ESTUDIOS DE TELEVISIÓN Colección dirigida por Lorenzo Vilches
Después de medio siglo de debate, polémica y controversia en torno a las consecuencias sociales, políticas, económicas y culturales de la televisión, los lectores van a disponer por fin de una biblioteca plural de televisión en lengua castellana. La televisión se transforma y se prepara para compartir un siglo de promesas en el campo de la comunicación y la cultura a través de nuevas y sofisticadas tecnologias. La colección Estudios de Televisión ofrece un espacio de debate y reflexión sobre este mundo a los investigadores sociales, profesionales del medio y a todos aquellos que de una forma u otra participamos en la inmensa red que es la comunicación actual. Otros títulos de la colección ENRIQUE BUSTAMANTE LA TELEVISIÓN ECONÓMICA
Financiación, estrategias y mercados J. MARTÍN-BARBERO Y GERMÁN REY LOS EJERCICIOS DEL VER
Hegemonía audiovisual y ficción televisiva MILLY BUONANNO EL DRAMA TELEVISIVO
Identidad y contenidos sociales ROSA ÁLVAREZ BERCIANO LA COMEDIA ENLATADA De Lucil/e Ba/1 a los Simpson PEDRO L. CANO DE ARISTÓTELES A WOODY ALLEN
Poética para cine y televisión
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J. Martín-Barbero y G. Rey
Los ejercicios del ver Hegemonia audiovisual y ficción televisiva
Índice
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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I. Experiencia audiovisual y des-orden cultural l. El «mal de ojo» de los intelectuales . . . . . . . . . . . . . . 2. Del malestar al des-orden cultural . . . . . . . . . . . . . . . 3. La modernidad de la televisión en América Latina . . . 4. Oralidad cultural e imaginería popular . . . . . . . . . . . . 5. Diseminación del saber y nuevos modos de ver/leer
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Primera edición: octubre de 1999 ©by J. Martín Barbero © byG. Rey ©by Editorial Gedisa Muntaner, 460, entr. 1•. 08006 Barcelona Tel. 93 201 60 OO. Fax 93 414 23 63 correo-e:
[email protected] http://www.gedisa.com
Diseño de la colección Sebastián Puiggrós ISBN: 84-7432-753-9
Depósito legal: B. 40.299-1999 Impreso por Romany
_Impreso en España Printed in Spain
II. Imágenes y política l. El estallido del espacio televisivo . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Los medios como actores sociales: cambios en su identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Figuras de la democracia, metáforas de lo público . . . . 4. Visibilidad, guerra y corrupción: la información como relato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. Narrativas de la ficción televisiva l. Matrices culturales y formaros industriales . . . . . . . . . 2. Los avatares latinoamericanos de la ficción televisiva . . 3. Del teleteatro a la telenovela: géneros televisivos y modernidad cultural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Televisión y literatura: de la transcripción a la invención . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. El país como experimento audiovisual ............ 6. Las narraciones televisivas en los años noventa ......
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Notas ......................................... 145 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 3
Introducción
Los cuerpos se mueven todos al mismo vaivén, los rostros llevan todos la misma máscara y las voces producen el mismo grito. Al ver en rodas las caras la imagen del deseo y al oír de rodas las bocas la prueba de su certeza, cada uno se siente unido, sin resistencia posible, a la convicción común. la creencia se impone porque la sociedad gesticula, y ésta gesticula debido a · la creencia. Maree/ Mauss
La palabra se torna, cada vez más, en leyenda de la imagen. Regresamos a una disposición de los «espacios de sentido» en que los elementos imagéricos ocupan una porción creciente en todo. Pero lo que sucede ahora es algo nuevo: una violencia deliberada toca los lazos primarios de la identidad y de la cohesión social producidos por una lengua común.
George Steiner
Desde el principio la imagen fue a la vez medio de expresión, de comunicación y también de adivinación e iniciación, de encantamiento y curación. «Más orgánica que el lenguaje, la imaginería procede de otro elemento cósmico cuya misma alteridad es fascinante.»1 De ahí su condena platónica al mundo del engaño, su reclusión/confinamiento en el campo del arte, y su asimilación a instrumento de manipuladora persuasión religiosa, ideológica, de sucedáneo, simulacro o maleficio. Incluso su sentido estético está con frecuencia impregnado de residuos mágicos o amenazado de
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travestismos del poder político o mercantil. Es frente a toda esa larga y pesada carga de sospechas y descalificaciones que se abre paso una mirada nueva que, de un lado, des-cubre la envergadura actual de las hibridaciones entre visualidad y tecnicidad y, de otro, rescata las imaginerías como lugar de una estratégica batalla cultural. Confundido, por unos, con las identificaciones primarias y las proyecciones irracionales y, por otros, con las manipulaciones consumistas o el simulacro político, el actual régimen de la visualidad se halla aún socialmente dicotomizado entre el universo de lo sublime y el del espectáculo/divertimento. 2 Pero en los últimos años, la iconografía, la semiótica y el psicoanálisis han ido reubicando la imagen en la complejidad de sus oficios y lenguajes. Pues en la experiencia social que ella introduce emerge la relación constitutiva de las mediaciones tecnológicas con los cambios en la discursividad, sus nuevas competencias de lenguaje: desde los trazos magicogeométricos del homo pictor al sensorium laico que «revela» el grabado o la fotografía, y los relatos inaugurados por el cine y el vídeo. 3 Lo sacado a flote en ese recorrido no son sólo las complejidades de lenguajes y escrituras de la imagen, las imaginerías y los imaginarios, sino también su desgaste, el vaciado de sentido que sufre la imagen sometida a la lógica de la mercancía: la insignificancia corroyendo el campo mismo de las imágenes del arte al mismo tiempo que se produce una estetización banalizada de la vida toda, la proliferación de imágenes en las que, como ha dicho Baudrillard, «no hay nada que ver». Importa igualmente el ocultamiento de lo real producido por el discurso audiovisual de la información, en el que la sustitución de la cifra simbólica, anudadora del pasado y el presente, por la fragmentación que exige el espectáculo, transforma el deseo de saber en mera pulsión de ver. Por su parte el primado del objeto sobre el sujeto hace de la imagen, protagonista del discurso publicitario, una estrategia de seducción y obscenidad, de puesta en escena de una liberación perversa del deseo cuyo otro no es más que el simulacro fetichista de un sujeto devenido él mismo objeto. De lo que trata este libro es de los avatares culturales, políticos y narrativos del audiovisual, y especialmente de la televisión. Primer movimiento: la hegemonía audiovisual -entre otros procesos
Introducción
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fin de siglo- está des-ubicando el oficio, y la autoridad, de los intelectuales e introduciendo en el mundo de la cultura occidental un agrio sabor a decadencia inatajable, producida por el des-orden que padecen las autorías y las jerarquías. En América Latina la hegemo-nía audiovisual des-cubre, pone al descubierto, las contradicciones de una modernidad otra, esa a la que acceden y de la que se apropian las mayorías sin dejar su cultura oral, mestizándola con las imaginerías de la visualidad electrónica. Segundo movimiento: más que una enfermedad de la política, la massmediación televisiva señala en la dirección de la crisis de la representación y las transformaciones que atraviesa la identidad de los medios. Y ello por el estallido que vive el espacio audiovisual en sus oficios y alianzas, en sus estructuras de propiedad y gestión y en las reconfiguraciones del discurso televisivo. Pero especialmente por el adensamiento de las mediaciones de la sensibilidad y la rearralidad de la política, a la vez espacio de simulación y de reconocimiento social, del hacerse socialmente visible tanto la corrupción como su fiscalización y denuncia, tanto los dolorosos avatares de la guerra como las luchas por la paz. Tercer movimiento: el de las narraciones televisivas que encarnan la inextricable trabazón de las memorias y los imaginarios, la geografía sentimental, que del bolero y el tango reencarnó en la radionovela, el melodrama cinematográfico y finalmente en la telenovela. Con todo lo que ahí circula de experiencia del mercado en renovar el desgaste narrativo -juntando el contar cuentos con el saber hacer cuentas- pero también con la lucha de los pueblos sur por entrar a contar en las decisiones que los afectan, esto es por el derecho a contar sus historias, y des-cubrir/recrear en ellas -en los relatos que la hacen local y mundialmente reconocible- su identidad plural. De la secuencia de movimientos que aquí se despliegan no podemos salir sin reencontrarnos con el motivo (en jerga musical) que los sostiene y enlaza. Pues el des-ordenamiento cultural que atravesamos se debe en gran medida al entrelazamiento cada día más denso de los modos de simbolización y ritualización del lazo social con los modos de operar de los flujos audiovisuales y las redes comunicacionales. El estallido de las fronteras espaciales y temporales que
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ellos introducen en el campo cultural des-localizan los saberes deslegitimando las fronteras entre razón e imaginación, saber e infor- ~ mación, naturaleza y artificio, ciencia y arte, saber experto y experiencia profana. Lo que modifica tanto el estatuto epistemológico como institucional de las condiciones de saber y de las figuras de razón en su conexión con las nuevas formas del sentir y las nuevas figuras de la socialidad. Desplazamientos y conexiones que empezaron a hacerse política y culturalmente visibles en los movimientos del 68 desde París a Berkeley pasando por Ciudad de México. Entre lo que dicen los graffitis -«Hay que explorar sistemáticamente el azar»; «La ortografía es una mandarina», «la poesía está en la calle», «La inteligencia camina más pero el corazón va más lejos»- y lo que cantan los Beatles -necesidad de liberar los sentidos, de explorar el sentir, de hacer estallar el sentido-; entre la revuelta de los estudiantes y la confusión de los profesores, y en la revoltura-que esos años producen entre libros, sonidos e imágenes, emerge un des-orden cultural que cuestiona las invisibles formas del poder que se alojan en los modos del saber y del ver, al tiempo que alumbra unos saberes-mosaico, hechos de objetos móviles, nómadas, de fronteras difusas, de interrextualidades y bricolajes. Si ya no se escribe ni se lee como antes es porqUe tampoco se puede ver ni expresar como antes: «Es toda la axiología de los lugares y las funciones de las prácticas culturales de memoria, de saber, de. imaginario y creación la que hoy conoce una seria reconstitución».4 La visualidad electrónica ha entrado a formar parte constitutiva de la visibilidad cultural, esa que, según A. Renaud, es a la vez entorno tecnológico y nuevo imagihario capaz de hablar culturalmente: de abrir nuevos espacios y tiempos para una nueva era de lo semible.
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La verdad es que la imagen no es lo único que ha cambiado. Lo que ha cambiado, más exacramente, son las condiciones de circulación enrre lo imaginario individual (por ejemplo, los sueños), lo imaginario colectivo (por ejemplo, el mito) y la ficción (lireraria o artísrica). Tal vez sean las maneras de viajar, de mirar, de encontrarse las que han cambiado, lo cual confirma la hipóresis según la cual la relación global de los seres humanos con lo real se modifica por el efecto de representaciones asociadas con las tecnologías, con la globalización y con la aceleración de la hisroria. Marc Augi
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> de los intelectuales
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En los últimos años la crítica a la televisión se exacerba, desde todos los ángulos, los oficios y las disciplinas. Y no es que falten motivos para la crítica de una televisión que al pluralizarse permanece, sin embargo, demasiado parecida a sí misma. Pero lo que cansa y hasta irrita, porque -como la propia televisión- casi nunca se sale del circuito cerrado de lo obvio, es la exasperación de la queja. Una buena muestra de esa crítica que no pasa de queja, en su mezcolanza de indignación moral con asco estético, es la expuesta por 1 un joven, destacado y progresista escritor colombiano. En la televisión se produce y expresa, según él, la última abominación de nuestra civilización, ya que ella es por naturaleza inculta, frívola y hasta imbécil, tanto que «cuanto más vacuo sea un programa, más éxito tendrá». La causa de esa abominación es «su capacidad de absorbernos, casi de hipnotizarnos) evitándonos la pena, la dificultad de tener que pensar». De lo que se concluye: «Apagar) lo que se dice apagar la televisión, eso no lo van a hacer las mayorías jamás». Por lo que se infiere que lo que debe preocuparnos no es el daño que haga a las personas ignorantes (¡los analfabetos algo sacan!) sino el que le hace a la minoría culta, intelectual, estancándola) distrayéndola, robándole sus preciosas energías intelectuales. Si la cultura es menos el paisaje que vemos que la mirada con que lo vemos, uno empieza a sospechar que el alegato habla menos de la televisión que de la mirada radicalmente decepcionada del pensador sobre las pobres gentes de hoy, incapaces de calma, de silencio y soledad, y compulsivamente necesitadas de movimiento, de luz y de bulla, que es lo que nos proporciona la televisión. Sólo que ese nos, que incluye al autor entre esas pobres gentes, tiene mu-
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cho de ironía pero también no poco de tramposa retórica. Porque si la incultura constituye la quintaesencia de la televisión se explica el desinterés, y en el «mejor» caso el desprecio de los intelectuales por la televisión, pero también queda ahí al descubierto el pertinaz y soterrado carácter elitista que prolonga esa mirada: confundiendo iletrado con inculto, las élires ilustradas desde el siglo XVIII, al mismo tiempo que afirmaban al pueblo en la política lo negaban en la cultura, haciendo de la incultura el rasgo intrínseco que configuraba la identidad de los sectores populares, y el insulto con que tapaban su interesada incapacidad de aceptar que en esos sectores pudiera haber experiencias y matrices de otra cultura. 2 El segundo argumento, la fascinación que nos idiotiza, vuelve por el contrario bien pertinente el nos: «Todos quedamos embelesados con eiJa,. Sólo que aquí lo sospechoso es el todos. Dudo mucho que la fascinación sea «el modo de mirar de la generación que nació y se formó con la televisión», 3 que se divierte con videojuegos, que ve cine en la televisión, que baila frente a pantallas gigantes de vídeo, y que en ciertos sectores juega, hace las tareas en el computador y narra sus experiencias urbanas en imágenes de vídeo. Fascinación la que produjo el cine, su sala oscura, el asombro del movimiento y los primeros planos sobre las masas populares durante largos años, y la que sigue produciendo en nuestro modo de ver, el de la generación que hemos conservado la devoción por la magia del cine -esa que según Barthes hace del rostro de Greta Garbo «Una suerte de estado absoluto de la carne que no se puede alcanzar ni abandonar»- y que frustradamente proyectamos sobre la televisión. Además, ¿cómo reducir a fascinación la relación de las mayorías con la televisión en países en los que la esquizofrenia cultural y la ausencia de espacios de expresión política potencian desproporcionadamente la escena de los medios, y especialmente de la televisión, pues es en ella donde se produce el espectáculo del poder y el simulacro de la democracia, su densa trama de farsa y de rabia, y donde adquieren alguna visibilidad dimensiones claves del vivir y el sentir cotidiano de las gentes que no encuentran cabida ni en el discurso de la escuela ni en el que se autodenomina cultural?
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Ahondando en esa cuestión, llevo años preguntándome por qué los intelectuales y las ciencias sociales en América Latina siguen mayoritariamente padeciendo un pertinaz «mal de ojo» que les hace insensibles a los retos culturales que plantean los medios, insensibilidad que se intensifica hacia la televisión. No deja de ser revelador que sea sólo la prensa la que cuente con verdadera historia escrita, ya que ello no obedece únicamente al hecho de que ésta sea el medio más antiguo, sino a ser el medio en que se _reconocen culturalmente los que escriben historia. La televisión en cambio no sólo está ausente de la historia escrita -ni aun en los diez volúmenes de la Nueva historia de Colombia hubo un pequeño sitio para otros medios que no fueran la prensa y el cine- sino que es tenazmente mirada desde un discurso maniqueo, incapaz de superar una crítica intelectualmente rentable ... justamente porque lo único que propone es apagar el televisor. ¡Hasta los maestros de escuela niegan que ven televisión, creyendo así defender ante los alumnos su hoy menguada autoridad intelectual! Lo que resulta doblemente paradójico en un país tan dividido y desgarrado, tan incomunicado como Colombia, y en el que la televisión se ha convertido en un «lugar» neurálgico donde en alguna forma se da cita y encuentra el país, en escenario de perversos encuentros: mientras las mayorías ven allí condensadas sus frustraciones nacionales por la «tragedia» de su equipo en el mundial de fútbol de Estados Unidos, o su orgulloso reconocimiento por las figuras que, de las gentes de la región y la industria cafetera, dramatizó la telenovela Café, la culta minoría vuelca en ella su impotencia y su necesidad de exorcizar la pesadilla cotidiana, convirtiéndola en chivo expiatorio al que cargarle las cuentas de la violencia, del vacío moral y la degradación cultural. Pero entonces la televisión tiene bastante menos de instrumento de ocio y diversión que de escenario cotidiano de las más secretas perversiones de lo social, y también de la constitución de imaginarios colectivos desde los que las gentes se reconocen y representan lo que tienen derecho a esperar y desear. Lo hasta aquí expuesto son elementos en búsqueda de una crítica que <
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mada». 4 Lo que trasladado a nuestro terreno significa la necesidad de una crítica capaz de distinguir la indispensable denuncia de la complicidad de la televisión con las manipulaciones del poder y los más sórdidos intereses mercantiles -que secuestran las posibilidades democratizadoras de la información y las posibilidades de creatividad y de enriquecimiento cultural, reforzando prejuicios racistas y machistas y contagiándonos de la banalidad y mediocridad que presenta la inmensa mayoría de la programación- del lugar estratégico que la televisión ocupa en las dinámicas de la cultura cotidiana de las mayorías, en la transformación de las sensibilidades, en los modos de construir imaginarios e identidades. Pues nos encante o nos dé asco, la televisión constituye hoy a la vez el más sofisticado dispositivo de moldeamiento y deformación de la cotidianidad y los gustos de los sectores populares, y una de las mediaciones históricas más expresivas de matrices narrativas, gestuales y escenográficas del mundo cultural popular, entendiendo por éste no las tradiciones específicas de un pueblo sino la hibridación de ciertas formas de enunciación, ciertos saberes narrativos, ciertos géneros novelescos y dramáticos de las culturas de occidente y de las mestizas culturas de nuestros países. Lo que en la voz de uno de los intelectuales españoles más lúcidamente críticos significa dos cosas: que «hemos pasado muchos años, o siglos, defendiendo la idea de que un jornalero tiene el mismo derecho a elegir a su gobierno que un sabio nuclear (con otra moral quizá tiene más) para negarle ahora el derecho a escoger su programa de televisión» y que «el alejamiento de las élites del medio televisivo cierra el círculo y anima a los programadores a ser cada vez más burdos, creyendo así abarcar a más personas».5 Nuestra crítica del rencor de los intelectuales apunta a desmontar ese círculo, que conecta en un solo movimiento la «mala conciencia» de los intelectuales y la «buena conciencia» de los comerciantes de la cultura y a la incomprensión de las ciencias sociales hacia la televisión. Que el conflicto no es de meras interpretaciones lo demuestra la respuesta a esta pregunta, que constituye el fondo del debate aquí enunciado: ¿Qué políticas de televisión caben a partir de una propuesta que, en forma beligerante o vergonzante, lo único que propo-
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ne es apagarla? Pues lo que esa respuesta implica es que las luchas contra la avasallante lógica mercantil que devora ese medio acelerando la concentración y el monopolio, la defensa de una televisión pública que de manos de los Gobiernos la pase a las de las organizaciones de la sociedad civil, la lucha de las regiones, los municipios y las comunidades por construir las imágenes de su diversidad cultural, resultarían todas ellas por completo irrelevantes. Pues todas esas luchas no tocarían el fondo, la naturaleza perversa de un medio que nos idiotiza, nos evita pensar y nos roba la soledad. ¿Y qué política educativa cabe entonces? Ninguna, pues es la televisión en sí misma, y no algún tipo de programa, la que refleja y refuerza la incultura y estupidez de las mayorías. Con el argumento de que «para ver televisión no se necesita aprender», la escuela -que lo que enseña es a-leer- no tendría aquí nada que hacer. Ninguna posibilidad, ni necesidad, de formar una mirada crítica que distinga entre la información independiente y la sumisa al poder económico o político, entre programas que buscan conectar con las contradicciones, los dolores y las esperanzas de nuestros países y los que nos evaden y consuelan, entre baratas copias de lo que impera y trabajos que experimentan con los lenguajes, entre el esteticismo formalista que juega exhibicionistamente con las tecnologías y la investigación estética que incorpora el vídeo y el computador a la construcción de nuestras memorias y la imaginación de nuestros futuros.
2. Del malestar al des-orden cultural
La línea de cultura se ha quebrado, y también lo ha hecho con ella el orden temporal sucesivo. La simultaneidad y la mezcolanza han ganado la partida: los canales se intercambian, las manifestaciones cultas, las populares y las de masas dialogan y no lo hacen en régimen de sucesión, sino bajo la forma de un improvisado cruce que acaba por tornarlas inextricables. El anonimato no signi-
fica que la autoría sea comunitaria sino que la fuente se ha desperdigado y, a la postre, extraviado. V Sánchez Biosca
Los desconciertos y las pesadillas del fin de siglo radicalizan nuestro latinoamericano malestar en la modernidad, ese que no es pensable ni desde el inacabamiento del proyecto moderno que reflexiona Habermas -pues ahí la herencia ilustrada es restringida a lo que tiene de emancipadora dejando fuera sus complicidades con la ra· cionalidad de dominio que legitimó su expansión- ni desde el reconocimiento que de la periferia y de los márgenes hace un discurso posmoderno para el que toda diferencia se agota en la fragmentación. La profunda crisis tanto de los modelos de desarrollo como de los estilos de modernización está resquebrajando un orden, que al identificarse con la razón universal nos estaba impidiendo percibir la hondura del des-ordenamiento cultural que atraviesa la modernidad. Desde abí se hace perceptible la no contemporaneidad de lo simultáneo, esto es la existencia de destiempos en la modernidad que no son pura anacronía sino residuos no integrados de una economía y una cultura otras que, al trastornar el orden secuencial del pro-
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gresod, libera n.u~~trda relación cob~ el pasado, .con nuestro~ diferenrtes ,.: ; pasa os, perm1t1en anos recom mar memonas y reaprop1arnos e ea' G tivamente de una des-centrada modernidad. El des-ordenamiento cultural que vivimos remite en primer término al des-centramiento que atraviesa la modernidad. «Abstraer lamodernización de su contexto de origen no es sino el reconocimiento de que los procesos que la conforman han perdido su centro, para desplegarse por el mundo al ritmo de la formación de capitales, la internacionalización de los mercados, la difusión de los conocimientos y las tecnologías, la globalización de los medios masivos, la extensión de la enseñanza escolarizada, la vertiginosa circulación de las modas y la universalización de ciertos patrones de consumo.» 1 Una mínima puesta en historia de ese descentramiento nos revela su marca sobre el propio rostro de América Latina: esa «patria del pastiche y el bricolaje donde se dan cita todas las épocas y todas las estéticas ... Pues somos sociedades formadas en historias híbridas en las que necesitamos entender cómo se constituyeron las diferencias sociales, los dispositivos de inclusión y exclusión que distinguen lo culto de lo popular, y ambos de lo masivo. Peto también cómo y por qué esas categorías fracasan una y otra vez, o se realizan atípicamente en la apropiación atropellada de culturas diversas,: o en la combinación paródica de los plagios''y las taxonomías de Borges, en el sincretismo del tango, la samba y el sainete». 2 Inserta en la global, la experiencia cultural latinoamericana de este fin de siglo no puede ser pensada por fuera de las nuevas estructuras comunicativas de la sociedad, pues ellas configuran buena parte de sus apuestas y sus pesadillas. Nos referimos a la hegemonía de la razón comunicacional que, frente al consenso dialogal del que se nutre la «razón comunicativa» según Habermas, se halla cargada de la opacidad discursiva y la ambigüedad política que introduce la mediación tecnológica y mercantil, cuyos dispositivos -la fragmentación que disloca y descentra, el flujo que globaliza y comprime, la conexión que desmaterializa e hibrida--agencian el devenir mercado de la sociedad. En ese proceso el protagonismo de las tecnologías -antes llamadas medios- es cada día mayor. Y se debe especialmente a un doble movimiento: a su instalarse en no importa
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qué región o país como elemento exógeno a las herencias culturales y a las demandas locales, y su convertirse en conector universal en lo global, en dispositivo estructural de producción a escala planetaria. La fascinación tecnológica aliada al realismo de lo inevitable produce densas y desconcertantes paradojas: la convivencia de la opulencia comunicacional con el debilitamiento de lo público, la más grande disponibilidad de información con el palpable deterioro de la educación formal, la continua explosión de imágenes con el empobrecimiento de la experiencia, la multiplicación infinita de los signos en una sociedad que padece el más grande déficit simbólico. La convergencia entre sociedad de mercado y racionalidad tecnológica disocia la sociedad en «sociedades paralelas»: la de los conectados a la infinita oferta de bienes y saberes, la de los inforricos, y la de los excluidos cada vez más abiertamente tanto de los bienes más elementales como de la información exigida para poder decidir como ciudadanos. En América Latina esta experiencia tardomoderna se halla atravesada de un especial y profundo malestar. La desmitificación de las tradiciones y las costumbres desde las que, hasta hace bien poco, nuestras sociedades elaboraban sus «COntextos de confianza» 3 desmorona la ética y desdibuja el hábitat cultural. Ahí arraigan algunas de nuestras más secretas y enconadas violencias. Pues las gentes pueden con cierta facilidad asimilar los instrumentos tecnológicos y las imágenes de modernización pero sólo muy lenta y dolorosamente Pueden recomponer su sistema de valores, de normas éticas y virtudes cívicas. La incertidumbre que conlleva el cambio de época está en nuestra sensibilidad, pero a la crisis de los mapas ideológicos se agrega una fuerte erosión de los mapas cognitivos que nos deja sin categorías de interpretación capaces de captar el rumbo de las vertiginosas transformaciones que vivimos. Una segunda dinámica estructural del fin de siglo es la amalgama de secularización y desencanto. Ya a comienzos de siglo, M. Weber oteaba la hegemonía de la racionalidad introducida por la ciencia dejando sin piso, «desencantando» las dimensiones mágico-mistéricas de la existencia humana, privando a la realidad ~e sentido y convirtiendo la política en organización de la sociedad como «mundo
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administrado». Desde América Latina, N. Lechner ha examinado los rasgos que configuran el actual desencanto o «enfriamiento de la política» :4 el surgimiento de una nueva sensibilidad marcada por el abandono de las totalizaciones ideológicas y la desacralización de los principios políticos, acompañando la resignificación de la utopía en términos de negociación como forma de construcción colectiva del orden, con el consiguiente predominio de la dimensión contractual y la racionalidad instrumental. Lo que identifica cada día más la acción política con la comunicación publicitaria. El desencantamiento de la política transforma el espacio público en espacio publicitario, convirtiendo al partido en un aparato-medio especializado de comunicación, y al carisma en algo fabricable por la ingeniería mediática. Y al transformar al pueblo en público acentúa el carácter abstracto y desencarnado de la relación con las audiencias. A las que se dirige un discurso político televisado en búsqueda ya no de adhesiones sino de puntos en la estadística de los posibles votantes. Y sin embargo la secularización afecta también a la política en un muy otro sentido: el de la crisis de la representación que hace estallar ~ hasta hace poco unificada historia nacional por el reclamo que h>s movimientos étnicos, raciales, regionales, de género, hacen del derecho al reconocimiento de su diferencia, y por ende a su propia memoria, esto es a la construcción de sus narraciones y sus imágenes. Las relaciones del malestar cultural con la hegemonía audiovisual responden a movimientos y motivaciones de «orden general». Pues el des-orden en la cultura que introduce la experiencia audiovisual atenta hondamente contra el tipo de representación y de saber en que estuvo basada la autoridad. Primero fue el cine. Al conectar con el nuevo semorium de las masas, esto es con «las modificaciones en el aparato perceptivo que vive todo transeúnte en el tráfico de una gran urbe», el cine «con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar el mundo carcelario de nuestros bares, nuestras oficinas y viviendas, nuestras estaciones y fábricas, que parecían aprisionarnos sin esperanza. Y ahora emprendemos, entre sus dispersos escombros, viajes de aventuras». 5 El cine hacía parte del crecimiento del sentido para lo igual en el mundo que estaba triturando el aura de ese arte que era el eje de lo que las élites han tendido a considerar cul-
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tura. Entonces el mundo de los nuevos clérigos sufrió una herida pro- ~~ del sentimiento histórico que experimentamos en este fin de siglo, funda: el cine hacía visible la modernidad de unas experiencias cul- fjí al tiempo que crece como nunca antes la pasión por la memoria: «La narurales que no se regían por sus cánones ni eran gozables desde su ~~G ción de Renan ha muerto y no volverá. No volverá porque el relevo del mito nacional por la memoria supone una mutación profunda: gusto. Pero domesticada esa fuerza subversiva del cine por la inun pasado que ha perdido la coherencia organizativa de una historia dustria de Hollywood, que expandió su gramática narrativa y merse convierte por completo en un espacio patrimonial». Esto es, en cantil al mundo entero, Europa reintroducirá en los años sesenta un espacio más museográfico que histórico. Y una memoria naciouna nueva legitimidad cultural, la del «cine de autor», con la que nal edificada sobre la reivindicación patrimonial estalla, se divide, recupera el cine para el arte y lo distancia definitivamente del mese multiplica. Es la otra cara de la crisis de lo nacional, complemendio que por esos mismos años hacía su entrada en la escena muntaria del nuevo entramado que constituye lo global: cada región, cada dial: la televisión. localidad, cada grupo reclama el derecho a su memoria. Ahora el La televisión es el medio que más radicalmente va a desordenar cine, que fue durante la primera mitad del siglo xx el heredero de la idea y los límites del campo de la cultura: sus tajantes separaciola vocación nacional de la novela -el público no iba al cine a sones entre realidad y ficción, entre vanguardia y kitsch, entre españar, sino a aprender, a aprender a ser mexicanos, nos repite C. Moncio de ocio y de trabajo. Pues más que buscar su nicho en la idea sivais-, lo ven las mayorías en el televisor de su casa. Con lo que la ilustrada de cultura, la experiencia audiovisual la replantea de raíz: televisión misma se convierte en un reclamo fundamental de lascodesde los modos mismos de relación con la realidad, esto es desde munidades regionales y locales en su lucha por el derecho a la comlas transformaciones de nuestra percepción del espacio y del tiemtrucción de su propia imagen, que se confunde así con el derecho a su po. Del espacio, profundizando el desanclaje que produce la modermemona. nidad por relación al lugar, desterritorialización de los modos de La percepción del tiempo en que se inserta/instaura el sensorium presencia y relación, de las formas de percibir lo próximo y lo lejaaudiovisual está marcada por las experiencias de la simultaneidad, de no que hacen más cercano lo vivido «a distancia» que lo que cruza la instantánea y del flujo. La perturbación del sentimiento histórinuestro espacio físico cotidianamente. Y paradójicamente esa nueco se hace aún más evidente en una contemporaneidad que confunde va espacialidad no emerge del recorrido viajero que me saca de mi los tiempos y los aplasra sobre la simultaneidad de lo actual, sobre el pequeño mundo sino de su revés, de la experiencia doméstica conver«culto al presente» que alimentan en su conjunto los medios de cotida por la televisión y el computador en ese territorio virtual al municación, y en especial la televisión. Pues una tarea clave de los que, como expresivamente dice Virilio, «todo llega sin que haya que medios hoy es fabricar presente: un presente concebido bajo la forma partir». de «golpes» sucesivos sin relación entre ellos. Un presente autista, Desanclada del espacio local-nacional, la culrura pierde su lazo orque cree poder bastarse a sí mismo. Esa particular contemporaneigánico con el territorio y la lengua, que eran las bases de su tejido prodad que producen los medios remite, por un lado, al debilitamiento pio. Como nos lo ha recordado B. Anderson, la novela y el periódico del pasado, a su reencuentro -ya sea en el discurso plástico, literario fueron las dos formas de imaginación que proveyeron los medios, a o arquitectónico- descontextualizado, deshistorizado, reducido a cita. partir del siglo xvm, para la «representación» de esa comunidad imaY del otro, remite a la ausencia de futuro que, de vuelta de las utopías, ginada que es la nación. Pero esa representación, y sus medios, atranos instala en un presente continuo, en una secuencia de acontecimienviesan una seria crisis. En una obra capital, que desentraña dimensiones poco pensadas en el discurso posmoderno, el historiador r; tos que no alcanza a cristalizar en duración, y sin la cual, advierte \'' P. Nora desentraña la paradoja que encierra el desvanecimiento ~!· N. Lechner, ninguna experiencia logra crearse un horizonte de fu-
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turo. Con lo que estamos llenos de proyecciones pero ya no hay proyectos. Los medios audiovisuales (cine a lo Hollywood, televisión y buena parte del vídeo) constituyen a la vez el discurso por antonomasia del bricolaje de los tiempos -que nos familiariza sin esfuerzo, arrancándolo a las complejidades y ambigüedades de su época, con cualquier acontecimiento del pasado- y el discurso que mejor expresa la compresión del presente, la transformación del tiempo extensivo de la historia en el intensivo de la instantánea. Intensidad de un tiempo que alcanza su plenitud en la simultaneidad que instaura, entre el acontecimiento y su imagen, la toma directa. Pero esa nueva temporalidad tiene su coste. Y así de «costoso», como ninguno otro, el tiempo del videoclip publicitario o musical hace de la discontinuidad la clave de su sintaxis y de su productividad. Los spots publicitarios fragmentan la estructura narrativa de los relatos informativos o dramáticos, al tiempo que la publicidad televisiva se halla tejida de microrrelatos visualmente fragmentados al infinito. Pero lo que anima el ritmo y compone la escena televisiva es el flujo: ese continuum de imágenes que indiferencia los programas y constituye la forma de la pantalla encendida. Aunque nos suene escandaloso el parangón, fue en la literatura de vanguardia -Joyce y Proust- donde por primera vez el flujo del monólogo interior apareció articulando los fragmentos de memoria, los pedazos hechos de discursos, y dando cuerpo a la fugacidad del tiempo. En el otro extremo del campo cultural, la radio vino a ritmar la jornada doméstica dando forma por primera vez, con su flujo sonoro, al continuum de la rutina cotidiana. De una punta a la otra del espectro cultural, el flujo implica disolvencia de géneros y exaltación expresiva de lo efímero. Hoy el flujo televisivo 6 se constituye en la metáfora más real del fin de los grandes relatos, por la equivalencia de todos los discursos -información, drama, publicidad, o ciencia, pornografía, datos financieros-, la interpenetrabilidad de todos los géneros y la transformación de lo efímero en clave de producción y en propuesta de goce estético. Una propuesta basada en la exaltación de lomóvil y difuso, de la carencia de clausura y la indeterminación temporal. Pero la estratégica mediación que introduce el flujo televisivo
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remite, más allá de la experiencia estética, a los nuevos «modos de estar juntos» en la ciudad, a las socialidades cotidianas que suscita ~ el caos urbano, pues a la vez que desagrega la experiencia colectiva imposibilitando el encuentro y disolviendo al individuo en el más opaco de los anonimatos, introduce una nueva continuidad: la de las redes y los circuitos, la de los conectados. El paradigma del flujo conecta hoy los modos de organización del tráfico urbano con la estructura del palimpsesto televisivo y del hipertexto, con las nuevas figuras de la representación e incluso con los nuevos abordajes teóricos del campo de la comunicación y la cultura.
