Jürgen Habermas (1988)
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LA CRISIS DEL ESTADO DE BIENESTAR Y E L AGOTAMIENTO DE LAS ENERGIAS UTOPICAS I Desde fines del siglo XVIII viene constituyéndose en la cultura occidental una nueva conciencia de la época. La “nueva época” designa el periodo propio, el contemporáneo. El presente se concibe como una transición hacia lo nuevo y vive en la conciencia de la aceleración de los acontecimientos históricos y en la esperanza de que el futuro será distinto. El presente eterniza la ruptura con el pasado como una renovación continuada. Los tiempos pretér itos ejemplares a los que pueda el presente dirigir la mirada mir ada sin reservas han desaparecido. La Modernidad ya no puede pedir prestadas a otras épocas las pautas por las que ha de orientarse. La Modernidad depende exclusivamente de sí misma y tiene que extraer de sí misma sus elementos normativos. El espíritu de la época se convierte en el medio en el que, de ahora en adelante, se mueven el pensamiento y el debate políticos. El espíritu de la época recibe impulsos de dos movimientos intelectuales contrarios, independientes e interrelacionados: el pensamiento histórico y el utópico. La conciencia contemporánea de la época ha abierto un horizonte en que se mezcla el pensamiento utópico con el histórico. Desde comienzos del siglo XIX, XIX , la “utopía” es un concepto de lucha política que todos usan contra todos. En primer lugar, se emplea el reproche contra el pensamiento ilustrado abstracto y sus herederos liberales; luego contra socialistas y comunistas y también contra los ultra conservadores. Solamente Ernst Bloch y Karl Mannheim en nuestro siglo (s. XX) han conseguido limpiar la expresión utopía de la connotación de utopismo y la han rehabilitado como un verdadero medio de proponer posibilidades alternativas de vida que incluso deben incluirse en el proceso histórico. En la conciencia histórica políticamente activa hay implícita una perspectiva utópica. Así, al menos, parecía suceder hasta ayer. Hoy parece como si se hubiesen consumido las energías utópicas. El futuro está teñido de pesimismo; en los umbrales del siglo XXI se dibuja el panorama temible del peligro planetario de aniquilación de los intereses vitales generales: la espiral de la carrera de armamentos, la difusión de armas atómicas, el empobrecimiento estructural de los países subdesarrollados, etc. Las respuestas de los intelectuales reflejan la misma perplejidad que las de los políticos. II Hay buenas razones para explicar el agotamiento de las energías utópicas. Las utopías clásicas pintaron las condiciones para una vida digna y para una felicidad organizada socialmente. Las utopías sociales, mezcladas con el pensamiento histórico, despiertan expectativas más realistas. Presentan la ciencia, la técnica y la planificación, como los instrumentos prometedores e infalibles de un dominio real sobre la naturaleza y la sociedad. Esta es la esperanza que ha quedado hecha añicos ante pruebas irrefutables. Todos los días nos enteramos de que las fuerzas productivas se convierten en fuerzas destructivas y de que las capacidades de planificación se transforman en potencialidades de trastorno. Por ello no resulta extraño que ganen influencia aquellas teorías que tratan de demostrar que las mismas fuerzas que han aumentado nuestro poder, del que la Modernidad en su día extrajo su conciencia y sus esperanzas utópicas, de hecho permiten que la autonomía se convierta en dependencia, la emancipación en opresión, la racionalidad en irracionalismo. Entre los medios intelectuales cunde la sospecha de que el agotamiento de las energías utópicas no supone una pasajera situación espiritual de pesimismo cultural, sino que ti ene un alcance más profundo. Podrí a ser manifestación de un c ambio en la moderna conciencia de la época. Para Habermas, la estructura del espíritu de la época no ha cambiado. Antes bien, lo que ha llegado a su fin ha sido una utopía concreta, la que cristalizó en el pasado en torno al potencial de la sociedad del trabajo. La utopía de la sociedad del trabajo ya no tiene poder de convicción, y no sólo porque las fuerzas productivas hayan perdido su inocencia o porque la abolición de la propiedad privada de los medios de producción por sí sola no desemboque en la autogestión obrera. Sobre todo, la utopía ha perdido su punto de contacto con la realidad: la fuerza de trabajo abstracto, capaz de construir estructuras y de transformar la sociedad. La tesis de Habermas es que la nueva impenetrabilidad pertenece a una situación en la que el programa del Estado social, que sigue alimentándose de la utopía de la sociedad del trabajo, ha perdido la capacidad de formular posibilidades futuras de alcanzar una vida colectiva mejor y más segura. III El núcleo utópico, esto es, la liberación del trabajo asalariado, había adoptado también otra forma en el proyecto del Estado social. Las relaciones vitales emancipadas y dignas no tienen por qué provenir de modo inmediato de una revolución de las relaciones laborales. La reforma de estas relaciones laborales tiene un lugar primordial en este proyecto. La compensación funciona únicamente cuando la condición del asalariado con empleo a tiempo completo es la norma. Este objetivo ha de alcanzarse a través de la legislación del Estado social y de la contratación colectiva entre partes independientes. El éxito del proyecto depende del poder y de la capacidad de acción de un aparato de Estado intervencionista. Este Estado ha de inmiscuirse en el sistema económico con el obj etivo de cuidar el 1
