NOTA
Terry Eagl eton nació en Salford, Lancashire, Inglaterra, en 1943. Se doctoró en el Trinity Trinity College de Cambridge. Enseñó teoría literaria y teoría cultural en Cambridge, en Oxford y en la Universidad de Manchester. Su obra integra a los estudios culturales, desde la crítica marxista, con la teoría literaria y el psicoanálisis. A su vez, tiene como una de sus principales preocupaciones la cuestión teológica, de la que ha brindado numerosas conferencias. Entre sus múltiples obras cabe mencionar Una introducción a la teoría literaria , La función de la crítica , La estética como ideología , Walter Benjamin, o hacia una crítica revoluciona- ria , Las ilusiones del posmodernismo , La idea de cultura , Después de la teoría , Marx Tenía Razón , entre otros títulos.
Este artículo fue publicado originalmente como «It is not quite true that I have a body, and not quite true that I am one either» (crítica de Body Work , de Peter Brooks) en la revista London Review of Books , 27 de mayo, 1993.
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No es del todo cierto que yo teNga uNo, y que yo sea uNo tampoco lo es.
Pronto habrá más cuerpos en la crítica contemporánea que en los campos de Waterloo. Miembros destrozados, torsos atormentados, cuerpos estampados o encarcelados, disciplinados o deseosos: se vuelve cada vez más difícil -dado este giro a lo somático que está tan de moda- distinguir en las librerías, por un lado, la sección de teoría literaria y, por el otro, los estantes del porno suave; y también se complica distinguir lo último que publicó Jackie Collins de las obras de Roland Barthes en su última época. Más de un entusiasta masturbador deb e haberse llevado algún volumen de aspecto picantón, pero se encontró, para su desgracia, leyendo acerca del signicante otante. La sexualidad comenzó a nes de la década de 1960 como una exten-
sión de la política radical hacia regiones que lamentablemente ella había descuidado. Pero conforme las energías revolucionarias fueron retrocediendo, ese lugar pasó a ser ocupado por un creciente interés por el cuerpo. En la década de 1970 tuvimos la lucha de clases y la sexualidad; en la de 1980
tuvimos la sexualidad. Los otrora leninistas eran entonces lacanianos con carné, y todos abandonaron la producción para pasar a la perversión. El socialismo del Che Guevara dio lugar a lo somático de Foucault y Fonda. Como siempre, esto sucedió a escala espectacular en Estados Unidos, que, para empezar, jamás entendió mucho que digamos sobre el socialismo y donde la izquierda encontró en el gran pesimismo galo de Foucault una complicada lógica que explicara su propia parálisis política. El fetiche, para Freud, es eso que llena un hueco intolerable; y la sexualidad misma se ha convertido hoy hoy en día en el fetiche f etiche más grande de todos. En todos los salones de clase desde Berkeley hasta el Bronx, no hay nada más sensual que el sexo y el interés por la salud física ha tomado proporciones de enfermedad nacional estadounidense. El cuerpo, entonces, ha sido a la vez el foco de una profundización vital de la política radical y un desesperado desplazamiento de ella. Existe una
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especie de glamoroso materialismo sobre el discurso acerca del cuerpo que compensa ciertas presiones más clásicas del materialismo, que ahora está en graves problemas. Como fenómeno tercamente local, el cuerpo se ajusta bien al nerviosismo postmoderno de las grandes narrativas, así como al amorío del pragmatismo estadounidense con lo concreto. Dado que sé dónde está mi pie izquierdo en cualquier momento en particular sin necesidad de utilizar una brújula, el cuerpo ofrece un modo de cognición más íntimo e interno que la hoy en día muy despreciada racionalidad iluminista. En este sentido, toda la teoría del cuerpo corre el riesgo de verse aquejada de auto contradicción, ya que recupera para la mente exactamente eso que tiene por objetivo deprimirla; pero si el cuerpo nos brinda alguna certeza sensorial dentro de un mundo progresivamente abstracto, también se trata de una cuestión complicadamente codicada y, y, por ende, satisface la pasión
que el intelectual tiene por la complejidad. Es la bisagra entre la Naturaleza y la Cultura, que ofrece una garantía y sutileza en igual medida. Digamos
la verdad: ¿qué otra cosa es el psicoanálisis sino la cción de terror de toda
persona pensante, un discurso que combina magistralmente lo cerebral y lo sensacionalista?
