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LA VASTA BREVEDAD � I� Antología del cuento venezolano venezolano del siglo XX Antonio López Ortega Carlos Pacheco Miguel Gomes •
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© Título original: La vasta brevedad. Antología del cuento venezolano del siglo XX © 2010, Antonio López Ortega, Carlos Pacheco y Miguel Gomes © De esta edición: 2010, Editorial Santillana S.A. Avenida Rómulo Gallegos, Edif. Zulia, piso 1 Avenida Sector Montecristo, Boleíta, Caracas 1071, Venezu Venezuela ela Tlf.: 58212 235 3033 Fax: 58212 2397952 www.santillana.com.ve
ISBN: 978-980-15-0348 978-980-15-0348-4 -4 Depósito legal: lf633201080016 lf63320108001630 30 Impreso en Venezuela – Printed in Venezuela Coordinación de la colección de autores venezolanos: Luis Barrera Linares Coordinación editorial: Lourdes Morales Balza Asistencia de investigación y transcripción: José Delpino Corrección: Alberto Márquez
Diseño de tripa y cubierta: Myrian Luque Fotografía de portada: Cincopuntoseis
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,, electrónico, magnético, fotoquímico electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Contenido
Introducción
13
El diente roto
37
Pedro emilio Coll
La tragedia del oro
43
AlejAndro Fernández G ArCíA
Música bárbara
49
m Anuel díAz r odríGuez odríGuez
El mútilo
71
julio r osAles osAles
El catire
81
r uFino uFino BlAnCo FomBonA
El ermit ermitaño año del reloj
89
teresA de lA P ArrA
El crepúsculo del Diablo r ómulo ómulo G AlleGos
105
Ovejón
115
luis m Anuel urBAnejA AChelPohl
La I latina
125
josé r AF AFAel Ael PoCAterrA
Abyección
137
r Amón hurtAdo
La perla
143
enrique BernArdo núñez
El difunto yo
151
julio G ArmendiA
El camarote
161
C Arlos eduArdo FríAs
Santelmo
167
josé s AlAzAr d domínGuez
Obsesión
181
leonCio m Artínez
¡Viva Santos Lobos!
195
Pedro sotillo
La lluvia
215
Arturo uslAr P Pietri
La muerte de Fontegró jesús enrique lossAdA
233
La Cucarachita Martínez y el Ratón Pérez
241
Antonio Arráiz
Pelusa
267
AdA Pérez GuevArA
Mañana sí será
279
r Aúl v AlerA
Arco secreto
295
GustAvo díAz solís
Demetrio y el niño
313
Pedro BerroetA
Climaterio
333
oswAldo trejo
El murado
343
humBerto r ivAs ivAs mijAres
Los cielos de la muerte
349
AlFredo ArmAs AlFonzo
La niña vegetal
369
osCAr G GuArAmAto
La puntada
381
joAquín González eiris
La Virgen no tiene cara r Amón díAz s ánChez
401
Abigaíl Pulgar
425
Andrés m Ariño P AlACio
La gata, el espejo y yo
433
nelson himioB
La mano junto al muro
447
Guillermo meneses
Las tres ventanas
465
héCtor m mujiCA
En el lago
481
AdriAno González león
Testamento T estamento
495
enrique izAGuirre
Los insulares
511
AntoniA P AlACio AlACioss
Solo,, en campo descubierto Solo
519
Antonio m árquez s AlAs
Ven, V en, Nazareno
539
GustAvo luis C ArrerA
Nubarrón
557
r AF AFAel Ael z árrAGA
La muerte en el puesto o los errores de una guerra de guerrillas m Anuel trujillo
565
¡Qué espina del carajo!
569
ArGenis r odríGuez odríGuez
La foto
577
luis Britto G ArCíA
Un regalo para Julia
583
FrAnCisCo m AssiAni
Psicodelia
599
AntonietA m Adrid
Arrepiéntase, Arrepié ntase, Santos, Santos, arrepiéntase orlAndo ArAujo
613
introduCCión
P
odría armarse que la primera década del siglo xxi, en especial desde 2004, ha sido uno de los períodos de mayor productividad y calidad de la narrativa venezolana. Protagonizado por varias generaciones de narradores, este auge ha sido potenciado por nuevos premios, por actividades y alianzas inéditas, por la interconectividad y el poder de difusión de las nuevas tecnologías así como por la aparición y el desarrollo de colecciones de narrativa venezolana en numerosas editoriales como Alfaguara, Mondadori, Alfa, Monte Ávila, Equinoccio, Ediciones B, Norma, Alfadil y Puntocero, entre otras, aunque lamentablementee estas ediciones rara vez alcanzan a cruzar mentablement cr uzar nuestras fronteras. En este discreto boom han han tenido paradójica inuencia condiciones adversas como la discriminación política (real o imaginada), el control cambiario, cambi ario, las dicultades para importar libros y el estancamiento en el que se vio atrapado nuestro sistema cultural durante la crisis de 2003. Como reacción compensatoria a esas limitaciones y esos problemas, han surgido iniciativas independientes del Estado, han orecido la innovación y la creatividad y prosperado las alianzas venturosas entre empresas, grupos culturales, universidades, medios de comunicación, fundaciones y editoriales. Papel importante en este renovado interés de los escritores, especialmente de los jóvenes, hacia la cción han desempeñado certámenes como el de Premio de Novela Adriano Adri ano González González León, León, el Premio Premio Sacven Sacven,, el de Autore Autoress Inéditos de Monte Ávila, el Premio Nacional Universitario
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Nacional al , entre otros. De de Literatura y el concurso de El de El Nacion mayor impacto aún ha sido la Semana de la Narrativa Urbana, organizada desde 2007, una novedosa manera de estimular y proveer visibilidad a los valores emergentes, así como de favorecer su relación con críticos y lectores, con sus lecturas públicas y la publicación de los relatos. Éstas y otras iniciativas, como el portal ccionbreve.com, el grupo Veintiuno (lamentablemente Re-Lectura o las revistas Veintiuno (lamentablemente desaLibrero,, han sido reforzadas por blogs, págiparecida) y El y El Librero nas web y redes sociales. Como saldo de estos años recientes hay que destacar y celebrar la sostenida maestría narrativa de Ednodio Quintero, Ana Teresa Torres, Victoria de Stefano, Francisco Massiani, Elisa Lerner, Eduardo