Cómo elegí la lingüística, y lo que obtuve de ella 1 por William Labov, Universidad de Pennsylvania El siguiente es un ensayo que escribí para una publicación de 1987 dirigida a los estudiantes de grado, que incluía diversas respuestas a la pregunta: “¿Cómo eligió su campo de trabajo?” Hace poco lo revisé para responder a la misma pregunta que me envían por correo electrónico estudiantes de grado de diferentes partes del mundo. (WL, 1 de octubre de 1997)
Cuando entré por primera vez a la universidad (allá por 1944, mientras la guerra continuaba), me pasé un buen tiempo tratando de averiguar lo que quería hacer, e incluso más tiempo tratando de adivinar si podía hacerlo. Algunas personas decían que era un estudiante rápido, pero me tomó unos quince años encontrar las respuestas. Si estás en tu segundo año de la carrera y aún no tenés respuestas para estas mismas preguntas, me animo a decir que no siempre vale la pena ser muy rápido en resolver los problemas importantes. Los niños que se sientan en sus escritorios con sus manos en el aire muchas veces no saben de qué se trata la pregunta. “¿Qué es el éxito?” Esa es una de las preguntas que formulé a varias personas en las primeras entrevistas lingüísticas que realicé. Un hombre me dijo que consistía en averiguar lo que querés hacer y luego conseguir que alguien te pague para hacerlo. Otro hombre me dijo que se trataba de hacer uso de todo lo que te ha pasado en la vida. Me gustan las dos definiciones, pero, por lo general, lo veo de otra manera: si uno llega a los 70 años y mira atrás sin sentir que ha perdido el tiempo, entonces uno ha sido exitoso. Al reflexionar sobre la forma en que ingresé en el campo de la lingüística y lo que he estado haciendo desde entonces, parece que hubiera estado siguiendo las tres ideas al mismo tiempo, por lo que, finalmente, todas podrían estar refiriendo a una misma idea. Nací en Rutherford, Nueva Jersey, una pequeña ciudad justo lo suficientemente lejos de la ciudad de Nueva York, así que no soy un neoyorquino en absoluto. Esto tiene mucho que ver con mi forma de abordar el idioma Inglés. Yo pronuncio todas mis r finales finales sin pensarlo y estoy muy feliz con la forma en que mis vocales caen en palabras como mad ( (loco) y more (más). Cuando tenía doce años, me mudé a Fort Lee, justo al otro lado del puente George Washington de NY. Eso es justo en el área dialectal de la ciudad de Nueva York, donde la gente no pronuncia sus r , excepto cuando piensa en ellas, y no le gusta la forma como pronuncia mad (loco) y more (más). Tampoco les caen bien los niños bocones de Rutherford, Nueva Jersey; así mis años de escuela secundaria estuvieron llenos de conflictos (peleas que por lo general perdía y discusiones que generalmente ganaba). Muchos de estos personajes eran bastante duros y yo crecí convencido de que la mayoría de las familias de la zona tenía un trato cordial con la mafia. Pero las personas con las que uno suele tener más conflictos son con frecuencia las más importantes para uno --nuestro grupo de referencia, como dicen los sociólogos-- y somos todos buenos amigos cuando nos encontramos años más tarde.
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Labov, W. (1987). “How I got into Linguistics, and what I got out of it”. Disponible online: http://www.ling.upenn.edu/~wlabov/HowIgot.html http://www.ling.upenn.edu/~wlabov/H owIgot.html (última (última consulta: marzo de 2014). Traducción: Cecilia Magadán.