Para los lósofos y los psicólogos, la «mente» sigue siendo una noción
sensual; pero los críticos literarios siempre han sido muy cautos del inte-
lecto incorpóreo y prerieron que los conceptos emanados de éste vinieran
cubiertos de carne. En esta medida, la nueva somática es sencillamente el retorno en un registro más complicado del viejo organicismo. En lugar de poemas regordetes como manzanas, tenemos textos con tanta sustancia como una axila. Este recurrir al cuerpo surgió en primer lugar de una hostilidad estructuralista hacia la conciencia, y representa el hecho de que el fantasma ha sido denitivamente expulsado de la máquina. Los cuerpos son formas de hablar sobre sujetos humanos sin volverse torpemente humanista, con lo cual se evita la desprolija interioridad que desquició a Michel Foucault. Con su satírico retozar, el discurso acerca del cuerpo es entonces nuestra novísima forma de represión; y la cultura postmoderna del placer, sobre todo en sus variantes parisinas, es una cuestión muy solemne y altisonante. O bien, como Peter Brooks en Body Work , se escribe sobre este extraño tema en un lenguaje impecablemente académico -con lo cual uno se arriesga a incurrir en un incongruente choque entre forma y contenido- o, como alguno de sus colegas estadounidenses, se permite que el cuerpo se adueñe de la escritura y sé corre el nesgo de desaparecer en los propios y pretenciosos juegos de palabras y en el anecdotismo ocioso.
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Para la nueva somática no sirve cualquier cuerpo viejo. Si el cuerpo libidinal es lo que está de moda, el cuerpo t rabajador no lo está. Hay cuerpos mutilados por todas partes, pero pocos desnutridos, que pertenecen a fragmentos del planeta que exceden el ámbito de Yale. El libro mas elegante de nuestra era acerca del cuerpo es Fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty; Merleau-P onty; pero éste con su sentido humanista del cuerpo como practica y proyecto, está claramente pasado de moda. El tránsito por el cual se abandonó a Merleau-Ponty y se adoptó a Foucault implica haber pasado del cuerpo como relación al cuerpo como objeto. Para Merleau-Ponty el cuerpo es «el lugar donde hay algo para hacer»; para la nueva somática, el cuerpo es el lugar donde a uno ir hacen algo -lo miran, lo estampan, lo reglamentan-. Tal cosa solía llamarse «alienación» pero eso implica la existencia de una interioridad disponible para ser alienada, propuesta ésta de la cual la crítica somática es profundamente escéptica.
porque secrete una entidad espectral de la que los anteriores objetos carecen. A diferencia de ellos, es creativo; y si hubiéramos tenido un lenguaje que hubiera captado adecuadamente la creatividad del cuerpo humano, tal vez jamás habríamos necesitado, por empezar, del discurso sobre el alma. Lo que tiene de especial el cuerpo humano, entonces, es su capacidad de transformarse a sí mismo en el proceso de transformar los cuerpos materiales que lo rodean. Es en este sentido que es anterior a eso cuerpos, una especie de «superávit» respecto de ellos, más que un objeto a ser considerado en un pie de igualdad respecto de ellos. Pero si el cuerpo es una práctica autotransformadora, entonces no es idéntico a sí mismo de la manera que
Es parte del daño inigido por una tradición cartesiana el hecho de que
una de las primeras imágenes que la palabra «cuerpo» nos trae a la mente es la de un cadáver. Anunciar la presencia de un cuerpo en la biblioteca no es, de ningún modo, aludir a un lector aplicado. Santo Tomás de Aquino pensaba que no había algo así como un cuerpo muerto, sólo los restos de un cuerpo viviente. La cristiandad vincula su fe con la resurrección del cuerpo no con la inmortalidad del alma; y ésta es sólo una forma de decir que si la vida después de la muerte no involucra de alguna forma mi cuerpo no me involucra a mí. La fe cristiana tiene por supuesto mucho para decir también sobre el alma; pero para Santo Tomás Tomás de Aquino el alma es la «forma» del
cuerpo, y están tan entrelazados uno con el otro como el signicado con
