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En las cárceles de Abu Ghraib y de Guantánamo, en el gulag ruso y en las atrocidades del Gran Paso Adelante, en las matanzas de tutsis en Rwanda y de campesinos en Ei Salvador o Guatemala, pero también en los centros de enseñanza, cuando grupos de alumnos golpean a los más débiles, quedan sin respuesta las preguntas: ¿hasta dónde podemos llegar cuando la presión social arropa a los desalmados, a los que desprecian el dolor y el sufrimiento de otros?, ¿por qué esa distancia entre nuestras grandes declaraciones sobre los derechos humanos y las reaJ.izaciones de la vida cotidiana? "No tienen corazón." -dicen las gentes. Yaciertan. No tienen corazón, y por eso es imposible salvar el abismo entre los grandes dichos y los hechos. El presente libro propone unas nuevas bases para una verdadera ética de la ciudadanía, fundamentada no sólo en argumentos, sino en una razón cordial, capaz de aunar inteligencia, sentimientos y c;oraje, de modo que los valores morales arraiguen en los ciudadanos. _ Apartir del principio de que "conocemos la verdad no sólo por la razón, sino también por el corazón", por decirlo con Pascal, es preciso recordar que corazón, en su origen etimológico, significa al mismo tiempo afecto, inteli· gencia, talento y estómago. Educar en una ciudadanra cordial, en la capacidad de estimar los valores, de compadecer y de argumentar, es el propósito del libro.
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Capítulo 1
Ética mínima como Ethica cordis
© Adela Cortina
© EDICIONES NOBEL, S. A.
Ventura Rodríguez, 4 _ 33004 OVIEDO (ES PANA) www.edicionesnob2l.com ISBN: 978-84-8459-179-5 Fotografía de sobrecubierta: Al agua. Joaquín Sorolla (1 908). Derechos reservados ©Oronoz/Cover f
Impresión: Gráficas Summa, Llanera (Asturias) Depósito legal: AS··l.595/2007
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Prohibida la reprodJcción total o parcial, incluso citando la procedencia Hecho en España
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1. Comunicación como compromiso Entrando en el quinto delos escenarios, imaginemos que los animales de Wells, congregados en el lugar habitual, no se dejan convencer por la fuerza de la ley porque no viene acompañada de razones suficientes, de argumentos suficientemente buenos. Si el recitador de la ley, en vez de serlo y tratar de manipular a sus catecúmenos, actuara como un buen interlocutor, invitaría a los animales a dialogar sobre la ley que pretende atribuirles y también sobre las condiciones mismas en las que se entabla el diálogo. En caso de que sus oyentes aceptaran la invitación, quedarían atados irremisiblemente a las leyes que estuvieran respaldadas por buenos. argumentos, porque cualquiera que realiza acciones comunicativas, actos de habla, se compromete con los enunciados que formula o con las normas a las que se somete su formulación. Queda prendido en las redes del lenguaje, que obligan a cuantos se involucran en él. Comunicarse es comprometerse con lo dicho. Autores como Austin, Searle, Apelo Habermas, aunque con diferencias notables entre ellos, convienen en reconocer que participar en un diálogo compromete a los interlocutores con sus locu-
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ciones, de modo que en el mpmento en que reconozcan que una razón es válida como razón están obligados a actuar según ella. Desde esta perspectiva, Mor~au hubiera tenido más éxito si, en vez de recurrir a una cantinel~ m0nológica¡ hubiera organizado un buen ·debate, en el que los inlterlocutores, como participantes en el diálogo, hubieran tenido qlue rendirse ante la fuerza del me,or argumento. y además con ello habrijan descubierto un mundo, que de algún modo abri6 Kant, peiro no' exploró suficientemente: el mundo, no sólo del interés, ellsentimiento de simpatía o el afán de reputación, ni siquiera el de 19s valores o la autonomía, sino el universo mágico del reconocimie*o recíproco, el mundo de la intersubjetividad. PorquE! cualquiera que realiza una acción comunicativa, cualquiera que argumenta enj serio, ha re~onocrido que su interlocutor, actual o virtual, es -cotnoél- un ser dotado de competencia comunicativa y~ por lo ta~to, que ambos están ligados por un vínculo comunicativo, que lIev~ aparejadas determinadas obligaciones. No es un su}eto autosufici~nte, sino interdependiente. No es sólo un individuo que decide o nb sellar un pacto, que experimenta simpatía o respeto hacia otro~, que puede apoyar una legislación en que se tengan en cuenta I~s fines de todos los seres humanos, o que es capaz de estimar valoUes. No es sóloesCil, sino que es ya en relación con otro~' sujetos, hun~e S\!lS raíces en la tierra de la intersub/etividad. Los seres humanos vivimq,s inmersos en el mundo del lenguaje, en él hacemos ciencia, pdesía, filosofía; expre·samos nuestras emociones, cornpartimos af~ctos, bregamos por la justicia y noS compadecemos del dolor. En lél, y no sólo en el· ámbito de la conciencia al que Kant dio tal r~levancia, vivimos y somos. Por e~iO, para descubrir qué proposiciones son verdaderas y qué normas son justas necesitamos entablar diálogos con 0tros interlocutores en las condiciones más próximas posible a la simetría y estar disI
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Capitulo 7. Razones de la razón
puestos a dejarnos convencer por la fuerza del mejor argumento. Afin de cuentas, y como ya comentamos, no existen la Verdad y la Justicia como sustantivos ni tampoco como personas, sino como adjetivos calificativos (verdaderas, justas) de ciertas proposiciones y normas. Ypara descubrir en qué casos resulta adecuado emplear esos adjetivos las personas necesitamos entrar en un proceso de diálogo. Uno solo y una sola vez no puede seguir una regla. Uno solo, cerrado en su conciencia, no puede descubrir qué es lo verdadero y qué lo justo. Este "descubrimiento ético" de la intersubjetividad enraíza de algún modo en una tradición bien consolidada. La inició Hegel, sobre todo en el período de lena, al afirmar que el reconocimiento recíproco es el núcleo de la vida social, continuó en la psicología social de George H. Mead, y se expresó en el último tercio del siglo pasado en la ética del discurso, creada por Kart-Otto Apel y lürgen Habermas y extendida hoy en todo el mundo. Autores como Axel Honneth o Paul Ricoeur intentan profundizar en esta idea básica de que la relación de reconocimiento mutuo nos constituye. Y en esta línea de entender el reconocimiento, pero yendo más allá de la ética del discurso, pretende situarse el presente libro. Es preciso contar con el vínculo comunicativo en que se expresa el reconocimiento recíproco, pero ese vínculo entraña también, en sus términos, intereses más fuertes que otros, sentimientos sociales, capacidad de estimar los valores y el vínculo consigo mismo y con los otros tal como se descubre en la autonomía. Es preciso contar con razones de la razón y con razones del corazón para hablar de justicia, no se puede reducir la comunicación al discurso lógico. En la versión de la ética del discurso tal como yo la interpreto, el mensaje central de la tradición del reconocimiento sería el siguiente: en una acción comunicativa los hablantes se reconocen necesariamente como interlocutores válidos, y en ese reconoci-
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miento básico se descubre un vínculo, una ligatio, que es el que nos liga y, en consecuencia, nos ob-liga internamente y no desde una imposición ajena. La fuente de la obligación es entonces el reconocimiento recíproco de interlocutores, que se saben mutuamente imprescindibles para averiguar si una norma es justa. En qué consiste este vínculo por el que somos en relación y a qué obliga es el asunto.
