ROBERT LEGROS EL NACIMIENTO Y DEL INDIVIDUO MODERNO
Publicado en el libro: El nacimiento del individuo en el arte . Buenos Aires: Nueva Visión, 2006 pp. 63-102 ¿Un nacimiento del individuo en la época moderna? En cierto sentido, toda sociedad humana está compuesta por individuos. Desde quelos hombres son hombres, se reconocen unos a otros, se distinguen unos de otros, se atribuyen cualidades propias, se identifican personalmente, en suma, actúan, se consideran y se perciben como individuos. Sin embargo, la sociedad moderna se compone de individuos de un nuevo género. En efecto, los hombres se convierten en individuos en un sentido inédito de la expresión, incluso en el propio sentido de. la expresión, cuando llegan a considerarse y a tratarse unos a otros como iguales, como seres autónomos e independientes unos de otros. Este cambio de las relaciones humanas que se halla en el origen de la democracia, nació en los albores de la época moderna. El humanismo da testimonio del mismo. Lo mismo hace el arte del Renacimiento: obras plásticas, literarias y -musicales de los siglos xv y xvi dan forma a una nueva figura de la humanidad, anuncian el advenimiento de una nueva clase de individuo. ¿Con qué rasgos el individuo se muestra en medio de las obras que inauguran la modernidad? ¿En qué sentido se puede hablar del nacimiento del individuo en el arte? Tratemos de seguir la elucidación de estas pre guntas mediante algunas reflexiones acerca del nacimiento del individuo moderno. Cuando el principio jerárquico se encuentra en la base del vivir-juntos, las pertenencias que implican un rango son, en principio pertenencias de nacimiento, aparecen desde entonces como naturales y por lo general son entendidas como esenciales: se considera que determinan indistintamente la naturaleza y la esencia de aquellos a los que identifican. i dentifican. Cada cual se halla incitado, y habitualmente inclinado, a comportarse y a manifestarse según sus pertenencias de de nacimiento: como miembro miembro de tal o cual clase, clase, de tal o cual religión, de tal o cual sexo, de tal o cual etnia, de tal o cual familia, clan o tribu, de tal o cual nación. Cada cual debe presentarse según lo que representa y conducirse según su rango. A partir de entonces, en la vida cotidiana, el otro no aparece simplemente como otro hombre, sino también siempre, en la primera consideración, en tanto esto o aquello. Es decir, como ya englobado. Lo que significa que el individuo, en el sentido antiguo, es habitualmente percibido como un individuo i ndividuo esencialmente particular. La individuación moderna, generadora de las relaciones democráticas, supone una impugnación colectiva de las jerarquías consideradas como naturales, del argumento de autoridad, de los lazos de dependencia personal. Semejante impugnación supone individuos que ya se encuentran animados por la sensación de su igualdad, de su autonomía, de su independencia. En consecuencia, supone hombres ya habituados a percibirse independientemen i ndependientemente te de su rango, de sus pertenencias, de sus funciones, abstracción hecha de aquello que los identifica o los particulariza. En suma, la individuación moderna está vinculada con el surgimiento, en el seno mismo de la vida de todos los días, de una experiencia del otro como semejante. El otro no aparece simplemente en tanto esto o aquello, sino también, siempre, en el primer abordaje, independientemente de cualquier pertenencia. Es decir, como ya desenglobado. Lo que significa que el individuo, en el sentido moderno, es habitualmente percibido como un individuo esencialmente singular. Más precisamente, como un individuo esencialmente singular en tanto hombre. l Por supuesto, los individuos se singularizan en cualquier sociedad humana. Pero en el seno de las sociedades basadas basadas en el principio jerárquico, en en las llamadas sociedades sociedades aristocráticas, aristocráticas, la singularización de cada individuo es, es, por lo general, ocultada: cada uno está obligado a ajustarse a lo que es, se ve impulsado a inclinarse por un comportamiento según las pertenencias consideradas consideradas como naturales y esenciales. A partir de entonces, la singularización se interpreta como el surgimiento delo arbitrario, como el indicador i ndicador de un desvío, como la consecuencia de un extravío. A menos que sea el producto de un ser excepcionalmente superior. La singularización de lo fuera de la ley demuestra una voluntad pervertida, un alma desnaturalizada, una corrupción: la del héroe testimonia su excelencia, sus virtudes, un alma fuera de lo común, una nobleza personal. La singularización democrática, por el contrario, no está reservada a seres que se distinguen distin guen de una manera excepcional, tanto para el bien como para el mal. Sugiere una enigmática fusión de lo
universal con lo singular. El hombre moderno nace cuando la singularización aparece como reveladora de lo humano. El humanismo deja entrever esa nueva idea: la humanidad del hombre (la esencia del hombre) reside en la singularización, por lo tanto, en una existencia que se sustrae a toda pertenencia, que precede a cualquier función, que escapa a cualquier clasificación, a cualquier identificación. El individuo desenglobado, inclasificable, ¿acaso no se convierte necesariamente en un individuo aislado,
en una mónada, en un átomo, en un individuo deshumanizado? El individuo desparticularizado, ¿acaso no desaparece irresistiblemente en el vacío de una abstracción? El individuo despojado -despojado de los signos distintivos que lo identificaban-, ¿acaso no aparece simplemente como el miembro de una especie animal? ¿Cómo es que la humanidad del hombre puede surgir de una desparticularización, de un desenglobamiento, de un despojamiento? ¿Cómo es posible que lo universal y lo singular :se acoplen y se fusionen? El principio fundador de las democracias modernas, de la individuación moderna, enuncia que todo ser humano aporta, al nacer, el mismo derecho a la libertad, entendida como un derecho a la autonomía, y el derecho a la independencia individual. ,Ninguna sociedad premoderna está regida por semejante principio. Las sociedades premodernas ignoran o rechazan cualquier principio de igualdad que esté vinculado con la idea de que los hombres son libres en tanto hombres. Descansan sobre el principio de una desigualdad de nacimiento, o principio jerárquico, vinculado con un principio de heteronomía y un principio comunitario. Sin duda que las filosofías antiguas y diversas teologías monoteístas pudieron forjar y exaltar la idea de la igualdad de los hombres, e incluso la idea dela autonomía del hombre y la idea de la independencia de los individuos. Esto no impide que sólo en el transcurso de la época moderna esas ideas se erijan en principios del vivir en conjunto. Es cierto que las democracias antiguas se apoyaban en el principio de autonomía, en el principio de igualdad de los ciudadanos, en el principio de independencia de los ciudadanos, unos con respecto a los otros. Pero era en tanto ciudadanos, y no en tanto hombres, que los ciudadanos de las Ciudades democráticas se consideraban como iguales, como individuos autónomos e independientes. Los hombres dan muestras de libertad en cualquier sociedad pero, sin em bargo, la idea de que el individuo posee por nacimiento, “por naturaleza”, el derecho a decidir sobre su destino, la idea de los derechos individuales inherentes a todo
ser humano, o la idea del hombre como libre en tanto hombre, es una idea que, como lo destacaron tanto Hegel como Marx o Tocqueville, sólo se difundió en el cuerpo social y se convirtió en principio fundador del vivir en conjunto en el transcurso de la época moderna. Por cierto que la explotación del hombre por el hombre y de las nuevas formas de servidumbre se desarrollaronen el corazón mismo de las democracias modernas, pero al menos podían ser denunciadas en nombre deun principio que, lejos de ser puramente “formal”, suscitó y animó un incesante combate con vistas a restringir la arbitrariedad de las autoridades establecidas y a dar a cada cual el poder de asumir su libertad. ¿De qué modo tal principio, la idea del hombre como libre entanto hombre, pudo erigirse en un principio de la vida en conjunto? Por cierto que no fue al cabo de una pura reflexión o de una discusión de unos con otros que los hombres llegaron a la conclusión de que debían romper las relaciones jerárquicas que mantenían desde tiempos inmemoriales. No fue por cierto a causa de falta de audacia, por pereza o cobardía, o porque se sintieran naturalmente inferiores, que durante decenas de milenios los hombres atribuyeron un fundamento religioso a los poderes ejercidos por unos sobre otros. No fue seguramente por incapacidad de razonar o de observar los hechos tal como son que los antiguos se dejaban captar por la presencia sensible de lo sagrado. Los modernos no eligieron erigir la igualdad, la autonomía, la independencia individual en principios de la coexistencia humana al cabo de un cálculo o de un razonamiento, o porque finalmente habrian adquirido el valor para pensar y actuar por si mismos. Es por una experiencia nueva del mundo y de su humanidad cómo los hombres poco a poco llegaron a percibírse como iguales en tanto hombres, a sentirse autónomos, a volverse independientes unos de otros. Y, al mismo tiempo, a individuarse de una manera nueva. Cuando el principio jerárquico y el principio comunitario dominan las costumbres, estructuran las relaciones humanas, cada cual aparece, en primera instancia y habitualmente, como englobadoen las pertenencias que lo identifican y lo particularizan. Cuando los individuos llegan a reconocerse como iguales, a querer ser autónomos e independientes, emergen de toda pertenencia, se desparticularizan. Es cierto, tal como ha destacado Hegel, que el individuo desparticularizado puede desaparecer en el vacío de
