SUPREMUS MILITARIS ORDO TEMPLI HIEROSOLYMITANI MIT
SAN BERNARDO DE CLARAVAL Bibliografía, Historia, Escritos. Recopilador Jorge Carmona 20/08/2009
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San Bernardo de Claraval (Clairvaux) (Clairvaux) Fiesta: 20 de agosto (1090-1153) Abad Cisterciense, Doctor de la Iglesia Etim. De Bernardo: "Batallador y valiente". (Bern=batallador; Nard=valiente) Nacido en Borgoña, Francia. Llamado "Mellifluous Doctor" (boca de miel) por su elocuencia. Famoso por su gran amor a la Virgen María. Compuso muchas oraciones marianas. Fundador del Monasterio Cisterciense del Claraval y muchos otros. Biografía San Bernardo, abad es, cronológicamente, el último de los Padres de la Iglesia, pero uno de los que más impacto ha tenido. Nace en Borgoña, Francia (cerca de Suiza) en el año 1090. Con sus siete hermanos recibió una excelente formación en la religión, el latín y la literatura. Con él, la orden del Císter se expandió por toda Europa y ocupó el primer plano de la influencia religiosa. Participó Partici pó en los principales conflictos doctrinales de su época y se implicó en los asuntos importantes de la Iglesia. En el cisma de Anacleto II se movilizó para defender al que fue declarado verdadero Papa, se opuso al racionalista Abelardo y fue el apasionado predicador de la segunda Cruzada. Es una personalidad esencial en la historia de la Iglesia católica y la más notable de su siglo. Ejerció una gran influencia en la vida política y religiosa de Europa. Sus contribuciones han perfilado la religiosidad cristiana, el canto gregoriano, la vida monástica y la expansión de la arquitectura gótica. La Iglesia católica lo canonizó en 1174 y lo declaró Doctor de la Iglesia en 1830. Nació como Bernardo de Fontaine en el castillo de Fontaine-les-Dijon, en Borgoña, Francia en el año 1090. Fue el tercero de siete hermanos. Su padre era caballero delduque delduque de Borgoña y lo educó en la escuela clerical de Châtillon. Después de la muerte de su madre, entró en la Orden del Císter. Esta orden había sido fundada pocos años antes por el Abad Roberto bajo la regla de san Benito, sólo tenía un monasterio, y por la dureza de la vida que llevaban, tenía pocos miembros. Este monasterio se encontraba cercano a su casa paterna, siendo Odón, duque de Borgoña, su benefactor, habiendo contribuido a su construcción y donando tierras y ganados. 2
San Bernardo de Claraval (Clairvaux) (Clairvaux) Fiesta: 20 de agosto (1090-1153) Abad Cisterciense, Doctor de la Iglesia Etim. De Bernardo: "Batallador y valiente". (Bern=batallador; Nard=valiente) Nacido en Borgoña, Francia. Llamado "Mellifluous Doctor" (boca de miel) por su elocuencia. Famoso por su gran amor a la Virgen María. Compuso muchas oraciones marianas. Fundador del Monasterio Cisterciense del Claraval y muchos otros. Biografía San Bernardo, abad es, cronológicamente, el último de los Padres de la Iglesia, pero uno de los que más impacto ha tenido. Nace en Borgoña, Francia (cerca de Suiza) en el año 1090. Con sus siete hermanos recibió una excelente formación en la religión, el latín y la literatura. Con él, la orden del Císter se expandió por toda Europa y ocupó el primer plano de la influencia religiosa. Participó Partici pó en los principales conflictos doctrinales de su época y se implicó en los asuntos importantes de la Iglesia. En el cisma de Anacleto II se movilizó para defender al que fue declarado verdadero Papa, se opuso al racionalista Abelardo y fue el apasionado predicador de la segunda Cruzada. Es una personalidad esencial en la historia de la Iglesia católica y la más notable de su siglo. Ejerció una gran influencia en la vida política y religiosa de Europa. Sus contribuciones han perfilado la religiosidad cristiana, el canto gregoriano, la vida monástica y la expansión de la arquitectura gótica. La Iglesia católica lo canonizó en 1174 y lo declaró Doctor de la Iglesia en 1830. Nació como Bernardo de Fontaine en el castillo de Fontaine-les-Dijon, en Borgoña, Francia en el año 1090. Fue el tercero de siete hermanos. Su padre era caballero delduque delduque de Borgoña y lo educó en la escuela clerical de Châtillon. Después de la muerte de su madre, entró en la Orden del Císter. Esta orden había sido fundada pocos años antes por el Abad Roberto bajo la regla de san Benito, sólo tenía un monasterio, y por la dureza de la vida que llevaban, tenía pocos miembros. Este monasterio se encontraba cercano a su casa paterna, siendo Odón, duque de Borgoña, su benefactor, habiendo contribuido a su construcción y donando tierras y ganados. 2
Cuando a los 23 años, en el año 1113, ingresó como novicio en la orden del Císter, le acompañaban 4 hermanos, un tío y algunos amigos (hasta 30 personas según otras fuentes). Previamente los había probado durante seis meses, asegurándose de su l ealtad y formando un grupo muy unido. El convencer a tantos fue una labor ardua, especialmente a su hermano Guido, que estaba casado y tenía dos hijas, y que finalmente dejó a su familia y entró en la orden. Posteriormente entrarían en la orden su padre y su hermano menor. El año 1115, Esteban Harding, el abad de Císter, ante el doble problema de la masiva presencia del clan de los Fontaine y el repentino hacinamiento que habían provocado en su monasterio, decidió enviar a Bernardo a fundar el monasterio de Claraval, una de las primeras fundaciones cistercienses. Fue designado abad del nuevo monasterio, puesto que desempeñó hasta el final de su vida. Fue el obispo de Chalons-sur-Marne, el filósofo Guillermo de Champeaux quien le ordenó sacerdote y le bendijo como abad. El inicio de Claraval fue muy duro. El régimen impuesto por Bernardo era muy austero y afectó a su salud. Guillermo de Champeaux debió intervenir, delegado por el capítulo General del Císter, para vigilar la salud de Bernardo suavizando la falta de alimentación y la mortificación implacable que se imponía a sí mismo. Este se vio obligado a dejar la comunidad y trasladarse a una cabaña que le servía de enfermería y donde era atendido por unos curanderos. A lo largo de su vida fundó 68 monasterios distribuidos por toda Europa. Los inicios fueron lentos. En los 10 primeros años sólo se establecieron tres nuevas fundaciones: Tres Fontanas (1118), Fontenay (1119) y Foigny (1121). A partir de 1130 se extienden las primeras abadías por Alemania, Inglaterra y España (Moreruela, 1132). Espiritualmente fue un místico y se le considera uno de los fundadores de la mística medieval. Tuvo una gran influencia en el desarrollo de la devoción a la Virgen María. Bernardo fue un inspirador y organizador de las órdenes militares, creadas para acoger y defender a los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa y para combatir elIslam. e lIslam. Así, tuvo gran influencia en la creación y expansión de la Orden del Temple, redactó sus estatutos e hizo reconocerla en el Concilio de Troyes, en 1128. En 1130, el Cisma del antipapa Anacleto lo apartó de la vida monástica en clausura y comenzó una intensa actividad pública en defensa de Inocencio II. Estuvo movilizado de 1130 a 1137 e hizo hi zo del abad uno de los políticos más influyentes de su tiempo. Participó en las principales controversias religiosas de su época. Sostenía que el conocimiento de las ciencias profanas es de escaso valor comparado con el de las l as ciencias. Sus sentimientos frente a los dialécticos se revelaron en los enfrentamientos que mantuvo con Gilberto de la Porré y Pedro Abelardo. La predicación en la Iglesia medieval era esencial y Bernardo fue uno de sus grandes predicadores. Reclamado constantemente por la clerecía local, realizó numerosos viajes por el sur de Francia, Renania y otras regiones. También predicó las excelencias espirituales de la vida monástica y convenció a muchos para que ingresasen en la orden cisterciense. Se le conocía como Doctor melifluo (boca de miel). 3
Se desplazaba habitualmente a pie, acompañado de un monje, que hacía de secretario y escribía a su dictado durante los desplazamientos. Bernardo predicó en el Languedoc en 1145 a los cátaros o albigenses, siendo elogiado, pero en Verfeil, cerca de Toulouse, se le abucheó. Años después de la muerte de Bernardo, en 1209, los cátaros fueron declarados herejes, y varios cistercienses se pusieron al frente de la cruzada que reprimió este movimiento. En 1145, Eugenio III fue nombrado Papa. Es el primer papa cisterciense y discípulo de Bernardo. Había coincidido con él en uno de sus viajes y le siguió desde Italiahasta Claraval. Allí pasó 10 años de vida monástica. En 1140, Bernardo lo había enviado a Italia como abad de Tres Fontanes, la 34 fundación de Claraval. Su mayor y más trágica empresa fue la Segunda Cruzada, cuya predicación fue por completo obra de Bernardo. Allí apareció con toda su fuerza y con toda su debilidad su ideal religioso. Su fracaso afectó negativamente a su influencia y a su figura carismática, excepcional hasta entonces tanto con el poder religioso como político. En 1153, enfermó del estómago -no retenía la comida y las piernas se le hinchaban-, quedó muy débil y murió. Fue canonizado el 18 de junio de 1174 por el papa Alejandro III, siendo declarado Doctor de la Iglesia por Pío VIII en 1830. Su fiesta litúrgica se celebra el 20 de agosto en el aniversario de su muerte, siendo el patrón de Gibraltar, de los trabajadores agrícolas y del Queens' College de Cambridge. Sus atributos iconográficos son la pluma, el libro, el perro, el dragón, la colmena y la figura de la Virgen María. Personalidad de Bernardo Bernardo tenía un extraordinario carisma de atraer a todos para Cristo. Amable, simpático, Inteligente, bondadoso y alegre. Todo esto y vigor juvenil le causaban un reto en las tentaciones contra la castidad y santidad. Por eso durante algún tiempo se enfrió en su fervor y empezó a inclinarse hacia lo mundano. Pero las amistades mundanas, por más atractivas y brillantes que fueran, lo dejaban vacío y lleno de hastío. Después de cada fiesta se sentía más desilusionado del mundo y de sus placeres. A grandes males grades remedios. Como sus pasiones sexuales lo atacaban violentamente, una noche se revolcó sobre el hielo hasta sufrir profundamente el frío. Sabía que a la carne le gusta el placer y comprendió que si la castigaba así, no vendrían tan fácilmente las tentaciones. Aquel tremendo remedio le trajo liberación y paz. S Una visión cambia su rumbo: Una noche de Navidad, mientras celebraban las ceremonias religiosas en el templo se quedó dormido y le pareció ver al Niño Jesús en Belén en brazos de María, y que la Santa 4
Madre le ofrecía a su Hijo para que lo amara y lo hiciera amar mucho por los demás. Desde este día ya no pensó sino en consagrarse a la religión y al apostolado. Un hombre que arrastra con todo lo que encuentra, Bernardo se fue al convento de monjes benedictinos llamado Cister, y pidió ser admitido. El superior, San Esteban, lo aceptó con gran alegría pues, en aquel convento, hacía 15 años que no llegaban religiosos nuevos. La familia que se fue con Cristo. Bernardo volvió a su familia a contar la noticia y todos se opusieron. Los amigos le decían que esto era desperdiciar una gran personalidad para ir a sepultarse vivo en un convento. La familia no aceptaba de ninguna manera. Pero Bernardo les habló tan maravillosamente de las ventajas y cualidades que tiene la vida religiosa, que logró llevarse al convento a sus cuatro hermanos mayores, a su tío y 31 compañeros. Dicen que cuando llamaron a Nirvardo el hermano menor para anunciarle que se iban de religiosos, el muchacho les respondió: "¡Ajá! ¿Conque ustedes se van a ganarse el cielo, y a mí me dejan aquí en la tierra? Esto no lo puedo aceptar". Y un tiempo después, también él se fue de religioso. Antes de entrar al monasterio, Bernardo llevó a su finca a todos los que deseaban entrar al convento para prepararlos por varias semanas, entrenándolos acerca del modo como debían comportarse para ser unos fervorosos religiosos. En el año 1112, a la edad de 22 años, entra en el monasterio de Cister. Mas tarde, habiendo muerto su madre, entra en el monasterio su padre. Su hermana y el cuñado, de mutuo acuerdo decidieron también entrar en la vida religiosa. Vemos en la historia la gran influencia de las relaciones tanto para bien como para mal. En la historia de la Iglesia es difícil encontrar otro hombre que haya sido dotado por Dios de un poder de atracción tan grande para llevar gentes a la vida religiosa, como el que recibió Bernardo. Las muchachas tenían terror de que su novio hablara con el santo. En las universidades, en los pueblos, en los campos, los jóvenes al oírle hablar de las excelencias y ventajas de la vida en un convento, se iban en numerosos grupos a que él los instruyera y los formara como religiosos. Durante su vida fundó más de 300 conventos para hombres, e hizo llegar a gran santidad a muchos de sus discípulos. Lo llamaban "el cazador de almas y vocaciones". Con su apostolado consiguió que 900 monjes hicieran profesión religiosa. Fundador de Claraval. En el convento del Cister demostró tales cualidades de líder y de santo, que a los 25 años (con sólo tres de religioso) fue enviado como superior a fundar un nuevo convento. Escogió un sitio apartado en el bosque donde sus monjes tuvieran que derramar el sudor de su frente para poder cosechar algo, y le puso el nombre de Claraval, que significa valle claro, ya que allí el sol ilumina fuerte todo el día. Supo infundir del tal manera fervor y entusiasmo a sus religiosos de Claraval, que habiendo comenzado con sólo 20 compañeros a los pocos años tenía 130 religiosos; de este convento de Claraval salieron monjes a fundar otros 63 conventos.
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La Predicación de santo. Lo llamaban "El Doctor boca de miel" (doctor melífluo). Su inmenso amor a Dios y a la Virgen Santísima y su deseo de salvar almas lo llevaban a estudiar por horas y horas cada sermón que iba a pronunciar, y luego como sus palabras iban precedidas de mucha oración y de grandes penitencias, el efecto era fulminante en los oyentes. Escuchar a San Bernardo era ya sentir un impulso fortísimo a volverse mejor. Su amor a la Virgen Santísima. Los que quieren progresar en su amor a la Madre de Dios, necesariamente tienen que leer los escritos de San Bernardo por la claridad y el amor con que habla de ella. Él fue quien compuso aquellas últimas palabras de la Salve: "Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María". Y repetía la bella oración que dice: "Acuérdate oh Madre Santa, que jamás se oyó decir, que alguno a Ti haya acudido, sin tu auxilio recibir". El pueblo vibraba de emoción cuando le oía clamar desde el púlpito con su voz sonora e impresionante. Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial. Sus bellísimos sermones son leídos hoy, después de varios siglos, con verdadera satisfacción y gran provecho. Viajero incansable El más profundo deseo de San Bernardo era permanecer en su convento dedicado a la oración y a la meditación. Pero el Sumo Pontífice, los obispos, los pueblos y los gobernantes le pedían continuamente que fuera a ayudarles, y él estaba siempre pronto a prestar su ayuda donde quiera que pudiera ser útil. Con una salud sumamente débil (porque los primeros años de religioso se dedicó a hacer demasiadas penitencias y se le dañó la digestión) recorrió toda Europa poniendo la paz donde había guerras, deteniendo las herejías, corrigiendo errores, animando desanimados y hasta reuniendo ejércitos para defender la santa religión católica. Era el árbitro aceptado por todos. Exclamaba: A veces no me dejan tiempo durante el día ni siquiera para dedicarme a meditar. Pero estas gentes están tan necesitadas y sienten tanta paz cuando se les habla, que es necesario atenderlas (ya en las noches pasaría luego sus horas dedicado a la oración y a la meditación). De carbonero a Pontífice Un hombre muy bien preparado le pidió que lo recibiera en su monasterio de Claraval. Para probar su virtud lo dedicó las primeras semanas a transportar carbón, lo cual hizo de 6
muy buena voluntad. Llegó a ser un excelente monje, y más tarde fue nombrado Sumo Pontífice: Honorio III. El santo le escribió un famoso libro llamado "De consideratione", en el cual propone una serie de consejos importantísimos para que los que están en puestos elevados no vayan a cometer el gravísimo error de dedicarse solamente a actividades exteriores descuidando la oración y la meditación. Y llegó a decirle: "Malditas serán dichas ocupaciones, si no dejan dedicar el debido tiempo a la oración y a la meditación". Despedida gozosa. Después de haber llegado a ser el hombre más famoso de Europa en su tiempo y de haber conseguido varios milagros (como por Ej., Hacer hablar a un mudo, el cual confesó muchos pecados que tenía sin perdonar) y después de haber llenado varios países de monasterios con religiosos fervorosos, ante la petición de sus discípulos para que pidiera a Dios la gracia de seguir viviendo otros años más, exclamaba: "Mi gran deseo es ir a ver a Dios y a estar junto a Él. Pero el amor hacia mis discípulos me mueve a querer seguir ayudándolos. Que el Señor Dios haga lo que a Él mejor le parezca". Y a Dios le pareció que ya había sufrido y trabajado bastante y que se merecía el descanso eterno y el premio preparado para los discípulos fieles, y se lo llevó a sus eternidad feliz el 20 de agosto del año 1153. Tenía 63 años. El sumo pontífice lo declaró Doctor de la Iglesia. San Bernardo: gran predicador, enamorado de Cristo y de la Madre Santísima: pídele al buen Dios que nos conceda a nosotros un amor a Dios y al prójimo, semejante al que te concedió a ti. Quiera Dios que así sea. Nota interesante: San Bernardo escribió la vida de San Malaquías quién murió en sus brazos camino a Roma.
Principales intervenciones públicas Organización de la Orden del Temple En el año 1099, los cruzados recuperaron Jerusalén y los lugares santos de Palestina. Los peregrinos eran atacados y robados en los caminos. Algunos caballeros decidieron prolongar su voto y dedicar su vida a la defensa de los peregrinos. En 1127, Hugo de Payens solicitó al papa Honorio II el reconocimiento de su organización. Recibieron el apoyo del abad Bernardo, sobrino de uno de los nueve Caballeros fundadores y a la postre quinto Gran Maestre de la Orden, André de Montbard. Así, se reunió un concilio en Troyes para regular su organización. En el concilio, solicitaron a Bernardo que redactase su regla, que fue sometida a debate y con algunas modificaciones fue aprobada. La regla del Temple fue pues una regla cisterciense, pues contiene grandes analogías con la misma; no podía ser de otra forma ya que el abad era su inspirador. Era típica de las sociedades medievales, con 7
estructuras jerarquizadas, poderes totalitarios, regula la elección de los que mandan y estructura las asambleas para asistirlos y, en su caso, controlarlos. Después de esta primera redacción, hubo una segunda debida a Esteban de Chartres, Patriarca de Jerusalén, denominada regla latina y cuyo texto se ha mantenido hasta nuestros días. Bernardo escribió en 1130, el Elogio de la Nueva Milicia Templaria, que asoció a los lugares de la vida de Jesús con infinidad de citas bíblicas. Intentó equiparar la nueva milicia a una milicia divina: Aspira esta milicia a exterminar a los hijos de la infidelidad...combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso y contra las fuerzas espirituales del mal. Elogio de la Nueva Milicia Templaria. Intervención en el cisma del antipapa Anacleto en defensa de Inocencio II Fallecido el papa Honorio II, se produjo una doble elección papal. La mayoría de los cardenales apoyaron al cardenal Pietro Pierleoni que adoptó el nombre de Anacleto II; mientras que una minoría de cardenales se decantaron por Gregorio Papareschi (Inocencio II). La aparición de dos papas provocó el cisma y enfrentó a media cristiandad que apoyaba a Anacleto II con la otra media, que defendía a Inocencio II. Este último contaba con el apoyo de Bernardo, que se recorrió Europa desde 1130 a 1137, explicando sus puntos de vista a monarcas, nobles y prelados. Su intervención fue decisiva en el concilio de Estampes, convocado por rey francés Luis VI. Así mismo, la influencia de Bernardo favoreció la confirmación de Inocencio II, consiguiendo los apoyos de Enrique I de Inglaterra, el emperador alemán Lotario II, Guillermo de Aquitania, los reyes de Aragón, de Castilla, Alfonso VII, y las repúblicas de Génova y Pisa. Finalmente, Anacleto fue rechazado como Papa y fue excomulgado. Controversia con Abelardo Abelardo, uno de los primeros escolásticos, se había iniciado en la dialéctica y mantenía que se debían buscar los fundamentos de la fe con similitudes basadas en la razón humana. Así argumentaba: Me dispuse a explicar los fundamentos de nuestra fe mediante similitudes basadas en la razón humana. Mis alumnos me pedían razones humanas y filosóficas y me reclamaban aquello que pudiesen entender y no aquello sobre lo que no pudiesen discernir. Decían que no servía de nada pronunciar muchas palabras, si no se hacía con inteligencia; que no se podía creer nada que previamente no se hubiese entendido; y que es ridículo que alguien predique nada que ni él ni sus alumnos no puedan abarcar con el intelecto. Pedro Abelardo, Historia Calamitatum 8
Estas nuevas ideas de Abelardo fueron rechazadas por los que pensaban de forma tradicional, entre ellos el abad. Así en 1139, Guillermo de Saint-Thierry encontró 19 proposiciones supuestamente heréticas de Abelardo y Bernardo de Claraval las remitió a Roma para que fuesen condenadas. En el sínodo de Sens le exigieron a Abelardo retractarse y al no hacerlo, el papa confirmó al sínodo de Sens y lo condenó por hereje a perpetuo silencio como docente. Bernardo en carta a Inocencio II —Contra errores Petri Abaelardi —, refutó los supuestos errores de Abelardo, pues consideraba que la fe sólo debe ser aceptada: Puesto que estaba dispuesto a emplear la razón para explicarlo todo, incluso aquellas cosas que están por encima de la razón, su presunción estaba contra la razón y contra la fe. Porque, ¿hay algo más hostil a la razón que tratar de trascender la razón por medio de la razón? y ¿qué hay más hostil a la fe que negarse a creer lo que no puede alcanzarse con la razón? Contra quaedam capitula errorum Abaerlardi . Para Bernardo, la verdad que hay tras la creencia en Dios es un hecho directamente infundido por la divinidad y por lo tanto incuestionable. Contra la pretensión de los racionalistas de que la teología debía apoyarse en pruebas, afirmó en un argumento muy conocido: La conocemos (la Verdad). Pero ¿cómo pensamos que la comprendemos? La disquisición no la comprende, pero sí la santidad, si de algún modo es posible comprender lo incomprensible. Pero si no pudiese ser comprendida, el apóstol no habría dicho... y fundados en la caridad, podáis comprender en unión de todos los santos. Los santos, por tanto, comprenden. ¿Queréis saber cómo?. Si sois santos, comprenderéis y sabréis. Si no, sed santos y sabréis por experiencia. Tractatus de laudibis Parisius. La opinión de Bernardo, acerca del mal empleo que hacía Abelardo de la razón, se ganó el apoyo de místicos,irracionalistas y filósofos, que estuvieron de acuerdo con él . Predicación de la Segunda Cruzada En la Segunda Cruzada, asumió el papel político más importante de su vida, al convertirse en el predicador de la nueva guerra santa. El fracaso de la misma le supuso el declinar de su influencia política. Cincuenta años antes, durante la Primera Cruzada se estableció en Palestina un reino feudal gobernado por nobles franceses. En 1144, los ejércitos del Islam tomaron la ciudad cristiana de Edesa. En 1145, Luis VII de Francia propuso la cruzada y pidió a Bernardo que la predicase. Este respondió que solo el Papa le podía encargar esa predicación. El rey realizó la petición al Papa. Fue entonces, cuando el Papa Eugenio III, que había sido monje 9
en Claraval y discípulo de Bernardo, pidió al Santo que predicase la cruzada y las indulgencias que de ella se derivaban. El Bernardo que predicó la Cruzada mostró una personalidad diferente a lo que había sido hasta entonces. Él entendía la vida interior como unión del alma humana con Dios e identificaba la vida interior con la vida de toda la iglesia, de todo el Cuerpo Místico, siendo su concepción de la cruzada básicamente mística. Consideraba que la Iglesia Católica podía llamar a las armas a las naciones cristianas para salvaguardar el orden establecido por Dios. Parece que no tuvo necesidad de comprender el Islam. Según él, si Dios juzgaba necesario que los ejércitos defendieran su reino, si el mismo Papa le ordenaba predicar la Cruzada, estaba claro para él que se trataba de una misión divina. Por tanto transmitió a los cristianos que se trataba de una guerra santa, pues así la concebía él. En un escrito posterior al Papa, así reflexionó sobre la cruzada: Me lo ordenasteis y obedecí. La autoridad del que me mandaba hizo fecunda mi obediencia. Abrí mis labios, hablé y se multiplicaron los cruzados, de suerte que quedaron vacíos las ciudades y castillos, y difícilmente se encontraría un hombre por cada 7 mujeres. La predicación realizada en Alemania, lo fue en contra de la voluntad del papa, y ganó para la causa al emperador Conrado III y a numerosos príncipes. Según Maschke, Bernardo es mucho más fogoso como predicador que como hombre de Estado y como político de la Iglesia, electriza a los pueblos de Occidente, infundiéndoles la sola voluntad de acudir a la Cruzada. Los cruzados fueron derrotados por el Islam, lo que provocó un gran pesimismo en toda la cristiandad. San Bernardo, que había sido el principal animador y el que había encendido a los pueblos, fue llamado embaucador y falso profeta. El fracaso de la segunda Cruzada dañó profundamente la confianza en el pontificado y se habló abiertamente de que la fe cristiana había sufrido un duro revés. Bernardo quedó muy afectado, sin embargo pensó que por lo menos había sido criticado él y no Dios. Así lo escribió en De Consideratione, dirigido al papa Eugenio III.