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1ti 3. La modernidad de la televisión en América Latina
fi y esa capacidad de mediación proviene menos del desarrollo tecno-
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lógico del medio, o de la modernización de sus formatos, que de lo/ que de él espera la gente, y de lo que le pide. Esto significa que es imposible saber lo que la televisión hace con la gente si desconocemos las demandas sociales y culturales que la gente le hace a la televisión. Demandas que ponen en juego el continuo deshacerse y rehacerse de las identidades colectivas y los modos como ellas se alimentan de, y se proyectan sobre, las representaciones de la vida social que la televisión ofrece. Cierto, de México hasta Brasil o ArEn ningún otro medio como en la televisión se hacen presentes gentina, la televisión convoca a las gentes como ningún otro melas contradicciones de la modernidad latinoamericana, al mismo dio, pero el rostro que de nuestros países aparece en la televisión no tiempo que en la descentrada modernidad de la televisión hace hoy sólo es un rostro contrahecho y deformado por la trama de los intecrisis su modelo central, el de la modernidad ilustrada. Aunque la reses económicos y políticos que sostienen y moldean a ese medio, prensa sea aún el espacio de opinión decisiva de los sectores dirigen- es también paradójicamente el rostro de nuestras pesadillas, de nuestes, ella representa sin embargo en nuestros países un medio inac- tros miedos. Es en Colombia, quizá como en ningún otro país de la cesible económica y culturalmente a las mayorías. Y la radio, co- región, donde se ha hecho más visible la secreta complicidad entre menectada a la oralidad cultural de estos países y habiendo tenido dios y miedos. Tanto el atractivo como la incidencia de la televisión hasta los años setenta un rol decisivo en la mediación entre el mundo sobre la vida cotidiana tiene menos que ver con lo que en ella pasa expresivo-simbólico de lo rural y la racionalidad tecno-instrumental que con lo que compele a las gentes a resguardarse en el espacio hode la ciudad, está siendo desplazada de esa función por la televisión. gareño. Como escribí en otra parte: si la televisión atrae es porque la Contradictoria modernidad la de la televisión en países en los calle expulsa, es de los miedos que viven los medios. Miedos que provieque la desproporción del espacio social que el medio ocupa -al me- nen, tanto o más que del crecimiento de la delincuencia, de la pérnos en términos de la importancia que adquiere lo que en él apare- dida del sentido de pertenencia en unas ciudades en las que la race- es sin embargo proporcional a la ausencia de espacios políticos cionalidad formal y comercial ha ido acabando con los referentes en de expresión y negociación de los conflictos y a la no representación, que se apoyaba la memoria colectiva, y en las que al normalizar las en el discurso de la cultura oficial, de la complejidad y diversidad conductas, tanto como los edificios, se erosionan las identidades y de los mundos de vida y los modos de sentir de sus gentes. Son la de- esa erosión acaba robándonos el piso cultural, arrojándonos al vabilidad de nuestras sociedades civiles, los largos empantanamientos cío. Miedos en fin que provienen de un orden construido sobre la políticos y una profunda esquizofrenia cultural en las élites los que incertidumbre y la desconfianza que nos produce el otro, cualquier recargan cotidianamente la desmesurada capacidad de representa- otro -étnico, social, sexual- que se nos acerca en la calle y es comción que ha adquirido la televisión. Se trata de una capacidad de in- pulsivamente percibido como amenaza. De otra parte, la televisión se ha constituido en actor decisivo de terpelación que no puede ser confundida con los ratings de audienlos cambios políticos, en protagonista de las nuevas maneras de hacer cia. No porque la cantidad de tiempo dedicado a la televisión no política, a la vez que es en ella donde el permanente simulacro de cuente sino porque el peso político o cultural de la televisión no es los sondeos suplanta la participación ciudadana, y donde el especmedible en el contacto directo e inmediato, pudiendo ser evaluado 1 táculo truca hasta disolver el debate político. 2 Pero espacio de posolamente en términos de la mediación social que logran sus imágenes .
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der estratégico en todo caso: por la democratización de esa «esfera pública electrónica», que es la televisión, pasa en buena medida la democratización de las costumbres y de la cultura política. Y también estéticamente la televisión se ha vuelto crucial en Latinoamérica, pues está convocando -pese a las anteojeras de los negociantes y a los prejuicios de muchos de los propios creadores- a buena parte del talento nacional, desde directores y artistas de teatro y de cine hasta grupos de creación popular y las nuevas generaciones de creadores de vídeo. En las brechas de la televisión comercial, y en las posibilidades abiertas por los canales culturales, regionales y locales o comunitarios, la televisión aparece como un espacio de cruces estratégicos con cierras tradiciones culturales de cada país: orales, gesruales, escritas, teatrales, cinematográficas, novelescas, ere. En América Latina es en las imágenes de la televisión donde la representación de la modernidad se hace cotidianamente accesible a las mayorías. Son ellas las que median el acceso a la cultura moderna en toda la variedad de sus estilos de vida, de sus lenguajes y sus ritmos, de sus precarias y flexibles formas de identidad, de las discontinuidades de su memoria y de la lenta erosión que la globalización i: produce sobre los referentes culturales. Son entonces esos contra- ij dietarios movimientos los que debemos explicitar y comprender. ¡j El primer movimiento es el que atañe al lugar de los medios, y ri en especial de la televisión, err la conformación latinoamericana de lo ¡; nacional. Constituidas en naciones al ritmo de su transformación en 1-! «países modernos», no es extraño que una de las dimensiones más contradictorias de la modernidad latinoamericana se halle en los pro- fi yectos de nación y en los desajustes con lo nacional. En los años veinte lo nacional se propone como síntesis de la particularidad [ cultural y la generalidad política que transforma la multiplici- [¡ dad de deseos de las diversas culturas en un único deseo de participar ~ (formar parte) del sentimiento nacional. En los años cuarenra/cin-. ~ cuenta el nacionalismo se transmuta en populismos que consagran ¡; el protagonismo del Estado en detrimento de la sociedad civil, un· rJ protagonismo que es racionalizado como modernizador tanto en:~ la ideología de las izquierdas como en la política de las derechas.l A partir de los ochenta, por el contrario, la afirmación de la mo:..-~
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dernidad nacional es identificada con la sustitución del Estado por el mercado como agente constructor de hegemonía, lo que acabará produciendo una profunda inversión de sentido que lleva a la creciente devaluación de lo nacional. ¿Qué papel han desempeñado los medios y procesos de comunicación a lo largo de ese proceso? La modernización que atravesamos entraña un fuerte cambio con relación a la posición que tuvieron los medios en la «primera» modernidad: la de los años treinta a cincuenta configurada por los populismos de Gerulio Vargas en Brasil, de Cárdenas en México y de Perón en Argentina. En aquel primer proceso de modernización los medios masivos fueron decisivos en la formación y difusión de la identidad y el sentimiento nacional. La idea de modernidad que sostiene el proyecto de construcción de naciones modernas en esos años articula un movimiento económico -entrada de las economías nacionales a formar parte del mercado internacional- a un proyecto político: constituirlas en naciones mediante la creación de· una cultura y una identidad nacional. Proyecto que sólo será posible mediante la comunicación entre masas urbanas y Estado. Los medios, y especialmente la radio, se convertirán en voceros de la interpelación que desde el Estado transformaba a las masas en pueblo y al pueblo en nación:' La radio en rodos, y el cine en algunos países -México, Brasil, Argentina- van a hacer la mediación de las culturas rurales tradicionales con la nueva cultura urbana de la sociedad de masas, introduciendo en ésta elementos de la oralidad y la expresividad de aquellas, y posibilitándoles hacer el paso de la racionalidad expresivo-simbólica a la racionalidad informativo-instrumental que organiza la modernidad. El proceso que vivimos hoy no sólo es distinto, sino en buena medida inverso: los medios masivos, cooptados por la televisión, se han convertido en poderosos agentes de una cultura-mundo que se configura hoy de la manera más explícita en la percepción de los jóvenes, y en la emergencia de culturas sin memoria territorial, ligadas a la expansión del mercado de la televisión, del disco o del vídeo. Culturas que se hallan ligadas a sensibilidades e identidades nuevas: de temporalidades menos «largas», más precarias, dotadas de una gran plasticidad para amalgamar ingredientes que provie-
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neo de mundos culturales muy diversos, y por lo tanto atravesadas ' por discontinuidades en las que conviven gestos atávicos, residuos ~ modernistas y vacíos posmodernos. Esas nuevas sensibilidades co- L G nectan con los movimientos de la globalización tecnológica que están disminuyendo la importancia de lo territorial y de los referentes tradicionales de identidad. Pero la devaluación de lo nacional no proviene únicamente de [ las culturas audiovisuales y las transformaciones que la tecnología 'Í' telemática produce en las identidades sino de la erosión interna que [ produce la liberación de las diferencias, especialmente de las regiona- . les y las generacionales. Mirada desde la cultura planetaria, la na- 1: cional aparece provinciana y cargada de lastres paternalistas. Mirada ¡. desde la diversidad de las culturas locales, la nacional es identifica- ¡, da con la homogenización centralista y el acartonamiento oficialis~ !; k ta. Lo nacional en la cultura resulta siendo un ámbito rebasado en ¡,, ambas direcciones. Lo que no significa que culturalmente haya de~ jado de tener vigencia: la de una mediación histórica de la memo- . ria larga de los pueblos, esa precisamente que hace posible la co~ municación entre generaciones. f Desplazada -no desaparecida- del espacio nacional, la diferencia [· en América Latina ha dejado de significar la búsqueda de aquella /· autenticidad en que se conserva una forma de ser en su pureza original, para convenirse en la indagación del modo des-viado y des-centra- ~ do de nuestra inclusión en, y nuestra apropiación de, la modernidad: l: el de una diferencia que no puede ser digerida ni expulsada, alteridad que resiste desde dentro al proyecto mismo de universalidad r que entraña la modernidad. A esa doble tarea están contribuyendo sociólogos y antropólogos que han colocado en el eje del análisis el l! doble des-centramiento 4 que sufre la modernidad en América Latina: ~ su tener que ver menos con las doctrinas ilustradas y las estéticas ~ letradas que con la masificación de la escuela y la expansión de las industrias culturales -y en especial de las audiovisuales- y por lo tanto con la conformación de un mercado cultural, en el que las ~ fuentes de producción de la cultura pasan de la dinámica de las co-~~ munidades o la autoridad de la Iglesia a la lógica de la industria y · los aparatos especializados, que sustituyen las formas tradicionales ;
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de vivir por los estilos de vida conformados desde la publicidad y el consumo, secularizan e internacionalizan los mundos simbólicos y segmentan al pueblo en públicos construidos por el mercado. De otro lado, la moderna diferenciación y autonomización de la cultura sufre un segundo des-centramiento: esa autonomía se produce en Latinoamérica cuando el Estado no puede ya ordenar ni movilizar el campo cultural, debiendo limitarse a asegurar la libertad de sus actores y las oportunidades de acceso a los diversos grupos sociales, dejándole al mercado la coordinación y dinamización de ese campo; y cuando las experiencias culturales han dejado de corresponder lineal y excluyentemente a los ámbitos y repertorios de las etnias o las clases sociales. Fuertemente cargada aún de componentes premodernos, la modernidad se hace experiencia colectiva de las mayorías latinoamericanas merced a dislocaciones sociales y perceptivas de cuño claramente posmoderno: efectuando fuertes desplazamientos sobre los compartimentos y exclusiones que lamodernidad instituyó durante más de un siglo, esto es generando hibridaciones entre lo culto y lo popular y de ambos con lo masivo, entre vanguardia y kitsch, entre lo autóctono y lo extranjero, categorías y demarcaciones todas ellas que se han vuelto incapaces de dar cuenta del ambiguo y complejo movimiento que dinamiza el mundo cultural en unas sociedades en las que «la modernización reubica el arte y el folclore, el saber académico y la cultura industrializada bajo condiciones relativamente semejantes. El trabajo del artista y del artesano se aproximan cuando cada uno experimenta que el orden simbólico específico en que se nutría es redefinido por el mercado, y cada vez pueden sustraerse menos a la información y la iconografía modernas, al desencantamiento de sus mundos autocentrados y al reencantamiento que propicia el espectáculo de los medios». 5
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4. Oralidad cultural e imaginería popular
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Por más escandaloso que suene, es un hecho cultural insoslayable que las mayorías en América Latina se están incorporando a, y apropiándose de, la modernidad sin dejar su cultura oral, esto es no de la mano del libro sino desde los géneros y las narrativas, los lenguajes y los saberes, de la industria y la experiencia audiovisual. Hablar de medios de comunicación en América Latina se ha vuelto entonces una cuestión de envergadura antropológica. Pues lo que ahí está en juego son hondas transformaciones en la cultura cotidiana de las mayorías, y especialmente en unas nuevas generaciones que saben leer, pero cuya lectura se halla atravesada por la pluralidad de textos y escrituras que hoy circulan. Lo que entonces necesitamos pensar es la profunda compenetración -la complicidad y complejidad de relaciones- que hoy se produce en América Latina entre la oralidad que perdura como experiencia cultural primaria de las mayorías y la visualidad tecnológica, esa forma de «oralidad se1 cundaria» que tejen y organizan las gramáticas tecnoperceptivas de la radio y el cine, del vídeo y la televisión. Pues esa complicidad entre oralidad y visualidad no remite a los exotismos de un analfabetismo tercermundista sino a «la persistencia de estratos profundos de la memoria y la mentalidad colectiva sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido tradicional que la propia aceleración modernizadora comporta». 2 Adelantándose a los sociólogos, una antropóloga, Margaret Mead, supo entrever a comienzos de los años setenta la envergadura antropológica de los cambios que atraviesan nuestros modos de comunicar. Habló ya entonces de una ruptura generacional sin parangón en la historia, que ella veía emerger en los años sesenta, y que se
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manifestaba no en un cambio de viejos ~ontenidos en nuevas ~or 1 mas, o viceversa, sino mediante una trans1ormación en ta naturmeza 3 del proceso: la aparición de una «Comunidad mundial» en la que hombres de tradiciones culturales muy diversas emigran en el tiempo, inmigrantes que llegan a una nueva era desde temporalidades muy diversas, pero todos compartiendo las mismas leyendas y sin modelos para el futuro. Un futuro que sólo balbucean los relatos de cienciaficción en los que los jóvenes encuentran narrada su experiencia de habitantes de un mundo cuya compleja heterogeneidad no se deja decir en las secuencias lineales que dictaba la palabra impresa, y que remite entonces a un aprendizaje fundado menos en la dependencia de los adultos que en la propia exploración que los habitanres del nuevo mundo recno-cultural hacen de la imagen y la sonoridad, del tacto y la velocidad. Lo que ese mapa avizora es tanto la des-territorialización que atraviesan las culturas como la emergencia de una experiencia cultural nueva. Aun en nuestros subdesarrollados países el malestar en la cultura que experimentan los más jóvenes replantea las formas tradicionales de continuidad cultural, pues más que buscar su nicho entre las culturas ya legitimadas radicaliza la experiencia de desanclaje que, según Giddens, la modernidad produce sobre las particularidades de los mapas mentales y las prácticas locales. Ante la desazón y el desconcierto de los adultos vemos emerger una generación «cuyos sujetos no se constituyen a partir de identificaciones con figuras, estilos y prácticas de añejas tradiciones que definen la cultura sino a partir de la conexión-desconexión (juegos de interfaz) con las tecnologías».4 Nos encontramos ante sujetos dotados de una «plasticidad neuronal» y elasticidad cultl!fal que, aunque se asemeja a una falta de forma, es más bien apertura a muy diversas formas, camaleónica adaptación a los más diversos contextos y una enorme facilidad para los «idiomas» del vídeo y del computador, esto es para entrar y manejarse en la complejidad de las redes informáticas. Al semorium moderno, que W. Benjamin vio emerger en el paseante de las avenidas de la gran ciudad, los jóvenes articulan hoy las sensibilidades posmodernas de las efímeras tribus que se mueven por la ciudad estallada o de las comunidades virtuales, cibernéticas.
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Las transformaciones de la sensibilidad que median las nuevas for- { ~ ] preguntas señalando tres momentos relaves. El prim_ero_ y q~zá mdás mas de comunicación quedan bien expresadas en este testimonio: ~ ~ ~ denso corresponde a la guerra de ci1ramientos y res1gm61eacwnes e «En nuestras barriadas populares urbanas tenemos camadas enteras 0 que está hecha la significación religiosa y profana de la Virgen de de jóvenes cuyas cabezas dan cabida a la magia y a la hechicería, a las Guadalupe. Abiertos a la novedad del mundo americano, los jesuiculpas cristianas y a su inroleranciá piadosa, lo mismo que a utópitas no le temen a la hibridación cultural y no sólo admiten la imagen cos sueños de igualdad y libertad, indiscutibles y legítimos, así milagrosa sino que alientan las experiencias visionarias, las conexiocomo a sensaciones de vado, ausencia de ideologías totalizadoras, nes de la imagen con los sueños, la irrupción de lo sobrenatural en fragmentación de la vida y tiranía de la imagen fugaz y el sonido lo surreal humano. Pero los indígenas, por su parte, aprovechan la musical como lenguaje único de fondo». 5 Esos jóvenes viven una experiencia de simulación que contenía la imagen milagrosa para inserdes-localizada experiencia cultural que proviene de la profunda litarla en un relato otro, hecho de combinaciones y usos que desvían, gazón entre su malestar en la Cultura (con mayúscula) y el estallido desde dentro, la lectura que imponía el relato de la Iglesia. El sinde las fronteras espaciales y sociales que la llave televisión/compucretismo de simulación y subversión cultural que contiene la imagen tador introduce en el estatuto de los sentires, los saberes y los relamilagrosa de la Virgen guadalupana ha sido espléndidamente tos. Y que se traduce en una fuerte complicidad cognitiva y expresiva descifrado por los trabajos de Octavio Paz y Roger Barrra, pero la con las nuevas imágenes y sonoridades, sus fragmentaciones y veloguerra de imágenes que atraviesa ese icono no queda sólo entre los cidades, en las que encuentran su propio ritmo e idioma. referentes coetáneos de la aparecida del Tepeyac, la diosa de ToPero ¿cómo entender esos desplazamientos sin desamurallar la nantzin y la Malinche, sirio que continúa produciéndose hoy, en las «ciudad letrada», desde la que la intelligentsia latinoamericana ha hibridaciones iconográficas de un mito que reabsorbe el lenguaje desconocido tenazmente y continúa desvalorizando la estratégica y de las historietas impresas y televisivas fundiendo a la Virgen guamás peculiar de las batallas culturales vivida en nuestros países? dalupana con el hada madrina de Walt Disney y hasta con el miro ¿Cómo entender el descubrimiento y la conquista, la colonización y de la mujer maravilla. la independencia del Nuevo Mundo por fuera de la guerra de imágeEl segundo escenario reúne el barroco popular del siglo XIX con el nes que todos esos procesos movilizaron?, se pregunta Serge Gruzins1 muralismo que, de Orozco y Diego Rivera a Siqueiros resignifica ki. 6 ¿Cómo pueden comprenderse las estrategias del dominador o en un discurso revolucionario y socialista el didactismo de los milas tácticas de resistencia de los pueblos indígenas desde Cortés hassioneros franciscanos y el barroquismo visionario de los jesuitas, ta la guerrilla zaparisra, desde las culturas cimarronas de los pueblos esto es el discurso ideológico y el impulso utópico. El tercer model Caribe hasta el barroco del carnaval de Rio, sin hacer la historia mento se halla en la recuperación actual de los imaginarios populaque nos lleva de la imagen didáctica franciscana del siglo XVI al res por las imaginerías electrónicas de Televisa, en las que el cruce de manierismo heroico de la imaginería libertadora, y del didactismo arcaísmos y modernidades que hacen su éxito no es comprensible barroco del muralismo mexicano a la imaginería electrónica de la sino desde los nexos que enlazan las sensibilidades a un orden visual telenovela? ¿Cómo penetrar en las oscilaciones y alquimias de las social en el que las tradiciones se desvían pero no se abandonan, anidentidades sin auscultar la mezcla de imaginarios desde los que los ticipando en las transformaciones visuales experiencias que aún no pueblos vencidos plasmaron sus memorias y reinventaron una histienen discurso. El actual des-orden posmoderno del imaginario toria propia? -deconstrucciones, simulacros, descontextualizaciones, eclecticisMirando desde México, Gruzinski ilumina los escenarios latimos- remite al dispositivo barroco (o neobarroco que diría Calabrenoamericanos en que se libra esa batalla cultural, y responde a esas se) cuyos nexos con la imagen religiosa anunciaban ya el nuevo
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cuerpo con sus prótesis tecnológicas: walkmans, videocaseteras, ~~ computadores. ~ Frente al permanente soslayamiento de esa batalla y al control ejercido por la «Ciudad letrada» se abre lentamente paso una otra mirada, apoyada _en la nueva historia cultural que, de un lado, redescubre la línea de pensamiento que inaugura la consideración de W Benjamin sobre el papel de las «imágenes dialécticas» en la configuración de la señ.sibilidad y la ciudad moderna, y de otro, conecta con la de Heidegger al ligar la pregunta por la técnica a un mundo que se constituye en imágenes, a la modernidad como «la época de las imágenes del mundo», y nos lleva hasta la renovadora pista que introduce Vattimo sobre el sentido actual de la relación entre tecnología y sociedad al afirmar que «el sentido en que se mueve la tecnología no es ya tanto el dominio de la naturaleza por las máquinas cuanto el específico desarrollo de la información y la comunicación del mundo como imagen». 7 Debemos dar entonces el salto de la ciudad letrada a la ciudad comunicacional para comprender la estrecha simetría entre la expansión/estallido de la ciudad y el crecimiento/densificación de los medios y las redes electrónicos. Si las nuevas condiciones de vida en la ciudad exigen la reinvención de lazos sociales y culturales, son las redes audiovisuales las que hoy instauran desde su propia lógica las nuevas figuras de los intercambios urbanos. En la ciudad diseminada e inabarcable sólo el medio posibilita una experienciasimulacro de la ciudad global: es en la televisión donde la cámara del helicóptero nos permite acceder a una imagen de la densidad del tráfico en las avenidas o de la vastedad y desolación de los barrios de invasión, es en la televisión o en la radio donde cotidianamente conectamos con lo que en la ciudad «que vivimos» sucede y nos implica. La imbricación entre televisión e informática produce una alianza entre velocidades audiovisuales e informacionales, entre innovaciones tecnológicas y hábitos de consumo, que ya está produciendo un «aire de familia» entre las diversas pantallas que reúnen nuestras experiencias laborales, hogareñas y lúdicas, que atraviesa y reconfigura los trayectos callejeros y hasta las relaciones con nuestro cuerpo, un cuerpo sostenido cada vez menos en su anatomía y más en
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] sus extensiones o prótesis tecnomediáticas: la ciudad informad~ zada no necesita cuerpos reunidos sino interconectados. Ahora bien, 0 lo que constituye la fuerza y la eficacia de la ciudad virtual, que entretejen los flujos informáticos y las imágenes televisivas, no es el poder de las tecnologías en sí mismas sino su capacidad de acelerar, de amplificar y profundizar tendencias estructurales de nuestra sociedad. Como afirma F. Colombo, «hay un evidente desnivel de vitalidad entre el territorio real y el propuesto por los massmedia. La posibilidad de desequilibrios no deriva del exceso de vitalidad de los media, antes bien proviene de la débil, confusa y estancada relación entre los ciudadanos del territorio reab. 8 Pues del pueblo que se toma la calle al público que va al teatro o al cine, la transición es transitiva y conserva el carácter colectivo de la experiencia. De los públicos de cine a las audiencias de televisión el desplazamiento señala una profunda transformación: la pluralidad social sometida a la lógica de la desagregación hace de la diferencia una mera estrategia de rating. Y no representada en la política, la fragmentación de la ciudadanía es tomada a cargo por el mercado: ¡de ese cambio la televisión es la principal mediación!
