1925 CONTINUIDAD REPUBLICANA Y LEGITIMIDAD LEGITIMIDAD CONSTITUCIONAL: CONSTITUCIO NAL: UNA PROPUESTA PROPUESTA Prólogo de Sonia Montecino Arturo Fontaine • Juan Luis Ossa • Aldo Mascareño Mascareño • Renato Cristi • Hugo Herrera • Joaquín Trujillo Trujillo
Índice de contenido Portada Créditos Índice Prólogo. Sonia Montecino Introducción Arturo Fontaine ¿Por qué no retomar la Constitución de 1925? Juan Luis Ossa Santa Cruz Retomar la Constitución de 1925: reflexiones burkeanas Aldo Mascar Mascareño eño La Constitución de 1925. Crisis y legitimación constitucional en perspectiva perspectiva sociológica sociológica Renato Cristi Cristi El ánimo refundacional de Jaime Guzmán y Fernando Atria Fernando Atria Hugo Herrera Herrera Arellano La comprensión constituyente Joaquín Trujillo De cómo, roto el estilo, queda el símbolo. símbolo. Estilística y estilografía estilogra fía de la Constitución en Chile Anexo Sobre los autores los autores Notas
No soy arcaizante, ni quiero dar pelea alguna alguna por el pasado. Pero un país, una nación, un pueblo, se determinan no solo del movimiento ascensional de la velocidad contemporánea. Una nación está llena de ojos extinguidos, de palabras que no se oyen, de sentimientos que ardieron ardieron y se apagaron. apagaron. Todo Todo esto es una continuidad. El que no la sienta es como aquel que al borde de un río solo viera sus márgenes, sin alcanzar el remoto origen de su nacimiento. Alguna vez se restituirán restituirán sus nombres a las antiguas antiguas calles y parajes. Alguna vez se impedirá la destrucción continua del follaje y de la fragancia de nuestras ciudades. Y yo proclamo esta preservación no en nombre del pasado, sino del futuro.
Pablo Neruda1
PRÓLOGO Sonia Montecino
Nadie que valga v alga cree ya en Alessandri. Yo Yo no he tenido nunca simpatía s impatía por este hombre, aun cuando en su honradez creí siempre, pero me he dado cuenta de que es la única carta que podemos jugar para una relativa unión de las clases, para unir, aunque sea a medias a los opuestos. Y para llenar, aunque también sea a medias, el abismo que separa hoy a las gentes nuestras. Me parece el mal menor sin que me parezca ninguna maravilla. Era, sin duda, el candidato cand idato más razonable entre los que se presentaron presentaron a la lucha. Yo no puedo caer en ese nihilismo de nuestros izquierdistas de negar a todos y de volver la cara al Juicio Final como la sola solución. La clase media, la mía, ha perdido el juicio y no espera bienes sino por otros golpes militares y obreros2.
Gabriela Mistral Esta mirada mistraliana, en épocas en que se fraguaba la Constitución de 1925, entrega un contexto, una propuesta y una reflexión que bien podría formar parte de este libro. Como en sordina —en su sentido de “sin estrépito”— la postura política de la escritora llama la atención sobre la exigencia de llenar un abismo, de unir a los opuestos, y la posibilidad de que Arturo Alessandri contribuyera a ese hilván, en tanto “mal menor”. Desde esa perspectiva el debate contemporáneo sobre la necesidad de contar con una nueva constitución, y la invitación de los autores a tener como horizonte de esa discusión la carta de 1925, calza y se mimetiza con el epígrafe toda vez que lo que se pone en juego es la encrucijada entre tradición y cambio. Si en el momento mistraliano el cambio está signado por la violencia (los golpes de izquierda o derecha), en los planteamientos de muchos de los artículos de este libro subyace también la noción de que la Constitución de 1980 está ligada a una coacción y a una ilegitimidad, pues rompió con la tradición histórica chilena de reformar las constituciones —de acuerdo a Juan Luis Ossa y Renato Cristi—, colocándose
así, utilizando las imágenes de la poeta, en el polo del “nihilismo”, del Juicio Final, al abandonar el gesto de incorporar lo precedente. De ese modo, podríamos decir que este libro apela a una ritualidad —el reformismo de la historia constitucionalista, como sostiene Aldo Mascareño— que hoy día necesita de un nuevo relato (porque no hay rito sin mito) que opere en tanto símbolo de la pertenencia a una comunidad, como piensa Arturo Fontaine, y que, asimismo, sea un recurso de comprensión política, de acuerdo con Hugo Herrera. Retornar a la Constitución de 1925 podría funcionar como un revival, pero al mismo tiempo como una pesquisa genealógica que nos permita recuperar nuestro rostro democrático y la filiación legítima, no bastarda (o huacha) que subyace a la Constitución que hoy nos rige. Joaquín Trujillo, precisamente, trae a escena la exigencia moderna de la deliberación democrática y una pregunta clave: ¿desde dónde se realiza la deliberación? En otras palabras, ¿cómo reemprendemos los pasos del viejo ritual en condiciones culturales y sociales inéditas en cuanto a la construcción de los sujetos, a la fragmentación de las comunidades imaginadas y a la multiplicidad de sus voces? 1925 Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta parte
de la base de que es preciso reemplazar la Constitución de 1980 por su origen radical y su arrasamiento de los textos anteriores, algo que es evidente y de amplio consenso, instalando una discusión relacionada a la memoria política, por un lado, y, por el otro, a la hipótesis de la existencia de una cultura chilena de transformaciones graduales. Desde ahí la Constitución de 1925 emergería como un acervo social que emblematiza la tradición institucional rota en 1973 y que, como todo patrimonio, está sujeto a relecturas y reinterpretaciones, pero dentro de una trama que la comunidad va bordando en el ritual de la inclusión que provee el relato de la democracia. El mensaje del libro pareciera ser un esfuerzo y un llamado a exorcizar el fantasma de la violencia fundante de la Constitución de 1980 para elaborar un punto de vista que nos lleve a “evitar el inmovilismo y la radicalización”, a superar los opuestos de la Mistral, a esos “abismos que separan a las gentes nuestras” y, agreguemos, al deseo de realizar un aporte contundente contra la tendencia a los facilismos no reflexivos que nos asisten cada vez con mayor fuerza. Podría pensarse que la apelación a la tradición —el carácter reformista de las constituciones republicanas— y la insistencia en las identidades letradas —en la posición de Trujillo— resultan anacrónicas para el Chile contemporáneo. Sin embargo, valoramos el intento de 1925 Continuidad republicana y legitimidad
constitucional: una propuesta de abrir una posibilidad para revisitar la memoria
institucional, conjurando las sombras de la Constitución de 1980 y recogiendo y valorando desde el presente una filiación histórica democrática en la de 1925. Sin duda, las complejas tramas que tejen los nuevos sujetos sociales y su reclamo de reconocimiento debería encontrar un lugar en esa relectura constitucionalista: las definiciones de la comunidad imaginada como pluricultural, intercultural o plurinacional, por ejemplo; o los derechos sexuales y reproductivos, a la educación, a la salud, a las pensiones, por mencionar temas acuciantes; y también los ligados a los patrimonios positivos y negativos, a los derechos ambientales, y así podríamos seguir enumerando el enorme vacío del texto constitucional que nos rige y la cambiante realidad que clama una adecuación y una nueva narrativa del nosotros(as) en él. Sin duda, la interpelación que nos hace este libro contribuye a reabrir el ritual suspendido sobre el cambio constitucional, a continuar con el debate no zanjado que late en lo profundo de Chile, reuniendo lo viejo y lo nuevo, la tradición y sus recreaciones; en palabras de Mistral, “para unir, aunque sea a medias a los opuestos”.
INTRODUCCIÓN Al igual que en épocas anteriores, y como seguramente seguirá aconteciendo en nuestra historia, Chile se encuentra en la actualidad en un momento en el que se aproximan decisiones importantes; decisiones que definirán el curso que tomaremos como país a lo largo del que seguramente será un convulsionado siglo XXI, no solo a nivel nacional, sino también global. Nada menos que una nueva constitución es aquello que observamos en el horizonte. Como frente a todo acontecimiento que sabemos importante, este nos abre esperanzas e incertidumbres. Hoy, sin embargo, a diferencia de épocas pasadas, podemos dar forma a esas esperanzas y manejar las incertidumbres por medio de propuestas y el debate público. Los diálogos ciudadanos organizados en 2016 ya nos mostraron que podemos imaginar futuros distintos en la civilidad de la discusión, y que estamos en condición de seguir haciéndolo en diferentes foros disponibles. A nuestro juicio, hoy nos encontramos en ese momento extendido de discusión constitucional, en el que nos hacemos cargo del futuro y evitamos que él simplemente se nos venga encima. Si bien todavía es muy temprano para saber cómo terminará este proceso, es claro que las alternativas son tantas como los mecanismos para que ello ocurra y que, en consecuencia, el debate está aún sujeto a propuestas novedosas que permitan salir de lo que muchas veces pareciera ser un atolladero constitucional. El objetivo de estas páginas es precisamente enriquecer la discusión mediante una propuesta que, bien encaminada, puede servir como base para la preparación de una constitución que reemplace a la de 1980. La motivación original de este libro estuvo en una columna de opinión de Arturo Fontaine sobre la posibilidad de utilizar la Constitución de 1925 como el punto de partida del próximo marco constitucional chileno y en el debate público que esta idea concitó entre los meses de marzo y abril de 2016 (ver Anexo). Al calor de aquella polémica, se organizaron dos eventos en la Universidad Adolfo Ibáñez y en la Universidad Diego Portales durante el primer semestre de 2016. Los encuentros reunieron a adherentes y detractores de la idea, entre los cuales se contaban abogados, filósofos, politólogos, sociólogos e historiadores. Los autores de este libro participamos en ambas actividades y, a partir de nuestros respectivos intereses y áreas de conocimiento, produjimos los trabajos aquí
reunidos. Como rápidamente podrá comprobar el lector, todos adherimos a la propuesta, aunque desde distintos ángulos y disciplinas. Hay tres elementos, sin embargo, que nos unen. En primer lugar, tenemos el convencimiento de que en Chile existía una “tradición constitucional” que fue radical y revolucionariamente interrumpida en 1973. La junta militar, liderada por Augusto Pinochet, destruyó de facto la Constitución de 1925, asumió el poder constituyente y abrió el camino hacia lo que sería la Constitución de 1980. A diferencia de sus antecesoras, la carta del 80 fue desde su origen concebida como una nueva constitución, marcando así una diferencia sustancial con las de 1833 y 1925, que fueron pensadas siempre como “reformas” de sus predecesoras. Al querer crear un sistema sociopolítico nuevo, los constituyentes de 1980 produjeron un quiebre histórico inédito, toda una paradoja considerando los tintes “conservadores” de la dictadura de Pinochet. En segundo lugar, nos une la idea de que, a pesar de la evidente polarización experimentada por el país a partir de la década de 1960, la Constitución de 1925 actuó como un catalizador de la democracia representativa, teniendo —en la hora más aciaga de nuestra historia política— una legitimidad compartida por todos los actores en disputa. En efecto, en agosto de 1973, tanto la derecha como la izquierda utilizaron la Constitución de 1925 para justificar sus respectivos proyectos, los primeros acusando de “inconstitucionalidad” al Gobierno de Allende, los segundos amparándose en la Constitución con el fin de evitar un alzamiento militar. Ello quiere decir que la Constitución de 1925 —y el régimen presidencial por ella garantizado— era respetada por los grupos democráticos en los que se encontraba dividido el país. Así, por mucho que la Constitución de 1925 haya nacido con un pecado de “origen”, no cabe duda de que, cuatro décadas más tarde, su legitimidad de “ejercicio” era incontestable. El hecho de que hoy estemos insertos en una discusión constitucional comprueba que la carta de 1980, nacida en la dictadura de Pinochet, difícilmente alcanzará niveles similares de legitimidad. En tercer lugar, compartimos la premisa de que la discusión constitucional actual debería considerar seriamente la posibilidad de tomar la Constitución de 1925 como una suerte de “pie forzado” que evite tanto el inmovilismo de alguna derecha como el radicalismo de cierta izquierda. Estas dos posturas —se propone a lo largo del libro— desafían la historia constitucional chilena, la cual nunca ha sido adversa al cambio sino reformista y gradual. Sostenemos, entonces, que de haber una nueva constitución ella debería anclarse en la de
1925; no porque su contenido sea automáticamente aplicable a la realidad actual (de hecho, el texto de 1925 tendría que ser reformado para que pueda ser funcional), sino porque, de otra forma, la sombra larga de Pinochet continuará presente en la preparación y consolidación de una carta para el siglo XXI. Como dijimos, los capítulos reunidos reflejan posiciones políticas disímiles, así como perspectivas analíticas diferentes. Ello, creemos, otorga una riqueza interdisciplinaria al libro que pocas veces se encuentra en los estudios constitucionales. Estas páginas están, pues, pensadas para un grupo amplio de lectores. Sus seis capítulos y su Anexo, en el que resumimos la polémica original sobre el tema, dan cuenta de lo mucho que podemos aprender como sociedad de la historia republicana de Chile y de lo importante que es la discusión constitucional actual para nuestro futuro.
Los autores
¿POR QUÉ NO RETOMAR LA CONSTITUCIÓN DE 1925? Arturo Fontaine ¿Por qué estamos enfrascados en esta discusión? ¿Por qué necesitamos tal cosa como una nueva constitución? Es una pregunta previa a la pregunta constitucional propiamente tal. Cuándo o por qué una constitución política se ha legitimado no admite una fórmula matemática. Según Hume, todo gobierno, incluso uno despótico, se sustenta, en último término, en lo que llama “la opinión”, pues la fuerza de los gobernados por una cuestión de números es siempre mayor que la de los gobernantes. “Por lo tanto”, afirma Hume, “el gobierno se basa solo en la opinión”3. Y dicha opinión puede deberse a una cierta percepción del interés general o a una concepción acerca de quién tiene derecho al gobierno. ¿No pasa lo mismo con la constitución? Es probable, como sugieren varios teóricos contemporáneos, que la fuente de la obligación política no sea una sola, sino que se deba a una pluralidad de factores y que, tal vez, no sean los mismos para todos —¿por qué todos y cada uno han de tener las mismas razones para obedecer?—. Lo mismo ha de valer, pienso, para las constituciones. Su legitimidad se debe a un conjunto de causas disímiles y que no es posible ponderar con exactitud. Tiendo a pensar que la legitimidad que va adquiriendo un texto constitucional es un asunto sutil, en cierto modo misterioso, y que, quizás, como dije en otra oportunidad, “requiere ser iluminado más desde la intuición y la interpretación histórica que desde demostraciones pretendidamente empíricas y objetivas. Valga esto como justificación para que un novelista e intelectual sin pergaminos constitucionales haya aceptado la invitación a intervenir y opinar en este debate”4. Vuelvo a estas palabras de una ponencia en un seminario de enero de 2015 porque expresan el punto de vista desde el cual escribo ahora estas páginas que solo recogen y desarrollan la misma pregunta que esbocé entonces: ¿por qué no
retomar la Constitución del 25? Tal como afirmé ese día, “no pretendo ser el primero que haya pensado en esta línea, desde luego. Pero si ya lo han planteado otros, se refuerza el punto”5. De modo que no se trata, sensu stricto, de una discusión constitucional acerca de los méritos y defectos de un texto constitucional versus otro en términos de la organización del poder y la protección de derechos fundamentales. Es una discusión política acerca de lo que hace posible que un orden constitucional a la larga sea obedecido y considerado legítimo. “Las constituciones también proporcionan identidades específicas a las comunidades políticas”, dice Beau Breslin6. Y Elkins, Ginsburg y Melton afirman que “las constituciones escritas son instituciones centrales en el orden político y poderosos símbolos del Estado […]. Las constituciones pueden ser especialmente importantes en democracias sin monarquías u otros símbolos históricos que representen la soberanía del Estado y construyan un ‘mito nacional’ en el sentido de historia colectiva de un pueblo. […] Al ser un símbolo nacional la Constitución puede ayudar a infundir en la ciudadanía la sensación de una identidad compartida”7. Este papel simbólico de la Constitución y su vínculo con la pertenencia a un “nosotros”, a lo que Anderson llama “una comunidad imaginada”8, está en el trasfondo de mis inquietudes. Las reflexiones que siguen apuntan a este aspecto de la Constitución.
1. Parece que no es necesaria una nueva constitución 1.1. La cuestión del pecado original La Constitución de 1980, como sabemos, surge de una dictadura militar. Ese pecado original, ¿la mancha para siempre? Es un hecho que muchas constituciones han tenido un origen espurio o violento y, sin embargo, se han legitimado en su ejercicio. Los trabajos del profesor Tom Ginsburg, que en su proyecto Comparative Constitutions Project maneja maneja una base de datos de más de 800 constituciones de distintas épocas, son elocuentes. La mayoría de las constituciones vigentes tuvieron un origen autoritario9. Pensemos en el caso de la Constitución francesa. La Quinta República no se explica sin la presión del poder militar. El general Massu exigió que se diera el poder a De Gaulle. Por detrás está la crisis del parlamentarismo francés, que ha creado una rotativa de gabinetes tan impotentes como fugaces, pero, sobre todo,
los juicios por los crímenes cometidos por los paracaidistas franceses en Argelia: torturas, muertos desaparecidos, etcétera. Pese a ello, la Constitución de la Quinta República se legitima. También el origen de la Constitución chilena del 25 es confuso, turbulento y no se explica sin la presión del poder militar del momento. La decisión con que el general Navarrete respaldó el proyecto del presidente Alessandri fue importante, quizás decisiva. Sin embargo, se legitima. ¿Por qué no puede ocurrir lo mismo con la Constitución del 80? Se trata de una constitución que encauzó con éxito una transición pacífica a la democracia. Las Fuerzas Armadas y el general Pinochet reconocieron el triunfo del No en el plebiscito de 1988, con lo cual la honraron. Someterse a sus reglas significaba, en la práctica, que la dictadura terminaba. Y así ocurrió. Difícil imaginar un acto más elocuente y expresivo para otorgar legitimidad a la nueva carta constitucional. El diseño original fue modificado de acuerdo con personeros representativos de las diversas fuerzas políticas civiles y plebiscitado con amplísima participación popular10. Se ha dicho, en tal sentido, que fue una transición pactada11 y que a través de dicho plebiscito el pueblo retomó el poder constituyente12. Todo esto habla de la fuerza de la tradición democrática chilena. A su vez, ese texto ha sido reformado numerosas veces, ya en democracia, y se trata de cambios importantes. Alguien podría sostener que algunas de las reformas son de tal naturaleza que se ha modificado su espíritu, su sustancia13. Incluso, desde 2005 lleva la firma del presidente Lagos. Claudio Alvarado, en un libro reciente, pinta todo un fresco de autores y políticos relevantes y diversos para justificar su tesis de que la Constitución de hoy ya no es la del 80, ya no es la de la Comisión Ortúzar. Alvarado quiere convencernos de que el sable del general Pinochet —como en su momento el del general Navarrete— se ha desvanecido y ya no pesa en nuestra Carta Fundamental. Para respaldar esta tesis se entreveran declaraciones expresas al respecto de figuras de posiciones políticas muy disímiles: Alejandro Silva Bascuñán, Francisco Cumplido, Tomás Moulián, Pablo Ruiz-Tagle, Samuel Valenzuela, Edgardo Boeninger, Ricardo Lagos y Patricio Zapata, entre otros. Ninguno de ellos cree —o creyó, en el momento en que lo dijeron y recoge la cita— que el problema medular sea el origen14.
Además, ha sido la Constitución de años en los que Chile ha conseguido logros admirables; entre ellos, dejar de ser un país de pobres y pasar a ser un país donde predominan las capas medias. Y, sin duda, algunas de sus instituciones han ugado un papel decisivo en ello. En el fondo, si hubo ilegitimidad en el origen, la Constitución se ha legitimado a través de su ejercicio. Ha regido hace ya casi 30 años y en el país ha habido orden, democracia y desarrollo económico. Por tanto, la legitimidad del origen no es lo que está en cuestión. Ese diagnóstico está errado. El tema del origen no justifica en absoluto el movimiento en pro de una nueva constitución.
1.2. El poder de veto de la minoría Un segundo argumento que se esgrime es que su estructura consagra el poder de veto de una minoría política. En otras palabras, sería una constitución antidemocrática. El sistema electoral binominal, las leyes con quórum supramayoritario, el poder del Tribunal Constitucional y las normas para reformar la Constitución tendrían esa finalidad: robustecer el poder de veto de una minoría —la derecha, en concreto—. Algunos años atrás la institución de los senadores designados habría formado parte de esa estructura, pero una reforma los eliminó. Ese conjunto de normas constituye un núcleo duro diseñado para impedir que la voluntad de las mayorías pueda expresarse en políticas públicas concretas, para “negar al pueblo potestad para actuar”15. Un argumento análogo se ha planteado acerca de la Constitución de los Estados Unidos. Por ejemplo, Holton sostiene que “su gran esperanza [la de los delegados] era que la Convención pudiera encontrar una manera de meter de nuevo al genio democrático en la botella […] la mayoría de los miembros de la Convención Constitucional compartían el deseo de crear un gobierno nacional que fuera sustancialmente inmune a la influencia popular y, sin embargo, lo suficientemente democrático como para ser ratificado. […] La belleza siniestra de la Constitución [...] es que cuando los ciudadanos se encuentran con que no pueden influir en la legislación nacional, no tienden a culpar al sistema sino a sí mismos. […] el país nunca atraería capitales a menos que se hiciera menos democrático. […] lo que querían darle al ciudadano común era prosperidad, no poder”16. La tesis de Holton es que el diseño de la Constitución fue una reacción ante las tendencias democráticas de los gobiernos de los estados durante la
vigencia de la Confederación. Concretamente, los Fundadores consideraban, según Holton, que la influencia excesiva del pueblo en esos gobiernos explicaba las políticas económicas inflacionarias y otras formas de populismo. El diseño constitucional de la Convención habría sido todavía muchísimo más restrictivo de la voluntad popular si no hubiera sido necesario ratificarla en los estados. Pero el objetivo que inspira el complejo sistema de pesos y contrapesos de la Constitución de los Estados Unidos sería neutralizar la expresión del pueblo. De una manera u otra, la crítica al poder de veto de una minoría en la Constitución de 1980 es un planteamiento de larga data en Chile17, pero que ha alcanzado particular notoriedad por la extraordinaria lucidez, profundidad y radicalidad de la argumentación de Fernando Atria. Las normas que, como ya he adelantado, configuran esos “cerrojos” son: 1) las leyes orgánicas constitucionales que versan sobre ciertas materias y requieren 4/7 (57% de los parlamentarios en ejercicio) para su modificación; 2) el sistema electoral binominal; 3) el Tribunal Constitucional y 4) los quórums requeridos para reformar la Constitución que son del 3/5 (60%) o 2/3 (66%) de los parlamentarios en ejercicio, según los casos18. Sin embargo, de los 120 artículos originales de la Constitución del 80, solo cerca de 20 no han sido modificados19. Eso demuestra que la Constitución se puede modificar. Pero no se habría modificado el núcleo duro de la Carta Fundamental. La modificación de ese núcleo duro, según Atria, haría caer “los cerrojos o trampas” e implicaría una nueva constitución. “Eso sería una nueva constitución”, afirma, “incluso si el resto del texto no fuera modificado”20. Solo que no lo cree posible. La Constitución estaría diseñada para hacerlo imposible. Por consiguiente, se requiere una nueva constitución. Pero, de hecho, una de esas reformas imposibles fue posible. Ya cayó uno de esos cerrojos; se acabó el sistema binominal y ahora nos rige uno proporcional, cuyos efectos, por lo demás, ya se pueden apreciar en la rápida proliferación de nuevos partidos políticos y en la estrategia de los existentes. La reforma de la Constitución es difícil, pues, como vimos, exige un quórum muy alto: 3/5 o 2/3 de los parlamentarios en ejercicio, según los casos. Con todo, la Constitución de Japón también exige 2/3 de ambas cámaras y, adicionalmente, un plebiscito. En México se requieren 2/3 de ambas cámaras más la mayoría de las asambleas de los estados. Reformar la Constitución de Estados Unidos es
todavía más difícil: 2/3 de ambas cámaras y 3/4 de los estados. Por otra parte, el Tribunal Constitucional tiene algunas funciones análogas a las del Tribunal Constitucional de Alemania, el Consejo Constitucional de Francia o a la Corte Suprema de Estados Unidos en cuanto a control de la constitucionalidad de proyectos de ley aprobados por el Congreso —que es lo que se objeta como contrario a la democracia—. Se trata de una cuestión disputada, pese a que entre los delegados de la Convención de Filadelfia parece haber habido bastante consenso sobre el tema21. El locus classicus de la defensa del control constitucional preventivo se encuentra en El Federalista n.º 78. La reforma de las atribuciones del Tribunal Constitucional requiere un quórum de 2/3. Su competencia fue ampliada en la reforma constitucional de 200522. Esta reforma demuestra que, pese al alto quórum, la modificación de las normas que lo rigen es políticamente posible. El antecedente remoto del concepto de justicia constitucional se encuentra en la democracia griega. En la antigua Atenas existía un recurso —el graphe nomon — que permitía dejar sin efecto leyes generales y me epitedeion theinai — permanentes (nomoi). En rigor, el recurso buscaba cautelar la mayor jerarquía de las leyes que determinaban la organización y atribuciones de los diversos órganos de la polis. Los griegos distinguían entre las normas generales y permanentes (nomoi) de las específicas y transitorias ( psephismata psephismata). Había, además, otro recurso —el graphe paranomon — en virtud del cual se podían bloquear proyectos de leyes particulares o temporales ( psephismata psephismata) que se estimaban contrarios a lo que llamaríamos Constitución o al bien público. Atenas tenía, como se sabe, una democracia directa, y el tribunal (dikasterion) podía de ese modo anular incluso un proyecto de ley ya aprobado por la Asamblea (ekklesia). Según Hansen, para los atenienses la abolición de estos recursos equivalía, lisa y llanamente, a abolir la democracia. Eran las grandes defensas del sistema. De hecho, su vigencia fue suspendida cuando la institucionalidad democrática se quebró, como sucedió, por ejemplo, en los años 411, 404 y 317 a. C.23. Finalmente, el sistema binominal ya se abolió. Y modificar el quórum de 57% de las leyes orgánicas exige una reforma constitucional cuyo quórum es de 60%. Lo que ocurre, me parece, es que —dejando entre paréntesis su análisis constitucional—, a fin de cuentas, toda la argumentación de Atria descansa en un supuesto político: la derecha, esa minoría favorecida, es y será un sector
granítico; sus intereses son y serán siempre convergentes; las normas vigentes la benefician y seguirán beneficiándola para siempre. Creo que es una predicción incierta. Puede darse o no darse según las circunstancias futuras. Puesto en duda ese supuesto —que es un diagnóstico político, no una tesis constitucional—, la teoría de los cerrojos pierde fuerza. De hecho, esa minoría con poder de veto varias veces se ha dividido. La ya señalada reforma constitucional que eliminó el sistema electoral binominal es la prueba. Atria hizo su análisis cuando regía el sistema electoral binominal. Pero el sistema proporcional incentiva comportamientos políticos diferentes a lo que estimulaba el binominal. Este último premiaba la configuración de dos grandes partidos o coaliciones de partidos. El sistema proporcional tenderá a crear más partidos y más independientes entre sí. Por lo tanto, las coaliciones serán más frágiles, menos unificadas y surgirán —como están surgiendo— más partidos24. Por consiguiente, se hará más probable que se formen mayorías para proyectos de ley específicos que no coincidan con las dos grandes coaliciones que han primado en las últimas décadas. La cohesión de estos dos bloques se ha debilitado. Se hará menos probable, entonces, que los partidos de derecha (eran dos y en las elecciones de 2017 fueron tres) se mantengan férreamente unidos. El otro supuesto político, por cierto, es que esa derecha granítica siempre obtenga al menos un tercio de la votación, pues en caso contrario pierde su poder de veto. Supongamos, por ejemplo, que la derecha pierde el tercio —y, por tanto, su veto — y la coalición de gobierno modifica el artículo constitucional const itucional y la ley le y orgánica correspondiente y —libre de posibles objeciones constitucionales— pone fin al subsidio de la educación privada. Si en las elecciones siguientes la derecha gana la Presidencia y la mayoría en ambas cámaras, pero la oposición logra un tercio de los escaños, la derecha no tendrá los votos para modificar esas disposiciones y reponer los subsidios a la educación privada. Para modificar las normas señaladas se requiere, por tanto, o una mayor cantidad de parlamentarios o negociar y llegar a un acuerdo con la minoría o, al menos, con una parte de ella para lograr el 57%, el 60% o el 66% de los votos exigidos, según los casos. Nada de fácil, pero no imposible, como lo demuestra la experiencia. En términos generales, mi impresión es que si la cuestión fuera qué atribuciones
deben tener el Tribunal Constitucional y el Congreso Nacional, si es conveniente plantear de otro modo los derechos sociales, cambiar el régimen de gobierno, rebajar los quórums supramayoritarios de ciertas leyes, cambiar las normas sobre la propiedad privada o fortalecer el regionalismo, no estaríamos hablando de una nueva carta constitucional. Estaríamos discutiendo reformas específicas a la Constitución vigente. Y si las reglas que rigen la reforma constitucional lo hacen muy difícil, el tema sería la conveniencia de modificar dichas reglas. Pero ¿por qué va ser más fácil obtener los votos para aprobar una reforma constitucional que abra paso a toda una nueva constitución cuyo contenido queda abierto (66% de los votos, según el capítulo XV) que modificar artículos específicos de determinadas leyes orgánicas que requieren un 57%? En general, ¿por qué habría de ser más fácil aprobar toda una nueva constitución que modificar ciertos artículos determinados? Incluso modificar las normas de reforma constitucional que requieren 2/3 y sustituirlas por otras parece más fácil que conseguir esos mismos 2/3 para abrir paso a todo un proceso de nueva constitución, cuyo contenido es completamente incierto. Ergo, ni el pecado original de la Constitución vigente ni las trabas que dificultan su modificación parecerían razones suficientes para crear una nueva constitución. Con todo, hemos iniciado un proceso que debiera conducir a una nueva constitución. ¿Por qué? Si ni el mero hecho de un origen autoritario ni su estructura constitucional son argumentos definitivos y concluyentes, ¿se trata, entonces, solo de una gravísima equivocación? ¿Será una mera campaña política pasajera que podría llevarse el viento? ¿Un espejismo legalista? ¿La creencia de que la Nueva Constitución hará aparecer un Hombre Nuevo y una Tierra Nueva? Algo de esto puede haber. Pero, en definitiva, creo que la necesidad de cambiar la Constitución vigente tiene causas subterráneas muy profundas. Veamos por qué, desde qué perspectiva.
2. De la legitimidad carismática a la legal-racional 2.1. El mito del general De Gaulle La figura de George Washington, según Lipset, encarna la noción de legitimidad carismática de Max Weber. “Jugó el papel del líder carismático bajo cuya guía”, dice Lipset, “pudieron emerger las instituciones democráticas”25. En efecto,
Lipset habla de “la importancia del papel de Washington para la institucionalización de la autoridad legal-racional”26. Es decir, su tesis es que la legitimidad carismática de Washington dio origen a una legitimidad legalracional, en el sentido weberiano. ¿Por qué la Constitución de la Quinta República, habiendo nacido como nació, pudo legitimarse? Desde temprano, desde los años del régimen de Vichy, De Gaulle se transformó en el símbolo de la Francia Libre. Ya en 1947, Emmanuel d’Astier lo llamó “El Símbolo”. Un miembro de su círculo apunta: “En la Francia Libre todo es símbolo; nada poder”. “Uno podría llevar esta intuición más allá y decir que para De Gaulle lo simbólico era una dimensión necesaria del poder”, escribe Sudhir Hazareezingh27. Su tesis es que el general “ha dejado el mundo de las cosas solo para entrar en el orden de los símbolos... es ahora un ejemplo, un modelo a seguir; en una palabra: un mito político. Uno podría decir que es el mito político francés...”28. Según Hazareezingh, los “elementos fundamentales de la ‘simbología gaullista’ incluyen la insistencia en la preeminencia del Estado, la representación del general como encarnación de la soberanía popular y —al mismo tiempo— la noción mística de que De Gaulle poseía una soberanía intrínseca que sobrepasaba y lógicamente precedía a la de cualquier grupo político o institución”29. Habla de un “culto providencial”, de “una religión secular”. El “Padre Fundador de la Quinta República rara vez es criticado”30 y es “un símbolo de la soberanía popular”31. “El mito gaullista —este es el poder de las grandes leyendas— permite darle sentido al presente, en especial, otorgando al general una de las virtudes políticas más esenciales en el contexto francés: el poder de simbolizar la reconciliación nacional... Reconcilió a la derecha con la República y a la izquierda con la Nación...”32. Se puede afirmar, entonces, que De Gaulle transfirió su legitimidad carismática a su carta constitucional, la de la Quinta República.
2.2. El mito de Alessandri ¿Pero no ocurre, como hemos sugerido, que la Constitución de 1925 surgió también a raíz de un golpe militar y al final no se impuso sino en virtud de la presión militar? ¿Por qué solo se jugó con la idea de una asamblea
constituyente? ¿Qué valor tuvo ese plebiscito? ¿No nació plagada de turbulencias, confusiones, marchas y contramarchas? ¿Cómo, entonces, logró legitimarse? Aunque la figura de Alessandri no es, por cierto, semejante a la de De Gaulle, ugó a este respecto un papel análogo. En ambos casos hay una figura política controvertida y poderosa que llega a ser un mito político capaz de poner en marcha la legitimación de una Carta Fundamental que nace ligada a ellos. ¿Pero era eso Alessandri? ¿No será una falacia? ¿No fue un personaje demasiado parcial, impulsivo, odiado y amado para haber jugado ese papel? ¿No es derrocado dos veces? Después de La Coruña (1925), Ranquil (1934) y el Seguro Obrero (1938), eventos en los cuales se calcula murieron cerca de 3.000 personas por obra de la policía o el ejército cumpliendo órdenes del Gobierno, ¿qué legitimidad podía tener Alessandri? Con todo, cuando regresa del exilio, gracias a la decisión de la breve junta militar que encabeza Emilio Bello Codesido, el recibimiento es apoteósico. “Lo envolvería —como una ola— el entusiasmo popular. Nunca se había visto ni se ha vuelto a ver algo parecido... Ni el recibimiento de Bulnes triunfante sobre la Confederación ni el de Baquedano y el ejército vencedor del 79 —decían los viejos— eran comparables”, cuenta Vial Correa33. Estoy citando a propósito a un historiador que, como Góngora, era más afín a Ibáñez, el principal rival de Alessandri. Al volver, las primeras palabras de Alessandri fueron: “Son tan fuertes los latidos de mi corazón, que apagan el eco de mi voz...”34. Joaquín Edwards Bello —junto a Iris, la escritora, y Víctor Domingo Silva, el poeta y periodista— será uno de los creadores del mito. Describe así en un artículo de la época la palabra “envolvente y persuasiva” de Alessandri: “Académica, se dirige los profesores; burbujeante, se dirige al pueblo; y, a veces, voluptuosa y adormecedora como la marihuana, apaga la asonada”35. El mito nace cuando Víctor Domingo Silva se transforma en Iquique, desde su diario, La Provincia de Tarapacá Tarapacá, en su gran propagandista durante la lucha por la senaduría en 1915. Fue una campaña centrada en la denuncia moral, en la condena a la corrupción municipal, al contubernio entre el dinero y la camarilla política y matonesca del senador Del Río, cacique de la región. La cuestión social no tenía importancia todavía en su discurso. Eso surge algo después. Pero Alessandri había condenado con energía en la Cámara de Diputados la matanza
de Santa María de Iquique (1907) y Víctor Domingo Silva le saca partido en sus artículos periodísticos a ese discurso. Alessandri representa entonces la regeneración moral, la integridad ética en contra de la corrupción, y su victoria lo transforma en “el León de Tarapacá”. Después vendrá la campaña presidencial del año 20, donde sí pasará a representar la justicia social en contra de la “canalla dorada”. Edwards Bello, mucho antes de la Constitución del 25, había establecido ya la vinculación de Alessandri con Balmaceda, con lo cual hace derivar un mito político de otro. (Pese a que Alessandri en su juventud fue un antibalmacedista resuelto. Los mitos son así, admiten contraposiciones y dobles caras). Balmaceda se ha suicidado después de su confrontación con el Parlamento que lo ha derrotado en la guerra civil de 1891. Para el mito popular es el presidente mártir que se sacrificó por defender la Presidencia vis-à-vis los intereses económicos de los poderosos que protegen los parlamentarios. Durante el régimen parlamentario, que se instala a la muerte de Balmaceda, su figura crece en proporción inversa a la impopularidad del parlamentarismo. Alessandri es uno de los más hábiles parlamentarios del parlamentarismo y, a la vez, un crítico del sistema. La vinculación entre Alessandri y Balmaceda también la plantea Emilio Bello Codesido36. Mario Góngora dirá muchos años después: “Revive en él Balmaceda”37. Porque, como Balmaceda, Alessandri se enfrenta a lo que Alberto Edwards llamará “la fronda”. Joaquín Edwards Bello es uno de los convencidos de que Chile requiere “un gobierno fuerte” y mencionará como “hombres de orden” ejemplares a Portales y a Balmaceda38. El 7 de marzo de 1924 sostiene que “la médula de la popularidad de nuestro presidente está por encima de los fuegos artificiales del caudillismo: está en lo que representa, en el ansia que simboliza”. A su juicio, Alessandri “se ha hecho ídolo”39. Cuando Alessandri muere tiene 80 años y preside el Senado. Su trayectoria está plagada de triunfos y fracasos. Es homenajeado por todos los partidos políticos40. Por ejemplo, el senador Cruz-Coke, por el Partido Conservador, señala: Aquí lo vemos todavía mirando persona por persona a toda la compañía como pasando lista, no solo de presencias, sino también de los ánimos de cada uno. Rica personalidad [...] capaz de percibir todo el contenido de las marejadas instintivas de la masa, y, al mismo tiempo, el matiz más
insignificante del menor de los deseos de sus conciudadanos [...] Cumplió con exactitud la doble función del político: adivinar las necesidades materiales y las exigencias espirituales del pueblo y proyectarlas en un plano de libertades en que pudieran ser cumplidas. [...] Nació a la vida política chilena en una época en que su presencia iba a mostrarse indispensable para el pleno cumplimiento de nuestro destino histórico [...] Sabía que la fuerza sin contrapeso crea, en los más virtuosos, espejismos peligrosos con relación al gozo ajeno, y que la libertad vive sin temor solo en las estructuras jurídicas en que la oposición da sentido y dirección al poder que prevalece. [...] Como un tallador combate con la piedra que ha escogido amorosamente, la resistencia lo irritaba, pero la buscaba y la quería [...] En su Constitución del año 25 organiza la posibilidad de tales equilibrios; se anticipa en ella a reajustar el Poder Ejecutivo que se había hecho inoperante ante la responsabilidad inconcreta de las Cámaras legislativas [...] La vida de don Arturo Alessandri, mirada en su conjunto, está desprovista de azar [...] Cada vez que algún accidente exterior le sale al paso para marcarla, su personalidad lo asimila, lo transforma, le da sentido. La piedra se hace figura; el metal, instrumento; el asalto, promulgación de leyes detenidas; la sorda protesta del pueblo, energía creadora de una etapa esencial en el progreso de nuestra justicia distributiva. Ni un solo espacio para la casualidad en la vida de nuestro presidente ido. Toda ella transformada en destino, trascendiendo su propia persona [...]41. Y el senador Salvador Allende por el Partido Socialista: Y corría el año 20... El año 20 que así, sencillamente, ha pasado a ser un símbolo de nuestra vida ciudadana [...] Alessandri es el caudillo popular que, con su encendido verbo... es campana y llamarada... Su doctrina de justicia y redención abre un nuevo cauce ciudadano, y por él, por vez primera en nuestra historia, pasa el pueblo [...] Sus enemigos quedaron sorprendidos, porque nunca entendieron de dónde venía esa fuerza que tan rápida y tan firme, sin hacerse presente antes, rompía las tinieblas del oscurantismo político que por 30 años ensombreciera la luz reverberante del presidente Balmaceda [...] Como una parábola que se levantara a través del tiempo, Alessandri recibía la herencia del gran sacrificio del 91 [...] No aceptó que el oro rigiera su destino ni permitió que, en injusta caravana, los poderosos volcaran su odio contra los desamparados […] Por eso el pueblo ha venido a llorarlo [...] Amó a los hombres con sus pequeñeces, y los comprendió en sus ansias. Fue así, seguramente, porque él los conocía a
todos [...] Los vio ricos, y empobrecerse […] Los vio pobres y enriquecerse. Supo el secreto de sus vidas... El Partido Socialista, que a veces combatiera al gran caudillo, y otras veces compartiera sus acciones, inclina reverente sus banderas...42 Pero quizás lo más sorprendente lo dijo entonces monseñor Luis Arturo Pérez en la Catedral. Todos los que estaban ahí sabían dónde, cómo y en qué cama había muerto súbitamente Alessandri, que realmente se tomaba en serio eso de que “el odio nada engendra, solo el amor es fecundo”, una de sus frases más famosas. En esas circunstancias, monseñor Luis Arturo Pérez, quizás impulsado por el inconsciente, o imaginando qué estarían imaginando muchos de los presentes, dice en medio de su oración fúnebre nada menos que esto: “[...] Parece que entre los grandes y tormentosos amores que agitaron su gran corazón fuese el amor a su patria el señor que los presidía, y era un señor que mandaba, un señor que no dormía, siempre vigilante, pronto a saltar a la arena, con arrestos a veces implacables si veía en peligro el honor o la ventura de la dama de sus pensamientos, [...] ¡su patria, señores, su patria! [...]”43. Este hombre combativo y apasionado y controvertido como pocos se había transfigurado. El lenguaje habla de un mito. Alessandri fue velado en La Moneda. Estos discursos fueron transmitidos en vivo por radio. La estatua que está hoy frente al Palacio de Gobierno fue una ley acordada en el Congreso por unanimidad. La figura de Arturo Alessandri llegó a representar la lucha por la justicia social y la democracia. Fue derrocado mientras trataba de aprobar las leyes sociales — fundamentalmente, el Código del Trabajo— que la oligarquía resistía desde el Congreso. La percepción de los intelectuales más agudos, como Alberto Edwards, será que el sistema parlamentario —que operaba sin disolución de la Cámaras y terminaba siendo, por tanto, una suerte de gobierno de asamblea— era inoperante. La parálisis hacía ingobernable el país que enfrentaba desafíos (como la llamada “cuestión social”) sumamente arduos y que requerían capacidad de decisión. Los presidentes débiles y la velocidad con que se sucedían los gabinetes durante el régimen parlamentarista fueron alimentando la demanda por una presidencia fuerte, lo que era una manera de recuperar la república presidencialista que primó hasta la derrota de Balmaceda. Se esperaba que un presidente fuerte pudiera garantizar el orden y llevar a cabo las reformas económicas y sociales que bajo el régimen parlamentarista se bloqueaban y postergaban. Dos personalidades muy disímiles encarnarán la búsqueda de un
gobernante que tome decisiones, que se haga cargo y sea “un padre severo”: Alessandri e Ibáñez. El primero, a través del presidencialismo democrático que consagrará la Constitución del 25 y que entronca con la interpretación presidencialista de la Constitución del 33 que defendió Balmaceda; el segundo, por la vía de una dictadura y una presidencia democrática cuando vuelve a La Moneda en los años cincuenta. En suma, había una demanda por avances socioeconómicos y una demanda de orden, de autoridad. Y Alessandri lo interpreta así en su discurso en la campaña presidencial de 1932 que lo reeligió como presidente: “Este país necesita un gobierno fuerte [...] no en el sentido de extorsión de las libertades públicas y del derecho, sino en el de atacar los males sociales e imprimir rumbos a la solución económica [...] Si, como yo, queréis [ese gobierno] lo tendréis y muy fuerte [...] Fuerte para mantener el orden público, porque es necesario ante todo y sobre todo restablecer la confianza [...] los elementos anárquicos se encontrarán conmigo cara a cara [...]”44. Las demandas de progreso socioeconómico y de orden se encauzan, entonces, a través de la Constitución del 25. “Alessandri creó el Chile vigente hasta 1973”45. Nadie duda de que es el padre de la Constitución del 25. “Su espíritu y su fuerza venían” de Alessandri, dice Vial Correa46. Traspasó su carisma democrático a la Constitución. Pese a las adversidades y quebrantos de los primeros años, la Constitución se fue instalando en el imaginario colectivo como símbolo de la democracia. Durante los gobiernos del Frente Popular se consolida plenamente y adquiere una legitimidad propia, más allá de la figura de su fundador. La personalidad de Pedro Aguirre Cerda en esto fue decisiva. Durante el Frente Popular el presidencialismo de la Constitución del 25 se refuerza al establecerse la iniciativa exclusiva del presidente en materias de gasto público (1943). Ya para entonces la legitimidad de la carta era, en términos de Weber, legal-racional. Cuando el general Ibáñez, archirrival de Alessandri, vuelve democráticamente al poder en 1952, se somete sin más a su Constitución. No intenta una nueva.
2.3. La sombra larga del general Pinochet Una Constitución de origen ilegítimo puede legitimarse en su ejercicio. Figuras carismáticas del tipo De Gaulle o Alessandri no son un requisito sine qua non en el proceso de legitimación de constituciones cuyo origen sea espurio o violento. Una constitución puede legitimarse por su solo ejercicio. Pero sí es verdad, creo, que cuando esas figuras existen y le traspasan en el momento inicial su propia
legitimidad a la Carta Fundamental, su contribución puede ser decisiva. Posteriormente, el texto, en términos de legitimidad, ya vale por sí mismo. El padre de la Constitución del 80 es, como De Gaulle, un general, pero su figura es y será divisiva. La situación es la inversa. No podrá jamás representar para Chile lo que De Gaulle para Francia. Tampoco lo que representa Arturo Alessandri para Chile. Las violaciones a los derechos humanos que ocurrieron bajo la dictadura manchan su figura. Su nombre no une; separa. Su sombra es larga. Esto representa una dificultad formidable para la legitimación de la Constitución del 80 a futuro. Patricio Aylwin, en un seminario en el Instituto de Humanismo Cristiano, en ulio de 1984, afirmó en palabras que se hicieron célebres: “Ni yo puedo pretender que el general Pinochet reconozca que su Constitución es ilegítima, ni él puede exigirme que yo la reconozca como legítima. La única ventaja que él tiene sobre mí, a este respecto, es que esa Constitución —me guste o no— está rigiendo. Este es un hecho que forma parte de la realidad y que yo acato”. Y en otro momento de esa misma exposición, Aylwin afirmó que no habría “salida urídica-política posible si no se prescinde del tema de la legitimidad”47. Por consiguiente, el tema quedó suspendido por ser condición sine qua non de la transición pacífica a la democracia. Pero, concluida la transición, entonces, esa suspensión también concluye. Y rebrota la pregunta por la constitución que debe regir a futuro. (Aunque nada indique que el propio Aylwin haya extraído dicha conclusión). Como fuere, el hecho es que estamos hablando de una nueva constitución. No solo hablando: la presidenta Bachelet ha echado a andar el proceso. Ernesto Laclau dice que lo propio de los movimientos políticos es lograr que un conjunto de demandas heterogéneas cristalice en torno a un objetivo que, en último término, equivale a una metáfora. O a una metonimia que tiende a hacerse metáfora y pasa a englobar y representar a esa multitud de demandas parciales48. Sin eso no habría un movimiento político propiamente tal sino demandas específicas, sectoriales, gremiales, en fin. Diría que, en ese sentido, la “nueva” constitución es un símbolo. Y lo es porque la actual, la que nos rige, también lo es. ¿Significa eso que no tenemos constitución o que la que rige nuestra democracia
desde 1989, es decir, desde hace casi 30 años, no existe o es completamente ilegítima? No. El plebiscito de 1989, como vimos, aprobó una Constitución de 1980 reformada y pactada entre civiles —entre ellos, líderes reconocidos de la opción “No” que habían vencido en el plebiscito de 1988— y el gobierno de las FF.AA. Esa carta ha sido respetada, obedecida y reformada. Es un hecho que hay en Chile una constitución y que ella está vigente. ¿Se puede negar que los presidentes de Chile, desde Aylwin hasta la presidenta actual, han sido considerados presidentes legítimos y gobernado como tales? Sin embargo, sucede que la Carta Fundamental sigue siendo un símbolo de una dictadura militar que cortó la tradición constitucional chilena y fundó un orden constitucional ex nihilo. El problema de legitimidad sensu stricto no se plantea en el plano jurídico-constitucional, sino que en la dimensión simbólica de la Constitución a la que aludimos al comenzar estas líneas. La conexión entre la dictadura del general Pinochet y ese texto es demasiado directa y poderosa para que la “comunidad imaginada” en la que nos proyectamos a futuro, como chilenos, pueda verse a sí misma en el marco de esa Constitución.
3. No a la página en blanco Los militares se toman el poder porque el presidente Allende ha quebrantado la Constitución. Pero luego crean una nueva constitución que se presenta como nueva. Está escrita sobre una página en blanco. Esto es nuevo. La del 33 y la del 25, en cambio, se presentaron como reformas. Como escribe Juan Luis Ossa, “Chile tiene una tradición constitucional cuyo origen puede fecharse en la Constitución de 1828. Esta carta fue, a su vez, el pilar de la de 1833, la cual, contrariamente a lo que se cree, no se cerró a ciertos elementos liberales [...] Dicho proceso de liberalización cimentó las bases de la Constitución de 1925, considerada siempre como una ‘reforma’ de su antecesora más que como una carta nacida ex nihilo”. Esto contrasta con “la Constitución de 1980 que interrumpió la legitimidad conseguida por las cartas anteriores. Esta fue una aspiración que, repito, no estuvo presente entre los constitucionalistas de 1833 y 1925”49. La Constitución, como vimos, se ha reformado. Puede volverse a reformar. Es un camino posible. Pero reformar y seguir reformando la Constitución del 80 es legitimar ex post al general Pinochet como el fundador de la actual y futura democracia de Chile. En el límite, se podría modificar cada palabra del texto original. El nuevo texto sería la Constitución del 80 reformada. No cambiaría el
símbolo. Y porque esto es así es que estamos discutiendo una “nueva” constitución. El politólogo Murray Edelman sostiene que todo acto político es un símbolo porque “no son los acontecimientos, no son las acciones físicas, sino que el lenguaje acerca de ellas lo que el público experimenta”50. La política, sostiene, “tiene más en común con la literatura y el arte que con empresas competitivas o cooperativas”51. Esta es la cuestión que no podemos soslayar: el general Pinochet, como figura, no tiene un carisma democrático capaz de sustentar a futuro un texto constitucional surgido bajo su égida. Mientras más tiempo pasa, más evidente. Freud sugiere, en un texto clásico, que la melancolía niega el duelo52. La melancolía surge ante la imposibilidad de llevar a cabo un duelo que permita aceptar la muerte de lo amado y perdido. El dolor se redirecciona y se transforma en una desvalorización del sujeto doliente. El duelo se hace posible a través de ciertos ritos, de ciertos símbolos. Diría que una parte importante de la sociedad chilena no ha concluido su duelo. Enterrar la Constitución del 80 es enterrar simbólicamente la dictadura y permitir el duelo. Un segundo camino es inventar desde cero una nueva constitución, es decir, repetir el mismo gesto del régimen militar. Porque escribir nuestros sueños en una hoja en blanco es imitar su actitud, reiterar esa desmesura, esa hybris. Dejar atrás la Constitución del 80 significa no solo dejar atrás tales y cuales artículos suyos, sino que apartarse de su desafiante espíritu fundacional. “Ocurre”, como escribí en otro lugar, “que Chile no es una página en blanco, ocurre que la democracia chilena no es una página en blanco. Muy por el contrario, estamos hablando de una de las democracias más antiguas y respetadas del mundo. Diría que, por ejemplo, ni Francia, ni Italia, ni Alemania tienen una tradición democrática tan antigua y continua como la nuestra. La democracia chilena ni la inventó la Constitución del 80 ni la vamos a inventar nosotros ahora. A mi juicio, partir de cero le resta credibilidad al nuevo texto constitucional y desmerece nuestra propia historia”53. Y eso aunque se invoque de manera vaga y general — siempre se hace, también se hizo en el momento fundacional de la Constitución del 80— “nuestra tradición constitucional”. La hoja en blanco de la Constitución del 80 expresa una voluntad bautismal. También la hoja en blanco de la “nueva” constitución de ahora. Ese podría ser su propio pecado original. Pero hay un tercer camino: ¿por qué no retomar la Constitución del 25? Que la
futura constitución sea una reforma de la del 25 —más precisamente, de la Carta Fundamental que regía hasta antes del golpe del 73— anuda el futuro con el pasado, recupera una legitimidad tradicional y aísla la desmesura señalada. Como ha escrito Hugo Herrera, “entre ambos extremos (el revolucionario y el reaccionario) se ha instalado, en el último tiempo, un grupo de académicos — literatos, filósofos, historiadores, también juristas— que ha postulado la conveniencia de acudir a la carta de 1925 como texto base desde el cual articular una propuesta constitucional [...] Se trata de actuar no en el plano formal de los contenidos normativos y las normas, sino en el tectónico de la conformación real del poder y los símbolos, actitudes y maneras que la articulan”54. Según Renato Cristi, la Constitución del 80 destruyó “la Constitución histórica desde nuestra independencia”. Retomar la Constitución del 25 implica “restaurar esa legitimidad republicana para seguir perfeccionando el sentido democrático de nuestra Constitución histórica”55. La Constitución del 25 es un símbolo de la tradición republicana de Chile. Retomarla, por así decir, encapsula el proyecto constitucional-constructivista del régimen militar que quiso cortar y despegarnos de esa tradición. Se manifiesta así nuestra voluntad de construir nuestro futuro con libertad, pero al interior de nuestra antigua y arraigada tradición democrática.
4. La Constitución y el golpe del 73 La Constitución del 25 fue un punto de unión en la hora más aciaga. De algún modo, y por razones diversas y hasta opuestas, lo que ocurre en el momento del bombardeo de La Moneda se hace invocando la Constitución vigente, la del 25. Así, el acuerdo de la mayoría de la Cámara de Diputados de agosto del 73 declaró que el Gobierno había violado sistemáticamente la Constitución: “El Gobierno no ha incurrido en violaciones aisladas de la Constitución y de la ley, sino que ha hecho de ellas un sistema permanente de conducta”56. Y el presidente Allende, en sus últimas palabras en La Moneda, justo antes de poner fin a su vida, invocó la Constitución: “Quiero agradecerles la lealtad a este hombre que [...] empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y las leyes y así lo hizo”57. De ese modo, la figura de Allende y su sacrificio —él mismo evocó en varias oportunidades la figura de Balmaceda— quedó ligada a la Constitución del 25. Allende tuvo sentido de la historia y comprendió mejor que sus adversarios la importancia política de los símbolos. En ese momento álgido en el que en nuestra tierra la Guerra Fría dejó de ser fría, la Constitución del 25 fue el piso común. Lo que estaba en juego eran dos
concepciones antagónicas acerca del orden social, político y económico. ¿Por qué habríamos de esconder ahora lo mucho que dividía a los chilenos? Detrás de ese choque había visiones contrapuestas de la persona humana y la sociedad; eran formas de vida las que se enfrentaban. Sin embargo, hasta el día del golpe militar de 1973 ambos bandos reconocieron la legitimidad de la Constitución del 25 y la invocaron para justificar su proceder. Eso le da un valor simbólico enorme, difícil de superar y que resulta irresponsable echar por la borda desaprensivamente. Justice Holmes, el gran jurista, escribió: “Vivimos de símbolos”. En suma, “la Constitución que nos rige”, como escribí en otra parte, “tiene un problema específico de legitimidad de origen que acompaña como una sombra su futuro. Por ello, un grupo de académicos, buscando evitar las invenciones ex nihilo de estilo jacobino, hemos planteado la conveniencia de que la constitución futura sea una reforma que actualice y modernice la Constitución del 25. Pese a sus orígenes confusos, logró legitimarse —ambos bandos enfrentados el 73 la invocaron— y hoy es un símbolo que reafirma la vocación y el compromiso democrático de Chile”58. Como sabe cualquier lector de Proust, construimos el futuro recreando el pasado. Esa es nuestra tarea. Las constituciones son grandes mitos colectivos que legitiman el poder. Y eso depende de ciertos símbolos como lo es, creo, esa Constitución que, pese a sus muchos defectos, fue el lenguaje en el que coincidieron y se expresaron diferencias muy radicales en el tiempo más dramático de nuestra historia.
5. La Constitución del 25 tiene hoy una carga simbólica nueva La participación popular es un requisito sine qua non de la legitimidad, pues el poder constituyente reside en el pueblo. Pero ante las dificultades que implica derivar todo el orden social ex nihilo y a partir de principios puramente racionales debe acudirse, a mi juicio, no solo a la voluntad mayoritaria que se expresa en un momento dado. No son suficientes las fuentes contractuales (cabildos, asambleas, convenciones, congresos, plebiscitos), sino que es mejor apelar además a la tradición como fundamento, una tradición que también es expresión de la voluntad popular a través del tiempo, una tradición que incluye como parte de su ser el examen libre y racional de los asuntos públicos, ese sapere audem, ese “atrévete a saber” de
Kant. No estoy pensando en la tradición como algo meramente inercial; más bien, pienso en símbolos, prácticas e instituciones que son susceptibles de reflexión y que pueden ser recuperadas y proyectadas conscientemente hacia el futuro. Hay símbolos y tradiciones que pueden ser reapropiados y revitalizados. Que una constitución sea la tradicional y preexistente y antigua le da más fuerza. Como ya señalé, “el derecho al Poder”, según Hume, “se funda en la opinión”. Y en todos los pueblos hay la tendencia a considerar que el gobierno que existe desde antiguo e incluso los nombres asociados a él tienen un derecho al gobierno. Es sabido, por ejemplo, que quienes llevan el apellido de políticos ya consagrados o están vinculados a ellos por lazos familiares tienen ventajas incluso en una democracia tan establecida como la de Estados Unidos. Es un hecho que es así. Y lo es por lo que afirma Hume: “La antigüedad siempre engendra la opinión de que hay un derecho”59. Y en otro texto cita a Maquiavelo en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio: “Con frecuencia el gobierno debe volver a sus principios originales”60. El texto de Maquiavelo es pertinente porque dice que los cambios, tanto en las religiones como en las repúblicas, son “sanos” si, de algún modo, “las devuelven a sus orígenes”. Así, lo hace, por ejemplo, San Francisco en la Iglesia católica. Y esa es la fuerza de su novedad. Mejorar es renovar, es decir, un cambio sólido, en algún sentido, siempre es un volver a los principios fundantes de una comunidad61. Lo contrario es arar en el mar. La Constitución de Japón de 1947 fue preparada, fundamentalmente, por un grupo pequeño de personas (algunos eran oficiales norteamericanos con estudios de Derecho) dependientes de las fuerzas de ocupación encabezadas por el general MacArthur. No hubo ninguna participación ciudadana. Difícil encontrar un caso de constitución más autoritaria en su origen. Difícil encontrar un ejemplo más elocuente: el origen está en un Ejército extranjero que ocupa el territorio después de una guerra en la que empleó la bomba atómica. Y, sin embargo, esa Constitución ha sido sumamente estable. Ha regido sin reforma alguna desde entonces. Se ha legitimado en su ejercicio u operación. Y también hay razones que tienen que ver con su naturaleza jurídica: requiere, como indiqué, dos tercios del Congreso para su reforma. Sobre todo, la Constitución logró incorporar y contrapone las diversas fuerzas políticas del Japón62. Pero, además, se planteó como una reforma de la Constitución de 1889, la de la era Meiji, que fue presentada entonces como un don del emperador a su pueblo.
La Constitución de 1947 fue a su vez presentada a la Dieta o Congreso por el emperador, con lo cual a propósito se la conectó simbólicamente con la tradición. Este punto me parece que no siempre se destaca lo suficiente. El emperador fue un punto de contacto que permitió establecer una continuidad, una legitimidad tradicional. En términos de Wittgenstein, hay que admitir que se piensa desde ciertas prácticas cuya fundamentación última no es posible lograr con certidumbre. No lograremos dar con un principium inconcussum del que derivar nuestra acción y que le dé sentido. Creo que la tradición puede entenderse desde esta perspectiva de Wittgenstein. Las reglas se comprenden al interior de ciertas formas de vida ya dadas63. Así, la legitimidad del poder, en parte, tiene que ver con símbolos. Pienso que en nuestras formas de vida política los mitos fundantes de la legitimidad, aunque inasibles para la razón instrumental y el empirismo positivista, son un horizonte social indispensable. En tal sentido, la Constitución del 25 permite anclar la discusión de las propuestas innovadoras en una carta constitucional ya enraizada en la tradición y contrarrestar, en parte, la tentación constructivista, el intento de crear ex nihilo. Pero ¿es posible retomar una constitución? Bueno, de hecho, ha ocurrido. La Constitución de Cádiz fue aprobada en 1812 y restablecida en 1820 y 1836. ¿Por qué? Obviamente por su valor simbólico: representaba la idea de una monarquía constitucional. Sirvió de inspiración a muchas constituciones latinoamericanas. En Austria en 1945, después de la derrota del nazismo, se discutió una nueva constitución —era lo que recomendaban las fuerzas de ocupación de Estados Unidos y la Unión Soviética, así como los comunistas austríacos—. Primó, sin embargo, la idea de volver a la Constitución de 1929 (la de 1920 que escribió Kelsen reformada), vale decir, a la que regía hasta antes de la Constitución de 1933. Y esa es la Constitución vigente hasta hoy64. De ese modo, la obra constitucional del fascismo austríaco quedó transformada simbólicamente en un paréntesis. Con todo, ¿no sucede que lo propio de lo tradicional es darse por sentado? Una tradición que se abandona, ¿puede retomarse a voluntad? ¿No cambia eso su carácter, pues pasa a ser objeto de una decisión deliberada? En tal caso, ¿no se pierde como tradición? La tesis de Habermas es que “la apropiación reflexiva priva a la tradición de su cuasi natural sustancia y altera las posiciones de los sujetos respecto de ella”65. Desde Habermas, entonces, retomar una tradición no
es lo mismo que vivir conforme a ella sin reflexión, cándidamente, como mero prejuicio que parece natural e inevitable. Según Arthur Danto —y Habermas lo sigue explícitamente66 —, el conocimiento histórico siempre supone una visión de lo que pasó después que nunca se podrá tener en el momento en que ocurren los hechos. Así opera el concepto de lo histórico. “En el golpe militar de 1973 ambos bandos reconocieron la legitimidad de la Constitución del 25 y la invocaron para justificar su proceder” es una afirmación que no es posible formular sino después de 1973. Y eso insufla a esa Constitución un nuevo sentido. Hablar hebreo espontáneamente en tiempos del rey Salomón no era lo mismo que retomar el hebreo después del Holocausto y hablarlo en el Estado de Israel. Retomar el hebreo fue una decisión que buscaba legitimar un Estado que nacía cuestionado y en conflicto. Adoptar el yiddish no habría sido lo mismo. No era tan antiguo y no estaba ligado a esas tierras. Una lengua nueva habría significado inventar una legitimidad ex nihilo. En la lengua hebrea, en cambio, se habían escrito el Génesis y los salmos del rey David; era lengua que se había hablado en esas tierras en épocas antiguas. Se estaba invocando así una legitimidad tradicional. No fue un gesto ahistórico o nostálgico, tampoco un prejuicio ciego, sino lo que Habermas llama una “apropiación reflexiva”. Análogamente, retomar en Austria, como se ha dicho, la Constitución que regía antes de 1933 añadió a esa Carta Fundamental de 1929 un sentido nuevo que no tenía cuando regía antes del fascismo. En este texto Habermas está compartiendo el pensamiento de Gadamer y, a la vez, estableciendo una diferencia. “[...] toda tradición”, escribe Habermas, “debe ser tejida en una malla ancha que permita su aplicación, es decir, su criteriosa transformación considerando las nuevas circunstancias”67. La teoría de Gadamer se emparenta con la de Heidegger, que fue “el primero en desarrollar en toda su radicalidad”, afirma el propio Gadamer, la tesis según la cual “la historicidad del humano ser ahí en su expectación y olvido es condición de nuestra capacidad de representar el pasado”68. Habermas comparte con Gadamer la idea de que nos acercamos al sentido de un texto desde lo que somos hoy. Si Gadamer tiene razón, esa Constitución tiene para nosotros, ahora, significados que no pudieron estar en la mente de sus redactores. No podemos interpretar el mundo desde fuera del mundo, diríamos con Thomas Nagel69. Se puede sostener que la tesis de Gadamer es que no podemos interpretar un texto desde fuera de
nuestra situación. Cada lector “debe aceptar el hecho de que las generaciones futuras entenderán de manera diferente lo que él lee en el texto”, escribe Gadamer70. Pero, entonces, si el texto es de sus intérpretes, ¿qué importa su autor? En nuestro caso, dadas las reescrituras y reinterpretaciones, ¿qué importa la autoría del texto desde la dictadura? Esta situación muestra que, sin perjuicio de la amplia libertad de los intérpretes para recrear una obra, sostener que el autor no importa nada, que el autor ha muerto, es llevar las cosas muy allá. Me parece que Barthes va de hecho muy allá71. Me quedo con la tesis de Foucault, quien, de algún modo, recupera la función del autor cuando afirma que limita “la proliferación del sentido”72. En nuestro caso, la presencia simbólica del general Pinochet en el texto es innegable y hace muy improbable que las reescrituras e interpretaciones posteriores logren borrar su huella. Es desde nuestra praxis, entonces, desde nuestro horizonte que intentamos alcanzar el horizonte de una Carta Fundamental escrita hace casi 100 años. “Entender siempre es aplicar el texto a nuestra situación”, afirma Gadamer73. Y eso hace que nuestra interpretación sea una traducción y adaptación a lo que somos hoy. Lo que Habermas añade es la idea de que la tradición desde el momento en que es objeto de reflexión pierde su inocencia. En ese sentido, retomar la Constitución del 25 desde hoy es hacerlo a sabiendas de que sucumbió en medio del conflicto que derivó en el golpe militar de 1973 y de que la dictadura preparó una constitución nueva, la de 1980, que con modificaciones importantes sigue vigente, etcétera, etcétera. No es lo mismo retomar ahora la Constitución del 25 que, simplemente, aceptar su legitimidad en 1965, por dar una fecha. No. Hoy ese texto tiene una carga de significación nueva.
6. Constitución del 25: punto de partida, no de llegada Nos podemos reapropiar de la Constitución del 25, pero reflexivamente. Reconocemos su valor simbólico que la historia posterior refuerza, su legitimidad que todo lo ocurrido solo acrecienta. Pero también la necesidad de introducirle reformas en aspectos sustanciales, dado que la misma crisis mostró sus falencias. En oposición a quienes quieren partir con “una hoja en blanco”, estamos
abogando, pues, por anclar la discusión constitucional en la Constitución del 25. Juan Luis Ossa habla de “utilizar la Constitución de 1925 como la estructura de nuestro futuro cuerpo constitucional”74. La idea, insisto, es reformar a fondo ese texto. No aprobarlo como regla por defecto, primero, y procurar modificarlo, después, lo que carecería de cualquier posible viabilidad política75. Aprobar el texto tal como estaba, a raja tabla, implicaría dar un carácter ahistórico a nuestra propuesta y dejar para una segunda discusión las eventuales modificaciones que es necesario introducirle “considerando las nuevas circunstancias”. Lo que se propone es que, en conformidad con las normas de reforma constitucional vigentes y nutriéndose de la experiencia constitucional de las últimas décadas, se debata y apruebe una reforma a la Constitución del 25, la que entre a regir como nuestra Carta Fundamental. Como ha escrito Joaquín Trujillo, “reponer simbólicamente el texto de la Constitución de 1925 y sus reformas como pie forzado para reformarlo hasta que luzca conforme a las necesidades de hoy, y recién entonces ponerlo en vigencia (aprovechando de paso todo nuestro acervo constitucional), es la manera de restablecer la continuidad. Esa continuidad, obviamente, no debe desconocer la vigencia de la carta actual. Decir lo contrario significaría proponer un interregno anárquico”76. Pero ¿no sucede que la crisis que desembocó en el golpe del 73 demuestra que la Constitución vigente falló la prueba? ¿No sucede que el quiebre institucional reveló sus falencias? Porque la crisis del 73 se fue incubando de a poco. ¿No era necesario cambiar el ordenamiento constitucional? Los presidentes Alessandri Rodríguez y Frei Montalva y Allende impulsaron reformas constitucionales sustantivas. ¿No acusan estas críticas defectos serios? ¿No quedó en evidencia que la Constitución era incapaz de garantizar la gobernabilidad? La presión política de los últimos años fue extrema. El país se fue polarizando y terminó dividido en dos grandes bandos irreconciliables. Chile era entonces — por razones políticas— un escenario importante de la Guerra Fría. En este contexto, la Constitución fue sometida a una experiencia límite. El estudio de esa situación histórica arroja enseñanzas que permiten reformar el texto. Por ejemplo, es probable que si la facultad de imperio de los tribunales de usticia hubiese sido más poderosa ello hubiera fortalecido el Estado de derecho y, por tanto, el sistema democrático. No hay duda del efecto profundamente desestabilizador de la democracia que tuvo la hiperinflación desatada durante el gobierno del presidente Allende. Un Banco Central independiente hubiera
dificultado que se desencadenara ese proceso. Hay un aprendizaje concreto que no debe perderse. Lo mismo vale para examinar las instituciones surgidas con la Constitución del 80. Un texto probado tiene ventajas. Se trata, por consiguiente, de incorporar reformas sustantivas a la carta del 25. Es mi opinión personal que conviene modernizar el texto de la Constitución del 25, por ejemplo, en lo que respecta a la propiedad minera. Hay que incorporar instituciones valiosas introducidas en la Constitución del 80: la segunda vuelta, el recurso de protección, el Banco Central independiente, por mencionar algunas. Es preciso incorporar, por cierto, tanto las experiencias del funcionamiento del texto actual como las de otros países. La Carta Constitucional debe apuntar al mañana. Retomar la Constitución del 25 no implica afirmar que como texto jurídico sea superior al que nos rige. No es ese el punto. Es hacer pie en el pasado para imaginar un lenguaje que dará forma al futuro. En suma, la Constitución del 25 debe ser un punto de partida, no de llegada. El desafío que se plantea es escribir un proyecto constitucional que sea una reforma sustantiva del texto vigente el día antes del golpe del 73. El filósofo Otto Neurath compara la ciencia con una barca. Está polemizando con Carnap y, en general, con quienes creen posible derivar el conocimiento de un determinado conjunto de principios fundantes. Quine es quien ha popularizado la imagen de la barca de Neurath77. Interpreta bien la manera en que el propio Quine entiende la ciencia y, en general, el conocimiento humano. Podemos modificar la barca de nuestro conocimiento, pero mientras vamos navegando en ella; no podemos sacar la barca del agua para rediseñarla desde fuera, para inventarla desde cero. Esta es la visión de Quine. Las constituciones deben ser, ojalá, algo así: barcas o balsas que vamos modificando mientras navegamos en ellas. Le vamos cambiando troncos a nuestra balsa. De repente, podría no quedar un solo tronco de la balsa original, pero la balsa es la misma.
