ALBERTO BAQUERO NARIÑO
Ficha Bibliográfica Título: Los cuentos de Pascual: mitos y leyendas del piedemonte llanero Editorial: Editorial Siglo XX. 1988.,Villavicencio Ubicación geográfica: LLanos Orientales (Colombia) Temas: Cuentos colombianos, Folclor, Leyendas ll aneras (Colombia) Descripción: Libro en edición virtual de Alberto Baquero Nariño que recopila la tradición oral de algunos pueblos de los llanos colombianos. Documento digitalizado por Biblioteca Virtual del Banco de la República 2004 Registro: 668070
CONTENIDO Preámbulo: "La imaginería popular" El Tirapiedras Los Monstruos de Paratebueno El Centauro El Domínguez La Madre Río o La Mohana La Bruja de los ojos de miel El Silbón El Domador de Brujas Acerca del Autor
CONTENIDO Preámbulo: "La imaginería popular" El Tirapiedras Los Monstruos de Paratebueno El Centauro El Domínguez La Madre Río o La Mohana La Bruja de los ojos de miel El Silbón El Domador de Brujas Acerca del Autor
DEDICATORIA Al narrador popular de todas las veredas, por ser él un testigo único de creencias ancestrales, forjador de espacios en la rancia y esquiva alcurnia de la literatura, mediador entre la oculta imaginería rural y el consumo cosmopolita, portador del hechizo de la magia, conocedor de los secretos de personas, plantas o animales, relator del universo mitológico mestizo, y escrutador sin par de los caminos abruptos de las razas. A mi amigo Víctor Pascual Herrera quien tiene la culpa de estos escritos, elaborados en la fé productiva del campo, en la inquebrantable bondad de sus vecinos y en la deliciosa hora de relatar los encantos nocturnos y misteriosos del Piedemonte llanero, una nueva zona cultural de Colombia. Alberto Baquero Nariño
CORRIO DE DUENDES Y BRUJAS Golpe del Silbón Alberto Baquero Nariño I Bienvenidos cuando piensen en estos lares benditos; acá hay leyendas y mitos por donde quiera que fuesen. II Los cuentos de Don Pascual son versiones de los duendes; los contaron los parientes sin colocarle bozal. III No se atrevan a silbar ni a caminar por la noche, si no quieren un derroche del Silbón y el Tirapiedras. IV Si eres enamorao no recojas pasajeras porque te salen las brujas: te sacarán el mercao. V y si montas a caballo no creas que eres llanero; el Centauro es el primero en cogerte por el tallo. VI Y si deseas descanso en una de las quebradas, encontrarás cierta hada que te volverá muy manso.
VII El hechizo del Domínguez es difícil de entender; persigue siempre mujeres y se queja pá comer. VIII La Bruja de Ojos de Miel, Paratebueno y sus Monstruos, reparten amor y hiel, causan un dolor atroz, IX La burra de Don Jacinto no cree en duendes ni brujas; pero tiene un gran encanto y sabe enhebrar agujas. X Aprende de Don Tarsicio las técnicas de curar; es mejor un sacrificio que te mandará a soñar. XI Las aves de la vereda son testigos de su canto; sus manos son fuego y seda, las brujas saben su encanto. XII La paloma de don Tarsicio le acolita sus andanzas; puede irse al precipicio respondiendo adivinanzas. XIII Si tu quieres yo te enseño los misterios de la vida; no te quitarán el sueño y curarás las heridas. XIV Pascual sabe las conjuras los enigmas y las mañas; pues no vale ningún cura, ni cucarrones o arañas. XV Los cuentos de los ancestros se fueron a la ciudad; duendes, brujas y los monstruos nos darán identidad.
Villavicencio, Vereda del Carmen Finca Hato Chico; Enero de 1991.
LOS CUENTOS DE PASCUAL Mitos y Leyendas del piedemonte llanero ALBERTO BAQUERO NARIÑO LA IMAGINERÍA POPULAR (I) LA VERDAD SABIDA La imaginería popular en las comunidades es la verdad sabida y poco pronunciada, en razón a temores sentidos y secretos que colectivamente se esconden o se guardan como u n tesoro que es mejor no desenterrar. El origen analfabético proviene del patrón africano o del indígena. El origen culto o letrado llegó del europeo. El sentido ritual de las manifestaciones espirituales de latinoamérica, impone un determinado silencio. Lo esotérico y misterioso de los mitos y leyendas es su principal vehículo de preservación porque encierra multitud de preguntas sin respuesta, como la fé de los fanatismos y las creencias comunes. Este aire tenebroso de algunos relatos que surgen en la obscuridad y se maximalizan en ella, es un atractivo intenso para su difusión cosmopolita y la verdad rural de muchos habitantes. El refranero del pueblo que como las creencias míticas llegaron y se continúan transmitiendo por tradición oral, es sabio en la síntesis de muchas situaciones: "No creo en brujas, pero que las hay, las hay". Con este refrán queda intacta la creencia popular pero a la vez se advierte que el sujeto no cree en ellas. Es algo así como el ateo criollo cuando afirma: "Por Dios Santísimo, no creo en Dios". En cierta manera, las creencias míticas del pueblo se aproximan a la categoría de una ideología social, que es aquella forma individual y colectiva de afirmarse en algo que explica de alguna manera lógica o por actos de fé, origenes y destinos de los hombres, como sin duda lo es "la otra vida" que es de donde provienen los duendes, los espantos, las ánimas, los espíritus, no así las brujas que parecen ser de alguna próxima o lejana vecindad terrenal en pacto con el mal. La ideología social es imposible de erradicar de una comunidad. Ciertos gobiernos totalitarios lo intentaron sin éxito alguno. Polonia es, tal vez, un ejemplo excelente, respecto a la religión, que es la ideología social por excelencia y que coexiste con otras creencias sin que la reemplacen. Los cuentos del pueblo trazan una diferencia con aquellos cuentos citadinos en los cuales la trama y los personajes transcurren por un misterio diferente casi universalizado por los grandes maestros como Edgar Allan Poe, donde la casa o el castillo son los escenarios de rutina. Claro está que son también niveles literarios diferentes que resultan de ángulos ta mbién distintos. La cuentería o acto de contar cuentos es una evocación telúrica de los viejos y ancianos alrededor de quienes la muchachada familiar tiende un hilo de agradable vínculo, por supuesto en las comunidades que no se han desintegrado y conservan el espíritu del clan o de familia. Es la manera más noble y común de transmitir las creencias, las cuales también van de madre a hija, de padres a hijos, ó de padre a hijo. Las creencias y la obsesión del conocimiento pertenecen al hombre común. Solo que unos creen más que otros. La riqueza de la imaginería popular deviene de la confluencia triétnica: para los aborígenes llaneros el ritmo de la vida se relaciona entre lo natural y lo sobrenatural. Es la misma concepción cosmogónica del africano donde toda actividad guarda relación con el equilibrio del Universo. El sistema de representación mítico lo establecen en elementos de la tierra, del aire o
del fuego. En el mestizaje se incorporó la abundante mitología occidental religiosa y la superstición con raíces en lo profundo del medioevo, donde los más ahincados en la ciencia experimental eran los alquimistas en busca de la eterna juventud y la forma de fabricar oro. Otras sectas católicas como los Caballeros Templarios en la conquista de los secretos más íntimos de la naturaleza divina. Y órdenes secretas con carácter religioso, como los Caballeros de Colón, el Opus Dei, Los Rosacrucistas. Otros de carácter político-literario eran los Mazones. Todo ello, con Europa llegó a América. La mayoría utilizaba representaciones físicas a manera de talismán, allí confluían las creencias y simbologías de cada congregación donde la vida era una ofrenda permanente y juramentada en su defensa. La mezcla mítico-religiosa creó nuevos dioses y rituales: la magia del negro y la fé cristiana se funden en los orixás de Bahía o en el Vudú de Haití.
OTRAS CREENCIAS La proximidad mítica de las creencias populares de esencia mestiza y origen en la transculturación de los patrones étnicos enfrentados y sintetizados, con la religión, con la superchería, el ocultismo, la brujería o con la magia negra, tiende a que sea relativamente sencillo el traspasar sus fronteras por parte de creyentes consuetudinarios. No obstante unos y otros son diferentes, a pesar de su irreconciliable fundamento. La confusión ocurre porque ellas —las creencias— se afirman en un subconciente también creyente, miedoso y supersticioso que parece indicarle rumbos a la muerte, para esperar —oh ilusión— que el acto de vivir no sea tan efímero: menos de un segundo astronómico en la edad del universo. En la mayoría de los casos, la conducta se deriva también de una decisión sopesada donde el temor y la búsqueda del más allá son concientes, no traumáticos. En ocasiones estas formas ilógicas del pensamiento responden a situaciones patológicas y contribuyen a disminuir tensiones. El hombre necesita de creencias y eso lo demuestra la historia de la humanidad. Unos grupos étnicos u otros, concibieron el origen del Universo como una sacra creación de uno o varios dioses y el hombre como un ser al servicio de quien tuviese la potestad de representarlo y por supuesto la capacidad material de imponerlo. El simple agüero ronda la cotidianidad, en la lectura de la tasa del chocolate, de la ceniza del cigarrillo, no mirarse en espejo roto, evitar el paso por debajo de una escalera, temor al martes 13 y a los gatos negros. La idolatría surge en el comienzo de la humanidad ante lo inexplicable de la vida y de sus fenómenos. Con posterioridad aparecen manifestaciones racionales que legitiman el ejercicio del poder en cabeza del más fuerte y le otorgan, en la necesidad de su conducción, origen divino, para el cual se establecen unos ritos ceremoniales donde los aromas, las estatuas, los tatuajes, los sahumerios, el agua, el fuego, los vestuarios, etc., cumplen la acción pública. El ritualismo obedece a la necesidad de alabanza de la deidad y de satisfacer obligaciones. La historia se encarga en diversas formas de extender esos origenes hasta nuestro tiempo y de describir los detalles del proceso que es bien diferente en cada caso, en cada región. Las ideologías se encargan de vestir de seda a grandes criminales como fueron los inquisidores, o los masacradores de Tiananmen para no recordar la famosa Revolución Cultural China. Las religiones que subsisten se conforman por una serie de creencias e interpretaciones de las élites que lograron popularizar y legalizar ante el establecimiento durante períodos importantes de la humanidad, mediante luchas sin cuartel como fueron Las Cruzadas y como es la guerra Santa que propugnan los fundamentalitas musulmanes para que la humanidad conserve los patrones conductuales del siglo XV, lo cual, de hecho, no es un absurdo, sino un anacronismo real. La sociedad civil fué controlada mediante la acción de las sectas secretas encargadas de aplicar su código negro.
La legalización histórica de la actividad religiosa contiene elementos positivos en cuanto que elimina prácticas ocultas que originan males peores y situaciones críticas en personalidades sensibles, o aprovechamientos desordenados de parte de quienes ofician de sacerdotes o de intermediarios entre esta vida y los seres o situaciones de la otra. El poder terrenal es el manjar de las religiones que en el discurso público pretenden las almas. Los Borgia fueron ejemplo. El Imán Komeini lo evidenció en la actualidad. La violencia en Colombia fué impulsada desde los púlpitos. Las sociedades suelen condenar aquellas actividades esotéricas. Eso les otorga una ilegalidad que protege su condición secreta, en la mente del usuario. Eso pasa con los practicantes de la magia negra y con los que pretenden combatirla. Como son actividades marginales, segregadas, secretas, entonces toman el rumbo de penetrar en la angustiosa duda del creyente, en sus fracasos espirituales y materiales para echarle culpas a alguien y proponerle salidas, entre las cuales emerge la del enriquecimiento súbito por el hallazgo de un tesoro oculto por sagrados antepasados, ante lo cual, para conquistarlo se deberá emprender una vida austera y sumergirse en lo que puerilmente denominan como metafísica. Los centros emblanquecidos, los indios amazónicos, los extraños doctores mentalistas suelen surgir para colmar las expectativas de la psiquis o para apagar ánimos. La acitividad religiosa cuando se institucionaliza crea un código moral que suelen ejecutar y controlar sus militantes con niveles obsesivos de fanatismo, disfrazado con votos de castidad, caridad, fé, abnegación, etc. El nivel de preparación de los sacerdotes o sacerdotizas es manifiesto en teología y en especialidades pedagógicas, lo cual hace que el ejercicio religioso y su labor misionera se impregne de valores éticos, por lo menos en el discurso, contrario a lo que ocurre con los practicantes empíricos de magias o de ocultismos. Las sectas norteamericanas poseen militantes antropólogos y linguístas con lo cual su penetración se facilita en particular en las comunidades aborígenes del tercer mundo. La propensión social para prácticas heterodoxas en nuestro medio, es creada por el fanatismo tradicional católico y por el delirio del fanatismo cristiano de las sectas norteamericanas tipo Jim Jones, capaces de autoeliminarse sin más objetivo que una conclusión fatal de frustraciones colectivas encontradas. O el tétrico ku klux klan. Esto demuestra la colectivización del ocultismo, el sentir socializado de obtener un apoyo en el conocimiento de las causas de sus males y del porvenir. Sin embargo, el velo de aventura y de tiniebla que cubre el mito y la leyenda campesina no entra en competencia con creencias religiosas más profundas, de mayor conocimiento y práctica pública, pero el ánimo oculto de los mitos religiosos es una compuerta hacia todo aquello obscuro e incierto como es la vida y tan preciso o certero como es la muerte. La creencia popular se halla arraigada en lo más íntimo del campesino, como al tiempo lo es su fé católica o protestante. Ambas para él son válidas. En los múltiples recodos de la mente humana y en sus necesidades de conocimiento han explorado hos hombres en diferentes épocas, tratando de explicar situaciones individuales o de adivinar el futuro de las personas. La adivinación por lo general se basa en análisis de lineas de la mano o los rasgos físicos más notables en particular de la cara. La quiromancia es toda una rama de la adivinación con pretensiones de ciencia pero que en la práctica es un medio de subsistencia de las pitonisas o de las gitanas. Las cartas o cartomancia son un componente básico de la adivinación y los naipes españoles de origen mozárabe cumplen con ese cometido. El tarot de origen indú es quizá el instrumento que sirve más a la adivinación y los expertos en él hacen verdaderos documentos de situaciones de los usuarios. Sus pitonisos o intérpretes apuntan a señalar caracteres generales comunes que otorgan credibilidad. La gama de recursos para emplearse en los vericuetos de adivinar el futuro de las personas y de las sociedades es múltiple. Uno que es quizá el de mayor envergadura es la astrología en la que
existen tratados que explican lo divino y lo humano y que según las combinaciones de hora, día, mes y año elaboran radiografías de la predestinación de acuerdo con las leyes del zodíaco. Los orientales, entre ellos los chinos, son expertos en tal arte, o en tal oficio, surgido de la observación de los astros y del sistema solar. El horóscopo nace de esa corriente astral. Los Aztecas y los Mayas eran verdaderos astrónomos, no astrólogos, porque analizaron los movimientos de los astros y su relación con los climas y fenómenos naturales del globo terráqueo. Otra forma esotérica es la ligada a la curandería en la cual ciertos conocimientos sobre las plantas otorgan ventajas en el tratamiento de dolencias. Los curanderos suelen combinar su fuerza experimental con elementos de digitopuntura, un pariente de la acupuntura, que es un método de control de los circuitos o flujos eléctricos y nerviosos —es decir, fisiológicos— del cuerpo humano y con mucho de magnetismo personal. La medicina ortodoxa utiliza también la hipnósis y la sugestión en ciertos casos. La curandería es una práctica mestiza que en gran medida proviene de las costumbres y tradiciones aborígenes del chamanismo pero que no es ejercida bajo los cánones éticos tribales. El amuleto hace parte de la vestimenta de hombres y mujeres. Los que poseen algún dinero se cuelgan un colmillo de felino pero en el campo es la pulsera con azabache que evita el mal de ojo. Como puede observarse una combinación empírica de todos estos componentes o de algunos de ellos en manos de uno o varios personajes inescrupulosos, resulta más espantosa que cualquier duende ingenuo campesino de los que relatan los mitos y leyendas, de las creencias populares. La proliferación de negocios del sortilegio y la conjura son producto de las tendencias de las gentes a creer en algo o en alguien que le ofrezca alguna respuesta del más allá.
INCORPORACIONES AL CREDO POPULAR La credibilidad colectiva que resume o sintetiza tradiciones y elementos del misterio parroquial de las veredas que integra la totalidad del universo campesino, un universo sencillo basado en las fuerzas naturales y en su relación permanente con el trabajo, incorpora en la práctica cotidiana, de manera inconciente y continua, muchos elementos materiales y variados conocimientos que para el hombre de ciudad son incomprensibles; estos son plasmados en los relatos variados y cambiantes de los narradores espontáneos del campo, quienes jamás cuentan la misma versión. Es usual la práctica de una astronomía en los hechos del trabajo rural como son las siembras, las recolecciones de cosechas, los partos, los apareamientos, las lluvias, el sonido de ciertos animales o su vuelo tradicional, la colocación de las estrellas, los cambios lunares, etc. que son parámetros que rigen la vida y sus relaciones, algunas de ellas, resumidas en el calendario Bristol. Ocurre que la extracción o incorporación para ‘lo diario" de aspectos astronómicos, y/o de las plantas, los rige una concepción equilibrada de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, como pueden ser las fases de la luna para las siembras o el uso de plantas para efectos curativos. La astrología no es de su manejo. Poco importa para los efectos de su trabajo, el nombre de las constelaciones o de las estrellas y el significado que de ellos han edificado con tanto detalle muchas civilizaciones anteriores. El conocimiento empírico para uso doméstico de los fenómenos naturales y las propiedades de las especies se encuentra acoplado en las labores productivas y en el normal rumbo de la existencia, heredado del conocimiento ancestral, aprendido de generación en generación, aún si n que se conozcan —repito— los nombres de las constelaciones ni las acepciones científicas de las plantas. Es la sabiduría popular, la cual actúa en el escenario particular del núcleo veredal, en el cual la creencia y el respeto accionan positivamente frente a un enfermo o a una relación entre individuos. Por fuera de ese mundo pequeño de la aldea donde ya no actúan condicionamientos sociológicos tradicionales, esa "magia" se reduce, se diluye y semeja posturas de ingenuidad infantil o de ridiculez senil, como suele ocurrir en círculos
metropolitanos, donde los rasgos del dolor de las raíces ya no cuentan. El mundo para ellos y su máxima expectativa se halla en la ciudad, en las posibilidades del acceso al consumo orgiástico, agenciado desde otras latitudes mediante los medios masivos de comunicación. Por supuesto que en el transcurso de las generaciones, en su contacto con otras formas culturales, la sabiduría popular se torna cambiante, sus patrones originales se envilecen, renuevan o refuerzan. Esta incorporación de nuevos elementos al igual que el despojo de otros se produce de modo inconciente. Es la dinámica particular de la cultura popular. Por ello el término de sabiduría popular, mirado en ese contexto, guarda cierta distancia frente a la acepción que las civilizaciones avanzadas le dan término, pese a que afirmar sobre civilizaciones avanzadas puede prestarse a una gran queja y merecida protesta. Aclaro que es una referencia al desarrollo material, científico y tecnológico. Así, la creatividad popular que se manifiesta en los mitos y leyendas, es parte vertebral de la tradición oral y por consiguiente de la sabiduría popular, que en un análisis desde fuera (urbano) puede aparecer impregnada de vicios, prejuicios, vacíos, anacronismos y absurdos, algunos de ellos nefastos, como en verdad ocurre con la práctica degenerada y mercantil de la curandería, la magia negra, o el satanismo. No siempre las tradiciones populares producen buenos efectos. En la China tradicional hasta hace muy poco se impedía el crecimiento de los piés femeninos mediante métodos infrahumanos, lo cual era aceptado con estoicismo sadomasoquista por todos, resignación particular de los orientales. En Antioquia se creía que los hijos eran una bendición y que cada uno traía el pan debajo del brazo. Esa creencia semifeudal elevada a cánones religiosos generó una explosión demográfica que al trasladarse a las comunas urbanas resultó fatal. Era usual familias con más de veinte hijos, un absurdo para el mundo actual, pero una ventaja relativa en la jornada montañera del siglo XIX porque era la mano de obra familiar. En otros términos, la sabiduría popular se desadapta frente a la velocidad de los cambios del mundo contemporáneo y aquello que hace pocos años podía ser una verdad absoluta, ahora emerge como un remedio inadecuado. En Colombia, la desintegración del mundo rural con envilecimiento progresivo de las conductas salidas de la masificación urbana, impregna de la enfermedad del consumo convulsivo a todos los componentes sociales, por reacios que ellos sean, penetrando así en el mercado suntuario que causa endeudamiento individual y colectivo, con un agravante, cual es la demolición de los valores y el desprestigio de las raíces ancestrales. No obstante, las creencias populares se hallan intactas. Estas carecen de afán competitivo frente a la práctica religiosa y se alzan a prudente distancia del confuso mundo de la magia negra, del vudú o de la hechicería. Carecen de parentesco con la brujería y no entra para nada en los vericuetos de la adivinación con cartas, astros o lineas de la mano. Tampoco tienen que ver con el espiritismo y las jornadas de invocación satánica de los aquelarres secretos. No hay en su esencia nada de ocultismo ni su presentación es esotérica.
LOS MITOS DE TRANSICIÓN (Fusión de mitos llaneros con mitos andinos) La imaginería popular mestiza es una sola y las figuras míticas se representan de distintas maneras pero actúan y se manifiestan con semejanza. El Mohán que es un mito del río grande de la Magdalena que es tiplero y enamorado, vive debajo del agua y secuestra a las muchachas a quienes convierte en sus eternas amantes. Su figura también viaja hacia otros sitios del país y en el piedemonte llanero adquiere cuerpo femenino, se esconde en el agua de las quebradas, persigue a los hombres que andan solos, son aguardienteros y enamorados. Con ella no valen rezos, ni invocaciones al santoral, ni escapularios o medallitas.
Sinembargo, cada sitio crea sus particulares mitos y leyendas y les otorga procedencias y actitudes particulares, aunque jamás actúa en tiempo presente. El personaje mítico viene del pasado y de la muerte pero es acecho del futuro inmediato, está en espera a que pases por ese lugar para atraparte con sus dulces garras y partirte de par en par. Los sitios intermedios o fronterizos entre macrosistemas conocidos, poseen la tendencia a la asimilación de los rasgos de la cuentería de cada vecindad con la cual se construyen nuevos mitos que representan parte de unos y de otros. Esto prueba que la división territorial en las grandes zonas culturales, es por lo menos incompleta. La realidad cultural de la nación es móvil y de una dinámica delirante. El caso singular ocurre en el piedemonte llanero que es zona de la precordillera oriental habitada por campesinos que llegaron intercambiando experiencias con los criollos llaneros que tenían la mitología sabanera y de ahí nacen —por ejemplo— versiones nuevas del Silbón de Apure de los llanos venezolanos. El guardián de las guacas o tesoros precolombinos del Huila y que suele tirar piedras cuando se está próximo al encuentro del oro, revive con el Tirapiedras del Piedemonte solo por los caminos viejos y alejado de los tesoros que por allí no existen. En campo abierto donde hay ganado este duende no ataca porque las reses tienen la cruz formada por los cachos y la caramera. Además no hay árboles. Los llaneros que en razón a su oficio de vaqueros permanecen en contacto y diálogo con su instrumento de movilización y trabajo que es el caballo, observan que ciertas yeguas de pronto aparecen con trenzas. Sin más, consideran que alguien de ésta o de la otra vida las teje. Un duende enamorado, tal vez. En el Piedemonte metense es El Centauro el encargado de tan inocente ejecutoria que por supuesto asusta. El espacio longitudinal del piedemonte llanero recibe el impacto cultural de tolimas en el Ariari, cundinamarqueses en el Meta, boyacenses en Casanare y santandereanos en Arauca. En cada caso enfrenta relaciones con llaneros y colonos de todo el país, durate jornadas y años, con lo cual la transición como fenómeno cultural aparece completa, totalizadora. Incluso define perfiles propios de exclusivos mitos y leyendas, uno de ellas la Bruja de los ojos de miel: deviene de la proximidad con la gran capital donde el vestir elegante, como el andar, son de uso permanente entre gentes de alcurnia. Esta ánima en pena enamora con solo mirar y condena a los hombres a la expresión de un amor solitario y sin pareja, un agobiante, febril e interminable acto individual. Ella con sus hermosos ojos, su enorme lágrima y su invisibilidad corporal es la diosa del amor, capaz de generar los más crueles celos porque es expresión de amores reprimidos e insatisfechos. La cuentería nacional informa sobre la súbita aparición de seductoras mujeres que en un abrir y cenar de ojos se convierten en esperpentos que ríen, lloran y tratan de acariciar. Esta escena mítica se traduce en los Monstruos de Paratebueno que por la vía carreteable impedía, en tiempos de la violencia, el acceso a la región del Upía y desde luego, el tránsito hacia Casanare donde los reductos de Guadalupe Salcedo se afirmaban con los hermanos Parra y con los Bautista. El rezo del ganado, tan usual en el llano, no se incorporó al repertorio de creencias en el Piedemonte quizá por lo incipiente de esa economía. Un cuadro reciente de la realidad veredal lo conforma El Domador de Brujas, en quien residen virtudes, conocimientos y mañas.
EL NARRADOR POPULAR El contador de los mitos y leyendas es por lo general un campesino que es o ha sido uno de los líderes de la región en términos de laboreo y "conocencia", no en términos políticos. Es acatado y respetado por todos por su don de gentes, voluntad de servicio y honradez. Cuando se trata de narrar o echar coplas, preparar una mamona o dirigir una tarea colectiva, sobresale con naturalidad. En otros términos tiene la aceptación cuando toma la palabra y empieza el relato lleno de refranes, dichos, palabrotas y acciones corporales que engarzan cada sílaba para realzar su significado. La audiencia enmudece, el miedo llega a las atónitas miradas, los corazones comienzan a galopar y más de uno tiene que pedir con disimulo compañía para ir a orinar. Ninguno se va si ya son las ocho de la noche y con paciencia esperan el toque de las doce, cuando los espantos se van a descansar. El narrador popular desencadena su conocimiento, y su imaginación; combina tiempos o lugares para hacer próxima la sentencia invocadora, próxima a cada asistente, a cada contertulio. La versión, siendo la misma, cada vez varía y es distinta . Por eso la escuchamos con agradable escalofrío, una y mil veces, si es preciso. Por eso mismo, si tratamos de grabarla, el ritmo espontáneo se falsea y adquiere los tintes actorales propios de momentos diferentes. La grandilocuencia de los narradores es absoluta, impide el diálogo o siquiera una pregunta; causa mudez, perplejidad, asombro. A diferencia de las prácticas ocultas, la narración es abierta, pública, sin tapujos de ninguna especie. Todos tienen acceso a entender el suceso aunque nadie quiera explicación del misterio. El cuentero es lugareño, con hogar bien logrado y parentezcos por doquier, amén de compadrazgos. En esto también existe distinción con el adivinador o hechicero que son personajes sombríos y lejanos, hijos de las tinieblas de la noche, vividores. Nuestro cuentero es Pascual, Pascual Herrera, campesino fatuto, hombre de trabajo, servicial, afectivo, inteligente. Conocedor del campo y de la naturaleza, hijo de una vereda de Quetame en el Oriente de Cundinamarca. Con él encontramos un sabor adicional en la belleza misteriosa de la ebriedad verde de los árboles. A diferencia del narrador popular, en las grandes ciudades están de moda los cuenteros que en pocos casos son narradores populares. En cambio son intelectuales que interpretan la realidad regional y le otorgan su sello particular con lo que ciertas adaptaciones toman rumbos desconocidos. El narrador popular siempre se refiere a la región, con términos sencillos que señalan las características de plantas y animales. En esta forma los mitos y leyendas tienen una pertenencia de lugar. El cuentero urbano casi siempre ubica el lugar en proximidades de la utopía perdiendo las huellas. Son narraciones de otro estilo y situaciones que circunscriben el sentido de las ciudades, donde el efecto de luces y sonidos conforman la base coreográfica indispensable. El estilo raya con el "show", es decir, con el espectáculo. Por esa razón tiene que hacer concesiones en los contenidos. La mayoría de las veces el narrador popular es anónimo y él mismo ignora sus grandes cualidades e importancia en la posesión de los secretos de una comunidad, de pronto más universal, como es la vereda, existente en todos los rincones del planeta.
LA VEREDA La vereda es el barrio rural sin las taras y posibilidades de éste. Es el lugar que integra la vecindad en torno a tareas comunes, a oficios de beneficio general, e identifica en ciertas actividades compartidas o semejantes el trabajo y las necesidades diarias. La solidaridad es permanente, no expresa. La vereda es la célula autóctona campesina. Es anterior a cualquier organización institucional y ejerce tareas por cuenta propia alrededor de una junta de vecinos o junta de acción comunal. La vereda del Carmen en Villavicencio es el punto de referencia en el cual se conocieron las narraciones de Pascual, luego de entrabar con él una entrañable amistad y obtener su confianza. Las versiones que contiene el libro pertenecen a la interpretación que el autor hizo de las narraciones originales de Pascual y a ciertos componentes que se creyeron dignos de realzar el sentido del relato, pero que en ningún caso lo reducen o lo minimizan, sino que ofrecen al lector una información exacta de tiempo, circunstancia y lugar. El lugar es el sitio de unas importantes fuentes altas de Villavicencio que dan lugar a los acueductos de urbanizaciones y barrios de la ciudad. Se trata del caño Maizaro y el caño Buque. Algunos campesinos en su afán de supervivencia hicieron potreros a costa de la vegetación, creando erosiones graves particularmente en los nacederos del Buque. Pero la gran mayoría del área se conserva en su estado natural. Muchos potreros de brachiaria reemplazan a cultivos de caña de azúcar, café y cacao. Ahora estos son reemplazados por pasto de corte imperial, guatemala o king grass. La región produce a más de leche, porcinos, gallinas, plátanos, yuca, cítricos, guayaba, piña, aguacate, guanábano, papaya, aunque lo básico es la ganadería pese a que no es recomendable en territorios inclinados por el apisonamiento que genera erosión. La región es pacífica y se ha mantenido en paz porque los campesinos viven allí, y las pocas posesiones que no están en manos lugareñas, se encuentran bien tenidas desde un ángulo ecológico y social. La ciudad avanza hacia allí con voracidad y grosería características del crecimiento de los epicentros urbanos. Duendes y espantos aguardan la muerte de los árboles para huir hacia donde el campo lo sea. Pero algunos morirán con ellos una vez más, y ésta será para siempre jamás.
LA SUPERSTICIÓN Otro componente del maremágnum que causa la vulgarización —en el sentido peyorativo— de las ciencias ocultas es la superstición, con origen más europeo que indígena o africano. Cada secta, cada etnia trajo su particular influencia en supercherías de muy honda tradición y credibilidad por su desarrollo argumental, aun a escalas científicas como puede ser la interpretación freudiana de los sueños que marca toda una corriente en la evaluación de la mente humana —psiquis— y de su comportamiento exterior a través del cuerpo. Con todo, existen dos niveles en la interpretación de los sueños. El de mayor popularización —obvio— es el empírico que otorga respuestas de distinta naturaleza a cada sueño. Por ejemplo, si el sueño tiene agua, es de suerte si es limpia y si es sucia significa males. Si hay culebras o toros bravos, existen enemigos, muy grandes si lo pican o embisten a uno. Los piojos, en sueños, son de buen recibo, dan dinero. Los billetes son suerte.
Subir escaleras es positivo y bajarlas negativo. Si uno sueña con entierro es un matrimonio y viceversa. El sueño con monedas representa pobreza. La escuela freudiana radica las desviaciones en los patrones de comportamiento, de problemáticas sexuales e indefiniciones de personalidad por esa causa. La cábala esotérica es otro aspecto interesante que raya en la superstición. Esta es una costumbre europea, vestida de ropaje técnico. Su parentesco con la numerología la establecen los números cabalísticos. El 666 es el tétrico número del engendro del diablo, la bestia. El 9, el 13, el 18, el 1, el 3, el 36 combinan multitud de posibilidades sobre el bien y el mal. La sumatoria de los distintos números en ocasiones crea sortilegios y elucubraciones de impredecible destino. Las matemáticas en su lógica precisa condensa innumerables tratados que describen las más extrañas profecías sobre el universo y su próximo final. Las Pirámides de Egipto con sus medidas y ángulos perfectos, condensan secretos que serán revelados a las generaciones del Apocalipsis, secretos que poseen extraterrestres o deidades desconocidas pero, sin duda, superiores. Estas creencias de la cabalística y de los misterios de los monumentos, los comparte la humanidad desde los primeros alquimistas hasta las religiones más fanáticas (vaya pleonasmo) de hoy. Los números romanos, los arábigos, los alfabetos griego, cirílico, latino, amén de los orientales y del árabe, se combinan con símbolos para establecer múltiples representaciones vedadas a quien no sea militante de equis secta. Desde luego las razones, signos y enigmas hebráicos, egipcios, fenicios, etc, se articulan al misterio. Otras supersticiones que caracterizan el absurdo se ciñen a la fé en espíritus capaces de curar y hasta operar el cuerpo de pacientes aferrados a la fé curativa del santurrón. Tal es el caso del médico venezolano José Gregorio Hernández, fallecido hace varios años. Los dolientes de enfermedades entran en contacto con los "sacerdotes" del santo hasta convencerse de sus bondades, mediante una campaña sostenida de ejemplificaciones y rituales. Es tal la autosugestión que el paciente se alivia temporalmente luego del ritual curativo y se convence de la erradicación de la causa de la afección. "La fé mueve montañas" parece ser la conclusión. De hecho, la medicina (alopática) ortodoxa y la homeopatía emplean la sugestión y la hipnósis para efectos curativos, tal como lo anotamos, cuando los desequilibrios orgánicos se derivan de patologías que estudia y atiende la siquiatría. Lo patológico de su aceptación por los creyentes católicos radica en que el santo no es de buen recibo en las parroquias, ni altares con reconocimiento vaticano. Es casi una herejía creer en él. Es oportuno afirmar, que la imaginería popular que se concreta en mitos y leyendas campesinas, guarda una enorme distancia con la superstición, a pesar de la disposición de caer en ella, por ignorancia y religiosidad aferrada hasta los tuétanos.
EL TIRAPIEDRA — Dicen que por los caminos viejos no se debe andar después del atardecer, afirmó Pascual lanzando su mirada entre nosotros. — Por qué? preguntamos en coro. — Porque los espíritus salen a recorrerlos, a recordar sus tiempos y a llorar sus penas y es malo encontrarse con ellos porque se les interrumpe. Hoy les tengo una historia que les va a gustar. Se trata de las acciones de El Tirapiedra que se instaló por estos lares y deambula por las montañas de la región asustando a los caminantes nocturnos. — Y de dónde salió El Tirapiedras? — Salió de la muerte de un estudiante de la Nacional cuyo nombre completo nadie supo jamás. Le dían "el muerto" porque era flaco, pálido y casi nunca hablaba. Era de Villavicencio y se las tiraba de llanero. Jamás se le vió cantar una copla, ni bailar un joropo. El tino que tenía ese hombre era mortal; sus manos disparaban piedras de gran tamaño con precisión y fuerza increíbles y a distancias bastante apreciables. Se la pasaba participando en cuanta manifestación se presentara, porque era un ser rebelde a quien le atormentaban las continuas injusticias que soportaba la gente. Pero estaba anarquizado, actuaba sin ley ni principios. Así logró matar a centeneres de policías y millones de animales cuando le venía en gana. Una vez le colocó un pedradón en la cabeza a un presidente y si no es por la dureza del sombrero de copa que llevaba, lo mata. Siempre ejecutaba sus hazañas a distancias incalculables para los guardias de seguridad y por eso jamás lo cogieron. Otra vez le dió por limpiar la ciudad de maricas, putas y hampones y todos los días morían de un pedradón que venía de no se dónde, tres o cuatro de ellos. Nadie jamás llegó siquiera a pensar que sus flacos brazos y sus enjutas espaldas pudieran maltratar a una mosca, menos a la gente, pues además detestaba las armas. Se reía en las pedreas universitarias pero era el causante de tragedias mayores porque cuando se decidía a tomar partido, elegía el tamaño de las piedras que fueran bien filosas y luego escogía sus víctimas ojalá oficiales para que fuera mayor el efecto y zás, le clavaba en medio de la frente el totazo letal. Pero el paso inexorable del tiempo le jugó una mala pasada que lo llevó a él y a varias víctimas inocentes a la tumba. Empezó por acercarse demasiado porque veía borroso de lejos. Después empezó a fallar y sus pedradones se perdían en el vacío o solamente lesionaban a las víctimas con escalabraduras. La ocasión de su falla definitiva se veía venir . Así que resolvió matar a uno de los jefes del tenebroso Servicio de Inteligencia Colombiana SIC, que en épocas de la violencia (1948-1960), sembró el terror en los campos y ciudades de Colombia. Este exjefe posaba de prominente hombre público y eminente profesional pero era el culpable del corte de franela, las cámaras de tortura y demás importaciones del tétrico laboratorio del General Franco en época del falangismo español. Así, preparó el ataque minuciosamente y como era su último golpe entrenó por primera vez en su vida. Seleccionó los guijarros y decidió la fecha y la hora del atentado. Cuando lanzó su piedra contra el sádico asesino, se resbaló y el pedradón golpeó pesadamente en la cabeza de un niño reventándola al instante. Pero no se pudo contener por su fracaso y volvió a lanzar otro guijarro pegándole en la espalda al asesino y rebotando en la cara de una mujer. Se enloqueció y la emprendió contra todos, hasta que la multitud reaccionó respondiendo de igual manera.