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5. Diseminación del saber y nuevos modos de ver/leer
Quizá el más estratégico de los ámbitos des-centrados por la televisión y el computador sea el tradicionalmente constituido por las imbricaciones entre la familia y la escuela. Es justamente en la escena doméstica donde el des-centrarniento producido por la televisión evidencia las figuras más íntimas del des-orden cultural. Pues mientras la cultura del texto escrito creó espacios de comunicación exclusiva entre los adultos instaurando una marcada segregación entre adultos y niños, la televisión cortocircuita los filtros de la autoridad parental transformando los modos de circulación de la información en el hogar: «Lo que hay de verdaderamente revolucionario en la televisión es que ella permite a los más jóvenes estar presentes en las interacciones entre adultos ... Es como si la sociedad entera hubiera tomado la decisión de autorizar a los niños a asistir a las guerras, a los entierros, a los juegos de seducción, a los interludios sexuales, a las intrigas criminales. La pequeña pantalla les expone a los temas y comportamientos que los adultos se esforzaron por ocultarles durante siglos» .1 Al no depender su uso de un complejo código de acceso, como el del libro, la televisión expone a los niños, desde que abren los ojos, al mundo antes velado de los adultos. Pero al dar más importancia a los contenidos que a la estructura de las situaciones, los adultos seguimos sin comprender el verdadero papel que la televisión está teniendo en la reconfiguración del hogar. Y los que entrevén esa perspectiva se limitan a cargar a la cuenta de la televisión la incomunicación que padece la institución familiar: ¡como si antes de la televisión la familia hubiera sido un remanso de comprensión y de diálogo! Lo que ni padres ni psicólogos se plantean es por qué mientras los niños siguen gustando de libros para niños pre-
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fieren -en porcentajes del 70 por ciento, o más, según las investigaciones realizadas en diversos países- los programas de televisión para adultos. Cuando es ahí donde se esconde la pista clave: mientras el libro disfraza su control-tanto el que sobre él se ejerce como el que a través de él se realiza- tras su estatuto de objeto cultural y la complejidad de sus temas y su vocabulario, el control de la televisión no admite disfraces haciendo explícita la censura. Ésta, de una parte, devela los mecanismos de simulación que sostienen la autoridad familiar. pues los padres desempeñan en la realidad papela que la televisión desenmascara: en ella los adultos mienten, roban, se emborrachan, se maltratan. Y de otra, el niño no puede ser culpabilizado por lo que ve (en cambio sí lo es por lo que clandestinamente lee) pues no fue él quien trajo subrepticiamente el programa erótico o violento a la casa. Es obvio que en ese proceso la televisión no opera por su propio poder sino que cataliza y radicaliza movimientos que estaban en la sociedad previamente, como las nuevas condiciones de vida y de· trabajo que han minado la estructura patriarcal de la familia, la inserción acelerada de la mujer en el mundo del trabajo productivo, la drástica reducción del número de hijos, la separación entre sexo y reproducción, la transformación en las relaciones de pareja, en los roles del padre y del macho, y en la percepción que de sí misma tiene la mujer. Es en el múltiple desordenamiento que atraviesa el mundo familiar donde se inserta el desorden cultural que la televisión introduce. En lo que concierne a la escuela, ésta encarna y prolonga, como ninguna otra institución, el régimen de saber que instituyó la comunicación del texto impreso. La revolución cultural que introdujo la imprenta instauró un mundo de separación/ hecho de territorialización de las identidades, gradación/segregación de las etapas de aprendizaje y dispositivos de control social de la información o del secreto. Paradigma de comunicación que desde finales del siglo XVII convierte la edad en el «criterio cohesionador de la infancia» 3 permitiendo el establecimiento de una doble correspondencia: entre la linealidad del texto escrito y el desarrollo escolar -el avance intelectual va paralelo al progreso en la lectura-, y entre éste y las escalas mentales de la edad. Esa correspondencia estructura la información
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escolar en forma tan sucesiva y lineal que todo retraso o precocidad [ será tachado de anormal, al mismo tiempo que la comunicación ~ pedagógica es identificada con la transmisión de contenidos memorizables y reconstituibles: el rendimiento escolar se mide por edades y paquetes de información aprendidos. Y es a ese modelo mecánico y unidireccional al que responde la lectura pasiva que la escuela fomenta prolongando la relación del fiel con la sagrada escritura que la Iglesia había instaurado tiempo atrás. Al igual que los clérigos se atribuían el poder de la única lectura auténtica de la Biblia, los maestros detentan el saber de una lectura unívoca, esto es de aquella de la que la lectura del alumno es puro eco. «La autonomía del lector depende de una transformación de las relaciones sociales que sobredeterminan su relación con los textos. La creatividad del lector crece a medida que decrece el peso de la institución que la controla». 4 De ahí la antigua y pertinaz desconfianza de la escuela hacia la imagen, hacia su incontrolable polisemia que la conviene en lo contrario del escrito, ese texto controlado desde dentro por la sintaxis y desde fuera por la identificación de la claridad con la univocidad. Sin embargo, la escuela buscará controlar la imagen a toda costa, ya sea subordinándola al oficio de mera ilustración del texto escrito, ya acompañándola de un letrero que le indique al alumno lo que dice la imagen. Acosado por todos los costados, ese modelo de comunicación pedagógica no sólo sigue vivo hoy sino que se refuerza al colocarse a la defensiva desfasándose aceleradamente de los procesos de comunicación que hoy dinamizan la sociedad. De un lado, negándose a aceptar el des-centramiento cultural que atraviesa el que ha sido su eje temo-pedagógico: el libro. Pues «el aprendizaje del texto (del librode-texto) asocia a través de la escuela un modo de transmisión de mensajes y un modo de ejercicio del poder, basados ambos en la escritu5 ra». De otro, ignorando que en cuanto transmisor de conocimientos la sociedad cuenta hoy con dispositivos de almacenamiento, clasificación, difusión y circulación mucho más versátiles, disponibles e individualizados que la escuela. Y atribuyendo la crisis de la lectura de libros entre los jóvenes únicamente a la maligna seducción
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que ejercen las tecnologías de lafimdagen. Lo ~ue ~: ahorra a la_ escuela tener que plantearse la pro un a reorgamzacwn que atraviesa el mundo de los lenguajes y las escrituras, con la consiguiente transformación de los modos de leer, dejando sin piso la obstinada identificación de la lectura con lo que atañe solamente al libro y no a la pluralidad y heterogeneidad de textos, relatos y escrituras (orales, visuales, musicales, audiovisuales, telemáticos) que hoy circulan. Con lo que no sólo la escuela sino el sistema educativo entero se niega a hacerse preguntas como éstas: ¿qué atención le están prestando las escuelas, e incluso las facultades de educación, a las hondas modificaciones en la percepción del espacio y el tiempo que viven los adolescentes, insertos en procesos vertiginosos de desterritorialización de la experiencia y la identidad, atrapados en una contemporaneidad cada día más reducida a la actualidad, y en el flujo incesante y emborrachador de informaciones e imágenes? ¿Qué significan aprender y saber en el tiempo de la sociedad informacional y las redes que insenan instantáneamente lo local en lo global? ¿Qué desplazamientos cognitivos e institucionales están exigiendo los nuevos dispositivos de producción y apropiación del conocimiento a partir del interfaz que enlaza las pantallas hogareñas de televisión con las laborales del computador y las lúdicas de los videojuegos? ¿Está la educación haciéndose cargo de esos interrogantes? Y, si no lo está haciendo, ¿cómo puede pretender ser hoy un verdadero espacio social y cultural de producción y apropiación de conocimientos? Al reducir la comunicación educativa a su dimensión instrumental, esto es al uso de los medios, lo que se deja fuera es justamente aquello que es estratégico pensar: la inserción de la educación en los complejos procesos de comunicación de la sociedad actual, en e( ecosistema comunicativo que constituye el entorno educacional difuso y descentrado que producen los medios. Un entorno difuso de informaciones, lenguajes y saberes, y descentrado por relación a los dos centros -escuela y libro- que organizan aún el sistema educativo vigente. Desde los monasterios medievales hasta las escuelas de hoy el saber ha conservado ese doble carácter de ser a la vez centralizado espacialmente y asociado a determinados soportes y figuras sociales, con frecuencia exclusivos y fuertemente excluyentes. De ahí que las
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transformaciones en los modos como circula el saber constituyen [ una de las más profundas mutaciones que una sociedad puede su- ~ frir. Es, disperso y fragmentado, como el saber escapa de los lugares s~grados que antes lo contenían y legitimaban, y de las figuras soClales que lo detentaban y administraban. La actual diversificación Y difusión del saber constituye entonces uno de los retos más serios que el mundo de la comunicación le plantea al sistema educativo. Y frente a un alumnado cuyo medio ambiente comunicativo lo «empapa» cotidianamente de esos otros saberes-mosaico que, en forma de información, circulan por la sociedad, la reacción de la escuela es casi siempre de atrincheramiento en su propio discurso: cualquier otro lo entiende el sistema escolar como un atentado a su autoridad. El malestar en la cultura de la modernidad que expresan las gen~r~ciones de los más jóvenes en América Latina, su empatía cognitiva y expresiva con los lenguajes del vídeo y el computador, enlazan con el estallido de las fronteras espaciales y sociales que la tel~~isión introduce en la escuela des-localizando los saberes y deslegtttmando sus segmentaciones. No es extraño que el imaginario de la televisión sea asociado a los antípodas de los valores que definen la escuela: larga temporalidad, sistematicidad, trabajo intelectual, valor cultural, esfuerzo, disciplina. Pero al ser acusada por la escuela de todos los males y vicios que acechan a la juventud, la televisión devela lo que ésta cataliza de cambios en la sociedad: desde el desplazamiento de las fronteras entre razón e imaginación, entre saber e información, naturaleza y artificio, arte y ciencia, saber experto y experiencia profana, a la conexión de las nuevas condiciones del saber con las nuevas formas de sentir y las nuevas figuras de la socialidad. El cruce de dinámicas que convierte la comunicación en ecosistema, y a éste en la más fuerte diversificación y descentramiento del saber, hace cada día más manifiesta la esquizofrenia entre el modelo de comunicación que configura una sociedad progresivamente organizada sobre la información y el conocimiento, y el modelo hegemónico de comunicación que subyace al sistema educativo. Con el consiguiente agrandamiento de la grieta entre la experiencia cul-
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rural desde la que hablan los maestros y aquella otra desde la que aprenden los alumnos. A lo que «ayuda» no poco la propia visión que la UNESCO manifiesta en una buena cantidad de sus documentos, en los que la relación comunicación/educación continúa siendo marcadamente instrumental: los medios deben servir sobre todo para expandir el auditorio de la escuela, o para permitir que los alumnos puedan ver una ameba en tamaño directamente observable. Lo grave es que en los propios documentos de la UNESCO se alimente una visión de la comunicación despojada del reto cultural que ésta entraña para el sistema educativo en su conjunto. No es entonces extraño que nuestras escuelas sigan viendo en los medios únicamente una posibilidad de desaburrir la enseñanza, de amenizar unas jornadas presas de una inercia insoportable. Pero la actitud eminentemente defensiva de la escuela y del sistema educativo los está llevando a desconocer o disfrazar que el problema de fondo está en el desafío que le plantea un ecosistema comunicativo en el que lo que emerge es otra cultura, otro modo de ver y de leer, de aprender y conocer. La actitud defensiva se limita a identificar lo mejor del modelo pedagógico tradicional con el libro, y anatematizar el mundo audiovisual como mundo de la frivolidad y la manipulación de las mentes jóvenes, inmaduras e indefensas. Pero la realidad cotidiana de la escuela demuestra que la lectura y la escritura no son una actividad creativa y placentera sino, predominantemente, una tarea obligatoria y tediosa, sin posibilidades de conexión con dimensiones claves de la vida de los adolescentes. Una actividad incluso castradora: confnndiendo cualquier expresión de estilo propio en la escritura con anormalidad o con plagio los maestros tienden por habitus del oficio a reprimir la creatividad cuasi sistemáticamente. Un joven psicólogo colombiano en su investigación de tesis sobre el aprendizaje de la lectura en escuelas públicas de Ciudad Bolívar, el conjunto de barrios más pobre de Bogotá, cuenta así su desconcertante y triste descubrimiento: en esas escuelas el aprendizaje de la lectura está empobreciendo el vocabulario y el modo de hablar de los niños, pues al tratar de hablar como se escribe, los niños pierden gran parte de la riqueza de su mundo oral, incluida su espontaneidad narrativa. Frente a la cultura oral, la escuela se encuen-
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tra tan desprovista de modos de interacción, y tan a la defensiva, como frente a la audiovisual. En la manera como se aferra al libro, la escuela desconoce todo lo que de cultura se produce y circula por el mundo de la imagen y las oralidades: dos mundos que viven justamente de la hibridación y el mestizaje, de la revoltura de memorias territoriales con imaginarios des-localizados. Lo que nos coloca ante uno de los más graves malentendidos actuales, ya que el reconocimiento de la multiculturalidad en nuestros países implica aceptar no sólo las diferencias étnicas, raciales o de género, significa también aceptar que en nuestras sociedades conviven hoy «indígenas» de la cultura letrada con indígenas de la cultura oral -desde la riqueza de las narrativas étnicas a las urbanas del chisme y el chiste, del rap y el rock latinoy las culturas del audiovisual, la del cine y la televisión, la de los videojuegos y el internet. Y ello en su sentido más fuerte, puesto que esas tres culturas configuran muy diferentes modos de ver y de oír, de aprender, de sentir y de experimentar. Al reivindicar la presencia de la cultura oral y la audiovisual no estamos desconociendo en modo alguno la vigencia de la cultura letrada sino desmontando su pretensión de ser la única cultura digna de ese nombre y el eje cultural de nuestra sociedad. El libro sigue y seguirá siendo la clave de la primera alfabetización formal, esa que en lugar de encerrarse sobre sí misma debe hoy poner las bases para esa segunda alfabetización que nos abre a las múltiples escrituras que hoy conforman el mundo del audiovisual y la informática. Pues estamos ante un cambio en los protocolos y procesos de lectura,6 que no significa, no puede significar, la simple sustitución de un modo de leer por otro, sino la compleja articulación de uno y otro, de la lectura de textos y la de hipertextos, de la doble inserción de unos en otros, con todo lo que ello implica de continuidades y rupturas, de reconfiguración de la lectura como conjunto de muy diversos modos de navegar por textos. Pues es por esa pluralidad de escrituras por la que pasa hoy la . construcción de ciudadanos que sepan leer tanto periódicos como noticieros de televisión, videojuegos, videoclips e hipertextos. Uno de los más graves retos que el ecosistema comunicativo le hace a la educación reside en el reforzamiento de la división social
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y la exclusión cultural y política que ahí se produce. Pues mientras los hijos de las clases pudientes entran en interacción con el ecosistema informacional y comunicativo desde su propio hogar, los hijos de las clases populares -cuyas escuelas públicas no tienen, en su inmensa mayoría, la más mínima interacción con el entorno informático, siendo para ellos la escuela el espacio decisivo de acceso a las nuevas formas de conocimiento- están quedando excluidos del nuevo campo laboral y profesional que la cultura tecnológica prefigura. De ahí la importancia estratégica que cobra hoy una escuela capaz de un uso creativo y crítico de los medios audiovisuales y las tecnologías informáticas. Ello sólo será posible en una escuela que transforme su modelo (y su praxis) de comunicación, esto es que haga posible el tránsito de un modelo centrado en la secuencia lineal -que encadena unidireccionalmente grados, edades y paquetes de conocimient(}- a otro descentrado y plural, cuya clave es el «encuentro» del palimpsesto y el hipertexto. Entiendo por palimpsesto ese texto en el que un pasado borrado emerge tenazmente, aunque borroso, en las entrelíneas que escriben el presente; y por hipertexto una escritura no secuencial, sino montaje de conexiones en red que, al permitir/exigir una multiplicidad de recorridos, transforma la lectura en escritura. Mientras el tejido del palimpsesto nos pone en contacto con la memoria -y la pluralidad de tiempos- que carga, acumula todo texto, el hipertexto remite a la enciclopedia, a las posibilidades presentes de intertextualidad e intermedialidad. Doble e imbricado movimiento que nos está exigiendo sustituir el lamento moralista por un proyecto ético: el del fortalecimiento de la conciencia histórica, única posibilidad de una memoria que no sea mera moda retro ni evasión a las complejidades del presente. Pues sólo asumiendo la tecnicidad mediática como dimensión estratégica de la cultura la escuela puede hoy insertarse en los procesos de cambio que atraviesa nuestra sociedad, e interactuar con los campos de experiencia en que hoy se procesan esos cambios: desterritorialización/relocalización de las identidades, hibridaciones de la ciencia y el arte, de las literaturas escritas y las audiovisuales; reorganización de los saberes y del mapa de los oficios desde los flujos y redes por los que hoy se mo-
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viliza no sólo la información sino el trabajo, el intercambio y la puesta en común de proyectos, de investigaciones científicas y experimentaciones estéticas. Sólo haciéndose cargo de esas transformaciones la escuela podrá interactuar con las nuevas formas de participación ciudadana que el nuevo entorno comunicacionalle abre hoy a la educación.
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l. El estallido del espacio televisivo
Desde hace unos años se ha venido produciendo una importante ampliación del paisaje televisivo. A las formas de televisión abierta conocidas durante décadas se han unido la teleVisión por cable, internet, televisiones comunitarias, canales locales, televisión por satélite. Esta renovación del paisaje televisivo no se restringe solamente a las modificaciones tecnológicas sino que presiona los ordenamientos jurídicos, las relaciones de las audiencias con los productos televisivos, las variaciones de los gustos y las transformaciones de los géneros. Si los televidentes reciben actualmente más mensajes televisivos también varían las formas en que se relacionan con ellos, desde las maneras en que los seleccionan hasta los modos en que componen autónomamente sus propias carteleras de programación o diseñan sus ritmos personales de recepción televisiva ahora mucho mas impactados por las posibilidades de zapping. La aparición de nuevas modalidades de televisión ha estado también acompañada de cambios profundos en sus formas de gestión. Los modelos públicos y privados que estuvieron presentes en el origen de los diversos sistemas televisivos mundiales han variado y en la gran mayoría de países de América Latina se experimenta un notable afianzamiento de lo privado junto a un sensible debilitamiento de lo público. El fortalecimiento de lo privado se manifiesta tanto en la inserción de la televisión en las lógicas comerciales como en su constitución como una de las industrias contemporáneas más significativas por los grados de inversión económica que maneja, su integración con otras áreas de la economía, la diversificación de los mercados y la racionalización de sus procesos de producción. En efecto, la televisión es el medio de comunicación que acapara los
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porcentajes más importantes de la inversión publicitaria y algunos [if -. de sus géneros -como sucede especialmente con la telenovela y los ~ 1 :§ ¡· 1 ~ informativos- manejan presupuestos millonarios. Pero desde hace años la televisión ya no se limita únicamente a la producción y circulación de sus productos sino que desde el inicio éstos se diseñan con la posibilidad de conectarse a otras actividades del espectáculo y el consumo. Artistas que son escogidos para facilitar la extensión internacional de los mercados, programas que dan lugar apresentaciones masivas o al desarrollo de una industria musical pujante, concursos, magazines o series dramáticas en los que se publicitan desde artículos de consumo doméstico hasta objetos sofisticados y de lujo son todos manifestaciones de esas intersecciones, cada día más intensas y complejas, entre la televisión y el merchandising. Pero este auge de lo privado en la televisión no se ha vivido en los sistemas públicos. Sometidas a un deterioro progresivo, las televisiones públicas se han enfrentado a algunas disyuntivas de las que no han salido indemnes: o se deben adaptar a las condiciones del mercado, ingresando como otros actores más en la competencia comercial o persisten en sus relaciones con los Estados y los Gobiernos que ya no están muy decididos a subsidiarlas. Entre estas dos formas quizás extremas de su funcionamiento han empezado a aparecer otras: modelos mixtos que combinan la participación estatal con procedimientos y mecanismos de competencia, sistemas públicos que, como sucede hasta el momento con algunas televisiones europeas que se mantienen en su condición pública, derivan su ingreso de una mezcla entre publicidad y sostenimiento a partir de aportes de la ciudadanía, tratando de proyectarse como opciones diferentes a las televisiones privadas comerciales. La «estatalización» de lo público produjo en algunas televisiones una cooptación por parte de los gobiernos de sus verdaderos objetivos y funciones. Cooptación que se manifiesta de modos muy diversos: desde el uso propagandístico de los canales hasta la ambigüedad en encontrarles una identidad propia y una manera particular de hacer televisión. El caso Berlusconi demostró hasta qué punto un político emparentado con la videopolítica y la propiedad de los medios era capaz de desfigurar el sentido de la televi-
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sión pública que entendía como particularmente plegada a los propósitos del gobierno. La inexistencia de políticas televisivas, unidas a la definición social de políticas culturales, el poco riesgo y experimentación en sus labores creativas y de programación, la ausencia de productores independientes que propongan innovaciones de lenguaje, la copia de los formatos reiterativos de las televisiones comerciales son sólo algunos de los problemas que han sufrido las televisiones públicas y que en muchos casos las han conducido infortunadamente a una realidad de postración y soledad. Las televisiones públicas ofrecieron espacios emancipatorios donde, en palabras de García Canchini (1998), «Crecieron la información independiente y la conciencia ciudadana, se legitimaron las demandas de la gente común y se limitó el poder de los grupos hegemónicos en la política y en los negocios». Pero, según el mismo autor, estos espacios emancipatorios están en peligro por varios motivos; por «la reducción del papel de los estados como proveedores de los servicios públicos y el estrechamiento de sus recursos financieros en un período en que las innovaciones tecnológicas y el encarecimiento de la producción comunicacional exigen altas inversiones, que son más accesibles al sector privado; las iniciativas de renovación y expansión dejan de estar en manos de la British Broadcasting Company (BBC), de la RAI italiana, y de los medios estatales en Europa y América Latina, que ceden ese papel a Murdoch, Berlusconi, CNN, Globo y Televisa» así como por «el aumento de la competencia transnacional por los mercados y la innovación tecnológica, que subordina a la rápida acumulación mercantil las tareas culturales y la responsabilidad informativa, llevando incluso a la "autocomercialización" a las radios y a los canales de televisión públicos». 1 Este estallido del espacio audiovisual presenta una serie de características particulares. Si bien existe un aumento de la oferta televisiva, su diversidad y sobre todo su pluralismo no es tan abundante y consistente como algunos apresuradamente piensan. Como corrobora Keane, la afirmación de que el mercado permite un máximo de libertad de elección individual es dudosa, porque la oferta global de programación es reducida, repetitiva y previsible, además de que la publicidad favorece a los negocios y desfavorece a los ciu-
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dadanos. Las televisiones públicas deberían encontrar un difícil [ ] delo que son mucho más que televidentes fortuitos; se trata de gruequilibrio entre una programación generalista, es decir, orientada ~ ¡ ;s pos o tribus identificables, tanto por sus preferencias mediáticas 0 como por sus decisiones vitales. A la renovación de los públicos la hacia la mayoría del público, con una programación que tenga en ~acompañan las modificaciones cognitivas, es decir, las diferentes cuenta los derechos de las minorías, esas que no suelen acomodarse a formas de interpretación y apropiación de los mensajes televisivos las descripciones de las poblaciones-objetivo. Una televisión que transy su ubicación en otros contextos de sus vidas cotidianas. mita fútbol junto a escenificaciones de ópera, el cine que no suele El estallido pone en movimiento otras mediaciones de la recepmostrarse normalmente en las salas comerciales con eventos próxición televisiva entendidas como las diferentes instancias culturales mos a las sensibilidades más contemporáneas de los jóvenes. Si las desde donde el público de los medios produce y se apropia del sigtelevisiones comerciales aumentan las posibilidades de contrastanificado y del sentido del proceso comunicativo. Aplicado al camción cultural, el acceso a la información o la recurrencia a modelos po de la televidencia, Guillermo Orozco ha definido las mediaciones de vida diferentes a los propios también segmenta, estandariza y como «un proceso estructurante que configura y reconfigura tanto la somete las realidades a incisivos procesos de reducción y banalizainteracción de los miembros de la audiencia con la televisión como ción. Se supondría que las televisiones públicas tienen el reto de la creación por ellos del sentido de esa interacción». 2 Si las televiofrecer otros ámbitos de ficción e imaginación, otras entradas comsiones comunitarias y locales ponen en relación a los televidentes prensivas a los problemas cotidianos, otras maneras de confrontar con las situaciones más cercanas de su barrio, su familia extensa, sus públicamente los asuntos que conciernen a los ciudadanos. vecinos, los documentales científicos del Discovery Channel geneEl estallido ha producido también unas mezclas muy interesanran contextos educativos en que la ciencia se aproxima a lo cotidiano tes entre lo global, lo nacional y lo local. Si hay un lugar social en de una manera que hace lúdica la didáctica y entretenido el saber. La donde se confirma la circulación mundializada de la cultura (Ortiz, aparición de un territorio más amplio de propuestas televisivas ha sigRenato) pero a la vez el crecimiento de las afirmaciones locales es la nificado también un complejo redimensionamiento jurídico. La fatelevisión. En ella se combinan los textos creados por la industria cilidad para captar señales incidentales de los satélites cuestiona las trans.p.acional especialmente estadounidense con los melodramas barreras de la soberanía nacional e insiste en los derechos transnanacionales y las transmisiones locales en unos efectos de hibridacionales de autores y productores. La innovación tecnológica supone ción en que confluyen diferentes tipos de relatos, se conectan deseos, decisiones sobre el espectro, cambios en las formas de control y fisaspiraciones e intereses muy diferentes, circulan conocimientos calización, definiciones sobre la asignación de las frecuencias o los que antes eran inaccesibles y se producen procesos de socialización permisos para operar. Las relaciones entre medios llaman la atención más abiertos que hace unos años. La reconfiguración del paisaje tesobre la democratización de las comunicaciones, la salvaguarda de la levisivo no ha sido únicamente de modalidades de televisión o de intimidad de las personas y la inconveniencia de las prácticas monormatividad jurídica. Tantas televisiones han creado nuevos púnopolísticas. Por eso en los últimos años se han producido procesos blicos así como transformaciones en la geografía cognitiva y sentide reforma de las leyes sobre comunicación en una gran cantidad de mental de la televisión. Las televisiones por cable han permitido países que buscan adaptar una reglamentación que muy pronto se desurgir audiencias especializadas mientras que cadenas musicales como sactualiza respecto a los requerimientos sociales y políticos que faMTV producen sugestivas identificaciones generacionales, vinculavorecen las nuevas tecnologías de la comunicación. ciones muy fuertes entre estéticas emergentes y estilos de vida. Como afirmó hace años U mberto Eco para la lectura, todo texto genera su lector modelo. Canales y programas crean audiencias mo-
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2. Los medios como actores sociales: cambios en su identidad
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U na revisión de la situación de la industria mediática parece indicar que se están dando reformulaciones importantes en la identidad de los medios como actores sociales, variaciones en los órdenes de sus alianzas entre sí y con otras instituciones sociales, un redibujamiento de la propiedad que deja atrás -por lo menos como tendencia- el sentido meramente acumulativo temporalmente y lento de otros años. Pero también se producen reacomodamientos, como ya se ha visto, de las relaciones entre lo público y lo privado, ampliación, segmentación e intersección de las audiencias y una interconfluencia entre medios y entre géneros (lo que H. Herlinghaus ha llamado «intermedialidad» ); todo ello unido a cambios en las percepciones sociales sobre las industrias culturales y en las actuaciones ante ellas de la sociedad civil. La significación social de los medios está variando. Junto a su capacidad de representar lo social y construir la actualidad persiste su función socializadora y de formación de las culturas políticas. Entrelazados con la historia de las sociedades modernas los medios además de «mostrar>) cómo se van dando los cambios los acompañan. En un país corno Colombia la televisión testimonia en su propia evolución las transiciones de una sociedad «parroquiah> a una moderna, es decir. de una sociedad homogénea y unificada a una más plural, heterogénea, laicizada y fragmentada. Esa transición se puede percibir en la disolución de algunos géneros o en el fortalecimiento de otros, en las adaptaciones tecnológicas que además de ampliar coberturas modifican relaciones de las audiencias con la televisión, permiten el acceso de otros sectores sociales, resquebrajan las limitaciones de expresión. El peso de la información internacional en
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;.~ noticieros que eran endogámicos y cerrados evidencia conexiones ,. . con el mundo que modifican de algún modo nuestra manera de perG cibirnos mientras que las versiones sociales que adopta la telenovela de los noventa uniendo, por ejemplo, continuidad narrativa y sucesos sociales de coyuntura, confirman que las realidades se han hecho mucho más complejas y variadas que hace unos años, cuando las ciudades eran más pequeñas y más aprehensibles. Pero también los medios expresan en su funcionamiento los cambios que viven los Estados, que se rediseñan tratando de encontrar el tamaño adecuado, la flexibilidad necesaria, los campos y las formas de presencia más acordes con las modificaciones que se viven en otros ámbitos de la vida en sociedad. Durante años la televisión ha sido un laboratorio donde se perciben las interacciones entre lo público y lo privado de una manera más intensa que en otros, los intentos de democratización como también de clausura, los ajustes -y desajustes- enrre la fuerza de los grandes conglomerados y los derechos de los ciudadanos. Los cambios en los modelos de gestión de las televisiones públicas constatan con precisión la crisis del Estado del bienestar y de las formas proteccionistas mientras que resaltan los diseños de Estado que están emergiendo, las áreas de la vida social en que los medios tienen una participación mucho más protagónica, incluso reemplazándolo o siendo complementario de algunas de sus funciones. Los medios han aumentado su rol de intermediarios entre instituciones del Estado y la gente, procesan la inconformidad de la ciudadanía, sensibilizan socialmente frente a intervenciones estatales en ciertas situaciones y llegan incluso a ser factores determinantes de la gobernabilidad local o nacional. Todo lo anterior está acompañado de funciones que los medios han ido encontrando para sí y que son indicativas de las transformaciones políticas y culturales que se producen en la sociedad. La idea de que los medios fundamentalmente «representan» lo social ha cedido ante su ascensión como actores sociales, ante su legitimidad como sujetos que intervienen activamente en la realidad. El control político y la fiscalización es una de las funciones básicas que se le asignan a los medios en sociedades en que los poderes se han acrecentado y en que definitivamente se han diversificado. Por eso se
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observan con tanta precaución las uniones entre grandes corporaciones económicas y medios o entre gobierno y medios y se enfatiza el carácter de visibilidad que tienen los medios frente a los mimetismos de la corrupción, las infracciones de los derechos humanos o el poderío transnacional de las compañías multinacionales. La fiscalización también crece sobre los medios porque ellos mismos se han convertido en un poder y los ciudadanos sienten que debe hacerse un seguimiento de sus acciones, abierto y público. Los medios de comunicación se ven comprometidos con la aparición de nuevos temas, actores e interpretaciones sociales y culturales. Así como surgen secciones diferentes a las habituales en los periódicos o se mezclan géneros de manera imprevisible en la televisión, se conforman televisiones por cable especializadas o se proponen mecanismos de participación de los lectores y las audiencias. Esta aproximación a nuevos temas (ecología, género, rock, calidad de vida, salud, etc.) suele crearle incertidumbres a los medios que no siempre los acogen con la amplitud deseable; poco a poco se devuelven sobre ellos mismos en un efecto de contemporaneidad que los abre a diálogos fructíferos y a renovaciones convenientes. Por la música, el cine o el vídeo las culturas juveniles ingresaron en los medios impregnando de un estilo otros campos como la propia política o incluso la economía; campesinos pobres afirman en una investigación reciente su interés por poder comprender a sus hijos a través de la información educativa. los medios también están modificando sus alianzas con otros actores sociales. Venidos de afiliaciones partidistas inamovibles, han empezado a relativizar sus adhesiones, a hacerse mucho más permeables a otras opciones políticas y cada vez con mayor frecuencia a ser críticos de las prácticas políticas tradicionales que antes habían defendido de manera vertical. Una actitud explicable en sociedades en donde se diversifica la participación y en que los grupos en competencia son tan variados como la propia sociedad en la que actúan. De este modo la identidad de los medios como actores sociales se rehace. Las transiciones que en estos años han sufrido los medios de comunicación en muchos países de Latinoamérica y del mundo al pa-
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sarde una organización familiar a una gestión empresarial y corporativa y de una intervención focalizada a una multimedia! desencadenan una serie de transformaciones en su identidad como actores sociales así como en su funcionamiento cultural. Estas transiciones no son un asunto de voluntad sino de exigencias que provienen de la complejízacíón de los mercados, la renovación tecnológica, los requerimientos de la competencia y las propias lógicas internas del desarrollo de los medios. El mercado mediático, en efecto, se ha ido expandiendo en los últimos años de una forma tal que la competencia es cada día más fuerte y diversificada y ha roto las compuertas reglamentarias que durante años definieron las legislaciones de algunos medios. Alianzas entre empresas nacionales de medios, sinergias con empresas de otros sectores cercanos, participación extranjera -tecnológica, económica, de producción y distribuciónen aumento, son hoy algunos eventos frecuentes que impactan e impactarán a los medios. Esta movilización y adecuación de las empresas mediáticas genera debares complejos sobre la calidad de la información, su independencia, sus límites en materia de derechos fundamentales como la salvaguarda de la intimidad o la redefinición de la libertad de expresión; las formas de interacción con el Estado, las compatibilidades e incompatibilidades entre información e intereses económicos. Esta empresalización de los medios representa otra modificación sustancial: el paso de lo sectorial a lo multimedial. Durante años, por ejemplo, las instituciones de información se centraron en el periodismo escrito, donde aprendieron o consolidaron un oficio que poco a poco se fue fracturando por el crecimiento de la oferta mediática, la diversificación de las audiencias y la aparición de otros lenguajes que desde lo sonoro, lo audiovisual y lo informatizado empezaron a retar fuertemente su focalización. Se fue asimismo comprobando la posibilidad de complementariedad entre medios que además de ampliar el radio de su influencia, permitía importantes economías de escala. Lo multimedia! no aparece solamente por las transformaciones de su campo o por un simple efecto económico o tecnológico sino por las variaciones de la composición de la vida social, de la política, de las sensibilidades.
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La empresalización produce una gama importante de efectos: junto a las necesidades de adecuar las propuestas comunicativas a las exigencias del consumo están los procesos de estandarización que reducen las especificidades para circular más fácilmente en circuitos comerciales que requieren de productos bastante homogéneos y que además suelen tener una rápida obsolescencia. Los tiempos internos de la elaboración mediática varían al ingresar en las lógicas de la producción industrial mientras que sus realizaciones son más permeables a la intersección de géneros, la experimentación y la espectacularización. La diversificación de la producción de la empresa multimedia! (que integra recreación, acceso al conocimiento, educación, información, etc.) genera especializaciones aún más sofisticadas tanto de los tipos de periodismo como de sus modalidades narrativas e· integración de medios. La gestión empresarial de los medios vive una indudable tensión: mientras las comprensiones empresariales proveen una gramática general de la gestión que acercan los medios al mercado, signada por elementos como la eficiencia, la evaluación de la productividad, la segmentación de los públicos o la planificación prospectiva, también suele desconocer su especificidad (informativa y cultural), imponiendo en ocasiones coactiva y restrictivamente las lógicas comerciales a las comunicativas. La adopción de un enfoque empresarial impacta entonces sus sistemas de gestión, reformula severamente los énfasis organizacionales distanciando procesos que ahora se llevan a cabo en otra parte (por ejemplo la distribución o el mercadeo por outsourcing), impulsa mezclas intermediales que no formaban parte de la ortodoxia de las empresas mediáticas en décadas pasadas e impone racionalidades que están mucho más cerca de las lógicas de los negocios que de sus anteriores afanes editoriales. Todo eso genera conmociones muy profundas que hacen que los medios cada vez se parezcan menos a lo que conocíamos de ellos hace unos años. Frente a la globalización los medios nacionales han tenido que variar rápidamente su modo de actuar, entrando en una fase de adaptación a nuevos esquemas, buscando alianzas internas y externas que lo fortalezcan, replanteando sus sistemas de financiamiento, sus nichos de mercado y sus propios lenguajes. En Brasil, por ejem-
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plo, los medios de comunicación que hace unos años se oponían radicalmente a la presencia de inversionistas extranjeros ahora favorecen modificaciones legales que permitan la entrada de dinero y tecnología externos sin la cual sus desarrollos se verían frenados o por lo menos gravemente represados. En Colombia se dio una discusión importante en la elaboración de su más reciente ley de televisión sobre los porcentajes de inversión extranjera en las diversas modalidades de televisión y varios sectores observaron que este ingreso era curiosamente una de las formas de democratización del medio porque facilitaba que grupos intermedios en alianza estratégica con inversionistas extranjeros pudieran competir con los grandes capitales nacionales que habían ejercido un predominio destacado en el manejo de la televisión. Cadenas como TeleAzteca han aumentado su presencia tanto en la circulación de sus realizaciones televisivas como en la compra de estaciones en diferentes países del continente y Televisa le propone a estaciones televisivas latinoamericanas un proceso de integración operacional que cualifique sus flujos de información. Los diseños corporativos y las sinergias con otras áreas afines, especialmente con las telecomunicaciones, el entretenimiento y el procesamiento de datos, han desbaratado así los ordenamientos que se tenían hasta entonces para garantizar su funcionamiento mediático, imponen agresivas estrategias comerciales, suponen la búsqueda de otros tipos de productos, el desarrollo de algunos ya existentes y el debilitamiento de aquellos que ofrecen un mal pronóstico, exigen otros requerimientos profesionales de los equipos de producción, establecen interacciones entre medios y fortalecen la especialización de las diversas unidades de negocio. Esta fuerte corporativización replantea las oportunidades y sobre todo los caminos viables de integración. Porque al estar unida a la desregulación y al debilitamiento de los Estados habrá que reconocer oportunidades que se abran en esta densidad empresarial sin renunciar por supuesto a la necesidad de plantear -como lo hace García Canclini (1996)- una reconstrucción de la esfera pública nacional e internacional. Pero las variaciones de la identidad de los medios no paran aquí. Tienen que ver con sus cambios ante la pérdida de la centralidad de lapo-
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lítica (y los medios, especialmente la prensa, han estado estrecha- [ ' mente identificados no sólo con la política sino con lo partidista), ~ 0 con sus alianzas con otros actores sociales como organizaciones no gubernamentales, movimientos ciudadanos, corporaciones civiles que impactan en sus comprensiones de la política y de lo público y en su papel como medios (como en años anteriores eran «naturales» sus vínculos con políticos, la Iglesia, las élites intelectuales, etc.), con la aparición en su escena de temas que logran conmover de algún modo las seguridades anteriores (nos referimos a las percepciones de género, los impactos producidos por la corrupción, la emergencia de las presiones ecologistas, las modificaciones de la sexualidad, los socavamientos de las nociones tradicionales de la autoridad que influyen en sus narrativas pero también en la orientación general de su poder como actores sociales). Estas asintonías a las que alude Lechner entre las diversas áreas sociales, «que obedecen más y más a racionalidades propias y diferenciadas», estos cambios en las velocidades, han traído para los medios otras exigencias: intermediación entre los ciudadanos y las agencias del Estado, inserción en movilizaciones civiles donde antes había afiliaciones partidarias, reconsideración del senrido público de los medios y fundamenralmente de su manejo de un bien social como la información. Hoy se puede afirmar que, además de la integración por la música, la telenovela, el fútbol o internet, ha crecido una forma de integración política, una suerte de lenta expansión de un espacio público latinoamericano que tiene en las industrias culturales un vehículo .imprescindible y definitivo de desarrollo. Uno de los escenarios en que se perfila este rediseño del paisaje interior de los medios es el de la propiedad. Es un hecho que el concepto de propiedad estático y sustancialmente acumulativo se ha modificado. Hoy la tendencia es a las fusiones, las alianzas, el traslado de monopolios naturales a una economía de variedad, la ampliación de los portafolios de inversiones y el ingreso en los medios de compañías que tenían otro tipo de propósitos estratégicos, como es el caso de la entrada de las telefónicas a la televisión abierta o de las empresas de televisión por cable al servicio de procesamiento de datos vía fibra óptica. Este giro
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en la propiedad demuestra que en el caso de los productos culturales se ha dejado atrás la lógica industrial para pasar progresivamente a una lógica corporativa marcada por sinergias, alianzas que no siempre están determinadas por propiedad cruzada sino por vínculos operativos eventuales, definición de unidades de negocios con una administración gerencial flexible y traslado de un modelo de empresas que prestaban servicios o producían bienes para la circulación abierta a empresas que se preocupan más por las relaciones con sus clientes a los que conocen con mayor precisión, disponiéndoles una oferta inregral y colocando su énfasis en diseños originales que promuevan diferencias con una competencia relativamente homogénea. Cada vez se habla con más fuerza de cultura empresarial y cultura del servicio al cliente porque se enriende que la empresa es un lugar de circulación de significados que afectan directamente los procesos y las interacciones, las formas de autoridad o los sistemas de comunicación, pero también que la competencia se libra en mantener y desarrollar afiliaciones con un cliente que es sujeto de derechos, de exigencias y de responsabilidades y que como la propiedad es también móvil. El target comienza a insinuarse seriamenre como ciudadano (García Canclini, 1996).