7. Crisis de confianza actual Vivimos un momento en el que, como todos sabemos, las elites políticas, empresariales, religiosas y militares están bajo sospecha. La crisis de confianza es generalizada. Es la elite política la que fija las reglas para elegir a los
representantes. Existe el riesgo de que se corroa desde un principio la legitimidad de la nueva constitución. La presidenta Michelle Bachelet solo ha puesto en marcha el proceso. ¿Pasaremos de la Constitución de Pinochet a la del candidato tal o cual? Mejor que no sea de ninguno. Mejor que sea una reforma de la del 25. Porque, de lo contrario, ¿no sucederá que los candidatos X, Y o Z de la campaña electoral siguiente presentarán como parte de su programa otra “nueva constitución”? ¿No pasará a ser parte de toda nueva campaña presidencial una nueva constitución? Eso equivaldría a consagrar la inestabilidad y mantendría bajo ataques deslegitimadores permanente a la Carta Fundamental. Es el verdadero peligro que nos acecha. Eso rompería la columna vertebral de lo que ha sido Chile desde el punto de vista jurídico-constitucional. Además, destruiría la constitución como símbolo y expresión de nuestro sentido de pertenencia a una misma patria. Necesitamos un antídoto en contra de eso. La idea de retomar la Constitución del 25 no es, entonces, un gesto nostálgico. Muy por el contrario, estamos imaginando y cautelando nuestro futuro común. Reformar desde la Constitución tradicional nos pone hoy en un terreno más imparcial desde donde podemos deliberar acerca de las reglas futuras con sobriedad y, en especial, contribuye a conjurar el peligro señalado desalentando esos voluntarismos sin orillas que, a veces, se adueñan de la vida política. Por otra parte, las innovaciones —pueden ser muy profundas— que se introduzcan quedarían enraizadas en una constitución con una historia digna y una tradición republicana inspiradora. Habría muchos cambios, por supuesto, pero por la vía de volver a la Constitución del 25, lo que nos conecta con los orígenes de la República. En ese sentido, como dije en otro sitio, ella es “la raíz escondida de nuestro árbol institucional”78. Todo eso contagia el respeto, el cuidado y la reverencia que requiere una constitución para legitimarse. Esto en oposición a un texto constitucional que es pura novedad, que es pura fabricación de los expertos de moda. Y que como tal puede ser reemplazado mañana por otro, gracias a los servicios de otros expertos de moda, quizás todavía más nuevos y más “expertos”. Habría que sospechar de los expertos y consultores internacionales que se deleitan citando desaprensivamente esas líneas (tan equivocadas) de Jefferson en la que dice que una constitución debe durar 19 años y luego, claro, ofrecen su asesoría. Conviene alejarse de las visiones tecnocráticas de la constitución que simplifican
y reducen la cuestión de la legitimidad a unas cuantas variables manipulables. Si empezáramos a discutir reformas a la Constitución del 25, el clima sería otro; cambiaría el tono, disminuiría la crispación, la discusión se centraría, se haría más serena y constructiva, más concretamente política, más jurídica y más institucional, y disminuiría mucho la incertidumbre. Quienes hoy se aferran al texto vigente por el natural temor a lo desconocido podrían conversar en otro ánimo si el tema en lugar de partir con una hoja en blanco fuera proponer reformas a la Constitución del 25. Sería más sencillo superar las divisiones del pasado y restablecer confianzas. Porque esa Carta Fundamental sostuvo, pese a todo, nuestra unión. Y porque gran parte de la fragilidad de un nuevo texto constitucional es que, aunque se lo disimule, surja como un intento por garrapatear los sueños del momento en una hoja en blanco. Mejor es que en la constitución resuenen las voces ancestrales.
8. Metáfora de la democracia de Chile Lo que más miran los visitantes del Museo de la Memoria es el bombardeo de La Moneda. Como si el palacio en llamas y botando humo anticipara y resumiera todos los demás horrores que el Museo documenta. Imaginemos que Allende hubiera sido detenido en piyama a las cuatro de la mañana en su casa de Tomás Moro. La historia hubiera sido otra. Su imagen sería otra. El bombardeo de La Moneda es una metáfora de varias caras. Por un parte, muestra a un poder en estado de rebeldía que destruye el símbolo del poder. Es decir, un poder que, en lugar de apropiarse del símbolo de la legitimidad, lo destruye. Con eso, quizás en el plano de lo inconsciente, mina su propia legitimidad. Por otra parte, muestra a un poder implacable, trasgresor, que no se detendrá ante nada. Ante este poder desatado y rupturista, ¿qué se puede oponer? Esto causó terror e inhibió, en parte, la resistencia, lo que probablemente terminó salvando muchas vidas. A la vez, está en ciernes aquí el espíritu fundacional y constructivista del régimen. Hay, sin embargo, todavía otra cara: los muros de piedra resisten. Los rockets, apuntados solo a las ventanas, penetran con precisión provocando un incendio,
pero no intentan destruir el palacio mismo. Gracias a esto podrá ser reconstruido. Es lo que hace el general Pinochet una vez aprobada la Constitución del 80. Solo entonces empieza a gobernar desde La Moneda. Se busca que el período anterior, el gobierno desde lo que es hoy el edificio del GAM, quede como un tiempo de excepción. El objetivo al ocupar La Moneda es mimetizarse simbólicamente con los gobiernos acostumbrados. Sin embargo, la imagen del palacio en llamas, pero resistiendo, permanece y es más poderosa cada vez. Los muros derribados sugieren la fragilidad de la democracia; los muros en pie, la fortaleza de la tradición, lo irrenunciable que es la esperanza democrática basada en ella. Si la Constitución del 80 es hoy metáfora de la dictadura que quedó atrás, la del 25 es metáfora de la democracia de Chile. Kantorowicz79 —interpretando la teología medioeval tardía, que conecta, a su vez, con fuentes clásicas— distingue en la persona del rey dos cuerpos: el del ser humano natural que tiene características individuales, virtudes y defectos particulares y envejece y muere como cualquier ser humano y el otro, el cuerpo místico o espiritual, que trasciende su persona natural y simboliza el reino, el Estado. Es este segundo cuerpo el que garantiza la continuidad y permite la transmisión de la legitimidad del poder. En ese sentido, “el rey nunca muere”. De allí la frase “el rey ha muerto, viva el rey”. En King Richard II , de Shakespeare, Henry V habla del rey como “twin-born”, es decir, conviven en él mellizos: tiene grandeza divina y, a la vez, está expuesto “al aliento de cualquier tonto”. Podríamos decir, por analogía, que en la constitución también se encuentran dos cuerpos: uno determina la organización del poder y asegura derechos fundamentales; el otro representa la continuidad del Estado, llama e incorpora a una comunidad política, a una patria, y simboliza la legitimidad del poder. La Carta Fundamental ha de surgir de un proceso de deliberación racional que permita discernir con sensatez “las invenciones de la prudencia” que el país necesita para ser bien gobernado en el futuro. Eso exige antes que nada un clima de amistad cívica. El texto de que hablamos nos convoca. La tarea requiere imaginación histórica, sensibilidad para percibir el valor de los símbolos e intuir su conexión profunda con la legitimidad y visión del futuro de la patria. Retomar
la Constitución del 25 es, así, asumir nuestra historia y abrir desde ella un nuevo horizonte común.
RETOMAR LA CONSTITUCIÓN DE 1925: REFLEXIONES BURKEANAS Juan Luis Ossa Santa Cruz
Le corresponde al filósofo filósofo especulativo fijar las metas del gobierno. Le corresponde al político, político, que viene a ser el filósofo en acción, buscar los medios apropiados para alcanzar esas metas y ponerlos en práctica.
Edmund Burke
80
Nada hay más hermoso en la teoría de los Parlamentos Parlamentos que ese principio de renovación, esa unión de permanencia y cambio que se confunden tan naturalmente en su Constitución, Constitución, hasta el punto de que todos nuestros cambios nunca nos dejan totalmente viejos o totalmente nuevos, y lo viejo se mantiene lo suficiente para preservar la cadena tradicional de máximas y políticas de nuestros antepasados.
Edmund Burke
81
Estas páginas parten de un presupuesto: la discusión política actual en Chile ha llegado a un punto en que las posibilidades de tener una nueva constitución son más altas y concretas que las posibilidades de que ello no ocurra. Este podrá ser un diagnóstico errado, pero, a juzgar por el tono del debate durante 2015 y 2016, no es del todo descaminado. La cuestión más relevante, sin embargo, no dice relación con aquel presupuesto, sino con qué tipo de constitución tendremos y cómo se llevará a cabo su preparación y redacción. Mi objetivo en estas páginas es referirme a ambas interrogantes, aunque no necesariamente desde una mirada técnica, sino histórica e historiográfica. Para ello, intentaré comprobar que en
Chile existe una “tradición constitucional” que debería ser considerada y empleada por las fuerzas políticas una vez que se decida el mecanismo de redacción de la nueva carta. Por tradición constitucional entiendo una forma de darse leyes consensuada y gradualmente, proceso en el cual la reforma juega un papel clave en la conservación de ciertos principios básicos. Esta idea propone un procedimiento de cambio evolutivo cuyo objetivo último es evitar modificaciones radicales o revolucionarias. En el caso chileno, dicha tradición puede retrotraerse al menos a la década de 1820, cuando las primeras constituciones sentaron las bases de un largo y fructífero camino institucional. Este es un argumento basado en el pensamiento del irlandés Edmund Burke, conocido en el mundo occidental como uno de los padres del “conservadurismo” moderno. Con todo, la posición de Burke —y, por tanto, la mía propia— era más que únicamente “conservadora”. En efecto, a partir de algunas propuestas historiográficas recientes, argumentaré que el pasado constitucional chileno puede comprenderse, al mismo tiempo y sin ser excluyentes, desde una perspectiva “liberal” y “conservadora”. Burke creía que el reformismo (liberal) gradual (conservador) era el mejor antídoto ante la incertidumbre de una revolución de corte constructivista, una posición compartida por la mayoría de los constitucionalistas chilenos del siglo XIX y de parte importante del XX. Esto no quiere decir que las constituciones de 1828, 1833 y 1925 fueran concebidas a partir del ideario burkeano, como tampoco que nuestros constitucionalistas conocieran o leyeran a Burke. Más bien, lo que Burke nos entrega es una herramienta metodológica para interpretar una manera determinada de concebir el mundo, en la que el reformismo se sobrepone a la idea revolucionaria. La historia constitucional chilena está, en otras palabras, anclada en prácticas políticas que recuerdan a Burke, pero sin estar asentadas explícitamente en su pensamiento. La hipótesis central del capítulo propone que tales prácticas fueron radical y revolucionariamente interrumpidas por la junta militar presidida por Augusto Pinochet cuando, en noviembre de 1973, se autoarrogó el poder constituyente y abolió la Constitución de 1925 (que era heredera de la carta de 1833, la cual era a su vez heredera de la de 1828). Este proceso culminó en la promulgación de la Constitución de 1980, un documento que, con variadas reformas, pero conteniendo todavía los mismos problemas de legitimidad que se le han atribuido desde su origen, nos continúa rigiendo como sociedad. Propongo en consecuencia que la discusión constitucional considere la idea de retomar la Constitución de 1925 como el puntal de la nueva carta para salir del inmovilismo
antirreformista de algunos sectores de derecha, pero también del voluntarismo de cierta izquierda que aspira a una constitución producida ex nihilo. No descarto a riori ningún mecanismo para conseguir lo anterior (incluso la asamblea constituyente), aun cuando prefiero considerar a la Constitución de 1925 como parte de un continuo histórico más que como una mera “regla por defecto”. Por supuesto, que ello sea así no significa que la carta de Arturo Alessandri Palma deba ser reimpuesta sin más, sino que deberá ser reformada para que esté a la altura de las necesidades actuales. El trabajo está dividido en cuatro secciones y una conclusión: en primer lugar, explico qué entiendo por prácticas burkeanas y planteo que el pensamiento de Burke podría insertarse tanto en una corriente “conservadora” como “liberal”. Veremos que el “liberalismo conservador” de Burke sintetiza el espíritu reformista de la Ilustración y explica su vinculación con lo que hoy en día se conoce como “liberalismo clásico”. En segundo lugar, tomando en consideración la historia constitucional de nuestro país, muestro que el reformismo burkeano puede servir para comprender el caso chileno entre 1828 y 1925, así como el papel que en aquel proceso jugó el concepto de “legitimidad”. La siguiente sección recorre el período 1925-1973 y propone que la Constitución de 1925 y el régimen presidencialista por ella garantizado disfrutaban de un alto grado de legitimidad para 1973. Esto cuestiona el argumento muy comúnmente citado de que el golpe militar podría haber sido evitado si Chile se hubiera regido por un sistema parlamentario. En cuarto lugar, propongo que el proyecto revolucionario de la dictadura de Pinochet interrumpió fácticamente la tradición constitucional chilena, contradiciendo uno de los principios básicos del reformismo y del “liberalismo clásico”. Finalmente, y siguiendo el argumento burkeano, concluyo con algunas sugerencias políticas sobre por qué la Constitución de 1925 debería ser la piedra angular de nuestro futuro cuerpo constitucional.
1. Burke y el “liberalismo conservador” Edmund Burke (1729-1797) es generalmente conocido como el padre del “conservadurismo” occidental. Su clásica expresión de que “la sociedad es un contrato […] entre aquellos que están vivos, los que están muertos y aquellos que están por nacer” ha sido muchas veces utilizada para resumir “lo conservador”, en especial por aquellos que —ya sea para defender o criticar al conservadurismo— entienden “lo conservador” como sinónimo de gradualismo y tradicionalismo82. Hasta cierto punto, esta impresión es correcta: Burke hizo muchas veces mención a la tradición para defender sus posturas en materia
constitucional y política; posturas que eran efectivamente gradualistas. Así, por ejemplo, en su escrito “Llamado de los nuevos Whigs a los antiguos Whigs” (1791) Burke señaló que “en sus acuerdos políticos, los hombres no tienen derecho a descartar simplemente el bienestar presente de la generación actual”83, agregando que “la prudencia es no solo la primera de las virtudes políticas y morales, sino que es la directora, la reguladora y el modelo de todas ellas”84. La idea de que la introducción de cambios radicales en un país puede llevar a una indeseada revolución se repite en sus Reflections on the Revolution in France and on the Proceedings in Certain Societies in London . En uno de sus pasajes dice: “[N]o se puede proceder —sin infinita cautela— a demoler una institución que ha servido por años los fines de una sociedad, como tampoco se puede reconstruir sin un nuevo modelo de probada utilidad”85. En materia constitucional salta a la vista una posición similar. En “Carta a la reunión de Buckinghamshire sobre la Reforma Parlamentaria”, escrita en 1780, afirma que, a partir de sus conversaciones con diversos grupos políticos y luego de mucho “leer, pensar, experimentar y conversar”, se encontraba incapacitado “de tomar una resolución inmediata a favor de un cambio radical de nuestra Constitución”86. Pero que Burke haya defendido el gradualismo y la tradición no quiere decir que se haya opuesto a todo tipo de cambio. Por el contrario, el pensamiento burkeano está plagado de referencias a diversas formas de modificar el statu quo. Su posición “conservadora” no es estática o retrógrada, sino más bien “reformista”87. A diferencia de los jacobinos —a quienes responsabilizaba de haber destruido “todas las estructuras de las viejas sociedades del mundo para regenerarlas a su manera”88 —, Burke creía que la mejor forma de evitar la incertidumbre de una revolución era a través de la introducción continua de reformas graduales. Esto lo acercó a algunos pensadores de la Ilustración, como David Hume y Adam Smith, pero lo alejó de otros, como Jean-Jacques Rousseau89. Este último estaba, de hecho, relativamente aislado en el ala más radical de la Ilustración, ya que, en general, los ilustrados franceses tendieron a ser reformistas antes que revolucionarios. Como nos recuerda el historiador Anthony Pagden, una de las principales características del “proyecto ilustrado” era el encumbrado origen socioeconómico de sus exponentes. “La Ilustración no fue un movimiento popular”, dice Pagden, e “incluso los devotos lectores de Rousseau eran miembros de la nueva clase media, acomodados, educados y letrados”. Por eso, la Ilustración no fue “un movimiento revolucionario. Estaba [más bien] preocupada de introducir reformas; y toda reforma es inevitablemente un proceso de arriba hacia abajo”90.
Veamos algunos ejemplos en la obra de Burke donde queda de manifiesto su posición reformista. En sus Reflections sobresale el siguiente párrafo: “El Estado que no cuenta con medios de cambio no cuenta con medios de conservación. Sin ellos correría el riesgo de perder aquella parte de la Constitución que más religiosamente desea conservar”. Burke defendió este punto a través de la historia y aceptando que las reformas pueden producirse legítimamente en contextos “revolucionarios”. Pero ello solo en algunos casos específicos, como en la Revolución Gloriosa de 1688: “[L]os dos principios de conservación y corrección operaron con fuerza en los períodos de la Restauración y de la Revolución, cuando Inglaterra se encontró sin rey”. En ambas situaciones se mantuvo “el tejido mismo de la nación” y se “refaccionaron las partes deficientes de la antigua Constitución, asegurándolas con aquellas partes que se mantenían firmes”91. La gran cualidad de la Revolución Gloriosa, sostuvo Burke, es que, sin destruir la tradición política inglesa, logró permear el excesivo poder de los monarcas con el objeto de hacer del Parlamento la piedra fundacional del sistema político. Así, su definición de una buena revolución estaba influenciada por la experiencia parlamentarista inglesa, siendo el caso francés, en cambio, un ejemplo pernicioso, en especial por sus consecuencias globales. “A diferencia de sus contemporáneos”, dice Lucía Santa Cruz, Burke “captó la dimensión global del fenómeno revolucionario [francés] como algo muy distinto a la experiencia británica de 1688 y muy ajeno a la idea de reforma que conlleva el cambio”92. Mientras la Revolución Gloriosa introdujo cambios positivos, pero de forma gradual y reformista, la Revolución francesa buscó destruir lo que existía con el fin de crear algo nuevo desde cero. “Recurrir a la revolución es aceptable, es parte del orden natural, siempre que responda a una necesidad evidente por sí misma”, y ese no era, según Burke, el caso de Francia93. La idea de que el cambio es posible en un contexto reformista se aprecia también en el ámbito económico. En su “Discurso sobre el Plan de Reforma Económica” (1780), Burke propuso “considerar la sabiduría de una reforma adecuada, efectuada a tiempo”, es decir, adelantándose a que la situación política demandara modificaciones revolucionarias. “Las reformas tempranas son arreglos amistosos con un amigo que detenta el poder”, señaló, mientras que “las reformas tardías son términos impuestos al enemigo conquistado”. Interesante la analogía temporal: una reforma temprana garantiza un cambio pacífico; una reforma tardía solo puede llevarse a cabo en un “estado de irritación”. Incluso más: las reformas pausadas y bien pensadas (o “moderadas”, como él decía) son “permanentes” y encierran “un principio de crecimiento. Siempre que se mejora, hay que dejar lugar para seguir mejorando”94. El cambio burkeano, en breve,
“consiste en la adaptación gradual a las circunstancias mudables, por medio de transformaciones lentas e imperceptibles, llevada a cabo con esa cautela que es parte de la sabiduría y con esa paciencia que es más efectiva que la fuerza”95. ¿Se puede insertar el reformismo burkeano en una corriente más amplia y que vaya más allá del siglo XVIII? La respuesta puede encontrarse en Los principios de un orden social liberal, de Friedrich A. Hayek, para quien Burke formó parte de esa generación de intelectuales “liberales” cuya “concepción de un orden político deseable” se “desarrolló en Inglaterra, a partir de la época de los Old Whigs al término del siglo XVII, hasta aquella de Gladstone a fines del XIX”. Además de Burke, en esta corriente destacan Hume, Smith, T. B. Macaulay y Lord Acton, todos hombres de letras que abreviaron lo que habitualmente se conoce como “liberalismo clásico”. “Clásico” en el sentido de que se apoyaba en la idea de los Old Whigs de que la limitación del poder debía ir acompañada de la promoción de la “libertad individual conforme a la ley”. Este tipo de liberalismo rivaliza con la tradición liberal “continental”; aquella que, a partir de un “constructivismo racionalista”, defiende “el ideal de los poderes ilimitados de la mayoría”. Esa es la tradición, concluye Hayek, de “Voltaire, Rousseau, Condorcet y de la Revolución francesa”96. Hayek coincidía con Burke en que detrás del programa de los revolucionarios franceses (al menos de los más radicales) descansaba la promesa de crear un mundo nuevo; una sociedad basada en una concepción totalizadora de la igualdad, la cual solo podía ser “construida” desde y para el Estado. Por el contrario, Burke defendía la existencia de un Estado pequeño (no su desaparición) y el fomento de la libertad individual. Respecto al poder estatal, Burke creía que este debía “limitarse a aquello que concierne al Estado o a las criaturas del Estado, o sea, al establecimiento exterior de su religión; a su magistratura; a sus entradas; a sus fuerzas militares de mar y tierra; a las corporaciones a que dio origen su fíat. En una palabra, a todo aquello que sea verdadera y debidamente público, incluyendo la paz pública, la seguridad y la prosperidad públicas”97. Había que evitar, en consecuencia, el modelo igualitarista, donde “el Estado lo es todo” y la “individualidad queda excluida de su esquema de gobierno”98. En línea con lo anterior, Burke argumentó a favor de la libertad individual de la siguiente forma: “[N]uestra legislación [la inglesa] siempre ha estado relacionada íntimamente con los sentimientos e intereses individuales. El más vivo de esos sentimientos y el más importante entre esos intereses, la libertad personal, ha sido siempre el objetivo directo del gobierno de Inglaterra”99.
A diferencia del “constructivismo racionalista”, Burke propuso a su vez una concepción concreta pero maleable de la libertad: “[L]a libertad civil, señores, no es algo que yace en las profundidades de la ciencia abstracta, como se les ha tratado de persuadir”, aunque al mismo tiempo poco tiene en común “con aquellas fórmulas geométricas y metafísicas que no admiten términos medios y que deben ser verdaderas o falsas en toda su latitud”100. La libertad burkeana no “es producto de la razón o de invenciones intelectuales, sino el resultado de la fidelidad a los preceptos de la naturaleza, que se manifiesta en concreto en las libertades y privilegios constitucionales alcanzados en el transcurso del tiempo”101. Por ello, la libertad según Burke no puede construirse a partir de un plan gubernamental deliberado (lo que hoy se conoce como “ingeniería social”), sino, en palabras de Hayek, desde “una interpretación evolucionista” que se “apoya en la tradición” para, de esa forma, comprender “los fenómenos de la cultura y del espíritu”102. El “liberalismo clásico” de Burke es, en ese sentido, “liberal” y “conservador”: es “liberal” porque asume como propia la defensa de la libertad individual y la igualdad ante la ley, y es “conservador” en tanto fomenta espacios “tradicionales” con el fin de concebir el reformismo como un antídoto ante el radicalismo revolucionario. Llegamos aquí a un punto central de mi argumentación: la idea de que el conservadurismo, así como el liberalismo o el socialismo, no son ideologías monolíticas o prístinas; el pensamiento de Burke demuestra que, en caso de que existiera algo así como una ideología conservadora, ella debe ser analizada históricamente y considerando sus diversas variables e instancias de divulgación. Incluso más: muchas veces lo “conservador” no va de la mano con las políticas públicas de signo “conservador” (i.e., que provienen de los Partidos Conservadores)103. Esto es cierto respecto de Burke, pero también de otros pensadores “conservadores”, como Michael Oakeshott, para quien el “conservadurismo” no es tanto una “doctrina” cuanto una “disposición”. Ello significa que lo “conservador” no obedece necesariamente a órdenes de partido, sino a una forma precisa de concebir la vida. El conservador, tal como lo ve Oakeshott (y en línea con Burke), acomoda sus circunstancias a los cambios que le son indispensables para no perder su identidad: “[S]er conservador no es meramente sentir aversión al cambio (que puede ser una idiosincrasia); es asimismo una manera de acomodarnos a los cambios, una actividad impuesta a todos los hombres”104. Valga la diferenciación entre “disposición conservadora” y “políticas públicas conservadoras” para comprender el caso inglés; pero también, y como veremos a
continuación, para analizar las prácticas burkeanas detrás de la historia constitucional chilena.
2. Reformismo y legitimidad en la historia constitucional chilena, 1828-1925 La historia constitucional chilena, propongo en esta sección, contiene una línea de continuidad entre las cartas de 1828 y 1925. Aun cuando el articulado de las constituciones de 1828, 1833 y 1925 no es el mismo y que, de hecho, cada una de ellas respondió a las particularidades y necesidades del momento histórico en el que fueron escritas, entre la primera y la última se aprecia un mecanismo de prolongación más que de ruptura con el pasado. Ello se debe a lo que podemos designar como una forma moderada o conservadora de comprender el liberalismo posindependentista y que, con altos y bajos, impregnó buena parte de la política chilena hasta el siglo XX. Obviamente, esto no quiere decir que toda la historia de Chile deba ser comprendida bajo la lente del liberalismo moderado o conservador. Con todo, el tránsito constitucional desde una carta basada en derechos políticos liberales (como la de 1828) a una en que comienzan a socializarse dichos derechos (como la de 1925) estuvo sin duda marcada por discusiones liberales de signo clásico. Además, en cada uno de los cambios constitucionales hasta 1925 pesó más una estrategia reformista que una refundacional. Todo esto es lo que podríamos llamar “prácticas políticas burkeanas” y que, creo, están en la base de la historia constitucional chilena. Los triunfos de los revolucionarios en las batallas de Chacabuco y Maipú no alcanzaron para consolidar la independencia definitiva de España, pero sí fueron suficientes para forjar un consenso republicano entre las elites del Valle Central chileno. Aquel consenso fue acompañado por una fiebre constitucional, hija de la cual es la carta de 1828. Pensada y redactada en su mayor parte por el intelectual español José Joaquín de Mora, dicha Constitución recogió lo que el periódico El Verdadero erdadero Liberal había motejado poco antes como los principios esenciales de un sistema “liberal”: igualdad de todos los chilenos ante la ley, el respeto a la libertad del individuo, el derecho a publicar conforme a la ley y la inviolabilidad de las propiedades105. Este liberalismo constitucional no era compartido únicamente por los que comenzaban a denominarse como liberales (o pipiolos), sino también por sectores conservadores (o pelucones). La igualdad ante la ley, por ejemplo, era una conditio sine qua non del mundo político posindependentista, e incluso en algunos aspectos —como en las discusiones sobre la libertad de imprenta con
anterioridad a 1830— los pelucones fueron más “liberales” que los pipiolos. Lo que los diferenciaba descansaba más en el terreno político-coyuntural, como el rol de la Iglesia en los espacios público y privado o el valor que cada grupo les asignaba a privilegios como los mayorazgos106. De ahí que haya que matizar la idea de que la reacción liderada por Diego Portales con posterioridad a 1831 fue “conservadora” y “autoritaria” sin más107. En efecto, a pesar de que la historiografía no se equivoca cuando cuestiona la “legitimidad de origen” de la Constitución de 1833, así como los retrocesos en materia de autonomía provincial y de derechos individuales, la Constitución de 1833 fue pensada y desarrollada desde, no en contra de, la Constitución de 1828. No solo eso: la carta de 1833 contiene, como han dicho Iván Jaksic y Sol Serrano, “las semillas de su propia liberalización”, ya que introdujo mecanismos para garantizar una participación progresiva de los ciudadanos y del Poder Legislativo en la toma de decisiones108. De ese modo, no es correcto afirmar que la Gran Convención constituyente de 1831-1833 implementó una nueva constitución; más bien, se trató de una reforma de la anterior109. La prensa chilena de la época se hizo cargo de este punto. El Correo Mercantil señaló en su edición del 22 de julio de 1832 que la Gran Convención había sido “autorizada para reformar y adicionar el Código Político [de 1828], y no para darnos uno nuevo, que no necesitamos, que no quieren los pueblos”. El propio presidente José Joaquín Prieto, al dar comienzo a las reuniones de la Convención, había sostenido que la “misión” de sus miembros no era “hacer otro pacto social, sino proveer medios que faciliten la ejecución del que existe y afiancen su permanencia”110. Andrés Bello defendió un argumento similar en una serie de artículos aparecidos en El Araucano ese mismo año de 1832: en su opinión, la Gran Convención solo debía reformar “los artículos perjudiciales a la administración pública”, y por eso no dudó en criticar a aquellos que entendían el verbo “reformar” según la quinta acepción que le daba la Real Academia Española, esto es, como equivalente a “extinguir, deshacer algún establecimiento o cuerpo político ”. Su idea de “reformar”, por el contrario, se apegaba a la primera acepción, “que significa reparar, restaurar, restablecer, reponer”, así como a la segunda: “corregir, enmendar”111. Como muchas otras veces, Bello salió victorioso en este debate político-lingüístico. “Acaba de ser urada por todos los magistrados la Constitución reformada por la Gran Convención”, sostuvo el presidente Prieto en el Mensaje presidencial que introduce la Constitución de 1833: “[N]o me corresponde hacer el análisis de la reforma: mi obligación es guardarla y hacerla guardar. […] La reforma no es más que el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios a que daban origen
el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia”112. Este ánimo reformista continuó durante la década de 1840, inclusive entre aquellos que abogaban por cambios a la Constitución de 1833. En 1850 José Victorino Lastarria y Federico Errázuriz señalaron que la mejor manera de introducir cambios no era llevando adelante una revolución, sino un proyecto reformista: “[L]as reformas son las únicas que impiden las revoluciones”, dijeron113. Las palabras de Lastarria y Errázuriz resumen lo que Alfredo JocelynHolt ha llamado “liberalismo moderado chileno” del siglo XIX, el que, en sus palabras, auspiciaba “progreso sin que ello significara inestabilidad”114. Aun cuando Jocelyn-Holt no cita a Burke, coincide en que una de las características del “liberalismo moderado” chileno de mediados del siglo XIX fue su aversión “a la radicalización generada por la Revolución francesa”115, una idea obviamente apoyada por el “liberalismo conservador” de Andrés Bello y del gobierno de Manuel Bulnes116. Este espíritu gradualista de tinte burkeano no fue óbice, claro está, para que en 1851 y 1859 estallaran sendas guerras civiles en Chile y que en los dos casos los opositores se alzaran en armas en contra del “autoritarismo” presidencial presente en el articulado de la Constitución de 1833. De hecho, grupos rebeldes lucharon por implementar una nueva constitución que fuera el resultado de una asamblea constituyente, tal como bien lo ha demostrado Joaquín Fernández en un trabajo reciente117. Sin embargo, el intento de refundar constitucionalmente al país no parece haber calado en toda la oposición; no al menos al punto de cuestionar las bases en las que el país descansaba desde 1828. Por lo demás, la salida a la crisis de 1859 se debió en gran medida al “liberalismo conservador” de José Joaquín Pérez, cuya administración actuó efectivamente como un gobierno de transición liberal y moderada118. De la lectura del trabajo de Jocelyn-Holt se desprende que el “liberalismo moderado” habría comenzado a resquebrajarse a partir de la década de 1870. Hasta cierto punto, tiene razón: las disputas en torno a la relación Iglesia-Estado afectaron hondamente el consenso intraelitario conseguido durante los gobiernos previos. Con todo, discrepo con Jocelyn-Holt cuando sostiene que ello se debió a la negativa de los “conservadores” a participar del juego político “liberal”. Aquí Jocelyn-Holt entiende lo “conservador” desde una mirada únicamente partidista, con lo cual reduce el espectro del mismo “liberalismo moderado” que él analiza119. Sabemos que lo “conservador” va más allá de
las órdenes de partido, y que muchos miembros del Partido Conservador chileno fueron profundamente “liberales” durante las décadas de 1870 y 1880. Tres ejemplos deberían bastar para comprobar el punto: la reforma electoral de 1874, que permitió el ingreso de nuevos actores al Parlamento y una creciente complejidad del sistema político120, fue apoyada por los conservadores mediante argumentos que podrían insertarse dentro de la tradición “liberal clásica”121. En segundo lugar, los diputados conservadores Abdón Cifuentes y Zorobabel Rodríguez jugaron un papel relevante en la defensa de la libertad de enseñanza a partir de la década de 1870, planteando la antigua idea liberal de que el Estado no debía controlar por completo el sistema y la examinación educacional122. Finalmente, hubo miembros del Partido Liberal que nunca apoyaron la separación Iglesia-Estado123, mientras que hubo conservadores, como Zorobabel Rodríguez, que sí lo hicieron124. Es decir, en algunos casos fueron conservadores de partido quienes propiciaron, con argumentos liberales, una de las grandes reformas secularizadoras del Estado de Chile. De ese modo, ya fuera para reforzar el papel del Estado como el garante indiscutido de los derechos (e.g. la igualdad ante la ley) o para defender el argumento de que el Estado no puede superponerse coercitivamente al individuo, distintas corrientes liberales sentaron el marco institucional de la política chilena en la segunda mitad del siglo XIX. Como dicen Jaksic y Serrano, “las leyes laicas de la década de 1880, la de registro y matrimonio civil, así como la de secularización de los cementerios, permiten comprender el paso de un liberalismo regalista [i.e. estatal] a un liberalismo pluralista. O, dicho de otra forma, del énfasis puesto en la soberanía del Estado al de la defensa de los derechos de los individuos”125. Ni siquiera la guerra civil de 1891 cuestionó estructuralmente el constitucionalismo histórico chileno; es más, a diferencia de las dos guerras civiles anteriores, la idea de solucionar el trance militar mediante una asamblea constituyente no aparece entre los actores involucrados. Lo que sí se encuentra es un llamado explícito a un cambio de régimen político (desde un presidencialismo algo exacerbado a una suerte de parlamentarismo), pero siempre dentro del marco constitucional conocido126. Entre 1891 y la elección de Arturo Alessandri Palma en 1920 el país experimentó profundas transformaciones sociales, proceso que culminó en la preparación de una nueva carta. Es interesante destacar el contexto político que derivaría en la Constitución de 1925, ya que, a pesar de algunas opiniones en contrario, su diseño fue pensado siguiendo el mismo tránsito reformista, gradual y burkeano que inspiró a la Constitución de 1833 y sus diversas reformas. Por
supuesto, la preparación de la Constitución de 1925 no estuvo exenta de problemas, y su legitimidad de origen ha sido muchas veces cuestionada. Últimamente, tanto Sofía Correa como Sergio Grez han destacado la unilateralidad de Arturo Alessandri al momento de decidir el formato que debía seguir la comisión encargada de la reforma, así como el articulado específico de la misma. Correa sostiene que el objetivo final de Alessandri era regresar a un sistema presidencialista, para lo cual contó con el apoyo de los militares, quienes se comprometieron a sostener la causa alessandrista en el entendido de que el presidente “llamara a una asamblea constituyente, con participación en ella de ‘las fuerzas vivas’” de la nación127. En un principio Alessandri aceptó la propuesta de los militares; sin embargo, con el paso del tiempo se desestimó la asamblea constituyente y se crearon dos comisiones: la primera, ampliada; la segunda, formada por 15 individuos cercanos a Alessandri. Esta última, llamada Subcomisión de Reforma, fue la que finalmente elaboró la que se convertiría en la Constitución de 1925128. Sergio Grez, por su parte, ha comprobado que los sectores de izquierda llevaron a cabo una “Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales” (más conocida como “Constituyente Chica”), la que se reunió en marzo de 1925 en el Teatro Municipal de Santiago. A pesar de los intentos de los diferentes sectores de “asalariados e intelectuales”, la “Constituyente Chica” no arribó a conclusiones determinantes y, de hecho, Alessandri nunca la consideró como una instancia legítima. Así, pues, al igual que Correa, Grez está en lo correcto cuando sostiene que la balanza se inclinó a favor del proyecto presidencialista de Alessandri —apoyado por el inspector general del Ejército, general Mariano Navarrete— y que, al final de cuentas, la promesa de una asamblea constituyente no pasó de ser eso: una promesa129. Ahora bien, por mucho que el origen de la Constitución de 1925 haya sido espurio, cabe hacerse dos preguntas relacionadas con la (i)legitimidad de origen de la carta de 1925: 1) ¿Se apartó el proyecto constitucional de Alessandri de la “tradición constitucional chilena”? 2) ¿Operaron Alessandri y la Subcomisión de Reforma por sí y para sí durante el primer semestre de 1925 o, por el contrario, fueron apoyados por distintas fuerzas políticas? Respecto a lo primero, baste citar el comienzo de la nueva constitución, la que explícitamente señala que ella es una reforma de la de 1833, no una carta nacida ex nihilo: “Por cuanto la voluntad soberana de la Nación, solemnemente manifestada en el plebiscito verificado el 30 de agosto último [de 1925], ha
acordado reformar la Constitución Política promulgada el 25 de mayo de 1833 y sus modificaciones posteriores”130. En la prensa de la época se encuentra algo similar. “Hemos sido reformistas resueltos y no de la hora undécima, sino desde la tribuna parlamentaria y desde la prensa de 30 años atrás”, se lee en un artículo firmado por Jorge Huneeus Gana en la edición de El Mercurio del 8 de mayo de 1925, añadiendo “que en proyectos y documentos públicos [hemos proclamado] nuestra fe ciega en la absoluta, en la urgente necesidad de estas reformas y nuestra condenación enérgica a la miopía y al egoísmo de los dirigentes anteriores de nuestros partidos que fueron ciegos y sordos a estas necesidades fundamentales de nuestro organismo”131. Al día siguiente, empero, Huneeus aclaraba que la mejor manera de “cooperar a la majestad y eficacia de las nuevas reformas” era manteniendo “en sus líneas generales nuestra vieja Constitución de 1833”. Esta, en efecto, debía ser “declarada reformable, pero INDEROGABLE”132. ¿Actuó Alessandri sin consultar más que la opinión de la Subcomisión de Reforma? A juzgar por el hecho de que la asamblea constituyente prometida por el presidente nunca se realizó, la respuesta debería ser positiva. Con todo, hubo importantes políticos e intelectuales que en distintas oportunidades mostraron su escepticismo respecto a una asamblea constituyente. Joaquín Edwards Bello escribió el 2 de abril de 1925 en La Nación: “[E]l Congreso era malo, pero la Constituyente, si no hay buena voluntad y educación, puede ser simplemente un salto en las sombras”133. José Luis Riesco fue un paso más allá: “[L]a historia nos enseña que las asambleas constituyentes no siempre han sido reuniones pacíficas de ciudadanos dispuestos a encontrar soluciones inmediatas […]. Formar en los momentos actuales una Constituyente nos parece un procedimiento peligroso y dilatorio”134. La opción defendida por estos intelectuales era la misma que la de Alessandri, esto es, un plebiscito que refrendara lo obrado por la Subcomisión de Reforma. Aun cuando Sofía Correa y Sergio Grez han desacreditado el plebiscito debido a su poca flexibilidad a la hora de sancionar el proyecto constitucional135, la iniciativa plebiscitaria fue aceptada por distintos sectores de la sociedad chilena. Así, por ejemplo, los presidentes de todos los partidos políticos del departamento de Lebu solicitaron al intendente de Arauco que manifestara “telegráficamente a S.E. la adhesión y aplauso de sus respectivas colectividades por su patriótica actuación que ha asegurado la tranquilidad del país y el bienestar de sus habitantes”, felicitándolo a su vez “por sus propósitos de someter a un plebiscito el proyecto de Constitución elaborado, por ser este el medio más rápido y
democrático de volver a la normalidad constitucional que todos los ciudadanos aspiran”. El directorio de la Agrupación Demócrata hizo otro tanto: “[E]sta dirección en representación de la asamblea compuesta de más de 300 miembros acuerda aprobar en todas sus partes la actitud del Gobierno con S.E. a la cabeza en lo relacionado con la convocación al país de un plebiscito para resolver en forma que llene las aspiraciones y anhelos democráticos de la nueva Constitución Política que ha de regir los destinos de nuestra patria en el futuro”136. De la misma opinión fueron las Asambleas Demócratas de Los Ángeles y de Antofagasta137, así como el Centro Social Demócrata Luis Correa Ramírez, cuyos miembros manifestaron el 4 de agosto su “más amplia aceptación al plebiscito por ser la forma menos compleja y verdaderamente democrática para sancionar el proyecto de Constitución elaborado por S.E. y la Comisión respectiva, proyecto que contempla gran parte de los postulados de la democracia”138. El plebiscito se realizó el 30 de agosto de 1925 y la participación fue, a pesar de los llamados de las bases partidarias a sumarse a aquel acto, efectivamente muy baja. Sin embargo, la razón de la alta abstención no hay que buscarla en el autoritarismo de Alessandri o en el apoyo generalizado que supuestamente recibió la idea de la asamblea constituyente, sino en el boicot que hicieron las cúpulas de los partidos a la idea misma del referéndum139. Incluso aceptando que Alessandri actuó muchas veces de forma unilateral, difícilmente puede concluirse que la Constitución de 1925 fue hecha a su medida. Por el contario, su articulado fue pensado —repito— como una reforma del entramado constitucional de 1833, aunque tomando en cuenta los problemas que en ese entonces aquejaban al país. Así, cuando el capítulo III, artículo 14 de la Constitución de 1925 define que el Estado tiene una “función social” (manifestada en la “protección al trabajo, a la industria, y a las obras de previsión social, especialmente en cuanto se refieren a la habitación sana y a las condiciones económicas de la vida, en forma de proporcionar a cada habitante un mínimo de bienestar”), los constitucionalistas del 25 pensaron en solucionar aspectos concretos de la denominada “cuestión social”, sin por ello desmantelar el sistema político que habían respaldado históricamente sus predecesoras.
3. Buscando la legitimidad de ejercicio de la Constitución de 1925 La Constitución de 1925 entró realmente en vigencia en 1932, cuando la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo llegó a su fin y los sucesivos y breves gobiernos que le siguieron culminaron en el regreso a la primera magistratura de
Arturo Alessandri. Comenzó así un largo y sinuoso recorrido para dotar de legitimidad a la carta, proceso en el cual otra vez las reformas jugaron un papel de primera importancia. La hipótesis de esta sección es que para 1973 la Constitución de 1925 había alcanzado altos niveles de legitimidad. Esto significa dos cosas: en primer lugar, que, a pesar de los aspectos revolucionarios del programa de Salvador Allende140, al final de cuentas tanto la Unidad Popular (UP) como la oposición al Gobierno apelaron a la Constitución de 1925 para defender sus respectivos proyectos. Algo muy distinto haría la dictadura a partir de septiembre de 1973. En segundo lugar, que la literatura que ha culpado al régimen presidencialista por el colapso de la democracia chilena debe ser seriamente matizada. No veo la relación causa/efecto entre sistema presidencialista y golpe militar; por ello, la abolición de la Constitución de 1925 por parte de Pinochet debe explicarse —como lo hago en la cuarta sección— considerando otros aspectos. La Constitución de 1925 fue reformada siete veces entre su entrada en vigencia y 1971. Para los propósitos de este trabajo, vale la pena detenerse en cuatro. El 23 de noviembre de 1943, se creó la Contraloría General de la República como un órgano autónomo, un paso decisivo hacia la modernización del Estado141. Por su parte, el 21 de enero de 1970 el presidente Eduardo Frei Montalva firmó una reforma constitucional que, entre otras cosas, rebajó la edad para ejercer el derecho a sufragio de 21 a 18 años. Además, se creó un Tribunal Constitucional compuesto por cinco ministros, tres de los cuales debían ser elegidos por el presidente con acuerdo del Senado y los otros dos por la Corte Suprema142. Por otro lado, en 1971 se introdujeron una serie de reformas cuyo objetivo fue, por un lado, vigorizar la representatividad democrática del sistema político y, por otro, fortalecer el rol del Estado en la educación, en el repartimiento de derechos sociales y en la economía nacional. A través de las llamadas “Garantías Constitucionales”, la reforma del 9 de enero de 1971 (en adelante, reforma de 1971a) introdujo una serie de cambios en el ordenamiento constitucional chileno con el fin de asegurar “el libre ejercicio de los derechos políticos, dentro del sistema democrático y republicano”143. A los partidos políticos se les dio la “calidad de personas jurídicas de derecho público” para que concurrieran “de manera democrática a determinar la política nacional”, misión para la cual gozarían de “libertad para darse la organización interna que estimen conveniente”. Asimismo, la reforma de 1971a garantizó que todas “las corrientes de opinión” tendrían derecho “a utilizar, en las condiciones de igualdad que determine la ley, los medios de difusión y comunicación social de
propiedad o uso de particulares”, agregando que “toda persona natural o jurídica, especialmente las universidades y los partidos políticos, tendrán el derecho de organizar, fundar y mantener diarios, revistas, periódicos y estaciones transmisoras de radio”. Algo bastante más polarizador se aprecia en otros ámbitos de la reforma de 1971a. Si bien la educación privada continuó teniendo la potestad de organizar su administración según lo decidieran las autoridades particulares, ella declaró la obligatoriedad de la educación básica, dando al Estado la responsabilidad “primordial” de su implementación a través “de un sistema nacional del cual forman parte las instituciones oficiales de enseñanza y las privadas que colaboren en su realización”. El fortalecimiento estatal se aprecia también en el artículo que determinó que el Estado adoptaría todas “las medidas que tiendan a la satisfacción de los derechos sociales, económicos y culturales necesarios para el libre desenvolvimiento de la personalidad y de la dignidad humanas, para la protección de la colectividad y para propender a una equitativa redistribución de la renta nacional”. Si a eso le sumamos la reforma del 15 de julio de 1971 (en adelante, reforma de 1971b) que nacionalizó la minería —estableciendo que el “Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas, las covaderas, las arenas metalíferas, los salares, los depósitos de carbón e hidrocarburos y demás sustancias fósiles, con excepción de las arcillas superficiales”—, tenemos a un Estado controlando, como nunca antes en la historia de Chile, sectores clave de la vida nacional144. Considerando el activo papel jugado por los partidos durante la UP, las “Garantías Constitucionales” no parecen haber generado mayor conflicto entre las fuerzas políticas. La polarización —muy propia de la Guerra Fría— se debió más bien a cuestiones educacionales, sociales y económicas relacionadas con la segunda parte de la reforma de 1971a y con la totalidad de la reforma de 1971b. Se podría concluir que, más que continuar con el espíritu gradualista o burkeano de sus predecesoras, secciones enteras de las reformas del gobierno de Salvador Allende buscaron instaurar una revolución socialista con características totales. Ahora bien, más allá de los motivos ideológicos por todos conocidos, ¿es históricamente plausible culpar a la Constitución de 1925 por el golpe militar de septiembre de 1973, tal como sostienen Juan Linz y Arturo Valenzuela en diferentes trabajos? La respuesta a esta interrogante tiene dos cuerpos que se entrecruzan: la primera dice relación con la legitimidad de ejercicio de la carta de 1925; la segunda, con el sistema presidencialista.
A lo largo de su existencia, la Constitución de 1925 se fue paulatinamente legitimando en su ejercicio. Entre 1932 y 1970, el sistema electoral se perfeccionó, gracias a lo cual las mujeres pudieron participar de las elecciones (primero municipales, luego presidenciales) y el voto se hizo secreto. Los partidos políticos profesionalizaron sus programas y la relación EjecutivoLegislativo fue, con altos y bajos, relativamente estable y dinámica. Esto no quiere decir que en esas décadas no haya habido conflictos y diferencias. Todo lo contrario: fue en esos años cuando el país se polarizó como nunca antes. No obstante, no es claro que aquella polarización se haya debido a la Constitución de 1925: al menos hasta la reforma de 1971b, no se aprecia una vinculación directa entre el articulado de la carta y la polarización política. Incluso la reforma agraria, considerada hoy más que entonces como una causante directa del golpe de Estado, obedeció a una negociación política en la que participaron todos los actores involucrados (por eso fue una “reforma”, no una “revolución”, agraria)145. Del mismo modo, no veo una relación causa/efecto entre el régimen presidencialista y el colapso de la democracia chilena; no al menos en la forma palpable y evidente de Linz y Valenzuela. Según Valenzuela, el sistema presidencial estuvo “en continua crisis” después de 1925, ya que el presidente nunca pudo contar con mayorías parlamentarias. ¿Por qué? Porque Chile “es un país que, especialmente después de 1930 cuando se afianza el sistema de partidos políticos, tiene un sistema multipartidista. Y no es solamente un sistema multipartidista —muy al estilo del sur de Europa—, sino que también muy polarizado”. Sigue: “[T]enemos entonces un cuadro de cierta ingobernabilidad. El momento más dramático es, desde luego, el quiebre del sistema chileno en el año 73. Ahí tenemos un caso clásico de situación imposible. Es elegido un presidente con un 36% de la votación, que no tiene mayoría para ser elegido, donde el Parlamento tiene que elegirlo, o sea, una coalición de partidos, donde se firman ciertos acuerdos, pero no hay ninguna garantía de que estos sean suscritos por todo el período constitucional del presidente, y no lo son, como todos lo sabemos”. Y concluye: ya que la “idiosincrasia” chilena es más europea que norteamericana, Chile habría requerido “un sistema político capaz de concertar la necesaria unidad para gobernar y no encajar al país en un cuadro de inflexibilidad que en el siglo XIX llevó a una guerra civil [la de 1891] y que en el siglo XX llevó a un golpe de Estado”. Aquel sistema político sería el parlamentarismo146. Más allá de que Valenzuela no dé pruebas convincentes sobre por qué Chile
tendría una “idiosincrasia” más europea que norteamericana (siendo, por ende, esencialmente más proclive al parlamentarismo que al presidencialismo), su argumento me parece, por decir lo menos, discutible147. En primer lugar, la denominada “República Parlamentaria” (1891-1924) estaba muy desprestigiada para cuando comenzó a pensarse en una reforma a la Constitución. La prensa de la época muestra hasta la saciedad el agotamiento de un sistema que, aunque no exactamente parlamentarista148, tuvo al Congreso como su actor principal149. Al interior de la clase política también parece haber existido un consenso en regresar a un régimen presidencialista. El Partido Comunista era profundamente antiparlamentario, como queda de manifiesto en las siguientes palabras de su dirigente Manuel Hidalgo: el parlamentarismo era una “absurda parodia” que ahogaba “en la orgía de las disensiones bizantinas todo germen de progreso y de bienestar”150. El radical Carlos Vicuña Fuentes pensaba igual: en una oportunidad fue acusado, algo exageradamente, de proponer “una odiosa dictadura legal, un cesarismo insoportable cubierto con el manto brillante y engañoso de una constitución republicana”151. Incluso el más enconado rival de Arturo Alessandri, el general Carlos Ibáñez del Campo, nunca abogó por adoptar un régimen semipresidencial ni parlamentario152. Pero quizás más importante que enfatizar el consenso alcanzado en torno al régimen presidencialista es preguntarse si acaso un sistema parlamentarista habría evitado el golpe de Estado de 1973. Sostiene Valenzuela: [D]adas muchas de las similitudes en la posición de los partidos de izquierda y la Democracia Cristiana en 1970, es probable que una coalición entre centro e izquierda hubiera subsistido si el régimen hubiera sido parlamentario. Hubiera subsistido, sabiendo Allende y sus colaboradores que los cambios no podían ser demasiado drásticos, so pena de caída del gobierno, al mismo tiempo, con un régimen parlamentario, el Ejecutivo no hubiera podido embarcarse en la estrategia de tomar sectores de la economía por decisión propia. No hubieran existido los “resquicios legales” para una acción ejecutiva independiente, pues todas las medidas hubieran debido contar con la aprobación mayoritaria del Parlamento153. Sugerente hipótesis, pero claramente contrafactual: no sabemos qué habría ocurrido exactamente de haber existido un régimen parlamentario. De hecho, fue el régimen presidencialista el que permitió que el sistema de partidos funcionara y que la democracia se profundizara, tal como bien ha
planteado Julio Faúndez154. Por lo demás, imputar a la Constitución de 1925 y al régimen presidencialista la responsabilidad del golpe militar es olvidar que la oposición y el Gobierno de la UP usaron la Constitución para defender sus respectivos proyectos políticos: la primera, acusando al Gobierno de Salvador Allende de inconstitucionalidad; el segundo, para evitar que los militares intervinieran a través de un golpe de fuerza. En la sesión parlamentaria del 22 de agosto de 1973 los diputados de la oposición publicaron la siguiente declaración: Es un hecho que el actual Gobierno de la República, desde sus inicios, se ha ido empeñando en conquistar el poder total, con el evidente propósito de someter a todas las personas al más estricto control económico y político por parte del Estado y lograr de ese modo la instauración de un sistema totalitario absolutamente opuesto al sistema democrático representativo que la Constitución establece. Que, para lograr ese fin, el Gobierno no ha incurrido en violaciones aisladas de la Constitución y de la ley, sino que ha hecho de ellas un sistema permanente de conducta, llegando a los extremos de desconocer y atropellar sistemáticamente las atribuciones de los demás Poderes del Estado, de violar habitualmente las garantías que la Constitución asegura a todos los habitantes de la República, y de permitir y amparar la creación de poderes paralelos, ilegítimos, que constituyen gravísimo peligro para la nación; con todo lo cual ha destruido elementos esenciales de la institucionalidad y del Estado de Derecho. […] No pueden silenciarse, por su alta gravedad, los públicos y notorios intentos de utilizar a las Fuerzas Armadas y al Cuerpo de Carabineros con fines partidistas, quebrantar su jerarquía institucional e infiltrar políticamente sus cuadros. (La Cámara Acuerda) representar al señor presidente de la República y a los señores ministros de Estado, miembros de las Fuerzas Armadas y del Cuerpo de Carabineros, el grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República155. La respuesta de Allende no se hizo esperar: El día de anteayer, los diputados de oposición han exhortado formalmente a las Fuerzas Armadas y Carabineros a que adopten una posición deliberante frente al Poder Ejecutivo, a que quebranten su deber de obediencia al Supremo Gobierno, a que se indisciplinen contra la autoridad civil del Estado a la que están subordinadas por el mandato de la Carta Fundamental,
a que asuman una función política según las opiniones inconstitucionales de la mayoría de una de las ramas del Congreso. Que un órgano del Poder Legislativo invoque la intervención de las Fuerzas Armadas y de Orden frente al Gobierno democráticamente elegido, significa subordinar la representación política de la Soberanía Nacional a instituciones armadas que no pueden ni deben asumir funciones políticas propias ni la representación de la voluntad popular156. Sin entrar en el detalle de ambas declaraciones (su elocuencia habla por sí sola), cabe destacar que ambos grupos antagónicos hayan apelado a la Constitución de 1925 para desacreditar a su adversario y, al mismo tiempo, defender su propia idea de constitucionalidad. Ello quiere decir que para casi la totalidad del espectro político (dejo afuera a los grupos antidemocráticos, tanto de izquierda como de derecha) la Constitución de 1925 tenía un nivel aceptable de legitimidad, y que su ejercicio se había ido consolidando durante el siglo. El sistema presidencialista podrá haber funcionado mejor o peor; sin embargo, y a pesar de la polarización en la que se había sumido el país desde los años sesenta, para fines de agosto de 1973 nadie ponía en duda que la Constitución de 1925 era el sostén de la democracia representativa chilena. El golpe militar de septiembre de 1973 pondría fin a ese consenso.
4. La refundación del país: el caso de la Constitución de 1980 La junta militar encabezada por Augusto Pinochet justificó su accionar inicial en nombre de la Constitución. Así se aprecia en los primeros bandos publicados por las Fuerzas Armadas, los que, además de intentar legitimar su intervención, remarcan la “inconstitucionalidad” del Gobierno de Allende. El inciso 1 del bando N.º 5 de 11 de septiembre de 1973 dice que el Gobierno de Allende había incurrido “en grave ilegitimidad demostrada al quebrantar los derechos fundamentales de libertad de expresión, libertad de enseñanza, derecho de huelga, derecho de petición, derecho de propiedad, y derecho en general, a una digna y segura subsistencia”. El inciso 4, por su parte, señala que el Gobierno se había puesto “al margen de la Constitución en múltiples oportunidades usando arbitrios dudosos e interpretaciones torcidas e intencionadas”. Más interesante aún, el inciso 8 criticó que la autoridad de Allende estuviera “condicionada a las decisiones de comités y directivas de partidos políticos y grupos que le acompañan”, perdiendo con ello la “imagen de máxima autoridad que la Constitución le asignó y por tanto el carácter presidencial de su Gobierno”. En consecuencia, concluía el inciso 13, las Fuerzas Armadas se habían visto en la
obligación de “destitutir al Gobierno que aunque inicialmente legítimo” había caído “en la ilegitimidad flagrante”157. La lealtad a la Constitución de 1925 por parte de la junta militar no duró más que unos pocos días. Ya el 14 de septiembre de 1973 el bando N.º 29 decretó la clausuración del Congreso Nacional y declaró “vacantes los cargos de los parlamentarios que actualmente invisten tal calidad”158. A ello se sumó el Decreto de Ley 128 del 12 de noviembre de 1973, mediante el cual la Junta abolió de facto la Constitución de 1925 y se autoarrogó el poder constituyente. Renato Cristi ha estudiado en profundidad dicho decreto, por lo que en lo que queda de esta sección me detendré solo en algunos aspectos de él y en el rol jugado por Jaime Guzmán durante el resto de la década de 1970 en la preparación de una nueva constitución. Mi argumento es que Guzmán y los constitucionalistas cercanos a él llevaron adelante una “revolución constitucional” cuyo resultado fue la publicación de la carta de 1980. En efecto, un Gobierno políticamente “conservador” como el de Pinochet desechó la tradición constitucional comenzada en 1828 y explícitamente decidió no realizar una “reforma” de su predecesora. La idea burkeana de que los contratos sociales se construyen tomando en cuenta el aprendizaje de lo ya conocido fue, entonces, desechada por Guzmán y Pinochet, basándose además en una concepción constructivista de la realidad. De acuerdo con el Decreto de Ley 128, en septiembre de 1973 la junta militar asumió la totalidad del poder, atribuyéndose todas las responsabilidades de “las personas y órganos que componen los Poderes Legislativos y Ejecutivo, y en consecuencia el poder constituyente que a ellos corresponde”159. Por poder constituyente los redactores del decreto —entre quienes destacó, como dice Cristi, Jaime Guzmán160 — entendieron el derecho a hacer modificaciones al “ordenamiento jurídico contenido en la Constitución y en las leyes de la República” en caso de que el país así lo demandara. No obstante, al menos en términos formales, la Constitución de 1925 continuó vigente. Dos años después, la situación era otra. Perfilándose como el gran ideólogo constitucional de la dictadura, en 1975 Guzmán planteó en una entrevista que “nadie que lea el texto de la Constitución de 1925 (incluso con las reformas expresas que se le han hecho hasta la fecha), y que lo confronte con la realidad político-institucional imperante, puede adquirir un verdadero convencimiento de que aquella está vigente”. Para Guzmán, la Constitución de 1925 estaba “muerta en la realidad práctica y, lo que es aún más importante, en la mente del pueblo chileno”161. Llamaba, en consecuencia, a reemplazarla por una serie de Actas
Constitucionales, cuya preparación había recaído en una “Comisión Constituyente” (formada el 24 de septiembre de 1973 y luego conocida como “Comisión de Estudios de la Nueva Constitución Política de la República”). Pinochet siguió la misma estrategia en su conocido discurso en Chacarillas el 9 de julio de 1977. Aquella vez señaló que la “recuperación” del país no estaba del todo concluida, pues todavía era necesario completar las Actas Constitucionales en “todas aquellas materias de rango constitucional aún no consideradas por ella”. Una vez que dichas actas fueran completadas la “recuperación” del país se consumaría, quedando “definitivamente derogada la Constitución de 1925”. El plan de Pinochet era que la Comisión Constituyente continuara a cargo de la preparación de las Actas y que, para fines de 1980, el país contara con una nueva constitución162. Aunque lo que siguió a continuación es relativamente conocido, vale la pena recordarlo y así tener en mente las distintas opciones en juego. Sofía Correa lo resume bien: “En octubre de 1978, la Comisión le entregó a Pinochet el anteproyecto de una nueva constitución. En noviembre, el documento pasó al Consejo de Estado, órgano consultivo de 18 miembros, civiles y militares, designados por Pinochet, quienes elaboraron un nuevo texto de la Constitución de 1925, más cercano a una reforma de la Constitución de 1925 que el que había preparado la Comisión, y lo entregaron a la Junta de Gobierno en julio de 1980”163. Es decir, para fines de la década de 1970 todavía cabía la posibilidad de que Pinochet se decidiera por una reforma a la carta de 1925, y que los llamados de Guzmán a crear una nueva institucionalidad fueran matizados por los planteamientos del Consejo de Estado. La idea de este último de reformar la Constitución de 1925, en vez de crear una carta ex nihilo, estaba en la línea de lo propuesto por el Grupo de los 24, una organización de oposición que en julio de 1978 emitió una declaración llamando a reformar la Constitución de 1925, pero sin entrar en un juego refundacional. Este documento resume bien las prácticas burkeanas a las que he hecho mención, en cuanto considera la historia constitucional como el pilar del sistema político chileno. Luego de asegurar que la preparación de la “futura Constitución Política” debía comprometer el “interés de todos los chilenos”, el Grupo de los 24 propuso que la carta se inspirara “en los principios que orientaron la evolución política de Chile hasta convertirla en motivo de orgullo nacional y de prestigio internacional, buscando en la historia y en la realidad presente tanto las causas del proceso que culminó en la ruptura de nuestra tradición como los cambios que permitan su pronto y perdurable resurgimiento”. Las causas del quiebre de 1973 estaban todavía por aclararse, pero, según el Grupo de los 24, el golpe militar
había definitivamente roto con la tradición democrática del país. Consecuentemente, señalaban, “pensamos que los principios de soberanía popular, reconocimiento y garantía de los derechos del hombre, pluralismo, separación de los Poderes Públicos y Estado de derecho, consagrados durante más de un siglo y medio como bases esenciales de la democracia constitucional chilena, deben no solo ser reconocidos, sino, además, perfeccionados y robustecidos”164. Sabemos, empero, que nada de esto ocurrió: siguiendo el consejo de Jaime Guzmán, Pinochet publicó una nueva constitución, mediante la cual refundó la convivencia política del país. Así queda de manifiesto en la “Exposición hecha al país” por Pinochet el 10 de agosto de 1980: La Junta de Gobierno ha terminado el estudio del proyecto de la Nueva Constitución Política de la República, cuyo texto íntegro —para conocimiento de ustedes— será publicado oficialmente en el día de mañana. Este hecho marca un hito trascendental en la vida de la nación, ya que corresponderá ahora a la ciudadanía dar un nuevo y decisivo paso por la senda en que ha venido caminando Chile desde el mismo 11 de septiembre, pues ha llegado el instante de decidir nuestro futuro, encontrándonos ante dos alternativas: -Volver, paulatina pero inexorablemente a la noche de los mil días negros de Chile, con todo ese cúmulo de angustias y miserias que nos azotó sin piedad. -O, tomar la ruta que patrióticamente estamos señalando a nuestros conciudadanos. Es aquí, chilenos y chilenas, donde radica nuestro dilema al pronunciarnos por esta nueva Carta Fundamental que será sometida a vuestra consideración. El nuevo Chile que había comenzado en septiembre de 1973 se consolidaba ahora a través de una nueva constitución. Se refundaba, con ello, la república; se revolucionaba el régimen político para no caer nuevamente en la “noche de los mil días negros de Chile”165. Una de las cuestiones más relevantes recogidas implícitamente por la Constitución de 1980 es el concepto de “democracia autoritaria y protegida”.
Este ya había aparecido en el discurso de Chacarillas, cuando Pinochet definió lo que entendía por aquel régimen. En su pensar, Chile requería una “democracia que sea autoritaria, protegida, integradora, tecnificada y de auténtica participación social”. “Autoritaria” en el sentido de que debía “disponer de una autoridad fuerte y vigorosa”. “Protegida” porque “debe afianzar como doctrina fundamental del Estado de Chile el contenido básico de nuestra Declaración de Principios, reemplazando el Estado liberal clásico, ingenuo e inerme, por uno nuevo que esté comprometido con la libertad y la dignidad del hombre y con los valores esenciales de la nacionalidad”. De ese modo, cualquier disposición o acto que contradijera esos principios sería considerado “ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República”166. Y eso es exactamente lo que estableció el artículo 8.º de la Constitución de 1980 cuando declaró “ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República”167 todo “acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad, del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases”168. Es importante destacar la diferencia entre esta concepción de democracia y la democracia que se encuentra presente en la Constitución de 1925. Esta establece que el “Estado de Chile es unitario” y que su “Gobierno es republicano y democrático representativo”, adhiriendo así al sistema liberal clásico de representación. La carta de 1980, en cambio, no dice qué tipo de “democracia” impera en Chile, aunque se subentiende que es “autoritaria” y “protegida”. Detrás de esta forma de concebir la democracia se esconden los dos tipos de enemigos a los que apuntó Guzmán: 1) los que, con base en la voluntad general mayoritaria, consideraban a la democracia como un “fin en sí mismo” (partera, en el pensar de muchos seguidores de Pinochet, del totalitarismo marxista); y 2) el liberalismo de signo representativo, cuya “neutralidad” provocó, de acuerdo con la Exposición que hizo Pinochet al país el 10 de agosto de 1980, el derrumbe del sistema democrático en 1973169. Pinochet no culpó ni al régimen presidencialista ni al parlamentario del quiebre; más bien, apuntó a concepciones erradas de la democracia, las cuales, a pesar de sus diferencias (una, es directa/mayoritaria; la otra, representativa), parecían ser igualmente responsables del golpe militar. Marxismo y liberalismo clásico eran percibidos, pues, como enemigos igualmente peligrosos para la “Nueva Institucionalidad”. Que la Constitución de 1980 haya buscado cambiar radicalmente el sistema democrático chileno demuestra hasta qué punto el paso de Guzmán y Pinochet fue “revolucionario”. No solo eso: fue también “constructivista” y
antihayekeano. Hayek, ya lo hemos visto, era profundamente crítico del constructivismo racionalista, anclando su pensamiento en la tradición de Locke, Hume, Smith y Burke, y distanciándose de la ingeniería social revolucionaria heredera de la Francia post-1792. Así, pues, un gobierno supuestamente “conservador” como el de Pinochet terminó renegando de Burke y llevando a cabo una revolución racionalista. En palabras de Cristi, “en consonancia con la esencia del poder constituyente originario tal como es dilucidada por Schmitt y Sánchez Agesta, […] la acción emprendida por la junta militar en 1973 es de carácter revolucionario”. A partir de septiembre de ese año, la Junta quedó capacitada de facto para “‘crear en forma revolucionaria un ordenamiento urídico básico, con independencia del anteriormente existente’”170. Por supuesto, la revolución pinochetista no fue de corte jacobino. Sin embargo, siguió el mismo camino refundacional que tanto Burke como Hayek tanto criticaron en sus respectivos escritos. Guzmán, entonces, podrá haber sido “conservador” en materia de políticas públicas, pero de ninguna manera fue un reformista burkeano. Asimismo, quizás haya sido hayekeano en economía, pero difícilmente sus escritos y pensamiento político puedan incluirse en una tradición “liberal clásica”. El resultado final de su obra se alejó explícitamente de las prácticas burkeanas que permitieron redactar las cartas de 1828, 1833 y 1925. La Constitución de 1980 es el mejor ejemplo de eso.