una abstracción, puede sentir la pérdida de sus identidades, su desparticularización, como la experiencia de su propia muerte. También es cierto que el individuo que tiende a pensar y a actuar por sí mismo, rápidamente llega a querer encontrar en sí mismo, y sólo en si mismo, las fuentes de sus juicios, a creerse y quererse el sujeto último de sus pensamientos y de sus acciones, a sentirse libre en tanto individuo arbitrario, a menos que la desaparición de las autoridades visibles no suscite en él una desorientación que le empuje a experimentar la atracción de la opinión común. Es cierto, asimismo, que los individuos que se vuelven independientes unos de otros pueden sentirse “atomizados” y, a partir de allí, pueden ser arrastrados a concebir cualquier asociación como si estuviera basada en una limitación de su egoísmo natural, y a toda paz como a una guerra convencionalmente interrumpida. En suma, no hay duda de que el principio moderno de individuación se encuentra en el origen del individualismo. Pues bien, individuos encerrados en el anonimato de su universalidad humana y en lo arbitrario de su subjetividad individual no pueden sino perder el sentido de lo que supera al hombre en el hombre, el sentido de su humanidad. Sin embargo, la desparticularización, la desacralización de las autoridades, la independencia individual, son también condiciones para la singularización de los individuos, sin la cual el sentido mismo de lo humano permanece oculto. La experiencia del mundo y de lo humano, en favor de las que los hombres se descubren como iguales en tanto hombres, se han sentido autónomos e independientes en tanto hombres, ha implicado una descomposición, luego un derrumbe de las representaciones teocéntricas que dominaban la Edad Media y suscitó, al mismo tiempo, la eclosión y la difusión del pensamiento humanista, el auge de la ciencia y de la técnica modernas, una nueva relación con la naturaleza y con el más allá, una renova ción dela filosofía. ¿Cómo se tradujo en el arte? ¿En qué medida las obras plásticas, literarias, musicales que comienzan a des prenderse de las maneras medievales prefiguran o expresan una nueva experiencia del mundo y de nuestra humanidad? Más precisamente: ¿en qué medida anuncian el advenimiento del individuo moderno? ¿Qué transformaciones se producen en las diferentes formasde arte como efecto dela democratización de las costumbres? Tratemos de ampliar el marco de estas preguntas que se hallan en el origen de la búsqueda aquí emprendida. Llevemos la interrogación a la mutación en cuyo curso los hombres se convierten en individuos en el sentido moderno de la expresión. LA EXPERIENCIA ARISTOCRÁTICA DEL MUNDO Empecemos por volvernos hacia la experiencia del mundo y de lo humano tal como se imponía, en primera instancia y habitualmente, cuando la jerarquía, la heteronomia y la comunitarización estructuraban las relaciones que los hombres mantenían entre sí y con el mundo. Una sociedad se rige por el principio jerárquico cuando las jerarquías que la constituyen se imponen por lo general, como si formaran parte del orden natural del mundo. Parecen legítimas precisamente en la medida en que parecen naturales. Decir que las jerarquías consideradas como legítimas parecen naturales signiíica que las mismas no dejan percibir un origen humano. No se les aparecen a los miembros de la comunidad como instituciones humanamente engendradas, sino más bien como si emanaran de una fuente suprahumana o divina. En suma, aparecen como naturales (inscriptas en el orden natural del mundo) en la misma medida en que parecen sobrenaturales (de origen divino). En el seno de una sociedad basada en el principio jerárquico, el orden que estructura las relaciones humanas aparece inseparablemente como natural (independiente de cualquier origen humano) y sobrenatural (de origen divino). Un orden jerárquico y comunitario parece natural ante la mirada de sus propios miembros en la medida en que cada uno de ellos se sienta colocado en un rango e inserto en comunidades, no como consecuencia de una decisión humana, de una opción humana, de acciones humanas, sino naturalmente. Es, de alguna manera, la propia naturaleza la que parece ubicar, ordenar y clasificar a los miembros de una sociedad aristocrática, pues en el seno de la misma cada cual está destinado a un rango y resulta inscripto en comunidades a causa de su nacimiento. Sin embargo, cuando la vida en conjunto se basa en el principio jerárquico y en el principio comunitario, el orden jerárquico y comunitario, el orden percibido como natural, no parece natural en el sentido moderno detesta expresión. Parece natural en el sentido de
que no deja entrever ningún origen humano, pero no parece natural, en el sentido moderno, pues la naturaleza de la que surge aparece al mismo tiempo como normativa, englobante y sobrenatural. Cuando el orden jerárquico y comunitario parece natural, se muestra indisociablemente como natural y normativo, pues las jerarquías, las comunidades, las corporaciones que lo constituyen indican a sus miembros al mismo tiempo lo que son (natural y esencialmente) y lo que deben ser; lo que son en razón de sus pertenencias naturales, pero también lo que deben ser en razón de su nacimiento, naturalmente, pero también cómo deben vivir según su rango, su sexo, sus pertenencias comunitarias: cómo deben conducirse, vestirse, mantenerse, habitar, presentarse, casarse, educar a los hijos, honrar a los muertos, ayudar a los desposeídos, acoger a los extranjeros y tratar a los enemigos. Dado que las maneras de vivir expresan indisociablemente lo que cada cual es y lo que cada cual debe ser, las mismas parecen en sí mismas naturales y normativas. Las costumbres (los hábitos, las tradiciones) son normativas puesto que le revelan a cada cual cómo debe vivir, pero en sí mismas parecen naturales puesto que están determinadas por pertenencias de nacimiento. Cada cual está obligado a conformarse con lo que es a causa de su nacimiento, debe aplicarse a ser lo que es: el principio jerárquico mantiene una confusión entre la naturaleza y la norma, entre el ser y el deber ser. En las sociedades basadas en el principio jerárquico, la naturaleza se da, en el propio seno de la experiencia cotidiana, como una naturaleza normativa, con fines, lo que significa decir que las normas de la existencia y de la coexistencia humana aparecen, en primera instancia y habitualmente, como normas naturales, conformes al orden natural del mundo. Cuando el orden jerárquico y comunitario parece, al mismo tiempo, natural y normativo, la naturaleza parece englo badora. No se muestra como una naturaleza “exterior” u “objetiva”, en la medida en que cada uno está integrado a ella, en que le pertenece. Lo que significa que en las sociedades premodernas, la experiencia de la vida en común es en sí misma, en primera instancia y habitualmente, una experiencia directa de la naturaleza, del orden natural. La naturaleza no es un domino exterior a las buenas maneras de vivir: cada uno experimenta su inscripción en el orden natural del mundo viviendo según las maneras 0 las costumbres de su comunidad, de su clase, de su rango. Lo que significa igualmente que el predominio del principio jerárquico sobre las maneras de vivir implica una inteligibilidad circular del mundo cotidiano. Por un lado, las maneras habituales se guían por una naturaleza normativa, erigida como modelo inmutable, pero, por otro, la naturaleza erigida como modelo inmutable engloba las maneras habituales: en suma, las manerashabituales se toman a sí mismas como modelos. Si fuera cierto que a los antiguos les ocurría que pretendían explícitamente ver alas normas de sus maneras de vivir y de actuar en la propia naturaleza, en el orden natural del mundo, esto era así en la medida en que veían a la propia naturaleza en sus propias maneras. Cuando la jerarquía se erige en principio, la prohibición de imitar la naturaleza por parte de las leyes humanas es proclamada cuando se hace sentir la exigencia de volver a una tradición que está en vías de perderse: la naturaleza visualizada como modelo es de hecho una tradición naturalizada. ¿Cómo fue posible que los antiguos vieran en la propia naturaleza la manera en que debían educar a los hijos, honrar a los ancestros, zanjar los conflictos, inhumar a los muertos, si no habían visto a la propia naturalezaen sus maneras ancestrales de existir y de coexistir? Cuando el orden jerárquico parece indisociablemente natural y englobador, se impone como un orden indisociablemente natural y sobrenatural. Parece natural en el sentido de que se impone como un orden que precede a nuestras convenciones, que es lo que es independientemente de nosotros y parece sobrenatural en el sentido de que deja transparentar en su seno la presencia de los poderes suprahumanos que se considera que están en el origen de la Ley o en el basamento de las normas. El principio jerárquico implica al principio de heteronomía. ¿Cómo difunde la j erarquía premoderna la presencia sensible del más allá en el seno mismo del orden natural y de las relaciones entre los hombres? Cuando la jerarquía es el principio de la vida conjunta, ninguna autoridad humana, ningún poder humano es percibido como fuente de la ley. El poder no es concebido como el poder de crear leyes, sino como un poder encargado de asumir el mantenimiento y la preservación de una Ley proveniente de más arriba. Toda autoridad tiene por misión la de asegurar el respeto de un orden del mundo, de una Ley de origen divino, pero nadie recibe esta misión de un poder humano.
