Méthexis I (1988) p. 3-16
LA ACTUALIDAD DE LA FILOSOFIA ANTIGUA* WOLFGANG WIELAND
La pregunta acerca de si la filosofía antigua puede en nuestros días reclamar legítimamente para sí actualidad parece superñua. En efecto, los estudios que se ocupan de su investigación han adquirido en las últi mas décadas, tanto en lo que respecta a su amplitud como a su inten sidad, un impulso extraordinario. Esto no vale ya tan sólo para el mun do occidental, cuyas tradiciones culturales no pueden en absoluto en tenderse con prescindencia de las influencias procedentes de la filosofía antigua: en la investigación de la filosofía de los griegos y los romanos toman parte, entre tanto, en medida cada vez mayor, investigadores que provienen de otros medios culturales, en especial del Lejano Oriente. Pero a esto hay que añadir todavía algo más: la investigación erudita de la filosofía antigua pone de manifiesto sólo uno de los múltiples aspec tos bajo los cuales puede ser considerada esta filosofía con referencia a su actualidad. En efecto, no se debe pasar por alto el hecho de que, por lo menos desde Hegel, también la filosofía sistemática, en algunos de sus más significativos representantes, ha llegado a sus resultados por vía de la recepción, la crítica o la confrontación con el pensa miento de la filosofía antigua. Esto vale en nuestro siglo, por ejemplo, para Heidegger tanto como para Whitehead, para Popper tanto como para Joñas, para Gadamer tanto como para Ryle. El hecho de la actualidad de la filosofía antigua es manifiesto. De ningún modo es tan fácil responder a la pregunta por las razones en que este hecho se funda. ¿Qué intereses guían a aquellos que se ocupan de la filosofía del mundo antiguo? Ciertamente, con esto tiene que ver, por de pronto, un interés histórico por ei pasado en cuan to tal. Sin embargo, la actualidad de la filosofía antigua tiene una raíz aún más vigorosa. Al ocuparse de ella, uno puede, por cierto, adop tar frente a esta filosofía diferentes actitudes: si se la investiga, se puede, ante todo, aprender algo sobre ella, pero además uno puede tam bién aprender algo de ella. Los pensadores clásicos de la antigüedad no * Traducción del alemán por Laura S. Carugati y Alejandro G. Vjgo.
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son tan sólo objetos de investigación y asuntos de nuestro interés, sino que pueden, más allá de esto, constituirse también en interlocutores de un diálogo y, lo que es más, en maestros. Estas dos actitudes de nin gún modo se excluyen. Por el contrario: nadie puede albergar fundada esperanza de aprender algo de los pensadores antiguos, si no se ha es forzado previamente por adquirir un saber fundado sobre ellos. De otro modo, se corre el riesgo de proyectar sobre el pasado tan sólo los pro pios prejuicios y preconceptos, los propios deseos y expectativas. En tal caso, las interpretaciones erróneas y las equivocaciones apenas pue den ya evitarse. De ahí que todo aquel que esté seriamente interesado por la filosofía antigua debe, ante todo, procurarse con los instrumen tos de la filología y de las demás ciencias históricas una base de tal índole para su tarea, tanto más si está convencido de su actualidad. En efecto, si se desea cultivar el interés en sus aspectos actuales, en tonces sólo se puede esperar éxito de los propios esfuerzos, si al mismo tiempo uno es capaz de mantener distancia frente a su objeto. Por ello, precisamente, aquel que desee no sólo aprender algo sobre los pensa dores antiguos, sino también aprender algo de ellos, habrá de insistir en una puntual observancia de todas las normas cuya vigencia es reco nocida en el ámbito de las ciencias históricas. Así lo exige también el respeto ante los autores entre los cuales uno quisiera encontrar sus maestros. He aquí un punto de partida, desde el cual pueden realizarse consideraciones metodológicas que corresponden al dominio de la teoría de las ciencias del espíritu y, en especial, al de la hermenéutica. Por lo demás, los estudios clásicos, los estudios científicos de la anti güedad pueden, con buenas razones, reclamar para sí una posición de privilegio, allí donde se trate de reflexiones de principios crítico-meto dológicas en las ciencias del espíritu. En efecto, el objeto de estos estu dios se halla lo suficientemente alejado de nuestro tiempo, pero tam bién lo suficientemente cercano a nuestro interés —el cual tiene siem pre su raíz en el presente—, como para que la tensión entre lo presente y lo pasado, constitutiva de la conciencia histórica y nunca susceptible de ser neutralizada, pueda ser aquí puesta ante los ojos en forma di rectamente ejemplar. Esta tensión determina la tarea de todo historia dor y de todo filósofo que toma del presente sus conceptos, sus pregun tas y sus métodos cuando hace del pasado el objeto de su investigación. De todo investigador esperamos en la actualidad no sólo que domine su especialidad desde el punto de vista del contenido, sino también que esté en claro sobre el alcance y los límites de sus recursos y sus métodos, y que pueda dar cuenta de ellos. Precisamente por ello, es del historia dor de la filosofía de quien se puede pedir una opinión en la discusión sobre los fundamentos de las ciencias históricas. 4