5. Conclusión Los problemas de legitimidad —de origen y de ejercicio— de la Constitución de 1980 se deben precisamente a sus aspectos constructivistas. El hecho de que aún no haya consenso en torno a la validez de la carta de Guzmán y que estemos, querámoslo o no, en un momento constituyente es señal inequívoca de que, a diferencia de sus predecesoras, la de 1980 todavía no se ha legitimado del todo. En estas páginas he presentado la hipótesis de que ello se debe a que los constituyentes del 80 se saltaron la tradición constitucional chilena —la que es “liberal” y “conservadora” al mismo tiempo— con el fin de instaurar una “revolución” en el sistema político. Con ese objetivo expliqué, en primer lugar, qué entiendo por “tradición burkeana” y por qué es tan relevante para comprender el caso chileno. Luego me detuve en el período 1828-1925 para comprobar la idea de que el sistema político chileno prefirió siempre una orientación “reformista” a una “revolucionaria”. Incluso en los momentos más polarizados del siglo XX, los bandos en disputa apelaron, como propuse en la tercera sección, a la tradición constitucional chilena para proteger sus
respectivos proyectos políticos. En ese sentido, culpar al sistema presidencialista presente en la Constitución de 1925 (y, por tanto, a las cartas que la precedieron) del quiebre de la democracia en Chile podrá caber en un modelo politológico, pero de ninguna manera es suficiente para explicar históricamente la evolución constitucional chilena. En palabras de Oakeshott, “los jugadores en el curso de un juego podrán considerar nuevas tácticas, improvisar nuevos métodos de ataque y defensa, considerar cualquier estrategia para derrotar las expectativas de sus oponentes, excepto inventar nuevas reglas”171. Eso es exactamente lo que hizo el constructivismo pinochetista: inventó nuevas reglas. El problema es que hoy la posibilidad de comenzar de cero y, por tanto, de inventar reglas desconocidas está presente entre ciertos círculos de izquierda, en especial los que apoyan la idea de una asamblea constituyente. Ella es vista como la panacea a nuestros problemas; como una suerte de superestructura cuyo objetivo es solucionar la falta de transparencia o la desigualdad económica. Pero, hasta el momento, nadie ha planteado seriamente cómo y por qué eso se haría realidad en la práctica; de hecho, al no haber consenso sobre cómo debería estar conformada la asamblea (si por individuos o corporativamente), la discusión sobre la democracia asambleísta continúa siendo algo voluntarista. Al comenzar estar páginas sostuve que la asamblea constituyente podía utilizarse como un mecanismo para retomar la Constitución de 1925. Sin embargo, ello solo en el entendido de que la carta de Arturo Alessandri fuera la base desde la cual se discutieran las reformas que la asamblea debería poner en ejercicio. En caso contrario, los asambleístas estarían cometiendo un ejercicio igualmente constructivista que el de Pinochet y Guzmán, sumiéndonos otra vez en la vorágine e incertidumbre de la hoja en blanco. Ahora bien, el inmovilismo de derecha tampoco es la solución. Contrario a lo que he planteado en este capítulo al citar a Burke, Oakeshott y Hayek, en Chile el “conservador” militante —no el filósofo— suele estar interesado en cuestiones simbólicas de relativa o poca importancia. Podrán, como bien dice Hugo Herrera, identificarse “con nociones como los de orden, esfuerzo, libertad y nación”172, pero en general tienden a pasar por alto el reformismo gradualista de Burke o el de sus sus antepasados decimonónicos, como Zorobabel Rodríguez. Apelan a la tradición, pero a una tradición estática. Aceptan la legitimidad de la Constitución de 1980 porque ella ha sido varias veces reformadas; no obstante, poco o nada dicen del momento constituyente actual, tildándolo de “jacobino”, “irreal” y “revolucionario”. Lo que no comprenden es que la mejor forma de
evitar la revolución es introduciendo cambios y reformas en un contexto en que la tradición sea el timón que dirija el barco. En simple: que la tradición constitucional que nos unió como país —a través de las cartas de 1828, 1833 y 1925— actúe como guía para el nuevo marco constitucional que nos demos como sociedad. Como guía y no como molde inmóvil, porque retomar la Constitución de 1925 no significa fetichizar su articulado. Este tendrá que ser reformado para que cumpla con las expectativas actuales. Pero al menos comenzaríamos por algo conocido y aceptado. Burke estaría de acuerdo.
LA CONSTITUCIÓN DE 1925. CRISIS Y LEGITIMACIÓN CONSTITUCIONAL CO NSTITUCIONAL EN PERSPECTIV PERSPECTIVA A SOCIOLÓGIC SOCIOLÓGICA A Aldo Mascareño La relación de la sociología con la legitimación política y la validez jurídica ha sido permanente desde desde sus orígenes. Según Thornhill173, el nacimiento de la sociología puede ser visto como un contramovimiento a la Ilustración (Kant, Rousseau) y a las teorías del derecho natural, en tanto rechaza el deductivismo normativo según el cual la legitimidad de la acción estatal derivaba de principios racionalmente generalizados (igualdad, libertad, justicia, humanidad, dignidad) a los cuales los Estados deben cumplimiento. La sociología habría observado el problema más bien de manera histórica, identificando procesos complejos y multinivelados de construcción de legitimidad. En En el origen de este enfoque se 174 sitúan Max Weber con sus tipos ideales de dominación legítima, Eugen Ehrlich175 con su teoría del derecho viviente conducente a un pluralismo jurídico, y Theodor Geiger176 con su tesis sobre la efectividad del orden jurídico garantizado por la interdependencia social y, en último término, por la coacción. En la segunda mitad del siglo XX, tanto la teoría del derecho como la sociología del derecho adquirieron una tonalidad predominantemente normativa. En el primer caso, los enfoques de Dworkin177, Rawls178 y Alexy179 son indicativos de esta tendencia; en el segundo, las propuestas de Habermas180, con los derechos humanos en la cima de la jerarquía legitimatoria, y la idea de un Kantian constitutional mindset181 ilustran el giro normativo. Junto a ellas, sin embargo, un conjunto de propuestas retoma una aproximación en la que el componente sociológico prevalece sobre el normativo, o en el que, más bien, la producción de normas y la legitimidad de ellas es aclarada sociológicamente antes que asumida como fundamento de la operación del derecho y los órdenes políticos. Enfoques como el de Luhmann182, en el que la legitimación procedimental adquiere no solo un sentido instrumental asociado a fines, sino también un sentido simbólico consumatorio (que satisface expectativas en su operación inmediata), o propuestas como la de Teubner183, en la que la fragmentación de la sociedad mundial reconstituye una forma de pluralismo jurídico ahora a nivel
global, restablecen la pregunta sociológica por el cómo la sociedad llega a producir estándares a los cuales atribuye no solo un carácter normativo, sino también una fuerza simbólica suficiente para motivar la acción y la formación de estructuras sociales que, de manera contingente, logran una alta legitimidad y también la pierden en el transcurso de procesos sociales de escala ampliada. Esta perspectiva sociológica es la que adopto para explorar las condiciones de legitimación de la Constitución chilena de 1925. No busco, por tanto, evaluar su legitimidad desde un estándar normativo predefinido; tampoco derivar conclusiones a partir de una indagación de sus contenidos dogmáticos, o examinar las cadenas de validez de sus antecedentes y consecuentes constitucionales o de la producción legislativa que se monta sobre ella. Mi objetivo es sociológico en un doble sentido. Por un lado, me pregunto cómo la Constitución de 1925 obtiene y produce condiciones sociales de legitimación; por otro, establezco un correlato entre esas condiciones y procesos sociales de amplio alcance histórico y estructural en el siglo XX. Más allá del evidente interés que la reflexión en torno a la Constitución de 1925 puede tener para un nuevo impulso constitucional hoy en Chile, dos cuestiones son, a mi juicio, sociológicamente interesantes de esta Constitución. Primero, su origen y su conclusión están marcados por crisis de proporciones; segundo, durante su ejercicio se produce en Chile la construcción de una sociedad moderna en el sentido sociológico del término, esto es, una sociedad de masas, como la sociología de la época la entendió184. Sobre estas bases, una primera hipótesis de este texto es que las crisis sociales uegan un rol relevante en el cambio y la dinámica de la legitimación constitucional. Las crisis sociales son momentos en los que se hace evidente un distanciamiento entre expectativas y experiencia185, en los que la inadecuación de las estructuras sociales frente a las expectativas de inclusión que ellas mismas han abierto se transforma en motivación de cambio institucional186. Pero, puesto que las crisis responden a la historicidad de una época, las instituciones que fundan o reinventan no pueden considerarse permanentes; despliegan sus posibilidades hasta que se enfrentan al exceso de su propio éxito. En el interior de sus soluciones incuban incrementalmente problemas que afectan sus condiciones de legitimación y abren nuevos momentos de criticalidad y transformación187. Estos momentos pueden ser absorbidos por el marco institucional por medio de procesos de reforma que logran manejar potenciales condiciones de crisis, como a mi juicio lo hizo la Constitución de 1925 entre la
década de 1950 y 1973 hasta su interrupción radical con el golpe militar. Cuando se observa el período de vigencia de la Constitución de 1925 (formalmente entre 1925 y 1973), entonces una correlación sociológica entre ella y la transformación de Chile en una sociedad moderna de masas salta inmediatamente a la vista. En las primeras décadas del siglo XX, entra en crisis la primera fase de modernización agroexportadora en Chile. Ahí se gesta una nueva constitución que establece el horizonte político-institucional que acompañará y sostendrá la segunda fase de modernización de industrialización sustitutiva de importaciones, así como la formación de una estrategia moderna de inclusión social —o, expresado en semántica política, una estrategia de bienestar en el marco de relaciones capitalistas— que se detiene abruptamente en 1973, y que inaugura una tercera fase de modernización de mercado institucionalmente configurada en la Constitución de 1980. Esta correlación entre crisis, Constitución y modernización que observo en este texto conduce a una segunda hipótesis, ahora sobre la legitimidad de la Constitución de 1925. Sostengo que, a pesar de la intervención militar presente en su origen, la Constitución de 1925 logra legitimarse porque traduce sus garantías constitucionales en legislación que funda instituciones sociales adecuadas a las expectativas de la segunda fase de modernización, la que forma la sociedad moderna de masas en Chile. La legitimación deriva de una no fácil ampliación de criterios de inclusión política, de la experiencia práctica y simbólica de participación en procedimientos permanentemente abiertos por estas instituciones sociales y, en menor medida, de los resultados de inclusión que se obtienen. Para desplegar estos argumentos, en la primera sección propongo un esquema para el análisis sociológico de la legitimación que distingue entre input legitimacy, throughput legitimacy y output legitimacy y extraigo de ahí algunas conclusiones intermedias en torno a las condiciones sociológicas de legitimación de acuerdo con el esquema. En la segunda sección, bajo el empleo de este esquema y a partir de literatura relevante sobre la Constitución de 1925, abordo directamente la correlación entre crisis, Constitución de 1925 y modernización. Concluyo elaborando algunas reflexiones relacionadas con el impulso constitucional actual a partir de los análisis desarrollados. 188
1. La legitimación como problema sociológico
Ya en la concepción tradicional weberiana se acepta que la creencia en la legitimidad de la obediencia a mandatos no está siempre presente en las relaciones de dominación189. La legitimidad es un recurso adicional a fuerzas puramente materiales, racionales o afectivas que por sí solas no podrían mantener la dominación por demasiado tiempo. Aquella no es, por tanto, un estándar que esté contenido en algún tipo de norma desde el cual se pueda derivar la validez del orden social. En tanto se trata de una pretensión de legitimidad, esta es definida como problema social, es decir, como una situación que debe ser continuamente resuelta en operaciones concretas de interrelación social y cuyo éxito —esto es, la construcción de un horizonte de legitimación para una determinada institución o relación de dominación— no está previamente asegurado de manera normativa. En tanto problema social, la legitimidad deviene contingente: puede concretarse o no en una estructura simbólica o normativa, su intensidad y extensión social son variables, la selección de fuentes y, por tanto, los tipos de legitimación pueden ser diversos e incluso antagónicos, y precisamente por estas razones la fuerza persuasiva de una constelación de legitimación no puede entenderse como constante en el tiempo. Bajo estas premisas, la legitimación adquiere un carácter dinámico. Más que una respuesta binaria, ella emerge y oscila en la relación social que la construye; obtiene niveles y densidades que varían temporalmente de acuerdo a la situación social que se enfrente. Un esquema sociológico de interés para el análisis de la legitimación entendida de este modo es el que se ha desarrollado a propósito de los problemas de representación política en el marco de la Unión Europea. No es mi interés pasar revista a los problemas de legitimación en esta región; tampoco realizar un ejercicio comparativo entre las formas de legitimación desplegadas en este espacio y las que eventualmente se pueden encontrar en Chile o América Latina. Sin embargo, el esquema analítico empleado me parece suficientemente abstracto (en este sentido, universal) para su aplicación a otras situaciones, y suficientemente concreto (en este sentido, específico) para considerar la legitimación como un problema social en el modo descrito más arriba, esto es, como una propiedad emergente y dinámica en la relación social que la construye. En ese entendido, el esquema puede aportar una perspectiva sociológica de interés para el análisis de la Constitución de 1925 y, también, de otros procesos constitucionales a nivel nacional. Este esquema presenta tres momentos analíticamente distinguibles —aunque
también concretamente identificables en determinadas operaciones— en los procesos de legitimación. Estos son: a) input legitimacy, b) throughput legitimacy, y c) output legitimacy . Esquemáticamente, estas formas pueden ser caracterizadas del modo siguiente (Tabla 1): 190
Tabla 1. Características principales de la legitimidad de input, throughput y output 191
La legitimidad de input es entendida como la participación política de partidos y grupos de interés en los procesos de representación electoral192, los que en definitiva conducen a una producción legislativa de carácter democrático: “Las decisiones políticas son legítimas solo si, y en la medida que, reflejan ‘la voluntad del pueblo’ —esto es, cuando pueden ser derivadas de las preferencias auténticas de los miembros de una comunidad—”193. De manera más particular aunque indefinida, la legitimación de input también incluye un sentido de identidad ciudadana con el sistema político194, y presupone una construcción reconocible de un colectivo del cual la minoría pueda sentirse parte, aunque las instituciones mayoritarias decidan en una dirección distinta de sus intereses. La forma de traducir esto en operaciones sociales se logra por medio de las condiciones de una democracia formal, esto es, “los principios de una elección democrática realizada con rectitud [fair] como una persona, un voto;
competencia de partidos, elecciones regulares periódicas; oportunidades reales de participación en el voto y articulación de intereses”195 . Puesto en términos de motivación de la acción, la legitimidad de input se orienta a la selección de los medios que eventualmente conducirán a los fines esperados. La legitimidad de output presupone la efectividad (en el sentido de cumplimiento de objetivos y concreción de resultados) de los rendimientos de un sistema político y de sus instituciones196. Se centra en las consecuencias de las decisiones y acciones del sistema197 generalmente operacionalizadas a través de los resultados de sus políticas públicas. Para expresarlo por medio de una fórmula clásica, si la legitimidad de input refiere a la voluntad del pueblo, la legitimidad de output introduce la perspectiva de un gobierno para el pueblo. En este caso, la legitimidad deriva “de la capacidad de resolver problemas que requieren soluciones colectivas, en tanto ellas no podrían ser solucionadas por la acción individual, tampoco por medio del mercado ni por una acción colectiva voluntaria en la sociedad civil”198. Este tipo de problemas requiere de estructuras multifuncionales que en conjunto produzcan los resultados programados de manera coordinada. De este modo, la legitimidad de output es vista como un correlato de la legitimidad de input199. La democracia tendría solo un carácter ritual si su evaluación se concentrara solo en la primera y subvalorara la segunda. De igual manera, el puro énfasis en los resultados instrumentaliza el concepto de democracia en términos de logro de metas, y puede conducir a una limitación de su sentido de participación formal que acercaría el concepto de democracia a formas patrimonialistas de organización política200. La legitimidad de throughput, en tanto, ha sido desarrollada sistemáticamente por Schmidt201. Es concebida en términos de eficacia, transparencia y accountability de la acción de gobierno, en conjunto con la inclusión en los rendimientos de los procedimientos institucionales. Su relevancia reside en la influencia que puede tener sobre los otros dos tipos de legitimación: un mal throughput “consistente de prácticas de governance opresivas, incompetentes, corruptas o sesgadas”202 socava las percepciones de legitimación en todos los niveles; mientras que un buen throughput puede sostener una constelación política a pesar de resultados no plenamente satisfactorios. La legitimidad de throughput está orientada al proceso y, por tanto, al modo en que las personas son incluidas en procedimientos institucionales de forma tal que ellas acepten las premisas de una decisión como propias y reestructuren sus expectativas en sintonía con el marco institucional203. En este sentido, el tipo de
legitimación throughput apunta a reducir la distancia entre las expectativas que el propio marco institucional abre y la experiencia de los actores con ese marco institucional. La idea de democracia deliberativa como formación discursiva de la opinión y la voluntad política204 y la propuesta de sistemas de negociación en los que se busca un paralelismo de metas por medio de la coordinación pragmática de expectativas205 caben como formas throughput de legitimación. Además del caso de la Unión Europea, este tipo de análisis de legitimidad ha sido aplicado al análisis de redes de política pública206, instancias de regulación de servicios públicos207, mecanismos globales de governance , el sistema financiero209 y condiciones de déficit democrático en contextos globales de governance . 208
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Algunas conclusiones intermedias pueden obtenerse del despliegue de estas distinciones para el análisis de la Constitución de 1925 y para una sociología constitucional en términos generales. En primer lugar, si la legitimidad de las constituciones puede ser evaluada en los términos descritos, ello supone que ninguna constitución es legítima (o ilegítima) en sí y ante sí. Su legitimidad se construye sociohistóricamente en la operación de sus procedimientos formales, en la satisfacción o decepción de las expectativas que abre y en la capacidad reflexiva de sus mecanismos para detectar fallas y corregirlas por medio de reformas en sintonía con los afectados reales y potenciales. Es decir, su legitimidad se juega en la dinámica de las condiciones de input, throughput y output. En segundo lugar, que la legitimidad de una constitución se construya sociohistóricamente no significa que las posiciones normativas no produzcan contribuciones decisivas a la legitimación constitucional. Ellas pueden aparecer tanto en las condiciones de input como de throughput y en la evaluación de los outputs. Lo sociológicamente interesante del esquema es que permite considerar esos fundamentos normativos como alternativas equivalentes de legitimación cuya preponderancia depende del resultado de prácticas políticas que logran generalizar una u otra semántica legitimatoria en momentos distintos. Lo que el esquema descarta es, únicamente, que exista solo un modo normativamente correcto (o verdadero) de legitimación que fundamente un sentido de unidad social general. Por razones que no es necesario tratar aquí, la idea de Estadonación ha enfatizado históricamente tal sentido de unidad (normativo, cultural, identitario, étnico) al interior de sus fronteras; observar ese problema de manera sociológica significa preguntarse cómo ha sido esto posible y cuánta contingencia normativa se esconde detrás.
En tercer lugar, no sería correcto asociar la legitimidad de input solo al origen de una constitución, la de output solo a los resultados al final de su período de vigencia, y el throughput al período en el que se mantiene en vigor. Esto implicaría perder las posibilidades dinámicas contenidas en el esquema y, peor aún, perder la dinámica de los procesos de legitimación. Si el input se asocia principalmente con las condiciones de democracia formal que abre un marco constitucional, entonces la legitimidad de input puede producirse a lo largo de todo el período de vigencia. No se trata solo de la legitimidad del momento constituyente, sino de la capacidad del marco institucional para poner en movimiento sus procedimientos de participación electoral de manera periódica y contar al menos con el concurso de las personas en ellos. Del mismo modo, el throughput no puede entenderse en la forma de simples variaciones de legitimidad durante la vigencia de la Constitución. El throughput refiere más bien a la experiencia de participación en un proceso o procedimiento institucional que eventualmente conduce a resultados, pero donde lo que importa es la dimensión simbólica de estar en vías de. El output de un marco constitucional, en tanto, debe analizarse en relación con la dimensión throughput, esto es, teniendo en cuenta las expectativas que abren las instituciones bajo ese marco, la experiencia de satisfacción o decepción de las personas sujetas a él y las transformaciones socioestructurales generales que se ponen en juego en la construcción de un orden constitucional. En síntesis, la sociedad es más compleja que su constitución, y por ello, para adquirir legitimidad, la constitución debe actuar como un mecanismo que facilite la reducción de complejidad, es decir, que permita a las instituciones sociales absorber la incertidumbre producida por cambios sociales de escala ampliada, inmanejables desde la perspectiva individual.
2. Crisis y dinámicas de legitimación en la sociedad de la Constitución de 1925 Una aproximación sociológica a la legitimación constitucional no puede centrarse en el texto constitucional, en su dogmática o únicamente en los derechos que formula. Más bien, tiene que entender la constitución como un resultado tanto de prácticas sociales como de selecciones de tipo evolutivo que configuran transformaciones estructurales que exceden el objeto constitucional. En una fórmula simple: es la sociedad la que produce su constitución, ella la que la legitima y la hace caer cuando los marcos que se autoimpuso por su intermedio no son capaces de procesar su creciente complejidad.
En esta sección abordo distintos aspectos sociológicos que importan a la legitimación de la Constitución de 1925 mediante el empleo de los conceptos desarrollados en la sección anterior. Comienzo por el diagnóstico de crisis de las primeras décadas del siglo XX en Chile del cual la Constitución de 1925 es un resultado. Continúo con el análisis de sus condiciones de legitimación de input, throughput y output, y concluyo con el retorno de la crisis en 1973 entendida en términos de destrucción constitucional.
2.1. La crisis en los inicios del siglo XX en Chile: 1920-1925 A inicios del siglo XX en Chile existían al menos tres diagnósticos de crisis: la denominada crisis moral, la crisis del salitre y la crisis del parlamentarismo. La primera reflexionaba sobre la distancia que ya se hacía visible en el cambio de siglo entre la riqueza de clase alta, generada fundamentalmente por la industria del salitre y una plutocracia bancaria, y problemas sociales por primera vez visibles en Chile en su sentido moderno, como alcoholismo, insalubridad de las viviendas, prostitución, mortalidad infantil y suicidio211. Por un lado, se trataba de una falta de moralidad pública “que consiste en el cumplimiento de su deber i de sus obligaciones por los poderes públicos i los majistrados, en el leal y completo desempeño de la función que les atribuye la carta fundamental i las leyes, en el ejercicio de cargos i empleos, teniendo en vista el bien jeneral i no intereses i fines de otro jénero”212. Por otro, el problema se veía de manera más generalizada en la ineficiencia de la agricultura, en la decadencia de la minería salvo por la industria del salitre, en una reducida actividad industrial, en un comercio sin seguridad de precios, en la pobreza que todo ello producía, pero sobre todo en el orden político: “Cuando después de la Guerra del Pacífico, influidos talvez por la relajación moral que toda guerra afortunada trae consigo, nuestras clases gobernantes olvidaron los verdaderos intereses nacionales, para mirar solo por los propios, se produjo un desquiciamiento jeneral de los partidos que hasta entonces se habían disputado la dirección de los negocios públicos”213. El desquiciamiento se expresa en corrupción, venalidad, caudillaje, legislación en beneficio propio y limitaciones de acceso al Parlamento, cuestiones que ya daban indicios de una crisis del sistema parlamentario. Ambos diagnósticos coinciden en dos cuestiones: en el uso de la idea de crisis moral como reflejo de una falta de integración social generalizada y también en la atribución de los problemas de exclusión a situaciones de corrupción en la política. En otros términos, las instituciones políticas fallaban en el output (exclusión) y en el throughput (corrupción). Collier y Satter214 ven el problema de
manera similar, aunque con algunos matices. La agricultura se caracterizaba por un alto monopolio en la propiedad de la tierra; la industria manufacturera tenía un mayor auge asociado a los mercados urbanos y del salitre; la propia industria del salitre era pujante pero comienza su declive en 1914 con la Primera Guerra Mundial; la política monetaria era inflacionaria desde fines del siglo XIX; la vida urbana se tornó especialmente miserable para las clases populares —con largas jornadas de trabajo, alcoholismo, mortalidad infantil— y la corrupción política y la politiquería parlamentaria (inefectividad, rotación de ministerios) aumentó de manera creciente. Especialmente entre 1900 y 1920, todo ello incubó intranquilidad y descontento social en lo que se llamó la “cuestión social”, momento de emergencia del proletariado urbano y caracterizado por crecientes huelgas, protestas, organización sindical y de estudiantes y la expansión ideológica del anarquismo. Las decepciones eran demasiadas a inicios del siglo XX. La experiencia se distanciaba cada vez más de la expectativa. Probablemente el tiro de gracia de ese proceso es la crisis del salitre. Según Meller215, esta se inicia en 1914 y concluye en 1929 cuando los ingresos vuelven al nivel de 1880. El problema, sin embargo, no es solo la reducción del precio; es que el boom exportador produjo altos niveles de gasto fiscal con una estructura tributaria que dependía principalmente de un ítem sometido a fluctuaciones externas. Por ello las drásticas reducciones de 1914 condujeron a medidas impopulares que afectaron la legitimidad de output del orden político: reducción de salarios públicos, impuestos al alcohol, al tabaco, e incluso impuestos a la renta, la propiedad, las inversiones de capital y sobretasas a artículos suntuarios, que tocaban especialmente a las clases altas. Como nada de esto lograba cubrir los déficits, la emisión de papel moneda y bonos se incrementó de manera constante con fuertes efectos inflacionarios216. Enrique Fernández ha sostenido que el período entre 1891 y 1931 puede ser caracterizado como un Estado excluyente . Lo cierto es que, cuando se observan los outputs de sus instituciones políticas, la denominación puede ser adecuada. No obstante, por una razón más bien formal Fernández concluye que no hay crisis: “No hubo ‘crisis de legitimidad’ exactamente por la misma razón que no hubo consensos ni ruptura de estos: los grupos oligárquicos no llegaron a acuerdos con el resto de la población acerca de la forma como debían estructurarse las prácticas política, administrativa y legal, y esta no concluyó voluntariamente obedecer la naciente institucionalidad republicana”217. Fernández remite solo a un tipo de legitimación orientada a la formación de consensos;
confunde la aceptación en la base de la legitimidad con deliberación, que es solo una de las formas posibles de legitimación tipo throughput (probablemente la más normativamente dirigida dentro de los modos de legitimación racional). Excluye, por ejemplo, que el problema de la legitimación se haya resuelto por la vía de una dominación tradicional, específicamente como dominación estamental en el sentido weberiano218, y excluye también que justamente el proceso de modernización haya hecho insostenible seguir recurriendo a esta fuente de legitimidad tradicional ante todas las evidencias y experiencias de crisis generalizada a inicios del siglo XX. Incluso el mismo Fernández entrega datos acerca de los persistentes problemas de legitimidad de input en ese período: “[E]n 1885 votó un 3,2% de la población total; un 3,6% en 1888; un 8,6% en 1912 y un 4,4% en 1920”219. Cuando las crisis tocan aspectos fundamentales de las estructuras sociales de una época adoptan el modelo de una cascada y circulan de una dimensión social a otra. En su análisis de la crisis financiera de 2008, Walby sostiene que, desde el ámbito de las finanzas, la crisis afectó a la economía real, al ámbito fiscal y desde ahí a la legitimación democrática220. De modo similar, en la década de 1970 Habermas argumenta que la crisis económica se transformó en una crisis de racionalidad a nivel político que afectó su legitimidad e incluso la motivación en el sistema sociocultural221. En el caso chileno de inicios del siglo XX, la crisis parece ser originalmente visible en la dualización de la sociedad en términos de riqueza y pobreza, en la construcción topológicamente identificable en zonas de inclusión y zonas de exclusión222, que impedían a las clases medias profesionales nacientes ocupar posiciones de poder relativo. Ello afectó las condiciones de legitimación del orden político, aunque el golpe final vino desde la crisis económica del salitre, que aceleró la transición a una nueva situación. En términos de fases de desarrollo, el periodo implicó el fin del modelo agroexportador y el inicio de la fase de industrialización sustitutiva de importaciones. Puesto que se trata efectivamente de una crisis, las décadas previas a la Constitución de 1925 deben ser consideradas tanto en términos de la inadecuación de las estructuras disponibles para procesar incrementos de complejidad social como también desde el punto de vista de un clima social favorable para el despliegue de nuevas bases de convivencia. Esto es lo que Cordero ha denominado un momento de negatividad, en el que crítica y expectativa operan de manera conjunta en la resolución de la reestructuración de la sociedad223. De ese modo, a pesar de que la crisis de inicios del siglo XX en
Chile expresa los problemas de legitimación de input, throughput y output del antiguo sistema institucional, la propia crítica, movilización y participación que produce constituye un input legitimatorio de la nueva fase. Sobre esta base se asienta la Constitución de 1925.
2.2. Ambigüedades de legitimación de input y construcción de estatalidad Distintos elementos deben ser considerados en la legitimación de input de la Constitución de 1925. La evaluación de ellos en conjunto deja ver la ambigüedad en este aspecto. Esto se sintetiza esquemáticamente en la Tabla 2:
Tabla 2. Legitimación de input en la Constitución de 1925
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Desde las fuentes carismáticas de la autoridad alessandrista hasta los intentos fallidos de cambio constitucional en una dirección corporativista y cristiana de 1932226, lo que el período entre 1920 y 1932 muestra es la transición entre una fase de agudización de la crisis y su restabilización227. Una situación social de esa naturaleza no puede ser calma, coherente ni consecuente. La mezcla de principios liberales y democráticos que inspiran a la Constitución de 1925228 y su 225
orientación bienestarista contrastan con la facticidad de su instalación. Incluso la intervención militar de 1924 apoya la propuesta de legislación progresista de la Alianza Liberal (que define el camino hacia la Constitución de 1925) y se opone a las fuerzas conservadoras de la Iglesia católica y de la Sociedad de Fomento Fabril229. Huntington ha sostenido que en las primeras décadas del siglo XX —y a diferencia de otros países latinoamericanos— Chile tenía un sistema de partidos más desarrollado, una oligarquía políticamente abierta a la penetración de clases medias y un ejército más profesionalizado, por lo que la intervención militar de la década de 1920 “jugó solo un rol suplementario en la transición a un régimen de clase media”230. Por cuestiones de este tipo, no es sociológicamente correcto argumentar en los extremos sobre la legitimidad de input de la Constitución de 1925, por ejemplo, que carece de ella por haber sido impuesta por militares231, o que la tiene plenamente por constituir una respuesta a aspectos fundamentales planteados por la “cuestión social”232. Como lo muestra la Tabla 2, hay varios mecanismos de legitimidad de input en el proceso (propuestas constitucionales, comisión consultiva, plebiscito) y también diversos aspectos críticos que limitan la participación en ellos y que, por tanto, deslegitiman el input. Mi interpretación es que, precisamente por estas constricciones a la legitimación de input de la Constitución de 1925, distintos autores consideran que la vigencia de ella (en un sentido sociopolítico sustantivo y no solo formal) comienza en 1932, con el segundo gobierno de Alessandri, y no en 1925233. Ciertamente, parece difícil sostener la legitimidad legal-racional o procedimental de la Constitución si Alessandri renuncia a la presidencia ante la presión de su ministro Ibáñez, si Ibáñez como vicepresidente en ejercicio llama a elecciones con solo él como candidato, si luego establece un Estado persecutorio de la disidencia, si designa un Congreso a dedo (el denominado Congreso Termal) afín a su política. Ibáñez renuncia en 1931 luego de una amplia agitación política originada en la crisis de 1929 que se extendió en el gobierno de Montero en 1931 y que culminó en 1932 en la República Socialista, con una nueva disolución del Congreso y el origen de las Milicias Republicanas (fuerzas paramilitares de apoyo al orden constitucional empleadas incluso hasta 1936 en el segundo gobierno de Alessandri para no involucrar a las fuerzas armadas en la acción política)234. En este sentido, es posible sostener que la Constitución de 1925 “entra en vigencia” en 1932 con el segundo gobierno de Alessandri bajo un argumento asociado a la legitimidad de input: que existe una elección presidencial participativa, que se elige un Congreso de manera democrática después de siete
años y de múltiples irregularidades electorales, que el procedimiento eleccionario inaugurado se mantiene hasta 1973 y que se amplía progresivamente con diversa legislación de inclusión política y reformas constitucionales —como el voto femenino en elecciones municipales en 1934, en elecciones presidenciales y parlamentarias en 1949, la cédula única en 1958, el voto de no videntes en 1969 y el de personas que no saben leer ni escribir en 1971—. Collier y Sater sostienen que el mayor logro de Alessandri “en la década de 1930 fue restaurar la estabilidad, asentando las bases para cuatro décadas de creciente democracia”235. En algún sentido, este juicio puede ser acertado, pero me parece restringido a consideraciones de legitimidad de input como las mencionadas, relevantes sin duda, pero mínimas. Un escenario más completo del largo y tortuoso camino legitimatorio del orden institucional de la Constitución de 1925 se logra con una observación sociológica de la legitimidad de throughput y output. Lo que se comienza a construir en este período es lo que técnicamente puede denominarse estatalidad (statehood, Staatlichkeit ). ). Condiciones mínimas de estatalidad suponen una dimensión de facto (centralización del monopolio de violencia física) y otra de jure (su forma jurídica constitucional)236. Pero además de ellas se requiere de un conjunto de instituciones sociales que permita el procesamiento diferenciado y especializado de expectativas de inclusión social y su transformación en decisiones colectivas vinculantes con resultados prácticos237. Esto es lo que Stichweh238 ha llamado la función de intermediación inclusiva del Estado de bienestar, que comienza a operar en el momento en que “de la dinámica propia de otros sistemas funcionales no resulta la inclusión de una proporción de la población cada vez más alta, sino que las exclusiones se estabilizan o comienzan a amenazar con ampliarse”. La Tabla 3 muestra algunas de estas instituciones creadas al amparo de la Constitución de 1925.
Tabla 3. Construcción de estatalidad 1925-1973
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Esta fuerte construcción de estatalidad en Chile entre 1925 y 1973 se corresponde con un proceso socioevolutivo de carácter global que tiene lugar entre los siglos XIX y XX, y que Gino Germani240, con especial énfasis en América Latina, identificó como el período de transición entre un orden social tradicional y un orden moderno. La transición abarca no solo las dimensiones de
la vida social (organización política, economía, estratificación social, familia, moral, entre ellas), sino que también implica cambios sustanciales en los modos de pensar, sentir y actuar de las personas. En este sentido, la transición es total241. En tanto se trata de un cambio de gran escala, el proceso es altamente inestable: “Lo típico de la transición, la coexistencia de formas sociales que pertenecen a diferentes épocas, imprime un carácter particularmente conflictivo al proceso que es inevitablemente vivido como crisis, pues implica una continua ruptura con el pasado, un desgarramiento que no solo tiende a dividir a las personas y grupos, sino que penetra en la conciencia individual, en la que también llegan a coexistir actitudes, ideas, valores, pertenecientes a diferentes etapas de la transición”242. Huntington ha interpretado estos procesos de modernización desde el punto de vista político como olas de democratización y sus retrocesos243. La primera ola que establece instituciones democráticas modernas se produce en el siglo XIX e incluye a países europeos y americanos, entre ellos Chile. Las líneas se diferencian en las décadas de 1920 y 1930 cuando distintos países de esas regiones entran en fases de totalitarismo o autoritarismo. Chile es el único país de América Latina que mantiene y refuerza su proceso de democratización en esas décadas, precisamente con la Constitución de 1925. La segunda ola de democratización se inicia luego de la Segunda Guerra Mundial en países europeos y asiáticos. En ese momento, Chile comienza a ir a contracorriente: el retroceso democratizador se había iniciado en 1960 en América Latina y la tercera ola de democratización se iniciaba en Portugal en 1974, un año después de que Chile comenzaba su fase dictatorial. Consecuentemente, Chile entra tarde, en 1990, en la tercera ola de democratización, que se extiende desde 1974 hasta el fin del totalitarismo soviético. A inicios del siglo XX, el orden institucional creado al amparo de la Constitución de 1833 había anunciado sus límites. La “cuestión social” era el síntoma más visible de la inadecuación de las estructuras sociales para procesar las crecientes demandas del proceso de transición, tanto en su dimensión sociológica enfatizada por Germani como en la dimensión política enfatizada por Huntington. La propia Constitución de 1925 y el fuerte desarrollo institucional en distintos campos que se despliega bajo sus marcos se orientan a la construcción de una estatalidad adecuada a la transición, que cumpla con la función de intermediación inclusiva cuando los rendimientos de distintos sistemas estabilizan exclusiones y amenazan con acrecentarlas. Interesante es que en Chile esta transición entre tradición y modernidad se lleva a cabo en el
siglo XX sin perder el carácter “cívico” del régimen político, a diferencia de otros órdenes que adoptaron formas más bien “pretorianas”, como Paraguay, Egipto o Argentina, o totalitarias, como Alemania e Italia. De todos modos, en ese escenario Chile pertenece a un nivel transicional, con participación de la clase media y parlamentos elegidos en procesos eleccionarios limitados, los que sin embargo se van ampliando consistentemente a lo largo del siglo XX aumentando la legitimación de input del sistema. Como he sostenido en la sección anterior, la legitimación de throughput apunta a la reducción de la distancia —por lo demás siempre existente— entre expectativas sociales (fundamentalmente de inclusión en los rendimientos institucionales) y experiencia de los actores en relación con las instituciones. En ese sentido, la Constitución de 1925 es la Constitución de la transición entre tradición y modernidad en Chile. Ahí hay que buscar sus condiciones de legitimación throughput y su reacción reformista cuando el output muestra una distancia entre las expectativas creadas y la experiencia.
2.3. Legitimación de throughput, legislación y bienestar En términos históricos, la década de 1920 representa en Chile el fin de la economía agroexportadora. La crisis de 1929 marca un punto de inflexión hacia la modernización como industrialización sustitutiva de importaciones y hacia un tipo de Estado que se sitúa en el centro de la actividad social. La creación de la Corfo fue ciertamente el símbolo del cambio de modelo244, pero ella por sí sola no alcanza ni con mucho a producir condiciones de legitimación generalizables. Para ello hay que preguntarse por la unidad entre texto constitucional, legislación e instituciones sociales. Un pasaje de la Constitución de 1925 me parece particularmente relevante para observar esta unidad, aquel que introduce la semántica del bienestar en forma de garantía constitucional. Este pasaje incluye: “La protección al trabajo, a la industria y a las obras de previsión social, especialmente en cuanto se refieren a la habitación sana y a las condiciones económicas de la vida, en forma de proporcionar a cada habitante un mínimo de bienestar, adecuado a la satisfacción de sus necesidades personales y a las de su familia. La ley regulará esta organización” (Art. 10, 14.º). La pretensión de la garantía es reducir la distancia entre expectativas y experiencia de inclusión por medio de legislación. La ley efectivamente se encargó de esta organización por medio de la creación
de las instituciones indicadas en la Tabla 3 (entre otras). Este es el núcleo de la legitimidad de throughput de la Constitución de 1925: por medio de leyes dio forma efectiva a instituciones especializadas y diferenciadas en la resolución de problemas sociales que previamente no existían y para los cuales se demandaba solución. Los actores comenzaron a tener entonces direcciones específicas a las que remitir sus expectativas. De este modo, y como parte del proceso de transición entre tradición y modernidad en Chile, las distintas expectativas de inclusión comenzaron a dejar de dirigirse hacia la caridad de la Iglesia o la buena voluntad de patrones generosos, y fueron redireccionadas hacia las instituciones de bienestar modernas, y hacia sindicatos y partidos en el plano de la representación. Las instituciones de bienestar asumieron la responsabilidad central, de carácter constitucional, por la inclusión social, adoptando una función de intermediación inclusiva. Lo que logra la construcción de estatalidad por medio de la legislación social anunciada en la Constitución en forma de garantía constitucional es procesar la complejidad creciente del entorno por medio de un incremento interno de la complejidad estatal. En otras palabras, se ponen a disposición procedimientos de mayor alcance y especialización —en salud, educación, economía, en el ámbito jurídico, en aspectos de accountability y en protección social y familiar— para el procesamiento de expectativas de inclusión, a la vez que se proporcionan los medios semánticos para expresar el cumplimiento satisfactorio de esas expectativas a través del concepto de bienestar. En esta dimensión de la legitimación throughput no se trata aún de los resultados, sino de tomar parte en los procedimientos que conducen a la producción de ellos. Son necesidades expresivas o consumatorias, no instrumentales, las que se realizan en la acción. Como lo indica Luhmann: “[L]a función de la legitimación no se satisface por la elección de los medios adecuados para un fin imaginado que reside en un futuro distante, sino por medio de un aspecto que a menudo permanece latente en la conducta social: la acción simbólico-expresiva, que quienes toman parte en los roles implícitos realizan activamente y, quienes no lo hacen, la practican significativamente por medio de una representación dramática del procedimiento, realizándola simbólicamente”245. No se trata, por tanto, de obtener buenas calificaciones, sino de estar estudiando; no se trata de haber sanado de la enfermedad, sino de estar en tratamiento; no se trata de tener la vivienda soñada, sino de estar en camino a mejorarla; no se trata del primer millón de dólares, sino de tener un empleo que permita reproducir los planes de vida. Se trata de una participación en procesos antes que en resultados finales. Lo que la Constitución de 1925 produce, y el por
qué logra legitimidad entre 1925 y 1973 a pesar de la “cuestión social”, de las intervenciones militares que la rodean, de la dictadura que la inaugura y de la crisis de 1929, es porque produce, por primera vez en Chile, un escenario de procedimientos modernos en el que la alta incertidumbre de la transición entre tradición y modernidad puede ser procesada a través de la experiencia simbólico-expresiva de sentirse parte de un cambio social general y canalizarlo mediante la expectativa de bienestar. Un elemento constitucional relevante para la producción de una institucionalidad que se haga cargo de la transición es la idea de propiedad. También a nivel de garantía constitucional, el texto de 1925 indica: “El ejercicio del derecho de propiedad está sometido a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social, y, en tal sentido, podrá la ley imponerle obligaciones o servidumbres de utilidad pública en favor de los intereses generales del Estado, de la salud de los ciudadanos y de la salubridad pública” (Art. 10, 10.º). El pasaje sucede a otro de contenido liberal sobre la “inviolabilidad de todas las propiedades”, pero este introduce la semántica de la función social, si bien no el término246 —que sí aparece en la reforma de enero de 1967 (Tabla 5)—. La pregunta es, nuevamente, si la legislación convierte el texto en institucionalidad que procese las expectativas de la transición. Según Mirow, la norma constitucional se tradujo vía legislación en un conjunto amplio de instituciones dispuestas a la fase desarrollista (entendida en la Constitución aún bajo la semántica decimonónica de “progreso del orden social”)247. Algunas de estas instituciones son: cargas impositivas a la propiedad urbana no desarrollada para fomentar la construcción (1926); expropiaciones para entrega a colonos, estatutos de regulación de construcción urbana y de caminos, proteccionismo y desarrollo de industria (1927-1931); el Comisariato General de Subsistencias y Precios (1932); Corfo (1939); nuevos regímenes impositivos para gasto social (1952); reforma agraria (1967-1973). La idea híbrida de propiedad de la Constitución de 1925 (inviolabilidad de la propiedad más función social, inspiración liberal y bienestarista) tiene también su correlato en instituciones concretas a las cuales los individuos pueden dirigir expectativas de inclusión y tomar parte en prácticas que antes no estaban disponibles (en principio con independencia de los resultados que se obtengan). Esa es la clave de la legitimación de throughput: saber que se está en algo distinto, además de algo que antes no era posible porque no existían las alternativas para ello. La legitimidad que la Constitución de 1925 obtiene de esto asciende, por tanto, desde la experiencia de participación en procesos sociales originales (la
industrialización, la educación obligatoria, la reforma agraria, por ejemplo) hacia la garantía constitucional de una propiedad orientada al progreso progreso. Sin embargo, la dimensión expresiva de la legitimación no es la única. Tanto en el input como en el output —desde el inicio, pero especialmente a partir de la década de 1950— se comenzaron a presentar problemas que condujeron a ambigüedades en la dinámica de legitimación de la Constitución de 1925. A mi entender, estas ambigüedades logran manejarse adecuadamente por medio de un buen throughput, que se manifiesta en el desarrollo de reformas constitucionales y nueva institucionalidad orientada a la inclusión política y social.
2.4. Problemas de legitimación Las razones de la creciente legitimación de la Constitución de 1925 están en que traduce garantías constitucionales en instituciones orientadas al procesamiento de las expectativas de la transición entre tradición y modernidad que dan forma a la función de intermediación incluyente de la formación de estatalidad. Sus ambigüedades, en tanto, pueden buscarse en la legislación que limita la participación democrática y en los resultados (output) que las instituciones de inclusión van mostrando a lo largo del período, especialmente hacia 1950. Puesto que estos resultados no son siempre satisfactorios, es posible abrir la pregunta acerca de si la Constitución de 1925 entró en un proceso de deslegitimación que culminó en el golpe militar de 1973 o si, por el contrario, mediante procesos de reforma y creación de nuevas instituciones democráticas y de bienestar a las que en la década de 1960 concurrieron tanto Gobierno como oposición, mantuvo su legitimidad hasta 1973. La Tabla 4 presenta seleccionadamente algunos de los problemas de legitimación de input y output en la dinámica de la Constitución de 1925.
Tabla 4. Problemas de legitimación de input y output en la Constitución de 1925 248
Más arriba he argumentado que la evaluación de input en el origen de la Constitución de 1925 es ambigua. Me parece que esa ambigüedad de input se mantiene a lo largo de todo el período. Por un lado, la Constitución de 1925 produce normas de formación de la voluntad que habilitan el juego político hasta 1973249; por otro, la legislación indicada en la Tabla 4 (toda ella apoyada en el Art. 44, 13.º de la Constitución, sobre la restricción de libertades públicas) limita ese mismo juego y produce problemas de legitimación de input. Mientras la Ley de Defensa Permanente de la Democracia eliminaba a 25.000 militantes comunistas de los registros electorales en 1948, en 1949 se aprobaba el voto femenino en elecciones presidenciales y parlamentarias; mientras que una nueva
Ley de Seguridad Interior del Estado se promulgaba en 1958, en el mismo año la cédula única de votación ponía fin al cohecho y ampliaba significativamente el universo electoral250. De todos modos, el espectro ideológico de participación política fue amplio, y, como sostiene Correa, todos los partidos gobernaron, se renovaron cargos públicos y hubo alternancia en el poder: “Las normas que rigen la convivencia ciudadana por medio de la Constitución [de 1925] fueron respetadas. No es poco decir”251. Por ello, me parece que el principal problema legitimatorio de la Constitución de 1925 no está en las condiciones de input, sino en los rendimientos de output de las instituciones de inclusión, especialmente hacia la década de 1950. Algunos de los resultados de la institucionalidad social creada al amparo de la Constitución de 1925 están en la Tabla 4. Si bien el período 1925-1973 desarrolla una legislación social sin comparación en la historia de Chile que le otorga su legitimación throughput, es también el período en el que las instituciones creadas se someten de manera permanente a fuertes exigencias de expansión de sus límites derivadas del aumento de la población en Chile (de 4,2 millones en 1930 a 8,8 millones en 1970), de la concentración en Santiago (de 0,5 millones en 1920 a 2 millones en 1960), del aumento de las expectativas de vida (de 35 años en 1930 a 63 en 1970)252 . Estas exigencias dan cuenta de una situación evolutiva única: la transición entre tradición y modernidad253, la transformación de una sociedad oligárquica en una sociedad de masas en la que clases medias y populares aspiran a posiciones sociopolíticas de relevancia254, en la que las jerarquías estamentales no dejan plenamente de existir, pero pierden sus fuentes tradicionales de legitimación. Para financiar la institucionalidad desarrollada (Tabla 3), en la década de 1950, el Estado tenía que basarse en un sistema fiscal obsoleto que cargaba tributariamente las exportaciones y el comercio exterior y que había sido adecuado a la estrategia de industrialización sustitutiva de importaciones. A medida que se expandía el sector público —asumiendo tareas en infraestructura productiva, actividades industriales, creando empleos, extendiendo servicios sociales y viéndose presionado hacia el mejoramiento de la distribución de ingresos— el sector exportador se reducía, constriñendo la base tributaria. El resultado fue un sistema impositivo desarticulado que, ante cambios en el mercado del cobre en 1953, condujo a su crisis, a la devaluación de la moneda nacional y a un aumento de salarios, con los subsecuentes problemas inflacionarios de esa estrategia255.
Collier y Sater entregan una vívida descripción de este momento: “A mediados de la década de 1950, Chile parecía haber vuelto a los peores días de la República parlamentaria: el país estaba hundido en la crisis, los políticos contemporizaban. En 1953, el coste de la vida aumentó en un 50%; al año siguiente en un 58%, y en 1955, en un 58%. La situación se volvía cada vez más desesperada: el desempleo casi se duplicó; la utilización de las plantas cayó a los niveles más bajos desde mediados de la década de 1930; el PNB se precipitó en un 8%; se produjo una ola de huelgas, con las cuales los trabajadores trataban de protegerse; aumentó la especulación; el peso perdió 60% de su valor en menos de un año”256. Arnold Harberger257, por su parte, veía hacia 1956 que la principal causa de la ineficiencia productiva de Chile estaba en políticas proteccionistas, falta de competencia a nivel global y un limitado comercio exterior. En este mismo año, la misión Klein-Saks proponía medidas liberales para el control de la inflación: reducción de déficit fiscal, limitar la expansión de créditos al sector privado, eliminar reajustes automáticos de sueldos en el sector público y la eliminación de los monopolios258. En un sentido más sociológico, referido expresamente a la diferencia entre expectativas y experiencia, Tulio Lagos diagnosticaba la situación del modo siguiente: “[Existe una] aguda desproporción y contraste entre los deseos de las grandes masas de disfrutar de los adelantos de la técnica, de la ciencia y del confort modernos y los recursos destinados a satisfacerlos, lo que ha hecho definir la situación chilena como una ‘crisis de crecimiento’”259. La construcción de estatalidad (Tabla 3) se orientó al procesamiento de expectativas de inclusión y al cumplimiento de la función de intermediación incluyente. En tanto la población participaba de sus procedimientos, la institucionalidad obtenía legitimación throughput. Sin embargo, esa misma construcción de estatalidad generó un incremento de expectativas que hacia la década de 1950 llevó a una alta presión sobre sus capacidades de inclusión ante el aumento de población, de la esperanza de vida, de la concentración en zonas urbanas, de la proliferación de pobreza y marginalidad. Los sistemas totalitarios resuelven esta presión de inclusión con propaganda y represión; los populistas lo hacen fundamentalmente con retórica; las sociedades democráticas con protestas, alternancia en el poder y reforma. Es justamente la opción democrática la que el sistema político chileno sigue a partir de la década de 1950.
2.5. Reforma y la disputa por la Constitución A pesar de la crisis y las ambigüedades de legitimación de input y output, el
horizonte regulatorio entregado por la Constitución de 1925 continuó siendo un marco válido para buscar salidas a las exigencias de democratización política e inclusión social. La Tabla 5 sintetiza estas reformas desde 1943.
Tabla 5. Síntesis de reformas a la Constitución de 1925, 1943-1971 1943-1 971
260
Las reformas apuntan tanto a la legitimidad de input como de throughput y output. Dentro de las primeras se pueden contar las de adopción de nacionalidad, las de 1967 referidas a las representaciones parlamentarias y, especialmente, las de 1970 dirigidas a la rebaja en requisitos para votar y las de libertades civiles y políticas de 1971, que reafirman contenidos constitucionales ya existentes. En las reformas orientadas a incrementar la legitimidad de throughput se incluye — aunque antes de la década de 1950; en 1943— la elevación de la Contraloría General de la República a institución de rango constitucional y el Tribunal Constitucional —en 1970— como organismos superiores encargados de la legitimidad procedimental de la administración y la legislación respectivamente. En tanto, entre las reformas fundamentalmente orientadas a incrementar la legitimidad de output están las referidas a la expropiación, la función social de la propiedad y la nacionalización de empresas. De estas últimas, las dos primeras constituyeron la base del proceso de reforma agraria iniciado en 1962 con el gobierno de Jorge Alessandri y profundizado durante los gobiernos de Eduardo Frei y Salvador Allende en términos de la extensión de predios (expropiación de predios desde 80 hectáreas durante Frei y desde 40 durante Allende) y la sindicalización rural, poniendo fin al orden tradicional centrado en la hacienda261. La última (la nacionalización de empresas) fue uno de los tópicos centrales de la disputa por la Constitución. En este punto, y especialmente desde inicios de la década de 1960 hasta 1973, sostengo que el escenario político chileno, no la Constitución, comienza a quedar atrapado en una paradoja. Por un lado, el sistema político (administración, partidos y públicos) manifiesta, como conjunto, una alta confianza en su Constitución, expresada en la posibilidad de que por la vía de reformas constitucionales y leyes políticamente consensuadas se pueda seguir acortando la distancia entre expectativas de inclusión política y social y la experiencia concreta de participación en ambas dimensiones. Por otro lado, ese mismo sistema político recurre a la Constitución como horizonte de justificación de posiciones cada vez más opuestas. En este sentido, la legitimidad de la Constitución se mantiene tanto para Gobierno como para oposición hasta su destrucción con el golpe militar. A esto es lo que llamo la disputa por la Constitución, o, más precisamente, la disputa por la legitimidad de la acción política fundada en la legitimidad de la Constitución, que caracteriza el último período de vigencia de la Constitución de 1925. Aunque con una argumentación distinta, Julio Faúndez262 entrega elementos centrales que pueden caracterizar esta disputa, particularmente desde 1970 en
adelante. Los sintetizo en la Tabla 6.
Tabla 6. La disputa por la Constitución de 1925
263
La disputa por la Constitución supone que Gobierno y oposición recurren a la legitimidad constitucional para sustentar la propia legitimidad de sus acciones políticas o indicar la ilegitimidad a las acciones del adversario. Esto introduce una tendencia deflacionaria en la práctica política, es decir, una situación en la que los intentos de corrección no alcanzan a reproducir la confianza en la acción futura del otro264. Como consecuencia de ello, los compromisos de valor tienden a absolutizarse, lo que establece fuertes restricciones en la flexibilidad de implementación de esos compromisos. Esto es lo que aconteció a partir de la práctica política de la Unidad Popular. En la búsqueda de un “compromiso real”, la implementación política de valores pierde en alternativas de concreción. El sistema político como un todo reduce drásticamente su pluralismo, con lo que las unidades en disputa se ven “forzadas a ‘actuar por su cuenta’ y, puesto que las sanciones por el no cumplimiento de compromisos son negativas, se exponen a procesos de ‘escalamiento’; por ejemplo, aumentos recíprocos en la severidad de la condena por el no cumplimiento, produciendo a menudo la generalización del conflicto y la disposición al uso de la fuerza. Esto resulta, a la vez, en exclusión
de la comunidad moral de elementos previamente tratados como legítimos”265. Lo particular del proceso es que —a pesar de la política deflacionaria en la que los compromisos de valor se vuelven cada vez más opuestos y absolutos— hay un reconocimiento simbólico y práctico de la legitimidad de la Constitución por parte de Gobierno y oposición. Faúndez ha sostenido que la generalización del conflicto se asienta en la creencia en la alta flexibilidad del sistema político y legal por parte de la Unidad Popular, diagnóstico “compartido ampliamente por otros miembros de la elite política e intelectual”266. Ello permitió al Gobierno colocar bajo extrema tensión sus márgenes, sobrepasándolos en distintas dimensiones en nombre del “mandato constitucional”, y a la oposición defenderlos en base a la misma Constitución (y finalmente también a transgredirlos mediante el apoyo político a un golpe militar). En ese escenario, el problema quedó reducido a una distancia entre la legitimidad de la Constitución y una confianza cada vez más deflacionaria en la acción política de las partes en disputa. Arturo Valenzuela ha visto en el Estatuto de Garantías Constitucionales de 1971 un ejemplo de esta deflación de la confianza en la implementación de los compromisos de valor: “La necesidad de exigir una declaración formal de parte de Allende, por la cual se comprometía a respetar la Constitución, demuestra el deterioro de la confianza entre los líderes políticos [y asimismo] subraya el temor de muchos dirigentes políticos a que el juego de ganar apoyo electoral y político a expensas del adversario —que se había acelerado durante el período democratacristiano— continuara con renovada fuerza”267. En términos de la oposición entre Estado y mercado, Tulio Lagos había observado los gérmenes de esta deflación incluso antes del gobierno de Frei: “[Existe] un cambio perceptible en la concentración de las opiniones políticas entre los que auspician la intervención del Estado en la economía y los partidarios de la libre empresa”268. Una década después, la deflación de la confianza en los compromisos de valor entró en fase crítica. Esta distancia entre legitimidad constitucional y práctica política deflacionaria alcanza su más alta ironía y tragedia el 11 de septiembre de 1973 cuando Allende cita su apego a la Constitución en su último discurso y el bando N.º 5 lo acusa de haberse puesto al margen de la Constitución. En este punto, sin embargo, ya está en marcha una destrucción constitucional. Empleando categorías schmittianas, Renato Cristi269 ha sostenido que la dictadura de Pinochet adopta un carácter soberano y asume con ello el poder constituyente, destruyendo el poder anterior
y su constitución positiva (Verfassungsvernichtung ). Esto se diferencia de una abrogación de la constitución (Verfassungsbeseitigung ), en la que se deroga la constitución, pero el poder que la sostiene permanece. Asumiendo esta destrucción constitucional (fin de la Constitución de 1925 más apropiación del poder constituyente democrático por una junta militar), y teniendo en consideración que tanto Gobierno como oposición recurrían a la legitimidad de la Constitución para sustentar sus prácticas (Tabla 6), entonces es posible concluir que la Constitución de 1925 seguía gozando de una alta legitimidad de throughput al momento de su aniquilación. Hasta su final la Constitución entrega posibilidades de juego político (acusación constitucional, plebiscito). Es más bien la práctica política deflacionaria de la época la que impide la utilización de ese potencial para manejar el conflicto.
3. Conclusiones Dos hipótesis relacionadas han guiado mi argumentación: a) que la Constitución de 1925 obtiene legitimación por la transformación de garantías constitucionales en instituciones de inclusión, y b) que la dinámica de legitimación de la Constitución de 1925 se correlaciona con crisis sociales en el marco del proceso de transición entre sociedad tradicional y sociedad moderna en Chile. Al respecto desarrollo seis conclusiones del análisis. Primera conclusión. La legitimación no puede ser comprendida de manera binaria por distinciones del tipo existe/no existe, se tiene/no se tiene. Cuando se
observan las condiciones de legitimidad de input de la Constitución de 1925, el rasgo característico es la ambigüedad. Desde la crisis que le da origen (19001925), y en sus primeros años de existencia formal (1925-1932), hay elementos que favorecen su legitimación y otros que la contradicen (ver Tabla 2). A lo largo de su ejercicio, la ambigüedad del input se mantiene: en ocasiones se restringe la participación política, pero a la vez se incorpora crecientemente a electores en el proceso político (ver Tabla 4). Asimismo, las crisis enfrentadas —como en la década de 1950— se manejan por medio de reformas constitucionales y su traducción legislativa (ver Tabla 5). No obstante, la principal fuente de legitimación de la Constitución de 1925 está en el throughput, es decir, en la inclusión real de la población —o en la posibilidad cierta de inclusión— en procedimientos institucionales de distinto tipo que concretizan garantías constitucionales (ver Tabla 3), y en la supervisión de ellos por medio de instituciones como la Contraloría General de la República.
Por primera vez clases medias y populares disponen de mecanismos institucionalizados y diferenciados a los cuales dirigir sus crecientes expectativas de inclusión y participan de ellos, o se orientan a ellos. Esta modalidad de acción simbólico-expresiva pospone los resultados; se centra más en la experiencia actual y menos en la consecución de los fines asociados a la participación. Con ello, el Estado puede desarrollar su función de intermediación incluyente característica de los regímenes de bienestar. Pero cuando se trata de expectativas de inclusión, tampoco la consecución de fines puede posponerse indefinidamente. La Constitución de 1925 encuentra problemas legitimatorios de output hacia mediados del siglo XX asociados principalmente a la crisis del modelo de sustitución de importaciones y los resultados de inclusión (ver Tabla 4). Sin embargo, estos problemas se manejan por medio de reformas constitucionales y su traducción legislativa, alternancia en el poder y acuerdos políticos, como los que dan origen a la reforma agraria desde el período de Jorge Alessandri (ver Tabla 5). El problema reside, desde mediados de la década de 1960 en adelante, en una práctica política crecientemente deflacionaria que hace perder pluralismo al sistema político y conduce a que posiciones opuestas recurran a la legitimidad de la Constitución para absolutizar sus compromisos valóricos en conflicto (ver Tabla 6). La legitimidad de la Constitución, por tanto, fluctúa constantemente entre márgenes, pero permanece hasta su destrucción en el golpe militar. Segunda conclusión. Crisis sociales profundas están en el origen y fin de la
vigencia de las constituciones. Por cierto, no toda crisis social conduce a una nueva constitución, pero al menos en el caso chileno del siglo XX hay una correlación entre constitución y crisis. La Constitución de 1925 emerge cuando un modelo de desarrollo y de sociedad agota sus recursos. Se autoimpone la tarea de adecuar los marcos institucionales a las exigencias de modernización de manera democrática. A mi juicio, más que la Constitución de 1833 y más que la de 1980 hoy, la Constitución de 1925 y la estatalidad que ella crea fueron sometidas, desde el inicio, a una presión extrema: la de transformar a Chile en sociedad moderna en regla: urbanizada, con clases sociales en disputa, industrializada, con medios de comunicación de masas, con partidos de ideologías diferentes y con procedimientos democráticos para resolver problemas de inclusión y controversias políticas. No hay que olvidar que frente a las mismas presiones otros países latinoamericanos reaccionaron con populismo (Argentina, Brasil), con revolución (México, Cuba) o con refundaciones constitucionales permanentes (por ejemplo, ocho constituciones en Venezuela entre 1922 y 1961; cinco constituciones en Ecuador entre 1929 y 1967; cinco
constituciones en Bolivia entre 1938 y 1967). Y que en otras regiones del mundo las presiones de modernización del siglo XX condujeron al fascismo de Alemania y Japón, al comunismo soviético y chino, a formas irresueltas como en India270, y hoy a fundamentalismo y Estados fallidos271 . En Chile la presión extrema se pudo manejar aun cuando a mediados de siglo se advirtió que los outputs institucionales estaban siendo excedidos por las expectativas que ellos mismos crearon. El sistema político y su constitución tuvieron capacidad de reaccionar, al menos hasta que las prácticas políticas se hicieron deflacionarias y aconteció el escalamiento hacia la generalización del conflicto y el uso de la fuerza. Tercera conclusión. La situación actual en Chile en 2017 (declinación de
confianza en instituciones, reducción de participación electoral) no es comparable a la situación de inicios de los años setenta del siglo XX. Si es posible trazar alguna comparación más bien de tipo funcional y no histórica, el momento presente se acercaría más a la situación de la década de 1950, cuando se perciben con claridad los límites tanto del modelo de industrialización sustitutiva de importaciones como de la expansión del sector público, y emerge la incertidumbre en cuanto a la concretización de los fines instrumentales de la participación social. En la situación actual, se trata de los límites de la Constitución de 1980 en cuanto a la supervisión del funcionamiento de agentes privados a los cuales, no única pero sí mayoritariamente, se han transferido funciones sociales (por ejemplo, Art. 19, 9.º sobre salud, 10.º sobre educación, 11.º sobre libertad de enseñanza, 12.º sobre libertad de opinión y 18.º sobre seguridad social). Especialmente en las décadas de 1990 y 2000, la legitimidad de throughput del orden institucional de 1980 se lograba en la medida en que hubiese una inclusión real —o la posibilidad cierta de ella— en rendimientos coordinados por el mercado. Sin embargo, los problemas de oportunidad de atención en salud en el sistema público, los altos costos del sistema privado, el endeudamiento por razones educativas, la calidad deficiente de la educación pública y los casos de colusión de mercado contribuyeron al desprestigio de esta modalidad de coordinación social y a la deslegitimación del rol de supervisión del Estado que garantizaba la Constitución de 1980. La Constitución de 1980 tuvo un mal throughput porque no cumplió efectivamente con la tarea de supervigilancia o fiscalización de la acción privada que se autoimponía. Las protestas desde 2011 en adelante constituyen una manifestación esperable de estos problemas en un orden democrático.
Cuarta conclusión. Una notable debilidad de la Constitución de 1980 es que
propuso un modelo de inclusión social que no construía sobre las bases de la institucionalidad que generó la Constitución de 1925272. Diagnosticó la respuesta institucional a la modernización como un fracaso y se dispuso a empezar todo de nuevo, creando los institutos jurídicos y la red privada para soportar el nuevo modelo de inclusión. Perdió la oportunidad de producir un aprendizaje institucional que solo se logra estableciendo una relación instructiva (cognitiva y normativa) entre pasado y futuro. La Constitución de 1980 renunció a construir sobre la memoria del sistema. De ese modo, la aversión a la actividad estatal no solo impidió generar una estructura regulatoria robusta que supervisara la acción privada; tampoco incrementó los rendimientos públicos en la medida necesaria a las exigencias del nuevo período de modernización. Por ello la legitimidad de throughput (participación en el mercado) nunca pudo superar los problemas de legitimidad de input (“la Constitución de Pinochet”), al contrario de la Constitución de 1925, que sí superó sus debilidades de origen y de input. Un nuevo impulso constitucional debe tomar esto en cuenta. No se trata de volver al tipo de provisión estatal del período 1925-1973, porque los procesos sociohistóricos y las expectativas son de distinto tipo. Sí se trata en cambio de dos cosas: a) del manejo de la incertidumbre que genera la fase actual de modernización, y b) del enfrentamiento de la desigualdad. En relación a lo primero, el manejo de la incertidumbre de este momento de modernización a inicios del siglo XIX exige una institucionalidad capaz de otorgar un respaldo efectivo y oportuno ante requerimientos mayores de salud, dispuesta a evitar que las personas tengan que hipotecar su patrimonio futuro con deudas por educación, preparada para aportarles seguridad de que en la vejez recibirán una pensión que permita la conclusión coherente de los proyectos de vida, y capacitada para permitirles consumir con la confianza de que los precios derivan de la competencia y no de colusiones. Estas expectativas de la fase actual de modernización requieren de instituciones de throughput efectivas que anticipen la decepción e intervengan antes de que el riesgo se transforme en peligro inminente. La Constitución de 1925 obtuvo su legitimidad en este throughput. En este aspecto es una mejor referencia que la de 1980 para un nuevo impulso constitucional. Quinta conclusión. En relación con el enfrentamiento de la desigualdad actual, el
problema no es menos relevante. En su clásico análisis comparativo de los procesos de democratización a nivel global durante el siglo XX, Huntington ha sostenido que, si una sociedad se mueve hacia la movilización política de masas
sin haber desarrollado instituciones políticas sólidas, las fuerzas militares adoptan una posición conservadora preservando el orden social producido por las clases medias: “[S]u rol histórico es abrir la puerta a la clase media y cerrarlo a la clase baja”273. Según Huntington, ello abre un período “pretoriano” como el que Chile inició en 1973. Me parece, no obstante, que las instituciones políticas chilenas no dejaron de ser sólidas. Es justamente la percepción de esa solidez la que lleva a creer en una infinita capacidad de resistencia de sus límites, como lo ha hecho ver Faúndez274 respecto a la Unidad Popular. Es la práctica política deflacionaria la que las presiona hasta que ceden al golpe militar. Por su parte, el rol de las fuerzas armadas chilenas tuvo una dimensión conservadora al detener el avance de los movimientos populares, pero más fundamentalmente tuvo una dimensión revolucionaria, tanto por la destrucción constitucional que llevó a cabo como por la fundación de un orden social que buscaba oponerse al orden anterior. Sin embargo, la formulación de Huntington me parece importante en un sentido distinto. El conflicto de clase al que remite se entiende hoy en términos de desigualdad. En ello se sostiene la pretensión actual de un rol más relevante del Estado en términos no solo de formas más eficientes de supervisión y regulación de la actividad privada, sino también en términos de bienestar. El núcleo de la Constitución de 1925 está puesto en esa idea de bienestar. Las exigencias de implementación de ese compromiso de valor son ciertamente distintas a las del siglo XX. Antes se trataba de transitar de la sociedad tradicional a la sociedad moderna; hoy se trata del manejo de las inseguridades de la modernidad y de la distribución de sus beneficios. Sin embargo, la historia política de Chile no ha desarrollado un mejor referente de la idea moderna de bienestar que la Constitución de 1925. Ello la debiera transformar en un punto de anclaje para cualquier nuevo impulso constitucional en la actualidad. Sexta conclusión. Como he sostenido más arriba, la Constitución de 1925
sustentó el andamiaje institucional que transformó a Chile en una sociedad moderna entre fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Hasta ahora, no hay otro período en la historia del país en que las exigencias sociales hayan sido más múltiples, contradictorias y sociológicamente densas. Se trataba de un cambio evolutivo, de época; de una “crisis verdadera”, de aquellas que incluso cambian el significado de las palabras275. Que esa transformación se haya podido realizar manteniendo e incluso incrementando el carácter cívico del régimen político es en buena parte un mérito del pluralismo político que permitió la Constitución de 1925. Fundamentalmente la deflación de los compromisos de
valor en las prácticas políticas condujo al fin de ese pluralismo a inicios de la década de 1970, aunque no a una deslegitimación de la Constitución, que se mantuvo como horizonte de justificación hasta su último momento. En el impulso constitucional actual se requiere de ese pluralismo que inspiraba a la Constitución de 1925. Ello no se restringe a los mecanismos que obstaculizan su reforma. El problema es más profundo. En palabras de Sierra: “[La de 1980] es una constitución bastante hipertrofiada, que regula con mucho detalle las más distintas materias. Esto responde a un interés por congelar y proyectar al futuro el propio presente”276: cuando la sociedad contemporánea se vuelve culturalmente diversa, institucionalmente diferenciada y globalmente interconectada, no hay nada peor que fijar su orden como continuidad de contenidos sustantivos. Puesto que el mundo no va a aprender de esta prescripción, la capacidad y flexibilidad institucional para enfrentar la contingencia de ese mundo disminuye rápidamente. La Constitución deja de operar como mecanismo de reducción de complejidad cuando en vez de principios y reglas para la producción de reglas pretende inmortalizar contenidos; se vuelve parte del problema antes que un horizonte reflexivo para elaborar políticamente los modos de enfrentar las bifurcaciones del presente. En un nuevo impulso constitucional distintas normas de 1980 pueden ser rescatables, pero no definitivamente el intento de clausurar el futuro. Esa clásica aspiración autoritaria es una receta para el fracaso en un mundo complejo. La inspiración plural y bienestarista de 1925 ofrece, en cambio, un horizonte dinámico para reconocer y procesar institucionalmente la contingencia del presente277.