la palabra. Se trata de un argumento retomado por el último Wittgenstein, quien en cierta oportunidad señaló que el cuerpo era la mejor imagen que teníamos del alma humana. El discurso sobre el alma era necesario para quienes se confrontaban con un materialismo mecanicista que no distinguía
entre el cuerpo humano y una banana. Ambos, en denitiva, eran objeta
materiales. En este contexto, uno necesitaba un lenguaje que procurara capturar lo que diferencia el cuerpo humano de las cosas que están alrededor de él. El apogeo del discurso acerca del alma fue una forma de lograrlo. De todas formas, salió mal, dado que es prácticamente imposible no retratar el alma como una especie fantasmagórica de cuerpo y, de esa manera, podemos encontramos deslizando un objeto enmarañada dentro de uno más grosero como forma de explicar la singularidad de este último. Pero el cuer-
po humano no diere de los frascos de mermelada ni de las bandas elásticas
lo son los cadáveres y los cestos de basura, y ésta es una armación que el
lenguaje del alma también intenta hacer. Se trata de que ubica esa identidad del no-yo en el hecho de que el cuerpo tenga algún adicional invisible que sea realmente yo, más que ver mi yo real como interacción creativa con mi mundo, una interacción que se hace posible y necesaria debido al tipo particular de cuerpo que tengo. No puede decirse que los tejones y las ardillas tengan alma, por encantadores que sean, porque sus cuerpos no son del tipo que pueda funcionar en el mundo y, por lo tanto, necesariamente entran en comunión lingüística con los de su misma especie. Los cuerpos sin alma son ésos que no hablan. El cuerpo humano es ése que es capaz de hacer algo de aquello de lo que está formado; y en este sentido su paradigma es el lenguaje, un presupuesto que continuamente genera lo impredecible. Puede verse entonces el sentido de suprimir el discurso acerca del tener un cuerpo y de instaurar el discurso acerca de ser un cuerpo. Si mi cuerpo es algo que yo uso o poseo, entonces podría pensarse que necesitaría otro cuerpo dentro de éste para proceder al acto de la posesión, y así sucesiva-
mente hasta el innito. Pero este decidido antidualismo, si bien benecioso a su manera, no es el a muchas de nuestras intuiciones sobre el trozo de
carne que llevamos a cuestas. Tiene muchísimo sentido hablar acerca de usar mi cuerpo, como cuando lo dispongo valientemente como un puente que zanja una grieta para que mis compañeros puedan correr por mi espalda y salvarse. Nada está más de moda en la moderna teoría cultural que el discurso acerca de la objetivación del cuerpo, sentir que, de alguna forma, no es mío; pero si bien continúa gran parte de la objetivación ob jetable, sobre todo en cuanto a conducta sexual, sigue en pie el hecho de que el cuerpo humano es, en efecto, un objeto material, y que éste es un componente esencial de cualquier cosa más creativa a la que podamos acercarnos. A menos que alguien pueda objetivarme, no hay duda de que hay
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una relación entre nosotros. El cuerpo que me expone a la explotación es también, el terreno que posibilita toda comunicación. Fue Marx quien regañó a Hegel por equiparar la objetivación con la alienación; por su parte, el desenfrenado culturalismo que marca la teoría vanguardista actual hace preciso que aprendamos de nuevo la lección. Merleau-Ponty nos regresa al yo carnal, a la naturaleza situacional, somática y encarnada del ser. Su colega Sartre tiene una narrativa bastante menos optimista para hablar del cuerpo como eso que está «fuera» de nosotros y cuya posición jamás podemos llegar a establecer, esa otredad que
un mundo abstracto; pero al expulsar el fantasma de la máquina, corre el riesgo de hacer que se desvanezca la subjetividad misma como si no fuera otra cosa que un mito humanista. Body Work es uno de los productos más destacados de un género bastante sospechoso. Peter Brooks abarca con admirable agudeza desde Sófocles
amenaza con entregarnos a la mirada petricante del observador. Sartre
es lo bastante anticartesiano en su noción de la conciencia como mera au-
sencia de anhelo, pero es sucientemente cartesiano en su percepción de