El aseguramiento filológico e histórico de la tradición es un pre supuesto necesario para una adecuada actualización de la filosofía an tigua, pero no puede por sí solo proveer una actualización tal. Sin duda, la historia de la filosofía es también, en primera instancia, una disciplina histórica, pero al mismo tiempo es un dominio que forma parte de la filosofía misma. Es en tanto disciplina filosófica —y no sólo en tanto histórica- como se hace historia de la filosofía, especialmente cuando uno dirige su atención no sólo a las doctrinas representadas por los pen sadores del pasado, sino a la vez a la cosa misma acerca de la cual tales autores pretenden haber logrado conocimientos. Por cierto que, en primera instancia, debe siempre hacerse de esas doctrinas mismas el objeto de un interés históricamente orientado. Sin embargo, uno no habrá de limitarse a investigarlas en vista de las condiciones históricas, sociales, económicas y psicológicas de su surgimiento e influencia, sino que luego, sobreda base de un interés filosóficamente orientado, se pre guntará uno si esas doctrinas alcanzan los objetos a los que dirigen su atención, y si las argumentaciones presentadas por el autor son con vincentes. Aquí, por primera vez, se encuentra el punto de partida para una posible actualización de la filosofía del pasado. En este punto resulta oportuno diferenciar los puntos de vista desde ¡os cuales es posible llevar a cabo una actualización, a saber, el punto de vísta didáctico, el histérico-tradicional y el ejemplar. Las posibilidades de una actualización desde el punto de vista didáctico son manifiestas: que se puede hacer comprensibles problemas objeti vos si se elucida su origen histórico constituye un lugar común. Y que la mejor eiercitación en el pensamiento y la argumentación filosóficos se procura a través de una frecuentación de los diálogos de Platón es algo que no podría ser puesto en duda por prácticamente ningún en tendido. Si en el intento de una actualización de la filosofía antigua se escoge la perspectiva hístórico-tradicional, entonces habrá que plan tearse. en primer término, la pregunta de qué elementos de dicha filo sofía han sido o continúan siendo estimulantes. También en este caso podemos partir de nuestro presente y preguntar cuáles entre las repre sentaciones, conceptos, formas de argumentación y tópicos de los que hoy nos valemos pertenecen a la herencia que nos ha legado la filoso fía antigua: con sólo hacer investigaciones de detalle se pondrá de re lieve una y otra vez hasta qué punto todavía hoy incluso proyectos filosóficos aparentemente novedosos se nutren de esa herencia. Con el título “La presencia de los griegos en el pensamiento moderno” se pu blicó en 1960 un volumen colectivo en honor de H.-G. Gadamer, en el cual los autores intentaron realizar, por una vez, un balance en este sentido. 5
En la tradición de la filosofía occidental, una y otra vez se ha reto mado, de modo enteramente consciente, elementos del pensamiento de los antiguos. En este sentido, ha de pensarse en los contenidos de la filosofía platónica, aristotélica y estoica que han influido sobre la teo logía cristiana. No se debería, empero, pasar por alto el hecho de que, independientemente de todos los aspectos del contenido, ya la idea misma de una teología ha surgido del suelo de la filosofía griega: no es algo comprensible de suyo que una religión intente exponerse a sí mis ma en la forma de una doctrina sistemáticamente edificada, tal como ésta fue posible por vez primera a través de la filosofía griega. Pero también ha de repararse en la recepción de Platón y Aristóteles en el dominio del Islam, en la influencia que la filosofía aristotélica estuvo llamada a ejercer en la época de la alta escolástica, en el nuevo retorno a una antigüedad concebida de modo renovado en el dominio del hu manismo y en el ámbito de los fundadores de la ciencia de la natura leza de la edad moderna. Finalmente, se ha de pensar en la frecuenta ción de Platón, Aristóteles y Proclo que ha dejado sus huellas en el pro yecto sistemático de Hegel, así como en la a menudo apasionada con frontación con los antiguos de Nietzsche y Heidegger, y —no en último término— también en los intentos de un número no menor de represen tantes