EL ÁNIMO REFUNDACIONAL DE JAIME GUZMÁN Y FERNANDO ATRIA Renato Cristi La historia de su ciudad es para él su propia propia historia. Percibe Percibe el muro, muro, el torreón del pórtico, la ordenanza del consejo municipal, el festival popular como el memorial ilustrado de su juventud... Cuando el sentido histórico no conserva ya la vida sino que la momifica, muere el árbol de modo antinatural, desde su copa, paulatinamente, hasta su raíz.
Friedrich Nietzsche
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Este trabajo examina el proyecto que busca promulgar una nueva constitución para Chile. El proceso que conduce a la realización de este proyecto ha sido puesto en marcha por el Gobierno de la presidenta Michelle Bachelet en su discurso del 13 de octubre de 2015, y se han anunciado ya los resultados de su primera etapa. Posiblemente quien, hoy en día, mejor ha articulado el sentido de este proceso constituyente es Fernando Atria. La novedad de lo que propone Atria es que la nueva constitución que se busca instaurar no es una mera reforma de la actualmente existente, pero tampoco es una creación ex nihilo, sino que más bien busca mantenerse dentro del canal institucional que define la Constitución de 1980. En un trabajo publicado recientemente, “Nueva constitución y poder constituyente: ¿qué es ‘institucional’?”, Atria define el problema que significa la génesis institucional de una nueva Constitución para Chile. Planteado teóricamente el problema parece conducir a un callejón sin salida. Por una parte, una reforma de la constitución actual no es el camino para la instauración de una nueva constitución, que es lo que la demanda popular ha impuesto. Pero, por otra, instaurar una constitución que no sea una mera reforma de la existente significa salirse revolucionariamente del canal institucional, lo que tampoco coincide con la demanda popular en la actualidad.
Enfrentado a este callejón sin salida, Atria explora una solución que no se plantea en términos teóricos, sino más bien políticos. Me parece que las dificultades teóricas que enfrenta Atria tienen que ver con el camino recorrido por el constituyente que generó la Constitución de 1980. Es claro que esa Constitución no fue resultado de una reforma de la anterior, es decir, no recorrió una senda institucional, sino que se apartó de ella de un modo revolucionario. Se utilizó para ello la noción de poder constituyente originario, poniendo en jaque la legitimidad de la tradición constitucional chilena desde sus inicios. Esta estrategia fundacional extrainstitucional es la que busca evitar Atria, quien reconoce que ella no tiene en la actualidad viabilidad política alguna. Pero Atria, que ha adoptado con éxito el shibboleth de lo nuevo, ha logrado convertir esa consigna en un movimiento social que se ha arraigado en la conciencia colectiva. Atria busca reinterpretar la idea de una nueva constitución en un sentido puramente político, con el fin de evitar los escollos teóricos que enfrenta su realización. ¿Es justificado el escepticismo teórico de Atria? ¿Estamos verdaderamente frente a un callejón sin salida? ¿Es viable el camino político que propone Atria para una generar una nueva constitución en Chile? Para responder a estos interrogantes examino, en la primera parte de este trabajo, el papel que jugó Jaime Guzmán en la génesis de la Constitución de 1980. Su intención refundacional, presente ya en su radical oposición a los Gobiernos de Eduardo Frei y Salvador Allende, fructificó en los días inmediatamente posteriores al pronunciamiento militar de 1973 y remata con la promulgación del DL N.º 128 de noviembre de ese año. Una nueva constitución emerge como resultado de este proceso constituyente refundacional: la Constitución de 1980. En la segunda parte examino la propuesta refundacional de Atria, particularmente tal como aparece elaborada en su reciente ensayo “Nueva constitución y poder constituyente: ¿qué es ‘institucional’?”. Atria demuestra estar consciente de las dificultades teóricas que enfrenta su propuesta para una nueva constitución y explora una manera de evitarlas. En la tercera parte, examino críticamente la extensa y detallada respuesta de Atria a las objeciones que quien escribe le hiciera al argumento que desarrolla en su libro La Constitución tramposa. Concluyo observando las dificultades que acarrea duplicar el proyecto refundacional que lidera Jaime Guzmán y que conduce a la destrucción de la Constitución de 1925 y a la génesis de una nueva.
1. Guzman y la génesis de la Constitución de 1980
El Acta Secreta N.º 1 de la junta militar, fechada 13 de septiembre de 1973, consigna el siguiente anuncio: “Se encuentra en estudio la promulgación de una nueva Constitución Política del Estado, trabajo que está dirigido por el Profesor Universitario Dn. Jaime Guzmán”279. Esto confirma el hecho de que, desde un primer momento, la junta militar se propone promulgar una nueva constitución. Muy significativo también es el que este proyecto esté ya en estudio y que se mencione a Guzmán como el encargado de dirigirlo. Guzmán juega así el papel protagónico en el momento refundacional que se inicia en esos días. No es posible pensar que Pinochet y los miembros de la junta militar hayan podido tener la iniciativa en este respecto. La idea que orientó al pronunciamiento militar280 del 11 de septiembre fue la defensa de la Constitución, supuestamente violada por Allende y la Unidad Popular, y no su destrucción revolucionaria. Pocos días más tarde, el 24 de septiembre, Guzmán aparece mencionado como uno de los cuatro miembros de la Comisión Constituyente encargada de redactar esa nueva constitución. Sus otros miembros son Sergio Diez, Enrique Ortúzar y Jorge Ovalle. En el curso de su primera sesión, Diez señala que “la Comisión está abocada al estudio de una nueva constitución y no solo a introducirle enmiendas de parche a la actualmente vigente”281. Es claro, por lo tanto, que, desde un comienzo, la intención de Guzmán y el Gobierno militar no es promulgar una reforma constitucional, para lo cual solo hubiera sido necesario activar y asumir el poder constituyente derivado, sino que se trata de dictar una nueva constitución. Dos años más tarde, el 11 de septiembre de 1975, Pinochet anuncia que la Junta de Gobierno procederá a dictar un conjunto de Actas Constitucionales. Queda una vez más a la vista que el Gobierno militar nunca pretendió una mera reforma de la Constitución de 1925, sino que, por el contrario, desde un primer momento optó por su destrucción. La vigencia de esa Constitución se había definitivamente extinguido, y esto lo deja en claro una nota publicada por Guzmán en El Mercurio el 5 de octubre de 1975, nota que define el sentido de esas Actas. Por primera vez se reconoce públicamente que la Constitución de 1925 ha sido efectivamente destruida. Escribe Guzmán: Nadie que lea el texto de la Constitución de 1925 (incluso con las reformas expresas que se le han hecho hasta la fecha), y que lo confronte con la realidad político-institucional imperante, puede adquirir un verdadero convencimiento de que aquella está vigente, por mucho que se diga que ello es sin perjuicio de las otras reformas que la Junta de Gobierno le haya
introducido en el ejercicio de su Potestad Constituyente. La Constitución de 1925 está muerta en la realidad práctica y, lo que es aún más importante, en la mente del pueblo chileno. Se gana, pues, en realismo si se la substituye por un conjunto renovado de Actas Constitucionales, en vez de dejarla vivir para exhibir únicamente los “colgajos” a que los hechos históricos la han reducido.282 Lo afirmado por Guzmán coincide con el sentido de los DL N.º 1, 128, 527 y 788 emitidos por la junta militar en 1973 y 1974. Todos estos textos legales establecen que la Junta ha asumido el poder constituyente. En su nota de 1975, Guzmán afirma que el 11 de septiembre de 1973 la Junta asume “la plenitud del poder político en Chile”283. El DL N.º 1 es prueba evidente de que se ha sobrepasado la Constitución del 25, se ha reemplazado al pueblo soberano por Pinochet y la junta militar, y se han abierto de par en par las puertas para que Pinochet y la Junta se constituyan como una dictadura soberana. De ese modo, al mismo tiempo que se sustrae al pueblo de su poder constituyente, la Junta se lo arroga a sí misma, por sí y ante sí. Estamos en presencia de un nuevo titular del poder constituyente, que al relativizar la Constitución del 25 la ha efectivamente eviscerado. El oficio del 10 de noviembre de 1977, enviado por el general Pinochet a Enrique Ortúzar, presidente de la Comisión Constituyente (denominada ahora Comisión de Estudio de la Nueva Constitución), explicita los motivos de la refundación constitucional284. Un punto fundamental señalado por este oficio le recuerda a la Comisión que su labor “no podría limitarse a una mera Reforma Constitucional”285. Y la razón dada es que la Constitución del 25 demostró ser incapaz para contener tanto la acción del imperialismo soviético como la demagogia desatada por los partidos políticos. Esto hace necesaria una “transformación institucional” que configure una “nueva democracia” cuyos caracteres más importantes se sintetizan “bajo los términos de autoritaria, protegida, integradora, tecnificada y de auténtica participación social”286. El Parlamento de esta democracia reconfigurada incluirá, “junto a los representantes... que deben ser elegidos por sufragio popular directo..., una cuota de legisladores que lo sean por derecho propio o por designación presidencial...”287. El 16 de agosto de 1978, la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución hace entrega al general Pinochet del Anteproyecto constitucional y sus fundamentos, concluyendo así una labor de casi cinco años. En su primera parte, que lleva por
título Premisas previas, el Anteproyecto reitera la futilidad de reformar la Constitución del 25 y la necesidad de dictar una nueva. Se señala que al momento del golpe militar de 1973 el régimen político institucional concebido por la Constitución del 25 no solo era inadecuado para la época, sino que además sirvió para fomentar la demagogia y los malos hábitos políticos. Ese régimen hizo crisis final con el advenimiento de un régimen totalitario, de odio, violencia y terrorismo, contrario a la manera de ser de nuestro pueblo. Un sistema, entonces, que condujo al país al mayor caos moral, político, social y económico de su historia; que no pudo preservar la dignidad, la libertad y los derechos fundamentales de la persona y que llevó a la Nación no solo al quiebre de la institucionalidad y derrumbe de su democracia, sino que la expuso al riesgo inminente de perder su soberanía, obviamente, era un régimen que hacia 1973 estaba definitivamente agotado288. La conclusión que el Anteproyecto obtiene sobre la base de estas premisas es la siguiente: No se trata, entonces, de emprender una mera reforma constitucional, sino de elaborar una nueva Carta Fundamental, adecuada a las características de la época y capaz de garantizar la dignidad y la libertad de las personas y su derecho a la seguridad individual y colectiva y a la paz y tranquilidad que hacen posible el desarrollo y progreso de un pueblo289. La idea de promulgar una nueva constitución supone que la junta militar ha asumido el poder constituyente originario y es ella, y no el pueblo, su legítimo titular. Esto último significa que el proceso constituyente que se inicia en 1973, y que culminaría siete años más tarde con el plebiscito convocado para el 11 de septiembre de 1980, es un proceso constituyente originario. Como la Junta está facultada para otorgar una nueva constitución, el plebiscito no puede ser sino una mera consulta popular sin legitimidad democrática. Prueba definitiva de que esto es así es la Declaración de profesores de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile respecto de la convocatoria a plebiscito para ratificar la Constitución del 24 de agosto de 1980 290, entre cuyos firmantes está Jaime Guzmán, lo que da especial relevancia a esa declaración. La Declaración
tiene por objeto definir el sentido de la decisión del Gobierno militar de convocar a un plebiscito con ocasión del otorgamiento de la Constitución del 80. Una lectura de la Declaración pone de relieve el papel revolucionario que tiene la noción de poder constituyente que se arroga la junta militar. Se confirma
también la naturaleza no democrática del plebiscito, pues la convocación plebiscitaria hecha por la Junta en ningún modo busca reactivar el poder constituyente del pueblo. La Declaración establece que se trata de una mera consulta popular adventicia sin efecto constituyente. La Declaración define, en primer lugar, el carácter ilimitado, es decir, extrainstitucional o metajurídico, del poder constituyente originario en conformidad con lo establecido por Carl Schmitt. Esto queda a la vista cuando afirma que: El poder constituyente originario no reconoce limitación formal alguna en su ejercicio, ya que el ordenamiento jurídico positivo fundamental será precisamente el resultado de dicho ejercicio, sin que preexista otro alguno vigente al cual deba sujeción. Es por ello que, por su naturaleza, todo lo concerniente al poder constituyente originario no pertenece propiamente al mundo jurídico291. En conformidad con el decisionismo de Schmitt, la Constitución del 25 ha sido destruida por la junta militar porque esta ha reemplazado al pueblo como titular del poder constituyente. La Junta ha quedado, por tanto, facultada para otorgar una constitución escrita, una facultad que puede decidir ejercer o no ejercer. En eso reside la ilimitación formal del poder constituyente: “El ejercicio del poder constituyente originario, como quiera que no está subordinado a una institucionalidad anterior, no reconoce en lo formal límite alguno”292. Esto implica redefinir el valor del plebiscito a que se convoca. No se trata de un plebiscito democrático en el que se pueda expresar la voluntad del pueblo. Es una simple consulta popular cuyo valor lo va a determinar el soberano. La legitimidad democrática que tiene vigencia en Chile desde su independencia ha sido sobrepasada. Todo esto significa que el plebiscito tendrá la validez que el titular del poder constituyente quiera otorgarle. Dentro de la lógica schmitteana en que se mueve la Declaración, la siguiente conclusión que se deriva de la premisa de la ilimitación formal es correcta: En consecuencia, bien pudo la Honorable Junta de Gobierno, en cuanto titular del poder constituyente originario, haberse limitado en su ejercicio a los estudios efectuados por la Comisión Constituyente, el Consejo de Estado y ella misma y haber dictado y puesto en vigencia la nueva
constitución sin más trámite. Luego, mal puede restarse validez a la convocatoria a plebiscito que por razón de prudencia y no de necesidad jurídica se ha estimado del caso llevar a cabo, cuando pudo haberse prescindido de este trámite293. La Declaración también afirma que un resultado negativo en el plebiscito de 1980 no tiene efecto jurídico alguno. El poder constituyente de la Junta no se extingue ni cambia de titular en el caso de que el pueblo se pronuncie negativamente. Pero esto significa también que un resultado afirmativo tendrá que ser igualmente intrascendente. El pueblo, puesto que ha sido desposeído de su poder constituyente, no tiene cartas que jugar en el plebiscito. Este no tiene efectos jurídicos como expresión democrática. Si la Constitución del 80, vigente en la actualidad, tiene legitimidad democrática, esta no puede fundarse en el plebiscito de 1980. Ciñéndome a las categorías de pensamiento desarrolladas por Schmitt, creo posible sostener que la legitimidad de la Constitución del 80, por lo menos hasta 1988, no está fundada en el poder constituyente del pueblo, sino en el poder monocrático de la junta militar. Una Constitución es legítima, según Schmitt, “cuando la fuerza y autoridad del poder constituyente, en cuya decisión descansa, es reconocida”294. En 1988, la autoridad y el poder de Pinochet y la unta militar son decisivamente derogadas por la vía plebiscitaria. Es posible argumentar que la actual Constitución que rige en Chile se legitima democráticamente solo a partir del plebiscito de 1989.
2. La propuesta refundacional de Atria En la primera parte de su trabajo “Nueva constitución y poder constituyente: ¿qué es ‘institucional’?”, Atria busca definir el problema constitucional en sus términos teóricos o doctrinarios. Para ello toma en cuenta el pensamiento urídico de dos autores: Hans Kelsen y Carl Schmitt. Las definiciones teóricas que obtiene de estos autores son antagónicas; tomadas en conjunto conducen a un “callejón sin salida”295. La dificultad teórica que enfrenta el proceso constitucional en Chile es la siguiente: si lo que se busca es una nueva constitución ello solo sería posible lograrlo revolucionariamente, es decir, saltándose los límites institucionales para crear un texto de manera extraconstitucional; pero el Gobierno de la presidenta Bachelet ha señalado su intención de respetar los límites institucionales, lo que significa que solo sería posible una reforma constitucional, y no una nueva constitución. Atria piensa
que este atolladero teórico tiene una solución política, la que haría posible lograr una nueva constitución sin ir más allá de la institucionalidad. En otras palabras, la solución política que propone Atria tiene la virtud de ser institucional y evita activar, por tanto, un proceso constituyente originario296. Propone así la convocación a un plebiscito que respete lo dispuesto por el Art. 15 de la Constitución vigente. Este plebiscito posibilitaría la formación de una asamblea constituyente que redacte una nueva constitución. La solución política operaría dentro de los límites de la institucionalidad. El punto de partida de Atria es un análisis de la diferencia entre una reforma constitucional y la generación de una nueva constitución297. Importa marcar esa diferencia debido a las declaraciones del entonces senador Andrés Chadwick en 2005 por las que negaba que las reformas constitucionales de ese año hubieran generado una nueva constitución: Por muy importante que hayan sido las reformas, que hemos compartido y consensuado, sigue siendo la Constitución de 1980. Se mantienen sus instituciones fundamentales, tal como salió de su matriz. Para que haya una nueva constitución se requiere de un proceso constituyente originario, no de un proceso de reformas298. En La Constitución tramposa, Atria acepta como válida la idea de Chadwick de que es necesario un proceso constituyente originario para dejar atrás la Constitución del 80. Implícitamente acepta, por tanto, la idea que la Constitución sigue estando animada por el poder constituyente de Pinochet y la junta militar. Las muchas reformas que se le han introducido han asumido la continuidad de ese poder constituyente. En vista de esto Atria piensa que “es necesario, volviendo a la correcta afirmación de Andrés Chadwick en 2005, ‘un proceso constituyente originario’, es decir, un proceso de decisión constitucional que no esté determinado por las trampas de 1980”299. En un comentario crítico publicado en 2014, y republicado en 2016300, interpreto esta afirmación de Atria como su conformidad con la idea de que solo un proceso constituyente originario, es decir, un proceso extrainstitucional, podría dar lugar a una nueva constitución. De ahí también la insistencia de Atria en la necesidad de convocar a una asamblea constituyente por ser el canal apropiado para dar curso extrainstitucional a un proceso constituyente originario. Tres años más tarde Atria responde a este comentario crítico. En primer lugar, en
referencia a lo señalado por Chadwick y su uso de la noción de “proceso constituyente originario”, Atria sostiene que no se puede “descansar en lo que los agentes creen que están haciendo, porque pueden estar tan equivocados como el comentarista o el jurista”301. Es decir, el uso por parte de Chadwick de la noción de “proceso constituyente originario” para demostrar que lo de 2005 fue una mera reforma constitucional no demuestra nada. Lo que Chadwick pueda o no pueda creer no tiene mayor importancia porque esa creencia carece de objetividad. Por ello Atria cree necesario acceder a un estándar o criterio independiente de lo que esos agentes puedan creer para poder así resolver objetivamente la cuestión planteada. Atria cree que puede definir ese criterio y resolver de esa manera la cuestión302. Aunque Atria pueda creer que no haría suya la expresión “proceso constituyente originario”303, me parece claro que acepta que la fórmula que emplea Chadwick capta la realidad de los hechos; a saber, que en 2005 todavía rige el poder constituyente de Pinochet y la Junta. Para que eso cambie asume que es necesario activar un proceso verdaderamente revolucionario que destruya la institucionalidad constitucional vigente. No parece equivocado, en consecuencia, haber dicho que Atria concuerda con Chadwick cuando piensa que esas reformas no pueden ser consideradas como un “proceso constituyente originario”304. Cabe preguntarse si la rudimentaria epistemología a la que apela Atria, arma característica de abogados litigantes, puede neutralizar y dejar de lado el marco teórico que determina lo sostenido por Chadwick, y que Atria estima ineficaz e inaplicable políticamente hablando. Me parece que no toma en cuenta que el marco teórico que aplica Chadwick es el mismo que Guzmán usa con gran efecto en la redacción del DL N.º 128. Ese decreto ley transfiere a Pinochet y la unta militar el poder constituyente del pueblo, quien a partir de ese momento pierde su titularidad. Imposible pensar que ese marco teórico, que guía el proceso constituyente originario que comienza a activarse en 1973, no haya tenido eficacia y aplicabilidad política. Por lo demás, Atria mismo admite — equivocadamente, como se verá— que la Constitución actualmente vigente emana del poder constituyente de Pinochet. Atria procede, enseguida, a definir el criterio teórico para juzgar con certeza “si lo que se nos presenta es una reforma constitucional o [la génesis de] una nueva constitución”305. Piensa que para definir ese criterio hay dos posibles vías: una puramente jurídica y otra política. Apela a Kelsen para articular la primera. Piensa que Kelsen diría que “una nueva constitución es una dictada a través de mecanismos no previstos en la Constitución anterior, mientras que una reforma
constitucional sería el resultado de un ejercicio de potestades constitucionales ordinarias de reforma”306. Según Atria, esta primera respuesta, debido a su naturaleza puramente formal, resulta superficial y no satisfactoria. Por ello cree que es necesario avanzar hacia una segunda respuesta que tome en cuenta los aspectos substantivos de la cuestión constitucional. Una definición substantiva de Constitución es aquella que la considera como “una decisión fundamental sobre la identidad y forma de la unidad política”307. Atria introduce el concepto de “decisión política” y esto es señal de que su argumento deja atrás a Kelsen y se interna en territorio schmitteano. Schmitt, en su Teoría de la Constitución , postula que una constitución es, por sobre todo, una decisión política. Piensa que “en el fondo de toda normatividad reside una decisión política del titular del poder constituyente, es decir, del pueblo en la democracia y del monarca en la monarquía auténtica”308. El acto constituyente es un acto decisorio. Lo que decide el constituyente es, según Schmitt, “la totalidad de la unidad política... Este acto constituye la forma y modo de la unidad política, cuya existencia es anterior”309. Y para dejar las cosas aún más en claro añade: la “constitución es una decisión consciente que la unidad política, a través del titular del poder constituyente, adopta por sí misma y se da a sí misma ”310. Esa “unidad política” puede ser, según Schmitt, la del pueblo o la de un monarca. Tanto el pueblo como un monarca pueden ser sujetos de poder constituyente. Atria acepta paradojalmente la idea schmitteana de que una constitución es por sobre todo una decisión política, pero rechaza la posibilidad de que un monarca pueda ser sujeto de poder constituyente. Solo el pueblo puede ser, en su opinión, sujeto constituyente. Este error lo distancia inexorablemente del realismo de la teoría de Schmitt311 y, como veremos, lo inhabilita también para entender cabalmente la evolución constitucional chilena a partir de 1973, tal como es encauzada por Guzmán y otros juristas schmitteanos. Atria concluye así que la Constitución de 1980 no es una verdadera constitución. Es necesario examinar en detalle el razonamiento de Atria en este respecto. En primer lugar, Atria correctamente describe cómo opera la decisión del pueblo en la tradición democrática. En una democracia, la decisión política fundamental “hace posible que la unidad política pase a ser un agente político por vía de establecer(le) mecanismos de imputación de voluntad”312. En segundo lugar, como para Atria esa unidad política solo puede ser el pueblo, resulta imposible explicar cómo opera el poder constituyente en el caso de la Constitución del 80.
Es natural que se pregunte así por la forma “que asume el pueblo chileno bajo la ‘Constitución’ de 1980”313. (Nótese que Atria pone el término “Constitución” entre comillas y lo hace porque no considera la del 80 como una verdadera constitución). Ahora bien, la respuesta que da no es otra que reconocer que esa “Constitución” tiene por finalidad neutralizar e impedir la agencia política del pueblo. De aquí en adelante se acumulan los errores. Un primer error consiste en afirmar que bajo la “Constitución” del 80 hay “unidad política, pero no agencia política”314. No habría agencia política porque “se trata de una constitución que cumple una función precisamente contraria a la función que la tradición democrática le asigna a toda constitución: habilitar al pueblo, crear formas de acción para este”315. Pero ¿cómo podría haber unidad política sin agencia política? ¿Cómo podría reconocerse la unidad política del pueblo y, a la vez, negársele su agencia? ¿No sería más realista interpretar la situación constitucional chilena, a partir de 1973, como definida por la unidad política de Pinochet y la Junta, una configuración cuasi monárquica, que asume la totalidad de la agencia política y crea una constitución en vistas de la inhabilitación del pueblo? Esa inhabilitación del pueblo no es resultado de esa nueva constitución en 1980. Por el contrario, la Constitución del 80 es posible debido a la destrucción de la unidad política popular en 1973. Es esa destrucción la que de hecho inhabilita al pueblo y lo priva de su unidad política. En 1973 se genera una nueva unidad política que deviene sujeto del poder constituyente, y siete años más tarde esa unidad política crea efectivamente una nueva constitución. El segundo error consiste en afirmar lo siguiente: “Desde una perspectiva sustantiva y democrática, una nueva constitución requiere reemplazar esta decisión neutralizadora por otra habilitadora. Eso contaría como una nueva decisión sobre la forma del pueblo, una que lo habilite para actuar políticamente”316. Atria sostiene que la Constitución del 80 no es verdaderamente una constitución, aunque contradictoriamente pueda reconocer que es una decisión neutralizadora. Por tratarse de una “decisión neutralizadora”, es decir, una decisión que inhabilita al pueblo, no podría ser una constitución, democrática o no democrática. Pero esto no concuerda con el realismo que reclama para sí Atria, pues, en realidad, el pueblo chileno —por lo menos a partir de 1988— no aparece como inhabilitado, sino, por el contrario, como agente político que activamente ha tomado en sus manos el texto de la Constitución y lo ha reformado, aunque ello haya sido solo parcialmente. Atria insiste en afirmar que esas reformas constitucionales no han logrado cancelar en
su totalidad la neutralización del pueblo. Escribe: “Una reforma constitucional, por otra parte, es toda modificación de reglas constitucionales que mantengan la neutralización”317. Detengámonos un momento para ver qué es lo que ha sucedido hasta aquí. Atria inicia su argumento formulando una pregunta fundamental: ¿cuál es la diferencia que hay entre crear o generar una nueva constitución, y la mera reforma de una ya existente? Correctamente visualiza dos posibles respuestas: una de ellas es puramente formal (Kelsen) y la otra es substantiva y realista (Schmitt). La diferencia estriba en que Schmitt introduce la decisión constituyente creadora sacándola del marco constitucional formal ya constituido, ya sea para destruirlo, ya sea para generar uno nuevo. Schmitt tiene un nombre para esa fuerza creadora: la denomina poder constituyente, noción negada por Kelsen. Esto es lo que Atria tiene a la vista cuando afirma lo siguiente: “La decisión sobre la forma y modo de existencia no es una decisión de esas instituciones, sino una decisión sobreesas instituciones”318 . Una decisión de esas instituciones sería una decisión de un poder institucional ya constituido. Una decisión sobre esas instituciones, es decir, una decisión que se ponga por sobre ellas, y por tanto se salga del marco institucional formal, sería una decisión de un poder constituyente originario. Para indicar que se funda en Schmitt para afirmar esto, Atria cita un pasaje de su Teoría de la Constitución: [Esta distinción se da también] en Estados donde, como ocurre en Inglaterra, por virtud de la pretendida soberanía del Parlamento inglés, pueden acordarse leyes constitucionales en vías del procedimiento legislativo ordinario. Sería inexacto sostener que Inglaterra pudiera transformarse en una República soviética mediante simple acuerdo mayoritario del Parlamento.319 Pero Schmitt presenta este ejemplo para ilustrar la distinción entre poder constituyente y poder constituido, una distinción que Atria evita emplear porque ello significaría dar la razón a Chadwick, para quien solo se puede hablar de nueva constitución cuando se activa el poder constituyente originario. Atria, sin embargo, quiere nueva constitución sin un proceso constituyente originario. Activar un proceso originario sería abandonar el cauce institucional. Atria sigue a Schmitt, quien reconoce que el poder constituido es limitado en principio y “no puede sobrepasar el marco de la regulación legal-constitucional en que descansa”320, e interpreta la reforma constitucional de 2005 (Ley N.º 20.050) como ajustada a los límites que permitía la institucionalidad. Pero esa
institucionalidad la estima ser tramposa porque hace imposible la habilitación del pueblo en su búsqueda de una nueva constitución. Según Atria, esa imposibilidad es “política, no conceptual”321. Su explicación se reduce a lo siguiente: “[L]a neutralización en que consiste la Constitución de 1980 está en sus formas procedimentales, por lo que a través de esas formas solo podrán tomarse decisiones neutralizadas, es decir, decisiones que no afecten la neutralización”322. Por ello no resulta posible implementar una reforma constitucional en el contexto de un cuerpo constitucional que busca la neutralización que implican sus formas procedimentales y hacen necesaria la apelación a resquicios constitucionales. Atria resume con gran claridad el sentido de esta discusión cuando se pregunta: “¿Cómo puede haber una nueva constitución dictada a través de un proceso institucional?”323. Desde un punto de vista teórico esta pregunta, que fusiona las posturas de Schmitt y Kelsen, nos pone en un callejón sin salida. Por eso Atria insiste en la viabilidad de una salida política que evite toda referencia a un proceso constituyente originario, como exigía el schmitteanismo de Chadwick. La solución política que propone Atria tiene la virtud de ser institucional y elude activar el poder constituyente, que era la exigencia de Chadwick. Lo que Atria propone en concreto es la convocación a un plebiscito que respetaría lo dispuesto por el Art. 15 de la Constitución vigente. Este plebiscito posibilitaría, en un segundo momento, la formación de una asamblea constituyente encargada de redactar una nueva constitución. Se lograría así una nueva constitución (la exigencia schmitteana), pero sin salirse de los límites que marca la institucionalidad (la exigencia kelseniana). A continuación exploro cómo esta solución política no logra anular sus dificultades teóricas.
3. Análisis crítico de la propuesta de Atria En la segunda parte de su trabajo, Atria reexamina la cuestión teórica, esta vez en diálogo con lo que he escrito sobre este tema. Su argumento se centra en las objeciones, fundadas en la teoría del poder constituyente, que he dirigido en contra de su argumentación. Mis objeciones apuntan hacia una solución teórica positiva que permita escapar del “callejón sin salida” con que se topa Atria. Reitero mi confianza en una determinación teórica del problema. Frente al escepticismo teórico, pienso que la teoría constitucional puede iluminar el camino para resolver el problema que induce en Atria el ánimo refundacional que impulsó a Jaime Guzmán.
(1) Atria cuestiona, en primer lugar, la importancia y el sentido político que le atribuyo a la Declaración de profesores profesores de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile respecto de la convocatoria a lebiscito para ratificar la Constitución del 24 de agosto de 1980 324. Piensa que lo que Guzmán y los otros profesores de Derecho hayan creído, pensado o dicho
carece de toda relevancia porque no afecta el sentido político real del plebiscito de 1980. Conviene examinar en detalle lo que Atria escribe al respecto y cuál es la naturaleza de su desacuerdo con mi interpretación: Nótese este punto: mi desacuerdo aquí con Cristi no alcanza a ser sobre si el plebiscito de 1980 fue una “mera consulta”, sino sobre cuáles son las razones que sirven para decidir si este fue o no el caso. Es decir, es interesante considerar la idea de que la Constitución de 1980 no descansa siquiera en un plebiscito fraudulento, y que dicho plebiscito en realidad no fue tal y, entonces, la Constitución tampoco fue tal, sino solo una medida de propaganda política que, cual [el monstruo creado por el Dr.] Frankenstein, cobró vida pese a Pinochet. Lo que a mi juicio carece de sentido es pensar que si eso es, o no, así depende de lo que hayan dicho, o no, un grupo de profesores de Derecho(/a) de la Pontificia Universidad Católica de Chile325. Es ilegítimo, según Atria, un argumento que transita de lo que esos profesores dijeron a “una afirmación sobre lo que el plebiscito en realidad significaba”326. Por ello no corresponde tomar en serio esa Declaración. Es una grave equivocación de parte mía asignarle importancia y sentido político, pues el real significado del plebiscito de 1980 no “depende de lo que hayan dicho, o no, un grupo de profesores de Derecho(/a) de la Pontificia Universidad Católica de Chile”. ¿Depende o no de lo que hayan dicho un grupo de profesores de Derecho, que la Constitución del 80 haya sido una mera consulta, y no un plebiscito? Atria sostiene que la Declaración no tiene relevancia política alguna porque “el significado político de algo nunca depende de lo que los sujetos que actúan (o los observadores, como en este caso) dicen que está pasando, sino de lo que políticamente está pasando”327. Pero Atria, tal vez sin darse verdadera cuenta, concede relevancia política a la Declaración. Lo hace cuando afirma: “[E]s interesante considerar la idea de que la Constitución de 1980 no descansa siquiera en un plebiscito fraudulento, y que dicho plebiscito en realidad no fue tal y, entonces, la Constitución tampoco fue tal”328. Atria se muestra abierto a considerar que la Constitución de 1980 no descansa en un plebiscito, y concluye
que, si eso es así, entonces no puede ser considerada como una verdadera constitución. Esto coincide con lo que sostuvo antes en La Constitución tramposa: A mi juicio [...] la llamada Constitución de 1980 no es una constitución, es una camisa de fuerza [...]. No es una decisión que pueda ser entendida por el pueblo como propia, en lo que respecta a su forma y modo de existencia, sino que es una maraña de dispositivos cuya finalidad más precisa es negar el poder constituyente de pueblo329. Que la Constitución del 80 no sea una verdadera constitución se ha convertido en un mantra para Atria. ¿De dónde obtiene esta idea? ¿Cómo puede fundamentarla? Atria puede decir eso porque acepta implícitamente lo que dicen o creen los firmantes de esa, supuestamente irrelevante, Declaración. Al decir que esa Constitución “no es una decisión que pueda ser entendida por el pueblo como propia” adhiere a lo que esos profesores dicen o creen, a saber, que no es el poder constituyente del pueblo el que funda esa Constitución. Esta es la premisa que funda el argumento de Atria que niega que la Constitución del 80 sea una verdadera constitución. Es decir, considerar que la Constitución del 80 no es una verdadera constitución, sino un instrumento de propaganda política, supone también lo que afirman esos profesores. Claro que Atria interpreta erróneamente la teoría que esos profesores toman en cuenta. Guzmán y sus colegas adhieren a la idea schmitteana de que no solo el pueblo puede ser sujeto de poder constituyente, sino que, como vimos más arriba, el poder constituyente puede también tener otros sujetos o titulares. La Declaración correctamente apunta en esa dirección y lo hace en conformidad con lo que establece el DL N.º 128. El Gobierno actuó como lo había hecho desde un comienzo en virtud de ese decreto ley, mediante el cual se arrogó la facultad de destruir la Constitución del 25 y de crear una nueva. La Declaración de Jaime Guzmán y sus colegas es perfectamente coincidente con el DL N.º 128, y no es puramente adventicia o preventiva, como piensa Atria. El innegable impacto político de lo estatuido por ese decreto ley confirma la realidad política que fue la dictadura militar. El mismo argumento epistemológico acerca de la falta de relevancia política con respecto a lo que las personas dicen o creen lo aplica Atria a mi interpretación de lo que señala el Acta Secreta N.º 1 del 13 de septiembre de 1973. Lo que se dice aquí es que la junta militar reconoce y afirma el hecho de que Jaime Guzmán ha dado ya los primeros pasos en el proceso de creación de una nueva constitución. Según Atria, que la Junta haya dicho esto prueba solo que “algunos miembros de
la junta creían eso o, al menos, consideraron oportuno decir que creían eso. Políticamente hablando, eso es solo una afirmación”330. Lo que se oculta tras esos dichos, que hablan de un proceso constituyente, es la realidad política que es Pinochet, un tirano sin Dios ni ley. No hay tal proceso constituyente, no hay tal constitución. Esas declaraciones serían un puro formalismo. Lo que hay en realidad de los hechos es “una tiranía, que por razones propagandísticas quería dar la impresión de regularización constitucional”331. Atria piensa que me ofende el hecho de que él aparezca denostando a Pinochet y que, por tanto, juzgo y moralizo, pero no entiendo nada. Por mi parte pienso que la impresión que tiene Atria de una “regularización constitucional” por razones puramente propagandísticas no da cuenta de la enormidad de lo sucedido durante la dictadura militar. No da cuenta de la efectiva destrucción de la Constitución del 25 y del proyecto de crear una nueva. No da cuenta, por sobre todo, del sentido político del DL N.º 128. Ahí está la clave, como lo ha visto Arturo Fermandois332, el jurista que mejor encarna el pensamiento político de Guzmán. Insiste Atria en que a él no le “interesa juzgar o moralizar, sino entender”333. Pero ¿no es, en realidad, juzgar y moralizar esa insistencia suya de considerar a Pinochet como un tirano? Más que un juzgar, lo que veo aquí es un prejuzgar. El interés que mueve a Atria es su prejuicio de negar que la Constitución de 1980 sea una constitución verdadera. Con ello alimenta su intención política, que es consagrar una nueva constitución por medio de una asamblea política. Ese es el sentido político que ha definido su actividad partidista en los últimos años. (2) En segundo lugar, Atria examina la cuestión de la titularidad del poder constituyente y postula que “dado lo que es el poder constituyente, este solo puede residir en el pueblo”334. Con ello busca refutar lo que he sostenido en relación con el llamado “principio monárquico”, el principio por el cual un jefe de gobierno se sitúa fuera de y por sobre la esfera constitucional. Esta es una idea que se origina en 1814 cuando Luis XVIII rehúsa someterse al régimen constitucional que le exige el Senado francés para elevarlo al trono luego de la derrota de Napoleón. En su Teoría de la Constitución, Schmitt ha estudiado el principio monárquico en su contexto histórico, particularmente en el período de la Restauración en Francia, así como en Alemania, donde efectivamente ese principio se extingue como consecuencia de su derrota en la Primera Guerra Mundial y la destrucción de la Constitución de 1871 fundada en ese principio. Atria interpreta de la siguiente manera lo que sostiene Schmitt:
Schmitt se está refiriendo precisamente aquí al surgimiento de la idea democrática, al momento histórico en que la monarquía dejó de ser algo evidente y se enfrentó a la idea democrática y, al hacerlo, debió recurrir al lenguaje de la democracia. Ese es el momento en que comienza la decadencia del principio monárquico335. Schmitt dice algo distinto. Afirma que “durante la Restauración monárquica, 1815-1830, el rey se convierte en sujeto de poder constituyente”336. Pero reconoce, al mismo tiempo —y en esto está de acuerdo con lo que señala su discípulo Ernst-Wolfgang Böckenförde, en el extenso texto citado por Atria —, que “transferir la doctrina democrática del poder constituyente del pueblo, sin alterarla, a la Monarquía, y por cierto a una Monarquía hereditaria, era, en el fondo, una antítesis meramente defensiva y superficial”337. Esto no obsta para que Schmitt reconozca que la “organización de una ‘minoría’ puede ser sujeto de poder constituyente... Bien puede ser que una organización firme adopte como tal, sin invocar la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, las decisiones políticas fundamentales sobre modo y forma de la existencia política; es decir, de una constitución”338. Es decir, aunque reconoce que la doctrina del poder constituyente se desarrolla con Sieyès como una conquista democrática, ello no significa que histórica y conceptualmente haya sido el pueblo su sujeto exclusivo. Es un error, por parte de Atria, atar el principio monárquico exclusivamente a la monarquía. Es un error también afirmar que cuando surge la idea democrática “comienza la decadencia del principio monárquico”. Todo lo contrario, el principio monárquico se origina con la Restauración y de ahí en adelante inicia una evolución histórica que no es precisamente declinante, como lo demuestra el caso de Hitler, Franco y Pinochet, quienes reclaman para sí la titularidad del poder constituyente. La confusión de Atria es explicable. La fórmula “principio monárquico” genera confusiones, ya que no tiene que ver de por sí con la monarquía, sino con la posibilidad de que un agente político actúe de modo extraconstitucional. Cuando Jaime Guzmán colabora en la redacción del anteproyecto del DL N.º 128, tiene en cuenta lo señalado por Schmitt y su discípulo español Manuel Sánchez Agesta339. El DL N.º 128 señala que su objetivo es “aclarar el sentido y alcance del artículo 1 [del Decreto Ley 1] en cuanto expresa que la Junta de Gobierno ha asumido el Mando Supremo de la Nación”340. El asumir este mando supremo implica el ejercicio de los poderes Legislativo y Ejecutivo, “y en
consecuencia el poder constituyente que a ellos corresponde”341. Sobre esta base la junta militar decreta ahora que “ha asumido desde el 11 de septiembre de 1973 el ejercicio de los poderes constituyente, Legislativo y Ejecutivo”342. También decreta que “el ordenamiento jurídico contenido en la Constitución y en las leyes de la República continúa vigente mientras no sea o haya sido modificado”343por la junta militar mediante decretos leyes. Este decreto ley sella el destino de la Constitución del 25. Para realmente entender lo sucedido como consecuencia del pronunciamiento militar carlista de septiembre344, es necesario tomar en cuenta la destrucción de esa Constitución. No hay nada aquí de formalismo o de moralismo. Es simplemente un intento de entender la realidad de las cosas. (3) En tercer lugar, Atria examina lo que denomina “principio democrático” y las “trampas constitucionales”345. Afirma algo con lo que estoy en absoluto acuerdo: “Es indudable que quienes redactaron el texto constitucional de 1980 no tenían compromiso genuino con la idea democrática, lo que se expresaba en su persistente preocupación de ‘mitigar los defectos y males del sufragio universal’”346. Pero a continuación señala que, aunque a Guzmán “le habría gustado que fuera de otro modo, el principio democrático (el poder constituyente del pueblo) era el único principio legitimatorio [sic] posible”347. Lo que falta reconocer aquí a Atria es que en su texto la Constitución del 80 solo determina que el pueblo es el titular del poder constituido y a la vez busca neutralizar ese poder constituido. También le falta reconocer que la génesis de esa Constitución no reposa en el poder constituyente del pueblo, sino en el poder constituyente que se le imputa Pinochet en el DL N.º 128, y que va a funcionar de manera análoga a como el “principio monárquico” sirve a Hitler y Franco para destruir la Constitución de Weimar y la Constitución española de 1931, respectivamente348. Atria debería tener en cuenta que Guzmán percibe como necesario que Pinochet asuma el poder constituyente porque la legitimidad democrática de la Constitución del 25 es incompatible con la legitimidad social corporativista o gremialista que desea imponer. Esto coincide con el liderazgo que asume el Movimiento Gremialista en los meses previos al derrocamiento del Gobierno de Allende y hace suponer que se buscaba la instauración de un régimen social corporativista349. Luego de ocurrido el golpe militar los partidarios de un régimen corporativista encuentran cabida en el equipo de gobierno y se dan señales inequívocas de que se propone su institucionalización. Pero este proyecto no prospera. El neoliberalismo, cuya influencia se hace notar en El Mercurio y en el ideario de Jaime Guzmán, induce al Gobierno a desestimar los aspectos políticos
del corporativismo para contentarse con una aplicación puramente social de sus preceptos. El desplazamiento del corporativismo político, y su reemplazo por un corporativismo social o gremialismo, es perceptible en las primeras discusiones de la Comisión Constituyente. (4) En cuarto lugar, Atria arriba al verdadero foco de nuestra discusión y que tiene que ver con la declaración en 2005 de Andrés Chadwick citada más arriba. Atria cita lo que escribí en mi libro con Pablo Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo: Atria acepta como válida la idea de que es necesario un proceso constituyente originario para dejar atrás la Constitución del 80, que, por tanto, sigue estando presa del poder constituyente de Pinochet y la junta militar. Las muchas reformas que se le han hecho han supuesto la continuidad de ese poder constituyente. Esa es la trampa que monta Chadwick. Y Atria, preso en ella, se ve forzado a afirmar lo siguiente: “Es necesario, volviendo a la correcta afirmación de Andrés Chadwick en 2005, ‘un proceso constituyente originario’, es decir, un proceso de decisión constitucional que no esté determinado por las trampas de 1980”350. Atria piensa que lo que he llamado “la trampa de Chadwick” es la necesidad de un proceso constituyente originario para generar una nueva constitución, y que, a pesar de las reformas introducidas en su texto, sigue vigente la Constitución de 1980, cuyo sujeto sigue siendo el poder constituyente de Pinochet. Atria rechaza la idea de que él haya caído en esa trampa. De la argumentación torrencial que presenta para defender su caso, reconozco como inteligibles solo tres razones. No ha caído en la trampa porque, primero, no hace suya (“no hago mía”, dice textualmente) la noción de proceso constituyente originario; segundo, porque solo el pueblo puede ser sujeto de poder constituyente; tercero, porque no se puede descansar en lo que los actores, en este caso Chadwick, creen que están haciendo. De las dos últimas he hablado suficientemente arriba, de modo que me referiré solo a la primera. Escribe Atria: Cristi omite toda referencia a la explicación de lo que caracteriza, en mis términos (no sé si también de Chadwick), a un “proceso constituyente originario” (una expresión que no hago mía, como lo dejan en claro las comillas), a pesar de que dicha explicación aparece en el pasaje que él mismo cita: “[E]s decir, un proceso de decisión constitucional que no esté determinado por las trampas de 1980”351.
La razón por la que Cristi no se hace cargo de esta calificación es que lo que él llama “un proceso constituyente originario” es una forma jurídica caracterizada por una asamblea352. En primer lugar, la explicación que ofrece Atria para caracterizar la noción de proceso constituyente originario, explicación que yo no omito, es la siguiente: en el caso chileno se trataría de “un proceso de decisión constitucional que no esté determinado por las trampas de 1980”. Es claro que Atria no ha entendido lo que Chadwick quiere decir por esa noción. Y ello porque el “proceso de decisión constitucional que no esté determinado por las trampas de 1980” que concibe es un proceso intrainstitucional, que queda en manos del poder constituido, y no del poder constituyente, que siempre opera extrainstitucionalmente. Eso es precisamente lo que indica el calificativo “originario”. Segundo, no es claro que las comillas que usa Atria para referirse a la noción de proceso constituyente originario signifiquen que no hace suya esa noción. En todo caso, ¿qué quiere decir que no la haga suya? La idea misma es perfectamente inteligible, y si Atria acepta la noción de poder constituyente no hay razón alguna para que no la quiera tomar en cuenta. Tercero, Atria piensa que lo que yo llamo “proceso constituyente originario” corresponde a una “forma jurídica caracterizada por una asamblea [originaria]”. Obviamente esto es algo que no concuerda con su idea de que es posible una nueva constitución sin necesidad de activar el poder constituyente originario, pues eso violaría es carácter intraconstitucional de su solución. (5) Atria comenta críticamente, por último, mi interpretación del sentido constitucional del plebiscito de 1989. Una vez más debo reconocer que pocos han leído con mayor atención y detalle que Atria lo que he escrito sobre este tema353. Responder a sus observaciones me ha ayudado a fortalecer mi argumento y aclarar aquellos puntos que separan nuestros respectivos puntos de vista. En mi libro acerca de Guzmán afirmé que a partir del plebiscito de 1988 el pueblo recuperó su poder constituyente. Y hablé de una transición inmediata e instantánea de la dictadura a la democracia354. El plebiscito de 1989 podría ser visto como la confirmación de esa transición. En esa oportunidad observé lo paradojal que resulta afirmar la inmediata transición de la democracia a la dictadura en 1973, para luego afirmar una transición gradual de la dictadura a la democracia. Atria anota: “Por qué [esto] le resulta paradójico [a Cristi] es para mí un misterio. Lo normal es que construir sea un proceso más o menos gradual, pero destruir no lo sea”355. Obviamente no estamos hablando aquí de lo mismo.
No estoy comparando la acción de destruir con la acción de construir. Atria podría tener algo de razón en afirmar que la primera es naturalmente inmediata, y la segunda, gradual. Pero yo estoy hablando de la simetría que observo entre la destrucción inmediata de la democracia en 1973, y la destrucción inmediata de la dictadura en 1988. En los dos casos hay destrucciones constitucionales inmediatas e instantáneas, en el sentido schmitteano de “destrucción” constitucional356, y también en ambos casos, y sin entrar en mayores detalles, hay un periodo de consolidación institucional que debe ser visto como gradual. Enseguida, Atria se refiere a la parte posiblemente más controversial de mi argumento. Para responder a una objeción suya referida a la explicación que he dado de por qué la consolidación de la democracia a partir del plebiscito de 1988 había sido imperfecta e incompleta, escribí lo siguiente: Cuando afirmé que la recuperación por parte del pueblo del poder constituyente originario fue “parcial” en 1989, en ningún caso sostuve que el poder constituyente había quedado dividido en “porciones” entre el pueblo y la junta militar. Lo que he sostenido es que ese año, el pueblo de Chile recuperó totalmente su poder constituyente originario, pero tuvo también que aceptar, por las circunstancias del caso, un ejercicio parcial de su poder constituyente derivado357. Atria dirige una importante objeción a esta reformulación de mi argumento original: Cristi no querrá decir, supongo, que los senadores designados, el Tribunal Constitucional, con su composición original, las leyes contra-mayoritarias y el Consejo de Seguridad Nacional fueron, en 1989, legitimadas por plebiscitos democráticos y pasaron a quedar fundadas en el poder constituyente del pueblo358. Con cierta natural reticencia, puedo confirmar a Atria que eso es precisamente lo que se deduce de mi argumento. Esas instituciones que obstaculizan la expresión democrática del pueblo son, particularmente a partir del plebiscito de 1989, legitimadas por el pueblo. Y la razón me la da Atria mismo cuando cita a Böckenförde, quien apunta a la idea de que el constitucionalismo es lo contrario a todo absolutismo, incluido el absolutismo democrático. Escribe Böckenförde: “[E]l pouvoir constituant, como su propio nombre indica, está determinado por una voluntad de constitución. Y constitución significa ordenación y organización
del poder político del Estado”359. Una constitución democrática, en tanto constitución, naturalmente tendrá disposiciones que inhibirán la manifestación absoluta e ilimitada de la voluntad popular. Las instituciones que menciona Atria, aunque significan severos límites para el ejercicio de un gobierno democrático, no elimina por entero su carácter democrático. Por ello corrientemente se dice que el constitucionalismo es el “Pedro sobrio” que ejerce control sobre el electorado visto como “Pedro ebrio”360. Lo que sucede en el desarrollo constitucional de Chile a partir de 1988 es que “Pedro sobrio” ejerce un control desmedido sobre un “Pedro abstemio”. Por último, Atria insiste en no encontrar factible una justa restauración de la Constitución del 25 a pesar de mostrarse favorable a la idea de reparar nuestra continuidad histórica. En La Constitucion tramposa, afirma que “una nueva constitución no es partir de cero en el sentido de negar la historia”361. Se refiere al valor que tiene establecer un lazo de continuidad con la Constitución del 25 y propone “un proceso de dictación de una nueva constitución en el que decidamos por referencia a la última decisión constitucional que fue aceptada en su momento por todos y que no contenía trampas, es decir, la Constitución de 1925 en su estado posterior a la última reforma en democracia, en 1971”362. Es claro que Atria sigue preso del ánimo refundacional que inspirara a Guzmán, e insiste en la idea de una nueva constitución, que no es más que un ente abstracto, posiblemente una aspiración concreta de su compromiso partidario. Y ello es también caer en la trampa de Chadwick, quien inició, en 2005, la polémica en torno a la idea de una nueva constitución. En El constitucionalismo del miedo sugerí restaurar selectivamente, y en plenitud, los artículos N.º 109 y 110 de la Constitución del 25, reformados por la ley N.º 17.284 del 23 de enero de 1970, referentes a la función de los plebiscitos. Atria objeta que no diga “cuál es la forma ‘institucional’ de hacer esto, por lo que su [mi] sugerencia no es completa”363. Como manera de completar lo que propuse habría que extender esa restauración al capítulo X en su totalidad, para incluir así el Art. N.º 108 y los dos incisos agregados por la ley N.º 17.284. Se sometería la reforma de la Constitución a la tramitación de un proyecto de ley con las excepciones que indica ese artículo. Entraría así en funciones el poder constituido, y el Congreso podría operar como asamblea constituyente constituida. Atria objeta el que yo contemple la “posibilidad de convocar a una asamblea constituyente, que, por supuesto, no sería originaria como exige el argumento de Chadwick”364. Piensa que, si se trata de un proceso constituyente originario, el resultado tendría que ser una nueva constitución. Pero Atria quiere
una nueva constitución sin un proceso constituyente originario, puesto que activar tal proceso sería abandonar el cauce institucional. Esta es la traba política que lo inhibe, y ello queda claro cuando afirma: Si la “asamblea” de Cristi se somete a esas determinaciones no es “originaria”, y lo que resulte de ella no es una nueva constitución. Si la asamblea no se somete a esas determinaciones, y reclama competencia de competencias […], entonces la situación deberá ser descrita diciendo que se trató de una asamblea “originaria”365. Me parece que este es un falso dilema, pues la asamblea que he propuesto opera como una instancia de reforma de la Constitución del 25, y no exige activar un proceso constituyente originario. Para Atria, el grave pecado de este procedimiento es que no da como resultado la generación de una nueva constitución. No percibe que la virtud de lo que propongo consiste en no caer en la trampa refundacional que arma Chadwick, inspirado en el ánimo refundacional de Guzmán. Atria haría bien en considerar que la Constitución del 25, efectivamente destruida por Guzmán, renace instantáneamente una vez que el pueblo de Chile derrota plebiscitariamente a Pinochet en 1988 y retoma su poder constituyente originario. Este evento podría interpretarse como la destrucción de una destrucción, es decir, como la destrucción creadora que restaura la continuidad de nuestra Constitución histórica. Se trataría entonces de tomar la Constitución del 25 y, en particular su capítulo X, como punto de partida de un proceso de reforma que pueda incorporar selectivamente el camino recorrido por la evolución constitucional hasta nuestros días.
4. Conclusión En 1975, Jaime Guzmán escribe: “Nadie que lea el texto de la Constitución de 1925 [...], y que lo confronte con la realidad político-institucional imperante, puede adquirir un verdadero convencimiento de que aquella está vigente [...]. La Constitución de 1925 está muerta en la realidad práctica y, lo que es aún más importante, en la mente del pueblo chileno”366. Guzmán puede decir esto porque, mediante su participación en la redacción del DL N.º 128, que define a Pinochet y la junta militar como sujetos de poder constituyente, efectivamente ha contribuido a destruir el poder constituyente del pueblo que daba vida a la Constitución del 25. Mediante ese decreto Guzmán borra de un plumazo 150 años de nuestra historia constitucional. Le es posible ahora partir de cero y escribir una nueva historia, es decir, una nueva constitución, sobre una página en
blanco. Guzmán procede así porque concebía la democracia definida por la Constitución del 25 como un sistema desbocado que conducía inevitablemente al totalitarismo. Resulta natural entonces que, en 1969, Guzmán, inspirado en el carlismo, vislumbre la idea de una nueva institucionalidad gremialista para Chile. Solo el gremialismo puede poner fin al estatismo y el miedo colectivo que este genera. Pero esta nueva institucionalidad gremialista no puede implementarse con un mero cambio de gobierno. Escribe: Alguien podría pensar que gran parte de la solución reside en el cambio del actual Gobierno. Pero ello no es sino una parte muy limitada de la solución [...]. Aun cambiando el Gobierno, la amenaza de una nueva aventura de miedo colectivo —acaso todavía peor— seguirá latente. Solo el abandono del camino estatista puede solucionar el problema por su misma base367. Guzmán llega al convencimiento de que la formación de ese nuevo régimen no puede fundarse en una reforma de la Constitución del 25, sino que debe cimentarse en una nueva constitución368. Una creación constitucional hace necesario apelar a la noción de poder constituyente originario. Con osada temeridad recurre a esa noción y declara muerta la Constitución. Al adjudicar el poder constituyente originario a una figura monocrática, rompe con los principios del constitucionalismo republicano y democrático que nos guiaban desde nuestra independencia. Tiene razón Patricio Zapata cuando escribe: “La Constitución de 1980, impuesta desde arriba, con violencia y trampa, significó una ruptura con lo mejor de la tradición constitucional chilena”369. A 42 años del DL N.º 128, Arturo Fontaine se pregunta: “¿Por qué no retomar la Constitución del 25?”. Y añade taxativamente: “La nueva constitución debe ser una modificación de la Constitución que regía antes del golpe militar del 73”370. Con esto Fontaine cuestiona y desafía frontalmente la decisión de Guzmán. Y este desafío encuentra su fundamento en la noción de legitimidad, que debe ser iluminada, como piensa Fontaine, desde una interpretación de la historia. La historia enseña que Guzmán funda la legitimidad de la Constitución del 80 en su promulgación por parte de Pinochet y la junta militar en virtud de su ejercicio del poder constituyente. La historia también enseña que los plebiscitos de 1988 y 1989 destruyen el poder constituyente de Pinochet, lo que permite al pueblo de Chile recuperar su sitial como sujeto del poder constituyente. Me parece que hoy en día el legítimo constituyente actual no encontraría obstáculos, ni teóricos ni
políticos, para revertir la decisión de Guzmán y restaurar, en toda justicia, la Constitución del 25, y luego proceder legítimamente a su completa y exhaustiva reforma.371
LA COMPRENSIÓN CONSTITUYENTE C ONSTITUYENTE Hugo Herrera Arellano 1. Niveles del problema constitucional ¿Hay proceso constituyente? Hoy se habla de “proceso constituyente”. Algunos dicen, empero, que no estamos frente a tal asunto. Se entiende que el sistema capitalista y la democracia liberal han producido una mentalidad individualista y consumista difícilmente compatible con un anhelo constituyente o fundacional. Se asume, además, que sin violencia no hay propiamente proceso constituyente posible, sino solo reforma. Recién una nueva irrupción violenta puede desplazar un orden de fuerzas vigente. Según otra opinión, sí estamos ante un proceso constituyente, y no necesariamente el que encabeza el Gobierno. Por una parte, porque el sistema capitalista chileno está produciendo, él mismo, las condiciones de una crisis — especialmente por la segregación social y la incertidumbre que genera en la emergente clase media— que conduciría a su superación. Por otra, porque la asamblea deliberativa es un modo de praxis capaz de dar cauce y expresión a los anhelos de participación que irrumpen por todas partes en el país. En definitiva, ella coincide, en su plenitud, con la plenitud de la humanidad, de tal suerte que, salvo que se le pongan obstáculos, ella es la dirección de movimiento como prefigurada en el ser humano. ¿Es posible una tercera posición? El Gobierno parece asumirla. Está y no está. Dice “proceso constituyente”, pero no luce compartir totalmente ni el diagnóstico de los constituyentes ni el anhelo asambleísta. Mas no se halla tampoco en la posición que niega el proceso. El problema de la posición del Gobierno es que parece ser antes el resultado de peregrinas circunstancias y dispersos deseos que de un ejercicio más o menos riguroso del pensamiento político. Si se atiende a la situación y se la considera a la luz de un pensamiento político, probablemente lo más adecuado sea decir que sí estamos en un proceso constituyente pero no estamos en un proceso constituyente. Esta afirmación puede pretender escapar a los extremos de la reacción y la revolución, responder
a la intención de salirse, en parte, de los excesos del acerado dispositivo técnicocapitalista, sin caer todavía en la dinámica de las visiones radicales o de la generalizante deliberación revolucionaria. ¿Es posible mantenerse en esa peculiar y eventualmente contradictoria vía media? ¿Hacer en la realidad concreta algo con sentido bajo las circunstancias actuales? Hay que, primero, comprender los niveles del problema; recién luego es posible saber qué se sigue de ahí. En la cuestión constitucional se dejan discernir al menos tres niveles. Podría llamárselos: el de la formalización jurídica, el de la conformación social y el de las pulsiones y anhelos populares. El primero es el más visible, de la carta, expuesta allí a la vista de todos quienes quieren y tienen que leerla, aplicarla, cambiarla. El segundo nivel es el de lo que una tradición, que va desde Aristóteles a Schmitt, entiende como la conformación efectiva y real de fuerzas que dan sustento al orden jurídico-político. Este nivel es menos nítido. Antes que en los textos hay que hurgar en los símbolos socialmente eficaces, el entramado de las élites, los “resortes de la máquina”. En fin, está la dimensión todavía más opaca de las pulsiones y anhelos populares, del acervo histórico, la hondura existencial de lo real, un trasfondo inefable, solo parcialmente discernible. La vista de muchos tiende al nivel evidente de la constitución escrita. Si se la ha de reformar o cambiar, hay que tener propuestas específicas y letradas. Me parece, sin embargo, que es también hacia los otros niveles donde la operación de quienes están en condiciones de alcanzar una más intensa lucidez política debe dirigirse. A saber: hacia la constitución existencial y las pulsiones y anhelos populares. Ese sería el orden metodológico exigible para una actividad constituyente fecunda, que se haga cargo del malestar difuso que nos afecta. Se trata de atender consideradamente a la peculiaridad de lo real e histórico, antes que insistir en el rigor más consistente, pero simple y eventualmente violentante de los discursos más abstractos. Esa actividad comprensiva debe realizarse con la clara consciencia del significado de la constitución existencial y, especialmente, de la posibilidad y los alcances del discurso existencial. Más aún, esta posibilidad y esos alcances son algo todavía por defender, pues hay quien cree que basta concentrarse en la cuestión de las normas constitucionales (copiar un buen mecanismo) para salvar el asunto, como si el problema no estuviese vinculado también a las capas más hondas del problema. La constitución es, en el nivel existencial, también, un acto comprensivo. De lo que se trata en él, si la comprensión ha de ser justa, correcta o adecuada, es de
dar expresión, un camino de sentido, por medio de palabras y, al final, de la norma, a las pulsiones y anhelos populares. Ir desde el orden de las reglas y conceptos hacia la dimensión real de la situación social para, considerándola, volver sobre las reglas y conceptos y decidir, dándole cauce de manera institucional a la realidad, ampliando las nociones previas. Esto no ocurre solo en el dramatismo del momento constituyente. Ni en el clásico ni en el más heterodoxo de un proceso como el que impulsa el Gobierno. Probablemente el drama se haya intensificado entre nosotros, precisamente, por la incapacidad de los actores políticos de mantener lo que podría llamarse la lucidez constituyente: de, en la situación de normalidad (que nunca es de plena normalidad), lograr que la realidad vaya encontrando expresión, y según sus permanentes cambios, en una institucionalidad que se va adecuando a ella de manera productiva o creadora.
2. La comprensión estética Es famosa la tesis de Hannah Arendt según la cual el pensamiento propiamente político de Immanuel Kant estaría en la crítica del juicio estético372. De esta novedosa y hasta arriesgada lectura que se hace del filósofo pueden obtenerse luces para nuestro asunto. El caso estético es, entiende Kant, a diferencia de un objeto científico que se halla —o supone— completamente determinado por reglas, uno que sobrepasa esas reglas. En la estética, al igual que en la política, nos situamos en un ámbito mucho menos determinado, un campo cargado de sentido; belleza o sublimidad. La comprensión estética, de obras o acontecimientos con sentido estético, no puede operar, entonces, por la vía de una mera subsunción determinante de la realidad bajo reglas ya dadas, pues la “realidad” de la que se trata aquí es inefable y dinámica. Sin embargo, esto no significa que la comprensión estética sea el producto del mero capricho. ¿Cómo se legitima, empero, la comprensión estética y el juicio que ella formula, si no es ya por referencia a un objeto regulado? El juicio estético posee y expresa una cierta necesidad. “De lo bello”, señala Kant, “uno piensa que tiene una relación necesaria con el agrado. Esta necesidad es de un tipo especial: no es una necesidad teórica objetiva”373. Kant entiende que no existe algo así como un acceso directo a lo bello, evidente para todos, como sí
es evidente un conjunto de datos perceptibles por sensaciones. Pero debe reconocer, todavía, una necesidad. Lo bello nos aborda como una exigencia. Y cuando formulamos un juicio estético, con él, requerimos “el asentimiento de todos”374. ¿De dónde proviene, ya que no del objeto, la necesidad de esa exigencia? La necesidad de la pretensión con la que emerge lo bello, y la necesidad con la que son pensados los juicios sobre lo bello, dice Kant, se fundan en la ejemplaridad del juicio. El juicio estético de belleza es formulado como si tal uicio fuese “ejemplo de una regla general que uno no puede formular”375. La regla permanece desconocida en su plenitud, pues, en verdad, la razón humana no dispone de reglas capaces de comprender acabadamente la situación estética. Quien comprende estéticamente está aludiendo, en el juicio, a algo así como un trasfondo de sentido oculto e incontrolable, que todos de cierto modo atisbamos, pero para lo cual no hay regla cognoscible que lo determine completamente. El juicio no es, empero, meramente caprichoso. Kant indica que ha de suponerse una capacidad de apreciación o estimación compartida, a la que llama “sentido común”. Esa capacidad es acreditada no por medio de “observaciones psicológicas, sino como la condición necesaria de la comunicabilidad universal de nuestros conocimientos, la cual debe ser presupuesta en toda lógica y todo principio de conocimiento que no es escéptico”376. Vale decir, el juicio estético exige reconocimiento general, en la medida en que la comunicabilidad de la experiencia estética importa que existe en todos quienes participan de esa comunicación, la aludida capacidad de apreciación compartida. La exigencia de asentimiento solo tiene sentido, ya que no sobre la base de un dato evidente al modo de un objeto, sobre la base de aquella capacidad. Podría decirse esto: si esa capacidad compartida no existiera, no emergería la retensión de generalidad que surge cuando se comprende estéticamente. Nos hallaríamos en un mundo de gustos que nos producirían agrado o desagrado, pero no, en cambio, ante la exigencia de reconocer algo como bello y de comunicárselo a los demás, de tal suerte que requiriésemos su asentimiento. En el juicio estético no hay, entonces, simple capricho, sino una adecuación. Esa adecuación opera en una especie de círculo. La decisión comprensiva del juicio
se realiza considerando la experiencia de lo bello, pero, a la vez, a los otros que participan del contexto comunicativo dentro del cual lo bello irrumpe377. No ha de entenderse, sin embargo, que en la adecuación se trata de un mero consenso fáctico. El sentido común es entendido como el “efecto desde el juego libre de nuestras fuerzas de conocimiento”378. La exigencia de asentimiento que emerge desde esa capacidad de apreciación ha de ser, también, una exigencia de autoasentimiento. La comprensión estética (y aquí es menester forzar en algo el marco kantiano) ha de quedar remitida, en consecuencia, a un más allá de la capacidad de apreciación y el juego de las fuerzas cognoscitivas del sujeto. Si se toma a la experiencia estética como un todo, se deja identificar a lo estético como un modo de irrumpir de la existencia, que es acogido en la capacidad de apreciación, a partir del juego de ciertas fuerzas cognoscitivas. En esa experiencia, lo bello es discernible de lo meramente indiferente o lo estéticamente disruptivo, como también es discernible respecto de lo sublime. La experiencia estética queda remitida, en consecuencia, a una existencia que se devela dotada de sentido. El hecho de la experiencia estética solo puede explicarse sobre la base de una existencia capaz de descubrirse de maneras distintas a la mera neutralidad. La concepción de un mundo objetivo, de objetos determinados y neutrales, debe ceder paso ante una experiencia que trasciende esos límites. En la experiencia —y esto es algo ya no tematizado en Kant— el sujeto es abordado por un sentido, en cuya presencia y modos de evidenciarse él ya no tiene control, sino que queda remitido379. La comprensión estética puede ser descrita, así, del modo siguiente: cuando el sujeto logra dar expresión, mediante el juicio estético, al sentido contenido en la situación estética, él puede esperar el asentimiento de los demás, bajo condición de aquella capacidad de estimación compartida, referida a un sentido estético que emerge en la experiencia, considerada como totalidad. Por medio del juicio estético se puede entrar en tensión con la situación previa. La develación de sentido ocurre en una experiencia remitida a una existencia abierta, que no resulta plenamente controlable por parte del sujeto, sino que lo aborda. La capacidad de apreciación está referida a un sentido incontrolable. El sujeto queda ante la exigencia de dar expresión a un sentido contenido en la situación estética, que puede irrumpir sin haber estado previamente dicho o expresado. Esa expresión ha de mantenerse ejemplar, es decir, ser un enunciado portador de legitimidad, como si fuese el portador de una regla que hace más sentido, pero a la que no podemos acceder. El contexto de comprensiones
ejecutadas previamente debe, en consecuencia, ir siendo alterando. Este momento de ruptura se vuelve patente en el caso de la obra de arte380. La obra viene a imponer una novedad en medio de las reglas y discursos previamente aceptados. Sin destruirlos —se trata, a fin de cuentas, siempre, de arte, de un arte que se expande en parcial continuidad con sus etapas previas—, ella altera el entramado que constituyen esas reglas y discursos, modificándoles su sentido. En la medida en que la situación estética y su sentido no son controlables, y emergen sin una determinación consciente del sujeto, toda comprensión estética, tanto la del “genio” como la de quien formula un juicio estético, pueden entrar en curso de tensión con las reglas y discursos, con los juicios previamente aceptados.
