Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut
El nuevo desorden amoroso
EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA
Título de la edición original:
Le nouveau désordre amoureux © Editions du Seui Seuill París, 1977
T raducción: raducción:
Joaquín Jordá
Portada:
Julio Vivas
©■ EDITORIAL ANAGRAMA, 1979 Calle de la Cruz, 44 Barce Ba rcelon lonaa - 34 I S B N 84 339 339 -1310 - 7 D epós ep ósito ito L eg a l: B. 2764 -1979 -1979 Printed in Spain Gráficas Diam ante, Zam ora, 83, Barc elona -18
Título de la edición original:
Le nouveau désordre amoureux © Editions du Seui Seuill París, 1977
T raducción: raducción:
Joaquín Jordá
Portada:
Julio Vivas
©■ EDITORIAL ANAGRAMA, 1979 Calle de la Cruz, 44 Barce Ba rcelon lonaa - 34 I S B N 84 339 339 -1310 - 7 D epós ep ósito ito L eg a l: B. 2764 -1979 -1979 Printed in Spain Gráficas Diam ante, Zam ora, 83, Barc elona -18
CUENTO DEL RABANO ROSA Y DE LA RAJA ROJA
En primer lugar dos cuerpos o, mejor todavía, dos códigos tan poderosamente tremados sobre estos cuerpos que se confunden con ellos; un cuerpo masculino, un cuerpo femenino, diferentemente controlados por la doble ley, simbólica la del falo, erótica la del pene; en realidad la misma ley referida a la misma instancia. Dos cuerpos que sólo forman uno, fijados en una misma codificación viril del placer, del amor, de la voluptuosidad, es decir, en la creencia religiosa de una connivencia innata del deseo y de su objeto. En primer lugar el hombre, que quiere pasar de un privilegio de poder absoluto a un privilegio de goce, denomina a eso «revolución sexual» y convierte su parco capital (eyaculaciónj esperma) en la mercancía suprema, la nueva moneda en la que deberán cambiarse, compararse, relacionarse, todos los trayectos libi dinales. El hombre, que descubre en su cuerpo la imagen más espectacular, la imagen genital, la «libera» confundiendo esta liberación con la de la sociedad global; sustituyendo (o incrementando) la sujeción sobre las mujeres mediante la proclamación de su igualdad con ellas («Yo soy mejor que vosotras» desaparece ante «Todos somos iguales»), Y ahorrándose al mismo tiempo una represión franca en tanto que lejos de prohibir, normaliza, crea unas «necesidades» nuevas, educa a los seres para gozar en sus procedimientos específicos (modelo genital del orgasmo). El nuevo cuerpo erótico viril, como será denominado (para distin-
guirlo a la vez del cuerpo femenino y de cualquier otro cuerpo masculino posible) se caracteriza brevemente por esto: es completo, centralizado, geometrizable, está obsesionado por una axiomática de la renta (aunque sea a través de la pérdida); sólo conoce jerarq jerarquía uías, s, finali finalida dade des, s, in inco com mpati patibi bilid lidad ades es;; in insc scri ribbe todo; todo; oper operaa un trabajo de relación perpetua que liga unos órganos precisos a unas sensaciones determinadas; actúa por cantidades intencionales y no intensivas; busca siempre su unidad, cerrándose ante cualquier dispersión. Cuerpo de la matematización de los afectos semejándose al del macho en cuanto selecciona y atrae hacia sí los rasgos más evidentes de la sexualidad masculina. Rasgos que nuevamente, transformándolos en un modelo que simula una circulación susceptible de imponer la vivencia hedonista del hombre a todos ios sexos. Extraña distorsión de un sistema binario en el que lo masculino sólo se afirma como Uno a condición de valorar lo femenino como Cero. En suma, a no repetir de nuevo «la anatomía es el destino» sino más bien «la anatomía del hombre es el destino sexual de la mujer». En primer lugar, siempre un poder políglota para el cual no existe lengua o soporte privilegiado y que ni siquiera tendría actualmente tendencia a hablar el lenguaje de la liberación. Un poder que ha abandonado parcialmente la «represión sexual» y que encuentra más rentable convertir al genital masculino en el nuevo modelo de los intercambios eróticos y afectivos. Vivimos en unas sociedades llamadas democráticas, pero seguimos habitando unos cuerpos monárquicos, unos cuerpos constituidos, reunidos en torno al nuevo soberano pontífice, el dios Pene y sus dos asesores, los testículos, que han robado la corona de la transcendencia al espíritu y al alma. Y en dicho sentido, todos nosotros, occidentales, somos unos obsesos sexuales, es decir, unos obsesos del centro. Aunque esta divinidad genital no sea más que una abstracción que tranquiliza en la medida en que borra la diferencia de los sexos (en tal caso, nada menos genital, pues, que una mujer) y no conoce acontecimiento alguno, autonomiza la sexualidad a cambio de vaciarla de todo contenido convirtiéndola en un mero simulacro capaz de funcionar siempre y en cualquier lugar.
La línea de demarcación ya no pasa entre lo permitido y lo prohibido, sino entre la Norma y sus Desviaciones, regulación que, lejos de mantener los impulsos reprimidos pero vivos, como hace la prohibición, obliga a todo el cuerpo a somatizar la organización genital masculina. La razón es que no existe (tal vez nunca ha existido) privilegio revolucionario de la sexualidad; ésta es ya totalmente un dispositivo prefabricado con un lugar asignado de antemano, bajo aval científico, intentándose politizar las perversiones, convirtiéndolas en ideas, en slogans, iniciándose otra vez la misma operación del sistema que consiste en modelar los flujos de energía libidinal sobre el cuerpo viril como estandarte exclusivo de todos los placeres. En primer lugar, pues, una opresión por homología, una tecnología, una tecnología del goce que trata los órganos como máquinas técnicas dispuestas en función de un rendimiento, que sistematiza y racionaliza las formas fundamentales de la voluptuosidad y produce el deseo genital como nuevo imperativo categórico. Eso explica que la mujer no exista allí donde está representada, que sólo es convocada en la imaginería masculina a título de actriz sin posibilidad de cambiar ni una coma del texto. Es cierto que todos los valores vinculados a la posesión del falo se han desmoronado bajo el peso del ridículo o del odio; el propio hombre los rechaza parcialmente, pero es para sustituirlos por una supremacía concentrada en torno a lo único que le queda, su sexo. Sólo se cae (o abdica) como Amo para erigirse inmediatamente en principio de placer; se abandonan las máscaras de Potentado o de Padre para reaparecer bajo el exclusivo signo de Eros, disminuida la falocracia ante la genitocracia, moderna demagogia del cuerpo, última forma de la misoginia. Pero esta promoción del pene es tan castrante como la anterior, pues nos encierra en la misma alternativa, tenerlo o no tenerlo. Hace escaso tiempo sufríamos las exorbitantes obligaciones ligadas a la condición masculina (honor, coraje, violencia, dureza, etc.), hoy sufrimos el deber del placer genital, la obligación de eficacia hedo nista entendida en términos de erección/eyaculación permanentes. La palabra «falocracia», que supone a los hombres amos de las mujeres, contiene una extemporaneidad flagrante, pues si bien
existe dominio, la mujer es la esclava de un esclavo. De un esclavo sometido a unas imágenes, a unos simulacros, entregado a la imitación del código de la virilidad, a la necesidad ciega de incrementar constantemente su rendimiento, de entrar en el juego de la deuda infinita. Existe, pues, una histeria masculina, tan opresora como la historia femenina. En la nueva racionalidad de la liberación sexual, el pene se ha convertido en la determinación en última instancia que transforma nuestro celo untuoso en coitos programados. En otras palabras, cuanto más se pierde el sexo como diferencia más se impone lo genital como referencia, más se destierra el cuerpo como profusión. Paralelamente a este orden, inextricablemente unido a él, existe una multitud de pequeñas alteraciones, de ligeros desarreglos que lo agrietan y lo infiltran, el nuevo orden amoroso. Menos nuevo sin embargo —no prepara una alternativa, otro reino— que desordenante, destruye un estado, instala una crisis, propaga un desconcierto. Desorden que se emplaza en un mundo que no es amoroso y bajo el efecto de otro desorden que le es anterior o ajeno (revuelta de las mujeres, de las minorías sexuales, disolución de los valores, anarquía relativa del capital en su fase más avanzada), pero cuyas capacidades de perturbación en la esfera sociopolítica o simbólica son en sí mismas imprevisibles. Desorden que no se contenta con llevar la contraria al orden, sino que, cosa mucho más turbadora, le desorienta, le priva de su eje destituyendo de este modo lo genital cuando el orden lo eleva a verdad geográfica de los cuerpos y de las interpretaciones; ridiculizando la propia idea de finalidad contra todas las valorizaciones médicas, higiénicas, políticas, subjetivas de la libido; dando a entender que ya no hay estado auténtico del deseo cuando todos los teólogos de la salvación siguen luchando por determinar su Tierra Prometida. De ahí el retorno subrepticio —y en otro lugar— de valores considerados obsoletos, el amor, los efluvios sentimentales, el idilio y los suspiros. El puritanismo sólo prohibía el ejercicio sexual fuera de lo establecido, sólo tenía el monopolio del rechazo. El cuerpo «viril», al presentarse como verdad hedonista de todos los sexos, quiere dotarse de un monopolio de representación erótica. Así, pues, su
puesta en duda es un progreso inmenso. Pero este progreso se paga con una menor claridad, una menor resolución, una regresión aparente, la ausencia de objetivos. Es por esta razón que todo se metamorfosea en inseguro cuando se trata de afrontar en propio cuerpo la instancia anatómica y voluptuosa en la que se había sido moldeado y educado. Razón por la cual la sexualidad masculina no posee ahora únicamente más que preguntas, rechazando todas las certidumbres tradicionales que la conciernen, resistiendo con dificultad —y es una suerte— la irrupción de las mujeres en el escenario del amor, porque en la mujer la realización del deseo desbarata el fantasma, permite vislumbrar unos horizontes en los que no pensábamos. El hombre, anteriormente semipríncipe, hoy semilacayo, vive en un interregno; sólo posee cuerpos de regencia o de purgatorio, su sustancia gloriosa se ha disipado, habita en el intervalo, hojea unas imágenes que no puede encarnar. Pero esta desgracia también es una suerte; al distanciarse del código de la virilidad, el erotismo masculino puede descubrir finalmente su propia polimorfía, abrirse a unos placeres desconocidos; los movimientos de mujeres y de homosexuales, lejos de dirigirse a su culpabilidad, sólo requieren su deseo; al multiplicar el abanico de las sexualidades, desestabilizan la suya, la desestructuran, le proponen un haz de tentaciones inagotables e incomprensibles. El hombre sufre de la castración, es decir, de la atribución misma del falo, ya no soporta ese cuerpo diamantino e incorruptible que se le atribuye, cuerpo sin culo, sin mierda, sin rostro, sin visceras, pura palanca eréctil que produce esperma. Por tanto, puede ver simultáneamente el desorden como un desequilibrio que le angustia y como una invitación discreta a pasar de la inmutabilidad del falocen trismo a la movilidad de las inversiones múltiples, de los intercambios fortuitos. Un texto sobre el amor es un texto de detalles que se refieren a ínfimas desviaciones; no habla de cambiar la vida (no estamos lo suficientemente unificados como para dotarnos de una «vida»), sólo convoca revoluciones minúsculas; no exige confundir nuestros deseos con la realidad sino entender cómo otras realidades
que nos son ajenas pueden venir a alterar nuestros deseos y a extraviarlos. Vivimos actualmente la erosión de los tres modelos que ocupaban tradicionalmente el campo amoroso: modelo conyugal para el sentimiento, modelo andrógino para el coito, modelo genital para el sexo. La sexualidad ya no tiene finalidades metafísicas o religiosas, carece de sentido y de transgresión, de realización, higiene o subversión. El amor, transformado en irreconocible, pierde sus referencias; tal vez sea eso el desconcierto, que ya no pueda existir un destino personal sino que la suerte de cada cual resida en todos. Explicar esta desposesión provoca una escritura obligadamente modesta que asume el riesgo de la estupidez, abandona la ambición de decirlo todo, parte de unas cuantas referencias que son otras tantas incertidumbres, no acumula saberes sino perplejidades. Un discurso tal que, en definitiva, implica tantos estilos como vivencias amorosas, ya es en sí mismo esta inestabilidad real, el presentimiento de la pérdida del poder y su júbilo secreto. Ahora nos corresponde otro lugar, un espacio impreciso liberado por una afirmación escandalosa, la hegemonía ya no es deseable; abandonar el poder, el narcisismo de lo propio, es incluso la única posibilidad que puede concedérsele al amor, al igual que todo acontecimiento, de vivir la intensidad.
Aritméticas masculinas
PLACERES VISIBLES O EL CONTRATO DEL ORGASMO
El hombre y la mujer están desnudos y tendidos en la cama. Acaban de lavarse, de secarse, de darse masaje mutuamente, se miran, sus labios tiemblan, comienzan a acariciarse de los pies a la cabeza, después el hombre introduce su dedo en el surco carnoso de su compañera mientras que ella acaricia sus testículos y desliza el índice hacia su escroto. Estos preliminares no duran menos de un minuto, pero tampoco más de siete, lapso de tiempo que ha permitido a ambos entrar en la primera fase de excitación. No ríen ni hablan; a veces la mujer exclama ¡Ah!, el hombre exclama ¡Oh! Pero es que, pese a las estrictas prohibiciones del profesor, lleva un caramelo en la boca que le impide pronunciar correctamente. Luego viene el momento sagrado y delicado de la penetración; el catálogo que hojearon antes de hacer el amor indica que la posición del día es la del Loto. El hombre pone en marcha la máquina; la máquina es un conjunto de palancas y de pistones, dispuesto encima de la cama, y acciona un brazo terminado en una superficie cubierta de lana que, a la manera de una mano, golpea las nalgas del hombre y activa la penetración en su pareja. La mujer se aplica ahora a abrirse, no olvida los ejercicios de descontracción respiratoria que repitió el mes anterior en las sesiones de GOH (Grandes Organos Hinchados). La tensión de la pareja se incrementa, pueden comprobarla lanzando una mirada de reojo al potenciómetro situado en la mesilla de noche, 11,8,11, 9, 12, 3, 12, 5, 13, 13, 4... El dúo jadea, sus alientos se enca-
denan en un crescendo inexorable, ya están en la meseta, en la meseta, sí, se lo contarán d profesor, se sentirá orgulloso de ellos; sus pulsaciones cardíacas llegan a 99 latidos por minuto; el hombre, por su parte, cuenta mentalmente: 2.136, 2.137, 2.138, regula la frecuencia de la máquina que le azota con un poco más de rapidez lo que acelera el vaivén de su pene, la mujer respira profundamente según la técnica yoga, intenta anticipar los ejercicios de concentración sensorial que seguirá el mes próximo en los GAM.ml (Grupo de Airados Mimados, masajistaslubrificadores), su vagina está intensamente empapada, frunce las cejas, se concentra con la mayor atención cuando, bruscamente, ¡suena el primer aviso del despertador! ¡Qué contrariedad, todavía no han gozado!, ¿qué ocurre?, sin embargo iban adelantados. El hombre no entiende nada, no ha descuidado nada, se ha preocupado de frotar siete veces el pene en los calzoncillos antes de copular. De todos modos, prosigue sus movimientos, y la mujer los suyos; los lomos de ésta se cierran en torno a la verga que entra y sale cada vez más rápidamente; ella entorna los ojos, lo esencial es superar la fase de la meseta, sonando entonces el segundo aviso; ¡qué pena!, ¿conseguirán gozar dentro del plazo?, sólo les quedan unos minutos; es una lástima, está claro que esta vez no experimentarán el ROI (Radical Orgasmo Inasimilable), pero tienen que alcanzar a cualquier precio el MECUL (Más Pequeña Esencial Convulsión de Urgencia Limitada), pondrán en práctica el plan PAECOTE (Pezones + Anos + Escroto + Clítoris = Orgasmo Terrorífico); ahora el hombre estimula a su compañera por todas las partes mientras que él mismo se hace azotar a un ritmo vertiginoso; le ha introducido su pulgar en el recto, su índice en el ombligo, su anular sobre el capuchón clitoridiano, su mayor en los senos, su meñique en la boca y los dedos de la otra mano en los agujeros de la nariz, las órbitas de los ojos y las orejas. Deliciosamente envuelta de este modo, la mujer se ve obligada a correr hada la apoteosis y es la llegada triunfal, el paroxismo, los amantes son arrebatados por movimientos reflejos involuntarios y simultáneos; todos sus músculos se contraen rítmicamente, durando cada contracción 8 segundos; la mujer experimenta 3, al hombre 3 V durante los cuales expulsa 10 cm3 de 2
semen blanco llamado espermatozoides. ¡Hurra!, lo han conseguido, no se han salido del plazo, no sucumbirán a la enfermedad mental. Jadean, exultan, se felicitan recíprocamente. Ahora ya no tienen deseos, pueden volver a vestirse... acaban de hacer? El amor según el doctor Reich; han cumplido la santa fundón del orgasmo, han escapado por los pelos y sucesivamente: 1) la neurosis, 2) a la coraza caracterial, 3) ai éxtasis, 4) al fascismo, 5) al stalinismo, 6) al cáncer. A partir de ahora, son unos seres libres y altivos, han vencido dos mil años de represión sexual judeocristiana. ¿Qué
Los
AVATARES DEL PORTADOR DE OBELISCO «En la medida en que la ideología que amenaza actualmente las libertades individuales no es re ligiosa sino médica, el individuo debe estar pro tegido no por unos sacerdotes sino por unos médicos.»
Thomas Szaz1
Extrañamente, en todos los discursos de la modernidad, el placer carece de sexo; se habla indiferentemente de él para el hombre y para la mujer; la palabra es neutra, afecta a las des vertientes de la humanidad como si fuera evidente que todo lo que vale para el ser masculino pueda ipso facto valer para el ser humano en general. Desde Freud (un poco), desde Reich (sobre todo), sólo se nos repite una misma cosa, nada escapa al orgasmo. Si alguien no fija su emoción, sus fantasías, sus instintos, en un objetivo genital a realizar concretamente, sólo son patología, perversiones, infantilismos. Y si tus infantilismos no están articulados en un programa de goce sólo conmueven a los enfermos y a los locos. El único 1.
Fabriquer la folie, Payot, 1976.
placer intenso es el placer finalizado, adulto, genital. «La fórmula del orgasmo es la fórmula misma de lo viviente» (Reich) y si tú, hombrecito, no sigues al pie de la letra este proceso orgástico en ti, es que no eres digno de estar vivo, es que la «peste emocional» ya te ha vencido. En el terreno del erotismo, todas las ideologías de la «liberación» sólo nos proponen una cosa, el realismo orgástico, dominación de lo genital sobre el cuerpo exactamente del mismo modo que el realismo socialista es la perversión totalitaria del arte, pues encerrar bajo la misma denominación de goce las vivencias pul sionales de lo masculino y de lo femenino, tan diferentes entre sí, equivale, tal como están las cosas, a ratificar el dominio del hombre sobre la mujer y seguir haciendo del orgasmo masculino (la eyaculación) la voluptuosidad de referencia en torno a la cual se ordena todo el ritual amoroso. La mujer está obligada a imitar a su compañero mientras que él está llamado a circunscribir todo su polimorfismo en la débil convulsión espermática. Inevitablemente, tan pronto como se aborda el terreno libidinal, se transforman en programa histórico las fábulas referentes a la práctica sexual de los hombres. Wilhelm Reich señala el lapso en el que la sexualidad reprimida se convierte en genitalidad obsesiva, omnipresente. Inaugura la búsqueda moderna de la humanidad occidental para el orgasmo, el culto mágicomédico del hombre blanco hacia el acmé voluptuoso. El orgasmo es actualmente, en todos los terrenos, el foco y el punto de convergencia de todas las pulsiones; se ha convertido en el nuevo medio de salvación mediante el cuerpo, el «suplemento de alma» indispensable de nuestra sexualidad. Cuando Reich propone una liberación sexual, nos invita, pues, a la genitalidad masculina, buscando conceder la palabra al discurso del desierto sexual masculino y sólo a él; hay que decir que no toda su obra se resume en esta apología —ambigua— de la capacidad orgástica; permanece, no obstante, marcada por ella incluso en sus análisis más sutiles. Confundiendo preocupación y liberación, reiterando el gesto, ideológico por excelencia, que quiere transformar en hecho natural lo que sólo pertenece a la historia, la sexología reichiana tacha de un plumazo la homosexualidad
masculina y la mujer, ni una ni otra encajan en su teoría, son los eternos alejados de una disciplina que ha erigido un pormenor en norma y ha encarnado esta norma en la vida, en lo universal. La relación sexual para el hombre es la historia siempre dramática de un ser que quiere gozar del cuerpo de una mujer y acaba invariablemente por gozar de sus propios órganos (privándose con ello de los medios de gozar de esta mujer). Y lo menos que puede decirse del placer masculino es que es breve y débil. La eyaculación es una promesa incapaz de ser mantenida; el hombre tiene la impresión de que alzará el vuelo y estallará, pero se desploma, se derrumba, se ahoga. Muere sin llegar a haberse desintegrado, ha confundido con un aniquilamiento lo que no era más que un suicidio. Ya se ha acabado, piensa, pero apenas había comenzado a perder la cabeza y ahora todo se ha ido. La eyaculación siempre es el «no es eso». En relación a lo que esperaba, no es eso, la crisis más intensa y al mismo tiempo más insignificante, fácil de obtener, rápida de satisfacer, pobre en sensaciones. La eyaculación no sólo es precaria, siempre es precoz, adelantada, prematura; no llega a su hora, no depende de ninguna maduración, es repentina, imprevisible, siempre catastrófica. Todo acaba de una vez; soltado el chorro de semen, nada permanece en el hombre, todo está dicho, está «satisfecho»; en otras palabras, está muerto, extenuado, no disponible, inepto para toda continuidad. Su cuerpo, vaciado de sus capacidades de goce, es devuelto a sus funciones puramente animales, es una carne fría y diáfana que sólo obedece al principio de autoconservación, a una mecánica desprovista de sensaciones, una mera utilidad. Ahora su sexo carece de sentido para él, puede tocarlo, manipularlo, estirarlo, no experimenta placer ni disgusto, ha retomado a una vida insensata e insignificante. Para quien quería consumir su existencia en el breve estallido de una intensidad, la caída es equivalente al vértigo ascendente al que se había entregado. «La potencia orgástica, dice Reich, es la capacidad de abandonarse al flujo de la energía biológica sin ninguna inhibición, la capacidad
de descargar totalmente toda la excitación sexual mediante contracciones involuntarias agradables al cuerpo.» Lo que Reich denomina «potencia», debe denominarse fatalidad, pues nadie se abandona al flujo de la energía biológica, la pierde, la dispersa, la distrae. La angustia del orgasmo no es tanto el miedo de ser fulminado por el acmé genital como el miedo a quedar atrozmente desilusionado; tanto desorden para tan poco. La obsesión del que copula es el derrame (y, por tanto, el derrumbamiento), el temor de que eso no fluya, no se escape de manera insidiosa; pánico ante lo que se producirá, la desbandada, la detumescencia, el fin del coito. En suma, la alegría suprema para el hombre lleva consigo tal desorden, tal desperdicio de energía, que la dicha de la que se trata, antes de ser una dicha de la que se podría gozar, es tan contradictoria que resulta comparable por el contrario a un sufrimiento. Después del orgasmo no es el corazón sino el cuerpo lo que le falta al hombre, una gran devastación le ha privado de su potencia. La eyaculación es como una esperanza desesperada; al copular, el macho espera que su goce será fuerte y arrebatado porque recibe en su cuerpo los violentos signos anunciadores; sin embargo, no confía demasiado, pues recuerda las ocasiones anteriores, conoce sus límites, su contingencia biológica (las 3 o 4 contracciones que expulsarán el líquido seminal de su aposento, y todo ello no durará más de 30 segundos); no obstante, sigue confiando en demasía, imagina locamente que todo cambiará de repente, que van a desencadenarse en él unas fuerzas idénticas a las que agitan ahora a su compañera; así pues, está dividido entre tres direcciones, tres esperanzas y desesperanzas que mezclan sus incerti dumbres hasta el desenlace final y resolución —evidentemente decepcionante— de la intriga. La idea esencial de nuestra erótica quizá sea la del carácter prematura del goce masculino (la primera cosa que se le enseña al machito es a no dejarse ir, a retardar su placer, por todos los medios, incluidos los más grotescos).2 En 2. Entre tales métodos, extraídos de las más variadas civilizaciones citamos: los pensamientos tristes —el hombre se imagina que copula con un «petardo» o que una gran desgracia acaba de abatirse sobre su vida—, la presión de unos dedos torpes entre escroto y ano, la suspensión del
la eyaculación, el hombre se entrega al desenlace de un final violento y único; existe en el coiro una especie de precipitación apocalíptica nacida de la inminencia de la ebriedad; el placer es inminente, cualquier cosa lo despierta, ya está al alcance de la mano; el hombre se mantiene, pero por los pelos. Entregado a un orgasmo minúsculo, el hombre lo está para siempre a la angustia, condenado a gozar por encima de sus medios y obligado, para poder realizarlo, a paliar su imperfección con toda clase de técnicas. En tales condiciones sólo puede sentir respecto al pene una consideración ambigua, es a un tiempo el buen y mal objeto, el enemigo y el aliado, gratificante y frustrante, la sede de las sensaciones más ricas y el órgano que despoja al cuerpo de toda su sensualidad. No es la imposibilidad de abolir toda lucidez lo que entristece al hombre sino la necesidad de aplicar su lucidez exclusivamente a acontecimientos ínfimos que no llenan ni dilatan su consciencia. Bataille asignaba como objeto del eretismo el derrocamiento de todas las barreras; ahora bien, la característica del ser masculino es que no hay nada a derrocar, nada a derribar y que, de seguir su curso natural, se vaivén del pene en el vientre, las vaporizaciones anestesiantes bajo forma de spray o aerosol en el glande (la aplicación debe efectuarse unos veinte minutos antes de las relaciones), el control de la respiración, las contracciones del esfínter anal. A los que añadimos, por nuestra parte, algunos de nuestros medios de control preferidos; el día de la relación con el ser ansiado, introducir el pene en un baño de almidón, alrededor de una hora o dos, rigidez garantizada para las veinticuatro horas siguientes. O también: hacer un molde de la verga en erección y llevar el molde en cada relación (se procurará limpiar con cuidado las paredes a fin de no herir a la pareja). Y también: eyacular por la boca; el pene erecto sigue alzado en espera del semen que no llega (de todos modos, este método necesita mucha concentración y una gran flexibilidad orgánica). Y aún más: cerrar el meato uretral con un tapón unido por un hilo a la mano del copulador. Cuando este último quiere eyacular tira del hilo que arranca el tapón que libera la esperma (como los tapones todavía no están a la venta, és preferible confeccionárselo en casa). Recordemos, no obstante, que el más eficaz de todos estos métodos sigue siendo el de no copular en absoluto —lo que elimina al cien por cien los riesgos de eyaculación precoz—, cosa que los sexólogos, en una terrorífica conspiración de silencio, se niegan a confesar a sus clientes masculinos.
halla inmediatamente limitado, pues él mismo es su propio límite. Quiere acceder al más allá pero no puede franquear el paso y se mantiene prudentemente más acá (de ahí en Bataille, por ejemplo, la interrogación, la nostalgia y el asco ante los transportes voluptuosos de la mujer —tratada de «perra», de «cerda», de «cloaca»— , celos de macho que escupe con horror sobre lo que, fascinado, desea). Más allá del orgasmo comienza lo inconcebible que no tenemos medios de afrontar. Este inconcebible —que suponemos alcanzado por la mujer— es, pues, a la vez el objeto de nuestra envidia y la expresión de nuestra impotencia. Maldecimos este derrame seminal que lejos de superar nuestras fronteras las mantiene, que finge una salida y no efectúa más que una retirada. Se supone que la eyaculación nos proyecta fuera de nosotros, ya no podemos más, el movimiento que nos arrastra exigiría que nos rompiéramos. Pero la realidad de esta expulsión no es en absoluto comparable a la voluntad que teníamos de superar la vida en nosotros. Anhelamos el ser amado a condición de que poco a poco crezca en nosotros la excitación; ahora bien, sucede lo contrario y nos vemos obligados a satisfacernos con un mecanismo que finge en nosotros la muerte y deja apaciguados nuestros confines. Los goces de la mujer nos devuelven inmediatamente a los límites de nuestro deseo. No solamente no podemos extasiarnos como ella, sino que el estallido de la eyaculación nos deja mudos, desposeídos de toda disponibilidad; nos enfurece comprobar que cualquier gesto nos exige reparación, espera, paciencia, reposo y comida reconstituyente. Y para aquel que, siguiendo los consejos del doctor Reich, esperaba todo de esta eyaculación (¡como mínimo llegará a confundirse con el cosmos!), el coito habrá representado una inmensa encrucijada de desilusiones carnales. Tedio profundo de la eyaculación; llega sin obstáculos, es fácil, simplista «y sobre todo teñida de utilitarismo genésico (...), el placer personal se inmola a la continuación de la especie».3 Al contrario que el éxtasis femenino, el orgasmo viril no es una trans3. Zwang, Le Sexe de la femme, Ed. J.J. Pauvert, p. 212,
mutación del cuerpo profano, una exploración sutil, el despertar lento y delicado de las increíbles virtuálidades de la carne, sino una evacuación, un desahogo, la anulación inmediata de una tensión, cosas todas ellas que le asemejan a la deyección; el ser masculino no se desgarra, se vacía, elimina el sobrante de semen acumulado en él. ¿Es lícito, como hace Reich, erigir este breve sobresalto —y da igual que se repita 2, 3, 4 o 5 veces— en faro de todo goce? Cuando va a derramarse, el hombre es un sujeto partido, dividido; participa contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda fuerza en ejercicio (está en lo mejor de su potencia) y en la destrucción de esta fuerza, goza de la consistencia extrema de su cuerpo (toda su energía está en tensión) y de su vacilación, de su próxima pérdida (sufrirá un brutal descenso, el máximo de la fuerza coincidirá para él con el máximo de la debilidad). La eyacu lación acredita el hecho extraño de que la parte puede gozar en lugar del todo, el pene estar investido por el organismo de una delegación de goce y llegar a ser el soporte capaz de representar un conjunto. Como si la presencia de zonas erógenas más o menos sensibilizadas compensara la frialdad y la apatía del resto del cuerpo. Todos los sectarios del orgasmo comparten la misma nostalgia de un Gran Todo Viviente del que la verga sería al mismo tiempo el exutorio y el triunfo, todos exaltan la idea de una «necesidad orgástica», metáfora organicista de la dependencia irreversible y jerárquica de una parte a un centro. Parafraseando a Bataille, la eyaculación es la aprobación de la muerte en su misma realización. El hombre sólo goza para dejar de gozar, su voluptuosidad es una guillotina; cuando su deseo culmina es que ya ha desaparecido. La caída del potencial amoroso después del coito, en el caso de que exista, sólo puede existir en el hombre y en la mujer que han copiado su placer del modelo masculino de goce. El amor viril tiende a arruinarse en la medida en que persigue su misma realización; la sombra ha caído sobre el hombre sin haber llegado a conocer el estallido de la luz, se ha convertido en ceniza antes de inflamarse, ha perdido su energía y no ha sentido ese arrebato. Esperaba una deflagración, sólo se ha producido el chispazo de un petardo. Si después
del coito el animal masculino está tan triste, es precisamente por haber desperdiciado tanta energía en tan poca cosa. El hombre no desea en la mujer su propia eyaculación futura, sino exactamente un Otro, uno radicalmente diferente, y el orgasmo sólo acude por azar (y como una especie de prima de placer) a sellar esta posesión. Pues si la liberación espermática fuera realmente el fin, la razón de ser, la vía suprema de la libido masculina, eso significaría que en la vagina, los labios, los senos, el clítoris, las nalgas, las caderas, la cara, la cabellera, el hombre sólo desea su propia organización biológica; eso significaría que, en la mujer, el hombre sólo se desea a sí mismo, el hombre sólo desea al hombre. Ahora bien, si el paisaje femenino ejerce sobre él una atracción tan intensa es porque presiente un régimen erótico absolutamente diferente del propio; lo que desea en él es una disimetría absoluta y no una similitud investida.4 El hombre no quiere la eyaculación, quiere la desintegración, los arrebatos sagrados, el increíble desencadenamiento de las sensaciones más diferentes; lejos de temer este desorden total, lo invoca por el contrario con todas sus fuerzas, pero sólo aparece un banal orgasmo e incesantemente su placer queda afectado, trivializado, rebajado por este sentimiento de límite irreductible que no sólo le priva de su erección sino que le da también la sensación —insoportable— de que está fundamentalmente excluido del goce. De este modo la apología del orgasmo aparece como un recorte arbitrario impuesto a la pareja en la relación sexual (y del que es seguro que el hombre sufre tanto como la mujer). La eyaculación —considerada como escena obligatoria— no es en último término más que la última de las obligaciones sexuales (la que parece a la vez fundar y cerrar la relación), el mito superior gracias al cual los dos miembros de la pareja fingen volver a la naturaleza, al sexo como naturaleza. «La unanimidad demuestra la conformidad en los órganos, pero nada en favor de lo que se desea» (Sade). 4. Léase para convencerse de ello el bellísimo texto de Héléne Cixou en La Jeune Née («1018», 1975), texto que descubre en el goce femenino una economía de la renovación y de Ja profusión que no tiene estrictamente nada que ver con el orgasmo según Reich.
La hazaña de Reich consiste por consiguiente, en trasladar el infinito del universo pulsional a la finitud obligada del miembro viril y de sus pequeñas máquinas; su simplicidad, además, sólo se ejerce al precio de una reducción terrorista, reducción propiamente «homosexual» que arrasa sin pestañear toda alteración li bidinal. «Portador de gérmenes» para su desgracia y sometido, por tanto, a lo cuantitativo, el hombre quiere someter a la mujer a ello y hacerle creer que comparten juntos los mismos fardos. La sexualidad masculina trata y habla, pues, de despilfarro; privilegia la dilapidación y subraya por el contrario la lastimosa languidez de su ejercicio; desea menos el placer que la cifra, el número mágico; menos la voluptuosidad que el poder (la primera sólo puede «reinar» a cambio de una formidable superchería); convoca las perversiones más extremas para contrarrestar su monótona regularidad; sueña con una economía del don y del gasto porque sufre de parsimonia; busca la muerte y sólo halla el jadeo. El mito viril del orgasmo es ante todo perjuidicial para los propios hombres. ¿En qué sueña el hombre mientras copula? Sueña en poder abandonarse, sin que ese abandono al placer ponga término a su excitación, sueña en gozar como la mujer, sin fin, sin tregua, en una pérdida incondicional de su ser. El éxtasis femenino se convierte, pues, en su utopía, lo que fantasea y lo que le es prohibido pero, al mismo tiempo, la amenaza inquietante que le revela su inferioridad en sus relaciones con la especie, la historia, la vida. No sólo se retiene con dificultad, acechando la eyaculación como una amenaza que le privará de su erección, sino que sabe que cuando esa amenaza se produzca sólo le procurará un placer ridículo (o, al menos, de una brevedad aflictiva). Con la muerte de la erección, la muerte a secas es el desastre elemental que pone en evidencia la inanidad del placer discontinuo del hombre. Por qué no imaginar una lista de los 10 inconvenientes del pene: cuelga, oscila entre las dos piernas como un péndulo de relojería, es vulnerable, pasivo, testarudo, se levanta cuando nadie le llama, se queda fofo en los instantes cruciales, turgente impide toda marcha, en reposo se bambolea en la entrepierna contra sus
huevos, tiene potencia de riego limitada, etc. «Aspecto a un tiempo terrible, miserable, furibundo y perpetuamente frustrado y estúpido de esos órganos.5» Pero todas estas desgracias no son nada en comparación con la siguiente, salir a escena de vez en cuando, y desaparecer entre bastidores acabada la proyección. El modo occidental triunfante de hacer el amor traduce la angustia fundamental de la sociedad masculina. Lo que el atleta sexual exhibe de manera tan espectacular es sobre todo su propia debilidad; cuando señala su falo como el apéndice metonímico de su afortunado propietario, cuando narra sus hazañas en términos febrilmente cuantitativos y se afirma contra todos los lastimosos, los jornaleros del pito, los jadeantes de la bragueta, no hace más que seguir conjurando la precariedad de su erotismo. «Joder, lo que le habré dado a esa tipa»; el último grito del conquistador es también una confesión. El Hércules desvergonzado, totalmente infatuado de su material, es ante todo un niño que llora sobre su propia simplicidad.
Un a s e m o c io n e s e s t r e c h a m e n t e
v ig il a d a s
En varios pasajes del libro dedicado a Reich, Roger Dadoun cita triunfalmente el slogan de los Big Brothers en la obra de Georges Orwell, 1984: «Nosotros aboliremos el orgasmo» y ve en ello por el contrario la demostración evidente del genio de Reich. Parece más seguro apostar en favor de que una dictadura que legislara directamente en este terreno decretaría probablemente la obligatoriedad del orgasmo. En su deseo de convertir a Reich en un pensador «subversivo», absolutamente trastornador, a cualquier precio, Dadoun llega a sostener que el orgasmo «sigue siendo lo nodicho más monumental de todo discurso, punto ciego al que apuntan, para no nombrarlo, todas las perspectivas de las representaciones, todas las líneas de fuga (...) acto primero que 5. Claude Simón, Histoire, Ed. de Minuit, p. 251.
da que hablar interminablemente alrededor de sí, pero sobre el cual, aplastante consenso, debe echarse un manto de negrura» (p. 363). Cómo no ver por el contrario que el orgasmo sigue siendo la palabra del poder, que no es el punto ciego sino el punto cegador, y que, reinserción del deseo —desde fuera— en el seno apacible de las leyes, es a él precisamente a lo que aspira la institución. Ya hemos dicho que la sexualidad viril está esencialmente dominada por la escasez, funciona de vez en cuando, ignora la repetición inmediata e incluso en sus mayores desbordamientos permanece sujeta a mediocres contabilidades. Si se compara la eyaculación con el placer que, en el mejor de los casos, la mujer puede sacar del pene, nos hallamos evidentemente ante un intercambio desigual, es el casi nada en relación al casi todo; si existe proporción sólo es en el interior del sistema genital masculino, cuando se compara la descarga con la tensión que la ha precedido; el Perfecto Orgasmo Genital tiene por función esencial anular y arrebatar toda la fiebre, toda la pasión que habitaban el cuerpo antes del acmé; «sólo en el placer final la descarga de energía iguala la tensión.6» La eyaculación es la ficción del intercambio paritario igual, es el igual/igual; la excitación parece decir a la evacuación: yo te doy para que tú me devuelvas; en este caso dos cantidades equivalentes se resuelven anulándose. En el fondo, la ideología sexológica parece temer únicamente una cosa, que se deje a la carne presa de los vértigos, entregada al trayecto polimorfo de las emociones más diversas; de ahí su prescripción universal, la descarga total, el desahogo de todos los ardores, la revocación brutal de la pasión (el criterio del «buen» orgasmo, repite Reich, es el que da sueña una vez que se ha sentido; ¡hasta ahí podíamos llegar, el orgasmo como sucedáneo del Valium!). Doble condena a muerte en estas recomendaciones, condena a muerte del deseo (al que se ha puesto fin) y del placer (que se ha olvidado). Puesto que la neurosis, la enfermedad, acecha a cada instante, es preciso liberar la energía sexual tan pronto cpmo se manifiesta; como si en el deseo de un ser hacia otro hormiguea6. Reich, Fonction de l’orgasme.
ran todos los crímenes, todos los horrores de los que la humanidad se haya hecho jamás culpable, como si el ansia fuera en sí misma un peligro tan grave que hubiera que enseñar urgentemente a los amantes un medio eficaz de acoplarse para estar después lo más separados los unos de los otros. Según Reich, el orgasmo es la apoteosis del funcionalismo, el más utilitario de los mecanismos corporales, no tanto el punto culminante del placer como la liberación de la criatura oprimida por un exceso de peso y de tensión del que hay que saber aliviarle inmediatamente. Ya no se trata del goce sino de la redención, ¡no nos encontramos con Dionisos sino con Jesús! ¿Y si la eyaculación fuera la continuación por otros medios de la primacía de la reproducción? ¿Si la incitación a gozar «por higiene» sustituyera hoy el antiguo imperativo cristiano de procreación que pesaba sobre las obras de la carne? La emisión seminal es el círculo de referencia, el gran Medio, el libro de cuentas, la genitalidad media que reconstituye sobre el cuerpo unos pequeños territorios, unas pequeñas cajas de caudales que se abren a intervalos para liberar los sobrantes. La eyaculación predicada como única y suprema técnica sexual prosigue un mismo trabajo de detección de las amenazas, de eliminación de los acontecimientos posibles, de hormigonado en la circulación de las energías. A través de ella se prolonga el sueño de un Gran Centro Fálico que acapara en su provecho todas las intensidades periféricas, en el que todo el cuerpo se inmoviliza y recupera su unidad (toda excitación lateral, todo erotismo pre genital, no tendería bajo esta óptica más que a reforzar la satisfacción central). La propaganda en favor del orgasmo se limita a repetir lo siguiente: cualquier atracción de un ser por otro pone en peligro las normas de vida razonables. En consecuencia, la buena relación sexual no será otra cosa que la reparación de una extrañeza, la domesticación, bajo tutela genital, de una fuerza no domesticada que la descarga total eliminará. El amor es un paciente trabajo de alivio de las tensiones. Cualquier relación sexual que mantenga en los cuerpos unas parcelas de libido o de deseo será declarada nefasta, promotora de desórdenes. El erotismo es un desorden que se debe estabilizar. El orgasmo como
placer terminal es la reintegración de este desarreglo al orden establecido. Una buena pulsión es una pulsión muerta. Reducir los preliminares, las caricias, los juegos diversos que aproximan a un goce equivale exactamente a emprender una operación de curación y limitarse a ver los placeres camales bajo el ángulo médico. Significa negar que el extravío, la espera, «el éxtasis de energía» (Pveich) pueden tener un sentido, una voluptuosidad en cuanto tales (y no subordinados a una convulsión central), negar que un placer diferido puede ser también un placer diferente, encaminarlos en cuanto preludio al orden establecido del desahogo obligatorio. En tal caso, la eyaculación funciona como corrección de lo que, más acá de ella, la subvierte de antemano o más bien la elude. En esta óptica los órganos genitales del hombre y de la mujer son como unos territorios bajo mandato que hay que saber conducir a la independencia, es decir, liberar de la excitación que los trabaja. Lo que supone el orgasmo visto desde esta perspectiva es la madurez sexual, en otros términos, el cese del desarrollo del individuo puesto bajo el yugo de las leyes. «Unos individuos orgásticamente potentes —a excepción de unas pocas palabras cariñosas— no hablan ni ríen durante el acto sexual. Hablar o reír indican un grave desorden en la facultad de abandonarse.7» Aviso a los posibles charlatanes, la policía del deseo vigila... ¿Es políticamente correcto tener un orgasmo?, pregunta un singular cretino USA (en Hola, te quiero, de Jim Haynes). ¡Sí, camarada, el orgasmo, el desahogo de las tensiones es lo más correcto desde el punto de vista político, pues el sueño de toda «revolución sexual» es un equilibrio imposible entre el poder y el deseo, entre los azares de las pulsiones y las presiones sociales del trabajo. Desde este punto de vista, el orgasmo juega un papel económico de primer orden: enjuga los excedentes, absorbe la plusvalía de excitación, garantiza la circulación, el rendimiento voluptuoso. Al mismo tiempo, es un principio de noocio: conjura el peligro del desperdicio de tiempo, el nomadismo erótico, falta moral respecto a la tarea a realizar. Define lo genital como nueva 7. Reich, ibid., p. 88.
teatralidad, nueva representación, proyección de todas las corrientes sobre una región, filtro dotado de un poder maleable, ligadura en la gavilla del vientre de los efectos y flujos perturbadores, fuerzas que se introducen en el circuito y que debe descargar. Procede de este modo a un constante desfalco regularizado a fin de mantener la isotermía y la isonomía del cuerpo, auténtica exultación de goce destinada a preservar el equilibrio del organismo. Hay que saber terminar una huelga, decía el gran Thorez; los sexólogos entonan la misma canción, hay que saber terminar un coito, no me debéis dejar esto sin terminar, y por dicho motivo toda pulsión, toda fuente de acontecimiento, deberá, bajo pena de excomunión, pasar por el tribunal del orgasmo. Espontáneamente la voluptuosidad viril se corrige sobre el modo de la acumulación primitiva, de la profusión espérmica; el placer parece proporcional a la cantidad de esperma emitida por el pene, cuanto más abundante el semen, más continuas (en principio) las emociones; como ejemplo, aquel hombre que a modo de masturbación se colocó una ordeñadora eléctrica en el sexo y murió de agotamiento unos minutos después en medio de un baño de sangre... (o también aquel libertino sadiano que en Justine se ahorca para eyacular varias veces seguidas y corta la cuerda justo antes del estrangulamiento total). E, inversamente, primer gesto de muchos perversos masculinos, el rechazo de la eyaculación, del único goce heterosexual, normal, codificado, regularizado, autorizado. Por ejemplo, el caso extraordinario narrado en la Revue médicde, n.° 17, y recogido por Michel de M’Uzan en la obra La Sexualité perverse. El sujeto, que presenta unos tatuajes y unas mutilaciones relacionadas con antiguas prácticas masoquistas, no ha perdonado su aparato genital, «numerosas agujas de fonógrafo estaban clavadas en el interior mismo de los testículos, como lo prueban las radiografías. El pene era totalmente azul, quizás a causa de una inyección de tinta china en un vaso sanguíneo. La extremidad del glande había sido sajada con una cuchilla de afeitar, a fin de aumentar el orificio. Un anillo de acero, de varios centímetros de diámetro, había sido situado de manera estable en la extremidad de la verga tras haber convertido el prepucio en una especie de almohadilla llena de para
fina. Una aguja imantada estaba hundida en el cuerpo del pene, tratándose, por decirlo de algún modo, de un rasgo de humor negro, pues el pene, demostrando de este modo su fuerza, tenía el poder de desviar la aguja de la brújula. Un segundo anillo, este último fijo, rodeaba el origen del escroto y la base del pene (...). La renuncia definitiva al coito ha sido considerada por M. como parte integrante de sus exigencias masoquistas.8» ¿La mujer «animal de placer»? ¿«Presa y servidora de la voluptuosidad colectiva»? ¿Y si tales tópicos no fueran más que unas ilusiones laboriosamente mantenidas por el hombre sobre sus propias capacidades de goce? ¿Resultaría capaz de dominar para unos fines meramente sensuales a la mitad de la humanidad, siendo su apetito de delicias tan grande que necesitaría permanentemente una clase de esclavos que se entregaran a él frenéticamente y sin reposo? Pero cuando se conocen las fronteras que la fisiología impone al hombre en materia de placer se comienza a sospechar que hay que leer este argumento al revés, el hombre domina a la mujer tal vez no tanto para gozar libremente como para sofocar en ella una voluptuosidad que presiente tan fuerte y tan violenta que agota y relativiza para siempre la suya. Se demostraría entonces la hipótesis emitida por una psicoanalista americana según la cual «una de las piedras angulares indispensables sobre la que están basadas todas las civilizaciones modernas es la supresión coercitiva de la desmesurada sexualidad de las •
O
mujeres...».
«Yo echo un polvo», «yo mojo el churro», «yo doy un escopetazo», «yo mojo caliente», «yo echo un flete», «yo echo un palo», «yo doy un latigazo», expresiones todas ellas que, en su crudeza, no son más feas que la divertida «eyaculación» que implica distorsión, dislocación, desmantelamiento pero de manera ridicula. No es el arrobamiento que anonada y lleva al colmo de la embriaguez sino el pequeño rapto, el tirón que apenas hace estremecer. En «eyaculación», yo oigo sobre todo «yacu, yacu», 8. Michel de M’Uzan, La Sexualité perverse, Payot, 1972, pp. 1620. 9, Mary Jane Sherffey, Nalure et Evolution de la sexualité fétninine, PUF, 1976.
el grito de un pájaro exótico como el sonido de un papagayo, y del papagayo deduzco la repetición grotesca, la caricatura del lenguaje de la misma manera que la eyaculación es la caricatura masculina del placer femenino.'0 Así, pues, la interrogación reichiana avaaza arbitrando las rivalidades, distinguiendo el amor verdadero de su enemigo camuflado, la neurosis, el sadismo, la homosexualidad, la pornografía. No fragmentando los géneros en especies sino seleccionando unas líneas, eliminando las desviaciones, seleccionando los pretendientes, distinguiendo lo auténtico de lo falso, obligando a las personas a conformarse. Por consiguiente, cuando los cuerpos se encuentran ya no crean ningún sentido nuevo, ya están habitados por unas verdades preestablecidas que deben realizar si no quieren caer en la locura o en la monstruosidad. El coito, según esta versión virilmédica, carece de alimento y siempre aparece como liquidador. La sustancia del deseo sufre un empobrecimiento real 10. Cabe preguntarse a este respecto qué imagen del cuerpo implica noción de descarga sobre la que está basada actualmente toda la teoría del orgasmo. Sabemos que, históricamente, la ideología del desahogo se ha dispersado, a partir de los mismos presupuestos, en dos sentidos aparentemente opuestos; uno que desaprueba la emisión demasiado frecuente del licor de la vida («Lo que sirve para dar la vida sirve asimismo para conservarla», Buffon); y otro que la celebra como una liberación [«El médico francés Arnaud de Villeneuve (12351312) recomendaba desde un punto de vista higiénico hacer salir del cuerpo mediante la masturbación el viejo semen que después de una prolongada retención podía ser tóxico; éste era, también, el parecer de otros médicos; por ejemplo Johans von Wesel (siglo xv), Paul Zacchias (siglo xvi) y Ch.H. Mure (17711841). El propio Tissot, que estimulaba la represión de la masturbación, hablaba en 1766 de la masturbación terapéutica, dudando de que la castidad total resultara benéfica a todos y se unía a la opinión de Gallien quien afirmaba que la retención de esperma provocaba a veces enfermedades», Jos van Ussel, Histoire de la répression sexuelle, Laffont, 1966, p. 196.] Como el placer masculino es esencialmente transitivo (produce semen), de ahí se ha deducido abusivamente que toda sensación orgástica debía acompañarse necesariamente de una descarga. Se observará que la misma concepción del desahogo de los humores desempeñaba anteriormente un papel en el ritual para el exorcismo de las brujas. Todo Reich está en germen en Hipócrates y Galien y carecemos de una historia «arqueológica» del concepto de descarga.
y condena al espíritu a unas meras fundones de funcionamiento y de disfuncionamiento. El almacenamiento de nuevas sensaciones, la exploración de superficies ocultas o lejanas ya no es más que una posibilidad de la que los amantes prescinden o que realizan a desgana («¿para qué?»). El pasivo suscitado por estas derivaciones resultaría demasiado elevado en relación al trayecto simple del placer genital; ¿quién sabe si las nuevas formas de unión que se inventaran llegarían a cubrir los problemas y los gastos del desorden ocasionado? Existe en esta forma de copulación —universalmente divulgada actualmente por la sexología— una tendencia a la baja de la tasa de innovación, de sorpresa, de invención. Se entiende que el realismo orgástico se deje penetrar a veces por dos excesos contrarios, exceso de fuerza, de grandeza, de heroísmo cuando la verga conformándose a su destino social se exacerba de manera monumental y reitera 6, 7 o 10 veces sus proezas, ridicula competición masculina, auténtico culturismo de la polla cuyo glande diríase es unos vistosos pectorales bajo el slip, impacientes por circular y asombrar; o bien lapsus inconsciente, ausencia del pene en su función aflorando como impotencia o eyaculación precoz, secreta rebelión del órgano contra la tarea asignada, la prestación exigida, confesión, mediante la huelga, de la negativa implícita del orgasmo. La misma metáfora laboriosa aparece en todos los manuales de sexología: el orgasmo es un trabajo, los amantes son los buenos obreros del sexo (¿existirán, pues, también en este caso malos obreros?), deben estar totalmente desnudos y afanarse. Copiada de la teoría de la racionalización industrial, la ideología del orgasmo es utilitarista; es la adaptación de los medios a un fin, el cronometraje preciso de los más ínfimos gestos, contribuyendo todo al precioso resultado. La apoteosis orgásmica es el precipitado químico cuya aparición esperan con ansiedad los sabios y que los ayudantes de laboratorio deben dosificar con cuidado. La sexología reichiana sueña con una relación sexual ideal, que funcione sin obstáculos ni inconvenientes en una perfección silenciosa de los órganos, en coitos oníricos en los que todos los meca-
nismos de la excitación fueran capaces de jugar en el estado puro, «natural», sin estar manchados por ningún gesto perverso, turbación psíquica o «peste social»; allí no habría más que orden y funcionalidad, medida exacta de las sensaciones, pirámide organizada de caricias y estímulos, crescendo sutil que condu ca a la pareja al éxtasis simultáneo y único —el mejor posible de todos los mundos de placer—. Y se supone que esos acoplamientos racionalizados, ideales, totalmente calcados de la «corriente vegetativa de la vida» (Reich), seari definitivos, cerrados al mundo exterior (o más bien cerrados al mundo social, malo, y abiertos al mundo cósmico, eterno), bastándose a sí mismos, viviendo exclusivamente de los recursos de la genitalidad, en un erotismo simple que previene el libertinaje y disipa las neurosis. Formarían entonces, en su microcosmos independiente, una imagen mejorada, dinami zada de la vida en sociedad, expansión, descarga, tranquilidad depurando como en un espejo, por decirlo de algún modo los ritmos más irregulares del trabajo, del esfuerzo y de la satisfacción que constituyen el pan de cada día de los hombres. El orgasmo es recompensado; los amantes han sido conscientes, han merecido justificadamente su goce. La virtud erótica es la realización de una tarea con vistas a un objetivo, es el único deseo codiciable o, mejor dicho, él deseo es el objeto que se pretende suprimir.' (Pero el presupuesto de una «autorregulación natural de la sexualidad» pervertida después por la sociedad, ese rous seaunismo reichiano que Lfewinter, en un pequeño libro muy denso,11ya refutaba, se delat^ por sí mismo como cualquier utopía retrospectiva, pues, o bien el capitalismo es perversión de lo sexual, de la buena naturaleza erótica eterna del hombre y entonces hay que derribar la sociedad burguesa, producto de la historia, para recuperar el tiempo ahistórico de la felicidad, de la libre genitalidad; o bien et capital es en sí mismo un dispositivo libidinal especial, una formación social que ofrece unos goces específicos, el mundo d¿ un cierto deseo y en tal caso toda 2
11. Groddeck et le Royaume ,millémire de Jéróme Bosch, Cha Libre, 1974.
la perspectiva reichiana de lo políticosexual se desmorona como . un castillo de naipes.) En cuanto promotores del placer (y de procreación) todos los penes son comparables entre sí porque están asignados al mismo común denominador funcional/racional, la eyaculación como equivalente general de todos los penes. De este modo, el hombre copulador nunca aparece como deseo y goce sino como fuerza de necesidad social abstracta. El orgasmo instruye en el sexo toda una metafísica de la utilidad. Es la ley moral inscrita a i el corazón del pene (por consiguiente, de rechazo, en el corazón de la vagina) lo que positiva al hombre en su esencia y le instituye en una relación final con su placer; placer que es lo que sucede al final o mejor dicho lo que señala el final del acto (sea cual fuere el momento en que intervenga). El código racional de la eyaculación se basa en la aniquilación de toda ambivalencia en favor de la equivalencia excitación/descarga. Para Reich, el propio deseo es una enfermedad, y ello se debe a que el sexo erecto del hombre debe ser ya el sexo eyaculador, el tubo erguido. Un mismo pattern —representable, mensurable— regula los orgasmos con unas deformaciones casi imperceptibles. La descarga es susceptible de una especie de geometrización que utiliza abscisas y ordenadas para situar exactamente las curvas de excitación y de estímulo en el interior de la relación sexual; con el orgasmo hablado aparece el orgasmo medido, y por consiguiente el orgasmo controlable, mensurable. En el desorden de la unión, la satisfacción final marca el principio de realidad al que nada puede escapar. Ahí reside, por tanto, la apología del orgasmo; eregida en superioridad social, la increíble facilidad de desahogo del hombre predicada como conducta benéfica y salvadora. Reduciendo al macho a su función eyaculatoria, se transforma k relación sexual en algo primitivo, auténtico, literal en relación a lo cual todo el resto no es más que elucubración mística o desvergüenza. Todo lo que «parasita» este placer simple, todas las alusiones marginales a otro goce no son más que gangrena e infierno del libertinaje. Lo funcional señala la síntesis de la razón pura y de la razón práctica, lo bello sumado a lo útil; siendo tam-
bién lo útil, a su vez, lo moral y lo auténtico. El sexológico imaginario sueña con devolver el sexo a su verdadero destino y arrancarlo para siempre de las invenciones alambicadas del libertinaje y de la perversidad que oscurecen y degradan la narración natural del coito. Desde este punto de vista, una relación sexual perfecta es tina mecánica sin lapsus, sin fallo, en la que nada compromete la interconexión de los elementos y la transparencia del proceso, gracias a lo cual la mirada social puede penetrar hasta el fondo de los cuerpos y de los órganos, prever las conmociones, controlar los alejamientos, regular las desviaciones. De tal manera que la legibilidad absoluta del acto sexual se confunde también con su vigilancia absoluta bajo la mirada de los especialistas. La eyaculación es algo así como la verdad de la relación sexual, su patrónoto, su convertibilidad, su tasa de cambio (lo que impide la libre interreladón de goces flotantes). La esperma derramada juega también el papel de Gran Referenda Natural, indica que la reladón sexual ha llegado a buen término y que, por consiguiente, ha concluido. La esperma es la firma del coito, la metamorfosis de un producto natural en medio de transacdón; si no estuvieran ahí, vomitados por la vulva, esos montondtos de copos granulosos y blancos, parecería que algo le falta al hombre. En el contrato sexual, el semen juega como medio de cambio, moneda erótica; él, y sólo él, confiere sentido a la reladón y de él depende más o menos también la permanencia o la brevedad del mercado sexual; mientras la esperma no ha sido emitida el acoplamiento está por hacer, a no ser que divaguemos por el absurdo y la indeterminación. (Pero si se rechaza este modo de cambio, se rechaza también el estereotipo masculino de la emisión seminal. Si el hombre ya no eyacula —o al menos si ya no hace de ese orgasmo el objeto único de su deseo—, todo el paquete de motivadones que le empujaban se hunde; fuera de la esfera transparente de la emisión de semen en la que todo está claro puesto que en el caso de la esperma basta con querer, el hombre ya no sabe en absoluto qué quiere. Hipótesis: la obligadón del orgasmo —tanto para el hombre como para la mujer— está pre dsamente ahí para resolver la angustia de no saber qué se quiere.
El problema está en lo que se debe y no se debe hacer durante el acto amoroso, el psicoanalista y el sexólogo suscitan este problema con su mera aceptación de responder a él.) El orgasmo masculino pertenece al orden de las evidencias, es sólido, visible, ponderable, flagrante, mediatizado por la competición social estatutaria.12El semen está valorizado porque se ve y se toca, de ahí la imposición del modelo masculino de voluptuosidad; si la esperma fuera microscópica, indescriptible, impalpable, si su emisión no fuera seguida de la deshinchazón de la verga, no valdría nada, sería acusada de nulidad (al igual que el goce de la mujer el cual, imperceptible, jamás es seguro). Actualmente, la sexología es la disciplina que, en su misma simplicidad, demuestra su ineptitud para entender los elementos de la sexualidad femenina en su radical diferencia. En especial, la sexología reichiana se ve afectada desde siempre por un horror de la mujer como «Otro que permanece Otro», de una alergia invencible. Reich sólo tolera la mujer sumisa, calcada del erotismo masculino, copia o réplica vacía del falo macho. Por ello le atribuye los mismos deseos que al hombre o mejor aún sumerge sus ansias divergentes bajo la misma apelación del orgasmo. Es igualmente, colmo de los colmos, en nombre del orgasmo que se pronuncia la condena de la homosexualidad: «Podemos comprobar que la satisfacción sexual media del individuo heterosexual es más intensa que la satisfacción del homosexual sano». Lo esencial para los reichianos consistía en acabar con la relación sexual en el sentido que se dice en castellano «acabar con un herido». Es preciso que el orgasmo sea el último instante, que tenga el estallido fúnebre de una ejecución, de un fusilamiento. Es preciso que los amantes deseen en función del silencio, que gocen para acallar en ellos su apetito de placer, que comiencen para acabar, que anhelen lo mismo que les derribará. ¡Como si la «fórmula del orgasmo», el ritmo expansión (tensión, carga), contracción (descarga, alivio), no fuera una fórmula masculina, propia únicamente de la mitad de la humanidad! 12. En los escenarios de todos los Lifeshows, teatros eróticos, etc., el macho se ve obligado a menudo a eyacular ante el público, fuera de su pareja; la esperma que salpica sirve de marca de garantía. '
La disciplina del orgasmo es tan coercitiva que exige el silencio casi total de los subsistentes erógenos del cuerpo (ano, pezones, nalgas, etc.) para mantenerlos en su lugar y en su especializa ción; todo eso convierte a la copulación en un sistema de «baja complejidad» que se caracteriza por una misma crispación, una misma obsesión del mantenimiento del orden, del orden que representa para el hombre la finalidad de su placer y el placer de acabar de una vez para siempre con su concupiscencia; orden que es tanto ordenación como mando hasta el punto de que la relación sexual conducida bajo esta óptica encierra a ambos sexos en una relación de dominación de la que, evidentemente, sufren los dos. Como el hombre tiene algo que «hacer», en el amor (debe «gozar») no permite que su placer acampe en tal o cual lugar sino que lo jerarquiza, porque confiere al resultado final un valor supremo, valor que retira en el mismo instante (en dicho sentido la erótica masculina es religiosa, escatológica, tiende hacia un objetivo), como todo movimiento de deriva o de perversión haría olvidar que el goce final culpabiliza y rechaza el goce del instante (a menos que no contribuya a preparar el espasmo terminal). Así, pues, con un mismo gesto, el hombre sofoca el goce femenino (o lo reduce al único orgasmo que es el suyo) y reprime en sí su propia polimorfía. Al diferenciar el acto sexual en acmé final y preliminares, desvaloriza automáticamente estos últimos, los lleva a no ser otra cosa que compañeros de viaje más o menos subordinados a un goce central inmediatamente satisfecho; en suma, traslada al mismo interior del hedonismo erótico la siniestra división trabajo/fiesta, esfuerzo/recompensa, castigo/pena; los «buenos amantes» asumen su tarea a fondo, pulen, trabajan, se aplican, asumen sus responsabilidades con seriedad; gracias a lo cual el acoplamiento es un paciente trabajo del que el orgasmo es el gasto, la consumación instantánea.
«La estupidez consiste en querer terminar.» G u s t a ve F l a u b e r t
En suma, el orgasmo masculino es aburrido porque es previsible (en el coito la aventura siempre corre a cargo de la mujer, o al menos por el lado de lo femenino; lo que mata es el suspense, la sorpresa: existe una espera segura de sí misma, no hay duda de que eso llegará. Para el hombre el final está preestablecido desde el principio; en dicho sentido, apenas si existe un comienzo, la erección ya casi es la eyaculación, el comienzo es el fin; el fin apenas se distingue del principio. En los primeros momentos están inscritos los últimos. La erección es tan precaria que lleva Consigo su desaparición como destino ineluctable; y los episodios que recalcarán el acto sexual no serán más que esta distancia nula entre una pseudoentrada en materia, que ya es un crepúsculo, y una abolición efectiva presente desde el primer instante. La conjunción erótica clásica es una relación funeraria, muerta: letanía amorosa conyugal a la que no se puede cambiar una palabra. La eyaculación es la facilidad misma, pero es la facilidad misma jo que se convierte en una tortura. En el amor normal, codificado, los vivos equivalen a los muertos; el estereotipo coital masculino cuenta invariablemente la misma historia: «Yo hago gozar a mi mujer, luego yo gozo a mi vez». Pero, se preguntará alguno, ¿qué otra cosa puede suceder? . En su vertiente masculina, el acoplamiento concluye de esta manera: es precisamente esa relación la que debe ser acabada (como la Frase), inmutablemente estructurada e indefinidamente renovable. El macho que copula se fija de este modo un doble objetivo: no caer en el acto breve por miedo a construir, por decirlo de algún modo, unas frases demasiado cortas, pero también saber terminar el coito, puesto que la buena relación es la relación acabada, la que ha satisfecho a ambas partes. Así, pues, el dominio sexual perfecto consiste en saber prolongar la relación sexual para mejor concluirla (de ahí las dos bestias negras de los
heterosexólogos: la eyaculación precoz —que deja a ambos sujetos hambrientos—, y la noeyaculación, la reserva infinita —que contraría la «naturaleza» y tacha de absurdidad el acoplamiento). Por consiguiente, mediante el desahogo espermático tenemos una historia: la relación sexual carecería, en efecto, de punto de realidad, no podría realizarse y contarse, si no se refiriera al instante culminante que, de una vez por todas, confiere al acontecimiento su significación auténtica, da al coito un comienzo y un fin y hace de las cosas del presente un pasado para el futuro. La relación sexual «clásica» es una historia que el hombre conoce de memoria y cuyo final, sin embargo, finge ignorar, puesto que finge ignorar que concluye siempre de la misma manera. Es posible, entonces, sostener esta proposición aparentemente aberrante: la decepción es el resultado mismo del goce masculino peniano; el hombre goza para desilusionarse, gozando sabe que quedará decepcionado y acaba por convertir esta decepción en el único móvil de su goce (en realidad toda la erótica masculina no es más que una serie de tretas y de estratagemas para soslayar este ultimátum). En lo más intenso d* ' ormenta voluptuosa, el hombre mantiene la cabeza fría; arrebatarse y alcanzar la demencia, como hace la mujer, caería inmediatamente en la banalidad más trivial; y no hay duda de que puede enloquecer, pero sólo de la locura de su compañera. Está claro que puede ofrecer todos los signos del trance erótico, pero los signos únicamente; el hombre sólo puede desear el placer de la mujer, ese Dios que dormita en ella, y que jamás se produce en su propio cuerpo; sólo puede contemplarla con asombro, pánico, terror, después de lo cual se abandona a su propia voluptuosidad, se abandona a la decepción como un movimiento libremente consentido (también en dicho caso este conjunto de pensamientos deprimidos sólo vale para los heterosexuales estrictos —entendamos aquellos que durante el acto amoroso se limitan a los placeres codificados de su sexo—. Se podría, al contrario, medir la fuerza de un acoplamiento por su capacidad de resistencia a toda conclusión). El pene es avión, los espermatozoos, como en un film de Woody Alien, paracaidistas, dispuestos a saltar de la carlinga en el momento de la eyaculación. Así, pues, el hombre y la mujer poseerían dos experiencias
contradictorias del amor: mientras que ella vuela por el aire, en el sentido literal, él desciende a tierra, goza del salto, del derrumbamiento, experiencia breve y aterradora de una vacuidad. La relación sexual codificada es un discurso que asegura una sola y única verdad para impedir que puedan surgir otras, imprevisibles e irreductibles. Frente al punto de la excitación, el goce último no puede dejar de aparecer como el simulacro de una respuesta mortal, respuesta que el hombre acaba por dar invariablemente. Pues es precisamente por esta reja, por esta guillotina, que la relación sexual acaba por concluirse a un tiempo como relación y como ejecución del placer. Pero, al mismo tiempo, se trata evidentemente de una falsa respuesta, de una ficción: qué entrega podría jamás agotar todos los deseos, todas las tensiones presentes en un hombre y a fortiori en una mujer (la mujer no conoce orgasmo en el sentido estricto de la palabra: no hay límites para su apetito erótico, ninguna emoción voluptuosa, por fuerte que sea, es la última para ella, la culminación de su voracidad: el Gran Orgasmo Vaginal es un mito masculino en el que las mujeres se han visto obligadas a creer).13 El hombre que copula dice: «Ya sé, pero de todos modos...». Mago el amor como si tuviera que durar siempre sin tomar ninguna dirección especial, pero sé perfectamente que eso acabará inmediatamente. El hombre siente placer en escribir en su cuerpo y con su cuerpo una historia cuyo final conoce, sabe y no sabe, pero actúa respecto a sí mismo como si jamás pudiera saber: sabe que con el orgasmo concluirá invariablemente la relación sexual; pero ¿y si por azar ocurriera otra cosa? Sólo el goce de la mujer, «ólo, en él, lo que quiere gozar en «femenino», puede llevar el 13. «La mujer no tiene un sexo —lo que las más de las veces habr sido interpretado como carencia de sexo— y no puede subsumirlo bajo un término genérico ni específico. Cuerpo, senos, pubis, clítoris, labios, vulva, vagina, cuello uterino, matriz... y ese nada que ya las hace gozar en/de su diferencia impiden su reconducción a ningún nombre propio, a ningún concepto. Asf, pues, la sexualidad de la mujer no puede inscribirse como tal en ninguna teoría si no es a través de su contraste con los parámetros masculinos.» Luce Irigaray, Spéculum de l’autre fernme, Ed. de Minuit, p. 289.
acoplamiento por vías divergentes; pero el vagabundeo erótico debe cesar finalmente y anularse en el orden supremo del orgasmo, de la apoteosis y de la conclusión. El desvelamiento de la verdad ha sido progresivo y el desenlace es precisamente lo que confiere su precio a la expectativa, el contrato que sella y contiene toda la aventura del coito. Para el hombre la espera, únicamente la espera, ha resultado magnífica. El orgasmo expulsa todo lo que le ha precedido al limbo de lo anexo, de lo informe, de lo marginal; el orgasmo sublima y magnifica todo lo que el acoplamiento pueda tener de obscenidad constitutiva; el orgasmo es la pureza naciendo en el seno de la abyección, la melodía delicada surgida de instrumentos groseros, el oro en la basura de las carnes desfallecidas. De ahí el consejo de los buenos doctores: eyaculad, gozad para abstraeros del peso de vuestros cuerpos, gozad para rechazar cuanto antes las sórdidas materialidades de la conjunción amorosa. El orgasmo es la redención del cuerpo, el paso de la materia al espíritu; el orgasmo es una idea. Idea que es a la vez fuente de resplandor que ilumina todas las cosas, y les da un sentido, y lugar de convergencia de todas las caricias, besos, inclinaciones. El orgasmo satisface un doble deseo de control y de inteligibilidad: de ahí la importancia del empleo del tiempo, de la minuciosa división de la duración que permite, mediante la eliminación de eventuales turbaciones, crear un tiempo íntegramente útil. Para que el tiempo medido compense, debe ser también un tiempo sin impureza ni defecto, un tiempo de buena cualidad y de tensión creciente a lo largo del cual los cuerpos ausentes al mundo exterior permanezcan entregados a su ejercicio. Así se dibuja una especie de esquema anatómicocronológico del comportamiento sexual: el acto está descompuesto en sus elementos, la posición de los cuerpos, de los miembros, de las articulaciones, está definida, a cada movimiento, a cada deslizamiento, a cada posición se le asignan una dirección, una amplitud, gracias a la cual el cuerpo de voluptuosidad es in disociablemente un cuerpo disciplinado para adquirir esta voluptuosidad, lo que permite al poder sexológico ser a la vez absolutamente indiscreto, puesto que está siempre y en todas partes
alerta desde el comienzo hasta el final del coito (e incluso fuera de él mediante el mantenimiento permanente de la «sexualidad» del cuerpo); y absolutamente discreto, puesto que se ejerce a través de los amantes que han interiorizado por sí mismos las normas de los emancipadores de turno. De este modo, la preocupación del orgasmo se convierte en un aparato de examen ininterrumpido que acompaña a lo largo de todo su trayecto la búsqueda de las voluptuosidades. Pero el orgasmo todavía es más: sólo llega a ser eficaz en cuanto goce disciplinario si es, al igual que el Dios de la religión judía, a un tiempo omnipresente e inefable. Misterio insondable que jamás puede decirse se haya palpado, pero del que se debe procurar estar lo más cerca posible; fenómeno que no culmina en un más allá sino que tiende hacia una sujeción que nunca termina de concluir. Así, ocurre con la teología orgástica lo que ocurre con todas las teologías: el baño purificante de la crisis voluptuosa es tan inaccesible como el absoluto. Hay que quererlo, sin embargo, como aquello que no dejará de escapársenos; esta norma es la más imprecisa de las normas,14 de tal modo que nada es su depositario garantizado y que su búsqueda no tiene fin. Lo esencial sigue siendo que los cuerpos permanezcan obsesionados por una ausencia posible, y aguijoneados por la sorda inquietud de haber perdido —quién sabe— el Estremecimiento Total, el Gran O...
El
p r e p u c io
-r e y
Jorge Luis Borges imagina en el «Teólogo» una herejía de histriones de la que escribe: «Pensaron que el mundo llegará a su apocalipsis cuando se agote el número de posibilidades; ya 14. «Definir el orgasmo es ciertamente la tarea más ardua que pued proponerse a un sexólogo» (Union, marzo de 1973), declara el doctor Meig nant en una confesión que cabe entender de muchas maneras.
que no puede producirse la repetición, el justo debe eliminar (cometer) los más infames actos con el fin de que éstos no profanen el futuro y para apresurar el advenimiento del reino de Jesús (Aleph, pp. 5556). Es posible que la actual hipererotización de nuestras sociedades signifique una paradoja idéntica, el mismo deseo de neutralizar el sexo por el sexo, la misma impaciencia, la misma esperanza de una cuenta al revés, de un final ya asignado cuya proximidad aboliría finalmente la angustia de la sexuación. Así, pues, la veneración del orgasmo (inaugurada por Reich y continuada a coro por todos los medicastros del unodostreschaf yaestá) corre junto a lo que pudiera denominarse la tiranía de lo genital, es decir, la triple reducción de la sexualidad a los órganos y a los placeres genitales, del erotismo femenino al bagaje sexual macho, y finalmente del mismo sexo masculino al pene, con el olvido concomitante de la heterogeneidad anal. Es cierto que Reich ve claramente el deseo como libido anónima, pero sigue refiriendo este anonimato al bajo vientre como realidad suprema, último territorio privado del hombre occidental; todo ocurre como si quisiera hacerse perdonar su alegato en favor de la sexualidad diciéndonos: al menos eso no saldrá del pequeño cuadrado genital, de la pequeña mata de pelos pubianos (semejándose en este aspecto a Freud que encierra el inconsciente en la familia y en el Edipo). A falta del gran océano, el falo eterno y, puesto que éste no va hacia el mundo, todo el mundo irá a él, encarnándose y concentrándose en esa experiencia única, modelo de toda experiencia: el orgasmo. Lo genital, en cuyo nombre se emprende generalmente la lucha por la emancipación de las costumbres, señala una voluntad de fijación de la energía libre, de su encierro y de su resolución, de su reabsorción autoritaria en algún lugar controlable. Ocurre con el amor lo mismo que con la política: no pasamos de las cadenas a la libertad, intercambiamos una ortodoxia por otra. Podemos decir de lo genital lo siguiente: que actualmente es el lugar donde sopla el Espíritu, el espacio de la Santísima Trinidad, la viva demostración de lo humano en nuestro cuerpo. No hemos roto la antigua división cabeza/sexo, cara/culo, la hemos
invertido; hemos deportado nuestra divinidad del alma al vientre, hemos conservado, por tanto, lo divino, es decir, unos cuerpos centrados. Entendemos sin esfuerzo que el privilegio concedido a lo genital es, al menos en el hombre, un goce localizado y puntual que permite mejor que cualquier otro firmar los tratados, sellar los contratos, porque es una garantía efectiva: dando su sexo, se ofrece una prenda, se inaugura, se sustenta, se concluye una relación. Al actuar de ese modo, se asimila el comercio galante a un régimen hipotecario, se convierte al sexo en el único valor de cambio auténtico, aquel que, dividido entre todos, edifica de entrada el auténtico comunismo. Así pues, el coito es siempre introducción a la vida igualitaria, el acto edénico por excelencia, el equivalente pagano de la comunión cristiana: más revolucionario que el igualitarismo material, más profundo que la simple fraternidad, no deja de segregar aproximaciones, osmosis, compatibilidades. He ahí, pues, el deseo de revolución pasado del verbalismo leninista al activismo sexual; pero ya en esta consagración cuánta ignorancia de los propios órganos sexuales, pues no existen dos seres que se parezcan, gocen de idéntica manera, se entusiasmen tras los mismos fantasmas; no hay dos vulvas que lloren las mismas lágrimas de alegría, dos testículos asimilables, dos pelos del culo parecidamente erizados, dos chorros de orina que meen copiosamente con la misma alegría; nada más variado que la redondez de un trasero, el borde profundo de dos labios, la tipografía de un pene, la aparición de una voluptuosidad. ¿Cómo, si no es por medio del terrorismo, introducir una paridad, una medida, un prototipo en todas estas divergencias? Ya hemos dicho que lo genital es dispositivo de cierre, es decir, de delimitación que define los lugares intensos (zonas eróge nas) y sus contrarios (zonas frías, insensibilizadas), supone, pues, un dentro siempre cálido, un fuera siempre neutro, en otras palabras, una seguridad del goce allí, una certidumbre de noplacer aquí. Como si la intensidad quedase asegurada tan pronto se convocara lo genital, como si no pudiera existir frialdad de la verga y de la vagina y ardor de las manos, del torso, de los labios o de la nuca y también frialdad y ardor conjugados, hiperestesia e insensibilidad unidas de manera indiscernible; a la vez esto y no
esto. Pues hay que llegar a concebir la pareja genital/agenital como dualidad trucada, falsa, insegura, imaginar un cuerpo que no sea duelo sino dúplice y que para nuestra mayor dicha, nosotros seamos víctimas de esta duplicidad, y desear la incandescencia del rostro, de las palmas, de las caderas tanto como la del sexo y del ano, y viajar de una a otra; deslizarse sobre cada una de. ellas, gozar también de este deslizamiento. No hay órgano que tenga el privilegio de la vehemencia sexual, no hay buenas zonas para subirse por las nubes y regiones poco seguras que habría que desertar; todo es pasto para los sentidos, y, por tanto, no hay partes que, puestas en común, certifiquen la cohesión, el buen entendimiento, la armonía de un grupo. La cabeza es un pedazo de piel como los demás, de la misma manera que el sexo no es más que una parte de la cabeza. Todo el cuerpo es una máquina de locura, incluidos los codos, las uñas, los dientes, el hueso ilíaco, la campanilla, el tímpano, el colon grueso, el ombligo, los bulbos capilares, el cuero cabelludo, las axilas, el fémur, el talón de Aquiles, el anular y el meñique, e incluido el coño y el pene. ¿El pe qué, diréis? ¿Keseso? Cuán estúpido resulta, por ejemplo, ver el sexo del hombre, por hablar de un objeto que durante harto tiempo ha obnubilado las mentes, simplemente como símbolo de poder o aparato de goce, y bautizar fálico a todo lo que después será puntiagudo, erecto, glanduloso o prepucial (pobreza a este respecto de las metáforas freudianas), pues si a veces el apéndice les hace reír tanto a los chicos es porque evoca mil cosas más que su utilización consagrada; en estado de reposo podemos pintarlo, anudarlo en sacacorchos, mojarlo en la mermelada, ligarlo a una polea, coser la piel por encima del glande, regar a los vecinos, hacerlo desaparecer detrás de los muslos; en erección, convertirlo en marioneta, servilletero, palillo de tambor, caballito, cuerpo de guitarra; y los mismos testículos con su vegetación fantástica y su aspecto de carillones y el ano con sus talentos musicales, su tarto de perfumes; y los pelos del pubis, que se pueden peinar, estirar, afeitar, trenzar, cortar en perilla; y los pelos del culo en los que se dejan acumular paquetitos de mierda por la simple alegría de arrancarlos después; cuántas ocasiones de reír, de inventar, de
imaginar, de habitar las regiones genitales con mil y una ocurrencias y posibilidades de las que la copulación sólo es un aspecto. Si el rostro y las caderas dan lugar a grandes emociones no es en cuanto lugar (o recuerdo o representante) de las metrópolis genitales; existen intensidades de mirada, de distancia, de verticalidad de la misma manera que existen intensidades de descarga y de penetración. No subordinemos nada a nada, ni la sonrisa al orgasmo, ni el movimiento a la pasividad, ni lo casto a lo obsceno, ni lo vestido a lo desnudo. Sepamos sustituir la bipartición del arriba y del abajo, de lo noble y de lo bestial, por un pol voreamiento en el que el sexo, la cabeza y los brazos no sean nunca lo mismo; transformemos cada configuración anatómica, cada rasgo morfológico en ocasión de placer, en soporte de experiencias inéditas; desprendámonos de la creencia en lo funcional, en lo natural (la boca puede ser un sexo, el sexo una boca, el culo máquina de tragar, cuando te lavas por ejemplo, etc.), y en lugar del hipócrita centramiento realicemos una parcialización hasta el infinito. Cortemos, cortemos en la hermosa totalidad del organismo; nunca habrá demasiados islotes, archipiélagos, lagunas, desprendimientos, continentes a la deriva. ¿Decirlo todo acerca del sexo no es el sueño secreto de la sexología que, de simple servicio terapéutico o corrección de disfunciones, tiende cada vez más a convertirse en enciclopedia de la sexualidad, voluntad glotona de englobar todos los aspectos del amor en un saber único? Deseo de decir la verdad sobre el deseo y constatación de la imposibilidad relativa de esta verdad, la sexología —al menos la mejor y es evidente que dentro de ella englobamos a Reich— no carece por este hecho de una cierta desmesura (siempre contrariada, desgraciadamente, por unas simplificaciones apresuradas y unas reflexiones insípidas), desmesura característica tal vez de cualquier escritura que intente autonomizar el sexo como esfera separada. Pues producir la suma total de los comportamientos, de los mitos, de los fantasmas amorosos, sólo es posible si previamente se ha circunscrito el amor a un terreno bien delimitado —el genital—, después de lo cual se referirá a él todo el conjunto de los seres y de las cosas como el resorte oculto de su movimiento: operación retorcida —y ante cuya lectura se
tiene la impresión de estar siempre leyendo lo mismo bajo nombres diferentes—, puesto que se presupone lo mismo que se busca, falsa inquietud que imita la huida y que se contenta con resbalar. Nada más censurador a este respecto que expresiones como: Todo es sexuál, manera hipócrita de decir que todo es siempre lo mismo, que no hay nada nuevo bajo el sol, que un implacable destino genital nos dicta nuestros gestos desde el nacimiento hasta la muerte, bastión omnipresente a partir del cual psicoanalistas, psiquiatras, sexólogos, construirán su estribillo sobre el Orden, el Falo, la Castración, el Orgasmo. Durante estos últimos años toda la revolución sexual ha consistido en promover (y, por tanto, imponer) algunas formas de amor, generalmente próximas al modelo heterogenital, formas que se suponían tan perfectas y universales que con su generalización la sexualidad, devuelta al fin a su vocación auténtica, ya no plantearía problemas. Deseo de armonizar los deseos, de fundirlos en un mismo acuerdo, de detener la historia. Si nuestra época «libera» un erotismo, un cuerpo, es porque primeramente los ha inventado, for jado de pies a cabeza, o, por decirlo de otro modo, la represión de lo genital es fundamentalmente represión por lo genital. De ahí el carácter obligatoriamente terrorista de toda «liberación» sexual, puesto que persigue un sueño igualitario, es alérgica a todo lo que contraría la universalidad de ese modelo: si rechaza al más infeliz perverso de pueblo por la misma razón que al pederasta, al necrófilo o al coprófago, no es a pesar de sus piadosos deseos de igualitarismo, es precisamente porque es igualita rista en su misma esencia. Aceptados e integrados, el homosexual y el masoquista recrearían una jerarquía entre ciudadanos liberados —contradicción terminológica, puesto que el amor es Uno—. Para esta emancipación no existen diferencias, sólo existen desviaciones. . La genitalidad es la búsqueda de un nuevo contrato corporal en el que dominaría una vez más lo masculino bajo su forma peniana, viéndose catalogada toda deriva respecto a esta regla bajo la etiqueta de neurosis, arcaísmo o conservadurismo. Debido a ello, la sexualidad de nuestros días es menos una alianza entre individuos diferentes que un pacto entre las dos partes de
un mismo sexo, una transacción intraviril a propósito de hombres, de mujeres, de niños; es preciso ¡que el encuentro de los cuerpos pase a través de los signos admitidos por los miembros de la pareja y que esos signos sean masculinos en su esencia misma; dicho de otra manera, que el intercambio de mujeres se negocie ahora bajo el emblema de una homosexualidad viril fundamental anterior a cualquier categorización sexual. £1 genita lismo es una cierta forma de economía pulsional que comparece como representante, dueña, federadora de todas las vías de la libido. Reich ha pretendido clarificar un desorden dando nuevo rostro a una sujeción antiquísima; nunca ha hecho otra cosa que fundar el derecho de la norma a ser norma, que los mil y un motivos de la ley pasen a ser más legales y más legítimos que todas las demás leyes. La teoría reichiana es un culto fálico cuya simplicidad apacigua, una inmensa y a veces admirable utopía homosexual que calca todos los fenómenos cósmicos, climáticos, políticos, marinos del universo sobre el mecanismo del goce peniano, el rápido acontecimiento visible del orgasmo viril. Ahora bien, este llamamiento, enarbolado en nombre de toda la humanidad en tomo al pene, nos resulta insoportable porque es dominante, sólo extrae su autoridad de excluir mil otras formas distintas de vínculos, en suma, se muestra incapaz de pensar el amor como diversidad. No queremos un nuevo —otro más— sistema monetario amoroso sino la caída y la descomposición de todos los patrones todavía en vigor, y que los signos del comercio galante se confundan hasta llegar a ser inlocalizables; por dicho motivo hay que saludar como algo bueno la actual desvalorización de lo genital masculino. Ya hemos visto que la demanda de orgasmo es una demanda de orden que tiene como fin garantizar la paz civil de los órganos. Así, pues, el orgasmo es el contrato de goce que el hombre desvalido propone a la mujer; todos los valores de los que yo era depositario se desmoronan; sólo me quedan mi sexo y su modo de empleo infantil; alinea tu sensualidad sobre la suya; reniega de todo, si quieres, pero no reniegues mi vientre (ahora bien, ¿cómo es posible que el orgasmo llegue a ser proyecto u obsesión femenina cuando es cierto que, aparte de las adolescentes que debutan en la carrera
amorosa, toda mujer puede gozar durante la unión una infinidad de veces y de mil maneras distintas? La recurrencia de las voluptuosidades femeninas ridiculiza las pesadas lucubraciones metafísicas de los profetas del placer).
