PRIM ERA
P A R TE
Yo, cronista de la tribu de los mitones por la gracia de Tebiché, que reina entre los espíritus buenos, comienzo la crónica puntual de est$ viaje. La mañana es fresca, como corresponde a la temporada invernal, pero el sol calienta lo suficiente y nadie tiene que echarse encima la la pesad a piel de venado. Las aguas de la. la. bahía se m uestran mansas, luce el cerro verdes intensos y sopla una brisa ligera. Las tres pir p iraa g u a s e s tá n y a list li staa s, y los lo s re m e ro s , e m p u ñ a n d o sus su s re m o s, a g u a r d a n la orden de Yasubiré el navegante. Muy poca gente ha venido a despedirnos. El guerrero Semancó, quien cumple funciones de delegado del Gran Cacique, dice que no pu p u e d e s o r p re n d e r u n a d e s p e d id a t a n po c o c a lu ro sa . A gre gr e ga q u e el d ía del regreso las cosas cambiarán, y que una verdadera multitud cubrirá las riberas de la bahía aclamando los nombres de la “Linboy”, la piragua capitana, así como los de las otras dos piraguas, “Niboy” y “Conboy”. Entre los mitones siempre ha sido igual, rezonga mientras revisa sus macanas, cualquier empresa es tenida al principio por aventura o cosa de locos; pero terminan poniendo por las nubes a los aventureros, los comparan con espíritus buenos, los convierten en machis, les regalan esposas y beben chicha a su salud durante media luna. “Recuerde , cronista”, me dice entrando en la piragua y haciéndola estremecer bajo el peso de su corpachón, “para eso lo llevamos, para que recuerde. Las generaciones venideras se admirarán del viaje del guerrero Semancó y del navegante Yasubiré.” El navegante, a su lado, no despega los labios. Su cuerpo enjuto pa p a re c e a g o b ia do . M ir a h a c ia e l h o riz ri z o n te con co n in sist si stee n c ia , o lf a te a el viento, se pone de cara al sol, sol, y me dita un bue i rato. D espués, con con pa p a s o calm ca lm o, in sp e c c io n a las la s p irag ir ag u a s, c u id a q u e n a d a fa lte lt e , r e v is a la p la y a po p o r si a lg u ie n h a o lv id a d o u n a fle fl e ch a, u n co lm illo il lo d e p a n t e r a o u n a vasija con chicha. Cerciorándose de que todos los expedicionarios están ya embarcados, trepa a la “Linboy”, levanta su brazo desnudo, sin pulseras, y ordena zarpar. Impulsan los remeros las piraguas, se oyen algunas toses en la orilla y parte la expedición. *
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Una escena conmovedora. No habrían dado los remeros veinte gol pe p e s d e re m o , cu a n d o d e s d e u n p u n t o a p a r ta d o d e la o rill ri llaa lle ll e g a u n a 9
voz implorante. Todos miramos en esa dirección: una mujer quema hojas de garaychú. El humo de las hojas de ese árbol sagrado se eleva espeso hacia el cielo celeste, de la mañana invernal. La mujer se hinca, levanta los brazos, inclina después el cuerpo con los brazos extendidos hacia el humo y con voz tortísima, que alborota los pájaros pintados y retumba contra la falda del cerro, suplica: “Oyeme, Tebiché, que imperas en las nubes, en las tierras, en las aguas, debajo de las aguas, p e r m i te q u e es o s v a lie li e n te s d e s c u b r a n el n u e v o m u n d o q u e ta n to n e c e sitamos para darte gloria y déjalos volver con sus plumas enhiestas.” Concluida la oración, la mujer arroja un cuenco de agua sobre las hojas de garaychú y dirige su rostro hacia las piraguas. Mecidos agradablemente por las ondas, reconocemos a la suplicante: es una de las cuatro esposas del guerrero Semancó. *
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Siendo cronista oficial, ocupo un lugar de privilegio en la “Linboy”. En ella, además de Semancó, el jefe de armas, y de Yasubiré, cabeza de la expedición, viaja el grai Machí, la máxima autoridad hechicera, el único entrecano de la tribu de los mitones, el respetado Mañamedí, muy flaco y muy alto. Usa sólo un taparrabos tanto en verano como en invierno, y tiene unos pelos a modo de barba que cuida con orgullo feroz. Viaja sentado en la proa de cara al mar y con las piernas colgando, sin importarle que sus pies se mojen casi de continuo. En la po p o p a , se a c u rr u c a T u c u ñ a ta , o tr a d e las la s c u a tr o e sp o s a s d e Se m an có . Está algo excedida en carnes y tal vez en años, aunque esto último es muy difícil de averiguar. Parece no importarle demasiado el mar, el paisaje, las novedades que van surgiendo, quiérase o no. Permanece ensimismada sobando tiras de cuero para las boleadoras, arreglando plumas para los penachos y componiendo taparrabos y abrigos de venado y pantera. Señalé que las mujeres de Semancó son cuatro. El número obedece a las cuatro estaciones del año, y el jefe guerrero cohabita con cada una según la estación en que se viva. En las otras dos piraguas viajan, respectivamente, Mipoya y Alistá, las restantes esposas. El orden relativo entre esposa y estación es el siguiente: Tucuñata para el invierno, Mipoya para la primavera, Alistá para el verano, y Caliopeya para el otoño. Como estamos en mitad del invierno y nadie piensa prolongar la expedición más allá del verano, Semancó sólo trajo a tres de sus esposas y mantuvo a Caliopeya en tierra para el regreso. La medida es sabia: el guerrero dispondrá de las esposas necesarias y los expedicionarios, con sólo saber qué mujer viaja en la popa de la piragua capitana, conocerán en qué estación del año viven. Al mando de la “Niboy” navega Omboé, un joven mitón que ha logrado, no obstante sus pocos años, considerable fortuna gracias a la habilidad para la pesca y a su inteligencia para vender pescado a las 10
tribus vecinas. Debe responder no sólo del mando de su piragua sino de la integridad moral y física de Mipoya, la esposa de primavera. Y como patrón de la “Conboy” y responsable de la esposa veraniega Alista, se yergue la esbelta figura de Oromboé, hermano mayor de Omboé, buen cazador y muy dado a estudiar las costumbres de los cuadrúpedos, de los los pájaros — policromos policromos o no— y de los los animales nadadores. Queda sólo hablar de los remeros. Son treinta en la piragua capitana y veinte en cada una de las dos embarcaciones restantes. Me detendría aquí, esperaría a la mañana, no me gustaría seguir adelante. Pero como cronista me debo a la verdad, aunque sea algo triste. Los remeros no son mitones. Han sufrido un destino desdichado, provienen de la castigada tribu de los galerones, antes tan belicosa, hoy venida a menos y sometida por nuestro Gran Cacique, a quien Tebiché guarde. Dijo Mañamedí, el hechicero: “Los galerones pagan ahora por su so be b e rb ia . M e re c e n se r es c lav la v o s.” s. ” Esto es muy penoso, me encuentro cansado. Cae la noche y aprovecharé para dormir unas horas. Ya tendré oportunidad de hablar de los desgraciados galerones y de referir, como honrado cronista, por qué han venido a parar a los remos de las piraguas expedicionarias. Los tres primeros días nos han deparado una navegación plácida. Reman los galerones con ritmo ajustado, sin gran esfuerzo pero imprimiendo una muy buena marcha. Los treinta remeros de la “Linboy” sacan ventajas que a nadie molestan, dado que es la nave capitana. Pero la flota conserva siempre proa al sol naciente, saludado en cada aparición por las oraciones monótonas que pronuncia Mañamedí sin sacar sus pies del agua. Avistamos todavía la costa, que aparece muy bonita. Playas espaciosas, arboledas tupidas, cerros perfilándose en el fondo, pájaros blancos con vivos negros en las alas: no puede darse cuadro más apacible y armonioso. De cuando en cuando se levanta de entre los árboles una columnita de humo. Han de ser los mitones que están acampando con sus familias y anticipando ya en el invierno el descanso veraniego que tanto merecen después de sus cacerías incesantes y de su vigilancia en todas las fronteras en que impera nuestra invicta y poderosa trib u. Me han dicho que en verano las columnitas de humo se levantan una al lado de la otra, de tanta gente que viene a estas playas, y que a veces se producen incendios terribles. No he podido comprobarlo, por eso lo anoto como una información para ser sometida a escrupulosas verificaciones. Pero no me sorprende en absoluto el fervor de mis co tribeños por estos parajes; son, en verdad, estupendos. Personalmente, me siento colmado con este regalo panorámico; y aunque la expedición no alcanzase su objetivo, igual me daría por satisfecho con sólo haber disfrutado de espectáculo tan maravilloso. Los jefes, sobre todo Ya subiré el navegante, han de querer arribar cuanto antes al nuevo mundo que buscan, impacientes por conquistar para Tebiché, para el Gran Cacique y para sus glorias individuales, tierras, tribus, riquezas y mul l
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je re s . Y o m e c o n te n to con co n lo q u e e s to y v ie n d o . P e r o u n a co sa es la ambición de un simple cronista a quien le vendría bien el más modesto toldo de verano en esas playas, y muy otra la de los jefes. Semancó sueña con territorios donde repetir sus proezas, hundir cráneos enemigos a macanazos, y hallar la forma de duplicar el número de mujeres, a ios efectos de tener esposas de media estación. Y Yasubiré ambiciona, ¿podré decirlo en breve espacio? Los propósitos son tales que exigen momentos más propicios para citarlos. *
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El cuarto y el quinto día de navegación transcurrieron con la misma calma de los anteriores. Estamos en el sexto, el aire es fresco, no hay vientos molestos. Ni siquiera oleaje impertinente. Hasta ahora hemos comido las tortas concentradas que amasó Tucuñata en las tolderías, y hemos bebido el agua de los ríos traídos en vasijas que fiscaliza y administra en la proa el venerable Mañamedí. Semancó se ha dedicado a pulir sus macanas y a aguzar sus flechas y Yasubiré a escudriñar los horizontes. Su vista no es como la de Semancó, propia de un águila. Le ha gastado estudiando cueros pintados, donde el consejo de ancianos estampó ríos, montes, cerros, mares y territorios sin saltearse ninguno. Por lo tanto se desempeña con escaso éxito en interrogar los horizontes, y debe acudir a los oficios de Mañamedí, quien ha conservado milagrosamente la buena vista, e incluso la ha mejorado con los años y su sabiduría. A pesar de estas seis jornadas de viaje en calma, Yasubiré se ha mostrado siempre inquieto. Creo que ha dormido poco. Ha conversado largamente con Mañamedí, ha consultado varias veces su cuero pintado, ha oteado sin cesar los cielos, los horizontes, las aguas. Yo me hubiera cansado de mirar cosas que parecen un día tras otro iguales; p e r o Y a s u b ir é to d o lo a na liza li za , to d o lo inv in v e stig st igaa . P u d ie r a d e c irse ir se q u e nada de lo que ocurre fuera de la “Linboy” se le escapa. Y aún vigila el trabajo de los remeros, que se han mostrado hasta ahora como muchachos muy dóciles y muy competentes. *
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Séptimo sol. Sin novedades en el cielo o en las aguas. La costa se va esfumando. Apenas se divisan las siluetas de algunos cerros. La “Linboy” sigue al frente, detrás, bastante cerca, la “Niboy”, y más lejos, la “Conboy”. Es hora de referirme a Yasubiré. No por capricho, sino porque esta expedición, en definitiva, es obra suya. Como cronista estoy obligado a saberlo todo y a no olvidar nada. Yasubiré no tiene sangre mitona. Hay quienes dicen que nació en tierras 12
donde no canta el sabia, hay quienes sostienen que es mestizo, pro ducto del cru zam ie nto de sangre s d u ran te las últ im as guerr as que azotaron los territorios de los galerones. Basta observarlo con un mínimo de atención para comprobar que sus rasgos no son los de un mitón auténtico. Su piel denuncia un color blancuzco infrecuente; sus pómulos están algo hundidos; sus ojos son casi redondos, cosa que atribuyo a sus incesantes veladas sobre los cueros pintados; y desde que lo conozco ja m ás le vi gasta r atu endos je rá rq uic os, ni cubrirse con pie l de venado o de pantera. Ha usado un taparrabos, que por lo raído, tal vez no haya mudado nunca. Jamás adornó su cabeza con las populares plumas, orgullo de nuestra tradición. Ha llevado a menudo un gorrito de piel de nutria, que debe ser sin duda, distintivo de los navegantes. Porque como tal apareció un día ante la corte del Gran Cacique, y como tal agitó las almas de las veinte mujeres de su majestad y las del consejo de ancianos. La más agitada fue el alma de la favorita del soberano, quien un día, sin abandonar el mazo del mortero con el cual molía semillas, deslizó esta observación: “no creo que Yasubiré esté loco”. Desde entonces, empezaron a soplar vientos favorables para el navegante. Habían concluido los tristes y largos años de peregrinaje de reino en reino, los tiempos duros de antesalas de tribu en tribu, los días amargos en que se encontraba de golpe despedido con humillación por oscuros caciques que no tenían siquiera dos mujeres. Los comechingones lo trataron de farsante, y dijeron que sus proyectos no pasaban de pesadillas o malas visiones inspiradas por los añang reprimidos; y al fin lo largaron, como decimos en mi tierra, con tamboriles destemplados. Los puroguacos, que se precian de sobrios, prudentes y medidos, pero que no son sino reverendos tacaños, admiraron los proyectos de Yasubiré, alabaron su confianza en la existencia de nuevas tierras más allá de las aguas grandes, y terminaron alegando que añadir a sus reinos, nuevos reinos, significaría una carga pesada para el tesoro nacional, sin olvidar que una expedición de varias piraguas les desequilibraría el presupuesto. Pero los momentos más penosos fueron vividos ante la magna asamblea de la tribu de los timbales, gente grandilocuente y amiga de hacer ruido, de espíritu estrecho y ánimo soberbio. Allí se oyeron denuestos, acusaciones y groserías; allí soportó Yasubiré, con paciencia que sólo he visto entre los desdichados galerones, las befas de los magos y las burlas crueles de brujo s y hechiceros. Los anciano s rieron con ganas — y con saña— de quien aseguraba que, navegando rectam ente hacia don de sale el sol, arribaría a tierras abundantes en armas milagrosas, que permitirían rápidas conquistas; en herramientas mágicas que abreviarían las horas de labor; en hombres ignorantes que no conocían el poder creador de Tebiché ni la inteligencia ordenadora de Tupapá, que rige las estrellas, y que serían fácilmente sometidos y convertidos; y sobre lodo, en mujeres muy bellas que acrecentarían el número de esposas, siempre y cuando se les tostasen un poco las carnes, demasiado blancas, sin duda. ¡Cómo rieron viejos y jóvenes, hembras y varones, 13
de aquellos pensamientos del navegante! Entre la baraúnda de carca ja das y ch illidos , hubo sin em bargo quie nes no rie ron: los je fes guerreros de los timbales. Tras calificar a Yasubiré de mentiroso, lo acusaron de corruptor de la juventud y de introductor de ideas venenosas que no condecían con sus más limpias costumbres. Argumentaron que era un enviado de los malos espíritus dispuesto a enloquecer a l os muchachos y a llenarles la cabeza con embustes para manejarlos a su antojo. De ese modo, contaría con una fuerza adicional que le permitiría socavar el ordenamiento de la tribu hasta alzarse con el poder. N o tu vo Y asubir é m ás rem edio que ca llar, trag ar las calum nias, b ajar la cabeza y retirarse. Su fracaso ante los timbales le provocó tal desánimo que faltó poco para desistir de sus proyectos. Sólo la fe en Te biché, reforzada con orac io nes a T upapá, le salv aron de la desesperación. Persistió, visitó nuevas tribus, recorrió tierras lejanas, buscó como un alucinado. Al fin supo que los mitones somos hombres deseosos de expansión, que nuestros machis gozan fama de sabios verdaderos, al tanto de las más modernas corrientes de ese pensamiento capaz de pen etr ar, con cien cia casi divina, los arcanos de la vid a y . el m undo; supo también que nuestro Gran Cacique, si bien tiene veinte mujeres, quiere siempre algunas más. Apareció un día entre nosotros, con cara triste y aire de hombre sufriente, expuso su proyecto, pidió que le equipasen cinco piraguas, y esperó. La primera respuesta que oyó ha sido ya consignada: “no creo que Y asub iré esté loco”, dijo la favorita. El Gran Cacique y el consejo de ancianos manifestaron dudas y reservas. Las recientes guerras, la expulsión definitiva de las tribus intrusas, acantonadas en los confines del reino, el prolongado conflicto con los galerones, resu elto de m odo insatisfactorio — sobre todo pa ra los galerones— habían costado miles de plumas de caburé y centenares de huevos de ñandú; y habían comprometido las reservas de colmillos de yaguareté, sobre las cuales se asentaba el crédito de los mitones ante las tribus vecinas. Pero la constancia con que la favorita repetía: “no creo que Yasubiré esté loco”, sin dejar de moler semillas en el mortero, ablandó las resistencias. Sólo dejó de moler para recibir en audiencia privada a Yasubiré, una tarde de otoño callada. La audiencia se verificó en el toldo particular de la favorita, quien al salir volvió a moler y a repetir su observación, aunque con una variante fundamental: “es loco quien diga que Yasubiré está loco”. El Gran Cacique autorizó la expedición, solicitó a Mañamedí que acompañase a los expedicionarios y los iluminase con su mente esclarecida, encomendó a Semancó la organización de los aprestos bélicos y le nombró delegado suyo mientras durase la travesía. Semancó reclamaba el vicacicato general sobre todas las tierras que conquistaren pero no tu vo suerte. E l navegante Y asubir é había em puñado con m ano fuerte el timón: una nueva audiencia privada con la favorita, hizo recaer el título de vicecacique general sobre sus fatigados hombros, que ya sostenían el de capitán mayor de la flota de piraguas. Lo único que obtuvo Semancó fue reducir de cinco a tres el número de piraguas, 14
más por desquite que por ahorro. Y así, gracias a la intuición de la favorita, a la flexibilidad y a las ambiciones del Gran Cacique, al empuje de Semancó, a la previsión de Tucuñata, responsable de las vestimentas de los expedicionarios, y a la sabiduría y prestigio de Maña medí, quien repartió consejos, bebidas y alimentos, el tesón, de Ya subiré resultó premiado y esta expedición, según lo atestiguo, iniciada. Fue escaso, casi nulo, el fervor popular, como también he dicho. Pero estando fogueado en desdenes, menosprecios y fracasos, y contando con el apoyo de tan eminentes personas, no habría de afligirse Yasubiré, porq ue la tr ib u m itona se m ostr ase so rd a a las le ta nía s de la fa vori ta y siguiera creyendo que, en verdad, estaba loco.