2. Del miedo a la muerte a la indignación por el desconocimiento. El reconocimiento del otro
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En su libro Los caminos del reconocimiento comenta Paul Ricoeur un hecho curioso: a lo largo de la historia del pensamiento se han elaborado una buena cantidad de teorías del conocimiento y, sin embargo, no existe ninguna teoría del reconocímiento. Cosa verdaderamente insólita en una época como la nuestra, marcada por el afán de conquistar el reconocimiento de la propia identidad. Como comentamos al tratar sobre (as identidades morales, el advenimiento de la postmodernidad trajo de la mano, entre otras cosas, la exigencia de agudizar la sensibilidad ante las diferencias de cultura, raza, sexo, religión. Bien está reconocer que todos los seres humanos son iguales en dignidad, pero las identidades personales no se construyen sólo con aquellas características que nos asemejan, sino también con las peculiaridades que nos distinguen y que brotan de la diversidad de culturas, razas, sexos, religiones. La primera Modernidad subió al podium de la relevancia social la idea de igualdad humana, entonces revolucionaria. Pero el Romanticismo recordó que las diferencias nos constituyen, y el movimiento postmoderno, recogiendo la antorcha del Romanticismo, hizo de la sensibilidad ante la diversidad su santo y seña. En el mundo humano los iguales no son idénticos, sino diversos, por eso es imprescindible reconocer al Otro, al distinto de uno mismo, en su alteridad. 162
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La noéión de alteridad ocupa ahora el primer puesto de la relevancia social, y con ella, la exigencia de que los otros sean aceptados en su identidad. Esta aceptación reclama sin duda réconocimiento, y por eso resulta insólito que no hayan surgido teorías del reconocimiento, como bien apunta Ricoeur. Tal vez se deba al hecho de que el verbo "reconocer" goza de una gran cantidad de significados, como acredita el Diccionario de la Real Academia al ofrecer diecisiete acepciones, que incluyen desde el reconocimiento de objetos o personas al "reconocer por" hijo o por jefe a alguien, que lleva aparejadas determinadas obligaciones. Y, sin embargo, el sustantivo "reconocimiento" recoge sólo dos acepciones: "acción y efecto de reconocer o reconocerse" y también "gratitud". Puedo reconocer objetos o personas, puedo pedir ser reconocida como valenciana, española, europea y latina, y puedo quedar muy reconocida a alguien -muy obligada- por algún favor. El ámbito del reconocimiento, su terreno de juego, es el de la identidad, la obligación y la gratitud. Por su parte, Ricoeur hace una sugerencia bien interesante, y es la de organizar los posibles usos filosóficos del verbo "reconocer" siguiendo una trayectoria que va desde su uso en fa voz activa del verbo a la pasiva. En un comienzo, el verbo "reconocer" expresaría aquella acción por la que intentamos adueñarnos de un objeto o de un ser vivo, intentamos dominarlo intelectualmente captando su identidad. Igual que los aviones llevan 'a cabo vuelos de reconocimiento con el fin de tener bien controlada una zona, el entendimiento humano sobrevolaría el mundo de los objeto~ y de las personas tratando de reconocerles por rasgos que recuerda o de los que ha oído hablar. Sin embargo, con la filosofía de Hegel se produciría una inflexión en la historia de este verbo hacia la voz pasiva, porque ahora 105 objetos quedan a un lado y son las gentes las que piden ser reconocidas en su identidad, respetadas y admitidas en el concierto social con su peculiar bagaje, sin tener que 163
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Capftulo 7. Razones de la razon
asimilarse a los gr.Jpos dominahtes. Quien comete un delito tal vez no pretende tant:) ¡üentar conitra la vida o la prc:>piedad como lIi~ mar la atención sobre su existehcia y sobre sus derechos. Tal vez lo que ansía es ser n:!conocido, PQrque hay una función comunicativa de la violencia que no conviene desestimar. La lucha de los esclavos, ¡la de los campesinos en la Europa medieval, la de los i1dígenas erh América Latina, la de las mujeres o la de los palestinos son luchas Ipor el reconoCimiento. La violencia es entonces la pa -tera de la historia, y esa historia viene presidida por nuestro deseo de ser reco~ocidos, por nuestra expectativa de ser aceptados por los otros en muestra insobornable identidad, porque la intersubjetividad nos corhstituye y la libertad consiste en re,~ lizarla con sus dif,:rencias. Esa texpectativa sólo' puede satisfacerse en el reconocimil:lnto mutuo, Gue es preciso materializar también con instituciones para que no quede sólo en un sueño. Por eS-J,' cualquierpropue.5ta de diseño institucional debería intentar plasmar en las instituciones esta pretensión de reconocimiento. Porque no existe el indiv'dl:lo aislado Yo autosuficiente, sino la persona que precisa ser reconocida para vivir bien. Si esta inter¡: retación del clecurso histórico es acertada, Hegel habría propuesto una preciosa alternativa a I'a interpretación de Hobbes: el moto' que lleva a Ilas gentes a constituir un Estado y su correspondiente dimensió~ social no es el miedo a la muerte violenta, sino un 'nClÚvo ético: jdistamente, la indignación que experimentan las personas al no ser reconocidas por las demás, al vi\iir la experiencia del no-reconocirhiento, de la invisibilidad, y el con:;iguiente deseo de ser reconocidas. Como ya hemos comenta/do, Hobbes describe en el Leviatón el estado de naturaleza, anterior a la formación de la comunidad política, como una situación qe potencial guerra de todos contra todos, porque 10~i individuos ~e comparan entre sí desde su afún de poder y de gloria, y sólo se ¡reconocen como competidores con 164
