CONOCIMIENTO CIENTÍFICO Y FE CRISTIANA (CON ESPECIAL CONSIDERACIÓN DE LAS TEORÍAS DE LA EVOLUCIÓN) Evandro Agazzi
INTRODUCCIÓN
L
A OPINIÓN DE QUE CIENCIA Y RELIGIÓN SE OPONEN ESTÁ BASTAN ANTE TE GE GENE NERA RALI LIZA ZADA DA EN NU NUES ESTR TRO O EN ENTO TORN RNO O CU CUL LTU TURA RAL L. ESTE PUNTO DE VISTA SE PUEDE CONSIDERAR COMO UNA HERENCIA DEL POS POSITIV ITIVISMO ISMO , LA DOC DOCTR TRIN INA A FIL FILOS OSÓFI ÓFICA CA DE AUGUSTO COMTE DE PRIN INC CIPIO IOSS DE DEL L SIGLO XIX QUE SE EXTENDIÓ CO CON N RAPID IDE EZ EN
casi toda Europa y América. Algo característico del positivismo de Comte fue la tesis de que en los campos del conocimiento en los que la humanidad ha sido capaz de lograr un progreso real ha tenido un paso Evandro Agazzi es filósofo por la Universidad Católica de lugar Milán. También También estudió física en la Universidad Estatal de esa desde una etapa ciudad. Ha tenido a su cargo las cátedras de Geometría supe- inicial (que él llama rior,, Matemática complementaria, Lógica matemática y “teológica”), donde rior Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Génova, materias la explicación de los que también ha impartido en otras reconocidas universidades fenómenos se busen Italia, Suiza, Alemania y México. Actualmente es profesor caba en la acción de emérito de Filosofía en la Universidad de Génova y profesor a entidades sobrenatiempo completo en la Universidad Autónoma turales, a una fase Metropolitana/Unidad Metropolit ana/Unidad Cuajimalpa de Ciudad de México. sucesiva (llamada
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“metafísica”), en la que las hipótesis explicativas de la realidad se encuentran en algunos principios fundamentales (como el principio de causalidad, simplicidad de la naturaleza, orden racional del mundo), a una tercera y última etapa (llamada “positiva”) donde los científicos se contentan con una descripción precisa de los fenómenos, absteniéndose de cualquier interpretación, constando tan sólo los fenómenos que ocurren de modo regular regular,, lo que llamamos l lamamos “leyes naturales”. Esto, que parece solamente una visión histórica de las formas de conocimiento humano, es mucho más que eso, ya que la transición de una etapa a la siguiente se presenta como el resultado de una ardua lucha, que nunca termina porque los esfuerzos de la metafísica y la teología por interpretar la realidad están siempre presentes en la sociedad. Desde esta perspectiva, para promover el progreso humano habría que atacar a la metafísica y a la religión. Particularmente, por su mayor difusión en la sociedad, la religión se ve como el principal enemigo de la ciencia, la fuerza que intenta oponerse a su progreso y a la libertad. Sin embargo, hay muchas personas que no suscriben este antagonismo entre ciencia y religión, y entre ellos muchos científicos. Por esta razón no es posible decir, por ejemplo, que sólo personas sin cultura científica piensan que la religión y la ciencia son compatibles, mientras que los científicos son de la opinión opuesta. En efecto, al lado de las personas que sienten que no hay oposición entre la religión y la ciencia —simplemente porque la religión es una cuestión de fe, irrelevante para el conocimiento científico—, hay, entre científicos y no científicos, muchas personas que creen que la ciencia es un buen apoyo a la religión. Consecuencia de esta situación ambivalente es que la cuestión de si ciencia y religión son o no incompatibles no es algo que pueda ser resuelto a través de una investigación sociológica, sino que debe someterse a un análisis histórico y filosófico. Definamos, en primer lugar, nuestros conceptos. En un contexto general, el concepto de “ciencia” debe entenderse en su significado más común, y no en función de una compleja caracterización epistemológica y metodológica, elaborada en un nivel más profesional. En este sentido la ciencia es entendida fundamentalmente como conoci-
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“metafísica”), en la que las hipótesis explicativas de la realidad se encuentran en algunos principios fundamentales (como el principio de causalidad, simplicidad de la naturaleza, orden racional del mundo), a una tercera y última etapa (llamada “positiva”) donde los científicos se contentan con una descripción precisa de los fenómenos, absteniéndose de cualquier interpretación, constando tan sólo los fenómenos que ocurren de modo regular regular,, lo que llamamos l lamamos “leyes naturales”. Esto, que parece solamente una visión histórica de las formas de conocimiento humano, es mucho más que eso, ya que la transición de una etapa a la siguiente se presenta como el resultado de una ardua lucha, que nunca termina porque los esfuerzos de la metafísica y la teología por interpretar la realidad están siempre presentes en la sociedad. Desde esta perspectiva, para promover el progreso humano habría que atacar a la metafísica y a la religión. Particularmente, por su mayor difusión en la sociedad, la religión se ve como el principal enemigo de la ciencia, la fuerza que intenta oponerse a su progreso y a la libertad. Sin embargo, hay muchas personas que no suscriben este antagonismo entre ciencia y religión, y entre ellos muchos científicos. Por esta razón no es posible decir, por ejemplo, que sólo personas sin cultura científica piensan que la religión y la ciencia son compatibles, mientras que los científicos son de la opinión opuesta. En efecto, al lado de las personas que sienten que no hay oposición entre la religión y la ciencia —simplemente porque la religión es una cuestión de fe, irrelevante para el conocimiento científico—, hay, entre científicos y no científicos, muchas personas que creen que la ciencia es un buen apoyo a la religión. Consecuencia de esta situación ambivalente es que la cuestión de si ciencia y religión son o no incompatibles no es algo que pueda ser resuelto a través de una investigación sociológica, sino que debe someterse a un análisis histórico y filosófico. Definamos, en primer lugar, nuestros conceptos. En un contexto general, el concepto de “ciencia” debe entenderse en su significado más común, y no en función de una compleja caracterización epistemológica y metodológica, elaborada en un nivel más profesional. En este sentido la ciencia es entendida fundamentalmente como conoci-
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mientos articulados de modo sistemático en algunos sectores fundamentales, como las matemáticas, la astronomía, la física, la química, la biología. Somos conscientes de que este sistema se ha desarrollado en el curso de la historia de la humanidad; de que los conocimientos adquiridos se han logrado mediante el uso de diferentes métodos; de que estos sectores fundamentales están a su vez divididos en subsectores, cuya proliferación ha ido creciendo con el tiempo y que hoy siguen desarrollándose. En la enumeración de las ciencias hay muchos más ámbitos de investigación que los mencionados. Por este motivo podemos hablar de una historia de la ciencia.
La cuestión de si ciencia y religión son o no incompatibles no es algo que pueda ser resuelto a través de una investigación sociológica, sino que debe someterse a un análisis histórico y filosófico.
Igualmente, de modo general, la religión se podría calificar como una actitud consistente en admitir la existencia de un poder sagrado sobre la realidad, es decir, algo sobrenatural, superior a la realidad visible y de la que depende dicha realidad. Este poder sobrenatural —como generalmente se denomina al ámbito de lo divino— se puede entender y de hecho se ha entendido de diversas maneras en las diferentes culturas y momentos: por ejemplo, a menudo se ha recurrido a una diversidad de dioses, pero a veces se ha reducido a un único Dios. Y su naturaleza a veces se ha concebido como totalmente distinta y separada del mundo material materi al en que viven los seres humanos (trascendencia), pero a veces como íntimamente impregnada en el mundo material (inmanencia). Algo común a todas estas perspectivas es la creencia de que la divinidad tiene poderes extraordinarios y que, en concreto, puede intervenir en el curso de cualquier evento y, en especial, en la existencia humana. Personas de todas las culturas han compartido la convicción de que es posible entrar en contacto con la divinidad, tratar de captar su benevolencia para captar qué se debe hacer para evitar peligros y llevar una conducta recta. El esfuerzo por traducir estas ideas en prácticas concretas habría producido las diversas religiones. La religión, en un sentido muy general, podría considerarse como la manera diseñada por los seres humanos para establecer el contacto con lo divino. Los seres humanos habrían articulado esta relación
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elaborando ciertas prácticas (ritos), ciertas normas de conducta (códigos morales) y también ciertas doctrinas sobre la forma de la dependencia del mundo y de la humanidad respecto de Dios. La fuente de los conocimientos que las religiones aceptan como garantía de su “conocimiento” y “práctica” es la revelación, concebida como la información concreta que los seres humanos en general, y algunas personas en particular, han podido recibir de Dios y que tienen la misión de defender y difundir. De esta manera las religiones se caracterizan por la existencia de una clase de personas (sacerdotes) dotadas de autoridad y poder para asegurar el cumplimiento de esta tarea. La adhesión a una religión se basa en una fe que no se contradice con argumentos racionales, pero no se limita a ellos (esta es la razón por la que las personas que se adhieren a una determinada religión se llaman creyentes). RELACIONES ENTRE CIENCIA Y RELIGIÓN EN LA HISTORIA : LA TRADICIÓN CLÁSICA
La presentación esquemática expuesta anteriormente es, sin duda, suficiente para demostrar que la ciencia y la religión son dos formas de vida diferentes, dos actitudes intelectuales diferentes, pero esto no es suficiente para demostrar si existe acuerdo u oposición entre ellas. El primer paso —quizá no el decisivo— para ver si religión y ciencia son o no compatibles es intentar examinar objetivamente sus respectivas historias. El resultado de este examen está muy claro: en casi todas las culturas no occidentales, donde la existencia de la ciencia se puede encontrar, vemos que las personas que cultivaron la ciencia fueron los sacerdotes, y esto demuestra que, obviamente, las dos “formas de vida “, lejos de ser incompatibles, están estrictamente ligadas. Este fue el caso de las civilizaciones babilónica, egipcia y maya. Sin embargo esto no sucedió en la civilización occidental, cuyos orígenes se suelen situar en la antigua cultura griega, cuya característica más destacada es la tendencia “racionalista” iniciada en el siglo VI a. C. De ellas surgió lo que se llamó entonces “filosofía” y también lo que ahora llamamos “ciencia” en un sentido mucho más restringido, es decir, decir, una forma de conocimiento racional de las prue bas en las que se requiere la observación empírica.
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Es cierto que esta ciencia griega se desarrolló sin ninguna referencia directa a factores religiosos o sobrenaturales, pero también es verdad que nunca se consideró en contradicción con la perspectiva religiosa. Por el contrario, las matemáticas y la astronomía griega no sólo esta ban profundamente entrelazadas con las doctrinas filosóficas, sino que a menudo también se enriquecían enriq uecían con interpretaciones religiosas (como ocurrió, por ejemplo, en los conocidos casos de Pitágoras y Platón). Lo novedoso en la ciencia griega, respecto a la anterior práctica científica, es haberla concebido con un criterio racional. De hecho, el término griego episteme (normalmente traducido como “ciencia”) significa conocimiento en el sentido más amplio (sin limitarse a determinadas materias). Ese conocimiento debe ser expresado en proposiciones ciertas, pero esto no es suficiente, ya que su verdad debe ser racionalmente justificada a través de argumentos capaces de dar razón de esta verdad. Esto significa que de hecho el conocimiento puro no es el pleno conocimiento o “ciencia” hasta que se proporcionan justificaciones suficientes por medio de la deducción lógica: la ciencia es “conocimiento demostrable” (Aristóteles).
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Pasando a las relaciones de esta ciencia con la religión, debemos señalar que la propuesta de entender simplemente el mundo sigue siendo distinta de la posi bilidad de considerar también lo “sagrado”, pero siguen abiertos algunos puntos de contacto con lo divino, sobre todo cuando la búsqueda para una adecuada explicación racional de la realidad llevó a los filósofos a afirmar la existencia de algunas entidades dotadas de propiedades que exceden a las de la realidad del mundo, aquellos a los la religión atribuye a lo divino (considérese, por ejemplo, el “motor inmóvil” de Aristóteles). Lo interesante de este enfoque
es que lo divino también se incluyó entre los dominios que se puede investigar “científicamente”, es decir, sin solución de continuidad con respecto a la investigación del mundo natural. Aristóteles, por ejemplo, dice explícitamente que «las ciencias teóricas son tres, las matemáticas, la física y la teología»1 , cuando la teología no es entendida como la interpretación racional de la revelación de algunos religiosos, como sería calificado mucho más tarde en Occidente, sino como la determinación racional de las características de “lo divino”. En cuanto a otras cuestiones fundamentales que se hallan en el núcleo de todas las religiones, como el destino final de la vida humana y la posibilidad de que alguna parte del ser humano (el alma) continúe existiendo después de la muerte y de la corrupción del cuerpo, son conocidos los abundantes argumentos sutiles desarrollados por Platón en su defensa, algo de lo cual encontramos también en las obras de Aristóteles. En general, sin embargo, debemos reconocer que los filósofos griegos no consideraban la religión como un ámbito de inclinaciones emocionales y fantasías de las que la gente debería deshacerse para suplantarlas por el rigor racional de la filosofía-ciencia. El significado de “ciencia”, como lo Por el contrario, eran normal- concebimos hoy en día, sólo está mente aceptadas determinavagamente relacionado con el concepto das verdades fundamentales contenidas en la religión y se “clásico” de ciencia, y está más bien trató de darles cierta compren- relacionado con la concepción más sión y fundamento racional, restringida de ciencia natural, formada sabiendo que ese análisis en el Renacimiento europeo. racional no agota la riqueza del tema. Por supuesto, a pesar de las consideraciones anteriores, no podemos olvidar que entre las voces de la filosofía griega estaban tam bién Leucippus, Epicuro y Demócrito, es decir, representantes de una filosofía materialista, evidentemente incompatible con cualquier concepción religiosa del mundo y del hombre. Esta fue una postura minoritaria, pero de ninguna manera insignificante; no obstante, no expresaba el punto de vista “científico” por haber introducido la caída de los átomos en el espacio vacío y la reunión aleatoria como la explicación 1.