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3. Figuras de la democracia, metáforas de lo público
Paolo Flores d'Arcais describe la democracia como un sistema frágil, una excepción de la naturaleza humana. Siendo una forma de gobierno paradójico es también lógicamente inerme, porque para no renunciar a él mismo -dice- debe garantizar espacio a sus enemigos, tolerancia a los enemigos de la tolerancia. «Es el régimen contranatura, porque entra en conflicto con las tranquilizantes certezas de la tradición, de la obediencia, de la pasividad.» Si hay una dimensión que ha acompañado la progresiva invención de la democracia desde su figura griega hasta su puesta en escena contemporánea es la de la comunicación. La posibilidad de contrastar puntos de vista diferentes, el acceso a información de calidad, la publicidad de los eventos ciudadanos frente a toda forma de secretismo, la participación más completa posible en los procedimientos de decisión colectivos así como en su flexibilidad y revocabilidad son todas condiciones de la democracia como gobierno pero sobre todo como ethos interiorizado. «La democracia es un medio autorreflexivo de controlar el ejercicio del poder. Es un medio no superado de poner coto a la arrogancia sin límites y a la estupidez de los que ejercen el poder... es el mejor amigo de la precaución y de la prudencia», 1 escribe J. Keane. Aún tiene gran fuerza la diferenciación que en 1958 estableció Hannah Arendt, en La condición humana, y las asignaciones que tan certeramente hizo Jean-Pierre Vernant de ciertos tipos de géneros literarios a la gradación entre lo íntimo y lo público, aplicando al individuo el género de la biografía, al sujeto las memorias y al yo las confesiones y los diarios íntimos. H. Arendt recuerda que en la ciudad-estado griega todo ciudadano pertenecía a dos órdenes de
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existencia: lo que es suyo (idion) y lo que le es comunal (koinon). «Ser político -escribe-, vivir en una polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión y no con la fuerza de la violencia.» 2 Por ello el político era un rethor. La retórica se entendía como el arte de hablar en público, de convencer, de persuadir. La unión de retórica, comunicación y política es inseparable. Sólo que la investigación comunicológica ha transformado sus comprensiones de la persuasión. No en vano los estudios pioneros de los investigadores de la mass communication research buscaron con afán las conexiones entre comportamientos y persuasión. Uno de los aprendizajes logrados fue que la persuasión no procede por transformaciones unilaterales sino por «hablar en público», es decir por intercambiar significaciones y sensibilidades en espacios con luz. Lo público exigirá la argumentación, la interlocución, el sentido del otro como lo confirmó Lyotard. «El ciudadano -dice- es el individuo humano a quien el derecho de dirigirse a los otros es reconocido por ellos.» La definición de Norberto Bobbio de la democracia como «poder en público» dibuja de manera precisa parte del sentido más profundo de las relaciones entre ciudadanía y comunicación, democracia y comunicación. «Utilizo esta expresión sintética --escribe-- para indicar todos los expedientes institucionales que obligan a los gobernantes a tomar decisiones a la luz del día y que permiten a los gobernantes ver cómo y dónde se efectúan estas decisiones.» La síntesis de Bobbio impresionantemente cercana a la de Kant cuando define la libertad de expresión como <
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ción humana al explicar las diferencias entre la esfera pública y pri- S'·o vada. Mientras la «luz dura» pertenece al mundo de lo público, el ~ encantamiento se refiere a los territorios de lo privado. Lo duro y lo ' tenue, lo matutino y lo crepuscular son, como se sabe, matrices simbólicas harto significativas y recurrentes en nuestras tradiciones imaginarias y poéticas. Aquí lo serán también de la política y de los ordenamientos de la vida social. El encantamiento forma parte de otra tradición que liga el misterio y el sortilegio de los relatos míticos con las condiciones más profundas y descifrables del inconsciente como bellamente lo expuso Jacques Lacan al hablar de jeroglíficos, blasones, laberintos, disfraces, oráculos, enigmas y encantos para nombrar los hermetismos que intenta resolver la exégesis analítica, los sentidos aprisionados que busca liberar el psicoanálisis. «Puesto que nuestra sensación de la realidad depende por entero de la apariencia -escribió por su parte Hannah Arendt- y, por lo tanto, de la existencia de una esfera pública en la que las cosas surjan de la oscura y cobijada existencia, incluso el crepúsculo que ilumina nuestras vidas privadas e íntimas deriva de la luz mucho más dura de la esfera pública. Sin embargo, hay muchas cosas que no pueden soportar la implacable, brillante luz de la constante presencia de otros en la escena pública: allí únicamente se tolera lo que es apropiado, digno de verse u oírse, de manera que lo inapropiado se convierte automáticamente en asunto privado. Sin duda, esto no significa que los intereses privados sean por lo general inapropiados; por el contrario, veremos que existen numerosas materias apropiadas que sólo pueden sobrevivir en la esfera de lo privado. El amor, por ejemplo, a diferencia de la amistad, muere, o mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público.» 3 La luz también es central en la visualización del proyecto de la Ilustración, es decir, de la versión moderna de la democracia política; una versión que además tiene en su centro a la libertad de expresión. «Y es en efecto ese proyectar la luz sobre todo, esa voluntad de iluminar todas las zonas oscuras, ese iluminismo frente al oscurantismo, lo que caracteriza más específicamente el siglo de las luces y lo que hace de la libre expresión del pensamiento el instrumento crucial de la cultura moderna, porque sólo quien
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apoya resueltamente la libertad de información, quien no tiene "miedo a saber", es capaz de ser ciudadano en una sociedad abierta», escribe Francisco J. Laporta. 4 Tras la metáfora de la luz está la del ver. La una resalra, hace evidente. La otra observa, explora, analiza, contrasta. La primera es un llamado físico de lo público, la segunda una constatación actitudinal, proactiva. Porque como señalara Paul Klee para el arte, el ver se ejercita en su propio funcionamiento, en su ejercicio. La metáfora del «poder en público» de Bobbio es deudora también de una larga y fructífera tradición en el imaginario humano de la democracia. Podríamos inclusive decir que se trata de una de sus metáforas fundantes, primigenias. Está asociada, en el caso griego, a esa portentosa invención que significó el paso de la tiranía micénica a la democracia griega, al desplazamiento de la representación simbólica del panóptico-archivo al de la plaza-conversación. Mientras que en el primero el tirano observaba y era visto, en la segunda los ciudadanos, o mejor, quienes tenían su condición recuperaban una simetría que en la anterior representación era impensable. Pero rambién del secretismo de la palabra que guardaban con un celo reglamentario los escribas en los archivos centralizados del palacio de Ánax pasamos a una palabra que se expone públicamente, en la que se entrena a los jóvenes en los gimnasios en los cuales se cuidaba la perfección del cuerpo pero también se entrenaba en el uso del lenguaje, en las artes persuasivas de la retórica. «Se les enseñaba entonces a utilizar las palabras a la hora de presentar y rebatir argumentos con la misma economía de movimientos que aprendían en la lucha.» 5
El ágora: lugar abierto El ágora como representación física y social está asociada a la idea de lo abierro, al escenario por el que circulan la palabra y ofrece una gama amplia de perspectivas. El mismo Sennet recuerda que la evolución de la democracia ateniense configuró las superficies y el volumen del ágora, «porque el movimiento posible en un espacio
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simultáneo era adecuado para la democracia participativa. Pasean- ~ do de grupo en grupo, una persona podría enterarse de lo que es- ~ taba sucediendo en la ciudad y discutirlo. El espacio abierto también invitaba a la participación casual de los asuntos legales». 6 Este sentido comunicativo de la plaza lo dibuja también Pablo Fernández Christlieb, al insistir en que en ella la comunicación no permite establecer jerarquías perceptuales de altura sino que se dan infinitud de puntos de estancia, diversas posiciones para los participantes. Estancias que aún hoy son más heterogéneas y menos reductibles a lo estrictamente político; el propio concepto -polémico y complejo- de sociedad civil contempla la pluralización de actores y de temas que aparecen y desaparecen de la escena social de una manera bastante fluida y desconcertante. Además de que sus intereses son más variados y variables que en los actores políticos del pasado, sus afiliaciones son múltiples y sus interacciones bien diversas. Estas metáforas dan lugar a varias dimensiones para el diseño conceptual y práctico de la democracia, pero sobre todo permiten establecer la importancia de la comunicación en su existencia y desarrollo. Había aparecido como explica J.-P. Vernant un nuevo horizonte mental, una arquitectura simbólica en que la palabra ya no es fórmula sino debate contradictorio, discusión argumentada. Si la palabra es el instrumento de la vida política la escritura permitirá la divulgación de lo prohibido. Ahora además la comunidad supervisará las creaciones del espíritu y las magistraturas estatales. 7 «Los participantes de la plaza -escribe Fernández- como los mensajes de la comunicación, al seguir trayectorias deambulantes, sin rumbo fijo, lógicamente, se interrumpen, se entretienen, se distraen, se les va el santo al cielo, olvidan su rumbo, intercambian material, alteran el mensaje, todo el tiempo, una vez tras otra, volviéndose siempre imprecisos y necesitados de aclaración, para lo cual tienen que volver a interrumpirse y entretenerse.» 8 La comunicación permite la visibilidad en la medida en que abre el espacio de la deliberación pública, resalta el perfil y los puntos de vista de los diversos actores, expone los temas en controversia y sus diferentes interpretaciones y aumenta la cantidad y sobre todo la calidad de las formas de
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acceso al debate social. No siempre es así, por supuesto. Porque al ~ ser interesada la comunicación posee distorsiones, campos .resttino gidos de expresión, temas que aún quedan intencionalmente en la sombra. Si lo público es lo «que puede ser visto y oído por todos, lo que recibe la mayor publicidad posible» (H. Arendt), los medios de comunicación son hoy instrumentos fundamentales de la ampliación o restricción de lo público. Se amplía lo público al hacer visibles preocupaciones de actores que de otro modo no se notarían, al tender los límites del reconocimiento de los «Otros», al cualificar las comprensiones que los ciudadanos tienen sobre sus problemas o sobre las orientaciones de las decisiones de sus gobernantes. Se restringe al sesgar la información, al banalizar los procesos, al quitarle densidad a la complejidad de lo social. Se amplía al contribuir a constituir lo público a partir de una isonomía ciudadana, es decir, al fortalecer la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos así como a su adecuada participación en el poder. Se restringe al convertir en contrincante o -enemigo al opositor, al diluir la argumentación racional y la conversación fluida, al imponer indiscriminadamente lógicas comerciales allí donde se requieren narraciones culturales muy particulares. En un trabajo reciente Pierre Bordieu critica el tratamiento de la información a través de los «hechos ómnibus», es decir, de aquellos hechos que interesan a todo el mundo pero de un modo tal que no tocan nada importante, analiza la excepcionalidad de lo noticioso y su autorreferencialidad y destaca cómo la televisión se ha convertido en árbitro del acceso. a la existencia social y política. La consolidación de un «nosotros» de la civilidad frente a las manifestaciones autoritarias, provengan de donde provengan; la formación de un espacio común y de revelación donde la sociedad civil se exprese en su pluralidad son retos que tienen hoy los medios en su búsqueda de visibilidad. «La libertad de información, el periodismo crítico, la noticia para el ciudadano (y no la manipulación del ciudadano a través de la noticia, en provecho del poder), constituyen hoy una excepción a la normalidad ... Toda forma de arcana imperii, de la más clásica (y casi siempre invocada equivocadamente) razón del Estado a la opacidad cotidiana que la factura burocrática
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opone a los derechos de los ciudadanos, pasando por las infinitas impenetrabilidades de "palacio" y sus relaciones con los potentados de la sociedad civil, constituyen un hándicap para el ciudadano. Y con ello un hándicap para la democracia.» La afirmación del italiano Paolo Flores d'Arcais en «La democracia tomada en serio» ilustra esta tensión entre visibilidad y ocultamiento, resaltamiento y sombra: opacidad impuestas por la burocratización activa de los ciudadanos; impenetrabilidades que rompen cualquier esfuerzo por incidir en lo que deber ser común y termina siendo privatizado; alejamientos que retiran a los ciudadanos del mundo de las decisiones. Los arcana imperii contemporáneos tienen que ver con el distanciamiento técnico de una política que ya no es gestión común, con las realidades construidas desde las versiones o las imposiciones, con las brechas informativas que hacen que los pobres sean también quienes están desprovistos de información, sometidos muchas veces a una modernización acelerada y traumática que los excluye del espacio público como espacio de aparición y como herencia institucional. El «ver» se transforma en un paradigma conceptual de los vínculos entre democracia y comunicación, entre ciudadanía y medios. El ver de los ciudadanos se concreta en la posibilidad de llevar a cabo un control político efectivo de los actos de los gobernantes, en el seguimiento documentado de las decisiones políticas, sociales y económicas que afectan sus vidas o en una tarea de fiscalización que no se abandona solamente en los organismos institucionales. La crisis de la representación que se vive en el funcionamiento de la democracia está dando paso a manifestaciones expresivas diferentes así como a una acción más directa de los ciudadanos en su relación con el Estado. Con frecuencia la intermediación llevada a cabo por los medios, el papel de voceros que cumplen en sociedades civiles debilitadas, llega a cooptar estas relaciones directas, difuminando al ciudadano, ganando para sí en institucionalidad y poder. Ahí se pueden ubicar las intervenciones plebiscitarias o referendos que buscan movilizar la voluntad colectiva frente a preguntas fundamentales, las veedurías ciudadanas, que siguen con cuidado el desarrollo de problemas como la prestación de los
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públicos, el desarrollo de los procesos electorales o las ini1 servicios ciativas emprendidas legisladores o gobernantes. • • • La metáfora de la por apertura presente en la imagen democrática o
de la plaza está asociada a la igualdad de derechos y de recursos políticos, entre ellos el de la posibilidad de comunicar y ser escuchado, el respeto a las reglas de juego, a la tensión entre la palabra de la mayoría y las propuestas que hacen circular las minorías. También a la construcción de consensos en medio de la conflictividad y el disenso; consensos que no excluyen el que los ciudadanos afectados por determinadas decisiones reconsideren sus juicios. «Tomar en serio a los afectados -escribe Adela Cortina- no significa únicamente dejarles participar en los diálogos, que ya es algo, sino arbitrar los mecanismos necesarios para asegurar que aquellos de sus intereses que sean generalizables van a tener incidencia en la decisión final. Lo cual significa rectificar profundamente el mecanismo mayoritario como regla única de decisión, asegurando el respeto a las minorías, la defensa en cualquier caso de derechos básicos y la defensa de posiciones que puedan ser pioneras desde el punto de vista moral como la desobediencia civil y la objeción de conciencia.» 9 Con frecuencia los medios suelen estandarizar la opinión homogenizándola a partir de la sacralización de los énfasis mayoritarios que fabrican o con generalizaciones al desgaire (el público mediático como una ilusión escenográfica que ratifica posiciones generalizadas) o con encuestas y sondeos que se acogen sin mayores críticas o análisis. Noelle Neuman demostró en un trabajo clásico sobre la opinión pública que la sociedad amenaza con el aislamiento y la exclusión a los individuos que se desvían del consenso; por eso las opiniones que reciben mayor apoyo explícito llegan a dominar la escena pública. Así no solamente quedan temas por fuera de la deliberación social facilitada por los medios sino que también se diluyen las variaciones posibles de sus interpretaciones en juego. La plaza en vez de reconocerse en su apertura se cierra en su ensimismamiento.
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Televisión y modelamiento de lo público
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U na versión más contemporánea de lo público vincula su debate con el análisis de temas como la constitución de la sociedad civil, sus interacciones y diferencias con un Estado que cada vez es una instancia menos monolítica y más porosa, el resaltamiento de nuevos actores sociales que ubican sus intereses ya no tanto en los problemas de la representación como en los de la expresión y el reconocimiento. La sociedad civil es un espacio público en el que se dan interacciones de muy diversa clase entre diferentes actores sociales más o menos organizados. La idea de sociedad civil está fuertemente unida a las realidades de deliberación social (puesta en escena de la comunicación), interacción discursiva, pluralismo, autonomía en la formulación de los propios intereses y capacidad para lograr metas sociales, culturales y políticas. Espacio de resistencia a los autoritarismos, la sociedad civil es ámbito de configuración de las culturas políticas, la socialización de los ciudadanos, la resolución de los conflictos y la expresión de la oposición. Toda restricción de la interlocución conduce entonces a un vaciamiento de lo público. En lustitia lnterrupta, Nancy Frazer ha descrito la esfera pública como el espacio en que los ciudadanos deliberan sobre sus problemas comunes, donde se producen y circulan discursos, donde se genera un ámbito institucional de interacción discursiva. Un espacio en el cual las desigualdades y las exclusiones no se ponen en paréntesis ni se suspenden y en el que, por el contrario, siempre coexiste una pluralidad de públicos en competencia. Es significativo que Frazer subraye que la esfera pública primero significó exigir información acerca del funcionamiento del Estado para someterla a escrutinio público y después transmitir el interés general de la sociedad al Estado mediante la libertad de expresión, de prensa, de asociación. Las esferas públicas no son sólo espacios para la formación de la opinión discursiva sino también espacios para la formación y concreción de las identidades sociales. Su planteamiento acerca de los contrapúblicos, es decir de aquellos «espacios discursivos paralelos donde los miembros de los grupos sociales subordinados in-
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ventan y hacen circular contradiscursos, los que a su vez les permiten formular interpretaciones opuestas de sus identidades, intereses y necesidades», 10 es muy importante para disolver la figuración de la homogeneidad de lo público. La televisión es un excelente escenario para pensar en las consistencias e inconsistencias de lo público y sobre todo para verificar la historia de sus cambios y modificaciones. Porque muchas de las experiencias televisivas que obedecieron al modelo de gestión público muy pronto sucumbieron a su mimetismo con el Estado, mientras que las que adoptaron el modelo privado acogieron la supuesta racionalidad de los mercados y marcaron rápidamente diferencias con lo público. En el primer caso, si bien se insistía en la noción de servicio público (hoy una noción cuestionada por quienes critican la presencia del Estado en lo que supuestamente no le concierne y que más bien forma parte de los flujos insistentes de la privatización) y en una televisión a la cual se le exigían cánones de calidad y responsabilidades culturales, se cayó -especialmente en los países latinoamericanos- en un modelo subsidiado, que terminó por parecerse demasiado a los canales comerciales o, por el contrario, por adoptar un enfoque supuestamente educativo que le restaba creatividad, sentido de la innovación y lo alejaba irremediablemente de las audiencias. En el segundo caso, sistemas como los de México, Venezuela y Brasil concentraron la industria en grandes consorcios que redujeron el panorama televisivo a un paisaje bastante homogéneo y poco plural, mientras que el estallido televisivo en otros países del continente produjo una enorme fragmentación con rasgos muy semejantes en su operación. Lo público empezó a considerarse como ajeno, propio del Estado, identificado con un concepto harto limitado de lo cultural y educativo y definitivamente alejado de cualquier contacto con el entretenimiento. Pero quizás más que una adscripción a uno de los dos modelos lo que se ha vivido en la historia de la televisión es una paulatina moldeabilidad de lo público que emerge de las tensiones entre lo comercial y lo cultural, de la significación de lo masivo que inaugura el medio frente a una tradición marcada por experiencias más elitistas, de las interacciones -casi siempre conflictivas- entre las iniciativas privadas y los lími-
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tes reglamentarios de estados protectores. La televisión continúa en el tiempo la historia de experiencias populares que abrieron las oportunidades de participación, de goce y de re-creación a sectores de la sociedad que hasta entOnces habían sido distanciados de su uso por razones tan diversas como los requerimientos educativos, las exigencias de la distinción o las discriminaciones del gusto. Pero también se ha ido enriqueciendo el panorama de lo público con la discusión sobre la incidencia de las tecnologías que iban apareciendo vertiginosamente e impactando en las rutinas más co-
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como de lo privado, las confluencias entre lo local~regional 1 estatal ••o y lo nacional-global. Una de las preocupaciones más insistentes hoy
en día es la pregunta sobre la eventual existencia de un espacio público más amplio que obviamente rebasaría las fronteras de los territorios nacionales y que en buena parte estaría sustentado por relaciones comunicacionales y flujos informativos globalizados. J. Keane distingue microesferas públicas (reuniones de vecinos, movimientos ciudadanos locales), las mesoesferas públicas y lo macropúblico (como las grandes transnacionales multimedia). «La fluida comunicación global-escribe Néstor García Canclini- impulsada por este proceso establece comparaciones constantes entre los "estándares de vida" de regiones y países alejados, propicia debates públicos transnacionales (aunque los hechos ocurran en uno o dos países), como se vio en las guerras de las Malvinas y del Golfo, las crisis financieras de México y el sureste asiático. Pasamos de la cámara de diputados y la televisión nacionales al mundo de la comunicación por satélite· como escena deliberativa. Los cambios se producen tanto en los macroagentes comunicacionales como en los emisores locales, y por supuesto en la recepción: las cámaras que filman los acontecimientos globales encuentran que desde los estudiantes chinos en la plaza de Tiananmen hasta los zapatistas en la selva de Chiapas los reciben con pancartas en inglés para ser comprendidos en todas partes.» 11 La idea de una globalización de lo político que «respete los dialectos» (Vattimo) pero que a su vez enfrente efectivamente el poder de las grandes instancias transnacionales -ante las cuales tienen muy poco que hacer los Estados nacionales- forma parte hoy de las discusiones más candentes.
tidianas, con las diferencias regionales que, aunque tardíamente, mostraron las formas que podían adquirir en la televisión las expresiones locales, con las intersecciones cada vez más frecuentes en~ tre lo nacional y lo global o entre las identidades particulares y las ofertas mundializadas que removían las ideas tradicionales de soberanía, aculturación, interinfluencia y diálogo con el exterior de años anteriores. Quienes reducen lo público en la televisión a lo estatal dejan de lado el conjunto de todos estos matices y niegan los moldeamientos de lo público. Otros rasgos de lo público se podrían descubrir en la discusión que ha concernido a la televisión en estos años: los debates sobre la propiedad introducían lo público en el corazón de la presencia política de los grandes conglomerados económicos o en el papel de los medios en la democratización de la sociedad; las incursiones en las preocupaciones sobre la influencia social de los medios rescataban -a pesar de sus moralismos y de sus desenfoques- los derechos de las audiencias; la crítica a las injerencias políticas en el medio posibilitaba la mirada sobre el sentido de la información en la constitución de agendas públicas y la naturaleza de la representatividad de los entes de dirección (consejos, comi"siones, ministerios) facilitaba la discusión sobre la incidencia de la sociedad civil en el sistema de decisiones y el funcionamiento de la televisión. Lo público siempre luchando entre la presencia y la ausencia, entre el formalismo jurídico y la realidad social, se iba refiriendo a la importancia de la sociedad en el manejo de la televisión, los rasgos de la democratización de su ordenamiento, las distinciones entre lo comercial y lo cultural, los límites y posibilidades tanto de lo
Televisión: medios y nuevas experiencias de ciudadanía Frente a la televisión no existen solamente televidentes. Porque cada vez son más complejas las interacciones entre medios y ciudadanía, entre televisión y política. AcostumbradoS a. reconocer que en la televisión se escenifican muchas de las más importantes di-
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mensiones de la política contemporánea y que el político devino «imagólogo», como expresó Milan Kundera en su novela La inmortalidad, no se suelen percibir esos otros actores que emergen del centro mismo de las prácticas comunicativas, ensayando procedimientos inéditos de participación, de defensa de sus derechos civiles y de afirmación de su autonomía e identidad ciudadanas. Es cierro que en la televisión se proponen temas de la contrastación pública, voces que representan sectores sociales acendrados o que apenas están en desarrollo, propuestas de los gobiernos o perspectivas prepositivas de los partidos y de los movimientos sociales. El político requiere de la televisión para existir, para ser reconocido, para ubicarse. Pero también han aparecido otros procedimientos que intentan modificar las interacciones entre los medios y la ciudadanía. Veedurías ciudadanas, observatorios de medios, consejos de lectores, defensores del lector, defensores del televidente son instancias de participación que destacan el valor ciudadano de la comunicación, el significado ciudadano que se escenifica en las comunicaciones. No es que la comunicación se haya politizado sino que la política se ha encontrado estrechamente con la comunicación. Veedurías que adelantan el control político de los medios como actores sociales de importancia y especialmente de las decisiones públicas y privadas que se toman en materia de comunicación. Observatorios que hacen el seguimiento sistemático de las formas en que los medios representan determinados temas, como las controversias electorales, la justicia o el conflicto social. Foros en donde se encuentran diversos sectores sociales para hallar caminos de democratización de la comunicación. Debates jurídicos que buscan actualizar las legislaciones comunicativas y concordarlas con las renovaciones constitucionales, los cambios sociales y las urgencias tecnológicas. Consejos de lectores en los que los medios son sometidos al análisis de sus audiencias o defensores del lector y del televidente que tramitan las críticas de los usuarios y generan reflexión y modificaciones al interior de las rutinas de producción informativas. Ligas de televidentes y asociaciones de usuarios que hallan en la comunicación una oportunidad para construirse como colectivos para acceder al debate público desde entradas diferentes a las tradicionales en polí-
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rica. Proyectos juveniles de comunicación que dejan atrás las ideas de prensa-escuela para poner a dialogar a adultos y jóvenes y sobre todo para arriesgarse en la constitución de una opinión pública donde los jóvenes sean actores. Proyectos comunitarios que insisten en la importancia de la información pública como parte de una modalidad nueva de gestión local o proyectos sociales, por ejemplo de género, que acogen como parte de su sentido político más vivo la participación en la generación de agendas públicas donde circulen sus temas, se entrecrucen con otros y se tramiten perspectivas de interpretación no tradicionales. Todas ellas son formas que inauguran, desde los medios, otras oportunidades para la política ciudadana, para la participación social y el desarrollo de nuevos actores.
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4. Visibilidad, guerra y corrupción: la información como relato
Agazapada en los laberintos del secretismo, la corrupción es uno de los remas que hoy se representa de manera más obsesiva en los medios de comunicación. Acostumbrada a los silencios y el subterfugio, la corrupción tiene una capacidad de mimetismo asombrosa; con una relativa facilidad se adapta a las exigencias de la información y si en el pasado su fortaleza estaba en cuidar a cualquier precio su privacidad ahora lo está en acomodarse con cinismo a la visibilidad. El fenómeno se extiende por las sociedades y culturas más dispares convirtiéndose en uno de los asuntos que ocupan con mayor frecuencia la agenda pública de los países. Desde los arreglos mafiosos que infiltran gobiernos y magistraturas hasta los sobornos de grandes compañías transnacionales a autoridades locales para buscar privilegios en licitaciones, beneficios en la explotación de recursos naturales nacionales o prebendas en gigantescas inversiones en la privatización de servicios públicos, pasando por desfalcos escandalosos de dineros estatales, fomento de negocios ilícitos, malversación de impuestos o apoyo a grandes redes delictivas de carácter transnacional. Todo ello junto a campañas anticorrupción, procesos de «manos limpias», intervenciones valerosas de jueces y magistrados, acuerdos internacionales para hacer visibles esas prácticas. Hay una política que se narra hoy en los diversos y cada vez más sorprendentes esguinces de la corrupción (más allá de los maniqueísmos fáciles) y una ficción que visibiliza en los medios una clase de relatos que penetran diariamente en la vida de la gente. Es evidente que la corrupción ya no solamente se identifica con el poder político sino que es una trama que involucra las más dispares áreas de la vida social: la economía, la tecnología, el deporte, los me-
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dios de comunicación y hasta la religión. En las imágenes televisivas se entremezclan la bancarrota del banco Ambrosiano con sus secuelas de logias, mafias y negocios oscuros, con el flujo de estimulantes en el deporte, el espionaje industrial, la construcción artificial y manipulada de hechos de la actualidad por los medios o las mordidas ofrecidas por algunas empresas que buscan obtener para sí grandes negocios. «La identidad de los políticos -escribe Beatriz Sarlo- no se construye sólo en los medios. Los políticos, entregándose del todo a la llamada de la selva audiovisual, renuncian a aquello que los constituyó como políticos: ser expresión de una voluntad más amplia que la propia y, al mismo tiempo, trabajar en la formación de esa voluntad. Precisamente porque en la política hay poco de inmediato y mucho de construcción y de imaginación, puede decirse que es la política la que debe hacer visibles los problemas, la que debe arrancar los conflictos de su clausura para mostrarlos en una escena pública donde se definan y encuentren su resolución. Ahora bien, si los conflictos no son presentados por la política, los medios toman su lugar señalando otros caminos prepolíticos o antipolíticos para resolverlos. La política tiene un momento fuerte de diagnóstico y un momento fuerte de productividad. En ambos momentos la relación de los políticos y los ciudadanos necesita hoy de los medios como escenario, pero no necesita inevitablemente de los animado1 res massmediáticos como mentores.» Junto a la corrupción la guerra es otro de los temas que se representa con más intensidad en los medios. Sólo que, por una parte, ha variado profundamente la imaginería mediática de las guerras contemporáneas y por otra ha evolucionado la importancia que el manejo de la información tiene en- el desarrollo de los conflictos bélicos. Éxisten sin embargo matices que permiten diferenciar con una cierta precisión la representación en los medios de una guerra global como la del Golfo, de confrontaciones como la vivida en las Malvinas o en guerras internas como la colombiana. La representación televisiva de la corrupción y de la guerra pone en relación imágenes, política y visibilidad, publicidad y secrerismos, duración y relato. Transparenta versiones del histrionismo que siempre ha tenido la política y que también conservan los rituales más sofistica-
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dos de la guerra electrónica; dibujan las relaciones progresivamente estrechas entre gobernabilidad y medios, derechos humanos y espacio público. Junto a las imágenes de la muerte que continuamente irrumpen en las rutinas privadas, está la recurrencia a la memoria y el olvido, a la justicia y la impunidad. Los desaparecidos tienen más que una presencia fantasmal en las transmisiones televisivas que traen con frecuencia a la pantalla la constancia de su presencia. El proceso 8.000 y la confrontación entre guerrilla y ejército en Las Delicias son dos acontecimientos colombianos en donde se puede explorar la participación de los medios. El primero referido a la incidencia de dineros del narcotráfico en la política y más particularmente en la campaña presidencial de 1994, y el segundo a la incursión de las FARC en un campamento militar en plena selva del sur del país en donde fue muerto y retenido un número importante de soldados. En los dos casos se comprueba la transformación de la identidad de los medios y también su presencia como actores y no simplemente como observadores de los acontecimientos. Los dos han permitido revelar -con sus ruidos y distorsiones- un conjunto de problemas de la sociedad colombiana y a la vez han develado los montajes intencionados de ficciones y relatos que buscaban tener efectos concretos en la opinión pública. En el proceso 8.000 está la asesoría de imagen al ministro de Gobierno involucrado seriamente en el escándalo y la detallada puesta en escena de su confesión a medias ante las cámaras de la televisión en horario prime time. En la guerra de Las Delicias, la grabación por parte de una guerrilla puritana de un simulacro de la toma al cuartel y la posterior filmación del acto de guerra; pero sobre todo la elaboración de un testimonio visual sobre los soldados retenidos que tendría una importancia tan simbólica como real en el accidentado proceso de negociación· de su liberación. En el caso del proceso 8.000 los medios rápidamente se polarizaron, convirtiendo progresivamente el evento informativo en posición política y quebrando de paso la consistencia monolítica de medios que se habían caracterizado por su homogeneidad informativa y editorial. Criticados por su instantaneidad y su fragmentación, el proceso 8.000 muestra unos medios que van desenvolviendo el acontecimiento en un tiempo largo, donde caben las historias, a
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pesar de la velocidad y extrema superficialidad de algunos de sus momentos narrativos. Quizás sea la naturaleza laberíntica y reticular de la corrupción la que la convierte en un hecho de tiempos más expandidos frente a otros acontecimientos sociales que son expuestos de manera episódica. El proceso también reflejó las perplejidades de los medios ante un poder al que denunciaba pero frente al cual no tenía la misma potencia desestabilizadora de otros años, cuando su presencia era imprescindible para una gobernabilidad quizás menos compleja. Porque lo que demuestra el proceso 8.000 no es solamente que los medios cambian sino que la sociedad se transforma; al tornarse más plural, secularizada, menos homogénea, la sociedad le propone otros retos y también otros alcances a:l papel de los medíos. La diferencia entre la representación de los medios de la corrupción y la aparente y criticada distancia que asume un porcentaje importante de ciudadanos no se pueden explicar por simple «despolitización» y mucho menos por una fácil «connivencia» de unos ciudadanos inmorales o amorales con el delito. Quizás las respuestas estén en las relaciones entre medios, representaciones sociales y gobernabilidad en sociedades heterogéneas y fragmentadas, donde los vínculos entre comprensiones y decisiones se hacen mucho más complejos y menos predecibles. La visibilidad que ofrecen medios como la televisión es casi siempre paradójica: no responde a un ideal de total transparencia sino que es el resultado más o menos ambiguo de la intersección entre información y desinformación, verdad y artificio, montajes ritualizados y espontaneidad. En el caso del proceso 8.000 hubo una exagerada profusión de versiones, piezas reservadas, documentos parciales pero, además, una notable ausencia de horizontes de interpretación. La función de la información venció a la lentitud de la experiencia y a la necesaria densidad de la memoria. Los medios estuvieron así más comprometidos con la lógica de la publicidad que con la ampliación de lo público, pero aun así le infligieron un golpe a la corrupción que sin esa acción habría transcurrido su tortuoso camino sin mayores contratiempos.