los que conviene cooperar para poder mantener la vida y la propiedad. Por eso, la formación del Estado e incluso la promulgación de las leyes morales que acontecen a través de él tienen 'en su base el interés más fuerte que cabe en los seres humanos: el de la supervivencia. Es verdad que también Hobbes se refiere a un conjunto de "leyes de la naturaleza", en número de diecinueve, en las que incluye las normas de sentido común que ha excluido de la trama central por el afán de ceñirse exclusivamente al interés más poderoso, y que la novena dice así: "Todo hombre ha de reconocer al otro como su igual por naturaleza. Violar este precepto es orgullo". Sin embargo, en el estado de naturaleza que origina fa comunidad política lbs individuos sólo se reconocen entre sí como competidores, y no entran en consideraciones sobre la identidad o la dignidad. Hegel, por su parte, se percatará de que el origen de la vida social no son los individuos aislados, sino personas ya en relación recíproca ·que no podrán llevar su libertad a plenitud si no es conjuntamente. Aquellos que no se sienten reconocidos experimentan indignación ante el desprecio y reaccionan con una lucha por el reconocimiento. El temor a la muerte violenta es sustituido por la indignación ante el desconocimiento y por el deseo de ser reconocido; la lucha por la supervivencia es sustituida, como partera de la historia, por la lucha por el reconocimiento. La ganancia de esta nueva propuesta frente a la hobbesiana es evidente. El orden político y la dimensión social de una sociedad podrán entonces fundarse 'en la exigencia moral de ser reconocido, qUe es tan originaria al m~nos como el miedo a la muerte violenta y el cálculo racional que este opone a la vanidad, al menos por tres razones, como aplinta Honneth. En primer lugar, el reconocimiento recíproco es un vínculo que asegura la conexión entre la autorreflexión, la conciencia de mí misma, y la orientación hacia el otro. No necesito preguntarme 165
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-. si me interesa entrar en relación con otros, sino que ya soy en esa relación desde el origen, y lo que me cabe es tomar partido ante ella, bien reforzándola, bien intentando ignorarla. Ni siquiera es preciso abrirse al otro desde sí mismo, valorán~olo por la presencia de la humanidad en su persona, sino que reconozco al otro en su alteridad para poder reconocerme a mí misma. Es la "vida ética" del reconocimiento recíproco la que nos constituye, y no ese "artificio", ese Leviatán construido del que habla Hobbes. Por otra parte, el dinamismo del proceso histórico nos va llevando del polo negativo al positivo, de la desconsideración a la consideración, de la injusticia al respeto. Y, por último, esta teoría del reconocimiento nos permite descubrir una estructura sistemática, que se articula en niveles jerárquicos, ligados a instituciones específicas. En efecto, y también con Honneth, la posibilidad que tiene un individuo de realizar su autonomía depende de que pueda desarrollar una relación intacta consigo mismo a través de la experiencia del reconocimiento social. El contenido de la justicia se medirá entonces según las diferentes clases de relaciones sociales entre los sujetos: el principio de necesidad tiene prioridad si se trata de una relación configurada por el amor; el de igualdad, en las relaciones conformadas por la ley; y el de mérito, en las cuestiones de cooperación. El núcleo de la concepción de la justicia social viene configurado por estos tres principios (cuidado afectivo, igualdad social y estima social), en nombre de la autonomía. El progreso que se produce en esta triple línea es U[l progreso moral en la visibilidad. La historia del reconocimiento es entonces la de la libertad, que se irá desarrollando en tres modelos de reconocimiento. El primero es el del amor, que se vive afectivamente en la familia y la amistad, donde las personas se reconocen entre sí como necesitadas. El segundo modelo es el jurídico, el de la ley, que se va plasmando a través del reconocimiento al derecho de poseer bienes
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materiales y de intercambiarlos mediante contrato. Lo interesante del modelo es que nos reconocemos a nosotros mismos como portadores de derechos cuando reconocemos las obligaciones que hemos de cumplir con otros. El reconocimiento incluye tanto a la otra persona como la norma: reconocer la norma es considerarla válida, reconocer a la persona es considerarla como libre e igual. Con lo cual, la idea de respeto a las personas se inscribe en la historia y se va desgranando poco a poco en el reconocimiento de derechos, que no sólo aumentan, sino que también se van atribuyendo a nuevas categorías de individuos y de grupos. El tercer modelo de reconocimiento mutuo sería el de la estima social. Porque no bastan el Estado y los lazos jurídicos para garantizar el pleno reconocimiento de las personas, la "vida ética" no puede reducirse a los lazos jurídicos: las gentes necesitan el reconocimiento social, que varía según las mediaciones que hacen a una persona estimable. El vínculo que buscábamos en este libro como fuente de la obligación moral, el que hubiera podido actuar de móvil para que los animales de Wells reconocieran como suya la obligación de la humanidad, es el vínculo del reconocimiento recíproco que une a las personas en el lazo de la intersubjetividad. De suerte que no es posible ser libre en solitario, sino que es necesario serlo con los otros, diseñando instituciones que cuiden el amor, defiendan el. derecho, fomenten la mutua estima. Sin embargo, con esto todavía hemos dicho demasiado poco sobre la naturaleza de ese vínculo, tal como aquí lo entenderemos, y de las exigencias que comporta, sobre todo a la hora de encarnarlo en las instituciones. Por su parte, Hegel creyó ver a lo largo de la historia que la indignación y la lucha han ido desvelando las situaciones injustas, pero también es verdad que la lucha no basta, porque hay luchas justas e injustas, hay reclamaciones de reconocimiento legítimas y otras ilegítimas. E incluso es verdad que no siempre es necesaria 167
'capftulo 7. Razones de la razón
la lucha, que hay también nocido.