Liendo, Antonio López Ortega y Alberto Barrera Tyszka; igualmente, la consolidación de narradores nar radores como Federico Vegas, Vegas, Óscar Marcano, Silda Cordoliani, José Luis Palacios, Palacios, Milagros Milagro s Socorro, Juan Carlos Méndez Guédez Guédez,, Fedosy Santael Santaella, la, Ángel Gustavo Infante, Wilfredo Machado, Slavko Zupcic, Rubi Guerra, Norberto José Olivar, Roberto Echeto o Juan Carlos Chirinos. También, el surgimiento de varias narradoras ya destacadas en otras otra s lides intelectuales, como Carmen Vincenti, Judit Gerendas, Michaelle Ascencio, Gisela Kozak o Krina Ber. Finalmente, la aparición de prometedores talentos como Francisco Suniaga, Salvador Fleján, Rodrigo Blanco, Héctor Torres, Liliana Lara, Leopoldo Tablante T ablante,, Gabriel Gabriel Pa Payares yares,, Mario Mario Morenza Morenza,, Enza Enza García o Pedro Enrique Rodríguez, entre muchos otros. Yaa por concluir la primera Y primera década del nuevo nuevo siglo siglo, esta especial intensicación de la escritura narrativa, que va aparejada a un creciente interés de un público lector, nos ha estimulado a realizar, desde la perspectiva cultural presente, una relectura meditada y dialogada de la producción cuentística venezolana desde sus orígenes, con el propósito de producir una antología lo más completa y
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sensata que nos fuera posible, capaz de dar cuenta cabal de todo el siglo xx . En este proceso nos atrajeron varios interrogantes: ¿desde qué momento se consolida el cuento literario como modalidad genérico-discursiva relativamente autónoma, reconocida e independiente? ¿Cuáles tendencias estéticas y constantes temáticas se destacaron destaca ron en esta centuria a través de la cción breve? Y, naturalmente, ¿cuáles relatos de calidad sobresaliente merecen integrar una muestra adecuada de ese proceso? Como en todo proyecto antológico, debimos elegir y acordar criterios y tomar diversas decisiones metodológicas que nos proponemos exponer a continuación. La iniciativa de abrir nuestra selección con un texto publicado en 1898, en pleno auge del modernismo, obedece a las particularidades del campo literario venezolano previo. A pesar de que se produjeron algunos cuentos en el siglo xix , dicha modalidad de escritura no gozó del reconocimiento que después tendría, siendo muy diferentes las expectativas acerca de sus alcances y funciones. Ha de tenerse en consideración en primer lugar que, sometidos al uso que diversas tendencias estéticas les dan, a ciclos de apogeo y decadencia, así como a los avatares extremos de «nacimientos», «resurrecciones» o extinción denitiva, los géneros distan, en efecto, de ser las categorías ahistóricas, jas y cargadas de «esencia» a las que aludían las viejas preceptivas. Lo que hoy en día solemos entender por «cuento literario» es un buen ejemplo de ello. Aunque Aun que hay hay antiguas antiguas especies especies narrativ narrativas as,, orales o escritas escritas,, en prosa o verso, que se le parecen —el mito; la saga; el cuento de hadas y el de aparecidos; la fábula; el exemplum ; el romance; el lai ; la ballad ; el chiste; el chisme; el acertijo—, muchas de ellas arropadas por el amplio manto que el sentido laxo y coloquial de la palabra española cuento les ofrece, lo cierto es que lo que escritores y lectores cultos
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suelen designar hoy con ese nombre tiene una trayectoria breve que se inicia en el siglo xix con con un escritor estadounidense, Edgar Allan Poe, que teoriza sus reacciones críticas ante otros —Nathaniel Hawthorne y, en un segundo plano, Washington Irving— para pronto convertirse en modelo seguido en numerosas lenguas gracias a su casi inmediata recepción admirativa en Francia, cuya literatura ejercía en la segunda mitad del siglo un poderoso inujo en toda la cultura occidental. Las exigencias de «intensidad» casi lírica, economía verbal y «unidad de efecto» que planteó Poe en contraposición explícita a las prácticas usuales de otro género para entonces en auge, la novela1, pasaron a ser puntos de referencia internacionales, cuyos ecos se repiten en Hispanoamérica a principios del siglo xx , pero nunca mejor formulados que en el célebre «Decálogo del perfecto cuentista» (1927) de Horacio Quiroga2. El cuento para éste es, en la línea de Poe, una «novela depurada de ripios», un contragénero que se encarniza con las proliferaciones prolif eraciones y los excesos de una forma for ma que pretende a toda costa ser mayor. El ascendiente del maestro norteamericano se verica desde los años juveniles de Quiroga, dominados por inquietudes modernistas. Si algún momento podemos ver como propicio para la denitiva legitimación del cuento moderno como género nada marginal en nuestra lengua, ése es sin duda el de los albores del siglo xx , lo cual no signica, claro está, que esporádicamente no se hayan escrito antes, pero su estatus en la economía simbólica del campo literario era incierto y no otorgaba a sus cultivadores el prestigio que a partir del modernismo tuvo. Uno 1 «Review: Nathaniel Hawthorne, Twice Told Tales ( Graham Graham Magazine , May 1842)» en E. A. Poe, Literary Theory and Criticism , L. Cassuto, ed., Mineola, New York: Dover Publications, 1999, pp. 57-63. Versión española en Carlos Ca rlos Pacheco y Luis Barrera Bar rera Linares, eds., Del cuento y sus alrededores , 2ª ed., Caracas: Monte Ávila Editores, 1997, pp. 293-309. 2 Horacio Quiroga, Todos los cuentos , Napoleón Baccino y Jorge Lafforgue, eds., París/Madrid: Colección Archivos/Unesco, 1993, pp. 1194-1195. También en Pacheco y Barrera Linares, op. cit.: pp. 324-339.
