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ONTOLOGIA DE LA AUSENCIA
La metáfora en el horizonte de la desconstrucción
EDITORIAL CUARTO PROPIO
MAX COLODRO Sociólogo y doctor en filosofía. En los años recientes ha desarrollado una línea de reflexión centrada en los nexos entre el lenguaje y la realidad, conectando marcos conceptuales tan diversos como la teoría del caos y la desconstrucción, con las corrientes clásicas del pensamiento filosófico. Entre sus últimas obras destacan El silencio en la palabra (Ed. Cuarto Propio, 2000), ganadora del premio al mejor ensayo del año entregado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura; Reflexiones sobre el caos (Ed. Universitaria, 2002); Formas de (Ed. Cuarto Propio, 2005) y la la eternidad (Ed. novela Letras de una traición (Ed. Universitaria, 2008), además de diversos artículos publicados en revistas especializadas de Chile y el extranjero.
Serie Ensayo
ONTOLOGIA DE LA AUSENCIA LA METÀFORA EN EL HORIZONTE DE LA DESCONSTRUCCIÓN
MAX COLODRO
ONTOLOGÌA DE LA AUSENCIA La metáfora en el horizonte de la desconstrucción
à Ensayo / Filosofia E D I T O R I A L C U A R T O P R O P I O ONTOLOGIA DE LA AUSENCIA LA METÁFORA EN EL HORIZONTE DE LA
DESCONSTRUCCIÓN © MAX COLODRO Inscripción N ? 211.527
I.S.B.N. 978-956-260-605-9
© Editorial Cuarto Propio Valenzuela 990, Providencia, Santiago Fono/Fax: (56-2) 792 6520 Web: www.cuartopropio.cl Diseño y diagramación: Rosana Espino Corrección: Paloma Bravo Impresión: Imprenta LOM IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE i a edición, julio de 2012 Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.
ADVERTENCIA ESTA ES UNA COPIA PRIVADA PARA FINES EXCLUSIVAMENTE EDUCACIONALES
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idea de mí, recibe instrucción sin disminuir la uién enciende su vela con la mía, recibe luz sin scuras" , — Thomas Jefferson Para otras publicaciones visite :
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Ontología de la ausencia - Max Colodro
Referencia: 1323
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INDICE
PRÓLOGO
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CAPÍTULO i Genealogía de la metáfora
13
Metáfora y metafísica La metáfora viva
13 28
CAPÍTULO 2 La hipótesis gramatológica
43
Estructura y forma El modelo de la inscripción El afuera y el adentro La diseminación
43 50 58 65
CAPÍTULO 3 Escritura y diferencia ontològica
75
La diferencia originaria La inversión de la grammé
75 88
CAPÍTULO 4 Premisas en desconstrucción
97
Autor y lector Des-construir Intertextualidad La metáfora originaria
97 105 113 118
CAPÍTULO 5 La desconstrucción de la metáfora
125
Metáfora y retirada del ser La muerte de la representación Corolario: respuesta a Ricoeur
125 132 140
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
149
PRÓLOGO
El significado se desploma de abismo en abismo, hasta que amenaza con perderse en las profundidades sin fondo del lenguaje. Hölderlin
La metáfora sería lo propio del hombre. Derrida
Como en su último y más precario reducto, la metafísica habría terminado refugiada en la diferencia entre el habla y la escritura. Toda una geografía de contrastes y de dualidades pareciera concluir finalmente en ese instante perfecto en que se intercambian, a la manera de un juego de espejos, lo hablado y lo escrito, la grafía que se habla y la voz que se escribe. Como si en su postrero estertor no quedara más que esa feble e ilusoria simetría, la ambivalencia del significado buscando su sitio, el último pliegue de una identidad perdida. En rigor, el sentido del ser y de los signos ha sido desde siempre una cuestión de identidad, de los medios y procedimientos necesarios para fundarla. De algún modo, toda la historia del pensamiento occidental vendría a concentrarse en ese punto matemático, a la vez infinito e infinitesimal, donde lo propio del del lenguaje reclama su autonomía. Huellas, referentes,
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reflejos: síntomas de una presencia significante que requiere ser encontrada, o de una ausencia que necesitamos ocupar. “Somos una civilización ya demasiado tardía para los dio ses”, nos dice
Heidegger; pero seguimos mirando a través de los cristales de una época, buscando los destellos inteligibles de un mundo cada día más ajeno e inabarcable. Igual que en el principio
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / desconstrucción / MAX COLODRO
de los tiempos, una vez que el último dios ha partido, nos reencontramos de nuevo con el Verbo, con el Verbo desnudo, como Juan el Evangelista. Incansablemente buscamos el Misterio detrás de las palabras, para terminar comprendiendo luego que ellas son solo un rastro, el eco de un vacío que nos acompaña desde siempre. Llenamos el mundo de reflejos y destinamos la vida a dilucidar su origen y su sentido. Salimos a la cacería de la luz que ilumina nuestra mirada, para constatar, al final, que antes de que hubiera un primer habitante con ojos en el universo, todo era oscuridad. La metafísica ha dispuesto al ser en las las cosas, haciéndonos olvidar esa luz que las hace visibles. Cuando ese olvido se acerca entonces a su encrucijada histórica resuena la sentencia de Cartaphilus, el anticuario: palabras, palabras desplazadas
y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que nos dejaron las horas y los siglos (Borges (Borges 1994, 28).
Escribir es siempre volver a leer; la lectura es siempre una reescritura, un testamento hecho de palabras y en el que estamos en juego el universo y nosotros. Ese es el sino desde donde se alza la desconstrucción: fundar fundar al ser a partir de la desfundamen- tación que suponen los signos, recorrer los intrincados senderos del lenguaje buscando no lo que se encuentra más allá -la exterioridad-, sino la constante recreación del universo a través
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del sentido. No hay límite para lo insondable, para aquello que se escabulle por esos barrotes móviles conformados por las palabras. El sentido del ser está irremediablemente perdido en las honduras de la textualidad, en ese misterio que supone descifrar el mundo. Cuando hemos llegado a la convicción de que escribir y leer son fundamentalmente lo mismo , cae el último velo de la metafísica y empezamos a comprender que el único absoluto es la escritura, la imposibilidad de estar fuera de ella. No hay entonces metáfora viable, porque la propia separación que la distingue de la literalidad, cae también con todo lo demás. No obstante, no queda otra alternativa que recorrerla hasta el fin, hasta el instante de su disolución en la química pura de los signos, en el recipiente inabarcable de la propia textualidad. La desconstrucción no es en el fondo más que eso: un procedimiento de lectura que borra su diferencia con la escritura y que, a partir de esa in-diferencia , despliega al lenguaje mostrando su funcionamiento. Mostrar y y no explicar es en rigor su único y modesto oficio. Pero en su aparente inocencia, mostrar es aquí una estrategia de guerra, una fuerza irredimible que expone las coartadas que alimentan los discursos. Develar los implícitos, no claudicar frente a las trampas de lo explícito, es también un auto de fe. Llegar hasta las fronteras de lo no dicho , violar las razones de lo indecible, es lo único que puede permitir observarnos
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verdaderamente desnudos, expuestos ante nuestra propia sin razón. Para aspirar a ello, sin embargo, es necesario volver atrás, transitar la historia de un mundo sustancializado en el Verbo. En esa historia, que la desconstrucción decide reescribir, la metáfora es un nudo capital, un tropo donde se conjugan los grandes misterios y los grandes dramas del pensamiento humano. Heidegger llega a concluir que no hay metáfora fuera de los márgenes de la metafísica. Develar la singularidad de esos márgenes es la tarea central para el proyecto de la desconstrucción. Presintiéndolo apenas al inicio de esta travesía, logramos descubrir, en el último peldaño antes del abismo, que la desconstrucción de la metáfora no podía ser otra cosa que el despliegue inevitable de una metáfora de la propia desconstrucción.
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CAPÍTULO i Genealogía de la metáfora
Metáfora y metafísica
Animada por el imperativo de explicitar su propia premisa, la filosofía no habría dejado nunca de buscar su límite, de pensarse a sí misma en función de un desdoblamiento originario y de un principio de alteridad constituyente. En rigor, a lo largo del tiempo, el pensamiento filosófico solo lograría definirse a partir de la proyección ilusoria de su otro, de lo exterior a sus conceptos, de la exterioridad en sí, hasta el punto de hacer de esa diferencia su inevitable y constante objeto de develamiento. “Amplio hasta creerse interminable, un discurso que se ha llamado filosofía -el único sin duda que no
ha oído recibir su nombre más que de sí mismo y no ha cesado de murmurarse de cerca la inicial- siempre ha querido decir el límite, comprendido el suyo. En la familiaridad de las lenguas llamadas (instituidas) por él naturales, las que le fueron elementales, este discurso siempre se ha limitado a asegurar el dominio del límite {peras, limes, Grenzé). Lo ha reconocido, concebido, planteado, declinado según todos los modos posibles; y desde ese momento al mismo tiempo, para
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disponer mejor de él, lo ha transgredido. Era preciso que su propio límite no le fuera extraño. Se ha apropiado, pues, del concepto, ha creído dominar el margen de su volumen y pensar su otro ” (Derrida 1989: 17). En la forma de un destello de esa primera alteridad, la fundación del eidos platónico impone una distancia inaugural entre el mundo inteligible {kósmos noetós ) y el mundo sensible (kósmos boratos), una diferencia que relega el campo de las Ideas a una dimensión abstracta y trascendental, ontológicamente separada del mundo cambiante y finito de las apariencias. Desde ese momento, dicha dualidad se despliega como una escena originaria, como un telón de fondo para la representación de un logos universal, una y otra vez actualizado por los alcances de su propia obra. La diferencia entre el eidos y sus formas de participación queda así configurada como el síntoma de una escisión significante, de una huella ancestral, a la cual el pensamiento filosófico no dejará de interrogar e intentar explicar a lo largo de los siglos. La naturaleza de esa diferencia terminará sin embargo por cristalizar en un olvido trascendental, un olvido que para Heidegger es la cualidad fundante de la propia metafísica, y que tendría en Platón su momento inaugural. La historia de la filosofía posee desde ese instante un primer núcleo canónico que, al
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tiempo que relega el ser al olvido, dispone al ente como único y constante objeto de develamiento. Con todo, el arquetipo platónico de la diferencia tendrá tempranamente la primera de sus largas revisiones y confrontaciones críticas. Aristóteles hace de su propia elaboración filosófica una distancia inicial, el primer viaje del concepto fuera de los límites de aquella dualidad. Decide, entonces, empezar su propia travesía tomando distancia —quizá ubicándose a sí mismo como un primer límite — para refundar a la diferencia desde un nuevo principio. A partir de él, la distinción entre la esfera del eidos y la esfera sensible se desplaza hasta configurar una nueva inmanencia, un espacio conceptual donde las categorías de materia y forma, potencia y acto , terminan por sintetizar la cuádruple raíz de un inédito modelo de entidad. Las Formas platónicas son, desde este instante, radicalmente puestas en cuestión en su preeminencia ideal; el carácter eterno e inmaterial de las esencias de las que participan las cosas, de las cuales el mundo sensible sería solo una presencia aparente, quedará finalmente trastocado por un concepto de entidad que se funda ahora precisamente en la resistencia a aquella dualidad inaugurada por Platón. Aristóteles sostiene: “resulta evidente que
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ningún universal existe separado, fuera, de las cosas singulares. Sin embargo, los que afirman (que) las Formas (existen de este modo), en cierto sentido tienen razón al separarlas, si es que son entidades, pero en cierto sentido no tienen razón, ya que denominan ‘Forma’ a lo uno que abarca
una multiplicidad. Y la causa está en que no son capaces de aclarar qué son tales entidades incorruptibles, aparte de las singulares y sensibles” (Aristóteles, Metafísica, VII, 1040b 27 y ss).
La noción aristotélica de ousía define el paso a una concepción del lenguaje donde la inmanencia entitativa expresa, antes que nada, un problema de identidad. La unidad de referencia que articula el universo de las entidades remite necesariamente a los nombres propios como el horizonte primero en el que se gesta la constitución de la léxis como fenómeno expresivo. El nominalismo platónico derivado de la filiación intrínseca entre las ideas y su parusía cede su lugar a un convencionalismo donde las palabras ya no responden a una naturaleza nominal de los objetos y estado de cosas a los que des- designan. Las convenciones naturalizan así a las palabras hasta el punto de poder intercambiarlas unas a otras en un juego de aproximaciones sucesivas al mundo sensible. La posibilidad de estos desplazamientos de sentido
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adquiere entonces substancialidad, precisamente porque las convenciones lingüísticas son lo suficientemente flexibles como para dar cuenta de la riqueza de sus matices. Con todo, dicha plasticidad no deja de mantener en Aristóteles un nexo con la singularidad de las cosas expresadas, y es ese nexo el que explica al final el valor y el alcance de las propias convenciones. “El lenguaje tiene una cara
material y otra formal, una cara externa y otra interna: interna, porque se encuentra vinculada al pensamiento, que guarda una relación de semejanza respecto a la realidad; y externa, porque consta de signos y sonidos que adquieren cierta necesidad al ser aceptados por el uso común vinculándose con determinados contenidos. El significado de las palabras no depende totalmente de su aspecto material. La comunicación está preservada si se salvaguardan las convenciones y por ello, lo que garantiza la estabilidad de un nombre es la convención. Y ésta se entiende no como una denominación arbitraria, sino como parte de un proceso social más amplio. Cuando una palabra ha estado sometida a un uso continuo, se convierte en un trozo del mundo por un proceso de convención social, pasa a ser una realidad exterior con la que es preciso manejarse y que puede restringir y regular, a la vez que ordenar, la conceptualización. Por tanto, así visto, el convencionalismo en
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Aristóteles más que abordar el problema de si los términos significan naturalmente las realidades designadas por ellos, plantearía cuál ha de ser la corrección de los nombres para que no se den problemas de identidad” (Vega 185 -186). El convencionalismo aristotélico busca resguardar el principio de identidad que define a los nombres propios y, mediante él, al horizonte inteligible de las entidades. Pero, paralelamente, la naturaleza de las convenciones es ya lo suficientemente autónoma del mundo de las entidades como para permitir y hacer posibles los desplazamientos de sentidos que son propios del lenguaje metafórico. El lenguaje puede ahora abarcar desde sí mismo ya no únicamente el campo de la literalidad, del uso común de los términos (kurion ), sino que se abre a la plasticidad infinita de los tropos, de figuras retóricas y poéticas que alimentan la belleza y dan cuenta de la polivalencia del sentido. A partir de este giro, las posibilidades de la metáfora quedarán en cierto modo acotadas y sometidas al destino de la léxis y, con ella, al despliegue general de la metafísica. “Aristóteles sabe, pues, que
interroga maneras de decir el ser en tanto que es po- llakós legomenon. Las categorías son figuras (skemata ) según las cuales se dice el ente propiamente dicho en tanto que se dice según varios giros,
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varios tropos. El sistema de las categorías es el sistema de los giros de lo que es. Hace comunicar la problemática de la analogía del ser, de su equivocidad o de su univocidad, y la problemática de la metáfora en general. Aristóteles los conecta explícitamente al afirmar que la mejor metáfora se ordena a la analogía de la proporcionalidad. Esto bastará para probar que la cuestión de la metáfora no se plantea al margen de la metafísica en mayor medida en que el estilo metafórico y el uso de las figuras se define como un adorno accesorio o un auxiliar secundario del discurso filosófico” (Derrida 1989: 222223). Heidegger no dejará de insistir en la importancia de este nexo entre entidades y lenguaje en la filosofía aristotélica. En la medida en que ese nexo confirma a la metáfora como un tropo de la léxis, la mantiene adscrita a un orden filial donde el principio de la representación del signo implica el horizonte de las entidades y, por tanto, a la metafísica como olvido del ser. Dicha relación entre lenguaje y metafísica irá develándose en la filosofía de Heidegger como un nudo conceptual cada vez más decisivo, sobre todo en sus obras tardías, marco donde la reflexión sobre el fundamento de la palabra pasa a constituirse en un eje de su quehacer intelectual. El lenguaje como dimensión
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expresiva del ocultamiento del ser llega a constituirse así en un motivo histórico trascendental para la filosofía heideggeriana, que devela toda su riqueza y profundidad ontològica, y que lleva al habla a ocupar un lugar decisivo en el esclarecimiento y finalización de la metafísica. En rigor, para el pensador alemán “el habla misma descansa sobre la
diferencia metafísica de lo sensible y de lo no- sensible, en la medida en que los elementos de base, sonido y escritura por un lado, significación y sentido por otro, sostienen la estructura del habla (...) El habla, entendida en su plenitud de significación ha trascendido ya siempre el aspecto sensible y físico del fenómeno fonético. El habla, en tanto que sentido sonante y escrito, es algo en sí suprasensible que excede sin cesar lo meramente sensible. El habla entendida así es en sí misma metafìsica ’ (Heidegger 1990: 94). A partir de esta idea, Derrida dispone a la léxis yala metàfora aristotélicas como cristalizaciones propias de la metafísica, de
esa estructura’ de pensamiento donde la diferencia entre el ser y el ente se da como
olvido del ser, es decir, como un olvido que se manifiesta en la presencia de lo entitativo significado por las palabras. Para el filósofo francés, una de las consecuencias que derivan de este olvido del ser es precisamente que su estructura
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hace a Aristóteles debilitar la diferencia primera entre pensamiento y lenguaje, cerrar ese círculo que la diferencia abre a la interrogación de sí misma a través de las palabras, haciendo visible un sustrato metafisico inherente a la in-diferencia propia al modelo de la entidad aristotélico. La imposibilidad de separar lenguaje y pensamiento será, en rigor, una cualidad que termina por desgajar al ser de su inmanencia inteligible, trasfiriendo la totalidad de esa inmanencia semántica a un sistema de representaciones separado e independiente de las propias entidades. La indistinción entre lenguaje y pensamiento tendrá entonces como fundamento una diferencia de origen entre el espacio de la representación {pensamiento inteligible) y la esfera de lo real, que es el universo propio de las entidades. El espacio ontològico del ente comprendido como unidad de referencia, hace de la separación entre las palabras y las cosas la única diferencia realmente originaria, la dimensión donde los eventuales contrastes y matices entre pensamiento y lenguaje tienden a unificarse en base a los requerimientos de una realidad sustancial e intrínsecamente expresa ble. “El pensamiento’ -lo que bajo este nombre vive en Occidente— nunca habría podido surgir o anunciarse sino a partir de una cierta configuración de noein, legein , einai, y de esta extraña mismidad de
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noein y de einai de la que habla el poema
de Parménides. Ahora bien, sin proseguir aquí en esta dirección, es preciso subrayar al menos que en el momento en que Aristóteles sitúa las categorías, la categoría de la categoría, (gesto inaugural para la idea misma de lógica, es decir, de ciencia de la ciencia, luego de ciencia determinada, de gramática racional, de sistema lingüístico, etc.), entiende responder a una pregunta que no admite, en el lugar donde se plantea, la distinción entre lengua y pensamiento. La categoría es una de las maneras que tiene el ‘ser de decirse o de significarse, es decir, de abrir la lengua a su afuera , a lo que es en tanto que es o tal como es, a la verdad. El ‘ser’ se da
justamente en el lenguaje como lo que abre al no-lenguaje, más allá de lo que no sería sino el adentro (‘subjetivo’, ‘empírico’
en el sentido anacrónico de estas palabras) de una lengua” (Derrida 1989: 221-222). El camino de la in-distinción entre pensamiento y lenguaje implica clausurar la posibilidad de que, a la manera de Platón, existan ideas Juera de las palabras , pero al mismo tiempo, supone que la representación inteligible de las entidades está radicada en el lenguaje y no depende de una cualidad inmanente a la ousia. Lo singular de las palabras, y en particular de los nombres propios, no sería entonces su dependencia de la identidad ontològica de las cosas, sino el constituirse ellas mismas
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como resultado de un procedimiento lingüístico que se ha convenido hasta el punto de naturalizarse y de unificarse en cuanto tal. En última instancia, la marca física que sustenta una palabra (en cualquiera de sus formas) será también una entidad, pero no inmanente o natural a la sustancia designada por ella. Así, a través de este giro, Derrida hace a la metafísica volver en Aristóteles sobre sus propios pasos, dado que para el Estagirita, toda entidad lingüística y en última instancia cualquier marca física significable, quedaría de algún modo sometida al destino de ese nexo con una presencia exterior, a una instancia que posee la cualidad de ser significada a través de otra entidad (el signo), que le es trascendente en términos on- tológicos. La marca, la huella, olvidaría entonces su dependencia respecto a los procesos
de
escritura
y
de
lectura,
constituyéndose como un espacio derivado y condicionado, la marca de una marca, cuyo trazo dispone la presencia hacia lo inteligible, pero donde lo inteligible no necesita por sí mismo de la marca de un signo para llegar a la condición de ser. Lo propio (idion ) de una marca sería así su capacidad de expresar o de significar lo inteligible de una entidad trascendental, y esa premisa lleva de la mano a la metafísica en su conjunto, en la medida en que toda posibilidad del lenguaje, y de metáfora como alteración o transferencia de
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significado, quedaría sometida sin remedio a la extensión general de su dominio. El idion aristotélico sería definido entonces como aquello que, sin expresar la esencia de la entidad, pertenece a ella y puede ser tomado por ella, incluyéndose por tanto dentro de las figuras de la predicación, y ocupando el lugar de predicado de un sujeto sí y solo sí le pertenece propiamente a él. La metafísica aristotélica termina a través de esta vía por asentarse sobre la premisa de que no hay lenguaje sin pensamiento, y que no hay pensamiento sin representación de una esencia entitativa significada. Esta doble dependencia
fija finalmente el marco en el que se constituye la definición aristotélica de metáfora, el espacio lógico en el que su formalidad adquiere la consistencia que le permite acotar los términos y los procedimientos para su uso en el ámbito general de la léxis. En la filosofía de Aristóteles, la noción de metáfora llega así a ser consustancial a un concepto de lo propio, de la transferencia y de lo otro, donde la metafísica ha quedado ya plenamente restituida por la noción general de la ou- sía como un nuevo momento en el darse histórico del olvido del ser: “la metáfora (metaphora ) es la transferencia {epiphora) a una cosa de un nombre (onomatos ) que designa otra
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{allotriou), transferencia del género a la especie {apo tou genus epi eidos) o de la especie a la especie (apo tou eidous epi eidos) o según la relación de analogía (é kata to analogon)” (Aristóteles, Poética,
1457b 6-9). En esta definición primera, la metáfora se ubica como una figura de la léxis, como una alteración del significado inherente a un nombre por la vía de una transferencia o traslación (epiphora ) del sentido, que busca hacer visible o destacar una dimensión cognitiva, retórica o estética. Lo propio, el nombre (onoma ), se separa en este esquema de la esencia de la entidad, pero se mantiene aún como la esencia de lo nombrable en ella. Esto reconduce la dualidad de la metafísica (ente-ser) a los patios interiores del lenguaje, pero no ya a la manera de una diferencia entre pensamiento y expresión, sino como distinción de forma entre lo que se piensa (dianoia) y lo que se dice (léxis). Y ya que para Aristóteles un pensamiento inexpresado o inexpresable no puede pertenecer a la esfera de lo sensible, el campo del lenguaje deviene el lugar inevitable de dicha diferencia, haciendo que la léxis, lo efectivamente expresado, sea el reducto donde el pensamiento adquiere realidad y coherencia. La dianoia pasa en este marco a ocupar un lugar previo a la léxis en la medida en que lo expresado nunca es la
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totalidad de lo expresable, la infinitud de sus matices y de sus modos; la léxis definiría siempre un territorio parcial en sus posibilidades, en sus sentidos y en sus intenciones, pero total en la medida en que el infinito de la polivalencia se reduce y se pierde en lo infinitesimal de la expresión realizada, de lo conducido hasta el campo limitado y limitante de la palabra hablada o escrita. Dado que siempre hay más riqueza y profundidad en el pensamiento que en la palabra, ésta última queda necesariamente acotada por esa reducción que define al lenguaje, reducción que opera sobre la base de lo significado, es decir, sobre el principio de lo sensible y de lo verificable. La dianoia cubre y llena la expresión de contenidos, le otorga un carácter esencialmente plural e indeterminado a su sentido, pero éste no posee más rostro que la máscara elaborada por las palabras, por el ropaje múltiple y transferible que adquiere un cuerpo que solo a nivel de “la presuposición eidética” (Derrida 1962: 104) podría pensarse desnudo. Así, “hay léxis y
en ella metáfora en la medida en que el pensamiento no se hace manifiesto por ella, en la medida en que el sentido de lo que se dice o se piensa no es un fenómeno por sí mismo. La dianoia en tanto tal, todavía no tiene relación con la metáfora. No hay metáfora más que en la medida en
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que se supone que alguien manifiesta por una enunciación un pensamiento que en sí mismo sigue siendo no aparente, escondido o latente. El pensamiento cae sobre la metáfora, o la metáfora cae en suerte al pensamiento en el momento en que el sentido trata de salir de sí para decirse, enunciarse, llevarse a la luz de la lengua. Y, sin embargo -este es nuestro problema-, la teoría de la metáfora sigue siendo una teoría del sentido y plantea una cierta naturalidad de esta figura” (D errida 1989: 272). La posibilidad de esta diferencia situada ya al interior del lenguaje, tiene, con todo, un nexo vital con lo propio de los entes, con la esencia de las cosas, es decir, con su condición de sujeto . En términos de estructura gramatical, esta condición de sujeto se opone al verbo {rémd) que define su acontecer temporal, transformando dicha separación en la clave de todas las operaciones que implica el ejercicio de la predicación. En la medida en que el sujeto está puesto en el tiempo, hay ya una inevitable variabilidad en las posibilidades de la predicación, en sus cambios de estado y de condiciones. Lo propio del nombre define la singularidad del sujeto, pero su ser en el tiempo implica de hecho el intercambio de propiedades de un sujeto esencialmente dinámico, contingente. Para Aristóteles, al final, “es propio lo
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que, sin expresar lo esencial de la esencia de su sujeto no pertenece, sin embargo, más que a él, y se puede intercambiar con él en la posición de predicado de un sujeto concreto” (Aristóteles, Tópicos , I, 5, 102a.). La separación entre sujeto y predicado deviene diferencia precisamente a través de lo intercambiable, en la articulación entre lo permanente de una singularidad, y aquello que la hace variar en el tiempo. El verbo es la dinámica de esa predicación, movilidad constituyente pero a la vez insustancial al sujeto, condición sin la cual la entidad queda fuera del tiempo y vuelve a ser, en el fondo, una idea platónica, singularidad abstracta e inconmovible, pero en esencia, inexistente. Por su parte, el nombre responde siempre a un principio de identidad, pero de una identidad imitada (mimesis ) por el velo de la léxis. En rigor, ello implica ya un desdoblamiento, la dualidad de la palabra entendida como una marca fisica y del sentido como ámbito de la metafisica, contenido trascendente a la forma que lo recubre, pero sin el cual no podría adquirir existencia. La mimesis es en Aristóteles un resultado de la analogía, de esa estructura dual que define a la metafísica, campo semántico donde la transferencia del sentido y del significado propio tiene lugar más allá de lo puramente físico. “La mimesis determinada así pertenece al
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logos , no es la imitación animal, la mímica
gestual; está ligada a la posibilidad del sentido y de la verdad en el discurso. Al comienzo de la Poética, se plantea la mimesis de alguna manera como una posibilidad propia de la physis. Ésta se revela en la mimesis, o en la poesía que es una de sus especies, en razón de esta estructura poco aparente que hace que la mimesis no traiga del exterior el pliegue de su repetición. Pertenece a la physis, o, si se prefiere, ésta comprende su exterioridad y su doble. La mimesis es, en este sentido, un movimiento natural’. Esta naturalidad es
reducida y confiada por Aristóteles al habla del hombre. Más que una reducción, este gesto constitutivo de la metafísica y del humanismo es una determinación teleologica: la naturalidad, en general, se dice, se parece, se conoce, se refleja y se ‘imita por excelencia y en ver dad en la naturaleza humana. La mimesis es lo propio del hombre. Solo el hombre imita propiamente. Solo él siente placer al imitar, solo él aprende a imitar, solo él aprende por imitación. El poder de la verdad como develamiento de la naturaleza {physis ) por la mimesis pertenece congènitamente a la física del hombre, a la antropofísica. Este es el origen natural de la poesía y este es el origen natural de la metáfora” (Derrida 1989: 276-277). La existencia del nombre propio deviene finalmente en una premisa
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heurística, en el lugar desde y hacia donde se proyectan las posibilidades de imitación significante. Lo propio se vuelve un lugar natural, la dimensión física donde se establece la transferencia de sentido como posibilidad analógica, como fundación trascendental de un orden esencialmente binario. La significación deviene el reducto de la mimesis , el núcleo metafíisico donde el sentido se desprende de las palabras, de su ‘lugar natural’, y re crea un orden paralelo, un despliegue semántico que traspasa la esfera material de la sintaxis dejándola como una estructura vacía, como una huella del ser. El signo en su condición de marca será entonces como una casa deshabitada, lugar del no-lugar del sentido, la huella que solo en la medida en que se articula con otras marcas en una dinámica hablada o escrita, logra convocar al sentido al roce de la presencia. “De modo inseparable, el sentido es lo expresable o lo expresado de la proposición, y el atributo del estado de cosas. Tiene una cara hacia las cosas y otra
hacia las proposiciones. Pero no se confunde ni con la proposición que la expresa ni con el estado de cosas o la cualidad que la proposición designa. Es exactamente la frontera entre las proposiciones y las cosas. En este aliquid, a la vez extra-ser e insistencia, este mínimo del ser conviene a las insistencias. Y es acontecimiento’
en
este
sentido:
a
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condición de no confundir el acontecimiento con su efectuación espacio-temporal en un estado de cosas.
Así pues, no hay que preguntar cuál es el sentido de un acontecimiento: el acontecimiento es el sentido mismo. El acontecimiento pertenece esencialmente al lenguaje, está en relación esencial con el lenguaje; pero el lenguaje es lo que se dice de las cosas” (Deleuze 1989: 44). La diferencia entre la proposición y el estado de cosas define el espacio de la analogía, activando ese lugar de la
‘insistencia’ del acontecimiento que es su propia fundación. La insistencia es en sí
misma una huella, en la medida en que
supone un ‘más allá’ de lo puramente físico
y sensible que configura al ente. La insistencia aparece, en rigor, como el ámbito de lo presupuesto , de la ousía inmaterial e inmóvil que a través de la unidad de referencia aristotélica hace posible la physis. El sentido y el significado son precisamente aquello que articula esta dualidad, que hace a las entidades expresables a través de las palabras y que también las condena a su límite, a no poder llegar hasta el campo de lo significado si no es a través de ellas. Las palabras no existen sin esa presuposición que las hace funcionar, sin ese conjunto de reglas y de implícitos que les permite moverse1 como piezas en un tablero de ajedrez . Sin ello, no son más que huellas
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del significado, piezas inertes que solo pueden adquirir sentido cuando una subjetividad hace uso de su materialidad, articulándola con una intencionalidad estratégica que por definición no está ni puede estar en ellas mismas. Lo presupuesto es entonces esa subjetividad trascendental, un universo de significados y de usos que definen a las palabras, pero cuya articulación no puede traspasar la frontera propia del lenguaje. Es, en definitiva, la paradoja del límite y de la diferencia entre lo físico y lo metafísico, cuestión que no tiene resolución ni termino fijo, sino que más bien deviene en una regresión interminable de las palabras hacia sí mismas. En rigor, “el sentido es
como la esfera en la que ya estoy instalado para operar las designaciones posibles, e incluso para pensar sus condiciones. El sentido está siempre presupuesto desde el momento en que yo empiezo a hablar; no podría empezar sin ese presupuesto. En otras palabras, nunca digo el sentido de lo que digo. Pero, en cambio, puedo siempre tomar el sentido de lo que digo como el objeto de otra proposición de la que, a su vez, no digo el sentido. Entro entonces en la regresión infinita del presupuesto. Esta regresión atestigua a la vez la mayor impotencia de aquel que habla, y la más alta potencia del lenguaje; mi impotencia para decir el
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Sobre la analogía entre juegos de lenguaje y ajedrez Ver (Wittgenstein 1991:159).
sentido de lo que digo, para decir a la vez algo y su sentido, pero también el poder infinito del lenguaje para hablar sobre las palabras” (Deleuze 1989: 50). A la manera de un uso singular, la metáfora quedará puesta sobre una derivada de este presupuesto, manteniendo, sin embargo, constante la idea de lo propio del onoma, que sigue siendo el eje de lo intercambiable y de lo transferible. Con todo, hay en ello otra presuposición anexa, implícita en la ontología del lenguaje aristotélica, que termina por acotar al final el uso de la metáfora al campo experimental de las téchnai, y que la separa claramente de la esfera singular de las epistémai. “En las epistémai se conoce con necesidad mientras que la techné es es el ámbito donde la reducida y contingente libertad humana pretende, en la medida de lo posible, ganar terreno a la necesidad del ser mediante el hacer. Lo que late en el fondo es una falla más profunda: la necesidad del ser y la contingencia del hacer, la razón teórica y la razón práctica. La diferencia de discursos en los que aparece la metáfora sería clara porque la retórica tiene que ver con la apariencia” (Vega 65).