Bernardo de Claraval predicando la Segunda Cruzada en Vézelay en 1146
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Su Orden del Císter Abad del Císter A los 23 años, en el año 1113, ingresó en la orden del Císter. Dos años después, Esteban Harding, el abad de Císter, le envió a fundar una de las primeras fundaciones cistercienses, el monasterio de Claraval, del que fue designado abad, puesto que ocupó hasta el final de su vida. La orden, entonces, estaba en formación. Esteban Harding era el tercer abad que tenía la orden, y en 1119 dotó al Císter de una regla propia, la Carta de Caridad , en la que se establecían las normas comunitarias de total pobreza, de obediencia a los obispos y de dedicación al culto divino con dejación de las ciencias profanas. Bernardo participó personalmente en la formación del espíritu cisterciense y fue el artífice de la gran difusión de la orden cisterciense, pasando del único monasterio cuando ingresó a 343 cuando murió, de los que 168 pertenecían a la filiación de Claraval y 68 fueron fundados por él mismo. La enorme influencia que alcanzaron los cistercienses se debió a Bernardo que trascendió ampliamente a la orden. Ha sido la figura más destacada de la Orden y es venerado como fundador. Císter fue una concepción de la vida monástica medieval totalmente distinta a Cluny. La regla cisterciense era, en la práctica, una crítica de la de Cluny.31 Esta crítica a los cluniacenses, la concretó Bernardo en 1124, en su escrito Apología a Guillermo: La iglesia relumbra por todas partes, pero los pobres tiene hambre. Los muros de la iglesia están cubiertos de oro, pero los hijos de la iglesia siguen desnudos. Por Dios, ya que no os avergonzáis de tantas estupideces, lamentad al menos tantos gastos. Apología a Guillermo. A partir de la Apología a Guillermo, la regla cisterciense apareció como una reacción contra los excesos cluniacenses. Si durante el siglo XI los monjes cluniacenses habían asumido un gran protagonismo dentro de la iglesia, ocupando sus más altos cargos y ejerciendo su influencia sobre el poder civil, en el siglo XII ese papel les correspondió desempeñarlo a los cistercienses. Inspirador de la arquitectura cisterciense Su Apología a Guillermo estableció también los criterios teóricos que luego se emplearían en la construcción de todas las abadías cistercienses. En este escrito, Bernardo criticó duramente la escultura, la pintura, los adornos y las dimensiones excesivas de las Iglesias de los cluniacenses. Partiendo del espíritu cisterciense de pobreza y ascetismo riguroso, llegó a la conclusión de que sus monjes, que habían renunciado a las bondades del 11
mundo, no precisaban de nada de esto para reflexionar en la ley de Dios. La crítica la desplegó sobre dos ejes. En primer lugar, la pobreza voluntaria: las esculturas y adornos eran un gasto inútil; despilfarran el pan de los pobres. En segundo lugar, rechazaba también las imágenes porque distraían la atención de los monjes, los apartaban de encontrar a Dios a través de la Escritura. Cuando, en 1135, tenían unas 90 abadías y aumentaban a un ritmo de 10 nuevas por año, Bernardo debió pensar que la orden estaba consolidada y con un crecimiento desmedido siendo urgente un modelo de abadía que garantizase la uniformidad de la Orden. También debió reflexionar que la orden no podía seguir con las efímeras construcciones de madera y adobe, precisando monasterios en piedra que sirviesen a las generaciones futuras de monjes. Ello lo concretó en la construcción en piedra de las dos primeras abadías, Claraval II (a partir de 1135) y Fontenay (comenzada en 1137), que se construyeron de forma simultánea. En las dos intervino de forma decisiva, ya que de Claraval era su abad y Fontenay era filial suya. Él fue el inspirador de ambas construcciones y de sus soluciones formales. Para él, la arquitectura cisterciense debía reflejar el ascetismo y la pobreza absoluta llevada hasta un desposeimiento total que practicaban a diario y que constituía el espíritu del císter. Así terminó definiendo una estética de simplificación y desnudez que pretendía transmitir los ideales de la orden: silencio, contemplación, ascetismo y pobreza. Estas primeras abadías se construyeron en estilo románico borgoñés, que había alcanzado toda su plenitud: (bóveda de cañón apuntada y bóveda de arista). arista) . Posteriormente, cuando en 1140, surgió el estilo góticoen góticoen la benedictina abadía de San Denis, los cistercienses aceptaron rápidamente algunos conceptos del nuevo estilo y empezaron a construir en los dos estilos, siendo frecuentes las abadías donde conviven dependencias románicas y góticas de la misma época. Con el paso del tiempo, el románico se abandonó. Al prescindir de todo lo superfluo, el estilo cisterciense consiguió unos espacios desnudos, conceptuales y originales que lo hace plenamente identificable. Influencia en el Papa cisterciense Eugenio III Eugenio III era hijo espiritual de Bernardo. Bernardo .34 Como se ha explicado, antes de ser elegido papa, estuvo 10 años en Claraval siendo monje bajo la autoridad espiritual de su abad Bernardo. Después, durante otros 5 años, fue abad de un monasterio filial de Claraval, por lo tanto, seguía manteniendo esa relación de dependencia espiritual. Ya siendo Papa, mantenían frecuente correspondencia entre ellos, pidiéndole Eugenio, que le escribiera un tratado sobre las obligaciones de ser Papa. El abad así lo hizo y escribió el tratado De Consideratione en 5 libros. El primero lo escribió en 1149, el segundo en 1150, el tercero después del desastre de la cruzada en 1152 y los dos últimos a continuación. Es su tratado más conocido y aunque lo escribió para el Papa Eugenio, en la práctica, lo estaba haciendo también para todos los Papas posteriores. De hecho, se conoce la importancia que muchos Papas han dado a este texto. 12
Bernardo seguía sintiéndose su padre espiritual, así lo manifestó repetidamente en el prólogo de De Consideratione : el amor que os profeso no os considera como Señor, os reconoce por hijo suyo entre las insignias y el esplendor de vuestra excelsa dignidad...Os amé cuando eras pobre, igual os he de amar hecho padre de los pobres y de los ricos. Porque bien os conozco, no por haber sido hecho padre de los pobres dejáis de ser pobre de espíritu. espíritu. En este escrito, insiste en la necesidad de la vida interior y de la oración para aquellos que tienen las mayores responsabilidades de la Iglesia. Escribió sobre el peligro de dejarse llevar por los asuntos de Estado y descuidar la oración y las realidades de lo alto. Sobre los poderes del Papa, le escribió defendiendo la supremacía del poder espiritual y el derecho de la Iglesia a emplear los ejércitos seglares. Se basaba en las palabras que los apóstoles dijeron a Jesús cuando lo apresaron, recogidas en el Evangelio de san Lucas, que él interpretó para fundamentar de nuevo la doctrina de las dos espadas, espadas , presente en el pensamiento cristiano desde los inicios de la Edad Media: Si la espada material no perteneciese a la Iglesia, el Señor no habría replicado Es bastante a los apóstoles cuando le dijeron Aquí dijeron Aquí hay dos espadas, espadas , sino Es demasiado. demasiado. Por tanto, de la Iglesia son la espada espiritual y la espada material, pero esta ha de ser manejada para la Iglesia, y aquella, por la Iglesia. De consideratione También le escribió que el poder del Papa no es ilimitado: Yerras si, como creo, piensas que tu poder apostólico es el único instituido por Dios... (dice el apóstol:) No hay poder que no proceda de Dios...Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores...No superiores ...No dice la autoridad superior , como si se refiriese a una, sino las autoridades superiores, superiores , como si se refiriese a varias. Por tanto, tu poder no es el único que procede de Dios, también proceden de Él , el poder de los medianos y de los pequeños. De consideratione Estaba convencido de que todos los cargos de la Iglesia procedían directamente de Dios y así lo escribió al Papa: Reflexiona que la santa Iglesia romana no es la señora, sino la madre de las iglesias. Vos no sois el señor de los obispos, sino uno de ellos. De consideratione
Su doctrina Fue el primero que formuló los principios básicos de la mística, contribuyendo a configurarla como cuerpo espiritual de la Iglesia católica. Su devoción a la humanidad del Redentor se trató de una innovación basada en el Cristo de los Padres y de san Pablo. Su forma de relacionarse con Cristo, llevó a nuevas formas de espiritualidad basadas en la imitación de Cristo 13
Su teología mística tuvo como fin principal mostrar el camino de la unión espiritual con Dios. Su doctrina de búsqueda de unión a Dios se inspiró en el estudio de las escrituras y de los padres de la Iglesia, así como en su propia experiencia religiosa. El esquema de la mística bernardiana propone ascender desde lo más profundo de lpecado original hasta lo más elevado del amor, la unión mística con Dios. En este ascenso enumeró 4 grados de amor, descritos en su tratado Del amor de Dios: Dios: ...En primer lugar, pues, se ama el hombre a si por si mismo, pues es carne, y no puede gustar nada fuera de si...más, cuando ve que no puede subsistir por sí, comienza a buscar a Dios por la fe, y a amarle, como que le es tan necesario. Ama, pues, en el segundo grado a Dios, pero por sí, no por Él mismo. Ya después que comenzó, con ocasión de la propia necesidad, a reverenciarle y frecuentarle, meditando, orando, obedeciéndole, poco a poco en virtud de este género de familiaridad, se da a conocer Dios y consiguientemente se hace también más dulce, y así... pasa al grado tercero, para amar a Dios no ya por sí, sino por Él mismo... en este grado se está mucho tiempo...y desde entonces, juntándose a Él será con Él un espíritu...cuando se entra en estas grandezas espirituales y divinas habría de ser despejado de todas las enfermedades de la carne... Del amor de Dios. Conocemos tres venidas del Señor… hay una venida intermedia… oculta, sólo la ven los elegidos, en sí mismos…pero, para que no pienses…que… la venida
intermedia son invención nuestra, oye al mismo Señor: El que me ama guardara mi palabra; mi Padre lo amará y vendremos a fijar en él nuestra morada …gracias a esta venida, nosotros que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial... Sermón 5 en el Adviento. La influencia del pensamiento de Bernardo sobre misticismo y devoción mariana en las órdenes religiosas europeas fue muy importante. Obsérvese los cuadros de devoción de este artículo que corresponden a encargos de franciscanos, capuchinos y cartujos de Italia y España, alguno de ellos realizado casi quinientos años después de su muerte.
Devoción mariana En el occidente cristiano y a partir de finales del siglo XI, se desarrolló masivamente el culto popular a la Virgen María. Bernardo tuvo un papel importante en la propagación de ese culto mariano. Su teología sobre María fue rápidamente aceptada por los fieles y sus sermones se difundieron por toda la cristiandad. El más conocido, es Del acueducto: ...tan grande acueducto...sobrepasase los cielos y pudiese llegar a aquella vivísima fuente de las aguas que está sobre los cielos...¿Cómo llegó este nuestro acueducto a aquella fuente tan sublime?... según está escrito: la oración del justo penetra en los cielos...¿Quién será justo, si no lo es María, de quien nació para nosotros el sol de justicia?... sea lo que fuere aquello que dispones ofrecer, acuérdate de encomendarlo a María, para que vuelva la gracia, por el mismo cauce por donde 14
corrió, al dador de la gracia...aquello que deseas ofrecer, procura depositarlo en aquellas manos de María... a fin de que sea ofrecido al Señor, sin sufrir de Él repulsa... Del acueducto. La figura de María no se entendía como hoy. Así el abad mostró sus dudas sobre la Inmaculada Concepción: ...con toda certeza, solo la gracia hizo limpia a María del contagio original...la fiesta de la Inmaculada Concepción es una fiesta que desconocen los ritos de la Iglesia...ni recomienda la tradición antigua. No se puede afirmar que patrocinara la Asunción de María (en esto coincidía con la corriente anti asuncionista que entonces predominaba).
Las fuentes de su doctrina Sus fuentes fueron fundamentalmente las Sagradas Escrituras y también las fuentes de la tradición cristiana. Ambas fueron siempre sus grandes argumentos. Bernardo creía en la revelación verbal del texto bíblico. Esta creencia, considerada hoy errónea por la teología católica, la heredó de Orígenes, su maestro en Exégesis. Así, en cada palabra de la Biblia buscaba interpretaciones y sentidos desconocidos y ocultos. Cuando no comprendía unas frases o un sentido del texto, se humillaba y pedía a Dios que le iluminara, pues entendía que si Dios había puesto esa palabra o esa frase y no otra, lo hacía por una razón concreta. Esta fe en la revelación verbal le originó importantes periodos místicos que quedaron recogidos en sus escritos. Su búsqueda de la interpretación del texto sagrado, sin limitarse al sentido pretendido por el escritor sagrado, para obtener de él la justificación de sus experiencias personales, profundiza en la reflexión y en la contemplación de la misma forma que la Iglesia primitiva y siguiendo la tradición mística de los padres griegos de la Escuela de Alejandría. Resulta esclarecedor lo que pensaban de él los dos principales artífices de la Reforma Protestante. Martín Lutero dijo que Bernardo supera a todos los demás Doctores de la Iglesia y Juan Calvino lo alabó: el abad Bernardo habla el lenguaje de la misma verdad . Los libros de la Biblia que más citó y por lo tanto con los que más se identificaba son: el libro de los Salmos 1519 veces; las cartas de Pablo 1388 veces; el Evangelio de Mateo 614 veces; el Evangelio de Juan 469 veces; el Evangelio de Lucas 465 veces; el Libro de Isaías 358 veces y el Cantar de los Cantares 241 veces. La segunda fuente para él era la Tradición. En su tiempo había dos escuelas teológicas contrarias: la escuela antigua o tradicional, de la que él era el principal exponente, y la escuela moderna, patrocinada por Abelardo, basada en especulaciones y en la crítica filosófica de las ideas. Bernardo consideraba estéril la filosofía, pues argumentaba que en nada sirve al hombre para alcanzar su fin último. Despreciaba a Platón y Aristóteles. En cierta ocasión dijo: mis maestros son los apóstoles, ellos no me han enseñado a leer a Platón ni a ejercitarme en las disquisiciones de Aristóteles... . Sin embargo, tenía una concepción neoplatónica del alma humana, que consideraba estaba creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a una unión perfecta con Él. 15
Los Padres de la Iglesia que más seguía, eran los que entonces se consideraban los maestros más autorizados de la Iglesia: se declaró fiel discípulo de san Ambrosioy de san Agustín, los llamó las dos columnas de la Iglesia y escribió que difícilmente se apartaría de su parecer ( en el Tratado sobre el Bautismo). En moral, su referencia era Gregorio Magno. Copió, sin citarlo, con frecuencia a Casiodoro en sus comentarios sobre los Salmos. Muchos bellos pensamientos que describió Bernardo, en realidad son de Casiodoro. Entre los Padres griegos, citó a menudo a Orígenes (le encantaba su exégesis alegórica) y a Atanasio. Tenía una gran devoción a Benito de Nursia y a su única obra la regla de los monjes, La Regula monasteriorum. Esta obra era la maestra de su corazón y de su intelecto, estando convencido que, como la Biblia, era un libro directamente inspirado por Dios. Cuatro de sus obras tienen similitudes con otras de la literatura patrística: 1.- Los sermones sobre el Cantar de los cantares. En el Concilio de Sens, Berenguer de Escocia le recriminó haber copiado descaradamente a Orígenes, Ambrosio, Rexio de Autun y Beda el Venerable; 2.- Los 17 sermones sobre el salmo 90 describen la doctrina de san Agustín; 3.Las 4 homilías de alabanzas de la Virgen Maria tienen citas textuales de Ambrosio y de san Agustín; 4.- Sobre la gracia y el libre albedrío es un resumen de la doctrina de san Agustín.
Escritos Sus escritos no son numerosos, ocupan solo los tomos 182 y 183 de la Patrología Latina de Migne (compilación de los escritos de los Padres de la Iglesia y de otros escritores eclesiásticos publicados entre 1844 y 1865). Esta cifra es pequeña comparada con otros Padres de la Iglesia. Sus numerosas actividades no le permitieron un trabajo extenso. Por lo general, son obras de ocasión, rápidas, solicitadas por terceros. Muestran al hombre de acción, al renovador del Císter, a un reformador de la sociedad laica y religiosa y defensor del Papado, también reflejan la seguridad de la personalidad religiosa más influyente del siglo XII, como San Agustín en el siglo V o Santo Tomás en el siglo XIII. Dejó una producción de unas 500 cartas, del orden de 350 sermones y varios tratados doctrinales. Sus escritos más conocidos son los sermones —el sermón en los monasterios de la Edad Media tenía mucha influencia en la formación religiosa e intelectual del monje —. Después los tratados, breves pero de enorme valor espiritual para la Iglesia católica, desarrollando una doctrina precisa y coherente. Empleó un elegante latín y fue de los escritores más notables de su época, junto a Abelardo y Gilberto de la Porée.
Iconografía de san Bernardo No se sabe cómo era San Bernardo, no existen retratos reales. Sí hay multitud de representaciones figuradas, que corresponden habitualmente a cuadros de piedad y devoción. 16
En este artículo se presentan cinco ejemplos. El cuadro, denominado Premio lácteo a San Bernardo, fue pintado por Alonso Cano entre 1646 y 1650 para los capuchinos de Toledo. Existe otro cuadro parecido, que no se representa aquí, pintado por Murillo y también en el Museo del Prado, donde se aparece la Virgen a San Bernardo para ofrecerle su leche como premio por su defensa mariana. La leyenda de la lactatio debió ser muy conocida en España, estando incluida en el Cancionero de Úbeda. Un motivo similar mencionó el rey Alfonso X el Sabio en susCantigas (LIV y XCIII): narrando el prodigio de la resurrección de un monje cisterciense, que obró la Virgen dándole leche de su seno. El cuadro de Francisco Ribalta, Cristo abrazado a San Bernardo, fue pintado entre 1625 y 1627 para la cartuja italiana de Portocoeli , para la cual trabajó Ribalta en sus últimos años.
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Premio lácteo a San Bernardo
Alonso Cano, Museo del Prado El santo arrodillado recibe un chorro de leche del seno de una imagen de la Virgen
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Cristo abrazado a San Bernardo Francisco Ribalta, Museo del Prado Obra capital del misticismo español y de una gran expresividad devocional.
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DE LA CASA DE LA DIVINA SABIDURIA, LA VIRGEN MARÍA 1. ... Como hay varias sabidurías, debemos buscar qué sabiduría edificó para sí la casa. Hay una sabiduría de la carne, que es enemiga de Dios, y una sabiduría de este mundo, que es insensatez ante Dios. Estas dos, según el apóstol Santiago, son terrenas, animales y diabólicas. Según estas sabidurías, se llaman sabios los que hacen el mal y no saben hacer el bien , los cuales se pierden y se condenan en su misma sabiduría, como está escrito: Cogeré a los sabios en su astucia; Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudente. Y, ciertamente, me parece que a tales sabios se adapta digna y competentemente el dicho de Salomón: Vi una malicia debajo del sol: el hombre que se cree ante sí ser sabio. Ninguna de estas sabidurías, ya sea la de la carne, ya la del mundo, edifica, más bien destruyen cualquiera casa en que habiten. Pero hay otra sabiduría que viene de arriba; la cual primero es pudorosa, después pacífica. Es Cristo, Virtud y Sabiduría de Dios, de quien dice el Apóstol: Al cual nos ha dado Dios como sabiduría y justicia, santificación y redención. 2. Así, pues, esta sabiduría, que era de Dios, vino a nosotros del seno del Padre y edificó para sí una casa, es a saber, a María virgen, su madre, en la que t alló siete columnas. ¿Qué significa tallar en ella siete columnas sino hacer de ella una digna morada con la fe y las buenas obras? Ciertamente, el número ternario pertenece a la fe en la santa Trinidad, y el cuaternario, a las cuatro principales virtudes. Que estuvo la Santísima Trinidad en María (me refiero a la presencia de la majestad), en la que sólo el Hijo estaba por la asunción de la humanidad, lo atestigua el mensajero celestial, quien, abriendo los misterios ocultos, dice: "Dios, te salve, llena de gracia, el Señor es contigo"; y en seguida: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra". He ahí que tienes al Señor, que tienes la virtud del Altísimo, que tienes al Espíritu Santo, que tienes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Ni puede estar el Padre sin el Hijo o el Hijo sin el Padre o sin los dos el que procede de ambos, el Espíritu Santo, según lo dice el mismo Hijo: "Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí". Y otra vez: "El Padre, que permanece en mí, ése hace los milagros" . Es claro, pues, que en el corazón de la Virgen estuvo la fe en la Santísima Trinidad. 3. Que poseyó las cuatro principales virtudes como cuatro columnas, debemos investigarlo. Primero veamos si tuvo la fortaleza. ¿Cómo pudo estar lejos esta virtud de aquella que, relegadas las pompas seculares y despreciados los deleites de la carne, se propuso vivir sólo para Dios virginalmente? Si no me engaño, ésta es la virgen de la que se lee en Salomón: ¿Quién encontrará a la mujer fuerte? Ciertamente, su precio es de los últimos confines. La cual fue tan valerosa, que aplastó la cabeza de aquella serpiente a la que dijo el Señor: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, tu descendencia y su descendencia; ella aplastará tu cabeza" Que fue templada, prudente y justa, lo comprobamos con luz más clara en la alocución del ángel y en la respuesta de ella. Habiendo saludado tan honrosamente el ángel diciéndole: "Dios te salve, llena de gracia", 20
no se ensoberbeció por ser bendita con un singular privilegio de la gracia, sino que calló y pensó dentro de sí qué sería este insólito saludo. ¿Qué otra cosa brilla en esto sino la templanza? Mas cuando el mismo ángel la ilustraba sobre los misterios celestiales, preguntó diligentemente cómo concebiría y daría a luz la que no conocía varón; y en esto, sin duda ninguna, fue prudente. Da una señal de justicia cuando se confiesa esclava del Señor. Que la confesión es de los justos, lo atestigua el que dice: Con todo eso, los Justos confesarán tu nombre y los rectos habitarán en tu presencia. Y en otra parte se dice de los mismos: Y diréis en la confesión: Todas las obras del Señor son muy buenas. 4. Fue, pues, la bienaventurada Virgen María fuerte en el propósito, templada en el silencio, prudente en la interrogación, justa en la confesión. Por tanto, con estas cuatro columnas y las tres predichas de la fe construyó en ella la Sabiduría celestial una casa para sí. La cual Sabiduría de tal modo llenó la mente, que de su Plenitud se fecundó la carne, y con ella cubrió la Virgen, mediante una gracia singular, a la misma sabiduría, que antes había concebido en la mente pura. También nosotros, si queremos ser hechos casa de esta sabiduría, debemos tallar en nosotros las mismas siete columnas, esto es, nos debemos preparar para ella con la fe y las costumbres. Por lo que se refiere a las costumbres, pienso que basta la justicia, mas rodeada de las demás virtudes. Así, pues, para que el error no engañe a la ignorancia, haya una previa prudencia; haya también templanza y fortaleza para que no caiga ladeándose a la derecha o a la izquierda.
NO ERES MAS SANTO PORQUE NO ERES MAS DEVOTO DE MARÍA. (San Bernardo)
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De los sermones desan Bernardo, abad Sermón2: Opera omnia, edición cisterciense, 5 ¿D e qué sirven a los sant os nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemni dad que celebramos? ¿D e qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padr e celestial los honores que les había prometido verazmente el H ijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende mí un fuerte deseo. El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores con el coro de las vír genes, par a resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. N os espera la I glesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención. Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su pr esencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosament e la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria. El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. T eniendo a aquel que 22
es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordaros que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él. Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. M ás, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas.
Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado celebrar en una misma fiesta los méritos de todos los santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo.
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De los sermones de san Bernardo, abad, sobre el libro del Cantar de los cantares Sermón 83, 4-6: Opera omnia, edición cisterciense El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo por amar.
, con tal de que
vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma. Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es lo único con que la criatura puede corresponder a su Creador, aunque en un grado muy inferior, lo único con que puede restitui rle algo semejant e a lo que él le da. En efecto, cuando Dios ama, lo único que quiere es ser amado: si él ama, es para que nosotros lo amemos a él, sabiendo que el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí. El amor del Esposo, mejor dicho, el Esposo que es amor, sólo quiere a cambio amor y fidelidad. N o se resista, pues, la amada en corresponder a su amor. ¿Puede la esposa dejar de amar, tratándose además de la esposa del Amor en persona? ¿Puede no ser amado el que es el Amor por esencia? Con razón renuncia a cualquier otro afecto y se entrega de un modo total y exclusivo al amor el alma consciente de que la manera de responder al amor es amar ella a su vez. Porque, aunque se vuelque toda ella en el amor, ¿qué es ello en comparación con el manantial perenne de este amor? N o manan con la misma abundancia el que ama y el que es el Amor por esencia, el alma y el Verbo, la esposa y el Esposo, el Creador y la criatura; hay la misma disparidad entre ellos que entre el sediento y la fuente. Según esto, ¿no tendrá ningún valor ni eficacia el deseo nupcial, el anhelo del que suspira, el ardor del que ama, la seguridad del que confía, por el hecho de que no puede correr a la par con un gigante, de que no puede competir en dulzura con la miel, en mansedumbre 24
con el cordero, en blancura con el lirio, en claridad con el sol, en amor con aquel que es el amor mismo? De ninguna manera. Porque, aunque la criatura, por ser inferior, ama menos, con todo, si ama con todo su ser, nada falta a su amor, porque pone en juego toda su facultad de amar. Por ello, este amor total equivale a las bodas místicas, porque es imposible que el que así ama sea poco amado, y en esta doble correspondencia de amor consiste el auténtico y perfecto matrimonio. Siempre en el caso de que se tenga por cierto que el Verbo es el primero en amar al alma, y que la ama con mayor intensidad.
Señor, Dios nuestro, tú hiciste del abad san Bernar do, inflamado en el celo de tu casa, una lámpara ardient e y luminosa en medio de tu I glesia; concédenos, por su int ercesión, participar de su ferviente espíritu y caminar siempre como hijos de la luz. Por nuestro Señor Jesucristo.
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De los sermones desan Bernardo, abad Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2 H a aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Gracias sean dadas a D ios, que ha hecho abundar en nosotros el consuelo en medio de esta peregrinación, de este destierro, de esta miseria. Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no creían en ella. Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios por lo profetas. Y decía: Yo tengo designios de paz y no de aflicción. Pero ¿qué podía r esponder el hombre que sólo experimentaba la aflicción e ignoraba la paz? ¿H asta cuándo vais a estar diciendo: «Paz, paz», y no hay paz? A causa de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién creyó nuestro anuncio? Pero ahora los hombres tendrán que creer a sus propios ojos, y que los testimonios de Dios se han vuelto absolutamente creíbles. Pues para que ni una vista perturbada puede dejar de verlo, puso su tienda al sol. Pero de lo que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su envío; no de la dilatación de su entrega, sino de su realidad; no de su anuncio profético, sino de su presencia. Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno. Y que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda la plenitud de la divinidad. Ya que, cuando llegó la plenitud del tiempo, hizo también su aparición la plenitud de la divinidad. Vino en carne mortal para que, al presentarse así ante quienes eran carnales, en la aparición de su humanidad se reconociese su bondad. Porque, cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede mantenerse oculta su bondad. ¿D e qué manera podía manifestar mejor su bondad que asumiendo mi carne? La mía, no la de Adán, es decir, no la que Adán tuvo antes del pecado.
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¿H ay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros? Señor, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que D ios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y sient e sobre ellos. N o te preguntes, tú, que eres hombre, porque has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente por su humanidad. Cuanto más bueno se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora. H a aparecido dice el Apóstol la bondad de D ios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Grandes y mani fiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran indicio de bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad el nombre Dios.
Dios todopoderoso, a quien nadie ha visto nunca, tú que has disipado las tini eblas del mundo con la venida de Cristo, la luz verdadera, míranos complacido, para que podamos cantar dignamente la gloria del nacimiento de tu H ijo. Que vive y reina contigo.
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Del Libro del Profeta
5, 1-7
D e los Ser mon monees de , Abad (Sermón 5 en el Adviento del Señor, 1-3: Opera omnia, Edición Cisterciense, 4, 1966, 188-190)
Conocemos tres venidas del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, pero ésta no. En la primera el Señor se manifestó en la tierra y vivió entre los hombres, cuando --como él mismo dice-- lo vieron y lo odiaron. En la última conte nt emplar án t odos dos l a sal salvac vacii ón que D i os nos envía nví a y mir mi r arán ar án a qui en traspasaron. La venida intermedia es oculta, sólo la ven los elegidos, en sí mismos, y gracias a ella reciben la salvación. En la primera el Señor vino revestido de la debilidad de la carne, en esta venida intermedia viene espiritualmente, manifestando la fuerza de su gracia; en la última vendrá en el esplendor de su gloria. E st a veni veni da int i nteer medi mediaa es es como un camino ami no que que conduc ndu ce de la pri pr i mer mer a a la úl ú l t i ma. EN EN la primera Cristo fue nuestra redención; en al última se manifestará como nuestra vida; en esta venida intermedia es nuestro descanso y nuestro consuelo. Per o, para par a que que no pie pi enses nses que que est as co cosas que deci decimos mos sobr obr e l a ven veni da i nt er medi mediaa son son invención nuestra, oye al mismo Señor: El que me ama guardará mi palabra; mi Padre lo amará y vendremos a fijar en él nuestra morada . He H e l eído tamb t ambii én en en otr ot r a part par t e: El que teme al Señor obrará bien. Per o veo veo qu que se dice di ce aún aún algo al go más más acer acer ca del del que que ama a D i os y guar da su su pal palabra. abr a. ¿D ónde debe debe guar darl dar l a? N o hay duda duda que que en el el cor cor azón azón, co como dice di ce el profeta: En E n mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti. Conser nser va tú t ú t ambié ambi én la l a palabr pal abraa de D i os, por por que son dicho di chossos l os que que l a con conser van. van . Que ella entre hasta lo más íntimo de tu alma, que penetre tus afectos y hasta tus mismas costumbres. Come lo bueno, y tu alma se deleitara como si comiera un alimento sabroso. N o t e olvide vi dess de comer mer t u pan, pan, no se sea que que se seque t u cor cor azón; azón; ant ant es bie bi en sacia acia tu t u alma al ma con este manjar delicioso.