Todo poder humano aparece a partir de entonces a quienes reconocen su legitimidad como una emanación de un poder sobrehumano, sobrenatural, divino. En tanto mediadora entre el más allá y el aquí abajo, la autoridad premoderna reconocida como legítima se impone indisociablemente como un poder natural y sobrenatural: es, por. cierto, de este mundo, pero los mandamientos que trasmite provienen de más arriba, su palabra deja escuchar la voz de los poderes sobrehumanos. Asimismo, sólo puede ser abordada con temor, respeto y deferencia. En todas las sociedades basadas en el principio jerárquico, se considera la desobediencia a la autoridad legitima como un atentado a la propia religión, la crítica al poder como una blasfemia, la falta de respeto frente al orden establecido como una profanación, la puesta en duda del argumento de autoridad como un acto de rebelión. . En el seno de las sociedades basadas en el principio jerárquico, toda autoridad humana reconocida como legítima, ya sea familiar, militar, religiosa, señorial o que se ejerza sobre el conjunto de la comunidad política, se considera mediadora entre el más allá y el aquí abajo, lo que significa, por una parte, que está
en si misma estrictamente sometida a leyes que provienen de más arriba que ella, pero también, por otra , que participa de lo divino. En el seno de las sociedades-estatales premodernas, la autoridad reconocida como legítima resulta sacralizada y debe sugerir su participación en lo divino en su manera de ser y de parecer: debe irradiar, resplandecer, subyugar. Más precisamente, cada autoridad debe ìrradiar y resplandecer según la estatura de su rango. Cuando más elevada sea la autoridad, más estrecho se considerará su parentesco con los poderes divinos y más ostensibles deben ser los atributos mediante los que demuestra su participación en lo divino. En toda sociedad estatal premoderna, las más elevad.as autoridades deben testimoniar su proximidad con los poderes celestes con una apariencia de majestad, con ritos solemnes y fastuosos, con ceremonias esplendorosas y dando muestra de su poder. Las "formas, ostensibles de la superioridad, las formas de la gloria, no se perciben a partir de entonces como simples formas, sino como manifestaciones sensibles del más allá, como expresiones tangibles de lo divino. Las ceremonias, la pompa, la magnificenc ia, las solemnidades, la etiqueta, los desfiles militares no se experimentan como apariencias superficiales, como un decorado secundario sino, por el contrario, como los signos reveladores de una superioridad sobrenatural, como una presencia terrestre de lo divino. Cuando el principio jerárquico prevalece en las costumbres, la experiencia cotidiana del mundo es la experiencia de una naturaleza sobrenatural, de un mundo divinizado, encantado. Cuando el principio jerárquico (el principio de heteronomía) prevalece en las costumbres, aquellos que están ubicados en los rangos más bajos quedan reducidos a no ser más, en última instancia, que cuerpos: su función reside exclusivamente en el cumplimiento de tareas corporales. Por nacimiento (por naturaleza) están condenados, en principio, a agotarse en el trabajo. Los sufrimientos que soportan en razón de su condición están justificados de antemano. Sin embargo, en la medida en que el propio sentido de la jerarquía y de la vida comunitaria no sea negado, no pueden ser pura y simplemente asimilados a cuerpos. A partir de la integración de los mismos a una comunidad jerarquizada, por más baja que sea su condición, quedan en efecto, por principio, vinculados, através de la jerarquía, a lo divino, a un más allá. Pues al mismo tiempo que separa lo superior de lo inferior, a uno del otro, imponiéndoles modos de vida distintos, al establecer entre ellos diferencias aparentemente naturales, la jerarquía los vincula uno con otro por medio de obligaciones recíprocas. Por más evidente que sea la separación entre los de arriba y los de abajo, por más natural o sobrenatural que seat la distinción establecida entre ellos, el lazo natural (sobrenatural) que los une no podría romperse sin que esa ruptura amenazara la unidad del mundo. Por un lado, la cúspide (elipoder supremo, el poder que encarna aquí abajo la autoridad divina) sigue estando vinculada con el mundo terrestre, anclada en el aquí abajo, a pesar de su parentesco o proximidad con los dioses, sigue estando sometida ala Ley de la que es garante, de una Ley que es de origen divino. Por otro lado, lo divino (el fundamento situado en el más allá) penetra en la comunidad por la cúspide y, desde allí, a través de la jerarquía, irradia y desciende hasta el rango más bajo. La sociedad basada en el principio jerárquico es una comunidad compuesta por comunidades o cuerpos, precisamente en la medida en que se halla reunida en un todo mediante lazos que la sueldan al más allá. Lo que significa que la experiencia del ordenjerarquizado y comunitario no es sólo una experiencia del orden. natural, sino también, Lndisocialileniente, una experiencia del más allá y que ésta -la experiencia
de lo divino- no es sólo una relación con lo invisible, sino una experiencia sensible de la presencia aquí abajo de poderes sobrenaturales. En tanto mediador entre el más allá y el aquí abajo, cualquier poder humano es, además, mediador entre el pasado y el presente: está e ncargado de asegurar el lazo “natural” (“sobrenatura1”) entre el pasado y el presente. Mejor aun: es considerado como el que enca rna un lazo “natural” (“sobrenatural”) entre, por una parte, un pasado de entrada percibido o experimentado como pasado que inspiraba autoridad, como pasado revelador de lo que somos hoy, como pasado testigo de nuestra grandeza y, por otra, un presente que debe prolongarlo y perpetuarlo. Los principios de la vida en conjunto no son sólo principios del vivir en conjunto; no sólo rigen una experiencia de la Ley,del poder, de la autoridad, de la norma: también comandan una experiencia de la naturaleza, del más allá y del tiempo. En suma, se encuentran en la base de una experiencia del mundo. LA EXPERIENCIA ARISTOCRÁTICA DE LO HUMANO Una experiencia del mundo es, indisociablemente, una experiencia de lo humano. Cuando los hombres se perciben unos a otros, en primera instancia y habitualmente, como individuos englobados en un orden natural, normativo y sobrenatural, no pueden experimentar su humanidad como una humanidad que sea al mismo tiempo universal y esencial. Por cierto, en el encuentro con el otro, se experimenta una sensación de similitud que es tan antigua como la humanidad. Todo ser humano que no haya perdido su humanidad, es decir, todo ser humano civilizado, percibe de inmediato (antes de cualquier razonamiento, de cualquier analogía) el cuerpo del otro como el cuerpo de un semejante, es decir, como un cuerpo animado, como una subjetividad encarnada, como un cuerpo “pensante” . La experiencia inmediata o carnal del otro como semejante es ciertamente universal. También es cierto que desde que los hombres forjaron un nombre que designa a todos los miembros de la especie humana, es decir, desde la más remota antigüedad, quizá desde elinacimiento del Estado, confieren un sentido a su común humanidad y pueden percibirse explícitamente como semejantes en tanto hombres. Pero en una sociedad basada en el principio jerárquico, en comunidades en cuyo seno las normas de vida en común parecen naturales o sobrenaturales, es el orden jerárquico y comunitario el que le dice a cada uno lo que es naturalmente (por nacimiento) y lo que debe ser. A partir de entonces, la humanidad reconocida como universal parece inesencial (se confunde con la humanidad como especie animal), mientras que una humanidad particular, la que se ajusta al orden natural (normativo y sobrenatural), tiende a imponerse como esencial. La humanidad experimentada como universal (como un género que engloba a todos los seres humanos independientemente de su religión o raza) es percibida, por cierto, como reveladora de un rango (el género humano es de un rango inferior a los dioses y de un rango superior al de otros seres vivos), pero no puede ser reconocida como esencial. Si nuestros modos habituales son naturales (por nacimiento), o bien están vinculados con nuestra humanidad, concebida como humanidad particular, a partir de entonces los demás, los que poseen otros modos, son menos humanos, o bien no se encuentran en absoluto vinculados con nuestra humanidad, concebida como humanidad universal, y a partir de entonces ésta no determina nuestra naturaleza esencial. La experiencia de nuestra humanidad resulta indisociable de la experiencia de sí mismo. Cuando la experiencia del mundo es la experiencia de un orden natural, normativo, englobador y sobrenatural, la experiencia de- sí mismo no puede ser, en primera instancia y habitualmente, la expe riencia de un “yo” entendido en el sentido moderno de la expresión. Pues cuando las pertenencias que confieren un rango son percibidas como pertenencias naturales y normativas, como pertenencias que revelan lo que son y lo que deben ser aquellos a quienes confieren privilegios y obligaciones, cada cual se encuentra habitualmente animado por esa convicción: lo que me hace ser lo que soy y lo que debo ser no proviene de mí, sino de mis pertenencias de nacimiento. Más explícitamente: en razón de mi inscripción natural (sobrenatural) en el seno de un orden que me precede y me trasciende, soy como soy, me manejo como me manejo, pienso lo que pienso, siento lo que siento, quiero lo que quiero, deseo lo que deseo. La experiencia de nuestra humanidad y la experiencia de si mismo resultan indisociables de la experiencia del otro.