En esa época, debo de haber visto a Leslie Howard haciendo el papel de Henry Higgins en la versión cinematográfica de Pygmalion. Lo recuerdo apoyado en una columna de piedra y anotando cada sonido que salía de la boca de Eliza Doolittle. Me pareció que era increíble: ¿cómo iba a hacerlo? Ahora sé que él se limitó a apuntar algunos de los sonidos que le interesaban. Fue mucho más fácil para mí veinte años más tarde, cuando estaba haciendo trabajo de campo en Battersea Park y Chelsea, Londres, porque tenía un grabador en lugar de un lápiz en la mano. El personaje de Henry Higgins está inspirado explícitamente en Henry Sweet, el gran fonetista inglés, a quien yo he llegado a admirar intensamente. Algunas de mis propias conclusiones acerca de los principios generales del cambio lingüístico son una versión moderna de lo que Sweet sugirió en 1888. Nunca pensé en convertirme en un lingüista en mis cuatro años en Harvard, donde me especialicé en Inglés y Filosofía y me la pasé la mayor parte de mi tiempo hablando. Pero recuerdo una conferencia con mi profesor tutor de primer año, John Wild, un filósofo con un fuerte interés en la Edad Media. Cuando se enteró de que yo estaba tomando un curso de química (inorgánica) aspiró su pipa, se alisó sus pantalones de corderoy y dijo: "¿De dónde sacaste esa idolatría por la ciencia?” Me quedé pensando en esa pregunta por un buen tiempo. Wild tenía toda la razón. Yo tenía una idolatría por la ciencia en aquella época y nunca la perdí desde entonces. Pero ¿cómo sabía eso cuando ni siquiera yo mismo lo sabía? Después de que salí de la universidad tenía la idea de que quería escribir, al igual que muchas otras personas que no saben lo que quieren hacer. Perdí rápidamente varios empleos en forma sucesiva: escribir notas publicitarias para Alfred Knopf, escribir algunas secciones fijas en Drug Trade News, escribir lo que la gente decía en estudios de mercado. Pero después de unos años terminé en algo más práctico, usando mi poco conocimiento de la química en el laboratorio de una pequeña empresa. Elaboraba tintas. Me especialicé en la producción de tintas para la impresión serigráfica: en cartones, en camisetas, en botellas, en placas de circuito impreso. Me gustaba mucho. Combinaba muy bien los colores; tenía un intuición sobre cómo investigar y me caían bien los hombres que hacían la tinta. Comíamos juntos, discutíamos acerca de cuánto tiempo se tardaba en llegar desde Nueva York a Miami, y cosas por el estilo. Trabajando con tipógrafos, papeleros y conductores de camiones todos los días, aprendí que había un montón de gente en el mundo que sabía lo que estaba haciendo, pero que los vendedores ganaban la mayor parte del dinero. De mi trabajo industrial, también adquirí la firme creencia en que existe el mundo real. [...] En 1961, dejé el mundo de la tinta y de la impresión y volví al mundo de la universidad. Yo había descubierto que la pequeña empresa era interesante y entretenida, pero también agonizante y restrictiva. Hay limitaciones económicas que le impiden a uno el uso de todos sus conocimientos y hacer la mejor tinta que se pueda; si uno quiere tener una ventaja sobre la competencia, no se se puede generalizar el conocimiento y publicarlo. Cuando decidí volver a la universidad, tenía en mente alguna investigación sobre la lengua inglesa. Por lo que había aprendido, el pequeño y nuevo campo de la lingüística, parecía ser muy emocionante; consistía principalmente en jóvenes con opiniones fuertes que pasaban la mayor parte del tiempo discutiendo. Cuando también me enteré de que la mayor parte de los datos que usaban provenía de sus propias cabezas, pensé que yo podría hacerlo mejor.
Sacaría un buen provecho de los recursos que había adquirido en la industria. Desarrollaría una lingüística empírica, basada en lo que la gente dice en realidad y probada mediante técnicas experimentales de laboratorio. No me daba cuenta aún, pero también estaba trayendo a la lingüística otros dos recursos que faltaban en la universidad: la creencia de que la gente de la clase trabajadora tienen mucho que decir y la de que no hay tal cosa como tener razón o estar equivocado. Encontré en la universidad un entorno atractivo, emocionante y receptivo. Pero tuve suerte: el jefe del departamento de Lingüística en Columbia University era un hombre de mi edad, llamado Uriel Weinreich. Pertenecía a una nueva generación de judíos seculares, un hablante nativo de yiddish, proveniente de Vilna, que había escapado a la ocupación rusa de Lituania porque el regalo para su cumpleaños número 13 había sido un viaje a la conferencia Internacional de Lingüística en Copenhague (¡la escuela secundaria de Vilna era un ambiente precoz!). Weinreich era el