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caminos para conseguir ser reco-
3. Conquistar la visibilidaQ
La historia humana puede leerse como la paulatina ampliación de un l/nosotros", de un conjunto! de gentes que se'reconocen entre sí como auténticas interlocutoras. El lazo del "nos0tros" ha ido incluyendo poco a poco a los miemhros de la propia familia, a la etnia, a los pertenecientes él la comunidad política, a los esclavos, las gentes de color, las mujeres, las minoHas culturales, los'discapacitádos. En los últimos tiempo.) los movinnientos animalistas reclaman la integración de los animales a la cdmunidad política; y la ecología profunda habla de una comunida'd biótica, de la que formarían parte todos los seres mturales. Quienes lideran la mayor !Darte de las veces estas reivindicaCÍl:>nes desde el siglc. pasado son (os llamados "movimientos sociales"; esos movimiento~i que. no son ya de clase, como 'en épocas anterio-· res, que no pretelc1en constituirla "clase universal" ni la "vanguardia de la historia", como era el caso del proleta/iiado, sino que son grupos sectoriales. Exigen "vi~ibilidad" para grupos condenados a la invisibilidad pJr ser diferentes, y reclaman a la vez que se les reconozca como iguales en su alteridad. Que no se les obligue a asimilarse a los grupos mayori~arios, ni tampoco las diferencias ~ie conviertan en cO:lrtadas para !tratarles de forma socialmente desigual. Feministas, movimientos ml.)lticulturalisil:as, nacionalistas, ecologistas o al1'imalistas exigen reconocimiento para seres con identidades diver:ias. Sin embargo. y aquí radica el problema esencial, no es moralmente obligatorio, ni siquiera es políticamente 0'bligatorio, satisfacer las exigencias de cualquiena que se sienta diferente y emprenda una lucha para ser reconocido, sino sólo de aquellos que cuen16B
tan con expectativas que pueden mostrarse como legítimas, es decir, que pueden mostrar que han sido tratadas de una manera injusta. La presión no puede ser nunca una razón suficiente para reconocer una demanda, sino sólo. la demanda acompañada de razones que la legitiman, se presente a través de la violencia o por caminos de paz. y en este punto conviene hacer un alto en el camino y adentrarse en una cuestión tan central en la historia de la justicia como es la distinción entre desigualdad y diferencia, a la que hemos hecho referencia en algunas ocasiones. Aunque etimológicamente la distinción no tiene demasiado respaldo, sí lo tiene desde el punto de vista del uso social de los dos términos. Es evidente que todos los seres humanos son desiguales entre sí y, en lo que se me alcanza, las desigualdades podrían ordenarse en cuatro tipos al menos: 1) las naturales, las diferencias de belleza, temperamento (inteligencia, estilo emocional) y las aptitudes congénitas; 2) las sociales, que dependen del contexto en el que se nace; 3) las que van conformando el carácter que una persona se forja, contando con sus propias elecciones y con el medio en el que vive, y 4) las diferencias que introducen los prejuicios de las distintas sociedades' y que no tienen otra justificación más que una historia de prevención frente a determinadas culturas, religiones, razas, géneros, usos' y costumbres. Obviamente, resulta imposible introducir un bisturí en el modo de ser de una persona adulta y diseccionar sus características, para clasificarlas atendie~do a este modelo. Sin embargo, lo bien cierto es que la lotería natural y social y las propias elecciones hacen a las personas desiguales: ¿Son esas desigualdades injustas? Para responder a esta pregunta no basta con los "hechos palmarios", ni con las cifras, sino que necesitamos contar con alguna concepción de la justicia desde la que barruntar qué desigualdades son injustas, cuáles no y por qué en cada caso. Por9ue la
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evaluación de la justicia o la injusticia de las desigualdades o, mejor dicho, de unas desigualdades, y no de otras, depende de una cierta concepción de la justicia, más o menos ·explícita. Lo cual no significa que los seres humanos no puedan evaluar' la justicia o injusticia de las desigualdades si no cuentan con una teoría bien pergeñada. Más bien sucede, como señaló Hegel,. que las teorías se elaboran al atardecer, cuando las gentes han bregado por lo que barruntaban como justo y es tiempo de ponerlo en conceptos, cuando la protesta, el dolor y el sufrimiento ante las desigualdades vividas como injustas va cristalizando en una estructura también teórica. Por eso, no es menos cierto que sólo contando con una concepción de lo justo, in fíeri o ya bien perfilada, es posible hablar de desigualdades justas o injustas. Baste recordar cómo la tradición de la República de Platón considera q.ue las desigualdades naturales y sociales no son injustas, sino que deben ser aprovechadas para introducir el orden justo en la comunidad política, haciendo que las distintas funciones de la polis (gobierno, defensa, producción) sean ejercidas por aquellos que tienen capacidad para ello. Lo justo, desde esta perspectiva, no es reducir desigualdades, sino aprovecharlas para que resulte una polis armónica. La clave consiste, entonces, en recordar que lo justo es dar a cada uno lo que le corresponde, tratar de modo igual a los iguales y de modo desigual a los desiguales. Junto a la innegable desigualdad en características naturales y sociales, pues, recorre la historia la convicción de una ·irrenunciable igualdad, que todas las actuales' teorías de la justicia defienden en algún nivel. Un igualitarismo, entendido como la aspiración a la homogeneidad, es sin duda descabellado, porque los seres humanos son heterogéneos. Pero hay un gran número de desigualdades, a las que vamos conviniendo en llamar "diferencias" para señalar que no son sino expresión de la rica diversidad humana. Su eliminación, si es que fuera posible, crearía un monótono mundo homogéneo, sin dife170