La metáfora logra mantenerse así como un reducto de la metafísica, como dispositivo formal de un uso retórico o
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poético que no altera la esencia de las cosas, sino que permite ilustrar y develar las múltiples maneras del ser a través del juego y el intercambio de propiedades semánticas. Según esta imagen, las entidades son, por definición, inalterables , no viendo nunca afectadas su cualidad y su singularidad por los alcances que derivan de las transferencias de sentido. “Las
significaciones transferidas son las de propiedades atribuidas, no las de la cosa misma, sujeto o sustancia. En ello la metáfora sigue siendo mediata y abstracta. Para que sea posible, es necesario que, sin comprometer a la cosa misma en un juego de sustituciones, se pueda reemplazar unas propiedades por otras, ya pertenezcan estas propiedades a la misma esencia de la misma cosa, o sean extraídas de esencias diferentes” (Derrida 1989: 288). La posibilidad del intercambio se vuelve una condición necesaria para que la operación misma de la metáfora se realice, pero ella requiere que la esencia de un sujeto concreto sea capaz de varias propiedades a la vez, es decir, que entre la esencia y lo propio exista una multiplicidad de atributos que pueda desplazarse desde el sujeto al predicado y viceversa. El signo lingüístico será así solo el medio de expresión de una esencia inmanente, la cual únicamente podría ser develada en su condición significante, es decir, en esa dimensión mediata y abstracta que la
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articula como signo de una realidad preexistente. La significación como proceso supone ya en su principio una desviación de lo sensible a lo inteligible, un curso que traspasa la esfera propia de las entidades y que las conjuga con otras identidades igualmente autónomas como son los signos del lenguaje. Dicha separación, restituida como diferencia ontològica por la unidad de referencia, es el paso decisivo que trasladaría la concepción de la metáfora aristotélica de vuelta a los márgenes sólidos y estables del orden metafisico. Todo signo, en tanto que expresión de un desplazamiento originario, tendría en su naturaleza una cualidad metafórica que, sin embargo, ha quedado olvidada desde el momento en que la metáfora se define a sí misma en contraste con un presunto lenguaje literal, propio o común. “La metáfora estaría
encargada de expresar una idea, de sacar afuera o de representar el contenido de un pensamiento que se denominaría naturalmente ‘idea’, como si cada una de
estas palabras o de estos conceptos no tuviera toda una historia (a la que Platón no es extraño) y como si toda una metafórica o, más generalmente, una trópica no hubiera dejado en ella ciertas marcas” (Derrida 1989: 263). La fundación aristotélica de la metáfora tendrá entonces relación con esta dualidad
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propia del sentido y del significado, con esa dimensión de la léxis que logra escindirse del imperativo de la verdad, para dar lugar a ese vasto universo donde habita la hondura y la riqueza intencional del lenguaje. Y sobre esa premisa, opera precisamente la desconstrucción como proyecto filosófico, donde lo metafórico se despliega como el eslabón central de la crítica a su propia dualidad constituyente. La metáfora es definida por Derrida como un tropo decisivo decisivo en la cristalización de ese horizonte en que el lenguaje, la escritura y la realidad devienen sutilmente cómplices. Del mismo modo como ocurre con el sujeto trascendental de Kant, la metáfora implicaría para la desconstrucción toda toda una tropología en acto , una estructuración categorial de la realidad que pareciera hacer imposible situarse fuera de los márgenes de su dualismo implícito. El noúmeno y el fenómeno, lo literal y lo figurado, responden a un tropo semejante, donde las categorías y los signos del lenguaje definen los límites del pensamiento haciendo posible la irrupción de lo inteligible. “En términos cognoscitivos, el yo trascendental y el punto de vista metafórico cumplen funciones idénticas. La filosofía trascendental es intrínsecamente metafórica, y la metáfora, intrínsecamente trascendental” (Ankersmit 32 -33).
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La metáfora viva
La desconstrucción puede ser definida en sí misma como el resultado de un proceso de lectura, un fin posible en la travesía conceptual de la metáfora, pero, en cuanto posible , ni necesario ni inevitable. No, al menos, para Paul Ricoeur, cuyo análisis filosófico sobre la metáfora busca precisamente evitar esa bifurcación que la conduciría a su ‘desgaste final’, a
una simbiosis con la esencia del lenguaje, corolario explícito y central de la descons- trucción. Así, la auto-implicación de la metáfora que deriva de la posición de Derrida a este respecto, tendría en su núcleo una paradoja radical, de la cual Ricoeur intenta precaverse y escapar, para que la metáfora viva pueda ver la luz de su propia vitalidad. Esta paradoja, fundante de la desconstrucción, es que no hay discurso acerca de la metáfora que no ocurra dentro de una red conceptual ella misma engendrada metafóricamente. “No hay
lugar no metafórico desde donde se perciba el orden y la clausura del campo metafórico. La metáfora se dice metafóricamente. De este modo, la palabra
‘metáfora y la palabra ‘figura testimonian esta recurrencia de la metáfora. La teoría de la metáfora remitiría circularmente a la metáfora de la teoría, la cual determina la
verdad del ser en términos de presencia. No podría haber un principio de delimitación de la metáfora, ni definición
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cuyo definiente no contenga lo definido; la metaforicidad no es en absoluto dominable. El proyecto de descifrar la figura metafórica en el texto filosófico se destruye al final a sí mismo” (Ricoeur 430 -431). Esta es la imagen de la metáfora que deriva, según Ricoeur, de los axiomas centrales de la desconstrucción . Y es sobre esa imagen y contra esa imagen que se despliega todo un aparato conceptual cuyo resultado llegaría a ser, contrariamente, la metáfora viva, una noción de lo metafórico sobre cuyo cuestionamiento se funda a su vez la desconstrucción. De este modo, nos encontraríamos desde el inicio frente a un escenario de polémica: metáfora viva versus metáfora muerta o “gastada”, un
juego de contrastes y de tensiones donde la desconstrucción de la metáfora requiere ilustrar primero el devenir de la metáfora viva hacia su propia génesis constituyente. Dado el vínculo atávico que pareciera existir entre ambas miradas, una génesis conceptual de la desconstrucción debiera partir primero por exponer el núcleo de la metáfora viva contra la cual se sitúa como respuesta; un proceso largo y laborioso que avanza en sus propios términos desde la retórica a la semántica, y de los problemas de sentido hacia los problemas de referencia. En rigor, Derrida intuye
también que hay aquí un curso de colisión
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donde los resultados y las implicaciones de la metáfora viva están desde un comienzo destinados a enfrentar los postulados básicos del proyecto de una desconstrucción de la metáfora, y que se despliegan como una alteridad de principio donde ambos análisis se confrontan inexorablemente. El juicio crítico que traza la ‘retirada de la metáfora’
de Derrida tendría entonces como testigo de cargo a la metáfora viva, ya que esta ‘retirada’ dic e comenzar ahí donde la metáfora viva dice terminar. Inversamente, la metáfora viva buscaría evitar ese salto ‘sin destino’ que la desconstrucción parece querer imponerle, y que no es otro que la insistencia en su complicidad ancestral con la esencia de la metafísica, proyecto logocéntrico que no habría querido pensar radicalmente las condiciones y las implicancias onto-teológicas de su propia constitución. De este manera, para llegar al proceso embrionario de la desconstrucción de la metáfora será necesario revisar las etapas que explican a la metáfora viva, travesía conceptual que la conduce al núcleo de esta paradoja auto-implicante que la desconstrucción pareciera consumar. Ricoeur encamina su discurso siguiendo un trayecto lógico de etapas sucesivas, donde la metáfora termina siendo vindicada como instancia activa en la
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producción del sentido, de un sentido
‘autoreflexivo’ en que el lenguaje se sabe a sí mismo en su condición de ser. A partir de esta idea, la metáfora viva “invertiría la
relación con su referente de tal manera que se percibe a sí misma como ligada al discurso del ser sobre el que recae. Y esta conciencia reflexiva, lejos de encerrar al lenguaje en sus propios límites, es conciencia vital de su apertura. Implica la posibilidad de enunciar proposiciones sobre lo que es y decir aquello que es traído al lenguaje en tanto lo decimos (...) Cuando hablo, sé que algo es traído al lenguaje. Y este saber ya no es z>zmzlingüístico, sino extra-lingüístico: va del ser al ser-dicho, en el mismo proceso en que el lenguaje va del ser a la referencia”
(Ricoeur 454). La metáfora viva se explica a sí misma como la culminación de un trabajo teórico donde todo el lenguaje debe ser pensado como el ser-dicho de la realidad. Pero para arribar a este punto, sin embargo, será necesario develar su propia genealogía, un sendero en el cual la metáfora aristotélica juega también un papel inaugural. La Poética y la Retórica de Aristóteles suponen, de hecho, un momento fundante para Ricoeur, a partir del cual el campo de lo metafórico empieza a especificarse según funciones y figuras del discurso. En la Poética, se hace presente la verdad de la belleza y del goce estético, que tienen
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como principio las bondades de la mimesis. En la Retórica, en cambio, la léxis es destacada en función de las técnicas de la elocuencia, en su capacidad para especificar los medios de la persuasión, diferencia que hace posible distinguir sobre un fondo común del lenguaje a las artes miméticas y a las artes de la prueba persuasiva. En rigor, para Aristóteles “la
poesía no es elocuencia. No apunta a la persuasión, sino que produce la purificación de las pasiones por el terror y la piedad. Poesía y elocuencia designan así dos universos de discurso distintos. Pero la metáfora tiene un pie en cada campo. Puede, en cuanto estructura, consistir en una única operación de transferencia del sentido de las palabras; pero en cuanto función, sigue los destinos diferentes de la elocuencia y de la tragedia; habrá pues una única estructura de la metáfora, pero dos funciones distintas: una función retórica y una función poética” (Ricoeur 21).
Sobre esta distinción primera, la metáfora aristotélica será definida según esa estructura común , reservando el análisis de sus funciones específicas a estas dos disciplinas ya separadas. Así, es necesario situar a la metáfora sobre el fondo compartido por las artes miméticas y las técnicas de la persuasión, fondo cuya singularidad es precisamente la estructura de la léxis, y donde el nombre aparece como el núcleo desde el cual empieza a
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constituirse
la
significación. El
autonomía de nombre (onoma ),
la
de hecho, se devela como el término común a la enumeración de las partes del discurso, unidad semántica que fija un umbral del sentido en la configuración de la léxis, en base a sus elementos básicos que son las letras y las sílabas, sonidos desprovistos, según Aristóteles, de significación por sí
mismos. “Es, pues, por oposición al sonido ‘indivisible (letra) y al sonido ‘asémico
(sílaba, artículo, conjunción) que se define el nombre como sonido complejo dotado de significación. Sobre este núcleo semántico de la elocución, será injertada luego la definición de la metáfora, como una transferencia de la significación de los nombres. La posición clave del nombre en la teoría de la elocución es por tanto de una importancia decisiva” (Ricoeur 24). La centralidad del nombre en la formación del discurso y en la estructura de léxis define, en opinión de Ricoeur, el curso general de la retórica aristotélica, en la medida en que no solo condiciona a la metáfora como algo que en esencia le ocurre al nombre , sino también, porque deja al conjunto de la retórica anclada en un campo acotado por las técnicas y los procedimientos de la transferencia de sentido {epiphorá). En rigor, toda la teoría de los tropos queda, a partir de esta definición, anclada en la primacía y el
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desplazamiento de una palabra, no en el conjunto de la proposición, lo que implica que la idea de un sentido tropològico se inserta de manera restrictiva en el sentido literal del nombre tomado aisladamente. Así, “relacionando la metáfora al nombre o
la palabra y no al discurso, Aristóteles orienta por muchos siglos la historia de la poética y la retórica de la metáfora. La teoría de los tropos -o figuras de palabrasestá contenida in nuce en la definición de Aristóteles. Este confinamiento de la metáfora entre las figuras de palabras será, ciertamente, la ocasión de un extremo refinamiento de la taxinomia” (Ricoeur 27).
Con todo, la metáfora quedará subordinada por esta vía a la centralidad del nombre, y se adhiere a los ‘efectos de sentido’ que permite la teoría de los tropos. A medida que se abre, entonces, la
posibilidad de jugar con los desplazamientos e intercambios de palabras, se acotan también las posibilidades efectivas de la metaforología. El nombre pasa a ser un reducto irreductible, una palabra clave para toda elaboración de un sentido metafórico. “Para explicar la metáfora, Aristóteles crea
una metáfora, tomada en préstamo al orden del movimiento; la phora, se sabe, es una especie de cambio, de cambio según el lugar. Pero diciendo que la palabra metáfora es en sí misma metafórica,
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porque es tomada de otro orden que el del lenguaje, nos anticipamos a la teoría ulterior; suponemos con ella que: 1) la metáfora es un préstamo; 2) que el sentido tomado en préstamos se opone al sentido propio (,kurion ), es decir, aquel que pertenece a título original a ciertas palabras; 3) que uno recurre a la metáfora para cubrir un vacío semántico; 4) que la palabra prestada toma el lugar del nombre propio ausente si éste existe” (Ricoeur 29).
La teoría de la metáfora queda así restringida a los cambios de nombre, a su transferencia según género o especie y a los resultados de la analogía. Es este, en el fondo, el motivo por el cual toda la teoría de la metáfora termina siendo, en Aristóteles, un campo acotado y restrictivo, que impide a la metáfora viva traspasar el juego de los tropos, limitándose a un espacio que no hace sino debilitar el uso de la metáfora al marco de la retórica y de la poética. “La retórica, en efecto, se fue
reduciendo poco a poco a la teoría de la elocución por amputación de sus partes principales, la teoría de la argumentación y la teoría de la composición ; a su vez, la teoría de la elocución, o del estilo, se reduce a una clasificación de figuras, y ésta a una teoría de los tropos', la tropología misma ya no prestó atención más que a la pareja formada por la metáfora y la metonimia, al precio de la reducción de la
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segunda a la continuidad y de la primera a la semejanza ’ (Ricoeur 76). A la luz de esta consecuencia —en opinión de Ricoeur al parecer inevitable— a la que conduce la teoría de la metáfora en Aristóteles, la metáfora viva decide traspasar el umbral definido por la teoría de los tropos y avanzar un paso más allá, hacia una metaforología que se inserta en el campo más general de los procesos de significación. Será necesario, por tanto, superar el modelo tropológlco y elaborar una teoría del enunciado que suponga al conjunto de los procesos de producción del sentido metafórico. Con todo, ello no
implica, según Ricoeur, que la teoría de los tropos aristotélica sea equivocada, sino únicamente limitada e insuficiente para dar cuenta de la complejidad de la metáfora y de su lugar en los procesos de significación. En rigor, un modelo de la metáfora basado en una teoría de la enunciación, no elimina en ningún caso la definición nominal de la metáfora en términos de palabra o de nombre, ya que la palabra se mantiene como portadora del efecto de sentido metafórico. La palabra
sigue siendo en este caso el foco ’ de la metáfora, aun cuando requiera del ‘marco' constituido por la frase. La palabra se
mantiene como soporte de los efectos de sentido’ que la metáfora interviene, en la
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medida en que ella misma encarna el principio de la identidad semántica. Y es precisamente esa identidad lo que la metáfora afecta en su funcionamiento. La hipótesis que subyace en esta noción de enunciado metafórico es que la semántica del discurso es irreductible a la semiótica de las entidades lexicales (Ricoeur 107).
Las palabras, los signos del lenguaje se articulan ahora a nivel del enunciado generando unidades de sentido nuevas, que no existen o no son posibles cuando se toma a cada palabra como unidad aislada. Existiría así una ‘interacción solidaria’ entre los términos, que traspasa a
la larga la esfera formal de la sustitución; el significado de las palabras se vuelve sentido en el marco de la enunciación en la medida en que las diferencias entre las palabras constituyen un entramado no lineal, que no va de una unidad a otra por mera agregación o sustitución. El signo es una unidad semiótica que hace posible, en el todo de sus articulaciones, el surgimiento de un nivel superior que define el umbral de la unidad y de la integración semántica. De este modo, “lo que constituye a la metáfora es un enunciado entero, pero la atención se concentra sobre una palabra particular cuya presencia justifica que se considere a ese enunciado como metafórico. Este balanceo del sentido entre el enunciado y
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la palabra es la condición del rasgo principal: a saber, el contraste existente, en el seno mismo del enunciado, entre una palabra tomada metafóricamente y otra que no lo es” (Ricoeur 132).
El desplazamiento de la metáfora, desde la palabra al enunciado, abre el universo del sentido a un conjunto de significaciones nuevas, emergentes, que traspasa la barrera formal de la sintaxis y se ubica en el espacio de las relaciones semánticas. Son, en esencia, significaciones de orden secundario , implícitas, que cruzan las figuras y los tropos generando connotaciones nuevas, inflexiones y sugerencias derivadas de un contexto singular. Lo dicho o lo leído se articula ahora con lo no dicho y lo no escrito, con sentidos sugeridos, con significaciones ambivalentes que abren el campo del lenguaje a la lógica de su recepción, a los procesos de lectura y a toda la compleja gama de variables y dimensiones asociadas. El discurso pasa a constituirse entonces sobre la premisa de una polivalencia , de una ambigüedad, de la que entran a participar junto con las palabras los sobreentendidos, las ironías, la referencia a connotaciones solo reconocidas por los participantes de un diálogo o por el solitario lector de un texto escrito. Existe, de hecho, toda una gama de determinaciones inconscientes, mudas, sin
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origen o ubicuidad reconocida, pero que dirigen también la lógica, la orientación y el contenido de muchos de los sentidos cristalizados. Puede afirmarse, luego, que las significaciones primarias hacen referencia a procesos de denotación, a lugares comunes o consensos ‘técnicos’
asociados a las palabras y a su uso. Las significaciones secundarias, por su parte, sugieren connotaciones o nexos implícitos, que no pueden derivarse de relaciones formales entre cada una de las palabras y
su eventual significado en particular. “En efecto, es el lector quien elabora (ivork out )
las connotaciones del modificador susceptibles de ‘hacer sentido’; a este respecto, es un rasgo significativo del lenguaje viviente poder llevar siempre más allá de la frontera del sin-sentido; no existen tal vez palabras tan incompatibles que algún poeta no pueda tender un puente entre ellas; el poder de crear significaciones contextúales nuevas parece ser ilimitado; tales atribuciones
aparentemente ‘insensatas’ {non-sensicat)
pueden tener sentido en algún contexto inesperado; el hombre que habla no termina jamás de agotar los recursos connotativos de sus palabras” (Ricoeur 146-147). La metáfora no funcionaría más allá de la palabras sino en la medida en que un enunciado modifica su valencia en base a
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una
denotación potencial y a una connotación inédita. La palabra trae a la
mano un capital semiótico establecido, que traspasa sus propios límites en contacto con los valores contextúales sedimentados en un área semántica que la contiene. El significado se vuelve sentido a partir de una textura abierta, que transforma las identidades del lenguaje en identidades plurales, y donde la ambivalencia potencial se vuelve efecto real. Todo cambio de sentido dice relación con una connotación activa que atraviesa una denotación establecida y la modifica de un modo nuevo. Al mismo tiempo que la denotación individualiza la significación, las connotaciones contextúales vuelven plural el sentido posible. Las palabras pierden algo de su identidad cuando son ubicadas en un enunciado, que se constituye como identidad variable y potencial en la medida en que su sentido pasa a depender de connotaciones que no son internas a su estructura, sino que dependen de un contexto cambiante y potencialmente infinito. El proceso de creación del sentido hace necesario controlar el diferencial semántico de las palabras para que solo una acepción sea posible, pero la metáfora destruye esa acepción y vuelve a reintegrar la polivalencia en el corazón mismo de una palabra articulada con las demás que
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componen el enunciado. El nivel- palabra y el nivel-enunciado se conjugan así recíprocamente y la metáfora pasa a ser una de las claves semánticas de dicha conjugación. Del mismo modo, el enunciado tomado en sí como una identidad completa se combina luego con las connotaciones del contexto, haciendo que la referencia a una exterioridad del lenguaje aparezca en el mismo proceso en el que parece borrarse', “el sentido figurado no es un sentido ‘desviado’ de las
palabras, sino el sentido de un enunciado entero resultante de la atribución al sujeto privilegiado de valores conno tati vos del modificador. Si se continúa pues hablando del sentido figurado de las palabras, no se trata más que de significaciones enteramente contextúales, de una ‘significación emergente’, que existe solamente aquí y ahora. Por otra parte, la
colisión semántica que constriñe a un desplazamiento de la denotación a la connotación da a la atribución metafórica no sólo un carácter singular sino un carácter construido; no hay metáfora en el diccionario, solo existe en el discurso ; en este sentido, la atribución metafórica revela mejor que cualquier otro empleo del lenguaje lo que es una palabra viviente ; constituye por excelencia una ‘instancia del discurso’” (Ricoeur 148).
El contexto abre así el campo de la
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significación al problema de la referencia, llevando al enunciado hasta los contornos de su propia y enigmática exterioridad. Una vez establecida la separación entre semiótica y semántica , la palabra parece ceder su lugar privilegiado a la articulación del enunciado como unidad de sentido indivisible, de un sentido que traspasa y modifica la esfera acotada de cada uno de los términos singulares. Las diferencias entre los signos dejan su lugar a la semántica del sentido asociada a la frase. Pero ésta, a su vez, abre el espacio de la significación a la ubicuidad general de la referencia, lo que introduce en el campo propio del lenguaje la tensión entre su estatuto ontològico y su límite con el mundo. “La semiòtica, en tanto se mantiene en la clausura del mundo de los signos, es una abstracción de la semántica, que pone en relación la constitución interna del sentido con el objeto trascendente de la referencia” (Ricoeur 326). El objeto trascendente, el mundo como
la totalidad de los hechos, los hechos como estados de cosas, etc. (Wittgenstein
1991: 15), resultan al final la premisa ontològica que subyace al lenguaje descriptivo y denotativo, y que debe ajustarse por tanto a ciertos procedimientos de verificación o falsación. Cuando se está frente a enunciados que escapan a un régimen de proposiciones
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susceptibles de dichos procedimientos, la naturaleza de sus referentes puede establecerse únicamente en base a presupuestos lógicos u ontológicos, que descansan en última instancia en la aceptación a priori de una figura del sentido definida según las reglas de constitución del enunciado mismo. En dicho caso, “los elemen tos deícticos se refieren a las instancias del universo presentado por la proposición en que ellos están colocados según un origen
temporoespacial actual’ llamado también ‘yo-aquí-ahora’. Esos elementos deícticos son designadores de la ‘realidad’. Designan
su objeto como una permanencia extralingüística, como algo ‘dado’. Sin embargo, ‘ese origen’, lejos de constituir él mismo
una permanencia, está presentado o copresentado con el universo de la
proposición en cuestión. El ‘origen’ aparece
o desaparece con ese universo y, por tanto, con esa proposición” (Lyotard 48). Resulta claro, al final, que nombrar no es mostrar (Lyotard 48), y que la referencia como dimensión estructural define uno de los problemas más permanentes en la historia de la filosofía, que es el de los nexos entre lo lingüístico y lo nolingüístico. Dichos nexos se hacen aún más complejos en el caso de la metáfora, precisamente porque ella implica por definición alterar la naturaleza literal de las palabras y jugar con el desplazamiento y la
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sustitución de los significados. Cuando se deja atrás la función descriptiva o denotativa del lenguaje y se entra de lleno en el campo de los significados y sentidos ‘figurados’, la referencia se hace más
indirecta y ambivalente, ya que se conecta con las singularidades connotativas de un contexto cuyas características son externas a los tropos , es decir, a las figuras y giros del lenguaje. Los desvíos respecto al significado literal que la metáfora ejecuta vuelcan el lenguaje no ‘hacia fuera’ sino ‘hacia dentro’, a los confines de su propia
plasticidad semántica y a la alteración potencialmente infinita de sus usos
establecidos. “Así como el enunciado
metafórico es aquel que conquista su sentido como metafórico sobre las ruinas del sentido literal, es también aquel que adquiere su referencia sobre las ruinas de aquello que podríamos llamar, por simetría, su referencia literal. Si es verdad que el sentido literal y el sentido metafórico se distinguen y se articulan en una interpretación, es también en una interpretación que, a expensas de la suspensión de la denotación de primer orden, puede llegar a ser liberada una denotación de segundo orden, que es propiamente la denotación m etafórica” (Ricoeur 332). Este punto es determinante y decisivo, ya que -a partir de él- la desconstrucción y la metáfora viva toman inevitablemente
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caminos diferentes. Para Derrida, la analogía entre el orden sensible y el orden inteligible termina siendo la expresión prístina de una metafísica logocéntrica y hegemónica, articulada en torno a la equivalencia entre dos tipos de traspaso: “traspaso metafísico de lo sensible a lo no sensible, traspaso metafórico de lo propio a lo figurado. El primero sería determinante (massgebend) para el pensamiento occidental; el segundo, determinante para la manera misma en que nos representamos el ser del lenguaje”
(Ricoeur 424). Y este es, en opinión de
Ricoeur, ‘el golpe maestro’ usado por
Derrida para precipitar todo el análisis de la metáfora al campo de la metafísica occidental, y para afirmar que el conjunto de las dualidades históricas que han acompañado a la metáfora desde Aristóteles (literal-figurado, explícito-implícito, visible-invisible, etc.), no serían más que coartadas lógicas y retóricas de un platonismo trascendental ya plenamente consumado. En rigor, toda la escenificación que Derrida realiza en su análisis sobre la metáfora no sería para Ricoeur más que la derivada de una ‘premisa auto -implicante’, destinada a dar forma a una estrategia decidida de antemano, y cuyo núcleo basal puede resumirse en una sola sentencia: “allí don de la metáfora se borra, el concepto metafíisico surge ” (Ricoeur 430).
CAPITULO i/Genealogía de la metáfora
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La metáfora borrada , gastada por los
procedimientos clásicos y modernos que hacen surgir la ilusión de un lenguaje ‘literal’, no haría más que confirmar su
metafísica subyacente, en la medida en que deja intacta las dualidades trascendentales que la explican desde siempre. Todo estaría en Derrida elaborado con la finalidad ‘estratégica’ de fundir las nociones de
metáfora y metafísica a partir de una insistencia que permite al concepto de lo propio anteponerse a todo ‘relieve posterior’ realizado por y desde el lenguaje. “En efecto, el ‘relieve’ por medio
del cual la metáfora gastada se disimula en la figura del concepto no es un hecho cualquiera del lenguaje, es el gesto filosófico por excelencia que, en régimen
‘metafísico’, busca lo invisible a través de lo visible. Hay, pues, un ;relieve\ el ‘relieve’ metafórico sería también el ‘relieve’ metafísico” (Ricoeur 431).
La metáfora gastada, en síntesis, es para Ricoeur una metáfora literalmente muerta , infecunda en su capacidad de producir sentidos nuevos, ya que permanece anclada a una lógica donde todo nuevo ‘relieve’ semántico no sería más que otro
síntoma del sustrato metafísico que la contiene y que, en última instancia, la explica. Suponer que no hay más metáfora que la metáfora borrada y que esa borradura es precisamente lo que hace surgir al concepto metafísico, implica para
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
Ricoeur condenar a la metáfora a no existir salvo en su propia tumba, como colección de restos gastados por el uso y por el tiempo, solo disponibles para una arqueología del lenguaje que permitiría exponer y develar los vestigios de una metafísica ya en ruinas. No hay y no habría ya metáfora posible dado que toda impertinencia e innovación semántica se encontraría condicionada por el fantasma de un logocentrismo que sigue insistiendo en su reencarnación, mucho tiempo después de sus últimos estertores de vida. Nada de la metáfora podría quedar en pie cuando la propia epocalidad de la metafísica llega a su fin, y esa es la razón por la cual la desconstrucción no puede y no quiere dar un paso más allá de esa convicción. Rechazar esa convicción permite, contrariamente, reactivar una vitalidad inherente a lo metafórico en cuanto tal, una semántica viviente asociada a un lenguaje que intuye en su propia tensión y ambivalencia el germen de su continuidad trascendental. “En el discurso filo sófico, el rejuvenecimiento de las metáforas muertas es particularmente interesante en el caso en que éstas ejercen una suplencia semántica ; reanimada, la metáfora reviste de nuevo la función de fábula y de redescripción, característica de la metáfora viva, y abandona su función de simple suplencia en el plano de la denominación”
CAPITULO i/Genealogía de la metáfora
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(Ricoeur 437). Más que la mera sustitución de una presencia, la metáfora viva a la que aspira Ricoeur crearía una realidad de sentido nueva en el momento mismo en que una impertinencia lingüística se vuelve significante para una connotación predicativa inédita. Así, lejos de quedar prisionera de su ‘desgaste’, todo uso
emergente y todo cambio en sus condiciones de posibilidad hacen de la metáfora una nueva construcción de sentido, viva y reanimada por sí misma, plenamente vigente como campo de multiplicación sin fin de los matices y de los contrastes propios del lenguaje. La impertinencia y el desdoblamiento semántico no son, entonces, rasgos que los usos lingüísticos pudieran rechazar o desprender de su funcionamiento. En rigor, los relieves propios de toda nueva connotación serán para Ricoeur inevitables, y hasta los malentendidos juegan un papel productivo que puede ser destacado desde la perspectiva de lo vivamente metafórico: “el juego de la impertinencia semántica se
vuelve compatible con todos los errores calculados susceptibles de crear sentido. No es por tanto la metáfora la que sustenta el edificio de una ‘metafí sica platonizante’; es más bien ésta la que se
apodera del proceso metafórico para hacerlo trabajar en su beneficio. Las metáforas del sol y de la permanencia (por
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
ejemplo) solo reinan cuando el discurso filosófico las elige. El campo metafórico en su conjunto está abierto a todas las figuras que juegan con las relaciones de lo semejante y de lo desemejante en cualquier región de lo pensa- ble” (Ricoeur 440-441). La metáfora viva se presenta, en definitiva, como una opción teórica y filosófica que se resiste a dejar morir la vitalidad de lo semántico en los intramuros de una metafísica occidental ya develada a partir de Nietzsche como mera voluntad 1 de poder . La respuesta y el contraargumento de la desconstrucción a esta perspectiva no pueden y no podrían ser otro que el proceso constituyente de la desconstrucción misma. De este modo, será necesario, por tanto, examinar en detalle las claves de dicho proceso, la travesía conceptual larga y compleja a partir de la cual se hará posible responder a la crítica y a la interpelación lanzada por Ricoeur. Este recorrido está, no obstante, marcado por una tensión y una ambivalencia inevitable, que expone en toda su profundidad el ir y venir de una fundación recíproca que va desde la desconstrucción de la metáfora a la metáfora de la propia desconstrucción.