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de los motivos es que el mapa de los géneros del siglo xix difería radicalmente del nuestro. Si el cuento actualmente constituye la manifestación por excelencia de la narrativa breve, en la época neoclásica y romántica otros tipos competían con él, y eran más nítidamente distinguidos, con espacios de divulgación asegurados en las páginas de periódicos y revistas, cuyos prospectos, títulos y subtítulos los anunciaban y denían. Dichos géneros se ajustaban a ideales estéticos y morales de entonces: el neoclasicismo y la Ilustración incentivaron, por ejemplo, la crítica de hábitos sociales, para lo cual el «cuadro de costumbres» resultaba un vehículo privilegiado (recuérdense las obras maestras que Buenaventura Pascual Ferrer publicó en El en El Regañón de La Habana ya ya en 1800 y 1801); el romanticismo heredó dicho vehículo para describir el «ser» nacional de los nuevos países surgidos de la Guerra de Independencia y, además, echó mano de la «tradición» para meditar sobre su historia, en particular la colonial o la relacionada con la Emancipación (como hicieron Ricardo Palma o Clorinda Matto de Turner en Perú, Enrique del Solar en Chile o Juan Vicente Camacho en Venezuela); Venezuela); el pasado y el presente de la nación, asimismo, muy románticamente, exigían una dimensión sobrenatural, estilizada y espiritual, que dispuso a escritores cultos (en muchas oportunidades los mismos que escribían «tradiciones») a imitar o adaptar con «leyendas», a la manera de Bécquer y otros románticos europeos, el relato folclórico maravilloso. Si se examina cuidadosamente el caso del supuesto primer gran «cuento» de la literatura hispanoamericana, «El matadero» de Esteban Echeverría, se apreciará de inmediato que su autor y su primer público no lo conceptuaron como tal, sino como ejemplar de un género que en la época sí tuvo amplio cultivo. Juan María Gutiérrez, que sacó a la luz el inédito en la década de 1870, no vio en el relato más que el «croquis» o el «bosquejo» de un «cuadro de costumbres»
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donde Echeverría se ejercitaba posiblemente para la composición de alguno de sus poemas narrativos extensos3. Una indagación de horizontes de expectativas genéricas en otras partes del continente aportaría más pruebas de que muchas otras piezas de la época que ahora recategorizamos como «cuentos» retrospectiva y anacrónicamente, se pergeñaban y recibían más bien como «cuadros», «tradiciones» o «leyendas». En Venezuela la situación era precisamente ésa. Un vistazo a las páginas de revistas y periódicos permite cuento sigue teniendo hasta casi constatar que la palabra cuento 1900 un empleo vago que sugiere la poca conciencia de la sociedad literaria con respecto a una categoría concreta, fuente de autoridad artística o intelectual, contrastable con la novela, tal como ocurre en los escritos de Poe o Quiroga. Eduardo Blanco, a quien debemos relatos admirados y tenidos como ejemplos de los primeros pasos rmes del cuento en nuestro país, no conrió demasiada consistencia tipológica tipoló gica a la palabra, puesto que en el volumen que tituló Cuentos fantásticos (1882), (1882), lejos de ofrecernos una colección de escritos similares, junta «El número 111», compatible con nuestro concepto moderno del género, con Vanitas vanitatum , novela que había publicado en 1874 como folletín en La Tertulia . Algo semejante sucede con José María Manrique, cuyo libro Colección de cuen- tos (1897) (1897) reúne relatos breves y una mucho más extensa corazón . En 1902, Tu«novela en monólogos», Abismos monólogos», Abismos del corazón lio Febres Cordero, Cordero, con motivo de prologar prolog ar su propia Co- lección de cuentos , donde reúne narraciones aparecidas en la prensa desde 1884, hace un amago de tipología que acaba no sólo delatando que el cuadro de costumbres, la tradición o la leyenda dominan en su labor, sino que la noción 3 Esteban Echeverría, Obras completas , compilación y notas de Juan María Gutiérrez, Buenos Aires: Antonio Zamora, 1951, pp. 427-430 n.
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cuento en de cuento en su poética es la del español coloquial, oscilante entre las acepciones de ‘anécdota’ en general o de ‘patraña’: «en esta colección de cuentos hay algunos que no son propiamente cuentos cuent os en el sentido de que sean invenciones, sino hechos verdaderos, como los que describen escenas originadas en las guerras civiles, las que pintan algún cuadro de costumbres y aquellos en que relatamos alguna especie meramente personal»4. Como los citados autores, Juan Vicente Camacho, Arístides Rojas y Julio Calcaño escriben historias historia s que poco a poco se diferencian de los paradigmas todavía prevalecientes en ellos del cuadro, la leyenda o la tradición; tendremos que esperar a que se imponga la estética modernista, sin embargo, para que cristalicen tanto una teoría del cuento como las condiciones intelectuales propicias para su frecuentación 5. Evidencias de que ambas existen se observan en ideas de Alejandro Fernández García, que el 15 de diciembre de Ilustrado el 1901 publica en el número 210 de El de El Cojo Ilustrado el ensayo «Cuentistas venezolanos», donde vincula los logros del género a una sociedad literaria especíca. «Me imagino el cuento —gentil y breve forma literaria— a la manera de una sortija de oro», nos dice; «en esa forma delicada y precisa, los poetas de la prosa encerramos los más bellos poemas de nuestra alma, los poemas que desgraciadamente no supimos rimar […] Casi todos los poetas que escribimos en el bárbaro estilo de la prosa sentimos la nostalgia del verso». Esa visión de la anidad del género con la «lírica», así como de su afán de «precisión» —en contraste con discursos aparentemente ajenos a las restricciones: no cuesta adivinar la alusión a la novela—, se originan, ya lo 4 Para un rastreo minucioso de la problemática inserción del cuent o en nuestro siglo xix pue puede consultarse a Osvaldo Larrazábal Henríquez, «Búsqueda y delimitación de los oríge nes del cuento venezolano» en Pilar Almoina de Carrera et al., Teoría y praxis del cuento en Venezuela , Caracas: Monte Ávila Editores, 1992, pp. 41-59. Larrazábal Henríquez introduce la interesante distinción entre «relato» y «cuento» para poder reexionar acerca de varias cuestiones de historiografía literaria que complementan las que aquí planteamos. 5 Arturo Uslar Pietri, Obras selectas , Madrid-Caracas, Edime: 1956, p. 1071.