Antes de morir reventado a piedra, logró matar a siete niños, ocho mujeres, tres varones y causar heridas a catorce personas más. Su condena consiste en deambular por los caminos antiguos y tirar piedras que no le pegan a quien se mueva, porque perdió el tino. — Voy a contarles lo que nos pasó al mono Rosendo y a mí un día que se nos hizo tarde. — Nos habíamos quedado un rato donde Doña Rosario, —alma bendita— tomándonos unas polas, luego de la dura jornada. Veníamos por el camino antiguo a eso de las 9 de la noche. Pasamos tranquilos "Caño Blanco" y subíamos por entre ese pedregal. Al frente de donde hoy es la finca de Don Manuel Rodríguez, oímos el primer pedradón como a cinco metros; volvimos a mirar pensando que era un animal, pero no vimos nada. A los tres minutos sentimos otro pedradón ahora más cerca y tampoco miramos nada. Solo escuchamos que rodaba algo. Y enseguida un pedradón un metro adelante, otro a cincuenta centímetros atrás, cada vez más grande. Entonces con las linternas alumbramos a los árboles sin encontrar nada arriba, abajo o al lado. Yo le dije a Rosendo que no nos paráramos y que no chistáramos nada porque era el duende Tirapiedra y que lo único que nos salvaba era ignorarlo, no sentir miedo y menos quedarse quieto. En Quetame me habían contado que si nos deteníamos, las piedras se volvían de verdad y nos mataban como le pasó a Don Camilo Sastoque en una Vereda de El Calvario, que un día lo encontraron en el camino viejo, sin un hueso sano, moribundo, en medio de un montón de piedras. Era un hombre de los que no tienen miedo, pero de lo puro berraco, se atrevió a desafiar al duende. — Yo sostuve el paso hasta q ue sentí que Rosendo se había quedado y no podía caminar. Y las pedradas cada vez más cerca casi me daban en los pies. Como ya íbamos a llegar a un claro y había buena luna, también sabía que el Tirapiedra necesita los árboles para joder a los humanos. Entonces yo traté de echarme al hombro a Rosendo, pero el gediondo se le había colgado del hacha que aquel sostenía con sus engarrotadas manos. Y no valió fuerza ni maña; no pude alzarlo. Entonces lo enlacé y así lo hice andar antes de que le cascaran el segundo pedradón pues ya lo habían escalabrado. Ya en el claro Rosendo se calmó poco a poco, pero me tocó esperarlo un buen rato a que se limpiara la mierda que le embardunaba todo el cuerpo, porque del puro miedo se había cagado. Además la herida que llevaba en la cabeza le sangraba bastante y le dolía. — Déjeme seguir adelante compadre, me dijo con voz de moribundo. — Está bien le respondí. Y todavía nos faltaba pasar por otros bosques. Yo le dije a Rosendo que pasara lo que pasara que siempre continuara andando porque ese era el único remedio. Y más adelante otra vez la mano de piedra, acá cerquita. Las oíamos silbar encima de nuestras cabezas para totiarse a diez centímetros de nosotros y en toda dirección. Siga compadrito siga, le gritaba a mi compañero. Yo sentía que ya casi me agarraban pero sabía que tampoco es bueno volver la jeta. Así que empecé a quedarme, a encalambrárseme todo. Pensé en el pedradón que ya me llegaba y en que ese era mi fín. Pero hice el esfuerzo más grande de mi vida y continué andando, lentamente pero andando. La totiazón continuaba a mi lado pero así llegue al claro donde está mi casa. Me había salvado. Al llegar le dije a mi mujer que se levantara y nos hiciera café bien cerrero y caliente porque nos habían asustado. Rosendo se repuso como a la media hora y me dijo: compadre todavía siento el olor a mierda de borracho, pero yo ya me lavé. Será parte del susto? No compadrito le respondí, lo que pasa es que yo también estoy cagado!
LOS MONSTRUOS DE PARATEBUENO Lo primero que pensamos al analizar nuestro extraño viaje fué en el encantamiento que se producía en el Pollo de Oro, por los tiempos en que el viento era parte del paisaje del joropo en la voz criolla de Teresita Pulgarín y en la voz romántica de Jimmy Ron con sus pasajes torrealberos. Nuestras sospechas eran fundadas porque un viernes, de aquellos en que se quiere parrandear, en el momento de solicitar una mesa para mis dos jóvenes amigos y yo, observamos que a poca distancia se hallaban departiendo tres hermosas damas. Como es natural en estos casos, nos sentamos en disposición de tirar corriente con la mejor postura, mostrando el perfil favorito, camino expedito a la conquista, a un polvito extraviado, quien quita que se aparezca la Virgen, o por lo menos miraditas, cogiditas de mano. Si hay besito, ya está listo el pl ato. Así, les hechamos los perros, con todo el repertorio posible. A mí, me gustó una morena con cipote trenza, tetoncita, delgada pero maciza. Julio Daniel dijo que él prefería la pelirroja que estaba buenísima. Henry se quedó con la mejor, que tenía unas patazas tremendas y un tracero como para remallar costales. El despliegue de plumas fué amplio pero no logramos que pararan bolas. Incluso se fué hasta su mesa para invitarlas a la nuestra pero, nanai cucas. Entontes no hubo más remedio que colocar la doble transmisión: el poema. Eso si no podía fallar. Es más, jamás había fallado. Julio Daniel tiró la primera al puro pecho. Era una poesía que les daba bienvenida al llano y hablaba de navegar en las piernas de su hembra. Esperé los efectos espernancadores de los versos y, nada. Yo les remití como diez y ni una miradita. Empecé a sospechar de nuestra fealdad porque hay días en que uno está feo, pero nó, no era esa la razón. La miadita que me pegué me sirvió para mirarme al espejo, peinarme y limpiarme el sudor. Mis amigos sin ser adonis, no eran esperpentos. De pronto se marcharon y jamás supimos nada. Al preguntarle al mesero sobre semejantes hembras él nos dijo que esa mesa permanecía vacía porque en ella murió hacía poco una bella mujer morena y de trenza. Alguien le metió un puñal en el abdomen y falleció, ahí mismito. Esa noche nadie estuvo allí. Poco después cerraron el establecimiento porque a unos guates les molesté el joropo. Yo entrevisté por esos días al Pollo de Oro, que me conto sus cuitas. Por eso cuando nos hicieron ir hasta Paratebueno creímos que eran los sueños joroperos del Pollo de Oro. Esa vez, de nuevo en ese sitio y otro viernes, estábamos con el entonces flaco Salcedo y con el primo Julito cuando llegaron tres damas y esas si llegaron a nuestra mesa porque una era amiga del flaco. En ese tiempo me había interesado en el conocimiento de la historia de las huestes de Guadalupe en la rebelión liberal llanera, en sus hazañas y en el infeliz término del proceso. Un lugar que se convirtió en baluarte de la guerrilla por esa zona del Upía, Medina, Paratebueno y de ahí en adelante por Casanare hasta Arauca en zona del Piedemonte. La familia Parra y en particular Alvaro Parra habla liderado la resistencia y tenía la plena confianza del comandante en jefe. El viejo Nacianceno León me comentó esa semanaque en Cumaral y en Paratebueno residían dos de los hermanos Parra. Nacianceno fué uno de los liberales que sufrió los rigores de la cárcel y fué subalterno de Alvaro. Los Parra entonces eran manjares de investigación. Esa fué la trampa del destino porque las chicas de un momento a otro resultaron familiares de los Parra y justo en esa noche iban para Paratebueno que celebraba sus fiestas patronales. Existía una motivación intelectual la cual se sumaba a la exquisita invitación que nos hacían para deleitar conocidos placeres que se vuelven mejores cuando de aventurar se trata. "No hay como estrenar culito!" se decía por esos tiempos. Casi eran las dos de la madrugada, el aguardiente calentaba motores y el entrepiernaje por debajo de la mesa funcionaba, primero con choque de rodillas, luego rodilla adentro. Ese pasaje es sabrosísimo y lleno de expectativa. Si no funciona, se jode todo. —Vamos ya papitos y allá en Paratebueno nos desquitamos, gritaron en coro con esas bocas llenas de lascívidad.
— Vamos, exclamamos ansiosos. Y nos fuimos en la camioneta. Adelante iba yo con mí gordita que me apercollé desde el principio. Atrás cuatro personas que trenzaban en un duelo de caricias y jadeos. E n Cumaral ya el sueño me vencía y estaba mamao de manejar con esa vieja encima. Soñaba con pasarme atrás y olvidarme del timón. Una de ellas tocó el tema de los cadáveres que aparecían cuando se trató de pavimentar la vía de penetración que avanzaba hacia Casanare. Por ese tiempo de los años 50’s la estrategia de la insurgencia bloqueaba el arreglo de la vía para preservar su enclave y esa prevención se mantuvo durante mucho tiempo hasta que surgió el proyecto de la Marginal de la Selva en 1.988 y se empezó a construir. Dicen que se terminará en 1.992. Julio manejaba en la empolvada carretera llena de baches con una sola mano; mientras tanto, en medio de la lucha por bajar calzones, nos abrumaba un tremendo sueño, superiora poner el clavo donde el instinto mandaba. La madrugada estaba próxima y casi llegábamos a Paratebueno De pronto vimos que a Julio lo besaba una calavera pero él parecía un robot conduciendo a paso lento. Cerré los ojos pensando en que a esas horas ya era muy cansón el forcejeo sin coronación, sumado a la somnolencia que achacaba a la hora. Cuando miré de reojo alcancé a ver el fémur que el flaco acariciaba y carecí de valor para mirar la mano que se deslizaba dentro de mis calzoncillos pero que estaba helada. Creí que hasta esa noche llegarían mis genitales. Quizá soñé que me los arrancaban de un jalón terrible. Quedé mudo y me privé. Pude ver que Julio detenía el vehículo y el flaco se estiraba. Estábamos en Paratebueno. Pasarían tres horas cuando despertamos. Ya eran las ocho y sentíamos tremenda sed. Entramos a una tienda grande que estaba al frente y cada uno se tomó tres vasos de leche helada, delicioso manjar. El señor de la miscelánea se nos presentó... — Soy Enrique Parra, para servirlos a Ustedes. Bienvenidos a este pueblo llanero de Cundinamarca. — Enrique Parra, de los hermanos Parra? interrogamos en coro. — Si; por qué? — Perdón nos sentamos! ya le contaremos! La increíble historia que no comentamos al despertar, era imposible de creer. Además nuestro aspecto daba pena. Cada quién pensaba que fué un sueño. Pero por qué estábamos allá? Si Señor allá en Paratebueno. Obnubilado recordé mi sueño —el de esa noche— en el que yo era un caballero templario y en el ritual ceremonial había que besarle el culo a 50 iniciados que naturalmente no se bañaban y los calzoncillos se los quitaban con agua caliente. Tuve náuseas. Desfiló por mi mente Paracelso acompañado por Nostradamus que llevaban un pergamino con los secretos del más allá. El frío de los huesos agarrando mis güevas, todavía lo tenía entre el alma. Don Enrique se sonrió observando tal vez la tremenda jala y el horrible guayabo que aparentábamos. — Hace un mes celebramos las patronales con mariachis, corrida de toros, cabalgata y juegos pirotécnicos. Vinieron lindas chicas y Don Hernán Braidy presidió las ferias.
Luego de un tiempo prudencial como de una hora le contamos a Don Enrique nuestro sueño y él entonces se puso severo, pálido, y pidió una botella de sello negro y dijo... — Yo invito muchachos. Ustedes están vivos de puras vainas! Y del pipí como andan? — Como así? Yo pensé en esa mano fría que me acarició y me toqué. Estaba completo! — Si. Hace poco más de 40 años hubo muchos muertos en esta carretera. Una vez asesinaron a unas putas que venían para las ferias y su agonía fué de varios meses, porque primero las hicieron parar a cuanto viajero pasaba para asaltarlo y después sirvieron de catre a más de 8.000 hombres que las fuerzas de defensa apostaron en la vía para controlar la insurgencia. Sus ánimas en pena suelen apostarse en los bebederos de Villavicencio o de Cumaral e invitar a la gente a las fiestas de Paratebueno. En el camino, luego de acariciarlos, les arrancan las güevas y el pájaro. Las víctimas se desangran o quedan locas y con una tronera muy berrionda. Ustedes se salvaron porque querían conocer la historia de los hermanos Parra, y las putas de ese tiempo eran liberales. Si Ustedes solo vinieran atraídos por las ganas de culiar, ahora les estuviéramos mirando el hueco. Muchas de las mujeres que nos visitaban servían de correo hasta que un policía encontró un documento entre un sostén. Por esos días las pobres putas pagaron pato, concluyó el Señor Parra. El regreso fué demasiado lento aunque íbamos como el alma que lleva el diablo y como perro apaliado, con el rabo entre las piernas. Pascual me había advenido en una de sus narraciones que en la vía a Paratebueno asustaban y que tuviera cuidado en aceptar invitaciones de mujeres bonitas para ir a las fiestas de Paratebueno. Pascual me cuida porque es buen amigo y no desea que me vaya lejos cuando me tomo unos traguitos, había pensado. De ahora en adelante le haré caso. Pero una noche le recordé... — Pascual, por qué es peligroso viajar de noche a Paratebueno y con viejitas? — Veo, Doctor que a Usted no le gustan sus güevas! contestó burlándose. — No siga Pascual. Mire que ese, es el único cuento que me las enfría. Claro que me gustan, y el pájaro, me ha salido muy bueno!
EL CENTAURO Los tiempos de mi muerte coinciden con el despido de los Jesuítas del territorio llanero en 1767 y la pérdida consecuente de esa enorme economía que generaban las Reducciones, cuyos asentamientos más importantes en Colombia estaban en Casanare. Su empuje hizo temblar la difícil economía del Virreynato y las intrigas fermentaron el fruto de la expulsión. Las rivalidades entre Dominicos, Franciscanos y Jesuítas carecían de fronteras y límites. Con ello, el territorio llanero perdió el impulso de su economía y el río Meta se convirtió en una vía abandonada. Orocué que llegó a tener 6 consultados ahora parece un pueblo fantasma, como dicen que soy yo. Se perdieron los cultivos de yuca y Tique; se abandonaron los ganados y las enormes plantaciones aún existentes de cacao. Se destrozaron las instalaciones y llegó la ruina. Los Jesuítas habían permanecido 106 años y habían enseñado grandes cosas a los indígenas. Dos siglos después en 1886 todo en Colombia se volvió Santa Fé, Río Magdalena, café y Cartagena, olvidando todo lo demás, gracias a Don Rafael Núñez y su centralismo a ultranza. Los Jesuítas llevaron a sus Reducciones alguna gente de otras regiones para apoyar el desarrollo de ciertas formas de trabajo y ciertos hábitos como los de pesca y así llegó mi padre, hijo de negra y español, a estas tierras. Centauro soy desde ese tiempo, pero Centauro de veras. Ya lo verán en mi historia. Desde aquellos tiempos suelo adornar con trenzas a las yeguas para que se vean más bellas y se parezcan más a mis hermanas, mis hermanas humanas. También las enamoro y por eso ellas rechazan a cualquier potro por lindo que sea. Yo las beso y las acaricio con mis patas y mis manos. Además les traigo ración bien buena, la mejor del universo. Mi cuerpo invisible las puede gozar, por eso gimen y relinchan en las noches cuando no llueve. No quiero la lluvia porque morí en un aguacero y por eso aunque acá habito, salgo poco. Recuerdo cuando nací en Caribabare, hoy tierras de Hato Corozal, la Hacienda más importante de aquellos Jesuítas y cuando me mataron. Mi madre era una potra Zaina, tan hermosa que hasta le hicieron canción. Eran por ese entonces 15.000 cabezas de equinos las que tenía la próspera hacienda. Y mi padre un hombre inmenso venido de la Costa Atlántica a quien le gustaba, como a todos por allá, poseer a los animales. Y yo fuí el hijo de aquella pasión, porque mi padre la gozaba y hasta la quería con amor humano. Sinembargo, lo ocultaba como los Jesuítas a sus hijos a quienes les decían sobrinos. Y nací como un Centauro: todo el cuerpo de caballo, en vez de cuello y cabeza equinos, aparecía un tronco humano completo que remata con mi testa de costeño, también humana. Mi corta vida fué cruel: mi padre me escondió durante algún tiempo; pero aprendí a hablar oyéndolo a él; entonces me dió por llamar a mis hermanas que se peinaban con trenzas. Al principio no sabían quien las llamaba y cuando supieron casi se mueren del susto. Poco a poco me hablaron sobre las costumbres de la gente y me enseñaron otras cosas. Quisieron enseñarme a cantar pero los centauros no podemos cantar. Mi madre la potra Zaina, se enloquecía cuando me veía y por eso mi padre se la llevó bien lejos. Creo que la vendió o la regaló con la única condición que se la llevaran a donde no la pudiera encontrar. Pero las otras yeguas sentían una extraña sensación al verme, pues se ponían en celo. Cuando cumplí cuatro años ya estaba para servir y esas eran las angustias de Toño mi padre, que desde que nací contaba los minutos y las horas, pensando en que su pecado se multiplicaría creando otros centauros o quien sabe que monstruos. Pero ya era tarde cuando él se percató de mis andanzas y no era mi culpa. Ellas, las yeguas, me buscaban oliéndome el sexo y dándome allá besos y mordiscos de amor hasta que no había más remedio que servirlas. Y así, pronto las había poseído a todas. Ningún caballo se atrevía a disputarme esos momentos, ni otros, porque las yeguas solo querían que yo las cabalgara y porque éllos sentían hacia mí un temor de caballo, temor que dura siempre. Algunas se desmayaban de felicidad y supe así que era mejor servidor que el mejor padrote y eso se lo debo a mi herencia humana, a uds huellas de caribe. Esa fue la causa directa de mi muerte. La angustia de mi padre fué infinita y enloqueció al conocer mis andanzas (los Jesuítas jamás supieron de mí porque viví escondido y Toño sufría cuando tenía que enseñarles como se hacía con los animales). Yo mismo le conté porque no me pareció que
fuera malo. Entonces empezó a sentirse abuelo de todos los partos de yegua, de la cosecha de engendros que iba a darse y la emprendió con una varilla contra mí. La primera en partirse fué mi débil cabeza de guajiro por donde me desangré hasta morir. Mis hermanas oyeron mis lamentos de Centauro moribundo y me consolaron diciéndome que seres como yo habían existido antes y que en Grecia fueron dioses y que en el llano harían posible la emancipación de España y que yo estaría retratado en el Escudo del Departamento del Meta y que todo llanero que se respete aspiraría a ser un Centauro y que mis hijos estaban sembrados en las 50 yeguas del Hato Grande, en las 24 de Hato Canaguaro y en las l8 de Vanguardia. En una sola noche Toño, mi padre, cegó la vida de 88 yeguas, matándolas de dos tiros en el vientre y uno en la cabeza buscando asesinar también a mis hijos. Pero le quedaron cuatro que no pudo encontrar esa noche, ni las otras de ese año, ni del siguiente, ni del otro. Se volvió el asesino de todas las yeguas muy buscado por la policía y por los dueños de caballerizas con orden y permiso de matarlo. Jamás pudo saber sobre la esterilidad de los centauros, pues en cierta forma somos afines a los mulos. Su angustia solo era comparable a aquella que sentimos los animales cuando vemos a los hombres con sus escopetas de cacería e impotentes contemplamos la muerte de las especies animales. Desde entonces, hace ya 215 años, deambulo haciendo trenzas a las yeguas que me gustan y haciéndolas gozar. A la que cojo, la engordo pero no dá cría. Quienes saben de mí y adivinan la causa de las trenzas, le cortan la crin a mi adorada y con eso me espantan. En el piedemonte, donde más me gusta estar, hay un tal Pascual que me conoce. Por eso solamente persigo a la yegua de Don Hernández, que es sonsa, no la cuidan mucho y además es algo vieja . Pascual lo sabe. Estoy cansado. Mi cuerpo de caballo no se llena con nada y solo acepta vegetales. Deseo ardientemente carnecita asada y arrocito. Son pocas las casas donde dejan algo entre las ollas y menos en donde saben de mi presencia. Dejar algo en las ollas es atraerme y dizque doy miedo, a pesar que no hago nada malo. Mi pena terminará cuando nazca otro centauro como yo. Por eso ruego al cielo que se importe al pié de monte llanero, una buena manada de costeños, ojalá bien grandes como Toño, Toño Saltarín, para que practiquen acá aquello que por allá se acostumbra hasta con las gallinas; puede que nazca mi reemplazo. A Casanare no regresaré nunca porque además de recordar mi tragedia recordaré como eran de lindas esas haciendas y lo bien que estaban los indios, hoy casi exterminados, cuando las dirigían los Jesuítas, a pesar de lo cacorros que eran. Ahora estoy por esta vereda de El Carmen, y me quedaré unos 50 años más, mamándole gallo al tal Pascual, porque él prefiere trenzas a ver una yegua flaca. Además yo no lo jodo. Mi asunto es solo con las yeguas. El de él, es con las burras.
EL DOMINGUEZ —El Domínguez es un duende juguetón y con piernas de alicate, dijo Pascual riédose mientras servía un aguardiente. Se parece a uno que hay por acá, agregó con picardía, refiriéndose quizá al Doctor Domínguez; vaya casualidad tan grande, pensamos. — Y como es? — Es como un humano y se aparece de día, claro está que entre las sombras de la espesura de los árboles, mejor dicho, donde hay hartos árboles grandes, como los hay todavía por acá: Ceibas, Macanos Amarillos, Guacamayos. Palos Piedra, Cedros, Cominos, Flor Amarillos, Granadillos, Arrayanes, le vienen como anillo al dedo. Dicen que permanecía en la ceiba que se cayó hace poco en Hato Chico. Es mión y daña los árboles con su olor ácido. Nadie lo ha visto en estos menesteres. — Y por qué le dicen así? — Porque únicamente sale los domingos, a descansar, cuando todos bajamos al pueblo a llevar algunas cosas, comprar el mercadito e ir a la Santa Misa. Alguna gente del pueblo viene por aquí a pasear, pero es muy poca y no se mete en el monte, donde él se acuesta a tomar un poco de luz, que le quita el frío de las tinieblas. Todos los martes y los jueves se esconde, nadie sabe donde. Los otros días lo han visto. Es un duende juguetón y no es maligno sino con el que se burla de él. Le mama gallo a quienes se las dan de incrédulos. "Cuando hay duendes nuevos, los viejos no hacen milagros". Dicen que toca tiple, cuando hay fiestas y hasta canta bambucos. — Se aparece dentro del monte en las excursiones y a cada persona le da la impresión de ser su mejor amigo, a pesar de una duda momentánea que el duende con su espléndida carcajada desbarata. Cada quien piensa cuando se aparece que su compadre está como raro, pero no pueden intercambiar impresiones porque esa es su magia, su hechizo. Además es un duende sardinero; se enamora de las doncellas de 16 a 20 años. — Y Usted Pascual cómo sabe que por acá se aparece? — Voy a contarles sobre la última vez que se presentó por estos lares. Fué cuando el Doctor Baquero, que en ese tiempo era rector de la Universidad Tecnológica de los Llanos, invitó a unos expertos en ciencias naturales para que revisaran la clasificación de las especies de por acá, porque estaba en marcha la Expedición Botánica en su fase de finales del siglo XX. Por esos días estuvimos en Restrepo arreglando los salones del Instituto de Investigaciones de la Universidad que después abandonaron, dicen que por irse al gueto de Apiay en donde funciona ahora, perdiendo semejante sitio tan bello y tan útil. La Expedición Botánica llegó a la finca de Angel María Ríos quien es funcionario del Inderena; durante toda su vida se encargó de obtener las mejores semillas de la región, de traer unas del parque natural de el Tuparro y otras de la Sierra de la Macarena, para sembrarlas en su propiedad, observar su nivel de adaptación y propagarlas mediante los viveros. La Expedición, presidida por el profesor Hidrobo, contaba con la presencia de un gran defensor de la tierra llanera y uno de sus más ilustres investigadores, el Doctor Camilo Castro Chaquea quien se dolía de la extinción de árboles como el Cacay o Tacay, Caiyodendrom Orinocense, capaces de resolver el problema de los aceites comestibles. El Domínguez era un consumidor de las almendras y era dañino en estos casos, porque se parecía al mono maicero que desperdicia el fruto. Los árboles de Caimarón también le servían de lecho y prefería el Caimarón hembra por
la enorme sombra que daba y sus deliciosos frutos. Es la uva llanera, muy apetecida y exótica. En el Putumayo, pués también es amazonense, preparan un vino delicioso. El Doctor Camilo le comentaba al profesor Hidrobo sobre la Matupa Protium Guinensis—Marech porque encontró en aquel habitat unos árboles semejantes y le estaba diciendo eso cuando escuchamos la voz de un suspiro repetido y doloroso que decía "me las como a todas". Volvimos a mirar a nuestro amigote pero tampoco comentamos nada. El profesor saboreó una fruta parecida a la de gua ma e hizo un gesto de agrado. —La Vereda del Carmen —agregó Pascual— tiene muchachas muy bonitas. Ahora vamos a pasar por varias casas y ya pueden hechar un ojito, si es que la ciencia los deja. Pascual era el guía, el baquiano. Iba adelante con su sombrero verde, un poncho terciao y su rula abriendo la trocha. El profesor Arias, un biólogo tameño nos acompañaba mientras acechaba por doquier los sitios posibles donde los murciélagos pudieran esconderse. Era un experto en el tema que combinaba con la piscicultura. Era, cuentan, más enamorao que el Domínguez. Naturalmente llevaba una asistente, estudiante de Veterinaria en Unillanos, con una tetas tan grandes que tocaba tenerla entre dos cada que saltaba una piedra o un bache. Se puede ir de cara doctora — decía Pascual— dándole la mano para mirarle sus bellos promontorios que se movían berracamente. Todos llevábamos el consabido equipo botas, sombrero, navaja, guantes, camisa manga larga, sombrero. El sudor nos mataba. Llegamos por fin a una casa con jardín bonito, Dalias, Orquídeas, Bugambiles, Caracuchos, Brilla a las Once, Rosas. En la entrada había un Flor Morado en plena efervecencia. El verde combinaba todo; nos recibieron bien y a todos nos ofrecieron guarapo. Esa finca tenía trapiche pero una enfermedad había diezmado sus cañaduzales. Las muchachas competían con las flores y los encantos de la asistente del loco Arias, allí no lucían. Se repitió la voz dolorosa del suspiro eterno reclamando "me las como a todas". Alcanzamos a ver que el Domínguez se les resbalaban dos lágrimas y nadie pensó que era por su angustia total, porque así se llamaba ese sufrimiento perenne. Cuando dijo eso del Doctor Camilo sacó una bolsa de Macadamia y repartió el sabroso manjar, diciendo que muchos productos agrícolas llegaron de otros continentes como el Mangostán, la Palma Africana, el Café y encontraron el hábitat propicio en el Piedemonte llanero. Cuando el querido profesor Bernardo García otro miembro de la expedición y un ilustre economista, dijo que en Choachí y Cáqueza había Mangontín, el Doctor Camilo hizo uso de toda su vehemencia científica y dijo: "Eso es tan parecido como un pez a una vaca". Repitió un sartal de términos científicos que la muchacha copiaba muy juiciosa. Entre tanto el tigrillo Alfredo Ojeda Awad comía de todos los frutos de aquel paraíso y era quien seguía a Pascual en calidad de conocedor del monte. Al verlo pensamos... el hombre se la jugó en la cordillera, con Camilo Torres, y en 10 años se famiiariza uno con el campo. Allá abajo tiene ahora su bella finca, guarida dice él, que se llama Barbatuscas; él afirma con sonrisa amplia, con su voz de cimitarra y sus ojos de visir de Constantinopla: soy canaguaro, el tigre llanero. Conservaba en su billetera dos poemas que le recordaban sus ilusiones en tiempos diferentes de la vida. Uno, se refería a sus vivencias al calor de la lucha y el otro, contaba las angustias de los intelectuales contemporáneos frente a la barbarie. Subimos por el caño Buque y de cuando en cuando al volver las miradas, contemplábamos la inmensa llanura que subía a confundirse con el cielo azul y que seguramente inspiró a muchos poetas y compositores. Mirábamos como el río Guatiquía se regaba semejando una enorme carretera partiendo del llano. Cuando el doctor Camilo observó las embelezadas miradas solté una sentencia de su padre: "Los ríos y los hombres cuando llegan al llano viran a la izquierda". Es cierto. Alcanzábamos a ver el Guayuriba y recordamos el Upía, el Cravo y otros ríos que bajaban de la cordillera.
— Bueno dijo Pascual, ya llegamos a la finca de Don Hernández quien nos ofrece un sancochito con pura gallina de campo. Miren allá están las ollas cocinando esas gallinas que dan vueltas; en pura leña, arrímense a ver. El Domínguez se movía como un pez en el agua y en ese momento departía con el profesor Hidrobo. No entró a la casa y todos los perros gimiendo y aullando se retiraron a tres cuadras de distancia. Siempre permanecía en la sombra del más frondoso árbol diciendo que el sol le dañaba la piel que en ese momento se empezaba a amarillar. Había una monita como de 16 años que se paseaba por allí, sonriendo con una coquetería natural y un cuerpo de reina de belleza. Una vez más la tetona quedó al margen de todas las miradas. Ya comíamos las deliciosas viandas que Doña Cecilia había preparado y nos ofrecía con especial amabilidad como si fuera la Navidad o l a Semana Santa. Fué cuando atónitos escuchamos una vez mas la voz cavernosa y casi llorosa implorando... "me las como a todas"; nadie pensó en el más allá porque apenas eran las dos de la tarde. Pero Pascual se animó y pasito me dijo: esto me huele mal. De golpe es el ...no alcanzó a decir nada porque en seguida lo abrazó su compadre, que también era el mío y el de todos. Le pidió una mazorca. Automáticamente el halo del Domínguez eliminó cualquier sospecha y Pascual siguió en su labor de servicio y atención. Concluímos que nuestro común amigo era adicto a la mazorca, pués había desaparecido como treinta y a su alrededor estaban los restos mordidos de las tusas, unas todavía con maices. Pascual en ese momento comenzó a pensar en la desdicha del duende que deambulaba hambriento de una cojidita de teta. Cuando fué humano le cortaron las manos un día que se le abalanzó a una muchacha y se prendió de los senos con tal fuerza que la hizo sangrar y para desprenderlo, tocó con dos hachazos. Sin manos caminaba mirando con insana fijación. Nadie sabe como se dió mañas para prenderse del pezón de una muchacha en una cefetería de Villavo e ir llenándose la boca de carne hasta ahogarse. La mujer gritaba con angustia infinita. Los llevaron al hospital Monfort y allí los separaron. Ella perdió el seno y él murió. El diagnóstico: murió de teta! Bueno, pensó Pascual, dejemos esa vaina así!. Entonces nos despedimos de la gentil familia y de Don Hernández quien nos anunció: — Cuando vuelvan les tenemos mamona, una torta como de matrimonio y harto guarapo. Gracias por venir. Los esperamos. Sabíamos que no era un cumplido, sino un expreso deseo porque algún día volviéramos para regarse en atenciones. — Pascual sentenció: ya jartaron, ya tragaron, ahora, "a lo que vinimos, vamos"! Y arrancó la marcha. — Tomemos ahora los nacederos del caño Maizaro y bajemos por su sendero. Por acá hay micos, lapa, ardillas, zorros, culebras; abran bién los ojos y cuidado donde ponen las patas.Solo hay un tigre y ese viene con nosotros; así que tranquilos. Pero, andando que, "el hombre macho caga de madrugada". — Doctor Camilo, Profesor Hidrobo, Doctor Baquero, Don Tigre, compadre Pascual, señorita y demás doctores, dijo Angel María Ríos quién poco había conversado. Era quizá el único que no se había deleitado en las guanábanas de la novia del catire Arias. Yo los he escuchado todo el
tiempo. Ya me ha pasado otras veces cuando vienen de arriba los doctores que no distinguen un Cámbulo de un Siete Cueros. Pero por qué cometen tantos errores como en la reforestacién de estos lugares con árboles que poco se dan por acá y que carecen de posibilidades económicas?. Lo que afirma el doctor Camilo a cada paso y que Ustedes debieran acoger es su sentido regional. Porqué no reforestan con Cacay, con Caimarón, con Cacao Pajarito, véalo usted produciendo unas mazorcas muy sanas, a pesar de algunas ramas secas que causa la enfermedad llamada Escoba de Bruja, que si coje el Cacao Híbrido lo mata por completo. Y miren esos palos de Aguacate y miren los Mangos, observen las Plataneras, los Papayos, las Piñas y aquél es un Guanábano. Todos sirven para comer y agarrar la tierra. Vean esos Naranjos y los Mandarinos. Miren no más cipotes Guayabos. Casi son silvestres. El doctor Camilo dice que las Manitas, Iryanthera Laevis, son solo Sanmartineras. Pero véalas Usted mismo Doctor, este tambien es su medio. Acá las preparamos también como dulce, pero como los papayos las podemos utilizar de diferentes maneras muy deliciosas. A lo mejor ustedes no saben. La caminata había avanzado y llegamos a los predios del vecino Betancur, que tenía una familia numerosa y unas hijas muy bonitas, doncellas todavía. Ibamos de paso y las miramos de lejos. Entonces nuestro común amigote se recostó en un Arrayán, cogió un poco de Ruda, otro poco de Yerbabuena y algo de Albahaca e hizo un solo manojo que empezó a tragar porque el ardor de su úlcera gástrica lo iba a matar ahí mismo. Entró en un delirio espantoso y gritaba, "me las como a todas", "me las como a todas", a todas, a toditas, me las como y mordía a dentelladas las hierbas y daba tarascazos al Arrayán. Nos alejamos corriéndo, pero la curiosidad del científico pudo más y entonces el profesor Hidrobo le dijo al espectro que parecía desvanecerse... — Es usted vegetariano compadrito? — Qué vegetariano ni que carajo! — Entonces por qué grita que se las come a todas mientras muerde esas matas? — Es...es mi locura ver esas muchachitas y yo hoy solo he dicho que me las quiero comer a todas, si a toditas. Repitió con lágrimas. Y a Usted también mijita linda dijo dirigiéndo una mano interminable y verdosa hacia la asistente del Dr. Arias que hechó a correr desesperadamente con tan buena fortuna que se rodó por el potrero de Hato Chico y cogió tal velocidad que rápidamente llegó a la casa y allí la atendieron. El brazo que la perseguía se desvaneció y con él, su figura. El viento continuaba susurrando... "me las como a todas, mi muchacha se escapó, me las como a todas, mi muchacha se escapó.." Ya en Hato Chico, luego de descansar del carrerón Pascual dijo —con semejante miedo y casi me reviento de un ataque nervioso, al ver a semejante rodada. Pobrecita. Quedó toda aporreada, pero para fortuna de nosotros y por supuesto del catire, las tetas quedaron intactas y sin un rasguño. — No venga solo Doctor y menos de día. El Domínguez lo acechará para presentarse como un gran amigo suyo y preguntarle por la novia del Doctor Arias. Si le dice que no la trajo es capaz de degollarlo. Usted debe decirle que cuando van a ver a las muchachas de allí, o de allá, por donde Don Páez hay una que lo necesita, en fin darle esperanzas. La vaina es que se acuerde bien y no crea que el que ve es su compadre. Le tiene que ilusionar al punto que se le llorocien los ojos. Es la clave. — Pascual y como lo hago ir para otro lado?
— Le toca taer otra expedición y hacer de nuevo el recorrido, pero al finalizar la jornada en una finca distante, propiciar que otra muchacha se ruede, pero advertir a los de abajo para que la cojan rápido. Si la llega a capturar la descuartiza a mordizcos, empezando por los melocotones. Ya sabe Usted como es la vaina. Cuando exclame por primera vez "me las como a todas", arranque las matas que estén a su alcance y déselas para que se las trague. Tenga siempre bastante Ruda que cura los males del estómago. Désela que eso le calma la angustia. Por ahí encuentra Borrachero de donde sacan la burundanga o escopolaniina. Hágale tragar las hojas que a él le fascina. Llévele curare del que venden los guahibos en Orocué. La Ortiga sirve como antialérgico y como diurético. Con disimulo rócelo con hojas recién cortadas. No olvide que es mión. Estará tranquilo. Y si consigue tantico Yopo, acá hay, regálselo que él agradecerá. En esas condiciones al final de la jornada estará débil y tranquilo. Así se salvará la viejita que traiga; no debe ser gorda, sino bien dotada como si fuera una reina en la parte superior. Ya sabe. — Pascual y Usted me acompaña? — Doctor. Usted sabe que "pa’ meterse a brujo, hay que conocer de hierbas", pero "al perro no lo capan dos veces." Tranquilo Doctor que "solo pa’ la muerte no hay remedio!"