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Si guardas así la palabra de Dios es indudable que Dios te guardará a ti. Vendrá a ti el H i j o con el el Padre Padr e, vendr vendráá el el gran pro pr ofet a que r enovar novar á a Jer Jer usal usaléén, y él hará har á nue nuevas vas todas las cosas. Gracias a esta venida, nosot osotrr os, os, que somos omos i magen magen de del hombre hombr e t er r eno, seremos también imagen del hombre celestial. Y, así como el primer Adán irrumpió en todo el hombre y lo llenó y envolvió por completo, así ahora lo poseerá totalmente Cristo, que lo ha creado y redimido, y que también un día lo glorificará.
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(Sermón 61, 3-5: Opera omnia, edición cisterciense, 2 | 1958 |, 150-151 ¿D ónde podr podráá hall hal l ar nue nu est r a debi debill i dad un des descanso anso se seguro gur o y t r anqui l o, sisi no en en l as l l agas agas del Salvador? En ellas habito con seguridad, sabiendo que él puede salvarme. Grita el mun mundo, me opri opr i me el cuer cuer po, elel diabl di abloo me pone asechan asechanzas zas,, per per o y o no caigo cai go,, porqu porquee est oy cimentado sobre piedra firme. Si cometo un gran pecado, me remorderá mi conciencia, per per o no per per der der é l a paz, porque por que me acor acor daré dar é de l as llagas ll agas del del Señor . É Éll , en en efecto cto, fue traspasado por nuestras rebeliones. ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por por l a mue muer t e de Cri Cri st o? Por est o, sisi me acuer acuer do qu que t engo a mano un r emedi medioo t an poderoso y eficaz, ya no me atemoriza ninguna dolencia, por maligna que sea. Por esto, no tenía razón aquel que dijo: M i culpa ul pa es es demas demasii ado grande gr ande para par a soportarla. Es que él no podía atribuirse ni llamar suyos los méritos de Cristo, porque no er a mi embro mbr o del del cuer cuer po cu cuy a cabeza cabeza es es el Señor. or. Pero yo tomo de las entrañas del Señor lo que me falta, pues sus entrañas rebosan misericordia. Agujerearon sus manos y pies y atravesaron su costado con una lanza; y, a través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal , pedernal , es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor. Sus designios eran designios de paz, y yo lo ignoraba. Porque, ¿quién conoció la mente del Señor? or?, ¿qui qui én fue su consej consej er o? Pero Pero el clavo penetrante se ha convertido para mí en una llave que me ha abierto el conocimiento de la voluntad del Señor. ¿Por qué no he de mirar a tr t r avés avés de est a hendi hendi dur a? T ant ant o el cl avo como l a lll laga pro procl aman que que en ver ver dad D i os está en Cristo reconciliando al mundo consigo. U n hie hi er r o at at r aves avesó su su alma, hast hast a cer ca del del cor cor azón , de modo modo que que y a no n o es es in incapaz de compade compadece cerr se de mis mi s debi debilli dade dad es. Las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la ent entrr añable añabl e mis mi ser i cor dia di a de nue nu est r o D i os, po por l a que nos ha visitado el sol que nace de lo alto. ¿Qué dificultad hay en admitir que tus 30
llagas nos dejan ver tus entrañas? N o podría hallarse otro medio más claro que estas tus llagas para comprender que tú, Señor, eres bueno y clemente, y rico en misericordia. N adie tiene una misericordia más grande que el que da su vi da por los sent enciados a muerte y a la condenación. Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. N o seré pobre en méritos, mient ras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia. Y, si la misericordia del Señor dura siempre, yo también cantaré eternamente las misericordias del Señor. ¿Cantaré acaso mi propia justicia?Señor, narraré tu justicia, tuya entera. Sin embargo, ella es también mía, pues tú has sido constituido mi justicia de parte de D ios.
Dios todopoderoso y eterno, ayúdanos a llevar una vida según tu voluntad, para que podamos dar en abundancia frut os de buenas obras en nombre de tu H ijo predilecto. Que vive y reina contigo.
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Del Libro del Profeta
48, 1-11
De las H omilías de , Abad, sobre las excelencias de la Virgen M adre (H omilía 4, 8-9: Opera Omnia, Edición Cisterciense, 4 [1966] 53-54)
Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. M ira que el Ángel aguarda tu r espuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. T ambién nosotros, los condenados infelizment e a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consient es. Por la Palabra eterna de Dios fui mos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida. Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abrahán, esto D avid, con todos los santos antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo todo, postrado a tus pies. Y no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pront o tu respuesta. Responde presto al Ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del Ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna. 32
¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. M ira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento. Aquí está dice la Virgen- la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.
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Sermón, domingo infraoctava de la Asunción El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. Éste dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús está puesto como una bandera discutida; y a ti añade, dirigiéndose a M aría una espada te traspasará el alma. En verdad, M adre sant a, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu H ijo sin atravesar tu alma. En efecto, después que aquel Jesús que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sent imient os de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal. ¿Por ventura no fueron peores que una espada aquellas palabras que atravesaron verdaderamente tu alma y penetraron hasta la separación del alma y del espíritu: M ujer, ahí tienes a tu hijo? ¡Vaya cambio! Se te entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en sustitución del Señor, al discípulo en lugar del M aestro, al hijo de Zebedeo en lugar del H ijo de Dios, a un simple hombre en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando aun nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se parte con sólo recordarlas? N o os admiréis, hermanos, de que M aría sea llamada mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde haber oído cómo Pablo pone entre las peores culpas de los gentiles el carecer de piedad. N ada más lejos de las ent rañas de M aría, y nada más lejos debe estar de sus humildes servidores. Pero quizá alguien di rá: «¿Es que M aría no sabía que su H ijo había de morir?» Sí, y con toda certeza. «¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?» Sí, y 34
con toda seguridad. «¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?» Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabidur ía, que te extrañas más de la compasión de M aría que de la pasión del H ijo de M aría? Este mur ió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante.
Señor, tú has querido que la M adre compartiera los dolores de tu H ijo al pie de la cruz; haz que la I glesia, asociándose con M aría a la pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo.
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Sermón sobre el acueducto: Opera Omnia El Santo que va a nacer se llamará H ijo de Dios. ¡La fuente de la sabiduría, la Palabra del Padre en las alturas! Esta Palabra, por tu mediación, Virgen santa, se hará carne, de manera que el mismo que afirma: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí podrá afirmar igualmente: Yo salí de D ios, y aquí estoy. En el principio dice el Evangelio ya existía la Palabra. M anaba ya la fuente, pero hasta entonces sólo dentro de sí misma. Y continúa el texto sagrado: Y la Palabra estaba junt o a Dios, es decir, morando en la luz i naccesible; y el Señor decía desde el principio: M is designios son de paz y no de aflicción. Pero tus designios están escondidos en ti, y nosotros no los conocemos; porque ¿quién había penetrado la mente del Señor?, o ¿quién había sido su consejero? Pero llegó el momento en que estos designios de paz se convirtieron en obra de paz: La Palabra se hizo carne y ha acampado ya entre nosotros; ha acampado, ciertamente, por la fe en nuestros corazones, ha acampado nuestra memoria, ha acampado en nuestro pensamiento y desciende hasta la misma imaginación. En efecto, ¿qué idea de Dios hubiera podido antes formarse el hombre que no fuese un ídolo fabricado por su corazón? Era incomprensible e inaccesible, invisible y superior a todo pensamiento humano; pero ahora ha querido ser comprendido, visto, accesible a nuestra inteligencia. ¿D e qué modo?, te preguntarás. Pues yaciendo en un pesebre, reposando en el regazo virginal, predicando en la montaña, pasando la noche en oración; o bien pendiente de la cruz, en la lividez de la muerte, libre entre los muertos y dominando sobre el poder de la muerte, como también resucitando al tercer día y mostrando a los apóstoles la marca de los clavos, como signo de victoria, y subiendo finalmente, ante la mirada de ellos, hasta lo más íntimo de los cielos.
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¿H ay algo de esto que no sea objeto de una verdadera, piadosa y santa meditación? Cuando medito en cualquiera de estas cosas, mi pensamiento va hasta D ios y, a través de todas ellas, llego hasta mi Dios. A esta meditación la llamo sabiduría, y para mí la prudencia consiste en ir saboreando en la memoria la dulzura que la vara sacerdotal infundió tan abundantemente en estos frutos, dulzura de la que M aría disfruta con toda plenitud en el cielo y la derrama abundantemente sobre nosotros.
Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que, por el anuncio del ángel, hemos conocido la encarnación de tu H ijo, para que lleguemos, por su pasión y su cruz, y con la int ercesión de la Virgen M aría, a la gloria de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo.
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Sermón sobre el acueducto: Opera Omnia El Santo que va a nacer se llamará H ijo de Dios. ¡La fuente de la sabiduría, la Palabra del Padre en las alturas! Esta Palabra, por tu mediación, Virgen santa, se hará carne, de manera que el mismo que afirma: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí podrá afirmar igualmente: Yo salí de D ios, y aquí estoy. En el principio dice el Evangelio ya existía la Palabra. M anaba ya la fuente, pero hasta entonces sólo dentro de sí misma. Y continúa el texto sagrado: Y la Palabra estaba junt o a Dios, es decir, morando en la luz i naccesible; y el Señor decía desde el principio: M is designios son de paz y no de aflicción. Pero tus designios están escondidos en ti, y nosotros no los conocemos; porque ¿quién había penetrado la mente del Señor?, o ¿quién había sido su consejero? Pero llegó el momento en que estos designios de paz se convirtieron en obra de paz: La Palabra se hizo carne y ha acampado ya entre nosotros; ha acampado, ciertamente, por la fe en nuestros corazones, ha acampado nuestra memoria, ha acampado en nuestro pensamiento y desciende hasta la misma imaginación. En efecto, ¿qué idea de Dios hubiera podido antes formarse el hombre que no fuese un ídolo fabricado por su corazón? Era incomprensible e inaccesible, invisible y superior a todo pensamiento humano; pero ahora ha querido ser comprendido, visto, accesible a nuestra inteligencia. ¿D e qué modo?, te preguntarás. Pues yaciendo en un pesebre, reposando en el regazo virginal, predicando en la montaña, pasando la noche en oración; o bien pendiente de la cruz, en la lividez de la muerte, libre entre los muertos y dominando sobre el poder de la muerte, como también resucitando al tercer día y mostrando a los apóstoles la marca de los clavos, como signo de victoria, y subiendo finalmente, ante la mirada de ellos, hasta lo más íntimo de los cielos.
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¿H ay algo de esto que no sea objeto de una verdadera, piadosa y santa meditación? Cuando medito en cualquiera de estas cosas, mi pensamiento va hasta D ios y, a través de todas ellas, llego hasta mi Dios. A esta meditación la llamo sabiduría, y para mí la prudencia consiste en ir saboreando en la memoria la dulzura que la vara sacerdotal infundió tan abundantemente en estos frutos, dulzura de la que M aría disfruta con toda plenitud en el cielo y la derrama abundantemente sobre nosotros.
Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que, por el anuncio del ángel, hemos conocido la encarnación de tu H ijo, para que lleguemos, por su pasión y su cruz, y con la intercesión de la Virgen M aría, a la gloria de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo.
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La castidad, la caridad y la humildad carecen externamente de relieve, pero no de belleza; y, ciertamente, no es poca su belleza, ya que llenan de gozo a la divina mirada. ¿Qué hay más hermoso que la castidad, la cual purifica al que ha sido concebido de la corrupción, convi erte en familiar de Dios al que es su enemigo y hace del hombre un ángel? El hombre casto y el ángel son diferentes por su felicidad, pero no por su virtud. Y, si bien la castidad del ángel es más feliz, sabemos que la del hombre es más esforzada. Sólo la castidad significa el estado de la gloria inmortal en este tiempo y lugar de mortalidad; sólo la castidad reivindica para sí, en medio de las solemnidades nupciales, el modo de vida de aquella dichosa región en la cual ni los hombres ni las mujeres se casarán, y permite, así en la tierra la experiencia de la vida celestial. Sin embargo, aunque la castidad sobresalga de modo tan eminente, sin la caridad no tiene ni valor ni mérito. La castidad sin la caridad es una lámpara sin aceite; y, no obstante, como dice el sabio, qué hermosa es la generación casta, con caridad, con aquella caridad que, como escribe el Apóstol, brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera.
Señor, Padre nuestro, que prometiste a los limpios de corazón la recompensa de ver tu rostro, concédenos tu gracia y tu fuerza, para que, a ejemplo de san Pelayo, mártir, antepongamos tu amor a las seducciones del mundo y guardemos el corazón limpio de todo pecado. Por nuestro Señor Jesucristo.
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De los sermones desan Bernardo abad Sermón 12 sobre el salmo 90 A sus ángeles ha dado órdenes para que te guar den en tus caminos. Den gracias al Señor por su misericordia por las maravillas que hace con los hombres. Den gracias y digan entre los gentiles: «El Señor ha estado grande con ellos». Señor, ¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Porque te ocupas ciertamente de él, demuestras tu solicitud y tu interés para con él. Llegas hasta enviarle tu H ijo único, le infundes tu Espíritu, incluso le prometes la visión de tu rostro. Y, para que ninguno de los seres celestiales deje de tomar parte en esta solicitud por nosotros, envías a los espíritus bienaventurados para que nos sirvan y nos ayuden, los constituyes nuestros guardianes, mandas que sean nuestros ayos. A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Estas palabras deben inspirarte una gran reverencia, deben infundirte una gran devoción y conferirte una gran confianza. Reverencia por la pr esencia de los ángeles, devoción por su benevolencia, confianza por su custodia. Porque ellos están presentes Junto a ti, y lo están para tu bien. Están presentes para protegerte, lo están en beneficio tuyo. Y, aunque lo están porque Dios les ha dado esta orden, no por ello debemos dejar de estarles agradecidos, pues que cumplen con tanto amor esta orden y nos ayudan en nuestras necesidades, que son tan grandes. Seamos, pues, devotos y agradecidos a unos guardianes tan eximios; correspondamos a su amor, honr émoslos cuanto podamos y según debemos. Sin embargo, no olvidemos que todo nuestro amor y honor ha de tener por objeto a aquel de quien procede todo, tanto para ellos como para nosotros, gracias al cual podemos amar y honrar, ser amados y honrados. En él, hermanos, amemos con verdadero afecto a sus ángeles, pensando que un día hemos de participar con ellos de la misma herencia y que, mientras llega este día, el Padre los ha puesto junto a nosotros, a manera de tutores y administradores. En efecto, ahora somos ya hi jos de Dios, aunque ello no es aún visible, ya que, por ser todavía menores de edad,
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estamos bajo tutores y administradores, como si en nada nos distinguiéramos de los esclavos. Por lo demás, aunque somos menores de edad y aunque nos queda por recorrer un camino tan largo y tan peligroso, nada debemos temer bajo la custodia de unos guardianes tan eximios. Ellos, los que nos guardan en nuestros caminos, no pueden ser vencidos ni engañados, y menos aún pueden engañarnos. Son fieles, son prudentes, son poderosos: ¿por qué espantarnos? Basta con que los sigamos, con que estemos unidos a ellos, y viviremos así a la sombra del Omnipotente.
Oh Dios, que en tu providencia amorosa te has dignado envi ar para nuestra custodia a tus santos ángeles, concédenos, atento a nuestras súplicas, vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía. Por nuestro Señor Jesucristo.
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De los sermones desan Bernardo, abad Sermón2: Opera omnia, edición cisterciense, 5 ¿D e qué sirven a los sant os nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemni dad que celebramos? ¿D e qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padr e celestial los honores que les había prometido verazmente el H ijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende mí un fuerte deseo. El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores con el coro de las vír genes, par a resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. N os espera la I glesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención. Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su pr esencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosament e la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria. El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. T eniendo a aquel que 43
es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordaros que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él. Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y t otal. M ás, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas.
Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado celebrar en una misma fiesta los méritos de todos los santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo.
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Bernard of Clairvaux, Sermons. Spanish manuscript. 13th century. Incipit: De adventu domini sermo primus
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El texto que sigue pertenece a D e consideratione , Libro V, titulado Largura, altura y anchura de D ios . ¿Qué es Dios? Largura, anchur a, altur a, hondura. ¿Qué dices? ¿T e tengo cogido para profesar esa cuaterni dad, de la que tant o abominabais? N ada de eso. La he abominado y la abomino. Parece que he hablado de muchas cosas, pero es una sola. H e designado un solo Dios según mis alcances, no según lo que Él es. Dividida está nuestra capacidad, no Él. Voces diversas, muchas sendas; pero uno por ellas es signi ficado, uno es el que es buscado. No se han expr esado divisiones de sustancia en este cuaternario; no dimensiones, cuales son las que en los cuerpos observamos; no distinción personal, cual es la que en la T rini dad adoramos; no número de propiedad, cual confesamos exi stir en las mismas Personas, aunque no distinto de las Personas. Al contrario, cada una de esas cosas es en Dios lo que son las cuat ro juntas, y t odas las cuatro no son sino lo que cada una de ellas es. M as como nosotros no podemos disputar con la simplicidad, al empeñar nos en asirle preséntasenos como cuadruplicado. Hácelo esto el espejo y el eni gma, a través del cual nos es dado sólo verle por ahora. M as cuando le veamos cara a cara, verémosle tal cual es. Porque ya ent onces la frágil agudeza de nuestra mente, por mucho que procur e mirar, no tendrá por qué temer, ni el embotarse, ni el ver los objetos múltiples. Recogerá todas sus energías, se concent rará en un punto y se modelará sobre la uni dad de D ios, o mejor, sobre la verdadera U ni dad, de manera que responda una a una, cara a cara. Porqueseremos semejantes a Él, viéndolo tal como es . Dichosa visión, a la que con r azón suspiraba aquél que dice: Búscate mi cara, buscaré tu rostro, Señor Y porque todavía la cosa está en buscar, ascendamos entretanto a esta cuadriga, como enfermos e incapaces, necesitados de tal vehículo, por ver si siquiera con eso llegamos a comprender aquello en lo cual hemos sido comprendidos, o sea la razón de este mismo vehículo. Pues este aviso tenemos del auriga mismo y del primero en mostrar ese carro: que procuremoscomprender con todos los santos cuál sea la longura, la anchura, la hondura y la altura. Comprender dijo, no conocer; para que, no contentos con la curiosidad de la ciencia, con todo afán suspiremos por el fruto. NO EN LA 46
COGN I CI ÓN EST Á EL FRU T O, SI N O EN LA COM PREN SI ÓN . De lo contrari o, como alguien dice: Pecado es para el que, sabiendo el bien, no lo hace ; y el mismo Pablo, en otro lugar, dice:Corred de manera que lo comprendáis . Qué sea comprender, ahora lo explicaré. ¿Qué es pues Dios? Largura, digo. ¿Qué es ésta? Eterni dad. T an larga es ésta, que no tiene término, no más de lugar que de tiempo. Es también largura. ¿Y ésta qué? Caridad. ¿Con qué términos será esta apretada también en Dios, el que no odia a nada de cuanto hizo? Finalmente, hace salir su sol sobre buenos y malos, llueve sobre justos e injustos. Luego aún los enemigos los contiene aquel seno. Y no contento ni con eso lánzase hasta lo infinito. Excede no sólo a toda afección, sino a toda cognición, añadiendo el Apóstol y diciendo: Saber también la sobreeminente ciencia de Cristo. ¿Qué más diré? Eterna es. A no ser que diga lo que todavía es más, porque es eternidad. ¿Ves como es tanta la anchura como la largura? Ojalá veáis de tal manera cómo no es tanta, sino que lo mismo es una que otra, no menos una que dos ni más dos que una sola. Dios eterni dad. Dios es caridad; largura sin dilatación, anchura sin distensión. En entrambas excede junt amente las apreturas de lugar y tiempo, mas por la li bertad de natur aleza, no por enormidad de (volumen) de sustancia. De tal modo inmenso es Aquél que todo lo hizo con medida, y aunque inmenso, éste es, sin embargo, la medida misma de la inmensidad. ¿Qué es también Dios? Altura y hondura. Según lo uno, está sobre todas las cosas; según lo otro, debajo de todas. Es claro que en la Deidad nunca claudi ca la igualdad, sino que está firme por doquier y consta inmoble en sí. En lo sublime considera su potencia; en lo profundo, su sabidur ía. T ambién éstas responden entre sí por igual, reconociéndose la sublimidad intangible y la profundidad inescrutable, pues se admira el Apóstol y exclama: ¡Oh alt ura de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios, cuán inescrutables son sus juicios e investigables sus caminos ! Séanos lícito exclamar también nosotros con Pablo, mirando de algún modo en D ios y con D ios la simplísima unidad de éstas: ¡Oh sabiduría poderosa, que alcanzas a todo fuertemente! La cosa es una; el afecto, múltiple, y las operaciones, diversas. Y esa cosa única es largura por la eternidad, anchura por la caridad, altura por la majestad, hondura por la sabiduría. San Bernardo de Claraval
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"D ebemos amar a D ios porque Él es D ios, y la medida de nuestro amor debe ser amarlo sin medida." "Al conocer lo que Dios nos ha dado, encontraremos muchísimas cosas por las que dar gracias continuamente". San Bernardo ...sobre la necesidad de acudir a la Stma. Virgen: -Si se levanta la tempestad de las tentaciones, si caes en el escollo de las tristezas, eleva tus ojos a la Estrella del M ar: invoca a María!. Si te golpean las olas de la soberbia, de la maledicencia, de la envidia, mira a la estrella, invoca a María! Si la cólera, la avaricia, la sensualidad de tus sentidos quieren hundir la barca de tu espíritu, que tus ojos vayan a esa estrella: invoca a M aría! Si ante el recuerdo desconsolador de tus muchos pecados y de la severidad de Dios, te sientes ir hacia el abismo del desaliento o de la desesperación, lánzale una mirada a la estrella, e invoca a la M adre de Dios. En medio de tus peligros, de tus angustia, de tus dudas, piensa en M aría, invoca a María! El pensar en Ella y el invocarla, sean dos cosas que no se parten nunca ni de tu corazón ni de tus labios. Y para estar más seguro de su protección no te olvides de imitar sus ejemplos. Siguiéndola no te pierdes en el camino! ¡I mplorándola no te desesperarás! ¡Pensando en Ella no te descarriarás! Si Ella te tiene de la mano no te puedes hundir. Bajo su manto nada hay que temer. ¡Bajo su guía no habrá cansancio, y con su favor llegarás felizmente al Puerto de la Patria Celestial! Amén!!
