Nicolas Shumway, LA INVENCIÓN DE LA ARCENTINA. HISTORIA DE UNA IDEA, Buenos Aires, Emecé, 1993, 334 páginas. Un título atractivo: La invención de la Argentina. Historia de una idea. Evoca de inmediato el conjunto de trabajos recientes -de Hobsbawm, Anderson, Morgan…dedicados a cualquier concepción esencialista de nación y tradición y a demostrar su carácter de artefactos creados socialmente. Remite además, inevitablemente, a los últimos escritos sobre el caso argentino – de Halperin Donghi, Chiaramonte, Terán, Botana, Bertoni...- donde se analiza el proceso largo y complejo de formación de esta nación. Finalmente, refiere a un campo muy innovador en estos días, la historia de las ideas. Así, desde su título, el libro li bro promete por lo menos estar a la altura de los tiempos. Rápidamente se descubre que está lejos de llenar esas expectativas. Shumway parte de la frecuentada pregunta acerca del llamado `fracaso' argentino y se propone contribuir a responderla tomando en cuenta un “factor de la ecuación argentina que suele pasarse por alto…: la peculiar mentalidad divisoria creada por los intelectuales del país en el siglo XIX, en la que se enmarcó la primera idea de la Argentina” (p. 12), legado que, a su entender, creó una “mitología de la exclusión” en lugar de “un pluralismo de consenso”. El objetivo del libro es estudiar la constitución de ese legado en el siglo XIX, cuando se habrían creado las “ficciones orientadoras” que “siguen dando forma a la acción y a la identidad del país” (p.14). Para ello, rastrea la formación y el desarrollo de las ficciones en la producción de quienes define como “los escritores, y pensadores más importantes del país” entre 1808 y 1880. El libro comienza refiriéndose al legado colonial y a los l os problemas centrales que encontró la América española para la formación de naciones. Ya en ese pasado descubre una oposición entre las elites urbanas y los intelectuales, subsidiarias de Europa y portadoras de una “alta cultura derivativa, imitativa y estéril” y unos sectores populares con “tradiciones de largo alcance, sentimientos de solidaridad de clase o étnica” liderados por caudillos que “de alguna manera encarnaba(n) los valores de la tradición y con una cultura fecunda, exuberante…” (pp. 20-22). Como consecuencia de esta situación “las colonias españolas llegaron al movimiento independentista… mal preparadas ideológicamente para la tarea de edificar una nación” (p. 22). El conflicto que estalló después de la Independencia terminó de fragmentar el espacio americano y fue entonces cuando “los intelectuales del continente abordaron la tarea crucial de crear ficciones orientadoras, mitos de identidad nacional, que pudieran reunificar países quebrados y quizás reducir la tendencia a una fragmentación mayor” (p. 23). En ese contexto, la Argentina no era una excepción. Durante la segunda mitad del siglo XVIII no tenía “ninguna idea del destino nacional” (p. 28) y también de allí se dio desde muy temprano la división entre una elite urbana, intelectual e imitadora de los europeos y una cultura popular autóctona, germen de lo nacional, división a la que en ese caso se superpuso el antagonismo entre la ciudad de Buenos Aires y el interior. Estas oposiciones primigenias marcaron de manera definitiva las ficciones orientadoras de la Argentina, que Shumway reduce a dos: por un lado, estaban los “liberales, principalmente los unitarios de Buenos Aires, que vivían mirando a Europa y ansiosos de importar las últimas ideas… para dar con ellas forma a su nación sea cual fuese el costo”; por el otro, “los federalistas, caudillos provinciales y populistas… su meta era una política más inclusiva donde hubiera un lugar para el campesino, el indio, los mestizos y los guachos” (p. 96). Shumway se ocupa entonces de escoger representantes de una y de otra vertiente para analizar sus posturas: en la primera coloca a Moreno, Rivadavia, la Generación del 37, Sarmiento y Mitre; en la segunda, a Saavedra, Artigas, Hidalgo, Alberdi (en su última época), Olegario Andrade, Guido y