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Las aguas se han ido encrespando y los vientos han empezado a soplar con más fuerza. No vemos ya la costa. Los horizontes son apenas una línea que nos rodea por todas partes. Y si bien es cie rto que esa línea todavía está muy lejos, no por eso deja de cercarnos, como si nos hubiera metido en un cuenco muy grande. Las embarcaciones navegan tal vez mejor en estas aguas, que se vuelven verdosas, con espumas blanquísimas, a medida que transcurren los soles. Da gusto verlas subir y bajar entre las olas, como en un gracioso juego de escondidas. A veces la “Linboy” se alza y queda como suspendida, para resbalar después por la ladera de una ola inmensa. Tucuñata pega chillidos de susto y de rabia, porque con esas subidas y bajadas se le escapan de las manos los tientos, las pieles o los taparrabos; Semancó disimula a duras penas su mareo; y Maña medí disfruta como un muchacho remojando rítmicamente los pies, sin aflojar por nada su puesto en la proa, y prorrumpiendo en oraciones de gratitud hacia Tebiché. Pero quien se compenetra con este ambiente marino, de perfume fuerte como jamás soñé, y de sonoridades del aire que parecen rugidos de jaguar, es nuestro navegante. Recorre la piragua sin miedo del oleaje y sin asco por las salpicaduras. Su cara permanece impasible, exenta de las morisquetas de Tucuñata y del fruncimiento de Semancó cada vez que una ola revienta contra la borda y se deshace en mil gota s saladus, y heladas. Mira de continuo el horizonte, estimula a los remeros, consulta a menudo el cuero pintado; y en todo momento actúa como un verdadero enamorado de su oficio. Habla sobriamente, im p arte alg una ord en y hace se ñas co n su gorro de pie l para que desde la “Niboy” y la “Conboy” le respondan. Llevamos doce jornadas completas a bordo, y Yasubiré se transforma poco a poco. Está cada vez más ágil, han desaparecido de su figura las huellas del cansancio y de la amargura y se me ha acercado 15
en varias oportunidades para explicarme las muchas cosas que no entiendo. Me dice, por lo pronto, que surcamos aguas conocidas, pues muchas tribus envían sus piraguas una docena de soles mar adentro p ara a tra p a r peces de exquis ito sa bor, grandes y ca rn oso s. Y ag re ga que en breve tendremos que hacer lo mismo, dado que las provisiones se acabarán inexorablemente. Me refiere también que hay tribus que envían sus navegantes a descubrir rutas, a buscar islas habitadas sólo por m uje res bonitas, a conquistar tie rra s p ara engrandecer el renom bre de sus respectivos caciques. Le pregunto por qué no hemos avistado ninguna piragua extranjera hasta el momento. Y mostrándome unas manchas azules que cubren casi todos sus cueros pintados, responde: “El mar es más grande de lo que suponemos, muchacho.’’
Noche de luna . T odos duerm en, h asta los rem ero s. Sólo siguen despiertos Yasubiré y este humilde cronista, a quien embelesan los reflejos de la luna sobre unas aguas que se han amansado y se han puesto , ellas ta m bié n, a dorm ir. A pro vechando la tregua, Y asubiré se sienta frente a mí y empieza a hablarme en voz baja. Su voz es calma, monótona, parecida al gorgoteo del agua en la proa de la “Linboy’. Dice que no sería difícil encontrar mañana, o al sol siguiente, piraguas que regresan a tierra y tripuladas por hombres cansados, desilusionados o enfermos. Cuantos han salido a buscar tierras han fracasado y fracasarán, salvo nosotros. No tienen arte, ni ciencia para navegar, ni fe p a ra encontr ar, porque n adie ha cr eíd o que exis ta una ru ta hacia un nuevo mundo, y nadie ha creído en un nuevo mundo. Necios como son, lo buscan cerca, a doce o catorce soles de la costa. Pero hay que vivir cinco veces esa cantidad de soles en el mar inmenso para llegar a los mundos nuevos. Hay que perder el miedo a la inmensidad y a los malos espíritus. Y hay que tener también una confianza inmensa en Tebiché, quien creó un mundo más hermoso y grande que los sueños de todas las tribus juntas, y en Tupapá, señor de los astros y maestro de los hombres que buscan con corazón puro. Esos navegantes de aliento corto, esos piragüeros que ambicionan mujeres fáciles y colmillos de cualquier sabandija triste son, en realidad, ignorantes y miedosos. Se guían por el sol, pero desconocen el camino que enseñan las estrellas. Han despreciado las palabras de los sabios, no han escuchado ja m ás a M añam edí. Las am enazas de vie nto s o to rm entas los asust an y los obligan a regresar azotando sin piedad las espaldas de los r emeros. Creen que pasados los catorce soles de viaje, se acabarán, el mar, el cielo y el aire, y caerán en un abismo tenebroso donde los espera Añang para comérselos a mordiscones, sin dorarlos a las brasas, cosa terrible que nadie practicaría, ni siquiera en perjuicio de ios galerones desventurados. Nada lograrán, no habrá tieras aguardá doles, 16
Imu que planten en ella sus tolderías, no hallarán homb res y m ujeres f»n cuyas almas sembrar gérmenes de dioses. Y mejor que sea así, pues sus dio se s no so n lo s nuestros, es dec ir, no so n verd adero s. Y su s propósitos no so n ben ef icio sos, porqu e ta m poco so n los nuestros. Ellos desembarcarían para saquear, robar, violar, secuestrar y matar. Si quedara alguien vivo, lo esclavizarían. Sería inútil esperar de ellos lo deseable, o sea instrucción para los salvajes; hábitos de ocio para paliar lus brutalidades del trabajo; simplificación de las costumbres; respeto por los anim ale s y la s pla nta s; libera ció n de los fa nta sm as del p en samiento, de la gloria y del arte; afición a gozar del sol y del aire, de los frutos y de las caricias sin encerrarse en trampas de piedra; renuncia a esos ídolos crueles que se prenden a la conciencia como sanguijuelas, y espían día y noche nuestros pensamientos más recónditos, y nos atormentan con los gusanos del remordimiento; y aprendizaje al fin, del comer auténtico, no de mentiras, rescatándolos de esa ingenua presunción de comer carne de dioses y dándoles a probar car .e de hombres, y también de mujeres, plato nada desdeñable. Un gemido interrumpe a Yasubiré. Proviene de los remeros, quienes duermen en sus sitios, con las cabezas apoyadas en la borda. Se pone de pie el navegante , se ac erc a a los durm ie nte s, los ex am in a uno por un o, cu bre , con pie le s de venados, a los que ex ponen el cuerpo al rigor del relente, tranquiliza a los que sufren pesadillas, les d ice p alabras de esperanza y les co m unic a entu sia sm o. Vuelve Yasubiré y reanudando su discurso, insiste en lo importante de mi cometido. “Aunque por mi parte”, me dice, “creo que la pre sencia de un cronis ta en esta ex pedic ió n señala un ca m bio m uy pro fu ndo en n u estra co ncep ci ón m it ona de la vid a. H asta ahora se ha desconocido la historia, pero se ha conocido la felicidad. Nunca precisó cacique alguno cronistas que recordasen sus hazañas, porque siem p re se tra tó de una sola y m is m a hazaña re p e ti d a co mo una le yenda. Pero la empresa en que estamos embarcados ha empezado por trastornar las cosas de tal modo que se ha metido el pie, sin querer, e n el terreno de la historia. Por eso estoy lleno de una emoción igual a la que sentiría si viese delante de mí, como veo tu figura, a Tebiché o a Tupapá en persona. Pavor, asombro, embriaguez, como si hubiese bebido chicha , es lo que experi m ento . E sto es m uy dis tinto , m uchac ho, recuérdalo todo. Aquí comienza la gran era para los mitones y la dicha suprema de que los infieles salvajes de esos mundos que descubriré abjuren de sus ídolos y abracen la verdad. Porque los descubriré, no tengas dudas, encontraré lo que nadie supo buscar. Por algo alimenté una ambición que jamás sintió mitón alguno, y que nunca turbó las conciencias de las restantes tribus. Recuérdalo, muchacho. La expedición que estás viviendo no es leyenda, no habrá de repetirse. Es irrepetible y única. Es historia, y por serlo, habrás de transmitirla a tus hijos y a los hijos de tus hijos, para que sepan de dónde vienen, y adonde van.” Dicho esto, se levanta y camina hasta la proa, donde Mañamedí 1?