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De la Loa a la Nueva Milicia, a los Soldados del Temple San Bernardo He aquí otro directorio espiritual, éste para uso de los Caballeros Templarios, mitad monjes, mitad guerreros. PROLOGO A Hugo, Soldado de Cristo y Maestre de su Milicia, Bernardo Abad, solo en el nombre, de Claraval, Salud y que pelee el buen combate. Una y otra vez, y hasta tres, si no me engaño, me habías pedido, carísimo Hugo, que te enderezara a ti y a tus conmilities algunas palabras de aliento, y que, si no embrazaba la lanza, vibrara al menos la pluma contra el tirano enemigo. Y siempre me asegurabas que os había de ser gran estímulo el que, a no ser posible ayudarnos con las armas, os exhortara y animara con mis escritos. Tarde algún tiempo en satisfacer a tus deseos, no porque desdeñase la petición, sino temiendo que, si la aceptaba, me culpasen de precipitado y ligero, puesto que, pudiendo hacerlo cualquier otro mejor, presumía yo de poder salir airoso de tal empresa, y así estorbaba el fruto que podía sacarse de cosa tan necesaria. Más al ver que mi larga demora de nada me servía, pues insistías una y otra vez, al bien que por incompetencia, me he decidido a hacer lo que estaba en mí. El lector juzgará si he satisfecho sus deseos. Aunque ciertamente, como no he escrito este opúsculo sino por contentarte y acceder a lo que me pedías, no me preocupa gran cosa el que agrade a quienes lo leyeren. CAPÍTULO I Elogio de la Nueva Milicia Oyese decir que un nuevo género de milicia acaba de nacer en la tierra, y precisamente en aquella región donde antaño viniera a visitarnos en carne el Sol Oriente, para que all í mismo donde El expulsó con el poder de su robusto brazo a los príncipes de las tinieblas extermine ahora a los satélites de aquellos, hijos de la infidelidad y de la confusión, por medio de estos fuertes suyos, rescatando también al pueblo de Dios y suscitando un poderoso Salvador en la casa de David su ciervo. Si, un nuevo género de milicia ha nacido, desconocido en siglos pasados, destinado a pelear sin tregua un doble combate contra la carne y sangre y contra los espíritus malignos que pueblan los aires. Cierto, cuando veo combatir con las solas fuerzas corporales a un enemigo también corporal, no solo no lo tengo por caso maravilloso, pero siquiera lo juzgo raro. Cuando observo igualmente como las fuerzas del alma guerrean contra los demonios, tampoco me parece esto asombroso, aunque si muy digno de loa, pues lleno está el mundo de monjes, y todos suelen sostener estas luchas. Mas cuando se 49
ve que un solo hombrecuelga al cinto con ardimiento y coraje su doble espada y ci ñe sus lomos con un doble cíngulo, ¿quién no juzgará caso insólito y digno de grandísima admiración? Intrépido y bravo soldado aquel que, mientras reviste su cuerpo con coraza de acero, guarece su alma bajo la loriga de la fe; puede gozar de completa seguridad, porque pertrechado con estas dobles armas defensivas, no ha de temer a los hombres ni a los demonios. Es mas ni siquiera teme a la muerte, antes la desea. ¿Qué podría espantarle ni vivo ni muerto, cuando su vivir es Cristo; pero desearía mas bien acabar de soltarse del cuerpo para estar con Cristo, siendo esto lo mejor. Marchad, pues, soldados, al combate con paso firme y marcial y cargad con ánimo valeroso contra los enemigos de Cristo, bien seguros de que ni la muerte ni la vida podrán separarlos de la caridad de Dios, que está en Cristo Jesús. En el fragor del combate proclamad: Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos. ¡Cuán gloriosos vuelven al regreso triunfal de la batalla! ¡por cuán dichosos se tienen cuando mueren como mártires en el campo de combate! Alégrate, fortísimo atleta, si vives y vences en el Señor; pero regocíjate mas y salta de alegría si mueres y te unes al Señor. La vida te es ciertamente provechosa y de gran utilidad, y el triunfo te acarrea verdadera gloria; pero no sin gran razón se antepone a todo eso una santa muerte. Porque si son bienaventurados los que mueren en el Señor, ¡cuánto mas lo serán los que sucumben por El! Verdad certísima es que, ya los visite en el lecho, ya los sorprenda en el fragor del combate, siempre será preciosa en el acatamiento del Señor la muerte de sus santos. Pero en el ardor de la refriega será tanto mas preciosa cuanto mas gloriosa. ¡Oh vida segura cuando va acompañada de buena conciencia! ¡Oh vida segurísima, repito, cuando ni siquiera la muerte se espera con recelo, antes se la desea con amorosas ansias y se las recibe con dulce devoción! ¡Oh verdaderamente santa y segura milicia, libre de aquel doble peligro que con frecuencia suele espantar a los hombres cuando no es Cristo quien los pone en la pelea! ¡Cuántas veces, al trabar combate con tu enemigo, tu, que militas en los ejércitos del siglo, has de temer que, matándole a él en el cuerpo, matas también tu alma. O que, siendo tu muerto por el acero de tu rival, pierdas juntamente la vida del alma y la vida del cuerpo! Porque no es por el resultado material de la lucha, sino por los sentimientos del corazón por lo que juzgamos los cristianos acerca del riesgo corrido en una guerra o de la victoria ganada; porque si la causa es buena, no podrá ser nunca malo el resultado, sea cual fuere el éxito, así como no podrá tenerse por buena la victoria al final de la campaña, cuando la causa por la que se inició no lo fue y los que la provocaron no tuvieron recta intención. Si, queriendo dar muerte a otro, eres tú el muerto, mueres ya homicida. Y si prevaleces sobre tu contrario y, llevado del deseo de vencerle, le matas, aunque vivas, eres también homicida. ¡Infausta victoria en la que, triunfando del hombre, sucumbes al pecado! Y si la ira o la soberbia te avasallan, vanamente galleas por haber dominado a tu contrincante. Dase otro caso, amén de los dichos, y es el de quien mata, no por celo de venganza, ni por la perversidad de gozar del triunfo, sino por evitar el mismo la muerte. Pero tampoco diré sea buena tal victoria; porque de entre dos males, como son la muerte del alma o la 50
muerte del cuerpo, preferible es el segundo; pues no porque muera el cuerpo muere también el alma, sino el alma que pecare, ella morirá. CAPÍTULO II De la Milicia Seglar ¿Cuál será, pues, el fino fruto de lo que no llamo milicia, sino milicia seglar, si el que mata peca mortalmente y el que cae muerto perece para siempre? Porque si la esperanza hace arar al que ara, por emplear palabras del Apóstol, y el que trilla lo hace esperando percibir el fruto, ¿Qué extraño error es ese en que vivís, soldados del siglo? ¿Qué furia frenética e intolerable os arrebata para que de tal modo guerreéis pasando grandes penalidades y gastando toda vuestra hacienda, sin mas resultado que venir a parar en el pecado o en la muerte? Vestís vuestros caballos con sedas; colgáis de vuestras corazas y lorigas no se que aironcillos colgantes de diversas telas; pintáis las astas de las adargas, las fundas de los escudos y rodelas, las sillas de montar; mandáis haceros de oro y plata los frenos y espuelas, esmaltándolos de pedrería, y así, con toda pompa, llenos de vergonzoso furor e imprudente estupor, cabalgáis a paso ligero hacia la muerte. ¿Son estas insignias militares o más bien galas de mujeres? ¿Acaso la daga enemiga retrocederá ante el brillo del oro? ¿Respetará las ricas piedras? ¿No se atreverá a tajar y rasgar las sederías? En fin, ¿No os ha enseñado a vosotros mismos la experiencia diaria que para un soldado en campaña los más necesario son tres cosas, conviene a saber: valor, Sagacidad y cautela para parar los golpes del enemigo, soltura y agilidad de movimientos que le permita ir ligero en su seguimiento y persecución, y, por último, que esté siempre pronto y expedito para herirle y derribarle? A vosotros os vemos, por el contrario, cuidar con esmero vuestra cabellera al estilo mujeril, lo cual redunda en perjuicio de vuestra vista en el estruendo de la guerra; os envolvéis con luengos camisones que os llegan hasta los pies y os traban; y, en fin, sepultáis en amplios y complicados manguitos vuestras manos delicadas y tiernas. Sobre todo esto añadid lo que más puede amedrentar la conciencia de un soldado que sale a campaña, quiero decir, el motivo liviano y frívolo por el cual tuvo la imprudencia de meterse en milicia tan peligrosa. Porque bien cierto es que todas vuestras diferencias y guerras nacen solo de ciertos arrebatos de ira, o de vanos deseos de gloria, o de ambición por conquistar alguna ventaja terrena. Y por tales motivos, cierto que no se puede con segura conciencia ni matar ni ceder. CAPÍTULO III De los Soldados de Cristo Mas los soldados de Cristo con seguridad pelean las batallas del Señor, sin temor de cometer pecado por muerte del enemigo, ni por desconfianza de su salvación en caso de sucumbir. Porque dar o recibir la muerte por Cristo no solo no implica una ofensa a Dios ni 51
culpa alguna, sino que merece mucha gloria; pues en el primer caso, el hombre lucha por su Señor, y en el segundo, el Señor se da al hombre por premio, mirando Cristo con agrado la venganza que se le hace de su enemigo, y todavía con agrado mayor se ofrece el mismo por consuelo al que cae en la lid. Así, pues, digamos una y más veces que el Caballero de Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor confianza y seguridad todavía. Ganancia saca para sí, si sucumbe, y triunfo para Cristo, si vence. No sin motivo lleva la espada al cinto. Ministro de Dios es para castigar severamente a los que se dicen sus enemigos; de Su Divina Majestad ha recibido el cero, para castigo de los que obran mal y exaltación de los que practican el bien. Cuando quita la vida a un malhechor no se le ha de llamar homicida, sino malicida, si vale la palabra, ejecuta puntualmente las venganzas de Cristo sobre los que obran la iniquidad, y con razón adquiere el título de defensor de los cristianos. Si le matan, no decimos que se ha perdido, sino que se ha salvado. La muerte que da es para gloria de Cristo, y la que recibe, para la suya propia. En la muerte de un gentil puede gloriarse un cristiano porque sale glorificado Cristo; en morir valerosamente por Cristo muéstrase la liberalidad del Gran Rey, puesto que saca a su Caballero de la tierra para darle el galardón. Así, pues, el justo se alegrará cuando el primero de ellos sucumba, viendo aparecer la divina venganza. Mas si cae el guerrero del Señor, dirá: ¿Acaso no habrá recompensa para el justo? Cierto que si, pues hay un Dios que juzga a los hombres sobre la tierra. Claro está que no se habría de dar muerte a los gentiles si se los pudiese refrenar por otro cualquier medio, de modo que no acometiesen ni apretasen a los fieles y les oprimiesen. Pero por el momento vale más acabar con ellos que no dejar en sus manos la vara con que habían de esclavizar a los justos, no sea que alarguen los justos sus manos a la iniquidad. Pues ¿Qué? Si no es lícito en absoluto al cristiano herir con la espada, ¿Cómo el Pregonero de Cristo exhortaba a los soldados a contentarse son la soldada, sin prohibirles continuar en su profesión? Ahora bien, si por particular providencia de Dios se permite herir con la espada a los que abrazan la carrera militar, sin aspirar a otro género de vida más perfecto, ¿A quién, pregunto yo, le será más permitido que a los valientes, por cuyo brazo esforzado retenemos todavía la fortaleza de la ciudad de Sión, como baluarte protector a donde pueda acogerse el pueblo santo, guardián de la verdad, después de expulsados los violadores de la Ley Divina? Disipad, pues, y deshaced sin temor a esas gentes que solo respiran guerra; haced tajos a los que siembran entre vuestras filas el miedo y la duda; dispersad de la ciudad del Señor a todos los que obran iniquidad y arden en deseos de saquear todos los tesoros del pueblo cristiano encerrados en los muros de Jerusalén, que solo codician apoderarse del santuario de Dios y profanar todos nuestros santos misterios. Desenváinese la doble espada, espiritual y material, de los cristianos, y descargue con fuerza sobre la testuz de los enemigos, para destruir todo lo que se yergue contra la ciencia de Dios, o sea, contra la fe de los seguidores de Cristo; no digan nunca los fieles ¿Dónde está su Dios? Cuando ellos anden huidos y derrotados, volverá entonces a su heredad y a su casa, de la que dijo airado en el Evangelio: He aquí que vuestra casa 52
quedará desierta y un profeta quéjase de este modo: He tenido que desamparar mi casa y templo y dejar abandonada mi heredad. Si, entonces se cumplirá aquel vaticinio profético que dice: El Señor ha redimido a su pueblo y le ha librado de las manos del poderoso; y vendrán y cantarán himnos a Dios en el monte Sión, y confluirán a los bienes del Señor. Alborózate, Jerusalén, que ha llegado el tiempo de la visita de tu Dios. Llenaos también de júbilo, desiertos de Jerusalén, y prorrumpid en alabanzas, porque el Señor ha consolado a su pueblo, ha redimido su ciudad santa y ha levantado poderosamente su brazo ante los ojos de todas las naciones. Virgen de Israel, habías caído sin que hubiera quien te diese la mano para levantarte. Yérguete ya, sacúdete el polvo, ¡Virgen, cautiva hija de Sión! Levántate, repito, súbete a las almenas de tus torres y vislumbra desde allí los ríos caudalosos de gozo y alegría que el Señor hace correr hacia ti. Ya en adelante no te llamarán "la abandonada", ni tu tierra no se verá por más tiempo desolada, porque el Señor se ha complacido en ti y tornarás haber repoblado tus campos. Vuelve tus ojos en torno y mira: todos estos se congregaron para venir a ti. He aquí el socorro que te ha sido enviado de lo alto. Por ellos te será cumplida la antigua promesa: te pondré para la gloria de los siglos y gozo de generación en generación; mamarás la leche de las naciones y te criarán pechos de reyes. Y también: como la madre acaricia a sus hijitos, así yo os consolaré y en Jerusalén serás consolado. ¿No ves con cuantos testimonios antiguos queda aprobada vuestra milicia y como se cumplen ante vuestros ojos los oráculos alusivos a la ciudad de las virtudes del Señor? Pero con tal que el sentido literal no impida el que entendamos y creamos en el espiritual, y que la interpretación que ahora en la tierra damos a las palabras de los profetas no obste para que esperemos verlas cumplidas en la eternidad gloriosa; no sea que por lo que vemos se nos desvanezca lo que dice la fe, y por lo poco que tenemos perdamos la esperanza en las riquezas copiosas, y, en fin, por la certeza de lo presente olvidemos lo futuro. Por lo demás, la gloria temporal de la Jerusalén terrena no solo se destruye o disminuye los goces que tendremos en la celestial, sino que los aumenta, si tenemos bastante fe y no dudamos que esta de aquí abajo solo es figura de la de los cielos, que es madre nuestra. CAPÍTULO IV Del modo de vivir de los Soldados de Cristo Mas para imitación o confusión de nuestros soldados que no militan ciertamente para Dios, sino para el diablo, digamos brevemente cual ha de ser la vida y los hechos de los Caballeros de Cristo y como se han de haber en tiempo de paz y en días de guerra, para que se vea claramente cuanta es la diferencia entre la milicia del siglo y la de Dios. Y ante todo, tanto en una como en otra dase grandísima importancia a la obediencia y tiénese a mucha gala la disciplina, sabiendo todos cuanta verdad se encierra en aquellos de la Escritura: el hijo indisciplinado perecerá. Y en aquello otro: El desobedecer al Señor es como el pecado de magia, y como crimen de idolatría el no querer someterse. Van, pues, y vienen estos buenos soldados a una señal del mando, pónense los vestidos que ordena el Capitán, no toman alimento ni visten uniforme fuera de los señalados por él. Y lo mismo 53
en el comer que en el vestir evitan todo lo superfluo, contentos con lo preciso. Hacen vida común dentro de alegre, pero modesta y sobria camaradería, sin esposas y sin hijos. Para que nada falte a la perfección evangélica, no poseen nada propio, pensando solo en conservar entre si la unión y la paz. Dijereis que toda aquella multitud de hombres tiene un solo corazón y una sola alma; hasta tal punto ninguno de ellos quiere regirse por su propia voluntad, si no seguir en todo la del que manda. Jamás están ociosos ni vagan de aquí para allá en busca de curiosidades, si no que en todo tiempo, de no estar en campaña, lo que raras veces ocurre, a fin de comer el pan de balde, ocúpanse en limpiar, remendar, desenmohecer, componer y reparar tanto las armas como los vestidos, para defenderlos y conservarlos contra los ultrajes del tiempo y del uso; y cuando esto no, obedecen a lo que les ordena el capitán y trabajan en lo que es necesario para todos. No les veréis hacer acepción de personas; respetan y obedecen siempre al representante de Dios, sin reparar en si es o no es el más noble. Previénense mutuamente con muestras de honor y de deferencias, comportan las cargas unos de otros, cumpliendo con esto la Ley de Cristo. No se estilan entre ellos palabras arrogantes, ni ocupaciones inútiles, ni risas descompuestas, ni la más leve murmuración; y si alguno de desmandase en esto, no quedar ía sin correctivo. Aborrecen los juegos de manos y los de azar; tampoco se dedican a la caza ni se permiten la cetrería, aunque tan generalizada. Abominan de juglares, de magos y bufones, cuyo trato evitan con cuidado; detestan las tonadillas jocosas, las comedias y todo linaje de espectáculos, como a puras vanidades y necedades engañosas. Córtanse el pelo, sabiendo por las enseñanzas del apóstol que es una vergüenza para los hombres el peinar largas guedejas. Nunca se acicalan el cabello, rara vez se bañan, andan con la barba hirsuta, generalmente cubiertos de polvo y ennegrecidos por las cotas de malla y tostados por el Sol. Al acercarse el combate, ármanse de fe en su alma y cúbranse por fuera de hierro, no de oro, a fin de que así, bien pertrechados de armas, no engalanados con joyas, infundan miedo a sus enemigos sin provocar su codicia. Buscan caballos fuertes y veloces, no hermosos y bien enjaezados, pensando mas en vencer que en lozanear, y lo que desean no es precisamente causar admiración y pasmo, sino turbación y miedo. Y a punto de comenzar la pelea, no se lanzan a ella impetuosos y turbulentamente, como empujados por la precipitación, sino con suma prudencia y exquisita cautela, ordenándose todos en columna cerrada para presentar batalla, según leemos, que solía hacerlo el pueblo de Israel. Mostrándose en todo verdaderos israelitas, se adelantan al combate pacífica y sosegadamente. Pero apenas el clarín da la señal de ataque, dejando súbitamente su natural benignidad, parecen gritar con el salmista: ¿No he odiado, Señor, a los que te aborrecían? ¿No me he requemado ante la conducta de tus enemigos? Y así cargan sobre sus adversarios, cual si entrasen en un rebaño de corderos, sin que, a pesar de su escaso número, se intimiden ante la cruelísima barbarie e ingente muchedumbre de las huestes contrarias. Y es que aprendieron ya a confiar no en sus propias fuerzas, sino en el poder del Señor Dios de los ejércitos, en quien está la victoria, el cual, según se dice en los Macabeos, puede fácilmente por medio de un puñado de valientes acabar con grandes 54
multitudes, y sabe librar a sus soldados con igual arte de las manos de pocos como de muchos; porque no está el triunfo en que un ejército sea numeroso, si no que la fortaleza proviene del cielo. Experiencia frecuentísima tienen de esto, porque más de una vez les ha ocurrido derrotar y ahuyentar al enemigo, peleando uno contra mil y dos contra diez mil. En fin, estos Soldados de Cristo, por modo maravilloso y singular, muéstranse tan mansos como corderos y tan fieros como leones, no sabiéndose si se les ha de llamar monjes o guerreros o darles otro nombre mas propio que abarque entrambos, pues aciertan a hermanar la mansedumbre de los unos con el valor y la fortaleza de los otros. Acerca de todo lo cual, ¿Qué decir, sino que todo esto es obra de Dios, y obra admirable a nuestros ojos? He aquí los hombres fuertes que el Señor ha ido eligiendo desde un confín a otro del mundo, entre los más bravos de Israel para hacerlos soldados de su escolta, a fin de guardar el lecho del verdadero Salomón, o sea el Santo Sepulcro, en cuyo derredor los ha puesto para estar alertas como fieles centinelas armados de espada y habilísimos en el arte de la guerra. BENEDICTO XVI: UNA ACTIVIDAD EXCESIVA LLEVA A LA «DUREZA DE CORAZÓN» Recoge en el Ángelus dominical la herencia de san Bernardo de Claraval CASTEL GANDOLFO, domingo, 20 agosto 2006 Palabras que dirigió Benedicto XVI este domingo al rezar la oración mariana del Ángelus junto a los peregrinos congregados en el patio de la residencia pontificia de Castel Gandolfo. Queridos hermanos y hermanas: El calendario menciona hoy, entre los santos del día, a san Bernardo de Claraval, gran doctor de la Iglesia, quien vivió entre el siglo XI y el siglo XII (1091-1153). Su ejemplo y sus enseñanzas se revelan particularmente útiles también en nuestro tiempo. Habiéndose retirado del mundo tras un período de intensa agitación interior, fue elegido abad del monasterio cisterciense de Claraval a la edad de 25 años, permaneciendo en su guía durante 38 años, hasta su muerte. La entrega al silencio y a la contemplación no le impidió desempeñar una intensa actividad apostólica. Fue también ejemplar en el compromiso con el que luchó por dominar su temperamento impetuoso, así como por la humildad con la que supo reconocer sus propios límites y faltas. La riqueza y el valor de su teología no se deben al hecho de haber abierto nuevos caminos, sino que dependen más bien de haber logrado proponer las verdades de la fe con un estilo claro e incisivo, capaz de fascinar a quien le escucha y de disponer el espíritu al recogimiento y a la oración. En cada uno de sus escritos se percibe el eco de una rica experiencia interior, que lograba comunicar a los demás con una sorprendente capacidad de persuasión.
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Para él, la fuerza más grande de la vida espiritual es el amor. Dios, que es Amor, crea al hombre por amor y por amor lo rescata; la salvación de todos los seres humanos, heridos mortalmente por la culpa original y cargados con los pecados personales, consiste en adherir firmemente a la divina caridad, que se nos reveló plenamente en Cristo crucificado y resucitado. En su amor, Dios resana nuestra voluntad y nuestra inteligencia enferma, elevándolas al nivel más alto de unión con Él, es decir, a la santidad y a la unión mística. San Bernardo habla entre otras cosas de esto en su breve pero consistente «Liber de diligendo Deo» (Libro sobre el amor de Dios). Tiene otro escrito que quisiera señalar, el «De consideratione», un breve documento dirigido al Papa Eugenio III. El tema dominante de este libro, sumamente personal, es la importancia del recogimiento interior --y lo dice a un Papa--, elemento esencial de la piedad. Es necesario prestar atención a los peligros de una actividad excesiva, independientemente de la condición y el oficio que se desempeña, observa el santo, pues --como dice al Papa de ese tiempo, y a todos los Papa y a todos nosotros-- las numerosas ocupaciones llevan con frecuencia a la «dureza del corazón», «no son más que sufrimiento para el espíritu, pérdida de la inteligencia, dispersión de la gracia» (II, 3). Esta admonición es válida para todo tipo de ocupaciones, incluidas las inherentes al gobierno de la Iglesia. El mensaje que, en este sentido, Bernardo dirige al pontífice, que había sido su discípulo en Claraval, es provocador: «Mira adónde te pueden arrastrar estas malditas ocupaciones, si sigues perdiéndote en ellas… sin dejarte nada de ti para ti
mismo» (ibídem). ¡Qué útil es también para nosotros este llamamiento a la primacía de la oración! Que san Bernardo, quien supo armonizar la aspiración del monje a la soledad y a la tranquilidad del claustro con la urgencia de misiones importantes y complejas al servicio de la Iglesia, nos ayude a concretarlo en nuestra existencia, en nuestras circunstancias y posibilidades. Confiamos este difícil deseo de encontrar el equilibrio entre la interioridad y el trabajo necesario a la intercesión de la Virgen, a quien desde niño amó con tierna y filial devoción, hasta el punto de que mereció el título de «doctor mariano». Invoquémosla para que alcance el don de la paz auténtica y duradera para el mundo entero. San Bernardo, en un discurso famoso, compara a María con la estrella a la que los navegantes miran para no perder su ruta. Escribe estas famosas palabras: «En el oleaje de las vicisitudes de este mundo, cuando en vez de caminar por tierra, tienes la impresión de ser zarandeado entre las marolas y las tempestades, no quites los ojos del resplandor de esta estrella, si no quieres que te traguen las olas... Mira a la estrella, invoca a María... Si le sigues a ella, no te equivocarás de camino… Si ella te protege, no tendrás miedo; si ella te guía, no te
cansarás; si ella te es propicia, llegarás a la meta» («Homilia super Missus est», II, 17). [Al final del Ángelus el Papa saludó a los peregrinos en seis idiomas. Estas fueron sus palabras en español:] Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española aquí presentes en Castelgandolfo, en especial al Grupo Asociación Pro-vida, de Mairena del Alcor, Sevilla; así como a quienes 56
participan en esta oración mariana en la Plaza de San Pedro y a través de la radio o la televisión. Queridos hermanos: que la devoción a la Virgen María os ayude a recibir cada día con más fe y amor el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo, fuente de la verdadera vida y prenda de la gloria del cielo. ¡Que Dios os bendiga!
Visión de San Bernardo, María se aparece a San Bernardo . Filippino Lippi , Badia Fiorentina, Florencia.
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COMIENZO DE LOS CAPÍTULOS
XII. Mostrar siempre humildad en el corazón y en el cuerpo, con los ojos clavados en tierra. XI. Expresarse con parquedad y juiciosamente sin levantar la voz. X. No ser de risa fácil. IX. Esperar a ser preguntado para hablar. VII. No salirse de la norma común del monasterio. VII. Reconocerse como el más despreciable de todos. VI. Juzgarse indigno e inútil para todo. V. Confesar sus pecados. IV. Abrazar por obediencia y pacientemente las cosas ásperas y duras. III. Someterse a los superiores con toda obediencia. II. No amar la propia voluntad. I. Abstenerse por temor de Dios en todo momento de cualquier pecado.
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I. La curiosidad, que lanza los ojos y demás sentidos a cosas que no le interesan. II. La ligereza de espíritu, que se manifiesta en la indiscreción de las palabras, ahora tristes, ahora alegres. III. La alegría tonta, que estalla en risa ligera. IV. La jactancia que se hace patente en el mucho hablar. V. La singularidad, que en todo lo suyo busca su propia gloria. VI. La arrogancia, por la que uno se cree más santo que los demás. VII. La presunción que se entremete en todo. VIII. La excusa de los pecados. IX. La confesión fingida, que se descubre cuando a uno le mandan cosas ásperas y duras. X. La rebelión contra el maestro y los hermanos. XI. La libertad de pecar. XII. La costumbre de pecar.
Me pediste, hermano Godofredo, que te pusiese por escrito y con relativa extensión lo que prediqué a los hermanos sobre los grados de humildad. He intentado satisfacer tu ruego como se merece, aunque con temor de no poder realizarlo. Te confieso que nunca se apartó de mi mente el consejo del Evangelio. No me atrevía a comenzar sin detenerme a pensar si contaba con medios para llevarlo a cabo. Y cuando la caridad ya había arrojado lejos este temor de no poder rematar la obra, me invadió otro signo contrario. En caso de terminar, me acecharía el peligro de la vanagloria, peligro mucho más grave que el mismo desprecio de no acabarlo. Por eso, entre el temor y la caridad, como perplejo ante dos caminos, estuve dudando largo tiempo sobre cuál de ellos debía tomar. Me temía que, si hablaba útilmente de la humildad, podría dar la sensación de no ser humilde; que si callaba por humildad, podría ser tachado de inútil. No me fiaba de ninguno de estos dos caminos, pero me veía obligado a tomar uno. Me pareció mejor compartir contigo el fruto de mis palabras que permanecer seguro, yo solo, en el puerto de mi silencio. Confío que, si por casualidad digo algo que te agrade, tu oración conseguirá que no me envanezca de ello. Y si por el contrario -lo 59
que me parece más normal-, no llego a redactar algo digno de tu talento, entonces ya no tendré motivo alguno para ensoberbecerme.
I. 1. Antes de empezar a hablar de los grados de humildad que propone San Benito, no para enumerarlos, sino para subirlos, quiero mostrarte, si puedo, a donde nos llevan. Así, conocido de antemano el fruto que nos espera a la llegada, no nos abrumará el trabajo de la subida. Cuando el Señor dice : Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos declara el esfuerzo del camino y el premio al esfuerzo. A la humildad se le llama camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo; la verdad, el premio al esfuerzo. "¿Por qué sabes", dirás tú, "que este pasaje se refiere a la humildad, siendo así que dijo de un modo indefinido: Yo soy el camino?" Escúchalo más concretamente: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.
Se propone como ejemplo de humildad y como modelo de mansedumbre. Si lo imitas, no andas en tinieblas, sino que tendrás la luz de la vida. Y ¿Qué es la luz de la vida sino la verdad? La verdad ilumina a todo hombre que viene a este mundo; indica donde está la vida verdadera. Por eso, al decir: Yo soy el camino y la verdad, añadió: y la vida. Como si dijera: Yo soy el camino, que llevo a la verdad; yo soy la verdad ; que prometo la vida; yo soy la vida, y la doy; pues dice él mismo: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo.
Mas si tú dices: "Veo perfectamente el camino, la humildad; deseo el fruto, la verdad; mas, ¿qué haré si el esfuerzo del camino es tan pesado que no puedo llegar al premio deseado?" Él te responde: Yo soy la vida, el viático de donde sacarás energía para el camino. El Señor grita a los extraviados a quienes ignoran el camino: Yo soy el camino; a los que dudan y a quienes no creen: Yo soy la verdad; y a los que ya suben arrastrando su cansancio: Yo soy la vida. Me parece que en el pasaje propuesto queda suficientemente claro que el conocimiento de la verdad es el fruto de la humildad. Fíjate además en estos textos: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas, sin duda haciendo referencia a los secretos de la verdad, a los sabios y prudentes, esto es, a los soberbios, y se las has revelado a los pequeños, es decir, a los humildes. También aquí se inculca que la verdad se esconde a los soberbios y se revela a los humildes. 2. La humildad podría definirse así: es una virtud que incita al hombre a menospreciarse ante la clara luz de su propio conocimiento. Esta definición es adecuada para quienes se han decidido a progresar en el fondo del corazón. Avanzan de virtud en virtud, de grado en grado, hasta llegar a la cima de la humildad. Allí, en actitud contemplativa, 60
como en Sión, se embelesan en la verdad; porque se dice que el legislador dará su bendición. El que promulgó la ley, dará también la bendición; el que ha exigido la humildad, llevará a la verdad. ¿Quién es este legislador? Es el Señor amable y recto que ha promulgado su ley para los que pierden el camino. Se descaminan todos lo que abandonan la verdad. Y ¿van a quedar desamparados por un Señor tan amable? No. Precisamente es a estos a los que el Señor amable y recto, ofrece como ley el camino de la humildad. De esta forma podrán volver al conocimiento de la verdad. Les brinda la ocasión de reconquistar la salvación, porque es amable. Pero, ¡atención!, sin menoscabar la disciplina de la ley, porque es recto. Es amable, porque no se resigna a que se pierdan; es recto, porque no se le pasa el castigo merecido. II. 3. Esta ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce grados. Y como los diez mandamientos de la ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce grados se alcanza la verdad. El mismo hecho de la aparición del Señor en lo más alto de aquella rampa que, como tipo de la humildad, se le presentó a Jacob, ¿no indica acaso que el conocimiento de la humildad se sitúa en lo alto de la humanidad? El Señor es la verdad, que no puede engañarse ni engañar. Desde lo más alto de la rampa estaba mirando a los hijos de los hombres para ver si había algún sensato que buscase a Dios. Y ¿no te parece a ti que el Señor, conocedor de todos los suyos, desde lo alto está clamoreando a los que le buscan: Venid a mí todos los que me deseáis y saciaos de mis frutos; y también: Venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro? Venid , dice. ¿A dónde? A mí, la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad. ¿Provecho? Yo os daré respiro. ¿Qué respiro promete la verdad al que sube, y lo otorga al que llega? ¿La
caridad, quizá? Sí, pues según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a los cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de la verdad. 4. La caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa del rey Salomón. Exhala el aroma de las distintas virtudes, semejante a la fragancia de las especias más sorprendentes. Sacia a los hambrientos, alegra a los comensales. Con ella se sirven también la paz, la paciencia, la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos y virtudes que tienen por raíz la verdad o la sabiduría. La humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan del dolor y el vino de la compunción es lo primero que la verdad ofrece a los incipientes, y les dice: Los que coméis el pan del dolor, levantaos después de haberos sentado.