Spano, Lucio V. Mansilla y José Hernández. A lo largo de diez capítulos va tomando a estos personajes y analizando su obra, buscando probar una y otra vez la vigencia de las oposiciones que define como superpuestas: populismo/elitismo, nacionalismo/europeismo, unitarismo, proteccionismo/librecambio, caudillos del interior/intelectuales urbanos, campo/ciudad. El planteo, como vemos, no es muy novedoso. Tampoco lo son las genealogías que presenta: la línea Mayo-Caseros está presente en pleno, mientras que en la vereda de enfrente los nombres también son reconocibles, aunque puedan sorprender algunos recortes y exclusiones (ver más abajo). El libro repite, en ese sentido, los mitos elaborados por las versiones revisionista y liberal de la historia argentina y más que explorar cómo se inventaron y alimentaron esos mitos, queda atrapado en ellos. Ignora los trabajos sobre esta temática escritos en años recientes que también hablan de la invención de la nación y del papel de la historia en ese proceso, para enfatizar – precisamente- el carácter ficcional de los relatos sobre el pasado que, puestos en circulación sobre todo después de 1880, fueron eficaces en la construcción de la “nación Argentina” tal como se terminó de perfilar a principios de este siglo. Shumway no toma en cuenta estos análisis y, en cambio, adopta los supuestos de aquellos relatos: una nación, que existe en potencia desde la época colonial, va desplegándose a lo largo del siglo XIX anidando en su seno un antagonismo irreductible, resultado de la oposición entre dos proyectos esencialmente diferentes y enfrentados entre sí desde los orígenes. Además, en la identificación de esos proyectos, acepta sin crítica las genealogías que los propios liberales primero y los revisionistas más tarde diseñaron para fundar sus interpretaciones. Así, toas las contradicciones y complejidades de la historia del siglo XIX desaparecen para que la rica vida ideológica de entonces pueda encauzarse en los dos moldes predefinidos. Las categorías pierden historicidad y los personajes se vuelvan caricaturas. De esta manera, la nación, un concepto clave de todo el libro, queda vacío de contenido histórico. Desde el principio se dice que, “durante los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX la idea de nacionalidad fue la predominante en la mente europea… (Entonces) las ideas de fraternidad universal dieron paso a una emergencia de sentimiento nacionalista en el que cada país afirmaba su peculiaridad étnica, lingüística y mítica” (p.17). Esta concepción de nación es la única con que opera Shumway, quine prefiere ignorar las profundas diferencias que aparecen a lo largo de todo el siglo XIX en torno al problema de cómo definir a la nación y cómo construirla. En ese sentido, es particularmente pobre su análisis de las posturas en juego en torno a Mayo, ya que ni menciona en agudo conflicto planteado entonces entre dos nociones radicalmente distintas: “nación moderna formada por individuos para unos, nación antigua formada por cuerpos, para otros”, en las sintéticas palabras de Guerra. 1 En cambio, Shumway coloca la diferencia en las personas, concebidas fuera de la historia: Moreno, ambiguo personaje que por un lado adopta los valores del Iluminismo y por el otro “hace pensar en Maquiavelo, en el Gran Inquisidor y en los jacobinos franceses”; Saavedra, “patriota del viejo estilo que contaba con amplio apoyo popular”. El uno, elitista falso demócrata, autoritario, que quería el poder para las clases ilustradas de Buenos Aires; el otro, federal y populista avant la lettre, “hombre de buenos instintos… (que) intentó darle igual representación a las provincias”. De esta manera, en lugar de inscribir las discusiones de la época en el marco del gran debate que sacudía tanto a América Hispana como a España misma en la compleja transición a la modernidad política, Shumway las interpreta en base a su presupuesto de nación, y hace de Moreno 1
François-Xavier Guerra: Modernidad e Independencia, Madrid, Mapfre, 1992, p.29.