ronca plácidamente, con los pies en remojo. La silueta del navegante se recorta contra el horizonte, y su gorro de piel, sus hombros y torso desnudo, y sus brazos cruzados sobre el pecho lucen a la luz de la luna como si fuesen, no de piedra tallada, sino pulida. *
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Cantan los cielos la gloria de Tebiché. Ha salido el sol, es liso y llano el mar, como alma mitona antes de la expedición. Me vienen unas ganas tremendas de cantar y canto proclamando la pureza de las aguas, que parecen recién escurridas de las manos creadoras, la inocencia de los aires, que postergan sus apuros y se frenan para alabar al hacedor, la paz regalada desde la altura a todos los mitones de buena voluntad. Pero Yasubiré se me acerca y me ordena cerrar la boca. Dice que si quiero cantar que no lo haga por cuenta propia, como acostumbran los salvajes de los mundos por descubrir, según rumores que ha recogido Mañamedí en su larga vida. “Esos bárbaros son de un individualismo feroz”, advierte. “Cantemos según nuestro tradicional estilo, todos juntos y en coro”. Y agrega, con gesto hosco: “Pero elijamos bien las letras, purgándolas de las contaminaciones idólatras y fetichistas que se notaban en tus palabras.” Como quedo perplejo y — contra sus órdenes— boquiabierto, concluye Yasubiré: — H abrás de conte nta rte con se r cronista. *
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Calma en el mar y en los vientos, pero agitación en la piragua capitana: se han acabado las provisiones. Tucuñata muestra el rincón de popa, vacío de tortas y de carne seca. Ha llegado el momento de conseguir comida valiéndose de arpones. Desde la “Conboy”, haciendo señas con su taparrabos, Oromboé da a entender que también se quedó sin nada para llevarse a la boca. Su hermano Omboé, en cambio, respondiendo a su fama, se ha puesto a pescar sin detener el movimiento de la “Niboy” y gracias a un sistema personalísimo. Apurando al máximo los remeros, como si compitiesen en una carrera, y mientras se desliza la* “Nib oy ” a gran v elocidad , Om boé, hincad o so bre el ángulo de la proa, golpetea dos maderas provocando estrépito. Asustados, al parecer, los peces procuran huir del bochin che form ando gru po s num erosos y tupidos. Entonces Omboé recibe de manos de Mipoya una chuza delgada y fuerte con la que empieza a ensartar peces. Cuando atrapa los que necesita, impone un descanso a los remeros, se aleja del sangriento escenario y repite la operación más lejos, para aprovi 18
intuirse debida m ente y aún par a ceder £ la “Linb oy ” y a la “Co nboy” unas cuantas piezas. Yasubiré exhorta a imitar el ejemplo de Oromboé. En tanto haya Cttlma y siga el mar tan tranquilo, será posible atiborrar de peces las tren piraguas. Todos se disponen a cobrar su presa echando mano a Io n objetos más diversos. Los remeros esgrimen arpones, Tucuñata una chuza cortita, yo mismo me entretengo manipulando un hueso de veñudo, recto y pinchudo. Sólo se abstienen de pescar Yasubiré, siempre atento a los caprichos con que pueda sorprenderle el mar, y Mañamedí, rezador empedernido y tenaz remojador de sus propios pies. N o es muc ho , sin em bar go, lo que se logr a sacar del mar . R e p a rtí dfi ent re las tres piragua s, la pesca alcanz ará p ara dos días. Semancó habla con desprecio del tamaño de los peces y dice que si en estas aguas tan grandes hay bichos tan chicos, terminaremos comiéndonos los remos. Yasubiré le impone silencio, mientras yo pienso que no le falta razón. Hasta el momento, los peces extraídos no llegarían a la mitad de los que vi sacar a mis tíos en los riachos y lagunas de la querida tierra mitona. n
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La calma es total. La pesca disminuye. Semancó refunfuña, y Yasubiré tiene el semblante sombrío. Cae un sol pesado y ardiente, y ya nadie se acuerda de alabar la magnificencia creadora de Tebiché. Opina Mañamedí, sacando por un instante los pies del agua, que algún es p ír it u m aligno debe anda r dando vuelta s por ah í, y esp anta ndo a los peces. Pro nuncia do su orácu lo , vuelv e a m eter los pie s en el ag ua , y a canturrear oraciones contra los maleficios. A mediodía se halla tan quieto el mar, y tan desierto, que las tres piraguas se han juntado cuanto han podido, como para resistir mejor la tremenda soledad. Vemos claramente la figura esbelta de Oromboé, que inventa ardides uno tras otro con el fin de aumentar la eficacia de su pesca. Pero no hace sino cansarse: cada aroonazo es un golpe perdido. Los peces, agrupados de mañana en formaciones com pac ta s, nadan ah ora dis pers os y ento rp ecen la captu ra. C uando el sol comienza a caer por las popas, el aire parece haberse detenido, abrasando nuestras espaldas y convirtiendo el mar en una superficie más inmóvil y pulida que los lagunones de mi tierra, cuyos recuerdos no me abandonan. Hace un calor insoportable, sudamos con sólo pestañear y m iramos codiciosos las aguas: ¡se han vuelto tan claras y verdosas, tan agradables! Yasubiré comprende nuestras necesidades, v permite un baño general, pero con orden. Primero se zambullen quince remeros galerones, dan unas cuantas brazadas, y regresan a la “Linboy” satisfechos y resoplando; después los imitan los otros quince, quienes retornan con idéntica complacencia, chorreando un agua refrescante y 19
pura . Toca el tu rno a Sem ancó, al propio Y asu bir é, y a este m odesto cronista. ¡Qué maravilla de agua! Transparente como nunca vi, límpida a más no poder. Nos hundimos varias brazadas y reconocemos con nitidez asombrosa cualquier criatura que ronde a cierta distancia. Distingo fácilmente a Yasubiré, quien se deja ir aguas abajo con indolencia, para subir de golpe, pegando los brazos al cuerpo y moviendo sólo los pies. Semancó hace lo mismo pero con más energía y, dicho sea sin el menor propósito despectivo, con mejor estilo. En realidad, su estilo natatorio es incomparable: pasa y repasa bajo la “Linboy”, pe ga un salto en el aire, se su m erg e con elegan cia, avanza después con el cuerpo bajo la superficie, boca arriba, asomando tan sólo la nariz, igual que esos peces corpulentos que estoy viendo con regocijo desde hace un rato, nadando ligeros y mostrando al aire una ale ta pardusca m uy ríg id a que tie n en sobre el lomo. Trepo a la “Linboy” y encuentro un raro alboroto. Jefes, remeros y T ucuñata — M añamedí es siempre excepción— improvisan arpones con todo lo que encuentran: astillas, huesos, puntas de flechas. Van de una banda a la otra, de popa a proa, hablan, discuten, señalan el agua y observan las aletas que emergen desplazándose velozmente. Creen — tamb ién yo lo creo— que Tebiché h a escuchado las súplicas del gran machí y ha enviado una pesca estupenda. Esos sí que son peces gr an des , peces decente s, peces con m ucha ca rn e, no como esos míseros pescadillos incapaces de colmar los rincones de la proa. Hablamos en voz baja, para no espantar a los generosos animales, y aguzamos los arpones. Semancó propone atraerlos hasta las bandas mismas de la piragua arrojando en trozos algunos peces capturados, y Yasubiré aprueba. El primer trozo es suficiente. Los grandes peces se acercan, se arremolinan, se disputan la carnada, muestran sus cuerpos lustrosos, alargados, agilísimos. Comprendo que no tienen escamas, lo proclamo y provoco estupefacción. Los treinta remeros, más Semancó, su mujer, Yasubiré y hasta Mañamedí, que ya ha levantado los pies del agua, se agolpan sobre una de las bandas. El peso es excesivo y la “Linboy” se bambolea y se inclina con peligro de zozobra. Resulta inevitable la entrada de mucha agua, y también la salida de alguno de nosotros. Quien sale — pegando un grito— es Tucuñ ata. Apenas ha tenido tiem po de quit arse la vin cha que su je ta sus larg uís im os pelos. T odos nos alegramos, porque bañarse semivestida representa una incomodidad. Semancó pregunta a Yasubiré acerca del carácter y costumbres de esos pecesguazú con ale ta , pues los sospecha ca pac es de com er cualq uie r cosa. Para no pasar por ignorante en temas marinos, Yasubiré responde que, según la rapidez con que tragaron la carnada, y las dentaduras avistadas en el entrevero, estamos ante peces de excelente apetito. Tucuñata chilla como un pécari y Semancó, resueltamente, decide b atall ar en su escenario ín tim o librando re cio com bate en tre su s dos deseos: arrojarse al agua, o perm anecer en la “Linboy”. M ientras nuestro jefe guerrero pelea, nadie a bordo quiere perderse el espectáculo. Y hubiera sido, en verdad, perderse la más estupenda acción desde
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nuestra partida de la bahía, aquella mañana. Caída al agua Tucuñata, los grandes peces, con esa curiosidad proverbial de casi todos los seres vivos, se le acercan. Pero no llegan a tocarla; sin su vincha, Tucuñata ha quedado con medio cuerpo envuelto en pelos renegridos y gruesos. Ya sea por esa circunstancia, ya por los chillidos de la esposa invernal del jefe, los enormes y flexibles nadadores, todos a una, giran sobre sí mismos, salen disparados como mojarritas y se pierden de vista. *
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N oche de lu na otra vez. E l sueño regala su s ben eficios a los expedicionarios, pero ahora, son tres los insomnes: el cronista, Yasubiré, que gusta conversar con el cronista, y Tucuñata. Desde que volvió de su bañ o in espera do, se ha co lo ca do en cuclillas en su cu bículo de popa y, dando las espaldas a la proa se ha quedado mirando fijamente hacia donde el sol se pone. Pienso que si no mediara tanta distancia entre nuestra tierra mitona y la posición de las piraguas, regresaría a nado, movida por esa furia impasible que la asemeja a los ídolos de piedra de nuestros antepasados. N o es p ara menos. T ra s v olt ear su cu erp o por so bre la bord a, chorreando agua y con los pelos serpenteándole entre los abultadísimos pe chos hasta el v ie n tr e y la s nal gas , tam bié n abundantí sim as, T u cu ñ ata debió soportar una reprimenda agria de Semancó. Nuestro jefe guerrero y delegado del Gran Cacique habló como tal. Con voz de trueno acusó a su esposa de imprudente y le achacó la pérdida de una pesca como quizás no es presentase otra en toda la travesía. Por haber ahuyentado a los pecesguazú sin consideración alguna, las tripulaciones y sus jefes pasaría n ham bre y pri vac io nes. V endría n jornadas en que debería n co merse las maderas de las piraguas, y masticar huesos y espinas. Por no recordar que los peces son espantadizos, por querer mezclarse con trabajos propios de varones, por torpe curiosidad insensata, se verían de aquí en adelante cercados por los fantasmas de la desnutrición y de la angustia. Para peor, se había mostrado ante sus hombres sin vincha, lo cual era el colmo de la desvergüenza. “Una esposa impúdica llena de oprobio al esposo”, rugió Semancó. “Sólo deseo que venga cuanto antes la primavera”. Y no dijo más. “Su mayor amargura es haber perdido la vincha”, me dice Yasu bir é ca si en un su surr o, y señala ndo la s regordete s espald as de Tucu ñnta. Yo observo coa asombro la inmovilidad de la esposa invernal, que se une a la inmovilidad del aire, del mar, de los hombres dormidos y agobiados por el calor y las emociones de la jornada. Vuelta al punto del horizonte por donde el sol se ha puesto hace rato, Tucuñata se confunde con los objetos de la piragua. La luna ilumina sus desordenados pelos, húmedos todavía; y tiñe sus hombros con un reflejo brillante. Yasubiré permanece callado durante un buen rato hasta que con un ademán tembloroso me dice: “Tendremos tormenta”. 21
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El anuncio del navegante me ha hecho pasar mala noche. Dormí a los saltos, temiendo que en cualquier momento estallasen insultos y chillidos entre los esposos. Sin embargo, el jefe guerrero roncó lindamente, y Tucuñata no alteró su posición. Al amanecer, la única alteración se ha producido en el cielo y en la atmósfera que nos rodea. Un manto espeso de nubes tapa el sol y un calor más sofocante nos castiga desde temprano. Yasubiré manda mover los remos pero aconseja a los galerones que trabajen despacio. Tapado el sol, no está muy seguro el navegante del rumbo correcto. Un avance veloz puede desviarnos; el estancamiento puede arruinar los ánimos. Lo más prudente es avanzar con parsimonia: los músculos no quedarán ociosos y el airecito del avance, aunque suave, servirá de refrigerio. Pero el mediodía se desploma con un peso terrible. La “Niboy” y la “Conboy” se han detenido; los galerones de la capitana siguen el ejemplo y se niegan a remar. Yasubiré nos exhorta a mojar de continuo las cabezas; y como lo hacemos con agua salada, para ahorrar la dulce, que empieza a escasear, pronto el calor chupa la humedad y nos deja con una costra de sal irritante, impregnada de sudor. Es forzoso remojarnos una y otra vez, sin que sepamos cuándo pondremos fin a tan molesta operación. Sólo dos personas, en la “Linboy”, se mantienen ajenas al calor y a las mojaduras de cabeza. Una es Tucuñata. hecha pie dra , y de espald as sie m pre; la otra M añam edí, quie n m ete tra n quilamente los pies en el agua desde que desaparecieron los grandes peces . El gran Machí pasa el tiempo entregado a la meditación y al contacto profundo con las mágicas potencias del universo. Entrecierra los ojos, mueve levemente los labios, cabecea rítmicamente, se acaricia de cuando en cuando la barba rala. Desprecia el calor, y estoy convencido de que despreciaría igualmente el frío o los temporales. Todos sufrimos este cielo como una piedra infinita y gris que acumula calor, y este mar saladísimo y haragán. Todos, menos Mañamedí. Los pies siempre en el agua, los ojos entrecerrados, descifra los enigmas de la creación, de los espíritus, de Tebiché que lleva y trae las nubes a su antojo. A veces se le arrima Yasubiré, le formula una pregunta y aguarda pacientemente la respuesta, que llega al fin como desde el fondo de la tierra, o para ser más exacto, del mar. El navegante recorre otra vez la “Linboy” de proa a popa, con gesto resignado y lanzando miradas nerviosas a las nubes. Entonces, de la boca sabia de Mañamedí brota un cántico apagado pero claramente audible dados la quietud del am b ie n te y el m uti sm o del m ar. C anta al sufri m ie nto y al valor de los dolores, canta a las enseñanzas y a las verdades que traen el padecer, los contrastes, los árboles derrumbados en mitad del camino; canta el deseo de los hombres por realizar sus sueños, y lo mucho que cuesta realizarlos; y repite con monotonía de tambor selvático que una gran 22
ambición es hermosa y buena hasta en los dioses, pero que exige a los hombres su vida entera, y aún algo más que sus vidas. Un grito interrumpe el cántico. Tardo en reconocer en ese grito el mismo timbre que ha entonado la canción. No sé bien qué ocurre, no lo saben tampoco Yasubiré, ni Semancó, que corren hacia proa, ni los remeros que emergen de su modorra. Es Mañamedí quien grita, pero aún no comprendemos por qué. Jefe y navegante lo agarran de los hombros, tiran de él hacia el fondo de la piragua. Mañamedí no viene solo: trae compañía. Asqueroso, jamás visto, con bocas como grandes dedos dentados, un animalejo se ha prendido con todas sus fuerzas al dedo gordo del pie derecho de nuestro gran Machí. Con esfuerzo y grandes cuidados, Semancó arranca el animal y Yasubiré examina la p arte dañada: el dedo gord o aparece hin chado y colo ra dote , como si se lo hubiese apretado con la piedra de un mortero. Acercándose a una banda, Semancó se dispone a tirar al agua el animalejo, cuando otro grito, surgido esta vez en popa, lo detiene: Tucuñata ha renunciado a su inmovilidad, se lanza sobre su marido y, rapidísima a pesar de sus pechos, su vientre y sus nalgas, le arrebata la presa exclamando: “Bueno para la cena”.