Cuando los hombres se perciben los unos a los otros, en primera instancia y habitualmente, como individuos englobados en un orden natural, la experiencia del otro es la experiencia de una similitud y de una alteridad lógicas. El otro se me aparece de entrada como englobado, en la medida en que se presenta en primera instancia como perteneciente a un rango, a tal o cual comunidad, a tal o cual cuerpo. Al presentarse de entrada en función de tal o cual pertenencia, aparece de inmediato como vestido con un significado que lo situa en un contexto. Se presenta como vestido con un significado que es relativo a tal o cual contexto enla medida en que es aprehendido “en tanto esto” o “en tanto aquello” o, lo qu viene a
ser lo mismo, en la medida en que uno se relaciona con él a partir de una comprensión previa de su ser. Aprehendido sobre la base de comprender que se lo enfoca “en tanto esto” o “en tanto aquello”, el otro se
me aparece como mi semejante, por más diferente que sea de mí, dado que lo percibo en tanto hombre, más precisamente, dado que lo aprehendo en el marco de una comprensión previa de su humanidad. Si tiene la misma religión que yo, también se me aparece como mi semejante, en tanto lo percibo como miembro de una religión. Y se me aparece al mismo tiempo como diferente de mí, por más semejante a mí que sea en tanto hombre y en tanto correligionario, si pertenece a otra clase, a otro rango, a otra etnia. En el seno de una sociedad basada en los principios jerárquico comunitario, la experiencia del otro es, en primera instancia y habitualmente, la experiencia de una similitud indisociable de la experiencia de una alteridad. El otro aprehendido a partir de una comprensión de su ser sólo puede aparecer como indísociablemente semejante y como otro. Esa similitud y esa alteridad son lógicas precisamente en el sentido de que se encuentran vinculadas con una comprensión previa que sitúa al otro en una totalidad compuesta por diferentes conjuntos. Cuando la similitud y la alteridad del otro resultan lógicas, lo son de manera relativa: el otro es mi semejante con respecto a tal o cual pertenencia común, es otro, diferente de mí, con respecto a tal o cual pertenencia que lo identifica naturalmente y que me es naturalmente ajena. Cuando la similitud y la alteridad del otro resultan lógicas y relativas, también son cualitativas en el sentido de que son pasibles de grados: allí donde el principio jerárquico prevalece en las costumbres, el otro aparece como otro a partir del hecho de que pertenece a otro rango, pero su alteridad será de un grado más elevado si, además, pertenece a otra etnia, y mayor aun si también pertenece a otra religión. Aparece como semejante en tanto miembro del reino animal, o en tanto miembro del género humano, pero su similitud será de un grado más elevado, más marcado, si además es del mismo sexo, de mayor amplitud aun si también pertenece a la misma religión, y más total, más acentuada todavía, si pertenece al mismo rango. Pero por más fuerte que sea la intensidad de la alteridad del otro en el seno de una aristocracia, nunca se lo percibe como otro radical en la medida en que sea aprehendido de entrada dentro del marco de una comprensión de su ser. Percibido a partir de una comprensión previa, el otro aparece como ya vestido, revestido de un significado, integrado en un contexto familiar. Cuando la experiencia de lo humano es la experiencia de una humanidad, ya sea universal o inesencial, esencial o particular, cuando la experiencia de sí mismo es la experiencia de un yo que no siente que piensa, actúa y- siente por sí mismo, cuando la experiencia del otro es la experiencia de una similitud y de una alteridad lógicas, los hombres aparecen por cierto como individuos: mantienen relaciones individuales unos con otros. Pero se presentan, en primera instancia y habitualmente, como individuos particulares antes que como individuos singulares y, de allí, se aparecen los unos a los otros como individuos personalizados antes que como individuos anónimos y como individuos ordenados antes que como individuos arbitrarios. Cada individuo se siente inclinado a pensar, a actuar y a sentir como un individuo particular en la medida en que cada uno se siente inclinado a pensar, actuar y sentir según sus pertenencias particulares, en suma, en la medida en que cada uno resulta englobado por las pertenencias que lo identifican. Cada uno se halla incitado a revestir la apariencia de un personaje en la medida en que cada uno se halla invitado a representar naturalmente el papel que está determinado por sus pertenencias de nacimiento, a adoptar espontáneamente las actitudes reveladoras de su rango, a hacer suyas las maneras de su corporación, en suma, a ajustarse a lo que debe ser, a identificarse con lo que es. Cada cual se encuentra ordenado en el sentido de que cada cual está destinado a aceptar un orden (una organización y una orden) determinado por una Ley que proviene de lo alto. En la medida en que las sociedades basadas en el principio jerárquico tienden a producir individuos particularizados, personalizados y ordenados, también
tienden a reprimir o a disimular la singularización de sus miembros. Pues toda singularización supone una desparticularización. ¿En qué sentido la particularización implica una desingularización y la singularización una desparticularización? Tratemos de precisar el sentido de la distinción entre individuo particular e individuo singular. Partamos de simples cosas concretas. Pues una cosa, una simple cosa concreta, así como un ser humano, es un individuo en el sentido más antiguo del término: un todo concreto “atómico”, que forma una unidad sensible, reconocible. ¿Qué es lo que diferencia a una cosa particular de una cosa singular? LO PARTICULAR Y LO SINGULAR Percibir una cosa empírica significa percibir un objeto individuado: esa silla, esa mesa, ese lápiz. Un objeto aparece individuándose en el sentido de que se ofrece a la percepción al destacarse de un fondo indistinto, en el seno del cual preexistía sin que apareciera por sí mismo. Se destaca de un fondo y se extrae de un estado de cosas: esa pieza se presenta ante todo como un conjunto, como un estado de cosas, antes que cualquier percepción deduzca de ella tal o cual objeto. El propio estado de cosas, del que extraigo una cosa individuada, pertenece en sí mismo a un contexto que remite a otros semej antes. En suma, una cosa se individua al emerger de un mundo práctico a partir del cual recibe un significado. Ahora bien, la paradoja del objeto individuado es que su individuación, su emergencia como individuo, no implica en absoluto su singularización. Su singularidad no surge cuando es percibido como objeto individuado en la medida en que es absorbido por la generalidad del significado a través del cual aparece. Un Objeto individuado no podría ser percibido sin antes estar revestido de un significado, pues no podría mostrarse como objeto individuado sin antes haber aparecido “en tanto esto” o “en tanto aquello”. J amas está desnudo. Cuando percibo ese mueble, cuando se destaca de los demás objetos que lo rodean y cuando fijo la mirada en él, se me aparece en tanto escritorio o en tanto mueble de caoba, o en tanto mesa de estilo imperio. Una misma percepción, la percepción de ese mueble singular, tal como está allí, aquí y ahora, ¿puede servir como asiento para tantos significados diferentes? ¿Una cosa puede aparecer en principio como “desnuda” (como algo sensible sin significado, como un simple dato) para luego vestirse con diversos significados, ser aprehendida “en tanto esto” o “en tanto aquello”? En realidad, una
percepción que estuviera más allá de cualquier significado, que aún no se hallara animada por el enfoque de un sentido; no seria la percepción de una cosa individuad a. El significado se confiere a lo que aparece apenas el objeto individuado se ofrece a la percepción: no viene a modificar un dato sin significado previo, hace posibl.e el otorgamiento, precede a la individuación. Siempre con un sentido general, el objeto aparece, apenas es captado, como objeto individuado y la generalidad en la que se inscri.be, la inteliglbilidad a través de la que se ofrece a la mirada, tiende a absorber su singularidad. Cuando veo a este lápiz como lápiz, reconozco, por cierto, a este lápiz, que, en efecto, es diferente de cualquier otro lápiz, pero no visualizo en él a un lápiz, es decir, a un ejemplar de lápiz que, como tal, aparece en lo que tiene de semejantecon todos los demás lápices. En otras palabras, reconozco en él a un lápiz en la medida en que aprehendo de él el esquema que lo emparienta con todos los demás lápices: su singularidad se esfuma tras el esquema que lo hace aparecer como lápiz. Dicho de otra manera, toda percepción de un objeto es ya una clasificación. El objeto percibido se encuentra ya desingularizado apenas resulta tácitamente clasificado, asimilado con todos los demás objetos que surgen de la misma clase, que caen bajo el concepto que determina “en tanto qué” es percibido. En la vida cotidiana, las cosas habituales son, de entrada, portadoras de significado y están inscriptas en una comprensión práctica. Reconocer el carbón en ese montón de trozos negros significa ver “un material para la calefacción”.
¿Significa esto que la experiencia de la singularidad nos resulta inaccesible? Cuando cada uno aparece según su rango, en tanto miembro de una comunidad, se muestra como ya vestido con un significado proveniente de un contexto, como ya comprendi do “en tanto esto” o “en tanto aquello”. Cada uno es identificado y, por eso mismo, cada uno aparece como un personaje, como un individuo definido por modalidades, como un individuo particular, y no como un individuo singular. ¿Puede decirse, al igual que de una cosa individuada comprendida en el mundo que nos rodea, que los demás no pueden ser percibidos en su singularidad? ¿Que sólo pueden aparecer como individuos si ya están comprendidos, si ya están situados en un contexto, si ya están desingularizados? ¿Que no pueden
ser percibidos como individuos abstractos, pues siem pre son percibidos “en tanto esto” o “en tanto aquello”, como parientes, desconocidos o extranjeros, como amigos, enemigos, transeúntes, como mujeres u hombres, como adultos, viejos o niños, como colaboradores o competidores? ¿Se podrá decir, con Joseph de Maistre, que un hombre que no sea nada más que un hombre deja de ser un hombre? La percepción de un objeto individuado oblitera su singularidad en la medida en que la mirada perceptiva se halla guiada por un concepto que determina “en tanto que qué” el objeto sensible es percibid o. Pero, ¿puedo percibir simplemente, sin conceptualizar? Es cierto que un objeto empírico no podría ser percibido sin ya estar clasificado, revestido de un significado general, inscripto en un contexto particular. ¿Y los colores, los sonidos, los olores? Es cierto que este rojo que aparece ante mi vista, desde que se me aparece como rojo, deja de ser una sensación singular. Desde que reconozco en él al rojo, es un rojo lo que percibo, un rojo que se impone como el mismo rojo a través de las diversas sensaciones singulares que suscita, a través de las variaciones de la luz que lo bañan, un rojo que ya está revestido de un sentido y por eso mismo de una superposición de connotaciones culturales o simbólicas que se entremezclan? ¿La experiencia preconceptual nos resulta desconocida? En el juicio de los sentidos, que enuncia “esto me resulta agradable” o “esto me resulta desagradable”, existe un “esto” que es percibido y pensado, dado que hay un juicio, y el pensamiento que juzga, que