de la matemática y la física de nuestros días por lograr, con el auxilio de un recurso a la filosofía de los griegos, claridad sobre los presupuestos de las modernas ciencias exactas. Reapropiaciones conscientes y planificadas de la filosofía antigua hubo y hay, en nuestra tradición, en abundante cantidad; en su con junto, sin embargo, ellas no configuran más que una de las facetas de su tradición. La otra, de influencia más poderosa aún, se hace presente en cada una de las resonancias de los griegos que se han introducido a tal punto en nuestros .modos de pensar y categorías, que, las más de las veces, no nos percatamos en absoluto de ellas. A este aspecto responde una multitud de aquellos entramados conceptuales de los que nos vale mos incluso en el lenguaje de nuestro trato cotidiano con el mundo, cuando distinguimos entre forma y contenido, entre cosas y propieda des de cosas, entre características esenciales e inesenciales de una cosa, entre actos deliberados y no deliberados, entre posibilidad y reali dad, entre cantidad y cualidad. Habitualmente se tiene por triviales y comprensibles de suyo estos entramados conceptuales, porque no se repara en los extraordinarios esfuerzos que en su momento requirió su acuñación entre los clásicos de la filosofía griega. Aquí puede hallar un fructífero campo de trabajo todo aquel que desee hacer conscientes las tradiciones que operan de modo latente. A Alfred N. Whitehead se remonta la sentencia frecuentemente citada de que, en el fondo, la filosofía del mundo occidental no consiste 6
sino en notas a pie de página a Platón. Este aserto impresiona, en un primer momento, como una agudeza cuya gracia se basa en una exagera ción. Sin embargo, basta con que se intente comprender la filosofía eu ropea atendiendo a la continuidad de sus problemas fundamentales, para descubrir prontamente la veracidad de dicho aserto. Naturalmente, no hay ninguna doctrina de Platón que pueda reclamar una validez, por así decir, canónica. Pero la ubicación central de Platón dentro de la filosofía europea no descansa, sin más, en determinadas posiciones doctrinarias, sino, más bien, en el hecho de que en ese momento, por vez primera, fueron planteadas de manera explícita las cuestiones que, desde entonces, han mantenido en movimiento al pensamiento filo sófico. Por variadas que puedan ser las respuestas que se han dado, en la índole de las preguntas que se plantean y en el modo en que ellas son planteadas nuestra filosofía ha seguido siendo platónica, incluso allí donde la totalidad de su contenido permanece extraña a Platón. Quien se aplique a indagar la filosofía antigua allí donde esté to davía viva y sea, con ello, actual deberá, por cierto, andar con cuidado de no dejarse extraviar por una falsa y sólo aparente actualidad. Un buen ejemplo de este tipo de pseudo actualidad lo ofrece la teoría ato mista antigua. Como es sabido, su origen está conectado con el nombre del históricamente casi inasible Leucipo, y, sobre todo, con el nombre de Demócrito. Tras haber sido sometida a crítica en ia filosofía clásica del siglo cuarto, fue retomada por Epicuro y su escuela, y trasmitida a tiempos posteriores, principalmente, por el poema filosófico de Lu crecio. La muy compleja historia de la concepción atomista en la cien cia de la naturaleza de la edad moderna es conocida, como también su papel en las teorías científicas de la naturaleza de nuestros días. Por ello, puede parecer, a primera vista, algo plausible el que se crea poder encontrar en Demócrito y los demás atomistas antiguos los genuinos antepasados incluso de la moderna ciencia de la naturaleza. Así surge una imagen de la historia de la ciencia según la cual ya en épocas tempranas había sido hallado un conocimiento fundamental, que, sin embargo, fue prontamente desplazado por teorías que se fundaban en prejuicios teleológicos: sólo ia ciencia de la naturaleza carente de prejuicios propia de la edad moderna procuró a la con cepción atomista el reconocimiento y la vigencia que desde un prin cipio había merecido. Así considerado, aparece el atomismo como el punto culminante de la ciencia griega de la naturaleza. Se está aquí ante una actualización ilegítima. Peno no resulta ile gítima porque falte una efectiva conexión histórica, ya que se puede rastrear las filiaciones que vinculan los diferentes conceptos hasta llegar a las correspondientes representaciones de la física moderna que han hecho uso de la concepción atomista. Tampoco es ilegítima, empero. 7