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crecimiento económico, regular la crisis y, al mismo tiempo, garantizar la competitividad de las empresas en el mercado internacional, así como los puestos de trabajo a fin de que se produzcan excedentes que puedan luego repartirse sin desanimar a los inversores privados. En las sociedades industriales desarrolladas de Occidente pudo realizarse por entero esta condición precaria, en todo caso, en el contexto favorable del del período de la posguerra y de la reconstrucción. Aquí surgen dos cuestiones. ¿Dispone ¿Dispone el Estado intervencionista de poder suficiente y puede trabajar con la eficacia precisa para doblegar el sistema económico capitalista en el sentido favorable a su programa? Y ¿es la aplicación del poder político el medio adecuado para alcanzar el fin sustancial de mejorar y consolidar formas de vida más dignas y emancipadas? Así, pues, se trata, en primer lugar, de la cuestión de las fronteras de la reconciliación entre capitalismo y democracia y, en segundo lugar, de la cuestión de las posibilidades de implantar nuevas formas de vida con medios jurídico-burocráticos. Desde el principio, el Estado nacional resultó un marco demasiado estrecho para asegurar adecuadamente las políticas keynesianas frente al exterior. A medida que va aplicando sus programas, el Estado social tropieza claramente con la resistencia de los inversores privados. Dado que el Estado social ha de respetar la forma de funcionamiento del sistema económico no tiene posibili dad de influir en la esfera de inversión privada como no sea mediante medidas que sean apropiadas al sistema. Además, tampoco tendría poder para ello, ya que el reparto de ingresos se limita a una distribución horizontal dentro del grupo de los trabajadores dependientes, mientras que no se toca la estructura patrimonial de clase ni el reparto de la propiedad. Así, el Estado social que ha conseguido sus propósitos se encuentra en una situación situ ación en la que se debe percibir que él mismo no es una “fuente de bienestar” y que no pueda garantizar la seguridad en el puesto de trabajo como si fuera un derecho civil. En esta situación, el Estado social corre el peligro de perder su base social. Los programas del Estado social precisaban una una gran cantidad de poder a fin de conseguir fuerza de ley, la financiación con cargo a los presupuestos públicos y la eficacia real en el mundo vital de sus beneficiarios. De este modo se genera una red cada vez más tupida de normas jurídicas, de burocracias estatales y paraestatales que cubre la vida cotidiana de los clientes reales o potenciales. Amplios debates sobre la juridificación y la burocratización en general, general, sobre los efectos contraproducentes de la política polí tica social del Estado, en especial sobre la profesionalización y “cientifización” de los servicios sociales. En resumen, el proyecto del Estado social padece bajo la contradicción entre el objetivo y el método. Su objetivo es el establecimiento de formas vitales estructuradas igualitariamente que permitan ámbitos para la autorrealización y espontaneidad individuales. Pero este objetivo no puede alcanzarse por la vía directa de una aplicación jurídico-administrativa de programas políticos. La generación de nuevas formas vitales es una tarea excesiva para el medio del poder. IV Siguiendo a Claus Offe, Offe , se distinguen tres reacciones en países como la República Federal Alemana y Estados Unidos. El legitimismo basado en la sociedad la sociedad industrial y industrial y el Estado social de social de la socialdemocracia de derechas se encuentra hoy a la defensiva. Los legitimistas eliminan del proyecto del Estado social precisamente aquel elemento componente que ésta había tomado prestado a la utopía de la sociedad del trabajo. Renuncian al objetivo de doblegar en tal medida el trabajo autónomo que el status de los ciudadanos libres e iguales, al penetrar en la esfera de la producción, se pueda convertir en el núcleo de cristalización de formas autónomas de vida. El programa legitimista está anclado en la necesidad de conservar lo ya establecido. Ignora el potencial de resistencia que se produce en la estela de la creciente erosión b urocrática; tampoco se toma en serio