JAVIER GARCÍA CASTAÑO, ANTOLÍN GRANADOS MARTÍNEZ Y RAFAEL PULIDO MOYANO. “REFLEXIONES EN DIVERSOS ÁMBITOS DE CONSTRUCCIÓN DE LA DIFERENCIA”. * En: Lecturas para educación intercultural, Madrid, Editorial Trotta, 1999, pp. 15-46.
PRESENTACIÓN Con este texto nos proponemos incitar a quienes centran su trabajo en la interculturalidad a una reflexión en torno al concepto de diferencia. La diferencia y los procesos por los que la construimos son de importancia fundamental en el reconocimiento de la diversidad. A partir del análisis de algunos de los escenarios en los que, a nuestro juicio, tiene lugar la construcción de la diferencia, iremos aclarando cada uno de estos conceptos. Antes de ello situaremos nuestras preocupaciones en el contexto intelectual en el que las hemos desarrollado que no es otro que el crecimiento reciente del interés por investigar y actuar en el campo general de la interculturalidad, especialmente la vinculación de éste con la educación. En lo que llevamos de década de los noventa ha crecido espectacularmente el interés por la interculturalidad en la literatura científica sobre educación publicada en España. Una revisión bibliométrica muestra un importante incremento de publicaciones sobre educación multicultural e intercultural: entre 1990 y 1994, por ejemplo, se han publicado cuarenta y tres libros que, parcial o monográficamente, se ocupan de temas de educación intercultural o multicultural; de entre ellos, algunos con capítulos firmados por autores diferentes al editor del libro, lo que supone cerca de doscientos capítulos escritos en estos cuatro años. A los que deben añadirse los más de cien artículos publicados en revistas en el mismo período de tiempo y sobre la misma temática. Las cifras se dispararían si incluyéramos el sinfín de congresos, reuniones, seminarios y cursos que se están desarrollando a lo largo y ancho de la geografía española sobre una temática que ha alcanzado el momento «estelar» en el año 1995, dedicado internacionalmente a la tolerancia. ¿A qué se debe este creciente interés por la educación multicultural e intercultural en la literatura científica sobre educación? De momento diremos que tiene una especial relación con el crecimiento de la presencia de extranjeros con categoría de inmigrantes en nuestro territorio. Cabría pensar, por consiguiente, que se trata de un interés por la presencia creciente de diversidad étnica y cultural en las escuelas. Sin embargo, en los contados casos en los que se ha intentado cuantificar esta diversidad —obviamos resaltar las dificultades para tal menester—, se ha hecho únicamente sobre la presencia de hijos de inmigrantes en las escuelas que, por lo demás, es sólo un tipo de diversidad, de entre los muchos que cohabitan en la escuela, fundamentalmente de género y de clase. Dicha presencia no es, por otra parte, tan cuantiosa, en términos globales, como para justificar este abundante Este texto es una versión revisada de un trabajo ya publicado en Educação interculural de adultos, M. B. Rocha-Trindade y M. L. Sobral Mendes (orgs.), CEMRI, Universidade Aberta, Lisboa, 1996, 3575. Versiones anteriores fueron discutidas durante diferentes estancias del Programa Erasmus (PIC I-1089) en la Università degli Studi di Firenze y en la Universidade Aberta de Lisboa. Una nueva versión ha sido presentada en el Curso de Verano de la Universidad Internacional de Andalucía (sede Antonio Machado) «Diversidad Cultural Exclusión Social e Interculturalidad», (Baeza, 26 al 30 de agosto de 1996). La presente versión ha sido revisada dentro del proyecto de investigación «Inmigración, Exclusión Social e Integración en España», financiada por la CICYT (SEC96-0796). *
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número de publicaciones. 1 Éstas, además del estudio de la presencia de hijos de inmigrantes, se han centrado sólo en el diseño de programas educativos para atender a esta «nueva población» y, sobre todo, en la producción de discursos teóricos sobre lo que debe ser la interculturalidad o la multiculturalidad cuando adjetiva al concepto de educación. Hemos creído, pues, necesario analizar en detalle toda esta producción (García y Pulido, 1993; García y Martínez, 1994) para poder entender el proceso de conceptualización de este «nuevo» discurso de la interculturalidad. Una primera valoración del análisis iniciado por nosotros mismos nos ha llevado a pensar que tal vez se está iniciando una nueva manera de tratar discriminadamente a una población discriminada de hecho y que se considera además, a sí misma, como tal. Con estudios tan focalizados en sectores muy reducidos de la población escolar —aquellos que consideramos minoritarios— tal vez estemos contribuyendo a crear ese estatus de minoría marginal que aparentemente buscamos destruir. En tanto que minoría son objeto de estudios que reafirman y refuerzan dicha condición. Se hace imprescindible, pues, empezar a aplicar la expresión «multicultural» a toda la población escolar y ampliar el campo de lo que debe ser el discurso intercultural sobre la presencia de la diversidad cultural en el sistema educativo. Con otras palabras, la diversidad cultural en las escuelas, como en cualquier otro espacio social, aparece como una realidad en la que la atención a las minorías étnicas debería representar sólo una parte de lo que concierne a lo intercultural. Pero lo que atraviesa toda esa realidad, en el plano conceptual y en el de la producción de discursos y prácticas de cara a investigadores, políticos, medios de comunicación y gente de la calle, no es otra cosa que la construcción de la diferencia. Por eso juzgarnos necesario y urgente reflexionar sobre esta última por entender que constituye el pilar fundamental de lo que comúnmente llamamos interculturalidad. Nuestro argumento para justificar esta manera de proceder es el siguiente: los estudios sobre interculturalidad surgen como consecuencia de la existencia de la desigualdad disfrazada de diferencia, y ello, a pesar de que la condición de todo grupo humano es la diversidad tanto biológica como cultural. Dicho de otra manera, la diferencia es una construcción para justificar la desigualdad en un mundo cuya condición es la diversidad, gracias a la cual prosigue con éxito la evolución. De hecho, y hemos sido testigos recientes de campañas publicitarias que así lo defienden, lo que se opone (aunque aparentemente quiere ser complementario) a la igualdad, en nuestros tiempos, es precisamente la diferencia (en otros tiempos la desigualdad). La construcción de la diferencia no es más que una nueva forma de presentar las distancias culturales, sociales y políticas que son legitimadas bajo la apariencia de ausencia de jerarquías sociales pero que ocultan un refinado mecanismo de exclusión. Como ejemplo podemos tomar —y más adelante Es difícil establecer cuál es el porcentaje de hijos de inmigrantes en las escuelas que pueda suponer una preocupación para los administradores (si es que debe existir preocupación por la presencia diferenciada, aunque no faltan quienes se dedican «alegremente» a establecer estos cupos). Pero pensamos que los datos que proceden de fuentes oficiales y de investigaciones, y que hablan de entre cuatro y diez estudiantes hijos de extranjeros por cada mil alumnos en el nivel escolar de primaria, no son, por sí solos, suficientes como para hablar de un crecimiento significativo de este tipo de población diversa en las escuelas. Más aún cuando, como es el caso, no existen series temporales para establecer comparaciones y cuando la diferencia de los porcentajes por comunidades autónomas y unidades provinciales es tan dispar.