CAPITULO i/Genealogía de la metáfora
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Sobre la relación entre metafísica y voluntad de poder e n Nietzsche Ver (Vattimo 23).
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CAPITULO 2 La hipótesis gramatológica
Estructura y forma
Llevar el pensamiento desde el lenguaje que lo constituye hasta la escritura que lo formar, develar las vías ocultas que conectan al lenguaje y a la metafísica del signo con ese espacio sensible de inscripciones que definen al orden escrito; abrir el campo de la reflexión al universo de resonancias previas a toda codificación, es decir, a las estructuras implícitas que sostienen lo inteligible. Estas son, de algún modo, las tentativas amplias de la gramato- logía, una disciplina que nace desde las entrañas del estructura- lismo lingüístico, seducida por la idea de que es imprescindible recorrer el subsuelo de las categorías y de los conceptos trascendentales, para ilustrar en toda su profundidad estratégica el operar constituyente de las estructuras que dan origen al sentido y a la significación. En rigor, para la gramatología no habría más que eso: un universo que va desde lo infinitesimal de las huellas, los trazos gráficos o sonoros, hasta el infinito de la interpretación; un campo ocupado únicamente por eslabones y raíces que requieren del lenguaje, de la lectura y del pensamiento, para adquirir significación y
CAPITULO 2 / La hipótesis gramatológica
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hacerse comunicables. Con todo, a lo largo de los siglos, la reflexión sobre el lenguaje habría estado sometida a una lógica esencialmente ‘logocéntrica : dominada por un modelo de la presencia del sentido y del ente, que nos habría dejado por demasiado tiempo sometidos a la idea de que la escritura solo ocupa un tropo secundario y anexo, una subsidiaridad nada inocente en su relación con el lenguaje hablado y con el orden general de la significación. La premisa inicial de la gramatología una disciplina apenas esbozada aún como posibilidad histórica- buscaría poner en evidencia los límites de la lingüística, las fronteras del lenguaje y de la escritura como fenómenos humanos. La tensión hecha visible por esos límites , abriría el espacio del pensamiento a una interrogación sobre la antinomia lenguajeescritura, para iniciar luego un desplazamiento lento, pero finalmente observable, desde la aparente imposibilidad de seguir pensando al lenguaje como condición trascendental anterior a la escritura en cuanto tal. Dicho proceso ilustraría la evidencia del orden escrito como una formación de la que el lenguaje, la palabra hablada, sería más bien una de sus expresiones dominantes y omnipresentes. La centralidad del lenguaje hablado, la metafísica del signo que la gramatología intenta develar, tendría no
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
obstante una larga historia; una historia que en sus momentos sustantivos se confunde con la propia historicidad del ser, es decir, con el devenir del pensamiento filosófico occidental. Así, una de sus raíces principales se encontraría ya en el propio Aristóteles,
para
quien
“los
sonidos
emitidos por la voz son los símbolos de los estados del alma, y las palabras escritas, los símbolos de las palabras emitidas por la voz” (Aristóteles, De la interpretación , I, XVI). La reflexión sobre el lenguaje -y la filosofía como su sistema de categoríashabría ido ocupando a partir de esta primera imagen la totalidad de lo representable , llegando a configurar una ecuación casi perfecta entre una determinada noción del ser y sus posibilidades de representación. El lenguaje deviene entonces el espacio privilegiado de la significación, el secreto ámbito donde la palabra hablada -el significante oral- llegará a ocuparlo todo, haciendo de la escritura la dimensión puramente gráfica, figurativa, de un signo verbal esencialmente autónomo en su configuración. Para dicho modelo, “entre el
ser y el alma, las cosas y las afecciones, habría una relación de traducción o de significación natural; entre el alma y el logos, una relación de simbolización convencional. Y la convención primera, la que se vincularía inmediatamente con el orden de la significación natural y
CAPITULO 2 / La hipótesis gramatológica
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universal, se produciría como lenguaje hablado. El lenguaje escrito fijaría luego convenciones que ligan entre sí otras convenciones” (Derrida 1978 : 17). Esta posición dominante del lenguaje hablado y la relegación de la escritura a una subsidiariedad expresiva no sería, como se ha dicho, una cuestión inocente ; supone, más bien, la más decisiva de las fundaciones: la relegación de lo real, del ser y de lo inteligible, al campo de una presencia trascendental, a la cualidad de un sentido inmaterial e inmanente, que traspasaría las realizaciones del tiempo para develarse como fundamento último de la objetividad. La esencia de la phoné guardaría así los tesoros del Espíritu y la palabra hablada quedaría instalada como el ámbito principal y decisivo de la Revelación, en la medida en que su propia naturaleza
‘inmaterial’
conjugaría
la
singularidad de todo lo que logra trascender la temporalidad. Verbo y realidad, finalmente, aparecen en la historia como los dos rostros de una misma e inviolable Epifanía. Así, “con un éxito
desigual y esencialmente precario, este movimiento habría tendido en apariencia, como hacia su telos, a confinar a la escritura en una función secundaria e instrumental: traductora de un habla plena y plenamente presente (presente consigo, en su significado, en el Otro, condición,
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
incluso, del tema de la presencia en general), técnica al servicio del lenguaje, portavoz e intérprete de un habla originaria, en sí misma sustraída a la interpretación” (Derrida 1978: 13).
Pareciera entonces que la posibilidad de la semántica -y a partir de ella, de la traducción-, solo existe cuando una diferencia ha entrado ya a operar como horizonte para el desdoblamiento del sentido, cuando el lenguaje ha logrado constituirse sobre la premisa de que significante y significado pueden ser distinguidos, y donde la palabra dispone como presencia a una realidad esencialmente ausente. Solo bajo esta premisa inicial habría lenguaje, y solo sobre este principio, la traducción y la interpretación podrán hacer del sentido algo constitutivamente interpretable y comunicable. La gramatologia, en este marco, no podía sino irse constituyendo en un doble movimiento, a la vez critico y propositivo. En primer lugar, en el develamiento radical de la metafísica del signo , en el cuestionamiento a los presupuestos ontológicos de un lenguaje que se piensa a sí mismo como el imperio de la significación, como el espacio natural’
del habla y de su soberanía sobre lo real. En segundo término, en el posicionamiento de la escritura como instancia estructural, como espacio fundante del ser, de un ser
CAPITULO 2 / La hipótesis gramatológica
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ya desconstruido en sus implicaciones
metafísicas y, por tanto, develado en su complicidad histórica con el pensamiento de la presencia. Ambos pasos serían -de hecho- constitutivos e inseparables de la hipótesis gramatológica. En rigor, no podría entenderse la centralidad de la escritura y las implicancias que esta nueva posición ocupará en el campo filosófico, si no se ha puesto en cuestión al lenguaje como sistema de signos, si no ha sido ya desocultada la palabra oral, ‘inmaterial’, como el reducto de esa presencia que la
filosofía no ha dejado de buscar y que la explica desde su misma fundación. En los hechos, “el fono- centrismo se confunde con la determinación histórica del sentido del ser en general como presencia, con todas las sub-determi- naciones que dependen de esta forma general y que organizan en ella su sistema y su encadenamiento histórico: (presencia de la cosa para la mirada como eidos, presencia como substancia/ esencia/existencia (ousía ), presencia temporal como punta {stig- me) del ahora o del instante {nun), presencia en sí del cogito , conciencia, subjetividad, co-presencia del otro y del sí mismo, inter-subjetividad como fenómeno intencional del ego, etc.) El logocentrismo sería, por tanto, solidario con la determinación del ser del ente como presencia” (Derrida 1978: 18 -19).
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
En la medida en que Derrida sitúa a la escritura como una formalidad previa a toda irrupción del sentido , y desde la cual las propias distinciones que explican al signo deben a su vez ser explicadas,
CAP TULO 2 / La hipótesis gramatológica
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el vacío fundante que constituye a la escritura tendría la forma de una huella , de un espacio formal instituido por y desde sí mismo, el cual es ocupado luego por la distinción que define la dualidad constituyente del signo lingüístico. Así, la significación se articularía en las premisas que justifican la distinción significante/significado, la cual está a su vez fundada en la diferencia ontològica que establece el pensamiento de la presencia. El movimiento de la diferencia realizaría entonces “una síntesis originaria a la que
ninguna simplicidad absoluta precede. Tal sería la huella originaria. Sin una retención en la unidad mínima de la experiencia temporal, sin una huella que retuviera al otro como Otro en lo Mismo, ninguna diferencia haría su obra y ningún sentido aparecería. Por lo tanto, aquí no se trata de una diferencia constituida, sino, previa a toda determinación de contenido, del movimiento puro que produce la diferencia. La huella (pura) sería la diferen- cia (Derrida 1978: 81). Esta es, en definitiva, la condición esencial que explica el surgimiento del lenguaje y el resultado de la distinción trascendental que lo hace posible. La ‘diferencia ’ que opera a nivel de los conceptos y de la sintaxis sería ya el
síntoma de una inscripción -fónica o gráfica-, de una forma pura establecida por
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
el quiebre radical que una marca genera sobre la continuidad del silencio o de una página en blanco. La huella aparecería como la irrupción de lo discontinuo sobre un plano de continuidad , como la pura materialidad de la inscripción en tanto diferencia y apertura hacia el universo de lecturas que ella permite. Las discontinuidades -ya sean sonoras, táctiles, visibles-, suponen vivencias, marcas inten- cionales dejadas sobre un vacío originario que empieza a ser ocupado a través de ellas. La huella inaugura un tiempo y un espacio, abre el campo de lo indeterminado a la afloración de los elementos, a las singularidades y sus sentidos posibles. “La huella es, en efecto,
el origen absoluto del sentido en general. Lo cual equivale a decir, una vez más, que no hay origen absoluto del sentido. La huella es la diferencia que abre el aparecer y la significación. Articulando lo viviente sobre lo no-viviente en general, origen de toda repetición, origen de toda idealidad, ella no es más ideal que real, más inteligible que sensible, más una significación transparente que una energía opaca, y ningún concepto de la metafísica puede describirla” (Derrida 1978: 84 -85). La escritura supone entonces un espaciamiento primero, la apertura de un campo a su propia formalización, el establecimiento de un orden y de una ley
CAPITULO 11 La hipótesis gramatológica
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que define el modo como las inscripciones son fijadas en una linealidad y cómo esa ordenación lineal puede ser ‘leída’ y
sometida luego a una interpretación. La ciencia gramatológica buscaría así develar la metafísica implícita en la naturaleza misma del signo y mostrar que, bajo cualquier condición, el signo supone ya una huella, una marca sensible, y su eventual articulación de sentido. La evidencia material de7 la escritura no es ni podría ser la lengua , puesto que ella ya trae implicada la idea de una presencia, de un hablante temporalmente situado y de una realidad expresada’. Más bien, para la gramato- logía, la escritura solo podría
aspirar a ser evidencia de una forma constituyente, materialidad viva y a la vez muerta de un orden de discontinuidad y de diferencias, cuya única efectividad es su presencia en cuanto texto. El texto es, en última instancia, el reducto inaugural al cual toda intencionalidad remite, la forma pura de un orden anterior a la expresión y a la búsqueda de un sentido. Sin la presuposición de un texto no hay ni podría haber significación. Pero la posibilidad del sentido y de la expresividad no sería parte del texto mismo, sino que implica ya la derivación a una subjetividad, a la constitución temporal e intencional que hace de la textualidad algo legible y significativo. El texto sería el ámbito
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genérico donde se realiza la escritura, donde se articulan las huellas, pero la significación no radicaría en el texto mismo, sino que remite a un momento lógicamente distinto y alterno que puede denominarse en esencia proceso de lectura. Así, todo lenguaje presupone la presencia de un texto, pero su forma de lectura y su interpretación nunca serían necesarias, únicas o excluyentes. “En su
sintaxis y su léxico, en su espaciamiento, por su puntuación, sus lagunas, sus márgenes, la pertenencia histórica de un texto nunca es una línea recta. Ni causalidad por contagio. Ni simple acumulación de capas. Ni pura yuxtaposición de piezas tomadas en préstamo. Y si en un texto se da siempre una cierta representación de sus propias raíces, éstas no viven sino de esa representación, vale decir, del hecho de no tocar nunca el suelo, lo cual destruye sin duda su esencia radical, pero no la necesidad de su función enraizante ” (Derrida 1978: 133). La escritura puede figurativamente definirse como una raíz, pero como una raíz todavía vacía de contenido, si sobre ella no hay ya un acto distinto que es la lectura. La escritura es la forma, la forma previa a un sentido y a una significación que se le adhieren luego como la carne a los huesos en la conformación de los cuerpos. El lenguaje es corporal por
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definición, es decir, móvil, vital, activo, temporalmente situado. La escritura, sin embargo, es la estructura inmóvil que le subyace, que define una formalidad originaria sobre la cual el sentido adquiere singularidad y la significación se hace posible. La escritura no sería más ni menos que el entramado sensible de las inscripciones, de las raíces que conforman un orden primario. No hay en ella ni contexto ni pretexto, sino solo una condición necesaria para una interpretación exterior y posterior en la que se buscará establecer un presunto querer-decir originario. Con todo, la huella originaria estaría, según Derrida, tachada desde el inicio, en la medida en que el autor’ y su contexto no existen para el ‘lector’, que siempre reescribe la obra
desde una nueva posición y entretejiendo claves de interpretación inéditas. Y aún en el caso de un escritor Vivo’ cuya
lectura de su propia obra pudiera ser directamente explicada y accesible, ello no cambia el hecho que el texto escrito existe con independencia de su propio autor, y que este se transforma, desde el momento mismo en que está situado en la posición de intérprete de su propia escritura, en un lector más, singularmente dispuesto en un contexto interpretativo particular e igualmente válido que el de cualquier otro lector. En rigor, un texto, un conjunto de
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
signos escritos, comporta siempre una fuerza de ruptura con su contexto, con el conjunto de presencias que organizan el momento de la significación siempre desde fuera de su inscripción originaria. En realidad, las huellas son la única presencia’, la posibilidad de constatar que hay algo , que nos encontramos frente al ser y no frente a la nada. Pero en lo que se refiere al significado y al sentido de dicha evidencia, todavía no habríamos dado un paso más, salvo la mera confirmación del í hay. La articulación de los significados ocurriría luego , cuando se produce ese fenómeno vital y sin rastro legible que es la afloración del sentido mismo, la atribución proyectiva y a la vez introspectiva de las intencionalidades, que definen el ámbito único e irrepetible de la lectura, de la interpretación y de esa construcción inter-subjetiva llamada tentativamente comunicación humana . El modelo de la inscripción
La pregunta por el ente resume de algún modo la esencia de la cuestión ontològica, y la respuesta inicial de la gramatolo- gía a dicha pregunta no podría ser otra que la afirmación de la preeminencia de la escritura -de la inscripción- como instancia fundante de lo
CAPITULO 11 La hipótesis gramatológica
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ontològico en cuanto tal. El modelo de la inscripción aparece primeramente como la faimalidadgeneral de la
CAP TULO 2 / La hipótesis gramatológica
5i
huella, como el modo en que una intencionalidad presente, un presente vivo
de raíz fenomenològica, busca dejar constancia de sí mismo en la forma de una presencia. El presente surge en dicho marco como la dimensión temporal de la intencionalidad, como el reducto a la vez irreductible en que el sentido destella en una idealidad pura adherida a la palabra pronunciada o escrita, para quedar inmediatamente tachado y ausente de cualquier forma que adquiera el signo en sí mismo. De alguna manera, el presente vivo , el instante infinitesimal en que el sentido asoma, está ya a la vez inmediatamente muerto, en la medida en que nace y fallece sin alcanzar nunca a cristalizar, salvo en la forma de una inscripción vacía, de una huella que es a la vez la presencia de una ausencia. Así, este “presente viviente surge a partir de su noidentidad consigo, y a partir de la posibilidad de esta huella retencional. Es siempre ya una huella. Pero la huella aparece
‘impensable’
a
partir
de
la
simplicidad de un presente cuya vida sería interior a sí mismo (...) Como la huella es la relación de la intimidad del presente viviente con su afuera, la apertura a la exterioridad en general, a lo no-propio, etc., la temporalidad del sentido es desde el comienzo ‘espaciamiento \ Desde que se admite el espaciamiento a la vez como ‘intervalo’ o diferencia y como abertura al
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afuera, no hay ya interioridad absoluta, el ‘afuera’ se ha insinuado en el movimiento por el cual el adentro del no-espacio, lo que tiene como nombre ‘el tiempo’, se aparece, se constituye, ‘se presenta”
(Derrida 1985: 144-145). La huella se configura en signo de una presencia que se ha hecho ya presente, pero que solo puede serlo en la forma de una ausencia, de un espaciamiento temporal articulado por marcas que son discontinuidades fónicas o gráficas. Ello implica que el sentido solo puede definirse como algo intangible y exterior a la formalidad de las huellas, siendo esa aparente exterioridad eidètica del sentido algo también interior, que expresa una condición esencial de la entidad de la presencia. En rigor, la interioridad originaria del querer-decir no puede adquirir presencia, hacerse presente, si no hay ya la presuposición de un yo, de una conciencia que proyecta hacia afuera algo interior que, no obstante, no puede provenir primera ni únicamente desde dentro. La conciencia y la experiencia de la conciencia operan en base al encadenamiento de las palabras aprendidas, en la articulación original de los fonemas, donde el yo se constituye como instancia consciente a través del espejo del lenguaje, desplegándose en el mundo como una interioridad exteriorizada y, también, como
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
una exterioridad que se ha vuelto a la vez interna.
La voz, la constitución de la phoné como lenguaje hablado, supone la mediación constituyente de una subjetividad dividida por esta tensión entre lo interior y lo exterior. “La phoné es, en efecto, la sustancia significante que presenta a la conciencia como lo más íntimamente unido al pensamiento y al concepto de significado. La voz es, desde este punto de vista, no solo la conciencia de estar presente en lo que pienso, sino también de guardar en lo más íntimo de mi pensamiento o de su concepto’ un sig nificante que no cabe en el mundo, que oigo tan pronto como emito, que parece depender de mi pura y libre espontaneidad, no exigir el uso de ningún instrumento, de ningún accesorio, de ninguna fuerza establecida en el mundo. No solamente el significado y el significante parecen unirse, sino que en esta confusión, el significante parece borrarse o hacerse transparente para dejar al concepto presentarse a sí mismo como lo que es, no remitiendo a nada más que a su presencia” (Derrida 1977: 30 -31). En la expresión oral, la dualidad constituyente del signo pareciera anularse en la plena transparencia de las palabras y de su sentido, en un acto del habla que tiene como cualidad temporal su puro
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existir en el presente de la alocución. La diferencia entre la intencionalidad propia del querer-decir y los significados efectivos quedaría entonces diluida, haciendo que toda posibilidad de malentendido pueda confrontarse y corregirse en el proceso mismo de la comunicación lingüística, definida como sistema dinámico y autoregulado de coordinaciones consensúales. En efecto, ello sería lo que permite articular y dar consistencia al imaginario trascendental del ‘fonocentrismo’ que la gramatolo- gía cuestiona en su base, en la
medida en que dicho imaginario dispone a la phoné a una posición central donde la formalidad estructural del lenguaje, la grammé que la constituye en tanto sistema de inscripciones, queda cada vez más oculta y olvidada. La palabra hablada definiría de este modo un punto de partida necesario para el análisis gramatoLógico, dado que la cualidad siempre presente del lenguaje oral
pareciera
hacer
‘desaparecer’
la
diferencia entre significante y significado, entre inscripción y lectura. En rigor, el fluir constante del habla, la continuidad del texto verbal, está compuesta de sonidos que transitan uno tras otro, acompañados de un contexto no verbal de movimientos, tonos y gestos que no dejan trazas perennes que puedan ser recogidas en diferido, salvo por algún dispositivo de
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
registro exterior a la conciencia que los emite o que los escucha. En el lenguaje hablado, el significado y el sentido parecen existir solo en dicho entrelazamiento, en un fluido a la vez interior y exterior, donde se articula el horizonte puro de las intencionalidades. Las palabras habladas poseerían entonces una transparencia vital con su significado, debido a que en ellas la diferencia del significante con su propio contenido queda anulada en el acto mismo de hablar y de escuchar, en el proceso continuo de su realización constituyente. “La voz se oye —sin duda es lo que se denomina conciencia- en la mayor proximidad de sí misma como el borrarse absoluto del significante: autoafección pura que necesariamente adopta la forma del tiempo y que no toma prestado fuera de sí misma en el mundo o en la ‘realidad’
ningún significante accesorio, ninguna sustancia de expresión extraña a su propia espontaneidad. Se trata de la experiencia única del significado que se produce espontáneamente, dentro de sí mismo y, no obstante, en tanto que concepto significado , en su idealidad y universalidad” (Derrida 1978: 33).
Para este modelo ‘fonocéntrico’, la
palabra hablada articula el escenario primordial de la presencia, dado que en ella y a través de ella el presente vivo adquiere un sentido pleno y actual, un
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estatuto donde la diferencia ontológica -es decir, la distinción entre significante y significado, entre escritura y lecturaparece quedar abolida en el acto mismo de su prosecución. Pero esta aparente autotransparencia del lenguaje hablado, esta supuesta disolución en acto de la diferencia entre inscripción y sentido, es precisamente aquello que la gramatología busca develar en sus implicaciones trascendentales, como coartada estratégica de una metafísica centrada en la hegemonía de un sentido químicamente puro. En efecto, para la hipótesis gramatológica, phoné y grammé, solo configuran dos modos de expresión de un mismo fenómeno: el de una escritura fundante, un universo de huellas que solo existe para ser leído y que sólo adquiere realidad en base a la lectura que lo reescribe. Toda lectura supone una forma de inscripción gráfica o fónica, y toda inscripción hace referencia a una formalidad prelingüística, una ‘archiescritura’ que opera como modelo general de la inscripción y una archihuella’,
que otorga consistencia a un sistema formal de signos que sirve luego de base para un universo de derivaciones lingüísticas. Para esta estructura, cada marca implica una discontinuidad a- sémica, un relieve que se consuma en la
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
separación con otros signos y que articula un sistema de pliegues coherente consigo mismo, que no requiere para existir de ninguna exterioridad de sentido. Las huellas instituidas sobre la base de esta articulación son ya una escritura, sin importar si son orales o gráficas, audibles, visibles o táctiles como en el caso del lenguaje Braille. Lo que cambia, al final, es solo la dimensión material, la naturaleza específica del espaciamiento que provocan. Así, para la gramatología, el espaciamiento de las marcas será siempre la instancia decisiva, el plano material desde donde se proyecta el destino de la significación, y donde reside su constitución determinante, su verdadero núcleo irreductible. “Si la es critura significa inscripción y ante todo institución durable de un signo, la escritura en general cubre todo el campo de los signos lingüísticos. En este campo puede aparecer luego una cierta especie de significantes instituidos, por lo tanto escritos’ aun cuando sean fónicos. La idea de institución —de lo arbitrario del signo-
es impensable antes de la posibilidad de la escritura y fuera de su horizonte. Es decir, es ininteligible fuera del horizonte mismo, fuera del mundo como espacio de inscripción, apertura a la emisión y a la distribución espacial de los signos, al juego regulado de sus diferencias, inclusive si éstas son fónicas” (Derrida 1978: 58).
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Toda expresión hablada o escrita -toda forma de textuali- dad- responde en última instancia a un modelo no contingente de inscripción, a una ‘archiescritura. A su vez,
todo modelo de inscripción tiene su raíz en un espacio significante, en un conjunto enigmático de ausencias que se conmutan en torno a un arquetipo propio de la huella en general -una archihuella’ -. En este sentido, las formas contingentes que necesariamente adquiere un texto hablado o escrito están siempre montadas y premisa dispuestas sobre una gramatológica : sobre la idea de un orden formal internamente coherente que hace posible que dichas inscripciones puedan ser luego desconstruidas por los procedimientos de lectura. La gramatología implica, de este modo, una confrontación crítica con la idea que el signo lingüístico construye de sí mismo a lo largo de toda la tradición del pensamiento occidental y, particularmente, de la vertiente estructuralista. Para el orden grama- tológico , los signos del lenguaje no pueden aparecer constituidos bajo el supuesto de una presencia inherente a un significado exterior y trascendental, que quedaría luego plasmado y adherido a la instancia material del lenguaje -la inscripción-. Más bien, este modelo del signo basado en la adherencia de un significante y un significado sería una cristalización más -quizá la versión última-
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de una metafísica consumada , la proyección ideal de un orden de realidad presupuesto y adosado al lenguaje desde fuera, desde una alteridad de principio cuya implicación principal es llevar la significación al lugar de un sistema expresivo separado
de
esa
misma ‘realidad’. Esencialmente, para la gramatología, la metafísica solo podría cristalizar allí: en el
supuesto de una realidad significada previa al orden de las inscripciones, exterior al universo textual, y del que derivarían luego una instancia de expresión oral y una dimensión gráfica que sería, propiamente, el campo de los signos escritos. La gramatología como teoría general de la inscripción busca entonces desmontar en un sentido crítico la imagen de una realidad dotada de contenidos o significados propios e inmanentes, imponiendo un repliegue analítico hacia la mera formalidad de la inscripción y a la ubicuidad plena y sin reservas de laphonéc orno parte del campo escrito. Las nociones de huella e inscripción refuerzan esta ruptura fundante que las marcas suponen respecto de su origen, ya sea éste referido al velo de un sujeto consciente, a un presunto contexto significativo o a un eventual espacio inconsciente, desde el cual se proyectarían hacia la superficialidad de las palabras los sentidos y contenidos preexistentes. La fuerza de ruptura de la inscripción con su contexto originario sería,
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en efecto, lo que hace del signo una huella, una instancia tachada cuyo núcleo atávico ha quedado para siempre perdido e irrecuperable, y del cual el único presente vivo y activo es la estructura autoreferente de las inscripciones. El cierre del horizonte trascendental que la gramatología intenta realizar tiene de este modo una de sus claves en la idea de que el querer-decir y la intencionalidad última no han dejado nunca nada más que una huella, la sombra de que algo’ ha teni do lugar y se ha perdido inexorablemente, quedando de ello solo el rastro tachado por una marca que está ya ajuera, radicalmente extraviada de su origen. Nada existiría en el presente salvo la borradura impuesta por las inscripciones, por la articulación interna que un sistema de huellas mantiene consigo mismo a través del tiempo y que puede por tanto ser leído una y mil veces desde distintos contextos y claves interpretativas. La ruptura que la gramatología expone sería así profundamente distinta a la diferencia efectuada por el estructuralismo entre significante y significado, por cuanto en ésta última siempre hay dos órdenes de presencias que confluyen en el signo, y que hacen de él un campo trascendental donde tales presencias tienen continuidad, es decir, conservan la idea de un referente ‘real’ que mantiene sus cualidades más allá
de todo procedimiento de lectura. En el
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modelo de la inscripción, en cambio, la presencia viva -el sentido, el significado, el origen, etc.— es aquello que no tiene registro, eso que solo se despliega en el instante presente en que el texto adquiere consistencia a través de la lectura, pero que nunca traspasa hacia la esfera de la exterioridad sensible que constituyen las inscripciones. Las palabras y los textos serían por definición huérfanos o, más bien, poseerían tantos autores como lectores hay ejerciendo el oficio de decodificarlos en un tiempo determinado. Las inscripciones serían en esencia mudas , hasta que el ventrílocuo que las lee viene literalmente a ‘hacerlas hablar’. Y ello
ocurre siempre en el presente, en un presente donde el origen de los signos, su tiempo y su ‘autor’ no son más que una
huella por definición tachada y perdida para siempre. El afuera y el adentro
La escritura como forma primera de la expresión textual solo implicaría ese plano constituido por marcas gráficas o fónicas, un universo cerrado de huellas donde el sentido y la significación no tienen por principio referencia ni ubicuidad en los márgenes del texto mismo. Los enunciados y las reglas que los establecen serían en el fondo modelos sintácticos , conjunto de entidades sensibles que exponen singularidades dinámicas, es decir, un cierto orden de funcionamiento anterior a
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los propios signos. Así, en toda creación textual habría siempre un límite interno, generativo, sobre el que se constituye la escritura como un campo autónomo, como un espacio de realización abstracto desprendido de toda necesidad de interpretación y decodificación ulterior. “Todas las expresiones lingüísticas, ya se
presenten en forma de fonemas o grafemas, son en cierto modo hechas operar por esta protoescritu- ra que no está nunca presente. Esta cumple, al anteceder a todos los procesos de comunicación y a todos los sujetos implicados, la función de apertura del mundo, pero ella se reserva y se resiste a la parusía, dejando únicamente sus huellas en la escritura de remisiones a los textos engendrados” (Habermas 218-219). El campo escrito supone la remisión interminable de unos textos a otros, de unos sobre otros , en un proceso activo de lecturas inconmensurables donde la significación transita sin pausa entre la discontinuidad infinitesimal de las huellas, y el infinito del sentido que las trasciende y sobrepasa en diversas direcciones. Con todo, dicha imagen de la escritura -y del lenguaje como escritura- no sería un modelo estático, sino más bien el resultado de un largo proceso de cambios conceptuales, el producto una historia de discontinuidades y rupturas que van definiendo el tránsito hacia una época que
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termina mirándose a sí misma a través del espejo del lenguaje y que concluye haciendo de las palabras su único rostro.