La
e x c e p c ió n
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Ninguna represión sexual sería duradera si no fuera simultáneamente erotización o sexuación diferente del cuerpo. Pues el cuerpo no renuncia al placer sin recoger algunos beneficios paralelos que justifican esta renuncia. Las razones en cuyo nombre nos dejamos despojar son unas razones de goce. No basta con limitarse a decir que existe represión sexual, es necesario añadir que esta represión es consentida aunque sólo sea por la seguridad que procura y que, además, dicha seguridad reside menos, actualmente, en una sofocación de las pulsiones que en la imposición de un determinado desarrollo erótico. A ello se debe que la misma represión sexual no demuestra nada acerca del carácter a priori subversivo de la sexualidad genital, acerca de una alergia básica del sistema a la realidad de los placeres voluptuosos. Porque la ley desfigura esencialmente lo que reprime y la transgresión de esta ley, lejos de ser su increíble superación o su olvido, es su aplicación más ridicula en relación a lo que prohíbe realmente. La represión reside tanto en la prohibición de ejercer sensualmente como en la formación de un cuerpo de placer centrado en lo genital. La ley normaliza mostrándonos lo que queríamos, pretende degradar nuestras intensidades en deseos de intención; te lo prohíbo, puesto que esto es lo que quieres, es preciso que quieras lo mismo que te prohíbo. ¿Quién sabe si la «sexualidad» no es este conjunto de conductas programadas —de la coerción a la liberación— construidas pieza a pieza por un orden preocupado fundamentalmente de fijar el deseo en algún espacio controlable 1S? El primer gesto de la norma no es negativo, es crea 15.
«Es probable que el concepto de sexualidad apareciera en el siglo
dor, delimita un área, esto sí y eso no, prefabrica la emancipación futura, traza su marco, prepara sus fronteras. Y limitarse a un mero derrocamiento no es otra cosa que devolver la ley a sus propias formas. Para que la obra de Reich nos impresionara realmente, hubiera sido preciso que abandonara de antemano el estereotipo de la sexualidad masculina (del buen macho blanco penetrando a su húmeda hembra), que dejara de promover, de insen ciar el estatuto hegemónico y represivo del penicentrismo. No necesitamos nuevas terapias comportamentales. Nuestros amores no carecen de libertad o de «fuerza orgástica», sino de comple jidad; son excesivamente simples y sólo satisfacen, cuanto más, una o dos pasiones. El mismo concepto de lo políticosexual que pretendía ser una ampliación de la política y de la sexualidad por su fecundación recíproca sólo ha conseguido, al menos hasta ahora, reproducir y multiplicar sus respectivos atolladeros. Este nuevo freudomar xismo ha redoblado así todas las culpabilidades, demostrándonos a través de dos ortodoxias complementarias que respecto a ellas nunca tenemos razón; ni gozando demasiado, pues entonces olvidamos las luchas, el deber de clase, la infinita miseria de la humanidad, ni gozando insuficientemente, pues de ese modo damos cabida directamente en nuestro cuerpo a la coraza reaccionaria. Error por exceso, error por defecto; al hacernos responsables de una falta de naturaleza irreconocible, lo políticosexual nos sume de nuevo en las aporías del pecado original.16 Antes xix cuando se reunieron en un todo los componentes genitales de numerosos comportamientos. Eso supone un partí pris respecto a tales comportamientos pues el carácter genital no es más que un aspecto fragmentario del comportamiento», Jos Van Ussel, op. cit., p. 15. 16. En lo que apenas se distingue de la sexología llamada burgues —si no es en la retórica— puesto que ambas comparten el mismo piadoso respeto por unos mismos valores. Sería interesante, por otra parte, estudiar cómo es posible un discurso sobre el sexo; bajo qué condición pasa a ser legítimo y garantiza la verdad sobre nuestros placeres, confesión de su dominio sobre nuestros cuerpos; cómo, al convertir lo genital en materia de enseñanza, es la continuación de la escuela por otros medios. A un tiempo constitución de síntomas y conjunto de remedios para eliminarlos (¿existían trastornos del orgasmo en la Edad Media e incluso
que perpetuar un pensamiento por las causas y lamentarse: «Es culpa de la sociedad» (y ¿de quién es la culpa de la sociedad?), sería preferible ver de qué manera el nacimiento de las minorías sexuales (mujeres, pederastas, travestís, fetichistas —del caucho, del acero, de la porcelana— sadomasoquistas, chupadores de pulgar, etc.), permite concebir actualmente tanto el hundimiento de la política como delegación, como la comsunción de la sexualidad reducida al cochino secretito genital. Pues es evidente que no hay revolución sexual de la misma manera que tampoco hay revolución política o, en otras palabras, que la revolución sexual no tiene fin, pues nunca habrá un instante en el que las buenas intensidades se alcancen de una vez por todas, y «el enemigo» sea vencido definitivamente, porque el levantamiento de los tabúes no deja de suscitar otros, ya que todo límite engendra el deseo de su demolición, debido a que toda lucha sólo es una etapa, cada combate ganado multiplica a su vez los frentes y entonces se trata menos de emancipación que de explotación, mezcla de mundos, deriva sobre unos espacios increíbles. La misma noción de «miseria sexual» es ambigua en cuanto supone su contrario, la riqueza, un umbral de pobreza irremediablemente franqueado; ahora bien, ¿qué significa la riqueza en esta materia? ¿Con qué vara medirla? Lo cierto es que no existe una necesidad mínima amorosa, ni una necesidad republicana, sino en cada uno de nosotros la urgencia fundamental de un excedente, precesión del erotismo, de lo suntuario, del gasto, sobre la porción congrua, parte de lujo siempre variable y móvil que determina el índice de sus propias «necesidades». Nadie es pionero en el terreno sexual, y por la misma razón nadie es sedentario, ninguna minoría posee el privilegio del discurso amoroso: todo discurso amoroso es obligatoriamente minoritario, no hay conquistas a realizar, las voluptuosidades son múltiples, indecibles; cada cual es para se aislaba esta palabra puesto que su sentido actual data del siglo pasado?), la sexología, más que enseñar una materia determinada, importa al terreno sexual el comportamiento escolar. Es posible que la sexología sea el último avatar de la Ilustración; de Reich a Meignant el aprendizaje del placer según un orden y una racionalidad puramente pedagógicas.
sí y al mismo tiempo la dulce tierra cerca de la que cultiva, la salida y la puesta de sol sobre este planeta, el rio que arrastra esta tierra, la presa que frena el río, el terrorista que hace saltar la presa, el ingeniero que restaura sus brechas, el bárbaro que devasta nuevamente el oasis reconstituido, el jardinero que descubre las ruinas; todo ello simultáneamente y de muchas otras maneras más; nadie es liberado, nadie está aprisionado, todo cambia sin cambiar, no se detiene nunca y permanece inmóvil. Pablo VI es el mayor fornicador después de Breznev y Mao; todos hacemos el amor como católicos integristas; hay tanta pornografía en la sotana de un seminarista como en la vulva más desorbitada; Sylvia Bourdon es tan emancipada como Madame Soleil; esto es falso evidentemente pero entiéndasenos: basta de lecciones de buenos goces, basta de entrepiernas erigidas en pedestales arrogantes, dejémonos de penetramos por el único placer de dar ejemplo, de condenar, de zanjar, basta de jerarquía de las emociones; sepamos perder la cabeza por unos impulsos minúsculos, unos desplazamientos menudos, unos detalles ínfimos. Pues es posible que no exista revolución sexual sin revolución alimenticia, auditiva, táctil, perceptiva, vestimentaria, olfativa, sentimental, ungular, joyera, epidérmica, manual, anal, mental, cervical, vesicular, hepática, gastroheteróclita, intestinal, medular porfiada, vaginal, clitoridiana, montevenusiana, lingual, labial, celular; en suma, sin revolución anatómica, física, nuclear, química, relacional; cosa que equivale a decir que la revolución sexual como redención del cuerpo total por el mero ejercicio de los órganos genitales es una aberración y una imbecilidad tan monstruosa como el puritanismo hipócrita de las generaciones anteriores.17 Si la eyaculación (es decir, la penetración no recíproca) es 17. El colmo, a este respecto, frases del tipo: «La inhibición sexua es junto con la religión la principal pantalla ideológica que impide que las masas tomen consciencia de su explotación y de su opresión». ¿Es que creéis realmente que las masas son estúpidas? ¿Acaso entre la clase obrera no se hace el amor? ¿No exactamente igual que en los modelos propuestos por los grandes popes? ¿A partir de cuántos orgasmos el alumno proletario entiende corectamente las buenas palabras de su maestro en revolución total, el Partido?
en el coito, para el hombre, la manera legal y ortodoxa de copular, si el acmé es el índice tranquilizador de que los amantes coordinan y no vagabundean, no hay motivo alguno para no pensar en la heterodoxia y formar sobre estas cuestiones unas sectas de herejía local, en suma, para contribuir a la perfección del goce con la de sus desviaciones. En tal caso, el orgasmo peniano ya no sería sino el suplemento, el lujo increíble de nuestros placeres, y no ya su objetivo único, el severo imperativo que los ordena y jerarquiza. liberar el amor del paroxismo orgás tico, es fundamentalmente liberarle de la presión de un programa, y también emanciparle de un nuevo criterio de exclusiones. Al convertir la emisión seminal en el denominador común de sus relaciones, el hombre se penaliza tanto como limita a la mujer; otras alegrías, mil alegrías más que las tan simples y limitadas de la exoneración espermática le son prometidas. Y, en primer lugar, la que consiste en sustituir la sexualidad monolítica, genito fálica, por la figura de Jano, polla y culo. «Feminicémonos», adquiramos a nuestra vez unos cuerpos penetrables, abramos de par en par todos nuestros orificios, nuestros orichicas. Comisario del pueblo de las pulsiones para unos, diputado en la cámara de los Sentidos para otros, el orgasmo, en tanto que es divinizado, desprende siempre la misma idea: a cada cual su sexo, su cuerpo, su alma (tres términos que ahora son reversibles e intercambiables), como el bien que debe hacer fructificar, el terreno que debe hacerse rendir. Pues es preciso que la voluptuosidad, como quintaesencia del centro genital, proceda de una buena relación, que una finalidad la obsesione y justifique. En el fondo, el culto del orgasmo tal vez sólo tenga una única función: concentrar toda la emoción en el sexo y liberar el cuerpo de todo deseo a fin de hacerlo disponible al trabajo (y tal vez Reich quería llevar a cabo lo que ningún puritanismo se atrevió a imaginar: la reconciliación de los contrarios, la conjunción, bajo los auspicios de la descarga bienhechora, de la lubricidad y del asalariado).1* Lo esencial para la sexología («burguesa» o «polí 18. Es cierto en todos los casos que el orgasmo, en cuanto máquin antistress, hallará un día su utilidad en las terapias de readaptación social: «Para mí, escribe el doctor Meignant (en Union, octubre de 1975, p. 82), la
tica») es ocupar los cuerpos, actuar de tal manera que sus fuerzas se gasten de cierto modo, puesto que programar un cuerpo (decirle qué fin buscar, cómo alcanzarlo, etc.) siempre es una manera de dirigirlo, de investirlo, de penetrar en él, de animarle un poco al igual que si se ocupara una plaza fuerte. Si estas nuevas medicinas del amor tienen algo de insoportable, es precisamente su irrepresible manía de querer curar y corregir a todo el mundo. ¿Por qué no entender la frigidez como un goce que se niega y protesta, la impotencia como una virilidad que ya no quiere representar su papel y boicotea el examen, la eyaculación precoz como un instrumental erótico que se ríe de sí mismo? En el amor no hay puntos culminantes, y tampoco, por consiguiente, densidades menores; no hay momentos ridículos, sólo hay detalles, igualmente voluptuosos, igualmente turbadores. Contra Reich y la sexología actual (su digna heredera) podemos decir: todos somos unos maljodedores, unos malgozadores, unas maljodidas, todos unos pollaflojas, unas vaginas secas, todos somos unas minorías eróticas. Vuestro orgasmo, vuestro gargarismo de óiganos, vuestros grandes órganos de espasmos, nos importan un rábano, no edificaremos sobre ellos una nueva religión, es decir un nuevo terror, con sus grandes sacerdotes, sus incrédulos y sus parias. Dejadnos gozar. No existe un baremo del erotismo inteligente, no existe una buena perversión (ni perversión en absoluto), no existe una buena sexualidad (ni, por tanto, una sexualidad maldita), no existe solución final, tranquilizadora, revolucionaria del amor. El sueño del macho medio en la Europa actual es que todas las mujeres se dirijan a él diciéndole: «Tu esperma me interesa. Tu goce me maravilla». El mismo proyecto de una revolución sexual, centrada en la comunidad genital, acaso no sea más que un medio de reforzar la dominación masculina acelerando el in auténtica virtud del orgasmo es su poder de reconquistar el equilibrio. Siempre digo que un orgasmo equivale a una buena dosis de tranquilizante...». Añadamos a ello esta frase de Betty Dodson: «Los planes quinquenales deben incluir los orgasmos», y tendremos una ligera idea del nuevo orden sexual que pronto pudiera aparecer, siempre evidentemente en nombre de la libertad y de la revolución.
tetcambio de mujeres. No es la liberación de la mujer lo que se persigue con ello sino la liberación, bajo el signo del erotismo masculino, de su disponibilidad total a los hombres, de su inter cambiabilidad. La heterosexualidad no existe,19 nuestros sistemas sociales sólo estimulan un cierto tipo de homosexualidad masculina (falogenital) cuyo primer gesto, paradójicamente, es condenar a los homosexuales machos (¿por qué se comportan como «mujeres», circulan y no hacen circular, rompen la integridad del cuerpo masculino dejándose dar por el culo y levantan el doble tabú de la penetración anal y del excremento?). Todo parecido, incluso postulado, es deseo de abolición de una diferencia; en la actualidad el jacobinismo erótico tiende a tomar el relevo de un centralismo político desfallecido. En otras palabras, no existe la diferencia de los sexos; o mejor dicho sólo existe bajo una forma jerárquica de subordinación; antes de liarla o de complicarla, todavía es preciso establecerla.
19. Al leer las obras de información sexual, se siente la impresi de que sus autores, al igual que la mayoría de los psicoanalistas, poseen o creen poseer frenéticamente el secreto del deseo erótico y que este secreto es que no hay diferencia entre los sexos, es decir, sólo hay diferencia en el cuerpo masculino.
SOBRE LA VAGINITIS O LA IMPOTENCIA LOS CINCO DISCURSOS, CINCO METODOS POSIBLES El sexólogo, inmediatamente práctico: Varios problemas se entrelazan en su caso, comience por untar el glande de su pareja con mantequilla o vaselina, piense en cosas que le exciten, reactive sus fantasías en el momento del acto sexual. Si los síntomas persisten, siga unos cursos de orgas moterapia, entre en un grupo de Sexología humanista, lea Libertad, Igualdad, Sexualidad; La pareja y sus caricias; Masa jear su glande, vaya a ver films eróticos; resultado garantizado en un mes. El psicoanalista, altamente sabio: Eso se remonta sin duda a mucho tiempo atrás, Vamos a explorar conjuntamente su cuerpo anterior, échese, le prometo una erección dentro de seis años... El militante, eminentemente histórico: Acorralado en sus insuperables contradicciones, el Capital golpea hoy en el mismo corazón de nuestra Intimidad. Camarada, si quieres recuperar el pleno ejercicio de tus facultades amorosas, ven a derribar con nosotros, en Ir. lucha, ese monstruo odioso que nos castra a todos... El cínico, siempre apresurado: ¿Dice que su vagina se cierra? ¿Su pene no se levanta? Entonces no le sirven de nada. Tape la primera, corte el segundo. Por otra parte, como usted es rico/a, tampoco necesita tantos órganos. Nosotros, radicalmente Incompetentes: Estáis enfermos de lo genital, aprovechadlo para pensar en otra cosa. Liberaos de la idea de que la sexualidad se detiene a partir del momento en que ya no podéis hacer el amor (o desaparece la posibilidad de cumplir el contrato genital). Por ejemplo, intentad la sodomía, sensibilizad otras partes de vuestro cuerpo, acabad con toda clase de confinamiento sexual. Perded vuestra mentalidad de asistido, no esperéis nada de los especialistas, ellos son los que os han inculcado esta obsesión por la salud. No confundáis vuestra indigencia actual con una debilitación, descubrid en ella nuevas fuerzas, otras perspectivas ocultas bajo los ruidosos éxitos del organismo. Sobre todo no entréis en el innoble círculo de la culpabilidad, no busquéis ayudas, pues desear un remedio ya es aceptarse como enfermo, como Inferior; reíros de las imágenes impuestas por las leyes a nuestra sexualidad. Por otra parte, no te preocupes (eso se dirige sobre todo al chico), si sigue impotente más de seis meses, tu pene se caerá por sí solo.
PORNOGRIAL O LA REPUBLICA DE LOS TESTICULOS
Al salir de la clandestinidad, la pornografía parece haber atraído todos los públicos y conmocionado todos los discursos; éstos, por otra parte, se han desencadenado con tanta más violencia o ansiedad en la medida en que veían cómo las taquillas desmentían su influencia y aniquilaban sus esfuerzos preventivos. La palma a este respecto corresponde, sin lugar a dudas, al Puritano. Ha sido el más directamente afectado: es pues, totalmente normal que su respuesta alcance el paroxismo del odio y de la repulsión. Bajo su forma cortés, sus anatemas dicen: «La pornografía comercia con las aberraciones más envilecedoras del instinto» (Etienne Borne). Pero esta contención verbal es excepcional; el lirismo ordinario entrelaza los dos términos de la bestialidad y de la carnicería; la pornografía es la animalidad, y en sus dos estados, viva y muerta; al demostrar un desprecio formidable tanto por la gracia del animal como por los placeres del sexo, la mayoría vociferante sólo ha visto en la exhibición de las cópulas la imagen exquisita del animal de dos espaldas. En cuanto a las epidermis desnudas, han suscitado toda una demagogia gastronómica, puesto que al término inicial de «carne» pronto han ido añadiéndose los de «rostbeef», «beefsteack», casi «despojos». Muy extendidos en la clase política, estos inquisidores del cuerpo han reclamado la censura, y cuando han obtenido una imposición más rentable y más disuasiva que las antiguas prohibiciones, han seguido invitando al gobierno, por boca de un dipu-
tado de la mayoría, a «endurecer su sexo».1sin saber a qué lapsus ¡entregarse para contener este estallido dé obscenidad, y revelando de este modo que todos los miembros viriles banalmente expuestos en la pantalla amenazan con hundir los valores viriles de los que pretenden ser mandatarios y guardianes. Muy numerosos entre los críticos cinematográficos, los Estetas combaten toda censura, pero también se lamentan de que la pornografía sea tan fea y su vulgaridad tan rastrera. Sueñan con fantasmas distinguidos, grandes creadores visionarios, delirios fastuosos o, al menos, proezas técnicas para transfigurar la siniestra banalidad del coito. Más escasos, pero no menos desdichados, los blasfemos o nostálgicos de las prohibiciones se aburren con estos desenfrenos fáciles; echan de menos el heroísmo de las perversiones malditas. Su credo: cuando no existe estorbo, no existe placer. ¿Por qué, por ejemplo, practicar la sodomía si ya no es un peligro ni una blasfemia? «La iluminación» pornográfica, al disipar la imagen del pecado, ha desangustiado la lujuria; pero un placer permitido es un placer disminuido, entonces, privado de Ley, el transgresor está triste. Los militantes tradicionales, que siguen legislando determinadas prácticas políticas, denuncian sin vacilaciones la temible mistificación del espectáculo porno. ¿Ha bastado la explicación? No importa: los films osados siempre presentan, y con visible complacencia, unos personajes ricos y ociosos que pueden dedicar toda su vida a gozar. En lugar de desvelar la complejidad social en su realidad de explotación, muestran un mundo ficticio e ilusoriamente pacificado. En suma, nos llevan a confundir Roma con Santiago y la existencia de unos cuantos privilegiados por una imagen de la vida. No es nada extraño que entre los clientes asiduos del pomo exista una mayoría de explotados y de oprimidos de todas clases; en la intención del Capital, este espectáculo está hecho para ellos, para apoderarse de su deseo, y a falta de poder satisfacerlo, desviarlo al menos de tomar el lenguaje de la reivindicación. Se repite con bastante frecuencia que 1. En lugar de, recordémoslo, «endurecer su texto».
el sistema funciona por la ideología y que si las personas pensaran en su desgracia en lugar de dejarse atrapar por los signos, la dominación burguesa se apagaría en seguida como una vela cuya llama se sopla. Para prevenir el peligro de una toma de consciencia, la vigilancia del Capital se aplica a emborrachar los fantasmas, a rellenarlos de vaginas y de coches americanos, de sexo y de dinero, los dos ingredientes del nuevo opio popular. Al salir de la sala oscura, los espectadores atontados y bien condicionados ya no sueñan en la Gran Noche sino en veladas inquietantes; flotan hasta el punto de olvidar la miseria cotidiana y la lucha de clases, ¡serían capaces de canjear sus carnets de partido por unos bonos para una juerga! «Vamos, no son esos quienes aún estarían dispuestos a hacer la revolución» (Bretón). Indiferencia profunda y cínica de la pornografía respecto a todos los discursos que ha herido, escandalizado o decepcionado. Alegría inenarrable de los confeccionadores de films pomos al comprobar que la virulencia de las críticas carece de cualquier incidencia en el número de los clientes. Si sólo tuviéramos una razón para amar el porno, nos bastaría esta indiferencia y esta alegría. Bienpensante, cultivado, católico, o militante, el desprecio múltiple que el pomo desencadena nos inspira una repugnancia ante la cual nuestras reservas respecto a él apenas cuentan. Preferiremos siempre los hardcore a las risibles cruzadas que los atacan, y que una misma plegaria muda recorre más allá de la diversidad de sus estandartes: por favor (y bajo pena de censura o de boicot) no permitáis la sexualidad por sí misma, insufladle el amor, el pecado, la blasfemia, la belleza, el sentido de la historia, revestidla de un valor afectivo, político, si es preciso religioso, satanizadla, trascendedla de una finalidad superior que justifique su exhibición y, al mismo tiempo, ennoblezca nuestro placer. De este modo, habréis hecho una buena obra al dar a la representación del deseo una razón de ser que la blanquee y purifique de su culpa primordial; culpa, la exhibición de las carnes y la animalización de un placer desprovisto de toda espiritualidad; culpa también el rechazo a ayudar, tamizando la luz en la fealdad de estos cuerpos entremezclados; culpa (¡paradó jica!) la ausencia total de pecado en la banalidad de estos aco-
plamientos; culpa, en fin, la ocultación de la política en los profundos sofás de estas casas de campo de un lujo desbordante. Del desprecio en que la Iglesia mantenía al cuerpo, la literatura clásica había inducido una rigurosa separación de los géneros; el universo sublime, comparable a una esfera hermética, era un mundo del que toda realidad camal quedaba excluida. Nadie, actualmente, se atrevería a defender o practicar esta oposición secular entre lo alto y lo bajo, lo vulgar y lo sublime. Hace algún tiempo ya que la mezcla de géneros ha pretendido acabar con esta jerarquización del ser, pero era para sustituir, entre el cuerpo y el alma, una desigualdad más sutil, la actividad carnal; en efecto, sigue siendo degradante o, al menos, subalterna, pero en lugar de expiar su bajeza en el infierno de la relegación, puede ser redimida; lo neosublime no quiere omitir toda alusión corporal en las imágenes o en las palabras, no quiere excluir la indecencia, quiere subordinarla, convertirla en el significante material de un significado superior, que actúa sobre sí misma como el agua lustral sobre el pecador o sobre el bautizado. Son escasos los puritanos suficientemente austeros como para exigir que se devuelva el sexo a la cárcel y que se vistan los cuerpos en la pantalla; culo sí, dicen, pero dotado de un sentido redentor; podemos verlo todo a condición de que se respete el exceso del sentido sobre la imagen —esta carga semántica contiene la seguridad de que el film no despierte en nosotros la bestia. La antigua religión se limitaba a decir: «tapad ese seno que no quiero verlo». Las múltiples piedades laicas que se reparten hoy la herencia odian el disimulo: ¡mostradme ese seno, estoy dispuesto a verlo!; pero no tal cual o por su poder de excitación; tratadlo, estetizadlo, y si palpita bajo mis ojos que sea de amor loco o por la revolución futura. En suma, los cuerpos ya no son obscenos, lo es la gra tuitad de su ostentación. Del desvelamiento en sí, la acusación se desplaza hacia su ausencia de significación. Para merecer el epíteto de cerdo hay que estar dos veces desnudo: de ropas y de trascendencia. , Los buenos, la puta, y el cliente; un film porno tendrá tanto más éxito en cuanto sepa decepcionar a sus críticos (los buenos), pillarlos a contrapié, pues para el cliente ese sentido profundo
con el que se querría revestir el acto sexual sería, en el fondo, una fioritura molesta, una insoportable coartada. El único valor que afirma el pomo y que su consumidor busca es la intensidad sexual de sus imágenes. El único tribunal al que este cine reconoce competencia condenaría un film con argumentos tan indignos como: no molestarse, film no excitante. En cuanto a su salvación, la pornografía apenas se preocupa de asegurarla, y por lo que a nosotros se refiere no nos sentimos con el alma redentora. Pues el placer de estar excitado no es un goce marcado con el sello de la infamia, y si antes era indignante censurar la representación sexual, ahora parece ridículo situarla bajo tutela; como si permitir esto tuviera que seguir siendo dominar, y la única alternativa a la prohibición fuera la infantiliza ción. No iremos, pues, a reprochar a la pornografía el carácter envilecedor o mistificante de las emociones que provoca —bajo pretexto de que sólo son sexuales—, no la acusaremos por la vulgaridad de sus promesas, la culparemos simplemente de no mantenerlas; allí donde nos anuncia, triunfalmente, la indignación o la postración; un desencadenamiento de indecencia y el fin de todas las restricciones, no se nos propone en realidad más que unos deleites triplemente restringidos: limitados a la mirada por el hecho de la imagen, a los órganos genitales por su contenido, y a los hombres por una sumisión exclusiva a su fantasmática. El pomo, con gran énfasis, pretende airear todos los misterios, pues, dice: nada sexual me es extraño; cosa que sus detractores le reprochan con violencia. Enemigos pero hermanos en presunción. Un mismo postulado de exhaustividad excita a los pornógrafos y exaspera a los puritanos. Ahora bien, ¿qué ocurre en realidad? Por un precio al fin y al cabo módico, el film porno ofrece a todos el derecho de ver todo; ver y nada más. La única accesibilidad ofrecida hoy es la accesibilidad al espectáculo; si el cliente quiere recuperar su dinero, está obligado a gozar de la mirada. Infima liberación que despliega la puesta en escena de todas las perversiones para, en el fondo, limitarse a favorecer mía de ellas, el voyeurisme. Ver todo, aunque ver sea un triste salir del paso, no se le puede regatear a la pornografía su preocupación por desalojar los
menores residuos de pudor, invitando al ojo a un vertiginoso viaje al centro de la mujer; durante mucho tiempo la cámara se había detenido en el vello del pubis como en la divulgación última; después los muslos. se separaron y ahora podemos contemplar la vulva, los labios y la entrada de la vagina. ¿Qué más se puede mostrar? Nada seguramente, y, sin embargo, este apogeo de impudor, en la medida en que encierra la sexualidad en el sexo, sigue siendo parcial, estrecho; esta totalidad exhaustiva encubre, de hecho, el totalitarismo del placer masculino. Se ha levantado la censura, ya no hay ningún acto prohibido en la pantalla; además del sexo de la mujer, se ven las copulaciones, las vergas erectas y las efusiones seminales, es decir, en definitiva, el minúsculo edén con el que puebla su miseria el onirismo viril. Minúsculo y despótico, pues si a la salida de un film pomo no sabemos en qué piensan las chicas, sabemos en qué les imponen pensar los hombres, en sus pollas. Muchas mujeres en la pantalla, pero siempre a medida, exactamente conformes a los fantasmas masculinos. Ninguna instancia exterior a la sexualidad consagra ya las uniones. Los sueños del cliente son transcritos tal cual, sin recibir de otro lugar su certificado de autenticidad (moral, trans gresiva, estética o militante: fantasmas mayores libres de toda férula), pero lo que afirman hoy en contra de las antiguas potencias tutelares es que el goce no desborde la imagen, que lo genital es su única residencia, y que no esté atravesado por la diferencia de sexos.
El
s e ñ u e l o
d e
l o
q u e -q u e d a -p o r -v e r
«El más fuerte de los films pomos», dice la publicidad del Sexo que habla. ¿Verdad? ¿Mentira? Uno titubea, incrédulo y tentado, pero si se entra es siempre con la vaga esperanza de que cumplirán el compromiso y será más indecente que la última vez. En este campo, la publicidad siempre funciona por el quién da más; el próximo film ofrece el último desvelamiento, cosa que
subraya de paso la caducidad del espectáculo anterior, que todavía ocultaba algo. La pornografía atrae a su eventual cliente con esta única receta, poner un límite, incluso ficticio, a lo que ya ha visto y producir el deseo irresistible de su superación, para ver lo que se disimula detrás. No debe sorprender, por tanto, que la censura ofrezca a la producción pornográfica su más eficaz y excitante argumento publicitario: este cine depende demasiado de las prohibiciones para combatirlas; no son sus adversarios, son sus cebos. Extraño y doloroso destino para el puritanismo ser la garantía de lo que reprime y superar los carteles lascivos en la incitación al desenfreno. Tal film ha sido finalmente autorizado, y en la discreta insistencia de este adverbio se percibe la huella de resistencias muy fuertes, la proximidad inquietante de un tabú; algunas secuencias son tan atrevidas que requieren un público muy formado; estrictamente prohibida la exhibición de fotos; en suma, la censura por sí sola sustituye el slogan, la promesa y la propaganda. Sobre el resto, sobre las escenas que han chocado a los censores y merecido este retraso de difusión, silencio total; sabemos que se ha producido un escándalo, pero no sabemos cuál; estamos seguros de acercarnos a lo intolerable, pero ignoramos de qué está hecho. En otras palabras, la tentación se ejerce no tanto dando algo a ver como confiriendo al film el prestigio de una inconveniencia invisible e inefable. Más elocuente que cualquier escaparate, este laconismo pretende, pues, atraer al transeúnte tanto por el enigma como por la transgresión. Tendrá ganas de ver el film cuando ver significará, indisociablemente, descubrir un misterio y violar un tabú. A esta provocación meto nímica (te doy el efecto a fin de que desees conocer la causa que ha podido producirlo; he aquí el humo, ven a arder con el fuego que su presencia revela) se añade el embrujamiento evocador de todos los predicados que el glosario pornográfico se niega a traducir: hot, hardcore, blueporn, que además de su significación literal «de actos sexuales no simulados», americanizan el film y, al hacerlo, descubren la misma promesa de un suplemento de contemplación. En el palmarás de lo obsceno, los Estados Unidos han superado las audacias escandinavas; cuando un film francés se dice «hard» o una sala exhibe una importación «blue», es más
que una definición, es una marca de garantía, toda una perorata de pregonero contenida en el aroma de una connotación: «¡Entren, entren, señoras y caballeros! ¡Verán lo que nunca han visto, Eldorado en una butaca! ¡La vanguardia de la obscenidad, el Paraíso de lo obsceno sólo por diez francos!» ¿Y por qué toda esta agitación competitiva, esta desviación de la censura con fines publicitarios, si no es para transformar la falta de gozo inherente al espectáculo en un faltaporver coyun tural y pasajero? Mientras que el propio film impone al espectador la disciplina de sus pulsiones confinándolas a la relación visual, el triunfalismo de que se rodea habla incesantemente el lenguaje de la intensificación:. emociones nuevas, viajes fabulosos, fantasmas no sólo traducidos sino distanciados por el atrevimiento de las imágenes. La disminución de la sexualidad por el espectáculo es sustituida por la ampliación ininterrumpida de los espectáculos; ver ya no es un sucedáneo de hacer, es un movimiento positivo y victorioso de conquista. Para tentar al consumidor, el nuevo film se ve siempre obligado a prometer que irá más lejos; que abrirá a la avidez cinemascópica unos territorios a los que nadie había osado acceder, que situará el objetivo de la cámara sobre unos comportamientos o unas posiciones todavía inéditos en la imagen. Habéis saboreado como violación de los últimos tabúes la larga secuencia masturbatoria de Claudine Beccarie en Exhibirían; pero ¿habéis visto ese film (Prostitution dandestitte) en el que Sylvia Bourdon inunda de una meada el rostro extasiado de su esclavo? Sólo la ciega obediencia a este imperativo de prospección puede mantener la ficción de que el límite no es la pantalla sino el contenido de la imagen, y de que no existe, en consecuencia, nada infranqueable para la pornografía. La insuficiencia del espectáculo no procedería de su naturaleza, sino de no ser suficientemente espectacular; si salgo un poco triste de ese hardcore, tan famoso sin embargo, sé perfectamente que es a causa del divorcio insuperable entre la sexualidad activa y la contemplación de la sexualidad, pero, pese a todo, existe una parte de mí irreductible a mi propia desilusión y que piensa que he estado a punto de alcanzar el goce, ese punto precisamente del que se
sigue privando a mi mitada. Así, pues, este deslizamiento de la percepción frustrante a la percepción frustrada define la ilusión pornográfica; existirá un film, finalmente, en el que el gozar y mirar, ahora irreconciliables, se unirán en la apoteosis de un orgasmo panóptico; verlo todo y vacilar bajo el efecto de este paroxismo.
Los
ÓRGANOS SIN CUERPO
El cine pornográfico ha nacido de un movimiento de cámara; para exhibir lo que evocaba el erotismo, para sustituir el reino de la alusión por la crudeza de una imaginería directa, ha bastado, en efecto, que la insistencia del primer plano rechace los artificios metonímicos del cine tradicional. El objetivo nos acerca ahora uns órganos en lugar de desviarnos de ellos y contemplar prolongadamente (por orden de audacia creciente) el mar tranquilo y el cielo rojizo tras el ojo de buey del camarote, un cigarrillo abandonado que humea en el cenicero, o la mano contraída que se abre y relaja bajo el choque del orgasmo invisible. Para representar el acto sexual, el discurso pornográfico se obstina en no hacerlo imagen; ahí donde se disponía de unos indicios que permitían al espectador comprender e imaginar la escena eludida, se mantiene en la pura indicación. No hay nada que descifrar, ninguna elipsis que rellenar, el cliente es rey, es decir, pasivo. Se deja hacer por el film como el usuario del prostíbulo por la prostituta. Puesto que cualquier distancia pudiera atraer la imaginación del público y sacarlo, por tanto, de su dulce inercia, se trata de filmar lo más cerca posible (por orden de perversión creciente) la penetración vaginal, el cunnílingus, la fellatio y la sodomización. Este combate pornográfico por la literalidad tiene de saludable que aniquila bajo el peso del ridículo la pudibundez apacible de la vieja retórica sexual. Ahora tenemos el derecho de ver lo que antes había precisado tanta habilidad sustitutiva para ser disi
inulado. Parece ser que esta reciente conquista ha escandalizado, ¡pro la fuerza de una insolencia depende totalmente del principio lUe quiere combatir; la transgresión de una ley débil no es menos $ébil y nada más ridículo, en el fondo, que la osadía que ha levantado la arcaica prohibición de ver con que estaba castigado el sexo. No se puede reprochar a la pornografía el ser chocante, «no que sólo sea eso, pues, en todo el resto, ¡qué conservadurismo! No hay que confundir sus audacias visuales con una ruptura con la tradición; el erotismo era un discurso alusivo y velado que representaba los órganos genitales con la ayuda de equivalentes corporales; la pornografía es el rechazo deliberado de todo Equivalente; pero, más allá de la oposición, nos hallamos ante el $¿smo genitocentrismo furioso que se perpetúa a través de los lenguajes. Al margen de los sexos nada de goce, pues son la capital del cuerpo, dice la sabiduría de las pasiones que inspira fiiánto la poesía erótica como el brutal prosaísmo porno. La pri JRera convierte el cuerpo desnudo sobre el que se demora en el $|dmo ropaje con que se viste la auténtica desnudez; ningún deli ffc en sus elogios, ningún fetichismo en sus divisiones —salvo % preocupación constante de poner el cuerpo en signos, de suje §|f lo visible a lo invisible, y de descubrir únicamente en la epi ¿lermis las citas de lo genital. Con el porno, en cambio, el Sexo GÉulto se muestra en el esplendor de su gloria y la verdad de su fiirabajo. El tributo a lo genital no sigue siendo menos devoto; lo $ue perece es la antigua liturgia, el culto exhibe ahora sus ídolos |,i:derriba el carcomido dogma que exigía su disimulo. La afirmación enfática sucede a la ausencia obsesiva. Los cuerpos estaban como obsesionados por su sexo; he aquí que ahora se resuelven ft»:,¿1.
Erotismo y pornografía, por tanto, quieren decir lo mismo; ocurre que no lo dicen de igual modo y que a ambos estilos corresponden dos imágenes de la soberanía genital y, pudiera ¡fecirse, dos regímenes diferentes de sexualidad. No es por azar, ¡Jaro está, que el cine tradicional sugiera el orgasmo con un Prolongado y lánguido beso o una caricia sensual. Esta sustitución 3$culada sólo es evidente al público porque se apoya en la sexua Idad mayoritaria. El lenguaje del film extrae su verosimilitud de
los hábitos y de las obligaciones que ordenan la existencia erótica de sus clientes. El mismo poder de lo genital se ejerce en la espec taculamación del cuerpo, en la preferencia que moviliza el deseo hada tal o cual de sus partes, y en el itinerario canónico de la voluptuosidad. Al tratamiento semiológico del cuerpo por la imagen responde, en la vida, un erotismo disciplinario. En el espectáculo, el beso puede acceder a la dignidad de equivalente orgástico porque en el dormitorio posee la función de mimar el acoplamiento. La caricia es estatutariamente un preámbulo; esto es lo que la hace significante. En cuanto a los lugares del cuerpo, a sus superficies, a sus volúmenes, a sus fragmentos, no tienen una existencia realmente autónoma, ningún derecho a la deriva; la normalidad pulsional, en efecto, inviste únicamente su aptitud para evocar los sexos, según los dos grandes ejes de la metonimia (el muslo entrevisto en la escalera, o, visible a veces en la playa, el nacimiento de los pelos pubianos) y de la metáfora (amplísima utilización de enormes bocas). En suma, sólo hay una significación de la sexualidad porque ésta obedece a un orden imperioso; el cuerpo retórico es un cuerpo centralizado y la misma máquina del deseo produce el espectáculo erótico y el abrazo disciplinado. Por consiguiente, si la pornografía invade la pantalla de sexos penetrantes, penetrados, eyaculadores, lamidos, abiertos, o erectos, es para acelerar la máquina, para mostrar directamente en lugar de dar un rodeo mediante la retórica; para liberar el deseo de sus preliminares y de sus derivativos. De este modo, la organización jerárquica del cuerpo culmina y se abóle en el fantasma pornográfico; sus protagonistas no están únicamente liberados de los prejuicios que bajo el nombre de aberración o de anomalía prohíben una multitud de comportamientos sexuales, están sobre todo aliviados de los signos. Lo que los transporta no es la embriaguez transgresiva, es el deseo de inmediatez; las leyes no son suficientemente soberanas, la diferencia entre lo aceptable y lo reprensible ya no es bastante abrupta para que la osadía siga procurando una ebriedad muy intensa. Así, pues, no se trata tanto de violar las normas que contrarían el ejercicio libidinal sino de acabar (en el doble sentido de suprimir y de llevar hasta su término) la disciplina que lo re-
glamenta; ¿es la fellatio perversa? Esta cuestión interesaba a los libertinos, no a los pornógrafos que se limitan a gozar de poder facerse chupar sin preparativos. Lo que retrasaba el momento genital podía muy bien ser un principio de delicadeza (esperar al Otro, no ir más aprisa que su disponibilidad) y un cálculo de pacer (esperar a que el deseo sea intolerable para sucumbir a él, soportar la impaciencia para intensificar el orgasmo). La pornografía abóle este principio y rechaza este cálculo; realiza así el «ueño secreto del erotismo disciplinario, dejar de hacer del placer Jb retribución de la espera, acceder con facilidad e instantánea tóente a los sexos, estar desde la entrada en el juego hasta el fin del viaje en el centro del cuerpo, construir allí, desde el punto vista de la arquitectura amorosa, un único santuario y precipitarse en él. Por qué contentarnos con disciplinar, subordinar, jtfdu jtfduci cir, r, vayam ayamoos hasta hasta el fin de nuest uestro ro deseo eseo,, ¡an ¡aniq iquuilem ilemos lo ijjjue no sea sexo! De una investidura semiótica del cuerpo (labios, jodi jodias, as, nucas, cas, cad caderas eras,, etc., etc., os amo amo en cuan cuanto to sign signoos, a tr trav avés és |§e vosotras, partes subalternas, me acerco al lugar del goce o bien |$canzo su presentimiento, me excito con vuestro parecido) se pega indefectiblemente a una desinvestidura absoluta, el erotismo Jjfrantizaba el reino de lo genital; la pornografía despliega la utopía extraña y lúgubre de un reino sin súbditos. Una sexualidad Upe domina el cuerpo sólo puede producir el fantasma de una ||bi>lición del cuerpo. El erotismo disciplinario desemboca en la pornografía pangenital en la que el cuerpo orgánico está suplan lado por los órganos sin cuerpo.
El
a n t i -r e l a t o
«Demasiado apresurados vendiendo nalgas para tomarse el tiempo de construir un argumento.» Es frecuente la acusación a |os films pornos de desenvoltura; gracias a una dejadez culpable ¡Mi la que que no se sabe sabe si domina la torpeza torpeza creat creativa iva o el cínico desprecio hacia el público, el cine porno retrocedería al infra
relato —contentándose perezosamente en yuxtaponer unos cuadros libertinos sin ni siquiera preocuparse de establecer entre ellos unas relaciones verosímiles. Todo ocurre, pues, como si en el examen de narración el porno obtuviera un cero acompañado de un comentario comentario vengativo: vengativo: «¡N «¡ Nulo! ul o! No ha hecho hecho el trabajo exigido.» ¿Y si fuera dicha exigencia la que estuviera fuera de programa? ¿Si precisamente el tema del pomo fuera: «el sexo al instante» —y el rechazo de toda concesión, incluso minúscula, a la plausibilidad? La pornografía se burla de la verosimilitud, porque someterse a ella equivaldría a burlarse de su cliente. Este viene a ver, y su voyeurismo prefiere consumir sin demora unos actos sexuales inmediatos. Inútil, aprendices pornógrafos, interponer una verosimilitud entre el deseo y el objeto; es facultativa, y un exceso de elaboración pudiera incluso hacerla molesta, pues la espera inicialmente tranquila del espectador se cargaría pronto de irritación y de agresividad. En respuesta a vuestros esfuerzos por construir una historia y transportar la lujuria, el ingrato se sentiría estafado y exclamaría sin indulgencia y clamorosamente: «¡Que salga el culo... que salga el culo...!». Pefo esta desenvoltura narrativa de la pornografía quizá tenga una razón más profunda y que reside en la voluntad de preservar a sus héroes de los azares de lo novelesco. Para que los protagonistas vivan una historia, es preciso que hayan sido expulsados del paraíso en el que todo está dado, en el que el deseo no conoce aventura, porque el chorro de una abundancia universal le evita los desaires y las competencias de la cotidianeidad. El relato promete la realización al final de la espera; es una reticencia en aportar a los llamamientos del deseo unas respuestas inmediatas. La relación de la pornografía con la historia no es, pues, de indiferencia sino de hostilidad; la narración no es la regla discursiva a la que, por apresuramiento o por pereza, dejaría de doblegarse, sino la obligación última de que quiere liberar las pulsiones; la pornografía es la ficción de un deseo descargado del fardo del relato. ¿Qué podría contar? Sus personajes no tienen historia sino que viven, por el contrario, una voluptuosidad sin drama; todo les resulta fácil, jamás merecen su placer y no existe jus-
ticia inmanente que les obligue a expiarlo. Entre el comienzo y el final del film, el saberhacer no consiste en suspender la satisfacción o la conquista, en una palabra, en tejer una trama, sino en desarrollar una sucesión de excesos siempre excitantes y a veces inesperados, que en lugar de contemplarse como una historia (con un interés apasionádo por el desenlace) se hojean como un catálogo (con una curiosidad igualmente investida en cada imagen). AI desplegar el espectáculo fabuloso de un universo en el que ya no se necesita seducir para obtener, en el que la concupiscencia jamás corre el riesgo de ser reprimida ni rechazada, en el que el momento del deseo se confunde con el de la satisfacción, ignorando con soberbia la figura del Contrincante (bajo todas sus formas catalogadas: el obstáculo de las familias, el orden social, los bloqueos personales, el riesgo último de que el destinatario diga no), la pornografía tiende a la abolición del despotismo narrativo sobre las relaciones sexuales. En lugar de narrar el sexo, este género algo granuja segrega sus propias reglas y responde a una expectativa específica, la de un estado desnarrativi zado de la libido. El público del pomo no acude únicamente para dar gusto a la vista (bonita expresión del ideal espectacular; que el órgano de la visión esté dotado de los atributos del goce, que moje o que eyacule de acuerdo con la imagen de la voluptuosidad), quiere también evadirse; al deseo de consumir unas secuencias obscenas, suma otro anhelo, cambiar de mundo, vivir mientras dura el film, la ilusión de que la abundancia sexual ha sustituido la escasez, que lo inmediato se convierte en la regla y que el reino de la facilidad ha sucedido definitivamente al de la soledad. «Para conseguir que se desnuden, me veo obligado a invitarlas al café, al restaurante, al cine, a hablar con ellas horas y horas y, finalmente, tengo algunas posibilidades de obtener que se desnuden ante mí. En el cine porno obtengo la ilusión de que todos estos obstáculos que la mujer sitúa entre ella y yo no existen. En la pantalla a las mujeres les gusta hacer el amor, se desnudan sin problemas...».2 2. Quien habla así es un asiduo del pomo, pom o, entrevistad entrevistadoo por Gu Sitbon, Le Nouvel Observateur, 18 de agosto de 1975.
Doble investidura de la imagen pornográfica, no solamente desvela sino que despista; se dirige en su totalidad al voyeurisme y al onirismo de sus clientes, proponiéndoles, además de la crudeza de un espectáculo sin engaños, la quimera de un mundo pacificado de las obligaciones que rarifican la vida sexual y la hacen aleatoria.
M is e r a b l e
m il a g r o
Fantasma de la instantaneidad, que todo alcance, inmediatamente, la cumbre del goce. Que la relación sexual no esté situada al término de una maduración, de una espera, de un trabajo, de una estrategia. Que sea un regalo, no un salario. Que entre el deseo y su realización no exista suficiente intervalo para que se deslice la posibilidad de una historia. Que de todos los momentos de una relación erótica solamente uno sea destacado; el momento del éxtasis, y que este apogeo, despreciando las reglas elementales de la verosimilitud, del pudor, de la cortesía y de la narración, sea vivido desde el primer momento. Que se comience por el final para que ya no exista ni principio ni final sino la repetición indefinida de la delectación genital. Gustar es azaroso y acariciar fatiga, por consiguiente, los héroes pornográficos están milagrosamente liberados del ligue y de los preludios amorosos; apenas codiciadas, las mujeres aparecen desnudas y disponibles; no es necesario hacer las presentaciones, decir buenos días, ninguna entrada en materia antes de penetrarlas, lamer su coño o hacerse chupar. Peto el catálogo de la genitalidad es pobre. En la medida en que se niega a renovar la lujuria y en que quiere ponerla al abrigo de las tensiones, la pornografía está condenada a repetir machaconamente las mismas figuras. Cinco o seis posturas, dos o tres perversiones; he ahí las riquezas de que dispone y con las que nos sacia. Nos aproximamos al paraíso, ese lugar ingrávido en que se actualizan las ficciones que nos obsesionan, y lo que destila
esta Jauja del sexo es más el tedio que la voluptuosidad. Al cabo de dos horas de tal machacamiento espectacular, salimos saturados de imágenes e irresistiblemente impelidos a englobar en nuestro disgusto las prácticas sexuales a las que remiten esas imágenes. La mezcla de cansancio y de. acritud provocada por estos significantes sin sorpresa no perdona a sus significados. «¡Otra chupada, qué rollo! ¡Qué tostón tostón estas estas pajas! Siempre Siempre igual.» igual.» Deseada Deseada a título de excepción, consumida a título de sustitución, soñada a título de promesa de un paraíso libidinal, la fellatio, perversión canónica, es muy rápidamente execrada a título de estereotipo. Al verla reaparecer incesantemente, su misterio se airea, su papel fantasmático se anula y su alcance mesiánico no resiste el descrédito de su repetición. Es decir, que si el film pornográfico carece de historia, el espectador, por su parte, vive una que es el trayecto de una depresión a un disgusto. El cliente que entra como Querubín desdichado, enloquecido de signos, deseoso de colmar con unas imágenes la terrible desproporción de su poder y de sus pulsiones, sale cacoquímico, los sentidos embotados, en estado de inapetencia, está harto y un poco cansado como un libertino al que una riquísima carrera amorosa ha hecho difícil, apático y casi inexcitable. Así, pues, todo sucede como si el film le hubiera dado a conocer cada momento de la relación sexual, salvo precisamente el de la voluptuosidad. La pornografía consigue una hazaña que en el fondo es muy edificante, la de hastiarnos de los comportamientos con que nos frustra. Vivimos la superposición de los contrarios, actualizamos a la vez la carestía (puesto que vemos sin movernos) y la saciedad (puesto que sin que nos haya sido concedido gustarlas, estas posiciones y estas anomalías nos fatigan con su insoportable monotonía). Más allá de todo juicio de valor, la dosificación específica de esas dos sensaciones nos permite diferenciar los espectadores, operar como una primera tipología de las utilizaciones que ofrece el porno. Dime que ves y te diré qué pornógrafo eres. Si llegas a descubrir la obscenidad bajo el estereotipo, es que la carestía se empeña en seguir más fuerte que la saciedad, y puedes decir: «¡más!». La pornografía cumple su contrato provocando tu deseo y sosegando tus fantasmas; sufres de quedarte en la banda, de vivir las camas redondas sólo
por delegación, pero gozas ál mismo tiempo de no hacer el cine que consumes, de excitarte sin fatiga, de canjear el trabajo de la imaginación por el sibaritismo del espectáculo. Si, por el contrario, la repetición tiene por efecto aplastar la representación, si en lugar de saborear la imagen sólo eres sensible a la cantinela, la saciedad domina sobre la carestía, y entonces pides una tregua, sumándose una ligera náusea a tu soledad y a tu frustración. Cuando las luces se encienden estás decepcionado y sarcástico, te enfadas con el film por haberte engañado. Pero resulta una débil acusación, pues precisamente al decepcionarte ha cumplido su contrato; lo que has ido a buscar allí, siempre sin saberlo, es la posibilidad de desembarazarte de un deseo que no te era cómodo satisfacer; querías que te dejara desilusionado antes que insatisfecho, esperabas que sofocara tus apetitos en lugar de mantenerlos. En suma, hay dos maneras de sacar de casa los fantasmas, sustituirlos por el espectáculo, o adormecerlos por el estereotipo; la pornografía, en este caso, se absorbe como un somnífero, una poción mágica capaz de equilibrar la voluntad y la fuerza, que no amplía nuestras facultades sino que entibia nuestros deseos.
Im po n e r l a
mujer
La pornografía no es partidaria del realismo. Antes que apro ximarse al mundo real —copiándolo, desvelándolo o reproduciéndolo— , propone a su cliente un vuelo para transportarlo a ese universo quimérico y afortunado donde el sexo llega inmediatamente. Es cierto que el paraíso es triste, y la euforia de la estancia no compensa frente al tedio de la repetición. No importa, el irrealismo lejos de ser un escollo o una culpa estética aparece como una condición de ejercicio del cine pomo. Pero, por otra parte, lo que caracteriza el hardcore no es tanto la osadía de las imágenes como la actitud de los actores. Actúan antes y después de la escena obscena. Mientras ésta, hacen. Se ha acabado la
comedia; entonces no estamos en el realismo que supone una imitación ni en la utopía que implica una desviación, vemos lo real. La esperma brota en chorros auténticos, la rigidez de los penes erectos no es de pacotilla, la penetración se ha efectuado bajo nuestros ojos, no hay la menor duda de que estamos presenciando unas gestas efectivas. La pornografía acumula la ilusión y el reportaje; este cuento para adultos es también un documental sobre la sexualidad. Y es ahí, en esta evidencia de verdad libí dinal, que la pornografía revela su faz más odiosa y menos denunciada; las escenas atrevidas no se limitan a transcribir los fantasmas masculinos; con su aire de constatación, los objetivan; de este modo, el cine de los hombres ocupa lo real, al igual que un ejército triunfante el territorio enemigo. En el mismo momento en que los trucajes y las falsificaciones dejan lugar al pedazo de vida, lo femenino es expulsado del mundo. Nos hallamos en una oficina muy moderna; una mujer sobriamente arreglada, con gafas, pide a uno de sus colaboradores que le presente un programa de marketing que estaba encargado de preparar. Muy profesional, gira su sillón hacia la persona que ha convocado y se concentra en el documento que le presenta. De pronto, un deseo incongruente pulveriza el orden de ese universo funcional. Como magnetizada, la mujer desabotona febrilmente la bragueta del atónito ejecutivo, extrae, sin decir palabra, un sexo avergonzado y que no acaba de hacerse a la idea de ser tan deseable, y comienza a satisfacer inmediatamente el deseo irrefrenable de tener en la boca ese pene desconocido. A esta escena de Sexe qui parle añadamos el gran arquetipo del cine pomo, su secuencia fetiche, verdadero ojo derecho del voyeurisme contemporáneo, el amor lésbico. Paradójicamente, cuando el hombre parece licenciado por la voluptuosidad femenina su dominación se hace más opresiva; se retira del juego, pues, ya no es el donador universal de goce, pero cede en esta prerrogativa a fin de ver que las mujeres gozan como él y para él. De este modo, su ausencia es tiránica puesto que las domina dos veces, por la equivalencia y por la puesta en escena. El pornógrafo sólo ama las sáficas especulares y dóciles. Vaciadas de toda sustancia, se convierten para su mayor alegría en hombres con
vagina y robots programados; inmediatamente desnudas, adoptan indefectiblemente unas poses lascivas, se agarran mutuamente el pubis, y conceden al espectador la amabilidad de separar las nalgas cuando se besan en la boca. Aunque parecen estremecerse de placer, siempre será según las prescripciones tácitas pero minuciosas de la mirada viril. Pues el voyeur carece de curiosidad, no hay nada que odie tanto como ser sorprendido. Lo que desea son unas criaturas sumisas y flexibles que obedezcan a sus voluntades haciéndole creer que se trata de su propio deseo. ¿Qué deducir de estas imágenes? ¿Qué muestran la escena del Sexe qui parle y la manipulación pornográfica de la homosexualidad femenina? Unos cuerpos de mujeres complacientes al fantasma que las dirige, conformes en su manera de vivir el amor a los ritmos y a las opciones de la sexualidad masculina, capaces finalmente de superar el deseo del hombre, de ansiarlo antes incluso de que él haya pensado en ponerse a buscarlo. Ahora bien, esta complacencia, esta conformidad, y esta conversión de la caza en cazador reciben de la pornografía un sello de realidad. En lugar de aparecer como un sueño imposible (maravilloso o terrorífico) de homogeneidad pulsional, aparecen como el desarrollo verídico del deseo. Este es el sentido último de la nosimulación: no sólo mostrar todo para excitar al espectador, sino producir lo rea] para que el totalitarismo masculino acceda a la norma. «Lo que me gusta en las chicas de los films porno es que son como hombres, siempre tienen ganas de hacer el amor.»1 Y esta semejanza adquiere toda la fuerza de una verificació Al no ser interpretada, la quimera se convierte en un criterio al cual las mujeres son invitadas a medir sus propias proezas eróticas; que se reconozcan en ellas, y ellas son reconocidas; si no se identifican existen indicios de una disfunción pulsional. El documental pornográfico desmiente, en la práctica, que la sexualidad femenina sea necesariamente diferente. Allí donde existe, esta diferencia sólo puede ser una anomalía residual a punto de ser absorbida por la sociedad permisiva. El hardcore inventa una nue3. Entrevista de Guy Sitbon, artículo citado.
va patología, la lentitud. Si las' mujeres viven un deseo sin espera, si pierden el tiempo por gusto de la ceremonia amorosa, si quieren hacer de cada instante de la unión una aventura, en lugar de someter su placer a un guión inmutable, si viven con la misma intensidad que la gran apoteosis wagneriana del orgasmo, una carcajada inesperada o un rocé de cuerpos, en fin, si existen mu jeres que se resisten a dejarse dictar por el cine masculino, estamos seguros de que esta incomplacencia es el síntoma de su retraso liHdinal. DobJe subterfugio de la pornografía naturalizar la masculini zación de la mujer, convertir el resentimiento (impotencia y rencor) que engendra su autonomía erótica en exigencia de liberación. Dictar a la mujer, y conceder a este dictado el poder de una norma y el valor de una emancipación. Una vez liberadas de toda traba, una vez desembarazadas del sistema de prohibiciones que intimida su deseo, las mujeres, al fin devueltas a sí mismas, podrán elegir sus objetos sexuales sin astucia, sin titubeo, sin demora. Entre el deseo y su satisfacción hay un espacio dilatorio porque existe represión; alzad la represión y desaparecerán las razones de aplazamiento. Entonces el mundo pornográfico y el mundo cotidiano habrán anulado su antagonismo, el sueño se convertirá en realidad. La pornografía es un cuento futurista, una SexFicción que comienza con estas palabras: llegará un momento en que las mujeres, con un impulso irresistible y que no deberá nada a la complacencia, se lanzarán sobre nuestras pollas. En otras palabras, la diferencia es reabsorbida en desigualdad; la alienación de las mujeres procede de la falta de masculinidad de su deseo, pero cuando se permitan obedecer a los impulsos de su instinto y ya nada retenga la expresión de su avidez de rapiña, entonces saldrán de la edad media libidinal en que les mantiene encerradas la moral burguesa. Disparidad, pues, pero cronológica; los hombres y las mujeres no tienen una libido contemporánea, y de ahí procede la miseria sexual. La pornografía anticipa y prospecta el momento en que pertenecerán a la misma temporalidad. Más aún: promete el advenimiento de una Super mujer o, más exactamente, de un Superhombre femenino que, no
contento con desear al unísono, tributa a su liberador el hornea naje de superarle. Desde Sade, el padre fundador, la pornografía se complace en dar la palabra a las mujeres. Son ellas quienes conducen el juego. Para que se conviertan en insaciables habrá bastado, en efecto, que pisoteen los prejuicios de una sociedad retrógrada. Ahora bien, ¿qué es la insaciabilidad si no la proyección de la sexualidad femenina en un espacio cuyas coordenadas son poseídas por los hombres? Como si la consciencia libertina hubiera presentido las virtualidades infinitas de lo femenino, pero sólo hubiera sabido traducir este privilegio en superioridad cuantitativa. La vagina, un falo perfeccionado. De este modo las mujeres suficientemente emancipadas para hacerlo funcionar a pleno régimen, pueden reírse de sus parejas masculinos, impresionables como colegiales, fuera de combate a partir del primer orgasmo, que revientan como caballos y piden tregua cuando ellas todavía están en las primicias del goce. Ironía pornográfica, la virilidad es una impostura; la fuerza sexual se sustenta realmente del lado de las mujeres. Pues el auténtico falo no es el frágil pene que sólo se alza orgullosa mente si se siente en confianza, que hay que acariciar solícitamente para que permita la expulsión de su pequeño tesoro blanquecino, el auténtico falo, infatigable y siempre dispuesto, es el sexo de la mujer. En suma, la mirada pornográfica valora el goce en términos de fuerza y el infinito en términos de rendimiento; en este terreno el hombre es derrotado, experimenta el delicioso estremecimiento de su destitución. La escena porno es una transferencia de poderes; la mujer sucede al hombre, pero en el mismo lugar y encargada de encarnar los mismos valores. Lo femenino depone lo masculino, pero en nombre del falo. ¿Cómo puede leer a Sade una mujer de hoy? Muriéndose de risa. Las heroínas citadas a modo de ejemplo, y cuyas interminables parrafadas le empujan a abandonarse sin remordimientos a su inclinación a la lujuria, estas criaturas infernales, desenfrenadas y perversas, no encuentran nada mejor que hacer, una vez llegar al apogeo de su deseo, que correrse. Una Juliette transportada por la libertad sexual, o una Eugenie en manos de unos
maestros inmorales, concluyen sus orgasmos masculinos en el estertor de placer que provoca la emisión seminal. «Sólo en el siglo xxx se establecerá que la mujer no segrega esperma.» 4 Y la rectificación de este monumental y duradero error fis lógico apenas turbará la hegemonía masculina sobre la sexualidad. Ya no es semen, pero Emmanuelle y Miss Jones siguen descargando con una constancia incansable. Sade no ha muerto. Todo ocurre como si, inconsolables de la eyaculación, los pornógrafos se vengaran, unlversalizándolo, del destino que condena al hombre a desahogarse de su deseo. La única certidumbre que puede atenuar el escándalo de la muerte es que no tiene excepciones. De igual modo para permitir la «pequeña muerte» del orgasmo, habrá sido necesario que el cuerpo masculino lo integre al conjunto de las fatalidades que constituyen la tragedia de la condición humana. La dignidad ontológica de la pérdida (o goce desdichado) tal vez no sea más que una astucia defensiva y un efecto de resentimiento; escapar al antagonismo deprimente del goce y de la descarga, convirtiéndolo en el desastre obligatorio de toda forma de voluptuosidad. ¿A quién, a partir de este momento, conceder la palma del mejor censor, a los puritanos que reprimen los placeres del cuerpo o a los hedonistas que únicamente liberan el cuerpo masculino? ¿Dónde está el prejuicio, en la maldición proferida contra el sexo o en la imagen que la sexualidad maldita ofrece de la vida libi dinal? Lo que equivale, en el fondo, a preguntar a la mujer qué sujeción corporal prefiere, el estrangulamiento por la virtud o la normalización por el vicio. Así pues, la pornografía es profundamente igualitaria; no dice: sólo los hombres tienen falo, es Su privilegio, la marca de su superioridad, y, por consiguiente, la motivación visible y constitucional del dominio que la sociedad les confiere. No pretende explicar la jerarquía social de los sexos por la diferencia anatómica. Dice, muy al contrario: no hay diferencia, todo goce es fálico; nuestras pequeñas máquinas, pese sus diferencias, funcionan a partir del mismo modelo y con el mismo 4. Citado en Jos Van Ussel, op. cií.
carburante. No hay que fiarse de la disparidad de las arquitecturas, la gruta y el obelisco, la caverna y la columna, el sable y el cofre, el paraguas y la botella, la serpiente y el caracol, el martillo y la capilla, la caja y el portaplumas, el jarrón y el grifo, el bolsillo y el sombrero, el cigarro y el cenicero, el garaje y el autobús, la vela y la concha no tienen decididamente la misma forma y no proceden del mismo registro simbólico, pero la respuesta a la pregunta: «¿cómo funciona?» es idéntica: se corre y produce orgasmos. Antes de que las mujeres no formulen por sí mismas la especificidad de su goce, dos discursos tutelares podían seguir pretendiendo la posesión de la verdad, Freud y Sade. Exaltante alternativa que nunca ofrece otra cosa que la elección entre dos sistemas masculinos del deseo. El primero convierte a la mujer en una carencia insaciable (este «agujero ribeteado de deseo de su pene» del que habla Héléne Cixous);5 el segundo mantiene la insaciabilidad, pero no ve ningún defecto; proclama, en efecto, la analogía de los sexos. Cuando se supera el estadio de la mirada en el que el nada a ver equivale a no tener nada, se comprueba, emocionado, que el sexo de la mujer es una pequeña y maravillosa maquinaria fálica, superior por su robustez y sus capacidades de recarga a la fragilidad peniana. Ser o no ser: he ahí el doble atolladero en el que la condescendencia del analista y el proselitismo del libertino mantienen la sexualidad femenina. Y de ambas fuentes se alimenta simultáneamente la imaginación pornográfica, por una parte el homenaje al sexo viril que constituye el rito de la fellatio, por otra, la fascinación que ejerce sobre el hombre la imagen de un goce femenino rápido, excesivo, imposible de contentar.
5. La Jeune Née, op. cit
Actualmente los espectáculos inmorales ya no están prohibidos, están marcados; la política del «ixage» 6 mata dos pájaros de un tiro, permite al gobierno percibir un impuesto sobre los films que reprueba y controlar su difusión. La sociedad liberal avanzada es el matrimonio discreto del Proxeneta y el Puritano. Se prohíbe menos y se tolera más; pero es que el orden moral se siente compensado ahora en circunscribir el vicio y rentabilizarlo. No hay contradicción entre censura y permisividad; la permisividad es la forma moderna de censura que autoriza las desviaciones a condición de que se resignen a su estatuto. Es deplorable consumir films pomos —hacerlo en salas especializadas es un poco sentir esta reprobación—; es vergonzoso halagar el voyettrisme del espectador rodando este tipo de cosas —esta infamia se paga en moneda contante y sonante—. El recurso al «ixage» recuerda que la tolerancia es cara y que hay salas para eso. Pero esta represión newlook no puede funcionar como una fianza subversiva, sometida al despotismo del Estado puritano y a la imposición del Estado proxeneta; la pornografía es la escenificación de otra forma de poder, la que el cuerpo masculino sueña con ejercer sobre la feminidad mediante la esclavitud de lo real a sus fantasmas y la negativa a la pluralidad de los cuerpos. Desde este punto de vista, no es pornógrafo únicamente el cliente aáduo del CinéHalles o del MidiMinuit. Muchos creerían actuar en contra de su dignidad acudiendo a ver un film hard core («es bueno para los frustrados» —dicho de otra manera: «prescindo de estos espectáculos para disculpar mi sexualidad de una tara inconfesable, las ganas»— y en cambio practican en su vida una relación pornográfica con el Otro. No es que sean verdugos, e Histoire d’O ha cristalizado muchas indignaciones legítimas sobre una forma accesoria y anacrónica de dominación viril. Pero esta nostalgia ridicula de un consentimiento de la mujer a 6. «Ixage»: un film clasificado «x » está sometido a un fuerte imposición y sólo puede ser distribuido en cines especializados.
la esclavitud invoca una forma totalmente marginal de violencia. El dominio contemporáneo no procede tanto por esclavitud o por represión como por equivalencia. El discurso masculino ya no dice a la mujer: «¡Obedece!», sino que le murmura dulcemente: «Conócete a ti misma, obedece, sí, pero sólo al imperio de tus instintos; y como éstos están soterrados por prejuicios milenarios, deja que te sirva de guía. Lejos de mí la abyecta idea de darte órdenes. Lo que yo quiero es revelarte, y si te pido que cedas a mi deseo, es porque en el fondo es el tuyo, si te llevo a imitar mi goce, es porque en él te espera tu propia libertad». No se trata tanto de dominar el deseo femenino con la maldad de un déspota o los refinamientos de un perverso, como de parirlo con la paciente generosidad de un pedagogo. El burdo egoísmo del propietario que se desahoga es sustituido por la solicitud mucho más vigilante de un sujeto que, a la voluntad clásica de ser amado por sí mismo, añade el deseo de ser deseado por su sexo. Lo que implica escuchar la sexualidad femenina, vigilar su aparición, canalizar su desencadenamiento, dejar de ser su asesino para convertirse en su beneficiario. Podemos, pues, denominar pornografía al intento por el cual el cuerpo masculino intenta anexionar el cuerpo femenino a su propia fantasmática, haciendo de ella la norma universal de la sexualidad; esta nueva legislación del deseo decretará sensual a toda mujer que pueda desafiar que goza como un hombre, que se asemeje a las imágenes que a él le encantan. Si no se alcanzan estas condiciones, la mujer suspendida es desechada por deformidad (no es fantasmable), o enviada al purgatorio por frigidez (no se excita suficientemente aprisa, no geni taliza su deseo, el orgasmo no llega); en este último caso, la condena tiene apelación, una medicina apropiada puede borrar el síntoma y devolver a la normalidad a la mujer afectada por un traumatismo inicial. Sucumbir a la Ley no es únicamente obedecer su letra, es también aceptar sus divisiones, tomar por dinero contante y sonante la definición que brinda del ámbito que reprime. La obstinada estupidez del censor proyecta sobre la pornografía la imagen profundamente arcaica del estupro; sólo ve bestialidad del sexo allí donde se despliega el esfuerzo de su masculinización, la
ciega confusión de los cuerpos y no su puesta en equivalencia. Ahora bien, las cosas son más complejas; a la vez censurante y censurada, la pornografía es el espacio paradójico en el que chocan de frente dos legalidades antagonistas; sin entrar en detalles, la primera combate la exhibición de lo obsceno y quiere proteger a las familias de sus efectos perturbadores, la segunda también es una precaución; se encarna en la pornografía para preservar al cuerpo masculino del efecto desorganizador de la feminidad y se formula en tres mandamientos: que tu cuerpo sea espectacular, que tu deseo esté centrado en el sexo, y que el goce tenga la hermosa claridad del orgasmo. 1. El cuerpo espectacular Contemplar una película pomo. Hojear febrilmente una revista erótica. Excitarse, en solitario, con unas criaturas inventadas o evocadas por la imaginación. Desviar sobre la representación del placer un ansia a la que está prohibida la realidad. Colmar por el fantasma o por el espectáculo «la desproporción de nuestros deseos y de nuestras facultades» (Rousseau). Es decir, recurro a la imagen cuando me falta el Otro; de tener una vida sexual realmente satisfactoria, mi deseo se satisfacería en unos cuerpos reales en lugar de desencadenar su abstinencia sobre unos fantasmas impalpables. Tal vez. Pero para aprehender el itinerario completo de las pulsiones, es preciso también invertirlo; nada me apasiona tanto en el cuerpo del Otro como su repentina conformidad con el modelo erótico que transporta mi fantasma; debe ser espectacularizado para ser consumible. Las imágenes sustituyen los seres ausentes, pero si se presenta un ser, deberá demostrar su aptitud de abandonarse en una imagen si quiere provocar el deseo; el nuevo cuerpo, en su materialidad extraña, con su olor imprevisible, el grano de su piel, sus risas incalculadas para mí, sus movimientos cuya espontaneidad desconcierta mi fantasma, no es deseado por mí en un primer momento; toda esta presencia carnal me sumerge, me desborda, me fascina o me indispone —no me deja bastante seguridad o serenidad para que piense en
excitarme—. El deseo nacerá cuando esta mujer tenga la complacencia de esposar mi tipo, cuando el salvajismo que me asalta con su proximidad permita dejarme cazar. En otras palabras, tendrá que recuperar el armazón de la imagen, su sensualidad, su naturalidad o su maquillaje, su elegancia o su rusticidad, su lado mujerfatal o su lado mujerniña, sus pequeños mohines o sus grandes suspiros demostrarán su pertenencia al código que yo amo, y de este contacto finalmente dominado surgirá el deseo. Así pues, la imagen es a un tiempo la copia y el modelo; el espectáculo refleja los cuerpos, pero sobre todo los domina. Y el mejor emblema de esta inversión es la siguiente caricatura aparecida en Playboy: un hombre hace el amor con su mujer cubriéndola con la foto de una mujer desnuda. Lo que determina una doble preferencia, la de la mirada sobre los demás sentidos, y la del fantasma sobre la realidad. 2. El culto del sexoobjeto Algunos se lamentan, otros se niegan a aceptarlo, pero la mayoría de los hombres actuales deben inclinarse ante la evidencia, las mujeres ya no sienten celos de su pene. ¿Qué tendrían que envidiar? Comienza a saberse (si bien es un conocimiento que extrae de lo masculino su lenguaje y sus mitos) que el bagaje sexual de la mujer es completo, que no carece de nada, que el dítoris no es esa trompa atrofiada, ese pene encogido por el líquido que despierta simultáneamente la niña a la sexualidad y al despecho. Es cierto que la verga se ve; pero, pese al «oculto centrismo secular» (Luce Irigaray) que hemos heredado y que seguimos respetando, pese a un superinvestimiento del ojo cuyos estragos siguen siendo fuertes, este privilegio de la visibilidad no basta para legitimar la monarquía peniana; el pito ha entrado en la era de la sospecha, ya no se cree en su primacía erótica ni en su valor de encarnación. Doble descrédito, pues, que afecta al sexo del hombre como función y como símbolo. En efecto, las virtudes de fuerza y de conquista desanudan hoy el lazo que las unía tradicionalmente al miembro viril. Si
nuestra «sociedad» manifiesta un amor tan ruidoso hada las mujeres ministros, estrellas, conductoras de autobús, o directores generales, no es únicamente para ocultar la desigualdad mediante algunas excepciones hábilmente exhibidas, es para suprimir la antigua ecuación pene = dominio, y prodamar un nuevo ideal republicano, la accesibilidad universal de los valores masculinos. Con razón el discurso feminista ha denunciado este democratismo que convierte al falo en el programa y la profesión de fe de todos. Pero lo que para la mujer constituye una falsa liberadón (puesto que sobre las ruinas de la antigua jerarquía se instala el código de la masculinidad obligatoria) es, quizá, para el pene una auténtica libertad. Descalificado en su pretensión de encamar los valores fálicos, el sexo del hombre, al igual que se dice de un soldado, puede romperse. Se halla liberado de la necesidad de estar representando. Y buena falta que le hada el rigor al pene en los tiempos en que era el único encargado de ser d falo. Ningún derecho tenía, entonces, a la fragilidad. Ninguna posibilidad de abandonarse al dulce deseo de ser deseado. En reposo, la verga no existía. Erecta, testimoniaba; se trataba de encontrar en este microcosmos de la virilidad todo lo que constituía a un tiempo el encanto y la resistencia del héroe. Ya sabemos que sólo un vocabulario sexual, o más exactamente genital, puede describir la estatura del héroe, su firmeza ante los peligros, su hieratismo silencioso, su dimensión impresionante, hasta su cara, en suma, tallada en roca. Afortunadamente esta contumacia en parecerse a un sexo que empalma comienza a dar risa. Pero ¿quién derramará lágrimas sobre todos esos penes dedicados, en el secreto de la alcoba, a semejarse a los héroes del western? ¿Quién explicará cuánto había de farsa, de cine, en estos sexos en posición de ataque, en estas vergas «prétes a crever les murs et bandant aux etoiles» (Aragón)? No hay duda de que Charles Bronson encarna, con una perfecdón meticulosa, la imagen que algunos hombres siguen queriendo tener de su sexo; podemos imaginar, de pasada, los esfuerzos desesperados que se imponen para que su apéndice terminal conserve algo de la fuerza desenfadada, dd rictus olímpico, y dd famoso frunce de ojos del invencible justidero de Erase una vez en el Oeste.
Sucede que ese imperativo de probar su virilidad y de merecer su supremacía afloja poco a poco su presión, y que el pene puede abrirse, a partir de ahora, a otra representación; cada vez con mayor frecuencia, la verga contemporánea vive las alegrías del soldado con permiso, se despoja de su uniforme víriloide (que por idéntica razón que la indumentaria militar es, al mismo tiempo, un atavío, un símbolo, y una obligación) para acceder al descubrimiento de una nueva forma de desnudez. Pasa a ser deseable. Se deja voluptuosamente contemplar, provocar, cosquillear, acariciar, lamer, absorber, explorar; el soldado de la entrepierna vivía batallas, triunfos y gloria —el nuevo pene sueña con ser atractivo. Su erección ha dejado de fanfarronear, quiere gustar y ya no suscitar la envidia sino la concupiscencia. ¿Por qué la pornografía concede una atención tan insistente a la fellatio? ¿Cómo explicar que esa perversión sea precisamente la más frecuente y la más celebrada? Es posible que se intente perpetuar la imagen del sexo fálico, y algunas pornostars ponen tanta habilidad bucal en englutir las vergas, que el deseo de incorporarse el sexo que les falta parece sustituir en ellas la voluptuosidad. Pero otra imagen se superpone a ésta y demuestra una importante mutación, a fuerza de mimos la picha se desaliena del falo, reviste con alegría su nuevo estatuto de objeto y saborea sin remordimientos los placeres inéditos de la pasividad. He ahí, pues, el fantasma mayor de los films pomos, el onanismo a dos, el hombre deliciosamente inerte, abandonado a los trajines de una mujer a un tiempo experta y perversa, competente y contenta. La masturbación tiene la fama verosímilmente merecida de ser triste; la Señora Viuda Del Puño no ríe jamás —es inconsolable en la ausencia de la relación sexual— . Sin embargo, la pornografía rehabilita esta actividad manual tan criticada, se convierte en el ideal de la misma relación sexual, la pregunta que el hombre, liberado del complejo fálico, se atreve finalmente a dirigir al cuerpo femenino; «Mastúrbame, da a mi sexo tanta solicitud como deseo, llévame a recuperar las alegrías inigualables del onanismo, pero evitándome la sórdida amargura de la soledad; gracias a ti mi pene reconciliado será a un tiempo la “polla de oro” del adulto que empalma y la “minina dormida” del niño mimado».
Sabemos por tina experiencia Inmemorial que el hombre que se masturba se siente frustrado por el coito. Pero, virilidad obliga, se ha tardado mucho en reconocer que el hombre que hace el amor se sentía frustrado por la masturbación. A su manera, el cine pomo revela un secreto, es decir, con la conversión sistemática del fantasma masculino en deseo de la mujer, a la cual se atribuye, por tanto, esta necesidad prioritaria, masturbar al hombre al que se une. En suma, si el onanismo es nostálgico no es tanto del Otro como de la pasividad. Si existe sustitución, no es del fantasma por una presencia sino de la mano masculina por la boca de la mujer. Si hay oración, no dice: «Que aparezca una mujer para que yo me olvide», sino: «Que aparezca una mujer para desear mi sexo y darle el placer que mis dedos demasiado familiares sólo le dan a medias». De este modo, la mujer se ve enrolada en nuevas tareas, pues la norma ha modificado su faz, ya no debe sentirse inferior respecto al otro sexo, pero no por ello acaba con el sexo del hombre. En efecto, la fellatio ya no es únicamente una perversión o una postura —es un criterio de sensualidad, el cuerpo masculino sólo tolera este homenaje si corresponde a un deseo auténtico y profundo—. Resultado, sólo se admiten en el examen de la lujuria las mujeres magnetizadas por el pene. Su propia sexualidad no puede considerarse totalmente desarrollada si no sabe concentrarse en las pollas. Todo, por otra parte, sigue transcurriendo como si el cuerpo masculino no tuviera otro elemento sexuado que el sexo. Monopolio terrorífico, en el entorno genital se desarrolla la transformación del cuerpo de conquista en cuerpo deseable. Es cierto que esta nueva representación del pene acumula para el hombre la dicha de la afluencia y la de la pasividad. Al convertir a su verga en un pasaporte libidinal, ya no teme los desaires, abóle la herida del rechazo —y éste es el nuevo fantasma que la pornografía pone en escena, ser deseado por su sexo constituye un inmenso alivio, pues se trata de un tesoro que no se ha ganado ni descubierto, una gracia inmerecida que libera a su posesor de las servidumbres del mercado, y de la necesidad de penar para poseer— . Para sacudir el yugo del valor de cambio, la pornografía fomenta
un deseo universal e inmediatamente genital. Es la utopía; no hay trabajo de seducción, no hay valoración de los cuerpos o regateo de las apetencias —aquí se chupa gratis—. Pero ¿cuál es el precio de esta maravillosa solicitud, de esta sustitución hedo nista del cambio por el don? La aniquilación del cuerpo. Obligar a las mujeres a gozar únicamente de nuestro sexo significa encerrarnos en la prisión de nuestro propio dominio. Para mantener el control sobre la alteridad, para no dejarnos desbordar por la reivindicación de un deseo heterogéneo, los mismos pornógrafos se ven obligados a sufrir la tiranía que imponen, la tiranía de lo genital. 3. El goce seminal Mostrarlo todo supone que todo es mostrable. En realidad, el destape espectacular del sexo es una captación de la vida sexual por el orden del espectáculo. Desde este punto de vista, la censura oficial cumple una doble función; al prohibir la representación, o al menos al reglamentarla para mantenerla dentro de los límites de un erotismo tolerable, absuelve y disimula la acción clandestina de otra censura, evidentemente disfrazada para su mayor eficacia, la representación obligatoria. No es que sea indispensable, como afirman los predicadores, exhibir obscenidades para atraer a un público pervertido, sino que la sexualidad debe residir por entero en el campo de lo visible. Existe al menos un punto en el que los pornógrafos y los puritanos están de acuerdo, el panoptismo del goce. Prohibir el espectáculo de la voluptuosidad o liberarlo, imponer unos límites o al contrario disolverlos; esta batalla en torno a la censura se desarrolla en el terreno de la censura originaria que encierra la voluptuosidad en la representación. Represiva cuando impide ver, la ley se convierte en restrictiva cuando permite ver. Pues la representación no posee la transparencia del reflejo. No es un vehículo neutro, una mediación inconsistente entre la mirada y la sexualidad, es un procedimiento insidiosamente selectivo y rarificante que excluye del
goce los gestos lentos y las felicidades difusas, que penaliza cualquier intensidad inverificable y sustraída a la mirada. Ahora bien, la mujer jamás conforma totalmente su goce a esta norma de visibilidad. Sus orgasmos no se esparcen, son desesperadamente improductivos, y aunque se quiera, contra viento y marea, alinearlos en la rúbrica de la descarga, esta descarga permanece invisible y metafórica, lo que hace planear sobre el abrazo el riesgo horrible de lo indeterminado. Alocalización del placer femenino, ¿en qué momento preciso goza la mujer? ¿Con qué indicios reconocer la apoteosis? Gritar, en efecto, puede significar perder la cabeza, vivir una intensidad tan fuerte que las palabras son imponentes para traducirla y el silencio se manifiesta incapaz de contenerla, pero puede ser, además, en la conversación de los alientos, la respuesta tranquilizadora del cuerpo femenino a la inquietud de su pareja. En el grito de una mujer que se extasía, hay la virulencia de una locura y la claridad de un mensaje. El placer femenino supera la disciplina del lenguaje articulado, pero es a fin de establecer contacto abandonando sólo la palabra para convertirse en comunicable. Entre la complicidad amorosa y la mentira de complacencia, esta ofrenda puede revestir todos los matices y significar tanto la ternura como la servidumbre, pero tanto si es un simulacro como una confesión tiene siempre por misión semiótica conjurar el peligro de lo indeterminado; al hacer oír lo que no se ve, el orgasmo femenino accede, por otro camino, a la legibilidad. El sonido releva la imagen; en lugar de emitir semen, la mujer emite un signo; en cuanto equivalente auditivo de la descarga seminal, el grito permite el retorno de la voluptuosidad femenina al redil de la representación. Los films pornográficos han pensado completar esta sumisión al signo con la sujeción de la mujer a los ritmos masculinos del placer sucediendo a la equivalencia de la descarga y del grito la omnivalencia de la libación seminal. La esperma, en efecto, recibe el privilegio desorbitante de representar los dos goces. El orgasmo femenino sigue leyéndose, pero ahora ya no posee signos propios, se lee directamente en la satisfacción masculina. ¿Por qué, cuando está a punto de eyacular, el hombre se retira pres-
tamente y muestra a la cámara el chorreo de su voluptuosidad? Este coito interruptus de nuevo estilo no es una técnica de con tracepción, es un procedimiento de representación, el medio para que nada escape a la mirada, ni siquiera el momento del éxtasis. Y como la mujer sufre congenitalmente de una laguna espectacular, como no posee pruebas a exhibir, la esperma las sustituye, lo que corrige el defecto de visibilidad de este goce sin huella, y permite entender al mismo tiempo que la homología entre cuerpo masculino y cuerpo femenino es tan perfecta que la efusión esper mática de uno puede servir de prueba o de garantía de las emociones voluptuosas del otro. Tú gozas puesto que yo eyaculo. Lógica terrorífica que consuma la abolición de la diferencia. Con la pornografía, el orden de la mirada asegura su triunfo, y en el orden de la mirada no hay diferencia de sexos. Durante mucho tiempo el discurso pornográfico ha sido sacra lizado por sus problemas con la Ley. Tachado de subversivo, se convertía por ello en intocable para todos aquellos que combatían la represión. ¿Cómo era posible no amar a Sade, el gran antecesor, sin ponerse inmediatamente de parte de los carceleros, de los censores, de los pedagogos, de los alienistas, en suma, de todas las fuerzas de reclusión? El advenimiento de la palabra femenina ha puesto fin a esta sacralización. La censura y la subversión han sido estorbadas, en su complicidad litigosa, por la irrupción de un tercer discurso que, sin tasarlos necesariamente con el mismo rasero, ha reconocido una misma violencia de sofocamiento en el oscurantismo de uno y en el aparente progresismo de otro. Cuando las mujeres se niegan a someter su vida erótica a los sexos y a los orgasmos masculinos, cuando su deseo reconoce nuevos criterios y bautiza placer unos detalles despreciados, está poniendo en discusión la pretensión de la fantasmática masculina de legislar toda vida sexual; en otras palabras, el prestigio que confiere la maldición de los puritanos ya no puede seguir disimulando por más tiempo que, auténtico cómic del erotismo dominante, la pornografía completa el imperialismo masculino ejercido sobre las relaciones sexuales.