LA MADRE RÍO O LA MOHANA Todo ocurrió cuando descansaba en el hermoso paraje, sobre una piedra grande; sentía el murmullo de aquella quebrada y el arrullo eterno de la naturaleza; mis pies gozaban del descanso, pues los bañaba en sus aguas. Desde allí contemplaba la inmensa llanura pensando en toda esa riqueza tan desperdiciada, en la dolorosa tragedia de sus habitantes, sumidos aún en la era feudal. Podía contemplar como un ser mitológico, las angustias que año tras año sufren los habitantes de Villavicencio, cuando esta pequeña quebrada, apenas naciendo, se une a muchas otras y en los inviernos se vuelven crueles, con los marginados de los barrios 9 kilómetros abajo, de orillas del Maizaro y del Buque. También soñaba en mi adolescencia, que corrió y vivió las calles de esa mancha de cemento que mordía el paisaje. Tiraba piedritas, apuntándole quizá a alguna rama, mariposa o pensamiento. Miraba las ceibas gigantescas a mi alrededor, sembradas desde siempre, imponentes, con raíces capaces de atravesar el mundo, estériles como es a veces la grandeza; las miraba atónito, pensando que era yo el primero en caer en su hechizo. Estuve así unos quince minutos. De pronto escuché los pasos de unas personas que se aproximaban. Voces, pasos, ruidos, quejas. Era natural, pues yo estaba en el camino, aquel que acostumbraban los lugareños, el que llaman de servidumbre; así, esperé que se acercaran, con la idea de que fueran conocidos para oir cosas nuevas del lugar y echarnos un aguardientico, porque por allí, así fueran las 12 del día, siempre venía bien. Y solamente apareció una joven mujer, vestida normalmente, de contextura fuerte como son las campesinas, de "cotizas", el cabello castaño recogido y el respectivo talego a cuestas. — Buenos días Doctor. Me dijo con una gracia especial y una sonrisa amplia que mostraba un diente de oro. — Señorita, cómo le va? — Bien Doctor, un poco cansada con esta carga.. sabroso usted, con los pies entre el agua, cómo lo envidio. — Haga lo mismo Señorita, que bien lo merece y también tome, séquese la frente con este trapo que está limpio. — Ay, gracias Doctor. Verdad que el sitio es hermoso? — Eso pensé cuando me detuve. — Pero venía Usted sola? Yo escuché como si vinieran varias personas y alguna bestia o el ganado. — No, yo vengo sola y observé que nadie venía. Sería su imaginación Doctor. Así pasa. Es el encanto del lugar con el ruido del agua. Así, así sucede, afirmó. Imaginé muchas cosas, fue la verdad, estuve ensimismado, qué importa. En ese momento detuve mis miradas en el agua donde reposaban sus pies, suaves y pequeños y volví a soñar en un instante en los pies regordetes de las mujeres de Botero, pero rápidamente la miré a los ojos. Sentí que me atravesaba, que me abría de par en par, que la conocía hacía muchos, muchos años.
Miraba profundamente con color indescifrable, transparente, azul, verde, morado pero con una ansiedad manifiesta, aunque imprecisa. — Le pasa algo Señorita? — Nzxym... rumoró un nombre que no entendí, — ¿Cómo? — No importa Doctor. Estoy un poco cansada, pero eso es todo. ¿No tiene usted de golpe un traguito? — Claro, si yo también lo necesitaba! Le alcancé la botella de "Llanero" y cuando la cogió, sentí uno de sus dedos sobre los míos y me recorrió un corrientazo que casi me hace soltar la botella. — Tranquilo Doctor. Ustedes los Señoritos siempre son así. Qué se imagina! Y agregó, con una voz que parecía salir de entre las piedras y sin darme pausa: — No se afane! Yo que soy toro lidiado en varias plazas, jamás me sentí tan solitario frente a una mujer, y sobre todo, tan confundido. Me aterró una reflexión: sus pies. Eran infinitamente hermosos, pero no parecían suyos. Recordé los cuentos de Pascual, que nos llenaban de insomnio, porque hablaban del terror en las noches del piedemonte. Me tranquilizó el medio día, y mi experiencia me dió confianza. Meditaba sin pretender mirarla, pues la hermosura de sus pies descalsos estaba ya en sus muslos, porque se había metido la falda entre las piernas para refrescarse. Es normal, me dijo, así hacen también las lavanderas. — Tome Doctorcito, échese uno. Cuando levanté la botella acabada de destapar, ví que se había "jartado" por lo menos tres dobles. Entonces me dije: éste huevo quiere sal! Ni corto ni perezoso, me clave un par de "miches" y de reojo ví que se soltaba el cabello y que éste le llegaba más abajo de la cintura. Movió su cabeza a lado y lado y el cabello silenció todos los sonidos del campo, la quebrada se aquietó, los pájaros se suspendieron en el aire, una mariposa amarilla se quedó quieta a 20 centímetros del agua, todas las hormigas se pararon, el viento sin sonido corrió hasta que su cabello reposó de nuevo en sus espaldas. Los vellos de mis brazos y de mi cuerpo, se erizaron. Sentí miedo. También frío intenso, palpitaciones. Casi me orino. — Alárgueme otro Doctor, que tengo mucha sed, me dijo entonces con voz de quinceañera, que me volvió a la vida. — Cómo soy de güevón, me dije, sonriendo de nuevo y exalando un suspiro reprimido y grande; con semejante mamazota y yo dizque pensando en los Cuentos de Pascual. Es buena para ‘jartar" la berrionda. Ojalá no venga nadie, y si ella ‘jarta", yo también. — Y, dónde vive la Señorita?
— Yo, en todos lados Doctor, especialmente p or acá. Voy por allí arribita, donde alguien tien e una deuda conmigo; toda deuda se cobra. No es verdad? — Si, si, claro, no faltaba más. Oiga señorita..., a propósito, esa piedra donde está sentada esta como muy chiquita: por qué no se arrima tantico a ésta que es más cómoda y cabemos los dos, si es que no tiene afán. — Afán, yo? JA, JA, JA...! Su risa tuvo eco en todas las piedras y en el agua; sentí de pronto el abrazo de una carcajada, como si fueran hojas secas cayendo de miles de árboles sobre mí. Sentí el abrigo de la risa: es un abrigo cálido y fresco. Los "palos" que me había tomado alejaban el miedo. Qué india tan buena, si me da tiro, sería un crimen rebajársela. Y la senté a mi lado. — Gracias, Doctor, verdad que ya estaba por irme, si Usted no me invita. Me dijo, haciéndome sentir el olor de su cabeza, que era igual al de la lama de los pesebres en Diciembre. Creí que a eso olíamos todos cuando permanecíamos en la quebrada tanto tiempo. No me resistí más y le mandé la mano; primero los hombros, luego a la nuca, después a las tetas que parecían hincharse de pasión. — Oiga mijita! No será que viene alguien? Por qué no miramos a ver. — Oiga Doctor. No se ha dado cuenta que ya llevamos dos horas y nadie viene y tampoco, nadie vendrá, porque cuando anochezca serás mío para siempre. Su finca queda entre dos quebradas, ésta que llaman Caño Blanco y aquella que le dicen Caño Buque y yo le había echado el ojo, porque Usted, papito lindo tiene que ser mio. Llevo esperando una ocasión así más de 80 años. ¡ No venías solo, no! Siempre con otros. Al fin, ‘jediondo", cayó, al fin, JA, JA, JA...! Con que muy arrecho, No? Ja, Ja, Ja...! Trate de separarme, de correr, de pelear, de zafarme de su abrazo impenitente, de su morbo oculto y retenido, de sus caricias impúdicas y dolorosas, pero no pude. Mis piernas se aflojaron. Quise gritar, más sus carcajadas y gritos de placer ahogaban mis súplicas. De cuatro zancadas y conmigo en sus brazos, me subió por la quebrada. Me introdujo en sus entrañas, porque fuí su falo, todo mi cuerpo una verga; le introduje mi pene porque se volvía pequeña. Me quería meter en su boca y tragarme por allí, guardarme, gritaba entre suspiros, después se volvía mujer y me ponía a cabalgarla, pero cuando quería se volvía inmensa y me empujaba por su útero hacia su selva gris, con árboles sin hojas, que yo, lleno de terror, alcanzaba a mirar. La veía joven, cadavérica, cambiaba de piel con cada caricia; los muchos calendarios de su eterna existencia se asomaban por su boca, ya con dientes, ya con mueca, ya con manos de seda, ya con uñas de gavilán. Cuando ya era imposible seguir conciente por el terror y el dolor, alcancé a oir disparos y gente que gritaba... perdí el sentido. Desperté a los 10 días en la Clínica de Villavicencio, como molido de palos, lleno de vendas, oliendo a medicinas, con suero y sin pelo, me lo había arrancado. Siquiera despertó Doctor Baquero porque ya íbamos a llamar a su familia para que se hicieran cargo del entierro; no pensábamos que se fuera a salvar. Menos mal que Monseñor Garavito, le
rezó a nuestra patrona la Virgen del Carmen y eso lo salvó. Pero qué fué lo que le pasó, para emborracharse de esa manera, e ir de cacería sin un rifle? Esa fiera lo hubiera podido matar, los zorros o los tigres son muy peligrosos. Hay que llevar: perros, "rula" y ‘fierro". Días después y sin que nadie oyera, le conté todo a Pascual, quien dió un brinco y dijo: Uy! No seamos tan pendejos! lo cogió la MADRERIO! Menos mal que era de día y nosotros estábamos de cacería por ahí cerca, y a lo mejor cuando lo encontramos herido y desnudo, ella acababa de huir antes de tragárselo vivo y entero, como dice el cuento. Pero, Doctor ella lo va a perseguir apasionadamente, aun en su "Hato Chico". — Pascual, y entonces qué debo hacer? — Le toca hacer "el contra". — Y, cómo es la vaina? — Tiene que ponerse, o mejor, cargar 3 yerbas distintas junto al culo, siempre, u na de ellas bien amarga, puede ser la Salvia. Otra, aunque arda es necesaria: la Hortiga, y otra medicinal como el Romero. Las puede poner en una bolsa. — Bueno, y qué más? — Deje miar el macho, que miando descansa! Luego, tráigase una mujer, ojalá bien linda, sin contarle para qué. Recuerda lo que me dijo de sus pies? Fíjese que tenga pies bonitos y ojos grandes. Lo demás no importa. Llévesela a la misma quebrada, pero no al mismo lugar, y culiésela, como si fuera la primera o la última vez, con bastante arrechera. Usted sabe, con berraquera; yo me escondo, aunque no es muy aconsejable, porque es muy zorra, pero es mejor prevenir, porque con otra muenda lo acaba, se lo come y descuartiza a su amiga. Haga lo que Usted sabe dentro del agua, así esté fría, pero no cierre nunca los ojos, y si la vé, saque las hierbas y refriégueselas bien duro a su amiga entre el culo, así ella crea que se volvió loco y le arda. Y no le quite los ojos encima a la mohana, que si ella cruza la quebrada de dos zancadas, ya no volverá a joder, así lo amenace con sus ojos de anocher a mediodía. — Ah!, tampoco olvide cagarse en el agua, ahí mismito y si su amiga también se caga, mejor!
LA BRUJA DE LOS OJOS MIEL — Por el camino a la Vereda de El Carmen fuí sorprendido al topar frente a la finca de los Hermanos Cristianos a una elegante mujer plena de joyas y vestidos finos, caminando segura por aquel pedregal sin que sus altos tacones le hicieran trastabillar, ni que la inclemente lluvia de aquel noviembre 7 de 1985, le mojara el cabello. Ese fué el día tenebroso de la masacre del Palacio de Justicia, cuando se eliminó de un tajo el respeto hacia uno de los poderes. La Monarquía Civil se había impuesto. El presidente cedió ante la inminencia de un golpe militar. Era el mismo que creyó en la construcción de una ciudad entre el río Tomo y la quebrada Terecay en el Vichada, cerca al parque El Tuparro y enterró en ese proyecto millones de pesos. — Subía penosamente en mi campero "Viasa" por aquel camino que siempre se daña en invierno, por la fuerza del agua que baja a chorros por las montañas y que por la incompetencia gubernamental se desperdicia mes a mes, año a año, sin que Villavicencio calme su sed. Las luces del carro alumbraban sus pantorrilas vestidas al parecer con medias moradas y las vi bien torneadas e imaginé que así continuaría hasta hallá donde empieza la felicidad. Iba ceñida con una gabardina color hueso, una pañoleta lila, grandes aretes oro y violeta que le tocaban los hombros y el ensortijado cabello de color del trigo. Llevaba un bolso de cuero curtido colgado en el hombro. Se meneaba elegante, fina, gustadora, con ritmo en las caderas, ritmo suave. — Así se pasean las damas en la fría capital, me dije. — Cuando pasé a su lado detuve la marcha y saludándola le dije: buenas noches señorita, si va para arriba, para el Carmen, yo la llevo. Muchas veces había llevado a otras personas, aunque a las 10 de la noche la gente campesina ya dormita. Ella no contestó y yo pensé que el motor y la lluvia ahogaban mis palabras. La alcancé de nuevo y repetí la invitación. Ella se detuvo y asintió con un movimiento de cabeza. A lo cual yo apresurado abrí la puerta. — Usted perdone señorita que yo vengo de viaje y el carró está sucio y por el barro y por la carga que llevo. Dije mirándola, adivinándole el rostro. — Ya está bien sentada? cierre esa puerta por favor. Cuando subió, el campero se inclinó hacia su lado como si el peso recién llegado fuera el de un toro de 500 kilos, de los que engordamos en la vereda. Sin-embargo pensé también que eso no era posible y que el carro se había hundido en alguno de los tantos baches del camino. Trate de arrancas y no pude; le puse el bajo y la doble con la rueda libre y luego de algún momento comenzó a trepar, ahora sí muy lentamente. — Otra vez el motor está fallando, porque vengo liviano, exclamé. La mujer a mi lado seguía sin mostrar el rostro, pero yo ingeniando verla, coloqué el retrovisor apuntando hacia ella. Pero no vi nada. No hablaba nada. No olia a nada. No parecía respirar. A pesar de su menuda estatura y de su esbeltez, el jeep permanecia inclinado hacia su lado, lo cual en la cuesta me parecía peligroso, pero ignoraba la causa. De pronto me dijo con una voz dulce y profunda: — Deténgase aquí. Acá me bajo, hasta acá llego yo! Era una voz sin boca, un sonido cálido que presentían unos labios sensuales, pensé y dije enseguida... — Pero señorita, si estamos al borde del abismo, se puede caer.
Sentí temor porque el "Viasa" se inclinaba peligrosamente hacia el abismo y además el motor pujaba. — Pare acá o me lo cargo! Cargarme a dónde mamazota, pensé! — Pare, dijo, indicando con su brazo, sin manos (no las había visto) allá a lo hondo del abismo donde se encuentra un pequeño colector de agua del acueducto insuficiente del pueblo, el que aplaca la sed del Barzal y La Esperanza. No tuve más remedio que parar y ella se bajó. Al instante el campero se balanceó abruptamente hasta equilibrarse, mientras ella con su paso firme y elegante empezó a caminar por el vacío hacia su desconocido destino. Yo, sudando frío, observaba aquella inverosímil escena. De un momento a otro se volvió hacia mí y sólo pude ver en el vacío los ojos más hermosos de la tierra, los ojos más tiernos, más tranquilos, más apasionados. Eran oj os del color de la miel, eran ojos de miel. Pero ignoré su cara. Su mirada prendió fuego a todas mis heridas de amor y recordó todos los polvos de mi vida. Supe, en ese instante y no sé cómo, que ella la del color de miel, tenía fuego en la cuca. Y se encendieron para siempre mis entrañas. — Mi peso, es la carga de mis enormes penas, es un puñal enorme e invisible que empuja abajo. Te espero siempre amor!... Me dijo. Yo vi que de sus bellísimos ojos de miel rodó una lágrima que al caer al río tronó como una catarata recién hecha y de 2.000 litros. Imaginé que las lágrimas en la lluvia, en medio del abismo pesan mucho y son amargas. Ya la amaba. Soñé en el remanzo de la playa de esa cuquita divina que ya obsesivamente pretendía con obscena pasión, con indescriptible parola. Desde entonces vivo angustiado con aquella extraña aparición que creí parte de los tragos que me había empujado donde Carmentea. Y empecé a viajar solo, entonado y en noches de lluvia, a la misma hora, con la tremenda ansiedad de encontrarla. Pasé noches enteras en aquel abismo esperándola. De sólo recordarla se fruncían mis nervios, se alborotaba la sangre y retornaba a la adolescencia en la delicia prohibida de la masturbación. Poco me importó en una noche triste de aquellas —triste sin ella— que varios lugareños que andaban de cacería y que alumbraron hacia el interior del estacionado "Viasa", vieran mi exaltación, mi canto a Onán, la furía asquerosa e inevitable de mis manos azotando mi centro de gravedad. — Don Sanín se enloqueció. Dizque haciéndose la paja a las 12 de la noche, dentro del carro a la orilla del abismo. Eso le pasa cada vez que viene y no le abre a nadie. Dijeron. El rumor llegó a oídos de Pascual quien hizo guardia el viernes 28 de marzo de 1986, Viernes Santo, en aquel sitio de mis casi tradicionales angustias de amor, de mis torturas solitarias, de la desesperada espera, de la libidinosa pornografía solitaria que me invadía. Pascual sabía que ese día yo subiría a eso de las 10:30 de la noche, y cuando llegué al lugar, antes de comenzar la búsqueda de mi anhelada amada, Pascual como arriado del demonio agarró los vidrios del "Viasa" a piedra rompiéndolos todos y metiéndose por uno me gritó: acá vengo a acompañarlo, para hacernos la paja a dúo porque es el único "contra" que lo curará del encantamiento de la "Bruja de los ojos miel". Y sindejar de hablar procedió a desabotonarse la bragueta y a empezar la faena. — Hágale usted también Don Sanín. No piense en los vidrios, ni en el pedradón que le di, sino en salvarse del encantamiento. Entre tanto le cuento el cuento de aquella hermosa mujer. Hoy es el único día para esto.
— A principios del año de 1856 el 27 de enero nació una niña en Santa Fé con el raro privilegio de tener los ojos más lindos de la tierra. Creció con las costumbres de la época —le fascinaba el tamal con agua de panela y las empanadas con ají— escondiéndose siempre para no causar el amor desesperado al que conducían sus miradas. Sus padres la llevaron por el mundo pero fue peor; en el barco en que viajaban por el Magdalena se liaron a sable todos los marineros, llenando de sangre y de cadáveres el río. Enloquecieron con su mirada y cada uno la pretendía para sí. Sus padres resolvieron viajar a lomo de indio y de mula hacia los llanos por los caminos de Oriente y comprar una hacienda allí abajito que denominaron El "Zacatón". Villavicencio recién lo habían fundado, el 6 de abril de 1840, con el nombre de Gramalote, gentes provenientes del Oriente de Cundinamarca, en particular de Fosca, Quetame y Cáqueza. Sólo 10 años más tarde en 1850 obtuvo la categoría de Distrito y le cambiaron de nombre por el actual bajo el mando del corregidor Justiniano Castro, Sanmartinero, antepasado del amigo del Dr. Baquero, el Dr. Camilo Castro Chaquea. Por el año 1874, Ojos de Miel "así se llamaba" conoció el amor, su primer amor. El era uno de aquellos hombres sin arraigo en ningún espacio de la tierra, un traseunte hambriento, sin hambre de raíces, un hacedor por contrato de caminos en la tierra; ella le entregó su flor, su escondido amor. Y creyó ser feliz. Pero hasta el amor se marchita y aquel se marchitó, luego de 12 años, porque ese hombre llamado Miguel era uno de los pocos seres en la tierra inmunes a los Ojos de Miel. No se sabe si para bien o para mal, Miguel era incapaz de penetrar y de sentir aquella pasión, esa infinita ternura sobrehumana que causaban los Ojos de Miel. — Por esta epoca ya existían poderosas haciendas como las del "Buque", allí abajito, ‘Vanguardia", "Ocoa" y otras, las cuales empezaban a sembrar café en vez de tabaco y quina. Todas éstas tierras donde estamos pertenecían al "Buque". — Un día de 1884 Miguel marchó con otra con los hijos ya fabricados pero siempre buscaba a Ojos de Miel, no porque la amara, sino porque sabía de su amor infinito y por egoísmo de sentirse amado por la mujer por todos los hombres de la tierra más amada y añorada. Por si fuera poco, su cuerpo y sus senos "qué tetas" atraían a veces más miradas que sus Ojos de Miel; padecía de ritmo; parecía flotar al ritmo de pasillos, o del padre de la "salsa", el "Son Cubano" a toda hora. Y ella para evitarlo y huir de las tragedias que causaban sus Ojos de Miel, una noche de lluvia partió solitaria, con sus mejores ropas y vagó incesantemente por aquellas aún vírgenes montañas del piedemonte hasta que llegó a estos lugares. Por esos días esto era puro monte y todavía no llegaba Don Santos Betancourth, ni mi suegro don Belisario Rojas, ni Don Rafael Velásquez. Había transitado solitaria muchas noches sin probar las dulzuras de la vida. Entonces frente donde hoy es la escuela de la Vereda El Carmen, allá en Hato Chico, por fin rendida se acostó a esperar la muerte. Pero no murió. Encontró debajo de la lluvia a un ser que comprendía su soledad y el temor de Ojos de Miel. Era el 26 de junio de 1884 y así, con amor se le borró la nostalgia. Y se amaron locamente. El era un ser vestido de amanecer llanero lleno de sol y futuro, enraizado al paisaje como el Guatiquía, adherido a la urgencia de construir una patria, honrado hasta la ingenuidad, rítmico como el torbellino en trance de volverse joropo y adquirir la identidad de ahora. El se llamaba Amanecer y así recordaba ese encuentro: "Fuimos llegando el uno al otro, como leña seca, olorosa a pino, a tacay y a viento de tierra caliente. "Al principio, esos leños se arrumaban en cualquier rincón, olvidados, solitarios. Poco a poco les llegó un fuego lento que los hizo encender. Sus ojos como fósforos le dieron fuego a ese tronco duro de su corazón; también dulzura infinita. "Así comenzó a arder de nuevo, en la primavera de la vida y con su calor, el leño fértil de sus senos alimentaba el alma. Nació la hoguera que el viento nutre y el agua refresca. Hoguera sin humo, hoguera que no quema y no maltrata. Hoguera que da envidia y alegrías. Los leños eternamente ardiendo, empezaron un día a florecer con flores rojas, con hojas verdes, con
retoños nuevos y fuertes. Nació entonces, la vegetación ignífuga de los hombres, como nace en la mata de monte llanero, a cada instante. También crecieron de tanto amor y sol, de tanto lucero y besos. Un día, extenso como los de Alaska, de aquellos que duran seis meses, ese día cruel, se llenó de silencios y de nubes. La lluvia de los cielos de aquellos días largos, nos comenzó a nutrir de cicatrices y de pecas y de suspiros y de miradas idas: la dulzura de sus ojos, no fue tan recia como el sonido del joropo. "La hoguera comenzó a echar humo y el viento más leve la hacía llorar. Entonces, al final de las horas, de aquel día de seis meses, la hoguera murió. Sólo habían pasado doscientas primaveras de la vida y se acercaba al otoño. Hoy recuerdo la hoguera que encendieron los Ojos de Miel". Pascual suspiró y continuó contándole a Sanín la conjuradora historia, mientras parecía regresar del territorio del amor loco de la Bruja hermosa de los Ojos de Miel: — Una mañana de 1906 —año en que llegó a Villavo el Padre Mauricio Dieres Monplaisir que fundó la Banda "Santa Cecilia" (1912) y trajo la imprenta (1916) de "Eco de Oriente", "Amanecer" no llegó y pasaron muchos amaneceres sin "Amanecer" y entonces todo fué obscuro y triste para Ojos de Miel, que nunca pudo retoñar, tampoco llorar; por eso sus lágrimas son de cabo de año. Cada vez que bota una descansa, usted la vió". — Se lo tragó la manigua, dijeron. Ojos de Miel se puso más bella que nunca "a pesar de sus años", se vistió tan elegante como sabemos que es y caminó sin cesar gimiendo "con los ojos secos" por toda la región durante años. Desde entonces, en noches de lluvia se aparece a los hambrientos de amor". — Ahora que ya le conte la historia y que hicimos "la contra", hoy viernes santo, jamás se le volverá a aparecer, dijo Pascual, y usted la dejará de añorar. Hoy es cuando el diablo repica en la campana que se robó de la Iglesia de Fómeque y que templó entre dos montañas en los nacederos del río Guatiquía y así ahuyenta a los espíritus del bien". — Pero Pascual, por q ué eso me pasó a mí y no a un parrandero como Humberto Hernández o Hugo Domínguez? Dije saliendo de mi letargo. — Ay, Don Sanín, Si usted sabe que por acá no hay nadie tan jodido como usted para el Joropo, ni tampoco quien ame tanto el paisaje, y muchos menos nadie tan enamorado!
EL SILBÓN Ya entrado el atardecer y mientras tomábamos guarulo, mezcla de agua de panela y café, de nuevo le solicitamos a Pascual Herrera "Campesino de las montañas de Oriente de Cundinamarca, por más señas de Puente Quetame" que efectuara el consabido relato sobre los duendes que empiezan sus penitentes andanzas, entre las 8 y las 12 de la noche de todos los días. Las montañas desde donde contemplábamos el horizonte llanero "aquella extensa tierra plana que nos invita a cada instante" son el lugar donde vivimos, Villavicencio, capital de frontera interior, cuidando las vaquillas lecheras, las gallinas, los naranjos, los mandarinos, las pequeñas plataneras, el cacao, los cafetos y uno que otro marranito. Eran lugares de la antigua hacienda El Buque, de los Convers, que a principios de 1900 tenía plantaciones de café, caña de azúcar, trapiche, una Pelton para generar energía y una ganadería poderosa. La casa de la Hacienda fué canibalizada, destruida, cuando llegó "el progreso". Se ferió todo. Ahora tan solo es una ruina miserable invadida por una urbanización. Igual pasó con las haciendas de Vanguardia de don Emiliano Restrepó a finales del siglo XIX, y Apiay, la gran hacienda de los Jesuítas por estos lares, en 1680. — Los duendes —empezó Pascual— son caminantes noctámbulos, que no han encontrado la paz de los sepulcros y anhelan nuevas compañías para su interminable peregrinación. Son los mensajeros de la otra vida, sin figura corporal como nosotros. — Quizá en su existencia material cometieron una gran falta, un gran pecado; tal vez, cuando fueron humanos hicieron pactos de magia negra para cumplirlos en la muerte. Pueden ser también almas errantes victimas de la herencia o arrepentidas por haber disfrutado desaforadamente las veleidades de un mundo cruel, que desde luego, jamás entendieron. Son espíritus condenados a permanecer andando en pago por acciones perversas de sus cuerpos anteriores, así dicen. — El Silbón-continuó Pascual con sonrisa de oro, diente de oro, afirmándose en las caras pálidas y atónitas de sus amigos, también labradores del lugar— es un espíritu andariego y juguetón, a veces bueno, a veces malo. Por eso nadie sabe si durante su vida fué un ser maligno. De golpe fué un bueno arrepentido. Lo cierto fue que al viejito Juan, don Juan Pataquive, chiquito y jorobado muy conocido en la Vereda El Carmen —dijo santiguándose- le salió El Silbón. Ustedes lo recuerdan, verdad? Era del signo zodiacal de Tauro, quizá por ello, su vitalidad y su guasamayeta. Contaba Don Juanito, alma bendita, que en varias ocasiones cuando subía de noche por el camino, siempre escuchaba silbos que le parecían de vecinos en cacería. Nunca le había pasado nada extraño, porque él, para pena del duende, tenía mucha suerte: no sabía silbar. En aquellos momentos nadie le hablaba, sólo oía silbos y él tampoco decía nada. Así pasaron varios años, hasta que en la plaza del Maizaro en Villavicencio allí abajito, le enseñaron a chiflar y a conjugar labios, lengua y aire para emitir toda clase de sonidos bucales. Estaría borracho para atreverse a aprender ya a sus años. Entonces se la pasaba silbando en la angustiosa soledad de su rancho; el silbo se convirtió en su compañía, en su arrullo, en su alegría o en su tristeza que era la que más tiempo duraba. Don Juanito vivía solo, porque jamás lo resistió mujer alguna. Era imposible soportarlo, me contó con nostalgia y entre suspiros maliciosos una puta enorme en Puerto López, blandiendo un brazo y cerrando el puño. Así "dijo riéndose Pascual" es puro cuento que sólo los costeños son bien cargados. Esta tierra también da buenas yucas. Juan, poco a poco, empezó a silbar bonito, de tanto ensayar; oreja si tenía. Muchas veces me vine con él y era como andar con un ruiseñor o escuchar el arrullo de una mirla mañaniando, a pesar de su triste y fea jeta, jeta de anciano ya sin dientes. ¿Cierto Marquitos? Y agregó: parece
mentira que nunca antes de los 65 años hubiera silbado porque en ello se volvió maestro. Era asombroso como interpretaba todas las melodías; nos veníamos con él; lo esperábamos hasta que se metiera sus 20 cervezas, para que el camino se nos hiciera corto, más corto y suave. Aquel camino —a cuyo lado contemplábamos enormes árboles maderables como el Macano amarillo, el Guacamayo o el Palo Piedra y uno que otro frutal como el Guayabo, el Aguacate o el Guanábano- fue testigo de muchas aventuras. Por ahí llegaron a colonizar estas laderas. Tenía la maña de venirse tarde, porque necesitaba satisfacer su soledad con los silencios de todos, oír sus pasos, nuestros pasos, contados varias veces: 23.448 pasos desde la carretera que viaja a Acacías hasta su tugurio. Sí, tugurio, porque el viejo Juan, jamás pudo meterle ni un centavo al rancho. La gente sabía que a quien si le metía alguna cosa, era a la burra Jacinta en la que traía su pequeño mercado. Ella y sus silbidos eran su familia, su compañía. Se convirtió en el novio de la burra Jacinta, en su pequeño pero cumplidor amante, porque Jacinta era el único ser sobre la tierra hecho a su medida, la única hembra donde él cabía y qué bien cabía. Pero no jodamos más con Juan! y agregó: El Silbón considera que nadie chifla como él, en cuanto a dulzura, volumen y extensión. Sinembargo, por aquí sabemos que él puede silbar dos horas sin parar y muy duro, pero no puede silbar bonito. A lo mejor el Silbón, es el espíritu en pena de un flautista frustrado a quien la envidia lo condujo a cometer crímenes y está condenado a vagar con su añoranza a silbar bonito. Dicen que convivía con otro flautista genial que nunca ensayaba. El hacía esfuerzos sin par para aprenderse los papeles de las obras. Una vez, la envidia le hizo comprar cianuro y untarlo en la boquilla de la flauta de su amigo. Aquel se enfermo, mas no murió. Otra vez puso en la cama del genio una culebra venenosa, pero ese día el músico no llegó y casi lo muerde a él aquel ofidio. Su gran aspiración era ser solista, que toda la sinfónica estuviera al servicio de su interpretación. Su amigo, el solista titular, enfermó a causa de otro veneno que le dió con el café. Entonces le otorgaron el papel, su sueño, su antigua aspiración. El Director, que sabía lo mecánico de la interpretación del esforzado músico, añoraba al titular. El día del estreno, una hora antes, llegó el enfermo, pálidó, listo, y en media hora satisfizo al Director y ejecutó el concierto a las mil maravillas. Entre tanto, su frustrado amigo, compró un hacha y lo hizo picadillo, a él y a cuanto flautista o músico de viento encontrara. Las orquestas se volvieron de percusión y cuerdas. Jamás lo encontraron. El resultado de su tétrica actuación fue la masacre de 26 flautistas, 48 clarineteros, 65 flautistas, 5 fagotistas, todo en 10 años hasta que desapareció. Juan con su silbido exquisito, tenía en terrible celo al Silbón, quien cada vez lo acechaba más de cerca, aún en su rancho, porque jamás Silbón alguno, podía dar serenatas de burra y hacerla agradecer con rebuznos de media noche, rebuznos en vez de retozos, en cama vieja, su pobre, chirriadora y lánguida cama; Juan hubiera dado su única, descolorida y sucia cobija, por una noche de burra en cama, por unos besos amorosos de Jacinta, por unas cuantas caricias en vez de las terribles pero tiernas coces que le amargaban sus más bellos momentos. Trepaba el viejo Juan por el camino, el día de todos los Santos 1o. de Noviembre, hace ya dos años, silbando como siempre las canciones de la misa de 7 a la que siempre iba en día de fiesta, las rancheras y algún joropo antiguo. Esa vez venía solo. Alguien me está mamando gallo desde hace rato, —pensaba Juan— y lo voy a joder a silbos. Si me llama le contesto, si desea contrapuntear a silbos lo arreglo. El Silbón logró al fin, que Juan le contestara un saludo, pero el viejo no quiso parar; en vez de contestar el silbo, se desparramó en melodías agudas, preciosas que invitaban a callar los ruidos
de las 11:80 de la noche, noche oscura, sin luna, con el reflejo de los bombillos nocheros de las discotecas de Villavo. Era domingo, domingo con evocaciones de muerto. Al instante, el Silbón estaba a su lado, tratando en la eterna angustia de los duendes de superarlo, pero inútil porque Juan era mejor. El Silbón aumenté entonces su volumen hasta tapar los humanos sonidos del anciano, quien buscando en las sombras su contendor, no localizaba nada; era un ruido espantoso que surgía del aire. Un frío intenso comenzó a rodearlo y a recorrerlo, desde las pantorrillas, donde estaban las cicatrices y costras de su amor, hasta la cabeza, que le dolía ya de modo considerable. Su sombrero Pelo de Guama y la carga que llevaba a cuestas, le pesaban una arroba más por cada paso que intentaba; pero la burra era ajena al duelo en que el viejo Juan se había envuelto; tal vez ella pensaba que la causa de aquellos pasos cada vez más lentos e incoherentes eran los achaques de su pequeño amante, que en compensación a su tamaño poseía una tremenda masculinidad que en letargo alcanzaba sus rodillas. — Esa burra a lo mejor era humana, porque dicen que cuando hay espantos, los animales se paralizan de susto, afirmó Pascual. Se tapaba el anciano las orejas con las dos manos, pero la intensa brutalidad de los silbos, comenzaron por destrozar sus tímpanos, reventar todas las membranas, articulaciones y huesos de sus oídos, de los que sentía brotar a borbotones un líquido vizcoso, parecido a la pus que tantas veces se sacara de las rodillas, cuando hizo los primeros intentos de enamorar a Jacinta, de butaquear con ella, como dicen en la Costa. Desde entonces Juan se volvió sordo como una tapia y su locura le hizo escuchar a todas horas, allá en su mente primitiva, los sonidos dañinos del Silbón. Se le veía a cualquier momento revolcarse gritando con las manos en los oídos. Poco después Jacinta murió, dicen que de tristeza y de falta de amor, porque Juan ya no era el mismo. Ni siquiera volvió a cuidar sus Dalias, sus Orquídeas, sus Bugambiles, ni su adorada Brilla a las Once, flores silvestres que adornaban su ranchito. — Así, concluyó Pascual, cuando se escuche silbar en medio de la noche, no hay que contestar, porque enseguida él llega. Y nunca olviden que para eso hay una sola contra: ¡cerrar bien la jeta!