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sabemos, en Poe. No contento con ello, Fernández García señala que la vida del cuento nacional es bastante sucinta; luego de mencionar y destacar algunos autores —Manuel Díaz Rodríguez, Rafael Cabrera Malo, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro Emilio Coll, César Zumeta, Runo Blanco Fombona y Rafael Silva: todos ellos cercanos al modernismo o plenamente asociados fuese con el ala más decadente o la más criollista del movimiento— asevera que ésos «son hasta ahora los cuentistas que ha tenido Venezuela. En la pasada generación no n o los ha habido. ¿En la que viene vie ne los habr habrá?» á?» (p (p.. 782). 782). La obv obvia ia exa exagerac geración, ión, que sosl soslaaya ejemplos decimonónicos aislados que podrían entresacarse, para no ir muy lejos, de las publicaciones de Fermín Toro T oro o Luis López López Méndez, Méndez, tiene para nosotros nosotros,, no obstante, relevancia, pues es un espaldarazo al género como herramienta de obtención de poder simbólico en el seno de un programa estético particular. Nótese que otros modernistas no sólo reclaman el cuento como instrumento de sus exploraciones creadoras en competencia o comparable respectivamente con la novela o la poesía, sino que han ha n comenzado también a componer series coherentes y estrictamente planicadas —para ajustarnos al referente poético podríamos llamarlas cuentarios — que pronto pronto se convie convierten rten en volúmenes: Condencias de Psiquis (1896) (1896) y Cuentos de color (1899) de Díaz Rodríguez son, en el sentido de su calidad y profundo efecto en otros escritores, hitos de la historia del género en el país, a los cuales podrían sumarse los Cuen- tos de cristal (1901) (1901) de Rafael Silva, los Cuentos de poeta (1900) o los Cuentos americanos (1904) de Blanco Fombona y otros títulos. Con ese tipo de circulación que reforzaba la más fragmentada de las revistas, y con vistosos certámenes coCojo Ilus Ilustrad tradoo, que por esas fechas contribuyen mo el de El de El Cojo a darle estatura y cotización en la sociedad literaria, el cuento venezolano se asentaba nalmente en un terreno rme, muy visible y, por cierto, mantenido hasta el presente.
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Debido a la antipatía por el régimen de Juan Vicente Gómez, al que se acogieron Díaz Rodríguez, Coll y otros «estetas», el desarrollo de la vertiente autoctonista del modernismo propulsada por Urbaneja Achelpohl y Blanco Fombona pronto daría lugar a un sistemático rechazo de lo que en el movimiento había de parnasiano o simbolista, lo que permitiría la hegemonía de un telurismo, superregionalismo o mundonovismo —nombres que se le han dado a la misma tendencia en distintos rincones del continente— ya no en diálogo con la exquisitez de la Belle Époque , sino con el pathos y el experimentalismo de las vanguardias provenientes provenientes de Europa directamente o aclimatadas en otros países iberoamericanos. El cuento venezolano se consolida en esos años con los escritores de la revista La Alborada (1909), dos de los cuales, Rómulo Gallegos y Julio Rosales, dejarían su impronta en el género durante las siguientes décadas. Con un mayor interés en el mundo urbano, y una sensibilidad que se debate entre la farsa y la angustia expresionista, encontraremos asimismo las aportaciones apor taciones de José Rafael Pocaterra Poc aterra y Leoncio Martínez. En sintonía indudable con las vanguardias, pero sin dejarse absorber por el activismo de sus grupos, Julio Garmendia, de obra sucinta pero determinante, cuestiona la supercialidad del «color local» amalgamándolo perturbadoramente con motivos fantásticos y grandes dosis de metalenguaje. Y, en n, los escritores que sí participan par ticipan en empresas colectivas abiertamente vanguardistas darán en ese momento o poco después,, con sus cuentos después cuentos,, algunos de los frutos fr utos más memorables de su paso por nuestra literatura: Carlos Eduardo Frías, Nelson Himiob, Antonio Arráiz, Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses Meneses.. A Uslar, ni más ni menos, debemos otro texto a la vez teórico y programático imprescindible para captar la trayectoria del cuento en nuestro país. El ensayo en
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cuestión es valioso por una razón adicional: la de diseñar una historia del realismo mágico en las letras hispánicas. Mientras destaca la centralidad del género en la tradición local, «El cuento venezolano» (1948) rastrea el surgimiento en ella de un movimiento literario que hacia 1928, «con el contagio de las formas literarias de vanguardia», propició «la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que a falta de otra palabra podría llamarse un realismo mágico»6. Una revisión de los cuentistas a los cuales se reere Uslar arroja como conclusión que el realismo mágico venezolano es una síntesis de las alternativas ideológicas y expresivas que deparan el telurismo teluris mo y las vanguardias de los años veinte, y que su intervención inter vención en la escena literaria de las tres décadas siguientes no debería soslayarse. En los años cuarenta, y en especial la segunda mitad de esa década y los inicios de la siguiente, se produce de hecho uno de los momentos de mayor intensidad en el desarrollo del cuento venezolano, en coincidencia, naturalmente con una gran atención e interés por esta modali Antología gía dad de la narrativa. nar rativa. Ya Ya en 1940, en el prólogo pról ogo a la l a Antolo del cuento moderno venezolano que venezolano que realiza con Julián Padrón, Uslar Pietri había asociado las particularidades del cuento (contrastándolo, como de costumbre con la novela) con la idiosincrasia nacional: El temperame temperamento nto artístico venezolano venezolano,, en términos genera- les, se asocia más a lo poético y a lo intuitivo. Por otra parte, raros son los escritores venezolanos a quienes el temperamento o la ocasión han permitido entregarse plenamente al paciente tra- bajo de investigación, decantamiento y estructuración que exige la novela. Estas consideraciones acaso contribuyan a explicar 6 Arturo Uslar Pietri, Obras selectas, Madrid-Caracas, Edime: 1956, p. 1071.
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por qué tenemos tan grande y valiosa familia de cuentistas cuentistas,, junto a contados ejemplos de novelistas de primer orden 7.