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La guerra como experiencia mediática
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Desde el momento en que un contingente guerrillero del frente sur de las FARC tomó el puesto militar de Las Delicias hasta la entrega de los soldados retenidos en esa operación transcurrieron cerca de nueve meses. El tiempo, los rituales de la negociación, el manejo paulatino del acontecimiento como imagen y estrategia publicitaria pero también como lugar donde se dirimía la confrontación, la incorporación de voces, situaciones y gestos dramáticos en la narración social del evento fueron algunas de sus características más sobresalientes. Como también la enorme carga simbólica que se fue acumulando en las percepciones sociales, la intervención de los periodistas como actores del suceso que narraban, la «familiarización» del conflicto y la reducción por unos y otros de lo acontecido a las categorías -repudiable la una y aceptable la otra- de espectáculo y orden. Refiriéndose a la guerra del Golfo, Beatriz Sarlo destacó su carácter electrónico y teledirigido que no solamente renovaba las formas del ataque sino las formas de la representación. Guido Barlozetti, por su parte, resaltó la convergencia entre las pantallas del sistema de los medios y los monitores de la red telemática que supervisa la guerra en una operación donde las visiones se confunden y las tecnologías se superponen. Lucrecia Escudero, en su análisis de la guerra de las Malvinas, insiste en que «lo sorprendente de esta guerra no es tanto la mentira de los medios como la verdad relatada. La verdad mediática. Aquello que es presentado y asumido como real y que tiene la forma de un gran relato». 2 Un relato fue lo que se construyó en los meses en que la información fugaz se transformó en información relato en el caso de Las Delicias. Un relato, puesto que el acontecimiento representado por los medios se extendió en duración, se fue desarrollando en diversos momentos dramatúrgicos, puso en escena diferentes actores con roles contrastantes (militares, guerrilleros, madres de los soldados, periodistas, mediadores, retenidos, organizaciones internacionales, gobierno) y mantuvo constantemente la tensión con «golpes de género», un concepto que utiliza Lucrecia Escudero para subrayar cómo
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•' 1 para la prensa argentina el «problema no era tanto de exactitud de ••o la información como llenar las expectativas cotidianas con un rela~
to que lo sostuviera». 3 Se cumplía de esa manera el lema inaugurado por el estilo de CNN: no informar sobre lo que sucedió sino sobre lo que está sucediendo y se confirmaba la reflexión de Benjamín en sus «Breves malabarismos artísticos» cuando escribe: «El mérito de la información pasa en cuanto deja de ser nueva. Ella sólo vive en ese momento. Debe entregarse a él y explicarse sin perder tiempo. Pero con el relato sucede otra cosa: él no se agota sino que almacena la fuerza reunida en su interior y puede volver a desplegarla después de largo tiempo». 4 «Una lección que entraba por los ojos, llamó Antonio Caballero a Las Delicias. Y por los ojos entraba un drama que mostraba a una guerrilla interesada en la publicidad, las imágenes y la teatralización cuando hasta entonces habían sido acartonadas, rígidas y bastante reprimidas simbólicamente. Un estilo diametralmente diferente al de otros movimientos guerrilleros colombianos que como el M-19 enfatizaron en la simbología nacionalista y en llamativos efectos de demostración. Pero la lección que entraba por los ojos ocurría porque cambiaban los procedimientos de visibilidad propuestos por los medios: por una parte lo informativo encontraba el camino del relato no sólo por obra y gracia de los medios sino por la propia dinámica del acontecimiento. El propio conflicto (su agudización) va contribuyendo a subrayar la intensidad de la representación mediática. Como en el caso de la corrupción, es una visibilidad que deja ver pero que también oculta y distorsiona, entre otros motivos porque se acortan las distancias entre periodista y hecho para convertir a los comunicadores en actores del proceso y al flujo comunicativo en otro elemento más de la tensión. La visibilidad dada por los medios es interpretada de manera muy diferente por los actores según su valor estratégico. Para los militares es un show, «un circo con muchos payasos reunidos» para la guerrilla; la ocasión de «mostrar la verdadera situación del país», y para un importante grupo de periodistas un «espectáculo». Es interesante resaltar esta comprensión de la información-espectáculo como aquella que rompe los límites recurriendo a artificios y a
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desórdenes para presentar la realidad. Lo espectacular es así lo que [ se sale de los cauces, lo que desborda los cánones preestablecidos de ~ actuación. Se supone que el espectáculo, al desordenar, deslegitima, mientras que la misión del periodismo sería organizar lo real, imponer un orden al caos del espectáculo, dotar de legitimidad. Esta visión es la que critica Bechelloni en las tendencias que subrayan de manera moralista la espectacularización de la política o de los propios medios de comunicación. «Cuando se habla de "espectacularización" de la política -escribe- o de "sociedad del espectáculo" me pregunto si tales expresiones pueden asumirse como descriptivas de situaciones reales y no más bien como el reflejo y la consecuencia de aquella mirada negativa a la televisión y de su rápida generalización. En otros términos, me pregunto si es cierto lo que está implícito en tales expresiones, es decir, que la gente mire la televisión como un lugar del espectáculo y por tanto mire la política y el mundo como si éstos fuesen espectáculos y no imágenes de la realidad construidas con el lenguaje televisivo.» 5 El caso de Las Delicias abunda en constantes referencias simbólicas. La retención de los soldados se registra a través de testimonios iconográficos que aluden siempre a una intimidad convertida en evidencia pública: sus imágenes aparecen o en los vídeos que hace circular la guerrilla o en las pancartas que sus madres llevan como estandartes en manifestaciones públicas. Los retenidos no hablan, son mostrados. Las cartas llegan a la radio, para que sean leídas con un tono sentimental y calculadamente dramático. Esta operación simbólica no es inusual. Las imágenes de televisión ·repiten con insistencia marchas de familiares de desaparecidos que portan sus fotografías o tomas de secuestrados en sus cárceles que testimonian su indefensión. Tras de ellos se insinúan, con gran fuerza, poderes incontrolados en los que, por el contrario, desaparecen el rostro y la identidad para dar paso a la presencia amenazante del grupo. En el centro del conflicto, como suele ocurrir con las poblaciones civiles, las madres de los soldados colombianos de Las Delicias son manipuladas por todos los actores de la guerra: por la guerrilla, los militares y los propios medios. Buena parte de la representación del conflicto se hace a través de ellas. Para la guerrilla, las madres lu-
chaban por una libertad que los militares se resistían a acelerar· se intercambiaba de ese modo el sentimiento materno-filial po; la afirmación autoritario-territorial. Para los militares se trataba de las madres de unos soldados secuestrados, sometidos a una situación denigrante e indigna. Frente a la total asepsia de las guerras tecnológicas modernas, la guerra de Las Delicias entremezcla sentimientos con lenguaje, imágenes de cuerpos con secreto. Se meladramatiza el sufrimiento. Muy pronto -y gracias especialmente a los medios de comunicación- las madres empezaron a convertirse en símbolos. Se las viste como a las madres de la plaza de Mayo en una transmutación de significación bastante perversa; porque las primeras testifican la protesta frente a la represión de la dictadura militar, mientras las segund~ son utilizadas por los militares para tratar de poner en evidencia a la guerrilla. A lo largo y ancho de este relato bélico de meses se pueden destacar cuatro elementos: la iconografía se transforma en testimonio y artefacto de negociación, las distorsiones y oficialización de la información se usan claramente como mecanismos de confrontación la combinación de géneros como manera de relatar el conflicto y lo~ símbolos funcionan como articuladores en la construcción de la opinión pública. Las Delicias demuestra nuevamente que muchas guerras se libran hoy en el mundo de las imágenes y de la ficción televisiva.
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Las líneas del mensaje televisivo tienden a comportarse como materiales de un tejido. la comunicación visiva intercepta una tupida red de hábitos mencales y residuos culturales profundos. Lo visual establece de hecho un juego misterioso con el terreno de la imaginación fantástica, del inconsciente y el sueño, cuya acumulación en la memoria, y en las historias individuales, es preferentemente visual. Furio Colambo Realidad contradictoria y desafiante la de una sociedad de masa que, en la lógica de un capitalismo salvaje, de lo viejo forma lo nuevo y con lo nuevo rehace lo viejo, haciendo coexistir y juntarse, de modo paradójicamente natural, la sofisticación de los medios de comunicación de masas con masas de sentimientos provenientes de la cultura más tradicionalmente popular.
Marlyse Meyer
l. Matrices culturales y formatos industriales
La hegemonía audiovisual alimenta una profunda contradicción cultural: mientras la revolución tecnológica despliega una expansión y diversificación sin límites de los formatos, en los medios de comunicación se vive un profundo desgaste de los géneros y un creciente debilitamiento del relato. En 1936 W. Benjamin nos alertaba ya sobre el cercano fin de la narración, sobre la desaparición de «Una facultad que parecería sernas inalienable, la facultad de intercambiar experiencias», 1 facultad inscrita en el relato oral del «que viene de lejos» ya sea en el tiempo, como el campesino, o en el espacio, como el marino o el viajero. Pero el Benjamin que atisbaba en el ocaso del ane de narrar la extinción del «lado épico de la verdad, la sabiduría», nos previene enseguida contra la tentación apocalíptica: más que ante un fenómeno de decadencia, el fin de la narración es una manifestación concomitante de fuerzas de producción históricas, seculares, que han ido lentamente sustrayendo la narración del ámbito de la oralidad. Yendo más lejos en su reflexión, Benjamin se acerca a nuestra propia situación asociando la asfixia del relato a la aparición del nuevo modo de comunicar que es la información, pues en él se consuma la sustitución de la experiencia, desde la que habla el narrador, por el saber experto desde el que hablan el cronista y el periodista. Es lo que vemos acentuarse hoy, cuando los relatos sobreviven crecientemente inscritos en el ecosistema discursivo de los medios y colonizados por la_ racionalidad operativa del dispositivo y el saber tecnológicos. Frente a la crisis de los géneros que, aun sometidos a las lógicas de la rentabilidad, conservan una cierta densidad simbólica por su reconocimiento en una comunidad cultural, los formatos funcionan en cambio como meros ope-
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t "~ gemonía. Pues convertidas en lugares de condensación y entrecruza-
radores de una combinatoria sin contenido, estrategia puramente o a sintáctica. ¡· La subordinación de los géneros a la lógica de los formatos remite, de un lado, a las condiciones en que operan las industrias culturales, y de otro, a la crisis antropológica de una tradición cuyos relatos -y metarrelatos- posibilitaban la inserción del presente en las memorias del pasado y en los proyectos de futuro. Comencemos por esta última. Roto el engarce que articulaba las diversas temporalidades de las matrices culturales, la simultaneidad y la mezcolanza han ganado la partida, y las fuentes de la experiencia narrativa parecen haberse extraviado. El extravío se manifiesta tanto en la crisis de la estética de la obra y del autor como en la proliferación/fragmentación de los relatos. Como si extraviada su fuente la narración hubiera estallado en pedazos, asistimos a la multiplicación infinita de unos microrre~ latos que se gestan en cualquier parte y se desplazan de unos me~ dios a otros. Con lo que la única posibilidad de articulación la pone el flujo, ahora convertido en gramática de construcción de los nuevos relatos, y cuyas reglas básicas, según Sánchez Biosca/ son: la reducción de los componentes propiamente narrativos -ausencia o adelgazamiento de la trama, acortamiento de las secuencias, desarticu~ ladón y amalgama-, la prevalencia del ritmo sobre cualquier otro elemento con la consiguiente pérdida de espesor de los personajes, el pastiche de las lógicas internas de un género con las externas -estética publicitaria, del videoclip, etc.-, la hegemonía de la experimentación tecnológica, o mejor de la sofisticación de efectos, sobre el desarrollo mismo de la historia. El estallido del relaro y la preeminencia lograda por el flujo encuentran su expresión más certera en el zapping, con el que el televidente, al tiempo que multiplica la fragmentación de la narración, construye con sus pedazos un relato otro, un doble, puramente subjetivo, intransferible, ¡una experiencia incomunicable! Walter Benjamin no pudo ser más certero: adonde apunta la crisis de la narración es a la pérdida de comunicabilidad de la experiencia, no porque lo experimentado sea inefable sino por el estallido de la subjetividad en que se sedimenta la experiencia. En lo que concierne a las industrias culturales digamos de entrada que ellas constituyen hoy la más compleja reorganización de la he-
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miento de múltiples redes de producción de lo social, éstas se hallan conformadas hoy por dispositivos complejos que no son de orden meramente tecnológico, mercantil o político. Estamos ante unos «aparatos» en los que pesan menos las filiaciones que las alianzas, las pesadas máquinas de la fabricación que las sinuosas trayectorias de la circulación, y donde las estratagemas de apropiación deben ser tenidas en cuenta tanto como las lógicas de la propiedad. El sentido de los cambios que atraviesan las industrias audiovisuales pone constantemente a prueba lo que nuestras miopías nos posibilitaban pre-ver. Así, mientras en los años de la modernización populista -entre comienzos de los treinta y finales de los cincuenta- las industrias comunicacionales contribuyeron a la gestación de poderosos imaginarios nacionales, y de un rico imaginario latinoamericano,3 hecho de símbolos cinematográficos -María Felix, Libertad Lamarque, Cantinflas- y musicales como el tango, el bolero, la ranchera, en los últimos años las industrias culturales, especialmente del cine, la música y la televisión atraviesan una situación más que paradójica: la inserción de producción latinoamericana en el mercado mundial tiene como contraparte un claro debilitamiento de su capacidad: de diferenciación cultural. La presencia en el espacio audiovisual del mundo de empresas como la mexicana Televisa o la brasileña Redeglobo se hace en gran parte a costa de moldear la imagen de estos pueblos en función de públicos cada día más neutros, más indiferenciados. Son exigencias del modelo que impone la globalización las que orientan esos cambios. Exigencias que se evidencian en el reordenamiento privatizador de los sistemas nacionales de televisión de todo el mundo: la expansión del número de canales, la diversificación y crecimiento de la televisión por cable y las conexiones vía satélite han acrecentado el tiempo de programación empujando una demanda intensiva de programas que abre aún más el mercado a la producción latinoamericana que abre pequeñas brechas en la hegemonía televisiva norteamericana y modifica la división del mundo entre un norte identificado con países productores y un sur con países únicamente consumidores. Pero significa también el triunfo de la experiencia del mercado en rentabilizar la diferencia cultural
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para renovar gastadas narrativas conectándolas a otras sensibilidades cuya vitalidad es en gran medida resemantizada a favor de una cul-
tura de la indiferencia. Las contradicciones latinoamericanas que atraviesan y sostienen su globalizada integración desembocan decisivamente en la pregunta por el peso que las industrias del audiovisual están teniendo en estos procesos, ya que esas industrias juegan en el terreno estratégico de las imágenes que de sí mismos se hacen estos pueblos y con las que se hacen reconocer por los demás. Ahí están el cine y la televisión mostrándonos los contradictorios derroteros que marca la globalización comunicacional. De un lado, la revolución tecnológica plantea claras exigencias de integración al hacer del espacio nacional un marco cada día más insuficiente para aprovecharla o para defenderse de ella. Pues si hay un movimiento poderoso de integración -entendida ésta como superación de barreras y disolución de fronteras- es el que pasa por las industrias culturales de los medios masivos y las tecnologías de información. Pero, de otra parte, son esas mismas industrias y tecnologías las que refuerzan y densifican la desigualdad del intercambio,4 y las que más fuertemente aceleran la integración de la heterogeneidad cultural de sus pueblos a la indiferencia del mercado. Mirando más de cerca, lo que encontramos es un cine acosado entre la retirada del apoyo estatal 5 a las empresas productoras -que ha hecho descender a menos de la mitad la producción anual en los países con mayor tradición como México o Brasil- y la disminución de espectadores que, por ejemplo, en México significó de finales de los años ochenta a mediados de los noventa una caída de 197 a 62 millones de espectadores y en Argentina de 45 a 22 millones. Un cine que se debate entre una propuesta comercial sólo rentable en la medida en que pueda superar el ámbito nacional, y una propuesta cultural sólo viable en la medida en que sea capaz de insertar los temas locales en la sensibilidad y la estética de la cultura-mundo. Lo que subordina el cine al vídeo en cuanto tecnología de circulación y consumo doméstico: ya en 1990 había en América Latina diez millones de videograbadoras, doce mil videoclubes de alquiler de cintas y trescientos cuarenta millones de cintas alquiladas al año. En Ciudad de México, mientras hay un cine por cada 62.800 habi-
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cantes existe un videoclub por cada 4.500 personas, lo que a la vez que refuta las pesimistas previsiones de los apocalípticos sobre la cercana muerte del cine, señala sin embargo algunas tendencias claramente preocupantes: casi el 80 por 100 de la oferta de cintas en los videoclubes son de cine norteamericano, el cine europeo, incluido el español, no llega al 10 por 100, y el propio cine mexicano que se oferta en los videoclubes del país más pretendidamente nacionalista de Latinoamérica, tampoco llega al lO por 100 6 Pero esa tendencia ha comenzado a quebrarse en los últimos años. 7 Del lado de la producción, como anotábamos, la desaparición del cine nacional que parecía inatajable -la destrucción neolib_eral de las instituciones que desde el Estado apoyaban ese cine así lo aseguraba- se ve frenada por la forma explícita o velada, con menor capacidad económica pero con mayor capacidad de negociación con la industria televisiva e incluso con algunos conglomerados económicos multimediales, en que esas instituciones reaparecen actualmente en Brasil, Argentina o Colombia. Lo que está significando para el cine la recuperación de la capacidad de experimentar estéticamente y de expresar culturalmente la pluralidad de historias y de memorias de que están hechas tanto las naciones como Latinoamérica en su conjunto. Y también del otro lado, el de las formas de consumo, el cine experimenta actualmente cambios importantes. Al cierre acelerado de salas de cine -para dedicarlas en buena parte a templos evangélicos- le ha sucedido la aparición de los conjuntos multisalas, que reducen drásticamente el número de sillas por sala pero multiplican la oferta de filmes. Al mismo tiempo la composición de los públicos habituales de cine también sufre un cambio notable: las generaciones más jóvenes -a la vez que devoran videoclips en la televisión- parecen estarse reencontrando con el cine en su «lugar de origen»: las salas públicas. A lo que nos enfrentamos entonces es a una profunda diversificación de los públicos de cine, que conlleva cambios en los modos de ver cine, en los tipos de espectador,8 reabriendo así las posibilidades a un cine capaz de interpelar culturalmente, esto es de poner a comunicar a las culturas y sus pueblos. En lo que respecta a la televisión, es cierto que desde México hasta la Patagonia argentina ese medio convoca hoy a las gentes como
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ningún otro, pero el rostro que de nuestros países aparece en la televisión es un rostro contrahecho y deformado por la_ trama de los ~ intereses económicos y políticos que sostienen y moldean a ese medio. Aun así la televisión constituye un ámbito decisivo del reconocimiento sociocultural, del deshacerse y rehacerse de las identidades colectivas, tanto las de los pueblos como las de grupos. La mejor muestra de esos cruces entre memoria y formato, entre lógicas de la globalización y dinámicas culturales la constituye sin duda la telenovela: esa narrativa televisiva que representa el más grande éxito de audiencia, dentro y fuera de América Latina, de un género que cataliza el desarrollo de la industria audiovisual latinoamericana justamente al mestizar el desarrollo tecnológico del medio con los destiempos y anacronías narrativas que hacen parte de la vida cultural de estos pueblos. Lo que en ningún momento puede ocultarnos que el relato telenovelesco iemite también a la larga experiencia del mercado para captar, en la estructura repetitiva de la serie, las dimensiones ritualizadas de la vida cotidiana, y juntando el saber hacer cuentas con el arte de contar-historias, conectar con las nuevas sensibilidades populares para revitalizar gastadas narrativas mediáticas.
2. Los avatares latinoamericanos de la ficción televisiva
Hasta mediados de los años setenta las series norteamericanas dominaron en forma aplastante la programación de fiCción en los canales latinoamericanos de televisión. Lo que, de una parte, significaba que el promedio de programas importados de Estados Unidos -en su mayoría comedias y series melodramáticas o policíacas- ocupaba cerca del 40 por 100 de la programación; 1 y de otra parte, esos programas ocupaban los horarios más rentables, tanto los nocturnos entre semana como a lo largo de todo el día los fines de semana. A finales de los setenta la situación comienza a cambiar y durante los años ochenta la producción nacional crecerá y entrará a disputar a los seriales norteamericanos los horarios «nobles». En un proceso sumamente rápido la telenovela nacional en varios países -México, Brasil, Venezuela, Colombia, Argentina- y en los otros la telenovela brasileña, mexicana o venezolana, desplazan por completo a la producción norteamericana. 2 A partir de ese momento, y hasta inicios de los años noventa, no sólo en Brasil, México y Venezuela, principales países exportadores, también en Argentina, Colombia, Chile y Perú la telenovela ocupa un lugar determinante en la capacidad nacional de producción televisiva, 3 esto es en la consolidación de la industria televisiva, en la modernización de sus procesos e infraestructuras -tanto técnicas como financieras- y en la especialización de sus recursos: libretistas, directores, camarógrafos, sonidistas, escenógrafos, editores. La producción de telenovelas significó a su vez una cierta apropiación del género por cada país: su nacionalización. Pues si bien es cierto que el género telenovela implica rígidos estereotipos en su esquema dramático y fuertes condicionantes en su gramática visual -reforzados por la lógica estandarizadora del mercado televisivo mundial-, tam-
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bién lo es que cada país ha hecho de la telenovela un particular lugar de cruces entre la televisión y otros campos culturales como la literatura, el cine, el teatro. 4 En la mayoría de los países se empezó copiando, en algunos importando incluso los libretos, del mismo modo como había sucedido años atrás con la radionovela cuando los guiones se importaban de Cuba o Argentina. La dependencia del formato radial y de la concepción de la imagen como mera ilustración de un <
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En el momento de su mayor creatividad, la telenovela latinoamericana atestiguaba las dinámicas internas de una identidad cultural plural. Pero será justamente esa heterogeneidad de narraciones, que hacía visible la diversidad cultural de lo latinoamericano, la que la globalización ha ido reduciendo progresivamente. El éxito de la telenovela, que fue el trampolín hacia su internacionalización -y que respondía a un movimiento de activación y reconocimiento de lo latinoamericano en los países de la región- va a marcar también, sin embargo, el inicio de un movimiento de uniformación de los formatos y neutralización de las señas de aquella identidad plural. La pregunta es, entonces, ¿hasta qué punto la globalización de los mercados significa la disolución de toda verdadera diferencia cultural o su reducción a recetarios de congelados folclorismos? Pues ese mismo mercado está también reclamando la puesta en marcha de procesos de experimentación e innovación que permitan insertar en los lenguajes de una tecnicidad mundializada la diversidad de narrativas, gestualidades e imaginarios en que se expresa la verdadera riqueza de nuestros pueblos. Es lo que, desde Colombia, está sucediendo en los últimos años con la telenovela Café que, en un relato estéticamente innovador, traza los lazos que ligan la hacienda cafetera con la bolsa de Nueva York, los artesanales modos de su recolección con la tecnificada producción y comercialización de sus variedades, evidenciando la autonomía lograda por la mujer, los desplazamientos de la movilidad social tanto hacia arriba como hacia abajo, la legitimación del divorcio, etc.; y cuyo éxito en lamayoría de países de América Latina ha sido enorme. O con seriales que, como Señora Isabel, han arriesgado introducir algunas de las temáticas más «subversivas» del machismo-ambiente con tal éxito que de ella se hacen actualmente versiones distintas en México y Venezuela. Habiendo sabido construir una narrativa televisiva mediadora entre los dos modelos que han dominado el mercado latinoamericano de telenovelas -el tradicional, identificado con la telenovela mexicana y venezolana, y el moderno, con la brasileña-, la producción televisiva colombiana está logrando asumir los desafíos globales sin tener que renunciar a una buena capacidad de experimentación dramática y de creatividad estética.
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Entendemos por tradicional aquel tipo de telenovela que, a par- [ ] historia, a la diversidad de las babias y las costumbres. Resulta bien tir de la radionovela cubana, 6 da forma a un género serio, en el que ~ ... significativo que mientras la larga y densa experiencia cinemato• gráfica brasileña ba posibilitado la elaboración de una especificipredomina el desgarramiento trágico. Género moldeado por un fordad de actuación que la televisión ha sabido aprovechar, esto es mato que pone en imágenes únicamente pasiones y sentimientos mientras en Brasil el cine ha marcado tan fuerte y positivamente la primordiales, elementales, excluyendo del espacio dramático toda producción televisiva, en México, un país con una tan o más larga ambigüedad psicológica o complejidad histórica, y neutralizando experiencia de cine, la telenovela no ha incorporado significativacon frecuencia las referencias de lugar y de tiempo. En 1968 la telenovela brasileña Beto Rockefeller inicia la conformación de otro mente la experiencia cinematográfica. ¿O será que sí la ha incorpomodelo que denominamos moderno, y que es aquel que sin romper rado pero justamente sólo en lo que esa experiencia tuvo de desadel todo el esquema melodramático va a incorporar un realismo que rrollo del género melodramático? posibilita la «Cotidianizagl.O da narrativa>/ y el encuentro del géneDada la vitalidad que boy muestra, y la habilidad con que basabido .moverse entre los dos modelos latinoamericanos de melodrama ro con la historia y con algunas matrices culturales del Brasil. El primer modelo constituye el secreto del éxito de telenovelas mexi-aunque sus mejores logros se han producido del lado del modelo moderno-, el seguimiento de los avatares de la telenovela colomcanas como Los ricos también lloran o Cuna de lobos, y de las venezolanas Lucecita o Cristal. El segundo es el que le ha ganado reconobiana nos permite trazar un recorrido, a la vez sintético y represencimiento a telenovelas brasileñas como La esclava lsaura o Roque tativo, de buena parte de los avatares del género: desde la transformación del teleteatro en telenovela, los complejos procesos que Santeiro y a las colombianas como Caballo viejo o Café. En el primer modelo los conflictos centrales son los del parentesco, la estructura moviliza la gestación del lenguaje televisivo, hasta las contemporáde los estratos sociales es crudamente maniquea y los personajes neas formas de encuentro de las narrativas de televisión con el país. son puros signos. Pero ese esquematismo es llenado en la telenovela mexicana con el espesor barroco de la escenografía, el lujo de la decoración y la sofisticación del vestuario, y también en los últimos años con una modernización de la puesta en escena y el aligeramiento del ritmo visual. La telenovela venezolana en cambio traduce el esquematismo en austeridad escenográfica llevando al extremo la oralidad más primaria: la inmensa mayoría de lo que pasa en el relato lo sabemos no por lo que los personajes hacen sino por lo que dicen, por lo que se cuentan entre ellos. Elementalidad dramática y austeridad narrativa que, sabiamente manejadas, han encontrado también una enorme resonancia y fidelidad de públicos. En el segundo modelo la rigidez de los esquemas y las ritualizaciones son horadadas por imaginarios de clase y territorio, de género y de generación, a la vez que se exploran posibilidades expresivas abiertas por el cine, la publicidad y el videoclip. Los personajes se liberan en alguna medida del peso del destino y, alejándose de los grandes símbolos, se acercan a las rutinas cotidianas y a las ambigüedades de la
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3. Del teleteatro a la telenovela: géneros televisivos y modernidad cultural
Entre la radionovela y la telenovela colombianas es necesario situar el desarrollo del te!eteatro y el auge parcial de la comedia satírica musical. Lo que no sólo facilita la articulación de una continuidad expresiva y cultural sino que dibuja un importante momento en la evolución modernizadora del país. El encuentro tensionante entre modos diferentes de vivir, la irrupción de otros actores que hasta
] meter las rutinas estabilizadoras a la conmoción de otras estéticas. . . Con lo que la simbiosis nacía con una doble y también paradójica 0 intención: permitir la entrada de mucha gente a los productos culturales de la modernidad y a la vez tratar de hallar una identidad propia y diferenciadora. Mientras Carlos José Reyes escribió que «Su programa [de Bernardo Romero Lozano] de radioteatro de la Radiodifusora Nacional de Colombia sirvió para difundir las obras maestras del teatro universal, dar a conocer importantes corrientes renovadoras del teatro contemporáneo y descubrir nuevos autores colombianos del momento como fue el caso de Arturo Laguado o Rafael Guizado», 1 el propio Bernardo Romero Lozano sostenía «que los pueblos jóvenes vamos hacia la conquista de una cultura propia a través de medios que la civilización y el progreso ponen en nuestras manos».