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rencias de sexo, cultura, raza, características físicas, y todos· los rasgos identitarios que componen la diversidad humana. Tratar socialmente estas diferencias, de forma que las personas que pertenecen a un sexo o una raza vayan a ser injustamente tratadas en el nivel de igualdad que consideramos irrenunciable, es lo que resulta injusto. Que una persona de color vea mermadas sus oportunidades frente a otros, que alguien por su bagaje cultural resulte preterido, que grandes "bolsas" de población se encuentren en un nivel de pobreza en un universo supuestamente global por haber nacido en unos lugares y no en otros, son formas injustas de tratar la diferencia, que generan desigualdad injusta, que es a lo que vamos conviniendo en llamar "desigualdad", más que diferencia. La gran cuestión es, pues, dilucidar qué diferencias pueden reclamar con toda legitimidad ser reconocidas como elementos de identidad que no pueden dar lugar a un trato desigual. ¿Cuál es el criterio -o cuáles son los criterios- para distinguir entre una demanda legítim~ de reconocimiento y una ilegítima? 4. La lucha por el reconocimiento legítimo
Evidentemente, el elemento distintivo no puede ser la pura presión de los grupos que luchan por el reconocimiento, porque la presión y la violencia se ejercen desde distintos lugares y no siempre con razones aceptables. Los miembros del Ku Klux Klan ejercen una feroz violencia para conseguir que las personas de color vivan en guetos, en el mejor de los casos; los terroristas de signo nacionalista siembran el terror entre la población, también en países democráticos, para conseguir por la fuerza bruta lo que tiene que lograrse a través de las urnas; otros grupos presionan desde la "obviedad" de lo que ellos mismos han conseguido que se considere como políticamente correcto, y ninguna de estas luchas acredita que sus demandas sean legítimas. 171
Por otra parte, la tentación de caer en el vktimismo es una tentación bien rea para los movimientos sociales!Pueden empezar planteando reivindicaciones mliJy legítimas por li1aber sido condenados a la invisibilidctd habitualrinel'lte, pero, una vez la sociedad ha reconocido la injl,lsticia originaria, continuar com nuevas reclamaciones hasta el inf nito, visto elléxito obtenido hasta el momento. Muy bien puede ccurrir -recu~rda Ricoeur- que la exigencia de reconocimiento afectivo, jurídicro y social, expresada con un estilo militante y conflic:ivo, termine len una "demanda infinita", en una especie de "mala infinitud". Es! demasiado fuerte la tentación dl~ caer en una nueva forma de "conciencia desgra
movimientos sociales los que han de guiar a la teoría crítica, sino que el núcleo normativo de una teoría semejante es la violación de expectativas normativas de la sociedad, consideradas justificadas por los afectados, como bien señala Honneth. El gran problema consiste, entonces, no tanto en descubrir caminos pacíficos de reconocimiento, como en descubrir el criterio para discernir cuándo las expectativas están debidamente justificadas. Problema, si los hay, en un tiempo en el que la sola expresión "criterio para discernir" levanta ampollas, cuando lo bien cierto es que sin criterios para discernir entre lo justo y lo injusto la suerte -la mala suerte- de los· más débiles está echada. En este camino el recurso al diálogo es imprescindible, aunque no a cualquier forma de diálogo.. 5. La tradición dialógica
. La tradición dialógica es en filosofía tan antigua al menos como el discurso de Sócrates. El célebre método mayeútico, con el que el filósofo prestaba ayuda a los ciudadanos para dar a luz la verdad era ya un proceder dialógico. Al hilo de las preguntas del "partero", el interrogado iba descubriendo que poseía una información mucho más completa de lo que nunca hubiera podido soñar, sobre el mal y el bien, sobre las proporciones geométricas y sobre la constitución de los seres. Nueve siglos más tarde refrendaría San Agustín este proceder socrático, asegurando que nunca aprendemos algo totalmente nuevo, .quetodo lo construimos d~sde lo ya sabido. Y por eso conviene adentrarse en los recovecos del alma buscando la verdad que reside en su interior. Una tradición dialógica, pues, esta que ve en el diálogo un instrumento, pero sólo un instrumento, para alumbrar lo que ya reside en el interior de una manera innata. Paralelamente: iba entendiendo el pensamiento cristiano que la verdad -teórica y práctica- no es cosa que pueda encontrar 173
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un individuo solo, sino que precisa el concurso de la comunidad, ya que es en ella donde se hace presente el Espíritu de Dios. De donde comunidad y diálogo van convirtiéndose en dos piezas clave para descubrir en el ámbito teórico qué es lo verdadero, en el práctico, qué es lo bueno y lo justo. Siglos más tarde, desde mediados del XIX y comienzos del xx, josiah Royce y Charles S. Peirce, reforzarían esta tradición, al recordar que la comunidad es imprescindible tanto para comprender el significado de los términos como para progresar en el conocimiento científico. Sólo una comunidad de hablantes -diría Royce- es capaz de otorgar valor nominal a las ideas para que tengan valor efectivo; sólo una comunidad de científicos -aclararía por su parte Peirce- puede ir desentrañando en el largo plazo de la investigación la verdad de las cosas. Comunidad de interpretación y de investigación, que se sirven del diálogo como su medio propio, son requisito indispensable para la comprensión de los términos y para el progreso de las ciencias; metas ambas que serán accesibles a través de un diálogo plan~eado a largo plazo. En el siglo xx la tradición dialógica continúa su andadura a través de aportaciones persona listas, como la de Martin Buber o Emmanuel Levinas, y también con invitaciones pragmatistas a la conversación, como la de Richard Rorty, o postmodernas, como la de jean-Franc;:ois Lyotard. Sin embargo, cuando en nuestros días se habla de "filosofía dialógica", y sobre todo de "ética dialógica", suele referirse el hablante a la propuesta que desde los años setenta del pasado siglo ~an venido elaborando Karl-Otto Apel y jürgen Habermas, profesores ya retirados de la Universidad Wolfgang Goethe de Frankfurt. La razón de que sea a esta propuesta a la que se adscriba normalmente el calificativo de "dialógica" consiste -a mi juicio- en que tiene al diálogo no sólo como un tema apropiado para la filosofía, ni siquiera sólo c:omo el instrumento más adecuado para 174