3. La comprensión político-jurídica Algo similar a lo que sucede en la comprensión estética ocurre en la comprensión en el campo de la política y el derecho. Cual la comprensión estética, la comprensión política no se funda en un conocimiento teóricoobjetivo. No puede hacerlo, porque el caso respecto del cual pretende valer no está completamente determinado por las reglas. Es también, siempre, singular, insondable y dinámico. De manera parecida a como ocurre en la estética, en la política la experiencia se devela, además, dotada de sentido. No hay una oposición tajante y originaria de hechos y valores. La existencia política se devela, siempre, como discernible, pero remitida a un trasfondo de hondura, de intangibilidad, de misterio, que la vuelve difícilmente determinable por el pensamiento y dificultosamente controlable por medio de dispositivos y acciones humanas. La existencia política, como la existencia humana entera, emerge desde ese trasfondo, de tal suerte que una situación histórica puede alterarse e irrumpir un nuevo significado en un momento futuro. La historia deviene, así, imprevisible. La existencia política se define también por el encuentro con el otro. La alteridad es, en cada otro, lo completamente otro. Nos resulta imposible acceder a su interioridad tal como él mismo accede a ella. Sucede, así, lo que indica Helmuth Plessner: el otro no es cosa indiferente, como una “piedra”; emerge, en cambio, como “lo extraño (das Fremde)”, vale decir, cual “lo propio, lo confiado, lo secreto en el otro (das Eigene, Vertraute und Heimliche im Anderen )”. Es una interioridad que le está vedada al sujeto. Mientras mayor es esa interioridad del
otro, mayor es su carácter de “lo inquietante ( Das Das Unheimliche)”381. La existencia, excepcional e indeterminable, en la medida en que indeterminables son su fundamento —o ausencia de fundamento— y los otros en ella, no se deja conceptualizar al modo de un objeto calculable y previsible. La existencia política emerge desde su hondura existencial dotada de sentido. Que no es una neutralidad sobre la que se “pongan” valores, sino originariamente significativa, se acredita porque ese sentido está en la base de todo pensamiento y toda acción. Él opera en el pensamiento y el conocimiento ya como la intención de conocer y pensar. La intelección de posibles cursos de decisión comprensiva y de acción supone que la experiencia emerja de antemano dotada de significado. Respecto de lo político, Schmitt plantea que tal ámbito se caracteriza por una “intensidad” específica, que modifica “cualitativamente” la experiencia humana382. La neutralidad supone, de su lado, una acción de separación de lo que se encuentra, aunque eventualmente discernible, unido. Entonces cabe llegar a pensar en hechos neutrales y valores, que valen, pero no existen en la realidad. En la experiencia, empero, esa distinción no conduce a la separación. Allí siempre ocurre que nos hallamos situados en medio de situaciones significativas. Más aún, el intento de concebir neutralizadamente a la existencia puede ser develado como expresión de una intención práctica: por controlar la realidad. La existencia es, hemos visto, en último término, indeterminable. Esa indeterminación nos atrae, mas nos angustia también. El intento de procurarse, el ser humano, un objeto neutral, ha sido develado por Friedrich Nietzsche como expresión de un afán de cálculo y dominio que viene a expresar una búsqueda de sentido ligada a la superación de la angustia ante lo indeterminado383. La ausencia de determinabilidad objetiva de la situación política, tal como la ausencia de determinabilidad objetiva de la situación estética, lo mismo que el sentido que se experimenta en esta y aquella situación, produce que las reglas, discursos y programas previos aquí, lejos de ser principios que agoten el caso (el cual quede pacíficamente subsumido), estén todavía, ellos mismos, incompletos. La hondura del caso y su sentido hacen que la vía de la subsunción según un programa termine haciéndoles violencia. Las reglas, los discursos y los programas están afectados, como han mostrado Schmitt y Jacques Derrida, por un momento de indeterminación384. La
determinación del caso —heterogéneo con la regla— según el juicio requiere todavía de una decisión que permita suplir la indeterminación de la regla. Vale decir, no hay comprensión política sin lo que Hans-Georg Gadamer entiende como el paso desde la dimensión abstracta de las reglas hacia la dimensión real de la situación385. En el caso hay alojado un sentido y emerge como cambiante, incontrolable, de tal suerte que se resiste a la subsunción y hace que estemos, en consecuencia —si queremos darle salida política y no someterlo simplemente—, siempre puestos ante el desafío de encontrarle nuevas formas de expresión. La decisión comprensiva no puede entenderse, entonces, como la aplicación de unos contenidos previos, incluidos en las reglas y conceptos generales, que quepan ser determinados de antemano, con independencia de la situación, sino que en atender a esos contenidos a la luz de la situación en la que se halla quien comprende386. Quien juzga y decide políticamente, tal como quien juzga y decide estéticamente, no puede limitarse a aplicar unas reglas o un programa anterior cuyos contenidos persistan inalterados. Es menester considerar las reglas previas, para no caer en el mero decisionismo. Pero, a partir de la consideración de las reglas, es exigible dar acogida al sentido que contiene el caso y las posibilidades de plenitud o frustración que guarda. Sin pasarse simplemente por sobre las reglas y comprensiones previas, es requerido, empero, alterar sus sentidos abstractos, de tal suerte que se ajusten al sentido que emerge con la situación387. Entre los extremos de un capricho de la sola decisión y la subsunción de los casos bajo el sentido abstracto de las reglas se halla la comprensión correcta, adecuada o justa. Así como quien juzga estéticamente lo hace abriéndose al sentido estético que lo aborda y dictamina como expresando una regla informulable, la comprensión política supone efectuar una interpretación que revela y da expresión de modo ejemplar al sentido de la situación, cual si hubiese una regla de la que la interpretación viniese a ser el ejemplo. La irrupción de sentido en el caso estético provoca que la ejemplaridad de la cual es portador el juicio estético entre en tensión con los juicios y formulaciones anteriores. Así también, la ejemplaridad, en la comprensión política, puede venir a alterarle el sentido a las reglas y concepciones políticas previas. En la medida en que el juicio (la decisión) es ejemplar, su formulación puede esperar el reconocimiento de los demás (sentido común).
Parecido a la comprensión estética, en la comprensión política se trata de decidir adecuadamente una situación no objetivable, sino dinámica y cargada de sentido. La comprensión política debe recoger lo que podríamos llamar la interpelación de la situación y darle expresión por medio de palabras y, como en el arte, también de obras. De palabras —de discursos reflexivos que den cuenta de lo que está en juego en la situación y lo traigan a la consciencia—, y por medio de obras, gestos, producciones materiales (el tren, la escuela) que reconozcan el fondo pulsional de la nación y le ofrezcan cauce. Quien obra y quien dice pueden, entonces, ser, en el campo político, constituyentes388. Esa capacidad, tan elevada como parece, la realiza y posee, en alguna medida, todo quien, manteniendo la conexión con el contexto comprensivo previo, lleva adelante una decisión que vaya más allá de la mera subsunción. Cuando se sale de los límites de la subsunción, el acto comprensivo político les cambia parcialmente el sentido a las reglas, a las palabras, es productivo o creador. Lo relevante es, tal como en la estética, no mantenerse el agente completamente atado a la esfera de las reglas y dirigirse hacia la dimensión concreta de la situación; en este caso, la situación nacional. Una vez hecha la experiencia de la situación, su trasfondo histórico y las pulsiones y anhelos que ella aloja, se trata de darles expresión por medio de obras y palabras, que, cuando hay comprensión, han de ser también siempre decisiones, en la medida en que no existe continuidad total entre las reglas y los discursos previos y una realidad concreta en persistente desplazamiento y de indeterminada hondura. Cual ocurre en el caso artístico, el discurso y la obra pueden ser ejemplares y aspirar a un reconocimiento que, cuando hay arte político, resulta esperable.
4. Comprensión hoy y la Constitución de 1925 ¿En qué consistiría, hoy, en Chile, una comprensión constitucional? Una comprensión política pertinente importa la exigencia de tomar distancia reflexiva respecto de las normatividades y teorías. Ellas no han de ser entendidas como si fueran las reglas según las cuales se dejase determinar un objeto. La política, como la experiencia estética, no es abordable adecuadamente de manera objetivante. Es menester, en ella, dar el paso desde las normatividades y teorías hacia a la realidad social concreta, dinámica, abismal, cargada de sentido, para desde ella, y sin abandonar todavía nuestro arsenal de discursos y normas —pues se trata de política, es decir, también de normas y de articulación institucional, y
no de un simple abandonarse a lo real—, reinterpretar, empero, las nociones, reglas y conceptos con los cuales la entendemos, poniendo una formulación ejemplar de la realidad; o sea: discursos y obras que la tengan a la vista y puedan generar el reconocimiento del sentido común compartido por la colectividad política. La posición reaccionaria sería aquí tan inadecuada como la revolucionaria. Para la primera, comprender políticamente es predominantemente subsumir lo político bajo los contenidos abstractos de reglas dadas, según las cuales se espera controlar lo que en verdad es insondable y requiere de renovados actos de comprensión. Seguirla sería como atar la dimensión estética y sus anhelos siempre cambiantes a un cierto clasicismo; suponer que una regla humana es capaz de determinar en general —en el extremo: para siempre y para todos— las emergencias de sentido y el dinamismo de la existencia política. En último término, tal pretensión importa violentar las pulsiones y anhelos populares, a la situación y su sentido, y a los individuos que existen en ella. La posición revolucionaria admite diversas variantes. La más drástica es la vía violenta. En este caso se intenta superar, por corrupta y alienante, la situación existente y dar el paso a un estadio radicalmente distinto por medio de la acción armada. En el otro extremo, cabe pensar en una entrega cuasi mística a una situación de anomia, en la cual la decisión comprensiva cede al abandono. También se debe considerar el proyecto de, por medio de un procedimiento —a saber, la deliberación en asamblea—, apuntar a la emancipación del pueblo, su desligadura respecto de intereses meramente egoístas y su educación según el interés general. Este proceso requiere del apoyo del Estado, brazo coactivo de la emancipación que, al desplazar el mercado de áreas enteras de la vida social, va abriendo espacios a una acción colaborativa. En el tránsito por esta vía, habría un momento en el que el grado de superación de la alienación y la virtud de los ciudadanos serían tales que se alcanzaría un estadio en el cual el mercado y el Estado devendrían superfluos. Tal estadio coincidiría con la plenitud sustantiva de una comunidad emancipada. La pregunta que se abre, sin embargo, es cómo por la vía de una deliberación que conducirá a reglas abstractas (el ideal de una razón —finita— funcionando libre de trabas) se obtendrá la plenitud sustantiva. Una deliberación cuya dinámica dirige hacia generalizaciones es, por su propia estructura o forma, incapaz de develar radicalmente lo que es siempre también insondable, singular, hostil a las generalizaciones.
La realidad social es histórica y la historia política es compleja; tan compleja y tensionada que muchos quieren alterar o desplazar la actual Constitución. Ese trasfondo histórico-existencial es la fuente insondable y cambiante respecto de la cual ha de tener lugar la comprensión política, y de la cual ella no puede prescindir, si ha de operar en un modo reflexivo y no por la vía de una subsunción violentante, reaccionaria o revolucionaria. Se requiere, entonces, realizar una comprensión que, cual la de quien juzga estéticamente o el artista, atendiendo a las reglas, pero yendo más allá de sus contenidos ideales, opere adentrándose en la dimensión concreta de la realidad histórica, indagando en los modos de desplegarla, reapropiándose para ello, críticamente, de conceptos tradicionales, reinterpretándolos a la luz de las nuevas realidades. En el contexto actual, se ha sugerido acudir a la Constitución de 1925 como punto de partida para la redacción de una nueva carta fundamental. Me parece que esta propuesta abre un camino que puede ser fecundo, si se la precisa bien. Acudir a ella no es camino adecuado para una comprensión política de la situación actual, si se la entiende como norma que haya de regirnos, sin más, hoy, casi un siglo más tarde. Tal pretensión importaría dejar sometida nuestra situación a una regla tan ajena que le imprimiría violencia. Es menester reapropiarse, todavía, de los significados de esa regla, interpretándolos, y, especialmente, asumirla como marco político-jurídico general, cuyos contenidos originales y sus reformas han de ser adaptados, atendiéndose al contexto político del presente. Tampoco basta entender a la carta de 1925 simplemente como “regla por defecto”. En esta consideración se dejan de lado capacidades comprensivas significativas que ella vuelve posibles, dentro del ejercicio de adecuación del texto y sus reformas al momento político actual. La Constitución de 1925 puede ser pertinente en varios sentidos para efectuar una comprensión política de la época presente, por la vía de un ejercicio que se acerque a las exigencias de la hermenéutica política. Esa Constitución tuvo un carácter —modesta pero efectivamente— ejemplar, del cual carece la actual carta, incluso con las reformas que se le han hecho. Aunque su método de producción fue imperfecto, la de 1925 es una constitución
concebida en democracia. Ella resultó reconocida, a poco andar, como texto legítimo. Todavía cuando el país se desquició, ambas partes en disputa la invocaron como título de sus posiciones. Aunque no se halla, ni por lejos, en el nivel de algo así como una obra maestra, está muy distante también del ejercicio de imposición que se hizo en 1980. Pero hay más. Como bien se ha señalado, es una carta que no pretende romper con el pasado histórico, con las comprensiones constitucionales previas, sino que se plantea como una continuación productiva de esas comprensiones. Vale decir, la remisión a ella importa abrirse al reconocimiento de la historia constitucional del país, desde sus inicios institucionales. Se vuelve viable, entonces, entender que el ejercicio constituyente no ha de consistir necesariamente en fundaciones radicalmente discontinuas unas con otras, desde las cuales emerjan sistemas de normas que pretendan regir, desde la frágil instancia de la razón, sobre la densa y dinámica existencia social. La tarea constituyente pierde parte de su dramatismo y deja de ser asunto de momentos extraordinarios. Pasa a ser una labor y un desafío al que persistentemente quedan expuestos los representantes del cuerpo político, de irle dando a él expresión institucional renovada, de acuerdo con las emergencias de significado que experimenta la vida nacional y las alteraciones del contexto al que se enfrenta. Los embates del radicalismo y de la planificación abstracta (y mucho más de planificación abstracta hay en 1980 que en 1925) ceden paso, de este modo, a una hermenéutica a la vez menos drástica y más pertinente, en la medida en que cuenta con una tradición de dos siglos de invenciones y trabajo constitucional a los cuales resulta posible remitirse. La consideración de la Constitución del 25 y de su autocomprensión como reforma constitucional permite, además, abrirse a la consideración de la historia larga del país, desde sus albores institucionales hasta la actualidad. Antes que fórmulas abstractas autocontenidas, puede prestarse, de este modo, atención a aquello de lo que precisamente se trata en la actividad comprensiva: dar formulación renovada y cauce a la realidad histórica concreta y al sentido que ella abriga. El acervo histórico popular no es un simple dato indiferente, no un nudo hecho neutral y maleable. Se trata, en cambio, de un fondo de significado parcialmente discernido, en el cual es posible identificar maneras de existencia compartidas. Es una totalidad, hasta cierto punto —pues hay un fondo ineluctable de insondabilidad—, iluminada desde su interior. Esta realidad histórica de dos siglos incluye a la nación conformada en su transcurso y lo que podríamos llamar el “sentido común” nacional; también los hábitos y tradiciones institucionales de más larga data y más asentados en el cuerpo político: el
gobierno temporal, la división de poderes, las garantías constitucionales, el presidencialismo, cierta disposición dialogante. Ella remite a algo que no está lejos de lo que cabría llamar un “republicanismo encarnado”, que requiere, ante la pérdida de legitimidad del sistema político, nuevas formas de expresión. Ese acervo puede, entonces, entrar a ser considerado en la consciencia comprensiva como una fuente de legitimidad del orden político y jurídico. Las interpretaciones de la existencia política tienen un punto de referencia al cual remitirse, si no han de ser meras subsunciones o construcciones caprichosas. Es, además, la del 25, una constitución que emerge luego de un diagnóstico, efectuado por la llamada “Generación del Centenario”, que es crítica de la oligarquía parlamentaria en la que el país se había sumido luego de 1891, y consciente de la importancia de atender a la realidad concreta, si se ha de comprender políticamente la situación. El diagnóstico se realiza en un contexto, en muchos aspectos, parecido al nuestro: cuando nuevas capas populares ingresan a la vida social y política del país, sin que la institucionalidad sea capaz, como en el Centenario, de proveerles una interpretación adecuada. La carta fue redactada con recatada pero destacable lucidez respecto de las condiciones de lo que podría llamarse la forma de existencia del pueblo, especialmente las apremiantes necesidades educacionales y sociales que lo aquejaban. Decía Luis Galdames, uno de los redactores de la Constitución389 y miembro de aquella egregia generación: “[L]a Carta Fundamental de una nación no ha de ir a buscarse ni está en los libros, ni en las constituciones de otros Estados, sino en la realidad social, en la realidad humana de las necesidades sociales, en la necesidad de satisfacer las exigencias de la época y de dar libre expansión a todas las energías nacionales”390. En el momento parecido al artístico, que es el constituyente, la remisión a la carta de 1925, en la apropiación interpretativa que se sugiere, podría venir a operar como insólito constructo ejemplar, cual portal que nos abra el paso a una comprensión política pertinente, lúcida respecto al significado y los alcances de su tarea; atenta a las comprensiones político-constitucionales previas y la realidad, a la existencia histórica concreta, insondable, dinámica, remitida a un pasado tan intenso como extenso; 200 años no son poca cosa. Se desbroza el escenario para que pueda tener lugar un entendimiento político de calado, que necesariamente ha de estar lejos de las abstracciones de la reacción y la revolución391.
DE CÓMO, ROTO EL ESTILO, QUEDA EL SÍMBOLO. ESTILÍSTICA Y ESTILOGRAFÍA DE LA CONSTITUCIÓN EN CHILE Joaquín Trujillo Muy defectuosa habría sido mi educación política política si yo no hubiese venido a Francia, porque es preciso preciso observar estas dos grandes naciones vecinas [Francia y Gran Bretaña] y compararlas. De esta comparación resulta que se penetra uno prácticamente de ciertas grandes verdades políticas, cuyo conocimiento es indispensable para servir a la Patria con provecho. Cuando no conoce uno por medio de esta comparación, la certeza de aquel importantísimo principio que nada valen las instituciones si no están apoyadas sobre el carácter nacional, o lo que lo mismo, que las leyes nada son sin las costumbres.
Mariano Egaña
392
El estado de Europa es, a la verdad, ominoso. Parece que todo resorte de orden se ha gastado, y muerto todo sentimiento de fe. Entusiasmo y atrevimiento animan a los que marchan hacia lo desconocido; pero están también divididos, y necesitan derribarlo todo para comenzar su edificio. Asombra que el entendimiento humano, que ha resuelto resuelto tan arduos arduos problemas en el mundo físico, esté aún tan distante distante de la perfección en la ciencia del gobierno. A la vista de lo que hoy pasa, se suspira por aquel brillante error que llevaba millones de hombres a la Tierra Santa. Ellos, al menos, tenían una idea fija, un deseo vehemente y una muerte consoladora. Los revolucionarios mismos de 1793 navegaban con la convicción de Colón hacia una playa que, q ue, erizada de rocas, presentaba a sus ojos el miraje de la libertad y el bienestar de todos.
Carlos Bello Boyland
393
Ambas cartas no son las de dos viejos nostálgicos del antiguo régimen. La primera fue escrita en París, a fines de la década del 20 del siglo XIX y tiene por autor a un criollo chileno, que ha vivido cinco años en Europa; la segunda, pertenece a un joven hombre de mundo; nacido en la potencia europea más progresista de ese entonces, Inglaterra, y que habiendo vivido casi dos décadas en Hispanoamérica a partir de los 15 años, vuelve a Europa en tiempo de las revoluciones de 1848. La carta está fechada en Cádiz, el 21 de mayo de 1849. Ambas cartas están destinadas a los respectivos padres de sus autores, que viven en Chile. El autor de la primera es Mariano Egaña y su destinatario, Juan Egaña. La segunda es del viajero Carlos Bello Boyland y el destinatario, Andrés Bello. En la primera carta vemos que su autor concluye que hay dos estilos legales, el de Francia y el de Gran Bretaña, y que su educación hubiese quedado incompleta si hubiese conocido solo uno. En la segunda, su autor se lamenta del camino que ha ido tomando la seguidilla de revoluciones francesas y, con ellas, las del resto de Europa: desconfía del entusiasmo colectivo. Ambas dan cuenta de una sofisticada y temprana visión de lo que podría ser llamado un estilo institucional chileno que se manifiesta en la recepción nacional de las corrientes políticas europeas, recepción que de ninguna forma fue asunto exclusivo de Chile394. Un estilo que amarra a la vieja soberanía, esa que “trata las normas constitucionales como constricciones internas”395, pero por fuera, no por dentro del texto legal. Es decir, el estilo de la retaguardia y no la vanguardia, de la popa y no la proa de un barco que, sin embargo, avanza. En este ensayo busco mostrar que aunque, a fin de cuentas, en la modernidad la constitución solo puede deberse a la deliberación democrática, es preciso pensar a partir de dónde se hace esa deliberación. El capítulo propone que, para su mejor desenvolvimiento, el momento constitucional actual debiera considerar la retórica de la historia constitucional chilena396 —y no la historia misma—. Busco con esto precisar (sirviéndome de una distinción de la teoría literaria más clásica) cuál ha sido la estilística constitucional y —en vista de aquella— cuál tendría que ser la estilografía constitucional, en el supuesto de que pueda haberla y que sea decisiva a la luz de la experiencia. Para lo mismo, comienzo con una pincelada sobre el estilo institucional en la historia universal y local (1); sigo comentando a dos historiadores de la continuidad constitucional (2); prosigo refiriéndome brevemente qué podría aportar la noción de estilo y símbolo, y especialmente la idea de deferencia (3) y acabo concluyendo una fórmula que
consiste en dos pies forzados (4). Los trabajos sobre el derecho constitucional suelen referirse a las orgánicas que disponen los cuerpos llamados constituciones o a los derechos que consagran; se detienen a menudo en las génesis históricas de tales cartas o en su deceso. Menos se habla, en cambio, de la manera de pasar de una a otra, seguramente porque los operadores jurídicos trabajan con derecho vigente, mientras que las preguntas sobre derecho caducado las dejan para los historiadores del derecho. Se trata de un aspecto que en la mayoría de los casos luce el descuido de la falta de timidez con que se pasa de una cosa a la otra. En el caso de Chile, junto a las transformaciones constitucionales, hubo una especie de, no digamos constitución, sino manual de procedimientos paralelo; manual que consistió, más que en el qué , en el cómo.
1. El estilo institucional La mayor crisis política que registra la historia humana es demasiado reciente. Por milenios los seres humanos se organizaron políticamente en monarquías, modelo que fue muchas veces considerado una exitosa producción del neolítico397. A pesar de cientos de excepciones, los sistemas monárquicos, con sus erarquías sociales establecidas (nobles, guerreros, sacerdotes) predominaron ampliamente hasta que, a partir del siglo XVIII, adviene la idea según la cual la comunidad política era capaz de —y debía— tomar decisiones fundamentales sobre su organización propia. Este es el siglo antitrágico de las decisiones humanas398, en que la monarquía más importante de Europa cae y quienes la hacen caer pretenden incluso comenzar a contar el tiempo desde cero. Principian aquí las utopías sociales que se desplegarán, con mayor o menor éxito, a través de los siglos XIX y XX. Y es que se trató de “los cataclismos más rápidos y profundos de la vida humana que constan en la historia documentada”399. Este desate y esta disponibilidad del acontecer están todavía acaeciendo, tienen un poco más de 200 años, lapso que, en el contexto de la época neolítica, es apenas un instante. Poco a poco, la sociedad occidental recuperó pesos y medidas devaluados por el estallido del siglo XVIII europeo. La contabilidad gregoriana medieval fue repuesta en Francia400 y, a pesar de su métrica revolucionaria, el mismo Lenin impuso esa contabilidad al viejo cisma griego del que participaba la Rusia de los zares. Visto así, muchos de los ismos de la posrevolución francesa son remanentes de la gran reorganización occidental, réplicas que en cierto sentido deslindaron las posibilidades de transformación del gran objeto transformado. Así, las constituciones —tal como las hemos conocido— son un
típico género literario del siglo XVIII. Un texto en el que se proponen los principios fundamentales de la organización, especialmente los derechos y la arquitectura general del Estado. Son textos que buscan ordenar el caos conocido y el por conocer tanto como se pueda. Emergen de una conciencia crítica de todo poder desmedido, sea el del monarca absoluto, el de los príncipes, el del pueblo desatado o el del clero. Pero no es verdad que la hegemonía de los sistemas monárquicos fue un remanso de paz y que los disturbios comenzaron con las deliberaciones fundamentales de la política en la era revolucionaria. Hay, a este respecto, episodios clásicos en la literatura. Dante, en los versos finales del Canto VI del Purgatorio, alega, irónico: ¡Alégrate, porque motivos tienes: tú rica, tú con paz, y tú prudente! De si digo verdad, están las muestras. Las Atenas y Espartas, que inventaron las viejas leyes tan civilizadas del bien vivir, hicieron débil prueba comparadas contigo, pues que haces tan sutiles decretos, que a noviembre los que hiciste en octubre nunca llegan. Hasta donde recuerdo, ¿cuántas veces leyes, monedas, hábitos y oficios, has mudado, y cambiado de habitantes? Y si te acuerdas bien y lo ves claro, te verás semejante a aquella enferma que no encuentra reposo sobre plumas, mas dando vueltas calma sus dolores.401 Se trata de una exigencia clásica que se hace a toda ley: que llegue a gozar de cierto prestigio en el entendido de que la sola coerción no bastará para afirmar sus derechos. Recordemos que Dante, además de poeta, fue un destacadísimo filósofo del derecho público del Sacro Imperio Romano Germánico —si es que pudo haber tal cosa—, continuación legal del Romano402, ficción preciosa de la prolongación clásica a través de la edad oscura403, y que recién Napoleón forzó su
derogación explícita y positivamente en 1806404. Los tercetos de Dante pueden ser acusados de inmovilismo (como toda la Edad Media). Es verdad que —como nos recuerda Roberto Gargarella— la constitución nace con un qué y un contra qué, como seguramente también la revolución que le dio origen405; sin embargo, la gracia de la imaginación constitucional —objetaría el poeta y jurista toscano — está precisamente precisam ente en no quedarse en el qué y contra qué contingente, sino que propender a establecer un qué y un contra qué eventual, que haga innecesario pensarla frecuentemente. El derecho constitucional “es un producto genuino de la época contemporánea”, escribe Campos Harriet406, historiador constitucional chileno a quien debemos una de las versiones más coherentes y legalistas de la continuidad. El derecho constitucional será una estructura antisísmica y a la vez un pararrayos. Impide que los poderes constituyentes telúricos hagan caer el edificio, aislándolo de su base, y al mismo tiempo evita que las descargas eléctricas del cielo se precipiten sobre la tierra. Pone en su lugar a la multitud enardecida y a los dioses caprichosos. No es casual que el pararrayos haya sido inventado por un genio político como Benjamin Franklin, involucrado en la fundación de la nación constitucional por antonomasia que es Estados Unidos de Norteamérica. Por eso, la mejor reputación de estos textos ha estado en su capacidad de ser letra viva, de permanecer de pie como un edificio “con su índice en alto”407. Los que han sido letra muerta, en cambio, no han prosperado y nadie se ha empecinado en mantenerlos como meras orientaciones utópicas. La Constitución de Estados Unidos, con sus dimensiones acotadas, ha permanecido (al menos se cree que es la misma de siempre) pese a sus enmiendas; esto es, no se ha hablado en su caso de una constitución distinta, fechada, a partir de cada enmienda. En este asunto los acuerdos verbales son de primer orden. He ahí la importancia de los nombres y el espacio histórico que ellos designan. Y es que el constitucionalismo no es solamente una disciplina jurídica históricamente prevenida de la era revolucionaria, que establece una mínima noción de órganos y garantías; es además una disciplina estilística muy conectada a la mesura del neoclasicismo del siglo XVIII y al del romanticismo restauracionista del XIX. La revolución había sido un quiebre en el estilo del poder. Monárquicos pese a todo como Chateaubriand intentaban restituir el estilo incluso la caída de un monarca tan vergonzante como Fernando VII. En un despacho n.º 40, del 12 de julio 1822, que Chateaubriand reproduce en sus Memorias de ultratumba, se lee sobre el monarca español:
No he esperado nunca nada bueno del rey de España, por lo que no me coge por sorpresa. Si ese desgraciado príncipe ha de perecer, la forma en que se produzca la catástrofe no es indiferente al resto del mundo [las cursivas son mías]; el puñal no mataría más que al monarca, el cadalso podría acabar con la monarquía. Ya hemos tenido bastante con el proceso de Carlos I y Luis XVI; preservemos el cielo de un tercer juicio que parecería establecer mediante la autoridad de los crímenes una especie de derecho de los pueblos y un cuerpo de jurisprudencia contra los reyes408. Chateaubriand conocía el problema político del estilo, su capacidad de llegar a cristalizar algo así como una naturalidad. En la diferencia entre el puñal (un arma clásica, propia de los ajustes entre nobles) y el cadalso (una máquina de exhibición pública, de humillación a la condición jerárquica, de espectáculo democratizante) estaba en juego una concepción de mundo. Así, a diferencia de una carta de derechos arrancada a un monarca tal vez por los propios nobles (un puñal), la constitución entendida como se hará a partir del auge de sus escrituras será el cadalso del viejo poder y el “aborto perfumado” de nuevos poderes desatados. Y prontamente, tal como los muchos cadalsos de la revolución, cundirán también las constituciones hasta el descrédito del género mismo. A pesar de haber sido acusado de inconstante e incoherente (“No todo lo que decía era consecuencia de sinceras convicciones, a no ser que estas se modificaran radicalmente de un año para otro”, escribió Vicent Llorens)409, el escritor de la primera constitución chilena importante, el español José Joaquín de Mora, en uno de sus poemas mostró desconfianza por este género literario político que él mismo practicó. De Mora escribió: Una constitución es un folleto; no es más, si no me saca de un aprieto, y si me opone en otros, y si amarga mi mísera existencia, y si la carga que llevo a cuestas dobla; y si perturba la dicha de mi hogar, y si a la turba sucia, ignorante, descarada y ciega, mi honor, mi dicha y mi ventura entrega, y una nación entera gime y llora; no es folleto, es la caja de Pandora410. La constitución no es solamente el programa fundamental social que va
acompañando la legitimidad de los cambios, como si fuese la caldera de una locomotora; es también el seguro: “[L]os frenos automáticos en un tren que va de bajada y a gran velocidad”, explicó Arturo Alessandri411. Por lo tanto, la tensoestructrura de resorte y a la vez freno será considerada imprescindible para hablar de una constitución. Esta verdad doctrinaria llevada a realidad nacional fue observada y comentada por Gabriela Mistral, a propósito de la Constitución de 1925. En esa oportunidad Gabriela Mistral identificó dos símbolos o alegorías en el escudo nacional que enseñaban esta tensión. Ella, por supuesto, propalaba su preferencia: Los chilenos tenemos en el cóndor y el huemul de nuestro escudo un símbolo expresivo como pocos y que consulta dos aspectos del espíritu: la fuerza y la gracia. Por la misma duplicidad, la norma que nace de él es difícil […]. Yo confieso mi escaso amor del cóndor, que, al fin, es solamente un hermoso buitre […]. El huemul es una bestezuela sensible y menuda. […] Lo defiende la finura de sus sentidos: el oído delicado, el ojo de agua atenta, el olfato agudo. Él, como los ciervos, se salva a menudo sin combate, con la inteligencia, que se le vuelve un poder inefable. […] En él se olvida la bestia, porque llega a parecer un motivo floral. Vive en la luz verde de los matorrales y tiene algo de la luz en su rapidez de flecha. […] Mejor es el ojo emocionado que observa detrás de unas cañas, que el ojo sanguinoso que domina solo desde arriba. [Prefiere que los chilenos sean] [p]acíficos de toda paz en los buenos días, suaves de semblante, de palabra y de pensamiento, y cóndores solamente para volar, sobre el despeñadero del gran peligro […]. Mucho hemos lucido el cóndor en nuestros hechos, y yo estoy por que ahora luzcamos otras cosas que también tenemos, pero en las cuales no hemos hecho hincapié. Bueno es espigar en la historia de Chile los actos de hospitalidad, que son muchos; las acciones fraternas, que llenan páginas olvidadas. La predilección del cóndor sobre el huemul acaso nos haya hecho mucho daño. Costará sobreponer una cosa a la otra, pero eso se irá logrando poco a poco412. El derecho y el estilo son parientes cercanos porque, tal como el estilo, el derecho se lleva mal con las meras descripciones de los hechos. La sociología puede establecer que un estado de cosas no goza de legitimidad, que está, por así decirlo, quebrado. Pero el derecho supone —porque está hecho para eso— la quiebra permanente, el hecho de que las cosas deben ser restauradas por el derecho mismo. Así, al derecho le cuesta —aun le es casi imposible— diagnosticar su propio quiebre. Para decirlo de manera exagerada, el derecho es
una obstinación: se ve más realizado cuanto más se lo confronta. Esta es su persuasión y disuasión. Cuando el derecho deja de ser capaz de obstinarse, la verdad —sea social, política, económica— puede florecer en toda su magnificencia, pero también el solo imperio de la fuerza, la amenaza y la astucia. Por eso, el derecho es un microclima que se expande y se contrae en los territorios de los hechos crudos. El derecho es un asunto de hechos estilizados (stylized facts). Como promete Madame de Staël al abrir sus memorias de destierro: “[L]ograré hacerme olvidar al referir mi propia historia”413.
2. Continuidad constitucional Vamos ahora a revisar algunos stylized facts (“hechos estilizados”) —para servirnos de una muy afortunada metáfora debida a Nicholas Kaldor— de la historia constitucional chilena. El 9 de agosto de 1828, el vicepresidente de la República, Francisco Antonio Pinto, presentaba la carta de 1828: “Ha llegado el día solemne de la consolidación de nuestra libertad. Ella no puede existir ni jamás ha existido sin leyes fundamentales”414, y es que había pocas constituciones escritas por ese entonces en el mundo. Recordaba que la constitución estaba para defender a los ciudadanos del poder: “[N]o creáis que se os imponen obligaciones penosas y coartaciones violentas, indignas de la calidad de hombres libres”415, y hacía distinciones fundamentales: “Las leyes que vais a recibir no son obra tan solo del poder; lo son principalmente de la razón”, e invocaba finalmente a la felicidad: “Permitidme la débil expresión del júbilo que penetra mi alma, viéndome destinado por la Providencia para presentaros la Constitución que va a regir vuestros destinos. Sed dichosos bajo sus auspicios; tal es el más vivo de mis deseos”416. Después de la batalla de Lircay, el encabezado de la Constitución de 1833 sostendrá: “Por cuanto la Gran Convención ha sancionado i decretado la siguiente reforma de la Constitución Política de Chile, promulgada en 1828, que ha jurado el Congreso Nacional”, explicando que “después de haber examinado este Código, i adoptado de sus instituciones las que ha creído convenientes para la prosperidad i buena administración del Estado, modificando i suprimiendo otras, i añadiendo las que ha juzgado asimismo oportunas para promover tan importante fin, decreta: que quedando sin efecto todas las disposiciones allí contenidas, solo la siguiente es la Constitución Política de la República de Chile”417.
Parece que estas no eran deferencias del siglo XIX: el encabezado de la Constitución de 1925 rezaba que la “voluntad soberana de la Nación […] solemnemente manifestada en el plebiscito” acordó “reformar la Constitución Política promulgada el 25 de mayo de 1833 y sus modificaciones posteriores”418. Ninguno de estos rituales del estilo estuvo presente más tarde. El 11 de septiembre de 1980, Augusto Pinochet abría su mensaje celebrando que la mayoría hubiese aprobado “el texto de la nueva constitución”419 y un año después celebraba dos efemérides: “[S]e conmemora la histórica gesta libertadora del 11 de septiembre de 1973 y a la vez se recuerda el primer aniversario del plebiscito, mediante el cual el pueblo de Chile aprobó mayoritariamente la nueva Constitución Política de la República”420. En este mismo mensaje Pinochet hace varias menciones a la “nueva constitución”421, resumiendo la historia de Chile: “El proceso político así iniciado vive su primera crisis en 1891. Más tarde, la Constitución de 1925 pretenderá fortalecer la autoridad del presidente de la República frente a los excesos del parlamentarismo, pero será solo un paliativo insuficiente ante las ambiciones políticas y frente a las nuevas realidades a que nos habría de enfrentar la historia”422. A continuación presenta su “nueva constitución” como la solución que la historia constitucional de Chile anhelaba y no había alcanzado nunca: “La nueva Constitución Política de la República, bien llamada Constitución de la Libertad, al recoger lo más puro y genuino de nuestra tradición cívica, busca afianzar aquellos valores que se encuentran en las raíces mismas del alma nacional, y ser, también, la fiel expresión del sentimiento que anima a todos los chilenos”423. Mas no era solo cosa de discursos. En el “visto” de la Constitución de 1980, rompiendo todas las tradiciones retóricas de “reforma”, se señala: “La Junta de Gobierno de la República de Chile, en ejercicio de la potestad constituyente, ha acordado aprobar como nueva Constitución Política de la República de Chile, sujeta a ratificación por plebiscito, el siguiente decreto ley”424. Si bien hubo conflictos militares agudos previos a esas reformas de la Constitución de 1828 que fueron las llamadas constituciones de 1833 y 1925 y es dudoso además que en efecto hayan sido meras reformas, hay algo gravísimo en la actitud refundacional con la redacción e inauguración de la Constitución de 1980. Prieto, Alessandri y Pinochet son tres hitos. Los dos primeros quisieron
desenvolver una constitución imperecedera. El último quiso reemplazarla, aduciendo un anhelo inveterado y un calce con el “alma nacional”. Este hecho sujeto a interpretaciones luce más preocupante cuando recordamos que gran parte del debate en torno al golpe de Estado fue el de preservar la Constitución de 1925. Quienes la habían denostado, la vindicaron; quienes la habían defendido… la hicieron desaparecer, pero ¿en qué sentido? Los juristas e historiadores de los siglos XIX y XX, especialmente aquellos que produjeron sus más importantes textos hasta los años sesenta, observaron con interés las continuidades y el celo legalista de los actores. Gabriel Amunátegui, por ejemplo, precisaba: “[A]sí como la Constitución de 1822 sirvió de base para la Constitución de 1833 [...] las reformas que a esta se introdujeron, a partir de 1874, se inspiraron en la Constitución liberal de 1828”425; y en otra parte puntualizaba: “La Constitución de 1822 fue una de las bases consultadas para redactar la Constitución de 1833, cuyos elementos penetraron en la Constitución vigente de 1925”426. Conservador, Fernando Campos Harriet citaba la opinión del liberal Gabriel Amunátegui en su Historia constitucional de Chile, obra epítome de las soluciones de continuidad constitucional. Campos Harriet destacaba que la ley del 10 de enero de 1825 decía: “[D]eclárase insubsistente en todas sus partes la Constitución dada por el Congreso Constituyente de 1823”427. Solo subsistía la administración de justicia, mientras que la Constitución de 1828 adelantaba que en 1836 se llevaría a cabo una gran convención con “el único y exclusivo objeto de reformar o adicionar esta Constitución”. Estos parecen ser los únicos hitos importantes en que se quiebran las continuidades. Desde 1832 comienza a verse una creciente preocupación por la forma del derecho constitucional. En febrero de ese año el cabildo de Santiago pidió al Gobierno que se “reformara” la Constitución de 1828, “por la que los conservadores habían demostrado una gran devoción»428, adelantándose así la fecha estipulada para tal efecto por la de 1828. Decía el cabildo: “Si las instituciones no están en armonía con las ideas, sucede uno de estos dos males necesarios: la anarquía o el despotismo, porque debilitada la acción del poder por la reacción continua, cede al desorden, o irritado por la resistencia, subroga las medidas arbitrarias a las disposiciones legales. O en otros términos, si la ley no arma al poder, o este cede ante la anarquía, o parece mantener el orden, atropella a la ley”429. No debe extrañar entonces que por medio de la continuidad se haya intentado alcanzar un equilibrio entre ideal y realidad con los menores sobresaltos. La Gran Convención, narraba Campos Harriet, nombró a una comisión compuesta por Elizalde, Gandarillas y Vial. Esta comisión debía estudiar dos asuntos: si la
reforma sería previamente estudiada por una comisión o por la Gran Convención misma; y, en segundo lugar, si procedía a la reforma o, por el contrario, a la dictación de una nueva constitución430. La comisión resolvió “reformar y adicionar la Constitución de 1828”431; su estudio debía hacerlo una comisión de vecinos: Egaña, Elizalde, Vial, Santelices, Echevers, Gandarillas, Gabriel Tocornal y Meneses432. Egaña fue el primero en presentar un proyecto que difería en buena parte de lo que establecía la Constitución de 1828 para el gobierno. La comisión alteró mucho este proyecto al punto que pareció uno nuevo, explica Campos Harriet433. El otro personaje importante junto con Egaña, aunque más bien en posición opuesta, fue Gandarillas. Gandarillas no quería modificar ninguna de “las disposiciones sustanciales” de la Constitución de 1828 y se rio de las propuestas de Egaña434. Se inspiró Egaña en la Constitución francesa de 1814. Esta carta fue la de la restauración de Luis XVIII y para la época ya estaba de capa caída porque la Revolución francesa de 1830 la dejó sin efecto. Aunque el preámbulo del proyecto de Egaña fue aprobado, y, según Campos Harriet, dos tercios de la Constitución de 1833 siguieron su proyecto, esta dejó fuera varios aspectos centrales de la innovación de Egaña, como por ejemplo: la reelección indefinida e irresponsabilidad del primer mandatario, la disolución de la Cámara de Diputados, los senadores designados (exmandatarios, arzobispos y obispos, dos consejeros de Estado más antiguos, miembros de los tribunales superiores de usticia, superintendente de Instrucción Pública), la supervigilancia de la moralidad nacional por parte del Senado (igual que la de 1823), las facultades amplias de la asambleas provinciales435. La Constitución llamada de 1833 será con el paso de los años, junto a la de Estados Unidos de Norteamérica, la más duradera de América (y con esto “la decimoquinta más duradera entre más de 900 constituciones nacionales adoptadas por todo el mundo desde 1789”436), el gran modelo a imitar por su prestigio institucional437. A pesar de los achaques conservadores, lo que se admiraba en el caso chileno era su capacidad de concatenarse histórica y urídicamente, pese a todos los remordimientos de las conciencias progresistas. Esta había sido una perla nutrida en el interior de la concha conservadora con dosis importantes de autoritarismo. En el análisis comparado, el caso de la Constitución de 1833 no es nada menor. Considérese que entre las constituciones más viejas del mundo se encuentran tres redactadas bajo regímenes autoritarios: la de Noruega (1814), la de los Países Bajos (1815) y la de Bélgica (1831). Entre las constituciones redactadas bajo regímenes autoritarios próximos al año de
1980, se cuentan las de Panamá (1972), Santo Tomé y Príncipe (1975), Guyana (1980), Micronesia (1981), Turquía (1982), Liberia (1986) y Nicaragua (1987), todas vigentes hoy438. Liberales como Lastarria o Arteaga Alemparte sostuvieron que la paz y la armonía eran el carácter de los chilenos y que los trastornos, motines y revoluciones que hubo bajo la Constitución de 1833 no hubiesen existido, o hubiesen sido menos, de no haber regido tal Constitución. Es difícil conocer hasta qué punto tenían razón en esta conjetura contrafactual; lo cierto es que estos importantes liberales al parecer anhelaban más orden y paz del que ya había bajo los Gobiernos conservadores de la Constitución de 1833439. Tom Ginsburg —“un extranjero desinformado”, como él mismo se confiesa—, luego de haber reunido junto a Zacharias Elkins y James Melton un universo de más de 900 constituciones alrededor de todo el mundo, observó que había un tipo especial de constitución autoritaria —la “autoritaria transformadora”—, “tipo ideal” pensable para la de 1980 de Chile. Lo que Ginsburg plantea sobre esa categoría de constitución autoritaria transformadora se puede aplicar, mejor, a las constituciones de 1828, 1833 y 1925, o sea, a una constitución egendrada en un momento autoritario y de forma autoritaria que, sin embargo, va acompañando transformaciones políticas y sociales significativas. Una constitución, bajo la óptica de la deferencia, que subsiste pese a 1833 y 1925. Un país que ha gozado de la estabilidad institucional que el mismo Ginsburg reconoce admirar no debería darse el lujo de hacer borrón y cuenta nueva y de emerger de una constitución como la del 80, por muy modificada y transformada que esté, pudiendo recurrir, simbólicamente, a una expresión más óptima de la que designa la categoría de constitución autoritaria transformadora440. La de 1833 era una constitución rígida. Para su reforma requería de dos congresos sucesivos. El primero declaraba “reformable” ciertos artículos; el segundo congreso elegido recién podía efectuar esa reforma441. Así, la Constitución de 1833 se mantuvo idéntica durante 38 años. Pero como exigía en su artículo 54 mayoría absoluta para que sesionaran las cámaras de senadores y diputados, por reforma del 25 de septiembre de 1873 el Senado pudo comenzar a sesionar con 1/3 y la cámara de diputados con 1/4 de sus integrantes. El artículo 54 fue declarado reformable en 1872 por la legislatura de 1870, es decir, esta reforma de los quórums para sesionar estuvo en regla. Comienzan las reformas de 1874. Ese año son suprimidas las facultades
extraordinarias del presidente de la República que suspendían la Constitución. Los liberales constitucionalizaron, de tal suerte que recién entonces la Constitución pasó, por así decirlo, a estar por sobre el presidente. Hasta ese momento la Constitución establecía, para ciertos casos, su propia inferioridad frente al presidente como si fuera una mera carta otorgada por un monarca. Estas facultades fueron reemplazadas por leyes excepcionales transitorias, que no podían exceder de un año para restringir la libertad personal y de imprenta, suspender o restringir el ejercicio de la libertad de reunión por necesidad imperiosa de la defensa del Estado, conservación del régimen constitucional, o la paz interna, como rezará el artículo 27 número 6. Por su parte, la reforma constitucional de Santa María, del 18 de enero de 1882 —siempre con Campos Harriet—, hizo que las leyes pudieran originarse en ambas cámaras y ser aprobadas con mayoría absoluta. En tanto —observa el autor de la Historia constitucional de Chile —, el programa de reformas constitucionales de Balmaceda en 1890 será muy semejante al que se aprobó en la Constitución de 1925442. Él mismo comenta: “El parlamentarismo estaba en el germen en la Constitución del 33. En el ramaje de sus rígidas disposiciones autocráticas estaba ya injertado el germen parlamentario que iba a permitir anular la formidable autoridad de los presidentes. [...] Las armas constitucionales que Egaña había entregado al Congreso bastaban para hacerlo árbitro de los destinos del país”443. Es decir, la Constitución de 1925 recogerá la interpretación presidencialista (balmacedista) de la Constitución de 1833, con lo que la solución de continuidad es para Campos Harriet progresiva, si bien el péndulo de la historia constitucional se mueve permanentemente entre el poder de la Presidencia y el del Parlamento. En realidad, esta continuidad estuvo sobresaltada por varias guerras civiles y estados de excepción. Narrado así, como acabo de hacerlo, exprimiendo a un representante historiográfico de dicha continuidad, Chile Chile parece haber sido una noria solitaria. Sin embargo, esta narrativa no fue excepcional. Gobernó y aún gobierna la visión de la historia institucional de Chile. Ha constituido una verdadera retórica continuista, en que cada “momento constitucional” ha buscado sus referentes y precedentes en el pasado concatenado. Es más, en el momento mismo de las convulsiones decimonónicas aparece una y otra vez el estilo componedor. Las revoluciones europeas de 1848 tuvieron alguna forma de réplica en Chile. En vísperas de las elecciones de 1851 acontece la llamada “revolución de 1851”.
En su mensaje a las cámaras, el presidente Manuel Bulnes —con Bello detrás suyo, pues fue él quien lo redactó444 — relata la sublevación445 y llama a leer la ley electoral: “Defectuosa en muchos puntos, deja abierta la puerta a abusos graves, y sus mismos vacíos originan continuos embarazos y dificultades. Cortad estos males mejorando la ley guiados por vuestras luces y patriotismo”446. Bello —tras Bulnes— cierra así: “[U]n espíritu de subversión [que] trabaja a las naciones de Europa; quiméricos e irrealizables sistemas las perturba […]. Las doctrinas desorganizadoras que minan aquellas sociedades han empezado a introducirse entre nosotros y ya hemos probado el amargo fruto de sus inspiraciones […] que son el mal que aflige a los pueblos civilizados”447. Insiste, como siempre, en su apego a la ley: “La ley ha sido la norma a que he arreglado mi conducto desde que fui llamado a regir la República. Ambiciono seguir fiel a esa norma y muy particularmente en épocas como la presente en que las pasiones se exaltan y se uzga con espíritu prevenido la marcha de la administración. [En esta época el Gobierno] hará que las leyes sean fielmente observadas y que la libertad del sufragio, bajo el amparo de esas leyes, sea respetada”. Y entonces invoca “la acostumbrada cordura” de la nación para elegir “al primer magistrado de la República”448. Todos los mensajes presidenciales redactados por Bello hacen una referencia breve o extensa a este gobierno de la ley escrita, y no a meros principios de justicia, a entelequias de la filosofía ilustrada, a sentidos trascendentales. La constitución es esa normatividad en la que está sumergida toda la legislación. Y esto era obvio. Parece haberlo pensado y procesado porque el proyecto de Código Civil de 1853 no incluía en la definición de ley del artículo 1.º la fórmula: “[M]anifestada en la forma prescrita por la Constitución”449. Se trata de una retórica “general y constante”, si queremos servirnos de la idea de “uso” que Bello establece como principio rector de su Gramática… El “uso” no puede ser decretado por la mera voluntad soberana, pero resulta de una suma permanente de voluntades afines y dispuestas. Para la “revolución de 1859” las expresiones, aunque más sombrías, serán similares. Y en 1860, en el último mensaje presidencial supuestamente redactado por Bello, y en su párrafo final, Manuel Montt se refiere al “impulso de perfección dirigido con prudencia”, y ¡curioso! que “quizá hay distintos caminos que conduzcan [al progreso]”. Pero volviendo a la Historia constitucional de Chile, no deja de llamar la atención que Campos Harriet se haya detenido en los momentos de reforma para narrar la vida de una constitución, su “historia interna”, como él la llamaba. Y es que las reformas son aquellos momentos en que la carta muestra su resistencia y
su flexibilidad. En lo que concierne a la Constitución de 1925 el asunto es más complejo. La opinión historiográfica de Ricardo Donoso —siempre en nuestra búsqueda de narradores de un estilo, no de la cruda verdad— es sin duda insoslayable. Él identificó en Alessandri a un destructor del estilo de la república. Después de llamarlo ególatra, advenedizo, plebeyo, nepotista, borrascoso, agitador, demoledor, etc., Ricardo Donoso —quizá el enemigo más fino de Arturo Alessandri— se detiene, respira y concluye: “Estudiada con detención y serenidad su actividad, ella no pasa de ser la de un político oportunista, hábil para captar las corrientes ideológicas predominantes, sin que le anime ninguna idea grande, trascendente, enaltecedora. Ninguna idea profunda, ninguna preocupación absorbente, caracterizan su labor, inspirada solo en el pensamiento de acometer las impostergables cuestiones del día”450. Esta es, si se quiere, la mejor verbalización del carácter no revolucionario de Alessandri y su Constitución. Ella no fue engendrada por la imposición voluntarista de las ideas más altas. Las incoherencias de su autor o, mejor dicho, su gestionador, se explican porque no buscó ser el tribuno de la plebe, sino el tribuno de todos o casi todos, lo que de cierta forma excluía una gran idea única. Lo que sí no pudo dejarse pasar fue su estilo desmesurado, inspirado seguramente en el verismo de la ópera italiana de ese entonces, cuando el estilo chileno apenas se atrevía a las óperas del bel canto. Por mucho que lo haya detestado, Donoso no muestra a Alessandri horadando la Constitución, sino más bien defendiéndola a su pesar451. Poco a poco, la idea imperante, tras 1891, será que la Constitución de 1933 había establecido un régimen parlamentario. En 1910, Donoso muestra a Alberto Edwards haciendo hincapié en esta supuesta realidad que debía ser paliada por la fuerza del presidente cuyo gran antecedente había sido Balmaceda452. En 1919, ante el clima de crispación en el norte y en el sur, el ministro de Interior de Sanfuentes, Armando Quezada Acharán —que había comenzado como taquígrafo de la Cámara Baja— se adolecía de tener que romper “más de 40 años” de “tradición”453 al recurrir a las facultades extraordinarias previstas en la Constitución de 1833; mientras que Antonio Pinto Durán, joven radical y luego presidente del Consejo de Defensa del Estado (1947-1953), en la Cámara de Diputados exigía “reformas amplísimas”454, pero no hablaba de nueva constitución.
En cada una de sus comunicaciones, en los años 1921 y 1922, Alessandri siempre se refirió una y otra vez a “reformar” la Constitución de 1833, puesto que entendía que luego de 1891 el régimen parlamentario se había impuesto por la vía de los hechos. Ricardo Donoso explica que fue el mismísimo Alessandri el que más se había aprovechado de las falencias del parlamentarismo455, pero estas incoherencias del personaje no llegan a desmentir el carácter reformista de 1925, considerando además que Alessandri planteaba que la Constitución de 1833 había sido inicialmente presidencialista, con lo que intentaba argüir que estas reformas devolverían, de alguna manera, la carta fundamental a su espíritu original. En su panfleto propagandístico y mesiánico Alessandri, personaje de la historia, el historiador Guillermo Feliú Cruz, que lanzaba anatemas contra la Constitución de 1833, condenándola por haber organizado la república en “una aristocracia definitiva” y por haber hecho resucitar los mayorazgos abolidos por la “liberal carta” de 1828456, resume así el legado histórico político e institucional de Alessandri: “¿Qué dejó?”, se pregunta; y se responde: “Lo que hasta hoy la realidad indica. La Constitución de 1925. Esa carta recogía las experiencias que el funcionamiento del régimen parlamentario, en su acción negativa, había acumulado por las prácticas políticas, antes de 1891 y en un espacio de cerca de 30 años después de consolidarse aquel sistema con la revolución de ese año. La realidad se impuso ante los constituyentes de 1925, con la misma objetividad con que vieron los autores de la carta de 1833 la idiosincrasia nacional”457. Una y otra vez las afirmaciones de Alessandri son antirrevolucionarias y tendientes a devolver una forma perdida por efecto de las prácticas parlamentarias. A un amigo íntimo dice lo siguiente: Si no queremos reincidir en el porvenir en los escándalos que hemos presenciado durante 30 años, es indispensable, absolutamente indispensable, arrancar y curar el mal de raíz, quitando al Parlamento la facultad de censurar gabinetes, incompatibilizando los puestos parlamentarios con los de ministro y facultando al Ejecutivo para disolver el Congreso y dar, en caso de conflicto, la palabra al pueblo elector que es en definitiva el supremo y soberano juez, en su carácter de depositario de la soberanía. Si no se quitan a los parlamentarios la facultad de imponer y derribar ministros, si no se quita el aliciente, la tentación y ambición de ser ministros, continuará siendo absolutamente imposible gobernar en forma eficiente. La estabilidad ministerial no se alcanzará jamás, no obstante que ella es una necesidad de buen gobierno y una aspiración nacional reiteradamente reclamada y ofrecida por nosotros al país en la lucha titánica de 1920 y que no pudimos cumplir458.
Por eso, a pesar del estilo verista de Alessandri, puede sostenerse que la institucionalidad se cuidó de no quedar determinada por su figura. Es más, puede decirse que el mismo Alessandri se des-imprimió al insistir sobre su carácter de reforma, al prácticamente nunca hablar de “nueva constitución”, sino más bien una y otra vez hablar de “las reformas de 1925”, como en 1938, al dar su último mensaje presidencial y resumir esas “reformas substanciales”459. La que sí es disruptiva es la génesis material de esa carta, rodeada de ruido de sables. Donoso ve en estas circunstancias el origen de la indisciplina del Ejército. Con todo, estos afanes militares son apenas un recreo de monjas comparados con el creciente militarismo que se verá en la Europa fascista y soviética de ese entonces. Las actuaciones militares de los años 20 y 30 fueron de una naturaleza distinta a la de 1973; no tanto por los hitos en sí, sino por lo que vino a continuación460. Es más: pese a una época convulsa, en que el parlamentarismo y el Estado de derecho hace agua en la Europa civilizada, Alessandri insiste una y otra vez en comportarse como un demócrata ceñido a la ley. Al menos en este respecto, las declaraciones en público y privado de Arturo Alessandri parecen sinceras. Por ejemplo, en esta carta del 17 de noviembre al Embajador de Chile en Washington, Beltrán Mathieu: A mí me tentaron por todos los medios posibles e imaginables para que atropellara la Constitución y las leyes, para que me declarara dictador. Aproveché siempre estos rumores para atemorizar a la gente, para arrancar las reformas que yo creía necesarias; pero, jamás pero jamás, acepté destruir la Constitución y las leyes, que representan para un país el mismo rol que los frenos automáticos en un tren que va de bajada y a gran velocidad. Pude ser el jefe del movimiento; pero, si es explicable que el rey de Italia y el de España hayan pasado por encima de la Constitución para defender una Corona y una dinastía, en mi criterio y en mi conciencia no había nada que justificara un procedimiento semejante para defender unos cuantos meses de gobierno que se hacía ya imposible461. En 1926 Emiliano Figueroa se refirió al “nuevo régimen constitucional”, señalando que este “reforzó” las facultades del Poder Ejecutivo. Al año siguiente, se refirió al “proceso de renovación” para “restar” la orientación que había llevado al “desquiciamiento” de los gobiernos; pero en sus cinco mensajes presidenciales Carlos Ibáñez apenas mencionó la Constitución de 1925 ni menos la de 1833 (sí para aclarar que daba esos mensajes en cumplimiento de lo dispuesto en la Constitución). Cuando Juan Esteban Montero dio su primer y
único mensaje, no dudó en normalizar los últimos trastornos políticos: “Por todos los medios a su alcance, el Gobierno ha perseguido el mantenimiento de la paz pública, cimiento indispensable del régimen republicano, y si hubo un corto período de restricción de libertades, para evitar serios trastornos del orden, ello confirma el ejercicio del sistema constitucional en que se ha mantenido el Gobierno, pues estas facultades restrictivas fueron debidamente otorgadas por el Parlamento, de acuerdo con la Constitución que nos rige” (Mensaje presidencial del 21 de mayo de 1932). Así también, en su primer mensaje de 1939, Pedro Aguirre, discurso en que asumió el carácter agonístico de la política frontalmente, propuso la Constitución y las leyes como el marco para esa contienda. A su regreso a la presidencia, Alessandri comenzó su primer mensaje de 1933 con una clase de historia constitucional. Citó de entrada el artículo 56 que le ordenaba realizar tal mensaje y explicó: “La Constitución, del año [18]33 no establecía semejante obligación. La práctica y la costumbre suplieron el silencio de la ley: se buscaba así la cooperación entre los poderes del Estado”. Reiteradamente en estos mensajes Alessandri se refería a la estabilidad política, a la paz, a la armonía entre los poderes del Estado, al “amor al orden y a la majestad de las instituciones”. Y deslindaba los límites de su personalidad: “Vine a este elevado cargo para sostener, ante todo y por sobre todo, las instituciones fundamentales de la República”. Así lo explicaba en 1933, el mismo año en que Europa se entenebrecía bajo el partido nazi, y al cerrar su mensaje en vez de alabar su propia Constitución tributaba un homenaje a la de 1833 —entonces ya derogada—, en tanto hacía una denuncia de la dictadura: La dictadura es, precisamente, para las clases trabajadoras el mayor y el más grave de los peligros: a través de toda la historia, la arbitrariedad humana ha caído como un flagelo de crueldad sobre los más débiles y los más indefensos. La Constitución Política, suprema autoridad moral, que representa el consentimiento unánime de un pueblo, cristalizado en preceptos de orden y respeto a los derechos fundamentales del hombre, constituye la más amplia garantía. Cada cual sabe que, obrando dentro de la órbita que le está trazada, tiene ampliamente garantida su vida, su libertad, su propiedad y que queda así reconocida la plenitud de sus derechos de hombre civilizado y de ciudadano.
Las constituciones de los Estados no son inmutables. Como un río sigue las sinuosidades del terreno que cruza, las instituciones fundamentales deben también seguir la evolución del tiempo y las circunstancias. Pero, en todo momento, los pueblos necesitan vivir la vida del orden, al amparo de la autoridad moral de un código fundamental, para garantizar así la felicidad de los hombres en sociedad. En cuatro días más, el 25 de mayo, será la fecha conmemorativa del Centenario de la Constitución del 33; ese Código rigió los destinos del país durante 92 años, asegurando en ese largo plazo el orden y las libertades públicas; afianzó la acción regular de los poderes del Estado y amparó a los habitantes en el libre juego de sus derechos fundaméntales. Puede afirmarse que aquella Constitución presidió los orígenes de la República y que a su sombra se hizo grande y próspera. Y cerraba: Me es especialmente grato tributar en esta ocasión mi homenaje de respeto y gratitud a los eminentes fundadores de la República que supieron echar las bases inconmovibles de su grandeza futura. En la época de los jefes europeos —el Führer, il Duce, el Caudillo— un caudillo sabía no serlo siendo deferente con la genealogía a la que se debía462. Es más, ante los rumores de guerra europea, afirmaba en su mensaje de 1936: “La América es continente de paz”. En resumen: el espíritu refundacional de la Constitución de 1980 no solamente se autodelató con sus propias figuras de dicción en el momento mismo de su puesta en vigencia; además derogó toda la tradición republicana del derecho constitucional chileno. El derecho constitucional, una disciplina por antonomasia posrevolucionaria, que históricamente se hizo cargo de las réplicas del cataclismo político de los siglos XVIII y XIX, quedó así reducido a meros comentarios acerca de los comentarios que hicieran los miembros de la Comisión Constituyente, mal llamada Ortúzar (“originalismo”), decadencia preocupante que Pablo Ruiz-Tagle ha denunciado en varios de sus libros463. Finalmente, y antes de seguir, una aclaración: con este resumen no he pretendido ofrecer un cuadro detallado de la historiografía constitucional chilena ni de las cosmovisiones políticas. Me he limitado a una pincelada de color ya conocido.
Es el qué se se contó en general. Los abundantes trabajos de la historia social de Chile (de Salazar y compañía) hoy nos dejan ver el lado oculto de este astro opaco, tal como la tragedia griega —especialmente la de Eurípides— en su momento expuso el lado B de la épica mnemotécnica y analfabeta: la sangre, la muerte, la rabia que dejaban tras de sí las gestas del heroísmo bélico. La historia oficial homérica —por continuar la analogía— pudo haber sido señalada como mito (o sea, falsedad, verdad a medias), pero no simplemente desechada: quedó ahí —y hasta aquí— como un entendimiento cuestionado y cuestionable pese a todo insoslayable (el solo hecho de que pueda ser en este lugar mencionada a modo de ejemplo es prueba de ello).
3. Estilo de la deferencia y necesidad del símbolo La constitución no debe entenderse como una cosa juzgada de la historia, que sí es el caso de una sentencia firme o ejecutoriada. Puede ser revisada permanentemente; no está nunca clausurada464. Lo que han tenido una mayoría importante de constituciones occidentales son quorum de reforma que aseguran que deban reunirse mayorías significativas para su modificación. Esos quorum, sin embargo, cuando son demasiado elevados rigidizan la carta. En cambio, al no existir el quorum o al ser equivalente al de una ley simple, lo que hay de constitución en la constitución es muy discutible. O sea, visto de la primera manera, la constitución opera como una resistencia. Históricamente y en su inmensa mayoría, las constituciones no han emergido de una negociación contractual libre de todo vicio. Han sido un acuerdo arrancado al viejo poder monárquico, un pie forzado logrado por una revolución o legado por una dictadura. Donde estos sobresaltos han sido menos estridentes, como en Inglaterra, la constitución no ha debido ser escrita. La escritura de la constitución, en tal sentido, ha supuesto la realidad de un desacuerdo que mediante la escritura se intentó reconducir. Como en la estandarización de las lenguas, se buscó fijar en la escritura su momento alcanzado de mayor convergencia para haber así obtenido un baremo válido en tiempos de divergencia. La vida útil de estas escrituras ha sido muy distinta. Casi siempre la muerte de una ha sido empujada por el nacimiento de otra, y al acostumbrarse las comunidades políticas a esta dinámica, la única constitución no escrita, harto permanente e indisponible a cualquier reforma o novedad, fue la de la anomia constitucional. Muchos autores se ocupan en detalle de explicar por qué la constitución está
disponible para la “comunidad imaginada”, por qué ella no es asunto exclusivo de los especialistas en derecho constitucional; en suma, por qué hay derecho a — o hay que— modificarla o simplemente reemplazarla465, pero pocos se ocupan de explicar cómo es que una constitución puede ser llamada tal en lo que respecta al tiempo, cómo es que llega a existir sus transformaciones; cuál es, por así decirlo, no la vida útil, sino la vida de una constitución en cuanto reliquia útil, es decir, en tanto permanece, perdura y no se hunde bajo el peso de una y otra intranquilidad constitucional. Crítico de la Constitución de 1925, Hans Kelsen —quizá el más grande jurista del siglo XX— sostendrá que existe una nueva constitución cuando la modificación de la actual carta no sigue los mecanismos previstos por ella. Pero este criterio formal —valiosísimo desde el punto de vista de la filosofía del derecho— no tiene respuesta a cuestiones simbólicas o retóricas. Si, por ejemplo, mediante un mecanismo no previsto se efectúa una modificación insignificante del texto vigente, ¿estamos ante una nueva constitución? Y si con arreglo estricto a esos mecanismos se modifica enteramente la constitución, al punto de que se vuelve irreconocible, ¿no es esa una nueva constitución? Ciertamente, la gracia del criterio propuesto por Kelsen es que permite dar inteligibilidad a la expresión “nueva”, pero resulta por sí solo inidóneo a los efectos de la retórica política. Y es que hay una vieja sentencia que predica que los conceptos no son unívocos ni equívocos, son analógicos. El método analógico, en este caso, lo hallamos en la historia no tanto de lo que efectivamente ha ocurrido, sino de aquello que se ha dicho que ha ocurrido, alrededor de cuya mitología en permanente disputa puede llegar a decirse que una constitución es nueva o es la de siempre. En rigor, siguiendo en esto a Kelsen, solamente podría hablarse de una única constitución en Chile, desde 1828 hasta el quiebre de la dictadura de Pinochet, si a pesar de todas las reformas y sus rebautizos ninguna modificación se hubiese hecho mediante mecanismos no previstos. Pero eso no fue así. La Constitución de 1833 no se atuvo a lo que estipulaba la Constitución de 1828 para su reforma, como ya se ha visto466. Y es aquí cuando el estilo “general y constante” puede ser útil. El gobierno de las leyes, como el de la gramática, dice relación con cierta deferencia que existe entre los momentos del texto. En el caso de Chile y de su historia constitucional, esa es la deferencia que hallamos entre la Constitución de
1833 para con la de 1828, a pesar de sus reticencias; o la deferencia entre la de 1925 y la de 1833 después de sus reformas, aun con la fuerza que la rodeó. Estas deferencias son tan importantes porque se dan como momentos constitucionales en los cuales la correlación de fuerzas no necesariamente hubiese favorecido tal deferencia. Todo el episodio, por ejemplo, de la discusión parlamentaria acerca de la disolución de los mayorazgos, privilegio de vinculación presente en Chile desde el siglo XVIII, es una muestra palmaria de dicha deferencia. Y es que, si seguimos en esto a Ricardo Donoso, el de los mayorazgos fue uno de los grandes temas que levantaron en armas al partido aristocrático chileno467. El artículo 126 de la Constitución de 1828 decía que dichas vinculaciones quedaban disueltas en buena parte; el artículo 162 de la Constitución de 1833 remitió el tratamiento de este asunto a una ley. En el Senado el enfrentamiento que hubo entre Andrés Bello y el canónigo Meneses fue un debate sobre el alcance de los textos constitucionales (se consideraba que el artículo 126 había tenido efecto), las atribuciones del Parlamento y el derecho civil. En suma, cada vez que hallamos este tipo de deferencias puede decirse que la textualidad constitucional extiende la antigüedad, aunque sea en un par de años, de su linaje. No intento aquí establecer a ciencia cierta cuál sea el hito más remoto de esta deferencia; podría ser el ensayo de 1826, la Constitución moralizante de 1823... Ejercicios de esta naturaleza arriesgan llevarnos muy atrás y, aunque los historiadores pueden reportar excelentes datos, en último término la selección del primer hito está teñida de un espíritu normativo que excede esos datos. Los tiempos de 1830 y 1920 son muy importantes porque son los únicos en los cuales se hizo una “reforma” a la Constitución que derivó en que aquella fuese rebautizada, con 1833 y 1925, respectivamente. En todos los otros remezones (nótese, uno tan complejo como el de la guerra civil de 1891, que consiguió dividir a las fuerzas armadas) no se rebautizó la Constitución ni se le hicieron modificaciones significativas que hicieran extraño no darle un nuevo nombre468. En un primer momento, la Constitución puede haber sido impuesta por un grupo de vanguardia que cree pensar de forma privilegiada el país, pero pronto el refinamiento al que propende ese ordenamiento, si es efectivo, hace muy violento que se puedan replicar momentos originales de esa envergadura. El apelar a grandes asambleas refundadoras es una invocación edulcorada. Por eso, el mismo triunfo del estilo constitucional, de su respeto, de su deferencia por los principios que promueve, por su tensión contradictoria, casi nos obliga a la deferencia; esa deferencia no es cosa en cuya dirección deba hacerse un enorme esfuerzo.