establece la relación entre esto, la cosa juzgada como agradable o desagradable, y la sensación experimentada como agradable o como desagradable, es un pensamiento que me llega desde afuera de todo concepto, un pensamiento que no supone ninguna conceptualización, que no implica ningún enfoque de sentido, en suma, es un pensamiento del cuerpo. Un pensamiento del cuerpo abierto a la exterioridad de la cosa que juzga agradable o desagradable, en la medida en que el cuerpo humano experimenta su radical dependencia con respecto a lo que puede satisfacerlo o faltarle. Sin embargo, ese pensamiento del cuerpo, desencadenado por la cosa misma, queda encarcelado en el cuerpo. Permanece cautivo en laniedida en que resulta incapaz de relacionarse con la cosa por sí misma: ésta no puede aprehenderlo sin vincularlo de entrada con los efectos sensoriales que desencadena, sin disolverlo en el goce o el dolor que suscita. En suma, el juicio de los sentidos resulta ajeno ala singularidad de la cosajuzgada, pues es incapaz de acogerla por sí misma. ¿Pueden los sentidos acoger sin juzgar? La experiencia de la pérdida del sentido, del desvanecimiento de los significados habituales es, por cierto, también una experiencia humana. Lo familiar puede convertirse en extraño y disolverse todas las referencias. Pero ya sea experimentada como una experiencia de la nada o como una experiencia del ser, la experiencia de la pérdida del sentido, de la disipación de las referencias, es siempre una experiencia de la desindividuación de las cosas. ¿Significa esto que la experiencia de la singularidad no resulta inaccesible? Lo singular puede ser experimentado, por cierto, en la experiencia estética, tal como lo describió Kant. El juicio estético reflexivo se halla abierto a la singularidad en la medida en que no se encuentra orientado por un concepto determinado, ni guiado por un fin o un objetivo prácticos, ni sometido a necesidades o deseos físicos. Surge de un pensamiento del cuerpo, de los sentidos, pero de un pensamiento corporal desinteresado, capaz dereflexionar con libertad, sin concepto determinado, sin objetivo utilitario,
abstracción hecha de cualquier acuerdo. La obra de arte tiende a la universalidad en la medida en que se deja aprehender como singular: en la medida en que se muestra irreductible a un contexto histórico, cultural o psicológico, escapa a las perspectivas prácticas o utilitarias, no se deja subordinar al bienestar que procura. Toda gran obra deja entrever una extraña conjunción de lo universal y lo singular. l ¿Puede establecerse la relación con el otro sin llegar más acá de cualquier subsumisión bajo un concepto determinado, fuera de toda reducción del otro a un medio, independientemente de toda concupiscencia? ¿Se establece antes que cualquier enfoque de conocimiento, que toda preocupación práctica, que toda búsqueda del bienestar? En suma, ¿puede ser desinteresado, por lo tanto, libre? Lo que genera otra pregunta: ¿la experiencia del otro puede ser, al igual que la experiencia estética, una experiencia universal de la singularidad? Cuando un cuerpo humano impresiona por su belleza, por cierto que es captado en su singularidad: es aprehendido según un juicio estético reflexivo. Pero, precisamente, el otro deja de ser percibido en su humanidad cuando lo que se mira es su forma corporal singular. Un rostro aparece como singular, pero
como deshumanizado, pierde sentido de rostro humano, como le destacaba Lévinas, cuando se lo examina como si fuera una forma plástica, admirando en él sus rasgos, el color de los ojos, la ondulación del cabello, la forma de la nariz ola tez de las mejillas. Sin embargo, tal como surge en la vida cotidiana a comienzos de la época moderna, la experiencia del otro como semejante acoge al otro en su humanidad sin particularizarla, lo aprehende en su singularidad sin deshumanizarlo. LA EXPERIENCIA DEMOCRÁTICA DEL MUNDO Volvamos a la experiencia del mundo y de lo humano tal como comienza a instaurarse cuando las jerarquías se desnaturalizan, cuando la autoridad se desacraliza, cuando los individuos comienzan a volverse independientes los unos de los otros. La igualdad de las condiciones, la autonomía humana, la independencia individual son explícitamente reivindicadas y reconocidas como principios fundadores de la vida en conjunto en el transcurso de la segunda mitad del siglo XVIII y se las ha inscripto en las constituciones surgidas de las revoluciones francesa y norteamericana. A1 mismo tiempo, se introducen en las costumbres, comienzan a estructurar las relaciones humanas, mucho antes aún de ser reconocidas explicitamente en el seno de un proyecto político. Los hombres comienzan a tratarse como iguales, a actuar de manera autónoma, a volverse independientes los unos de los otros antes de que pretendieran erigir la igualdad, la autonomía y la independencia individual en principios de la vida en común. Su igualación comenzó .tácitamente mediante una impugnación de ciertas jerarquías tradicionales; su autonomización se formó poco a poco a través de un progresivo cuestionamiento del argumento de la autoridad; su independencia individual fue emergiendo lentamente a favor de la recusación de ciertos lazos de dependencia personal. La creciente denuncia colectiva de las jerarquías tradicionales, del criterio de autoridad, de ciertos lazos de dependencia personal fue como la faz negativa y visible de la progresiva conquista de la igualdad de condiciones, de la autonomía humana, de la independencia individual. Comenzó a aparecer en el seno mismo de las costumbres, a animar las actitudes cotidianas, a transformar las relaciones de la vida en conjunto desde comienzos de la época moderna. Supone una desnaturalización de las jerarquías, de los lazos comunitarios, una desacralización de las autoridades. Esa desnaturalización, esa desacralización del orden jerárquico y comunitario, está en sí misma ligada al surgimiento, en el seno de la vida cotidiana, de una experiencia del otro como semejante; que se encuentra en el origen de una nueva experiencia del mundo y de lo humano. Cuando el orden jerárquico y comunitario se desnaturali za parece cambiar radicalmente de “naturaleza”: aparece por primera vez a la vista de sus miembros como un orden tradicional y habitual. O, si se quiere, la tradición aparece por primera vez como una simple tradición (como una tradición entre otras) y ya no como la transmisión natural de un orden natural del mundo. Y las costumbres aparecen por primera vez como costumbres (como costumbres entre otras) y ya no como prácticas que serían naturales puesto que se ajustan a lo que somos y debemos ser. Al mismo tiempo, la determinación de lo que se considera natural -la comprensión y la experiencia colectiva de la naturaleza, de lo que surge de la naturaleza y de lo que no surge del orden natural~ cambia profundamente. Cuando el orden jerárquico y comunitario se disocia del orden natural (se desnaturaliza), el orden natural del que se disocia, o más bien el orden natural que aparece, ya no se presenta en absolutocomo natural en el sentido en que parecía natural antes de la disociaci_ón. Aparece como natural, pero la naturaleza reconocida como natural ya no es sobrenatural, ni englobante, ni normativa. Las jerarquías feudales comienzan a desnaturalizarse, a dejar entrever un origen humano, cuando lo sagrado que parecía coronar a las autoridades terrestres comienza a disiparse. La presencia de lo divino, que parecía irradiar a través del poder, el prestigio, el esplendor o la gloria de quienes encarnaban aquí abajo a los más altos poderes, que parecían incluirse en cada autoridad reconocida como legítima, comienza a aparecer como el efecto de una engañosa puesta en escena; los signos tangibles de la superioridad de los superiores dejan entrever un aparato ostentoso, un decorado convencional, una pompa pasada de moda. En suma, la desnaturalización del orden jerárquico y comunitario se produce cuando se rompe el lazo que cada autoridad parecía anudar con lo divino. Se experimenta simultáneamente la desnaturalización de las costumbres y la desacralización de las autoridades. Ahora bien, a juicio de los
hombres que perdían la fe en sus jerarquías tradicionales, lo divino parecía retirarse de la propia naturaleza (del orden natural del mundo) cuando se retiraba de su organización jerárquica y comunitaria, puesto que ésta les parecía inscripta en el orden natural del mundo. En ese sentido, la experiencia que se instaura cuando los hombres comienzan a reconocerse como iguales es la experiencia de una desacralización de las autoridades, pero también, al mismo tiempo, una experiencia de desdivínización del orden natural, una experiencia de desencanto del mundo. Cuando las autoridades se desacralizan, es el orden natural el que se despoja de toda presencia sobrenatural, es el mundo el que se aparta del más allá, es lo visible lo que se despega de lo invisible. Bajo el efecto de la desdivinización del mundo, de un desencanto o de una desacralización del aquí abajo, la experiencia de lo divino, del más allá, al menos como resulta experimentada por la sensibilidad colectiva, o tal como se explicita en el seno de la opinión común, se modifica profun damente. Por primera vez se convierte, en el sentido estricto de la expresión, en una experiencia del más allá. A partir de que no se encuentra más empiricamente aquí abajo, el más allá es comprendido o experimentado de entonces en más, en primera instancia y habitualmente, como más allá: como más allá del mundo donde vivimos.” El mundo del más allá, el transmundo, se retira más allá del mundo en el seno del cual