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construir la convivencia, sino también como el medio específico de la vida humana, a través del cual cabe descubrir la verdad de las proposiciones y la justicia de las normas. La validez, a fin dé cuentas, del mundo teórico y práctico. En efecto, ya en la década de los setenta anunció Habermas su propósito de abandonar el esquema de filosofía de la conciencia, del que no pudo escapar la "primera generación" de filósofos de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Marcuse), para diseñar los trazos de una filosofía del lenguaje que tuviera en cuenta la triple dimensión del signo, sobre todo, la dimensión pragmática. Una Pragmática Universal del lenguaje se encargaría de ofrecernos lo que no pudo proporcionar la primera generación de frankfurtianos: una teoría del significado de los términos "verdadero" y "justo", capaz de ilustrarnos sobre lo que queremos decir al afirmar que una proposición es verdadera o que una norma es justa. Por el mismo tiempo, tomaba también Apel explícitamente un camino semejante. Historiador y hermeneuta, atraído por los trabajos de Martin Heidegger y Hans-Georg Gadamer, echaba de menos en ellos la presencia de un elemento crítico, fecundo para ayudarnos a distinguir de algún modo entre las normas vigentes y las válidas, entre las proposiciones falsas y las verdaderas. Igual que Habermas, consideraba -y considera- Apel que no es de ley relegar la hermenéutica filosófica, pero ambos creían -y creenque, para ser verdaderamente filosófica, tiene que tratarse de una hermenéutica crítica, que, tras las huellas de Kant, pueda pertrecharnos de algún criterio para reconocer los conocimientos y las normas válidos. Elaborar una Pragmática Trascendental es, a juicio de Apel, el modo de atender a esa dimensión pragmática del lenguaje que hace posible la interpretación y la comprensión, proporcionando a la vez unos elementos a priori para la crítica. Habermas había entendido su propuesta como una Pragmática Universal, no empí175
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rica, encargada de reconstrui~ las bases universales de validez del habla, de identificar y recons;truir las bases del posible entencimiento entre seres dotados de competencia comunicativa. (on el tiempo, fue aumentando s~ C0nvicción de que se trata de una "ciencia reconstructiva", empleada en la tareal de reconstruir las bases universales de validez ddl habla. Apel, por su :>arte, busca t!Jn criterio crítico para las reglas trascendentales de la comunicacion; un criterio que, para tener fuerza normativa, de:>€: descubrirse mediante el método acuñado por Kant -el trascendental- aplic~d0 ahora al hecho de la argumentación y de la comunicación. Dé ai;lí que sólo pueda llevar adelante esta tarea una Pragmática Trafcendental, capaz de descubrir esos elementos a priori del conocinhiento y la acción'que constituyen la fundamentación Li/tima del saber y el obrar. En este, como en otros puntos, divergen Apel y Habermas: en considerar la pragmática no empírica, respect ivamente, corino una ciencia reconstructiva, capaz de "fundamentaciones débile~" o como una Pragmática trascendental, preparada paraofrecer,nos los elementds últimos, por im~" basables, del conocimiento y la acción. Pragmática Universal y TraiScendental constituyen, en cualqui,=r caso, el núcleo e e Jna potent~ propuesta filosófica, que va desarrollando paulatinamente distintos "radios": la teoría de la acci6n comunicativa, una teoría de lbs tipos de racionalidad, una teoría consensual de lo verdadero y lo c0rrecto, una teoría de la evoluci6n social, una ética de: discurso, ~n su vertiente de fundamentación y aplicación, y una teoría deliberativa de la democcracia. El conjunto arquitectónko de estas teorías constituye un marco desde el ':lue sus defensores toman posiciones en las disputas prácticas más relevantes, refutando el escepticismo moral, señalando la inconsistencia del relativismo y del etnocentrismo, optando por un comunitarismb universalista, terciando en la construccción de sociedades multitulturales, dialogando sobre elest.~176
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tuto de las identidades nacionales y postnacionales, enjwiciando éticamente los procredimientos que se siguen para decidir normas
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en la economía y la empresa, la sanidad, el medioambiente, los medios de información o el deporte. La filosofía de que hablamos
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y sucede que en estos desarrollos la nómina de "constructores" de la filosofía dialógica ha aumentado de forma considerable. Nacida en los años setenta del siglo xx, cuenta ahora con representantes en distintos países de Europa y América, y suscita el interés de los restantes continentes. La razón fundamental de este interés
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luces, comprometida con la realidad presente, teórica
es que esos elementos irrebasab/es a que nos hemos referido permiten orientar y criticar, no sólo el conocimiento, sino sobre todo /a acción.