la brecha sin nombre que separa la mente de las extremidades. La verdad no reside, como dicen los progresistas, en algún punto medio, sino en la imposible tensión existente entre estas dos versiones de la corporeidad, am bas fenomenológicamente justas. No es totalmente cierto que yo tenga teng a un cuerpo, y no es enteramente cierto que yo sea un cuerpo. Este callejón sin salida está omnipresente en el psicoanálisis,que reconoce que el cuerpo está construido en el lenguaje, y sabe también que jamás estará enteramente cómodo allí. Para Jacques Lacan, el cuerpo se articula en signos, pero se ve
traicionado por ellos. El signicante trascendental que lo expresaría todo,
que abarcaría mi solicitud y la entregaría en forma integral al otro, es esa impostura conocida como «falo»; y dado que el falo no existe, mi deseo corporal está condenado a desplazarse laboriosamente a tientas, pasando de un signo parcial a otro signo parcial, esparciéndose y fragmentándose durante tal recorrido. No hay duda, por este motivo, que el romanticismo
haya soñado con la palabra de las palabras, con un discurso tan rme como
la carne, o con un cuerpo que tenga la disponibilidad universal del lenguaje
mientras no sacrica nada de su sustancia sensual. Y hay un sentido en el
cual la teoría literaria contemporánea -con su entusiasmado discurso sobre la materialidad del texto, sus constantes intercambios de lo somático y de lo semiótico- es la versión más actualizada de este sueño, con un estilo modernista adecuadamente escéptico. «Material» es una de las grandes palabras de moda en tal línea de pensamiento, un sonido ante el cual todas las cabezas progresistas se inclinan reverentemente, pero se la ha forzado más allá de todo sentido posible. Porque si incluso el sentido es material, entonces probablemente no haya nada que no lo sea, término sencillamente pierde su sentido. La nueva somática nos devuelve a nuestro rango de criaturas en
hasta la escopolia, lo más nuevo en materia de artes visuales. El libro está
bien provisto provisto de ilustraciones de la forma femenina desnuda, motivo motivo por el cual los lectores de sexo masculino podrán contemplarlas de la manera en que suelen contemplarlas. Brooks es uno de nuestros mejores críticos freudianos, y aplica en este libro una enorme cantidad de reexiones psicoanalíticas sobre el cuerpo a Balzac y a Rousseau, a James y a Zola, a Gaugin y a Mary Shelley. Si hay un tema que unica esta exploración impresionantemente diversa es la forma en que el cuerpo debe, de algún modo, marcarse
o llevar una señal a n de ingresar en la narrat iva, pasar de ser un hecho en bruto a ser un signicado activo. Escribe Brooks: «Poner signos al cuerpo
indica que se lo rescata del dominio de lo semiótico», y desde Edipo hasta Hans Castrop, vuelca en texto esta recurrente conversión de la carne. Esta es una noción fértil, pero es preciso decir que es uno de los pocos fragmentos genuinamente originales de conceptualización dentro de un li bro extrañamente predecible. predecible. Flota en él la sensación de una mente bastante convencional que trabaja con materiales no convencionales; y pocas de
sus maniobras son tan deslumbrantes como las primeras reexiones que
realiza Brooks sobre la dinámica inconsciente de la narrativa en Reading for the Plot . La heterodoxia ortodoxa de la nueva somática sigue rmemente
en su lugar y determina cada movimiento crítico; y si bien el resultado que se obtiene es alguna que otra lectura local brillante, el libro jamás amenaza con ir más allá de un conjunto ya establecido y conocido de temas. Así, Brooks presenta algunos excelentes comentarios sobre las relaciones entre la intimidad, la novela y la creciente atención que se le presta al cuerpo. El apogeo de la novela, según señala, está íntimamente vinculado con el surgimiento de una esfera privada de relaciones internas; el tema del cuerpo privado groseramente invadido es central en escritores como Richardson y Madame de Lafayette. También es un interés vital en Rousseau, con su agotadora compulsión de desnudar su trasero; por su parte, Brooks tiene mucho para decir de las Confesiones y de La nueva Eloísa . Pero lo que Brooks tiene para decirnos, en efecto, es que el cuerpo en Rousseau es un lugar «donde se actúan situaciones de deseo, de satisfacción, de censura y de represión», lo cual no es ninguna novedad.