Tampoco a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría, amasado con flor de harina, y el vino que alimenta el corazón del hombre; con él, la verdad obsequia 61
a los perfectos, y les dice: Comed, amigos míos, bebed y embriagaos, carísimos. La caridad, nos dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; Las almas imperfectas, por ser todavía incapaces de digerir aquel sólido manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de aceite en lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacia la mitad del banquete, pues su suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven en el temor; ni es suficiente a los perfectos, que gustan la intensa dulzura de la contemplación. Los incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los deleites carnales con la purga amarga del temor, no pueden experimentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya han sido destetados; ahora, eufóricos se alegran de comer ese otro manjar, anticipo de la gloria. Solo aprovecha a los que están en el centro, a los proficientes, quienes ya han experimentado su agradable paladar en algunos sorbos. Y se quedan contentos sin más, por causa de su tierna edad. 5. El primer plato es, pues, la humildad, una purga amarga. Luego el plato de la caridad, todo un consuelo apetitoso. Sigue el de la contemplación, el plato fuerte. ¡Pobre de mí! ¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar siempre enojado contra tu siervo que te suplica? ¿Hasta cuándo me vas a estar alimentando con el pan del llanto y ofreciéndome como bebida las lágrimas a tragos? ¡Quién me invitará a comer de aquel último plato, o al menos del sabroso manjar de la caridad, que se sirve a mitad del banquete! Los justos los comen en presencia de Dios rebosando de alegría. Entonces ya no pediría a Dios con la amargura del alma: ¡No me condenes! Todo lo contrario, al celebrar el convite con los ázimos de la pureza y de la verdad, cantaría alegre en los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande. Bueno es, por tanto, el camino de la humildad; en él se busca la verdad, se encuentra la caridad y se comparten los frutos de la sabiduría. El fin de la ley es Cristo; y la perfección de la humildad, el conocimiento de la verdad. Cristo, cuando vino al mundo, trajo la gracia. La verdad, cuando se revela, ofrece la caridad. Pero siempre se manifiesta a los humildes. Por ello, la gracia se da a los humildes. III. 6. En cuanto me ha sido posible, acabo de exponer el fruto que nos aguarda al final de la subida a través de de todos los grados de humildad. Ahora, si me es posible, voy a referirme al orden con que estos grados nos orientan hacia el premio tan apetecible de la verdad.
Como el conocimiento de la verdad tiene a su vez grados, voy a tratar de explicarlos brevemente. Así se verá con mayor claridad a qué grado de verdad corresponde el duodécimo grado de humildad. Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en sus desgracias; y en sí misma, por la contemplación de un corazón puro. 62
Te he indicado el número de los grados; ahora observa su orden. En primer lugar quisiera que la misma verdad te enseñara por qué debe buscarse antes en los prójimos que en sí misma. Después entenderás por qué debes buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar las bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los limpios de corazón. Y es que los misericordiosos descubren en seguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos, y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos, enferman; se abrazan con los que sufren escándalos; se alegran con los que están alegres, y lloran con los que lloran . Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la verdad en sí misma, por cuyo amor sufren las desgracias de los demás. En cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden a los que lloran, menosprecian a los que se alegran, o no sienten en sí mismos lo que hay en los demás, por no sintonizar con sus sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad. A todos estos, les viene bien aquel dicho tan conocido: "Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento". El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y los hambrientos, porque lo viven, la verdad pura, únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume su propia miseria. Para que sientas tu propio corazón de miseria en la miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria. Así podrás vivir en ti sus problemas, y se te despertarán iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de acción de nuestro Salvador; quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo miserable para aprender a tener misericordia. Y así como se ha escrito de él: Aprendió por sus padecimientos la obediencia, también supo lo que era la misericordia. No quiere decir que Aquel cuya misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino que aprendió en el tiempo por la experiencia lo que sabía desde la eternidad por su naturaleza. 7. Quizá te parezca exagerado lo que acabo de afirmar; que Cristo, Sabiduría de Dios, haya tenido que aprender a ser misericordioso, como si Aquel por quien fueron hechas todas las cosas hubiese ignorado algún tiempo algo de lo que fue hecho; sobre todo teniendo en cuenta que esas citas de la carta a los Hebreos pueden entenderse en otro sentido. No es absurdo que el término aprendió no haga referencia a la Cabeza, la persona de Cristo, sino a su cuerpo, la Iglesia. En tal caso, el sentido completo de de la frase aprendió por sus padecimientos la obediencia, sería este: Aprendió en su cuerpo la obediencia por lo que padeció en la cabeza. Aquella muerte, aquella cruz, aquellos oprobios, salivazos y azotes que soportó nuestra cabeza, Cristo, ¿qué otra cosa fueron para su cuerpo, para nosotros, sino preclaros ejemplos de obediencia? Cristo, dice San Pablo, se hizo obediente al Padre hasta la muerte, y muerte de Cruz. ¿Por qué? Nos lo dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por 63
nosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pasos; esto es, para que imitéis su
obediencia. De todo lo que él padeció por nosotros, puros hombres, aprendemos cuánto nos conviene padecer por la obediencia; ya que él siendo Dios, no dudó en morir. "Según esta interpretación", dices tú, "ya no hay inconveniente alguno en decir que Cristo aprendió en su cuerpo la obediencia, la misericordia o cualquier otra cosa; con tal que no se crea que el Señor en su persona pudiese aprender en el transcurso de su vida temporal algo que antes ignorase. Y así, él mismo aprende enseña a la vez la misericordia y la obediencia; porque la cabeza y el cuerpo son un mismo Cristo". 8. No niego que esta interpretación pueda ser aceptable. Sin embargo, existe otro pasaje de la misma carta que parece apoyar la anterior. No es a los ángeles a quienes tiende la mano, sino a los hijos de Abrahán. Por eso tiene que parecerse tanto a sus hermanos para ser misericordioso. Creo que este párrafo debe referirse exclusivamente
a la cabeza, no al cuerpo. Se dice de la Palabra de Dios que no tiende la mano a los ángeles, es decir, que no se unió personalmente a ellos, sino a la descendencia de Abrahán. Tampoco hemos leído: La Palabra se hizo ángel; sino la palabra se hizo carne, y carne de Abrahán, según la promesa que se le hizo. De aquí , es decir, por hacerse hijo de Abrahán, tuvo que parecerse en todo a sus hermanos. Esto es, convino y fue necesario que, débil como nosotros, pasara por todas nuestras miserias, excluido el pecado. Preguntas: "¿Por qué fue necesario?" Ahí mismo tienes la respuesta: Para ser misericordioso. Y si insistes: "¿Por qué esto no puede referirse al cuerpo?" Escucha lo que sigue: En cuanto que pasó la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando. No veo interpretación mejor de estas palabras que la referencia a una voluntad de sufrir, de ser probado y de pasar por todas las miserias humanas, excluido el pecado. Es la única forma de parecerse en todo a sus hermanos. Así aprendió por su propia experiencia a tener misericordia y compadecerse de los que sufren y de los que son probados. 9. No quiero decir que mediante esta experiencia se haya vuelto más sabio. Lo importante es que ahora está mucho más cerca de nosotros, débiles hijos de Adán. Tampoco tuvo reparo en llamarnos y hacernos hermanos suyos; y todo para no dudar más en confiarle las flaquezas que, como Dios, puede curar; y que, como cercano, quiere curar. Y a las conoce, porque sufrió. Con razón lo llama Isaías , hombre de dolores y acostumbrado a sufrimientos. EL Apóstol añade: " No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades. E indica a continuación el motivo de su compasión: Probado en todo, igual que nosotros, excluido el pecado. Dios es dichoso. El Hijo de Dios también es dichoso en aquella condición por la que no se aferró a su categoría de ser igual al Padre. Él era impasible antes de despojarse de su rango de tomar la condición de esclavo. Hasta entonces no entendía de miserias y de 64
sumisión; tampoco conocía por experiencia la misericordia y la obediencia. Lo sabía por su naturaleza, no por su propia experiencia. Pero se achicó a sí mismo, haciéndose poco inferior a los ángeles, que son impasibles por gracia, no por naturaleza; y se rebajó hasta aquella condición en la que podía sufrir y someterse. Esto, como ya se dijo, le era imposible en su categoría divina. Por eso aprendió la misericordia en el sufrimiento, y la obediencia en la sumisión. Sin embargo, como dije antes, por esta experiencia no aumentó su caudal de ciencia, sino que aumentó nuestra confianza, a que por medio de este triste modo de conocer se acercó más a nosotros Aquel de quien tan lejos estábamos. ¿Cuándo nos hubiéramos atrevido a acercarnos a él si hubiese permanecido en la impasibilidad? Ahora, sin embargo, el Apóstol nos persuade a acercarnos confiadamente ante el tribunal de la gracia de Aquel que, como está escrito en otro lugar, soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores. Tenemos la absoluta certeza de que puede compadecerse de nosotros porque él mismo ha sufrido. 10. No deben parecernos absurdas las expresiones de que Cristo conocía la misericordia desde siempre, por su divinidad, pero de manera distinta de como la conoció en el tiempo por la encarnación. No queremos decir que Cristo hubiese comenzado a saber algo que anteriormente no supiese. Fíjate que el Señor usó una expresión parecida cuando respondió a la pregunta de sus discípulos acerca del último día. Les confesó su ignorancia. ¿Es que él, en quien están escondidos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, no podía conocer la inminencia del último día?; ¿cómo, pues, negó que lo sabía siendo clarísimo que no podía ignorarlo?; ¿acaso mintió para ocultar lo que no era conveniente descubrirles? De ninguna manera. Si por ser la sabiduría no puede ignorar cosa alguna, por ser la verdad tampoco puede mentir. No quiso dar pábulo a la curiosidad inútil; por eso negó saber lo que le preguntaban. No lo negó, sin embargo, de un modo absoluto, sino con una especie de restricción mental. Pues si con la mirada de su divinidad veía todas las cosas, las pasadas, las presentes y las venideras, conocía perfectamente aquel día; pero no por experiencia de los sentidos corporales. De haber sido así, ya habría aniquilado al anticristo con el aliento de su boca; ya habría resonado en sus oídos el alarido del arcángel y el fragor de la trompeta, a cuyo estrépito los muertos van a resucitar; ya habría visto también con los ojos corporales a las ovejas, a las cabras, que deberán estar separadas entre sí. 11. En fin, vas a comprender ahora que, cuando expresaba su ignorancia sobre el último día, se refería solo a su conocimiento humano, analizando la fina discreción de su respuesta. No dijo: Yo no lo sé; sino: Ni el hijo del Hombre lo sabe. ¿Qué quiere decir esta expresión Hijo del Hombre sino la naturaleza humana que había asumido? Con este nombre se da a entender que cuando dice no saber una cosa, no habla como Dios sino como hombre. En otras ocasiones, hablando de sí mismo en cuanto a Dios, no emplea la expresión "Hijo", o "Hijo del Hombre", sino "Yo", o "A mí". Ejemplos: En verdad, os digo; antes que Abrahán naciese, a existía yo . Dice: Ya existía yo; y no: "Ya existía el Hijo del Hombre". Sin duda alguna que habla de aquella esencia por la que existe antes 65
de Abrahán, desde la eternidad; y no de aquella otra por la que nació después de Abrahán, y que procede de Abrahán mismo. También en aquella ocasión en que deseaba saber por boca de los discípulos la opinión que los hombres tenían de él, les pregunta ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Y no: " ¿Quién dicen los hombres que soy yo?" Pero al preguntarles a continuación su opinión sobre él, les dice: Y vosotros, ¿quien decís que so yo? Y no: "¿Quién decís que es el Hijo del Hombre?" Queriendo saber lo que pensaba el pueblo carnal acerca de su naturaleza humana, se impuso un nombre carnal que es el significado propiamente dicho de la expresión Hijo del hombre. Pero al preguntar a sus discípulos, que eran espirituales, acerca de su divinidad, no aludió a sí mismo como Hijo del hombre, sino directamente a su "yo". Pedro comprendió bien lo que les había querido preguntar al decir yo. Y acertó bien en su respuesta: Tú eres el Cristo, el hijo de Dios. No dijo: "Tú eres Jesús, el hijo de la Virgen". Si hubiese respondido así, sin duda alguna habría dicho la verdad. Pero cayendo en la cuenta, con agudeza, del sentido en que se le proponía la pregunta, respondió acertada y competentemente diciendo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.
12. Sabes que Cristo es una persona en dos naturalezas; una, por la que siempre existió; la otra, por la que empezó a vivir en el tiempo. Por su ser eterno conoce siempre todas las cosas; por su realidad histórica, aprendió muchas cosas en el tiempo. ¿Por qué dudas en admitir que, así como históricamente empezó a vivir en el cuerpo, del mismo modo empezó a conocer las miserias de los hombres con ese género de conocimiento propio de la debilidad humana? ¡Cuánto más sabios y felices habrían sido nuestros primeros padres ignorando este género de ciencia, que no podían ignorar sin hacerse necios y desdichados! Pero Dios, su Creador, buscando lo que se había perdido, continuó, compasivo, su obra; y descendió misericordiosamente adonde ellos habían abismado en su desgracia. Quiso experimentar en sí lo que nuestros padres sufrían con toda la justicia por haber obrado contra él; pero se sintió movido, no por una curiosidad semejante a la de ellos, sino por una admirable caridad; y no para ser un desdichado más entre los desdichados, sino para librar a los miserables haciéndose misericordioso. Se hizo misericordioso, pero no con aquella misericordia que, permaneciendo feliz, tuvo desde siempre; sino con la que encontró, al hacerse uno de nosotros envuelto en la miseria. Así, la obra que había comenzado con la misericordia eterna, la culminó por la misericordia temporal; no porque no pudiese llevarla a cabo solamente con la eterna, sino porque, con respecto a nosotros, la eterna sin la temporal no nos pudo bastar. Una y otra fueron necesarias, pero para nosotros fue más apropiada la segunda. ¡Oh invención inefable de la piedad! ¿Podríamos habernos imaginado incluso aquella maravillosa misericordia eterna si antes no la hubiese precedido la miseria, que nos la hace concebir? ¿Cuándo habríamos descubierto aquella compasión, desconocida para nosotros, que sin la existencia de la Pasión habría perdurado en la impasibilidad? 66
Sin embargo, si esa misericordia, que no conoce la miseria, no hubiese existido anteriormente, tampoco se habría seguido esta otra misericordia, cuya madre es la miseria. Si no se hubiese seguido, tampoco nos habría atraído; si ni no nos hubiese atraído, no nos habría extraído. ¿Extraído?, ¿de dónde? De la fosa de la miseria y de la charca fangosa. Pero el Señor no se despojó de la misericordia eterna; la añadió a la temporal. No la cambió; la multiplicó, según está escrito: Tú socorres a hombres y animales, ¡cómo has multiplicado tu misericordia, oh Dios!
13. Volvamos a nuestro asunto. Si el que no era miserable se hizo miseria para experimentar lo que ya previamente sabía, ¿cuánto más debes tú, no digo hacerte lo que no eres, sino reflexionar sobre lo que eres, por que eres miserable? Así aprenderás a tener misericordia. Sólo así lo puedes aprender. Porque si consideras el mal de tu prójimo y no atiendes al tuyo, te sentirás arrebatado por la indignación, nunca movido por la compasión; tendemos a juzgar, no a ayudar; a destruir con violencia, no a corregir con suavidad. Vosotros los espirituales, dice el Apóstol, corregid con toda suavidad. El consejo, o por decir, el mandato del Apóstol consiste en que ayudes a tu hermano enfermo con la misma suavidad con la que tú quieres que te ayuden a ti cuando enfermas. También consiste en que comprendas cuánta dulzura de trato debes tener con el pecador; caer en la cuenta, como dice el mismo Apóstol, de que también tú puedes ser tentado. 14. Conviene considerar con qué perfección sigue el discípulo de la verdad el orden establecido por el Maestro. En las bienaventuranzas a que me refería antes, preceden los misericordiosos a los limpios de corazón; y los mansos a los misericordiosos. El Apóstol exhorta a los espirituales que corrijan a los carnales; y añade: con toda suavidad. La corrección de los hermanos corresponde, sin duda, a los misericordiosos; hacerlo con suavidad, a los mansos. Como si dijera: no puede ser contado entre los misericordiosos el que no es manso en sí mismo. Mira cómo indica claramente el Apóstol lo que antes prometí yo demostrar. La verdad hemos de buscarla antes en nosotros que en los prójimos. Cayendo en la cuenta de ti mismo, es decir, siendo consciente de la facilidad con que eres tentado y de lo propenso que eres para pecar; por esta toma de conciencia, te harás manso y podrás acercarte a los demás para socorrerles con toda suavidad. Si no eres capaz de escuchar al Discípulo que te aconseja, teme al Maestro que te acusa. Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano.
La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, ya no podrás verte ni sentir de ti tal como eres o puedes ser; sino tal como te quieres , tal como piensas que eres o tal como esperas llegar a ser. ¿Qué otra cosa es la soberbia sino, como la define un santo, el amor del 67
propio prestigio? Moviéndonos en el polo opuesto, podemos decir que la humildad es el desprecio del propio prestigio. Ni el amor ni el odio conocen el dictamen de la verdad. ¿Quieres oír el dictamen de la verdad? Escucha: Yo juzgo según oigo; no según odio, no según amo, ni según temo. Un dictamen del odio sería: Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir; el del temor sería: Si le dejamos que siga así, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo; y un dictamen según el amor podría ser el de David con su hijo parricida : Tratad bien al joven Absalón.
Hay un convenio definido por las leyes humana; se observa tanto en las causas eclesiásticas como en las civiles; está legislado que los amigos íntimos de los litigantes nunca deban ser convocados a juicio; no sea que, llevados del amor a sus amigos, engañen o se dejen engañar. Y si el amor que profesas a tu amigo influye en tu criterio como atenuante o inexistencia de culpa, ¿cuánto más el amor que a ti mismo te profesas te engañará cuando vas a emitir un juicio contra ti? 15. El que sinceramente desee conocer la verdad propia de sí mismo, debe sacarse la viga de su soberbia, porque le impiden que sus ojos conecten con la luz. E inmediatamente tendrá que disponerse a ascender dentro de su corazón, observándose a sí mismo en sí mismo, hasta alcanzar, con el duodécimo grado de la humildad, el primero de la verdad. Cuando haya encontrado la verdad en sí mismo o, mejor dicho, cuando se haya encontrado a sí mismo en la verdad y pueda decir: Yo me fiaba y por eso hablaba; pero ¡qué humillado me encuentro!, entonces penetre el hombre más íntimamente en su corazón, para que la verdad quede enaltecida, llegando así al segundo grado y exclame: Todos los hombres son unos mentirosos . ¿Crees que David no siguió este orden?; ¿crees que el profeta no se dio cuenta de lo que el Señor, el Apóstol y yo hemos conseguido siguiendo su ejemplo? Y dice: Yo me fié de la Verdad, que decía en este mundo: El que me sigue no anda en tinieblas. Me fié, siguiéndola, por eso hablé, confesando. ¿Qué confesé? La verdad que conocía en la fe. Después de que me fié para la justicia y hablé para la salvación, ¡qué humillado me encuentro! hasta el límite de la impotencia. Como si dijera: ya que no me avergoncé de confesar contra mí mismo la verdad que en mí conocí, he llegado al colmo de la humildad. Ese límite puede entenderse por colmo; como puede verse en el pasaje de este salmo: Se complace hasta el colmo de sus mandatos ; es decir, se complace plenamente. Pero si alguien sostiene que colmo quiere significar "mucho" y no hasta el límite, por ser ese el significado que le dan los comentaristas, tal traducción coincidiría con el pensamiento del profeta. Por esto, cuando todavía desconocía la verdad, me tenía por algo, no siendo en realidad nada. Pero desde que me fié de Cristo, esto es, desde que imité su humildad, empecé a conocer la verdad; ella ha sido enaltecida en mí, por causa de mi propia 68
confesión. Pero y o me siento en el colmo de la humillación, es decir, que la propia consideración de mí mismo me ha suscitado mucho desprecio. V. 16. Humillado el profeta en este primer grado de la verdad, como dice en otro salmo: Me has humillado en tu verdad, se observa a sí mismo; y consciente de su propia misericordia, considera la de los demás. De este modo pasa al segundo grado y dice en su abatimiento: Todos los hombres son unos mentirosos. ¿En qué abatimiento? En aquel por el que sale de sí mismo y, adhiriéndose a la verdad, se juzga. Proclama en este abatimiento, no irritado ni insultante, sino con toda misericordia y compasión: Todos los hombres son unos mentirosos. ¿Qué quiere decir: Todos los hombres son unos mentirosos? Quiere decir que todo hombre es débil; que todo hombre es miserable e impotente, y que no puede salvarse a sí mismo ni salvar a otro. Lo mismo que se dice: Engañoso es el caballo para la victoria. No porque el caballo engañe a nadie, sino porque se engaña a sí mismo quien confía en su fortaleza. De la misma manera se dice que todos los hombres son unos mentirosos . Es decir, frágiles e inconstantes; de ellos nada se puede esperar, ni su salvación ni la ajena, sin incurrir en la maldición del que pone sus esperanzas en otro hombre. De esta manera, el profeta, humilde y avezado en el camino de la verdad, cuando descubre en otros las miserias que ha llorado en sí mismo, a la vez que acumula experiencia, agudiza también su dolor. Y, de un modo muy genérico, pero auténtico, exclama: Todos los hombres son unos mentirosos. 17. Fíjate de qué manera tan distinta sentía de sí mismo aquel fariseo soberbio. ¿Qué es lo que espontáneamente brotó de su desvarío? Dios mio, te doy gracias porque no soy como los demás. Se complace en sí mismo como si solo él existiera, y al mismo tiempo insulta a los demás con arrogancia. Muy distintos eran los sentimientos de David. Si afirma que todos los hombres son unos mentirosos, no excluye ninguno para no engañar a nadie. Sabe que todos pecaron, y que todos están privados de la gloria de Dios.
El fariseo, en cambio, condenando a los demás, solo a sí se engaña, ya que se excluye a sí solo. El profeta no se excluye de la miseria común para no quedar eliminado de la misericordia. El fariseo, al ocultar su miseria, aleja de sí la misericordia. El profeta afirma de sí y de los demás: Todos los hombres son unos mentirosos. El fariseo lo afirma también de todos, menos de sí mismo: No soy, dice, como los demás. Y da gracias, no porque es bueno, sino porque se siente único; y no tanto por los bienes que tiene cuanto por los males que ve en los demás. Todavía no ha sacado la viga de su ojo y ya cuenta las briznas que hay en los ojos de sus hermanos, pues añade: Injustos, ladrones. Me parece útil esta digresión. Te habrá servido para comprender la diferencia que existe entre la humillación del profeta el desvarío del fariseo. 18. Reanudemos nuestra exposición. A todos los que la verdad les ha obligado a conocerse y, por eso mismo, a menospreciarse, necesitan que todo lo que venían amando, incluso el amor a sus propias personas, se les vuelva amargo. El 69
enfrentamiento consigo mismos les obliga a verse tales como son y les provoca vergüenza. Les desagrada lo que son y suspiran por lo que no son, conscientes de que nunca lo alcanzarán por sus propias fuerzas, y lloran amargamente su mísera situación; ya no encuentran otro consuelo que constituirse en jueces severos de sí mismos; por su amor a la verdad, sienten hambre y sed de justicia. Así llegan al desprecio de sí mismos, se exigen una severísima satisfacción y quieren cambiar de vida. Pero ven claramente que no son capaces de llevar a cabo sus propósitos, porque cuando ya han realizado todo lo que se les ha mandado, se confiesan siervos inútiles. De esta manera, huyen de la miseria y se refugian en la misericordia. Y para alcanzar la misericordia, siguen el consejo de la verdad: Dichosos los misericordiosos porque van a recibir misericordia. Este es el segundo grado de la verdad. Los que llegan a él buscan la verdad en sus prójimos; adivinan las indigencias de los demás en las suyas propias; y p or lo que sufren, aprenden a compadecerse de los que sufren. VI. 19. Si perseveran en los tres aspectos planteados: en el llanto de la penitencia, en el deseo de la justicia y en las obras de misericordia, purificarán la mirada de su corazón de los tres impedimentos que contrajeron por ignorancia, por debilidad y por deseo. Así, mediante la contemplación, pasarán al tercer grado de la verdad. Hay caminos que aparecen buenos solo a los hombres que se gozan haciendo el mal y se alegran de sus acciones perversas. Luego recurren a la debilidad y a la ignorancia para excusar sus pecados. Pero en vano se lisonjean de su debilidad o ignorancia los que, para pecar con mayor libertad, se instalan en la ignorancia o impotencia. ¿Crees tú que al primer hombre, aunque no pecase muy a gusto, le sirvió de algo echar la culpa a su mujer, es decir, a la debilidad de la carne? ¿Crees que la ignorancia podrá excusar a los que apedrearon al primer mártir porque se taparon los oídos? Están en el mismo caso todos los que por el deseo o el amor al pecado se sienten alejados de la verdad y apresados en la debilidad y en la ignorancia; conviertan éstos su deseo en llanto y su amor en aflicción; rechace la debilidad de la carne con el fervor de la justicia y la ignorancia con la liberalidad. No vaya a ocurrirles que, por no reconocer ahora a la verdad pobre, sencilla y débil, la conozcan demasiado tarde, cuando vengan con gran poder y majestad, aterrando y acusando. Entonces será inútil que le pregunten: ¿Cuándo te vimos necesitado y no te socorrimos? Los que en esta vida no conocieron al Señor cuando deseaba tratarles con misericordia, le reconocerán cuando aparezca para rendirles cuentas. Por eso mirarán al que traspasaron; y los codiciosos al que despreciaron. El ojo del corazón, al que la Verdad promete su plena manifestación: - dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios- se purifica de toda mancha, debilidad, ignorancia o mal deseo adquirido, por medio del llanto, del hambre y la sed de ser justo, y por la perseverancia en las obras de misericordia. Los grados o estados de la verdad son tres. Al primero se sube por el trabajo de la humildad; al segundo por el 70
afecto de la compasión; y al tercero, por el vuelo de la contemplación. En el primer grado, la verdad se nos muestra severa; en el segundo, piadosa; y en el tercero, pura. Al primero nos lleva la razón con la que nos examinamos a nosotros mismos; al segundo, el afecto con el que nos compadecemos con los demás; al tercero, la pureza que nos arrebata y nos levanta hacia las realidades invisibles.