académico perfecto: apasionadamente interesado en las ideas de los demás, rebosante de honestidad intelectual, vigor y originalidad. Él me protegía de todo mal académico. Cuando visitaba otras universidades como estudiante de posgrado, el nombre de Weinreich siempre traía una mirada especial de respeto y admiración. Murió de repente, de cáncer, a la edad de 39. Repasando sus trabajos años más tarde, me encontré con que había redactado proyectos de investigación que anticipaban la mayoría de las cosas que yo quería hacer. Así que, hasta el día de hoy, no sé con cuántas de mis ideas contribuí a la lingüística y cuántas recibí de Weinreich. Me gustaría pensar que mis alumnos tienen tanta suerte como yo, pero sé que no es exactamente así. Había (y todavía hay) dos ramas importantes de la lingüística. Una tiene que ver con la descripción de las lenguas tal como lo son ahora; la otra se ocupa de su historia, de cómo llegaron a ser así como son. En ambos lados, vi que había grandes problemas para resolver si la lingüística tenía la intención de tomar contacto con lo que la gente decía. Los lingüistas querían describir lenguas, como el inglés o el francés, pero sus métodos solo los ponían en contacto con algunas personas, en su mayoría con estudios superiores. Cada vez que alguien hacía una pregunta sobre los datos respondían: "Estoy hablando de mi dialecto." Las teorías en vigencia sostenían que cada individuo tenía un sistema diferente y no estaban haciendo grandes progresos en la descripción de la lengua inglesa ni de la comunidad de hablantes que la utilizaba. Aun más misterioso era el problema de explicar el cambio lingüístico. Si el lenguaje es un sistema de transmisión de información de una persona a otra, funcionaría mejor si permaneciera inmutable. ¿Cómo se las arreglan las personas para entenderse entre sí si el idioma va cambiando sobre la marcha? Mi primer trabajo de investigación fue en la pequeña isla Martha’s Vineyard, en Cape Cod. Mi amigo Murray Lerner, el cineasta, me invitó allí. Allí noté una peculiar manera de pronunciar las palabras right (correcto// derecho), ice (hielo), sight (vista), con la vocal en el centro de la boca; esto era más fuerte entre los jóvenes, pero variaba mucho según la ocupación, según el lugar en la isla o según el origen del hablante (yankee, portugués o indio). Entrevisté a personas de todo Martha’s Vineyard y entre ellos encontré algunos de los mejores hablantes del inglés que jamás había conocido. Como finalmente descubrí, el cambio de sonido en Martha’s Vineyard funcionaba como reivindicación simbólica de los derechos y privilegios locales, y cuanto más alguien trataba de ejercer esa afirmación, más fuerte era el cambio. Esto se convirtió en mi tesis de maestría (Master of Arts) y lo presenté como trabajo en la Linguistic Society of America (LSA). En
aquellos días, había solo una sola sesión y, al ubicarse en el podio, uno se dirigía prácticamente a la totalidad de la comunidad profesional. Me había imaginado una larga y amarga lucha por mis ideas, en la que tendría que defender el condicionamiento social de la lengua contra probabilidades sin esperanza para, finalmente, alcanzar un reconocimiento tardío cuando mi pelo se estuviera volviendo gris. Pero mi imaginación romántica se truncó. ¡Ellos lo compraron! Mi tesis doctoral fue un estudio sobre las diferencias de clase en el dialecto de la ciudad de Nueva York, donde introduje un conjunto de nuevas técnicas de entrevista, técnicas cuantitativas para medir el cambio y experimentos de campo para precisar exactamente qué sonidos desencadenaban el autoodio lingüístico de los neoyorquinos. Desde entonces, estas técnicas se han utilizado para estudiar varios cientos de otras ciudades en todo el mundo. Hemos introducido el uso de la fonética acústica en el estudio de la lengua cotidiana y la lingüística ha empezado a hacer el lento paso de una ciencia cualitativa a una ciencia cuantitativa. La variación entre los individuos y a través del tiempo, que parecía tan caótica y tan desconcertante, comenzaba a tomar una forma sistemática que podría ser descrita matemáticamente. Mientras yo estaba enseñando en Columbia University propuse un proyecto de investigación para la Oficina de Educación con el objetivo de averiguar si el dialecto hablado por los niños negros en Harlem estaba relacionado con el fracaso de las escuelas para enseñar a leer. Este proyecto se convirtió en una de las aventuras intelectuales y sociales más fascinantes de mi vida. Aunque pensábamos que comprendíamos lo que los hablantes de este dialecto estaban diciendo, no entendíamos el sistema que utilizaban para decirlo. Junto con colegas blancos y negros --Paul Cohen, Clarence Robins y John