Maryland. Podré vivir con mi antigua compañera de piso durante un tiempo. Y seguro que puedo recuperar mi antiguo trabajo si me humillo lo bastante. El coronel le brindó una débil sonrisa, pero asintió. —¿Cuándo te irás? —Ahora. —¿Ahora? —Tengo un taxi esperándome fuera —le dijo—. El avión para San Diego sale dentro de dos horas. Esperaré en el aeropuerto. cierto era conocido que no soportaba quedarse un minuto la pequeña casae en laLoque había tanta felicidad y ni dolor. Preferíamás el en vestíbulo estéril impersonal de un aeropuerto. —Tan pronto —dijo el coronel, y abrió los brazos—. Me parece que solo llevaras aquí unos minutos. Donna fue a su encuentro y se permitió el lujo de disfrutar de su gran abrazo durante varios minutos. —Siento perderme la cena de acción de gracias contigo, pero es mejor así. —Lo sé, pequeña —dijo el coronel, mientras le pasaba la mano por el pelo—. Solo desearía que no te fueras. —Estaré bien, papá, no te preocupes —Donna se apartó y levantó la barbilla. El coronel rió con ironía. —Créeme, mepudiera preocuparé. Y no solo por por mi nieto —movió la cabeza, como si no creerlo—. Dios mío, ya ti, soysino abuelo. Donna le dio una palmadita en el brazo. —Tengo fe en ti. Serás un abuelo genial. —Estarás lejos —protestó. —Papá…
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El coronel levantó las manos a modo de rendición. Donna tomó su bolso, que había dejado sobre el escritorio, y caminó hacia la puerta. —Te llamaré nada más llegar. —Está bien. —Ah… y, papá —dijo con voz severa—. No le digas ni una palabra a Jack sobre el bebé. El coronel pareció ofendido. que Estoy te recuerde, jovencita, que soysecretos. coronel del cuerpo de marines de los—Permíteme Estados Unidos. entrenado para guardar Donna no estaba convencida. —Lo digo en serio. —Donna, decirle lo del bebé es cosa tuya. Pero, como hombre y padre que soy, te pediría que no esperaras demasiado. Donna asintió con rigidez y abrió la puerta. Un momento después, desapareció. El coronel Tom Candello esperó un minuto más, para asegurarse de que Donna no lo vería. Luego, salió de su despacho para hacer entrar en razón a su yerno antes de que fuera demasiado tarde.
El día gris y lluvioso estaba perfectamente a tono con su estado de ánimo, pensó Jack con aire lúgubre mientras miraba por la ventana, sin ver nada. Hasta Tom había desistido de hablar con él y había huido de la oficina, prefiriendo la lluvia de la madre Naturaleza al humor sombrío de Jack. Cuando oyó cómo se abría y cerraba la puerta del despacho, ni siquiera se volvió para mirar al intruso. —Seas quien seas, date la vuelta y desaparece. —Haré como si no lo hubiese oído, sargento primero —dijo el coronel con rotundidad. Sorprendido, Jack se puso en pie de un salto. La silla cayó hacia atrás y chocó contra un archivador de hierro gris. —Mi coronel, le ruego que me disculpe. No sabía que era usted, señor. —Descansa, Jack —le dijo el coronel—. He venido como padre de Donna, no como tu superior. Jack relajó la postura, pero miró con recelo al hombre que se había acercado a su mesa. —No se ofenda, coronel, pero no tengo nada que decirle a mi suegro.