EL DOMADOR DE BRUJAS La idiosincrasia campesina considera, sin aspaviento alguno, que las brujas en su trajín nocturno, a veces se acostumbran a llegar a ciertas casas y al posarse en el techo semejan el ruido de veinte gallinas escarbando. Unas veces entran y otras solo descansan. Pero algunas veces toman ciertas casas como morada permanente y es natural que sus dueños asustados no regresen. Cuando las brujas se apoderan de un lugar, no existe poder humano que las ahuyente. Si al caso se van es porque se les da la gana. Si un parroquiano despistado e ingenuo no cree en esa vaina y se acuesta tranquilo, lo sacan de las patas y lo tiran al patio pasada la media noche, porque contrario a los duendes, las brujas salen después de las 12. Parece que es un pacto para evitar que los aquelarres sean interrumpidos por cualquier Silbón, por un Tirapiedras, o por la Bola de Fuego llamada también la Candileja. Esas historias las conocíamos, porque son las mismas en casi todo el país, cuando Pascual comenzó el relato de las brujas de la Vereda del Carmen que en un momento, como a principios de 1.982, se apoderaron de las tranquilas noches y de algunas viviendas para joder al ganado, chupándole la sangre como los vampiros, espantar a las gallinas, atormentar a los moradores con sus gritos estridentes y sus inmundas sesiones. — Todos hicimos maletas para largarnos de aquí, pero llegó para fortuna nuestra, Don Tarsicio el domador de brujas. Afirmó Pascual con mirada recia, acomodándose el sombrero. — El no vino con esa intención, sino con la idea de trabajar la tierra para matizar su retorno a Colombia, después de sus correrías por el viejo continente, donde conoció de cerca los secretos de la digitopuntura, las virtudes de las plantas medicinales, el poder del magnetismo y la bondad de la sugestión. Explicó el Doctor Baquero, quien agregó. La época en que el dictador Español Franco murió, se caracterizó por el auge de corrientes anarquistas alrededor de la Revista "El Viejo Topo" creando comportamientos al estilo "Hippie" norteamericano con sus consignas pacifistas "haz el amor y no la guerra", las canciones de Joan Báez y la resurrección del poeta catalán Miguel Hernández en las canciones cantadas por Serrat. — El hombre tenía sus vainas raras, casi sobrenaturales o como llaman los entendidos, paranormales. Pregúntenle a Ismerio mi hijo y a Alonso Rojas, la vez que los invité a que miraran vibrar una ceiba gigantezca con solo colocar sus dedos sobre la corteza y concentrarse berracamente. El vibró con el imneso árbol; sus ojos desorbitados y enrojecidos giraban velozmente hasta que cayó exausto pidiendo agua. La Señora Paloma le hacía la segunda en todos los ritos, porque entendía bastante de esa joda y era su principal seguidora. Es más; ella le daba cuerda y era su maestra en el conocimiento del pueblo español, de sus luchas, mitos, leyendas, que venían de Santiago de Compostela y desde la antigua Persia, más allá de sus antepasados, los Moros. —Era jembrero— como dicen en el llano —y esgrimía una preciosa teoría de la cual Antonio, un español con grado de maestro en esoterismo, era el exponente máximo. Una forma habilidosa de justificar su ya vieja tradición que se resumía en la aplicación del proverbio "hueco que veas llénalo de amor". Era más enamorao que un gallo. Su nueva y exitosa carreta, consistía en la curación mediante comunicación genital extrasensorial, porque según él, la mujer comprendía mejor los mensajes trascendentales por donde sabemos. Así, después de las sesiones corrientes, las convidaba a la quebrada y en un sacrificado y mesiánico acto les daba el elixir de la mejorana. El agua testimoniaba su fé, lavaba los pecados mundanos y también proporcionaba la música para aquellas manifestaciones
esotéricas. El placer era lo de menos. Para él, copular era un acto misionero, de salvación y de enlace magnético sin par. Vaya lengüita! — El tipo era convincente y tenía una fuerza singular en la mirada que penetraba en los rincones de las almas y de los cuerpos, nos contó una vez la finada Doña Rosario, agregó Pascual, descubriendo su cabeza. — Sus manos eran fuertes y suaves a la vez. Los dedos largos y dúctiles que tenían corriente, dijo Víctor. El hombre era diferente, y agregó: a veces daba miedo. — Cantaba como las mirlas. Unos pájaros se quedaban quietos cuando escuchaban su bello canto y otros parecían hacerle coro. Las vacas soltaban más leche. Todos los días a eso de las seis de la mañana, su voz melodiosa cruzaba los montes y se regocijaba entre los árboles. Es él convocando a los magos blancos para que le ayuden a combatir el mal. Así había contado él mismo, agregó Pascual. — Don Tarsicio era incansable y en ocasiones caminaba tan rápido que a veces parecía estar presente a la vez en dos o más sitios. Por la noche era febril su andanza, sin linterna, semejando un ánima en pena; tal vez quería impresionar a los vecinos y hacerles creer en su desdoblamiento. La maña se le quitó cuando casi se arranca el cuero cabelludo con un alambre de púas, por andar coniendo y sin luz por estos caminos, contó Marquitos. Parece que eso le sucedía por exceso de maracachafa, agregó riéndose. — Fué él quién primero habló en esta vereda sobre la existencia de tesoros indígenas. Continuó Pascual. Se había soñado con un jefe indio levitando en posición de loto sobre Villavicencio que carecía de construcciones, y se movía lentamente sobre el cerro de La Estanzuela, hoy llamado Cristo Rey. Un día encontró unos utensilios labrados en piedra, bien terminados y con dimensiones diminutas, como para uso de pigmeos o gente muy pequeña, parecida a la que habitaba —entrado el siglo XX— los cerros de la margen derecha del río Negro —que es el Guayuriba— antes de entrar en el llano cerca de Acacías, según contaba el médico José Gregorio Baquero Guerrero en sus relatos inéditos "Por los caminos de Oriente". — Como él considerara que comunicar el hallazgo perturbaría las tumbas de los antepasados los Guayupes, amén de la paz de la naturaleza del lugar, prefirió ir a la laguna de los Jardines de la Esperanza y aventar en sus aguas aquellos tesoros precolombinos. Así lo relató el arquitecto Gregorio Baquero, anotó Pascual, que no quería asumir solo la responsabilidad de la reciente historia. Y continuó: Don Tarsicio evitó hacer excavaciones para no causar erosiones y además porque quizá el sitio exacto del tesoro no le fué revelado, según él mismo lo alcanzó a decir. Después otros vecinos han intentado sacar el tesoro pero solo han causado unas erosiones que pueden destruir el actual equilibrio ecológico. — No serían efectos del delirio causados por el uso de hierbas y raíces? Preguntó Don Hernández, quién continuó: — Bueno Pascual, todo eso está bién, pero usted nos dijo que el hombre había derrotado a las brujas. Cómo fué la cosa? — Si quieren que les cuente, "no le quiten el agua al moriche porque se seca", exclamó alargando su copita de aguardiente. — Sinembargo, antes les voy a contar algo interesante para que acaben de comprender la magnitud de las virtudes de Don Tarsicio. El hombre cuando curaba le remitía todo el magnetismo y la energía vital a los enfermos a través de sus manos que se ponían calientes, al punto de hacer hervir el agua, si quería. Eso lo vimos y sentimos todos por estos lados. A mí, la
historia que me convenció, fué cuando se subió a una ceiba y en una rama se puso a meditar.Cuando le pregunté a la señora Paloma sobre esa faena en la que llevaba ya tres días sin bajar a comer, beber o a hacer sus necesidades, me contó que él estaba en contacto con otros mentalistas situados en sitios diferentes y equidistantes del planeta para evitar la destrucción del género humano, puesto que el experto biólogo español Manuel Rodríguez de La Fuente, en sus descubrimientos sobre entomología, estaba a punto de transmitir involuntariamente una información genética a las hormigas arrieras, información que alteraba su naturaleza volviéndolas inmunes, superreproductoras, alterando 89 veces su tamaño que las volvería enormes y cambiaba su vocación alimenticia hacia la carne humana. Así, cuando Don Tarsicio bajó del árbol supimos del accidente del científico que lo condujo al más allá. Además era tan terco en lo que creía, que afirmaba "el diente superior que me falta, lo voy a hacer salir con mi fuerza mental". — Pascual, al grano, al grano hombre. Queremos saber lo de las brujas dominadas. — Bueno, recuerdan que les conté que a Don Tarsicio le fascinaban las viejitas? Y que tenía una fórmula curativa muy particular? Por eso cuando llegó y se instaló, sus poderes mentales desterraron a las brujas de esa casa sin que él lo supiera. Tal vez fueron los rezos, los menjurges que preparaba con hierbas y raíces diferentes o las estatuas angelicales que talló —porque en eso si era un mago— los crucifijos que cargaba o las imágenes que colgaba en las paredes. Las brujas prepararon su estrategia para entronizarse de nuevo en aquella casa. Como sabían que él era comeloncito le prepararon el manjar. Así, una noche llegó una mamazota a solicitar los servicios del hechicero que allí vivía, porque tenía una dolencia en el corazón muy grave, pero reciente. Como eran ya las 10 de la noche y la lluvia arreciaba, era casi indisp ensable que se quedara esa noche. — Señorita... — Mercedes! exclamó ansiosa. — Si quiere puede quedarse en aquella pieza, dijo el mago señalando la de los Baquero. — Será, que pena, pero ya ven, cuando toca, toca.Y entró meneando las caderas. — Esa no está enferma. Lo que está es muy buena. Pensó el artista. — De esta manera él comenzó a curarle los males que decía tener. Esa noche se encerró con ella, le colocó las manos sobre la cabeza, y le tiró un empellón de energía que la consumió en sueños profudos. Contaba Don Tarsicio que se comportó en esos instantes como poseída del demonio porque combatía con llamas que le salían de los ojos toda la energía que las manos de Don Tarsicio le mandaba como si fueran lanzafuegos. Una vez dominada y dormida, la bruja quedó tan indefensa que él le hizo la sugestión mental para que al otro día fueran a la quebrada donde él la curaría definitivamente. Por eso cuando se despertó a las 9 de la mañana estaba destinada al agua. Esa mañana, regresó caminando raro, patiabierto pero contento porque su paciente ya se había curado. Ella incluso dió gracias y lloró con sangre. Jamás regresó. Así sucesivamente fueron llegando las brujas una a una y él las dominaba primero con su magia y luego con su virilidad. Una vez cuando creyó adormecida a una de ellas, ésta se hizo la poco entendida y se quedó despierta. Se levantó pasitico y le llegó a jalarlo de los pies, pero Don Tarsicio esa noche andaba en sus caminatas nocturnas y al regresar notó que la extraña paciente salía de su cuarto. Entonces no se resistió y la agarró por la espalda y la llevó a la regadera y la gozó hasta el amanecer. Dicen que el agua anula el poder de las brujas, así como la sal las aleja.
En el agua son indefensas en cambio para el fauno el agua lo revitalizaba y le otorgaba más energía, más vigor, más arrechera. Informada la bruja mayor de los poderes de Don Tarsicio y de su creciente clientela, tomó la decisión de matarlo. Como sería de berraco el poder que tenía, que las brujas creían en él y querían volver a ver si las preñaba porque el diablo, que es su marido, no puede engendrar. Eso desesperaba a la bruja mayor. Quién dijo: voy a capar a ese Don Juan, pero voy e enseñarles que lo puedo gozar sin que él me domine. Es más, ustedes lo verán; será un aquelarre a mi manera. Entonces se incorporó en una hermosa llanera de ojos negros, piel canela y cantadora de joropo. Preparó una fiesta en la vereda vecina de Samaria y lo invitó, mejor lo retó a cantar. Este quizá fué su más grande error porque jamás se imaginó que cantara tan hermoso. Cuando este llegó, lo recibió con una copla en golpe de numerao... Ay, ay, ay, la, la, la, la Don Tarsicio yo lo invito a esta parranda llanera; a esta parranda llanera usted es un papacito y yo canto con berraquera. Los asistentes aplaudieron a la criolla que cantaba muy bonito y escubillaba con gracia femenina. El no era coplero. Sus ancestros andinos lo amamantaron con la música ecuatoriana cantada en Quetchua, Sanjuanitos y Pasillos que cantaban los amores simples del huasipungo. Su tío le enseñó boleros y baladas y con los amigos de la Universidad Nacional aprendió a cantar bambucos. Como respuesta a la copla solamente se limitó a penetrarla con su mirada y aunque ella estaba preparada sintió por vez primera en su larga existencia que unos ojos le bajaban los calzones. El conjunto hizo lo suyo. Tuvo que retirar su mirada, y refugiarse en otra copla, ahora más agresiva y por supuesto dirigida a él ...Yo canto con berraquera... Los hombres de esta vereda no pueden cantar conmigo; no pueden cantar conmigo lo mismo siente el amigo que parece que se mea. En ese momento Don Tarsicio recordó sus éxitos en la ciudad al lado de Gerardo Arellano Becerra y de Juvenal Cedeño Ochoa; pensó en una canción. No le quitaba el ojo de encima, concentrado en poseerla, en dominar su mente, en esculcarle todo antes de hablarle, en joderla con el silencio, en jalarle la lengua para que se enredara al menos un poco. Pero la berriona era buena y le solté otras coplas relancinas... ...que parece que se mea yo vengo de muchas partes más allá de cielo y tierra; más allá de cielo y tierra mi tarea son las muertes y quien me siente se aterra. Como él tenía el pelo largo, a la usanza de los años 60... ...y quien me siente se aterra con ese cabello largo
usted parece muchacha; usted parece muchacha salga mijo del letargo o cortaré con el hacha. La voz de la llanera adquirió tintes amenazantes y sus ojos se clavaron en los del hechicero — así le decían yá— que continuaba perforándola con sus ojos negros y grandes que no titilaban, que no parpadeaban, que no se amilanaban con la copla recia de esa llanera, parecida en ocasiones a Mercedes Barrios, a Miriam Balcazar ó a Miriam Tobón cuando fueron reinas del joropo, mujeres que en ese entonces alborotaban los corazones enamorados y esbozaron en Colombia el prototipo de la llanera. Cuando ella comezó otra copla, Don Tarsicio observó que el Doctor Baquero había llegado al parrando con su guitarra y entonces le hizo un guiño para que se alistara para acompañarlo a él en uno de sus cantos. La morena continuó... ...Y quien me siente se aterra yo vivo por estos lares y soy dueña de las vidas; y soy dueña de las vidas si alguien pretende mi huída solo sentirá pesares... ..solo sentirá pesares yo lo convido mi hermano a cantar en esta noche; a cantar en esta noche y si pierde usted la mano eso será por fantoche. Al terminar caminó desdeñosa la aplaudida reina del parrando que meneaba su esbeltez por la sala pidiendo una respuesta. Y la respuesta llegó. Sonó la guitarra "Paredes" con arpegios exquisitos, rasgueando los acordes y la melodía de la canción "Ave María del Mono", una bella composición brasilera que canta a la Virgen del Cerro de Río de Janeiro. Al principio la gente pidió joropo, joropo... pero, la voz de Don Tarsicio se levantó poco a poco hasta los cielos dejando lelos a los asistentes quienes jamás imaginaron que un ser humano pudiera cantar como los ángeles. Se silenció todo y los grillos y el viento acompañaban la espléndida armonía que salía de aquella garganta. Avanzó lentamente mirando a cada uno de los asistentes para que se convencieran de la realidad de su canto, para que supieran que esa no era parte de su magia sino elemento vital de sus virtudes. De pronto giró su cuerpo para mirar de cerca a la encantadora llanera a quién tomó de la mano para culminar la canción con el más dulce sonido de su voz. Esta vez los interiores de la cantante se mojaron un poquito al igual que los de sus amigas. Cantó dos veces más sin soltarla. Ora la abrazaba tenuemente, ora le apretaba la cintura, ora le tocaba los glúteos, ora le miraba el escote con el dulce descaro del artista que captura con su expresión al público que le permitirá en ese instante todo, absolutamente todo. Cuando terminó, la bruja mayor estaba enamorada y su sonrisa miedosa, temblorosa. Perdió toda la seguridad que tuvo cuando cantó; porque su música siéndo tan bella, parecía que jamás hubiera sonado por esos lados frente a la magnitud de las canciones de Don Tarsicio. Al
despedirse la fiesta terminó. Todas las mujeres se fueron con él y la llanera, en la cual se había representado la bruja mayor, iba a su lado, mansita, dispuesta a darle culito, harto culito papito, a ver si esa voz se vuelve eterna, pensaba con morbosidad. Claro está que ese era el plan acordado desde el comienzo. Ella no contaba con el juego del corazón, porque las brujas también tienen corazón y este ya estaba herido. La mojada de los cucos así lo demostraba. Todo fué tan rápido que ni ella misma alcanzó a razonar. Al llegar a la casa la bruja -sin transformarse— tuvo un momento de lucidez y le dijo: Tarsicio, vamos a tener un duelo a muerte en esta habitación, dure el tiempo que dure, ninguno saldrá a comer o a beber. Si yo gano, esta casa y tu vida me pertenecerán para siempre. Si tu ganas, yo me iré y jamás volveré por acá, así me pellizquen los espíritus. Yo me transformaré en la mujer que soy y si te da miedo o te atemorizas también gano yo. Don Tarsicio aceptó el reto y se metieron al cuarto de inmediato. La señora Paloma que observaba todo comprendió la tarea exorsista que emprendía de su amado. Por eso respetó la gritería que se formé cuando Tarsicio logró coronarla, puesto que ella lo rechazaba y al tiempo lo acercaba con violencia desmedida. Así pasaron las horas y los días, tres, para más señas (Don Tarsicio usaba el kimono y solía levitar en posición de loto, contaba doña Paloma). Habían luchado de todas las maneras, corporal y mentalmente. La bruja mayor no podía derrotarlo por el lado de la mente. Con adivinanzas, sortilegios y enigmas, Don Tarsicio era mejor. Pero ya lo había visto extenuado y sin ganas de mujer. Por eso se puso de pié y comenzó a provocarlo con movimientos voluptuosos, pasándole los senos por la nuca y llenándolo de caricias. Don Tarsicio ya no respondía. Estaba mamado. La bruja entonces gritó victoria, pero Don Tarsicio hechó mano de su extraordinario recurso el canto. Y cantó mejor que en el parrando al punto que las brujas, que testimoniaban el desafío desde el zarzo, aplaudieron en coro. A medida del canto Don Tarsicio adquiría vigor y prendía motores para otro encuentro. La bruja mayor, atortolada por ese nuevo brío —se le puso como para partir mararayes— se rindió ante tamaño deseo porque ya tenía el culo como cieso de macho —colorao y pelao a punto de sangrar- y era imposible resistir otra arremetida cantarina. El dolor y el cansancio eran superiores a su misión de bruja. —No juegue chico. Exclamó. Eres un tipo muy arrecho. Te dejaré mi recuerdo para que nunca me olvides. Me venciste en franca lid. Hasta nunca! Y se cagó en forma descomunal debajo de la cama dejando un olor nauseabundo como son los olores de las brujas cuando se largan de un lugar por voluntad ajena. Seis meses enteros se lavó el cuarto con creolina y lavatorios aromáticos incluyendo el incienso, por supuesto, con la puerta abierta. Desde entonces a finales del año de 1984, las brujas jamás volvieron a la Vereda del Carmen pues se regó la voz entre ellas de la presencia de un verga de oro capaz de arrechar a todas las brujas del mundo y dominarlas con su extraordinario canto, parte de su magia. Dicen que la bruja mayor no volvió a dárselo a Mandingas porque según ella, al pié de Don Tarsicio era —valga la expresión—un pobre diablo. — Ojalá las brujas sigan creyendo que Don Tarsicio todavía anda por acá y que no se fué para España, porque si nó le tocará al Doctor Baquero reemplazarlo en las faenas de almohada — como dicen los japoneses— y él no dá la medida; en la Vereda ya tenemos nuestro propio Satanás, el Doctor Alfonso Gutiérrez, gallero y santandereano, propietario del gallo Málaga, el gallo de pelea mejor que ha venido a los llanos, tan bravo que le hicieron un altar aún en vida para sacarle crías, para que las brujas lleven otra leccioncita de los hombres de estos tiempos y queden calvas del moyeye, para que nunca jodan jamás, al menos por acá. Pero si insisten tenemos el mejor tirador de Colombia, el hijo del Doctor Carlos Rojas, dijo Pascual, refiriéndose con doble sentido al campeón nacional de tiro.
—Hasta lueguito señores —concluyó Pascual-quién agarró una escoba vieja, se montó en ella y haciendo caballito salió corriendo, volviendo la cara sonriente donde brillaban sus dientes de oro y sonaba su alegre voz. Nos miramos satisfechos, pero quedamos helados, cuando lo vimos volar cabalgando en la escoba, a la luz de la luna roja de Enero, con su sombrero patrasiao y la alegría de su carcajada.
Ficha Bibliográfica Título: Cuentos, mitos y leyendas del Llano Editorial: Corpes Orinoquia. 1996 ,Villavicencio Temas: Cuentos populares colombianos ,Leyendas Leyendas,,Literatura folclórica colombiana ,Meta (Colombia) Temas: Cuentos populares colombianos ,Leyendas Leyendas,,Literatura folclórica colombiana ,Meta (Colombia) Descripción: Libro en edición virtual en el que Getulio Vargas Barón recopila los cuentos, mitos y leyendas del llano. Registro: 194594
CUENTOS, MITOS Y LEYENDAS DEL LLANO Getulio Vargas Barón
Índice Dedicatoria Presentación Amanecer Llanero El toro negro patorreal Los delfines dorados La culebra cascabel El Llano, ayer y hoy La leyenda del silbón Los tres luceros l uceros El Llano cobra sus cuentas Las chanzas de don Felipe El brujo de la costa del pauto Leal hasta la muerte La tertulia de la italiana Glosario
Presentación El hablar de los Llanos Orientales acarrea tocar el tema de los Cuentos, los Mitos y las Leyendas. El llanero, en su entorno con mil y una situaciones vividas, transmite de generación en generación sus experiencias a través de los cantos, poemas y rezos. Ello tiene importancia y significación dentro de su tradición cultural. La obra realizada por Getulio Vargas Barón, despierta asombro y regocijo. Su contenido perpetúa a través del tiempo las costumbres del Llano y su gente rescata para las futuras generaciones las vivencias del autor quien escudriñó entre charlas informales, reuniones de familia e investigación como testigo presencial y actor de los hechos todo aquello que, encerrado en el tema, traslada al lector a enfrentar cara a cara las realidades que sobre la materia se viven en la Orinoquía colombiana. Cuentos, mitos y leyendas son parte del folclor literario de los Llanos Orientales, folclor tan rico como el que más que invita, entre bancos de sabana, cantar de pajarillos, arpa, cuatro y maracas a conocer de cerca historias como la de la Bola de fuego, el Silbón, la Sombrerona y otras tantas que, en conjunto, reflejan una yeta apasionante apasi onante de la cultura llanera. Recomiendo con especial interés la obra literaria Cuentos, Mitos y Leyendas de los Llanos Orientales, reconociendo el valor de su aporte, donde el autor recrea la Llanura colombiana en lenguaje sencillo, con inspiración de artista que exhala en todo momento amor a su terruño y fe en su valor cultural. Leonel Pérez Bareño
Amanecer llanero Llanura amorosa, diosa del misterio, concubina del silencio, el sol te baña en luz cuando amanece el día y en la hora del crepúsculo deposita su amoroso ósculo de colores en el verde esmeralda de tus sabanas, para confundirse en la quietud augusta de la noche, vigilada desde el infinito, por la luna de la esperanza celosa. ¡Qué tiene de cierto una supuesta leyenda mitológica, que cuenta que un día muy remoto un ascendiente de la gran familia Chibcha se enamoró de una bella princesa de su raza y que el gran jefe indio oponiéndose a tales amoríos, ordenó la captura del enamorado mancebo para darle muerte, y evitar en esa forma que una doncella de la realeza uniera su sangre, con un ser a quien ellos consideraban inferior, y por ello indigno de poseer a una descendiente de dioses! Responde con tu silencio, ¡oh dios de las llanuras!, si es cierto que al igual que en las viejas leyendas escandinavas, el poder era heredado de los poseedores del gran dios ‘fuego’ considerado junto con el sol, el aire y el agua, el generador de la vida y dispensador de todo aquello que existe bajo la bóveda azul del firmamento. Di, ¡oh llanura!, pebetero de la libertad, si es verdad que antes de producirse dicho romance, no existían tus sabanas y en su lugar había un desierto de arenas calcinadas por un sol canicular, y que cuando la egregia familiar del gran guerrero Nonpamin huyó de su pueblo, fue perseguida obligada a remontar la gran cordillera oriental, y que a su paso la enamorada pareja fue obsequiada por el dios de las alturas con una gigantesca esmeralda, que ellos con mucha dificultad pudieron transportar, y que tras varios días de lucha y sufrimiento en la búsqueda de un rincón en donde se les permitiera disfrutar de su amor, llegaron a la cima de una montaña y contemplaron a los pies de esta un desierto de arenas. Tú, amorosa sabana, novia de los ríos, fuiste testigo de que la núbil beldad, al contemplar tan desolador espectáculo, le pidió a su amado que le arrebatara la vida, y que este en su desesperación lanzó al abismo la preciosa gema regalo de los dioses, y que al rodar, provocó una explosión de luces multicolores que en gigantescos espirales se elevaban al infinito, y que al caer sobre el desierto, se iban cubriendo sus arenas con un manto verde, dándole vida a las sabanas, mientras que a los pies de la pareja se abría una senda llena de flores de perfumado olor. ¡Decid!, oh, amante de la luz y la poesía, sí es verdad que al diluirse la esmeralda, aparecieron los ríos que como cintas plateadas perdían en las nacientes llanuras, mientras a uno y otro lado de sus riberas se insinuaban esbeltas las palmeras, y a su lado como centinelas surgían árboles de todas las especies, mientras el cielo se cubría de colores con el plumaje de las aves y un concierto de trinos saludaba la creación del más bello paraíso de la tierra. Pamoare, nombre heredado de la princesa de sus reales antepasados, no entregó su virginal belleza a su amado Casanari, hasta tanto no se cumpliera con el blanqueo, vieja costumbre de su pueblo, de llegar al matrimonio libre de pecado y capaz de ser el tronco de una gran familia. Conscientes de ello, tomados de la mano emprendieron el descenso y sus plantas hora daron por primera vez la tierra que más tarde sería la cuna de la libertad. Di, ¡oh, llanura infinita!, en cuál de las playas de tus ríos descansaron por primera vez sus fatigados cuerpos y cuál de tus linfas borró, de sus dolidas anatomías el polvo de una sociedad opresora y sujeta por mentirosas normas que hacen a un ser que tiene una misma procedencia, diferente a otro, por causa de poder, dinero, o color. Di en cuál de tus riveras y a la sombra de cuál de tus palmeras, se cobijaron, la noche en que la real pareja se sintió libre, desechando toda clase de ataduras convencionales, y haciéndose dueños de su horizonte, y cerriles como los potros salvajes en las ílimites sabanas.
Cuénta, oh amado río de anchuroso lecho y de cristalinas aguas, cómo eran las formas de la escultural y bella Pamoare, tú que serviste de espejo en el que durante mucho tiempo se contempló la altiva y noble enamorada. Di si es verdad que las formas varoniles del gran Casanari eran semejantes a una escultura del griego Belvedere, y si es cierto que tus aguas se detuvieron durante mucho tiempo contemplando a los recién llegados caminantes, que llenos de amor y de fe observaron con su mirar incrédulo un mundo lleno de belleza que sólo a ellos pertenecía. Enseña, ¡oh, consentido de las lluvias!, cuántas y cuáles eran tus variadas especies ictiológicas y cómo conservabas el sano equilibrio en tus incontaminadas aguas. Cuenta, enigmática sabana, —por quien el astro soberano de la tierra se viste en un mundo de colores para despedirse de ti, oh, enamorada amante, y regresar al caer de la tarde para volverte a besar y continuar bajo el entrujo de las noches llaneras su eterno idilio— si es cierto lo que señalan las leyendas mitológicas que antes de posarse humanas plantas diferentes a las de los ilustres y reales herederos de la principesca pareja, sobre las ardientes arenas de las riberas de los ríos, se engalanaba tu cielo con un hermoso azul turquí y lucía al igual que el aire que mecía tus palmeras y peinaba con amor tus extensos pajonales sin contaminación alguna, y agregan que la brisa viajando juguetona improvisaba una suave melodía al chocar sobre las copas de tus gigantescos árboles, para luego continuar brindando ambrosía a todas las especies animales que tenían el privilegio de disfrutar de un paraíso digno de los inmortales del Oli mpo. Cuenten, ¡oh, esbeltas y vibrantes palmares, sombrosos montes y cantarinos ríos!, cuánto tiempo duró el blanqueo de la bella. Aseguran las viejas leyendas que durante tres lunas la núbil princesa permaneció en una choza que Casanarí le construyó, y que él en la noche depositaba a las puertas del bohío, frutas de dulce sabor y mieles traídas por dóciles abejas, mientras ella se sometía a permanentes sahumerios, logrados con tiernas plantas de aromadas flores, y elevaba plegarias a los dioses para que le permitieran ser una magnífica esposa y fiel compañera, y que los hijos de su amor pudieran disfrutar para siempre de esa privilegiada tierra, que los númenes del bien habían creado para ellos. Al dios de las llanuras, el fuego, los vientos, las tempestades y las aguas humildemente imploraba, que se le permitiera a sus descendientes disfrutar de plena libertad, que nunca fueran privados de ella, que por siempre pudieran caminar sin impedimento alguno y que a su paso se abriera en las desconocidas sabanas un mundo nuevo, que jamás fueran perseguidos como ellos,. por diferencias de clase, y que igualmente fueran para todos los animales y plantas que poblaban tan bella tierra, con el fin de conservarlos, y disfrutarlos razonablemente y permitir que esos bienes de sin igual valor permanecieran durante todas las lunas, para bien de quienes habrían de sucederlos. Casanarí quiso regalar a su regia prometida el día de su desposono, con un elemento que ellos conocían y que se consideraba tan importante como el aire, pues les permitía cocinar y calentarse en las noches de frío, ese elemento era el fuego. Para ello, durante muchos días trabajó sin descanso, frotando toda clase de maderas y golpeando diferentes especies de piedras, junto a las cuales amontonaba yerbas que él creía podrían ser un magnífico combustible, hasta que logró con ellas y un trozo de maguey hallado en la playa, producir el milagro de poseerlo. Al cumplírse el paso de las tres lunas, tiempo fijado para el rito del blanqueo, ella abandonó su encierro, y a las puertas de su choza encontró una llama que era agitada por la brisa, y sentado junto a ella a su amado. El joven mancebo había recogido durante ese tiempo las plumas más bellas con las que se adornaban las aves, que por millares poblaban las riberas del río, plumas de guacamayas, garzas
y paujiles, con las cuales fabricó una corona que depositó en la testa de su amada y le entregó una túnica para remplazar su viejo traje de algodón, y cubrir con un manto de colores sus partes verendas. Luego, tomados de las manos fueron hasta el río, desnudos penetraron en sus aguas, y tras permanecer allí durante mucho tiempo salieron a la playa e hicieron una gran fogata, y sobre ella arrojaron el palpitante cuerpo de un venado. Una vez que lo consideraron asado, tomaron de él sus muslos, que fueron consumidos en un silencio absoluto, y los sobrantes devueltos al fuego como ofrenda para los dioses. Luego con gruesas espinas abrieron levemente las venas de sus manos de las que brotó abundante sangre, y colocando una sobre otra, las heridas, lograron que se confundieran sus sangres en una sola, para en esta forma caer sobre la tierra y el agua y simbolizar así, que el recién celebrado matrimonio tomaba posesión de los ríos y sabanas de su desconocido mundo. Una vez pasada la ceremonia del casamiento, los jóvenes esposos se dedicaron a recorrer sin descanso las vastas llanuras, hasta que por fin llegaron a las orillas de un río de aguas cristalinas, donde los pastos llegaban hasta los barrancos que servían de limites en el trasporte de su caudal, al permanente e incansable viajero, y allí en medio de tan insólita belleza, rodeados de extensos morichales que escondían en su seno cuadrúpedos de todas las especies compartiendo con las aves su pacífico entorno, resolvieron detener su marcha. Agrega la vieja leyenda que al caer la tarde, cunando el sol se confunde con las sabanas en amoroso beso, Pamoare y Casanari caían de rodillas y elevaban sus plegarias al señor de la luz y de la vida, en medio de un concierto de miles de aves que presurosas iban hasta sus dormitorios, y que el cielo se ataviaba de múltiples colores, mientras el lejano horizonte se teñía de miles de arreboles, y la noche cubría los montes, sabanas y ríos. íCuánto tiempo, oh dioses de la pampa, vivieron en vosotros los solitarios y siempre enamorados príncipes?. Respónde con tu divino silencio sí es verdad que vivieron durante mil lunas, y durante ese tiempo procrearon dieciocho hijos e hijas que fueron tronco de’las tribus: Achaguas, Amoruas, Betoyes, Chiricoas, Cubeos, Cuibas, Vanibas, Guayaberos, Macaguanes, Masiguares, Piapocos, Piaroas, Puinabes, Salibas, Qoahibos, Chiripos, Tunebos y Mariposos, que poco a poco fueron poblando los territorios que hoy se denominan Arauca y Casanare, y luego paulatinamente fueron ocupando el, Meta, el Vichada, el Quaviare. Por último, ¡oh supremo hacedor de todo cuanto en el mundo existe!, di, os lo imploro, si es verdad que un día Casanari, no obstante su edad y contrariando el querer de su real consorte, salió de cacería, y que al no regresar en la tarde, al amanecer del nuevo día salieron sus hijos en su búsqueda y sólo encontraron sus restos. Había sido devorado por un enorme jaguar y la angustiada Pamoare al conocer la noticia abandonó su bohío y empezó a recorrer todas las llanuras, derramando a su paso copiosas lagrimas y con estas, a medida que iban cayendo sobre la sedienta tierra, se fueron formando las inmensas lagunas y esteros, y a ellos y a ellas acudían millares de aves de policromos vestidos cubriendo con sus plumajes el astro rey, y engalinando los cielos con trajes de fantasía. Mientras una sinfonía de gritos llenaban el azulado espacío, remontándose al éter para saludar con ella al divino creador. Pamoare siguió caminando sin parar hasta que llegó a un gran río que viajaba henchido con el caudal de sus lágrimas, lentamente penetró en él y sus huellas se borraron para siempre. Permítíd, ¡oh, musas de la poesía!, que afloren en mi mente las ideas, y con temblorosas manos pueda plasmar sobre el papel sedeño el profundo dolor de las sabanas, los montes y los ríos de esta vasta llanura enlutada por
la infausta desaparición de quienes fueran sus hacedores, y decid si es verdad que los hijos de la soberana pareja se dispersaron por toda la superficie geográfica de sus comarcas en la búsqueda de su regia madre, y por ello pudieron ser testigos del inmenso dolor de la naturaleza que, luego de la gran inundación de la llanura causada por las copiosas lágrimas de la digna Pamoare, tuvo que sufrir un cataclismo cósmico, y que por causa del mismo se calcinaron sus sabanas, montes y que sus ríos y sus lagunas, henchidos otro día por las lagrimas de la real viuda, vieron sus lechos convertidos en un manto de una arena verde, cual si fuera polvo de esmeraldas. Decid, ¡oh dios libérrimo de las sabanas!, si es verdad que los descendientes de la real pareja se salvaron junto con algunas especies animales, por haber ascendido a la cordillera, y por ello pudieron contemplar desde allí lo que parecía ser el fin de la llanura, y estos les contaron a sus hijos y estos a los suyos, que de pronto se licuó todo cuanto existía en la Pampa y se convirtió en un inmenso mar de un líquido espeso y negro semejante al aceite de la palma de Seje, y que después de un rugido monstruoso se abrió la tierra, y absorbió esa masa líquida que empezaba a cubrir las grandes montañas, y luego se estremeció la tierra, y las cordilleras en el lejano occidente caían en pedazos. Que de pronto explotaron los lechos de los esteros, las lagunas y los ríos que se habían conservado incólumes cubiertos por el verde esmeralda, y sus arenas volaron al infinito cubriéndose el espacio de un verde esplendente, y a medida que iban cayendo sobre el renegrido suelo, volvían a tomar vida las llanuras, y el espacio se llenó con la voz de la gran Pamoare, quien amorosa les decía a sus hijos que esa muerte momentánea de su paraíso y el mar de Seje que guardarían desde ese día las tierras del Llano en sus entrañas, serían en el mañana la redención de su pueblo, pero que antes de suceder esto, sus descendientes serían maltratados y esclavizados y despojados por gente de otras tierras venidas de más allá de una gran laguna, que vendrían montados a horcajadas sobre gigantescos monstruos, que ellos les arrebatarían sus dioses, y le traerían a cambio otro, pero los reducirían a la esclavitud, y que sin ninguna consideración destruirían su cultura y todos los recursos animales y vegetales que sus dioses habían creado para ellos, y que sus hijos vagarían por muchas generaciones trashumantes, hasta el día en que su sangre confundida con la de los intrusos, lograran crear de una amalgama al gran dominador de las sabanas, y que ese día sus dioses y sus hijos sacudirían el yugo de la injusticia y harían que las riquezas del suelo y sus entrañas llegaran para el beneficio de todos por igual’.