Peto no se trata, según un movimiento desesperadamente pendular, de sustituir una norma por otra y de situar la buena naturaleza femenina en el lugar que la fantasmática masculina deberá indudablemente abandonar. Cambiar el código en favor de las mujeres no es una revolución, es una reconducción. Por otra parte, no existe una buena naturaleza femenina, pues el discurso femenino acaba con la unidad, se niega a la coherencia, evita cuidadosamente el engendramiento de nuevos criterios de buena .sexualidad. En oposición a la antigua equivalencia, he ahí que surge a la luz del lenguaje la diferencia de las sexualidades; he ahí que se formulan unas maneras femeninas de desear, un sabervivir y unas intensidades específicamente femeninas del goce. Para desgracia de los sexólogos, las singulares aventuras que las mujeres se cuentan y que ahora se atreven a divulgar no se refieren a la unidad de un orgasmo codificable. La reunión de estas singularidades no libera la verdad estable de un modelo que, a su vez, pudiera funcionar como una norma, excluir las que no conocen el gran vuelco, clasificar las demás, individualizarlas según todo un juego de gradaciones que iría del mínimo exigible —las contracciones vaginales— al diez sobre diez del trance integral. Al preservar celosamente su plural, las palabras femeninas prescinden de la norma; lo que producen no es un criterio de selección, es una referencia disculpante que tiende a no avergonzar a las mujeres de su autonomía libidinal, sea cual fuere la forma singular que esta diferencia puede adoptar. Así pues, ha concluido para los hombres el tiempo del solip sismo victorioso. ¿Se trata de una derrota o es que esta misma noción, y su cómplice invariable, el triunfo, han sido definitivamente vencidas? ¿No hay otra intuición del Otro que la sensación de ser dominado sin recurso posible y juzgado sin apelación? Abandonar el estado de cerrazón es necesariamente tener vergüenza? Si podemos traicionar nuestros intereses viriles, desertar nuestro estatuto sexual, no es porque, bajo la mirada de la nueva Inquisición, las mujeres, nos sintamos culpables. Frente al goce femenino, nuestras satisfacciones no son tan culpables como
indeseables; cuando la irrupción de la alteridad estorba el sueño de la equivalencia, acabamos por dejar de desear nuestro propio deseo por soñar en ser los tránsfugas de nuestra sexualidad. A fin de cuentas la pornografía no es más que un encarecimiento de miserias; al responder a la escasez por la abundancia, al presentar la imagen de un edén en el que todos los deseos serían saturados, revela, bajo la miseria contingente que puede advenir al cuerpo masculino (la escasez de las parejas, el peso de las inhibiciones, el tedio conyugal, o la soledad ciudadana), una miseria menos aparente pero que le resulta constitucional, la simplicidad de sus satisfacciones. Por consiguiente, cuando las mujeres se niegan a dejarse dictar por las imágenes que nos habitan, su rebelión se dirige paradójicamente a nuestro deseo; existe sin duda un placer que debe ser colmado, pero el goce sólo puede venir de estar confundido. La diferencia femenina, al decapitar el cuerpo del amor, al abrir la posibilidad de una unión sin pies ni cabeza, sin fe ni ley, al darnos a vivir, finalmente, un poco de auténtica relación con el exterior, nos salva de nuestro propio dominio y nos libera de nuestros espejos: nuestra destitución, qué liberación. En lugar de la equivalencia, ha aparecido pues, una diferencia. Lo que ahora la amenaza es la tentación del paradigma, la claridad de la oposición semiótica, tratar el cuerpo masculino y el cuerpo femenino como contrarios irreductibles, y trazar entre ellos, sobre las ruinas del antiguo solipsismo, los caminos de la coexistencia. Esforzarse en una mezcla de liberalismo moral y de sexología, en dialectizar la oposición; que la mutua benevolencia mostrada por algunas recetas técnicas, elabore unos deliciosos compromisos, y que en la mejor de las modernidades el reconocimiento suceda a la equivalencia. Frente al goce femenino, nosotros no queremos asumir nada, no tenemos una sexualidad a defender, un patrimonio erótico a proteger. No queremos ser los gestionarios de nuestro deseo, ni siquiera renovado, autocriticado y libre de todo imperialismo. Lo que la alteridad femenina nos propone es mucho más que una síntesis: una deportación, una deriva fuera de nuestros desahogos demasiado conocidos, un nomadismo sin angustia, el extraño viaje de un devenir femenino
que no puede conocer reposo. Deséar la diferencia para un cuerpo masculino es, en primer lugar, tomar al revés los principios de la pornografía, confundir su identidad en lugar de extenderla y unlversalizarla, romper sus propios programas y no imponerlos; superar después la actitud meramente hospitalaria, sucumbir a la atracción de lo exterior, y no solamente acogerlo, liberarse, sí, pero en primer lugar de uno mismo; antes que respetar (¡al fin!) la sexualidad femenina y admitirla en plan de igualdad, reconocer la disimetría que nos separa de ella; no tener que oponer al cuerpo femenino más que un impulso hacia la feminidad; vivir la alte ridad como una fuerza de desorganización, en lugar de organizar con ella unos intercambios equitativos, un comercio fructífero; no asumir, huir, abandonar la presa para la sombra, y su patria pornográfica por una Tierra extraña en la que no se entrará.
La diferencia de sexos no existe: Las mujeres también pean
PROSTITUCION I UN EQUILIBRIO POR SUSTRACCION
Mi primero chupa, masturba, azota, flagela, se hace penetrar y consolar pero no goza. Pasa la mitad de su tiempo en la acera y la otra mitad en la cama y se hace pagar muy caro por subir de una a otra. Mi primero es una mujer y se denomina una prostituta. Mi segundo es del sexo masculino, entrega una suma de dinero por emitir un liquido blanquecino, retirarse y vestirse de nuevo. Mi segundo es muy amable antes del amor, muy malvado después; se denomina el cliente y llama puta a mi primero. Mi tercero es una habitación más bien fea, de techo bajo, compuesta de una cama de dos plazas, de un bidet y de un espejo. La habitación huele a menudo a pies, el papel de las paredes está desgarrado, no deshacen la cama, hace mucho calor, las cortinas están corridas, la luz tamizada, se oyen voces en el pasillo. Hay que ir con cuidado, pues el agua que sde del lavabo siempre está ardiendo. Mi tercero es la habitación de hotel. Mi cuarto es un personaje inaprehensible, en ocasiones individuo privado, en otras comisario de policía, o también representante del Estado o traficante internacional. Se lleva el dinero de mi primero y le hostiga. Mi cuarto se denomina el proxeneta. Mi quinto dura cinco minutos como mínimo, un cuarto de hora como máximo, media hora o una hora para los ricos. Mi cinco se denomina «el polvo». Mi sexto es un conjunto de pequeños microbios que se atrapan
frotando las mucosas contra otras mucosas contaminadas. Mi sexta es activamente combatido por la medicina profiláctica. Mi sexto está en vías de desaparición en la esfera de mi todo. Mi todo es un oficio lucrativo que está a punto de evolucionar y que lleva el complicado nombre de « prostitución» (que se podría descomponer de la siguiente manera: institución de la trituración de las próstatas).
Pequeño problema para los hombres: ¿cómo gozar sin deuda, y anular a la mujer en el mismo momento en que extraigo placer de su cuerpo? ¿Cómo ir más lejos de la habitual búsqueda masculina de una equivalencia entre la verga y la vagina (por el orgasmo, la pornografía o una forma cualquiera de negociación) y alcanzar el estado ideal, enrarecido, embriagador de la raja pura y simple del sexo de la mujer? Pues simplemente prostituyéndola, imponiéndole los ritmos parsimoniosos de mis satisfacciones, circunscribiendo en su piel las regiones (cavidad vaginal, anal) útiles para mí, en suma, subarrendando su vientre a cambio de una remuneración 1 ($ en dicho sentido, digámoslo sin rodeos, cuanto más satisfactoria la situación de la prostituta que la de la mayoría de las mujeres casadas todavía sometidas sin contrapartida a la sexualidad de sus esposos que, lejos de «satisfacerlas», evacúan sobre ellas su descolorido puré). La singular atracción que ejerce la «puta» sobre el cliente procede de que la paga para gozar tal y como él entiende, y sabemos que por ser hombre entiende generalmente mal y aprisa (de ahí la brevedad del polvo y la inmensa rentabilidad de estos cuartos de hora acumulados). Gozar sin pensar en el otro, sin preocuparse del menor intercambio, satisfaciendo un sueño de pasividad absoluta, éste es el deseo que d hombre satisface con la mujer venal y por el cual paga en ocasiones unas sumas astronómicas como si el dinero fuera la in1. Aquí sólo tomamos en consideración la prostitución femenina ba su forma más corriente, la acera y el polvo. No hemos considerado lo que ocurriría en otros tipos de venalidad, pues nuestro punto de vista era voluntariamente restrictivo.
demnización ficticia de la ausencia de goce infligido al otro, como si la moneda le irresponsabilizara y le permitiera recuperar en unos brazos anónimos una inocente despreocupación. La absoluta identidad de los usuarios, su igualdad, el hecho de que todos sean igualmente machos y solventes a despecho de su estatuto social o su clase de edad (como los lectores de Tintín de 7 a 77 años), que cada uno de ellos pueda llegar al cuerpo prostituido, gozar y recrearse en este enclave vado, que absolutamente nadie debe poder ocupar, y apropiárselo de manera duradera; el hecho de que el polvo suponga un álgebra de las pulsiones, su comparabilidad e intercambiabilidad bajo la égida de la eyaculación masculina; todos estos rasgos hacen de la prostitución un extraño dispositivo de anulación de las diferencias. Dispositivo homosexual (en el que se supone un cuerpo de mujer concedido poi un tiempo a su homólogo macho, a la vez que se expulsa cualquier desarmonía e irregularidad entre ellos) pero de una homosexualidad restringida y que no satisfecha coartando a la pareja femenina, limita el erotismo del cliente al fenómeno de la descarga. Pues el juego de manos de la sesión prostitutiva (convertir a la mujer en el mero agente de la rápida saciedad del hombre) necesita para realizarse la total frialdad del cuerpo comerciado; la mujer del placer es la mujer del placer de los hombres y por dicho motivo se ve obligada a la frigidez. El equilibrio que el polvo establece entre ellos es puramente mítico, la satisfacción del hombre se paga con la falta total de placer para ella; lejos, pues, de restablecer una simetría, aunque sea ficticia, entre goce masculino y goce femenino, la prostitución anula a la mujer como cuerpo sexuado, en otras palabras, es una negación más de la diferencia de los sexos, posiblemente la más brutal, pero quizá también, como veremos a continuación, la más ambigua de las negaciones.
«Cuando estoy en la calle, soy el cazador. Yo cazo al hombre, es la presa, le acecho, miro si me mira, si se acerca. Ya no es un hombre, es un cliente.»2 Al invertir los roles tradicionales del ligue, la operación exhibe toda su crudeza; frente a las prostitutas que nos llaman, somos inmediatamente como unas mujeres tal como los hombres ven a las mujeres, simples objetos sexuales con la diferencia capital, sin embargo, de que debemos comprar nuestro estatuto de «hombres objetos» y pagarlo sin más en dinero contante y sonante. La prostituta que atrapa al transeúnte le dice sustancialmente esto: «No te deseo, sólo quiero el aspecto monetario de tu persona, en este caso tu sexo; no eres nada para mí, ni un cuerpo, ni una cabeza, ni una sonrisa, ni siquiera un odio, sólo eres una especie, un aparato genital dispuesto a desembolsar para satisfacerse y sólo a este título te interpelo. No requiero de ti memoria ni gratitud, sólo el simple anonimato del dinero; a cambio de lo cual me comprometo a satisfacer el dego mecanismo de tus órganos». Pregunta del cliente: soy deseado por mi dinero o por mi físico (mi aspecto, mi bigote, mi aire viril, mis orejas despejadas, mi traje, mi gran polla, mi diente de oro, mi frente aria), esta pregunta es imposible, no existe ningún motivo para plantearla: «En realidad, el contrato de prostitución libera de lo que pudiera denominarse los problemas imaginarios del intercambio: ¿qué debo pensar del deseo del otro, qué soy yo para él? El contrato suprime este vértigo, en realidad, es la única posición que el sujeto puede sostener sin caer en las dos imágenes invertidas pero igualmente detestables, la del egoísta (que pide sin preocuparse de no tener nada a dar) y la del santo (que da prohibiéndose pedir nunca nada...)» (Roland Barthes). Así, pues, el objeto «cliente» no es únicamente un cierto poder de compra, es sobre todo la alianza indiscernible de un pene y de una suma de dinero, un sexo que sólo tiene existencia financiera, un medio de pago que no es más que un pedazo de carne, 2. Une me de putain, collection «France sauvage», p. 49.
en suma, una especie de pequeño capital libidinal, un banco viviente. La prostitución consagra la indisociabilidad de las relaciones sexuales y del dinero de modo que las primeras no pueden efectuarse sin el segundo; lo monetario es lo genital, lo genital lo monetario, cada eyaculación vale 100 F; 100 F es el precio de una sesión. Entre las piernas de la prostituta, el cliente sólo puede gastar su libido gastando su dinero (e inversamente la mu jer pública no puede hacer el amor sin tener la impresión de «trabajar»). De este modo, la prostituta dirige contra el transeúnte el mecanismo masculino de la caza, acecha al acechador, le aborda, se pega a él, insiste, le seduce con miríficas promesas; pero el hombre sólo soporta esta inversión porque la paga, porque es un deudor en potencia; ¿acaso no escaparía de cualquier mujer que se le acercara de este modo, aterrorizado, asustado por la imagen invertida de la actitud masculina a que ella le remitiría indefectiblemente? Y ello pese a que en el racdage el hombre ni siquiera es un objeto de placer o una presa cuya posesión enorgullece; es un simple medio de enriquecimiento, un punto en una serie, en otras palabras, un cliente. Así, pues, el cliente mira la mujer pública como un sexo y ella, a cambio, le considera como un poco de esperma que paga. Pero, ¿cuál es ese órgano al que el usuario reduce a la chica? ¿Es un sexo que se quiere hacer «gozar» (para extraer de él, por ejemplo, una plusvalía de prestigio), un erotismo que nos maravilla? ¿No es más bien que la prostituta carece de sexo propio y posee únicamente el que le presta el cliente? En otras palabras, el bajo vientre de la mujer ya no se oculta bajo sus bragas sino que se pasea universal e intemporalmente en el pantalón de cada usuario potencial como el modelo, el ángulo, el fuselaje bajo el cual deberá ofrecerse. El cuerpocliente ya no se contenta con limitar a la mujer a sus zonas erógenas sino que llega a doblegarlas bajo la ley de su propio aparato genital e instaura entre ellas y él un único denominador común, el aparato sexual macho. Metamorfosis en forma de adivinanza para psicoanalistas, ¿cómo puede poseer la mujer un pene? Respuesta, prostituyéndose. No se trata de que el cliente manipule a su guisa la «respuesta sexual del otro»
(para hablar como Hámster y Ronchon), se trata, por el contrario, de que sofoca toda respuesta al no plantear jamás ninguna pregunta; la cuestión de la alteridad de la mujer nunca interviene, en su relación con ella el usuario borra todos los pasajes que pudieran concernirla, los abóle un poco a la manera de alguien que cortara los hilos del teléfono cuando las noticias son malas. La prostituta carece de sexo, no puede tenerlo, no es más que un agujero y ese agujero ni siquiera tiene el vacío angustioso de las demás mujeres; el hombre conoce esa raja, esa hendidura, no tiene nada que temer de ella, es su propia verga al revés, orificio siempre colmado, completo (como una sala de espectáculo), con consiguiente completado, complementario. En el fondo del útero, a lo largo de las paredes vaginales, sólo se encontrará a sí mismo, invertido como en un espejo. Es incapaz de ver la lujuriante arquitectura del sexo de la mujer, no tiene ojos para esos detalles puesto que no corresponden a nada tangible para él. Todo el cuerpo de la mujer se reduce a unos agujeros (ano, boca, vagina); la mujer sólo es habitable si penetrada; sólo es bajo vientre, bajo vientre híbrido, mixto y más bien neutro aunque disexuado. Por consiguiente lo que, concluido el polvo, disgustará al cliente de la prostituta será no tanto la forma comercial de sus relaciones como la imagen de la brevedad de su propio placer que ella le remite. La mujer sólo le vende un cuarto de hora de su cuerpo porque el goce del cliente no necesita más de un cuarto de hora para satisfacerse, porque la prostitución, al privar al hombre de las ilusiones que mantiene en una relación sexual «normal», le devuelve sin rodeos la cruda imagen de su condición anatómica. De este modo el odio que el usuario siente por la chica no es otra cosa que un odio hada su propio sexo (y sabemos que este rencor puede llevar hasta el asesinato); en la desenvoltura de la puta, en el anonimato racionalizado del acuerdo prostitutivo, el hombre se maldice a sí mismo, execra la unicidad y la pequeSez de su erotismo. Si depreda después a su pareja, es porque ya la despreciaba antes, porque ya se odiaba en ella; la alteridad de la mujer sólo era provisional, su belleza y su encanto sólo procedían de una tensión interna del cuerpocliente, sólo dependían de unas cuantas gotas de esperma que evacuar. ¿Qué hacer con una
prostituta cuando se ha gozado de ella? Ese cuerpo comercializado es opaco e inutilizable, ya no se puede sacar nada de él a no ser que se creen otras relaciones (pero la habitación de hotel no es un salón de té). Ese cuerpo ha muerto (porque el cuerpo del cliente también ha muerto, es decir, ha sido genitalmente apaciguado) y si sobrevive, si se limpia, se viste, se prepara para recibir otros penes impacientes de vaciarse en él, constituye un escándalo que enfurecerá al hombre. Le dejará estúpido y balbuciente, totalmente dispuesto a imputar al sexo femenino las debilidades o la pasividad de su propio aparato genital. La mujer pide generalmente a su amante que se retenga a fin de que ella pueda gozar. Conminación contraria de la prostituta: «Vamos, cariño, date prisa». El cliente siempre es llamado a de jarse ir, a dar libre curso a las maquinarias instantáneas de sus órganos. ¡Ah, si pudiera eyacular al cruzar la puerta, cuánto tiempo ganado! Ya hemos dicho que el hombre paga por llegar a lo más profundo de su egoísmo, para abandonarse con absoluta indiferencia del otro; pero su máxima profundidad es escasa, el hombre se estremece, no zozobra, no está arrebatado y menos aún traspuesto, todas sus intensidades son mensurables casi al segundo; o sea que paga por muy poco, por esa mínima satisfacción que representa el goce de la eyaculación. Y si el polvo es un polvo no es porque el cliente deba «volver en sí, volver»,3 o porque sea preciso «que eso concluya, que el ciclo recomience, que eso continúe» (ibid.) sino porque entre las piernas de la mujer el hombre sólo puede pasar, porque para él todo polvo es corto sin ser mortal y que, en suma, no tiene por qué salir de «la incandescencia o de la aniquilación» por la mera y simple razón de que jamás ha caído en ellas. Entre los brazos de la furcia sólo puede pasar sin ni siquiera concederse la ilusión de haber muerto. ¿Cómo sostener entonces que la prostituta «asume la maldición sagrada de la esterilidad genital» (Lyotard, ibid.) y que es el hijo, la fecundidad, lo que el perverso quiere eludir en sus brazos? Pues, desde este punto de vista, cualquier mujer que utiliza contraceptivos debiera ser igualmente «maldita»; y también 3. J.F. Lyotard, Economie libidinde, Ed. de Minuit.
desde este punto de vista la generalización actual de la píldora transforma toda relación sexual en un acto perverso, inmediatamente «sodomita» (es dedr, tan inútil y gratuito como la sodomía) y convierte para siempre en caduca, ridicula y cómica, en el campo del erotismo, la oposición entre gastos utilitarios y gastos estériles. Pues no es el niño sino la mujer lo que el cliente quiere eludir en el útero de la prostituta; es la misteriosa sexua ción femenina la que pretende conjurar en un cuerpo de mujer doblegado a los breves imperativos de su placer. Lo que le fascina y le tranquiliza en la prostitución es que se trata de una relación sexual codificada, un orden cuyo cálculo es finalmente efec tuable porque afecta a unas cantidades finitas, un contrato contra el Terror que significa para el hombre los deseos de la mujer, todo lo que en ella escapa a las débiles voluptuosidades masculinas. Y si el cliente paga no es únicamente para diseminar sobre el cuerpo sometido al negocio sus fantasías más inconfesables (fantasías que presumiblemente no puede satisfacer en la vida normal), sino sobre todo para gozar rápido según imas modalidades que él mismo ha establecido sin esperar la opinión de su pareja. Así, pues, la prostituta es a la vez el sueño del hombre y su obsesión, la quiere porque le remite la imagen tranquilizadora de una mujer virilizada (hasta en su lenguaje tan brutal...), pero por la misma razón la detesta en tanto que ella le significa despiadadamente su fragilidad erótica, su ineptitud para cualquier sensualidad prolongada. El hombre quiere, pues, una mujer semifrígida (o rápidamente saciable) como él; pero quiere asimismo una mujer cuya frigidez le libere de la propia. Quiere superar sus propios límites, pero sólo lo justo para no perderlos de vista. Quiere un ser que pueda manipular a su entera fantasía; y una manipulación que le oponga la suficiente resistencia como para que él saque satisfacción de ella (orgullo del obstáculo superado, de la fuerza domesticada). Ahora bien, la prostituta no le opone nada, es la docilidad en persona, enteramente abierta como una encrucijada, e igual que ésta indiferente a los que transitan por ahí. El usuario pide un salvador, una figura deslumbrante que redima sus desgracias; pide también un chivo expiatorio, una víctima que pueda hacer culpable de sus desgracias. En suma, exige un Cristo,
un nuevo Mesías que se sacrifique y le libere para siempre de la diferencia de los sexos. Exigencia imposible que alimenta toda la amargura del cliente cuando desciende del hotel: «Básicamente para los hombres el sexo de la mujer es una cosa mala. Ensucian el sexo de la mujer, pero en el fondo no pueden soportar el suyo. Entonces aceptan a las mujeres pero, como una esposa es igual que una madre, es preciso respetarla, y buscan unos chivos expiatorios, unas cabezas de turcos, las prostitutas. Nos poseen en nombre de todas las mujeres, a cambio de todas las demás».4 Ninguna seducción posible a priori entre el cliente y la mujer porque ella es tan parecida a él (él al revés) que él no puede atraerla a un universo en el que ella ya está. El hombre siempre está frente a su doble; ahora bien, no se seduce al propio reflejo si no es perdiéndose en un vértigo nauseabundo. Al necesitar a su pareja venal el hombre se necesita a sí mismo, se encula por delegación, contempla su parecido, conjuga el haz con el envés, hace uno de dos. Prostitución, máquina de hacer el Mismo con el Otro, de hacer de todos los demás el Mismo que Uno, inmensa tautología funcional (y las prostitutas lo saben tan bien que clasifican y se clasifican a sí mismas como cuerpo de oficio según las demandas de los clientes: secciones de sádicos, de masoquistas, de mirones, de coprófagos, etc., de modo que los fantasmas que presentan en el mercado jamás son otra cosa que las variantes de una única e idéntica entidad, el cuerpo masculino). Entre el hombre y la «respectueuse» la reciprocidad es tan total que impide la seducción; para que se produzca un accidente sería preciso que la mujer apareciera para el usuario (o el cliente para ella) como otra cosa que unas regiones genitales, y que ambos desertaran de lo que les ha reunido durante unos minutos (cuando suceden tales cosas, el acuerdo pasa por otros mil temas que el polvo; no se seduce a una prostituta para «joder gratis» pues la jodienda, como veremos a continuación, es precisamente lo que menos les importa a las putas). Así, pues, el cuerpocliente es un cuerpo que pide una sorpresa, pero una sorpresa que en cierto modo no le sorprenda y sólo sea la repetición de un aconteci4. Une vie de putain, op. cit., p. 89.
miento perfectamente conocido. Por tanto, el único lujo que el hombre puede permitirse es retrasar lo más posible la elección de su pareja; de ahí las idas y venidas interminables de esos señores ante los hoteles galantes (y que no significan únicamente la búsqueda de un buen objeto), su voyeuñsme intensivo («debieran hacer pagar por mirar; tú quieres ver, son 100 F», reflexión oída en la calle SaintDenis), su titubeo, su atemorizada aglutinación ante las entradas de los hoteles, sus rostros contraídos; al borde del pánico (son escasos los clientes que sonríen), las miradas a un tiempo apresuradas, ansiosas, huidizas, indisponibles y en las que tal vez se lea fundamentalmente el terror del hombre cuando se ve confrontado a una cierta (y ciertamente relativa) libertad femenina. Hasta el momento, pese a todo, en que el soldado que por más de veinte veces ha pisado la misma acera se decide y aborda a la mujer; entonces todo ha terminado. En cuanto el usuario ha franqueado la puerta del hotel y subido las escaleras, como un cachorro tímido que sigue a su dueña, ya no hay incer tidumbre posible; ha entrado en la implacable mecánica de un destino que no tolera ninguna variación (en dicho sentido el momento de abordar a la mujer quizá sea la emoción más fuerte del polvo porque es a un tiempo la culminación de la búsqueda y su fin, su paroxismo y su deflagración, como un orgasmo anticipado, confrontación que hace latir el corazón, contrae los intestinos, humedece las palmas, hace relucir el rechazo de un vértigo que, sin embargo, sabemos poco probable, de un asentimiento que es más que la indiferencia mercantil, de una alteridad que no se reabsorbe inmediatamente, núcleo de las pulsiones más divergentes que fluyen a ese instante y hacen un nudo en la garganta). Desde la entrada, el usuario quedará atrapado en el engranaje irreprimible de los gestos del desnudamiento, de la erección, de la penetración y de la evacuación obligatoria. La habitación de hotel es un espacio en el que ya no puede perder el tiempo porque lo que debe perder y vomitar es su esperma; una vez sobre d cuerpo venal, no hay más moratoria, los órganos hacen su pequeño trabajo y se reembolsan con sensaciones del dinero abandonado. Lo que el cliente desea no es tanto el desahogo de sus tensiones como la anexión a su propia sexualidad (aunque sólo sea du-
rante un minuto) de la cara, de los brazos, de las caderas, de los muslos, de los encantos de ese cuerpo desconocido, la apropiación de esa mujer enteramente encarnada en torno a su erección. «Cliente» ya designa una cierta organización corporal que impone sus ritmos pulsionales a otro cuerpo y, en consecuencia, se pretende director de escena, modulador a voluntad de su placer a fin de asegurar que su identidad propia, sexual y nardsista, no se verá gravemente comprometida o amenazada. Es preciso que el Otro sea convocado en su presencia material a fin de revocarlo fantásticamente. Es preciso que exista una mujer «vacía en su interior», es preciso que exista vulva, nalgas llenas, raja y pezones para que la sustitución en vaginapene, en goceesperma, orgasmo eyaculación se haga operante. A fin de que la homosexualidad fundamental del ritual prostitutivo sea retorno a uno mismo, retorno al orden viril a través de una pseudoextrañeza, el cuerpo femenino. El patrón visible de polvo es la evacuadón de la esperma, la deshinchazón de la verga; entonces se ha cumplido el contrato, el goce anula la deuda de la mujer, queda en paz. El dinero no sólo compensa la falta de consideración del hombre respecto a los deseos de su pareja sino que actúa también como inductor del placer masculino; es decir, grandes cantidades debieran significar el derecho a grandes voluptuosidades. Cuanto más pague, se dice el interesado, más mimado, acariciado, exdtado estaré, y la prostituta le fomenta esta ilusión ofreciéndole, a cambio de una renu meradón suplementaria, unos servidos más refinados. Solicitudes todas ellas que, a fin de cuentas, no tienen otro objetivo que acelerar la emisión seminal y simulan una polimorfía virtual dd cuerpocliente para canalizar mejor sus efectos en la eyaculadón. Dulzura, ternura, loca irritadón de las mucosas por unos juegos de manos o de lengua, movimientos todos ellos que parecen negar la equivalencia mercantil cuando en realidad no hacen más que servirla. El hombre quería ofrecerse un plato suculento; no había puesto precio a su deseo, pero fueren cuales fueren los anexos, las pequeñas gratificadones periféricas, todo termina siempre de la misma manera. Y en el tiempo debido. Pero la realidad es que el cliente no puede quejarse pues, du-
rante los breves minutos del polvo, habrá sido el cuerpo más in fantilizado y más pasivo imaginable. No hay mujeres más maternales que las prostitutas; ninguna que ponga más atención que ellas en el placer, la comodidad, las pequeñas alegrías del usuario, lavándole (¡y con qué precauciones!), secándole, inquietándose mediante afectuosas preguntas de la forma del acólito (¿estás cansado, has bebido demasiada cerveza?), halagándole sus gracias (eres tan gordo como mi dedo meñique), riñiéndole afectuosamente si hay ocasión (no arrastres tu sexo por el suelo, cariño, podría pisártelo), chupando su verga, esculpiéndola, trabajando el frenillo, el prepucio, acariciando su erección, en suma, bañando sus partes genitales, sus muslos, su vientre con una solicitud que seguramente volverá a encontrar en muy pocas mujeres. Instalando después al hombre en ella y suplicándole que emita su semen, que cumpla el encarguito como una madre cariñosa que vigila la caca de su retoño, se preocupa o se alegra de su perfume, pone los ojos en blanco ante su cagadita bien ordenada. Maternal, pues, en su maneta de tratar el pene como un niño y ello debido evidentemente al más claro interés comercial puesto que delicadeza y afecto ayudan generalmente más que la negligencia a precipitar el desenlace, acelerar el ascenso de la savia por la columna fálica y, de este modo, despedir al portador del pene a fin de recoger cuanto antes otro en la calle. Tanto más adorable, pues, con esos pequeños objetos en la medida en que la persona le es indiferente, experta por necesidad laboral, atenta por deseo de acabar y aumentar el número de polvos. El propio cliente no es más que un niñito que empalma y cuya erección, lejos de ser un atributo de virilidad, es el mismo índice de su estado precario; cuanto más excitado y rígido se muestre, más víctima será de su pasi vización, más segura resultará su regresión hacia la edad de la infancia. Ninguna antinomia, por tanto, entre la mamá y la puta (viejo estribillo freudiano), ninguna atracción turbia hacia las prostitutas debido a su pretendida decadencia o vulgaridad (¿dónde comienza la dignidad si es cierto que la procreación es una actividad tan venal, tan poco gratuita, como el alquiler de sus partes genitales?). Si el hombre paga, también es para abdicar de su masculinidad, para desencajonar el erotismo de su carácter preten
¿idamente activo, gozar sin hacer nada, en una especie de catatonía muscular, bañarse en el Nirvana, en el grado cero de la actividad del movimiento, quizá sea también la posibilidad paradisíaca que atrae al macho a la organización prostitutiva.
El
c u e r p o
p r o s t it u id o
Frente al cliente que la paga y compra su docilidad, la prostituta es, por consiguiente, un cuerpo que se hallará, mientras dure el polvo, movilizado y requisado por una potencia exterior, subyugado por unas fuerzas nuevas, puesto al servicio de otros objetivos. Esencialmente llamada a someterse, mediante retribución, a los fantasmas de un hombre, a realizarlos sin rechistar (trátese de un gatillazo simple, de un ritual masoquista, coprofágico, de un acceso de voyeurisme, de una cama redonda, de una sesión con animales, etc.), a no alterar el guión inexorable puesto que el usuario sólo la remunera para poblar con seres de camevy hueso sus propias imaginaciones eróticas siempre que ella interprete sin repugnancia el papel asignado de antemano. Así, pues, la prostituta no es un cuerpo que goza, se emociona, ríe, llora, se desgarra, se extasía, sufre, es un cuerpo que trabaja, que representa un personaje concreto en una obra concreta escrita por los clientes, es un cuerpo que encarna el teatro íntimo de un extraño y, por ello, se le exige que silencie sus caprichos y sus deseos (a no ser que se le pida lo contrario). Cuerpo que señala la incompatibilidad total entre la condición salarial y la perversión, precisamente porque ejerce una profesión y, de este modo, se encuentra acaparado y arrastrado por los ámbitos fantasmagóricos de otros cuerpos que le condicionan. La prostitución es un trabajo más y la sociedad burguesa está en retraso respecto a sus propios axiomas cuando la condena en nombre de las buenas costumbres o de la protección de la infancia; mientras que la venalidad amorosa consagra la abstracción del trabajo «pura actividad creadora de riquezas» (Marx), no es más inmoral que el trabajo del peón, del minero, del ejecu-
tivo, del artista, del escritor, de la mecanógrafa; no es más abyecto, es decir menos abstracto, cínicamente concentrado en el resultado (el dinero) e indiferente a los medios de alcanzarlo. Decir que las prostitutas trabajan (y no que actúan por «vicio», «placer», viejas sandeces judeocristianas que sorprende encontrar bajo la pluma de algunos «ateos»), es decir, que tienen varios cuerpos o más exactamente que la mujer pública se libera dd mito dd cuerpo propio porque lo convierte en un medio de ganarse la vida (de ahí que aparezcan en ella todos los fenómenos de la resistencia al trabajo, absentismo, sabotaje, frigidez, vulgaridad, violenda de lenguaje, índices de una revudta latente y a veces de un auténtico odio contra d sexo masculino en general). Si d polvo no es más que un medio de producir dinero, será predso que la vida del trabajo prostitutivo origine la anestesia dd cuerpo prostituido y que éste, en cuanto fuerza de trabajo y capitd muerto al que los sexos acuden a verter su semen, adquiera poco a poco la impasibilidad y la inerte repetición mecánica de una máquina. Máquina sin forma predestinada y que se esforzará en amoldarse al máximo a la concupiscencia de la clientela a fin de ofrecerle en músculos, linfas, mucosas, pides satinadas, arquitecturas óseas, d equivalente de la suma desembolsada. El ritual prostitutivo es la conjundón de dos voluntades antagonistas, un deseo de goce y un deseo de enriquecimiento; uno sólo cederá ante d otro a cambio de una retribudón financiera o, mejor dicho, es d dinero como fraternidad de los incompatibles lo que cimentará d acuerdo de estos dos desacuerdos, sellará su contrato y anulará sus deudas. Sin embargo, la promesa de placer no basta. La asalariada dd amor debe ser comediante, no en d sentido de que deba simular arrebatos sino porque su realidad sólo vale por la aparienda que produce y necesita apelar a los recursos de una metamorfosis incesante. En efecto, sólo ofrece a las miradas de la calle una serie de superfides, visibles y yuxtapuestas —nalgas y bustos generalmente retocados, subrayados en un corte fetichista dd cuerpo— que deberán influendar de la manera más determinante la elecdón de los transeúntes pues cada cebo des vdado o enfatizado desempeña d papd de un «indicador social», de un acderador de decisión. Actriz, pues, en d sentido de que
el cuerpo que se prostituye es otro cuerpo, otra piel, otra lengua, otra boca que profiere otras palabras: «La vulgaridad es como el maquillaje, es una manera de defenderse, una segunda piel que protege (...). Durante el día soy yo, hago mis compras, vivo como cualquier otra mujer, y de noche soy realmente una prostituta con el dinero, la vulgaridad, la actitud, la violencia y la rebelión, la rabia».3 Pero el disfraz de arlequín del trabajo no es únicamente un medio de defenderse de una eventual brutalidad del usuario (¿acaso esta misma vulgaridad no es también un juego que excita al cliente?), participa íntegramente del arte teatral de la prostitución que de las más escasas realidades debe hacer surgir las más fuertes fantasmagorías, engendrar el máximo de efectos con el mínimo de causas. En este caso, la realidad es la inversión y la apariencia el beneficio. La mujer pública no se oculta, no disimula nada, expone exactamente al cliente la desnudez que desea ver y se fabrica de pies a cabeza la corteza, el aspecto con que quiere verla revestida. De ahí el cálculo minucioso de lo que será mostrado y ocultado (y que jamás coincide exactamente con el cuerpo genital), el arcaísmo o el barroquismo del atuendo (medias, ligas, pantis, pantalón ajustado, braga de encajes con faldellín móvil adelante y atrás, sujetador diminuto, reducido en sus tres cuartos, maquillaje exagerado de la cara, peinado extravagante, botas ortopédicas,6 etc.) puesto que todo tiene un sentido en la indumentaria venal y nada debe ser dejado al azar o a la improvisación. De ahí también la extraordinaria irrealidad y variedad del cuerpo prostituido, los hay —por decirlo de algún modo— para cada especialidad, cada fantasma; criaturas fellinianas de senos pesados, con la boca escarlata, espantosamente llenas de afeites, pordioseras desplomadas sobre cubos de basura que ofrecen sus encantos por algunas pesetas, diosas crueles de rasgos duros y despreciativos, hippies cubiertas de bordados, oliendo a incienso, amazonas vestidas de cuero negro, armadas de látigos y cade 5. Une vie de putain, op. cit., p. 145. 6. Es entonces cuando toda sencillez o negligencia indumentaria es fuertemente connotada y aparece a su vez como fantástica y abstracta en medio de los atavíos de las demás mujeres.
ñas, grandes damas de traje largo, mirada vaporosa, sonrisa enigmática, burguesas tipo azafata, cuidadosamente arregladas, estudiantes con gafas, melenitas, estivales, semidesnudas o en short, escotadas hasta la punta de los senos, trabajadoras, abrigo sencillo, maquillaje simple, zapatos sin tacón, rockretro, jeans ajustados, botas puntiagudas, cabellos cortos, cuero negro, Lolitas con trenzas, faldas cortas, calcetines y chupetes; en suma, toda la gama de lo que cierta ideología denomina el «género dudoso», incluido su propio «buen» género y todos los géneros que la moda suscita continuamente y a los que las chicas se adaptan según la evolución de los gustos de su clientela. Teniendo, por añadidura, el prodigioso efecto de inversión de que al ser las prostitutas todas las mujeres posibles, de las más bonitas a las más feas, cualquier mujer puede parecer a partir de ese momento una prostituta, incluso y sobre todo las más finas, las más delicadas, las más desencarnadas, y las fronteras entre el mundo del trabajo y del placer, entre la honestidad y la venalidad, la elegancia y la vulgaridad, lo antiguo y lo moderno, se desmoronan bajo la multiplicación de los modelos virtuales. Si la funcionaría del sexo puede ser la madre, la hermana, la novia, la amiga, la esposa, la santa a igual título que la musa, la hechicera, la princesa, la criada, la mujer rica, la incendiaria o la anarquista, es que la generalización de la prostitución consagra la ruina de todos los roles definidos, de todas las imágenes modeladas y de los personajes bien diferenciados.7 En otras palabras, la transmutación del cuerpo venal no tiene término en la medida en que debe interpretar todas las perversionesclientes y esas mismas perversiones 7. De creer a los historiadores, el mismo fenómeno se habría desarr llado en Roma y en Venecia en el siglo xvi; cf. este fragmento de un informe del Senado veneciano aparecido en 1543: «En nuestra ciudad, el número de prostitutas ha aumentado en unas proporciones excesivas y, abandonando todo pudor y vergüenza, se muestran publicamente en las calles, las iglesias y demás sitios, tan bien vestidas, que a menudo las patricias y las demás mujeres de nuestra ciudad no van vestidas diferentemente de ellas y no sólo los extranjeros, sino los mismos habitantes de Venecia, no distinguen a las buenas de las malas (...) no sin murmullo y escándalo de todos» (citado por P. Larivalle, Vie quotidienne des courtisanes en ltdie au temps de la Renaissance, Hachette, 1975).
no cesan de variar, de modificarse; cuerpo que siempre será producto derivado porque no tiene ningún uso, ningún destino natural a priori, cuerpo fabricado de pies a cabeza por el fantasma masculino. Y, por tanto, a la vez gregario y singular o, mejor dicho, único en su generalidad, respondiendo a los deseos de los grandes conjuntosclientes (estereotipo de la «puta») y a la emoción única de una particularidad; cuerpo que representa todos los papeles, todos los personajes que el cliente puede investir* y que procede simultáneamente de una semiótica, de una psicología colectiva y de una auténtica microfísica del detalle, mezclando en una misma indecisión unas necesidades codificadas, arcaicas, hiper normalizadas y de intensidades intercambiables. Tú no me buscarías si ya no me hubieras encontrado, pero no encuentras exactamente lo que buscabas; el cuerpo prostituido concreta hasta tal punto el fantasma del cliente que se le revela inaccesible; cuando más conforme a sus sueños menos responde a su demanda, como si el celo del pastiche traicionara la fidelidad del modelo a fuerza de sobreexponerle o al menos eliminara en el «creador» todo poder de control sobre su «criatura»; jamás la prostituta está mejor protegida de su cliente que cuando se doblega a sus fantasías eróticas. Toda de él y por tanto de nadie. Y es por dicho motivo que la pareja que forma con el usua nunca es pura, clara, siempre más o menos en simple oposición, alterando constantemente ese dualismo primario con pequeñas desviaciones adyacentes, pequeños fallos por los que pasan unos flujos inesperados, de modo que cada sesión, aún la más banal o la más apresurada, acarrea consigo unos instantes en que los roles vacilan, que los personajes dejan de «recitar su texto» (yo masturbo, tú pagas, tú chorreas) y entran en la vaguedad de la improvisación. No es que el soliloquio de las dos partes se convierta entonces en «diálogo» pero puede ocurrir a veces que quede interrumpido y que una pizca de lo improbable (bajo cualquier forma) se deslice bajo el ceremonial más establecido. La máximaclave de toda prostitución es: «Prestadme la parte Similitud, en dicho sentido, bien señalada por J.F. Lyotrad (Ec Ub., p. 222) del pscicoanalista y de la prostituta. 8.
de vuestro cuerpo que pueda satisfacerme un instante y gozad si queréis de aquella del mío que pueda resultaros agradable» (Sade). Pero lo que Sade proclamaba claramente (y que nosotros fingimos ignorar) es que ningún goce es concordante y que si, en último término, el hombre quiere tomar su placer tal como él lo entiende, la mujer, a menos que suceda un milagro, permanecerá insensible (o sólo recogerá las migajas). Así pues, en la prostitución el hombre impone dos cosas, la preeminencia de sus dispositivos sexuales y la frigidez de la mujer; o también para mantener el mismo discurso al revés, a la mujer se le exige la frigidez cada vez que el hombre sólo quiere ser en ella la copia invertida de su propia economía erótica y puede imaginarse como único detentor de cuanto hay de sexuado en lo humano. El cuerpo de la prostituta no sólo está embalsamado en dinero sino que sólo es reconocido como femenino para mejor poder ser negado (proponer a la mujer la envidia del pene jamás es otra cosa que teorizar esta situación de talión económico). El mercenariado amoroso impone a la ramera que sea durante un cuarto de hora igual a su cliente; pero en su caso esta igualdad sólo puede realizarse por sustracción, al precio de sofocar los propios ritmos eróticos; el dinero, por tanto, es la retribución, el reembolso de esta negativa infligida a la mujer. Negar la diferencia de los sexos en un sexo diferente del propio, por una especie de homosexualidad o de unisexualidad conquistadora, es, por tanto, el acto cliente por excelencia (pero no olvidemos que paga por hacerlo, que mediante este gesto convierte en ridicula e inefectiva su negación; ventaja en ese sentido, también, de la prostituta —al menos si es «libre»— sobre la esposa clásica). Desde el momento en que una mujer no es más que un «objeto de placer» para un tercero, se sitúa en posición de prostituta si la prostitución es esa escena de la noreciprocidad, ese teatro en el que uno de los miembros de la pareja no puede y no quiere gozar a fin de que el otro se vaya cuanto antes (en el doble sentido de la palabra), que eyacule y que abandone el lugar). El contrato de prostitución conjura a la vez las malas sorpresas, siempre posibles (un aumento imprevisto en el momento del paso al acto, una maniobra no programada, una petición exor
hitante), y la prolongación indefinida de las relaciones ñamadas normales (el acuerdo queda limitado a un lapso de tiempo preciso y cronometrado más allá del cual los cuerpos se separan a menos que una nueva aportación de dinero fresco prolongue el tratado). Pero el contrato de base es sobre todo el punto de partida de una negación no menos importante, si postula de entrada una equivalencia entre una pequeña suma y un pequeño pedazo de cuerpo (no importa cuál), especie de precio fijo, oficialmente establecido, basado en la subida de precios, la inflación, el paro, las crisis, variable según las categorías sociales, la edad, la raza, los barrios, es para mejor suscitar a partir de ahí una multitud de contratos derivados que versarán sobre las ventajas suplementarias y constituirán lo esencial del trato. El dinero señala el cuerpo de la mujer, ésta se convierte de pies a cabeza en un auténtico catastro cuya adquisición provisional por el cliente será objeto pieza a pieza de un regateo severo y pertinaz. He ahí lo que electriza al aficionado a las mujeres públicas, la certidumbre de una pluralidad de contratos secundarios referentes a detalles (por ejemplo, la desnudez total, la fellatio, el cunnilingus, el beso anal, la sodomía, etc.). El frío comercio de los sentidos invierte de este modo su finalidad primera; la «trabajadora» cede de entrada en lo esencial (en lo que habitualmente las mujeres sólo conceden después de un cierto tiempo), y el cliente debe conquistar lo superfluo, lo periférico, obtener tal o cual privilegio sin que el precio inicial aumente (o al menos sin que doble), negocio al que la propia prostituta se presta bajo forma de proposiciones tentadoras en una preocupación de rentabilidad del detalle en la que no sólo cada miembro sino también el más ínfimo movimiento, la más mínima alteración que la aparta de la inercia se intercambia, es decir, se monetiza. La prohibición suprema sigue siendo, claro está, el beso en la boca (y también habrá quienes no utilicen a las prostitutas para hacer el amor sino para todas las inversiones laterales que permite su situación). En ellas todo aparece invertido respecto a la posición sexual habitual; el sexo es lo más común y lo más devaluado, y la boca lo más ardiente y lo más intocable. Por consiguiente, las «putas» no son unas mujeres que van con cualquiera; habría que decir lo
contrario, las mujeres públicas no se dan a nadie, son los seres más reservados que existen, tanto más inaccesible en tanto que abiertas al primer llegado. El fantasma del cliente es el cuerpo total, enteramente congregado en torno al santuario genital. El cliente quiere el máximo de cuerpo posible e incluso la cabeza y el corazón y las tripas, totalidad que sólo «alcanzará» por adición de zonas ásperamente mercantilizadas. La prostitución es un simulacro de don, una oferta que se oculta, una disponibilidad a la nada; su encanto singular está en operar otra intensificación del cuerpo, en prohibir todas la partes no genitales y ofrecerlas con ello a la concupiscencia inmoderada del usuario; la puta no puede, no debe hacer el amor como las demás mujeres so pena de ver hundirse la fascinación que ejerce sobre los hombres; se exilia al máximo para suscitar (y vender) el deseo de su (imposible) retorno. Sabemos lo que el cliente espera de ella, una insensibilidad magistral, una frialdad que ni el oro pueda comprar y que las técnicas más refinadas no afecten. Pero esta exigencia se convierte inmediatamente en su contraria; al mismo tiempo que pide una vagina anestesiada, impermeable a cualquier sensación, el hombre sueña locamente (sueño al que a veces se presta la prostituta bajo forma de simulación) con hacer gozar a la prostituta, con conmoverla, con ser al fin reconocido como pareja; deseo que no invalida en absoluto lo que ha ido a buscar al hotel, un cuerpo asexuado, puesto que el goce de la mujer, si es que existe, no será más que una copia de la eyaculación masculina. Si el cliente aparece a un tiempo como una cualquiera de las partes de la especie macho y también como su representante en la escena prostitutiva es, como hemos dicho, para conjurar la libido masculina. Razón por la cual el orgasmo de la prostituta jamás es querido en cuanto tal sino simplemente requerido a título de beneficio suplementario. Al cliente le encantaría conseguir el placer de la mujer, pero de balde, sin esfuerzos, sin consideraciones especiales; bien como incentivo a su propia excitación (puede decir entonces que sólo él ha sabido conmover ese cuerpo que legiones de pollas han dejado insensible), bien que las putas representan para él la imagen ridicula de unas mujeres tan lascivas, trabajadas y desvergonzadas coom para gozar por sí solas casi sin la menor
solicitud. El diente no sube pata llevar a su compañera al éxtasis erótico (si quiere exdtarla mediante maniobras bucogenitales tendrá que pagar más) sino para que el polvo borre a sus ojos la celada de la feminidad en general.9 Y si por azar la mujer se abandona, su arrebato no supera los pocos minutos del contrato y, por tanto, no pone nada en cuestión. El cuerpo profesional de la prostituta (en el bien entendido de que no existe un estado natural del cuerpo) es un cuerpo requisado, construido, compartimentado según unos esquemas viriles; su totalidad no es más que apéndice del receptáculo en que se agitan, se hinchan y babean las vergas clientes. Y de igual manera su sexo no es más que un mero orificio, cavidad sin olor (las partes de una prostituta sólo huelen a jabón o a desodorante), ni seco ni húmedo (para introducir el pene, la mujer moja su vulva con saliva), ni abierto ni cerrado, ni dentro ni fuera, penetrable pero impenetrado. Cuerpo sin carne, sin extravíos, sin emodones, sin pérdida, sin otro perfume que el de una higiene meticulosa y profesional, impersonalidad de máquina de la que sólo cabe decir, funciona, va, viene, es rentable. Es decir, la prostituta viaja, pero es un viaje sobre el propio terreno, un viaje en círculo, tan inútil como la Odisea de Ulises. Es verdad que se metamorfosea según los dispositivos exigidos por cada diente, pero ella no es ninguna de esas encarnaciones, las interpreta, juega y sobrevuela sobre todas, es como la casilla del cero de la ruleta, gana siempre pues no es otra cosa que una disponibilidad de representarlo todo. Sería ingenuo contemplar a la prostituta como una especie de agente colectivo, de congre gador de grandes masas, de confluenda de vastos conjuntos; en ella nada se congrega, se agrega, desemboca; siempre declina el mismo cuerpo, sólo trata con la eterna e interminable liturgia del vadado de cojones; mil hombres entre sus piernas sólo son uno, todos los que acuden a ella tienen la misma cara o, mejor 9. Observemos a este respecto que en todos los países en que autonomía de las mujeres está progresando, el número de prostitutas se incrementa constantemente. Como si toda independencia femenina se tradujera inmediatamente por una regresión masculina (así, por ejemplo, recrudecimiento de los casos de impotencia).
dicho, la misma falta de cara, el vago anonimato de la especie masculina. Al circunscribir la mujer a su pubis, el propio cliente se circunscribe a esas zonas, se condena a ser percibido únicamente como portador de pene y nada más. Lejos de ser una mujer «completa», la puta no es más que un pedadto de piel, el resultado de una desolladura que ha limitado su ser a unos cuantos órganos, unos cuantos orificios y ha eliminado todos los que no podían satisfacer o interesar al deseocliente, limitado a su vez a no ser más que una verga cachonda que pide ser desahogada. Es evidentemente la obrera del amor quien podría tatuar en su vientre como hizo cierto masoquista: 10 «Au rendezvous des belles queues» o escribir en la cara interna de sus muslos con una flecha que apuntara hacia arriba: «Entrada de las grandes pollas» aunque para ella la dimensión del objeto le resulte totalmente indiferente, pero el hecho está ahí, su útero es un lugar de reunión para todos los penes posibles que en él se buscan, se desean al revés y descargan. Casa de citas, en el sentido estricto de la palabra, local insensible a lo que pasa entre sus paredes, totalmente despreocupado de las pequeñas turbaciones, estremecimientos, alegrías, dramas que se desarrollan en el espacio que delimita a condición de que sea respetado el contrato de ocupación del lugar. Jamás se ponderará suficientemente la indiferencia de la prostituta hacia la sexualidad genital; el pequeño teatro orgánico, la inflamación y la rápida detumescenda de las zonas erógenas, no son para ella más que trabajo (de ahí la terrible confidencia que aparece en casi todas ellas; cuando hacen el amor con.un «amante» tienen la impresión de trabajar gratis). Y de la misma maneraque no se puede pedir a la vendedora que ame los zapatos que vende ni al obrero los tornillos que atornilla a lo largo del día, tampoco se puede pedir a las proletarias del orgasmo que aprecien la mercancía sexual que les permite vivir, sobre todo cuando no les concierne y más bien tiende a dominarlas; «Los clientes, el sentimiento más general que siento por ellos, es que me dan risa. Si no estuviera nerviosa, mi reacción sería más bien la de soltar una carcajada».11 Enteramente dedicada a algo que pasa fuera de 10. Cf. Sexualité perverse, op. cit. 11. Une vie de putain, op. cit., p. 74.
ella, la mujer pública es mujer cerebral en el doble sentido de la palabra; no sólo porque, mientras chupa y masturba, no cesa de calcular, de consultar su reloj, de contar, de especular sobre la cantidad (más dinero, más pollas por hora, más eyaculaciones rápidas y todavía más), sino también porque la requisa continua de su vagina le provoca una emigración de las intensidades, una auténtica intensificación de las regiones altas del cuerpo; «Hay una cosa que me reservo, es todo lo que está por encima de los hombros. Ahí ni hablar, no permito que nadie lo toque».12 La prostituta desplaza su intimidad del sexo al corazón (de ahí quizá su lado sentimental...), del pubis a la cara y a la boca, reservándose siempre un pedazo de cuerpo para sí, una parte incambiable, no susceptible de ser mercantilizada porque no tiene precio. Pero, por decirlo de algún modo, la mujer sólo presta el sexo de boquilla y si el coito furtivo del cliente no es para ella más que un anónimo apretón de manos es porque ha comenzado por reducir su cavidad vaginal o anal a las dimensiones de un agujero, de un lugar de paso insensibilizado, sin funcionamiento ni virtualidad, propios; abandona blandamente su «genital», apenas lo ofrece. Pues el polvo no es únicamente la conjunción efímera de un hombre sin cabeza y de una mujer decapitada, ya que en cierto modo allí no hay nada; la cara, las visceras, los brazos y evidentemente el sexo, todo concuerda y encaja, pero de la manera más parsimoniosa en una cierta descorporeización o, mejor dicho, en una corporeidad mínima. Contacto de dos epidermis, sin más metamorfosis que la escasa y maquinal exoneración espermática, en el que los cuerpos, más que agregarse o disgregarse, se rozan; en el que nada sucede salvo precisamente lo que se denomina «el acto sexual» (versión jurídica del erotismo). Por consiguiente la mujer jamás está desnuda,13 no está más desvestida en la habitación del hotel que vestida en la calle, y siempre dentro de los límites de un desaliño indeterminado, suficientemente decente para 12. Ibid., p. 139 13. Entendiéndose por desnudez un estado que predispone a la emoción sexual, fenómeno histórico relativamente reciente ya que hace doscientos años la desnudez, mucho más habitual que ahora, no era sinónimo de sexualidad (cf. Jos Van Ussel, op. cit.).
permitir la exhibición, suficientemente somero también para permitir la penetración del pene en todas sus posiciones. La prostituta jamás se siente desnuda ante un cliente porque la desnudez que se le exige (desnudez negativa, la simple liberación del vestido) no es más que un mero uniforme de trabajo al igual que el mono del obrero o el uniforme del bombero. Incluso cuando aparece abierto de par en par, sin bragas, sin sujetador, sometido a las posturas más obscenas, ese cuerpo está totalmente vestido, rodeado de una membrana infranqueable, mediatizado, y es en esas telas, en ese tejido (y no en una carne), que el cliente expulsará su semen; para él la auténtica piel está fuera, goza en un cuerpo prestado, en un cuerpo enmascarado (pero ¿cómo saber si no es este doble lo que le trastorna?). Pues de los cinco estados posibles de la desnudez, la anatómica (la' del cadáver), la narcisista (la del striptease), la fotográfica (modelo), la ardiente (cuerpo de amor), la profesional (cortesana), la de la prostituta es a la vez la más lúgubre (la más alimenticia) y la más insoluble, demasiado espectacular para ser turbadora, pero suficientemente próxima, sin embargo, como para emocionar, a la vez vivaz y muerta. Ambivalente sin la menor duda, pero nunca lo suficiente como para permitir unos arrebatos compartidos, una túnica invisible protege a la prostituta del contagio del deseodiente; las intensidades no pasan de un cuerpo a otro.
El
p o l v o
Los lugares de venalidad se inscriben actualmente en d tejido social a través de una doble distanciación; en relación al mundo profano en primer lugar, distancia de la calle (delimitación en la ciudad de un barrio «chino»); en la propia calle, emplazamiento de cada mujer en su porción de acera, circunscripción de pequeñas colonias privadas en las que el cuerpo prostituido se protege, se encierra a la vez que acecha, como un parquímetro de voluptuosidad, el deseocliente; luego, respecto a los demás usuarios,
distancia del hotel en comunicación con la calle (como si ésta encontrara su prolongación en cada una de sus habitaciones, como si el exterior y el interior fueran la misma cosa para mostrar claramente el carácter público del amor mercenario); subida a la escalera y a los pisos (sin olvidar el alquiler de una toalla que evoca a la vez el hospital y las duchas públicas; necesidad de ficación después de la mancha, amenazas siempre presentes de los gonococos y del treponema azul celeste), encierro en la habitación y celebración del sacrificio puesto que el mundo exterior ya no existe y los oficiantes están (en principio) sustraídos a las miradas indiscretas. El polvo aparece así como un momento casi paradisíaco de un estado liberado de la historia, es decir, no sólo de la diferencia de los sexos sino tambiénde todas las leyes, de todos los controles sociales, incluido ese control interior que se denomina responsabilidad; y es por ello que esos amores inmaculados sólo tienen un tiempo porque no se puede mantener indefinidamente la excitación de un solo partner, porque ese onanismo a dos (en el que se paga al otro para masturbarte, para evitar la habitual viudedad de la masturbación) no dura y se agota una vez consumado. En otras palabras, la escena prostitutiva es el lugar de realización de las pulsiones parciales cuya expresión continúa estando más o menos reprobada socialmente. Pero, sin embargo, sólo hace surgir esas manifestaciones de deseo llamadas «anormales» para poder neutralizarlas mejor. Las conjura en el doble sentido de la palabra, las Mama y las exorciza, '•s suscita y no las relanza, las provoca a fin de canalizarlas en el núcleo privado de cada habitación detrás de los muros de piedra.14 Allí, en efecto, se hace el amor, pero «sólo» y bajo la amenaza de un reloj, bajo la implacable unidad de tiempo del trabajo. ¿No será también a esta exigencia de confinamiento, a esta voluptuosidad 14. Notable excepción a esta situación, el Bois de Boulogne de Par que debe a su emplazamiento y a su topografía la reunión en un mismo espacio todos los trabajos prostitutivos (mujeres, travestís, pederastas, hombres) así como las peticiones sexuales más libres (camas redondas, voyeu risme, grupismo). Lugar de ciega mezcla de las perversiones gratuitas y pagadas, es único en cuanto no las distingue aboliendo su desagregación.
del escondite, a la que la prostitución responde fundamentalmente? Una vagina que no es más que la funda de un pene; una mujer que sólo sirve para la economía autoerótica del hombre; un acto sexual que sólo es un onanismo a dos; la relación prosti tutiva es esta triple ecuación. Establece un acuerdo único entre los mecanismos monetarios y la sexualidad masculina; por una parte, un erotismo aritmético con su unidad de base, la eyaculación, por otra un orden del cálculo y unas cantidades abstractas, sus esponsales en la más perfecta de las simetrías como si una hubiera sido inventada por la otra (y a su vez el orgasmo del hombre intervendrá en el acoplamiento llamado normal como moneda de cambio —tu placer contra el mío—, de ahí la importancia concedida por los sexólogos a su definición «científica», orgasmo es la medida de referencia del abrazo carnal, su recentramiento, su antepecho, lo que le impide extraviarse con los caminos más insanos). Así, pues, la prostitución no invita a aventuras obscenas sino a la triste simplicidad del placer masculino; es una depresión constante de la exuberancia, de esa exuberancia que significa para el hombre la continuidad fabulosa del goce femenino. El polvo se caracteriza por el hecho de que allí no pasa nada, que sólo puede suceder lo que estaba previsto, teniendo en cuenta los cuerpos que allí se derramarían y la proyección de las pulsiones en el espacio del dinero. Mirad la mujer pública; se pasea por las aceras, de pie, atrayendo a los transeúntes, reteniéndolos con promesas de goces extravagantes, pero tan pronto como se cierra la puerta de la habitación, la vemos inclinada, invertida, contorsionada, agachada, de rodillas, a cuatro patas, ocupada en hacer o en dejarse hacer, flagelante o golpeada; chupante, chupada, lamiente, lamida, penetrante, penetrada; expulsando sus materias fecales sobre la cara gozosa de un usuario, recibiendo la leche de otro en sus manos, en suma, solicitada por todas partes, abierta a todos los horizontes, movilizada en cada uno de sus orificios; y, sin embargo, en esta «bestialidad» de las posturas, en esta inversión de los órganos en la que el ano hace de vagina con igual motivo que la mano, la lengua o la boca, no veáis ninguna pornografía, ningún frenesí o desenfreno sin unas simples actitudes laboriosas como el obre-
ro inclinado sobre su tomo, el cura bendiciendo a sus fieles, el ministro declamando su discurso, el policía dispersando una manifestación, la secretaria tecleando en la máquina; pues mientras el cliente se calienta, retrasa o adorna su pequeño placer, comienza a babosear y siente que el corazón le late en las sienes, la mujer, por su lado, espera el fin del contrato, aplicándose en no hacer jamás el amor sino en trabajar bien, asumiendo así en beneficio del hombre la noreciprocidad de la relación mercenaria; esforzándose en estar a la vez abierta a todo e inaccesible al menor contacto, manejable e independiente, lasciva y casta, amorosa y frígida; aprovechando su posición especial que le permite evitar un compromiso real al tiempo que la hace disponible a asumir todos los papeles, a prestar todos los servicios posibles exigidos por el protagonista. Proletaria de la polla, estajanovista de la esperma (cuántos millones de espermatozoos extraídos cada día de las pelotas de esos señores), pero en un dispositivo muy especial que combina la monotonía gestual y la polivalencia funcional, la insensibilidad y el desencadenamiento, el azar de las pulsiones y la conmensurabilidad del dinero. El ideólogotipo de la prostitución no es Sade o Fourier sino Bentham, no los portavoces de las pasiones sino el guardián vigilante del utilitarismo (en lugar de Bentham pudiéramos escribir de igual modo cualquier experto del CNPF, cualquier asesor económico del gobierno). La prostituta femenina tiene la ventaja de trabajar sobre un material simple, evidente, la sexualidad masculina,15 sexualidad racional y transparente, totalmente externa y finalizada, sin sombra ni recodo que obstaculice la conducción del semen (y es verdad que la prostitución no sería tan rentable sin esta reducción previa del erotismo masculino al fenómeno de la eyaculación; doble ventaja, a un tiempo expulsar el azar y establecer las normas de espacio y de tiempo). De ahí el primer axio15. ¿Puede existir de otra manera que no sea bajo una forma lujo sa una prostitución para mujeres? —en la que las mujeres sean clientes—. ¿Cómo explicar el goce femenino, cómo medirlo en pequeños segmentos fragmentables? No es casualidad si el único clientelismo hoy extendido es el clientelismo masculino, prostitutos machos para otros machos, prostitutas mujeres y travestís para los hombres.
ma de la venalidad amorosa: todo debe servir y contribuir a un resultado visible, nada carece de efecto, ni la amabilidad, obsequiosidad, habilidad, ni la eventual belleza, bronceamiento, excitabilidad, atracción del vestido, peinado, maquillaje del cuerpo vendido. Toda palabra, toda sonrisa, todo movimiento, estremecimiento, emoción, inflexión, suspiro, el mismo placer constituye un gasto, y todo gasto debe ser productivo. La prostituta hace el amor sin tiempos muertos (ni a toque de trompeta), de ahí su necesidad de ligar interminablemente, de atraer constantemente nuevos clientes. Pero el principio completo de la prostitución se enuncia del siguiente modo: todo debe servir varias veces, cada vagina reunir utilidades numerosas, cada cuerpo hacerse multiplicador. La repetición cuenta porque es la construcción de las condiciones del poder repetir. Se verifica la fuerza de cuantifica ción que desarrolla la máquina prostitutiva, para un máximo de clientes, un mínimo de chicas; apariencia aplastante que encubre una realidad escasa. La habitación de hotel es ante todo un escenario en el que la prostituta interpreta cada quince minutos el mismo papel con un actorespectador cada vez diferente y teniendo que utilizar todos los recursos del arte teatral; para ella la realidad es el mínimo de trastorno posible en función del mayor beneficio; es preciso que el hombre se doblegue a los imperativos de su trabajo, que la penetre sin despeinarla, sin deshacer la cama, sin exigir de ella una participación que no puede ofrecerle, retirándose una vez ha descargado o incluso mientras está haciéndolo, procurando no manchar las sábanas con la polla que gotea, levantándose apenas se ha puesto el calzoncillo y la mujer ya ha abandonado el lugar si no ocurre como en el caso de clientes especialmente lentos, que ya está subiendo con uno nuevo mientras el anterior no ha acabado de ponerse los calcetines. Pues el local de amor no es únicamente sala de espectáculo; también es un taller en el que la mujer condensa los tres papeles del contramaestre, del obrero y de la máquina, siendo el usuario el objeto a transformar; la calle se convierte entonces en la oficina de engineering, el sector de prospección, la parte de azar que la chica, representante de su propio cuerpo, se esforzará en dominar atrayendo a los transeúntes con el
máximo de atrevimiento y de persuasión (podrá, por ejemplo, permitir una ligera rebaja en el momento del abordaje y restablecer el precio normal en el instante del paso a la acción). La acera, único azar de este oficio, equivalente a lo que puede ser en la industria el desconocimiento de las ventas, el flujo más o menos constante de las demandas y de las salidas. La prostituta debe extraer el máximo del cuerpocliente; máximo de dinero para su bolsa, máximo de semen de sus pelotas; entregada a la rentabi lización de los sobrantes amorosos (es sabida la importancia estructural que tiene el despilfarro para el capital), carga con un impuesto una pérdida improductiva, la esperma masculina en su eyección. Y dado que cualquier cosa está en función de otra, al mismo tiempo que favorece el pequeño exceso del cliente, la mujer se ampara en la austeridad, economiza sus gestos, los calcula cuidadosamente, procurando que ningún trastorno o desfallecimiento amenacen el cumplimiento del contrato. En el fondo, el polvo es la forma comercial del destino. La habitación de hotel es el espacio de las coexistencias más monstruosas; la bella junto al jorobado, el paralítico junto al barrigudo, o al alcohólico; todo ser, desde el momento en que ha pagado, es compatible con el cuerpo que se ofrece (a menos que ese mismo cuerpo no sea excesivamente feo, gordo o deforme y por dicho motivo no haga pagar carísimo el inestimable tesoro de su posesión furtiva). Cualquier falta de estética o de conveniencia social aparece aquí corregida y borrada, no subsistiendo ya ninguna diferencia a no ser la relación igualitaria entre una demanda y una oferta. La habitación resulta entonces el' mejor de los mundos posibles, un espacio no discriminatorio, utópico, en el que las segregaciones del deseo y las rivalidades interindividuales quedan abolidas en favor de la nivelación monetaria. El dinero rejuvenece a los viejos, madura a los jóvenes, hace mover a los paralíticos, embellece a los contrahechos, borra las arrugas, en suma, democratiza las relaciones humanas, homogeneíza los individuos, es el pasaporte universal para el placer, hace a cada cual conciliable con el ser que se vende, y gracias a él no hay cliente que no se convierta durante un cuarto de hora en el equivalente estético, erótico y ecológico de la mujer que compra. Entre la
prostituta y su acólito no existe otra analogía que la de los billa tes de banco depositados sobre la chimenea; la monótona equiva» lencia financiera ha eliminado toda incertidumbre, ha borrado la alegre exuberancia de las seducciones amorosas, toda la aventuras (tampoco forzosamente libre...) de las atracciones entre los cuerpos. La prostituta es un organismo polivalente al que ningún deseo es extraño (en la medida en que ninguno le es propio). Ella misma, negada como tal en su oficio, no reconoce al hombre como a otro; el cliente que se acerca no es un personaje nuevo sino el mismo hombre que acaba de satisfacer. Se la rebaja a una función puramente instrumental; ella a su vez sólo ve al cliente como instrumento de enriquecimiento. En el polvo, la cuestión de la identidad de los miembros de la pareja no se plantea, las personas y las clases se confunden; el joven equivale al viejo, el gordo al delgado, el arrugado al apuesto. Unos hombres respecto a los otros no son más que fenómenos puramente reduplicativos designados bajo un mismo término genérico, los clientes. En último término, sólo importa que la esperma salga y que el dinero permanezca, que el fajo de billetes sirva de memoria de todos los pequeños placeres sustraídos de los cuerposclientes. 2Qué es, pues, lo que el usuario desea en la prostitución? La equivalencia, es decir, una relación especular, un cara a cara reductor, narcisista; el hombre no acude a buscar un cuerpo de mujer sino los indicios en ella de su propio cuerpo, un doble de sí mismo, la confirmación de una servidumbre secular. Ahora bien, ¿qué hay más intercambiable para la regla mercantil capitalista que la evacuación seminal, es decir, un goce limitado, mensurable, visible? La prostitución es lo contrario del libertinaje porque celebra las bodas desencantadas del deseo masculino y de la ley del valor de cambio; no es la cloaca de todos los vicios sino su disposición coherente o, mejor dicho, el lugar contradictorio de los mayores desbordamientos y del mayor control. Todas las perversiones, por muy lúbricas que sean, pueden satisfacerse allí aunque ello no impide que deban manifestarse a un bajo nivel, no desbordando jamás el marco estrecho de la habitación de hotel o provocando un riesgo de contaminación pulsional (¿y por qué no imaginar unos polvos de lágrimas, de carcajadas o de mimos no menos
reglamentados?). Puesto que está recortada, cronometrada y sin sucesión, la sesión amorosa mercenaria permite la doble disminución del antes y del después, el cliente no tiene que seducir a la chica que se lleva ni gestionar su relación; el polvo es una relación ideal que no dura, no supone antecedentes ni consecuentes, constituyendo el lugar irreal del olvido y del engullimiento absoluto. Por consiguiente el cliente no «paga» la mujer pública, la compra, o mejor dicho, la alquila, la utiliza durante unos instantes. Pagarse un hombre o una mujer (expresión que sobreentiende un consentimiento recíproco) implica paradójicamente que se le(a) tiene gratis puesto que ya uno(a) mismo(a) posee todo lo que puede comprar del cuerpo del otro(a) sin pasar por la mediación del dinero; o más bien la seducción es una forma de prostitución camulada en la que la venalidad pasa por otra cosa que por los signos financieros; si no necesito pagar al otro(a) para tenerlo es que mi cuerpo es suficiente (hermoso, joven, fresco, pimpante, sutil, grácil, perfumado, in, pop, retro, musculoso, atlético, bien plantado, poderoso, viril, sensual, bonachón, simpático, completo, desarrollado) para funcionar como moneda viviente (ninguna necesidad entonces de recurrir como el cliente a la moneda muerta), es que el cambio ha prescindido del dinero porque él mismo ha producido su propio código, su propio numerario (caso posible en la sesión prostitutiva: el del cliente que gusta a la mujer; doble cosa: paga cün su persona —algo suyo emociona a la chica— y paga una suma efectiva; indecisión de saber si el dinero es el suplemento del cuerpo o el cuerpo el delicioso regalo ofrecido aparte de la prestación). Espacio regulado de todos los desórdenes masculinos, negocio razonable de lo insensato, la prostitución opera, pues, la conversión permanente de la fuerza libidinal en intensidades medias, en placeres bien templados, muy aptos para procurar pequeñas satisfacciones, pero con el mínimo energético requerido. Y sean cuales fueren las exigencias del cliente, la violencia o la incongruencia de sus anomalías, necesitarán a la postre doblegarse a la gran ley de «la igualdad pulsional», atenuarse y apagarse en el circuito fijo del intercambio y de la 'comparabilidad. De ahí los avatares de esos hombres que ya sólo pueden tratar con prostitutas
porque sólo pueden desear lo que se compra y se vende, porque sólo desean el código del valor, suprimid el «regalito» obligatorio, instituid la prostitución gratuita generalizada y los clientes de jarán de empalmar: «Una vez neutralizado el valor de cambio, el valor de uso desaparece... Lo que necesitamos es lo que se compra y se vende, lo que se calcula y se elige. Nadie necesita lo que no se vende ni se coge, lo que se da y se entrega» (Baudrillard). El desequilibrio del polvo no sólo no es duradero porque se inserta en unas formas equilibradas que aseguran su repetición y compensan sus desgastes sino porque el mismo polvo está organizado para evacuar todo desequilibrio. Así pues, el abrazo no supone ningún orden o desorden especial, es sexo lo que se hace de él, sexo siempre susceptible de cálculos y de regulaciones que limitan su alcance, lo segmentan y transforman la turbación de los sentidos en dócil instrumento de enriquecimiento. Para la prostituta, el ejercicio genital (el trabajo) es la experiencia segura, monótona, sólida y la vida cotidiana un peligro de desorden permanente (no hay aventura compatible con la condición salarial). Mientras la mujer abre los muslos, mientras el hombre se solaza en ella todo es tranquilo, tierno, lujoso, reconfortante, el dinero se acumula, los testículos se emancipan, la cadena del amor funciona. ¿Puede alguien afirmar que el polvo es un desorden limitado? Pero ¿qué desorden podría poner en marcha la sexualidad masculina —reducida a su más simple expresión—? A partir del momento en que la mujer ha decidido no gozar, no hay desorden posible sino la simple realización de un circuito provisional. Y, por tanto, lejos de mutilar un «desorden» (supuesto previo) uniéndolo al orden (supuesto posterior) del dinero entrado a continuación en el circuito de los cambios, la prostitución procura primeramente convertir la demanda pulsional del cliente en una minúscula exigencia; no se contenta con monetizar y evaluar todas las pulsiones, comienza por debilitarlas, hacerlas funcionar a pocas revoluciones; las aísla (nombrándolas, tarifándolas) al mismo tiempo que las vuelve insípidas. Hasta tal punto que cuando el cliente entra en la habitación o en el estudio de su pareja, es esta forma de sexualidad —restringida, disminuida— la que se dispone a satisfacer
y no otra; es realmente un polvito lo que se dispone a echar, y no el gran desbarajuste orgásmico. Y el mismo polvo no sería tan rápido y funcional si no hubiera habido previamente un trabajo de comprensión y de confinamiento sobre el deseocliente, si ese mismo deseo no fuera ya deseo de reposo, de respiro, deseo de pasar rápidamente. Así, pues, la sensación venal está dos veces equilibrada, por el dinero que nivela y mide todos los incalculables y por la demanda del usuario que es en sí misma demanda de orden. El hombre quiere un goce construido, disciplinado, sólo un pequeño escalofrío, que la prostituta le vende mediante otra concesión al orden establecido, la entrega de dinero que, por consiguiente, encadena definitivamente la irritación sexual al sistema de las utilidades. Doble prisión, o si se prefiere doble seguro, contra el riesgo, se circunscribe en los cuerpos (cliente y prostituido) unos campos de referencia libidinal con sus propias modalidades de satisfacción y después se produce un modelo capa de ser repetido, de engendrar una serie y de asegurar la cadena de las rentabilidades. Por lo tanto, ninguna locura es posible, las intensidades deben convertirse en intenciones mensurables, el deseo reducirse a necesidades intercambiables. Y puesto que el polvo siempre solicita los mismos deseos, da lugar a la repetición, hace hacer y rehacer, no es más que un efecto indefinido de un poder inicial, Lo que resultaría de un deseo deformador o excepcional, el polvo sólo lo piensa para alejar su amenaza o convertirla en una ligera inquietud que el dinero reabsorberá. El impromptu sólo será admitido si da lugar a repetir el modelo simple como organización inmóvil, letal, inmutable.16No hay polvo, por consiguien2
16. ¿Cuándo veremos el Catalogue de toutes les dames de Frunce co el nombre, el precio, el lugar, Ja tarifa de cada una, incluidos impuestos? (¡Qué maravilloso instrumento para la policía resultaría dicho fichero!) ¿Por qué no ver la Psychopathia sexualis de KrafftEbing no como un libro paar médicos sino como una obra para uso de los propios «psicópatas» en la que cada uno de ellos pudiera encontrar el lugar, el precio y las modalidades del dispositivo libidinal que prefiere y que le gustaría satisfacer?; conviene añadir que si dicho libro estuviera redactado por los propios perversos sería a la vez siempre diverso, móvil e interminable si es verdad que la «creación» de las perversiones, es decir de las fantasías y manías (no necesariamente sexuales), no tiene fin.
te, que no implique la frialdad libidinal como condición de sil. ejercicio, pero tampoco existe ninguno en el que, pese a todo, na se alojen —incluso rarificadas— ciertas intensidades, aunque seaíl las intensidades de lo neutro, de lo medio, de lo mediocre (si exisí te un «goce» de la prostituta es precisamente el de no gozar, dé mantener la cabeza fría frente a todos esos miembros que la apisonan y se vacían en ella). <¡Es la prostitución un «mal» necesario? Está claro que nos enfrentamos a una pregunta mal planteada puesto que el merce nariado amoroso alivia menos unas necesidades preexistentes qué no construye y produce literalmente para su propio uso. La prostitución, por consiguiente, en cuanto máquina de fabricar lo general con lo particular, jamás satisface otra cosa que la necesidad que ha creado (lo que no significa que estas necesidades sean por ello despreciables, y el cliente lo sabe perfectamente; si se presenta —y en masa— en los lugares de la venalidad es porque sigue prefiriendo un pequeño placer a ninguno en absoluto). El polvo es un auténtico ritual pedagógico, un modelo de educación libidinal, en él la mujer aprende a permanecer insensible, el hombre a contentarse con escasas alegrías. Ahí está la sabiduría de la institución. Mediante el dinero la prostitución sitúa el desequilibrio del deseo al abrigo del desequilibrio. Como desahogo instituido de la plétora sexual, es un modelo de política contractual, sólo hace vacilar en los límites muy estrechos del círculo monetario. Posee la impasibilidad del dinero y su duplicidad; es mercantil, pero no puede disimular los movimientos pulsionales que se cuelan tras su surco. Cuando la mujer promete ser amable y dulce, si el usuario añade algunos billetes a la suma inicial, es que, para ella, el dinero es caricia, adelanto de tiempo y de espacio, pedazo de cuerpo suplementario, extensión de su carne, extensión de su sangre que le permitirá comprometerse, ocuparse algo más en el placer del otro. Y en cierto sentido, existe, por consiguiente, una reciprocidad total entre la trabajadora y su acólito, pero a niveles diferentes, la prostituta acaricia al cliente con sus manos, su boca, sus muslos, él la acaricia con su dinero; y el contrato sólo es
equitativo si se tienen en cuenta esos dos umbrales disimétricos; durante el polvo el hombre y la mujer no tienen la misma piel, no reaccionan a los mismos contactos, no son sensibles a las mismas caricias; esa disparidad fabulosa de las sensaciones (lo que da placer a uno contraría al otro), esa combinación única en el cuerpo venal de una total indiferencia al abrazo y de un interés exclusivo por el salario, es otra, evidentemente, de la prostitución, pero es también la situación del obrero de fábrica y de todos los trabajadores actuales. Ya que, con claridad meridiana, el célebre contrato de trabajo es una ficción: ¿no son iguales en el polvo las dos partes contratantes? la prostituta está doblemente disminuida respecto a su cliente, por la necesidad material que la ha llevado a dicho oficio (presión de clase), por su estatuto de mujer (presión de sexo). Y el hombre se aprovechará de ambas imperfecciones para convertir el polvo en un aparato disciplinario, un ejercicio de castigo en el que no cesará de decir sin palabras a su pareja: «Parécete a mí; esa hendidura al final de tu vientre, esos senos, esas nalgas, esos miembros delicados no son más que un error de la naturaleza, un vestigio de animalidad; olvídalos, olvídate, confórmte a mi anatomía, yo soy el único cuerpo humano, pon tu deformidad al servicio de mis gracias.» Así, pues, el usuario regala su sexo a la prostituta, pero es una ofrenda envenenada, una vejación suplementaria, un don que es privación, una colonización que es pillaje. Es preciso que la mujer rinda vasallaje a partir de su sustrato anatómico de mujer, es preciso que se incline libremente, que se haga semejante a su cliente porque es irremediablemente distinta. Por consiguiente, las prostitutas han estado encargadas hasta ahora de expiar socialmente la diferencia de sexos. Pero no expían sin hacer expiar a su vez. Y por dicho motivo, como veremos a continuación, tiene tanta importancia su combate, pues la relación prostitutiva todavía no es suficientemente monetaria, fría; está demasiado cargada, por parte del cliente, de resentimiento, de odio, de abyecta voluntad de recambio, de manipulación absoluta; siempre marcada por el deseo de devolver a la mujer, a través y por mediación de proxenetismo, al orden del poder macho. Prostitución libre quiere decir por parte de quienes la piden que el hom-
bre no se limite a pagar por su apetito sexual sino por todos los fantasmas con los cuales pretende reducirnos, que sus deseos de aplastamiento sean para nosotras fuente de beneficios, que el cliente ya no sea el aliado, el protegido del macarra (del privado, de la policía, del Estado, todos ellos buenos proxenetas) y que nosotras dejemos de ser los chivos expiatorios del sexo femenino. Bien está que se nos explote como trabajadores, puesto que éste es el destino de todo trabajo en nuestra sociedad, pero no que se nos haga como mujeres. Libre uso de nuestro cuerpo y libre uso de nuestro dinero.
A V IS O A T O D O S LO S P R EO C U P AD O S La dimensión del pene carece de Importancia Las erecciones masculinas normales varían de 15 a 17 centímetros. Pero es absolutamente ridículo sentirse psicológicamente disminuido si tu pene no alcanza, completamente erecto, más de 12 o 13 centímetros. Repetimos que no importa tanto la dimensión del objeto como el uso que se hace de él. Y, por tanto, carece de toda gravedad que el órgano erecto no supere los 8 o 9 centímetros (lo que sigue siendo muy honorable), y tampoco debes sentir la menor alarma si tu verga hinchada sólo mide 5 centímetros o 4 o 3 o 2. Y si tu pene no supera los 50 milímetr milím etros os o 1 centímetro, su talla talla en tal tal caso ca so carece care ce en absoluto de toda importancia.