entonces eran considerados advenedizos o simplemente no tenidos en
cuenta y la aparición de ciertos movimientos que desde la sensibilidad apuntaban a la construcción de un país diferente al que hasta entonces habían diseñado las diversas élites nacionales son algunas señas sociales que coinciden con el releteatro. El teleteatro aparece con la creación de la televisión colombiana. De 195 5 a mediados de los sesenta fue el esfuerzo televisivo más importante por la convergencia de los recursos técnicos incipientes, la orientación creativa de los pioneros,la ubicación dentro de la franja horaria, el apoyo estatal y la acogida de una audiencia que apenas empezaba a perfilarse. De naturaleza paradójica, el teleteatro se asomaba a un medio que permitía difusiones masivas sólo alcanzadas por la radio mientras que muy pronto navegaba presionado por las exigencias comerciales y una vocación cultural originaria. Combinó así productos provenientes de la tradición culta hasta entonces reservados a públicos seleccionados con el carácter masivo, la puesta en escena teatral con las condiciones impuestas por las narrativas audiovisuales de la televisión. En el fondo de esta simbiosis subsistía una utopía peligrosa de la cual no se desprenden aún las discusiones sobre la televisión: se podría acercar la cultura al pueblo, ampliar las tendencias de la sensibilidad hacia terrenos nuevos , so-
La distancia de una tradición: una aproximación a lo moderno
A diferencia de muchos intelectuales de su época, Bernardo Romero Lozano percibió claramente el carácter moderno de la radio y de la televisión. «Yo no he escrito sino para los medios modernos de la radio y de la televisión», afirmaba en una entrevista publicada por El Espectador en diciembre de 1959, lo que. significaba producir una escritura particular adaptable a las nuevas condiciones de los medios electrónicos así como profesionalizar un oficio que no coincidía en ese momento con las tipologías reconocidas de la creación artística. La ruptura y el reto eran aún más decisivos si se observa que Romero Lozano provenía del teatro, en el que también llevó a cabo al mismo tiempo un distanciamiento y una propuesta. Se distancia de una tradición conservadora, católica y española a la que eran afectas las élites de su momento y se propone sacar al teatro de su encerramiento provinciano y ligero para conectarlo con el movimiento internacional. Esta diferenciación es uno de los elementos que los analistas consideran. como central para la aparición de un movimiento teatral moderno en Colombia. En sus Notas sobre la iniciación del teatro moderno en Colombia, Eduardo
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Gómez indica que antes de Seki Sano el «teatro colombiano» fue «Una serie dispersa de representaciones, tal vez afortunadas esporádicamente, pero en donde predominaba la herencia de teatro declamatorio y comercial». 2 Jaime Mejía Duque escribe, por su parte, que «hasta mediados de la década de los sesenta la actividad teatral en Colombia se había reducido a las esporádicas giras de compañías españolas, cuyo repertorio raramente incluía obras de autores distintos de los clásicos peninsulares y de algunos autores contemporáneos también españoles». 3 Bernardo Romero Lozano se apartaría conscientemente de esta tradición en tres registros relacionados aunque claramente diferentes de su trabajo: la participación en la creación de grupos teatrales como El Búho, la dirección de radioteatro en la Radiodifusota Nacional de Colombia y la dirección durante casi una década del teleteatro. «A mí jamás me gustó el teatro que se hacía en Colombia, nunca creí en él», confiesa en la misma entrevista a El Espectador de finales de los cincuenta, mientras que a continuación revela que «me di entonces a la tarea de descubrir autores nuevos con exclusión absoluta del teatro español posterior a la edad de oro». Lo moderno se concibe entonces como lo nuevo, lo diferente, lo que genera rupturas, lo que amplía las perspectivas; pero también lo que se adentra en territorios desconocidos, fomenta lenguajes inéditos, extiende sus coberturas de expansión e impacta en otros órdenes de la vida social. Esto último hace que desde las manifestaciones culturales se ponga en cuestión un país en la forma que adoptan sus relaciones, sus sistemas de creencias, los límites normativos y los horizontes de interpretación que imponen los sectores hegemónicos hasta llegar inclusive a dudar de la propia legitimidad que los sustenta. En la década de los cincuenta se da una confluencia singular entre la renovación del movimiento teatral, la aparición de Mito, una revista definitiva -un «salto en la historia cultural de Colombia», según la califica Rafael Gutiértez Girardot- y el desarrollo del teleteatro. Fenómenos además de diversa naturaleza, y con proyecciones diferentes. Mientras que en el teatro se empieza a generar un público más amplio de clase media, estudiantil y universitario, Mito es una revista que se dirige a una población letrada y
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que rompe con los esquemas de las publicaciones de la época y el teleteatro incursiona en un medio totalmente nuevo en el país al que van ingresando progresivamente los sectores más diferentes de la sociedad, incluyendo, por supuesto, a los populares que antes habían quedado excluidos de numerosas expresiones culturales y discriminados por las propias. Las confluencias entre el teleteatro, el movimiento teatral y Mito, que se pueden observar con mayor detalle en la distancia histórica, no son pocas. Mientras los festivales de teatro significaron un evidente distanciamiento de los parámetros reconocidos del teatro, es decir, de la representación declamatoria, de tipos y actores hipostasiados y de un represamiento estilístico que obviamente iba mucho más allá de un problema de elección, Mito abrió las compuertas hacia un diálogo con las expresiones más vivas del pensamiento y la literatura y el teleteatro optó muy rápidamente por un repertorio en que no faltaron las adaptaciones de obras vanguardistas. Mientras los festivales de teatro resaltaron la oposición entre experimentalismo y tradición, el radioteatro de los cuarenta y comienzos de los cincuenta (precedente inmediato del teleteatro) adoptó para sí una selección del teatro experimental de la posguerra. Hacia 1954 Bernardo Romero Lozano había fundado el teatro experimental de la Universidad Nacional (después de dirigir los radioteatros de la Radiodifusora Nacional entre 1943 y 1950) y Fausto Cabrera la Escuela de Teatro del Distrito fundada en el mismo año. El sentido «experimental» fue sin duda uno de los tonos que simbolizaron más precisamente la transformación cultural moderna de los cinR cuenta, porque experimental remitía a lo nuevo, diferente, opuesto a las tradiciones establecidas, abierto a otros temas y metodologías. Los festivales de teatro agudizaron las diferencias: «Los incidentes ocasionados (a partir del primer festival en 1957) mostraron simplemente el conflicto entre dos perspectivas de trabajo teatral. Para los partidarios de Víctor Mallarino, director de la Escuela de Arte Dramático, la presencia de quienes se proclamaban experimentales era motivo de rechazo. Gracias a Mallarino, en la Escuela de Arte Dramático, vegetaba penosamente un teatro arraigado en la tradición señorial del país aldeano que desde 1930 se pugnaba
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por superar. Por eso la instalación repentina de los grupos experimentales en el teatro Colón de Bogotá, el más importante del país, se asumía como amenaza a esas tradiciones». 4 Las diferencias eran, por supuesto, mucho más profundas. Oponían la tradición de un país que se resistía a cambiar a un país que había empezado a ingresar en la modernidad. Que se resistía, como afirma Valencia Goelkel, a una vida intelectual dura, inflexible, rígida y ñoña. La expulsión de Seki Sano por comunista, las excomuniones episcopales a ciertas obras de teatro y la desgana cuando no el rechazo de las élites sobre las que Ferenc Vajta escribía: «Más que la indiferencia oficial nos duele la absoluta falta de interés de esa capa social que por su presencia en la sociedad colombiana debería con todo su interés y entusiasmo promover, ayudar y sostener el teatro nacional». 5 Si Mito tenía una reflexión política que trascendía lo partidista y que estaba de algún modo expuesta en «La revolución invisible» de Gaitán Durán, y en el giro hacia los documentos sobre el país y los testimonios cotidianos que aparecieron en sus diferentes entregas, el movimiento teatral muy pronto encontraría nexos explícitos e implícitos con la crítica social que se podrían dibujar en el paso de Stanislavsky a las influencias de Brecht, como también en la transición de un público de élite a un público universitario que poco a poco se involucraría en los movimientos políticos y sociales de los sesenta y los setenta, así como en las migraciones juveniles hacia los movimientos guerrilleros en esas mismas décadas. Mientras unos y otros vislumbraban la transformación cultural que se estaba viviendo, quizá tímida y aisladamente a través de estas expresiones, solamente algunos pudieron visualizar con antelación el sentido moderno de los medios (radio y televisión) y sobre todo su significación cultural hacia el futuro. Pedro Gómez Valderrama sostenía que estaba empezándose a dar un teatro colombiano y que «Cuando un país empieza a tener teatro, está entrando en una etapa nueva e importante de su evolución cultural, está cambiando el tono de su vida»;6 y Hernando Valencia Goelkel, en una mirada retrospectiva a la significación de Mito, reconoce que no percibieron adecuadamente para entonces el papel de la televisión. Su testimonio subraya con una impresionante clarividencia lo que ha sido una cierta constante en la apro-
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.i, ximación de los intelectuales a la televisión: «Yo me encontré -dice-, y creo que Gaitán también, con que aquí había una cosa ' de la cual nunca nos enteramos muy bien a lo largo de la existencia de Mito, que se llamaba televisión. Existía la fascinante posibilidad de escuchar al propio general Rojas Pinilla, de escuchar al propio padre García Herreros y de escuchar las telenovelas de Alicia del Carpio». 7 Pero mientras que Mito se preocupaba para entonces del jazz y del cine, dos expresiones culturales y estéticas modernas, «no teníamos ni idea --dice el mismo Valencia Goelkel-, fuera de alguna alusión muy inteligente de Hernando Salcedo, de lo que se nos venía encima con la televisión. La televisión nos parecía un fenómeno secundario, pintoresco, prácticamente prescindible». 8 Una confluencia que nace poco después de la fecha emblemática del9 de abril-el del «bogotazo», la insurrección con que el pueblo reacciona al asesinato de su líder, Jorge Eliécer Gaitán- en la que queda demostrado el fracaso de la dirigencia, la ausencia de un proyecto de nación, el formalismo estéril de unos partidos sin rumbo más allá de la propia concentración de poder y la enorme fragilidad de un tejido social sobresaltado por la intolerancia. El teleteatro será una de esas experiencias culturales desde las cuales se puede rastrear lo que significa el ingreso de una sociedad a lo moderno y desde lo moderno, así como las reacciones y reacomodamientos que despierta esta entrada. Pero también el teleteatro fue una - y sólo una- de las manifestaciones culturales que permiten a un país adoptar un carácter moderno en medio de una historia de barbarie, contrastar la imaginación con la enorme y dramática precariedad de la convivencia. Pues el teleteatro se diferencia de una tradición signada por el costumbrismo y la comedia ligera que habían entronizado la representación superficial de los comportamientos y un deleite moralista sin mayores compromisos. A pesar de que algunas obras colombianas como las de Luis Enrique Osorio (1896-1966) habían formado parte de los famosos viernes culturales gaitanistas que se celebraban en el teatro municipal y que incluían la sátira de los tipos políticos como el Manzanillo y la contemplación mordaz de la demagogia y el desgreño administrativo, su teatro ubicado «entre las necesidades comerciales de un teatro de taquilla y un po-
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pulismo de corte liberal» 9 no buscaba -según Carlos José Reyes- ¡ criticar ni transformar o educar a ese público, ni plantearle con- ~ flicros que pudieran comprometerlo, sino tan sólo darle gusto, muchas veces en forma simple y en extremo complaciente» .10 Al emprender la tarea de confrontar el conformismo, la mediocridad, el inmovilismo y la burocracia, tal como Juan Gustavo Cobo Borda afirma que hizo Mito, lo que se produce es una profunda desmitificación del poder y de quienes lo ejercen, de las comprensiones que hasta el momento operaban como prescriptivas y legítimas, de los ordenamientos impuestos por las élites políticas, religiosas o sociales del momento. Las acusaciones de comunismo a Seki Sano y su expulsión del país y las reacciones de escándalo y repudio de las jerarquías eclesiásticas frente a los festivales de teatro son sólo algunas muestras de las conmociones producidas y de sus reacciones inmediatas. Reacciones familiares de las que tuvo, por ejemplo, el gobierno conservador de Laureano Gómez, al acabar esa experiencia notable e innovadora en la historia de la educación y la ciencia colombianas que fue la Escuela Normal Superior en los mismos años a que nos estamos refiriendo. Este desenmascaramiento (caída de máscaras) de Mito fue consecuente con el ideario que la originó y que fue consignado por sus creadores en el primer editorial de la revista: «Sólo aceptamos el mito en su plenitud -escribían- para mejor desmitificarlo y más fácilmente torcerle el cuello. Este plan de acción implica, desde luego, ciertos supuestos básicos. Rechazamos todo dogmatismo, todo sectarismo, todo sistema de prejuicios ... Podemos hablar y discutir con gentes de todas las opiniones y de todas las creencias. Ésta será nuestra libertad». Una actitud radicalmente diferente a las capillas reinantes. En su clarividente análisis de la literatura colombiana del siglo xx, Rafael Gutiérrez Girardot escribió que Mito «desenmascaró indirectamente a los figurones intelectuales de la política, al historiador de legajos canónicos y jurídicos, al ensayista florido, a los poetas para veladas escolares, a los sociólogos predicadores de encíclicas, a los críticos lacrimosos, en suma, a la poderosa infraestructura cultural, que satisface las necesidades ornamentales del retroprogresismo». 11
Aires nuevos para un movimiento en ciernes Aun con sus precariedades y limitaciones, el teleteatro formó parte de la decisión de abrir la escena a las corrientes más contemporáneas del teatro así como a incursionar en metodologías dramatúrgicas innovadoras que iban más allá de los procedimientos técnicos para estimular la experimentación, el riesgo personal y la crítica social. Eugene O'Neill, Kafka, Shaw, Srrindberg, Wilde, Steinbeck, Gorki, Tom Wolfe 12 formaron parte del listado de aurares que fueron representados en los primeros años de la televisión con una dedicación que hacía de cada obra un original y de cada experiencia televisiva un aprendizaje colectivo. Obras que además empezaron a promover el interés de los televidentes en formación, algunos de ellos perfectamente neófitos y alejados de las expresiones culturales hasta entonces, y que semanalmente eran motivo de análisis y polémica en la prensa escrita. Ya desde entonces empieza a presentarse la interacción entre medios que ha alcanzado niveles de autorreferencia preocupantemente altos. Como hemos anotado, esta intención de encontrar autores nuevos y rebasar los límites del teatro declamatorio y comercial pertenecía a las intenciones explícitas de Bernardo Romero Lozano, la figura sin duda más importante del teleteatro nacional de los cincuenta. Pero también había formado parte de su itinerario creativo mucho antes de empeñarse en la realización de los releteatros. En su análisis de la actividad teatral de 1940 a 1950, Gerardo Valencia confirma la influencia que el radioteatro de la Radiodifusora Nacional de Colombia tuvo en la actividad teatral posterior a los cuarenta: «Desde la fundación de la emisora, en febrero de 1940, Rafael Guizado, su primer director, dio una importancia especial a la difusión del teatro y a la formación de intérpretes. No era, desde luego, teatro escénico, pero pronto habría de salir a las tablas. En él hizo sus primeras armas Bernardo Romero Lozano» .13 Las diferentes orientaciones del teatro mundial, su sentido didáctico, la creación de elementos como la música incidental específicamente compuesta para las obras y la generación de escuela son algunos de los aportes que Valencia encuentra en el trabajo pionero de Rafael Guizado y Bernardo Romero Lozano en el radioteatro.
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Esta posibilidad de crear movimiento, es decir, de poner las ba- i' ses para el desarrollo de una verdadera tradición cultural propia, ~ ~ renovadora y en permanente interacción con las variaciones de la sensibilidad mundial constituye un tercer elemento de la tarea moderna cohesionada por el teleteatro. Se debe recordar que a finales de los mismos años cincuenta se empezaron a dar signos muy importantes como la realización de los festivales nacionales de teatro dirigidos inicialmente por el húngaro Ferenc Vajta y después por el mismo Bernardo Romero Lozano, la creación de los primeros grupos estables de teatro, la renovación del repertorio, el interés por la formación, el intercambio de experiencias y la profesionalización de la actividad teatral. Los festivales promovieron el intercambio de experiencias, la exhibición de diversas tendencias teatrales, la participación de un público diferente al que habitualmente asistía a las representaciones y la afirmación de grupos e instituciones de formación. Entre los nuevos grupos se pueden destacar El Búho, el TEC de Cali, la Escuela de Teatro del Distrito y la Escuela Nacional de Arte Dramático. En el repertorio se vive una idéntica renovación a la que se estaba experimentando en el teleteatro. «El teatro de carácter costumbrista o la comedia sin mayores complicaciones como la que podían traer compañías comerciales en gira por América Latina es sustituido por nuevas búsquedas. La intención fundamental es la de "ponerse a la altura de los tiempos" montando obras de "teatro de vanguardia" que en aquel momento incluían autores de muy diversas y aun opuestas corrientes como el realismo, el expresionismo, el teatro político, el "teatro del absurdo" y el "teatro épico" de Bertold Brecht.» 14 Este comienzo de la televisión nacional de la mano de un celeteatro que presentaba a audiencias cada vez más grandes obras totalmente inéditas para sus consumos culturales habituales es lo que Jaime Mejía Duque llama la bisagra o la transición de una importancia histórica innegable para el nuevo teatro y especialmente para la vivencia de otras formas de conocimiento y de sensibilidad. Eduardo Gómez, por su parte, se refiere a la tarea cumplida por Romero Lozano y Enrique Buenaventura como pioneros en una labor que ofrecería condiciones aptas al desarrollo de las propuestas de Seki
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1 Sano. «La influencia de Romero fue indirecta -escribe-, ya que su ••o actividad predominante fue el radioteatro, pero muy eficaz en lo que se refiere a la selección de las obras (Sófocles, Shakespeare, lbsen, Chejov, Arthur Miller, Kafka, etc.), en la dicción, entonación, efectos sonoros.» 15 La formación y sobre todo la aplicación de metodologías teatrales rigurosas componen también el panorama cambiante del «movimiento». En un país retórico la falta de rigor es reemplazada por prácticas más sistemáticas y por una profesionalización más decidida. Unas conclusiones que habían formado parte de la fuerza renovadora que se vivió en la década de los treinta en el campo de la enseñanza básica y universitaria cuando se tuvo muy clara la importancia para el país tanto de la fundamentación científica de los saberes, como de su intersección, su observación de la sociedad y la preparación seria de los formadores; sin embargo, acá tenía otros sentidos probablemente tan radicales como aquéllos. Se trataba de convertir a una manifestación como el teatro en una labor profesional, estable, que requería de un entrenamiento preciso y exigente. La televisión y el teleteatro debieron afrontar muy pronto una serie de requerimientos de profesionalización. Sólo que se trató de una profesionalización empírica, hecha más de práctica que de conceptos, de talento arrollador que de aprendizaje sistemático, que ha dejado sus huellas en el desarrollo posterior de la televisión nacional. Ante la ausencia total de conocimientos técnicos sobre el nuevo medio y la rapidez de su implantación se recurrió a un grupo importante de técnicos cubanos, a los actores y actrices que provenían del radioteatro y a algunos otros que fueron contratados por Romero Lozano en Argentina. En estos primeros años se produce un aprendizaje práctico acelerado de los técnicos colombianos y un complejo sincretismo entre radio, teatro y televisión. El montaje del teleteatro significaba un proceso de adaptación orientado por las condiciones de la televisión, como el tamaño de los estudios, el manejo del sonido, las cámaras, las luces y la escenografía absolutamente diferentes a las de la radio y el teatro así como procedimientos de actuación que ya poco tenían que ver con el histrionismo hipostasiado del teatro o los énfasis de entonación y dicción del actor del
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que se iba a interpretar. Tal como corrobora Eduardo Gómez, f 1 lanajemetodología de Stanislavsky traída por Seki Sano insiste en la
radioteatro. También para el caso de Mito, Gutiérrez Girardot destaca como rasgos también diferenciadores la apertura a la diversidad de ~ ~· tendencias estéticas y de pensamiento, el rigor con que se asume el trabajo intelectual, «una sinceridad robesperriana», la voluntad insobornable de claridad, la ruptura del cerco de la mediocridad y la crítica y conciencia de la función del intelectual. En este último aspecto, llama la atención la perspicacia con que los pioneros de la televisión colombiana visualizaron temas como su capacidad de influencia social, el juego de los intereses que el medio ponía en movimiento, la importancia de construir una televisión pública diferenciada de la comercial y la oportunidad educativa del medio. La presencia del japonés Seki Sano en Colombia fue otro de los hitos de esta avanzada modernizadora de lo cultural en los cincuenta. Nacido en Japón en 1905, creció en un ambiente político liberal cercano a manifestaciones culturales universales y de vanguardia. Como señala Michiko Tanaka en el documental Seki Sano. Actor del exilio, de Clara Inés Cárdenas, el director practicó el «teatro de maleta» que llevaba a grupos obreros y mitines sindicales. Arrestado en 1930 por sus ideas emprendió un largo exilio por Estados Unidos, Londres, París, Alemania y Unión Soviética, de donde es expulsado en 1937. Llega a México en abril de 1939 donde crea el Teatro de las Arres apoyado por el sindicato de electricistas. Interesado en el movimiento de teatro popular dirige la Escuela Dramática de México, un importante centro de formación de actores. Cuando es traído a Colombia para dedicarse a esa misma tarea ya es reconocido como uno de los más importantes directores del continente. Expulsado por sus ideas marxistas durante el gobierno de Rojas Pinilla, su permanencia, según Carlos José Reyes, significó sobre todo un cambio profundo de mentalidad. Como señala el mismo Reyes, Seki Sano no se dedicaría solamente a la formación de actores sino también a la creación de una escuela alrededor de las propuestas del «método de la vivencia» de Konstantin Stanislavsky. La acogida de esta tendencia significaba aceptar al actor como cocreador, la aplicación de leyes psicofísicas para la actuación, la exploración de la realidad circundante como un aspecto central para lograr una actuación significativa y el conocimiento profundo del perso-
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necesidad de reconocer la idea dominante y el hilo de la acción cie la obra e «inaugura una dramaturgia de vanguardia, en la cual el análisis y la investigación, los ejercicios y la concentración en determinados aspectos fundamentales, profundizan y amplían las posibilidades de la intuición y la sensibilidad». 16
Los «ilotas» ven a Strindberg Junto a la generación de un movimiento en la tarea teatral y también -¿por qué no?- en la producción intelectual y artística de quienes conformaron el grupo de promotores y colaboradores de Mito, está un cuarto elemento del proyecto moderno del teleteatro: la creación de nuevos públicos. La irrupción de todos estos nuevos modos de expresión cultural va generando audiencias con características, exigencias y demandas diferentes. Por una parte los públicos podían ser más numerosos, mucho más heterogéneos y consecuentemente diferentes a los que pertenecían por costumbre y por discriminación evidentes a las manifestaciones culturales tradicionales. Este ingreso de nuevos espectadores tenía una indudable carga de desestabilización. Ya no eran solamente los ilustrados, los ricos o los entendidos los que podían disfrutar de los bienes culturales sino también los televidentes anónimos, los sectores de clase medía e inclusive los analfabetos. Lo que debió de parecer irritante a quienes usufructuaban selectivamente manifestaciones como el teatro era la entrada de advenedizos, la masificación del gusto y por lo tanto la implosión de las «distinciones» selectivas, la aparición de estéticas que los descentraban por su capacidad de crítica y de ironía a lo establecido así como por su propuesta de nuevos y diferentes modos de vivir. Una historia de los públicos debería demostrar estos impactos. La televisión permitía divulgar masivamente manifestaciones artísticas reservadas a públicos minoritarios, hacer presentes otros órdenes del gusto que se calificaban como «chabacanos» o de la «chusma», validar poco a poco expresiones cultura-
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les que hasta el momento estaban excluidas de los cánones acepta- [ bies (como el humor, la música popular o la farsa), introducir una ~ ¡j" noción de espectáculo que se desconocía hasta entonces, contrastar maneras de vivir diversas e incluso antagónicas a las que propon'ía la escuela, la familia o la Iglesia como modélicas y modificar la oferta cultural desde las lógicas comerciales y las del consumo masivo. La radio primero hacia los treinta y después la televisión en los cincuenta permitieron, mucho más que la prensa escrita, esta creación de nuevos públicos con mecanismos de afiliación que ya no estaban determinados ni por la congregación física ni por los requisitos tan poco extendidos entonces de la escritura que se había convertido ya en un motivo de diferenciación entre los pocos letrados y las grandes masas de analfabetos. Fueron esas grandes masas las que de pronto se vieron reconocidas por los medios -porque lo eran muy poco por la política- entre el escándalo y el repudio de unos y los intentos salvadores de otros. En su ensayo sobre el 9 de abril recogido en El saqueo de una ilusión, Antonio Caballero insiste en que Gaitán, «ese enemigo de los políticos que fracasó en su empeño, es el político más importante que ha habido en Colombia en este siglo que ya se está acabando, más importante que los que lo precedieron y los que vinieron después, por una sola razón: inventó al pueblo». 16 Una invención sui generis, plena de ambigüedades, vaga, imprecisa. Pero definitiva para un país en que el pueblo no existía como interlocutor activo, legítimo, participante. El horror a la chusma de que habla Caballero es bastante similar (con carga política diferente, por supuesto) al horror por las audiencias que permitía existir -también ambigua, vaga e imprecisamente- un nuevo medio como la televisión. «Jorge Eliécer Gaitán había cometido el impensable sacrilegio, de imprevisibles consecuencias para el orden, de darle la palabra al pueblo. De abrirle el acceso a la política, cuando la política había consistido siempre en mantener al pueblo al margen. Ellos, liberales, conservadores, o los efímeros republicanos ("algodón entre dos vidrios"), habían tenido siempre de la política un concepto de club privado, censitario, con derecho de admisión reservado. La "democracia" colombiana debía ser como la ateniense: sin los ilotas. Era
la que había existido siempre, y a la cual-tras la violencia y gracias a ella- se volvería después.» 18 Los «ilotas» viendo a Strindberg en los aparatos de televisión vendidos por el Banco Popular tenían que ser desestabilizadores en términos de la composición de un nuevo imaginario simbólico, así este intento obedeciera ya a la idea muy debatible de que «la cultura hay que llevarla al pueblo». Strindberg, Brecht, Pirandello, Ibsen, Shaw, Cocteau o Anouilh significaban no sólo diferentes opciones teatrales -ahora ofrecidas a un número mayor de personas- sino otra forma de pensar, una renovación de lo establecido y la presencia de preocupaciones, perspectivas de interpretación y problemas nuevos. Formas que sin ser mayoritarias ni de incidencias profundas sí señalaban la marca de una forma de vivir nueva. Se coloca así el acento en el futuro y se toman severas cuentas del pasado.
Comienza la t-ramición La relación con el ámbito internacional que en el teleteatro se consigue a través del repertorio, como también de la procedencia de quienes participaban en él (cubanos, argentinos, españoles, chilenos, italianos que intervenían como actores, luminotécnicos, coordinadores de estudio, maquilladores) no disminuye el interés por lo nacional y la recreación de textos clásicos. Todo lo contrario. En cuanto a lo primero se va dando una transición de la pieza teatral al texto para televisión que tiene su consolidación definitiva en la década de los sesenta y más concretamente con el surgimiento de la telenovela, que impone una lógica televisiva mucho más implacable por sus características de género, las estrategias narrativas, el desenvolvimiento temporal y su emisión periódica. Algunos de los primeros teleteatros fueron adaptaciones de guiones radiofónicos y de obras teatrales: en 1956 con actuación de Aldemar García como Efrain y Dora Cadavid como María, Bernardo Romero Lozano realiza la primera adaptación de una obra importante de la literatura nacional para la televisión, María de Jorge Isaac, que décadas después se volvería a realizar en formato de dramatizado con guiones
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de Gabriel García Márquez y dirección de Lisandro Duque. La recreación de obras clásicas -de teatro y literarias- fue otra de las tendencias del telereatro. Desde Sófocles pasando por Cervantes hasta llegar a Kafka. Muy tempranamente se hizo una adaptación heroica de El proceso, posiblemente la primera obra totalmente realizada por técnicos y actores colombianos, gracias a la renuencia de los técnicos cubanos que rehusaron participar en el montaje por diferencias salariales con los directivos de la televisara nacional. Como sucede frecuentemente con otros acontecimientos sociales, la desaparición del teleteatro obedeció también a una convergencia de varios facrores. Una decisión del gobierno en 1963, una huelga y la aparición de la telenovela fueron algunos de los elementos desencadenantes de la disminución de su importancia. Pero sin duda también lo fueron las transformaciones internas de la televisión, los cambios tecnológicos, la competencia de géneros y las evidentes variaciones de los gustos de las audiencias. Apenas comenzando 1963, el2 de enero, se ordenó la suspensión por ocho días de la televisara nacional «para revisión de equipo y ajuste de la programación». La medida -una importante restricción presupuestaria por problemas fiscales- afectaba directamente a la programación de planta y dentro de ella al teleteatro, cuya realización era completamente en vivo y en directo. Pero lo que había en el fondo de la cuestión, que provocó una inmediata reacción de protesta del sindicato de actores, era una de esas tensiones que de una o de otra manera han persistido a través de la historia de la televisión: las confusiones del Estado con relación a su papel en la televisión y sobre todo las fronteras entre sus responsabilidades y las de la empresa privada. La solución que entonces propuso el gobierno ante la protesta de sindicatos como el CICA fue el mantenimiento de la programación viva financiada por la iniciativa privada. El debate producido por la decisión recoge desde ese momento algunos de los tópicos más importantes de una discusión que aún hoy no cesa: la relación entre calidad y audiencia, la competencia entre televisión pública y televisión comercial, el sentido de lo cultural, la función social del Estado en materia televisiva, algunos temas que habían sido preocupaciones muy claras para los pioneros de la televisión. Las
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declaraciones de Arturo Zúñiga, jefe de programación en aquel momento y ex presidente del CICA, son de una actualidad persistente. «Si se acepta la concepción del Estado como un guardián del bienestar físico e intelectual de los asociados -decía-, no pueden estimarse como pérdidas las inversiones en divulgación intelectual. Porque yo preguntaría: ¿qué utilidad económica dan las escuelas, colegios y universidades oficiales? ¿Cuánto gana el Gobierno en la Radio Nacional o en el teatro Colón? ¿O es que el Estado debe percibir utilidad alguna por cumplir con sus deberes? Me parece que hablar de «pérdidas» en el caso de la televisión oficial-medio estratégico de expansión cultural- es tratar de imponer un criterio mercantilista y utilitarista, perjudicial y aberrante en la administración. En vez de recortar el presupuesto para cosas de la cultura y la educación, el Gobierno debe aumentarlo, encomendar su dirección a personas capaces, aptas o por lo menos cultas, y cederle a las empresas privadas las ideas de los genios financieros que pretenden convertir al Estado en un negocio, como un restaurante, un almacén o una finca.» 19 No es casual que la aparición de la telenovela esté unida a la pronta decadencia del teleteatro. Cuando en 1963, con un libreto de radiorearro adaptado por Eduardo Guriérrez, se realizó En nombre del amor, la primera telenovela colombiana, comienza el desarrollo de un género que en las siguientes dos décadas llegará a ser el producto televisivo más importante. Las diferencias entre la telenovela y el teleteatro se empezaron a notar muy rápidamente: la primera se inserta en las lógicas comerciales con una acogida creciente y unas repercusiones económicas y de publicidad evidentes, mientras que · el teleteatro no tiene exactamente el mismo potencial masivo puesto que su naturaleza aún guarda demasiadas ataduras con una comprensión restringida de lo cultural. La continuidad temporal de la telenovela que progresivamente extiende sus capítulos a varios días a la semana y después a todos los días, su duración y sobre todo su estructura narrativa melodramática la imponen como la realización televisiva por excelencia. El lenguaje más estereotipado del teleteatro tenía que sucumbir ante un género que se adaptó velozmente, tanto en sus rutinas productivas como en su consumo, a los
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cambios tecnológicos, las demandas comerciales y las fluctuaciones de los gustos. Adaptación que significaba escoger determinadas obras, subrayar personajes específicos, enfatizar ciertos elementos dramatúrgicos. Las dificultades económicas vividas por el teleteatro en este mismo año son superadas pronto por la telenovela. En efecto, El 0597 está ocupado, una telenovela transmitida los lunes, miércoles y viernes a las siete de la noche por Punch es patrocinada por Colgate Palmolive, la misma empresa que cuatro décadas después sigue siendo la primera en inversión publicitaria en Colombia y dueña además de las marcas con mayor recordación en los consumidores nacionales. El Diario de una enfermera de Corín Tellado (1966) será ya de noventa capítulos, mientras que el capítulo final de Destino... la ciudad de Efraín Arce Aragón (1967) se transmitió fuera de estudios, desde el teatro México. En 1968 se produce El buen salvaje, la novela de Eduardo Caballero Calderón, y ese mismo año Casi un extraño de Bernardo Romero Pereiro (RTI) empieza a emitirse a diario. U na obra en la que actuaría, unos años antes de morir, su padre el maestro Bernardo Romero Lozano. Sin embargo, esa conjugación de cambios tecnológicos (aparición del videotape, grabación en remoto, apuntador), diversificación de géneros y modificación de gustos unidos a un país que se transforma velozmente, probablemente expliquen de manera más acertada la paulatina desaparición del teleteatro. Un género que, a medio camino entre la radionovela y la telenovela, hizo su aporte en una televisión naciente a la modernidad cultural colombiana.
La telenovela de los primeros años: una nueva narrativa
La primera telenovela colombiana, En nombre del amor (1963), reunía los elementos más propios del melodrama: amores furtivos y prohibidos, jardineros que hacían las veces de Celestina, muros infranqueables con hiedras evocadoras y por supuesto una mujer bella que rehuía con tanta vehemencia el encierro del convento tomo añoraba los abrazos del amor. Se trataba de la adaptación de un radiolibreto cubano dirigido para televisión por Eduardo Gutiérrez
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que tuvo para ese entonces la impensable duración de veinticuatro capítulos transmitidos tres veces a la semana al comienzo de la noche. Si en los cincuenta el teleteatro significa un género que impulsa la modernidad cultural frente al hondo conservadurismo estético y político de las élites, en los sesenta la telenovela como género en ascenso representa la naciente masificación de las narrativas, el protagonismo cultural de la clase media, las exigencias de r~presentación. que hacen los nuevos habitantes urbanos y las preswnes modernizadoras que llegan también de la mano de medios como la televisión. Para nada es extraño que una de las telenovelas emblemáticas de los sesenta se llame Destino ... la ciudad, en momentos en que los centros urbanos reciben oleadas de inmigrantes Y la clase media sobreagua entre los cinturones de miseria que se acrecientan alrededor suyo y una clase alta que cada vez se hace más minoritaria y lejana. El relato giraba alrededor de un hombre que llegaba a la cmdad pero que no podía abandonar la enorme nostalgia que le producía la vida del campo. Si el teleteatro de los cincuenta guardaba en el fondo un propósito de «levantar» la cultura del pueblo con productos cultos, la telenovela de los sesenta asume de lleno su condición de producto para el consumo masivo const~ido ~~n l~s mismos fundamentos que la sociedad de la época: m1gracwn, v1da urbana, modernización, pobreza. Existe una doble convergencia frente al nuevo género en que se encuentran los productores y las audiencias: una sensación de «re_bajamiento», de «trivialización». Es la experiencia directa de lamasificación, del gusto que ya poco o nada tiene que ver con la educación o el cultivo de las artes sino con la comercialización y las nuevas disposiciones emergentes de acceso a los productos culturales. Se re~ela un temor a los cambios en las percepciones sociales y jerárqmcas de la cultura tan fuerte como las prevenciones ante la movilidad social; las percepciones se desestabilizan con estos productos advenedizos a los que todos tienen acceso tal como sucedió con la aparición del habitante urbano que ya no era el campesino folclorizado Y romántico de las narraciones costumbristas sino el vecino indeseable que había venido a disturbar las rutinas de la convivencia. La telenovela fundadora tenía todos los visos de la premonición
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por sus relaciones con el radioteatro y sobre todo por los contenidos [ de su dramaturgia, su formato, los manejos de tiempo y su ubica- ~ ción horaria. Si el teatro y el teleteatro tuvieron una importancia en el desarrollo de la televisión y específicamente en la orientación del melodrama nacional no fue menor la incidencia de la radionovela. Con más años, la radio tuvo un desarrollo importante en Colombia por varios motivos: acogió desde muy temprano un esquema privado que le ofreció posibilidades de expansión, sintonizó efectivamente las audiencias, superó las barreras de la geografía, popularizó mucho más que la prensa su recepción y se inscribió rápidamente en las rutinas cotidianas de los escuchas acompañando una soledad y unos rituales laborales que ya eran resultados de una época también muy diferente. La radionovela empezó a movilizar audiencias importantes de una manera persistente, a generar unas ceremonias de su recepción que sólo tendrían equivalentes -por la fortaleza de sus adhesiones y el seguimiento de sus ensoñaciones- en los movimientos de las audiencias del melodrama que se expresan en fenómenos como la resemantización del melodrama reubicándolo de otro modo en la cotidianeidad, las emociones puestas en las fortunas o desventuras de los personajes o la fractura apasionada de las regulaciones del tiempo para seguir los avatares del drama. Pero no fueron solamente ésas las razones para la conexión entre radionovela y telenovela. Fueron sin duda las proximidades de los relatos, las conexiones vitales que expresaban sus dramaturgias: desde el. amor a la aventura, desde la transgresión de las normas hasta las afirmaciones de lo institucional. Existían por supuesto otros motivos que afianzaron las conexiones: una buena parte de los actores de la televisión habían tenido experiencia en las radionovelas y los fervores que suscitaban estos últimos fueron poco a poco desplazándose a los melodramas televisados. Un hecho importante vendría a corroborar cómo con el inicio de la telenovela se produciría un cambio trascendental-en las lógicas de los géneros, de la inversión económica y publicitaria, de la producción televisiva y, por supuesto, también de los gustos. Transformaciones que estuvieron antes de la telenovela y se desarrollarían aún más después. Hasta 1961 el 70 por 100 del presupuesto de
la televisara nacional estaba destinado fundamentalmente al pago de actores y a la producción de teletearros en vivo. A comienzos de 1963 el director de la televisara cierra transmisiones y recorra dos millones de pesos del presupuesto destinado al pago de artistas, guionistas y extras de los programas de planta. Lo más interesante es que el acontecimiento revela una serie de problemas más agudos: la necesidad de disminuir los subsidios estatales y promover la comercialización de la programación, la tendencia a aumentar la participación de las agencias de publicidad y empezar a pensar en la libertad de canales, los requerimientos para asumir el papel de unos objetivos más culturales para la televisión estatal y enfatizar en la recreación accesible a las audiencias. Pero también empezaron a surgir otros debates que aún no cesan con el paso del tiempo ni en la televisión colombiana ni en la industria audiovisual internacional. Por ejemplo los debates referidos a la relación entre calidad y audiencia, al carácter educativo de la televisión y los alcances de la acción de las televisiones públicas, a los sistemas reglamentarios y el orden de las libertades. En el fondo se empieza a producir una profunda renovación de los géneros consecuente con las renovaciones de las lógicas económicas y de los gustos. No es curioso entonces que este episodio suceda precisamente en el mismo momento en que empieza la historia de la telenovela en el país. La producción televisiva también se modifica. Es la década que verá aparecer otras compañías de producción, una de las cuales, RTI, tendrá un papel central en el acercamiento de la televisión a la literatura (ya no tanto al teatro como al cuento y la novela especialmente colombiana y latinoamericana), en la realización de miniseries y especiales como Tiempo de morir de Gabriel García Márquez o Mi alma se la dejo al diablo de Germán Castro Caycedo. Producciones que se caracterizaron por el trabajo en exteriores, el cuidado de la puesta en escena y la calidad técnica. La irrupción de la telenovela va creando no sólo un género que progresivamente se fortalece, sino un dispositivo particular de producción televisiva e inversión económica y un objeto cultural que amplía intensivamente su consumo. Se empieza a producir un relato que con los precedentes ya mencionados del teleteatro y la radionovela se desprende
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paulatinamente de ellos para encontrar los territorios de una nueva narrativa audiovisual y su especificidad como producto cultural de resonancias populares y masivas. Estas modificaciones del relato obviamente van acompañadas de otras transiciones necesarias y totalmente próximas. Es más, se trata de transiciones que ayudan a configurar el género. De la realización en vivo se pasa poco a poco a la grabación. Se produce una variación sustancial de los tiempos y los ritmos. Se aminoran los tiempos de ensayo, las emisiones se hacen más seguidas hasta lograr su continuidad diaria, se va prolongando la duración de la obra (hasta alcanzar unos parámetros internacionales que facilitan su comercialización décadas más adelante, como también la racionalización de sus costes, el ingreso suficiente de dinero por pauta publicitaria) e inclusive la telenovela empieza a generar sus propias condiciones de realización. Unos rituales que acompañan desde la construcción dramatúrgica de los melodramas hasta la cotidianeidad (exigencias corporales, de dedicación, de interrelación de oficios) de los diversos participantes en la realización. Ya en la década de los sesenta aparecen una serie de exigencias de los productores en cuanto a los impactos de la salud en la necesaria continuidad de la historia que años antes habían sido corrientes en la producción cinematográfica hollywoodense y que inclusive compaginaba las fases de la filmación con los ciclos menstruales de sus actrices. Los cuerpos representados por la ficción, cuerpos deseados, cuerpos exaltados, sujetos del amor o de las perversiones casi siempre ingenuas son tan reglamentados por la imaginación como ordenados por la economía. Un recorrido por los parágrafos de los contratos nos podría indicar, con clarividencia y sorpresas, las demandas del nuevo producto audiovisual.