los cambios en la base social y sindical s obre la que se apoyaba hasta la fecha la política del Estado social. En ascenso se encuentre el neoconservadurismo, neoconservadurismo, que también se orienta en el sentido de la sociedad industrial, pero que formula una crítica decidida al Estado social (Reagan, Thatcher). En lo esencial el neoconservadurismo se caracteriza por tres componentes: 1- una política económica orientada hacia la o ferta ha de mejorar las condiciones de capitalización y poner de nuevo en marcha el proceso pro ceso de acumulación; 2- La “inflación de las expectativas” y la “ingobernabilidad” son términos para una política que se orienta hacia una desvinculación mayor entre la administración y la formación pública de la voluntad. En este contexto se fomentan las acciones neocorporativas, esto es, una intensificación de los potenciales no estatales de dirección de las grandes asociaciones, principalmente las asociaciones empresarias y los sindicatos; 3- se exige que la política cultural opere en dos frentes. De un lado, tiene que
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Un tercer modelo de reacción se dibuja en la disidencia de los críticos del crecimiento, crecimiento , que tienen una posición ambigua frente al Estado social. Lo que une a diferentes grupos (jóvenes, ancianos, homosexuales, impedidos, etc.) es el rechazo a la visión productivista del progreso que comparten los legiti mistas con los neoconservadores. Los d isidentes de la sociedad industrial par ten del supuesto de que el mundo vital está amenazado por igual por la mercantilización y la burocratización, y ninguno de los dos medios y ninguno de los dos medios, poder y dinero, es “más inocente” que el otro. Sol amente los disidentes consideran necesario que se fortalezca la autonomía de un mundo vital que está amenazado en sus fundamentos vitales y en su estructura interna comunicativa. Son los herederos del programa social del Estado social en su componente democrático radical que los legitimistas han abandonado. Con todo, en la medida en que no van más allá de la mera disidencia, mientras permanecen atascados en el fundamentalismo de la gran negación y no ofrecen nada más que el programa negativo del crecimiento cero y la diferenciación, no superan una de las facetas del proyecto de Estado social. V El Estado social, en su desarrollo, ha entrado a un callejón sin salida. En él se agotan las energías de la utopía de la sociedad del trabajo. El proyecto del Estado social enfocado reflexivamente no puede mantener el trabajo como punto central de referencia. Ya no puede tratarse de la consolidación del pleno empleo como norma. Las sociedades modernas d isponen de tres recursos mediante los l os cuales satisfacen su necesidad de orientar el proceso: dinero, poder y solidaridad. Es preciso encontrar un nuevo equilibrio para sus esferas de influencia. El poder social de integración de la solidaridad tendría que poder afirmarse contra los “poderes” de l os otros dos recursos de dirección, el dinero y el poder administrativo. En esta misma fuente tiene que originarse una voluntad política que ha de ejercer influencia, por un lado, sobre la delimitación de espacios y el intercambio entre estos ámbitos vitales estructurados de modo comunicativo y, por otro lado, sobre el Estado y la economía. El proyecto del Estado social, al hacerse reflexivo, abandona la utopía de la sociedad del trabajo. Esta se había orientado por el contraste entre el trabajo vivo y el muerto, por la idea del trabajo autónomo. Para ello hubo de presuponer que las formas vitales subculturales de los trabajadores industriales eran una fuente de solidaridad. La utopía tenia que presuponer que las relaciones de cooperación en la fábrica llegarían a fortalecer la solidaridad de la subcultura de los trabajadores. No obstante, entre tanto, estas subculturas han desaparecido y es dudoso que pueda reconstituirse la fuerza generadora de solidaridad en el lugar de trabajo. Con la desaparición de los contenidos contenidos utópicos de la sociedad del trabajo no desaparece desaparece en modo alguno alguno la dimensión utópica de la conciencia histórica y la controversia política. Igualmente, con la desaparición de los contenidos utópicos desaparecen también dos ilusiones. La primera de ellas surge de una diferenciación defectuosa. En las utopías de orden confluían las dimensiones de felicidad y emancipación con las de aumento del poder y de la producción de riqueza social. Los proyectos de formas vitales racionales entraron en una simbiosis engañosa con la dominación racional de la naturaleza y la movilización de energías sociales. Todavía más definitivo es el abandono de la ilusión metodológica que iba unida a los proyectos de una totalidad concreta de posibilidades vitales futuras.
[Jürgen Habermas, “La crisis del Estado de bienestar y el agotamiento de las energías utópicas”, en En sayos Pol íti cos