La fórmula: «Te amo»
El discurso de la liberación sexual ha culpabilizado al amor en cuanto vivencia, y lo ha pasado de moda como escritura. Si actualmente existe algún romanticismo, es libidinal y no ya sentimental. En lugar de la pasión, el deseo; en lugar del corazón, el sexo. Las diversas ideologías del placer se han enfrentado con la antigua maquinaria del cuerpo y del alma para acabar diciendo que no existen dos amores, uno espiritual, otro material, uno noble, otro vulgar —porque las emociones tienen una única patria, el cuerpo— cuerpo— . Siempre que se ha cortado el ser en dos ha sido para aplastar en él toda reivindicación carnal. De este modo el deseo puede ampararse en el derecho de revancha, al silenciar el amor, nos limitamos a devolver la moneda a su antiguo censor. Pues la sentimentalidad parece haber tenido el único papel de disfrazar, prácticamente impidiendo el libre desarrollo de las pulsiones. En el momento que la represión sexual es juzgada bajo todos sus aspectos, el amor está en el banquillo de los acusados por asesinato en grado de complicidad. ¿Cómo atrevernos a hablar del amor? Nos falta valor. Lo que antes se tomaba por el foco de los afectos no es más que una fantasmagoría religiosa, una vieja luna metafísica y, peor aún, una de las coartadas más frecuentes de la censura, la razón de ser del asesinato de las pulsiones. Así, a menos de un gusto perverso por las causas perdidas, no cabe convertirse en abogado defensor del
corazón en el sumario que se le instruye, ni reinstalar al amor en el trono del que acaba de hacerle descender la revolución sexual. Cabría únicamente preguntarse acerca de la pertinencia de ser revolucionario en el terreno de la afectividad. Invertir los valores, en efecto, es permanecer tributario del idealismo del que, mediante esta conmoción, pretendemos desprendernos. Al condenar lo sentimental en nombre del deseo, no hemos escapado de la oposición del alma y del cuerpo, ahora funciona en favor del elemento que antes desvalorizaba. Siguen siendo las mismas parejas, ocupando los mismos territorios y permanentemente enfadadas entre sí. ¿Quiénes son los nuevos vividores? Unos puritanos al revés. Esos neovictorianos predican el goce sin trabas y se aplican escrupulosamente a circunscribirlo al angosto ámbito en el que el espíritu canalizaba a la carne. El sucio secretito ha perdido su impureza y su misterio, pero no su dimensión, sigue siendo iguálmen te pequeño. Todo es deseo, sólo existe el cuerpo, esta triunfal generalización de lo libidinal al conjunto de la vida afectiva ha sido inmediatamente desmentida por la definición restrictiva conferida al deseo. Es exactamente la misma imagen de la sexualidad que algunos pretenden defender hoy contra todos los avatares de la sublimación, y que otros prohibían antes en nombre del amor sublime. Nuestra modernidad ha expulsado la pasión del discurso, pero no es de ahí de donde procede el desprecio de lo sentimental. Lo políticosexual, a este respecto, tal vez no ha hecho más que conceder una caución subversiva a un viejo prejuicio mayoritario. Hay que creer que el descrédito ya estaba en marcha en la época en que Rousseau contaba el idilio de las cerezas, puesto que la risa de la Opinión le obligaba incensantemente a interrumpirse, para responder y para justificarse. He ahí los hechos: un día mientras paseaba sin rumbo fijo JeanJacques encuentra a Mlle. de Graf fenried y a Mlle. Galley «que al no ser excelentes amazonas no sabían cómo cómo obligar a sus caballos a cruza cruzarr el arroyo». arroyo».11 El acud acudee en su ayuda, y atraviesa la corriente de agua cogiendo a los caballos por las riendas, Las dos muchachas deciden mantener pri 1. JeanJacques Rousseau, Confessions, la Pléiade, p, 135.
, sionero a su hombre providencial, providencial, y le conducen conducen,, para para secarle, a Toune donde Mlle. Galley posee un castillo y donde, precisa i ella, no se encuentra encuentra aquel día su madre. Conversaci Conversación ón ininterrumpida durante el viaje («no dejamos de hablar un solo instante»); delicioso almuerzo en la cocina de la granja; postre de cerezas que JeanJacques recoge del árbol y de las cuales, por torpeza, deja caer un ramillete en el seno de Mlle. de Graffenried; deseo furtivo de ser una de las cerezas extraviadas. Pero incapaz de metamorfosis, zoquete, desprovisto de la menor ocurrencia, Rousseau no pasará por ahí. Es una historia muy extraña que él nos cuenta de este modo, una historia sin acontecimiento palpable; unos gérmenes, unos deseos, unos gestos esgozados, unos suspiros, unos escalofríos, unas veleidades a las que nada, absolutamente nada, pone punto final. En suma, una ocasión fallida. Este es el problema del narrador, rehabilitar su placer, hacer vivir como una aventura única lo que al lector se le antoja espontáneamente un fracaso ridículo; rechazar cualquier interpretación de lo que no ha hecho, formulada en nombre de lo que hubiera debido hacer; desanudar el vínculo de la voluptuosidad y del poder para que ya no sea posible hablar de impotencia. Y para defender sus fiascos, Rousseau no adopta el punto de vista de la virtud sobre el vicio, o del corazón sobre el cuerpo. Más radical que nuestros modernos liberadores, el viejo angelote sentimental debarata todo dualism,o. Considera la turbación amorosa en términos de sexualidad y de goce, pero no para diagnosticar inmediatamente un goce sublimado y una sexualidad que se descarría, que se idealiza o que se degrada. Todas estas faltas direcciones implican un sentido único, y se refieren a un estado real del deseo, un trayecto oficial y el único legítimo, la norma de la genitalidad. «Quienes lean esto no dejarán de reír de mis aventuras galantes, observando que después de muchos preliminares las más osadas acaban por besar la mano. Oh lectores míos, no os confundáis. Quizás he sentido yo más placer en mis amores que concluyen con una mano besada del que vosotros podéis haber sentido en los vuestros que como mínimo comienzan ahí.» 2 2. Confessions, op. cit., p. 138.
¿De qué está compuesto este placer? De adentrar al individuo por un camino que no lleva a ninguna parte. El sentimentalismo derrota el destino narrativo que la genitalidad prescribe a las pulsiones. Ninguna disciplina estructural conduce ya al goce. Los momentos sensuales no son identificables por unas funciones, ha sido alzado el determinismo que les obligaba a remitirse a un acto complementario, a un gesto consecuente. Inconsecuencia del aturdimiento sentimental, al encadenamiento inexorable del guión orgástico, opone un placer difuso, estacionario, antinarrativo. En tal caso, la intensidad es libre, pasiva, ya no existe un momento obligatorio o un lugar privilegiado, ya no es esperada en ninguna parte, ya no es imposible que surja de una mirada, o emigre en un beso. Rousseau, por tanto, no pretende trascender el erotismo, no tiene una perspectiva religiosa de redención, sino una óptica totalmente inmanente de extensión; lejos de espiritualizar la carne, erotiza el corazón, sexualiza el espíritu y sustituye el contraste entre la inocencia y la sensualidad por la sensualidad de la inocencia. Inocencia, además, es una palabra que hay que entender en un entorno próximo al de estupidez. El sentimentalismo es estúpido. Ni siquiera es una perversión capaz de desviar el deseo de su finalidad natural para darle otro objetivo, es la suspensión provisional de toda finalidad. En la emoción yo puedo escuchar mi deseo, que balbucea pues no sabe lo que quiere o, mejor dicho, no puede definirse como voluntad de algo. Deseo extraviado, y no arqueado, conquistador. Existe una finalidad de la libido que define su objetivo (lo genital) y su movimiento (la posesión); por dejar de suscribir esta finalidad el sentimentalismo es ridículo. Ridículo, es decir estúpido (estupor del sujeto; ineptitud de la intensidad en convertirse en intención); es decir pasivo (se trata, como bien dice la lengua clásica, de un transporte); es decir femenino (el goce me llega, pasa por mi interior, me atraviesa, no lo descargo). Bajo la excusa de liberar el deseo del oscurantismo amoroso, se pone a flote, confiriéndole una nueva legitimidad, el antiguo odio viril de lo femenino. Punto coincidente de la represión del sexo y de su emancipación, la represión sentimental descalifica
toda forma de goce que no responda al modelo fálico de la voluptuosidad.
La
a l e r g ia
«Si tu m’aimes, ii faut le dire il faut me prouver tes émois il faut me prouver ton délire mon amour parlemoi.» * Desnos
El amor es la experiencia de un doble extravío, extravagancia de la sensualidad distraída de su finalidad genital; debilidad del sujeto como despojado de sí mismo y de todo dominio, desorientación y desgarramiento. Ahí es posible que resida la causa de que el amor jamás venga solo, que el goce de la febrilidad apasionada coexista con la nostalgia del poder, de la paz, de las bajas intensidades. El extravío suscita el deseo de retorno (a sí y a lo mismo). El ser despistado quiere regresar, bien al modo libertino, centrando sus apetitos en el único momento que los colma, bien al modo charlatán nombrando el amor para transformar lo que sucede en lo que conviene, la aventura en conveniencia, y la turbación en certidumbre. El Otro está presente sin que se me dé; le cubro de palabras para que me sea dado con su presencia. La declaración de amor sólo viene a la boca para exorcitar el azar, la fragilidad, la confusión y la locura que amenazan a un afecto abandonado a la incertidumbre del silencio. Enamorado y confesando mi amor, no sublimo el deseo, señalo y combato a unos indeseables, protesto con todas mis fuerzas contra el carácter imprevisible del sentimiento que me colma, su posible evanescencia, su destino de desgaste y contra la exterioridad del otro. «Te amo», una palabra enloquecida se apodera, * Trad. literal: «Si me amas debes decirlo / debes probarme tus emociones / debes probarme tu delirio / habíame amor mío». (N. del T.)
para codificarla, de una relación irresponsable; un deseo se enfrenta con el desconocido al cual se dirigía antes. El desconocido, es decir el Otro. Ya que la alteridad no es un espectáculo, el encanto casi turístico de una diferencia exhibida. No es lo insólito, coquetería de lo Mismo, enigma provisional que, un día u otro, se entiende y entra en la trama inextingible del orden. Percibo la extrañeza de lo ajeno en la impotencia de mi fantasma para englobarlo, contenerlo, en su presencia que domina mi acogida y supera la idea que él me deja. Ajeno es otro, no cuando puedo enumerar las facetas de su originalidad, sino cuando la siento precaria para mí. Su irrupción me conmueve, me estorba o me pilla en falta, su diferencia se niega a habitar los lugares que yo le atribuyo y a responder al sentido que proyecto en ella, jamás está íntegro en el lugar donde lo desea y sitúa mi espera. Escasos, por ello, son los otros que me obsesionan suficientemente para que yo vibre en su infinitud. «Creemos saber exactamente las cosas y lo que piensan las personas por la simple razón de que no nos preocupamos de saberlo. Pero en cuanto tenemos el deseo de saber, como le ocurre al celoso, es un vertiginoso caleidoscopio en el que ya no distinguimos nada» (Proust). El enamorado ve turbio. Harto obsesionado por un ser para querer conocerle, demasiado pasionalmente ligado a él como para esperar preverle, excesivamente paciente y febril como para descifrar todos los signos que de él recibe, el amante celoso se siente incesantemente desestimado; el exceso de imágenes, su desorden irreductible desanima las ordenaciones de su imaginación. Es lúcido no porque consiguió capturar la verdad del Otro sino porque experimenta cuanto tiene de ilusorio tal deseo. Unicamente se conoce a aquellos a quienes da igual conocer. La representación clara es una añagaza de la falta de inversión libidinal; sólo el reflujo o la indiferencia del deseo puede procurar la sensación de saber. El celoso accede a la clarividencia, es decir, paradójicamente a la miopía, a la imposibilidad de ver clara la infinidad ajena. «Yo podía sentar a Albertine en mis rodillas, tomar su cabeza entre mis manos, podía acariciarla, deslizar largo rato mis manos
sobre ella, como si hubiese manejado una piedra que encierra la sal de los océanos inmemoriales, o el rayo de una estrella; sentía que tocaba únicamente el sobre cerrado de un ser que desde dentro llegaba al infinito.» El amor transfigura unos seres normales en seres huidizos; cuando el otro desbarata mis proyecciones y confunde mis fantasmas tengo la certidumbre de amarlo. Un pleonasmo: l’amor flou. Pero el privilegio de un ser volátil es el de poder desaparecer y todo destello evoca la inminencia de su desvanecimiento. «Una jaula iba a la busca de un pájaro», escribe Kafka, lo que, en materia amorosa, puede enunciarse así: una palabrajaula iba a la búsqueda del Otropájaro. Más allá de la confesión del sentimiento, la declaración también tiene por finalidad segunda (pero no subalterna) crear una simetría, una polaridad de las personas. En cierto sentido, el verbo amar no es más que la cópula que une los dos pronombres, yo y tú. Bajo su inocencia lingüística estos signos vacíos transportan la plenitud de una responsabilidad. Invisten los seres que designan y los transforman en pareja. Al decir «te amo», se trata a la vez para mí de dominar al Otro y de situarle en condición de igualdad. Pues situarle en condición de igualdad, tratar al Otro de alter ego, ofrecerle la tentación de un contrato amoroso, es en el mismo acuerdo el ejercicio de un poder por el cual otro desciende hasta la persona, por el cual se compromete a la palabra dada; se halla incluido en la palabra que yo le doy para que él la coja, se coja y se mantenga en ella al devolvérmela. Existe una violencia de la reciprocidad, y la fórmula «te amo» combina de manera inefable la alergia y la efusión, la sofocación sentimental y el deseo totalitario de absorber el objeto amado en la inmanencia de un pacto de términos claros. Cuando me decido a la solemnidad del «te amo» es para poner fin al tormento de una aparicióndesaparición, es para confinar al destinatario en la relación que preparo con él, es para tutearle. Llamamos tuteo al momento de la puesta en relación que embarca al Otro en la misma balsa que yo, que le entrega al diálogo, la intimidación de responder, de situarse. El «te amo» deja entender tanto la vehemencia del apostrofe como la dulzura
de la confesión: el deseo de sedentarización («No te muevas, quédate donde estás, ahí donde yo pueda verte por entero») acompaña siempre la embriaguez afectiva. Lo que yo espero, por tanto, del verbo amar es liberarme de la espera; quiero conjurar mi debilidad, vencer en el Otro todo poder de alteración. Es algo que también puedo pretender de la ruptura. Decir «te amo», romper, dos variantes de un mismo deseo de desenlace. Se trata, bien aniquilándola, bien haciéndola previsible, de dominar la presencia del Otro. O bien desaparecerá de mi historia, o bien habré seducido el azar y entraremos juntos en la historia programada para nosotros por el código amoroso. Más allá de su oposición, ambos términos de la alternativa suprimen idénticamente una pavorosa posibilidad, que, por el amor, mi historia sea relación con lo desconocido. «El se decía que esa joven tal como la amaba no era más que un producto de su deseo, de su pensamiento abstracto, de su confianza, y que su amiga, tal como era realmente, era la que estaba ahí, desesperadamente otra, desesperadamente extraña, desesperadamente polimorfa.»3 Una loca voluntad de regularización, el miedo de la espera, la desesperación en que introduce el surgimiento de la alteridad, la relación que comienza vivida como lesión peligrosa, son los tópicos de la ruptura y de la declaración. Pues existen seres para quienes el exilio del Otro es preferible al desfallecimiento que engendra su proximidad. Romper, entonces, no es más que reaccionar a la ruptura que ya se ha producido; el amor sólo puede entrar en mi ser mediante una fractura. Existe esta fractura y su misma brutalidad me despierta del sueño afectivo en el que podía tanto complacerme como aburrirme; el amor es insomnio. Romper con el amor, es querer borrar esta ruptura primera, recuperar el sueño, la tibieza del bienestar, la lentitud de las intensidades. Volver a mí, al precio de este renunciamiento. Romper para colmar la ruptura. Pero sucede que el Otro sobrevive al «te amo», y que pese 3. Milán Kundera, Risibles Amours, Gallimard, p. 87 (subrayado po nosotros). '
a mi llamamiento mantiene la posición de eminencia de la que yo estaba tan empeñado en desalojarle. De igual manera, en lugar de abrirme al mundo ofreciendo a mi deseo convaleciente todos los seres que la espera de uno solo había excluido, la ruptura puede errar su blanco y sumirme en el embotamiento. Pese a su evidencia, la separación, en tal caso, sólo se deja entender en términos interrogativos de ¿es verdad?, ¿se ha terminado? ¿habría roto yo? El Otro sobrevive en mí, en el instante de la separación, con tal fuerza y tal insistencia que el mundo se muestra desacreditado, todo flota. Lejos de ser una invitación a mi disponibilidad, la nueva indeterminación en que se mantienen los seres y las cosas me indica únicamente que he muerto al mundo, que no está en mi mano borrar la ruptura, y que la ausencia del Otro me abruma, me molesta y me aniquila tan radicalmente como me alienaba su presencia. Amo cuando ni la respuesta del «te amo» ni la iniciativa de la ruptura han sabido poner fin a mi debilidad, a mi pasividad. Amo cuando accedo a la paradoja del otro, cuando le fijo una cita, y experimento su alejamiento, el dolor de su inaccesibilidad; cuando intento escaparle y todo se vuelve en contra, lo lejano se hace próximo, apremiante, ineludible. Escapa y yo no puedo escaparle, es la experiencia misma del desasimiento, la moraleja del amor, de aquel que ocultándose, me obsesiona, me hiere y me separa de mí mismo, del «alter ego», yo no soy el igual.
El
t u m u l t o
Te amo; este mensaje pretendidamente primario es en realidad un entrelazamiento de afectos exclusivos e indisociables, y su aparente simplicidad combina el júbilo, la ansiedad, el homenaje y la alegría. El susurro de la confesión permite oír una auténtica cacofonía sentimental en la que el amor se canta de todos los modos. «Te amo» es ante todo, se trata de su evidencia gramatical,
La Sexonitis 2000. Determinados factores psicológicos y físicos son Indispensables para la realización perfecta del acto sexual. ¿Cómo podemos saber si en el momento propicio estaremos a la altura? Una ciencia nueva, la biorritmia, prevé los momentos favorables y ios momentos adversos. De una manera rigurosamente científica nos señala las evoluciones del organismo, los «altos» y los «bajos». Todos tenemos un ciclo que nos deja fatigados y vulnerables o en plena vitalidad. Por primera vez y en exclusiva mundial les presentamos un aparato electrónico, la Sexonitis 2000, ¡que día tras día le muestra su estado intelectual, físico y sexual!... La electrónica al servicio del sexo. El barómetro del amor. Bastarán 2 operaciones para que le proporcione el grado de su potencial. Anote pulsando la s teclas. 1. a) su día de nacimiento b) su mes c) su año 2. La fecha del día. En una décima de segundo la Sexonitis 2000 le Informará. Las cifras que surjan le indicarán unos resultados sin error. Para el día en cuestión: Las cifras físicas: de 2 a 11: está en plena forma 13 a 23: su forma no e s excepcional de 2 a 14: su sexo está dispuesto a todo Sexuales: 16 a 28: su sexo no está para proezas de 2 a 16: su inteligencia es excepcional Intelectuales: 18 a 33: su sexo está flojo Como los grandes jodedores y las grandes jodedoras dependen en escasa medida de su inteligencia, es mejor tener de 2 a 14 en las cifras sexuales que de 2 a 16 en las cifras Intelectuales. Un intelectual está muchas veces cansado para hacer el amor con su compañera. Ocúpese fundamentalmente de su forma física y sexual y deje para los politécnicos el cociente intelectual. Cada vez que deseen joder cojan su Sexonitis 2000 y miren su coeficiente. Hagan el test al mismo tiempo a aquella o a aquel que van a honrar con su leche. Sabrán la forma en que se encuentra, y si ese dfa no está muy en forma, a usted le corresponde jugar con sus conocimientos en la materia para hacerle saltar por el aire. La electrónica sirve también para los juegos de las partes traseras. Este aparato electrónico del sexo sirve también de máquina de calcular. En un segundo puede sumar, multiplicar, restar. El resultado de sus operaciones aparece en el tablero luminoso. Un atractivo más de Sexonitis 2000. (De un catálogo de sexshop.)
una fórmula asertiva, proclama un éxtasis, afirma un paroxismo, denomina una dicha. También es un optativo, digo «te amo» para volver a ser el «yo» que, a partir de mi amor, ya no soy, para reintegrar el reino de interioridad y de sustancia de que he sido destronado. Hablo de un nolugar —de aquel donde yo he dejado de ser; designo un lugar —«tú»— donde el Otro todavía no está, pero al que yo deseo verle descender. «Te amo» es, por consiguiente, una expresión propiciatoria que pide que los pronombres produzcan unas personas; «yo» expresa la nostalgia de la interioridad perdida, y «tú» el deseo de que el objeto amado responda a una identidad. En «te amo» existe también la vehemencia del imperativo, ¡ámame! ¡Te ordeno que me ames! ¡Es necesario que pagues tu deuda! Amor mío, lo quieras o no, conviértete en mi deudor, hay un daño, una lesión que tú has provocado y que sólo podrás expiar aceptando la reciprocidad. Mi amor me autoriza a reclamar que me ames, de igual manera como el libertino, en las instituciones sadianas, se siente autorizado por el deseo que experimenta para someter al ser deseado. Todos los tiernos amorosos son unos sádicos del afecto, y su confesión de dependencia es simultáneamente exigencia de reparación. Finalmente, hay que entender «te amo» en interrogativo: ¿me amas? Pregunta apocalíptica, puesto que mi entrada en el paraíso queda subordinada a su respuesta. Recibir la confesión, en efecto, me hará cambiar de mundo. Pasaré en un instante de la pérdida subjetiva al triunfo narcisista; eufórico, extraviado y todavía inseguro gozaré de la consistencia de aquel yo del que la aparición del Otro me había, por decirlo de algún modo, desalo jado. Estaba encantado (encantado por el Otro, encantado de mí mismo); estaré reconfortado. En el caso del amor compartido, el tuteo del «te amo» sólo colma el goce para asegurar el advenimiento del placer; es una captura que sumerge a su prisionero en la euforia más intensa. El remitente quiere apoderarse y el destinatario es apoderado, lleno de estupor por la gracia que le llega. Existe reciprocidad cuando el chantaje del apóstrofo amoroso llega a su destinatario bajo la forma de colmamiento.
Cambiar de pareja puede ser un remedio al conocimiento del ser amado, el medio de repetir el encanto de las inclinaciones nacientes y la belleza de los comienzos, el esfuerzo de preservar el asombro en la aproximación amorosa; pero también puede ser la aptitud despótica del seductor en reducir cualquier criatura que desea a la imagen que se hace de la mujer, para estar seguro de conquistar variando lo menos posible su táctica de embaucamiento. La primera cualidad de un seductor es el ascendente, es decir, el rechazo a dejarse desposeer; en lugar de permanecer sin voz ante la aparición del Otro, toma la iniciativa, y vencida cualquier timidez se conjura la posible turbación, acogiendo el objeto del deseo en el orden que hubiera podido desordenar. «Hay hombres que mueren sin haber sospechado —salvo durante breves y terroríficas iluminaciones— lo que era el Otro.» 4 La facilidad del seductor, su envidiada desenvoltura proceden de que jamás ha sido rozado por esa sospecha. No conoce el desfallecimiento, única señal de la alteridad. Al igual que Ray mond Roussel que dio la vuelta al mundo sin salir jamás de su camarote, el seductor es un viajero sólipsista que colecciona indefinidamente las conquistas, pero que, como precio de esta ebriedad numérica, se prohíbe toda experiencia del infinito (el infinito, el hecho de que el Otro escape a mi presa, no esté por entero en mi lugar, su excedente, o para seguir utilizando el lenguaje de Lévinas, su resistencia a toda forma de totalización). Hay dos formas extremas del ascendente, la burla y la seducción. El burlón subyuga a su víctima, es decir, la convierte en el cómplice hechizado de su propio encajonamiento. La víctima está como petrificada y, al caer en todas las trampas, acumular generosamente los errores, alimenta la pasión de su verdugo y mantiene el mismo discurso en que quiere precipitarla. También la seducción exige una perfecta conformidad entre la imagen y el objeto, entre la criatura sobre la cual el ligón ha echado el 4. Sartre, L’Étre et le Néant, p, 449
ojo y la idea de la mujer que pasea en él —lo que le gusta, lo que le hace reír, le asusta, le excita o le encanta—. El seductor atrae la eventual pareja en su fantasma, y la deja indefensa ante esta fuerza de atracción. La atracción sería, pues, a un tiempo el atractivo (el arte de gustar) y la absorción (la domesticación de lo Nuevo, su englobamiento de la exterioridad tan imperioso que la doblega a su ley. El seductor teme ser estúpido, se prohíbe el estupor y no hay cosa que le avergüence más que ser pillado en falta. A este respecto, el amante silencioso es lo contrario del seductor, no vive el desasimiento como fiasco sino como goce. He ahí por qué aplaza la declaración del «te amo». Pues en un mismo instante la declaración de amor denomina el goce y lo revoca. Seguridad afectiva, dos palabras que se dan bofetadas entre sí. La afectividad es ese modo de conocimiento que nos dice que lo ajeno no es seguro. La seguridad, baza del «te amo», pone fin a la situación de falta de poder, y, con ello, derrama al niño junto con el agua del baño, el goce amoroso junto con la debilidad y la inquietud. Por dicho motivo algunos amantes, cuando la confesión está a punto de escapárseles, se resisten a la efusión y prefieren obstinadamente callar antes que oficializar el sentimiento que les colma. Presienten muy bien, en la sabiduría de su reticencia, que la denominación hace estragos y qu nada queda de una emoción fulminada. Un vértigo convertido en ley, éste es el efecto del «te amo». Con esas palabras, juro fidelidad al Amor, hago el juramento de conformar a él mis comportamientos, para protegerlos contra su propia imprevisibilidad y para llevar al Otro a operar la misma sujeción. Mediante su formulación, el Amor accede a la dignidad de modelo, es la esencia abstracta, el paradigma seguro que permite de ahora en adelante evaluar y juzgar cada momento de la relación. Precisamente a esta coronación quieren escapar los amantes nebulosos: se niegan a sacrificar la singularidad de su aventura al deseo de tranquilidad. Si cedieran a la sinceridad se convertirían en comediantes; entregados a encarnar la Idea del Amor, se extenúan por estar a la altura, por emitir los buenos signos, por jugar bien. Silencian su amor para no verse en situación de
copiar al Amor. A la ley del juramento y a las garantías del contrato, prefieren los estupores del amour flou. «No confieses jamás» pudiera ser su divisa, pues piensan que el amor tiene tanto miedo de la claridad como el deseo masculino del orgasmo. Suspenden el espasmo del «te amo» para sustraer su dicha previa a la dicha, a la seguridad de los caminos trillados. £1 silencio es peligroso, pues no asegura contra la escapada o contra el equívoco; pero la descarga verbal es melancólica pues, al colonizar el futuro, precipita el amor en un universo opresor y señalizado. Por analogía con la ascesis erótica china, podemos denominar esta perversión afectiva que prefiere el azar de una relación a la seguridad y la plenitud el amor reservata. El desasimiento, fiasco para el seductor, goce para el amante silencioso, encubre un peligro insoportable para el amante sincero. El enunciador del «te amo» quiere ejercer un dominio, inmovilizar al Otro, obligarle a ser claro. Que no sea huidizo ni dúplice, que me resulte simétrico y que yo sepa a qué atenerme respecto a las emociones que le afectan. «Que tu verga esté hecha de tal manera que sólo se alce para el amor»,5 he ahí la confesión del Incomplaciente, y el «te amo» confía su realización. Mandato de la confesión, poner orden en la anarquía de las intensidades, «escapar a la espantosa duplicidad de las pulsiones».6 La inteligibilidad disuelve el equívoco, y, en la medida en que, hablándose, se inscribe en un código totalmente conquistado y explorado, el tiempo amoroso puede convertirse en tiempo previsible. Sé lo que me espera, sé donde esperarte; he arrancado estas garantías para calmar el fantasma de la desaparición, para tranquilizar mi miedo de que no vuelva. Es difícil sustraerse a la declaración amorosa, pues lo que se aloja en ella es la posibilidad de pedir cuentas. Bajo el efecto mágico de la confesión, una relación aleatoria, insegura, sin prueba, sin referencia y sin caución, se metamorfosea en balanza de pagos, cálculo minucioso de los gastos, ingresos, déficits y compensaciones. El amor accede al discurso bajo forma de nego 5. J.F. Lyotard, Économte libidirude, op. clt., p. 305. 6. Ibid., p. 304. '
do; las emociones se convierten en signos en los cuales la ansiedad de los dos amantes se atribuye desde entonces el derecho de leer la continuación, o la ruptura de su contrato de redproddad. Estupidez, codificadón, amour flou, cada cual parece haber elegido el terror en el que escapa. El amante disimulado, al negarse a confiar su vértigo a la sofocadón del «te amo», soslaya discretamente el lugar del poder, poder sobre el Otro, pero también sobre sus propias emodones, cuya formulación le convertiría en gestionarlo y fiador. El seductor y el enamorado dedarativo, que separan todo el universo de la sentimentalidad, se encuentran sin embargo en el odio del desasimiento; ambos sacrifican el goce al lenguaje. El seductor habla para no ser turbado, y el enamorado se dedara porque el goce es caprichoso, evanescente, irregular mientras que los signos son daros, domésticos, repe tibles. ¿Qué es lo que más me asusta? ¿La responsabilidad, lo imprevisible? ¿El equívoco o la negodadón? ¿Los códigos o la imprecisión? Esta es la cuestión que debaten internamente los amantes al borde de la confesión, su to be or not to be sentimental.
El
disimulo
Quien no sabe disimular no sabe amar; tanto los hipócritas como los sinceros, los ingenuos como los amantes de tejemanejes, todos los amantes deben suscribir la validez de este aforismo. El ligón y el amante silendoso viven dos experiencias inversas de la discreción, d ligón formula unos sentimientos que su deonto logía profesional le impide sentir, el amante que no dice «te amo» silenda los sentimientos que experimenta. Cada cual practica su fingimiento, la charla dd primero es una estratagema de conquistador; el silencio del otro rechaza el destino conyugal que el lenguaje imparte al amor. El libertino disimula sus reales in tendones mediante el lenguaje. El amante que se niega a la confesión disimula su vértigo en el lenguaje porque sabe que la
palabra amorosa metamorfosea en demanda la emoción de que se ha apoderado. Precisamente a esta demanda cede el enamorado declarativo, cuando, sin poder soportar una espera mayor, quiere arrancar al Otro las palabras maternales que sabrán desanudarlo todo: «Bueno, ya ves, me quedo». Lo que lleva al enamorado a hablar es la impaciencia de vivir dichoso bajo la hermosa claridad del lenguaje, el presentimiento de que la felicidad está muy próxima, a tiro de confesión, y que sólo depende de una palabra, de una respuesta. Pero ya sabemos que «fueron expulsados del Paraíso a causa de su impaciencia» (Kafka). Para no ser expulsado del Paraíso, antes incluso de haber entrado en él, hay que sujetar la impaciencia a un cálculo de oportunidad y buscar a la solicitud un sistema de lenguaje que oculte su tiranía. En el momento de decirlo todo, el amante sincero recupera la duplicidad; el amor sin reservas también tiene su retórica —su arte sutil de la reserva en el doble sentido de aplazamiento y de disimulo— . La astucia sentimental consiste en preguntarse: ¿qué entrada, qué tonalidad, qué momento elegir para encerrar al Otro sin asustarle? ¿Cómo decir «la palabra de la solicitud» 7 maquillando la solicitud? El arte de amar consistiría en saber modular el «te amo», encontrar un modo suave de imploración, hacérselo decir todo a la confesión salvo el deseo que la engendra. Pues el horror de la alteridad es determinante pero absolutamente inconfesable al ser que la inspira. Por dicho motivo los amantes declarativos también deben ser unos tramposos, cuelan la intención del contrato ocultándola bajo la intensidad del momento, o bien confían su destino al humor que, en las relaciones amorosas, es la cortesía de la solicitud, pregunta, puesto que sientes su urgencia, pero, aconseja el humor, pregunta cortésmente, ligeramente —reviste tu miedo de sonrisa y tu cálculo de broma—. Los enamorados son unos taimados cuando, en el seno mismo de la transparencia, saben disponer su secreto. 7. Roland Barthes, Rolattd Bartbes par luiméme, coUection «Écrivain de toujours», Éd. du Seuil, p. 116. '
Dos modos habría de vivir el amor, el mariposeo y la pasión. Por un lado la circulación del deseo —su contagio delicioso y su hospitalidad; unas relaciones múltiples, móviles y ligeras que empalmarían, sin exigencia ni exclusividad, unos flirts fugitivos, un paisaje afectivo incesantemente cambiante, confuso—. Por otro, la fatalidad, es decir, la caída fulgurante de la pasión; una fijación brutal, perentoria, el amour fou que sucede al amour flou; la imagen fija al movimiento. La pasión hace el vacío, congrega en una sola persona los afectos esparcidos a todos los vientos por la generosidad insaciable del amour flou. Pero hay que llevar este antagonismo hasta su anulación, el instante cuando el desierto del amour fou se revela como una variante y ya no como el inverso del amour flou. La pasión exclusiva experimenta sobre un único ser el temblor de la imagen con que gratifica, al rechazar la trampa de la fijación, la pasión nómada. Siempre existe, incluso si está preparado por la Ausencia, el Edipo o la Literatura, algo de absurdo en el nacimiento de una pasión. Pues la pasión es desorden; significa el enfrentamiento de mi orden con un orden que me trasciende y que yo no englobo. Fórmula reactiva, «te amo», se rebela contra la falta de poder, pero una vez que mi orden se ha encerrado en el Otro, una vez que dos seres pueden afirmarse sustraídos a toda violencia de división, el amor ha concluido, es decir, ha muerto. No hay otro imperativo afectuoso que impedir la misión del «te amo», dejar el amor (y también ahí encontramos el flou) en el mero esbozo, prolongar la belleza de lo que comienza, es decir, abrirse al desasimiento, no conceder ningún margen a la seguridad pues es irrespirable, aceptar ver en la inquietud del desorden y el dolor de la huida las dos únicas evidencias del amor, integrar la separación en el itinerario amoroso en lugar de convertirla en el desenlace, alterar el orden narrativo de la pasión. El código amoroso no conoce otra figura de la separación que la ruptura ni otra distancia que la amargura y la promiscuidad. Como si la discordia fuera la única forma posible de alejamiento,
como si sólo se pudiera sentir la separación en el momento de la pelea, o en el silencio de un cansancio aplastante. «Estaban hechos el uno para el otro», se dice. Pero sería preciso añadir: su amor habrá sido el acto lento mediante el cual han deshecho esta correspondencia ilusoria e, instalando la distancia en el corazón de la intimidad, la han sustituido por la maravilla de una separación fundamental. (La separación, al retirarme el privilegio de la verdad sobre el enigma del otro, posee todas las posibilidades de maravillar.) «Te amo», momento cuando la memoria se apodera de la experiencia. Memoria que me desborda de muy lejos, recuerdo de lo que no he vivido. Conozco el amor antes de haberlo sentido, la certidumbre de amar siempre es un reconocimiento; es eso, eso que he leído, cuyo sabor ficticio he respirado, cuyos indicios he acechado y cuyo arrebato tanto he esperado, ¡es eso al fin! «Te amo» existe en mí antes de proferirlo, el sabor de la primera vez es conforme al aroma que exhala el amor de amar. «Vino, la vi, estaba ebrio de un amor sin objeto; esta ebriedad fascinó mis ojos, este objeto se fijó en ella.» 8 Así pues, lo Nuevo no se identifica obligatoriamente la primera vez, sólo aparece en la irreconciliación y en la desemejanza, cuando lo que me sucede es irreductible al sueño que había fomentado el deseo. La espera, por lo tanto, debe querer ser decepcionada, pues el Otro sólo aparece en el lugar y en el instante escapados de la espera. Bajo el golpe exterior, estoy desorientado, la memoria me flaquea literalmente. La exterioridad ajena rechaza mis proyecciones onanistas, mis vértigos de lector, toda la pacotilla psicoideológica de mi memoria. Nace entonces la maravilla de una ebriedad sin nombre, «No tengo palabras para decir esto».9 Existen dos lucideces inherentes a la relación amorosa. La primera es la culminación de una búsqueda sobre los mecanismos de la fijación. Si yo me pregunto, ¿por qué mi pasión ha cristalizado sobre este ser en particular? ¿Qué tiene esta persona concreta para escapar a la evanescencia? ¿De dónde proceden, en 8. J.J. Rousseau, Cotifessions, op. cit., p. 440. 9. Marguerite Duras, L'Amour, 1971.
qué región de mí han nacido la evidencia y la brutalidad de mi elección? —la justeza de mi respuesta dependerá de mi aptitud para convertir al elegido en signo—. Habré reconocido mi ley afectiva en la complacencia del otro en dejarse desmaterializar por el deseo que le consagro, en ausentarse de sí mismo para jugar el papel de sustituto, de significante de una instancia edípica. Llevando al Otro al juego lúgubre de «despresencia» 10 habré descubierto el aplastante automatismo de mis elecciones de objeto. Pero el amor se caracteriza asimismo por una experiencia rigurosamente inversa, el otro se mueve, y no se fija nunca del todo en la imagen (el cliché) que mi pasión le asigna. Cuando el elegido de mi corazón me desconcierta también sobre las razones de mi elección, cuando la imagen de la que mi alienación amorosa extrae su necesidad es precaria, revocable, imprecisa, llego a la lucidez de la falta de poder; el Otro es un enigma inefable. No tanto el significante de una instancia ausente como la ausencia enigmática de un significado estable y seguro. Así pues, en la intriga amorosa la lucidez, en último término, no es más que la puesta al día de una doble debilidad, debilidad del sujeto, despojado por el código inconsciente de la responsabilidad de su elección; pero debilidad también y derrota del código impotente para reducir el ser externo al papel que se le encarga. Se dirá, pues, del amour flou que es la memoria que flaquea, la disonancia en la repetición, la catástrofe del fantasma.
P a r e ja s p o l íg a m a s
Poner el otro en daro, éste es el imperativo alojado en d corazón dd apóstrofe amoroso. Otro es un campo de disparidades huidizas, móviles, una reverberadón de diferendas en la que la fórmula «te amo» se abre paso para establecer un sentido; una disyunción brutal separa al objeto amado dd resto, lo que no es, 10. J. F. Lyotard, op. cit.
un ser —tú— es identificado por oposición. Te amo, a ti y no al Otro, al Separado, al Múltiple cuya movilidad se despliega más allá del orden legal del tuteo. Te amo, a ti y no a los demás, la multitud innumerable, potencial o efectiva, de mis pretendientes. Amar es lanzar; gracias a un doble sacrificio —para el destinatario de su infinito (aptitud de no dejarse contener) y para el remitente de su poligamia (virtualidad ilimitada de su deseo), la vida afectiva ya puede acceder a la luz— la palabra de amor, promesa de abandonar la humanidad y ruego al Otro de fijarse, es, por tanto, la solemnidad semiótica que divide el mundo difuso de la alteridad en esto y noesto, que somete la multiplicidad a la policía del signo; basta de disparidades, únicamente el corte de una oposición. ¿Y qué es una historia de a'nor si no el destino y los avatares de esta oposición inaugural? ¿Se mantiene? ¿O bien patina, está embrollada, desviada, y por qué fuerzas, por qué deseos? Como ya hemos visto, fuerza de la carencia de poder, el Otro resiste a las figuras en que le encarno, a que le invita mi memoria, en que le recoge mi deseo. Lo plural es su ser, o, mejor dicho, se me aparece plural porque escarnece mi deseo de asignarle un ser. El Otro no conoce el reposo, de ahí que yo no conozca el descanso. Ser huidizo, no se esfuerza en escapar por astucia o por crueldad; el mismo amor que le consagro decepciona mi deseo de apropiación. El Otro tiembla de ser amado y recorre todos los rostros sin fijarse en ninguno, limitándose a autorizar una aproximación acariciadora. Por mucho que repita los abrazos mi relación con el Otro en la carencia de poder amoroso seguirá habitando el roce. Vivir la carencia de poder o goce de amar es, por tanto, reunir en uno mismo la riqueza del polígamo y la mayor indigencia. Yo estoy a la vez mimado (por el generoso talento que pone el Otro en multiplicarse) y desasido (por la imposibilidad de calmar mi ardor posesivo encontrando mi bien, mi complemento en esta multitud en la que se han perdido). Cuando el Otro no está enteramente presente en la relación que le liga, salva la pareja de la conyugalidad —la obligación de expiar la seguridad por el tedio y de elegir la monotonía del hogar contra los azares de la inconstancia.
Pero ¿qué es elegir si no abrir un espacio de luchas, de intercambios, de compromisos entre la existencia elegida y la que se ha creído excluir? «A decir verdad no sabemos renunciar a nada, sólo sabemos cambiar una cosa por otra, lo que parece ser renunciamiento sólo es en realidad una formación sustitutiva».11 En la misma medida en que la fórmula «te amo» instaura explícitamente la pareja en contra de la poligamia, la pareja sólo puede desarrollarse como síntoma polígamo. «Tú eres todo para mí», digo al objeto amado para explicarle que los demás no son nada, que para mí no cuentan. Pero el cumplimiento debe entenderse también como una orden; en este homenaje total existe una presión totalitaria, la protesta de los dejados de lado contra su destino de aniquilación. «Sé todo para mí», sé la diversidad a la que renuncio, las aventuras que sacrifico, los seres que no conoceré, sé mis fantasmas y mis sueños insatisfechos —en suma, sé todo, salvo tu irreductibilidad a mi deseo— . En esta obra que ilimitado número de personajes, yo fijo los papeles, ni siquiera te dejo la libertad de su composición. Al darme por entero al Otro, exijo de él que satisfaga el conjunto de las fantasías y de las pulsiones con que me solicita el mundo. El exterior aparece en el marco conyugal, pero bajo forma de intimación; se confía a la persona elegida la misión de cubrir la gama de las criaturas excluidas. Avatar conyugal de la poligamia, este despotismo culmina en la aspereza, es decir, el reproche dirigido al objeto único por no ser varios. El escenario es, por tanto, la apoteosis de la pasión totalitaria; en el escenario, la pareja se lamenta y se desgarra por el hecho de quedar reducida a sí misma; los miembros de la pareja se enfrentan con la evidencia insoportable de su finitud; con un odio mantenido por el desánimo y el espanto, se acusan de ser únicamente dos. «Tú eres todo para mí»; «sé todo para mí»; «¡ah!, eres tú...»: tres fórmulas para una historia de amor. El orden doméstico cree edificarse en la exclusión del mundo, pero no hay que conceder un crédito ciego a la eficacia semiótica del «te amo»; nosotros dos de un lado, el resto del otro. «Pues el 11. Freud, Essais de psychandyse appliquée, Gallimard, p. 71.
resto está cargado de ambigüedad, expresa a la vez su vocación de desperdicio para tirar y su destino de permanecer.» 12 De este modo a nadie se le concede el poder de elegir; la exclusión significa a un tiempo la evidencia y la mentira de la declaración. Este clamoroso sacrificio pasa en silencio, porque todavía lo ignora, el coste de su contrapartida. La fórmula «te amo» es un sacrificio calculador, un don que especula sobre su reembolso; se trata de que me devuelvas lo que te inmolo, yo pretendo romper las múltiples pasiones que me unen al mundo, en realidad, las proyecto sobre un ser único encargado de realizarlas. Yo te elijo, eso quiere decir: te delego para reabsorber el corte operado por mi elección. Si dejo de investir a la humanidad es para aplastarte a ti, amor mío, bajo esta investidura suprema: totalizar la humanidad.
La
c o n s u m a c i ó n
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m o d e l o
c o n y u g a l
¿Agonía de la pareja? Numerosos son los doctores que predicen la inminente desaparición del moribundo. Atribuyen fundamentalmente el deterioro de las relaciones entre esposos a la violencia exterior. «¿Cómo podría constituir la pareja un islote armónico en medio de una sociedad agresiva y neurótica?» 13 En otras palabras, como nadie puede ser feliz en un mundo desgraciado, los cónyuges vomitarían al interior de la célula conyugal cuanto odio, fatiga, miedo o indiferencia almacenan fuera de ella. La pareja es un fiel espejo en el que se refleja la angustia que el capitalismo aporta a la sociedad. Tal vez. Pero ¿no podría decirse también que es la imposibilidad, en que nos sitúa la sociedad, de difundirnos en ella lo que mantiene, contra sus propias desilusiones, la dudadela amorosa? Sólo en un mundo 12. Leclaire, On tue un enjant, Éd. du Seuil, 1975, p. 85. 13. SexPol, junio de 1976.
desdichado puede ser tan obstinado el deseo de ser feliz, y la felicidad debe tomar indefectiblemente la forma de la quietud acolchada, de la intimidad celular; quiero la pareja para que exista un exterior y un interior, para pasar por la calle sin sufrir por el anonimato (ya que yo tengo nuestra casa), para escapar a la inseguridad seductora, para aislarme, en una palabra, de la paranoia social. La pareja no es tanto un renunciamiento como un huida, sigue siendo la institución más accesible a todos aquellos a quienes atormenta, si no el gran ideal pasional, sí al menos la necesidad de seguridad y el deseo de desconexión. «Nosotros» se concibe fundamentalmente para defenderse «de ellos». Cuanto más hostil es la sociedad, más necesaria es la pareja para los individuos; muy lejos de disgregarse, refuerza la dureza de las relaciones. Lo que especifica al Otro como cónyuge, es que no regatea mi existencia, me espera, está ahí, al alcance de la mano, emana de él la duración, en suma, él es para mí y yo soy para él un valor adquirido. Pero, aunque la pareja no esté tan contaminada como consolidada por la miseria social, está al menos enferma de sí misma, enferma del amor. Es sabido que el matrimonio de amor es una conquista reciente; hace poco que las parejas se eligen libremente y, desterrando cualquier consideración que no sea la sentimental, se casan a partir de un «te amo». Existía un hermoso ideal en la base de esta «monogamia al fin realizada» (Engels), reconciliar la institución terrestre del matrimonio y la vocación metafísica del amor,‘es decir, la colaboración de dos seres en la formación de una totalidad. Ahora bien, ¿qué ocurre ahora cuando han desaparecido los obstáculos exteriores a la realización del contrato amoroso, y la pasión, de base turbulenta, ha pasado a ser base de asociación? El amor liberado no aguanta. Se compromete incesantemente más allá de lo que sabe, de lo que puede; la pareja contemporánea es el desastre engendrado por esta estúpida apuesta. «No hay amor posible entre los esposos», afirmaba la cortesía medieval, pero los cónyuges ya no pueden achacarlo a la maldad de los padres o a la injusticia del orden social; no tienen otro enemigo que ellos mismos, que la inconsciencia de su juramento.
La vida a dos es la maneta como expían su confesión inicial, el castigo que se infligen y sufren por haberse dicho, «te amo». E incluso las uniones más armoniosas no resisten la erosión que la vida cotidiana imprime al sentimiento apasionado. De ahí la idea nueva (véanse Jim Haynes, Guy Sitbon) de la necesidad de abandonar, en un mismo impulso, el orden doméstico y el romanticismo que, después de haberlo durante mucho tiempo desafiado, le sirve hoy de fundamento. Pues es seguro que pronto nos engancharán si después de desertar el matrimonio permanecemos unidos al lenguaje que conforma la afectividad a las finalidades propias de esta institución. El orden conyugal se esfuerza en capturar todas las potencialidades afectivas en las redes del arnour fou, segrega el ideal de la pasión única e invita a las pasiones reales a reconocerse y medirse con él. De este modo el combate comunitario quiere liberar simultáneamente la pareja y a esa forma de amor de la que es destino ineluctable, la posesión. Es posible, en efecto, que la pasión exclusiva no sea más que un producto transitorio de la mala historia de los hombres. Pero esto no impide que, excesivamente ligados a las formas antiguas, reticentes a practicar el gran salto, incapaces de concebir una ruptura en el terreno amoroso, caigamos enamorados. Caemos obstinadamente en la trampa que nos tiende el sistema doméstico. La encrucijada conyugal, actualmente manifiesta, no engendra la deserción general ni siquiera necesariamente un deseo de comunidad. Lo que tampoco significa que no ocurra nada. El acontecimiento no siempre adopta la forma triunfal de la alternativa. La putrefacción del modelo conyugal no es el final de la pareja ni su sustitución por una institución mejor, es la aparición de una multitud de formas intermedias en las que los amantes hacen trampas con su propio contrato. Se unen en nombre del amor, pero se niegan cada vez más asiduamente a vivir esta unión en el horizonte de la totalidad. No quieren formar bloque, perderse el uno en el otro, ni conocer el largo éxtasis fijado del amour fou. Dicen y aplican el «te amo», al tiempo que inventan mil métodos para contrariar sus efectos. Vivimos la era de los enamorados incrédulos que ni siquiera prestan confianza al deseo que les dicta la pasión. Proliferación de las parejas oficiosas, esta
resistencia de los cónyuges a pasar de la situación de concubinos al estatuto de esposos revela que el antiguo ideal amoroso inspira temor. Es posible que el rechazo del matrimonio no sea más que un cambio microscópico, un puro rito conjuratorio, demuestra al menos el escepticismo de los amantes hacia su propio «te amo». Cada cual tiene su casa, aunque la pareja se acueste alternativamente en la del uno o en la del otro; o mucho más audaces, se ligan juntos, se invita a un tercero, se practica el intercambio de parejas, parejas «open» como se dice, que burlan la tendencia conyugal al autismo. También pueden separarse artificialmente para fragilizar un vínculo amenazado de excesiva consistencia, ya que el amor quiere ahora unas garantías de solidez, pero también las pruebas de que es precario. Pide unos signos contradictorios. Estamos ante pequeños desplazamientos, en los que se descubren, sin embargo, los primeros pasos de un nuevo deseo amoroso; decir «nosotros», de acuerdo, pero vaciar este pronombre de cualquier evidencia, no ser nunca demasiado precavidos e inventivos para desconyugalizar la pareja; afirmar la compatibilidad del Otro y de los otros, como si aspirásemos a una finalidad imposible, a esa sobrepuja afectuosa que permitiría decir a la vez «te amo» y «le amo». De ser necesario un código amoroso para tales comportamientos todavía inseguros, lo resumiríamos en dos imperativos, no perder nada, en primer lugar, o sea, mantener la seguridad de la pareja sin encerrarse por ello en el convento sentimental que presupone. Ahorrar, después; lo que significa no darlo todo a un solo ser, querer unas pasiones lagunosas, no fijar el amor en la idea de totalidad. Este sabervivir no formulado es la difícil dosificación de una reticencia y de una donación. Paradójicamente la reserva es una conducta afectuosa que sustituye, en los vínculos pasionales, la grosería por la delicadeza. Hay que leer en ella, en efecto, el rechazo a abandonar el amor a las presiones contradictorias y simultáneas que ejercen la bajeza del principio de realidad (cuidar lo que se tiene;; más vale pájaro en mano...) y la grandeza del compromiso total, canalizando sobre una persona la suma de sus deseos, incluso de los que no le están desti-
nados. Quien no sabe ahorrar no sabe amar, pues tarde o temprano reduce al Otro a ser la inversión de sus afectos inactivos. Quien no sabe ahorrar invierte en lugar de amar. Sor Ana, no vemos venir nada; el sufrimiento no está a punto de desaparecer de la pasión; el amor no cae por entero del lado de la euforia. Pierde la vergüenza, sin embargo, dejando de desear únicamente lo que su propia tradición le prescribía querer. Brújula enloquecida, ya no apunta como la aguja magnética al norte de la Unidad. Ser dos y no formar más que uno, éste es el deseo que el amor deserta cuando la pareja se aventura fuera del modelo conyugal. Como si la primera palabra amorosa, «te amo», ya no fuera la última. Como si la pasión, incomprensible para sí misma, ignorara a partir de ahora cuál debía ser su última palabra.
1. «Todo ser humano sonriente es hermoso. La sonrisa despide una energía positiva. Hay demasiadas personas que se sienten feas; se trata de la peor de las alienaciones. Basta con que radien un poco de felicidad para que se conviertan en hermosas. Si se creen feas acaban por serlo» (Jim Haynes]. En otras palabras, eres jorobado, arrastras la oreja, llevas una peluca de piel de culo, la nariz en las sienes, los dientes cariados, la cara tres veces aplastada por accidentes; pero, seguro, tío, cómo irradias cuando sonríes, cuánta energía despliegas, las tumbas a todas; vamos, Quasimodo, eres el más guapo. Qué suerte, tío. 2. Oue el falo no es el pene. Qu e la castración simbólica no es la castración real... Freud, Lacan, compañía. He ahí una sutileza totalmente escolástica que costará meter en la cabeza de la gente. Si el falo está tan lejos del miembro viril, ¿por qué seguir dándole este nombre, por qué seguir manteniendo deliberadamente la confusión semántica? Misterio... misterio... Qué miserable discurso a .fin de cuentas esta historia del falo, esta mitología de la castración; produce la impresión de que, también ahí, la adhesión al sexo masculino (en otras palabras, el falocentrismo) sólo desaparece del contenido explícito del discurso para mantenerse intacta en sus significantes. 3. Falocracla: denuncia legítima del poder macho, pero también nueva figura de intimidación. Hombres o mujeres, creéis hablar el lenguaje de la liberación, pero todavía quedan demasiadas torres Eiffel en vuestros fantasmas, demasiados árboles inmensos, demasiados picos erectos, sois objetivamente culpables de la Falta de la que os creéis subjetivamente lavados. Falocracia: valor penal y no análisis, como la noción de enemigo del pueblo en Stalin. Concepto cómodo en cuyo nombre el Otro nunca tiene razón, pues, diga lo que diga ése, está desacreditado de antemano. Gran auxiliar paranoico, que ya no sirve para entender, sino para separar, elegir, aplastar.
Goce de la mujer
«El continente negro no es negro ni inexplorable. No está inexplorado porque se nos ha hecho creer que era demasiado negro para ser explorable. Y porque se nos quiere hacer creer que lo que nos interesa es el continente blanco con sus monumentos a la Ausencia. Y lo hemos creído. Se nos ha fijado entre dos mitos terroríficos, entre la Medusa y el abismo.» H é l e n e Ce x o u s
Ebriedad de aquella a quien abrazo, arrebatos que no turban y que no permiten observación metódica o descripción objetiva, emoción que se níe comunica, se emociona en mí, desfallece en mi propio desfallecimiento y, sin embargo, no es mía, ¿con qué derecho hablar de ella, yo que no la vivo, que no dispongo de palabras para expresarla, y quiero traducir en términos impropios lo intraducibie de este cuerpo en erupción? De no ser, quizá, bajo el peso de la fiebre que ha suscitado en mí, de la participación a la que pese a mí me arrastra. Goce de la mujer, mi exterior absoluto, estallido de la carne en mi propia carne, convulsiones que me fascinan como puede fascinar un desierto o un océano porque me excluyen, y consagran una especie de indivisión natural que se basta por sí misma; no hay fracturas en este delirio infinito que nunca cesa de mantener el hombre a distancia, de deportarle trazando en torno a él imperceptibles, pero infranqueables cercos. Pues este interior en el que
la mujer, pese a todo, me hace entrar, está cerrado como la cámara oscura en la que el fotógrafo revela sus negativos; tan abierto y descuartizado que ya nada en él sirve de agarradero; evidente hasta la evanescencia, es el secreto que no se disimula y que por estar así ofrecido a mi mirada, a mi ambición, a mi tacto, se me hace todavía más impenetrable. Secreto sin secreto, escondite que no resguarda nada, inmensa huida inmóvil que se oculta a cualquier pesquisa. Tener entrada en la cortesía de una mujer es saber que tal vez ese secreto nos será murmurado, pero que no lo entenderemos. Pues no tenemos oídos para tan soberano desorden. No se puede añadir impunemente al terreno amoroso el goce que supera todos los goces, el goce de la mujer; desde el momento en que lo hacemos, esta voluptuosidad se hunde a sí misma y destruye vertiginosamente los sentidos en los que queremos encerrarla. Lo que es —la subversión de todo estado duradero incluido todo estado paroxístico— supera los límites de lo que las palabras pueden expresar, límite de todo lenguaje, límite de toda corporeidad. Sólo puedo hacerme una imagen de ella, adorarla es situarme en la obligación de adorar una divinidad invisible. Las mujeres tienen el privilegio del goce porque los hombres tienen la maldición de la descarga, pero este goce es informulable, múltiple, sin contenido; yo no lo comparto, yo sólo gozo de su evasión, su eterno deslizamiento líquido contra mi cuerpo. Los espasmos de la amada no tienen la certidumbre rudimentaria del semen viril; son una cara contraída que, bajo el peso de una insostenible devastación, no me ve, un rostro que no puedo contener es una mirada como durante el sueño, una piel incandescente que se me pega o se me escapa, un vertiginoso ballet de piernas, de brazos, de besos que me abraza, me rechaza, se exaspera con mi contacto, aumenta con mi distancia, me habla de mil cosas que no entiendo y jamás me dice otra cosa que esto: yo no estoy donde tú estás, yo naufrago donde tú no te estremeces, no tendrás visión clara ni percepción neta de mí pues yo no soy nada en los términos que tú puedes entender. Hablar de este goce es hablar del Paraíso desde el Purgatorio, hablar de la Tierra Prometida a partir del desierto (pero hay que añadir que este Paraíso no es obligatoriamente fraterno, amistoso,
acogedor, puede ser también insoportable, disgregador, demasiado fuerte, demasiado violento para nosotros). Hablar de esta tormenta erótica es hablar desde una exigencia que vagabundea en nosotros a la manera de un fantasma, hablar a partir de una pulsión límite, de una pulsión sin objeto, sin contrafuerte anatómico en el cuerpo masculino y que sólo la mujer realiza. Hablar, pues, de un exterior que nos seduce de la manera tímida y embarazada del enamorado que enloquece de la volubilidad sexual que jamás poseerá. Expresar esta voluptuosidad —expresarla torpemente a través de toda la distancia con que la vivimos— es multiplicar las voces en uno mismo, expresarse a través de otros cuerpos, otras economías pulsionales, otras osamentas, otros alimentos, otros ritmos respiratorios, pestañas onduladas, dulzura y agudeza de miradas, relieves llenos de caderas y pezones, pieles satinadas, delicadeza de manos y de muslos, es dejar difundir en uno mismo otros latidos de corazón, concentraciones de placeres, tufaradas de calores, cascadas de tormentos voluptuosos de los que cada uno es un mundo que brota, estalla y muere a la manera de una estrella. No se trata, pues, de enunciar un nuevo saber sobre las mujeres y decirlo en su lugar como su verdad sino de escribir desde el exterior de nuestra diferencia sobre una extrañeza que nos angustia y nos oprime el corazón. Hablar, pues, a partir de la emoción que suscita en nosotros lo que nos expulsa de nosotros mis' mos, hablar en el exilio —si es cierto que nunca se escribe tan bien como en la punta extrema de la ignorancia. ¿Por qué amar estos transportes amorosos, por qué cederles na parte de nuestra libido? Parece algo extraño, milagro de la inversión objectual. ¿Qué ganamos con ello? La posibilidad de perdernos. De ahí el terror o el odio del hombre ante la convulsión erótica femenina; la mujer es su límite, lo que le bordea por todas partes, la tentación a la que no puede ceder aunque lo quisiera con todas sus fuerzas (sólo acaso en la sodomía puede aproximarse el hombre al éxtasis femenino; y, sin embargo, el ano, aunque sea el ano más suelto, más entrenado, más enculado, no posee la inervación ni la sensibilidad del sexo femenino). El deseo del hombre es un impulso paralizado, mantenido en la oscuridad de una
ceguera dolorosa; no es el deseo de un objeto deseable (como en la tentación religiosa) al que no se quiere sucumbir, en el ansia ininteligible e irreprimible de los transportes que hacen desfallecer al ser amado; no es el deseo del otro sino, mucho más tenebroso, más insensato, el deseo de su alteridad, de la singular alegría en que está sumergido este cuerpo que no es el mío. El goce de la mujer no es la atracción del fruto prohibido; este fruto no está prohibido, es imposible, inalterable (hay que «poseer» una mujer para llegar a desear la intimidad que surge en ella, la arrebata, la desgarra). En el abrazo, una voz atraviesa las paredes, llega del otro lado del espejo; esta voz habla, grita, chilla, extremiza, llora, ríe, sofoca; esta voz nos irrita pues nada la domina, nos excita furiosamente, pues no se dirige a nadie. La inmensidad potencial del goce femenino (potencial en tanto que no está igualmente presente en cada mujer aunque sea tendencial en todas, y también porque esa voluptuosidad nunca es segura), su inmensidad incomprensible e indignante —desde el punto de vista masculino del ahorro, del jadeo, de las pequeñas reservas— nos aterroriza y nos oprime en la medida que ahí no ocupa ningún lugar nuestra anatomía. Una especie de vértigo o de horror contra su propio sexo se apodera entonces de aquel que opone a sí mismo —a su precariedad glandular, a la monótona estereotipia de sus orgasmos— !a profundidad infinitamente presente de un goce que es al mismo tiempo ausencia infinita. «El vertedero indistinto de la convulsión erótica»,1 no lo rechaza el hombre en un estremecimiento de miedo o de pudor indignado, daría al contrario cualquier cosa por revolcarse en él, lanzarse jadeante como al abismo delicioso en el que nada os desgarra suficientemente. Y su frustración (incluso cuando está «satisfecho») surge de que ninguna rebelión, ninguna revolución le ha amenazado, de que un orden irónico, frente al cual es impotente, le preserva para siempre del desquilibrio. La mujer no cae en la locura o en la muerte, estúpidas simplificaciones de estados infinitamente complejos, alcanza un exceso vertiginoso, una cumbre excesiva en la que lo masculino no existe. El hombre no puede desviarse de esta cumbre sin desviarse a la 1. BataiUe, L’Érotisme.
vez de aquello a lo que, a pesar suyo, aspira. Allí donde la mujer desfallece en los espasmos de la voluptuosidad, el hombre mantiene la cabeza fría, y aunque quiera no puede acompañarla. Veo algo que no tiene precio, que «escapa a toda medida, se dispersa en los márgenes de todo capital en un acuñamiento totalmente imposible, un gasto incontable en el recurso de su pérdida».2 Sólo puedo decir: ahí está el goce, y callarme desesperado por una proximidad que no se satisface con ninguna ecuación o en relación establecida. Frente al goce de la mujer, no hay técnicos,3 sólo hay amantes desasidos y en primer lugar desasidos del poder que creen ejercer. Conocer al otro en el caso de la mujer, es salir de la ignorancia del placer extraordinario de que es capaz. En dicho sentido ningún amante es el mejor, ni el supermacho pretencioso con un aparato imponente ni el hércules con el miembro entorchado, la mujer jamás les devuelve bajo forma de recompensa, regalo, premio de honor engalanado la fuerza que le han despertado; permanece indómita, salvaje, ajena a toda apropiación, descuento de un beneficio, plusvalía de virilidad. Hacer gozar no es sinónimo de poseer, la intensidad de los relámpagos que surcan la carne de la amada desbarata todas las intenciones de su compañero. Nadie tiene el privilegio de conferir ese placer, nadie es su depositario garantizado e inmutable. El cuerpo de la mujer es línea de fuga y no hendidura de la matriz, trozo de universo con infinitos poderes de alumbramiento, esfera en fusión de la que surgen los planetas, los vientos, las trayectorias minúsculas o gigantescas, los cometas que parten del vientre y estallan en la cabeza o en las falanges de tas 2. Luce Irigaray, Spéculum..., op. cit., p. 240. 3. Técnico es aquel que juega con el cuerpo del Otro, lo trabaja, lo retoca, como en la pornografía, le estimula menos la competición que la manipulación. O también ese género degradado de la manipulación que es el sobeo, interminables succiones tragonas de legiones de pollas, penetraciones jadeantes, pajas compulsivas del clítoris y del ano; en dicho sentido el porno es fundamentalmente juego con los órganos tomados como elementos maquinales, transformación de los objetos sexuales en piezas de mecano, frenesí de la manipulación hasta los límites de las máquinas orgánicas. El porno no es obsceno, es abstracto, estracturalista (y quizá por ello sea tan poco excitante).
manos, penachos de sensaciones difundidas continuamente a los cuatro hemisferios del cuerpo y que franquean, alteran, anulan el umbral, el pobre umbral masculino de lo genital. La mujer aporta al mundo un cuerpo siempre diferente, el suyo; es el franquea dor de murallas por excelencia, su normalidad es maravilla. Así, pues, no hay nada que informar acerca de su goce (no haremos ningún informe, ni siquiera un informe sexual). «Dar» placer al otro es asumir el riesgo de su diferencia, es abrir en uno mismo la deliciosa llaga por la que se escapa y se distancia de tu dominio por el pimío exacto que le une a ti. ¿Quién no ama con un amor loco o con una loca indiferencia a aquel o a aquella que derriban los límites en que nos mantiene la vida civilizada y despierta en nosotros unos cuerpos que no sospechábamos? Frente a la que goza, el corazón nos falla como ante un amontonamiento de estupores vertiginosos. Y si bien es cierto que el amante tiene algo que ver en la existencia de estas altas cimas en que se pulveriza su compañera, en los mundos por los que ella se revuelca y se precipita, la verdad es que no está allí, está abajo y presencia desde el fondo del valle la impetuosa erupción que se desarrolla cerca de él, muy cerca de él y de la cual está tan lejos. Goce, lo que no permite ninguna representación, imagen, retrato, sustitución, aquello que sólo se capta en instantáneas o desgarradoras querellas.4 Que sepamos, sólo una música se aproxima o equivale al goce femenino, la música oriental, generalmente poco apreciada en Occidente debido a su estructura repetitiva y obsesiva (y no es una de las menores paradojas de dicha música desarrollarse en un continente en el que las mujeres, acaso más que en otras partes, permanecen confinadas en la más abyecta de las desgracias; la fantástica erotización del oído y de la boca en los países árabes quizá no se hubiera producido sin esta total reclusión de lo femenino; ¿no es lánguida, lacerante, la voz del otro cuerpo, que el Islam lleva milenios sofocando lo que se repite en las mejores letanías, canciones, melodías ins4. Antes de preguntarse si las mujeres gozan como los hombres, participan de una misma naturaleza, veamos, a la inversa, cómo desvían la misma significación de la palabra goce, la declinan de otra manera, la llevan por caminos desconocidos.
trumentales; lo que fascina y provoca el delirio de multitudes enteras?). La música oriental es la suprema entonación, ante la cual sólo cabe estremecerse o desfallecer; al igual que el goce enloquece en su propia monotonía; se envuelve de una repetición constante, excesiva, que roza en la pérdida; no se retiene, no cuenta nada, sólo expresa su eterno desvanecimiento, eterna delicia. La mujer que goza ya no puede hablar, su sexo, su cuerpo entero asciende a su cavidad bucal, se precipita a la luz del día, eructa en su paladar, desgarra la lengua, se escapa en gritos, jadeos, carcajadas, sollozos, estrangula la palabra clara y la armonía en favor de un síncope depurado y abstracto al que sólo Oriente ha sabido acercarse. En este goce/música sólo ocurre el propio goce, enlazado en su retorno indefinido. Repetición gloriosa, formal, literal, arrastrando una formidable intensidad que surca la carne, machaca la voz, la garganta, vive con una necesidad innata de destruir y de ser a su vez destruida, pisoteada, expulsada. Es un arrobamiento soberano, un cambio permanente de puntos, nudos, goznes, momentos en que lo aglutinado se rompe, estalla y cuyos fragmentos alcanzan los repliegues más íntimos. Todo se disocia, se disuelve, se hace discordante, huidizo; ruptura de ritmos, fracturas brutales, modulaciones nuevas que despiertan unos sentimientos efímeros, y cuyas fuerzas en su tensión primitiva, finalmente liberadas, permiten otras disposiciones, otras reorganizaciones, las fuerzas no huyen como en el hombre, se difunden por los músculos, la osamenta, el esqueleto, su liberación no termina con la excitación, la transporta, la extiende en todos los sentidos, la propaga hasta el menor rincón; el goce de la mujer comienza en el mismo lugar donde acaba el del hombre. Orgasmos, pues, en plural, que jamás surgen de la misma manera al igual que un relato que yuxtapusiera en un mosaico barroco varios inicios, varios finales, varias intrigas y líneas; principio de desorganización permanente bajo las miradas de una carne que no espera más que conmociones idénticas, innovaciones que la cabeza no puede prever porque no se producen en el lugar donde se las espera, algo secreto, se desencadena, se desgarra allí sin que ninguna finalidad lo obstruya. Los gritos de la mujer en el éxtasis erótico no expresan el teatro de las emociones profundas, son su palabra inme-
diata, desbordada, ardiente sin recurrir a un soporte verbal; palabra sin palabra que no puede callarse, rompe los tabiques del aparato fónico, irrita los deslizamientos sedosos de las epidermis y de los tímpanos, hace oír el sexo en la garganta, el ano en la laringe; auténtica ascensión de las partes bajas del cuerpo al torso y a la cabeza, sube irreprimiblemente como un acceso de tos, es un interior que vomita mudas imprecaciones, pero estas impre ccaiones no dicen nada, proclaman un cuerpo fabuloso. Ruidos roncos y rasposos en los que se oyen los incidentes pulsionales, la irritación obsesiva de una región que se enciende, la inflamación brutal de una superficie o de una tira de tejido. Los gritos del placer son los gritos de lo incomunicable, da una alta tensión que obtura la garganta, impidiendo con su misma violencia la formación dara de los fonemas, el paso evidente de las vocales y de las consonantes; no es otro lenguaje (que a su vez pudiera someterse a análisis, estudiado, aprendido y reproducido), no es en absoluto un lenguaje, sino un farfulleo emocional que ya no puede pasar por la transición de las palabras y el orden sintáctico si no es transformándolo en acontecimientos intensos. Lo que dice la boca cuando el cuerpo goza es que el lenguaje sólo puede acercarse al orgasmo a condición de destruirse en él, fragmentarse en partículas, sílabas desgañitadas, lenguaje cargado de trastornos orgánicos, inepto para desprenderse de un montón de sensaciones, de una afluencia de sangre y de pieles. El acceso de las palabras a la boca (al paladar) queda vedado. Los delimitados terrenos del dolor y del placer, de la consciencia y de la opacidad aparecen aquí confundidos, todo se mezcla y se confunde, el cuerpo es una encrucijada de trayectos, de pulsiones, de emulsiones, de mensajes que no tienen sentido, pero que no cesan de ser emitidos a un ritmo cada vez más vertiginoso; los signos crepitan, proliferan, signos en los que no hay nada salvo caos y materia en fusión. Los surrealistas planteaban la siguiente pregunta: «¿Cuáles son los medios objetivos que permiten apreciar el goce de la pareja?».5 Entendámonos, del miembro femenino de la pareja (pues5. R. Benayoun, Erotique du surredlisme.
to que el semen masculino es un indicio cátente de toda ambigüedad). En otras palabras, ¿cómo no ser engañado por la mujer, cómo saber si no ha simulado, mimado un proceso que no sentía en absoluto? Antiguo, antiquísimo deseo de claridad, de legibilidad sin lagunas. (Sabemos que toda la sexología actual y especialmente los trabajos de Masters y Johnson no tienen otro objetivo que satisfacer tan insensata voluntad de transparencia.) El hombre pide a la mujer unos signos explícitos, lo que quiere descifrar en ella es el esquema límpido de la tensión y de la descarga. Y es cierto que en ocasiones el goce de la mujer puede calcar la eyaculación masculina, derramarse en unos estados de fuerza que le son ajenos. Pero esta aparente servidumbre a la economía de otro cuerpo sólo es una máscara que inviste, a través de un pseudoparecido con otras formas que le son específicas, otras máquinas que surgen bajo las primeras, escapan a su regulación canónica y las abandonan como se abandona un personaje trasnochado,6 ya que las figuras masculinas del placer no son en absoluto unos marcos para ella sino unos inductores más de valor, unos procesos de naturaleza totalmente distinta que señalan tanto un esfuerzo por aliviar el cuerpo de las tensiones como un libre impulso de redistribución de éstas (y se entiende que en Sade, por ejemplo, si el goce de la mujer fuera admitido estaría en contradicción con los designios de los libertinos puesto que el libertino necesita la imaginación de un cuerpo finito, circunscrito, para que la voluptuosidad nazca del pillaje y de la destrucción de este cuerpo. Por consiguiente, la mujer sadiana descargará interminablemente, pero jamás se le admitirá el principio de infinitud que desmembraría su cuerpo y lo desorganizaría). Ahora bien, el hombre tolera con dificultad este atentado a una similitud que suponía común; abrumado por el «exceso de sensaciones difusas», deplora 6. E! cuerpo femenino altera todos los códigos de placer en un rápi deslizamiento que sigue los estímulos y las solicitaciones de que es objeto, sin dar nunca las mismas respuestas, sin ofrecer las mismas sensaciones, sin registrar de la misma manera los mismos acontecimientos, aceptando a veces que se le imponga el código orgástico masculino, con riesgo de colmarlo con todas las figuras que se supone dicho código excluía.
la ausencia en la mujer de una sensación única y la nostalgia de una huella evidente, como ocurre en él, en la que todo se resume y se recupera. Está bien que sienta una sucesión de orgasmos (se asemeja entonces a un muchacho que eyacula varias veces en una sola sensión), pero que al menos pueda reconocer, catalogar y numerar estas culminaciones, en una palabra, verlas. «Pueden recopilar, escribe Blanchot, todas las palabras con las que se sugiere que para decir la verdad hay que pensar según la capacidad de mensurar que posee la visión.» Acerca de la voluptuosidad de la mujer no hay visiones posibles en la medida que concede escasa importancia a la exterioridad; ni los gritos, ni las contorsiones del rostro, ni los accesos de fiebre, ni la lubrificación extrema significan obligatoriamente el paroxismo. Los signos del goce sólo remiten a ellos mismos o, mejor dicho, usurpan el supuesto valor de su sentido. Son signo de que la mujer goza, pero ¿qué es el goce si no esos mismos signos, clamor, estruendo y convulsión que sólo remiten a su propia manifestación? Signos diseminados en múltiples estados, sin equilibrio, siempre más acá o más allá de su sentido, a veces excesivos, otras demasiado ruidosos, extremadamente locuaces o silenciosos, quedos, discretos hasta el mutismo, jamás palpables, definitivos. Signos para siempre turbios, opacos, porque la mujer hace el amor para despertar su deseo y no para matarlo y expulsarle de ella como el hombre. ¿Qué busca en la unión amorosa, el afortunado Hermafrodita (Denis de Rouge mont, Rene Nelli), el Falo (incluso el falo newlook, estilo Lacan, Leclaire, Safouan), un vacío a llenar (los mismos de antes), un papá (Sigmund), el continente negro (Freud), la línea justa (Lenin), la energía orgónica (W. Reich), la humildad (Jesús), la muerte en la vida (Mataille) o la vida en la muerte (santa Teresa de Avila), Dios (Bataille, santa Teresa), su dignidad (Fran?oise Gi roud), lo Absoluto (un filósofo), el pecado mortal (Pablo VI), unos indicios (Sherlock Holmes), sus gafas (un miope)? ¿Y si ese goce fuera por sí mismo un objetivo que justifica ampliamente las búsquedas más extremas? ¿El modelo de toda intensidad en cuanto precisamente se modela sobre todas las cosas carece pues, de ningún contenido predeterminado? El goce de la mujer arrastra consigo unos fragmentos que ya
no pueden volver a pegarse, unos placeres que no entran en el mismo puzzle, no pertenecen a una totalidad previa, no emanan de una unidad ni siquiera perdida, sino que, por el contrario, despiden el organismo que los incuba y los abriga a los cuatro vientos, le hacen estallar en una polvareda sin fin de voluptuosidades autónomas. Orgasmos no incluidos en un orgasmo universal, único; orgasmos que implican cada uno de ellos la generación de su propia geometría, la distribución de sus materiales y el transcurso de su tiempo, geocronometrías coexistentes en un espacio rebelde a toda homogeneidad. Nada previo (o no únicamente) en este goce, ni un cuerpo en el cual se injertarían, como pájaros, placeres, voluptuosidades, impresiones, estremecimientos sino unas intensidades que, brusca y brutalmente emitidas, moldean a su vez un cuerpo nuevo, determinan una organicidad, una nueva anatomía, una especie de sala de laboratorio surcada de relámpagos, totalmente heterogénea, cuerpo tensado de zonas, medido de gradientes, recorrido de potenciales en el que los placeres recorren en todos los sentidos el tiempo en una incesante migración de influjos. Materia viva que se niega, se transforma, se destruye, siempre y en todas partes, sin lugar adjudicable o quantum único; superficie de múltiples escansiones, verdadera puesta en escena miniatura de la creación del universo. Cuerpo copresente a sí mismo, a su multiplicidad, irradiando en cada uno de sus estados, de sus niveles, concluyendo con el estéril conflicto entre la cabeza y el sexo porque acaba con todas sus desviaciones, con todas sus dimensiones y el cerebro es abarcado al mismo título que el vientre o los senos (y, por tanto, no hay acefalia en el goce, ninguna destitución, ni siquiera provisional, de la cara en favor del culo, piadosa visión del erotismo, pornografía de canónigos, de cachondos soldados de permiso, de solterones reblandecidos). Placeres de antemano parciales, divididos en trozos, a los que nada falta, propulsándose en órbitas y curvas, dibujando sinusoides, conociendo brutales aceleraciones, y diferentes veleidades de desarrollo gracias a lo cual todo comienza a existir de otra manera, según una relación que ya no es de utilidad o de prensión sino de sensación, de derivación, de receptividad absoluta en la infinitud de los cosmos que ruedan y gravitan en este cuerpo
de abundancia. Por esta lenta inmersión en sí mismo que también es un desgarramiento del ser de superficie discontinua, el espíritu enloquece a su vez; sabe al cuerpo asaltado por la voluptuosidad, pero este saber no le confiere ninguna superioridad, no es otra cosa que el goce consciente de sí mismo, gozando de saberse gozar, consciente de su fuerza, de su impetuosidad, de sus maravillosas repeticiones. Entonces el Yo ya no es la instancia que toca la llamada de las singularidades; se pone incandescente, se convierte en la vida contemplando el estado extremo de la vida y acompañando la mirada con la exasperación de esta vida llevada al límite, violencia lúcida de una vida que no es amenazada por ningún principio de ruina, de una vida que no imita la muerte, ni la muerte de no morir porque es un hervor de energía ardiente, una existencia palpitante, todas las manos tendidas, hendida como el mercurio, zozobrante de sentirse zozobrar deliciosamente. En el amor, hay un tiempo verbal que la mujer no posee, el pretérito perfecto. Jamás ha gozado en el sentido en que ha finalizado con su excitación, goza; es algo que circula constantemente sin resolverse, reabsorberse. Nada la satisface; su economía pul sional encaja mal en el estado ambiguo que lo masculino denomina satisfación, colmamiento, apaciguamiento. No porque su goce sea un problema de cantidad; no se trata de verlo como una especie de producción perpetua de plusvalía voluptuosa, una acumulación estratificada de valores hedonistas, en suma, de entenderlo como una hazaña convirtiendo a la mujer en un sujeto «insaciable» (con la imagen concomitante de la «ninfómana» o de la «cachonda» tales como la explica cualquier novela de sexshop o cuadro porno). Ni cuantitativo (lo que supondría la adición de objetos idénticos), ni cualitativo (lo que sobreentendería un estado único, fuertemente difemeciado), más allá. Goce «ineficaz» que aprovecha todo, al que todo aprovecha precisamente porque no busca ningún beneficio. El cuerpo femenino no bate récords (cuántos orgasmos por hora, por minuto, por segundo, pasatiempo favorito de los sexólogos), los ha pulverizado todos de antemano. Lo infinito del placer femenino no es el crecimiento constante de un mismo estado («cada vez más fuerte, cada vez más rápido») sino una alteración incesante, el encadenamiento de metamorfosis im-
previsibles.7 Su única exigencia, honrad todas las partes, la boca tanto como el sexo, el útero tanto como la vulva, la oreja como el ano, la rodilla como el fino tejido del párpado, haced oír los cantos más variados, buscad las modificaciones más sutiles de la piel. Estad en todas partes para que el goce, al que se proclama prisionero de las mazmorras del pubis, ya no esté en ningún lugar. Y es cierto que la voluptuosidad femenina es a symanera pequeño milagro económico, pero que, sin embargó, nada tiene que ver con una economía del cambio ni una economía del don en tanto que no es consunción de una fuerza ni ofrenda dispendiosa de un bien valorizado, sino viajes de intensidades, nomadismos sensoriales, series incalculables que escapan a cualquier sistema de evaluaciones. Un deseo que pasa; el hombre, prontamente cansado, corriendo hacia unos bienes más tangibles, más honoríficos. Unas pasiones que aparecen y se yuxtaponen a las anteriores sin expulsarlas, así es, tal vez, el funcionamiento de lo femenino; en sí el goce es un exceso, es la prodigalidad del placer. Ilimitado, renueva su fuerza y sus recursos, se aniquila y no cesa de engendrar lo que ha gastado. Nada se «descarga» en la mujer que no se reconstituya o se recupere, emoción absolutamente intransitiva, ajena a cualquier finalidad médica, higiénica, humoral, amorosa. Es cierto que muchas mujeres —por motivos históricos de sujeción y de colonización de su cuerpo— conocen mal este movimiento. En último término, sin embargo, la mujer, y sólo ella, alcanza esta renovación constante de su goce. La pérdida —el fenómeno inevitable del gasto cuya apología han hecho algunos sectores modernos como si la alternativa sólo estuviera entre retener o gastar—, la pérdida siempre es masculina; el hombre vive en ella la experiencia anticipada de la muerte; cierto día la muerte partirá de él al igúal que ahora ese líquido demasiado precioso que el pico solitario del orgasmo expulsa; y la razón de que el 7. A partir de ahí poco importa que exista o no orgasmo vaginal que se le haya dado tal nombre a un movimiento que afecta igualmente al clítoris; poco importa la denominación o la localización exacta del goce, puesto que lo esencial es ver que en el cuerpo femenino todo es bueno pata gozar y que esta oportunidad hedonista, esta facultad de conversión voluptuosa, es lo que resulta deslumbrante.
placer masculino sea siempre una degradación de energía reside precisamente en que es informativo y, una vez transmitido el contenido de la información, muere. Pero el hombre no conoce espontáneamente la alquimia sutil de fuerzas que se retienen, se juntan, se disocian, derivan lejos de un centro del que, no obstante, dependen, sólo la descubre a través de su propia feminidad latente. La mujer goza sin dejar huellas (a no ser un poco de rosa en las carnosidades delicadas de las mejillas. Ha producido unas huellas y las ha borrado; por consiguiente no ha querido decir ni hacer nada y, sin embargo, algo ha surgido allí que ha destruido el orden de manera irreparable. En la medida que no dice nada, el goce femenino no tiene utilización fálica, es obligatoriamente anorgástico. El orgasmo sigue siendo un medio de enmarcar el goce, de fijarlo en un estado de culminación, de localizarlo, de establecer unas fronteras con su más acá de crescendo y su más allá de descenso, medio de conjurar una fuerza indeterminada abriendo en ella uno o varios cauces artificiales, rodeándola de un conjunto de fenómenos demostrables y enumerables. Despotismo del orgasmo que lo significa todo, que prepara, anuncia y que una vez surgido anula todos los sentidos. Poder de fluidez por el contrario, del éxtasis femenino donde lo genital juega el papel de un casipunto sobre el cual se puede ir de cualquier dirección a otra sin encontrar jamás ninguna de las direcciones precedentes, en el que el placer no cesa de adoptar caminos inéditos, en el que todo confluye en el sexo sin confundirse. Pues si la voluptuosidad produce el orgasmo, no lo produce más que como una de sus formaciones estadísticas secundarias al término de una historia en la que lo masculino ha impuesto su ley y en la que conviene imitarle. En una palabra, si el goce femenino en el límite externo de cualquier voluptuosidad se debe a que en sí mismo carece de límite externo (exigencia de lugar, de tiempo, de contenido) sino únicamente un límite interno que jamás aparece porque viajan juntos. De este modo surge la noción compleja de una continuidad en la ruptura, no corre hacia un término, no cesa de romperse y de romper esta ruptura, de plantear unos límites y de sobrepasarlos, en suma, de reconstituir en su desplazamiento lo que tendía a anular en su emplazamiento inicial,
evitando así toda saciedad (y toda insatisfacción).8 El goce femenino debe forzosamente renunciar a la voluntad unificadora de los grandes vates del orgasmo («gozar una vez como nunca nadie ha gozado, después morir»). Qué belleza la de esta decepción, de esta euforia carnal que no se deja totalizar. El goce de la mujer extermina el binomio excitacióndescarga porque hace siempre posible su confusión; irresoluble la cuestión de saber si tal grito ha sido un efecto de desahogo o de recarga, si tal inundación pulsional anuncia la muerte de un placer o su comienzo, si es final y no inaugural, si por el contrario tal éxtasis, tal detención de los suspiros y de la respiración procede de una desnivelación brutal del bienestar o de su subida paroxística; en suma, el deleite voluptuoso mana incesantemente hacia su crepúsculo al mismo tiempo que hacia su renacimiento, circula en todas las direcciones a la vez, desplegando un espacio sin límites que los clásicos geográficos del erotismo no saben cómo delimitar. ¿Cómo imaginar esta delicia, la invasión del cuerpo por unos flujos de goce que se deslizan por todas partes como la lava? ¿La revolución en el pozo de amor esparciendo lo genital a todos los hemisferios, abriendo las brechas de un desmembramiento ilimitado? Aquí la tensión procede en cierto modo del placer, su uso se confunde con su consunción. Al no ser el orgasmo, los orgasmos, más que un medio entre otros de excitarse, toda excitación conduce con ella cantidad de satisfacciones paralelas. En otras palabras, el cuerpo femenino no es un sistema cerrado de fuerzas absolutamente incapaces de crecer, precisamente porque ignora el ahorro (no tiene ninguna necesidad de retenerse) y sólo aumenta con los más locos dispendios. No existe en él una cantidad inicial de fiebre que se trataría de repartir con mayor o menor habilidad (al igual que hace el hombre). Todo lo que dormitaba en el cuerpo, todas las fuerzas posibles están enlazadas, conectadas entre sí; la sensualidad es a un tiempo conquista y agitación, iluminación de todo el ser, fuerza expansiva que inventa sus propias vías y los lugares que invade con su ebriedad. Y el placer se 8. «Cuantos más orgasmos tiene una mujer, más fuertes resulta cuantos más orgasmos tiene, más puede tener.» Mary Jane Sherffey, op. cit., p. 129.
convierte en goce templado por un fuego que se automantiene y se autoconsume permanentemente, devora y vuelve a engendrar enormes energías. Cada ardor, estremecimiento, calor, emoción, inflamación ya no constituye entonces más que un pequeño grumo en la gran dispersión orgiástica del éxtasis. En cuanto elementos de orden (del orden del deseo), todos son minoritarios, colaterales, simples archipiélagos en el océano del desorden pulsional. Y, sin embargo, ha sido reorganizándose de cierta manera cómo esta carne ha podido moldear su propia desintegración, ha sido la ordenanza relativamente estricta del ansia sexual la que ha engendrado poco a poco este más allá del cuerpo profano y del cuerpo erótico que es el cuerpo desordenado, anorgástico, incandescente. De tal manera que la mujer puede explicar amorosamente a su amante algo que no es metáfora: Pasas por todas partes de mí. La mujer que goza escribe una ficción; lo que sumerge, lo que supera su ser a pesar de ella no reaparece de la misma manera, no existe el eterno retorno de un presente eterno, es una historia que una cábala de nervios y de mucosas narra variando siempre los subterfugios, el desenlace, los episodios; ficción libidinal, leyenda cósmica que mezcla unas masas de movimiento y de energía, unos flujos y unas líneas que llevan su investigación siempre más lejos, siempre más allá de la última superficie recorrida. ¿Cómo se han atrevido a calificar de pasivo, de indolente, este delirio soberano? (¿Qué hay de más inerte en realidad que el derramamiento seminal, que el deleite de la manguera del pipí?) Ningún goce requiere tanta movilización del cuerpo, una atención mayor a cuanto pasa, escapa, surge, resbala; todas las distancias, todas las relaciones adquieren una agudez que jamás habían tenido; las proximidades más inocentes se revelan unas travestías vertiginosas, nuevas dimensiones nacen a cada minuto despertando a su vez unos medios de aprehensión inéditos, cada vez más complejos, más refinados; en tal hueco de la epidermis, tal abultamien to de la carne son posibles varios ángulos de ataque que confunden en su geometría lo alto y lo bajo, la horizontal y la vertical, lo liso y el volumen, la curva y la recta. La mujer ya no es el sujeto de su voluptuosidad (en el sentido en que controlaría su mar-
cha), aparece sujeta a éxtasis, a partir de ahora cualquier cosa la afecta, arrobamientos la sorprenden, está perdida en una suma incoherente de presencias y de ausencias, ni contemporánea fti en retraso sobre lo que la desgarra, sin vivir ya el tiempo mo nomorfo de lo cotidiano sino una sobredeterminación de duraciones que no parece que vayan a confluir en un todo apaciguador. Todo el cuerpo pierde su carácter natural, la misma evidencia de la sexualidad es derrotada aparatosamente, cada nueva sensación derrota al enrolamiento genital de Eros; el organismo incendiado se convierte en una monstruosidad placentera frente a la anatomía, una incalificable fuente de impudor, un absurdo libidinal que transporta el fuego, la sangre, el tumulto a todos los horizontes de la carne. La mujer es absorbida en una suma de instantes que se eternizan; aparentemente y de manera reiterada, abolida toda preocupación por el pasado y por el futuro, se abre a la multiplicidad incomprensible de los instantes y esos instantes son en sí mismos unas eternidades. Entonces se entiende cuán inexacta es la gran metáfora nocturna de la muerte unida al goce; ningún placer invade pasivamente este cuerpo como un día lo hace la muerte; la mujer convoca violentamente las fuerzas que la subvertirán, nada puede contener ya la impaciencia de sus límites por ser desbordados (y si algunas veces titubea o se niega ante el salva jismo de lo que la sumergirá, no es la muerte —potencial— lo que rehuye sino la vida en alta tensión, la renuncia a la vida vulgar, uniforme, la necesidad de «gastar» unas fuerzas nuevas para mantenerse a la par con el desencadenamiento que la traspasa); jamás el goce anula lo viviente, lo dilata por el contrario como nadie es capaz de hacerlo; sólo por falta de imaginación ha sido posible compararlo con la experiencia agónica. Así, pues, la mujer se manifiesta colmada no porque esté satisfecha, sino porque su frenesí voluptuoso supera, y de lejos, las posibilidades que había entrevisto su deseo, colmada a la manera de sofocada, ahogada, estrangulada. Múltiples paraísos se disputan el espacio finito de su carne; cada poro, cada orificio de su epidermis es como una boca que capta unas señales provenientes del universo y despide otras, su piel se eriza de tentáculos, se convierte en puertas entre el fuera y el dentro, respiración sen-
sorial del mundo mientras que el mundo se convierte a su vez en fragmento de su cuerpo. La mujer, ser pletórico, alcanza en el abrazo la plétora impersonal de la vida; entonces no es nada más que la facultad de aceptar, de asentir, el asentimiento a todos los excesos, a los ciegos juegos de la rabia que la descuartiza; afirmativa hasta perder la cabeza, ilimitándose lejos de todo hogar, espléndidamente solitaria en su insurrección extática, entonces sólo puede decir y querer, sí, sí, sí, sí, todavía, todavía... «Donde esto se anuncia turbación y maravilla de ser varios, no se defiende contra esos desconocidos que ella se sorprende en percibir ser, gozando de su don de alterabilidad.»9 Inútil, por consiguiente, justificar la paradoja de escribir a propósito de un goce que no es el nuestro. Evidentemente, no tenemos ninguna pretensión de «hacernos la mujer», cosa tan despreciable como hacerse el loco, hacerse el obrero, hacerse el negro, el condenado de la tierra o el marginal, modernos oropeles de la buena consciencia. Ni siquiera buscamos lo femenino como algo que sería nuestro bien (o que lo será), de lo que estaríamos desposeídos y a lo que habría que aplicarse pacientemente, ascesis a recuperar. Sobre la misma feminidad no sabemos nada; y desconfiamos las ideologías del «eterno femenino» o del «eterno masculino». Queremos simplemente subrayar esto: que hoy, en nuestra historia personal, al contacto con las mujeres, nos descubrimos parcos epicúreos, puritanos de la peor clase. Que nuestra primera tarea quizás es la de reconstruir nuestras propias costumbres (y especialmente los más «liberados» de nosotros) a partir de las maneras de gozar y de vivir de nuestras compañeras. Pues nosotros, heterosexuales machos, tenemos unos cuerpos de capuchinos, rellenos de prohibiciones, más acolchonados de valores religiosos que un manual de catecismo, unos cuerpos de momias, auténticos santuarios de frigidez y de frustración. Modelar este arsenal aherrojado sobre la feminidad es aceptar en primer lugar que nos dejamos desollar vivos y vestir de otra manera. No esperamos de las mu jeres otra cosa que una regeneración deseante, que esa metamorfo-
sis pase para unos por unos períodos de desesperación, para otros por un sentimiento de anulación total, depende de los trayectos personales; cierta angustia es probablemente inevitable (¿y por qué motivo la sexualidad no sería angustiosa?). En cualquier caso, estamos cansados del universo cerrado de la similitud, de los viejos fantasmas deshinchados, de la ridicula supremacía machis ta. A ello se debe que para nosotros el resurgir de lo femenino sea una desoxidación bienhechora de nuestros fantasmas, de nuestras fascinaciones, de nuestras máquinas de placer. No queremos reaccionar a la lenta erosión de nuestro erotismo como ante una frustración, un peligro; al contrario, vemos en ella una posibilidad de libertad y de goce incrementado. Nos conviene muchísimo que nuestra pequeño sensualidad sea derrotada totalmente pues ni siquiera llegaremos a perder por completo esa familiaridad excesiva. Amamos a las mujeres como a unos nuevos invasores que no legislan nuestro deseo sino que lo liberan. Lo más que pedimos es este saqueo de nuestras fortalezas, de nuestras depravaciones de reclutas, y sabemos que nosotros solos no lo conseguiríamos. No tenemos la pretensión de imitar o de ponernos en su lugar, simplemente de acoger en nosotros la turbulencia de lo femenino, por muy inquietante que resulte. No pretendemos mantenernos tal como somos a falta de lo cual seguiríamos siendo eternamente unas tristes máquinas de penetrar, unos viejos glandes mercantiles que hacen sus tristes cálculos a la sombra de un inquisidor y de un psiquiatra, en suma, unos seres sin sexo, sin boca y sin mirada que carecen de ano y de nalgas. La historia del afeminamiento, de la alteración del cuerpo masculino tal vez no ha hecho más que iniciarse.