El toro negro patorreal Como todas las historias, los cuentos llaneros nacieron a la luz de la luna, bajo la sombra de las palmas a orillas de un río, o cobijados por las frondas de un gigantesco matapalo que servía de albergue a los trabajadores de llano, en las fechas señaladas para efectuarse las vaquerías. Una vez pasada la comida se dirigía la peonada a ocupar sus hamacas o chinchorros, en medio de risas, chanzas y bromas. Se comentaba allí las experiencias o aconteceres en las faenas ganaderas de los diferentes hatos, y el llanero, hombre dado a la exageración, dejaba volar su imaginación convirtiendo detalles insignificantes en gigantescos a veces, con caracteres de tragedia, y en algunas otras oportunidades, en fábulas en que era difícil distinguir lo real de lo imaginario. Oí de boca de Saúl, la historia del toro negro ‘Patorreal’, cuyas raíces se confunden en un mundo de realismo, costumbrismo y mitología, enmarcadas en un paisaje de belleza y poesía. A orillas de un río, de los de tantos que bañan las sabanas casanareñas, el Catire Melecio, un llanero bragado, de ‘caballo machiro y toro parao’, bueno para tirar un lazo a costa de monte, amansar caballos, componer carne o atravesar un río, y lo que es más raro encontrar entre las gentes de Llano, faculto con una pala, hacha o barretón. Decidió el Catire fundarse en un enorme viso, donde se contemplaba la inmensidad de la sabana o al caer de la tarde, desde el barranco, las cristalinas linfas del Ariporo y el aguaje de los ‘pejes’ jugueteando entre dos aguas. Cuando el Catire sentu sus reales haberes en aquellos parajes, allí no existía vivienda alguna en muchas leguas a la redonda y abundaba en la sabana el cachicamo, el marrano cerrero, el venado, el chigüiro y en los esteros, patos carreteros, güiriríes, caretos, zumbadores, reales, y en el monte el tigre, el cafuche, el saíno, la danta, el picure, la lapa y el paujil. En tales condiciones no era necesario sacrificar una res para la carne. El trabajo, la constancia y la dedicación dieron con el tiempo sus frutos y de un pequeño rebaño nació El Viso, que tendría derechos de posesión en grandes extensiones de sabana, ocupadas por miles de cabezas de ganado vacuno y caballar, a más de varios centenares de cerdos. La casa, que en su totalidad había sido construida con materiales producidos en la región era, además de confortable, bella. Especialmente su techo de palma, unida vena a vena, que la hacía fresca y acogedora. No fue fácil para el Catire lograr ese capital. Cada parte del mismo fue producto de trabajo, honestidad y de toda clase de privaciones. Muy de vez en cuando salía al pueblo, pues quedaba a una enorme distancia del hato y sólo la necesidad de adquirir las provisiones indispensables lo llevaban a él. Esta oportunidad la aprovechaba para tomarse unos tragos y cortejar a las mujeres más bellas, luego regresaba a sus habituales costumbres. Así fueron pasando y pasando los años, sin percatarse siquiera que ya sus cabellos habían cambiado de color y que sus fuerzas no eran las mismas, a pesar de ello, su voluntad de trabajo no había disminuido en absoluto. Fue entonces cuando empezó a sentir el peso de los años y se fue apoderando de él una extraña soledad, que lo llevó a tomar la determinación de buscar una compañera. No duró mucho esa búsqueda, pues en un baile para celebrar el día de Angelitos, los ojos negros de una morena se fueron metiendo en su corazón. Y aquella niña de quince años, que antes había pasado para él desapercibida, se convirtió en obsesión, que lo llevó a visitar a sus futuros suegros, quienes vivían en el raudal del Tautaco, para pedir su mano. Un a vez que les fue explicado el motivo de la visita, no hallaron ellos inconveniente alguno y se procedió a fijar la fecha del traslado de Rosa Linda a la casa grande, no sin antes haber
recibido del generoso yerno quinientas novillas de tres años, como muestra de aprecio y para reparar de algún modo la pérdida de la negra. A los dos años, de ese matrimonio nació un niño, catire como su padre y llanero como él, quien heredó su nombre. Este creció fuerte y poco a poco adquiriendo todos los secretos del Llano, amó sus sabanas, sintió el embrujo de sus atardeceres y, parado junto al barranco, se extasiaba viendo morir el día en el azul de las aguas ariporeñas que más tarde, al aparecer la luna, reflejaban sus rayos de mil tonalidades en la diafanidad de la corriente. Aprendió a manejar el arpón y la flecha que usaron sus lejanos antepasados e interrumpía con ellos el aguaje de los coporos olas cachamas, al recibir la verada con punta de acero, en su plateada anatomía. Apenas con doce años poseía la destreza heredada de su progenitor. Enlazando o toreando un cimarrón, nadie lo aventajaba. Aprendió a organizarlos trabajos de vaquería, tenía la seriedad de su padre, amaba la naturaleza y se sentía profundamente orgulloso de haber nacido en Casanare. Pero el viejo Melecio determinó que sería bueno para el muchacho enviarlo a estudiar a la capital de la República, y aunque la separación le era dolorosa, la aceptó con resignación con la esperanza de hacer del catire pichón, un profesional que ameritara la familia y luchara por su llanura, abandonada desde antes de los tiempos. El viaje a Bogotá fue el primero para ambos. Para llegar a Pore gastaron algo más de tres días. Para Melecio pichón fue todo un espectáculo contemplar desde muy lejos la majestuosidad de las montañas, no había oído hablar de ellas y al estar cerca, le parecían inexpugnables. Se imaginaba que si lograba coronarlas, sería sacrificando sus uñas, con las que tendría que asirse, incrustándolas en la tierra o en cualquier saliente, para vencer lo que él consideraba casi un imposible. A pesar de ello y sin ningún menoscabo de su integridad personal, llegaron a Támara, un pueblo de calles empedradas y casas de teja de barro que le parecieron feas al joven viajero y la hicieron añorar su amado Viso. De allí salieron rayando el día, llegando a la quebrada de Aguablanca, donde pernoctaron. Empezaron a sentir frío y al empinarse la montaña, se hizo más intenso. Luego durmieron en Minas, al siguiente día en Chípaviejo y empezó el paso del páramo. Entonces el viejo Melecio le contaba cómo sus bisabuelos lo habían cruzado hacía muchos años, casi desnudos, animados en participar en una guerra que él no sabía si la habían ganado, porque los pocos que regresaron de ella llegaron más jodidos de lo que se fueron. Por fin llegaron a Socha y conocieron los carros, cuya estructura les pareció cosa de magia, que no podía venir sino del mismo diablo. Trabajo le costó al viejo convencer a su hijo de encaramarse en semejante adefesio. Llegaron a Bogotá donde dejaron las alpargatas compradas en Pore, para zampar los pies en zapatos. Era como meter en una cárcel. A pesar de ello, cojeando y con vejigas, recorrieron muchos almacenes para comprar la dotación, eso sí, de la mejor clase, pues nada le parecía caro al viejo con tal que su hijo estuviera bien vestido. tina vez matriculado el muchacho en el mejor colegio, regresó el viejo a su tierra. Pasaron varios años durante los cuales el joven demostró su interés por el estudio, pero de ninguna manera disminuyó el amor a sus padres y a su Llano. Durante sus vacaciones visitaba el hato y se entregaba a remplazar a su anciano padre en todas y cada una de las labores. Demostró ser una persona capaz de manejar el inmenso capital que su padre amasó con tan singular esfuerzo. El Catire viejo seguía trabajando sin descanso. En una faena de vaquería, los peones no podían amarrar un toro barroso cachigacho que se había adueñado de un floramarillal y que, al tratar de
enlazarlo, había corneado el caballo del caporal, causándole la muerte instantánea. Disgustado el Catire, por lo que él creyó incapacidad de la peonada y acordándose de sus viejos tiempos, tomó el tiro de soga arrebiatado, corrió veloz con el fin de darles una lección de cómo se trabajaba un toro parado: se le acercó de frente, le dio vuelta a su castaño, lo obligó a recular hasta un límite que rayaba en verdadero peligro, logrando que el cimarrón arrancara con todas sus fuerzas buscando ansioso el cuerpo de su enemigo. Lo esperó aún más y cuando el animal bajó la cabeza para asestarle la cornada, le metió los talones a su bestia, que salió como impelida por una fuerza extraña. Él, volteando su cabeza para vigilar las intenciones de la fiera y haciendo gala de su destreza, le arrojó el lazo amarrándolo de media cabeza, dejándole libres las dos orejas como lo hacia Quachamarón. El barroso no desistía en alcanzar al veloz castaño, pero este demostró ser el mejor de la madrina y rápidamente separó su cuerpo de las peligrosas puntas del astado, que fue sobreenlazado, maneado y castrado. Se retiraron los jinetes y uno de los vaqueros procedió a jalar la cadeneta, dejando libre a la fiera, que.embistíó con toda su furia al caballo de su primer captor, con tan mala suerte que el castaño se enredó en un zuro y rodó por tierra, quedando su jinete debajo y recibiendo todo el peso del noble bruto. Allí los alcanzó el toro y corneó al Catire brutalmente, tino de los vaqueros desenfundó su revólver y disparó toda la carga. El cachigacho cayó mortalmente herido, pero ya la vida se había escapado de quien fuera uno de los mejores llaneros. Sería desde ese día en adelante una leyenda que conocería toda la Llanura. En El Viso todo fue confusión, llanto y angustia. Los vecinos enterados del doloroso acontecimiento se trasladaron a la casa grande con toda su familia, para expresar su pesar a Rosa Linda y acompañar al Viejo Catire a su última morada. Los mensuales y caballiceros repartían sin descanso, aguardientes tabaco y chimú. Se oró y lloró mucho y más tarde se sirvió una ternera a la llanera, al atardecer del día siguiente se le dio sepultura a la sombra de unos enormes mangos, sembrados por el finado cuando fundó El Viso, así lo había querido con el fin de contemplar desde allí sus sabanas y ver morir la tarde, retratada en el que fuera su amado río. Se rezó durante nueve noches el santo rosario y en la última se dejaron oírlas notas del cuatro, el arpa y las maracas. Y con el calor del baile, la música y las coplas, le llegó un joven y nuevo amor a Rosa Linda. Al Catire pichón le enviaron un mensaje telegráfico desde Moreno, en el cual se le informaba de la dolorosa tragedia y se le solicitaba no interrumpir los estudios. Difícil sería explicar el dolor que sintió el joven por tan trágica noticia. Su padre lo había sido todo para él. Su conducta y su “ida serían el camino a seguir durante toda su existencia y juró terminar sus estudios como lo había querido su viejo, para luego dedicarse por completo a conservar y aumentar, si esto era posible, la ya importante riqueza. Llegó el verano y con él las vacaciones. Melecio viajó en bus a Villavicencio, de allí, tomó un avión que lo llevó a Moreno, donde lo esperaba un mensual enviado del hato con el fin de que le tuviera listo el caballo en que se trasladaría al hato. Por el camino, Cirilo, como se llamaba el encargado de encontrar al estudiante, le contó que la señora estaba próxima a contraer matrimonio con el caballicero mayor y que sólo estaban esperando su llegada para tomar una determinación y fijar la fecha del casorio. Además, comentó que habían vendido algunas reses y que si no había sido mayor su número, se debía a un enorme toro negro ‘Patorreal’ que apareció en el rodeo de Matarrala, nadie lo conocía, pero tenía el hierro y la señal del hato y andaba de rodeo en rodeo. En el último trabajo había corneado varios caballos. En la fecha fijada para entregar una madrina de más de mil machos, como a eso de la media noche, en el momento en que estaba haciendo su aparición la luna menguantina, junto a la tumba del finado, se escuchó pitar un toro. Llegó y empezo a escarbar, tirándose tierra por el lomo. El ganado encerrado empezó a remolinear, pasó frente a la casa, se paré en el tranquero y pité con más fuerza. La peonada empezó a sentir un terrible
miedo, y fueron varios los que confesaron que tenían los ‘pelos de punta’. Luego, partió para el corral. La torada se mostró inquieta y empezó a mugir como cuando van a barajustar. Hilarión, el caballicero mayor y caporal de trabajo, dió orden de ensillar los caballos para ponerle velador. Lo estaban haciendo cuando corrió un brisote que se fue haciendo cada vez más fuerte y que amenazaba con tumbar las casas y arrancar los árboles de raíz. El toro no paraba de pitar, se oyó un terrible ruido, chirrié el alambre y se produjo la estampida, el corral resultó destruido y quedaron varios animales muertos, destrozados por las pezuñas de los demás. Al tercer día de haber partido del pueblo y al caer de la tarde, como una cinta de esmeraldas, se proyectaba la montaña. Lejos, en el horizonte, se distinguían los mangales, señalando el sitio donde su padre había fundado hacía mucho tiempo a El Viso. La tarde declinaba con el sol perdido en la inmensidad de la sabana, mientras del lado opuesto el cielo se cubría de arreboles y una gigantesca mancha roja parecía bañar en sangre las montañas del amado Ariporo. Al aparecer la luna, las maporas se iluminaban con su luz mientras el cielo llanero se vestía de mil colores, en un espejismo indescriptible de luces, de plumas, de gritos y de trinos. Agonizaba el día y las sombras de la noche empezaban a cubrir las sedientas sabanas con su túnica de quietud y de misterio. Un atardecer llanero plasmado por los pinceles de los dioses, que no logró distraerlos pensamientos del Catire, fijos en los recuerdos de su padre y en el problema de los devaneos amorosos de su madre. El latir de los perros y los gritos de Rosa Linda vinieron a sacarlo de su mutismo. Por fin estaba en El Viso. Se desmontó, abrazó a su madre y contestó el saludo de los trabajadores tendiéndoles la mano a cada uno. Sin esperar más, del jardín hogareño cortó las más bellas flores, se dirigió a la tumba de su padre y se arrodillé junto a ella. Sus labios se movían imperceptiblemente. tina plegaria elevada al Altísimo salió de lo más profundo de su corazón. Transcurrido un largo rato, se levantó, colocó sobre la tosca cruz de madera el ramo y, sin hacer comentarios y precedido de su madre, pasó al comedor. Allí indagó por cada detalle de la muerte del viejo, de su entierro Y sobre la forma como se estaba manejando el hato, señalando en su momento que a partir de ese instante se haría cargo de su administración. La luna iluminaba la noche llanera. Parecía que fuera un amanecer, los talles de las palmeras Y moriches se movían cadenciosamente al influjo de las brisas que llegaban del anchuroso Meta. Serían las doce de la noche. el Catire había guindado su chinchorro bajo un inmenso matapalo que extendía y ahogaba con su follaje a un gigantesco samán. De pronto, en la lejanía, pité el negro Patorreal, y con el trascurrir del tiempo se hacía más potente claro y alegre, el tañido emitido por sus potentes pulmones. Cada vez se escuchaba más cerca el tropel de miles de cabezas de ganado.
Los delfines dorados Hace muchos años me decía Saúl, el Niño Mentiroso, que mucho antes de presentarse en la Nueva Granada el grito de independencia, Casanare ya poseía una enorme riqueza ganadera. Los primeros vacunos llegaron a estas tierras en el año de 1542 traídas por don Luis de Lugo a Santafé de Bogotá. Se dice que esos semovientes fueron vendidos a razón de mil pesos oro. Según otras fuentes no muy dignas de crédito, gracias a las diligencias de los curas Jesuitas, los trajeron de La Española. O, tal vez, como dicen otros historiadores, llegaron de Venezuela donde había crecido tanto el hato ganadero que dió origen a las famosas címarroneras, que poco a poco fueron ocupando toda la llanura de ese país y, aprovechando el verano, pasaron el río Arauca y poblaron nuestro territorio. Fueron los Alemanes los primeros en descubrir, para el mundo civilizado, nuestros Llanos, territorio que encontraron poblado por un sinnúmero de tribus indígenas en las que dejaron notoriamente la huella de su sangre Sajona. Para la época que nos ocupa, don Antonio Heredia era propietario del más importante hato, situado en el cajón de los ríos Pauto y Quachiría, casado con una hermosa dama bogotana, de la alta sociedad, Pero su familia era venida a menos económicamente, razón que la obligó a resígnarse a vivir en esta provincia. Las instalaciones de La Rubiera, como se llamaba la gran hacienda, estaban ubicadas a la orillas del río Pauto cerca de su confluencia con el Meta Tan grandes serían sus dominios que los piques se hacían desde las sabanas de La Hermosa y Muese, y los ganados duraban tres días y tres noches pasando por los vados de La Soledad y Las Guamas, al cabo de los cuales el gran rodeo se reunía en el cajón del Orosia y Yaguarapo. Allí se escogía el ganado destinado a la saca y se vendía a razón de uno por morrocota. Estas enormes cantidades de oro eran enterradas en diferentes lugares y a quienes ayudaban a hacerlo se les daba muerte para que no divulgaran el secreto. Se dice, también, que en algunas ocasiones a los mensuales se les pagaba con ese metal y, cuando se iban definitivamente del hato, los dueños enviaban a familiares o a gente de su confianza para que los esperaran en el camino, los asesinaran y los despojaran del dinero. Comerciaban con plumas de garza: tenían rematados los dormitorios de éstas y nadie osaba competirles. Todos sus muebles o mercancías eran de procedencia europea y llegaban hasta ellos, durante el invierno, en embarcaciones por los ríos Orinoco y Meta. Tenían una única hija de nombre María de los Ángeles, tan bella como un amanecer llanero, Había estudiado en Bogotá y pensaban enviarla a España a especializarse y lograr así un pretendiente que estuviera a su altura. Mientras tanto, a orillas del Meta vagaban día y noche, sin futuro, desterrados de sus propias tierras y despreciados por los blancos, los indios Sálivas. Entre ellos se destacaba el Catire José Amalio, un joven alto, rubio, de ojos azules, que a más de ser cacique de tribu, había aprendido de sus antepasados los secretos de las plantas. Por tal razón venían en su búsqueda sus hermanos de sangre los Chiripos, los Quahíbos, los Piapocos, los Tunebos, losBetoyes, los Masiguares y hasta los blancos de lejanos lugares con el fin de solicitar su presencia en la curación de un enfermo grave. Su fama se había extendido por todas partes y él pasaba la mayor parte de su tiempo solo en la montaña, buscando en las plantas los elementos necesarios para su oficio. Era un hombre solitario, Parecía que la sangre alemana que llevaba dentro hubiera sembrado en su alma la inconformidad y un deseo de superación que quería para él y para su pueblo.
Aborrecía, el rubio hechicero la lucha que sostenían los de su raza con quienes ocupaban las tierras que antes fueran de sus padres. Creía que ella alcanzaba para todos, sin odios ni envidias. Discrepaba del barbarismo de las otras tribus y había tenido enfrentamientos con ellos por defender gentes de su color, pero no de su pueblo. Quería que quienes vivieran en los Llanos formaran una sola familia y perdonaba, aunque no compartía, el hecho de ser tratado por los colonos con desprecio. Había trabajado en varias oportunidades en La Rubiera, a donde acudió con varios compañeros con el fin de ganar algún dinero, pero no fue así, les pagaron con unos miserables terrones de sal. Aquella vez conoció al dueño de la hacienda y a doña Juana, su esposa. Una tarde, estando José Amalio en la hacienda, una ‘cuatronarices’ mordió a un caballicero cuando venía del río, Los peones del hato lo rezaron sin ningún resultado. A la media hora el caballicero estaba botando sangre por los poros y mostraba dificultad en el movimiento de sus miembros, tenía afectado el sistema nervioso. Don Antonio le dio un frasco de Curarina y otro de Caribe. Al comprobar que el enfermo seguía aún más grave, y convencido de que una mujer embarazada le había hecho ‘mala sangre’, ordenó no hacerle ningún otro remedio y tener listo un cuero para envolverlo en él y darle sepultura. El Catire José Amalio al ver el estado de abandono del enfermo, sintió un enorme pesar y pidió permiso a doña Juana para atenderlo. Fueron tantos los cuidados y tan eficaces las pócimas que pocas horas después empezaron a desaparecer los síntomas de envenenamiento ya los pocos días, Andrés, como se llamaba el paciente, estaba completamente bien. La fama de José Amalio creció, Doña juana, a escondidas de su esposo, le regaló una moneda de oro. Llegó el verano, Desapareció el verdor de las sabanas y las aguas cada día eran menos. El río perdió su caudal y le dio paso a unas hermosas playas. María de Los Ángeles llegó después de un penoso y largo viaje. La fiesta en la casa fue grande. Invitaron a los vecinos que vivían en Mata de Vaquero, hubo peleas de gallos, mamona asada, carreras de caballos, chicha y, en la noche, se dejaron escuchar las notas de la bandola, el requinto, la sirrampla, el furruco y las maracas. Se bailó joropo y se formó el contrapunteo. Una vez terminada la fiesta el hato volvió a su rutina normal. María de los Ángeles acostumbraba a salir en las tardes a visitar el estero de La Perra, donde se extasiaba allí, contemplando los millares de patos, garzones, garzas de todas las especies y las inmensas manadas de chigüiros que allí se reunían gracias al milagro de las aguas que aún quedaban. Una tarde de esas encontró una manada de patos carreteros lejos de la laguna. Veloz en su caballo trató de impedirles el regreso al agua y partió la manada, algunos lograron penetrar en el estero y se alejaron nadando plácidamente. Los otros, incapaces de volar porque sus plumas habían sido maltratadas por el excesivo recalentamiento de las aguas, presurosos se refugiaron en los pajonales aledaños. María de los Ángeles desmontó de su caballo y rauda corrió tras ellos. Había logrado coger algunos que iba entregando a sus compañeras. Todo era risas y alegría. Pero de pronto lanzó un grito de angustia: había sido mordida por una serpiente ‘rabo de ají’ al sacar un pato de su escondite. El áspid salió colgando de su dedo pulgar derecho. La joven, presa de terror sacudió la mano, la víbora se desprendió y sigilosa se perdió en la maleza. Sus compañeras, con dificultad la subieron al caballo y apuraron la marcha. Llegando a la casa cayó de su montura. La peonada que estaba en la caballeriza corrió presurosa. La joven fue alzada y conducida a su habitación, presentaba hemorragia por la comisura de sus labios y dificultad respiratoria. Doña Juana corría como loca.
Con el fin de conseguir medicamentos, despachó un propio a San Miguel de Macuco, un caserío situado en la desembocadura del caño del mismo nombre, en donde tenían sus almacenes los hermanos Cornelius y Franz Speidel, de nacionalidad alemana. Mientras tanto, un viejo llanero la ‘ensalmó’ y se le aplicaron baños con plantas que se decían medicinales. Pero todo fue inútil, pues María de Los Ángeles perdió el conocimiento y la fiebre se hacía cada vez más alta. Don Antonio, angustiado, no sabía qué hacer, De pronto se acordó de la cura de Andrés, que él atribuía a la Curanna y al Caribe, mandó a su esposa a traerlos y le dieron a tomar. Ordenó salir de la casa a todas las muchachas que él creyó podrían estar embarazadas e hizo retirar aquellas con algún defecto visual, y puso guardia en el tranquero para evitar que llegara gente extraña, con defecto físico alguno, que pudiera hacerle ‘mal ojo’ a su hija. Al amanecer llegó el propio con los remedios. Le fueron aplicados inmediatamente, pero el resultado no se vió. La muerte parecía rondar en el hato. Todo era silencio, no se oía un ruido distinto al emitido por los animales domésticos y el trino de las aves en un gigantesco bambú. Las brisas del Meta parecían improvisar una plegaria por la recuperación de la niña. Todo esfuerzo parecía inútil. La desesperación reinaba, y la esperanza se hacía cada vez más lejana. Doña juana, tímidamente se decidió proponerle a su esposo que mandaran por el indio. Tenía fe que él haría el milagro de salvarla, como lo había hecho con Ándrés, el peón del hato. Nada habría podido disgustar tanto a don Antonio como la propuesta hecha por su esposa. Para él el poder medicinal de la Curarina y el Caribe habían salvado a Andrés y no el Catire. Además, él preferiría ver muerta a su hija antes que permitir que un salvaje pusiera su mano sobre ella. De nada sirvió el llanto y las súplicas, para que don Antonio permitiera la venida de José Amalio, menos aún cuando en esos días los indios habían matado a unas mujeres que estaban solas, lavando en las bocas del caño de La Hermosa. Todos le explicaron que no había sido la tribu de José Amalio, pero no transigió y prometió que si veía al indio en su casa lo mandaría matar, o lo haría él con sus propias manos. La salud de María de Los Ángeles cada momento que pasaba era más precaria, y en la noche doña Juana tomó la heroica determinación de contrariar las órdenes de su esposo. Mandó llamar a Ándrés y, sin que nadie lo supiera, le dio orden de buscar al indio. Ella tenía fe que su hija se salvaría si lograban encontrarlo a tiempo y si accedía a venir. Impartió órdenes al emisario sobre la forma cómo debería llegar al hato y tomó las precauciones necesarias para que su hija pudiera ser tratada sin que don Antonio lo supiera. Andrés partió con presteza, pasó por La Atravesada, tomó la costa del río Yatea y se dirigió con rumbo al Meta. En ‘Matezamuro’ se encontró con una manada de indios y fue informado por ellos del paradero de José Amalio, que por fortuna, no estaba muy lejos. Reinició su marcha y al poco tiempo llegó a las Bocas del Pauto. José Amalio estaba allí, parado en un barranco, con su arco tenso, contemplando el aguaje de un gran pez. De pronto silbó la flecha al ser despedida y voló rauda en busca de su presa, una enorme cachama que segundos después flotaba sobre la clara superficie de las aguas. La llegada del mensajero terminó con la faena de pesca. El emisario se acercó a José Amalio, le tendió la mano, lo abrazó e inmediatamente pasó a referirle el motivo de su visita. El Catire no halló inconveniente y, sin esperar un momento, penetró en la montaña de donde regresó al poco tiempo con un manojo de raíces y plantas. Montó en el caballo que Andrés había traído de cabestro y partieron al galope hacia el hato de Don Antonio.
La luna se asomaba en el oriente como una inmensa bola roja. La tarde agonizaba, era la primera noche de menguante. Una constelación de arreboles se retrataba sobre las aguas del Pauto. Las sombras de los jinetes se perdían en la inmensidad de la sabana. El paso de sus cabalgaduras era rápido, y ellos lo querían mucho más, pero la marcha que habían soportado los caballos había diezmado sus fuerzas. El Catire, con el torso desnudo, sus ojos verdes y su cabellera rubia recibía sobre su cuerpo los últimos rayos del sol. Los dos astros, moribundo uno y naciente el otro, competían desde diferentes puntos cardinales, en una sinfonía de luces imposible de describir. La noche seguía su curso. Mucho antes de asomar el lucero becerrero estaban llegando a su destino. Andrés, durante el camino, puso al corriente a su compañero acerca del peligro que correría si Don Antonio se enteraba de su presencia. Le manifestó que si aceptaba, contaría con el eterno agradecimiento de doña Juana, quien confiaba en él ciegamente. José Amalio respondió que lo hacía de buen gusto sin importarle el peligro que pudiera correr, pues los dioses y sus hermanos le habían enseñado el secreto de las plantas para hacerle bien al Hombre, que a él no le interesaba el color, sino el dolor de los enfermos, y que si llegaba a morir, ya le había trasmitido sus conocimientos a la persona escogida, y que tal vez así, los blancos algún día entenderían que los indios peleaban por la tierra que les pertenecía, p ero que en ella había cabida para todos, que ella era generosa y no tenía preferencias de color ni de razas para entregar sus frutos por igual. Andrés le pidió al indio que lo esperara mientras él iba hasta la casa a dar aviso. Mientras tanto en La Rubiera seguía la misma angustia. La salud de María de Los Ángeles era cada instante más delicada, sin conocimiento y sólo de vez en cuando daba muestras de vida. Doña Juana esperaba por momentos la llegada de Andrés. Al verlo, le preguntó sobre el resultado de su viaje. Él le informó que el Catire estaba esperando su orden para pasar. Don Antonio que se había excedido de tragos, se durmió temprano, hecho que fue aprovechado por el indio para entrar sin contratiempos. Inmediatamente pidió unos utensilios que le fueron entregados. Puso sobre ellos unas ramas secas, les prendió fuego y empezó a entonar unos cánticos en su lengua nativa, que parecían lamentos. Pidió que todos se salieran, luego descubrió d la enferma sin dejar de cantar y el humo del brasero cubrió su cuerpo. Llamó y pidió la presencia de Doña Juana, cortó en forma de cruz la parte afectada, aplicó sobre la herida una cataplasma de hierbas, preparo una pócima que dio a beber a María con cuchara, se sentó en el suelo, metió la cabeza entre sus manos y pareció entrar en trance. Duró así, ajeno al mundo, durante largo tiempo, luego permaneció de pie hasta que el cantar de los gallos se hizo frecuente. Repentinamente María abrió sus ojos, los fijó en el indio, y nuevamente los cerró. el Catire la contempló unos minutos más, le pidió a doña Juana que durante el día le aplicara otros medicamentos y le enseñó cómo hacerlo. Les dijo que iría a buscar otras plantas pero que regresaría en la noche, y se perdió en el amanecer pauteño. Las estrellas cubrían el firmamento. El lucero becerrero mostraba toda su plenitud. José Amalio había avanzado un largo trecho en su eterno trajinar, comenzaba el amanecer y el sol se insinuaba en el oriente. Las aves trinaban, las garzas abandonaban sus dormitorios volando en busca de peces. El indio llegó a un espeso morichal. Quindó su chinchorro pero no pudo conciliar el sueño. La imagen de la enferma se había metido en tomas profundo de su corazón y éste no acepta barreras de sangre, de color, de religión o de raza. El amor no pide permiso para aflorar como una llama que abrasa con su fuego el espíritu para trasformar al ser humano en soberano o esclavo.
Él sabía lo imposible que era dejar crecer su sueño. ¡Pero acaso era delito soñar ! . La amaría en silencio y su vida en adelante le pertenecería por completo si lograba salvarla o, de lo contrario, su recuerdo lo acompañaría mientras durara su existencia. Se levantó, fue al río, se bañó y pescó con su arco un enorme yamú. Cortó un racimo de plátanos, del que asó algunos, comió y se dedicó a buscar yerbas que creía definitivas para salvar la vida de quien se había constituido en lo más importante para él, halladas éstas esperó, tratando de dormir. En el hato el día fue más tranquilo. La enferma parecía más calmada, su respiración se había hecho menos agitada y aunque no había recobrado el conocimiento su aspecto mostraba una notoria recuperación. Doña Juana se mostraba llena de optimismo y esperó con ansiedad la noche para que el indio pudiera regresar. En la tarde tuvo de nuevo una leve crisis, pero con los remedios, pronto se sumió en un sueño profundo. Don Antonio se embriagó nuevamente ese día, y como la noche anterior, se fue a dormir temprano. Andrés fue por el curandero y sin demora regresó con él. Doña juana lo recibió con gran amabilidad. Él pidió ver con prontitud a su paciente, se repitió en gran parte el rito de la noche pasada, fueron cocinadas un montón de yerbas que él había recogido durante el día, una vez satisfecho su pedimento, empezó sus cantos e interpretó una danza desconocida. Tomó un platón, lo puso en el suelo y efectuó sobre el cocimiento un rito extraño. Al terminar, pidió a la señora que procediera a bañar a su hija. Se recostó de cara a la pared, sin dejar de cantar, hasta que se le avisó que se había efectuado lo ordenado, volvió su rostro, fijó sus ojos en María de los Ángeles y así permaneció. La pobre madre, cansada, quedó dormida en una butaca, El indio seguía sin efectuar ningún movimiento. De pronto la enferma recobró la conciencia, vió al indio y trató de hablarle. Él cerró los labios de la niña con temblorosa mano, Llegó el amanecer. El indio despertó a doña Juana, le dijo que su hija ya no corría ningún peligro y le prometió que volvería en la noche por última vez.
La culebra cascabel Una tarde de verano a orillas del río Cravo, mientras esperaba que un desprevenido pez cayera víctima del engaño, en uno de mis anzuelos tendidos de una a otra orilla, en mi largo calandrio, que tenía ancladas sus puntas a unos enormes estacones de guarataro, le preguntaba a mi amigo Saúl, el Niño Mentiroso, que si él conocía la serpiente cascabel, pues ya me iba a morir de viejo y, que habiendo, tantas en los llanos, jamás tuve la oportunidad de conocer una de ellas. Él con su imaginación me contó la siguiente historia. ‘Pocos años después de haber pasado en el Llano la guerra Quadalupana, tenía mi taita una finca para el lao de Aguascalientes, muy cerca de su amigo Tito Morales. Por ese entonces yo apenas era un sute, eso sí, trujano para todo. Achicaba los becerros, ordeñaba las vacas, le echaba de comer a las gallinas, rucíaba las matas y salía en un burrito gocho a darle vuelta a la Sabana, ésta no tenía cercas. El Llano era libre y para todo bicho de uñas. Me tocaba cargar el agua para la comida, cortar los topochos y desbellotar las plataneras para salvarlas del julano hereque, que vino a terminar al fin con el principal sustento del llanero. Me gustaba trabajar, eso era cierto. No había nada que no supiera hacer. Todo oficio para mí era bueno, menos pastoriar una marranera q ue teníamos, de más de un centenar. Pero me la tenían velada, y todos los días me tocaba madrugar, Me ponía un guayuco, una franela de La Garantía, un sombrerito viejo y mí ruana, luego me servían el desayuno y agarraba un zurriago, recogía los marranos, eso sí, no sin antes renegar, echar unas cuantas maldiciones, alegar que yo era un hombre de caballo corcoviador y toro para’o, que ese of icio era pa’ los pendejos. Entonces se ‘enverracaba’ mi taita, agarraba su mandador de palo de cañaguate y me encaminaba con todo y marranos. Por fin me iba, eso sí, ‘más toria’o que sapo llevando sol’. Llegaba a un bajo donde se regaba esa marranera a comer boro y a hozar; y como tenían el chumbo más largo que ‘cañón de fusil, de la guerra de los mil Días’. Dejaban la tierra ‘más revolcada que atascadero de camino rial’. Mientras tanto yo sacaba mi flecha de doble caucho y como siempre tenía los bolsillos llenos de piedras, me ponía a matar perdices y palomas. Piedra que tiraba era paloma que caía cuando tenía bastantes y calculaba que ya pesaban mucho, le echaba mano a mi cuchillo, cortaba un bejuco de chaparro, hacía un sartal, las tapaba con la ruana y las dejaba a la sombra de una mata de guásimo; luego mataba uno o dos patos. A eso de las dos de la tarde recogía los marranos, los contaba y pelaba por mi saco pollero que mi mamá me llenaba con tajadas y carne frita de marrano o de res, tragaba hasta quedar ‘más lleno que mozo de cocinera’. Para completar, me jartaba una totumada de agua con panela y esperaba que cantaran los loros, ajuntaba los malditos puercos y me ajílaba con ellos pa la casa. En la noche, desde mi chinchorro, escuchaba los cuentos que contaban los piones, cuentos de la Bola de Fuego, del Silbador, del Mandingas, de Pedro Rimalas o, lo más frecuente, de toros bravos y caballos machiros, en los cuales aparecía el narrador como el mejor jinete y torero que ha habido en El Llano, porque eso sí, pa’ fantasiosos naide les ganaba. Echaban unas historias más enredadas que el cabro del sacrificio de Abrahán. Dormía como ‘sute ateta’o’, hasta que me llamaba mi taita, cuando ya empezaban a cantar los gallos de seguidita. Me tomaba mi pocillo de café, más amargo que hiel de cachicamo con novia. Ya cargar agua, ordeñar vacas, echarle comida a las gallinas, barrer la caballeriza, botar la mica llena de miaos de una moza que tenía mí viejo. Y luego mi gran tormento: vuelva otra vez con esos malditos marranos. Así pasaban los meses y yo ‘más aburrío que guahibo sin puya en una subienda’.
U n día por el camino, cuando arriaba la marranera, cogí unas pepitas rojas y me las eché al bolsillo. Más tarde supe que eran de piñón. Me dio por tragarme una y me pareció muy dulce, esa fue mi salvación, pues como a la media hora me agarró un dolor de tripa, acompañado de una cagadera, que no me daba tiempo ni de ponerme los tucos, casi acabo con el pajal donde me tendí, y ya por último me tocaba limpiarme como señorita en banquete. Me cogió un desmayo que parecía ‘vaca vieja atascada en lambedero’. Como pude me arrastré hasta la casa, me llevaron pa’ 1 pueblo en una hamaca, me ¡nyectáron suero y me dieron a jartar un poca’o de remedios que me pusieron bueno como a los tres Dias. Volver de nuevo a la finca fue un martirio: me tocaba caminar con las piernas abiertas, como ‘bobo monta’o en jamuga’. Y de nuevo a mi oficio. Una tarde, después de un aguacero, estaba aplasta’o encima de una topia, cuando sentí latir una perríta que siempre me acompañaba, ‘ai la pongo’, igual a la que tiene la señora Magnolia. Me fui barajustao a ver qué pasaba. Pensaba que era un cachicamo porque la perra estaba escarbando en una cueva, cuando de pronto pegó un chillido. La había arropado una cascabel que casi le quita la porra del tarascazo, Cuando la soltó, la perrita salió corriendo y al momentico cayó muerta. Sin pensarlo dos veces reventé a la carrera como ‘vena’o corno de los p erros a llamar a mi papá, para que viniera a matar el plago. El viejo se terció la escopeta, cogió un barretón y me entregó una peinílla y nos fuimos al trote en busca de la culebra. Llegamos a la banqueta donde la había visto. Me puse a buscar la cueva, pero no fui capaz de dar con ella. Caminaba de uno a otro lado, me agachaba en todo hueco que veía, pero nada. El viejo se iba disgustando poco a poco, hasta que se puso ‘más arrecho que vaca vieja en pastoreo’. Al fin me llamó, me cogió de la mano y me zampó tres o cuatro chaparrazos que me hicieron soltar el chorro de miaos, me trató de mentiroso y juró, hasta por el mismo Mandingas, que jamás me cambiaría de oficio. Un día se fue mi papá de cacería con mis dos hermanos. Por la tarde volvió con un capón tan trepa’o, que le tocó mandar por la yunta de bueyes de la molienda, partirlo por la mitad y echarle a cada uno medio marrano. Tan grande sería que tenía unos colmillotes que le salían de la jeta como más de cuarta y media. Nos pusimos a componer carne y ya por la nochecita, fuimos a herrar un par de becerros que habían traído de vaquería. Mi hermano enlazó uno colora’o mamantón, bien gordo, yo me le pegué a la cola y le zampé una jalada que lo hice dar vuelta de campana. El pobre animal quedó con las patas quebradas. Pensé que con semejante hazaña había demostrado ampliamente que era un hombre de llano y, que en consecuencia, me libraría del fastidioso oficio de cuidar marranos. !Oué equivocado estaba¡ Al otro día me mandó mi papá a pastorear mis odiados enemigos, eso sí, con un pollera’o de carne frita de cerdo y casi la mitad de un pecho del becerro asado, a más de eso llevaba tajadas de plátano y arepas de harina de trigo fritas con huevo, pesaría tanto el pollero que tenía que caminar de medio lao. Como todos los días, procedí de la misma forma: maté palomas y patos, luego pelé por mi pollero y me puse a tirar ‘más muela que fara en gallinero’. De pronto me fijé en una cueva. Allí estaba la enorme serpiente de cascabel, la misma que había matado a la perra y que por no encontrarla, me había lambido una pela de mi taita. Tomé todas las precauciones del caso: me fijé muy bien en el lugar pero, para mayor seguridad, me quité el sombrero y con mi cuchillo corté una yana de mastranto, la enterré muy cerca a la cueva y en la punta dejé mi gocho viejo. Partí a la carrera a llamar a mi papá, llegué a la casa con la lengua afuera, pero el viejo había salido pa’ la sabana y se había llevado la morocha.