En efecto, hasta Renacimiento, el
bien
entrado
el
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lenguaje “no es un conjunto de signos
independientes, uniforme y liso, en el que las cosas vendrían a reflejarse como en un espejo a fin de enunciar, una a una, su verdad singular. Es más bien una cosa opaca, misteriosa, cerrada sobre sí misma, masa fragmentada y enigmática punto por punto, que se mezcla aquí o allá con las figuras del mundo y se enreda en ellas: tanto y también que, todas juntas, forman una red de marcas en la que cada una puede desempeñar, y desempeña de hecho, en relación con todas las demás, el papel de contenido o de signo, de secreto o de indicio. En su ser en bruto e histórico del siglo XVI, el lenguaje no es un sistema arbitrario; está depositado en el mundo y forma, a la vez, parte de él, porque las cosas mismas ocultan y manifiestan su enigma como un lenguaje y porque las palabras se proponen a los hombres como cosas que hay que descifrar. La gran metáfora del libro que se abre, que se deletrea y que se lee para conocer la naturaleza, no es sino el envés visible de otra transferencia, mucho más profunda, que obliga al lenguaje a residir al lado del mundo, entre las plantas, las hierbas, las piedras y los animales” (Foucault 1996: 4243). Esta visión del lenguaje como componente natural del mundo partía de la premisa de un universo homogéneo, de
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similitudes y analogías inmanentes entre las palabras y las cosas. Las ideas y los conceptos aparecen en él como un rasgo de las entidades sensibles, como un medio a través del cual ellas se presentan reflejando una inteligibilidad inherente. La palabra era el lugar de las revelaciones, partiendo por la primera y primordial de ellas que es la presencia de Dios y la trascendencia de lo divino sobre todo lo demás. Así, hasta comienzos del siglo XVII, no hubo señales teóricas claras de una diferencia ontológica que permitiera distinguir entre los planos de lo real y lo ideal. La analogía, como forma general de la razón aristotélica, precede de manera constante a la idea de la significación, en la medida en que el orden de la naturaleza extendía su dominio simbólico sobre la esfera del pensamiento, haciendo de él un ámbito donde el valor del signo y el imperativo de la duplicación se cruzan y superponen constantemente. De cierta manera, lo que el hombre busca hasta
fines del Renacimiento es ‘hacer hablar a las cosas mismas’, recoger y develar la
capa natural de significación que supuestamente reside en ellas, para restituir a través del pensamiento, el lazo privilegiado que conecta al hombre con el Creador y que lo hace participar, como especie superior, de la inteligibilidad del mundo y de sus vías de comprensión. No hay entonces en este universo de
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signos naturales distinción posible entre el
afuera y el adentro, entre la representación y el objeto representado. El mundo es, en su principio ontològico, una unidad indiferenciada, un todo coherente cuya razón última se esconde en el misterio mismo de la Creación, y donde el hombre está llamado, entre otras cosas, al develamiento de los signos divinos, signos que ocupan sin origen e intervención humana, un lugar propio y estable en el orden constituido. Para dicho imaginario “así como los signos naturales están
ligados a lo que indican por una profunda relación de semejanza, así los discursos de los antiguos son una imagen de lo que enuncian; si tienen para nosotros el valor de un signo es porque, en el fondo de su ser, y por la luz que no deja de atravesarlos desde su nacimiento, se ajustan a las cosas mismas, en forma de espejo y emulación; son con respecto a la verdad eterna lo que estos signos a los secretos de la naturaleza (son la marca por descifrar de esta palabra); tienen, con las cosas que develan, una afinidad intemporal” (Foucault 1996: 42). De cierto modo, esta ubicuidad del lenguaje en el espacio de la naturaleza define un mundo sin quiebres ni abismos conceptuales, una totalidad orgánica donde las palabras participan de la tranquilidad de lo visible y reflejan, en
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origen, su comunión perfecta con todo lo que les rodea. Pero a partir de Descartes y de la ruptura provocada por él sobre el universo escolástico, esta construcción del mundo -y del lenguaje como parte del mundo— comienza a trizarse: va abriéndose lenta y progresivamente un abismo en el que la palabra va a asomarse como resultado de un desdoblamiento estructural, de un proceso de diferenciación donde el lenguaje adquiere para sí el estatuto de un campo de significación. Si hasta en el Renacimiento la palabra era concebida como elemento de la naturaleza y su carácter de signo es una cualidad inmanente, a partir de la irrupción de la racionalidad cartesiana se produce un decisivo cambio de sentido y el lenguaje comienza a ser visualizado como un espacio autónomo, como un sistema heurístico dotado de funciones específicas y reglas de constitución propias. La palabra se separa del mundo de las entidades sensibles y se desplaza a una esfera de realidad nueva, donde debe ser pensada y analizada según una matriz esencialmente
binaria. “Cuando la Logique de Port-Royal
afirmó que un signo podía ser inherente a lo que designa o estar separado de ello, mostró que el signo, en la época clásica, no está ya encargado de acercar el mundo a sí mismo y hacerlo inherente a sus formas, sino por el contrario, de desplegarlo, de yuxtaponerlo según una superficie
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indefinidamente abierta y de proseguir, a partir de él, el despliegue infinito de sustitutos según los cuales se lo piensa. Y por ello, se ofrece a la vez al análisis y al arte combinatoria y se le hace ordenable de un cabo a otro. El signo, en el pensamiento clásico, no borraba las distancias y no abolía el tiempo: por el contrario, permitía desarrollarlos y recorrerlos paso a paso. Gracias a él, las cosas se hacen claras y distintas, conservan su identidad, se desatan y se ligan. La razón occidental entra en la edad del juicio” (Foucault 1996: 67). Para el pensamiento de la modernidad, el lenguaje empieza así a constituirse como un plano de distinciones generativas, como el espacio donde se crean e intercambian los significantes que reflejan, a través de los procedimientos de la representación, a los significados adheridos a las cosas. Hasta fines del siglo XVI, los signos habían estado depositados en las entidades para que el hombre pudiera develar sus misterios, pero ellos existían independientemente de si eran conocidos o no. A partir del racionalismo cartesiano, los signos pasan a ocupar un lugar como instrumentos del pensar, como forma constituyente de un acto del conocimiento. Los signos del lenguaje empiezan a tener un estatuto propio, y son el resultado de un proceso donde lo singular ha pasado a
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lo general a través de una sustracción de contenidos realizada desde las cosas mismas. Las palabras poseen ahora una referencia innata, pero ella no se inscribe ya en la naturaleza, sino en la capacidad del signo lingüístico de expresar lo propio a través de una forma universal. La separación entre el contenido empírico y la elaboración abstracta viene entonces a ser la estructura constituyente del signo; las palabras y los enunciados conformados por ellas llegan a ser expresión de un desdoblamiento del sentido articulado en los signos, por medio del cual el significado remite a la universalidad de lo particular, y el significante a la estructura sintáctica por la que dicha universalidad se expresa a nivel de fonemas o grafemas. Así, a partir de esta nueva lógica dual, desaparece la “capa uniforme en la que se
entrecruzaban indefinidamente lo visto y lo leído, lo visible y lo enunciable. Las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver y solo a ver; el oído solo a oír. El discurso tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más
que lo que dice” (Foucault 1996: 50). Las palabras quedan finalmente separadas del
mundo, habitantes de una dimensión intangible, pero conectadas a las cosas a través de la abstracción de lo semejante, de la separación estructural entre un significado que ilumina los referentes y un significante que le otorga coherencia y
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funcionalidad a los significados. Desde este momento, se va constituyendo y solidificando la diferencia entre el afuera y el adentro , entre el mundo autónomo de las entidades y los fenómenos, y el lenguaje que lo refleja y
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articula a nivel del pensamiento. El signo pasa a ser un modelo de la representación, una figura verbal o escrita que expresa en su formalidad un consenso semántico respecto a sus contenidos. La palabra y el enunciado devienen objeto, entidad representable que da cuenta de lo representado, a través de un procedimiento donde lo semejante es abstraído y separado de lo concreto. El significante adquiere autonomía y transparencia, se despliega en un plano propio en función de las diferencias entre unos y otros. Esas diferencias imponen a su vez sus coordenadas, establecen cortes de significado que operan bajo la premisa de la referencia- lidad y conectan a nivel de lo imaginario las palabras y las cosas, las ideas con su contenido atribuido. La imagen gráfica o sonora deviene signo a través del nexo establecido por la representación, que vuelve singular y eidètico al objeto presentado. “En su ser simple de idea, de imagen o de percepción, asociada o sustituida por otra, el elemento significante no es un signo. Solo llega a serlo a condición de manifestar además la relación que lo liga con lo que significa. Es necesario que represente, pero también, que esta representación -a su vez- se encuentre representada en él” (Foucault 1996: 70). Las representaciones se ligan ahora entre sí como signos que expresan
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diferencias en movimiento, y estas diferencias establecen, al conjugarse y ordenarse, significados que suponen un orden referencial. El lenguaje adquiere consistencia en un lento y progresivo juego de asociaciones, donde los hechos y las cosas nombradas desaparecen detrás de los signos mismos. De este modo, cuando se está en posesión de la palabra y de su uso, la presencia de lo representado pasa a ser una mera presuposición que hace posible el juego y la articulación de los significantes. Esta idea de la separación y de la diferencia, es decir, la discontinuidad entre el adentro y el afuera, tendrá en el fondo una consecuencia decisiva: con el desarrollo del estructuralismo cristaliza en el siglo XX el distanciamiento entre los planos del significante y del significado, haciendo que la dimensión referencial del lenguaje vaya diluyéndose como horizonte de significación. Las palabras adquieren un nuevo principio de autonomía y transparencia, donde el concepto mismo de las cosas pierde su cualidad ontològica y queda determinado como el ámbito de la presuposición en cuanto tal. El lenguaje se vuelve un sistema autoreferente, en el que los significantes remiten cada vez con más insistencia los unos a los otros. En su articulación interna, el signo comienza a operar entonces bajo la hipótesis de una premisa -de un objeto, de un hablante, de un mundo como horizonte
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de sentido, etc.-, lo que finalmente se ordena bajo la distinción significantesignificado. El significante aparece como lo único indudable, como lo que ha sido dejado en calidad de huella de un acontecimiento o de una eventual existencia. Todo lo demás cae dentro de lo intangible, de lo indeterminable, de lo meramente presupuesto. En último término, la separación formal entre el significante y el significado, que llega a ser el rasgo distintivo del signo mismo, no puede sino llevar a la disolución del universo del sentido (del mundo referido, de los objetos en cuanto tales). Las exigencias formales del análisis lingüístico dejan a las estructuras sintácticas -a la gramática de las formas —, como lo único que puede ser mostrado y validado según sus propios imperativos. El reinado del significante llega a someter y a anular todo residuo de realidad que no sea reducible a sus singulares principios de constitución y de funcionamiento. Este corolario es precisa y finalmente el motor de arranque de la gramatología como modelo explicativo del fenómeno lingüístico y de la escritura en general. En el umbral de su tensión inevitable, el lenguaje habría terminado por cerrarse sobre sí mismo para transformarse en un sistema de reglas auto-constituyen- tes, donde el orden de la representación pasa a ser la
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evidencia originaria de una metafísica en acto. “Separado de l a representación, el lenguaje no existe de ahora en adelante y hasta llegar a nosotros más que de un modo disperso: para los filólogos las palabras son como otros tantos objetos constituidos y depositados por la historia; para quienes quieren formalizar, el lenguaje debe despojarse de su contenido concreto y no dejar aparecer más que las formas universalmente válidas del discurso; si se quiere interpretar, entonces las palabras se convierten en un texto que hay que cortar para poder ver aparecer a plena luz ese otro sentido que ocultan; por último, el lenguaje llega a surgir para sí mismo en un acto de escribir que no designa más que a sí mismo” (Foucault 1996: 296).
Las palabras adquieren de esta manera un esencial derecho de autor respecto del mundo. Nada hay que pueda superar el velo tangible de las inscripciones, lo que hace del sentido y del significado el horizonte inmaterial de los consensos presupuestos. Ha quedado abolida nuevamente la distinción entre el adentro y el afuera, pero a diferencia del universo premoderno, donde el lenguaje ocupaba también el espacio natural de las entidades sensibles, el imperio actual del significante cierra el mundo sobre sí y hace que todo lo que escapa a su orden pueda ser obviado del campo de lo evidente y de lo posible.
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La palabra y la escritura tienen desde ahora el camino libre para despojar al mundo de su esencialidad propia y para reconstituirlo de nuevo, paso a paso, a su singular imagen y semejanza. La diseminación
La in-distinción entre el adentro y el afuera impone desde ahora una exterioridad en principio infinita, interminable, entre la inscripción y su horizonte de sentido. Es ella, la exterioridad , la que invoca el imperativo de un límite, de un rastro legible o una marca física. Todo lo que transgrede o es irreductible al lenguaje puede ser asumido desde ya como lo trascendental en sí, como el espacio de lo ilegible, universo de las no-inscripciones que se ubica del otro lado del muro, a extramuros , fuera de la frontera de lo sensible y de lo comunicable. La escritura es llevada entonces a la posición de un suplemento, de un fármakon que alivia del olvido y de la ausencia, de la inevitable pérdida de
ubicuidad y pertinencia que ‘sufre’ todo pensamiento vivo encarnado en la phoné. En rigor, “el exterior no comienza en la
juntura de lo que en la actualidad denominamos lo psíquico y lo físico, sino en el punto en que la mneme, en lugar de estar presente en sí en su vida, como
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movimiento de la verdad, se deja suplantar por el archivo, se deja expulsar por un signo de re-memoración y de con- memoración. El espacio de la escritura, el espacio como escritura, se abre en el movimiento violento de esa suplencia, de la diferencia entre mneme e hipomnesis. El exterior está ya en el trabajo de la memoria. La enfermedad se insinúa en la relación consigo de la memoria, en la organización general de la actividad mnésica (Derrida 1975: 163). Esta pervivencia de la memoria está por definición acotada en el tiempo y requiere por tanto de un suplemento para sobrevivir a los efectos de su finitud. Se necesita de un ‘remedio’ que la salve de la
incertidumbre, que la retenga y no la deje perecer en el abismo de lo impensado o, peor aún, de lo pensado, dicho, escuchado y luego olvidado. El imperativo del registro se transforma así en la utopía de la memoria, en el horizonte sin el cual el pensamiento vivo pierde su cualidad esencial y se ve amenazado por la recaída en el olvido. El otro sueño, la ilusión platónica de una memoria sin registro, siempre activa y actual, quedará en el fondo solo como eso: un sueño, la apuesta de la inteligencia por su actualización constante, el deseo de superar la finitud y de abarcar la totalidad de una inmanencia que traspasa cualquier
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contexto de sentido. Jorge Luis Borges nos ilustra maravillosamente ese sueño y lo denomina Funes, el memorioso, hombre que ha superado las secuelas humanas del olvido y que retiene en su vertiginosa actualidad todo lo vivido, todo lo dicho, oído y soñado que ha sido dado a la experiencia de una vida. Pero más allá del sueño y de la utopía, lo que devela esa imagen en toda su fuerza es la precariedad de la memoria, su debilidad inherente y su necesidad de registro para permanecer y superar las inclemencias del tiempo. No hay entonces memoria sin archivo, sin ese fdrmakon que la alivia de su principal amenaza de muerte. Para el orden fonocéntrico no existe rodeo o sutileza posible: el fdrmakon no puede ser sino la escritura, el universo de signos indelebles dejados a extramuros del lenguaje hablado, y conservado como marcas inscritas sobre una superficie de la physis. La escritura es ya la expresión de este original desdoblamiento, signo de un signo, que se alza sobre la inmediatez dinámica del significante fónico para situarse como un suplemento fuera de sus márgenes: quieto y legible, liberado de la fugacidad que acompaña de modo natural al habla. La escritura aparece, en efecto, como “la posibilidad para el significante de repetirse solo, maquinalmente, sin alma que viva para sostenerle y ayudarle en su repetición, es decir, sin que la verdad se
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presente en ninguna parte. La sofística, la hipomnesis, la escritura, no estarían, pues,
separadas de la filosofía, de la dialéctica, de la anamnesis y del habla viva más que por el espesor invisible, casi nulo, de una hoja entre el significante y el significado; la ‘hoja’: metáfora significante, advirtámoslo,
o más bien tomada a la cara del significante, puesto que implica un haz y un envés, la hoja se anuncia en primer lugar como superficie y soporte de la escritura” (Derrida 1975: 167).
Es entonces ella, la hoja, la que ahora establece los márgenes físicos y también simbólicos, la que instituye el espacio sensible —y por tanto legible— de los signos. Estos, para ser escritos, deben traspasar el velo de su propia muerte, haber sido embalsamados en tipos y marcas gráficas, que han logrado ya dejar atrás la condición viviente y en apariencia inmaterial del lenguaje fónico. En esta imagen, sutilmente dejada sobre el camino, y donde pareciera quedar sólidamente establecida la separación entre lo sensible y lo no sensible , lo vivo y lo muerto, lo presente y lo ausente, es donde radica en toda su fuerza estratégica el modelo de la escritura como fdrmakon y suplemento. Y es en función de este principio que la estabilidad de la presencia es radicada en ahora en lo físico , en huellas que han quedado inscritas e indelebles en
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la superficie de una hoja en blanco. De este modo, lo que solo logra llegar a la cualidad sonora y fónica se pierde, se diluye en el aire, no posee las condiciones materiales que la retengan, que la hagan permanecer estable en el tiempo. No sin indolencia se concede que la pureza del sentido, la vivencia de la intencionalidad, está en el habla, en esa inmediatez donde no sería necesaria la lectura, puesto que no habría polisemia posible. La escritura, en cambio, será el ámbito de un signo muerto, el espacio donde la fuerza vital del sentido ya ha desaparecido, dejando tras de sí únicamente un recurso limitado y limitante, un fdrmakon que logra apenas compensar el vacío de una memoria muerta, de una palabra que habla en ausencia. “La escritura es dada como suplente sensible, visible, espacial de la mneme : se revela a continuación perjudicial y embotadora para el interior invisible del alma, la memoria y la verdad (...) El fdrmakon es el movimiento, el lugar y el juego de la diferencia. Es la diferencia de la diferencia. Tiene en reserva, en su sombra y vigilia indecisas, a los diferentes y a las desavenencias que la discriminación vendrá a recortar. Las contradicciones y las parejas de opuestos se levantan sobre el fondo de esa reserva diacrítica y diferente. Ya diferenciada, esa reserva, para preceder a la oposición de los efectos diferentes, para preceder a las diferencias como
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efectos , no tiene pues la simplicidad coincidentia puntual de una oppositorum. De ese fondo viene la
dialéctica a extraer sus filosofemas. El fdrmakon , sin ser nada por sí mismo, los excede siempre como su fundo sin fondo. Se mantiene siempre en reserva aunque no tenga profundidad fundamental ni última localidad. Vamos a verle prometerse al infinito y escaparse siempre por puertas ocultas, brillantes como espejos y abiertas a un laberinto” (Derrida 1975: 191 -192). La escritura, en todo caso, parece no querer resignarse a ser simplemente eso: un juego de espejos y de laberintos, un simulacro infinito como el agua, donde dice reflejarse y transitar la palabra viva, el sentido puro. La inscripción no puede dejar de intuir que la palabra hablada ha montado una escena prodigiosa, donde es ella misma la que efectúa su representación a través de una máscara y de una coartada. La articulación del lenguaje oral es ya, en sí mismo, un movimiento exterior, una escenificación dispuesta por el orden nominal dominante y en el que se desplaza a la escritura, no sin fuerza y no sin un sentido ‘político’, a ocupar el
margen exterior, a presentarse frente al lenguaje vivo como un ropaje muerto, como los harapos de un sentido y de una memoria que no habrían podido permanecer vitales y desnudos a la
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intemperie. De algún modo, la escritura se resignaría a este lugar del suplemento y del fármakon porque sabe ya desde siempre que la paternidad le pertenece, que la voz de la palabra solo puede sostenerse en su eterna adolescencia, en los marcos formales y formativos que la escritura ha fijado desde el principio de los tiempos, desde la articulación de ese primer sonido humano que fue más que sí mismo. El signo escrito sabe, en el fondo, que su vida no depende de una hoja en blanco o, más bien, tiene la certeza que esa hoja pueden ser también las nubes, las estrellas, el conjunto universal de los elementos y todos los grados y matices de sus intensidades. En ese marco, la apuesta final de la hipótesis gramatológica es una y decisiva: cuando la travesía interminable del sentido hace llegar finalmente la hora del lector, todo pasa irremediablemente a ser un signo escrito, una inscripción dejada en el firmamento para ser leída y pensada, reflexionada sin límites hasta la última gota de sangre o hasta el último aliento. Todo orden sensible posee para la conciencia humana la cualidad de los símbolos, y aún los sueños tienen -mucho antes de Freudla condición de ser interpretables, infinitamente descifrables, como todo lo demás. La ilusión del lenguaje hablado, de un lenguaje que fue cayendo una y otra
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vez en las trampas que él mismo fue poniendo en su camino, es haber alimentado incansablemente la imagen de su paternidad sobre la escritura, sin llegar a entender ni a analizar hasta hoy las singularidades de esa filiación. En rigor, la palabra hablada llega bastante tarde a descubrir su propia iamatologia interna, su ancestral condición de signo legible. Ello ocurre cuando un destello de lucidez la hizo percatarse de que toda forma de escritura fonética “se encuentra injertada
en escrituras de tipo no-fonético y que el texto es penetrado de modos diversos, sacando su fuerza de una grafìa que la invade, la enmarca de forma regular, obsesiva, cada vez más masiva, incontorneable, venida de más allá del espejo, y que actúa en la propia secuencia llamada fonética, trabajándola, traduciéndose en ella antes incluso de aparecer, de dejarse reconocer a posteriori , en el momento en que cae a la cola del texto, como un resto y como una sentencia” (Derrida 1975: 535). El modelo de laphoné posee, pues, en su origen, al ser escrito , ya que todo signo ocuparía desde siempre un lugar en el orden gramatológico y estaría dispuesto para la lectura, para ser sometido al espaciamiento interminable del sentido y de la interpretación del sentido. En los hechos, el oyente de un discurso o el hablante de una conversación no dejan de
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estar
sometidos
a
una
lógica
de
percepciones en la que debe ir ‘leyendo’ lo
que se presenta a sus
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sentidos. Ya sean las palabras, imágenes en un papel o sonidos al viento, el lector no tiene acceso al universo simbólico de la fuente, más que por lo que ella exterioriza y emite. El autor está irremediablemente perdido detrás de las palabras, nuevamente fuera de los márgenes, aunque en el caso del hablante las posibilidades de contraste que ofrece el diálogo sean más inmediatas y efectivas que en el texto escrito. Con todo, en ambos casos no habría más que textualidad , inmanencia autoreferida, en la que el receptor no tiene más alcance que los propios signos, aunque en la interacción dialógica estos puedan abarcar incluso la comunicación no-verbal. El universo de la intencionalidad es en todos los casos inabarcable, mudo y oscuro, aunque el texto gire una y otra vez sobre él con su fuerza lumínica. “El espesor del
texto se abre en rigor sobre el más-allá de un todo, la nada o el absoluto exterior. Por lo que su profundidad resulta a la vez nula e infinita. Infinita, porque cada capa abriga otra. La lectura se parece entonces a esas radiografías que descubren, bajo la epidermis de la última pintura, otro cuadro escondido: del mismo pintor o de otro pintor, poco importa, que habría, a falta de materiales o por buscar un nuevo efecto, utilizado la sustancia de una antigua tela o conservado el fragmento de un primer esbozo” (Derrida 1975: 536).
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El texto y sus pliegues se vuelven interminables en la medida en que toda nueva lectura, toda posibilidad de lectura, circunscribe en él los giros del sentido, una capa que se agrega sobre una densidad casi nula y que se desprende de lo puramente sintáctico. La diseminación , la extensión sin límites de la polisemia, no reconocería formas predeterminadas o vías a priori, en la medida en que su realización es siempre actual y contingente. No hay ni puede haber nunca trascendencia del sentido, en la medida en que la diseminación es un movimiento infranqueable, que solo parece detenerse frente a la individualidad, o más bien, frente a un roce subjetivo que la mayoría de las veces escapa incluso a la esfera puramente consciente. El orden textual tiende naturalmente a la diseminación debido a que cada ‘lector’ es un universo abierto, conformado tanto por las instancias materiales del lenguaje, como por lugares de indeterminación que permanecen implícitos y no tienen nunca una sola lectura posible. En cada contexto y frente a cada texto, “el lector lee entre líneas’ e involuntariamen te complementa diversos aspectos de las objetividades representadas, no determinadas en el texto mismo, mediante una comprensión sobreexplícita ” (Ingarden 38).
En la afirmación del sentido siempre hay
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operando correlatos intencionales, que tienden a desplazarse y a diseminarse preferentemente hacia esos lugares de indeterminación que el texto oral o escrito deja abiertos. La configuración del sentido posee, de este modo, un alto grado indeterminación, asociado a los actos de concreción que el lector va efectuando en cada momento de la lectura. Hay, en efecto, un conjunto impreciso de decisiones implícitas, conscientes e inconscientes, en las que se produce una objetivación dinámica entre la sintaxis y los contenidos proyectados por el proceso de lectura. El correlato intencional generado por el autor queda entonces inmediatamente fuera de las formalidades del texto mismo, siendo el sentido una construcción de correlatos sucesivos realizado por un lector en función de determinaciones múltiples y la mayoría de las
veces,
incontrastables.
Así,
“cada
correlato individual de enunciados prefigura un horizonte determinado, el cual se convierte enseguida en una pantalla sobre la que se proyecta el correlato siguiente, transformándose inevitablemente el horizonte del sentido. Como quiera que cada correlato de enunciados no prefigura lo que va a venir más que con un alcance restringido, el horizonte despertado por ellos presenta una perspectiva que, pese a su concreción, contiene ciertos elementos indeterminados
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que poseen el carácter de la espera cuyo cumplimiento anticipan. Cada correlato consiste, al mismo tiempo, en intuiciones satisfechas y representaciones va cías” (Iser 1989:151). El orden de la diseminación es, al final, la poética del espacio , el universo de las intencionalidades, de lo proyectado y a la vez introyectado, donde la palabra se pierde sin tregua en su alteri- dad irreductible. En los hechos, la gramatología como hipótesis solo habría podido hacer avanzar al lenguaje un paso más, un tímido paso, en la convicción de que la palabra no es otra cosa que escritura, una conjunto de marcas dejadas sobre la continuidad del vacío, y que dan origen al abismo de la totalidad, a un espacio en el que es posible descubrir todo y nada, desde la más lejana nebulosa en el firmamento hasta la más imperceptible gota de rocío.
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CAPÍTULO 3 Escritura y diferencia ontològica
La diferencia originaria
No existiría categoría o concepto que no implique un suplemento legible , un pliegue significante que logra elevarse y destacar desde un campo originario de indeterminación semántica. Los conceptos son, en efecto, los relieves que sobresalen de la continuidad indiferenciada de un plano de inmanencia , es decir, de un horizonte de sentido que constituye el ámbito de consistencia y de ubicuidad de los propios conceptos. A partir de este plano de inmanencia, se podría ya ubicar
en un eje espaciotemporal aquello que la desconstrucción define como el quiebre fundante de la diferencia, la visualización primera de la forma del concepto sobre un fondo de sentidos informe. En rigor, la posibilidad de efectuar distinciones conceptuales, de separar, por ejemplo, materia y forma en el ámbito de las entidades como lo hace Aristóteles en la Metafísica, estaría ya asociada a esa capacidad del lenguaje de establecer cortes sintácticos sobre un campo semántico no diferenciado, aun sin escisiones ni pliegues significantes. El primer despliegue de la diferencia sería entonces previo a la instauración misma de las inscripciones, el
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resultado de un desdoblamiento implícito que lleva los conceptos a su separación respecto del plano de inmanencia, y que da luego inicio a su funcionamiento significante. El concepto y el plano de inmanencia aparecen así como la primera distinción que dispone la diferencia, esa dualidad de origen donde los conceptos y las categorías aparecen “como superficies o
volúmenes absolutos, deformes y fragmentarios, mientras que el plano es lo absoluto ilimitado, informe, ni superficie ni volumen, pero siempre fractal. Los conceptos son disposiciones concretas corno configuraciones de una máquina, pero el plano es la máquina abstracta cuyas disposiciones son las piezas. Los conceptos son acontecimientos, pero el plano es el horizonte de los acontecimientos, el depósito o la reserva de los acontecimientos puramente conceptuales: no el horizonte relativo que funciona como un límite, que cambia con un observador y que engloba estados de cosas observables, sino el horizonte absoluto , independiente de cualquier observador, y que traduce el acontecimiento como concepto independiente del estado de cosas visible donde se llevaría a cabo” (Deleuze y Guattari 40). En los hechos, la diferencia en su estado inicial no implicaría más que eso: una abertura , la latencia de una
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exterioridad aun no constituida en función de distinciones conceptuales. Heidegger ve esa diferencia como un ocultamiento de la dicotomía entre el ser y el ente, es decir, a partir del olvido que supone llevar el pensamiento hacia las cosas, sin interrogarse por el universo de sentido en el que dichas cosas se hacen existencialmente posibles. Hay, sin duda, en la dualidad heideggeriana toda una coreografía ontològica, una puesta en escena de la historia del ser entendida como temporalidad de la metafísica, como travesía trascendental del concepto. Pero hay, también, una marca ya visible operando en el fondo de esa distinción, una marca que hace de la diferencia ontològica una huella , el rastro de la dualidad significante que permite aflorar a dichas categorías (el ser y el ente) en función de una subsidiaridad binaria. Para Heidegger, el lugar originario del ser sería siempre un no-lugar, la alteridad de ese ámbito contingente donde las entidades se hacen visibles, pero donde la luz que las ilumina, la lichtung del ser, permanece en sí misma invisible. La superficie categorial donde se configuran las entidades se sostiene en la filosofía de Heidegger sobre una profundidad lumínica, del mismo modo como la materia se conjuga en la forma aristotélica y la parusía en la participación
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de la idea según el modelo platónico. La diferencia devela su naturaleza dual en el acto mismo de su fundación, en el proceso de distinción entre un fundamento {grund) y aquello que es fundado por él. Para la metafísica, la diferencia tendrá entonces como condición de posibilidad la tarea de empezar a determinar lo originariamente indeterminado , de exponer a la presencia como la alteridad de esa nada que se mantiene oculta y olvidada en el ser. Así, “cuando la determinación se ejerce, no se
contenta con otorgar una forma, con dar una forma a las materias bajo la condición de las categorías. Algo del fondo sube a la superficie, sube allí sin tomar forma, más bien se insinúa entre las formas; existencia autónoma sin rostros, base informal. Ese fondo, en tanto está ahora en la superficie, se llama lo profundo , lo sin fondo. Inversamente, las formas se descomponen cuando se reflejan en él; todo lo modelado se deshace, todos los rostros mueren, solo subsiste la línea abstracta como determinación absolutamente adecuada a lo indeterminado, como rayo igual a la noche, ácido igual a la base, distinción adecuada a la más completa oscuridad: el monstruo (una determinación que no se opone a lo indeterminado, y que no lo limita.) Por esta razón, la pareja materia- forma es muy insuficiente para describir el mecanismo de la determinación; la materia ya está conformada, la forma es
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inseparable del modelado de la species o de la morphé , el conjunto está bajo la protección de las categorías” (Deleuze
2002: 406). En el origen de la desconstrucción como procedimiento de lectura, operaría ya a plenitud el juego ambivalente de estas dos dimensiones de la diferencia: la primera, apuntando a la distinción entre el ser y el ente, el fundamento y lo fundado, la estructura trascendental de la metafísica; la segunda, partiendo del imaginario establecido por la primera, pero acotándola a un espacio de sentido donde la presencia solo puede ser establecida como resultado de su propia presuposición. En efecto, el universo de remisiones proyectado por la separación entre el ser y el ente deviene para la desconstrucción cuestión de una estructura, una diferencia activa en la constitución basal de la textualidad, que se vuelve significativa solo y únicamente a partir del momento en que sobre ella se efectúa un procedimiento de lectura. Si para Heidegger la diferencia hace aparecer al ser como fundamento y al ente como fundado (1990: 151), para la desconstrucción toda actividad fundante se explica a partir de una distinción interna entre escritura y lectura. En el origen de las inscripciones habría siempre una diferencia haciendo posible que ellas existan como elemento legible, que se reproduzcan
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como tales en un universo de sentido. Las inscripciones se volverían signos en la medida en que “todo concepto está por derecho esencialmente inscrito en una cadena o en un sistema en el interior del cual remite a otro, a los otros conceptos, por un juego sistemático de diferencias. Un 7 juego tal -la diferencia - ya no es entonces simplemente un concepto, sino la posibilidad de una conceptualidad, del proceso y del sistema conceptual en general. Por la misma razón, la diferencia, que no es un concepto, no es tampoco una mera palabra, es decir, lo que se representa como la unidad tranquila y presente, autorreferente, de un concepto y una fonía” (Derrida 1989: 46-47). La diferencia despliega el espacio lógico que media entre el concepto y el plano de inmanencia, entre la inscripción y el sentido, entre el ente y el ser. Es un origen que une en la medida que divide, que unifica en el momento en que individualiza. Como un cordón umbilical, que transmite y alimenta la vida, pero que requiere ser cortado para fundar una nueva corporalidad, un nuevo ser. La diferencia es, en rigor, solo la huella de ese corte, la evidencia de que algo ha tenido lugar y que hace posible la fundación del concepto y del plano como dimensiones distinguibles. En Heidegger, la presencia del ente lleva a olvidar al ser como funda-
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mento en la medida en que oculta el presupuesto que hace a los entes adquirir significación en el mundo, que los lleva a tener un
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sentido propiamente existencial. El eje de esa diferencia expone el supuesto de unos entes que poseen la condición de presentes, de disposiciones dadas a través de los diversos modos de la presencia. Sin embargo, a la luz de este supuesto no hay todavía una instancia que permita explicar cómo el ente puede llegar a ocupar un lugar en el tiempo, un espacio en el presente. El modelo de la presencia que define al ser del ente está de algún modo ya ahí , inmediatamente presupuesto, en la medida en que su condición de posibilidad permanece olvidada, dejada en el lugar ya no del presente, sino de la presuposición en cuanto tal. La desconstrucción daría entonces un paso atrás , buscando observar la distinción ente-ser como estructura conceptual en sí misma, como un campo de sentido donde los entes quedan únicamente vestidos con el ropaje de los significantes, pero donde el ser permanece desnudo, diluido en el océano indeterminable de la metafísica del sentido. La crítica de Heidegger a la metafísica posee de este modo un inevitable correlato gramatológico , articulado por el traspaso desde la presencia del ente a la inscripción, y por el desplazamiento del ser hacia su intangibilidad como sentido químicamente puro. En el mismo proceso donde la presencia de los entes deviene un universo de huellas, el ser de la metafísica pasa a
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ocupar el espacio de la semántica y de sus raíces intencionales, la vastedad de las proyecciones e introyecciones del sentido. A partir de este giro, ya no será posible dar
cuenta de ‘hechos’ o de ‘entidades’, sino únicamente de signos ubicados en el
margen interno del propio texto. Y toda forma de realidad que busque traspasar dicho margen y ubicarse en un plano de exterioridad trascendental respecto del signo, quedará relegado por razón de principio al ámbito de la presuposición ontològica.