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de la constitución y la disolución de todas las entidades existentes. Este sería un juicio ingenuo y antihistórico en el reconocimiento de la Antigüedad, aprehendido a través de los espectáculos de la modernidad. El atomismo griego, de hecho, no se basaba en ninguna evidencia empírica, sino que fue una doctrina metafísica muy general y abstracta, criticada, por cierto, por los más destacados pensadores griegos debido a diversas deficiencias estrictamente filosóficas. El interés del atomismo consiste, más bien, en el hecho de que era la elaboración racional más coherente de un mundo irreligioso, es decir, de un mundo en el que una opción contra la religión, en vez de a favor de la religión, se adopta a priori, y a continuación se defendió su racionalidad a través de una adecuada metafísica materialista. Si aceptamos calificar como “científico” el enfoque racionalista de la realidad, típico de la cultura griega, debemos concluir que éste en sí mismo no está ni a favor ni en contra de la religión y de las actitudes religiosas, ya que es simplemente un instrumento en el tratamiento de los problemas conceptuales e intelectuales de donde surgen las diferentes cosmovisiones. En concreto hay que reconocer que las religiones han ofrecido los más fértiles campos de aplicación a este patrimonio “científico” representado por la construcción intelectual de la filosofía helenística (sobre todo el neoplatonismo y estoicismo): el encuentro de las religiones judía y cristiana con la filosofía griega en la antigua Alejandría es un fenómeno cultural bien conocido que produjo el nacimiento de la primera teología verdadera, concebida como el esfuerzo de comprensión racional del contenido de una revelación. Por unos pocos siglos, las disputas teológicas sobre los principios básicos de la religión cristiana, sus “misterios” fundamentales, el establecimiento de una doctrina “ortodoxa”, necesitó de sutiles y sofisticados conceptos y distinciones que fueron alimentados por la Tomás de Aquino
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herencia del pensamiento griego para su elaboración y para la labor de los Padres de la Iglesia. En este punto alguien podría encontrar un tanto paradójico considerar a la teología como la primera encarnación del gran espíritu científico, y podría preferir comprender la ciencia de acuerdo con su sentido más restringido, como una investigación racional de la naturaleza, del mundo físico. En este sentido, una concepción religiosa del mundo está bastante lejos del enfoque racionalista que caracteriza a las ciencias naturales. Esto es verdad, pero sólo hasta cierto punto. Limitando nuestra atención a la tradición cristiana, es cierto que contiene una concepción de la naturaleza como sacramental, simbólica de verdades espirituales, pero esta concepción podría fácilmente ser complementada con el enfoque racionalista griego, que permitió ver en la naturaleza la expresión de un orden, de una estructura inteligi ble y exacta que es expresión de un creador inteligente (Dios es, para los cristianos, también la razón o logos), un creador que ha hecho el hombre “parecido” a Él y lo ha dotado de una razón capaz de captar el orden intelectual de la naturaleza. Estos son precisamente los rasgos más fundamentales de la concepción cristiana del hombre y de la naturaleza. Además, según la religión cristiana, la naturaleza depende de Dios para su existencia pero no es divina sino que tiene su propio estatuto ontológico, sus leyes, que pueden ser investigadas por la “razón natural” sin recurrir a la Revelación (esta fiabilidad de la razón humana en los ámbitos que no pertenecen a la “sobrenatural” es fundamental para la filosofía racionalista cristiana, como la de Tomas de Aquino, por ejemplo). Teniendo todo esto en cuenta, varios historiadores de la ciencia (cuyo representante más significativo es Stanley Jaki) han defendido la tesis de que, lejos de haber sido un obstáculo para el nacimiento de las ciencias naturales, la religión cristiana ha sido el humus histórico que ha propiciado este nacimiento. EL NACIMIENTO DE LA CIENCIA NATURAL MODERNA
El significado de “ciencia”, como lo concebimos hoy en día, sólo está vagamente relacionado con el concepto “clásico” de ciencia, que aca bamos de exponer, y está más bien relacionado con la concepción más restringida de ciencia natural, formada en el Renacimiento euro-
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peo (siglos XVI y XVII). La expresión “revolución científica” se acuñó para designar el proceso histórico que culminó en el nacimiento de esta ciencia, que no fue en modo alguno un suceso repentino, sino que fue preparado por varios pasos realizados durante un largo periodo, desde los últimos escolásticos hasta diferentes autores de la filosofía “moderna”. No es necesario recordar ahora esos pasos previos porque el nacimiento de las nuevas ciencias naturales sólo se produce cuando se unificaron en un nuevo enfoque epistemológico en la propuesta hecha por Galileo Galilei (que, por este motivo, y en este sentido, puede ser calificado como el fundador de la ciencia natural moderna). El nombre de Galileo está vinculado a dos acontecimientos históricos: la creación de la ciencia moderna y el juicio donde fue condenado por la Iglesia católica por defender una determinada teoría científica. Por lo tanto, la hostilidad entre la ciencia y la religión aparece en el origen mismo de la ciencia moderna. La comprensión y la correcta apreciación de este choque requieren un breve análisis de varios puntos. Galileo estaba completamente de acuerdo con la tradición de considerar a la ciencia como sinónimo de conocimientos, pero expresó la convicción de que «en el caso de las sustancias naturales» (es decir, de cuerpos físicos), el plan tradicional de establecer este conocimiento a través de la captación de «la esencia íntima» de las cosas es una «empresa desesperada», y propone una meta menos ambiciosa, pero alcanzable: la de conocer algunas propiedades de dichas sustancias. Este cambio epistemológico (el paso del conocimiento de la esencia al conocimiento de un número limitado de propiedades comprobables) fue complementado por una afortunada elección de las propiedades que se podían investigar: serían las cuantificables, medibles y matematizables porque, por una parte, son intrínsecas a los organismos e independientes de la apreciación subjetiva del observador y, por otra parte, pueden ser tratadas por medio de la matemática, que permite a los seres humanos leer el “libro de la naturaleza”, escrito en forma matemática, y también alcanzar la plena certeza en sus manifestaciones.
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Esta razón epistemológica fue acompañada, a su vez, de la preservación de una ontología realista: la nueva ciencia nos da un verdadero conocimiento de la naturaleza, aunque éste no sea un conocimiento de las esencias, sino sólo un conocimiento objetivo real de las propiedades de las sustancias naturales. Finalmente, el giro metodológico completó la revolución: en lugar del paradigma esencialmente deductivo de la ciencia que se ha mantenido como fundamental durante siglos, el método experimental fue adoptado y explicado por Galileo: en el estudio de un problema concreto, el científico comienza a partir de la experiencia y propone una conjetura (un “supuesto”) a partir de la cual se puede deducir una situación cierta empíricamente comprobable, entonces se produce artificialmente tal situación (experimento), y si el resultado de la prueba es conforme con las previsiones, se reconoce la con jetura como algo que ha captado una característica verdadera del fenómeno investigado; de lo contrario se mantiene como categoría de un modelo matemáticamente posible que no debe ser abandonado y sustituido por otro diferente hasta que el resultado positivo de la experiencia lleve al descubrimiento de las características reales de la naturaleza. También resulta de gran importancia que las observaciones, mediciones y experimentos sean realizados por medio de instrumentos. No debe olvidarse que estas propuestas de Galileo, que se han convertido rápidamente en la piedra angular de las modernas ciencias naturales, entrañan una doble delimitación. La primera es de principio: este enfoque se propuso para la investigación de los cuerpos materiales y fenómenos, y no se supone que sea válido en todos los ámbitos de investigación. La otra limitación se refiere a los hechos: Galileo hizo la aplicación de este enfoque para el estudio de un único problema, el del movimiento de los cuerpos materiales (el llamado “movimiento local”), y durante mucho tiempo las ciencias naturales modernas se limitaron al estudio de tales propuestas sin plantearse plenamente la cuestión de si la materia y el movimiento son factores suficientes para la comprensión del conjunto de los fenómenos naturales.
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EL JUICIO Y LA CONDENA A GALILEO
Será suficiente señalar —para el propósito de nuestro discurso— sólo algunos aspectos de este complejo asunto. La teoría astronómica de Copérnico, aunque estaba en desacuerdo con la visión tradicional —según la cual la Tierra está inmóvil en el centro del universo, mientras que el Sol y los demás cuerpos celestes se mueve a su alrededor en órbitas circulares (geocentrismo)—, no despertó especial alarma en los círculos filosóficos y teológicos, porque ese viejo modelo, ya propuesto por Ptolomeo, había conocido en el curso de los siglos varios cambios y adiciones —ela borados por los llamados “astróGalileo Galilei nomos matemáticos”— a fin de hacerlo más adecuado para la interpretación de los fenómenos astronómicos observados. La libertad en la invención de este tipo de modelos matemáticos (incluyendo los no concebidos hasta ahora) a causa de cálculos matemáticos fue expresamente admitida por filósofos y teólogos, que entendían que tales modelos no podrían pretender expresar la “constitución real” del universo, cuya determinación era una tarea mucho más atractiva específicamente confiada a la filosofía (o a los “filósofos-astrónomos”). El modelo heliocéntrico de Copérnico se consideró como una de esas invenciones matemáticas hasta que Galileo comenzó a defenderlo como “verdadera” descripción del universo. Como consecuencia de sus nuevos descubrimientos astronómicos, iniciados en 1610, demostró en particular que era incompatible con la visión geocéntrica. En este punto tomó forma una grave preocupación con respecto a una teoría que, desde un punto de vista “filosófico”, era contraria al sentido común y destruía el armonioso marco que el geocentrismo había ofrecido para expresar el privilegiado estatuto ontológico del hombre en la creación (a
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partir de la cual también la Encarnación y Redención de Cristo reci bieron una especial importancia), y que, desde un punto de vista “teológico”, estaba en contradicción con algunos pasajes de la Biblia en donde se habla de la Tierra en reposo y el Sol en movimiento. Por lo tanto, Galileo fue advertido por el Cardenal Roberto Belarmino en Roma (1616), de forma privada pero oficial, de que abandonara la teoría copernicana y se abstuviera de defenderla y enseñarla. Él se comprometió a hacerlo, aunque convencido de que esta teoría era verdadera y no sólo un modelo matemático adecuado. Además, como sincero católico que era, estaba convencido de que, por su propio interés, la Iglesia no debería rechazar la verdadera descripción del universo, y en dos famosas cartas, a Benedetto Castelli (1613) y a la gran duquesa Christine de Lorena (1615), sostuvo que tanto la naturaleza como la Escritura proceden de Dios y, por tanto, no pueden estar en conflicto, de manera que debería hacerse un esfuerzo especial para descubrir «el verdadero sentido de los textos sagrados», compatible con los resultados de la verdadera ciencia natural. Por esta razón seguía confiando en un cambio de mentalidad de la Iglesia, y pacientemente esperó a que llegara una situación más favorable. Galileo estimó que ese momento llegó con la elección como Papa Urbano VIII , en 1623, del Cardenal Barberini, su amigo y admirador. Por ello, publicó en 1632 su famosa obra Diálogo sobre los máximos sistemas del mundo en la que, supuestamente, los argumentos a favor y en contra de las dos teorías rivales se presentaban con imparcialidad, pero donde en realidad se defendía la teoría copernicana. Galileo fue llamado a Roma y sometido a juicio ante el Santo Oficio. Varios factores externos (incluidas las hostilidades y las rivalidades entre las órdenes religiosas) influyeron en este ensayo, y algunas de sus medidas de procedimiento todavía están poco claras. Como resultado de ello, Galileo fue formalmente condenado a prisión2 por un motivo puramente jurídico, es decir, por haber infringido el compromiso asumido de no defender antes de dieciséis años la teoría copernicana; sin embargo, no hay duda de que en esa oca2.
Esta pena le fue inmediatamente conmutada por la de residir en casa de algunos de sus amigos, y finalmente en su propia casa en las afueras de Florencia.
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sión se pronunciaba sobre esta teoría y su compatibilidad con la doctrina cristiana. Para la Iglesia la cuestión quedaba resuelta, de modo que los trabajos de Galileo, fueron incluidos en el Índice de libros prohibidos. Hay algo curioso que sucedió en esta historia que nos ayuda en particular a entender las verdaderas motivaciones de la sentencia: ambas partes estaban sinceramente dispuestas a defender la verdad y también convencidas de que no puede existir conflicto entre la verdad revelada y los conocimientos fundamentados de modo racional. Por lo tanto, por una parte, los representantes de la Iglesia (especialmente Belarmino), a pesar de admitir que sería necesaria una reinterpretación cuidadosa de las Escrituras en caso de que la teoría copernicana tuviera razón, sostuvieron que las manifestaciones previstas hasta ese momento no eran suficientes para fundamentar firmemente su verdad; por su parte, Galileo estaba convencido de que la verdad de la teoría copernicana estaba completamente fundamentada y, por lo tanto, propuso un punto de vista teológico sobre el sentido de las Sagradas Escrituras que pudiera evitar el choque entre la Revelación y la nueva teoría astronómica. Pasados unos siglos se puede fácilmente reconocer que los teólogos tenían razón en lo relacionado con la astronomía (pues las pruebas proporcionadas por Galileo realmente no eran suficientes para justificar la teoría copernicana, y ni siquiera las mejoras introducidas en la propuesta original podían fundamentar plenamente esta justificación), mientras que el astrónomo (Galileo) tenía razón en su propuesta teológica (su posición ha sido aceptada finalmente por la Iglesia en este y otros temas similares). Pero el hecho de que debamos reconocer esta curiosa situación después de un par de siglos, indica que hay que evitar cuidadosamente los enfoques antihistóricos. Considerado en su contexto histórico, el caso de Galileo parece afectado por tres condiciones fundamentales: (a) una elaboración aún inmadura (en el plano de la epistemología de las ciencias) de los criterios para evaluar el grado de solidez de una teoría científica y de las limitaciones específicas de su ámbito de aplicación; (b) una falta de elaboración, en teología, de las formas aceptables para reconocer los diferentes sentidos de las Sagradas Escrituras, que podrían sobrepasar el sentido literal, sin traicionar su
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genuino sentido fundamental; (c) el hecho histórico de que la Iglesia católica en ese momento estaba firmemente comprometida con la oposición a la tesis protestante de que la interpretación bíblica no es una prerrogativa de toda la Iglesia, lo cual suponía una mayor impaciencia por parte de los teólogos romanos frente a un profano como Galileo, que había tomado la libertad de abogar por una forma no tradicional de interpretar la Biblia. LA DISTINCIÓN ENTRE MATERIA Y ESPÍRITU, Y EL COMPROMISO CARTESIANO
El caso de Galileo fue un síntoma de que debía encontrarse El caso de Galileo fue un síntoma de un modo sensato de evitar que debía encontrarse un modo sensato conflictos entre las nuevas de evitar conflictos entre las nuevas ciencias naturales y las tradi- ciencias naturales y las tradicionales cionales doctrinas filosóficas y religiosas. Una propuesta muy doctrinas filosóficas y religiosas. influyente para la solución de Una propuesta muy influyente para la este problema la ofreció el solución de este problema la ofreció el famoso dualismo cartesiano. famoso dualismo cartesiano. El filósofo francés defendía una separación ontológica entre dos sustancias, la res extensa o materia, por una parte, y la res cogitans o espíritu, por otra. Las dos son independientes, autosuficientes y no tienen interacción mutua, de lo cual se deriva una total independencia y separación de las respectivas competencias cognitivas. Las ciencias naturales son totalmente competentes en el campo de los entes materiales y no necesitan ayuda ni pueden aceptar intromisiones por parte de la metafísica y la teología, pero, por otro lado, la metafísica y la teología tienen la competencia exclusiva en el campo de los entes y las necesidades espirituales, en los que no necesitan ayuda ni pueden aceptar intromisiones por parte de las ciencias naturales. Este compromiso fue muy bien acogido sobre todo por los intelectuales católicos (por ejemplo, el famoso obispo Bossuet), a pesar de que contiene gérmenes peligrosos que aparecieron pronto, en particular acerca de la interpretación del ser humano, cuya unidad quedaría rota por considerarse el cuerpo como un máquina a la que se une el alma en una forma poco comprensible y sin posibilidad real de interacción causal.