Lewis--, comencé un estudio detallado sobre todos los grupos sociales en South Central Harlem, que combinaba la observación participante y el análisis matemático; este permitió revelar por primera vez la variación interna que gobierna la conducta lingüística. Llegamos a la conclusión de que había grandes diferencias en los patrones discursivos entre blancos y negros, pero que la principal causa de fracaso en la lectura era la devaluación simbólica del inglés afroamericano vernáculo, que era una parte del racismo institucionalizado de nuestra sociedad y que predecía el fracaso escolar para aquellos que lo utilizaban. Escribí un artículo titulado “The logic of Nonstandard English” (“La lógica de la inglés no estándar”), en el que defendía la lengua vernácula de la comunidad negra como perfectamente adecuada para el pensamiento lógico y el aprendizaje. Este artículo ha sido reimpreso cientos de veces y el discurso de la juventud negra que he citado ha sido reimpreso muchas veces más. Pero por más que hemos ganado terreno para esta posición teórica, la triste realidad es que los Cobras y los Jets de la década de 1960 nunca se beneficiaron de nuestro trabajo, diez años más tarde nos enteramos de que muchos de ellos fueron asesinados, están en la cárcel o muertos. Todavía no hemos descifrado cómo llevar nuestro conocimiento a la enseñanza de la lectura. La enorme diferencia entre los logros académicos de las minorías y de las mayorías en las escuelas sigue creciendo, año a año, y todavía no hemos pagado nuestra deuda con el joven que nos ayudó en nuestro camino. En 1970, me mudé de Columbia University a Penn (University of Pennsylvania), sobre todo porque el dialecto de Filadelfia ofrece un laboratorio ideal para el estudio de los cambios en los sonidos: dos tercios de los vocales de Filadelfia forman parte de un complejo juego de sillas musicales. Aquí en Penn, me asocié con mi colega Gillian Sankoff, que había desarrollado estos métodos aún en mayor profundidad en su estudio del francés de Montreal y abierto nuevos caminos en el estudio de Tok Pisin, la lengua nacional recién formada de Nueva Guinea.
Desarrollamos el Laboratorio de Lingüística, un lugar donde la gente viene de aquí, de allá y de todas partes para aprender a trabajar con el lenguaje de una manera científica y realista. Trabajamos con un pie en la universidad y uno en la comunidad. En el curso “The Study of the Speech Community” ("Estudio de la comunidad de habla"), los estudiantes aprenden a atravesar la línea que separa la universidad del mundo que la rodea. Se hacen amigos de los vecinos locales, recopilan datos sobre la vida social y los analizan mediante técnicas cuantitativas. Si este enfoque empírico fuera la forma dominante de hacer lingüística y teoría lingüística, seguramente habría perdido de vista la aventura académica que una vez que me inspiró. Afortunadamente, este no es el caso. Los lingüistas todavía se regodean en sus propias ideas mientras aún encuentran respuestas a las preguntas que se hacen ellos mismos, y la mayoría de ellos se asusta por cualquier número mayor que seis. Pero la impresión general en el campo es que, si querés estudiar cómo las personas usan la lengua y si querés medir lo que estás estudiando, tenés que venir a Penn y trabajar con Sankoff, Kroch, Prince y Labov. Tenemos un número creciente de estudiantes que no tienen miedo ni a las personas ni a los símbolos matemáticos. La tecnología se vuelve más emocionante todo el tiempo. Tenemos ecuaciones derivadas que dan una idea de por qué la lengua no deja de cambiar y quién la cambia. Y se está comprobando que nuestro conocimiento sobre la diversidad dialectal tiene importantes aplicaciones para el reconocimiento automático de voz. Si una computadora va a entender cómo hablan los seres humanos, hay que entender el habla de Chicago, así como el habla de Nueva York. Y ahora hemos tenido éxito en geolocalizar estos cambios de sonido a través de Telsur, la encuesta telefónica que ha producido el Atlas fonológico de América del Norte. Toda esta tecnología podría fácilmente alejarnos de los asuntos humanos implicados en el uso del lenguaje. Desde mi punto de vista, esto podría ganar el partido, pero perder la jugada. Paso gran parte de mi tiempo en el laboratorio, en la oficina o en clase. Pero el trabajo que realmente quiero hacer, la emoción y la aventura del campo, se presenta cuando me encuentro con los hablantes de la lengua cara a cara, cuando entro en sus casas, cuando paso el rato en esquinas, porches, tabernas, pubs y bares. Recuerdo que una vez un chico de catorce años en Albuquerque me dijo: "Dejame ver si entiendo. ¿Tu trabajo es ir a cualquier parte del mundo, hablar con cualquiera sobre