La gramatología opera, a través de este presupuesto, una radical des-sustanciación en el núcleo de la crítica heideggeriana a la metafísica, un paso decisivo desde el modelo del ente a la semiotización de la presencia. El desplazamiento desde el horizonte de las entidades hacia el universo de las inscripciones supone redefinir las premisas desde las cuales se evalúa el estatuto de realidad de los signos y los límites del orden textual. La iamatologia realiza así un aparente repliegue táctico desde la principal distinción de la diferencia ontològica (la dualidad ente-ser), para efectuar luego un despliegue estratégico , que permite hacer de esa diferencia una estructura de lenguaje sobre-implicada en la relación del signo lingüístico con la escritura originaria. Para hacer posible esta inflexión, la
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gramatología deberá, no obstante, elevarse
sobre los hombros de la arquitectura propia del signo, no pudiendo abandonar sin más el horizonte de referencia de la distinción ente-ser, tal cual ella es definida en la crítica a la metafísica efectuada por Heidegger. De este modo, en el correlato que la desconstrucción elabora para explicar su lugar y su posición en la historia de la filosofía, la crítica al modelo de la presencia vendría a ser una instancia decisiva, la clave conceptual que anticipa el paso desde el análisis de la metafísica entendida como diferencia entre el ser y el ente , al espacio interno de la significación, es decir, a la diferencia entendida como distinción entre el significante y el significado. Este desplazamiento que va desde la ‘metafísica de la presencia’ a la ‘metafísica del signo’
es de hecho un paso fundacional, un giro ontològico que permite reconstituir la historia del pensamiento filosófico desde un nuevo horizonte, reelaborarla en función de ese conjunto de premisas y desarrollos a partir de los cuales la gramatología y la desconstrucción terminan al final explicándose a sí mismas. La desconstrucción inicia entonces su travesía dejando atrás la distinción enteser, para ubicar en su lugar al signo mismo, tal cual ha quedado definido según los axiomas de la lingüística estructural. De
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esta manera, “parti mos, puesto que ya
estamos instalados en ella, de la problemática del signo y de la escritura. El signo, se suele decir, se pone en lugar de la cosa misma, de la cosa presente, cosa’ vale
aquí tanto por su sentido como por el referente. El signo representa lo presente en su ausencia. Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo. El signo sería, pues, la presencia diferida. Bien se trate de signo verbal o escrito, de signo monetario, de delegación electoral o de representación política, la circulación de los signos difiere el momento en el que podríamos encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla, tocarla, verla, tener intuición presente” (Derrida 1989: 44 -45). La cosa ocupa en esta elaboración el lugar del ente en la crítica a la metafísica de Heidegger, o sea, de la entidad sensible en su acepción aristotélica, aquella que puede ser consumida, guardada, tocada, vista, y de la que podemos tener una intuición presente. Pero la clave de la
lingüística estructural es ir un paso más allá e iniciar la elaboración de su sistema ya no desde un modelo de la presencia —del
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ente entendido como presencia—, sino más bien desde la premisa de una ausencia, de la ausencia de la cosa significada. El signo solo puede tener sentido y función a partir de un principio de sustitución, de la puesta en escena de una presencia ausente, traída hasta el presente a través del rodeo de la significación. Se llega así a la idea del suplemento, a una transferencia de sentido que va desde el referente sensible al significado, y del significado al significante, entendido este último como la expresión oral o escrita que lo representa. “La conexión regular entre
un signo, su sentido y su referencia es de tal clase que al signo le corresponde un sentido definido, al cual a su vez le corresponde una referencia definida, en tanto que a una referencia dada (un objeto) no solo le pertenece un único signo. El mismo sentido tiene expresiones diferentes en diferentes lenguajes o inclusive en el mismo lenguaje. Naturalmente, puede haber excepciones a esta conducta regular. A toda expresión que pertenezca a una totalidad completa de signos le debería ciertamente corresponder un sentido definido; pero los lenguajes naturales a menudo no satisfacen esta condición y debemos contentarnos con que la misma palabra tenga al menos el mismo sentido en el mismo contexto” (Frege 14).
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El umbral instituido por el análisis lingüístico diluye el espacio de los entes en un ámbito de singularidades que tiene como premisa la idea de referencia. Pero esta noción de referencia conserva todavía una gran fuerza de realidad y de objetividad en el campo del lenguaje, en la medida en que parte del supuesto establecido por el principio de la denotación : “la referencia de un nombre propio es el objeto mismo al que por
medio de él designamos; la idea que en este caso tenemos es totalmente subjetiva; entre ellas se encuentra el sentido, el cual ciertamente ya no es subjetivo como la idea, si bien tampoco es el objeto mismo todavía” (Frege 17). En efecto, el objeto mismo es lo que va camino a desdibujarse del imaginario conceptual a partir de la sustitución de la entidad por el referente. Y ello tiene una implicancia filosófica decisiva, ya que dicho paso es lo que permite llevar a la metafísica y a la diferencia ontològica hacia los patios interiores del orden textual, ya no al olvido de un ser que se oculta en el modelo de la presencia del ente, sino más bien, al reemplazo de los entes y del ser mismo por referentes lingüísticos, a un universo físico y metafisico degradado al final a la condición de conjunto sistemático de inscripciones. Este giro implicará, en rigor, una radical des-sustanciación de lo real , donde la naturaleza de las entidades, como
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quiera que se las defina, va quedando suprimida por la resonancia general de los procesos de significación, diluida en la ampliación sin límites y en todas direcciones del espacio universal de los signos. El modelo estructuralista del lenguaje vendrá luego a establecer un orden de dualidades que no hace sino reforzar este carácter eidètico del signo en general: “lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella psíquica , la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla ‘material’ es solamente
en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto” (Saussure 9192). El análisis estructural del lenguaje deja entonces en el camino la noción de referente , debilitando así la última conexión con el ente tal cual este había sido establecido por la diferencia ontològica. A partir de dicho momento, el lenguaje queda literalmente sin referencias , abstraído de todo principio de denotación y constituido como un sistema de signos cuya estructura está articulada en torno a una nueva distinción, a la diferencia formal entre una instancia “física” -el significantey un significado que no remite ya a cosas o
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estados de cosas, sino a una huella psíquica , es decir, a una dimensión cuya resonancia intrasubjetiva hace mucho más compleja su determinación ontològica. La huella psíquica , el abismo infinito donde el sentido se produce y se condensa, se sitúa a partir de la obra de Saussure como el último vínculo entre lenguaje y realidad. A partir de ella, el mundo de ‘los hechos’ y de las ‘entidades sensibles’ va desapareciendo bajo el velo
de los signos, de un orden textual que ocupa ahora la totalidad de lo real hasta el punto de poder obviar cualquier reminiscencia que no sea la que instituye y permite funcionar a los propios significantes. La idea de un referente , última reserva material que hacía posible una definición ostensiva, abandona la escena, dejando como única expresión sensible a los fonemas y grafemas, es decir, a la dimensión física de los signos mismos. Paralelamente, el sentido y el significado, el universo semántico que acompaña a la inscripción, queda relegado a la intangibilidad pura y espectral de la huella psíquica y el lenguaje puede obviar a partir de este momento toda determinación y todo alcance que no provenga de sí mismo, llegando a desplazar al conjunto del pensamiento hacia un campo de realidad puramente lingüístico. Al final, a partir del giro realizado por Saussur e, “lejos
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de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista el que crea el objeto ” (Saussure 36). El universo del
significado se pierde entonces en las profundidades del sentido, en la hondura geológica de una huella psíquica cuyas claves de interpretación exceden la formalidad audible o visible de los significantes. Lo que queda del mundo no es nada más que una huella o -más bien-, el universo de huellas que opera a través de las inscripciones, de fonemas echados al viento o grafemas impresos sobre una hoja de papel. En la actualidad, la tecnología permite incluso que dichas inscripciones recorran el espacio interconectado de las redes de información, para hacerse imagen en una pantalla. Este cambio de médium , sin embargo, en nada modifica el principio por el cual se establece que el único significado o sentido del que es posible dar testimonio es aquel que se devela como significante, el que se viste con sus ropajes y actúa en su nombre. El debilitamiento de la noción de referente genera, por último, las condiciones que hacen posible el establecimiento de la diferencia , según ella es presentada ahora por la gramatología. La clave del paso de la lingüística a la desconstrucción es precisamente la idea de que el significante y el significado no son dos dimensiones separadas o distinguibles
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en la estructura del signo, es decir, que el significado no tendría existencia ni singularidad al margen del significante, fuera de su horizonte de constitución. Si bien es cierto que en el estructuralismo de Saussure ya estaba presente la idea de que
en la lengua no hay más que diferencias
(Saussure 144), y que ellas operan antes que nada a nivel sintáctico, la verdad es que el análisis estructural del signo no abandona nunca el principio de un orden formal, donde el significado define en cuanto remisión a una huella psíquica el espacio de un lengua je que ‘se conecta con el universo de lo no-lingüístico y de lo extra-lingüístico. Para la gramatología , en cambio, las diferencias a nivel de significantes, la economía de las inscripciones, es ya la única dimensión efectiva del lenguaje, y cualquier proyección de algo definible como sentido o significado tendrá su origen en un efecto generado por los propios significantes, como resultado de los procesos de lectura. Para el orden gramatológico, no hay en rigor nada más que textualidad, es decir, inscripciones y lecturas, pero ello es lo suficientemente amplio y abarcador en sus alcances ontológicos como para fundar el universo simbólico de los intercambios humanos. La significación como proceso tiene entonces su principio en la diferencia, pero
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ésta debe ser entendida ahora como el juego de las inscripciones que dinámicamente se articulan generando intervalos de sentido, que van desde lo explícito a lo implícito y viceversa. Las letras son, en esencia, discontinuidades, marcas legibles, que al relacionarse y conjugarse forman palabras, formaciones nominales que solo existen en cuanto son también definidas en función de sus diferencias con otras. Luego, las palabras se unen formando enunciados y proposiciones, momento clave donde el significado empieza a ponerse en movimiento y hace posible las proyecciones y cristalizaciones del sentido. Antes de eso, las letras no tienen en sí mismas significado; las palabras, en cambio, pueden tenerlo en la medida en que hayamos aprendido a utilizarlas y que su uso sea coherente con nuestras propias experiencias de adscripción. Con todo, el alcance de significado de una palabra estará siempre acotado al contexto de su uso , contexto donde el significado se materializa a partir de un relativo consenso comunicativo. Relativo, en efecto, porque el lenguaje solo existe y opera sobre la base de acuerdos tácitos sobre el uso de los significantes y sus formas gramaticales, ámbito donde los significados asociados o las construcciones de sentido sugeridas están siempre más allá del umbral explícito y solo remiten a un virtual mínimo común
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denominador. En su formalidad más general, las letras son inscripciones físicas, que se reproducen gráfica o fonéticamente. Cuando las palabras han llegado ya a la articulación de una sintaxis, el fenómeno semántico aflora como la apertura de lo implícito , como un intervalo de sentido que se proyecta desde aquello que Saussure define como la huella psíquica, dotando de un significado posible a un conjunto dinámico de significantes. Es, en esencia, un proceso muy similar al que se desarrolla en la creación y recepción musical, donde cada nota por separado no tiene un significado , sino que simplemente expresa un sonido monotonal inerte. Al conjugarse, sin embargo, las notas unas con otras, al intercalarse el intervalo entre sonidos y silencio, al adquirir un tiempo y un ritmo propios y, finalmente, al confluir los distintos instrumentos musicales en un conjunto armónico, los sonidos - también ellos inscripciones físicas cuantificables en longitudes de onda-, llegan a constituir música , es decir, adquieren un sentido que es capaz de hacer nacer el hecho estético y generar las más hondas y complejas emociones humanas. Dicho proceso, a la vez creativo y receptivo, es de algún modo algo más que una buena analogía para el proceso del
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lenguaje: en ambos casos las formas se conjugan en el espacio- tiempo generando entrelazamientos que, a la manera de un tejido , crean un campo semántico, ámbito donde se proyectan sentidos y resonancias en función de un cierto aprendizaje inter-
subjetivo. Así, “el entrelazamiento (Verwebung ) del lenguaje, de lo que en el
lenguaje es puramente lenguaje, y de los otros hilos de la experiencia, constituye un tejido. La palabra Verwebung conduce a esta zona metafórica: los ‘estratos’ están ‘tejidos’, su imbricación es tal que no se
puede discernir la trama de la urdimbre. Si el estrato del logos estuviera simplemente echado encima podría levantarse y dejar aparecer bajo él el estrato subyacente de los actos y de los contenidos noexpresivos. Pero puesto que esta superestructura actúa a cambio, de manera esencial y decisiva, sobre la Unterschicht (capa subyacente), estamos obligados, desde la entrada de la descripción, a asociar la metáfora geológica como una metáfora propiamente textual; pues tejido quiere decir texto. Verweben aquí quiere decir texere. Lo discursivo se relaciona con lo no-discursivo, el estrato’ lingüístico se entremezcla con el estrato’ pre-lingüístico según el sistema regulado de una especie de texto” (Derrida 1989: 198-199). La textualidad es esa textura del mundo que al final resulta ser -para la
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desconstrucción — su única evidencia. El
principio de realidad instaurado a partir de la gramatología opera sobre la premisa de un universo donde el residuo último de una verdad contrastable no tiene más componente que sus huellas, es decir,
‘textos’ que han quedado a lo largo del tiempo como único testimonio de que algo ha existido. La convicción de que la marca no implica una presencia , define el
horizonte de finalización de una diferencia ontològica llevada desde la certeza de la dualidad ente-ser al paroxismo del orden textual, fuera del cual no hay nada más salvo la tensión inevitable de su propio límite. Texto sobre texto en un proceso infinito de pliegues y repliegues, el universo no dejaría a su paso nada que no sea una mera huella de sí mismo, una huella de sentido susceptible de ser leída una y mil veces. El acto de la creación es en realidad un proceso de lectura, reescritura a la deriva en un ir y venir interminable de nuevas fundaciones. De cierta manera, el ser se reproduce en cada acto humano que funda al mundo al intentar nombrarlo. El límite decisivo e insuperable, la frontera que define la última epifanía del ser, no sería otra cosa que el margen del texto mismo. La inversión de la grammé
El ejercicio de la desconstrucción supone esta interminable recreación y
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refundación de la textualidad a través de los procedimientos de lectura. En rigor, no habría lenguaje que no sea en esencia la articulación dinámica de un orden escrito y de las lecturas que se efectúan sobre él. La posibilidad de establecer cierta continuidad histórica en la recepción de los textos implicaría, ya de algún modo, la existencia de una estructura estable, la inmanencia de un conjunto de inscripciones físicas que se constituyen en la raíz gramatológica de todo lenguaje. Así, la concatenación de unos textos sobre otros, el juego caleidoscòpico de la intertextualidad , tendría su base en la persistencia de una forma , en un sistema legible de huellas significantes que no es otro que la escritura misma, la articulación de grafemas y fonemas sobre las cuales opera la concreción de un lenguaje, la conjunción entre una base escrita y los procesos de lectura que a lo largo del tiempo se plasman en ella. La idea de un lenguaje hablado que sería anterior a la escritura en cuanto tal, es precisamente lo que la gramatología ha querido desmontar, para que aparezca en toda su implicancia estratégica la naturaleza hegemónica que supone dicha noción de anterioridad. El momento de dicha inversión , que es más bien el acto de una transfiguración, permitiría que la fenomenología del lenguaje pueda ir haciendo plenamente inteligible, ahora
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desde sí misma, la estructura originaria que desde el principio la constituye. Con todo, este ‘momento’ sería más bien un proceso,
el devenir histórico del pensamiento que confluye en la temporalidad del logos occidental, hasta el instante en que su propio imperativo de auto-transparencia, de autodevelamiento, hace aflorar al signo lingüístico como la instancia a través de la cual él mismo se re-presenta. “Que este movimiento haga necesario el paso por la etapa logocéntrica, no es sino una aparente paradoja: el privilegio del logos es el de la escritura fonética, de una escritura provisionalmente más económica, más algebraica, en razón de un cierto estado del saber. La época del logocentrismo es un momento de la borradura mundial del significante: entonces se cree proteger y exaltar el habla, pero solo se está fascinado por una figura de la techne. Al mismo tiempo, se menosprecia la escritura porque tiene la ventaja de asegurar un mayor dominio al borrarse: al traducir lo mejor posible un significante (oral) para un tiempo más universal y más cómodo; la auto-afección fónica, absteniéndose de todo recurso exterior’,
permite a cierta época de la historia del mundo y de lo que se llama, entonces, el hombre, el mayor dominio posible, la mayor presencia consigo de la vida, la mayor libertad” (Derrida 1978: 360).
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El logocentrismo habría podido cobijarse en el habla durante siglos, en la aparente supremacía de la escritura fónica -entre otras cosas-, porque en ella la premisa del suplemento parece diluida en su absoluta trasparencia, en su mera idealidad. La imagen de una escritura oral donde creación y recepción son actos casi simultáneos, permitiría pasar por alto el imperativo del intervalo vital, la separación entre el tiempo y el espacio que implica necesariamente el dispositivo de la significación. La lectura se muestra en el habla borrando aparentemente su propio límite , como la huella de una representación no diferida, posibilidad plena de la repetición y, a su vez, de la transferencia y la des-contextualización. La hegemonía de la palabra hablada habría permitido así que todas estas implicaciones quedaran subsumidas, olvidadas, en la medida en que la suplementariedad de la escritura (fónica) y de la lectura pareciera anularse en su mera efectividad. La disposición estratégica del logocentrismo consistiría de este modo en negar que “el
acceso a la escritura fonética constituye a la vez un grado suplementario de la representatividad y una revolución total dentro de la estructura de la representación. La pictografía directa —o jeroglífica- representa la cosa, o el significado. El ideofonograma ya representa un mixto de significante y
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significado; ya representa la lengua (...) Un signo que representa una cosa nombrada en su concepto deja de remitir al concepto y no conserva sino el valor de un significante fónico. Su significado ya no es más que un fonema desprovisto por sí mismo de todo sentido. Pero antes de esta
descomposición, y a pesar de la ‘doble convención, la representación es ya reproducción : repite en bloque, sin
analizarlas, la masa significante y la masa significada. Ese carácter sintético de la representación es el residuo pictográfico del ideofonograma que representan las voces. Es para reducirlo que trabaja la escritura fonética. En lugar de servirse de significantes que tienen una relación inmediata con un significado conceptual, utiliza, por análisis de los sonidos, significantes de algún modo insignificantes. Las letras que por sí mismas no tienen ningún sentido, no significan sino significantes fónicos elementales que solo adquieren sentido al unirse según ciertas reglas” (Derrida 1978: 376 -377). El habla sería en esencia y por todas sus condiciones una escritura, un conjunto potencial y efectivo de inscripciones fónicas, aunque por el hecho de ser acompañado desde el nacimiento por su propia lectura, se haga más difícil la distinción e inteligibilidad de ambos procesos. Las palabras adquieren la
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condición de signos en la medida en que representan ya en origen a este desdoblamiento, una funcionalidad arbitraria donde el significado y el sentido no están
ni nunca han estado en la inscripción misma. De hecho, la sola noción de
suplemento que nace de manera invertida con el logocentrismo, implica que la duplicación ha sido consumada, que la cosa nombrada ha desaparecido tras el horizonte del nombre, y que el significado de ese nombre tampoco permanece ya en él. Así, llevar el lenguaje hasta la huella de su ser escrito supondría una doble borradura : la de un objeto presunto que desaparece tras el velo de su nombre, y la de un significado que nunca se deja alcanzar ni abarcar por la palabra que intenta contenerlo. Este doblez de la borradura testimoniaría, en último caso, que la escritura posee una carga suplementaria que la mantiene estructuralmente separada del mundo, pero sobretodo, que
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su ámbito de realización no puede ser otro que la mera idealidad, el espacio de los procesos de lectura, que son también suplementarios respecto a la constitución basal del signo escrito. De esta manera, en todo contexto simbólico hay operando una figura, una forma que suple a lo informe y que dota de singularidad a lo indeterminado. El suplemento no podría ser en su origen más una imagen, la marca de una marca que rompe una continuidad física, reenfocando la mirada e imponiendo un contorno. Así, “la primera escritura es una
imagen pintada (...) Una y otra, en un primer momento, se han confundido: sistema cerrado y mudo dentro del cual el habla aún no tenía ningún derecho de entrada y estaba sustraído a cualquier
carga simbólica” (Derrida 1978: 357). Antes de esa ‘imagen fónica que es la pa labra
hablada, la pintura rupestre inaugura entonces la suplencia a partir de una discontinuidad visible, ubicándola en un espacio sensorial que expresa el deseo humano de imitación, la necesidad de sacar a la realidad de los férreos barrotes del espacio mental. La escritura aparece en dicho momento inaugural no como un su- plemento , sino más bien como el principio mismo de la alteridad: signo de un signo ausente desde su origen, huella indócil de una falta y no de una presencia por
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significar.
La imagen sería ya una marca en una continuidad informe, síntoma visual de una ausencia irredimible que, no obstante, llega a ser olvidada gracias a la presencia del suplemento. En el principio, no hay ni podría haber aún fonema, voz viviente , dado que la imagen ‘habla en primer lugar
por sí misma, acotando el campo de lo sensible y sin requerir aún de la suplencia del sonido. El lenguaje oral necesitará para existir luego de un largo proceso: el que se haya consumado un nuevo suplemento, el paso desde la imagen a su nombramiento, lo cual implica un aprendizaje vocal y auditivo largo y altamente complejo. Con todo, la imagen no llama por sí misma a la palabra , sino solo cuando aquella ha podido exteriorizarse hasta el punto de borrarse a sí misma, de separarse completamente de sí, haciendo necesaria, por tanto, una huella de sonidos que la suplan ahora desde lo invisible. De este modo, para el tránsito que permite llegar finalmente a este nuevo suplemento oral, “la representación pura, sin des plazamiento metafórico, la pintura puramente reflejante, es la primera figura. En ella, la cosa más fielmente representada ya no está propiamente presente. El proyecto de repetir la cosa ya corresponde a una pasión social y comporta, por tanto, una metaforicidad, una traslación
CAPÍTULO 3 / Escritura y diferencia ontològica
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elemental. Se trasporta la cosa a su doble (es decir, ya a una idealidad) para un otro, y la representación perfecta es desde el principio otra con respecto a lo que ella duplica y re-presenta. Allí comienza la alegoría. La pintura ‘directa ya es alegórica
y apasionada. Por eso no hay escritura verdadera. La duplicación de la cosa en la pintura, y en el destello del fenómeno donde está presente, guardada y mirada, manteniéndose por poco que sea enfrente y bajo la mirada, abre el aparecer como ausencia de la cosa a su propiedad y a su verdad. Nunca hay pintura de la cosa misma , en primer lugar, porque no hay cosa misma ’ (Derrida 1978: 367).
La escritura no puede ser originaria’ sino
en la medida en que, al ser establecida por la primera marca, permite la fundación y el despliegue de la exterioridad, abriendo el espacio que canaliza las visibilidades hacia el mundo. Esa marca es ya la huella misma, exponente puro del peso de la diferencia y de las fundaciones que ella sucesivamente genera: en primer término, de la diferencia entre presencia y ausencia, motivo constituyente de la metafísica en cuanto tal, y que, en la terminología de Heidegger, se representa en la dualidad ente-ser. En segundo lugar, de la distinción de la palabra con su objeto; distinción que para la lingüística constituye la estructura misma del signo, y que permite diferir entre el
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
plano de los significantes y el plano de los significados. Por último, de la separación entre el campo de la escritura y las esferas de la lectura; separación donde se articula el intervalo vital del orden gramatológico, y donde las inscripciones quedan definidas como la única dimensión de realidad susceptible de ser verdaderamente confrontada. Así, el continuo de este tránsito que va desde la diferencia ontològica
a
la
dualidadgramatológica
implicaría un giro radical en la travesía de la metafísica misma, en esa concepción del ser que, precisamente a partir de Heidegger y de la diferencia ontològica, comienza a develarse plenamente como el esclarecimiento de su propio olvido. Al final, “la marca de esta marca que es la diferencia no podría sobre todo aparecer ni
ser nombrada como tal, es decir, en su presencia. Es el como tal lo que precisamente y como tal se hurta para siempre. También las determinaciones que nombran la diferencia son de orden metafisico. Y no solo la determinación de la diferencia en la diferencia de la presencia y el presente (Anwesen/Anwesend ), sino ya en la determinación de la diferencia en la diferencia del ser y lo que es. Si el ser, según este olvido que habría sido la forma misma de su venida, no ha querido nunca decir más de lo que es, entonces la diferencia es quizá más vieja que el ser mismo. Habría una diferencia más
CAPÍTULO 3 / Escritura y diferencia ontològica
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impensada todavía que la diferencia entre el ser y lo que es. Sin duda no se puede nombrarla más como tal en nuestra lengua. Más allá del ser y de lo que es, esta diferencia, difiriendo(se) sin cesar, (se) marcaría (a sí misma); esta diferencia sería la primera o la última marca, si se pudiera todavía hablar aquí de origen o de fin” (Derrida 1989: 101-102). La marca de la escritura no podría entonces asociarse sin más a la idea de la presencia, ni siquiera de una presencia que habla en ausencia. La toma de posición de la gramatología apuntaría aquí a develar a la presencia como marca, como signo de un signo. Por eso, la duplicación que la define no podría seguir permaneciendo inocente en los marcos de la metafísica, en la histórica constitución de la diferencia entre el ser y lo que es. Y ello por una razón muy simple: la diferencia ontològica cumplía en realidad la función prodigiosa de encubrir que la huella está vacía desde siempre, que posee una ausencia de origen y que por lo tanto, no es ni podrá ser nunca el exponente de una presencia. El acto de recubrimiento de la huella habría sido a lo largo de la historia de la metafísica un acto de encubrimiento , un
modelo de representación donde la ausencia aparece enmascarada por el espectro de una presencia, y donde la presencia queda finalmente encubierta por
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la aparente epifanía de un olvido. “La presencia, lejos de ser, como comúnmente se cree, lo que significa el signo, eso a lo que remite una marca, la presencia sería más bien la marca de una marca , la marca del borrarse de la marca. Así es para nosotros el texto de la metafísica, así es para nosotros la lengua que hablamos. Con esta condición solamente la metafísica y nuestra lengua pueden hacer signo hacia su propia trasgresión. Y es la razón por la que no hay contradicción en pensar juntos lo borrado y lo marcado de la marca. Y es la razón por la que no hay contradicción entre el borrarse absoluto de la marca matinal de la diferencia y lo que la mantiene, como marca, abrigada y mirada en la presencia” (Derrida 1989: 101).