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ampliaremos este aspecto— la necesidad de establecer una diferencia entre ser español y no serlo; esto es, ser extranjero. La categoría de extranjero, que aparentemente sólo tiene la carga lingüística de ser extraño, 2 tiene además la carga cultural de ser diferente, de ser «otro» y, sobre todo, tiene la carga jurídica de no ser ciudadano. De manera burda se puede afirmar que un extranjero es aquel que «no es natural», de un país distinto, lo que supone, desde el punto de vista de la plena protección y de amparo constitucional, no ser ciudadano, con lo que ello conlleva de ausencia de derechos. 3 Esta desigualdad se produce sin llegar a calificar a tal o cual extranjero, lo que nos llevaría a la distinción jerárquica entre inmigrante y extranjero. Consideramos que este simple ejemplo es una buena muestra de cómo la construcción de la diferencia no es más que una justificación del proceso de desigualdad. La pertinencia del ejemplo utilizado radica en que son las mismas constituciones que se fundamentan, entre otros principios, en la igualdad de todos los ciudadanos, las que no pueden por menos que reconocer que los no ciudadanos, o sea los extranjeros, no tienen igualdad plena de derechos. Sobre esta base es la que deseamos desarrollar conceptualmente lo que hemos denominado la construcción de la diferencia. Haremos de momento, concretando la reflexión en cuatro campos fundamentales, una primera aproximación superficial que pretende incitar a la reflexión interdisciplinar en la elaboración de los discursos interculturales, partiendo de las bases de la construcción de la diferencia. Interdisciplinariedad que no debe interpretarse para nuestro caso como acumulación de conocimientos de varias disciplinas, sino, sobre todo, como una nueva producción de conocimiento, cuyas bases se asientan en una dispersión de disciplinas que producen conocimientos separados sobre una misma realidad. El primero de los ámbitos sobre el que nos interesa reflexionar es el epistemológico, que nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿cuáles son los mecanismos para diferenciar una cosa de la otra? Una persona ajena, muy ajena, a nuestra cultura, que viera por primera vez objetos habituales de nuestra cultura, es posible que se sorprendiera y, acto seguido, pondría en marcha una serie de mecanismos que le permitirían diferenciar lo nuevo de lo ya conocido. Saber cómo procedemos en nuestra cultura para establecer la diferencia simple entre objetos es importante y es un primer paso para entender la dimensión epistemológica de todo el proceso. Uno de los primeros mecanismos cognoscitivos que ponemos en marcha para establecer diferencias entre objetos es la percepción de las formas. Las diferencias captadas por el sentido de la vista son el primer elemento que nos informa acerca de cómo construimos nuestro conocimiento de la diferencia. Siguiendo este principio perceptivo, se entiende fácilmente que todos distingamos una persona de color de piel negro de otra persona de color de piel distinto. Pero la pregunta que nos hacemos va algo más allá del mero sentido común: ¿qué ha sucedido para que la diferenciación se establezca prioritariamente sobre el color de la piel? Un segundo campo lo constituye la historia. En la llamada cultura occidental rige un principio que consiste en justificar las cosas porque tienen historia, siendo La expresión extranjero procede del francés antiguo y tiene un claro significado en relación con lo extraño, con el desconocedor de las cosas (novato) o con otras claras categorías de diferenciación y de exclusión. 3 El término extranjero, jurídicamente hablando, evidencia la cicatriz entre hombre y ciudadano (Lucas, 1994, 119). 2
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muy habitual decir que somos algo porque tenemos historia. En la narración de la historia reside una de las variables más importantes de la construcción de la diferencia, ya que, como veremos más adelante, a través de ella se ha facilitado a los humanos, especialmente a los formados en Occidente, una determinada comprensión de la diferencia y de la distancia con respecto a «los otros» que, o no tienen historia (sea escrita o contada), o se les niega. La historia que normalmente nos ha llegado de forma escrita contribuye al propósito de establecer distancias a partir de las diferencias. Un tercer ámbito, que suele pasar muy desapercibido en las ciencias sociales en los últimos tiempos, es el campo de la fundamentación natural de las diferencias. Mantenemos hoy gran parte de nuestras concepciones sobre la diferencia porque hemos dejado de prestar atención a lo que la biología actual dice sobre ellas. En la ciencia natural de los siglos XVIII y XIX surgieron maneras de diferenciación que hoy utilizamos en la vida cotidiana, aunque sus ciencias herederas han dejado de utilizarlas. Los científicos sociales debemos tener en cuenta estos conocimientos sin caer en el «uso y abuso de la biología» que denunciara Sahlins en su crítica a los enfoques de la sociobiología. El cuarto ámbito es el de la práctica política a través del desarrollo legislativo. La construcción de la diferencia tiene lugar también, y de manera central, en el discurso político y se organiza en la producción legislativa. A veces este discurso político no va acompañado de legislación, lo que introduce otra variante en los procesos de construcción de la diferencia en la vida pública. Podríamos hablar de las prácticas educativas como un quinto ámbito, aunque se trataría de un ámbito subordinado en el sentido de que recoge y reproduce —a veces con distorsión— las construcciones de los ámbitos antes citados. En cualquier caso también hablaremos aquí de educación para criticar a quienes dicen que es a través de ella como se pueden solucionar los problemas que la construcción de la diferencia genera. Creemos que no se puede arreglar mediante la educación la problemática creada por una diferencia construida históricamente, amparada por discursos de la ciencia natural decimonónica, esto es, fundada sobre bases seudobiológicas, y por discursos políticos a menudo concretados legislativamente. Sobre todo cuando muchos de los que aluden a la educación en estos temas, realmente están queriendo decir «que sea la escuela la que solucione el problema». En definitiva, lo que venimos a presentar es cómo históricamente, con el apoyo de la ciencia natural que a la vez se apoyó en un determinado proceder epistemológico, se ha producido un discurso diferenciador que se recoge en el discurso político y desarrolla todo un argumento normativo que pretende regular un modelo de convivencia. Es una historia que muestra un pasado que no debe dejar lugar a dudas sobre su «pureza y originalidad» nada mestiza. Muy al contrario, viene a mostrar cómo profundiza sus raíces en ancestros «no contaminados con sangres profanas». 1. ASPECTOS EPISTEMOLÓGICOS EN EL PROCESO DE DIFERENCIACIÓN Como hemos anunciado, uno de los primeros aspectos sobre el que debemos reflexionar es el de los mecanismos y procedimientos que seguimos para diferenciar cosas y personas. En esta tarea es vital aclarar el significado de cada una de las expresiones que utilizamos. Hemos mencionado el verbo «distinguir» y el verbo 4
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«diferenciar», que aparecen en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) con un significado similar: el primero habla del «conocimiento de la diferencia entre una cosa y otra», y el segundo de «hacer distinción, conocer la diversidad de las cosas». También usamos el sustantivo «diversidad», que en el DRAE significa «variedad, desemejanza, diferencia». Como se puede observar, unos términos remiten a otros y, de hecho, suelen utilizarse en el lenguaje coloquial como sinónimos. Pero no debemos perder de vista que en estos términos existen componentes semánticos, explícitos o no, que los conectan con aspectos no mencionados como clasificación, ordenación, elección, preferencia, dignificación, lejanía. Este campo semántico aledaño desvela que distinguir o diferenciar una cosa de otra supone predisponer un proceso de comparación y clasificación de lo que estamos diferenciando y distinguiendo. Analicemos con cierto detalle los métodos que se utilizan en este proceso. 1.1. Las ordenaciones nomotéticas e ideográficas y la construcción de las diferencias Al comparar las cosas que tratamos de diferenciar, la primera tarea que emprendemos es generar algún sistema para aglutinar o agrupar lo que juzgamos igual o similar y, con ello, separar lo que es diferente. 4 Para llevar a cabo este primer paso se pueden seguir dos métodos: el nomotético y el ideográfico. Con el método nomotético se procede de manera descendente, agrupando los objetos de una diversidad dada a partir de un criterio de referencia, procediendo de manera igual con los subgrupos resultantes y con las agrupaciones de tales subgrupos. Un ejemplo claro de esta manera de proceder es la agrupación de los seres humanos a partir del criterio continental: «africanos», «americanos», «australianos», «europeos» y «asiáticos». Esta clasificación no parece problemática, pero puestos a practicar la agrupación del conjunto de los humanos nos encontraríamos con numerosas dificultades. Con el método ideográfico se procede de manera ascendente, agrupando los objetos desde lo más específico hasta llegar a lo más general. Se parte de los objetos en sí y se les compara sin partir de ningún criterio previo. Aquellos objetos que ofrezcan semejanza pasan a formar un grupo al que pueden dejar de pertenecer si se encuentran otros objetos a los que alguno de los agrupados se asemeja más. Ello supone dejar siempre abiertas todas las clasificaciones en espera de nuevos elementos que puedan aportar criterios diferenciadores. Un ejemplo de esta manera de proceder es el sistema de clasificación que se sigue en la paleoantropología, en el que cada nuevo resto fósil descubierto es comparado con los existentes y, a partir de ello, se decide si el nuevo fósil pertenece a un grupo ya existente (ya denominado) o se genera un nuevo grupo al no «encajar» en ninguno de ellos. La elección de un método u otro en el proceso de clasificación de las cosas o de los seres humanos no es fruto del azar sino que tiene su lógica y puede explicarse: En el caso concreto de aplicación de estos métodos de clasificación a la diversidad étnica nos encontramos con que la elección del método de clasificación dependerá del contexto en el que se produzca la clasificación. Si se trata de un contexto en el que se está privilegiando más la unicidad de la especie o del género humano frente a la diversidad de las sociedades, las culturas o los individuos, entonces se tenderá a elegir un método descendente; mientras que si se está privilegiando la diversidad de los individuos frente a la unicidad de la especie, entonces Seguimos en este punto lo expuesto por Alegret (1993) en sus explicaciones sobre las formas de tratar la diversidad y los procesos de construcción de la diferencia.
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se elegirá el método ascendente. En nuestra cultura, frente a la diversidad en general tenemos la tendencia a realizar clasificaciones unidimensionales, aplicar sistemas de clasificación descendente y establecer jerarquías entre los grupos resultantes de esas clasificaciones (Alegret, 1993).
A diferencia de Alegret, nosotros no creemos que esta manera de establecer clasificaciones se deba a un procedimiento de «mínimo esfuerzo». Es verdad que las categorías que normalmente se utilizan para clasificar son unidimensionales y por ello el resultado es también una clasificación unidimensional. Sostenemos, por nuestra parte, que esta manera de proceder está asociada a las influencias que las ciencias —las ciencias naturales tradicionales, constituidas a partir, primero, del empirismo y, posteriormente, del positivismo— han tenido sobre las cosmovisiones occidentales. Esa forma de proceder por ordenación clasificadora y jerarquizadora, resultado del método nomotético, está muy emparejada con la epistemología propia de la ciencia natural que establece un orden «lógico» del mundo en su esfuerzo por explicarlo. Sin duda es muy difícil deshacerse de este sistema de proceder, puesto que posee una lógica en la que nos encontramos profundamente socializados y que utilizamos para muchos aspectos de nuestra vida. Pensemos, para comprobarlo, en algún ejemplo cercano o cotidiano de clasificación ideográfica ascendente y comprobaremos cuán difícil es encontrar alguno, por inusual. En este sentido sí que se puede afirmar que el proceder nomotético es consecuencia de la tendencia «al mínimo esfuerzo». La clasificación de los grupos a partir de diferencias establecidas en términos de desigualdad es un proceso sumamente fácil cuyas consecuencias importa indagar. Al agrupar, utilizamos criterios preestablecidos que generan una distancia entre los elementos clasificados a los que muy habitualmente jerarquizamos. La magia de los números se convierte en el aval que da fiabilidad a la distancia: Al recurrir a la escala numérica estamos aplicando sobre esos objetos la propiedad característica de los números que es su ordenación. O sea, estamos estableciendo implícitamente una jerarquía, que a su vez supone un primer nivel de desigualdad (Alegret, 1993).