La deferencia es una manera de equilibrar el poder y de asegurar la neutralidad moral del Estado (los dos principios del modelo constitucional liberal, como dice Gargarella469) más allá de las cartas nominales. La deferencia entiende que hay equilibrios que van más allá de aquellas tensiones que el horizonte cotidiano nos permite identificar. Porque, en suma, parafraseando al mismo Gargarella, se trata de la abdicación del perfeccionismo470. La modernidad ha visto en la “inseguridad de origen”, en la “bastardización”, una “carencia fructífera”, como ha dicho Sloterdijk471, quien también recuerda las palabras del Cimbelino de Shakespeare: “We are all bastards”. Y es que al futurismo propio de la modernidad le importa el final y no el principio. El principio es una mera posibilidad, no determina nada. “El mundo moderno — nos dice Sloterdijk— pertence al misterio de las aspiraciones realizadas”472. El final es el que da sentido a todo lo anterior. El asunto estriba entonces en ser capaces de soportar que el final se posponga indefinidamente, nunca se revele su redención y entonces no quede más que volver la vista a la certeza del pasado, del origen, sea bueno o malo, para decir con certeza: esto es así o asá. Pero, por su definición, el estilo no es una cosa de origen ni de fin, de génesis ni de apocalipsis. Es, para decirlo de alguna manera, la demora intermedia. Porque la deferencia asume cierta ruptura, sin ser ella misma una filiación, un encadenamiento, un vínculo tradicional. Ella, en cierta medida, reemplaza esa filiación sin imitarla ni intentar reestablecerla. La deferencia es un gesto del estilo. No es una continuidad genética, legal, sino que asume la ruptura histórica; se hace cargo de ese nuevo escenario, pero en vez de repetir la ruptura, de hacerla hereditaria, de convertirla en una tara, se encarama por sobre ella. Sin embargo, ante los estándares democráticos de la deliberación actual, dicha deferencia no es suficiente argumento para inhibir la disponibilidad de constitución. Atria nos recuerda que además una nueva constitución será aquella que habilite y no neutralice la voluntad del pueblo473, “una creación libre de ataduras”, dice todavía con Kelsen474, o sea —para decirlo en nuestros términos—, libre de la historia constitucional o de deferencias lastradoras. Evitando usar a nuestro favor este argumento —es decir, que no ha habido nueva ni vieja constitución desde que el pueblo no ha tenido agencia— permítaseme eludir esta discusión (que sabemos hacia dónde conduce) y moverme hacia el
asunto del símbolo. Para nuestros efectos, es primordial considerar si se ha llamado a esa constitución con un nuevo año, es decir, si se la ha rebautizado, más allá de si los cambios —o los mecanismos de cambio— han sido o no fundamentales en el texto resultante. Este hito “anabaptista” —porque siempre es un rebautizo— es un nudo simbólico difícil de desatar. Hay un lenguaje común en torno a las constituciones de 1828, 1833, 1925 y 1980, porque se designa así a esas evoluciones del constitucionalismo chileno, pero mucho menos en torno a 2005, a tal punto que a fecha de hoy —esto es, marzo de 2017—, todas las cartas chilenas e incluso los llamados ensayos constitucionales tienen una entrada en la enciclopedia libre mundial Wikipedia, pero no existe ninguna titulada Constitución Política de la República de Chile de 2005. Acaso porque ese rebautizo no fue por inmersión, esa metáfora no se ha consolidado simbólicamente. La palabra “nuevo” —y, todavía peor, la palabra “nuevo” cuando promete una visible novedad— suele defraudar. Este es un viejo cuento archiconocido por la historia de las vanguardias del siglo XX. Aplicada a una tensoestructura tan delicada como una constitución, lo nuevo en ella es todavía más problemático. Los datos que Zachary Elkins, Tom Ginsburg y James Melton, a partir del monumental Comparative Constitutions Project , permiten ver que las constituciones de un mismo país se parecen mucho. Sin embargo, hay algo que hace pensar a los actores que una constitución es más disruptiva que otra en la historia constitucional de un mismo país, y que son los aspectos simbólicos sobre los que Ginsburg se detiene475. Que las constituciones chilenas se parezcan más entre sí que a las de Burundí no indica que no haya sobresaltos importantes, unos más inolvidables que otros; solo indica que desde el espacio exterior se ve la muralla china, y que no por eso debe colegirse que no hay otras murallas en China por no visibles desde el espacio. Todas las comunidades políticas están determinadas por su historia, han sido situadas por el acontecer. Si lo que se quiere es deshacerse de la carga simbólica del legado constitucional de la dictadura, se requiere conocer desde dónde simbólicamente se recomienza. Si estas consideraciones simbólicas son tenidas por baladí, entonces puede recomenzarse desde una página en blanco, desde el texto actual e incluso desde un momento intermedio del mismo, como la reforma de 1989 o la de 2005, pero no debiera comenzarse sin prejuicios identificados,
actuar animados por un concepto mítico de la libertad, no saber o no querer saber cuáles son los símbolos disponibles por no ofender una deliberación democrática supuestamente espontánea, es decir, ignorante o desdeñosa de sus resortes. Quienes pregonan el eslogan de la nueva constitución —sin saber muy bien, como ha explicado Fernando Atria, qué entender por “nueva”—, al ser consultados por qué buscan esa nueva constitución, responden que la quieren porque buscan una constitución fraguada en democracia con mecanismos democráticos de participación y a esto muchas veces agregan los contenidos que idealmente tendría que tener esa constitución. Y, hasta ahí, la respuesta es muy buena. Pero cuando se les pregunta si en 5, 10, 15 o 20 años más haya quienes pidan otra nueva constitución por no parecerles la entonces vigente suficientemente democrática o, peor, suficientemente “nueva”, los pregoneros titubean. Algunos responden que sí, que estimarán conveniente hacer una nueva constitución las veces que sea necesario ajustándose siempre a los estándares democráticos que el momento exija; otros responden que habría que estar en ese caso para ofrecer una respuesta seria y finalmente están quienes dicen que eso no será necesario porque a nadie molestará una constitución lograda en democracia, y si molesta, seguramente se dispondrá de los mecanismos para reformarla democráticamente sin mayores sobresaltos. Pues bien, en todas esas respuestas, en mayor o menor grado, está implícito el hecho de que los estándares democráticos de la Constitución del 80 son pobres, por no decir nulos, y que esos estándares podrían aumentar en el futuro para juzgar la constitución que se engendre en el presente momento constitucional. Por lo tanto, si la estabilidad del estilo constitucional es un bien transconstitucional a cuidar, o, para decirlo en romance, si nadie estable quiere que se cambie la constitución permanentemente ni menos que se la quiera rediscutir desde cero cada cinco años476; si es un bien eso, el solo estándar democrático no es suficiente para asegurar el estilo deferente al que he aludido. Hace falta ligarse, o religarse, a —para decirlo con malas palabras— nuestro inmenso capital constitucional, y no descargarlo por la borda como si se tratase de la escoria resultante de meros ensayos constitucionales fallidos. Se podrá decir que se “tendrán a la vista” —como se dice en la jerga judicial— las constituciones de 1828, 1833, 1925, 1980 y 2005 del mismo modo como se tendrán a la vista otras muchas experiencias comparadas. Todo eso es muy bueno —sería del más altanero provincianismo no verlo—, pero parece como si fuese indiferente a la carga simbólica de ciertos textos emblemáticos, a esa concatenación de la que hemos hablado y que todos los sistemas constitucionales exitosos han cuidado.
Pero hay otras propuestas. Están también quienes afirman que el supuesto “símbolo” negativo de la “nueva constitución” de Pinochet puede “devenir irrelevante” si se modifica el artículo 127 —o sea, el de los actuales quorum de reforma—, de tal suerte que se desvanezca como un feo espejismo, porque, en definitiva, es ese corpiño el que no deja de incomodar, es ese “cerrojo” el que tiene clausuradas las puertas del anteparaíso, y no, en cambio, el fantasma del origen que —como todo fantasma y como todo origen— es resucitado por quienes más lo rememoran. Ahora bien (y a estas alturas vale recordarlo), la Constitución de 1980 o 2005 — porque en esto las dos son iguales— contempla para su reforma los 3/5 de ambas cámaras y excepcionalmente 2/3 cuando se trata de capítulos nucleares (artículo 127) y 4/7 para las leyes orgánicas constitucionales (artículo 66 inciso 2); siempre en ambas cámaras. En el entendido de que este mecanismo no haya sido aceptado tácitamente por quienes naturalmente hubiesen deseado modificarlo, la cuestión de estos quorum supramayoritarios no sería tan poco democrática si la legislación que dichos quorum protege no hubiese sido en buena parte redactada en dictadura (pues, difícilmente, una constitución se reforma por mayoría simple). Y es que sería menos inadmisible que para la reforma de ciertos capítulos de la Constitución se exigiese quorum supramayoritarios, si aquellos frenos hubiesen emergido bajo un régimen de estándares democráticos más o menos aceptables. El problema es que esos frenos son protegidos por una mano de hierro que ya no está in situ, pero que en ellos sigue estando in spiritu. Por eso, quienes han visto este problema de los quorum supramayoritarios inevitablemente deben referirse al problema del origen del contenido que aquellos quorum protegen si es que no quieren ver reducido este importante ítem a la sola cuestión —no irrelevante, obviamente— de la mitad más uno. No pueden desentenderse de ese origen cuyo espejismo distractor intentan desvanecer con una suerte de navaja de Occam. Así, el problema del origen de la nueva Constitución de 1980 no ha sido opacado ni siquiera por quienes han tenido el profesionalismo, instalado en la sutileza y la técnica, de reducir el problema a su mínima expresión más acotada y discernible. Sin embargo, ¿hay que deshacerse de este origen dando una pateadura al engendro que emergió de su cabeza? No. Y es aquí donde volvemos a la importancia de la “reforma” en el sentido más fuerte, pero… no la reforma de
cualquier estado de cosas. ¿Qué tanto debe ser reformada para que se borre la mancha de origen y pueda hablarse de una constitución nueva? ¿No se ha reformado ya bastante? ¿O acaso muy poco? Estos problemas del grado que cambia la naturaleza de la cosa, sobre los que ya hemos dicho algo, podrían abordarse mejor si se tomara el símbolo de la Constitución del 25 no como punto de llegada —que es el caso de un símbolo exorbitante, o sea, de dejarse obnubilar por otro origen menos desagradable—, sino solo como punto de partida , que es el caso de un símbolo bajo control ilustrado, que puede ser desenterrado, restaurado con herramientas propicias de la modernidad, no para vivir dentro de él (como se vive dentro de una “casa” — ojo, la constitución no es una casa de todos porque la casa hace pensar en casa propia, al menos en castellano477 —): más bien para conseguir el quicio de una puerta, por donde se sale hacia otra parte. En tal sentido, el problema de la “nueva constitución” intenta precisar qué es lo nuevo y qué es lo viejo, identificando el artículo preciso que desvanece lo viejo y cuaja lo nuevo. Ciertamente, la solución no puede emerger solamente desde dentro del texto actual tal y como se lo interpreta, pero puesto que hemos podido —y no es esotérico— identificar y conocer un estilo constitucional hasta cierto punto derrotado, que por mucho tiempo fue letra y práctica viva, lo que se necesita no es una nueva constitución, sino una vieja constitución. Y ese símbolo está ahí, no para que nos gobierne, más bien para ser gobernado. Si la deconstrucción plantea que no hay significados objetivos porque, en resumidas cuentas, los significados remiten a otros significados y estos a su vez a otros al punto que no es posible fijar el lenguaje desde dentro del lenguaje, puede decirse entonces que a la hora de precisar qué es una constitución, es decir, sobre qué versa, cuál es el tipo de normas que la constituyen y cuáles no, los redactores de la actual carta478 el ejercicio deconstructivo lo hicieron ya hace tiempo. Ellos extendieron el significado al punto que hoy resignificarlo parece el ejercicio paleontológico en que no se quiere leer el cadáver fosilizado, sino que resucitarlo. Así, deconstrucción de esa deconstrucción previa parece ser la vía idónea y no, en cambio, devolver la política y el derecho a sus significados colapsados como si estos fuesen ahistóricos, a pesar de haber sido precisados en una época. Porque, para decirlo con George Steiner, al interpretar los hechos políticos también los estamos juzgando. Hemos alcanzado, por así decirlo, un remordimiento jurídico de lo político, una ley donde antes no la había.
4. Conclusión El país puede decidir el contenido de su constitución completamente, pero a partir de un pie forzado. No existen decisiones sin pie forzado. Quien hace como si no existiera el pie forzado, errará al improvisar la paya. Pero existe otro pie forzado, el del quorum. Son estos dos pies forzados los que concurren para que no se desconozca la ciencia constitucional. Esta necesidad se basa en la desconfianza porque, como ya hemos visto en la era posrevolucionaria, el derecho constitucional es la ciencia de la desconfianza, o sea, la ingeniería de los frenos. Si hubiera total confianza, no hubiese sido necesario nunca479. La única manera de destrabar la desconfianza, lograr esta confianza mínima que permita lograr el mínimo acuerdo que es la constitución futura, es que unos y otros reconozcan que no pueden sino acusar recibo de los pies forzados que mutuamente se han propuesto. Esto significa —lamentablemente— que sería la Constitución de 1980 y no la Constitución de 1925 la que tendría que regir por defecto. La solución inversa significaría sostener que hoy solo nos rige una apariencia constitucional, lo cual puede ser cierto desde un punto de vista de teoría democrática, pero difícilmente desde el del Estado de derecho; significaría que más que un estilo roto lo que hay es ausencia de constitución. Se trata, en definitiva, de entrar en el texto de la Constitución de 1925 todo lo que se pueda, pero a través de los quorum que correspondan de la Constitución de 1980 (o 2005). Realizado ese esfuerzo, corresponderá ir saliendo de ese texto como ocurre en todo cuerpo que no es pétreo. Este itinerario puede verse como absolutamente innecesario. ¿No bastaría con reformar la Constitución actual? No, porque eso significaría no hacerse cargo del trastorno que para la historia constitucional significa la Constitución de 1980, trastorno que, en cuanto tal, continuará en el futuro marcando los debates constitucionales. En este ensayo he intentado mostrar la importancia de esa historia para que la constitución cumpla su función. En suma, esta es la restauración no de una constitución declarada muerta por Jaime Guzmán480; es, más bien, la restauración del principio de deferencia. Por lo tanto, la fórmula quedaría de la siguiente manera: la Constitución de 1925 (por la continuidad que significa) debe ser restaurada pese a la Constitución de 1925 (la ruptura que hasta donde se sabe significó), para que qu e la de 1980 —o de 2005— sea rescatada en todo lo que tiene de estable y democrático; y para que , a su vez, la deliberación democrática futura consiga (o preserve) el quicio del constitucionalismo que pese a 1833, 1925 y 1980 (o 2005) nunca debe perder. Esa sería la estilografía mínima constitucional.
La normalización de la dictadura —es decir, el hecho de ir saliendo de ella de la mano de normas— permitió, en cierto sentido, que hubiese una paz que facilitó, además de desembrutecer Chile, pensar con calma el derrotero de las cosas. Pero esa normalización que ayudó al objetivo de la paz puede volverse contraria a la paz. Una imaginación poco optimista da las gracias a esa generación. Pero la hazaña no está completa mientras la dictadura no sea anormalizada ex post facto a fin de volverla realmente excepcional en el espíritu de la continuidad y hacerla así altamente inviable en el futuro de la república, en cualquier forma y color. Que, entonces, podamos evitar la desgracia de Rimbaud: “Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu»481, que se reprocha como síntoma de la locura; y podamos, en cambio, decir con el joven poeta Andrés Bello que tenemos: “El pecho organizado”482. Diego Portales decía que la constitución era una señora a la cual había que violar483. Este tipo de sádicas obscenidades tan censurables no deben hacernos olvidar que la Constitución chilena sí fue una dama patriota, una mujer nacida después de largos trabajos de parto en 1828, que —habiendo visto a sus padres morir en los campos de batalla— hizo su primera comunión en la capilla del enemigo en 1833, y que ya convertida en una anciana (a sus años aún apetecida) se emperillofó en 1925 —empujada por las amenazas de cuarteles, calles y salones— para posteriormente, hecha toda una leyenda viva, no solo ser vejada y luego violada, sino también asesinada en 1980 bajo la divisa de “nueva constitución”. Así, “este no pretende ser un caballo en competencia” (Arturo Fontaine). Aspira más bien a recibir sus pisoteadas. Ser la pista más adecuada para que la carrera valga la pena, como cuando en el campo, después de un temporal que ha removido la tierra, colapsado el río y las quebradas, corrido el faldeo y socavado el plano, se busca en septiembre la mejor explanada para que soporte sobre sí las carreras a la chilena.
ANEXO Este Anexo resume la polémica sostenida en diversos medios de prensa a partir de la idea de utilizar la Constitución de 1925 como el pilar de nuestro futuro cuerpo constitucional. El lector podrá observar los principales argumentos aducidos tanto para defender como para criticar la propuesta, así como las distintas motivaciones disciplinares de sus autores. El Mercurio, martes 1 de marzo de 2016:
¿Por qué no retomar la Constitución del 25? No hay fórmula matemática que permita determinar cuándo o por qué una constitución política se ha legitimado. La legitimidad que adquiere un texto constitucional es un asunto sutil, hasta cierto punto misterioso, y que, quizás, requiere ser iluminado más desde la intuición y la interpretación histórica que desde demostraciones pretendidamente empíricas y objetivas. Valga esto como ustificación para que un novelista e intelectual sin pergaminos constitucionales opine en este debate. Mis reflexiones abrevian lo que expuse el 22 de enero de 2015 en el seminario “Cambio Constitucional en Democracia”, organizado por el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA). Las ponencias completas se publicarán en un libro del mismo nombre, en impresión. Un régimen dictatorial puede encauzar la transición a la democracia. La Constitución de 1980 enrumbó la transición y, con sus modificaciones posteriores —lleva la firma del presidente Lagos—, enmarcó la vida democrática en uno de los períodos en los que el país más ha progresado. Pero una constitución política surgida bajo el régimen del general Pinochet es muy difícil, si no imposible, que a la larga se legitime como la constitución de todos. La razón es que el régimen militar divide y seguirá dividiendo a la sociedad chilena. El dolor causado por la transgresión sistemática de los
derechos de las personas y la condena moral que ello suscita impiden que el fundamento común de la convivencia democrática haya emergido de ese mismo régimen. Lo que divide no puede ser causa de lo que une. Un gobierno dictatorial, a la larga, difícilmente puede darle sustento a una constitución democrática. ¿Se debe modificar la Constitución actual o trabajar con una hoja en blanco? Una opción es examinar cada artículo de la Constitución vigente. Se trataría de una reforma constitucional. La segunda opción es comenzar con una hoja en blanco, es decir, imitar lo que hizo el régimen del general Pinochet. Pienso que dejar atrás la Constitución del 80 significa no solo dejar atrás tales y cuales normas, sino que alejarse del arrogante espíritu fundacional que la anima. Ocurre que Chile no es una página en blanco, ocurre que la democracia chilena no es una página en blanco. Es una de las democracias más antiguas y respetadas del mundo. Ni Francia, ni Italia, ni Alemania tienen una tradición democrática como la nuestra. La democracia chilena ni la inventó la Constitución del 80 ni la vamos a inventar ahora. Partir de cero le resta credibilidad al nuevo texto constitucional y desmerece nuestra propia historia. Pero hay una tercera opción: comenzar a partir de la Constitución vigente al 10 de septiembre de 1973, es decir, la Constitución Política de 1925 y sus modificaciones (no pretendo ser el primero que lo haya pensado, por cierto). Fue sometida a una presión extrema, de lo cual surgen enseñanzas concretas. Ejemplo: ¿qué normas e instituciones obstaculizan fenómenos de hiperinflación como el que desestabilizó nuestra democracia? La idea es examinarla e introducirle las modificaciones pertinentes con visión de futuro. La nueva constitución debe ser una modificación de la constitución que regía antes del golpe militar del 73. El acuerdo de la mayoría de la Cámara de Diputados (22/8/73) declaró: “El Gobierno no ha incurrido en violaciones aisladas de la Constitución y de la ley, sino que ha hecho de ellas un sistema permanente de conducta”. Y el presidente Allende dijo desde La Moneda en su último discurso del 11 de septiembre del 73: “Quiero agradecerles la lealtad a este hombre que solo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y las leyes y así lo hizo”. Hasta el golpe, ambos bandos invocan la constitución vigente para legitimar su
proceder. La Constitución del 25 tiene hoy gran poder simbólico. Entonces la sociedad se partió en dos. Eran los años de la Guerra Fría. Pero esa división se expresó en diferentes interpretaciones del mismo texto constitucional, cuya legitimidad jamás fue puesta en duda. Ahí están los cimientos de la casa de todos.
Arturo Fontaine Escritor El Mercurio, miércoles 2 de marzo de 2016:
Constitución de 1925 Señor director: Arturo Fontaine ha formulado una muy buena idea para el actual debate constitucional. Al sugerir retroceder a la Constitución de 1925, elude dos extremos: el de la página en blanco (la esperanza que late en los futuros cabildos) y la permanencia de las reglas de 1980 (puesto que basta que la minoría bloquee un acuerdo para que se mantengan).
Carlos Peña El Mercurio, viernes 4 de marzo de 2016:
La Constitución de 1925 Señor director: El problema constitucional de hoy puede resumirse en una pregunta: ¿cómo debatir un cambio constitucional bajo las reglas en actual vigencia sin que las minorías tengan un peso excesivo a la hora de imponer sus puntos de vista? Bajo las actuales reglas, las minorías carecen de incentivos para alcanzar un acuerdo. La razón es obvia: si no hay acuerdo, sigue vigente la regla actual. En todo aquello en que la supermayoría no se logre, pervivirá la regla de 1980. Es muy difícil un debate constitucional cuando una de las partes sabe que, si su punto de vista no se impone, se mantendrá el statu quo que la favorece y al que adhiere.
El otro extremo tampoco parece razonable. Si se abandonan las reglas en actual vigencia y se las sustituye por un debate informal en el que simplemente se procede a agregar demandas o puntos de vista (mediante cabildos u otro mecanismo semejante), se incurre en la tentación de la página en blanco, como si el país careciera de trayectoria en esta materia. Es ahí cuando adquiere importancia la Constitución de 1925, a la que, hasta antes del golpe, todos reconocían plena legitimidad. Tanto quienes impulsaron el golpe como los que se le resistieron dijeron que lo hacían para defenderla. ¿Qué papel podría cumplir entonces la carta de 1925? ¿Debiera ella, sin más, reemplazar a la de 1980? Por supuesto que no. Como han sugerido Fernando Atria (“Sobre el problema constitucional y el mecanismo idóneo y pertinente”, en Fuentes y Joignant, editores, La solución constitucional, Catalonia, 2015) y Arturo Fontaine (“¿Por qué no retomar la Constitución del 25?”, El Mercurio, 2 de marzo), podría convenirse que la Constitución de 1925 fuera la regla por defecto, esto es, que allí donde no se alcanzara acuerdo entre las fuerzas políticas adquiriera vigencia la carta de 1925. En ese escenario, tanto la minoría como la mayoría —incluso manteniendo los altos quórums previstos por la carta de 1980— tendrían incentivos para alcanzarlo, puesto que la regla por defecto sería, hasta donde eso es posible, neutral en el debate. Así los partícipes del debate deberían abandonar su conducta estratégica y revisar qué de las reglas de estos últimos 40 años, incluidas las de la Constitución de 1980, merece la pena y cuáles habría que mejorar. Como es obvio, no basta que exista un alto quórum para que se favorezcan grandes acuerdos. Se requiere sobre todo que ninguno de los partícipes cuente con ventajas si el acuerdo no se alcanza. Y ello se logra previendo una regla por defecto que todos puedan aceptar. Y ese sería el papel de la carta de 1925.
Carlos Peña El Mercurio, domingo 6 de marzo de 2016:
La Constitución de 1925 I Señor director:
Concuerdo con Carlos Peña cuando celebra el acierto de Arturo Fontaine al promover la idea de utilizar la Constitución de 1925 como la estructura de nuestro futuro cuerpo constitucional. Aun cuando habrá quienes cuestionen la “legitimidad de origen” de la Constitución de Arturo Alessandri Palma, es claro que para 1973 la “legitimidad de ejercicio” de dicha carta había alcanzado altos grados de madurez, en especial considerando las siete reformas a las que se le sometió hasta 1971. Como bien señala Fontaine —y enfatiza Peña—, volver a la Constitución de 1925 evitaría comenzar desde cero la discusión sobre la carta que nos rija en adelante, al tiempo que pondría coto a las decisiones adoptadas por grupos pequeños de expertos y por cabildos cuya “legitimidad” no es para nada obvia ni inmediata. Asimismo, regresar a la Constitución de 1925 haría irrelevante la discusión en torno a la “ilegitimidad” de la carta de Pinochet, una cuestión en exceso relevada por los sectores que aún abogan por mantener las reglas de 1980 o que, por el contrario, pretenden fijar criterios cismáticos cada vez que se enfrentan a la idea de una nueva constitución.
Juan Luis Ossa Santa Cruz Profesor Universidad Adolfo Ibáñez El Mercurio, domingo 6 de marzo de 2016:
La Constitución de 1925 II Señor director: Resucitar la Constitución del 25, como defiende Carlos Peña, conduce a varias preguntas. Una de ellas es si vale la pena revivir el contenido de ese texto. La segunda es si hay buenas razones que justifiquen sostener tan alambicada fórmula, que se suma a la riesgosa tendencia de proponer caminos extrainstitucionales para reformar nuestra Constitución. El contenido que se quiere resucitar es a todas luces insuficiente. La Constitución del 25 carecía de principios tan compartidos hoy como aquel que señala que el Estado está al servicio de la persona, o la probidad y la transparencia. En el campo de los derechos, no contemplaba el derecho a la vida, permitía el monopolio estatal en la producción, carecía de muchos derechos hoy
vigentes, y los que estaban consagrados no tenían suficientes garantías. Tenía además una estructura institucional clásica, y no una diversidad de órganos autónomos que se contrapesan. ¿Y su legitimidad? También fue cuestionada no solo por su origen, sino que también en su ejercicio, pues, desde todos los sectores y mucho antes del 73, la eficacia de la Constitución fue puesta en duda. Nos dicen además que la fórmula propuesta busca evitar que la minoría se aferre al texto vigente, pues este la favorece. Pero tal argumento requiere de precisiones. La primera es preguntar a quién favorecería ahora el texto que propone Peña. Porque si la respuesta es que favorece a “otros”, el argumento solo busca trasladar el supuesto privilegio hacia algunos que serían los nuevos favorecidos. Pero además es cuestionable afirmar que hoy existe una minoría favorecida con el texto actual y una mayoría perjudicada. Salvo excepciones muy particulares, las normas constitucionales que hoy están en discusión son lo suficientemente genéricas como para afirmar que existe un eficaz velo de ignorancia que impide asegurar a quién favorecerá en el futuro la aplicación de esa norma. ¿A quién beneficia el derecho de propiedad o el de educación, en su redacción actual? ¿O el presidencialismo? ¿O el principio de autonomía de los cuerpos intermedios? A priori, no es posible saberlo. En otras palabras, quienes postulamos cambios a la Constitución siguiendo las reglas actuales no lo hacemos porque la Constitución “nos favorezca”, sino porque son esas las vías de la política: ciertas y conocidas; que requieren deliberación y persuasión; y que recogen los aprendizajes y reformas de la historia constitucional reciente. Lo contrario, imponer la carta del 25 como regla por defecto, desconoce que la política sigue en pie.
Sebastián Soto Velasco Libertad y Desarrollo El Mercurio, lunes 7 de marzo de 2016:
Constitución de 1925 y “hoja en blanco” Señor director: Me gustaría explicar algunas confusiones sobre la idea de que en la discusión constitucional la Constitución de 1925 (en su versión final de 1971) haga las
veces de regla por defecto. Esta idea es defendida y explicada en mi libro La Constitución tramposa . 484
La primera confusión es la sostenida por Sebastián Soto, investigador de Libertad y Desarrollo: “El contenido que se quiere resucitar es a todas luces insuficiente”, dice. Con esto él cree que está dando un argumento en contra de la idea, pero en realidad solo muestra que no la entiende. Porque es evidente que quien aboga por una determinada regla por defecto no está abogando por una decisión final, sino por una regla que solo será final si no hay acuerdo en modificarla. Si en alguna materia el texto de 1971 es insuficiente “a todas luces”, entonces todas esas luces llevarán a cambiarlo. Porque la situación actual es que tenemos una constitución tramposa que solo se puede cambiar con los votos concurrentes de quienes se benefician de la trampa. Entonces el hecho de que sean necesarios 2/3 de los votos, aunque se justifica diciendo que la Constitución debe ser el resultado de “un gran acuerdo nacional”, tiene el efecto precisamente contrario: las reglas tramposas hoy vigentes seguirán rigiendo mientras un tercio más uno de los votos quiera mantenerlas. Esto no es teoría. Acaba de rechazarse en la Cámara de Diputados, por ejemplo, un proyecto de reforma constitucional para permitir que dirigentes gremiales puedan ser elegidos al Parlamento. El proyecto fue rechazado por 72 contra 18 votos... ¡72 votos a favor, 18 en contra! En estas condiciones, ¿es posible decir que la mantención de la regla actual da cuenta de “un gran acuerdo”?
Fernando Atria El Mercurio, miércoles 09 de marzo de 2016:
¿Una constitución a partir de la de 1925? Señor director: Los reconocidos intelectuales Arturo Fontaine y Carlos Peña coinciden en proponer que la eventual nueva constitución se elabore a partir de aquella llamada de 1925, vigente al momento del quiebre institucional de 1973. Me es imposible coincidir con ellos, puesto que en la vigencia de esa Constitución el país tuvo un desempeño económico pobrísimo, incapaz de sacar
de la pobreza a la mayoría de la población que se debatía en ella, y este hecho fue el oxígeno que dio fuerza a los agitadores de la revolución. Además, ese marco legal fue responsable de pésimas prácticas políticas, lo que llevaba a los últimos presidentes democráticos a clamar por reformas fundamentales a dicho texto. La carta que actualmente nos rige, en cambio, ha permitido al país experimentar una etapa de progreso sostenido, el más dilatado y significativo en la historia republicana, que ha cambiado la calidad de vida de la población. Es en los hechos claramente más apta como base para los perfeccionamientos constitucionales que se desee realizar. Respecto del origen y el régimen en que se dictó cada una de ellas, eso es secundario frente al resultado de cada cual. Deng Xiaoping en este dilema volvería a decir que no importa que el gato sea negro si en la práctica caza ratones.
Francisco Prat El Mercurio, sábado 12 de marzo de 2016:
Constitución del 25 y proceso constituyente Señor director: El interesante intercambio generado a partir de la columna de Arturo Fontaine (“¿Por qué no retomar la Constitución del 25?”) ha puesto sobre la mesa una arista muy relevante: el diagnóstico que subyace al proceso constituyente y, por ende, la justificación y alcances del mismo. Desde luego, hay buenas razones para pensar en un cambio constitucional. Basta reparar en el masivo y creciente desprestigio de la dirigencia y las instituciones propiamente políticas (Congreso, partidos); y también en las tensiones y alteraciones que ha experimentado el país, en los más diversos niveles. Ocupando los términos de Hugo Herrera, todo indica que existe un desajuste entre el pueblo y su institucionalidad, y en este contexto resulta difícil negar la conveniencia —cuando no la necesidad— de reformas significativas, constitucionales y de otro orden.
Nada de esto, por cierto, implica olvidar que la carta vigente es heredera no solo de la última planificación global del siglo XX —la de Pinochet, Guzmán y los Chicago—, sino también de los acuerdos que hicieron posible el retorno pacífico a la democracia. Pero, asimismo, esa innegable y valiosa evolución constitucional no debiera llevarnos a cerrar los ojos ante el escenario actual, que demanda cambios profundos. Probablemente en esta línea debe ser leída la invitación de Arturo Fontaine: como un criterio que pueda servir de base al acuerdo político que, llegado el momento, deberá sustentar el cambio constitucional que se avecina. Este exige una razonable disposición al diálogo y un mínimo de amistad cívica —los disensos exigen un marco común— y, por tanto, conviene reflexionar sobre propuestas como la de Fontaine.
Claudio Alvarado R. Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad La Segunda, miércoles 16 de marzo de 2016:
Legitimidad de una constitución El derecho considera dos tipos de legitimidad: de origen y de ejercicio. Esta es una división pertinente para comprender el debate constitucional en Chile, el cual se ha enriquecido últimamente gracias a discusiones quizás menos prácticas pero igualmente necesarias provenientes de la filosofía política. Se sostiene con frecuencia que el origen de la Constitución de 1980 contiene serios problemas de legitimidad, un argumento correcto y atendible. Sin embargo, tanto o más importante que ello es la falta de legitimidad de ejercicio de nuestra carta actual. Centrarnos únicamente en el origen de las constituciones chilenas (todas ellas, sin excepción, han sido más o menos espurias), pierde de vista el que, me parece, es el aspecto más relevante de toda Ley Fundamental: reglamentar la convivencia política de manera que la ciudadanía se vea representada por su articulado. Y dicha representatividad nunca es alcanzada de inmediato (es decir, en el origen), sino que toma tiempo y requiere de un ejercicio de larga duración. Algo conseguido tanto por la Constitución de 1833 como por la de 1925 (ambas siendo “reformas” de sus antecesoras).
Dichas constituciones fueron el resultado de crisis políticas y vacíos de poder. Ese también fue el caso de la Constitución de 1980, aunque su espíritu refundacional tuvo por aspiración precisamente lo que sus antecesoras no tuvieron: instaurar una “revolución” político-económica con el fin de saltarse la legitimidad de ejercicio de nuestra tradición constitucional. Por supuesto, los cambios introducidos desde la década de 1820 hasta 1971 fueron muchos y muy necesarios. No obstante, gracias a la visión reformista (más que revolucionaria) de políticos de todos los sectores, la idea de la carta de 1828 de que un país requiere de consensos amplios para ser gobernado prudentemente se mantuvo intacta. Eso ocurrió hasta 1980. Ese año los constitucionalistas del momento explícitamente negaron que la suya fuera una “reforma” de las constituciones anteriores. Ellos vinieron a “revolucionar” al país, de forma tal que el vacío de poder representado en la figura de Salvador Allende fuera cortado de raíz. Y lo cierto es que lo lograron —con algunos avances relevantes, como la autonomía del Banco Central—, pero a costa de un conflicto aún irresuelto sobre su legitimidad de origen y de ejercicio . Así, por mucho que la antigua Concertación —en especial Ricardo Lagos— legitimara en cierta medida el ejercicio de la Constitución de 1980, el hecho de que estemos discutiendo la necesidad de una nueva carta significa que el paso del tiempo no ha permitido la consolidación factual de la Constitución vigente. Es decir, ya sea por origen o por ejercicio , la carta de 1980 parece haber dejado de ser una alternativa plausible.
Juan Luis Ossa Santa Cruz El Mercurio, martes 22 de marzo de 2016:
Nuestra Constitución histórica Señor director: En 1975, Jaime Guzmán escribe: “Nadie que lea el texto de la Constitución de 1925 [...], y que lo confronte con la realidad político-institucional imperante, puede adquirir un verdadero convencimiento de que aquella está vigente [...]. La Constitución de 1925 está muerta en la realidad práctica y, lo que es aún más importante, en la mente del pueblo chileno”. Guzmán puede decir esto porque
mediante la redacción del DL N.° 128, que define a Pinochet y la junta militar como sujetos de poder constituyente, efectivamente ha destruido el poder constituyente del pueblo que daba vida a la Constitución del 25. Mediante ese decreto, Guzmán borra de un plumazo 150 años de la historia constitucional. Le es posible ahora partir de cero y escribir una nueva historia sobre una página en blanco. Guzmán procede así porque concebía la democracia definida por la Constitución del 25 como un sistema desbocado que conducía inevitablemente al totalitarismo. Solo un régimen de representación gremialista, como el vigente en España, podía evitar ese desenlace. Había decidido que la formación de ese nuevo régimen debía fundarse en una nueva constitución. Pero esa creación constitucional hace necesario apelar a la noción de poder constituyente. Con osada temeridad declara muerta la Constitución y rompe con los principios de un constitucionalismo republicano y democrático. A 42 años de ese decreto, Arturo Fontaine ahora examina las tres opciones que se han abierto para el debate constitucional actual. La primera es optar por una reforma de la Constitución del 80. La segunda es “comenzar con una hoja en blanco, es decir, imitar lo que hizo el régimen del general Pinochet”. Rechaza ambas opciones, y respecto de la segunda afirma: “Pienso que dejar atrás la Constitución del 80 significa no solo dejar atrás tales y cuales normas, sino que alejarse del arrogante espíritu fundacional que la anima. Ocurre que Chile no es una página en blanco, ocurre que la democracia chilena no es una página en blanco [...]. Partir de cero le resta credibilidad al nuevo texto constitucional y desmerece nuestra propia historia”. Esto lo lleva a plantear una tercera opción y se pregunta: “¿Por qué no retomar la Constitución del 25?”. Y añade taxativamente: “La nueva constitución debe ser una modificación de la Constitución que regía antes del golpe militar del 73”. Con esto Fontaine cuestiona y desafía frontalmente la decisión de Guzmán. Y este desafío encuentra su fundamento en la noción de legitimidad, que debe ser iluminada, como piensa Fontaine, desde una interpretación de la historia. La historia enseña que Guzmán funda la legitimidad de la Constitución del 80 en su promulgación por parte de Pinochet y la junta militar en virtud de su ejercicio del poder constituyente. La historia también enseña que los plebiscitos de 1988 y 1989 destruyen el poder constituyente de Pinochet, lo que permite al pueblo de Chile recuperar su sitial como sujeto del poder constituyente. ¿Qué obstáculos
encontraría el legítimo constituyente actual para revertir la decisión de Guzmán y restaurar, en toda justicia, la Constitución del 25, y luego proceder legítimamente a su completa y exhaustiva reforma, como propone Fontaine? ¿Cuál sería el obstáculo para restaurar selectivamente, y en plenitud, sus artículos 109 y 110, reformados por la ley 17.284 del 23 de enero de 1970, referentes a la función de los plebiscitos? ¿No se abriría así la posibilidad de evitar una asamblea constituyente originaria que parta de cero, y así restaurar “la continuidad necesaria entre presente y pasado” de que nos habla Gabriel Salazar, para evitar el “salto al vacío” y la “vaguedad de la utopía” que teme? Los chilenos hemos pagado un alto precio por la decisión de Guzmán de reconocer a Pinochet como sujeto del poder constituyente originario, y de destruir así la Constitución histórica de nuestra independencia. En ella tiene su origen y se afinca la cadena de legitimidad que une a las cinco repúblicas históricas identificadas magistralmente por Pablo Ruiz-Tagle en nuestro libro La República en Chile. Lo que Fontaine propone ahora es restaurar esa legitimidad republicana para seguir perfeccionando el sentido democrático de nuestra Constitución histórica.
Renato Cristi El Mercurio, viernes 25 de marzo de 2016:
Constitución de 1925 Señor director: Para reforzar la idea de reconsiderar la Constitución de 1925 como base de un nuevo consenso constitucional, en carta reciente, Renato Cristi acusa a Jaime Guzmán —como desde hace varios años parece ser su norte— de haber borrado 150 años de historia constitucional porque sostuvo que la Constitución de 1925 estaba muerta en la realidad práctica. Esta opinión carece de una mirada completa sobre la historia constitucional chilena. No estaba solo Guzmán cuando consideró fenecida dicha Constitución. Así opinaban otros connotados especialistas. Francisco Cumplido, exministro de Patricio Aylwin, exponiendo en la sesión 24 de la Comisión Ortúzar, dijo: “La crisis en Chile no provino, tanto o fundamentalmente del desarrollo político, sino que la propia institucionalidad política, contenida en la Carta Fundamental de
1925 que regulaba la acción de los poderes institucionales, había hecho crisis”. Con otros énfasis, así lo expresaron también los miembros de la Comisión Jorge Ovalle en la sesión 77 y Alejandro Silva Bascuñán en la sesión 83. Más aún, el propio programa de la Unidad Popular de 1969 denunciaba que la Constitución de 1925 debía ser sustituida, afirmando que “lo que ha fracasado en Chile es un sistema que no corresponde a las necesidades de nuestro tiempo” e indicaba la necesidad de una nueva constitución para “suprimir de raíz los vicios de que han adolecido en Chile tanto el presidencialismo dictatorial como el parlamentarismo corrompido”. Como se ve, la acusación de Cristi es, como otras veces, parcial y olvida que la Constitución del 25 fue y es un texto deficiente. Lo fue porque no supo poner límites a los totalitarismos y a las fuerzas políticas que predicaban la violencia como forma de alcanzar el poder. Y lo es hoy también porque quienes promueven resucitarla borran de un plumazo la evolución constitucional de las últimas tres décadas.
Máximo Pavez Fundación Jaime Guzmán El Mercurio, sábado 26 de marzo de 2016:
Volver a la Constitución de 1925 Señor director: El apoyo que di a la idea de Arturo Fontaine de tomar la Constitución de 1925 como la base de nuestra futura Carta Fundamental no es tanto técnico (o constitucionalista) cuanto histórico/historiográfico. Mi argumento es que Chile tiene una tradición constitucional cuyo origen puede fecharse en la Constitución de 1828. Esta carta fue, a su vez, el pilar de la de 1833, la cual, contrariamente a lo que se cree, no se cerró a ciertos elementos liberales. En efecto, una de las principales características de la Constitución de 1833 es que contiene, como dicen Iván Jaksic y Sol Serrano, “las semillas de su propia liberalización”, gracias a lo cual se reformó en repetidas ocasiones. Dicho proceso de liberalización cimentó las bases de la Constitución de 1925, considerada siempre como una “reforma” de su antecesora más que como una
carta nacida ex nihilo. El caso de la carta que nos rige hoy es muy diferente. Si bien hay artículos de la Constitución de 1925 que se repiten en la de 1980, el objetivo de esta última fue instaurar una “revolución” político-administrativa que rompiera con nuestra tradición constitucional. Es decir, fue un Gobierno “conservador” como el de Pinochet el que paradójicamente desechó el argumento de que toda carta debe ser sometida a la historia que la precede. Esto me lleva a la problemática sobre la legitimidad. Si bien es cierto que todas las constituciones chilenas han nacido en contextos de crisis y que, en consecuencia, ninguna ha alcanzado una legitimidad inmediata, la Constitución de 1980 interrumpió la legitimidad conseguida por las cartas anteriores. Esta fue una aspiración que, repito, no estuvo presente entre los constitucionalistas de 1833 y 1925. Ahora bien, la legitimidad del proceso constitucional actual no está tampoco garantizada. Me cuesta creer, por ejemplo, que los cabildos constitucionales tengan una legitimidad incuestionable. Los cabildos son más una forma solapada de asambleísmo que un mecanismo de representación política. Y ya que la asamblea constituyente es una anomalía en la historia de Chile, apelar a ella sería igualmente atentatorio contra nuestra tradición constitucional. Así, pues, concuerdo con Fontaine en que la Constitución de 1925 es el mejor antídoto tanto ante la discusión sobre la ilegitimidad de la carta de Pinochet como ante la incertidumbre de la asamblea constituyente. Por supuesto, en caso de retomar las reglas de 1925, nuestros constitucionalistas deberán acordar los aspectos que haya que cambiar (por de pronto, la reforma de 1971 que nacionalizó la gran minería del cobre). Asimismo, habrá aspectos de la Constitución de 1980 que convendrá mantener a toda costa (como la autonomía del Banco Central). No obstante, el argumento reformista debería imperar por sobre el revolucionario, pues, de otra manera, los expertos cometerían un ejercicio rupturista similar al de los constitucionalistas de 1980.
Juan Luis Ossa Santa Cruz Profesor Universidad Adolfo Ibáñez El Mercurio, domingo 27 de marzo de 2016:
La Constitución y el poder constituyente Señor director: Al comentar mi carta, Máximo Pavez incurre en una conocida falacia (ignoratio elenchi). Indica que acuso a Jaime Guzmán de haber borrado 150 años de nuestra historia constitucional porque sostuvo que la Constitución del 25 estaba muerta. Pavez ignora mi argumento. Lo que afirmé es que Guzmán admite la muerte de esa Constitución porque decide, mediante el DL N.° 128, reconocer a la junta militar como sujeto del poder constituyente. Con ello Guzmán destruye el poder constituyente del pueblo en que se fundaba la legitimidad de esa Constitución. La gravedad de su decisión queda a la vista en la sesión 14 de la Comisión Constituyente, cuando se discute el tenor del DL N.° 128. En ella, Alejandro Silva Bascuñán resiste la idea “de que se incluya en el texto del decreto ley la referencia a que la Junta ha asumido el poder constituyente”. Enrique Evans también se resiste y da razones: “Se correría el riesgo de que la gente creyera que la Junta ha reemplazado al pueblo de Chile”. Guzmán vence esa resistencia e impone su voluntad. Al reconocer a la Junta como sujeto del poder constituyente, logra lo que había temido Evans y comete un acto de alta deslealtad con nuestra independencia. Es también errónea la aseveración de Pavez que Francisco Cumplido, en la sesión 24, estuvo de acuerdo con Guzmán “cuando consideró fenecida dicha Constitución”. Cumplido declara en esa oportunidad: “La crisis de la institucionalidad política no afecta dos aspectos fundamentales: la democracia constitucional y la vigencia del poder soberano de la comunidad política chilena”. Esto indica que Cumplido cree que, a la fecha, el poder constituyente reside aún en el pueblo. No es posible, por tanto, que haya considerado muerta esa Constitución. Otra habría sido su opinión si hubiese conocido el debate ocurrido en la sesión 14. Pavez sostiene que desde hace años “acuso” a Guzmán de haber arbitrariamente destruido la Constitución del 25. Efectivamente, en 1993, en un artículo publicado por la Revista Chilena de Derecho de la Universidad Católica, Vol. 20, elaboré la misma crítica que ahora presenta esta carta. Esa crítica teórica, que Pavez interpreta como acusatoria, fue resultado de una investigación financiada por el SSHRC (Social Science and Humanities Research Council of Canada),
que solo toma en consideración proyectos de instituciones académicas y no partisanas.
Renato Cristi La Tercera Tercera, lunes 28 de marzo de 2016:
¿Volver a 1925? “Legislar es progresar” es consigna ilustrada que nos acompaña desde los comienzos de nuestra vida republicana. Alcanzaremos la felicidad y el progreso a través de las leyes, sobre todo con aquellas de rango constitucional. No en vano contamos con una decena de ensayos constitucionales. La verdad es que los textos constitucionales pueden ayudar, pero no solucionan por sí mismos los problemas, si quienes los aplican no hacen lo que deben. Incluso las mejores constituciones no aseguran nada. En su momento, una de las constituciones más prestigiosas del mundo fue la alemana de Weimar. Parecía de las más perfectas y modernas, al incluir una serie de derechos sociales. Prestigio que terminó cuando de acuerdo a sus disposiciones Adolfo Hitler fue nombrado canciller de Alemania. Ahora, a propósito de nuestra tradición constitucional, esta no se interrumpe con la Constitución de 1980. Al contrario, ella mantiene lo fundamental de la estructura que venía por lo menos desde la de 1833, y que se conservaría en la de 1925. Incluso el tenor literal de varios de sus artículos son los mismos. Más todavía, desde el punto de vista práctico, con ella Chile ha vivido más de dos décadas de estabilidad y de progreso, de ahí que hasta los mismos Gobiernos de la Concertación solo la hayan modificado, sin intentar derogarla, dándole así una nueva legitimidad. Por lo demás, si se la compara con la de 1925, sale claramente gananciosa. Debe recordarse que este texto constitucional tomó forma en un ambiente marcado por dos intervenciones militares —de septiembre de 1924 y enero de 1925—, que llevaron al presidente constitucional, Arturo Alessandri, a dejar el país durante varios meses, y que, una vez de vuelta, gobernó bajo tutela militar (de hecho, no terminaría su período presidencial).
Aunque los militares y el presidente de la República pretendían generar una nueva constitución a través de una asamblea constituyente, al final el proyecto sería elaborado por una comisión nombrada por el mismo Alessandri, en la que quedó en evidencia que prácticamente los representantes de todos los partidos estaban en desacuerdo con las propuestas presidencialistas del presidente y los militares, y se requirió una nueva intervención militar (del general Navarrete), ahora en el seno de la Comisión, para aprobarlo. Ese proyecto sería plebiscitado en un contexto en el que no se daban las condiciones mínimas para asegurar la libertad de los electores; en el que tenía derecho a voto solo un porcentaje mínimo de la población (302.304 inscritos), de los cuales acudieron a las urnas menos de la mitad (135.783), de los que un 93% aprobó el proyecto constitucional; pero la mayoría se abstuvo. En cuanto al contenido y calidad del nuevo texto constitucional, escribía Hans Kelsen en 1926 que este incluía “una serie de disposiciones que conducen desde ahí (república presidencial) hasta muy cerca de las fronteras de aquella forma que hoy se acostumbra denominar una dictadura”. Y la más conocida de ellas era la de Mussolini. Por su parte, los políticos chilenos seguirían criticando durante algunos años su excesivo presidencialismo, aunque luego, todos los últimos presidentes de la República —desde Ibáñez hasta Allende— coincidirían en exigir su reforma, porque con ella no podían gobernar. Y con ella llegaríamos a la crisis terminal de 1973. ¿Será prudente volver a 1925?
Enrique Brahm El Quinto Poder , miércoles 5 de abril de 2017:
La Constitución histórica y el proceso constituyente Dentro del programa de gobierno impulsado por Michelle Bachelet J. en su regreso a La Moneda, nos encontramos con un elemento que brilla por ser el corazón del nuevo reformismo chileno, radicalmente distinto al de los proyectos políticos que propusieron las coaliciones de centro-izquierda posteriores al término de la dictadura: la redacción de una nueva Constitución surgida en democracia.
A pesar de las idas y vueltas que ha tenido el itinerario constituyente que nos ha planteado la Nueva Mayoría, el hecho de que exista un compromiso con la ciudadanía, un plan relativamente definido, cierta institucionalidad que funciona para ese fin, da cuenta de un avance notorio en una de las demandas olvidadas de los ideales concertacionistas de 1989. Será la primera vez en la historia del país que se hará un ejercicio serio de tratar de hacer un texto constitucional entre todos y todas, sin contar los intentos de la Constitución de 1828 ni de 1925 en esa línea. Sin embargo, a la hora de hablar de los contenidos de esta nueva Constitución, el Gobierno y la Nueva Mayoría han hecho raquíticos esfuerzos (salvo los diputados Andrade y Schilling) por explicar cuáles serían las nuevas bases de la institucionalidad, los derechos y deberes de las personas que se integran o retiran, las atribuciones de los poderes del Estado, la función de los órganos con autonomía constitucional, la relación con las regiones y los municipios, en fin, algo que resuma cuál es la propuesta para el Chile del siglo XXI que justifique un cambio de Carta Fundamental para reordenar al país a través del proceso constituyente, más allá de la ilegitimidad de origen evidente de la actual. En ese sentido, se han abierto a lo menos tres opciones desde el mundo político y académico para guiar la discusión de fondo sobre el nuevo texto constitucional, sacando del mapa, por el momento, los mecanismos constitucionales a través de los cuales se debería cambiar la Ley Fundamental. Según Arturo Fointaine, una primera opción contempla abrirse a realizar una reforma a la Constitución del 80, efectuando una revisión de lo actual, e introduciendo lo necesario por los cambios sociales posteriores al intento de Lagos en 2005 de cerrar el tema, pero guardando mantener el núcleo constitucional intacto. La segunda opción, en cambio, invita a empezar un trabajo desde cero, dejando atrás lo realizado por la Comisión Ortúzar, redactando los cimientos del funcionamiento del Estado desde una tabla rasa, bajo desconocidos y no consensuados principios y valores. La tercera opción, finalmente, toma un camino ecléctico, rechazando las alternativas anteriores, desde un punto de vista bastante particular: habría que dejar atrás la obra de Jaime Guzmán, no tan solo en sus reglas, sino también en su espíritu fundacional, ya que el andamiaje institucional de la democracia chilena anterior al gobierno cívico-militar no merece ser dejado de lado en términos absolutos, sino que es una construcción social, política, cultural y económica que hemos hecho a partir de la independencia a través de la historia constitucional de Chile
que debemos rescatar a través de la formulación de una constitución histórica. Tratando de profundizar en esta última tesis es que, apoyando la necesidad de una nueva Carta Fundamental por el desajuste entre el pueblo y su institucionalidad, es primordial, en primer lugar, reconocer e identificar cuáles serían las raíces históricas del Chile republicano, para delinear un posible futuro institucional del país, y, en segundo lugar, determinar si ello se corresponde con la obra del gobierno cívico-militar, en cuanto a si es disruptivo o continuador de esa Constitución histórica. En cuanto a lo primero, debemos entender que una nueva constitución requiere de un acuerdo ético, político y social entre distintas fuerzas para no acabar destruyéndose a sí misma. La legitimidad que le da fuerza y autoridad a una Carta Magna es el acuerdo previo que impide un desacuerdo total posterior que lleve a un espiral parecido a los conflictos latinoamericanos decimonónicos. También hay que comprender que ese acuerdo previo no es necesariamente urídico, como señala Joaquín Trujillo. Es político y, por ende, histórico, lo que nos hace ir a la revisión de nuestra historia común como país, evitando caer en el literario mito de retorno a la edad dorada, pero sí relevando aquello que nos permite reconocernos como miembros de una comunidad nacional, en lo que antiguamente se conocía como la “Patria” (término ocupado, con distinto significante, pero de igual manera, desde Alessandri hasta Allende). La Constitución histórica, en términos prácticos, es la que nos une más allá de todas nuestras posibles asambleas, comisiones o convenciones; representando una tradición democrática y republicana más antigua que las de Francia, Italia, España o Alemania. Ello justamente les pondría límite a las decisiones adoptadas por grupos de expertos y discusiones en cabildos cuya legitimidad no es obvia. Ese origen, según el mismo Joaquín Trujillo, se encuentra en la “Constitución que Prieto llamó una mera reforma de la Constitución del 1828, y que Alessandri llamó una mera reforma de la de 1833. Esa es la de 1925, que fue víctima de moros y cristianos y que si fuese repuesta (tal y como lucía el 11 de septiembre de 1973) y reformada según nuestras necesidades actuales de alguna manera resolvería en parte los dos problemas anteriores…”, que serían, según este autor, la legitimidad y el contenido de la norma suprema. Esto implica retornar a un esquema, sintetizado, en que, si bien existía un régimen presidencial, este tenía un mayor equilibrio con el Congreso Nacional;
donde había una mayor consonancia hacia los derechos económicos, sociales y culturales a la vez de asegurar libertades civiles y políticas; enfocándose en la construcción de un Estado social y democrático de derecho; junto con un rol empresarial del Estado en la economía; priorizando incrustar visiones y demandas de esta década, como una efectiva descentralización y desconcentración del Estado hacia las regiones mediante un desarrollo democrático; mecanismos de participación efectivos como parte del ejercicio de la soberanía popular; un Estado plurinacional que respete a los pueblos indígenas, entre muchos otros. En cuanto a lo segundo, no podemos sino dar cuenta de que la Constitución de 1980 no tiene un ideal democrático como sí poseían las de 1828, 1833 y 1925, representando un quiebre de esa tradición que simboliza la Constitución histórica. Jaime Guzmán ya lo señalaba en 1975: “La Constitución de 1925 está muerta en la realidad práctica y, lo que es aún más importante, en la mente del pueblo chileno” ( El El Mercurio, 5 de octubre de 1975), ratificando la destrucción del poder constituyente que daba vida a aquel texto, y la continuidad de más de 150 años de historia constitucional por medio de un simple decreto ley, que dio pie para el desarrollo de la última planificación global del siglo XX, expresado en el gremialismo político y el monetarismo económico. Las y los chilenos ya hemos sufrido lo suficiente por la decisión de militares y civiles de reconocer en Augusto Pinochet a “‘el’ sujeto del poder constituyente originario, desarmando décadas de avances democráticos”, como bien indica Renato Cristi. Es nuestra labor ahora reivindicar esa arquitectura histórica para restaurar la legitimidad republicana de nuestro Estado, debiendo ser ese el fin del cambio constitucional, algo que la Nueva Mayoría no parece entender del todo. ¿Qué impedimentos encontraría un proceso constituyente para revertir la decisión de Pinochet y restituir la Constitución del 25, para luego proceder a su innovación? Restableceríamos así la “continuidad necesaria entre presente y pasado” de la que nos habla Gabriel Salazar, evitando el “salto al vacío” y la “vaguedad de la utopía”. La tarea está ahí, es momento de llenar de ideas e identidad a la nueva constitución para el Chile del futuro.
Rodrigo Muñoz Estudiante de Derecho Universidad de Chile, militante PS
El Mercurio, jueves 6 de abril de 2017:
“Nueva” constitución Señor director: El problema de la “nueva” constitución es casi de estados de ánimo. Cómo hacer para que una constitución sea realmente “nueva” es algo difícil de dilucidar. Kelsen sostuvo que la constitución es nueva cuando se la modifica sin seguir los mecanismos previstos por ella misma para esa modificación. El problema de esta definición es que inevitablemente hace pensar en un golpe a la institucionalidad. El monumental estudio comparado de 911 constituciones desde 1789 por Ginsburg et al. muestra que las constituciones de un mismo país tienden a parecerse entre sí. ¿Cómo, entonces, podría esperarse algo tan nuevo en estas materias? Por otra parte, el gran criterio parece ser el uso cada vez más general de que una constitución para ser nueva, y con esto legítima, deba haber sido redactada por la comunidad política en conformidad a los más altos estándares democráticos del momento. Con todo, lograda esta cima, nada asegura que esos estándares no sean despreciados por demasiado modestos en el futuro, se los declare obsoletos y se vuelva a pedir una nueva constitución, según estándares esta vez más desarrollados, y entremos en un espiral de terremotos constitucionales en razón de aspiraciones de lenguaje. Precisamente, en estas eventualidades estaban pensando quienes en el pasado se negaron una y otra vez a hablar de “nueva” constitución y prefirieron la palabra reforma. Los Estados Unidos de Norteamérica, Noruega, Bélgica o los Países Bajos fueron sabios al mantener sus constituciones como viejas, a pesar de que en estos últimos tres casos europeos las credenciales democráticas de sus constituciones originales fueron mínimas. El problema que tenemos en Chile es un estado de ánimo que quizá se explique por la falta de timidez con que se impuso la Constitución de 1980, que no logra constituirse en un emblema nacional de todos los chilenos aun con sus muchas reformas y el rebautizo del año 2005, que, dicho sea de paso, a la hora de la mañana en que redacto esta carta ni siquiera tiene una entrada en Wikipedia
como, en cambio, sí es el caso de todas las anteriores.
Joaquín Trujillo Silva Investigador del CEP Profesor invitado Facultad de Derecho, U. de Chile El Mercurio, domingo 10 de abril de 2016:
De la ley a la ley Desde hace unos años, la sociedad española percibe la transición de la dictadura a la democracia más como un fracaso que como un triunfo. Ni siquiera la muerte de Adolfo Suárez en marzo de 2014 contuvo este progresivo descrédito. El éxito del partido Podemos estriba precisamente en haber detectado, y a la vez exaltado, el malestar que a una generación democrática —la que nace precisamente entre 1975 y 1985— le produce que muchas decisiones que constituyen la España democrática se deben a figuras manchadas de franquismo. En mi opinión, esta crítica se debe más a una dramática crisis generacional —en Andalucía la tasa de desempleo llega al 30% de la población activa— que a un uicio histórico sereno o a un descontento profundo de las instituciones que ampara la Constitución de 1978. Contra esta tendencia a ver la transición como una derrota, quiero recordar uno de los principios que permitieron que este proceso fuese un éxito. Por otra parte, esta consideración puede enriquecer el debate sobre la reforma constitucional que actualmente se vive en la sociedad chilena. En 1976, todos los actores políticos fundamentales —desde el rey al Partido Comunista— aceptan que las leyes orgánicas del Estado —la Constitución del franquismo— deben reformarse por completo. Si no había duda sobre esta necesidad, más problemático era decidirse sobre cómo realizarla. Las posturas iban desde romper con la legalidad hasta respetar los mecanismos de cambio que la misma institucionalidad franquista permitía. Solo desde el punto de vista formal se optó por el continuismo. La famosa frase de Torcuato Fernández Miranda —el Suárez constitucionalista — concentra esta actitud: “De la ley a la ley a través de la ley”. Este adagio no implica la aceptación del franquismo. Defiende un principio legal más amplio que caracteriza a toda forma política que respete la ley. Cualquier reforma
urídica debe huir del vacío de poder, también la que quiere acabar con una dictadura y crear una democracia. Como la naturaleza no da saltos, tampoco la legislación debe darlos. Aunque todos los actores políticos estuviesen convencidos de la obsolescencia de las leyes constitucionales del franquismo, prefieren evitar de todos modos el acto imprevisto, la ruptura del hilo que guiaría al país de una legalidad a otra radicalmente diversa. Si el motivo de que se pudiera saltar de una legalidad a otra por el vicio de origen, la inquietud es obvia. ¿Por qué no saltarse los mecanismos de reforma para cualquier otra ley provista por el ilegítimo franquismo? Entonces se podrían suspender todos los empleos públicos, todos los títulos de propiedad establecidos durante el franquismo. Al optar por el camino de la continuidad formal, en España se quiere evitar este problema no con el fin de dar carta blanca al franquismo, sino con el objetivo de conseguir la mayor seguridad jurídica a la democracia que se había de instaurar. Como tantas otras veces en política, el único ideal verdadero fue el posible, lo que en la vida suele ser más un acto de inteligencia que de claudicación. Tras haber vivido una guerra civil terrible, los actores políticos sabían que la mejor manera de que un trauma pasado jamás se olvide es hacer como si nunca hubiese existido. De la ley a ley. Si existe en Chile una necesidad de reforma constitucional, se debe hacer respetando lo que prescribe la actualmente vigente, Constitución que, para determinados títulos, exige una mayoría cualificada de dos tercios de senadores y diputados. Frente a la posible radicalización de una asamblea constituyente, notables intelectuales —A. Fontaine, C. Peña, J. L. Ossa— han defendido la posibilidad de que se retomara la Constitución de 1925, la cual carecería del vicio de legitimidad que aqueja a la de 1980. Formalmente, esta opción padece del mismo defecto que la asamblea constituyente. Se trata del cómo, no del qué. ¿De qué modo un texto que carece de vigencia legal puede adquirirla sin respetar el mecanismo que el texto efectivo prevé? Y lamentablemente no hay manera. Si se quiere evitar el problema del vacío legal, no se ha inventado otro principio que el de la ley a la ley. Si don Torcuato persuadió a 425 de los 507 procuradores franquistas, ¿por qué una buena constitución no habrá de convencer a dos tercios de los representantes del pueblo chileno?
Miguel Saralegui
Profesor de Filosofía Política Instituto de Humanidades Universidad Diego Portales El Mercurio, lunes 11 de abril de 2016:
Constitución de 1925 Señor director: En una columna de opinión aparecida ayer domingo, el profesor Miguel Saralegui plantea que una futura reforma constitucional debería basarse en la carta que hoy nos rige, pues, según él, solo la ley vigente nos puede conducir hacia una nueva ley. Este es un argumento interesante y atendible. En efecto, no se aleja mayormente de lo que propuse hace unas semanas cuando defendí la posibilidad de tomar la Constitución de 1925 como la base desde la cual construir nuestro próximo cuerpo legal, ya que en ambos casos se toma al pasado constitucional chileno como el punto de partida. Nos distanciamos, sin embargo, en lo que refiere al papel que ha jugado la Constitución de 1980 en dicha tradición constitucional. En mi pensar, y a diferencia de las constituciones de 1833 y 1925 (que fueron reformas de sus antecesoras), la actual carta tuvo un marcado espíritu fundacional, constructivista y, hasta cierto punto, “revolucionario”. Se consideraron algunos artículos de la de 1925, pero el objetivo final fue redactar una “nueva” constitución; es decir, comenzar (casi) desde cero. Fueron, entonces, los constitucionalistas de 1980 los que no respetaron el principio señalado por el profesor Saralegui, ya que en vez de tomar en consideración la ley que nos regía hasta el 11 de septiembre de 1973, hicieron tabula rasa, con el fin redactar una ley nacida prácticamente ex nihilo. Detrás de la idea de que la constitución futura debería plantearse como una reacomodación de la de 1925, se esconde la vieja idea “burkeana” de que la tradición reformista es el mejor antídoto ante los quiebres profundos y violentos. En el proceso de reforma de la Constitución de 1925 sería conveniente mantener algunas instituciones y artículos de la de 1980, como la segunda vuelta presidencial, el Banco Central autónomo y el recurso de protección. Sin
embargo, la legitimidad de ejercicio conseguida por la Constitución de 1925 debería primar por sobre el voluntarismo constructivista de la de 1980, así como por sobre la incertidumbre de la página en blanco.
Juan Luis Ossa Santa Cruz Universidad Adolfo Ibáñez El Mercurio, martes 12 de abril de 2016:
Debate constitucional Señor director: Agradezco la respuesta a mi columna del profesor Ossa Santa Cruz. Existe un punto, sin embargo, en que hubiera esperado un pronunciamiento más claro. En su contestación habla “de tomar la Constitución de 1925 como la base desde la cual construir nuestro próximo cuerpo legal”. Me hago la siguiente pregunta: ¿cómo la Constitución de 1925 puede convertirse en la base de la futura constitución de Chile? Hay dos posibilidades. En caso de que se siguiera el mecanismo que prevé el texto legal actualmente vigente, me parece que la opción señalada sería perfectamente válida. En caso de que no se lo respetase, mi postura diferiría de la suya, creo que esencialmente, pues el problema sería entonces el de la falta de continuidad legal: ¿cómo un texto puede alcanzar la vigencia legal sin validar el mecanismo que instituye el precedente? No me pronuncio sobre la Constitución de 1980 en el marco de la historia constitucional chilena. En cualquier caso, los acontecimientos que preceden a la creación de las constituciones de 1833 y 1925 no son en absoluto apacibles y, por tanto, no especialmente benignos para la promulgación de un texto continuista y de consenso, como creo y espero que lo sea la situación actual. Es pertinente citar a Burke en este contexto, pues apela a la poco estudiada paradoja de la continuidad rota. Burke escribe sus famosas “Consideraciones sobre la Revolución en Francia” en 1790, poco más de un año después de la Revolución francesa, cuando la tradición apenas ha comenzado a resquebrajarse (el terror comenzará en septiembre de 1793). ¿Qué ocurriría si Burke hubiese escrito en 1831, cuando Francia acumulaba una caótica y acelerada experiencia constitucional (Monarquía, Convención, Directorio, Consulado, Imperio,
Restauración absolutista y Monarquía liberal)? ¿Recurriría impermeablemente a la experiencia prerrevolucionaria como base de la legislación futura? Incluso si hubiese preferido que lo ocurrido en Francia entre 1789 y 1814 jamás se hubiera producido, tanto su sano sentido común como su pasión por la continuidad lo habrían llevado a aceptar que la situación desde la que reformar era la monarquía de 1830, y no la de 1789. Si Burke viviese hoy en Chile, no creo que favorecería el renacimiento de un texto sin vigencia efectiva desde hace 36 años, sino que aceptaría el actual marco legal, dotado de una cuestionable legitimidad de ejercicio, y desde ahí propondría una reforma para dar a Chile una mejor y más legítima ley fundamental.