Esta «grande y valiosa familia de cuentistas» no tardará en manifestarse plenamente en los años siguientes con destacada calidad y profusión de relatos breves que ofrecen desde los más depurados productos del criollismo y el neorregionalismo (Valera, (Valera, Zárraga, Zárrag a, González Eiris) hasta propuestas verdaderamente rupturales que incluyen exploraciones en la narración intrahistórica (Díaz Sánchez, Armas Alfonzo), relatos intensamente líricos (Rivas Mijares, Guaramato, Márquez Salas, Díaz Solís), exploraciones del espacio urbano (Berroeta, Trujillo), pioneras perspectivas femeninas (Pérez Guevara, Ramos), inéditos referentes psíquicos y sociales (Díaz Solís, Meneses, Márquez Salas) y, principalmente, osados experimentos compositivos compositiv os y lingüísticos que provocan no pocas polémicas (Meneses, Trejo). Al acercarse la mitad del siglo, el cuento se convierte así en género crucial de nuestras letras, verdadero verdadero indicador de lo más novedoso de las búsquedas estéticas. El surgimiento en 1946 de uno de los certámenes más importantes de nuestro sistema literario, el Concurso Anual de Cuentos convocado por el diario El Nacio- está sin duda asociado en sus primeros años a este nal, está nal, proceso de «intensidad cuentística» de mediados del siglo xx , por la incuestionable calidad de sus jurados y por su amplísima convocatoria, difusión e impacto. El cuento «La Virgen no tiene tiene cara», de Ramón Díaz Sánchez, Sánchez, es el primero en recibir el galardón. En años siguientes resultarán premiados en este mismo certamen algunas piezas de gran impacto como «El hombre y su verde caballo» de Antonio Márquez Salas, en 1947, y, en 1951, 7 Arturo Uslar Pietri: «Esquema de la evolución del cuento venezolano», prólogo a Arturo Uslar Pietri y Julián Padrón, Antología del cuento moderno venezolano, Caracas: Biblioteca Venezolana de Cultura, 1940, tomo I, pp. 6-7.
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«La mano junto al muro» de Guillermo Meneses, relato emblemático de las búsquedas experimentales del momento hacia la fragmentariedad, la irresolución y la violación de convenciones narrativas y restricciones temáticas que establece un hito denitiv denitivoo de modernidad en nuestra narrativa breve. También de importancia para la formación y estímulo de muchos cuentistas fueron en aquel momento la revista Fantoches (1923-1961) (1923-1961) y, sobre todo, el grupo Contrapunto y la homónima revista que circuló entre 1948 y 1950. La publicación de colecciones de cuentos en forma de libro había llegado a ser ya para ese entonces la modalidad más frecuente de difusión del género. De hecho, no pocos de nuestros cuentarios fundamentales fundamentales son publicados en los intensos siete años que van de 1945 a 1952. Tío Tigre y Tío Conejo de Conejo de Antonio Arráiz aparece en 1945. hastío de Andrés MaEn 1946, salen a la luz El luz El límite del hastío de riño Palacio y Pelusa y otros cuentos de de Ada Pérez Guevara. En 1948 Meneses publica La mujer, el as de oros y la luna y y ese mismo año aparecen Los cielos de la muerte de de Alfredo Armas Alfonzo y Los cuatro pies de de Oswaldo Trejo. 1949 es tal vez el año de mayor intensidad, pues en él son publicados nada menos que Biografía de un escarabajo de Oscar El murado murado de Guaramato; El Guaramato; de Humberto Rivas Mijares; Es- Mijares; Es- cuchando al idiota de de Oswaldo Trejo y Treinta hombres y sus sombras de de Arturo Uslar Pietri. En 1950, aparece en México el volumen Cuentos de dos tiempos , donde quedan recogidas piezas fundamentales de Gustav Gustavoo Díaz Solís, como «El niño y el mar», «Arco secreto», «Ophidia» o «Llueve sobre el mar». Don Julio Garmendia reaparece en 1951, un cuarto de siglo después de su libro inicial, con La tuna de oro, oro, mientras que en 1952 se publica Cuentos de la prime- ra esquina de de Trejo; Las hormigas viajan de noche de de Márquez muro de Meneses. Una cosecha Salas y La mano junto al muro cuentística verdaderamente notable.
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Modernidad, contemporaneidad, pudieran ser consideradas las palabras clav claves es de nuestra narrativ nar rativaa en esta mitad del siglo. Para motivarlas coincide el incremento de los ingresos petroleros con las altas expectati expectativas vas de apertura democrática que rodearon la breve presidencia de Gallegos y con el desarrollo de grandes obras de infraestructura, especialmente en Caracas, durante la hegemonía perezjimenista. La lectura y discusión discus ión de autores como Joyce, Proust, Mann, Hesse, Steinbeck o Faulkner, promueve discusione discusioness y nuevas inquietudes. En las búsquedas estéticas se produce entonces a veces un quiebre, a veces una articulación entre lo viejo y lo nuevo: un enfrentamiento, una tensión o ciertos modos de transición, contrapunto y hasta conciliación entre pulsiones extremas como lo rural y lo urbano, lo autóctono y lo foráneo, lo narrativo y lo lírico, lo histórico y lo fantástico y, sobre todo, entre tradición y vanguardia. Tal vez lo más importante de estos cambios sea el quiebre de la conve convención nción realista, la autonomía alcanzada por las búsquedas formales. Todo esto es un semillero de innovaciones y atrevimientos que irán incubándose por años hasta brotar de manera súbita al ser derrocada la dictadura y en los turbulentos años siguientes. siguientes. Tal T al como ha ha observado observado Víctor Víctor Brav Bravoo, «las décad décadas as del cuarenta y el cincuenta se mostrarán como épocas de asimilación y maduración de la expresión estética de la modernidad para que ésta pueda irrumpir, como venida de las entrañas mismas de la cultura, en la década del sesenta, en lo que quizá podría considerarse la conmoción cultural y política más importante producida en el país en el siglo xx »78. La instauración de la democracia a partir de 1958 viene aparejada a una impresionante transformación de la vida cultural. Con respecto al cuento, pues, será ya entonces 8 Víctor Bravo, «Transición y expectativas del medio siglo» en Carlos Pacheco, Luis Barrera Linares y Beatriz González (Coordinadores): Nación y literatura, Caracas, Fundación Bigott / Banesco / Equinoccio, 2006, p. 586.