La falta de una presencia que otorgue referencia a las marcas, hace del lenguaje un espacio donde los significantes no poseen ya significados, y donde los fonemas son sencillamente inscripciones físicas sin conexión funcional a ninguna ‘supuesta exterioridad. La gramatología solo podría sostenerse en la premisa de que las marcas han quedado como el único testimonio de la temporalidad, como huellas presentes de una ausencia constituyente. Pero las palabras guardan
también la posibilidad del sentido y de la significación, en la medida en que solo existen para ser leídas, desconstruidas y
CAPÍTULO 3 / Escritura y diferencia ontològica
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reconstruidas una y mil veces desde el
eterno presente de los procesos de lectura. La articulación que conjuga a la gramatología con la desconstrucción supone al final esta aparente contradicción: el énfasis en el principio de realidad de las inscripciones deviene en centralidad de la lectura. Luego de instituir a la escritura y
sus reglas de funcionamiento como único vestigio propiamente humano, la gramatología da paso a los procesos que hacen legible dicho vestigio, abriendo el horizonte del sentido y de la recreación significante. La desconstrucción operaría, por último, en el espacio que hace fluir al ser por su intervalo constituyente, por esa delgada y tenue línea donde lo físico y lo metafisico pasan a consumar una única e insondable inmanencia. CAPÍTULO 4 Premisas en desconstrucción
Autor y lector
Tras el umbral de la crítica a la historia de la diferencia, y de la diferencia entendida como historia (de la metafísica, del ser, del olvido del ser), la desconstrucción no habría hecho más que intentar establecer desde el inicio sus condiciones de posibilidad; definir un rumbo para su despliegue analítico e ilustrar, a lo largo de este recorrido, sus
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premisas generativas. En rigor, todo el andamiaje conceptual armado por la gramatología apuntaba a la necesidad de precisar un nuevo punto de partida, un momento inaugural marcado por el develamiento de la forma escrita que subyace a cualquier posibilidad de lenguaje. Entre otras cosas, se hacía imprescindible dejar en evidencia el nexo entre grammé y phoné ; esa dualidad adherida a la tradición del pensamiento metafísico occidental, y de la cual la propia desconstrucción no podría prescindir del todo, aún a riesgo de terminar en un gesto parado jal similar a aquel que baja el telón al recorrido lógico efectuado por Wittgenstein en el Tractatus: de Lo que no se puede hablar hay que callar (1991: 183). Sin remedio aparente, esta dualidad que sostiene la separación entre formaciones escritas y habladas se sustentaría ahora en una recursividad casi tautológica, en la articulación binaria que se origina a partir de la propia diferencia establecida entre escritura y oralidad. Así, el ejercicio de des-construir las implicaciones estratégicas de un lenguaje ya analíticamente separado de la escritura solo podría efectuarse desde dentro, ocupando el espacio significante que él mismo ha establecido en el acto de definirse. La desconstrucción no tiene entonces más alternativa que moverse
CAPITULO ¿ti Premisas en desconstrucción
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inicialmente desde el interior de los márgenes que la teoría del lenguaje genera como horizonte conceptual, haciendo uso precisamente de los fundamentos de aquello que critica. Utilizando de este modo la lógica y las categorías elaboradas a lo largo del tiempo por dicha teoría, se llegaría a fijar el pensamiento en un orden de estructuras, en tropos de lenguaje en principio formales, pero cuyo análisis devela en último término implicaciones ontológicas que tensionan esos márgenes. De una manera quizá a primera vista contradictoria, la búsqueda de un desplazamiento analítico hacia los límites exteriores de la lingüística solo habría sido posible y eficaz ocupando su arquitectura categorial, recreándola en un trayecto donde sus alcances más radicales son devueltos al final al análisis de sus propios axiomas. Solo habitando y recorriendo dichas formaciones, ellas podrían ser tensionadas hasta el punto de exponer su voluntad estratégica; solo desde su interior y abusando en algo de su ‘inocencia
objetivante, podrían ellas develar la naturaleza de su origen, y la finalidad nada inocente- de su consistencia. “Habitándolas
de
una
determinada
manera, puesto que se habita siempre y más aún cuando no se lo advierte. Obrando necesariamente desde el interior, extrayendo de la antigua estructura todos
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los recursos estratégicos y económicos de la subversión, extrayéndoselos estructuralmente, vale decir, sin poder aislar en ellos sus elementos y átomos constituyentes, la empresa de la desconstrucción siempre es en cierto modo arrastrada por su propio trabajo”
(Derrida 1978: 32-33). La desconstrucción supone entonces como intención inicial el esclarecimiento de sus propias premisas, la necesidad de desnudarse a sí misma en un giro a la vez teórico y práctico, para mostrar en él toda la fuerza de las claves ontológicas que subya- cen en la estructura del signo lingüístico. En la medida en que su primera vocación, su telos vital, es interrogar sus propios implícitos, no habría nunca para la desconstrucción una lectura neutra o inocente, sino más bien un constante esfuerzo por acceder a los excedentes de sentido que definen a la escritura como proceso; excedentes que se mueven inevitablemente en el margen ambiguo donde se intersectan las esferas del autor, el texto y el lector. En ese marco, la articulación de dichas referencias solo puede aspirar a su formalidad ocupando ya un espacio en la lectura, un horizonte constituido y atravesado por encadenamientos activos, por fuerzas, voces y tensiones que van definiendo a cada instante el universo implícito que
CAPITULO ¿ti Premisas en desconstrucción
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rodea la producción y la recepción de los textos. El primer axioma de la desconstrucción es, por tanto, asumir que no hay posibilidad de situarse ante la escritura sin haber efectuado ya una lectura, sin proyectar un sentido y un significado que no se encuentra en estricto rigor fuera de los márgenes internos del texto mismo, pero que no posee, a su vez, una existencia autónoma fuera de él. De cierta manera, ahí radica precisamente su tensión y su dialéctica inherente: en saber que no puede recorrer ningún sendero ni fundar ninguna atribución ‘inteligible’, si no es activando su propia singularidad ‘legible’,
haciendo aflorar el horizonte de la interpretación en el acto mismo en el que ella se auto-atribuye esa funcionalidad. En rigor, la desconstrucción no podría aspirar más que a eso: al imperativo de develar el sentido de la textualidad a partir de sus procedimientos constituyentes; en buscar la retórica fundante de toda distinción significativa, para re-crear a la escritura en función de sus lecturas posibles, de aquellas que han llegado a cristalizar a lo largo del tiempo y -por razones también a precisar-, de las que no han podido serlo. Des-construir implica así un doble proceso: movimiento en espiral donde leer supone escribir y en el que no hay
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escritura efectiva sin un procedimiento de lectura que la acompañe. La evidencia de esa no-dualidad es entonces un verdadero principio de realidad para la desconstrucción, el motivo y la consecuencia por las que el recorrido iniciado a partir de la hipótesis gramatológica llega a tener un sentido claramente definido: “la desconstruc ción emerge en la deriva de un pensamiento que tiene como hilo conductor a la escritura, y se despliega como una escritura de la escritura, que implica e insiste en otra’ lectura, no sometida a un campo de legibilidad dominado por la imprenta hermenéutica del sentido y del querer-decir de un discurso; una lectura que revela su fondo de ilegibilidad, es decir, a las instancias no intencionales inscritas en los sistemas significantes de un discurso que se configura como texto, una lectura que trastorna la posibilidad de ser compactada como expresión de un sentido, o que deliberadamente se presenta como efecto, no sometiéndose a la legalidad forzada de la doble ilusión metafísica: la de la conciencia constitutiva del sentido y la ilusión de la plenitud de la presencia del referente” (Ferro 117).
Con intención manifiesta, el esfuerzo de des-fundamen- tación realizado por la gramatología debería hacer caer al final esa plétora de velos que impiden observar al desnudo la forma logocéntrica, un
CAPITULO ¿ti Premisas en desconstrucción
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modelo de lenguaje dominante cuya expresión nítida y concluyente no sería más que una cadena de distinciones sutilmente articulada. El primer eslabón de esa cadena sería entonces la diferencia misma entre escritura y lenguaje, instancia decisiva para establecer la supremacía de la palabra hablada, dualidad donde se ve encarnada y consumada, antes que en cualquier otro lugar, el fonocentrismo que define a la metafísica occidental. El desacoplamiento de dicha jerarquía habría requerido, por tanto, invertir esta relación originaria, subvirtiendo la preeminencia de la expresión oral por sobre el orden escrito.
Dicho
proceso
de
‘inversión’
tendría como resultado el develamiento de la diferencia impuesta por la estructura formal de la significación, de la cual deriva, luego, el sometimiento de la escritura a un modelo
CAPITULO 4/Premisasen desconstrucción
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del signo centrado en la oralidad, es decir, en la aparente auto- transparencia’ de un significante que dice preexistir más allá de toda forma de inscripción física. En los hechos, para el fonocen- trismo “el habla se concibe en contacto directo con el significado, y las palabras que emite el hablante como signos espontáneos y casi trasparentes de su pensamiento actual, que el receptor que escucha espera captar. La escritura, por su parte, se compone de marcas físicas que están divorciadas del pensamiento que puede haberlas producido. Funciona característicamente en ausencia de un hablante, ofrece un acceso incierto al pensamiento y puede aparecer incluso del todo anónima, ajena a cualquier hablante o autor. La escritura, así, parece ser habla. Este juicio de la escritura es tan viejo como la filosofía misma. En el Fedro, Platón condena la escritura como forma bastarda de comunicación; separada del padre o del momento de origen, la escritura no estaría nunca ahí para explicar al oyente lo que tiene en mente” (Culler 92).
Esta primacía de la oralidad tiene su fundamento en *una imagen del lenguaje y de la transparencia del significado que solo estaría genuinamente presente en la palabra hablada. El lenguaje oral implicaría una fusión en acto de significante y significado, que termina por relegar a la
CAPITULO ¿ti Premisas en desconstrucción
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escritura al rol subsidiario de una mera trascripción exterior y posterior. La parusía de un supuesto significado primero o inmanente tendría su lugar propio solo en el seno de la expresión oral; el Verbo realizaría el acto prístino de su encarnación en el instante decisivo en que los hombres empiezan a ser hablados a través del lenguaje. El segundo momento de esta forma idealizada está ocupado por la separación entre significante y significado, dualidad cuya hondura y resonancia instala la noción de presencia como singularidad fundante del elemento lingüístico. La confianza en la anterioridad del significado frente al significante —y en la preexistencia del referente ante el significado-, supone acotar los riesgos de un uso arbitrario de las palabras, ya que el hecho que exista comunicación lingüística entre los hombres, que los significados y su sentido puedan ser trasferidos entre los hablantes, implicaría que hay presencia más allá de la formalidad sintáctica. En estricto rigor, es indiferente la naturaleza de la presencia, ya que para el imaginario del signo basta con postular su trascendencia respecto de la idealidad misma. Esa premisa es ya lo suficientemente decisiva como para justificar que, si hay efectividad en el uso del lenguaje, es porque hay algo que está
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más allá de él, y porque ese algo logra expresarse y re-presentarse en su funcionamiento.
“La
aceptación
y
el
mantenimiento de la distinción rigurosa, esencial y jurídica, entre el signans y el signatura, la ecuación entre el signatura y el concepto abre la posibilidad de pensar un concepto de significado en sí mismo, en su presencia simple al pensamiento, independiente con relación a la lengua, que lo sitúa en un orden de independencia con relación a cualquier sistema de significantes. De este modo, la diferencia entre el significante y el significado sería solidaria con la diferencia entre lo sensible y lo inteligible” (Ferro 61). Dicha dualidad se vuelve entonces la base determinante que permite al lenguaje oral presentarse a sí mismo como una operación de la idealidad, como un reducto inmaterial donde la cualidad eidética de los significados puede aflorar sin interferencia o ruido físico. Así, para el orden constituido en torno al signo, claramente el reino del sentido es el de este mundo. Las palabras tienen un significado inteligible precisamente porque en ellas o, más bien, a través de ellas, se expresan las entidades sensibles. Y esa diferencia es el núcleo decisivo de la metafísica, la premisa históricotrascendental sobre la que se construyen después todas las demás dicotomías
CAPITULO ¿ti Premisas en desconstrucción
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fundantes de la lingüística y del pensamiento de la presencia. Para la gramatología, por tanto, es dicha diferencia la que debe ser necesariamente invertida para que pueda abrirse el campo analítico desde su dualidad originaria al cuestionamiento de la hegemonía del lenguaje sobre la escritura. A partir de ello, quedaría dispuesto el horizonte de la desconstrucción para desmontar el último residuo de la jerarquía logo- céntrica: la lógica binaria que explica la diferencia entre escribir y leer, la abertura vital donde se expone en toda su complejidad la articulación del texto, el contexto y el pretexto. La inversión de esa diferencia entre leer y escribir, entre lector y autor, es la instancia concluyente del proyecto integral e integrador de la desconstrucción. Toda la genealogía conceptual iniciada a partir de la hipótesis gramatológica tiene aquí su corolario concomitante, un final paradójico, donde el mismo movimiento que conduce la escritura y la inscripción a una posición de centralidad, termina por desplazar la esfera del autor a una posición subordinada’ frente al le ctor. La ‘dependencia que la inscripción pareciera
adquirir al develarse a la lectura como una escritura original, permite levantar el último velo de la presencia, haciendo finalmente visible en toda su riqueza el
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proceso de fundación de lo real desde la textualidad. Escribir sería, en último término, el intento de llenar el infinito de un espacio continuo, en blanco’, a través de un
conjunto finito de inscripciones y discontinuidades; el proceso donde el fundamento intencional que explica a la escritura queda a la larga inevitablemente perdido. La huella del sentido que subyace al proceso de la creación escrita no dejaría más evidencia de sí que el texto mismo, es decir, un conjunto de marcas físicas donde el significado y el sentido no existen como tales, sino únicamente a partir de una lectura que los recrea y los
pone en actividad’. Desde ese momento,
lo que se sucede interminablemente son reescrituras del texto efectuadas en la lectura, proceso cuyo rastro termina por perderse en el vasto océano de las determinaciones no-lingüísticas. Y dado que ese universo del sentido y de las intencionalidades permanece siempre ausente e ininteligible, lo que queda para ser sometido a la lectura es, en definitiva, solo la posibilidad de reproducir el sistema de las inscripciones, las marcas de una escritura originaria, huellas de un paraíso perdido incluso para su propio autor, que a partir de ese momento pasa a ser también un lector más. En rigor, “para que
un escrito sea un escrito es necesario que
CAPITULO ¿ti Premisas en desconstrucción
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siga funcionando y siendo legible incluso si lo que se llama el autor’ del escri to no responde ya de lo que ha escrito, de lo que parece haber firmado; ya esté ausente provisionalmente o ya esté muerto o, en general, aunque haya sostenido con su intención o atención absolutamente actual o presente la plenitud de su querer-decir, aquello que parece haberse escrito en su nombre (...) La situación del escritor y del firmante es, en lo que respecta al escrito, fundamentalmente la misma que la del lector. Esta desviación esencial considera a la escritura como estructura reiterativa, separada de toda responsabilidad absoluta, de la conciencia como autoridad de última instancia, huérfana y separada desde su nacimiento de la asistencia de su padre” (Derrida 1989, 357). La aporía de origen de la desconstrucción tiene su núcleo vital en esta desaparición del horizonte del autor, proceso en el que la escritura se funda y se despliega solo como resultado de una lectura. A partir de esa unidad en apariencia contradictoria, el eje del análisis comienza finalmente a desplazarse desde la esfera de la inscripción y de la marca al análisis de la lectura, a un reducto eidètico donde el sentido y la significación llegarán a ser conceptualmente reactivados por cada nuevo acto de leer. El carácter interminable de la lectura, de sus
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posibilidades y resultados, reduce el espacio del autor al mínimo potencial, para dejarlo convertido, por último, en un origen mudo, en una huella textual que solo puede ser llenada de significación a partir de ese acto inaugural que implica la lectura, escribir recreando a cada paso la profundidad de un sentido que escapa al conjunto de las inscripciones que lo hacen posible. “La lectura es siempre,
CAP TULO ¡i I Premisas en desconstrucción
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o debería ser siempre, una cuestión activa y participante. En ella nunca es posible acotar la posición del lector. Y las ocasiones en que eso parece viable son simplemente aquellas en que los movimientos interpretativos pretenden separarse de los prejuicios existentes en el lector. Existe, en realidad, una certera y venturosa introspección en cada acto de lectura” (Wood 148).
Ese universo de introspecciones que la lectura trae a la mano es el que define en último término al acto creativo, una escritura originaria donde, en palabras de Sartre, se crea descubriendo y se descubre creando (Sartre 55). El proceso de la lectura expone en su totalidad las claves que participan en la fundación de los signos, el microcosmos de remisiones donde un conjunto infinito de pliegues intencionales gesta el momento en que el sentido alumbra las palabras, y donde los signos logran traspasar, aunque sea fugazmente, la inapelable esfera de su propia materialidad. Des-construir
Explicitar los implícitos, develar sus determinaciones múltiples, exponiendo sus razones estratégicas, sus giros
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retóricos, sus intencionalidades reales o presuntas e, incluso, aquellas llamadas inconscientes. En rigor, una labor interminable, como interminable era para Freud el proceso analítico, el desenmascaramiento del yo.. Una tarea donde se busca hacer caer todas las vendas, los ropajes, incluso, el de la propia piel. Las razones profundas del yo parecieran estar siempre en otro lugar, antes o más allá de las vendas, orbitando los campos gravitacionales de ese otro-yo que es el inconsciente. Paralelamente, el sentido estaría por definición fuera de los márgenes, habitante de una provincia donde se articulan las inscripciones y sus proyecciones espectrales, conjunciones en que conviven las dimensiones formales del discurso y las esferas de poder. En efecto, las formas son siempre el resultado de un disciplinamiento de los contenidos, de un proceso que remite a espacios de sentido donde se funden el texto y sus condiciones de recepción. Develar la singularidad de esas condiciones es, en el fondo, el objetivo último de la desconstrucción, un proyecto donde el texto se devela en función de sus propios límites y donde se busca reconstituirlo — releerlo-, a partir no solo de ‘lo que dice, sino también y fundamentalmente, de ‘lo
que no dice, de sus instancias mudas, de sus silencios inconscientes y voluntarios.
CAPITULO ¿ti Premisas en desconstrucción
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La desconstrucción implica una constante relectura de sus propios axiomas, llevar el fondo escrito que subyace a toda lectura hasta la última consecuencia, al develamiento de su propia economía textual. Des-construir supone ascender y descender a la vez, en un doble movimiento donde la evidencia constante de la inscripción es solo el motor de arranque, la propulsión hacia ese margen del texto que abre el universo del sentido. Luego de ese instante inicial en que una marca visible, sonora o táctil es dada a los sentidos, queda inaugurado el espacio de la lectura, instancia de entrada a un mundo sin bordes precisos, puerta de un laberinto cuyos muros -entre otros, las palabras- son entes finitos, pero donde sus trayectorias y recorridos internos son en verdad interminables. En rigor, al interior del texto está todo, cabe todo, pero a la vez no hay nada: estructura sin lado de afuera, conjunto de formaciones cuyas capas y sedimentos son parte de una arquitectura y de una economía donde el significado y el sentido no se producen sino a partir de ese acto de creación exterior que es la lectura, la reescritura sin fin.
“La
posibilidad
de
pensar
a
la
desconstrucción como estrategia textual que desencadena la deriva, el deslizamiento y la insistencia del trabajo de escritura y el trabajo de lectura -cada uno como gesto doble que aplaza, injerta
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y disuelve la diferencia que los constituye y reduce-, articula los movimientos de inversión y corrimiento con la irrupción de otros conceptos que no se dejan subsumir en la rejilla del sistema desconstruido. Conceptos nuevos que se abordan en los márgenes, bordeando los márgenes, instalados en perpetua inquietud entre ellos, conjurando la asimilación a un tercer término hegeliano, insistiendo en la vacilación de lo inde- cidible para que la diferencia quede sin captura en una síntesis dialéctica” (Ferro 129).
Esa densidad no-física que ocuparía la línea divisoria entre escritura y lectura es la frontera de los implícitos, el espacio mudo e invisible donde se condensan las singularidades y se proyecta lo inteligible. El desafío de la desconstrucción sería, entonces, internarse en esos pasos fronterizos, denunciando las jugadas de esa ‘inocencia en la que el texto dice ser
fiel a sí mismo, a su aparentemente inviolable función expresiva. En el fondo, el texto es una sola huella, el vértigo de una distancia, el vacío sin límites que separa al lector del fantasma del autor, de la firma y del nombre propio que las inscripciones aparentan delatar. No habría en ello, sin embargo, más referencia que el aquí y el ahora de las palabras desplegadas, el destello mágico en que la lectura parece anular las discontinuidades formales del
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texto y donde el lector queda, como siempre, prisionero de sus encadenamientos internos. Los implícitos que plasman dichos encadenamientos son desde el origen huérfanos, proyecciones de sentido sin filiación precisa, ya que ni el lector mismo puede dar cuenta de la razón profunda de sus creaciones, es decir, de la razón de sus sinrazones activas. En un doble proceso, descubrir y crear se imbrican en márgenes contextúales inéditos, irrepetibles, donde la propia identidad del lector termina siendo también una criatura, una idealidad simulada que no tiene estabilidad ni trascendencia ninguna, salvo la de esas sinrazones que definen cada uno de sus pasos en la lectura. Habría, en primer lugar, implícitos formales —idiomáticos, gramaticales, retóricos—, que son los más cercanos a la superficie, al encadenamiento visible del texto como sistema autoreferente de inscripciones. Ellos exponen, de algún modo, los lazos que atan y someten al lector a las singularidades de una lengua, definiendo límites para lo permitido y lo prohibido, y dejando entrever un trasfondo de sentido que cambia a partir de la historia de sus formaciones y sus reglas de constitución. En rigor, hay palabras que existen y palabras que no, usos y expresiones que vienen a la mente del lector porque son parte de él, de una
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identidad históricamente constituida a través de una herencia hecha en esencia de palabras. En ese proceso, las dimensiones de la lógica y de la retórica confluyen en el acto de una misma fundación solidaria, en un continuo dinámico en que cada forma y cada sentido atribuido develan la hondura cultural de un lenguaje, las complicidades subterráneas que entrelazan sus formas sintácticas y sus particularidades semánticas. “La dicotomía lógica -retórica apuntaría de hecho a otra expresión de la dicotomía materia-forma. (Y esta sentencia nos recuerda que negar esa distinción sobre la base de un pretendido dogos único’ no implica que ella no tenga
sentido). En efecto, una misma forma puede expresar materias distintas, y la conexión retórica puede llegar a diferenciarse de la conexión lógica. La necesidad de esta dicotomía requiere no desconocer que existen nexos lógicos al margen de la ‘retórica’, en la medida en
que efectivamente existen formas puras, es decir, palabras que no poseen nada salvo el significado que comparten con otras”
(Wheeler 58-59). Lógica de las formas y giros de la retórica, que se entrecruzan en todas direcciones, haciendo visible que la sintaxis está en su origen vacía de significados, si en ella y sobre ella no se ha realizado aún
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ese acto de creación que es escribir leyendo y leer escribiendo. Mecanismo donde las inscripciones y sus reglas son solo una referencia más, importante sin duda, pero no la única y menos aún, la decisiva. Casi sin presentirlo, la cristalización del sentido ocurriría siempre en otro lugar, a extramuros de esa virginidad sintáctica que es el texto mismo, marca física que el lector captura a partir
de determinaciones ajenas’ a la mera textualidad. Así, detrás de las ‘formas puras’ se ubican pues los
encadenamientos históricos, las herencias y adherencias que el lector conjuga con sus propias interferencias vitales. Las formas sintácticas no pueden llegar a plasmarse en sentidos o significados si no se entrecruzan con las singularidades que el lector importa desde sí mismo, de su idioma, su cultura, sus afectos y sus traumas. Los explícitos formales devienen entonces en implícitos conceptuales, historia viva que se encarna en palabras muertas, fijando los marcos para el despliegue creativo de la traducción y la interpretación. Reescribir un texto en otro idioma o interpretarlo desde coordenadas históricas distintas inevitablemente supone espacios de infidelidad respecto de la inscripción originaria. La traducción ‘literal’ es en sí misma la metáfora de un atrevimiento, de una impostura, el horizonte imposible donde la traducción
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insiste en hacer aflorar un significado y un sentido que no pueden existir sino más allá de lo literal. En este proceso, el traductor no logra evitar dejar sus huellas sobre un texto en que el autor tampoco existe más que como una referencia puramente formal, como el nombre propio de un encadenamiento de inscripciones originario, pero del cual los eventuales significados y sentidos primeros han quedado ya extraviados sin remedio. El sendero que va desde la superficie del texto a la profundidad del sentido está mediado, de este modo, por ese conjunto de premisas y núcleos subyacentes que refieren a las distinciones no señaladas en el texto mismo. Es lo que se denomina la lógica del suplemento, la instancia que remite al universo de determinaciones que trascienden la textualidad y que hacen posible la irrupción en ella del sentido y de los significados. “El juego del signi ficante deriva de una doble matriz, de una analogía que consuma la mutua interpenetración de la función denotativa y la función figurativa. En términos del texto esa analogía es el suplemento;
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en términos del receptor, ella es una guía que permite concebir lo que el texto recubre. Así, en el proceso en que esa dimensión encubierta se hace inteligible, el lector va otorgando significado al suplemento y el texto empieza a ser traducido en función de las disposiciones intencionales del lector individual. La escisión propia de la analogía queda resuelta en el instante en que el signo adquiere significado. Y en la medida en que el sentido del texto nunca le es inherente sino que está adscrito al proceso de lectura, el sentido llega a aparecer como un meta-texto acerca del texto e, incluso, como una meta-comunicación acerca de lo que se supone debe ser comunicado” (Iser 330-331). La lectura abre el universo del sentido en el mismo proceso en que cierra el horizonte de la interpretación. Los flujos intencionales pasan y traspasan la subjetividad del lector hasta el instante en que alguno llega a fijarse como significado, alcanzando a brillar fugazmente en el firmamento del yo consciente. Es el momento estable del lenguaje, aquel donde las discontinuidades y arritmias del sentido logran cristalizar y estabilizarse en una sola imagen o construcción intencional. Cada etapa de dicho proceso es única e indivisible, como en la Física de Lucrecio,
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cada átomo es la unidad mínima del pensamiento y cada objeto, la unidad mínima de la percepción (Deleuze 269). O como en la sucesión de imágenes fijas que compone una grabación fílmica, que debe luego proyectarse en movimiento transitivo y constante para generar la ‘sensación de realidad’. Del mismo modo,
el significado no está en cada uno de esos cortes por separado, en la singularidad de los instantes indivisibles que son las marcas, sino en la sucesión creativa que hace posible el fluir de la lectura, la elevación hasta la esfera del sentido de ese meta-texto que gira en torno al texto, que lo trasciende como horizonte de concreción inmaterial constitutivamente suplementario. Todo lector es traspasado y recorrido por la lectura, como un filtro o un lente activo que a través de la duplicación de las imágenes, recíprocamente genera tanto el texto como su reescritura. Todo ocurre, de hecho, en ese nexo dinámico, puente sobre el abismo inmaterial que las palabras proyectan fuera de sí, para concretarse luego en una región del espacio-tiempo que es a la vez interna y externa a sus propias huellas materiales. “Las
intencionalidades
requieren
del
lenguaje para articularse, al tiempo que el lenguaje requiere de las intencionalidades para hacer distinguibles las inscripciones propiamente textuales. En la medida en
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que ni el lenguaje ni las intencionalidades pueden existir sin el otro, no hay espacio de significación que pueda surgir de textos no intencionales o de intencionalidades no textualmente expresadas” (Wheeler 83 -84). El velo del sentido es una proyección intencional que nace de la marca, pero solo adquiere vida propia cuando la ha dejado atrás. El campo de las mediaciones entre lo explícito y lo implícito es el sustento último de todo modelo de significación, pero este campo, en su propia insustancialidad, solo puede hacerse inteligible desde lo explícito, nunca al revés. En rigor, no hay más alternativa que aceptar la inevitable precipitación de lo implícito en lo explícito, la evidencia propia de la mudez de las inscripciones, que solo pueden comenzar a hablar cuando se ha puesto en movimiento un proceso de lectura, es decir, un espacio de determinaciones por definición externo a la materialidad de los signos. En ese punto, la mediación ya no aparece solo como un suplemento, sino más bien como el intervalo vital entre lo nombrado y lo no-nombrado, como el espacio ontològico que media entre el texto y su sentido. Con todo, la formalidad de esa mediación permanece también condenada al campo de lo inexpresable, obligada por su propia naturaleza a recluirse en el más allá del texto mismo, en el espacio inefable en que lo explícito sale
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a la búsqueda de su objeto a través de ese ropaje siempre demasiado rígido que es el lenguaje. La mediación entre lo explícito y lo implícito ocupa un lugar que está por definición más allá de lo físico, y que puede ser definido como el ámbito estricto de lo meta-físico. En rigor, toda lectura opera sobre esos condicionamientos y determinaciones inmateriales, demasiado vastas y variables como para poder formalizarse. Los condicionamientos de la memoria individual actúan en el lector como dispositivos retencionales, como reminiscencias de sentidos que el presente rescata del tiempo, construyendo a partir de su a-perceptividad la vivencia de una rememoración. Leer también es aprender a ordenar los elementos de una experiencia individual, aquellos consientes y los que el ejercicio de la lectura hace aflorar desde las profundidades del inconsciente. Nunca sería posible saber qué sedimentos o dimensiones internas se han puesto en movimiento al iniciar una lectura. Y dado que esos factores internos son inconmensurables y se articulan contingentemente con los elementos de un contexto y un momento singular, cada proceso de lectura se vuelve al final único e irrepetible. Da igual que el sedimento, es decir, el conjunto físico de inscripciones sea el mismo: al final, cada nueva lectura
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genera cristalizaciones de sentido inéditas, conjunciones de significados originales que exponen en sí mismos toda la complejidad y la riqueza que supone leer. Nunca habría dos lecturas iguales de un texto, precisamente porque no hay momentos vitales idénticos en la travesía existencial de un lector. Cada proyección y recreación de sentido es única e irrepetible. No solo hay lectores distintos para un mismo texto; cada lector atrae a la mano la posibilidad y la potencia de infinitas lecturas a lo largo del tiempo. Desde esta perspectiva, desconstruir implica siempre develar y explicitar las particularidades irreductibles de un conjunto de inscripciones, para llegar al final a esa declinación inasignable que constituye el clinamen, tal cual es definido en la Física de Lucrecio. Ello supone adentrarse en ese margen de variabilidad que, en conjunto con lo constante de la inscripción, hace posible observar el efecto de lo particular, el espacio siempre inabarcable donde confluyen lo intencional y lo indeterminado, lo inmanente del yo y la trascendencia del universo existencial que lo abarca. “Un
crucial aspecto de esta tendencia a la particularización es la teoría del error en la lectura (misreading ), que no solo niega la existencia de constantes textuales universales, sino que parte de la idea de
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que cada interpretación solo puede ser la distorsión subjetiva de un original. Esta distorsión, que conduce por las diversas etapas desde el clinamen al apophrades del caso ideal, no es únicamente característica del escritor en cuanto creador, sino también, de la reproducción crítica que singulariza al lector. En otros términos, cada lectura sería por definición un malentendido, un misreading respecto a un original perdido” (Zima 163). Así, no
habría más texto que el texto leído, lo que implica que cada nueva lectura trae a la mano la originalidad de un lector o, más bien, de ese momento singular en el que ‘se’ realiza una lectura. La pretensión de la
metafísica y del logocentrismo habría sido desde siempre intentar fundarse en la idea de un texto inmanente, auténtico, fiel a sí mismo y transparente en cuanto objeto. Esa imagen llega a hacer del lector un filtro pasivo, un velo de conciencia subjetiva donde el texto puede y debe ‘reflejarse’
objetivamente.
La
desconstrucción, en cambio, pondrá en movimiento premisas que hacen posible mirar a la lectura como un espacio inasignable, como un universo de causas y azares conexos hasta el vértigo, eje infinitesimal que define cada momento en la lectura como un peldaño más en la constante reescritura del hombre y del universo.