¿Sois todos homosexuales reprimidos? ¿Cómo entender esto? ¿Por la banal represión de la elección de objeto (pero en tal caso eso significa una nueva norma) o más bien como el aplastamiento efectivo de nuestro cuerpo, el reprimido sodomita? ¿Por qué el amor del ano sería automáticamente homosexual y el amor de la vagina inmediatamente infantil? ¿Y si fuera lo contrario, si yo hubiera nacido por el culo? La penetración anal es una alternativa para el hombre al placer fálico, lo prolonga y desvía su temporalidad lineal. Al romper la cohesión del cuerpo masculino, rompe también todos I 03 avatares de la voluptuosidad genital. Como lugar de penetración, el culo es lo que tienen en común los dos sexos, pero lejos de probar sus similitudes eróticas, señala únicamente la intercambiabilidad posible de los roles sexuales. La sodomía es esa práctica en la que lo masculino coincide con lo femenino en la postura pero no en la intensidad, pues para la mujer es el lujo suplementario de una sensualidad ya profusa, y para el macho la única solución de sustitución al pene. En el erotismo ortodoxo el hombre es un horror anatómico, un cuerpo sin trasero, un armazón óseo del cual se han serrado las nalgas. En el fondo, la sodomía lo reconstruye (pero es para desintegrarlo mejor). Mi agujero me pica, he ahí una frase que todos los sexos pueden pronunciar. Pero no hay que entenderla como un llamamiento difuso a ser sin cavidad, redondo, liso, denso a la manera de un huevo; el agujero no aspira a ser colmado, yo preferiría al contrario un cuerpo lleno de agujeros por el mero placer de ser asaltado, atravesado, penetrado en cada uno de ellos. Mi propia piel, cuando el sol la calienta, se abre, se pone como un colador. Quiero dejarme vaciar suavemente, atravesar, convertirme en una caja de resonancia, un dentrofuera en el que el mundo y los fragmentos del universo se coagulan, estallan, se congratulan, se mezclan, se Juntan, se rozan sin verse; constelación de pasajes heteróclitos, mosaico de objetos duros o tiernos, algunos de los cuales, como unos intrusos que se invitan a una fiesta a la que no estaban convidados, tendrán el aire de no venir a cuento. El hombre sólo puede agujerearse por el culo, pero la sodomía quizá no sea otra cosa a su vez que un entrenamiento para la disponibilidad general del cuerpo, para la invaginación total de la piel, de las linfas y de los músculos. Ojalá se multiplique sobre mí la debilidad de mil huequecitos, miles de pequeñas cabezas de alfileres y que, al ser de este modo más vulnerable a los demás, sea también susceptible de más estallidos, más Infiltraciones.
IV. Las equivalencias neutralizadas
PROSTITUCION II LA REVUELTA O EL FIN DE LAS RELIGIONES GENITALES
M il
y
t r e s
r a z o n e s
a c t u a l e s
d e
s k r
c l ie n t e
Pagar en metálico para no pagar en primera persona. Comerciar pero no ser mercancía; estar seguro de oírse decir sí sin tener por ello que representar. Dejarse de vigilar con el rabillo del ojo, incluso en los momentos de abandono: «¿Va bien? ¿He estado a la altura? ¿Qué nota he obtenido en el examen del orgasmo? ¿La media? ¿Un notable? ¿Un suspenso? No serán excesivamente ridículos mis calzoncillos? Con tal de que no se fije en mis michelines...». No estar ni bien ni mal en su piel, olvidarse. Olvidar su imagen, su obesidad, su calvicie amenazadora, su mala cara, sus manos húmedas; en lugar de obsesionarse en torno a sus vicios de forma de no pen sor más que en dar forma a sus vicios. Dejar de reprochar al cuerpo todos los motivos de rechazo que, pese a las precauciones tomadas, proliferan en él. Comprar el derecho de abandonar el personaje junto con las ropas. Edipo con mentalidad de portera, castigar a Mamá por haberse ' acostado con Papá rebajándola al nivel de la Puta. Entre dos placeres solitarios, seguir eligiendo él menor. Odiar hasta tal punto el propio deseo que sólo pueden estar designadas a recibirlo unas mujeres despreciables y caídas. «Todas unas cachondas»; deducir el oficio del vicio y la com!
petencia del oficio. Esperar cosas increíbles; especular sobre la perfección sexual de la prostituta; será el receptáculo de la necesidad, la muñeca del fantasmar y la maestra de la obscenidad. Sin plantearse problemas, exigir posiciones que consideraría insultantes proponer a su mujer, ni que fuera con guantes. Comprar el poder de gozar porque proporciona, además, el goce del poder. «Levanta la pierna, separa las nalgas, chúpamela, ponte de cuatro patas, húndeme el dedo en el culo...» —excitarse menos con las posturas que se ordenan que con el placer de dar órdenes. Para pasar del deseo a la acción, no tener más que tomar un metro, cruzar un puente, llegar a una calle. Gracias al milagro monetario, llegar, de entrada, a lo inaccesible, el sexo de la mujer. Detestar hablar de otra cosa cuando sólo se piensa en eso. No querer poner los ojos en blanco acariciándose el cochino secretito. Ser demasiado viejo para gustar, pero no para desear. No tener de meteco únicamente la jeta, cosa cotizada actualmente en el mercado de la seducción, sino el traje un poco descolorido y totalmente pasado de moda, el pantalón con brillo, la chaqueta demasiado corta en las mangas, el aire tímido, hostil, o perdido, y el acento imposible. En la encrucijada de todas las segregaciones (inmigrado, fuera de rollo, torpe de lengua), excluido por la moda, el .racismo y las palabras, econtrarse en la cálle indeseable, pero deseante. A título de diversión, cambiar de piel, y de discurso; contestar en lugar de tener siempre que preguntar. «Vienes cariño...»; lenguaje convencional que expresa la atracción sin necesidad de simularla. Comedia maquinal que ni siquiera intenta ser verosímil. Palabras de amor extrañamente libres de todo pathos amoroso. Palabra suave, caricia verbal sin nadie que la hable. Vibrar, con fervor, ante este efecto de extrañeza. Subir con la chica para contemplar y después ocupar un cuerpo desertado. Buscar a la prostituta no pese sino gracias a su indiferencia, pues esta frialdad es la que confiere al polvo su perfume de religiosidad. Igual que en la Iglesia, embriagarse de la emoción provocada por una ausencia. No hay nadie, por consiguiente está Dios.
Don Juan barrullero, ávido de récords y de grandes estrenos, obstinarse en querer hacer gozar un cuerpo profesional para rein troducir el desenfreno en la relación venal, para someter a aquella que, vendida a todos, no se ofrece a nadie. Vivir, inmediatamente después de entrar en la calle de putas, la metamorfosis del solitario en sultán; preferir la ebriedad de la selección previa a la emoción a fin de cuentas limitada del polvo, pasar revista a las candidatas con una mirada sin indulgencia, excluir a la menor deficiencia a unas mujeres que, de limitarnos a ofrecerles nuestros encanttos, nos acogerían con un encogimiento de hombros. «¿Te hago la dominación?» Comprar en él comercio todas las especialidades eróticas inencontrables en el mercado de los amores gratuitos. Para obtener un cuerpo complaciente que una noche por semana defeque sobre tu cara, no tener más que poner el precio y recordar un detalle, darle por la mañana un laxante suave que actúe en ocho horas. Higiénico y funcional, no querer conceder d amor más tiempo del necesario para hacerlo, sacrificar al instinto porque es tiránico, pero lo antes posible y para volver a sí mismo. Purgarse de las pulsiones a fin de tener la cabeza libre. Tener unas ambiciones eróticas por encima de sus medios y realizarlas; emborracharse de inconstancia, cambiar de pareja a cada solicitación del deseo. Combinar la escapada y la fidelidad, salvar la pareja, escapando a la vez, gracias a bocanadas furtivas, a su monotonía. Realizar la fusión, pero esquivar el vínculo; hacer el amor sin llegar jamás a conocerse. Masajes tailandeses o chupadas expeditivas, deslizarse en la inercia, hacerse manipular, dejar mimar a puerta cerrada el órgano que ocultas celosamente al mimo de sus compañeras regulares, pues tienes el puntillo de penetrarlas. Tener derecho a la beatitud pasiva del bebé, no depusés del amor sino durante la copulación; conocer el reposo del guerrero hasta en el instante de la deflagración. No perder nada, jugar simultáneamente la seguridad y la sor-
presa, el azar y el contrato, la seguridad de la satisfacción y la novedad del cuerpo, la ignorancia de la oferta y la satisfacción de la demanda. Pagar a la primera que aparece a falta de ser exigido por ella; conformarse con él papel de cliente debido a la imposibilidad de ser uno mismo puta. Comprar el derecho a dedicarse exclusivamente a los mecanismos del propio goce. Emanciparse del deber de reciproádad. No tener más que un terror, el azar. No poder gozar al margen del dinero, pues la relación venal sustituye la casualidad por el rito. Exigir que todo esté fijado de antemano. Tranquilizarse sabiendo que el polvo es un protocolo. Llegar hasta el final de su deseo sólo si la escena de la copulación resulta conforme al programa. Conjurar lo imprevisto para evitar la desbandada. Escapar a la angustia paralizante de las entradas en materia. «¿Qué le diré? ¿Por dónde comenzar?» En recuerdo de todas las aventuras que no se han vivido, en las que se ha renunciado al deseo por cortedad de espíritu, en las que el miedo a quedarse parado nos ha acabado de enmurallar en la soledad, agradecer al dinero que sólo permita una pregunta lacónica e inmutable: «¿Cuánto?».
Está claro que la lista pudiera extenderse indefinidamente, situando en un mismo plano anécdotas y análisis, acontecimientos minúsculos y grandes arquetipos, esbozos novelescos y esbozos de clasificación. También pudiéramos, siguiendo el camino inverso, convertir este repertorio en la introducción necesaria a un esfuerzo de explicación. ¿De dónde procede la demanda? ¿Por qué hay clientes? Al despliegue del catálogo sucedería entonces el trabajo de interpretación, el orden intervendría en la anarquía enumerativa, los mil y tres deseos suscitados por la prostitución se clasificarían en secciones; deseo de presencia en aquellos que quieren escapar a la soledad sin ser lo bastante cotizables como para entrar en la seducción; deseo de alternancia en aquellos que quieren escapar a la pareja sin ponerla en peligro; deseo de ins-
titución en aquellos que quieren escapar a los azares y al código disimulado pero despótico del ritual seductivo. Equivale a decir que la multiplicidad es una ilusión, un efecto de puesta en escena o de trivialización, y que, bajo la locura de esta exhibición disparatada, se oculta, cuerdamente, una austera taxinomia. Equivale también a sustituir la escritura esteticista del inventario por el serio militante que siempre quiere remontarse a las causas; ser revolucionario es, ante todo, denunciar la ilusión según la cual sería posible eliminar las consecuencias de la miseria sin atacar sus causas, o sea, suprimir en este caso la opresión de las prostitutas sin luchar contra la prostitución, y luchar contra la prostitución sin combatir el sistema que la mantiene. Lo que crea la prostitución es la monogamia patriarcal, la miseria sexual, la dominación masculina, el racismo de la seducción; he ahí las causas, he ahí al enemigo.
L a s r a m e r a s , s u s p e n so e n r e v o l u c i ó n
Pero precisamente las prostitutas han desviado esta lógica impecable. Lo que ha convertido su rebelión en un acontecimiento ha sido, fundamentalmente, su desobediencia a los esquemas subversivos oficiales, su testarudez en ser una insurrección sin modelo. Los maestrillos de todo tipo han perdido el tiempo; las putas han demostrado ser pésimas alumnas de la revolución, del feminismo, de la democracia avanzada, de la liberación sexual, y de la utopía de las comunidades. Paesado el primer momento de entusiasmo ante el espectáculo de unas callejeras que alcanzaban el puño en lugar de tender el brazo, el malestar se ha apoderado de la mayoría de los militantes; cierto que las chicas luchaban, pero, incorregibles, prostituían su lucha en lugar de luchar contra la prostitución. No combatían las causas de su alienación, querían hacerla soportable. Su estar hastalasnarices, del que se pretendía encarecidamente que atacara la gran miseria prostitutiva, denunciaba, en realidad, todas las pequeñas miserias que, al
margen del polvo, se abaten sobre ellas. No ponían en discusión el sistema por haberlas obligado a vender sus cuerpos, sino por los obstáculos y los castigos con que les hacía pagar la opción de ese trabajo. Se las suponía, desde el fondo de su desdicha, animadas por un deseo de subversión, y, por el contrario, parecían como sedientas de reconocimiento de respetabilidad. ¿Su sueño? Que la carrea en la que entraron perdiera su halo maléfico. Profesión: puta, a secas —una tarea, pero no una deshonra, un medio como otro de ganar dinero—. No hay oficios bonitos o feos, sólo hay salarios más o menos decentes. Al no combatir lo que crea la prostitución sino lo que la obstaculiza, al no tomar respecto a su actividad el punto de vista de su desaparición, las putas han aportado a las personas respetables una revelación inadmisible, la demanda no basta para explicar el fenómeno porstitutivo; existe tmbién una oferta. «No hemos sido obligadas, han dicho en el fondo, hemos elegido la prostitución. Es posible que tengamos derecho a imaginar un día en el que los hombres habrán perdido todo motivo para convertirse en clientes, al igual que las mujeres para convertirse en putas, pero ¿de qué sirve, cuando se vive en el sistema, mantener los ojos absortos en su abolición? Tenemos nuestras noches en espera de la Gran Noche, nuestras noches en las que desfilan la angustia de los solitarios, el deseo furtivo de los jóvenes esposos, los meti sacas de los camioneros, los guiones pornográficos que los hombres sólo se atreven a imponer a nosotras, y nosotras asumimos todo eso, somos las asistentes sociales de la libido; en consecuencia, que la sociedad deje de excluirnos alegando por motivo la sexualidad en peligro; que abandone esa posición de desprecio que está por encima de sus medios.» La puta escandalosa dice: la abyección no está en hacer la calle, la abyección es el desprecio, la violencia, y la explotación con que hay que expiarlo. Lo innoble no es la peripatética que atrae, es el policía que le instruye un sumario, los moralistas que la condenan y el Estado que acumula los dos papeles. Se manifiesta víctima, daro, pero de la penalidad, y no, como era de esperar, de la venalidad; no se mete con el dinero, puesto que lo gana, se mete con el poder que se lo roba. Y, para coro-
nar el conjunto, revaloriza su oficio en términos de utilidad social, justifica los beneficios que se embolsa por el servicio que supone que presta, ¡qué puta! Entonces, claro está, han llovido las sentencias acusadoras, la subversión oficial se ha vengado sin indulgencia de haber sido maltratada de este modo; no podemos defender una rebelión que pretende ordenar la opresión de las mujeres en lugar de concluir con ella, han dicho las Pétroleuses. Y Rouge: «Para nosotros, revolucionarios, no pueden existir ambigüedades; la prostitución es intolerable. Por ello no apoyamos la reivindicación de las prostitutas de obtener un estatuto». Por todas partes el mismo viejo principio, la vieja canción de siempre, la subverisón es la alternativa. ¿No quieres romper? ¿No llevas contigo el deseo irrefrenable de otro mundo? Es que en el fondo de tu persona, pobre alienado, persiste la impureza de tu amor hacia éste. En suma, al querer mejorar su condición en lugar de salir de ella, se degrada el rechazo revolucionario en corporativísimo, lucha puntual, egoísta, basada en un consentimiento al conjunto; por muy violenta que sea, rebelión que juega el juego en lugar de infringir sus reglas. Sin embargo, ¡cómo habíamos mimado a esas recién nacidas de la Batalla política!; después de aplaudir sus primeros pasos, se pretendió ayudarlas a pasar del balbuceo al lenguaje articulado* del ya estoy harta al ya lo dijo Marx, de sus problemas de mujeres prostituidas a la prostitución general de todas las mujeres. Todo inútil, se mostraron refractarias a cualquier pedagogía. «A partir del momento en que he decidido vender o, mejor dicho, alquilar mi cuerpo, considero que es algo que sólo me interesa a mí y a nadie más. Nadie tiene el derecho de venir a pedirme cuentas. No acepto ninguna clase de amonestaciones, que me vengan a decir que soy una marrana, en el caso de los más despreciativos, o que me vengan a explicar que carezco de afecto, o que me vengan a explicar que debería intentar salirme, o, como hacen los polis, que me vengan a impedir trabajar por todos los medios. ¿Con qué derecho nos reprimen, con qué derecho nos vienen a decir que no debiéramos hacer este oficio? Mi cuerpo me pertenece, hago de él lo que quiero. (...) Hay demasiadas
personas que quieren protegemos y pocas que se dignen escuchar lo que realmente queremos.» 1 Y lo que quieren realmente, el deseo que tanto aspiraban a sofocar los profesores de la subversión, es el de un mundo en el que se pueda elegir burguesamente lo prostitución, en el que ésta fuera accesible, libre, fácil de vivir, ni santa ni maldita, sino colmada de banalidad. Ahora bien, esta perspectiva provoca un sálvese quien pueda general; asusta, sea cual fuere el color político de las excomuniones. No puede resultar anodino poner el aparato genital en alquiler; he ahí lo que dicen, cada cual a su manera, el Estado que mantiene la prostitución en la delincuencia para sacar mayor provecho de ella, las personas honradas que enseñan a sus hijos a apartarse de las prostitutas, y las personas liberadas que les enseñan que si ni siquiera el amor está al amparo del dinero es por culpa de la sociedad. Delincuentes, viciosas, víctimas, tres identidades de las que las prostitutas han decidido deshacerse. Y esta coalición de reticencias, esta unión sagrada, esta unanimidad en el ostracismo, es lo que demuestra que con su rebelión, hoy, se ha tocado algo fundamental. En lugar de apelar a nuestra tolerancia, lo que hubiera significado reconocer su especificidad, han protéstado de su normalidad, lo que significaba negarse a avalar la moral de nuestros comportamientos. Es cierto que moral no es una palabra bajo cuya autoridad situemos a gusto nuestra existencia. Ya no referimos nuestros actos a unas máximas que los justifican y que nos tranquilizan; hace tiempo, además, que la idea de ser virtuoso ha dejado de ejercer ningún atractivo; como toda sabiduría, en suma, sólo sabemos producir algunas preguntas. En fin, inquietos o cínicos, nostálgicos o liberados, hemos perdido a la vez la rigidez y la serenidad de las personas de principios. Pero eso no quiere decir, como tendemos a creer con excesiva frecuencia, que la moral ha muerto, la crisis es su nuevo rostro. Carecemos de valores y, sin embargo, seguimos obedeciendo; el hundimiento de las leyes, lejos de engendrar la anarquía, ha producido un orden riguroso, una moral segregativa ha sustituido las antiguas morales positivas y los principios que nos dicta son
menos unos principios de comportamiento que unos principios de exclusión. No decimos: «prohibición de...», decimos: «prohibido a...»; no formulamos dichos, expresamos repugnancias. Dime de qué te desprendes y te diré quién eres; nuestros modelos de vida nunca aparecen con tanta claridad como a través de nuestros reflejos de discriminación. Así, cuando las prostitutas denuncian el ostracismo que las afecta, están pidiendo cuentas a nuestros principios subterráneos y no a nuestra ideología explícita. Decir que vender su sexo no es nada, no es una infamia, no es el colmo de la angustia o de la indignidad, destituye lo genital, cuando nuestro propio cuerpo fue prontamente iniciado a la evidencia de su reino. Nuestros rechazos nos revelan nuestras creencias, ¿por qué prohibimos a las prostitutas la entrada en nuestro universo? Porque creemos en lo genital, hasta el punto de haberle transferido inconscientemente los poderes que antes se otorgaban al alma. A partir de ahora la riqueza del individuo, el tesoro inalienable cuya propiedad no le discute ninguna institución, la única parte de sí mismo que no entrega al trabajo, su vía de acceso a la felicidad, lo que le define como ser privado, es lo genital. Las prostitutas pudieron parecer corporativistas, estrechamente limitadas al particularismo de sus intereses, subvertían el funcionamiento social a otro nivel. Dejaron de querer pagar con su miseria la religión de la genitalidad.
So b r e
l a
p a l a b r a
«puta »
Ellas comenzaron por una cuestión de vocabulario, pues el racismo está en una palabra: puta. Puta se dice de una donjuane ra cuando se quiere expresar la amalgama de avidez y de asco que suscita la libertad de su deseo. Puta porque la mujer es esa moneda que se pretende a la vez que circule y atesorarla. Puta para expresar el fantasma del pornógrafo y el odio del propietario. Puta porque frente a la sexualidad femenina el hombre se imagina contra-
dictoriamente como el beneficiario y como el perjudicado. Por solidaridad con sus compadres, el propietario le grita «¡Cachonda!», mientras que el pornógrafo sueña con ser abordado por un deseo imperioso, sin ambajes, sin preliminares; ¡ah! ¡si las mujeres fueran capaces de violarnos! Adscritas al nombre de puta, las prostitutas están encargadas de encarnar esta ambivalencia; su naturaleza indomable les lleva, cree el cliente, a entregarse a todos, por consiguiente también a mí —y eso me excita—. Pero no pertenecen a nadie, y eso es algo que yo no puedo tolerar Antes del polvo, en la escalera, aguijonean el fantasma; después de la eyaculación, cuando él se viste y se le ha ido la borrachera, ellas sufren el malestar, la sorda reprobación, casi las injurias del propietario. Una misma complacencia se revela en la repulsión y en la avidez, la idea, en primer lugar, de que la mujer sólo accede a la libertad sexual sometiendo su deseo a la norma masculina de rapidez y de genitalidad; la certidumbre, después, de que a la prostituta le «gusta» el miserable cuarto de hora del polvo. Pues bien, se trata de un error; si las prostitutas pueden practicar su oficio es porque «sexualmente el cliente no es nada» (Ulla). Han vivido excesivamente la obsesión genital que se les atribuye por proyección, como para seguir interesándose en su deseo. No se sienten implicadas por el goce del cliente, porque lo que pueden sacar beneficio de él. La increíble presunción masculina pretende convertir su alejamiento en alienación, su comercio en desenfreno, y sus cálculos en voluptuosidad. Pero ellas son prostitutas en la medida exacta que no son putas. «Putas, dicen unánimemente, es algo que sólo existe en vuestra cabezas; allí donde sólo está el dinero preferís imaginar que está el deseo.» «Para ellos somos una especie de monstruos, unas chicas totalmente retorcidas con unas mentalidades monstruosas, sólo que eso pasa únicamente en su cabeza.»2 «Lo más fantástico es ver hasta qué punto el sexo de los hombres es al mismo tiempo tan simple, “buenos días, hasta la vista”, y tan complicado. Supongo que se debe a que siempre llevan ideas
en la cabeza y casi nada en el propio cuerpo. Por una parte, tienen ganas de echar su polvo, por otra se llevan un rollo terrible y creen que ambas cosas son lo mismo. En realidad, si bien pueden comprar la posibilidad de echar un polvo, jamás tienen la de comprar su rollo. Y siempre tienen que quedarse con las ganas.» * Receptáculos hospitalarios, cuerpos pasivos, inertes, doblemente abandonados —al comprador y por su propietaria— las prostitutas cumplen tan explícitamente el contrato de la eyaculación que siempre decepcionan los fantasmas que el cliente intenta disimular. Exhiben el color en lugar de pintarse el del deseo. Mezclan extrañamente la complacencia absoluta puesto que no eligen su pareja, y la incomplacencia radical puesto que, en el mismo momento en que invitan, no salen de su reserva, no simulan la ternura, ni la voluptuosidad, ni la admiración, ni la servidumbre, y lo que dan al sexo del hombre se lo niegan despiadadamente a su narcisismo. Buenos días, hasta la vista; la alegría perversa de las chicas alegres no es joder veinte veces por día, sino llevar hasta su paroxismo la reducción genital que el cuerpo masculino imprime a la vida erótica, desilusionar al hombre por el exceso de conformidad a sus propios criterios, escapar a su deseo de apropiación aplicando la táctica del exceso más que la del rechazo. Su inr diferencia al trabajo se expresa por la prisa en realizarlo. La huelga de celo se reconoce en el celo de la prostituta en masculini zar los ritmos del polvo. Excitación, erección, eyaculación; la sesión es la aplicación rigurosa del programa viril. Las prostitutas no son las poetisas del amor («¡Vamos, cariño, date prisa!»), son sus poéticas, sólo conservan del orgasmo su esquema estructural, sólo mantienen en el relato la lógica de sus acciones; de este modo el hombre es invitado a vivir a un ritmo acelerado el film de su sexualidad tradicional, y, por decirlo de algún modo, a consumir su placer a 78 revoluciones. Reducen la unión al relato orgástico; reducen el orgasmo a la sucesión abrupta de sus tres secuencias.
¿Por qué hay tantos clientes malhumorados después del polvo? ¿Por qué son tan numerosos los que insultan a esas «marranas» y quieren recuperar su dinero? Porque han entendido que no eran los amos, y que podían obtenerlo todo de la prostituta a excepción de su sumisión. Apenas han terminado de vestirse olvidan la voluptuosidad, pero no las afrentas que han debido sufrir para realizarla, la del dinero y la del ridículo. Se enfadan con la callejera porque ha puesto precio a su deseo y lo ha hecho ridículo. Le reprochan la venalidad de la relación y la imagen que refleja, con una servilidad despreciativa, de su sexualidad. Incitado en la calle, enloquecido por unas promesas de aventura y unos récords de obscenidad —«Ven, cariño, te la chuparé, te gustará»— el cliente sólo cede a su sueño para asistir a su destrucción. La prostituta, sacerdotisa interesada de un ritmo en el que no cree, se traga el polvo, y el fiel aturdido es invitado a comulgar apenas cruza el pórtico de la iglesia. «¡Devolved el dinero! ¡Devolved el dinero!» es el sentido grito de todos aquellos que asimilan prostitución y pornografía. No hay que confiar en los parentescos de la etimología pues los amores marranos y los amores venales no son de la misma familia; la pornografía no se incluye en la prostitución, es precisamente su falta, su cruel ausencia, lo que indigna o deprime a tantos usuarios. £1 gran sueño pomo atribuye a las mujeres un deseo inmediato, centrado, imperioso. Anuncia la buena nueva: también ellas sólo piensan en eso. Y sólo la represión secular de su deseo explica la timidez sexual en que demasiadas de ellas siguen refugiándose, acaban de salir del calabozo, el sol genital es demasiado fuerte para sus ojos acostumbrados a la penumbra. Pero cuando hayan muerto los últimos tabúes, el hombre ya no pedirá, no tendrá más que dejarse hacer; en lugar de querer obstinadamente, cederá con gracia; en suma, la pornografía metamorfosea el fantasma viril en programa femenino de emancipación. Ya no tendrás que esperar, engañar, dar rodeos para joder —le promete al hombre—, te bastará con consentir. Al igual que en la prostitución, donde parece, que es la mujer la que liga, ella es quien asume los comienzos y habla claro de entrada y sin rodeos. Pero si acaricia la ilusión masculina es precisamente para romperla mejor, como una brechtiana del sexo
ofrece su cuerpo, pero no entra en la piel del personaje, no resulta verosímil, el fantasma es invitado a su propio desencanto. La pornografía genitaliza el deseo de la mujer; la prostituta jamás afirma otra cosa que su deseo de dinero. En los films, gozan espectacularmente de chupar pollas anónimas, en el polvo hacen su oficio con consciencia, pero sin pasión, meticulosas y flemáticas, obedecen, para erigir el monumento fálico, no al principio de placer sino al principio de rendimiento. ¿Nos hemos dado cuenta de que la «invasión» pornográfica y la revuelta de las protitu tas son dos acontecimientos contemporáneos y rigurosamente antinómicos? ¿Que entre las gozadoras del dne y las profesionales de la calle no existe ningún parecido, que el film porno sirve de pantalla simultáneamente a la sexualidad femenina y al trabajo de la prostitución? Ver hardcore para cegarse con la diferencia del cuerpo femenino y para convertir en exigencia sexual la frialdad altiva con la que se deja investir y colonizar. Escapar mediante la imagen a la pluralidad de los cuerpos y al cinismo del dinero. Olvidar que no nos quieren por nuestras grandes vergas sino por nuestros billetes de banco. Al ser la complacencia venal tanto un ultraje como una comodidad, soñar con la prostitución gratuita, sustituir el deseo por el interés, obtener a la vez la disponibilidad y el goce. Esta utopía reactiva demuestra al menos una cosa, que la venalidad no convierte a la prostituta en la esclava temporal del cliente, sino que garantiza, al contrario, su inaccesibilidad. En suma, la pornografía no es nada más que la denegación de la relación prosti tutiva, pues la flema calculadora de la mujer venal insulta el amor propio masculino, desmiente el fantasma en la manera ostensiblemente laboriosa con la que le da satisfacción. Mejor saberlas viciosas que indiferentes; preferible salvarlas que admitirlas, pues su frialdad humilla el deseo viril. Así las prostitutas han destacado la evidencia, iniciando su revuelta con una proclamación de impasibilidad: «Hacemos este oficio por la facilidad con la que podemos abstraemos de él. Nos desdoblamos, escapamos de nuestro cuerpo de trabajo, no es precisamente divertido, pero ¿quién está hoy al abrigo de este desdoblamiento? ¿Qué empleado(a)? ¿Qué obre ro(a)? ¿Qué vendedora? Igual que ellos, no defendemos contra la
sujeción mediante la distracción. Sólo el absentismo en el trabajo puede hacer soportable la presencia en el trabajo.» Ahora bien, este lenguaje es una herida; el hombre se siente obligado a rebajar por cuarta vez sus creencias narcisistas. Copér nico le enseñó que no habitaba en el centro del universo; apenas recuperado de la ofensa Darwin le retiraba el privilegio de ser el rey de la creación; Freud, el tercero en discordia, no le dejaba tiempo a respirar y le enseñaba que no era el dueño de su propia psique. Pero le quedaba una jactancia que habían dejado intacta las tres afrentas, la identificación, inscrita en la lengua, de lo humano y de lo masculino. Así, pues, Ulla es el cuarto mentís. En materia de erotismo el hombre no puede hablar en nombre de la humanidad. Sin embargo, nada le complacía más y actualmente le cuesta abandonar esta quimera. Pues lo que él esperaba de la mujer, ya na era sumisión sino identidad. Abandonaba gustosamente las servidumbres y las cargas del poder falocrático por las delicias de un genitocentrismo compartido. Pero las prostitutas han tomado la palabra para desgarrar su sueño; su exhibida y vindicativa indiferencia repecto a su egoísmo libidinal no le deja la menor ilusión sobre la universalidad de su libido; nada sexual me es extraño, decía, — ¡sí, la sexualidad femenina, le responden las prostitutas, en el mismo momento que, vestidas con medias rojas e imaginación viril, siguen consintiendo en ser una copia adecuada. Otra cuestión de vocabulario: «me he prostituido, he hecho de puta», se dice con falsa vergüenza y plena satifacción cuando se ha sabido expresar con convicción unos sentimientos contrarios a los que se sentían, con vistas a obtener un ascenso, un puesto, un papel, un cambio, unas vacaciones, un aumento de sueldo, permiso de dos horas durante la mañana, un incremento de propinas, una moratoria para la entrega de un trabajo, el perdón de un castigo o la consideración de sus jefes. Existe, pues, la tentación de hablar de prostitución cada vez que la adulación servil se encarga de disimular el interés, cada vez que la perspectiva de una ventaja material se disfraza de afecto o de obsequiosidad. En suma, la utilización metafórica de la palabfa puta reposa sobre una falsa
evidencia que es una auténtica calumnia, pues prescribe implícitamente a la realidad prostitutiva una imagen que la desfigura. En efecto, el contrato de prostitución es claro, prescinde de lo imaginario. Ningún papel a jugar, ni comedia ni autenticidad. Libera a un tiempo la sexualidad de la sinceridad y de la apariencia. En la negociación del polvo la histeria se toma una pausa. El cliente no necesita gustar; la prostituta no debe simular la fascinación. Alquila su sexo y pone el resto de su cuerpo en subasta, pero sustrae simultáneamente su afectividad a toda forma de prostitución, el teatro amoroso no forma parte del polvo, no entra en sus atribuciones. Hoy ya no vivimos en aquella sociedad ostentosamente desigual y estratificada que reservaba a las cortesanas la entrada en el gran mundo, y lanzaba las rameras de baja estofa como pasto a los zafios apetitos del vulgo. Tanto en Roma durante el Renacimiento como en el París del Segundo Imperio, el sueño permanente de una prostituta era acceder al gran mundo por la puerta de servicio, ser rica, adulada, admitida, convertirse en cortesana. Las prostitutas contemporáneas tienen la misma pasión por el dinero, pero no quieren pagarlo con la simulación sentimental. Por consiguiente la mayoría de ellas prefieren la calle a los elegantes burdeles clandestinos y a las redes de callgirls para ejecutivos multinacionales. En la acera pueden dejar manifestarse a un tiempo su deseo de dinero y su repugnancia a hacer creer al cliente que ceden a su encanto, y que antes de conocerle no sabían lo que era gozar. La prostituta moderna es una anticortesana. «Desnudarse, y desnudarse es una palabra excesiva porque nos limitamos a quitarnos el jersey, son 150 F (...) Si levantamos una pierna o dos son 20 F y cada cosa diferente que sigue 20 F más.»4 Mientras que la cortesana quiere atrapar al cliente en la trampa de la pasión, la prostituta especula exclusivamente con la gradación de su deseo. La primera finge entregarse por entero para atontar las cabezas y vaciar los bolsillos. La segunda prefiere el arte de la puja al del fingimiento; no finge los arrebatos amorosos ni siquiera los éxtasis de la voluptuosidad; prosaica, vende sus servicios. Irreprochable, pero parsimoniosa, reseta rigurosamente
la letra del contrato. En lugar de disimular la realidad mercantil de la relación, la exhibe. Ningún pathos, a la prostitucióncomedia sucede la prostitucióntrabajo; ningún papel a representar, sino una tarea a cumplir. «Una puta no tendría la impresión de ser una puta si no fuera una traidora redomada, y una puta que no poseyera las cualidades requeridas sería como una cocina sin cocinero, una comida sin vino, una lámpara sin aceite y un plato de macarrones sin queso.» Así hablaba Nanna, la gran prostituta romana, cuyas hazañas quiso narrar el Aretino. Escribió, por tanto, la Gesta de la cortesana, enumerando sus engaños como otras tantas hazañas. Figura fabulosa, proezas desusadas, sociedad muerta —aunque algunos islotes de la nuestra recojan todavía su supervivencia—. No es en Aretino y ni siquiera en Zola o en Dumas hijo que hacen pensar los relatos autobiográficos de las prostitutas contemporáneas, sino en Marx, cuando habla del trabajo abstracto. Entre el obrero y la puta aparecen, en efecto, dos analogías decisivas, la libertad y la indiferencia.
Las
m e r c a d e r e s
d e l
t e m p l o
La característica específica del mercado capitalista es que el trabajador es libre, desde un doble punto de vista, libre de disponer, a su gusto, de su fuerza de trabajo como de una mercancía propia, pero también «libre de todo, totalmente desprovisto de las cosas necesarias para la realización de su fuerza de trabajo»,5 desprovisto hasta tal punto, tan libre que se ve obligado a vender su cuerpo para arrancar su derecho a vivir. Para que exista un mercado de trabajo, es necesario que el cuerpo acceda a la calidad de mercancía y que una mayoría de individuos no posea otra cosa susceptible de intercambio que esa mercancía. Tener como única 5. Le Capital, la Pléiade, I, p. 7171
propiedad el organismo —su valor, su fuerza, y sus capacidades—, alienarlo temporalmente, ponerlo a disposición del comprador para obtener en contrapartida un salario, ésta es la situación que el Capital ofrece a la inmensa masa de sus súbditos. Por consiguiente, cuando las prostitutas exigen el reconocimiento no sólo piden a la sociedad que las admita, sino al sistema que confiese la realidad prostitutiva que lo rige subterráneamente. «Hacemos un trabajo como cualquier otro, dicen, porque todo trabajo es una forma de prostitución. Vendemos nuestro cuerpo, como cualquier persona. Lo que nos vale la piedad de los más caritativos, lo que, a los ojos de todos, progresistas y retrógrados, es el estigma de nuestra profesión, obedece rigurosamente a la lógica del contrato de trabajo. Si vender su cuerpo es pecado, es un pecado universal y no merecemos deberle nuestra postergación.» Por convincente que resulte este argumento marxiano («la prostitución no es más que una expresión particular de la prostitución general del trabajo»), no liquida totalmente nuestros sentimientos de repugnancia. Hay cuerpos y cuerpos, y la reivindicación de las prostitutas mezcla cuerpo de trabajo y cuerpo de amor, embrolla la oposición del trabajo y del deseo, bajo cuya égida hemos sido configurados a mantener nuestra vida. El Capital absorbe los cuerpos, pero en cuanto fuerza de trabajo, por la energía laboriosa que contienen y que quiere actualizar. En otras palabras, sólo muy accidentalmente sus gestionarlos son unos soberanos; la apropiación genital no forma parte de su contrato, hace tiempo que abolieron el bárbaro arcaísmo de la pernada que autorizaba a los señores feudales a gustar las primicias de sus siervas. Así, pues, el mercado capitalista divide el cuerpo en dos, delimita una zona inviolable —el aparato genital— y define como alienable todo lo que no pertenece a este pequeño teatro. Oposición privado/público que escinde al sujeto y le somete a una doble coerción; por una parte el placer es confinado, disciplinado por un código imperioso que le inculca su terreno de elección. El trabajo, por otra parte, se apropia la energía y los órganos liberados por esta concentración de la libido sobre un solo objeto. Dos pájaros de un tiro, el genitocentrismo construye simultáneamente unos cuerpos saciables en el terreno del deseo, y unos cuer-
pos útiles en Ja esfera de la producción. A cada uno de estos comportamientos del organismo corresponde ahora una pedagogía especial; la Escuela inculca simultáneamente la aptitud y la disci plina, la calificación y la docilidad al trabajo; la sexología, por su parte, abre a la enseñanza el último terreno que le seguía vedado. La pedagogía fue construida para acorralar el deseo; ahora existe una pedagogía obligatoria del deseo. Sabemos a partir de Freud que el silencio sobre las pulsiones no engendra el silencio de las pulsiones, que la mejor manera de desarraigar la reivindicación libidinal no es negarla. En suma, la sexología se dedica a suprimir las trabas que la turbulencia libidinal podía poner a la disposición del cuerpo de trabajo; maximiza la docilidad evitando convertirla en un sacrificio, una conquista arrancada al deseo carnal. Sustituye la ética de la renunciación por la de la compatibilidad. Dos principios fundamentales dirigen esta regulación de la sexualidad, el principio anatómico de las zonas erógenas y el principio energético de la satisfación. En lugar de ser una fuerza siempre despierta, el deseo puede ser saturado por el orgasmo; en lugar de que el cuerpo amoroso sea ilimitado, queda severamente circunscrito a unos órganos especializados. Voluptuosidad, productividad son los dos vectores de nuestra organización fisiológica, los dos objetos de su educación. Hay que aprender a trabajar, es decir, a aceptar la obligación; hay que aprender a gozar para que el deseo de goce no acabe por obstaculizar nuestra docilidad. Asi, pues, nuestro organismo voluptuoso aparece doblemente privado; cuerpo nuestro, sí, pero también cuerpo empobrecido por el tiempo, la fuerza y unos órganos que dedicamos al trabajo. Lo que nos pertenece personalmente es un despojo, el resultado de una sustracción. Pero la pedagogía del cuerpo privado no expresa su realidad privativa, ni su vocación disciplinaria. Expresa exactamente lo inverso, que la sexualidad es la alianza contradictoria de una práctica fetichista y de una metafísica de la globalidad. Lo genital accede simultáneamente a la autonomía y a la metonimia. Lo que justifica su separación es que bosqueja una nueva imagen de la totalidad. Está aislado por su doble aptitud de sintetizar la diversidad de los goces y restablecer de maceta pasajera
la continuidad de los seres. En esta fiesta el todo celebra su renacimiento o (versión desesperada de la misma mística) llora su desgarramiento. A un tiempo localizable y absoluto, objeto de mensurabilidad y objeto de culto, el orgasmo genital inviste un órgano a fin de abarcar la totalidad del cuerpo. Si, finalmente, la sexualidad se centra en el sexo es para realizar la fusión de los individuos. Ahora bien, diríase que las prostitutas han roto este equilibrio al retener únicamente uno de los dos postulados eróticos; tratar el cuerpo de amor como cuerpo de trabajo sinifica conservar el fetichismo genital y desprenderse de la metafísica de que está aureolado. El instrumento de la unificación (dos suman uno) se convierte en fuente de ingresos (un polvo son 100 F), las partes ya no se abren al todo sino al dinero. Nos cuesta perdonar a las mujeres venales esta desviación, esta prevaricación, esta perversión sacrilega. Mientras que ellas alquilan su sexo, nosotros, horrorizados o compasivos, decimos que venden su sexo, pues queremos que lo genital sea un microcosmos y no un fragmento. En suma, las prostitutas se han hecho culpables de una blasfemia, haber convertido la Iglesia donde comulgaban los seres en un taller donde se producen las copulaciones, haber abierto a todos los vientos el santuario de la voluptuosidad, haber vendido su alma genital para evitar la fábrica. Pecado mortal que nos muestra a nosotros mismos, en el caso en que nuestras proclamaciones de incredulidad nos lo hayan hecho olvidar, que seguimos siendo religiosos y que no nos gusta ver saquear con indiferencia el lugar en que se recompone, mientras dura el éxtasis, la unidad perdida. Pero, al mismo tiempo, estamos prevenidos; la creación de talleres protegidos, los diferentes esfuerzos por asegurar la reinserción profesional de las chicas perdidas, jamás suprimirán la prostitución. No hay órgano que no pueda convertirse en fuerza de trabajo. No hay no man’s land de la intercambiabilidad. ¿Qué es una prostituta? Lo mismo que una obrera, que una empleada de ventanilla de banco, que una empleada de Correos —a excepción de dos matices, se gana mucho mejor la vida y su cinismo radical le impide creer en la divinidad de lo genital—. El psiquiatra quisiera que fuera ninfómana o psicópata, el Tartufo preferi-
ría que lo llevara en el cuerpo, la buena hermana anhelaría colmar la carencia afectiva que le ha sumergido en la ruina, el maoísta, para curarla, la internaría en un campo y el trotskista en la fábrica, cuando su única enfermedad es el ateísmo, ha perdido la fe en lo genital. Sí, cabe pensar en la desaparición de la prostitución, pero hay que pensar al mismo tiempo en la desaparición del mercado de trabajo. Lo que a una persona le convierte en puta es lo mismo que a mí me convierte en profesor o mecanógrafa, la subordinación de la renta al tiempo de trabajo. Sólo una sociedad que separara la garantía de la renta de la exigencia de las 20, 30 o 40 horas, que ya no obligara a los seres a ganar su derecho a vivir, podría adolir la relación prostitutiva bajo la forma que actualmente conocemos. Todo el resto son pamplinas, actividad inscrita en el sistema y rechazada por él. «Nada impuro, nada inmundo», proclaman hoy las prostitutas. No existen castas jerárquicas en el cuerpo. La medicina antigua había dividido el cuerpo en partes nobles y partes plebeyas; el nuevo humanismo opone los órganos privados a los órganos laboriosos. Al decidir transgredir esta distinción, «esas damas», para hablar como León Zitrone, afirman que el trabajo procede de una sola pieza. No se puede someter a una clasificación moral las maneras de vender su cuerpo. Esta necesidad siempre es respetable o siempre es prostitutiva. El odioso prejuicio concentra la infamia sobre la prostitución para absorver el trabajo, bañarlo de agua lustral, demostrar su evidencia, o cantar sus virtudes. Valor del trabajo y maldición de las putas son una misma cosa; la rebelión de las prostitutas ha querido romper su innoble complicidad.
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Pero existe otra característica que convierte la prostitución en una variante del trabajo, la indiferencia. El capitalismo, en
efecto, no se contenta con integrar el proceso productivo tal como había existido anteriormente, pues esta sumisión puramente formal dejaría al obrero demasiado poder sobre su propia actividad, sus ritmos y sus misterios. De ahí la necesidad, tras haber liberado al individuo de sus instrumentos de producción, de liberarle también de su trabajo, de retirarle toda propiedad y todo control sobre el desarrollo de éste. ¿Puede seguir diciendo: «yo trabajo»? Sí, en el caso de que se refiera al tiempo pasado en la fábrica o en la oficina; no, cuando se trata del contenido mismo de la actividad. En lugar de ser efectuado por el individuo, el trabajo tiende ahora a prescribirle minuciosamente todos los gestos, todos los desplazamientos. La máquina capitalista (ordenador o cadena de montaje) reúne en sí misma cada vez en mayor grado, los dos tiempos de la eficacia productiva y de la coerción. La tecnología disciplinaria y la tecnología utilitaria confunden sus efectos; cuanto más se perfecciona la técnica, más multiplica sus funciones, sumando ahora el dominio sobre los cuerpos al dominio sobre la naturaleza. Y ¿qué es el progreso si no el summum del control y de la productividad? Resultado, el trabajo ya no es la actualización de la fuerza contenida en cada cual, sino la coerción que se le impone desde fuera, la fuerza extraña que mide su rentabilidad por la docilidad de su comportamiento. Y esto desplaza necesariamente los criterios de individualización del sujeto, el signo de la singularidad sufre una traslación del oficio al standing; el individuo ya no se define por su profesión anegada en la generalidad del trabajo tout court, sino por su posición social, que, a modo de compensación, está cuidadosamente diferenciada; la concurrencia y la jerarquía de las situaciones contrarían la tendencia al anonimato laborioso. Basta, pues, con abandonar el terreno del contrato, «esta esfera ruidosa en la que todo sucede en la superficie y ante las miradas de todos», seguir al vendedor y al comprador de la fuerza de trabajo en el laboratorio secreto de la producción, sobre el cual está escrito «No admittance except on business» ; 6 allí, la alienación jurídica del obrero se prolonga con la indiferencia y se
abre sobre una triple extrañeza, extrañeza del producto, del contenido, y de la fuerza de trabajo respecto a sí misma. «El objetivo del trabajo ya no es un producto especializado que mantiene unas relaciones especiales con tal o cual necesidad del individuo, es el dinero, riqueza dotada de una forma universal.» 7 «La indiferencia a todo tipo determinado de trabajo responde a una forma de sociedad, en la que los individuos pasan con facilidad de un trabajo a otro y consideran como fortuito —y, por tanto, indiferente— el carácter específico del trabajo.»4 «La fuerza de trabajo se comporta respecto a sí misma como algo extraño, y si el Capital estuviera dispuesto a pagar al obrero sin hacerle trabajar, éste acogería la oferta con placer .» 9 Si hemos arrancado de la barba de Marx el pelito «trabajo abstracto» es porque dicho concepto describe con la misma minuciosidad la intimidad del polvo y la inhumanidad de la fábrica; cuando Marx analiza las tendencias más modernas del proceso de producción, también le oímos hablar del más viejo oficio del mundo; allí donde describe la progresiva abstracción de la actividad obrera, vemos desarollarse con precisión los diferentes momentos de la sesión prostitutiva. Es la bivalencia de su vocabulario lo que nos apasiona, pues explica —mejor que una demostración— la gran perversión capitalista: la interferencia de los códigos, la tendencia a sustituir con el cinismo del «todo da igual», la flotación de los objetos, de los seres, de los trabajos la antigua inmovilidad de los arraigos, ¿soy trabajador? ¿soy puta? Esta pregunta carece de pertinencia, puesto que no tengo territorio propio y el Capital ha situado por doquier la indiferencia en el lugar del oficio. Indiferencia de la prostituta al producto del polvo; lo que en él se fabrica, a cadencias regulares, es la leche. Pero la puta siente tanta pasión por la esperma que entra en ella como la obrera de Purlom por su ristra de salchichas. El semen sólo es objeto de 7. Marx, Grundrisse, «1018*, I, p. 264. 8. Ibid., p. 66. 9. Ibiá., p. 282.
solicitud porque ya está aniquilado y abstraído en favor de su valor monetario. Dos lenguajes confluyen en la eyaculación, el del cliente que satisface su deseo y el de la prostituta que cumple su contrato. En cuanto el contenido del trabajo, ya hemos visto la irónica preocupación que pone la mujer venal en circunscribirlo y en íitualizarlo, tan exterior al ansia del cliente como halagador de su fetichismo genital. Tercera indiferencia, finalmente, la prostituta disciplina su apariencia, y sólo se brinda a los sueños mayo ritarios de la feminidad reprimiendo sus impulsos concretos. Su cuerpo trabajador le pertenece tan poco en el momento del polvo como en el del contrato. De la misma manera que el obrero permanece ajeno a su fuerza de trabajo cuando la pone en acción, también la prostituta debe abandonarse para que el usuario la encuentre y perderse para que él tenga la impresión de encontrarla. Un bautismo sanciona la fabricación de este fantasma carnal. MarieClaude se convierte en Ulla, puesto que el usuario quiere unas connotaciones libidinales y no unas connotaciones caseras, y como lleva en la cabeza toda una pequeña geografía del erotismo, un hombre escandinavo puede ser tan prometedor como un escote. Al cliente también le gustan los nombres de moda, los nombres de estrellas o de pinups, pues eso le permite apropiarse, además del ser que los lleva, de todas las deidades inabordables con que el Espectáculo ha poblado su imaginación. Por consiguiente, posee todo, la fascinación y el contacto carnal, el sentimiento de estar excluido por ese cuerpo y el derecho de tocarlo. Jode a la vez con la copia y con el modelo, goza de la penetración en la mujer y de la entronización en un reino prohibido. En suma, ser puta equivale a llevar la extrañeza a sí mismo hasta el punto de una total codificación, nombre incluido, es mejor llamarse Nathalie, Sophie, Clara que Jacqueline, Adéle o Charlotte, pues eso permite al cliente los tres placeres que resume la palabra polvo, estar de paso, hacer pasar su deseo, pasar finalmente de la mamaíta conyugal a la mujer inaccesible que parece enteramente dedicada a su propia belleza. «Creo que perder su auténtico nombre para encontrar otro, también forma parte del aprendizaje. Es algo así como una mujer que se casa y adopta el apellido de su hombre; allí se nos daba un
apellido para gustar a todos los clientes, un nombre universal.»10
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¿Qué es la modernidad? Ese momento en que toda puta puede decir «yo trabajo», y todo trabajador «yo soy puta». He ahí lo que afirman, cada cual a su manera, Marx y Ulla, y he ahí, al mismo tiempo, un lenguaje que nadie quiere oír, ni nosotros (buenas personas o viejas chochas), ni los polis («en la calle estorban a la población»),11 ni el Estado. Como si la confusión fuera intolerable. Como si la indiferencia fuera a la vez una tendencia del sistema y un desorden contra el cual hay que prevenirse incesantemente. Como si la generalización del esquema prostitutivo al conjunto del trabajo social sólo fuera posible a cambio de conceder una suerte infamante a la prostitutas. El Estado mantiene el orden, pero no es enteramente el orden moral del puritanismo triunfante, no es únicamente el orden represiva de la violencia policíaca, es el orden de la claridad —la salvaguarda de las jerarquías—. De una parte la prostitución; de otra, el trabajo. Mientras las busconas sigan lanzadas a la delincuencia, el trabajo no puede ser vivido como prostitución; la segregación asegura la supervivencia del contraste, y frena efectivamente el movimiento hacia la indiferenciación. Este es, pues, el papel del Estado, contrarrestar la indiferencia, inscribir el código moral en los cuerpos, situar lo real en la imagen de los prejuicios, marcar a las putas para acabar de demostrar que no pueden pretender ejercer una actividad diferente. Obrar de tal modo, en una palabra, que la abyección de las mujeres venales no sea un simple apriorismo ideológico, una antigualla novelesca disuelta por el impulso revolucionario del Capital en la universalidad del trabajo tout court. Dar a las prostitutas una auténtica vida de puta. 10. Une pie de putain, op. cit., p. 140. 11. Comisario Soléres, Le Nouvel Observateur, 26 de abril de 1976.
A la actual ley penal incumbe cerrar la prostitución sobre sí misma, levantar una barrera efectiva entre las dos monotonías del polvo y de la fábrica, y separar concretamente las prostitutas de todas las demás categorías de trabajadores. A la indiferencia del Capital responde, pues, el orden disciplinario de la claridad, y ninguna de ambas instancias tiene sobre la otra el privilegio de la realidad. Las dos son reales. De ahí la contradicción que divide todas las biografías de prostitutas; al hablar de su oficio, reivindican una opción y protestan contra una fatalidad. Afirman escandalosamente su libertad, libres de trabajar, llegan incluso a proclamar la superioridd del polvo sobre la fábrica (relación tra bajorenumeradón); pero al mismo tiempo denuncian el engranaba infernal en que están inmersas. No conviene apresurarse a interpretar esta contradicción como incoherencia. Divididas entre la realidad capitalista y la del poder, es probable que las prostitutas posean actualmente el punto de vista más justo sobre su articulación. Ahora que ya han hablado, no cabe imputar el destino que las aplasta a una violencia difusa, reducirlo perezosamente a un falacia de la ideología, o convertirlo en la sanción ineluctable de su decadencia profesional; sabemos que está fabricado por la ley penal moderna. «La vida de las prostitutas no es alegre ni fácil», manifiesta el comisario humanista Soléres. «Es verdad, responden las putas, pero a vosotros os lo debemos.» Existe una política deliberada de criminalización que ha convertido la prostitución en un medio separado y controlable. Las fichas, las multas por provocación pasiva, la imposición arbitraria, la represión del proxenetismo, todo este arsenal legal convierte el contrato del polvo en pacto de inhabilitación firmado con el conjunto de la sociedad. La ley penal parece decir a la buscona: «Cuando crees poner un pedazo de tu cuerpo a la disposición temporal de un comprador determinado, en realidad estás vendiendo tu alma al diablo; este gesto es irrevocable, en él te comprometes por entero, por él permanecerás marcada para siempre y, por tanto, estás a punto de realizar una alienación religiosa y faustiniana». Los tiempos no están preparados para la fluidez universal, tolerar la prostitución es hacerla irremediable para aquellas que la han elegido. Es preciso que sea una cañera y no un azar, una caída y no
una posibilidad profesional entre otras. A las que quieren salir de ella, se les dará, pues, toda clase de motivos para regresar,12 ayudado por la policía que ofrece unas estimaciones de rendimiento, el fisco les enviará unos atrasos de impuestos astronómicos, recibirán, además, antiguas contravenciones, y si no pueden pagar se ejercerá sobre ellas presión corporal. La mayoría de las instaladas en el oficio tienen que vivir bajo la amenaza constante de la multa y el encarcelamiento; cierto que la prostitución es legal, pero la ley es lo bastante imprecisa para recordar incesantemente a las busconas su estatuto potencial de delincuentes; la definición de la actitud capaz de provocar la disolución de costumbres queda a discreción de la policía, y la represión del proxenetismo se abate fundamentalmente sobre las putas. Seguimos asombrándonos actualmente de la repugnancia manifestada por el colectivo de prostitutas en denunciar el control del medio y las formas diversas de proxenetismo. Se ha entendido este silencio como una prueba de complicidad, de manipulación, de infantilismo político, y como la razón última del fracaso del movimiento. ¿Cómo reivindicar la libertad y proteger a los macarras, enfrentarse a la represión y defender en nombre de la moral del medio («no somos chivatas») las formas más arcaicas de explotación? No obstante, las prostitutas han respondido con claridad a estas preguntas molestas; en primer lugar, muchas veces es difícil diferenciar entre chorbo y chulo, amigo del corazón y macarra. Después, cuando se sellan las habitaciones de un hotel se está privando a las prostitutas de su lugar de trabajo. Finalmente, basta que dos prostitutas tomen un apartamento a medias para correr el peligro de ser considerada la una proxeneta de la otra. Mientras que la represión del proxe12. Pequeña anécdota instructiva; el 8 de abril, 50 prrostitutas presentan en la Agenda de empleo de Lyon. ¿Qué piden? «Un trabajo que permita vivir y no sobrevivir.» ¿Qué obtienen?, un carnet de paro con esta inscripción, peón. «Vayamos donde vayamos es la única cosa que nos quiere proponer el gobierno. Peón del sexo en las cárceles del seso, o peón en el paro. (...) Hemos mostrado a la luz la hipocresía dd gobierno que no quiere dejarnos salir de la prostitución, pero tampoco aceptar nuestras reivindicaciones para que podamos vivir tranquilamente como prostitutas en cuanto mujeres del todo»' (Libération, 9 de abril de 1976).
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netismo siga multiplicando para las propias mujeres los peligros de encarcelamiento, no hay que confiar en que ellas pidan su reforzamiento. En suma, lo que ellas quieren es que no se confunda el blanco, que se ataque al proxeneta supremo, el Estado, del que macarras y policías no son, en última instancia, más que los agentes fiscales, clandestinos o legales. Es el Estado, en efecto, quien aplica sobre la prostitución las imposiciones financieras más considerables. El es el gran gestionario de la prostitución. La multa penaliza a la prostituta y reduce sus beneficios. Con un mismo gesto el Estado castiga a las prostitutas y se enriquece a sus expensas. Es ridículo, por tanto, acusar a las «respetuosas» de querer prolongar su servidumbre, cuando ellas ya han desig nado el lugar último en que ésta se ejerce, y la estrategia que pone en práctica. Liberar la prostitución es, en primer lugar, librarla de la instancia que pesa sobre ella a un tiempo como castigo y como extorsión. A fin de cuentas, es posible que las callejeras no tuvieran necesidad de macarra, es decir, de buscar una protección en el medio, si tuvieran otro recurso contra la violencia siempre posi ble del cliente. El sadismo de éste goza de impunidad; puesto que la división social juega a su favor y forma parte a priori de las personas honradas, los inspectores jamás mencionan su nombre en los informes, y tienen la consigna de en ningún modo intimidarle. Esta complicidad indestructible de la policía y del usuario obliga a la prostituta a buscarse otros medios de defensa. «Los vínculos entre la prostitución y el bandidismo son tanto más estrechos en la medida que las prostitutas son tratadas como delincuentes» (Informe Pinot). Es indudable que las peripatéticas quieren acumular sobre ellas las dos funciones de macarra y de puta, pero saben que la tolerancia represiva de que son objeto es el mejor medio de impedírselo. No son los chorizos sin escrúpulos o los gángsters en gominados y dotados de labia quienes lanzan a las prostitutas a la delincuencia, es la actual ley penal quien las entrega, para sobrevivir, al medio. Las prostitutas sólo podrán ser su propio proxeneta una vez que la prostitución esté emancipada de la de lincuencía.
Tener al mismo tiempo la libertad de la calle y la seguridad del trabajo, he ahí el deseo unánime de las prostitutas. Y esto complica su revuelta, pues tienen que luchar en dos frentes a la vez. Contra la represión y contra la reforma, contra la arbitrariedad actual y contra los proyectos de institucionalización. Mientras que el informe Pinot, que contiene algunas medidas favorables, es púdicamente archivado, los gestionarios (alcaldes, partidos políticos, industriales) se despiertan y construyen unos inquietantes proyectos de desinfección; cada vez son más numerosas, en efecto, las personas que quieren conceder a las prostitutas la seguridad que reclaman, pero a condición de sanear la calle y trasladarlos de la acera a los burdeles de la sociedadfábrica, los Eros Centers. En esto como en otras cosas, Alemania constituye el laboratorio productivo y disciplinario de Europa, el país en el que se ponen a prueba, antes de generalizarse, los métodos de control adaptados a la ciudad moderna. Esta amenaza sitúa a las prostitutas ante una opción que se semeja mucho a un doble callejón sin salida, bien la calle, con sus peligros imprevisibles —la posibilidad de la redada, el riesgo de una agresión del cliente, la impotencia ante las multas—; bien el burdel, es dedr, el fin de toda libertad, el universo panóptico en el que la mujer es vista sin ver, pierde el derecho a rechazar un cliente y de trabajar de acuerdo con sus propios horarios. O la delincuencia; o el ghetto. El Eros Center es la seguridad pagada con el precio más alto, el encierro y la proletarización. Es muy revelador que entre ambas violencias, las prostitutas sigan eligiendo la calle, y prefieran la situación que combaten a las siniestras utopías de nuestros gestionarios. Prefieren ser tratadas como delincuentes que como muñecas indeshinchables. Si es absolutamente necesario optar por uno de ambos, les conviene más el riesgo de la prisión que la perspectiva de ejercer su oficio dentro de una institución carcelaria. No han rechazado la fábrica para convertirse en los peones del sexo. Los Eros Centers no han pasado del nivel de sueño (de pesadilla); supongamos, sin embargo, que esta reforma pasa; un sondeo del IFOP nos dice que recibirá el asentimiento de la población, puesto que un 69 % de los hombres y un 60 % de las
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mujeres interrogadas desean irnos centros de prostitución especializados.13 Es normal, se cree, poner fin a la hipocresía, no se puede a un mismo tiempo admitir la necesidad de la prostitución y condenar a la delincuencia a las que la ejercen. De este modo parece legítimo a muchos el deseo de seguridad, pero mucho menos la voluntad de las mujeres venales de ser unas mujeres normales, su deseo de borrar del oficio cualquier huella de infamia. Se está dispuesto a sustituir la represión por la segre gación, pero precisamente porque ésta mantiene el ostracismo de las prostitutas asegurándoles el estatuto y la protección que reclaman. Suprimir la arbitrariedad significa racionalizar y no reconocer. Se ve, pues, que cuando las prostitutas piden la respetabilidad, no se comprometen con el sistema, quieren compro meter al sistema, es decir, a nosotros mismos, con la prostitución, De ahí nuestro pánico, frente a esta implicación, todos tenemos algo que defender. Cuando no es el trabajo, es al menos la pareja, la moral de nuestros comportamientos amorosos, «Se oye cada cosa, se ve a mujeres que pasan con su marido, A veces ves venir de lejos a una pareja, y de golpe se separan. La mujer se adelanta. Se para tres o cuatro vitrinas más allá, y mira si alguien liga a su macho. Eso le hace reír.» 14 Placeres de la pareja, separarse para reunirse, distanciarse aun que sólo sea un instante para no perderse, estar incesantemente juntos, la alegría de los reencuentros. Verificar el contrato mi mando el riesgo de la separación, sentir a la vez el estremecimien to de la ruptura y el sabor de su inverosimilitud. Absolutamente odiosa, la broma de que es víctima la puta sólo podrá divertir a los patanes, pero ella no se deja reducir a la ignominia; este sainete provoca un sentimiento doble, tenaz y desagradable, pero también se dice, más sordamente, «¡así es la célula conyugal!», Se condena la grosería; no se saca de encima el arquetipo. En este siniestro guión, todas las parejas contemplan la imagen de su propia práctica, el modelo de su relación con el mundo; bajo
í 13. Citado en Annie Mignard, «Propos i\ tion», Les Tetnps Modernes, marzo de 1976. i 14. Une vie de putain, op. cit., p. 51.
élémentaires sur la prostitu
la forma de la prostituta es el mundo, en efecto, lo que está invitado a comparecer en la escena conyugal, es el exterior invitado a probar suerte, o más exactamente a aprovechar la suerte de ejercer su tentación. El maquinal «¿Vienes, cariño?» de la buscona adquiere una dignidad litúrgica. La frase de aproximación aparece como el punto culminante de un rito conjuratorio, momento fuerte en el que se enfrentan el mundo y la pareja. A través de la puta, enrollada a pesar suyo en un diálogo que no la concierne, la pareja finge someter su juramento fundador a la prueba de la exterioridad. Simulacro que exorcita el peligro por su teatralízación, y si los amantes ríen cuando se reúnen, no es tanto por su pequeña farsa como por la evidencia de su unión. Han ganado el partido, el mundo ha fracasado. La caja conyugal puede cerrarse nuevamente sobre la fresca certidumbre de su interioridad. Otros cónyuges, más civilizados, más elegantes, irán a buscar las pruebas sin ocasionar por ello víctimas, y nadie gratificará con una carcajada el goce que sentirán en verificar su vínculo. Cuestión de estilo, pero ello no es óbice para que la elección de la prostituta no sea aleatoria. En efecto, la pareja que se constituye sobre la promesa de la fidelidad, percibe el mundo exterior como incitación potencial al desenfreno; bajo esta fórmula, la policía del Estado persigue la mala conducta —la policía conyugal reprime la incitación al libertinaje—. Al tratarse el contrato amoroso de un contrato genital, el enemigo es el ser que puede poner en cuestión la alienación recíproca que los esposos se crean de su deseo. La paranoia conyugal atribuye al Otro la doble calidad de prostituido (puesto que el peligro que representa es proporcional a la eficacia de su atracción) y de prostituyente (puesto que para un cónyuge romper el contrato significa desviar de su destinatario legítimo lo genital que le había sido solemnemente cedido). Imaginemos ahora otro final de la historia. Mantengamos el papel de víctima, pero pasémoslo de la puta a la mujer amada. Así, pues, ésta se ha adelantado unos metros. Se vuelve, dispuesta a sonreír, a ver cómo su .esposo supera por ella la prueba de la mujer galante, a acogerle, en fin, indemne y sumiso. Si ella se ha distanciado, ha sido sin premeditación pero no sin deseo. Ella
quiere que él le rinda vasallaje. Así que espera, confiada, emo ■ ciona cionada da,, divertida divertida.. Pero, pr prim imer eraa sorpresa, sorpresa, ve que en lugar de ; continuar continuar su cam camino se para para;; luego luego todo se acelera, él pide lumbre, intercambian algunas rápidas palabras y desaparecen juntos por la puerta del hotel. Pregunta: ¿Cómo consegu conseguirá irá hacer hacer perdon perdonar ar esta crueldad a su amante? Respuesta: Apelando al esquema dominante de la diferencia de los sexos. «¿Ese polvo? No llega ni a capricho, dirá. Una broma, y reconozco que de mal gusto, pero que podemos olvidar juntos, pues yo no he metido nada en este coito minúsculo; he puesto la polla durante tres minutitos, pero yo me he quedado fuera.» En suma, intentará atenuar la maldad del gesto insistiendo en la superficialidad del acoplamiento. Funcione o no, este argumento sólo es formulable por un hombre. Se f basa basa por entero entero en el postul postulado ado tácito de que la mujer mujer es su sexo, pero el hombre lo tiene. Ambos están obligados a salvarse a tra t vés de lo genital, pero no de idéntica idéntica manera. manera. El E l hombre hombre manmantiene con su pene una relación de exterioridad que el orden amo j: roso roso no autoriza autoriza a la mujer; mujer; la vagina es es interior —lo que lleva ‘ a justifi justificar car nuestra tenden tendencia cia a convertirla en el lugar lugar exacto exacto de la interioridad—. El sexo masculino cuelga, y a veces se levanta. Pero altivo o mustio, sigue siendo un apéndice, una extremidad. Decimos, pues, que prolonga el cuerpo, no que es el hogar del ser. Mientras que la mujer está clavada a su genital, el hombre i está está exento exento de de toda perman permanencia. encia. El acude a ver las las putas, putas, ella ella no. Por otra parte, si la prostitución masculina se desarrollara entre [' las mujeres, seguirían siendo las clientes las tratadas de putas pues es evidente que lo que consideramos prostituido no es tanto el cuerpo vendido como el cuerpo penetrado. Sólo alcanzan esta abyección las mujeres, o, a falta de ellas, los enculados. Cuando un hombre multiplica sus parejas sexuales sin comprometerse en ninguna relación, se dice que es un patán o que oculta una herida secreta, que busca lo absoluto o que persigue el récord, que es orgulloso, que es inestable, cachondo, homosexual sin saberlo, desconfiado o desengañado —jamás se dice que es puta—. Si una mujer sigue la misma carrera, se hunde, su genital es ella misma; al ofrecérselo a todos, se priva para siempre de sí misma. Así, pues, la exclusión de las prostitutas arraiga en un fantas-
ma anatómico, abrir su interior a cualquiera es algo así como expulsarlo del propio cuerpo, vaciarlo de uno mismo a fuerza de dejar llenarlo. A las mujeres públicas no les queda nada propio; al vender eso, lo han vendido todo; su profundidad era un misterio, lo han convertido en un museo. Llega uno a sorprenderse de que hablen, de que formulen reivindicaciones propias, de que denuncien la especificidad de su opresión, hasta tal punto estábamos acostumbrados a tratarlas como autómatas, como máquinas moldeadas sobre el deseo de los clientes y trabajando por cuenta de los macarras. Era inconcebible suponer la más mínima autonomía a estos cuerpos desertados de su ser. Así que se ha buscado febrilmente el sujeto real del discurso del que ellas sólo podían ser el sujeto aparente. ¿Quién podía estar interesado en sustituir el programa profesional de esos robots por un programa de rebelión? ¿Quién tiraba de los hilos? La respuesta no tardó en llegar, los proxenetas, claro está, que protestaban contra las dificultades del oficio sacando a la calle su mano de obra. Válida o no esta hipótesis, lo que importa no es tanto su verosimilitud como su finalidad; debía confirmar la imagen social de las prostitutas en el preciso momento en que éstas estaban intentando deshacerse de ella, Una mujer que vende su genital ha perdido su alma, es una criatura, en el doble sentido de la palabra, una mu jer desp despre reci ciab able le,, caída caída;; una una person personaa que que care carece ce de exis existe tenncia cia propia y que saca su consistencia de aquellos a los que se ha entregado.
LOS CUERPOS INCIERTOS
Asignar la mujer a su sexo, he ahí el imperativo mayor sobre el cual no queremos ceder. De ahí la rapidez de nuestros reflejos segregativos, y nuestra resistencia a admitir como mujeres normales a las inasignables putas. Hay que decir que la genitalidad del cuerpo femenino es cómoda, pues permite al deseo poder asumir la relación amorosa, decir la última palabra. Yo sé cómo
capturar un ser enteramente situado bajo la monarquía de lo genital; la existencia de ese reino obra la mitad del trabajo, su alteridad se mantiene prudentemente recluida en ese lugar. Pero supongamos que retiramos este privilegio a lo genital, sin transferirlo por ello a otro órgano, supongamos que un desorden irremediable acompaña al hundimiento de la monarquía; entonces en el cuerpo del Otro ya no hay un punto de anclaje para el deseo de poder. El Otro recupera su exterioridad, no porque esté más allá de su cuerpo, sino porque su cuerpo entero se halla más allá de mi domonio. Extrañeza extremadamente inquietante porque es irreducible. En el seno del propio amor, incomplacencia del cuerpo femenino en ser conquistado, y después anexionado; puedo invadirlo, en efecto, pero eso no significa que me haya apoderado de él. El Otro se ofrece, y sin embargo ya no sé por qué punta cogerlo. Jamás se me ofrece la oportunidad de decir esas palabras tan sencillas: «la he tenido». Su cuerpo ha dejado de hablar un lenguaje adecuado a mis fines. ¿Qué significa «poseer una mujer» si la mujer está libre a su vez de cualquier localización? ¿Qué seguridad puedo tener tener de su vasallaj vasallajee si su cuerpo cuerpo silencioso ya no no delega un órgano para ofrecer ofrecer la prueba? prueba? ¿Cómo satisfacer la voluntad de dominio cuando la penetración de un sexo pierde su función narrativa de desenlace y su valor simbólico de rendición? Nos aferramos al símbolo genital en la misma medida en que exigimos claridad. Queremos que el amor siga siendo una metáfora de la guerra, y sobre todo queremos saber en qué momento hemos ganado. Es posible incluso que prefiramos sentirnos frustrados en nuestra victoria por un cuerpo que juega el juego, antes que quedarnos privados de nuestros criterios por unos cuerpos que desordenan el amor, y que se niegan a significar lo que esperábamos de ellos. De este modo la rebelión de las prostitutas no ataca únicamente la arbitrariedad represiva, la injusticia, la hipocresía del sistema, sino que amenaza con introducir el desorden en la intimidad de nuestras relaciones conyugales. Las putas, unas anarquistas del cuerpo, unas repartidoras de incertidumbre. Lo que anuncian no es la prostitución generalizada, como pretendía Sade,
el «todos con todas, e inmediatamente» que sigue obsesionando todavía el sueño de la comunidad sexual; no es la apropiación colectiva de los órganos privados, la accesibilidad universal del placer genital y su gratuidad. Este socialismo del orgasmo recompone el reino de lo genital, mientras que las prostitutas proclaman su nivelación y alteran por tanto la percepción del cuerpo femenino, cuerpo incierto, cuerpo que se calla incluso cuando parece darse. Esta nueva mirada sumerge el amor en la inseguridad; la inquietud ya no está reabsorbida por la conquista, la fidelidad carece de pruebas, la apropiación es indeterminable. El amor posesivo camina a ciegas, ya no sabe a qué órgano entregarse. Las putas regicidas nos invitan a una mutación, estamos a punto de cambiar de régimen amoroso; un mundo indeterminable sucede lentamente al orden de la transparencia.
Un hombre que apenas acaba de abordarte ya descubre contigo todo un pasado común, adora la calle en que te encuentras, y este barrio tan simpático, por no hablar de tus )eans; los Jeans le vuelven loco. ¿Tú tienes pies para caminar? El tamb también. ién. ¿O jo s para v e r? A él no le falt faltan an.. ¿O reja re jass para o ír? ¡No puede ser! ¿Comes por la boca? ¡Demasiado! ¿Has nacido de una mujer que se llama tu madre? |No es posible! Es increíble descubrir tantos puntos comunes en pocos minutos... Así sigue la conversación, de fingidos asombros en falsas sorpresas, y esta riqueza verbal te llena de desolación, y entonces, cansada, despliegas tus alas y vuelas por encima de la ciudad. ¡Al menos estás segura de no tener eso en común con él! i Pues Pu es sí! El despe des pega ga a su s u vez, te alcanza alcanza y pregunta: pregunta: ¿Pterodác¿Ptero dáctilo además? Y entonces los dos os reís pues os habéis reconocido.