De este modo se entiende por qué la clasificación de los humanos según el criterio de adscripción a un continente plantea dificultades. Aparentemente no las hay hasta que se suscita la cuestión de decidir con qué criterios se establece la adscripción: ¿se es de un continente por nacer o por residir en él? El debate que produce este planteamiento es de carácter político y jurídico con principios fuertemente ideologizados que ocultan la identidad 5 de quien establece los criterios que no es otra que la del «nosotros». Ésta es, en nuestra opinión, una de las consecuencias del procedimiento descendente. Pero hay aspectos importantes en el proceso que permiten comprender mejor el significado de muchas de las diferencias que manejamos. Valga como ejemplo para la reflexión el término «afroamericano» utilizado en el lenguaje políticamente correcto en los Estados Unidos para evitar el término «negro»: ¿se trata de negros americanos de origen africano o de negros africanos de origen americano? No es casualidad que sea el grupo mayoritario —política, económica y culturalmente hablando— el que haya impuesto dicha terminología: los «angloamericanos». Frente a los WASP (White, Anglosaxons, Protestants) los demás son denominados por su origen «nacional» cuando se trata de europeos meridionales («italoamericanos», etc.), por su origen «cultural» cuando se trata de americanos bien sea del norte («chicanos»), del centro o del sur («hispanos»), por su origen «comunitario» cuando se trata de grupos identificados fundamentalmente por su religión («comunidad judía») o por su origen «continental» cuando se trata de sustituir la «raza» (negros/africanos, amarillos/asiáticos, árabes/africanos).
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1.2. Cuestiones de «economía cognitiva» En su trabajo sobre los fundamentos cognitivos de las clasificaciones naturales, Atran (1990) señala que, dado que humanos y animales son dominios ontológicos adyacentes, cabría esperar que los niños inicialmente echaran mano de su conocimiento sobre los humanos para empezar a organizar y fundir su conocimiento sobre plantas y animales. Inversamente, cabría esperar que utilizaran sus presupuestos sobre las naturalezas subyacentes de las cosas vivas para organizar mejor su conocimiento de los humanos y fundirlo con el que poseen sobre ellas. Esta conjetura, dice Atran, [...] concordaría con el hecho aparente de que, mientras los niños de tres años no parecen categorizar a los humanos según líneas raciales, hacia los cinco años presumen que las diferencias morfológicas señaladas por su sociedad corresponden con diferencias subyacentes entre grupos humanos (Hirschfield, 1988, 74; citado por Atran, 1990).
A partir de los cinco años, por lo tanto, un individuo comienza a manejar en su vida cotidiana categorizaciones distorsionadas, basadas en el prejuicio y el estereotipo, que parecen operar siguiendo unos principios de economía cognitiva, esto es, facilitando el procesamiento de información. De esta manera, definimos un grupo a partir de un criterio, y se asume que todo aquello que se atribuye al grupo en cuestión puede ser atribuido a todos o a la mayoría de sus miembros; y a la inversa, «puede asumirse que las evaluaciones negativas de miembros individuales son válidas para el grupo en su conjunto» (Van Dijk, 1987, 197). La expresión clave en la cita de Atran es «señaladas por su sociedad». Como ya recordó Dobzhansky (1978, 35), la igualdad o desigualdad entre los seres humanos no tiene nada que ver con la biología, sino con preceptos éticos; algo que «una sociedad puede otorgar o quitar a sus miembros». La diversidad observable, dice este autor, «es un producto genético, un conjunto de diferencias genéticas y ambientales», mientras que las diferencias son un producto cultural, una construcción social, más concretamente una selección —siempre sesgada— de variables de diversidad cuyo objeto es generar sistemas jerarquizados y jerarquizantes. Sus promotores, «los falsos guías al país de ensueño de las razas puras», han abundado. «¡Qué interesante —exclama con ironía Dobzhansky (1978, 58)— sería poder decir a qué raza pura pertenece cada individuo!». Y es que las capacidades para juzgar diferencias entre, y percibir algo como diferente a, son cosas culturalmente mediatizadas. No sólo en ámbitos tan obvios como los valores políticos, sino en algo tan aparentemente inocente y evidente como la percepción del color (¿qué es rojo y qué es azul?), como demuestran los estudios clásicos de Segall, Campbell y Herskovits (1966) y el de Berlin y Kay (1969) en los que se relaciona la complejidad lexicográfica en el dominio cromático con el desarrollo culturaltecnológico de las sociedades. Atran afirma: [...] parece ser que la cognición humana es ecléctica por conveniencia. La gente tiende a hacer uso de cualquier medio cognitivo del que disponga de inmediato a fin de dotar de más sentido al mundo. [...] Por ejemplo, las distinciones morfológicas visibles entre grupos humanos se conciben en primera instancia (pero no necesariamente) como distinciones morfológicas entre especies animales —o sea, de acuerdo con los presupuestos acerca de naturalezas físicas subyacentes—. Estos presupuestos subrayan el establecimiento de jerarquías sociales y la tenacidad del racismo (Atran, 1990, 78).
El proceso al que se refiere Atran es el de esencialización de las distinciones externas. O sea, la atribución de las diferencias construidas a presuntas naturalezas subyacentes, con las consecuencias que ello trae en términos de confusión y uso conceptual inapropiado. 7
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1.3. Taxonomía y diferenciación El proceso de agrupación orientada a la diferenciación conduce a una clasificación compuesta de dos fases: [...] la taxonomía o definición de los criterios que van a tomarse como referencia para construir las agrupaciones y el proceso de identificación o asignación de los objetos a las agrupaciones previamente definidas (Alegret, 1993).
Después de esto habremos de cuestionarnos si es posible aplicar a los seres humanos un proceso de diferenciación cuyo resultado sea una agrupación tras la que haya algo más que la pura arbitrariedad de quienes han realizado la distribución. Un ejemplo está en la diferenciación de los humanos según la pertenencia a una raza u otra. Si utilizamos tales mecanismos aplicados a los seres humanos no sólo encontraremos dificultades en la observación de diferentes seres humanos ante la variada gama cromática —que va mucho más allá de la meramente simbólica entre el blanco y el negro—, sino que, además, la gama variará según el observador, puesto que es el resultado de un proceso perceptivo, el del color, profundamente influido por la cultura o culturas que uno ha adquirido (Berlin y Kay, 1969). Después de todo, ¿qué utilidad puede tener una clasificación a partir del color de la piel, si resulta ser tan sólo uno de los pocos elementos de diferencia intergrupal y, en todo caso, insignificante en la comparación con la diversidad intragrupal? 2. MIRANDO A LA HISTORIOGRAFÍA PARA COMPRENDER CÓMO SE CONSTRUYE LA DIFERENCIA La historia es uno de los pilares en los que se asienta el procedimiento epistemológico antes descrito, facilitando a los humanos occidentales la comprensión de la diferencia-distancia con respecto a los otros. Lo que hoy conocemos como Europa se compone de una pluralidad de culturas cuyos orígenes han sido sistemáticamente reinventados frente al bárbaro, al infiel, al salvaje, al pobre, al inculto, etc., en una construcción lineal de la historia, desde Grecia hasta el modo de vida típicamente occidental de finales del siglo XX (Fontana, 1994), en la que la mejor parte se la llevan aquellas culturas —grupos socialmente dominantes— que han tenido poder y privilegio para definirse y distanciarse de los diferentes. Fontana presenta una galería de espejos deformantes en los que se reflejan las imágenes que la historia oficial proyecta sobre ellos; imágenes dibujadas desde la diversidad (de clase, de etnia, de cultura, de religión, de sexo), para establecer distancias (reales y simbólicas) respecto de la diferencia (por razones económicas, geográficas, de modos de vida, creencias, etcétera): La imagen tópica de una polis griega habitada por ciudadanos libres que participaban colectivamente en el gobierno no es más que un espejismo que oculta el peso de la esclavitud, la marginación del campesino (enmascarada por una falsa contraposición entre la ciudad «culta» y el campo «atrasado»), la subordinación de las mujeres [...], así como la división real entre ciudadanos ricos y pobres (Fontana, 1994, 12).
De este modo podemos percibir la imagen tópica de la historia de Europa desde una perspectiva que permite apreciar los detalles juzgados «insignificantes», «vulgares», «bárbaros», «primitivos», «heréticos», etc., por una estética oficial que tiene, entre sus objetivos más profundos, el establecer las distancias a partir de las diferencias.
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En un ensayo a caballo entre la proto-etnografía y el relato de memorias, publicado en la misma colección en que apareció Anthropology (Tylor) y aparecería después La rama dorada (Frazer), el oficial del ejército británico H. F. Hall (1898) disertó sobre la centralidad del budismo en la vida cotidiana de los birmanos a finales del siglo pasado. Al hablar acerca de la falta de limpieza de las viviendas birmanas, Hall recordó que [...] la limpieza es uno de los últimos regalos de la civilización. Hoy nos enorgullecemos de nuestro orden, y olvidamos cuán reciente es este logro. Ya les llegará a ellos [los birmanos] junto a los otros regalos de la edad, pues nunca debe olvidarse que son un pueblo muy joven —sólo niños, niños grandes— que aprende muy lentamente las lecciones de la experiencia y el conocimiento (Hall, 1898, 176).