vivimos, más precisamente, más allá del mundo de la humanidad, más allá del único mundo del que los hombres pueden tener experiencia. A partir del momento en que deja de ser experimentado como un mundo que se refleja en nuestro mundo, el más allá deja de ser experimentado como un transmundo. El “mundo-verdad” como “transmundo” se convierte, según la expresión de Nietzsche, en una “fábula”: el más allá deja de ser aprehendido como un transmundo, como otro mundo, y pasa .a ser sólo un más allá del mundo y, al mismo tiempo, nuestro mundo, el mundo de la humanidad, deja de ser percibido como un aquí abajo, puesto que ya no existe más que un solo mundo. ¿Es necesario concluir que el más allá comienza a borrarse de la experiencia humana a partir del momento en que las jerarquías se desnaturalizan? La desdivinízación del mundo no implica en absoluto la desaparición de la experiencia del más allá, ni la disipación del sentimiento religioso, sino que implica ciertamente una profunda transformación de las creencias religiosas. Difunde entre los fieles la idea de que el más allá se encuentra más allá del mundo, que, para hablar con propiedad, lo invisible es invisible y que, en consecuencia, Dios escapa por principio a cualquier conocimiento humano. De la misma manera en que la recusación del argumento de la autoridad, que parecía tan peligrosa en el siglo XVI, que todavía parecía subversiva cuando fue erigida a la categoría de principio por Descartes, penetra en las costumbres en el transcurso del siglo XVIII asimismo la idea de que no se puede conocer a Dios, que todavía parecía surgir del ateísmo cuando es expresada por Kant y Fichte, se introduce en el corazón de la opinión común y se convierte en un_a idea incorporada desde comienzos del siglo XIX. Hegel lo deplora abiertamente, pero lo comprueba con lucidez: “la doctrina que afirma que no podemos saber nada de Dios, que no podemos conocerlo, se ha convertido en nuestro tiempo en una verdad reconocida, en algo sobreentendido, en una especie de prejuicio”.“ Debido a que el más allá se experimenta como un más allá, la presencia de lo divino, como una presencia invisible o como una ausencia sensible, se vuelve evidente a la vista del creyente que nada de lo que es divino puede ser humanamente conocido y que el culto idólatra de los ángeles y de los santos surge más de la superstición que de la verdadera religión. Tal vez la experiencia moderna del mundo, instaurada por las relaciones de igualdad que los hombres comenzaron a establecer unos con otros, abrió una vía hacia una experiencia del más allá como más allá (como más allá del mundo), y a partir de entonces hacia una relación con el más allá que estuviera liberada de la fascinación con respecto a lo sagrado, despojada de las mediaciones sensibles destinadas a subyugar. Tal vez la religión pura, auténtica, lejos de estar al comienzo, lejos de desplegarse de la manera más cumplida en el seno del mundo arcaico, sólo nació bajo una forma explícita a comienzos de la época moderna, cuando la experiencia del más allá como un más al.lá incitó a pensar a Dios sin concebirlo a partir del mundo. En la medida en que el principio de heteronomía lleva a la idea de un Déspota celeste que reina tanto en la tierra como en los cielos, a la idea de un Dios que concede su protección a quienes lo sirven, dejándose poseer, a la idea de un Dios del que emana toda autoridad legitima, a la idea de un Dios colérico y vengativo, ¿cómo no iba a arrastrar al fanatismo y a la superstición? Tal como lo destacaba Kant, el principio de heteronomía, entendido como exigencia de obediencia servil, talvez no sea tanto el principio fundador de la religión,
sino el principio de su corrupciónf Cuando el mundo comienza a desdivinizarse, a despoj arse de toda presencia sobrenatural, el orden jerárquico y comunitario se desnaturalizan y, por eso mismo, la tradición comienza a aparecer como una simple tradición, las costumbres, como simples costumbres, como modos habituales de vivir, que son contingentes o convencionales. A partir de entonces, el orden natural y el orden de la vida en conjunto se escinden en dos órdenes radicalmente distintos y profundamente heterogéneos. Por una parte, un orden, el orden de la vida en conjunto, que surge a la existencia bajo el efecto de la acción humana, que no se cumple por sí mismo, que se mantiene mediante una actividad constante de sus miembros, en suma, que depende fundamentalmente de los hombres que lo componen, de sus acciones, decisiones, iniciativas, acuerdos. Por otra parte, un orden, el orden natural, que, en oposición al orden de la vida en conjunto (pero al igual que el orden natural tal como se imponía antes de que el orden jerárq_uico y comunitario se disociara) continúa manteniéndose inconmovible, realizándose por sí mismo, siendo lo que debe ser independientemente de lo que decidamos o" queramos. A partir del momento en que el orden natural se encuentra radicalmente disociado del orden de la vida en conjunto, la naturaleza aparece de entonces en más como objetiva, exterior. Deja de ser experimentada como algo englobante. La idea de conocerla sistemáticamente y de dominarla mediante la técnica puede cobrar sentido. A partir del momento en que el orden jerárquico y comunitario se disocia del orden natural, el orden que surge como natural deja de aparecer como normativo, pues era normativo en la medida en que el orden natural del mundo englobaba un orden jerárquico y comunitario. A partir del momento en que la naturaleza se circunscribe a un domino objetivo, exterior a las maneras humanas de vivir, deja de decirles alos hombres lo que son esencialmente o lo que deben ser. Se vuelve extrañamente silenciosa. Contrariamente a la naturaleza experimentada como naturaleza en el seno de una sociedad basada en el principio jerárquico, la naturaleza que los hombres empiezan a experimentar cuando comienzan a tratarse como iguales pierde progresivamente su dimensión normativa y, en consecuencia, las normas reconocidas como normas se despojan poco a poco de toda dimensión natural. LA EXPERIENCIA DEMOCRÁTICA DE LO HUMANO Cuando las jerarquías se desnaturalizan, cuando las autoridades se desacralizan, cuando los lazos comunitarios se afloj an, se instaura una nueva experiencia del mundo, en la medida en que los hombres experimentan una disociación con-el mundo y el más allá, con la naturaleza y la norma y, en el seno mismo del mundo, se produce una disociación entre el orden natural y el orden de la vida en conjunto. Ahora bien, esa nueva experiencia del mundo, que es indisociablemente una nueva experiencia de la naturaleza, del más allá, del tiempo, del poder, está vinculada con una experiencia nueva de nuestra humanidad, ide sí mismo, del otro. Cuando el orden jerárquico y comunitario se desnaturaliza, cuando el orden del mundo se desdiviniza, las pertenencias de nacimiento que conferían un rango, que implicaban privilegios y obligaciones, que ímponían modos de vida particulares, dejan de aparecer como esenciales o como normativas: ya no indican lo que somos esencialmente ni lo que debemos ser naturalmente. Las pertenencias se imponen todavía como naturales, como pertenencias de nacimiento, tal como la pertenencia a una raza, a un sexo, a una especie, pero ya no aparecen como esenciales (constitutivas de lo que somos esencialmente), ni como normativas (ya no dicen cómo debemos vivir). Las maneras habituales (las costumbres, los hábitos, la tradición) ya no aparecen como reveladoras de lo que somos, sino que aparecen como diversas maneras contingentes de existir y de coexistir, como diversas maneras particulares que dejan entrever un origen humano. La humanidad que existe en cada uno comienza a hacerse sentir como más original que cualquier pertenencia particular, como constitutiva de lo que somos esencialmente. Ya ninguna pertenencia aparece como esencial, como no sea la pertenencia a la humanidad, y sin embargo la humanidad universal que es experimentada como esencial no es sentida como natural. No se impone como si le estuviera dada a cada uno como una naturaleza: lo que cada uno es y debe ser esencialmente en tanto ser humano no se cumple ni se muestra a través de las maneras naturales de vivir. La humanidad que se encuentra en cada uno se desnaturaliza y, por eso mismo, se oculta. Nuestra humanidad universal y esencial se oculta y al mismo tiempo se impone a cada uno como normativa. A partir del momento en que la humanidad es sentida como más original que cualquier pertenencia particular, como la fuente de las
maneras humanas de vivir, comienza a imponerse la idea de una autonomía del hombre como tal y, por eso mismo, comienza a hacerse sentir ímperativamente la obligación de tratar al otro como ser humano, es decir, como a un ser autónomo. Mientras que las maneras habituales aparecen como simples costumbres, como surgidas de una tradición entre otras, la obligación de tratar a todo ser humano como a un ser humano, “nunca como a un simple medio, sino siempre como a un fin”, según la expresión de
Kant, por más inasible que sea, por más desprovistos que nos deje cuando debamos actuar concretamente, viene a imponerse inmediatamente (previo a todo cálculo, a todo razonamiento) como un principio que trasciende todos los usos, todas las convenciones, todas las leyes positivas. No surge de una costumbre o de una tradición, no proviene de una convención o de una ley positiva, proviene de más arriba que cualquier decisión humana, trasciende toda voluntad individual o colectiva y, sin embargo, se aparta de to-da revelación religiosa. La moral como moral pura surge en la medida en que se corta de todo fundamento religioso y, simultáneamente, trasciende las costumbres, los hábitos, las convenciones, las decisiones de los individuos o de las colectividades. La experiencia de una escisión entre el mundo y el más allá, correlativa de la experiencia de una escisión entre lo natural y lo normativo, implica la experiencia de una escisión, en el seno mismo de lo normativo, entre, por una parte, las normas contingentes, modeladas por las costumbres, los hábitos, las convenciones, las leyes positivas y, por otra, la Ley como imperativo que precede a cualquier consideración utilitaria, calculadora, que no se deduce de algún razonamiento teórico, que surge de la pura moral, que viene de una humanidad que trasciende a cada hombre, la obligación de respetar lo humano como un fin. La experiencia de la humanidad del hombre, que se instaura cuando los hombres comienzan a sentirse y a quererse iguales y autónomos, es una experiencia no religiosa del más allá: es la recepción de un imperativo que no emana de una tradición, ni de una convención ni de una decisión, ni de un poder. Decir que la ley moral como tal (la ley moral independiente de cualquier fuente religiosa y separada de las normas contingentes) se impone imperativamente (previo a cualquier cálculo, a cualquier razonamiento, a cualquier reflexión), significa que la acción moral emancipadalde cualquier sumisión religiosa o comunitaria supone una sensibilidad ética ala dignidad delo humano que existe en cada uno de nosotros. La reflexión moral (cómo actuar en tales o cuales circunstancias, en tal o cual situación determinada) supone el sentimiento moral, la convicción inmediata (no reflexiva) de que no sería lo que soy, lo que debo ser, si me dejara guiar por la búsquedaexclusiva de mis propios placeres. En un mundo dominado por el principio de una fuente divina de la Ley, por el principio de un fundamento religioso de las autoridades legítimas, la reflexión moral supone, por cierto, una sensibilidad ética. Cada uno está animado por la convicción de que no sería él mismo si no fuera fiel a las pertenencias que juzga como esenciales. Pero la sensibilidad ética instituida en régimen aristocrático no es en absoluto una sensibilidad ética con respecto a lo humano como tal. Cuando la idea de autonomía humana se hace sentir, la reflexión moral se arraiga en la sensibilidad a la humanidad que existe en cada uno en tanto ser autónomo, o en la sensibilidad a la dignidad humana ante la cual y por la cualel yo (el yo en tanto yo singular) se sabe inmediatamente responsable. La democratización de las costumbres se encuentra en el origen de una nueva sensibilidad ética, como lo demuestra el nacimiento moderno del sentimiento de piedad ante el ser humano como tal: cuando las costumbres se deniocratizan, no es sólo la visión de los sufrimientos de ciertos hombres lo que se siente insoportable, sino la visión del sufrimiento de no importa quién, así fuera un extraño, un condenado, un enemigo. Cuando las pertenencias que confieren un rango son sentidas como naturales (sobrenaturales y normativas), tienden a naturalizar las actitudes habituales, que a partir de entonces no aparecen como simples hábitos. Las maneras habituales parecen expresar pertenencias naturales como los modos manifiestan su común susta ncia. A partir de que las pertenencias consideradas como naturales se traducen a través de las maneras cotidianas, tienden a absorber la propia subjetividad. La experiencia de sí mismo que los miembros de una sociedad dominada por el principio jerárquico experimentan inicial y habitualmente es la experiencia de un yo englobado en pertenencias naturales y esenciales: las maneras de pensar, de querer y de sentir se experimentan como reveladoras de pertenencias naturales. Por el contrario, los hombres que se consideran iguales, que se sienten y se quieren autónomos e independientes, no experimentan la sensación de ser absorbidos en las pertenencias que los identifican: cada cual se siente irreductiblemente más acá de