Me puse a pensar cómo haría pa’ matar la serpiente. Buscando encontré tres barras de dinamita al noventa por ciento. A mi papá le gustaba la pesca, y por esa época era lo más usual hacerlo con ella. Yo me había fijado de qué manera se hacía pa’ poderla utilizar, Encontré como medio metro de mecha lenta y un fulminante. Tomé todo eso, lo puse en un talego junto con un pedazo de piola y partí a toda carrera, llegué al lugar donde estaba la alimaña, me fue fácil encontrar el lugar por las señas que había dejado. Tomé las tres barras de dinamita, las amarré con la piola, luego el fulminante y le puse la mecha, lo apreté con los dientes con mucho cuidado, prendí un tabaco que le había robado a mi taita, escarbé la mecha hasta que fue visible la pólvora, le arrimé el tabaco y la mecha comenzó a chisporrotear. Con la yana de mastranto arrempujé la dinamita en la cueva. Iba a salir corriendo, cuando me acordé del saco del bastimento. Por tomarlo ligero se derramó todo el contenido en el suelo y como cosas del diablo, cayó la marranada a comer. Yo traté de espantarlos pero no fue posible, viendo el peligro, metí carrera, había avanzado casi cien metros, cuando ¡pummmmmmm¡ sentí la explosión. Caí de jeta en un charco, quedé con la porra llena de barro y ‘más asusta’o que guahíbo en un baile de blancos’ Dejé pasar un rauco y me fui acercando poco a poco a ver qué había pasado ¡Dios del cielo, Virgen santa de Manare, sálvame de mi papá!.’ Lo interrumpí para preguntarle si había matado la culebra. Me respondió ‘No lo sé. De verdad, no lo sé. Pero lo que sí le puedo asegurar es que no quedó vivo ni un hijueputa marrano.
El Llano, ayer y hoy Una tarde de verano, al final de Marzo, en compañía de Saúl, el Niño Mentiroso, sentados en un barranco de la orilla del río Cravo, contemplábamos morir de la tarde: el sol se perdía en el occidente en medio de colores en los que predominaba un rojo intenso, semejante a un gigantesco cuajarán de sangre. El llano todo era desolación. Las aves hendían el aire con sus alas. El río agonizaba en la ardiente arena, luchando por llevar sus contaminadas aguas al que antes fuera el majestuoso Meta. Los guamos extendían sus sedientos brazos sobre la superficie del agua. Detenidos sobre sus hojas, flotaban a profusión toda clase de desechos de polietileno y envases de cerveza de todas las marcas, que el moribundo río con sus exiguas fuerzas no era capaz de transportar. En una y otra orilla se veían los vestigios de desaparecidas plataneras. Los montes que en otro tiempo daban frescor y detenían la erosión habían desaparecido a causa de la tala indiscriminada, hecha por el peor depredador: el hombre. Nos pusimos de pie dando la espalda al río. El espectáculo aún era más dantesco, una sabana calcinada cubierta por una espesa capa de ceniza, producto de la quema de sus pastos. La tierra mostraba profundas grietas de desecación a consecuencia del intenso verano. Más allá se veía una putrefacta charca de lodo, en el lugar donde antes existiera un imponente estero. Las garzas, patos, gallitos de agua, garzones, alcaravanes, güéreres, codúas, chigüiros, venados y miles de especies más que pregonaban con su multiplicidad de colores y gritos un himno permanente a la vida, habían desaparecido por completo, para ser sustituidos por un paraje de desolación y muerte. Los cielos, antes de un límpido azul, lucían cubiertos por el negro de las alas de las aves de rapiña que por centenares se lanzaban sobre los esqueletos de las agonizantes reses que encontraban su final enterradas en el barro, tratando de calmar su devoradora sed. Por la ribera de un lejano caño avanzaba una candela. Las esbeltas palmeras, luego de ser abrazadas por el fuego, mostraban su tronco renegrido y sus hojas le daban vida a una gigantesca llama que parecía elevarse al infinito para suplicar al creador con su sacrificio ablandara el corazón del hombre y lo enseñara a convivir con la naturaleza. La escasez de las aguas, la desnudez de las riberas de los ríos, la erosión, la desaparición casi total de los peces y especies animales que antaño poblaban este lugar paradisíaco, me transportaron al Llano que hace mucho tiempo, de niño, conocí. Mi mente se llenó de recuerdos y las palabras fueron aflorando sin control. Mis labios empezaron a moverse, mientras Saúl, el Niño Mentiroso, por primera vez me escuchaba, dejando escurrir por sus curtidas mejillas una lágrima, como homenaje a ese Llano en el que nacimos y en el que hubiéramos querido morir, con sus costumbres y su exuberante belleza, adornado con las flores de Mayo, impregnado por el perfume de los mastrantales, con todas sus especies animales y vegetales, en medio de una paz milenaria, respetando la vida y la naturaleza, para entregar así, a las generaciones por venir, una tierra igual a la que nos legaron nuestros mayores. Mi corazón y mi espíritu me transportaron a mi infancia y describí el Casanare que por primera vez, retrataran mis pupilas, así: Nací en un pueblecito enclavado en medio de dos cerros, San Antonio y Santa Bárbara, en un pequeña planicie inclinada, en el mismo lugar que antes ocuparon mis antepasados, los indios Támara, en las últimas estribaciones de la cordillera oriental de los Andes colombianos. Allí donde los cerros parece que doblan sus rodillas ante la majestuosidad de la llanura. Pueblo de calles empedradas, casas e iglesia de arquitectura indo’colonial. Sus habitantes se dedicaron
desde épocas inmemorables, al cultivo del café, traído a esas tierras, según el historiador Liévano Aguirre, por el padre Gumilla. Así pues, mis primeros años trascurrieron en medio de copos de algodón y del perfume de los cafetos en flor, rodeado de un ambiente austero y religioso, fruto de las enseñanzas impartidas por los curas jesuitas y posteriormente, por los Agustinos Recoletos. En las tardes subía al cerro de Santa Bárbara, que se levanta sobre la superficie del poblado algo más de doscientos metros, y desde donde contemplé por primera vez el Llano. Mis ojos se extasiaron ante la inmensidad de un paisaje, para mí ignoto. El verde de sus pastos, sus montes lejanos, las cintas plateadas que de lejos semejaban sus ríos, me indicaron que allí estaría mi futuro. Apenas me pude sostener sobre los lomos de un caballo, mi padre me llevó a su hato denominado ‘La Reserva.’ Por Pore penetré a la llanura. La brisa agitaba las crines de mi pinto, cuyos cascos horadaban por primera vez la tierra que amo más que todas las cosas que existen en el universo. Me embrujé en su inmensa lejanía, me deslumbró el talle de las palmeras. La sabana se perdía en el lejano horizonte, miles de cabezas de ganado pastaban tranquilas y libres, en donde no existían cercas. El cielo era cubierto en pequeños intervalos por bandadas de patos reales, güiriríes, caretos, carreteros y zumbadores que se alejaban para dar paso a bandadas de garzas blancas, rojas, rosadas, paletas, morenas, coclíes, tantas y tautacos que vestían el cielo con una policromía imponente. Un concierto de trinos era perceptible en las copas de los árboles que nacían en las riberas de los caños y ríos, gracias al milagro de las abundantes aguas con que el Creador regaló nuestra tierra. A medida que me adentraba en la llanura, me embriagaba aún más de Paisaje, de paz y de quietud impresionantes. No existía el temor, había seguridad para la vida. Nacer y morir era apenas lo natural. En la tarde, cuando el sol se perdía en un mundo de arreboles, llegamos al hato, con una casa de palma construida a la orilla de un caño de abundantes aguas, corrales y p otreros. Al desmontar de mi caballo corrí de un lado a otro. No podía dar crédito a tantas y tan bellas cosas que durante ese día habían Contemplado mis ojos. Pero fue mayor mi asombro cuando se iluminaron los montes del Canuare con un fenómeno desconocido hasta ese momento para mí: Sobre la copa de los árboles apareció la luna menguantina en medio de colores imposibles de describir, mientras los arrendajos, turpiales, mirlas y un sinnúmero de aves saludaban al naciente astro. Bandadas de garzas pasaban presurosas, en busca de su cercano dormitorio, más allá, se escuchaba el canto del paujil y la pava montañera. La luna seguía, lenta, iluminando con su tenue luz la infinita quietud de la noche. Se dormía con las puertas abiertas sin ningún temor. Si de noche latían los perros y se sentía que llamaban en el tranquero, se pensaba en el vecino que solicitaba un favor, o en un cansado viajero que requería posada. El Llano era un remanso de paz, un paraíso sin límites. Sus gentes, de una conciencia elemental y simple. Al día siguiente conocí El Esterón de los Fuentes, cercano a las instalaciones de la finca; me negaba a aceptar lo que vejan mis ojos: confundidos con dos o tres centenares de reses se veían dos o más docenas de venados, compartiendo con patos, garzones de todas las especies, gallitos de agua, garzas corocoras, morenas, chumbitas, paletas y con un inmenso rebaño de chígüiros,
las abundantes aguas. Los alcaravanes levantaban su vuelo y amenazaban caer sobre nosotros, creyendo en peligro sus polluelos. Los güéreres, aguaitacaminos y murrucos, huían a nuestro paso. En una banqueta cercana al estero, dos caballos padrotes se disputaban una potranca: sus dentelladas, coces y relinchos interrumpían la infinita quietud del paisaje. Más allá, dos toros criollos, retorciendo sus cuerpos, avanzaba el uno sobre el otro en actitud desafiante. Con los remos delanteros se echaban tierra sobre sus cuerpos y con su pitar a manera de clarín, parecían pregonar que cada uno era el dueño absoluto de la vacada. Al fin se trenzaron en ardua lucha, entrelazaron sus cuernos y midieron sus fuerzas. Luego, se separaron algunos centímetros y con insólita violencia, moviendo su cabeza de uno al otro lado, lanzaban escalonadamente sus cachos buscando romper con ellos la frente de su contrincante. Por fin, uno de ellos empezó a retroceder, volvió su cuerpo y emprendió veloz carrera, dejando escuchar un bramido de derrota al reconocer la superioridad de su émulo. En los montes de los caños y ríos había árboles de guarataro, algarrobo, caracaro, floramarillo, caruto, cañafistol, samán, yopo, laurel, aceite, guamo, yarumo, palmas, moriches, saray, maporas, cubarros y en fin, de todas las especies nativas; dándole frescor a su idílico entorno y escondiendo en su seno lapas, saínos, chácharos, cafuches, marranos salvajes, puercoespínes, gallinas de monte, pajuíles, pavas montañeras, guacharacas, pumas, terribles jaguares zorros, morrocoyes y venenosas serpientes. Las abejas anidaban en los huecos de los árboles, de donde se trasladaban a la casa, acomodándolas en troncos secos o en calabazos. Las Quanotas, pintadas y Cumayes, se terminaron con la invasión de la abeja africana, peligrosa para hombres y animales. Todo ese mundo de belleza desapareció. El Llano está delimitado por una maraña de alambrados. Hasta los micos, ardillas, guacharacas y palomas pasaron a hacer más nutritiva la dieta de las gentes que, en avalancha, llegaron de los cerros en busca de un pedazo de tierra para vivir. Conocí manadas de bestias cimarronas, perseguidas incansablemente por los dueños de hato. Salir a la sabana significaba volver con cinco o más cachicamos. A las hembras se les daba la libertad. Los esteros estaban llenos de galápagas; tos ríos y caños, de terecay y tortuga. Hoy, ¡nada de eso queda!. Tampoco ha escapado el folclor: muchos golpes llaneros han desaparecido. La tiradera, los corazones, los morrocoyes y algunos más se fueron para darle paso al vallenato, el merengue antillano, al rock ya toda clase de música moderna. Ya no son famosos los bailes de angelitos, ni la chicha, el guarruz y los buñuelos en Semana Santa. Toda la generosidad, hospitalidad y gallardía de sus gentes se ha perdido en el tiempo. La costumbre de arrebiatar la soga a la cola del caballo, vieja costumbre llanera, fué sustituída por hacerlo a cabeza de silla, el tremolear el rejo para enlazar, por el chipiado; el cabo de soga de cuero de ganado, por el nylon, la silla vaquera, por chocontana, mesacé o galápagos; el acomodas el caballo, por el potrero. Desde luego, muchas de las cosas con que se reemplazaron las viejas son de incuestionable bondad. Los viejos como yo, añoramos todo aquello que se fué para siempre. Pero por sobretodo, toque constituía el ser llanero, sinónimo de honradez, bondad, respeto, veracidad, amor a su Llano, a la patria, a sus símbolos y a la naturaleza. Todo, o casi todo, se ha perdido. Comprendo que, dentro de un proceso de desarrollo, todos los cimientos de tas culturas se conmueven. Pero es doloroso que, quienes en alguna oportunidad hemos ostentado poder, en Una u otra forma, culpables como somos, en menor o mayor grado, del estado de desculturización y corrupción de nuestras gentes, no hayamos hecho lo suficiente por evitarlo, ni mucho menos por defender nuestra fauna y nuestra flora, nuestro folclor y nuestra cultura.
Es hora de que nuestros gobernantes obliguen a quienes toman en canales, venas rotas de nuestras cuencas hidrográficas, aguas con fines agrícolas, las vuelvan a sus cauces sin contaminación alguna, para que no se mueran los peces, ni de sed los que antes fueran imponentes ríos. Nuestros legisladores están en mora de presentar un proyecto de ley, creando una reserva o parque Nacional, para defender y multiplicar las especies en vías de extinción. Así se ha hecho en los países desarrollados y en aquellos lugares ha vuelto a florecer la vida y les ha permitido a las generaciones de hoy, conocer lo que un día conocieron sus mayores. El desarrollo y la civilización de los pueblos no pueden ir en contravía con la conservación de los recursos naturales. Pero nadie, absolutamente nadie, hace nada por nuestro Llano. Y lo peor es que el pueblo perdió la fe en sus gobernantes y está convencido, con razón, de que quienes llegan al poder sólo lo hacen para enniquecerse, pero no para buscar el mejoramiento del hombre como tal, que es, por esencia, la obligación de quienes están encargados de conducir los destinos de un territorio. Los mandatarios del futuro deben procurar que el pueblo vuelva a creer en ellos y así, conjuntamente, emprender una cruzada, aunados en la búsqueda del progreso, pero viviendo en armonía con la naturaleza. ‘¡Chico!’, me interrumpió Saúl. “¡Esas vainas que dice usted son la punta verdá y me llenan de tristeza! No joche, cuña’o, to’esa carajá es cierto, ípero que podemos jacer!. Ya to’o cambió-pa’ bien o pa’ mal, pero de to’as jormas jamás golverán a ser lo mesmo qui’antes. Yo me recuerdo cuando se iba a trabajar llano: el dueño’el hato, salía p’uai a los vecindarios y le avisaba a la gente pa’ que jueran a ayudale. Siempre se convidaba a los que eran más facurtos con una soga, que supieran tratá bien la remonta y que no jueran faramayeros. A más d’eso debían ser probaos pa’ montar un cabayo machiro, que supieran nadar y que no le tuvieran miedo a un toro, ni a trueno, ni aún al mismo mandingas. El llanero dí’antes, sí que en verdad lo era, no como los patiquines di’hoy, que dicen que son puntos crioyos, pero no saben qu’es un nudo moreno ni pa’ que si’usa, mucho menos un Botón, un riñón, un medio riñón, o un nudo’e suerta, tampoco la lazáa que si’usa pa’ guind’á la colgadura, ní’an siquera echar en nudo de anzuelo, no saben que’s una cachera, ni como se lajea un noviyo. Yo que sí sé a ‘onde es que ponen las garzas y de qué color son los güevos dí’una baba. Le voy’echar una historia de cómo era un trabajo de yano, así como los jacía mi taita que tenía más güevos que un terecay macho. El día anterior ar convenío pa’ empezá los trabajos, se madrugaba a matá una res, que si’había achica’o a pat’epat’e palo el Dia’ntenior. Se componía la carne, si era tiempo de invierno, en tasajo y, si nó, la mayoría en cecina. El encarga’o de pic’á la res cogía la punta del mono, la doblaba, y en el lugar onde yegaba er garro, se metía el cuchiyo, claro qui’atravesa’o pa’ pode’le rompé la vena al bicho, luego se procedía a quitale la piel, primero por un la’o y el sacador de carne casi siempre empezaba por la pierna, sacando primero el poyo, luego en herradero, la purpa negra, la chocozuela y luego sí, la pateta. Cada cortá’ debía de ser pu’el sitio señalao, por la pegadura de las presas y, si no era bien trujano, se yevaba un buen rajatablas der blanco. Los güesos se picaban a lo largo pa’ pode’los componé más fácil, Luego se procedía a salá la carne, y los piones le preguntaban al salador que si no había tao esa noche de frondio, cogiéndole la entre pierna a la mujé’, porqu’entonces, la carne se apichaba.
La Leyenda del silbón Hace tiempo, mucho tiempo, me decía Saúl, el Niño Mentiroso, que cuando aún no había llegado la civilización al Llano y las costumbres eran poco menos que salvajes, Secundino Quanay, descendiente cercano de la raza Achagua a quien llamaban ‘El Cazcorvo’ por la conformación de sus extremidades inferiores en forma de paréntesis, resolvió dejar definitivamente su oficio de caballicero que había ejercido desde su infancia y le había permitido convertirse en un verdadero llanero, conocedor de los secretos de La sabana, domador de caballos cerreros, diestro como ninguno con una soga de enlazar, agüerista, faramallero, dicharachero y mentiroso, como lo son casi todos ellos. Además de lo anterior poseía una ambición desenfrenada y sentía una enorme envidia por aquellas personas que habían logrado hacer un patrimonio, y todo lo que ellas tenían lo quería para sí. Por eso decidió que sería rico a cualquier precio. En procura de ese cometido, le pidió a quien había sido su patrón por muchos años la liquidación de su trabajo. Como jamás había pedido dinero, le fué entregada una buena cantidad de monedas de oro que rechazó, solicitando le fuera cubierta esa suma en ganado y algunos caballos. Su petición fué aceptada inmediatamente, Como estaban en pleno invierno determinó quedarse en el hato hasta el mes de noviembre y entonces sí, para esa fecha, recibir el ganado. Pidió unos días de permiso, ensilló un caballo al que llamaba ‘El sute, por haber perdido la madre el mismo día en que nació, a causa de la mordedura de una culebra y él lo había criado con cáscaras de plátano y leche. Una vez en él, se adentró en la llanura y a los pocos días llegó a un lugar en el cual un caño de abundantes aguas le entregaba las suyas a un río. El paraje era extremadamente bello, pero de una soledad infinita. No había ser humano viviente a menos de seis horas de camino a buen trochar, sin embargo, estaba poblado por toda clase de animales salvajes. Cerca del sitio que escogió para levantar la rancha y los corrales había una inmensa laguna en medio de un morichal, que lo convertía en un verdadero paraíso en cuanto a paisaje se refiere, pero difícil para ser habitado por el hombre. Había tigres, serpientes de todas las clases y zancudos que tanto de día como de noche constituían un verdadero suplicio. Tal vez por todo aquello a Secundíno le dió por llamarlo. ‘El Rincón del Miedo’, y determinó que allí haría su fundación. Regresó a Los Canaguaros, que así se llamaba el hato donde creció, y se dedicó a ultimar los detalles que le permitieran, una vez entrado el verano, trasladarse al lugar escogido para llevar sus ganados. Pensó que lo más prudente era conseguir una mujer que le sirviera de compañera y sirvienta, y en esa búsqueda encontró la que él creyó sería inmejorable: una mocetona de raza tuneba que había llegado al vecindario no hacía mucho tiempo, sin ningún asomo de belleza, cosa que a él no le importaba pues aunque era tuerta, se veía fuerte para el trabajo, tenía una hermana menor de diez años y un hermano de nueve, que le servirían para arrear el ganado. Secundino le propuso que se juntaran. Ella como respuesta, tomó su capotera, depositó en ella la poca ropa que tenía, echó además su chinchorro y le dijo que estaba lista, pero que llevaría con ella a sus hermanos. Llegó el mes de octubre, disminuyeron las lluvias, y empezaron a bajar las aguas. Los ríos perdieron gran parte de su caudal, lo mismo que los caños, el cielo se encapotaba, las nubes corrían veloces hacia los lejanos cerros, las tempestades eléctricas estremecían la llanura, los rayos y truenos llenaban de terror no sólo a los hombres sino también a los animales. Los
truenos eran ensordecedores y los relámpagos, uno tras otro, iluminaban el gris de las sabanas y convertían las palmas reales, maporas y moriches en gigantescas llamaradas, Luego, poco a poco, iban desapareciendo lo mismo que las lluvias, se acercaba noviembre y con él, llegaba el verano. Secundino recibió algo más de treinta novillas y cinco caballos. Al Sute, le puso una jamuga En un par de ‘chivas’ colocaron las provisiones que creyó necesarias y que estaban a su alcance, para emprender el viaje en búsqueda de su destino. Partieron al amanecer. El que fuera su patrón había enviado tres hombres para que lo acompañaran durante la primera jornada, tiempo suficiente para que los animales se amadrinaran y fuera más fácil su manejo. Secundino convenció a un mocetón llamado Froilán, de unos diez y nueve años, para que fuera su socio en la iniciada aventura. Al segundo día secundino le ordenó a Esmeralda, la hermana menor de Asunción, que sirviera de cabestrero. Él y Froilán se colocaron a uno y otro lado de la madrina, como orejeros, mientras que a la tuerta y José, su otro hermano, les tocó en la culata. Desde ese día comenzó a crecer su rebaño con las desprevenidas reses que encontraban a su paso y que voluntarias y después obligadas, empezaban a hacer parte de su haber. Fue así como al final del cuarto día conducían un poco menos de cien reses, más un macho y una mula que aunque de varios años, le cayeron como del cielo. Al amanecer del quinto día, dejaron atrás todo vestigio del Llano habitado y se internaron en una sabana bravía, Enormes pajonales jamás horadados por el hombre se perdían en el infinito. El cielo se cubría de colores con el plumaje de las aves, manadas de marranos salvajes, saínos y venados levantaban sus cabezas para contemplar a los intrusos. Más allá, se veía agitar las copas de los árboles, sus ramas parecían próximas a desgarrarse en razón del enorme peso que sostenían, varias docenas de indios guahibos contemplaban el paso de los extraños visitantes, trepados sobre las copas de robustos chaparros, La marcha con el centenar de semovientes, era en extremo difícil, la tierra cedía con el peso y se enterraban hasta más arriba de las rodillas, los jinetes tuvieron que desmontarse y tomar las bestias de cabestro, para que sin carga alguna, pudieran avanzar, aunque con mucha dificultad. Cuando el sol se perdía en el infinito, llegaron al sitio escogido previamente para la fundación del que sería, en un día no muy lejano, el hato de El Miedo. Una vez allí procedieron antes que todo, a desensillar sus fatigadas cabalgaduras. El ganado, extenuado por tan largo viaje, procedió a echarse inmediatamente, ellos guindaron sus chinchorros debajo de un espeso y gigantesco palmar, que los defendía del sereno y les serviría de ranchería hasta tanto pudieran construír una casa, que harían en su totalidad con elementos nativos. El ganado, no obstante la fatiga, no se durmió inmediatamente como era de esperar. Pasó largas horas bramando y tratando de defenderse de las nubes de zancudos. Tampoco lo pudieron hacer los compañeros de Secundino. Era tan grande la cantidad de mosquitos, que al recostar los brazos o piernas sobre la tela del toldillo, centenares de chupadores de sangre aprovechaban para darse un festín con los recién llegados. A más de eso, el ruido de sus alas producían un zumbido permanente y molesto que contribuía a hacer más insoportable la noche. En el río se escuchaban con frecuencia los coletazos de los caimanes, señal inequívoca de que habían hecho presa de su víctima. Sobre la hojarasca de las riberas, el permanente trajinar de decenas de animales nocturnos. Más allá era perceptible un ruido extraño producido por la serpientes, que las gentes del llano señalaban como ‘el latir de las culebras’, y como si todo
aquello fuera poco, el ronquido de los tigres o jaguares estremecía la montaña y llenaba de angustia, no sólo el corazón de Asunción y sus dos pequeños hermanos, sino también el de Secundino y Froilán que temían ser atacados por los gigantescos felinos. Tan sólo al amanecer les fué posible conciliar el sueño. El ganado y las bestias no pudieron dormir tranquilamente y portal razón, hasta muy entrado el día, permanecieron tendidos y luego perezosamente se pusieron en pie y se dedicaron a pacer. En la mañana, luego de tomar el café, salió Froilán y cazó tres cachicamos de una especie que sólo hay en las sabanas incultas, y que por ser muy pequeños y negros, se les distingue con el nombre de Corocitos. Los asaron y con algunos topochos que trajeron sobre los lomos del Sute, hicieron parte de ese primer desayuno en El Miedo. Enseguida se dedicaron a cortar madera y palma para construír una rancha de vara en tierra, Por la tarde amontonaron leña para prender hogueras durante la noche y con el humo, ahuyentar los zancudos y jejenes. Todo ese Llano bravío, era en verdad un espectáculo imponente con miles de aves que vestían el firmamento e improvisaban un canto a la vida, mientras otros animales se paseaban tranquilamente junto a la improvisada vivienda. El anchuroso río, que en ese comienzo de verano bajaba con sus aguas turbias, representaba una importante fuente de alimentación, bastaba lanzar un anzuelo con una lombriz de carnada y en pocos minutos se tenía un bagre, cachama, agujón, payara, yamú o cualquier otro pez. Pero escondía en su seno enormes peligros: rayas, caribes y tembladores. Los caimanes acechaban en sus orillas. Secundino, conocedor como era del Llano con todas sus costumbres y peligros, les recomendó que no se fueran a meter en él y que para bañarse, lo hicieran con totuma. Antes de las seis de la tarde, sirvieron la comida, que tuvieron que consumir parados y paseándose de un lado a otro, nubes de zancudos y jejenes caían sobre ellos. Antes de acostarse, prendieron las hogueras en lugares tales que la brisa ll evara el humo hacia donde estaba el ganado y las bestias, y otra un poco más pequeña, junto a los chinchorros. Pero no sólo en el río y durante la noche existía el peligro y la incomodidad. Durante el día, las serpientes, los tigres y los indios, que poco a poco, empezaron a merodear junto a la rústica vivienda, eran motivo de preocupación. Habían traído junto con ellos dos escopetas de fisto, tres paquetes de pólvora ‘Barragan’, algunos más de las .Tres Efes’, fique y plomo. Los tacos se hacían con pedazos de tela vieja. Las escopetas permanecían cargadas, en espera de que fueran necesarias. Pero en realidad las armas que poseían no ofrecían plena garantía para la defensa. Por tal razón, cortaron una vara de brasil y con sus cuchillos, abrieron por mitad una de sus puntas en una extensión de veinte centímetros, introduciendo un pedazo de peinilla vieja en la abertura y luego, con fibra de moriche, la ataron con firmeza, obteniendo como resultado una lanza, instrumento por esa época usado para matar los tigres. A José y Esmeralda se les asignó la tarea de pastorear el ganado. Todas las mañanas lo encaminaban a una punta de morichal muy cercano en donde lo dejaban que se abriera a pastar libremente y cuando estaba diseminando, lo recogían de nuevo para dejarlo otra vez a su antojo. Al mediodía lo recogían y se iban a almorzar, procurando demorarse lo menos posible, para evitar el extravío de algunas reses. Cuando cantaban los loros, que lo hacían al punto de las cinco de la tarde, lo arreaban para la casa y procedían a encender las acostumbradas hogueras. Secundino y Froilán se dedicaron a la tarea de acabar de construír la vivienda, echarle pisos de tierra y ponerle soropo para resguardarse del frío y hacer los corrales con macana de cubarro y estacones de guarataro, que se amarraban a los parales con bejucos chílingo y chaparro, muy abundantes en la vega del río.
Nada extraordinario aconteció en los primeros cuarenta y cinco Días. El mes de diciembre estaba ya en su ultima década. El verano se hacía más notorio y con él disminuía un poco la presencia de los zancudos y jejenes. El ganado podía dormir más tranquilo, pero de todas maneras era indispensable prender las hogueras. El río había aclarado un poco más sus aguas. Los caballos habían perdido gran parte de su pelo a causa de la plaga que los obligaba a rascarse frecuentemente con los árboles, no así la bestia mular, que se había mostrado más fuerte y resistente. Para cazar no había necesidad de ir tan lejos, la cancelaría estaba muy cerca de la casa, pero la harina y el maíz habían dísminuído notoriamente y se hacía indispensable proveerse de nuevo, Un día, apenas aclarando, fueron despertados por los latidos de Coronel y Fielamigo, dos perritos que hacían parte del haber de Secundino. El y Froilán saltaron de sus chinchorros, tomaron sus escopetas y fueron a indagar lo que pasaba. En la orilla del río encontraron una canoa y más allá, escondidos tras un barranco, dos indios semidesnudos que hacían señales amístosas, que fueron respondidas de igual manera, logrando que ellos se acercaran. El de más edad de los recién llegados, tenía rasgos de mestizaje y hablaba un castellano de muy pocas palabras pero aún así, se pudieron entender. Secundino los invitó a pasar a la casa, les ofreció café y más tarde un desayuno llanero, Ese día se componía de carne de cafuche, arroz, arepas y agua de panela, lo que para los indígenas constituía un soberbio banquete. Comieron con mucho agrado y luego como todos los de su raza permanecieron en un profundo silencio interrumpido solamente para tratar de contestar las preguntas que les hacían los residentes de ‘El Miedo’. Pasadas algunas horas de su llegada, empezaron a inspeccionar todos los objetos que tenían a la vista hasta dar con un talego que contenía sal. Metieron sus manos y extrajeron una puñada, la devoraron con deleite y luego, mitad a señas y algo en palabras, propusieron que se les diera un poco a cambio de sus arcos y flechas, y de un poco de mañoco y casabe que traían en un improvisado talego hecho de fibra de ‘cumare’. Secundino aceptó complacido, recibió lo ofrecido y les entregó una miserable cantidad que ellos tomaron gustosos. Les prometió que les daría mucho más si le traían mucho casabe y mañoco y si le ayudaban a trabajar. Se comprometieron a ello, prometieron volver con la nueva luna, se despidieron y regresaron a su curiara acompañados de los ladridos de Coronel y Fielamigo que los siguieron hasta el río. Secundíno había conseguido quién le trabajara sin costo alguno y lo más importante, tendría casabe y mañoco suficiente para reemplazar la ya casi terminada harina. Pero se hacía indispensable viajar al poblado más cercano en búsqueda de algunas provisiones. Tenía algunas monedas de oro que su patrón lo había obligado a recibir previniendo cualquier necesidad, y ese momento había llegado. En un amanecer salieron Froilán y José llevando las dos bestias mulares con sus respectivas jamugas. Esmeralda quedó sola con el pastoreo. Afortunadamente el ganado ya estaba algo aquerenciado y su cuido no representaba mayor inconveniente. No obstante, todos los días había que recogerlo en la tarde y aunque la plaga había disminuido a medida que se acentuaba el verano, no se podía prescindir del humo. Un día que Esmeralda fue a recoger el ganado para encaminarlo se encontró con la feliz nueva de que dos novillas habían tenido cría, eran los dos primeros semovientes nacidos en El Miedo. Corrió a dar aviso de tan buena noticia a su hermana Asunción y a Secundino, quien acudió con premura a conocer los terneros. Procedió a amarrar los pequeños animales a la sombra de un enorme samán. Así sus madres no se retirarían y ellos en los próximos días, se darían a la tarea de amansar las novillas para el ordeño. Muy pronto tendrían leche como complemento de su alimentación.
Al noveno día de haber salido en la búsqueda de las provisiones, regresaron Froilán y José. Venían de a pié, en las dos bestias mulares traían los encargos y en sus monturas, por iniciativa de Froilán, retoños de topocho, yuca, plátanos y semillas de mango, naranjas, totumos, camazos, ahuyamas, guanábanos y toda clase de cogollos de diferentes flores. Asunción se mostró muy contenta con la ocurrencia de Froilán, no así Secundino que se disgustó Y únicamente consideró útil la yuca, el plátano, y el topocho. Lo demás era una pendejada, pues nadie tenía tiempo de rociar matas, ellos lo que querían era ganado y bestias, lo demás le importaba un carajo. Froilán le replicó que según el convenio realizado para su viaje, él tenía parte en la fundación y que el ganado que habían tomado por el camino les pertenecía a ambos por igual. El nada respondió. Se quedó mirándolo de frente, luego le dió la espalda y comenzó a silbar. Su silbo era largo, agudo, triste y parecía producir un frío de muerte. Una tarde del verano, a comienzo del mes de enero, mientras el sol se perdía en la inmensidad de las sabanas se iluminaron los montes del majestuoso río. El oriente se vestía en un mundo de arreboles, Poco a poco, parecía brotar de las entrañas de la tierna un enorme disco rojo que esparcía una lluvia de diferentes tonalidades, y que el río retrataba convirtiendo sus cristalinas aguas en un manto de hilos de plata y oro. Los suaves destellos de la luna ataviaban los lejanos morichales y maporas, mientras las sabanas, en esplendente majestad esperaban la noche.
Los tres luceros Conocí, en los últimos años de la década del cuarenta, —me decía Saúl, el Niño Mentiroso— a un hombre que vivía en la costa del río Quachiría, no muy lejos de la histérica ciudad de Pore. Tendría más o menos cincuenta años de edad, de cuerpo alto y enjuto, como lo son la mayoría de las gentes nacidas en esta tierra, bueno para tirar un lazo, para organizar un trabajo y arrendar un caballo. Mejor dicho: diestro en todas las tareas inherentes al trajinar de las sabanas. Ambrosio, como se llamaba, había enviudado desde hacía varios años, quedándole como fruto de su único amor un niño de nombre Carlos, de tres años de edad y una niña recién nacida, a quien se le dió el nombre de Victoria, igual que el de su difunta madre. Era un hombre pobre pero de mucho trabajo Tenía una fundación en la vereda de Vijagual, con pocas reses y con buenos montes para la agricultura. A ella dedicó sus esfuerzos pero, desde luego, ésto resultaba sumamente difícil, no había quién le cuidara los niños mientras él iba a trabajar a la vega, lugar donde tenía sus cultivos de plátano, topocho. yuca, maíz, frijol guanduz y arroz, así que, era muy poco lo que le tocaba comprar en el mercado del pueblo, pues la carne la adquiría con mucha facilidad, ya fuera en cacería o bien porque se la regalaran en los hatos de la vecindad a donde era convidado para que ayudara en los días de matanza. Para solucionar el problema que sus pequeños hijos le representaban. construyó una ranchíta de vara en tierra y de baja altura, junto a sus sementeras, En ella los resguardaba de la lluvia y el sol, les guindaba sus viejos chinchorros y se dedicaba a las labores propias de un conuquero, desayunaban y almorzaban en la enramada y en la tarde regresaban a la casa, que si no lo era en verdad, sí era un lugar cómodo, pues al menos en sus cuartos se protegían de los zancudos, abundantes en el invierno. Nuestro personaje de marzas tenía unas profundas convicciones religiosas que trataba de inculcar a sus pequeños. Aunque no era católico practicante, cada vez que viajaba al pueblo asistía a la iglesia. Creía en Dios y en la Santa Virgen, y todos los días encomendaba a ellos su salud y el bienestar de sus hijos. El buen hombre en sus ratos libres dialogaba con ellos y en la medida que podían entender les fue explicando la conducta que debían observar para llegar a ser personas de bien. Les enseñó a respetar a sus semejantes, a trabajar, a no querer para sí lo que a otras personas les pertenecía, a ser generosos con quien lo necesitara pero más que todo, a amarse los dos como hermanos y a compartir cualquier cosa, por pequeña que fuera. A Carlos le inculcó profundamente la obligación de velar por su pequeña hermana pues fuera de su padre, era él lo único que tenía. Pasaron varios años. La pequeña había cumplido ocho años y él, un poco más de diez. El viejo ya podía salir a trabajar fuera de su casa. Ellos, desde muy tierna edad eran personas responsables. Los dejaba cuidando de la casa y los semovientes, con la seguridad de que sabrían responder. Para esa época eran dueños de un poco menos de ciento cincuenta reses y de unas sementeras que producían lo necesario y aún sobraba para venderles a los vecinos. Pero el trabajo, el clima, las necesidades y la mala alimentación habían terminado con la salud del buen padre. Durante la noche una tos persistente le impedía dormir. Cada vez se le veía más flaco y con menos fuerzas, hasta que un día no pudo levantarse, Había tenido durante la noche un vómito de sangre que lo había dejado al borde de la muerte. Carlos, ensilló un caballo y fue en busca de un yerbatero de raza indígena, llamado Catimay. Lo encontró en el paso de La Soledad. El curaca había ido a pedido de los dueños de ese lugar con el fin de tratar un enfermo. Allí le explicó Carlos el motivo de su viaje y él prometió ir si le
entregaban a cambio de sus servicios tres mautes de dos años. Una vez aceptado el pedimento, regresó en compañía del indígena, encontrando al enfermo en estado crítico. Catimay procedió a examinarlo y conceptuó que había sido víctima de una brujería, que le habían metido un cachicamo en el estómago y que los dolores que sentía y la sangre que vomitaba, se debían a que el quimbo se movía en las entrañas del enfermo y escarbaba frecuentemente. El enfermo, viendo que se acercaba la hora de su muerte llamó a sus dos pequeños hijos y les hizo jurar que nunca se separarían. Que el uno velaría por el otro1 que ella se encargaría de la casa, alimentación y ropa de su hermano y éste la cuidaría, defendería y le procuraría lo que ella hubiere menester. De la misma manera les recordó, que deberían cumplir con los compromisos adquiridos, empezando por pagar los servicios del yerbatero quien, desde luego, debería hacer una pequeña rebaja. Agregó que él, desde el cielo, los estaría cuidando e indicándole el buen camino. Una vez dicho lo anterior, le volvió el vómito de sangre con mayor intensidad, y al rato el maldito cachicamo acabó con su vida. El dolor que sintieron los dos hermanos es imposible de describir, Fue tan grande que nada los podía consolar en su inmensa soledad. El único padre sobre la tierra que ellos en verdad conocían, que amaban y de quien habían recibido todo el amor que un ser humano pueda brindar a sus hijos, se había ido para siempre. Sin embargo, ellos seguirían sus consejos, permanecerían siempre unidos y nada en este mundo los podría separar. Catimay les ayudó a abrir un hueco debajo de un Tamarindo, muy cerca a la casa. Allí enterraron al difunto. Desde ese día Victoria se dedicó a sembrar flores y la tumba de su padre permanecía como un jardín en primavera. Se estableció entre los dos huérfanos un matrimonio espiritual y puro. Ninguna determinación se tomaba, sin antes haberla concertado, en procura de aquello les pudiera convenir. Carlos se convirtió desde ese día escoger que en el hombre de la casa. Salía para la vega una vez tomaba su café y se dedicaba a las labores propias del cuido de las sementeras. Victoria le llevaba desayuno y almuerzo. En la tarde regresaba a su hogar a descansar y determinaban conjuntamente las tareas a realizar el siguiente día. Ella se preocupaba por que a él nada le faltara. Pasaron unos años. La conducta de los jóvenes servía de ejemplo a todos los vecinos. Había aumentado notoriamente el número de ganado de su propiedad y Victoria había convertido la casa en un verdadero jardín. E orden, el aseo y el amor fraternal reinaban plenamente. Llegó la violencia de los años cincuenta, ocasionada por la invasión de la policía chulavita y el mal trato que ésta daba a las gentes. Se organizaron las conocidas guerrillas, que atacaron y mataron los policías en Moreno, Pore y Trinidad. Todos los hombres mayores de dieciseis años fueron convocados por los jefes guerrilleros. Carlos se presentó pero fue devuelto una vez el comandante conoció su dolorosa historia. Al cabo de tres años el general Rojas Pinilla llegó al poder y con él la paz. Las gentes volvieron de nuevo a los hogares que habían abandonado para defender unos ideales partidistas que ellos no conocían, pero que habían sido heredados de sus padres. El abandono de los jefes de familia para hacer parte de la militancia, ocasionó el deterioro total de la propiedad y la muerte de millares de semovientes, que perecieron por la falta de sal. Muchos animales domésticos volvieron a la montaña, entre ellos los marranos, que se fueron en busca de alimentación y se convirtieron en peligrosas fieras.