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—Bien —le espetó, y apoyó las dos manos en el escritorio para taladrarlo con unos ojos castaños increíblemente parecidos a los de su hija—. Entonces, hablaré yo y tú escucharás. —Señor… —Donna acaba de salir de mi despacho —prosiguió el coronel. ¿Donna? ¿Allí? ¿A solo unos pasos? —Tenía un taxi esperando —continuó el coronel. taxi? —preguntó ¿Por qué usadopudiera la camioneta? había—¿Un ido a trabajar con uno de Jack—. los sargentos parano quehaDonna disponer—Jack de su único vehículo. —Porque va camino del aeropuerto. Jack se sintió como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. —¿Al aeropuerto, señor? —repitió, sorprendido de poder hablar a pesar de la repentina sequedad que sentía en la garganta. —Se va, Jack. Para siempre. Estupefacto, Jack se limitó a decir: —Tal vez sea lo mejor, señor —pero, por dentro, era un tumulto de emociones. Tensó las piernas automáticamente, para sostenerse mejor. Donna ni siquiera había respetado el acuerdo de estar juntos durante tres meses. ¿Cómo podía sentirse tan vacío y seguir respirando?, se preguntó. ¿Y cómo podía seguir latiéndole el corazón cuando acababa de estallarle en pedazos? —Esta vez, no, Jack. Fijó la vista en la mirada furiosa del coronel. —Con el debido respeto, señor —dijo con voz tensa—, esto no es asunto suyo. —No seas tonto, Jack. Lucha por tu esposa. Por tu matrimonio. —No hay nada por lo que luchar —murmuró en tono lúgubre—. Todo ha terminado. —Solo terminará si te rindes o te retiras —le dijo el coronel—. Te conozco desde hace tiempo, Jack, y creo que nunca te había visto tan feliz como con mi hija. Por un momento, pensé que lo vuestro iba a salir bien. Él también lo había creído, pensó Jack. En sueños. Pero en la vida real, la había perdido. —Si de verdad quieres a mi hija, lucha por ella —dijo el coronel, y se apartó del escritorio—. No cometas el mismo error que yo. —¿Señor? —Si hubiese sido más inteligente —dijo el coronel—, habría luchado con todas mis fuerzas por conservar a la madre de Donna. Cuando amas a una persona, los problemas pueden resolverse. Escaneado y corregido por Dulceelaine
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—Esto no es lo mismo, coronel —dijo Jack con suavidad—. Si Donna me amara o quisiera seguir casada conmigo, no se habría ido. El coronel movió la cabeza, claramente contrariado. Luego, se dio la vuelta bruscamente y caminó hacia la puerta. Se detuvo y volvió la cabeza. —Piensa eso, si te ayuda. Y si me equivoco y no la quieres, entonces, quédate aquí, Jack, y déjala marchar. Cuando se quedó solo. Jack se quedó mirando la puerta cerrada. ¿Que la dejara marchar?, pensó, y sintió que el vacío se abría en su interior. Imaginó los años venideros, largos y solitarios, preguntándose dónde estaría Donna y qué estaría haciendo. Pasaría las noches torturándose con imágenes de Donna, echada en los brazos de otro hombre, dando a luz a hijos que no eran de él. Cerró los puños al sentir cómo aquel vacío crecía hasta amenazar con devorarlo por entero. Contempló la negrura que era su vida y comprendió lo que llevaba semanas negando. La amaba. La amaba de verdad. Tanto, que sin ella, su vida sería una sucesión interminable de días estériles y noches desoladoras. Pero Donna se había ido sin decir una palabra. Aun así, se preguntó, si él le hubiera confesado su amor, si se hubiera arriesgado a sufrir su rechazo y le hubiera confesado lo que sentía, ¿se habría ido? No lo sabía. Pero, maldición, ya estaba harto de retirarse. Iba a aferrarse a la oportunidad que se le ofrecía, la que tantas personas afortunadas daban por hecha todos los días: la oportunidad de amar, de pertenecer a una familia. Con paso rápido atravesó el despacho y salió por la puerta. Desfiló con paso raudo hasta el despacho del coronel, que estaba al final del pasillo. Llamó con los nudillos y abrió la puerta lo justo para asomar la cabeza. —Solicito permiso para tomarme el día libre por asuntos personales, señor —le pidió. —Concedido —gritó el coronel hacia la puerta que ya se estaba cerrando. Luego, Tom Candello se recostó en su sillón y sonrió mirando al techo.
Después de comprar el billete en ventanilla, Donna se colgó la bolsa de viaje del hombro y echó a andar por la terminal en dirección a la puerta de embarque. Otros viajeros, con mejor estado de ánimo, la adelantaban murmurando palabras de disculpa, ansiosos por ponerse en camino, pero Donna no les prestaba atención. Mientras se abría paso entre el gentío y los equipajes, apenas se dio cuenta de que alguien chocaba con ella por detrás. Pero, cuando ese alguien echó mano del asa de su bolso de viaje, Donna se dio la vuelta enseguida y se quedó atónita. —¿Jack?