lo que es. En suma, cada cual se siente -y al mismo tiempo se convierte en- sujeto. Por supuesto que sujeto no en el sentido de una conciencia que sería plenamente consciente de sí misma, ni sujeto en el sentido de una voluntad que sería la fuente soberana de lo que quiere. Tampoco sujeto en el sentido de una subjetividad que encontraría en sí la fuente de sus pensamientos y de sus juicios. Cada cual hace la experiencia de si como sujeto en la medida en que cada uno adquiere la sensación de sí mismo pensando, juzgando, actuando y sintiendo por sí mismo, y no solamente en función de tal o cual pertenencia particular, o según tal o cual inclinación. La impugnación colectiva de las jerarquías tradicionales, bajo cuyo efecto los hombres se igualaron, supone e implica una desnaturalización de las jerarquías; el cuestionamiento colectivo del criterio de autoridad, gracias al cual los hombres se volvieron autónomos, supone e implica una desacralización de las autoridades; la recusación de los lazos de dependencia personal, gracias a la cual los hombres se volvieron independientes unos de los otros, supone e implica un aflojamiento y una desnat uralización de los lazos comunitarios. Ahora bien, no se habría podido experimentar la desnaturalización de las jerarquías, la desacralización de las autoridades, el aflojamiento de los lazos comunitarios sin la instauración de una experiencia del otro como semejante. Fue preciso, por cierto, que los hombres se trataran como iguales, se consideraran como seres autónomos e independientes los unos de los otros para que pudieran reconocerse los unos a los otros, se descubrieran como semejantes los unos de los otros en tanto hombres. Pero el cuestionamiento de las jerarquías como jerarquías naturales, de la autoridad como argumento último, de las comunidades como englobadoras, ese cuestionamiento no habría podido difundirse a las costumbres, incitar a los hombres a volverse iguales, autónomos e independientes, si cada cual ya no hubiera experimentado tácitamente al otro como semejante en tanto hombre. Esa experiencia originaria y tácita de la similitud del otro, o la experiencia fenomenológica de la humanidad del otro, es, por cierto, tan antigua como la humanidad. Pero nunca pudo instaurarse, difundirse en las costumbres, aflorar abiertamente allí donde la jerarquía estructuraba las relaciones
humanas, allí donde la autoridad era sacralizada, allí donde la singularización era negada u ocultada por la exigencia oficial de una particularización, de un englobamiento de los individuos en las pertenencias que los identificaban. ¿En qué sentido la/experiencia fenomenológica del otro es la experiencia de una similitud? Los hombres se perciben unos a otros como semejantes cuando se consideran en tanto hombres. Se reconocen los unos en los otros en tanto hombres cuando hacen abstracción de cualquier pertenencia particular. Ese poner entre paréntesis cualquier pertenencia particular, ¿remite a aprehender al otro subsumiéndolo en un concepto universal determinado, el concepto de hombre? Los hombres que se descubren como semejantes los unos a los otros en tanto hombres, ¿se perciben como semejantes en tanto hombres de la misma manera que perciben a los perros como semejantes los unos de los otros en tanto perros? Tal como lo evidenció Kant, la percepción empírica de una cosa no sólo es sensible porque supone el concepto empírico bajo el cual la cosa se halla subsumida, es decir, mediante una intervención del entendimiento, y no se trata simplemente del hecho de una colaboración de la sensibilidad y el entendimiento, pues supone el ejercicio de la facultad de juzgar,,es decir, de la imaginación. Puedo percibir a ese perro como un perro, ver a no ìmportaqué perro como semejante al perro (como miembro de la especie canina) en la medida en que puedo trazar la ñgura de ese cuadrúpedo esbozando el esquema que lo asemeja a todos los demás perros. Lo que supone -precisaba Kant- que la imaginación no se limita al dato empírico: “El concepto de perro significa una regla se gún la cual mi imaginación puede trazar en su dimensión de generalidad la figura de un cuadrúpedo, sin estar limitada a algunas figuras particulares que me ofrece la experiencia o también a alguna imagen posible que pueda presentar i n concreto”. Y agregaba Kant: “Ese esquematismo de nuestro entendimiento relativo a los fenómenos y a su simple forma es un
arte oculto, del que difícilmente consigamos arrancar sus verdaderos mecanismos (Handgriffe) a la naturaleza para ponerlos al descubierto ante nuestra mir ada”, El reconocimiento empírico, la capacidad de imaginar sin que la imaginación se limite a un dato empírico, el don de ver al perro semejante al perro es un “arte oculto”, un don “natural”, un procedimiento cuyo desarrollo completo siempre escapará a la reflexión, pero el don de ver al hombre semejante al hombre - escribía Lévinas “tal vez sea sobrenatural” La percepción fenomenológica del otro como semejante 'en tanto hombre p arece “sobrenatural”, pues es no sólo la percepción sensible de un universal, como cualquier percepción de una cosa, sino que además
no supone ningún concepto determinado. Como si nuestros sentidos, en su capacidad de acoger inmediatamente, pudieran recibir un sentido, un significado universal, sin referirse a un concepto
previamente conocido. Este don inherente a todo ser humano se halla dificultado en su ejercicio a partir del hecho de que los
hombres se dejan englobar por las pertenencias que los identifican. Decir que la percepción fenomenológica del otro como semejante no supone ningún concepto determinado, significa decir que la percepción fenomenológica de la similitud del otro no surge de la lógica. Por cierto, decimos que es “en tanto hombre” que el otro es percibido como un semejante. Pero
esta es una manera de hablar. Pues el otro no es enfocado en tanto hombre en el sentido en que enfoco a ese animal en tanto perro cuando veo un perro. Porque la humanidad percibida en el otro no surge del concepto, no depende de ningún enfoque previo. La percepción fenomenológica del semejante no consiste en ver en un ser humano los rasgos empíricos que lo emparientan con todos los demás hombres. No reconoce en él al ejemplar de un modelo ni al miembro de una especie ni al elemento de un género. No le reconoce ninguna pertenencia. En verdad, no reconoce nada: no descubre lo que ya conocía, no surge del conocimiento, no - es “lógica”. Es universal precisamente en la medida en que no supone ningún saber, ninguna concepción de la humanidad, del hombre. Más acá de todo saber, surge de la sensibilidad y, sin embargo, no es simplemente empírica, pues está abierta a la universalidad. En el encuentro con el otro, la humanidad del otro es percibida previamente a cualquier razonamiento, a cualquier comparación, a cualquier analogía y, sin embargo, es más universal que cualquier concepto empírico. Es más universal que el concepto biológico de hombre, que remite sin embargo atodos los miembros de la especie humana independìentemente de su civilización, de su raza, de su religión, de su lengua, pues la especie humana es, por cierto, universal en relación con todos los tipos de hombres, pero es particular en relación con el género animal. Lo humano es un universal más universal que cualquier concepto empírico, pues no designa en absoluto una manera particular que pueda integrarse en un género. Existir humanamente no es una manera particular de ser un animal, sino más bien una manera de romper con la propia animalidad. La animalidad del hombre designa, por cierto, una manera particular de ser un animal, y ser un animal designa ciertamente una manera particular de ser un ser vivo, pero la humanidad del hombre no remite a una manera particular de ser un animal, ni a una manera particular de ser un ser vivo, sino más bien a una manera de existir que no se deja absorber por los ciclos repetitivos de la vida. Existir humanamente no es una manera particular de ser un animal, ni una manera particular de ser un ser vivo, ni una manera particular de ser. En ese sentido, la humanidad del hombre es un universal último. La percepción de lo humano es la percepción sensible de un universal último. ¿Significa esto decir que la humanidad del hombre es un universal abstracto? ¿Que el hombre sólo es realmente humano particularizándose? ¿Que un hombre que no es nada más que un hombre ya no sería un hombre? ¿Que no se puede encontrar un hombre que no sea más que un hombre, de la misma manera, para retomar la comparación de Hegel,“ que no se podría ver un fruto, abstracción hecha de toda particu larización, un fruto que no sea más que un fruto en general? A partir del hecho mismo de que la percepción del otro como semejante no es, para hablar con propie dad, un reconocimiento, que no está guiada por un concepto que determine “en tanto que qué” el otro sería percibido, que no percibe al ot ro “en tanto que” esto o aqu ello, la percepción es el acogimiento de una radical alteridad. La percepción habitual de las cosas empíricas ignora la alteridad radical en la misma medida en que es siempre una clasificación, un ordenamiento, un reconocimiento. Las cosas que son reconocidas nunca son extrañas o radicalmente exteriores, pues nunca se ofrecen sin antes ya estar vestidas por un significado. Por cierto, puedo percibir una flor que no conozco, que nunca había visto, cuyo nombre ignoro, pero a partir de que veo en ella una flor, la misma es reconocida en tanto flor. Desde que un objeto desconocido es percibido, es reconocido, por ejemplo, como un fenómeno natural 0 como un objeto de consumo o como un objeto fabricado. Por el contrario, el otro percibido en su humanidad no se deja subsumir bajo un concepto determinado: no es reconocido. Se muestra como radicalmente otro pues aparece como humano en la medida en que no es reconocido, es decir, en la medida en que no se presenta como ya englobado, identificado, particularizado, clasificado, en suma, en la medida en que todas sus pertenencias han sido puestas entre paréntesis. En la experiencia fenomenológica del otro como semejante, el otro no es otro que yo, en el sentido en que el perro es otro que el gato en el género de los