esta actualización por el hecho de que el atomismo, en su camino a tra vés de la historia, haya debido experimentar varias metamorfosis: si el átomo de Demócrito, como ya su nombre lo dice, era una configu ración indivisible, el átomo moderno es, en cambio, una estructura compuesta y articulada de alta complejidad; si el átomo de los anti guos pasaba por un objeto —que, sin duda, no podía ser hallado en la intuición sensible efectiva, pero podía, al menos en principio, ser concebido a la manera de una cosa sensible—, las configuraciones elementales de la física moderna, en cambio, permanecen no sólo fácti camente sino también por principio imperceptibles, tanto más cuanto que sólo resultan accesibles por medio de formalismos abstractos. Con todo, incluso tales diferencias seguirían siendo todavía compatibles con una actualización legítima. En el presente caso, es ilegítima una actualización porque no pres ta atención a las diferentes funciones que se exigen a la concepción ato mista en los intentos de una explicación del mundo. En los tiempos mo dernos, la concepción atomista tuvo y tiene la función de disponer en un orden, sobre la base de una teoría, una multiplicidad de datos de experiencia, para así explicarlos y, al mismo tiempo, abrir la posibilidad de nuevas experiencias. Ni siquiera fueron todavía los resultados de la física en sentido estricto los que contribuyeron en los tiempos moder nos al reconocimiento general de la concepción atomista, sino los de la química experimental, en la medida en que posibilitaron el estableci miento de la ley de las proporciones constantes. La hipótesis atomista se mostró en este respecto inusualmente fructífera, por cuanto permi tía desarrollar una multitud de nuevos cuestionamientos y extendía su poder explicativo sobre un dominio cada vez más vasto. Se trata en este caso de un ejemplo modelo de una hipótesis que se acredita estu pendamente en la experiencia, precisamente porque permanece siempre abierta a modificaciones y diferenciaciones. La diferencia respecto de la atomística antigua es manifiesta. De mócrito y sus seguidores no proyectaron una hipótesis sino la imagen de una verdadera realidad consistente tan sólo en átomos y su movi miento en el espacio vacío. Esta se oponía al mundo en que vivimos y que percibimos por los sentidos, considerado como una realidad sólo aparente. El hiato entre este mundo verdadero de los átomos y el mun do sólo aparente de la experiencia sensible no puede, por lo demás, ser franqueado. A esta representación del átomo se exigen beneficios explicativos, pero ella no está en condiciones de producir efectivamente esos beneficios. Los atomistas antiguos apenas si podían hacer uso de sus principios. Tampoco apunta su teoría, en absoluto, a mostrar el camino hacia nuevas experiencias que se hicieran posibles sólo a partir de ella. Por lo demás, la concepción atomista constituye una síntesis de
representaciones que, desde el punto de vista del contenido, se hallan en oposición al orden perceptible del mundo que circunda al hombre. En consecuencia, se puede conceder al proyecto del mundo propio de los atomistas una alta proporción de originalidad, e incluso, quizás, de aquella belleza que a menudo exhiben precisamente las teorías sim ples, desarrolladas consecuentemente. En cambio, respecto de su pre tensión de explicar el mundo, este proyecto permanece estéril. Esto es confirmado incluso por'su historia en la antigüedad, ya que la concep ción de los atomistas no se cuenta entre los presupuestos bajo los cuales los antiguos lograron sus resultados productivos. No es casual que la imagen atomista del mundo haya podido des plegar sus más genuinas influencias dentro del ámbito de ia vida prác tica. Sólo desde este punto de vista puede entenderse por qué Epicuro optó, precisamente, por la teoría atomista como marco cosmológico de su filosofía. La creencia en la rectitud de dicha teoría es apta para procurar al hombre, en su vida práctica, sosiego y liberación de los temores, con sólo hacérsela comprender de un modo adecuado a tal fin. Ella puede proporcionar al hombre autonomía en la dirección de su vida y, al mismo tiempo, le señala los límites de esa autonomía. Si se evalúa el modelo de los atomistas en vista no de sus funciones íeórico-explicativas sino de sus funciones en el ámbito de la realiza ción vital concreta, entonces resultará comprensible el hecho de que la teoría atomista haya podido volverse fructífera precisamente en el filosofar de Epicuro, que, como ningún otro, concentra su interés en los problemas de la vida práctica. Bajo las condiciones del ámbito de experiencia accesible al mundo antiguo pudo resultar, en lo que a beneficios teórico-explicativos atañe, mucho más fructífera la interpretación teleológica de la naturaleza propia de Aristóteles que el atomismo. Es cierto que este teleologismo acabó por anquilosarse, en tiempos posteriores, en un sistema dogmá tico. Es cierto también que la física de la edad moderna se distanció de