Hall llegó a cifrar la distancia entre la civilización birmana y la suya (la británica victoriana): «[...] está relativamente a mil años de la nuestra» (id.), de ahí lo sorprendente de algunos de sus modales, «[...] tan buenos, y eso que son niños en cuanto a civilización» (Hall, 1898, 223). Éste no es sino uno de los muchos ejemplos que podríamos haber elegido para ilustrar cómo se construye la diferencia a través de la distancia, en este caso, temporal. Es cierto que el rechazo del otro, del distinto, del diferente ha sido una constante en la historia de las relaciones entre los pueblos. El desconocimiento, la ignorancia, la superstición y la religión han desempeñado un papel muy importante en las distintas formas en que se puede clasificar la aversión hacia lo desconocido y lo diferente. Una de dichas formas, el racismo (las razas son por naturaleza desiguales entre ellas, en una relación de superioridad/inferioridad), ha producido sin embargo un corpus teórico y seudocientífico, el racialismo, con un fuerte componente diferencialista: las diferencias entre las razas no se explican ya desde la biología sino a partir de bases culturalistas que se alimentan de las imágenes tópicas, construidas desde una determinada manera de ver la historia de los distintos grupos humanos. En la línea del racismo diferencialista, el que aquí interesa, hay que distinguir dos tipos de manifestación ideológica: el que se presenta como elogio y afirmación tolerante de todas las diferencias asegurando la conservación de las identidades colectivas (Taguieff, 1987, 329) y que se manifiesta por una actitud de rechazo, de distanciamiento y de exclusión (Wieviorka, 1993, 11), y el que se presenta como «ropaje táctico del racismo desigualitario, como reformulación aceptable que echa mano de una palabra maestra ideológica (la diferencia)» (Taguieff, 1987, 329). Es este racismo, el que reclama el derecho a la diferencia, el que, a nuestro juicio, alimenta ideológicamente al racialismo, que está obteniendo un renacido auge —tras su esplendor en el siglo XIX y primera mitad del XX— en las dos últimas décadas, al amparo de diversos factores que van desde un importante movimiento de población desde los países pobres hacia los países ricos, hasta el brote de nacionalismos que parecían ya olvidados con el statu quo conseguido tras la Segunda Guerra Mundial, la descolonización y el acceso a la independencia de las antiguas colonias europeas, pasando por la crisis del Estado de Bienestar y la caída del muro de Berlín. Pero el racismo no es ajeno a otra forma de diferenciación más cercana a la época contemporánea: «En la dialéctica identitaria, la definición de sí y del otro, la nación es una de las categorías claves, convirtiéndose con la Revolución Francesa en una categoría política» (Liauzu, 1992, 56-57). Mientras que la entidad cultural ha existido desde siempre, la nación es introducida en Europa en la época moderna (Todorov, 1989). Las diferencias entre un «nosotros» y un «ellos» toman una dimensión distinta, más territorial, más étnica, en el período comprendido entre 9
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1880 y 1914, cuando se asiste a grandes movimientos migratorios dentro de los Estados y de unos Estados a otros (Hobsbawm, 1991). Tales diferencias han funcionado históricamente [...] como divisores horizontales además de verticales, y, antes de la era del nacionalismo moderno, es probable que sirvieran más comúnmente para separar estratos sociales que comunidades enteras (Hobsbawm, 1991, 74).
Entre el racismo y el nacionalismo se sitúa, por tanto, otra forma de diferenciar, el etnocentrismo, que se caracteriza por establecer como valores universales los valores particulares de la sociedad a la que se pertenece y que normalmente son valores nacionales. Sin embargo, el etnocentrismo era ya objeto de crítica en el siglo XVIII como prueba este testimonio de Helvetius: Por todas las naciones por la que vaya, encontraré siempre usos diferentes, y cada pueblo, en particular, creerá necesariamente estar en posesión del mejor uso (Helvetius, 1827, citado por Todorov, 1989, 32).
Llama por tanto la atención que, pese a que muchos de los episodios históricos que han apoyado un tipo de construcción de la diferencia —como es el racismo— han sido seriamente cuestionados desde la ciencia, aún perduran los resultados de esa construcción en la medida en que sigue siendo utilizada. Y ello tal vez se deba a una reformulación/actualización del racismo/racialismo sobre nuevas bases ideológicas que se asientan en el etnocentrismo postmoderno de finales de siglo y en el papel que desempeña el resurgir de un nacionalismo que cobra nuevos bríos en el nuevo orden internacional, habiendo, de hecho, aumentado su relevancia: En tanto que principio de organización política, la idea de que los límites políticos deben ser congruentes con los étnicos, que los gobernantes no deben ser étnicamente distinguibles de los gobernados, tiene hoy una preeminencia y una autoridad que jamás poseyó en la historia pasada de la humanidad (Gellner, 1995, 55).
2.1. Las ideas de progreso, evolución y sociedad civilizada constructoras de un nuevo orden... diferencial Una idea muy importante y que justifica gran parte del pensamiento moderno en muchos ámbitos del saber es la idea de progreso. Surge a raíz de los grandes descubrimientos, y permitió establecer comparaciones entre los modos de vida, las costumbres, las creencias, etc., de los diferentes pueblos descubiertos por los europeos y los antepasados de éstos, de modo que se les pudo clasificar en la escala de la civilización en función de su grado de evolución y desarrollo, con parámetros, evidentemente, eurocéntricos. Es una idea que se basa, por tanto, en el principio de que el desarrollo humano pasa inevitablemente por varias etapas que todos los pueblos habían de superar, lo que permitía reducir el conjunto de la historia a un solo esquema, universalmente válido, en el que las sociedades europeas representaban la etapa de máximo desarrollo y civilización humanos (Fontana, 1994, 122). La idea de progreso está por tanto en la base de la construcción de la sociedad civilizada contemporánea y se elabora como mecanismo de oposición al salvajismo. El salvajismo está representado por la naturaleza y es opuesto, en el Siglo de las Luces, al concepto de sociedad, si bien dicha oposición es anterior al siglo XVIII (Liauzu, 1992, 21). El gran logro de los seres humanos civilizados es el progreso que, además, fundamenta el «principio revolucionario» que supondrá la teoría de la evolución. Fue en este contexto donde se produjo un hito muy significativo: establecer la igualdad entre todos los hombres mediante la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). Pese al reconocimiento de tales derechos, hubo dificultades para admitir que los judíos y los esclavos consiguieran 10
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idéntica condición de ciudadanos; los primeros no son reconocidos ciudadanos franceses en la Constitución hasta 1791, y los segundos no lo serán hasta la Segunda República (1848), una vez que Victor Schoelcher demostrara con incisivos argumentos que los negros tenían el mismo sentimiento de justicia y de injusticia y que no estaban solamente dotados de un instinto para discriminar entre el bien y el mal (Liauzu, 1992, 36 y 38). En ese intento por igualar se observa sin embargo con facilidad cómo los que establecen el principio de igualdad generan sistemas de distancia que diferencian, ante la imposibilidad de que los otros puedan ser como nosotros. Éste es un buen ejemplo de lo que seguimos observando en toda la etapa contemporánea: camuflar la diferencia jerarquizada mediante discursos de igualdad. El siglo XIX es especialmente importante para nuestro propósito en la medida en que en él la historia se elabora con una orientación clara hacia la construcción de la diferencia. La teoría de la evolución, la Gran Teoría del Siglo, ayudará al proyecto de la Ilustración y su idea de progreso, que incluye una defensa de la necesaria igualdad entre los hombres y los ciudadanos. La idea de evolución nos pone sobre la pista de cómo pueden coexistir progreso y desigualdad. La doctrina de Darwin «es la revelación racional del progreso» (Royer, 1862, citado por Liazu, 1992, 90) y, a la vez, es la organizadora del orden jerárquico de la naturaleza, un orden que presentará a su vez a los humanos jerarquizados en razas, aunque ahora tal procedimiento contará con la «legitimidad científica». Siguiendo los procedimientos descritos en el apartado anterior sobre los aspectos epistemológicos, hubo una gran preocupación por cuantificarlo todo por parte de todos, lo que hizo posible la hegemonía intelectual de la antropología física. Estas mediciones estarán en la base de gran parte de las clasificaciones, aunque lo que se pretenda cuantificar sea, por ejemplo, el grado de personalidad cleptómana a partir de complejas mediciones antropométricas. Pero esto es sólo una parte, ya que se llega a establecer incluso la capacidad intelectual de las diversas razas humanas (Broca, 1861, citado por Liauzu, 1992, 95) que aún hoy algunos se empeñan en mantener. Las diferencias empiezan a ser tratadas a la luz de la diversidad natural y, abandonando también aspectos culturales, se explican por los principios naturales de la evolución. En la lucha por la supervivencia, impuesta por la selección natural, unos individuos — ahora también humanos— alcanzan un grado de evolución diferente al de otros individuos, logrando posiciones «más altas» en la evolución, pudiendo así mostrar su supremacía sobre el resto de los mortales. Esta idea unilineal de evolución es aplicada como estricta regla al ámbito de la cultura, en donde se establece esa conocida clasificación que pretende medir el progreso de la especie humana: salvajismo, barbarie y civilización, los tres estados de evolución por los que ha pasado el ser humano y que, además, pueden ser fácilmente identificados en el mundo moderno: Hasta donde nuestra comprobación alcanza, parece que la civilización ha crecido efectivamente en el mundo pasando por estos tres períodos; el representado por un salvaje de las selvas del Brasil, por un bárbaro de la Nueva Zelandia o del Imperio de Dahomey y por un europeo civilizado (Tylor, 1987, 29; la edición original es de 1888).