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Al principio una integración mutua de los dos campos fue defendida por científicos y filósofos que no compartían el estricto dualismo cartesiano. Como ejemplo muy significativo podemos indicar a Newton, que si bien no menciona a Dios a lo largo de sus Principia —donde desarrolla la presentación matemática de la mecánica—, cuando llega a la consideración de “El sistema del mundo” al final de este trabajo, y analiza de modo global el sistema solar del que ha explicado las características a través de su teoría de la gravitación, concluye con un scholium generale donde afirma que las leyes de la naturaleza no pueden dar lugar al sistema estable que conocemos a menos que las posiciones iniciales de la cuerpos celestes estuvieran predispuestas por un ser inteligente. Ésta es una clara apertura hacia la metafísica y la religión que no se encuentra en conflicto con el modo estrictamente mecánico de razonar del resto de su obra, sino que indica un punto de contacto con una temática que se extralimitaría de consideraciones puramente científicas. Dicho uso de la nueva ciencia como apoyo de las convicciones religiosas de la existencia de un creador inteligente fue bastante común entre los científicos británicos del siglo XVII (por ejemplo, R. Boyle). También propio de esa postura, bastante generalizada en la cultura de la Ilustración, fue el llamado “deísmo” que consiste en admitir la existencia de un Dios como consecuencia de la consideración del orden del universo revelado por las ciencias naturales, y que es distinto del “teísmo”, que une a este Dios con la Revelación y las religiones históricas. La doctrina paradigmática en este sentido fue la alegoría de Dios como “relojero”; el reloj es el ejemplo más típico de un dispositivo puramente mecánico que funciona con total autonomía, pero cuya compleja estructura y funcionamiento son exactos debido a la realización de un diseño detallado concebido y realizado por un artesano inteligente. Por lo tanto, la primera visión materialista del mundo expresada por la llamada “filosofía mecánica” (según la cual el movimiento de los átomos en conformidad con las leyes de la mecánica newtoniana era suficiente para explicar todas las características del mundo físico) podía ser convertida en una poderosa herramienta apologética una vez que este maravilloso mecanismo se tomó como prueba de la existencia de un diseñador supremo.
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En realidad este movimiento se caracterizaba por un verdadero giro en la teología cristiana que dio origen a la llamada “teología natural” o “teología física”, bastante generalizada, de modo especial en la Inglaterra de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. La obra de William Paley, Teología natural o la prueba de la existencia y atributos de la deidad a partir de las apariencias de la naturaleza (1802) puede considerarse como la más popular y brillante presentación de este punto de vista. Es cierto que este tipo de teología fue criticada dentro del mismo campo de la teología (porque reducía la presencia y acción de Dios a un simple impulso e impacto inicial, tras lo cual Dios se mantuvo ajeno a el mundo y a la vida de las personas), pero no es menos cierto que este hecho histórico demuestra que la nueva ciencia natural no está, en sí misma, en contradicción con la religión. EVOLUCIONISMO Y RELIGIÓN
Si se considera el curso de la Si se considera el curso de la historia historia de un modo objeti- de un modo objetivo, en realidad vo, en realidad encontramos sólo dos momentos en los encontramos sólo dos momentos que la ciencia y la religión en los que la ciencia y la religión llegaron llegaron a un enfrentamien- a un enfrentamiento: el caso de Galileo to: el caso de Galileo en el en el siglo XVII y la controversia sobre la siglo XVII y la controversia evolución en el siglo XIX. sobre la evolución en el siglo XIX. Se puede observar ciertas similitudes ambos casos. La primera es el contraste entre las exigencias de las nuevas teorías científicas y determinados contenidos de la Biblia tomados literalmente. En el caso de la evolución, el texto bíblico que parece cuestionado por la nueva visión científica es el de la narración del Génesis, según la cual Dios ha creado directamente todas las especies vivas, tal como aparecen hoy, y ha creado también el primer hombre en un lugar privilegiado al ser hecho «a imagen y semejanza de Dios». El primer punto fue parcialmente socavado ya en la segunda mitad del siglo XVIII , cuando la idea de que la Tierra y las especies habían sufrido una evolución histórica se convirtió en una tesis ampliamente aceptada y, en particular, cuando se recogieron pruebas suficientes
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de que había especies que se habían extinguido completamente, y de que otras habían aparecido con posterioridad. Sin embargo, esta perspectiva histórica puede entenderse de acuerdo con un patrón fijista cuyo más prestigioso defensor fue Georges Cuvier, fundador de la anatomía comparada de los vertebrados y de la paleontología, quien sostuvo que de vez en cuando, cambios bruscos y catastróficos en la superficie de la Tierra habían conducido a la extinción de la totalidad o de la mayor parte de las especies vivas; después de cada una de estas catástrofes, la vida habría empezado de nuevo con la creación de nuevas especies que habrían durado sin cambios hasta la llegada de una nueva catástrofe. Esta teoría fue bastante fácil de conciliar con la Biblia a través de una adecuada interpretación de los “seis días” de la creación como seis diferentes etapas de la creación divina del universo y los seres vivos, y al ver el “diluvio universal” como la prueba de una de estas catástrofes. Pero en el mismo entorno científico francés fue tomando forma una interpretación muy diferente de la historia de vida, en la que las nuevas especies se consideraban derivadas de especies anteriores por las transformaciones heredadas. Este punto de vista, defendido por Jean-Baptiste Lamarck, constituye el núcleo del concepto de evolución y es una interpretación particular del hecho evolutivo, bien fundamentado empíricamente. La controversia entre fijismo y transformismo se hizo popular, usando una terminología desafortunada, como contraste entre el creacionismo y el evolucionismo, lo que llevó a la errónea convicción de que la evolución, como tal, es incompatible con la creación divina del mundo, cuando realmente con lo que es incompatible es con esta peculiar noción extracientífica de creación de carácter fijista (de hecho, desde un punto de vista teológico la evolución es un proceso que tiene lugar dentro de la creación). La gran cantidad de evidencias empíricas —sobre todo procedentes de la paleontología, la anatomía comparada y la embriología— convenció pronto a la comunidad científica de que el punto de vista de la evolución era —sobradamente— la explicación mejor fundamentada, de manera que hoy en día podemos admitir que la evolución puede considerarse como un hecho bien establecido, es decir, que podemos mantener que las actuales especies vivas se derivan de
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otras anteriores menos numerosas y menos complejas. La aceptación de la evolución tuvo un gran impacto positivo en diversas ciencias biológicas a un nivel que podemos llamar “descriptivo”, pero al mismo tiempo estimuló la mentalidad de los científicos para encontrar una explicación de este hecho, es decir, para proponer los factores o “mecanismos” que han producido la extinción de determinadas especies, su transformación en otras nuevas y su adaptación al medio ambiente. Estas explicaciones se formulan en las teorías de la evolución que tienen la misma condición que cualquier otra teoría científica y que son conjeturas, sujetas a criterios que vinculan su aceptación a su fundamento racional y a su adecuación empírica. Lamarck ya había propuesto una teoría de este tipo basada en la idea de que la materia viva tiene una intrínseca tendencia a desarrollar sus potencialidades al máximo grado compatible con las condiciones presentes en el medio ambiente. Este continuo esfuerzo conduce a los organismos que viven en un entorno determinado a cambiar ligeramente para mejorar su aptitud física, y esas mejoras serían heredadas por sus hijos, de modo que pasados grandes periodos de tiempo unos seres vivos podrían tener características muy diferentes a las de sus antepasados. Un presupuesto implícito de esta teoría es que las características adquiridas por un organismo para una mejor adecuación a su medio ambiente podrían ser heredadas por sus hijos, pero precisamente este presupuesto carecía de apoyo empírico, al menos hasta el final del siglo XX. De esta manera, el Lamarckismo quedó prácticamente bloqueado, con lo que se abrió camino una teoría radicalmente diferente, desarrollada por Charles cincuenta años más tarde. Según esta teoría, los organismos no poseen la capacidad para adaptarse a su medio ambiente, sino que sólo pueden luchar por la supervivencia y la reproducción en la “lucha por la vida” en competencia con demás seres vivos de su mismo entorno. Si algunos individuos que pertenecen a una especie concreta están dotados de una “anomalía” que se puede transmitir a su descendencia y que al mismo tiempo les da ventajas para la supervivencia y la reproducción en ese medio, la población de sus descendientes aumentará su tamaño y, a la larga, reemplazará a la antigua especie. Este mecanismo se llamó “selec-
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ción natural” y expresa simplemente la “supervivencia del más apto” de los individuos dotados de características contingentemente favorables, determinadas por las condiciones ambientales. La progresiva acumulación de las características favorables produce una lenta pero continua modificación de las actuales formas de vida, que puede suponer la extinción de algunas de ellas y la aparición de otras nuevas. De esta forma, una larga cadena une los más elementales organismos biológicos con los más complejos y sofisticados, de los cuales los seres humanos son los más avanzados: sólo existirían diferencias de grado pero no de calidad en los diferentes pasos de la evolución. En particular, los seres humanos “descienden” de los monos y son simplemente una forma más evolucionada de éstos. A partir de la anterior presentación esquemática parece que podrían producirse fricciones con la religión cristiana fundamentalmente en tres puntos. El primero sería la introducción de la perspectiva de la historicidad en la naturaleza, que parece estar en conflicto con la concepción judeocristiana, según la cual la creación tuvo lugar de una vez por todas al comienzo de la existencia del universo. Este contraste es más bien superficial pues, en primer lugar, el espíritu que impregna la visión religiosa judeocristiana es profundamente histórico. Dicha visión expone, ya en el Antiguo Testamento, la historia del “pueblo elegido” que espera la llegada del Mesías, mientras que en la teología cristiana esa historia se ve como una verdadera “preparación” de la aparición de Cristo, que vino «en la plenitud de los tiempos», pero no para concluir la historia de la humanidad, sino como punto de partida de una historia más amplia que en la historia de la salvación debe ampliarse de un solo pueblo a toda la humanidad y que se concluirá sólo en un momento indeterminado, el fin de los tiempos, cuando finalizará no sólo la historia de la humanidad, sino de toda la creación (el “fin del mundo”). Desde luego, no sería arbitrario calificar de “evolutiva” esa visión, en una continuidad que une todos los eventos, de manera que los nuevos son “consecuencia” de los anteriores, aunque no de forma mecánica y determinista, sino con la presencia de bastantes errores, estancamientos, retrocesos (especialmente causados por la acción del libre albedrío humano) que, sin embargo, están previstos en el providencial designio divino. Limitar este punto de vista sólo a las vicisitudes de la humanidad es algo totalmente injustificado, ya que dividir la creación en dos ámbi-
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tos (los seres humanos, por un lado, y la naturaleza, por el otro) es totalmente ajeno a la manera de pensar judeocristiana: la historia de la salvación incluye, junto con el hombre, todos los aspectos de la realidad. A todo esto podemos añadir que la concepción de la creación divina como un evento que tuvo lugar una sola vez en el origen del universo ha quedado ampliamente superada en la teología cristiana, donde la creación es vista más bien como una dependencia ontológica de lo que existe respecto a Dios, por lo que se debería hablar más bien de una “creación continua”. Por este motivo, introducir la dimensión histórica en la naturaleza nunca supuso un verdadero elemento de fricción entre las teorías de la evolución y la religión, pues la perspectiva fijista era simplemente más acorde con la percepción común de las cosas, más o menos de la misma manera que el punto de vista geocéntrico parece más acorde con la experiencia cotidiana de salida y puesta del sol. Una posibilidad real de fricción se ocultaba no en la teoría darwiniana de la selección natural, sino en que el origen de nuevas especies se consideró como una simple consecuencia de mutaciones que ocurren por casualiCharles Darwin dad y que son positivamente seleccionadas por la acción mecánica de los factores ambientales sin ningún plan, orientación, diseño u objetivo, ni directo ni indirecto. Esto podría interpretarse como apartar a Dios del universo, ya que lo obvio sería que si Dios ha creado la naturaleza, debe de haber impreso en ella algún plan que exprese su inteligencia superior. Algunas consideraciones de este estilo ya se expresaron en tiempos de Darwin, pero entonces no fueron particularmente significativas,
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al menos por dos razones. En primer lugar, se podría poner en peligro la idea del Dios “relojero” que, como hemos visto, fascinaba a una cierta “teología física” en la época dorada de la mecánica newtoniana determinista, pero cuya limitación ya había sido señalada por varios teólogos en la primera mitad del siglo XIX , antes de la publicación de El origen de las especies (podemos mencionar, como ejemplo significativo, a John Henry Newman). En efecto, de acuerdo con esta teología, Dios tiene que ver con el mundo sólo durante un momento, es decir, cuando lo crea y le da el primer impulso para ejecutar su trayectoria perfectamente determinada de acuerdo con su diseño perfecto inscrito. La no intervención divina en las vicisitudes de este mundo sería entonces concebible racionalmente, y Dios seguiría siendo ajeno al mundo. Si esta fuera la manera más sólida de probar la existencia de Dios, la teología construida sobre esa base sería verdaderamente muy pobre comparada con la rica teología de la tradición. Por lo tanto, un mundo que fuera menos similar a un reloj, y en el que el azar también pudiera tener su lugar se consideraba más adecuado para permitir incluso la intervención de Dios (es decir, la acción de la “Providencia divina”), además del ejercicio de la libertad humana. Pero aún había más: de acuerdo con la teoría darwiniana, el azar se estaba produciendo en el marco de un mundo estructurado de un modo muy determinista, de manera que la evolución podía considerarse como el resultado combinado de azar y orden natural. Por cierto, ésta fue la opinión compartida por el mismo Darwin, que defendió vigorosamente la teoría de la selección natural como el mecanismo que produce la modificación gradual de las especies y la aparición de otras nuevas, pero nunca sostuvo explícitamente que la presencia de las funciones positivamente seleccionadas se debiera a la pura casualidad. Por lo tanto, su libro El origen de las especies está lleno de pasajes donde se opone a la idea de la repetida creación de nuevas especies inmutables, pero nunca a la tesis de la creación divina en sí. Por el contrario, en la última página de la conclusión de este trabajo se lee un pasaje en el que todo el curso de la evolución se considera implícitamente incorporado en las potencialidades contenidas en la original creación divina y en las “causas segundas” (una terminología técnica tradicional en la teología cristiana) que actúan sobre ellas: «Los autores de la más alta excelencia parecen estar plenamen-
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te satisfechos con la opinión de que cada especie ha sido creada de manera independiente. En mi opinión, es más acorde con lo que sabemos de las leyes impresas en la materia por el Creador, que la producción y extinción de los habitantes pasados y presentes del mundo se han debido a causas segundas como las que determinan el nacimiento y la muerte del individuo. Cuando veo a todos los seres no como creaciones especiales, sino como descendientes directos de algunos pocos seres que vivieron mucho antes de que fuera depositada la primera capa del sistema siluriano, me parece que esos seres resultan más ennoblecidos». Esto explica por qué varios teólogos cristianos pudieron aceptar fácilmente la estructura general de la teoría darwiniana considerando simplemente la selección natural como factores que Dios ha incluido en su diseño del universo. Por supuesto, en el mismo periodo también hubo eruditos que sostuvieron que el darwinismo era una prueba decisiva a favor del ateísmo, pero este hecho sólo indica que, cualquiera que sea la teoría de la evolución, en la medida en que se trata de una teoría científica no implica como una consecuencia necesaria ni el ateísmo ni el teísmo. Precisamente un fuerte defensor del darwinismo, como Thomas Huxley (llamado por esta razón el “bulldog de Darwin”), destacó expresamente este hecho, incluso inventando un nuevo término, “agnóstico”, a fin de indicar la posición que permanece neutral entre el teísmo y el ateísmo, y manteniendo que el agnosticismo es la actitud correcta del científico, aunque tenga el derecho de ser ateo o religioso por razones que no dependen de su conocimiento científico en sí. En particular, el mismo Darwin se calificó a sí mismo como agnóstico en la medida en que se refiere a las implicaciones de su teoría; en sus escritos hay pasajes que se inclinan hacia el teísmo, así como otros hacia el ateísmo; sin embargo, también debe tenerse en cuenta que su inclinación hacia el ateísmo no era sugerida por la teoría de la selección natural, sino más bien por la gran dificultad que en general se sintió en la admisión de la existencia de Dios a causa de la presencia de tanto sufrimiento en la existencia humana y en la misma naturaleza. En otras palabras, es el conocido “problema del mal”, que desde tiempos inmemoriales ha atormentado a los espíritus religiosos, lo que en última instancia influyó en las convicciones religiosas de Darwin.