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Hay alguna reexiones genuinamente originales sobre la forma de presentar el cuerpo en la Revolución Francesa, cuerpo éste que Brooks -quien en una obra anterior intentó el riesgoso truco de hacer del melodrama una cuestión teóricamente emocionante- ve como una melodramatización. Pero luego dirige su mirada a Balzac y pasa bastante tiempo buscando con todo detalle marcas semióticas del cuerpo en la obra de este. Se trata de una forma nueva de leer los textos, pero se explaya poco en la teoría misma de la «marca», salvo ofrecer una cantidad aún mayor de ejemplos exóticos de ella. Se presenta en esta obra un relato igualmente escrupuloso de la fetichización del cuerpo de Emma Bovary, al que, como diestramente demuestra Brooks, siempre se lo percibe en fragmentos; pero mientras esta noción ilumina a Flaubert de manera bastante interesante, no avanza en el discurso psicoanalítico heredadode metonimias y miradas objetivantes,
trado, en obras pasadas, capaz de producir ideas genuinamente nuevas; por otra parte, no es buen signo de estos críticos tiempos que este nuevo
sujetos deseantes y objetos recalcitrantes, exhibicionismo y epistemolia.
Se considera que la Nana de Zola se dirige a la infructuosa búsqueda del cuerpo verdaderamente desnudo, la cosa material real, cosa que hace al mostrar su desnudez de heroína; pero seguimos atrapados aquí dentro de un lenguaje estrecha de ocultamiento y revelación, de desnudez como cultura y de desnudez como naturaleza. El capítulo sobre Gaugin trat a sobre el primitivismo y sobre el cuerpo exotizado -visión ésta que Brooks considera que no es solamente objetable desde el punto de vista del estereotipo, sino que en efecto está manipulada por el artista para obtener de ella algún uso productivo-. Ésta es una maniobra impredecible; pero la realiza dentro de un conjunto bastante predecible de estrategias críticas. Durante algún tiempo quedó bien en claro que la teoría literaria se encuentra en un callejón sin salida. Derrida ha escrito pocas cosas sustanciales durante años; de Man produjo sus más asombrosos efectos muriendo y dejando un pasado desagradable para desenterrar; eI marxismo se lame las heridas luego del colapso de las burocracias postcapitalistas. La innovadora época de Greimas y de la primera Kristeva, los althusserianos y los teóricos del cine vanguardista, el radical Barthes y la teoría de la reacción del lector se encuentran ahora a un par de décadas en el pasado. Se han realizado pocas maniobras teóricas verdaderamente innovadoras desde entonces; el nuevo historicismo es, teóricamente hablando y pese a su ocasional inteligencia, un conjunto de notas a pie de página de la obra de Foucault. Es como si la teoría se encontrara presente, y lo único que quedara por hacerse es generas todavía más textos acerca de ella. Tal cosa es, en efecto, lo que hace Body Work ; sin embargo, Peter Brooks se ha mos-
libro en ningún momento ofrezca transgurar los conceptos sobre los que
se basa. Atrapado en su universo conceptual de última moda, Body Work se muestra totalmente incapaz de volverse contra sí mismo para indagar en sus propias condiciones históricas de existencia. Por empezar, ¿por qué escribir trescientas páginas sobre el cuerpo? Bien, es la última moda en la Asociación de Lenguaje Moderno. Pero producir una respuesta menos banal a esa pregunta requeriría una narrativa bastante más elevada de lo que la crítica estadounidense, por razones totalmente entendibles, está en la actualidad preparada para ofrecer ofrecer..