VII. 20. Al llegar a este punto, aparece con toda nitidez ante mis ojos una obra maravillosa de la inseparable Trinidad que se realiza por separado en cada una de las personas. Si es que un hombre que vive en las tinieblas, de algún modo puede llegar a comprender aquella separación de las tres personas que obran de común acuerdo. Así, en el primer grado parece ver la Obra del Hijo; en el segundo la del Espíritu Santo; y en el tercero, la del Padre. ¿Quieres ver cómo obra el Hijo? Escucha: Si yo soy el Señor y el maestro, y os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Con estas palabras, el maestro de la verdad da a sus discípulos la regla de la humildad; y la verdad se da a conocer en su primer grado. Fíjate ahora en la obra del Espíritu Santo. Por ella, todos lo que han seguido las enseñanzas del Hijo y se han iniciado en el primer grado de la verdad mediante la humildad, comienzan a progresar y llegan, aplicándose en la verdad, al Espíritu Santo, al segundo grado por medio de la compasión al prójimo. Escucha también lo que hace referencia al Padre: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y aquello otro: El Padre enseña a los hijos tu verdad. Y también: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a la gente sencilla.
¿Te das cuenta cómo a los que primero hace humildes el Hijo con su palabra y ejemplo, después el Espíritu Santo derrama sobre ellos la caridad, y el Padre los recibe en la gloria? El Hijo forma discípulos. El Paráclito consuela a los amigos. El Padre enaltece a los hijos. Verdad no se llama el Hijo en exclusiva. También lo son el Padre y el Espíritu Santo. Por eso, respetada la propiedad de cada una de las personas, una es la Verdad que obra estas tres realidades en los tres grados. En el primero, enseña como maestro; en el segundo, consuela como amigo y hermano; en el tercero, abraza como un padre a sus hijos. 21. Primero el Hijo, la palabra y la sabiduría de Dios Padre, cuando ve esa potencia de nuestra alma llamada razón abatida por la carne, prisionera del pecado, cegada por la ignorancia y entregada a las cosas exteriores, la toma con clemencia , la levanta con fortaleza, la instruye con prudencia y la hace entrar dentro de sí misma. Y revistiéndola con sus mismos poderes de forma maravillosa, la constituye juez de sí misma. La razón es a la vez acusadora, testigo y tribunal; desempeña frente a sí misma la función de la verdad. 71
De esta primera unión entre la Palabra y la razón nace la humildad. Luego el Espíritu Santo se digna visitar la otra potencia llamada voluntad, todavía inficionada por el veneno de la carne, pero ya ilustrada por la razón. El Espíritu la purifica con suavidad, la sella con su fuego volviéndola misericordiosa. Lo mismo que una piel, empapada por un líquido, se estira, la voluntad, bañada por una unción celestial, se despliega por el amor hasta sus enemigos. De esta segunda unión del Espíritu Santo con la voluntad humana nace la caridad. Fijémonos todavía en estas dos potencias, la razón y la voluntad. La razón se siente instruida por la palabra de la verdad; la voluntad por el espíritu de la verdad. La razón es rociada por el hisopo de la humildad; la voluntad abrasada con el fuego de la caridad. Ambas juntas son el alma perfecta, sin mancha, a causa de la humildad; y sin arruga, por causa de la caridad. Cuando la voluntad ya no resista a la razón, ni la razón encubra la verdad, el Padre se unirá a ellas como una gloriosa esposa. Entonces la razón ya no podrá pensar de sí misma, ni la voluntad juzgar al prójimo, pues el alma dichosa solo encuentra consuelo repitiendo: El rey me ha introducido en su cámara . Ya ha sido digna de superar la escuela de la humildad. Aquí, enseñada por el Hijo, aprendió a entrar en sí misma, según aquella advertencia que le habían insinuado: Si no te conoces, vete y apacienta a tus cabritos. Ha sido digna, repito, de pasar de la escuela de la humildad a las despensas de la caridad, que son los corazones de los prójimos. El Espíritu Santo la ha guiado e introducido a través del sello del amor. Se alimenta con pasas y se robustece con manzanas, que son las buenas costumbres y las sanas virtudes. Por fin, se le abre la cámara del rey, por cuyo amor desfallece. Allí, en medio de un gran silencio que reina en el cielo por espacio de media hora, descansa dulcemente entre los deseados abrazos, y se duerme; pero su corazón vigila. Allí ve realidades invisibles, oye cosas inefables que el hombre no puede ni balbucir y que excede a toda ciencia que la noche susurra a la noche. Sin embargo, el día al día le pasa su mensaje; y por eso es lícito comunicarse la sabiduría entre los sabios y compartir lo espiritual con los espirituales. VIII. 22. Pablo confiesa que había sido arrebatado hasta el tercer cielo; ¿piensas que no había superado estos grados? Pero ¿por qué dice arrebatado y no más bien llevado? Para que yo, que soy menos que Pablo, cuando me diga tan gran apóstol que fue arrebatado a donde ni el propio sabio supo, ni el que fue así levantado pudo llegar, no presuma pensando que con mis fuerzas o mi tesón pueda lograr esa meta. Así no confiaré en mi virtud ni me agotaré en esfuerzos vanos. El que es enseñado o guiado, por el mero hecho de seguir al que le enseña o le guía, se ve obligado a trabajar y a poner algo de su parte para ser llevado hasta el lugar de su destino. Entonces podrá decir: No soy yo, sino el favor de Dios conmigo. Sin embargo, el que es arrebatado se porta como una persona ignorante, y no se apoya en sus fuerzas, sino en las de otro. No puede gloriarse de sí mismo en nada absolutamente, cooperando con otro. El Apóstol pudo subir al primer cielo o al 72
segundo, guiado y llevado de la mano. Pero para llegar al tercer cielo tuvo que ser arrebatado. Está escrito que el Hijo bajó para ayudar a los que habían de subir al primer cielo. Que el Espíritu Santo fue enviado para llevarnos hasta el segundo. Sin embargo, en ninguna parte se dice que el Padre, aunque siempre obra con el Hijo y el Espíritu Santo, haya bajado del cielo o fuese enviado a la tierra. Es verdad que leo lo siguiente: La misericordia del Señor llena la tierra. Y también: Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria, y muchas otras cosas por el estilo. Con relación al Hijo leo también: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo. Y el mismo Hijo dice de sí: El Espíritu del Señor me ha enviado. Y se expresa por el mismo profeta: Y ahora me han enviado el Señor y su Espíritu. Acerca del Espíritu Santo leo: El Espíritu Santo consolador, que enviará mi Padre en mi nombre; Y también: Cuando me vaya, os lo enviaré, que sin duda se refiere al Espíritu Santo. En cambio, en ninguna parte leo que el Padre aun cuando esté en todas partes, se haye personalmente en otro lugar que no sea el cielo. Así lo dice el Evangelio: Y mi Padre, que está en el cielo; y en la oración: Padre nuestro que estás en los cielos. 23. De todo esto deduzco que, si el Padre no descendió, el Apóstol no pudo subir al cielo para verlo; por eso recordó que había sido arrebatado. Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo. A este mismo lugar volvió Cristo, pero no fue arrebatado súbitamente ni trasladado a escondidas; lo vieron subir los apóstoles. No fue el caso de Elías, quien no tuvo más que un testigo; ni el de Pablo, que no tuvo ninguno; pues apenas él mismo pudo ser testigo o juez, ya que dice: Yo no lo sé; Dios lo sabe. Cristo, como todopoderoso que era, bajó cuando quiso, subió cuando le plugo y tuvo a bien esperar a que hubiese testigos y espectadores; eligió un lugar, un tiempo, un día y una hora concretos: Le vieron subir aquellos a los que quiso honrar con ese espectáculo. Pablo y Elías fueron arrebatados. Enoc fue trasladado. De nuestro redentor se dice que subió, es decir, que ascendió sin ayuda alguna. Sin ayuda de carros o de ángeles. Una nube lo ocultó a sus ojos. ¿Qué sentido tiene la nube? ¿Estaba cansado y necesitaba su ayuda? ¿Tal vez se sentía apático y la nube lo empujó? ¿Acaso se caía y la nube le sirvió de apoyo? Nada de eso. Lo que ocurrió fue que la nube lo ocultó a los ojos carnales de sus discípulos. Hasta entonces habían conocido a Cristo según la carne; en adelante, no deberán conocerle de esa forma. Por tanto, a los que el Hijo llama por la humildad al primer cielo, el Espíritu lo reúne en el segundo por la caridad; y el Padre los exalta al tercer cielo por la contemplación. Primero se humillan en la verdad, y dicen: Me humillaste en tu verdad . Después se alegran de la verdad, y cantan: Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos; Pues de la caridad se ha escrito: Simpatiza con la verdad. En tercer lugar son arrebatados hasta los arcanos de la verdad, y dicen: Mi secreto para mí, mi secreto para mí.
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IX. 24. Y ¿cómo yo, miserable, presumo atravesar los dos cielos superiores y decir palabras vanas que ni yo mismo entiendo? Todavía voy arrastrándome por el más inferior de los tres. Para subir a este cielo inferior he levantado una escalera con la ayuda de Dios, que allí me llama. Ese es el camino que me lleva a la salvación eterna. Levanto los ojos hacia el Señor, que está en lo más alto. Exulto al oír la voz de la verdad. Él me ha llamado, y yo le he respondido: Extiendes tu mano derecha hacia la obra de tus manos.
Tú, Señor, cuentas mis pasos. Yo subo lentamente; camino jadeante; busco otro sendero. ¡Desgraciado de mí si me sorprenden las tinieblas, si mi huida es en invierno o en sábado! Ahora es el tiempo favorable y el día de la salvación, y evito caminar hacia la luz. ¿Por qué me retraso? Ruega por mí, hijo, hermano, amigo mío y suplica al Todopoderoso, para que afiance el pie indolente y no me alcancen los pasos de la soberbia. Si el paso indolente no es apto para subir a la verdad, es, con todo, más soportable que el paso de la soberbia, como está escrito: Derribados, no se pueden levantar
25. Esto se ha dicho de los soberbios. Pero ¿qué diremos del jefe d e todos ellos, es decir de aquel que es llamado rey de todos los hijos de la soberbia? El mismo Señor dice: No aguantó en la verdad; y en otro lugar: Y o veía a Satanás caer del cielo. Y ¿por qué sino por soberbia? Desgraciado de mí si el Señor, que de lejos conoce al soberbio, advierte que me he ensombrecido; me lanzará aquellas terribles palabras: Tú eras hijo del Altísimo, pero morirás como uno de tantos, caerás como todos los príncipes. ¿Quién no temblará ante el fragor de ese trueno? ¡Cuánto más provechoso fue que el ángel tocase la articulación del muslo de Jacob y se la dejase tiesa, frente a la hinchazón, la perdición y la caída del ángel soberbio! ¡Ojalá que el ángel toque también mi articulación y la ponga rígida! A ver si yo, que con mi fortaleza lo único que puedo hacer es caer, empiezo a aprovecharme de esta debilidad. Leo en efecto: La debilidad de Dios es más fuerte que los hombres.
El Apóstol se lamentaba de la rigidez de su articulación. La razón era que el mismo Satanás le abofeteaba, y no un ángel del Señor. Pero Pablo escuchó esta respuesta: Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. ¿Qué tipo de fuerza? Que nos lo diga el mismo Apóstol: Con muchísimo gusto presumiré de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Tal vez aún no entiendes bien de qué fuerza habla en concreto, ya que Cristo las tuvo todas. A pesar de ello, en su expresión aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, nos recomendó una sobre todas: la humildad. 26. Señor Jesús, también yo, con muchísimo gusto, me gloriaré, si lo permite mi debilidad, en la rigidez de mi articulación, para que tu fuerza, la humildad, llegue en mí a su perfección; pues cuando mi fuerza desfallece, me basta tu gracia. Apoyando con fuerza el pie de la desgracia y retirando con suavidad el mío, que es débil, subiré seguro 74
por los grados de la humildad; hasta que, adhiriéndome a la verdad, pase a los llanos de la caridad. Entonces cantaré con acción de gracias diré: Has puesto mis pies en un camino ancho. Así se avanza con mucha precaución; se sube peldaño a peldaño la difícil escalera, hasta que, incluso arrastrándose cojeando en la misma seguridad, se logra la verdad. Pero ¡desgraciado de mí! Mi destierro se ha prolongado. ¿Quién me diera alas de paloma para volar raudamente hacia la verdad y hallar el reposo en la caridad? Pero como no las tengo, enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; y la verdad me hará libre. ¡Pobre de mí, que he bajado desde esa altura! Si por ligereza y dejadez no hubiese bajado, no tendría ahora que afanarme con tanto tesón para subir, y tan lento.
Y ¿por qué digo que he bajado? Sería mucho más acertado decir que "caí". Es cierto que, así como nadie sube a lo más alto de repente, sino que avanza paso a paso, del mismo modo nadie se hace un malvado de la noche al día. Se va bajando poco a poco. Si en la vida se procediera de otra forma, ¿cómo podría afirmarse que el malvado se ensombrece todos los días de su vida, y que hay caminos que parecen derechos , pero llevan a la perdición? 27. Hay un camino hacia arriba y otro hacia abajo. Un camino que lleva al bien; y otro, al mal. Guárdate del mal camino y elige el bueno. Si te sientes incapaz, suplica con el profeta y di: Apártame del camino falso. ¿De qué manera? Y dame la gracia de tu ley; de aquella ley que diste a los que pecan en el camino, a los que abandonan la verdad. Uno de ellos soy yo, que he caído de la verdad. Entonces, el que cae, ¿no podrá levantarse? Por eso escogí el camino de la verdad, para subir hasta la cima desde donde caí por mi soberbia. Subiré y cantaré: Me estuvo bien la humillación. Más prefiero yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata. Puede parecerte que David propone dos caminos; pero fíjate y verás que es uno solo con dos nombres distintos. Se llama iniquidad para los que bajan, y verdad para los que suben. Los peldaños son idénticos para los que suben al trono y para los que bajan. Uno es el camino para los que se acercan a la ciudad y para los que la abandonan. Y una es la puerta para los que entran en la casa para los que de ella salen. Jacob vio en sueños que por la misma rampa subían bajaban ángeles. ¿Qué quiere decir todo esto? Si quieres volver a la verdad, no necesitas buscar un camino nuevo, desconocido. Te basta el mismo por el que has bajado ensoberbecido. Así, el que es duodécimo escalón de la soberbia para el que baja, debe ser el primero de la humildad para el que sube; el undécimo, el segundo; el décimo, el tercero; el noveno, el cuarto; el octavo, el quinto; el séptimo, el sexto; el sexto, el séptimo; el quinto, el octavo; el cuarto, el noveno; el tercero, el décimo; el segundo, el undécimo, y el primero el duodécimo.
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Cuando hayas encontrado, aún más, reconocido en ti estos grados de soberbia, ya no tendrás que afanarte por encontrar el camino de la humildad.
X. 28. El primer grado de soberbia es la curiosidad. Puedes detectarla a través de una serie de indicios. Si ves a un monje que gozaba ante ti de excelente reputación, pero que ahora, en cualquier lugar donde se encuentra, en pie, andando o sentado, no hace más que mirar a todas partes con la cabeza siempre alzada, aplicando los oídos a cualquier rumor, puedes colegir por estos gestos del hombre exterior, que interiormente este hombre ha sufrido un cambio. El hombre perverso y malvado guiña el ojo, mueve los pies y señala con el dedo. Por este inhabitual movimiento del cuerpo puedes descubrir la incipiente enfermedad del alma. Y el alma que, por su dejadez, se va entorpeciendo para cuidar de sí misma, se vuelve curiosa en los asuntos de los demás. Se desconoce a sí misma. Por eso es arrojada fuera para que apaciente a los cabritos. Con acierto llámanse cabritos, símbolos de pecado, a los ojos y a los oídos; porque, lo mismo que la muerte entró en el mundo por el pecado, así penetra por estas ventanas en el alma. El curioso se entretiene en apacentar a estos cabritos, mientras que no se preocupa de conocer su estado interior. Si cuidas con suma atención de ti mismo, difícil será que pienses en cualquier otra cosa. ¡Curioso!, escucha a Salomón. Escucha, necio, al sabio: Por encima de todo guarda tu corazón; y todos tus sentidos vigilen para guardar aquello de donde brota la vida. ¡Curioso!, ¿a dónde vas cuando te alejas de ti?; ¿a quién te confías durante ese tiempo?; ¿cómo te atreves a levantar los ojos al cielo, tú que pecaste contra el cielo? Clava tus ojos en la tierra para que te conozcas. La tierra te dará tu propia imagen; porque eres tierra y a la tierra has de volver. 29. Sin embargo, por dos motivos se te permite levantar los ojos sin cometer la menor falta: para pedir auxilio y para ofrecerlo. David levantó los ojos a los montes para pedir auxilio. El Señor los levantó sobre las turbas para compadecerse. El uno lo hizo por su miseria; el otro por su misericordia. En ninguno de los dos se halló rastro de falta. Si tú, considerando el lugar, el tiempo y la causa, levantas los ojos por tu propia necesidad o por la de tu hermano, no solo no te considero culpable, sino que te alabo sobremanera; pues la miseria excusa lo primero, y la misericordia recomienda lo segundo. Si, en cambio, lo haces por otro motivo, pensaré de ti que eres imitador, no del profeta ni del Señor, sino de Dina o de Eva, e incluso del mismo Satanás. Dina salió a apacentar los cabritos, fue raptada a su padre y perdió la virginidad. Dina, ¿por qué tuviste que ir a curiosear mujeres extranjeras?; ¿qué necesidad, qué utilidad se te imponía?; ¿fue por pura curiosidad? Tú miras con ingenuidad; otros te miran con malicia. Tú contemplas con curiosidad, pero otros te contemplan con otra curiosidad superior. ¿Quién iba a pensar entonces que aquella tu curiosa inocencia, o tu 76
inocente curiosidad, iba a ser no solo ociosa, sino muy perniciosa para ti, para los tuyos y para los enemigos? 30. Eva, tú vas a vivir en e paraíso, para cultivarlo y guardarlo en compañía de tu marido. Si cumples lo ordenado, pasarás a un lugar mejor, donde ya no tendrás que ocuparte de trabajo alguno ni de preocuparte por cuidarlo. Se te permite comer de todos los árboles del paraíso, excepto del llamado de la ciencia del bien y del mal. Si los frutos de los demás árboles son buenos y saben bien, ¿qué te mueve a comer del árbol que sabe mal? No se debe saber más de lo que conviene. Probar el mal no es saborearlo, sino haber perdido el gusto. Guarda bien lo que se te ha confiado; espera lo prometido. Evita lo prohibido, no sea que pierdas lo que ya posees. ¿Por qué te obsesionas con tu propia muerte? ¿Por qué diriges con tanta frecuencia tus ojos inquietos hacia ese árbol? ¿Por qué te agrada mirar lo que no se puede comer? Tú me respondes: "sólo me acerco con los ojos, no con las manos. No se me ha prohibido mirar, sino comer. ¿Es que no puedo levantar hacia donde quiera esos ojos que Dios ha dejado a mi libertad?" El Apóstol responde: Todo me está permitido, pero no todo me aprovecha. No es pecado, pero es síntoma de pecado. Si tu alma se mantiene alerta, la curiosidad no encontrará momentos ociosos. Esto tampoco es pecado, pero te hace propenso a faltar. Es indicio del pecado que se ha cometido y causa del que se va a cometer. Cuando miras con ansiedad hacia el árbol prohibido, la serpiente se introduce a hurtadillas en tu corazón y te habla con lisonjas; ahoga tu corazón con halagos y disipa con mentiras tu temor sugiriéndote este retintín: "¿Morir?, ¡en absoluto!" Te excita la gula para que hiervas en ansiedad; agudiza la curiosidad con la sugestión del deseo. Te ofrece lo prohibido y te arrebata lo que ya tienes. Te da una manzana y te roba el paraíso. Por tragarte el veneno, morirás y darás a luz a los que han de morir. Se perdió la salvación, pero los hombres siguen naciendo. Nacemos y morimos. Nacemos para morir, porque morimos antes de nacer. Este es el yugo pesado que oprime a tus hijos hasta el día de hoy.
31. Y tú, sello de la divina semejanza, que no has vivido en el paraíso, pero que has poseído las delicias del paraíso de Dios, ¿qué más puedes desear? Estás lleno de sabiduría y es perfecta tu belleza. No pretendas lo que te sobrepasa ni escudriñes lo que se te esconde. Acéptate a ti mismo. No pierdas lo que eres pretendiendo grandezas que superan tu capacidad. ¿Por qué miras de soslayo hacia el Aquilón? Veo que aspiras con demasiado empeño a cosas que te sobrepasan. Pondré mi trono, dice, hacia el Aquilón. Todos los demás habitantes del cielo se mantienen en pie, en sus puestos, mientras que sólo tú pretendes sentarte y perturbas la concordia de los 77
hermanos, la paz de toda la patria celestial y, en cuanto depende de ti, hasta el reposo de la misma Trinidad. ¿Adónde te lleva, miserable, tu ambición? Movido por una presunción sin igual, no tienes reparo en escandalizar a los ciudadanos y en injuriar al Rey. Miles y miles le sirven; millones están a sus órdenes; allí nadie aparece sentado, sino sólo el que se sienta sobre querubines y a quien todos le sirven. Pero tú, no sé qué ves que no ven los demás; lo examinas sin reparos, lo escudriñas sin la menor reverencia y te levantas un trono en el cielo pretendiendo ser igual al Altísimo. Y ¿para qué lo haces?; ¿en quién confías? ¡Insensato!, mide tus fuerzas; sopesa el desenlace; piensa el modo de llevarlo a cabo. ¿Presumes tramar todo esto a sabiendas o a espaldas del Altísimo?; ¿con su beneplácito o sin él? Aquel cuya voluntad es insuperable y cuya ciencia es perfecta, ¿cómo va a ignorar todo el mal que estás maquinando? ¿Acaso estás convencido de que sabe, pero no quiere y es incapaz de oponerse? Si todavía te aceptas como criatura, no te atrevas a dudar de la omnipotencia o de la ciencia y bondad infinita del Creador, que quiso, supo y pudo crearte de la nada, tal cual eres. ¿Cómo se te ocurre pensar que Dios va a consentir lo que no quiere y puede impedir? Me parece que se está cumpliendo en ti, más aún, me parece que eres el pionero de lo que después de ti suelen decir quienes siguen tu ejemplo: ¿acaso un señor cría pérfidos en su propia casa? ¿O es que tú ves con malos ojos el que él sea bueno? Al abusar temerariamente de su bondad te vuelves descarado contra su ciencia y osado contra su poder.