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hacia nales de los cincuenta y sobre todo en los inicios de la llamada «década violenta», cuando se maniesten plenamente los aires de una nueva vanguardia con sus búsquedas bastante radicales tanto de renovación estética como de revolución política, cuyos epicentros se alojaron sucesivamente en dos grupos literarios de suma importancia, Sardio (1958) y El Techo de la Ballena (1962). Alrededor de ellos se formaron los más distinguidos cuentistas de una nueva generación, encabezados por Adriano González León (quien se maniesta desde 1957 con Las hogueras más altas ) y por el primer primer Salvador Salvador Garmendia, Garmendia, y en cuyas cuyas búsquedas participan también, entre otros, José Balza, Antonia Palacios, Héctor Mujica, Argenis Rodríguez, Manuel Trujillo T rujillo,, Enrique Enrique Izaguirre y Gustavo Gustavo Luis Carrera. Carrera. El tema político y en particular la lucha guerrillera es uno de los referentes predilectos de los relatos en ese momento. Tambié T ambién, n, natura naturalment lmente, e, el hábita hábitatt urbano urbano,, en coinc coinciden idencia cia con el crecimiento y la modernización moder nización que experimenta ya en esos años el país y en particular su capital. Pero se destaca especialmente la experimentación formal que coincide y corresponde a veces problemáticamente con la rebeldía política. Izaguirre lo sintetiza de manera inmejorable en una de las más lúcidas valoraciones publicadas sobre nuestra cuentística: «Aventurarse contra las formas narrativas constituidas»9. Más adelante, explicita: El monólogo interior (fuente psicoanalítica), los tiempos paralelos (fuente cinematográca), los códigos tipográcos de negras, blancas y bastardillas (fuente tecnológica); la distorsión de la linealidad del relato, la omisión de explicaciones orientadoras de la lectura; el lenguaje impreciso (fuente irracionalista); ignoraron conscientemente los hábitos en que estaba educado el lector,, provocando la perplejidad y el desconcierto10. lector 9 Enrique Izaguirre: «El cuento venezolano: dos siglos en 100 años». Revista Nacional de Cul- febrero, marzo 1988, p. 66. tura , nº 268, enero, febrero, 10 Ibíd., p. 68.
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La consecuencia lógica de este proceso es la pérdida del interés por la historia, en sus dos sentidos. Y justamente un fenómeno que determina el cuento venezolano de los años setenta, en cambio, cambi o, es es el de la desaparición del país como referente privilegiado. Puede entenderse que en la literatura contemporánea un tono descreído se aviene bien con un siglo lleno de desencanto, pero el interrogante en torno a si la muerte de ese referente se debe a un abandono voluntario o a un extravío de los nuevos propósitos artísticos sigue vigente. A partir de nales de los sesenta, la narrativa nacional deja denitivamente el realismo de la tierra o de los azares políticos y se vuel ve fantástic fantástica; a; suele, suele, además además,, apartarse de los formatos extensos y opta más denodadamente por la fragmentación, también descartando de plano las estrategias realistas o naturalistas de representación ganada por un persistente experimentalismo. Se premia lo críptico; se alaba lo que parece no comunicar. Una pléyade de autores irreverentes se jacta de jugar a la impostura: los relatos no se miden por lo que narran sino por lo que ocultan. Fin de la historia, podría decirse, o más bien n de las historias: ya no interesa narrar otra cosa que no sea la imposibilidad de narrar. Acaso podría indagarse la raíz de tal actitud en la fe en el desarrollismo desar rollismo entonces imperante y verse el regreso de hábitos vanguardistas como ajuste de cuentas: si la vanguardia histórica quedó interrumpida o se frustró en la atmósfera retrógrada y hostil del gomecismo, el regreso de sus pulsiones en los sesenta y setenta señalaría una entusiasta recuperación, una sintomática «modernización» estética en la que los asuntos rurales comenzaron a desecharse por recordar demasiado vivamente una era arcaica que se creía superada. Si esa hipótesis fuese cierta, el país, entonces, habría desaparecido tan sólo supercialmente: su elisión seguiría potenciando un comercio de la escritura con un entorno social soterrado. En los
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años setenta se escribe mucha literatura fantástica; abundan los personajes insomnes, o que viven en medio de un sueño; se escribe sobre la infancia, con visiones que son casi siempre truncas; se escribe sobre la relación entre hijos y padres; se escribe sobre la inmigración, ya sea la de venezolanos venez olanos en la diáspora o la de minorías en suelo patrio; se escribe sobre delincuencia y el género policial comienza a manifestarse; se escribe sobre la circunstancia inacabable de vivir en grandes ciudades; se escribe sobre las relaciones amorosas, amor osas, y muchas muchas veces con estampas carnales subidas de tono; se escribe desde lo que podríamos llamar una cosmovisión femenina, con temas nunca antes vistos, como el aborto o el amor entre mujeres. Ese extenso repertorio, que se enriquecería y perlaría más poderosamente en las décadas siguientes, constituiría una nueva manera de explorar la realidad: ésta dejaría de ser paisaje antropomorzado como ocurría en la era de los telurismos para convertirse en profusión de espacios naturales o sociales, públicos o privados, tangibles o intangibles, verbales. El gran cambio que se consolida en la escena literaria de los setenta no estaría, así pues, en una destrucción de la referencialidad, sino en el cuestionamiento de toda ingenuidad en lo que atañe a la función referencial del lenguaje literario. Los narradores que comienzan a publicar en los setenta acuñan en sus chas biográcas como año de nacimiento más remoto el de 1945. Es el caso de Ednodio Quintero,, Humberto Mata, Laura Antillano o Gabriel JiQuintero ménez Emán, entre otros otros.. Como promoción precedente, a caballo entre los estertores de la «década convulsa» de los sesenta y la de los setenta, las obras narrativas nar rativas de Luis Britto García y José Balza heredan cierta dosis del compromiso político de la época para ampliarse de inmediato en pos de reformulaciones formales. Es conocida la desconanza de Balza ante las fórmulas fór mulas «cuento» o «rela-