esa representación del mundo. Con todo, la concepción del teleologis mo fue apropiada de modo sin par para dar cuenta del mundo tal como se ofrece al hombre en la experiencia inmediata, aún no expresamente ilustrada por teorías. A dicha experiencia pertenecen ios movimientos de la naturaleza que circunda al hombre: tanto el movimiento del cielo como los de los elementos y los de los seres vivientes, con su crecimien to y su disminución, tanto el cambio de las estaciones como el proceso de la generación. Se trata, en todos los casos, de acontecimientos en los que el hombre tiene sólo mínimas posibilidades de intervenir. Ahora bien, si evaluamos el alcance de una teoría sólo de acuerdo con el hecho de si puede efectivamente proveer ios beneficios explicativos que pre tende, de si explanans y explanandum resultan congruentes, entonces el 9
teleologismo fue —siempre dentro de las condiciones de la base empíri ca de los antiguos— mucho más fecundo que el atomismo. El que Aris tóteles, y no Demócrito, haya podido imponerse por largo tiempo no es, en oposición a una difundida opinión, un accidente histórico, sino una consecuencia natural que resulta de las diferencias de fecundidad entre las correspondientes teorías. Se podría preguntar si tenemos derecho a juzgar teorías antiguas desde puntos de vista modernos. Precisamente esto es lo que hacemos cuando las tratamos como hipótesis que verificamos atendiendo a sus funciones y fecundidad. En tal caso, trabajamos con instrumentos con ceptuales y con categorías que no siempre pueden ser halladas ya den tro del horizonte de los autores a los cuales se aplican. Esto es, por cierto, admisible. Toda ciencia trata hechos bajo presupuestos. Estos presupuestos no los obtiene normalmente del objeto, sino que ya los trae consigo. La investigación científica de la filosofía antigua no hace ninguna excepción en este punto. También ella debe partir de presu puestos y hacer uso de ellos si quiere obtener puntos de vista fundados sobre su objeto. No se comprende por qué habría de estar prohibido tratar un autor antiguo y sus doctrinas bajo presupuestos que sólo fue ron precisados en una época posterior. De lo contrario, no se podría, por ejemplo, siquiera hacer investigaciones gramaticales sobre textos de autores que han escrito en una época en la que no había aún teoría gra matical alguna. Difícilmente se podría hacer de Homero objeto de inves tigación científica alguna, si fuera lícito trabajar, en ese caso, exclusiva mente con presupuestos que pudieran encontrarse en el mundo de las epopeyas. Si tomamos, pues, teorías filosóficas como el objeto de nues tra investigación, entonces debemos, indudablemente, establecer ante todo el contenido de la teoría. Pero luego podemos preguntar qué apor ta propiamente la teoría, y, ante todo, si aporta lo que debe aportar. No es la excepción, sino más bien la regla el que el creador de una teoría se engañe respecto de su fecundidad. Contra toda primera apariencia, la pretensión de actualidad que a menudo se concede al atomismo antiguo no puede justificarse. Por el contrario, un ejemplo positivo de pensamiento antiguo que puede ser actualizado desde una perspectiva históríco-tradicional lo ofrece la lógica aristotélica. En efecto, es precisamente la lógica de nuestros días la que ha posibilitado una comprensión más profunda de esta teoría an tigua. Aristóteles pasa, con todo derecho, por ser el fundador de la lógi ca tradicional, puesto que no sólo ha estimulado su nacimiento sino que además ha desarrollado, cuando menos, una de sus ramas en forma casi acabada, a saber, la silogística. En relación con el dominio extraor dinariamente amplio de la lógica actual, la silogística aristotélica apa rece como un dominio parcial muy limitado. Sin embargo, ella resulta 10
significativa no por su alcance, sino por el inédito rigor con que, por vez primera, una sección de la lógica fue expuesta y fundada de manera puramente formal. Por largo tiempo se vio en la lógica aristotélica no sólo el comienzo sino a la vez la culminación de la lógica en general. Luego, tras el nuevo impulso que tomaron los estudios lógicos desde fines del siglo pasado, creyó más de uno que Aristóteles quedaría de allí en más definitivamente superado como lógico, una vez que se había aprendido a establecer en la lógica exigencias sustancialmente más rigu rosas que hasta entonces en lo concerniente a su construcción y su fundamentación. Pero cuando se comenzó a aplicar seriamente a Aristóte les las nuevas exigencias de exactitud, se produjo un sorprendente des cubrimiento: la silogística aristotélica, rectamente interpretada, satis face todavía hoy las más rigurosas exigencias que se puede establecer para la construcción de un sistema lógico. De