un europeizante antinacional y de Saavedra un patriota nacionalista. El mismo tipo de problemas se plantean con otras categorías usadas en el libro (pueblo y democracia, por ejemplo, pierden la riqueza de su polisemia y quedan atrapadas en definiciones a priori del autor), así como diversos personajes analizados. A esta altura quedará claro, además, que el autor tiene simpatías bien definidas. En efecto, si al comienzo parece proponer un análisis en paralelo de los dos grandes relatos ficcionales que considera ideológicamente claves para la formación de la nación argentina, muy pronto adopta como propio el punto de vista de uno de ellos, que identifica como nacionalista, populista y antiliberal, cuyas posturas no solamente celebra sino que toma siempre como verdaderas. Porque para él, “el populismo argentino en su mejor forma ofreció una mitología para el consenso y la inclusión que, si hubiera triunfado, podría haber desarrollado la especie de democracia abarcadora a la que el liberalismo veneraba sólo con palabras, no con hechos” (p. 271). Liniers y Saavedra, Artigas y Alberdi, Mansilla y Hernández anticipaban ya el ideal bienpensante de la democracia pluralista del tardía siglo XX… Muy diferente es su actitud frente a los que considera representantes de la ficción liberal, a quiénes mide con diversas y severas varas: los critica, desde su posición ideológica personal, desde la visión de quiénes encarnan la ficción nacionalista y desde la historia misma, contrastando “objetivamente” hechos y palabras, para condenar así sus ideas, sus actos y sus legados. En su apresuramiento por clasificar y juzgar, el autor satura el texto de calificativos, observaciones anacrónicas, contradicciones y más de un error, mientras pasa por alto importantes debates de la historiografía. Así, ya en la colonia, el consulado español esbozaba el proteccionismo que sería típico de todo el “posterior pensamiento nacionalista y populista” (p. 47), mientras Moreno “anticipó la función del Estado” que “ha intervenido constantemente… haciendo de la Argentina la economía más sobrerregulada y sobregobernada del mundo capitalista” (p. 57). Rivadavia, por su parte, inició “el modelo de endeudamiento que subyace a la actual situación” (p. 115) y la Mazorca fue “un anticipo de lo que en este siglo serían los escuadrones de la muerte paramilitares” (p. 140). El Argos de Buenos Aires equivalía a la revista Sur (p. 105). Andrade, el último Alberdi y Hernández se anticiparon a “corrientes de pensamiento marxista y tercermundista” (p. 243) y los biógrafos de Lavalle en la Galería de celebridades argentinas compilada por Mitre, “se alinean… con el más sangriento gobierno militar de la historia argentina, la junta que gobernó de 1976 a 1983” (p. 226). Y podríamos seguir con los ejemplos. Para no mencionar las equivocadas referencias a las elecciones y el sufragio a lo largo de todo el libro (especialmente pp. 119, 137, 164, 169, 249), la información errónea de que el gobierno liberal “mató a Felipe Varela” (p. 260: Varela murió en el exilio) o la más inofensiva de que Mitre “pasó gran parte de su infancia en la lejana Patagonia” (p. 208: se confunde con Carmen de Patagones) La toma de partido afecta también aspectos muy sustantivos de la obra de Shumway, en particular el trabajo de definición y análisis de cada una de las ficciones. Así, para sentirse cómodo, debe hacer malabarismos de inclusiones y exclusiones en su propio panteón populista/nacionalista/federal. En primer lugar, tiene que eliminar a Rosas quien, aunque “gozó de gran popularidad, no fue en ningún sentido un verdadero populista” (p. 139). Además, tiene que hacer una prolija selección entre los demás caudillos y, aunque menciona a unos cuantos y a todos los considera genuinos patriotas representantes del pueblo, sólo explora la trayectoria y los escritos de Artigas, “el más recordado”. Pero aun en ese caso, no se detiene a reflexionar sobre el activo papel que cumplieron en su derrota sus primitivos aliados, los caudillos del Litoral: simplemente los convierte en traidores (pp. 80-82). Finalmente, no puede sino recordar legados intelectuales para lograr coherencia: el Alberdi de Bases es secundario frente l de las
Cartas Quillotanas, el Hernández de La Vuelta de Martín Fierro es un traidor “a su ideal populista” (p. 310), y así siguiendo. En cuanto a los liberales, la condena bloquea cualquier intento de análisis productivo. El ejemplo más interesante en ese sentido es el capítulo dedicado a Bartolomé Mitre, creador –él sí- de un relato que constituiría la base de la versión liberal de la historia nacional. Hoy contamos con una bibliografía importante referida a ese tema, pero Shumway lo anuncia como un descubrimiento propio cuando, después de referirse a uno de sus escritos, deduce “que Mitre ve la historia como un cuento ejemplar, un medio para dar forma al futuro. Usa deliberadamente el pasado para crear una mitología de lo nacional…” (p. 214). A partir de allí, todo su esfuerzo se concentra en desmontar el texto de Mitre mostrando que no dice la verdad, tergiversa los hechos, construye “íconos inatacables” y se apoya en “una cuidadosa selección de pruebas que desmiente todo reclamo de objetividad” (p. 231). Así, desde una supuesta historia objetiva, denuncia y juzga la interpretación mitrista del pasado, pero nunca analiza como lo que ya sabemos que es, un relato mítico. En suma, el libro tiene problemas. La propuesta de descubrir y analizar las ficciones orientadoras de la nación Argentina queda reducida a una confirmación de las genealogías míticas propuestas por las versiones liberal y revisionista de nuestra historia, donde se encuentra lo que se sale a buscar: dos configuraciones ideológicas rígidas definidas en su rasgos esenciales ya a fines de la época colonial. Lo que viene después es simplemente más de lo mismo. Todo pasado por el matiz privilegiado por el autor: su simpatía por una de las ficciones, que deja entonces de ser un mito para transformarse en una visión ajustada de la realidad frente a la auténtica ficción, la liberal, que el texto sale a denunciar y desenmascarar. Nada queda de las expectativas iniciales: un buen título para un libro original, con mucho de maniqueísmo y poco de historia. HILDA SABATO Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”
Jorge Myers, ORDEN Y VIRTUD. EL DISCURSO REPUBLICANO EN EL RÉGIMEN ROSISTA, Buenos Aires, Universidad de Quilmes, 1995, 310 páginas. La abundante y polémica historiografía sobre la época de Juan Manuel de Rosas, más allá de sus logros, descuidó un fenómeno sustancial del período: el de la producción de los discursos políticos asociados al régimen, entre 1829 y 1852. Sin embargo, este fenómeno no constituye un nivel menor de estudio si recordamos que “la eficacia del sistema rosista”, para retomar los términos de de Tulio Halperin Donghi, se basó en gran parte en una politización facciosa impuesta por la propaganda y el terror. Orden y Virtud , de Jorge Myers, viene a llenar este vacío con un sólido y novedoso estudio que invita sin duda a la reflexión y al debate. El libro de Myers contribuye asimismo a completar otros vacíos que aquejan esta vez a la historia de las ideas de la primera mitad del siglo XIX en el Río de la Plata. Es tradición la tendencia a establecer una genealogía en línea recta desde la ideología revolucionaria de Mayo a la romántica, desatendiendo otros textos y autores diversos
que poblaron el horizonte ideológico y conceptual del período. En este sentido, la recopilación de textos incluidos en este volumen, que abarca dos tercios del libro, es sumamente útil. Allí encontramos una gran diversidad de extractos de artículos de periódicos y otros textos (discursos, proclamas, decretos) vinculados a la producción intelectual y política del régimen. Myers divide la antología en tres secciones: el marco institucional y jurídico político del régimen, los “Publicitas del rosismo”, en donde se destacan la prensa menor culta y popular, y los “Tópicos del discurso rosista”. Un estudio preliminar, la precede, donde el autor analiza en el orden seguido por la selección, el “conjunto de enunciados” (p. 16) asociados en distinto grado al movimiento político liderado por Rosas. Myers se propone desplazar los ejes sobre los que hasta el presente ha reposado la discusión en torno al sistema de poder instaurado por Rosas en la provincia de Buenos Aires, para contribuir a un mejor conocimiento tanto de ese fenómeno como de la cultura política e intelectual del Río de la Plata en el siglo XIX. La primera hipótesis que guía su indagación es que “el lenguaje político hablado por el rosismo fue esencialmente republicano” (p. 13). El autor considera que la categoría de “republicanismo”, a diferencia de otras perspectivas conceptuales, permite integrar a un espectro más amplio del discurso producido por los miembros de la facción rosista, así como relacionar entre sí aspectos de su programa y de su ideario. Por otra parte, tanto su perspectiva de análisis de los discursos como su tratamiento de la categoría mencionada, abrevan en la tradición de historia intelectual y de las ideas de la Escuela de Cambridge, en particular en los estudios de Pocock sobre el republicanismo en el mundo anglosajón. Una segunda hipótesis sostiene que las relaciones entre discurso y las prácticas concretas del gobierno de Rosas fueron más complejas de lo que se suponía. Un análisis centrado en la complejidad de las relaciones entre discursos y acción permitiría, por ejemplo, revisar la idea de la existencia de bloques monolíticos –“rosismo”“unitarismo”-, y distinguir mejor los puntos de semejanzas y diferencias entre las distintas facciones. A diferencia de la primera hipótesis, la segunda no estará sustentada en el estudio preliminar por una exploración sistemática. Sin embargo, uno de los análisis más sugerentes de Myers se vincula con las semejanzas y las distancias que establece entre rosistas y los rivadavianos en relación a la cuestión de la formación de un “espacio público bonaerense”, donde discursos y prácticas se entrelazan. Bajo el título “Discurso y esfera pública en el Estado rosista, 1829-1852”, el autor incursiona en el contexto histórico del predominio rosista, con su entramado institucional, para detenerse