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Intertextualidad
La idea de la lectura como un horizonte de creación intangible no hará sino dejar al texto sometido a la evidencia de su propia
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insustancialidad. Pero más que un mero vacío, lo que parece hacerse visible en dicho proceso es un texto sin fondo: fermentos de sentido y de conexiones sin límite; escritura en última instancia interminable y a la vez auto-referencial; conjunción activa de texto, pretexto y contexto; redes por definición internas de una construcción única y, en esencia, indivisible. “En este texto ‘ideal’, las redes
son múltiples y juegan entre ellas sin que ninguna pueda reinar sobre las demás; este texto no es una estructura de significados, es una galaxia de significantes; no tiene comienzo, es reversible; se accede a él a través de múltiples entradas sin que ninguna de ellas pueda ser declarada con toda seguridad la principal; los códigos que moviliza se perfilan hasta perderse de vista, son indecidibles (el sentido no está nunca sometido a un principio de decisión sino al azar): los sistemas de sentido pueden apoderarse de un texto absolutamente plural, pero su número no se cierra nunca, al tener como medida el infinito del lenguaje” (Barthes 3). La premisa que sostiene esta imagen se encuentra claramente atada al imperativo de la pluralidad; y no solo porque el singular por definición llama al plural, sino sobre todo, porque el texto es en esencia una reescritura, una convergencia
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indeterminada de voces propias y ajenas. Los trazos, retazos y conexiones que definen al orden textual son en efecto inabarcables porque en su origen ya suponen un trasfondo de polifonía, un universo de sentidos trasmitidos a través de las determinaciones propias de un lenguaje compartido; son, en el fondo, los puntos en fuga que definen las particularidades de una cultura y de un tiempo histórico, los tonos y sobre tonos que cambian al mismo momento de cristalizar y de traspasar las fronteras de un individuo-lector, la inmaterialidad propia de ese presente móvil que es la lectura: presente único e indivisible constituido por referencias escritas y no escritas, y en el que casi siempre se intersectan huellas sin paternidad o filiación explícita. Un texto siembre habita otros textos. Como un palimpsesto sin fondo; reescritura en voz alta o en voz baja, que pareciera en principio acotada a la mera sustancialidad de sus trazas, a los bordes de un medio físico y al conjunto de las inscripciones que lo componen. Pero en último término, el fantasma de los límites será solo eso: un espectro aparentemente físico, cruzado y entrecortado por sentidos que se mueven siempre en los bordes, en la hondura de las redes que conectan la totalidad del texto con la ilusión de su exterioridad. A simple vista, el texto es un
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objeto cortado, constituido en función de sus dimensiones materiales; en lo profundo, está siempre traspasado por la extensión inmaterial de las cristalizaciones de sentido que lo recomponen, por las redes simbólicas que articulan ese espacio de significados que lo hacen provisoriamente inteligible. En el caso de los libros -verbigracia-, los textos se muestran claramente establecidos sobre el imaginario de la objetualidad, un campo donde los entes legibles se descubren en su propia inmanencia sensible y mundana. Sin embargo, nada hay en ellos que escape al entramado de la invisible conjunción semántica, al universo de huellas que definen cadenas textuales e indeterminaciones extra-textuales. “Los márgenes de un libro no están jamás neta ni rigurosamente cortados: más allá del título, de las primeras líneas y el punto final, más allá de su configuración interna y de la forma que lo autonomiza, el libro está envuelto en un sistema de citas de otros libros, de otros textos, de otras frases, como un nudo en una red”
(Foucault 1979, 37). Este sistema de citas y de referencias no abarca única ni principalmente las notaciones explícitas; más bien, es el racimo plural de las conexiones de sentido en que participa; rizoma de signos y de significaciones implícitas donde se
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conjugan de modo siempre inédito los procesos de escritura, reescritura y lectura. En efecto, más allá de sus determinaciones materiales un libro es un texto, es decir, un sistema de consonancias y de resonancias, de herencias físicas y metafísicas que transitan a través de las palabras, que se visten con sus ropajes y sus máscaras, remitiendo de modo inevitable a algo que no está ni puede estar únicamente en ellas. Así, la gran tensión que para la lógica desconstructivista termina por trizar la imagen de la intertextualidad es aquella que prefigura la orfandad de todo texto y, paralelamente, la consanguinidad filial que une y abarca al conjunto del lenguaje. No habría, según esta fractura originaria, frase o proposición que no deba algo a un texto previo, a una lectura anterior -anterior a la anterior-, a un núcleo de pulsiones que activa una reminiscencia de sentido aparentemente extraviada en el tiempo. Toda lectura es, en principio, una segunda lectura, duplicación de un infinito perdido pero siempre presente a través de sus huellas y sus máscaras, de los implícitos que va dejando en una construcción única y a la vez multidimensional. “Esta segunda lectura, con un movimiento al revés, revela lo que está velado en el propio texto, leído primero y escrito después. Dos textos de los cuales la ausencia del primero es necesariamente la presencia del segundo. Porque lo que escribes ahora ya está
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contenido, anticipado en el texto leíble, la parte de su propio lado invisible” (Roa
Bastos 421). Este lado invisible del texto es precisamente la huella, el fondo de continuidad y discontinuidad que hace aflorar el sentido como un eslabón irreductible, adscrito a la química de ese instante pleno y absoluto que es la lectura. Una vivencia eternamente actual como todas las demás, pero que se vuelve en sí misma inabarcable al no tener baza de transferencia, al quedar desde ese primer instante que es su origen y su destino -su simultaneidad constituyente — retenida en un presente vacío y totalmente lleno, en un acto sin más herencia que su huella y sin más permanencia que su propia desfiguración.
“Esta
imposibilidad
de
reanimar absolutamente la evidencia de una presencia originaria nos remite entonces a un pasado absoluto. Esto es lo que nos autoriza a llamar huella a aquello que no se deja resumir en la simplicidad de un presente. Se nos podría haber objetado, en efecto, que en la síntesis indivisible de la temporalización, la protensión es tan indispensable como la retención. Y sus dos dimensiones no se agregan, sino que se implican una a la otra de una extraña manera. Lo que se anticipa en la protensión no disocia menos al presente de su identidad consigo que aquello que se retiene en la huella. Por
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cierto. Pero al privilegiar la anticipación se correría el riesgo de cancelar la irreductibilidad del allí-desde-siempre y esa pasividad fundamental que se llama tiempo” (Derrida 1978: 86). El espacio irreductiblemente actual de cada lectura hace de la intertextualidad una cuestión en verdad indeterminable. Salvo en el caso de un margen acotado solo al problema de su formalidad, y en el cual afloran las imágenes de la presencia literal y la convocación explícita de un texto, el sentido no posee de hecho continuidades observables a través de la inscripción. Por eso, la inscripción es en sí misma una huella. La idea de que sería posible detenerse a analizar el rostro desnudo de la analogía y de la filiación literal deja al texto sometido a la mera constatación de una repitencia, al vacío de una forma. En el procedimiento intertextual, la huella misma quedaría entonces suplantada por el injerto, por la juntura, por la transposición formal de las inscripciones, que no se enfrentan nunca al abismo de su propia genealogía. Lo insondable, lo irrepetible, en cambio, es para la desconstrucción lo único que traspasa el fantasma de la mera repetición. La lógica del injerto no hace en rigor más que cerrar por fuera todo esfuerzo de vislumbrar los bordes de un lenguaje desencadenado, los límites de aquello
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ilimitado que circunscribe el campo de lo simbólico y la epifanía subsidiaria de lo real. La huella subvierte entonces la lógica de la juntura y del injerto, precisamente en el punto en que proyecta a la escritura como premisa de la lectura, de esa nopresencia de lo otro inscrita en el sentido del presente. El rastro de lo otro es en el fondo solo una huella más de la muerte, la clausura de un tiempo determinado y la apertura a la fuerza vital del presente. En efecto, todo está en él entrecortado por los injertos, pero no hay ahí nada salvo el ropaje de una forma sin contenido. Así, se puede leer una y mil veces un texto porque nunca es el mismo, porque siempre hay algo más: un trozo del infinito, que en cada lectura se agrega a la hondura del sentido, reescribiéndolo a partir de un presente sin fin. Como en el síntoma lacaniano: las huellas se muestran y se ocultan a través del texto; lo escrito se deshace y se rehace en cada acto de la lectura, y la mecánica de las homologías formales no devela nada salvo la mera singularidad de la inscripción y de su muerte. En estricto rigor, el Quijote escrito por Miguel de Cervantes y aquel ‘Quijote’
escrito por Pierre Menard (Borges 1981) no difieren en una sola frase, en una sola palabra, ni siquiera en una coma, pero son, en lo más profundo de su ser, textos
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distintos. La metáfora originaria
Cuando se ha dejado finalmente atrás la idea de que es posible escribir sin leer o leer sin escribir, el universo simbólico de las inscripciones devela a plenitud su exterioridad irreductible, su ausencia fundante. En última instancia, el horizonte del sentido termina por quedar fuera de todo margen sintáctico en el mismo proceso en que la distinción entre lenguaje y escritura se hace difusa, en el vértice donde lo físico y lo metafísico llegan a confluir haciéndose indistinguibles. En rigor, nada podría borrar el límite de dicho campo sin restablecer en el acto la premisa de la diferencia, sin dejarse llevar por el torrente bipolar de unos signos ya en funcionamiento. La separación entre lo sensible y lo inteligible es, de hecho, el único escenario donde el proceso de la significación puede llegar a proyectarse, el espacio donde su corporalidad aspira a ser espíritu y a constituirse a partir de su propia alteridad, es decir, de aquello que en el fondo no es. Si esa diferencia ha podido arribar a una forma lingüística, si el orden binario que la expresa ha sido capaz de significarse como contenido histórico que habla a través de sus síntomas, es
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porque -de algún modo- dicha imagen ya suponía una metáfora, una figura del lenguaje donde la dualidad ontológica se muestra y a la vez se oculta. En efecto, antes de su origen “en el no -sentido, el lenguaje no ha nacido todavía. En la verdad, el lenguaje debería llenarse, cumplirse, actualizarse hasta borrarse, sin ningún juego posible, ante la cosa (pensada) que en él se manifiesta propiamente. La lexis no es, si así puede decirse, ella misma más que la instancia en que ha aparecido el sentido, pero donde la verdad puede todavía perderse, cuando la cosa no se manifiesta todavía en acto. Momento del sentido posible como posibilidad de la no-verdad. Momento del rodeo donde la verdad puede perderse todavía; la metáfora pertenece a la mimesis, a este pliegue de la physis, a ese momento en que la naturaleza, velándose a sí misma, no se ha encontrado todavía en su propia desnudez, en el acto de su propiedad” (Derrida 1989a: 280-281). Este carácter esencialmente metafórico del lenguaje adscrito a los procesos de lectura, es la premisa que sostiene el sendero que va desde la gramatología a la desconstrucción. Dicho recorrido histórico y teórico deviene en una nueva fundamentación del nexo entre escritura y lenguaje, inscripción y sentido; proceso marcado por el re-posicionamiento de la
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metáfora en el imaginario del signo o, más bien, por la irrupción de lo metafórico como estructura misma de lo significante y de lo significable. De este modo, a partir de los axiomas fundados en su propia genealogía, la desconstrucción vuelve ahora sobre su sombra, intentando develar sus distinciones constituyentes: la idea de que no hay concepto o categoría que no resulte de un procedimiento estratégico; la insistencia en que la dualidad del lenguaje está elaborada sobre
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una estructura esencialmente ‘retórica, donde las expresiones son ya en sí mismas una metáfora sobre lo implícito; la evidencia final de que todo lenguaje es una forma de escritura y que no hay más alternativa que leer desde los presupuestos, es decir, desde aquello que excede a las inscripciones. Estas serían, entre otras, las evidencias que la desconstrucción expone en su movimiento inicial, no partiendo de ahí más alternativa que permanecer en las esferas de un lenguaje constituido, en el espacio puramente interno desde donde se proyectan los encadenamientos externos que su objeto de análisis hace posibles. “Que haya que decir en el lenguaje de la
totalidad el exceso de lo infinito sobre la totalidad; que haya que decir lo Otro en el lenguaje de lo Mismo; que haya que pensar la verdadera exterioridad como noexterioridad, es decir, de nuevo a través de la estructura Dentro-Fuera y de la metáfora espacial; que haya que habitar todavía la metáfora en ruinas, vestirse con los jirones de la tradición y los harapos del diablo: todo esto significa, quizás, que no hay logos filosófico que no deba en primer término dejarse expatriar en la estructura Dentro- Fuera. Esta deportación fuera de su lugar hacia el Lugar, hacia la localidad espacial, esta metáfora sería congènita de tal logos. Antes de ser un procedimiento retórico en el lenguaje, la metáfora sería el
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surgimiento del lenguaje mismo” (Derrida
1989b: 151). En definitiva, las distinciones dentrofuera, propio-figurado, sensible-inteligible, etc., se develan a sí mismas como los fundamentos de un orden constituido, universo de sentidos que evoca a su vez una metáfora, la metaforización con que el lenguaje y, más extensivamente, el espacio significante, viene a dar cuenta de su propia singularidad. En la medida en que la desconstrucción intenta ilustrar la lógica implícita en cada dualidad, y la premisa retórica que las constituye, va quedando en evidencia la esencia metafórica del lenguaje, el juego de espejos en que se proyectan sus imágenes y sus resultados, e incluso aquel que explica a la diferencia misma entre escritura y lenguaje. La pulsión inicial de este recorrido no podría ser, por tanto, más que una tentativa de esclarecimiento de lo metafórico en sí, de su estructura y sus articulaciones. La escena original de la diferencia, la distancia abismal entre la huella y su lectura, la palabra y su sentido, tendría para la desconstrucción un carácter irrevocable, de motivo constante y a la vez imposible. La complicidad entre metáfora y metafísica aparece en este punto en toda su verdad y fuerza histórica, como expresión de un encadenamiento que va
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más allá del tiempo mismo, y que inaugura, de hecho, a la temporalidad como horizonte de la presencia. Así, la distinción entre el ser y el ente, la diferencia entre el ser y el sentido del ser, supondría ya el funcionamiento de lo metafórico tal cual es proyectado desde la metafísica, en el cobijamiento del olvido del ser tras los muros de esa morada íntima que es el lenguaje como fenómeno histórico-temporal. En efecto, “lo que Heidegger llama la metafísica corresponde a una retirada del ser. En consecuencia, la metáfora en cuanto concepto llamado metafisico corresponde a una retirada del ser. El discurso metafisico, que produce y contiene el concepto de metáfora, es él mismo quasi metafórico con respecto al ser: es, pues, una metáfora que engloba el concepto estrecho-restringido-estricto de metáfora que, por sí mismo, no tiene otro sentido que el estrictamente metafórico” (Derrida 1989c: 58). En la medida en que todo presupuesto ontològico opera sobre la diferencia entre presencia y ausencia, entre lo sensible y lo inteligible, no habría más metáfora que aquella que es producida y contenida en la metafísica. Lo metafórico deja de manifiesto el olvido-retirada del ser a partir de la idea misma de su re-presentación, en el acontecimiento en que se manifiesta la singularidad de un modelo
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histórico-trascendental de la presencia, y en las condiciones a través de las cuales esta presencia accede a ser develada y representada. En los hechos, la metáfora aparece como la figura fundante de una cierta epocalidad en la historia del ser, de un darse originario que deviene precisamente significable a partir del principio de la representación, y que hace a la exterioridad de la diferencia salir de esa condición que es el estar-presente, para ilustrar en dicho proceso la esencia de su propia temporalidad. De cierta manera, la idea de la representación se devela ya como un elemento decisivo en la historia de la metafísica, y la metáfora no sería sino la forma general que esa representación adquiere a nivel del lenguaje. La posibilidad de re-presentar, de llevar el ser del ente al imperio de la presencia a través de la palabra, haría, en definitiva, de la metáfora la estructura que sostiene a la metafísica en su dimensión propiamente lingüística. “La noción de ‘transposición y de metáfora reposa sobre
la distinción, por no decir la separación, de lo sensible y de lo no-sensible como dos dominios que subsisten cada uno por sí mismo (...) Una separación semejante, establecida así entre lo sensible y lo nosensible, entre lo físico y lo no-físico es un rasgo fundamental de lo que se llama ‘metafísica’ y confiere al p ensamiento occidental sus rasgos esenciales (...) Desde
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el momento en que esta limitación de la metafísica ha sido vista, la concepción determinante de la ‘metáfora’ cae por su
propio peso (...) Lo metafórico no existe, entonces, sino en el interior de las fronteras de la metafísica” (Heidegger
1983: 126). No habría, entonces, metáfora propiamente dicha más allá de las fronteras de la metafísica, y no sería posible la metafísica sin una diferencia originaria que se articula en un principio de representación metafórico. En el lenguaje se expresaría ya a plenitud la esencia misma de la escritura, un modo de la representación, un recurso significante que permite hacer presente aquello que está ausente, ilustrar lo propio a través de su ausencia en lo figurado. La necesidad de representar, de traer a la presencia, es un rasgo singular del lenguaje, de un sistema estructuralmente estructuralmente binario donde las inscripciones adquieren significado a partir de una lectura sobre los signos. Esta distancia, entre inscripción y
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sentido, sería así lo propio del lenguaje, es decir, de un sistema elaborado en base a la ambivalencia que hace a cada palabra singularmente funcional en su articulación con las demás. Lo que Saussure había llamado las ‘diferencias entre significantes’,
es en el fondo para la desconstrucción la premisa gramatológica de la distinción entre el significante y el significado, es decir, el axioma histórico de la diferencia y de un sistema de representación que termina mostrándose como un rasgo distintivo del ser del ente que define a la metafísica. La historia de la metáfora tiende de este modo a confluir en la temporalidad del ser, en un largo proceso que lleva la idea de la representación a su predominio epocal. La representación como modelo de la presencia y del ente tendría en la genealogía de la metáfora una dimensión clave de su particular historia, el devenir que lleva a este modelo de la presencia hasta la consumación y radicalización que es propia del pensamiento moderno. Con todo, “el
hecho de que haya representación o Vorstellung no es, según Heidegger, un fenómeno reciente y característico de la época moderna de la ciencia, de la técnica y de la subjetividad de tipo cartesianohegeliana. Lo que sí sería característico de esta época es la autoridad, la dominación general de la representación, la interpretación de la esencia del ente como
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objeto de representación. Todo lo que deviene presente, todo lo que es, es decir, todo lo que es presente, se presenta; todo lo que sucede es aprehendido en la forma de la representación. La experiencia del ente deviene esencialmente representación. Representación deviene la categoría más general para determinar la aprehensión de cualquier cosa que concierna o interese en una relación cualquiera” (Derrida 1989c: 93 -94). La idea de la representación expone así en sus premisas una cualidad esencial de la metafísica, que tiene a su vez en la metáfora una figura clave —y quizá única— del ser del ente a nivel del lenguaje. De un modo que sería necesario precisar un poco más, la genealogía de la metáfora ilustra una dimensión decisiva en la temporalidad de la metafísica. Los conceptos y dispositivos a través de los cuales la idea de metáfora va elaborándose a lo largo de la historia, llevan a la metafísica a su consumación plena y radical en el mundo de la modernidad. Y esta coincidencia entre ambas nociones es también la expresión de una complicidad trascendental, de un nexo que hace imprescindible volcar la desconstrucción a los estadios que ha recorrido la reflexión sobre la metáfora en la historia del pensamiento, hasta el instante pleno en que su concepto y
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CAPITULO 5
actividad llegarían a develarla en su propia esencia.
La desconstrucción de la metáfora
Metáfora y retirada del ser
Para Derrida, no hay ni habría metáfora posible fuera de los límites de su constitución histórica, de una estructura dual articulada por la lógica de los desplazamientos de sentido; a su vez, no es ni sería posible superar o ‘des-construir’ la noción de metáfora si no es asumiéndola como una categoría establecida a partir de la teoría los tropos, como resultado de su funcionamiento en cuanto figura del lenguaje. Dicho tropo ya implicaría -de hecho- toda una arquitectura conceptual y toda una metafísica adscrita, la formalidad de una analogía que opera sobre la distinción entre lo propio y lo figurado, lo explícito y lo implícito, y que a lo largo del tiempo se ha vestido con el ropaje de categorías y nociones diversas. La desconstrucción de la metáfora se ubica, de este modo, en el espacio inevitable que configura al ser mismo como categoría filosófica, como metáfora -también él- de una presencia y de una ausencia que definen su propia historicidad y que, al hacerlo, marca y recubre la totalidad del campo conceptual de lo metafórico. En los hechos, “toda la lla mada
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historia de la metafísica occidental sería un vasto proceso estructural en el que la epoché del ser, al retenerse, al mantenerse éste retirado, tomaría o más bien presentaría una serie (entrelazada) de maneras, de giros, de modos, es decir, de figuras o de pasos trópicos, que se podría estar tentado de describir con ayuda de una conceptualidad retórica. Cada una de estas palabras -forma, manera, giro, modo, figura— estaría ya en ‘situación trópica. En la medida de esta tentación, ‘la metafísica no sería solamente el
recinto en el que se habría producido y encerrado el concepto de la metáfora, por ejemplo, a partir de una determinación del ser como eidos: ella misma estaría en situación trópica con respecto al ser o al pensamiento del ser. Esta metafísica como trópica, y singularmente como desvío metafórico, correspondería a una retirada esencial del ser: como no puede revelarse, presentarse, si no es disimulándose bajo la especie’ de una determinación epocal, bajo la especie de un como que borra su como tal (el ser como eidos, como subjetividad, como voluntad, como trabajo, etc.), el ser solo podría nombrarse dentro de una separación metafórico-metonímica. Estaríamos tentados entonces de decir: lo metafísico, que corresponde en su discurso a la retirada del ser, tiende a concentrar, en la semejanza, todas sus separaciones metonímicas en una gran metáfora del ser o de la verdad del ser. Esa concentración sería la lengua de la metafísica” (Derrida 1989c: 56-57).
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CAPITULO 5
La metafísica -según esta definición heideggeriana que Derrida retoma aquí — supone una retirada del ser, un retraimiento que oculta su sentido y su temporalidad, y que deja a los entes ocupando su núcleo conceptual. La metáfora, por tanto, no sería más que un síntoma de esa retirada, una figura del lenguaje que a través de sus giros y de sus modos expresa la diferencia entre lo retirado y lo que permanece, entre el ser y el ente, entre lo visible y lo invisible. La metáfora juega así con el desplazamiento y con la analogía, con la ambivalencia propia del significado, pero se mueve principalmente en el espacio de los entes, de las inscripciones, es decir, en la condición estructural de un retiro del ser que permanece oculto en el darse mismo de los signos. Esta concentración del sentido provocada a partir de la semejanza y la desemejanza entre las palabras, deja al ser retirado, olvidado por el efecto de la presencia de los significados que sería puesta en juego en el operar de los significantes. De esta manera, del ser no puede hablarse propiamente, dado que se presenta en la forma general de un olvido; pero de él tampoco podría hablarse
CAPITULO 5 / La desconstrucción de la metáfora
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metafóricamente, ya que el desplazamiento que define a la metáfora no tiene aquí una presencia posible de exponer, sino solo una ausencia y un olvido que habla a través de sus síntomas, de sus signos vitales. En efecto, en la época de la metafísica, el ser se expresa y se expone a través de su ‘retirada, de una ausencia que
hace imposible su nombramiento como algo propio y como algo metafórico. Esta doble imposibilidad sería conducida, por tanto, hasta el concepto mismo de la metáfora, que dispone su diferencia constituyente únicamente sobre el campo delimitable de la presencia y de la ausencia, que es por definición el espacio de los entes que resulta a partir de la retirada del ser. “La retirada del
ser no puede tener un sentido literal o propio en la medida en que el ser no es algo, un ente determinado que se pueda designar. Por la misma razón, como la retirada del ser da lugar tanto al concepto metafisico de la metáfora como a su retirada, la expresión ‘retirada del ser’ no es stricto metafórica” (Derrida 1989c: 59).
sensu
La retirada de la metáfora parece coincidir entonces con la retirada del ser, al menos en su temporalidad y en su forma. Sin embargo, la retirada de la metáfora solo tendría posibilidad de develarse a partir del momento en que la retirada del ser deviene concepto, cuando su propio olvido empieza a hacerse inteligible en su manifestación histórica. La metáfora sería, en sentido es-
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tricto, la expresión de una retirada, pero cuando aquello que permanecía retirado se devela, la metáfora llega al nivel de su propia imposibilidad. La retirada del ser -la metafísica-, hace posible la metáfora; la retirada de la retirada del ser hace posible, a su vez, que la metáfora experimente las
consecuencias de su propio ‘retiro’. ¿Se puede hablar ‘propiamente’ del ser? ¿Se puede hablar del ser ‘metafóricamente’?
Ambas alternativas implican a la metáfora como estructura y, sobretodo, como presuposición ontològica. Y la única respuesta posible para ambas preguntas es sí y no. Sí, en la medida en que fuera de la distinción entre lo propio y lo figurado no hay aproximación posible al ser y a su sentido. No, en la medida en que la propia dualidad entre lo propio y lo figurado supone a la metáfora y, por tanto, implica a la retirada del ser más que a su ‘darse’ como
develamiento. Des-construir a la metáfora deviene entonces des-construir al ser en su epocalidad, a la metafísica en cuanto estructura general de la retirada del ser. ¿Qué queda luego de ‘la retirada’ de la retirada del
ser? ¿Qué queda luego de una metáfora en retirada que intenta expresar lo por definición inexpresable de la retirada del ser? Otra vez, la única respuesta no puede ser única en la medida en que su evidencia supone en sí misma su antípoda: luego de la retirada del ser queda todo y nada. Luego de
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
la retirada de la metáfora queda nada y todo. La escritura, las posibilidades infinitas de la inscripción y de la palabra cruzan y entrecruzan ambas respuestas. La desconstrucción de la metáfora es en esencia una desconstrucción del ser, del ser en su retirada, que es la condición a partir de la cual el ser puede ser pensado. La retirada de la metáfora es a su vez la ‘condición’ que
hace posible que el ser se muestre en su retirada, y esa retirada es la condición para que sea posible des-construir a la metáfora
en el momento y en el proceso de su ‘retiro’. “Si se pretendiese que la ‘retirada -de’ se
entendiera como una metáfora, se trataría de una metáfora curiosa, trastornadora, se diría casi catastrófica, catastrópica: tendría por objetivo enunciar algo nuevo, todavía inaudito, acerca del vehículo y no acerca del aparente tema del tropo. La retirada del ser o de la metáfora estaría en vías de permitirnos pensar menos el ser o la metáfora que el ser o la metáfora de la retirada, en vías de permitirnos pensar la vía y el vehículo, o su abrirse-paso. Habitualmente, usualmente, una metáfora pretende procurarnos un acceso a lo desconocido y a lo indeterminado a través del desvío por algo familiar
reconocible.
‘El
atardecer’,
experiencia común, nos ayuda a pensar la vejez, cosa más difícil de pensar o de vivir, como ‘atardecer de la vida’, etc. Según ese
esquema corriente, nosotros sabríamos con familiaridad lo que quiere decir retirada, y a partir de ahí intentaríamos pensar la retirada
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del ser o de la metáfora. Pero lo que sobreviene aquí es que, por una vez, no podemos pensar el trazo del re-trazo si no es a partir del pensamiento de esa diferencia óntico-ontológica sobre cuya retirada se habría trazado, junto con el reborde de la metafísica, la estructura corriente del uso metafórico” (Derrida 1989c: 60). La metáfora es en sí misma una ‘retirada, el retiro de lo propio hacia lo figurado, que solo es posible a partir de una precon- dición ontològica que es el retiro o la retirada del ser. La retirada es en esencia un desplazamiento (epifora), un desplazamiento del sentido desde lo propio (el ser) a lo figurado (la inscripción, el signo, el ente). La retirada de la retirada del ser supone, por tanto, un desplazamiento a la manera de un ‘retorno’, una vuelta del ser hacia sí mismo, a
partir de la clausura del universo de sentido construido sobre la diferencia entre el ser y el ente (metafísica), entre lo propio y lo figurado (metáfora). Una retirada de la metáfora implicaría así la imposibilidad de seguir pensando al lenguaje y al ser mismo en función de esa diferencia que es propia de la metafísica, del retiro del ser, y que se presenta a lo largo de su propia historicidad como desplazamiento metafórico de lo propio a lo figurado, como diferencia ontològica entre el ser y el ente. De algún modo, podría decirse que, fuera de los límites de la metafísica, el ser retorna a la propiedad de lo propio, pero ello no sería del
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todo adecuado, ya que dicha metáfora supone también una permanencia en el marco de esa distinción que funda al ser como lo propio, y a su olvido como la condición para el desplazamiento hacia lo figurado. De cierta manera, la desconstrucción no podría entonces dejar de insistir en su aporía: en su retirada, en su desplazamiento hacia sí misma, la metáfora pone en evidencia finalmente la me- taforicidad de esa diferencia originaria. Las palabras y el lenguaje en su conjunto dejarían de pensarse a partir de un desplazamiento entre lo propio y lo figurado; la desconstrucción ‘des construye’ dicha diferencia y la expone en
toda su fuerza metafórica, pero a partir de una metáfora en retirada’, que no puede
seguir operando indefinidamente sobre la premisa de la estabilidad y la permanencia de su propio concepto. La desconstrucción asume así que no es posible pensar dicha metáfora fundante sino es desde el horizonte de lo metafórico, aunque sea el de una metáfora en retirada. Dicha metáfora, la metáfora de la metáfora, quedaría finalmente develada como resultado de su propio desplazamiento, cruzada, o más bien atravesada, por su límite. “Bajo su forma más
pobre, más abstracta, el límite sería el siguiente: la metáfora sigue siendo por todos sus rasgos esenciales, un filosofema clásico, un concepto metafísico. Es tomada pues como el campo de una metaforología
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general que la filosofía querría dominar. Es el resultado de una red de filosofemas que corresponden en sí mismos a tropos o a figuras y que son contemporáneos o sistemáticamente solidarios entre ellos. (...) Si se quisiera concebir y clasificar todas las posibilidades metafóricas de la filosofía, una metáfora, al menos, seguiría siendo siempre excluida, fuera del sistema: aquella, al menos, sin la cual no sería construido el concepto de metáfora, o, para sincopar toda una cadena, la metáfora de la metáfora. Esta metáfora, además, permaneciendo fuera del campo que permite circunscribir, se extrae o se abstrae una vez más de ese campo, se sustrae a él pues como una metáfora me nos” (Derrida 1989a: 259). Bajo el imperio aún de esta aporía histórica, la desconstrucción solo habría podido moverse en el campo de ‘lo figurado’, buscando dejar atrás la presuposición metafísica de que es posible un desplazamiento a partir de lo propio, y que sería posible, por tanto, detener dicho desplazamiento y ubicarse en la plenitud de lo propio como tal, en el ser como presencia plena, más allá de la epífora que define su desplazamiento inicial. En rigor, para la desconstrucción ‘no existe’ lo propio en
sentido estricto, solo lo figurado, es decir, aquello que es puesto en juego en ese vasto proceso en el que se articulan la escritura y la lectura. Pero cuando la premisa ontològica de ‘lo propio’ deja de existir, desapare ce
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también su diferencia con ‘lo figurado’, se
diluye la dualidad misma que constituye ambas categorías y se abre el universo de la creación y recreación infinita de lo textual a partir de la escritura y de la lectura. Sin la premisa de esa diferencia, la metáfora cae definitivamente en la plenitud de su retirada, del mismo modo como el cierre histórico de la metafísica hace posible pensar el sentido del ser más allá de la diferencia ontològica: pre-sintiendo el límite innombrable impuesto por la dualidad constituida en torno a la separación del ser y el ente, y de su posterior olvido. Signos que remiten a signos: desplazamiento interminable de inscripciones creadas y recreadas en el proceso de escribirleer. Como en la Biblioteca de Babel, un mundo puramente textual, conformado en el proceso infinito de escribir leyendo y de leer escribiendo. No sin un cierto vértigo, esa ‘diferencia’ entre escri tura y lectura cae también a partir de la hipótesis gramatológica que la desconstrucción pone en movimiento. No habría ya diferencia entre escribir y leer. La huella define un universo textual sin alteridad. El ser, esa metáfora constantemente recreada en la historia de la filosofía, no sería al final nada más que el desplazamiento inicial que recorre a los signos desde el momento mismo en que son puestos en circulación en cada acto de escribir-leer. De cierta manera, la desconstrucción busca sacar a los signos de
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su alteridad fundante, hacer del desplazamiento que define a lo figurado del signo un espacio de indistinción entre lo propio y lo figurado, entre lo que permanece y lo que se desplaza. Y es precisamente en ese desplazamiento que define al acto de escribir-leer donde esa diferencia se borra, donde ya no es posible establecer la distinción entre lo que permanece (la escritura) y lo que se desplaza (la lectura). En su originalidad constituyente, la desconstrucción no sería más que una lectura de la escritura, una reescritura que se lee a sí misma en función de sus claves retóricas, y una relectura que se escribe a sí misma como potencialidad interminable. Dado que el signo como tal es, en el fondo, una huella, la evidencia de un desplazamiento, solo a partir de su desaparición como metáfora de una presencia y de una propiedad, podría hacerse evidente que no hay escritura sin lectura, y que no se puede leer sin estar a su vez escribiendo. Lo propio del signo, la escritura misma, nunca existiría por sí sola, separada de los procesos de lectura. Pero en la medida en que la lectura no es una propiedad ni una presencia sino solo un desplazamiento, la huella de una huella, únicamente sobre esa doble ‘borradura sería posible la descons trucción como procedimiento de escribir y de leer. La estructura aparente de lo escrito requiere entonces el estar des-estructurada por una lectura, para que el sentido pueda aflorar como un acontecimiento irreductible.