6. la situación ideal de habla Fue Kant quien introdujo en la filosofía el método trascendental para descubrir qué pertenece de derecho a las facultades humanas. y aunque el término "trascendental" pueda parecer disuasorio por esotérico, lo bien cierto es que su modo de proceder no puede resultar más sencillo ni más natural. Se trata en definitiva de tomar como punto de partida un hecho que resulte innegable y de intentar reconstruir, a partir de él, las condiciones que lo hacen inteligible. Si Kant tomó como punto de partida de su reconstrucción ética el hecho innegable de que los seres humanos tienen conciencia de unos mandatos que extenderían universal y necesariamente, la ética dialógica de Apel y Habermas asume también un indiscutible punto de partida e intenta dilucidar las condiciones de inteligibilidad del mismo, las condiciones de que tenga sentido. En este caso se trata del hecho de que realicemos acciones comunicativas. 177
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Una acción comunicativa es aquella en la que hablante y oyente tienen sus proyectos personales, pero para coordinarlos buscan a través del lenguaje el entendimiento mutuo, como un medio ineludible, mientras que una acción estratégica es aquella en la que hablante y oyente se instrumentalizan mutuamente para lograr sus metas individuales, tratándose, por tanto, como medios y no como fines. La acción comunicativa posee una prioridad en cuanto a su valor, porque el sentido y la meta del lenguaje -el télos- consiste en lograr un entendimiento; el uso estratégico del lenguaje es -por contra- derivado, ya que instrumentaliza el mutuo entendimiento. Si no existe una racionalidad comunicativa además de la estratégica; es imposible tomar en serio la afirmación kantiana de que todo ser racional ha de ser tratado como un fin en sí, ya que a travéOs del lenguaje no podemos sino instrumentalizarnos recíprocamente, de lo que son buena muestra la~ teorías de juegos y de la decisión racional. Ahora bien, si el hecho de que realicemos acciones comunicativas es innegable y lo tomamos como punto de partida de la reflexión, ¿cuáles serán las condiciones que es preciso presuponer para que sean racionales las acciones comunicativas? Para que lo sean es preciso presuponer que el hablante pretende de forma implícita que lo que dice es inteligible, que él mismo es sincero al hablar, que el contenido de lo que dice es verdadero y que se desenvuelve en el marco de normas que son correctas. Inteligibilidad, veracidad, verdad y corrección serán entonces las "cuatro pretensiones de validez del habla" que el hablante eleva implícitamente cori su acción comunicativa y que el oyente acepta, también implícitamente, si la acción tiene éxito. Pero, en el caso de que e.l oyente ponga en cuestión alguna de ellas, el hablante procederá racionalmente sólo si trata de explicarse mejor cuando se pone en cuestión la inteligibilidad, o de aducir las tazones por las que considera que la proposición que emite es verdadera o que
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la norma de acción es correcta. Comprobar la veracidad (la correspondencia entre lo que se dice y lo que se piensa) es realmente difícil, porque exige convivencia, y aún así. En cuanto a los recelos que despiertan la verdad y la corrección, no pueden disiparse sino a través de una argumentación, pero no de cualquier tipo de argumentación, sino de una que se sujete a tres tipos de reglas: las reglas más elementales de una lógica mínima, las que surgen de considerar la argumentación como una búsqueda cooperativa de la verdad y la corrección, y también las que nacen de considerar la argumentación como un proceso de comunicación. En este último caso, se entiende que los participantes en la argumentación deberían participar en las condiciones más próximas posible a la simetría, desprenderse de las presiones de la acción cotidiana, no dejarse convencer sino por la fuerza del mejor argumento. Esta forma de argumentación, sometida a los tres tipos de reglas, recibe el nombre de "discurso", que será teórico cuando se trate de la verdad; y práctico, cuando se trate de la corrección o justicia de las normas. A la situación que describe el tercer tipo de reglas la llamamos "comunidad ideal de comunicación" o "situación ideal de habla", una situación en la que los científicos, en el caso de la verdad, y los afectados, en el caso de las normas, pudieran tomar decisiones a través de un diálogo celebrado en condiciones lo más próximas posible a la simetría, atendiendo únicamOente a la fuerza del mejor argumento. La idea de una comunidad ideal de comunicación ha sido criticada hasta la saciedad por tirios y troyanos, sin embargo, su necesidad no puede ser más comprensible. En principio, se trata de una idea regulativa, en el sentido en que utilizaba Kant esta expresión. Al tratar sobre un proyecto como el de la paz perpetua, decía Kant que nadie puede asegurar, desde un punto de vista teórico, que va a ser una realidad, pero tampoco que no va a tener lugar jamás. 179
y cuando de' una meta atradtiva no podemos asegurar desde el
punto de vista teórico que va a tener realidad, pero tampoco que no va a tenerla, todavía nos queda acogernos al interés de la razón práctica en trabajar por ella. lEs razonable trabajar por la paz, aunque no tengamos seguridad de que vaya a instaurarse. En este sent'do, reconoce la ética del discurso que la situación ideal de habla es una idea regWlativa, porque nadie puede asegurar que tendrá lugar 'ni tampoco !negarlo, pero qUJien' desee averiguar si una norma es Justa, debería' trabajar en el sentido de hacer posible su realidad. Por eso pued~ decirse que esta situación ideal sirve de orientación para la acción t de canon para la crítica de aquellas situaciones en lélS que todavíaino está encarnada. Pero, yendo todavía más ¡allá, esta idea n0 es sólo un objetivo por el que mere,:e la pena trabajar, sino también un presupuesto indispensable para que tengan sentido nuestros debates sobre la justicia de las normas: para que tenga sentido el hecho mismo de discutir sobre ellas. Quien discjute en serio soblie la justicia está presuponiendo qUE en una situadón de simetría sería posible determinar si la norma es justa. De ahí que la id.ea de una situación icleal no sea sólo una idl:!a regulativa, sino que esté también entrañada en las condiciones del habla: es un presupuesto contrafáctico pragmático del habla, que tiene IIa fuerza normativa suficiente como para exigirnos celebrar diálog;os en la comunidad real de comunicación para desentrañar qué es 1m justo, estableciendo las condiciones más simétricas posible. Es, a fin de cuentas, el 'elemento n~rmativo que buscábamos. Pero precisélrnente el hecHo dé que fiemos a un consenso icleal el posible descubrimiento de lo justo es una prueba fehaciente de que no nos encontramos ante ¡un criterio para disce'rnir: los consensos fácticos, alcanzados en las comunidades reales de comunicación, no constituyen un criteri:o de justicia. Los acuerdós son siempre revisables, por falibles, y s
sarlos racionalmente es celebrar diálogos en las condiciones más próximas posible a la racionalidad. Poseemos, pues, un criterio, pero no de la justicia, sino válido para discernir si los procedimientos empleados para descubrirla son los adecuados. ¿No podemos ofrecer, al fin y a la postre, ningún criterio de legitimidad?