este modo, fue precisa mente la lógica moderna la que pudo abrir los ojos a la investigación aristotélica para un aspecto de su objeto respecto del cual, por largo tiempo, nadie había vuelto a mostrar comprensión. Justamente hace a la condición de un texto clásico el hecho de que ofrece a uno la posi bilidad de obtener -nuevas respuestas si se le formulan nuevas pregun tas. Así. la investigación de la lógica aristotélica suministra un modelo de) modo en que una historia crítica de la filosofía permite conectar y relacionar entre sí planteos históricos y sistemáticos. El historiador de la filosofía se encuentra aquí en la misma situación que el historiador de las ciencias. En primer lugar, pregunta por la opinión del autor de las fuentes de las que tiene que ocuparse. Luego, habrá de desplazarse de dicha opinión a ia cosa a la que ella está dirigida, y la confronta con ella. A tal fin. puede incluso buscar caminos hacia esa cosa que no fue ron los caminos del autor y que tal vez nunca hubieran podido serlo. Luego, retornará una vez más al autor, no sólo para poder ahora com prenderlo mejor, sino también para dejarse instruir por él acerca de la cosa mentada en común. Esta permanente oscilación entre la conside ración sistemática y la histórica caracteriza el trabajo de un historiador de la filosofía que se preocupa no sólo por investigar el pensamiento del pasado sino también por hacerlo fructífero para el pensamiento actual. Desde un punto de vista de esa índole, la filosofía antigua puede volverse fructífera y actualizarse de múltiples maneras. En el caso de Aristóteles debe pensarse, en este respecto, no sólo en su fundamentaeión de la lógica formal en los Primeros Analíticos, sino también en su proyecto de una teoría de la ciencia en los Segundos Analíticos, en sus análisis —de hecho aún no superados— del continuo, del tiempo y de las demás estructuras fundamentales del mundo sensible de la vida 11
en la Física, en algunas investigaciones de psicología y de retórica, en la concepción de la tópica, tal como ella experimenta hoy un renaci miento en varias ciencias del espíritu, y finalmente en su concepción —renovada siempre en las formas más diversas hasta el día de hoy— de la metafísica como disciplina fundamental de la filosofía teórica. Se ha de pensar en las reflexiones de Platón que se orientan a la con cepción de las ideas, así, por sólo nombrar un ejemplo, en su concep ción de las matemáticas. La seguridad con la que Platón se mueve en este terreno es tanto más sorprendente, cuanto que su concepción pue de, en diversos aspectos, resultar satisfactoria incluso para las mate máticas de nuestros días. Por ello, se haría bien en echar una ojeada sobre los límites de la filosofía e incluir en su consideración también la ciencia antigua. Esto concierne tanto a la matemática como a la me dicina griega, superada hace mucho respecto del contenido pero no envejecida en varios puntos fundamentales. No debería olvidarse tam poco el importantísimo aporte realizado en estas cuestiones por el mundo romano, a saber, el desarrollo de un derecho acuñado, en su contenido y método, por medio de una ciencia jurídica. El trabajo que los historiadores del derecho han dedicado a su investigación y a su actualización puede el historiador de la filosofía tomarlo para sí como ejemplo, ante todo en lo relativo ai método. Sí uno intenta actualizar la filosofía antigua desde tales puntos de vista, entonces puede hacérsele manifiesta también en este caso la posición dominante que desde antiguo ocupan Platón y Aristóteles. Por cierto que también su pensamiento se desarrolló bajo las contin gentes circunstancias de su época. Sin embargo, su peculiar jerar quía se muestra en el hecho de que su pensamiento puede volverse fructífero incluso para problemas que se sitúan fuera del campo de visión que les trazaba su tiempo. Si pueden ser considerados “clásicos” es porque su pensamiento provee respuestas incluso para preguntas que ellos mismos no se han planteado. Ciertamente, ningún clásico es una autoridad, y quien filosofa sería e! último que estuviera dispuesto a aceptar doctrinas sin prueba y sólo por autoridad. Sin embargo, cuando esa prueba se lleva a cabo, la jerarquía de un clásico se muestra precisamente en el hecho de que no pocas veces puede soportarla a pie firme, incluso cuando ella está organizada a través de preguntas que no fueron las suyas propias. La filosofía antigua demuestra su actualidad, en todo caso, si no permanece tan sólo como objeto de investigación histórica, sino si puede además efectuar un aporte a la elucidación de nuestros proble mas, cuando es interrogada de modo pertinente. Resta aún la cuestión de si en tales casos se aprende algo de los pensadores antiguos o se busca tan sólo confirmación para los propios trabajos, para las propias espe 12