mamíferos o, para decirlo como Lévinas, no es otro en el seno de lo mismo. La experiencia del semejante que se instaura cuando los hombres se tratan como iguales es la experiencia de una alteridad que es radical en la medida en que, al igual que la experiencia de lo bello, no es “lógica”, no pertenece al orden del conocimiento. Ahora bien, lejos de hacer desaparecer al otro en el vacío de una abstracción', la puesta fuera de circuito de toda particularidad, la puesta entre paréntesis de cualquier identidad de pertenencia, la suspensión de cualquier concepto determinado, es el hecho de una percepción que no es de golpe una generalización, una clasificación, un englobamiento y, por eso mismo, de unapercepción atenta a la singularización del otro. La percepción del otro en su humanidad, es una aprehensión sensible de un universal último y, sin embargo, está captada por lo singular. No visualiza al otro “en tanto qtie” esto o aquello, pues no
aprehende lo que es (una tal aprehensión sería de entrada una generalización que ocultaria su singularidad), sino que se deja impresionar por quién es. La percepción del otro en su singularidad es la aprehensión de un semejante (el otro es percibido en su humanidad) y el recibimiento del otro como radicalmente otro (diferente a cualquier objeto conocido). Los individuos se descubren semejantes los unos a los otros (experimentan su radical alteridad) en la misma medida en que se relacionan unos con otros singularizándose. ¿La singularización (el surgimiento de la similitud del otro en tanto que otro) llevaría necesariamente hacia una “atomización”? Es cierto que la singularización caracteriza a toda vida humana. Existir humanamente es singularizarse, pues la existencia humana nunca puede limitarse a seguir un proceso previsible, a avanzar por vias predeterminadas, a ajustarse a un modelo prefabricado, a aplicar principios preestablecidos. Existir humanamente consiste en actuar y hablar, es decir, inscribirse en un tejido de relaciones ínteríndividuales, abrir caminos nuevos e imprevisibles, dejar tras de si una historia única. El principio jerárquico tiende a deshumanizar en la medida en que incita a cada uno a ajustarse a lo que debe ser en razón de sus pertenencias de nacimiento, inculca en cada uno los prejuicios que lo llevan a experimentar su vida como un destino. No obstante, nadie duda de que los antiguos existían humanainente; se singularizaban actuando y hablando. Se percibían en primera instancia y habitualmente como jerarquizados por jerarquías naturales, pero, en la misma medida en que, en tanto seres humanos, se singularizaban actuando y hablando, podían percíbirse, por cierto que tácitamente, como semejantes, tratarse, por cierto que en secreto, como iguales, experimentar, por cierto que implícitamente, su humanidad. Pues, fueran cuales fuesen las desigualdades establecidas, la igualdad se instaura en la acción y la palabra, con tal de que la acción sea acción, iniciativa nueva, y no un comportamiento previsible o predeterminado, y que la palabra sea palabra, que se inscriba enuna discusión libre, en un diálogo, y no en una simple comunicación (trans misión de informaciones). “Incluso cuando se le habla a un esclavo escribía Lévinas- se le habla a un igual”. Se le habla a un igual cuando se habla a un esclavo en la medida en que se le habla como a un interl ocutor que “cuenta como interlocutor antes aun de conocerlo”. No obstante, la experiencia fenomenológica del otro, del otro como humano en su singularización, permanece oculta en el seno de las sociedades premodernas en la medida en que sus miembros, en primera instancia y habitualmente, se perciben “en tanto que” esto o aquello, aun antes de escucharse, se clasifican y se
ordenan aun antes de mirarse, se conocen aun antes de dirigirse la palabra. En la medida en que el sentido de lo humano sigue siendo un enigma en toda sociedad humana, toda sociedad humana tiene derecho a la singularización. Sin embargo, solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de igualdad de los hombres, los individuos pueden ser explícitamente llamados a emanciparse de las autoridades establecidas. Solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de autonomía los individuos pueden entender la Ley moral no como un mandamiento positivo que dicta las conductas, sino como una exigencia puramente formal, como una prohibición de actuar libremente. Solamente en el seno de las sociedades basadas en el principio de independencia individual los individuos pueden ser incitados abiertamente a decidir acerca de su propia vida, a tomar iniciativas, en suma, a singularizarse mediante la acción y la palabra. Sin embargo, los principios de igualdad, de autonomía y de independencia individual también pueden estar en el basamento de una profunda desingularización de los individuos.
El principio de autonomía enuncia la exigencia formal de pensar y actuar libremente. Pensar y actuar libremente signiñca pensar y actuar por sí mismo. Sin embargo, la exigencia de pensar y actuar por si mismo supone la experiencia de una escisión entre un yo empírico, inclinado a dejarse guiar, a pensar y a actuar sin ser el sujeto de sus pensamientos ni de sus acciones, y otro yo, un yo que no se reconoce en el yo empírico precisamente en la medida en que no se reconoce como poder de pensar y de actuar por sí mismo, como sujeto libre y singular. Cuando los individuos son incitados a pensar y a actuar según sus pertenencias, no piensan ni actúan por sí mismos. Pero tampoco piensan ni actúan por sí mismos, como sujetos libres y singulares, cuando se dejan guiar por su libre arbitrio, obstinándose en no buscar sino en sí mismos la fuente de sus juicios y acciones. O cuando se dejan llevar según la voluntad de sus inclinaciones, o persiguen intereses individuales o colectivos. Desde el punto de vista del yo empírico, del yo interesado, el principio de autonomía es necesariamente experimentado como un principio de heteronomía. Tal como lo destacó Kant, el principio de autonomía expresa una exigencia de libertad que no puede hacerse entender por el yo empírico sino como un “debes” que viene desde más arriba que él. Y la prohibición de pensar y actuar libremente es
estrictamente formal: no ordena nada que no sea encontrar o inventar un camino, una manera que permita al yo no empírico poder reconocerse como libre, como yo singular, en su pensamiento o en su acción. Sin embargo, en el seno de la vida cotidiana y social, el principio de autonomía puede difundir la ilusión de que la exigencia de libertad que expresa se dirige a cada yo empírico. Ahora bien, desde que reniegan de su autonomía en nombre de sus arbitrarias visualizaciones, los individuos renuncian a la facultad de pensar y actuar por sí mismos. Cuando la autonomía del hombre se confunde con lo arbitrario del individuo o lo arbitrario de las comunidades, la política no puede ya imponerse como una inquietud de hacer lugar a la singularización, a lo humano, a la autonomía, sino que queda reducida a un medio para hacer compatibles, exigencias o intereses igualmente legítimos por igualmente arbitrarios, que emanan de los individuos o grupos sociales. Y los derechos del hombre ya no apuntan hacia una trascendencia de lo humano en el hombre, hacia un más allá de lo arbitrario; ya no son comprendidos como leyes que postulan una limitación de lo arbitrario de los individuos, de las colectividades, de los poderes, sino, por el contrario, como derechos de los que son titulares los individuos o los grupos y que no pueden estar limitados sino por otros derechos de los que son titulares asimismo los individuos y los grupos. El principio de igualdad enuncia que ninguna jerarquía es natural. Cuando rige en las costumbres, destruye en cada individuo el gusto en confiar en una autoridad y de creerle bajo palabra. Cada cual es incitado a pensar, hacer y actuar por sí mismo. Pero al mismo tiempo también es posible suscitar en cada uno la ilusión de poder pensar, crear, actuar no sólo por sí mismo, sino también a partir de sí mismo. Cuando ceden a esa ilusión, los hombres son “incesantemente remitidos ha cia su propia razón como la fuente más visible y más cercana de la verdad ”. Ahora bien, no existe pensamiento libre, creación artística, acción común y reflexiva sino en el marco de un mundo que desborda a los individuos y a las comunidades. El pensamiento crítico, la realización de una obra creativa, la acción autónoma, se inscriben en un procedimiento imprevisible e inmanejable. El individuo que cree poder encontrar en sí mismo la fuente de sus pensamientos, de sus juicios, de su acción, sólo podrá tener la ilusión de pensar, de juzgar, de actuar a partir de sí mismo, dejándose guiar sin saberlo por autoridades invisibles: la opinión común, la del mayor número, la Voluntad del pueblo. En vez de incitar a los individuos a particularizarse ajustándose a un modelo personalizado, la democracia los empuja a particularizase sometiéndolos a autoridades anónimas. Cada cual es llevado a pensar y a actuar no como tales otros, no como aquellos que son semejantes en razón de comunes pertenencias particulares, o como quienes son modelos en razón de su superioridad jerárquica, sino como quienes son semejantes en tanto hombres, es decir, como los otros en general, como nadie en particular. Cada ,cual se siente inclinado a pensar, hacer y actuar como se lfliensa, como se hace, como se actúa. No es la humanidad en general la que, en la cotidianeidad, se halla amenazada con perderse al dejarse guiar por lo que Heidegger llamaba el “Se”, sino la humanidad moderna.
El principio de independencia reconoce a cada uno el poder de decidir su propia vida. De esta manera, puede hacer nacer la ilusión de que nadie debe nada a nadie, a menos que lo deba por contrato o en razón de una ley positiva. El individuo aparece a partir de entonces como primero en relación con cualquier
asociación, como una mónada originalmente egoísta, que tiene obligaciones ante sus semejantes en razón de un interés que debe ser previamente calculado. La exigencia moderna de una singularización de los individuos, que es, sin embargo, la exigencia de hacer derecho a lo humano en todo ser humano, abriga permanentemente el peligro de una desingularización. La desparticularización que se encuentra en el origen de la democracia, que puede ser el comienzo de una singularización, puede estar en la fuente del advenimiento de los individuos como individuos arbitrarios, conformistas y atomizados. ¿Cómo los individuos singulares aparecen cuando su desparticularización los singulariza y, por eso mismo, los abre a su humanidad universal? Tal vez el examen de obras que, a comienzos de la época moderna, tratan de traducir una experiencia nueva del mundo y de nuestra humanidad pueda apuntalar la idea de que lo humano puede revelarse en la singularización. Después de todo, lo humano puede cobrar sentido, significar en su unicidad, y esa posibilidad -según decía Lévinas- “puede provenir de la desnudez de un brazo esculpido por Rodin”.