No se necesitan más comentarios para hacer ver las consecuencias que la idea de evolución biológica darwinista tiene sobre las sociedades humanas al promover la idea de evolución social. Es de nuevo en este mismo contexto, asistido de argumentos similares, donde encontramos una plena justificación al desarrollo del colonialismo: si nosotros los europeos somos los civilizados y el pueblo más evolucionado sobre la tierra, es nuestro deber ayudar a los pueblos que permanecen en estados de salvajismo y barbarie y ayudarles a alcanzar más rápidamente el 11
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estatus de civilizados. Como puede verse, se trata de toda una gran operación de la que sólo presentamos alguna referencia significativa para mostrar cómo tras la idea histórica del progreso de Occidente se esconde toda una manera de establecer la diferencia jerarquizada con el resto de los seres humanos. 2.2. El determinismo racial contribuye a construir las diferencias En la base del pensamiento evolucionista que hemos presentado se produjo la dicotomización del continuo naturaleza-cultura y el racismo científico entra en la historia de las ciencias sociales como una posición en relación con ese continuo (Harris, 1982, 70). Durante épocas anteriores al siglo XIX la balanza se había inclinado del lado de la cultura, del lado de la influencia del medio ambiente en la construcción de las diferencias. Fueron los monogenistas, convencidos de los principios bélicos, los que defendieron la unidad de la especie humana y la existencia de un tronco común en el origen para todos sus miembros. La posterior diversidad de razas fue consecuencia de la adaptación a medioambientes diferentes, con repercusiones sobre la evolución de los individuos de cada grupo. Una vez más aquí también se jerarquiza a la hora de construir las diferencias: [...) los dos científicos monogenistas más destacados de aquel tiempo, Johann Blumenbach, en Alemania, y Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, en Francia, defendían a su manera la supremacía de los blancos. Los dos creían que Adán y Eva habían sido blancos a imagen de Dios. Los dos veían en la aparición de otros tipos una forma de degeneración (Harris, 1982, 7273).
Ésta fue una forma de racismo que, al menos, consideraba que una adecuada actuación sobre el medio podría hacer que las «degeneraciones» del tronco común volvieran al original. Junto a estas ideas también convivieron en el siglo XVIII las de los defensores de la existencia de orígenes diferenciados para los componentes de la especie humana. Los poligenistas, que rechazaban la autenticidad de la narración del Génesis, atribuían las diferencias raciales a actos de creación separada (Harris, 1982, 75). Ellos, como es el caso del «tolerante» Voltaire, también establecían la posición inferior de determinados pueblos de la tierra por poseer una menor inteligencia, o sólo estaban dispuestos a admitir el estado de civilización en individuos con color de piel blanca, como defendía Hume. Con la publicación en 1859 de las teorías de Darwin sobre el origen de las especies, se comenzó a mostrar el error de ambas posiciones, pues si no se aceptaba la idea del origen diverso, tampoco se aceptaba la existencia de un punto cero en la «creación» de los seres humanos, sino la de un proceso evolutivo cuyos orígenes estaban en otros mamíferos similares a nosotros: los monos. Pero no resultó tan fácil descabalgar a unos y otros de sus posiciones, pues se mantuvieron en la defensa de las mismas: los monogenistas al seguir defendiendo el origen común de la humanidad, los poligenistas al seguir defendiendo sus críticas a la Biblia (Harris, 1982, 80). Pero lo que ahora nos importa es cómo ambas posiciones se mantuvieron en sus diferentes grados de determinismo racial, determinismo que se refinó y que ha llegado a nuestros días desde ambas posiciones. Se mantiene la idea de una relación directa entre raza y cultura, aunque se suaviza este determinismo con la teoría de la perfectibilidad que explica cómo los seres inferiores pueden lograr los estados de felicidad de las sociedades blancas, asentadas en occidente y a las que denominamos civilizadas, por haber alcanzado el más alto grado de evolución. 12
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Algunas de las posiciones racistas llegarán con la sofisticación de las posiciones poligenistas. Una vez conocidas las teorías de Darwin y demás evolucionistas, se buscó la distancia entre las razas a partir de una filogenia separada: aun teniendo el mismo origen, el largo tiempo que los individuos de diferentes razas han permanecido separados ha desembocado en una especie de poligenismo que dificulta cualquier consideración estricta del origen común en la especie humana. Estas posiciones, como ya hemos indicado, han perdurado hasta nuestros días y es en ellas donde encuentran su apoyo muchas de las explicaciones actuales sobre las diferencias entre los humanos. Son muchos los que siguen pensando aún que las diferencias pueden explicarse en o por la pertenencia a una u otra raza, pues se sigue concediendo a ésta el valor de taxón clasificador de las distancias entre los diferentes individuos de la especie. Pensar que la raza es «lo que distingue biológica y socioculturalmente a grupos de personas», «lo que nos hace física y culturalmente diferentes», «lo que define a un grupo cultural caracterizado por unos rasgos físicos», «lo que sirve para definir las personas por una constitución físicobiológica apareada con un bagaje cultural, idioma, religión, etc.», «lo que distingue las formas, las costumbres de los países y su color», no es en definitiva sino un tipo de pensamiento que se asienta perfectamente en aquellos planteamientos del siglo XIX que brevemente hemos descrito. Debemos ser conscientes de que esa forma de definir la raza sigue siendo muy utilizada en la actualidad. 6 3. LA CONSIDERACIÓN SOBRE LA «NATURALEZA» DE LA ESPECIE HUMANA
Aunque la noción de «especie» resulta clara, conceptualmente hablando, para los «científicos de la naturaleza», para el resto de la población no parece gozar de la misma claridad. Un buen ejemplo de la confusión que reina en torno a dicha noción lo constituyen los libros de texto, a tenor de lo que en ellos puede leerse. A saber, desde aquellos que tan sólo hablan de especie para decir que la forman individuos con características comunes, hasta los que dejan abierta la posibilidad del viejo debate poligenista para explicar los orígenes diversos de la especie humana. Si hay confusión con respecto a la noción de especie —noción básica, pues a partir de ella se define la distancia con otras especies y se explica la diversidad polimórfica que dio lugar a la expresión de «raza»— también la habrá respecto a otras dependientes de ella que darán lugar a concepciones equívocas sobre la diferencia. 7 A esta confusión se añade la no menos confusa idea sobre la evolución biológica que aún hoy es aceptada como una hipótesis planteada por Darwin sobre el origen de las especies por numerosos no especialistas. Ahí encontramos desde los que siguen pensando en posiciones lamarckianas para explicar la evolución —los organismos biológicos se adaptan a los ambientes moldeándose, y los caracteres adquiridos se transmiten— hasta los que piensan en la evolución sólo en los términos darwinistas de selección natural. En concreto, todas esas definiciones han sido obtenidas de un trabajo de investigación que estamos realizando sobre la información que los docentes tienen en relación con conceptos básicos de construcción de la diferencia: raza y cultura. No se les pregunta por sus actitudes, sino sobre la información que poseen sobre lo que es la raza, el número de razas que existen y las relaciones entre raza y cultura, respondiendo a ellas por escrito, sin límite de espacio y sin opciones cerradas. Para una ampliación de estas ideas y de la propia investigación, ver el capítulo cuarto de la presente obra. 7 En relación con todo ello se puede consultar la tesis doctoral del profesor Alegret, ya citada en estas páginas, en la que se muestra la ambigüedad, cuando no el error, con que se presenta en muchos libros de textos catalanes recientes las nociones de especie y raza. 6
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3.1. La raza como orden diferente y desigual Todo ello contribuye especialmente a la elaboración de una de las categorías de diferenciación que se utiliza con mayor fuerza: la categoría de raza. Consideramos que es una de las expresiones que más se utiliza para indicar la diferencia entre los diversos tipos de humanos. El problema lo encontramos en que la categoría de raza, que tiene mucho que ver con una clara noción de especie y con un incorrecto conocimiento del funcionamiento de la evolución (aplicado al caso concreto de la especie humana), queda completamente desdibujada. De este modo, acaba contribuyendo más a la construcción de la diferencia que a la expresión de la diversidad polimórfica dentro de una especie, que es en realidad lo que hoy significa la expresión «raza». Aunque dicho concepto haya caído hoy completamente en desuso por parte de los especialistas, se sigue utilizando más allá de su significado remitiendo en muchos casos al origen de la expresión y obviando el actual significado: Hasta mediados del siglo XIX, la «raza» era un concepto difuso que abarcaba un buen número de clases de relación. A veces comprendía a la totalidad de la especie, «la raza humana»; a veces, a una nación o tribu, «la raza de los ingleses»; y otras, sencillamente a una familia, «es el único de su raza» (Lewontin, Rose y Kamin, 1989, 146-147).