culaciones. Pues, en el fondo, ¿no se actualizan los clásicos de la anti güedad tan sólo porque se busca e incluso se encuentra en ellos medios apropiados para la propia autoconfirmación? Se puede mostrar que hay aspectos doctrinarios de la filosofía antigua cuya actualidad puede fundamentarse de otro modo. Esto vale, sobre todo, para la filosofía práctica de Platón y Aristóteles. Y con ello entramos ya en el tercer aspecto de una posible actualización, el aspecto ejemplar. La filosofía práctica constituye, posiblemente, la más asombro sa contribución que nos han legado los pensadores clásicos. Estos no la concibieron, por lo demás, como una disciplina teórica que tuviera por objeto el mundo del obrar, sino que la entendieron como resultado del cultivo de una facultad que está inmediatamente dirigida a regir la vida práctica tanto en el ámbito individual como en el de la comuni dad. Se trata de la facultad que, designada en la antigüedad con distin tos nombres, las más de las veces con el de phrónesis, se denomina en la actualidad con el de razón práctica. Cuando se habla de razón prác tica, se designa una facultad que está destinada tanto a adquirir cono cimientos acerca de hechos, cuanto a responder, en primera instancia, de una manera racionalmente fundada la cuestión de qué debemos hacer y cómo debemos vivir. En cuanto es práctica, la razón no sólo fundamenta proposiciones, sino que motiva también comportamientos humanos. La filosofía práctica constituye una determinada configu ración de la razón práctica así entendida. En ella se funda incluso cuan do la toma por objeto e intenta producir proposiciones verdaderas sobre ella. Que la razón práctica es posible fue uno de los más importantes descubrimientos de la filosofía antigua. No sólo la explicación del mundo en su totalidad sino también la sanción de las normas de la con vivencia y el obrar humanos son siempre, en primera instancia, justifi cadas a través del mito, la tradición o la autoridad. No necesitan, como tales, hacerse conscientes, para poder determinar la conciencia. Por el contrario, su influjo resulta ya relativo una vez que se sabe de él. Pre cisamente, en esto consiste la obra de una razón que no se deje reducir al desempeño de funciones meramente instrumentales. Esta fue descu bierta por los griegos, en un primer momento, bajo la forma de la ra zón teórica, y, en una etapa posterior, bajo la forma de la razón prác tica. Pero con esto estuvo vinculado el desarrollo de una filosofía prác tica que podía ser aplicada a desarrollar un aparato conceptual con ayuda del cual puede la razón práctica echar luz sobre sí misma. Como es sabido, el desarrollo de la filosofía práctica fue prepa rado por la sofística, un fenómeno del pensamiento griego frecuente mente mal entendido y mal interpretado. Sin embargo, pasa Sócrates, desde antiguo, por fundador de la filosofía práctica clásica, y sin él 13
ésta no puede ser entendida correctamente, tal como aparece docu mentada en las obras respectivas de Platón y Aristóteles. En estas obras se buscan caminos a través de los cuales resultará posible proporcionar un fundamento racional tanto para el obrar del hombre como para las pautas de organización dentro de las cuales puede convivir con sus se mejantes de acuerdo con su propia determinación. Si tal empresa no hubiese alcanzado su objetivo, entonces tampoco habría sido posible darse cuenta de todos los desvíos y perversiones de la razón. Pues sólo a partir de un ideal pueden concebirse las formas degradadas de la razón que determinan, las más de las veces, la vida concreta de los hombres. Los puntos de referencia que determinan la óptica de las obras clá sicas de la filosofía práctica son completamente diferentes entre sí: mientras que la Política aristotélica desarrolla su aparato conceptual en vista de una polis que también para Aristóteles pertenecía ya al pa sado. la República de Platón, en cambio, construye una utopía del Estado que, es cierto, deja ver en su superficie ciertos rasgos de proce dencia espartana, pero que, en su concepción, remite más allá de los límites y del ámbito de experiencia del mundo antiguo. Por su parte, la Etica Nicomaquea de Aristóteles realiza el programa de una feno menología del obrar normativamente regulado, mientras que las Leyes de Platón presentan, echando mano de la ficción de la fundación de un Estado, el modelo de un compendio de legislación discriminado hasta en sus más mínimos detalles. Pero en todos los casos se trata de desa rrollar criterios que han de posibilitar no sólo el análisis del mundo del obrar en su facticidad, sino también resultados considerables y de gran desarrollo ulterior en