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Cielos, estaba magnífico. Empapado de pies a cabeza, con el pelo aplastado y regueros de agua que resbalaban por su cuerpo para caer sobre el suelo. Se pasó una mano por la cara con irritación y luego la asió por el codo con firmeza. —¿Qué haces? —preguntó Donna, cuando Jack empezó a arrastrarla hacia la salida. —Llevarte a casa —se limitó a contestar, y su voz resonó por encima del bullicio y del crujido de sus botas de combate. Donna miró con frenesí a su alrededor, pero nadie les prestaba atención, ni a ella ni al decidido marine que la raptaba. Podía gritar, se dijo, e inmediatamente imaginó la sensación que causaría. Así que, se plantó donde estaba y se soltó. Gruñendo entre dientes, Jack se limitó a quitarle la bolsa y a seguir caminando. —¡Eh! —gritó Donna, y echó a correr tras él. Sujetó con fuerza el asa y consiguió detenerlo—. Devuélveme la bolsa —le exigió. Jack tiró del asa de cuero y la atrajo hacia él. —No pienso dejarte marchar, Donna. Una chispa de esperanza saltó en el pecho de Donna antes de extinguirse. Durante un momento, Donna había querido creer que Jack había ido a buscarla porque la amaba y no quería perderla. Pero era mucho más probable que el coronel hubiera abierto su bocaza y le hubiese revelado a Jack la existencia del bebé. Donna tiró de la larga asa de tela. —Vuelve a la base, Jack —le dijo, y se enorgulleció de que el tumulto de emociones de que era presa no se reflejara en su voz—. Es mejor así. Dentro de un par de meses, podrás pedir el divorcio y los dos seguiremos adelante con nuestras vidas. Jack la miró largamente. ¿Cómo había imaginado que podría vivir sin ella? Durante todo el infernal trayecto por la autopista cubierta de agua en un Jeep robado, mejor dicho, prestado, había ensayado lo que iba a decir, había pensado cómo iba a abordarla. Una vez allí, en la misión más arriesgada de toda su vida, solo podía hacer una cosa. Soltó la bolsa y la abrazó con un único y fluido movimiento. La apretó contra su cuerpo empapado por la lluvia y la estrechó con fuerza. Donna abrió la boca con sorpresa y bajó la cabeza para aprovechar la ventaja. El ruido atronador del aeropuerto se extinguió. Las corrientes de pasajeros se disolvieron en la nada. Su uniforme, mojado y gélido, dejó de resultarle incómodo. Solo existía una realidad en su universo y la tenía en los brazos. Le puso la mano en la nuca y tomó posesión de su boca, demostrándole sin palabras que era el aire que respiraba, su corazón… toda su vida.
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Cuando, finalmente, notó cómo ella cedía en sus brazos, levantó la cabeza, sin prestar atención a los rostros sonrientes de la mitad de la población de San Diego. Tomó el rostro de Donna entre las manos, deslizó los pulgares por sus pómulos y la miró con avidez. Luego, pronunció las palabras que nunca había creído llegar a decir: —Te quiero. Donna parpadeó y una lágrima solitaria resbaló por una de sus mejillas. Jack la atrapó con el pulgar derecho y se prometió pasar el resto de la vida asegurándose de que Donna no tuviera más motivos para llorar. Sintiendo que su resolución se fortalecía, repitió las palabras: —Te quiero, Donna —al ver que ella no contestaba, controló el estremecimiento de pánico y siguió hablando con su mejor voz de mando—. Y será mejor que tú también me quieras. Es una orden. Pasó un largo momento antes de que Donna le sonriera. —Sí, mi sargento primero —le espetó antes de arrojarse en sus brazos. Jack sintió cómo el corazón volvía a latirle mientras enterraba el rostro en el cuello de Donna, inspiraba la dulzura de su perfume y se deleitaba con el calor de su amor. Luego, se inclinó, se echó la bolsa al hombro, la levantó en brazos y sonrió como un idiota cuando ella le rodeó el cuello con las manos. Y, entre el ruido de aplausos y vivas de los presentes, la condujo de vuelta a casa. La lluvia seguía golpeando los cristales y la luz gris de la tormentosa tarde iluminaba el minúsculo dormitorio. Jack y Donna yacían, abrazados y exhaustos, sobre la cama. —Te quiero —susurró Jack, y se inclinó para dejar un rastro de besos por el cuello de Donna. —Te quiero —Donna suspiró y ladeó la cabeza para facilitarle la labor. Deslizó las yemas de los dedos por sus hombros y sonrió, más feliz de lo que una mujer tenía derecho a ser. Jack se apoyó sobre un codo y la miró, repentinamente serio. Mientras deslizaba la mano derecha por el cuerpo de Donna, produciendo un suave hormigueo a su paso, le dijo: —Nunca pensé que llegaría a decírselo a alguien. Donna le sonrió. —Pues vete acostumbrando, porque quiero oírlo a menudo. —Te quiero —susurró, y bajó la cabeza para besarla—. Eres todo lo que siempre he querido y nunca creí llegar a tener.
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—Jack… —las lágrimas afloraron a sus ojos, pero Donna se negó a derramarlas. No quería llorar en el día más feliz de su vida. Jack se inclinó sobre ella y le plantó un beso fuerte y rápido en el vientre. —Espero que hayamos hecho un bebé esta tarde, Donna. Quiero tener hijos contigo. Donna se quedó sin aliento y, maldición, volvió a sentir el escozor de las lágrimas. Jack la besó con suavidad y siguió hablando. —Quiero crear una familia contigo, Donna. La familia que siempre he querido pero nunca pensé que encontraría. Donna levantó la mano para acariciarle la mejilla. ¿Cómo podía habérsele pasado por la cabeza abandonar a aquel hombre amable y fuerte?, se preguntó, y le sonrió con orgullo. —¿Quieres bebés? —le preguntó—. Pues hoy es tu día de suerte, marine. ¿A que no sabes que sorpresa tengo reservada para ti?
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