32. Esto es, miserable, esto es lo que piensas. Este es el crimen que planeas en tu lecho, y dices: "¿Es que el Creador va a destruir la obra de sus manos?". Sé muy bien que a Dios no se le oculta ninguno de mis pensamientos, porque es Dios. Sé que no le agrada este pensamiento mío, porque Dios es bueno. Sé también que, si Él quiere, yo no puedo escapar de sus manos porque es poderoso. Pero ¿tendré que temerlo? Si por ser bueno no puede agradarle mi mal, ¿cuánto menos el suyo? Mi mal consiste en querer algo contra su voluntad. Su mal, en vengarse. Por la misma razón que ni q uiere ni puede ser privado de su bondad, tampoco puede querer vengarse del mal. Te engañas miserable, te engañas a ti mismo, no a Dios. Actúas dolosamente, y en su presencia. Por eso te engañas a ti mismo, no a Dios. Como correspondencia a un bien tan inmenso, maquinas un mal tan enorme contra Él. Con razón tu iniquidad te atrae el odio de Dios. ¿Se puede dar mayor perversidad que despreciar a Dios en aquello en lo que merece ser más amado? No dudas del poder de Dios, siempre capaz de crearte y destruirte; y, sin embargo, qué actitud tan reprobable la tuya cuando abusas de su inmensa 78
bondad, pensando que no se alzará en venganza si le devuelves mal por bien y mal por amor. 33. Tal perversidad merece no una ira momentánea, sino un odio eterno, porque deseas y pretendes equipararte a tu dulcísimo y altísimo Señor. El tiene que aguantarte y no te despide de su vista, pudiendo hacerlo. Prefiere soportar lo que le desagrada a sufrir tu ruina. No le cuesta nada hundirte; pero tu piensas que su condescendencia no puede permitirlo. Si Dios es tal y como tú piensas, tu perversión y tu falta de amor son enormes. Y si El prefiere sufrir algo contra sí mismo antes de ocasionarte algún mal, ¡qué malicia tan enorme la tuya y que insensible eres con ese Señor que, al perdonarte, no se perdona a sí mismo! A pesar de todo, su perfección no le impide ser bueno y justo a la vez; como si no pudiera ser al mismo tiempo bueno y justo. La bondad auténtica se apoya en la justicia, no en la debilidad. Aún más, la dulzura sin la justicia no es virtud. Eres un ingrato, porque existes gracias a la bondad gratuita de Dios; en ella has sido creado gratuitamente. No temes la justicia que todavía no has experimentado; y te entregas apasionadamente a la maldad, de la que falsamente pretendes quedar impune. Ya llegará el momento en que experimentarás cuán justo es Aquel que has conocido como bueno. Entonces caerás en la fosa que preparaste para tu Creador. Tramas una ofensa. El la podría esquivar si quisiera. Más, según sus criterios, es incapaz de quererlo. Y su bondad le impide castigar. El Dios justo, que ni puede ni debe permitir que su bondad sea impunemente ofendida, hará caer, con toda justicia, todo el peso de tu maldad contra ti. Pero moderará de tal modo la sentencia dada en su propia defensa, que, si quieres enmendarte, no te negará el perdón. Sin embargo, dada tu obstinación y tu corazón impenitente, no podrás querer. Cargarás siempre con el castigo. 34. Escucha ahora este enorme embuste: El cielo es mi trono; la tierra, el estrado de mis pies. No dijo "el oriente" o "el occidente", o cualquiera otra parte del cielo, sino "mi trono es todo el cielo". No puedes sentarte en parte alguna del cielo. El lo eligió todo para sí. Tampoco puedes hacerlo en la tierra; es el estrado de sus pies. La tierra es un lugar es un lugar sólido, donde se asienta la Iglesia fundada sobre una roca firme. ¿Qué vas a hacer? Has sido expulsado del cielo y no te puedes quedar en la tierra. Búscate un lugar en el aire, no para sentarte, sino para volar. Entonces sentirás el castigo de una incesante inestabilidad, tú, que has intentado turbar la quietud de la eternidad. Mientras andas fluctuando entre el cielo y la tierra, el Señor se sienta sobre un trono elevado y excelso; y toda la tierra está llena de su majestad. No encontrarás lugar más que en el aire. 35. Los serafines, con las alas de su contemplación, vuelan desde el trono al estrado y desde el estrado al trono; con las alas restantes, cubren la cabeza y los pies del Señor. Pienso que se les ha asignado este lugar con un fin concreto. Como un querubín 79
impedía al hombre entrar en el paraíso, un serafín cercena tu curiosidad. A partir de ahora no volverás a escudriñar, con tanto descaro y con tan poco recato, los secretos del cielo; ni tampoco podrás conocer los misterios de la Iglesia en la tierra. Tan sólo vas a sentirte satisfecho entre los corazones soberbios, que no se acomodan en la tierra como los demás ni vuelan hacia el cielo como los ángeles. Aunque en el cielo se te oculte la cabeza, y en la tierra los pies, se te permite ver algo de ese mundo medio para excitar tu envidia. Mientras te encuentras suspendido en el aire, ves que unos ángeles bajan por ti y otros suben, pero nada sabes de lo que ellos oyen en el cielo de lo que anuncian en la tierra. 36. ¡Oh Lucifer!, que despuntabas como el alba. Ahora ya no eres lucífero. Eres noctífero y mortífero. Tu órbita fijada se extendía de Oriente a Mediodía. Pero tú, cambiando de dirección, ¿te diriges al Aquilón? Te apresuras en subir a las alturas; pero vertiginoso te hundes en las tinieblas del ocaso. Curioso, yo quisiera con todo detalle sondear los motivos de tu curiosidad. Pondré, dices , mi trono hacia el Aquilón. Y como tú eres espíritu, no se me ocurre pensar que ese Aquilón y ese trono sean algo material. Pienso más bien que en el Aquilón están representados todos los hombres que han de ser condenados; y en el trono, el dominio sobre ellos. Si la cercanía de Dios te ocasionaba una perspicacia sin igual, y veías en la presencia divina que los réprobos no resplandecían con rayo alguno de sabiduría ni ardían en el amor del Espíritu, encontraste una especie de lugar vacío. Te propusiste dominar sobre ellos, cubrirlos con la claridad de tu astucia e inflamarlos en los ardores de tu maldad. Serías semejante al Altísimo, que, con sabiduría y bondad estaba al frente de todos los hijos de obediencia. Pero tú, proclamado rey de todos los hijos de la soberbia, pensabas gobernarlos con tu astuta malicia y con tu maliciosa astucia. No concibo cómo, habiendo adivinado tu principado en la presciencia de Dios, no intuiste tu caída. Y si la intuiste, ¡qué locura la tuya!, ¿cómo se puede ambicionar un reino de tanta miseria y preferir una miserable realeza a una dichosa sumisión? ¿No es mejor participar en el esplendor de las galaxias que reinar en las tinieblas? Tal vez no calculaste bien, y probablemente por aquello a que acabo de referirme. Fijándote en la bondad de Dios, dijiste en tu corazón: No se entera. E irritaste a Dios, ¡impío! O es posible que, al ver el reino, se dilatara en tu ojo la viga de la soberbia y te impidió ver la ruina. 37. También José adivinó su exaltación. No supo de antemano que iba a ser vendido; e incluso era más inminente su traición que su exaltación. No quiero decir con esto que este gran patriarca hubiese caido en la soberbia. Pero su ejemplo nos enseña que quienes gozan del espíritu de profecía y adivinan los acontecimientos futuros pueden ver algo, aunque no en totalidad. Tal vez alguien se empeñe en sostener que la vanidad se manifiesta en el hecho de que, aun siendo adolescente, se entretenía en contar unos sueños cuyo misterio desconocía. Yo creo que tal actitud se centra en el ámbito del 80
misterio, o de la ingenuidad infantil, más que en el de la vanidad. Y si acaso se deslizó algún destello de vanidad, bien pudo expirarla con todo lo que sufrió. Hay circunstancias en que se reciben manifestaciones agradables y que el espíritu humano no puede acogerlas sin dejar de cumplirse el mensaje revelado. Cualquier tipo de vanidad que se apoya en la sublimidad de la revelación o de la promesa que no quedará impune. Fijémonos en el médico. No se sirve solo del ungüento. Usa también el fuego y el bisturí. Con ellos quema y corta las excrecencias de la herida que va a curar para no impedir la terapia que produce el ungüento. Dios es el médico de las almas. Envía pruebas y tribulaciones al alma, que la afligen y humillan; convierte el gozo en llanto, y la verdad parece mera ilusión. Así se verá libre de la vanidad, y la verdad de la revelación no sufrirá menoscabo. De esta forma, la vanagloria de Pablo se refrena con el aguijón de la carne; mientras que su persona es agraciada con frecuentes revelaciones. Lo mismo ocurre con la incredulidad de Zacarías. Fue castigado con la mudez; pero no por eso dejó de cumplirse la verdad del mensaje, que había de manifestarse a su tiempo. Así, así es como a través del honor y de la afrenta progresan los santos. Se sienten atraídos por la vanidad humana, y al mismo tiempo reciben gracias extraordinarias. No pueden olvidar lo que son cuando por el favor de Dios perciben algo que les sobrepasa. 38. Pero ¿qué tienen que ver las revelaciones con la curiosidad? El motivo de intercalar aquí este asunto surgió cuando quise demostrar que el ángel réprobo, antes de su caída, pudo haber adivinado aquel señorío que luego recibió sobre los hombres reprobados; sin que por eso hubiese sabido con antelación su propia condena. Sobre este ángel hemos planteado algunas cuestiones sin importancia. No se han buscado tampoco soluciones. Sea esta la conclusión de las últimas ideas: por la curiosidad salimos de la órbita de la verdad. Primero se mira con curiosidad lo que después se desea ilícitamente y se ansía con presunción. Con toda evidencia, la curiosidad reivindica para sí el primero de los grados de la soberbia que, según el parecer de la gran mayoría,, es fuente de todo pecado. Si no se reprime rápidamente, pronto se deslizará hacia la ligereza de espíritu, que es el segundo grado.
XI. 39. El monje que no cuida de sí mismo, controla curiosamente a los demás. A algunos los reconoce superiores a él; pero a los que considera inferiores, los desprecia. En los primeros ve cosas por las que se come de envidia; en los segundos, actitudes que le provocan irrisión. De aquí se sigue que el espíritu, zarandeado por la incesante movilidad de los ojos, y totalmente ajeno al cuidado de sí mismo, unas veces quiere encumbrarse por la soberbia y otras queda abatido hasta lo más profundo por la envidia, para después reírse como un niño ante su propia gloria. La primera actitud respira maldad; la segunda, vanidad; y ambas, soberbia. Porque el amor de la propia gloria es lo que le hace sentir dolor por lo que le supera y alegría de sentirse superior. 81
Estos cambios de espíritu los manifiesta en el modo de hablar: unas veces es lacónico y mordaz; otras locuaz y vano. Ahora revienta de risa, luego estalla en llanto, y siempre es un irreflexivo. Si quieres, compara estos dos grados de soberbia con los últimos de humildad: fíjate como en el último se cercena la curiosidad; y en el penúltimo, la ligereza. Lo mismo observarás con los restantes grados si los comparas entre sí. Pero pasemos ya a explicar el tercer grado sin caer en él.
XII. 40. Es característico de los soberbios suspirar siempre por los acontecimientos bullangueros y ahuyentar los tristes, según aquello de que el corazón del tonto está donde hay jolgorio. El monje, una vez bajados los dos primeros grados de la soberbia, llega, por la curiosidad, a la ligereza de espíritu. Se siente incapaz de soportar la humillante experiencia de un gozo que tanto anhela, pero siempre bañado en tristeza, cuando constata el bien de los demás. Busca entonces el subterfugio de un falso consuelo. Reprime la curiosidad para rehusar la evidencia de su bajeza y la noble de los otros. Se inclina hacia el lado opuesto. Pone de relieve aquello en que cree sobresalir y atenúa con disimulo las excelentes cualidades de los demás. Así pretende cegar lo que considera fuente de su tristeza y vivir en una incesante alegría fingida. Fluctuando entre el gozo y la tristeza, cae al fin en el cepo de la alegría tonta. Aquí planto yo el tercer grado de la soberbia. Con esto tienes ya suficientes indicios para saber si este grado se da en ti o en otros. A estos tales nunca les verás gimiendo o llorando. Si te fijas un momento, pensarás que se han olvidado de sí mismos, o se han lavado de sus pecados. Pero sus gestos reflejan ligereza; su semblante, esa alegría tonta; y su forma de andar, vanidad. Son propensos a las chanzas; fáciles e inclinados a la risa. Como han borrado de su memoria todo cuanto les puede humillar o entristecer, sueñan y se representan todos los valores que se imaginan tener. No piensan más que en lo que les agrada, y son incapaces de contener la risa y de disimular la alegría tonta. Se parecen a una vejiga llena de aire; si la pinchas con un alfiler y la aprietas, hace ruido mientras se desinfla. El aire, a su paso por ese invisible agujero, produce frecuentes y originales sonidos. Esto mismo le ocurre al monje que ha inflado su corazón de pensamientos vanos jactanciosos. La disciplina del silencio no le deja expulsar libremente el aire de la vanidad. Por eso lo arroja forzado y entre carcajadas de su boca. Muchas veces, avergonzado, esconde su rostro, comprime sus labios, aprieta los dientes, ríe constreñido y suelta risotadas como a la fuerza. Aunque cierra la boca con sus puños, todavía deja escapar algunos estallidos de nariz.
XIII. 41. Si a la vanidad le da por tomar cuerpo y sigue inflándose la vejiga, se llega a un grado de dilatación tal que se precisa un orificio mayor. De lo contrario podría reventar. Esto ocurre en el monje que rebasa la vana alegría. Ya no le basta el simple agujero de 82
la risa o de los gestos; y prorrumpe con la exclamación de Eliú: Mi seno es como un vino sin escape que hace reventar los odres nuevos. Si no habla, revienta. Está cargado de verborrea, y el aire de su vientre le constriñe. Anda hambriento y sediento de un auditorio al que pueda lanzar sus vanidades, arrojar todo lo que siente y darse a conocer en lo que es y vale. A la primera ocasión, si la temática versa sobre ciencias, saca a colación sentencias antiguas y nuevas, ensarta una perorata con el eco de palabras ampulosas. Se adelanta a las preguntas; responde incluso a quien no le pregunta. Propone cuestiones; las resuelve él mismo, y corta a su interlocutor, sin dejarle terminar lo que había comenzado a decir. Cuando suena la señal y se precisa interrumpir la conversación, la hora larga transcurrida le parece un instante. Pide permiso para volver a sus historias fuera del tiempo señalado. Claro que no lo hace para edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría edificar, pero eso ni lo pretende. No trata de enseñarte o aprovecharse de tus conocimientos, sino de demostrarte que sabe algo. Si la conversación versa sobre religión, en seguida saca a relucir visiones y sueños. Luego elogia el ayuno, recomienda las vigilias y se hace lenguas de la oración. Diserta ampliamente sobre la paciencia, la humildad y sobre cada una de las virtudes con una ligereza pasmosa, Si tú le escuchas, dirías que lo que rebosa del corazón lo habla por la boca; y que el hombre bueno saca cosas buenas de su almacén de bondad.
Si la conversación declina en mera diversión, entonces se muestra como un fenómeno de locuacidad que domina la materia a las mil maravillas. Si le oyes, dirás que su boca es todo un torrente de vanidad, un alud de chocarrerías, hasta el punto de provocar la ligereza incluso en las personas más sensatas y recatadas. Resumiendo en breve a todo lo dicho: en el mucho hablar se descubre la jactancia. A lo largo de estas líneas tienes descrito y enumerado el cuarto grado. Huye de él, pero recuerda su contenido. Con esta advertencia pasemos ya al quinto; lo titulo "la singularidad".
XIV. 42. Sería bochornoso, para los que presumen ser superiores a los demás, no sobresalir en algo por encima de lo ordinario y no llamar la atención con su propia superioridad. Ya no les basta la regla común del monasterio ni los ejemplos de los mayores. No procuran ser mejores, sino parecerlo. No desean vivir mejor, sino aparentar que son mejores para poder decir: No soy como los demás . Se lisonjea más de ayunar un solo día en que los demás comen que si hubiese ayunado siete días con toda la comunidad. Le parece más provechosa una breve oración particular que toda la salmonía de la noche. Durante la comida, rastrea su mirada por todas las mesas. Si ve que alguien come menos, se duele de haber sufrido una derrota. Entonces empieza a privarse sin miramiento alguno de lo que creía antes que debía comer, temiendo más el detrimento de la propia estima que el tormento del hambre. Si encuentra a alguien más demacrado y pálido, se condena a sí mismo por vil, y ya no vive tranquilo. Como no puede verse el rostro ni conocer el impacto de su semblante ante los demás, mira sus manos y sus brazos, se tienta sus costillas, palpa las clavículas y las paletillas. De esta 83
manera pretende comprobar lo que puede delatar su rostro según el estado de sus miembros, más o menos descarnados. En fin, vive siempre al acecho de sus propios intereses y es indolente en los asuntos comunes. Vela en la cama y duerme en el coro. Se pasa adormilado toda la noche durante el canto de vigilias. Después, mientras los demás respiran el sosiego del claustro, él se queda solo en el oratorio; carraspea y tose; y desde el rincón donde se encuentra aturde con sus gemidos y suspiros a los que están fuera sentados. Con todas estas rarezas carentes de mérito, se acredita un excelente prestigio ante los más ingenuos, que tienen por cierto lo que ven y no se paran a pensar de dónde procede tal rumor santo, aplicado a ese individuo; e incurren en engaño.
XV. 43. El arrogante cree cuanto de positivo se dice de él. Elogia todo lo que hace y no le preocupa lo que pretende. Se olvida de las motivaciones de su obrar. Se deja arrastrar por la opinión de los demás. En cualquier otra cosa se fía más de sí mismo que de los demás; sólo cuando se trata de su persona, cree más a los otros que a sí mismo. Aunque su vida es pura palabrería y ostentación, se considera como la encarnación misma de la vida monástica, y en lo íntimo de su corazón se tiene por el más santo de todos. Cuando alaban algún aspecto de su persona, no lo atribuye a la ignorancia o benevolencia del que le encomia, sino arrogantemente a sus propios méritos. Así, después de la singularidad, la arrogancia reclama para sí el sexto grado. Sigue la presunción, que es el séptimo.
XVI. 44. El que está convencido de aventajar a los demás, ¿cómo no va a presumir más de sí mismo que de los otros? En las reuniones se sienta el primero. En las deliberaciones se adelanta a dar su opinión y parecer. Se presenta donde no le llaman. Se mete en lo que no le importa. Reordena lo que está ordenado y rehace lo que ya está hecho. Lo que sus manos no han tocado, no está bien ni en su sitio. Juzga a los tribunales y prejuzga a los que van a ser juzgados. Si al reestructurar los cargos no le nombran prior, piensa que su abad es un envidioso o un iluso. Si le confían algún cargo insignificante, monta en cólera, hace ascos de todo, pensando que uno tan capaz para grandes empresas no debe preocuparse de asuntos tan triviales. Es imposible acertar siempre, especialmente el que con tanta temeridad mete sus narices en todo, más por temeridad que por espontaneidad. Compete al superior corregir al que falta; pero ¿cómo va a confesar su culpa uno que ni piensa que es culpable ni tolera que le tengan por tal? Por eso, cuando se le culpa de algo, no se ibera de ello, lo agrava. Si al ser corregido ves que su corazón reacciona con expresiones zahirientes, caerás en la cuenta de que ha caído en el octavo grado, denominado "la excusa de los pecados". 84
XVII. 45. De muchas maneras se buscan paliativos para los pecados. El que se excusa dice: "Yo no lo hice"; o "sí lo hice, pero lo hice como es debido." Si ha hecho algo mal, dice: "No lo hice mal de todo". Si lo ha hecho muy mal, entonces dice: "No hubo mala intención". Si le convences de su mala intención como a Adán y Eva, se esfuerza por excusarse diciendo que otros le persuadieron. El que excusa con descaro las cosas evidentes, ¿cómo podrá descubrir con humildad a su abad los pensamientos ocultos y malos que llegan hasta su corazón?
XVIII. 46. Aunque todos los tipos de excusa son malévolos y el profeta los llama palabras malévolas, sin embargo la engañosa y soberbia confesión es mucho más peligrosa que la atrevida y porfiada excusa. Hay algunos que, al ser reprendidos de faltas evidentes, saben que, si se defienden, no se les cree. Y encuentran, los muy ladinos, un argumento en defensa propia. Responden palabras que simulan una verdadera confesión. Como está escrito, hay quien se humilla con malicia, mientras dentro está lleno de engaños. El rostro se abate, el cuerpo se inclina. Se esfuerzan por derramar algunas lagrimillas. Suspiran y sollozan. Van más allá de la simple excusa. Se confiesan culpables hasta la exageración. Al oír tú de sus mismos labios datos imposibles e increíbles que agravan su falta, comienzas a dudar de los que tenías por ciertos. Aflora en sus labios una confesión por la que merecía alabanza, mas la iniquidad anida oculta en el corazón. Quien lo oye, piensa que se acusa más por humildad que por veracidad; y le aplica aquello de la Escritura: El justo, al empezar a hablar, se acusa a sí mismo. Ante la reputación de los hombres prefiere naufragar en la verdad antes que en la humildad; pero ante Dios naufraga en los dos. Si la culpa es tan clara que no puede taparse con estratagema alguna, entonces asume palabras de penitente, pero no el corazón; y con ellas quiere borrar la mancha, no la culpa. Así, la ignorancia de una clarísima trasgresión queda contrarrestada con un noble gesto de una confesión pública. 47. ¡Qué preciosa la humildad! La misma soberbia procura revestirse de ella para no envilecerse. Pero ese subterfugio es descubierto muy pronto por el superior si no se ablanda fácilmente ante esa soberbia humildad, disimulando la culpa o difiriendo el castigo. El horno prueba los vasos del alfarero; la tribulación selecciona a los auténticos penitentes. El que hace penitencia de verdad, no aborrece el trabajo de la penitencia; acepta con paciencia y sin la menor queja cualquier orden que le impongan para reparar una culpa que detesta. Y si en la misma obediencia surgen conflictos duros y contrarios, si tropieza con cualquier clase de injurias, aguanta sin desmayo. Así manifiesta que vive en el cuarto grado de la humildad. En cambio, el que se acusa sin fingimiento, puesto a prueba por la injuria incluso insignificante, o por un minúsculo castigo, se siente incapaz de aparentar humildad y 85
disimular el fingimiento. Murmura, brama de furor, le invade la ira y no da señal alguna de encontrarse en el cuarto grado de la humildad. Más bien pone de manifiesto su situación en el noveno grado de la soberbia, que, según lo descrito, puede ser llamado en sentido pleno, confusión fingida. ¡Qué confusión tan enorme bulle en el corazón del soberbio! Cuando se descubre el fraude, pierde la paz, se va marchitando la reputación y, mientras, queda intacta la culpa. En fin, todos le señalan con el dedo; todos le condenan, y la indignación sube de tono cuanto más descubren el engaño del que hasta ahora eran víctimas. El superior debe mantenerse firme; y piense que, si le perdona, ofende a todos los demás.
XIX. 48. El farsante ya no tiene remedio, a menos que la misericordia divina le tienda una mano compasiva. Es casi imposible que acepte las acusaciones de los demás. Lo normal es que se vuelva más recalcitrante cuando constata que su situación llega a se desesperadamente agobiante. Así incurre en el décimo grado, y se alza en rebelión. De ahora en adelante ya no habrá más arrogancias personales ni desprecios fraternos solapados. Las desobediencias y vilipendios al maestro mismo son tan claros como la luz del día. 49. Tengamos en cuenta que todos estos grados, doce en total, pueden reducirse a tres. Los seis primeros se refieren al desprecio a los hermanos; los cuatro siguientes, al desprecio del maestro; los dos restantes al desprecio de Dios. No olvidemos tampoco que estos dos últimos grados de soberbia corresponden inversamente a los dos primeros de la humildad y que deben subirse antes de comprometerse en la vida comunitaria. Por esta misma razón son los grados a los que nunca debe llegar hermano alguno. La regla misma presupone que deben subirse previamente, según leemos en el tercer grado de la humildad: El tercer grado, dice, consiste en someterse por amor de Dios al superior con una obediencia sin límite. Si se coloca la sumisión en el tercer grado, el novicio la adquiere cuando se asocia a la comunidad. Se supone, por tanto, que a ha subido los dos grados anteriores. En fin, cuando el monje desprecia la concordia de los hermanos y las órdenes del maestro, ¿qué está haciendo en el monasterio sin fomentar el escándalo?
XX. 50. Después del décimo grado, que llamamos rebelión, el monje es expulsado del monasterio o se marcha él mismo. Inmediatamente cae en el undécimo, y entonces entra en unos caminos que a los hombres les parecen rectos, pero cuyo fin, a no ser que Dios lo impida, sumerge en lo profundo del infierno, es decir, en el desprecio a Dios. El impío, cuando cae en lo profundo de los pecados, cae también en el desprecio. Por eso el undécimo grado puede encabezarse con el título de la libertad de pecar. Aquí el monje no ve ya a un maestro a quien teme ni a unos hermanos a quienes respeta; se 86
goza en realizar sus deseos con tanta mayor tranquilidad cuanto más libre se ve de quienes, en cierto modo, le cohibían por el pudor o por el temor. Si ya no teme a los hermanos ni al abad, aún le queda un cierto rescoldo de temor a Dios. Y su razón, que todavía insinúa algo, antepone ese temor al deseo y ejecuta cosas ilícitas no sin cierta pesadumbre. Imita al que vadea el río; no se precipita, entra más paulatinamente en la corriente de los vicios.
XXI. 51. Después de que por un terrible juicio de Dios han quedado los primeros pecados impunes, se repite con agrado el placer ya experimentado; y con la repetición se torna halagador. Con el ardor de la concupiscencia, la razón se adormece y la costumbre le esclaviza. El miserable se siente arrastrado hacia el abismo de las maldades. El cautivo es un esclavo de la tiranía de los vicios, hasta el extremo de que, aturdido en la vorágine de los deseos carnales y olvidados de su razón y del temor de Dios, dice como el necio para sí: No hay Dios. Desde ahora su norma moral es el placer; y no impide que su espíritu, sus manos y sus pies piensen, ejecuten e investiguen cosas ilícitas. Malévolo, fanfarrón y delincuente, maquina, parlotea y lleva a cabo cuanto le viene al corazón, a la boca o a las manos. En fin, lo mismo que el justo, después de haber subido todos estos grados, corre hacia la vida con un corazón gozoso y sin trabajo, en alas de la buena costumbre, así el impío, cuando ha bajado todos los grados correspondientes, ya no se rige por la razón ni se domina con el freno del temor; los malos hábitos se lo impiden, y se lanza temerariamente hacia la muerte. Entre estos dos extremos están los que se esfuerzan y angustian; aquellos que, atormentados por el miedo del infierno o embarazados por sus antiguas malas costumbres, se debaten sufriendo continuos altibajos. Solamente corren sin tropiezos y sin fatiga los que están en el grado supremo o en el ínfimo. Unos van veloces hacia la muerte, y otros hacia la vida. Estos caminan con alegría; aquellos se alocan vertiginosamente. A los primeros, la caridad les estimula. A los segundos, la pasión les arrastra. Unos y otros no sienten el peso de la vida; pues tanto el amor perfecto como la iniquidad consumada echan fuera todo temor. La verdad da seguridad a unos; la ceguera a otros. En consecuencia, el duodécimo grado puede ser denominado costumbre de pecar; costumbre en la que se pierde el temor de Dios y se incurre en desprecio. XXII. 52. Dice el apóstol Juan: No digo que se ore por uno como éste. Entonces tú, apóstol, ¿quieres que se desespere? Todo lo contrario; el que le ama, llore. No piense en orar pero tampoco deje de llorar. ¿Qué estoy diciendo? ¿Quedará algún resquicio de esperanza allí donde la oración a no tiene sentido? Escucha a alguien que cree y espera, pero que ya no ora: Señor, si hubieses estado aquí no habría muerto mi hermano. ¡Qué fe tan enorme! Cree que el Señor, de haber estado allí, habría podido impedir la muerte con su presencia. Y ahora, ¿que? Lejos de nosotros pensar que quien 87
creyó al Señor capaz de conservar vivo a Lázaro dude de que pueda resucitarlo una vez muerto. Pero así y todo, dice, sé que Dios te dará lo que le pidas. Luego responde al Señor que le pregunta dónde le pusieron: Ven a verlo. ¿Para qué? Marta, nos das un maravilloso testimonio de fe. Pero ¿Cómo desconfías con tanta fe? Ven a verlo, le dices. Si no desconfías, ¿por qué no continuas y dices: "y resucítalo"? Si desconfías, ¿por qué cansas inútilmente al Maestro? ¿Es que la fe consigue a veces lo que la oración no se atreve a pedir? Por último, cuando se acerca al cadáver, le paras y le dices: Señor, ya huele mal; lleva cuatro días. ¿Dices esto por desconfianza o por disimulo? También el Señor resucitado fingió ir más lejos, cuando lo que quería era quedarse con los discípulos. ¡Oh santas mujeres, amigas de Cristo! Si amáis a vuestros hermanos, ¿por qué no pedís con repetidas instancias la misericordia del Señor, si no podéis dudar de su omnipotencia ni de su clemencia? Y responden: "Aunque parece que no oramos, de esta forma oramos mejor. Si a primera vista desconfiamos, de hecho confiamos con mayor intensidad. Testimoniamos la fe, ofrecemos el amor. Él no necesita que se le diga cosa alguna; sabe lo que deseamos. Sabemos que todo lo puede, pero este milagro tan grande, único e inaudito, aunque está en sus manos, excede en mucho los méritos de nuestra humildad. A nosotras nos basta con abrir el paso a su poder y prestarle una ocasión a la piedad, prefiriendo la esperanza paciente en lo que Él quiera al intento temerario de conseguir lo que tal vez no quiere. En fin, pensamos que la modesta debe suplir la laguna de nuestros méritos." Después de la grave caída de Pedro, percibo sus sollozos, no su oración; y, sin embargo, no dudo del perdón. 53. Aprende también de la Madre del Señor a tener una gran fe en los milagros y a conservar una cierta timidez respecto a esta enorme fe. Aprende a revestir esta fe de modestia y a sofocar la presunción. No tienen vino, dice. ¡Qué lacónica y reverente sugerencia! Es expresión de su tierna solicitud. Una buena lección que aprender en situaciones parecidas, donde siempre es mejor llorar con piedad que pedir con presunción. María moderó el ardor de la piedad con la sombra de la modestia; atemperó humildemente la plena confianza que su oración le inspiraba. No se acercó con petulancia, no habló públicamente para decir arrogancias delante de todos: "Se ha acabado el vino, los convidados están disgustados, el esposo confundido; anda Hijo, actúa". Aunque su ardiente corazón y su fervoroso afecto le sugiriesen tales expresiones y otras muchas, sin embargo, la piadosa madre se acerca en privado al Hijo poderoso y no incita su poder; simplemente tantea su voluntad: No tienen vino, dice. ¿Es posible mayor modestia, una fe más profunda? A su piedad no le faltó la fe; tampoco gravedad a las palabras ni eficacia al deseo. Si ella, siendo madre, olvidándose de lo que era, no se atreve a pedir el milagro del vino, yo, esclavo despreciable, que hago como timbre de gloria el ser siervo del Hijo y de la Madre, ¿voy a tener la osadía de pedir la vida para uno que lleva cuatro días muerto? 54. También se habla en el Evangelio de dos ciegos. Uno de ellos recibió la vista, y el otro la recuperó; es decir, uno la había perdido, y el otro había nacido ciego. El que 88
había perdido la vista se atrajo la gran misericordia por su clamor lastimero e intenso; en cambio, el que había nacido ciego, sin pedir nada, recibió la iluminación del que era su luz. Don totalmente gratuito en el que la misericordia brilla a la par con el portento. En fin, a uno le dijo: Tu fe te ha salvado; al otro, en cambio, no. Leo tres resurrecciones: dos al poco de morir, y una después de cuatro días de enterrado. De los tres casos, sólo aquella niña que estaba aún en casa de cuerpo presente fue resucitada por causa de las oraciones de su padre; los otros dos casos fueron un asombroso derroche de bondad. 55. Del mismo modo, si aconteciera, lo que Dios no permita, que algunos de nuestros hermanos muriese, no en el cuerpo, sino en el alma, mientras todavía está entre nosotros, yo pecador, con mis oraciones y las de todos los hermanos, importunaría una y otra vez al Salvador. Si reviviera, habríamos ganado a un hermano. Pero si no merecemos ser escuchados, al no poder soportarnos mutuamente los vivos y los muertos, enterraremos al difunto. Pero yo le seguiré llorando entrañablemente, aunque ya no rezaré con plena confianza. No me atreveré a decir en voz alta: "Ven Señor, y resucita a nuestro muerto". Temblando, con el corazón en vilo, no cesaré de exclamar interiormente: "Tal vez el Señor atienda el deseo de los humildes y su oído escuche los anhelos del corazón". Y aquello otro: ¿Harás tú maravillas con los muertos? ¿Se alzarán las sombras para darte gracias? Y sobre el que lleva cuatro días enterrado: ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu fidelidad en el reino de la muerte? Mientras tanto, el Salvador, si quiere, puede repentina e inesperadamente hacérsenos encontradizo y conmoverse, no por las oraciones, sino por las lágrimas de los que llevan al difunto; y, por fin, devolverle la vida; o si está sepultado, llamarle de entre los muertos. He llamado mucho a aquel que, excusando sus pecados, ha incurrido ya en el octavo grado. En efecto, un muerto, puesto que no existe, es incapaz de confesar sus pecados. Quien traspasa el umbral del décimo grado de soberbia, que es el tercero al contar por el octavo, se le expulsa de la fraternidad del monasterio y se le saca a enterrar en el sepulcro de la libertad de pecar. Después de pasar al cuarto, contando siempre a partir del octavo, se es ya cadáver de cuatro días; y al incurrir en el quinto por la costumbre de pecar, se le entierra. 56. Nunca ha de cesar en nuestros corazones la oración por esos tales, aun cuando no nos atrevamos a hacerlo públicamente. Pablo también lloraba por lo que se habían muerto impenitentes. Y aunque ellos mismos se excluyen de las oraciones comunitarias, no les podemos marginar de nuestra compasión como hermanos. Consideren ellos mismos el gran peligro en que se encuentran; porque la Iglesia, que ora confiadamente por los judíos, los herejes los gentiles, no se atreve a orar públicamente por ellos. Y el día de viernes Santo, que ora expresamente por toda clase de pecadores, no hace mención alguna de los excomulgados.