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Tenía razón Tucuñata. El animalejo, preparado por sus manos cocineras, quedó muy sabroso. En un cuenco grande encendió fuego con huesos y algunas maderitas de un montón que llevaba en popa; sostuvo encima, pacientemente, una vasija con agua potable; metió el animalejo y esperó. Cuando lo sacó, el raro bicho era rojo, como teñido por la tintura del caisiubé. En seguida Tucuñata batió la yema de un huevo de ñandú, le echó aceite de palma, trozó el animalejo, lo revolvió todo ju nto , re fr ig eró el p rep arad o abanic ándolo co n una pie l vie ja y lo sirvió al fin, ya bien entrada la noche. Debo aclarar que ni los más exquisitos pe ce s que a tra p a b a n mis tíos sabía n de aquell a m anera . C arn e bla nca y muy tierna, gusto salobre pero a la vez único. Y por sobre t odo, nutritivo, sin perjuicios, pues no nos pesaba en el estómago como las tortas o la carne seca, ni como los pecaríes asados que he comido en las tolderías donde me crié. Satisfecho y chupándose los dedos, Semancó dice que es necesario sacar muchos animales como ése; y agrega que si sólo se pescasen tales bichos, dispondrían del mejor y más concentrado alimento que se pu diese imaginar. T ucu ña ta se ofrece, asegura ido que les conoce las costumbres, y que sabe cuándo y dónde encontrarlos. Pero su esposo le dirige un mirada colérica y la obliga a callar recordándole el infortunado encuentro con los pecesguazú de aleta pardusca. Mira después hacia proa y ve a Mañamedí sentado en el ángulo pero co x ambas p ie rn as reco gid as , fr o tá ndose con dis im ulo el dedo go rd o del pie de 23
recho. “No entrarás en el agua”, ordena con voz helada a su esposa invernal. “Meterás sólo un pie, que servirá de carnada y anzuelo”.
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La orden de Semancó no pudo cumplirse. Durante el alba se levantó recio viento que sopla ahora avanzada ya la mañana. El cielo está amenazante, cubierto por nubes tan parduscas como las aletas de los pecesguazú. Los remeros trabajan con grandes dificultades porque las olas levantan la piragua y los remos se quedan en el aire, sacudiéndose como las patas del animalejo que lastimó a Mañamedí y alegró nuestra cena. Tucuñata procura esconder en los fondos de la piragua y en el rincón de popa todos los taparrabos y las pieles que han quedado dispersas. Manteniendo a duras penas el equilibrio, arrebata a la furia del viento nuestras prendas y asegura con tientos los cuencos y las vasijas. Se desplaza a los tumbos, agobiada por el vendaval, por sus carnes opulentas y por los pelos que se enroscan en su pescuezo, tapan sus ojos, golpean sus flancos y ondean agitadísimos como las co pas de esos árbole s peti zos que desafi aban te m p orale s en ti e rra m itona. N o sé en qué fo rm a d esafia rá nu estr a ex pedic ió n la furi a co m binada del mar y del viento. Sopla el aire redoblando su violencia y enfriando nuestros cuerpos temblorosos. Habíamos querido refrescarnos después del calor insoportable padecido en las horas de calma; pero todo este aire junto es demasiado. La piel se nos eriza, sentimos frío, tiritamos. Para reaccionar y entrar en calor nos agarramos como vinchucas a las bordas, a los remos, a las nalgas de Tucuñata, a todo cuanto ofrezca sensación de solidez. Si el ventarrón es atroz, más atroces son las olas. ¿Quién pudiera imaginarlas después de la mansedumbre lacustre de las últimas jornadas? Prendidos de lo que sea, calentamos los músculos y evitamos rodar de popa a proa y viceversa, igual que astillas de leña. La piragua sube y baja, se bambolea, pega saltos, recibe golpes tortísimos, cruje y gime como toldo en un incendio. A veces vemos nada más que cielo, un cielo que aumenta su negrura; otras veces el mar entero se nos ofrece a la vista y nos infunde pavor. Es un mar lleno de sierras y valles que no reposan nunca, un mar revuelto, tenebroso, maligno. Las olas se persiguen, se atrapan, se destruyen, resurgen agigantadas, se chocan y estallan como si se odiasen desde el comienzo de los tiempos. Hay momentos en que la “Niboy” y la “Con b oy” aparecen ta n ce rca que oím os los ch illidos de M ip oya y de Alist a, y las voces de Omboé y de Oromboé preguntando si precisamos algo. En otras ocasiones, nada vemos, salvo este mar que ruge como si todos los yaguaretés de la selva se peleasen con saña enañangada. Es un rugir que aturde, un aullido continuo que parece brotado del corazón de los espíritus perversos. La visión de semejante soledad sostenida por el estr uendo del ole aje nos em puja to davía m ás contra el fo ndo de 24
la piragua. Todas las soledades son desagradables, incluso la de los campos en primavera: siempre se quiere compañía, especialmente en esa época. Pero la soledad que tenemos delante, que nos rodea y nos ataca de mil modos distintos, puede aniquilar fácilmente la voluntad más ro busta. N o es la sole dad de la q uie tu d; mucho m enos la de las co sas extinguidas y olvidadas. Es una soledad activa, llena de intenciones siniestras y que tiene, entre sus múltiples movimientos, un solo rostro: el de la muerte. Supongo que todos temen, aunque sería atrevimiento de mi parte darlo por cierto. De mí he de decir que tengo miedo. Un miedo enorme, total: ¿para qué mentir? Soy cronista, y mi obligación es referir la verdad, no dármelas de héroe. Siento tanto miedo como Tucuñata, que se ha acurrucado en el rincón de popa y se ha envuelto la cara con sus pelos para no ver las olas verdes oscuras o el cielo sombrío. No m e avergüenza sen ti r m ie do como una m uje r, porque debo tener, además, un miedo parecido al de los treinta remeros, que se han tirado en el fondo de la piragua, donde yacen todos revueltos de bruces, sin atreverse a levantar la cabeza. Tanto miedo, quizás, como Semaocó, a quien le tiemblan los labios mientras se ata con disimulo al banco de popa valiéndose de un tiento, para no vol ar sobre la borda en cualquier bandazo. ¿Y Yasubiré? ¿Y Mañamedí? Hacia ellos convergen mis ojos y los de Semancó. Y en ellos han de pensar, si aún p ued en hacerlo, las restan tes criatura s que h a i visto la expedición transformada en prueba de espanto. *
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N avegante y bru jo se m anti enen en conta cto as iduo. M añam edí ha olvidado sus remojones de pies, y no creo que los repita, ni que los neecsite por el momento. Tanto él como Yasubiré, como todos nosotros al fin, estamos empapados de la frente a los talones. Cuando empezaba este horror, sufríamos salpicaduras, y cada ola que golpeaba las bandas expandía una llovizna de espuma sobre nuestras carnes. Ahora el vendaval tiene tal potencia, que el agua nos cae continuamente y nos ciega con sus chorros salados. El fondo de la piragua se inu da y de ese modo tenemos agua por arriba, por los costados, por abajo. Ya no sabemos qué hacer para combatir el frío. Mediante un gran esfuerzo, entreabro los ojos y veo al navegante y capitán mayor de la expedición tratando de contagiarnos su calma. El zarandeo de la piragua suele arrimármelo; entonces logro oír, entre el bramido del oleaje, su p alab ra em papada de experiencia . Dic e que esta s cositas son co lm illo de jaguar corriente entre los expedicionarios; que los marinos deben vivir preparados para enfrentar dificultades peores; y que no se puede cruzar el mar sin arriesgar algo. En coyuntura tan especial, poco me 25
importa refrenar la lengua. Respondo que “esas cositas” parecen el fin del mundo, y que la sabiduría que procura infundirnos no es, en realidad, muy original. Ignoro si me oye o si acepta lo que digo como respuesta de un mitón inexperto que jamás se embarcó mar afuera. Sostiene que navegamos bajo la protección de Tebiché y que Maña medí, explorando con su espíritu las entrañas del mar y del cielo, conoció claramente la intención de la tormenta. “Aprieta pero no ahoga”, le oigo decir antes que lo aparte de mí otro rolido, seguido de un ca be ce o bruta l. *
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Es casi imposible achicar. El fondo de la “Linboy” es un charco y el agua sobrepasa nuestros tobillos. Cuencos, vasijas, manos, gorro de Yasubiré, todo sirve. Pero por unas pocas gotas que sacamos, el mar nos devuelve torrentes. Nadie queda en pie por más de unos segundos. Un descuido, un resbalón, una aflojada, y el oleaje nos arrastraría y nos tragaría en menos de lo que canta un urú. Ha de ser horrendo sentirse vapuleado por esas montañas líquidas, de vientre retinto y crestas blancuzcas. Tucuñata llora viendo qué difícil es manejar el cuenco; Semancó maldice porque ya perdió dos vasijas; los remeros hacen lo que pueden, aunque dicho sea sin ánimo acusatorio, pueden muy poco. Para ellos, los remos son vitales, y los vigilan por sobre todas las cosas. “¡Arriba los ánimos! ¡Achiquen!”, grita a mi lado Yasubiré. Pero sólo yo lo oigo, y con el agua que saco no haría gárgaras ni un picaflor. Todo se oscurece de golpe. Tal vez ha llegado la hora del adiós a la vida, el instante impenetrable en que desaparecemos, muy lejos de nuestra tierra, de nuestros hermanos y tíos mitones, de nuestros toldos y nuestras lagunas y arroyos tranquilos. O tal vez ha llegado — sim ple m ente — la no ch e. ¿Q uié n se anim a a alz ar la fre nte o a abrir los ojos? Sentimos los brazos y las piernas como piedra, la espalda y el pecho doloridos, el corazón a punto de reventar. ¿Para qué seguir luchando? Somos como esos yuyitos que llevan de aquí para allá los ríos crecidos de mi tierra. Enderezarse, mirar en torno: ¿quién es capaz? Me cuesta abrir los ojos, y no sé tampoco con qué objeto: la negrura nos envuelve. Una luz, de repente, violentísima. Un chispazo que cruza el cielo, y enseguida el retumbo de un trueno. Otro chasquido de luz, y luego varios, en sucesión empavorecedora. A la claridad de los relámpagos, el interior de la piragua presenta un cuadro deplorable. Tirados, revueltos, sin fuerzas, vencidos, entregados. ¿Todos? Todos, no. Yasubiré y Mañamedí aguantan en proa, no sé cómo, y hacen ademanes y levantan los brazos al cielo. Pero dejo de verlos. Una cortina espesa de agua reduce mi mundo, me tapa los ojos, me llena lo boca. Ha empezado a llover y con el
diluvio ha de haber em pezado — ahora sí— nuestra última jornada en el mundo de los vivos.
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“¡Oyeme, Tebiché, padre de los mitones, creador de cielo y tierra, y tam bién del m ar para nu estra desdicha! ¡Atiende nuestras súplicas! Te implora tu gran brujo, el hechicero por tu gracia, el machí que ha consagrado su vida a servirte y reverenciarte. Que el mar se aplaque, y el viento se calme, y el cielo se trague tanta lluvia, que no sé de donde la saca. O por lo menos, dame el poder de calmar la tormenta y de manejar los mares. Déjame salvar a estos hombres para que cum p la n m i propósit o y expandan tu nom bre”. Creo delirar. Me arden las sienes, tiemblo como las hojitas del ibirapitá, estoy molido por el cansancio y el miedo. Me imagino muerto, y me veo efectivamente hecho cadáver y arrastrado mi espíritu a la región del más allá. Las súplicas que oigo semejan alaridos de ultratumba, voces endiabladas, fiestas de todos los añagn desentientados. ¿Cómo es posible que me lleguen palabras, y que esas palabras tengan todavía sentido? Sin embargo, he oído, y oigo. Por encima de la tem pesta d, oigo. A pesar del te rror, de los go lpes y sa cudones, de las gana s de quedarme tirado para siempre, oigo. La oración sigue, la voz se levanta sobre el vendaval, ruega con el brío de los caimanes jóvenes, con la astucia de los gatos monteses, con la agilidad de los monos gritones. Si una ola no le tapa la boca, es capaz de vociferar la noche entera hasta dejar exhausto al temporal. No sé qué me infunde más temor: o el estruendo del mar embravecido, o esta voz que me dibuja territorios de angustia, comarcas cruzadas por resplandores siniestros y criaturas peludas, con cuernos de venado y caras de mico, pintarrajeadas como la de Semancó cada vez que se le antoja guerrear. Me estremezco, salto sobre mí, gimo y jadeo: alguien me toca, me zarandea, me dice cosas que no comprendo. Es Semancó, quien junto a mí, demudado, trémulo, y sin pintura por suerte, me señala algo a pro a. M e restr ie go los ojos, m e go lpeo la fr ente , trato de in corp ora rm e. Allí, en el ángulo de la proa, enroscado al botalón como una culebra, el viejo Mañamedí lucha contra los espíritus de la tormenta. Los relám pagos alu m bran sus m ie m bros flac os y em papados; las olas lo sa lp ic an p ero no lo cu bre n; los pelo s de su barba se eriz an como las chuzas de una horda mitona lanzada con bastante disciplina al ataque. Todo su cuerpo difunde un brillo inusitado, igual que esas luces canallas que he visto de noche, en la quietud de los campos donde cazaban mis tíos. A cada trueno, el brujo responde con una imprecación; y se entabla entonces un duelo soberbio. “¡Si me respondes de ese modo, jamás te ofreceremos la tierna carne de los galerones!”, grita. Me acongojo pensando que los galerones habrán de oírlo. “Si estás tan enojado por un 27
yerro mío cometido sin intención, me cortaré el dedo gordo y te lo ofreceré”. Los truenos redoblan; y redoblan su empuje los relámpagos, los vientos, las olas. P ero el bru jo no cede. Vu elve a gritar: “Si está s ofendido porque espantamos tus rebaños de pecesguazú, entonces tiraré al agua, para que la tragues cruda, y nos dejes en paz, a Tucuñata”. No hay tr u eno esta vez. U n po co de oleaje, un poco de vie nto , y menos lluvia. Miro pasmado: van parando los aires, van disminuyendo las olas, se van rasgando las nubes. Me incorporo, sin dar crédito: el aire se serena, el mar se apacigua, las nubes se esfuman. Volvemos a oír el susurro de las aguas lamiendo las bandas, la caricia de la brisa nocturna en nuestras orejas. Y sobre nuestras cabezas maltrechas vemos otra vez, puras y brillantes, a las estrellas.