EL COITUS RESERVATUS
La privatización posible del goce desaparece en cuanto se convierte en una reivindicación colectiva. Así cuando las mujeres exigen un «salario mínimo de placer» (Benoíte Groult), no acusan a tal o cual hombre en concreto de sus pobres capacidades amorosas, no plantean el problema en términos de eficacia, piden ante todo que los sujetos masculinos se evadan de la unilatera lidad homosexual de su erotismo. Que no se pierdan en el acoplamiento para regresar después a ellos, a su país natal y extraer de este rápido descenso a los infiernos un suplemento de prestigio y de poder. Que dejen de verlas como el pequeño exterior, donde fingen olvidarse, para reforzar mejor su propio interior, consolidando su dominio. «¿Qué quieren pues?, pregunta el hombre. ¿Placer? Pero ¿qué placer? ¿Y hasta dónde?» La mujer no contesta. Ahí reside su fuerza, no negocia su condición, su reivindicación es irrazonable respecto al cuerpo stándard de voluptuosidad. A partir del momento en que el goce queda desconectado del lugar genital (santo lugar de los contratos y de los intercambios), ya no hay precio demasiado elevado que no pueda asumir. La mujer no sabría hacer pagar excesivamente caro él rechazo al que ha sido condenada. Y no bastan todos los sexólogos y psicoanalistas para canalizar este fenomenal chantaje ilimitado por las vías de una sana negociación, de una sana equivalencia (equiviolencia) orgastica. El coito no tiene nada de natural, es un producto histórico,
la inscripción de una cierta correlación de fuerzas entre el hombre y la mujer; en consecuencia también es en nuestros dias la baza de un determinado combate, sería ingenuo disimularlo. Que los hombres sean abandonados porque se prefieren, y hacen de sus órganos unos fetiches que les permiten apoyar una actitud, es algo que tampoco debiera sorprendernos. Dominada, la mujer sólo podía exigir un mínimo o confiar en la buena voluntad de sus «protectores». Relativamente emancipada, es libre de exigir todo. Es un desafío. La manera de profundizar la crisis de confianza entre los sexos y de volver contra el hombre la exigencia de objeto sexual a la que la había consagrado. Para ella reivindicar el goce es eliminar todo intento del sistema de estabilizar o regenerar el ámbito amoroso (en torno a una nueva instancia o a una determinada filosofía del placer). Actualmente lo femenino no es más que eso, lo que nos impide tener sueños dorados de pacificación, la «debilidad» esencial que nos hiere en el corazón de nuestra fuerza, se nos escapa, deshace incansablemente nuestras jerarquías mediante la multiplicidad de sus pequeñas pasiones. La mujer no afirma su diferencia en el código de lo idéntico, de la igualdad, quiere simplemente que el hombre se rompa tal como la ha roto a ella, que se abra, se aliene de una vez por todas, entre totalmente en juego (lo más asombroso de esta exigencia es que cada vez hay más hombres capaces de apoyarla porque el abandono de la virilidad se les impone bajo el peso de una necesidad). El placer de la mujer carece de objetivo, es una sacudida infinita que recorre todas las continuidades, no establece un nuevo mundo, crea un desorden. Es inútil esperar nada de este desorden pues él mismo significa el fin de toda espera. En su erupción voluptuosa, el cuerpo femenino es desobediencia civil a la anatomía impuesta; induce metafóricamente una nueva socialidad, un nuevo exceso; y demuestra lo siguiente, que lo genital y sus placeres localizados son una limitación a la que un día, hace poco, obligamos al cuerpo.
¿Qué es el coitos reservatus? El rechazo de cualquier beneficencia orgástica, la perversión masculina del código de la diferencia de los sexos, perversión referida a la esperma y no ya a las posiciones o a los órganos, de modo que el semen es en este caso el objeto de una negociación entre las dos partes de la pareja. Técnica procedente de los erotismos taoísta, adamita y tántrico en los que el hombre es el que debe conservar su semen a fin de acoger en él la exterioridad que representa la mujer y transmutarla dentro de sí como inmortalidad, ternura, deleite. «El Maestro TongHsuan dijo: Cuando el hombre percibe que está a punto de emitir su semen debe esperar siempre a que la mujer haya alcanzado el orgasmo. Una vez que lo ha conseguido, el hombre debe dar unos golpes breves y repetidos de modo que su miembro juegue en el espacio que se extiende entre las Cuerdas del Laúd y la Caverna en forma de Semilla; que sus movimientos sean similares a los del niño que busca con su boca la teta de su madre. Después el hombre cierra los ojos y concentra sus pensamientos, aprieta con la lengua el paladar de su boca, arquea la espalda y estira el cuello. Ensancha la nariz y cuadra sus hombros, cierra la boca y aspira su aliento. Entonces ya no eyaculará y el semen subirá hada el interior por su propia fuerza. Un hombre puede regular totalmente sus eyaculadones. Cuando tiene comercio con las mujeres sólo debe emitir el semen dos o tres veces de cada diez.» 1 Pues si no necesito de otro para gozar —postulado humanista que cualquier masturbación desmiente— la presencia del Otro induce un nuevo tipo de goce que está compuesto tanto de retraso como de satisfacción. Diferir no es únicamente retrasar o diluir sino también hacer diferente. Es posible que la sexualidad masculina nos parezca tan mis1. Extraído del Ars Amatoria del Maestro TongHsuan, citado p Van Gulik, La Vie sexuelle dans la Chine ancienne, pp. 172173.
teriosa debido a su absoluta simplicidad que la hace oscilar permanentemente entre la banalidad y el absurdo; se comienza por prescribir que se retenga para acompañar los ritmos femeninos, pero se le invita pese a todo a satisfacerse. La sexología oficial siente una profunda aversión hacia las técnicas de reserva; esa manera de unirse desafía toda forma de racionalidad, rompe para siempre la ficción necesaria de una historia; al dejar de gozar de acuerdo con unos trayectos espontáneos, se rechaza la mitología hedonista del cuerpo de felicidad, se reintroduce la negatividad en el deseo, se recusa la idea de un destino natural de la carne. Si el hombre en relación a la mujer es ausencia de goce, puede gozar entonces de dicha ausencia, faltar a su goce, hacerlo facultativo, olvidar la dilapidación ridicula denominada orgasmo genital. La parte masculina puede mantener la ausencia de eyaculación (cosa que a la mujer le falte siempre), procurarse a sí mismo una dificultad orgánica que intentará superar a fin de prolongar indefinidamente la turbación erótica. A cambio de sobreseer su goce, ¿por qué el hombre no sobreseiría totalmente a sí mismo? De tal modo que el coito para él alcance el mayor grado de intensidad en una negación total de su principio. ¿Se entenderá que en determinadas condiciones la retención de la esperma pueda ser una idea, un comportamiento más excitante que la libación seminal? Es posible en más de un sentido, por consiguiente, preocuparse del erotismo taoísta, adámita o tántrico no como el profesor que lo convierte en historia sino como esos mismos personajes. Y, sin embargo, no somos taoístas, ni budistas ni cristianos disidentes, hablamos aquí desde un punto de vista solitario sin tradición y sin ritos, expresamos una antiquísima experiencia religiosa al margen de las religiones definidas. No se trata de proponer o de imponer un nuevo código ni tampoco de resucitar unas antiguas prescripciones cuyas garantías ideológicas serían en cierto modo las admirables doctrinas que las han hecho aflorar sino únicamente tratar una práctica extrema de toda la sexualidad masculina sin preocupamos por un instante en sistematizarla. Si el Capital es la pintura abigarrada de cuanto ha sido creído, creado, visto, pensado, es preciso admitir que la sexualidad es actualmente el conjunto de todas las técnicas, hasta las nunca
imaginadas, perversas, pero aisladas, irremediablemente, de su antigua finalidad ontológica, moral, política. Ha desaparecido la significación simbólica de las actividades carnales, solamente quedan unas sexualidades laicas, disfrazadas de los oropeles de todas las antiguas religiones y medicinas, erotismos separados de sus referencias, cuerpos flotantes privados de imágenes. Poco nos importa en tal caso que el coito con las concubinas esté destinado en los taoístas a reforzar, mediante la intensificación del orgasmo femenino, la fuerza del hombre para que garantice —cuando se junte con su esposa legítima— la procreación de hermosos hijos varones, poco nos importa la agitación del Yin y del Yang para unos fines de reproducción ampliada, olvidemos la intención que está detrás del acto, olvidemos los protocolos, las prohibiciones minuciosas, las intenciones metafísicas (inocencia, nirvana, inmortalidad) e incluso el priapismo obligatorio; lo esencial sigue siendo la ascesis de la retención, la abertura fascinante a la sexualidad de la mujer, la inversión del trayecto de la esperma en el cauce, al igual que un río que fluyera de la desembocadura hacia su fuente; actualmente no tenemos otro motivo para adoptar tales prácticas que el placer. Y la pasión. A partir de la voluntad de reserva perpetua hay dos actitudes posibles. En primer lugar una relación de poder del macho sobre su compañera, la renovación más refinada de un control que parece decir a la mujer: mi esperma no es para ti, mi esperma no es para nadie. Prefiero mi fuerza a mi placer pues mi placer es demasiado común para que me abandone a él. Voluntad tiránica de erección continua que traiciona un fantasma de hiperviriliza ción y que permitirá todas las burlas, «consciente de la insuficiencia erótica universal de sus contemporáneos, otro se sitúa en Superman del placer. Hace gozar a sus amantes con caricias incansables, cunnilingus interminables, las trabaja durante horas, “reventándolas debajo de él” al igual que los mensajeros reventaban los caballos; puede grabar en el magnetófono los estertores inextinguibles que sabe provocar, y darlos orgullosamente a oír a sus amigos. Por nada del mundo tendría el mal gusto de eyacular en presencia de una dama. Puede eyacular en la mano después de la partida de la visitante ojerosa, para evitar las molestias de la
congestión perineotesticular; más habitualmente, eyaculará con su mujer casera o con una prostituta».2 Si mi esperma es demasiado preciosa para que yo te la ceda, es que me río de ti con quien me estoy acostando, es que en ti ni siquiera respeto la intensidad o el ardor que me invade, tú no eres más que una parcela del harén secreto que me he creado, sólo deseo tu goce para reforzar mi identidad, cuanto más te disgregas, más me apuntalo y me consolido yo; tu anonimato es la garantía de mi persona, me retengo para no perder la cabeza, puedo decir yo, yo, siempre yo cuando tú no haces más que gritar y chillar... Intención de dominio, por tanto, en la que el hombre se reafirma como sujeto en el momento en que desarticula la mujer y la envía a los abismos de lo impersonal, pues el otro ya no es el que se desea sino el que se ofende, el que se precipita en la voluptuosidad para gozar por el contrario de la propia sangre fría; no ceder al vértigo de la carne para abandonarse únicamente al vértigo infinitamente más fuerte de la omnipotencia. Misión nihilista que tiende a aniquilar la otra línea, a partir de la cual cabe entender el coitus reservatus, va por el contrario, a promover y acreditará las prácticas de ahorro y de retención, la apertura del cuerpo masculino a la diversidad del erotismo femenino, es decir, la heterosexualización del pene; ya no únicamente la cortés espera del placer del otro sino la fascinada escucha de su tan diferente y diverso goce. Todo ocurre como si la sexología sólo pidiera al hombre la reabsorción provisional de su esperma para poder después homo sexualizar mejor los dos miembros de la pareja y alinearlos a lo largo de la eterna e inmemorial férula masculina del orgasmo, siendo la mujer en esta óptica una máquina que debe tratarse de manera algo más delicada debido a su supuesta lentitud en gozar. Lo que el macho espera de ella es su propio goce pero con una afloración más desenvuelta y una intervención más tardía en el fondo de un vientre cálido y no, como él, desde el exterior. Es cierto que los administradores del buen sexo sólo progresan a través de la comparación, siempre quieren que el coito sea una 2. G. Zwang, La Fonction érotique, I, pp. 299300.
operación rentable, en la que quede bien claro que las tensiones han caído efectivamente y que la mujer ha entrado completamente —por todos los medios— en el destino fijo del placer masculino. Es absolutamente necesario que haya habido dilapidación. No es que el macho tenga una fortuna por derrochar; sólo posee un montoncito de polvo sobre el que sopla. Pero debe ser a la vez el polvo y el soplo; es preciso lavar a los cuerpos del deseo impuro que los habita. Nosotros, los sexólogos —reichianos, masterjohnsonianos, havelockellisianos— les enseñaremos a recuperar la inocencia original de los ángeles. No cabe duda de que el escenario masculino del alivio de las tensiones no es tan aborrecible por sus vicios esenciales como por su reino exclusivo. Cuando !a normalidad haya adquirido unas formas polimorfas y multidimensionales se podrá jugar libremente con las reglas antiguas del comportamiento erótico. ¡Qué importancia tiene, a fin de cuentas, emitir o conservar la esperma!: mientras el hombre se retiene ha hecho como si nunca fuera a eyacular, como si la hinchazón de su verga no tuviera otro fin que ella misma; la reserva es tendendal en toda copulación, no hace más que prolongar y radicalizar un movimiento latente, demuestra con su extremismo que el goce viril está compuesto tanto de retención como de abandono o al menos que la auténtica desposesión para el macho reside no tanto en el derramamiento como en la disponibilidad ahorradora. Queda por entender qué vértigo provoca el fenómeno de la demora.
La
d e s in v e r s ió n
d e
l o
g e n it a l
De este modo, lo que caminaba pendiente abajo asciende hacia su fuente, un flujo de semen blanco es deliberadamente detenido en su intento de evasión. La esperma, al igual que la sangre, siempre están dispuestas a escapar, a abandonar el cuerpo... Gracias a la interrupción momentánea de su goce, el hombre libera la energía sexual de su cuerpo de la única parte que la contenía
(en el doble sentido de la palabra, la tesaurizaba y retenía su impulso), la autonomiza, la libera de toda vinculación. La eyaculación siempre puede entenderse como el rechazo, por anulación, de todas las capacidades voluptuosas del organismo; denegar al sexo la primacía ideal del g;oce, operar la desgenitalización de la sexualidad, significa trasladar el goce a todos los demás órganos, ero tizar el conjunto del soma. Si el apaciguamiento del aparato genital va siempre acompañado de la caída brutal del potencial erótico masculino, la reserva será por el contrario una fiesta de la Irradiación. ¿Qué es entonces ese falo tan querido y tan temido? Un objeto dispensador de amor y de placer pero que no posee en sí mismo la fuerza que simboliza porque la transmite al cuerpo entero; un órgano del que no se debe gozar si se quiere gozar de todos los demás. Los bebés, dice Fourier, hacen un Dios de sus estómagos; y no conviene hacer un Dios de su falo pues ese Dios vampirizará en su propio provecho el organismo que lo lleva, sino convertirlo tal vez en un Cristo, una antena, un término intermediario que mantiene el contacto con el otro y asegura en sí mismo la movilidad del placer, no ya el infierno y el paraíso con jugados sino aquello gracias a lo cual el paraíso puede quedar sumergido y refluir hacia nosotros. La eyaculación, y sus tres características, movimientos del interior al exterior, evacuación de un atasco, concentración exclusiva del placer en un trozo de carne, se presenta entonces no tanto negada como descentrada y desorientada. Así, pues, si el reservatus tiene importancia para nosotros no es debido a eventuales virtudes terapéuticas (?) sino por su refinamiento en la búsqueda de una mutabilidad y de una desterrito rialización del goce; al no ofrecer al placer del hombre unas localizaciones demasiado imperiosas, dilata el pene a la medida del Cuerpo, lo convierte en medio de exploración de sensaciones inéditas y no en obligado vehículo de un placer transitorio. Como la emoción ya no puede quedar fijada, almacenada, detenida en ninguna región demasiado definida, se expande por todas las partes del cuerpo, multiplica sus superficies sensibles y hace del hombre ya no el afálico sino el polífalo. El coitus reservatus frustra los sentidos de su objeto, convierte esta frustración en una
facultad evocadora de cosas ausentes o inaccesibles (por ejemplo, el orgasmo de la mujer) hasta el punto de que esta inaccesibilidad se convierte en la condición sine qua non de la excitación masculina; entonces el sujeto comprometido en el acto amoroso puede concebir la eyaculación no como el fin de la unión o su sentido coercitivo sino como una mera tentación a la que cederá o no según su agrado. Al dejar de gozar del órgano peniano, el individuo goza no solamente de todo el posible éxtasis de la amada sino también en su propio cuerpo de un goce flotante, suelto, móvil, que mantiene la tensión erótica a un alto grado. El sexo erecto se convierte a la vez en el medio y en el obstáculo, lo que se debe animar —aunque sólo sea un ápice— para mantener el vigor eréctil, aquello cuyos impulsos, cuya ciega y brutal tendencia a exhalarse en un suspiro de leche blanca, se deben al mismo tiempo frenar. El semen debe estar siempre a punto de estallar y de corregir esta inminencia, y lo importante consiste en saber hasta qué punto puede avanzar la esperma por el canal uretral. Se produce entonces, de manera paradójica, no una rarefacción sino una intensificación de los mensajes sensitivos de la verga al mismo tiempo que su anestesia casi total a la conducción seminal. Ahí ya estamos percibiendo lo que pudiera denominarse una primera feminización del ser masculino, su metamorfosis en disposición bisexuada; retener su semen es, en cierto modo, tender a convertir el pene en una especie de vagina, vagina no tanto en el sentido de que sería a su vez penetrable sino en el de que la verga, al dejar de ser canal de transmisión, se pone en estado de porosidad, de disponibilidad total no sólo a las sustancias energéticas escondidas en los repliegues del cuerpo femenino sino también a las más diversas emisiones sensoriales del organismo que la lleva. La dolencia propia del hombre en el plano sexual sería en el fondo que sólo puede expulsar su placer (en el doble sentido de propulsarlo fuera y de arrojarlo lejos de él), y esta evic ción le impide expulsarse de sí mismo, perderse en sus propios recovecos. Lo que el cuerpo rechaza es también lo que no le derribará sino que le permitirá recuperar su dominio contestado durante un instante. El hombre no tiene escapatoria en su ma-
driguera de zorro; en el mismo instante en que piensa ver la luz, cuando siente su calor ardiente, se muestra en realidad una nueva entrada y la oscuridad recae sobre él; perseguido por un círculo vicioso, busca siempre una escapatoria para salir de sí mismo y sólo encuentra una entrada por ía que regresa a sí. Sólo conservando su pequeña cantidad de semen el hombre puede redistribuirlo por todas las partes de su carne, transmutarse: sumergirse en si mismo, en una especie de fluidez voluptuosa, y acercarse lo más posible (pero evidentemente sin conocerlo) a un cierto goce.femenino. Al anular la eyaculación como paso de un interior a un exterior, el ser masculino reinvierte el semen puesto en circulación por la agitación de su pene, lo disemina, lo expande dentro de sí mismo, se entrega a una tarea interna de intensificación de todas las superficies, de todos los contactos. ¿Qué es una erección? Un estado corporal de conexión absoluta en el que el organismo, dotado de una dimensión suplementaria, se muestra atento a las menores invitaciones, el despliegue de mil antenas, la abertura en el centro del vientre de un lugar de acogida al mundo. Resulta sorprendente esta turgencia que no es la afirmación de una fuerza brutal sino la negación —violenta— de toda violencia viril; el hombre incrementa la rigidez, se pone absolutamente de parte de la ley, finge seguir al pie de la letra el conformismo viril, pero en realidad lo devasta, sólo aumenta su fuerza eréctil para destruir el mito de la erección, suspende toda dominación por el mismo instrumento de la dominación. Entonces el pene se abre como la vagina, aspira, chupa, muerde, fricciona y bebe a bocanadas los licores femeninos, se hace forma impersonal y anónima para recibir en sí todas las fuerzas que transfunden y, por el esfuerzo de la ascesis, mantiene abierta la separación (los dos bordes del meato), la permeabilidad del glande a fin de que las sensaciones no se ericen, no se lastimen, no escapen irremediablemente. Lo esencial era permanecer abierto, confirmar la abertura, no permanecer sordo a los minúsculos procesos sensoriales que cizallan la piel; lanzarse a lo disperso sin perderse afrontando una indeterminación que, en última instancia, permanece calculada y dominada para no dejar escapar los frutos de la búsqueda voluptuosa. Se produce así un goce que ya no es la
repetición degradada del éxtasis femenino, el pálido reflejo de un desgarramiento divino, sino una efusión indiscernible en la que los signos del placer ya no se ofrecen en la claridad; en la que el movimiento de las caderas, de los riñones y de las piernas, el estremecimiento de cada poro de la epidermis, la mezcla de las bocas y de las salivas se bastan por sí mismos, suscitan a lo largo de su trayectoria la emoción que los abarca, alegría que no se atonta con ninguna privación y que no carece de nada (y sobre todo no del orgasmo). Al tomar su sexualidad natural a contrapelo, el hombre ya no es esa excrecencia de carne que se dispone a taponar el hueco del Otro femenino, sino que se hace hendidura a su vez, cortadura, surco, verga dura que ha hecho el vacío en tomo a ella, sexo que no recibe ni da pero que multiplica las circulaciones y las conexiones, mezcla la sangre con el agua, el agua con el fuego, el fuego con las secreciones marinas, aspira a su coincidencia y hace insostenible su diferenciación.
El
e s q u if e
pe n ia n o
en
e l
r ío
A m o r
«El sentimiento de dicha ocasionado por la satisfacción de un movimiento pulsional indómito del Yo es incomparablemente más intenso que la saciedad que procura una pulsión domesticada.» Fr e u d
Si la actividad sexual jamás ha tenido por fin —salvo en el espíritu de los legisladores— la procreación, ¿por qué no ser consecuente y retener dentro esta semilla responsable de la agitación? ¿Cómo no encender la aversión especial que el hombre siente hacia su esperma, hacia esa sustancia que frena y empuja a la vez puesto que con ella se origina toda la libido; que, retenida, irradia el cuerpo de ternura pero, derramada, incita a una sumisión humillante al principio de realidad, al principio del intercambio, al ser el orgasmo para el hombre una ilusión que carece de futuro?
La carencia de eyaculación, por consiguiente, significa la conservación de un capital por invertir, una disponibilidad distri buible por todas partes. La técnica del coitus reservatus no supone ninguna inhibición, no suscita ningún tormento, ni siquiera una lenta decadencia fisiológica, si es cierto que lo maravilloso para el hombre reside en la erección, en el dulce vértigo del injerto en el cuerpo femenino, mucho más que en la castración genital del coma orgástico. Hacer el amor equivale entonces a preguntarse ¿qué sexualidad elegimos? Una sexualidad monomorfa, lineal, circunscrita o un erotismo polimorfo, infantil, que instaura en el cuerpo del sujeto un espacio caótico, que es creado por el mismo dominio que supone lo que en realidad es «una matriz de placer no sexionada por la eyaculación».3 Si el hombre conserva su semen no es que quiera «guardar su oro como un avaro»,4 la esperma no es oro ni siquiera el modelo reducido de un dispositivo monetario, sino que lo hace para gozar de otra manera; ya que ese ahorro no es mortífero ni capitalista, la anulación del gasto espermático implica la desaparición de una fatiga que gravaba la repetición del acto sexual, por consiguiente la realización de éste, libre nuevamente de correr a situarse en otra parte, de comenzar de nuevo. Hay que entender asimismo la retención como reviviscencia, búsqueda de un aumento de las fuerzas, de su almacenamiento y de su entrada posterior en circulación; la energía fijada en los testículos se escapa de la máquina eyacula toria y corre a disponerse de otra manera, libera fuerza y garantiza una repetición infinita del acto sexual. Existe el movimiento hacia una frialdad aparente y ese movimiento es ardiente; la homogeneidad de la fuerza corporal es asumida intensamente de igual modo que la neutralización de la verga va acompañada de su extrema excitación. El ser así liberado de su necesidad genital, no va hacia la inmovilización, se convierte por el contrario en superficie inaprehensible, superficie salvaje sobre la cual pueden surgir los puntos de efervescencia más dispares.5 3. 4. 5. cuerpo
Lewinter, op. cit. G. Zwang, op. cit. La revolución como espaciotiempo único que reúne en él todo el social y lo lleva más allá es solidaria del marco institucional del
El cuerpo, enteramente vertido en el erotismo, prolonga —de manera ilimitada— el tiempo preorgásmico, ese tiempo cuando el placer es menos claro, más difuso, la aspiración más prolongadamente vigorosa, la exaltación permanente y los objetos brillantes en su resplandor primero. Economizarse, como dice el Tao, pues el semen puede estar en todas partes; descuidar el mercado principal y acudir a todos los lugares; y con la retención incluir en la circulación de la sangre y de las visceras nuevas cantidades de energía que multiplican incesantemente los espacios de goce, dan a las pulsiones parciales nuevas ocasiones de actuar en el cuerpo y hacen aleatoria la unidad de este último. El falo se convierte en lugar de una alquimia erótica, instrumento musical de varios registros, y la unión pasa de lo que se ha trazado en torno al Uno a lo que se ha trazado en torno al plural, a lo plural. Frenada en sus impulsos libatorios, la verga se convierte en órgano de selección energética que redistribuye la libido, introduciéndose la energía espontáneamente en un conducto; debiendo aprender a dirigirla por otras partes a fin de difundirla en todas, hacerla irrigar otros canales, otros vasos (¿y por qué no imaginar una esperma o cualquier otra sustancia similar que recorriera cada membrana, cada circuito nervioso, cada mucosa, cada vena, cada cavidad de un cuerpo recorrido en toda su superficie por altas y constantes cargas eléctricas?). Es decir, no querer deshacerse de nuestra excitación, no liberarse de nuestras tensiones, de la presión de la sangre y del semen; no sustituir un bienestar corporal generalizado por un goce local y limitado, no reducir lo flotante a lo conocido, no efectuar como los sexólogos un trabajo de exor cista o de inquisidor pisoteando el cuerpo bestial, no buscar una turbación suprema para curarse de toda clase de turbación sino permanecer en estado de posesión permanente, gozar de no tener orgasmo; por lo tanto, el deseo de revolución no puede ser otra cosa que deseo de orgasmo, deseo de un centro que abóla y descargue todas las tensiones; frente a este jacobinismo político, se observará desde hace unos años la aparición de agitaciones salvajes e imprevistas en las fábricas, los campos, los institutos, efervescencias semejantes a los procesos polimorfos del goce y que ya no se pueden pensar en un principio único.
un cuerpo unido, gozar también de las corrientes, de las fuerzas que retuercen y convulsionan simultáneamente al ser dentro del cual se está. Entonces, al no ser ya exclusivo, el placer seminal se convierte para el hombre en un incentivo suplementario e incluso en una alegría excepcional a la que, según la hora y el humor, cede o no cede pero que en ningún caso vive como una castración impuesta. No se trata, en suma, de oponerse a estos valores (el orgasmo, la eyaculación), sino de alargarlos, de esquivarlos; se toma la tangente, se va a otra parte y se evita la estéril oposición bien/mal, sano/enfermo, normal/patógeno. En otras palabras, no cabe erigir la retención de esperma en panacea, ni fulminar en nombre de la omnipotente naturaleza los minuciosos protocolos del reservatus; no cabe hacer una regla de la reserva ni de la eyaculación sino producirlas ambas como excepciones recíprocas, y cada una de ellas como desviación respecto a la regla (al abuso) que significaría la utilización exclusiva de su contraria. Entonces ya no se entenderán el derramamiento y la retención como unas polaridades irreconciliables sino como una vías divergentes de acceso al goce, de modo que cada una de ellas lleva consigo unos mundos incomunicables y, sin embargo, presentes en cada hombre. Cuando estamos sensualmente excitados, experimentamos una diferencia, una irregularidad, una verdad erótica de lo real que nos saca de quicio; en el colmo de la excitación desvariamos, salimos de los raíles canónicos del placer. Al ser la evacuación seminal la pendiente natural hacia la muerte del deseo, rechazar la eyaculación equivale a traicionar esa muerte programada y a traicionar al mismo tiempo en nosotros la ley de la especie. No existe sin duda acoplamiento intenso para el hombre si nada anormal lo desordena, si no se corre hacia la aniquilación por la regulación absoluta del principio del desorden, de la violencia y de la pérdida. Hacer tartamudear el cuerpo, impedir que el orgasmo prenda como un alfabeto inmotivado; que el semen, por tanto, no se vierta en una misma y enorme red que sería la estructura única de la relación sexual, que no pase sin transición del parlamento testículopeniano al senado vaginal, que al menos circule, refluya, remonte, se disperse al máximo, sostenga al individuo, anule,
hasta cierto punto, la bipartición en antes/después y se convierta en los preliminares de un acto jamás realizado porque es inefec tuable. Suspense tal vez pero despojado de futuro, sin expectativa especial. El erotismo taoísta dice: detened el semen, continuad la relación de otra manera. No eyaculéis (eyaculación = lo que suelta, deshace los vínculos, desata la unión mientras que la reserva efectúa la desunión en el mismo seno de la unión voluptuosa), entrad en una cierta relación de riesgo con la incertidum bre y la ignorancia, abrios a la sorpresa, no permanezcáis en el espacio tranquilizante de la deshinchazón, no intentéis serenaros con demasiada rapidez. El hombre no puede dejar de experimentar la sensación del placer eyaculatorio a la vez como una virtualidad de experiencias espirituales y carnales de todo tipo y también como una traición a esta misma virtualidad. Es cierto que, subjetivamente, no vive el orgasmo como el último placer sino como un placer entre otros; es la «Naturaleza» que le gasta la broma pesada de la voluptuosidad final, trampa tanto más cruel en la medida en que no es deseada. Si la repleción se ordena, pues, espontáneamente bajo forma de relato a través de unas peripecias que tendrán como característica común tender a un fin, es obligatorio, entonces, contemplar el coitus reservatus como contranarratividad, máquina de retrasar los plazos, intento de apertura a la alteridad mediante la suspensión indefinida de lo similar. No reabsorbe lo diverso en la unidad de un desahogo sino que hace de cada sensación, de cada trozo de piel, un atajo potencial, el posible lugar de paso de una intensidad. Allí el hombre no está extraviado (el que se ha equivocado de camino y lo busca) sino desorientado, no busca nada y quiere la diversidad de los laberintos, la multiplicación de todas las desviaciones posibles. Arte de amar en el que se percibe una totalidad inacabada, que atrae y estimula la imaginación, pero lo poco que falta no es en sí mismo realizable, su realización destruiría de golpe el frágil edificio que la tregua de emisión ha dispuesto en el cuerpo del hombre. Si es preciso que la yerga siga eréctil es que dicha exigencia contiene una e’specie de secreto a guardar. Cuando la
vagina ya no es el receptáculo de la esperma, sino el lugar de vagabundeo del pene, el hombre sólo puede acceder a un goce abstracto a través de un objeto que contenga la posibilidad (pero sólo la posibilidad) de todos los goces, mientras que el pene se ofrece como representante material de todo el placer posible. Lo que la mujer vive concretamente, el ser viril sólo puede sentirlo en la abstracción. La retención apasiona el cuerpo fuera de los objetos que la suscitan y libera el deseo masculino de los arquetipos que le dominaban; ni afirmación de uno mismo en el coito (puesto que se trata precisamente de desvirilizarse), ni utilización funcional de un objeto de placer. Lo que sucede en este poner entre paréntesis al orgasmo supera toda unidad, toda adecuación, toda conformidad; en la retención indefinida del desbor: damiento seminal pueden inscribirse cantidad de devenires cuya amplitud y extensión carecen de límites determinables. Y la copulación sólo tendrá para el hombre la eficacia de una desviación si, enteramente vacía sin apriorismos, mantiene abierta y susceptible de múltiples combinaciones la disposición perversa, la indefinición de las posibilidades de su goce. Y, sin duda, la sexualidad masculina sigue estando ahí prisionera de una esperanza contradictoria; espera escapar a la amarga condición de la pérdida negando al pene su goce mientras que en el mismo instante se muere de deseos de abandonarse a él, de establecer finalmente el infinito presente voluptuoso en el que la mujer se baña, sumergida, bajo sus ojos. El hombre sólo alcanza la liberación orgás tica a través de la mujer cuando él mismo se sitúa en el estado de experimentar el deseo más fuerte, preludio intenso de orgasmos fantasmáticos que para serlo nunca deberán ser sentidos. Entonces, al no poder gozar de sí mismo, el hombre goza de la in terminabilidad del goce femenino, liberando —con la supresión de todo riesgo repentino de detención— las innumerables riquezas de ese exterior en el que está atrapado. Si el hombre debe expresarse, es decir, en el sentido literal de la palabra, expulsarse fuera de todo lugar, dejar de habitar, de pisar ningún suelo, el ser masculino, en cuanto no quiere caer en la regulación adulta de lo genital, sólo puede permanecer en sí mismo, «desresidenciarse» comprimiéndose —bajo pena de romper irremediablemente el
sueño de omnipotencia voluptuosa que la reabsorción provoca indefectiblemente en él.
Un Moisés
s in
t ie r r a
«Dans le mot amour, ¡1 y a le mot mur.» E d m o n d J a bé s
Al cubrirse de caricias, al colmarse de besos, al susurrarse tiernas palabras, tienden aparentemente a la identificación... ¿cuántos son los amantes cuando hacen el amor? ¿Uno, cuatro u ocho? Os responderán que lo esencial para ellos es ser al menos dos. Nada más ridículo a este respecto que presentar la unión voluptuosa en términos de reciprocidad, de confusión de las identidades. Si bien es cierto que cada sexualidad arrastra la otra, jamás existe reversibilidad de lo tuyo y de lo mío en el acoplamiento y menos todavía paso alternado del goce de un cuerpo a otro. Lo que el hombre y la mujer comparten no es una comunidad de intereses, de placeres, de pasiones, sino el gusto por su extrañeza recíproca, una mutua ignorancia insuperable. En lo más profundo del acoplamiento de las carnes, ningún espejo tiende con precisión su reflejo a uno y otro de los miembros de la pareja, evoca la menor androginia o el espejismo de una complementa riedad esbozada por los amantes aunque sólo fuera un minuto; las emociones no se confunden. Pensar incluso que el hombre pudiera, en la evanescencia de las reglas amorosas, olvidar su pequeña presión del dedo izquierdo entre el escroto y el ano, olvidar su cabeza, perder su lucidez, entrar en un nuevo espacio de singularidades no mensurables, en fin, que el coito heterosexual pudiera escapar a la estrategia, es decir, al mercado «de la muerte incluida en las eventualidades consideradas»,6 es construir la ficción —muy masculina— de una 6. J.F. Lyotard, Eco. Lib., p. 249. '
indiferendación sexual y creer al sujeto macho suficientemente generoso, sufidentemente desencarnado para olvidar la parsimonia de sus propios circuitos eróticos, es silenciar que el hombre, puesto que se limita exclusivamente al pene, no dispone de incontables recursos sensuales, siempre debe comparar e introducir el negocio en el acto amoroso y que, finalmente, no existe en el erotismo masculino la pureza de un lugar intenso sometido a la irreversibilidad libidinal de los gastos puros, sino que es siempre mezcla de cálculo y de abandono. Releamos una vez más la Ars Amatoria china: «La Joven Elegida preguntó: si el placer del acto sexual reside en la emisión del semen, y el hombre se refrena y no eyacula, ¿qué placer puede sentir? P’ong tsu respondió: En verdad, tras la emisión el cuerpo del hombre está cansado, sus oídos zumban, sus párpados pesan debido al sueño, su garganta está seca y sus miembros inertes. Aunque haya experimentado un breve instante de alegría, no se trata realmente de una sensación de voluptuosidad. Si, por el contrario, practica el acto sexual sin eyacular, su esencia vital quedará fortificada, su cuerpo ágil, su oído fino y su vista penetrante; aunque el hombre ha reprimido su pasión, su amor hacia la mujer aumentará. Es como si jamás pudiera poseerla sufidentemente. ¿Cómo se puede decir que esto no es voluptuoso?».7 Así, pues, retener el semen equivale a situarse al mismo nivel que la mujer, es decir, a sentir que jamás será suficientemente satisfecho, a rechazar toda idea de suficiencia. Lo que el hombre no puede alcanzar por la emisión seminal, se esfuerza en conseguirlo —negativamente— mediante la retención. Su placer específico se convierte entonces en placer de prensión infinita, en apertura a toda la parte femenina del deseo; mediante la ascesis el hombre despierta a la mujer que lleva en sí y se abre como medio penetrable a las solicitudes de su propia organiddad. En estado espontáneo de déficit voluptuoso, debe reservar su goce, pequeño múltiple que lleva consigo la perspectiva aterradora de una retirada inmediata de las aguas; para él, sólo la inhibición respecto al objetivo es sinónimo de sensibilidad mantenida, de ternura continua.
Dicho eso, dos lineas, aparentemente contrarias, acaban por coincidir en el mismo mito idealista de la fusión de los contrarios. Para los secuaces del coitus reservatus esta técnica «identifica en cierto modo la dialéctica sexual masculina con la dialéctica sexual femenina; al igual que esta última, convierte el cuerpo en un espacio matricial, asimila al hombre y a la mujer en Etos, los convierte finalmente en partes realmente iguales, en reflexiones acordes, no ya disociadas por diferencia sino hermanadas en identidad (...)».s La unión como reintegración de las polaridades, solidaridad esencial entre dos antinomias, he ahí la eterna canción de los erotómanos y sexólogos occidentales: «El instante del orgasmo recíproco es también el de la suprema comunión, del supremo intercambio; convierte finalmente a los sexos en complementarios y alcanza el lugar por el cual el entero Ser somatopsí quico comunica ampliamente con lo impensable —alteridad intra específica—. Pega las dos mitades del andrógino en una fulgurante exaltación del ser colmado, reconciliado, dilatado de felicidad y de alegría, goce de la tan fugaz pero tan afortunada totalidad sexual».5 Ahora bien, ¿qué supone el orgasmo recíproco, premio de honor del éxito erótico? Que los dos goces del hombre y de la mujer son idénticos, construidos sobre un mismo modelo de descarga emocional y que el éxito de una relación sexual (pero ¿por qué seguir hablando de éxito o de fracaso en este terreno si el erotismo carece de objetivos, ¿cuál es el criterio de un buen funcionamiento?) sólo depende de su coincidencia en el tiempo, problema de ajuste, de ordenación, de ajuste de tiro, ya que la mujer está sujeta a unos retrasos y el hombre a unas precocidades. En estas palabras volvemos a oír con lenguaje más moderno la antigua máxima platoniana del Banquete: «El amor recompone la antigua naturaleza, se esfuerza en fundir dos seres en uno solo y en curar la naturaleza humana... La razón es que así era nuestra antigua naturaleza y que nosotros éramos un ser completo; es el deseo y la persecución del todo que denominamos el amor». Como si el 8. LewinterGroddeck, Le Royanme millénaire de Jéróme Bosch, p. 109. 9. G. Zwang, op. cit., p. 498.
desahogo del macho no fuera únicamente un momento en el goce femenino, como si el instante radiante del orgasmo compartido no fuera también para la pareja el de la mayor distancia. El acmé voluptuoso no es el instante de la unión total entre los amantes, es, por el contrario, el punto de separación; jamás el hombre está tan lejos de la mujer como cuando ésta goza perdida para siempre en las esferas de su fabuloso cuerpo. La intimidad es percepción aguda de una distancia infranqueable, restablecimiento de una desviación, de una desnivelación profunda entre las personas en cuestión; amar equivale, entonces, de manera invariable, a separar, separar lo que la vida común ha unido en la indiferen ciación ciega del gregarismo, y llevar a su máxima agudeza las mayores diferencias entre los seres. No existiría relación carnal sin esa inadecuación fundamental, esa impenetrabilidad absoluta en la que dos seres parten cada uno por su lado con sus inconfundibles pequeños goces. La emoción voluptuosa es percepción de un desgarro que no abre a nada, no permite comunicar, sino que se afirma para siempre jamás como división, desgarrón, catástrofe, y esta catástrofe es divertida, hace que nos deseemos, que entre nosotros sólo existan disparidades, ninguna similitud. ¿Por qué el éxtasis del otro me excita tanto si no es porque abre entre él y yo la división irreductible de un mundo en el que el otro se desliza, y de unas regiones que siempre me resultarán desconocidas? Y es cierto que el rechazo del goce señala en el hombre un deseo evidente de conocer desde dentro la otra faz del mundo humano; es como un intento de transversalidad para establecer una comunicación entre sí de los sexos compartimentados. La mujer, con sus convulsiones, no cesa de amenazar al hombre, de abrir unos desgarrones en la túnica sin costura de su sexualidad; y por ello él mantendrá su deseo abierto como las dos pinzas de una tenaza, se mantendrá fuera de sí (puesto que el fuera de sí de la eyaculación no es, en realidad, más que un lacerante retorno a sí) yugulando sus aspiraciones a la liberación orgástica. La mujer representa un modelo que arranca el macho a la tautología de su erotismo y le prohíbe hacer de su actividad sexual una versión de sí mismo magnificada por el deseo. Al imitar a la amada, al intentar aparentar parecérsele, el hombre se convierte en candi
dato a ser lo que no es, sin ya contemplar en el otro su propio reflejo invertido. " El goce de lá mujer queda al margen de cualquier descripción, de cualquier comentario, de cualquier explicación, salvo de ser alcanzado por otro goce que habría que suponer idéntico en variedad y menor en intensidad; no cabe hablar de semejante arrobamiento de no ser hablando a su modo, cometiendo un plagio desvergonzado, afirmando histéricamente un mimetismo gestual y vocal. Y esto tiene algo que ver con la retención de semen, manera de esposar —por debajo— el encantamiento femenino y a través de él alcanzar la indiferendación primitiva del Paraíso. Pero aquí la copia jamás alcanza al modelo, sólo es copia del presentimiento de un modelo inaccesible para siempre. El hombre siempre está al borde del goce de la mujer, sólo lo conoce por la mirada, los ojos, la boca, la caricia, pero no desde dentro; quiere sucumbir a la tentación de obtenerlo (y de saberlo), de identificarse con el Ser del Otro, mientras él se halla más acá de toda capacidad, pene mustio, aniñado, organismo ajado, aniquilado, apaleado. El ser masculino no puede entrar en la realidad deleitable y horrible que se juega muy cerca de él, tan cerca que le está irremediablemente cerrada. Al no acceder, en el mejor de los casos, más que a una androginia espiritual, puede imaginar lo imposible, soñar que la cavidad sedosa de la vagina pasa a él, que siente sus deliciosas quemaduras, sus alegrías convulsivas, que se convierte a su vez en una profunda madriguera, resbaladiza y ardiente para otro y que finalmente comparte con su pareja las turbulendas de un mismo viaje. El hombre sólo puede vivir la experiencia interior de una bisexualidad virtual o, mejor dicho, la bisexualidad masculina no es otra cosa que lo virtual femenino. El goce femenino expresa un mundo posible y desconoddo para nosotros. Mundo que es preciso descifrar e interpretar aún sabiendo que siempre seguiremos ignorándolo. En los orgasmos de las mujeres habitan unos universos increíbles de los que nos enamoramos locamente a pesar de su distancia insuperable. Aun cuando los gestos de la amada parecen dirigidos y dedicados a nosotros, siguen expresando las oscuras regiones que nos excluyen. Y allí no es como en los celos «la imagen de un mundo posible en el
que otros serían o son preferidos»,10 pues la imagen dibujada por la mujer es la de una tierra inabordable en la que nadie puede ser preferido porque nadie tiene acceso (tal vez sólo una mujer...). Porque en este éxtasis yo no tengo rival que temer, relaciones de competencia que sostener, porque al borde de la frontera que se abre sobre la nada todos somos exiliados, tropezando con una línea que no separa dos regiones sino que es en sí misma la separación absoluta. Tan delgado es el tabique entre el hombre y la mujer que es irreductible, tanto más infranqueable cuanto en cierto modo no es nada. Reteniéndose, el hombre sólo habrá ganado el derecho al nomadismo. No se le promete nada y menos que nada una tierra. Sólo habrá conocido la intensificación como horizonte infinito, sin parada ni oasis para levantar ningún campamento. Sólo se alberga en la mujer porque a partir de ahora su goce carece de lugar. Frente a los transportes amorosos de la mujer, el ser masculino no puede ser físico ni metafísico sino egiptólogo, descifrador de signos que no son mentiras, no ocultan lo que expresan, no disimulan y, sin embargo, no ofrecen ninguna realidad tangible detrás de su apariencia inmediata. Todo existe en las zonas luminosas del goce en las que penetramos como en unas criptas para descifrar en ellas, a través de nuestro propio placer retenido, los jeroglíficos y los lenguajes secretos para emprender ahí, como viajeros inmóviles, una iniciación de la que sabemos de antemano que no nos enseñará nada. En el fondo, la voluptuosidad de la amada no es más que eso, una verdad que no se enuncia. Un hombre dice que quiere a una mujer. ¿Pretende decir con ello que quiere poseerla furtivamente para esparcirse en ella? ¿Tomarla como simple tierra, receptáculo en el cual hundir su simiente, sin que tenga importancia que se malgaste o que dé frutos? ¿Y si, por el contrario, el macho no buscara en la mujer un exutorio a la plétora de sus órganos sino más bien el goce del otro, la imagen de un desatino soberano del que lo menos que puede decirse es que no le resulta familiar? ¿Y si fuera para hablar mujer, gozar (como) mujer, oír gritos de mujer que el 10. G. Deleuze, Proust y los signos, Anagrama.
hombre se lanza a la maximizadón —hasta el punto de quemarse— de los orgasmos de su pareja? Nuevo Moisés contemplando fascinado una Tierra Prometida que no pisará, en la que no entrará... Las dos partes de la pareja no hablan la misma lengua. No son los mismos órganos, las mismas voluptuosidades lo que les acercan sino la pasión —inefable— que sienten por su indiferencia. Sólo la Mujer constituye la aventura mayor de la unión. El acto venéreo sería la historia sin historia de la ejecudón de un deseo si no estuviera constantemente agitado por el acontecimiento imprevisible (en su aparidón y en sus consecuencias) del orgasmo femenino, de la violencia báquica que lo derriba todo. En la mujer, el hombre se encuentra confrontado con lo inimaginable, accede a un estado paradisíaco en el que la imaginación sólo puede ser saturada por la experiencia o estropeada por la rutina porque no pertenece al orden de un saber o de un poder, y al convertir lo inimaginable en realidad (sin la mediadón de lo imaginable, sin la pasarela de las imágenes) el hombre es presa del pánico y del vértigo. Cuando no tenemos ningún orgasmo a nuestra disposición, tenemos que decidirnos a robar los de los demás; robar al taoísmo su erotismo, robar a las mujeres sus voluptuosidad, gozar por hurto, por infracdón. Si la palabra amour contiene, según la admirable frase de Jabes, la palabra mur, diremos que el deseo amoroso siempre es deseo de ese muro. Pues no todos los muros tienen la solidez, la tristeza y la hostilidad del recinto de una prisión y los amantes sólo se embriagan de sus diferencias. La relación sexual no es la elaboradón de una transparencia sino la medida de una disimetría que nada atenúa. Si existe una ley de la intimidad amorosa, es en el sentido espedal de que esta ley no reúne, no acerca en un todo sino que, por el contrarío, regula los intervalos, los alejamientos, las sepa radones. Por decirlo de algún modo, los amantes se aman con unos telescopios (y no unos microscopios) porque las infinitas distandas que les diferendan suponen siempre unas atracdones infinitesimales que requieren vastas perspectivas. Lo infinitesimal es facultad de hacer chocar de frente unos fragmentos, de hacer
■ circular unos universos diferentes, de franquear, sin anularlas, extensiones enormes; es amor del detalle ya que este último concreta y multiplica todas unas separaciones desiguales y fraccionadas. La desnudez no me acerca al otro, consagra nuestra separación; las mujeres tienen un cuerpo que nosotros no tenemos, un cuerpo extático. Durante toda su unión los amantes no cesan de vivirse como unos seres discontinuos pero jamás su discontinuidad es tan hermética a todo paso, a toda fusión con el otro; abierta, sí, pero a su propia abertura, abierta al deseo de abrirse, interpelada, contemplada por la abertura del otro pero sin sacar de esta abertura ninguna facultad de transmisión; el placer no pasa de la vagina al falo, no atraviesa las membranas; existe impermeabilidad entre el órgano que penetra y la cavidad que le recibe, la emoción es incomunicable. El amor es prueba exaltante de la elisión del otro. El hombre puede morir tanto del contacto como del nocontacto; sólo «se afemina» si sabe encontrar la distancia justa, ni demasiado cerca de la amada, demasiado mimético, pues morirá fulminado por la eyaculación, ni demasiado lejos en la arrogancia de un mero voyeurisme, pues carecerá de emoción. Dispone en el fondo de dos maneras de gozar con una mujer (de aproximarla por equivalencia), dos tipos de fusión, a decir verdad tan poco fusionantes el uno como el otro; una fusión fugaz, fugitiva, débil por lanzamiento de esperma, y una fusión activa por retención de esperma que opera —por defecto— la identificación del ser hombre y del ser mujer, en el buen supuesto de que incluso en este caso el hombre siempre puede terminar con un desenlace a la moda genital. Una manera de viajar en la extrema reserva, manera china, adámita, tántrica (términos todos ellos que ya no significan gran cosa y de los que apreciamos precisamente su relativo absurdo), una manera de abrirse paso sobre el fondo inagotable del orgasmo femenino, de avivar la herida de la sexualidad, de no intentar cicatrizarla; deseo de durar que quiere arder y se niega a caer bajo la ley del Tiempo y de la Muerte. La máquina está descompuesta pero sus fallos son tiernamente amados. Lo masculino y lo femenino cohabitan, sí, pero como dos extraños que, al abrazarse, al acariciarse, al darse algo más el uno al otro,
no cesan de escaparse, de desviarse, de huirse; el orgasmo, los orgasmos, avivan más aún ese sentimiento que una nocoincidencia fundamental. Yo te amo; no el estúpido «¡Sé que tú no me amas pues no amas a nadie salvo a ti! Yo soy como tú. Ámame» (R. Vaneigem), sino yo te amo porque a tu contacto yo ya no soy yo, emigro fuera de mis limites y no hay nada que me deje más indiferente que yo mismo. Te amo porque juntos nos abrimos al desconocido que no somos. Y ese desconocido no es el mismo para ti que para mí. ¿Qué es el acto heterosexual? Una escena en la que uno de los actores se ve obligado para la buena marcha de la obra a quedarse al margen y adoptar el ambiguo estatuto de un espectador comediante. El dúo voluptuoso es una comunidad dividida, desfasada, coja, pero reforzada precisamente por la claudicación esencial que la suscita. Pudiera decirse en un cierto sentido, que cada goce combate por la hegemonía y el acto sexual no es más que el resultado de un compromiso entre dos homosexualidades fundamentales; según que prevalezca una u otra exigencia, según que la negociación entre los amantes sea eludida o afirmada, el coito se inclina hacia el modo viril, hacia la pequeña crisis del espasmo único o se abre a una paciencia más difusa, más continua, al polimorfismo de las turbulencias femeninas. Sabemos, sin embargo, que ambas exigencias no tienen nada en común, ni fuerza, ni intensidad, ni duración. Por muy orgulloso que esté el hombre de sus ostentosos perendengues, aparece espontáneamente desfavorecido respecto a la mujer; la esperma no es el dinero al que se podría dar dos usos antitéticos, o despilfarrarlo, jugarlo, gastarlo en pura pérdida (manera llamada noble según Bataiüe) o tesaurizarlo, acumularlo. La esperma es una rareza, un bien minúsculo, un capital incapaz de multiplicarse, de reproducirse a gran escala y es la misma parsimonia de su fabricación lo qué obliga al hombre a convertirse en ahorrativo. ¿Por qué, en tal caso, participar en la vida erótica de la mujer, dejarse arrastrar por una aventura de la que no se está seguro de regresar, cuando sólo se dispone de lo medido, de lo mensurable frente a la desmesura? ¿Por qué si no es por protesta contra un ritual demasiado bien rodado, porque la sorpresa
es la misma modalidad del goce? Si el defecto de realización del deseo se convierte para el hombre en lo exactamente deseable, no es porque abandone la presa a cambio de su sombra, ni siquiera porque la sombra se haya convertido en su presa, sino simplemente porque ya no existe presa, ya no existe blanco. Superlativo en desorientarse, experimenta ahora unas sensaciones ilocalizables. La mujer habrá suscitado en él un estado temible y maravilloso, saber lo que no quiere, dejar de saber exactamente lo que quiere.
LOS DIEZ VAGABUNDEOS DE LOS SEXOS
El escritor chino Changking que escribió en la época Ming una segunda parte al YiYuKi, famosa antología de casos criminales, relata en su capítulo VII un caso histórico de hermafroditismo. Expone en él que bajo la dinastía Song, en la época Hsien Tch’oen (12651274), una familia de ChoKiang había acogido en su casa una monja budista a fin de que enseñara a las jóvenes de la casa los trabajos de bordado. «Un día se descubrió que una de las jóvenes estaba embarazada. Contó a sus parientes que la monja era en realidad un hombre y que se había acostado con ella; he aquí lo que él mismo había manifestado a la joven: “Tengo dos sexos, cuando trato con el Yang soy una mujer, cuando trato con el Yin, soy un hombre”. El padre llevó a la monja a los tribunales, acusándola de haber seducido a su hija. Ella lo negó todo, el juez la hizo examinar y se comprobó que era una mujer. Una matrona encargada de su custodia ordenó que la obligaran a acostarse de espaldas y que un perro acudiera a lamer sus partes sexuales untadas de un caldo de carne. Seme jante tratamiento hizo hinchar el clítoris de la monja que acabó por adoptar la forma y las dimensiones de un miembro viril. El hermafrodita confesó entonces que había seducido a muchas otras jóvenes; le cortaron la cabeza.» 11 ¡Pobre monja! ¿Cuántos ciru
TODO LO OUE SIEMPRE HABEIS QUERIDO SABER SOBRE LOS CONSOLADORES Y QUE NUNCA OS HABEIS ATREVIDO A PREGUNTAR El artefacto erótico desmiente jas dos ideologías, a decir verdad solidarias, de la buena naturaleza incorruptible (Dios hizo bien todo lo que hizo, nuestros órganos nos bastan) y de la necesidad como índice de autenticidad (el vibrad or a falta de la persona real). El consolador como órganoinstrumento no plantea únicamente un problema económico de paliativo, también es el goce puesto en suspenso, fetichizado, congelado y siempre disponible, y, por consiguiente, tanto seguridad contra un eventual desfallecimiento del cuerpo como redoblamiento del cuerpo al nivel de sus partes genitales. No depende únicamente de un orden de la satisfacción solitaria (como en el onanismo) sino también del desorden de la libido; multiplica los sexos, permite a los amantes escapar a la fijación de los roles (la mujer puede dar por el culo a su pareja masculina o penetrar a su com pañera), en suma, no compensa pero aporta unos circuitos cada vez más extendidos de descarga. Gracias a él basta de la pretendida naturalidad del cuerpo, del arraigo funcional de los órganos, de la irreversibilidad del tiempo; el consolador es la energía avanzada para siempre (erección permanente) que regresa bajo forma de energía desengañada (placer, turbación); cortocircuita la deuda (la necesidad de una reparación física), es como un crédito que no exigiera reembolso. Bajo todas sus formas posibles pene de materia plástica dotado de un motorclto eléctrico Interior que le permite efectuar un pequeño movimiento de vaivén, dotado además muchas veces de un Indicador luminoso y de una pera que se puede llenar de un líquido tibio; bolas de las geishas; antiguos olisbos; gadgets sexuales, cinturón de anticastidad, sujetador con collar de perro, retrovisores para verse, etc.), el aparato para hacer gozar arranca el cuerpo de su fatalidad biológica, y dice: no hay artificio, no hay naturaleza, el cuerpo copulador ya es en sí mismo una máquina, una maquinación, una mecánica. De ahí la fascinación general de los erotómanos hacia los complejos instrumentales (máquinas sadianas, solteras, kafkianas, surrealistas — bicicleta automasturbatoria— , máquinas orgónicas del último Reich, redes telefónicas de los perversos urbanos, enchufes eróticos sobre unos circuitos video, dataprogramados en Ballard); no hay un buen o un mal soporte, el pene ya es una prótesis libidinal; la pierna, el brazo, la boca son ya unas máquinas, ninguna mediación es vergonzosa (la menor posición a este respecto ya es una de ellas), todo es mediación, todo es soporte, mecanismo, palanca, sistema maquinal; o también, para decirlo de otra manera, el erotismo no tiene nada que ver con la sexualidad.
janos no soñarían hoy en construir, ayudados por la más sutil de las químicas, un ser idéntico a ella? Sin embargo, cuán poco andrógino resulta este femenino Frankestein chino, cuán poco conforme a nuestra visión del amor; no confunde los sexos, los acumula, no reconcilia nada, yuxtapone, no traduce, como el her mafrodita occidental la nostalgia de una humanidad liberada de la concupiscencia por la reunificación en cada individuo de los dos sexos que, por decirlo de algún modo, se cortocircuitarían; ¡al contrario, redobla las ansias, adiciona dos lubricidades, la del hombre y la de la mujer, en un mismo cuerpo. A partir de Platón, nuestra visión del Eros andrógino se caracteriza siempre por una misma voluntad de equilibrio y de sosiego, es decir, por un igualitarismo tan perfecto que borraría lo extremo de las diferencias y provocaría la extinción progresiva de todo deseo mediante la desaparición de sus causas. Si existe complementaridad de lo femenino con lo masculino, es porque hay una proporción entre ambos; cada cual carece del otro, pene y vagina se disponen como el haz y el envés de las dos caras de una hoja de papel, se reducen el uno a la otra, la mujer es como el hombre, casi el hombre, casihombre; reconstituir la unidad, por tanto, es hacer siempre lo mismo, hacer siempre el macho.12 Siniestro ideal el del andrógino que ya no se contenta con apartar, como contrarias a las armonías del amor, todas las atracciones divergentes (pederastía, safismo, bestialismo), propone como único objetivo erótico una construcción recluida, cerrada, muerta en la que no se concede ninguna posibilidad a la aventura, a lo imprevisto; auténtico paraíso de la asexuación mística, restitución obligada a la condición de los ángeles «que no toman marido ni mujer».13 Jamás Eros tiende a la unificación y menos aún a la del hom12. El hermafrodita dice muy pocas cosas acerca de nuestros auténticos deseos, habla mucho en cambio acerca de nuestra concepción real de la mujer; en todos los grabados en que aparece, predominan siempre los caracteres anatómicos masculinos (aparato genital externo), la mujer sólo está representada al nivel de los pezones y de las caderas como si, en el fondo de esta concepción, no fuera otra cosa que un hombre capaz de tener hijos. 13. Evangelio según san Mateo, 2230.
bre y la mujer. No hay amargura libidinal en estar dividido, sufrimos, al contrario, de una cohesión, de una identificación excesivas, demasiado perfectas. (Si hubiera que reescribír el mito platónico al revés podríamos decir: todos somos unos andróginos completos, encolados, que se quejan de excesivos cruces, de excesiva hibridez y que sueñan con ser únicamente unos hombres o unas mujeres pero no lo uno y lo otro a la vez.) Resulta una banalidad decirlo, pero ahora vivimos la diferencia de los sexos de un modo único, la sujeción de la mujer al hombre por equivalencia u opresión, jerarquía que circula tanto entre los sexos como en el interior de cada uno de ellos. Tolerar únicamente un estado de dismorfismo sexual equivale a privilegiar fundamentalmente la separación estricta de lo masculino y de lo femenino porque constituirá un punto de referencia respecto al cual ya no se juzgará a las personas por sus actos reales sino por su grado de integración a la norma sexual dominante. Se degrada incesantemente la diferencia en oposición, atracción de los contrarios, parejas complementarias y por tanto jerarquizadas, se la somete al principio de la exclusión del tercio, se la imagina reunificada e inmovilizada bajo dominación viril. Se ha intentado detener en esta desemejanza los efectos de deriva, fijar sus papeles de una vez para siempre, se la inmoviliza y convierte en polo de parálisis (en el que ser un hombre equivalía a no ser una mujer, no hacer la mujer, no afeminarse y a la inversa, véase Freud) para evitar que se desarrollara un polo contrario de agitación y de automultiplicación. Se ha edificado la fabulosa coerción de la heterosexualidad —que no es en absoluto la inclinación de un sexo hacia el otro— sino el encierro y el control de las mujeres, de los niños y de los hombres en sí mismos, la dispersión de sus multitudes fluctuantes, a través de los valoressignos de los faló foros. Hasta el punto de que sobre esta homosexualidad fundamental de las relaciones sociales (medición de los cuerpos por el código viril) se ha injertado un esquema de subordinación por parejas (activo/pasivo, objeto/sujeto, penetrado/penetrante), esquema «heterosexual» del que sabemos que obstaculiza y llega a regir la relación de los (las) homosexuales entre sí. Es obligatorio decir en este momento que la economía libidinal masculina —así
como, según parece, el inconsciente— ignora la anatomía, incluida la propia, contempla la partición de los sexos con la más total desconfianza, limitándose a continuarla y la reconoce para poder fijarla mejor y aliviar la angustia de una alteridad real de las especies sexuadas. El discreto encanto de la diferencia de los sexos —que nadie, y nosotros menos que nadie, conoce— es que no cesamos, al sufrirlo, de olvidarlo, de hacer como si no existiera, como si no fuera la naturaleza indiferente de la que no vale la pena preocuparse; nos reímos de situar a cada cual en su lugar, los hombres a la derecha, las mujeres a la izquierda, aunque esta división, en última instancia, no nos olvíde. He ahí un binarismo, el único tal vez, que jamás suma dos en el sentido estricto de la palabra sino siempre un poco más o un poco menos, se subdivide en submúltiplos y es susceptible de combinaciones ilimitadas. No existe dialéctica ni acumulación posible de los sexos porque ni el uno ni el otro son números enteros, su dicotomía jamás suma 2 como resultado de 1 + 1 sino 2 elevado a la enésima potencia, dualismo incalculable. En el propio seno de nuestro sustrato anatómico específico se nos pilla en falta, nuestro cuerpo está ya siempre comprometido, sembrado de asociaciones desacertadas, el exterior está en su sitio, tenemos un pie en el enemigo, la virginidad es una añagaza, siempre una mezcla, un mestizaje ya operante, una creación de bastardos con infinitos grados de complicación. De este modo, siempre es posible divertirse descomponiendo la pertenencia a un sexo, es decir, multiplicarla como pertenencia a una especie (la humana y no la animal, la mamisférica y no la o.v.n.í.para, molüsca y no crustácea), pertenencia a una raza, a una cultura, fecha de esta pertenencia (infancia, madurez, vejez) con las características propias de cada uno de esos estados; ordenación única después en la morfología y el rostro de los rasgos del sexo en cuestión, parodia, atracción o repulsión sentida hacia el otro sexo y, por consiguiente, nueva combinación, efectos de singularidad debidos a los encuentros de los códigos genéticos, juego del azar químico, cruce de una multitud de redes a las cuales no es posible atribuir origen, amontonamiento indeterminable de los estratos más dispares, y pertenencia también del cuerpo a un
momento de la historia, a una dase social determinada, todo ello mezclado en la más azarosa —y sin embargo legible— de las configuraciones, etc. Nace un niño —chica o chico— y ya está en marcha la sexuación dividida y arrastrada por unos caminos nuevos. Tú no eres más mujer que yo hombre, tú eres la excepción fabulosa a la especie femenina, un lujo de la materia, y por ello no eres mi contrario ni mi complemento, sólo una fuerza que me desborda, una ola que no puedo contener. En cuanto se abandonan los códigos que le van ligados, la diferencia de los sexos pasa a ser tan indecisa y confusa como una mentira de la que jamás se puede saber si es una verdad oculta o el indicio de una verdad imposible. Es preciso por todas partes que la decisión sea difícil y que nuestra designación, «es un hombre, es una mujer», nos pese en el corazón como una profunda necedad, un tranquilizador apresuramiento contra el temblar. Querer la estricta separación de los sexos, la delimitación tajante de sus bordes y de sus prerrogativas, equivale también a querer salvaguardar la posibilidad de la verdad, el poder siempre separar y diferenciar los simulacros de las buenas copias, preocupación militar de distinción y de clasificación. Equivale a impedir que la diferencia, privada de su carácter mutuamente irreductible, constituya un pequeño dispositivo que haga que la decisión de nominación, de veracidad, ya no pueda ser tomada. O, consecuentemente, impedir que se establezca una autoridad capaz de disponer del metalenguaje y de la situación de árbitro capaz de enviar a cada cual a su campo. Y a partir de ahí inspirar una lógica totalmente distinta en la que ya no habrían instancias de referencia (orgasmo, falo, tumescencia, yo, sujeto) porque hombres, mujeres y niños, en cuanto variantes o distribuciones de esta referencia, se convertirían en indiscernibles según los criterios clásicos, en las que sólo existirían unas sexualidades totalmente divergentes entre sí. Cuando los signos de la separación de los sexos comienzan a flotar, es posible adoptar todos los caracteres sexuales a partir de una posición determinada; ser sucesivamente, al lado de la mujer que se ama, pederasta, sodomita, hermano, hermana, amante, lesbiana; con el hijo que se quiere, jugar a amante, a padre,
a hijo de ese padre, a esposa, a hermana de la esposa; ser el hijo de ese hijo, y el gato de su abuela y la perra del abuelo, vivir toda heterosexualidad declarada no únicamente como homosexualidad latente (elegir, por ejemplo, una mujer a condición de que interese a un hombre y recíprocamente), sino también como bestialidad parcial, geografía, geología fragmentaria, llevar a la locura toda la genealogía de las familias, todo el tablero de los roles y de las divisiones que, ninguna sexualidad sea policía de otra; aprovechar esta disyunción, transferirla en bloque sobre tal o cual individuo indiferentemente de su cifra genital, no transportar jamás nuestras preferencias, nuestros humores, nuestros caprichos eróticos a la triste condición de alegorías o variantes de un dismorfismo de base, dejarse dar por el culo por una chica (manualmente o mediante accesorios) al tiempo que se puede eventualmente sodomizarla, acariciar un muchacho con la misma lentitud que se pondría al acariciar a una adolescente núbil; hacer tabla rasa de los estados permanentes, sujetos de poder, por tanto de tedio (marido/esposa, musa/poeta, charlatán/mudo), esquivar la estática de las obras redactadas de antemano, recuperar la libido como juego, fuerza de disgregación de lo instituido, poder de improvisación y de distribución anárquica (y qué miserable subversión la propia homosexualidad mientras no pasa de set una chocha apología del Falo, del Centro Absoluto, de la obsesión burocrática por la polla, del ano a desfondar, de la verga a hacer empalmar bien recta, bien tiesa, bien dura, desenfreno de militares, de motoristas, de soldados, de misioneros, de luchadores de feria, de culturistas, de karatekas, todos ellos pobres tipos enteramente imbuidos, enteramente preocupados, de su virilidad, probándose ansiosamente unos a otros, verdaderos obsesos de la castración). Siempre, por ejemplo, es posible escribir del travestí que es la imagen perfecta del código femenino (de la mujer tal y como el hombre se la imagina), que es «más mujer que una mujer porque desea ser mujer a cualquier precio mientras que una mujer sufre su sexo» («los Culos energúmenos», in Recherches, Ency clopédie des bomosexudités). Eso no impide que nadie mejor que él decepcione la exigencia de claridad referente a la distinción
neta de los sexos, que nadie lleve con tan angustiosa desenvoltura la diferencia a unos terrenos que nadie había pisado con anterioridad. Aunque el transexual recurra a unas reservas y a unos mitos perfectamente conocidos, ¿cómo negar que en su plagio demasiado preciso, demasiado exacto, demasiado minucioso existe un instante de locura que pone en discusión los postulados anatómicos más seguros, un delirio artístico típicamente ficticio en el que cada uno está llamado a convertirse en el buscador de sus propios erotismos, el experimentador incansable de las transmutaciones posibles de su cuerpo? Lo que resulta fascinante es ese exceso, ese acrecentamiento de feminidad, esa sobresignificación que desorienta y apunta como un fantasma la realidad o la escasa realidad de la división sexual. El rechazo, por reconstrucción de apariencia, de todo origen hace que el travestí no imponga un sentido (un nuevo sentido, el tercer sentido del tercer sexo) sino que él mismo sea una botella lanzada al mar, un mensaje viviente, una configuración inédita de pieles, de miradas y de osamentas que invita a su vez a otras extraordinarias metamorfosis. ¿Qué nos reserva la diferencia de los sexos, qué esperar de los recursos de la cirugía y del deseo de autotransformación? Tal vez nuevas escapadas, nuevas y más increíbles desviaciones que incluirán, en el interior de esta bipolaridad, y para rechazarla, romperla tal vez, unos acontecimientos que nos resultaban inaudibles, insoportables (posibilidad de mestizaje con unos organismos no humanos, teratología provocada, centaurismo, etc.). Al menos el pionero del desequilibrio genético nos indica las vías del Gran Vértigo y que lo único capaz de desorientar es construir lo discontinuo con el compromiso; hibridez, bastardía cromosómica, mezcla de sangres y de células, menos el bisexual que el sexo camaleón. Creador de visibilidades nuevas que dan a leer varias percepciones simultáneas en un tiempo imposible (ubicuo). Al hablar de la diferencia de los sexos, ya se presupone lo que se quería demostrar, a saber, que el índice de referencia entre el hombre y la mujer sólo será el sexo (y de allí se desliza insensiblemente a la supremacía del aparato genital masculino, a la ridicula logomaquia sobre el Falo), mientras que habría que hablar de diferencia de los cuerpos o, mejor aún, de diferencia de
las sexualidades. Pues, en última instancia, sólo hay un sexo que es el sexo masculino, peto sólo un cuerpo sexuado que es el cuerpo femenino. O, más bien, un cuerpo monocentrado, meto nímico (en el que la parte se confunde con el todo), encerrado bajo la égida fálica en el primer caso; y un cuerpo femenino desorganizado, desplazado, agrietando cualquier permanencia, erosionando los compartimientos orgánicos, atravesando las ordenaciones inmutables. Ninguna revolución, ni siquiera la más radical, abolirá el privilegio de goce de la mujer pues esta «feminidad» —allí precisamente— es irreductible a su actual papel.14 Para el cuerpo femenino escapar a su imagen actual no es abolir su diferencia en la intersexualidad o en cualquier otra indiferenciación, es, al contrario, establecerla; el código que la regía sólo al morir libera su alteridad. En la idea tradicional de la diferencia de los sexos, las relaciones entre el hombre y la mujer eran unas relaciones de oposición en el interior de un mismo sistema definido por su pertenencia a la simbólica del Falo. Si ahora se habla de diferencia de las sexualidades, significa iniciar entre los dos sistemas unas relaciones que ya no son de convergencia o de divergencia sino de pura excentricidad. Es cierto que cada sexualidad es un trastorno para la mía propia, cada una, a su manera, deshace las atracciones llamadas naturales, distancia las proximidades, turba las pseudoevidencias, pero ninguna tendría tal poder de perturbación de no haber intervenido primeramente en sus voluptuosidades la alteración del cuerpo femenino. Hagamos lo que hagamos, la mujer, por decirlo de algún modo, nos adelanta siempre por un sexo. Y ninguna diferencia sería posible, ni siquiera imaginable, de no existir ya antes de cualquier encamación, de cualquier distinción embriológica, el diferenciante mismo de la diferencia, el nolugar de toda corporeidad, lo femenino. Es por dicho motivo que el andrógino no puede hacernos soñar, pues aspiramos a mucho más que a una simple fusión que 14. ¿Es legítimo inducir de esta sexualidad específica —como ha Héléne Cixous— un inconsciente, una escritura típicamente femenina? ¿No significa resucitar la utopía de una buena naturaleza rebelde exteriormente en la que la mujer sustituiría al proletario como nuevo arcángel del mesia nismo?
nos soldaría en un bloque petrificado; soñamos más bien en ser unos cuerpos sexuados por todas partes en los que los sexos emanarían como fuentes de cada deducción, rincón, caricia; soñamos con la adición de todas las sexualidades y no con su anulación hipotética en una imagen. No corremos tras nuestra identidad perdida (!), las asumimos todas, con tal de que nos trastornen un instante. Lo que deseamos nos suceda es un cuerpo sin fetiche (que no fetichice el objeto genital como su verdad objetiva) dotado de tal sensibilidad que en todos los puntos de su superficie lo aparente se convierta en órgano, orificio, labios, lengua, fuente de sensaciones, un cuerpo muy al margen, pues, de las beatitudes almibaradas del Hermafrodita, monstruosidad anatómica que no solamente acumularía sobre ella, ¿por qué no?, 2 penes, 2 vaginas, 2 clítoris, 2 rectos, 4 pezones, 8 miradas, sino que se pretendería gratificado además del pelo sedoso de los gatos, de la trompa del oso hormiguero, del olfato de los felinos, de la sensibilidad solar de las flores; y que, lejos de abolir la herida de la sexuación, no dejaría de atizarla, de multiplicar sus brechas y resquebrajaduras, potencial de escalofríos y de desgarramientos ilimitados. Pues todos somos unos puzzles reconstituidos a los que no falta ninguna pieza, y sin embargo seguimos buscando, nunca nos cansamos de tocamos, de lamernos, de acariciamos. Si existe hoy, por consiguiente, una relativa preponderancia del devenir femenino, no es únicamente porque la virilidad15 —esta antiquísima norma cultural— está a punto de morder el polvo sino porque la mujer está a punto de pasar de objeto de placer a modelo de placer. Todas nuestras voluptuosidades y emociones son, en último término, intercambiables en su goce, exactamente igual como las mercancías se cambian por la mediación del dinero. Sin embargo, esa moneda hedonista está trucada, no se reconvierte, no equivale a nada, si sigue siendo moneda lo es en el sentido de que en ella se disuelven todos los sistemas fiduciarios, torbellino que pulveriza los créditos y las paridades, 15. El virilismo sólo sobrevive ahora como valor muerto y tanto m temible en cuanto que se sabe moribundo; testigo de ello son las frecuentes agresiones contra mujeres solas (o hombres «afeminados»), el creciente número de esposas golpeadas o maltratadas, etc.
anuncia el fin de las referencias, la agonía de las similitudes. El goce femenino ya no es portador de nuevos valores (de un nuevo orden que garantizaría sobre su base la fluidez de nuevos intercambios) de la misma manera que tampoco es nostalgia de un paraíso perdido, es la misma indeterminación, la movilidad de las inversiones múltiples, el aturdido vagabundeo de los sentidos, el juego con las metamorfosis extrañas, las experiencias peligrosas, la indiferencia como búsqueda de las mayores diferenciaciones. Cuando ese goce alcanza una cierta fase de incandescencia, de excitación, ni siquiera es ya un médium, un vehículo de orgasmos (de placeres finalizados y, por tanto, anticipables) sino la misma circulación, el cuerpo que se visita, que se desmembra, que se arranca, mediante increíbles torsiones, a su unidad orgánica. Esa voluptuosidad circula más aprisa que todo el resto, permanece sin medida común con el resto, no cesa de atraer con su movimiento todos los sectores del amor. Gracias a ella termina la instancia de devolución, de identidad, bajo cuya jurisdicción galanes y galanas podían intercambiar sus determinaciones; todas las categorías del placer, del sentimiento, de la emoción, entran en un estado de flotación tan pronto como el equivalente voluptuoso del patrónoro, el orgasmo, se ha volatilizado (por profusión, exceso). Es realmente con la mujer que la diferencia se convierte en vagabundeo, nomadismo activo de las pieles, de los volúmenes y de las lenguas. La mujer es la única en desgarrar el caparazón genético del erotismo macho, la única en desorientar las más antiguas ceremonias sexuales, porque lo suyo, paradójicamente, «es la capacidad de desapropiarse sin cálculo; cuerpo sin final, sin término, sin partes principales, si es un todo, es un todo compuesto de partes que son todos, no meros objetos parciales sino conjuntos móviles y cambiantes, cosmos ilimitado que Eros recorre incesantemente, inmenso espacio astral. No gira en torno a un sol más astro que los demás».16 ¿Cómo concebir de otro modo que el hombre, al renunciar a su propio placer, modifice por ella la economía de sus pulsiones internas y aspire a algo a lo que jamás ha tenido acceso, como a un hechizo infinitamente más hermoso
de lo que puede ser una simple satisfacción? De la semántica a un tiempo llena de imágenes e inagotable de lo femenino se desprende otra corporeidad en el horizonte de nuestro presente amoroso y para la cual sólo seguimos poseyendo unos ojos nublados o cerrados... Tal vez sean éstos los nuevos libertinajes en perspectiva; la indeterminable alianza de una felicidad declinante, de un femenino más allá de lo preponderante, gracias a la confusión de los códigos y roles, operado por el movimiento feminista, por un transexua lismo que no es en absoluto la nodiferenciación del deseo sino, al contrario, su infinita división, la manera de distribuir, de cortar, de aumentar los particularismos, de propagar la divagación de todos los flujos sexuales. La diferencia de los sexos está a punto de salir del doble callejón sin salida que la amenazaba; callejón sin salida de una oposición extrema que reducía uno de los dos términos a nada (así la exaltación de la mujer madre, matriz, guardiana de los muertos en la ideología fascista; o la separación absoluta de los hombres y de las mujeres en los shakers), y el callejón sin salida «democrático» de una afinidad excesiva que aniquila a su vez la relación por la neutralización subrepticia de uno de esos elementos (el prejuicio de lo parecido, el unisex moderno como faz de la opresión). Ambas actitudes tienen por resultado la inmovilidad, la perpetuación del orden de la inhibición. Ahora entramos en una fase guerrera de reequilibrio de fuerzas entre los sexos, de disimetría polémica, de enfrentamientos sin perspectivas de paz. Y ese mismo desorden no avanza sin quebrantar a su vez la otra barrera no menos fundamental de la separación de lo humano con lo animal, lo vegetal, lo arborícola, lo acuático. Al ofrecernos nuevamente la posibilidad de comulgar amorosamente con todas las especies, de hacer desvariar la creación, los insectos y los hipopótamos, los baobabs y el césped, el Cabo de Hornos y el Barco Fantasma, la desaparición de los lobos, la glotonería de los osos. En una chica, en un anciano, en un niño, siempre puedo amar, descubrir, una cierta composición física de contornos desconocidos, una geografía pasional desconocida, encontrar en un animal unas inflexiones infantiles, unas miradas femeninas, unas ironías
farsantes, percibir en un bosque toda una gestualidad antropo mórfica, todo un teatro de comportamientos petrificados; yo amo en cada sexo su interacción con los demás, su manera de comprometer y abarcar en él varios mundos, lunas y planetas. En otros términos todos nuestros amores son situaciones de confusión (aunque nos enamoráramos de un conejo, de una rata blanca o de un loto), una pasión muere cuando ha encontrado su camino único, cuando cesa de oscilar entre el sí y el no, cuando ha fijado los vértigos que la deslumbraban. No hay amor que no mime su ceguera, el temblor indeciso de los universos que lo dividen. Bajo el nombre de heterosexualidad, sólo hemos vivido hasta ahora una monosexia obsesionante y majadera que encerraba cualquier desviación en la inhibición o en la aberración. He aquí que llega el tiempo de los equívocos, de los quidproquos libidinales, el despertar de los erotismos menores, el encuentro del sexo humano y del sexo no humano; en el que los hombres jamás corresponden a los hombres, ni las mujeres a las mujeres, ni los niños a los niños, ni los animales a los animales, ni las flores a las flores, sino los unos a los otros, de la manera más confusa, al nivel de una inflexión, a través de los conjuntos sociales, de las constelaciones móviles, de los pequeños detalles insignificantes. La misma palabra de sexualidad presupone ya la heterodoxia, la pluralidad de las costumbres y de las inclinaciones, el fin de los mareajes y de las seguridades, la alteridad de los deseos. Lo otro ya no está en mí puesto que su encuentro será precisamente lo que me expulsará de mi lugar, me lanzará a la confusión, la declinación de los mundos efímeros, el revestimiento de mil cuerpos, de mil pieles; jamás macho y hembra, estrictamente, sino más o menos hembracho, hembranimal, hembrocéano, pájarohombre, núbil y núbila, angenital, hómvulo.
Este, cuando habla con una mujer, se apresura a vilipendiar la falocracia, a abominar de la especie masculina en su totalidad, y las opresiones de las que se ha hecho culpable. El mismo, naturalmente, aborrece la seducción, no tiene palabras suficientemente duras para condenar tan innoble regateo, preconiza la creación de comandos antiligue, etc. Si encuentra una mujer algo tibia, se indigna, la declara sujeta todavía a los esquemas masculinos y se propone noblemente iniciarla en los encantos del feminismo integral; si se distancia, es que todavía no está liberada; sin duda hubiera querido que la hiciese la corte, pobre pequeña burguesa, etc. Para aquél, todo es posible mientras ella está próxima; es encantadora, embriagante, deslumbradora, impresionante, pero, tan pronto como ha declinado su invitación, no es más que una idiota con las piernas torcidas, un culo gordo con cara de mema, además de tortillera, sin lugar a dudas.