Miguel Saralegui Instituto de Humanidades Universidad Diego Portales La Segunda, miércoles 13 de abril de 2016:
Ser conservador en Chile Si bien el término “conservador” puede hacer alusión a sectores de izquierda y de centro, en Chile es generalmente utilizado para referirse a grupos de derecha. Cabe preguntarse, no obstante, a qué nos referimos cuando hablamos del conservadurismo y si acaso ser conservador hoy en Chile está en línea con movimientos afines en otras partes del mundo. Hugo Herrera —uno de los mejores exponentes del pensamiento conservador en nuestro país— propuso hace un tiempo que “la derecha política [chilena] se identifica con nociones como los de orden, esfuerzo, libertad y nación”, cuatro categorías que podrían ser extrapoladas para identificar las principales características del conservadurismo chileno. Desde la década de 1830, los términos “orden”, “esfuerzo” y “libertad” han sido consustanciales al devenir de los conservadores, en especial gracias a la influencia de personajes como Andrés Bello, Abdón Cifuentes y Zorobabel Rodríguez. El de “nación”, en tanto, apareció más fuertemente entre las filas conservadoras
en la primera mitad del siglo XX, cuando Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y, en menor medida, Mario Góngora descollaron como representantes del conservadurismo chileno. Concuerdo con Herrera cuando propone que dichas nociones, e intelectuales y políticos, forman la espina dorsal de lo que es o debería ser un conservador en Chile. Me sorprende, sin embargo, que un quinto elemento (un sexto sería la religiosidad) no aparezca entre los conservadores cuando se les pregunta sobre los principios que fundamentan su militancia: me refiero a lo que podríamos denominar como “reformismo tradicionalista”, el cual descansa en el pensamiento del irlandés Edmund Burke, conocido como el “padre” del conservadurismo. Como nos recuerda el filósofo Roger Scruton en un libro reciente, Burke fue un defensor irrestricto de que la sociedad es un contrato entre los muertos, los vivos y los que están por nacer, es decir, entre el pasado (o la tradición), el presente y el futuro. Al mismo tiempo, se opuso en forma vehemente a los excesos de la Revolución francesa; no de forma reaccionaria, sino defendiendo la idea de que el mejor antídoto ante la revolución era el reformismo gradual. Tradición y reforma se dan cita, pues, en el pensamiento conservador de Burke, sirviendo de faro para otros conservadores. En Chile, por ejemplo, Bello y Rodríguez fueron medularmente “burkeanos”. Resulta paradójico que los conservadores chilenos actuales no hagan suyo el tradicionalismo reformista de Burke. En la discusión constitucional, por ejemplo, han tendido a aferrarse al inmovilismo antireformista, como si la Constitución de 1980 fuera una panacea a los problemas que nos acosan. Cuestión doblemente paradójica si pensamos — como Burke— que una nueva constitución inspirada en nuestra tradición reformista sería el mejor remedio ante la incertidumbre de una carta nacida ex nihilo.
Juan Luis Ossa Santa Cruz El Mercurio, miércoles 13 de abril de 2016:
La Constitución y la continuidad histórica Señor director: La continuidad histórica es más una manera de abordar la realidad siempre cambiante que una descripción exacta de lo que efectivamente ocurre. Precisamente, en el Chile del siglo XIX, Andrés Bello y sus discípulos estuvieron atentos, digirieron y tomaron posición frente a los sucesos franceses que menciona el profesor Saralegui (Bello hablaba de “apropiarse” de la experiencia de las naciones civilizadas). Es más, el diseño del espíritu de continuidad chileno asumió la lectura de Lamartine y Chateaubriand, observadores geniales de esa Francia escenario de una verdadera tradición revolucionaria. Basta solamente leer los encabezados de las llamadas constituciones de 1833 y 1925 para comprobar que ambas se autodescribieron como reformas al texto anterior. Fue solo con los mensajes de Pinochet en 1980 y 1981 que se habla una y otra vez de “la nueva constitución” y el texto mismo de la de 1980 se presenta como “nuevo”. A diferencia de España, Chile optó por la república y no la monarquía. Y lo logró. Nunca se intentó restaurar seriamente la monarquía y, como dice Miguel Luis Amunátegui, cuando se intentó, se lo llamó “dictadura”. Y es por eso que el “de la ley a la ley” no es un buen ejemplo. Allí, la dictadura, a la larga, restauró la continuidad monárquica, con el acuerdo de Moscú y después la venia del PSOE. No así los intentos de establecer una república en el siglo XIX y el XX. Reponer simbólicamente el texto de la Constitución de 1925 y sus reformas como pie forzado para reformarlo hasta que luzca conforme a las necesidades de hoy, y recién entonces ponerlo en vigencia (aprovechando de paso todo nuestro acervo constitucional), es la manera de restablecer la continuidad. Esa continuidad, obviamente, no debe desconocer la vigencia de la carta actual. Decir lo contrario significaría proponer un interregno anárquico. En este sentido, el punto del profesor Saralegui es fundamental.
Joaquín Trujillo Silva
Abogado investigador CEP Profesor invitado de la Facultad de Derecho, U. de Chile El Mercurio, jueves 14 de abril de 2016:
Debate constitucional Señor director: Miguel Saralegui, fino conocedor de la historia constitucional española, se refiere a la Constitución del 25 como “un texto legal sin vigencia efectiva desde hace 36 años”. Un conocedor cualquiera de la historia constitucional chilena habría dicho 43 años, y fijado una fecha precisa: 12 de noviembre de 1973. Esa fecha corresponde a la promulgación del DL N.° 128 por la junta militar, mediante el cual Jaime Guzmán destruye efectivamente la Constitución del 25. Debido a que ese texto legal no tendría ahora vigencia legal efectiva, Saralegui se opone a su renacimiento. Pero la Constitución del 25, efectivamente destruida por Guzmán, renace instantáneamente una vez que el pueblo de Chile retoma su poder constituyente originario al derrotar plebiscitariamente a Pinochet en 1988. Podría interpretarse este evento como la destrucción de una destrucción, como la destrucción creadora que restaura la continuidad de nuestra Constitución histórica. Pero el pueblo de Chile, por circunstancias que habría que desentrañar, no toma en cuenta esa situación y decide asumir el texto de la Constitución del 80, documento cuestionable en su legitimidad de ejercicio, como correctamente percibe Saralegui, pero dotado ahora de la legitimidad de origen que le otorga el legítimo plebiscito de 1989. La discusión actual se refiere a la cuestionable legitimidad de ejercicio de lo que estrictamente hablando sería la Constitución de 1989, y a las trabas que ello significa para la efectiva reforma de sus disposiciones. Una solución es que el pueblo, en virtud de su poder constituyente originario, convoque a una asamblea constituyente para fijar un nuevo texto constitucional. Otra solución es la que han puesto en juego Fontaine y Ossa, que no busca necesariamente reponer íntegramente la Constitución del 25, sino solo restaurar selectivamente aquellas disposiciones que permitan al pueblo ejercer su poder constituyente derivado y
logre así liberar a la Constitución del 80 de las trabas que inhiben su efectiva reforma. Esta solución tendría la virtud de respetar nuestra Constitución histórica. Burke, presumo, estaría de acuerdo.
Renato Cristi El Mercurio, viernes 15 de abril de 2016:
Debate constitucional Señor director: Miguel Saralegui ha insistido en la importancia de respetar la continuidad legal y el derecho vigente en los procesos de cambio constitucional. Esto es muy pertinente, pues a ratos nuestro debate y los ánimos refundacionales que en él asoman evocan rasgos de la “época de las planificaciones globales”, al decir de Mario Góngora en su célebre Ensayo histórico. Como es sabido, Góngora llegó a la conclusión de que entre 1964 y 1980 —y de la mano de Frei Montalva, Allende y Pinochet— Chile fue presa del “espíritu del tiempo”, que tendió “en todo el mundo a proponer utopías (o sea, grandes planificaciones) y a modelar conforme a ellas el futuro”. Hoy no son pocos quienes también parecieran soñar con volver a fojas cero, cayendo en un “constructivismo racionalista” semejante al que denunciara el historiador. Criticar esa actitud, empero, no debiera llevarnos a creer que la Constitución ha de permanecer inalterada. Sin duda, el proceso constituyente impulsado por el Gobierno amerita múltiples dudas y reparos, pero hoy se necesita algo más que una simple defensa del statu quo. Las principales instituciones políticas despiertan nula credibilidad —cuando no el repudio— de una parte muy relevante de la población, y es un hecho que las legitimidades de toda clase están demasiado deterioradas (ello explica, probablemente, el revuelo generado por la propuesta de Arturo Fontaine y Juan Luis Ossa). En rigor, si apreciamos nuestra tradición republicana y la evolución constitucional de las últimas décadas, urge pensar en alternativas que den viabilidad a los cambios que exige la actual coyuntura. En particular, es imperioso avanzar hacia un diagnóstico adecuado y compartido —aunque fuera relativamente— de nuestra situación. Quizás lo más pertinente sea preguntarnos
con seriedad hasta qué punto (y hasta cuál no) el orden constitucional que nos rige ha contribuido al panorama político antes descrito. Ello puede dar luces de cara a las reformas constitucionales y legales que demanda la hora presente. No hacerlo, en cambio, bien puede transformarse en el mayor caldo de cultivo de indeseables posiciones refundacionales.
Claudio Alvarado R. Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad El Mercurio, lunes 18 de abril de 2016:
Debate constitucional Señor director: La respuesta del profesor Saralegui a mi carta del día lunes contiene tres puntos. 1. Se pregunta por el mecanismo que se requeriría para retomar la Constitución de 1925. Es una interrogante atingente, pero se aleja del debate que he intentado plantear. En efecto, mi argumento apela a la tradición constitucional chilena cuyo origen puede fecharse en la carta de 1828. Por supuesto, se introdujeron muchas reformas desde que Mora redactara su carta; sin embargo, se hizo recalcando el espíritu continuista, más que el quiebre con el pasado. Exactamente lo que no hizo Pinochet. Como planteara Renato Cristi, el “DL N.° 128 definió a Pinochet y la junta militar como sujetos de poder constituyente”, con lo cual la Constitución de 1925 se dio por muerta en todo aquello que contradijera a dicho decreto. Ahora bien, urgido ante la necesidad técnica de responder sobre el procedimiento más adecuado para retomar la Constitución de 1925, insistiría que lo más razonable es evitar los saltos al vacío. La comisión de expertos que asesora a la presidenta podría cumplir su cometido a partir de la carta de 1925, sumando también a las bases ciudadanas. Y si el próximo Congreso optara como mecanismo de reforma una convención o asamblea constituyentes, no veo impedimento alguno de que el punto de partida fuera la de 1925. 2. Es cierto que las constituciones de 1833 y 1925 fueron el resultado de guerras civiles, destituciones presidenciales o una excesiva participación política de los militares. No obstante, en términos de legitimidad, la de 1980 se distancia de sus
predecesoras en al menos dos puntos: las dos primeras fueron “reformas” explícitas de la anterior; la de 1980 no, pues su naturaleza constructivista y “revolucionaria” se lo impidió. Por otro lado, la Constitución actual justificó que por —al menos— ocho años más el país continuara bajo un régimen dictatorial. Nada de eso se encuentra en las de 1833 y 1925: ni Prieto ni Alessandri intentaron aferrarse al poder apelando a “sus” constituciones. 3. Se pregunta qué habría ocurrido si Burke hubiera escrito en 1831: ¿habría preferido reformar la monarquía de 1789 o la de 1830? Saralegui asegura que habría reformado la de 1830. Sugerente contrafactual, pero, como todo contrafactual, difícil de comprobar. En cualquier caso, en el espíritu de Burke es preferible la reforma al constructivismo social que parte de cero; la tradición a la ruptura. Modificar y modernizar la carta de 1925 significaría el reencuentro de Chile con su tradición constitucional. Todo lo contrario a lo que, insisto, hizo Pinochet.
Juan Luis Ossa Santa Cruz Profesor Universidad Adolfo Ibáñez El Mercurio, martes 19 de abril de 2016:
Debate constitucional Señor director: He percibido en las respuestas a la columna “De la ley a la ley” un apoyo al principio de la continuidad legal. Con mayor o menor entusiasmo, se acepta que cualquier cambio de constitución, también el regreso a la de 1925, debería respetar el mecanismo que la actualmente vigente prevé. Aunque puede parecer una verdad de Perogrullo, se debe resaltar este punto de unión. En esta tesitura, antes de nada, creo que los actores políticos deben ponerse de acuerdo sobre el modo de reforma, más que sobre el contenido de la futura ley. El adagio completo de Torcuato Fernández Miranda decía: “De la ley a la ley a través de la ley”. En este instante, más importante que acordar cómo habrá de ser la futura casa, será consensuar cómo será el camino que vamos a recorrer de la vieja morada a la nueva (el “a través de la ley”). Este papel lo cumplió en España la Ley de Reforma Política, que fue la bisagra entre las leyes orgánicas
franquistas y la Constitución democrática de 1978. El mérito de esta ley no es su perdurabilidad, sino evitar que haya imprevistos durante el camino. Eminentes intelectuales han encontrado en la Constitución de 1925 esta bisagra deseada. Como ha defendido F. Atria, cuando no haya acuerdo entre las fuerzas políticas, será el contenido de 1925 el que se deberá acoger (la regla por defecto), y no el de 1980. Pero ¿qué significa en concreto este uso de la Constitución de 1925? Existen dos inconvenientes en los que no se ha reparado lo suficiente. En primer lugar, quizá menos grave, el nuevo texto se construiría con piezas elaboradas con casi 100 años de diferencia. De esta manera, al menos desde un punto de vista lingüístico, se corre el riesgo de entregar un texto poco armónico, algo así como un Frankenstein legal, salvo que el redactor de la constitución optase por arcaizar su estilo. En la medida en que la constitución es un texto escrito en castellano que debe ser interpretado por jueces, este carácter mixto hará más difícil la intelección judicial. El segundo problema me parece más grave, sobre todo para el período de reforma, el que más urgencia reclama. Si la ventaja de la Constitución de 1925 estriba en servir de regla por defecto, ¿qué ocurrirá cuando el constituyente quiera incluir problemas que no estén registrados en aquella Constitución? Ante este problema, que previsiblemente se producirá con frecuencia, la Constitución de 1925 como regla por defecto no cumplirá la misión por la que la hemos escogido. Si Chile tiene que darse una nueva constitución, es necesario que el esfuerzo se concentre en darle el mayor consenso posible de tal manera que, como dijo la presidenta Bachelet en octubre de 2015, “nos albergue a todos”. Pero ¿cómo se consigue que todos los chilenos se sientan representados por esta nueva constitución? La respuesta a este problema no es jurídica, sino política. Ciertamente Chile tiene una historia modélica en comparación con España: tres guerras civiles en el XIX, una brutal en el XX y una larguísima dictadura. Si los españoles fueron capaces de ponerse de acuerdo desde monárquicos a comunistas en 1978, ¿por qué es imposible o ingenuo buscar un texto de consenso para una enorme mayoría de chilenos?
Miguel Saralegui Instituto de Humanidades Universidad Diego Portales
El Mercurio, lunes 25 de abril de 2016
Proceso constituyente Sorprende que desde la academia haya surgida la propuesta de sumarse procedimentalmente al proceso constituyente, postulando retomar la Constitución del 25 como regla por defecto, esto es, que en los aspectos que no hubiere acuerdo entre las fuerzas políticas, adquiera vigencia la misma. A juicio de sus promotores, esta iniciativa tendría el gran mérito de evitar comenzar desde cero y pondría coto a las decisiones adoptadas por grupos pequeños de expertos y por cabildos cuya legitimidad no es para nada obvia ni inmediata. A su vez, advierten que esta proposición torna irrelevante la discusión sobre la ilegitimidad de la Carta de Pinochet, olvidando –al parecer– que la Constitución sometida al actual proceso constituyente es la Carta de Lagos (2005), firmada solemnemente por este y todos sus ministros y celebrada con entusiasmo por la actual Presidenta Bachelet. La extrañeza aludida dice relación con la prescindencia que dichos académicos han tenido sobre los juicios críticos vertidos tanto por la doctrina internacional como la nacional sobre la Constitución del 25. En efecto, la Carta de Alessandri, cuya aprobación fue impuesta por el general Navarrete, ha sido observada, por un lado, como un texto que, en función de su exacerbado presidencialismo, conduce “hasta muy cerca de las fronteras de aquella forma [de gobierno] que… se acostumbra a denominar una dictadura” (Hans Kelsen) y, por el otro, “un régimen de gobierno reñido con nuestro ordenamiento social y público” (Gabriel Amunátegui), según nos recuerda Pablo Ruiz-Tagle en su ensayo El constitucionalismo cons titucionalismo chileno: entre el autoritarismo y la democracia.
Entonces, la avanzada procedimental de los académicos involucrados no pareciera llevarnos a un paraíso constitución democrático, que pueda ser enarbolado como modelo republicano. Prefiero la existencia previa de un acuerdo político sobre el contenido de las reformas y luego conversar sobre un procedimiento que respete la democracia representativa, alejándose de populismos, sin perjuicio de que el texto final se someta a plebiscito. Y, adentrándome en lo sustantivo, sugiero eliminar el capítulo XII de la
Constitución de 2005, que establece el Cosena, por ser un organismo extraño a nuestra tradición constitucional y además inútil; sin perjuicio de estudiar con seriedad y profundidad la bondad de la propuesta Allamand, que contempla el tránsito del actual autoritario régimen presidencial a uno semipresidencial.
J. Ignacio Correa A. El Mercurio, viernes 29 de abril de 2016:
Chile es uno solo En mi columna pasada sugerí que la derecha tiene una gran oportunidad para construir un relato que una a los chilenos frente a una Nueva Mayoría que gobierna para selectos grupos corporativos. Un amigo me objetó que ese relato podría ser también el de un Lagos o un Andrés Velasco. Tiene razón. En realidad fue también el de la DC de Aylwin y Frei Ruiz-Tagle. Con emoción recordamos a Aylwin cuando se sobrepone a las pifias y dice “civiles y militares, Chile es uno solo”. Pero voy a seguir haciéndole sugerencias a la derecha, porque es un desastre cuando en un país hay una oposición tan destartalada como la nuestra. En Gran Bretaña, Benjamin Disraeli se instaló como primer ministro conservador, en 1868, con la promesa de ejercer un “conservadurismo de una sola nación”. Eso significaba gobernar para todos, y no para intereses creados; y como corolario, levantar a los más desafortunados. Este conservadurismo universal es también el del primer ministro actual, David Cameron. Frente a un partido laborista que —como en Chile la Nueva Mayoría— peregrina hacia un pasado sesentero, eso no solo significa ser el sector que gobierna para todos los ciudadanos, en toda su diversidad, confiando en ellos y sin dictarles cátedras, sino también ser el que menos se cierra a los cambios, sin por eso menospreciar la tradición. Apertura a los cambios desde la tradición: es la receta de un conservadurismo liberal que me parece especialmente atingente en el mundo cambiante en que vivimos en Chile. Cerrarnos a los cambios es como tapar el sol con el dedo. Pero para acogerlos necesitamos una estructura sólida capaz de asimilarlos. Es lo que sostiene Hayek en su ensayo “Por qué no soy un conservador”. Allí él se opone a aquellos conservadores que protegen los intereses de grupos inmerecidamente encumbrados. Porque para él, el statu quo tiene que ser siempre desafiado por
las fuerzas creativas de la sociedad. Pero abrir las ventanas a la creación y al cambio no implica demoler la casa, o prescindir de la sabiduría de las generaciones pasadas. Para Hayek, las sociedades avanzan en un continuo, en que lo nuevo modifica lo antiguo, sin destruirlo. Por eso él se opone a los “constructivistas” que, desde una supuesta racionalidad, pretenden gobernar de fojas cero. Por eso defiende las tradiciones, argumentando que hay que cambiarlas solo cuando son nocivas, y no si son meramente obsoletas, porque aun las más obsoletas son parte de nuestro patrimonio. Nos brindan las formas, el lenguaje compartido que nos dan estabilidad, permitiendo que nos sintamos parte de una sola nación. Respetarlas es algo que nos debemos no solo a nosotros mismos, sino también a las generaciones futuras. Porque no tenemos el derecho de despojarles el patrimonio que hemos heredado por darnos el frívolo gustito de reinventar el país. Digo lo anterior en el contexto de un gobierno inusualmente constructivista que nos quiere imponer una nueva constitución. Está bien: la de Pinochet fue impuesta en un plebiscito armado. Absurdo que la derecha la defienda a rajatabla, en vez de rescatar solo sus puntos buenos. Pero todo indica que la Nueva Mayoría quiere también imponernos una constitución a su pinta, por mucho que la adorne con teatro asambleísta. ¿Qué hacer entonces? Consultar la sabiduría de nuestros antepasados, siendo que tenemos una de las tradiciones democráticas más sólidas del mundo. Como lo han sugerido Arturo Fontaine, Juan Luis Ossa y otros, volvamos —con mejoras — a la Constitución de 1925, tomando en cuenta también la firmada por Lagos en 2005, para que en compañía de nuestros ancestros, y trabajando para nuestros nietos y bisnietos, hagamos que Chile sea, de verdad, uno solo.
David Gallagher El Mercurio, jueves 12 de mayo de 2016:
La constitución Solo un legalismo exacerbado puede perder de vista el sentido existencial de la constitución y entender por ella una norma o ciertos contenidos normativos. La constitución —y en esto coinciden Aristóteles, Bonald, Savigny y Schmitt— es fundamentalmente la manera en la cual está asentado y constituido un orden
político. En este nivel profundo, resulta claro que la reducción que se hace desde ciertos constitucionalistas —más preocupados del tecnicismo y de la defensa o el avance de intereses— del problema constitucional a un tema de normas y contenidos normativos importa perder de vista el asunto central en disputa. En un sentido existencial resulta difícilmente negable que Chile cuenta con un orden político asentado y constituido de una cierta manera. En el cambio de ese orden político tienen relevancia las disposiciones normativas, pero su influencia es tenue. ¿Podría pensarse, por ejemplo, dentro del actual contexto, en la aprobación de normas que aboliesen la propiedad privada o la volviesen puramente nominal? Normas así, probablemente, no perderían simplemente su eficacia, haciéndose difícilmente aplicables, sino su significado normativo. Solo respecto de detalles tienen alcance los juristas. En cambio, alterar la estructura honda del país, su constitución existencial, requiere un trabajo en otro nivel: una consideración y determinación política del asunto. Se trata de una disputa que opera en la capa tectónica de los grandes símbolos y resortes de la nación, de aquellos elementos que determinan su identidad, autocomprensión, modos de actuar y de entender políticamente. En esta capa se halla operando un importante contingente de constitucionalistas de izquierda, liderados por un pensador —Fernando Atria— que postula una versión no socialdemócrata, sino que revolucionaria del socialismo. Se trata, por medio de la acción de la política y el Estado, de ir restringiendo la alienación del mercado, desplazarlo continuamente de la vida social, y llegar a la conformación de una comunidad deliberativa en la cual —idealmente— tanto el mercado cuanto el Estado devengan superfluos. En su inteligente juego, los constitucionalistas de izquierda se desenvuelven, en el nivel formal, como expertos, capaces de iluminar, con sus fallos técnicourídicos, el proceso y el diseño normativo; pero además lo hacen en el nivel profundo, como parte comprometida con una visión revolucionaria de la existencia, que busca desencadenar un proceso constituyente en el cual les resulte posible alterar los grandes símbolos y resortes de la nación. El juego es inteligente, pues opera en las dos capas en las que tiene lugar el debate y, sobre todo, en la más importante de ellas. Al frente, en cambio,
predomina la leguleyada de constitucionalistas nerviosos ante los cambios de normas puntuales. En este contexto, la idea de acudir a la Constitución de 1925 me parece que viene a ser una respuesta discutible en muchos aspectos, pero valiosa en el preciso grado en que ella se sitúa en el nivel profundo de la discusión y permite enfrentar a la izquierda revolucionaria con un pensamiento específicamente político, de talante conservador, en el significado amplio de opuesto a las ideas revolucionarias. Frente a las abstracciones socialistas de un ser humano y un pueblo progresivamente generosos, el conservadurismo repara en el carácter insoslayablemente dual —público y privado— del ser humano, en su talante problemático, en sus ataduras a contextos tradicionales. Frente a la idea revolucionaria de una emancipación que se alcanzaría por la vía del desplazamiento del mercado y una deliberación pública cada vez más plena (en la medida en que el egoísmo mercantil va siendo suprimido), el conservadurismo es lúcido respecto de los límites de la racionalidad pública: incluso en la más perfecta deliberación resulta imposible, por principio, atender adecuadamente a la peculiaridad de las situaciones y a la singularidad única de los individuos. Frente a la búsqueda revolucionaria de un proceso constituyente asambleísta, en el cual, por medio de abstracciones generalizantes, se socavan símbolos y resortes de la nación en los que descansa el poder, el conservadurismo rehabilita la importancia de los aspectos tradicionales y sociológicos del pueblo, de sus características y habitualidades, de la historia y, especialmente, de aquellos momentos en los cuales ha logrado constituirse con eficacia una ordenación estable de las fuerzas del país: primero en 1831 y con la Constitución de 1833, luego con la Constitución de 1925 y su consumación durante el segundo gobierno de Alessandri.
Hugo Herrera Profesor titular de la Universidad Diego Portales Capital, jueves 26 de mayo de 2016:
1925 como símbolo Las palabras alteran la realidad. Una misma situación puede ser perfilada graciosamente o empobrecida hasta el aburrimiento, dependiendo de cómo se la diga. El lenguaje oculta y des-oculta, opaca o devela la existencia y es capaz de modificarle su sentido. Frente al actual fenómeno de desajuste entre el pueblo y su institucionalidad política y económica, ante la “Crisis del Bicentenario”, o sea: la pérdida de legitimidad del orden de la dictadura y la transición, se priva de posibilidades de comprensión quien no repara en la capacidad espontánea de actuar que aloja el lenguaje. Es con palabras, precisamente, que se ha removido la base de un símbolo. Una norma incuestionada —en tanto que validada por sucesivas reformas— deviene masivamente cuestionada. Repárese en el poder de las palabras: estoy señalando que un mismo dato —a saber, la Constitución de 1980— es reconocido y desconocido como legítimo, con solo dos lustros de diferencia. ¿Qué ocurrió? Sucedió que cambió la comprensión del dato; las palabras vinieron a descubrirlo de otra manera, las palabras alteraron la realidad. El reaccionario no es capaz de entender tal sutileza. Por eso insiste en las fórmulas de Guerra Fría, como si la reiteración de un mensaje viejo pudiese, cual conjuro, por repetición llegar a hacer algún sentido en un contexto radicalmente distinto. No hace sentido y el reaccionario sigue, extraviado, pegándole a la misma tecla. En el otro extremo se encuentra el que, entusiasmado con el poder de la palabra —ahora “revolución”—, cree que ella es capaz de construir incluso lo contradictorio: la redención sustantiva por la vía de un mecanismo procedimental (la asamblea). Dicho de manera parecida y algo más extensa (para que se note lo extraño de la pretensión): que una situación de plenitud existencial será conseguida gracias a una participación deliberativa que iría progresando por el ejercicio de la razón y la restricción del mercado, sin reparar —el constitucionalista revolucionario— en el carácter generalizante de la deliberación; en que, en ese proceso generalizante, la experiencia individual y única que tiene cada cual de sí mismo y del mundo queda, por principio,
excluida. Nunca se detiene a pensar, el personaje de marras, en que ni el genio artístico ni el descubridor —ni el genio ni el descubridor que son requeridos para crear y descubrir la propia vida— tendrán allí, en la asamblea, jamás, respuesta satisfactoria a su legítima inquietud existencial. Entre ambos extremos se ha instalado, en el último tiempo, un grupo de académicos —literatos, filósofos, historiadores, también juristas— que ha postulado la conveniencia de acudir a la carta de 1925 como texto base desde el cual articular una propuesta constitucional. Se hizo un primer encuentro, al que asistieron también quienes les hablaban del “mecanismo”, sin dar con el nivel de hondura en el que opera el planteamiento. Se trata de actuar no en el plano formal de los contenidos normativos y las normas, sino en el tectónico de la conformación real del poder y los símbolos, actitudes y maneras que la articulan. Luis Galdames y la generación alrededor (Encina, Edwards, Subercaseaux, Pinochet) fueron —menos mal—, antes que juristas expertos, pertinentes observadores de la realidad nacional, los valientes que miraron al país al rostro (véase el reportaje sobre los inquilinos en la hacienda del presidente) y diagnosticaron, de pronto, la Crisis del Centenario. Lograban tasar, en todos sus contornos, el asunto ante el cual se hallaban y percatáronse de que era preciso un cambio. Ni inmovilismo ni revolución abstracta eran lo suyo, sino una nueva comprensión política, de la mano de una nueva constitución. Lejos del constructivismo, entendían, como el artista, que la tarea constituyente consiste en darle expresión a la realidad, ofrecerle un camino de sentido al pueblo: que “la Carta Fundamental de una nación no ha de ir a buscarse ni está en los libros, ni en las constituciones de otros Estados, sino en la realidad social, en la realidad humana de las necesidades sociales, en la necesidad de satisfacer las exigencias de la época y de dar libre expansión a todas las energías nacionales”. Lo sabían, y ese orden que parieron desde un diagnóstico pertinente logró durar cuatro décadas y sobrevivir todavía un poco más. Supieron. Y nos resulta una exigencia saber, ahora, que no es simplemente una ugada de formalismo jurídico-político, sino una acción más sutil, lo que se le pide a la actual generación: por medio del ejercicio —fino— del lenguaje, entender la situación, desencadenar fuerzas organizadoras y darles cauce a las pulsiones y anhelos populares. Con palabras se buscaba, en los años veinte, evocar y traer a la conciencia pública al republicanismo democrático, a la tradición histórica, a la lenta, larga y majestuosa maduración de la nación. Frente
a la reacción que se apertrecha en sus escondrijos o en la dimensión puramente urídica de los contenidos constitucionales, se trata ahora —como ayer— de remarcar la importancia de entrar en la discusión constitucional en la precisa capa honda de los símbolos donde la disputa tiene lugar. Frente a la efusividad revolucionaria de la deliberación generalizante, consiste el desafío en reparar en el significado existencial de lo concreto y singular, así como en el principio históricamente asentado en suelo nuestro y —luego de siglos— tradición viva, de republicanismo político y social.
Hugo Herrera El Mercurio, 13 de septiembre de 2016:
La Constitución de 1980 Señor director: Los argumentos de don Hernán Guiloff para solventar la legitimidad de la Constitución de 1980 son los típicos argumentos revolucionarios que vienen socavando el orden occidental desde que la Revolución francesa lo horadó. En las dimensiones del gran tiempo histórico, esto ocurrió recién tras la última vuelta de esquina. Obviamente, una vez perdidos, resulta inconducente volver a esos viejos órdenes, como quisieron muchos grupos europeos obstinados o arcaizantes en los siglos XIX y XX. Más sensatos, en cambio, fueron Gran Bretaña y Estados Unidos. La primera fue exitosa en combinar su orden inveterado con la adaptación a los nuevos tiempos. El segundo, entendió pronto que la revolución se hace una sola vez y que después de ella lo que corresponde es irse modelando con arreglo no a la materia, sino que al espíritu inicial; o sea, su única y vieja Constitución, un emblema nacional. Pero donde los argumentos revolucionarios, sean de izquierda, centro o derecha, han prosperado, se han impuesto también las visiones óptimas de lo que debe ser una república, argumentos que con toda su buena voluntad suelen dañar la democracia, que es la valiosísima manera en que las visiones óptimas más diversas se las arreglan para convivir pacíficamente. Las Fuerzas Armadas en 1973 fueron llamadas (por quienes las llamaron) a
restablecer el orden constitucional, y no a fundar uno nuevo. El haber fundado uno nuevo con tal desparpajo es precisamente el problema que nos mantendrá por mucho tiempo agotando nuestras energías en asuntos que el país había entendido más de un siglo antes de 1973. Que no se olvide el señor Guiloff de que Chile fue considerado, durante buena parte del siglo XIX, la república más exitosa y floreciente de los exdominios del Imperio español; que mientras otras repúblicas borraban de un plumazo sus constituciones y redactaban nuevas bajo argumentos similares a los de quienes defienden la novedad de 1980, Chile cada vez que modificó a fondo su carta, habló de “reforma” (en 1833 y 1925), y que el buen vino se añeja, no se avinagra. En tal sentido, nuestros antiguos fueron muy cuidadosos con la retórica y la gramática. Ellos vieron el valor de la continuidad y lo cuidaron. Por eso, si se quiere hacer modificaciones profundas, lo más coherente con nuestra propia historia es tomar el texto de la Constitución de 1925 (que en sí mismo preserva la continuidad) y reformarlo bajo los preceptos democráticos. La Segunda, 6 de diciembre de 2016.
Ejemplos para la derecha (IV): Constitución Un cuarto caso en el que la derecha ha mostrado ausencia de suficiente capacidad de comprensión política de la situación es en el debate constitucional. La izquierda, junto con operar en el plano técnico-jurídico del articulado, actúa también en el nivel más profundo de los símbolos: ataca la legitimidad del origen de la carta del 80 y busca desplegar un proceso constituyente. La derecha, en cambio, tiende a actuar solo en el nivel superficial, no sale del problema del articulado. Menos mal ella se está renovando. En este sentido, cabe destacar los esfuerzos venidos, sobre todo, del mundo académico, por atender al nivel profundo en el que la discusión se sitúa. Con diversidad de perspectivas y propuestas, Arturo Fontaine, Joaquín Trujillo, Juan Luis Ossa, Joaquín Fermandois y otros, desde la centroizquierda Renato Cristi, han tratado de mostrar que bajo el articulado se esconde un núcleo simbólico e histórico al que es necesario atender y en el que se despliega, de verdad, la
discusión con la izquierda revolucionaria (cuyo ideal es, en definitiva, algo no lejano a que la vida patria se convierta en un proceso constituyente de carácter permanente). Ha de valorarse el esfuerzo no solo por hablar, sino por dejar plasmadas las ideas en columnas, artículos e incluso libros. Debe mencionarse aquí la reciente publicación de Claudio Alvarado, del Instituto de Estudios de la Sociedad: La ilusión constitucional. Sentido y límites del proceso constituyente . Se trata de un texto bien documentado donde su autor repasa el debate constitucional, reparando, especialmente, en la relación de la constitución con la realidad efectiva del proceso político. Uno podrá o no estar de acuerdo con la conclusión del libro y algunas de sus indicaciones e interpretaciones. Lo relevante es su método. Alvarado, como los otros autores citados, tiene a la vista que el problema constitucional es, en definitiva, el del arreglo entre discurso y realidad, constitución escrita y “constitución histórica o profunda”. Y que el debate con la izquierda se desenvuelve no en el nivel de los tinterillos del articulado, sino en uno tectónico. La pregunta que ha de responderse es si debe sumirse al país en una dinámica constituyente o, en cambio, seguirse el camino de un proceso político que privilegie la idea no fundacionalista de “cartas constitucionales” que vayan adecuándose “a la realidad y evolución” de la “comunidad política”. La disputa se empieza a librar así entre la vieja derecha neoliberal, que se niega a reconocer esa evolución y se aferra a las fórmulas de Guerra Fría; la izquierda radicalizada y su propuesta de deliberación democrático-revolucionaria, donde cualquier “traba” debe, en principio, ceder paso a la plenitud que alcanzarían los deliberantes en el fragor de una discusión asambleísta; y el intento —realista— por darle cauce reformista a las pulsiones y anhelos populares, al ethos nacional, a la realidad histórica, en una institucionalidad republicana.
Hugo Herrera La Segunda, 7 de diciembre de 2016:
Constitución Agradezco a Hugo Herrera que me haya mencionado, en su columna de ayer, entre los personajes que desde el mundo académico contribuyen a renovar la
derecha, en lo que toca al actual debate constitucional. Debo decir, sin embargo, en mi defensa, que no me considero de derecha, ni siquiera de centroderecha, como se apresuran algunos a aggiornarse. Y puesto que alguien tan inteligente como Herrera me ha categorizado así, me veo en la necesidad de hacer una profunda retrospección a fin de saber qué hecho para merecer tal designación. Puedo decir, mientras, que lo que he dicho respecto de la constitución es que ha existido en Chile, desde sus albores, una retórica del orden constitucional, que si bien ha sufrido reveses, se mantuvo a flote hasta que durante la dictadura se decidió hundir esta retórica y reemplazarla por una revolucionaria que habló la lengua de la novedad. Ante este trastorno, que obedeció a una pluralidad de causas, lo que como estudioso me parece más sensato es recuperar esa tradición, tomando el texto de la Constitución de 1925, reformarlo a la luz del acervo constitucional vigente y aprobarlo con las reglas actuales de modificación. Esto incluye, por supuesto, un acuerdo nacional y significaría una reposición simbólica de la tradición (y no restaurar la tradición misma), enaltecería la labor constitucional de la época democrática y dejaría abierto el debate para el futuro sobre cimientos compartidos, tal como ocurre en toda democracia robusta. Creo que la propuesta, así resumida, no hace de mí más que un individuo ecuménico. En otros asuntos, lo advierto, luzco opiniones más radicales.
Joaquín Trujillo Silva
El Mercurio, viernes 5 de mayo de 2017:
Constitución de 1925 Señor director: Una constitución que mantiene su nombre, pese a sus reformas, es una ilusión importante. Gracias a ella, los momentos constitucionales van concatenándose de forma tal que la comunidad no siente asaltado por ningún grupo aquello que les pertenece a todos. En el mundo ha habido cientos de constituciones impuestas de lado y lado. La crudeza de su origen ha sido insoslayable. Por eso es bueno que las constituciones sean viejas y flexibles.
Chile fue célebre en la región latinoamericana por su Constitución de 1833, la decimoquinta más duradera de la historia universal. Si acogemos la tesis del presidente A. Alessandri, según la cual la Constitución de 1925 no fue más que una reforma de la de 1833, una que no hizo más que remozarla después de las desformas que la habían torcido hacia el parlamentarismo, entonces puede decirse que la Constitución de 1833 siguió viva a pesar del rebautizo de 1925. Y si nos adentramos en los orígenes de la Constitución de 1833 observaremos que al decidir, quienes la engendraron, entre las opciones de una “nueva” o la de reformar la de 1828, decidieron por la segunda. Esto, a pesar de las “jornadas rojas de Lircay” (Edwards Bello). Pocos países admiten una genealogía tan prístina en su historia constitucional. Esa genealogía se quebró con la de 1980. En sus mensajes de 1980 y 1981, Pinochet insistió en que esa era una “nueva” constitución, rompiendo una tradición verbal primordial para el cuidado de las apariencias constitucionales. Y ni hablar de las jornadas rojas. Estos asuntos de palabras pueden parecer insignificantes. La verdad es que Chile ha sido una república célebre por el pulimento de la palabra institucional. Una república de gramácratas. En esta misma tribuna he dicho que la Constitución de 1925 es la vía simbólica para urdir un acuerdo a través de los quórums actuales de reforma. No para resucitarla, sino para que desde su texto emerja la constitución que no será sino la vieja. El primer pie forzado es el texto de 1925, a partir del cual se trabaja uno distinto; el segundo, los quórums actuales. Se trata de entrar, lo más que se pueda, en el texto de 1925 para salir de él después. Este no es un rodeo eludible. Es la manera, según me parece, de liberarnos simbólicamente de la marca de 1980 y de dejar mejor fundada esa tradición constitucional que casi exclusivamente habló de reforma y que nos hizo célebres.
Joaquín Trujillo Silva Investigador CEP
Profesor invitado de la Facultad de Derecho, U. de Chile
SOBRE LOS AUTORES Arturo Fontaine es novelista y ensayista. Se licenció en Filosofía en la Universidad de Chile y obtuvo un M.A. y un M. Phil. en el Departamento de Filosofía de Columbia University. Es director de la Cátedra de Humanidades de la Universidad Diego Portales y profesor del Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Dirigió el Centro de Estudios Públicos por muchos años. Ha publicado novelas, libros de poemas, ensayos y artículos especializados en revistas y libros nacionales y extranjeros. Juan Luis Ossa Santa Cruz es doctor en Historia Moderna por St Antony’s College, Universidad de Oxford. Ha publicado en diferentes revistas especializadas, como el Journal of Latin American Studies y Anuario de Estudios Americanos. Su libro Armies, politics and revolution. Chile, 1808-1826 fue publicado por Liverpool University Press (2014). Desde noviembre de 2011, se desempeña como director ejecutivo del Centro de Estudios de Historia Política de la Universidad Adolfo Ibáñez y profesor asociado de su Escuela de Gobierno. Aldo Mascareño es PhD en Sociología de Universidad de Bielefeld, Alemania. Actualmente es profesor titular de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez y director del Centro de Investigación Núcleo Milenio Modelos de Crisis (NS 130017) de la misma universidad. Sus áreas de especialización son teoría sociológica, teoría de sistemas y sociología del derecho, temas en los que cuenta con distintos libros y artículos. Renato Cristi Becker (PhD Toronto). Profesor emérito, Departamento de Filosofía, Wilfrid Laurier University, Canadá. Ha publicado libros acerca de Hegel, Schmitt, Nietzsche y Jaime Guzmán. Su libro más reciente en Chile es El constitucionalismo del miedo (con Pablo Ruiz-Tagle) publicado por LOM Ediciones en 2014. Próximamente aparecerá su comentario al De Theognide Megarensi de Nietzsche, traducido por Óscar Velásquez, en LOM Ediciones. Hugo Herrera Arellano es abogado de la Universidad de Valparaíso, Dr. Phil. de la Julius-Maximilians-Universität (Würzburg) y profesor titular en la Universidad Diego Portales. Ha publicado una veintena de artículos y nueve
libros en revistas especializadas y editoriales en Chile, Alemania, Estados Unidos, Brasil y España.
Joaquín Trujillo Silva es abogado por la Universidad de Chile y máster en Estudios Latinoamericanos por la misma casa de estudios. Profesor invitado del curso “Derecho y literatura” en la Facultad de Derecho (U. de Chile), es además investigador del CEP. Ha publicado teatro, artículos ensayísticos, poesía y narrativa desde 2002 a la fecha.
NOTAS Pablo Neruda, “Recuerdos del porvenir”, en Reflexiones desde Isla Negra, Obras Completas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2002(1970), vol. V, p. 270. 1
Gabriela Mistral, Bendita mi lengua sea. Cuadernos íntimos de Gabriela Mistral. Cuadernos de la Errancia (1925-1935), Planeta/Ariel, Santiago de Chile, 2002, p. 119. 2
David Hume, Of the First Principles of Government. Essays, Liberty Classics, Indianápolis, 1987, pp. 32 ss. De aquí en adelante son mías las traducciones desde el inglés al castellano. 3
Arturo Fontaine, “Conferencia en el seminario ‘Cambio Constitucional en Democracia’ del 20 de enero del 2015 organizado por la Segpres, BID, IDEA Internacional y PNUD”. En adelante se citará la edición publicada como “Los cimientos cimientos de la casa de Chile”, en Pamela Figueroa y Tomás Jordán (eds.), Cambio constitucional en democracia, Ministerio Secretaría General de la Presidencia (Segpres), Gobierno de Chile, Santiago de Chile, 2016, p. 39. 4
Fontaine, “Los cimientos de la casa de Chile”, p. 42.
5
Beau Breslin, From Words to Worlds, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2009. Kindle edition, pos. 2607. 6
Zachary Elkins, Tom Ginsburg y James Melton, The Endurance of National Constitutions. Cambridge University Press, Cambridge, 2009, p. 10, 20. 7
Benedict Anderson, Imagined Communities, Verso, Londres, octava edición, 1998. 8
Tom Ginsburg, “¿Fruto de la parra envenenada? Algunas observaciones comparadas sobre la Constitución chilena”, Estudios Públicos, núm. 133, 2014, pp. 1-36. 9
Los inscritos eran algo más de 7,4 millones y votaron 7,067 millones de votantes. Un 85,7% aprobó las reformas, 8,2% votó en contra y 5,1% en blanco. 10
Véase Óscar Godoy, “La transición chilena: pactada”, Estudios Públicos, núm. 74, 1999. Este artículo contiene información de primera mano acerca del proceso de negociación que llevó a la reforma que se plebiscitó. 11
Véase Renato Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2000. 12
Véase Carlos Carmona, “Las reformas a la Constitución entre 1989 y 2013”, Revista de Derecho Público, 2014, pp. 65 ss. Ver también Carlos Andrade, Reforma de la Constitución Política de la República de Chile de 1980, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 2002. 13
Véase Claudio Alvarado, La ilusión constitucional, Instituto de Estudios de la Sociedad, Santiago de Chile, 2016, pp. 35 ss. 14
Fernando Atria, La Constitución tramposa, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2013, p. 44. 15
Woody Holton, Unruly Americans and the Origin of the Constitution, Hill & Wang, Nueva York, York, 2007, pp. 5, 210-211, 273-274, 277. 16
Véase Patricio Chaparro (ed.), Las propuestas democráticas del Grupo de los 24, Grupo de Estudios Constitucionales, Santiago de Chile, 1992. El Grupo de los 24 afirmó en marzo de 1981 que la Constitución “[a]demás dadas las exigencias que impone para eventuales reformas constitucionales, perpetúa un determinado régimen político, económico y social, que resulta prácticamente imposible de modificar. De esta manera, la Constitución de la junta militar niega la democracia y —lo que es más grave— cierra los caminos para instaurar la democracia dentro de la legalidad que ella consagra”. Véase especialmente el capítulo XIII.º, “Reforma constitucional: Trampa para perpetuar el régimen”. Grupo de Estudios Constitucionales, 1981, “Las críticas del Grupo de los 24”, APSI, 10 al 20 de marzo de 1981, p. 1 y p. 10, disponible en . El texto fue republicado por Jorge Mario Quinzio Figueiredo, “El Grupo de los 24 y su crítica a la Constitución Política de 1980”, Revista de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso, vol. XXIII, 2002. 17
Fernando Atria, La Constitución tramposa, pp. 44-54. Ver también Fernando Atria, Constanza Salgado y Javier Wilenmann, Democracia y neutralización, LOM Ediciones, 2017, pp. 41 ss. 18
19
Claudio Alvarado, La ilusión constitucional, p. 35.
20
Atria, La Constitución tramposa, p. 55.
Véase Saikrishna B. Prakask y John C. Yoo, “The Origins of Judicial Review”, U. Chi. L. Rev., 887, 2013, p. 952, disponible en [Sitio visitado el 20 enero de 2017]. 21
José Luis Cea, Derecho constitucional chileno, Ediciones UC, Santiago de Chile, 2013, tomo III, p. 488. 22
Véase Morgens Herman Hansen, The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes, Bristol Classical Press, Bristol, 1999, pp. 336 ss. 23
Al momento de terminar este artículo, según Servel, hay 15 partidos políticos constituidos y varios más en formación. Es probable que las firmas exigidas por la ley reduzcan su número. Véase El Mercurio, 13 de abril de 2017, Santiago de Chile. 24
Seymour Martin Lipset, The First New Nation. The United States in Historical and Comparative Perspective, W.W. Norton & Company, Inc., Nueva York, 1979, p. 20. Véase también Seymour Martin Lipset, “George Washington and the Founding of Democracy”, en Journal of Democracy, vol. 9, núm. 4,1998, pp. 24-38. 25
26
Lipset, The First New Nation…, p. 22.
Sudhir Hazareezingh, Under the Shadow of the General, Oxford University Press, Oxford, 2012, p. 63. 27
28
Hazareezingh, Under the Shadow of the General, p. 4.
29
Hazareezingh, Under the Shadow of the General, p. 64.
30
Hazareezingh, Under the Shadow of the General, p. 183.
31
Hazareezingh, Under the Shadow of the General, p. 177.
32
Hazareezingh, Under the Shadow of the General, p. 179.
Gonzalo Vial Correa, Historia de Chile. Volumen III. Arturo Alessandri y los golpes militares (1920-1925), Zigzag, Santiago de Chile, 1986, p. 528. 33
34
Vial Correa, Historia de Chile, vol. III, p. 528.
35
Joaquín Edwards Bello citado por Vial Correa, Historia de Chile, vol. III, p. 78.
Véase Emilio Bello Codesido, Recuerdos políticos. La Junta de Gobierno de 1925. Su origen y relación con la reforma del régimen constitucional, Editorial Nascimento, Santiago de Chile, 1953. 36
Mario Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, Ediciones La Ciudad, Santiago de Chile, 1981, p. 59. 37
Joaquín Edwards Bello, “La lotería y el gobierno”, 11 de enero de 1924, Crónicas Reunidas. 1921-1925, Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2008, vol. I, p. 267. 38
Joaquín Edwards Bello, “El triunfo de la Alianza Liberal”, 7 de marzo de 1924, Crónicas Reunidas. 1921-1925, Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2008, vol. I, pp. 281 y 283. 39
Hablaron el senador Faivovich por el Partido Radical, el senador Martínez Montt por el Partido Democrático de Chile, el senador Prieto por el Partido Conservador Tradicionalista, el senador Tomic por el Partido Demócrata Cristiano, el senador Cruz-Coke por el Partido Conservador, el senador Lafertte por el Partido Comunista, el senador Allende por el Partido Socialista y el senador Amunátegui por el Partido Liberal. En el cementerio hablaron el presidente del Partido Liberal, senador Ladislao Errázuriz por el Partido Liberal, el presidente de la Corte Suprema y el presidente de la República, Gabriel González Videla.Véase Memoria Chilena, Homenaje del Congreso Nacional de Chile a la memoria del honorable senador y expresidente de Chile don Arturo Alessandri Palma, Santiago de Chile, 26 de agosto de 1950, en [Sitio visitado el 20 enero de 2017]. 40
41
Homenaje del Congreso Nacional de Chile, pp. 61 ss.
42
Homenaje del Congreso Nacional de Chile, p. 58 ss.
43
Homenaje del Congreso Nacional de Chile, p. 19.
Arturo Alessandri, “Discurso electoral. 22 de octubre de 1932”, citado en Gonzalo Vial Vial Correa, Historia de Chile, ZigZag, Santiago de Chile, 2001, vol. V, p. 249. 44
Gonzalo Vial Correa, Historia de Chile. La dictadura de Ibáñez,, ZigZag, Santiago de Chile, 1986, vol. IV, IV, p. 376. 45
46
Vial Correa, Historia de Chile, vol. III, p. 611.
Patricio Aylwin, “Exposición del Señor Patricio Aylwin Azócar”, en José Polanco Varas y Ana María Torres (eds.), Una salida político constitucional para Chile. Exposiciones y debate del Seminario “Un Sistema Jurídico-Político Constitucional para Chile”, seminario realizado el 27 y 28 de julio de 1984, ICHEH, Santiago de Chile, 1985, pp. 145-154, pp. 145 y 149. 47
Ernesto Laclau, The Rhetorical Foundation of Society, Verso, Londres y Nueva York, 2014, p. 77. 48
Juan Luis Ossa, “Volver a la Constitución de 1925”, El Mercurio, 26 de marzo de 2016. 49
Murray Edelman, Constructing the Political Spectacle, The University of Chicago Press, Chicago, 1988, p. 104. 50
Murray Edelman, The Symbolic Uses of Politics, University of Illinois Press, Urbana & Chicago, 1964, p. 196. 51
Véase Sigmund Freud, “Duelo y melancolía”, en Sigmund Freud. Obras completas, Traducción de José L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1992, tomo XIV, XIV, pp. 235-256. 52
53
Fontaine, “Los cimientos de…”.
54
Hugo Herrera, “1925 como símbolo”, Capital, 16 de mayo del 2016.
Renato Cristi, “La Constitución y el poder constituyente”, El Mercurio, 27 de marzo del 2016. 55
Acuerdo Cámara de Diputados del 22 de agosto de 1973, disponible en
Salvador Allende, Discurso del presidente Salvador Allende en la radio Magallanes, 11 de septiembre de 1973, disponible en [Sitio visitado el 4 de febrero 2017] 57
Arturo Fontaine, “Crisis actual del socialismo y ‘gobernamentalidad’ según Foucault”, Ciper, 3 de enero del 2017, disponible en [Sitio visitado el 20 enero de 2017]. 58
59
Hume, Of the First Principles of Government. Essays, pp. 32 y 33.
David Hume, “Idea of a Perfect Commonwealth” (1777), en Of the First Principles of Government. Essays, p. 516. Véase Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Traducción de Ana Martínez Arancon, Alianza Editorial, Madrid, Segunda Edición, 2005, Libro III, p. 305. 60
61
Maquiavelo, Discursos sobre…, Libro III, cap. i.
Acerca de la legitimación en su ejercicio, Véase Elkins, Ginsburg y Melton, The Endurance of National Constitution, pp. 199 ss. 62
Véase, e.g. Ludwig Wittgenstein. Philosophical Investigations, traducido por G. E. Anscombe, Macmillan Publishing Company, Nueva York, 1968, I, 241, p. 86e, y II, 226e; Ludwig Wittgenstein, On Certainty, G. E. M. Anscombe y G. H. von Wright (eds.), Denis Paul y G. E. M. Anscombe (tras.), Harper Torchbooks, Nueva York, 1972, p. 204, p. 28e; y Ludwig Wittgenstein, Culture and Value, Peter Winch (tras.), The University of Chicago Press, Chicago, 1984, p. 10e. Acerca del conservantismo de Wittgenstein véase, especialmente, J. C. Nyíri, “Wittgenstein’s Later Work in relation to Conservatism”, en Bryan Guiness (ed.), Wittgenstein and his Times, Basil Blackwell, Oxford, 1981, pp. 44-89. 63
Wolfgang C. Müller, “Austria: Imperfect Parliamentarism but Fully-fledged Party Democracy”, en Kaare Strøm, Wolfgang C. Müller y Torbjörn Bergman (eds.), Delegation and Accountability in Parliamentary Democracy, Oxford University Press, Oxford, 2003.Véase también Robert Elgie, “SemiPresidentialism in Western Europe”, en Robert Elgie, Sophia Moestrup y Yu64
Shan Wu (eds.), Semi-Presidentialism and Democracy, Palgrave Macmillan, Londres, 2011. Jürgen Habermas, On the Logic of the Social Sciences, Shierry Weber Nicholsen y Jerry A. Stark (tras), Polity Press, Cambridge, 1988. Kindle edition, pos. 3529. 65
66
Habermas, On the Logic of…, pos. 3271 ss.
67
Habermas, On the Logic of…, pos. 3538.
Hans-Georg Gadamer, Truth and Method, The Seabury Press, Nueva York, 1975, p. 232. 68
Thomas Nagel, The View from Nowhere, Oxford University Press, Oxford, 1986. 69
70
Gadamer, Truth and Method, p. 304.
Roland Barthes, “La mort de l'áuteur”, Le Bruissement de la langue. Essays Critiques IV, IV, Éditions du Seuil, Paris, 1984. 71
Michel Foucault, “Qu’est-ce qu’un auteur?”, Dits et Écrits I, Gallimard, Paris, 1994, p. 811. 72
73
Gadamer, Truth and Method, p. 274.
Ossa, “Volver “Volver a la Constitución de 1925”.
74
Fernando Atria ha planteado que la regla que rige por defecto es la Constitución vigente con sus quórums. Distinto sería si imagináramos que la Constitución del 25 es la que rige a falta de acuerdo, es decir, la regla por defecto. “Téngase presente que estoy solo tratando de explicar el argumento, no haciendo propuestas concretas”. Véase Atria, La Constitución tramposa, p. 76. Posteriormente, en julio del 2015, vuelve sobre el tema y explica que si se adoptara como regla por defecto la Constitución del 25 “en todo lo que no sea aprobado por dos tercios de los votos la regla que valdrá será no la de la Constitución del 80, sino la de la Constitución de 1925...”. En tal caso, la Constitución del 25 sería “la regla por defecto”. Véase Fernando Atria, “Sobre el problema constitucional y el mecanismo idóneo y pertinente” en Claudio 75
Fuentes y Alfredo Joignant (eds.), La solución constitucional, Catalonia, Santiago de Chile, 2015, pp. 59-60. El ejemplo es hipotético y destinado a explicar el concepto de regla por defecto y sus implicancias. No parece ser una proposición propiamente tal. En cualquier caso, el enfoque no está puesto en la cuestión de la legitimidad y en la dimensión simbólica que es a lo que apuntan estas páginas. Joaquín Trujillo, “La Constitución y la continuidad histórica”, El Mercurio, 13 de abril de 2016. 76
Willard van Orman Quine, “Two Dogmas of Empiricism”, From a Logical Point of View, Harper & Row Publishers, Nueva York, 1953, p. 79; Willard van Orman Quine, “Speaking of Objects”, Ontological Relativity & Other Essays, Columbia University Press, Nueva York & Londres, 1969, p. 16; Willard van Orman Quine, “Natural Kinds”, Ontological Relativity & Other Essays, Columbia University Press, Nueva York & Londres, 1969, p. 127. 77
78
Fontaine, “Los cimientos de la casa de Chile”.
Véase Ernst Kantorowicz, The King’s Two Bodies. A Study in Medieval Political Theology, Princeton University Press, Princeton, 1957. 79
80
“Pensamientos sobre la causa de los actuales descontentos”, 1770 (154).
“Notas para un discurso”, 20 de noviembre de 1774, en Correspondencia, IV, Apéndice 465 (157). 81
He extraído esta y las otras traducciones de Burke de un artículo editado por Arturo Fontaine Talavera: “Selección de escritos políticos de Edmund Burke”, en Estudios Públicos, núm. 9, 1983, pp. 143-170. Esta en específico se encuentra en la página 147. 82
83
“Selección de Escritos Políticos de Edmund Burke”, p. 146.
84
“Selección de Escritos Políticos de Edmund Burke”, p. 147.
85
“Selección de Escritos Políticos de Edmund Burke”, p. 150.
86
“Selección de Escritos Políticos de Edmund Burke”, p. 162.
Patricio Zapata ha propuesto una idea similar en un libro reciente, diferenciando entre el conservador “tradicionalista y autoritario” y el “conservador à la Burke”; este último es “demócrata y reformista”. Véase La casa de todos, Ediciones UC, Santiago de Chile, 2015, pp. 96 y 100. Agradezco a Renato Cristi por esta referencia. 87
88
“Selección de escritos políticos de Edmund Burke”, p. 168.
Como dice Jesse Norman, “Burke fue en muchos sentidos una figura de la Ilustración [...], conversando con hombres del genio no solo de David Hume, sino de Adam Smith y Samuel Johnson [...]. Y en su política y su vida trabajó constantemente con el fin de promover reformas consistentes con los ideales de la Ilustración”, pp. 3-4. Jesse Norman, “Burke, Oakeshott and the Intellectual Roots of Modern Conservatism”, London School of Economics, 12 de noviembre de 2013. 89
Anthony Pagden, The Enlightenment and Why It Still Matters, Oxford University Press, Oxford, 2013, p. XVI. 90
91
“Selección de escritos políticos de Edmund Burke”, p. 145.
Lucía Santa Cruz, “Edmund Burke, dos siglos después”, Instituto de Chile, Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1990, p. 8. 92
93
Santa Cruz, “Edmund Burke, dos siglos después”, p. 18.
94
“Selección de escritos políticos de Edmund Burke”, p. 146.
95
Santa Cruz, “Edmund Burke, dos siglos después”, p. 19.
Friedrich A. Hayek, “Los principios de un orden social liberal”, Estudios Públicos, núm. 6, 1982, p. 180. El hecho de que el “liberalismo clásico” se haya dado con mayor fuerza en Inglaterra no impide reconocer a pensadores franceses en dicha tradición. Tres ejemplos de que la nacionalidad es menos importante que las ideas de quienes las exponen son Benjamin Constant, Immanuel Kant y Alexis de Tocqueville, todos ellos franceses pero también “liberales clásicos”. Algo similar podría decirse al revés en el caso de Jeremy Bentham, inglés de nacimiento pero claramente “continental” en su forma de concebir “la libertad como el control racional del poder antes que su limitación”. La cita es de H.S. 96
Jones, “Las variedades del liberalismo europeo en el siglo XIX: perspectivas británicas y francesas”, en Iván Jaksic y Eduardo Posada-Carbó (eds.), Liberalismo y poder. Latinoamérica en el siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2011, p. 46. 97
“Selección de escritos políticos de Edmund Burke”, p. 158.
98
“Selección de escritos políticos de Edmund Burke”, p. 160.
99
“Selección de escritos políticos de Edmund Burke”, pp. 159-160. “Selección de escritos políticos de Edmund Burke”, p. 153.
100
Santa Cruz, “Edmund Burke, dos siglos después”, p. 23.
101
Hayek, “Los principios de un orden social liberal”, p. 180.
102
Mi diferenciación entre “pensamiento conservador” y “política conservadora” debe mucho a Jeremy Rayner, “The Legend of Oakeshott’s Conservatism: Sceptical Philosophy and Limited Politics”, en Canadian Journal of Political Science, vol. 18, núm. 2, 1985, p. 314. 103
Oakeshott, “On Being Conservative”, p. 2.
104
El Verdadero Liberal, n.° 12, Santiago de Chile, 20 de febrero de 1827, p. 57. Con algunas modificaciones y adiciones importantes, los párrafos que siguen a continuación siguen la línea de lo que planteé en mi capítulo “Prensa y proceso constituyente en Chile. Una reflexión histórica”, VVAA, ¿Todas las voces? El pluralismo de los medios chilenos en la cobertura del proceso constituyente, Uqbar Editores/Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago de Chile, 2016, pp. 63-94. 105
Juan Luis Ossa, “No One’s Monopoly. Chilean Liberalism in the Postindependent Period, 1823-1830”, en Bulletin of Latin American Research, vol. 36, núm. 3, 2017, pp. 299-312. 106
Juan Luis Ossa, “Revolución y construcción republicana en Chile, 18101851”, en Iván Jaksic y Juan Luis Ossa (eds.), Historia política de Chile, 18102010. Tomo Prácticas Políticas, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2017. Un ejemplo historiográfico reciente que ve la reacción de Portales bajo dichos parámetros es Julio Pinto, Daniel Palma, Karen Donoso y Roberto 107
Pizarro, El orden y el bajo pueblo. Los regímenes de Portales y Rosas frente al mundo popular, 1829-1852, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2015. Iván Jaksic y Sol Serrano, “El gobierno y las libertades. La ruta del liberalismo chileno en el siglo XIX”, Estudios Públicos, núm. 118, 2010, p. 75. 108
Sobre la Gran Convención, véase Sofía Correa, “Los procesos constituyentes en la historia de Chile: lecciones para el presente”, Estudios Públicos, núm. 137, 2015, pp. 45-48. 109
El Correo Mercantil, núms. 123 y 129, Santiago de Chile, 22 de julio de 1832, p. 2. Los artículos de prensa citados en este trabajo provienen de una investigación en curso sobre “Prensa y Procesos Constituyentes”, llevada a cabo en conjunto con Joaquín Fernández y Francisca Leiva. 110
El Araucano, núm. 112, Santiago de Chile, 2 de noviembre de 1832, p. 4. Cursivas en el original. 111
El Mensaje Presidencial de Prieto puede leerse en: [Sitio visitado el 5 de agosto de 2016]. 112
José Victorino Lastarria y Federico Errázuriz, Bases para la reforma, Imprenta del Progreso, Santiago de Chile, 1850, p. 9. 113
Alfredo Jocelyn-Holt, “El liberalismo moderado chileno, siglo XIX”, en Estudios Públicos, núm. 69, 1998, p. 439. 114
Jocelyn-Holt, “El liberalismo moderado chileno, siglo XIX” p. 440.
115
No hay pruebas de que Bello haya leído o citado a Burke. Con todo, se sabe que tenía una copia de las Reflections y que, al igual que Burke, era admirador del liberalismo escocés. Para información de la biblioteca personal de Bello, véase Barry Velleman, Andrés Bello y sus libros, La Casa de Bello, Caracas, 1995. Agradezco a Iván Jaksic haberme indicado este dato. Sobre el “liberalismo conservador” del gobierno de Manuel de Bulnes puede verse mi ensayo “El liberalismo conservador de Manuel Bulnes”, en El Mercurio (cuerpo Artes y Letras), Santiago de Chile, 16 de octubre de 2016, p. 6. Patricio Zapata, por su parte, propone una idea similar, aunque en vez de hablar de “liberalismo conservador” habla de “tradición republicana”. A pesar de que últimamente se ha 116
insistido mucho en las supuestas diferencias entre “liberales” y “republicanos”, me parece que, el menos en términos históricos, ambas tradiciones comparten muchos elementos. En ese sentido, decir “republicanos” o “liberales” en el contexto decimonónico chileno no cambia el significado último de lo que se propone argumentar, a saber: que habría existido en Chile una tradición “reformista”, gradualista y de corte burkeano. Véase Zapata, La casa de todos, capítulo IV. He apuntado algunas semejanzas entre liberales y republicanos en Juan Luis Ossa, “No One’s Monopoly”, así como en una columna de opinión en La Segunda, Santiago de Chile, 29 de marzo de 2017. Joaquín Fernández, “Las guerras civiles en Chile”, en Iván Jaksic y Juan Luis Ossa (eds.), Historia política de Chile, 1810-2010. Tomo Prácticas Políticas, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2017. 117
Véase también Simon Collier, Chile: The Making of a Republic. Politics and Ideas, 1830-1865, Cambridge University Press, Cambridge, 2003, capítulo 10. 118
Véase Jocelyn-Holt, “El liberalismo moderado chileno, siglo XIX”, pp. 446, 447 y 450. 119
Julio Heise, Historia de Chile. El período parlamentario, 1861-1925, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1974, vol. II, pp. 69-70; y Andrés Estefane y Juan Luis Ossa, “Militancy and Parliamentary Representation in Chile, 18491879. Notes for a Prosopographical Study of the Chamber of Deputies”, en Parliament, Estates and Representation, vol. 37, núm 2, 2017, pp. 159-175. 120
Para la reforma electoral de 1874 y la participación de los conservadores en su aprobación, véase Samuel Valenzuela, “Hacia la formación de instituciones democráticas: prácticas electorales en Chile durante el siglo XIX”, en Estudios Públicos, núm. 66, 1997, pp. 215-257. 121
Véase Juan Luis Ossa, “El Estado y los particulares en la educación chilena, 1888-1920”, en Estudios Públicos, núm. 106, 2007, pp. 23-96. 122
123
El propio Jocelyn-Holt cita la siguiente frase de Domingo Santa María, uno de los más importantes adherentes del Partido Liberal durante la segunda mitad del siglo XIX: “La Iglesia no se ha separado del Estado, porque no he querido y he luchado por mantener la unión. Aquí he visto como estadista y no como político;
he visto con la conciencia, la razón, y no con el sentimiento y el corazón. Hoy por hoy, la separación de la Iglesia del Estado importaría la revolución. El país no está preparado para ello. La separación no puede ser despojo ni una confiscación” (p. 478). Sofía Correa, “Zorobabel Rodríguez, católico liberal”, en Estudios Públicos, núm. 66, 1997, p. 413. Cabe resaltar el título de este artículo, pues comprueba que, a pesar de su catolicismo (o “conservadurismo” partidista), había miembros del Partido Conservador que actuaban en política sosteniendo ideas liberales. 124
Iván Jaksic y Sol Serrano, “El gobierno y las libertades. La ruta del liberalismo chileno en el siglo XIX”, en Estudios Públicos, núm. 118, 2010, p. 88. 125
Joaquín Fernández, “Las guerras civiles en Chile”.
126
Sofía Correa, “Los procesos constituyentes en la historia de Chile: lecciones para el presente”, en Estudios Públicos, núm. 137, 2015, p. 60. 127
Correa, “Los procesos constituyentes…”, pp. 58-61.
128
Sergio Grez, “La asamblea constituyente de asalariados e intelectuales. Chile 1925: entre el olvido y la mitificación”, en Izquierdas, núm. 29, 2016, pp. 1-48. 129
La Constitución de 1925 puede leerse en [Sitio visitado el 9 de enero de 2017]. 130
Jorge Huneeus Gana, El Mercurio, Santiago de Chile, 8 de mayo de 1925, p. 3.
131
Jorge Huneeus Gana, El Mercurio, Santiago de Chile, 9 de mayo de 1925, p. 3. Mayúsculas en el original. 132
Joaquín Edwards Bello, La Nación, Santiago de Chile, 2 de abril de 1925, p. 3.