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Después de dormir como en hamacas y de dar descanso a nuestros cuerpos atormentados, despertamos con sol alto. Entonces vemos el precio que pagamos por seguir vivos. La “Linboy” hace agua; toda la carga de pescado seco amontonada en popa, ha desaparecido; la mitad de las armas de Semancó yace en el fondo del mar; el propio Semancó sufre en silencio un brazo contuso y un enorme tajo en la frente. Se han perdido taparrabos, penachos de plumas, el banco de popa, varios remos. Yasubiré cuenta los remeros: de los treinta originarios quedan veinticuatro. Tucuñata se pone a lloriquear en medio de tanto infortunio. Mañamedí, que al parecer ha dormido sobre el ángulo de la proa, medita ahora de cara al sol y cuidando de no meter los pies en el agua. Yasubiré ordena a los veinticuatro galerones achicar. Quedan muy pocos cuencos y vasijas a bordo. A una seña del navegante, Mañamedí sus pende sus m editacio nes, se acerc a a los re m ero s y pasa sobre su s m agulladuras un ungüento curativo. Yasubiré, entretanto, me pregunta si estoy bien, si he descansado, si tengo el ánimo firme. Lo noto amargado, se lo digo y me contesta que le ha dolido mucho la desaparición de los seis esforzados galerones. Lamenta el destino que pesa sobre esa tribu, y me cuenta cómo cayó prisionera de los belicosos mitones, cómo sirvieron — muchos de sus miem bros— de víctimas en los sacrificios rituales, en qué forma sistemática fueron inmolados, trozados, asados y comidos. Me cuenta también que los remeros iban por el mismo camino, pero que se les concedió la gracia de embarcarse en la expedición. ‘No había tripulantes”, comenta Yasubiré. “Salvo Semancó, sus mujeres y Mañamedí, nadie tuvo coraje para acompañarme”. Lo miro fijamente. Yasubiré comprende y se apresura a decirme: — T ú ta m bié n, m uchac ho , lo tu vis te . 28
* Antes del mediodía avistamos a la “Niboy”. Un rato después, a la “Conboy”. Ambas padecen las mismas dificultades que nosotros. Nos ju n ta m os despacio sam ente . Sem ancó pregunta por sus esp osas, Y asubir é por los capitanes, T u cu ñ a ta por la s pro visio nes, M añam edí por las m agulladuras. Se produce un silencio. Atreviéndome, pregunto por los remeros. Ordenadas, nos van llegando las respuestas. Mipoya está muy bie n, deseando que llegue la prim avera; A listé padece dolo re s de cabeza, pero en general se encuentra animosa; Omboé y Oromboé se hallan como siempre, hechos unos arcos, y profundamente enamorados de sus pir aguas, pues han dem ostr ado ser las m ás m arineras que hayan cono cido los mitones. Omboé, hombre del oficio, conserva un poco de pescado, porque tuvo la precaución de repartirlo y atarlo a cada uno de los tripulantes. No es mucho, pero alcanzará para remediar las necesidades de todos durante esa jornada. Después, Tebiché dirá. En cuanto a las magulladuras, todos las ostentan con orgullo. Pensar otra cosa sería absurdo. “Pero las soportamos como buenos mitones”, observa Oromboé. El capitán mayor queda muy satisfecho. Exhorta achicar y reparar averías, descansar hasta la madrugada siguiente, intentar lances de pesca, y seguir adelante. “¿Y los remeros?”, vuelvo a preguntar. Oromboé contesta que el temporal sólo se llevó a cuatro de la “Conboy”. Y Omboé informa que de la “Niboy” faltan tres. “Dos cayeron al mar”, exclama.
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No so n m uy gra ndes la s baja s. D e los se ten ta rem ero s quedan cincuenta y siete. Yasubiré estima que la marcha no disminuirá, porque tales contingencias estaban previstas desde la partida. Hay tanta alegría de estar vivo, es tan poderosa la energía que nos va invadiendo, tan espontáneo el gozo por el reencuentro, que el navegante y capitán mayor se contagia. Trabaja como todos, achica, va y viene, revisa los taparrabos, da un tironcito de pelo a Tucuñata, se interesa por el tajo de Semancó. Para premiar lo que él llama “nuestro ejemplar comportamiento” y después de un servicio religioso dignamente oficiado por Mañamedí, dice que nos tiene reservada una sorpresa. Manda que Tucuñata caliente agua, aunque sea quemando un par de remos. Se quita el gorro de piel — contra el cual no pudo la tem pestad— y extrae de su interior unos granitos pardos que mira con delectación. Molidos y mezclados con el agua por Tucuñata, el propio Yasubiré reparte a todos, sin olvidar al más humilde galerón, un poco de aquella extraña, espesa y oscura bebida. Es francamente deliciosa. Calienta las entrañas y restaura las energías. Le pregunto cómo se llama. “Por tu curiosidad, llegarás lejos, mu 29
chacho”, me responde. “En reconocimiento de esa virtud, te daré otro cuenquito de chocolate”. *
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Buena pesca la de Omboé durante la madrugada. Mar ligeramente rizado, viento suave, cielo azul y sol espléndido. Yasubiré dispone que, en lo sucesivo, Omboé quede a cargo de la pes ca y del subsig uie nte reparto . L a habilid ad y la diligenc ia de este hombre son inapreciables. El navegante estima que, de continuar tan buena ra ch a, no habría in quie tu d sobre qué co m er em os ho y. Deslumbra el color del mar, de un verde brillante. Nunca habíamos visto nada igual. “Estamos en otro mar”, asegura el navegante. *
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No hay duda: se tr a ta de otr o m ar. P ero, ¿dónde esta m os? D e to das las pérdidas que sufrimos, sin excluir a los galerones, Yasubiré lamenta una especial: su cuero pintado. No es que lo haya perdido, porque hoy lo he visto conte m pla ndo aflig id o el cuero. Ocurr e que el mar y la lluvia borraron los trazos, despintándolos. Y ahora es un cuero más, bueno para atajar el sol o el frío, pero no para rumbear. Yasubiré ha dispuesto que la navegación se haga con extrema lentitud, para tener tiempo de orientarse. Consulta una y otra vez con Mañamedí; el viejo respite que algún maleficio cambió de lugar el sol y entreveró las estrellas. Pero Yasubiré es tenaz. Responsable. Serio. Muy competente. Y además, ingenioso. Lo ha demostrado varias veces, y lo demuestra ahora, delante de nuestros ojos. Moja un palito en un cuenco donde aún hay restos de chocolate, extiende el cuero, y juntando dos huesos de pesc ado, uno cu rvo y otro re cto, m ira hacia el so l a tr avés del re cto , ahuecado por donde pasaba la médula, y hace marcas con la uña en el curvo. De acuerdo con esas marcas, va dibujando sobre el cuero, con el palito enchocolatado, una serie de líneas que se cruzan, una red de trazos ilegibles para todos, menos para él. Mañamedí se hace el ensimismado, para disimular su envidia. Se mancó vocifera, orgulloso de su capitán mayor. Tucuñata promete una comida suculenta y yo pienso en lo mucho que un hombre aprende viajando. Terminada la operación con los huesos, Yasubiré rectifica el rum bo. “E l sol sie m pre un cuarto a la diestra”, ord en a. “ ¡Ade lante, y a todo remo!” Galerones, brujo, guerrero, mujer y cronista nos quedamos en
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suspenso, inmóviles. Entonces Yasubiré, por primera vez según recuerdo, sonríe y anuncia: “¡Sí, llegaremos!” *
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Jornadas parejas. Mar siempre verde y brillante. Sol gratísimo. Entibia sin ofender. Y pesca más que suficiente: tanta suerte ha tenido Omboé, que nunca falta pescado fresco, de la mejor calidad. Arrojamos al mar, sin remordimientos, muchos peces, por carecer de sitio. Los galerones mantienen un ritmo rendidor.
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N uev o co lo r en las ag ua s. Se m u estr an az ules, de un az ul pro fu ndo. Olas no muy altas, pero majestuosas. Es lindo este balanceo. Las aguas azules forman como fajas o bandas anchas, y tan largas, que se pierden de vista. Yasubiré dispone seguirlas y manda que los galerones levanten los remos. La “Linboy” prosigue su navegar, como si tal cosa. Gritos de júbilo. Semancó está a punto de danzar, pero Tucuñata lo contiene, temerosa de que la piragua vuelque. Mañamedí observa, se frota la nariz, perplejo, y murmura: “¿Llegaremos?” *
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Grandes manchas verdes flotando a lo lejos. La “Niboy” se adelanta, llega hasta la mancha. Vocerío de Oromboé y los suyos. *
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N avegam os en m edio de la m ancha verd e. Son p la n ta s acuát icas, como los camalotales de tantos ríos mitones, pero mucho más grandes. Es necesario volver a remar. Yasubiré dice que se llaman algas, y que florecen no lejos de tierra. Aunque frenan nuestro avance, llenan nuestras almas de alegría. Y también nuestros estómagos: alargando el brazo, Tucuñata arranca varios manojos, los lava, los cuece con aceite de pescado, y nos los ofrece. Confieso que es un manjar. Yasubiré le rinde honores, y Mañamedí, quien también prueba, informa que cura la añoranza y el tedio de los largos viajes, dadas sus propiedades laxantes. Semancó se niega a comer. “Prefiero carne”, dice en son de protesta. Al caer la tarde, Semancó satisface su deseo. Los remeros han concluido la jornada, Mañamedí reza, Yasubiré estudia el cuero, y Tu 31
cuñata da vueltas entre sus vasijas. El sol se retira con mucha calma, pin ta n d o el cielo de ro sa y cele st e. Sem ancó pega un grito, le vanta un brazo hacia el cielo, busca su arco y sus flechas, prepara el arma y apunta. Chasquea el arco, zumba la flecha, gritamos todos en la “Linboy”, corean las gentes de la “Niboy” y de la “Conboy”: la flecha ha atravesado el pecho blanquísimo de un ave que venía volando desde el poniente. Cae el pájaro muy cerca de la “Conboy”, pero Oromboé respeta el derecho de caza: la presa será de Semancó. Des p lu m ada y lim pia , será ta m b ié n la ce na del guerr ero . Yasubiré me dice: “Recuérdalo muchacho. Registra este hecho, el más importante hasta ahora. El primer pájaro encontrado. La tierr a que buscamos no puede estar lejos. ¡Llegaremos!”
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Tucuñata nos abandona. Sensible a los cambios de estación, Semancó decide renovar esposa. Junta Tucuñata sus vasijas y sus cuencos, hace un rollo con sus ropas y se prepara para la mudanza. Acicateados por Semancó, los galerones arriman velozmente la piragua capitana a la “Niboy”, de donde el jefe guerrero espera recibir a Mipoya, la cónyuge de turno. Solemne mom ento. Me pongo de pie, imitando a Yasubiré, los galerones levantan los remos, la “Linboy” está casi junto a la piragua de Omboé. Contenemos la respiración y, tal vez, alguna lágrima. Tucuñata ha sido buena compañera; y aunque Semancó no le perdone haber espantado a los pecesguazú, nadie de nosotros olvida que se portó como cocinera excelente. El brujo nos desconcierta. H a dado la esp alda a la ceremonia, hahun dido la cabeza en el pecho, se ha enroscado al ángulo de la p ro a (sin m e te r los pie s en el ag ua , po r s u p u e sto ). P are c e enoja do, mueve los brazos, hamaca el cuerpo como si orase. Las piraguas, entre tanto, están casi juntas. Ya se adelanta Semancó, ya se arregla el pelo M ipoya — una m uchachita no mayor de dieciocho años, esbelta, linda cintura— ya voltea la pierna Tucuñata sin que nadie la ayude con los fardos, cuando un chillido nos paraliza la sangre, el corazón, los ademanes, la ceremonia. Creemos que otro animalejo se ha prendido de las carnes magras de Mañamedí. Pero el brujo nada tiene prendi do en el cuerpo, ni siquiera el taparrabos. De pie ahora sobre el ángulo de la proa, no deja de chillar y de señalar el cielo, hacia donde todos miramos. Sólo vemos un azul purísimo y un sol muy hermoso, de los cuales ningún mal puede venir. Mañamedí chilla, se contorsiona y por último , pon iendo los ojos en M ipoya — cosa que todos hacemos con gusto— pega un bramido y dice: “ ¡No!” Se le acerca Semancó, cuya diestra tienta la macana. Yasubiré p re sie n te un a escena te rrib le ; M ip oya, que n a d a com pre nde, ham aca
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sus caderas; Tucuñata está todavía entre piraguas. Oromboé y todos los remeros han quedado en suspenso. “¡No!” repite Mañamedí. “¡Esa esposa, no!” N unca hasta ah ora he vis to tan cerca el fin del venerado y po d e roso brujo. La macana se levanta, Yasubiré se interpone, Tucuñata sigue con una nalga en cada borda, y yo contemplo a Mipoya, por ser el centro de la inminente disputa. Los ojos de Semancó lanzan llamas y chispas; gustoso, los compararía al del yaguareté —hembra o macho— si no los tuviese tan renegridos nue stro jefe guerrero. Antes que caiga la macana sob re el cráneo brujo — Yasub iré se ha corrido ligeram ente— oímos otra vez: “Esa esposa no, Semancó.” “¿Por qué?”, pregunta bastante nervioso el navegante. Semancó calla. “Mipoya es para la primavera, ¿verdad?”, observa el brujo. Yasubiré y Semancó asienten. “Pues no estamos en primavera”, sentencia Mañamedí. Y con voz cavernosa añade: “Estamos en otoño.” *
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Semancó bebe a sorbos su quinto cuenco de chicha. A cambio de la macana — ahora bajo custodia del brujo— el propio M añamedí ha escanciado chicha generosamente en el cuenco del guerrero. Y todos pie nsan que ha hec ho bien. A cuclillad o a popa, en el hueco que T u cuñata dejó libre, Semancó mira alternativamente mares y cielos. Es un mirar turbio, que nada comprende, como si se hubiese apagado el sol delante suyo. Busca explicación entre la gente de la “Niboy”, donde las tres mujeres, muy agitadas, deliberan; la busca entre los galerones, que m ueven con escasa convicción los remos; la busca e i Y asubiré, quien revisa su cuero pintado, hace anotaciones tras escudriñar con sus huesitos, y se rasca la cabeza, absorto y confuso. Nadie puede ayudarle, ni siquiera Mañamedí. Por eso le da chicha, para que vea las cosas de otra manera y vaya entrando en un mundo distinto. El brujo tampoco puede explicars e nada, au nqu e sosti ene y ju ra que esta m os en oto ño. Las estrellas que ha visto son las del otoño; la fuerza del sol es otoñal; la temperatura de las aguas también. Y otoñales son los vientos, las nubes, el vuelo de esos pájaros que rondan las piraguas e i band adas cada vez más abundantes. Ha contado las jornadas desde que zarpamos; y si hubiesen transcurrido — por esos caprichos de Tebiché— la prim avera y el verano, la cuenta sería tan abultada como las nalgas de Tucuñata. La cuenta, sin embargo, marca exactamente la llegada de la prim avera . P ero el que ha llegado es el otoño. *
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Bastante enchichado al anochecer, Semancó repasa canturreando los 33
nombres de las estaciones, desordenándolos y reordenándolos en com bin acio nes antoja dizas que rem ata con un mismo estribil lo : “R ecuerd e el alma mitona: tras invierno, primavera, | me inculcaron. | Qué enseñanza tan chambona, | qué mentira tan grosera | me encajaron.” Yasubiré le permite desahogarse. Prefiere esos canturreos baratos, esas letrillas ramplonas plagadas de reminiscencias de tribus foráneas, a las posibles furias del hombre de armas, privado de esposa hasta que las estaciones vuelvan a sus quicios. Porque es cierto que estamos en otoño. Y siendo así, Semancó no puede cohabitar más con Tucu ñata, pues el invierno pasó; ni con Mipoya, pues no llegó primavera alguna; ni con Alistá, pues sin primavera no hay verano que valga. Sólo le correspondería Caliopeya, la esposa otoñal. Y todos saben que Ca~ liopeya quedó aguardando en tierra mitona. *
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Debió preverlo Yasubiré: guerrero sin mujer será jefe de motín. Mediando la mañana, despierto y emancipado de la chicha, Semancó se declara en rebeldía. Exije una mujer, aunque sea Tucuñata, encara a Yasubiré, amenazando con soliviantar a los remeros, y dice a Maña medí que justifique, en nombre de Tebiché, y Tupapá, una reforma del código matrimonial. Y que le devuelva, finalmente, su macana. Alza los brazos Mañamedí y pide que no se invoquen los sacros nombres en vano. Alza más la voz Semancó, argumentando que el guerrero actúa sólo para dar gloria a los dioses buenos. Alza los ojos Yasubiré en esta jornada de alzamientos y los posa en mí. También yo me alzo de mi asiento, inquieto, con el corazón en zozobra. Yasubiré me mira con fijeza, frunce el ceño, pone un dedo atravesado delante de sus labios: quiere mi silencio, quiere que el cronista calle cuanto está ocurriendo. Pero soy cronista de alma, respeto mi oficio, he de decir la verdad. Y he de decirla de tal modo que no la destruya por apura do. Y asubir é es to davía , a bordo, el capitán mayor. P ero ha surgido alguien que pretende todo el poder. Favorecer por mi parte a uno, puede acarrearme malquerencia con el otro mañana. Por eso, ni callo ni apoyo. Registro, nada más. Y registro, momentáneamente, el temblor de Yasubiré. Mañamedí ha devuelto la macana a Semancó y, enroscado en el ángulo de la pro a, nos da la espald a, se ensim ism a y reza. El je fe am otinado bla nde la macana, arenga a los remeros, se revuelve en proa como un yaguareté a punto de saltar. El navegante habla con voz calma, pero no puede reprim ir su te m blo r. Apela a la cord ura , re cuerda los eje m plo s de los galerones, el mío, el suyo, pues somos hombres que hemos sacrificado la compañía de una mujer en beneficio de la expedición. Muestra el cuero pintado, indica por dónde navegamos y exhorta a cada cual a volver a sus puestos. Las rencillas no tienen sentido, dice, 34
estando la tierra tan cerca. “Unas pocas jornadas de paciencia y será nuestro el nuevo mundo.”