LA INOCENCIA AMOROSA CONTRA LA DISCIPLINA GENITAL
Hacia el final de su vida, Gustave le Rouge escribió para las cocineras una obrita titulada 100 Recettes pour accommoder les restes, apología del guiso, defensa de los despojos, elogio de las metamorfosis culinarias, blanquette, bourguignon, cassoulet, civet, mironton, ratatouille, navarin, salmigondis, salpicón. Salvando las distancias —y en espera de que la comparación no ofenda— el abrazo conyugal a su vez sólo avanza a condición de abandonar olvidados, en el anonimato, los pequeños objetos, los restos eróticos que no son estrictamente necesarios para su progresión. Al igual que el monótono ritual de una receta única, es la manera más grosera, más obstinadamente repetitiva de gozar de los cuerpos; no ahonda nada, se sacia en seguida, dejando en su surco múltiples escorias libidinales que nada despertará. Los amantes no se aman sin descuidar todo o parte de su organización emocional; el amor se convierte en indisponibilidad al amor, empobrecimiento de la pasión por su estrangulamiento en una vía única y el coito, teatro constante de una lucha entre las familiaridades colonizadoras de los órganos genitales y las reivindicaciones incesantes de todos los objetos pulsionales dejados de lado por esa opción de goce. O, más bien, es la obsesión orgástica la que suscita tal oposición, delimita el sexo entre lo infantil y lo adulto, lo periférico y lo central, lo sano y lo inconveniente. Para ella la copulación sólo debe retener, de todas las maquinarias sensitivas, lo importante, lo significativo (lo que contribuye a un resultado evidente), y pasar por alto lo secundario (¿para qué honrar el
talón, el occipucio o las falanges cuando el sexo convoca a los imperiosos deberes que le son propios?). La normalidad orgástica sólo tiene una divisa: «Muerte a la circulación, al vagabundeo, a las correrías de las voluptuosidades; que las caricias no se prolonguen, no se concentren en cualquier lugar por el hecho de una dinámica interna; que las intensidades no se extiendan como una mancha de aceite, ostentación, alegre huida o angustiosa carencia; que el acoplamiento no haga estallar la perspectiva única del síncope que debe aparecer simultáneamente en ambos miembros de la pareja y liberarles del mutuo deseo, del simple deseo de desear. Puesto que todo debe contribuir al advenimiento del orgasmo liberador, resulta subversiva, inoportuna, regresiva y bestial la menor autonomía concedida, por ejemplo, a los erotismos prege nitales (a menos que, integrados a la fuerza, no contribuyan, desde su lugar subalterno, al advenimiento del acmé, vasallo trabajando para la gloria de su señor)». Todo eso tiende, evidentemente, a la reducción máxima de Eros, pues la finalidad orgástica emancipadora ocupa e invierte la totalidad de la copulación. Respecto a nuestro placer, debemos sentir igual desconfianza hacia las prohibiciones de los antiguos puritanismos hacia las normas de los nuevos emancipadores; el sexo se aprende tanto como se desaprende, constantemente; no vive de una forma única y nadie posee jamás la seguridad del dominio de un saber. En cierto modo, e independientemente de quienes sean, los amantes no tienen nada que «hacer» juntos; pero es a partir de ese nada que hacer cuando todo puede ocurrir, adquirir sentido y figura. Si la deliciosa angustia del amor no es un patbos determinado sino la consciencia enloquecida de un multitud de sensaciones posibles que se llaman, se provocan, pero también se rechazan y se expulsan en un pasaje necesariamente angosto, al abrazar a mi pareja, jamás la abrazo bastante, siempre la abrazo demasiado. Un cuerpo se une a otro cuerpo para dar consistencia a todos los extraños presentes en su casa, no sólo los que estaban ahí en el momento de su encuentro sino a todos los que esa unión ha hecho nacer y a todos los que ellos convocan. El hombre y la mujer no animan unos cuerpos letárgicos, prolongan el movimiento, injertan una movilidad sobre la movilidad ya presente, la com-
binan diferentemente, desorganizan lo que estaba ordenado, ordenan un desorden creciente. Dado que siempre es inaugural, el acoplamiento voluptuoso siempre es una aventura, un riesgo, y puesto que no existe seguro contra ese riesgo (ni en una técnica experimentada ni en una sensación cierta) se trata de una primera e insípida navegación. No existen goces adquiridos ni tampoco, por consiguiente, amor feliz o desdichado a priori. Una piadosa convención pretende que el dúo amoroso sólo trabaja en la libre satisfacción de sus necesidades recíprocas. El ansia de los amantes resiste, sin embargo, esta degradación alimenticia del deseo (¡y no digamos triste concepción de las voluptuosidades gastronómicas!); en último término, nada les satisface o basta para calmar el salvajismo que les sumerge. La satisfacción del deseo les parece una mediocre victoria; la desmesura en que andan sumergidos no busca coartadas (un amor a consolidar, un orgasmo a buscar, un exceso que desparramar, un poder a confirmar), no tiene otro principio que ella misma pues es perfecta y coherente en sí. No existe en su configuración parte alguna incompleta o defectuosa, nada que la lleve a ser la anticipación torpe o la desviación de una norma ideal. Los amantes se vinculan a la autonomía, al equilibrio propio de cada momento, de cada mirada, de cada beso, y se niegan a considerar a nivel de accidente aberrante todo lo que la opinión o la ley exilian dentro de lo ridículo o de lo irrisorio. Si el acoplamiento quiere ser otra cosa que una gimnasia genital no debe considerar ni un rincón ni una rama seca sin derecho a irrigación; todo el cuerpo (incluido el sexo) es un muñón, o sea que ninguna parte lo es más que otra. No hay camino sin salida en una red necesariamente limitada, pero cuyas combinaciones y posibilidades de efusiones nerviosas son en sí mismas infinitas. El abrazo vive siempre de una diferencia entre su deseo implícito y su realización real; tiende, es verdad, a un cierto regocijo de la carne, pero también a un más allá; parte de lo conocido para anhelar unas sonoridades hedonistas nuevas, y plantea la presunción de un fin, aunque sólo sea para retrasar su advenimiento. «El acto sexual» no expresa ni realiza un deseo anterior, es un altercado voluptuoso que se abre a los deseos más locos, que al saciar a los amantes también les llena de hambre;
cuando los seres se separan, el deseo no les ha abandonado, son presa por el contrario de una aprehensión desmedida del mundo y de la luz, de una irritación fascinada por los menores resplandores que se presentan en ella. Por muy grosera que sea esta esquematización, existen dos tipos posibles de relaciones sexuales; una relación que soluciona lo más urgente, va derecha al objetivo, prescinde de los preliminares, copulación de función, coito hogareño, limpito, reluciente, coordinado, bien dispuesto, bien regulado, bien etiquetado, bien desempolvado, bien desinfectado, bien medido, cronometrable, parecido a un cromo, mensurable, registrable, reproducible al infinito, variable conyugal del polvo con la prostituta y para la cual ni siquiera es preciso sacarse la corbata, el pantalón o el sombrero, coito que tiene la unicidad de un proyecto, reina sobre el imperio de 3o similar, de lo semejante, de lo déja vu, de lo ya conocido, coito sin aventura, sin sorpresa, casquete echado a la buena de Dios, simple vaciamiento de las pelotas, fricción de las mucosas, que se podrá contar, que se podrá condensar en una fábula que excluya cualquier extravagancia porque obedece a un orden lógico y su consumación es fundamentalmente conminación. Después, otra manera, «ligona» y paradójicamente más atenta, despreocupada de toda rentabilidad, preocupada por incitar el cuerpo del otro, de quererle en sus menores rincones, de desearle en cada una de sus divisiones; sin pasar de nada, aturdiéndose tanto en el lóbulo de una oreja como en la comisura de un labio; sopesando y pegándose cada momento, entendiendo los deslizamientos más tenues, auténtico erotismo de los detalles, aprehensión más táctil que no es la marcha triunfal hada un goce final ni el apresuramiento progresivo de la voluptuosidad. No ir deprisa o mejor apoderarse rápidamente de algo sobre lo que demorarse, aplicarse a hacer durar cada minuto de tal manera que la variedad de las posiciones y los cambios de ritmo sean intensamente perábidos en su carácter de ruptura. No querer que suceda nada que se pueda contar pues este placer de tactilidad, este ligerísimo ddirio de los sentidos no pertenece al drden de lo narrativo; lo que
sucede al cuerpo no sucede a la historia, no es del orden del relato. Saber rumiar su placer sin correr hacia la muerte final, el abrazo instantáneo. Relativizar esa misma «muerte», convertirla en un mero punto en la trayectoria infinita de los abrazos. Y cultivar siempre la desviación, la variación en la que la relación sexual se complica, se espesa y adquiere un relieve que remite el coito «natural» (el coito dominante) a su naturaleza de una posibilidad entre otras. Mientras se abrazan, los amantes resucitan todos los personajes, todos los órdenes, todos los géneros que sobreviven en suspenso en ellos; van del cuerpo presente a los cuerpos posibles, del cuerpo futuro, pero también al cuerpo lineal, del cuerpo «humano» pasado al cuerpo voluminoso, animal, vegetal, terrestre. El cuerpo amoroso es tabla de multiplicación. Es un solo e inmenso cuerpo en estado de deslizamiento de lapsus, un cuerpo de condensación, un «singular plural»; en ese cuerpo existen otros cuerpos, pero abiertos, en espiral, otros organismos, otros sistemas nerviosos en sobreimpresión; mil cuerpos en uno, como en las palabras con múltiples significados, mÜ epidermis, universos de células diferentes que jamás aparecen realmente, pero que son rozados, reconocidos, tiemblan bajo la piel, se dejan oír a través de choques, de conglomerados furtivos de otras superficies cutáneas. Existe una utopía de la unión amorosa que nos permite pensar un sacrilegio, que cada uno de nosotros —hombre, mujer, niño— es un conjunto abierto de pluralidades corporales, animales, vegetales, acuáticas, gustativas, vocales, minerales, una infinidad de perfiles que la excitación voluptuosa saca a la luz y despliega exactamente igual a como el calor del sol suscita la floración de las plantas. Los amantes pueblan de aventuras sus carnes más inertes y más instrumentales, confieren a cada caricia, a cada rojez, a cada temblor o emisión de saliva la grandeza de un acontecimiento; en este amor, no existen repeticiones aunque el mismo gesto sea repetido cien veces, sólo revoluciones, erupciones, permutaciones minúsculas, portadoras de situaciones inéditas. La unión es enciclopédica por sus fines, picaresca en sus trayectos,
meticulosa en sus ocupaciones. Amar es, en tal caso, honrar el cuerpo pacientemente, no como un todo enumerable, sino como un patchwork de piel, de músculos, de linfa, de sangre, compuesto de pequeños finales, impegables, irreconciliables, trozos rotos que recorre, de la manera más aleatoria, el flujo de las intensidades. Comunidad sexual: ¿tiene algún sentido? ¿Qué pondremos en común, los órganos genitales propiamente dichos, o algo más; incluiremos los muslos, el ano, la boca, las orejas, los gustos, conservaré para mi exclusivo uso personal la uña de mi pulgar derechos, mi mandíbula inferior, mis gorgoteos gástricos? ¿No sería conveniente que se produjera primero «comunidad» de mil cosas más antes de hacer entrar ahí lo que se denomina la sexualidad? ¿Acaso la cama redonda no es las más de las veces un comunismo genital, una asociación de individuos que comparten entre sí los placeres del centro y únicamente esos? La comunidad sexual se caracteriza por el hecho de que no se puede estar a favor ni en contra de ella (como la pareja); si se produce, sólo es por casualidad, por el más hermoso de los azares; nadie puede jamás decretarla institucionalizada, preséntese bajo la forma vodevilesca del triángulo, socialista de la comuna libre, fourierista del falans terio pasional. No existe apropiación colectiva de los medios de copulación salvo para satisfacer el antiguo sueño masculino de la comunidad de las mujeres; comunidad en la que se sobreentiende que todo está jugado de antemano, que basta con acoplarse para realizar la armonía, que todos los sexos son intercambiables, fantasma siniestro de la puesta en un harén de la humanidad entera. En suma, nos salvaremos tan poco a través de la pareja como a través de la comunidad pues no existe forma privilegiada para las singularidades, no hay jaula, ni siquiera dorada, para la imprevisible irrupción de las diferencias (¿y cómo no ver que el grupis mo sexual engendra por sí solo, a su nivel, nuevos celos, nuevas exclusiones, que puede convertirse en tan normativo como la triste conyugalidad?). Antes que militar en favor de la orgía, del reparto amoroso, sería preferible combatir las falsas liberaciones
que sólo liberan unas aptitudes de órganos, y unos buenos parecidos; a fin de que las asambleas galantes (en las que se da por el culo, en las que se jode, en las que se practica la fellatio con amigas o se practica la rueda) sólo ponen en común unas diferencias, mil pequeñas desviaciones irreductibles. Pues el placer jamás es seguro ni para treinta ni para dos. No hay materia que no sea a priori elemento de deseo para los amantes, falanges de los dedos, pieles satinadas, articulaciones, aletas de la nariz, transpiración de las axilas, gotas de orina, humedad de las palmas, rizo de cabellos, iris del ojo, no hay nada de lo que el ansia no pueda apropiarse, no pueda apoderarse para convertirlo en un instrumento de su conquista. El cuerpo no se divide en órganos de placer y en órganos neutros, todo es de entrada motivo de exitación y a este respecto el sexo no posee ninguna primacía. Una unión se construye a partir de unas materialidades ínfimas de unos detalles libidinosos en lo que lo genital en sí sólo juega un papel de parte junto a otras, en función de su disposición, según el principio de una física que la economía del deseo recompone. Y, si se quiere, los elementos propiamente sexuales del cuerpo son unos inductores de erotismo más que unos lugares privilegiados, inician la tumescencia general de la epidermis, de la carne, no la dirigen. Amar en el más total abandono, es experimentar repentinamente tu absoluta extrañeza; yo te deseo pues tu cuerpo me asombra, sus aspectos más usuales se me antojan unos meteoros lejanos cuya configuración me transtorna. Te deseo pues no tenemos nada en común. La belleza del acto amoroso se mide en todo el fasto perverso que lo rodea, en el estado de incandescencia a que se ven transportados los cuerpos por el trabajo de la transmutación. El espado del comercio amoroso es un espado en el que las direcciones no son en absoluto equivalentes, en el que cada sensadón despierta todo un espectro de sensadones armónicas, en el que algunas placas giratorias, algunas zonas enigmáticas dibujan bruscos cam-
bios de itinerarios, convocan a unos retornos incansables que jamás hacen regresar las mismas cosas; un espacio atestado de lugares diversos que deforman los recorridos, hacen imposible el trayecto lineal; y suponen también toda una serie de relaciones secretas entre sus diferentes puntos, referencia sutil de los senos ai vientre, de los brazos a las caderas, del talón al muslo, de la nuca al pecho, red de venas invisibles que hacen que las proximidades vividas no sean en absoluto reductibles a las de la anatomía o de la fisiología. Los amantes exploran metódicamente las densidades, las orientaciones, los sistemas de fuerza de los diferentes ámbitos de su carne, sondean las redecillas nerviosas que tejen sobre su piel otros tantos meridianos, elaboran pacientemente el laberinto de su propio circuito erótico. Su cuerpo se transforma en mapa geográfico surcado de innumerables líneas, puntos, trazos rotos y esbozados que se cortan, se recortan, se superponen, pero jamás culminan o se reabsorben en un haz que, de reunirlos en un todo, los borraría simultáneamente. La cartografía amorosa no encubre ningún país real, es en sí misma el territorio que circunscribe, no recurda los trayectos que dibuja, los senderos que traza, los olvida inmediatamente después de haberlos recorrido. Es un catálogo de espacios heterogéneos en el cual, según los caprichos del instante, se aislarán un cierto número de nudos, de puntos, de agrupaciones diferenciadas en el buen entendido de que ninguna posición es más natural que otra, es decir, que ninguna es menos arbitraria. Los amantes no tienen nada que darse, nada que ofrecerse, el erotismo de uno no es complementario o contradictorio con el del otro, es un azar que festejan y reinician cada vez (si el acto sexual fuera un hecho natural, sólo habría una manera de llevarlo a término). ¿Qué intercambian los seres? Un tremendo impudor, en el abispio en que se hunden, desaparece cualquier persona, todos los nombres todavía propios. Es preciso despojarse de toda propiedad, de todo deseo de poder, para adelantar en esta peregrinación; querer, poder, saber, proyectos que siguen refiriéndose a uno mismo. La unión no es diálogo, en ella no se entrega nin-
gún mensaje, nada se dice en ella de manera unívoca. Los amantes se conceden todas las posibilidades dé existir; no se conocen, no quieren preguntarse, se miran y se palpan; unen sus terminaciones nerviosas y se respiran, trastornados por la fuerza desconocida que cada uno significa para el otro; se sorben, se lamen en todos los sentidos, en todas las direcciones; mantienen una tensión, anudan unos hilos, esculpen unas causas y unos efectos, miman unos suspenses que no se apresuran a resolver, la emoción les estrangula, juntos pierden pie en una vacilación que les hechiza. No hay nada en este afectuoso respecto de la distancia que se asemeje a la vivisección policíaca que es, por ejemplo, di apisonamiento de la verga en la vagina, la voluntad hercúlea y machista de «vaciar» a la mujer de todos sus orgasmos, de hacerle vomitar sus potencialidades sensuales. Los amantes no son dueños de su cuerpo, sino más bien catalizadores de enegría (¿los placeres han respondido a su llamamiento o se han servido de ellos como medio de llegar a la existencia?), aprendices de brujos trastornados por una fuerza que desvía sus intenciones primitivas, demiurgos superados por su propia creación. La intensidad de su conjunción la miden por lo que captan de ella, por la tensión que se insinúa entre ellos, por la fiebre que les invade. ¿Cómo podrían seguir intercambiando algo puesto que ya no son sujetos de su voluptuosidad sino sujetados a unos placeres que siempre desbordan el prudente marco de la satisfacción? Dos seres se han amado, ¿qué han hecho a los ojos de la eficacia sexológica, tecnicista, psiquiátrica, médica? ¿Cuál es su balance, su rendimiento, su temperatura, su velocidad, cuántos orgasmos han tenido, por qué medios, de qué manera, de qué intensidad? ¿La Señora los tuvo dobles, triples, múltiples? ¿El Señor ha descubierto nuevos métodos de estimulación bucogenital, ombílicolabial, genuflexocerebral, se retuvo suficientemente? ¿Cuál es la ejemplaridad de este acoplamiento? No existe. Admitamos incluso que los seres en cuestión no han gozado, en el sentido clásico de la palabra (no han evacuado su deseo). Han ahondado algo más la distancia que les separa, se han aliado como dos partes heterogéneas que jamás se fusionan, han intimado el anonimato más frío de su cuerpo, se han hecho, a
través de una excitación y un frenesí crecientes, algo más extraños el uno al otro; se han tomado sin intención precisa; su unión se ha cimentado y se ha profundizado por una serie de rupturas, han formado una tapicería que no ha cesado de tejerse y de destejerse. No ha existido entre ellos «relación sexual» (en el sentido de una ecuación algebraica), han conocido la mayor proximidad a partir de la mayor inconstancia, su solidaridad ha sido una ley de ale jamiento, se han planteado preguntas que sabían sin respuesta, sólo han sido unos visitantes el uno para el otro. No han curado ese divorcio original, esa fisión minúscula que difiere toda fusión, no la han curado, sigue ahí, entre los dos, como bolo doloroso en un plexo, doloroso y maravilloso porque al hacerles diferentes en la similitud les hace también deseables. La unión carnal es una experiencia que no está destinada a ser juzgada en términos de éxito o de fracaso, constituye un acto cuyo final es desconocido. Nada puede asegurar a los amantes contra el carácter siempre experimental del amor; ni el saber, ni la experiencia, ni los consejos impedirán que se comporten como unos fenómenos desprovistos de intención, que obedecen a unas fuerzas que también carecen de objetivo y de fin y cuyas combinaciones y resultados jamás están previstos de antemano. No hay narcisismo avaro en el coito, no existe un mínimo voluptuoso concedido a los dos miembros de la pareja sino un narcisismo ávido en el que se intenta ser más de uno, más de una, más de dos, en el que ya no se es bi, homo, y tampoco heterosexual, porque la dinámica de Eros arrastra a los seres a la región en la que la preocupación por la satisfacción ha quedado olvidada en favor de una sofocación, de una admiración que marea y disgre gozar no es morir sino abrirse a todos los goces posibles, no es buscar la paz de los valles a través de la ascensión a las cumbres, no es correr tras el reposo mediante una violencia provisional, sino permanecer bajo el azote de fuertes urgencias, querer la exasperación de la rabia, acariciar la insoportable tensión que te quema; gozar no es morir sino abrirse a todos los goces posibles, no es satisfacerse sino excitarse hasta el ardor, hasta la división de todos
los miembros. El acto sexual es un ejemplo privilegiado de estructura abierta porque ha convertido su propio desarrollo en la materia de su sujeto. El círculo dibujado por el dúo amoroso no puede cerrarse pues no es espejo. Dos cuerpos juntos, abiertos el uno al otro como los dos labios del sexo de la mujer, no se cierran; al final del acoplamiento, queda siempre en suspenso una turbación decisiva que no recibe la respuesta que pretendía engendrar y no hace más que perpetuarse incesantemente. Al igual que el agua, la unión carnal carece de forma definida. No hay que intentar captarla, fijarla, normalizarla en un ritual único, se trata de un intento inútil pues huirá, adoptará otras formas, de acuerdo con otras figuras que tampoco serán definitivas. El erotismo no va unido únicamente al mantenimiento o al despertar de la excitación, exige su expansión, exige su exceso. A medida que se prolonga la con junción amorosa, el gusto mutuo de los seres no cesa de ascender hasta un grado de fiebre en el que el orgasmo les parece un.movimiento demasiado estereotipado que no consume ni explica la suma renovada de los arrebatos que les invaden. La excelencia de una relación amorosa debiera tener por objetivo apresurar la restauración de fuerzas y acelerar el deseo del siguiente coito: la carne llama a la carne, llama a la lubricidad, la soberanía de la lujuria y no la caída de las tensiones, la ambigua tranquilidad. La saciedad quizá no sea otra cosa que una astucia de la excitación. Cada vez que cambian una posición por otra, los amantes rompen el hilo narrativo de sus uniones. Pero este hilo se rompe también en el seno de una figura determinada, de una manera subterránea y discreta en la que el ojo y sus poderes ya no están implicados. El coito avanzará por derrames sucesivos, pequeñas continuidades, pero entre esas continuidades el hombre y la mujer (o el hombre y el hombre, la mujer y la mujer) darán saltos enormes, procederán por bloques yuxtapuestos; la misma unión sólo vivirá de desgarramientos irreconciliables, sólo funcionará chirriando, descomponiéndose, estallando en pequeñas sensaciones autónomas, éxtasis periféricos; será no tanto una obra a construir como una práctica continua de la deriva, un acto agujereado por
pequeñas fracturas perpetuas, un encadenamiento de discontinuidades que, sin embargo, permanece legible (pero ¿para qué lectura?). Liberado de toda preocupación por batir marcas, el enlace se convierte en una narración rota por múltiples entradas y salidas. El fragmento mima el final, el paro, la reiniciación; mima la impotencia a fin de aumentar la potencia hasta el punto de que el acoplamiento se convierte en una serie ininterrumpida de interrupciones en la que cada cosa no se desarrolla en su tiempo, en la que no hay lugar designado de antemano a las voluptuosidades, en la que todo escapa a la alternativa —acto largo, acto breve— porque la duración se rompe, se tacha, resiste la tentación de la última palabra, resucita la ilusión del primer instante; el acto sexual no progresa (no tiene destino, carece de objetivo, ningún edén lo espera), no hace más que recomenzar y continuar bajo una multitud de formas; cada uno de sus movimientos tiene la frescura de un comienzo, el placer zozobrante de una novedad. La marcha se produce a tientas, incierta, no lineal; los amantes son unos viajeros que han emprendido la misma ruta, pero que, a medida que avnzan, no recuperan el mismo paisaje, los mismos olores, la misma pareja. Se obstinan en hacer tropezar la historia de su unión de tal manera que la continuidad del movimiento seguido se asemeja a la inmovilidad; la de los muertos y las leyendas. La invención exige que se asuma el riesgo de ese paso fragmentado sin orden preestablecido, aventurado, de esa centelleante red en la que todo está en los espacios, las relaciones y las polivalencias. En toda conjunción amorosa hay un destino propiamente genital, unas congestiones de órganos a aliviar, unas afluencias de sangre que exigen reparación inmediata; pero este deterninismo erótico no resume toda la unión; es más bien su pretexto, de igual manera que el tema de un relato es motivo de cambio de estilo; a la vez perspectiva unificadora de los gestos y de los besos y referencia ficticia que permitirá las derivas más lejanas. No se hace el amor para apagar la sed, se aprovecha ese deseo para vivir el propio cuerpo y el cuerpo del otro en todos sus volúmenes (pero nada más simpático, al mismo tiempo, que un acto
sexual de urgencia, acoplamiento efímero, liberación de viejo semen, de antigua leche, pequeños coitos moderados que alivian y estimulan el apetito). El mismo concepto de lo genital no está claro; tal vez no sea más que una construcción artificial elaborada hace poco (¿siglo xvm, siglo xrs?), el aislamiento de unos órganos que anteriormente no habían sido separados del resto del cuerpo. Lo genital cuadricula, confiere a cada órgano su lugar, a cada sexo sus atribuciones, a cada placer su campo de acción, delimita los ámbitos, evita las implantaciones colectivas, las confusiones de órganos, las coagulaciones imprevistas, en suma, convierte al cuerpo en un espacio analítico, infinitamente divisible, un filtro con múltiples rejillas. Lo que lo genital disciplina fundamentalmente es el cuerpo femenino (¿dónde comienza, dónde acaba el sexo de la mujer, en los senos, en la vagina, en las nalgas, en las caderas? La respuesta es imposible, tal vez no exista sexualidad femenina), lo que debe controlar son todas las síntesis fluctuantes, variables del amor, los conglomerados repentinos, la dispersión sensitiva, las voluptuosidades marginales, homogeneizadas bajo un mismc comportamiento. Y, por consiguiente, nada de relación sexual donde unas vacuolas no estén ordenadas, donde no atraviesen unos cortes extra genitales por los cuales la libido se precipite para asumir de mil maneras lo no genital (lo noviril), es decir, la otra sexualidad determinada bajo las especies empíricas de gozar más o bejor; índice de lo que tiene de no masculino el sexo, índice de lo que escapa a la especie en la sexualidad. Siempre hay excesiva humanidad en el acoplamiento, demasiados gestos civilizados, disciplinados, intencionales, regulados, corbatas de pajarita, pliegues de pantalones, demasiadas caricias bien rasuradas, alientos purificados, órganos pulimentados, nalgas esmaltadas, cojones planchados, pelos peinados, goces programados, poca animalidad o gracia vegetal, fulguración solar, pesadez mineral, impasibilidad cósmica. Bestialidad, innoble y santurrona calificación para designar las cosas del amor, doble igno-
rancia, no sólo de la vida sexual de los animales (la más codificada que existe) sino también de la exquisita urbanidad del cuerpo erótico (cuando sólo es eso). Si hay que «liberar» el amor, será de la humanidad de los amantes, de su personalidad de seres humanos responsables y conscientes, de su propio respeto, de su deseo de armonía; que la unión acelere los abandonos, pase de los abrazos infantiles a la obscenidad, quebrante no tanto unos tabúes sociales como unas normativas estéticas (la gracia, nuestra última religión), pase de un estado a otro, no se demore en ninguno, sea una aprehensión gigantesca del mundo y del cuerpo. Ni bestiales, ni pornógrafos, ni delicados, ni obscenos, ni sentimentales, ni eróticos, ni epicúreos, todo ello a la vez, por consiguiente, un poco de cada y más allá de todos. Humanistas no, sino humores de ano. De todas las maneras impúdicas, no por provocación pueril sino por voluntad salvaje de estar sorprendido, de sofocar. Siempre quedan restos en una unión, unas contigüidades incompatibles, unos puzzles no reeonstituibles que el amor ciñe violentamente. Lo totalidad de la relación sexual sólo es entonces una parte al lado de todas las pequeñas partes que la han compuesto y el propio deseo se convierte en esa línea transversal que aproxima, «réentoile» (Proust), los residuos de todos los instantes voluptuosos. En dicho sentido nadie puede decir: Yo he hecho el amor pues el amor jamás está hecho, no se concluye en su ejercicio, siempre es lo que queda por hacer y por rehacer, introduce un goce específico de lo fragmentario que abóle la jerarquía de los instantes, convierte a cada uno de ellos en un edificio precioso, un palacio de saturación sensorial en el que el único horizonte se convierte en la procesión infinita de las emociones, el ballet atrayente de las caricias y de los besos. Para esta unión que nada satisface ni desaltera, no hay preludios ni conclusiones, ni hay un momento en el que los amantes se sueltan porque tampoco ha habido un momento en el que se hayan cogido; el comienzo y el final son una ficción con la que se juega. Respecto a los órganos del placer, limitarse a pensar en ellos, moverlos silenciosamente, ya es volup-
tuosidad. El orgasmo es tan turbador como el primer beso porque el primer beso ya era tan trastornador como un orgasmo. Hasta el siglo x v i i i , la Iglesia prohibía hacer el amor de noche (por temor a que los niños salidos de dicha unión fueran ciegos). Dentro de la misma vena metafórica cabe imaginar otras prescripciones del mismo tipo; prohibición de hacer el amor en el agua (por miedo a que los niños nazcan cubiertos de escamas o llenos de arrugas), de copular en los aires (por miedo a parir unos seres volátiles, fantásticos), en un cementerio (por miedo a engendrar un vampiro), en Nochebuena (por miedo a que el niño sea un nuevo Mesías y muera crucificado), el día de Pascua (por miedo a poner un huevo), el 14 de julio (por miedo a engendrar un militar), etc. Recomendaciones todas ellas que a su manera no pecan de ninguna ingenuidad, de ninguna irracionalidad arcaizante si es cierto que nuestra intimidad más profunda sigue siendo una manera de abrirnos al exterior. Pues, al fin y al cabo, el mismo decorado de nuestros amores no es indiferente. Suele entenderse la unión como un microcosmos del mundo, un sistema aislado, naturalmente cerrado, que expresa al otro y que se inscribe en él. Es preciso romper esta relación, quebrar la clásica división del tiempo y del espacio eróticos; si el coito se asemeja al mundo, es, al contrario, en la medida en que se abre sobre la abertura del mundo, siempre está a punto de producirse según la imagen de lo viviente, de progresar en una dimensión temporal irreductible y no recluida. El acto camal está fragmentado de cortes que no son únicamente sexuales: ruidos exteriores, músicas, fragmentos de palabras, acontecimientos íntimos, acontecimientos sociales, fatiga, variaciones climáticas, térmicas, realidades todas ellas que siempre provocan una modificación de la libido, de sus figuras, en nuevas conexiones. El acoplamiento es por naturaleza descentrado, es tanto ruptura con el exterior como invitación del mundo a los retozos de los amantes. Por dicho motivo no hay paisaje, lugar, hora, velocidad que sean incompatibles con la unión amorosa; las tres divinidades dominantes, el sacrosanto lecho conyugal, la desnudez obligatoria, la hermosa noche cómplice y privada ya
no pueden reinar unánimemente sobre nuestros amores. Así, por ejemplo, el añadido de materias extrañas sobre el cuerpo (queso cremoso, chocolate, orina, saliva, excrementos, pintura, azúcar, tierra, barro, aceites, cosméticos, leche) tal vez no sea más que una manera de desmultiplicarse, de otorgarse otras epidermis, otras pieles, de convocar otros estados del mundo a los esponsales sensuales. No ya sempiterna búsqueda de la madre, del padre, del falo, como afirma la quincallería psicoanalítica, sino una manera de situarse de un modo distinto al punto de vista humano, de me tamorfosearse, de animalizarse, de arborizarse, de lactarse, de convertirme en extranjero de mi cuerpo y del otro. Lamer la crema que he derramado sobre el sexo de mi pareja, devorar el maquillaje de su cara, morder hasta la sangre las carnes de sus muslfts, el abultamiento de sus caderas, es para mí una manera inocente de comerla, de perpetuar un canibalismo sin efectos. Y cuanto más la absorbo, más la cubro de líquidos diferentes, más la chupo, menos se altera; la tumescencia de nuestros órganos se convierte en pretexto para sentir los mil estados de la naturaleza, para revestir varios cuerpos, varias sensaciones, varias especies. De un grabado chino (de inspiración taoísta) me sedujo el distanciamiento de los amantes; semidesnudos, toman el té, conversan; el hombre está en erección, su pene ligeramente apartado del sexo de su compañera, se sonríen, su unión es tranquila, no la tiñe ningún heroísmo. Todo eso puede adoptar la forma de una adivinanza, ¿el abrazo amoroso no es más que un rodeo en el ciclo de la vida o la vida no es más que un espacio rápido de constitución entre dos uniones? La flema de los amantes chinos confunde esta pregunta, mantienen el deseo, el ansia, al mismo tiempo que convocan vastos fragmentos de la vida cotidiana en el acto sexual. El otro no queda reducido a su carne, a la facticidad de su cuerpo; el movimiento que me lleva hacia él no es un movimiento aislador, engloba todos los entornos y paso a paso el mundo entero. Interrumpir la monta —o más bien ampliarla— para tomar té, leer, reír, comer, fumar—, interrumpirla para recomenzarla en otro lugar, de otra manera, es romper la especie de seración obligada que caracteriza el ejercicio sexual en nuestras sociedades. La relativa indiferencia de los amantes (a su actua-
ción, a su imagen, a la seriedad de sus goces) es la puerta que dejan abierta al mundo, la distancia mínima que prohíbe a su felicidad ser un egoísmo a dos. Hasta el punto que por un movimiento de ida y vuelta, cuando el erotismo se hace cotidiano y la vida cotidiana erótica, el acoplamiento señala el doble placer de la intermitencia y de la continuidad. También puede contemplarse la masturbación como un llamamiento lanzado al otro por medio de las partes del cuerpo que no son nuestras ni ajenas, sino internas y externas, ausentes y presentes, lugares de lo extraño y de lo propio. Así considerado, el onanismo deshace la omniprivatización de lo genital; lejos de inscribir en el cuerpo un cantón de propiedad privada, abre esos campos cerrados a todos los vientos (a todos los vientres), esparce las pertenencias, esboza una división sin límites. Mi sexo se pretende totalmente ajeno, se tensa, convoca unos cuerpos ausentes, unos contactos desconocidos, lanza puentes, teje lugares, se erige en órgano público; satisfacerlo yo mismo, es un poco revocar la ausencia, construir al ser que falta, mimar la penetración, la caricia, los placeres ardientes que de ella resultan, ocupar mi propio cuerpo, poblar su soledad por el procedimiento de convertir en dos mis partes menos íntimas. Pero no es así, dice el sexólogo, autosatisfacerse es enumerar las posibilidades eróticas de su cuerpo, establecer su propio capital de goce, construirse a sí mismo como valor de cambio voluptuoso, es el nuevo «Conócete a ti mismo» de la ciencia erótica, el necesario estudio de mercado previo a toda inversión, hay que saber lo que, en la unión sexual, puedo esperar del otro y lo que puede esperar de mí. La masturbación precede a la comparación que no es en sí misma más que un pesaje, una estimación. Yo valgo tanto, se dice cada miembro de la pareja, ¿será capaz (él/ella) de apreciarme en mi justo valor? Es decir, entre la organización industrial y el regateo erótico hay más que una vaga analogía; existe una auténtica identidad de estructura.
Es lástima que la pretendida «madurez sexual» (lo que los especialistas denominan «la capacidad orgástica total para el hombre y para la mujer») sólo sea concebida de manera unilateral como el rechazo o al menos al extrañamiento vigilado de las sexualidades anteriores (infantil, fetal, adolescente, pero también vegetal, cósmica, animal). Más triste todavía, que todo progreso erótico sólo sea concebido de manera jerárquica, elevándose sobre el silencio y el amordazamiento de los otros niveles. ¿Por qué no desear una sexualidad sin exclusiones que sea la suma de todos los erotismos y no ya la elección de uno solo en detrimento de todos los demás? ¿Quién recupera los misterios y las alegrías de la infancia a partir de las adquisiciones de la edad adulta? ¿Quién empalma entre sí lo fluido y lo sólido, lo excremencial y no genital, lo lácteo y lo salado, mezcla las materias más exquisitas y más repugnantes, juega tanto con el sistema piloso como con la afloración de las mucosas, transporta los olores sexuales lejos de su lugar de nacimiento, elige unos centros ficticios para concentrar en ellos elevadas dosis de sensibilidad, desplaza incesantemente las zonas erógenas, habla con los órganos genitales, copula con la boca, toca con los ojos, ve con las manos, confunde en un inocente polimorfismo todos los gestos de la perversión clásica en su compulsión repetitiva; en suma, ¿quién convoca todas las incompatibilidades para hacerlas coexistir y goza hasta perder los estribos de esta imposibe coexistencia? Porque, en tal caso, la copulación es el espacio en el que todo límite se halla pulverizado, en el que el campo de lo deseable se dilata infinitamente pues ya nada basta a la rabia voluptuosa; en el que dos estados habitualmente antitéticos se mezclan sin destruirse; en el que el terror se convierte en beatitud, la repugnancia en apetito; en el que lo que hace vomitar electriza; en el que el amor se convierte en voracidad desmedida que metamorfosea cada objeto en delicia, fuerza afrodisíaca de indiferencia que ya no conoce contrarios sino que lleva consigo, por todas partes donde se sitúa, un deseo igual, y desea todo en un hambre ilimitada. Tal vez la idea excesiva del amor designe la profunda tendencia del acto sexual a atraer a su esfera la integralidad de los objetos parciales y de los cuerpos existentes como si el abrazo voluptuoso sólo pudiera mantenerse
y justificarse a sus propios ojos mediante esa utopía totalitaria. Y en este desencadenamiento en el que los puntos de referencia orgánicos y anatómicos se ocultan, en el que la cabeza ya no es la cumbre del cuerpo ni el sexo su centro (porque este cuerpo carece de dirección, ya no está jerarquizado a partir de su posición vertical), los amantes sólo se deshacen y se alivian de una tensión para recaer bajo el delicioso yugo de otra, y unen en todos los sentidos el ocaso de su deseo con su orto; si no cesan de «descargar», es porque, en otros términos, tampoco cesan de desear. El cuerpo apaciguado es el cuerpo revelado, retornado a sí mismo tras la rabia extenuante de la excitación, el cuerpo que ha vuelto al cuerpo anterior al coito después de una larga marcha en la que anduvieron en su busca recíproca, a veces muy próximos, casi siempre muy alejados. Es conocida la tradicional solidaridad entre el relato, la empresa libertina y el acto sexual, calcados los tres sobre el esquema contractual de la ascensión y la caída. Pero, tan pronto como el acto carnal integra y juega simultáneamente todas las artes de amar, se le libera de cualquier prejuicio narrativo, se le enuncia diferentemente por las cumbres de lo amado, goce razonable del adulto, se transfigura la manera como lo vemos y lo contamos; él mismo se transfigura. En esa unión los amantes introducen unos vacíos narrativos, de la misma manera que se dice unos vacíos de memoria, en los que olvidan que hacen el amor, olvidan sus responsabilidades eróticas, su voluntad de triunfo sensual y se entregan por entero a la alegría de estar juntos. Escapadas, derivas minúsculas que forman como otros tantos episodios totalmente significativos en sí mismos y cuya variación permita a los cuerpos unirse y desunirse perpetuamente, permanecer a la vez muy absorbidos por su tarea, por consiguiente, muy distanciados uno del otro. Al impedir el desarrollo natural del coito (su trayectoria hacia el éxtasis), los amantes impiden también su inmovilización en una ganga única. Al emprender de ese modo una relación que no afirma ninguna voluntad de clausura, una relación en la que nada acaba bien, en la que gran parte se realiza, o siempre se puede añadir algo, en la que se aplaza toda fidelidad fotográfica a las funciones de los órganos de manera que el lugar amoroso se convierte en el campo disperso de una multitud
de proyectos abortados, de deseos residuales; sin objetivo, sin presiones (sin contratos) de satisfación, sin objeto a priori inadecuado porque se puede plantear sobre cualquier pedazo de la banda, piel, ojo, cabello, orificio; tampoco hay para él objeto de voluptuosidad privilegiada de no ser por rutina o por abuso de autoridad. Entonces los amantes pueden decir «nosotros» sin que de esta palabra surja ningún tipo de comunidad sexual; nosotros como reunión aleatoria de dos cuerpos, afirmación del azar que se puede escandir entre cada intervalo, conversación de los dedos sobre la piel, de la piel sobre los ojos, diálogos de sordos que dependieran mucho de su sordera; «nosotros», no la paz de la intersubje tividad ni la siniestra conciliación humanitaria, «nosotros» intercambio de intensidades inintercambiables, fraternidad de malentendidos, encuentro en la fiebre, los alientos y los gritos de dos o varias superficies no proporcionadas. Cuando el acto amoroso se despoja de todo deseo de poder o de carrera, es una relación que soporta sin vergüenza la disparidad de los sexos, mezcla todas las disimetrías, todos los ilogismos, confusión y cohabitación de goces que trabajan codo a codo. Amar al otro es preservar su extrañeza, reconocer que existe a mi lado, lejos de mí, no conmigo. El sexo opuesto no es el hombre para la mujer o la mujer para el hombre, es tanto ese chico como esa chica, la corola de esa flor o la cara de ese gato. En cada uno de nosotros vive una sexualidad que no siempre es mía; por dondequiera que me lleven mis inclinaciones, hacia el hombre, el niño, la niña o el anciano, experimento una diferencia, jamás una similitud. En tal caso, el placer del abrazo es la sobrepuja, la conjunción irreconciliable de dos orillas, placer de disonancia, cacofonía carnal, alegría profunda e inconcebible de producir conjuntamente notas cada vez más falsas, más desafinadas, más desgarradoras. Y en ese acto heterólogo, en esa puesta en escena de un compromiso en el que ninguna de las dos partes renuncia a su desarmonía básica, ya nada puede situarnos, asegurarnos que estamos en descanso o en movimiento, en la consonancia o en la pluralidad, la atracción o la
repulsión. Frente a todos los caminos que se les abren, los amantes no tienen más que elegir, y si, en definitiva, eligen la dificultad, la complicación, no es porque ambicionen hazañas sino porque nada de lo que les afecta puede ser dejado de lado, olvidado; el desasimiento absoluto sólo requiere el abandono del espíritu de abandono, sólo conoce una exigencia, no perder nada, reunir, probar todas las sensaciones posibles, por mínimas, ridiculas o «malas» que sean. La unión actúa sobre unos cuerpos dominados y conformados a gozar de una manera determinada, varías veces «reescritos», construidos, productos históricos de largos siglos de opresión. La misma desnudez jamás es inmediata; despojados de nuestras ropas, seguimos todavía vestidos de todo un glacis social; no comenzamos por estar desnudos sino vulnerables, torpes, totalmente erizados de defensas y de frialdades; poner al cuerpo en condición táctil es lento, pacientemente minucioso, siempre aleatorio; no por estar desnudos los amantes han descuidado sus roles sociales, pues éstos también han sido previstos para la desnudez; tal vez sólo están desnudos cuando son epidérmicos, es decir, totalmente superficiales, cuando su sensibilidad abandona toda visión de conjunto para pasar a ser fisgona, entrometida, atenta a las pequeñas naderías, capaz de estremecerse al menor estímulo. La desundez es un largo juego solitario cuyo resultado jamás es seguro. En cualquier caso, yo no sé lo que es la desnudez. Si por ello se entiende el último estado de la materia, la auténtica naturaleza del individuo humano, confieso entonces que no existe. Yo me siento tan desnudo vestido como desvestido; la tela, el pantalón, la camisa son para mí tan piel como mi epidermis. ¿No sería mejor reconocer que tenemos mil desnudeces no sólo en el tiempo (piel de invierno, de la mañana, de después de lavarnos, de después de dormir), sino también en el espacio; que estamos hechos de varias pieles, piel de la vagina, del interior de la verga, piel del ano, del codo, de la retina, del iris, del pie, de las falanges; piel del aliento, de la sonrisa, mil películas pulsiónales a los tactos diversos, a las
caricias infinitas, a las humedades variadas? Y que en tal caso no hay motivo para que una desnudez prevalezca en detrimento de otras, que hay que jugar con todas, con su contraste, con su fuerza de conexión, de encuentros inesperados; y que finalmente las pieles se superpongan y no se anulen, siempre la superficie bajo la superficie, otro estado del cuerpo bajo el estado presente, un amontonamiento de máscaras y de caras y no un único cuerpo auténtico; el mismo desnudo es tan disfraz como el traje o el uniforme, pero estas apariencias son hermosas, por qué simplificarlas, conceder preferencia a una u otra; jamás tenemos suficientes pieles, pelajes, pellizas (complicidad en la misma estupidez entre las concepciones utilitarias del traje —vestirse para protegerse del frío— y el militantismo de la desnudez erótica, la misma ideología de la apariencia y de la realidad, de lo auténtico y de lo falso, idéntica debilidad igualmente repartida entre el conservador y su contestatario). En los últimos siglos la unión amorosa ha podido ser una transgresión, un deleite de los sentidos, un pecado delicioso o también el resultado de una empresa libertina, la confesión de una rendición; mediante la acción conjugada del psicoanálisis y de la sexología está a punto de convertirse en una sabia indiscreción que participa a la vez del tablero de escucha, del taller de fábrica y del gimnasio; en suma, urna copia hedonista de la rentabilidad industrial, un proceso a la vez tecnológico y disciplinario que, al priva tizar los goces, uniformiza los comportamientos, penaliza las desviaciones y convierte a la sexualidad en ansiosa de sí misma. Igual sucede con el orgasmo; hoy es el programa común de todas las sexualidades, su banderín de engache, lo que las justifica y absuelve a la vez; pederastas, sádicos, lesbianas, homófilos, arca dios, necrófilos, grupistas, disculpamos vuestros perversos gustos, vuestras repugnantes manías, haced el amor de todas las maneras, en todas las posiciones, pero sobre todo no olvidéis que al final de cada trayecto, por diferente que sea, hay un único objetivo, el orgasmo, su misteriosa luz, sus lenguas de fuego; el orgasmo que lo perdona todo, lava los pecados, borra las fealdades de la unión, acoge en sí a los hijos del Señor en el triple cuerpo sagrado de san Reich, san Masters, san Johnson.
El orgasmo, nueva misericordia, nueva trascendencia de la sexualidad contemporánea; el orgasmo, momento de histeria fijada, eternizada, entrampada porque se le mantiene condensado e inmovilizado en una larga mirada; pose (pausa) del placer, instante patético de los ojos en blanco, verdad enfática del amor; el orgasmo que implica la imaginación de un cuerpo acabado (acabado en cuanto cabe rodearlo y reabsorberlo por entero en su región genital), el orgasmo con su obstinación monódica; cómo no entender que no es más que un pequeño instante de la unión, que significaría insultar a los amantes, a su ambición, entregarles a la búsqueda de una sensación única en la que se supone que se engloba toda el ansia. Si el acoplamiento no es más que la posibilidad siempre aplazada del acoplamiento, entonces hay en él una infinitud sensual, que, a través mismo de los límites orgánicos, suprime toda libido mercantilista. Y el rechazo del has been, de lo acabado, de lo realizado, se traduce de este modo: no se ha producido ninguna copulación. Sólo se ha producido una copulación indirecta, que finge el reposo, una sensualidad que imita la contienda, un movimiento que simula la impasibilidad, una unión estremecida que evita el doble escollo del coito furtivo (egoísta) y del coito hazaña (olímpico). No convertiremos a vuestro orgasmo en nuestro nuevo ídolo, el Buen Pastor de nuestras lubricidades. Carecemos de ideal, ni siquiera de ideal de goce. Nuestras uniones no tienen razón de ser, no esperan de un éxtasis grandioso la justificación de su realización. Mejor aún, buscamos alegremente el absurdo, la torpeza, la grosería de nuestros amores. Nos distanciaremos de vuestras voluptuosidades congeladas, armonizadas, enjabonadas, como de todas las demás creencias.
Encontrarse en estado permanente de acoplamiento y no de descarga; no asignar al trastorno de los sentidos los pocos instantes de la relajación orgástica sino buscar una vacilación duradera; no subordinar el paroxismo voluptuoso a la copulación, a fin de que ésta no sea una rápida incursión en el mundo de las verdades sexuales continuado el resto del tiempo por el olvido y el claro mentís de dichas verdades; un prurito que desazona y del cual
uno se libera furtiva y científicamente a fin de quedar disponible para otras tareas. En tal caso el orgasmo puede regresar, liberado de todos los sentidos, incluido el de un proyecto más o menos ba tailleano de gasto a fondo perdido, regresar como complicación suplementaria, coexistencia entre los miembros de la pareja de placeres asimétricos y no comunicantes que se orientan por lados diferentes, caminos opuestos que comienzan a girar, a arremolinarse como, las ruedas de una lotería que arrastra y mezcla los premios fijos. De variaciones en variaciones, de suspense en suspense, el orgasmo estalla y escapa a un tiempo, no cesa de llegar, no cesa de esquivarse entendido como última palabra, último placer, satisfacción final. El coito no es el orden del hecho biológico opuesto a una permanente voluntad de excitación sino el equívoco medio de su comunicación, el punto en el que sus límites o también su trama común se confunden. Desprender el orgasmo de su finalidad natural es extraerlo de su ser como si tuviera que realizarse; hay que imaginar para él un tiempo discontinuo, no una reladón sexual únicamente para «gozar» sino una relación respecto a la cual intervienen además este o estos goces, beneficio paralelo que no desvaloriza a los demás sino que se les añade, en un torbellino incesante y sin origen puntual. Estado de sumersión perpetuo en el que sólo se sale a la superfide para respirar, en el que se prefiere la pérdida al retorno, en el que se come, se chupa, se lame por todos los lados sin preocuparse de medir los mil placeres amorosos a partir de una voluptuosidad de referencia. El cuerpo amoroso no es tanto un cuerpo sin órganos como un cuerpo lleno de órganos, un cuerpo que sufre de un excedente de órganos porque es un cuerpo desorganizado, una inmensa piel fría o caliente que desplaza consigo unos afectos y unas intensidades más o menos ardientes, una vasta célula nómada en la que hormiguean unas poblaciones de rojeces, de frotes, de caricias, de estimulaciones, de poros abiertos, de epidermis exasperadas; película revisitada, mordida, agarrada, desgarrada, azotada, animalizada en la que la superficie más pequeña adquiere las dimensiones de una dudad, sensadones liliputienses, territorio surcado de caricias
y de abrazos que no cesarán de inventar y de alterar por sí mismos su propia gramática. El cuerpo amoroso no cesa de descubrir en la carne del otro unos azares que capta y convierte en orden, regla, necesidad (desmantelado, jadeante, tal vez es el cuerpo frontera, límite entre el erotismo y la tortura). El cuerpo amoroso es el cuerpo de la su permultiplicación de los órganos porque a medida que decrece el poder del organismo, cada pedazo de carne, cada pliegue, cada lomo, cada abultamiento, adquiere a su vez la erectibilidad y la sensibilidad de los órganos de placer; cada michelín, cada crispa ción de esfínter se convierten en un mundo en sí, una aventura única, siempre más materia y finos cortes, no ya un centro sexuado, sino una federación de sexualidades, un enjambre erótico, unas locuras convulsivas en los lugares más inesperados, más inexpugnables. La variación de las posturas no es automáticamente sinónimo' de novedad; tienden, al contrario, a concentrar el culto voluptuoso en un lugar determinado, atribuyendo al santuario genital una importancia suprema y engendrando el vínculo por un territorio especial. Son algo así como unas imágenes fijadas, unas imágenes que retienen porque son un ejemplo de fuerzas bloqueadas, estabilizadas; lo erótico es ante todo un índice de fuerzas ancestrales, estereotipadas, que han borrado la fuerza que las animaba en su origen. Y esa nomenclatura, como gramática básica del amor, se convierte entonces en la conjugación elemental que todos los cuerpos, tan pronto como se mezclan, conjugan. Se entiende la importancia que la tecnología orgástica puede conceder a ese conjunto catalogado; por la precisión casi mecánica de los gestos y de los movimientos que permite, el ángulo especial de penetración que autoriza, es una economía, un ahorro de sudor y de fatiga, un conducto de goce más rápido. El erotismo se convierte en un arte de gestión, gestión de la fuerza de que dispone cada individuo y que invierte por su propia cuenta en las actividades sexuales; si ese individuo es inepto o torpe, dispersará sus fuerzas alienándolas en favor de simulacros, desparramándolas en una mala coordinación;
cometerá el error de agotar sus posibilidades, de irritarse por nada y de no ser ni siquiera capaz a continuar conduciendo a su pareja y a él mismo al orgasmo simultáneo; al contrario, si descuidan de entrada los erotismos pregentiales, las caricias inútiles, las pequeñas lubricidades que desvían de la satisfacción final, el hombre y la mujer recuperan toda la fuerza que hubieran debido dedicar a estos impulsos debilitadores, salen de la inmensa región del sonambulismo sensorial en la que nada es seguro, decidido, tangible y, cosa más importante, extraer de ese trabajo de exclusión el comienzo de una energía auténtica que, a partir de entonces, podrán englutir por entero en la expansión voluptuosa. En otras palabras, el tipo de posiciones fascina cuando ya se carece del impulso necesario para entender la fuerza que les anima en su interior, es decir, crear otras formas. Unas técnicas excesivamente claras se convierten en estereotipos y bloquean la imaginación. El culto sistemático de las posiciones sólo es posible en una derrota de la fuerza, en el movimiento de la fuerza recaída (por lo que no cabe duda de que la sexología es una «ciencia» de lo pasado, de lo superado, de lo realizado, de lo constituido, de lo clasificado, invitando a la machaconería, balizaje monótono de las aventuras ya vividas, historiadora y crepuscular por esencia). La pasión estructural de las formas y de las posiciones señala la dislocación de un acuerdo fundamental entre los amantes; ya no suscitan por sí mismos, por una violencia que les desborda, las figuras en las que se amarán, se acomodan a unos acuerdos preestablecidos consignados en los libros, se doblegan a la experiencia de un saber antiquísimo, ocupa su lugar un lenguaje que ellos mismos ya no han articulado y del cual sólo serán una textura temporal, en suma, esperan de una fidelidad a unas imágenes el despertar de una pasión que ya no se inventa. Ahora bien, las fuerzas que entran en juego en una unión no obedecen a un destino ni a una mecánica sino preferentemente al azar del deseo y del enfrentamiento amoroso. No se manifiestan como las formas sucesivos de una intención anterior; tampoco adquieren el aspecto de un resultado, aparecen siempre en el azar singular del acontecimiento. Y la sexualidad, como trastorno que compromete en cuanto tal el
cambio de formas, es una determinada equivocidad que no deja reposo ni tregua a las estructuras fijas, a los códigos inmutables, a los gestos reiterados. El deseo sexual, deseo de sublevación y de subversión incesante, debe constantemente desarrollarse y romperse bajo unas formas múltiples. Entonces desaparece la pasividad de la imitación; los cuerpos ya no necesitan una memoria que ordena y endereza las energías; lo6 modelos del erotismo van a rastras de la historia de los amantes; éstos con su geografía íntima, de dependencias indecisas, anulan los datos clásicos de la topología, geodesia, planimetría, hidrografía, dispersan las copias, anulan los antiguos trazados, rompen su supremacía. Y al reírse ahora de toda la ciencia del Kamasutra o cualquier otro libro amoroso edifican para ellos, pacientemente, el mapa de su MimoSutra. Bendita sea la unión, podrían cantar los amantes, que nos libera de la siniestra reciprocidad del pequeño mercantilismo de lo recibido y de lo entregado, de la equiparación de las posibilidades ■de ganancia entre las parejas. Y benditos sean los abrazos que no cuentan las rojeces, los júbilos que no alquilan la mitad de los estremecimientos al hongo púrpura y la otra mitad al montículo fluyente, no destilan sus cálculos de tenderos durante la colusión de los cuerpos. Pues no cabe duda de que la innovación mayor de la sexología es la de haber introducido (e impuesto) la política de la oferta y la demanda en la unión voluptuosa, haber planteado a priori que las bazas de una y otra parte son comparables, las apuestas conmensurables, las finalidades idénticas, los amantes en último término permutables (el hombre puede ser la mujer, cualquier hombre, cualquier mujer, y esa permutación no significa en absoluto una confusión de los roles sexuales sino su total similitud de igual manera que son similares las dos partes de un contrato). A partir de ahí la fabricación de un cuerpo de referencia (cuerpo genital) que registra los estímulos, de un modelo de goce constantemente redefinido, constantemente modificado, de una utilización del tiempo minuciosamente a respetar, de una ida y venida obligada de los gestos y de las caricias, igual número de lengüetazos, igual número de sacudidas de riñones, igual número
de tirones, con el miedo adyacente de ser estafado, perjudicado, de no tener la parte correspondiente en el botín, miedo del fraude, sueño de un cuerpo en forma, de un detector de mentiras, banda de máquinas, de hilos, de aparatos electrónicos que establecerían las medidas exactas de las sensaciones para cada miembro de la pareja, afirmarían o revocarían la validez del contrato, máquinas orgonóticas de Reich, laboratorios de Masters y Johnson, y finalmente auténticos socialistas científicos de la sexualidad. El acoplamiento según las normas es siempre la historia de una recurrencia; hagan lo que hagan los amantes, nada entra en sus caricias que ya no estuviera dentro, que no tuviera su modelo antecedente. Para ellos no existe la primera vez, sólo la repetición es la primera. Todo lo que es ha sido y será igualmente, duplicación sin final, igualdad de las sensaciones, ninguna novedad turbadora, sólo pequeñas innovaciones que no son más que las diversas facetas de un mismo edificio. Y es verdad que ninguna unión es totalmente original porq el número de figuras y de posturas de que son susceptibles los cuerpos es obligatoriamente limitado, pero al mismo tiempo toda unión es absolutamente nueva porque este pequeño número de asideros jamás es vivido de igual manera de una vez a otra, de una pareja a otra. El amor no cesa de tramar y de desbaratar la finitud obligada de los cuerpos enlazados, la enumeración de los gestos y de los órganos. La copulación es capaz de una ambigüedad, de una plasticidad infinitas porque no es una entidad cerrada sino una relación entre innumerables relaciones, relación entre unos puntos y unos objetos habitualmente abandonados. Cada cuerpo renace en cada unión de manera diferente y la historia de una unión es al menos tanto la historia de las maneras como se la desvía que la de las maneras como se la perpetúa y confirma en relación a todas las veces precedentes. Las aparentes repeticiones de los amantes no indican únicamente una continuidad, revelan una lenta e incesante metamorfosis. ¿Por qué todos los gestos amorosos se refieren al mismo Dios —Eros omnipresente— sin parecerse entre sí? Porque su único punto de convergencia está
en la remodelación siempre diferente de la divinidad que ofrece retrospectivamente a su encuentro un orden y un sentido. Eros es una fuerza sin forma preestablecida y capaz, por consiguiente, de asumirlas todas; si el amor carece de «rostro», es porque reviste uno tras otro incesantemente, ordenadamente, es porque es el cuerpo más monstruoso imaginable, el más inacabado, el más plástico, deformable y adicionable a capricho. Quererlo fijar en una figura única, detener la proliferación de los trozos incompatibles que acuden, igual que partículas, a injertarse en él, decretarlo genital, heterosexual, andrógino, maternal, es su utopía, sueño de claridad, de parón de la historia; mascarada de poetas y de legisladores, cómplices por una vez, si es verdad que el deseo de transparencia siempre engendra el terror. De esta manera todos los anacronismos sexuales están justificados; reiniciar la unión de su mitad, retirar el pene, comenzar los preliminares después del orgasmo, reír durante el ascenso de la excitación, desarrollar fuera del templo genital un foco voluptuoso —otras tantas maneras de recorrer al revés el tiempo y el espacio de la sexología (la irre versibilidad de la reacción sexual para hablar como Munster y JuanSon)— ; la causa es posterior al efecto que, a su vez, puede suscitar otras causas; lo que está adelante está atrás, la fuente es confluencia al mismo tiempo que desembocadura pues la eclosión de los goces no altera esta idayvenida continua sino que se contenta con puntuarla. El amor es entonces la capacidad metafórica, el espacio curvo en el que las relaciones más inesperadas y los encuentros más paradójicos son posibles a cada instante. Las normas, más intangibles para nosotros de su existencia y de su uso —como, por ejemplo, el punto culminante del acmé o el orden cronológico de su llegada— no son más que unas maneras relativas, entre otras muchas, de abordar su sentido. Una copulación no es un sentido acabado, una orientación definida a la que bastaría llegar para gustar la dicha suprema sino una reserva de formas que esperan su sentido, un potencial inagotable de historias ninguna de las cuales es más determinante que otra. Los amantes no se proponen un objetivo, se proponen mil, no tienen un plan preestablecido para amarse; sólo les guía el capricho y la inextin gible sed que tienen el uno del otro. Su libido (su alibicamelo)
se desplaza según el capricho de su fantasía, paseando siempre con ella la misma intensidad; no hay objetivo fijado con prioridad (repintar la habitación, cambiar las sábanas), todos sus ob jetivos son intercambiables, unos con otros, todos tienen idéntico valor. En el monoteísmo tranquilizador de la revolución sexual todas las copulaciones son una sola copulación porque todos los goces son un solo goce de donde se deduce que un solo goce es todos los goces. El estereotipo del coito es perfecto ab aeterno, sólo los amantes son unos amantes imperfectos, a falta de encontrar el placer que buscaban o a falta de que querer uno solo, buscan otros, parecidos o casi similares. Jamás conozco la cara de los que amo, sólo los amo para descubrir en ellos, cada vez, un cuerpo nuevo, unas palabras increíbles, unas sensaciones deleitables, unos mundos efímeros que desgranamos y dispersamos a todos los vientos. Los amantes no se aman únicamente por el vientre, se enfrentan por todos los lados en una voluntad de totalización que nada apacigua; no se unen únicamente en el presente, suscitan en el otro, hacen llegar a ellos todas las edades anteriores, todas las estratificaciones que las componen. En una palabra, no renuncian a nada, no renuncian al niño que fueron, al pequeño ser que se complacía en la mierda y que sobrevive con su totalidad específica, al adolescente núbil, al adulto que son, a ninguna de las personalidades que les dividen y se reparten su historia. En el mismo seno de su carne, nada renuncia al privilegio del placer, de la corriente sexual bienhechora; cada parte seca para sí la cobertura del goce, sin dejar de desgarrar el cuerpo con sus exigencias egoístas; en cada superficie, cada parcela de epidermis, se multiplican las series divergentes, las disyunciones, las infiltraciones de energía; un estremecimiento de las aletas de la nariz cerca del sexo abierto resucita una mucosa anal, al bestializar un fragmento de piel, al subir un olor de las entrepiernas cerradas, al prostituir por capricho un abandono especialmente impúdico, al homosexua lizar el hueco de un muslo o la curva de una nalga, cada fragmento del cuerpo asume el papel de los órganos genitales sin sustituirse
por ellos mientras que las partes genitales en el fondo de su función inicial asumen por sí mismas mil otros personajes, conchas, plantas exóticas, rama de árbol, caverna, laberinto, instrumento de viento, cornetín, pasarela, con todos sus atractivos, todas sus funciones, hasta el punto que el cuerpo está a la vez totalmente desgenitalizado y enteramente erotizado, sexuado por todas partes porque ha anegado la agudeza típicamente sexual en una masa de sensaciones afluyentes. En el fondo, la Ley sólo pide a los amantes que no sean niños; en otras palabras, que permanezcan plenamente genitales. E inversamente, el cuerpo del niño es actualmente en Occidente el último territorio inviolable y privado, el unánime santuario prohibido; en última instancia se concede derecho de ciudadanía a todas las «perversiones», pero caza despiadada a la sexualidad pueril, a su ejercicio, a su deseo. Si todavía se cree en la subversión, ésta sería en nuestros días no tanto la homosexualidad que la pederastía, la seducción de los «inocentes» (de ahí el escándalo que provocan los libros de Tony Duvert cuando debieran estimular, suscitar vocaciones, abrir los ojos). Dado que la madurez siempre es la historia de un estrangulamiento, la adolescencia no es el comienzo de la vida sexual sino más bien su triste canalización; a los 1415 años las cartas están echadas, la normalidad orgástica completa su paciente trabajo de domesticación. La infancia, doblemente «privilegiada» por nuestra sociedad (aquí, pura de toda veleidad erótica; allí, «polimorfa perversa», asexuada a derecha, hipersexuada a izquierda), sería, pues, el continente prohibido por excelencia, la tierra prometida que nadie tendría el derecho de pisar; yo puedo ser genital, yo puedo ser infantil (porque en cualquier caso lo soy), pero sobre todo no pueril (pero ¿este deseo de una sexualidad de la niñería, por emplear la expresión de Antoine Compagnon, no sigue siendo un mito que reactiva la mediocrísima utopía de la asexuación, poseer el doble sexo, modo de no tener ninguno, hacer de ángel? Hacer de ángel, ¿os excita esa debilidad?).
Yo te amo pues eres mi semejante, dice la teoría clásica del amor. Los semejantes se atraen, seamos sátiros semejantes. Ama a tu prójimo como a ti mismo; pero es preciso en primer lugar amarse mucho a sí mismo, mimarse deliciosamente, tener la impresión de existir como individuo, persona total; ahora bien, ¿cómo puedo conocer mi identidad para querer reencontrarla, igual, en otro? Pues si ante otro me trastorno es más bien por verificar que mis similitudes suponen diferencias y cómo un rasgo idéntico, una mirada, varía de un individuo a otro. Tú eres una mujer, yo soy un hombre, vamos a joder, escribe un maleducado moderno (Guy Sitbon). ¿Por qué la relación del hombre con la mujer sería más natural que la relación del hombre con el hombre o de la mujer con la mujer? ¿Por qué no escribir entonces: tú eres un árbol, yo soy un hombre, vamos a joder? (o bien tú eres esponja, tú eres castor, tú eres máquina de escribir, etc.). Y además, ¿por qué suponer que la identidad de naturaleza supone la identidad sexual?; entre esa mujer y yo, ese chico y ese otro, los órganos genitales no funcionan de la misma manera, no son idénticos. El cuerpo del otro, su osamenta, sus zonas erógenas, son a la vez lo que revela el parecido y lo que sirve para anularlo; nosotros ni siquiera podemos conceder esa comunidad sexual pues no existe. Somos tan poco iguales ante el sexo como lo somos ante la muerte y es absurdo pretender convertir el placer genital en el común denominador entre los hombres, la referencia inmutable, intangible de sus relaciones. Siempre, en todas partes, la ideología genitalista exclama: cuando el pito funciona, todo funciona; como si el sexo, la lubricidad, el desenfreno, no fueran unas pulsiones tan parciales como todas las demás. El hecho de que tú seas sexuado no te convierte en mi semejante y, por tanto, mi hermanito como dicen los profetas bobos, lo que yo quiero poner en común contigo son nuestras diferencias y no nuestros parecidos, que no existen, no son más que una ilusión o el índice de nuestra común sumisión a una norma o a un código. Así que no hay acoplamiento que no sea guerra (incluso entre personas del mismo sexo); pero no hay guerra en la que se desee tanto como en el acoplamiento la derrota o la victoria del otro, en una palabra, la sorpresa. El grito de todos los
amantes no es: «fusionémonos, hagamos de dos seres uno solo», sino «asombrémonos, seamos juntos una polvareda de flujos incontables, dividámonos en mil personajes a partir de nuestras dos desnudeces entrelazadas». Si el placer del ser amado forma parte de mi placer, es porque mi placer es la pérdda y no el dominio, es porque yo gozo de la cofusión y no de la certidumbre. Abrazarte es para mí una cierta manera de ser vencido, mi voluptuosidad es voluptuosidad de la falta de poder. Hacer el amor no es unir mis colgajos genitales con los del otro sino enfrentar mi singularidad pulsional con la suya; ahí existe combate y no fusión, agresión tal vez, pero que deriva lejos de los códigos fijados de la agresividad, relación de emulación y no de concurrencia, aventura y no balizaje de trayectos ya vistos. Cualquiera a partir del momento en que es otro es una sexualidad diferente, no existe erotismo que no sea materia de combate, táctica, match nulo; sí que existe una antinomia entre el amor y la guerra, pero en el sentido de que el amor tal vez induce una nueva visión de la guerra, una nueva estrategia, nuevas finalidades, estrategia de la derrota y no de la aniquilación, de la diferencia y no de la ley, astucias pulsionales que impiden que las singularidades degeneren en egoísmos, normas, decretos, inquisiciones. Lo que los galanes comparten son pequeñas separaciones continuas, sin tregua; sólo las distancias les acercan y sólo los acercamientos les dividen. No cesan de descubrir la medida de su extrañeza. Seas quien fueres, tan pronto como te conviertes en mi semejante, me aburro contigo. No existe unidad en el acto sexual, ni siquiera una unidad estallada, dispersada. A partir del momento en que se entra en la conjunción amorosa, se entra en otros tantos tiempos de intercambios, tiempos que no son la búsqueda de una regla permanente, intercambios que causan sensación y que inician cada vez una especie de aventura. Se adora el orgasmo porque deja memoria, porque las huellas de su paso se inscriben en los cuerpos y los convierten en monumentos de una actividad pasada, porque abre el espacio.de un río arriba y de un río abajo, de un tiempo diacró
nico acumulativo. Ahora bien, cuando ya no existe para los amantes un lenguaje único de la carne, cuando ceden a la confusión y al vagabundaje, entonces viven tantas experiencias eróticas como caricias, besos, deslizamientos, tantas sensaciones como poros de piel (rasposos de la lengua, lisos de los labios, sedosos de la cara interna de los muslos, cobrizos del lomo de las nalgas, estriados del orificio anal, inundados de la vulva), cada pigmento más o menos pálido o coloreado, neutro u oloroso, amargo o salado, cada playa de carne es un microcosmos, una esfera aislada que sólo la delicadeza de la palma, de la lengua o del sexo puede despertar, pero esos pequeños mundos aglutinados, esas tribus sensoriales dispersas por toda la geografía del cuerpo, ya no tienen dirección común, ya no se orientan hacia unos centros (ni siquiera unos centros múltiples); el orgasmo se convierte en un placer más entre otros, ya no será ceñido con una corona, ya no nos prosternaremos ante él como ante, por ejemplo, la micción, la erección o el roce de una mejilla con la punta de los dedos; el cuerpo amoroso no es cristiano, ni hebreo, ni musulmán, es politeísta, cree en todos los dioses presentes, pasados, futuros, y todo para él es divinidad; tanto el menor eructo como el más pequeño movimiento son un espacio sagrado de parte a parte para el cual no hay nada anodino, nada ridículo, nada demasiado sucio, demasiado orgánico, demasiado insignificante; cuerpo indiferenciado que ya no jerarquiza sino que distingue, recorta, enmarca, celebra, adora; playa eruptiva, amnésica que ya no disciplina ninguna exigencia unitaria. ¿Qué inflama nuestros cuerpos? ¿El amor que sentimos uno por el otro o la maestría con que nos unimos? ¿Es el efecto de un sentimiento o de una técnica? ¿Cómo saber si es sólo el efecto lo que guía tus dedos, el movimiento de tus caderas y de tus riñones o si tú no repites conmigo un aprendizaje que pudieras practicar con cualquier otro(a)? Los amantes odian la mecánica pura de los órganos y de las epidermis; los mecanismos temen a su vez los turbios efectos del sentimiento, los cortocircuitos afectuosos que rompen las relaciones de causalidad. Pero ¿no se estarán
equivocando todos ellos? ¿Acaso la unión no mezcla de manera irreparable la inclinación y el saberhacer (estupidez, en tal caso, del puro movimiento amoroso sin cálculo —sólo la pasión puede empinar mi verga, gotear mi sexo— y de la pura fornicación tec nócrata sin deriva, intensidad sentimental)? El amor siempre es técnico, compromiso con un catálogo de posiciones, una memoria de formas que repite, no es independiente de un cierto «cinismo», pero ese cinismo mínimo, ese encadenamiento obligado de gestos, . de caricias, de retenciones, no es, a su vez, nunca seguro; ninguna receta asegura la eclosión de los goces, ningún goce demuestra obligatoriamente una vinculación afectuosa. Los amantes etéreos que se acarician el pubis, con los ojos anegados en el cielo, el técnico que hace crujir sus falanges, marcan en sus penes los orgasmos de su pareja, tienen en común un mismo odio de la imprecisión, de la niebla erótica, quieren unos cuerpos transidos de amor por un lado, puramente funcionales por otro, unos cuerpos legibles según su propio registro, pero sobre todo no unos cuerpos ambivalentes o peor aún unos cuerpos imprevisibles y aleatorios. El coito puede ser un acoplamiento pesado, esclerotizado, buscando la tacañería de parcas alegrías a fuerza de trabajo y de obstinación; o una amalgama aérea, ligera, viva sin aglutinación ni pesadez. Pero jamás satisface ningún deseo de transparencia, de rectitud, de franqueza; siempre segrega, sean como sean los amantes, opacidad, espesor, unos instantes monumentales de múltiples dimensiones. ¿Dónde está el camino para los miembros de la pare ja? El camino siempre está por encontrar; los cuerpos están llenos de caminos que nunca se ha acabado de medir. Por dicho motivo los amantes jamás se plantean problemas que no sean capaces de resolver, ya que dichos problemas no son insolubles, porque ninguna solución los agota, porque tales problemas no existen, porque, en suma, las soluciones que acaban por darles no están contenidas en ellos. Y así es como el acoplamiento sigue siendo una violencia org nizada y su organización sólo consigue reduplicar su violencia, sea la efervescencia más rigurosamente regulada, sea que permanezca
regida por un ritual preciso, los protocolos más maníacos, pero jamás ese ceremonial se atribuye otro objetivo que una rabia reduplicada (si es necesario por la mayor dulzura), ni otra finalidad que un frenesí sin límites. Unirse no debe conducir a otra cosa que a unirse de nuevo. Y de mil otras maneras, con mil otros mundos.
Políticas de la seducción
Encima de mi casa, vive una mujer de unos 60 años que hace el amor con su perro. Estoy seguro; comienza a gemir gozando, al mismo tiempo que el chucho ladra de una manera extrañísima. Yo estoy solo y se me pone tiesa de un modo bestial. Y no me atrevo a proponerle hacer el amor con ellos. Le pasé una nota y no contestó. Pero si le paso por debajo de la puerta el diario con mi anuncio subrayado, es posible que entonces reaccione. Pido, pues, a la Sra. G. S. que conteste a Bernard (el barbudo que tiene un velomotor) y que venga a casa con Floppi a tomar café (puerta 28). Haré todo lo que quieran. (Anuncio aparecido en Ubération.)
Don Juan ya no es hoy día un escándalo, forma parte del vocabulario. La leyenda del libertino único y solitario se ha convertido en la palabra habitual con que se ridiculiza la arrogancia de los ligones. Más censuradora que una excomunión, esa consagración lingüística sólo retiene de Don Juan al seductor olvidando la pura pasión del número que nos interpela a través de él. El Don Juan contemporáneo es el hombre de éxito, el playboy que, porque gusta a las mujeres, se vanagloria de ser difícil. El personaje del mito, al contrario, gusta a todas las mujeres porque todas las mujeres le gustan. El número de sus conquistas recompensa la indiferencia apasionada que caracteriza su deseo. Su poder de seducción no es una virtud mágica, un fluido incomprensible, un maná. Si no conoce fracasos, es fundamentalmente porque su propio deseo no pronuncia ningún ostracismo, ninguna exclusividad en la multiplicidad de sus ardores, y puesto que encarna el mismo rechazo de la discriminación, el azar elegirá para él el objeto momentáneo sobre el cual cristalizará su amor. «¡Todas sirven, aldeanas, criadas, burguesas, condesas, duquesas, marquesas, princesas y mujeres de toda clase, de toda edad, de todo rango! En las rubias, suele apreciar su tranquila dulzura; de las morenas, su fogosidad; ¡pero en todas ama la
mujer! ¡Para el invierno, la gordita; para el verano la flaquita! Si la mayor es más noble, la pequeña es más graciosa. Las marronas son excelentes, por el pequeño placer de conseguirlas. Pero su placer favorito es la joven debutante. ¡Cualquier mujer, cualquier muchacha, la mala y la gentil, cualquier cosa que lleve faldas! Ya sabéis lo que hace.» 1 Por el contrario los ligones eligen; por lo que lo único abundante es el catálogo de sus rechazos. Resulta sin duda obligado poseer muchas mujeres, pero el registro de las conquistas es fundamentalmente un palmarás; son las mujeres bonitas lo que hacen al buen ligón. Así, pues, éste tendrá tanto más valor ante sus propios ojos en la medida que sepa reservar su deseo a los ob jetos que lo merecen y sustraerlo a los «callos» que lo desvalorizarían. El ligue es una avaricia. Cuanto más famoso es un playboy, más limita su campo libidinal. En el fondo, qué le importa la ebriedad con tal de poseer el (buen) frasco. Soberbiamente, Don Juan ignora lo que hoy exaltael d juanismo, el deseo como selección o, en otros términos,la atribución de un modelo a lo deseable. Leporello nos había divulgado el secreto de esta repetición insaciable; la «lista numerosa» no establece diferencia entre la vieja y la joven, la noble y la campesina, la hermosa y la fea, pues su amo no mira. Añadamos un matiz, Don Juan no mira, y ese apriorismo constituye la vivacidad de su escándalo. Puesto que el ligón mira, la vista es el instrumento de su rapiña y permite, mejor de lo que lo harían el tacto el oído, o el olfato, redoblar la sensación por la sentencia.De una mirada, en efecto, el ligón abarca simultáneamente el código y lo real, la criatura que entra en su campo visual y el prototipo que encarna o caricaturiza. En otras palabras, ver siempre es ver doble, es contemplar, en sobreimpresión, la grisalla de la calle y la suntuosidad de los anuncios; es subordinar la multitud a los films, los cuerpos descoloridos, pesados, vulgares, trabajosos, ajados y siempre algo deficientes de la realidad a las formas perfectas que exhiben las múltiples variedades del Espectáculo. Así, pues, la 1. MozartDa Ponte, Don Juan.
percepción visual sólo debe su preeminencia a que es a la vez un aparato de registro y un medio de comparación. Por consiguiente, el ligón, en el ejercicio de su deseo, es lo contrario de un instintivo; éste, especialista meticuloso de lo deseable, examina la transeúnte, contempla su silueta, observa su paso, diseca su cuerpo en objetos aprobados y en pedazos suspendidos, calcula la sensualidad que podría demostrar, sopesa el pro (alta, bonito pecho) y el contra (boca pequeña, demasiado maquillada; en suma, su ojo se dispone a leer al Otro como un texto de examen. Y para ese corrector, al igual que para los curas, la perfección no es cosa de este mundo, la realidad sólo ofrece una copia degradada de los modelos que transporta. Cada rostro remite a un código del que es tina combinación especial, pero a partir del hecho de que no es ese código, significa también la distancia que le mantiene alejado de él, la desemejanza, la carencia de ser que le separa de él. Un cuerpo siempre está ahí para otro, siempre es menos de lo que sugiere. Así que la sanción llega con implacable prontitud; lo que salta a los ojos es la desviación, la longitud de una nariz, unas piernas pequeñas, o una piel granujienta... La epifanía de la Belleza es inconcebible al margen del contexto de fealdad que la mirada severa, agria y vigilante del ligón verifica en el mundo. Y no produce, pues, la menor sorpresa verificar que la mirada inocentemente selectiva culmina en la manía escolar de poner una nota al cuerpo de los seres. Pues, se entreguen o no a tan repugnante práctica, los ligones siempre tienen una tabla, sólo descifran todos los rostros para medir su distancia respecto al único rostro que les apasiona, el del código. En su mirada existe, por consiguiente, la ley, «el estereotipo general de los modelos de Belleza» (Baudrillard), que motiva sus muecas segregativas y ratifica la excelencia de sus opciones sexuales. Puesto que el ojo existe en el estado doméstico, puesto que la observación es también una observancia, Don Juan altera el orden amoroso aplicando, pero al pie de la letra, una de sus afirmaciones básicas: el amor es ciego. De ahí, como escribe Blanchot, «esa desfachatez admirable» que, a la exigencia de la fidelidad, responde con la sed de la cantidad y el placer de la
enumeración. Hoy, la desfachatez solitaria de la pasión del número ha sido sustituida por una grosería generalizada que puede definir la inversión misma de la cantidad en calidad; la obsesión cualitativa persigue al ligón, le abre los ojos de par en par, y somete cada objeto deseable a una evaluación ansiosa en la que se mezclan inextricablemente el miedo a ser engañado, el vértigo perfeccionista, la docilidad al código, y la inquietud de la opinión.
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«Yo amo las mujeres», frase imbécil y vanidosa de profesional de la seducción que, en realidad, debe entenderse así: «me presento, catedrático del bello sexo, doctor en eterno femenino; y lo que yo amo es el soberano dominio que esa competencia me asegura, las recetas infalibles que extraigo de ella para enrollar a las más inaccesibles, la cara de los compañeros cuando levanto una nueva, el prestigio que me otorga acumularlas.» Es evidente que todo el mundo no razona así, y esos discursos al igual que la práctica que implican no son mayoritarios. Sin embargo, las mismas personas que toman sus distancias respecto a lo anterior, escapan del ligue mediante el matrimonio, lo combaten con la aventura, lo desprecian desde las alturas del amour fou, conservan el mismo espíritu de vigilancia que el criticado coleccionista. El tierno esposo sentimental que prefiere la pareja estable a los acoplamientos furtivos, el libertino juerguista que se interesa más en la invención de las poses que en el inventario de los cuerpos, el soñador romántico que, con el chal al viento y los cabellos ensortijados, se prepara para el encuentro con la Unica, comulgan todos ellos con el ligón en la rabia de excluir y en el deseo de ser incluidos, en la mirada inquisitorial y la obsesión por gustar a la mirada del otro. Ven el mundo con los mismos ojos malvados, y trabajan incansablemente su imagen para obligar al mundo, pese a la competencia, a observarla. Ahí reside la primera paradoja de la seducción; minoritaria
como mercado, es omnipresente como mirada. Las transacciones son escasas, la obsesión universal. La calle es ese espacio extraño y cruel en el que no cesamos de evaluarnos y en el que no se coincide prácticamente nunca. El perpetuo examen al que cada cual se entrega en relación al otro sólo excepcionalmente desemboca en el intercambio efectivo. El orden seductivo es fundamentalmente la increíble desproporción entre los gastos del deseo y la energía gastada para ser deseable. En ese bazar petrificado, el exterior, todo el mundo es comprador, todo el mundo es mercancía, y nadie hace negocios. No se comenta, o apenas, y no se habla de ello, pero ¡cuánta fiebre en esa inmovilidad, cuánta brutalidad en el silencio de esas estimaciones oculares! Se mira a los otros para fijar mentalmente su precio, se contempla su mirada para verificar la propia cotización; no hay acontecimientos en la escena seductiva, no hay drama aparente, sólo unos tropismos impalpables, unos seres ávidos de imágenes, unas imágenes sedientas de reconocimiento, una inmensa feria fijada y prostitutiva. Sucede a veces que los cuerpos salgan de esa parálisis, pero es preciso un golpe de suerte o un bluff o una varita mágica, pues el encuentro jamás es la culminación de la mirada, siempre es la excepción. «¿Tienes la polla florida? ¿Es primavera? ¿Buscas un agujero para meterla?» Esa réplica que en ocasiones fulmina al osado presumido, ataca sus pretensiones, pero no sus normas. El odio vindicativo hacia el individuo ligón (su altanería, su sexismo, su rollo, su desenvoltura tipo de «a quien nadie se la da con queso» y que conoce la fórmula, su aspecto de cazador de premios y de hermosos trofeos) coexiste con una conformidad escrupulosa a sus modelos. Todo se desarrolla como si la autodisciplina del cuerpo, la ascesis cotidiana para sujetar su imagen a las prescripciones de la moda no detestara nada tanto como el testimonio de su propio éxito. En tal caso, tanto estorba la expresión del deseo como la necesidad de ser deseable a fuerza de ley. Pero el ligón rechazado se equivocaría al quejarse, al protestar por la mala fe, al denunciar la hipocresía o la provocación. Ha existido únicamente un malentendido. Se ha interpretado, o fingido interpretar, como una invitación algo que no era más que una pregunta
que el cuerpo se planteaba a sí mismo. Se ha creído, se ha querido creer que la voluntad de gustar suponía la de encontrar, que el deseo de ser universalmente deseado implicaba la disponibilidad ante cualquier deseo. Se ha sentido afectado por la solicitud de la mujer por su propia imagen, lo que, muy lejos de realizar la seducción, rompía su mecanismo; querer un cuerpo intercambiable no significa querer intercambiar el cuerpo. Al contrario, el hecho de seducir permite evitar la aventura. La virtualidad es preferible al contacto y lo hace facultativo. Para convencerse de ello basta comparar los destinos antinómicos de la mujer que triunfa en la escena de la mirada —el cuerpo maniquí— y de la rechazada despiadadamente por la mirada, porque es poco agraciada, demasiado gorda, achaparrada, vulgar —el calló—. La primera circula mucho menos en la medida en que obtiene incesantemente la seguridad de gustar; la segunda circula para consolarse de no ser intercambiable. Es fácil de conquistar porque está excluida de la mirada; pasa de mano en mano porque no está hecha para el placer de los ojos. La jerarquía queda a salvo, la vista sigue siendo el sentido noble, mientras que el tacto sólo es el vertedero al que son lanzadas las deiadasdelado de la contemplación. Descalificáción en el fondo muy conveniente de la ma. terialidad por la imagen. Son unos cuerpos sin brillo, unos cuerpos vulgares o míseros, los que, a falta de poder aparentar, se acuestan. Así, pues, la mirada no es el preludio indispensable de la seducción, tiende, cada vez más, a convertirse en su finalidad; las condiciones de admisibilidad al espectáculo seductivo son hasta tal punto draconianas que las felices elegidas gozan de su integración mientras que las rechazadas se entregan melancólicamente a los placeres de la carne; la carne es triste, hélas, sólo la subasta es deseable. Freud aportó hace tiempo una contribución tremendamente ingeniosa al manoseado tema de la coquetería femenina. En efecto, en Para introducir el narcisismo, sitúa en su lugar exacto (el cubo de la basura) los sustancialismos que celebran la misteriosa gracia que emana de la mujer o que previenen contra su perfidia. Tal vez Freud fue el primero en historizar el narcisismo femenino demostrando que las mujeres se entregaban a su belleza para com-
pensar su opresión, dirigían hacia su propio cuerpo un deseo que se les había prohibido exteriorizar, se amaban hasta bastarse a sí mismas como para vengarse de no ser libres en sus opciones. Así, pues, no eran diosas ni diablesas, y su inaccesibilidad tenía una razón muy precisa. Esa explicación tenía el inmenso mérito de acallar las leyendas y de sustituir las ensaladas religiosas por el lenguaje de la historia. Pero, en la actualidad, el contexto social ha cambiado radicalmente; el capital que integra las mujeres al trabajo no puede jugar en todos los tableros a la vez; con la independencia económica acceden ineluctablemente a la , autonomía afectiva, su deseo es libre de elegir, y de recuperar sus opciones. De este modo la causa del síntoma nardsista esta en vías de extinción. Ahora bien, ¿qué ocurre? El síntoma no disminuye, se generaliza, trasciende la oposición masculino/femenino, es unisex. El mismo frenesí se apodera actualmente de los falóforos. Es, incluso, la única cosa que nos ofrece inmediatamente a compartir con las mujeres, la obsesión seductiva, el trabajo incesante y ansioso de nuestra imagen corporal. El Hombre era mirada, la Mujer era objeto; ahora los dos interpretan .simultáneamente ambos papeles. Todos somos vigilantes y vigilados, inquisidores y víctimas, pues todos esperamos la salvación del cuerpo. Para explicar este fenómeno ya no basta la explicación freudiana de que no se puede decir que nos amemos a nosotros mismos a falta de poder derramar nuestro deseo fuera de nosotros. No, hacemos fructificar nuestro patrimonio orgánico, invertimos locamente en nuestro cuerpo para tener el derecho de amarnos. Es nuestra deseabilidad lo que nos juzga; es, por consiguiente, ella la que tenemos que mantener y perfilar incesantemente. Nuestro nard sismo no procede de la fascinación, sino de la vigilanda; no estamos enamorados de nuestro cuerpo, estamos preocupados por su imagen, pues nuestro valor depende 'de ella. Es predso gustar; imperativo este que ha matado el puritanismo, pero a cambio de ocupar su lugar, de ganar exactamente la misma posición. Qué importan, en efecto, los diversos contenidos que la historia atribuye al «es predso»; es predso trabajar o maximizar los goces, tener una florida cuenta bancaria o mil viajes que contar, triunfar en los estudios o avanzar en la margiración... Todas esas oposi
dones mantienen la permanencia de la Ley; el «es preciso» que pone al individuo en falta y que le condena ai una búsqueda eterna de la imposible plenitud. Es preciso gustar] búsqueda del absoluto. Inquietud inextinguible (todos somos deficitarios, proxeneta^ de nuestro cuerpo, somos sopesados, evaluados, preferidos, disimulados en un incesante trabajo de comparación y de despidos. Sabemos cuáles son nuestras partes bonitas y feas, el perfil limeño, los colores que no nos van; y sabemos también, por nuestr^i dolorosa intimidad con nosotros mismos, que jamás seremos si(ifidentemente guapos, jamás suficiente pedrería, diamante, moneda viviente). Insinuación de la ética en el narcisismo y del superégo en la libido, seducir no es bueno, sino que está bien; no es una abertura al placer, sino el placer edificante y precario de estar dentro de la Ley. ¿Yj por qué es píreciso gustar? Porque actualmente la fealdad es pornográfica, es la nueva obscenidad. El mayor inconveniente es ser j feo; exhibir las arrugas casi se ha convertido en algo tan inconveniente como i pudiera ser anteriormente mostrar el culo. El Espectáculo ha desvestido los cuerpos; diríase que ahora nada es obscená, puesto qu£ todo está en escena, todo es mostrable, el sexo de la mujer, H tumescencia dd pene y todas las formas de penetración; ya no í quedan secretitos cochinos, sólo una ostentación gigantesca, un hiperrealismo de las voluptuosidades genitales. La única cosa cuya exhibición está prohibida es la desgracia física. Y si el Espectáculo la oculta, no es simplemente porque presta acto de vasallaje al código estético, sino porque emprende una cruzada contra las anomalías. Cuando la publiddad, por ejemplo, desnuda sus imágenes, no se dirige únicamente a la concu piscenda del transeúnte, le interpela en su propia carne. En ocasiones le invita a la compra, siempre a la comparación. ¿Dime, tú que estás ahí, dime qúé has hecho de tu epidermis? En una palabra, presenta la desnüdez como un paraíso prohibido a los feos. Sólo podrás ofrecer tu cuerpo a las miradas, dice la publicidad al paseante, cuando'hayas sabido sustraerlo a la fealdad con que lo has embadurnado.! Elimina la celulitis de tus temblorosos muslos, caímbia ese slip que te ridiculiza, procura colorear con cremas tu pid de triste palidez, afirma a fuerza de ungüentos tus
cansados senos, si son demasiado prominentes pide a un cirujano que te los reduzca, elimina esa barriga que te aburguesa; entonces, sólo entonces, llegarás a la auténtica desnudez. Estar desnudo es un privilegio, una aristocracia, una santidad. Nosotros malvados, nosotros pobres pecadores, no mostramos nuestro cuerpo cuando estamos desnudos, mostramos nuestra fealdad. En los Misterios de la Consumación, en las Iglesias del Espectáculo, la fealdad desempeña el papel del Maligno. Respondemos de nuestro cuerpo como anteriormente se respondía de nuestros actos en el confesionario, salvo que ahora ya no es necesario el confesor. El Pecado se exhibe a los ojos de todos. Se encarna mediante la deformidad. Como agente de la mirada social, cada uno de nosotros es el sacerdote de esa nueva piedad; como objetos de la mirada, todos somos culpables respecto a su ley. Pero para que la fealdad sea el Mal, para convencernos de nuestra responsabilidad corporal, hace falta destituir a la Naturaleza. Y existe algo de admirable en esa voracidad del capital, en este imperialismo que coloniza hasta el dato congenital, en esa violencia que roba a la Naturaleza sus privilegios menos discutidos; la gracia ya no es una gracia, es un valor —en el doble sentido moral y monetario—. No cae sobre el individuo como un regalo del cielo, se adquiere tanto mediante el dinero como a través de la disciplina. Una mujer entre otras mil fue escogida por la revista Elle con la intención de demostrar que nuestro mundo ha engendrado las hadas; todo un ejército de estheticiennes, de peluqueras, de maquilladoras, de costureras experimentaban su poder de metamorfosis, y nosotros, lectores, éramos invitados al milagro; el cuerpo se hechizaba bajo nuestros ojos, la materia profana se transmutaba en imagen sagrada, la criatura insignificante accedía a la dignidad espectacular. No cabe duda de que el cuento de hadas es inabordable para la mayoría, pero la moraleja de la historia explica otra cosa; insinúa que sólo una perpetua vigilancia puede impedir que esa belleza costosamente adquirida zozobre. El dinero no da un cuerpo hermoso, se precisa también la continuidad y la tensión del esfuerzo. Nuestra corporeidad es una empresa; nos corresponde a nosotros, mediante una gestión rigurosa, efectuar unas buenas inversiones, colmar los déficits,
evitar o, al menos, aplazar la bancarrota; pues el arte de gustar es también el arte de diferir la propia exclusión. En la inversión contemporánea de los cuerpos se conjugan el gesto consumidor del gasto y el gesto puritano del ahorro, la pulsión adquisitiva y la ascesis implacable de todas las pulsiones. Pero si la belleza es la condición del deseo y si es preciso gustar para ser un buen objeto sexual, ¿por qué no aplaudir esa derrota de la fatalidad, esa desnaturalización de la fealdad? Armados de autodisciplina y de sincero arrepentimiento (casi) todos los feos pueden ser redimidos. El código estético sigue siendo severo, pero, gran novedad, sus puertas ya no son herméticas. El nuevo rigor formal fabrica indudablemente más cuerpos intercambiables que la antigua resignación que lo dejaba todo en manos de los caprichos de la naturaleza. Desgraciadamente, el aumento de los stocks no tiene el efecto de animar el comercio galante, de precipitar o multiplicar los encuentros. Por el contrario, no hay mejor manera de bloquear el mercado seductivo que obsesionar a los individuos acerca de su poder de seducción. La belleza sólo se arranca de la Naturaleza para ser «super eguizada», convertida ella misrna en su propio fin. Consagran a la representación la misma energía que retiran al deseo; la libido ya no es abiertamente reprimida, sino canalizada, proyectada por el individuo sobre su propia imagen. Ya no son unas prohibiciones exteriores las que impiden que los individuos entren en contacto y tejan unas relaciones, es su obsesión de gustar y su manera inmediatamente seductiva de evaluarse. Los cuerpos se ofrecen claramente, pero al Dios Mirada, y no los unos a los otros. No existe por un lado la seducción, y por otro la moral. Existe una moral de la seducción, un deber de seducir, una alienación del cuerpo a su imagen que impide el mutuo acercamiento de los cuerpos con mayor eficacia, sin duda, que 1? mejor de las represiones.