las polémicas sobre valores y normas. Pues, como había reconocido Aristóteles, el hombre está definido también por el hecho de que, a diferencia de todos los otros seres vivos, puede ponerse de acuerdo con sus semejantes tanto acerca de lo justo y lo injusto como acerca de lo útil y lo perjudicial. Pero el atisbo de dicha posibi lidad resulta ser como un estímulo para su realización. En todo caso, el gran descubrimiento de la filosofía práctica clásica fue que acerca de la cuestión de cómo se ha de vivir puede decidirse sobre la base de una reflexión racional. En el ámbito del conocimiento teórico, los autores clásicos de la antigüedad han seguido siendo un modelo, incluso allí donde la filo sofía y la ciencia han arribado, con nuevos métodos, a nuevos y dife rentes resultados. Sin embargo, en el ámbito de las disciplinas prácticas, allí donde se trate de la legitimación de valores y normas, apenas se ha producido algún adelanto que no haya tenido lugar dentro de los lími tes trazados por los clásicos de la antigüedad. Las ciencias sociales pue den, por cierto, llegar a resultados susceptibles de fundamentación cuando toman por objeto el mundo del obrar en su facticidad. Al do 14
minio de estos hechos pertenecen también la conciencia de las normas y de su validez, su génesis y la historia de su influencia, pero no las nor mas mismas y su validez. La pregunta por la legitimación de las normas mismas está excluida del ámbito de problemas accesibles a la conside ración científica. Cómo se alcanzan objetivos dados de la mejor manera es cosa que puede hoy establecerse con métodos cada vez más exactos. Pero en las cuestiones acerca de a qué objetivos se debe aspirar y de cómo puede un deber de esta índole ser racionalmente fundamentado, en estas cuestiones no hemos ido, en el fondo, más allá que los autores clásicos. Aquí reside el meollo de la actualidad que la filosofía anti gua puede reclamar con toda justicia para sí. Esta actualidad puede ponerse de relieve cuando se intenta reconstruir los aspectos normati vos que allí se encuentran y traducirlos, al mismo tiempo, al lenguaje del mundo moderno. La pregunta acerca de por qué la filosofía práctica de la anti güedad puede, en mayor medida, tener todavía un significado para digmático es susceptible de una respuesta simple: puede , tener esa significación porque las disciplinas prácticas no son capaces de progre so del mismo modo que las teóricas. Por cierto, se concibe el mundo de la vida propio del hombre como sujeto a un constante cambio. Pero estos cambios no son en menor medida consecuencias del progre so del que fueron capaces las ciencias teóricas de la modernidad. Pro gresos ha habido, en considerable medida, ante todo allí donde la cues tión era desarrollar nuevos medios para la satisfacción de las necesida des humanas, y al mismo tiempo provocar con ello necesidades siempre nuevas. Pero en toda situación vuelve a plantearse, finalmente, la vieja cuestión de qué se ha de hacer y cómo se ha de vivir. Respecto de esta cuestión, no hay progreso alguno en sentido estricto, puesto que aquí cada uno debe siempre volver a hacer la experiencia de situarse en el punto de partida. En efecto, todo progreso tanto en el saber como en la habilidad técnica resta ambivalente. No puede verse en él qué se debe hacer propiamente a partir de sus resultados y cómo puede uno valerse de ellos de modo racional. Por mucho que cambien las situaciones y las condiciones de la vida, las preguntas por los verdaderos bienes y por los verdaderos fines del obrar deben siempre volver a plantearse de la misma manera. A la filosofía de la antigüedad queda, de todos modos, el mérito de haber elaborado por vez primera un marco conceptual adecuado para la discusión de tales problemas y de haber ofrecido posibilidades de solución que, en virtud de su significación paradig mática, todavía hoy no han sido superadas. Finalmente, esto resulta de importancia también para el saber teórico, pues los pensadores an tiguos han reconocido el hecho de que toda actividad teórica consti tuye una determinada forma de vida y debe ser juzgada como tal. Si 15
se considera el saber teórico desde este punto de vista, se arriba a con secuencias que atañen a los métodos de que uno se sirve cuando intenta descubrir o fundamentar un saber de esa índole. Con todo, se plantea aquí otra cuestión apremiante, a saber, la cuestión acerca de qué sea verdaderamente digno de saberse dentro del inabarcable dominio de lo cognoscible en general. Es precisamente de los pensadores clásicos de la antigüedad de quienes se puede aprender de modo ejemplar cómo formular la pregunta por lo verdaderamente digno de ser sabido. Universitát Heidelberg
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