Los ganados de Carlos y Victoria corrieron con mejor suerte que los demás. Carlos viajó a Támara, no obstante el peligro que tal viaje representaba y su vida, tal vez, por ser la de un niño se respetó, y pudo traer de aquel lugar los elementos indispensables para lograr sobrevivir en un mundo de violencia. Hizo algunos viajes más y, con lo traído, ayudó a muchas mujeres que habían quedado solas. Así fue cómo a sus reses no les faltó sal ni drogas y en vez de disminuir como en las demás fundaciones, aumentó considerablemente. Cada vez que se cumplía un año más de la muerte del viejo, los dos jóvenes visitaban su tumba. Ella se ponía un traje largo, blanco, y él se vestía totalmente de negro. Cortaban las más bellas flores y con ellas cubrían la sepultura. Una vez allí, en voz alta, manifestaban que todas y cada una de las recomendaciones por él dadas habían sido cumplidas y juraban nuevamente que jamás se separarían. Ella agregaba que en el caso de que su hermano muriera primero, le pedía a su padre que intercediera ante el Señor, para que se la llevara en su compañía, pues no sabría vivir sin él y preferiría tirarse al río para ahogarse en sus aguas, antes que seguir existiendo. Por esos días, los vecinos de la vereda se vieron amenazados con la presencia de un verraco negro de gran tamaño, que le salía a los transeúntes que frecuentaban el camino real que, pasando cerca a la casa, conduce a los habitantes de la costa del Canuare, el Boral, el Socorro, Playitas y Caño Chiquito, a Pore y Támara. La bestia estaba armada de unos enormes colmillos, con los que había perforado el intestino de algunas bestias y había matado dos perros. Un día, Carlos le informó a su hermana la intención de ¡rse de cacería. Pensaba matar un venado, que les proporcionaría abundante carne para varios Días. Ella no se opuso a sus intenciones, pero le suplicó que de ninguna manera fuera a pasar cerca del Esterón del Camino Real, porque según las gentes, era el lugar escogido por el marrano para atacar a quienes se atrevían a transitar por allí. Cogió su escopeta de listo y la cargó adecuadamente para matar un animal de gran tamaño. Se la terció a sus espaldas, llamó a Capitán, su perro, montó en su caballo y se despidió de su hermana prometiéndole un pronto regreso. Luego se fue alejando sabana adentro en dirección contraria al estero. Anduvo durante mucho rato. Al llegar a un floramarillal, amarró a Capitán con una cabuya para que no fuera a espantar con sus ladridos a los animales que en abundancía frecuentaban ese paraje, y penetró en él. Al poco rato divisó un enorme cuernopelón. Se fue hasta él arrastrándose, escondido tras un enorme sural, hasta cuando consideró que estaba cerca, como para hacer un buen blanco. Le apuntó al codillo y sonó el disparo. El venado dió un gran salto, cayó al suelo, se levantó en seguida y emprendió veloz carrera. Carlos procedió a darle libertad a su perro y lo puso tras las huellas del ciervo. Desmontó y procedió a cargar su escopeta de nuevo, pero con tan mala fortuna que no tenía guáimaros, que son los indicados para tales casos. Así, pues, le puso munición pequeña, pólvora, tacos y, con la baqueta, ajustó la carga para darle más fuerza. Siguió tras las huellas del animal herido valiéndose del rastro de sangre pero, más que todo, por el ladrar de su perro. De pronto, en una banqueta vió al noble cazador mordiendo a su presa que estaba en el suelo agonizante. Llegó allí se desmontó y con su cuchillo procedió a darle una muerte rápida al cornudo. Lo alzó sobre las ancas de su caballo, con un rejo lo amarró fuertemente, montó y se dirigió rumbo a la casa. El sol se perdía tras los lejanos cerros. De las costas del río Meta, avanzaban veloces miles de nubes negras, como presagio de tormenta. Los rayos y truenos se oían cada vez más cerca. De pronto, ladró Capitán junto a una pequeña banqueta adyacente a una cañada. A ese lugar se dirigió Carlos con premura. El perro latía a un enorme verraco que chasqueaba y tenía la jeta
cubierta de un espesa babaza. De pronto se lanzó en pos del perro, que se refugió cerca de su amo. Carlos volteó su caballo y emprendió veloz carrera. La bestia lo siguió, el can acudió solícito en defensa del joven y mordió por los jarretes al enorme puerco, pero éste se volteó rápidamente y le asestó una mortal herida. El jinete detuvo su carrera, dió la vuelta y se enfrentó al matador de su fiel amigo apuntando con su escopeta a la cabeza del furioso animal. Éste, al sentir el disparo, atacó tras la humareda dejada por la pólvora y no le fue difícil alcanzar al viejo caballo, lo colmílleó en el vientre, sacándole las tripas. El noble bruto por causa del dolor corcoveó con todas sus fuerzas, lanzando al jinete a tierra, allí le cayó el verraco y se entabló una feroz lucha. El caballo, herido gravemente tomó la dirección de la casa mientras el verraco, con sus enormes colmillos, rasgaba las carnes del muchacho que valientemente golpeaba a su enemigo con la culata de su escopeta y luego, cuando la madera de ésta se hizo pedazos, con el cañón de la misma. El marrano había sido herido con el disparo y sus fuerzas disminuían notoriamente. La lucha fue muy larga. De pronto, Carlos se acordó de su cuchillo y ya moribundo, lo tomó en sus manos cosiendo a puñaladas la sanguinaria fiera hasta verla muerta, y tuvo fuerzas para bajar hasta el caño a tomar agua. Victoria esperaba a su hermano. La tormenta se desgranó. Torrentes de agua caían con gran intensidad sobre la sedienta Sabana, los truenos y los rayos llenaban de espanto a la niña. Pero aún así, permaneció de pié junto a la talanquera esperando la llegada de su hermano. Serían las diez de la noche cuando oyó el chapoteo lento de unos cascos. Su corazón se llenó de dicha para sumirse luego en la más profunda desesperación. El viejo animal había llegado solo cerca a la puerta. Traía el venado amarrado pero sobre él no venía Carlos. Ella se le acercó y abrazándola le preguntó desesperada por su hermano, El viejo caballo, como respuesta dobló sus rodillas, cayó al suelo y murió a los pocos minutos. Esa fue la noche más cruel que un ser humano pueda soportar. Llovió sin parar y amaneció en idéntica forma. El río se salió de su cauce. Los esteros y cañadas se llenaron. Con los primeros claros del día, salió Victoria a pedir ayuda a sus vecinos para ir en busca de su hermano. Tenía el presentimiento de que había sostenido un encuentro con el verraco, pero abrigaba la esperanza de encontrarlo con vida. Todos acudieron con presteza al llamado de la niña. Se armaron muy bien y se dirigieron al esterón del camino real. No les salió el verraco, pero tampoco encontraron rastro de Carlos. Más allá, como a tres kilómetros de distancia, unos jóvenes encontraron al perro muerto, llamaron a sus compañeros y emprendieron conjuntamente la búsqueda. Muy cerca estaba el cuerpo del verraco cosido a puñaladas. También encontraron los pedazos de culata de la escopeta y el cañón de ésta, doblado, debido a la fuerza con que había golpeado el joven a su enemigo. Encontraron también los jirones de la camisa y pantalón que él llevaba puestos ese día. Siguieron un rastro de sangre y, a pocos metros, hallaron el cuerpo del muchacho totalmente destrozado. El cadáver fue atravesado sobre una silla y llevado a casa. Nadie vió llorar a Victoria. Hizo gala de una tranquilidad desconcertante. Ordenó que se sacrificara la ternera más gorda que hubiera en sus ganados, con el fin de atender esa noche a los acompañantes en el velorio. Mandó comprar aguardiente en abundancia, y ella misma se encargó de servir el trago y la comida. Al otro día enterraron a Carlos junto a la tumba de su padre. Regresó a la casa y se vistió con el traje blanco con el que acostumbraba visitar la tumba de su viejo. La vieron alejarse lentamente con dirección al río. En sus labios se veía una sonrisa. Siguió avanzando ergida. De pronto apuró su paso y se perdió en una vuelta del camino y no regresó jamás.
A los tres días, tras una ardua búsqueda la encontraron, flotando sobre las turbias aguas del Quachiría. Fue enterrada junto a su hermano y su padre. A partir de aquel día aparecieron en las noches de menguante tres grandes luceros en el cielo que son, según Saúl, el Niño Mentiroso, sus almas unidas para siempre en su amor, en el inmenso piélago del infinito.
El Llano cobra sus cuentas
Támara fue fundada en el año de 1626, en el lugar donde tenían su asentamiento los indios de ese nombre descendientes de la gran familia Muísca y venidos del reducto de Chita cuando la persecución de los conquistadores los desalojó de sus tierras. Al cura Dadey se le atribuye su fundación y seguramente fue él quien así la denominó en honor a la tribu que ocupaba esa pequeña planicie inclinada y resguardada por dos cerros de baja altura, a los que se les llamó Santa Bárbara y San Antonio. Estas pequeñas elevaciones no mayores de trescientos metros constituyen un bello mirador desde donde se comtempla la inmensidad de las llanuras. Allí los jesuitas establecieron un resguardo al que dieron la misma orientación que sus hermanos de comunidad habían dado a los resguardos Guaraníes. Los curas, además de instruir a los indígenas en la Fe Católica, les enseñaron a cultivar la tierra. Dividieron su producción en campos del hombre, campos del pueblo y campos de Dios. La primera, de exclusiva propiedad de la familia; la segunda, para la comunidad, con ella se atendían las necesidades de aquellos que lo hubieren menester, y la de los campos de Dios era administrada por los religiosos que dedicaban su tiempo a la construcción de iglesias y escuelas. Este resguardo se extendió Nunchía Morcote, lugares que, al igual que Támara, vieron totalidad de algodón. Como resultante tomó vida una industria que compitió ventajosamente en los mercados de la Nueva Granada y provocó los celos comerciales de quienes manejaban los grandes mercados de la capital del virreinato. En Támara establecieron los hijos de la compañía de Loyola su cuartel general. De allí partió la penetración a los llanos y la fundación de pueblos como: La fragua, más tarde Moreno, en memoria del general Juan Nepomuceno Moreno, San José de Pore, la Parroquia de la Santísima Trinidad, Chire, Santiago de las Atalayas, Manare, Ten y San Miguel de Macuco. A todos ellos llevaron ganados vacuno y caballar que más tarde darían vida a enormes haciendas ganaderas y vendrían a constituir, con el correr del ti empo la principal fuente de la economía de esta región. Fueron los padres Gumilla y Valverde, de la comunidad jesuita, quienes iniciaron la navegación por los ríos Orinoco y Meta y trajeron por esta vía las primeras semillas de café llegadas a Venezuela, Brasil y al oriente Colombiano. Los vacunos que llegaron por primera vez a los llanos eran de razas lecheras y de una mansedumbre a toda prueba, que sí constituyó una enorme ventaja para su transporte, no lo fue así, para la multiplicación de la especie, pues se convirtieron en fácil presa de cacería para indígenas y tigres. Esto obligó a los propietarios de reses a traer sementales de lídia que cornearon y mataron a muchos de sus depredadores. El cruce del ganado chino-español con la nueva sangre tomó la naciente ganadería en una media casta, cuyas condiciones de bravura le permitieron multiplicarse con menor peligro. Después de un siglo y varios lustros el Llano se pobló totalmente de ganado y aparecieron las famosas cimarroneras de las que se fueron apropiando los colonos formando hatos y adueñándose del trabajo de indígenas y mestizos. Estos eran poco menos que esclavos, mal pagados y maltratados por los nuevos señores. Con la dolorosa expulsión de los jesuitas acaecida por desacuerdos en la Madre Patria, entre el monarca y la comunidad, y en la Nueva Granada, coadyuvados por los comerciantes, se cerró la ventana a que se refiere Indalecio Liévano Aguirre así: ‘La civilización que ha debido entrar por el oriente se convirtió en causa de abandono y retroceso para los Llanos’. Las tierras entregadas
por cédula real a los hijos de Loyola, fueron vendidas por ellos a particulares, o rematadas más tarde por la corona, lo que dió origen a actual estado de la propiedad del subsuelo. Los indios, huérfanos de sus protectores, abandonaron sus resguardos volvieron a sus costumbres, desapareciendo la mano de obra y en consecuencia, la industria del algodón. De esos tan sólo quedaron coplas, que registra el autor de ‘Grandes conflictos políticos, económicos y sociales d nuestra historia, vagando en las gargantas de los viejos Florentinos’ y plasmadas en versos como éstos que, seguramente, hicieron parte del entonces naciente folclor: ‘Desde Támara y Morcote hemos venido, con orgullo hilar el tafetán, hoy somos reyes de la industria unidos que hilamos telas más finas que el olán´ Durante gran parte del siglo XIX y principios del nuestro las plumas de garza constituían el último grito de la moda en los elegantes salones Europeos Con abanicos de ellas, las damas del viejo continente calmaban los sofocos producidos por la fiebre de los valses de Strauss y en sus sombreros lucían grandes penachos de las mismas. También eran visibles en las cimeras de los cascos de los soldados imperiales, las plumas llevadas desde los Llanos de Colombia y Venezuela. La ley del Llano que, promulgada por el libertador y tomada de la costumbres centenarias que habían hecho curso en estos territorios, rigió en ambas repúblicas, reglamentó en uno de sus artículos la comercialización de plumas y dispuso el remate de los dormitorios de garzas. Quienes salían favorecidos en la subasta tenían el derecho de recoger la regadas durante la noche por una especie de aves zancudas llamada chumbíta No era fácil explotar esa industria. A más de que era necesario ejerce permanente vigilancia en los garceros durante el día y la noche, su tenencia y trasporte constituía un enorme peligro. El escritor Rómulo Gallegos en su obra Doña Bárbara señala cómo Balbino Paiba robó dos arrobas de pluma que el amo del hato de Altamira, el doctor Santos Luzardo, enviaba para la venta, y su precio fué tasado en veinte mil pesos oro. Más adelante dice: ‘la quince morrocotas enviadas por La Doña a Maricela, su hija, tenían un valo de trescientos pesos oro Con un artículo tan valioso, los comerciantes exploraron todas la posibilidades para hacer más fácil su transporte, encontrando como vía indicada para llegar a los Llanos —occidentales y orientales de Venezuela y Colombia, respectivamente—, la navegación por los ríos Orinoco y Meta. Pero era necesario encontrar algunos otros productos de fácil comercialización en el Vi ejo Mundo y se decidieron por los cueros, el café y la sarrapia. En el año de 1850 nació Orocué. Dicen que su nombre viene de una palabra indígena que ignoro. Pienso que significa oro y cuero, aunque algunos historiadores afirman que esa palabra, según los indigenas, significa ‘paraíso de pescadores’ o ‘rincón para pescar’, otros. En esa población, más tarde, José Eustasio Rivera escribiría su famosa Vorágine, tomando los nombres de sus principales protagonistas, según el connotado historiador casanareño don José Luis Merizalde, ‘de personas que allí conoció: Alicia, dueña de una pensión donde el abogado de los herederos del hato de Mata de Palma, el doctor Rivera, tomaba su alimentación y cortejaba a su propietaria, o Arturo Coya como se llamaba el esposo burlado, sólo por citar algunos’. Desde su fundación se convirtió en un importante puerto fluvial. Su nacimiento terminó con el caserío de San Miguel de Macuco, situado en el lugar donde el caño de ese nombre vierte sus aguas al Meta. En Orocué existieron consulados de algunas Repúblicas y allí se establecieron comerciantes de diferentes nacionalidades: Italianos, Franz, Portugueses y Alemanes, siendo los más importantes los hermanos, Comelius y Francois Espeidel, de nacionalidad Alemana, quienes junto con Bonet, monopolizaron el transporte y establecieron enormes almacenes con mercancías de procedencia Europea. Tan grande sería la importancia de ese puerto que la Armada Nacional estableció allí una importante base. Al retirarse la unidad naval pasó a manos
de la Policía Nacional y, al ser abandonada por ellos, fue saqueada totalmente y sus edificaciones se fueron a tierra. Así permanecieron hasta 1979 en el gobierno del presidente Turbay, cuando el Intendente de esa época y el director del Departamento Administrativo de las Intendencias y Comisarias, doctor Gustavo Svenson Cervera, iniciaron conjuntamente su reconstrucción, para convertirlas en el actual centro vacacional, cuyo primer director fué el licenciado Luis Carlos Ríos. El café y la sarrapia eran producidos en Támara y Nunchía, hasta adonde llegaban los vapores, hasta la vereda de La Plata, jurisdicción del municipio de Pore. Esta población, como puerto obligado para transportar los cargamentos que a lomo de mula iban y venían, e iban, trayendo desde allí la sarrapia y el café y llevando toda clase de mercadería Europea. La exportación de cueros se hacía en gran escala, calculándose en cincuenta mil las pieles de vacunos embarcadas cada año. La carne de las reses sacrificadas quedaba botada en la sabana, para las aves de rapiña que no lograban ingerir las enormes cantidades. A finales de la segunda década del siglo XX perdieron actualidad las plumas de garza. Y más tarde, con el tratado Eduardo Santos — López Contreras, se fijaron límites entre las dos Repúblicas. Como resultante, de doloroso impacto, se terminó con la navegación, que constituía el pilar del desarrollo alcanzado en esa época. De su reactivación depende el futuro de los Llanos, pues por el Meta y el Orinoco, un día no lejano, abasteceremos los mercados de las Antillas y nos proyectaremos al viejo continente. De tan importante ventana mercantil sólo nos quedaron un sinnúmero de apellidos de origen europeo que, aunados a los Españoles, formaron con nuestros Indios el prototipo del actual llanero, libre de mezcla negroide hasta comienzos de la década del sesenta. Apellidos como Qüenza, Bestene, Svenson, Latriglia, Curcho, Caropresse, Braydy, Bellizzia, Colamarco, Lomónaco, Margfoy Diterich, Abunazar, Dalel, Magne y muchos más, confundidos con nuestra sangre e historia, han perdurado en el tiempo, convirtiéndose en testigos de lo que fue la más esplendente realidad de desarrollo que jamás haya tenido la Llanura. La posterior llegada de las carreteras traería la migración de cent enares de familias, venidas para solucionar el problema del minifundio del altiplano en el latifundio de Casanare. Támara, desde luego, fue la más beneficiada con la presencia de los Jesuitas, quienes se convirtieron en permanentes defensores de los indígenas, inculcándoles un espíritu de libertad que es orgullo y blasón de nuestro pueblo. No obstante el calor con que los hijos de la compañía de Loyola defendieron los nativos, allí se cometieron algunos excesos como el ‘remate de indios’, cuya acta hace figurar el historiador Líévano Aguirre en el libro antes mencionado. En Támara se estaba atento al desarrollo cultural y social de la América Hispana, por eso los levantamientos allí acaecidos en respaldo al cacique inca Tupac Amaru y al Comunero del Socorro, José Antonio Galán.
Las chanzas de don Felipe
Un municipio que hace parte del actual departamento de Casanare y que limita en su totalidad con Arauca, según me decía Saúl, el Niño Mentiroso —vivió un personaje descendiente de una de las familias más respetables que han existido en este territorio, heredero y hacedor de una inmensa fortuna representada en ganados vacunos y caballares. Sus antepasados, nacidos en Venezuela, coadyuvaron notoriamente en la campaña libertadora y algunos de ellos alcanzaron grados de consideración otorgados por el libertador, por otra parte, dos de sus ascendientes por el lado materno, hicieron parte de los centauros que conformaron los catorce lanceros, que en el Pantano de Vargas convirtieron una derrota de las Fuerzas Patriotas, en la más esplendente victoria. De ellos se puede decir que fueron los verdaderos artífices de nuestra independencia. Felipe se llamaba nuestro personaje y lo apodaban el loco. Era un llanero en toda la extensión de la palabra, generoso como ninguno y amigo del aguardiente, Alto de cuerpo y su contextura no le hacía ningún honor a su apellido. Permanecía, cuando estaba en su hato denominado el Recuerdo, de pie junto al tranquero, contemplando sus extensos dominios y esperando para conocer de muy lejos, a las personas próximas a llegar a su casa. Cuando divisaba a alguien llamaba a uno de sus mensuales y le decía: ‘aa Ilaaa, viene julano de tal y seguro viiíene muerto de hambre, een su rancho no tieeenen que comer yyy se vino aaa que yo le de tragar, vaaya y Díigale a la coca que aaliste unos pocillos de café’. Cuando estaba ya muy cerca el viajero, procedía a abrir el tranquero y l e decía: ‘teeéngase la amabilidad dee seguir, a donde están esos malditos muchachos queee no le han traído un cafecito, y hágame el faaavor de decirme en que leee puedo servir’. Todo cuanto se le solicitaba, no tenía inconveniente en proporcionarlo pues era en alto grado generoso y servicial. Luego de haber dialogado durante un buen rato y una vez que se llegaba la hora del almuerzo, procedía a ínvitarlo a pasar al comedor y allí lo atendía de la mejor manera, obligándolo, por así decirlo, a ingerir una cantidad de comida que el visitante aceptaba por darle gusto a su anfitrión. Después que se marchaba llamaba a los mensuales y les comentaba: ‘huyuyuiii, siii se fijaron cómo tragó, seeegurameiite ese pobre hombre hacía días nooo comía, ojalá queee no vuelva nunca por que me va a aaaarruínar’. En una oportunidad estaba, como de costumbre parado en la puerta del tranquero, viendo caer la tarde y contemplando el ganado que llegaba a comer sal, cuando víó en la distancia, a unas personas que se acercaban. Venían a pié y traían unas cargas sobre el lomo de unas bestias; reconoció en los viajeros a unos paisanos o guates, como se les dice en los Llanos a quienes vienen de tierra fría trayendo productos agrícolas de ese clima. Una vez que llegaron y lo saludaron procedieron a pedirle posada, no sin antes ofrecerle todo cuanto habían traído. Don Felipe, que ya tenía dispuesto hacerle una de las suyas a los pobres guates, les dijo: ‘uuustedes no saben quiéeen soy yo. huyuyuii see loos voy a decir, yo soy teniente deee la chusma y encargado de la vigilancia en eeeestas tierras, para evitar queee lleguen por aquí geeentes malas y me parece queee ustedes lo son. Llamando a los muchachos les ordenó: ‘haagamen el favor yyy me amarran estos malditos guates a eeese palo de mango, peero eso si bien amarrados, por que si se lleeegan a soltar, se las voy aaa cobrar bien caro’. Los muchachos que conocían las chanzas con que le gustaba distraerse don Felipe, procedieron inmediatamente a cumplir con lo ordenado. Luego mandó a descargar las mulas y quitarles las enjalmas, al ver las mataduras que tenían, les dijo: ‘huyuyuií ustedes son unas personas muyyy malas, cooómo es posible que trabajen a unos pobres animalitos eeen el estado eeen que se encuentran, eeeso sólo lo hace la gente peeervertída’. Sacando su revolver disparó varias veces sobre las matadas mulas,
causándoles la muerte y para acabar de aumentar el terror que había invadido a los pobres paisanos, agregó: ‘deeentro de un rato les toca aaa ustedes por que, eeeso sí, yo no perdono la gente mala y ustedes vienen eees de espías al Llano’. Los pobres guates lloraban y juraban por Dios que ellos eran buenos, que no eran espías, que eran muy pobres y habían traído esas carguitas de mercado y una de cerveza, para venderla y ganarse algunos pesos, para poder mantenerse ellos y su familia. Mandó don Felipe que metieran el mercado para la cocina y que le trajeran la cerveza, que él se iba a tomar algunas, a ver si estaban buenas, pues él creía que debían tener veneno, ‘peeero eso sí, huyuiyuii a mí no me hace nada pero si me llega doler eeel estómago, los voy a matar yyy los echo al río paaa que se los coman looos caribes’, Ellos le decían que se tomara la cervecita que esa era buena, pero que no los fuera a matar, por que quién mantendría sus hijítos. Don Felipe se tomó junto con los muchachos la carga de cerveza, se emborrachó y se fue a acostar. Los pobres paisanos pasaron la noche más amarga de su vida, llevando puya de zancudo y esperando la hora de su muerte que seguramente sería cuando ese hombre tan malo se despertara. Al amanecer por orden de don Felipe, fue traída la bestíada, mandó amarrar las tres mejores mulas que tenía, les hizo poner las enjalmas, mandó soltar los guates y les preguntó que en cuánto pensaban vender el mercado y la cerveza. Ellos le dijeron que en tres mil pesos. El les respondió: ‘l.Juustedes son uuunos ladrones, eeeso es muy caro. Los guates llenos’de miedo le dijeron que para él no valía nada pero que no los fuera a matar, por que si lo hacía sus hijitos se morirían de hambre. El sacó cinco mil pesos y los entregó a los paisanos junto con la papeleta de las tres mulas, diciéndoles: ‘leees regalo laaas mulas yyy lárguesen, siii vuelven otra vez por aquí, queee la cervecita sea muuuy buena, lo mismo que la papita yyy la cebolla’. A los guates les parecía que no era cierto lo que les decía el buen don Felipe; creyeron que habían resucitado y se hicieron la promesa de jamás volver al Llano, aunque se volvieran ricos en un solo viaje. En alguna oportunidad, el autor de estas líneas se encontró en Quanapalo junto con un hijo de don Felipe, de quien era y es muy buen amigo, nos dedicamos a revisar una pistola calibre 25, pequeña y muy bonita. El la quería adquirir, para obsequiársela a su señora, me negaba a salir de ella, pero él insistía en comprarla y me pidió que le enseñara su manejo. Le saqué el proveedor, la maniobré y disparé, con tan mala suerte que la maldita arma tenía un cartucho en la recámara, que hirió a mi amigo. Este por el impacto del proyectil, al pasar su mano cerca de su ingle y verla manchada de sangre, sufrió un choque nervioso y cayó a tierra. Sobra describir la angustia que me embargó al ver a mi compañero tirado en el suelo y sin conocimiento. Como es apenas obvio, pensé que lo había matado. Al oír el disparo quienes estaban en la casa salieron presurosos a la caballeriza, donde se había producido el hecho, sin ningún testigo fuera de los que habíamos sido protagonistas. Las señoras de la casa me recriminaron por haberle dado muerte a mi mejor amigo. Les expliqué que había sido sin ninguna culpa, pero todo sobraba. Nadie me creía y a cada momento que pasaba los improperios eran más ásperos. Me di cuenta de que mí amigo respiraba normalmente y, sin pensarlo dos veces, amarré un macho castaño gocho que estaba en el corral. El maldito animal era mañoso por las orejas y aperarlo con la desesperación que tenía, fue un trabajo arduo. Luego de ensillarlo, cogí un caballo aperado que estaba amarrado a un horcón, monté en él, llevé el macho de cabresto y salí como alma que lleva el diablo, con destino a San Luis de Palenque, en busca del médico. Por el camino pensaba en mi mala suerte, ya me creía en la cárcel pagando una muerte en la que no había tenido culpabilidad. Mi única esperanza era que mi amigo viviera para que me eximiera de toda culpa.
Llegué al pueblo como a eso de las siete de la noche, pasé de largo y, me dirigí a la casa de un amigo, quien vivía en las afueras, le rogué que fuera a llamar al médico, aduciendo que su señora estaba enferma. No me atreví a entrar, pues me parecía que la policía ya conocía los hechos y si me veían me tomarían preso. Una vez que llegó el doctor procedí a contarle lo sucedido y le supliqué que fuera. Se negó a viajar de noche, no valían para nada mis ruegos. Desesperado, saqué mi revólver y le dije: seguramente mi amigo estará muerto y para mi desgracia soy el homicida, así, pues, para mí es lo mismo pagar uno que pagar dos. Decida doctor: ‘o se va conmigo ahora mismo o se muere’. No demoró en tomar la determinación que más le convenía, aceptó gustoso y pidió volver por un momento al pueblo para traer los elementos y drogas necesarias para hacer una curación de urgencia. La malicia indígena me aconsejó que no le permitiera su proyectado regreso y le aconsejé enviar un papel con mi amigo, quien iría hasta la casa a traer lo que él ordenara. Le asigné al médico el caballo en el que yo había llegado y procedí a montar en el maldito macho, por desgracia poseedor de todas las mañas que puede adquirir un animal machiro: tiraba pata cuando uno iba a meter el pie en el estribo, corcoveaba y de qué manera y frecuencia lo hacía, se espantaba. se tiraba de lomo, en fin, era un maldito animal de carga al que nunca habían montado. Cuando llegamos a La Bendición, quien nos abrió el tranquero fué el herido. Estaba perfectamente bien, sólo había sufrido un leve rasguño y éste había sido la causa del desmayo. Ya les había explicado a todos mi inocencia y ellos procedieron a pedirme disculpas por no haberme creído. Viajé a Paz de Anporo. Pasaron varios años y una vez hubo un desafío de gallos entre ese pueblo y Hato Corozal. Don Felipe vino con ellos. Estando en la gallera me vió y sin mediar palabra alguna, dijo: ‘huyuyuii aaaquíí está el hombre queee me quería matar aaa mi muchacho, queee se entieeenda conmigo, queee yo si le voy aaa enseñar cooomo es que pelean looos hombres’. Me miraba y se llevaba la mano a su faja, ancha de cuero en que tenía su revólver. Cada vez se me acercaba más, acordándome a cada momento a mi señora madre, y repetía el mismo estribillo. Yo que conocía su manera de proceder, y me retiré sin tener en cuenta sus insultos. Volví más tarde y me sacó corriendo de nuevo con las mismas palabras y por la misma razón. Al otro día y tras de haberle corrido varias veces, pues no quería tener ningún enfrentamiento con tan singular y respetado personaje. Estaba peleando un gallo de mi propiedad al que llamaba el Careador, cuando se me vino encima don Felipe: ‘Huuyuuyui aaahora si vamos aaarreglar de una vez. Díiigame, por qué me quería matar miii muchacho’. De nuevo llevó su mano a la chapuza donde portaba su arma. Cansado de tantos insultos salté dentro de la gallera, le eché mano a mi revolver y le dije: ‘Mire, don Felipe, yo no tuve la culpa en lo de su hijo y jamás sería capaz de matar a un amigo, pero a Usted sí se lo voy a mandar al diablo, para que no me joda más’ y, dicho lo anterior, me le fuí encima con el revolver montado. Entonces grito don Felipe: ‘Huuyuuyuíí, cóoomo se ve que eeesté muchacho nooo sabe nada de chanzas’.