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to» para acuñar la muy personal de «ejercicio narrativo», y es igualmente conocida la revolución formal que impone Rajatabla (1970), (1970), el segundo libro de relatos de Britto García, en el corpus de de la cuentística venezolana de los últimos tiempos. Pero ambas apuestas pueden inscribirse en el concierto de proposiciones que arrojó una década innovadora. Las obras de Britto García y de Balza revelan una evolución artística sorprendente pero, en el punto más osado o extremo de su experimentalismo, siguen manteniendo un diálogo con la de los autores que los preceden. Esta dialéctica, en la que los hijos hablan con los padres (así sea para insultarlos o negarlos), pareciera desaparecer a partir de los setenta. En efecto, no se sabe con quiénes dialoga ese grupo gr upo vasto de cuentistas. cuentistas. Ni negación ni armación; más bien, discontinuidad. La nue va hora es escéptica, huérfana, huérfana, desconfía de los modelos. modelos. En un extremo, la falta de lecturas lecturas,, cuando no de propósitos; en el otro, el exceso de orgullo, la autosuciencia. Momento autárquico por excelencia, el fenómeno quizás tenga sus raíces en el excesivo peso que tuvo el correlato en la década anterior. Todo ejercicio creador, narrativo o no, en los sesenta parecía, en efecto, responder, fuese por anidad u oposición, a la Historia con mayúscula: Salvador Garmendia describiendo a los «pequeños seres» de la ciudad (ese ahora llamado «nuevo escenario del sentido»), Juan Calzadilla enajenando su conciencia con las voces de los orates y de «los amantes sin domicilio jo», Francisco Pérez Per Perdomo domo recuperando en sus fantasmas el paraíso perdido de la infancia, Ramón Palomares refugiándose en el habla campesina y oponiéndola poéticamente al vértigo de los nuevos tiempos. tiempos. El correlato imponía maniestos y descifraba estéticas, hacía del compromiso ideológico el sustrato, el resorte que impulsaba la expresión literaria. Panorama contrario es el que sobreviene a partir de 1970. Los cuentistas de estos años
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ni arman ni rechazan a sus predecesores; sencillamente no dialogan con ellos. Del desinterés por la historia, pasamos en los ochenta a su recuperación, a la necesidad de contar de contar por por encima de todas las tentaciones de experimentación formal; durante estos años, no obstante, en las apuestas narrativas convi ven tantas corrientes como escuela escuelass y las iniciati iniciativas vas de los setenta no se descartan abruptamente. Experimentalismo, textualismo, brevedad de los formatos, irrupción de la poesía en el cuerpo del relato, rela to, desinterés por la historia, son todavía algunas de las variables a las que se agregarán paulatinamente otras. Los narradores del período ensayan líneas temáticas novedosas, como los mundos marginales, las hablas periféricas o los paisajes de la subjetividad. Podría captarse una vuelta a la pulsión del cronista, pero obviamente desde una postura más contemporánea, de gran ludismo verbal. verbal. El entorno deja de ser objeto para convertirse en terreno campal de la subjetividad: hay allí un programa ideológico (en la mejor acepción del término), una necesidad de darle sentido a la expresión de una realidad que sigue percibiéndose de manera parcial o incompleta. Relatos como los de Ángel Gustavo Infante, José Luis Palacios, Juan Calzadilla Arreaza o Stefania Mosca postulan, desde diferentes registros, una estética que quiere abolir de una vez por todas la sensación sens ación de que algo de la realidad se nos escapa. Dándoles voz a las barriadas caraqueñas (Infante), exponiendo los mundos vi venciales venci ales de los estudia estudiantes ntes venezolanos venezolanos en el extranjero (Palacios), enumerando los ritos «banales» de la vida cotidiana como hitos que remiten a una simbología desconocida (Mosca) o fracturando la percepción conforme al crisol que alimenta nuestra subjetividad (Calzadilla Arreaza), estos narradores establecen una nueva crónica y se apropian de una manera más determinante de la multiplicidad signicativa de la experiencia contemporánea.
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Al lado de fantasmas redivi redivivos vos —¿herenc —¿herencia ia de nuest nuestras ras creencias rurales?—, tenemos fascinantes escenas urbanas; al lado de monólogos, tenemos diálogos múltiples; al lado de gestos provincianos, tenemos ciudades abigarradas; al lado de relatos de la selva inhóspita, tenemos piezas que se desarrollan en un cuarto; al lado del esfuerzo memorístico familiar, tenemos piezas futuristas o colincientíca . dantes con la llamada cción llamada cción cientíca Cuando se piensa en los autores que han publicado libros de cuentos de 1990 en adelante, se deduce que el año más remoto de nacimiento de esta promoción es 1960. Los escritores de la última hora narrativa han vivido los altibajos de nuestra institucionalidad cultural, han publicado o dejado de publicar por el interés o desinterés de editoriales estatales y privadas, han leído o dejado de leer literatura universal por el mayor o menor acceso a títulos nacionales o importados, han participado muchos de ellos en talleres literarios y, sobre todo, han sido testigos de convulsiones políticas o sociales de gran magnitud que acabaron de disolver el espejismo desarrollista de la «Venezuela saudita» tras la primera señal de alarma que signicó el «Viernes Negro» de 1983: no pueden soslayarse como hitos los saqueos de febrero de 1989, las intentonas de golpe de Estado de 1992, el ascenso del chavismo o el nuevo intento de golpe de 2002. ¿Trazan los autores de la transición entre milenios un camino distinto distin to del de sus inmediatos predecesores? ¿Experimentan con nuevas formas? ¿Siguen apostando a una narrativa de la subjetividad o recuperan algún referente colectivo? Ninguna de las respuestas que pudiéramos esgrimir es indisputable, por tratarse de un proceso inconcluso que sigue perturbándonos con sus giros a veces insospechados. Sería arriesgado dar por asegurada la continuidad o decir que los nuevos signos son enteramente alentadores. En un contexto social traumáticamente polarizado, en particular desde nes del
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siglo xx , la nueva narrativa se debate entre el pasado y el futuro, entre el país ideal y el país real, entre los estertores ester tores de provincia y las omnipresentes realidades urbanas, entre la convicción y la duda, entre valores literarios foráneos —la larga tradición anglosajona que desemboca en Auster, Carver, Cheever— y nuevos valores iberoamericanos —Bolaño, Vila Matas, Aira o Villoro—. Como línea armativa (y continuadora de lo que esbozaban los narradores de los ochenta), puede admitirse un interés consistente por la historia (indistinguible de la necesidad de contar) y como ejes temáticos la violencia individual o social, las relaciones o reminiscencias familiares, los recuerdos de infancia, la vida en la ciudad o sus periferias, los desarraigos (o los imprevistos arraigos) que trae consigo la mundialización. ¿Puede establecerse a partir de estas señales un denominador común? La respuesta tampoco es obvia. Lo que sí puede establecerse es que las búsquedas siguen siendo multiformes. Un impulso de insatisfacción recorre la nueva cuentística venezolana, un impulso que quiere dar con una imagen más totalizante, más denitoria, de nuestro lugar en el mundo. La exposición de nuestro imaginario (o de su carencia) sigue siendo la tarea primordial de nuestros narradores. Y lo sigue siendo porque, en general, las réplicas ociales son pobres, escasas, desorientadoras. El abismo entre las creaciones culturales y las grandes decisiones públicas es tan hondo que al narrador no le queda otra tarea que la de persistir en la postulación de universos alternos. Los antólogos, en todo caso, preferimos limitar nuestros comentarios acerca del período más reciente: la razón es la escasa perspectiva histórica de la que disponemos. Las labores que empiezan a consolidarse en los noventa y continúan hoy deberán evaluarse en relación con un horizonte social y político aún inestable, a duras penas asimilable con un mínimo de objetividad. Tal tarea, que será imperiosa, hecha en este