en la caracterización de la transición de la política rivadaviana a la rosista en relación con tres aspectos. El primero se refiere al papel de los discursos de las instituciones públicas: mientras el modelo rivadaviano se basó en la pluralidad de opiniones, el rosista sostuvo la unanimidad de éstas. El segundo aspecto se vincula con la relación entre “opinión pública” y “opinión del Estado”. Los rivadavianos consideraron fundamental la diferencia entre el discurso del Estado y los discursos que constituían la opinión pública. Por lo contrario, la legitimidad del nuevo orden rosista será el producto de “una identificación casi completa entre el Estado, partido y cuerpo ciudadano” (p.25). En cuanto al tercer aspecto, Myers señala que el concepto mismo de opinión tendió a redefinirse en la medida en que varió el papel asignado a la prensa. Entre 1829 y 1835, un proceso de sucesivos conflictos entre la prensa y el gobierno terminará por absorber la opinión pública en la esfera de la opinión oficial. “A partir de 1835 – sostiene el autor- la única doctrina tolerada sería la rosista, y ninguna disidencia pública
(salvo rarísimas excepciones, como la de Senillosa) eludirá castigo” (p. 30). Pero en estos años aún no se había puesto en práctica la política que marcará la década del cuarenta: a partir de esos años la prensa, ya completamente sometida, deberá multiplicar sus reiteradas expresiones de adhesión al régimen. Así, el análisis del proceso de absorción de la opinión pública por el régimen rosista se completa, por parte de Myers, con una presentación de los escritores y de las tendencias del periodismo rosista, agrupados en tres grandes sectores: los colaboradores permanentes, los periodistas “populares” y los escritores ocasionalmente vinculados al régimen. Al estudio de las retóricas republicanas del rosismo, Myers consagra los puntos 2 y 3 de su ensayo. Pero ¿qué republicanismo? Myers sostiene que durante la época rosista la política era una lengua hablada “en imágenes clásico-republicanas”. Cuatro topoi o tópicos organizan esta retórica: 1) “un agrarismo republicano adaptado a los usos de una sociedad de fronteras en expansión, que se vería reforzado por una obsesiva identificación de Rosas con la figura clásica de Cincinato”; 2) “el desarrollo consciente de una imaginería ‘catilinaria’ para designar a los opositores y disidentes del régimen”; 3) “la elaboración de un discurso ‘americanista’ sobre la base de elementos clásico-republicanos y nativista”; 4) “una articulación sistemática entre las nociones de virtud, salus populi y el concepto romano de dictadura para justificar los poderes excepcionales conferidos a Rosas en su ejercicio como gobernador” (p. 45). Los textos a partir de los cuales el autor analizará estos temas corresponden al período que se extiende entre 1829 y 1838. Es en este período, según la perspectiva de Myers cuando toma forma un discurso político específicamente rosista. Una imagen “propia” de la República habrían así construido los publicitas del régimen en torno a esos cuatro topoi. El autor nos muestra, en finos análisis, cómo esa imagen se nutrió de un vasto repertorio de figuras e imágenes clásicas. Por último, en el cuarto punto de su estudio preliminar, Myers aborda lo que considera el tema central en la constitución del discurso rosista: la exaltación del orden como el valor supremo. Aquí, como en otras partes del ensayo, el autor recurre a una distinción señalada por Pocock entre el dialecto jusnaturalista de discurso político y otro republicano clásico, para acercar la concepción rosista del orden al segundo. Desde esta óptica, el orden republicano no surgiría de la sociedad sino que sería impuesto por el ejercicio permanente de una autoridad superior. Es en la retórica del republicanismo agrario donde el autor encuentra la confirmación de la centralidad de las ideas del orden y jerarquía en Rosas. En efecto, tres ejes sostienen su imagen de un orden rural ideal: la sumisión a las autoridades legítimas, la obediencia a los superiores y el reconocimiento de las jerarquías sociales naturales. En los fundamentos de este orden, el imperio de las leyes reotorgarían al régimen la legitimidad requerida. Pero, advierte Myers, la identificación del orden rosista con el imperio de las leyes no equivale a su identificación con un “orden liberal” (de defensa de derechos individuales imprescriptibles); por el contrario, su sanción debe imponerse por medios coercitivos. Otro elemento central en la concepción del orden es la cuestión del “federalismo”. Para Myers este tema es el “más intrincado y el más ambiguo” del discurso rosista, pues si bien se sustenta en una concepción por excelencia pragmática de la política, también es cierto que se articula sobre una concepción antipelagiana de la naturaleza humana, que debía servir para domesticar las pasiones según esa visión desbordadas de los argentinos. A estas pasiones era necesario oponer la virtud , entendida como defensa de la moralidad pública y privada y, asimismo, como una exigencia de hacer “visible” tanto el apoyo como la oposición a Rosas y a su sistema de gobierno.