Y resulta muy importante esta forma de diferenciación pues, una vez conocidos los datos en profundidad, se observa que dan la espalda a las fuentes en las que se basó su construcción. Es cierto que fueron las ciencias naturales las que elaboraron esta taxonomía aplicable a la especie humana, pero no lo es menos que han sido la biología y, más recientemente, la genética, las disciplinas que han desmontado esta conceptualización. La razón es clara para los profesionales de estos campos: desde hace cuarenta años, los nuevos conocimientos de la genética de poblaciones han obligado a replantear parcialmente el concepto de raza ante la observación de una gran variedad genética dentro de cada población; una variedad mayor, incluso, que la que existe entre diferentes poblaciones. Ello ha supuesto abandonar la tradicional clasificación en blancos, negros y amarillos, pese a que se sigue todavía utilizando, incluso en muchos libros de texto para escolares. Actualmente la genética cuestiona las clasificaciones raciales aplicadas a la especie humana por no presentar, precisamente, ninguna clasificación clara. Se dice que, después de todo, la única gran variedad visible es la del color de la piel, pues en muchos otros caracteres encontramos más variedad dentro de un grupo que comparando grupo a grupo (Lewontin, Rose y Kamin, 1989, 154-155). Se ha llegado a la conclusión, como estos mismos autores afirman, de que cualquier uso de las categorías raciales debe buscar su justificación en alguna otra fuente externa a la biológica. Pero a pesar de estos «nuevos conocimientos», la noción de raza y su uso sigue vigente en la sociedad. Por un lado están los medios de comunicación que, por ejemplo, siguen utilizando la noción para referirse al pueblo gitano; por otro, como ya hemos dicho, están los libros de texto, que insisten en ver algún tipo de utilidad en el uso del concepto al presentárselo a los escolares para ser aprendido. Un libro de texto reciente la presenta así: Cuando se habla del cuerpo humano por fuera se dice que el hombre es el único animal capaz de pensar, inventar cosas y progresar. De las diferencias corporales se dice: «el cuerpo de todas las personas tiene la misma forma y los mismos órganos. Pero entre unas y otras personas hay diferencias de peso, estatura, edad, agilidad, destreza, etc. Las diferencias corporales más importantes son las de raza y sexo». [A continuación se aclaran las diferencias de raza:] «se suelen distinguir tres razas principales blanca, negra y amarilla. Las personas de raza blanca, de raza negra o amarilla se diferencian en el color de la piel, en el cabello, en los
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labios, la nariz y la forma de los ojos. Además dentro de cada raza hay grupos étnicos diferentes» (4. Grazalema-Santillana. 6).
Y, finalmente, aparece también en la definición de algunos maestros encuestados por nosotros acerca de la noción de raza:
[...] lo que distingue biológica y socioculturalmente a grupos de personas.
Lo que nos hace física y culturalmente diferentes.
Lo que define a un grupo cultural caracterizado por unos rasgos físicos.
El término definitorio de las personas por su construcción físico-biológica que se explica por bagaje cultural, idioma, religión...
Lo que distingue las formas, las costumbres de los países y su color.
La raza no es simplemente una forma de expresión de la diversidad genética entre los humanos; es una forma de caracterización de los humanos y, con ello, de la distancia entre ellos, de sus desigualdades. El problema más grave radica en que tales desigualdades, que son socioculturales, se agrupan bajo la terminología de raza, lo que confiere el matiz de la diversidad natural: las diferencias son naturales y por ello las desigualdades también lo son. Por eso el concepto de naturaleza tiene tanta importancia en la construcción de la diferencia. Bajo el supuesto de que clasificar y asignar nombres a las diferentes clases de cosas es, probablemente, la actividad científica primordial, Dobzhansky (1978, 69) dice que «la huidiza diversidad de nuestras impresiones [sensoriales] se hace manejable por medio del lenguaje humano». La palabra o concepto «raza» sirve — suponemos— a ese interés por hacer manejable una diversidad enorme, y a menudo [...] se suele plantear la cuestión de si las razas son fenómenos de la naturaleza objetivamente existentes o meros conceptos para designar grupos inventados por los antropólogos y biólogos para su conveniencia. Debemos dejar claramente sentada aquí la dualidad existente en el concepto de raza. En primer lugar, el concepto de raza se refiere a diferencias genéticas entre las poblaciones mendelianas existentes desde el punto de vista objetivo. En segundo lugar, es una categoría clasificadora que debe servir a la función utilitaria de facilitar la comunicación. [...] El saber a cuántos grupos de poblaciones de la especie humana se les debería asignar nombres de razas es una cuestión de mera conveniencia (Dobzhansky, 1978, 86).
3.2. La natural herencia de la diferencia: el caso de la inteligencia Es muy habitual encontrar argumentos de naturaleza para pretender cerrar un debate más o menos confuso. En nuestras investigaciones pedimos a los maestros que clasifiquen a sus alumnos mediante algún sistema de diferenciación, y encontramos que la mayoría empieza utilizando una variable de diferenciación muy interesante: clasifican según las formas y los ritmos de aprendizaje. Independientemente de que lo que llaman aprendizaje lo sea en términos psicológicos, debemos resaltar que consideran esta primera manera de diferenciar como algo natural, pues naturales son las formas de aprender y los ritmos de aprendizaje. Parece lógico que el maestro comience clasificando a los niños por el aprendizaje si tenemos en cuenta que su tarea de enseñante se completa tras la comprobación de que los aprendizajes prefijados y desarrollados han sido logrados o no. Lo que planteamos es cómo se llega a concebir que esta variable es de índole natural y, siendo así, se da por supuesto que sobre ella no podemos actuar culturalmente. En principio, esta paradoja niega la propia existencia y la necesidad 15
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del maestro en la concepción que normalmente se tiene de él y, a la vez, le disculpa de cualquier deficiencia: él no es culpable de que unos niños avancen de manera diferente a otros o de manera más rápida que otros, pues ello está motivado por la propia naturaleza de los mismos niños. Aprender de una u otra manera está determinado por las capacidades de cada uno y eso es algo que uno trae al nacer. Estamos ante una variante de la rancia creencia de que la inteligencia se hereda o es innata. El tema de la naturaleza y de la condición hereditaria de la inteligencia sigue planteando cierta polémica, pero no es menos cierto que las grandes «evidencias» que la comunidad científica parecía haber encontrado a favor de la hipótesis de la herencia están hoy completamente desacreditadas: Hoy en día, muchos psicólogos (si no la mayoría) reconocen que no puede atribuirse a las diferencias de Coeficiente Intelectual (CI) entre diversas razas y/o grupos étnicos ninguna base genética. El hecho evidente es que las razas y las poblaciones humanas difieren en sus experiencias y ambientes culturales en no menor medida que en sus dotaciones genéticas. No hay, por lo tanto, ninguna razón para atribuir a factores genéticos las diferencias de puntuación media, en particular dado que es evidente que la habilidad para responder a los tipos de pregunta planteados por los examinadores del Coeficiente Intelectual (CI) depende intensamente de la propia experiencia pasada (Lewontin, Rose y Kamin, 1989).
Estos autores indican que en los escritos sobre el Coeficiente Intelectual (CI) de los psicometristas aparecen ciertas acepciones erróneas del término «heredable» mezcladas con la acepción técnica de la herencia que utilizan los genetistas, lo que contribuye a obtener falsas conclusiones acerca de sus consecuencias. Asimismo señalan que el historial de las observaciones psicométricas sobre la condición hereditaria del Cl deja bien a las claras que las muestras de dimensiones fueron inadecuadas, y que entre las características típicas de la literatura de la genética del Cl destacan los juicios subjetivos y sesgados, la adopción selectiva, el fracaso en la separación de los llamados «gemelos separados», las muestras no representativas de adoptados y los gratuitos y supuestos no probados sobre la similitud de los ambientes (todo esto culminó con el escándalo de las «investigaciones» de Burt). Sin duda, el empeño por establecer la distancia entre los grupos —influido por ciertos principios políticos heredados históricamente— ha impedido que fijáramos la atención sobre lo que debería contemplarse como diversidad tal y como hoy se hace en genética: los grupos son más diversos internamente que contrastados grupalmente. 4. DISCURSOS Y PRÁCTICAS POLÍTICAS Y LEGISLATIVAS EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA DIFERENCIA
El ámbito de lo político es el que más refleja los aspectos contradictorios de la construcción de la diferencia. En él se desarrollan, o al menos eso reflejan los discursos, los mayores intentos por reducir o eliminar las desigualdades y promover la igualdad, pero también es a través de él como mejor podemos observar los procesos de construcción de la diferencia y la desigualdad. Una mirada historiográfica a la construcción del moderno Estado-nación nos muestra una característica común: la homogeneización de la población en su lengua y su cultura por medio de un mismo sistema de educación, supervisado por el Estado, y el establecimiento de «fronteras» físicas para distinguir a los otros. Todo lo cual se hizo, al menos en los discursos, con la idea de promover la igualdad entre los ciudadanos del Estado-nación, aunque hubiera de hacerse asimilando, integrando o absorbiendo la diversidad de lenguas y de culturas de los grupos o comunidades 16
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que pasan a formar parte del estado en cuestión. Las consecuencias pueden contrastarse en buena parte de la situación actual y van desde la pérdida forzada de elementos culturales, como las lenguas propias, para los grupos étnicos minoritarios en los nuevos Estados-nación, hasta la imposibilidad de la libre circulación de ciudadanos por aquellos territorios en los que son considerados como inmigrantes, haciendo caso omiso del significado demográfico del término. Resulta notorio y significativo cómo en el proceso del logro de la igualdad entre los hombres aparece un nuevo proceso de exclusión: mientras unos hombres pasan, además, a ser considerados ciudadanos en el plano de la igualdad, otros se quedan simplemente en eso, en ser sólo hombres. 4.1. El inmigrante como diferente al nosotros Un buen ejemplo de la manera en que la construcción de la diferencia se expresa en términos de desigualdad la podemos obtener de un nuevo ejemplo encontrado en un libro de texto utilizado en la enseñanza secundaria. Se trata de un atlas muy reciente (editado en 1993) en el que, cuando se habla de la población en España, se menciona el paso de país de emigración a país de inmigración. Esta afirmación no es del todo correcta dado que existen cerca de un millón y medio de españoles fuera de las fronteras del país que les otorga el pasaporte, mientras que hay poco más de seiscientos mil extranjeros dentro de las fronteras españolas. Se trata de un «nuevo» intento por mostrar a España como un país desarrollado que necesita de mano de obra inmigrante para satisfacer su economía —lo que no deja de ser paradójico y contradictorio con el discurso negativo que luego se establece en torno a los inmigrantes—. Pero el mejor ejemplo de este proceso de traducción de la diferencia en desigualdad aparece en este mismo texto cuando son presentados los datos de la inmigración en España mediante gráficos de varios colores. Se muestra un gráfico en el que se indica que más de la mitad de los inmigrantes en España son de origen africano y que tan sólo existe un ocho por ciento de inmigrantes europeos. Tales datos contrastan fuertemente con los datos oficiales de los últimos años. 8 Tomando como referencia cualquiera de los últimos diez años, el porcentaje de extranjeros de origen europeo —muchos de ellos al ser ciudadanos de la Unión Europea ya no son extranjeros en sentido amplio, lo que no deja de ser sino una nueva manera de construir la diferencia desde el campo político— con respecto al total de extranjeros puede variar entre el cuarenta y cinco y el cincuenta y cinco por ciento, y el de africanos entre el quince y el veinticinco por ciento. ¿Cuál es la razón de la diferencia en los datos ofrecidos por un libro de texto y una institución oficial? La razón es muy sencilla: la primera fuente ha «contado» inmigrantes y la segunda fuente ha «contado» extranjeros. La pregunta entonces sería: ¿cuál es la diferencia entre un extranjero y un inmigrante? A pesar de muchas posibles matizaciones lo normal es admitir que la práctica totalidad de los que en un país son considerados extranjeros deben ser considerados, además, como inmigrantes, pero en el caso del libro de texto que comentamos se ha preferido utilizar la distinción que el ciudadano de la calle suele hacer: un inmigrante es un extranjero pobre o un extranjero procedente de un país pobre o no desarrollado como el nuestro. La Pueden consultarse a tal efecto los datos ofrecidos en los anuarios de la ahora Dirección General de Migraciones, o en las fuentes primarias en los que se basan tales anuarios: Memoria Anual de la Comisaria General de Documentación de la Dirección General de la Policía, Memoria Anual sobre Migraciones del Instituto Nacional de Estadística, Estadística de Trabajadores Extranjeros del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social o Memoria Anual de la Comisión Interministerial de Extranjería.