133
José Luis Riesco, El Mercurio, Santiago de Chile, 31 de mayo de 1925, p. 3. Conviene aclarar que Riesco formó parte de los “Constituyentes de 1925”, aunque no participó de la Subcomisión de Reforma. Véase Mario Bernaschina y Fernando Pinto, “Los constituyentes de 1925”, Universidad de Chile, Santiago de Chile, 1945, pp. 201-207. 134
Correa, “Los procesos constituyentes…”, pp. 61-62; Grez, “La asamblea constituyente de asalariados e intelectuales…”, pp. 40-41. 135
Ambas fuentes se encuentran en El Mercurio, Santiago de Chile, 8 de julio de 1925, p. 9. 136
El Mercurio, Santiago de Chile, 8 de julio de 1925, p. 9.
137
Esta información proviene de La Nación, Santiago de Chile, 5 de agosto de 1925, p. 5. 138
Véase El Mercurio, Santiago de Chile, 29 de agosto de 1925, p. 13. El título de este artículo es: “La abstención de los partidos ante la próxima consulta plebiscitaria”. 139
En uno de sus pasajes el “Programa Básico de Gobierno de la Unidad Popular” decía: “Una nueva Constitución Política institucionalizará la incorporación masiva del pueblo al poder estatal”. El programa completo puede encontrarse en [Sitio visitado el 10 de enero de 2017]. 140
El texto completo de la reforma se encuentra en [Sitio visitado el 10 de enero de 2017]. 141
El texto completo de la reforma se encuentra en [Sitio visitado el 9 de enero de 2017]. 142
La reforma de 1971a está fechada el 30 de diciembre de 1970, pero entró en vigencia el 9 de enero del año siguiente. El texto completo de la reforma se encuentra en [Sitio visitado el 9 de enero de 2017]. 143
El texto completo de la reforma se encuentra en [Sitio visitado el 9 de enero de 2017]. 144
Para visiones generales sobre el período 1932-1970 véanse los siguientes estudios: Paul Drake, “Chile, 1930-1958”, en Leslie Bethell (ed.), The 145
Cambridge History of Latin America. 1930 to the Present, Cambridge University Press, Cambridge, 1991, vol. VIII, pp. 269-310; Alan Angell, “Chile since 1958”, en Leslie Bethell (ed.), The Cambridge History of Latin America. 1930 to the Present, Cambridge University Press, Cambridge, 1991, vol. VIII, pp. 311382; Simon Collier y William Sater, Historia de Chile, 1808-1994, Cambridge University Press, Madrid, 1999, 209-306; y Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña, Historia del siglo XX chileno, Editorial Sudamericana, Santiago de Chile, 2001, partes II y III. La literatura sobre la reforma agraria es inmensa, pero un buen acercamiento al binomio política/sociedad rural se encuentra en Claudio Robles, “Sociedad rural y política nacional en Chile Central”, en Iván Jaksic y Juan Luis Ossa (eds.), Historia política de Chile, 1810-2010. Tomo Prácticas Políticas, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2017. Juan Linz y Arturo Valenzuela, “Mesa redonda. Presidencialismo, semipresidencialismo y parlamentarismo”, en Estudios Públicos, núm. 36, 1989, pp. 11-13. Esta tesis está contenida también en otros trabajos de Valenzuela. Véase su El quiebre de la democracia en Chile, Ediciones de la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2013 (publicado originalmente en inglés en 1978); y “Orígenes y características del sistema de partidos en Chile: Proposición para un gobierno parlamentario”, en Estudios Públicos, núm. 18, 1985, especialmente pp. 46-50. Últimamente, Sofía Correa, “Los procesos constituyentes…”, p. 65 ha planteado una tesis similar: “El golpe de Estado de 1973, con el que se inicia una larga y cruenta dictadura, es la demostración más patente del fracaso del régimen presidencial, impuesto por los militares y Alessandri en la Constitución de 1925, y de sus sucesivas reformas que buscaron constantemente mayores facultades para el presidente de la República”. 146
Lo que sigue debe mucho al muy iluminador trabajo de Julio Faúndez, “In Defense of Presidentialism: The Case of Chile, 1932-1970”, en Scott Mainwaring y Matthew Soberg Shugart, Presidentialism and Democracy in Latin America, Cambridge University Press, Cambridge, 1997, pp. 300-320. Agradezco a Arturo Fontaine por haberme señalado la existencia de este artículo. 147
El propio Valenzuela explica por qué dicho régimen no puede ser considerado propiamente un sistema parlamentario. En “Mesa redonda…”, p. 10. 148
Algunos ejemplos de prensa: El Mercurio, 2 de enero de 1925, p. 3; El
149
Mercurio, 5 de abril de 1925, p. 5; La Nación, 2 de abril de 1925, p. 3. Citado en Grez, “La asamblea constituyente de asalariados e intelectuales…”, p. 25. 150
Óscar Fontecilla, La Nación, Santiago de Chile, 5 de marzo de 1925, p. 3.
151
En su programa de gobierno de 1952 no hay mención alguna al respecto. Véase Joaquín Fernández, El ibañismo (1937-1952): un caso de populismo en la política chilena, Ediciones del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2007, pp. 182-183; y Faúndez, “In Defense of Presidentialism…”, p. 305. 152
Valenzuela, “Orígenes y características del sistema de partidos en Chile…”, p. 48. 153
154
Faúndez, “In Defense of Presidentialism…”, p. 318.
Citado en Joaquín Fermandois, La revolución inconclusa. La izquierda chilena y el gobierno de la Unidad Popular, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, 2013, pp. 749-750. El texto completo de la declaración se encuentra en Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña, Documentos del siglo XX chileno, Editorial Sudamericana, Santiago de Chile, 2001, pp. 361-366. 155
Citado en Fermandois, La revolución inconclusa, p. 751. El texto completo de la declaración se encuentra en Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle y Vicuña, Documentos del siglo XX chileno, pp. 366-369. 156
En Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle y Vicuña, Documentos del siglo XX chileno, pp. 380-381. 157
En Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle y Vicuña, Documentos del siglo XX chileno, p. 395. 158
El decreto puede leerse en [Sitio visitado el 6 de agosto de 2016]. 159
Renato Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán. Una biografía intelectual, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2011, p. 99. 160
Citado en Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán…, p. 104.
161
En Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle y Vicuña, Documentos del siglo XX chileno, p. 449. 162
Correa, “Los procesos constituyentes…”, pp. 66-67.
163
En Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle y Vicuña, Documentos del siglo XX chileno, pp. 464-465. 164
“Exposición hecha al país por S.E. el presidente de la República, general de división don Augusto Pinochet Ugarte el 10 de agosto de 1980”, en Textos comparados de la Constitución Política de la República de Chile de 1980 y la Constitución Política de la República de Chile de 1925, Instituto de Estudios Generales, Santiago de Chile, 1980, p. 9. 165
En Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle y Vicuña, Documentos del siglo XX chileno, pp. 448. 166
Nótese que la frase es la misma que la utilizada por Pinochet en Chacarillas.
167
La versión que he leído de la Constitución de 1980 se encuentra en Textos comparados de la Constitución Política de la República de Chile. Este artículo específico aparece en la página 19. 168
“Exposición hecho al país por S.E. el presidente de la República…”, en Textos comparados, p. 10. 169
Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán…, p. 119. Cristi está citando, a su vez, a Dieter Blumenwitz y Sergio Gaete, La Constitución de 1980. Su legitimidad, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1981, p. 48. 170
Oakeshott, “On Being Conservative”, p. 6.
171
Hugo Herrera, “La derecha ante el cambio de ciclo”, en Estudios Públicos, núm. 135, 2014, p. 188. 172
Chris Thornhill, A Sociology of Constitutions, Cambridge University Press, Cambridge, 2011. 173
Max Weber, Economía y sociedad. Fondo de Cultura Económica, México DF, 1992. 174
Eugen Ehrlich, Fundamental Principles of the Sociology of Law, Transaction Publishers, New Brunswick, NJ, 2001 [1912]. 175
Theodor Geiger, Über Moral und Recht. Streitgespräch mit Uppsala, Duncker & Humblot, Berlin, 1979 [1946]. 176
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178
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Niklas Luhmann, Legitimation durch Verfahren, Suhrkamp, Frankfurt, 1983.
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Véase Weber, Weber, Economía y sociedad.
189
190
Estos tres términos podrían ser traducidos como legitimidad de origen, legitimidad de proceso o ejercicio y legitimidad de resultados. Sin embargo, para evitar confusiones con semánticas ya asociadas a esos términos en la discusión sociopolítica, mantendré los términos de input, throughput y output en inglés — términos, por lo demás, empleados con cierta regularidad (al menos el primero y el último) en el idioma español—. Véase Helmut Willke, “Legitimization by Exuberance? Output-Legitimacy and Systemic Risk in Global Finance”, en Aldo Mascareño y Kathya Araujo (eds.), Legitimization in World Society, Ashgate, Farnham, 2012, pp. 83-98; Ingo Take, “Legitimacy in Global Governance: International, Transnational and Private Institutions Compared”, en Swiss Political Science Review, vol. 18, núm. 22, 2010, pp. 220-248; Schmidt, “Democracy and Legitimacy in the European Union…”; Carey Doberstein y Heather Millar, “Balancing a House of Cards: Throughput Legitimacy in Canadian Governance Networks”, en Canadian Journal of Political Science, vol. 47, núm. 2, 2014, pp. 259-280; y Sevasti Chatzopoulou, “Unpacking the Mechanisms of the EU ‘Throughput’ Governance Legitimacy: The Case of EFSA”, en European Politics and Society, vol. 16, núm. 2, 2015, pp. 159-177. Elaboración propia sobre las siguientes fuentes: David Easton, A Systems Analysis of Political Life, Wiley, New York, 1965; Luhmann, Legitimation durch Verfahren; Jürgen Habermas, Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 2000; 191
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Simon Collier y William Sater, Historia de Chile 1808-1994, Cambridge University Press, Madrid, 1999. 214
Patricio Meller, Un siglo de economía política chilena (1890-1990), Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1998. 215
Véase Collier y Satter, Historia de Chile 1808-1994.
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Enrique Fernández, Estado y sociedad en Chile, 1891-1931, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2007, p. 99. 217
Weber, Weber, Economía y sociedad, pp. 185 ss.
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223
Elaboración propia sobre las siguientes fuentes: Frederick Nunn, “A Latin American State within the State: The Politics of the Army, 1924-1927”, in The Americas, vo. 27, núm 2, 1970, pp. 40-55; Collier y Satter, Historia de Chile...; Cristián Gazmuri, Historia de Chile 1891-1994, RIL Editores, Santiago de Chile, 2012; Sofia Correa, “Los procesos constituyentes en la historia de Chile: Lecciones para el presente”, en Estudios Públicos, núm. 137, 2015, pp. 43-85; Sergio Grez, “La Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales. Chile, 1925: entre el olvido y la mitificación”, en Izquierdas, núm. 29, pp. 1-48. 224
Collier y Sater, Historia de Chile...
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Correa, “Los procesos constituyentes…”.
226
Mascareño, Goles, Ruz, “Crisis in Complex Social Systems…”.
227
Renato Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán. Una biografía intellectual, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2008. 228
Pablo Ruiz-Tagle, “Derechos fundamentales, democracia y pobreza”, en Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle, La República en Chile. Teoría y práctica del constitucionalismo republicano, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2008, pp. 297-321. 229
Samuel Huntington, Political Order in Changing Societies, Yale University Press, New Haven, 1973, p. 203. 230
Nunn, “A Latin American State within …”.
231
Heise, 150 años de evolución institucional.
232
Cristi y Ruiz-Tagle, La República en Chile…; Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña, Historia del siglo XX chileno. Balance paradojal, Editorial Sudamericana, Santiago de Chile, 2015; Sofía Correa, “Los procesos constituyentes en…”, p. 60; Pablo RuizTagle, Cinco repúblicas y una tradición. Constitucionalismo chileno comparado, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2016; y Valentina Verbal, “El debate constitucional en Chile. La cuestión de la legitimidad”, en Gonzalo Bustamante y Diego Sazo. (comps.), Democracia y poder constituyente, Fondo de Cultura 233
Económica, Santiago de Chile, 2016. Correa et al., Historia del siglo XX chileno...
234
Collier y Sater, Historia de Chile…, p. 202.
235
Véase Weber, Economía y sociedad; y Niklas Luhmann, Die Politik der Gesellschaft, Suhrkamp, Frankfurt, 2000. 236
Véase Luhmann, Die Politik der Gesellschaft.
237
En Rudolf Stichweh, Die Weltgesellschaft, Suhrkamp, Frankfurt, 2000.
238
Elaboración propia sobre las siguientes fuentes: Collier y Satter Historia de Chile…; Correa “Los procesos constituyentes en…”; Correa et al, Historia del siglo XX chileno…; Memoria Chilena, “El Estado de bienestar social (19241973)”, 2017, disponible en: [Sitio visitado el 15 de enero 2017]. 239
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Germani, Política y sociedad en una época…, p. 70.
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Samuel Huntington, The Third Wave. Democratization in the Late Twentieth Century, University of Oklahoma Press, Londres, 1991. 243
Jorge Larraín, Identidad chilena, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2001.
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Mirow, “Origins of the Social Function of…”, pp. 1206 ss.
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Elaboración propia sobre las siguientes fuentes: Collier y Satter, Historia de Chile…; Sofía Correa, “La democracia que tuvimos, la democracia que no fue”, 248
en Revista de Sociología, volumen 14, 2000, pp. 117-120; Brian Loveman y Elizabeth Lira, Arquitectura política y seguridad interior del Estado 1811-1990. DIBAM, Santiago de Chile, 2002; y Osvaldo Sunkel, El presente como historia. Dos siglos de cambio y frustración en Chile, Catalonia, Santiago de Chile, 2002. Fernando Atria, La Constitución tramposa, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2013. 249
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En Correa, “La democracia que tuvimos…”, p. 117.
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Collier y Sater, Historia de Chile..., p. 250 ss; y Memoria Chilena, “Desarrollo y dinámica de la población en el siglo XX”, 2017 , disponible en: [Sitio visitado el 15 de enero 2017]. 252
Germani, Política y sociedad en…
253
Heise, 150 años de evolución institucional.
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Sunkel, El presente como historia…
255
En Collier y Sater, Historia de Chile…, p. 241.
256
Arnold Harberger, “Memorándum sobre la economía chilena”, en Estudios Públicos, núm. 77, 2000[1956], pp. 399-418. Agradezco a Arturo Fontaine esta referencia. 257
258
Sofía Correa, “Algunos antecedentes históricos del proyecto neoliberal en Chile (1955-1958)”, en Opciones, vol. 6, 1985, pp. 106-146. Tulio Lagos, “Diagrama económico-social de Chile”, en Sociedad Chilena de Sociología (comp.), Diez años de sociología chilena, Sociedad Chilena de Sociología, Santiago de Chile, p. 106. 259
Elaboración propia sobre las siguientes fuentes: Tribunal Constitucional, Constituciones políticas de la República de Chile 1810-2015, República de Chile, Santiago de Chile, 2015; Eduardo Frei, Sergio Molina, Enrique Evans, Gustavo Lasos, Alejandro Silva y Francisco Cumplido. Reforma constitucional 1970. Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 1970; y Sergio Carrasco, “Estatuto de Garantías Democráticas”, en Revista de Derecho y Ciencias Sociales, núms. 153-154, 1970, pp. 121-8. 153-154: 121-128. 260
Correa et al., Historia del siglo XX chileno…
261
Julio Faúndez, Democratización, desarrollo y legalidad, Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2011. 262
Elaboración propia sobre las siguientes fuentes: Faúndez, Democratización, desarrollo...; y Arturo Valenzuela, El quiebre de la democracia en Chile, Ediciones de la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2013 263
Niklas Luhmann, La sociedad de la sociedad, Herder, México DF, 2007, pp. 299 ss. 264
Talcott Parsons, “On the Concept of Value-Commitments”, Sociological Inquiry, vol. 38, núm. 2, 1968, pp. 135-160, pp.153-4. 265
Faúndez, Democratización, desarrollo…, p. 213.
266
Valenzuela, Valenzuela, El quiebre qui ebre de …, p. 91.
267
Lagos, “Diagrama económico-social…”, p. 107.
268
Renato Cristi, “Carl Schmitt on Sovereignty and Constituent Power”, en David Dyzenhaus (ed.), Law as Politics, Duke University Press, Durham, 1998; “Carl Schmitt y la destrucción del constitucionalismo chileno”, en Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle, La República en Chile…, pp. 161-176; y Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán… Ver también el texto de Cristi en este libro. 269
Barrington Moore, Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia, Península, Barcelona, 2002. 270
Natasha Ezrow y Erica Frantz, Failed States and Institutional Decay,
271
Bloomsbury, Londres, 2013. Javier Couso, “Trying Democracy in the Shadow of Authoritarian Legality: Chile’s Transition to Democracy and Pinochet’s Constitution of 1980”, en Wisconsin International Law Journal, vol. 29, núm. 2, 2011, pp. 393-415. 272
Huntington, Political Order in Changing Societies, p. 222.
273
Faúndez, Democratización, desarrollo…
274
Jacob Burckhardt, Reflexiones sobre la historia universal, Fondo de Cultura Económica, México DF, DF, 1996. 275
Lucas Sierra, “La supramayoría en la potestad legislativa chilena como anomalía democrática”, en Lucas Sierra y Lucas Mac-Clure, Frente a la mayoría: leyes supramayoritarias y Tribunal Constitucional en Chile, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, 2011, pp. 13-168. 276
Agradezco a Arturo Fontaine, Juan Luis Ossa, Hugo Herrera, Renato Cristi y Joaquín Trujillo por las críticas y comentarios a una versión preliminar de este texto. Agradezco también al Núcleo Milenio Modelos de Crisis (NS130017) de la Universidad Adolfo Ibáñez por financiar en parte esta investigación. 277
Friedrich Nietzsche, De los beneficios y desventajas de la historia para la vida, §3. 278
Renato Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán. Una biografía intelectual, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2011, p. 143. 279
La junta militar emplea la expresión “pronunciamiento” para referirse al golpe de Estado del 11 de septiembre. El uso de esta expresión indica claramente su inspiración carlista. En mi biografía intelectual de Jaime Guzmán exploro brevemente la historia política del carlismo español, su impacto en Chile y sus tendencias golpistas, El pensamiento político de Jaime Guzmán…, pp. 209-213. Las diferencias que separan al carlismo del fascismo aparecen expuestas en mi reseña “La primera etapa de Jaime Guzmán”, Estudios Públicos, núm. 143, 2016, pp. 217-232, p. 229. 280
Comisión Constituyente, Actas Oficiales de la Comisión Constituyente, Imprenta de Gendarmería, Santiago de Chile, 1983, vol. 1, p. 7. 281
Jaime Guzmán, “Necesidad y trascendencia de las Actas Constitucionales”, El Mercurio, 5 de octubre, 1975, p. 27. 282
Guzmán, “Necesidad y trascendencia de las Actas Constitucionales”, p. 27.
283
La notable coincidencia conceptual que revelan la Declaración de Principios de la Honorable Junta de Gobierno (1974) y este oficio de Pinochet no es fortuita. Pinochet comisiona a Mónica Madariaga para la preparación de este oficio, quien a su vez encarga su redacción a Jaime Guzmán; véase Ascanio Cavallo, Manuel Salazar y Óscar Sepúlveda, La historia oculta del régimen militar, La Época, Santiago de Chile, 1988. 284
Augusto Pinochet, “Orientaciones de S. E. el presidente de la República”, en Anteproyecto Constitucional y sus Fundamentos, Editorial Jurídica, Santiago de Chile, pp. i-xii, p. ii. 285
Pinochet, “Orientaciones de S. E. el presidente de la República”, p. iii.
286
Augusto Pinochet, “Orientaciones de S. E. el presidente de la República”, p. vii. 287
Comisión de Estudio de la Nueva Constitución Política de la República de Chile, Anteproyecto Constitucional y sus Fundamentos, Editorial Jurídica, Santiago de Chile, 1978, pp. 7-8. 288
Anteproyecto Constitucional y sus Fundamentos, p. 8.
289
Véase Dieter Blumenwitz y Sergio Gaete Rojas, “Declaración de profesores de Derecho de la Universidad Católica de Chile”, La Constitución de 1980: su legitimidad, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1981, pp. 47-54. 290
Blumenwitz y Gaete, “Declaración de profesores de Derecho…”, p. 49.
291
Blumenwitz y Gaete, “Declaración de profesores de Derecho…”, p. 50.
292
Blumenwitz y Gaete, “Declaración de profesores de Derecho…”, pp. 50-51.
293
Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Alianza, Madrid, 1982, p. 104.
294
Fernando Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es
295
institucional?”, en Gonzalo Bustamante y Diego Sazo (eds.), Democracia y poder constituyente, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2016, pp. 352-366, p. 332. Francisco Zúñiga aconseja adoptar la estrategia refundacional si el procedimiento institucional promovido por Atria no rinde los resultados esperados. Inspirado en constitucionalistas schmitteanos argentinos, como Carlos Sánchez Viamonte y Jorge R. Vanossi, Vanossi, afirma que, en caso de un rechazo cerrado cer rado en el Congreso por parte de la oposición, “el Gobierno debería abrirse a una operación constituyente que permita un proceso constituyente primigenio mediante el recurso al poder constituyente originario del pueblo, a través de técnicas como la asamblea constituyente, el Congreso constituyente o el referéndum constituyente”, en Francisco Zúñiga, “Poder constituyente,” en Gonzalo Bustamante y Diego Sazo (eds.), Democracia y poder constituyente, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, pp. 287-303, p. 299. 296
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 326. 297
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, pp. 326-327. 298
Atria, La Constitución tramposa, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2013, p. 84. 299
Véase Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2014; y Renato Cristi, “Proceso constituyente originario”, en Gonzalo Bustamante y Diego Sazo (eds.), Democracia y poder constituyente, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2016 [2014], pp. 305-324. 300
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 327. 301
En La Constitución tramposa Atria presenta con más detalle el sentido de esta objeción. Afirma: “no podemos descansar en lo que los actores creen que están haciendo para entender el sentido constitucional de lo que está pasando... Tenemos que tener un criterio independiente de lo que los actores creen que están haciendo para saber que está pasando”, La Constitución tramposa, p. 18 (el énfasis es mío). En el caso que nos interesa, el acceso a ese criterio 302
independiente nos permite saber “qué es una constitución, cuándo una constitución es nueva y qué relación hay entre eso y la exigencia de una asamblea constituyente”, La Constitución tramposa, p. 18. Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 351. 303
Cristi, “Proceso constituyente originario”, p. 316; Véase Atria, La Constitución tramposa, p. 17. 304
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 327. 305
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 327. 306
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 328-329. 307
Schmitt, Teoría de la Constitución, p. 47.
308
Schmitt, Teoría de la Constitución, p. 45-46.
309
Schmitt, Teoría de la Constitución, p. 46.
310
Eckard Bolsinger se refiere a Schmitt como el “Lenin de la burguesía”. En su opinión, al igual que Lenin, el realismo político de Schmitt enfatiza el papel del Estado y abomina del liberalismo, al que critica por su fascinación con la “quimera de la discusión, el consentimiento y el Estado de derecho”, y por renegar de lo político, en Edward Bolsinger, The Autonomy of the Political: Carl Schmitt’s and Lenin’s Political Realism, Greenwood, WestPort and London, 2001, p. 52. 311
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 329. 312
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 329. 313
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p.
314
329 Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 329. 315
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 329. 316
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 329. Hay que tomar aquí la observación de Pablo Ruiz-Tagle en el sentido de que, en la actualidad, las autoridades habilitadas por la Constitución no operan de facto, pero tampoco corresponden a autoridades legitimadas por Pinochet. Son autoridades legitimadas originalmente por el pueblo de Chile en 1989. 317
Fernando Atria, “El problema constitucional y su solución: ¿qué es institucional?”, en Eduardo Chia y Flavio Quezada (eds.), Propuestas para una nueva constitución originada en democracia, Instituto Igualdad, Facultad de Derecho Universidad de Chile, Friedrich Ebert Stiftung, Santiago de Chile, s/f, pp. 45-54, p. 48. El énfasis es mío. 318
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 330; Véase Schmitt, Teoría de la Constitución, p. 114. 319
Schmitt, Teoría de la Constitución, Constituci ón, p. 114.
320
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 330. 321
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 330. 322
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 331. 323
Blumenwitz y Gaete, “Declaración de profesores de Derecho…”.
324
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 342. Mi énfasis. 325
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p.
326
342. Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 342. Mi énfasis. 327
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 342. 328
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, pp. 63-64. 329
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 345. 330
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 345. 331
Para Fermandois el momento clave del “proceso robustecedor del derecho de propiedad” es el DL N.° 128 por el cual la Junta de Gobierno se atribuye el poder constituyente que lo habilita para “reformar la Constitución de 1925 o derechamente dictar una nueva constitución”, en Arturo Fermandois, Derecho constitucional económico, volumen II: Regulación, Tributos y Propiedad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2010, p. 228; Véase Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2014, p. 15. 332
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 345. 333
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 346. 334
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 346. 335
Schmitt, Teoría de la Constitución, p. 98; véase Renato Cristi, Hegel on Freedom and Authority, University of Wales Press, Cardiff, 2005, pp. 160-162. 336
Schmitt, Teoría de la Constitución, p. 98; traducción modificada.
337
Schmitt, Teoría de la Constitución, p. 98.
338
Véase Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán…, pp. 130-135.
339
Emilio Pfeffer Urquiaga, Manual de derecho constitucional, Ediar Conosur, Santiago de Chile, 1987, p. 120. 340
Pfeffer Urquiaga, Manual de derecho constitucional, p. 120.
341
Pfeffer Urquiaga, Manual de derecho constitucional, p. 120.
342
Pfeffer Urquiaga, Manual de derecho constitucional, p. 120.
343
Véase Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán…, pp. 203 ss.
344
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 348. 345
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 348. 346
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 349. 347
El anteproyecto del DL N.° 128 es redactado por Sergio Diez y aprobado por Guzmán y los demás miembros de la Comisión Constituyente (Véase Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán…, pp: 104-109; Cristi y Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo, p. 213). Es importante hacer notar que el artículo 1° del anteproyecto es aprobado con el voto en contra de Silva Bascuñán. Las Actas de la Sesión 14 consignan lo siguiente: “El señor SILV SILVA BASCUÑAN señala que no es partidario de que se incluya en el texto del decreto ley, la referencia a que la Junta ha asumido el poder constituyente… Una referencia a un poder constituyente da la impresión de que está en plenitud de vigencia algún tipo de Constitución, en circunstancias que no la hay porque, como dijo, se han desconstitucionalizado [sic] sus normas, estando, ahora, con un mismo valor y nivel jurídico que el decreto ley”. Por su parte, Enrique Evans, a pesar de aprobar el anteproyecto, manifiesta lo siguiente: “El señor EVANS expresa que por imagen no se puede decir que la Junta ha asumido la plenitud del poder constituyente, porque se correría el riesgo de que la gente creyera que la Junta ha reemplazado al pueblo de Chile”. 348
Para una discusión en torno al significado de los términos “gremialismo” y “corporativismo social”, ver Cristi, La primera etapa de Jaime Guzmán”, pp. 229-231. 349
Cristi y Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo. Véase Cristi, “Proceso constituyente originario”, p. 310. 350
Atria, La Constitución tramposa, p. 84.
351
Atria, "Nueva Constitucion y Poder Constituyente ¿qué es institucional?”, p. 351. 352
Véase Fernando Atria, “Sobre la soberanía y lo político”, Revista de Derecho y Humanidades, núm. 12, 2006, pp. 47-93. 353
Óscar Godoy examina diversas interpretaciones respecto de la transición a la democracia en el período 1988-1990. Me interesa aquí destacar la interpretación que defiende Manuel Antonio Garretón. Según Garretón, “el término de la transición no significó que, junto con gobiernos plenamente democráticos, el régimen político y la sociedad hubieran alcanzado la democracia propiamente tal.” Y agrega: “[S]e trató de una transición incompleta que dio origen a una democracia restringida, llena de enclaves autoritarios y de baja calidad” (citado en Óscar Godoy, “La transición chilena a la democracia: pactada,” Estudios Públicos, núm. 74, 1999, pp. 79-106, pp. 80-81). A mi parecer, Garretón se refiere aquí a lo que habría que entender como una democracia constituida, es decir, al ejercicio democrático al interior de un determinado gobierno democrático. En estos términos tiene sentido referirse a una transición incompleta y gradual hacia la democracia. Por mi parte, cuando me refiero a una transición inmediata e instantánea a la democracia me refiero a una democracia constituyente, es decir, a la soberanía popular, a la voluntad de un pueblo, de un demos, que, mediante un proceso constituyente democrático, define la forma de su existencia política. 354
Atria, “Sobre la soberanía y lo político”, p. 356, nota 41.
355
Schmitt, Teoría de la Constitución, Constituci ón, p. 115.
356
Cristi y Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo, p. 169.
357
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p.
358
360. Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 361, nota 50. 359
Véase Stephen Holmes, “Precommitment and the Paradox of Democracy”, en Jon Elster y Rune Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy, Cambridge University Press, Cambridge, 1988, pp. 195-240, p. 196. 360
Atria, La Constitución tramposa, p. 72. Mi énfasis.
361
Atria, La Constitución tramposa, p. 76. Mi énfasis.
362
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 365, nota 54. 363
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 365. 364
Atria, “Nueva Constitución y Poder Constituyente: ¿qué es institucional?”, p. 366. 365
Jaime Guzmán, “Necesidad y trascendencia de las Actas Constitucionales”, p. 27. 366
Jaime Guzmán, “El miedo. Síntoma de la realidad político-social chilena”, Estudios Públicos, núm. 42, 1992 [1969], pp. 255-259, p. 259. 367
El 23 de noviembre de 1932, Carl Schmitt da un discurso ante la conferencia anual de la Langnamverein, una asociación de industriales del Ruhr (véase Renato Cristi, Carl Schmitt and Authoritarian Liberalism: Strong State, Free Economy, University of Wales Press, Cardiff, 1998, pp. 212-32). Schmitt se refiere aquí a la necesidad de un Estado fuerte para la realización de grandes tareas. Mediante un Estado fuerte, “se podrían crear nuevos órdenes, nuevas instituciones, nuevas constituciones” (Cristi, Carl Schmitt and Authoritarian Liberalism..., p. 230). Cuatro meses más tarde, Schmitt interpreta la Ley de Apoderamiento promulgada por el Reichstag el 24 de marzo de 1933 no como una reforma constitucional fundada en el Art. 76 de la Constitución de Weimar, sino como una destrucción constitucional. Reconoce que Hitler es el nuevo titular del poder constituyente, quien tiene, por tanto, la facultad de crear una 368
nueva constitución (Cristi, Carl Schmitt and Authoritarian Liberalism…, pp. 3845). Patricio Zapata, La casa de todos: la nueva constitución que Chile merece y necesita, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2015 p. 101. 369
Arturo Fontaine, “¿Por qué no retomar la Constitución del 25?”, El Mercurio, 1 de marzo de 2016, p. 2. 370
Agradezco a Arturo Fontaine, Juan Luis Ossa, Aldo Mascareño, Hugo Herrera, Joaquin Trujillo y Pablo Ruiz-Tagle por sus valiosos comentarios críticos. 371
Véase Hannah Arendt, Lectures on Kant’s Political Philosophy, Chicago University Press, Chicago, 1992, p. 61. 372
Véase Immanuel Kant, Kritik der Urteilskraft, en Akademieausgabe, Reimer/de Gruyter, Berlín, 1900 ss, vol. V, V, § 18 (en ( en adelante: KU). 373
Kant, KU § 19.
374
Kant, KU § 18.
375
Kant, KU § 21.
376
Kant indica que el sentido común no es mera receptividad, sino una receptividad que apunta también a la comunicabilidad. Vale decir, la capacidad de juicio reflexiona ya incorporando las posibles opiniones de los otros. El sentido común, dice, toma en consideración “el modo de representación de todos los demás”; KU § 40. En la medida que se trata de gusto, es decir, de una capacidad remitida a lo particular, en ella lo universal y lo particular son a la vez considerados. 377
Kant, KU § 20.
378
Si la estimación de lo bello presupone una capacidad de apreciación compartida, en el caso de lo sublime, y aunque lo exterior sea más bien una ocasión, también ha de existir dicha capacidad de apreciación. Aquí, en virtud de la (virtual) ilimitación en la presentación sensible, surge en el sujeto la necesidad de pensar la totalidad. Hay una tensión, que emerge por el antagonismo entre 379
imaginación y razón (como facultad de pensamiento de la totalidad y de lo incondicionado); véase KU § 23. La situación es seria, por la exigencia que plantea a la imaginación de abarcar la totalidad. Vale decir, en ambos casos existe una capacidad de apreciación de la mente. Esa capacidad de apreciación no es autosuficiente, pura autoproducción de representaciones. Queda remitida a un algo más, a un trasfondo de develación, en el cual no interviene ya la subjetividad constituyente, trasfondo respecto del cual opera recién la apreciación. Lo bello y lo sublime no emergen como neutrales, nos interpelan. La existencia, en tanto que bella, nos interpela más directamente. En el caso de lo sublime, la interpelación proviene de una discontinuidad tal (por grande o violenta) que nos remite a lo excepcional, a la trascendencia. La diferencia entre lo bello y lo sublime, y la diferencia de lo bello y lo sublime respecto de lo indiferente, son producto de modos diferenciados de develarse la existencia. Lo bello y lo sublime son maneras de irrupción de la realidad y su sentido, que hacen saltar los límites de lo objetivo-neutral. Puede hablarse, entonces, de una develación heterónoma de sentido. No se trata de relaciones causales, sino del modo en el que la existencia entera emerge, irrumpe a la comprensión. Sin esa develación previa, vale decir, si el ente se develara como neutral o no se develase, no habría posible develación estética. La obra de arte supone una capacidad adicional, el “genio”. Este es un talento que se posee y que consiste en la aptitud para —dice Kant— “expresar” “lo inefable”; KU § 49. Una vez develado eso inefable, podemos comunicarlo y prestarle nuestro asentimiento. El genio requiere de “espíritu (Geist)”. Éste es “un principio vivificante de la mente”. Es la “capacidad de representación de ideas estéticas”. “Idea estética es aquella representación de la imaginación que da ocasión a pensar mucho, sin que pueda serle adecuado algún pensamiento determinado, es decir, un concepto; a la cual, en consecuencia, ningún lenguaje puede alcanzar y hacer completamente entendible”. Sería algo así como una “intuición” o “representación de la imaginación” para la cual no hay concepto pertinente, al contrario de lo que ocurre con la “idea de la razón”, la que es “un concepto para el cual no hay intuición (representación de la imaginación) que pueda ser adecuada”. El genio es capaz de “encontrar ideas [estéticas] para un concepto dado [que puede ser una idea de la razón] y, también, de dar con la expresión para aquellas [ideas estéticas] mediante la cual el estado de ánimo así producido, pueda serle participado a otros como acompañamiento de un concepto”; KU § 49. 380
Helmuth Plessner, Macht und menschliche Natur, Suhrkamp, Frankfurt a.M.,
381
2003, pp. 192-3. Véase Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen, Duncker & Humblot, Berlín, 1963, p. 62. 382
“Reconducir algo conocido hacia algo conocido, da alivio, tranquiliza, satisface y, más aún, da un sentimiento de poder. Lo conocido trae consigo peligro, desasosiego, preocupación —el primer instinto es erradicaresta condición molesta. […] El impulso a buscar causas [Ursache-Trieb] es, en consecuencia, determinado y estimulado por el sentimiento de miedo”; Friedich Nietzsche, Götzen-Dämmerung, en Kritische Studienausgabe, Walter de Gruyter, Berlín, 1988, vol. 6, § 5, p. 93. 383
Véase Jacques Derrida, “Force de loi: Le ‘Fondement mystique de l’autorité”, en Cardozo Law Review vol. 11, 1990, p. 948; Carl Schmitt, Gesetz und Urteil, Beck, Múnich, 1969 (2ª ed.), p. 64, p. 93. 384
Hans-Georg Gadamer, Wahrheit und Methode, en Gesammelte Werke, Mohr Siebec, Tübingen, 1990, vol. 1, p. 313. 385
Véase H.-G. Gadamer, Wahrheit und Methode, p. 329, p. 346.
386
Podría decirse esto: hay un fondo de develación, en la base de lo estético y lo urídico-político. La existencia se devela, se “ilumina”. Recién entonces es posible la comprensión. El campo jurídico-político se constituye, tal como el estético, también desde esa develación. Las pulsiones y anhelos populares, en el caso político, son búsquedas de sentido que operan sobre la develación de la existencia y son, ellas mismas, develación articulada de la existencia. Y algo parecido puede decirse de las interpretaciones, las configuraciones simbólicas, conceptuales, técnicas que los seres humanos realizan sobre esa dirección develativa: se asientan en la develación y, a su vez, develan. 387
Si en el arte, el genio y quien juzga estéticamente mediante la palabra o el discurso no se dejan separar completamente, pues se refieren al mismo trasfondo de sentido, en la comprensión política no hay, tampoco, división radical: las obras son, también, expresiones discernibles por medio de palabras (no obstante que luego de creadas ellas); los discursos, en tanto que interpretan, son acciones, o sea, modifican el sentido de lo interpretado. 388
Fue miembro de la Comisión Consultiva y de la Subcomisión de Reforma;
389
véase Cristián Guerrero Yoacham y Cristián Guerrero Lira, “Los aportes de don Luis Galdames a la historiografía nacional”, en Cuadernos de Historia, vol. 14, 1994, p. 143. “Actas Oficiales de las Sesiones celebradas por la Comisión y Subcomisiones encargadas del estudio de proyecto de nueva Constitución Política de la República”, Imprenta Universitaria, Santiago de Chile, 1925, p. 727. 390
Debo agradecer a los profesores Renato Cristi, Arturo Fontaine, Aldo Mascareño, Juan Luis Ossa y Joaquín Trujillo por sus observaciones y comentarios al texto. Este trabajo es parte del Proyecto Fondecyt Nr. 1150102. 391
Carta de Mariano Egaña a Juan Egaña, en Fernando Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, Editorial Jurídica, Santiago de Chile, 1956, p. 465. 392
Andrés Bello, Epistolario, La Casa de Bello, Caracas, 1981, tomo II (XXVI de Obras Completas), p. 191. 393
Pero, en cierto sentido, un estilo definido llama a su estudio. La lingüística hizo un salto cualitativo cuando Bello descubrió que la lengua castellana debía ser estudiada como si fuese “la única lengua posible”, para de esta manera encontrar la lógica profunda de la lengua española en América. Esta es la base epistemológica de la Gramática de Bello (Gramática castellana para el uso de los americanos, en Obras completas, La Casa de Bello, Caracas, 1981). Esta base le permitió estudiar la lengua nuestra con autonomía de 1) el latín; y 2) la lógica francesa del siglo XVII, más conocida como gramática de Port-Royal. Como era un políglota, pudo además hacer paralelos, pero no una mezcla inconsciente de elementos incompatibles. Este avance, replicado en Francia, permitió la lingüística general, que avanzó hacia las estructuras comunes a todas las lenguas, pero antes entendiendo a cada una por sí sola. Se trata, entonces, de entender cuál es la lógica interna de nuestra historia constitucional. 394
Andreas Kalyvas, “Poder constituyente: una breve historia conceptual”, en Gonzalo Bustamante y Diego Sazo (comp.), Democracia y poder constituyente, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2016, pp. 2772. Esta en específico se encuentra en p. 32. 395
396
Hay una fenomenología del sentido común, que dice relación con la edición
instantánea que se hacen los chilenos, que puede y debe ser revisada y problematizada, pero que para efectos simbólicos es importante no desconocer y trabajar a partir de sus prejuicios. Planteo, a continuación, algunas caracterizaciones de Chile desde ese prejuicio común. Régimen de lo verosímil: ¿Cómo es Chile en cuanto a sus textos? Es una república donde los textos han sido importantísimos. Incluso ha sido acusada de legalista. Desde tiempos en que Bello insistía en la fundación de las sentencias. En torno a esos textos ha sido un país de juristas, de historiadores y de poetas. No ha sido un país de grandes compositores doctos ni de grandes escritores de la fantasía. Sí hay, en cambio, derecho, historia, poesía verosímiles. Es un país cuyo sentido común ha estado muy asociado a lo verosímil, en que el sentido del ridículo se distingue muy claramente. Está regido por “un régimen de la verosimilitud”. Esto ha hecho que cualquier experimento radical tienda a desacreditarse. Pluralidad de líderes políticos y hegemonía de las autoridades morales: Ha sido un país que nunca ha tenido un solo líder. Ha habido siempre una pluralidad de líderes antagónicos. No ha tenido un Simón Bolívar, ni un caudillo como Rosas (uno solo en la misma época de Prieto, Bulnes y Montt), ni como el Doctor Francia (40 años de un líder ilustrado que borró a la elite de Paraguay). El liderazgo ha estado siempre muy fragmentado, lo que no quiere decir que no haya tenido figuras presidenciales fuertes. Ha sido un país de autoridades morales. Andrés Bello, Gabriela Mistral, Clotario Blest, el padre Hurtado, el cardenal Raúl Silva. Líderes morales hegemónicos en el imaginario colectivo pero que no actuaron desde el poder de forma directa. Los opositores a estas autoridades morales los hubo muchos, pero tendieron al entredientes. Un país que tiene autoridades morales, cuya imagen protege pese a todo y que no los secuestra para uno u otro bando es un país que gusta de tener terceros imparciales, es decir, jueces. Jueces, en este caso, por fuera del sistema, que no forman parte de la judicatura, o sea, de la justicia positiva. Afinidad con el texto legal: El texto no siempre ha sido leído al pie de la letra, pero se sabe que existe y mantiene el aura de respetabilidad. Es un país de leyes que se venden en la calle, donde en general las leyes se cumplen; por eso no es irrelevante, para los entendidos, el tema constitucional. Relato nacional convergente y vertebrado: Es un país que ha tenido un relato de su nación con vértebras vinculadas a la historia del Estado y de las personalidades republicanas. O bien, una historia de los márgenes del Estado y la sociedad civil de elite, de sus bandidos, de sus sujetos históricos postergados, de sus solidaridades fuera de la elite. Pero no es un país con relatos radicalmente paralelos, como ocurre en España con Cataluña, con el País Vasco. La enumeración de sus constituciones no es debatida. No hay historia de constituciones paralelas o simultáneas, que se crea que funcionan en otras
regiones, no hay tal cosa como un “cisma constitucional” (para emplear una metáfora extraída de la historia de la Iglesia). Es un país donde los “bautizos constitucionales” son tan pocos que sabemos que ha habido cuatro: la del 28, la del 33, la del 25 y la del 80. Es una genealogía clara. No es la genealogía desastrosa de las guerras carlistas, por ejemplo, que divida al país en torno a cuestiones dinásticas, en un siglo XIX donde la Constitución de Cádiz sube y baja varias veces. Lo mismo hay que decir de sus emblemas nacionales; no ha habido paralelos, banderas o escudos preferidos, himnos nacionales de lado y lado. Se sabe a ciencia cierta que hubo una bandera y un escudo de la patria vieja, uno de la patria nueva; que hubo inicialmente una canción nacional a la cual se le hizo música y que luego el poeta Eusebio Lillo reemplazó la letra por la que hoy existe. Lo del emblema no es baladí porque esa Canción Nacional habla de valores humanistas universales y no de aspectos xenófobos, racistas o etnocéntricos que podrían causar una desafección irremediable y hasta moralmente exigible. Véase Ernest Gellner, El arado, la espada y el libro. La estructura de la historia humana, Fondo de Cultura Económica, México DF, 1992. 397
Véase de George Steiner los libros La muerte de la tragedia, Monte Ávila, Caracas, 1970; Antígonas, Siruela, Barcelona, 1996; y el artículo “Tragedia absoluta”, en Pasión intacta, Siruela, Madrid, 1997. 398
Eric Hobsbawn, Naciones y nacionalismos desde 1780, Crítica, Barcelona, 2000, p. 184. 399
La idea de fechar documentos oficiales con sistemas propios no fue un invento de revolucionarios. Ya en el siglo VIII el papa Adriano I rompió la tradición de los papas de fechar conforme al reinado del emperador de Constantinopla y comenzó a hacerlo conforme al año de su reinado y el del rey de los francos. Diarmaid MacCulloch, Historia de la cristiandad, Debate, Barcelona, 2012, p. 385. 400
Dante Alighieri, Divina comedia, Purgatorio, Cátedra, Madrid, 2007, Canto VI, versos 136-151. 401
Véase Dante Alighieri, De la monarquía, Losada, Buenos Aires, 2005. Para una excepcional explicación y selección de sus pasajes más importantes: Joaquín Barceló, “Selección de escritos filosófico-políticos de Dante”, en Estudios 402
Públicos, núm. 40, 1990, pp 1-18. Los “orígenes” de esa “continuación” del Imperio romano estuvieron rodeados de un suave golpe de estado por el cual Childerico y su hijo fueron llamados a la vida religiosa en 751; luego, operaciones sórdidas como la proclamación de Pipino III, ex mayordomo de palacio, en que se hizo exhibición de la “estrecha relación entre dinastía y santidad”. MacCulloch, Historia de la cristiandad, pp. 383-384. En tanto, para recomenzar el Imperio romano, Carlomagno llevó a cabo una serie de hechos simbólicos; entre ellos, haber sido retratado en las monedas rasurado, coronado de laureles y con la túnica de los emperadores romanos. Presidió, como una vez Constantino, un concilio y también “gozó de la posibilidad de simular que era un romano de la antigüedad gracias a los baños públicos” (MacCulloch, Historia de la cristiandad, p. 385). 403
Como parte de la Paz de Presburgo el emperador Francisco II de Austria se vio obligado a disolver el imperio para evitar que Napoleón se hiciera con el título, aunque para algunos autores fue el emperador francés el que forzó esa disolución el 6 de agosto de 1806. Para más detalles Albert Manfred, Napoleón Bonaparte, Akal, Madrid, 1988, p. 366. 404
En su excepcional libro, Gargarella tiende a una visión presentista de lo que debe ser una constitución. En eso se parece a su compatriota Alberdi. Gargarella ve que Juan Bautista Alberdi cifra la “modesta” pretensión del constitucionalismo no en una solución de ahora y para siempre sino que en una que pueda formular respuesta a ciertas “angustias” y “dramas” de una época. Roberto Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (18010-2010), Katz Editores, Buenos Aires, 2014, p. 19. 405
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 14.
406
En el poema infantil del poeta rancagüino Óscar Castro, “Burrito del ensueño”, los gorriones preguntan al álamo “en vano” por el paradero de un asno azul que ha desaparecido. En Óscar Castro, “Burrito del ensueño” (de Rocío en el trébol), en Antología, Editorial del Pacífico, Santiago de Chile, 1952, p. 129. 407
Francois-René de Chateaubriand, Memorias de ultratumba, Acantilado, Barcelona, 2006, p. 1553. 408
Vicent Llorens, El Romanticismo español, Fundación Juan March, 1980, p. 19.
409
José Joaquín de Mora, “Zafadola”, capítulo viii, en Leyendas españolas, 1840 C. y H. Senior, Londres, p. 155. 410
Citado en Armando Donoso, Conversaciones con don Arturo Alessandri, Biblioteca Editorial Ercilla, Santiago de Chile, 1934, vol. 34, p. 95. 411
Gabriela Mistral, “Más huemul y menos cóndor”, en El Mercurio, 11 de julio de 1925. 412
Madame de Staël, Diez años de destierro, Desván de Hanta, España, 2015, p. 10. 413
Constitución Política del Estado de Chile: promulgada el 8 de agosto de 1828, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2015, disponible en [Sitio visitado el 20 marzo de 2017]. 414
Constitución Política del Estado de Chile, 1828.
415
Constitución Política del Estado de Chile, 1828.
416
“Constitución de la República chilena, jurada y promulgada el 25 de mayo de 1833”, en Anales de la República [compilación de Luis Valencia Avaria], Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1951, vol. I, pp. 172-267. Esta cita específica corresponde a p. 173. 417
“Constitución Política del Estado de Chile: promulgada el 18 de septiembre de 1925”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2015, disponible en. 418
Su S.E. el presidente de la República general de Ejército Augusto Pinochet Ugarte informa al país Mensaje presidencial 11 septiembre de 1979 - 11 septiembre de 1980. [Sin información] 419
Su S.E. el presidente de la República general de Ejército Augusto Pinochet Ugarte informa al país Mensaje presidencial 11 septiembre de 1980 - 11 septiembre de 1981. [Sin información] 420
Mensaje presidencial 11 septiembre 1980.
421
Mensaje presidencial 11 septiembre 1980.
422
Mensaje presidencial 11 septiembre 1980.
423
Disponible en [Sitio visitado el 15 de marzo de 2017]. 424
Gabriel Amunátegui, Manual de derecho constitucional, Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, Santiago de Chile, 1053, p. 236. Idea que Campos Harriet cita y la que parece compartir en Historia constitucional de Chile, p. 461. 425
Gabriel Amunátegui Jordán, Manual de derecho constitucional, p. 230. Idea que cita de acuerdo con ella Campos Harriet en Historia constitucional de Chile, p. 442. 426
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 448.
427
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 461.
428
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 461.
429
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, pp. 465-466.
430
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 466.
431
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 466.
432
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 466.
433
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 466. El proyecto de Manuel José Gandarillas presentado el 8 de junio de 1831 al Senado decía que había que “reformar y adicionar la constitución vigente”. Una vez hecho el estudio, se presentaría al Ejecutivo y este al pleno de ambas cámaras. 434
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, pp. 467-468.
435
Tom Ginsburg, “¿Fruto de la parra envenenada?”, en Estudios Públicos, núm. 133, 2014, p. 3. Y agrega que la Constitución de 1980 es más vieja que la mitad de las constituciones hoy vigentes en el mundo. 436
437
Como nos recuerda Robertro Gargarella, entre las constituciones conservadoras reputadas estaba, ante todas, la de 1833: “[U]n caso particular que resalta, por su impacto, por su infrecuencia [...] que se había convertido en modelo a imitar en América Latina, en tanto símbolo de la estabilidad legal; no hubo caso en la región de una constitución que estuviera vigente por tanto tiempo, a la vez que acompañada por una ordenada sucesión de presidencias organizadas conforme a lo establecido por el derecho”. Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución…, pp. 135-136. Ginsburg, “¿Fruto de la parra envenenada?”, p. 8. Según el magno estudio de Elkins, Ginsburg y Melton, Comparative Constitutions Project, 695 de 846 constituciones fueron redactadas bajo regímenes autoritarios. Considérese que estos datos van desde 1789 a 2008, y que no contemplan las restantes constituciones para las cuales no hubo datos (el total es de 911). (Ginsburg, “Fruto de la parra envenenada”, pp. 6-7). El 10% de las constituciones históricas corresponden a aquellas que, habiendo sido redactadas bajo regímenes atoritarios, dieron paso a la democracia, y que son el 20% de las que hoy están vigentes; véase Ginsburg, “Fruto de la parra envenenada”, p. 9. 438
Para más información, véase Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución…, pp. 136-137. 439
Concepto, el de “autoritaria transformadora”, que está compuesto así: “(1) la constitución debe explícitamente estar orientada a permitir un retorno a una democracia electoral, luego de un período que puede o no estar especificado; (2) la constitución debe reflejar ciertos objetivos políticos diseñados para ser permanentes, esto es, para constreñir al futuro régimen democrático; y (3) la constitución debe proveer un mecanismo de reforzamiento que permita asegurar que los dos objetivos anteriores se realicen. En otras palabras, la constitución autoritaria transformadora es consciente de la superioridad de la soberanía popular y busca transferir poder a los dirigentes democráticos, pero sometidos a ciertas limitaciones. Busca además implementar algún mecanismo que garantice la operatividad de dichos límites”. (Ginsburg, “Fruto de la parra envenenada”, pp. 9-10). 440
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 472.
441
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, p. 485.
442
Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, pp. 472-473.
443
En esto seguimos la opinión del historiador Guillermo Feliú Cruz, que atribuyó a Bello una serie de mensajes presidenciales. La comisión redactora de las obras completas en 26 tomos de Bello acogió esta tesis. Por eso estos mensajes figuran en la última edición de La Casa de Bello, Caracas, 1981 y años siguientes. Véase Guillermo Feliú Cruz, “Andrés Bello y la administración pública de Chile”, en Andrés Bello, Obras completas, tomo xvi, La Casa de Bello, Caracas, 1981. 444
“El orden público ha sido amagado en San Felipe y en Santiago, donde se ha ocurrido a motines escandalosos por facciones que guiadas solo por sus pasiones han querido sacrificar a ellas el bien del país, abriendo la puerta a la guerra civil y a la anarquía con todos sus horrores. El Gobierno se ha visto precisado a investirse por dos veces del poder extraordinario que la Constitución sabiamente acuerda, para poner la República a cubierto de una conmoción interior y para salvar las responsabilidades inmensas que su posición le impone. Mas estos mismos ataques han venido a robustecer y afianzar la tranquilidad y el orden interior, manifestando cuán arraigados se hallan, y cuán dispuestos a prestarle su apoyo, están los ciudadanos. En San Felipe toda la provincia se armó contra los amotinados de la ciudad, y en el motín militar de Santiago, viéronse el batallón sublevado y los cabezas, sin apoyo del pueblo y atacados por la misma fuerza ciudadana, por ese mismo pueblo de que se aclaman defensores. La lección ha costado sacrificios bien lamentables, pero ha sido eficaz. Es preciso que el país vea que ya pasó el tiempo de los motines y que si por desgracia llegara a obtenerse un triunfo efímero, como en San Felipe, la reprobación del país entero y las fuerzas combinadas de todos los puntos vecinos ahogarán en su origen ese germen de calamidades sin cuento”. “Mensaje del presidente de la República al Congreso Nacional en 1851”, La Casa de Bello, Caracas, 1981, pp. 232-233. 445
Andrés Bello, “Mensaje del presidente de la República al Congreso Nacional en 1851”, p. 233. 446
Andrés Bello, “Mensaje del presidente de la República al Congreso Nacional en 1851”, p. 242. 447
Andrés Bello, “Mensaje del presidente de la República al Congreso Nacional en 1851”, p. 242. 448
Andrés Bello, “Código Civil de la República de Chile”, en Obra completa, La Casa de Bello, Caracas, 1981, tomo XIV, p. 27. Lo más curioso es que el proyecto inédito del Código Civil incluía una fórmula semejante a la definitiva: “constitucionalmente expedida que” en vez de “manifestada en la forma prescrita por la Constitución”. Ídem. 449
Ricardo Donoso, Alessandri, agitador y demoledor, Fondo de Cultura Económica, México DF, DF, 1946, p. 9. 450
451
Un párrafo ejemplar es el siguiente: “En medio del ardor que despertó el debate sobre el veto presidencial se produjeron dos incidentes bien característicos del régimen parlamentario: fue el primero la interpelación formulada por Alessandri, con motivo de una medida disciplinaria adoptada contra el general Goñi, durante la cual hizo profesión de fe política; y el último, el relacionado con los proyectos de acuerdo con los señores Torrealba, Barros Errázuriz y Zañartu, sobre las modalidades que deberían revestir las economías que se introdujeran en los gastos variables del presupuesto, todos los cuales fueron rechazados. Sostuvo en esa oportunidad Alessandri que la Constitución establecía el régimen parlamentario, y que aun cuando él era partidario del régimen presidencial, debía respetarse el régimen político consagrado por la Constitución. ‘Presente mañana su señoría un proyecto de reforma de la Constitución del Estado, decía en sesión de 31 de agosto, dirigiéndose al ministro de Guerra, y verá que lo acompaño enérgica y activamente; pero mientras exista la Constitución tal como está, mientras los que han interpretado así la Constitución le estén debiendo al país cien millones de pesos, diez mil vidas y los innumerables trastornos y caídas que hemos palpado del 91 acá; mientras no se haya pagado esa deuda, no tenemos el derecho de rebelarnos contra esta interpretación y la Constitución debe cumplirse y respetarse, ipese a quien le pese!’. Porque si hay algo grande y sagrado, agregaba, haciendo profesión de fe constitucionalista, que debe permanecer inmutable, es la Constitución; defendiendo sus fueros defendemos el fuero de la patria”. Donoso, Alessandri, agitador y demoledor, p. 110. Escribe Donoso: “En la Convención del Partido Nacional, celebrada en Santiago los días 3, 4 y 5 de noviembre de 1910, pronunció Alberto Edwards, apasionado panegirista del gobierno fuerte, un discurso en el que, reconociendo que el régimen parlamentario había sido el único instrumento eficaz de la evolución de los pueblos en la dirección de sus destinos, y que fuera de él nada 452
de duradero pudo establecerse, formulaba algunas críticas sobre la forma en que había sido establecido en Chile. Comenzó por afirmar que la Constitución de 1833 había establecido las bases legales del parlamentarismo al consagrar la responsabilidad ministerial y el voto anual por las Cámaras de los subsidios y de los presupuestos, que así lo habían entendido nuestros gobernantes, con excepción de uno solo, pero que el régimen se hallaba falseado por la intervención electoral. Consideraba que el sistema parecía consolidado en definitiva y que el legado político del infortunado presidente Balmaceda no encontraría tal vez ejecutores testamentarios”. Donoso, Alessandri, agitador y demoledor, p. 184. El mismo Ricardo Donoso reconoce que las prácticas del parlamentarismo llevaron el régimen al “absurdo”. 453
“Doloroso es, por cierto, para el que habla […] venir a romper en estos momentos la tradición que tenía el país desde hace más de 40 años, en que no se había necesitado echar mano de facultades extraordinarias para asegurar el orden interior; cierto que esta será una medida impopular, pero si han de cumplirse los deberes agradables, no menos imperioso es el cumplimiento de los deberes cuyo desempeño puede desagradar a una parte de los conciudadanos”. Donoso, Alessandri, agitador y demoledor, 219-220. “El pueblo de Chile —decía Pinto Durán— siente hambre; pero más que hambre de pan, hambre de justicia. Y por eso creo que no se le puede satisfacer sino con reformas amplísimas del orden de cosas existente”. Donoso, Alessandri, agitador y demoledor, p. 220. 454
Escribía Ricardo Donoso: “Ningún político chileno había hecho en la tribuna parlamentaria elogios más entusiastas y calurosos de la Constitución de 1833 y del régimen parlamentario que Alessandri […]. Ningún político chileno había abusado más del régimen político que el mismo Alessandri, y fresca estaba en la memoria de sus contemporáneos la forma en que había entorpecido y obstruido la política del presidente don Pedro Montt desde su banca de diputado, la participación que había tomado en la caída de Gabinetes que no eran de su agrado y la contribución que había prestado al desprestigio del régimen político”. Donoso, Alessandri, agitador y demoledor, p. 412. 455
Guillermo Feliú Cruz, Alessandri, personaje de la historia, Nascimiento, Santiago de Chile, 1968, p. 29. 456
Feliú Cruz, Alessandri, personaje de la historia, p. 19.
457
Citado en Armando Alessandri, pp. 93-94. 458
Donoso,
Conversaciones
con
don
Arturo
“Ese Código fundamental corrigió y estirpó [sic] procedimientos viciosos que se habían entronizado en nuestras prácticas gubernamentales con grave detrimento del orden y del progreso […]. Las reformas substanciales de la Constitución de 1925 se refieren a la supresión de la responsabilidad política de los ministros, que los substrae a la censura parlamentaria y evita la rotativa ministerial que hizo tanto daño. Los ministros, bajo tal régimen, por una razón de existencia, tuvieron muchas veces que hacer sacrificios ante las exigencias perentorias de los partidos o grupos de quienes dependían y a quienes representaban, en su gestión gubernamental. 459
“La Constitución fija también normas precisas para asegurar la dictación oportuna del presupuesto nacional, financiado y en una fecha fija, previa aprobación del Cálculo de Entradas. Se dan al Ejecutivo medios eficaces para obtener el despacho rápido y urgente de los proyectos que estime de importancia y cuya dictación no admite espera. Desapareció así el gravísimo inconveniente de otras épocas en que los proyectos más importantes quedaban sepultados en los archivos o eran detenidos por una obstrucción sistemática que no había de terminar. No existía la clausura del debate, establecida hoy felizmente en el Reglamento de las Cámaras para hacer efectiva la facultad constitucional de pedir urgencia. Estas reformas, sin entrar a considerar la supresión del Consejo de Estado, de la Comisión Conservadora, la creación del Tribunal Calificador de Elecciones, que substrajo del fallo político las reclamaciones electorales y otras de menor importancia, mejoraron en forma trascendental nuestro régimen político y han importado un inmenso beneficio”. En Arturo Alessandri, Mensaje leído por S.E. el presidente de la República en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso Nacional el 21 de mayo de 1938. [Sin información]. 460
No pretendo alumbrar el fondo marino de la historia política de los años 20 y 30. Lo que sí hay que decir de paso es que la sola comparación entre el general Navarrete y Pinochet debe ser llamada tontería flagrante. El hecho de que el general Navarrete haya escrito sus memorias, según su propia declaración al inicio de las mismas, para explicar a sus hijos la participación que le tocó en las
“revoluciones” de 1924 y 1925 y no para hacerse un autobombo delirante, exhibiendo además en ellas un respeto reverente por la densidad de la institucionalidad chilena, por su historia y sus posibilidades democráticas, es otra prueba del abismo de distancia que hubo entre estos sobresaltos y los de 1973. Todas las memorias del general Navarrete son, de principio a fin, muestra de la aherrojada deferencia del estilo de la república por mucho que se haya creído estar participando de revoluciones; a Navarrete le dolía la pérdida de “autoridad” y “prestigio” de la Constitución de 1833 (En Mariano Navarrete, Mi actuación en las revoluciones de 1924 y 1925, Centro de Estudios Bicentenario, Santiago de Chile, 2004, p. 14), porque, en definitiva, creía que el pueblo chileno tenía “repugnancia manifiesta por las revoluciones” (Navarrete, Mi actuación en las revoluciones de 1924 y 1925, p. 17). Su tono es el de la autorrevisión constante: “[N]o era cosa fácil saber de qué lado estaba la razón en esta nueva torre de Babel” (Navarrete, Mi actuación en las revoluciones de 1924 y 1925, p. 22) — dice a propósito de los partidarios y detractores de Alessandri—; y mientras atravesaba la pampa argentina, “esas sabanas inconmensurables, ora verdes ora grises”, pensaba: “¡Cómo se armonizaba con el estado de mi alma esa soledad majestuosa que convidaba al silencio y a la meditación! En las horas de dolor y de mortificante duda la naturaleza es la mejor compañera del hombre” (Navarrete, Mi actuación en las revoluciones de 1924 y 1925, p. 35). En las primeras páginas de las memorias del general Navarrete el lector puede identificar un genuino patriotismo que difícilmente se verá después en la historia de Chile. Donoso, Conversaciones con don Arturo Alessandri, p. 94.
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En el Tercer Congreso Internacional de Derecho y Teoría Constitucional, efectuado en 2007, expliqué —ciertamente en forma prematura— esta cuestión, es decir, el hecho de que Alessandri trabajó políticamente una tesis historiográfica, de tal suerte que reforzó la idea según la cual el parlamentarismo había sido una época con sus propias malas prácticas congénitas y no solamente un conjunto de prácticas indeseables (para él). Agregué que esta manera de entener la historia se enlazaba con estrategias reformistas paradimáticas en otros casos, especialmente significativos en la historia europea. Véase Joaquín Trujillo Silva, “La invención del parlamentarismo en Chile”, en Democracia y derechos fundamentales desde la filosofía política, Editorial Jurídica, Santiago de Chile, 2009.
En el último, Cinco repúblicas y una tradición, precisa: “Además, en Chile, a partir de 1973, de un modo semejante a la experiencia fascista en Europa, el derecho constitucional republicano pierde vigencia y es reemplazado por una visión escolástica, legalista, formal y aparentemente tecnificada del derecho administrativo [...]. El derecho constitucional pierde densidad conceptual y deja de ser el hilo conductor del derecho público en nuestro país”. Pablo RuizTagle, Cinco repúblicas y una tradición, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2016, p. 33. 463
Obviamente, las constituciones de cláusulas pétreas obligan a modificaciones no contempladas en ellas mismas. 464
Véase el libro de Gonzalo Bustamante y Diego Sazo (comp.), Democracia y poder constituyente, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2016. 465
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Pero, a pesar de eso, los re-bautizos de la Constitución han sido pocos. Las “constituciones” chilenas han durado un promedio de 47 años, esto es, casi el triple del promedio mundial, que es de 19 años (Véase PNUD, Mecanismos de cambio constitucional en el mundo. Análisis desde la experiencia comparada, PNUD, 2015, p. 55). Y si descontamos el breve tiempo de la de 1828 y empezamos a contar desde 1833, resulta que el promedio de sus rebautizos se eleva a 60 años. Más de tres veces el promedio mundial. La actual lleva 37 años, o sea, no ha alcanzado ninguno de los dos promedios históricos. El detalle es el siguiente: 1828: 5 años (aunque no rigió hasta 1833); 1833: 92 años; 1925: 55 años (aunque no puede decirse que rigiera después de 1973). 1980: 37 años. Estos números, relativos, como se ve, no indican que haya que descartar modificaciones ahora; solo indican que no tiene mucho sentido basarse en promedios mundiales entre los que se cuentan países que reemplazan su constitución como hacen un reglamento. Sí, en cambio, dan una idea de la estabilidad, al menos, del estilo constitucional. Ricardo Donoso, Las ideas políticas en Chile, Fondo de Cultura Económica, México DF, DF, 1946, pp. 149 ss. 467
En efecto, no es verdad que Chile haya vivido una democracia estable inalterada hasta 1973. Sofía Correa “despeja” los supuestos 150 años de democracia, explicando: “Tan solo tomando en consideración la continuidad 468
institucional, no llegamos a tener nunca un período de al menos 50 años de estabilidad. En el siglo XIX: guerras civiles en la posindependencia y en 1829, 1851, 1859, 1891. Desde este último hito hasta la intervención militar de 1924 transcurrieron 33 años; después tenemos un período de trastornos institucionales con dictadura incluida hasta diciembre de 1932. Desde 1933 hasta 1973 gozaremos de 40 años de estabilidad institucional. Un récord bueno para América Latina, pero hasta ahí no más”. Sofía Correa Sutil, “La democracia que tuvimos, la democracia que no fue”, en Revista de Sociología, núm. 14, 2000, p. 117. Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución…, p. 38.
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Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución…, p. 39.
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Peter Sloterdijk, Los hijos terribles de la Edad Moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad, Siruela, Madrid, 2015, p. 23. 471
Sloterdijk, Los hijos terribles de la Edad Moderna…, p. 39.
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Fernando Atria, “Nueva constitución y poder constituyente, ¿qué es 'institucional'?ˮ, en Gonzalo Bustamante y Diego Sazo (comp.), Democracia y poder constituyente, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2016, p. 329. 473
Atria, “Nueva constitución y poder constituyente…”, p. 327.
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Ginsburg, “¿Fruto de la parra envenenada?”, pp. 21 ss.
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Así, por ejemplo, refiere Ginsburg resumiendo algunos de los aportes de su trabajo con Elkins y Melton: “En lo empírico, observamos en un estudio de 2009 que parece haber costos significativos en el cambio constitucional. Observamos que varios bienes como el crecimiento, la democracia y la resolución pacífica de conflictos se incrementan a la par con la edad de las constituciones, en promedio. En síntesis, hay razones para creer que la continuidad formal importa en relación con varios índices de éxito: legitimidad, funcionamiento institucional y la producción de bienes públicos”. Ginsburg, “¿Fruto de la parra envenenada?”, p. 19. 476
Las metáforas para hablar de la nueva constitución han sido muy desafortunadas. La peor ha sido la de la “casa de todos”. Decir que una 477
constitución es una casa la sumerge precisamente en el constructivismo que ha conspirado históricamente contra la estabilidad del género constitucional, contra su posible deferencia. Una casa puede remodelarse, ampliarse, reducirse, es verdad, pero también puede demolerse para erigir en su reemplazo un edificio comercial. Una metáfora como la de Tom Ginsburg es mucho más apropiada. Él ha dicho que la constitución es una “biografía”: “[Las constituciones] [d]eben tratarse como biografías antes que como simples momentos estáticos. Así, cambiar cada pieza a lo largo de varios años mantendría de todas formas la continuidad de la identidad constitucional”. Ginsburg, “¿Fruto de la parra envenenada?”, p. 19. Ese “grupo con pretensión constituyente designado por la dictadura militar”, que es como Pablo Ruiz-Tagle llama a la Comisión Constituyente (u Ortúzar). Pablo Ruiz-Tagle, Cinco repúblicas y una tradición, p. 33. 478
La ley fundamental alemana es la mejor expresión de esta autodesconfianza.
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Véase, en este mismo libro, el artículo de Renato Cristi.
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Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno, en Obra completa (bilingüe), Atalanta, Girona, 2016, “Mala sangre”. 481
Andrés Bello, “Venezuela consolada”, en Obras completas, La Casa de Bello, Caracas, 1981, tomo I, verso 292. 482
Carta de Diego Portales a Antonio Garfias, fechada en Valparaíso, el 6 de diciembre de 1834: “Los jóvenes aprenden que el delincuente merece más consideración que el hombre probo; por eso los abogados que he conocido son cabezas dispuestas a la conmiseración en un grado que los hace ridículos. De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. Y ¡qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas veces por su perfecta inutilidad[!]”, en Epistolario de don Diego Portales 1821-1837, Dirección General de Prisiones, 1937, vol. 3, p. 378. 483
Fernando Atria, La Constitución tramposa, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2013. 484