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El tercer punto de fricción entre las teorías de la evolución y la religión cristiana es la afirmación de que el hombre desciende de especies animales “inferiores” (en particular, de los monos), a través de una acumulación gradual de la cadena de modificaciones que se han conservado y transmitido por selección natural. De esta manera no habría diferencia cualitativa, sino sólo diferencia de grado entre el hombre y los animales inferiores, y las cualidades “superiores” —tales como inteligencia y voluntad—, tradicionalmente atribuidas a la presencia en el hombre de un principio ontológico como el espíritu o el alma, se considerarían simplemente como la evolución natural de las capacidades existentes en los animales más primitivos, antepasados nuestros. Es especialmente este punto de vista el que produjo una amplia oposición social y la no aceptación del darwinismo, ya que parece contrastar con la idea de la “dignidad” del hombre en la que se basa, en particular, la antropología cristiana, desde la que ha pasado a la mayoría de las doctrinas filosóficas de Occidente. En este caso encontramos algo muy similar a la difusión de la mentalidad materialista con el desarrollo inicial de la ciencia de la mecánica en el siglo XVII. La reacción religiosa a esta tendencia ha sido bastante similar a la solución “dualista” ya mencionada anteriormente: la posibilidad de aceptar la explicación evolutiva del origen del hom bre fue admitida en la medida en que se refiere al “cuerpo” del hom bre, mientras que sigue estando fuera del alcance de esta explicación el hecho de que el hombre también se caracteriza por la presencia de un componente espiritual que debe ser investigado por otros medios. Ésta ha sido, en particular, la postura de la Iglesia católica. La conclusión que puede extraerse a partir de las consideraciones anteriores es que la obtención de inferencias antirreligiosas de las teorías científicas constituye un paso incorrecto de la esfera de la ciencia universal al campo ontológico, una transición que además hace caso omiso del principio metodológico fundamental de que en ciencia a menudo es posible demostrar la existencia de algo, si bien es mucho más difícil de demostrar la no existencia de algo. En consecuencia, sería un error introducir la categoría de las teorías científicas como factores explicativos de Dios o del espíritu, ya que éstos no pueden ser expresados a través de los predicados de las ciencias empíricas, alcanzados a través de los procedimientos de referencia
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de estas ciencias. Esta observación general es válida no sólo en relación con los decenios inmediatamente posteriores a la publicación de la obra de Darwin, sino también en relación con las décadas siguientes, en las que hay biólogos que aceptan la teoría darwiniana y están perfectamente a gusto con sus convicciones religiosas, así como biólogos ateos, que creían que su ateísmo era más coherente con la teoría darwiniana. También hay que recordar que Darwin no era el único que había elaborado la teoría de la evolución después del eclipse de Lamarckismo, debido a ciertas limitaciones en el poder explicativo de la teoría de la selección natural. Con todo, la llamada “nueva La obtención de inferencias antirreligiosas síntesis”, propuesta por de las teorías científicas constituye un algunos biólogos a media paso incorrecto de la esfera de la ciencia dos del siglo XX (según la cual las ideas de mutaciones universal al campo ontológico, una aleatorias y la selección transición que además hace caso omiso natural se complementaron del principio metodológico fundamental con las nociones derivadas de que en ciencia a menudo es posible de la genética de poblacio- demostrar la existencia de algo, si bien es nes y la genética molecular), dio un nuevo impulso al mucho más difícil de demostrar la no darwinismo llevando a lo existencia de algo. que se denomina “neodarwinismo”, una denominación bastante general en virtud de la cual se encuentran varios enfoques teóricos más o menos diferentes. También en esta situación nos encontramos con nuevos darwinistas que consideran que su enfoque científico es acorde con la religión y con otros que lo consideran incompatible. Sin embargo, un hecho nuevo que generó tensión entre el evolucionismo y la religión fue la controversia jurídica en los Estados Unidos por la decisión de una determinada escuela de introducir el estudio de la narración del Génesis como una propuesta científica de la historia de la vida, al lado de la teoría darwiniana. Lamentablemente, esta polémica adquirió pronto claras connotaciones ideológicas que produjeron confusiones desafortunadas. En primer lugar, se dio por sentado que el darwinismo es una teoría atea contraria, en particular, a la creación, y de tal manera se resucitó la vieja oposición creacionismo-evolucionismo, de cuya arbitrariedad conceptual ya hemos
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hablado. Además los “creacionistas” pretendían que su posición era capaz de alcanzar la condición de una verdadera teoría científica (“creacionismo científico”) capaz de socavar al darwinismo y, de paso, debilitar el ateísmo. La reacción puso a la altura de ese ataque: los defensores del ateísmo vieron en las críticas al neodarwinismo un intento de apoyo a la religión, y esta actitud ha pasado incluso a lo largo de varios científicos neodarwininistas que se han vuelto más dogmáticos e intolerantes, manteniendo que todas las críticas dirigidas (en un solo plano científico) al neodarwinismo son expresión de ignorancia e incompetencia, o manifestación de principios religiosos ideológicos oscurantistas (es decir, quienes critican el darwinismo estarían en contra de la ciencia). Esta polémica estéril es perjudicial tanto para la ciencia como para la religión, ya que inclina a bastantes científicos a una posición de verdadero dogmatismo y a una cerrazón (las más recientes consecuciones en el ámbito de la genética molecular, así como en el de la teoría de sistemas y en el de la teoría de la complejidad, imponen una ampliación del marco teórico para la interpretación de la evolución, a fin de incluir, junto a la selección natural darwiniana, también las acciones del medio ambiente y de la organización interna de los organismos), y lleva a las personas religiosas a una actitud defensiva contra la ciencia. Pero para avanzar en nuestro estudio de las relaciones entre ciencia y religión debemos abandonar la narración histórica y concentrarnos en un análisis conceptual más específico. LA CIENCIA Y LA CUESTIÓN DEL TODO
Ya hemos dicho que la actitud cognitiva de la ciencia (en su sentido moderno) es la adopción de puntos de vista parciales que también implican conceptualizaciones, metodologías y estilos de argumentación parcialmente adecuados. Por lo tanto es estrictamente anticientífico cualquier pretensión de “extrapolar” teorías o visiones científicas que no se restrinjan a sus campos y, sobre todo, que se realicen para promoverlas como claves para la comprensión del Todo. Más patente aún que la falta de competencia de la ciencia con respecto a la particular problemática del Todo, lo es con respecto a lo que podemos llamar el “problema de la vida”, cuyos temas centrales son las preguntas sobre lo Absoluto, el sentido y el valor de la vida, cuya
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simple formulación requiere de conceptos ajenos a la ciencia y cuyo tratamiento necesita de métodos y principios que la ciencia no aplica. Ésta no es una situación contingente, sino que refleja una distinción más profunda de principio: la ciencia moderna, en todas sus articulaciones —incluyendo también las llamadas “ciencias humanas”—, tiene una finalidad descriptiva, entendida en su sentido más amplio (que incluye también los momentos de la interpretación y la explicación) en el sentido de investigación de “cómo son las cosas”, cuyos resultados son sentencias basadas en datos. Ni las ciencias particulares ni la ciencia en general tienen la finalidad o la misión de decir “cómo deberían ser las cosas” o de formular juicios de valor. Por el contrario, las investigaciones sobre el problema de la vida son “descriptivas” sólo en parte, y su objetivo específico es alcanzar algunos juicios de valor fundamentales para determinar cómo debe de ser el Absoluto para que la vida tenga un sentido y un valor desde los que una persona pueda deducir cómo vivir. Estas observaciones no pretenden excluir a la ciencia de la problemática intelectual del Todo, sino hallar cuál debe ser su posición adecuada en este contexto. Esta posición es doble. En primer lugar, la ciencia y, más exactamente, la conjunción de todas las ciencias, contribuye en gran medida a la conformación de esa unidad de experiencia que constituye el punto de partida del pro- Es anticientífico cualquier pretensión de blema de la vida. Esta uni- “extrapolar” teorías o visiones científicas dad de experiencia no que no se restrinjan a sus campos y, sobre puede ser entendida ingenuamente como que lo todo, que se realicen para promoverlas que se presenta de modo como claves para la comprensión del Todo. inmediato a nuestros sentidos, algo así como un mundo neutral de percepciones puras. En cambio, para cada uno sí es el mundo “tal como lo veo yo”, es decir, un complejo entramado de realidades naturales, sociales e históricas, que tengo “presente” en formas que están determinadas en gran medida por diversas mediaciones culturales de las que la ciencia es una parte destacada. Para resolver la cuestión de “cómo debemos vivir” en este universo de la vida, el primer requisito es conocer bien “cómo se hizo” este mundo. Las ciencias ofrecen una amplia gama de respuestas a esta pregunta, pasando de la estructura del mundo
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físico al de la sociedad, además de la constitución biológica, neurológica y psicológica de uno mismo. Es precisamente a este universo de la vida al que queremos dar un sentido y en el que tratamos de encontrar el valor de nuestra vida, y está claro que sería un engaño tener la esperanza de encontrar este valor a partir de simples especulaciones que ignoren la realidad concreta con la que hemos de hacer las cosas (o vivir). Pero, además, la ciencia no puede estar fuera del horizonte de nuestro universo vital por otro motivo muy diferente. Este horizonte glo bal, como hemos visto, sin duda plantea problemas que no son científicos, ni son ni pueden ser tratados como tales (por resumir, los pro blemas relativos a juicios de valor), aunque, por otro lado, incluye a la ciencia misma (y no sólo sus contribuciones al conocimiento) entre las “realidades” que han de recibir un sentido y ser presentadas a los juicios de valor en lo que a su ejercicio se refiere, ya que éste no es tanto parte del conocimiento como de la vida humana, ya sea porque “hacer ciencia” es una actividad social e individual que implica varias dimensiones de La actividad científica es un subsistema de gran relevancia moral y un sistema muy complejo de otras social, ya sea porque las actividades humanas, cada una de las consecuencias de esta (que en la actuacuales se caracteriza por la búsqueda de un actividad lidad está inextricableobjetivo o valor específico, según el cual se mente relacionada con la evalúa la “exactitud” de los tecnología) tienen un gran resultados obtenidos. impacto la sobre vida del mundo. Podríamos expresar todo esto diciendo simplemente que la actividad científica tam bién exige tener un sentido y recibir una valoración sobre su importancia existencial, que no se agota ni por la simple satisfacción del deseo de conocimiento, ni por la noble tarea de investigar la verdad. Como ha quedado claro, la actividad científica es un subsistema de un sistema muy complejo de otras actividades humanas, cada una de las cuales se caracteriza por la búsqueda de un objetivo o valor específico, según el cual se evalúa la “exactitud” de los resultados obtenidos. Por lo tanto, la (legítima) evaluación de los avances de la ciencia se realizará de acuerdo con criterios internos y autónomos, ela borados por cada disciplina para lograr un conocimiento objetivo, y
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que deben cumplir con otros requisitos de los sistemas teóricos que constituyen las múltiples dimensiones axiológicas de la actividad científica, y cuya (legítima) presencia también implica la expresión de juicios de valor no sobre el valor cognitivo de las declaraciones o las teorías científicas, sino sobre la mutua influencia de las actividades científicas en todo el sistema (social y natural), del que esta actividad es sólo un subsistema. Esto, en concreto, justifica que lo que tenga una referencia moral, política, social, religiosa o ecológica deba estar pendiente del desarrollo concreto de la actividad científica y la consiguiente necesidad de un ejercicio responsable de esta actividad. CONCLUSIONES
Dentro de esta consideración global, la religión tiene su legítimo parecer, porque, en primer lugar la religión es, intrínsecamente, un esfuerzo que la humanidad ha desarrollado para responder a la cuestión crucial sobre lo Absoluto, presente en todo ser racional y que debe recibir una respuesta, incluso en el caso de las personas (que son, sin duda, la gran mayoría) que no tienen tiempo libre para analizar sistemáticamente lo que los filósofos suelen hacer, ya que el pro blema de dar un sentido y un valor a su vida es problema de todo ser humano. Desde este punto de vista debemos decir que las religiones son los medios más comunes por los que los seres humanos tratamos de enfrentarnos al “problema de la vida”, a través de la adhesión a una fe, que no sólo está lejos de ser necesariamente ciega, sino que es también una postura final que implica un compromiso existencial, incluso para aquéllos que piensan que han sido capaces de elaborar una visión filosóficamente satisfactoria de lo Absoluto. De este hecho fundamental depende una segunda razón de la importancia de la religión en el sistema global en que la ciencia se halla inmersa: cada religión ha tratado de proponer una constelación de valores y normas destinadas a indicar a las personas el modo adecuado de vivir su existencia que es, en realidad, la solución para su “problema de la vida”. Ninguna ciencia tiene o puede tener esa ambición y, por esta razón, está lejos de satisfacer plenamente esa necesidad humana fundamental, aunque la ciencia pueda ofrecer muchas herramientas útiles para lograr los objetivos que figuran en
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una determinada elección inspirada por ciertos valores. Por supuesto, esta función de orientación no la desempeñan en exclusiva las religiones en el sentido literal del término, sino que también puede ser realizada por las ideologías, o simplemente por ciertas cosmovisiones secularizadas que una persona puede abrazar con particular seriedad y compromiso existencial. No obstante, en estos casos no es incorrecto decir que esa persona ha encontrado allí “su propia religión”, es decir, algo que al menos ha subrogado algunas tareas fundamentales de la religión. Estas reflexiones ponen de manifiesto que la complementariedad —en vez de oposición— es el tipo de relación más razonable que puede y debe subsistir entre la ciencia y la religión. Sin embargo, también es claro que toda religión contiene normalmente aspectos “cosmológicos”, es decir, ciertas descripciones de cómo han llegado a la existencia el mundo y sus habitantes gracias a la acción de lo Absoluto, y éste es precisamente el ámbito en el que puede haber tensiones con la ciencia. Sobre este punto es correcto sostener que el conocimiento científico merece prioridad sobre los tradicionales mitos religiosos porque la afirmación de que el universo depende ontológicamente del Absoluto (y éste es el sentido específico de la interpretación religiosa del universo) no implica una precisa “descripción” de cómo se da esa dependencia. Los seres humanos necesitan, de forma espontánea, este tipo de imágenes, y por eso todas las religiones ofrecen una representación descriptiva de los “orígenes” del mundo y de las criaturas de un modo proporcional a las herramientas cognitivas de la época en que dichas narraciones fueron elaboradas. Por lo tanto, es evidente que tales narraciones se sustituyen por otras cuando han estado disponibles nuevas herramientas cognitivas, y esto sucede, en particular, cuando tales herramientas son proporcionadas por las ciencias. Cabe señalar, sin embargo, que esto no se refiere a la cuestión central de la dependencia ontológica del universo del Absoluto, cuestión que queda intacta aunque se reconstruya el “origen” del universo como un evento expresable con los conceptos de las ciencias físicas. De hecho, sigue abierta la cuestión de si este “origen” es
La religión es un esfuerzo que la humanidad ha desarrollado para responder a la cuestión crucial sobre lo Absoluto, presente en todo ser racional y que debe recibir una respuesta.