De separaciones y encuentros La década de los sesenta presencia una telenovela que aún trabaja sobre los libretos de la radionovela, y obedece a sus exigencias narrativas en un medio que empieza a desbordarla desde muchos flancos. Desde la orilla de las exigencias audiovisuales hasta las ru-
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tinas de su producción televisiva. El desbordamiento definitivo se dará cuando se encuentren las lógicas económicas con los veredictos entusiasmados del gusto. Se puede sin embargo afirmar que desde los propios inicios la telenovela colombiana estuvo muy unida a la obra literaria, herencia recibida de la formación de sus iniciadores y de las comprensiones culturales predominantes a mitad de siglo en las élites nacionales. En 1965 RTI realiza Mil francos de recompensa de Victor Hugo adaptada por un hombre de teatro como Santiago García, e Impaciencia del corazón de Stephan Zweig dirigida por el pionero Eduardo Gutiérrez. En 1968 se produce -nuevamente por RTI- El buen salvaje la novela con la que Eduardo Caballero Calderón ganara el premio N adal de novela. En esta otra visibilidad de la literatura, ganada para las estéticas audiovisuales a pesar de las críticas de traición de unos y el alborozo de otros, se produce una serie de fenómenos destacados. Un grupo de creadores y actores de formación más seria y experimental se involucra en la televisión, lo que dará forma a unos vínculos complejos: la televisión impone un lenguaje y unas reglas diferentes a las del teatro. El peso de esta relación y de sus dificultades, de sus aciertos e incomprensiones tendrá un papel importante en la historia de la televisión colombiana y sobre todo en la crónica de sumanera de narrar y le exige otras reglas de existencia a la literatura, encerrada hasta el momento en el libro o en la ejemplificación pedagógica de la escuela. Las interacciones entre literatura y telenovela están encuadradas dentro de un conjunto de fenómenos destacados: el encuentro entre obra de arte, reproductibilidad y mercado prefigurado con lucidez por Walter Benjamin, así como en las mutuas interpenetraciones de relato literario y objeto masivo que hacen patentes las coriexiones conflictivas entre culturas populares y culturas masivas. Es hacia la mitad de los sesenta cuando empieza a estructurarse, primero tímidamente y después con más fuerza, un proyecto más propio del melodrama nacional tanto por los rumbos y matices que toman sus temáticas como por la naturaleza de sus autores. Destino ... la ciudad de Efraín Arce Aragón (1976) cuenta en la ficción los avatares de una transición definitiva: aquella que hizo de un
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país campesino un país de migraciones internas, de tradiciones premodernas una sociedad de urbanización creciente y conformación ~ de grupos culturales híbridos. Es el mismo país que acaba de salir de un período terrible de violencia y que sedimenta aún más la pobreza de sus habitantes, la modernización de sus instituc.iones y los lastres de una política convencional y retraída. Lo central es que los personajes de la ficción le hablan a unos personajes de la realidad que experimentan semejantes desasosiegos y preguntas similares. Si el protagonista de los medios en la década anterior fue el radioescucha del campo, partícipe de ese proyecto tan épico como frustrado de las escuelas radioronicas de Sutatensa, ahora es el televidente urbano, miembro de la clase media, empleado y en cierta forma obrero y desempleado. Es el habitante de barrios que permanentemente se modifican dando lugar a un continuo desplome de la identidad ciudadana. Pero los años setenta se inician con el comienzo de las transmisiones vía satélite, la posibilidad de utilizar el control remoto y la grabación desde el esrudio. La década se cierra con la introducción de la televisión a color. La adaptación de La vorágine -obra de José Eustacio Rivera que, junto con Marfa, de Jorge Isaac, componen las dos narraciones más representativas de la «primera» literatura colombiana- y la producción de La mala hora, novela de García Márquez, marcan dos momentos claves en los setenta. Sobre todo la realización de la última significó la entrada en producciones que demandaban inversiones significativas que diferenciaban los productos nacionales de los formatos venezolanos y mexicanos que ya empezaban a tener un gran éxito y que preferían incursionar en esquemas reconocidos y francamente reiterativos. 1976 marcará también el momento en que la televisión se nacionaliza al adjudicarse un 70 por 100 a la producción nacional, y tres franjas de telenovela nacional a las programadoras más importantes del momento (RTI, Punch y Caracol). La telenovela colombiana ha iniciado así su andadura.
4. Televisión y literatura: de la transcripción a la invención
Distantes pero en mutuo espionaje, excluyentes en público pero conciliadoras en privado, las relaciones entre literatura y televisión son hoy una muy peculiar expresión de la fuerza que aún conservan las inercias ideológicas cuando se trasladan al campo de las peleas por el poder que otorgan los territorios académicos y los mercados laborales. Lo que hace especialmente tenso el diálogo del campo literario con la televisión es la dificultad de captar que lo que hace el éxito de ese medio remite -más allá de la superficialidad de los asuntos, los esquematismos narrativos y las estratagemas del mercado- a las transformaciones tecnoperceptivas que permiten a las masas urbanas apropiarse de la modernidad sin dejar su cultura oral, incorporarse por fuera de la escuela a la alfabetización de los nuevos lenguajes y las nuevas escrituras del ecosistema comunicativo e informacional. Apoyándose y desarrollando la oralidad secundaria -de que hablamos en la primera parte- la telenovela o el serial televisivo mestizan la larga duración del relato primordial 1 -caracterizado por la ritualización de la acción y la topología de _la experiencia, que imponen una fuerte codificación de las formas y una separación tajante entre héroes y villanos, obligando al lector a tomar partido- con la gramática de la fragmentación 2 del discurso audiovisual que predomina en la televisión. La ligazón de la telenovela con la cultura oral le permite explotar el universo de las leyendas de héroes, los cuentos de miedo y de misterio que desde el campo se han desplazado a la ciudad -a unas ciudades ruralizadas al mismo tiempo que los países se urbanizan- en forma de «literatura de cordel» brasileña (hoy vertida al formato de cómic o fotonovela), de corrido mexicano (que canta las aventuras de los capos
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del narcotráfico) o de vallenato colombiano (esa crónica caribeña heo cha «recados cantados» que las gentes se mandan de un pueblo al ~ otro). En esa ligazón de la telenovela con la cultura oral la radionovela será la gran mediación: de ella la telenovela conservará la predominancia del contar a, con lo que ello implica de redundancia estableciendo día tras día la continuidad dramática. Y conserva también la apertura indefinida del relato, su apertura en el tiempo -se sabe cuándo empieza pero no cuándo acabará- y su porosidad a la actuali.dad de lo que pasa mientras dura el relato. Texto dialógico -o según una versión brasileña de la propuesta bajtiniana- género carnavalesco, la telenovela es un relato «en el que autor, lector y personajes intercambian constantemente sus posiciones». 3 Intercambio que es confusión entre relato y vida, que conecta en tal modo al espectador con la trama que éste acaba alimentándola con su propia vida. En esa confusión, que es quizás lo que más escandaliza a la mirada intelectual, se cruzan bien diversas lógicas: la mercantil del sistema productivo, esto es la de la estandarización, pero también la del cuento popular, la del romance y la canción con estribillo, es decir «aquella serialidad propia de una estética donde el reconocimiento y la repetición fundan una parte importante del placer y es, en consecuencia, norma de valor de los bienes simbólicos».' Y es también la base de un peculiar modo de lectura estructuralmente ligado a la oralidad: las mayorías que gustan de la telenovela lo que más disfrutan no es el acto de verla sino de contarla, y es en ese relato donde se hace «realidad» la confusión entre narración y experiencia, donde la experiencia se incorpora al relato que narra las peripecias de la telenovela. Hasta el modo de ver de la telenovela constituye entre los sectores populares una forma de relación dialógica: de lo que hablan las telenovelas, esto es lo que le dicen a la gente, no es algo que esté dicho de una vez ni en el texto telenovelesco ni en las respuestas que pueden extraerse de una encuesta, pues se construye en el cruce de diálogos del ver/mirar la pantalla con el del contar lo visto. La telenovela habla menos desde su texto que desde el intertexto que forman sus lecturas. Lo que en la hibridación de viejas leyendas con lenguajes modernos mueve la trama -tanto o más que las peripecias del amor- es el drama del reconocimiento, 5 esto es el movimiento que lleva del des-
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conocimiento -del hijo por la madre, de un hermano por otro, del padre por el hijo- al re-conocimiento de la identidad. ¿No estará ahí, en el drama del reconocimiento, la secreta conexión del melodrama con la historia cultural del «sub»-continente latinoamericano: con su mezcla de razas que confunde y oscurece su identidad, y con la lucha entonces por hacerse reconocer? Quizá no hablaba de otra cosa un novelista de la talla de Alejo Carpentier cuando escribió: «Viendo cómo vivimos en pleno melodrama -ya que el melodrama es nuestro alimento cotidiano- he llegado a preguntarme muchas veces si nuestro miedo al melodrama (como sinónimo de mal gusto) no se debía a una deformación causada por las muchas lecturas de novelas psicológicas francesas. Pero la realidad es que algunos de los escritores que más admiramos jamás tuvieron miedo al melodrama. Ni Sábato ni Onetti lo temieron. Y cuando el mismo Borges se acerca al mundo del gaucho o del compadrito, se acerca voluntariamente al ámbito de Juan Moreira y del tango arrabalero». 6 En América Latina el melodrama ha resultado siendo algo más que un género dramático, una matriz cultural que alimenta el reconocimiento popular en la cultura de masas, territorio clave para estudiar la no-simultaneidad de lo contemporáneo como clave de los mestizajes de que estamos hechos. Porque, como en las plazas populares de mercado en el melodrama está todo revuelto, las estructuras sociales y las del sentimiento, mucho de lo que somos -machistas, fatalistas, supersticiosos- y de lo que soñamos ser, la nostalgia y la rabia. En forma de tango o de bolero, de cine mexicano o de crónica roja, el melodrama trabaja en estas tierras una veta profunda del imaginario colectivo, y no hay acceso a la memoria ni proyección al futuro que no pasen por el imaginario. Es de lo que han hablado sin vergüenza alguna Manuel Puig en la mayoría de sus novelas, Vargas Llosa en La tía Julia y el escribidor y Carlos Monsivais en muchos de sus textos pero especialmente en Escenas de pudor y liviandad. El primer encuentro de la televisión con la literatura colombiana7 lo produce la aceptación, por parte de algunos de los mejores escritores, de que la televisión difundiera sus obras, como La mala hora de García Márquez o El buen salvaje de Caballero Calderón (premio Nada!), y también la adaptación de algunas obras memora-
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bies de comienzos de siglo, como La marquesa de Yolombó de Tomás ~ Carrasquilla, publicada por entregas en 1926. Ese primer encuentro ~ de la televisión con la literatura resultará un encuentro lastrado inevitablemente por una concepción subordinada de la te1evisión: la fidelidad al texto literario primaba por entero sobre las posibilidades del lenguaje televisivo. Sin haber perdido aún su inocencia a manos de los comerciantes, la televisión se ofrece a los escritores como un precioso modo de expansión de sus obras, asumiendo para sí misma una tarea puramente difusiva: la de ilustrar las obras con imágenes supeditadas a la lógica narrativa de la escritura, de la obra escrita. La aceptación por los escritores de la televisión como «medio de comunicación» para sus obras estuvo así marcada en sus inicios por una precariedad del lenguaje televisivo que convertía la adaptación en mera transcripción. Lo que implicó, de una parte, que la calidad de una dramatización televisiva fuera tanto mayor cuanto más grande fuera su fidelidad al texto literario, dado que la experimentación audiovisual era recelada como elemento deformador. De otra,·cuanto más «noble» fuera el (origen del) texto literario más alto era el peldaño que alcanzaba la televisión. Con lo que la valía de lo dado a ver era cargada a la cuenta del valor literario del texto, y en últimas de su autor. De modo que quedaba sin el menor reconocimiento el trabajo del mediador entre novela y televisión que era el del adaptador, hoy libretista. A mediados de los años setenta la relación entre literatura y televisión se va a ver trastornada por una doble infidelidad. Del lado de la literatura por lafo!!etinización del relato introducida en los libretos de televisión por Julio Jiménez, quien venía -como algunos de los mejores guionistas de telenovela en toda América Latina- de escribir libretos para radionovela. Folletinización que, de una parte, acerca el libreto para televisión a la modalidad serial de la producciones norteamericanas de larga duración estilo Peyton Place (en castellano, La caldera del diablo) y de otra introduce en la telenovela colombiana la temática y la dramaturgia del cuento de terror, tomadas por Julio Jiménez de textos «sin valor literario» del siglo XIX, como El caballero de Rauzán. La segunda infidelidad se produjo desde la televisión misma: la llegada y el trabajo del argentino David Stivel iniciará la tecnificación/especialización de la dirección, esto es
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~ la posibilidad de trabajar en la construcción de un lenguaje especí-
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fico de la narración televisiva. Y el mediador legitimante de ese empeño va a estar en la literatura del boom latinoamericano: La tregua y Gracias porel fuego de Benedetti, La tía Julia y el escribidor de Vargas Llosa, Los premios de Cortázar, al ennoblecer con su prestigio el oficio del libretista y sobre todo del director, posibilitaron una liberación estética desde la que empezó a abrirse camino en Colombia el relato de televisión. La doble infidelidad se concreta: David Stivel dirige fOlletines del calibre del Hijo de Ruth o La pezuña del diablo, cuyos libretos son de Julio Jiménez, mientras éste realiza el libreto de Los premios. Esa doble traición al modelo, que subordinaba el lenguaje de televisión al texto literario, será la que posibilite las innovaciones narrativas que, en los añOs ochenta, abrirán el terreno a la moderna telenovela colombiana, tanto en su formato largo de capítulo diario como en las series de dramatizados semanales. Tomando como «materia prima» textos cercanos a la crónica urbana y a cierra literatura etnográfica, como Pero sigo siendo el rey del escritor SánchezJuliao, San Tropel eterno de la periodista Ketty Cuello o El bazar de los idiotas del novelista Álvarez Gardeazábal, la libretista Martha Bossio será la pionera en la modernización del género. La modernidad de la telenovela colombiana, tanto o más que con los contenidos o las formas expresivas, ha tenido que ver con la profesionalización del oficio del libretista, que es la prueba de su reconocimiento culrural, y por ende de la legitimación de su (aunque relativa) autonomía estética. En un país sin tradición cinematográfica y, por lo tanto, sin experiencia de guioni:zación, la nueva relación entre televisión y literatura, que la telenovela instaura, se inserta en la nueva experiencia estética de las masas urbanas: la hibridación de las culturas orales con las visualidades electrónicas subvirtiendo el orden hegemónico de las escrituras y las autorías. Si en el siglo XIX europeo el quiebre en la «unidad de la escritura» (R. Barthes), producido por el folletín, dejó a medio camino el reconocimiento del folletinista como novelista porque era inconcebible un «escritor asalariado» -lo que obligó a Balzac a disfrazar su autoría de las novelas que escribió por entregas para sobrevivir en ciertos momentos de su vida- ahora es la mediación institucional del mercado la que justifica el descono-
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cimiento de las transformaciones estéticas, que introduce la televisión en el sistema social de las escrituras: estamos ante prácticas mestizas que mezclan/manchan la «pura» interioridad de la experiencia estética con la exterioridad de las exigencias provenientes de las condiciones industriales y comerciales de la producción. Y sin embargo es asumiendo la espúrea y espesa mezcla de los formatos industriales y las formas culturales, de las ideologías profesionales y las rutinas productivas, de los esguinces creativos y las estratagemas comerciales, como el libretista y el director consiguen para la escritura de la telenovela un estatuto profesional y una expresividad propia. Fue la ironía, la mirada satírica y burlona que contenían los textos de Sánchez Juliao o Alvarez Gardeazáballa que animó y permitió al libretista asumir el texto literario como materia prima de un trabajo de reelaboración e invención. La inevitable violencia que en ese proceso sufrirá el texto original será aceptada por unos novelistas que empiezan a comprender que la televisión no es un mero instrumento de difusión sino un medio con posibilidades expresivas propias, un medio en búsqueda de su propio idioma. Y así como la mejor traducción de un idioma a otro no es aquella que es fiel a los significantes sino al sentido del texto, esto es la que es capaz de encontrar en el otro idioma los significantes que dan forma al sentido que se trata de expresar, así los nuevos libretos buscarán construir relatos propios de televisión. La telenovela va a posibilitar la profesionalización del oficio de libretista poniendo las bases a su legitimación estética y su reconocimiento profesional. El verdadero encuentro de la telenovela con el país tendrá lugar a comienzos de los ochenta, en un nuevo modo de telenovelar cuyo punto de arranque se halla en la burla del género que inauguró Pero sigo siendo el rey (libreto de Martha Bossio a partir del texto literario de David SánchezJuliao): esa telenovela en la que los colombianos se encontraron riéndose irrespetuosamente a la vez de las reglas del género y de la forma de verse a sí mismos. En la caricatura del género melodramático, como al trasluz, se dibujó la caricatura de una geografía sentimental del país. De lo que hablaba esa telenovela no era de México sino de Colombia, esto es, no del modo como los colombianos ven lo mexicano sino del modo como los colombianos se vieron a sí mismos a través de lo más mexicano, la ranchera.
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Muchas cosas comenzaron a cambiar entonces. Desde la pérdida del envaramiento y la grandilocuencia que debieron efectuar los actores para poder suscitar la complicidad del público con el gesto satírico en un dramón lleno de altisonancias, al trabajo de unas cámaras que se salieron física y poéticamente del escenario amañado y, sobre todo, hasta un montaje que, para acompasar las imágenes al ritmo de unas canciones que hacían las veces de texto de los diálogos, creó su propio tempo hecho de retardamientos y aceleraciones sacadas de los «primitivos» del cine mudo. A partir de ahí, de la apertura en la telenovela de una dimensión delgada pero explícitamente satírica, la comedia comenzó a minar al melodrama. N o a hacerlo desaparecer sino a horadarlo, a desvertebrarlo a través de su remedo. Sólo así ha podido conservar el fervor popular un tipo de telenovela que ha desplazado su peso dramático de las grandes pasiones a las costumbres cotidianas identificadoras de una región y una época. Y con ese desplazamiento, es el polo duro del destino como trama central el que pierde al menos parte de su peso liberando el relato, esto es permitiendo la pluralización de los conflictos y la contextualización de las acciones. Y una trama estallada va a liberar el juego de unos personajes que podrán tener cuerpos enteros y no sólo bustos parlantes, ganando en espesor y vida propia lo que pierden en seguridad procurada por la adscripción a un esquema completamente rígido. Desde el mundo costeño de Gallito Ramírez y el submundo urbano y bogotano de Las muertes ajenas se nos abre acceso al entramado de las humillaciones y las revanchas de que está hecha la vida de los que luchan no sólo por sobrevivir sino también por ser alguien. Y para ello se ausculta el opaco tejido en que las clases se tocan: las perversiones de los ricos conectándoles con los bajos fondos, y las tácticas de los pobres «explotando» los vicios de los ricos. Ampliando el horizonte de lo telenovelable hacen su aparición en el relato nuevas profesiones, o mejor nuevos mundos de vida. Artistas, boxeadores, gentes del rebusque, develan nuevos modos de relación social, turbias relaciones de solidaridad y complicidad, brechas morales y culturales que agrietan la mentirosa normalidad de nuestra sociedad. Abierta sobre el presente y porosa a los movimientos de la actualidad social, la telenovela colombiana de los ochenta se aleja de
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los grandes símbolos del bien y del mal para acercarse a las ambigüedades y rutinas de la vida cotidiana y a la expresividad cultural de las regiones que forman el país. Frente al engañoso mapa sociocultural de la dicotomía entre progreso y atraso, que nos trazó la modernización desarrollista, telenovelas como San Tropel o El divino nos mostraron un mapa expresivo tanto de las discontinuidades y destiempos como de las vecindades e intercambios entre modernidad y tradiciones, enrre el país urbano y el país rural. Con aldeas donde las relaciones sociales ya no tienen la elementalidad -la estabilidad y transparencia- de lo rural, y con barrios de ciudad donde se sobrevive en base a solidasidades y saberes que vienen del campo. Un mapa en que se mezclan, tanto más que se oponen, verticales servidumbres de feudo con horizonralidades producidas por la homogenización moderna y las informalidades del rebusque urbano, en que conviven la hechicería con el biorritmo, y arraigadas moralidades religiosas con escandalosas liberaciones de la afectividad y la sensualidad. Ante los asombrados ojos de muchos colombianos se hizo por primera vez visible una trama de intercambios y rupturas que, aun con su esquematismo y sus inercias ideológicas, hablaba del modo como sobreviven o se pudren las formas tradicionales de sociabilidad, de las violencias que se sufren o con las que se resiste, de los usos «prácticos» de la religión y las transacciones morales sin las que es imposible sobrevivir en la ciudad. Enredadas a esa trama, las telenovelas hicieron también visible la otra contradicción que más profundamente desgarra y articula nuestra modernidad: el desencuentro nacional con lo regional, la centralización desintegradora de un país plural, y la lucha de las regiones por hacerse reconocer como constitutivas de lo nacional. De la costa caribe al valle del Cauca, pasando por Antiaquía y las riberas del Sinú, la telenovela posibilitó un acercamiento a lo regional que, superando la caricatura y el resentimiento, lo configuró como diversidad del senrir, del cocinar, del canrar y del contar su vida y sus historias. Culturas de la costa caribe en las que la magia no es cosa de otro mundo sino dimensión de éste, en las que el boxeo puede llegar a ser una moral más que un oficio y el vallenato es aún romance que convierte en historia los milagro-
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sos sucesos cotidianos. Culturas de valle que ponen en escena los humores, el espesor erótico y estético de las gentes de pueblo. Un pueblo donde el poder y los conflictos obedecen a saberes de mujer (o del homosexual) que mezclan la atracción sexual con el dominio de las comunicaciones -el chisme o la central de teléfonos-, donde la brujería burla a la religión instituida y una erótica cruda y elemental se combina con una refinada homosexualidad para burlar al machismo: saberes y poderes femeninos en conflicto no con la modernidad sino con las incoherencias de la economía y la fealdad de la política que hacen los hombres. En un país fragmentado y excluyente, tanto social como culturalmente, las telenovelas de los ochenta juntaron, revolvieron y mezclaron lo rural con lo urbano, el más viejo país con el más nuevo, y los diversos países que hacen este país. Y en la reconstrucción que esas telenovelas hicieron del imaginario nacional no podía faltar el encuentro, o mejor el cruce, del melodrama con la fantasía y la desmesura de Macondo, que es lo que hizo Caballo viejo, escrita y dirigida por Bernardo Romero Pereiro. En la vastedad del río Sinú, en la voluminosidad del cuerpo de la tía Cena, en la mezcolanza delirante de las vidas que encarna Reencarnación, y en la multiplicidad de saberes y sabores que mestiza el viejo Epifanio, se rasgaron las costuras del relato melodramático y por allí se colaron la magia de la palabra y una secreta fusión de lo local con lo universal. Frente al uso puramente funcional o redundante de la palabra con relación a la imagen en la telenovela mexicana o venezolana, en Caballo viejo la palabra se espesó hasta tornarse ella misma imagen poética: cargada de silencios y expre~ sacia en monólogos la palabra encanta, conecta el dicho popular con la metáfora en un reencuentro de la telenovela con la oralidad cultural del país, y desde ella con la escritura que ha roro la gramática para liberar la magia secreta, las sensibilidades y ritmos de lo oral. Por la otra costura rota se cuela la experiencia de un hombre y un pueblo que, perdidos en un recodo del río Sinú, «Se sienten universales»: ósmosis cultural que fusiona saberes y sabores venidos de occidente y de oriente, de la filosofía y la sabiduría popular, hablas del interior y decires del Caribe. La burla al melodrama desde dentro va a introducir en el realismo de su irrealidad la apertura a lo maravilloso macondiano.
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5. El país como experimento audiovisual &
García Márquez no se cansa de repetirlo: en el país del realismo mágico la realidad desborda a la ficción, y últimamente la desborda en tal grado que «en un país así a los novelistas no nos queda más remedio que cambiar de oficio» .1 ¡Qué casualidad!. en la televisión sucede todo lo contrario: mientras los noticieros se llenan de fan..:. tasía tecnológica, y se especracularizan a sí mismos, es en las telenovelas y dramatizados donde el país se relata y se deja ver. Mientras en los noticieros el vedetismo político o farandulero se hace pasar por realidad, o peor aún, se transmuta en hiperrealidad -esa que nos escamotea la empobrecida y dramática realidad que vivimos-, en las telenovelas y los dramatizados semanales es donde se hace posible representar la historia (con minúsculas) de lo que sucede, sus mezclas de pesadilla con milagros, las hibridaciones de su transformación y sus anacronías, las ortodoxias de su modernización y las desviaciones de su modernidad. La experimentación en la que avanza la telenovela diaria desde Pero sigo siendo el rey (1984) hasta Café (1995) debe no poco a las transformaciones que de modo convergente o paralelo se van a producir en los dramatizados semanales. Es en ellos donde de manera más constante se va a desarrollar la búsqueda de una expresividad propia, la elaboración de formas y dispositivos de narración que van a dar su mayor especificidad a la ficción televisiva. Una menor presión del tiempo sobre el ritmo de la producción, pues se trata de un episodio y no de cinco a la semana, aunque éste sea de una hora, y el «distanciamiento» que, en el plano de la recepción, posibilita el ritmo semanal, hacen posible un grado de libertad temática y de experimentación estética mucho mayor, tanto en lo que respecta a la ac-
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tuación como al lenguaje audiovisual. 2 Inicialmente los dramatizados semanales siguen el rumbo de dos subgéneros bien distintos pero ambos igualmente significativos: uno es el dramatizado «de misterio» que, trabajando las leyendas rurales, conecta el melodrama no sólo con el relato gótico y los cuentos de miedo sino también con la pobreza y la violencia campesina; el otro constituye explícitamente un acercamiento a los problemas, las ambigüedades, las rutinas y la complejidad social de la vida urbana. Dos excelentes ejemplos del primer subgénero, y de su propia diversidad, son El ángel de piedra y la adaptación de El Cristo de espaldas. Con libretos originales de Julio Jiménez y dirección de Alí Humar, El ángel de piedra se construye sobre un relato largo y una secuencia de ciclos clásica del género -ciclo de efectuación del daño, del tobo de la identidad, del alejamiento, de la venganza y del reconocimiento- en los que se narra el drama del hijo a quien la familia de la madrastra roba la herencia. Alimentado por la soledad y el resentimiento, el hijo/heredero -cuyo único ayudante es una vieja sirvienta, vidente y bruja- inicia una larga venganza que, de los juegos de niño en que simula quemar o ahorcar a sus hermanastros, lo llevará ya adulto a seducir, violar y abandonar a todas y cada una de sus tres hermanastras. El drama de terror se desdobla en un drama moral cuyo tratamiento constituirá la originalidad de un relato profundamente arcaico e innovador al mismo tiempo. Tanto en el desarrollo dramático como en el audiovisual. Las relaciones familiares se ven atravesadas por situaciones y problemas del hoy tanto en la figura de una madrastra/madre soltera que, en lugar de aprovecharse del huérfano, representa a la mujer que ha luchado toda la vida por mantener su independencia, como en la del hijo-vengador convertido en un joven de hoy, inadaptado social. Y de ese modo en los pliegues de un drama arcaico se van a delinear temas actualmente candentes como la opacidad y precariedad de las relaciones afectivas, la distancia generacional o la impotencia de los padres ante la autonomía exigida por los hijos. De igual manera el tratamiento televisivo innova al introducir cierta magia visual para narrar las ensoñaciones del hijo, los conjuros de la sirvienta, las relaciones oníricas del heredero con su padre muerto. Fiel a un fondo de leyendas
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y miedos ancestrales, El ángel de piedra no sólo logra introducir el hoy sino hablar para el hoy de unas clases populares y medias que ~ . . 0 viven a medio camino eñrre el tiempo del ciclo campesino y el de ~ la modernización urbana. Frente al «tramposo ruralismo» de una serie como Dalias, el dramatizado colombiano sabe permanecer fiel a la leyenda actualizando el relato y su moral. En la adaptación a televisión de El Cristo de espaldas (novela original de Eduardo Caballero Calderón, con libreto y dirección de Jorge Alí Triana, director de teatro y de dos filmes -Tiempo de morir y Edipo alcalde- ambas a partir de textos de García Márquez) el escenario es el del conflicto social en el tiempo y escenario de la violencia, esa guerra civil no declarada, a la vez guerra santa entre los partidos conservador y liberal, ajuste local de cuentas y catarsis personal. Y es esa mezcla de reivindicación social y revancha familiar la que es puesta en relato y en imágenes: la hostilidad dicha en la dureza del paisaje y el desabrigo de las viviendas, la desconfianza y el rencor convertidos en rostros ceñudos y gestos mudos, puertas cerradas y cuerpos al acecho. La pobreza y la violencia se despliegan desde la tierra y la niebla a las grises ruanas, los oscuros ocres de las casas y los ojos enjutos, y finalmente a la historia convertida en lucha fratricida. 3 En 1977 la programadora RTI pone en escena «El cuento del domingo», un proyecto de dramatización seriada que busca indagar temáticas urbanas encomendadas a diferentes directores. El proyecto alcanza su mejor momento en las adaptaciones que Pepe Sánchez (el primer director de televisión colombiano que había estudiado cine, y que estéticamente «provenía)) del neorrealismo) hace, a mediados de los ochenta, de libretos del brasileño Manoel Carlos -Vivir la vida, Brillo- en las que el vivir cotidiano de la gente común, sus formas de habitar, de hablar y de quererse, sus soledades y sus miedos, entran con dignidad y frescura en la televisión. De ese proyecto nacerá Historia de Tita (escrito y dirigido por Pepe Sánchez), un dramatizado que aborda una de las temáticas claves del folletín social del siglo XIX: la pintura de la condición femenina en las clases populares, el desplazamiento del universo psicológico del bovarismo -con sus triángulos amorosos, sus divorcios y adulterios- al
mundo de los oficios infamantes, los incestos y la permanente agresión masculina sobre las mujeres, con la consiguiente violencia de éstas sobre los niños. Historia de Tita es el primer dramatizado colombiano que articulando la experiencia cinematográfica del neorrealismo al reportaje directo que permite la cámara de vídeo, se cuela entre la muchedumbre de una calle o los apretujones en el interior de un bus, para indagar e iluminar los hábitos cotidianos de supervivencia, legales e ilegales, de una adolescente obligada a hacer de madre de sus hermanos por una madre prostituta que la explota casi tanto como el chulo la explota a ella. Es Tita quien nos narra, o mejor, es desde su mirada ingenua y su cuerpo adolescente, desde su rabia y su ternura, desde donde se nos da acceso al mundo de miseria y violencia en que vive. El trabajo visual, hecho de angulaciones retorcidas y asfixiantes que nos hacen sentir viscosamente la estrechez y fealdad del inquilinato en que viven o el desamparo de las calles sucias y lluviosas del centro de Bogotá, nos abrió a una televisión capaz de desnudarse de la retórica con que los noticieros sensacionalizan y espectacularizan el sufrimiento de los marginados~ para iluminar poéticamente la cotidianeidad más humilde, sus rutinas y sus sueños. El último «cuento del domingo», Los Victorinos o Cuando quiero llorar no lloro, dirigido por Carlos Duplat (uno de los dramaturgos más jóvenes y valiosos) profundiza en la investigación de los sub mundos urbanos, recargando esa búsqueda con un denso suspense y un premonitorio acercamiento a la cultura sicarial de los adolescentes en los barrios de invasión. Cruzando esas temáticas, otro dramatizado semanal abrirá a finales de los ochenta nuevas pistas en la indagación de la complejidad social y cultural de la vida_ urbana: Dos rostros, una vida, libreto y dirección de Jorge Alí Triana. Atreviéndose a mirar desde dentro dos instituciones tan intocables en Colombia como la Iglesia y el ejército -lo que le costará varias interrupciones y una encubierta censura que lo obligó a recortar su desarrollo-, ese dramatizado nos cuenta la historia de una joven religiosa y un teniente del ejército en crisis de fe ambos, habitantes de un manicomio donde él está en tratamiento por haber flaqueado en su capacidad militar y ella como enfermera que hace allí su noviciado. El encuentro de esos
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dos rostros, en medio de la pesadilla de miradas vacías y delirios que [ pueblan el espacio del manicomio, sacará a flote las pesadillas, el ~ montón de prejuicios e intolerancias, que pueblan los imaginarios ' de Colombia. Mientras la religiosa descubre al mismo tiempo la fragilidad de su vocación y la vitalidad de su cuerpo y sus afectos, el teniente busca en quien descargar su frustración como militar y su pasión de hombre, en un entrelazamiento de seres interiormente confundidos y torturados. Sobria y expresiva a la vez, la realización televisiva logra una narración que evita el morbo del escándalo colocando la mirada del espectador del otro lado: el de la sensualidad imposible, dolorosamente contenida, el de la humillación cotidiana, y el delirio de los rostros ausentes, vacíos, y del amor no expresable pero larga y profundamente sufrible. Un segundo momento en la evolución de los dramatizados se sitúa entre 1988 y 1991 con la llegada a la televisión de varios jóvenes directores de cine como Carlos Mayolo, Lisandro Duque y Sergio Cabrera, y lo que ello va a implicar de experiment~ción narrativa y visual pero también de conflictos entre lenguajes: no es lo mismo el trabajo de elaboración de un film, unitario y cerrado sobre sí mismo, que el de una serie de episodios sucesivos y abierta a las incidencias de sus peculiares condiciones de producción. Este momento se va a caracterizar también por una n_ueva forma de abordar desde el dramatizado la reescritura de la historia, abandonando la de los héroes idealizados y aproximándose al mundo de la Colonia -Los pecados de Inés de Hinojosa- desde personajes secundarios y villanos que permiten el acceso a otra cara de la historia, la de la trama cultural y la epopeya colectiva en que los personajes tienen vida cotidiana. O como en la colonización antioqueña -La casa de las dos palmas- con su explosiva trama de familia extensa, economía y religión, afán de lucro, y espíritu de talión, pero también de fortaleza y generosidad de las mujeres, especialmente de la madre que calladamente teje y transmite las tradiciones iÍltroduciendo sosiego y poesía en una cultura de arrieros y comerciantes. O Azúcar, esa saga de tres generaciones, que nos llevan de la hacienda esclavista a los ingenios industriales, luchando contra la maldición de una mulata, maldición que recae sobre quienes rehúyen los derechos del mestizaje.