7. Comunicación obliga Podemos ofrecérlo al percatarnos de que "comunicación obliga", porque cualquiera que desee argumentar en serio ya ha aceptado implícitamente una norma ética, según la cual, por decirlo con Apel, "todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser reconocidos como personas, porque en todas sus acciones y expresiones son interlocutores virtuales de una discusión, y la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor ya ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión". Todos los seres dotados de competencia comunicativa, sean actuales o virtuales, deben, por tanto, ser reconocidos como personas para que tengan sentido nuestras acciones comunicativas, la i~ea de persona, tan acreditada en las tradiciones occidentales, se dibuja como la de un interlocutor válido, y esta caracterización se extiende a cuantos puedan serlo, actual o virtualmente. De donde se sigue que, al tratar de determinar si una leyes justa, es necesario intentar justificarla ante las otras personas sobre la base de buenas razones, que no puedan rechazar razonablemente. Yesas otras personas no tienen por qué ser las que cuentan con el mismo bagaje cultural, como quiere Richard Rorty, sino cuarquier ser dotado de competencia comunicativa. Ciertamente, argumentamos desde nuestro bagaje cultural, pero podemos sintonizar con cualquier ser dotado de competencia comunicativa. Pero también se sigue que si alguno de los que pertenecen a la especie de seres que tienen posibilidad de ejercer esa competencia 181
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comunicativa, no puede hacerio por razón de discapacidad grave, otros tienen que representar sus intereses advocatoriamente cuando se trata de justificar la legitimidad de normas que les afectan. No pueden quedar silenciados, sino que tienen que ser defendidos en sus intereses por los que sí pueden hacerlo. Afirmación esta que puede caer bajo la crítica de "especismo", lanzada por un amplio sector del movimiento animalista contra cuantos entienden que sólo pueden ser justas o injustas las normas que se refieren a seres humanos. A juicio del crítico, la única razón para negar derechos a seres no humanos es que no pertenecen a la especie humana, porque si queremos fundamentar el mundo de los derechos en alguna de las características de los seres humanos, nos daremos cuenta de que no todos los miembros de la especie la tienen, y también de que la tienen seres que no pertenecen a la especie. Sin embargo, lo que parece no recordar el animalista es que los seres humanos, sea cual fuere el grado de desarrollo de su competencia comunicativa -tal como la hemos descrito- y de cuanto la hace posible, sólo puede desarrollarla en un mundo de humanos. Lo cual no significa que los demás seres no deban ser cuidados. Ciertamente, si los animales de Wells se hubieran podido comportar comunicativamente, no se habrían tratado entre sí comO átomos, congregados por el recitador, sino como seres ligados por ~ un vínculo comunicativo, que se reconocen recíprocamente como interlocutores válidos. Se les hubiera abierto entonces un mundo de obligaciones, como las de reconocer el igual derecho de los afectados a justificar su pensamiento y a participar en la discusión, a que los intereses de los afectados sean tenidos en cuenta al examinar la justicia de las normas, y también la obligación de colaborar en la comprobación de su validez. En este sentido habla Apel de un Principio de Corresponsabilidad que debe asumir cualquiera que pretenda argumentar en serio: una persona, en solitario, no 182
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puede crear las condiciones requeridas para un diálogo justo, pero sí puede y debe esforzarse por que se creen aquellas instituciones que puedan hacerlo. El Principio de Corresponsabilidad complementa entonces al· principio individual de responsabilidad. Sin embargo, una vez entablado el diálogo, ¿qué criterio obliga a los interlocutores a dar por justa una norma? Teniendo en cuenta que no pueden dejarse convencer por motivos externos al diálogo, sino sólo por la fuerza del mejor argumento, darán por buenas las normas que satisfagan, no intereses grupales, sino intereses universalizables. Yeso exige mucho más de lo que la ética del discurso en la versión de Apel y Habermas está dispuesta a reconocer. En principio, porque a lo mejor hay asuntos para los que ya existe una respuesta justa, como los que se refieren a derechos humanos básicos. Negarlos sería negar las condiciones mismas del diálogo. Pero además porque es imposible argumentar en serio sobre lo justo y dejarse convencer tan sólo por lo que satisface intereses universalizables sin sentirse atraído por determinados valores, sin incorporar un cierto carácter, sin contar con sentimientos morales. En suma, sin una razón cordial.
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