Bajo la clave “republicana”, Myers realizó así un profundo análisis de la lógica interna del discurso rosista, revelándonos no sólo aspectos desconocidos de la ideología y la propaganda del régimen, sino algunas de las paradojas centrales dentro de las cuales se debatieron los propios actores del proceso. Lo que surge con claridad es que las referencias clásicas en el discurso rosista sirvieron para darle coherencia en tanto discurso de orden. Pero es también aquí donde el ensayote Myers suscita, a mi entender, ciertos problemas. En la introducción el autor sostiene que la categoría de “republicanismo” ofrece, por su propia naturaleza, “la posibilidad de unificar las representaciones propiamente políticas del rosismo con aquellas que buscaban enunciar la realidad social, cultural y económica sobre las cuales ese movimiento deseaba operar” (p. 14). Así, Myers distingue dos planos: el de la representación de la “realidad” en el discurso de y el de las retóricas propiamente políticas del discurso. El autor se mueve entre estos dos niveles para volver inteligible la ideología rosista y mostrarnos lo “real” del discurso del régimen. Sin embargo, en el mismo discurso rosista encontramos elementos para sospechar que, en su afán por imponer una hegemonía, este último disimuló unas veces y ocultó otras, algo de sus propias condiciones de producción. En efecto, Myers afirma que los temas, símbolos y figuras emblemáticas clásicas-republicanas del discurso rosista constituían un universo de referencias comunes a todas las tendencias políticas del momento. En este punto, el autor observa una clara línea de continuidad con el mundo ideológico republicano de los rivadavianos, aunque también una “notable inflexión”. Cabe preguntarse entonces si la misma exacerbación de los componentes republicanos clásicos en el discurso rosista no nos estaría indicando que, más allá de una necesidad de autolegitimación, ese discurso no habría surgido de la absorción y negación de los contenidos liberales que la experiencia política rivadaviana había difundido en el Río de la Plata. En efecto, si recordamos la relativa densidad, no sólo de las producciones discursivas sino también de las prácticas políticas de los períodos previos, la notable exclusión de sentidos que realiza el discurso rosista no puede dejar de llamarnos la atención. Por otra parte, sabemos que el ideario republicano clásico fue común a casi todos los procesos revolucionarios de fines de los siglos XVIII y principios del XIX a los dos lados del Atlántico. También es conocido que el republicanismo fue modulado de modo diferente en cada experiencia histórica. Así, en el Río de la Plata aparecerá asociado, desde la década del diez, a la lucha por la independencia; a la consolidación de estados provinciales (el intento, por ejemplo, de creación de una República de Tucumán en 1820), a la instauración de un “espacio público” y un régimen representativo liberal (la llamada “Feliz experiencia de Buenos Aires”, entre 1820 y 1829). Dentro de estas experiencias, los lenguajes empleados, al igual que las prácticas políticas y las instituciones, revelaron una compleja imbricación de tradiciones hispánica. Lo cierto es que el conjunto de las soberanías provinciales adoptaron a partir de 1820 ciertas formas “republicanas representativas” (a las cuales no escaparon los mismo regímenes de caudillos como, por ejemplo, el de la remota provincia de La Rioja) como solución provisional para legitimar un orden social y político luego de las luchas de independencia, pero también para resistir a las tendencias hegemónicas de Buenos Aires, tanto en su versión monárquica como unitaria. En este contexto, el régimen de Rosas heredó condiciones que no eligió y, al igual que otros caudillos rioplatenses, mantuvo ciertas formas republicanas dentro de una compleja relación entre legalidad y coerción.