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diferencia ha sido cuantificada y se han jerarquizado los términos de inmigrante y extranjero; siendo preferible, entre ambas opciones, ser extranjero. Estas formas de proceder, aunque no se puedan atribuir exclusivamente a los gestores de la vida pública, se originan inequívocamente en la cosa pública y no pocas veces con la elaboración de normas para la convivencia en lo público. La solución consistente en unificar la diversidad de los pueblos asentados en un entorno geográfico más o menos próximo en un Estado-nación, supuso el establecimiento de una cultura legítima monopolizada, como lo expresa Weber, por los que detentaban el poder. Esta cultura, y sus fronteras, establecía todo lo que se encontraba fuera de los bordes de esa cultura y de ese Estado. Este procedimiento es, sin duda, de una ayuda inestimable para la construcción del «nosotros» y del «otros». Al final, los Estados modernos no hacen otra cosa que practicar la exclusión en el mismo momento en que pasan a «constituirse». En la resolución de la dicotomía, a la que ya nos hemos referido, entre hombre y ciudadano que menciona Arendt (citada por Lucas, 1994, 117), se estable la «institucionalización de la exclusión» y, como el propio Lucas expresa (1994, cap. 2), tiene importantes consecuencias sobre el reconocimiento de los derechos fundamentales a todos los hombres. Quizá se puede entender mejor el fundamento de esta exclusión en las siguientes palabras: [...] los extranjeros representan hoy de forma especial —en tanto que exclusión «natural»— un vestigio histórico de la evolución de las nociones de Estado y ciudadanía: el camino recorrido por la burguesía primero, y por los asalariados después, aún no ha sido transitado por ellos, que continúan en una situación más parecida a la del súbdito —siervos— que a la de ciudadano (Lucas, 1994, 118).
4.2. Las minorías diferentes en las leyes ¿Cómo es reconocido políticamente el otro? Podemos observarlo con claridad en las legislaciones. Saber de qué manera se mencionan las minorías culturales, expresadas o reconocidas en las legislaciones de los países democráticos, puede ser un buen principio para saber lo que se opina de la diferencia en el terreno de lo político y la manera en que se construye su definición. Como punto de partida encontramos el reducido papel efectivo que cualquier tipo de minoría política tiene sobre la gestión de la vida pública en las democracias occidentales. Como punto de llegada, encontramos que las minorías culturales se citan escasamente (cuando se mencionan) en las legislaciones de los Estados-nación. La práctica más habitual seguida por las mayorías políticas ha sido la de promover procesos de asimilación cultural para integrar las minorías culturales. Ello ha implicado, bien su disolución, bien el genocidio o la expulsión de las fronteras del Estado por su resistencia o sus dificultades para la asimilación. En algunos casos la promoción o aceptación de autonomías con reconocimientos territoriales y ejercicios políticos ha sido otra de las soluciones. Pero, por lo general, resulta difícil encontrar en los Estados modernos la aceptación plena al derecho de autodeterminación de los pueblos culturales (en el sentido que expone Prieto de Pedro, 1993). Sin duda es en este siglo, con notables intentos en los precedentes, cuando más se ha hecho por el reconocimiento jurídico de las minorías. Los tratados sobre minorías promovidos por la Sociedad de Naciones son buenas muestra de ello (Prieto de Pedro, 1993). Aunque, como este mismo autor argumenta, es también en este siglo cuando se inicia una nueva manera de referirse a las minorías en los 18
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tratados legislativos internacionales y nacionales. Lo cual no quiere decir que desaparezca la protección de las minorías, sino que deja de ejercerse sobre el grupo y pasa a aplicarse sobre la persona. A nuestro parecer, estamos ante una «nueva» estrategia asimilacionista que está en la base ideológica del liberalismo que preside este tipo de elaboración del derecho. El ejemplo más palpable de este cambio de criterio se encuentra en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en la que se rechazó de forma consciente incluir cualquier referencia expresa a los derechos de las minorías, no obstante haberse propuesto reiteradamente durante su elaboración hacerlo así (Prieto de Pedro, 1993, 123). En cualquier caso hay que admitir que posteriores convenciones y declaraciones de similar rango internacional promovidas por la ONU y por organismos de ámbitos internacionales han consagrado una garantía sobre el derecho de las minorías a desarrollar sus prácticas culturales. No obstante, en muchos casos no pasan de ser buenas intenciones escritas en documentos que no forman parte del convivir cotidiano, de la cosa pública. Cuando Europa ha comenzado a forjar la idea de la «Europa Unida» ha evitado un deseo originalmente expresado en el Protocolo Adicional de 1961 a la Convención Europea de Derechos Humanos de 1950: reconocer más abiertamente a las minorías étnicas de los países que la componen. Es decir, la idea del reconocimiento de la diversidad étnica parece oponerse a la idea de construcción europea cuando, paradójicamente, la diversidad cultural es el argumento central de la llamada «riqueza» de Europa. Esta pugna entre tendencia universalista y tendencia particularista permanecerá en la tensión de la construcción de la diferencia en el ámbito de lo político. En la situación europea actual, esta tensión favorece a una u otra parte, siempre que ambas salgan ganando. Reconocer la Europa de la diversidad de naciones, regiones, pueblos y gentes es contribuir a la construcción de una idea de Europa, de manera que parece existir un apoyo de los particularismos en favor del universalismo, o un reconocimiento de los primeros al amparo del segundo. No se trata, en cualquier caso, de un reconocimiento de la diversidad cultural sino de un reconocimiento basado en la construcción y redefinición de los nuevos «otros», los de «la otra orilla», que no son incluidos ni en el nosotros universalista de la ciudadanía europea, ni en el nosotros particularista de las regiones europeas. Se trata, insistimos, de la construcción de la diferencia política entre Europa y no-Europa y, en parte, entre Occidente y no-Occidente, una nueva versión de la distinción entre civilizado y nocivilizado. Se intenta «destruir» las fronteras internas que durante años han separado nuestras diferencias intraeuropeas, y fortalecer las fronteras externas. Parece como si se hubieran olvidado con facilidad principios como los de Montesquieu cuando aludía a lo inevitable de ser hombre y al azar de ser francés (citado por Prieto de Pedro, 1993). 4.3. Un caso concreto de universalismo versus particularismo 9 Un ejemplo concreto de esta tensión entre lo particular y lo universal lo podemos observar en un breve análisis de la legislación del ámbito educativo de una comunidad autónoma: Andalucía. El «nuevo» curriculum de la educación primaria en Andalucía se organiza a partir del Decreto 105/92 de 9 de junio de 1992 en el que se establecen, a) unos principios ideológicos generales sobre el concepto de Este apartado aparece reproducido, con algunas variaciones, en el punto 3 del capítulo tercero de la presente obra.