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57. Tal vez digas, hermano Godofredo, que he redactado un tema muy distinto al que tú me habías pedido y que yo te prometí. Te puede dar la impresión de que en vez de los grados de humildad, he descrito los grados de soberbia. Considera mis razones: no he podido enseñar otra cosa distinta de lo que aprendí. No me ha parecido conveniente describir las subidas, pues tengo la experiencia de las bajadas. Que San Benito te exponga los grados de humildad, grados que él dispuso, primero, en su corazón. En cuanto a mí, solo puedo proponerte el orden que he seguido en mi bajada. Si reflexionas seriamente sobre esto, tal vez encuentres aquí tu propio camino de subida. Si tú, en camino hacia Roma, te encuentras con un hombre que viene de allí, y le preguntas la dirección que lleva a la Urbe, ¿qué mejor contestación puede darte que indicar su camino ya recorrido? Cuando te nombra los castillos, villas y ciudades, ríos y montes por los que ha pasado, te está indicando su camino y al mismo tiempo trazándote el tuyo. Al reemprender la marcha, irás recorriendo esos mismos lugares por los que el hombre acaba de pasar. Valga este símil. En mi descenso probablemente encontrarás los grados ascendentes; y al subirlos, los reconocerás muchísimo mejor que en este opúsculo mío.
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RENÉ GUÉNON: SAN BERNARDO Entre las grandes figuras de la Edad Media, hay pocas cuyo estudio sea más propicio que el de San Bernardo para despejar ciertos prejuicios tan queridos por el espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para éste que ver a un puro contemplativo, que ha querido siempre permanecer como tal, llamado a desempeñar una función preponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y teniendo éxito frecuentemente allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y de los diplomáticos de profesión? ¿Qué más sorprendente e incluso, más paradójico, siguiendo la manera ordinaria de juzgar las cosas, que un místico que no siente más que desdén por lo que él llama "las argucias de Platón y las sutilezas de Aristóteles", y que triunfa sin embargo sin dificultad sobre los más sutiles dialécticos de su tiempo? Toda la vida de san Bernardo podría parecer destinada a mostrar, con un ejemplo esplendoroso, que hay para resolver los problemas de orden intelectual e incluso de orden práctico, unos medios distintos de los que se acostumbra desde hace demasiado tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni la sombra de la verdadera sabiduría. Esta vida aparece así, en cierto modo, como una refutación anticipada de dichos errores, opuestos en apariencia pero en realidad solidarios, que son el racionalismo y el pragmatismo; y, al mismo tiempo, ella confunde e invierte, para quien la examine imparcialmente, todas las ideas preconcebidas de los historiadores "cientifistas", que estiman, con Renán, que "la negación de lo sobrenatural forma la esencia misma de la crítica", lo que nosotros admitimos -por otra parte- de muy buena gana, pero porque vemos en esa incompatibilidad todo lo contrario de lo que ahí ven ellos, vemos la condenación de la "crítica" misma. En verdad, ¿qué lecciones, en nuestra época, podrían ser más provechosas que esas? Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lès-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza borgoñona y si damos cuenta especialmente de este hecho es porque nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los que tendremos ocasión de hablar a continuación, pueden ser relacionados hasta cierto punto con este origen. No queremos decir solamente que es posible explicar así el ardor, en ocasiones belicoso, de su celo o la violencia que presenta en diversas ocasiones en las polémicas a las que fue arrastrado, y que por otra parte sólo era superficial pues la bondad y la dulzura constituían incontestablemente el fondo do su carácter. Si hemos hecho alusión a su origen es por la relación que tuvo con las instituciones y el ideal caballerescos, a los cuales, por lo demás, hay que conceder siempre una gran importancia si se desean comprender los acontecimientos de la Edad Media y su mismo espíritu. Es hacia los veinte años cuando Bernardo concibe el proyecto de retirarse del mundo; consigue en poco tiempo hacer compartir sus puntos de vista a todos sus hermanos, a algunos de sus parientes próximos y a cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, a pesar de su juventud, que pronto "se convirtió, dice su biógrafo, en el terror de las madres y de las esposas; los amigos temían 91
verle abordar a sus amigos". Hay ya en esto algo de extraordinario y sería sin duda insuficiente invocar la potencia del "genio", en el sentido profano de la palabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale más reconocer la acción de la gracia divina que, penetrando de algún modo en toda la persona del apóstol e irradiando hacia fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, siguiendo la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándola a la Santa Virgen, y que también se puede, restringiendo más o menos su alcance, aplicar a todos los santos? Es pues, acompañado de una treintena de jóvenes como Bernardo, en 1112, entró en el monasterio de Císter (Citeaux), que él había elegido en razón del rigor con el cual se observaba la regla, rigor que contrastaba con la dejadez que se había introducido en el resto de ramas de las órdenes benedictinas. Tres años más tarde, sus superiores no dudaban en confiarle, la conducción de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Claraval (Clairvaux), que debería gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecieron tan a menudo en el curso de su carrera. El renombre de Clairvaux no tardó en extenderse a lo lejos, y el desarrollo que esta abadía adquiere pronto fue verdaderamente prodigioso: cuando murió su fundador, abrigaba, se dice, alrededor de setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios. El cuidado que Bernardo aporta a la administración de Clairvaux, regulando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida corriente, la parte que tomó en la dirección de la Orden Cisterciense, como jefe de una de sus primeras abadías, la habilidad, y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgieron frecuentemente con las Ordenes rivales, todo ello hubiese ya bastado para probar que lo que se llama el sentido práctico puede muy bien aliarse en ocasiones con la más alta espiritualidad. Había ahí más de lo que hubiera bastado para absorber toda la actividad de un hombre ordinario: y sin embargo Bernardo iba muy pronto a ver abrirse ante él otro campo de acción, bien a pesar suyo por lo demás, pues no temió jamás nada tanto como ser obligado a salir de su clausura para mezclarse en los asuntos del mundo exterior, del cual había creído poder aislarse para siempre entregándose enteramente a la ascesis y a la contemplación sin que nada viniera a distraerle de lo que era a sus ojos, según la palabra evangélica, "la única cosa necesaria". En esto, se había equivocado grandemente; pero todas las distracciones, en el sentido etimológico, a las cuales no pudo sustraerse y de las que llegó a quejarse con cierta amargura, no le impidieron en absoluto alcanzar las cumbres de la vida mística. Esto es muy notorio; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y todos los esfuerzos que hizo por permanecer en la sombra, se acudió a su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no fue nadie para el mundo, todos, y comprendidos los más altos dignatarios civiles y eclesiásticos, se inclinaron siempre espontáneamente ante su autoridad espiritual y no sabemos si esto sirve más como alabanza del santo o de la época en que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquel donde un simple monje podía convertirse en cierto modo en el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro incontestado de todos los conflictos donde el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más 92
reputados de la filosofía, y de la teología, el restaurador de la unidad de la Iglesia, el mediador entre el Papado y el Imperio, y ver en fin, a ejércitos de centenares de miles de hombres levantarse con su predicación! Bernardo había comenzado por denunciar el lujo en el cual vivía la mayor parte de los miembros del clero secular e incluso los monjes de ciertas abadías; sus exhortaciones habían provocado conversiones espectaculares, entre ellas las de Suger, el ilustre abad de Saint Denis que, sin llevar aún el título de primer ministro del Rey de Francia, realizaba ya las funciones de tal. Esta conversión fue la que hizo a la corte el nombre del abad de Clairvaux, al que se consideró, al parecer, con un respeto mezclado con miedo ya que se veía en él al adversario irreductible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Luis el Gordo y diversos obispos y protestar contra la impiedad del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad, no se trataba aún más que de asuntos puramente locales, que interesaban solamente a tal o cual monasterio o a tal o cual diócesis; pero, en 1130, sobrevinieron acontecimientos de muy diferente gravedad, que pusieron en peligro a la Iglesia entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y es en esta ocasión cuando el nombre de Bernardo debía extenderse a toda la Cristiandad. No vamos a describir aquí la historia del cisma con todos sus detalles: los cardenales partidos en dos facciones rivales, eligieron sucesivamente a Inocencio II y Anacleto II, el primero, obligado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia Universal. Fue Francia quien respondió primero; en el concilio convocado por el Rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, "como un verdadero enviado de Dios" en medio de obispos y señores reunidos; todos siguieron su criterio sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron la validez de la elección de Inocencio II. Este se encontraba entonces sobre suelo francés y es a la abadía de Cluny adonde Suger fue a anunciarle la decisión del concilio. Recorrió las principales diócesis y fue en todas partes acogido con entusiasmo; este movimiento iba a arrastrar la adhesión de toda la Cristiandad. El abad de Clairvaux visitó luego al rey de Inglaterra y acabó prontamente con sus dudas; quizás tuvo también una parte, al menos indirecta en el reconocimiento de Inocencio II por parte del Rey Lothario y del clero alemán. A continuación fue a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerardo de Angulema, partidario de Anacleto II; pero es sólo en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, cuando debía triunfar y destruir el cisma obrando la conversión del conde de Poitiers. En el intervalo, fue a Italia, llamado por Inocencio II que allí había retornado con el apoyo de Lothario, pero que estaba detenido por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y Génova; era preciso encontrar un acomodo entre las dos ciudades rivales y hacerles aceptarlo; es Bernardo quien fue encargado de esta difícil misión y pudo apuntarse el más maravilloso de sus éxitos. Inocencio pudo por fin entrar en Roma, pero Anacleto permaneció ocupando San Pedro, de la cual era imposible apropiarse; Lothario, coronado emperador en san Juan de Letrán, se retiró pronto con su ejército; tras su partida, el antipapa recupera la ofensiva y el pontífice legítimo debió huir nuevamente y refugiarse en Pisa. 93
El abad de Claraval, que había retornado a su clausura, conoce estas noticias con consternación; poco después le llega el ruido de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar a toda Italia para la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurar su propia supremacía. Bernardo escribe bien pronto a los habitantes de Pisa y Génova para animarlos a permanecer fieles a Inocencio; pero esta fidelidad no constituía mas que un débil apoyo y para conquistar Roma, solamente de Alemania se podía esperar un socorro eficaz. Desgraciadamente, el Imperio era continuamente presa de división y Lothario no podía volver a Italia sin haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió para Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador; aquí también sus esfuerzos fueron coronados por el éxito; fue luego a consagrar la feliz salida a la dieta de Bamberg, que abandonó luego para volver al concilio que Inocencio II había convocado en Pisa. En esta ocasión, hubo de dirigir reproches a Luis el Gordo, que se había opuesto a la salida de los obispos de su reino; la prohibición fue levantada y los principales miembros del clero francés pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de su tiempo, su puerta era asediada por los que tenían algún asunto grave que tratar, como si este humilde monje hubiera tenido el poder de solucionar con su opinión todas las cuestiones eclesiásticas Delegado luego a Milán para ganar esta ciudad para Inocencio II y Lothario, fue aclamado por el clero y los fieles que, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacerle su arzobispo, y tuvo grandes dificultades para sustraerse a este honor. El no aspiraba sino a volver a su monasterio, volvió efectivamente, pero no fue por mucho tiempo. Desde principios del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad para venir, conforme al deseo del Papa, a unirse en Italia al ejército alemán, comandado por el duque Enrique de Baviera, yerno del Emperador. El desacuerdo había estallado entre éste e Inocencio II; Enrique, poco respetuoso con los derechos de la Iglesia, inducía en todas las circunstancias a no ocuparse más que de los derechos del Estado. También el abad de Clairvaux debió trabajar de firme para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente en algunas cuestiones relativas a las investiduras, donde parece haber desempeñado constantemente un papel de moderador. Sin embargo, Lothario, que había tomado él mismo el mando del ejército, sometió a toda la Italia meridional, pero se equivocó al rechazar las pretensiones de paz del rey de Sicilia, que no tardó en tomarse la revancha, arrasando todo a sangre y fuego. Bernardo no dudó entonces en presentarse en el campo de Roger, el cual acogió muy mal sus palabras de paz y a quien predijo un desastre que efectivamente se produjo; luego, volviendo sobre sus pasos, le visitó en Salerno y se esforzó en apartarlo del cisma en el que su ambición lo había arrojado. Roger consintió en escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocencio y de Anacleto, pero, aun pareciendo conducir la encuesta con imparcialidad, no buscó más que ganar tiempo y rechazó tomar una decisión; al menos, este debate tuvo por feliz resultado la conversión de uno de los principales autores del cisma; el cardenal Pedro de Pisa al cual Bernardo condujo ante Inocencio II. Esta conversión asestó un golpe terrible a la causa del antipapa; Bernardo supo aprovecharse de ello, y en Roma mismo, por su verbo ardiente y convencido, consiguió en algunos días separar del partido de 94
Anacleto a la mayor parte de los disidentes. Esto ocurría en el año 1137, hacia el período de las fiestas de Navidad; un mes más tarde, Anacleto moría súbitamente. Algunos cardenales, más comprometidos en el cisma, eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo y el día octavo de Pentecostés, todos dimitieron; desde la semana siguiente, el abad de Clairvaux retomaba el camino a su monasterio. Este resumen muy rápido basta para dar una idea de lo que se podría llamar la actividad política de San Bernardo, que por otra parte no se detuvo ahí: de 1140 a 1144, hubo de protestar contra la intromisión abusiva del Rey Luis el Joven en las elecciones episcopales, después tuvo que intervenir en un grave conflicto entre este mismo rey y el conde Thibaut de Champagne; pero sería fastidioso extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo fue siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante por la unidad lo que le anima en su lucha contra el cisma; es ella también la que le hace emprender, en 1145, un viaje al Languedoc para hacer retornar a la Iglesia a los heréticos neomaniqueos (cátaros) que comenzaban a extenderse en esta zona. Parece que tuvo sin cesar presente en el pensamiento estas palabras del Evangelio: "Que sean todos uno, como el Padre y yo somos uno". Sin embargo, el abad de Claraval no solo luchó en el dominio político, sino también en el campo intelectual, donde sus triunfos no fueron menos esplendorosos, ya que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes, Abelardo y Gilberto de la Porrée. El primero había adquirido, por su enseñanza y sus escritos, la reputación de dialéctico muy hábil, incluso abusaba de la dialéctica pues, en lugar de ver lo que ella es realmente, un simple medio para llegar conocimiento de la verdad, la veía casi como un fin en sí misma, lo que desembocaba naturalmente en una especie de verbalismo. Parece también que haya en él, sea en su método o en el mismo fondo de sus ideas, una búsqueda de originalidad que le aproxima algo a los filósofos modernos; y, en una época donde el individualismo era poco menos que desconocido, tal defecto no podía pasar como una cualidad tal como ocurre en nuestros días. También algunos se inquietaron pronto con sus novedades, que tendían nada menos que a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el de la fe; No es que Abelardo fuese propiamente hablando un racionalista tal como se ha pretendido en ocasiones, pues no hubo racionalistas antes que Descartes, sino que no supo hacer la distinción entre lo que revela la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y aquí está la raíz de todos sus errores. Abelardo ¿no llegaba acaso hasta a sostener que los filósofos y los dialécticos gozaban de la inspiración habitual que seria comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Se comprende sin esfuerzo que San Bernardo, cuando se llamó su atención sobre semejantes teorías, se hubiera levantado contra ellas con fuerza, incluso con cierto arrebato, y también que haya reprochado amargamente a su autor el haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres tan diferentes, 95
comenzó en entrevistas particulares, teniendo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios. Abelardo, confiando en su habilidad para manejar el razonamiento, pidió al. Arzobispo de Sens la reunión de un concilio ante el cual se justificaría públicamente, pues pensaba poder conducir bien la discusión de tal forma que llevaría la confusión al adversario. Las cosas sucedieron de muy diferente forma: el abad de Claraval, en efecto, no concebía el concilio más que como un tribunal ante el cual el teólogo sospechoso debía comparecer como acusado; en una sesión preparatoria analizó las obras de Abelardo y extrajo las proposiciones más temerarias, de las que probó la heterodoxia; al día siguiente, introducido el autor en el concilio se le conminó, tras haber enunciado tales proposiciones, a retractarse o justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no esperó el juicio del concilio y declaró que apelaba a la corte de Roma; el proceso no dejo de seguir su curso, y, desde que la condena fue pronunciada, Bernardo escribió a Inocencio II y a los cardenales unas cartas de apremiante elocuencia, si bien, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny, cerca de Pedro el Venerable, que le preparó una entrevista con el abad de Claraval y logró reconciliarlos. El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147 Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilberto de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad; estos errores procedían do que el autor aplicaba a Dios la distinción real de la esencia y de la existencia, que no es aplicable más que a los seres creados. Gilberto se retractó entonces sin dificultad; también se le prohibió simplemente leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida; su autoridad, fuera de los puntos particulares que se cuestionaban, no quedó alcanzada, y su doctrina mantuvo gran crédito en las escuelas durante toda la Edad Media. Dos años antes de este último asunto, el abad de Claraval había tenido la alegría de ver subir al trono pontificio a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que tomó el nombre de Eugenio III y que siempre continuó manteniendo con él las más afectuosas relaciones; es este nuevo Papa quien, casi desde el principio de su pontificado, le encargó predicar la segunda cruzada. Hasta entonces Tierra Santa no había tenido, en apariencia al menos, más que un lugar muy pequeño en las preocupaciones de San Bernardo; seria sin embargo un error creer que fue enteramente ajeno a lo que pasaba y la prueba es un hecho sobre el cual, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría. Queremos hacer referencia al papel que jugó en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las Ordenes militares por la fecha y por la importancia, la que iba a servir de modelo para todas las demás. Es en 1128, diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su regla en el concilio de Troyes y es Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, estuvo encargado de redactarla, o al menos de trazar sus orientaciones generales, pues parece que no fue sino un poco más tarde cuando se le llamó para completarla, y que no acabó su redacción definitiva más que en 1131. Comentó luego esta regla en el tratado "De laude Novae militiae", donde expuso en términos de magnífica elocuencia la misión e ideal de la caballería cristiana., de lo que llamaba la "milicia de Dios". Estas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del 96
Temple, que los historiadores modernos no consideran sino como un episodio bastante secundario de su vida tenían sin duda muy otra importancia a los ojos de los hombres de la Edad Media; y hemos mostrado en otra parte que constituyen sin duda la razón por la cual Dante debía escoger a San Bernardo para su guía en los últimos círculos del Paraíso. Desde 1145, Luis VII, tenía el proyecto de acudir en socorro de los principados latinos de Oriente amenazados por el emir de Alepo, pero la oposición de sus consejeros había obligado a retrasar su realización y la decisión definitiva había sido remitida a la asamblea plenaria que debía celebrarse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaldo de Brescia, encargó al abad de Clairvaux el reemplazarlo en esta asamblea; Bernardo, tras haber dado lectura a la bula que invitaba a Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la más grande pieza oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron para recibir la cruz de sus manos. Animado por este éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía ir en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó luego a Alemania, donde su predicación obtuvo los mismos efectos que en Francia; el Emperador Conrado, tras haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia mediados del año 1147, los ejércitos franceses y alemanes se ponían en marcha para esta gran expedición que, a pesar de su formidable apariencia, desembocó en un desastre. Las causas del fracaso fueron múltiples: las principales parecieron ser la traición de los griegos y la falta de entendimiento entre los diversos jefes de la cruzada; pero algunos buscaron, muy injustamente por lo demás, hacer recaer la responsabilidad sobre el abad de Clairvaux. Este debió escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables más que a las faltas de los cristianos, y que así "las promesas de Dios permanecían intactas, pues ellas no prescriben contra los derechos de su justicia"; la apología está contenida en el libro De Consideratione, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene especialmente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por otro lado, no todos se dejaban llevar por el desánimo, y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva cruzada de la que el mismo abad de Clairvaux debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Luis VII detuvo la ejecución de los planes. San Bernardo también murió poco después, en 1153, y sus últimas cartas testimonian que se preocupó hasta el final por la suerte de Tierra Santa. Si el fin inmediato de la cruzada no había sido alcanzado, ¿se diría por ello que la expedición fue completamente inútil y que los esfuerzos de San Bernardo habían sido desperdiciados? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar los historiadores que sólo se ocupan de las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la Edad Media un carácter político y religioso a la vez y razones más profundas de las que una, la única que queremos resaltar aquí, era el mantener en la Cristiandad una viva conciencia de su unidad. La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda civilización 97
normal, y que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII; la pérdida de este carácter tradicional debía necesariamente seguir a la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue realizada en el dominio religioso por la Reforma, lo fue, en el dominio político, por la instauración de las nacionalidades, precedida por la destrucción del régimen feudal; y se puede decir, sobre este último punto de vista, que aquel que asestó los primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso, el mismo que por una coincidencia que no tiene, sin duda nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atacando directamente la obra misma de San Bernardo. En el curso de todos sus viajes, San Bernardo apoyó constantemente su predicación en numerosas curaciones milagrosas que eran para la masa como los signos visibles de su misión; estos hechos han sido referidos por testigos oculares, pero él mismo no hablaba de ello sino en contadas ocasiones. Quizás esta reserva le era impuesta por su extraordinaria modestia; pero sin duda tampoco atribuía a esos milagros más que una importancia secundaria, considerándolos solo como una concesión acordada por la misericordia divina a la debilidad de la fe en la mayor parte de los hombres, conforme a la palabra de Cristo: "Bienaventurados los que creerán sin haber visto". Esta actitud estaba en relación con el desdén que manifestó siempre por todos los medios exteriores y sensibles, tales como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; se le ha incluso podido reprochar, con alguna apariencia de verosimilitud, el no tener más que desprecio por el arte religioso. Los que formulan esta crítica olvidan sin embargo una distinción necesaria, la que él mismo establece entre lo que llama arquitectura episcopal y la arquitectura monástica: esta última es solamente la que debe tener la austeridad que él preconiza; no es más que a los religiosos y a los que siguen el camino de la perfección que prohibe el "culto a los ídolos", es decir, a las formas de las que proclama por el contrario, su utilidad como medio de educación para los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra el abuso de las representaciones desprovistas de significado y no poseedoras sino de un valor puramente ornamental, no ha podido desear, como se ha pretendido falsamente, el proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, mientras que él mismo en sus sermones hacía de él un uso muy frecuente. La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística; por esto entendemos que contempla sobre todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor; que sería, por otro lado, erróneo interpretar en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos. Como muchos grandes místicos, fue especialmente atraído por el "Cantar de los Cantares", el cual comentó en numerosos sermones, formando una serie que se prosigue durante casi toda su carrera; y este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la Paz suprema a la cual el alma alcanza en el éxtasis. El estado extático, tal como lo comprende y que ciertamente lo ha experimentado, es una especie de muerte a las cosas de este mundo; con las imágenes sensibles todo sentimiento natural ha desaparecido; todo es puro y espiritual en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía naturalmente reflejarse en los rasgos dogmáticos de san Bernardo; el título de una de sus principales obras: De diligendo Deo, muestra, en efecto, suficientemente, qué lugar ocupa ahí el amor; pero se estaría 98
muy equivocado al creer que ello sea en detrimento de la verdadera intelectualidad. Si el abad de Clairvaux quiso siempre permanecer ajeno a las vanas sutilidades de escuela, es por que no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un sólo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía por una larga serie de operaciones discursivas, lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como a tientas, él lo alcanzaba inmediatamente, por la intuición intelectual, sin la cual ninguna metafísica real es posible, y fuera de la cual no se puede aprehender sino una sombra de la verdad. Un último rasgo de la fisonomía de San Bernardo, que es esencial señalar aún, es el lugar eminente que mantiene en su vida y en sus obras, el culto a la Santa Virgen, y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas que son quizás aquello por lo que ha permanecido más popular. Gustaba de dar a la Santa Virgen el título de "Notre Dame", (Nuestra Señora), cuyo uso se generalizó en esta época y sin duda en gran parte gracias a su influencia; y es que él era verdaderamente, como se ha dicho, un auténtico "caballero de María", y la consideraba verdaderamente como su "dama", en el sentido caballeresco de la palabra. Si tal hecho se relaciona con el papel que jugaba el amor en su doctrina, y que desempeñaba también en formas más o menos simbólicas, en las concepciones propias a las Ordenes de Caballería, se comprenderá fácilmente el porqué hemos cuidado de mencionar al principio sus orígenes familiares. Convertido en monje, permanecerá siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por ello mismo, se puede decir que estaba, en cierto modo, predestinado a desempeñar, como lo hizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, y árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque había en su persona como una participación en la naturaleza de lo uno y de lo otro. Monje y caballero al tiempo, estas dos características eran las de los miembros de la "milicia de Dios", de la Orden del Temple; eran también, y en primer lugar, los del autor de su regla, del gran santo al que se ha denominado el último de los Padres de la Iglesia, y en quien algunos quieren ver, no sin alguna razón, el prototipo de Galahad, el caballero ideal y sin tacha, el héroe victorioso de la "demanda del Santo Grial".
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