El discurso rosista se reconoce así como el heredero de la ruptura de Mayo mientras que, al mismo tiempo, invoca la restauración del viejo orden prerrevolucionario. Pero si entre estas dos images, Myers vislumbra la posibilidad de alejarse de rígidas categorías antinómicas como las de “modernidad” y “arcaísmo” para capturar el universo conceptual más ambiguo del rosismo, no resulta congruente con su análisis la siguiente conclusión final: “Evidentemente, esa concepción [la rosista] no fue tradicionalista o reaccionario –en el sentido estricto de aquellos términos-, aunque incorporó elementos cuyos origen podría situarse en tales construcciones ideológicas: esencialmente, el de Rosas fue un orden republicano, que se suponía representativo de los más altos valores de la modernidad social, económica y política alcanzados por el siglo XIX” (p. 106). En el estudio de Myers, las líneas de vinculación de lo republicano-clásico y la concepción del orden con la “modernidad” no parecen evidentes. Estas consideraciones, no impiden el reconocimiento de que nos encontramos ante un libro muy valioso, escrito con rigor y de lectura imprescindible. NOEMÍ GOLDMAN Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”
Juan Carlos Garavaglia y José Luis Moreno (comps), POBLACIÓN, SOCIEDAD, FAMILIA Y MIGRACIONES EN EL ESPACIO RIOPLATENSE SIGLOS XVIII Y XIX, Buenos Aires, Cantaro, Colección de Estudios Sociopolíticos, 1993, l88 páginas. Diez años atrás no era en absoluto algo obvio que las líneas de investigación sobre la estructura económico-social de la campaña porteña y de la Banda Oriental se orientarán hacia los temas planteados en el título de esta obra. Y no lo era, no sólo por la relativa escasez a principios de la década de 1980 de nuevos trabajos sobre el mundo rural –que en modo alguno permitiría preanunciar el interés con que poco después tanto investigadores jóvenes como otros ya formados se abocarían a su estudio y discusión-, sino, y muy especialmente, por la imagen misma que en lo esencial nos había legado acerca de esa campaña historiografía argentina desde fines del siglo XIX, salvando ciertas excepciones. Esa imagen consistía en afirmar el predominio de las grandes estancias con monoproducción ganadera, con su correlato de una población seminómade que alternaba el conchabo en la estancia con la vagancia rural, donde la agricultura tenía un lugar marginal en las cercanías de ciudades y pueblos. En cierta forma hay entonces un punto de partida a mediados de la década de 1980, cuando comienza a discutirse el problema del mercado de trabajo rural, con aportes de Carlos Mayo, Samuel Amaral, Jorge Gelman y Juan C Garavaglia. Esta discusión, que inicialmente se planteaba como problema la escasez/inestabilidad de la mano de obra rural para las estancias del hinterland bonaerense -poniendo el énfasis ya en el carácter de la demanda, ya en el de la oferta- rápidamente va a generar otros puntos de vista que, al tiempo que se alejan de ese eje temático, van avanzando en la
construcción de una nueva imagen de la campaña en su totalidad. La profunda revisión que impuso este nuevo enfoque –que venía así a matizar la supuesta excepcionalidad de la estructura social agraria bonaerense por comparación con otras áreas rurales de Hispanoamérica colonial- estimuló el planteamiento de nuevas preguntas tanto como el recurso a fuentes descuidadas hasta entonces. En particular, el trabajo sistemático en base a los padrones coloniales y de principios del siglo XIX, así como las sucesiones y contabilidades de estancias de todo lo cual este libro es un buen ejemplo. De este modo, los trabajos compilados nos ofrecen distintas miradas sobre una campaña Cuya estructura social y productiva se muestra en su variedad y complejidad. Tanto los que abordan un enfoque globalizador como aquellos que se ciñen al ámbito más restringido de las subregiones se apoyan básicamente -con excepción del de J. Gelman para la Banda Oriental- en el estudio de los padrones de 1744 y 1815, ofreciendo al lector un recorrido equilibrado entre las características generales y las particularidades locales de aquella sociedad rural. Abre la serie José Luis Moreno con su articulo "Población y sociedad en el Buenos Aires rural a fines del siglo XVIII" 2, donde a partir de los registros del padrón de 1744 para la entera campaña desarrolla el análisis de la estructura social agraria, atendiendo tanto a la distribución de la población por edad y sexo como a la identificación de categorías ocupacionales y la composición de las familias. Tampoco son descuidados otros indicadores que vinculan las unidades productivas con el número de sus integrantes, la posesión de esclavos y el promedio de hijos por matrimonio así como el promedio de