Nuestra época es la de una doble liberación, por una parte, hablamos de la sexualidad; charlamos, escribimos, conferenciamos, filmamos, hacemos pedagogía, realizamos mesas redondas, en fin, nos maravillamos de haber alzado el tabú que la convertía en un tema prohibido; por otra parte, la sexualidad habla en nosotros, dejamos expresarse a nuestro cuerpo. Suspicaces respecto a las directrices represivas de la consciencia, escuchamos a nuestra libido y nos esforzamos en descifrar y aplicar los mensajes que nos llegan de ella, pues nuestra ética, si es que nos queda alguna, es vivir bajo su dictado. Tarea ardua, tarea casi imposible debido a las instancias antideseo que siguen teniendo un temible poder tanto en nosotros como fuera de nosotros, y obstaculizan incesantemente nuestras buenas resoluciones. Cada vez ocurre con mayor frecuencia que en lugar de justificamos de nuestro deseo nos justificamos a través de él. Hemos inventado una nueva legitimidad, la piel. O sea que el acusado pulsional se ha convertido en fiscal en el mejor de los mundos paranoicos posibles, en un mundo en el que el Otro, el extraño, es el indeseable, y el indeseable, sin ir más lejos, es aquel que no se puede desear. Pues el lenguaje que el deseo habla con mayor espontaneidad es el del rechazo, de la segregación. El cuerpo tiene sus metecos que la razón ratifica, y, a guisa de oráculos, nuestras pulsiones liberadas pronuncian exclusiones. Esperábamos el desencadenamiento de un deseorío, la divagación de los flujos sexuales al margen de todo domicilio impuesto, la efusión generosa de la libido sobre el conjunto del campo social, y vivimos, en realidad, bajo el despotismo de un deseo avaro que enrarece sus inversiones, de un deseo ocular que funciona por rechazos, de un deseo feroz que siempre opone la singularidad de sus caprichos a la profusión de sus repugnancias, de un deseo, en suma, que, apenas salido de la cárcel, edifica sus propias barreras, sus muros infranqueables. Actualmente, cuando lo más profundo es la piel, todas las exclusiones se pronuncian en nombre del cuerpo. Por una extraña
convergencia, el deseo exhibe tranquilamente sus fundamentos racistas, en el mismo momento en que el racismo no sabe buscar otra justificación que la libidinal. Ya no hay una teoría segregativa, ahora sólo hay unas reacciones. Es la misma intolerancia física, el mismo reflejo discriminatorio, lo que expulsa, para unos, a los viejos porque se ve su senectud, a los feos porque son feos, a los jóvenes ejecutivos por su corte de pelo, y, para otros, a los negros porque huelen mal y a los hippies por su supuesta suciedad. Al somatizarse, el racismo encuentra algo así como una nueva inocencia. Pero ¿por qué la repugnancia estaría mejor sustentada en el cuerpo que en un gran principio? Cuando el cuerpo comienza a tener cabezas de turco, ¿hay que cortar las cabezas o interrogar el funcionamiento racista del cuerpo? No cabe duda de que se trata de una desagradable pregunta que incomoda las creencias más arraigadas. Si la segregación apela al deseo, y no al prejuicio, todo el optimismo de la Ilustración se desmorona; la maldad no procede del error, y jamás la Verdad abolirá el racismo. Muere lentamente la idea de que se podrá terminar con la discriminación a base de artículos y de conferencias. Y además, sobre todo, nosotros habíamos contado con la subversión sexual; nunca resulta muy agradable, aunque ya comencemos a habituarnos, ver cómo se edifica un orden en nombre de los principios de los que esperábamos una revolución. Claro está que siempre podemos aplicar a esa derrota los esquemas que ya sirvieron en otras ocasiones para sacar de apuros la esperanza; de la misma manera que Stalin se desvió de Marx y traicionó el auténtico leninismo, el Espectáculo ha cautivado, es decir, capturado el deseo; el control mediante la imagen sustituye al control a través de la represión. La sexualidad ya no está prohibida, pero la dictadura del código habla hoy el lenguaje de la libertad. Esa redistribución de las cartas, ese New Deal del sexo impone un nuevo radicalismo a nuestra modernidad, acabar con el Espectáculo y destruir los códigos. El deseo parlotea, pero el auténtico deseo está ausente. El puritanismo lo había amordazado, privado de la palabra; ahora es un usurpador quien habla en su nombre. En el mismo seno de nuestra desorientación, henos ya tranquilizados, pues existe un auténtico deseo. Podemos vivir en la pro
mesa escatológica de la felicidad. Nuestra sexualidad está alienada y, por consiguiente, enferma; la curaremos emancipándola de esa alienación. ¿Y si lo cierto fuera lo contrario? ¿Si no sufriéramos de estar alienados, sino de estarlo demasiado poco? ¿Si no estuviéramos suficientemente enfermos? Nuestro deseo no necesita la verdad, la demistificación, sino tantos mitos que al fin no se sepa ya dónde celebrar la fiesta. ¡No pedimos la muerte del espectáculo, sino más espectáculos todavía! A quienes nos dicen que estamos sumergidos por la variedad de las imágenes, les responderemos que nos sentimos machacados por la repetición de los mismos modelos. Por ejemplo, la proliferación de los hardcore no debe ilusionar. Una pornografía bienjodiente, mayoritaria, aplasta despiadadamente las heterodoxias sexuales y estéticas. Necesitamos una multitud de pornografías para que ya nada sea pornográfico, para que las fealdades, las desviaciones, las sexualidades extravagantes —las que no dicen, antes del asalto: «¡Genital, aquí estoy!»— , todas las nuevas obscenidades salgan del purgatorio, y para que finalmente nuestro erotismo, en lugar de cristalizarse sobre las mismas imágenes, asista al desmenuzamiento de sus propios arquetipos. Lo que reprochamos al Espectáculo es la pobreza de sus figuras, la violencia de sus exclusiones, las razas, los comportamientos que confisca al deseo expulsándolos de la representación. Sólo multiplicando sus capturas podrá liberarse el deseo, sólo agravando su maleabilidad, poblándolo de criterios, pluralizando sus códigos, podrán engrandecerse sus territorios. Antes que arrancar las pulsiones al Espectáculo, queremos arrancar el Espectáculo a su avaricia, devolverle finalmente al polimorfismo. Que no se nos dé siempre la misma cosa a amar; que después de haber trasgredido los límites impuestos a la mirada, ponga toda su audacia en ampliar el mezquino espacio de nuestro deseo. ¿De qué queremos curarnos, de una superpoblación de fantasmas o de un malthusianismo draconiano? ¿De colocarnos sobre lo que muestran las imágenes o de descolocarnos de lo que no muestran? ¿De una sexualidad mezquina o de una sexualidad alienada? En lugar de deplorarla, aprovechemos nuestra flexibilidad libidinal, hagámosla jugar al tope; y como sólo lo Mismo
actúa sobre lo Mismo, respondamos al racismo de las imágenes con unas imágenes y no con unos argumentos; pulvericemos espectacularmente ese orden inmutable de exclusión, que hoy se denomina deseo, para vivir, no evidentemente lo indiferenciado de una sexualidad omnívora, sino imas exclusiones variables, unas opciones aleatorias, unas seducciones imprevisibles. ¿Es que ese bonito programa no es más que un deseo piadoso? Menos religioso y menos utópico,'en cualquier caso, que el discurso de la desalienación. Es más realista programar el desorden del Espectáculo que su desaparición. Por otra parte ya existen unas pornografías, plurales, tímidas, subterráneas, vigiladas. Pero quién nos asegura que un día próximo no aparecerá un film tierno y cerdo, un film finalmente mestizo, contando los amores de un pederasta y de una sáfica, desplegando una orgía maravillosa sin atletas excepcionales, donde unos viejos copularán con unos niños, donde exquisitas ancianas serán las «gigolotas» de jóvenes efebos rubios, donde unos árabes tocarán la mujer blanca. Todo está a punto para fusilar uno tras otro nuestros rechazos. Todo es cuestión de astucia, de oportunismo, de compromiso para entrar en la plaza y dirigir contra la regregación sexual los grandes medios espectaculares sobre los que reposa su poder.
Co n t r a Do n J ua n
Hace un instante efectuábamos el elogio de Don Juan, exaltábamos ese deseo que proclama en primer término su avidez insaciable y no sus exclusivas. Pues nada nos parecía tan abyecto como la retención del ligón, sus caprichos parsimoniosos. Don Juan, al menos, no somete su sexualidad al modelo escolar y no necesita poner nota a una mujer para que le excite. Pero se saca los ojos para ilimitar su concupiscencia, como si sólo la ceguera voluntaria pudiera derrotar el ejercicio profesoral de la mirada. El mito de Don Juan no ofrece otra salida a la avaricia que la
ceguera; triste tragedia en la que a un tiempo ambas partes se equivocan. Mil y tres mujeres, dice el gran seductor, lo que nunca es otra cosa que el mismo deseo declinado mil y tres veces. Es verdad que no clasifica sus conquistas, pero sí las cuenta. En lugar de someter a las mujeres a un principio de equivalencia único, la Belleza, las suma en nombre de un principio de identidad, el Sexo. El ligón maltrata las diferencias al jerarquizarlas, Don Juan sólo parece acogedor porque su violencia es mayor; aniquila las diferencias sustituyéndolas por una tautología asesina, las mujeres son las mujeres. Ya que la naturaleza las ha hecho penetrables a todas, Don Juan, indiferente, cuenta como propias las que ha podido penetrar. Es evidente que no posee las delicadezas y las aversiones del esteta, sino que el placer contable con que lo sustituye no es más que una hospitalidad «de uterófilo». La pobre mirada del ligón (que, como hemos visto, también es, en buena parte, la nuestra) jamás ve otra cosa que un código —sus buenas copias, y sus malos simulacros, sus buenos grafismos adecuados y sus horribles borrones—. El pobre deseo de Don Juan reduce las mujeres a la abstracción invariable de su feminidad. El primero, igual que un maestro sobrecargado de clases, da notas, aprueba, suspende, ficha, reparte, recompensa y censura; el segundo, en su loca carrera, no persigue otra cosa que lo Mismo. Su pasión inclusiva se alza sobre una exclusión fundamental y oculta. Toma todas las mujeres, después de haberlas a todas, de antemano, vaciado de sus singularidades. Si es para desembocar en la terrible monotonía genital, en la que todo es lo mismo, ¿para qué dejar de elegir? El ligón tiene la mirada fija, Don Juan el ojo cerrado, pero ambos repiten una sola e inmutable ansia. Lo que actualmente debemos imaginar es una mirada múltiple cargada de referencias, una seducción sustraída a la ilusión de los criterios objetivos, naturales, determi nables, un deseo no ciego, sino deseducado, la coexistencia en un mismo ojo de varias normas contradictorias, unas opciones hábiles, diversamente fundadas, y no el absurdo abandono de la idea de elección.
«Autefrois pour faire sa cour, on parlait d’amour» (Boris Vian). El decoro fabricaba unos pretendientes etéreos, aplicados en camuflar sus aspiraciones sexuales, en interpretar convincentemente el papel sentimental, en celebrar el dominio que la mujer había adquirido sobre su alma, en unos términos dictados por una exigencia secular de disfraz. El lenguaje amoroso era como un baile de máscaras que sólo acogía las pulsiones cuando eran irreconocibles bajo su disfraz afectivo. Se decía corazón en lugar de sexo, se formulaban unas obsesiones genitales en términos sentimentales. Era una metonimia convencional, una coartada codificada, el alegato del deseo que se excusaba de existir y se esforzaba en disolverse en la inmaterialidad, para obtener una satisfacción material. Hoy nos sonreímos de ese piadoso subterfugio, sin darnos cuenta de su comodidad, lo inconfesable podía ser confesado; la seducción disponía de una retórica amplia, accesible, de un inagotable tesoro de tópicos que aseguraba eficazmente contra la angustia del «¿qué decir?». La literatura, entonces, prestaba un servicio inapreciable, soplaba las frases, permitía ligar. Hemos denunciado la hipocresía de estas series amorosas; cualquier neófito de la estrategia seductiva, cualquier pretendiente apasionado sabe ahora que a menos de desperdiciar sus posibilidades y caer en el ridículo, no debe hablar de amor. El ardor sentimental era un imperativo de la seducción, se ha convertido en su mayor prohibición. Hemos puesto los puntos sobre las íes, hemos revelado un secreto, el corazón es un cachesexe. Lo que no quiere decir que la seducción ya pueda hablar a sexo abierto. Aunque sea la referencia principal de cantidad de discursos, aunque sea el último argumento de todas las exclusiones, el deseo todavía no puede tener la pretensión de gustar. Nadie se vale de su ansia para obtener el objeto ansiado. Desde ese punto de vista, estamos en la misma situación que el marqués de Sade, y las casas de libertinaje que él imaginaba, para completar la obra del Terror, siguen siendo el fantasma secreto de la seducción.
«Diferentes emplazamientos sanos, vastos, dignamente amueblados, y seguros en todos los puntos, se erigirán en las ciudades; allí, todos los sexos, todas las edades, todas las criaturas serán ofrecidas a los caprichos de los libertinos que acudirán a gozar y la más total subordinación será la regla de los individuos presentados.» 2 Aplicada al goce, la Revolución es un ahorro, puesto que alivia al libertino del tiempo dedicado a hacer deseable su propio deseo. Como la exigencia pulsional tiene fuerza de ley, la satisfacción del deseo se convierte en un derecho, cosa que convierte a la sociabilidad sadiana en un intercambio de malos procedimientos; en el espacio instaurado por esa nueva cortesía, cada cual se compromete a sufrir sin quejarse de la tiranía fantasmática de todos aquellos (o aquellas) cuyo deseo habrá suscitado, con la condición expresa de gozar él mismo de una absoluta autoridad libidinal sobre los objetos que la polarizan. En otras palabras, el republicanismo sadiano instaura la igualdad a través de la sujeción recíproca, y sustituye el deber de obediencia del individuo deseado por el deber de gustar del sujeto deseante. Pura y simple inversión de la regla seductiva bajo la cual seguimos viviendo, el deseo puede tener casa propia, no es un poder discrecional ni un argumento de seducción. Sólo hay relación seductiva, convendría añadir, porque tanto hoy como ayer el instinto carnal no puede ser pór sí mismo su propia legitimación. Debe hacerse perdonar para tener la posibilidad de que se le atienda. Cuando la humanidad tenía un alma y un cuerpo, y vivía su existencia bajo la égida de esa dualidad, el amor era el redentor, el deseo era el pecado; se idealizaba el acoplamiento indecoroso, se disimulaba tras los velos del sentimiento y de la ternura la sucia satisfacción del instinto. Hemos desechado la antigua máquina metafísica, que sólo mantienen algunos curas nostálgicos; somos monistas, no atribuimos al cuerpo ninguna impureza, la cara ya no es espiritual, sublime, así como tampoco el sexo es material, o bajo —y, sin embargo, sigue siendo culpable, ya no de bajeza, sino de impersonalidad—. El deseo ya no es vicioso, pero sigue
poseyendo el defecto de ser anónimo. Al no decir nada acerca del individuo que lo lleva, no puede, como tal, ser acreditado por su destinatario. Pues nadie entra en el mercado seductivo si no es apto para declinar su diferencia. Es preciso ser individuo para confiar en estipular un contrato libidinal. En realidad, esa evidencia constituye toda la baza del ligue; lo que se denomina el arte de gustar no es otra cosa que el esfuerzo realizado para llegar a consagrar su singularidad. El deseo se convierte en cotizable una vez corregido de su indeterminación primera; la cosa va, cuando ha sabido darse forma, convertir en persona distinta la intercambiabilidad de su libido. Si, al contrario, pretendiente tímido o anacrónico, no tiene otra cosa que proponer que unos tópicos amorosos o un deseo sin cualidades, tiene toda la seguridad de verse despiadadamente desestimado; nada más estereotipado que las afectaciones afectivas, nada más banalmente natural que las aspiraciones de los sentidos; el descrédito en que relegamos, pues, a la generalidad nos obliga a buscar otra cosa. En la antigua seducción, el deseo era tabú en nombre del amor; en los preliminares de la nueva, ambos lo son en nombre de la diferencia. Hablar de amor es ridículo; hablar de libido no es operativo. ¿Qué es, entonces, una palabra seductiva? Expulsada de su código tradicional, la seducción contemporánea no ha encontrado un discurso de recambio, o, mejor dicho, los ha encontrado todos. A falta de un domicilio fijo, se ha entregado al vagabundeo y al parasitismo universal. Puesto que el ligue está desprovisto de lenguaje, no hay ningún lenguaje que, llegado el caso, no pueda comenzar a ligar. Y ello en la medida que el tono del mensaje seductivo ha cambiado; si se produce, la declaración de amor sólo se formula después, cuando ya no se trata de obtener los favores del Otro, sino de conservar su presencia. Es «yo soy otra cosa... valgo la pena... ven a consumir mi diferencia» lo que dice ahora el texto ligón. Y en esa carrera hacia la originalidad, en ese proceso desenfrenado del hacervaler, todos los discursos pueden servir, sólo quedan excluidos el silencio embarazoso y el vergonzoso estereotipo. Ahora que ya no se liga al amor, se liga con cualquier cosa, con la revolución, la ecología, la música pop,
el libertinaje, la pintura al óleo, los viajes a Afghanistán, el dinero, el coche deportivo, la bicicleta holandesa, la pedagogía moderna, los aftershave de Givenchy, el bricolage, la cocina exótica y la pintura a la acuarela: todo lo que puede hacer decir al destinatario: «simpático, ese tipo (esa tipa), nada vulgar»; lo contrario de «bah... no tiene nada»... lo contrario de ese pecado capital, la indeterminación. Anteriormente el seductor era un comediante cínico que disimulaba el furor de los sentidos bajo el fervor de los sentimientos. Su placer perverso y su ley se basaban en la imitación fraudulenta. En nuestros días, el ligue exige cualidades muy distintas. Ya no se trata de ser doble sino canjeable. La mascarada seductiva ha muerto, vivimos la era transparente y objetiva del examen. Se juzga al Otro por lo que es y no por la pasión que muestra. Se le rechaza cuando no es nada, cuando no sabe crearse una imagen. La seducción era un arte del disimulo; el ligue es un arte de la determinación. El seductor rendía hipócrito vasallaje a los valores remantes de la sociedad, el honor, la virtud, el amor. El rollo del ligón implica un esfuerzo de formalización, y no un trabajo de deformación. El primero disfrazaba su personaje, el segundo intenta incesantemente ser un personaje. Por consiguiente, seducir era mentir; todos los individuos sinceros, que amaban de amor o creían en la virtud, se situaban automáticamente al margen de la seducción. Dios no tenía el menor esfuerzo en reconocer a los suyos, pero, hoy, ¿quién miente? ¿Quién engaña? ¿Quién juega con las cartas boca arriba? ¿Quién puede afirmar: «Yo no sé lo que es ligue, yo sólo conozco el encuentro»? La antigua claridad se enturbia, Dios se rasca la cabeza, ya no existe oposición metódica entre los encantadores profesionales, los sentimentales tiernos y las personas de principios. El ligue es el punto de paso obligado de todos los intercambios, la insoslayable presión de la intersubjetividad amorosa. ¿Quiénes son los mejores alumnos en la Escuela? Los que pueden jugar en el doble tablero de la norma y de la desviación. Han asimilado los conocimientos y los métodos del maestro, han tratado el tema, pero lo han hecho brillantemente, en otras palabras, han puesto en él un no sé qué que les singulariza y les dis-
tingue sin equívocos del compañerito empollón que sólo es capaz de producir exactamente lo que se espera de él, y que suscita una apreciación desdeñosa, ¡escolar! La Escuela normaliza, pero no le gustan las personas demasiado normalizadas, su poder las aplasta y luego les reprocha que se hayan dejado aplastar. De igual manera, en el examen seductivo, no son necesariamente los más concienzudos los mejor clasificados. Hay que saber pertenecer a un código, y al mismo tiempo dispersarlo, operar respecto a él un sutil distanciamiento. Hay que ser capaz de suscitar un doble sentimiento de reconocimiento («es del tipo marginal, me gusta...») y de asombro («tiene algo más, no es el hippy estereotipado»). Frágil matrimonio de lo Mismo y del Otro, posición acrobática a la vez dentro y fuera, equilibrio sabio cuya ruptura puede conducir al desastre, la ausencia de señal es tan peligrosa como una señal excesiva. Un tipo demasiado fijo pesa como un ejercicio escolar; ausencia total de tipo, y te suspenden por inconsistencia.
¿ P o r d ó n d e e m p e z a r ?
Cuando voy a provocar un encuentro, siempre se interpone esta pregunta entre yo y el Otro. Si es demasiado angustiosa, si no encuentro inmediatamente una respuesta que me satisfaga, la relación proyectada se deshace antes incluso de haber sido tejida. ¿Por dónde empezar? Tal vez sea esa silenciosa interrogación la que mantiene a los individuos tan a distancia como el peso de sus obligaciones y la tiranía de la mirada, y hace del exterior un desesperante teatro en el que el orden más inflexible reviste las apariencias del caos, en el que todo pudiera ocurrir sin que ocurra nada, en el que surge el acontecimiento pero siempre en tiempo condicional. ¿Y por qué el comienzo es una pregunta? ¿Por qué esa ansiedad angustiosa? Porque comenzar no es partir de nada. No es tanto un principio como una ruptura. Cuando abordo al Otro,
me sitúo fuera de la ley. Me presento sin haber sido presentado. Asumo el riesgo de un encuentro que ninguna mediación autoriza; al dejar de pasar por un tercero —persona o institución— cometo una especie de escándalo. Desordeno. En el sabervivir riguroso que, incluso y sobre todo en los más espontáneos, regula, distribuye y enrarece las relaciones entre las personas, comenzar significa una ofensa. El promotor de los comienzos es un aguasole dades, y ya sabemos que nuestro mundo ha hecho del aislamiento el primero y más sagrado de los derechos. ¿Por dónde empezar? Por la excusa. Es preciso justificar y, si cabe, borrar el ilegalismo. Yo soy mi propio viajante, e igual que un representante que debe evitar que se le cierre la puerta en las narices antes de que haya tenido tiempo de proponer su mercancía, necesita desplegar tesoros de astucia para metamorfosear instantáneamente la mueca del Otro en sonrisa, y su retroceso en curiosidad. Es la aplastante responsabilidad de las primeras palabras, encontrar una brecha en la fortaleza de la reserva, hacerse perdonar, en principio, del escándalo de comenzar. He ahí porqué, sin duda, la mayoría de las personas rehuyen esa angustia y esa responsabilidad; seducen, sí, pero no abren el fuego. Prefieren las instituciones, esos espacios estructurados en los que el vínculo precede a los seres, mientras que en la calle los seres siempre preceden al vínculo. Vínculos profesionales, vínculos lúdicos, vínculos culturales, vínculos militantes, en los que mi relación con los otros anticipa el contacto que tengo con ellos, en los que, por tanto (y con gran comodidad), la relación crea el encuentro. Dos movimientos caracterizan esta treta de los «débiles» para entrar en la seducción, pese a su timidez, contornean el obstáculo del comienzo, y desvían la relación oficial en beneficio propio. Los adeptos del ligue indirecto son, por consiguiente, unos perversos ya que distraen las instituciones de su finalidad seria, y emplean para un vínculo todo el saberhacer del que carecen cuando se trata de encontrar una palabra inaugural. Si la seducción frontal es tan poco (o tan mal) practicada, también se debe a que no existe receta para iniciarla. Existe, evidentemente, una norma de ligue, pero en lugar de ser una referencia
admitida y respetada, no sirve de nada. Los tópicos ya no son esos albergues preparados en el lenguaje por la tradición para acoger los discursos titubeantes del novicio. Ya no son unos estereotipos indispensables para el protocolo de la seducción, son los escollos que todo individuo en estado de ligue debe saber evitar. Hay que violar la norma seductiva para ser admitido a seducir. Encontrar otras palabras que las primeras que acuden a la mente. Escapar al código del ligue. «¿Vives con tus padres?»; «¿Qué lees?»; «¿Compras CharlieHebdo todos los días?»; «¿No nos hemos visto antes en el casino de SaintMoritz, o bien era en el bar de la estación, en BéconlesBruyéres?»; «¿Vienes a menudo a la piscina?»; «¿Te han dicho alguna vez que eres muy bonita?»... Cuanto menos se utilicen las palabras del ligón, más se distancia de su personaje convencional, y más posibilidades tiene de gustar. Las únicas buenas seducciones son las seducciones silvestres, los únicos buenos comienzos son los que esquivan los estereotipos del comienzo. ¿Por dónde empezar? Por la huida. ¡Corre, ligón, el viejo ligue está a tus espaldas! Existen, pues, dos exigencias que se resumen en una sola: encontrar un comienzo a la relación, y que dicha abertura sea inédita. En el gesto del comienzo, la invención debe redoblar la iniciativa. No cabe duda de que la posición de las mujeres en el mercado seductivo ha cambiado, eran las Musas, inspiradoras y receptáculos del discurso masculino; he aquí que toman la palabra. Eran los Idolos del culto pero han salido del templo y comienzan a existir. Privadas de comienzos, sólo tenían la libertad de aceptar o rechazar las proposiciones masculinas Ahora ya tienen derecho a la iniciativa. Un síntoma de esa modificación es el desuso sin duda irremediable del Cumplido. Ese «topos» seductivo enmarcaba las mujeres, las inmovilizaba en su calidad de obra de arte y su realidad de mercancía. La corte de los pretendientes era algo así como una sala de ventas diversamente animada según la obra subastada, y cada cual decía su precio, en la esperanza de que la mujer, sucumbiendo al vértigo de su propio valor, recompensaría al demandante más asiduo, más enfático y más pródigo en palabras idólatras. Ahora bien, lo superlativo es una moneda sin
valor en un mundo en el que las mujeres son también compradoras, y no se contentan con darse al mejor postor, sino que toman, según sus propios criterios, el ser que desean. La emancipación de las mujeres ha terminado con la liturgia galante del cumplido. Hemos establecido otras ceremonias, no menos opresivas bajo la apariencia de desenvoltura y de espontaneidad, pero el abandono del cumplido protocolario demuestra al menos que el mercado seductivo se reequilibra, y que ambos sexos se enfrentan dentro de una progresiva igualdad. Sin embargo, pese a ese movimiento irreversible hacia la paridad de los competidores, no cabe hablar de progreso. Pues las mujeres viven actualmente dos experiencias contradictorias del deseo masculino, la reciprocidad en el espacio seductivo, pero también, fuera de la seducción, el riesgo perpetuo de la agresión. Un deseo que quiere gustar y un deseo que quiere tomar. Los que se someten al examen, y los que invierten en relación de fuerza la relación de evaluación que la seducción instaura juegan el juego. Por un lado el mercado del ligue, del otro, la amenaza de la violación. Pues la modernidad no sustituye nada, no disuelve los arcaísmos, cohabita con ellos. Los roles se enturbian y comienzan (tímidamente) a intercambiarse; ahora la batalla se desarrolla con igualdad de armas, y después, simultáneamente, la mujer sigue siendo el ser a quien el exterior atemoriza, pues, para ella específicamente, es el teatro de una brutalidad de mil formas. Están los que silban, los entrometidos que cortan el paso, los indespegables que siguen a cinco pasos, los sobones que roban y se vengan de la inaccesibilidad de los cuerpos mediante manoseos furtivos, están los especialistas en tetas y los pellizcadores de culos, los que surgen en las calles oscuras, los que se acercan a hablar ,al oído y los que se cuelgan del brazo, los pillos del metro en las horas punta, o los emboscados en el ascensor en las horas tardías, en suma, existe la virtualidad omnipresente y polimorfa de la agresión.3 3. Muy lejos de disminuir bajo el efecto de un progreso ineluctabl dicha violencia es actualmente más cotidiana, rabiosa y enloquecida en la misma medida que las mujeres se liberan. La emancipación femenina no liquida la agresión, le añade la odiosa dimensión del resentimiento. Atacar
Y esa violencia ordinaria impide toda espontaneidad en lo encuentros. Para entrar en contacto con una mujer, debo abordarla, es decir, utilizar los mismos caminos que la brutalidad agresiva. Por consiguiente, debo elegir un momento, un lugar, y palabras que impidan toda ambigüedad, para que mi voluntad de establecer una relación no se confunda con un ataque. No debo cuidarme de mi propia violencia sino de la que el Otro verosímilmente me supone. Así que el comienzo no sólo es un problema de invención o de iniciativa, sino un problema de oportunidad; comenzar, para un hombre, es esperar el instante en que no da miedo. Timidez de las primeras palabras; en ese momento crucial del examen, no se tolera ningún paso en falso. Ahora bien, la timidez es precisamente el estado en que el lenguaje se me escapa, se embala o se bloquea, y dice al Otro lo contrario de lo que yo quería hacerle oír. En el pánico, son mis propias palabras las que me hacen daño, que hablan mal dé mí. Yo quisiera ofrecerme, hacer circular mi imagen, y sólo produzco, bajó el dominio de una fuerza indominable, un simulacro, una copia grosera, una calumnia. El ser que aparece no soy yo, es un estúpido y quedo como borrado por ese usurpador. Mi torpeza me difama, callo precisamente porque el Otro me juzga, pierdo mis medios cuando es absolutamente preciso que los movilice, cedo a los esteretotipos como a una especie de vértigo, y me hundo en la estupidez por la misma violencia que mi deseo tiene a escapar de ella. En suma, no tengo peor enemigo que mi propia boca. Entonces, claro está, imagino una seducción a boca cerrada, una ceremonia muda tan ritualizada como el cortejo animal que no suprime la elección pero que desplaza sus criterios! la manera que tengo de permanecer de modo estúpido en situación de examen ya no me reduce a la soledad. Liberado de las palabras, no evito la evalua una mujer no es una actitud instintiva y salvaje del primate, es la reacción de un propietario ante la abolición de la esclavitud. La nostalgia de un poder caduco dirige el recurso a la fuerza. Todo hombre qiie hoy pega a una mujer, o le silba, o la insulta o la agarra afirma, al mismo tiempo, sü pertenencia al KuK3uxK3an de la masculinidad destronada.
dón, simplemente estoy prevenido contra el desfallecimiento. Sueño, en sumaren una historia sin palabras; como la costumbre campesina del marakrbimge.* «Las jóvenes se reúnen y pasean por las plazas o las calles. Los muchachos han abandonado las tabernas y sus partidas de cartas... Buscan con la mirada la Maraichine que pasa y que les gusta. Las chicas, esperando con impaciencia el asalto que están a punto de sufrir, siguen paseando, charlando entre ellas... Los maraíchins las siguen un instante o, a veces, saliendo de una esquina, las alcanzan corriendo. »Entonces comienza el ataque. Cuando uno de ellos ha hecho su elección, aborda vivamente a la joven, tirando fuertemente de un botón; otras veces, el primer ataque consiste en ponerle la mano sobre el hombro izquierdo y pasarle después el brazo en torno al cuello. Luego intenta apoderarse del paraguas. »Si la joven es condescendiente, lo deja coger por la parte superior del mango, sin soltarlo por su parte.» * En todos estos minuciosos gestos no hay nada abandonado al azar, nada, tampoco, confiado al lenguaje, como si el desorden y el riesgo debieran introducirse forzosamente en el encuentro con las palabras. Se eligen sin hablarse; el cuerpo o el nombre sirve de pasaporte seductivo. El rito protege a los seres de su propia timidez; el silencio les salva de la estupidez. La ciudad nos ha despojado de esa liturgia, pero, curiosamente, en la actualidad el ritual amoroso del campo sobrevive en el ligue homosexual. Idéntica rapidez de rapiña, idéntico mutismo en las maniobras de aproximación y de asalto, idéntico formalismo finalmente. La innoble policía heterosexual ha rechazado a los que medicaliza bajo el nombre de invertidos en un ghetto erótico, y sólo ha dado como decorado a sus encuentros la penumbra de los lugares clandestinos. Pero como esa represión ha tenido por efecto acelerar los contactos, son a veces los normales, los mayoritarioe» quienes imaginan como un privilegio los escondites de los pederastas. Estos saben dónde ir para gozar. * De mardchin, campesino de la Vendée. (N. del TV) 4. Citado en JeanLouís Flandrin, Les Amours paysatines, colL «Arch ves», GallimardJuUiard, 1975, p. 195.
Y en los lugares opacos, la seducción es transparente; cuando es preciso disimular los comportamientos a las personas decentes, no hay por qué preocuparse por adoptar entre sí precauciones simuladoras. Cuando se está condenado a los amores furtivos, se reducen al mínimo los preliminares verbales. En la oscuridad represiva, los cuerpos se tocan antes de que los tipos se hablen, y la solidaridad minoritaria establece un vínculo suficientemente fuerte como para evitar las palabras. Pero ¿es posible pertenecer a los dos mundos al mismo tiempo, compartir la normalidad triunfante con los perseguidores y la connivencia silenciosa con los perseguidos? No, claro está, los ritos del ligue homosexual están prohibidos a la heterosexualidad, pues ésta aparece consagrada a lo natural, que constituye su legitimidad y su martirio. Al residir en todas partes, no se instala ni se afirma en ningún lugar preciso. Como se le conceden todas las formas, no tiene derecho a la seguridad de un formalismo. Lenguaje reinante, no puede, salvo en sueños, escapar al lenguaje. La palabra es su destino. Aún sin salir de las palabras, actualmente es posible esquivar la violencia cortés del intercambio verbal practicando la seducción |>or correspondencia. Ha aparecido un nuevo espacio donde afirmar su singularidad, asomarse al exterior, emparejarse, el anuncio. En ese mercado paralelo no es el silencio lo que destrona la palabra y asume los comienzos, es la escritura. Al precio, afirmarán los nostálgicos, del azar, de la sorpresa, de lo nunca visto, en suma, del Encuentro. En la vida el Otro hace nacer la pasión, en el anuncio el deseo preludia necesariamente el contacto. Un deseo explicitado que pretende lo racional, lo objetivo, lo hecho a medida. Un ansia cibernetizada que programa su pareja. Al azar de los seres que se descubren parece suceder la ordenación de los cuerpos complementarios. Lo que desaparece con esas combinaciones calibradas es el traumatismo del asombro. El Otro ya no debe ser otro, puesto que el anuncio, como una oferta de trabajo, lo selecciona a partir de unos criterios de conformidad. Alteridad de abstenerse. Final de lo novelesco, el anuncio amplía al mercado seductivo los métodos de investigación típicos del mercado de trabajo.
Bonito y conmovedor alegato, pero que peca de sustentarse en un mito, el Encuentro no existe. Hay tanta precaución, retención e inquieta suspicacia en el intercambio visual y verbal como en el anuncio más maniáticamente detallado. Conviene terminar con el prejuicio secular que convierte a la palabra en el lugar de lo imprevisible. El recurso a la escritura no significa el paso de la espontaneidad a la previsión, es un intento por arrancar la seducción al orden seductivo. Este condena los tímidos a la soledad, y he ahí que éstos rechazan la condena y no cumplen la pena. Se convierten en anunciantes, exactamente igual a como Rousseau se convirtió en gran escritor, para restablecer sus derechos, para ofrecer de sí mismos una imagen más justa, más halagadora, más rentable. «La decisión que he tomado de escribir y de ocultarme es exactamente la que me convenía. Estando yo presente, jamás hubiera sabido lo que yo valía.» s Del mismo modo no es la alergia al Otro lo que crea los anunciantes, sino la desconfianza en sí mismo. No es el deseo de racionalizar los encuentros sino la obstinada voluntad de hacerlos posibles hacia y contra la palabra. Sustituyen la estrategia del asalto por la de la ausencia. El ligue pluraliza sus métodos. Uno ya no se oculta por razón de exclusión; ahora ya se puede gustar ocultándose. Ya que, pese al ínfimo espacio que se le concede, los anuncios ligan. Los de Libération, al menos, que causaron sensación en la medida que fueron los primeros en rechazar la práctica niveladora de la abreviación, y dan a los autores la libertad de componer un texto. Existía un léxico militar del asedio, carga, conquista. Es un léxico literario el que se debe aplicar al «Cbéri je t’aime» semanal de Libé; el arte del estilo junto al arte de la guerra. En esa cita de todos los deseos, en esa feria de las manías, en ese festival de creencias y de ideologías diversas, una preocupación común, la de seducir en cuatro palabras. Lirismo del revolucionario que espera unas «grandes pasiones que sacudan el cuerpo y desmoronen la sociedad»; autoironía del falócrata que «busca
joven que lance gritos melodiosos en el momento dd orgasmo»; humor dd marica pornógrafo «en estado de carencia (afectiva) que busca señores de cuarenta años o más para recibir su dosis de amor vital. Cantidad indispensable, tres inyecciones por noche. Jeringa preferentemente muy larga y muy gruesa. Serán bienvenidos todos los socorristas eventuales». Broma graciosa dd antiguo catecúmeno: «desearía conocer monja no demasiado mística para aplacar antiguos fantasmas sexuales». Esos anuncios, perfectamente representativos, no son unos mensajes codificados sino unos billetes galantes dirigidos a un destinatario desconocido, unas botellas lanzadas al mar menos preocupadas de transportar un contenido preciso que de encontrar alguien que las recoja, unas solicitudes en traje de etiqueta. También en este caso incluso el deseo más francamente expresado debe gustar (y no únicamente convenir) para ser recibido. Y por idéntico motivo, las primeras palabras deben sorprender, pues la competencia reína entre esos anuncios yuxtapuestos, de la misma manera a como reina en el mundo, en la escena de la palabra y de la mirada. Entonces, ¿nada nuevo bajo d ríelo seductivo? Sí, ahora los comienzos son más fáciles y están dotados de un poder mayor. Comenzar no es únicamente inventar, no es únicamente tomar la iniciativa, es también crear. El mensaje está animado por una fuerza virtual de engendrar. En lugar de mañifes* tarse meramente disponible, uno se convierte en d instigador de sus propias sorpresas, provoca el acontecimiento sin saber en qué consistirá, se proporciona d lujo increíble de citarse con un interlocutor sin rostro. Es preciso, en efecto, defender Id paradoja de que los mensajes contienen hijo y no únicamente miseria. Aunque los anuncios sean tristes, aunque representen a veces el último recurso contra la depresión y la muerte, aparecen también como d lugar de una nueva fuerza. Hay un lado hospicio de los corazones solitarios, ejército Je salvación del ligue que tiende a hacer creer que únicamente utilizan d anundo los desesperados de la seducdón real. Pero también hay otra cosa; contra la tiranía ocular, y la parálisis de las primeras palabras, un espacio móvil, un rechazo práctico a resignarse a la inmovilidad; en d llamamiento deses-
petado percibimos también una búsqueda positiva del asombro, un deseo de ligar al desconocido, una afirmación jubilosa: no existe la fatalidad de la exclusión, no raiste la fatalidad del fracaso o de la estupidez, Y aunque yo me haya quedado sin voz ante el paso del Otro, el noencuentro no es totalmente irremediable, me queda la frágil posibilidad de la escritura. Todo lo que la mirada no ha dejado decir se invierte en el anuncio; ahora ya se liga con mentalidad casera, «busco para relación, afecto y proyectos diversos, una señorita de unos veinte años a quien un miércoles por la tarde en Versailles pregunté el camino».
Los
DOS SUEÑOS DEL AMOR
El ligue está incesantemente obsesionado por el vértigo de su propia superación. Dado que convierte a la sexualidad en ansiosa de sí misma, ,que sumerge el deseo en la incertidumbre de su destino y al individuo en k inquietud de su imagen, la seducción imagina, a cambio, un espacio seguro en el que el Otro estaría siempre a su disposición, pues habría abandonado su poder de decir no, en el que la satisfacción ya no fuera la baza de una batalla, en el que lo genital no se negociara, en el que, en suma, ya no hubiera que pasar el examen para llegar al goce. Pero, por otra parte, la maniobra amorosa supone una planificación minuciosa, todo un ceremonial rígido bajo el aspecto de la improvisación; engendra el contrafantasma de una transparencia instantánea, un resorte que divulga las afinidades, un contacto verídico que cortodrcuita los códigos, una relación cuyo desarrollo frustra todo programa; En suma, dos postulados inspiran al amor sus espejismos contradictorios, un deseo de institución para conjurar el azar, poner fin al riesgo de exclusión, prevenirse para siempre jamás de la soledad y del rechazo y un deseo de aventura, para escapar al ritual en la evidencia del encuentro. No es difícil encontrar en nuestro texto la huella de esa
doble obsesión. La escapada novelesca y el republicanismo de la voluptuosidad han podido servir de referencias inconfesadas a alguna de nuestras críticas. Pero sería ridículo elevar al rango de soluciones del amor unos sueños de aventura y de institución. Hay que protegerse de la tentación terapéutica. La seducción no es la enfermedad de que pretendemos curar a las relaciones afectivas para devolverlas a su verdad. Ni la utopía comunitaria —casa de libertinaje, amor de grupo, prostitución gratuita y recíproca— ni el romanticismo incorregible del flechazo acabarán con los comercios y regateos amorosos. La fluidez de los intercambios siempre estará templada por el imperialismo de los individuos. No se puede salvar al amor de las exclusiones que practica, de los compromisos que establece con el mundo, de las heridas que le amenazan y de la incertidumbre que le impregna. Lo que no significa, evidentemente, que no sea posible un mayor bienestar, que ninguna transformación afecte el teatro pulsional y sentimental, pero los cambios perceptibles (pluralización de los criterios, aparición del deseo femenino,4 final del antiguo ceremonial, multiplicidad de los ligues para evitar el Ligue) no son unos síntomas de agonía; no estamos presenciando las convulsiones del viejo mundo, el amor no está a punto de abandonar los malos lugares transaccionales para ocupar finalmente un espacio inocente, no somos portadores de ninguna buena nueva, no existe un más allá de la seducción. 6. Desde que las mujeres aceden masivamente a la igualdad seductiva, rechazan todos los comportamientos unidos a su sujeción, en el terreno de la agresión y de la violación. Pero tampoco pueden prescindir del negocio y del regateo amoroso; nadie está a salvo actualmente del deber de gustar, de elegir y de ser elegido. No existe la autenticidad del encuentro (a menos de denominar homenaje las miradas de los que gustan, y violación las de los que son demasiado feos o demasiado incanjeables para poder impresionar). Si existe efecto de feminidad posible a ese nivel, no se manifiesta en la abolición de la relación seductiva, sino en una mutación radical de las maniobras del ligue, en la suavización, la sutilidad, la reciprocidad de las aproximaciones; cambio discreto y sostenido y, sin embargo, de mayor importancia para nosotros que las fantasías aparatosas de elecciones sin motivación, de un azar objetivo que excluiría cualquier desigualdad.
Hace unos cuantos años las autoridades decretaron que todas las personas feas debieran llevar unas máscaras para salir a la calle y deambular por los lugares públicos. Como nadie deseaba confesarse poco agraciado, casi todo el mundo siguió viviendo con la cara al descubierto, y el Estado se vio obligado a nombrar unos inspectores que perseguían a los infractores y les imponían pesadas multas. Muy pronto la venta de las capuchas (no se distribuían gratis) conoció un auge prodigioso y la mitad de la población comenzó a vivir enmascarada durante el día. Poco después otra ley acudió a reforzar la primera: los feos no sólo tenían que cubrirse al salir de su casa sino que debían seguir cubiertos en sus lugares de trabajo a fin de no infligir a sus compañeros con su desgracia. Entonces la fabricación se diversificó, salieron al mercado capuchas de todas clases, de todas calidades, de todos precios y algunos, por coquetería, llegaban a cambiársela varias veces al día. Finalmente este verano una tercera ley ha venido a agravar la situación; ahora deben llevar máscara todos aquellos a quienes la enfermedad, el cansancio o las contrariedades alteran la fisonomía y les hace poner mala cara. La ley, sin embargo, es oscura en un punto, no dice a partir de qué grado de alteración de la piel se debe ocultar la cara. En cierto modo, deja al individuo dueño de su decisión; cada uno de nosotros debe decidir cada mañana ante el espejo si está suficientemente guapo y preparado para salir con la cara al aire. Ay del despistado, pues si los ciudadanos no saben determinar exactamente la calidad de su cara, el Estado lo sabe con un saber infalible y sus funcionarios hacen pagar muy caras las exhibiciones Injustificadas; multas al principio, prisión después, y para los reincidentes, incisión con navaja en las mejillas, la boca, la nariz, los ojos. Hasta el punto de que, pese al calor y a la incomodidad de las cogullas, casi todos vivimos disfrazados. Una pléyade de espías y de confidentes, también enmascarados, se ha infiltrado entre nosotros. Parece, además, que hay otros decretos en preparación; en fecha próxima se hará obligatorio el uso de la cogulla durante todo el día, se realizarán controles inesperados a cualquier hora del día y de la noche, se murmura incluso que el Estado también quiere modificar la silueta de los ciudadanos y que elabora unas capuchas que ocultarán los cuerpos.
Conclusión La carga del desorden ligero «No se encuentra nada en la Samaritaine.» M a o T s e -t u n g
¿Qué ¿Qué queda, actualm actualmente ente,, del siglo x ix ? ¿Qué ¿Qué hemos hemos conconservado del ideal ascético que el capitalismo conquistador convertía en su razón de existir? ¿Qué resta, en una palabra, de la figura austera, ahorrativa y familiar del Burgués? Nada, a primera vista, puesto que la moral moderna se caracteriza por su encarnizamiento en perseguir los menores residuos de puritanismo, multiplica las necesidades y los gastos, y mantiene con la policía médica que condenaba los masturbadores a la locura, los solteros a la neurosis, los sodomitas a la basura, una relación de estupor horrorizado. La era de la congelación victoriana aparece como la Edad Media de nuestra modernidad permisiva y sexológica. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Los años 1850 celebran las bodas del orden médico y del orden represivo. El positivismo triunfante anuncia una buena nueva —«Dios ha muerto»— acompañada inmediatamente de una corrección tranquilizadora, «la moral está a salvo». A poco que lo pensemos, la moral sale del hundimiento religioso no sólo indemne, sino reforzada. La medicina endurece la represión sexual con una crueldad tanto más implacable cuanto se pretende científica. Al lado de la minuciosa prevención de las desviaciones, las condenas en bloque de la Iglesia pecan de dulzura y complacencia. En suma, Dostoievski se había equivocado del todo; si Dios no existe, ya nada está permitido y la descristianización
no provoca la inmoralidad o la anarquía, sino su contrario, el Terror.1 Si la medicina reina en el siglo xrx, es porque sabe asustar a los mismos que se ríen de los curas. En materia de culpabiliza ción y de terror, el clero debe confesarse derrotado; sus delirios antisexuales sólo son chiquilladas comparadas con las frías descripciones de los doctores. Después del trabajo de zapa de la Ilustración ya nadie cree en las marmitas de Belcebú, en las parrillas y en los diablos de cola puntiaguda, pero ¿quién puede dejar de creer, cuando la objetividad suplanta el oscurantismo, en las consecuencias desastrosas de la incontinencia sexual? Al tratar los efectos orgánicos del libertinaje, la amenaza médica es con mucho más terrorífica que la amenaza religiosa, lo que ahora arriesga el libertino ya no son las torturas eternas en el más allá sino, exactamente, el infierno aquí, en su cuerpo. Al somati zarse, la justicia se ejerce sin demoras; la masturbación, por ejemplo, es mucho peor qué un pecado mortal, puesto que, según nos dicen los buenos doctores, deteriora el propio organismo y reduce al sujeto que la practica a la imbecilidad, la tuberculosis, la locura, la impotencia, la ceguera, la postración y la muerte. Así, pues, el orden terapéutico se presenta como una empresa de beneficencia que sólo practica la represión del deseo para asegurar, la salvación física de los individuos. Actualmente el discurso médico ha dejado de hablar el lenguaje de la represión. Las ciencias clínicas y humanas ya no sirven de base a la coerción. Por el contrario, la violencia represiva se convierte ahora en el aval de la actitud terapéutica. Los antiguos valores de la renuncia han muerto, pero, incluso moribundos, siguen obsesionando al orden médico como su justificación y su coartada. Los doctores Victorianos habían asumido un glorioso mandato revolucionario, salvar la humanidad del poder de los sacerdotes; de lo que ahora quieren curarnos los médicos es del 1. John Jo hn Stuart Mili: «Has «H asta ta los individuos individuos más previsores deben a mitir que esta religión sin teología {el positivismo) no puede ser acusada de relajación en el campo de las obligaciones. Muy. al contrario, las lleva á la exasperación». (Citado en Thomas Szasz, Fabriquer la folie, Payot, 1976, p. 178.)
puritanismo y de su grisáceo cortejo de rechazos, inhibiciones, bloqueos e ignorancias. Curar y progresar siguen estando a la orden del día pero ya no se trata de curar al hombre de la animalidad, enseñándole a dominar su deseo y a enrarecer su expresión. No es tanto el individuo; quien está enfermo del sexo como el sexo enfermo de la censura; el ideal de la expansión sucede al del ascetismo.2 El modelo termodinámico que asimilaba el gasto pulsional a la degradación de la energía ha sido refutado, lo que significa, en pocas palabras, que la libido no es nociva. Por consiguiente, la moral moderna abandona el orden familiar que debía proteger a los individuos, de las divagaciones y las devastaciones. de su propio deseo, Y lo sustituye con un orden genital cuya misión hedonista es la de sustraer los seres a los peligros que la continencia, la inmadurez, el infantilismo, las fijaciones perversas, etc., hacen pesar sobre su felicidad erótica. El orden ya.no actúa con el discurso imperativo de la ley ni con el discurso objetivo de la clínica, indica: a los individuos los caminos de la plenitud con un afecto enteramente maternal. 2. A primera vista, la inflexión permisiva del poder médico es e tiro de gracia asestado a los confesores, la última y decisiva carga dada contra el oscurantismo religioso. Los doctores ya no son los nuevos sacerdotes, totalmente ocupados en poner el orden, la precisión, las dife rendas y singularidades en el confuso terreno del pecado, legado por sus predecesores. Pero dicha mutación tal vez sólo sea, en el fondo, un cambio de Iglesia, el buen uso protestante del cuerpo que suplanta el pecado católico de la carne; el dispositivo erótico céntrado en tomo a la prohibición y a la transgresión con primacía oficial de la reproducción, desmoronándose en favor de una ética productivista del placer, de un movimiento de la moral calvinista al terreno de Eros; definición de una nueva positividad en términos de rechazo y de expansión, preocupación por el buen rendimiento hedonista del cuerpo, nuevá libido funcional que planifica y pacifica el organismo y traslada a las partes genitales el milenarismo de los antiguos ideales revolucionarios. Pero esta loca esperanza en los poderes de la copulación, este escandinavismo pulsional, que cree canalizar toda violencia y toda crueldad a través de una buena sexualidad, conocerá pronto, ya está conociendo, su propia desesperación, ni los nazis ni los stalinistas eran unos inhibidos sexuales; una vida erótica normal es totalmente compatible con la más abyecta de las violencias. Y la idea de inhibición es una idea no sólo estúpida sino opresiva, pues supone, en contrapartida, el modelo totalitario de un goce como es debido.
Esa mutación se inserta en una estrategia mucho más general de control y de integración, una nueva situación que afecta, carente de prioridad, todos los terrenos que el naciente capitalismo entregaba a la exclusión. El New Deal rooseveltiano era el instantepivote cuando el Capital modificaba sus estructuras para absorber la presión obrera en lugar de combatirla, y para convertir el antagonismo de clase en el mismo motor de su expansión. Al concepto de una clase obrera enteramente al margen del sistema y únicamente opuesta a él, sucede la institución de una dase obrera en y a favor del desarrollo. De igual manera, el new deal libidinal quiere acabar con la incompatibilidad dd sistema y de las pulsiones, asumir la sexualidad, no marginalizar el deseo (con todos los peligros de retorno incontrolable que supone la práctica de exdusión), sino acogerle y aseptizarle, asignándole su lugar, su norma, y su régimen energético, llevarle a abandonar todo lo que escapa al imperialismo de su propio código —tal es d mandato andato del orden orden genit genital. al. Así, pues, el orden se ha convertido en una instancia suave que repudia la autoridad y prefiere sustituirla con el enguaje de la solicitud. Pero no hay que confundir esa generosidad con una liberación. El sistema genital inaugura un tipo de coerdón caritativa que engendra una miseria y una culpabilidad de las que se esfuerza después en liberar a los seres. Las estadísticas que difunde, d papel papel de intimidac intimidación ión que asigna asigna a los los grandes números, números, suscitan una nueva oleada de culpables, no los infractores, sino las minoritarios. Ya no es Dios, ni siquiera la denda, quienes dictan la ley, es el comportamiento sexual de la mayoría. El modelo de orgasmo, por su parte, impuesto con una fuerza y una intensidad increíbles, engendra, a su vez, nuevos miserables, todos aquellos (o todas aquellas) que no pueden reconocer en su sexualidad los signos sagrados dd trance, y a los que dicha carencia remite despiadadamente a su mediocridad libidinal. La norma orgástica fabrica la humanidad degradada que constituye su clientela.3 El infierno ya no es la transgresión (ha desaparecido la ley 3. L o demuestta demuestta un artículo artículo aparecido aparecido en el diario oficial de una gra universidad americana: «Cuándo podemos estar seguros de alcanzar el orgasmo» (The Daily Cdifornian, 19 d e . enero enero de 1977). 1977). Se trata de d e una
trascendente); tampoco es el exceso (no hay justicia inmanente, ninguna enfermedad castiga la lubricidad); el infierno es ser distinto. En efecto, el orden normalizador sólo autoriza dos vivencias de la diferencia, la mala consciencia y la carencia. Mi especificidad es todo lo que me separa de los demás, todo lo que me impide asimismo alcanzar el auténtico desarrollo. El puritanismo quería proteger a los individuos contra su deseo; el ideal de la plenitud toma el relevo para proteger al deseo contra su propia diversidad. Por consiguiente, en cierto modo, es evidente que la moral moderna ha enterrado el siglo xix; el capitalismo contemporáneo se mujer que no sabe si el placer que siente merece la prestigiosa etiqueta orgástica, si tiene el derecho de de_ bautizar bautiza r de d e ese modo su goce, y esta incertidumbre les atormenta a ella y a su pareja hasta el punto de confiar a su consejero sexual su desconcierto y su angustia. ¿Qué hacer? El terrorismo sexológico se manifiesta cumplidamente en esa pregunta; pronto, después de cada relación, será necesario telefonear al médico, o bien grabar la sesión, y pasarle la cinta, para saber si ha habido o no orgasmo. ¿Para cuándo las patentes de éxtasis sexual conferidas únicamente por los ginecosexólogos que puedan acreditar siete años de estudios más cuatro años de especialización? En cuanto al artículo en sí, tiende únicamente a aliviar la angustia de la «paciente»; cada orgasmo, afirma, es diferente del anterior, cada mujer, además, puede tener su propia manera de gozar. ¿Para qué, en suma, polarizarse en el trance final? Sigue siendo la mejor manera de no conseguirlo; es preciso dejar de buscar para, acaso, encontrar. Ante tal desbordamiento de liberalidad, frente a esta medicina cool, desculpabi lizadora, comprensiva, etc., una única observación: es precisamente su indefinibilidad lo que hace que el orgasmo resulte terrorífico. Se finge abrirlo a la diversidad de las experiencias carnales, pero mantener la misma palabra para la multiplicidad de los placeres equivale a catalogarlos sobre un patrón único, al mismo tiempo que se le irrealiza. Resultado, el orgasmo acumula dos intimidaciones. Tiene el poder jerarquizante de la Norma y la fuerza imprevisible de la Gracia. El éxtasis es obligatorio y, a la vez, jamás seguro. Se trata de una referencia tanto más feroz en la medida en que es imprecisa, una obsesión no satisfactible porque jamás podemos estar seguros de haber satisfecho sus exigencias; el liberalismo newlook de la sexología agrava la violencia médica puesto que nos fija un ideal y nos retira toda seguridad de alcanzarlo, puesto que nos obliga a obedecer una conminación pura, un orden previamente vaciado de todo contenido, el orgasmo.
deshace de la moral burguesa que había legitimado su aparición y facilitado su triunfo, Pero, para justificar esa liquidación, enar bola los mismos estandartes que el puritanismo; al igual que el orden moralizador, el orden normalizador habla de progreso, y habla de medicina. La continuidad léxica es más reveladora que la metamorfosis de Jos contenidos. La necesidad de saneamiento y de purificación inoculada al amor, el optimismo histórico de la innovación y de la marcha lineal hacia un mayor bienestar, constituyen el triunfo semántico del siglo xix. Todos somos hijos de Auguste Comte y de la reina Victoria; el afecto ha pasado definitivamente bajo jurisdicdón médica y su historia es ascendente.4 ¿Cómo se identifica al totalitarismo terapéutico? Porque explica todo sufrimiento como un síntoma de enfermedad. Porque sustenta evidentemente la percepdón patológica del dolor. Por la reconfortante certidumbre que nos ofrece al decirnos que si estamos mal es en relación a un modelo de salud cuya ausencia y la nostalgia consiguiente expresa nuestro malestar. La asundón médica del sufrimiento prescribe necesariamente a las pulsiones unas satisfacdones sanas, es decir, claras y reproductibles. Esta es la realidad del querersanar que nos inculca el orden terapéutico; querer un código para su deseo, un código que le arrancara sus propios vagabundeos asegurándole unas alegrías reconocibles, unas intensidades familiares y accesibles. Tal vez no esté en la naturaleza de las pulsiones perseguir un fin determinado; si la energía libidinal asume tan apasionadamente la finalidad, si se refiere de manera tan devota a una medida de goce, es con el fin de escapar a lo nuevo; sólo hay código libidinal para que nada le suceda al deseo, para que todo esté previsto, conforme, inteligible. Pues en la tnismá medida en que el acontedmiento desordena las categorías que le acogen, altera los modelos que querrían absorberle y darle un nombre, su irmpdón es indiscerniblemente goce y sufrimiento. Y esa ambivalenda resulta intolerable al hedonismo mé4. «La policía médica se sitúa casi invariablemente en el siglo xi del lado que se ha convenido en denominar la izquierda. Está enteramente animada por el ideal progresista de la Ciencia, heredera directa de la Ilustración y del Jacobinismo.» (Jean Borie, Le Célibataire franfais, Sa gittaire, 1976, p. 104.) .
dico; no se puede sufrir la intensidad, afirma; si se sufre, es que se está enfermo. Lo insoportable se. cuida. El nihilismo terapéutico ve las experiencias dolorosas en que se aventura la libido como unas playas pantanosas en las que se hunde. Así, pues, un deseo medicalizado es un deseo alucinado por el miedo a lo nuevo, el rechazo del acontecimiento, el odio a cualquier pasividad. La vanguardia erótica sigue rindiendo vasallaje a la medicina; la puesta en discusión de la ortodoxia heterosexual y genital se efectúa casi siempre en términos terapéuticos, en nombre de otra buena naturaleza, el polimorfismo del deseo. El libertinaje avanzado y la sexología punta crean un nuevo ideal sanitario en el que se apoyan los activistas del goce para tratar a los demás de inhibidos, de plebeyos de Eros, de ganapanes de la bragueta. Poseemos todas las manías, todas las perversiones inventariadas, afirman; por consiguiente, hay que recorrerlas un poco a la manera como un turista recorre, los países más exóticos a fin de aplastar después a sus amigos con la variedad de sus experiencias. Al lado de una violencia que dirige contra los hombres su propia pretensión al dominio, se encuentra en los libros de Sylvia Bourdon y de Xaviera Hollander la molesta autosatisfacción de matrícula de honor en sexo. Es como si ahora fuéramos colegiales las veinticuatro horas del día y la compulsión de clasificación no perdonara ni a la vida erótica. El desprecio mostrado hacia la Escuela corre paralelo a la difusión y generalización del modelo escolar; el objetivo de una vida sexual intensa es poder decir: «yo soy el mejor», y el primer lugar ya no se obtiene únicamente por la cantidad de las conquistas (como en la época del donjuanismo) sino mediante la multiplicidad de los erotismos practicados. Un indicio, la reciente aparición de una gastronomía libidinal que distribuye dos o tres estrellas a la pareja según las especialidades que exhibe. Todos los libertinos, militantes del deseo, espíritus abiertos, vanguardistas del KamaSutra, todos los atletas de la cama redonda, decathletas de la libido, despredadores de las pequeñas alegrías, todos esos últimos idealistas del amor, se afirman libres, muy liberados, comprometidos en una sexualidad sin fronteras, y sin embargo, no se diferendan en nada de los curas y los santurrones que tanto condenan; siguen creyendo en la verdad del deseo,
de su deseo. Siguen teniendo un dios tiránico ante el que se prosternan; tienen fe en un valor por antonomasia, llámese el cuerpo, la acumulación, el exceso o la fiesta... mediante el cual pueden aleccionar a los ignorantes y proponer a la humanidad enferma, en cuanto happy few, unos remedios que la curarán de su invalidez. Esta es la esencia del orden, no un contenido especial, sino la obligación de vernos bien como médicos bien como enfermos, el hecho de no poder escapar a la alternativa terapéutica. Existe una competencia de instituciones en el mercádo médico, pero un consenso acerca de la necesidad de la asistencia, la necesidad de sanar. El orden ha dejado de dar órdenes, despacha recetas. Como el poder ha ganado en complejidad, como ya no es totalmente previsible ni completamente localizado, hoy se le denomina sistema. Este término mágico contiene todos los sortilegios de una providencia invertida. Denominar al orden sistema significa concederle una omnisciencia y una lógica implacable, significa suponerle el dominio de todos los acontecimientos que se desarrollan en él. Pero también significa reproducir, en el seno de una realidad nueva, la antiquísima antinomia del poder y de sus dominados; «ellos», los detentores o los secuaces del sistema, de los que nunca se acaba de decir quiénes son, ni dónde están los despachos que les albergan, pero de los que se da por supuesto, tras ese anonimato, que no tienen nada en común con «nosotros». Ahora bien, si el poder no es emplazable no se debe a que haya entrado en la clandestinidad, junto a unos individuos (en la trastienda) o más allá (en una invisible trascendencia), sino precisamente a que resulta imposible para cualquiera prescindir del orden, descargarlo en una instancia exterior. Lo que yo sé del sistema es lo que me dicta mi propia paranoia. El orden amoroso no es otra cosa que la relación de intimidación recíproca que rige las diferencias. El terrorismo es consustancial a los mismos que lo sufren, puesto que sólo tienen una salida para salvar su propia piel, avergonzar a los demás de sus lagunas y de su fragilidad. Por una extraña inversión, el goce, lejos de ser la experiencia de un desasimiento, se convierte en la baza de una encarnizada competición por el dominio.
Y es allí donde las minorías constituyen un escándalo. En lu de jugar el juego, han desplazado el sentido de la batalla. Pues el orden sólo admite y solicita las contestaciones serias, las que, para justificar su combate, aportan la prueba de su aptitud en sustituir la autoridad o la norma que las gobierna. Ahora bien, la reivindicación minoritaria es frívola, puesto que se enfrenta a un sistema sin presentar candidatura a su sucesión, acelera la decadencia de la norma, pero afirma simultáneamente su reticencia a instalar algo en su lugar, y especialmente la singularidad (erótica, cultural, social) que defiende. Cualquier disidencia se vive como minoría cuando su finalidad ya no es ocupar sino vaciar el centro. Conviene distinguir la afirmación minoritaria (que destituye un orden sin pretender sustituirlo) de la herejía (que se afirma más ortodoxa que la ortodoxia que recusa). No puede existir un orden minoritario, es una contradicción lógica; las minorías son el deseo viviente de una heterodoxia generalizada. En el terreno amoroso, los grupos marginales (homosexuales, lesbianas, travestís, sadomasoquistas, pederastas...) abandonan la actitud crítica que, en una primera fase, había presidido su constitución, protestar contra el aplastamiento, la persecución, o incluso la disimetría inherente a la relación de tolerancia (la desviación soporta la norma; la norma tolera la desviación), ya no es reclamar el derrocamiento de la sexualidad mayoritaria. Es posible afirmarse sin establecer, al mismo hiempo, una nueva medicina, es posible expresar una salud que no suponga automáticamente que los demás están enfermos. Al orden le gusta ser desafiado, las minorías le abandonan. El Padre nos ha modelado de manera que deseemos su muerte para sustituirle ventajosamente, las minorías son huérfanas. En el espacio de coexistencia que construyen las sexualidades al margen del estatuto, el erotismo dominante puede reaparecer, pero desposeído de su posición hegemónica, despojado de su soberanía y de su arrogancia. Las perversiones no destruyen, destituyen, proclaman el futuro minoritario de la heterosexualidad. Una vez desembarazada de su pretensión de representar lo universal, no hay gran inconveniente en que ésta siga siendo numéricamente
mayoritaria; ya no se presenta como norma sino en d modo menor de una singularidad más .entre otras. Un espacio colectivo se alza contra d orden que quería borrarlo, pero d territorio así reconstituido no tiene nada en común con una vanguardia. El grupo que se congrega en él no tiene una cita con la historia, no prepara ni espera d momento en que pasará a ser mayoritario. La afirmadón inmediata de la diferencia no está subordinada a la conquista lejana de la norma; d presente se emancipa de su colonización mediante d futuro. En suma, las minorías abandonan d valor religioso de la esperanza, pero, al dejar de esperar, no cesan de emprender. Para d orden, no existe minoría, sólo existen unas desigualdades o unos individuos. En otras palabras, el orden trata la diferencia bien jerarquizándola, bien induyéndola en un índice alfabético dd individuo que la lleva, reduciéndola a un rasgo de carácter. Desde ese punto de vista, las mujeres son la minoría ejemplar, puesto que sufren simultáneamente ambas formas de persecución insidiosa. Por una parté, acceden a la identidad bajo el signó de la carencia, son menos que d hombre, y esta disminudón marca todos los aspectos de su existenda, nada de lo femenino escapa al descrédito viril. Por otra parte, atomizadas, disudtas en cuanto criaturas «pedales, sofa inexorablemente requeridas a individualizar sus problemas, vivir sus dificultades o su malestar eventual como unas desgracias privadas. Víctimas a un tiempo de la opresión y de la solidtud. Del poder (falocéntrico) y de su interpretación (psicologizante). Y esto es lo que d orden no perdona a las mujeres, haber desprivatizado su desasosiego y su deseo, haber suscitado unas comunidades ahí donde nuestras evidendas sólo querían ver unos individuos. ¿En nombre de qué tantos grupos, tantos vínculos colectivos, tanta efervescenda minoritaria? ¿Con qué intención? En nombre del rechazo a asumir d destino individual que el orden impone a sus súbditos (las minorías son fundamentalmente unos seres en hudga de individualización). Con la intendón, después, de afirmar una singularidad que no se condbe a sí misma como una desviadón respecto a uña norma, ni como una norma injustamente alejada dd centro por una autoridad usurpadora, sino fundamentalmente como una diferencia
que se codea con otras diferencias sin pretender englobarlas, clasificarlas, o abolirías.
Cuando decreta lo noble y lo innoble, los empareja con el signo de igualdad; donde asoma un ridículo, revela una emoción; afirma esencial el detalle, y denomina terror al gusto por la verdad. El desorden tiene una primera cara que es el catálogo, la equidad brutal de todos los valores, la unión de fragmentos qué sólo tienen en común unas relaciones de diferencia sin relación con una totalidad original perdida ni con una totalidad resultante futura. El catálogo es la figura moderna del amor, la equiparación absoluta de todas sus formas; esta coexistencia no es simple, puede resultar incluso insoportable si la referimos a nuestra costumbre secular de jerarquizar. Significa fundamentalmente que ahora ya podemos conferir rango de dignidad amorosa tanto a los vínculos más etéreos como a las relaciones más sórdidas y bautizar con la palabra de eróticos tanto a idilios humildes como a intensos acoplamientos. Significa también que ya no existen tonterías o preocupaciones mezquinas de las que debiéramos avergonzarnos, pues todos somos con igual derecho un pueblo llano del amor y unos grandes señores libertinos tan llenos de tacto como empantanados en nuestros problemas. Si ya no existe unidad del tiempo amoroso, ni progreso, ni vanguardias sexuales, si ningún individuo representa de manera privilegiada la humanidad sentimental, es porque el propio amor se convierte en una ficción de la misma manera a como lo son sus sucesivas máscaras; pero para una de esas máscaras es igualmente auténtica e igualmente ficticia respecto a un futuro que no favorece ninguna de ellas y que las visita a todas. Ahora entramos en la época de las sexualidades exclusivas que no se excluyen. Cada posición erótica (fidelidad/inconstancia, activo/ pasivo) se convierte en una diversión respecto a su contrariarse pasa de la pareja al mariposeo, de la timidez a la iniciativa, no como de lo bueno a lo mejor sino como de una excepción a otra, nada domina sobre nada, ninguna forma de sufrimiento o de felicidad prevalece. (Tal vez pronto sea imaginable la indiferencia
ción del libertinaje y de la castidad.) Pues en esta nueva igualdad pulsional, faltan tanto los bloqueos como las «tendencias desviadas respecto al objetivo», tanto las perversiones como los rechazos, tanto el centro como el objetivo han desaparecido, la reticencia equivale a la realización, el arte de vivir se convierte en el arte de acumular las reglas de vida, de abarcar la pluralidad de las costumbres. El desorden nos libera del monoteísmo coercitivo de Eros y abre las puertas a todo el pequeño pueblo erótico, faunos, sátiros, enanos, brujas, que ese monarca mantenía prisioneros; acto de paganismo total que ya no recita el ateísmo codificado del «Ni Dios ni Amo» sino que manifiesta: «Mil Dioses, mil amantes, mil pasiones» a fin de que ninguna de ellas domine especialmente. Se ha pretendido entender por liberación sexual, durante mucho tiempo, el desarrollo de nuevas formas de amor emancipadas de vínculos perversos, monetarios, degradados, transparencia realizada del deseo y de la satisfacción; hoy se puede entender en un sentido menos especulativo como la yuxtaposición de todos los acordes sentimentales, acogida de las diversidades afectuosas, emplazamiento de una red de compatibilidad de todos los erotismos. Dado que expone las determinaciones del orden en el espacio de la nomenclatura, el desorden rompe las últimas esperanzas revolucionarias que se habían podido situar en el amor, prohíbe que se le cargue con un mensaje o que se atribuya a los transportes voluptuosos otro sentido que el de manifestar la exuberancia de la vida. En contra de la bonita coherencia de las utopías genitales, restituye la temporalidad salvaje de las manías, el anticalenda rio de las pulsiones, la suave sinrazón de los caprichos. El desorden, sin embargo, es ligero en todos los sentidos de la palabra; a saber, frívolo, con poco peso, embrionario, no anuncia la aurora de un nuevo mundo sino la mañana de una fina alteración de éste; no es la anarquía que precede otra ley y menos aún la consoladora crisis que tartamudearía un nuevo universo. No tiene objetivo, ya no dice «es preciso» y se contenta con desestabilizar la larga serie de procesos de dominación que han impuesto el estado instituido, basta con que parezca frágil, estrecho, vano. No mata el orden, se limita a permitir que sus ultimátums cesen de legislar, y que su dominio disminuya; ataca no tanto los con-
tenidos (tal tipo de sexualidad, de goce) como las relaciones jerárquicas entre los contenidos, o el propio juego del código amoroso, impidiendo de este modo que las diferencias sean vividas como disidencias o, peor aún, como ideales. Pues si ahora conviene emprender una lucha en el terreno amoroso sólo puede ser una lucha por la coexistencia; no hacerse militante de ningún camino del deseo en especial, combatir para que todas las figuras del eros puedan jugar simultáneamente en un espacio no discriminante. No es mi lubricidad, mis gustos, mis fantasías lo que quiero ver reinar, sino que quiero poder reunirme con las personas que los comparten, quiero, por consiguiente, que tengan su sitio en la sociedad en la que vivo de la misma manera que aceptaré a mi lado otras sexualidades divergentes de la mía. Se han acabado las apologías de la buena genitalidad, las condenas de las desviaciones en nombre del falo, del orgasmo, seamos conjuntamente diferentes, que los incompatibles confraternicen. Unos slogans, pero en la medida en que todos son contradictorios, basta de combates ejemplares de valor pedagógico, de letanías de sexualidades libres y gratuitas, reembolsadas por la Seguridad Social. El desorden también es ligero en tanto que no desafía el orden sino que «lo ocupa», le priva de su seriedad libidinal, fluidifica sus instituciones. Lo es, asimismo, en la medida en que no es triunfante sino cínico, parasita el «sistema», aprovecha los pocos placeres que permite sin sufrir sus inconvenientes, utiliza sus reglas para desarreglarse, pasa por unos compromisos que no le cuestan nada, y transforma la deseada deserción en un fenómeno complejo, formado tanto de compromisos como de rupturas, en el que ascienden a la superficie los diablillos ahuyentados por la norma, mientras que del cielo caen a la tierra duramente las grandes divinidades y los arquetipos amorosos. Llanto de los reyes destronados, gritos de alegría de los clandestinos que acceden a la luz, auténtica innovación horizontal cuyas consecuencias finales toda vías son imprevisibles. No olvidemos que: la nueva discontinuidad libidinal que asoma tímidamente en nuestra época no es revolucionaria, se opone sin oponerse a sí misma (sin prefigurar otro orden, otra positividad), no es sustentadora de poder puesto que los neutraliza todos. El desorden no es otra cosa que el movimiento
del orden en trance de desorganizarse (y de recomponerse), la ávida voluntad de no perder nada, la posibilidad de que todo constituya un acóntetímiento incluido lo más bajo y lo más insignificante. «Al rio seí riada cierto, todo resulta permitido» (Nietz sche), la corrosión de las estructuras reinantes multiplica las pequeñas alternativas é impide simultáneamente que cualquier alternativa sea la última y la razón de existencia de las demás. Queda, sin embargo, un último ídolo ante el cual seguimos prbsternándonos, el famoso polimorfismo perverso, la idea según la cual nosotros poseemos el catálogo de todos los erotismos, porque se nos ha conferido el mandato de desarrollarlos uno tras uno. ¡Como si uno contuviera en sí mismo todos los acontecimientos sensuales que se puedan conocer, como si la lista de las ocurrencias «perversas* estuviera cerrada y concluida de antemano! Yo no quiero ser polimorfo, yo quiero únicamente ser maleable, abierto a las singularidades ajenas sin pretender de entrada recuperarlas por cuenta propia. Las relaciones entré sexualidades no son de imitación sino de interferencia, de recíproca fecundación por traslado; no existe una innata programación erótica para todos. Los pequeños trucos del otro me repelen tanto como me tientan, sus invenciones son unas sorpresas que me revelan y me turban, hay que imaginar las contigüidades eróticas recorridas por rechazos y atracciones indiscernibles. Por dicho motivo no hay que despreciar los territorios amorosos ya que son el primer paso hada la liquidación del Imperio genital a partir de afinidades minúsculas e irreprimibles. Pero, por otra parte» la pasión minoritaria es una pasión que la satisfacción realiza y que, tan pronto como se constituye, alcanza siempre su objeto. Resultaría completamente anodino y chovinista que detrási de cada minoría, y como a pesar suyo, el movimiento soberano velara para relevarla y prohibir su encierro y su reclusión en sí misma. ¿Qué pretende cada minoría en su programa? El fin de su situación marginal, el reconocimiento del libre ejercicio de su especificidad. ¿Qué la anima? La imposibilidad de doblegarse a la ley dominante, la voluntad de tener un lugar, el derecho a la existencia. Pero cada una de las minorías pretende para sí esa plaza; eso constituye un gesto ejemplar que adquiere una dimen-
sión cacofónica en la que las sexualidades se entrechocan, se enfrentan, se interrogan en una transfusión ilimitada. La diáspora libidinal es una exigencia tan desmesurada que no sólo obliga a todo el paisaje amoroso a modificarse sino a cada provincia a reorganizarse en función de todas las demás. El catálogo suscita simultáneamente la seguridad y el desequilibrio, la distinción de las categorías y la mezcla de los géneros. El orden separa y desune bajo el centralismo del código; el desorden comienza cuando se reúnen los que la sociedad había separado. Pero esta cohabitación prepara después la contaminación. El mestizaje es la tercera cara del desorden cuando el mosaico y sus fisuras sustituyen al Imperio y sus fronteras de modo que el desarreglo sólo tiene efecto a partir de sus espantadas y de sus patinazos. Tres movimientos, pues, inextricablemente unidos en una batalla de la que no nos dice si pronto veremos su desenlace; unidad heterogenital del orden, pluralidades libertinas de las minorías, circulación y división del desorden. Predominio de un centro, pureza de la diferencias, caos de lo indiferenciado, nuestra modernidad combina estos tres postulados a partir de unos azares que no cesan de variar. Unos cortocircuitos eróticos emergen y alteran desde dentro las clasificaciones adquiridas, amenazando los conservadurismos, desmontando los corporativismos locales, llevando los espacios a codearse, a que se abran las vecindades, las conexiones, los desgarramientos.5 La mediocre llanura de las emociones codificadas se doblega, se vacía, cuelga, se escinde, se cubre de afluyentes, todas las energéticas amorosas escapan a su propietario legal, a los ejércitos que las mantienen cerradas. El mismo no cesa de extenderse, 5. Por ejemplo, yo no poseo obligatoriamente la pasión por el excre mento. Puede gustarme beber ocasionalmente la orina de mi compañera o recibir sus pedos en mi boca sin ir más allá. No existe una identidad perversa, ni una delimitación estricta de los caprichos amorosos; puedo flirtear con la coprofagia sin ser por ello necesariamente comedor de mierda; las manías voluptuosas son unos territorios abiertos que no pertenecen a nadie y que cada cual ocupa o atraviesa a su capricho. Exigir de las personas que lleguen «hasta el final de sus deseos» equivale, bajo capa de liberación, a pretender que asuman el contenido estereotipado de la perversión tal como lo han definido veinte siglos de cristianismo y cincuenta años de psicoanálisis.
de hacerse incomprensible, de disimularse en unas formas que parecen contradecirle; y cuanto más diversamente se encarna más credibilidad pierde la misma noción de ideal amoroso; la aproximación de todos los deseos tiende ahora a sustituir los antiguos modelos. Los inoculadores de desorden se multiplican, saqueando los grandes sueños modernos de curación y de salvación. Ha comenzado un combate entre su turbulencia y la pasión médica por el orden. En realidad, todavía no hemos visto nada.
Cuento del rábano rosa y de la raja roja
I.
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A r i t m é t i c a s m a s c u l i n a s ...........................................................
Placeres visibles o El contrato del orgasmo .
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Los avatares del portador de obelisco . . . . Unas emociones estrechamente vigiladas . . . La novela canónica del orgasm o ............................. El prepucio-rey......................................................... La excepción, única ley posible del amor . . .
Pornogrial o La república de los testículos .
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El señuelo de lo que-queda-por-ver . . . . Los órganos sin cuerpo........................................... El an ti-re la to ......................................................... Miserable m i l a g r o .................................................. Imponer la m u j e r .................................................. ¡Conóceme!.................................................................
7 13
15 17 26 39 43 50
58 63 66 69 72 74 81
Prostitución I: Un equilibrio por sustracción
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95
El cuerpocliente ..................................................
98
El cuerpo p r o stitu id o ........................................... 107 El p o l v o .................................................................118
II.
La
fó r m u la :
«T e
o » ................................................. 133
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La voluptuosidad r i d i c u l a ....................................135 La a le r g ia .................................................................139 El tumulto.................................................................143 ¿De qué sientes m iedo?........................................... 146 El disimulo.................................................................149 La catástrofe del f a n t a s m a ....................................151 Parejas p o líg a m a s.................................................. 153 La consumación del modelo conyugal . . . . 156
III.
G
IV.
L
o c e
a s
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l a
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e q u iv a l e n c ia s
............................................ 163
j e r
n e u t r a l iz a d a s
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Prostitución II: La revuelta o El fin de las religiones g e n i t a l e s .................................................................187
Mil y tres razones actuales de ser cliente Las rameras, suspenso en revolución . Sobre la palabra «puta» . . . . Las mercaderes del templo . . . Marx y Ulla: el trabajo a secas . . La política de la claridad . . . Los cuerpos inciertos . . . .
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187 191 ..19 202 ..20 210 218