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educación (introducción al Decreto); b) una legislación a manera de ordenación de la educación primaria con un desarrollo en articulado, y c) un curriculum en el que se presentan los aspectos generales para este nivel educativo y los aspectos específicos para cada uno de los ámbitos disciplinares que se desarrollarán en el mismo. Por lo que se refiere a los aspectos generales hay que destacar que este «nuevo» curriculum se apoya en el derecho a la educación que establece la Carta Magna para todo el Estado (art. 27) y en el Estatuto de Autonomía de Andalucía que proclama «el derecho de todos los andaluces a la educación» (art. 12.3.2 de la Ley Orgánica 6/1981). Lo primero que llama la atención es la ausencia de referencias a legislaciones «superiores» en las que apoyar este derecho (podría mencionarse, a título de ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos o la Declaración de los Derechos del Niño). 10 Resulta aún más llamativo que el Estatuto de Autonomía reconozca el derecho a la educación «sólo» a los andaluces. Esto que puede parecer mera retórica, aunque ajustado a derecho, denota claramente una ausencia de reconocimiento de la existencia de «otros», en el entorno del territorio andaluz, que pueden «reclamar» el derecho universal a la educación. La introducción del decreto contiene dos aspectos ideológicos más en relación con el tema que nos ocupa. El primero hace referencia a la necesidad de conectar los contenidos que se desarrollen en este nivel educativo con las realidades, tradiciones, problemas y necesidades del pueblo andaluz, lo que supone expresamente una llamada a la incorporación de la cultura andaluza al curriculum escolar (más adelante veremos de qué forma). El segundo tema tiene que ver con la necesidad de que la educación promueva actitudes tolerantes y no discriminadoras, que permitan la eliminación del racismo y la xenofobia. La educación es así considerada como un derecho social que afecta a todos los ciudadanos en un plano de igualdad, con ausencia de cualquier discriminación. Una lectura atenta de estos dos principios plantea la siguiente reflexión: ¿cómo pueden desarrollarse conjuntamente y complementarse además la versión particular de la entidad geográfica, cultural, nacional, política, administrativa, etc. (llámese como se quiera) en la que se reside (Andalucía), con la defensa, el respeto de la diferencia y la promoción de la diversidad en términos culturales? Es muy probable que se argumente políticamente la posible convivencia entre el universalismo y el particularismo, pero, a poca experiencia que se tenga en el ámbito escolar, es fácil descubrir las grandes dificultades que entraña hacerlos compatibles, por no hablar de las enormes contradicciones que afloran al contrastar ambos modelos. Y es que realmente se trata de dos modelos diferentes: educar para reforzar (además de para otras cosas) los sentimientos de identidad de un pueblo, o educar para promover un encuentro abierto y sin límites ni fronteras entre gentes, pueblos y culturas. Educar en la tolerancia y en la no discriminación y decir que la educación de todos los andaluces es un derecho no resulta muy compatible. Incluso si se parte del supuesto de que son andaluces todos los que residen en el territorio de Andalucía. La psicología social establece claramente que la identidad individual se construye a base de influencias externas que la determinan, pero, en última instancia, es el individuo el que «elige» su perfil identitario. Resulta difícil, por tanto, hacer compatible una educación basada en los principios de conexión con el No es que creamos que estas legislaciones tengan más legitimidad —pensamos que deberían ser igualmente revisadas—, sino que es conveniente tenerlas presentes en la medida en que son precisamente estas leyes de rango internacional las que suelen usarse para la defensa y reconocimiento de la diversidad y de las prácticas tolerantes.
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REFLEXIONES EN DIVERSOS ÁMBITOS DE CONSTRUCCIÓN DE LA DIFERENCIA
territorio geográfico en el que se reside con la identidad de ciudadano del mundo o de cualquier otro lugar concreto. Se podría argüir que el mero acercamiento a una cultura concreta hacia la cual uno no sienta una especial identificación supone, de por sí, un enriquecimiento, pero no es menos cierto que se puede aludir al empobrecimiento que supone no tener acceso a todo un entramado más complejo de diversas culturas que habitan en el mundo y conviven bien o mal sobre el planeta. Un planeta que cada día descubrimos más diverso y que se ha construido a lo largo de siglos de historia sobre la base de la diversidad. Desde otra óptica podría argumentarse el derecho (y a veces la exigencia de supervivencia) de los pueblos a transmitir a sus nuevas generaciones las costumbres y tradiciones propias. Lo que se olvida en este argumento es que las culturas (en su versión más compleja) no necesitan escuelas para ser transmitidas. Las escuelas están (deberían estar) para ayudar a entender críticamente lo que de subjetivo y de relativo tienen las culturas propias en tanto que construcciones sociales, no para enseñarnos la cultura. En fin, es muy posible que ciertos clásicos de la pedagogía tuvieran razón cuando querían conectar los contenidos de las enseñanzas con el medio en el que se desarrollaban. Pero no debe olvidarse que aquello tenía que ver más con una estrategia metodológica, didáctica o curricular que con el principio ideológico que ahora se nos propone de que la cultura local atraviese, transversalmente, a todo el curriculum de cada nivel educativo obligatorio. De «medio» y «recurso» ha pasado a ser un «fin». Y, sobre todo, existen en este principio ideológico sutiles e importantes elementos conflictivos y de incompatibilidad con el del pleno desarrollo de la no discriminación y de la tolerancia. Téngase en cuenta que hemos topado con esta dificultad sin haber entrado a definir qué se considera como genuino de la cultura andaluza, quién o quiénes están legitimados para «marcar» los límites que la definen, qué debe ser objeto de enseñanza en la escuela y cómo enseñar lo que se ha seleccionado. Dicho de otro modo, se ha eludido abordar la cuestión de saber quiénes tienen el poder de establecer lo que es significativo y característico de una cultura que nos represente homogéneamente, cuestión muy difícil de aceptar desde la posición de quienes concebimos que la cultura es más la organización de la diversidad que la expresión de una unidad homogénea, como finalmente suele mostrarse en los libros de texto. 4.4. La «nueva» desigualdad a partir del reconocimiento de la diferencia Pensamos que esta tensión aparentemente enriquecedora entre lo particular y lo universal constituye un nuevo capítulo en la construcción de la diferencia y la desigualdad, al que se suman nuevos elementos. Entre éstos podemos incluir ciertos discursos empresariales —que nos atrevemos a calificar de moralistas— en los que se promueve la diversidad multicolor en las industrias y empresas, o la declaración de «años internacionales» que tratan de promover la tolerancia, con lemas que reflejan perfectamente la tensión aludida: todos iguales, todos diferentes. No queremos dejar de analizar, siquiera brevemente, lo contradictorio de esta frase y cómo expresa una construcción de diferencia y de desigualdad al tratar de colocar en el mismo plano el trato del derecho jurídico a la igualdad, con la evidencia de diversidad cultural o biológica. Para ilustrar este punto podemos usar, una vez más, el análisis de los libros de texto escolares, en los que la forma de presentar la categoría de individuo sirve de 21
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base a posteriores construcciones discriminadoras. 11 A pesar de ello, no son pocos los libros de texto que tratan de ensalzar la riqueza de la diferencia y promover el respeto por la diversidad, aunque sería difícil creer que alguien quisiera ser como cualquiera de los que son presentados como diferentes. La metafórica y confusa frase de «todos iguales, todos diferentes» parece ser una solución para la construcción de una actitud tolerante. Bajo el rótulo «todos iguales y diferentes», el libro de cuarto curso de la editorial Grazalema-Santillana presenta la foto de tres parejas vinculándolas a alguna parte de un mapa de la Tierra en el que aparece exclusivamente Europa, Asia, África y Australia. La primera se vincula a Europa, y presenta una mujer con rasgos fenotípicos blancos del norte de Europa y un hombre con rasgos fenotípicos negros. La segunda pareja se vincula al área geográfica de Sudáfrica, presentando a ambas personas con rasgos fenotípicos negros (la escena en la que se representa a esta pareja es claramente positiva y en un ambiente igualmente positivo, césped verde y vestimenta claramente occidental). La tercera pareja posee rasgos fenotípicos orientales y se vincula a la zona geográfica de China (la escena en la que aparecen es igualmente positiva, sentados en un salón de la casa y con vestimenta claramente occidental, esmoquin para el hombre). Otro libro (tercer curso de primaria de la editorial SM), presenta en la parte final de una unidad, bajo el título de «cartel de las ciencias», dibujos de niños con rasgos fenotípicos y vestimenta diferentes; incluye un rótulo que dice: «Todos somos distintos, pero todos somos iguales. Cada uno de nosotros tiene su manera de ser y sus costumbres. A menudo, ¡qué diferentes somos! Sin embargo, nos respetamos unos a otros para una convivencia agradable». Ésta es quizá una de las «trampas» más llamativas en las que se ha caído en la construcción de los discursos interculturales. Esta frase con cierto impacto y alto contenido metafórico se ha convertido en bandera de tolerancia y de no discriminación. Pero debemos reflexionar sobre el absurdo de la misma: ¿cómo se puede ser igual a algo y a la vez diferente a ese algo? Se mezclan planos de diferente rango: el derecho a ser tratado con igualdad con el deseo identitario de definirse diferente a otro. Esta diferenciación se eleva a categoría absoluta con la expresión «todos», algo muy contrario a las ideas de la tolerancia. La cantidad de aclaraciones y de matizaciones que deben hacerse para obtener el sentido de la frase no parece recomendar su uso, y menos aún en el ámbito escolar en el que el grado de abstracción que se necesita para hacer útil la frase no suele estar al alcance de los escolares de la educación primaria. ¿No será ésta una «nueva» manera de construir dulcemente la diferencia desigual invocando ahora los acordes del reconocimiento de la diversidad?
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Los mismos ejemplos son reproducidos en el apartado 4.2 del capítulo quinto de la presente obra.
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