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Hace rato que Semancó, enfurruñado, maquina cosas tal vez terri bles en popa. Los gale ro nes no se anim an a obedecer las órd enes de Yasubiré; algunos empuñan los remos, pero sin meterlos en el agua, indecisos; otros merodean cerca del jefe guerrero, murmuran y hacen ademanes amenazadores. La navegación se ha interrumpido: también la “Niboy” y la “Conboy” están al garete y sus horqbres se mueven desconcertados, discuten, señalan a las tres mujeres, las cuales se mantienen muy juntas, semiescondidas en el cóncavo fondo de la “Niboy”. Los hermanos Omboé y Oromboé siguen, atentamente, con cara de disgusto, los acontecimientos de la piragua capitana. Ven a Yasubiré y a Mañamedí, solos a proa, conversando en voz baja; el Gran Machí no ha cesado en sus meneos de cabeza ni en su remolinear de brazos; y el navegante aparece más enjuto y tembloroso que nunca. En el otro extremo, o sea a popa, ven a Semancó, quien ha empezado a trazar sobre pómulos y frente las temibles líneas rojas y azules: su máscara de guerra. Dispersos entre popa y proa, sentándose y poniéndose de pie sin ti no ni co nc ie rto, los gale ro nes se agit an co mo pajarit os antes de una tormenta. Y en el centro exacto de la “Linboy”, los hermanos han de ver tal vez a este cronista, no porque yo sea corpulento, sino porq ue un hom bre co lo ca do ju sto en el m edio llam a si em pre la at en ció n. Pintarrajeado, fiero, macana en mano y erizadas las plumas de la cabeza, va hacia proa Semancó. “No quiero quedarme sin mujer”, aúlla. Y levanta su macana. “¡Mentira!”, le grita Yasubiré. Se frena el guerrero, se estremece la macana. “¡Mentira!”, repite el navegante, “los de tu casta siempre mienten. Alzamientos, rebeliones, motines no son otra cosa sino maneras de encubrir un propósito único: atrapar el poder y convertir a los hombres en esclavos. No perderías honra ni prestigio por quedarte unas po ca s jo rn adas sin m uje r, hasta que M añam edí re solv ie se este enig m a pro fu nd o, o h asta que arr ib ásem os a la nueva ti erra , co sa que está a punto de ocu rrir. M entís, Sem an có, yo te descubro an te to dos los expedicionarios, y te quito la máscara, esa misma que pintaste en tu cara y que intentás usar contra nosotros. Tu falta de mujer es burda e xcusa. Deseás el poder y olvidás que aquí, en el mar, a bordo de la ‘Linboy* o de las otras dos piraguas, sigo siendo el jefe .supremo.” Cuánto daría yo por disponer del arte maduro de los contadores de mi toldería. Ellos sí sabrían calar los secretos espíritus que se apretujan en las cavernas interiores de Semancó. Para ellos no hubo jamás pro ble m as m ie ntr as rela ta b a n his to ri as m ascando se m illa s al am or de los fogones. Ninguna situación los intimidaba, ningún personaje quedaba
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sin su retrato justo. Crisis anímicas como la que preservarnos serían rastreadas en el pretérito del personaje, hasta dar con una inf ancia sin juguetes o un pasado sin honor, con una madre autoritaria o u n p ad re débil y adicto a la chicha, con un excesivo afán por conte m pla r, de adolescente, su imagen reflejada en charcos, fuentes y cañada s. Tenían palabras para todo, eran realistas, fantásticos, deliciosamente mentirosos, en mezcla tan eficaz como inocente. Pero he de contentarme con ser cronista, según me advirtió Yasubiré, lo que equivale a resignarme a la torpeza de mi método expresivo. Ahora, por ejemplo, el contador de mi tribu haría maravillas describiendo la procesión de sentimientos que andaría por dentro de Se mancó; y cosería, con más habilidad que Tucuñata, esa turbulencia feroz del jefe guerrero con las palabras altivas que acaba de pronunciar Yasubiré, sin apartarse un negro de uña de ese extraño tono de incorrec ciói extranjerizante que adopta el capitán mayor cuando se enardece: “¿Matame si sos guapo! Te juro que no durás vivo ni media jornada. Navegar no sabés Semancp. Te pasarás dando vueltas sin salir del mismo lugar, y te matarán el hambre y los piojos. Mi muerte traerá la tuya y la de todos los infelices que se queden sin navegante en medio de estos mares.” Semancó mantiene enarbolada su macana, pero sin dar un paso adelante. Quiere hablar y sólo le sale un gruñido como de taguá acorralado, un silbido de yarará, una queja furiosa, un palabrerío de todos los añang del que se distinguen estos pocos vocablos: “¡A ti no, a él!” Y señala a Mañamedí. Se estremece el brujo, quien, creyendo sentir el peso de la macana hundiéndole los huesos del cráneo, se imagina lanzado al agua y mordido por decenas de animalejos iguales al que se le prendió del dedo gordo. Pero allí está Yasubiré, que aconseja oportuno: “Muestra tus poderes, Gran Machí.” Y el brujo, acordándose de quién es, inicia — en un chillido que p erfora los oíd os— una terrib le ora ció n in vocando a Tebiché, a Tupapá, a los espíritus de las aguas profundas, a las sombras de la inmensidad.
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Se apaga el mar, cesan los vientos: Mañamedí ha sido obedecido. Levanta la diestra y surge del horizonte una tela blanca; levanta la siniestra y el sol se oculta tras un velo turbio. Todo se vuelve silencio, el horizonte se borra, las olas dejan de verse, la “Niboy” y la “Conboy” desaparecen. En medio de la piragua, me cuesta distinguir la pr oa; tuerzo la cabeza y la popa se borra igualmente. La blancura húmeda nos rodea y nos aísla en un ámbito opresivo. Las nieblas de mi tierra mitona eran cosa de muchacho comparadas con ésta. Entonces los árboles se esfumaban, pero yo los conocía como árboles; y reconocía
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Ins lomas, los arroyos, los ceibos floridos, los toldos o el humo de los fogones con sus contadores habituales. Ahora, en cambio, nada reconozco, nada veo, nada me llega más allá de las bordas. Unicamente esta blancura brillante, como la pulpa de los cocos, como una gigantesca tela tejida por innumerables arañas después de la lluvia. Tampoco me inquieto por ver a Semancó. Sé que ha callado, que nada hace, salvo esperar, con los ojos abiertos, y en silencio. Maña medí domina: mar y cielo se le entregaron mansitos, y él, con su voz, los ha disipado.
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Ha de estar enroscado en la proa, como siempre, pero no lo veo. N adie puede ver lo , p o rq u e nadie pued e ver m ás le jo s de donde llegan nuestras manos extendidas. Semancó ha de mascar su rabia, tragar su despecho y quedarse quieto en la popa, contentándose con pedir a Tebiché que muestre de una vez la tierra prometida. Pero Tebiché no ha de oírlo. Tampoco Tupapá. Dioses buenos, espíritus intermediarios, diosecillos de enlace, correos, servidores, animadores de las múltiples formas del mundo, todos han de rodear a nuestro Gran Machí admirando su sabiduría y aguardando nuevas órdenes de su cráneo privilegiado. Qué mundo sorprendente ha de haber ahí dentro. Lo imagino lleno de rostros cambiantes, de fuerzas iguales a las de los vientos, de resplandores y destellos propios del rayo, de las estrellas y de los bichitos de luz. De allí ha brotado cuanto nos ha sido necesario: comida, fuego, agua, o la chicha inagotable de sus cuencos milagrosos. Jamás dejó que arañara en nuestras gargantas el fantasma del hastío, pues en las jornadas de quietud marina, o cuando los galerones se cansaban de tanto remar, Mañamedí repartía uno s cueritos pintados con perfiles de los grandes caciques de antaño, a pie o jin e te an d o ñandúes, y con im ágenes de m acanas, chuz as, cuenc os y vasijas; entonces propiciaba animadísimas ruedas donde entre chicha y chicha jugaban los hombres con los cueritos, hablaban en una jerga chistosa, reían y — ya perdiesen o ganasen m uchas plumas— hallaban un placer digno de los dioses buenos. A veces ponía al sol un cuenco grande con agua, pronunciaba palabras extrañas, hervía enseguida el agua y la vertía en un poronguito a través de cuya abertura había colocado una yerba molida que sólo él conocía, y metiendo una cañita fina por la abertura, hacía circular el poronguito y nos inducía a beber. Era un gran descanso para los nervios, una tregua para los remeros y un buen solaz para Semancó y Tucuñata, quienes bebían ñor turno, y un alivio para el cronista, el cual desviaba por un rato su mente fio las obligaciones del cargo. Sólo Yasubiré, del modo más afable, rechazaba el poronguito y
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se engolfaba en el estudio de sus líneas pintadas o se acodaba en la bord a contem pla ndo el horizonte . ¡Cóm o se agiganta ba la figura de Mañamedí, inventor de tantas cosas, y a quien debíamos tanta gratitud! ¡ Y cómo se m e em peq ueñ ecía en co m pa rac ión . . .! “Te dije que no olvidaras tu función de cronista”, me interrumpe Yasubiré emergiendo de la niebla. Intento ocultar mis crónicas, asustado, como si fuese un aprendiz, o un ignorante del oficio. No es posible tapar nada. Hace muchas, muchísimas lunas, que los mitones renunciamos a la escritura. Nuestro lenguaje se inscribe en el aire, en los árboles, en las piedras, en las aguas, y en las nubes. Nuestras palabras no constituyen enigmas, vuelan como los pájaros, son los pájaros mismos, y son las semillas de las flores esparcidas por el viento. Para saberlas no hay que gastar años ni ojos sobre cueros pintarrajeados; ningún niño mitón ha sufrido reproches, castigos, menosprecios; ninguna criatura de nuestra tribu se ha sentido avergonzada por cometer faltas de grafía. Nuestras palabras llegan a todos, y nos basta desear que no se pierdan para que quien esté dispuesto a oírlas, las oiga, y a sí las recuerde y las transmita a los venideros como en un acto de amor, de bond ad, d e e spíritu gen eroso . . . “No te agrandes”, vuelve a decirme Yasubiré. Por el tono de su voz comprendo que se halla fastidiado. “Un cronista con pretensiones”, añade, “resulta insoportable”. Se ha puesto tan cerca de mí que percibo su cara ansiosa, con un tinte de amargura. “Voy a ordenar que la navegación prosiga. Estamos muy cerca. Esto no falla.” Y me enseñ.a su cuero lleno de líneas. Brillan, sus ojos, y tal vez sea lo único que brilla en medio de esta niebla cada vez más densa. “La sabiduría de Mañamedí”, explica, “es buena para resolver problemas a bordo. Pero el rumbo y el destino de la expedición están siem pre en m is m anos.” Se aleja un poco, imparte órdenes a los galerones, y regresa a mi lado. “No niego el saber poderoso de Mañamedí, sólo digo que mi saber es distinto”, susurra. “Tan distinto, que logré averiguar lo que nadie averiguó jamás. Escúchame.”