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realmente “original” (es decir, si tiene en sí mismo las razones de su existencia) o no. Independientemente de la respuesta que podrían darse a esta pregunta, se trataría de una respuesta filosófica y no científica; las respuestas religiosas son simplemente la visión de las articulaciones, de cómo el universo depende del Absoluto. En conclusión, debemos aceptar la imágenes científicas del mundo y de sus diversas articulaciones (aunque con la conciencia epistemológica de su estado provisional y revisable), porque corresponde a lo que sabemos dentro de los límites de nuestro conocimiento falible, pero esto no excluye (al contrario, lo exige con urgencia) que las nuevas visiones cosmológicas proporcionadas por la ciencia deban tener un sentido y una relación con el gran espectro de los valores humanos. La imagen científica del universo como un caótico montón de estrellas y galaxias en una vertiginosa expansión no debe ahogar nuestra capacidad emocional de admirar con asombro la belleza de un cielo estrellado, así como el descubrimiento científico de las propiedades de los minerales, las plantas y los animales no debe reducirse a un mero instrumento para “hacer uso” de ellos y satisfacer nuestras necesidades o caprichos. Debemos seguir siendo capaces de sentir el universo y sus habitantes como parte de la vida, de nuestra vida en su sentido más amplio. Pero esto implica, precisamente, que la vida tiene un sentido, que este sentimiento se extiende al todo y a sus partes, y que ninguna parte de este todo carece de sentido. Sin esta capacidad, no sólo nos arriesgamos a sentirnos La imagen científica del universo como un extraños en el medio caótico montón de estrellas y galaxias en natural, sino que tam- una vertiginosa expansión no debe ahogar bién podríamos alienar- nuestra capacidad emocional de admirar con nos respecto al gran asombro la belleza de un cielo estrellado. mundo artificial que es cada vez más el medio donde nos movemos los seres humanos concretos. La tecnociencia se está sobredimensionando, y la gente busca la manera de no ser absorbida por ella sin renunciar a sus ventajas. La difícil solución a este problema sólo se puede dar si encontramos el modo de integrar la tecnociencia en una perspectiva donde reciba su propio sentido, que es el reconocimiento de su genuino valor y de sus vínculos con otros valores. La voz de la religión puede contribuir significativamente a la búsqueda de esta solución.
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CULTURA EN EL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN Gustavo Sánchez Rojas
La reflexión sobre la cultura es, hoy en día, una de las tareas más importantes que el pensamiento católico está invitado a desarrollar, no sólo porque se trata de una realidad fundamental para la existencia —que de alguna manera se identifica con lo humano en cuanto tal—, sino porque la misma misión de la Iglesia se entiende en referencia a la cultura, como de manera clarividente señaló el Papa Pablo VI: «Lo que importa es evangelizar —no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las culturas del hom bre»1. Y con mayor Gustavo Sánchez Rojas (Lima, 1962) es miembro del Sodalicio fuerza, si cabe, el de Vida Cristiana y doctor en Sagrada Teología por la Facultad Beato Papa Juan de Teología Pontificia y Civil de Lima. Actualmente Pablo II recordaba se desempeña como director de la Escuela de Postgrado de la que la fe debe misma universidad y es profesor principal de la Universidad hacerse cultura y Particular Marcelino Champagnat (Lima). expresarse en ella: También es director de la revista Vida y Espiritualidad, «La síntesis entre y miembro del Consejo Editorial de la Revista Teológica cultura y fe no es Limense. Es profesor asociado de la Universidad sólo una exigencia Católica San Pablo (Arequipa). de la cultura, sino 1. Pablo VI , Evangelii nuntiandi, 20.
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también de la fe […] Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida»2. La evangelización de la cultura y de las culturas, tarea fundamentalísima de la Iglesia en nuestro tiempo, y uno de los cometidos más importantes de la Nueva Evangelización, ha sido profundizada por los obispos latinoamericanos en diversas Conferencias Generales, desde Puebla hasta Aparecida3. El actual Santo Padre, Benedicto XVI considera la evangelización de la cultura una cuestión prioritaria, y en diversas ocasiones ha puntualizado la necesidad de una comprensión nueva de las relaciones entre razón y fe 4 , que son como el presupuesto que hace posible toda evangelización de la cultura. La crítica a la cultura contemporánea y su modelo específico de razón5 , la centralidad de la verdad6 , la búsqueda de Dios como punto de origen de la cultura7 , son otros tantos temas que aparecen como fundamento teológico para una evangelización fructífera y eficaz. Sin embargo, la adecuada realización de esta labor presupone responder correctamente a la pregunta por la naturaleza de la cultura. Y aquí se hace necesario, además de la contribución de las disciplinas humanas, el aporte de quienes desde la fe se preocupan por todo lo que es del hombre. A la Iglesia, como recuerda el Concilio Vaticano 2. Juan Pablo II. Discurso a los participantes en el Congreso Nacional de Movimientos eclesiales de compromiso cultural, 16 de enero de 1982. 3. El Documento de Puebla, fruto de la III Conferencia General del Episcopado latinoamericano, realizada en 1979, habla sobre la evangelización de la cultura en sus nn. 385-443, y da magníficas orientaciones y criterios que, a pesar de los años, mantienen indiscutible vigencia. Por su parte, la IV Conferencia de los obispos de América Latina y el Caribe, celebrada en Santo Domingo (1992), desarrolla lo que debe ser la evangelización de la cultura en el gran marco de la Nueva Evangelización (Véase SD 24-30; 35) y de la cultura cristiana (SD 228-286). Finalmente, la V Conferencia General, realizada en Aparecida (Brasil) el año 2007, trata del tema en el capítulo 10, “Nuestros pueblos y la cultura” (nn. 476-480), y más en general, a lo largo de todo el capítulo. 4. Así, por ejemplo, el ya célebre discurso en Ratisbona durante el viaje apostólico del Papa a Alemania, el 12 de septiembre de 2006. Un excelente análisis de este discurso está en Ángel Cordovilla S. J., “Por una razón abierta y una fe iluminada. Benedicto xvi entre la Universidad de Ratisbona y la Universidad de La Sapienza”, en Revista Estudios Eclesiásticos, vol. 83, 2008, pp. 399-424. 5. Como en la encíclica Spe salvi (2007), sobre todo en los nn. 16-23, y en diversas ocasiones a lo largo de su pontificado. Véase una profundización sobre esta cuestión en Gustavo Sánchez Rojas, “Esperanzas humanas y esperanza divina. La crítica de Benedicto XVI al pensamiento contemporáneo en la encíclica Spe salvi”, en Revista Teológica Limense, vol. XLII , 2008, pp. 143-160. 6. Un magnífico ejemplo de esta centralidad aparece desarrollado en el discurso preparado por el Papa Benedicto XVI para ser pronunciado en la Universidad de la Sapienza, previsto para el 17 de enero de 2008 y que nunca se realizó. El íntimo origen de la universidad, señala el Papa, está en el afán del hom bre por la verdad. 7. Véase Benedicto XVI , Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collége des Bernardins, 12 de septiembre de 2008.
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II , nada de lo humano le puede ser ajeno, y por lo mismo halla eco en su corazón8. Por eso, una realidad tan humana como la cultura siem-
pre ha sido objeto de constante reflexión y práctica, y a lo largo de su historia la Iglesia ha sido promotora, creadora y defensora de cultura, expresando así su preocupación por el hombre. Los Padres de la Iglesia son los grandes testigos de la Tradición, y con sus reflexiones, obras y testimonio no sólo han ayudado a la mejor comprensión y adecuada transmisión de la Revelación divina, sino también han contribuido a clarificar cuestiones profundamente humanas como, por ejemplo, la cultura, y desde su trabajo evangelizador han ayudado a formar una cultura cimentada en el cristianismo. «Los Padres, conscientes del valor universal de la Revelación, han iniciado la gran obra de la inculturación cristiana, como se suele llamarla hoy. Así, han llegado a ser ejemplo de un encuentro fecundo entre fe y cultura, entre fe y razón, permaneciendo como guía para la Iglesia de todos los tiempos, empeñada en predicar el Evangelio a hombres de culturas muy diversas y a actuar en medio de ellas»9. Y entre los Padres de la Iglesia, sin lugar a dudas San Agustín ocupa un lugar muy destacado. Considerado como el más grande de los Padres y uno de los mejores maestros de la Iglesia, de quien —según decía el hoy Beato Juan Pablo II— todos de alguna manera nos sentimos discípulos e hijos10 , el Doctor de Hipona ha delineado la mentalidad de Occidente, y en buena medida ha ofrecido las coordenadas intelectuales desde las que la Iglesia se aproxima a muchas realidades, sea para comprenderlas, sea para renovarlas y ponerlas al servicio de su misión evangelizadora. En el caso concreto que nos ocupa, vamos a investigar acerca de lo que San Agustín nos dice acerca de la cultura, con el objetivo de enriquecer nuestra intelección sobre esta temática, y también con la finalidad de obtener criterios que puedan permitirnos una praxis evangelizadora que nos lleve a realizar una labor análoga a la que, desde sus características y circunstancias históricas particulares, realizó el Santo africano para hacer presente en la cultura de su tiempo el anuncio de la Buena Nueva. 8. Véase Gaudium et spes, 1. 9. Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, 1989, 32. 10. Véase Juan Pablo II , carta apostólica Augustinum Hipponensem, V , conclusión.
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UNA PRIMERA APROXIMACIÓN
A diferencia de otros temas, de corte más bien filosófico o teológico, el de la cultura no es algo que haya sido desarrollado exhaustivamente por Agustín. En su pensamiento y en su obra escrita la cultura es un presupuesto antes que un contenido11. Y por lo mismo, es difícil contar con textos específicos en los que el gran Doctor Africano puntualiza cuestiones de cierta relevancia sobre nuestro tema, al menos de forma clara. La palabra “cultura” en San Agustín no tiene el sentido moderno y actual que manejamos hoy en día. Si bien el término es antiguo, tiene en su origen el sentido de “cultivo” y se refiere al campo, al La comprensión de las cosas que nos trabajo rural y al esfuerzo por rodean y con las que nos relacionamos hacer que la tierra dé frutos 12. supone valorarlas, siempre con En el santo de Hipona este uso referencia al ser humano. es frecuente, e incluso sus oponentes conocen este sentido. Así, por ejemplo, dirigiéndose al maniqueo Fausto, le dice: «También los agricultores, cuando ven que una tierra produce abundante, aunque inútil maleza, la juzgan apta para los cereales […]; donde ven un monte repleto de olivos silvestres, no dudan de que, con el oportuno cultivo [= cultura], es adecuado para el olivo»13. Comentando el libro del Levítico, Agustín emplea nuevamente la palabra en el sentido de cultivo, como, por lo demás, repite en diversos momentos y lugares. De hecho, la cultura como dimensión humana de la existencia encuentra en el cultivo de la tierra no sólo 11. Las obras que tratan sobre la cultura en San Agustín son escasas y tocan el tema de diversas formas. El libro del P. Pedro Langa O. S. A., titulado San Agustín y la cultura (Editorial Revista Agustiniana, Madrid 1998), examina la relación del Santo con la cultura pagana, la cultura cristiana y con la cultura moderna; sin embargo su aproximación es muy general. El estudioso francés Henri Irenée Marrou tiene dos libros muy valiosos: el primero es Historia de la Educación en la Antigüedad, (2.a ed., Fondo de Cultura Económica, México D. F. 2000); el segundo y más importante es el clásico San Agustín y el fin de la cultura antigua (ed. ital. Sant’Agostino e la fine della cultura antica, Jaca Book, Milán 1994. 12. «“Colere” y “cultura” se entienden propiamente para el cuidado de los campos, de los frutos, de las bestias, son palabras de la lengua rústica, pero a través de la metáfora se ha extendido su sentido» (Henri Irenée Marrou. Sant’Agostino e la fine della cultura antica, ob. cit., p. 444). 13. «Sicut enim et agricolae quam terram viderint quamvis inutiles tamen ingentes herbas progignere, frumentis aptam esse pronuntiant […] et quem montem oleastris silvescere aspexerint, oleis esse utilem cultura accedente non dubitant» ( Contra Fausto maniqueo, 22, 70; pl 42, 444).