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Cine, televisión y literatura se van a encontrar ahora en la versión de los dos más grandes textos de la literatura colombiana anteriores a García Márquez: María y La vorágine. Aunque la adaptación a cine-en-televisión de textos «sagrados» es una operación doblemente arriesgada, ambos trabajos y en especial María supieron compaginar el despliegue tecno-escenográfico, es decir lo moderno de la producción, con un relato atento a las modulaciones de la subjetividad romántica, de manera que el gran fresco de época no convirtió a los personajes en marionetas sobre un paisaje. Desde 1992 las series dramatizadas toman un rumbo nuevo: la investigación en profundidad de la situación que atraviesa el país y la indagación del cambio de costumbres, la modernización cultural. En un subgénero que podríamos caracterizar como «reportaje-dramatizado» la ficción televisiva se atreve a tocar algunas de las fibras más sensibles de la situación nacional -corrupción cruzada de los políticos y la empresa privada en La alternativa del escorpión, contradicciones de la guerrilla en María María, el oscuro negocio de los medios masivos y de los secuestros en Sueños y espejos- construyendo un tipo de relato que no cae en el panfleto maniqueo y sensacionalista sino que, con la complejidad de su narrativa y una continua experimentación estética, contribuyó a poner profundidad y contexto en temas que la noticia diaria (radial, de televisión e incluso en la prensa) simplifica y estereotipa cada día más. Introduciendo una cruda autocrítica en el corazón mismo de la empresa televisiva, en sus complicidades serviles con el poder político o en los sórdidos chantajes que le tienden los grupos económicos. esos dramatizados (especialmente los escritos y realizados por Mauricio Miranda, libretista, y Mauricio Navas, director) tuvieron la imaginación y la osadía de meter en la ficción entrevistas a personajes de la vida real concernidos por el secuestro de familiares o la violación de derechos humanos por militares, guerrilleros o paramilitares. Convertidos en relato verdaderamente abierto a los acontecimientos cotidianos, esos dramatizados hacen visible en un mismo movimiento la tramoya que oculta la pantalla o el satinado papel de una revista de actualidad -la lucha a muerte entre intereses, la corrupción política, el servilismo de los eclesiásticos, pero también la independencia y la
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tenacidad suicida de unos pocos periodistas, la solidaridad de los [ trabajadores- y la alternativa, difícil pero posible, de una televisión ~ y una prensa capaces de asumir sus contradicciones y ponerse al servicio de los intereses colectivos, de la fiscalización del poder y la denuncia de su corrupción. La otra vertiente de dramatizados va a tematizar los cambios, los indicios de modernidad, en la vida de una sociedad que pareciera girar sobre un círculo cerrado de inercias y violencias sin fin. Arrancando de la resonancia que tuvo en las grandes ciudades colombianas la «revolución cultural» de los sesenta, en Espérame al final se exploran las rupturas generacionales que tuvieron por escenario la pareja, el sexo, la moda vestimentaria, la música y el anarquismo político, llevando a la televisión más que anécdotas el clima de desenmascaramiento de esa época: en la que la emergencia de una autonomía de la subjetividad pasaba por la liberación del cuerpo y por el estallido de una política anquilosada y podrida. Lo que andando los años dejaría sus más claras huellas en la independencia lograda por la mujer, no sólo en el campo laboralprofesional sino en ese otro mucho más esclavizan te y oscuro que es el de la casa y el matrimonio. Así en Señora Isabel, un relato televisivamente impecable en el que se va a narrar el coraje de una mujer que después de veinte años de casada y «ama de casa» se siente aún capaz de exigirle a la vida libertad y pasión, lo que convertirá a ese dramatizado en eje de un debate de fondo al moralismo del país, al que la televisión no se había atrevido a asomarse, y al desvelar las secretas conexiones de lo privado con lo público entró a iluminar tanto las contradicciones de su separación como de su confusión. Y en La otra mitad del sol la televisión va a dar espacio a los cambios que atraviesa una generación despolitizada, atomizada, que transita por una universidad en crisis de autoridad tanto intelectual como moral, y que encuentra en el clima de la «nueva era» (orientalismo y reencarnación) la metáfora de una vuelta al pasado que descifre los enigmas del presente, y el dispositivo narrativo que permitirá hacer de la investigación estética una clave de indagación en las profundidades del «·alma» contemporánea: de sus desazones y sus iluminaciones.
6. Las narraciones televisivas en los años noventa
Casi cuatro décadas después de haber salido al aire la primera telenovela colombiana, permanecen algunas de las dimensiones originarias del melodrama televisivo de los sesenta junto a una historia de renovaciones y cambios que le han transformado el rostro a este producto cultural latinoamericano. La década de los noventa muestra una telenovela que se ha afianzado industrialmente, con unas cuotas de racionalización exigentes, un manejo gerencial bastante sistematizado de la producción y una exploración constante de las reacciones de los públicos. En casi todas las televisiones del continente la telenovela es la realización de mayores inversiones económicas y la preferida de los horarios de más audiencia. Las lógicas corporativas que influyen sobre la identidad de los medios también lo hacen en la evolución del género: se llevan a cabo castings transnacionales que favorecen la circulación de las telenovelas en otros mercados diferentes a los domésticos; se cuida la música como un elemento que superó hace tiempo la simple ilustración para derivar en otra oferta para el mercado; se han sofisticado las campañas de lanzamiento, los vídeos promocionales, las estrategias de
merchandising. La internacionalización ha sido una de las características de la telenovela colombiana y en general latinoamericana de los noventa. Una internacionalización que se había dado en años anteriores pero que ahora es un requisito indispensable del proceso de producción melodramático. Desde su diseño la telenovela se piensa en la perspectiva de su circulación internacional e inclusive es frecuente que a las pocas semanas de estar emitiéndose en su país de origen ya empiece su recorrido por las televisiones de otros países.
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La telenovela mexicana, brasileña y venezolana había conquistado mercados por su manejo del género, la infraestructura industrial que soportaba una producción en serie y la penetración en los gustos de los televidentes. En Argentina, como confirma el estudio de Nora Mazziotti, se incrementó la producción a través de diversas modalidades, entre ellas una muy interesante de coproducción con las cadenas de Silvia Berlusconi; las realizaciones argentinas ingresaron de manera importante al mercado italiano y algunas de ellas tuvieron una audiencia destacada. Fueron los mismos años del boom de la telenovela venezolana en España, cuando obras como Topacio o Cristal llegaron a tener un impacto real en la opinión pública de ese país. Cinco de las seis telenovelas transmitidas durante 1990 en España fueron venezolanas. Mientras que una parte de la producción mexicana y venezolana permaneció relativamente fiel a los esquemas más tradicionales del género que por lo demás habían demostrado efectividad e impacto, la telenovela brasileña continuaba su camino de trabajo narrativo y la colombiana ofrecía una alternativa diferente a las que durante años habían sido hegemónicas. No siempre el ingreso a los mercados internacionales ha requerido un adelgazamiento del relato o una estandarización de la producción que se oponga a la «localización» o a los rasgos más particulares y propios de la telenovela. En el caso de las obras colombianas, si bien la internacionalización produjo unas exigencias al formato (número de capítulos, relación de grabación en estudio y en exteriores, características de los protagonistas), lo más interesante es que su recepción exitosa de los últimos años ha estado unida al énfasis en una identidad que diferencia. En efecto, la telenovela de los noventa, guardando los hitos del melodrama, introduce nuevos temas, perfila de manera más compleja a los personajes, elabora con mayores matices los contextos, investiga con mayor cuidado los diálogos y el universo referencial en el que transcurren las situaciones. El dramatizado ha influido en ese sentido en la telenovela que ya se arriesga a plantearse relaciones humanas más cotidianas aunque menos evidentes además de una geografía interior menos esquemática y más moderna. La más exitosa novela colombiana de los noventa, Café, con gran aceptación
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en muchos países de América Latina, volvió a insistir en las culturas regionales pero ya no de manera costumbrista sinO entrelazando la vida de los protagonistas (una humilde recolectora de café y un rico negociante del grano) con los complejos mundos de un producto nacional que ha logrado a través de los años conformar toda una cultura propia, de sesgos locales, matices nacionales y nexos internacionales. Esa mezcla entre lo general o universalizable y lo particular o propio es según José Mario Ortiz Ramos una de las características de la telenovela brasileña que «toma por tanto su energía ficcional, que tiene resonancia en los mercados interno y externo, de esta capacidad que tuvo de mezclar una matriz universal con particularidades nacionales, sin dejar de incorporar las innovaciones técnicas y las tendencias más actualizadas, tanto en el plano del lenguaje televisivo como en el de las temáticas. Todas sus variantes son en verdad una hábil combinación de géneros, teniendo el melodrama como base, pero integrándolo con otras posibilidades ficcionales» .1 Y sociales. Porque aunque la telenovela latinoamericana siempre fue social, a mediados de los ochenta y comienzos de los noventa introdujo en el suceso dramatúrgico los ritmos sociales, desde los más densos hasta los más coyunturales y explosivos. Porque si lo social en la novela de décadas anteriores se refería a las brechas entre ricos y pobres o entre la ciudad y el campo, la de los noventa asume asuntos que pertenecen a la agenda pública más insistente como la corrupción, el narcotráfico, la crisis de la política o la pobreza. En Gardenia, una telenovela venezolana de Leonardo Padrón, el protagonista era un político tan corrupto y escandaloso como los políticos reales, y en Por estas calles (1993) se refleja explícita y descarnadamente «la Venezuela corrupta y envilecida ... por obra y desgracia de los malos gobiernos, generadores de tanta pobreza, endeudamiento y corrupción>> (El Nacional, 1992) 2 Por estas calles propuso una narrativa social muy interesante. Involucró directamente en el relato melodramático los sucesos sociales más inmediatos demostrando de paso que una buena parte de la opinión en nuestros países se ha desplazado eficientemente hacia la ficción televisiva, lo que es constatable en seriales colombianos como Los Victorinos, Amar y vivir, Sueños y espejos, Tiempos difíciles o La mujer del presidente.
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Parte del éxito de Mirada de mujer, una telenovela mexicana basada ~ en Señora Isabel, el dramatizado colombiano, estuvo precisamente o ~ en esa dimensión nueva de lo social que le permitía el paso al sida, las relaciones amorosas entre una señora entrada en años y un joven o el divorcio como señales de nuestros días. Temas que desbordaban los acercamientos ofrecidos por la telenovela tradicional avasallada por la exaltación, el desconocimiento y las miradas planas. Sin embargo, una telenovela venezolana de los setenta, La señora de Cárdenas, del dramaturgo José Ignacio Cabrujas, se ubicó en el aquí y ahora, con conflictos sin resolver y en los que no se evidencia la receta del «final feliz»; trabajó la independencia femenina y el divor3 cio con inusitada polémica e incluso hubo intentos de censura. Lo social no surge sólo como un problema de contenidos, sino también como un estilo de contar, superando por tanto el problema de los «contenidos». La telenovela declamatoria rehuía la ironía, era más bien trascendental, hipostasiada y excesivamente formal. El humor pertenecía a los personajes más populares, como las nanas, las sirvientas o los vecinos de barrio. Lo cómico aparecía en las cocinas pero no en los salones, en los corrillos de los criados pero casi nunca en las reuniones de los patrones. Pero así como la comedia televisiva colombiana de los setenta era fundamentalmente costumbrista y estereotipada, la de los noventa es irreverente, inteligentemente grotesca e irónica. Sus referencias son más universales, urbanas y casi generacionales como ocurre con Los Simpsons o en Beavis y Butthead. «Podemos por tanto volver a la reflexión sobre la televisión y la telenovela brasileña -escribe J.M. Ortiz Ramosconsiderando tanto la presencia de tradiciones en una forma cultural modernizada, como alteraciones de estilos que surgen como mareantes de las producciones posmodernas: exceso de la composición de las imágenes y sonidos, la ironía, la presencia constante de la parodia, el colage, la acumulación de situaciones, en fin, un cier4 to eclecticismo.» Otro de los giros importantes de la telenovela de los noventa es el paso de una telenovela de «creación» a una telenovela de «producción». Esto quiere decir que la telenovela más reciente está determinada por variables comerciales bastante precisas, condiciones de
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distribución que influyen en la elaboración del relato, oportunidades de articulación con otras estrategias de mercado, más que por la autonomía creativa de guionistas o directores. En efecto, los departamentos comerciales tienen más que decir hoy que hace unos años y los grupos de investigación hacen un seguimiento riguroso a las reacciones de las audiencias. La composición poblacional de las franjas, los comportamientos rutinarios de las audiencias y las articulaciones con los otros momentos de la programación del canal se han vuelto elementos que no se descuidan para poder garantizar la acogida de la telenovela. Elementos que por supuesto se agregan al dibujo de los personajes, las tensiones internas y el desarrollo de la historia. Si en la telenovela de los setenta y los ochenta se percibe claramente el ingreso de directores y guionistas que provenían de una sólida formación teatral, una visión social formada en el despunte de los movimientos universitarios de izquierda y algunos en experiencias no siempre continuadas de producción cinematográfica (Cbalbaud, Ibsen Martínez o Rafael Garmendía en Venezuela, y Triana, Duplat, Amuchastegui, Cabrera, Mayolo o Duque en Colombia), en los noventa empieza a pasar a primer plano un grupo de creativos que provienen de una experiencia más directa con la televisión, que han crecido viendo televisión y perteneciendo a una generación para quien la imagen forma parte central de su cotidianeidad. Una generación que participa de las incertidumbres de la época, de la irrupción de otras estéticas y que ya no tiene las nostalgias de quienes unieron en su momento el compromiso político con la sensibilidad creativa ni el prurito de hacer converger su trabajo audiovisual con la industrialización televisiva. La experimentación que introdujeron los creadores de los setenta y los ochenta, tomando referencias del cine, aproximándose a la literatura, convirtiendo los problemas sociales en un estilo de relatar ha sido jalonada a su manera por los de los noventa. Sus horizontes de referencia son sin embargo diferentes; no vacilan en complejizar más los personajes que se tornan en ocasiones ambiguos e impredecibles, combinan los problemas personales con los sociales (el sida con la exclusión, la homosexualidad con el poder, lo femenino con las
•.
144
Los ejercicios del ver
autonomías sectoriales), acuden al rock, los ritmos del vídeo, el [ pastiche. La producción colombiana más comentada y premiada de ~ 1997, La mujer del presidente del dueto más innovador, formado por Mauricio Navas Talero y Mauricio Miranda, y dirigida por Magdalena Larrota, una de las pocas mujeres directoras, mezcló el suspenso con una historia de equivocaciones, el drama interior y familiar con uno de los rostros más brutales del país, el de la dureza y el hacinamiento de nuestras cárceles. La telenovela de fin de siglo sigue de algún modo afirmada a la clasificación que hiciera la libretista Delia Fiallo. Con el melodrama sólo hay tres opciones, escribía en su momento la guionista de Cristal: o copiarla, o innovar a partir de sus estructuras narrativas m:ás conocidas o traicionarla. Pero cualquiera sea su camino la telenovela tiene la propiedad de revelar la cartografía de los sentimientos tanto como las tensiones de lo social, las propiedades de la imaginación cultural como las aspiraciones secretas y explícitas de la gente que la sigue con fervor. Contribuye a crear -como escribe de ella Cabrera Infante- los «cielos imaginarios» de nuestros días.
Notas
INTRODUCCIÓN
l. R. Debray, Vida y muerte de la imagen, Paidós, Barcelona, 1992, pág. 53. 2. Una de las expresiones más radicales de esa dicotomía en N. Postman, Divertirse hasta morir, Ediciones de la Tempestad, Barcelona, 1991. 3. Una espléndida panorámica de esas transformaciones en R. Gubern, La mirada opulenta, Gustavo Gili, Barcelona, 1987. Complementaria de ese panorama hay una obra que recoge la formación de «la visión» moderna de la imagen: D. M. Levin (comp.), Modernity and the Hegemony ofVision, Universiry ofCalifornia Press, Los Ángeles, 1993. 4. A. Renaud, Videomlturas fin de siglo, Cátedra, Madrid, 1990, pág. 17.
l.
EXPERIENCIA AUDIOVISUAL Y DES-ORDEN CULTURAL
l. El «mal de ojo» de los intelectuales l. H. A. Faciolince, «La telenovela o el bienestar en la incultura», en Ntimero, n. 0 9, págs. 63-68, Bogotá, 1996. 2. Sobre la doble <
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Notas
146------------------~------------------~o
,---------------------------------------147 ~ o
2. Del malestar al des-orden cultural
~ o
1. 2. 3. 4. 5. 6.
J.].
Brunner, Bienvenidos a la modernidad, Planeta, Santiago de Chile, 1994, pág. 220. N. Gatcía Candini, <
3. La modernidad de la televisión en América Latina l. Sobre la «mediación social de las imágenes» véase J. Martín Barbero, «la televisión desde las mediacioneS>> en op. cit., págs. 232-242; y del mismo autor: «Violencias televisadas», en Pre-textos: conversaciones sobre la comunicación y sus contextos, Univalle, Cali, 1995, págs. 109-123. 2. A ese propósito véase H. Schmucler y M. C. Mata (comps.), Política y comu~ nicación. l Hay un lugar para la política en la cultura mediática?, Catálogos, Córdoba, 1992 y D. Portales y otros, La polftica en pantalla, Ilet, Santiago, 1989. 3. La relación «nacional/popular>> es estudiada en A. Novaes, O nacional e o popular na cultura brasileira, Brasiliense, Sao Paulo, 1983 y M. Palacio (comp.), La unidad nacional de América Latina, El Colegio de México, México, 1983. 4. N. García Canclini (comp.), Cultura y postpolítica. El debate sobre la modernidad en América Latina, Conaculta, México, 1995. 5. N. García Canclini, Culturas híbridas, Grijalbo, México, 1990, pág. 18.
4. Oralidad cultural e imaginería popular 1. Sobre ese concepto véase W. Ong, Oralidad y escritura, FCE, México, 1987. 2. G. Marramao, «Metapolítica: más allá de los esquemas binarios acción/sistema y comunicación/estrategia», en X. Palacios y F. Jarauta (comps.), Razón, ética y polftica, Anthropos, Barcelona, 1983, pág. 60. 3. M. Mead, Cultura y mmpromiso, Gedisa, Barcelona, 1988, págs. 99 y ss. 4. S. Ramírez y S. Muñoz, Trayectos del consttmo, Univalle, Cali, 1995, pág. 60; véase también a ese respecto: VV. AA. «Viviendo a toda». jóvenes, territorios mlturales y nuevas sensibilidades, Siglo del Hombre/Diuc, Bogotá, 1998. 5. F. Cruz Kronfly, «El intelectual en la nueva Babel colombiana», en La sombrilla planetaria, Planeta, Bogotá, 1994, pág. 60. 6. S. Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a «Blade Runner»,
•• ' ~ ~
FCE, México, 1994; véase también M. Augé, La guerra de los sueños, Gedisa, Barcelona, 1998. 7. G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidós, Barcelona, 1990, pág. 95. 8. F. Colombo, Rabia y televisión, Gustavo Gili, Barcelona, 1983, pág. 47.
5. Diseminación del saber y nuevos modos de ver/leer l.
J. Meyrowitz, No seme of place, Oxford University Press, Nueva York, 1985,
pág. 437. 2. Véase a este respecto, M. Mcluhan, La galaxia Gutenberg, Planeta-Agostini, Barcelona, 1984. 3. Ph. Aries, L'enfant et la vie familia/e sous I'Ancien Régime, Plon, París, 1960. 4. M. de Certeau, L'invention du quotidien, UGE, París, 1980, pág. 289. 5. J. J. Brunner, «Fin o metamorfosis de la escuela», David & Goliath, n. 0 58, Buenos Aires, 1992, pág. 60. 6. B. Sarlo, <
II.
IMÁGENES y POLÍTICA
l. El estallido del espacio televisivo l. N. García Canclini, Políticas culturales: de las identidades nacionales al espacio latinoamericano, Lasa/Convenio Andres Bello, Buenos Aires, 1998, pág. 8. 2. G. Orozco, Televisión y audiencia. Un enfoque cualitativo, Ediciones de la Torre, Madcid, 1996.
3. Figuras de la democracia, metáforas de lo público
J.
Keane, «la democracia y los medios de comunicación», Intermedio, n. 0 1, México, 1992, pág. 26. 2. H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, pág. 67. 3. H. Arendt, op. cit., págs. 60-61. 4. E laporta, «El derecho a informar y sus enemigoS>t·, Claves de razón práctica, n. 0 72, Madrid, 1997, pág. 15. 5. R. Sennet, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pág. 48. 6. R. Sennet, op. cit., pág. 59. 7. J.-P. Vernatt. Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Buenos Aires, 1978, págs. 17~40. 8. P. Fernández Christlieb, La psicología colectiva un siglo más tarde, Anthropos, Barcelona, 1994, pág. 326. l.
•,
Los ejercicios del ver 148------------------~-----------------------
•
9. A. Cortina. «Ética comunicativa», en Concepciones de la Ética, Enciclopedia La· tinoamericana de Filosofía, 1992, pág. 125. 10. N. Frazer, lustitia Interrupta, Siglo del Hombre/Universidad de los Andes, Santafé de Bogotá, 1997, pág. 115. 11. N. Gatcía Canclini, op. cit., pág. 9.
4. Visibilidad, guerra y corrupción: la información como relato l.
B. Sarlo, Escenas de la vida postmoderna, Ariel, Buenos Aires, 1994, págs. 92-
93. 2. L. Escudero, Malvinas. El gran relato. Fuentes y reuniones de la información de guerra, Gedisa, Barcelona, 1996, pág. 28. 3. L. Escudero, op. cit., pág. 29. 4. W. Benjamin, Cuadros de un pensamiento, Ediciones Imago Mundi, 1992, págs.
151-152. 5.
G. Bechelloni. «Televisión-espectáculo o televisión-narración?}>, en Videoculturas de fin de siglo, Cátedra, Madrid, 1990, pág. 57.
III.
NARRATIVAS DE LA FICCIÓN TELEVISIVA
l. Matrices culturales y formatos industriales l. W. Benjamin, «El narrador)}, Revista de Occidente, n. 0 129, Madrid, 1973, pág. 2.
95. V. Sánchez Biosca, «Postmodernidad y relato: el trayecto electrónico», Te/os, n. 0 16, Madrid, 1989, págs. 59-68; La cultura de la fragmentación, Textos de la
Filmoteca, Valencia, 1995, pág. 17. 3. Sobre ese imaginario véase J. Martín Barbero, «Modernidad y massmediación en América Latina», en De los medios a las mediaciones, Gustavo Gili, Barcelona, 1987, págs. 164-203. 4. M. Castells y R. Laserna, «La nueva dependencia: cambio tecnológico y reestructuración socioeconómlca en América Latina}}' David & Go!iath, n. 0 55, Buenos Aires, 1989. 5. O. Getino (comp.), Cine latinoamericano, economía y-nuevas-tecnologías, Legasa, Buenos Aires, 1993. 6. N. García Canclini (comp.), Los nuevos espectadores: cine, televisión y video en México, Conaculta!Imcine, México, 1994. 7. O. Getino, La tercera mirada: panorama del audiovisual latinoamericano, Paidós, Buenos Aires, 1996; VV. AA., Industria audiovisual, n. 0 22 de ComunicafaO e Sociedade, Sao Paulo 1994; El impacto del vídeo en el espacio latinoamericano, IPAL, Lima, 1990. 8. N. García Canclini, «Los espectadores multimedia», en op. cit., págs. 157-
228.
Notas -~
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~ '·e '~ ~~-
o
149
2. Los avatares latinoamericanos de la ficción televisiva T. Varis, lnternational inventary of television programmes structure and the flow of the programmes between nations, University ofTempere, 1973. 2. D. Portales, La dificultad de innovar. Un estudio sobre las empresas de televisión en América Latina, Ilet, Santiago de Chile, 1988; G. Schneider-Madanes (comp.), L'Amerique Latine et ses televisions. Du local au mondial, Anthropos/Ina, París, 1995. 3. R. Ottiz y otros, Telenovela: historia eprodufaO, Brasiliense, Sao Paulo, 1985; J. González, Las vetas del encanto. Por los veneros de la producción mexicana de telenovelas, Universidad de Colima, México, i990; M. Coceara, «Apuntes para una historia de la telenovela venezolana», Videoforum, n."' 1, 2 y 3, Caracas, 1985. 4. N. Mazziotti, La industria de la telen()tJela, Paidós, Buenos Aires, 1996. 5 · ] · Marqués de M elo, ProdufaO e exportafaO da ficcao brasileira: caso da TV-globo, UNESCO, Sao Paulo, 1989. 6. M. Bermúdez, «La radionovela: una semiosis entre el pecado y la redención», Videoforum, n. 0 2, Caracas, 1979. S.obre la relación de la radionovela con la lectura en voz alta de folletines en las fábricas de tabaco cubanas véase F. Orriz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, Ariel, Barcelona, 1973. 7. D. Pignatari, Signagen da t~levisao, Brasiliense, Sao Paulo, 1984, pág. 60.
l.
3. Del teleteatro a la telenovela: géneros televisivos y modernidad cultural l. C.]. Reyes, «Cien años de teatro en Colombia))' en Nueva historia de Colombia, tomo VI, Planeta, Bogotá, 1989, pág. 223. 2. E. Gómez, Materiales para la historia del teatro en Colombia, Colcultura, Bogotá, 1978, pág. 362. 3.]. Mejía Duque «El nuevo teatro en Colombia}}' ibidem, pág. 462. 4. G. Arcila, Nuevo teatro en Colombia. Actividad creadora y política cultural, CEIS, Bogotá, 1983, pág. 26. 5. G. Arcila, op. cit., pág. 43. 6. G. Arcila, op. cit., pág. 26. 7 · H. Valencia Goelkel, <
113. 8. H. Valencia Goelkel, op. cit., pág. 117. 9. C.]. Reyes «Cien años de teatro en Colombia))' en Nueva Historia de Colombia, tomo VI, Planeta, Bogotá, 1989, pág. 224. 10. C.]. Reyes, op. cit., pág. 224. 11. R. Gutiérrez Girardot, «La literatura colombiana en el siglo XX», en Manual de Historia de Colombia, tomo III, Colcultura, Bogotá, 1980, pág. 535. 12. Entre 1955 y 1959 se llevaron a cabo ciento veintinueve teleteatros, de los cuales sólo veintinueve fueron repeticiones. Algunos de los teleteatros presen-
Lo_s_:ej~e-c _l_c_io_s_d_e_1_v_e_r
150 _____________
___________
f.· tados fueron: El cartero del rey de R. Tagore 1955; Espectros de Ibsen, Todos los hijos de Dios tienen alas de E. O'Neill en 1956; El matrimonio de Gogol; El enemigo del pueblo de Ibsen; Padre de Strindberg en 1961. 13. G. Valencia, «La actividad teatral en los años de 1940 a 1950» en Materiales para una historia del teatro en Colombia, Colcultura, Bogotá, 1978, pág. 275. 14. C. J. Reyes, op. cit., pág. 227. 15. E. Gómez, «Notas sobre la iniciativa del teatro moderno en Colombia» pág. 362. 16. E. Gómez, op. cit., pág. 361. 17. A. Caballero, «El hombre que inventó un pueblo», en El saqueo de una ilusión, Número, Bogotá, 1997, pág. 26. 18. A. Caballero, op. cit., pág. 73. 19. «El Espectador~~. 6 de enero de 1993, en Historia de una travesía, Inravisión, Bogotá, 1994, pág. 107.
4. Televisión y literatura: de la transcripción a la invención l. N. Frye, La escritura profana. Un estudio sobre la escritura del romance, Monte Avila, Caracas, 1980, págs. 71 y ss. 2. Véase a ese propósito: V. Sánchez Biosca, Una cultura de la fragmentación: pastiche, relato y cuerpo en el cine y la televisión, Textos de la Filmoteca, Valencia,
1995. 3. R. da Marta, A casa e a rua, Brasiliense, Sao Pauto, 1985, pág. 196. 4. B. Sarlo, El imperio de los sentimientos, Catálogos, Buenos Aires, 1985, pág. 25. 5. P. Brooks, «Une esthétique de l'étonnement: le mélodrame», Poetique, n. 0 19, Pads, 1974, pág. 346. 6. A. Carpentier, citado en E. García Riera, El cine y su público, pág. 16. 7. El análisis que sigue se apoya en la investigación recogida en J. Martín Barbero, «De la telenovela en Colombia a la telenovela colo!Jlbiana», en Televisión y melodrama, Tercer Mundo, Bogotá, 1992.
5. El país como experimento audiovisual l. G. García Márquez, entrevista de S. Caro «Gabo cambia de oficio)), Cambio 16 n. 0 151, Bogotá, 6 de mayo de 1996. 2. Véase a ese respecto: A. Machado, «Ü diálogo entre cinema e video•~. en Précinemas & pós-cinemas, Papirus, Sao Paulo, -1997, págs. 202 y ss. 3. S. Ramírez, «Violencias de la modernidad en telenovelas colombianas», en J. Martín-Barbero (comp.) Televisión y melodrama, Tercer Mundo, Bogotá, 1992,
págs. 107-139.
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151
. as narrac10nes televisivas en los años noventa l.
J.
M. Ortiz Ramos, «Telenovela brasileña: sedimentación histórica y condición contemporánea», Diálogos de la comttnicación, n. 0 44, Felafacs, Lima,
1996. 2. Citado por M. I. Mendoza en «la telenovela venezolana: de artesanal a industrial», Diálogos de la comunicación, Felafacs, n. 0 44, Lima, 1996, pág. 37. 3. M. I. Mendoza, op. cit., pág. 34. 4. J. M. Ortiz Ramos, op. cit., pág. 20.
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Los ejercicios del ver 154------------------~------------~------~
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