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“Desde los más remotos tiempos, cuando Tebiché creó a la mujer y sacó al hombre de un bostezo de ella, y puso sobre la tierra la prim era p a re ja m it o n a asegurándole s que lle garí an a dom in ar el m undo, las generaciones sucesivas creyeron que esa tierra, nacida de manos de Tebiché, era plana como los cueros de los venados cazados por los guerreros. Tal vez alguien, durante los muchos momentos de crisis que sufrió la tribu, admitió ideas extrañas y pensó que la tierra tenía cierta curvatura, como uno de esos cuencos en que cocinaba pescado Tucuñata. Pero la gran mayoría seguía creyendo que vivían en un 38
mundo chato, con límites más allá de los cuales sólo había abismos tenebrosos. Así lo creyeron tus abuelos, así lo creyeron tus padres, y así lo has creído tú hasta ahora, ¿verdad? El Gran Cacique lo ha admitido siempre, y también Semancó. El hábil pescador Omboé jamás albergó en su cabeza otra idea que la de una tierra plana; y ha justificado las faltas ocasionales de peces diciendo que, de tanto nadar en una misma dirección, han sido al fin tragados por los abismos tene bro so s. Su herm ano Oro m boé, m uy aplicado y estu dio so de las co stumbres animales, juraría por su sombra que la tierra es más lisa todavía que las playas donde ha observado metódicamente el desove de las tortugas. Incluso Mañamedí tiene las ideas muy confusas al respecto. Nadie conoce la verdad, porque la verdad exige algo más que coraje: exige una audacia continua, robustísima, excepcional, para ir contra las ideas endurec idas a lo largo del tiem po y. acep tadas p or todos. Y sólo yo he tenido esa audacia. No he viajado por comarcas innumerables, ni cansado mis pies, ni gastado noches enteras descifrando cueros pintados a la luz de las veladoras de aceite de maníes para encallar en las opiniones corrientes del vulgo. Me he arriesgado buscando un nuevo mundo p orque estoy convencido que la tierra 'o es pla na. N o lo es en ab solu to , m uchacho Convénce te . Y si cuesta co nvencerte, consígnalo como cronista, con objetividad. La tierra es esférica.” A pesar de la niebla, mi perplejidad ha de ser muy visible, porque Yasubiré suda y jadea tratando de hacerme comprender el fruto de sus inv estig ac ion es:. “¿Nu nca viste huevos de caracoles marinos? Son esas bolitas que las olas traen, tan am arillentas, como si estuv iera ! hechas de pellejo semitransparente, y que tienen dentro agua y gérmenes de futuros caracolitos. Pues así, igualmente, es la tierra toda, el mundo que habitamos. Así de redonda, que eso quiere decir esférica. Y así de hueca. Nosotros, tú, yo, Semancó y sus mujeres, el brujo, los galerones los tripula nte s de las otras dos piraguas, la tribu e ite ra d e los mitones, cuantos hombres quieras imaginar, con los animales, las pla nta s, los m are s y las m onta ñas que ex iste n, viv im os dentro de esa esfera. El cielo que ves, tanto de día como de noche, es la mayor p a rte de es a te li lla que fo rm a la esfe ra . Las otr as parte s so n la tie rra y los mares, que están como pegados a la telilla. Ni tú ni yo, ni hom bre al guno pued e abarcar en teram e n te la esfe ra por dentr o, porq ue la s distancias, como supondrás, son enormes, y además el sol, cuando ilumina una parte, deja forzosamente otra en la sombra.” “Ca pitá n”, le digo, “acláre m e una co sa: ¿es el sol el que se mueve, o es el huevo de caracol, quiero decir, la esfera?” Tarda en responderme. Baja la cabeza, se reconcentra, y sonríe, aunque de mala gana. “Para ser cronista”, contesta al fin, “tenés la virtud preciosa de dudar.” Vuelve a hacer silencio, se levanta, se encaquesta el gorro y dice: “En relación con mi objetivo, poco importa que el sol se mueva, que se mueva la esfera, o que lo hagan ambos, cada uno según su ritmo. 39
Lo cierto es que una esfera hueca no termina en parte alguna. Siendo así ha de haber, esperándonos, un nuevo mundo.”
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He dormido mal. Sé que nada interesan, en una crónica, las emociones del cronista. Pero esta vez no quiero evitarlas. He dormido realmente mal. Quizás fue mi peor noche, sin excluir las de la tempestad. Sufrí pesadillas que me hicieron dar vueltas, pegar puntapiés, gritar. Soñé que me caía en una esfera hueca, de la cual no podía salir. Chocaba contra las paredes, mientras un agua venida quién sabe de dónde iba creciendo hasta llegarme al cuello. Las paredes eran semitransparentes, y yo entreveía otras esferas iguales a la mía, muchas esferas, multitud de ellas, como las flores del chequepagué. A veces las esferas se golpeaban entre sí, movidas por vientos malignos; a menudo, las esferas se metían unas dentro de otras, y los hombres pasábamos a vivir del lado de afuera, sintiendo mucho frío y sabiendo, con angustia, que bajo la superficie donde habitábamos había muy cerca otra esfera, también habitada, y b ajo ésta , otr a, y as í sucesivam ente ; y que cada una contenía pueblo s de lengua y costumbres distintas. Otras veces, los grandes guerreros del pasado mitón, resucitados, jugaban en un prado de pastos cortitos y parejos y se complacían en patear las esferas, buscando con especial predil ecció n aquella en la que yo estaba m etido, con el ag ua h asta el gañote. Eran muy molestos los golpes, y eran muy fuertes los gritos que daban aquelos campeones. Por lo común, las venerables siluetas de los guerreros heroicos atravesaban las paredes de mi esfera, se metían en ella, me rodeaban y, sonriendo, me contemplaban con ojillos maliciosos.
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Al alba persiste la niebla. Me duelen los ojos, pero trato de observar en mi torno. Nada veo, salvo esta niebla terca. Es como si el mundo echase un aliento espeso, o como si el mar y el cielo se hubiesen puesto a sudar. D esde an te s del alb a, los gale rones está n m anif esta ndo de modos diversos su miedo. Voces provenientes de la “Niboy” y de la “Conboy” nos informan que los remeros y los hermanos Omboé y Oromboé también temen, Y el jefe guerrero, el orgulloso y vehemente Semancó, ha sido tocado en la frente por el soplo helado del temor. Murmullos, quejas, reclamos, palabras de añoranza por la tierra mi tona, por la pesca en ríos tranquilos, por las guerras periódicas y previsibles: un coro amedrentado va invadiendo las piraguas, rebota en la 40
niebla y castiga los oídos de todos. Mañamedí tapa los suyos con am bas m anos: lo veo porque p asa y re p a sa delante de mí, encorv ado como un viejo cualquiera, y con cara de arrepentimiento. Flotan en el aire neblinoso, con mayor fuerza, las quejas. Se las oye clara y dolorosamente. Los expedicionarios se tocan unos a otros con desesperación y se cachetean para cerciorarse de que por lo menos sus cuerpos, todavía, existen. Temen no ver nunca el sol, ni las estrellas; temen que el mar sea en adelante esta invariable bruma, y que la “Niboy” o la “Conboy” se deslicen como fantasmas, sin tener de ellas otra cosa que las voces tristonas y acobardadas. Se juzgan castigados por Tebiché, y creen que Mañamedí es el brazo castigador de la divinidad. En la expedición hubo un rebelde, y ahora el rebelde reconoce su pecado y siente el pavor del castig o expia to rio. D e ahí a p ensar que ya está n m uert os, fuera del mundo, en el reino de donde nunca se vuelve, hay una distancia tan corta que Yasubiré, ante el peligro de un fracaso total, grita que estamos vivos, que la navegación prosigue, que el mundo de cada día existe, y que el mundo nuevo existirá muy pronto para regocijo y riqueza de la tribu mitona entera. “A proa, miren todos”, exclama. Y sus palabras se completan con un golpe sordo y con un estremecimiento de la piragua. Un madero, largo y redondo, ha chocado contra nuestra embarcación. Quien extienda el brazo podrá tocarlo. Parece el tronco de un árbol esbelto, pero sin ramas; alguien dice que le recuerda el cuerpo de una se rpien te gigante, vista una vez en los m ontes m ue rta .por un cazador y extendida sobre los pastos. “El mundo es visible”, repite Yasubiré. Los hombres, sin embargo, no se convencen.
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Llega la noche. “Atención”, ordena Yasubiré, “por avante.” N eg rura im p enetr ab le , q u ie tu d de se pulc ro , hu m ed ad pegajo sa . Sen timos los latidos de nuestros corazones. “Por avante”, vuelve a decir Yasubiré. “Una lucecita.” Sólo un galerón confiesa haber visto algo. Tal vez un resplandor fugacísimo. Debemos tener las pupilas dilatadas como las del ñacurutú a medianoche. “Allá otra vez”, indica el navegante. Nadie supone que mienta. El tono de su voz es el de la verdad misma. “De nuevo, allá.” “¡Luz a proa!“: este grito inesperado, llegado desde la “Niboy”, nos estremece. Semancó olfatea el aire como venado en, celo. “¡Sí, allá, muy lejos!”, brama al fin. También yo veo. Una lucecita, muy distante, se prende y se apaga. “Mañamedí, ¿la has visto?”, pregunta Yasubiré. “Sí”, contesta el brujo, “demos gracias a Tebiché. Es luz de hombres.” 41
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N ueva alb ora da. M añam edí, Y asubir é y cuatro gale ro nes de los más robustos han hecho turnos de guardia durante la noche. Pero la lucecita no se ha dejado ver. Son frecuentes, en cambio, los maderos a la deriva. Muchos de ellos se asemejan al que chocó contra la “Lin boy”; otros ti en en fo rm as ch ata s, como las ta b lill as de d u ti tá que las mujeres mitonas usan para sacudir los taparrabos recién lavados, o los rabos recién ensuciados de sus crios. Las aguas aparecen turbias, con manchas negruzcas, frutas semipodridas y pájaros muertos.
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Contrarío, por vez primera, la norma primordial de mi oficio: relatar los hechos a medida que se producen. He dejado transcurrir en bla nco una jo rn ada ente ra. H e in te nta do so se ga r mis ner vio s. N o lo he logrado del todo. Pero hoy puedo referir mejor el episodio que vivimos ayer. Seguía espesa la niebla; espesa y casi asfixiante. Grandes olas, des pla zándose sin re v enta r, bala nceaban las piraguas. E ra co mo si la pie l del mar estuviese recorrida por vastas y periódicas ondas, cuyo movimiento, algo marcador al principio, terminaba por ser nuestra única diversión. Yasubiré dijo que teníamos mar de leva y acicateó a los galerones para que perdieran por fin sus miedos. Las piraguas avanzaban; no muy rápidamente, es cierto. Pero avanzaban. Era un remar a ciegas, puesta la confianza en Yasubiré, quien repetía que veía con claridad el rumbo como si todos los soles del mundo le guiasen. El navegante no paraba de hablar, pues si lo hubiera hecho, los galerones no hubiesen tenido estímulos para mover los remos. Así estábamos, medio sonámbulos, con restos de miedo pegados aún a nuestros corazones, deseando llegar a cualquier sitio, pero imaginando en secreto que nunca llegaríamos, cuando Mañamedí pegó un grito. Creyendo que había sufrido una nueva mordedura, corrimos a su lado. Nada había sufrido, sólo había visto, decía, tres sombras gigantescas a proa. “Derecho, por la proa”, musitó. Le temblaba la voz, lo cual me alarmó, porque yo, al menos, siempre le había oído hablar con firmeza. N ada vim os al princi pio . L a nie bla se m an te n ía cerra da y el dichoso mar de leva, levantando y hundiendo la piragua, nos estorbaba la visión. Yasubiré encomendó a Semancó para que, dados sus ojos de halcón beligerante, penetrase la niebla y confirmase (o desmintiese) a Mañamedí. Fue una jugada maestra del navegante: con tal de no renunciar al orgullo de ser el hombre de mejor vista, Semancó renunciaría a su miedo y mantendría los ojos clavados en la niebla extendida por avante. 42
“¡Sí, allá!”, bramó. Y alargaba su brazo, aunque con desconfianza, como si temiera quemarse. Todos, finalmente, vimos. Eran tres embarcaciones muy grandes y pan zonas, como poro ngos del trópic o. N o sobrepasaría n el largo de la “Linboy”, pero ganaban en altura. Quienes las tripulaban debían ser criaturas primitivas que aborrecían el mar, pues habían derrochado madera para hacer unas especies de mangrullos en donde viajaban sin salpicarse. De mí sé decir que nunca había contemplado nada parecido, ni siquiera en mis pesadillas. Tenían unas telas enormes atadas a unos palo s, como si fu esen in m ensas ala s de gav io tas, y en las te la s unos dibujos y unas líneas trazadas sin arte. Era claro que carecían de la sabiduría de un Yasubiré para el dibujo, y que se hallaban aún en esa etapa imitativa que la tribu mitona ya había superado por lo menos veinte generaciones atrás. “Usan todavía la fuerza del viento”, me dijo Yasubiré, no sin emoción, “pero el viento es la fuerza más pobre p a ra navegar. Ahora , por eje m plo , que no se m ueve un pel o, an d an a la deriva, con todo el trapo desplegado para ver si recogen siquiera un estornudo. Pobre gente. No han de llegar muy lejos.” Semancó quería ir rectamente a las extrañas naves, obligarlas a detenerse y abordarlas. Su instinto de ave de presa le hervía la sangre y le hacía sacudir su macana. Pero Yasubiré lo refrenaba, le prometía conquistas mejores y le exhortaba a mantenerse vigilante, sin tomar la iniciativa, hasta saber qué temperamento tenían los tripulantes de aquellos engendros marinos. Excitados, alegres, algo recelosos, disipadas las murrias ante el contacto con otros seres después de tantas jornadas solitarias, pusimos proa resueltamente hacia las naves descubiertas. A través de los jirones de niebla vislumbrábamos ya sus tablones, los tres palos que sostenían las velas, las ventanitas semiabiertas de las bordas y de las torres, una a popa, otra a proa. Y empezábamos a distinguir a los salvajes que viajaban en esas máquinas. Llevaban sus cuerpos enteramente tapados por trapos multicolores y dejaban sólo al aire caras y manos. Muy cerca ya, mudos todos nosotros, tensos y p alp it an te s, reparam o s en aquellas m anos y en aquellas caras. E ran de una palidez inusitada, como la de los enfermos. Más aún: como la de los hombres desangrados por las hechicerías de los añang, como los espectros malditos que rondan en las noches de luna las tolderías. Recordé las palabras de mi tía advirtiéndome de niño que huyese de los hombres pálidos, porque son fantasmas perversos o enfermos contagiosos. “A babor, enseguida”, ordenó Yasubiré. Los galerones obedecieron en el acto. Y no por disciplina sino porque nos iba a todos la vida en el viraje. Las enormes naves se nos venían encima y nos hubie sen aplastado sin remedio. Yasubiré confiaba en que los desconocidos tripulantes, que ya debían habernos visto, cambiarían el rumbo y ofrecerían una de sus bandas para facilitar el encuentro. Pero tal vez por temor irracional (cosa explicable en salvajes), tal vez porque la niebla, den