El brujo de la Costa del Pauto
R ecién pasada la confrontación partidista, —según me decía Saúl, el Niño Mentiroso —llegó a mi finca, ubicada en el municipio de Paz de Aríporo, en el cajón que conforman los ríos Aríporo y Tate, un hombre un poco menos que anciano, a pedirme el favor de que le trajera del pueblo unos remedios de urgente necesidad, para calmar unas dolencias que lo estaban aquejando. Él no podía ir personalmente a adquirirlos por encontrarse prófugo de la justicia, sindicado de varios delitos, que jamás supe si en verdad había cometido. Le manifesté que no tenía ningún inconveniente, que ese mismo día tenía pensado viajar al pueblo y que aprovecharía la oportunidad para hacerlo. Me dijo que en la tarde volvería, o en las primeras horas del día siguiente. Regresé en la noche a la finca e indagué si había venido o no don Agapito, como se llamaba el enfermo. Los muchachos me informaron que no. Me acosté y al otro día me levanté muy de mañana. Ya estaba el viejo esperándome, le entregué sus encargos y me canceló su valor. Me contó que hacía días lo estaba molestando cierto dolor en la garganta, que sentía un impedimento muy grande al ingerir los alimentos, que algo grave le estaba pasando y si no obtenía ningún resultado con las drogas que le había traído, se pondría en manos de un brujo muy famoso de apellido Piriachi que vivía cerca de San Luis de Palenque y que según decían había realizado curaciones casi milagrosas, entre otras a un señor muy rico, dueño de uno de los hatos más grandes de la región. Don Lisandro, como se llamaba el hacendado, se estaba muriendo a causa de un desgano que sentía por la comida, además de un dolor lento y permanente en la parte inferior del estómago y que por causa del mismo, en las tardes se soplaba como un Sapo; le cogía un desasosiego que no le permitía estar quieto siquiera por un momento y le daban unos desmayos que lo dejaban cerca de la muerte. Lo habían tratado varios yerbateros sin ningún resultado, hasta que le hablaron de don Abelardo. Entonces pidió a sus familiares que lo llevaran. Lo pusieron en lomos de un caballo viejo y lo condujeron al recomendado. El brujo lo ensalmó y lo encerró en un cuarto oscuro y luego en un platón de aluminio quemó un poco de yerbas y derramó sobre ellas un bálsamo de suave aroma, entró en trance y al salir de él, tembloroso y con voz entrecortada manifestó que una de las personas en quien don Lisandro más confiaba le había mandado hacer una brujería, que él era capaz de sanarlo si le entregaba diez toros de cuatro años de edad. Aceptado el precio, se fue para el monte e hizo una caja en el tronco de un árbol de higuerón, recogió el látex o leche que da en abundancia esa especie, la puso al sereno durante dos noches, hirvió unas hojas de ipecacuana, llenó unas botellas con el brebaje y se las entregó para que tomara todas las mañanas medio pocillo tintero. Lo hizo desnudar en presencia de sus familiares y procedió a derramar poco a poco, sobre su cabeza, el contenido de una botella de brandy, luego empezó a pasarle la mano una y otra vez, frotándolo fuertemente y, a medida que lo hacía, se iba cubriendo el escaso pelo de don Lisandro de abundante espuma. El brujo entonaba unos cánticos en lengua indígena, al tiempo que les decía a los parientes que se fijaran cómo le iba saliendo el mal. Los parientes de don Lisandro se santiguaban y sus ojos no daban crédito a tanta sabiduría. Terminado el rito lo cubrió con una cobija y lo mandó a acostar. El pobre anciano, según don Agapito, con ese día caluroso y arropado sudó durante todo el tiempo. Entrada la noche lo mandó destapar, le dijo que el peligro había pasado y le dió a tomar un pocíllado de leche de higuerón con aguapanela. Durante el día siguiente, no le permitió comer nada hasta en la tarde. Le prepararon un caldo de pollo que él ingirió con los respectivos perniles. A los tres días empezó a tomar la ipecacuana. A la semana siguiente le informó que se
pondría bien, que podía irse y le recomendó seguir tomándose los remedios. Cuando fue el curandero por los toros, don Lisandro salió a la sabana y se los entregó. Estaba totalmente recuperado. Le expliqué a don Agapito que lo que don Lisandro tenía era una cantidad de parásitos y que el brujo, acertadamente, le había formulado la leche de higuerón que es un magnífico purgante, y que el jarabe de ipeca era lo mejor para la amebiasis. Que cuando yo estaba pequeño un tío me había salvado la vida con ella. Que en cuanto a la espuma, debía de ser que el tal Piriachi había revuelto el brandy con jabón. Don Agapito me miró incrédulo y se rió de mis apreciaciones, manifestando que de todas maneras él estaba dispuesto a acudir a donde el afamado médico, que a una parienta de él se le había enfermado su crío por haberlo llevado a un velorio, que él le había recomendado no hacerlo, pues lo podía tocar el difunto, que el frío de los muertos se apoderaba de los chicos y les producía una palidez de cadáver, soltura de estómago y vómito permanente, hasta que les ocasionaba la muerte, Que su pobre parienta desesperada se lo había llevado a don Abelardo y que él lo había curado con unas purgas e inyecciones. Se despidió y jamás lo volví a ver. A los pocos días supe que don Agapito había acudido al brujo, y que éste le había dado un poco de aguas y le había informado que su enfermedad se debía a un vecino que sabía mucho de brujería y que lo tenía jodido. Que él iba a hacer lo que pudiera, pero que le tocaba andarle con cuidado, porque si no lo acababa de envainar. Don Agapito, que era muy aficionado a jalar del gatillo, salió de donde el brujo con la determinación de acabar con la vida de quien él creía ser el causante de su desgracia y llegó a la casa de la inocente víctima, quien venía llegando del jagüey con una tinaja de agua en la cabeza. Don Agapito, sin pronunciar palabra alguna, le descargó el arma causándole la muerte de inmediato. No duró mucho don Agapito: a los pocos días murió víctima de un cáncer en la garganta, según el diagnóstico del director del puesto de salud de Paz de Ariporo, el Doctor Jorge Camilo Abril, el mejor y prímer médico casanareño cuya muerte, hace poco tiempo, le ocasionó una gran pérdida al departamento y a sus amigos, pues su generosidad, su don de gentes, su lealtad y demás atributos que él poseía en alto grado, hicieron de él, una especie de hombres llaneros que jamás volverán a nacer. El general Qustavo Rojas Pinilla se había tomado el poder dando término a una lucha fratricida que le había costado al país más de trescientos mil muertos, en una orgía de sangre desatada por el enfrentamiento partidista entre las dos grandes colectividades que han manejado la República desde su nacimiento. A fines de un invierno, recién llegada la paz a Casanare, viajé a San Luis de Palenque, población que había tomado ese nombre en honor del Coronel Luis A. Castillo, personaje de funesta y dolorosa recordación para los llaneros. Iba acompañado de los hermanos Ortega, dueños del hato de Las Tigras. Llegamos e inmediatamente fuimos informados de que en ese lugar estaba la hija del señor Presidente. Había llegado con una comisión de la Caja Agraria y estaban repartiendo dinero a quien lo solicitara, en cumplimiento de un programa que llamaron Rehabilitación y Socorro. Fuimos requeridos y aunque no deseábamos endeudamos, pues tanto los hermanos Ortega como yo éramos medianamente acomodados, se nos entregó, en menos de cinco minutos, previa firma de un documento, la cantidad de dos mil pesos a cada uno, que por esa época representaba una enorme suma de dinero. Además, se nos obsequió con herramientas de trabajo y ropa. Bebimos durante dos días, al cabo de los cuales fuimos convidados a la celebración de Los angelitos en la vereda de Maporal del Pauto, en una fundación de nombre Macarabure, donde vivían unas muchachas muy hermosas. Aceptamos la invitación, compramos una docena de botellas de ron, las echamos en los sacos polleros y partimos hacia el baile. Llegamos al lugar y
allí nos encontramos con el tatareto Juan Elías y su hermano Mauricio Oropeza. Casi todo el vecindario pertenecía a esa familia. La casa estaba llena de gente. El baile aún no había comenzado. Al poco rato llegaron los músicos, traían maracas, tiples y requinto. Fuimos invitados por los dueños de casa a destapar una canoada de guarapo de más de diez días de batido. La canoa, que por lo menos tenía ocho metros de larga por unos cuarenta centímetros de ancha y cincuenta de honda, estaba tapada con hojas de topocho puestas sobre pedazos de guafa, y amarrada con majagua. La enorme curiara nos mostró su contenido: un líquido color topacio que hervía dentro de ella y cuyo olor se esparció por cada uno de los rincones del enorme rancho de palma. Nos dieron el honor de ser los primeros en probarlo, nos tomamos cada uno una totumada de regular tamaño y al rato sentimos su efecto, un calor y sueño se iba apoderando, sin quererlo, de nuestra voluntad. Llegaba gente por todos los lados en canoa, a través del Pauto, en caballos, burros, mulas y a pie. Venían viejos, niños de pecho y jóvenes; traían capoteras dentro de ellas, además de sus chinchorros y colchas, ropa suficiente para varios días pues la fiesta era para largo. Las mujeres, después de saludar extendiendo la mano a todos los presentes, o por lo menos a la mayoría, pasaban a la cocina o a los cuartos donde dormía la familia y los hombres ocupaban la sala. De pronto hizo aparición don Temístocles, el dueño de casa. Traía de la mano a su esposa, que parecía entrar contra su voluntad. Sonó la música. ‘¡A bailar too bicho de uña!’, gritó el anfitrión. Los jóvenes abandonaron apresuradamente la sala y, al poco rato regresaron con sus parejas de la mano, quienes recelosas, comenzaban a danzar. ‘jQue vivan los dueños de casa!’, gritó un mocetón. ‘¡Que viva! , respondieron todos. ‘¡Qracias!’, respondió don Temo, ‘¡que viva quien dijo viva! ¡Que viva!, ¡Que vivan todos los presentes! ‘¡ Que vivan!’. Una vez terminado el son, un golpe de tiradera, las mujeres se sentaron en bancas de madera, una junto a la otra. Los hombres, de pie, dialogaban, fumaban y dejaban bajar por sus gaznates sendas totumadas de guarapo. La alegría se iba apoderando de todos quienes amables y hasta ahora pacíficas, celebraban el Día de inocentes que las gentes del Llano dieron por llamar los Santos Angelitos, en memoria de los niños que dejan de existir a temprana edad y que ellos consideran que fallecen exentos de pecado. Cuando uno de ellos muere se organiza un gran baile y se sirve, a la medianoche, una suculenta comida. La comunidad no muestra tristeza por considerar que, como inocentes de todo pecado, van al cielo y que los padres tendrán allá una persona que intercederá por ellos. El guarapo en poco tiempo cumplía con su deber. La gente se tornaba menos tímida. Se daba comienzo al contrapunteo y, entonces, los copleros dejaban oír sus versos dedicados al Llano, a la mujer, o cualquier hecho del momento, No era permitido que el hombre le dirigiera la palabra a la pareja y los familiares estaban prontos a hacer respetar esa costumbre. En oportunidades se presentaban peligrosas disputas por que un enamorado galán quebrantaba la norma. A la medianoche se servía la cena y el plato fuerte eran las famosas hayacas echas con carne de marrano y de res. Los convidados se iban acercando a la cocina por grupos. Atendidos unos, pasaban otros. A ninguna hora se interrumpía el baile. Cuando a una persona la vencía el sueño o los efectos del guasparrio y se acostaba en su chinchorro guindado previamente, de allí era levantado por sus amigos o amigas, con una totumada del famoso castaño, y si con el descanso habían pasado ya los efectos del alcohol, de nuevo volvía a quedar iniciado. El galanteo era común, aunque se desarrollaba con el mayor disimulo, el éxito estaba en lograr de la pareja una cita en la platanera, que por esos días se convertía en el lugar de los romances. En oportunidades, algún Donjuán llanero lograba concretar varios encuentros durante la noche. Lo importante era no ser descubierto, pues de ser así se podían presentar disgustos que muchas veces terminaban en tragedia.
Las peleas eran muy frecuentes, en ocasiones por causa de un verso que hería al contendor en el contrapunteo o por cualquier cosa, por insignificante. Las gentes eran en extremo belicosas. Además, por estar recién terminada la contienda partidista de la década del cincuenta, el porte de armas de fuego era apenas normal y éstas eran accionadas en cualquier momento. En algunos parrandos, después de un tiroteo, los heridos eran atendidos, los muertos llevados de los pies hasta un rincón y el joropo continuaba. Sólo los familiares muy cercanos al extinto se daban por aludidos. Todos los días, mientras durara la celebración, se sacrificaba una mamona que era consumida con plátano, yuca y arroz. Se dormía a cualquier hora. El reloj era el sueño: cuando éste era satisfecho se despertaba, para continuar nuevamente. A mi amigo Ramón Ortega lo hirieron en un brazo con un cuchillo, por excederse en las visitas a la topochera, y para evitar que le dieran muerte nos fue preciso intervenir con las pistolas en las manos. A los cuatro días de estar en Macarabure viajamos con un buen número de compañeros de fiesta con el fin de atender la gentil invitación hecha por el dueño del Mangal, fundo ubicado en la margen opuesta del mismo río, a dos horas de camino en la vereda de Qavíotas. En el Llano todos son músicos. Cuando unos se rendían, eran reemplazados por otros. El baile de angelitos siempre duraba varios días y esa regla no se podía quebrantar. junto con mis compañeros suspendimos el guarapo, pues fuera de sentir sus efectos tóxicos, se nos había pelado el ‘guarguero’ por incapacidad para soportar el paso de un líquido tan fuerte y nuestros estómagos, frecuentemente, nos obligaban a visitar la topochera, no propiamente para cumplir con una cita amorosa. Afortunadamente teníamos buenas existencias de ron y nos lo bebimos. La herida de mi amigo fue leve y le permitió, además de seguir bailando, cumplir con sus románticas visitas al platanal. De la vereda de Maporal se hicieron presentes algunos vecinos invitados por el dueño de casa y algunos otros sin ser convidados. Entre estos últimos me llamó la atención un hombre ya entrado en años, con su piel llena de carate. Llegó jinete en un burrito viejo que dejó amarrado en la caballeriza. El mencionado señor entró y saludó de mano a todos los presentes. De alguno de ellos oí decir que ese era el tal Abelardo Piriachi, el famoso brujo. Tal vez por lo que sabía de él me pareció un personaje repugnante, además, era dueño de unos ademanes bruscos que le hacían honor a su contextura física. Como si fuera poco, para hacer crecer en mí el mal concepto que tenía de tal brujo, una de las mujeres que habían asistido al baile le comentaba a un grupo de personas que la rodeaban, cómo Abelardo había sido la causa de la muerte de su niño, que se vio atacado de una’disentería y vómito intenso y se negaba a tomar alimento alguno. Ella resolvió por consejo de una comadre llevárselo a Pinachi para que lo alentara del mal que lo tenía al borde de la muerte. El brujo apenas lo vio, y luego que la pobre madre le explicó los síntomas de la enfermedad, conceptuó que el muchachito estaba escuajado, pero que él lo podía alentar si la madre le pagaba determinada suma de dinero. La pobre mujer le suplicó que le hiciera una rebaja, pues ella era una mujer pobre. El maldito hechicero aceptó, pero le manifestó que por tan poco dinero no podía responder por la vida del enfermo. Sin embargo, se encargó de recetario y tratarlo personalmente y procedió a colgar a la pobre criatura de los pies a una madera de la casa y empezó a sobarle el estómago largo rato, para subirle el cuajo, que debido aun golpe se le había salido de su puesto. Tan insólito tratamiento fue repetido varias veces en dos Días. Viendo que el criaturo no respondía a sus remedios y métodos, él mismo aconsejó que se lo llevara al médico de San Luis de Palenque. La pobre madre así lo hizo, pero al poco tiempo de haber llegado el niño murió, sin darle tiempo al doctor de tratarlo. El médico le manifestó a la dolida madre que su hijo había muerto por gastroenteritis.
Ese día me había puesto una camiseta de seda azul turquí, pantalones blancos de lino y zapatos tenis del mismo color, conjunto que pertenecía al uniforme de gimnasia del Instituto de La Salle donde había estudiado unos años. En un cinto de pana roja portaba un par de revólveres de fabricación inglesa. De pronto se me acercó el brujo y me pidió un trago de ron que le di en contra de mi voluntad. Estaba cansado, el sueño me dominaba. Resolví acostarme a dormir. Serían las diez de la mañana cuando lo hice. Como a las dos de la tarde me despertó una de mis conquistas amorosas para informarme que el brujo se había puesto de ruana el parrando, que les había buscado pelea a todos y por último se había bajado los pantalones y se había cagado en plena sala. Me levanté, fui en su búsqueda, lo llamé para afuera, y lo invité a tomarse otro ron, pero le hice saber que lo tenía escondido en la platanera. Estando allí, le pregunté que si me conocía. Me dijo que no. `¡ Yo soy Mata jugando!’, dije, ‘y he matado más de veinte personas, y cuando me da una piquiña en las manos tengo que matar a alguien’, al tiempo que me las rascaba con fuerza. Y agregué que ese día le había tocado a él, que matándolo le hacía un favor a la gente, pues sabía que él era muy malo y los engañaba con sus malditas brujerías. Trató de defenderse, pero le propiné un golpe con las cachas de mi revólver. Luego procedí a atarlo con su propia correa a una mata de plátano con las manos atrás y le dije que se arrepintiera, que apenas se ocultara el sol volvería para mandárselo al diablo, que con seguridad lo estaba esperando. El brujo lloraba, me pedía perdón y aducía que no era malo, que simplemente formulaba yerbitas pero que a nadie le hacía mal. Le recordé lo de Agapito y le repetí que a la hora señalada volvería. Como a las cinco de la tarde empezaron a preguntar por el brujo. Nadie lo había vuelto a ver desde que había salido en mi compañía. Seguramente pensaron que yo lo había matado y echado al río. Nada dije. Los comentarios crecían. Cuando iban a ser las seis invité a la gente a que fuera a verlo y todos salieron tras de mí. Cuando íbamos llegando al lugar donde lo había dejado se oyó un grito de espanto, Abelardo se había logrado soltar, salió corriendo y le cayó se río. Hice unos tiros al aire, nos acercamos al turbio viajero y no lo vimos salir. Algunos pensaron que no sabía nadar y se había ahogado. Al otro día muy de mañana, un hombre hacía señas desde un mangal. Le gritaron que se acercara pero él siguió haciendo señas. 1Jn muchacho fue hasta allá: era el brujo y preguntó que si aún estaba Mata Jugando, le dijo el muchacho que quién era ese fulano, que él no lo conocía. Abelardo le explicó que era un joven que tenía puesta una camisa de seda azul, pantalones Y zapatos tenis del mismo color y que cargaba un par de revólveres en el cinto. ‘—Ese es don Saúl, el Niño Mentiroso’, respondió el muchacho, ‘...El es una persona muy buena’. El brujo insistió en que era ‘Mata jugando’ y l e díó cinco pesos para que le trajera el burrito y agregó que le dijera a ese hombre malo que él jamás volvería a hacer brujerías.
Leal hasta la muerte La fidelidad, —según me decía Saúl, el Niño Mentiroso— es sin lugar ~ dudas, el atributo más difícil de encontrar en el hombre. Me decía que leyó hace mucho tiempo un cuento Árabe que hace parte del libro intitulado Calila y Dimna, y que trataba de un viajero que encontró a un hombre, un mono, una pantera y una serpiente, en un hueco profundo hecho en la tierra y disimulado con hojas, para que los animales, para los cuales se había hecho la trampa, no se percataran de su existencia. Nuestro viajero, al oír los gritos desesperados que daba el humano, se acercó al foso y, ante las súplicas y promesas de eterno agradecimiento, resolvió liberarlo de cualquier manera y, de paso salvarlo de tan peligrosos enemigos. Para lograr su cometido consiguió unos bejucos de gran tamaño y grosor, los arrojó hasta el fondo, pero fue para él una sorpresa que el primeto en asirse a él, fue el mono. Resolvió sacarlo; éste una vez libre, se postró de rodillas ante su benefactor y le juró, por el dios de los animales que mientras durara su existencia guardaría en su corazón el recuerdo y la lealtad para con su salvador. El viajero volvió a lanzar la cuerda, esta vez fue la pantera quien la tomo y una vez que se sintió a salvo, repitió las promesas y los agradecimientos formulados por el simio. Repitió su acción, líberó la culebra y nuestro hombre se retiró lleno de temor. Viendo esto el animal le manifestó que nada debía de temer pues ella sería desde ese día su esclava. Una vez libres los tres animales aunadamente le dijeron al viajero: ‘No saques ni salves ese hombre del pozo, porque no hay entre todos los seres vivos, nadie tan desagradecido como él’. Dijo el mono: ‘mí morada está cerca de la ciudad’, la pantera agregó: ‘la mía está en los bosques que quedan cerca a ella’ e intervino la serpiente, para hacerle saber que ella vivía en las murallas de la misma y todos a la vez le manifestaron que si algún día pasaba por allí y llegaba a necesitar de ellos, lo hiciera saber. El viajero hizo caso omiso a los consejos que de buena fe le daban los animales, y salvó al hombre, este le contó que era un joyero que vivía en la ciudad, le expresó su agradecimiento y prosternado ante él, prometió que haría todo cuanto estuviera de su parte para pagarle tan connotado favor. Pasaron algunos años y nuestro viajero volvió a transitar por el mismo camino, venía lleno de necesidades, muerto de hambre y de sed. El mono que vivía en ese paraje lo encontró y solícito se postró a sus pies, el viajero le dijo que tenía hambre y sed. ‘Nada tengo por el momento’, dijo el mono, pero espérame unos minutos y algo te traeré’. Al poco rato regresó con una enorme cantidad de frutos deliciosos, que entregó a su benefactor haciéndole una prolongada venia. El viajero continuó su viaje y más adelante se encontró con la pantera. Esta al verlo y oírlo le dijo: no vayas a continuar tu viaje sin esperarme un poco. Dicho esto se marchó, fue a la ciudad y mató a la hija del rey, le quitó todas sus joyas, regresó veloz y sin ningún comentario se las entregó a su salvador. El caminante pensó: si esto han hecho los animales, ¿qué no hará el joyero?: si es rico me las comprará y si es pobre me las ayudará a vender y repartiremos el dinero. Lleno de optimismo apuró el viaje y llegó a casa del joyero, este lo recibió con muestras de alegría y una vez vió las joyas le dijo: ‘espérame, saldré por un momento de casa a traerte algo digno de ti, pues nada de lo que tengo vale para poder corresponder a tan grande favor que me hiciste’. El joyero que había reconocido la procedencia de las alhajas, por habérselas vendido al rey, corrió a palacio y le manifestó al soberano, que tenía preso en su casa al matador de su hija y que con él estaba lo robado. El rey presuroso hizo poner preso al pobre viajero y dio una espléndida recompensa al delator. Luego llamó a su visir y le ordenó que dispusiera la ejecución del malhechor.
El miserable hombre ante tantos sufrimientos, gritaba que lo tenía merecido por no haber hecho caso a los prudentes consejos de los animales La culebra que vivía en las murallas de la ciudad, lo vió, y se llenó d( pena con la suerte de su benefactor y se ingenió la manera de salvarlo. En cumplimiento de su plan, corrió a palacio y mordió al príncipe en un pie. El rey lleno de angustia por la vida de su único hijo, convocó a los más connotados sabios del reino y les dio a saber su desgracia. Estos le dijeron que el único que podía salvar la vida del príncipe heredero, era ese santo varón que tenía preso por un crimen que jamás había cometido. La serpiente valiéndose de mil argucias, penetró en la celda donde estaba preso el viajero y después de lamentarse de la suerte de su amigo, le aconsejó que cuando el rey lo mandara a llamar, se arródillara a sus pies, le contara su historia y le pidiera permiso para ver al príncipe y que una vez en su presencia, implorara a los dioses que sí era verdad su inocencia, salvaran de inmediato al principito. El rey haciéndoles caso a sus sabios, mandó llamar al viajero y le pidió que pasara las manos por la herida de su hijo, como lo habían recomendado los augures. El mísero hombre prometió hacerlo una vez que el rey se hubiera dignado escuchar su historia, el monarca accedió, él procedió a informarlo y luego, al estar cerca del niño, actuó conforme se lo había aconsejado el reptil. El infante se recuperó al momento, el rey hizo comparecer al joyero y dio la orden de ejecutarlo y despojarlo de la recompensa para que fuera entregada al noble viajero, agregando una enorme bolsa de oro. Lo anterior no quiere decir que no se debe hacer el bien, ni mucho menos. Siempre el generoso debe hacerlo. Pero no debe esperar por ello agradecimiento ni recompensa. Cuando se hace el bien esperando una prebenda, pierde el acto todo asomo de grandeza y convierte a quien así actúa en un ser mezquino. El hombre en cuanto logra lo deseado se olvida, por completo de cómo lo logró, quién fue la persona que intervino u otorgó lo conseguido, coloca el hecho en el pasado, y fija su mente y su ambición en una meta más lejana, lograda la cual, pasa a ser como lo anterior, algo que se tiene y por ello no se desea. La conciencia tiene un precio: ¡el dinero! y ante él y por él, se traiciona y se vende lo más caro para el hombre, su familia, su credo y hasta su misma patria. Por eso hay quienes aseguran que no se debe dar, sino ofrecer, porque la humanidad no vive de realidades sino de esperanzas. El agradecimiento es una virtud muy escasa en el género humano, algunos hijos, una vez sus padres se convierten en ancianos, los tratan como muebles viejos, para los que no existe lugar dentro de la distribución de un hogar moderno, por tal razón se toman en un estorbo y muchas veces son entregados a una casa de ancianos. Aquellos no se acuerdan ni mucho menos agradecen, el hecho de existir, ni miden la dimensión del sacrificio y las noches en vela que hubieron de pasar sus progenitores al pie de su lecho, cuando una enfermedad los aquejaba. Todo se olvida hasta la misma razón de la existencia. No pasa lo mismo con los animales, como quedó demostrado a lo largo de esta pequeña historia y quedará aún más con el relato que a continuación haré. ‘Conocí a un trabajador de mi casa, llamado Vicente, era un hombre alto y delgado, amante de la cacería y a ella dedicaba todo el tiempo que le dejaba libre el trabajo y el aguardiente. Un día en que andábamos en la vega, encontró un perrito herido, seguramente mordido por un chácharo, tenía gusanos y no podía caminar, él le trajo agua en su sombrero. El animal tomó en abundancia, luego de saciar su sed, le lamió las manos a su benefactor y movió la cola en señal de agradecimiento. Con eso bastó. Vicente se llenó de compasión lo tomó en sus brazos y lo condujo a la casa, allí lo bañó y le curó los gusanos. Poco a poco el animal se fué recuperando y él se privaba casi en su totalidad de su ración de carne para dársela a su nuevo amigo.
Encuentro, como le dió por llamarlo, se recuperó y su salvador creía que la suerte lo había puesto en sus manos para remplazar a Tony, un hermoso bramador que había muerto víctima d e una de las trampas que él acostumbraba a dejar en las sendas de los animales nocturnos. Encuentro, salió bueno para la cacería, extraordinario como compañero, jamás dejaba solo a su nuevo dueño, a donde iba su amo, allí estaba, dormía debajo de su hamaca, parecía que el noble can entendiera que a él le debía la vida. Cuando su nuevo amo se emborrachaba, que lo hacía con frecuencia, el perríto permanecía por días y noches a su lado. Él por su parte aunque no comiera, se preocupaba por que el animal lo hiciera. Cuando se caía de borracho, el perro permanecía a su lado y no permitía que nadie se le acercara, le cuidaba el caballo y quien trataba de arrimársele se exponía a sus peligrosas dentelladas. Pasaron vanos meses, tal vez algunos años. Un día salió Vicente con su perro, y no regresó en la tarde ni en la noche, al otro día, como a eso de las dos de la tarde llegó el perro, latía lastimosamente y parecía invitar a los muchachos a hacerle compañía. Nadie le hizo caso, entonces partió de nuevo al monte, cerrando la noche regresó y tomó a un trabajador de la camisa, lo soltaba corría unos metros, se paraba, volvía a ver si era seguido y al darse cuenta que no, regresaba sobre sus pasos y repetía su acción. Al fin lo acompañaron. Encuentro iba adelante, los condujo hasta la orilla del río donde estaba su dueño muerto. El noble animal lo había cubierto con hojas para defenderlo de los chulos, al llegar procedió a retirar con sus uñas todo aquello con que había tratado de tapar el cadáver. Esa noche durante el velorio tuvieron que amarrar a Encuentro con un lazo, pues no permitía que las gentes que llegaban se pudieran arrimar al féretro. Durante toda la noche aulló y se mostraba inquieto y lleno de profunda tristeza. Cuando sacaron de la casa al difunto para ser llevado al cementerio, la desesperación del pobre can fue inmensa, luchó con todas sus fuerzas para reventar las ataduras e ir en pos de los restos mortales de quien fuera su dueño. Cuando estaban bajando el cuerpo del extinto a la fosa, llegó el perro, lo tuvieron que detener para que no se lanzara al hoyo. Todos regresaron a la casa pero Encuentro no, a los tres días el patrón pasó por el cementerio y allí lo encontró, el animal estaba moribundo no había comido ni bebido. El se desmontó lo alzó y lo llevó en cabeza de la silla. En la casa le dieron de comer, escasamente tomó agua y probó bocado, y en cuanto recuperó sus fuerzas de nuevo regresó a visitar la tumba y otra vez tuvieron que ir por él. En esta oportunidad lo encadenaron por mucho tiempo, pues en cuanto se le daba libertad tomaba el camino del camposanto. Con el tiempo lo hacía menos, pero aún en las tardes sin excepción, iba a escarbar junto a la cruz que señalaba el lugar donde estaba sepultado su amigo y lo hacía hasta sangrar buscando desenterrar a su amo. Encuentro se volvió viejo, había perdido por completo la vista y el oído, caminaba con dificultad y tropezaba frecuentemente con las cosas que estuvieran en su camino. Cada día tenía menos fuerzas y una mañana abandonó la casa, el patrón lo vió y ordenó que lo dejaran, quería saber qué haría el pobre animal. El noble can avanzaba con dificultad, tropezaba y caía con frecuencia, pero aún así, se fué alejando poco a poco. En la tarde ante su ausencia, salieron a buscarlo y lo encontraron en el cementerio. Había hecho con sus uñas un hueco enorme sobre la tumba de su amo y dentro de él había muerto. El patrón cubrió su cuerpo con la tierra desalojada, permitiéndole así permanecer para siempre en compañía de quien fuera su dueño. Y —agregó Saúl, el Niño Mentiroso- que desde ese día se ve en el firmamento un lucero de gran tamaño y junto a él uno muy pequeño y asegura que son los espíritus del cazador y su perro que vagan eternamente unidos en el infinito.
La tertulia de la italiana En un día de invierno me encontraba en el cafeteadero La Italiana en compañía de mi ‘consejero espiritual y literario’ el ingeniero Julio Pineda, sabio al cuál no se le ha construido aún su merecido pedestal, pues así lo señalan sus muchas cualidades, tales como: cultor de una crítica bien orientada, defensor insobornable de las buenas costumbres, esposo ejemplar y viejo verde, que en compañía de su camal y contradictor amigo Alfredo Mesa, conforman, según ellos mi único patrimonio electoral, hasta que mi conducta lo amerite. Tratábamos animadamente sobre los últimos aconteceres políticos y económicos de nuestra común tierra, mientras en el oriente el vetusto cerro de los Venados perenne guardián de la ciudad, se cubría con un penacho de negras y huracanadas nubes, y en el señorial parque los árboles que dan frescor a sus visitantes, improvisaban al influjo del viento una turbulenta y recia melodía, presagio ineludible de tormenta. El agua empezaba a caer en gigantescos goterones, cuando conjuntamente vimos avanzar hacía nosotros a un hombre totalmente vestido de negro. Llegó hasta nuestro lado, era ‘Saúl el Niño Mentiroso’ lo invitamos a compartir un café y él entre sorbo y sorbo de la negra y aromada pócima para responder a nuestra inquietud del por que de su vestimenta? haciendo gala de su mente imaginativa nos contó la siguiente historia: ‘Había en este pueblo una familia con varios hijos que era extremadamente pobre, trabajaban sin descanso pero sus pocos ingresos apenas les permitía una vida llena de penurias, pero aún así sobrevivían y hasta les alcanzaba para prodigar a sus pequeños una mediana educación. En las noches y por muchos años hacían durante ellas, un sin número de planes para el día en que tuvieran suficiente dinero, pero con la misma facilidad que los elaboraban eran cambiados, para ser sustituidos por otros, no sin antes haber llegado a acaloradas discusiones en razón de la proyectada inversión de su anhelada riqueza. Vivían en una vieja casona de pared de tapia pisada heredada de los padres de ella. Un día en que el buen hombre logró unos ingresos fuera de los usuales, y tras de muchas discusiones, que los llevaron casi a terminar con el sagrado vínculo matrimonial, decidieron tumbar las viejas paredes que estaban por venirse a tierra y construir allí una pieza que les permitiera vivir con un poco más de comodidad. En procura de lo anterior .madrugó el sufrido consorte y adquirió en un almacén una barra de hierro y después de quitarle el goteroso techo a su vivienda, empezó su ardua tarea. Luego de varios días, y cuando estaba por dar por terminado su oficio, dentro de la gruesa pared, !Oh, milagro de Diosl ‘encontró una botija llena de morrocotas’. Como es apenas lógico, empezó la disputa sobre lo que se debía hacer con el precioso tesoro. Ella opinaba trasladarse a Bogotá para venderlo en el banco de la República, él era partidario de enterrarlo mientras conseguían un comprador, pero ambos discrepaban sobre la cantidad que debían pedir por cada una de las monedas, luego de repetidas y acaloradas discusiones y de golpearse mutuamente resolvieron dejar una moneda de muestra y el resto enterrarlo. El diligente hombre no volvió al trabajo, ni se te ocurrió ponerle un techo provisional a su vivienda, quedando todos a merced de la lluvia y obligados a dormir en un rincón, a los pocos días empezó a faltar la comida, los niños lloraban frecuentemente, pero ellos no se molestaban, pues todo su tiempo lo dedicaban a su objetivo. Luego de ofrecerlas y de recibir igual número de propuestas, fueron vendidas a un ciudadano americano que se las pagó a un precio razonable.
Con el dinero en efectivo vino la consabida discusión, ella era partidaria de comprar una casa y dotarla con los más modernos elementos, él quería comprar una finca y dedicarse a la cría de ganado. Ella aceptaba hacer parte del gremio ganadero pero únicamente en ¡o referente a la ceba, y como ni llegaban a ningún acuerdo proponían de nuevo otras soluciones. Por fu aunaron ideas: pondrían el dinero en los bancos a interés y luego de discutí en cual lo harían, decidieron investigar cual de todos ofrecía mayores ventajas. Mientras tanto los niños que carecían de comida no dejaban de llorar preocupados por ellos, fueron a consignar el dinero, en cuya tarea demoraron toda la mañana, por fin lo lograron y por primera vez tuvieron el mismo propósito sin discutir, dis cutir, dejarían una buena cantidad de pesos para comprarle comida y regalos a sus hijitos. Llegaron a la recién construida vivienda llenos de felicidad y optimistas de su futuro, pues por fin habían logrado entre ambos una determinación, de ahora en adelante nada les faltaría ni a ellos ni a sus hijos. Pensando en la cara de felicidad que pondrían sus pequeñuelos al ver tanta comida y tan bellos regalos, abrieron las latas de zinc que hacían de puerta, todo estaba en silencio, los dos niños estaban recostados a la pared, fueron a despertarlos, los llamaron repetidas veces los movieron y por fin se dieron cuenta que habían muerto. Consternados y sin entender el por que de la muerte de sus hijos, decidieron llamar a un facultativo para saber la causa del fatídico desenlace, el galeno examinó los delgados cuerpos y conceptuó que ‘habían muerto de hambre’. Esa es la causa de mí vestido negro pues quiero acompañarlos en tan doloroso trance acotó ‘Saúl el Niño Mentiroso. Al momento de despedirse el popular cuentero, uno de mis contertulios anotó ‘eso pasa cuando llega un dinero a quienes no están acostumbrados a manejarlo y no esperaban tal riqueza sino en sueños y por tal motivo no habían hecho la adecuada planeación’.
Glosario Abajar Bajar. Árbol cuyo látex es útil en medicina veterinaria. Acomodar Acción de amarrar animales a estaca o macollo de paja Amarrar a botalón, sacar agua a la canoa. Caer Caer los peces en el anzuelo. anzuelo. Achicar Amarrar
Afilarse Colocarse y avanzar el ganado, en fila. Agüaitacaminos Ave pequeña que permanece en los caminos. Aguaje Estela que dejan los peces cerca de la superficie. Agujón Pez con cabeza en forma de aguja. Alcaraván Ave zancuda, llamada también tero’tero y pellar. Algarrobo Árbol maderable, utilizado para hacer trapiches. Acostumbrarse a alguien o a algún lugar. Aquerenciarse Acostumbrarse árbol maderable maderable de flor amarilla. Araguaney Prenda típica, árbol caballo la soga o rejo. Arrebiatar Amarrar a la cola del caballo costa de un río. Arrecife Conjunto de arcillas duras en la costa
Arrecho Valiente, osado, lascivo familia de la oropóndola. oropóndola. Arrendajo Ave cantora de la familia cuero sobre sobre el el te de la silla. Arricés Adítamíento de cuero
Atetar Amamantar en madre ajena. angosto y seco de la sabana. sabana. Banqueta Sector alto, angosto
Barbacoa Bastidor, especie de camilla improvisada. Barajuste Estampida, carrera desenfrenada de uno o más animales. Bastimento Avío, fiambre. Bastidor Armazón de palos sobre la jamuga de bueyes de tiro. horizontal es en las extremidades. Barreteado Animal con rayas horizontales
Bayetón Ruana grande color rojo por un lado y azul por el otro.
Brasil Árbol de madera muy dura. Bejuco Liana, tallo largo, utilizado como cuerda. Bicho Despectivo de animal, enfermedad en los gallos. Bolefuego Espanto legendario y folclórico. Boliviano Bayetón de procedencia boliviana. boñi ga. Bosta Excremento del ganado vacuno, boñiga.
Botes Sublote de ganado para pasar un no. Botalón Estacón, poste para achicar reses o caballos. Botuto Instrumento musical indígena de aire. Bragao De rasgos marcados de masculinidad, varonil, valiente. Caballeriza Enramada destinada al manejo de las bestias. Caballicero Persona que cuida las caballadas. Cabuyera Encordado de hamacas y chinchorros. Cachapear Deformar la marca o cifra de una res, adulterar. Cachama Pez apetecido. Piel mutable de reptil. Cachera Argollas de cacho usadas para lajear ganado. Cachicamo Armadillo, gurre. Cachilapero Abigeo, ladrón de ganado sin marca. Cagaleriar Repartir la soga con cadeneta para fácil manejo. Calandrio Serie de anzuelos a intervalos en una cuerda. Callejón Limpia hecha a ambos lados de una cerca. Camarita Sinónimo folclónco de amigo, compañero. Camazo Taparo grande dado por un bejuco. Camoruco Árbol grande y frondoso. Candil Lámpara primitiva de aceite y mechón. Canaguaro Tigrillo.
Canalete Paleta, timonel de una canoa. Canelo Color de canela, usado para caballares. Caney Enrramada grande. Canuare Nombre indígena de un caño de la geografía casanareña. Cañaguate Floramanulo, árbol especial para bastones. Capotera Maleta de tela para amarrar en ancas del caballo. Capón Marrano castrado, contrario de verraco, animal castrado. Carama
Cornamenta, cúmula desordenado de madera en ríos.
Caramero Conjunto voluminoso de madera que baja en ríos crecidos. Carate Enfermedad que mancha la piel. Caratoso Que tiene carate. Careador Gallo usado para entrenar otros para riñas. Careto De cabeza blanca y cuerpo oscuro. Caribe Piraña, pez voraz. Caruto
Árbol mediano, utilizado para tinajeros.
Carrao Ave de rapiña, comestible en Venezuela. Carrizo Pasto alto de tallo hueco. Casabe Torta que los indígenas elaboran con yuca brava. Catire Rubio, de cabello y ojos claros. Bermejo. Cimarronera Manada de ganado salvaje. Cinaruco Río de la frontera colombo’venezolana. Cinto
Correa ancha para porte de armas.
Coca Cocinera, guisa, doméstica. Codüa Ave palmípeda, su pechuga tiene espinas como pez. Codillo Área del tronco detrás del brazo de cuadrúpedo. Colgadura Conjunto de chinchorro y guindaderos.