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una figura que le da inspiración, sino también fundamento. El ser humano pasa de un estado muy primitivo a una condición más civilizada con la agricultura, es decir, con el cultivo del campo: «Al decir “No podarás” debemos entender que ese año está prohibido todo el cultivo [= cultura]. Porque si no se puede podar, tampoco se podrá arar, ni sostener con estacas ni emplear ninguna otra cosa que sirva para el cultivo»14. Pero la palabra “cultura” tiene también el sentido de culto, tri butado a la divinidad, y San Agustín maneja también este sentido, la mayoría de las veces con sentido negativo de culto a los falsos dioses o culto torcido. Hablando de los niños educados en el mundo, critica San Agustín que sean enseñados por sus mismos padres a un culto equivocado: «Nacido el niño, el futuro ciuSan Agustín dadano de Jerusalén, ciudadano ya en la predestinación de Dios e interinamente cautivo, ¿qué aprende a amar? Lo que al oído le susurran los padres. Le instruyen y le enseñan la avaricia, el robo, la mentira cotidiana, los distintos cultos [= culturas] de los dioses y demonios»15. Se trata de un texto muy interesante que muestra cómo el culto religioso está vinculado a la vivencia de valores, virtudes y comportamientos de orden moral que se expresan en la convivencia social. Se sigue de aquí que el olvido o rechazo del verdadero Dios y de su culto respectivo llevan a una forma de vida errada que, paradójicamente, se ordena según una nueva forma de culto: «El sueño del alma consiste en olvidarse de Dios. El alma que se olvida de su Dios duerme. Por eso reprocha el 14. «Et per hoc quod ait “Non putabis” omnem culturam eo anno prohibitam debemus accipere. Neque enim si putanda non est, aranda est aut adminiculis suspendenda vel quodlibet aliud, quod ad culturam eius pertineat» ( Cuestiones sobre el Levítico, n. 89; pl 34, 714). En la misma línea de “cultura” como “cultivo”, puede verse Las costumbres de los maniqueos, II , 17, 62; El trabajo de los monjes, XV , 16; La ciudad de Dios, VI , 9, 2; Homilía sobre la Primera Carta de San Juan a los Partos, 3, 13; Exposición de la Epístola a los Gálatas, 18 (3, 1). 15. A estas criaturas, dice el Santo, «instruunt et docent illum avaritias, rapinam, mendacia cuotidiana, diversas culturas idolorum et daemoniorum» ( Explicación sobre el Salmo 136, 21).
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Apóstol a ciertos individuos que se olvidaron de Dios, y como entregados al sueño, se rindieron al delirio de dar culto a los ídolos»16. Son numerosas las referencias agustinianas donde la palabra “cultura” posee el sentido de culto religioso que venimos señalando y que muestran la dimensión religiosa asociada a la comprensión moderna de la cultura17. Sin embargo, las palabras que más se acercan a lo que hoy entendemos por “cultura” y que usa San Agustín, son humanitas, doctrina y eruditio. En ellas se hace referencia al acervo de conocimientos, valores, enseñanzas y diversas expresiones que hacen al hombre más humano, que lo llevan a un nivel de desarrollo de su humanidad. Tomemos por ejemplo el diálogo sobre El orden, en el que Agustín, alabando a su madre Mónica, critica a los sabios de este mundo, repulsivos por su soberbia, pero no deja de reconocerles cierta cultura, o humanitas, como es de uso común: «Ellos [los sabios según el mundo] no miran lo que son, sino cómo visten y el brillo de su pompa y bienestar. Ni indagan en el estudio de las letras de qué cuestión se trata, ni el fin que se pretende con ella, ni las explicaciones que se han dado. Entre ellos no faltan algunos merecedores de aprecio por cierto barniz de humanidad y porque fácilmente entran por las doradas y pintadas puertas al santuario de la filosofía»18. Tal vez más común sea el término doctrina, y en ese sentido, cuando San Agustín escribe su libro La doctrina cristiana, en realidad nos habla de la cultura cristiana, y no primeramente del contenido dogmático o doctrinal del cristianismo, como una simple ojeada al libro nos puede mostrar. Un ejemplo extraído del mismo libro nos ilustra: «Toda doctrina se reduce a enseñanzas de cosas y signos, mas las cosas se conocen por medio de los signos»19. 16. «Somnus autem animae est oblivisci Deum suum. Quaecumque anima oblita fuerit Deum suum, dormit. Ideo dicit apostolus quibusdam oblitis Deum suum, et tanquam in somno agentibus deliramentas culturae idolorum» (Explicación sobre el salmo 62, 4). 17. Puede verse Espejo de la Sagrada Escritura, 31; pl 34, 1005; Réplica al adversario de la Ley y de los Profetas , I, 38; (en ambos casos se cita 1 Co 10, 14 donde San Pablo exhorta a huir del culto de los ídolos, en latín «fugite ab idolorum cultura»); La adivinación diabólica, ix, 13; pl 40, 589; Carta 149 a Paulino, 2, 28; La ciudad de Dios, IX , 32, 3; Contra Fausto maniqueo, 20, 23; 33, 1; Réplica a Juliano, obra inacabada, I, 48 (es Juliano el que habla). 18. «Non emin cogitant quales ipsi, sed qualibus induti vestibus sint et quanta pompa rerum fortunaeque praefulgeant. Isti enim in litteris non multum attendunt aut unde sit quaestio aut quo pervenite disserentes moliantur, quidve ab eis explicatum atque confectum sit. In quibus tamen quia nonnulli reperiuntur quorum animi contemnendi non sunt (aspersi sunt enim quibusdam condimentis humanitatis et facile per aureas depictasque ianuas ad sacrosancta philosophiae)» ( El orden, I , 11, 31). 19. «Omnis doctrina vel rerum est vel signorum, sed res per signa discuntur» ( La doctrina cristiana, I , 2, 2).
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La diversidad de expresiones remite, entonces, al mismo fenómeno complejo y profundo de la cultura y sus elementos. Toca ver ahora cuáles son sus características según el pensamiento de San Agustín y según las peculiaridades de la antigüedad en la que se inserta el santo obispo de Hipona. Llámese doctrina, humanitas, eruditio o incluso “cultura” el núcleo de lo que se quiere expresar con la palabra apunta siempre a la misma realidad, y en ello podemos encontrar una sorprendente sintonía con nuestra época, de donde se sigue que San Agustín puede ayudarnos muchísimo a entender, valorar y evangelizar nuestra cultura hodierna, así como él mismo hizo en su propio momento histórico. LO ESPECÍFICO DE LA CULTURA
Aunque parezca una verdad de perogrullo, la cultura está siempre referida al hombre, ya que el ser humano es el que hace la cultura, y él mismo es hecho —en cierto modo— por la cultura en la que se halla situado. Existe, pues, una dimensión antropológica fundamental inherente a la cultura y desde este punto de vista es interesante leer el clásico libro agustiniano La doctrina cristiana, que, según lo anteriormente dicho, podría muy bien traducirse como “La cultura cristiana”. Puesto en medio del mundo, por Dios que lo ha creado, el hombre está llamado a dominar toda la tierra y someterla20. Para ello, requiere conocer las cosas y nombrarlas, cosa que, por lo demás, también recuerda el texto bíblico21. Por lo tanto, la comprensión de la realidad mediante la inteligencia, y el lenguaje como medio que expresa lo inteligido, son como los pilares en que se fundamenta la apropiación de lo existente por medio del ser humano: «Denominamos ahora cosas las que, como una vara, una piedra, una bestia y las demás por el estilo, no se emplean también para significar algo […]. Existen otra clase de signos cuyo uso solamente se emplea para denotar alguna significación, como son las palabras. Nadie usa de las palabras si no es para significar algo con ellas. De aquí se comprende a qué llamo 20. Véase Gn 1, 28ss. 21. Es la indicación divina presente en el segundo relato creacional, Véase Gn 2, 16ss.
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signos, es decir, a todo lo que se emplea para dar a conocer alguna
cosa. Por lo tanto, todo signo es al mismo tiempo alguna cosa, pues lo que no es cosa alguna no es nada, pero no toda cosa es signo» 22. Sin embargo, la comprensión de las cosas que nos rodean y con las que nos relacionamos supone valorarlas, siempre con referencia al ser humano. Así, dice San Agustín que las cosas son para ser usadas o para ser disfrutadas. Se entiende que las primeras son medios para alcanzar un determinado fin, mientras que las otras tienen una finalidad propia y, en cierto sentido, son superiores a las que meramente se usan. Se trata de la clásica distinción agustiniana entre el uti y el frui, y recuerda el santo que una equivocada comprensión ¿Cómo encontrar la felicidad? de lo que se debe usar y de Es obvio que tal pregunta presupone aquello que se debe gozar trae- que se sabe en qué consiste ser feliz, ría serios trastornos en la exis- y por lo mismo, la posesión de aquello tencia: «Unas cosas sirven para que hace feliz debe considerarse el gozar de ellas, otras para usar- valor supremo y la aspiración las y algunas para gozarlas y usarlas. Aquéllas con las que máxima del ser humano. nos gozamos nos hacen felices; las que usamos nos ayudan a tender hacia la bienaventuranza y nos sirven como apoyo para poder conseguir y unirnos a los que nos hacen felices. Nosotros que gozamos y usamos nos hallamos situados entre ambas; pero si queremos gozar de las que debemos usar trastornamos nuestro tenor de vida y algunas veces también lo torcemos de tal modo que, atados por el amor de las cosas inferiores, nos retrasamos o nos alejamos de la posesión de aquéllas que debíamos gozar una vez obtenidas»23.
22. «Proprie autem nunc res appellavi, quae non ad significandum aliquid adhibentur, sicuti est lignum, lapis, pecus, atque huiusmodi caetera […] Sunt autem alia signa quorum omnis usus in significando est, sicuti sunt verba. Nemo enim utitur verbis, nisi aliquid significandi gratia. Ex quo intelligitur quid appellem signa; res eas videlicet quae ad significandum aliquid adhibentur. Quamobrem omne signum etiam res aliqua est; quod enim nulla res est, omnino nihil est; non autem omnis res etiam signum est» (La doctrina cristiana , I , 2, 2). 23. «Res ergo aliae sunt quibus fruendum est, aliae quibus utendum, aliae quae fruuntur et utuntur. Illae quibus fruendum est, beatos nos faciunt. Istis quibus utendum est, tendentes ad beatitudinem adiuvamur, et quasi adminiculamur, ut ad illas quae nos beatos faciunt, pervenire, atque his inhaerere possimus. Non vero qui fruimur et utimur, inter utrasque constituti, si eis quibus utendum est frui voluerimus, impeditur cursus noster, et aliquando etiam deflectitur, ut ab his rebus quibus fruendum est obtinendis vel retardemur, vel etiam revocemur, inferiorum amore praepediti» ( La doctrina cristiana , I , 3, 3).
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El contacto con la realidad lleva, entonces, al descubrimiento de valores inherentes a las cosas y, en general, a la misma realidad. Este descubrimiento se logra por la inteligencia, que para San Agustín es una facultad maravillosa y que debe ser cuidada y amada. Ahora bien, entre las cosas y su valoración intelectual, el ser humano percibe también la meta a la que se dirige, que no es otra que el para qué de su existencia y la razón última de su relacionarse con la realidad, usando y gozando según una recta San Agustín jerarquía. Descubre, pues, que está llamado a ser feliz y a ser pleno: «Es opinión general de los que de cualquier modo pueden hacer uso de la razón que todos los hombres desean ser felices. Quiénes lo son y de dónde les viene la felicidad que buscan los débiles mortales ha suscitado muchas y grandes controversias»24. «Veamos, pues, a la luz de la razón, lo que debe ser la vida del hombre. Es cierto que todos queremos vivir una vida feliz, y no hay nadie que no asienta a esta proposición aún antes de terminar su enunciado»25. 24. «Omnium certa sententia est, qui ratione quoquo modo uti possunt, beatos esse omnes hominess velle. Qui autem sint, vel unde fiant, dum mortalium quaerit infirmitas, multae magnaeque controversiae concitatae sunt» ( La ciudad de Dios , X , 1; pl 41, 277). 25. «Ratione quaeramus quemadmodum sit homini vivendum. Beate certe omnes vivere volumus; neque quisquam est in hominum genere, qui non huic sententiae, antequam plene sit emissa, consentiat» ( Las costumbres de la Iglesia Católica , I , 3, 4).
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¿Cómo encontrar la felicidad? Es obvio que tal pregunta presupone que se sabe en qué consiste ser feliz, y por lo mismo, la posesión de aquello que hace feliz debe considerarse el valor supremo y la aspiración máxima del ser humano. Por tanto, todo en la existencia debe ordenarse según esta realidad suma: «Feliz, a mi juicio, no es el que no posee lo que ama, cualquiera que sea el objeto de su amor; ni el que posee lo que ama, si es nocivo; ni el que no ama lo que tiene, aunque sea muy bueno […]. Sólo queda una cuarta situación, en la que se puede dar la vida feliz, y es la producida por el amor y posesión del sumo bien del hombre. ¿Qué es gozar, sino tener la presencia de lo que amas? Nadie sin gozar del sumo bien del hombre es dichoso; y el que disfruta de él, ¿puede no serlo? Es preciso, pues, si queremos ser felices, la presencia en nosotros del sumo bien»26. Dios es el Sumo Bien al Dios es el Sumo Bien al que puede aspirar que puede aspirar el ser el ser humano, y por tanto, lo único humano, y por tanto, lo único que da la verdadera que da la verdadera felicidad. felicidad27. Tenemos entonces que en su proceso de ser hombre, o en “humanizarse”, se da una relación de la persona con la realidad toda, con las cosas que rodean al sujeto, y por ende, con los otros seres humanos que participan de esta misma experiencia. Esta relación permite descubrir el sentido de la existencia y los valores inherentes a ella, siendo la realidad de Dios el valor supremo, lo único que puede saciar el ansia de felicidad eterna e interminable que anida en lo más profundo del corazón humano. Pues bien, todo lo que venimos describiendo es la realidad misma de la cultura. Ella (la cultura) es lo que hace al hombre ser más hombre,
26. «Beatus, autem, quantum existimo, neque illi dici potest, qui non habet quod amat, qualecumque sit; neque qui habet quod amat, si noxium sit; neque qui non amat quod habet, etiamsi optimum sit […] Quartum restat, ut video, ubi beata vita inveniri queat, cum id quod est hominis optimum, et amatur, et habetur. Quid enim est aliud quod dicimus frui, nisi praesto habere quod diligis? Neque quisquam beatus est qui non fruitur eo, quod est hominis optimum; nec quisquam qui eo fruitur, non est beatus. Praesto ergo esse nobis debet optimum nostrum, si beate vivere cogitamos» ( Las costumbres de la Iglesia Católica , I, 3, 4). 27. Pues la felicidad, para ser auténtica, debe ser infinita (si se termina nuestra felicidad, quedamos infelices) y eterna (debe durar para siempre). Ahora bien, infinitud y eternidad son características que únicamente se hallan en Dios y en nadie más. Luego, se puede deducir fácilmente que Dios es el Sumo Bien y lo único que da la felicidad digna de ese nombre. Puede verse Etienne Gilson, Introduzione allo Studio di Sant’Agostino, Marietti, Génova 1993, pp. 15-22 (el primer capítulo, titulado “La beatitudine”).