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momento adquiriría un tono periodístico que, si bien no desestimamos, cuenta con espacios más apropiados donde expresarse. Para cerrar estas páginas introductorias, además del período especíco que hemos tratado de abarcar y las corrientes estéticas que de alguna manera intentamos ilustrar con nuestra selección, quedan por aclarar detalles importantes con respecto a nuestro método. Aunque naturalmente en diversas instancias del desarrollo de esta antología nos distribuimos períodos, autores y tareas especícas, mediante una muy asidua comunicación, principalmente electrónica, los tres antólogos logramos llegar a consenso en todas las decisiones y a participar en todos los procesos, por lo que nos sentimos equitativamente responsables por su resultado. Aunque por supuesto consultamos y tuvimos en cuenta muchas de las antologías existentes (una selección de las cuales ofrecemos en este volumen), intentamos en todos los casos ir a las fuentes directas y leer tanto como nos fue posible de la producción de nuestros cuentistas antes de llegar a decisiones. Tratamos también de evitar aquellos relatos preferidos reiteradamente en dichas antologías. En algunas ocasiones lo logramos, pero, como puede comprenderse fácilmente, en otras nos resultó francamente imposible y debimos aceptar que nuestros predecesores tenían razón. Saltará a la vista que, pese al subtítulo de este volumen, la sección nal de la muestra incluye textos publicados durante los primeros años del siglo xxi. En general, ha primado en esa porción de nuestra labor cierta voluntad de simetría: así como con la inclusión de «El diente roto» de Pedro Emilio Coll y «La tragedia del oro» de Alejandroo Fernández García admitimos sintétic Alejandr sintéticamente amente los aportes del siglo xix a a la gestación del cuento moderno, nos ha parecido necesario señalar indicios de continuidad o renovación de lo que es ya el legado del siglo
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xx . En los cuentos más recientes se vislumbran, creemos,
las líneas de fuerza que irán perlando el género temática y estilísticamente durante los próximos decenios. Para seguir eles a nuestro referente temporal, sin embargo, hemos acogido en esta sección únicamente autores que empezaron a publicar obras de cción antes de 2001 y que, por lo tanto, de un modo u otro se anunciaron ya en el siglo que pasó. Más allá de las cuestiones temporales, cabe comentar otros pormenores indispensables. Aunque en el caso de grandes cuentistas estuvimos tentados a infringir nuestra regla, el interés en ofrecer un panorama lo más amplio posible de la literatura nacional nos ha exigido restringirnos a una pieza por escritor. En varias oportunidades nos planteamos la inclusión de obras de autores que lejos estaban de mostrar adhesión al género, pero igualmente nos parecía deseable una antología de cuentistas de vocación y no de ocasión, es decir, escritores respaldados en alguna medida por inquietudes teóricas, implícitas o explícitas, en lo que concernía al instrumental expresi vo de la especi especiee literaria que culti cultivaban. vaban. Una discusió discusiónn sobre las transformaciones de los aspectos más materiales del campo de producción cultural venezolano nos permitió acordar la incorporación de autores de la primera mitad del siglo con cuentos esporádicos o un solo volumen de cuentos, debido al menor desarrollo en ese entonces de la industria del libro en el país; la mayor abundancia de medios de publicación durante la segunda mitad nos impuso el criterio de admitir autores que tuvieran en dicho período un mínimo de dos colecciones de narrativa bre ve publicada publicadas. s. De esta manera hemos querido entablar un diálogo necesario con circunstancias sociales que modelan rumbos estéticos individuales. Tampoco fueron fáciles las decisiones sobre los límites en la extensión de los relatos. r elatos. Hoy en día son osten-
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sibles los terrenos que ha ido ganando el «microrrelato» o «minicuento» en la conciencia tanto de escritores como de críticos —y a una venezolana, Violeta Rojo, debemos un libro imprescindible sobre el tema11 —; la brevedad brevedad de «El diente roto» nos ha parecido ya la antesala de ese género y la hemos adoptado como referente de la mínima extensión de un cuento que aún no se adentra en la microcción. Tipo literario ciertamente menos reconocido en Venezuela, pero que tiene en el país sus cultivadores12, la nouvelle o novela corta, aunque conserva conser va cierta tendencia epigramática, de gran tensión estructural, que la distingue de la novela, desarrolla también universos psicológicos y microcosmos sociales —piénsese en ejemplos mayores de la tradición hispanoamericana: Aura , Los adioses , Los cachorros , El perseguidor — que no coinciden con los ideales de síntesis y sugerencia del cuento. «El corazón ajeno» de Ednodio Quintero nos ha servido de paradigma de la máxima extensión de las piezas seleccionadas, puesto que roza, sin todavía invadirlos, los dominios más morosos y expansivos de la nouvelle. Los criterios anteriores no pretenden, desde luego, ser exactos, irrebatibles ni cientícos, sino cimentar una razonable objetividad que haga auténticamente críticas opiniones que de otra manera se atribuirían al instinto o la intuición. Luego de varios años de intercambio de pareceres y constantes ejercicios de amistoso debate, los responsables de esta antología creemos que, sin desdeñar los gustos individuales, podemos ofrecer algo más que capricho o una versión estrictamente privada de una historia literaria. Hemos tratado de dar con una serie de cuentos que consideramos sustantivos en nuestra tradición; que han marcado poderosamente la imaginación de 11 Violeta Rojo, Breve manual (ampliado) para reconocer minicuentos , Caracas: Equinoccio, 2009 [1ª ed. 1996]. 12 Pablo Cormenzana o Ricardo Azuaje se destacan, pero de ninguna manera agotan la lista de autores que podría ofrecerse.
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sus lectores y, a su vez, han generado respuestas admirativas o combativas en otros escritores. En las chas que preceden a cada relato nos propusimos dar información y valoración a la vez suciente y sintética sobre el autor respectivo y su producción literaria y, en particular, ofrecer su perl como cuentista, así como las razones ra zones que nos movieron a elegir esa pieza narrativa suya en particular. Conamos en que esta selección pueda servir de retrato de un proceso complejo que da indicios de sólo haber comenzado: antología o mapa para quienes deseen explorar la vasta brevedad del cuento venezolano.