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Todo estaría puesto en juego en ese instante precioso en el que escritura y lectura se diluyen al tocarse una a la otra. La totalidad del ser y de lo real no sería más que ese instante de comunión y de disolución del sentido en su propia metaforicidad, en su desplazamiento inevitable: “presencia que
desaparece en su propio resplandor, fuente oculta de la luz, de la verdad y del sentido, borradura del rostro del ser, éste sería el retorno insistente de lo que sujeta la metafísica a la metáfora” (Derrida 1989a: 307). La muerte de la representación
La retirada de la metáfora, su disolución en la formalidad abstracta de la escritura, es un paso que ocupa un lugar central en la ‘retirada’ de la retirada del ser, en el proceso
concluyente de la metafísica entendida como retiro y olvido de las condiciones que definen la temporalidad de la presencia. La metáfora alcanza así su imposibilidad en el instante paradójico de su extensividad transgresora, cuando sus efectos sobre la escritura y el lenguaje rompen finalmente con su causa y con su razón histórica, cuando se ha trizado el principio metafísico que la sostiene desde su origen como concepto. El orden metafórico termina de este modo por abstraerse de la estructura lingüística y “se
retira de ésta en el momento de su más invasora extensión, en el instante en que
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desborda todo límite. Su retirada tendría entonces la forma paradójica de una insistencia indiscreta y desbordante, de una remanencia sobre-abundante, de una repetición intrusiva, dejando siempre la señal de un trazo suplementario, de un giro más, de un re-torno y de un re-trazo en el trazo que habrá dejado en el mismo texto”
(Derrida 1989c: 37-38). La retirada de la metáfora viene a exponer en su generalidad la crisis de un modelo de la presencia, el debilitamiento de un concepto de propiedad que se había configurado según los modos históricotemporales de la representación como forma del pensamiento metafísico. La idea de la representación supone ya, de hecho, una puesta en el presente, un disponer a la presencia (lo propio) como re-presentada por la presentación, en un desplazamiento significante que va desde la inmanencia de esa propiedad hasta la trascendencia de su figura o imagen representante. La estructura de esta representación habría conducido entonces bajo su alero todo el recorrido histórico de la metáfora en cuanto tropo del lenguaje, como dispositivo de un deslizamiento del sentido que transita entre lo propio y su presentación, entre la presencia y su figura representante. La metáfora queda, de este modo, inevitablemente sometida al orden de la representación, a una lógica del signo que fija la frontera entre lo metafórico y lo no-
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metafórico, entre el sujeto de la representación y el objeto representado. La metáfora es, en esencia, un tropo donde la singularidad del desplazamiento que define al signo busca hacerse evidente por sí mismo, pero donde a su vez se oculta y se olvida la naturaleza tropològica del signo como tal. Su finalidad consistía así en hacer posible que el campo de lo propio y de lo figurado puedan configurarse y permanecer como un reducto inviolable, como una premisa ontològica que se mantiene bajo el manto de su propio olvido, en la medida en que la diferencia entre lo propio y lo figurado queda acotada y reducida a la distinción formal entre lo metafórico y lo no-metafórico. Con todo, si la metáfora es todavía posible, si fuera aún pertinente pensar la diferencia entre lo metafórico y lo nometafórico en el horizonte del lenguaje, sería porque la metáfora sigue exponiendo en toda su evidencia un desarraigo constituyente, y porque logra mantener relegado dicho desarraigo a una condición olvidada en su fundamento. En ello radicaría el secreto de la implicación estratégica que es propia de lo metafórico: en mostrarse como un tropo singular y diferenciado en el campo general de la significación, haciendo que la diferencia entre lo propio y lo figurado, entre lo implícito y lo explícito, quede únicamente acotada y reducida a la metáfora en cuanto tal.
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La desconstrucción de la metáfora no habría tenido entonces más alternativa que avanzar hacia una crítica de la metafísica del signo como instancia determinante en la disolución de la metáfora. Solo en dicho proceso el signo habría podido traspasar el umbral de su propia constitución metafórica, para poner en evidencia la singularidad de la metafísica como estructura general de la representación. La extensión de este desplazamiento que es propio de la representación hacia la formalidad misma del signo llevaría necesariamente a concluir que éste no es también más que una metáfora, una metáfora de la metáfora, cuya particularidad semántica es acotar la epifora entre lo propio y lo figurado a los límites del lenguaje metafórico, logrando eludir así el develamiento de la naturaleza metafórica de los procesos
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de significación en general. En efecto, “la
astucia de la forma (el signo) consiste en ocultarse continuamente en la ‘evidencia’ de
sus contenidos. La astucia del código es ocultarse y manifestarse en la evidencia del valor. En la ‘materialidad’ del contenido es donde la forma consuma su abstracción y se
reproduce como forma. En esto consiste su magia: jugando a la vez sobre la producción de los contenidos y de las conciencias para recibirlos (del mismo modo que la
‘producción’ produce a la vez los ‘productos’ y las ‘necesidades’ que a éstos
corresponden), instalando una trascendencia dual de los valores (de los contenidos) y de las conciencias, genera al final toda una metafísica del intercambio entre ambos términos” (Baudrillard 169).
El signo lingüístico tiene su fundamento en el principio de la representación, en una diferencia trascendental que opera al interior del signo mismo y que hace posible la separación entre lo metafórico y lo nometafórico. El olvido del ser posee, de este modo,
uno
de
sus
‘síntomas’
en
la
imposibilidad de ver dicho desplazamiento como un resultado inherente al signo mismo, como un elemento de la estructura binaria sobre la cual se gesta un orden sin fin, como diferencia entre la presencia y su representación, entre lo propio y lo figurado. Así, para que exista metáfora, para que la epífora que define al deslizamiento semántico sea posible como singularidad lingüística, es
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necesario que dicho deslizamiento quede reducido a la metáfora, y que el signo pueda conservar para sí la fuerza de un principio de representación que salva a la presencia de su propio abismo (ab-grund). De alguna manera, toda la complicidad históricotrascendental que Heidegger observa entre metáfora y metafísica tendría allí su sustento culminante. La deriva concluyente a la que llega la desconstrucción es, en este punto, categórica y decisiva: sin metáfora no hay signo posible, ya que el signo es, en esencia, una metáfora de la metáfora. A su vez, la retirada de la metáfora debe permitir que las categorías propias de la estructura del signo (significante, significado, referente) se abran a su análisis crítico, a su develamiento estratégico, lo que conduce a la metafísica a observar las implicaciones que su olvido trascendental tienen sobre el campo lingüístico. Lo que se hace al fin visible en síntesis es que “la distinción entre
el signo y el referente fenoménico no existe sino solo para la visión metafísica que idealiza y abstrae a la vez el signo y el mundo vivido, el uno como forma, el otro como contenido, en su oposición formal. Al pretender falsas distinciones, no puede resolverlas sino por falsos conceptos. Pero estas distinciones son estratégicas y eficaces, y resolverlas (romper la irrealidad mágica de estos conceptos), que sería la única manera de resolver el falso problema de lo arbitrario
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y de la motivación del signo, es también romper la posibilidad de toda semiología” (Baudrillard 180-181). La desconstrucción de la metafísica del signo tiene entonces, como corolario inevitable, a la crítica de la metáfora y a su fundamento ontològico. Y este ‘desgaste crítico’ del modelo de la represen tación compromete a la larga no solo a la metáfora, sino a la semántica misma como estructura binaria, como premisa de toda proyección de sentidos fundada en presuntos referentes ‘reales’.
La retirada de la metáfora se transforma, de esta manera, en la condición histórica que hace posible des-ocultar la temporalidad de la representación como forma general del deslizamiento metafórico. Si la diferencia ontològica había tendido a reproducirse no solo como ámbito de la dualidad de lo metafórico y lo no-metafórico, sino principalmente como diferencia entre significante y significado, es porque toda su arquitectura conceptual se resumía en el principio de dicha posibilidad. La metafísica como olvido de la diferencia no solo mantiene siempre implícitos sus alcances decisivos, sino también a la temporalidad que explica la tensión y el dinamismo de su epifora constituyente. Al proyectar la imagen de una presencia ‘inmóvil’, a-temporal, la diferencia ontológica borra toda posibilidad de aproximarse a la lógica del desplazamiento como tal. Pero la diferencia no puede seguir siendo pensada como un
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principio originario, ya que quedaría de nuevo sometida al olvido del cual proviene, a la necesidad de un fundamento trascendental para lo ya diferenciado. “Cuando la diferencia se halla subordinada
por el sujeto pensante a la identidad del concepto (aunque esa identidad fuera sintética), lo que desaparece es la diferencia en el pensamiento, esa diferencia de pensar con el pensamiento, esa genitalidad de pensar, esa profunda fisura del yo que lo lleva a pensar tan solo su propia pasión y hasta su propia muerte en la forma pura y vacía del tiempo. Restaurar la diferencia en el pensamiento es entonces deshacer ese primer nudo que consiste en representar la diferencia bajo la identidad del concepto y del sujeto pensante” (Deleuze 200 2: 394). En efecto, si hay un espacio en el campo conceptual para que la identidad de lo propio pueda desplazarse y ‘repetirse’ en la
forma de una representación, es porque la diferencia ya está activada por el pensamiento, por un dispositivo abstracto que singulariza a las entidades en función de su principio de identidad y, simultáneamente, porque es todavía posible que la abstracción opere sobre la semejanza y la desemejanza, estableciendo las condiciones lógicas que hacen viable los desplazamientos de significados. La premisa de que el desplazamiento y la repetición son realizables trae a la mano la dualidad entre una identidad ‘fija y sus
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posibles representaciones. Inaugurar la operatividad de un deslizamiento ya supone, de hecho, proyectar un modelo de lo propio y las formas de su repetición. Para la lógica de la huella, en cambio, la repetición no podría ser el resultado de un desplazamiento desde lo propio a sus expresiones y sus metáforas, sino el acto mismo que define a la propiedad de lo propio. Lo propio ya sería en su origen una repetición, el acto inaugural que funda a la inscripción a partir de su repitencia semántica y no de su ‘quietud pre lingüística’, un desplazamiento que no posee
principio ni conclusión en las singularidades de una presencia ‘original’. En la medida que ‘el origen’ es ya en sí mismo una huella, un
repitencia sin fondo, el signo como inscripción solo buscaría llenar una ausencia ancestral, no logrando sin embargo fundarla ni explicarla a partir de esa presencia que es el signo mismo. En rigor, lo repite una y otra vez interminablemente y al hacerlo, funda al desplazamiento semántico como la forma general del ser y del lenguaje. La repetición no sería en sí misma más que un desplazamiento sin objeto, la forma pura del movimiento del sentido, por lo que el signo no podría ser sino un síntoma y una expresión de sí mismo, la metáfora de un ser que es también, en el mismo proceso, el ser de una metáfora. La repetición tiende a plasmar a la realidad a través del movimiento y la insistencia de los signos sobre su propia
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mecánica binaria. Pero no porque ellos se realicen sobre algo (la presencia, lo propio), sino porque dicho movimiento e insistencia logran al final cristalizar una realidad cuyo cuerpo, cuya forma general, son las representaciones mismas, es decir, el deslizamiento puro. La repetición no tendría entonces otra forma de ‘aparecer’, de
acontecer, que no sea su propio desarraigo original, el ser signo de un signo que se repite sin fin, y que recorre la totalidad de lo real en una fusión dinámica y constante entre forma y contenido. Cruce y entrecruzamiento de repeticiones que fundan el espacio-tiempo y no ya copias que aspiran a reflejar un original. La repetición implicaría ya a la diferencia, pero ésta no acontece como distancia entre el original y la copia, sino entre las repeticiones puras. El ser del lenguaje no es una inmanencia que refleja a un ser nolingüístico, sino una diferencia que es ya una repetición del acto diferencial que funda al lenguaje como mera repetición. Bajo el imperio de la metafísica, la repetición sueña incansablemente con el fantasma de una presencia originaria y
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“lo negativo se hace principio y agente.
Cada producto del funcionamiento adquiere autonomía. Entonces se supone que la diferencia no vale, no existe y no es pensable sino en un Mismo preexistente que la comprende como diferencia conceptual, y que la determina por oposición a los predicados. Se supone que la repetición no vale, no existe y no es pensable sino bajo un Idéntico que la plantee a su vez como diferencia sin concepto y que la explique negativamente. En vez de captar la repetición desnuda como el producto de la repetición vestida, y a ésta, como la potencia de la diferencia, se hace de la diferencia un subproducto de lo Mismo en el concepto; de la repetición vestida, un derivado de la desnuda, un subproducto de lo idéntico fuera del concepto. Es en un mismo medio, el de la representación, donde la diferencia es planteada, por una parte, como diferencia conceptual; y la repetición, por otra parte, como diferencia sin concepto” (Deleuze
2002: 443).
La diferencia y la repetición se vuelven de este modo intercambiables en un eterno juego de espejos contrarios, donde el desplazamiento y el entrecruce del sentido hace de la metáfora un signo y del signo una metáfora. Idas y venidas entre fundaciones recíprocas, huellas que se intersectan y se acompañan hasta el punto de constituirse en identidades y en diferencias. Pero la repetición insiste en su ser: el cuerpo no es
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anterior a sus gestos, el sentido no es anterior a las palabras, el signo no es anterior a la metáfora. El exceso es la diferencia que se repite como alteridad de lo propio en la diferencia, el desplazamiento fundante de la repetición y de su exceso interminable. Una primera repetición ya es en sí misma una segunda, la segunda es ya la tercera, etc., puesto que no puede haber repeticiones originales’, es decir, an teriores a la huella misma. La diferencia solo se da en el lenguaje, ya que éste es el campo propio de la repetición, del desplazamiento y del exceso que funda a la diferencia: “una sola y
misma voz para todo lo múltiple de mil caminos, un solo y mismo Océano para todas las gotas, un solo clamor del ser para todos los entes. Siempre que se haya alcanzado para cada ente, para cada gota y en cada camino, el estado del exceso, es decir, la diferencia que los desplaza y los disfraza, y los hace retornar, volviéndolos sobre su extremidad móvil” (Deleuze 2002: 446).
Esa extremidad móvil, ese cuerpo activo y reactivo del ser que es a la vez su rostro y su máscara, su desnudez y su vestimenta, no sería otro que la escritura misma. Corolario: respuesta a Ricoeur
La metáfora viva no se resigna a dejarse llevar por la evanes- cencia inevitable de una metáfora muerta o ‘gastada’. Epifanía de una
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nostalgia que no termina de aceptar que no haya más que palabras o que -al final- dé lo mismo, si lo que hay no puede expresarse sino a través de ellas. O la realidad existe y es intrínsecamente expresable o estamos en el desvarío de la nada: destino nihilista que, en opinión de Ricoeur, nos dejaría prisioneros de las rigideces de la deducción analógica, encerrados en la circulari- dad de la semejanza y la desemejanza, en la tautológica remisión de significados que hablan de sí mismos. No: la metáfora viva no acepta que todo presupuesto ontològico pueda ser desconstruido porque ello implicaría abrir las puertas al infinito de una nada irreductible; perder la substancialidad de lo propio que está implicada en la distinción aristotélica entre potencia y acto, entre esencia y accidente, para concluir que las palabras solo remiten unas a otras. Frente a ello, en cambio, la metáfora viva apela a un principio generativo donde “la polisemia
reglada del ser ordena la polisemia en apariencia desordenada de la función predicativa como tal. De la misma manera que las categorías distintas de la sustancia son ‘predicables’ de la sustancia y -asíaumentan el sentido primero del ser, de la misma manera, para cada ser dado, la esfera de la predicabilidad presenta la misma estructura concéntrica de alejamiento a partir de un centro ‘sustancial’, y de crecimiento del sentido por adjunción de determinaciones”
(Ricoeur 388).
CAPITULO 51 La desconstrucción de la metáfora
Para Ricoeur, en el fondo, si es todavía
posible pensar a la metáfora como Viviente’
es precisamente porque dicha figura no puede ser relegada y restringida a una mera distribución lógica de referencias, sino que mantiene en su horizonte una referencialidad que insiste en la estabilidad de una base ontològica. Esta base saltaría de hecho por encima de la analogía, de la atribución y la proporción a partir de las semejanzas, para terminar remitiendo por participación a un centro sustancial’ que permanece estable y
neutro, más allá de las diferencias que el mismo procedimiento analógico dejaría al descubierto. Para el trabajo que la metáfora viva pone en movimiento, “se trataría de
demostrar que el paso a la ontologia explícita, requerido por el postulado de la referencia, es inseparable del paso al concepto, requerido por la estructura de sentido del enunciado metafórico” (Ricoeur 443). Contra esa premisa, la desconstrucción opera un giro lógico que es, a la vez, un giro conceptual: el postulado de una ontologia explícita que sostiene al principio de referencia sería en sí mismo un efecto de sentido, una estructura significante que busca justificar el encadenamiento de la polisemia a una unidad de contenidos referencial. Si para Ricoeur “los recursos de siste- maticidad implicados por el juego de las articulaciones del pensamiento especulativo sustituyen a los recursos de
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Ontologia de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
esquematización implicados por el juego de la asimilación predicativa” (Ricoeur 450), para la desconstrucción es este último juego de asimilación predicativa’ lo que requiere al final de un conjunto de recursos cuyo fundamento se encuentra únicamente en la esquematización propia del pensamiento especulativo’.
La asimilación predicativa presupone un ‘sujeto implícito’, que Ricoeur
no hace sino remitir por analogía a un
‘nucleo sustancial’ que define el horizonte de la referencia, y es esa ‘ontologia explícita’ la que termina por ‘esquematizar’ al conjunto
del orden metafórico. De alguna manera, Ricoeur asume ‘explícitamente’ su negativa a renunciar a dicho presupuesto, en la medida en que considera que pensar o desconstruir dicha ontologia explícita limitaría a la larga las posibilidades de una metáfora que responda a las reglamentaciones de un
orden especulativo: “en efecto, la relación del lenguaje con su otro -la realidad—, concierne
a las condiciones de posibilidad de la referencia en general, por lo tanto, de la significación del lenguaje en su conjunto. Pero la semántica solo puede alegar la relación del lenguaje con la realidad, no pensar esta relación como tal” (Ricoeur 452). Este punto es decisivo ya que a partir de él la desconstrucción gira hacia la pregunta por los implícitos de todo presupuesto ontològico, mientras la metáfora viva decide descansar sobre la solvencia a priori de dicho presupuesto. La desconstrucción ve en él un
CAPITULO 51 La desconstrucción de la metáfora
límite formal impuesto al lenguaje ‘desde fuera’, desde lo ‘otro’, que resta potencia
creadora al trabajo de la reescritura, que, por definición, es siempre inaugural e inédito. Así, si hay un antecedente que pueda ser entendido como una esquematiza- ción a priori en dicho proceso, este procedería no
de un ‘núcleo sustancial’ u ‘ontologia explícita’, sino únicamente de un hori zonte
de sentidos articulado en torno a las singularidades de un lenguaje y de sus juegos posibles. Si para Ricoeur “la pretensión de mantener el análisis semántico en una suerte de neutralidad metafísica expresa solamente la ignorancia del juego simultáneo de la metafísica inconfesada y de la metáfora usada” (Ricoeur 428), para la desconstrucción, todo orden metafórico debe aspirar a la confesión de su metafísica implícita y explícita, único camino en el que se hace posible entender la naturaleza de lo metafórico en general, y de sus inevitables conexiones y resonancias ontológicas.
CAPITULO 5/La desconstrucción de la metáfora
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La diferencia primera entre desconstrucción y metáfora viva radicaría entonces en el valor ontológico de dicho presupuesto, en su aceptación o rechazo como premisa de una realidad signifi- cable y significada, aunque sea metafóricamente; o, de una significación que no requiere de una realidad extralingüística para justificarse como tal. Frente a esta disyuntiva, la opción de Ricoeur no deja lugar a dudas: “cuando
hablo, sé que algo es traído al lenguaje. Este saber ya no es intralingüístico, sino extralingüístico: va del ser al ser dicho, al mismo tiempo en que el lenguaje mismo va del ser a la referencia. Kant escribía: es necesario que algo sea para que algo aparezca’; nosotros
decimos: es necesario que algo sea para que algo sea dicho’ (...) Esta proposición hace de
la realidad la categoría última a partir de la cual el todo del lenguaje puede ser pensado, aunque no conocido, como el ser-dicho de la realidad” (Ricoeur 454).
Para la desconstrucción, por su parte, no se requiere de ninguna realidad intrínseca o trascendental para que algo pueda ser dicho’, y esa es en el fondo la razón que hace posible la infinita plasticidad creadora del lenguaje, de un lenguaje que, finalmente, ya no tiene sentido seguir distinguiendo corno metafórico o no-metafórico: no habría más realidad que la escritura que se lee a sí misma, que la lectura que se reescribe interminablemente. Por ello, no se necesita de la substancialidad de una realidad legible
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ni de un yo a priori escritor o lector; basta con la evidencia del acto de leer y de escribir a la vez, del acto puro, ya que en cada oportunidad que salimos a buscar un ‘núcleo sustancial’, lo único que encontramos es el
acto de releer y reescribir, un acto en el cual no es necesario establecer como premisa la idea de una realidad leída o de un sujeto que la escribe. Para la desconstrucción, en definitiva, tal presupuesto no es necesario ni menos, inevitable, sino solo como expresión de una presencia metafísica justificada en función de intencionalidades exteriores al propio texto, y que dan origen a un texto nuevo y distinto. Ese presupuesto que la metáfora viva acoge y requiere para su propia explicación, es algo que la desconstrucción no acepta sino como algo que debe, a su vez, ser explicado y explicitado. Ahí donde la metáfora viva afirma que “es necesario, pues, quebrantar el reino del objeto para dejar ser y dejar decirse nuestra pertenencia primordial a un mundo que
habitamos”
(Ricoeur
456),
la
desconstrucción no ve más que el último reducto de una nostalgia trascendental, de una exterioridad inmanente, en la que se mantiene y se reproduce al final un orden de coordenadas contextúales, únicamente justificadas para dar cuenta a posteriori de los resultados de un juego de lenguaje. Entre estos juegos de lenguaje está también, y sin duda, la denotación, la premisa de una realidad denotada, propia y
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exterior a las palabras que la nombran. Pero cuando esa premisa es puesta en juego, deja de ser objeto de interrogación y se convierte en una mera formalidad activa, es decir, en una forma que es al mismo tiempo su propio contenido, un sistema significante que al llenar la totalidad de su campo, pasa a ser él mismo su significado presupuesto. Lo denotado se viste así con el ropaje de lo propio y proyecta al lenguaje como su copia, como su desdoblamiento posible y su desplazamiento constante. El lenguaje establece, entonces, las coordenadas semánticas de un acto fundante: del referente a su original y del original a la copia. Así, sobre los signos se presupone aquello que está bajo los signos; las inscripciones pasan a conformar un pliegue que la conciencia vuelve significante en la medida en que la refiere a una exterioridad para sí misma, pero cuya mediación está atrapada por una cadena hecha únicamente de palabras. La proyección del significante borra la introyección del significado y con ello, el hecho decisivo de que la conciencia se ha vuelto conciencia solo de sí misma. “En
este sentido, cualquier conciencia, incluida la percepción, es alucinatoria: uno nunca tiene una alucinación del modo como uno tiene un pie dolorido por haber dado una patada a la piedra proverbial. Al igual que la hipótesis del ensueño deshace la certeza del estar dormido, la hipótesis, o la figura, de la alucinación deshace la certeza sensorial. Esto significa —en términos lingüísticos-, que es
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imposible decir si la prosopopeya es plausible debido a la existencia empírica de sueños y alucinaciones, o si uno cree que cosas tales como los sueños y las alucinaciones existen porque el lenguaje permite la figura de la pr osopopeya” (De Man 80-81). La desconstrucción opera precisamente sobre esta hipótesis y condena toda proyección significante de un supuesto núcleo sustancial’ a la imposibilidad de
establecer su condición real o alucinatoria. De alguna manera, lo que intuye es que las palabras, en su articulación dinámica, introyectan su propia exterioridad, fundan el sentido como una realidad desdoblada y hacen pasar por alto la singular alucinación en que resulta este proceso creativo. Letra a letra y palabra a palabra, el lenguaje elabora una extensión paralela, que la conciencia remite luego en su propia operación a un paralelismo fundante. El significado no sería entonces algo encontrado’ sino algo creado’ por dicho procedimiento, y por tanto, ello puede ser alterado en la medida en que el procedimiento mismo es alterado por otro: “la relación entre la palabra y la frase es
como la relación entre la letra y la palabra, esto es, la letra no tiene significado en relación a la palabra, es a- semos, no tiene significado. Cuando deletreas una palabra dices un cierto número de letras sin significado que luego se unen en la palabra, pero la palabra no está presente en cada una
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de las letras. Las dos son absolutamente independientes entre sí. Lo que se nombra aquí es la disyunción entre gramática y significado, Wort y Satz, es la materialidad de la letra, la independencia o el modo en que la letra puede alterar el significado ostensiblemente estable de una frase e introducir en ella un desliz por medio del cual ese significado desaparece, se desvanece, y por medio del cual se pierde todo control sobre ese significado” (De Man
137-138). El significado es, en definitiva, la ambivalencia y la polisemia que se expresa en dicha pérdida de control, en el paso asémico de la letra a la palabra, de la palabra a la frase y, por último, de la frase a la actividad des-constructiva que define y supone un procedimiento de lectura. Cada uno de esos elementos y cada uno de los pasos va entretejiendo una totalidad de sentidos que no existe en cada una de las partes y procedimientos por separado, y que menos puede existir aún en una realidad separada y exterior a esa totalidad dinámica y siempre contingente que es el lenguaje usado. Si hay una realidad material irreductible a la cual hacer referencia, esa no sería otra que la construida por las propias inscripciones, por las huellas físicas, oídas, observadas, palpadas, que se reescriben en el proceso de la lectura, proceso donde “los ojos, los oídos
y la piel se tratan como separados pero iguales, sin tensión dialéctica entre ellos” (De
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Man 81). La materialidad del lenguaje no clausura sino, por el contrario, abre la plasticidad inefable de la significación, hace posible que cada nueva lectura suponga siempre un nuevo desliz, que a cada paso va borrando la línea que aparentemente separa lo literal de lo no-literal. En este punto, a la vez infinito e infinitesimal, la metáfora encuentra su epífora constituyente, los ecos de su desplazamiento sin fin, su ecuación perfecta con la literalidad presunta, con esa lectura que, asumiéndose siempre como la primera, descubre al final que nunca puede ser la última. Y una de las consecuencias de esto
es
que
“mientras
hemos
estado
acostumbrados tradicionalmente a leer la literatura por analogía con las artes plásticas y la música, ahora debemos reconocer la necesidad de un momento no perceptivo, lingüístico, en la pintura y en la música, y aprender a leer cuadros en lugar de imaginar significados (...) Si la literalidad no es una cualidad estética, tampoco es principalmente mimética. La mimesis se vuelve un tropo entre otros, donde el lenguaje decide imitar una entidad no verbal como la paronomasia ‘imita’ un sonido sin ninguna pretensión de
identidad (o reflexión sobre
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la diferencia) entre los elementos verbales y los no verbales” (De Man 22). Sobre esa in diferencia entre lo escrito y lo leído, entre lo verbal y lo no verbal, la desconstrucción se desplaza haciendo que el acto de la lectura solo pueda dar cuenta de sus efectos, de sus efectos sin causa, y por tanto, sin necesidad de plantearse una supuesta substancialidad del autor, del lector y, menos aún, de un referente no-textual. Del imperativo metafísico de la identidad y de la necesidad de un nombre para el ente, la desconstrucción se traslada a la mera evidencia de una actividad, a una dinámica ‘insustancial’ donde las palabras ya no
alucinan con su exterioridad, sino que se refieren circularmente unas a otras, en un acto único, irrepetible y por definición, irreductible. Nada ya de referentes sensibles o textuales, de exterioridades contrastables o
de ‘núcleos sustanciales’: sólo escrituras sin
autor que devienen en lecturas sin lector; anulación del espacio y del tiempo entre el decir y el querer- decir, fin de la nostalgia de una literalidad demasiado segura de sí misma y de una epífora que podría detener en algún punto su desplazamiento y retornar a la tranquilidad de su lugar propio. La referencia no es, en definitiva, algo que pueda ser explícitamente mostrado por las palabras, sino un implícito que circula entre ellas. Y la circulación es la condición propia del sentido, el desplazamiento que funda a la metáfora como aquella in-quietud que
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acompaña al acto de leer. La epífora es, al final, la evidencia de la imposibilidad de una escritura sin lectura, el destello irrepetible de una lectura sin rostro y sin espejo, que solo puede aspirar a ser fiel a su propia genealogía. La metáfora es el acto de una lectura en movimiento, el no-lugar donde el sentido se devela como el ser de la nada, pero también, como la nada del ser, su colusión, su unidad fragmentaria, el fragmento de una acción sólo infinitesimalmente unitaria. En rigor, la metafísica obtenía su consistencia al creer que un texto podía hacer referencia a una realidad no textual. La desconstrucción, en cambio, fusiona esa dualidad entre la nada y el ser haciendo que toda referencia sea horizontal e interna, y que toda explicación respecto a las condiciones o resultados de una lectura sea ya una ‘lectura’ nueva, que
puede o podría ser explicada hasta el infinito. Es cierto: nada impide que juguemos a establecer las condiciones extratextuales de un texto, su pretexto y su contexto. Pero ese juego de lenguaje es ya en sentido estricto otra lectura, un procedimiento aceptado en función de una cierta regla que hace que la lectura se reinicie definiendo un nuevo marco y constituyendo un nuevo ‘objeto’. Y así
como nada impide dicho paso, nada lo obliga ni lo hace necesario, lo que implica que cualquier otra lectura, cualquier otro juego y cualquier otra regla, puede ser utilizado para leer y desconstruir una nueva textualidad. Quizá, la única exigencia mínima
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es una soportable consistencia en el uso de la regla, pero incluso dicha exigencia o dicha consistencia puede ser también objeto de una lectura y de una desconstrucción de sus implícitos. He ahí un límite que más que exigir o imponer una clausura, supone más bien una apertura de horizontes, donde nuevos sentidos e inéditos significados pueden ir haciéndose visibles y alimentando la riqueza del ser escrito. Así, cuando hemos llegado ya al límite de lo indecible, cuando hemos golpeado el último muro de lo que puede ser dicho, no surge la necesidad de callar como creía el Wittgenstein del Tractatus, sino de volver a leer una vez más, de volver a poner en juego reglas inéditas y procedimientos originales. Desconstruir implicaría, entonces, fundar y desfundar al mundo a través de esa constante reescritura que se lee interminablemente, y donde todo cabe porque no contiene en esencia nada salvo a sí misma. La desconstrucción buscaría leer desde esos presupuestos, desde lo implícito, no para agotar y contrastar una lectura, sino para llevarla a una espiral sin término predefinido. Ello es también una puesta en juego, el despliegue de una regla que más que la última atadura del ser, puede ser pensada o ‘leída’ simplemente como la
máxima potencia de su soberanía.
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NOTA FINAL
Le recordamos que este libro ha sido prestado gratuitamente para uso exclusivame nte educacional “Es
detesta, algo, n pr
tienen los que, sabiendo 'e esos conocimientos ”. — Miguel de
Unamuno bajo condición de ser destruido una vez leído. Si es así, destrúyalo en forma inmediata. is publicaciones visite: r.lecturasinegoismo.com acebook: Lectura sin Egoísmo Twitter: @LectSinEgo Instagram: Lectura_sin_Egoismo o en su defecto escríbanos a:
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