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como diría el Beato Juan Pablo II , y por lo mismo, un factor de crecimiento y de plenitud28. Para San Agustín la cultura tiene que ver, entonces, con la manera en que el hombre vive como hombre de verdad, y ello supone todos los elementos que hemos venido destacando: el lenguaje, los valores que orientan la existencia, la transformación del medio que permite al ser humano vivir de una manera digna. En este aspecto, no es casualidad que la moderna expresión “cultura” remita en su origen a las dos actividades que distinguen al hombre de las bestias: el cultivo de la tierra y el culto. Pero hay un aspecto fundamental que conviene resaltar y que es precisamente el conocimiento, que en cierto sentido es como el fundamento e inicio de todo proceso cultural. Conociendo es como el hombre se relaciona con la realidad, adquiere dominio sobre las cosas y descubre el camino de su plena humanización. Ahora bien, se conoce de dos maneras, y esto permite a San Agustín dar un paso más en la descripción de lo que significa la cultura en su sentido más preciso: «Dos caminos hay que nos llevan al conocimiento: la autoridad y la razón. La autoridad precede en el orden del tiempo, pero en realidad tiene preferencia la razón. Porque una cosa es lo que se prefiere en el orden ejecutivo y otra lo que se aprecia más en el orden de la intención. Así pues, si bien a la multitud ignorante parece más saludable la autoridad de los buenos, la razón es preferida por los doctos»29. Son dos caminos que no tienen por qué oponerse; antes bien, se complementan magníficamente. En su libro El orden, San Agustín describe qué es la razón30 y cuál es el proceso por el que esta facultad va configurando las diversas disciplinas del conocimiento humano. Pero la razón, con toda su potencialidad, tiene sus límites. Por ella ciertamente nos elevamos hasta lo más alto, pero no logra28. «La cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, es más, accede más al ser» (Juan Pablo II , El hombre, la cultura y la ciencia a la luz del mensaje de Cristo, Discurso a la Unesco, París 2 de junio de 1980, 7). 29. «Ad dicendum item necessario dupliciter ducimur, auctoritate atque ratione. Tempore auctoritas, re autem ratio prior est. Aliud est enim quod in agendo anteponitur, aliud quod pluris in appetendo aestimatur. Itaque, quanquam bonorum auctoritas imperitae multitudini videatur esse salubrior, ratio vero aptior eruditis» (El orden, II , 9, 26). 30. «Razón es el movimiento de la mente capaz de discernir y enlazar lo que se conoce; guiarse de su luz para conocer a Dios y el alma que está en nosotros o en todas partes es privilegio concedido a poquísimos hombres» ( El orden, II , 11, 30).
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mos aprehender ni tampoco comprender adecuadamente aquellas realidades trascendentes que fundamentan nuestra existencia. Para conocerlas es necesario aceptar aquello que no sabemos cómo alcanzar, confiando en Aquél que nos lo dice. Y aquí entramos en la dimensión de la confianza y de la fe como un peldaño necesario para el conocimiento integral. De lo que se trata, en último término, es de la cuestión de la Verdad. Conociendo la realidad, el hombre busca conocer la verdad de las cosas, y al mismo tiempo lo que las fundamenta como tales cosas verdaderas, esto es, la Verdad (así con mayúscula). Es una temática a la que San Agustín ha dedicado mucha refle- Para San Agustín la cultura tiene que ver, xión, y encuentra que con la manera en que el hombre vive como las verdades que confor- hombre de verdad, y ello supone el lenguaje, man nuestro cotidiano los valores que orientan la existencia, la se conocen por la razón, transformación del medio que permite al ser y sobre eso no admite humano vivir de una manera digna. mayor dificultad. Pero la Verdad trascendente y fundante supone una profundización mayor, y aquí es donde encuentra el papel decisivo de la fe. Creer implica aceptar lo que otro me dice, y en ello se encuentra una certeza mayor que la ofrecida por la razón si el que me dice algo no puede equivocarse ni tampoco engañar. En concreto, creyendo a Dios (y creyendo en Dios) llegamos no sólo a conocer, sino a saber y, más todavía, a comprender: «No es lo mismo tener ojos que mirar, ni mirar que ver. Luego el alma necesita tres cosas: tener ojos, mirar, ver. Los ojos sanos son la mente pura libre de toda mancha corporal, esto es, alejada y limpia del apetito de las cosas corruptibles. Y esta limpieza y libertad se consiguen con la fe, porque nadie se esforzará por conseguir la sanidad de los ojos si no lo cree indispensable para ver lo que no puede mostrársele por hallarse inquinado y débil»31.
31. «Non enim hoc est habere oculos quod adspicere; aut item hoc est adspicere quod vivere. Ergo animae tribus quibusdam rebus opus est: ut oculos habeat, quibus iam bene uti posit, ut adspiciat, ut videat. Oculus animae mens est, ab omni labe corporis pura, id est, a cupiditatibus rerum mortalium iam remota atque purgata; quod ei nihil aliud praestat quam fides primo. Quo denim adhuc ei demonstrari non potest vitiis inquinatae atque aegrotanti» ( Soliloquios, I , 6, 12).
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¿Qué tiene que ver todo esto con la cultura? Lo siguiente: si la cultura supone la humanización del hombre en su relación con la realidad, no puede prescindir de Dios, que es su fundamento. Y la relación con Dios y con lo divino se da de manera privilegiada mediante la fe. En efecto, la religión, por su misma naturaleza (re-ligare) apunta al sentido último y trascendente sobre el que se apoya el ser-hombre. Nada más normal, por lo tanto, que todas las culturas en el pasado hayan tenido una religión que expresara esta búsqueda de plenitud y felicidad que hace al hombre más hombre. Y por lo mismo, Dios, en cuanto acogido y vivido por la fe, va ayudando al hombre en su camino hacia su humana plenitud, lo va “cultivando” y así contribuye en la plasmación de una cultura más humana: «Al cultivarnos [Dios], nos hace mejores, porque también el agricultor con el cultivo hace mejor a su campo. Y él busca en nosotros el fruto para que lo adoremos. Su campo de cultivo somos nosotros, pues no cesa de extirpar con su palabra la mala semilla de nuestros corazones»32. Cultura que, ciertamente es tarea principal del ser humano, pero que realizada prescindiendo de Dios, o en contra de su Ley, tiende a malograrlo. Y esto San Agustín lo sabe por experiencia propia. Hablando de su padre, y de lo que supuso para su educación, da un testimonio bastante triste, pero al mismo tiempo revelador: «Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor dijera desierto, por carecer de tu cultivo [= Cultura], ¡Oh Dios! Único, verdadero y buen Señor de tu campo mi corazón»33. PLASMACIONES DE LA CULTURA
Lo dicho anteriormente nos da una aproximación a lo que es la cultura para San Agustín, cosa que, según señalábamos líneas más arri ba, es más un presupuesto que un contenido conceptual. Ahora bien, para el Santo Doctor africano, la cultura se presenta como algo muy concreto, que él ha vivido y vive intensamente, tanto como receptor 32. «Quod ergo nos ille colit, meliores nos reddit; quia et agricola agrum colendo facit meliorem; et ipsum fructum in nobis quaerit, ut eum colamus. Cultura ipsius est in nos, quod non cessat verbo suo exstirpare semina mala de cordibus nostris» ( Sermón 87, 1; pl 38, 530). 33. «Idem pater, quails cresceram tibi aut quam castus essem, dummodo essem disertus, vel desertus potius a cultura tua, Deus, qui es unus verus et bonus dominus agri tui, cordis mei» ( Confesiones , II , 3, 5).
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de una determinada forma cultural como también —tal vez sin ser plenamente consciente de ello— creando una “nueva” cultura. Más concretamente, en San Agustín podemos constatar el paso de la cultura antigua a la cultura cristiana, que si bien toma diversos elementos de la primera, aparece como algo novedoso y original34. El Santo Doctor de Hipona es heredero de la cultura grecorromana, o helenístico-romana, si se quiere, en su expresión más tardía, y según algunos, decadente. Se ubica Agustín en la cultura que fue for jada desde Homero y sus grandiosos poemas, y que pasa por los presocráticos hasta llegar a las cumbres filosóficas de Platón y Aristóteles, corriendo luego por las ideas de los estoicos, los platónicos escépticos de la Nueva Academia, hasta desembocar en el platonismo medio y en el neoplatonismo. Es la cultura Conociendo la realidad, el hombre busca de los científicos y mate- conocer la verdad de las cosas, y al mismo máticos griegos, que los tiempo lo que las fundamenta como tales romanos no valoraron cosas verdaderas, esto es, la Verdad. mucho35 , prefiriendo más la presencia literaria y filosófica griega, que fue transmitida por el ingente trabajo divulgador de Cicerón. Precisamente, el aporte de los romanos va en la línea de los grandes clásicos latinos como Virgilio, Horacio, Ovidio y Terencio, y en la contribución a la civilización que supuso el derecho, algo en lo que ciertamente los herederos de Rómulo eran maestros. Tanto el griego como el latín están en la base de esta cultura, que puede considerarse como el cimiento primero sobre el que se ha levantado el Occidente que hoy conocemos. Todo este enorme conjunto de contenidos, ideas, enseñanzas y tradiciones, así como los valores que conlleva y sus plasmaciones concretas, se transmitía mediante la educación. El admirable libro de
34. Es la tesis de Henri Irenée Marrou en su impresionante libro Sant’Agostino e la fine della cultura antica, citado en la nota 11. Que el estudioso francés considere la cultura Antigua grecorromana conocida por Agustín como «cultura de la decadencia» no le quita grandeza ni valor tanto a la cultura general de los siglos III y IV d. C. como a la tarea realizada por San Agustín. 35. «Los antiguos griegos, eminentes teóricos, cultivadores de la ciencia pura, no encontraron apenas entre los romanos quien siguiera esa línea […]. Beaujeu, tras un sucinto examen de la contribución de los romanos al progreso de la ciencia, concluye tajantemente: “No hay, pues, ciencia romana”» (José María Riaza, La Iglesia en la historia de la ciencia, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1999, pp. 15-16; cita abundantes testimonios que corroboran estas afirmaciones).
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Werner Jaeger, Paideia36 , describe el proceso que configuró la formación del hombre griego, en sus diversas materias y contenidos, y este esquema pasó directamente a Roma, admiradora incondicional del espíritu helénico, aunque no necesariamente fiel imitadora, según veíamos. Ahora bien, todo proyecto educativo apunta a la realización de un determinado tipo de hombre, que constituye como el resultado final que se busca mediante la enseñanza de las diversas disciplinas y que es el resultado final de la educación. Y, de acuerdo con lo que venimos describiendo, la educación es la que va modelando las peculiaridades de la cultura particular. Tanto griegos como romanos consideraban una educación básica, conformada por un primer momento en el que se enseñaba lo propio de la lengua y la correcCon Agustín se evidencia un cambio ta expresión oratoria, así respecto a la meta de la educación y, al ideal como el saber discutir y de hombre que con ella se quiere alcanzar. manejar las ideas propias y las del interlocutor. La gramática, la retórica y la dialéctica son las materias de esta etapa inicial, cosa que era seguida por el segundo momento, donde las materias enseñadas apuntaban a un nivel superior, de corte más abstracto: aritmética, geometría, música y astronomía37. Todo esto se consideraba como preparación para la filosofía, vista como la forma más elevada del conocimiento y de realización del ideal humano, el del “sabio” o, para ponerlo etimológicamente, el “amigo/amante de la sabiduría”. Este esquema, nacido y desarrollado en Grecia38 , fue asumido tal cual por los romanos, siguiendo la pauta marcada sobre todo por Cicerón39 , y permaneció en esencia inmutable durante todo 36. Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, 12.ª reimpr. de la ed. española en un solo volumen, Fondo de Cultura Económica, México D. F. 1996. 37. Obviamente, resumimos en estas cortas líneas un proceso que duró siglos y que tuvo diversas formas de expresión, con ideales y metas distintas, hasta cristalizar en la presentación sintética que venimos exponiendo. El recorrido histórico de este proceso y su formulación final es descrito por Henri Irénée Marrou en su libro Historia de la educación en la Antigüedad. 38. Nótese cómo todas las materias que hemos indicado tienen nombres griegos. El mismo Marrou indica que al comienzo el ideal de hombre que se buscaba con la educación no era el del sabio o el del filósofo, sino más bien el del héroe, siguiendo el ideal homérico. En ello coincide plenamente con Jaeger (véase nota 36). 39. Cuya labor consistió, sobre todo, en traspasar a la cultura latina los ideales y esquemas de la cultura griega. Bajo esta perspectiva, Cicerón es un transmisor del pensamiento griego, sobre todo filosófico, a la realidad romana. El aporte principal de Cicerón parece estar en el “nuevo” papel dado a la retórica en la educación de los romanos (véase Henri Irénée Marrou, Historia de la educación en la Antigüedad , ob. cit., pp. 347-349).
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el Imperio romano; incluso se mantuvo a lo largo de la incipiente Edad Media. Es conocida la división escolar de trívium y quadrivium como enseñanza básica y preparatoria para estudios superiores. Un testimonio interesante que habla de la vigencia de este “programa” lo encontramos en San Justino Mártir (m. 165) quien, buscando la mejor escuela filosófica que lo llevara a la consecución de la sabiduría, se acerca a un filósofo pitagórico: «Apenas me puse al habla con él, con intención de hacerme oyente y discípulo suyo: ¡Muy bien! —me dijo— ¿ya has cursado música, astronomía y geometría? ¿O es que te imaginas que vas a contemplar alguna de aquellas realidades que contribuyen a la felicidad sin aprender primero esas ciencias que han de desprender al alma de lo sensible y prepararla para lo inteligible, de modo que pueda ver lo bello en sí y lo que es en sí bueno?» 40. San Agustín también conoce este esquema educativo, y lo asume como la cosa más natural del mundo, si bien por temperamento y gusto rechaza algunas cosas básicas del mismo. Sabemos que nunca le gustó mucho el griego, y su conocimiento de dicho idioma —importantísimo para un hombre culto en su época— era muy rudimentario41. Tampoco iba mucho por la dimensión propiamente científica de la cultura griega. Sin embargo, aprovechó y valoró muchísimo el bagaje educativo inicial, de manera particular lo que tiene que ver con la retórica y la dialéctica, además del latín, que hacía sus delicias y que llevó a una cumbre inesperada. Veamos la manera en que describe el origen de las disciplinas fundamentales: «Por estas gradas, la razón quiso elevarse a la contemplación beatísima de las mismas cosas divinas. Mas para no caer de lo alto buscó una escala, abriéndose camino al través de lo que poseía y había ordenado. Deseaba contemplar la hermosura que sola y con una simple mirada puede 40. San Justino. Diálogo con Trifón, 4, en Padres apologetas griegos (s. II), 3.ª ed., introducción, texto griego y traducción española por Daniel Ruiz Bueno, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1996, p. 303. 41. Marrou toca el conocimiento del griego por parte de Agustín en su libro Sant’Agostino e la fine Della cultura antica y concluye: «Acepto decir con Reuter que “en rigor, Agustín habría podido, por lo demás no sin fatiga, leer una obra entera en griego”, pero lo que me parece decisivo es que hasta ahora no se ha podido probar que haya leído en griego una sola obra que no hubiese leído ya traducida en latín » (ob. cit., p. 50). Concluye señalando que Agustín «[…] sabe ciertamente griego, lo suficiente para servirse de él en su trabajo científico para una breve verificación del texto, pero no ha accedido —entiendo un fácil acceso— a los tesoros del helenismo; no conoce los clásicos griegos; y sea de los filósofos paganos como de los Padres de la Iglesia oriental no ha leído un solo escrito de los que no existía una traducción latina. La cultura intelectual de Agustín es enteramente de lengua latina» (allí mismo, p. 53). Más allá de algunos retoques mínimos, mantiene la misma posición en su Retractatio, en el mismo libro (véase allí mismo, p. 486).