lo que quieras?" Yo dije: "Sí". Él dijo: "¡Yo quiero ese trabajo!" Una vez que uno averigua lo que quiere hacer, lo que hay que hacer es convencer a alguien de que te pague para hacerlo. Es posible defender cualquier trabajo o investigación diciendo que es investigación "teórica" y "básica", y uno puede obtener los subsidios que necesita. Yo siempre he sentido que la teoría solo puede justificarse si se ajusta a los hechos y que algunos hechos --los que afectan a las oportunidades de vida de las personas-- son más importantes que otros. Hace cuatro años, organicé otro grupo de investigación para retomar el problema de las diferencias blanco/ negro en Filadelfia y descubrí que las diferencias que encontramos en Harlem no están menguando. Por el contrario, las lenguas vernáculas de los negros y de los blancos se están diferenciando cada vez más entre sí. Esto se convirtió en una noticia nacional y hemos sido capaces de utilizar los hechos para subrayar el dilema que Ted Hershberg del Penn Philadelphia Social History Project (Proyecto de historia social de Penn Filadelfia) nos ha mostrado: que el aumento de la segregación en las ciudades del norte está privando a la comunidad negra de sus recursos básicos y está en peligro de crear una clase marginal permanente. Los sociolingüistas han descubierto ahora que esto es cierto en todas las ciudades del país: mientras que los dialectos blancos continúan desarrollándose y se distinguen
entre sí, la comunidad negra de las zonas urbanas marginales guarda distancia de todo esto y ha desarrollado una gramática uniforme a nivel nacional, que es cada vez más diferente de la de los dialectos blancos que la rodean. Este año el renovado debate sobre el inglés afroamericano apareció en la controversia sobre el "Ebonics". Cuando todo el furor se calmó, resultó claro que la comunidad afroamericana de Oakland ha decidido finalmente, en su conjunto, que es el momento de dejar de culpar a los niños por el fracaso de las escuelas, y es hora de mejorar nuestros métodos de enseñanza de la lectura haciendo uso de nuestro conocimiento de la lengua que los niños hablan realmente. Después de treinta años de esfuerzo, ahora hay una clara posibilidad de que el conocimiento que hemos adquirido se puede poner en acción, y aquí en Penn estamos llevando una vez más nuestras manos a la obra. En 1987, tuve otra oportunidad de poner a prueba la utilidad de la lingüística en un asunto que era de vital importancia para una sola persona. Se registraron amenazas de bomba en repetidas llamadas telefónicas a la oficina de Pan American en el aeropuerto de Los Ángeles. Paul Prinzivalli, un controlador de carga que era considerado por la empresa como un "empleado descontento", fue acusado del crimen y fue encarcelado. La evidencia fue que su voz sonaba como las grabaciones de la persona que llamaba a amenazar de bomba. La defensa me envió las cintas porque Prinzivalli era un neoyorquino y pensaron que yo podría ser capaz de distinguir dos tipos de acentos de Nueva York. En el momento en que escuché las grabaciones estuve seguro de que era inocente; el hombre que había hecho las amenazas de bomba no era en absoluto de Nueva York, pero sí era del área de Boston, del Este de Nueva Inglaterra. El problema consistía en demostrar esto en la corte ante un juez de la Costa Oeste, ¡que no podía oír ninguna diferencia entre el habla de Boston y el habla de la ciudad de Nueva York! Todo el trabajo y toda la teoría que había desarrollado desde Martha’s Vineyard se aplicó al testimonio que yo di en la corte para demostrar el hecho de que Pablo Prinzivalli no había ni podía haber hecho esas llamadas telefónicas. Era casi como si toda mi carrera había sido trazada para que yo diera el testimonio más eficaz en este caso judicial. Al día siguiente, el juez preguntó al fiscal si realmente quería continuar. Se negó a escuchar más declaraciones de la defensa. Sobre la base de la evidencia lingüística, que encontró "objetiva" y "potente", él juzgó que el acusado no era culpable. Después, Prinzivalli me envió una tarjeta en la que decía que había pasado quince meses en la cárcel esperando a alguien que pudiera distinguir los hechos de la ficción. He conseguido muchos resultados científicos en los que la convergencia de las pruebas era tan fuerte que sentía que había puesto mis manos sobre la realidad detrás de la superficie, pero nada podría ser más satisfactorio para cualquier carrera científica que separar la realidad de la ficción en este caso. Por medio de la evidencia lingüística, un hombre podría ser liberado de los enemigos corporativos que lo habían atacado y otro podría dormir tranquilo, convencido de que había tomado una decisión justa. William Labov