sísima a ras de agua, ocultaba nuestras embarcaciones, los tres veleros mantuvieron imperturbables su dirección. Levantando nuestras cabezas y torciendo los cuellos hasta doler nos la nuca, vimos cuanto se podía ver: los altos navios iban pla gados de obje to s que usarí an p a ra ensalm os y hechic erías, y los hom bres se m ovía n sin p arar, de un la do a otro, tr a b a ja n d o m ás y peor que los esclavos, hablando en idioma áspero, percutiente y enfático, que acompañaban con ademanes vivos, sin dejar de trabajar. Uno solo vimos que no trabajaba. Parecía el más pálido de todos, y tenía una expresión ansiosa y, a la vez, hondamente triste. Gastaba un gorro de pieles muy parecido al de Yasubiré, por lo cual nuestro capitán, deduciendo que era su colega, y comprendiendo que también los pueblos primitivos tienen sus jerarquías, se quitó el gorro y lo agitó sonriendo, a modo de saludo. Pero la sonrisa se congeló en los labios de Yasubiré. El hombre de la ventanita no sólo permaneció con su gorro puesto, sino que no movió un músculo de su cara. Sus ojos miraban la niebla y su expresión no abandonaba el aire de melancolía con que apareció, como un sueño, ante nosotros. Pude ver, entre telas neblinosas, que el sitio donde seguramente el hombre dormía era apenas como la cuarta parte de un toldo, pintado de azul, y que dentro de ese cuartito azul, lucía un retrato de una mujer muy pálida, con un raro artefacto amarillo y pinchudo puesto en la cabeza, un palo en la mano derecha y en la izquierda, ¡Tebiché sea loado! una esfera. Cuando terminamos de pasar junto a los grandes navios, Yasubiré quiso virar para repetir el encuentro y lograr que aquellos hombres nos avistasen. No llegó a hacerlo: tomándolo del brazo derecho, movió Mañamedí la cabeza reiteradamente en claro signo de negación. Seguimos nuestro rumbo, contemplando cómo se perdían a popa, entre la niebla, los tres veleros. *
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Ha empezado a soplar viento. Ya desde la madrugada ha habido rachas que aliviaron nuestros nervios. Ahora es un viento parejo, cargado de un extraño perfume. Pienso en los pétalos del camasintí, en los frutos del guaydetú, o en las modestas florecillas de las riberas. Repaso un,o por uno los aromas de mi tierra, pero no encuentro nada semejante a este mensaje que nos trae el viento. Es un olor dulzón, p en e tra n te , m ezcla do ta l vez co n el air e sa li tr o so de es os m a re s in te rminables. Cada uno de nosotros se ensimisma en contacto con el viento, se da un baño de corriente refrescante, goza sintiendo en la cara y en el pecho esta agitación perfumada y recia. Verdeoscuro el mar, en toda la extensión que abarca la vista. Como nuevo el sol, después de 44
tantas jornadas de ausentismo. Yasubiré corre a popa y mira con insistencia: ni el más leve rastro de los veleros. El navegante se queda de brazos cruzados, dándonos la espalda, hecho tótem, puestos los ojos en un horizonte avaro. Y así quedaría por larguísimo rato, de no oírse un grito que alguien lanza en la “Conboy”. Vuelve a oírse dos veces seguidas. Reconocemos la voz de Oromboé. Algo importante estará viendo, pues sólo despega los labios — distrayéndo se de sus estudios— cuando la ocasión lo merece. Bastante adelantada con respecto a la capitana, la “Conboy” aparece empequeñecida por la distancia. Yasubiré manda remar con energía: el ojo de halcón de Semancó ha percibido a Oromboé, quien sobre los hombros de un galerón, señala por avante con el brazo extendido. Llega hasta nosotros su grito, pero no distinguimos aún qué dice. Omboé azuza también a los remeros de la “Niboy” para que se acerquen a la piragua puntera. Chillan las tres mujeres e interfieren con los comunicados que intenta remitirnos Oromboé. Apiñados en la proa de la “Linboy”, Yasu biré, Se man có, M añam edí y este cro nista hacem os pan tall a con las manos en nuestras orejas y esforzamos cuanto podemos la vista. Yasubiré comenta que Oromboé jamás se treparía sobre un galerón si no tuviese una convicción muy firme. “Y la tiene”, afirma Semancó con ojos chispeantes, “claro que la tiene. ¡Allá está, miren! ¿No ven?” “¡Tierra!”, exclama Yasubiré, sacudiendo de un salto la “Linboy”. “¡Tierra!”, se oye desde la “Conboy”. ‘¡Tierra!” corean hombres y mujeres de la “Niboy”. “¡Tierra!”, murmuré, e hincándome en el fondo de la piragua, di gracias a Tebiché, creador también, ¿por qué dudarlo? de la nue va tierra. *
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Es, por ahora, un islote. Bastante decepcionado, Yasubiré propone igualmente desembarcar, siquiera para estirar un poquito las piernas. Semancó asiente, diciendo que tal vez hubiera una aguada con la cual renov ar la provisión, ya mu y escasa, y que — de paso— se tom aría pose sió n del lu gar en nom bre del G ra n Caciq ue y de los espír itu s buenos. Pero Mañamedí se opone: mientras recuerde sus artes, no faltará agua, la toma de posesión puede hacerse simbólicamente, sin desem barcar, y el is lo te , a fin de cuenta s, es só lo eso: u n vulg ar islote. “Para deesmbarcar ahí”, observa, ‘no vale la pena ser brujo.” *
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Seguimos navegando, y con fortuna, poco a poco, el horizonte se llena de islotes tras los cuales, brumosos aún, divisamos montes, cuya 45
nítida línea, dilatada y sinuosa, nos exime de cavilaciones. La tierra soñada se ha vuelto realidad. Mañamedí prepara un gran oficio litúrgico, Semancó revisa sus armas, Yasubiré pone en orden sus trebejos de marear. La “Niboy” y la “Conboy” se nos acercan hasta tocar casi remo con remo. El gran Machí quiere ofrecer una función en regla con baile y fuego muy alto, como en los fastos gloriosos de la tribu mitona. ¿Cómo hacerlo a bordo? Se corre el riesgo de quemar las naves, cosa digna de insensatos o de arrogantes. Mira el brujo de reojo los islotes: alguno de ellos se ría altar apropiado para adorar a Tebiché y a Tupapá. Yasubiré y Semancó alegan que un desembarco para honrar a los dioses nunca es tiempo perd id o. M añam edí se ham aca, refu nfu ña, espía con disim ulo los islo tes. Ha visto lo que todos hemos visto: las rocas donde mueren las olas están cubiertas por animalejos muy parecidQs al que mordió el dedo gordo del brujo. Son más redondos, pero con la misma facha amenazadora. Comprendemos y sonreímos, aunque con respeto. “Está bien, desem barque m os”, rezonga amoscado M añam edí. “Pero llévenme e i andas.” *
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N o se cum pli rán los deseos ni las dis posicio nes del bru jo . Q uedaremos, sin bailes, sin fuegos altos, sin oficios sagrados, y sin acciones de gracia en honor de Tebiché. Tampoco habrá llevada en andas, ni cuidados ni mimos. Apenas hay tiempo para esconder las piraguas, trepar por las rocas sin reparar en los animalejos y zambullirnos en un matorral, desde donde atisbamos. Algo como un trueno seco, desagradable (yo diría lúgubre) resonando tras un islote vecino, ha propiciado nuestro apuro. Refugiados en los matorrales, vuelve a resonar el trueno. Está cayendo la tarde, y por poco caemos en un pozo de angustia. Cielo límpido, sol sin noved ades, aire de todos los días: ¿qué tienen que hacer los truenos en tiempos bonancibles? Yasubiré musita que no son, propiamente, truenos. “Reparen en aquel humo”, indica. Por sobre el islote vecino se levantan varias nubecillas blanquecinas, y casi al mismo tiempo surgen, doblando una punta rocosa, dos naves similares a las que encontramos jornadas atrás, aunque más chicas. Es claro que un a persigue a la otra y que la perseguidora — de la cual brotan los truenos precedidos de un luz como de relámpago— lleva en la punta de su único palo un trapo enorme y negro. No hay truenos en la perseguida, también de un palo, con todos los t rapos deshechos y en jirones, como la niebla ahuyentada por el viento. Semancó divisa el dibujo del trapo negro e informa, alborozado, que se trata de una calavera con dos huesos cruzados debajo. “Por lo menos estos salvajes han llegado a una etapa antropomórfica y rinden culto a los muertos”, explica, “porque los perseguidos, ¡Tebiché se apiade de ellos! sólo saben garabatear crucecitas y perfiles de animales invero 46
símiles.” No nos sorprende que los perseguidos sufran un desastre. El relámpago y el trueno de los perseguidores los engualicha de tal forma que los voltea al agua, entre chillidos. Allí son muertos a chuzazos por los perseguidores quienes, apareando su nave a la perseguida, saltan a ésta en malón, aúllan, van y vienen, lo revuelven todo, liquidan a los infelices que se guarecen tras las maderas, regresan brincando a su nave, separan las embarcaciones, y con nuevos relámpagos, truenos y nubecillas de humo, convierten a su presa en una ruina que se hunde y desaparece tragada por las ondas espumosas. *
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Pasamos la noche en el matorral, aguantando el rocío, la incomodidad y el hambre. Las tres mujeres se han puesto muy nerviosas, y los galerones temen que en cualquier momento los hombres del trapo negro desembarquen en nuestro islote y los cocinen con el relámpago funesto. Hay calma en torno, y en el mar, y en el horizonte. Pero se ven lucecitas lejanas, que se mueven regularmente, aunque con lentitud. Semancó no sabe qué hacer: sosegar a las mujeres, forzándolas al silencio, desnudar su macana y lanzarse en expedición guerrera con los voluntarios que le sigan, o entreverarse en el largo diálogo, que sostienen, un poco apretados, Yasubiré y Mañamedí. Asume, al fin, una actitud que nadie hubiera previsto: me pide consejo. Le digo que serán muy escasos los voluntarios resueltos a guerrear, que deje suelta la macana, que es mejor permanecer en el matorral, y mucho mejor pasar el resto de la noche al lado de las mujeres. Me agradeec el consejo, pu es le pare ce m uy sabio y pid e a M añam edí auto ri zació n para vis itar, ju nta s a T ucuñata , M ip oya y Alistá. P e ro el bru jo , dic ié ndole que no le venga en esos momento con tales majaderías, lo manda a dormir con la primera que se le antoje. Me arrimo al lugar del diálogo. Yasubiré sostiene que la expedición ha de proseguir y consumarse, pese a quien pese, y sin reparar en los salvajes, por más trapos negros y calaveras que enarbolen. Coincidiendo puntualmente con el navegante, Mañamedí propone un plan: envolvernos en una nube de niebla, que agrade a Tebiché, viajar detro de ella, llevando adelante la expedición, y descubrir de una buena vez la tierra nueva. “Pero sólo en esa forma”, exige. “Hable claro”, ordena Yasubiré. Mañamedí carraspea y obedece, mientras yo, callado y atento, escucho. *
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“Quienes quiera que sean los habitantes de estas regiones, son gente brutal y salvaje”, argumenta el brujo. “Desprecian al enemigo,
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o a la víctima, hasta un grado increíble. Los chucean y los tiran al agua, o los rematan entre las olas, y nada les importa el cuerpo de sus vencidos. No se dignan palparlos, no se inquietan por averiguar qué virtudes han tenido y no manifiestan la menor intención de apro p iá rs ela s m e diante una in gesti ón ritual. Ignora n la m agia de los cu erp os y pretenden tener en un puño la fuerza de la naturaleza. ¿Puede haber mayor muestra de salvajismo? Quieren saber lo que está afuera, y se cierran al conocimiento íntimo. Por eso sostengo que la primera reacción de estas gentes ante el extraño es la guerra; y el trato con los demás, la guerra, y su pasión exclusiva, guerrear menospreciándolo todo. Si llegaran a vernos, nos harían la guerra enseguida. No dudo del valor de Semancó ni de los galerones. Pero no creo sensato ir al juego de ellos ciegamente. No dudo, tampoco de nuestra conquista, p ero opin o que no hay ra zón p ara m alo grarla apresurá ndola . In filtrémonos primero, descubramos sus fieras, aprendamos sus costumbres y los dominaremos. Pero ocultémonos de ellos. Que no nos vean; en cam bio, veá m osl os. U na nube de nie bla , lo sufi cie nte m ente gra nde y es pes a, alcanzará para disfrazar toda la expedición.” “¿Sólo una nube?”, pregunta Yasubiré. “Estamos en otoño, capitán. No hay que olvidarlo. Seremos una nube entre tantas, un jirón más, un hecho de todos los días, o sea algo que nadie tendrá en cuenta. ¿Hay dudas, acaso, sobre mi poder?” Yasubiré no responde. Mañamedí vuelve a carraspear y prosigue: “El viaje nos ha costado siete veces mis diez dedos en jornadas. Tus hombres están cansados, capitán. Necesitan distensión y recreo, no guerra inmediata. Dentro de mi nube de niebla eso será posible. Tanto tiempo navegando altera el carácter. Conviene que los hombres se recuperen, aunque sea en parte. Que Omboé se alivie de su rutina pesquera, que Oro m boé se dediq ue de lleno a su s estu dio s, Sem an có a sus mujeres, tú a comprobar ante la realidad el acierto de tus teo rías, y yo a meditar en el principio escondido de todas las cosas.” Toso con discreción, temeroso de que la oscuridad me haya borrado de la mente bruja. “También el cronista estará como el pirá en el agua”, dice Maña medí. “El ocultamiento ha sido siempre el paraíso de los de su oficio.” Toso otra vez, con cierto fastidio. “Por natural modestia”, agrega el brujo.
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Amanece. Tras librar, malicioso, a la imaginación del navegante cuanto tiene relación con el comer, el dormir, y otras cosas más dentro de la niebla, Mañamedí reúne a los expedicionarios en un claro del matorral. Sólo se oye el graznido de los pájaros marinos y el rumor de las rompientes. Muy húmedo está el aire, y sucio el cielo, a pesar
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