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verse sin los ojos del cuerpo; pero la impedían los sentidos. Así, pues, volvió la mirada hacia los mismos sentidos, los cuales, blasonando de poseer la verdad, nos importunan con su tumulto, cuando más queremos subir. Y lo primero comenzó por los oídos, los cuales alegaban que eran cosa de su jurisdicción las palabras, de que nacieron la gramática , la dialéctica y la retórica»42. «En este cuarto grado, ora en los ritmos, ora en la misma modulación, se percató de que reinaban los números y que todo lo hacían ellos43 […] y al contrario (constatando que) los sonidos pertenecen a un orden sensible y se desvanecen en el tiempo, dejando su impresión en la memoria, por la licencia que dio la razón a los poetas para forjar mitos, se fingió que las Musas son hijas de Júpiter y de la Memoria. Por eso, esta disciplina, sensual e intelectual a la vez se llamó música. De aquí, pasando a los dominios de los ojos y recorriendo cielo y Con estos aportes, San Agustín no sólo ha tierra, advirtió que nada le puesto los fundamentos para una cultura placía, sino la hermosura, cristiana, sino que de hecho ha plasmado y en la hermosura las figusu primera expresión, al menos ras, y en las figuras las en sus rasgos más particulares dimensiones, y en las dimensiones los números; e indagó si en lo real están las líneas y las esferas o cualquier otra forma y figura, como se contienen en la inteligencia […] Llamó geometría a la ciencia que distingue y ordena estos conocimientos. Y le admiraban mucho los movimientos del cielo, y se puso a estudiarlos diligentemente; y halló que igualmente predominaban allí las dimensiones y os números […] Ordenó con definiciones y divisiones todos los resultados e inventó la astronomía, grandioso espectáculo para las almas religiosas, duro trabajo para los curiosos»44. Pero con Agustín se evidencia un cambio respecto a la meta de la educación y, por lo mismo, al ideal de hombre que con ella se quiere alcanzar. Si bien asume el modelo educativo griego y romano clásicos, ya no tendrán como finalidad servir de base para el estudio de la filosofía, sino para el estudio de la Biblia. En efecto, la sabiduría que se quiere alcanzar no es ya la de este mundo, asequible a las 42. S. Agustín, El orden, II , XIV , 39. 43. Aquí ubicaríamos la aritmética o ciencia de los números, que no aparece expresamente mencionada en la enumeración hecha por Agustín. 44. Allí mismo, 41-42.
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solas fuerzas de la razón, sino la que viene de Dios por la Revelación y que se conoce por la fe. Esta Revelación de Dios está testimoniada en la Sagrada Escritura, y se sigue que la sabiduría humana no es sino preparación para la sabiduría divina. Esto se puede indicar, a juicio del Hiponense, de la filosofía: «Si tal vez los que se llaman filósofos dijeron algunas verdades conformes a nuestra fe, y en especial los platónicos, no sólo hemos de temerlas, sino reclamarlas de ellos como injustos poseedores y aplicarlas a nuestro uso»45. Por otra parte, el modelo del hombre al que se aspira ya no es únicamente el del sabio/filósofo, sino, con más ambición sobrenatural, el del sabio/santo, que considera la filosofía al servicio del conocimiento de la Revelación, esto es, de la verdadera sabiduría que es la contemplación y gozo del Dios Uno y Trino. Al ideal del vir eloquentissimus ac doctissimus clásico, del que Agustín no reniega, le complementa el homo christianus, que tiene como referencia de su plenitud humana la figura del Señor Jesús, que por la ciencia (todo lo que podría considerarse el saber humano) nos lleva a la sabiduría, esto es, a la contemplación y amor de la verdad Eterna, que es Dios mismo: «Nuestra ciencia es Cristo y nuestra sabiduría es también Cristo. Él plantó en nosotros la fe de las cosas temporales y en las eternas nos manifiesta la verdad. Por Él caminamos hacia Él, y por la ciencia nos dirigimos a la sabiduría»46. Con estos aportes, San Agustín no sólo ha puesto los fundamentos para una cultura cristiana, sino que de hecho ha plasmado su primera expresión, al menos en sus rasgos más particulares. Poniendo en contacto la cultura antigua con la persona y el mensaje del Señor Jesús, reelaborando los contenidos de la filosofía a la luz de la Revelación cristiana y, sobre todo, insuflándole el espíritu cristiano es como el gran Doctor Africano ha evangelizado la cultura pagana y ha contribuido al nacimiento de la cultura cristiana, especialmente en su forma occidental47. 45. La doctrina cristiana, II , 40, 60. No obstante, la valoración de la filosofía pagana, con sus autores y contenidos, está en La ciudad de Dios, a lo largo del libro VIII. 46. S. Agustín, La Trinidad, XIII , 19, 24; pl 42, 1034. 47. La peculiaridades de esta cultura cristiana occidental gracias al aporte de San Agustín son descritas por Christopher Dawson, Historia de la cultura cristiana, Fondo de Cultura Económica, México D. F. 1997, pp. 138-141.
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Un último aspecto que conviene tomar en cuenta es el referido a la dimensión social de la cultura. Anteriormente decíamos que la cultura se expresa en valores, que a su vez van configurando sus estructuras y formas de vida, apuntando a ser medio y expresión de humanización, camino para que el hombre sea más plenamente humano. Agustín entiende que el ser humano encuentra en el amor su realización más plena, y ello porque el valor supremo que constituye la cultura, que es Si el amor es capaz de originar una determinada Dios, es en sí forma de vida social, ello se debe al hecho de que mismo Amor. Más el ser humano es social por naturaleza, y al aún: Dios es Ser, mismo tiempo, a que el amor es, en cierto modo, Verdad y Amor, y el motor de la existencia. todas estas realidades se hallan profundamente imbricadas. Volviendo al tema del amor, éste ejerce un papel director en la existencia humana. Al fin y al cabo, dice San Agustín que cada uno es su amor, y según sea lo que se ame, así será el hombre y, por lógica consecuencia, la vida social48. Aparece entonces que el amor es “creador” de una determinada forma de sociedad, que San Agustín denomina con la expresión «ciudad». Él Santo las describe así: «Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia»49. Si el amor es capaz de originar una determinada forma de vida social, ello se debe al hecho de que el ser humano es social por naturaleza, y al mismo tiempo, a que el amor es, en cierto modo, el motor de la existencia. No obstante, dependiendo de lo que se ame surgirá la expresión social humana que Agustín denomina «ciudad» y que se plasma además en una particular cultura. Así, la ciudad terrena tendrá como valor supremo y referencia primera la actitud del hombre que, lleva48. «Cada cual es “según su amor”. ¿Amas la tierra? Eres tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué puedo decir? ¿Qué serás Dios? No me atrevo a decirlo por mi propia autoridad. Escuchemos las Escrituras: Yo dije: dioses sois e hijos del Altísimo todos (Sal 81, 6)» (S. Agustín, Homilías sobre la Primera Carta de San Juan a los Partos, 2, 14; pl 35, 1997). 49. S. Agustín, La ciudad de Dios , XIV , 28; pl 41, 436.
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do por el amor de sí mismo, se cierra a Dios y a su amor, que, como veíamos, fundamenta la auténtica humanización, y por ende, lo que debería ser la cultura en su pleno sentido. Por otra parte, la ciudad de Dios, en cuanto se funda en el amor de Dios como valor supremo, proyecta la auténtica cultura que lleva al ser humano a ser más hom bre. Y nótese que no vale la objeción que dice que el amor a Dios lleva a rechazar o negar el amor al hombre, o el amor del hombre a sí mismo50; es todo lo contrario: rechazando el amor sui visto como egoísmo, amor desordenado de sí mismo, y asumiendo el amor Dei es como el ser humano puede amarse verdaderamente: «No sé por qué motivo inexplicable, quien se ama a sí mismo y no ama a Dios no se ama a sí mismo; y en cambio, quien ama a Dios y no se ama a sí mismo, se ama a sí mismo. Quien no puede vivir por sí, muere amándose a sí mismo; pues no se ama quien se ama para no vivir. Mas cuando se ama a Aquél por quien se vive, no amándose a sí mismo, ama más, porque no se ama a sí por amar a Aquél que es su vida»51. La enseñanza de fondo es clara. Lo que San Agustín quiere decir es que el ser humano únicamente podrá llegar a ser plenamente hom bre si deja que Dios tenga un lugar en su vida y lo ayude a conseguir su plenitud. Es el mensaje de las Confesiones, que muestra en la vida del santo cómo, cuando buscaba la felicidad y la plenitud con sus propias fuerzas, más bien se iba hundiendo cada vez más y se aleja ba de sí mismo y de aquélla; sólo cuando se convirtió y permitió que la gracia de Dios actuase en su existencia, cooperando activamente con el don de Dios, pudo llegar a ser él mismo, atisbar la felicidad y enrumbarse a la patria definitiva. Es también el mensaje de La ciudad de Dios, en la que ya no es la existencia personal de Agustín sino la historia de la humanidad la que muestra cómo el hombre, por sí mismo, a pesar de sus cualidades y buenos deseos, no puede ser feliz, mientras que, ayudado por Dios, puede alcanzar la felicidad y construir una sociedad donde su “ser hombre” sea sanado y plenificado. En definitiva, donde se pueda plasmar una cultura que sea verdaderamente humanización y no negación de lo humano. 50. Como parece indicar la formulación agustiniana. Ciertamente la palabra latina contemptum, que se puede traducir por ‘desprecio’ o ‘rechazo’, no ayuda a la más profunda comprensión de la paradoja agustiniana. Sin embargo, es necesario aquí —como en general en la obra del Santo Doc tor— ir más allá de las palabras para encontrar la riqueza de la doctrina de San Agustín. 51. San Agustín de Hipona, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 123, 5.
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CONCLUSIONES
Lo que hemos venido revisando acerca de la comprensión de la cultura en San Agustín porta una riqueza y una actualidad notables. Ante todo, resalta el hecho de categorizar la cultura como humanización, desde una perspectiva antropológica respetuosa de lo humano, y sin embargo, teniendo a Dios y lo religioso como su valor más elevado. Bajo este punto de vista, el santo africano no veía ningún pro blema en considerar a Dios como un factor imprescindible en la vivencia de la cultura; más bien, su ausencia o suplantación52 traía como consecuenEl ser humano únicamente podrá llegar a ser cia el desastre plenamente hombre si deja que Dios tenga un lugar cultural y el fraen su vida y lo ayude a conseguir su plenitud. caso de la experiencia humana. Aquí encontramos una enseñanza relevante para nuestros tiempos: cuando se prescinde de Dios, la cultura no se hace más humana; todo lo contrario, se deshumaniza e impide al hombre alcanzar su plenitud. El secularismo, el agnosticismo funcional y todas las expresiones contemporáneas que buscan eliminar a Dios de la experiencia social humana no generan una auténtica cultura digna de ese nombre; dan origen a “anticulturas” o “culturas de muerte”, y los resultados de dichas experiencias, desgraciadamente, están a la vista de todos. Por otra parte, la importancia que la verdad tiene para la cultura ha sido puesta de relieve por San Agustín y es un elemento para tener en cuenta hoy en día. No puede haber cultura verdaderamente humana si se prescinde de la verdad. El santo Doctor diría que sin verdad el hombre no puede ser feliz, pues la felicidad no es otra cosa que el gozo de la verdad53. Y recuerda, además, que la verdad no se reduce a lo que con nuestra inteligencia y esfuerzo podemos conocer y saber. Para alcanzar la verdad definitiva la fe es camino necesario que no se opone a la razón; antes bien, se une a ella para ayudarla, y 52. Que es precisamente lo que Agustín critica en la «civitas terrena» cuya expresión histórica sería Roma. En el hecho de que Roma se adorase a sí misma veía el Santo la concreción de esta deformación aberrante, en la que el amor sui usque ad contemptum Dei alcanza niveles extremos. Sobre estas cuestiones puede verse Gaetano Lettieri, Il senso della storia in Agostino d’Ippona. Il ‘saeculum’ e la gloria nel De civitate Dei, Borla, Roma 1988. 53. «La vida feliz es gozo de la verdad, es decir, es gozar de ti, Dios, que eres la Verdad» ( Confesiones, X , 23).
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la misma fe es “culminada” por la comprensión intelectual. Ante los relativismos que campean en el presente ejerciendo una feroz dictadura, la enseñanza de San Agustín es muy oportuna 54 y nos recuerda tanto el valor de la razón como la importancia de la fe que, como hemos visto, están en el origen de la cultura cristiana de la que el autor de La ciudad de Dios es un precursor y un adelantado. Nuestro actual Pontífice, el Papa Benedicto XVI , ha sabido resaltar en su Magisterio estas intuiciones agustinianas. Finalmente, en sus reflexiones y en su praxis, San Agustín se presenta como un modelo de evangelización de la cultura; supo llevar el mensaje cristiano a la cultura pagana en la que él mismo fue formado, y ayudó a transformar dicha cultura, convirtiéndola. En este proceso, la importancia de la Sagrada Escritura es decisiva, pues ella será la meta a la que se dirijan los más elevados estudios y el horizonte en el que se sitúa la educación de las nuevas generaciones. De aquí se seguía la necesidad de conocer muy bien las Escrituras, y para ello el manejo de las disciplinas y ciencias profanas es importante. Hoy en día —y no por casualidad —el Papa Benedicto XVI destaca el valor que la Palabra de Dios puesta por escrito posee para la tarea evangelizadora y especialmente para las culturas, recordando que «no han de temer abrirse a la Palabra de Dios; ésta nunca destruye la verdadera cultura, sino que representa un estímulo constante en la búsqueda de expresiones humanas cada vez más apropiadas y significativas. Toda auténtica cultura, si quiere ser realmente para el hombre, ha de estar abierta a la trascendencia, en último término, a Dios»55.
54. No deja de ser notable el influjo agustiniano en la encíclica Fides et ratio (1998) del Papa Juan Pablo II. Recuérdese cómo la famosa frase «Intelligo ut credam, credo ut intelligam» encabeza dos capítulos muy importantes en el texto. Por otra parte, San Agustín es presentado como un ejemplo magnífico de pensador cristiano que sabe enlazar armoniosamente razón y fe en su trabajo. 55. Benedicto xvi, exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini , sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, 109.
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