agregados por unidad familiar La misma elaboración de las categorías ocupacionales realizada por el autor pone en evidencia, previo a todo análisis la diversidad de situaciones que presentaba la campaña: desde las pocas grandes explotaciones, pasando por los medianos y pequeños propietarios así como productores en tierras ajenas –destacándose el predominio de explotaciones de tipo familiar-, comerciantes y artesanos hasta trabajadores especializados y peones. Mariana Canedo, en su artículo “Colonización temprana y producción ganadera de la campaña bonaerense. ‘Los arroyos’ a mediados del siglo XVIII”, estudia el proceso de ocupación y puesta en producción de las tierras del extremo norte del hiterland porteño. Este análisis regional se basa en los padrones de 1726 y 1744 así como en sucesiones rurales y mensuras antiguas, lo que le permite dar cuenta de las especificidades de esta región: el importante flujo migratorio, actividades productivas diversificadas -tanto ganaderas como agrícolas-, las características generales de una población con una marcada presencia campesina y los modos de acceso a la tierra. Jorge Gelman, en su trabajo "Familia y relaciones de producción en la campaña rioplatense colonial. Algunas consideraciones desde la Banda Oriental", comienza por el análisis de las condiciones estructurales que hicieron posible la reproducción de una economía familiar campesina que coexiste con grandes unidades productivas a fines de la época colonial. El estudio sobre la región de Colonia se basa en el padrón de 1798 y presenta un perfil de las categorías ocupacionales en la campaña oriental, complementado por un análisis comparativo, región por región, de los índices de población y producción que arroja resultados muy sugerentes. El segundo articulo de José Luis Moreno, "La estructura social y ocupacional de la campaña de Buenos Aires: un análisis comparativo a través de los padrones de 1744 y 1815", nos muestra los cambios operados en los estratos ocupacionales de la campaña bonaerense entre ambas fechas: un cierto crecimiento porcentual de los grandes y 2
Artículo publicado originalmente en Desarrollo Económico, vol. 29, núm. 114, julio-septiembre de 1989.
medianos propietarios, que no llega a desdibujar aún el peso de las explotaciones de tipo familiar. Sin embargo, las evidencias sobre un alto número de peones y esclavos en pagos con una débil presencia de grandes explotaciones lo llevan a preguntarse si el "modelo campesino" no debería reformularse en alguna medida. El trabajo de José Mateo, "Migrar y volver a migrar. Los campesinos agricultores de la frontera bonaerense a principios del siglo XIX", se aboca al estudio del caso particular de Lobos a partir de la información contenida en el padrón de 1815, mediante un abordaje que combina con solidez las reflexiones conceptuales -cómo “pensar” la migración y la frontera en tanto que procesos históricos- con el análisis empírico. La riqueza de registros censales le permite analizar en detalle las características sociodemográficas de la población -que se presenta con un muy fuerte predominio de familias campesinas dedicadas a la agricultura-, así como profundizar las diversas modalidades del fenómeno migratorio. Cierra la compilación Juan Carlos Garavaglia con su artículo “Migraciones, estructuras familiares y vida campesina: Areco Arriba en 1815”. Mediante el uso de una variada gama de recursos metodológicos el autor analiza exhaustivamente las evidencias que obtiene del padrón de 1815 para esta zona del partido de Areco. La consideración de variables demográficas, sociales y económicas le permite recuperar el complejo mosaico que presentaba aquella sociedad rural, remarcando una vez más el lugar que en ella ocupa las familias campesinas de pastores y labradores y limitando el alcance de la categoría hacendado dentro del universo en estudio. Asimismo, aporta interesantes sugerencias sobre la influencia de las migraciones en la conformación de la estructura sociocultural de la campaña bonaerense. La aparición de esta obra es una muestra de la vitalidad que han adquirido en los últimos años los estudios sobre el mundo rural bonaerense de fines del período colonial y principios del independiente. A nuestro juicio, su valor radica no sólo en asentar sobre bases firmes el esfuerzo colectivo de revisión historiográfica realizado en este campo sino como ocurre cada vez que se produce un avance en cualquier área de los estudios históricos -en el estímulo que supone para el planteamiento de nuevos interrogantes sobre el carácter de la sociedad rural, atendiendo en particular a los profundos cambios que sucederán luego de la ruptura del vinculo colonial. FERNANDO BORO Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani.