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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO DIFUSIÓN CULTURAL / LITERATURA
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Primera edición, 2009
DR © Universidad Nacional Autónoma de México Ciudad Universitaria, 04510 México, D. F. Coordinación de Difusión Cultural Dirección de Literatura
Diseño: Mónica Zacarías Impreso y hecho en México ISBN 978-607-2-00218-0
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Prólogo
Por qué publicar una antología de cuentos en lengua española. De cuentos excepcionales de autores vivos, de distintas tendencias, edades, intereses temáticos y estilísticos cuya única vinculación es la lengua en que escriben. Por qué idear un proyecto —estético, editorial— que reúna a escritores, antólogos, críticos literarios, diseñadores y por qué concebir un espacio que albergue año con año a especimenes diversos en ese laboratorio de formas que es una antología de cuento. Las razones para no hacerlo son muchas. Las de algunas editoriales parten de la convicción de que en un país de no lectores la sofisticación de una forma literaria que re quiere de cierta competencia y de la rara disposición a escuchar una voz distinta a la homogénea voz que promueve el mercado está destinada a la muerte súbita. Los intentos de asfixiar un género que en nuestra lengua ha gozado y goza de momentos privilegia dos no son pocos. Las revistas literarias tienden a desaparecer, lo mismo que los suplementos culturales y mientras esto ocurre, la sección cultural de los diarios, que padece de anorexia inocultable, pasa a formar parte del rubro “espectáculos”. La desertización* del espacio que fue terreno propicio a la publicación del cuento es un problema ecológico mayor si se piensa en que los grandes cuentistas de otras lenguas no habrían podido existir sin estas Prólogo / v
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ediciones. Aún revistas de modas dedicadas a “señoras” (Harper’s) o a “señores” (Playboy) o “de interés general” (New Yorker) hicie ron posible que en Estados Unidos autores de excepción fueran leídos por un público amplio y heterogéneo. El caso de John Cheever es paradigmático. No obstante, aun en ese país, la lucha desaforada a la que tuvieron que someterse sus criaturas a fin de sobrevivir ante especies dominantes como la novela se verifica en el hecho de que Cheever recibiera el Pulitzer muchos años des pués de la continua publicación de sus cuentos y lo recibiera “por el conjunto de su obra”. El cuento es una especie que en nuestra lengua simula estar en riesgo de extinción. No porque se hayan dejado de escribir cuentos extraordinarios, sino porque por mo mentos, estos parecen no hallar cobijo para su publicación en li bros. Por supuesto, hay esfuerzos encomiables por hacer antologías de cuento y abrir colecciones destinadas a este género en lengua española. El hecho de que sea una labor meritoria habla de que son la excepción. Muchas de estas colecciones (algunas bilingües) reúnen con frecuencia a autores consagrados… y muertos. La idea de Sólo cuento es publicar los mejores relatos de autores que están en plena producción. De modo que el interés de editar una antología anual de cuentos memorables en español no se limita a una labor de rescate. Además del interés de preservar una especie en peligro está el de tomar el pulso a quienes hoy exploran nuevas formas de narrar una experiencia en ese género. La decisión de albergar a autores de distintas generaciones aumenta la fascina ción de la pesquisa. Qué se relata en ese breve tránsito por una experiencia memorable y de algún modo elocuente de un frag mento de realidad contenido en la estructura peculiar que hemos dado en llamar cuento. Y cómo. La historia podría tener un final feliz. Convertirse en el observatorio de la mutación de estas cria turas: diversas, extravagantes o domésticas, cada una con una voz vi
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y una respiración particular, y en el hábitat natural de los nuevos organismos. Por qué no. La idea prosperó en otras literaturas. La lengua inglesa puede preciarse de tener una de las tradiciones cuentísticas más vivas y de contar con un número creciente de lectores del género. La apuesta de Edward O´Brien, poeta y dra maturgo, quien en 1915 propuso a la Boston House of Smal*, Maynard & Co. hacer una antología de los mejores cuentos nor teamericanos, dio como resultado mucho más que el número considerable de cuentos compilados a lo largo de noventa y cuatro años en volúmenes que hoy edita la Houghton Mifflin Company, en EU. Configuró una maquinaria de productores y consumidores de un tipo de artefacto que hoy se catalogaría entre los bienes in tangibles de la humanidad: apresar la imaginación en algo que llamamos cuento. La antología de Los mejores cuentos del siglo, a cargo del recientemente fallecido John Updike, no sólo tuvo varias ediciones sino que es un bestseller nacional. (1) /En el prólogo a Los mejores… me refiero al problema inverso de los lectores de cuento en lengua inglesa: mientras aquí faltan espacios para pu blicar a los cuentistas, allá faltan ojos y tiempo para leerlos. Es de desear que en los cuentos escritos en nuestra lengua pueda ocurrir algo así. Claro que puede haber objeciones en la selección de la muestra incluida en esta primera entrega y que se lamentarán algunas ausencias. Sin contar con el criterio conven cional, ese monstruo que devora el futuro apenas se asoma por la puerta: la idea generalizada de lo que es un cuento. Esa especifi cidad que hace que siga distinguiéndose de otros géneros. Elijo sortear el vendaval de esta discusión diciendo que los mejores cuentistas hace tiempo que han obviado algunas de las caracterís ticas que se consideraban intrínsecas: la estructura en paradoja (Alice Munro, Lorrie Moore) y el final sorpresivo (Carver, Thom Jones) por la simple razón de considerar lo imprevisto como un Prólogo / vii
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recurso demasiado previsible. El cuento ha cambiado de disfraz y de rumbo y no es difícil prever que cambiará aún más, pero ello no implica que no podamos seguir leyendo ciertas estructuras como cuentos. (2) Ya me he referido a este asunto en el prólogo que escribí a los mejores cuentos editados por Planeta, 1995? Lo primero que observo en esta muestra al leerla como un todo es la virtud de su diversidad. Contra la idea generalizada de que la literatura en lengua española es o ha sido una o que se ali menta de una sola tradición, este conjunto exhibe las varias ver tientes de las que abreva. Por supuesto, las técnicas de los grandes cuentistas son legibles detrás de muchos de estos autores, lo mismo que una inclinación por los métodos periodísticos —el reportaje, la crónica— pero también un gusto por mantener una tensión entre lo realista y lo fantástico típica de algunas tradiciones centroeuropeas y de la propia Latinoamérica. Más que un conjunto de historias, esta antología es un museo de recursos expresivos, una lección que compendia los distintos modos de presentar una trama en la que no pocas veces la vivencia se transmite a través de la confusión, la elipsis, el humor y la parodia. Todos los cuentos tienen en común el propósito de ir más allá del horizonte conocido sin sacrificar la emoción y sin abandonar del todo las reglas del juego. Aunque toda clasificación es arbitraria, además de las obvias conexiones entre temas y tratamientos, en la presente antología hemos subdividido los cuentos por atmósferas: aquellos que impli can la escritura sobre lo literario, interviniéndolo, a la manera de la instalación en las artes plásticas, son los que abren esta edición. Una primera muestra del desbordamiento de la propia estructura está representada en el cuento de Sergio Pitol y de quienes siguien do una tendencia rizomática eluden toda certeza posible y llegan a un final sólo a condición de haberse detenido en el extravío. En un trabajo anterior me he referido a este cuento, a medias entre la auto viii
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biografía y la ficción, donde más que acudir a un final sorpresivo el autor utiliza el propio absurdo de la vida para construir una trama donde “se conoce el principio pero no el final”, como él mismo ha dicho. (3) Ibid, página *. Desquiciado e hilarante, el cuento de Pitol que abre esta antología parte de un hecho casual —un encuentro en Asjabad con Vila Matas— que se torna experiencia inverosímil y alcanza en lo absurdo el nivel de la epopeya. La recuperación de una entrada en su diario, la pasión “enfermiza, pegajosa y oscura” por Gógol, de la que se contagia la narrativa, y un modo de narrar (¿o de vivir?) que transforma la realidad en una sucesión de hechos pasmosos, como los contados por los grandes viajeros a tierras ignotas son los elementos que hacen de un recuerdo escrito por Pitol algo portentoso. En su cuento, escrito como confesión, crónica de viaje y ensayo sobre la lectura de una abstrusa biografía de Gógol el entramado y el tono son la clave para mantener al lector en la linde entre lo real y lo posible. A este grupo se suman, con variantes, autores que se distin guen por una literatura juguetona, libérrima. El cuento de Leñero sobrepone el plano de la crudeza de lo real con el comentario metaficcional. La lección del cuentista norteamericano O’Henry —cuyo verdadero nombre era William Sydney Porter— de pre servar cierto uso del decoro y el buen gusto aunque se hable de la vulgaridad y la miseria parece estar peleada con la verdad literaria que se narra. En el último párrafo, la lección moral de los perso najes de O’Henry contrasta con el mundo bestial de los personajes de la clase obrera que tan bien ha retratado Leñero y exhibe las limitaciones de un código de escritura, el de principios del siglo xx en EU, que se fascinó con la idea de asomarse al horror de la con dición humana de soslayo y sólo con la garantía de no verlo. La tendencia al absurdo y la veneración por autores y mo mentos explosivos en nuestra lengua (Quevedo, Cervantes, Valle Prólogo / ix
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Inclán) y por ciertas tradiciones (de la sátira menipea a la picaresca) en Iwasaki son un feliz refugio al tsunami de la solemnidad rea lista. Iwasaki retoma el motivo de las cofradías y tertulias literarias donde El Autor transita como un tenebrario ambulante alrededor del cual mariposean los últimos reductos de la bohemia. La paro dia de Gerardo Sifuentes sobre nuestra “incomprensión” a Michael Jackson, el autonombrado “Rey del pop” y nuevo mesías global, cuyo mensaje y sacrificio redentor no supimos interpretar es un ejercicio de encubrimiento para mostrar otra forma de ceguera: la que los medios organizan a fin de no dejarnos ver el ascenso del verdadero emperador del nuevo Orden Mundial, China. El cuento adquiere una importancia particular hoy, tras la reciente muerte del cantante. A medio camino entre ambas tendencias, están los cuentos de aquellos autores que dentro de un registro realista se concen tran en la creación de espacios o atmósferas. Las tramas, inquie tantes por su fusión de planos, confieren una clara tensión a las acciones que se narran y las contrastan con las intenciones de los personajes que nos obligan a repensar los hechos, ambivalentes, en una segunda lectura. Dos suizos van a casa de una pareja de esposos que contrata sus servicios para una “terapia” natatoria. A través de una extraña situación, Fabio Morábito construye una metáfora del juego en dos niveles. Su ojo invariablemente escapa a las situaciones convencionales y con una prosa libre de adornos o concesiones retóricas aborda explora un tema en que es experto: el juego del poder en las situaciones cotidianas. El cuento de Luis Felipe Lomelí guarda resabios de la expe riencia narrada por Villoro. El enrarecimiento del mundo cuando se cruza el umbral y se abren nuevas puertas a la percepción reco ge la angustia de ese etapa entre la juventud y la vida adulta, pero en Lomelí, la voz cínica y distanciada de los protagonistas los x
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salva de sucumbir a un estado de ánimo acorde con las situaciones trágicas que presentan. “Me comentó de la hermana de una amiga de él que se había sentido Alfonsina y, después de emperifollarse, caminó por la arena hasta terminar ahogada entre el petróleo y el agua salada de Tampico. Luego nos preguntamos sobre si aún existía alguna manera de suicidarse que fuera original”. A diferencia de los viajes por las nuevas geografías de la globalización, Ignacio Solares ofrece un viaje metafísico, alegoría del viaje hacia el destino propio, donde no hay instructivo ni ex periencia que valgan. La honda reflexión sobre uno de los motivos más acordes con el acto de escribir y de vivir (el viaje) nos obliga a leer entre líneas, “en ausencia”, el conjunto de relatos escritos sobre este tema. Un cuento epifánico en el sentido joyceano, he cho de una materia prima densa y simple, como un hoyo negro. Por su parte, el manejo excepcional de la voz y el punto de vista sirven a Ana María Shua para disociar el doble drama de este cuento profundamente conmovedor. La pesca, narrada con la alegre despreocupación de un pasatiempo y el tema de fondo, que yace en las profundidades donde anida la relación entre padre e hija. Otro viaje iniciático es el que oculta la trama de “A Ron champ”. A través de una serie de aparentes desencuentros, la su tilísima prosa de Hernán Lara Zavala lleva a una joven a descubrir algo que cambiará su vida y que se halla suspendido entre la de solación de un domingo a solas, en una ciudad extranjera, al tiempo que declara la filiación del autor por la tradición anglófona que reescribe desde nuestra lengua. Un rasgo intrínseco a todo viaje es el exilio, interno o exter no. Con ironía maestra, Serna desmonta el artefacto del reconoci miento entre pares: un caldo de cultivo donde germinan la envidia, la crueldad y la mala fe. Convertirse en escritor, una forma extrema de exilio, exige un rito de paso y una figura tutelar que consagre Prólogo / xi
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las noches de desvelo. El final prodigioso, más cerca de Chéjov que de Machado D’Assis, descubre el sentido de ese afán maso quista que consiste en destinar la vida a ponerla en negro sobre blanco y a distanciarla de uno mismo a fin de reconocerse en ella. En contraste con la soledad que se desprende del cuento de Serna, “True Friendship”, de Jorge F. Hernández, tiene como tema la rara —y quizá la mejor— forma de amistad: la del amigo imagina rio, ese depósito fiel de nuestras omisiones; aquél con quien pode mos huir en caso de necesidad y a quien podríamos cuestionarle todo menos la falta que nos hace en un mundo poblado por seres incompletos. Clara Obligado es una reconocida divulgadora del cuento, además de una autora de relatos excepcionales donde el humor o la melancolía, muchas veces juntos pero no siempre, son el espacio en que aterrizan sus personajes, exiliados, sobre todo, de sí mismos. En su cuento desmitifica la idea del exilio dorado, reconstruye la identidad y centra su dependencia en la idea del contexto: “Visto el tema desde otro ángulo, podría decir también que nadie conocía a nadie que, fuera de contexto, todos nos había mos convertido en otro”. Dos categorías se presentan con inusual frecuencia en la narrativa posmoderna: la tendencia a lo fantástico y las manifes taciones del cuerpo (enfermedad, fragmentación) como motivos recurrentes. Situados en la primera, los cuentos de Gonzalo Sol tero, Daniel Rodríguez Barrón, de León, transforman antiguos temas del gótico y nos obligan a hacer una revisión de lo real en la que es necesario sobreponer planos espaciales y temporales. Por su parte, el cuento de Ana García, sin ser fantástico, produce una sensación de distanciamiento ante la extrañeza del tema. Los secretos, vicios y argucias de las pequeñas cofradías se desarrollan de manera sutil y deliciosa, como sugiere uno de los protagonis tas, y encuentran su sentido actual en cada uno de los detalles con xii
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que la aguda mirada de Ana García desnuda la esencia atemporal de la condición humana. El cuerpo como depositario de fantasías, de enfermedades y aflicciones es la materia central de los cuentos de Cristina Rivera Garza, Antonio Ortuño y Mayra Santos Febres. En “El rehén”, la rara inquietud que provoca ver a un hombre llorar, la impertinen cia del consuelo y la sensación de estar violando un espacio ínti mo, virgen, al involucrarse en el dolor del otro (los hombres no lloran) se combina con el impulso irrefrenable de compenetrarse y más aun, de penetrar ese espacio cargado de urgencia de parte de la mujer que escucha el llanto masculino. La contraposición de planos, de tiempos en que dos hombres lloran, aumenta la sensación de desasosiego del lector que se vuelve cómplice de una situación, quizá el verdadero rehén de la historia. En “Pseudoefedrina”, las historias paralelas entre el deseo y el pánico, la muerte inminente o la vida inminente se suceden con la misma vertiginosidad y la tensa euforia de los tiempos que corren. Por último, a través de “Goodbye, Miss Mundo, Farewell”, un cuento aspiracional en más de un sentido, Mayra Santo Febres logra captar a través del mito varios tiempos y atmósferas en una misma historia de vida: la de la trágica heroína que en sus dones tiene inscrito el sacrificio. Por último, “Tríptico de alcoba”, de Ana Lydia Vega, incorpora lo fantástico y lo corpóreo para establecer los parámetros de un ajuste de cuentas al acomodo tradicional de los oponentes en el combate cuerpo a cuerpo. La vertiente vindicada por Borges como género de géneros, produce una cada día más vasta elaboración de lo policíaco. En un sentido riguroso, no hay relato que no tenga implícita una estruc tura policíaca. No obstante, a diferencia de lo que ocurría con la literatura de hace apenas una década, hoy el thriller, el cuento ne gro, y el cuento de detectives cuentan con una producción que Prólogo / xiii
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prácticamente domina el paisaje tanto en América Latina como en España. Aunque muchos de los cuentos de esta antología tienen elementos del género policíaco en distinta medida, esta tendencia está representada por los cuentos de José Abdón Flores (quien combina el método científico con el policíaco), Mario Mendoza (para quien la estética de lo grotesco y la representación hiperrea lista se corresponden con el mundo degradado en que vivimos), Alejandro Toledo (quien aborda la frágil línea que separa al asesino del asesinado) y Santiago Rongagliolo. A medias entre una road movie y una película de Kusturika, el cuento de Santiago Ronca gliolo le permite acercarse a la violencia y el terror, temas recu rrentes en la literatura latinoamericana, desde una óptica hilarante. La historia del ascenso y la caída de El Chino Pajares (psicópata y perdedor) es un golpe bajo al “proyecto anticorrupción” del sistema de justicia peruano pero también un antídoto contra el tremendismo y la literatura de denuncia. “A lo largo de mi trabajo creativo, me han obsesionado dos figuras: los psicópatas y los perdedores. Los psicópatas están dispuestos a ignorar cualquier norma de convi vencia para satisfacer sus apetitos. Los perdedores, de tanto respetar las normas, no satisfacen ni siquiera sus necesidades emocionales básicas”. El relato de Roncagliolo parece sugerir que sicópata y perdedor son sinónimos de una enfermedad social que va siempre de la mano. En los márgenes del género detectivesco, el cuento de José Joaquín Blanco es una crítica mordaz a la sabiduría provin ciana, esta vez del cine y el teatro a manos de escritores. ¿Es verdad que en México no hay ningún thriller de consideración? ¿Que la literatura mexicana carece de tramas policíacas debido a la incapa cidad de sus escritores y guionistas? El diálogo de cantina entre amigos responde a estas preguntas y descubre el antecedente a la antigua leyenda de Don Juan Manuel a la vez que confirma el inte rés del autor de fundir historia y literatura. xiv
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La originalidad de viejos temas ahora revisitados (el aban dono, la soledad, la imposibilidad amorosa) es palpable en varios de los cuentos. En el de Jorge Franco, la variación consiste en el manejo del punto de vista: un hombre que desde una fotografía que ve a su amante (Eva) debatirse por su ausencia sin poder responderle, mientras que Pedro Juan Gutiérrez un ex convicto santero es amante de Oggún y de una mujer al mismo tiempo. Por último, las imágenes arriesgadas de Rafa Saavedra resitúan algu nas problemáticas de pareja desde el mundo de las nuevas tecno logías: “oprimimos el botón de STOP antes que el dolor real llegue sin explicación”. Treinta cuentos como treinta modelos para armar el puzzle de las formas y recorridos actuales del cuento contemporáneo en nuestra lengua. Rosa Beltrán
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Sergio Pitol
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Sergio Pitol (Puebla 1933). Sus novelas son ejercicios de estilo que, mediante un humor refinado y mordaz, ofrecen una mirada desencantada de la realidad y se alejan de las tendencias literarias predominantes en las letras hispanoamericanas de su generación, ya que destacan por su carácter erudito e irónico. Merece mencionarse su Trilogía del carnaval, formada por El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991). Su estilo personal se expresa sobre todo en El arte de la fuga (1996). De sus volúmenes de cuentos destaca Noctur no de Bujara (1982) con el cual obtuvo el premio Xavier Villaurrutia. Ha traducido al español a autores ingleses, checos, alemanes y rusos. Sus cuentos y novelas, influidos por Henry James en los recursos estructurales y puntos de vista narrativos, son ambiguos, muchas veces misteriosos, con tramas que se enlazan unas a otras y crean una atmósfera peculiar. Le han otorgado los premios: Xavier Villaurrutia, Herralde, Juan Rulfo y en 2005 el Premio Cervantes.
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De cuando Enrique conquistó Asjabad y cómo la perdió
Enrique y yo hemos coincidido en muchos lugares: congresos, simposios o simposia como dicen los doctos, conferencias, pre sentaciones de libros o de autores, mesas redondas, asambleas, celebraciones de una cosa u otra, y para mí siempre ha sido una fuente de estímulo y regocijos. En esos lugares encontramos a amigos comunes y hacemos otros nuevos. Somos expertos en esquivar a aquellos personajes que aparecen en esos lugares para declamar la verdad, toda la verdad, que van enunciando siempre. Enrique ha enumerado en varios artículos casi todas las ciudades donde nos hemos encontrado, digo “casi” porque nunca menciona los días de Asjabad, la capital de Turkmenia; es más, no recuerdo que hayamos aclarado lo que sucedió allí. Advertí apenas esa omisión hace unas dos o tres semanas hurgando en unos baúles mis diarios de Moscú, buscando detalles que pudieran ayudarme a escribir una novela policiaca cuyo pro tagonista será Gogol. Sí, señores, el auténtico Nikolai Vasilievich Gogol, el ruso. No tengo aún determinado si aquel escritor de vida ultramisteriosa sería la víctima, el investigador de un asesi nato o el criminal. Mis diarios, por lo general, recogen resonancias de las lecturas, no de todas, claro, sino sólo las que verdadera mente me interesan. Gogol es uno de mis gigantes, lo leo y releo Intervenciones / 5
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con fruición. Soy consciente de que Tolstoi y Chéjov son más grandes que él, no los cambiaría por nadie, he encontrado en ellos caminos de salvación; en cambio, la pasión por Gogol tiene otra tesitura, un tanto enfermiza, más pegajosa y oscura; un excéntrico y genial escritor que en un momento determinado, a saber por qué y cuándo, se volvió o fingió loco. Muchas veces durante mi estancia en Moscú me convertí en un obseso de Gogol, esa figurita maltrecha tan parecida a sus personajes, leí su obra con intensidad, frecuen té los teatros donde se presentaba El inspector general, saliendo siempre maravillado de la comedia, la dirección, y, sobre todo, de la actuación de los diferentes jóvenes que en algunos momentos llegaban a la genialidad. En fin, no intento aquí describir mi relación con aquel escri tor y su contorno, ni mi proyecto de novela donde él será uno de los principales personajes, ni las notas que hago sobre su obra, la de los biógrafos y los estudiosos literarios. La búsqueda de mis notas sobre Gogol me remitió a mi vida moscovita; en todas las páginas sentí ampliamente los ecos de mi existencia en esa ciudad, volví a las grandes avenidas por donde paseaba, las conversacio nes con mis amigos en el bar del hotel Metropol, recordé lo que compraba con algunos anticuarios, los conciertos que oía, las fiestas, las horas muertas en la Embajada, el larguísimo recorrido de mi oficina al primer departamento a las orillas de la ciudad, de manera que he dedicado los fines de semana sumido en reminis cencias de la capital soviética y cómo me acomodaba a ella. ¡Qué inmensidad de vida había olvidado! Encontraba nombres ficticios y apodos para que quienes leyeran subrepticiamente mis cuadernos no pudieran descubrir quiénes eran mis amigos; algunos nombres se reiteraban con frecuencia, al principio ni yo sabía quiénes eran, iban conmigo en la calle, estábamos en algunos restaurantes y bares, en casas absolutamente geniales cuyas paredes mostraban 6 / Sólo cuento
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soberbios iconos, espléndidas muestras de la pintura del final del xix, y aun, entre los más sofisticados, algunos de Goncharova, Malevich y del joven Chagall, pero también en departamentos diminutos, descuidados y sucios, llenos de libros, donde vivían jóvenes artistas. Yo era agregado cultural con la categoría de consejero, de manera que visitaba a las grandes figuras del teatro y del cine, los virtuosos de la música, los académicos, para tratar proyectos de algunos festivales, o conciertos y exposiciones en la ciudad de México, becas, etcétera, relaciones casi naturales que les era imposible mantener aun a los embajadores. Al leer mis diarios advertí un constante aire de vida futura. Vislumbraba entre nieblas que aquella arcaica gerontocracia en que se había conver tido la cúpula de un poder inmenso se resquebrajaba por todas partes, a pesar de que aún los cambios profundos no serían dema siado inmediatos. Por eso, cuando surgió la Perestroika no me asombró del todo; los sectores más cultivados, los científicos, los escritores y artistas, los profesionistas, los estudiantes, casi todos estaban preparados para ello. Leo una entrada de mi diario, la del día 23 de abril de 1979. Allí aparece Enrique, no en persona sino en voz. Tenía años de no haberlo visto; sabía vagamente por amigos comunes que había dejado París y vuelto a Barcelona. Bueno, ese 23 de abril sonó el teléfono, lo tomé y al instante reconocí su voz. Nada más saludarme me espetó que estaba en Uzbekistán, de veras, la república de Uzbekistán, en el Asia central soviética, y lo dijo con tal naturali dad como si yo estuviera en Barcelona y él en Sitges o Cadaqués. Había sido invitado con un grupo de periodistas, críticos de cine para ser exactos, a Tashkent a un festival de cine; en ese momen to estaba en Samarcanda; había valido la pena, sí, claro, un viaje fatigoso pero absolutamente inimaginable. Añadió que estaba seguro de que Cecil B. de Mille debió haber conocido esa ciudad, Intervenciones / 7
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¡la maravillosa capital de Tamerlán! Continuó de corrido: “Mañana volaremos a Tashkent, ¿se dice así?, porque en la noche se inaugu rará el festival. ¿No puedes escaparte unos días para allá? Veremos algo del festival, conversaremos y hasta podríamos hacer algu nos viajes por estos rumbos. Mañana te buscaré en tu casa o tu oficina, tengo tus teléfonos. Tenemos que vernos”. Y colgó. No estaba seguro si aún dormía o estaba despierto. Murmuré: Cecil B. de Mille, Tamerlán, Tashkent, un festival y, nada menos, la voz de Enrique Vila-Matas. Seguiré las entradas del diario y las complementaré con la memoria hasta donde pueda lograrlo. En mis dos años de agregado cultural en Moscú visité varias ciudades soviéticas, algunas muy bellas, otras sólo interesantes, otras espantosas, a veces como tu rista, pero por lo general dictando conferencias sobre literatura, arte e historia de México en las universidades o institutos donde se enseñaba el castellano o la literatura hispanoamericana. Vilnius en Lituania, Lvov y Yalta en Ucrania, Tbilisi en Georgia, Irkutsk en Siberia, Bakú en Azerbaiján, Bujara y Samarcanda en Uzbekistán, y Leningrado, como se llamaba entonces San Petersburgo, en Rusia. Viéndolo bien, el número era mínimo, pero significativo. El día en que me llamó Enrique desde Samarcanda preparaba una con ferencia para la Universidad de Turkmenia sobre El Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, la primera novela mexicana, ya se sabe, y cuando comentaba eso con los estudiosos de la cultura hispanoamericana no hubo ninguno que no sonriera burlonamente o me hiciera una broma; cuando lo hice con mis jóvenes amigos, se carcajearon. No hubo nadie que no comentara que Turkmenia era la república soviética más atrasada de todas, y que seguramente Asjabad sería una aldea. Hablarles a los turk menos o a los kirguisios de literatura mexicana era un absoluto desperdicio de tiempo, me insistían. Pero cuando les preguntaba 8 / Sólo cuento
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si conocían el lugar, todos me respondían que no y que jamás irían a ese espantoso culo del mundo, a menos que los enviaran como castigo. Días antes de la llamada telefónica de Enrique tuve una cita en el Instituto de Relaciones Culturales con Latinoamérica donde tenía buena acogida, era la institución que me invitaba a dar con ferencias en Moscú y en las otras ciudades de la urss. La directora me recibió de inmediato; le llevaba unos contratos de varios músi cos rusos incorporados en una orquesta de México, y, de paso, le hablé de la próxima conferencia que leería en Asjabad; me intere saba sobre todo saber el nivel de conocimientos de español que tenían los alumnos que me escucharían, lo preguntaba porque algu nos hispanoamericanistas rusos me habían comentado que la Fa cultad de letras o de lenguas de allá era muy reciente. ¿Tendría yo que hacer un texto muy sencillo para que los alumnos me enten dieran? La directora hizo una pausa, luego respondió que desde luego los académicos moscovitas eran los mejores de la urss; por la antigua tradición de hispanismo en Rusia, esos maestros tenían más posibilidades de viajar y de hacer contactos con España y América Latina, todo eso es cierto, pero también los hace dema siado orgullosos y ciegos a todo lo que no está en su entorno; hizo otra pausa, pidió a una empleada café, vodka y varias clases de dulces, y unos papeles con los que prosiguió a educarme: Asjabad era una pequeña ciudad establecida hacía quinientos años en un oasis perdido de uno de los desiertos más extensos del Turquestán. Los pobladores vivían de los textiles, los mejores tapetes de la Unión Soviética habían salido de allí. Bujara se lo arroga todo, pero en Asjabad siguen haciendo textiles, de los mejores del mundo; volvió después a los papeles y siguió pedagógicamente que apenas hacía cincuenta años la república de Turkmenia, capital Asjabad, contaba con un noventa y nueve por ciento de analfabetas Intervenciones / 9
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y hoy contaba con una biblioteca de un millón trescientos volúme nes, una academia de ciencia, uno de los tres institutos más impor tantes del desierto en el mundo y varias universidades. Un salto extraordinario. Todavía después de la guerra patria, unos treinta años apenas, las mujeres existían para tejer y parir, ahora en cambio en todos los hospitales y laboratorios los médicos y químicos son en su mayoría mujeres. Turkmenia se ha vuelto inmensamente rica. Hace pocos años se descubrió petróleo en el desierto y ahora es un emporio. Han canalizado el agua del mar de Aral, que como usted sabrá es de agua dulce, y gran parte del territorio es un jardín. Vaya usted, vaya a ver nuestros milagros y prepare una conferencia como si fuera a leerla en Moscú o Leningrado. Para cuando usted esté en Asjabad celebrarán los veinticinco años de una ópera, la primera en turkmeno. Un barítono de gran prestigio llegará de Australia para cantarla allí. Y no deje de adquirir en el bazar a las afueras de la ciudad algunas alfombras, no se arrepentirá, ya lo verá. Salí del Instituto bastante incrédulo, pero con enorme cu riosidad. El primer telefonazo de Enrique lo hizo en la mañana de un jueves. El viernes no salí de mi apartamento, cortaba de tajo cada llamada, aludiendo que esperaba una noticia importante de Méxi co. A la Embajada le comuniqué que se había roto un tubo en el baño y esperaba al fontanero, para poder estar todo el tiempo en mi departamento. Hasta el caer la noche, nada. Me reprochaba no haberle preguntado a Enrique en qué hotel se hospedaría en Tash kent, pero quizás tampoco él lo sabría. Podía haberse quedado en Samarcanda otra noche para salir de mediodía y estar en la inau guración del festival de cine de Tashkent. Mucho después, a las tres de la mañana sonó el aparato; mi amigo me saludó con rego cijo, como de día festivo; lo que primero me preguntó fue si me había despertado de nuevo o estaba ya desayunando. 10 / Sólo cuento
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Le contesté que eran las tres de la mañana, no había tenido en cuenta que había siete horas de diferencia entre Tashkent y Moscú. Tuvimos una conversación de algo así como una hora. Comenzamos a hacer proyectos para vernos. El festival cinema tográfico duraría dos semanas. Entonces lo encontraría en un lugar llamado Asjabad donde yo tenía un compromiso universitario, estaba a un paso en avión de Tashkent. Lo esperaría allí y luego visitaríamos en camellos esos rumbos extraños, rudos y poquísimo conocidos, como los que le encantaban a Bruce Chatwin. Hablá bamos cada día por teléfono. Logramos precisar el día, la hora, el número de vuelo, las habitaciones de hotel, el día de mi conferen cia, la intérprete y guía que nos acompañaría. Mi avión saldría de uno de los aeropuertos de Moscú un jueves a las cinco de la ma ñana y llegaría a las cuatro de la tarde debido al cambio de horario, y él aterrizaría un poco más temprano, porque había pocos vuelos entre las dos ciudades. Llegué al hotel una tarde lluviosa, muy cansado y con algo de esas jaquecas que me aturden cuando despierto a horas tan tempranas. Llamé a Enrique a su habitación para decirle que en una media hora estaría en el vestíbulo del hotel. Me di un rápido baño y me cambié de ropa. Fuimos todos a tomar algo al café del hotel. Todos, éramos Sonia, mi intérprete, Oleg, el de Enrique, un maestro y una maestra muy jóvenes de la universidad de Asjabad, y nosotros, Enrique y yo. Me sentí muy a gusto por el exotismo del lugar. Sonia nos informó que una empresa sueca había cons truido el hotel. Los espacios, cierto ascetismo casi alegre y los muebles nórdicos marcaban un radical antagonismo con la arqui tectura estalinista, en especial de la hotelera. Al principio los maestros estaban intimidados, luego, después de un poco de vod ka, todos hablábamos sin parar y al mismo tiempo. Le pregunté a Enrique si había visto ya algo de la ciudad, y contestó que después Intervenciones / 11
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de llegar al hotel había hecho un paseo con Oleg, pero muy breve porque no tardó en caer una llovizna. Le recordó algo árabe, como Ceuta, donde hizo su servicio militar, pero más limpia, con espacios más abiertos y más vegetación. Señaló las grandes ventanas desde donde se veían las palmeras del hotel. “Ese jardín, dijo, jamás lo hubiera podido ver allá.” Y de pronto se deshizo la reunión. Los maestros se pusieron a nuestras órdenes, los intérpretes tenían que presentarse a sus superiores en una oficina, y yo y Enrique subimos a nuestras habitaciones a descansar un rato. Al anochecer la lluvia había acabado. Las calles estaban iluminadas, daban ganas de hacer un paseo por la ciudad. Lena y Oleg se despidieron porque no habían acabado su trabajo en una oficina del hotel. Oleg se despidió porque en la madrugada volaría a Tashkent, donde trabajaba en una oficina turística. Sonia iba a ser la traductora y guía para ambos. Nos aconsejaron pasear por el centro, alrededor del hotel, donde tendrían una mesa reservada, después de una media hora, para cenar. Salimos a una amplia avenida. El aire era tibio. Comenza mos a caminar al azar. No tengo idea de qué hablamos, si de los amigos comunes en Barcelona, de la estancia de Enrique en París, inquilino de Marguerite Duras, de mi vida diplomática, de litera tura o de la escuela cinematográfica de Barcelona donde él estaba muy integrado, del festival del tercer mundo en Tashkent, de su asombro frente a Samarcanda. En mi entrada del 27 de abril escribí: “En la noche salimos a pasear y la delicia de ese oasis comenzó a envolverme. La vegetación, el aire perfumado que respiraba, los discretos toques orientales en la nueva arquitectura, la hermosura de ciertos rostros y ciertos cuerpos que pasaban ante nosotros. Llegó un momento en que caminaba en un estado de éxtasis. La exuberancia y rareza de las flores dentro de un espacio urbano me recordó una llegada a Nankín o a La Habana de hace más de 12 / Sólo cuento
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cincuenta años, únicas comparables a Asjabad. A eso de las diez de la noche preguntamos a un soldado en la calle por un buen restaurante. Nos dio las indicaciones para llegar al mejor. Nos recibieron como príncipes. Había una boda y habían cerrado al público. Tal vez unos jóvenes nos consideraron invitados. Comi mos, bebimos, fuimos agasajados por todos. Durante dos horas sentí lo que aún puede proporcionar la fraternidad. No hubo exce sos ni de admiración al extranjero ni de simpatía servil, sólo calor humano y, sobre todo, alegría. Fue un placer ver bailar a una ju ventud que celebraba con sus cuerpos la auténtica consagración de la primavera. A las doce más o menos me retiré de la fiesta y leí unas cuantas páginas de The road to Oxiana de Robert Byron, una excursión a Afganistán en los años 30: “el más hermoso e inteligente libro de viajes, hay que considerar a The road to Oxiana como la obra de un genio” según Bruce Chatwin. A partir de entonces tengo muy pocas notas en mi diario, y las que hay no sirven para nada: “llovió esta tarde y me empapé los zapatos”, o “hace tantos grados de calor para dormir con pija ma”, o “conté las vigas del techo del cuarto y son veinte”. En el diario de Turkmenia registré sólo algunos detalles interesantes sobre la función de la ópera Aína en donde estuvimos al día si guiente y que tenía totalmente olvidada. Pero no quiero adelantar me. Al encontrar a Sonia en el desayuno lo primero con lo que me salió era que Enrique al final de la fiesta se quitó la máscara, aunque no del todo; me quedé petrificado, ¿habría revelado algún vicio o crimen? “¿Qué me dices?, ¿de qué máscara me hablas?” Me contó que Oleg había bebido en demasía y que antes de des pedirse hizo un brindis por los novios, como todos los invitados hacen en las bodas, pero se le pasaron las copas y la lengua, dijo que Enrique, a pesar de su grandeza, no quiso regresar a su país sin conocer esta república convertida de un desierto en un jardín Intervenciones / 13
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de Alá; desde que lo conoció en Tashkent lo único que le preocu paba era visitar Asjabad y conocer a sus pobladores. En el Festival de Cine del Tercer Mundo fue uno de los invitados de honor, no un invitado cualquiera. Oleg siguió explicándole a los novios, a sus padres, a todos los invitados algo de la carrera de Enrique, sus premios internacionales, sus coronas de laurel de oro, su gloria en fin. Cuando terminó el festival pidió a todos que respetaran su anonimato absoluto, exigía ser un ciudadano común para así co nocer con ojos limpios la ciudad. El aplauso fue estruendoso, todos se pusieron de pie algunos minutos. Enrique no sabía por qué le aplaudían, abrazaban y besaban, porque yo no podía traducirle lo que decía Oleg. Si quiere sostener su anonimato se lo respetamos. Le dije únicamente que en nuestro corazón estará para siempre. El prefecto de la ciudad, tío de la novia, dijo unas palabras de bienvenida a los invitados, los de cerca y los que habían llegado de lejos, y reconvino a Oleg porque ningún jardín de allí le perte nece a Alá sino a los obreros y campesinos de Turkmenia. Al final todos querían brindar con Enrique, la gente hacía cola para abra zarlo, algunos con lágrimas en los ojos. Yo me emocioné en esos momentos, pero ahora, en frío, me parece que Oleg hizo mal, fue una falta de honestidad, casi una canallada. “Si alguien quiere venir anónimo hay que respetarlo, no es un delito. Por detalles que parecen minúsculos se han creado equivocaciones muy desa gradables, ¿no cree?” En ese momento se acercó Enrique a nuestra mesa con enormes ojeras y rostro marchito. —¿Te dijeron cómo me trajeron anoche? Creía que me moría. Dime Sonia, ¿es cierto o un sueño etílico que una muche dumbre me trajo cantando en hombros? En el restaurante lo saludaron cálidamente, un fotógrafo me ordenó que no estuviera junto a él, quería fotografiarlo solo. Luego 14 / Sólo cuento
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un funcionario del Ministerio de Cultura nos recogió para llevar nos a ese bazar que me recomendó la directora en Moscú, que se organiza sólo en un día de la semana. Una hora después bajo un cielo insuperable se extendía una inmensa planicie que en la leja nía parecía algo como una nube de fuego. Al acercarnos más vimos que era la vibración del sol sobre los colores de las alfombras tendidas en el desierto, miles y miles y miles de alfombras desde diminutas hasta algunas inmensas; seguimos al lado de largas filas de camellos con quienes los tejedores del interior transportan sus productos y de lleno nos internamos; los mercaderes, hombres y mujeres, vestían todos los trajes regionales, una composición árabe y mongólica, que casi nunca vimos en Asjabad. ¡La Turk menia profunda! Las mujeres caminaban entre el laberinto de alfombras, mostrando sus alhajas, de las que sólo recuerdo piezas de plata con un aspecto arcaico, docenas de largos collares en el cuello y anchas pulseras desde la muñeca hasta los codos, se movían con pasos de danza, arqueando los brazos y cantando las virtudes y los precios de su mercancía. Los hombres, en cambio, paseaban hablando con voz muy baja, como si oraran, o hablasen consigo mismos, de repente algún viejo emitía un grito como de lobo, como un chacal. Había quienes vendían cántaros de leche de camella, otros circulaban con cacerolas de carnero un poco repugnante a la vista y al olfato. Los camellos estaban en línea al lado de depósitos de agua. Todos hablaban, gritaban, cantaban, desde los niños hasta los ancianos más deteriorados. Algunos clientes compraban al mayoreo, cargando por docenas de todos los tamaños en grandes camiones de carga. Yo detesto el xuido, las muchedumbres en los almacenes, los malos olores y sin embargo estaba extasiado. El mundo de la caverna y el del refinamiento se potenciaban en una energía y una armonía con la naturaleza que pocas veces había contemplado. Intervenciones / 15
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Con la ayuda de Sonia, adquirí tres alfombras, una grande y dos medianas y las tengo aún en mi casa de Xalapa, las veo ahora que escribo, conservadas tan perfectas como cuando salieron de los telares de Turkmenia. El funcionario del Ministerio de Cultura le preguntó a Enrique qué tipo de alfombras le habían gustado más, y él le dijo que era incapaz de elegir ninguna entre tantas maravillas, y entonces Sonia comenzó a darles la vuelta para averiguar qué tantos nudos tenían y la calidad de los hilos con que estaban cosidos, luego eligió dos medianas espectaculares. El chofer las recogió con las mías y las llevó a nuestro vehículo. El funcionario le dijo a Enrique que esas minucias eran un regalo del pueblo de Turkmenia, para que cuando estuviera lejos se acordara de nosotros, los turk menos, que hemos tenido el honor de haberlo recibido aquí. Regresamos por otro camino a la ciudad y nos detuvimos en un oasis donde nos invitaron a comer. En la terraza de un restau rante, al lado de un riachuelo y cercado de arbustos cargados de orquídeas, que no supimos de dónde salieron, había tres o cuatro amplias mesas redondas. Tan pronto nos sentamos apareció un enjambre de invitados, por lo visto artistas, funcionarios y acadé micos. A mis lados se sentó la pareja de maestros de literatura hispanoamericana; Enrique quedó sentado entre dos mujeres de aspecto inconcebible. Eran las dos divas más importantes de la ópera turkmena. No tenían edad, su maquillaje formaba una más cara, unas preciosas muñecas de porcelana vestidas con los trajes nacionales de sedas sumamente lujosas. Cuando hablaban, y ha blaban mucho, parecía que cantaran, como si cada palabra fuera un solo monosílabo; parecían pájaros y creaban un estrafalario contrapunto de ruiseñores y grajos. Mis anfitriones, los profesores, me pusieron al tanto de quiénes eran algunos de los invitados. Las cantantes de ópera tenían una categoría de emperatrices, capri chosas y poderosas, y a pesar de que la ópera turkmena tenía poco 16 / Sólo cuento
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público en relación a la ópera rusa, ellas tenían más importancia social, política y cultural por cuestiones de nacionalismo. En estos momentos, continuaron, están furiosas porque al día siguiente se celebran los veinticinco años de una ópera nacional, Aína, la pri mera cantada en turkmeno. Va a ser un magno acontecimiento, y esperaban a un cantante australiano o italiano muy famoso, era el invitado de lujo. Tenía que cantar las arias que lo habían hecho famoso. Se inquietan porque hoy debería ya de estar en Asjabad para ensayar con la orquesta de la ópera nacional. Poco después llegó un grupo de fotógrafos con un equipo de televisión muy aparatoso, encabezado por un joven turkmeno sonriente vestido a la italiana a quien todos saludaron muy cor dialmente y le hicieron cupo en la mesa. Es un director de cine, el mejor de esta república, me dijeron. La comida se convirtió como en un set cinematográfico. Por todas partes actuaban las cámaras, y eso paradójicamente hizo más natural y feliz el banquete; todos sonreían, ponían sus mejores posturas y ademanes y las divas es tuvieron soberbias de gestos, señas y movimientos. Terminado el té, subieron a un pequeño estrado adornado de guirnaldas y can taron un dueto que me recordó a los de la ópera de Pekín, y al terminar un escalofriante trino todo el mundo se puso de pie, se despidió sin dar la mano y cada quien se subió en sus vehículos. Me dirigí hacia Enrique que había estado en la parte opuesta de la mesa, pero no lo pude alcanzar, el director de cine lo tomó por un brazo y con el otro a Sonia y los subió en su coche. Llegué al hotel a eso de las cinco de la tarde, le escribí en una tarjeta que iría a descansar un poco, pero estaría en el bar hacia las nueve para salir a dar una vuelta y cenar en algún otro lado. Me tomé un café aborrecible como todos los que había bebido en el hotel, lo esperé y a las once, al ver que no llegaba, le dejé otra tarjeta en la recep ción para señalarle que estaría en mi cuarto, que me echara un Intervenciones / 17
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telefonazo tan pronto como llegara. Comencé a leer un libro in quietante sobre Gogol: The Sexual Labyrinth of Nikolai Gogol, de Simón Karlinski, e hice notas para la novela policiaca donde ese escritor ruso debía ser imprescindible; a las dos de la mañana decidí dormir; pensé que no le habían dado mi tarjeta a Enrique, o que llegó muy tarde para comunicarse conmigo. Me dormí en un instante, y no sé qué hora era cuando sonó el teléfono y una voz, la de Enrique, pero bastante maltratada, balbuceó que se sentía muy fatigado, que mejor nos veríamos mañana. Al día siguiente, cuando llegué al desayuno no encontré a Sonia. Pregunté por ella en la recepción y un empleado me infor mó que acababa de salir con el ciudadano Vlamata (sic), que lle garía al mediodía. Hice un paseo por la ciudad, volví al hotel, leí el libro de Karlinski, donde la conducta de Gogol me resultaba inconcebible, todo podría ser cierto, aunque las fuentes me pare cían endebles. Los que conocieron a Gogol sabían, o al menos intuían, que su sexualidad no era regular, unos pensaban que era impotente, por nacimiento o por efectos de una enfermedad vené rea en su adolescencia; otros, que masoquista, que homosexual, que comía excremento en exceso y sólo de hombres y mujeres de vientres voluminosos, y en los últimos años de vida, cuando era sólo un esqueleto cubierto de una piel espantosa, sus amigos, ya tan escasos, se habían hecho a la idea de que sus vicios lo estaban encaminando rápidamente a la muerte, pero de eso nadie podía hablarle, pues quienes lo trataron de hacer perdieron inmediata mente su amistad. El libro de Simón Karlinski destruyó tales conjeturas, maledicencias y vulgaridades. Después de una minu ciosa investigación, Karlinski se convenció de que la enfermedad final, la que lo llevó a la muerte, era la misma que determinan todos los biógrafos cuando tocan ese punto, murió paulatinamen te y con dolores extremos por mandato de un sacerdote, Matvei 18 / Sólo cuento
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Konstantinovski, su confesor, su padre espiritual, quien cuando lo tuvo en las manos se entregó a purificar la conciencia del pecador y prepararlo a una muerte cristiana y honorable. En una primera fase le exigió que repudiara a Pushkin y abjurara de él: “¡Convén cete de que él era un pecador y un pagano!” El enfermo se resistía a manchar a aquella figura a quien desde su juventud adoraba como un Dios. Pushkin fue uno de sus primeros lectores, el pri mero que advirtió la grandeza futura de Gogol desde los cuentos juveniles, le dio la trama para El inspector general, El capote y, ¡nada menos!, Las almas muertas. La pobre criatura débil y ate rrorizada fue vencida y abjuró de su ídolo; la segunda exigencia del inquisidor fue que maldijera a Pushkin, lo hizo; lo demás ya fue facilísimo, se sometió a penitencias extremas, no alimentar su cuerpo sino con agua para limpiarse de todas sus tenebras, azotar se tres veces por lo menos todos los días con un fuete con clavos en los extremos. Las perversidades que le colgaba la gente no existían; él era otra cosa que se llama necrófilo, un maniático sexual que ama a los cadáveres. Karlinski nos incita a pensar en su estudio que esa manía no era radical en él. Gogol jamás buscaría cadáveres en los hospitales, ni pagaría a esos siniestros personajes que desenterraban los ataúdes de los cementerios para que unos jóvenes oficiales y cortesanos hicieran orgías fúnebres con eso durante toda una noche, no, la necrofilia de Gogol era sumamente mitigada, espiritual, hasta piadosa, se enamoró en Roma de algu nos jóvenes, un pintor ruso que lo pintó desnudo, unos príncipes rusos enfermos, algunos jóvenes moribundos, algunas veces los besaría, pero el mundo entero sabe que los rusos besan a todos sus amigos y aun a los desconocidos, les haría suaves caricias como a hermanos menores, y en medio de la lectura de Karlinski advertí que era la hora de comer y bajé a la planta baja, pregunté por Enrique y Sonia, y me respondieron lo mismo, no habían llegado. Intervenciones / 19
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Me fui fastidiado al restaurante. No había nunca hablado en ese viaje con Enrique, mi traductora me había abandonado, me pare cía que era una descortesía, una grosería, una canallada. Posible mente tenían un affaire, pero para eso eran las noches, y traté de descubrir algún rasgo antiguo de egoísmo en mi amigo, pero nada encontraba, y eso me ponía de peor humor. De pronto vi a Sonia, con algunos periódicos bajo el brazo, dirigiéndose a mi mesa, acompañada de alguien que podría ser un príncipe asiático o un joven sheik de Hollywood: un alto joven con una camisola de una elegancia y un brillo resplandecientes, un tejido finísimo de rojos, morados, azules, solferinos y dorados, unos pantalones de cuero, y botines y un gorro de color de camello. Al acercarse me quedé perplejo, era y no era Enrique, por la voz y la sonrisa creí recono cerlo, pero de inmediato lo desconocí porque los ojos no eran de él. “¡Qué tal!”, me dijo, se dio vuelta a la mesa y caminó de un lado a otro con paso de húsar, hasta que se sentó y lanzó una car cajada inmensa. “Soy Ornar Tarabuk, a quien amasó con sus propias manos el mismo Alá, soy Mohamed Seijim, el que adoró a la hija menor del rabino de Cartago, soy Tahir, el nieto loco del califa de Córdoba. ¿Estás tonto, no me reconoces?” Y entonces apenas me sentí seguro de que aquel rostro era el de Enrique, maquillado espléndidamente, con ojos rasgados asiáticos y la piel de un moreno claro como los hombres del desierto. Sonia no co mería con nosotros, tenía un trabajo inmenso en la oficina, como siempre decía. Al quedarnos solos, Enrique comenzó a hablar, estaba sorprendido de esa acogida, “mira nada más qué ropa, estos tejidos salieron de las manos de la madre de todas las madres de las tejedoras de Asjabad, una mujer seguramente centenaria, me llevaron a su taller, la vi, una anciana muda, rodeada de una doce na de mujeres de todas las edades, todo es hilo de camello, tócalo. ¡No sé quién creen que soy yo! Ayer estuve con los cineastas en 20 / Sólo cuento
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los estudios, bebimos a morir, llegaron actores, bailarines folkló ricos, cantantes y unas muchachas rusas. El director, el que estuvo ayer en el banquete, me dijo que al verme le pareció que yo era Delon en Rocco, pero mejorado, lo descubrió en ese mismo ins tante, y añadió que él tenía una gran intuición: Todos querían que hablara del cine español, de mi carrera, y les dije lo que pude, sobre todo, la vertiente fílmica catalana y la mínima participación que he tenido en ella. Les expliqué a grandes rasgos lo que es Cataluña y su relación con España. Me parece que entendieron que era como la de ellos y su sumisión a los rusos. Les encanta ría hacer convenios fílmicos entre Cataluña y Turkmenia, es más, hacer algunas películas en común, creen que podría no ser muy difícil porque tienen petróleo y eso da bastante dinero. Bueno, te diré, algunas veces me aburro, yo no soy para esto. Hoy en la mañana me vinieron a despertar antes de las siete, ¡imagínate!, entraron con Sonia a mi cuarto, me sacaron de la cama, me vistie ron, me afeitaron y maquillaron. Para ellos tiene uno que estar todo el tiempo maquillado. Del hotel me llevaron al Ministerio de Cultura para saludarlo”. Me mostró los periódicos del día, uno en ruso y otro en turkmeno, y me enseñó sus fotografías, las que sa caron en la comida de ayer, luego siguió: “Mañana toda la prensa estará llena de fotos con mi nueva vestimenta, nunca me he sentido mejor que con esta ropa. ¿Te gusta? Hoy hay un festejo nacional, ¿te han dicho?, estamos invitados a una ópera turkmena, yo estoy rendido, pero es imposible no ir; hay que dormir un poco, ¿no?, antes de salir me volverán a maquillar”. Estaba radiante, nunca ni después lo he visto así. Se movía como Rodolfo Valentino en El hijo del sheik. Cuando nos dirigimos a los ascensores sacó de una bolsa una tarjeta: “¿Conoces a este cantante? De ópera no conoz co a nadie, salvo a Caballé y Contreras”, y me pasó el papel: Ítalo Cavalazzari. “No, no lo conozco, le respondí, debe ser italiano; Intervenciones / 21
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yo conozco a casi todos los buenos, pero quizás sea uno nuevo, alguien que haya surgido en los últimos tiempos y todavía no tiene nombre fuera de su país.” “No ha llegado, sabes, hasta el presidente de la república está preocupado por su grosería. Pero no debe ser joven, hizo su carrera en Australia, donde ha vivido largamente, al menos eso es lo que me dijeron, en los últimos años se estableció en Alemania. ¡Qué cosas! Si a mí que no soy nadie me han acogido tan soberbiamente, cómo agasajarán a ese barítono.” Fuimos a pie a la ópera, a dos cuadras del hotel. La gente en la calle se paraba a admirar a Enrique vestido de turkmeno de lujo, seguramente creerían que sería uno de los artistas vestido de antemano. El edificio de la ópera y ballet de Asjabad era amplio y bastante destartalado como algunos viejos cines de mi infancia en las ciudades tropicales de México. Al entrar nos llevaron a la primera fila, un enjambre de jóvenes rodearon a Enrique pidién dole un autógrafo en sus programas. La ópera se llamaba Aína como su protagonista. Era la primera ópera en turkmeno, después de la Segunda Guerra. La historia estaba en la línea más ortodoxa del realismo socialista. La trama era simple, pero me entretuvo mu cho; una ingenuidad y un formalismo poético como en la ópera de Pekín, diluían el mensaje político. En mi diario escribí sobre Aína. Se trata de una tejedora, tiene un novio proletario, se aman y están por casarse, el director de la fábrica (que viste a lo occidental) son los tres protagonistas. El director de la fábrica más importante de la región es el archivillano de la pieza, está a sueldo de los capi talistas del extranjero y cada vez que puede bloquea los trabajos de la fábrica, incendia la producción, destruye piezas de las má quinas, roba el dinero de los sueldos, etcétera, y acusa a los mejo res obreros y más fieles. En uno de esos boicots el director acusa al novio de Aína, lo juzgan y están por condenarlo. Aína está deses perada, sus cuitas las canta bajo una monumental estatua de Lenin, 22 / Sólo cuento
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se logra desenmascarar al traidor y el final es feliz con un gran coro de toda la compañía. En los entreactos, Enrique se quedaba sentado para memo rizar unas notas, mientras Sonia y yo salíamos a fumar a la calle. “Me han pedido que diga unas palabras de agradecimiento y lo voy a hacer con verdadero gusto”, hacía una pausa y añadía: “Pero lo malo es que no sé hablar en público, y puedo quedar en ridículo”. Sonia nos había dicho que al final de la ópera hablaría el ministro de Cultura, el director de la ópera y algunos invitados, todo sería rá pido, los invitados, como él, tendrían nada más dos o tres minutos. Yo había dejado de ver a Enrique varios años, creo que lo dije. Cuando lo trataba era casi siempre con amigos cercanos, él hablaba poco, era muy introvertido, pero muy educado y agrada ble, eso sí. Yo había leído su primer libro, Mujer en el espejo contemplando el espejo, un ejercicio de estilo como le dijo Héctor Bianciotti. Estaba entonces muy lejano de sus magníficas y excén tricas novelas ejemplares que vinieron después: Historia abreviada de la literatura portátil, Hijos sin hijos, Bartleby, una obra maestra, El mal de Montano. El Vila-Matas de Asjabad me asombraba cada momento. Cuando subió al estrado y saludó a los funcionarios importantes, a los cantantes y al público estaba imponente, trajea do con las prendas turkmenas, el rostro aún más asiático, sobre todo por el rasgado más horizontal de sus ojos producido por un juego de líneas negras que corrían hacia las sienes. Más que la elegancia me sorprendió la precisión de su elocución. Se puso de pie, dio las gracias a las autoridades y a los nuevos amigos hechos en Asjabad. Deseaba antes que nada deshacer una comedia de equivocaciones que sembró un periódico matutino; aparecieron unas declaraciones que él no había hecho; jamás dijo que quería actuar próximamente en un film en Turkmenia. Sobre todo porque él no era un actor. Se sentía muy cercano del cine, por eso mismo Intervenciones / 23
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viajó al festival cinematográfico en Tashkent, y allí aparecieron por casualidad unas fotos de él en unas películas hechas por ami gos. Su trato con el cine había sido como crítico. Lo que declaró a la prensa era una promesa de hacer todo lo posible para que las conversaciones con la gente del cine de Asjabad se convirtieran en realidad, e hizo elogios de mucho de lo que había visto en tan pocos días y se iba agradecido y cosas así. El aplauso fue largo y estruen doso, pero advertí que nuestros vecinos de la primera fila, los invi tados importantes, no aplaudían sino que ponían cara de palo y en los palcos donde estaban el gobernador, el ministro de Cultura y los funcionarios poderosos parecía que les hubiera caído un chubasco de agua helada, no sé si por lo que había dicho Enrique o la envidia de la recepción delirante del público. De repente, en la gran puerta de la sala se oyeron ruidos y gritos bastante destemplados. Aparecieron los guardianes de uni formes y se movieron rápidamente por todo el teatro. De momen to se abrió un poco la puerta y entró corriendo una mujer de media edad, despeinada, vestida estridentemente, con un zapato en el pie y otro en la mano golpeando a un policía que la detuvo, mientras que detrás de la puerta semiabierta se oían unos aullidos que pa recían aquella vieja canción napolitana Torna a Sorrento. Sonia nos contó después que el escándalo lo habían suscitado el barítono Ítalo Cavalazzari y su mujer porque a fuerza querían entrar a la sala de ópera en un estado de ebriedad imposible y por eso no les permitieron el acceso. Le preguntamos a nuestra traductora si no iba a haber un festejo para celebrar el aniversario de Aína. “Aquí la gente duerme muy temprano, tiene que trabajar desde la ma drugada”, respondió, y no quisimos recordarle la fiesta de boda que terminó hasta la madrugada y la de la noche que pasó Enrique con los cineastas. Enrique se desprendió de los periodistas y fotó grafos y de firmar autógrafos con cara radiante. “Voy a presentarte 24 / Sólo cuento
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pasado mañana en la universidad, me invitaron los maestros”, me dijo al terminar la cena en el hotel. Del día siguiente no recuerdo nada. En mi diario no hay más que unos cuantos renglones poco entendibles: “hay algo tenso en el ambiente”, o “nos han hecho un círculo de hielo”. “Enrique dice que me estoy poniendo paranoico.” “En un periódico hay una buena foto de Enrique, pero no se reprodujeron las palabras dichas en el teatro.” Sonia nos había abandonado casi todo el día; cuando le pedimos que nos tradujera las líneas debajo de la fotografía, leyó: “un sujeto español ha llegado a Asjabad para presentar al agregado cultural de la Embajada de México en la Universidad de Turkmenia”... Esa noche vimos a Oleg en el hotel, nos saludó como esquivándonos, decía lo mismo: tener mucho trabajo. —Es indispensable que estemos en el restaurante a las nueve de la mañana. Es urgente. Ten tus maletas dispuestas para ir al aeropuerto —fueron sus últimas palabras. Creíamos que era una broma. —Será mañana, porque daré una conferencia en la Univer sidad y a Enrique lo invitaron para presentarme —le expliqué, creyendo aún que era una broma. Ni siquiera me tomó en cuenta. Sólo dijo que volaría con él hasta Kiev; seguiría después hasta Frankfurt, donde tomaría la conexión con Lufthansa para Barcelona. —Enrique es mi invitado y pasará todavía algunos días en Moscú. —Imposible. Vean el visado, allí está la fecha de salida. Tendrá que salir del hotel dentro de tres horas. No pudimos hacer nada. Subí con Enrique a su habitación para hacer las maletas, y al bajar al vestíbulo oímos unos gritos es pantosos que trataban de convertirse en canto, era nada menos Torna a Sorrento: Intervenciones / 25
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Vedi il mare di Sorrento che tesori ha nel fondo...
Era un hombre viejo y gordo con la ropa sucia y descuidada, llevado por dos guardianes del hotel hacia la puerta. Sonia me explicó: “desde hace horas, cuando abrió el restaurante, ha venido a molestar. Es el cantante que hizo el escándalo en la ópera. Es un majadero, lo esperábamos con una gran ilusión, dicen que es un barítono extraordinario, y mire cómo nos ha tratado. A él y a su mujer, todo el tiempo borrachos, los colocaron en un hotel de más categoría. Si se burló de la celebración de la ópera no tienen por qué instalarlo en un hotel mejor. Tres horas después salimos los cuatro al aeropuerto. Todos estábamos consternados. Casi no había hablado con Enrique, ni qué hace ahora en Barcelona, ni qué se propone hacer. Seguirá escribiendo, espero. En el aeropuerto nos acercamos a una venta nilla, la de salida a Kiev. Oleg arregló todo, el equipaje que era enorme, le dio a la empleada el pasaporte y el boleto aéreo. La empleada, con mal humor, le devolvió los documentos y gritó: “Está usted equivocado, compañero, ésta no es la ventanilla adecuada, el pasajero viaja a Moscú y no hoy sino mañana a las catorce horas. ¿No sabe usted leer? Yo entendí todo el ruso. Oleg sacó de su chaqueta otro pasaje y se guardó el que le dio la em pleada. Insistí en ruso que mi amigo iría conmigo el día siguiente, le mostré mi tarjeta de diplomático. Llegaron varios funcionarios del aeropuerto. Sonia, muy tensa, me alejó un poco y me insinuó que le podría ir peor a Enrique, y que yo no podría hacer nada. Oleg hablaba con la empleada y Enrique. Cuando regresamos a la ventanilla, Enrique había consentido en partir, se excusó por el lío en que me había metido y en ese momento, cuando nos dábamos un abrazo de despedida oímos la misma voz tenebrosa: 26 / Sólo cuento
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Vedi il mare di Sorrento che tesori ha nel fondo chi ha girato tutto il mondo non l’ha visto come que...
¡El gran Cavalazzari! Viajaba en el mismo vuelo en el que volaría Enrique. En la noche, al llegar a la Universidad me quedé sorpren dido. Me esperaba la rectora y un amplio grupo de maestros en torno de ella, la mayoría mujeres, y además una infinidad de estu diantes, la mayoría rusos, también casi mujeres. Nunca había yo visto tanto público en mi vida, me sentía una figura de rock-androll frente a una multitud de jóvenes; con gestos, ademanes, risas y codazos. Me entró angustia. Estaba seguro de que a esas muche dumbres no les diría nada El Periquillo Sarniento, ni tampoco Fernández de Lizardi. ¿Cómo concebirían los últimos años de la Nueva España, los problemas, la tensión que tenían los criollos que ya percibían los aires de la Independencia? Sí, estaba más que seguro que sería un fracaso total. Pasamos al anfiteatro de la Universidad. Uno de los profe sores me acompañó, hizo una breve presentación al público de mi obra y la de Fernández de Lizardi, y al comenzar mi conferencia oí un grito salvaje: ¡Vlamata! ¡Vlamata!, al instante era ya un rugido. El maestro trató de acallar a la multilud. Le fue imposible. Durante diez minutos fue una revolución, tiraron los asientos, lanzaron tinteros en las paredes, a mí me dieron en la cara con una fruta madura del tamaño de una papaya, que me supo a pulque. Al poco llegó la policía. Sólo catorce personas se quedaron a oírme, me salté casi la mitad de páginas, cuando llegué al final nadie aplaudió, ni hizo una pregunta, ni emitió una palabra. Salí solo al hotel. Por fortuna a la madrugada salí al aeropuerto y a la media Intervenciones / 27
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mañana estuve en mi departamento de Moscú. Dos semanas des pués recibí una carta de Enrique: Calificaba ese viaje como un espejismo, sólo sabía que había algo de cierto cuando se ponía las prendas regaladas por la madre de las madres de los telares de Asjabad. “El viaje fue pésimo, me sentaron en compañía de esos monstruos, el barítono de marras y su horrenda frau. De Asjabad a Kiev me hablaron todo el tiempo en alemán, que no entiendo. De Kiev a Frankfurt ella masculló un papiamento atroz entre italiano y francés; lo poco que entendí es que el gran barítono cantaba algunas pocas veces en un restaurante de un pueblo, cuyo nombre no entendí, cerca de Frankfurt. Pero lo peor fue que al cambiar de aviones los maravillosos tapetes que me regalaron en el bazar del desierto se quedaron en el aeropuerto de Frankfurt porque el exceso de peso costaba un dineral que yo no tenía.” También yo lo recuerdo como espejismo. No sé qué infor mes enviaron de Asjabad al Instituto de Colaboración Cultural Soviético-Latinoamericano, porque jamás volvieron a invitarme para presentarme en ninguna universidad soviética.
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Vicente Leñero
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Vicente Leñero (Guadalajara, 1933). Es uno de los mejores escritores mexicanos en activo, con casi medio siglo de labor literaria. Y suele permitirse la rara costumbre de la modestia: “Yo quiero ser honrado conmigo mismo [...] Mi imaginación no ha sido mi fuerte como escritor. No se me ocurren muchas historias como a otros escritores”, confesó hace poco al recibir la Medalla Salvador Toscano Al Mérito Cinema tográfico. La voz adolorida, Estudio Q, Los periodistas, Los albañiles (Premio Biblioteca Breve 1963), La gota de agua y La vida que se va son algunas de sus novelas. También es un destacado dramaturgo: Pueblo rechazado, El evangelio según Lucas Gavilán, La mudanza, Alicia tal vez o Nadie sabe nada, son obras que plantean originales formas escénicas. Su tarea como guionista ha sido fundamental para el cine mexicano: Los de abajo, Cadena perpetua, La ley de Herodes, El crimen del padre Amaro y Fuera del cielo, son algunas de las películas que han surgido de su pluma. Además de su incansable labor periodística (es autor de reportajes como Asesinato. El doble crimen de los Flores Muñoz, Talacha periodís tica o Los pasos de Jorge, itinerario teatral de Jorge Ibargüengoitia), también ha escrito cuentos. Su más reciente volumen al respecto, Gente así, del que ofrecemos “A la manera de O’Henry” en esta antología, es una inmejorable muestra de su maestría en el género. Y habrá que hacerle justicia: aunque él opine lo contrario, posee una imaginación prodigiosa y sin igual, capaz de separar la realidad en sus múltiples pliegues para darle forma de novela, cuento, crónica o teatro.
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A la manera de O’Henry
Valentín Patiño era un albañil pendenciero y cabrón que trabajaba como fierrero en las obras del segundo piso del Periférico. Nunca, nunca, comience un cuento de este modo, querido escritor —diría O’Henry—. Difícilmente puede concebirse un principio peor. Además del empleo de la palabrota cabrón —intolerable, según O’Henry—, la voz narrativa comete el error de condenar de entrada al supuesto protagonista de la historia. Debe usted dejar que sea el lector quien emita su propio juicio después de conocer las acciones que realiza Valentín Patiño. Son únicamente las ac ciones y los dichos los elementos por los cuales se puede decidir si el personaje es o no un mal tipo. Empezaré entonces de otra manera. Vamos a ver. Valentín Patiño llegó a su casa bamboleándose. Vivía en una hu milde construcción de tabiques prefabricados y láminas de cartón como techo, levantada por él mismo y ayudado por su compadre Gabito en una colonia de paracaidistas, allá por las barrancas de Mixcoac. Empujó la puerta de fierro —que se atoraba a cada rato por culpa de las bisagras mal soldadas—, y luego de entrar y cerrar Intervenciones / 31
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escupió un viscoso gargajo. Sacudió la cabeza. Se frotó con el dorso de la mano las babas que le escurrían de la boca. Tal vez O’Henry vería mal los excesos de esta descripción. Basta con dos o tres datos significativos para situar el lugar de la acción —escribió alguna vez—. El amontonamiento de detalles abruma y distrae al lector. A reserva de corregir el párrafo, prosigo: Aniceta volvió apenas la cabeza cuando entró su marido. En realidad, Valentín no era su marido. Se había arrejuntado con él luego de que se le murió de tifoidea su mocoso de dos años y de que enseguida la abandonó Gabito el cacarizo: ése sí, marido por el civil y por la Iglesia. Los dos hombres, Gabito y Valentín Patiño, eran amigos, compadres y albañiles de oficio, fierreros ambos. Pero en el mo mento de abandonar a Aniceta, Gabito renunció a su chamba de tantos años y dejó las obras del segundo piso del Periférico para tratar de cruzar la frontera como indocumentado, por Mexicali. Si Gabito logró cruzar o no cruzó es cosa que ni Aniceta ni Valentín sabían. Nada sabían ya del paradero de Gabito, ni siquiera hablaban de él por el incidente ocurrido en el pasado, cuando el mocoso de Aniceta y Gabito vivía sano y feliz. El incidente en cuestión —para contarlo de una vez— con sistió en que una noche en que Gabito se vio obligado a trabajar turno doble en el tramo Las Flores Altavista, Aniceta se empezó a calentar y a calentar en su casa con las palabras engañosas que le decía su compadre Valentín, con una botella de aguardiente de por medio. Y en menos de que se suelda un perno a una vigueta de sostén, el perno del canijo Valentín se hundió en la entrepierna de Aniceta con la contundencia de una llamarada de soplete. 32 / Sólo cuento
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No sé que pensaría O’Henry ni qué pensarás tú, generoso lector, después de estas parrafadas de antecedentes. Se me ocurrieron, como toda la historia, en el momento mismo de escribir. Y eso está mal porque antes de sentarse a la máquina —ha dicho O’Henry—, uno debe conocer de principio a fin la historia por contar. Por eso, porque no estoy muy seguro de haberme dado a entender, puntualizo. Estábamos en que Aniceta fue mujer legítima de Gabito, en que Gabito abandonó a Aniceta, y en que luego de abandonada, Aniceta se arrejuntó con Valentín Patiño, quien es el protagonista del cuento. Por lo que hace a la acción presente, estábamos en el mo mento en que Valentín llegó bamboleándose a su casa, en que escupió un viscoso gargajo y en que se limpió la boca babeante con el dorso de la mano. Aniceta volvió apenas la cabeza cuando entró el hombre con quien vivía arrejuntada. La mujer se hallaba frente al fogón, calentando los tlacoyos que bajaba a vender en el lindero donde la colonia de paracaidistas se avecindaba con el barrio de Ameyulco. Cuando no vendía todos los tlacoyos, recalentaba los sobrantes y los daba de cenar a Valentín —también a Gabito, antes—. Si había tenido suerte de agotar su mercancía, entonces le preparaba quesadillas de huitlacoche o tacos de frijoles refritos y chiles cuaresmeños. Valentín comía poco, la verdad; prefería llegarle a las chelas que guardaba celoso en una heladera o al aguardiente a pico de botella. Bebía mucho, mucho, Valentín Patiño. Antes no. Antes, a la hora en que él y Gabito regresaban del trabajo, Gabito lo invi taba a su casa de Ameyulco —donde nació el chamaco, donde se gestó la traición de Valentín y Aniceta— y el compadre del alma, es decir, Valentín, aceptaba a lo mejor un solo trago de aguardien Intervenciones / 33
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te, se comía un par de tlacoyos y temeroso de que se le fueran los ojos tras las nalgas de Aniceta, se despedía rapidito. Rumiando malos pensamientos sobre la mujer de su amigo, Valentín trepaba luego la vereda hasta donde empezaba a construir entonces su casita de tabiques prefabricados y láminas de cartón: ésta, donde ahora se encuentra Aniceta recalentando los tlacoyos para la cena de Valentín Patiño. Apenas volvió la cabeza Aniceta cuando entró Valentín bamboleándose y se dejó caer sobre la silla de madera y bejuco. De sopetón asentó el hombre su trasero como si regresara agotado del trabajo, más bien del largo trayecto hasta su casa: dos horas en lo que caminó a la parada de peseros, en lo que esperó al maldito camión atiborrado, en lo que sufrió el interminable recorrido entre empujones, en lo que batalló a codazos para salir, bajar de un brinco y agarrar camino a pie hasta las barrancas de Mixcoac sin detenerse, o deteniéndose, ya ni modo, en el tendajón de don Po lito para echarse un aguardiente con los cuates de siempre. Ahí se daba la conversa, el chisme, el albureo cuando no las preguntas insidiosas: el qué has sabido de Gabito, ¿ya cruzó pa California?, o también las pullas maledicientes que lo hicieron esa noche le vantarse porque El Mocos algo dijo, el muy cabrón, sobre Anice ta y su tenderete de tlacoyos: risa y risa la canija Aniceta con su prima la Rosario y un tal Paco, la otra tarde, cuando a ti te enjare taron turno doble —¿si te acuerdas, Valentín?— y ya ni modo que llegaras a dormir. Mucho coraje le dio a Aniceta ver que su hombre llegaba otra vez cayéndose de borracho. No se fue Valentín a tirar directo al catre, como casi siempre, a babear y a dormir la peda. Se quedó ahí cerquita sentadote y mudo hasta que un eructo, como gemido de toro, tronó contra las láminas de cartón y rebotó en la piel chinita de Aniceta. 34 / Sólo cuento
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—¡Pinche trabajo! —rugió Valentín. —¿Quieres cenar? —preguntó Aniceta. O’Henry aplaudiría sin duda: ya estamos en la acción. Pero antes de aceptar el aplauso necesito ofrecerte una disculpa, atento lector, porque tal vez sepas nada o muy poco de este O’Henry al que me he venido refiriendo desde el principio del cuento. Si lo conoces, si lo has leído, puedes ahorrarte los siguientes párrafos. O’Henry nació en California del Norte, Estados Unidos, en 1862, y murió de cirrosis —era un alcohólico irredento— en Nueva York, en 1910, a los cuarenta y ocho años. Antes de convertirse en “uno de los grandes maestros del cuento corto” —como lo califica su antologador, el español Juan Ignacio Alonso— trabajó como peón de rancho, como dependiente de una drugstore, y finalmen te como cajero del First National Bank de Austin. Su sed alcohólica o su cotidiano contacto con los billetes verdes impulsaron un día a O’Henry a extraer, para su propio provecho, una considerable cantidad de dólares. El banco detectó el robo y a él le entró pánico. Sin avisarle a su esposa, la sufrida Athol Estes Roach —con quien tenía dos hijos—, O’Henry huyó a Nueva Orleans y de allí se embarcó a Honduras. Anduvo dos años prófugo hasta que se enteró de que su esposa estaba agoni zando. Regresó a verla morir y lo agarraron. Lo sentenciaron a cinco años de cárcel. Aunque ya había escrito cuentos humorísticos para The Rolling Stone —un semanario que fundó él mismo en Austin y resultó un fracaso—, fue en la cárcel donde el norteamericano empezó a escribir en serio. No quería firmar sus cuentos con su nombre, William Sydney Porter, porque se sentía un proscrito. En busca de un seudónimo se acordó del gato de su casa, un animal travieso de cuyas diabluras se quejaba a cada rato la familia: ¡Oh, Intervenciones / 35
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Henry!, ¡Oh, Henry!, decían. Y William Sydney Porter se convir tió en el escritor O’Henry. —¿Quieres cenar? —preguntó Aniceta. Valentín negó con la cabeza. Volvió a escupir sus gargajos y a limpiarse la boca con el dorso de la mano. Miraba a Aniceta como si quisiera trepanarla la nuca. —¡Eres una puta! —gritó. No era la primera vez que el fierrero la insultaba con la misma palabrota, así que Aniceta permaneció de espaldas, vuelta y vuelta a los tlacoyos en el comal. —¡Puta! Aniceta giró en redondo y lo miró por fin. Valentín se man tenía de pie, balanceándose como un muñeco de cuerda y tratando de conservar la vertical. Los ojos inyectados. Las babas, que en sus arrebatos de beodo emplastaban los cachetes y el cuello de su vieja cuando trataba de besarla, le escurrían ahora por las comisu ras de sus belfos. —¡Te metiste con el Ojitos! —¡No es cierto, cabrón! —Y con el pendejo de Paco. ¡No mientas, puta, me lo aca ban de contar! En ese momento, Aniceta se dio cuenta de que ocurriría lo de siempre, lo inevitable. O’Henry sostiene que el escritor no debe adelantar nunca lo que va a ocurrir en una historia. Y habría que hacerle caso. Lo mismo a su recelo contra el abuso de las palabrotas, ya lo dije. Los cuentos que hicieron famoso a O’Henry son pulcros, delicados. Aunque sus personajes sean de condición humilde, derrochan decencia, y si el escritor se ve obligado a utilizar a un vago o a un miserable como 36 / Sólo cuento
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protagonista, lo hará hablar correctamente, incluyendo si acaso, por supuesto, un par de términos coloquiales del argot popular. Por buena conducta —no hacía más que escribir—, a O’Henry le conmutaron la pena. Salió de la cárcel después de tres años y se fue a vivir a Nueva York, donde el New York World le encargó escribir un cuento a la semana para la edición dominical. Esos cuentos, que redactaba puntualmente, con una botella de whisky al lado, le hicieron ganar más dinero, mucho más, que el ganado por sus antecesores: Poe, Mark Twain, Saroyan, Jack London. En calidad literaria no está a la altura de ellos ni de los grandes que vinieron después —Hemingway, Salinger, Carver—, pero lo sor presivo de sus tramas, el factor azaroso, la habilidad para atornillar las vueltas de tuerca, todo dentro de una narrativa muy apetecible al gran público lector, le dieron una fama universal que compartió —según los críticos— con su contemporáneo inglés: Somerset Maugham. Ambos, no en balde, incluidos frecuentemente en Se lecciones del Reader’s Digest. El primer trancazo fue lanzado con el revés de la mano izquierda, pero Aniceta logró girar a tiempo la cabeza y el golpe de Valentín sólo alcanzó a escocerle el maxilar. Luego vino el empellón. Como un toro, Valentín embistió su cuerpo contra la mujer y ella recibió el encontronazo frontalmente, sobre su vientre em barazado. Cayó hacia la derecha, encima del fogón, arrastrando consigo el comal de los tlacoyos y derrumbándose luego en el piso de tierra. Allí empezaron las patadas, una tras otra, una tras otra, con las puntas de los tenis convertidas en punzones de un taladro que magullaba sus pechos, su cuello, la cara que Aniceta trataba de proteger con las manos. Jadeante, siempre fúrico, Valentín contu vo las patadas y con ambas manos levantó a Aniceta de un envión; Intervenciones / 37
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la prensó de la ropa con la izquierda, mientras extendía hacia atrás el brazo derecho obligando a su codo a servir de gozne. Desde ahí, igual que si estuviera en un ring, soltó con el puño cerrado un recto brutal contra el pómulo de la mujer. Aniceta cayó como un costal, sangraba. Una guacareada apestosa brotó de las fauces de Valentín. Tuvo que detenerse por instantes de la pared, cerca de los jarros y los trastes que rodeaban el fogón. Luego retrocedió de espaldas, tambaleante, hasta dejarse caer bocarriba sobre el catre. Era Va lentín el que parecía el noqueado, inconsciente en la lona de una arena de box. Una fotografía tomada en los tiempos de gloria de O’Henry —fueron diez años los que lo hicieron sentirse el mejor escritor de Estados Unidos— lo muestran posando ante la cámara cual un dandy del continente americano. Se parece un poco al Hemingway de 1937 o a un Anthony Hopkins cuarentón. Sus ojos hundidos de importancia; el cabello en ondas peinado con raya en medio y la cabeza apoyada apenas sobre los dedos encogidos de su mano derecha. Presume un saco oscuro de amplias solapas. Un cuello postizo, de blancura almidonada, se abre apenas para exhibir el nudo de una corbata en cuyo vértice brilla un fistol redondo. La corbata se pierde un poco más abajo detrás del chaleco. El bigote de O’Henry se antoja delineado por un peluquero experto: espeso bajo las aletas de la nariz y con las puntas levantadas para formar dos arcos simétricos, impecables. Se sabía guapo el exitoso O’Henry. Tanta era la cercanía de O’Henry con su público invisible, que en algunos de sus cuentos se permite dirigirse familiarmente a sus lectores. Utilizando el querido lector, el le ruego al lector que tenga en cuenta, el comprenderá el atento lector, suele interrumpir 38 / Sólo cuento
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el discurso narrativo para deslizar, a veces, cápsulas didácticas sobre sus teorías literarias. Todo como un juego. Aturdida, sangrante de la nariz y de la boca, Aniceta se irguió con dificultad. Le punzaba la quijada como si estuviera rota y la pier na derecha parecía incapaz de sostenerla. Nunca antes había reci bido una tranquiza de tamaña brutalidad. Nunca antes había sentido, brotándole desde los adentros, esa rabia que se le atoraba en el cogote, ese sentimiento de humillación y de rebeldía, ese odio contra el hijo de su rechingada madre. Ahí estaba Valentín, perdido de la mente en el catre, ahoga do por la borrachera. Aniceta lo miró largo rato mientras los lagrimones le escu rrían por los pómulos: se llenaban de sangre, de mocos, de tierra. Sobre el piso del cuartucho redondo se esparcían los tlaco yos, y las manchas de salsa eran una herida más en el suelo. Desde las barrancas llegaba como un aliento alegre la música de una canción ranchera emitida por un radio en despiste. Ladraban los perros de todas las noches. Cojeando, bufando, Aniceta avanzó hasta el rincón donde Valentín amontonaba sus triques de trabajo: una caja de herra mientas, un soplete en desuso, un martillo, un rollo de alambre. Algunos trozos de varilla corrugada, residuos de las que sirvieron para levantar los castillos de aquella construcción, se erguían en una esquina apoyados contra la pared. Aniceta tomó una de las varillas. Caminó hasta el catre. Empuñó el trozo de fierro como si fuera una lanza y lo encajó de punta, con todas sus fuerzas, henchida por el dolor y la ira, en el vientre de Valentín. El cuerpo del hombre se sacudió como un sapo, acompaña do en el espasmo por un alarido horrísono. Los ojos brincaron. Intervenciones / 39
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Valentín despertó, y despierto, sofocado entre el dolor y el pánico y la pesadilla, recibió el segundo estoconazo, el tercero, el cuar to… todos los que logró descargar Aniceta hundiendo y extrayen do el trozo de varilla corrugada sin detenerse a pensar lo que hacía, sin dar tiempo a que Valentín se defendiera y luchara contra la muerte que le llegó en forma de vómito y lo entiesó para siem pre luego de las convulsiones y el reguero de sangre y los ruidos agónicos de la panza y los quejidos que se revolvieron con ese ronco estallido del final. Aniceta soltó el fierro. Retrocedió. Se apoyo contra la pared. Su espalda fue resbalando poco a poco hasta dejar a la mujer de nalgas, llorando. En su prólogo a los Cuentos de Nueva York, el español Alonso dice algo muy bonito de su antologado: “En los cuentos de O’Henry prevalece una visión positiva del ser humano, inmerso en una realidad diaria muchas veces alienante y gris, pero en la que siempre existe un resquicio para el amor, la amistad, la ventura o la esperanza.”
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Enrique Serna
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Enrique Serna (ciudad de México, 1959). Aunque sus novelas han sido premiadas y suelen gozar de gran éxito de ventas, los cuentos de Enrique Serna, de factura perfecta, no han tenido la atención que se merecen: Amores de segunda mano y El orgasmógrafo. En ellos el autor concen tra sus mejores armas narrativas. Al comenzar el siglo xxi, se encargó de seleccionar una muestra de cuentos mexicanos, en cuyo prólogo apuntó: “Mientras la novela comercial es una alberca de agua tibia donde la mente puede nadar de muertito, los libros de cuentos exigen renovar el esfuerzo imaginativo al inicio de cada historia […] Si no hay recetas para escribir un buen cuento, tampoco existen argumentos só lidos para sostener que el relato de vanguardia es superior al cuento tradicional o viceversa. En realidad, el cuento es uno de los géneros li terarios más reacios a dejarse contaminar por las modas…” Es autor de las novelas Uno soñaba que era rey, Señorita México, El miedo a los animales, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura 2000), Ángeles del abismo (Premio Nacional de Narrativa Colima para Obra Publicada 2004) y Fruta verde, y de las crónicas Giros negros.
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La vanagloria
A Rosa Beltrán
Recibí la mejor noticia de mi vida en un momento de ofuscación y rabia contra el mundo. Había regresado a casa con mi gruesa mo chila al hombro, la camisa anegada en sudor, tan vapuleado por la dura jornada en el instituto, que apenas tuve fuerzas para levantar en vilo a mi hijita Natalia, y mientras le daba vueltas en el aire, con un júbilo artificial de padre modelo, me sentí un poco fuera de lugar en esa escena de felicidad hogareña, como un actor suplente a quien le toca representar un papel aprendido de oídas. No soy un misántropo ni un enemigo de la familia. Adoro a mi hija y por ella me parto el alma dando seis horas diarias de clase. También amo a Toña, mi mujer, que estaba lavando trastes en la cocina y vino a besarme con las manos chorreando jabón. Alegre, coqueta, apasio nada, su calidez afectiva es el contrapeso ideal para mi neurosis y en cinco años de matrimonio, jamás hemos tenido un pleito que no pueda resolverse en la cama. Pero qué le vamos a hacer: a veces el amor asfixia y no pude evitar una sensación de ahogo cuando mis dos tiranas se me colgaron del cuello, como si quisieran apretarme el nudo corredizo del cautiverio. Más vueltas, papi, quiero más, pidió Natalia y aunque nada me costaba complacerla, esta vez le dije que papi venía muerto de cansancio. Hoguera de las vanidades / 45
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Echado en el sofá con una cerveza en la mano, procuré anali zar en frío mi pugna laboral con el padre Dávalos, el subdirector de secundaria, un severo capataz de la enseñanza que me había cogido tirria desde mi llegada al instituto, y ahora, por sus lindos huevos, quería obligarme a fungir como prefecto en mis horas libres, el único momento de la jornada en que tengo un respiro para leer. Por haber defendido mi tiempo libre, esa mañana nos habíamos enzar zado en una discusión áspera: ya te lo echaste de enemigo, pensé, ojo con los retardos, de aquí en adelante empieza la guerra de golpes bajos. Y si te corre en mitad del año escolar, ¿dónde vas a conseguir chamba? Pinches padres lasallistas, muy hermanos de la caridad, pero cómo le chupaban la sangre a su personal. Miré con rencor la montaña de exámenes pendientes de revisión apilados en la mesita central de la sala. Qué humillante esclavitud, carajo. Yo no había nacido para esto, yo había venido al mundo para escuchar el ulular del viento en los acantilados más altos. Hasta me dieron ganas de salir a emborracharme solo en una cantina. Necesitaba fugarme de la realidad, sacudirme la herrumbre de los hábitos inmutables, cual quier cosa menos mirar de frente la mediocridad de mi vida. —Te llegó una carta de México —dijo Toña, secándose con el mandil. —¿Carta de México? —me levanté intrigado, pues tengo pocos amigos en la capital y no recordaba haberle escrito a ninguno. Sobre la mesita del teléfono había un pequeño sobre de color sepia. Por poco me voy de espaldas al ver el nombre del remitente: ¡una carta de Octavio Paz! ¡Y yo que había perdido la fe en los milagros! Seis meses atrás, animado por mi amigo Daniel Juárez, un editor de Durango que me dio la dirección del maestro, le había enviado por correo mi último cuaderno de poemas, Disparo en la oscuridad, con la remota esperanza de que se dignara leerlo. Dudé mucho antes de enviárselo, pues me parecía imposible que un escri 46 / Sólo cuento
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tor de su talla condescendiera a leer a un joven poeta de provincia. ¿Cuántos libros de prospectos como yo crees que reciba don Octa vio todos los días? le dije a Daniel, escéptico. Veinte o treinta, bajita la mano. De hecho, en la tertulia del café Leg-Mu se comentaba que la sirvienta de Paz sacaba del basurero muchas de las obras dedi cadas a su patrón y las vendía por kilo en las librerías de viejo. Pero Daniel me recordó que Paz era muy generoso con los jóvenes poetas, siempre y cuando lo fueran de verdad, y cuando alguno le gustaba, no vacilaba en darle su espaldarazo, como había ocurrido con dos batos norteños, Samuel Noyola y Roberto Vallarino. Mándale tu libro, hombre, total no pierdes nada y a lo mejor te sacas el premio gordo. Al parecer el sobre que tenía en la mano le daba la razón a Daniel. ¿Me habría leído don Octavio? Imposible. Quizá la carta fuera tan sólo un tardío acuse de recibo firmado por su secretaria. No quería hacerme ilusiones y sin embargo despegué el sobre al borde de la taquicardia. Apreciado Juan Pablo: La lectura de su cuaderno, una plegaria blasfema con ecos de música lunar, me confirma que la provincia mexicana sigue siendo un semillero de buenos poetas. Su disparo fecunda lo que hiere, como los venablos de Eros, porque tiene la fuerza de una verdad seminal. Usted todavía está buscando una voz, pero en sus tanteos descubre de pronto filones de oro que en pocos años, si se exige más precisión y abandona el versículo bíblico, dema siado farragoso, lo llevarán a los poemas de arte mayor. Antes de tomar la pluma, espere la germinación del silencio. Verá que así llega más lejos, sin saber a dónde va. Y recuerde que el don de la palabra es un compromiso para toda la vida. Su amigo, Octavio Paz Hoguera de las vanidades / 47
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Las grandes alegrías perturban la química del cerebro. Desdoblado en dos personalidades, contemplé desde las alturas a mi viejo yo, al miserable profesor de secundaria, y la súbita elevación me cortó el aliento, como si tuviera mal de montaña. Toña, mi mujer, que había leído la carta por encima de mi hombro, me abrazó llorando de alegría. —¿Ya ves, mi vida? Siempre te lo dije, eres un gran poeta. Destapó dos cervezas para festejar y me bebí la mía en si lencio, tratando de unir las mitades separadas de mi alma. Los elogios del maestro significaban un gran honor, pero también una tremenda responsabilidad. Desde mis primeros balbuceos poéticos, los versos de amor a mi prima Lidia, escritos a los 14 años, había creído escuchar el murmullo caricioso de una fuente secreta, que me marcaba una pauta de ritmos y cesuras. Yo no era el creador, sino el ejecutante de esa partitura compuesta por un numen ajeno a mi voluntad. Y desde entonces, toda mi lucha por dominar el lenguaje había consistido en cargar de significación esa música a la vez íntima y remota, como el niño que colorea un cuaderno para iluminar. Dicho en palabras de Rubén Darío, creía tener “algo divino aquí dentro”, pero dudaba de mi capacidad para tra ducir ese impulso en imágenes. La carta de Paz había disipado mis dudas: si él me armaba caballero en el altar de la palabra, debía responderle con una entrega total a mi vocación. Releí la carta seis o siete veces, como un niño goloso que se chupa los dedos untados de cajeta. Don Octavio me trataba como a un her mano, menor sin duda, pero hermano al fin. Y ni siquiera tenía la suerte de conocerlo en persona: mi libro lo había cautivado por sus propios méritos, sin necesidad de recomendación alguna. En la pleamar del orgullo, Toña y yo hicimos el amor hasta quedar exhaustos, pero esa noche la agitación mental me privó del sueño, y al día siguiente, atarantado por el desvelo, me las vi negras para 48 / Sólo cuento
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explicar el uso de los verbos pronominales a mis alumnos de Se cundaria, una recua de patanes idiotizados por los videojuegos. Por la tarde, después de revisar tareas, me fui a la tertulia del café Leg-Mu, el centro de la vida intelectual de Torreón, o mejor dicho, del cotilleo literario que la suplanta. En la mesa del fondo, Jaime Lastra, Enrique Dueñas y Mayra Velarde, los poetas más renombrados de la comarca lagunera, ganadores recurrentes de premios y becas, tomaban café orgánico chiapaneco entre una espesa humareda de cigarro. Los saludé de lejitos porque nunca me ha gustado hacer roncha con ellos. Jaime es un mal imitador de Eliot, a quien sólo ha leído en traducciones, Enrique confunde el hermetismo con la vacuidad y Mayra, la mejor del grupo, ahoga en una retórica insulsa los raros destellos de sus poemas eróticos. Difícilmente podrán salir del estancamiento, porque están hundi dos en la autocomplacencia y ya rebasaron la cuarentena. Pero eso sí: para la grilla política son unos genios y su club de elogios mutuos les ha permitido acaparar, desde hace quince años, los botines más codiciados de la subvención pública a las bellas letras. Preferí sentarme a prudente distancia, en la mesa de la terraza que ocupaban dos amigos de mi generación: el pintor Lauro Gómez y el cuentista Néstor Cabañas. Ambos pertenecen, como yo, al círculo de los artistas rechazados o marginales de la ciudad. Lauro tuvo que montar su primera exposición en un tugurio de la zona roja, porque la mafia local de las artes plásticas le cerró las puertas de todas las galerías, Néstor esconde sus cuentos en revistas estu diantiles, y yo me tuve que ir a Durango para editar mi Disparo en la oscuridad, porque aquí en Torreón, el Instituto de Cultura me tuvo tres años y medio en lista de espera, dándome largas por supuestas carencias presupuestales. Mentira: para publicar a los consentidos de la directora no les faltaba dinero. Sé muy bien que detrás de esa postergación eterna estaba la mano negra de Enrique Dueñas, Hoguera de las vanidades / 49
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el consejero del instituto, que me cogió mala voluntad cuando abandoné su taller de poesía, cansado de oírlo pontificar sandeces. Después de los saludos de rigor, Lauro nos puso al corriente de su última conquista, una señora de sociedad a quien se había tira do en su taller, cuando fue a posar para hacerle un retrato. Delgado como una anguila, con arracada en la oreja y el pelo recogido en una cola de caballo, Lauro siempre ha tenido mucho pegue con las mu jeres. Néstor se bebía sus palabras con la fruición del pobre diablo resignado a gozar vicariamente de las mujeres ajenas. A pesar de su prognatismo, el pobre no es del todo feo. Algunas morras hasta guapo lo ven, pero su patológica timidez lo ha condenado a una vejez prematura. Cuando la mesera vino a traer mi café, la charla derivó hacia el pantano de la política mexicana y una vez agotados todos los tópicos de interés general —cine, libros, futbol— aprove ché un silencio para soltarles la noticia que me ardía en la garganta. —¿Se acuerdan que hace tiempo le mandé mi libro a Octa vio Paz? Ambos me miraron con estupor y guardaron un silencio expectante. —¿A poco te leyó? —dijo Lauro. —No sólo eso: me escribió una carta muy elogiosa. —¿Te cae de madre? —exclamó Néstor, incrédulo—. ¿Neta neta? —La pura neta. Yo me quedé igual de asombrado que tú. —¿Y traes la carta? —La tengo en mi casa, pero voy a hacer una pachanga el viernes, y cuando vengan se las enseño. Convencido al fin, Néstor se levantó a darme un abrazo. —Caramba, hermano, qué chingón amigo tengo. —Felicidades, carnal, ya te fugaste del pelotón —dijo Lauro—. ¿Ahora quién te va a soportar? 50 / Sólo cuento
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Con el rabillo del ojo eché un vistazo a la mesa de los poetas mafiosos, que observaban las felicitaciones con una curiosidad hostil. Pobres chantres de aldea, pensé, cómo les va a arder el culo cuando sepan que tengo la bendición papal. Bastó con darle la noticia a mis dos amigos, para que en menos de tres días se difun diera por todos los mentideros culturales de la ciudad. Varios amigos ocasionales del medio literario, a quienes había dejado de ver años atrás, me felicitaron por teléfono y se autoinvitaron a la fiesta, entre ellos, Mayra Velarde y Jaime Lastra, que ahora, obli gados por las circunstancias, condescendieron a darme sus para bienes. Sólo Enrique Dueñas, mi único enemigo declarado, tuvo la franqueza de guardar un hosco silencio. El viernes por la tarde fui al súper a comprar las bebidas y los refrescos, mientras Toña esperaba en casa las sillas plegables que alquilamos para la fiesta. Llegué a casa como a las seis y media, ayudé un rato a mi esposa a preparar los bocadillos, luego me di una ducha, y al salir del baño, la toalla enrollada en la cintura, me quedé fulminado al ver una escena atroz: mi hija Natalia, trepada en el escritorio, estaba rayoneando la carta de Octavio Paz con un grueso marcador ne gro. Se lo arrebaté de un zarpazo, pero ya era tarde para impedir la catástrofe: llevaba un buen rato pintarrajeando la carta, enci mando tachones sobre tachones, y del manuscrito no quedaba una sola palabra legible. —¡Maldita enana! ¡Ya te dije que no juegues con mis papeles! Reprimí con dificultad mis ganas de golpearla, pero no pude evitar darle una zarandeada. —Suelta a la niña —Toña vino en auxilio de su hija—. ¿Estás loco o qué te pasa? —Mira lo que hizo tu nena consentida —le mostré el papel garabateado—. ¿Por qué chingados la dejas meterse al cuarto? Hoguera de las vanidades / 51
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—Estoy preparando los sándwiches —se defendió Toña, apretando a la niña llorosa contra su pecho—. No puedo ser coci nera y niñera al mismo tiempo. Examiné detenidamente la carta, con la vana ilusión de en mendar los borrones. Imposible: esos marcadores eran indelebles y Natalia había trazado un jeroglífico tan intrincado, que ni si quiera se alcanzaba a distinguir la firma del maestro. Desplomado en la cama, me sentí como un cisne trasladado de golpe a un in mundo charco. Al verme pasar del enojo a la tristeza, Toña dejó de consolar a Natalia para compadecerme a mí. —Tranquilo, mi amor, fue un accidente, no te lo tomes a la tremenda —me acarició el cabello. —Quería usar la carta para pedir la beca Guggenheim —la menté con voz de réquiem. —Pero si Paz quedó tan encantado con tu libro, no creo que te negara una carta de recomendación. Llámalo por teléfono y explícale lo que pasó. El sensato consejo de Toña no cerró del todo la herida, pero al menos contuvo la hemorragia. Ciertamente, el desaguisado te nía remedio, si contaba con la ayuda de don Octavio. Mañana mismo llamaría a Nuño Saldívar, un amigo periodista de La Jor nada, para pedirle el teléfono del maestro. Pero con la fiesta a punto de comenzar, el percance me colocaba en un grave predica mento social. Lauro y Néstor fueron los primeros en llegar. Venían de una comida etílica que se había prolongado toda la tarde y por fortuna, los dos parecían haber olvidado el motivo del festejo, porque hablaron largo rato de todo y de nada, sin mostrar el menor interés en mi epístola consagratoria. Entre íntimos hubiera podido contar abiertamente lo sucedido, pero a partir de las diez y media comenzó a llegar gente que me inspiraba menos confianza —ami gas de Toña, periodistas culturales, profesores del instituto— y 52 / Sólo cuento
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sus calurosas felicitaciones me causaron más recelo que orgullo. Para eludir molestos interrogatorios subí el volumen de la música. Pero mientras iba y venía de la cocina a la sala sirviendo tragos a las visitas, creí advertir que a pesar del ruido, la gente cuchicheaba a mis espaldas. ¿Advertían acaso que les estaba escamoteando algo? Los primeros tequilas de la noche me ayudaron a sobrellevar la situación, pero mi aplomo se desvaneció cuando llegaron los invitados más temibles, Jaime Lastra y Mayra Velarde, acompa ñados de sus respectivas parejas. Alta, huesuda, con una cara equina de institutriz inglesa, Mayra llevaba un conjunto negro de blusa y pantalón que realzaba la palidez de su rostro. Reprobó de un vistazo la pobre decoración de mi hogar y frunció el ceño cuando le ofrecí de tomar ron y tequila. ¿Nada de vino? No, discúlpame, aquí somos muy borrachotes. Entonces dame por favor una agüita mine ral. Se comportaba como una intelectual del círculo de Bloomsbury asistiendo a la fiesta de un camionero. Jaime, un cuarentón re choncho de pelo entrecano, con el bigote amarillento de nicotina, esquivó a los bailarines de salsa con un mohín de disgusto. ¿Qué espe raba el mamón? ¿Música clásica? ¿No era de buen gusto escuchar esos ritmos en una reunión de intelectuales? Con su actitud defe rente, ambos daban a entender que esperaban de mí una gratitud eterna por haberme conferido el honor de su visita. Los atendí con esmero, pues si bien los desprecio como poetas, no quería darles la impresión de haberme ensoberbecido por el reconocimiento de Paz. En el rincón de la sala más apartado del ruido, formamos un pequeño corrillo para hablar de literatura. Mayra acababa de leer mi Disparo en la oscuridad (con un año de retraso, claro) y reco noció su valía: —Me atrapó desde el comienzo la riqueza de tu lenguaje —dijo—. Ahora dosificas mejor las imágenes en vez de lanzarlas a borbotones y encuentras la palabra justa sin dar palos de ciego. Hoguera de las vanidades / 53
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En opinión de Jaime Lastra, mi gran acierto era haber elegi do como forma el versículo bíblico, justamente lo que Paz había considerado un defecto. —Lo mejor de tu libro es que no le pones diques al canto: al contrario, dejas respirar al poema, como si pronunciaras un oráculo en duermevela. Fingí sentirme halagado por sus comentarios, pero ¿quién podía tomar en serio la opinión de ese par de ojetes, que meses atrás no daban un quinto por mí? ¿Era un sapo convertido en príncipe por la varita mágica de don Octavio? Engañado por su falso compañe rismo, no pude sospechar que ambos habían venido a mi casa en calidad de inspectores. Lo descubrí demasiado tarde, cuando Mayra aprovechó un silencio del tocadiscos para preguntarme en voz alta: —¿Se puede saber a qué ahora nos vas a enseñar la carta? —Sí, queremos verla —la secundó Jaime. —De veras, ya enseña la carta, no te hagas rosca —exigió mi amigo Néstor desde la otra esquina de la sala. Por contagio borreguil, media docena de invitados ebrios clamaron a coro: ¡Que la enseñe, que la enseñe!, golpeando sus vasos con los tenedores, como si exigieran el pastel de una boda. Imploré con la mirada el auxilio de Toña, que estaba tan perpleja como yo. Hubiera querido correrlos a todos, pero no tuve más remedio que afrontar la situación. —Me encantaría enseñarles la carta, pero esta tarde tuve un accidente —confesé abochornado—. Mientras me daba una du cha, mi hija la rayoneó. —Pero se podrá leer algo —insistió Mayra. —Ni una línea –dije contrito —miren nomás cómo la dejó —y me saqué de la chaqueta el cuerpo del delito. —Qué barbaridad —se demudó Mayra—. De grande tu hijita va a ser terrorista. 54 / Sólo cuento
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Le entregué la carta y ella se la pasó a Jaime Lastra, que se aco modó los lentes bifocales para examinarla como un perito judicial. —Qué saña para borronear —dijo Lastra—. Parece una pin tura de Pollock. Pero te debes acordar de lo que decía, ¿no? —Más o menos —dije acorralado. —Pues cuéntanos, ándale —rogó Mayra. Los hijos de puta me estaban aplicando el detector de men tiras. Era ridículo y pretencioso referir los elogios de Paz, pero me vi forzado a incurrir en esa inmodestia, porque tenía clavados en mí los ojos de toda la concurrencia. —Decía que mi libro es una plegaria blasfema, que mis versos tienen la fuerza de una verdad seminal, que la provincia mexicana sigue siendo un semillero de buenos poetas y me reco mendaba esperar la germinación del silencio. —Qué maravilla —Mayra me palmeó la espalda—. Has de sentirte muy orgulloso, ¿no? En mi vida me había sentido más humillado. Por falta de un aval manuscrito, en mi boca las alabanzas del maestro sonaban huecas. Peor aún: parecían autoelogios. Y el escéptico silencio de los invitados indicaba a las claras que nadie me había creído. Toña debe de haber tenido la misma impresión, pues quiso respaldarme con una prueba documental. —No se puede leer la carta, pero el sobre está intacto, miren —y cometió la tarugada de mostrarlo a la concurrencia, como si el nombre del remitente bastara para cubrirme de gloria. No me defiendas, comadre, pensé avergonzado, mientras el sobre circulaba de mano en mano. Con la aclaración no pedida de Toña, los incrédulos tendrían más motivos para abrigar suspica cias. Me apresuré a cambiar de tema, pusimos una tanda de discos de los 70, alguien sacó un churro de mota, Néstor tocó la guitarra, cantamos a coro las clásicas de Bob Dylan y el jolgorio general Hoguera de las vanidades / 55
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pareció desvanecer el clima de sospecha. Pero horas después, cuan do se fue el último de los invitados y empecé a recoger los ceniceros repletos de colillas, una sensación de vulnerabilidad extrema, acom pañada de zumbidos en los oídos, me confirmó que la fiesta había sido un desastre. No había pasado ni una semana cuando salieron a relucir los cuchillos. En su columna semanal de El Sol de Torreón, Enri que Dueñas, el gran ausente de mi fiesta, me dedicó un colofón escrito con jugos biliares: Receta para buscadores de prestigio Primero: deje correr el rumor de que una gran figura de las letras lo ha colmado de elogios. Segundo: haga una fiesta para cele brarlo. Tercero: tenga listo un papel garabateado por una mano infantil. Cuarto: exhíbalo cuando las visitas le pidan ver la carta del figurón y diga que su nenita la tachoneó. Quinto: finja repetir de memoria el contenido de la carta, sin escatimarse las alaban zas. Sexto: Exija que desde ahora se le considere el mejor poeta del estado. Suena ridículo, ¿verdad? Pues así quieren darse impor tancia algunos poetastros hambrientos de notoriedad y reconoci miento, que a falta de verdadero prestigio, necesitan falsificarlo con tretas pueriles.
El calumnioso ataque reflejaba, sin duda, la opinión de los miem bros del establishment literario que habían asistido a mi fiesta. Después de haber elogiado mi libro por compromiso, Mayra y Jaime no podían retractarse, pero le habían encomendado el tra bajo sucio al golpeador del grupo. Y como Dueñas ni siquiera me llamaba por mi nombre, para añadir a la calumnia un toque de 56 / Sólo cuento
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menosprecio, no podía rebatirlo en público sin ponerme un saco que sólo redundaría en mi descrédito. Dios mío, hasta dónde podía llegar la vileza humana. Dueñas ni siquiera se molestaba en fun damentar su crítica con argumentos literarios. ¿Para qué, si mi obra se había devaluado automáticamente al quedar en entredicho la autenticidad de la carta? Más claro ni el agua: para ese hijo de puta, el argumento de autoridad estaba por encima de cualquier valor literario, como si la altura poética dependiera de un sello notarial. Un rasero crítico diametralmente opuesto al de Paz, que no se dejaba engañar por los relumbrones y en cambio, sabía recono cer la verdadera poesía cuando la encontraba desnuda de oropeles en una modesta plaquette provinciana. Pero aunque Dueñas fuera un cretino, sabía pegar debajo del cinturón. Era triste pero nece sario admitirlo: de momento, la vox populi de Torreón me consi deraba un fantoche. Si quería limpiar mi buen nombre, o cuando menos, quitarme la fama de mentiroso, necesitaba demostrar con pruebas fehacientes que Paz me había ungido como poeta. Después de varios intentos fallidos, por fin encontré a mi amigo Nuño Saldívar en la redacción de La Jornada y le pedí el número telefónico del maestro. Tardé más de una hora en armarme de valor para marcarlo, pues temía que mi ruego lo importunara. Un hombre tan ocupado como él no podía desperdiciar su valioso tiempo en ridículas tareas de salvamento. Ya bastante había hecho con escribirme una carta, para encima tener que venir a sacarme las castañas del fuego. Pero llevaba tres días encerrado en casa por temor al repudio social, y preferí abusar de su generosidad que seguir en el ostracismo. Me contestó la secretaria del maestro, una mujer de voz pausada y fría, que me intimidó con su elegante dicción. —Don Octavio no está en México. Se fue a dar una confe rencia a Nueva York. ¿Quién le llama? Hoguera de las vanidades / 57
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Le di mi nombre y me apresuré a aclarar que llamaba al maestro para agradecerle una carta. —¿Quiere dejarle algún recado? Contarle mis apuros a la secretaria me pareció una falta de tacto y un riesgo innecesario, pues corría el peligro de que tergi versara mi historia al referírsela a Paz. —No, gracias, yo lo buscaré la próxima semana. Harto de esconderme como un leproso, esa misma noche me atreví a dar la cara en la tertulia del café Leg-Mu. Quizá estuviera viendo moros con tranchete, pero cuando entré me pareció escuchar un murmullo reprobatorio y advertí que algunos parroquianos se ta paban la cara con el menú para reírse a hurtadillas. Los ignoré con la frente en alto y me dirigí a la mesa donde Néstor y Lauro jugaban al ajedrez. Necesitaba su voto de confianza para capotear esa crisis, pero estaban tan concentrados en el juego que sólo pudimos hablar de te mas inocuos. ¿O fingían estar embebidos en el tablero para no tener que hablar de mi crucifixión periodística? Cuando terminaron la partida, Lauro se marchó de prisa, alegando que tenía una cita con su amante de turno, la burguesa del retrato. Nunca lo había visto tan serio y sospeché que me había cogido mala voluntad. Por fortuna, Néstor no pudo encontrar una excusa para negarme su compañía, tal vez porque los perdedores tienden a identificarse con el fracaso ajeno. —¿Leíste la nota de Enrique Dueñas? —me abrí de capa en busca de apoyo moral. Néstor asintió con aire compungido. —¿Y qué te pareció? —Una patada en los huevos —frunció el ceño en sentido condenatorio—. Ese ojete sólo estaba esperando un pretexto para joderte. Pero tú te pusiste de a pechito con el rollo de la carta. —Fue un accidente —me defendí—. ¿Cómo podía saber que mi hija la iba a rayonear? 58 / Sólo cuento
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—Mira, Juan Pablo, conmigo no tienes que hacerle al cuento —Néstor sonrió con un aire cómplice—. Soy tu amigo y puedes hablarme al chile. ¿Cómo se te ocurrió inventar esa mamada? —¿Tampoco tú me crees? —di un puñetazo en la mesa—. ¡Paz me escribió de verdad, te lo juro por mi madre! Mi tono de voz y la volcadura del cenicero provocaron murmullos en las mesas vecinas. Lo que me faltaba: otro papelón en público. Néstor aspiró con serenidad el humo de su cigarro, como un psiquiatra acostumbrado a lidiar con mitómanos. —Mira, Samuel, yo no pongo en duda tu talento —dijo en tono conciliador—. Para mí siempre serás un buen poeta, tengas o no la aprobación de Paz. ¿Pero qué necesidad tenías de armar tanta faramalla? Me levanté de la mesa inflamado de cólera. —No te parto la madre porque somos amigos —lo tomé por el cuello de la camisa—. Eres un envidioso, como todos los escri tores de este pinche pueblo. ¡Pero les voy a demostrar quién es quién y se van a arrepentir de tratarme así! Salí del café lanzando miradas de reto a la clientela, como un bravucón de película mexicana. Subí a mi viejo Tsuru y el pi loto automático de la ira me condujo a La Resaca, un decadente bar para oficinistas, con sillas derrengadas y meseras gordas en minifalda, donde pedí un tequila doble. Urgido de un desahogo, saqué mi libreta de apuntes y pedí una pluma al cantinero. Quería desollar vivos a los mediocres literatos de la comarca, en una sátira rimada en tercetos, con insultos vitriólicos al estilo de Quevedo. ¡Cuánto les dolía mi superioridad! ¡Con cuánta saña se confabu laban para hundirme! Pergeñé algunos endecasílabos torpes, logré hilvanar algunas rimas fáciles, pero por falta de una línea melódi ca, de una cadencia íntima, mis palabras nacían tullidas o muertas. Al parecer, el enojo había resecado el venero profundo de mi Hoguera de las vanidades / 59
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canto. Un mal poema sólo le daría armas al enemigo, pensé y arrojé mi fallida venganza a una escupidera. Di un largo rodeo en el coche para no llegar tan pronto a casa. Hubiera preferido dormir esa noche fuera, o no regresar nunca, porque me parecía humi llante sufrir con testigos. Pero al cabo de un largo recorrido sin rumbo, la escasez de gasolina me obligó a recalar en mi triste cubil. Ya eran más de las once cuando metí el coche en el garage. Como de costumbre, Natalia se había quedado dormida junto a su madre en la cama matrimonial. Una escena enternecedora, que sin embargo enconó mi resentimiento. Ellas descansando tan quitadas de la pena, mientras la chusma literaria pateaba mi cabe za por las calles. Estaba solo con mi desgracia, más solo que una rata ahogada en una letrina. Como era de temerse, mi rabieta en el café Leg-Mu me valió nuevos ataques en la prensa local, más frontales y sañudos, pues ahora los francotiradores no se tentaban el corazón para denostar me con nombre y apellido. Hubiera querido devolverles golpe por golpe, pero no podía ejercer mi derecho de réplica por falta de pruebas para rebatirlos y mi obligado silencio se malinterpretaba como una admisión de culpabilidad. Pasados diez días de mi pri mera llamada, volví a tratar de comunicarme con Paz. Su secreta ria me informó que ya estaba en México pero había salido a grabar un programa de televisión: “Llámelo mañana a mediodía”, me aconsejó, y por su tono amistoso deduje que el maestro le había hablado bien de mí. Pasé todo el día en ascuas, tronándome los dedos como un convicto en espera de absolución. Con un poco de suerte y otro poco de habilidad diplomática, el trueno de Júpiter acallaría para siempre la risa de las hienas. Pero esa misma noche, cuando volvía a casa con Toña después de ir al cine, las noticias del radio troncharon mis ilusiones: un incendio provocado por un cortocircuito había causado graves destrozos en el departamento 60 / Sólo cuento
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de Octavio Paz, dijo el locutor, y aunque el poeta y su esposa es taban ilesos, las llamas habían consumido buena parte de su bi blioteca. Mientras durara la reparación de los daños, la presidencia de la República se encargaría de brindarle un digno alojamiento al poeta. En esas circunstancias habría sido una falta de tacto empecinarme en buscarlo. Y aunque tuviera esa cara dura, ¿cómo localizarlo ahora, si había perdido sus señas? El hado maléfico que había movido la mano de mi hija seguía actuando desde las sombras. No tenía más remedio que resignarme a la deshonra pública por tiempo indefinido y aguantar las bofetadas como un payaso impotente. Antes de obtener el reconocimiento de Paz, cuando era un don nadie con la dignidad intacta, había pedido una de las becas para jóvenes poetas que otorga el Instituto Estatal de Cultura. Una semana después de haber escuchado la noticia del incendio, la lista de ganadores salió publicada en todos los diarios de Torreón. Yo no figuraba en ella, por supuesto. Era un insulto previsible, y sin embargo me sentí como un héroe de guerra despojado de sus galones por una corte marcial inicua. Para empezar, ninguno de los jurados del instituto tenía en su currículo un logro como el mío. En todo caso, era yo quien debía calificarlos a ellos. ¿Cómo se atrevían a poner en duda mi calidad literaria, avalada nada menos que por un premio Nobel? Pero claro, a los ojos del mundo yo era un vil estafador, un arribista de la peor calaña. Después de padecer tantas humillaciones, ni un santo hubiera logrado mantener la ecuanimidad. Huraño, susceptible, predispuesto al odio, impartía clases con un ánimo belicoso que se revertía en mi contra. Impo ner la disciplina en clase me costaba cada vez más trabajo, y por recurrir en exceso a los castigos severos, los alumnos me estaban perdiendo el respeto. No ponga tantos reportes, me regañaba el padre Dávalos, tiene que imponer su autoridad sin recurrir todo Hoguera de las vanidades / 61
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el tiempo a las medidas represivas. Tenía razón, pero después de mi rápido ascenso y mi estrepitosa caída, no podía volver a ser el profesor alivianado de antaño, porque ahora me sentía un príncipe reducido a la servidumbre. No sólo le cobré ojeriza a los niños del instituto, sino a mi pequeña pintora de brocha gorda. Es doloroso admitirlo, pero las cabriolas, las carantoñas y los dislates verbales de Natalia dejaron de hacerme gracia. Respondía con frialdad a sus arrumacos, el día de su festival de danza hawaiana preferí quedarme a ver el futbol en casa, olvidé poner dinero bajo su almohada cuando se le cayó un diente, y Toña tuvo que decirle que el ratón estaba de viaje. No era tan ciego ni tan idiota para creer que una niña de tres años tuviera la maligna intención de arruinar mi carrera literaria. Más culpa tenía yo por haber dejado la carta a su merced. Pero mi negli gencia no era un hecho aislado: era el último eslabón de una larga cadena de errores que había empezado a cometer mucho tiempo atrás, desde que me casé con Toña a los 24 años, sin estar prepa rado para el matrimonio. Qué caro estaba pagando mi debilidad de carácter. Me había propuesto no tener hijos hasta después de los 30, pero Toña olvidó tomar los anticonceptivos y en vez de exigirle con firmeza el aborto, caí en su burdo chantaje sentimental. No quise envenenar nuestra relación con reproches, pero he sospechado siempre que su aparente error con las píldoras fue un acto preme ditado. Desde el incidente de la carta, mi rencor había elevado esa sospecha al rango de certidumbre. Molesta por mi alejamiento de la niña, Toña me acusaba de ser un padre irresponsable, un egoís ta desalmado que sólo pensaba en su maldita reputación. Soy un poeta, no una niñera, le reviraba yo con mala leche y me largaba de la casa dando un portazo. Por las noches ella se desquitaba hacién dome huelgas de piernas cerradas que podían durar más de una semana. El semen retenido me atizaba la misoginia: si desde el 62 / Sólo cuento
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noviazgo supe que Toña era una provinciana estrecha de miras, pensaba, ¿por qué diablos me había casado con ella? Enamorada de la normalidad, es decir, de la mediocridad, se había apresurado a formar una linda familia de novela rosa, valiéndole madres mi vocación, cuando lo que yo necesitaba era libertad para crear. A la edad en que otros poetas viajan por el mundo, aprenden idiomas, aman sin ataduras a mujeres refinadas de espíritu iconoclasta, yo era un paterfamilias obligado a checar tarjeta en un puto colegio lasallista. La poesía no era sólo un género literario, era un ideal de vida al que yo había dado la espalda. Tal vez por eso, el destino me negaba las recompensas que mi talento merecía. En un hogar anodino de clase media, con un sofá lleno de lamparones y una mujer vulgar cocinando en chancletas, la carta de Paz era como una perla en un muladar. No había cejado en mi empeño de localizar al maestro, claro está. Sabía por la prensa que el gobierno le había dado asilo en una casa colonial de Coyoacán, pero los periodistas ya no te nían acceso a su nuevo número telefónico. Al parecer, tras el ruido mediático provocado por el incendio, don Octavio quería escapar de los reflectores. Cuando conseguí su nueva dirección, tres meses después del percance, intenté reanudar nuestra correspondencia con una respetuosa carta donde le exponía mis dificultades econó micas para dedicarme a la escritura y le solicitaba una nueva re comendación con el fin de obtener becas dentro o fuera del país. Omití mencionar lo sucedido con su carta anterior, para no entrar en chismes de vecindario. Soy agnóstico, pero como dijo Paz, creo que allá arriba “alguien me deletrea”, y al depositar la carta en el correo imploré el auxilio de la virgen de Guadalupe. Fueron pa sando las semanas, todas las tardes al regresar de la escuela hurgaba con ansiedad el buzón, y sólo encontraba el repugnante correo co mercial de siempre. ¿Se habría olvidado de mí? ¿No tenía tiempo Hoguera de las vanidades / 63
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de revisar el correo o su mamona secretaria había traspapelado mi carta? Comenzaba a sentir un amargo despecho de hijo relegado, cuando los periódicos anunciaron que don Octavio estaba enfermo de cáncer y había sido internado en un hospital, donde recibiría un tratamiento de quimioterapia. Con razón ya no contestaba cartas, el pobre se estaba muriendo. Por lo visto, el incendio de su biblioteca había sido un presagio de la pira funeraria: la ceniza le estaba tejiendo un sudario al mago de la palabra. Conmocionado por la noticia, pero más aún, por la cadena de suce sos trágicos que trazaban un paralelismo entre su vida y la mía, quise delinear la convergencia de nuestros destinos en un poema titulado “Lenguas de fuego”, donde la materia incombustible del verbo, nuestro empeño compartido de perfeccionar el idioma, triunfarían sobre la erosión del tiempo y la mezquindad humana. Pero sólo atiné a pergeñar un engendro ripioso, tal vez porque la necesidad de recuperar mi prestigio me obsesionaba hasta la impo tencia. El nervio motor de la creación literaria necesita estar libre de coacciones y yo había atrofiado el mío al imponerle una obliga ción contraria a su naturaleza. Durante la enfermedad de Paz tam bién yo agonicé, mirando crecer indefenso los tumores de mi orgullo martirizado. Cambié la lectura por el tequila, las ilumi naciones por las crudas, me hinché como un cerdo por falta de ejercicio, entraba a las funciones de cine menos concurridas para evitar encuentros desagradables con mis ex amigos, y no podía se guir el hilo de las tramas, porque mi dolor de campeón sin corona ulceraba la cinta de celuloide. Cuando todos a tu alrededor te tratan como un apestado, empiezas a creer que de veras hiedes. Seguía haciendo lo que los cursis llaman “vida de hogar”, pero en calidad de fantasma, como si representara una pantomima. Como mi este rilidad poética se había vuelto crónica, ya no contaba siquiera con 64 / Sólo cuento
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el alivio de una escapatoria creativa. La noche del grito de indepen dencia por poco me arrolla una camioneta de redilas al salir borracho de un tugurio. Sólo me alcanzó a dar un empellón, pero eso bastó para provocar una tragedia doméstica. Alarmada por mi deterioro físico y emocional, Toña me recomendó acudir a un psicoanalista. Me negué furioso, porque no necesitaba tenderme en un diván para encontrar el motivo profundo de mi derrumbe. Me habían robado la honra, el don de la palabra, el cariño de mis amigos. ¿Qué esperaba de mí la muy idiota? ¿Una sonrisa de oreja a oreja? Se acercaban las fiestas decembrinas y yo no estaba muy seguro de querer llegar vivo a la Nochebuena. Cuando empezaba a hablar solo de tanto acumular rencores, tropecé con un desplegado de prensa esperanzador: al día siguiente, en la ciudad de México, Octavio Paz asistiría al nacimiento de una fundación cultural que llevaba su nombre, acompañado por el presidente Zedillo y el novelista Fernando del Paso. Quizá fuera mi última oportunidad para conocerlo en persona, para robarle un minuto de tiempo y pedirle que me salvara de la ignominia. Guardé una muda de ropa en una mochila, escribí una nota para Toña, que había llevado a la niña al dentista, explicándole el motivo de mi viaje, y tomé un taxi a la terminal camionera. Me arriesgaba a perder el empleo por faltar sin causa justificada, como un jugador que lo apuesta todo a su última carta. Pero basta de cobardías, pensé cuando el autobús tomó la carretera federal, basta de anteponer siempre la seguridad al riesgo. ¿Acaso me había redituado algo la vida orde nada? Por fortuna, las soporíferas películas de acción que pasaron en la tele del autobús me aplacaron los nervios y logré dormir cinco horas de corrido durante el trayecto nocturno. Llegué al Distrito Federal al amanecer, en las horas negras de la inversión térmica, cuando los edificios más altos de la ciudad Hoguera de las vanidades / 65
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tenían en los hombros una estola de hollín. Me froté las manos de frío, y entré a tomar café en un Sanborns, donde me di una peina da. Según mi recorte de prensa, el acto inaugural comenzaría a la 1 de la tarde, en la casa habilitada como residencia temporal del poeta. Para hacer tiempo me fui a recorrer librerías de viejo por las calles del centro, intentando en vano aligerar la tensión de la espera, pues temía que a la hora de la verdad me faltaran huevos para acercarme a Paz. Cualquiera hubiera creído que en vez de querer pedirle un favor estaba planeando un atentado. Después de comer flautas de barbacoa en una fonda de la plaza Santa Ve racruz, entré un rato a ver las antigüedades coloniales del museo Franz Mayer. En el baño de la cafetería me cambié la camisa su dada y a la salida cogí el metro en la estación Hidalgo, con direc ción al barrio de Coyoacán. Cuando me bajé en Miguel Ángel de Quevedo, la tensión nerviosa y el calor del vagón ya me habían bañado de nuevo en sudor. No tardé en llegar a la señorial calle Francisco Sosa, ni tuve dificultad para encontrar la residencia, porque había dos camionetas de Televisa estacionadas en el em pedrado y un pequeño tumulto en el portón. Al acercarme descubrí con horror que la gente llevaba invitaciones y una edecán escolta da por un militar del estado mayor presidencial controlaba el ac ceso a la ceremonia. Para colmo, la mayoría de los invitados eran gente de alta sociedad, intelectuales distinguidos con sacos de tweed, mujeres de talle esbelto y cuello de garza que parecían sacadas de una revista de modas. ¿Cómo entrar de colado si mi apariencia de naco me traicionaba? Pasaron angustiosamente los minutos, los carrazos se detenían frente a la puerta, bajaban em presarios con sus refulgentes esposas y yo en la banqueta parali zado de miedo, entre una jauría de guaruras torvos. Estaba a punto de renunciar a mi empeño, cuando descubrí a mi amigo Nuño Saldívar, el reportero de La Jornada, abriéndose camino 66 / Sólo cuento
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hacia la puerta en compañía de un fotógrafo. Corrí a buscarlo y le expliqué mi problema. —No te preocupes, carnal —me tranquilizó—. Yo le digo al de la entrada que vienes conmigo. Pese a la intervención de Nuño, el cancerbero del Estado Mayor examinó con lupa mi credencial para votar y sólo me dejó pasar a regañadientes, cuando mi amigo amenazó con llamar por teléfono a la directora del periódico. El patio de la casona colonial ya estaba abarrotado, y aunque Nuño y el fotógrafo se colaron hasta las primeras filas, reservadas a los periodistas, por falta de gafete yo me tuve que quedar parado en gayola, detrás de unos macetones que me obstruían la visibilidad. Desde ahí observé, o mejor dicho, escuché la ceremonia, porque entre los hombros de los camarógrafos y las ramas de un naranjo apenas veía a lo lejos la mesa de honor, donde Paz, al centro, con una barba blanca de patriarca bíblico, escuchaba las palabras del presidente Zedillo con una expresión ausente y lejana, como si oyera piar a los pájaros desde el país de las nieves eternas. Al parecer los honores munda nos habían empezado a pesarle, o quizá estuviera medio aletargado por el efecto de los fármacos. Cuando Zedillo declaró inaugurada la fundación cultural, tomó la palabra Fernando del Paso. No re cuerdo una palabra de su vibrante discurso, porque a esas alturas ya tenía los nervios erizados de ansiedad. Preocupado por mi pési ma ubicación en el patio, un obstáculo grave para llegar al maestro, procuré acercarme a la mesa de honor empujando a la gente amon tonada en el corredor lateral, que mascullaba improperios y me clavaba los codos en las costillas. A duras penas logré avanzar tres metros, pero aún estaba muy lejos de mi objetivo cuando Del Paso cedió la palabra a don Octavio y hubo un estallido de aplausos. Aunque tuviera la voz cascada y articulara con dificultad, la arquitectura de su lenguaje seguía siendo un prodigio, como una Hoguera de las vanidades / 67
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catedral suspendida en el aire. No llevaba un texto preparado, ni falta que le hacía, pues organizaba las ideas con un rigor infalible, incluso cuando pensaba en voz alta. Habló del divorcio entre la poesía y el mercado, de la importancia de estimular la creación literaria, de la necesidad de apoyar a los jóvenes creadores: “Los jóvenes son la luz de México, y siendo la luz, son también la oscu ridad —dijo—. Son la promesa de algo que todavía no se realiza, pero se va a realizar pronto”. Escuché con embeleso esa frase que parecía dedicada a mí, sin cejar en mi esfuerzo por ganar terreno. A fuerza de riñones llegué a colocarme en las primeras filas del patio, junto al enjambre de periodistas, en una posición algo es quinada, pero bastante buena para intentar el asalto del templete. Estaba tan cerca de Paz, que ahora notaba con más claridad en su rostro azulenco los estragos de la enfermedad, pero aún estaba más cerca de él en espíritu, al grado de sentir en carne propia cómo se le escapaba la vida. Hubiera querido abrazarlo, jugar con sus barbas de abuelo venerable. Pobres de nosotros, pensé, qué desamparados nos dejas. Cuando el poeta concluyó augurando un futuro luminoso para México, prorrumpí en aplausos con los ojos cuajados de llanto. No era el momento de caer en efusiones senti mentales, tenía que abalanzarme a la mesa de honor. Di un salto adelante con la firme resolución de subir al templete, pero una mano de hierro me sujetó por el cuello: era un guardia presidencial vestido de traje, a quien yo había creído parte del público. —No puede pasar, espere aquí —Tengo que hablar con don Octavio, suélteme. Intenté zafarme de sus tenazas, pero él me torció la muñeca. —Está prohibido acercarse a la mesa del presidente. —Yo no quiero ver a Zedillo —alegué—. Quiero hablar con Paz. —No insista, son órdenes del Estado Mayor. 68 / Sólo cuento
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El poeta ya se había levantado de la mesa y comenzó a bajar del templete del brazo de su esposa. Desesperado, le solté un co dazo al guardia, que me respondió con un gancho al hígado, dis creto pero contundente. Desfondado por el madrazo, ni siquiera tuve aire para reclamar mis derechos cuando me sacó del patio con ayuda de otro gorila. Mi amigo periodista se había esfumado entre la muchedumbre y no tenía ningún valedor. —Esto es una arbitrariedad —protesté afuera de la casa—. Los voy a denunciar en los periódicos. Denme sus nombres. El guardia a quien le solté el codazo me calló de una patada en los huevos. —¿Te crees muy gallito? —me cogió por la solapa—. ¡Lár gate de aquí, pendejo! —y de un tremendo empellón me tiró de bruces en un arriate. Rengueando como un mendigo, el labio sangrante y los huevos machacados, caminé hasta una cervecería de la plaza Santa Catarina. Para acabarla de joder, la cerveza estaba tibia. Me la bebí con serenidad, a sorbos lentos, invadido por una dulce re signación. Debía agradecerle a ese sardo que me hubiera impedi do llegar al templete, pensé, donde sólo habría hecho el ridículo. Jamás tendría un lugar en el gran mundo de las letras. Mi destino era ser un maestrito de pueblo aficionado a la poesía, no un poeta laureado y reconocido. La ventaja de capitular ante la adversidad es que te permite hacer borrón y cuenta nueva, recomenzar tu vida a partir de cero. Sosegado por la derrota, esa misma tarde volví a Torreón con una urgente necesidad de afecto. Y aunque suene cursi debo admitir que al entrar a casa, cuando mi hija Na talia se me colgó del cuello, eufórica por el estreno de su nueva falda de hawiana, le pedí perdón entre sollozos, como un apóstata arrepentrido de haber negado la luz. Toña me besó con ardor, el pecho agitado por una intensa emoción. Hoguera de las vanidades / 69
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—Mira lo que llegó —dijo, y me tendió un sobre. Con un pie en la tumba Paz me había respondido. Su carta de recomendación era escueta, de apenas cinco líneas, pero dejaba muy en claro que conocía mi obra y creía en mi talento. Toña me pidió que la leyera en voz alta. Más que leer, declamé cada palabra como si rezara el Credo. —Hay que mandarla a todos los periódicos —exclamó Toña en son de triunfo—, para callarle el hocico a esos hijos de puta. Entreví por un momento la posibilidad de pisotear a las sa bandijas del parnaso local con una venganza demoledora. Los jueces que me negaron la beca para jóvenes poetas ahora tendrían que tragarse sus palabras. ¿No que no, culeros? Casi podía sabo rear sus comedidas disculpas. De rodillas, cabrones, hagan fila para lamerme la suela de los zapatos. Reparado mi honor, me colocaría de golpe en la cima del mundillo literario de la provincia y cuando viniera el cambio de sexenio, nadie tendría más mereci mientos que yo para dirigir el Instituto Estatal de Cultura. Por si fuera poco, la palabra del Sumo Pontífice me investiría de autori dad para ungir a otros poetas. A partir de ahora, cualquier literato de la región con deseos de ser alguien tendría que tocar a mi puerta. Y con cada favor hecho a los demás, mi poder cultural iría creciendo como la espuma. Honores, premios, cargos públicos bien pagados, estatuas de bronce, homenajes, calles con mi nom bre: toda una vida ordeñando el prestigio que Paz me transmitía por cédula regia. —No te quedes ahí parado —me apuró Toña—. Vamos co rriendo a sacarle copias. Guardé un largo silencio porque al vislumbrar ese irresisti ble ascenso, me invadió una sensación de vértigo con espasmos de náusea. No podía recaer impunemente en la vanagloria. Si daba otro paso en falso, ponía en riesgo mi mayor tesoro: la satisfacción 70 / Sólo cuento
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íntima de haber merecido un elogio de Paz. La poesía era un reino espiritual, no una corte con reyes y chambelanes. Darle un mal uso a esa carta equivalía a escupir en un cáliz, a ponerme del lado de Enrique Dueñas, a reverenciar el argumento de autoridad y some terme a un orden jerárquico repugnante, el orden del Estado Mayor Presidencial, que había querido expulsarme de un templo sitiado. —No, mi amor, no vamos a ningún periódico. —¿Estás loco? ¿No quieres poner en su lugar a esa gente? —No mi amor, ya se me quitó la rabia. —¿Te vas a quedar cruzado de brazos? —Ya no quiero pleitos de lavadero. —Pues allá tú, pero la verdad no te entiendo. —Prométeme una cosa, mi vida —tomé a mi esposa de los hombros—. Quiero que esta carta sea un secreto entre los dos. Ni una palabra a nadie, ¿de acuerdo? Dos noches después, cuando apenas había colocado la cabeza en la almohada, una rompiente de olas me anunció la germinación del silencio.
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José Joaquín Blanco
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José Joaquín Blanco (ciudad de México, 1951). Heredero de la mejor tradición crítica de humanistas mexicanos como Alfonso Reyes y José Vasconcelos, parece que no hay tema que resulte ajeno a la mirada de José Joaquín Blanco. Especialista en el México novohispano y el siglo xix, es un cronista deslumbrante que suele escribir cuentos de humor desternillante y factura precisa. En 1971 obtuvo el primer lugar en el concurso de la revista Punto de Partida. Sus crónicas y ensayos han merecido otras distinciones y han aparecido en varios medios. También escribió un guión que ganó un Ariel en 1985: Frida, naturaleza viva, que compartió con su realizador, Paul Leduc. De entre su abundante obra destacan los libros de cuentos El castigador y otros relatos y Las rosas eran de otro modo; las crónicas de Función de medianoche, Em pezaba el siglo en la ciudad de México, Cuando todas las chamacas se pusieron medias nylon y Un chavo bien helado; la biografía Se llamaba Vasconcelos y los ensayos Mariano Azuela: una crítica de la Revolución Mexicana; Crónica de la poesía mexicana y Pastor y ninfa, ensayos de literatura moderna.
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El reportero del diablo
Deambulaba por los bares y fondas de la calle Michoacán, en la Colonia Condesa, un fantasmal reportero de policiales a quien todo mundo despreciaba. Su delito era que detestaba el cine, y no existe al parecer mayor crimen en el siglo veinte que odiar las películas. Equivale a un criollo novohispano que aborreciera las misas. Ahí se pasaba sus ratos libres, entibiando sus whiskies en el Bar Nuevo León, hasta que aparecían sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine?, ¿entonces de qué diablos se platica?), después de haber asistido a alguno de sus cotidianos portentos cinematográficos. Y sin más trámite se sentaban a su mesa a comentar en sus narices, minuciosamente, todas las joyas de la pantalla. El fantasmal reportero los escuchaba con la paciencia de un reacio al futbol que asistiera a la enumeración de todas las bíblicas alineaciones del Atlante a través de los siglos. Un martes de noviembre del 2000 (todavía era el siglo veinte), el sabihondo cinéfilo Godínez, de la fuente de economía, se quejó con una mueca de asco digna de Robert de Niro, de la incapacidad mexicana para las tramas policiacas: Hoguera de las vanidades / 75
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—No hay ningún thriller mexicano. ¡Sencillamente tampo co servimos para eso! —Por ahí hablan de Distinto amanecer, de Julio Bracho, protagonizada por Pedro Armendáriz, Andrea Palma, Alberto Galán y el niño Narciso Busquets; argumento de Max Aub con diálogos de Xavier Villaurrutia —arguyó lenta, parsimoniosamente el re portero de policiales, nomás para fastidiar. —No mames —increpó El Chiquilín Martínez, de la fuente de Presidencia, famoso por la diminuta cabeza con que exornaba sus flacos dos metros de estatura—; eso no es cine, sino literatura filmada. Los diálogos suenan estiradísimos, in-ve-ro-sí-mi-les. La fotografia de Figueroa, peor. El reportero fantasmal se había quedado varado en la sección de policiales de un periódico desde hacía tres años. Sus primeros colegas ya habían ascendido a las direcciones de Comunicación Social de diversas dependencias burocráticas. Pero él seguía ahí, fiel al lado del crimen, para no traicionar su vocación de poeta abstracto. Soñaba con un libro de poemas “antilogocentristas, molecula rizados y átonos”. Por eso se negaba a colaborar en la sección y en el suplemento culturales, porque ahí “se contamina uno de literatura”. Y quería despojar sus versos de todo lastre literario a fin de lograr “el accidente grafístico puro, el grafismo esencial, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionis tas catalanes”. “Detrás de todo poeta abstraccionista declarado, hay un ver gonzante recitador de ‘El brindis del bohemio’”, solía apotegma tizar el odiado crítico Andueza, en el suplemento dominical del mismo periódico. Se trataba de la historia de un rencor: Andueza había sido compañero de Preparatoria del periodista fantasmal, y en aquellos 76 / Sólo cuento
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años habían competido en un concurso de declamación, en el cual había triunfado el futuro reportero de policiales con “El brindis del bohemio”, mientras que al futuro crítico literario se le había olvidado “La raza de bronce” a las primeras estrofas, y tuvo que abandonar el estrado todo confuso y en medio del abucheo estudiantil. En efecto, antes de odiar la literatura (ya para entonces evitaba el cine), el futuro “poeta abstraccionista” había tenido sus barruntes de erudición policiaca. Y salió a relucir esa tarde: —Si quieres un thriller, ahí está El privado del virrey... —¿Que qué? —exclamó Godínez, amenazante como Jack Nicholson. —No es una película, sino una obra de teatro de Rodríguez Galván, pero también se lee; digo, porque los cinéfilos monolingües mexicanos van a leer las películas. Puros subtítulos y subtítulos. Y los “espectadores” hechos la mocha: lee y lee subtítulos. Para ese caso, que mejor lean los guiones en su casa... debidamente traducidos. —¿Vaaaas al teaaaatro? —insistió Godínez, escandalizado como Sylvester Stallone ante un ballet clásico. —Te digo que la leí en la prepa. Me tocó hacer una mono grafía sobre la Calle de Don Juan Manuel... Para los ignorantes: estoy hablando de la actual Calle de República del Uruguay, el tramo entre 5 de Febrero y Pino Suárez. Antes del thriller se lla maba simplemente Calle Nueva. El fantasmal reportero de policiales consignó que Ignacio Rodríguez Galván había escrito El privado del virrey hacía más de siglo y medio; y que ya para entonces se consideraba viejísimo el argumento, de mediados del siglo diecisiete... Y que lo habían retomado como veinte autores: el Conde de la Cortina, Manuel Payno, Irineo Paz, Vicente Riva Palacio, Juan de Dios Peza, Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe; Hoguera de las vanidades / 77
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que incluso había aparecido en historietas y radionovelas sobre “tradiciones y leyendas de la Colonia” durante los años sesenta. El odiado crítico Andueza permaneció impasible frente a tal sabiduría; durante esa semana sólo se dignaba conocer de autores sudafricanos. El reportero de policiales contó la historia de un gachupín acaudalado, originario de Burgos, que se hizo íntimo del virrey marqués de Cadereyta. Lo nombraban don Juan Manuel de Solórzano. En México le llovieron favores oficiales, incluso puestos en la Real Hacienda y gestiones sobre los productos que llegaban de España en las flotas, así como la cerrada envidia pública, promovida especialmente por parte de la Audiencia y de los mayores comerciantes de la ciudad. Resultó breve su privanza (1636) y largas las intrigas de los malquerientes, hasta que fue a dar a la cárcel (1640), acusado de malversación y fraude con el dinero del gobierno. —¿Y a eso lo llamas un thriller? —reclamó Godínez, impa sible como Michael Douglas. —Bueno, es que don Juan Manuel conocía muy bien a su bella esposa: doña Mariana de Laguna, más rica incluso que él, heredera de minas en Zacatecas. Don Juan Manuel sabía que doña Mariana no podía estar muchas horas sin hombre... —Mejora la trama... —Sobornó entonces a las autoridades, para que le permitie ran visitas conyugales, que desde luego no eran toleradas en esos tiempos. Pero sólo le concedieron una vez por semana, y doña Mariana era mujer de programa triple todos los días... —Tres sin sacar —intervino misteriosa y embozadamente Gil Gamés. —Además se notaba tan sosegada en sus parcas y rápidas visitas semanales que a don Juan Manuel empezaron a rondarlo 78 / Sólo cuento
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unos celos feroces. Alguien andaba tranquilizando a su esposa. Sospechaba sobre todo de las mismas autoridades que lo tenían en la cárcel, especialmente del Alcalde del Crimen... —Ya, al grano —exigió Godínez, esgrimiendo su cuba como un revólver. —No era tan fácil —explicó el reportero de policiales—: las versiones variaban. Había quien afirmaba que don Juan Manuel sobornó al carcelero para que lo dejara salir, como murciélago en la oscuridad nocturna, a espiar el balcón de su propia casa. Pero no sonaba lógico: lo mismo habría podido pagarle al cancerbero para que le permitiera cumplir por triplicado con su esposa todas las noches... Según otros autores le había vendido su alma al diablo, a cambio de escaparse a medianoche y espiar su balcón desde el zaguán de enfrente. Aunque la objeción sería la misma: igual pudo habérsela vendido para disfrutar cómoda y triplemente a doña Mariana, y hasta cenar a gusto en casa, evitándose los fríos callejeros... —Total —resumía el reportero de policiales—: don Juan Manuel pintaba con carbón una especie de puerta en el muro de su celda, la abría con una llave que también dibujaba, y ya estaba afuera. —No mames: eso es La mulata de Córdoba. ¡La acabo de ver en la tele! —gritó El Chiquilín Martínez, con una vocecita aflautada desde la exornada y módica cumbre de su roperote huesudo. —La mulata pintaba un barco... —O Bugs Bunny —intervino, muy camp, Andueza, olvidán dose por un momento de su exclusividad semanal con los autores sudafricanos. —Al grano, maestro —apremió Godínez expeliendo la ca vernosa voz de Marlon Brando en El Padrino. Hoguera de las vanidades / 79
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Había pasado lo de siempre, señaló el reportero de policiales con desprecio profesional ante la nota roja de cada día: don Juan Manuel llegó a su calle, miró su balcón y descubrió las sombras de doña Mariana y un galán, agasajándose. —¡Y se equivocó de ventana, y nos estás hablando de un rocanrol de Johnny Laboriel!: “¡Oh qué confusión, el número equivoquéeee. Siluetas, siluetas, siluetas soooon!” —cantó el aborrecido crítico Andueza, ya sin idea (en caso de haberla tenido alguna vez) de dónde quedaba Sudáfrica. —No se equivocó de ventana. Esperó a que saliera el galán y lo apuñaló. El galán venía embozado en su capa, como si la densa oscu ridad de la noche no lo cubriera bastante. Hay que recordar que no existía entonces ningún tipo de alumbrado público en la ciudad: ni fogatas, ni lámparas, ni faroles. Entonces don Juan Manuel le preguntó a bocajarro: “Perdo ne su merced, ¿qué horas son?” El embozado contestó sin descu brirse: “Las once”. (Seguramente acababa de echarle un vistazo al reloj en casa de doña Mariana.) “¡Dichoso su merced, dijo don Juan Manuel, pues sabe la hora en que muere!” —¿Y dónde está el thriller? —increpó Godínez, retomando su mejor perfil de Michael Douglas. En que don Juan Manuel regresó a la noche siguiente, pro siguió cansinamente el reportero de policiales; y vio y preguntó y escuchó y exclamó lo mismo, y volvió a matar al galán. Así todas las noches durante muchos meses. Todas las madrugadas la ronda levantaba un asesinadito en la Calle Nueva. Don Juan Manuel nunca supo si siempre mataba al mismo o a galanes diferentes. Si realmente salía todas las no ches o nomás lo soñaba. 80 / Sólo cuento
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Finalmente la justicia, el soborno o el diablo lo pusieron en libertad. Entonces apuñaló expedita, antidramáticamente a doña Mariana. —¿Y por qué no la mató desde antes? —preguntó Godínez, práctico como Harrison Ford. —A lo mejor creía que iba a tener que estarla asesinando todos los días... —rió a chillidos El Chiquilín Martínez. El caso era, según el reportero de policiales, que ya en libertad, don Juan Manuel comprobó que no se había tratado de alucinación alguna, ni de una trampa del diablo. Averiguó los nombres de docenas de galanes que habían sido misteriosamente asesinados, noche tras noche, frente a su puerta, a pesar de la estricta vigilancia de guardias y alguaciles. Entre ellos figuraban nada menos que el propio Alcalde del Crimen, un tal Vélez de Pereyra; un escribano, dos oidores, varios frailes y canónigos, y hasta el pariente más querido de don Juan Manuel, su sobrino y heredero, pues no tenía hijos. Arrojó el cadáver de su esposa por la ventana, dispuesto a todo, y se sentó a esperar al alguacil... quien nunca llegó. La ronda se había acostumbrado al cadáver diario, aunque ahora se tratara de una mujer. Ya desde entonces las costumbres andaban a ratos al revés. Y don Juan Manuel tenía la coartada de haber estado preso todos los meses en que habían ocurrido los otros asesinatos. —¿Y entonces? —preguntó El Chiquilín Martínez, desde la cabeza de alfiler que exornaba sus dos metros de estatura. —Ahí tienen su thriller: resuélvanlo. —Pues don Juan Manuel se quedó sentadito, close up y créditos finales —especuló Andueza, decidido a dejarse de tonte rías y retirarse a redactar otra enjundiosa reseña de media cuartilla sobre todos los autores sudafricanos a la vez. Hoguera de las vanidades / 81
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—Claro que no. Es drama de época. Corrió a confesarse con el cura. ¡Había matado a docenas de hombres!, aunque no estuviera seguro si soñaba o de veras lo hacía; si salía de la cárcel con su puerta y su llave de carbón o se alucinaba de celos dentro de ella... —Eso ya es Arturo de Córdova... —apuntó, erudito, Godí nez, como si dijera: “No tiene la menor importaaancia”. El cura, según el reportero de policiales, no supo resolver el thriller. ¿El multiasesino había sido don Juan Manuel o un fantasma urdido por el diablo? ¿A quién condenar? Tuvo que invocar a los detectives celestiales, que como es sabido se toman su tiempo. Mientras tanto mandó a don Juan Manuel que rezara tres noches seguidas el rosario a la medianoche, al pie de la horca. La primera ocasión escuchó, con el rosario en la mano, una voz de ultratumba: “¡Rezad un padrenuestro por el alma de don Juan Manuel!”; la segunda: “¡Rezad un avemaría por el alma de don Juan Manuel!”... —¡No mames: eso es la Llorona! —protestó, maullando, El Chiquilín Martínez, ofendido en sus más entrañables tradiciones. —Y al tercer día amaneció colgado en la horca. Volvieron a variar las versiones, en opinión del reportero de policiales. La leyenda popular rumoraba que los propios ángeles, escandalizados, bajaron del cielo y lo colgaron. O las docenas de difuntos galanes rencorosos, capaces también de vender su alma al diablo, incluso en el cielo, con tal de bajar un rato y vengarse. O la insaciable doña Mariana. —El caso es que alguna vez hubo thrillers en México y amén —cerró el fantasmal reportero de policiales, y se puso a mascar un hielo. —Qué bueno que en policiales se limitan a transcribir puros chismes. Como reportero no tienes nada que hacer —le espetó 82 / Sólo cuento
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sumariamente Godínez, y se retiró del Bar Nuevo León con un reposado andar stanislavskiano, digno de Al Pacino. Pero gracias a la leyenda de don Juan Manuel, o al miedo de que “el reportero del diablo” —como se le empezó a llamar con sar casmo por la Calle Michoacán de la Colonia Condesa— volviera a contarles algo semejante, sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine?, ¿entonces de qué rayos se platica?) dejaron de hablar tanto de películas en su presencia. Se le puede ver dos o tres tardes por semana, entibiando sus whiskies, con la mirada perdida, ensoñando con esa poesía “anti logocentrista, molecularizada y atonal” que ni vendiéndole el alma al diablo le asoma por la mente. El odiado crítico Andueza (esta semana especializado en los aforistas de Tahití) murmura que “el reportero del diablo” no anhela tanto una poesía que exprese el “accidente grafístico puro, o el grafis mo esencial, subrepticiamente rizomático, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes”, sino esos “vulgares premios y becas gubernamentales” que, sin tanto andarse por las ramas, el eficaz y aborrecido crítico Andueza recibe varias veces al año por sus reseñas semanales de media cuartilla. Lo que yo puedo contarles es que cuando ingresé como re dactor emergente al suplemento cultural no tenía la menor idea de todo este asunto. Y una noche se me ocurrió hablar en el Bar Nuevo León, taqueando chistorra con setas al ajillo, de cierta pe lícula de Billy Wilder. Entonces el “reportero del diablo” se me quedó mirando con una sonrisa torva y oscura como callejón del crimen, y me preguntó: —Oye, hueso —en esto del generoso y solidario oficio del periodismo nos llaman “huesos” a los novatos, y nos ocupan sobre todo para mandarnos por tortas y refrescos a la esquina—; oye, hueso, ¿sabes qué horas son? Hoguera de las vanidades / 83
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Fernando Iwasaki
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Fernando Iwasaki (Lima, Perú, 1961). Humorista de aguda mirada que gusta de los géneros híbridos, Fernando Iwasaki es historiador de for mación. Helarte de amar, Neguijón, Ajuar funerario, Un milagro in formal, Libro de mal amor, La caja de pan duro, Inquisiciones peruanas y El sentimiento trágico de la liga son algunos de sus más importantes títulos. Desde 1989 vive en Sevilla, España, donde es director de la re vista literaria Renacimiento y de la Fundación Cristina Heeren de Arte Flamenco. En alguna ocasión, declaró a Barcelona Review: “Me interesa mezclar géneros como la ficción, la memoria y el ensayo. Lo hice así en mi libro El descubrimiento de España (Oviedo, 1996) y todavía me siento muy satisfecho del resultado. Por otro lado, terminar Ajuar fune rario me llevó más de cinco años de escritura, pero por razones estric tamente operativas, ya que los microrrelatos hay que escribirlos una vez a las quinientas”. Recientemente obtuvo el VI Premio Algaba de Bio grafía e Investigaciones Históricas con la obra Cuando dejamos de ser realistas, un ensayo sobre las relaciones entre América y España durante los dos últimos siglos.
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El Derby de los penúltimos Un novel auténtico, como ese Félix del Valle. El literato joven, anónimo y pobre, para el que un premio así es algo maravi lloso, como el regalo de un hada... Rafael Cansinos Assens
En una librería de viejo de Montevideo que saldaba los retales de la biblioteca de Xavier Abril de Vivero, adquirí un baúl desportillado donde sesteaban postales antiguas, retratos dedicados, servilletas manuscritas y todos esos cachivaches inverosímiles que atesoran los náufragos y los desterrados. Allí encontré los cuadernos de Froilán Miranda —peruano peregrino, escritor apócrifo y vice versa— quien apuró una vida borrascosa y galante. Las prosas que siguen las he espigado de aquellos diarios, como austero desagravio a su memoria. Lima y Mayo de 1916
La pileta de las nazarenas convocaba el prestigio canalla de los bajos fondos y las rancias cremosidades del Club Nacional. Todas las tardes, después de barnizar de melancolía a las muñecas de porcelana que salían de Klein para subirse inalcanzables a los carruajes del Portal de Botoneros, plumillas y bohemios empren díamos desde Broggi o del Palais Concert el camino a los Barrios Altos en busca del consuelo del yinquén. Los de Broggi teníamos muy poco en común con los petardos del Palais Concert: ellos veneraban a Verlaine y nosotros a Valle Hoguera de las vanidades / 87
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Inclán; París era su tierra prometida y la nuestra más bien Madrid; unos eran discípulos de González Prada y otros lo éramos de don Ricardo Palma. Sólo la mágica resina nos conjuraba en torno a la misma lumbre, aunque los desvaríos del opio volvieran a enemis tarnos fraguando enconados sueños. Aquella ténebre noche de otoño, calados por la garúa y sorbiendo entre todos de una mulita de pisco, marchábamos rampantes por Lescano Juan Gallagher, José María de la Jara y Ureta, Carlos Zavala, Luis Astete, Octavio Espinoza, Luis Fernán Cisneros y yo. “No se arrugue, joven —me guapeaba Luis Fernán—. Ya verá cómo a Valdelomar no le queda un hueso sano por meterse con Pepe Gálvez.” Valdelomar y sus amigos publicaban una revista pretenciosa donde uno de sus colaboradores había vilipendiado al poeta José Gálvez, tan sólo por haber recibido elogios de Ventura García Cal derón. A nosotros nos tenía sin cuidado lo que dijeran de los García Calderón, pero no estábamos dispuestos a consentir un ataque así contra uno de los nuestros. El fumadero quedaba en el principal de una casona sucia y destartalada que según los clientes gozaba de la protección del Señor de los Milagros, santo patrón del vecindario. Subimos la empinada escalera golpeando los peldaños con nuestros bastones, aunque procurando esquivar las vomitonas y salivazos que florecían como repollos negros. Las fragancias del sándalo y la belladona nos exoneraron de la catinga que reblandecía el mercado de la Aurora, endulzando de paso nuestra vehemencia. El propio chino Kookin se apresuró a recibirnos, y prodi gando sonrisas y reverencias nos arrastró hasta la sala del juego, donde dos negros desplumaban sin compasión a Cipriano Laos y Alejandro Ureta. “¡Primo! —exclamó al ver a De la Jara— ¿me prestas una libra?” Juan Gallagher puso tres soles de plata en la casilla de Suerte y clavando los dados como si fueran dos banderillas 88 / Sólo cuento
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sacó quina y sena. Los negros sonrieron, Ureta convidó puros y Carlos Zavala machacó: “Ahora le toca a Valdelomar”. Sin dejar de martillear nuestros bastones contra el suelo nos di rigimos al salón de la lámpara, y entre la niebla azafranada vimos cómo el de “las poses múltiples” se escondía detrás de Antonio Garland y Alfredo González Prada. De pronto un zambo enorme bloqueó la entrada y con prosodia chúcara nos dijo que los caba lleros estaban celebrando el último triunfo de “Febo”, que en el mismísimo hipódromo de Santiago “los había hecho chichirimico a los demás caballos chilenos”. Con grandes aspavientos nos in dicó que el joven José Carlos nos invitaba una cachimba, y que si había trompeadera tendría que echarnos a la calle. A través de una humareda que podía cortarse en gruesas rodajas reconocí al sobrino del preparador Foción Mariátegui, carcomido por la polio y sonriendo con gesto preocupado. A su izquierda y envuelto en una capa, Federico More intentaba en vano pasar desapercibido. Y a la derecha, sosteniendo la quebra diza humanidad de José Carlos estaba Félix del Valle, con la misma expresión demudada que le conocí en casa de don Nicolás de Piérola. Yo tendría dieciséis años y todavía recuerdo los cañones incrustados en los adoquines de la calle del Milagro, aquel recibi dor de combate con jarrones macizos de perdigones y ese bocio cruel que la coquetería del caudillo cubría con una barba que le nevaba el pecho como una servilleta de encaje. Ahí estuvo Félix del Valle, como un montonero más, jurando que escribiría un libro que preservaría la gloria de don Nicolás. Pero tres años después todavía no había cumplido su palabra, tal vez para no malquistarse con sus nuevos amigos del Palais Concert. —¡El autor del artículo es More! —trompeteaba la voz aflautada de Valdelomar—. ¡Y no acepto pleitos ajenos! Hoguera de las vanidades / 89
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—¡Tú eres el inductor, miserable! —gritaba más fuerte De la Jara, que también había sido insultado en Colónida—. ¿Por qué no firmas lo que dictas, cobarde? ¡Reconoce que te revienta el ninguneo de los García Calderón!, ¡reconoce que fuiste un man tenido de Riva Agüero en Roma!, ¡reconoce que a José Gálvez no le llegas ni a los botines! —¡No reconozco y no reconozco! —gemía Valdelomar—. Los García Calderón me importan un pepino, contra Joselito no tengo nada y la poesía de Gálvez es Villaespesa pasado por Amarilis. A la voz de Luis Fernán erizamos nuestros bastones y se armó una pelotera que no distinguió ni ricos de pobres ni negros de blancos ni modorros de ilustrados, porque en los yinquenes li meños todos alucinábamos que éramos iguales. Cuando los sere nos llegaron con la policía, yo ya me había descolgado por una ventana y corría por la calle del Huevo hacia Malambito, barrun tando golpes y molido a versos. Las pupilas de Etelvina “La Camaneja” prometían un cuer po a cuerpo diferente, adobado con música y banquete criollo. No existía “casa de tolerancia” de mejor categoría en Lima, y en el jardín trasero —bajo las parras y los pacaes— se desperezaban jacarandosas Filiberta, Sara, Rosa y Adriana. —¿Y Berta? —le pregunté a “La Camaneja”. —Atendiendo a dos señores —respondió Etelvina—, pero la Sara está limpiecita y también pregunta por usted, joven. Berta era francesa y sofisticada; mas Sara era rubia y de una belleza turbia como su propia historia. Un chirlo le surcaba el rostro y una araña tatuada anidaba entre sus pechos blanquísimos como dos palomas. Estuvimos juntos hasta que el bordoneo de las guitarras nos indicó que comenzaba la jarana. Una voz mineral desgranaba en el patio la copla de una resbalosa: 90 / Sólo cuento
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Las negras huelen a ruda y las cholas a quesillo, las viejas huelen a orines y tú hueles a membrillo. Zambita sí, zambita no, todas las gentes me dicen que tu olor es el mejor.
Punteaba las cuerdas un faite lampiño y aniñado que se entendía con una dama de la calle Boza mientras el marido visitaba sus minas en Cerro de Pasco. Las educandas de “La Camaneja” le llamaban “Karamanduca”, en razón de cierta alhaja de su cuerpo que era pequeña pero crujiente. Entre los jaranistas llegué a salu dar al mayor Augusto Paz, a Luis Aurelio Loaiza y al salitrero don Casto Bermúdez, quien no se quitaba la levita ni para emborricar. En un rellano y muy entretenidos, Félix del Valle y José Carlos seguían magreando a la francesita. Valle parecía poseído por un demonio artístico y sensual que nada tenía que ver con las refinadas quimeras parisinas de sus correligionarios. Su reino estaba junto a esas musas chuscas y sucias; y en medio de aquellas orgías vulgares irradiaba una dig nidad que hacía más ridícula la lujuria y la ebriedad de cuantos le rodeaban. Sólo el viejo Escobar, negro antiguo y que había sobre vivido a la metralla de un pelotón de fusilamiento chileno en la Huerta Perdida, competía en majestad con Valle y le ofrecía pisco en su propio vaso. Ni Verlaine ni Baudelaire habrían resistido los insomnios líricos que irisaban su mirada. Cuando la profana liturgia de la juerga derrotó en la comu nión de las sobras, el mayor Augusto Paz enderezó su bamboleante corpulencia hacia aquel descansillo donde José Carlos madrigaliza ba a las desmadejadas fulanas. Paz era un veterano de la campaña Hoguera de las vanidades / 91
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de la Breña y todavía le perforaban el cuerpo las medallas del plomo enemigo, gangrenándole el alma y las entrañas. Como a tantos que después de ganar una batalla terminaron perdiendo la guerra. Como a tantos a quienes Cáceres colmó de unos honores que fueron arre batados tras la revolución de Piérola. Cuando llegó al escalón donde Valle se acurrucaba le escupió todo ese rencor supurado: “Piero lista de mierda, ¡levántate si eres hombre!”. —Usted me confunde, señor... —tartamudeó Valle sobre cogido—. Soy ácrata, librepensador, anarquista... ¡Nunca he sido del partido de la Perinola! Entonces aquel héroe borracho y deshonrado blasfemó una obscenidad mientras desenvainaba su sable, y Valle habría sido tronchado en dos pedazos de no ser por “Karamanduca”, quien de una trompada derribó al mayor Paz. La pelea entre el faite y el soldado me anegó de una repugnancia triste y dolorosa, pero la cobardía de Valle y su vergonzante fuga me desolaron del todo. La voz nasal y melancólica de José Carlos me llegó afelpada como una confidencia: “Froilán, si Vallecito fuera pierolista yo sería civilista”. Madrid y Diciembre de 1939
En la estación de atocha los falangistas exigían su documentación a los ateridos transeúntes. El frío, la guerra y el hambre nos habían clavado sus heladas bayonetas y España era una corte de milagros donde a cambio de un mendrugo cualquiera podía ser denunciado y vendido a los arrogantes nacionales. Mi pobre pasaporte diplomático era un viático laico en busca de condenados que quisieran aceptar una mundana salvación en aquellos días sin Dios. En algún lugar de Madrid se ocultaban todavía Félix del Valle y César Falcón, y mi obsesión era encontrarles antes que los soplones y los verdugos. 92 / Sólo cuento
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Desde la sublevación de Marruecos el gobierno peruano tomó partido por el general Franco, y las puertas de nuestro con sulado se abrieron para todos los que huían de los milicianos re publicanos. Una dama arequipeña cedió a la legación peruana su casa palacio de Fortuny con Marqués de Riscal, y en ella se refu giaron paisanos varios como el dramaturgo Sassone, la pianista Mercedes Pedrosa y el novillero Alejandro Montani. Por entonces yo colaboraba en El Sol con artículos trufados de soflamas de Bakunin y versículos de Nietzsche, hasta que don Jorge Bailey, consejero de nuestra legación, me prohibió que siguiera escribien do si no quería ser entregado a los sicarios de Falange. Cuando las tropas de Franco tomaron Madrid, las puertas de nuestro consula do permanecieron cerradas para los peruanos que habían militado en el bando perdedor. Una de mis compañeras de legación —Rosa Arciniega, que había publicado algunas novelas en la editorial republicana Cénit— me ayudó en el discreto cometido de rescatar a nuestros compa triotas amenazados por los juicios sumarios, las ejecuciones y los trabajos forzados. Juntos cumplimos la última voluntad de un poeta y brigadista punense a quien llevamos a las cumbres del Guadarrama, donde murió devorado por la tuberculosis; y entre los dos embarcamos a Lisboa en un pestilente vagón de mercan cías a los hermanos Abril de Vivero. Sin embargo, quienes corrían verdaderos peligros eran Falcón y Félix del Valle. Falcón estaba en la clandestinidad porque había fundado incontables revistas y editoriales que siempre desaparecían, y que una y otra vez renacían con otros nombres y nuevos catálogos que anunciaban inminentes títulos de los mismos autores rusos e hispanoamericanos. De Valle sabíamos que tenía un tenue pres tigio literario y que era uno de los articulistas de La Libertad, pero los falangistas habían saqueado la redacción y encarcelado a cuantos Hoguera de las vanidades / 93
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sorprendieron trasladando sus archivos. Los nombres de ambos estaban troquelados en los revólveres de los fachas. Supuse que Valle frecuentaría las tertulias que todavía tras humaban por Madrid, y decidí buscar a Cansinos Assens para sonsacarle alguna información. De todas las figuras literarias que iluminaron las tertulias madrileñas —Ramón en Pombo, Bena vente en El Gato Negro, Jardiel en El Europeo— tan sólo Cansinos seguía titilando como un tenebrario ambulante alrededor del cual mariposeaban las últimas liendres de la bohemia. Así, tras la cofradía de Cansinos me precipité a las entume cidas madrugadas de Madrid, peregrinando por tascas y garitos esperpénticos y solanescos. A veces me despertaba la fresca en el café de Platerías en la calle Mayor; otras en el de las Salesas en la calle Doña Bárbara de Braganza, y en más de una ocasión en un hórrido antro de Atocha, cerca de la Facultad de Medicina. Al parecer, Cansinos nunca celebraba sus oficios líricos en el mismo sitio y los catecúmenos elegían el siguiente emplazamiento del cenáculo en la reunión anterior. Pero como el dinero en tiempos de posguerra espabila más que nunca, un camarero del Colonial me chivó que Cansinos y su tribu se habían citado en el Varela de Preciados, junto a Santo Domingo. En la alta noche del Madrid de 1939, sólo la golfemia y la morralla paseaban su andrajosa etiqueta por esas calles cacarañadas de zambombazos. Los acólitos de Cansinos se iban apelotonando en torno a los braseros del café, algunos envueltos en mantas color polvo, otros en pellejos deshilachados y los menos en gabanes irre conocibles después de tantos remiendos y costurones. No recuerdo si eran las tres o las cuatro de la madrugada, cuando el maestro y su grotesco séquito de perros expósitos irrumpieron en el Varela. Cansinos era de una altura tan grande como su tristeza, una mezcla de rabino y enterrador. Su expresión de caballo místico se 94 / Sólo cuento
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desdibujaba cuando los dientes de piano brotaban enormes bajo el bigote entrecano y desflecado. Era sabido que traducía más de quince idiomas y las malas lenguas decían que vivía amancebado con una hermana a quien dedicaba sonetos incestuosos y desga rrados. Aquellos poetastros mugrientos le alcanzaban al maestro gurruños de papel emborronados de poemas que yo imaginaba perpetrados con la caligrafía sucia de las uñas negras. Pero Cansi nos los leía con teológica solemnidad y luego les propinaba algún elogio conmiserativo, encadenando parrafadas largas, melódicas y preñadas de metáforas que los poetas del arroyo agradecían como un sucedáneo alimenticio. Yo recordé nostálgico las oloro sas tazas de chocolate en Broggi, los pastelitos de carne del Palais Concert y las crocantes galletas de Klein, y comprendí que aquel aquelarre sí era una auténtica conjuración literaria. Entonces Cansinos me clavó sus ojos abisales y sonriendo en compota me preguntó si no deseaba leer un poema, si había bebido de los ajenjos líricos y si el veneno de la literatura también me había convertido —como a ellos— en un poeta febril y anoche cido. Mis primeros balbuceos delataron mi procedencia america na, y cuando el maestro supo que era peruano prorrumpió en un monólogo amarrido como una letanía. —Los peruanos que he conocido, como todos los noveles de ultramar, creyeron que en Madrid les sería muy fácil seguir la estela de Darío —sentenció Cansinos—. Pero cuando Rubén vino a Madrid ya había arrasado de lágrimas París con su responso pa gano a Verlaine. Por eso nadie llegó a ser como él. Ni siquiera Huidobro, con todo el incienso de su vanidad. Pero Huidobro era chileno y ya sé que a vosotros no os gusta que se hable de Chile. Al menos eso aprendí de Chocano, que se marchaba de los cafés en cuanto llegaba Edwards Bello y nos dejaba hasta las narices de pumas, trompetas, lianas, clarines y cataratas. Chocano era fuerte, Hoguera de las vanidades / 95
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pero no era tan ágil como sus caballos. Aquí montó un mitote de cuidado y terminó en los tribunales, como aquel otro paisano suyo de apellido Guillén. ¡Una sabandija! Ése sí que merecía la muerte de Chocano... —¿Y Félix del Valle? —le interrumpí—. ¿Conoce a Félix del Valle? Cansinos intercambió una muda inquietud con sus discípu los, y frunciendo un ceño alborotado de cejas como crines me contestó que ninguno de ellos era chivato. Apacigüé su descon fianza revelándole mi verdadero propósito de ayudar a Valle a huir de Madrid, y hasta puse en sus manos huesudas mis propios ejemplares de Las voces múltiples, Prosas poemáticas y El cami no hacia mí mismo, todos anotados y subrayados con la tinta simpática del respeto y la admiración. Entonces Cansinos leyó en tono salmódico algunos poemas de Las voces múltiples y conclu yó que sólo una persona de nobles entrañas podía conservar un libro así durante más de veinte años, sin ganarle unos céntimos en cualquier baratillo. Según Cansinos, Valle casi había abjurado de la literatura para consagrarse a los cantes y bailes andaluces, sobre los cuales teorizaba y discutía como si hubiera nacido en Triana, Utrera o Jerez. Una noche desertó de la hermandad de bohemios y poetas tros para remontar las madrugadas en cafés cantantes, colmados flamencos y corrales gitanos; pero el curso de la guerra civil le persuadió de la necesidad urgente de abandonar España. Valle planeaba embarcarse hacia Buenos Aires y Cansinos ya le había escrito generosas cartas de presentación para sus discípulos argen tinos del Ultra. En el cielo apenas se insinuaban las venas rosadas del alba cuando salí del Varela rumbo a un colmado andaluz del pasadizo de la Visitación. Después de tantos años, otra vez me encontraría 96 / Sólo cuento
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con Valle entre guitarras y matachines, en el crepúsculo de una jarana, en otra encrucijada fragante donde se mezclarían los olores artificiales del vino y los perfumes naturales de las mujeres. Las fiestas criollas de las huertas limeñas tenían un algo en común con los tablados flamencos. A saber, la juerga desmesura da, los dialectos secretos, la sugestión musical y un recogimiento hermético, a caballo entre logia masónica y casa de putas. Afuera la rasca helaba a los indigentes, adentro un calor carnal caldeaba las entrepiernas; afuera la escasez y la penuria devastaban Madrid, adentro el estraperlo y la mangantería surtían la buena mesa; afuera España se despenaba en dos bandos irreconciliables y adentro esas discordias se dirimían a través de la lenta querella de una soleá. Acurrucado junto a una estufa y destilando lagrimones de salmuera por sus ojos de aceituna, descubrí a Félix del Valle rene grido y arrobado como un ángel caído. En realidad todos lloraban en aquel garito pestilente y tras nochante. Sollozaban los soldados y las busconas, los pedigüeños y los señoritos, los vencedores y los vencidos. España entera se dolía en los quejidos de esa voz rota que arrastraba una pena de siglos, que vomitaba notas de sangre y coplas desconsoladas que maldecían sin saber a quién. Todavía tenía la piel de gallina cuan do el respetable estalló en ovaciones, cumplidos y oles. “Prudencio —le abracé, llamándole cariñoso como lo hacían sus amigos del Palais Concert—. Soy Froilán Miranda de la legación peruana. Déjeme ayudarle, por favor”. —Después de oír a la Niña de los Peines me da igual lo que haga —me respondió traspuesto; y en su sonrisa reverberó el terror glacial de los condenados. Procuré tranquilizarle ordenándole un plato de cocido que Valle rebañó hasta dejarlo reluciente. Aquel hombre llevaba cerca de un año en la miseria más absoluta, durmiendo con indigentes y Hoguera de las vanidades / 97
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pordioseros bajo los soportales de la Plaza Mayor; malcomiendo torrijas recalentadas en figones baratos, sopa bodria en los con ventos o las castañas que asaba al relente en compañía de otros mandrias y desharrapados que se arrebujaban junto a la candela. Un tabernero de la calle del Príncipe le cuidaba el cofre andariego de sus menudencias y la única felicidad que se permitía era escu char a los cantaores, quienes repartían la calderilla entre los que más jaleaban y aplaudían. Así, a punta de hojanas, limosnas y sablazos, Valle pensaba que algún día podría reunir lo suficiente para embarcarse hacia la Argentina. Le hablé de mi plan de sacarles de Madrid —a él y a César Falcón— y despacharles para Gibraltar, donde un vapor inglés les aguardaría. Valle me contó entonces que Falcón había huido a Barcelona en compañía de una actriz, abandonando incluso a su familia. Le confesé que nuestra legación no pensaba hacer oficial mente nada por los peruanos de las brigadas internacionales, pero que oficiosamente nuestro cónsul —Alberto Ureta— estaba com pinchado conmigo en su asunto. “¿Alberto es hermano de Alejan dro?”, me preguntó emocionado. Y lloró como un niño cuando le dije que sí; cuando sintió la caricia remota de esos amigos que creía perdidos. Los mendigos se buscaban los piojos a la luz de los primeros rayos del sol cuando cruzamos la Plaza Mayor en dirección a la estación de Atocha. Al vernos cargando un baúl de viaje, aquellas escorias nos fueron rodeando: “¿Se lo llevan de palmero, Félix?”, preguntaba uno; “¿Pasará usted por Málaga?”, quería saber otro; “¡Guárdese de los gitanos! —chilló uno de aquellos mamarrachos— No son gente decente como nosotros”. Para mi desesperación Valle se entretuvo demasiado en prodigar adioses y abrazos, y en pregonar la buena vida que le aguardaba en Buenos Aires, una metrópoli resplandeciente como París. En esas chulerías estaba 98 / Sólo cuento
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cuando una voz arenosa por el cazalla y la tuberculosis nos clavó una alcayata de hielo en el corazón: “Félix, amigo, ¿y lo calentito que comeríamos aquí en Madrid si le entregásemos a los de Falange?”. En un santiamén fuimos cercados por una tropa de esos miserables, que al grito de “¡rojos, rojos!” llamó la atención de vecinos y comerciantes. Calculé que los soplones y la guardia civil no tardarían en aparecer, y me arrojé al pescuezo del cabeci lla de aquel zafarrancho. Sin embargo, Valle me contuvo y para mi estupor empezó a largar contra la República, los rusos, las chekas y los comunistas que sólo querían pisotear nuestra civilización occidental y cristiana. La chusma hervía vociferante cuando lle garon los carabineros, y Valle les recibió brazo en alto y cantando himnos falangistas. Al disolverse la turba quedamos de nuevo encarados con el truhán que provocó el desbarajuste, quien nos miró desafiante; como sabiendo que nuestra mugre siempre sería peor que la suya. Un salivazo rubricó su desprecio en los adoqui nes de la Plaza Mayor. Todo aquel simulacro se me antojó innecesario y vergonzo so; de una sangrante cobardía. Y así se lo reproché más tarde a Félix del Valle en un andén arrasado por los llantos de los tullidos, de las mujeres enlutadas y de los huérfanos que aún no sabían que lo eran: —Félix, aquéllo era lo último que esperaba de usted. —Froilán, de mí debe esperar siempre lo último. Buenos Aires y Noviembre de 1944
La Garçonière de Raymonde quedaba saliendo de Córdoba hacia Viamonte, delante del moderno edificio de las Aguas Corrientes. En Buenos Aires había estupendas “casas amuebladas”, pero sólo Raymonde tenía chicas italianas, polacas, españolas y criollas que Hoguera de las vanidades / 99
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se dejaban hacer un completo por cinco pesos, y por sólo dos pe sos un “francés” sin derramar. La hermosa Raymonde, envuelta en un gran robe de soir de terciopelo negro, me despeinó con sus dedos enjoyados y besándome ambas mejillas me ronroneó al oído: “Tu amigo está en el salón amarillo”. Y se alejó ahumando promesas de pasión entre las nubes del Kedhive. Tendido en un diván, Félix del Valle acariciaba muy quedo la melena roja de una cocotte, mientras fumaba egipcios y con templaba impasible los vulgares escarceos de la concurrencia. Los años habían desbastado su figura y una noble calvicie le tonsuraba el cráneo, como a los estancieros porteños y los poetas latinos. En medio de aquella sala constelada de espejos y sensualidad, Valle parecía un cardenal renacentista maleado en intrigas y mundanidades. Nos abrazamos como viejos camaradas y pronto nos pusi mos al día de nuestras circunstancias. Yo había dejado el cuerpo diplomático y recalado en Argentina al igual que muchos fugitivos de España. Con tales antecedentes no era posible tener expectativas halagüeñas en Lima, y como Buenos Aires era la ciudad de las oportunidades, a los pocos meses había conseguido un puesto de corrector en La Nación y las recensiones de cine —¡una especiali dad novedosa!— en el semanario Caras y caretas. A Valle tampo co le había ido nada mal: los discípulos de Cansinos le colocaron en Noticias gráficas, donde sus artículos reunidos se habían con vertido en tres nuevos libros muy elogiados por la prensa argentina, y hasta tenía tertulia propia en el café Armonía de la avenida de Mayo. Su cabeza chisporroteaba ideas y ya planeaba nuevos títulos sobre la guerra civil española, Sevilla y la impronta de Piérola en la historia peruana. ¡Valle pensaba cumplir su antigua promesa! Aquella noche cenamos en el Pedemonte y recibimos la madrugada en el Tortoni, como correspondía a dos transterrados sin país y sin familia. Ambos tuvimos una patria y los dos la per 100 / Sólo cuento
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dimos. Ambos quisimos un país que dejó de existir. Sólo nos pertenecían la noche y la memoria, hasta que la hora más oscura nos olvidara del todo. Valle decía que nuestras vidas eran como el “derby de los penúltimos”, una carrera de perdedores donde sólo el caballo ganador esquivaba el desolladero. A mediodía Valle telefoneó para citarme a las diez en un colmado andaluz que animaba la esquina de Mitre y Buen Orden. Quería celebrar nuestro reencuentro presentándome a sus amigos y mentores argentinos, aquellos romeros del Ultra que fueron hasta el viaducto madrileño en busca de la palabra del maestro. Estos ultraístas argentinos, sin embargo, tenían muy poco en común con los sucios mendrugos del cenáculo trashumante de Cansinos. Me parecieron —más bien— personas exquisitas y refinadas que no terminaban de sentirse a gusto en ese ambiente corralero y ordinario que les infligía un rancho de grasientas pi tanzas, y menos todavía con la excesiva familiaridad que les propinaba Valle, quien me los presentó como la Vicky, la Chivi, el Fito y Cocolucho. La Vicky y la Chivi eran hermanas y entre ellas hablaban en francés. Fito y la Chivi estaban casados, aunque al Fito se le iban los ojos tras las pantorrillas vertiginosas de las bailaoras. Cocolucho era un tipo sonriente y empollón, de una blancura enfermiza como la leche vomitada. Los cuatro presumían de una revista “verdaderamente imponente”, aseguraba la Vicky; “a la altura de las mejores de Europa”, insistía Fito; “nada que ver con lo que se hace por estos países”, remachaba la Chivi. Y yo entonces comprendí por qué no habían compartido esa ambrosía literaria con Valle: porque le habían embriagado con el aguar diente del periodismo. —¡Un brindis por el maestro Cansinos! —tronaba campecha no Valle. Y todos, menos Félix, bebíamos mirándonos de reojo. Hoguera de las vanidades / 101
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Cocolucho resultó un conversador de lo más entretenido, aunque caótico en la enumeración de sus preferencias literarias: le gustaban los clásicos ingleses, las novelas policiales, Las mil y una noches y la poesía gauchesca. Mientras me hablaba me cogía del brazo como si no me viera o para verme mejor, y esa ambi güedad me ponía nervioso. De pronto el tocaor desmenuzó una melodía trágica entre sus cuerdas, y en la densidad del silencio restalló el sollozo de la seguiriya. Un gitano antiguo y arrugado como una pasa nos escudriñaba silencioso desde un rincón sin tiempo. Un tiempo que arrastraba esa misma pena de siglos que ya me había conmovido la madrugada que hallé a Félix del Valle en Madrid: El carro de los muertos pasó por aquí, como llevaba la manita fuera yo la conocí.
—¿Qué canta ese hombre que no le entiendo? —me preguntó Cocolucho con las carnes temblorosas como flanes. —Yo tampoco le entiendo muy bien —respondí—. Pero es como la pena negra de Lorca. Son los sonidos negros de Andalu cía. La voz doliente del sur, encharcada de sangre... Mientras el público aplaudía y se enjugaba unas lágrimas, dos individuos agitanados se aproximaron a nuestra mesa para exigir que “o se callaban las gachises o a la puta calle”. Al parecer, la Vicky y la Chivi habían estado hablando durante el cante, y los flamencos más contumaces deseaban vengar semejante sacrilegio. Poco a poco se fue formando un tumulto: la Chivi quería saber qué era una gachí, Fito aseguraba que en su país nunca le echarían unos gallegos y la Vicky insultaba a la flamenquería en una curiosa 102 / Sólo cuento
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mezcla de lunfardo y francés. A medida que subía el tono de las invectivas, Cocolucho se aferraba más fuerte a mi brazo y los gi tanos parecían más fieros. En eso uno de ellos empujó a Valle y lo retó a pelear a navajazo limpio. —Déjelo, Félix —intercedí, tal vez porque sabía que me haría caso. —¿Usté no es Félix del Valle, el payo que va de entendío? —gritó el gitano con recochineo—. ¡Y una mierda! Interrogué a Valle con la mirada. Recordé los bochornosos episodios de la calle Malambito y de la Plaza Mayor, y nunca como entonces le demandé otra huida, otro gesto de vileza. ¿Qué piensa un hombre que entrevé su muerte, que de golpe descubre cómo puede morir? El pánico anegaba los ojos de Valle, pero aún así alcanzó a rasgar la atmósfera silente con una hebra de voz: “Ha dicho mi nom bre, Froilán. La cosa es conmigo, y si no acepto mañana lo sabrá todo el mundo. Tantas veces he salido corriendo que ya no tengo adónde ir. Ésta es una carrera de dos y sólo tengo que llegar penúl timo”. En ese momento los acontecimientos se precipitaron. Aquel gitano antiguo y arrugado se incorporó muy despacio, y arrojó a los pies de Valle un puñal que brilló como un pitón de plata o como un relámpago negro. Valle cogió el arma y al acari ciarla dejó de temblar, porque un hombre acosado por sus cobardías ha soñado mil veces cómo empuñar un cuchillo; porque un hombre deshonrado ha previsto minuciosamente cómo recuperar la honra perdida; porque un hombre indefenso es impredecible cuando acomete mortal. Valle trazó un escorzo afilado y fulminante que dejó en el vientre de su enemigo un recado tajante y visceral. Fito quiso llamar a la policía o al equipo quirúrgico, y los flamencos se lo impidieron argumentando que así no se hacían las cosas en los caseríos andaluces del sur. Ya ellos se encargarían del herido y de limpiar los rastros de la pelea, pero entretanto deseaban Hoguera de las vanidades / 103
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homenajear por bulerías a ese hombre que tenía “lo que hay que tener”. Cuando las palmas marcaron los doce tiempos del palo, la Vicky y la Chivi sintieron fatigas y Fito salió aprisa en busca de un taxi. Cocolucho estaba vidrioso de la impresión y todavía se llevaba las manos a la barriga, como queriendo evitar que los in testinos se le desparramaran también sobre la solería. Y ya que la noche comenzaba propicia para un radiante Félix del Valle que había vuelto a nacer, decidí despedirme y acompañar a Cocolucho hasta su casa. Caminamos en silencio bajo los neones desmayados de Mitre, y ya cerca de la plaza de San Martín Cocolucho empezó a deplorar su cobardía, sus quimeras heroicas, su aprensión al peli gro. Apretándome el brazo me confesó que lo habría dado todo por haberse batido esa noche en el tablado. Y ni siquiera para vencer como Félix del Valle, sino para perder como aquel gitano abierto en canal, que seguro en ese instante agonizaba consumido por fiebres y hemorragias. Hubiera querido consolarle revelándo le que Valle en realidad no era un valiente, pero en sus delirios Cocolucho había convertido esa chusca trifulca en un desafío épico junto a los muros de Troya, en una batalla vikinga en las costas de Irlanda y en el duelo infinito de dos navajas embrujadas. ¿Quién era yo para abolir sus ensoñaciones? Ante un relamido edificio de la calle Maipú, Cocolucho me aseguró que “la gesta de Valle nunca consentirá el olvido”. Y mientras me aturdía entreverando gitanos y compadritos, pensé melancólico que si Valle no había cumplido con Piérola, aquel bibliotecario parlanchín tampoco cumpliría con Valle. Una ancia na nos dio la voz desde un balcón y le urgí a despedirnos: —Buenas noches, Cocolucho. —Si no le importa, Jorge Luis —y se fue visteando al aire, como si tuviera un cuchillo. 104 / Sólo cuento
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Gerardo Sifuentes
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Gerardo Sifuentes (Tampico, México, 1974). Ingeniero industrial. Sus cuentos se encuentran desperdigados en varias antologías de ciencia ficción, género que le ha valido premios como el Kalpa (1998), Philip K. Dick (1998), y el Vid/MECyF (2001). Autor de los libros de cuentos Perro de luz y Pilotos infernales. Sobre este último, Xavier Riesco Ri quelme apuntó: “Un libro posmoderno y alucinógeno. Una visión del mundo a medio camino entre el ciberpunk y la demencia (¿no serán lo mismo?). Cinco narraciones que son otras tantas visiones al mundo de ahora mismo. Es un libro de pequeñas revelaciones, una detrás de otra. Sobre nada importante pero sí muy esclarecedor. De hecho, sobre cosas que sabemos pero tendemos a olvidar hasta que nos las presentan otra vez […] Desdeñando la evolución del subgénero hacia narrativas he roicas y juegos de ordenador de consumo masivo, Sifuentes hace un bonito corte de mangas lingüístico y formal”.
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Miki nos odia
Miki nos odia porque sacrificó a su propio hijo para asegurar la salvación de los hombres. Me refiero a Miki, el cantante conocido como “El Emperador” de la música pop y del mundo entero. En los tiempos difíciles Miki tuvo muchos enemigos, pero éstos se tragaron sus palabras cuando los chinos ganaron la guerra. Miki nos odia, pero no por meternos en su vida privada o criticar sus excentricidades; toda celebridad está expuesta a ello después de todo. Nos odia porque nos atrevimos a juzgarlo, y un enviado divino no puede ser juzgado por las leyes humanas. Su talento se reflejó desde que era niño, y la gente supo que llegaría muy lejos. El Ministerio de Información también lo sabía, por eso desde su primer hit estuvo monitoreado. “Mis mascotas me ayudan a limpiar la casa”, dijo una vez refiriéndose a los cinco chimpancés que le hacían compañía en su fastuosa mansión ubicada en el rancho llamado Neverland. Miki era tan conocido en el mundo que podía darse ese lujo. Miki nos odia porque su último disco no se vendió bien. Justo cuando iba a dejar su carrera musical por la actuación tuvo aquel momento de iluminación, cortesía del Ministerio de Infor mación. En el televisor, una caricatura de dinosaurios se salió de control; los dibujos le hablaron y le dieron consejos sobre cómo Hoguera de las vanidades / 107
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cambiar al mundo a su voluntad e imagen: una visión utópica, ingenua, y sin embargo la clase de proyecto que sólo una persona de su talla podía llevar a cabo. Si hubo actores y deportistas que entraban en la política, ¿quién dijo que un cantante pop no podía convertirse en el redentor universal? En pantalla las criaturas ex tintas hablaron, mientras Miki a su vez aprendía una nueva mane ra de tocar el corazón de los suyos. “Bubbles jala la cadena del baño, come en la mesa, usa los cubiertos, es un chimpancé muy educado”, dijo con orgullo. Bubbles era el nombre de su chimpancé favorito. Nadie se atrevía a decirle algo al entonces aspirante a gobernador del mundo. A excepción de los miembros del Ministerio de Información, nadie sabía que Bubbles comprendía lo delicado de la situación. Miki nos odia porque en su momento no supimos compren derlo. Todos hablaban de sus operaciones faciales, de la supuesta enfermedad que le blanqueaba la piel, de sus divorcios, de su manía de dormir con niños, de lo malas que eran sus últimas canciones y coreografías. Un artista hizo un cuadro en el que Miki aparece desnudo, con una sábana blanca cubriéndole sus partes nobles, rodeado de hermosos querubines. El autor de aquella obra era también agente del Ministerio de Información. “Bubbles sabe matemáticas y a veces habla en inglés”, dijo. Para asombro del mundo aquello resultó ser cierto. Dichas activi dades no le resultaron difíciles al simio entrenado por el Ministerio de Información, aun teniendo en cuenta los años de diferencia en la evolución de las especies; pronto Bubbles quiso ser tomado en serio, y pasaba las noches en vela deseando comunicarse con Miki para advertirle que pronto todo terminaría. Miki nos odia porque el mensaje de año nuevo que dirigió al mundo vía satélite fue malinterpretado. Al terminar se activó la maquinaria de guerra china. Todos en el planeta subestimaron al 108 / Sólo cuento
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país en el que se construían los juguetes y chips del planeta. Subes timaron también el poder Miki. Miki nos odia porque le queremos robar su versión de Never land. “Neverland es un planeta entre Saturno y Neptuno que le compré al gobierno norteamericano”, dijo en su última entrevista pública, “ahí es donde vamos a parar después de muertos”. Bubbles entendía la misión que Miki tenía encima, y desobedeciendo las órdenes del Ministerio se obstinó en convencer al cantante para que desistiera. Pero el chimpancé no contaba con el ego del artista. Miki nos odia porque nos causaban gracia sus escándalos y declaraciones; era divertido cada vez que los noticieros daban cuenta de él; en los bares, centros comerciales, en las escuelas y en todos lados no parábamos de hablar de su persona. Nuestras obsesiones se disolvieron en él sin darnos cuenta; estaba aquí para sanear nuestra mente. Fueron pocos los que se percataron de sus verdaderas intenciones, pero ya era demasiado tarde. Mientras el mundo se hundía en la depresión económica y moral, el Ministerio de Propaganda lanzó la primera ofensiva para probar la eficacia de su método. “Bubbles soñó que un ángel tocaba mi cabeza”, dijo. Y Bubbles sonreía cada vez que Miki lo mencionaba en sus confe rencias de prensa. Miki nos odia porque perdimos nuestra capacidad de creer en milagros. Miki resucitó a un niño y curó a otros víctimas del cáncer. Miki cayó del cielo en una avioneta derribada por un MiG25 y resurgió intacto de entre los metales retorcidos. El mundo que alguna vez lo había despreciado le rindió tributo. Las ventas de discos se dispararon nuevamente, gozando de un renacimiento impresionante. Los discos eran manufacturados cuidadosamente en la Chin Poon Company de Beijing. Chin Poon significa águila gigante. Entonces Miki se convirtió en el León Alado, el personaje Hoguera de las vanidades / 109
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faraónico que representaría durante su nueva gira. Y el Ministerio de Información decidió que Asia sería la primera en caer bajo el paso del nuevo gran conquistador. “Bubbles escribió mi última canción”, dijo. El chimpancé ayudaba a Miki porque en secreto alimentaba la ilusión de verse convertido en hombre, aunque le avergonzaba admitirlo delante de sus compañeros primates. Miki nos odia, pero eso no quiere decir que no sintiera amor y pasión por algo o por alguien. Amaba a su familia: llamaba blanket, cobija, a uno de sus hijos; carbón, coal, a uno de sus lobos y turtle, tortuga, a su maquillista. Eso era amor. Amaba la revolu ción también, estaba convencido de ella, por eso dejó la banalidad pop y sentándose junto al piano compuso las más bellas canciones de protesta de que se tenga memoria. La gira mundial que seguía era la definitiva. La televisión comenzó a darle espacio al renaci miento del Emperador y todos querían verlo; lo que los chinos hicieran o dejaran de hacer ya no importaba. Miki nos odia como el día en que Bubbles le enseñó los dientes y se golpeó el pecho durante una comida. Por entonces altos funcionarios del Ministerio de Información realizaron viajes encu biertos a distintos puntos del mundo, arreglando aquellos lugares donde el mensaje del León Alado no fuera lo bastante claro. “Bubbles es mi consejero, cualquier duda la consulto con él”, dijo. “Miki nos ama”, decía la frase publicitaria. Las calles se vieron inundadas con la consigna. Pronto en calcomanías y camisetas, pintas y carteles, el ojo negro en medio de una estrella roja de cinco puntas comenzó a observarnos. Los chinos entraban a la casa. “Bubbles sabe lo que es mejor para mí”, dijo. Miki nos odia con la misma intensidad con la que clavó el puñal en el pecho de su único hijo de sangre. El juicio duró tres 110 / Sólo cuento
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semanas, y durante el mismo Miki culpó a su manager, a Bubbles y la presión de los medios. Salió absuelto de todos los cargos. Una multitud lo esperaba fuera del tribunal entre porras y confeti. Pronto la gasolina se encareció, aunque China tenía más de la mitad de las reservas mundiales sin que a nadie le extrañara; no hubo reacciones, todo sucedió con relativa calma. Las bolsas de valores del mundo comenzaron un descenso continuo, pero a na die parecía interesarle, porque Miki, el León Alado, estaba de vuelta y esta vez era lo que el mundo esperaba. Bubbles se encerró en su cuarto por varias semanas. “Bubbles está sufriendo de cambios hormonales”, dijo. El Ministerio de Información hizo una visita a Bubbles quien se mostró poco cooperativo; había un problema con la administra ción del poder en aquella relación. Miki nos odia porque debe equilibrar el infinito amor que le tenemos: se encontraba en Washington D.C. cuando Bubbles lo atacó por primera vez en un arrebato de furia ciega. Ése fue el principio del fin. El animal sólo quería respeto, pero también re cibir su parte del pastel. El presidente de los Estados Unidos prefirió no intervenir. Miki nos odia, por eso culminó su gira en la plaza Tianan men y prometió un nuevo orden mundial. Bubbles observaba a Miki mientras este dormía, y le susurraba las canciones que a la mañana siguiente habría de componer. Miki nos odia con la misma furia con la que se defendió de otro ataque de Bubbles, justo al decretar la apertura de fronteras en el mundo y comenzar la Larga Marcha a la cabeza de su nuevo ejército particular; a su paso la gente lo aclamaba, entregaban sus posesiones al Estado y pedían ser sanados de todos los males. El chimpancé no pudo hacer nada para evitar el destino del mundo, y se arrepintió el resto de sus días por ello. Hoguera de las vanidades / 111
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Miki nos odia porque nos culpa de la locura de Bubbles. El chimpancé dormía mucho y en sus delirios nocturnos lanzaba alaridos desgarradores. Miki se aisló en Neverland después de la gira más exitosa del siglo, siendo custodiado por tanquetas, heli cópteros y un comando especial que le cumplía todos sus capri chos. La revolución había triunfado. La gente formaba largas filas para poder observar al Emperador en su casa, y si la suerte estaba con ellos podían compartir la mesa con él: Miki, el León Alado, salvador del mundo, quien había vencido a la tiranía con sus propias armas. Se erigieron monumentos y cada ciudad del mundo tuvo anuncios espectaculares con la imagen del nuevo Emperador. Ahora La Estrella nos observaba a todos, siempre pendiente de nuestros actos impuros, flaquezas y necesidades. Miki estuvo consciente de su papel y junto con los nuevos amigos del Minis terio de Información supo que todo marcharía bien, como debía ser. El Ministerio de Información era el único que acallaba las voces que atormentaban al cantante. “¿Bubbles, qué te han hecho?”, dijo Miki entre lágrimas. A pesar de todo, las predicciones de Los Astros (y estimaciones del Ministerio de Información) indicaban que gobernaría durante cincuenta años con sabiduría y justicia. Miki nos odia por culpa de un crimen. Un día paseaba por Neverland cuando el chimpancé se levantó erguido frente a él y le dijo algo al oído. Aunque nunca se sabrá con certeza cuáles fueron las palabras del chimpancé, el efecto fue evidente: Miki mató a Bubbles dejándole caer una enorme piedra, no sin antes haber perdido una oreja que el simio tuvo a bien arrancarle con los dientes. Del rostro del mono sólo quedó una masa de pulpa violácea. Miki vomitó bilis tras darse cuenta de lo que había hecho y lloró por un año entero. El Ejército del Pueblo dispuso para Bubbles el entierro digno de un alto funcionario del partido, donde miles de 112 / Sólo cuento
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niños ondearon banderitas rojas durante la larga y emotiva procesión. Gracias a los consejos de Bubbles el mundo había sido liberado de su yugo. “Perdóname Bubbles”, murmura Miki. Miki, el León Alado, nos odia desde su trono de sangre, añorando su mejor época. No ha salido en los últimos años, se tiene prohibido tomarle fotos. La leyenda urbana dice que recorre Neverland hablando con el fantasma de Bubbles. Es un dios con fundido, sin saber que su esfuerzo y entrega le han asegurado un lugar en el imaginario colectivo y en la historia de la humanidad, junto con el Ministerio de Información. Seamos felices: Miki nos odia con amor revolucionario.
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Clara Obligado
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Clara Obligado (Buenos Aires, Argentina, 1950). Madrileña por adop ción desde 1976, es una constante divulgadora del cuento corto. Muestra de ello es la antología de microficciones Sea breve por favor. Licencia da en Literatura y tallerista de Escritura Creativa, es autora del libro de relatos Las otras vidas y Una mujer en la cama y otros cuentos; de las novelas La hija de Marx (Premio Femenino Lumen 1996), No le digas que lo quieres, Salsa y Si un hombre vivo te hace llorar, así como de los ensayos Qué me pongo y Mujeres a contracorriente. Javier Goñi dijo de sus cuentos que “tienen algo de dulce y emotiva cantata, están llenos de gente que toma aviones, de gente que va y viene, de gente que elige o le eligen, aviones que te llevan a... o te arrancan de... Pone en pie Clara Obligado en sus relatos, hechos con muchos bultos de dolores y pesares, como una maleta apresurada, historias que rasgan la piel del lector como el borde de un folio irritado de tanta melancolía, de tanto recordar…”
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Exilio
A Juan Ignacio Isaguirre
El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argen tina. Lo hice en un avión de Iberia, que tomé en Montevideo, por el temor que me producían las constantes desapariciones en la frontera. Salí vestida de verano, como si fuera una turista que se dirige a las playas del Uruguay y, dos o tres días más tarde, me subí al avión que me llevaría a España, donde era invierno. Me despi dieron mi padre y mi hermana. Tardé seis años —los que duró la dictadura— en poder regresar al país. El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid aterida de frío. Venía del verano y la tristeza y la falta de sol fueron el primer impacto. Tenía una prima aquí, que había venido hacía unos meses con una beca. No acudió a buscarme al aeropuerto, más tarde dejó de re cibirme en su casa porque me consideraba peligrosa. Yo pensé que una persona que teme sólo por sí misma aun a miles de kiló metros del peligro es alguien con quien no vale la pena mantener ninguna relación. Llegué a Madrid y, como no conocía a nadie, el taxista me reco mendó el hotel Mónaco, un hotel en el que descargaba —probable mente— a todas las latinoamericanas con aspecto de despistadas Hacia lo ignoto / 119
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como yo, y que —según él— lo único que necesitaban era un hombre mayor que las mantuviera. El hotel tenía un Cupido de escayola en la entrada, luces verdosas y una habitación en suite, separada con cortinas de raso. Madrid era una ciudad triste en la que los serenos controlaban la entrada de las casas, donde los colores eran oscuros. A pesar de la muerte de Franco, el franquis mo estaba vivo; todavía no se habían celebrado las primeras elecciones generales. No recuerdo qué soñé esa noche, al día si guiente conocí a un señor en el bar que me dio trabajo en su em presa inmobiliaria. El señor vestía traje azul un poco antiguo y tenía unos bigotes finos que dejaban al descubierto unos labios carnosos algo húmedos. Vendía unos apartamentos que me pare cieron feos, con papeles saturados de colores y muebles de mal gusto. Todo en Madrid me parecía detenido en el tiempo. A causa del exilio, siempre he tenido miedo a cambiar de vida así que, como profetizaba el taxista, me hice amante del señor de la inmo biliaria, que resultó ser una buena persona y, muchos años más tarde, me regaló un piso. Y aquí estoy, trabajando en su oficina, a la espera de jubilarme. Llegué a Madrid en un avión de Iberia. En el asiento contiguo había un señor de unos sesenta años que parecía muy nervioso así que nos pusimos a conversar. Era gallego, había dejado su país y ahora, cuarenta y cinco años más tarde, decidía regresar a la aldea para ver a su madre. —¿Le avisó que llegaría? —No —me dijo el hombre—, quiero darle una sorpresa. —Más que una sorpresa le va a dar un infarto.
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Tomé el avión de Iberia en Montevideo, recuerdo que mi herma na puso su mano en el cristal traslúcido que nos separaba y yo también apoyé mi mano contra la suya, esta vez con la V de la victoria, para mostrarle que ya había superado el control de pasa portes. Subí al avión, y una voz anunció la próxima escala en Ezeiza, Buenos Aires. Creo que me bajó la tensión, otra vez esta ba dentro del país, jamás se me hubiera ocurrido que un avión que se dirigía a España volara hacia atrás. En Ezeiza me hicieron bajar y vi que el aeropuerto estaba rodeado por militares. Fui la única que se quedó en tierra. Mientras me llevaban con el rostro dentro de una bolsa intuí una última imagen del avión rasgando el cielo. Volví a subir en un avión cuando me lanzaron, ya casi muerta, contra las aguas del río. Llegué a España como si fuera una turista, con ropa de verano, pero estábamos en pleno invierno y los primeros días fueron la desolada certeza de que no conocía a nadie. Luego apareció mu cha gente que estaba en mi misma situación, también los jerarcas de la política, de las organizaciones en las que habíamos militado, que consiguieron sumar un punto más a mi escepticismo. Los exilados argentinos no teníamos tanta suerte como los chilenos. Ellos eran comunistas o socialistas, algo que aquí se entendía, en cambio muchos de nosotros nos habíamos adherido a ese fenóme no que se llamó Perón. ¿Perón?, nos decían los españoles, ah, sí, gran presidente, muy buen amigo de Franco. Así la confusión era total. O no tanto. Una de las personas que conocí en esos días raros me pro puso llevar una radio en Tanzania. Yo hablo bien inglés, y me daba igual vivir en Madrid, en Tanzania o en la China. Madrid era entonces una ciudad bastante aburrida, una capital de provincia en la que te metían preso si te besabas en un parque. Entonces Hacia lo ignoto / 121
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acepté la propuesta, cualquier cosa antes de terminar trabajando, por ejemplo, en una inmobiliaria. Llegué a Madrid. Tres días más tarde dejé el hotel Mónaco y tomé un tren hacia Barcelona para comunicar a una amiga la desapari ción de su hermano. No quise hacerlo por teléfono. Barcelona era una ciudad más abierta, había muchos exilados. Primero llegaron los uruguayos, luego los chilenos, por fin nosotros. La gente que conocí era mayor que yo, muchos de ellos intelectuales o escrito res y habían tejido lazos con los catalanes. Había también gente que se decía del exilio, pero que había llegado años antes. Como si aquello les diera prestigio. Cuando le di la noticia, mi amiga no lloró sino que me dio la espalda y se quedó mirando largamente por la ventana. Luego me ofreció su casa. Aquí, insistió, encontrarás algo. Ella conocía a gente importante, pero me daba igual. Yo acababa de terminar la carrera y no estaba preocupada por mi futuro, mi único futuro posible se concentraba en la idea de volver. Volver. Y volví a Ma drid, sin ser consciente de que estaba retornando a ninguna parte. Sólo llevaba en la valija ropa de verano, nueve kilos de equipaje apenas, para despistar si me revisaban en la frontera. El plan era quedarme dos o tres días en un hotel en Uruguay y tomar luego el avión de Iberia a Madrid. La primera noche la pasé tranquila. Me acosté temprano, apunté las cosas que podía hacer en cuanto llegara a España, luego me dormí. La segunda noche, en cambio, estaba muy nerviosa, así que bajé al bar del hotel. Soy casi abstemia, pero la ocasión pedía a gritos una copa así que, a eso de las doce, estaba bastante alegre. Pusieron música y un hombre joven, más o menos de mi edad, me sacó a bailar. Por qué no, me dije, no me va a pasar nada peor de lo que me está pasando, y me dejé abrazar 122 / Sólo cuento
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por él. A eso de las dos estábamos juntos en la cama. Yo no sé si fue la mezcla del miedo con el placer, pero nunca practiqué el sexo con tal vehemencia. A mi amigo también le pasó algo así, porque a la mañana me propuso que siguiera con él de viaje. También se estaba escapando de lo que pasaba en Argentina, me dijo, pero prefería perderse por el continente. Pensé que tenía ra zón, así que le dije a mi padre y a mi hermana que había decidido cambiar de planes. Ellos se pusieron furiosos, y con razón, porque semejante lío para salirme con esto, con el pasaje comprado, pero a mí el deseo y el miedo no me dejan pensar, así que agarré mi valija con la ropa de verano y me subí a un ómnibus que nos llevó a Brasil. Aunque menos que Buenos Aires, Brasil y Uruguay eran, entonces, países peligrosos. Hubo un plan entre los militares de los países vecinos que se llamó el Plan Cóndor y que consistía en ayudarse a atrapar o a asesinar lo que ellos llamaban subversivos. Así que en Brasil no estaba tranquila, y Alejandro —él se llamaba Alejandro— tampoco, porque en esos años y en esos países ser joven y de izquierda podía costarte la cabeza. Alejandro era de izquierda, igual que yo, estudiaba arqueología y además portába mos la aventura en la sangre, por todo esto nos llevábamos bien. Y claro, el sexo. Así que seguimos juntos hacia el norte. Yo con mi ropa de verano, porque nada más pude comprar en esos meses, apenas comida y una pensión donde bañarnos cada tanto mientras trabajábamos en lo que podíamos y practicábamos el idioma. En Tanzania pasé dos años, y no me arrepentí. Lo de la radio me daba poco trabajo, se vivía con nada y la gente me gustaba mucho, era la más guapa que hubiese visto jamás. Aprendí a vivir de otra manera en esa sociedad pobre, una de las más pobres del mundo. Sólo percibimos lo que estamos preparados para ver, me decía mientras paseaba por el litoral arenoso, mientras recorría el valle Hacia lo ignoto / 123
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del Rift. ¿Hubiera pensado unos meses atrás que existían lugares como éste? En muchos momentos era la única blanca, y los tan zanos me miraban como si fuese marciana. No se nace con el es tatuto de extranjero, se va adhiriendo a nuestra piel como un abrigo desagradable y compacto. Me afinqué en Dar es Salaam, llevé un programa matinal en la radio y comprendí que nunca establecería lazos reales con ese país si no aprendía swahili. Me gustan los idiomas, sé inglés, francés y alemán pero, francamente, lo del swahili me parecía demasiado. Llegué a Madrid, era el 5 de diciembre de 1976 y hacía un frío tremendo. Esperaba que una prima que residía allí me fuese a buscar, pero no había nadie. Es muy duro llegar sola a un lugar y comenzar una nueva vida, pero el primer día estaba como aneste siada. Un taxista me llevó hasta la puerta de un hotel, me acuerdo de que se llamaba Mónaco, pero no me gustó su aspecto, parecía un lugar de citas, incluso creo que tenía un Cupido en la recepción y luces verdes, así que preferí no entrar. Arrastré mi maleta una calle más abajo y entré en una pensión. La pensión era sucia, pero muy barata, tenía un largo pasillo, habitaciones deprimentes, una cocina pringosa y una dueña que sólo se ocupaba de los huéspedes hombres. Yo no entendía demasiado lo que me decían, quiero decir que no entendía el castellano peninsular, y no me gustaban en absoluto los modales bruscos de la gente. Nadie te hacía caso, actuaban como si fueras traslúcida. Los madrileños dicen que son hospitalarios, pero no es verdad. Tal vez no conocí a las personas adecuadas, pero lo cierto es que durante diez años nadie me invi tó a su casa. Encontré trabajo en un bar, sirviendo copas hasta el amane cer, y los parroquianos me parecían tan extraños como si hubiesen 124 / Sólo cuento
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nacido, por ejemplo, en Tanzania. Había elegido Madrid como lugar de exilio porque la reciente democracia daba un aire moder no al país, pero lo que encontraba no tenía nada que ver con mis expectativas. En la pensión conocí a un colombiano, Jorge, que era, como yo, licenciado en Letras. Me parecía un tipo especial, llevaba un anillo con una enorme piedra roja y camisetas caladas de colores chillones. Jorge era hijo de una prostituta de Barran quilla, se había criado trabajando en un prostíbulo y eligió esta carrera porque era la única que compaginaba con su horario. A mí me gustaba, pero era imposible enamorarme de él. Tenía, eso sí, dos grandes virtudes: escribía maravillosamente y me adoraba. Jorge admiraba mi pasado político, le causaba respeto el exilio y quería convertirme en Rosa Luxemburgo, o algo así, por lo que se dedicaba a leerme libros de teoría económica y me mataban de sopor. Un día me dijo que había conseguido una beca para hacer el doctorado en Londres, y me propuso ir con él. Le dije que sí, que bueno, Madrid era una ciudad un poco deprimente, además la ultraderecha había asesinado a tiros a varios abogados laboralistas y la situación no era estable. Me daba lo mismo vivir aquí que en Tanzania o en la China y engancharme en un viaje me alejaría, tal vez, de las penas del exilio. Me escribía con mi familia y mi única mejora laboral había consistido en dejar el bar y dedicarme a limpiar casas. Nos fuimos juntos a Londres, que era, a finales de los setenta, una ciudad llena de energía. Con Jorge conseguimos un alquiler barato, un sótano con varias habitaciones que compar tíamos con otros colombianos. Él quería ser escritor, así que se pasaba el día enfrascado en su novela y por las noches me leía algunas páginas. Yo no sabía ni siquiera quién era, así que mala mente podía entusiasmarme con algo. Viviendo entre colombianos me convertí en doblemente ex tranjera. No sé si los argentinos nos parecemos más a los ingleses Hacia lo ignoto / 125
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que a los colombianos, pero me sentía despistada. Me cansaba el desorden, las borracheras permanentes, los gritos en mitad de la noche. Soy abstemia, tengo un límite con el alcohol ajeno. Ade más, no teníamos casi para pagar la calefacción y pasábamos un frío espantoso. Jorge más que yo, porque los colombianos, lejos de su tierra, tiritan todo el día. Como llovía tanto, un fin de sema na nos quedamos en la cama y Jorge me leyó en voz alta todo El otoño del patriarca. Es uno de mis mejores recuerdos de aquellos días, su voz suave y mi cabeza apoyada contra su pecho. Un día me cansé de todo eso, hice mi mochila y le dejé a Jorge una carta en la que no le daba demasiadas explicaciones; las que le daba eran tan pobres que ni a mí misma me parecían con vincentes. No me porté bien. Él, en cambio, sí. Lejos de enojarse, me respondió con una hermosa carta de despedida. En mi carta le decía que no aguantaba todo aquello, que quería regresar a casa. A casa, pero, ¿dónde estaba mi casa? Sé que lo llamaban el exilio dorado porque estábamos en Europa, y en Argentina se piensa que en Europa se vive siempre bien. No era así. Conocí a gente que festejaba la Navidad en la hora de su país, conocí a exilados que se aprovechaban de los que estaban en peores condiciones. Conocí a gente que ya conocía, y que ahora parecía veinte años más vieja, conocí a intelectuales importantes que se habían quedado sin identidad. Conocí a gente que se des pertaba gritando, a personas que habían perdido a toda su familia. Conocí a una muchacha que había concebido un hijo después de ser violada en la cárcel y cuyo novio, también víctima de la tortu ra, mató al niño a patadas. Visto el tema desde otro ángulo, podría decir también que nadie conocía a nadie, que fuera de contexto, todos nos habíamos convertido en otro. No sé para quién fue dorado este exilio, no lo sé. 126 / Sólo cuento
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Cuando uno llega a un país en el que no conoce a nadie su vida puede cambiar según doble una esquina. Llegué a Madrid un 5 de diciembre y hacía mucho frío. Los árboles estaban iluminados con unas lucecitas tímidas que preparaban la Navidad y que toda vía me deprimen. El taxista que me acercó al centro opinaba que las latinoamericanas teníamos que buscar un señor que nos prote giera, y me dejó en un hotel con aspecto de casa de citas. Se lla maba Mónaco, creo. Casi caigo en la tentación de entrar, pero luego pensé que sería caro y yo tenía poco dinero para mantener me, así que arrastré la maleta hasta una esquina y me quedé pen sando qué hacer. Entré en un bar, llamé al único teléfono que me habían dado en Buenos Aires y me atendió una mujer muy amable. Cuando le conté que no sabía a dónde ir me dijo que fuera a su casa. La mujer se llamaba Carmen, tenía muchos amigos que se vestían con trajes antiguos. Uno de ellos, con un bigote finito y labios muy carnosos un poco húmedos me propuso trabajar en su inmobiliaria. No sé muy bien por qué le dije que no, posiblemen te porque me miraba como si yo fuese un pollo a la brasa, la cosa es que esto disgustó a Carmen, que deseaba ejercer toda su caridad sobre mi cabeza y opinaba que en mis condiciones debía aceptar cualquier cosa que me ofrecieran. La caridad compulsiva de Carmen se basaba en considerarme un poco inferior. Lo cierto es que yo prefería pasar hambre antes que trabajar con ese tipo de labios húmedos así que se estropeó la convivencia y me tuve que ir. Para entonces ya había conocido a algunos ar gentinos y nos pusimos a hacer encuestas. Luego vendimos arte sanía en el Rastro, también conseguí una beca para hacer el doctorado. En la facultad había una capilla católica y horarios para oír misa; en la clase, una mascarilla mortuoria de Rubén Darío dentro de una urna de cristal. Hacia lo ignoto / 127
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En el curso conocí a un sandinista que se dormía durante la exposición y a un colombiano, Jorge, con el que salí un par de veces. Jorge me gustaba, pero para entonces yo tenía mucho miedo a las relaciones sentimentales, todo un país me había des aparecido y no estaba demasiado dispuesta a comprometer el co razón. Así que cuando Jorge me propuso ir con él a Londres le dije que mejor no y me quedé aquí, donde, al fin y al cabo ya es taba conociendo gente. En esos años comenzó el destape y apare cieron tetas por todas partes: en televisión, en las revistas. Incluso llegué a ver una versión de Fuenteovejuna en la que se mostraban tetas sobre el escenario. Mientras en Argentina la vida parecía haber entrado en un túnel, en España se salía de él. Había mani festaciones por todos lados y de pronto en la ciudad se empezó a arremolinarse un aire de fiesta. Con un grupo de gente de la uni versidad alquilamos un piso y convivimos durante varios años. Uno de ellos me presentó al director de este periódico donde tra bajo desde entonces. No tengo pareja, pero no me importa. Recibo un buen sueldo, me gusta lo que hago. Aunque claro, los extran jeros tenemos un techo de cristal. Cuando mi padre y mi hermana me dejaron en el avión de Iberia intentaron regresar a Buenos Aires, pero en el control de pasapor te un policía uruguayo los detuvo. Mi padre es abogado, así que al principio protestó enérgicamente pero luego vio que la cosa se estaba poniendo fea y optó por callar. Dos días más tarde los en tregaron a los servicios argentinos. A mi hermana la golpearon delante de mi padre, luego los dejaron libres a los dos. A ella le dijeron: —Vos, piba, no sos más que una boluda, pero tené cuida do, la próxima vez no la contás—. Mi hermana salió del país y pidió asilo en Suecia. Se llevó a sus hijos, que eran todavía bastante pequeños, y que hoy casi no 128 / Sólo cuento
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hablan castellano. Me enteré en Madrid de todo lo que había pa sado, pero no podía regresar. En cuanto a ir a Suecia para reunirme con ellos, ni se me pasó por la cabeza. Los que llegamos a España nos habituamos a ser tratados con indiferencia en un país en el que no había ni siquiera refugio político, aceptamos nuestro pre cario destino y nos buscamos la vida. Cuando voy a verlos, mis sobrinos me miran como si fuese parte de un pasado remotísimo, una curiosidad de la que habla su madre. El varón es mi ahijado, pero pareciera que casi no me co noce; yo lo siento, porque no tengo hijos, y me hubiese encantado que estudiara literatura. Mi hermana recibió apoyo del gobierno sueco, le dieron casa, trabajo y escuela para los niños, pero nunca se acostumbró. Alejandro y yo dejamos Brasil y nos afincamos en México. Había mos recorrido casi toda América Latina de las formas más diversas, en cualquier medio de locomoción, de Argentina a Uruguay, de Uruguay a Brasil, luego América Central, Guatemala, Belice, por fin México. Allí el exilio era muy activo y resultó bastante más fácil encontrar trabajo. Habían pasado casi dos años desde que deja mos el país, veníamos cansados y hambrientos. El día en que lle gamos nos invitaron a la despedida de un chileno que estaba rifando toda su casa y sus enseres porque había decidido irse a Europa. Te vendía un número, y tanto te podía tocar un par de calzoncillos como la mesa del comedor. A nosotros nos tocó el colchón, y lo pusimos en el cuarto que nos habían prestado. Ale jandro consiguió trabajo y volvió a la Facultad; a él cuyo hallazgo arqueológico más apasionante había sido el alfajor de dulce de leche que hacía su abuela en Córdoba, México le resultaba mági co. Yo comencé a cursar mi doctorado y a organizar un taller de escritura. Nos separamos pronto porque nuestra pareja, que había Hacia lo ignoto / 129
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aguantado tantos momentos difíciles, no resistía la cotidianeidad. Alejandro me engañó, yo engañé a Alejandro, ambos buscamos con tesón todas las formas posibles de hacernos daño, metimos el estilete donde la carne estaba más viva. Cuando se fue me quedé con el colchón, y lloré abrazada a lo único que era mío. Cuando mi padre y mi hermana cruzaron la frontera un amigo que los esperaba en el puerto les dijo que tenían que esconderse. En tonces mi hermana conoció la terrible noticia: habían entrado en su casa, su marido y su hijo habían sido secuestrados. Su hijo era mi ahijado, y todavía no había cumplido un año. Mi hermana no quiso dejar el país, como todos le recomendaban, sino que se dedicó a buscarlos. A veces llevaba a su otra hijita de la mano, a veces iba sola, como loca. A veces, me cuentan, se encerraba en su casa y aullaba de dolor con una voz que no era humana. Reco rrió todas las oficinas y se encontró con otras mujeres a las que les había pasado lo mismo. Como no conseguían nada, como nadie les daba explicaciones, empezaron a dar vueltas, todos los jueves, en torno a la pirámide de Plaza de Mayo, frente a la casa de go bierno. Algunas se ponían pañuelos blancos en la cabeza, otras se sumaban simplemente para acompañar. Poco a poco se convirtie ron en una multitud. Mi sobrino no apareció, sigo pensando mucho en él; ahora tendría casi treinta años, alguna familia ligada a los militares debe de haberlo criado. Si nos cruzáramos en la calle, no nos reconoceríamos. Siempre me he preguntado si la madre gallega del pasajero que viajaba a mi lado en el avión de Iberia que me trajo a Madrid, allá por 1976, habría reconocido a su hijo. ¿Qué se siente si alguien al que se da por desaparecido regresa al cabo de tantos años? ¿Re cordaría el hombre la aldea de la que partió? ¿La rutina del campo, 130 / Sólo cuento
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el aroma del fuego, el color del cielo a través de los árboles? ¿Tendría la madre alguna posibilidad de comprender la vida del emigrante? ¿Sabrían acaso formular las preguntas que podrían acercarlos? ¿Qué sintieron al abrazarse? Volví a encontrarme con Jorge muchos años más tarde en la zona de pasajeros en tránsito de un aeropuerto. —¿Dónde te habías metido? —me preguntó—. Te busqué durante mucho tiempo. Ah, cuánto tiempo ha pasado. ¿A qué te dedicas? —Dejé la política —le dije—. Soy escritora —le dije también. Me miró con un poco de asombro: —Ah, escritora. Yo me dedico a los negocios… No había cambiado mucho. La gente alta y delgada se man tiene bien, y además él tenía esa piel morena que no pierde viveza con los años. Ya no llevaba el anillo con la piedra roja sino una alianza, vestía con sobriedad. Vio que miraba su mano y se puso un poco nervioso. —No me casé —le dije, y escruté su rostro. Él me sostuvo la mirada y debió de interpretar mi frase como un reproche. Con ese narcisismo en fase de reconstrucción propio de los que han sido abandonados, probablemente imaginara que nadie me había hecho tan feliz como él. De pronto me empujó tras una columna y me besó. No quise sacarlo de su error, en realidad le debía una reparación, lo había dejado en Londres solo y él, en cambio, me había acompañado en tiempos muy difíciles. —Nunca te pude olvidar —le dije. Y subrayé—: nunca. —Luego pensé que con esa mentira mi deuda estaba saldada. Jorge volvió a besarme y luego se alejó hacia una mujer alta y rubia, con cara simpática, probablemente inglesa. Hacia lo ignoto / 131
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Pude regresar a Buenos Aires seis años más tarde, cuando los militares estaban a punto de caer pero, como me había casado con un español que conocí en el periódico y tenemos una hija, era imposible fijar nuestra residencia aquí. Me fueron a buscar al ae ropuerto mi padre y mi hermana. Sus hijos han crecido mucho, en particular el varón, que es mi ahijado. Cuando estoy con él repite que cuando sea grande va a ser escritor. Me alegro, le dije, porque te vas a convertir en lo que yo deseaba, en lo que nunca llegué a ser. Desde aquel primer viaje vuelvo todos los inviernos. Me gusta Madrid, tengo amigos y me siento incorporada. Aunque no puedo resolver de dónde soy, a estas alturas, me digo, no tiene importancia. Alejandro está afincado en México y me escribo con él. Hemos llegado a ser buenos amigos y, en algún sentido, él es el único que me entiende. “Añoro nuestra vida en Brasil”, repite, “esos años, los añoro a pesar de los peligros”. Y luego dice: “el exilio no se termina nunca. Nunca. Ni siquiera si se regresa al país. Siempre tengo la sensación de estar encerrado fuera”. Ambos fantaseamos con volver algún día a Buenos Aires, con encontrarnos, con vivir todas esas vidas que no fueron posibles. Luego recordamos que nunca estuvimos juntos en esta ciudad. Por fin llega un momento en el que dejamos de imaginar y nos quedamos serios. En realidad, me digo, le digo, somos de cualquier lugar del mundo. O de ninguno.
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Ignacio Solares
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Ignacio Solares (Ciudad Juárez, 1945). Además de novelas históricas como Madero, el otro, La noche de Ángeles, Colombus y El sitio, y del reportaje Delirium tremens, Ignacio Solares posee una obra cuentística deslumbrante. En dicho género, el autor suele retratar escenas mundanas para llevar al lector a una atmósfera extraña y espiritual, casi mística. Los libros El hombre habitado y Muérete y verás son muestra de ello. En 2007 publicó La instrucción y otros cuentos, de donde rescatamos la pieza que titula dicho libro. Solares también ha estado al frente de la redacción de La Cultura en México, Plural y la Revista de la Universidad de México, trabajos que propiciaron la entrega del Premio Nacional de Periodismo Fernando Benítez 2008. Entre sus obras teatrales destacan: El jefe máximo, Desenlace, El problema es otro, Infidencias, Tríptico, La flor amenazada, Los mochos, La vida empieza mañana y Si buscas la paz, prepárate para la guerra. Ha obtenido los premios Magda Donato, Internacional Diana/Novedades, José Fuentes Mares, Xavier Villaurrutia, Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón.
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La instrucción
Para José Emilio Pacheco
Si tenemos capitán, ¿importan las prohibiciones? Julio Cortázar, Los premios
En el puente de mando, atrás de la ventanilla de grueso cristal violáceo, el capitán contempla un mar repentinamente calmo, de un azul metálico que parece casi negro en los bordes de las olas, los mástiles de vanguardia, el compacto grupo de pasajeros en la cubierta de proa, la curva tajante que abre las efímeras espumas. “Mis pasajeros”, piensa el capitán. Apenas un instante antes —algo así como en un parpadeo— dejaron atrás el puerto, que se les perdió de vista como un lejano incendio. El barco cabecea dos o tres veces, con suavidad. —Yo, la verdad, capitán, cada vez que salgo a alta mar siento la misma emoción de la primera vez —le comenta el contra maestre, un hombre de pequeña estatura, sonriente y de modales resbaladizos—. ¿Cómo dice el poema de Baudelaire? “Hombre libre, tú siempre añorarás el mar.” Pues yo lo añoro hasta en sue ños. El puro aire salino y yodado me cambia la visión del mundo. Como si fuera una gaviota suspendida en lo alto del mástil, y desde ahí mirara el horizonte. Temo que un día esta emoción se me agote, usted me entiende. El paso del entusiasmo a la rutina es una de las mejores armas de la muerte, lo sabemos. Hacia lo ignoto / 135
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El capitán realiza su primer viaje en tan importante cargo, algo que esperó con ansiedad creciente desde el instante mismo en que decidió hacerse marinero. Con actitud ceremoniosa levanta la cabeza, mete la mano al bolsillo interior del saco de hilo blanco (que apenas estrena) y toma la instrucción lacrada que, se le advirtió, sólo debería abrir ya en alta mar. Desde hace días el corazón se le desboca con facilidad. Y hoy por fin llega al momento que, supone, pondrá fin a su incertidumbre sobre el rumbo a seguir, la clase de travesía que deberá realizar, cómo y con qué medios resolverá los problemas que enfrente. Rompe los sellos como si rasgara su propia piel, abre el sobre y, para su sorpresa y desconsuelo, se encuentra con un texto fragmentado y casi invisible. —¡Otra vez esta maldita broma! —dice el contramaestre chasqueando la lengua al descubrir el instructivo por encima del hombro del capitán—. Siempre la hacen a quienes ocupan el cargo de capitán por primera vez. Dizque para probar sus habili dades y capacidad de improvisación. —Pues me parece una broma de lo más pesada. Y absurda, porque ahora no sabremos a dónde dirigirnos. —De eso se trata, he oído decir que dicen. Precisamente, que en éste su primer viaje como capitán usted mismo decida a dónde ir, qué escalas hacer, cómo enfrentar los problemas que se le presenten. Incluso, cómo explicar y convencer a los pasajeros de la ruta que decida seguir y el porqué. —Algunas palabras se leen aquí con cierta claridad —dice el capitán entrecerrando los ojos para afocar el amarillento trozo de papel. —Y si le ponemos un poco de agua quizá puedan leerse algunas más. 136 / Sólo cuento
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Con la punta del índice, como con un suave pincel, el con tramaestre le pasa un poco de agua al papel. —¡Mire, se han aclarado otras palabras! —No demasiadas. —Quizá sean suficientes. Por lo pronto, nos aclaran el Sur en vez del Norte y, lo más importante, que el nuestro no debe ser un viaje de recreo sino más bien formal y ceremonioso. Mire, aquí se lee muy clara la palabra “ceremonioso” y creo que la si guiente palabra es “ritual”. —Ya me imagino explicándoles yo a los pasajeros que éste será un viaje “ritual”. —Pues por lo menos tiene usted una pista de lo que debe decirles. He visto instructivos en que la única palabra que aparece es “convencerlos”, pero no se sabe de qué ni por qué. Además, usted por lo menos tiene muy clara la palabra “Sur”. Es mucho peor cuando le aparece “rumbo desconocido”, porque entonces toda la responsabilidad recaería sobre usted. Supe de un capitán que malinterpretó las instrucciones que se le daban… —y una chispita de ironía brilla en los ojos del contramaestre—. Bueno, no exactamente que se le dieran las instrucciones, sino que él debía adivinarlas en un papel como éste. Las malinterpretó y zo zobró a los pocos días de haber zarpado. Otro más se desesperó tanto ante la confusión de las instrucciones que lanzó el trozo de papel por la borda. Lo único que consiguió fue que pocas horas después se pararan las máquinas del barco y no pudiéramos vol verlas a echar a andar por más intentos que hicimos —las aletas de la nariz se le dilatan y respira profundamente—. O, en fin, me contaron de un caso aún más grave, porque la irresponsable y manifiesta desesperación del capitán provocó enseguida que una enfermedad infecciosa de lo más rara se declarara a bordo. Hacia lo ignoto / 137
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—Pero, ¿quién puede asumir unas instrucciones que no se le dan con suficiente claridad? —pregunta el capitán al tiempo que se le marcan las comisuras de los labios, en un gesto casi de asco. —Creo que éste es el punto más delicado que enfrentará usted, por lo que me ha tocado ver. Hay capitanes que con muchas menos palabras en su instructivo toman una actitud tan decidida que así se lo hacen sentir a la tripulación y a los pasajeros. La respuesta por lo general es de lo más positiva. En cambio he visto a otros que al titu bear provocan un verdadero motín a bordo y no ha faltado la tripula ción que se subleva y toma el mando de una manera violenta, con todas las implicaciones que ello significa para el resto del viaje. —¿Y los pasajeros? —Con los pasajeros más le vale tener un cuidado supremo. Porque si no están de acuerdo con sus decisiones, una queja por escrito a nuestras altas autoridades puede costarle a usted el pues to, lo cual significaría que éste fue su debut y despedida como capitán de un barco. Pueden hasta fincarle responsabilidades y demandarlo. Supe de un capitán que tardó años en pagar la de manda que le pusieron los pasajeros por daños y perjuicios. —Dios Santo. —Empezarán por cuestionarle el rumbo que tome. Si va usted al Sur, le dirán que ellos pagaron su boleto por ir al Norte. Le van a blandir frente a la cara sus boletos, prepárese. Pero si decide cambiar de rumbo e ir al Norte, será peor porque no faltarán los que, en efecto, prefieran ir al Sur, y lo mismo, van a amenazarlo con quién sabe cuántas demandas. Otro tanto le sucederá con las escalas que realice. Nunca conseguirá dejarlos satisfechos a todos, y más le vale tomar sus decisiones sin consultarlos demasiado. Simplemente anúncielas como un hecho dado, y punto. O sea, partir de que los pasajeros nunca saben lo que en realidad quieren y tomar las decisiones por encima de ellos, por decirlo así. 138 / Sólo cuento
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—¿Y si definitivamente no están de acuerdo con esas deci siones? —Rece usted porque no le suceda algo así. Estuve en un barco en el que los pasajeros se negaron a aceptar el rumbo que decidió tomar el capitán y exigieron que les bajaran las lanchas salvavidas para regresar al puerto del que acababan de zarpar. El capitán sostuvo el trozo de papel con dos dedos como pinzas y lo volvió para uno y otro lado. Suspiró. —Si por lo menos lograra poner en orden las palabras que aquí aparecen. Pero son demasiados los espacios en blanco entre ellas. —Consuélese. Recuerdo que un capitán cayó de rodillas apenas abrió el sobre sellado y se puso a orar por, según él, la gracia concedida de contar con unas cuantas palabras para guiarse en su viaje. Luego me decía: “Me complace pensar que los funda dores de religiones, los profetas, los santos o los videntes, han sido capaces de leer muchas más palabras que nosotros en estos textos casi invisibles, tras de lo cual seguramente los han exage rado, adornado o dramatizado, pero la verdad es que nos dejaron un testimonio invaluable para cada uno de nuestros viajes”. —Prefiero atenerme a mis limitadas capacidades. ¿Y si le ponemos un poco más de agua? —Inténtelo. Aunque si lo moja demasiado corre el riesgo de borrar alguna palabra. Lo mismo con la saliva, he comprobado que puede dar pésimos resultados. Quizá sea preferible conformarse con lo que tiene a la mano y no ambicionar más. Concéntrese en algunas de las palabras que se le dieron, léalas una y otra vez, búsqueles su sentido más profundo. Ahí tiene una, por ejemplo, que si la sabe apreciar, debería estremecerlo hasta la médula. —¿Cuál? —“Constelación”. ¿Le parece poco? Nomás calcule todas las implicaciones que puede encontrarle. Experiméntelo esta Hacia lo ignoto / 139
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misma noche. ¿O no ha percibido usted el acorde, el ritmo que une a las estrellas de una constelación? ¿O tampoco ha notado que las estrellas sueltas, las pobres que no alcanzan a integrarse en una constelación, parecen insignificantes al lado de esa escri tura indescifrable? —¡No me hable más de escritura indescifrable, por favor! —dijo el capitán con un gesto de dolor. El contramaestre no pareció escucharlo y miró fijamente hacia el cielo azul, como si sus palabras vehementes consiguieran ya empezar a oscurecerlo. —El hombre debe de haber sentido desde el principio de la historia que cada constelación era como un clan, una sociedad, una raza. Algunas noches yo he vivido la guerra de las estrellas, su juego insoportable de tensiones, y si quiere un buen consejo espérese a la noche para contemplar el cielo antes de tomar cual quier decisión. El barco tiembla, crece en velas y gavias, en aparejos des usados, como si un viento contrario lo arrastrara por un instante a un rumbo imprevisto. Aquella noche, en efecto, el capitán ni siquiera intenta dormir (quizá tampoco lo intente las siguientes noches) y furtiva mente sale de su camarote a pasear por la cubierta de proa. El cielo incandescente, el aire húmedo en la cara, lo exaltan y le atemperan la angustia que lo invade. El espectáculo sube brusca mente de color, empieza a quemarle los párpados. Los astros giran levemente. “Ahí tiene una palabra que si supiera leerla lo estremecería hasta la médula”, recuerda que le dijo el contramaestre. Contempla el trazo lechoso de la Vía Láctea cortado por oscuras grietas, el suave tejido de araña de la nebulosa de Orión, el brillo límpido de Venus, el resplandor contrastante de las estrellas 140 / Sólo cuento
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azules y de las estrellas rojas. ¿Quién advierte la muerte de una estrella cuando todas ellas viven quemándose a cada instante? La luz que vemos es quizá tan sólo el espectro de un astro que murió hace millones de años, y sólo existe porque la contemplan nuestros pobres ojos. ¿Existe sólo por eso? ¿Existe sólo para eso? El palo mayor del barco deja de acariciar a Perseo, oscila hacia Andrómeda, la pincha y la hostiga hasta alejarla. El capitán quiere establecer y ahincar un contacto con su nave y para eso ha esperado el sueño que iguala a sus tripulantes, se ha impuesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. ¿Será posible tomar hoy mismo una decisión? Recuerda algunas de las otras palabras sueltas del instructi vo, algún sustantivo redondo y pesado. Baja la cabeza y reconoce su incapacidad para descifrar el jeroglífico. Ya casi no entiende que no ha entendido nada. Siente que la fatalidad trepa como una mancha por las solapas de su saco nuevo. ¿Renunciar de una buena vez, aceptar que le finquen responsabilidades, pagar las demandas de los pasajeros? ¿O seguir, resistir un poco más, trepar los primeros escalones de la escalera de la iniciación? Visiones culposas de barcos fantasmas, sin timonel, cruzan ante sus ojos. Pero le basta levantar la cabeza y mirar los racimos res plandecientes en el cielo para que regrese el fervor. Entorna los labios y osa pronunciar otra palabra del instructivo, luego otra y otra más, sosteniéndolas con un aliento que le revienta los pul mones. ¿Qué otra cosa somos sino verbo encarnado?, piensa. De tanta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos. La fragorosa batalla del sí y del no parece amainar, escampa el gri terío que le punza en las sienes. Sus dedos se hunden en el hierro de la borda. Hacia lo ignoto / 141
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Se vuelve y mira hacia el puente de mando. El arco del radar gira perezoso. El capitán tiembla y se estremece cuando una si lueta se recorta, inmóvil, de pie, contra el cristal violáceo. “Soy yo mismo”, supone. “Tenemos capitán”. Y es como si en su sangre helada se coagulara la intuición de una ruta futura, por más que se trate de una ruta inexorable.
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Cristina Rivera Garza
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Cristina Rivera Garza (Matamoros, México, 1964). Autora de los li bros de cuentos La guerra no importa (Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 1987) y Ningún reloj cuenta eso (Premio Nacional Juan Vicente Melo 2001), y de las novelas Nadie me verá llorar (premios Nacional de Novela José Rubén Romero 1997; e impac-conarte-itesm 1999, e Iberoamericano Sor Juana Inés de la Cruz 2001), La cresta de Ilión, Lo anterior y La muerte me da. Es una de las voces más originales de la literatura mexicana actual. Por su obra en general obtuvo el Premio Internacional Anna Seghers 2005. Sobre Nadie me verá llorar, Jorge Ruffinelli señaló: “No pretende que sus personajes simbolicen realida des amplias y abstractas. Ella respeta la circunstancia por ser circuns tancia, lo esencial por ser esencial. Sigue trabajando en lo pequeño (la lección de Walter Benjamin), porque de esas pequeñas partes se compo ne el total de la historia. Ahí se demuestra un riesgo, un desafío, una sabiduría narrativa, un lúcido manejo simultáneo de dimensiones dife rentes de lo circunstancial y lo trascendente”.
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El rehén
Me llamó la atención el anillo que llevaba en el dedo anular de la mano derecha: una gruesa argolla de oro salpicada de pequeños diamantes. Era ostentosa y femenina y, en la mano del hombre que se sentaba en la fila de enfrente, no muy lejos de mí, parecía fuera de lugar. Los mocasines afables. La perfecta raya en el pantalón de lana. El saco de corduroy. El cuello. El mentón bien rasurado. Sólo desvié la vista cuando me percaté de que lloraba. El sobrecogi miento cuando eso sucede: ver a un hombre llorar. Recargaba la frente sobre los dedos de la mano izquierda, tratando sin duda de cubrirse el rostro, pero eso no impedía que se notara la humedad alrededor de los ojos, el recorrido vertical de las lágrimas. Fingí ver hacia la gran ventana con el hastío de quien espera un vuelo retra sado y, cuando eso no funcionó, abrí un libro. Me pregunté muchas veces mientras intentaba leer una de sus páginas sin conseguirlo si había puesto el libro en la maleta de mano para eso, para fingir que no veía a un hombre llorar en un aeropuerto casi vacío al filo de la madrugada. En realidad no podía ver otra cosa. Me incorporé con la intención de caminar por los pasillos alumbrados y solos y, por eso, me sorprendí cuando, en lugar de avanzar hacia la derecha, di un par de pasos a la izquierda y le rocé el hombro. —¿Necesita agua? —le pregunté. Aeropuertos / 147
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El hombre elevó la cabeza y guardó silencio. Me veía, es cierto, pero no me veía. Sus ojos irritados parecían recapacitar sobre alguna situación complicada y oscura. Pasaron minutos así. Pasó mucho tiempo. Al final, cuando tuvo que aceptar que había, en efecto, alguien enfrente ofreciéndole agua, sólo asintió con un leve movimiento de cabeza. Imaginé que conseguir el líquido sería fácil, pero no fue así. Entre más caminaba sobre mosaicos resbalosos y frente a expen dios cerrados, sobre cuyos aparadores sólo podía ver mi propio reflejo, más me convencía de lo absurdo que había sido mi ofreci miento. No sólo lo había interrumpido mientras llevaba a cabo un acto íntimo y a todas luces doloroso, sino que también lo había obligado a descubrir sus ojos irritados y rotos frente a mí. Me re criminé mi conducta y, derrotada, regresé a la sala de espera. Tenía ganas de ofrecerle o una disculpa o una explicación, pero dejé de pensar en ello tan pronto como lo vi otra vez. El hombre no se había movido. Ahí estaba su frente, apenas apoyada sobre los dedos de la mano izquierda, y la argolla dorada en el dedo anular de la mano que yacía sobre su regazo. A unos pasos de él, inmóvil también, sufrí un espasmo. El agua que no conseguí cayó sobre mis zapatos, formando un pe queño charco en la alfombra gastada. —¿Necesitas agua? —murmuraba y, ante la respuesta apenas audible, me subía a un pequeño banco de madera, extendía el brazo por sobre mi cabeza y colocaba un vaso de plástico sobre la base de una ventana pequeña y alta que comunicaba el último cuarto de una casa con el patio trasero de otra. Una mano pequeña y huesuda tomaba el vaso a toda prisa entonces, como si temiera ser descu bierto y, segundos después, se podía oír cómo bebía el líquido trago a trago hasta calmarse. 148 / Sólo cuento
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—¿Quieres que haga algo? —le preguntaba entonces, toda vía en voz baja. Al inicio solía responder que no, que no quería que yo hiciera algo en especial, pero a medida que pasaban los días y los golpes no cesaban empezó a comunicarse a través de una extraña forma de balbuceo. Preguntaba cosas absurdas. Tenía curiosidad sobre cosas que a mí solían pasarme desapercibidas. Quería que le describiera mi cuarto, los juegos de mesa que me entretenían de tarde, la música que escuchaba por la radio. A su surros, tratando de evitar que se percataran de que alguien lo consolaba del otro lado de la pared, respondía a sus preguntas en todo detalle. Le contaba más. Hubo una vez un hombre que lloraba en un aeropuerto, le decía. Lo oía llorar por lo menos una vez a la semana. Como en un ritual primitivo, la ceremonia de su llanto solía dar inicio con un grito: un estertor femenino que se abría paso con suma lentitud desde un lugar oscuro y cerrado. Pensaba, en esos momentos, en una cueva. Pensaba en los esqueletos cubiertos de musgo que se ocultaban, con toda seguridad, bajo un puñado de hojas muertas y podridas. Pensaba en la palabra origen. Luego dejaba de pensar y escucha ba, uno a uno, los golpes. Mano contra espalda, cuero contra muslo, cuerda contra mejilla. Algo duro y firme contra la man sedumbre de la piel. Algo sólido y puntiagudo contra la blandura de la carne. Algo contra él. El ruido siempre me paralizaba. Estu viera donde estuviera dentro de la casa, cuando ese ruido me alcanzaba detenía el juego o la plática o el proceso de digestión. Abría los ojos, desmesurados. Apretaba los dientes. Cruzaba los brazos sobre el estómago súbitamente vacío. Luego iba a la coci na para servir el vaso de agua al que se iba acostumbrando poco a poco. Aeropuertos / 149
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—Cuéntame de tu cuarto —pedía, con gran timidez, des pués de cinco o seis tragos. Y yo, con una voz muy baja, una voz con vocación de venda o ungüento, le contaba. Tenía un cuarto amplio, donde cabían dos camas gemelas y un escritorio y una tienda de campaña. Había una ventana que abría con frecuencia para ver las estrellas o para dejar salir a las pa lomillas nocturnas que a veces se colaban en la casa entre los pliegues de la ropa seca. Había, entre las almohadas de tamaño normal, una redonda, de color amarillo, con una gran línea curva en forma de sonrisa, que no era en realidad una almohada sino una bolsa donde se guardaban las pijamas. Había una radio que encendía de noche, invariablemente. El croar de las ranas, le describía eso. —¿Hay una rana en tu cuarto? —me preguntaba con asom bro mientras se sonaba la nariz. —¡Cómo crees! —le contestaba, irónica, olvidándome por un momento que debía hablar en voz muy baja. En una feria, alguna vez, una vidente me había anunciado muchas lágrimas. Lágrimas masculinas. Había dicho: tu vida está llena de lágrimas que no son de mujer. Recordé eso frente al hombre del aeropuerto. Lo recordé cuando me senté a su lado y le ofrecí en silencio el vaso de agua que no recordaba haber encontrado pero que llevaba, de manera inexplicable, entre las manos. El hombre del aeropuerto se volvió a verme con gran difi cultad. Dijo: —No te preocupes. Ni siquiera sé si quiero agua —yo enco gí los hombros y volví a sacar el libro de mi equipaje de mano, disponiéndome a hojear sus páginas a sabiendas de que no sería capaz de leerlas. Vi las manecillas en mi reloj de pulsera: las 2:30 150 / Sólo cuento
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de la mañana. Moví las rodillas de arriba abajo a gran velocidad hasta que me di cuenta de lo que hacía. Entonces me detuve. Me mordí las uñas con mucho cuidado y, cuando terminé, limé los bordes maltrechos una y otra vez contra la tela del pantalón de mezclilla. Cuando ya no pude más pensé en esa casa. Era, sin duda alguna, una construcción extraña. De fuera parecía normal: un jardín de buenas dimensiones, al que coronaba un ciprés de muchos años, antecedía la aparición del porche. Y en el porche estaba la banca de hierro y las macetas de colores que embonaban perfectamente con el vecindario de avenidas amplias y construc ciones sólidas. Esa impresión cambiaba cuando se abría la puerta de entrada. Detrás de ella, imperial y sinuoso, daba inicio el pasi llo. Para alguien pequeño, sin embargo, aquello no podía ser un pasillo sino un túnel: algo estrecho y largo que parecía no terminar nunca y que ocasionaba, por lo mismo, zozobra. En aquel enton ces no conocía la palabra pero sí la sensación. El pasillo era tam bién un eje a cuyos costados se abrían o cerraban puertas: hacia la izquierda, la del comedor; hacia la derecha, la de la sala. Sobre el lado izquierdo y de manera consecutiva: la cocina; luego, un patio interior. Luego mi recámara. El baño. Sobre el lado derecho y de manera consecutiva: otra recámara, otro baño. Al final de todo se encontraba el último cuarto: una habitación húmeda, de grandes mosaicos cuadrados de color gris, que sólo tenía una pequeña ventana a la que le habían puesto un vidrio blancuzco que dejaba pasar algo de luz pero no permitía ver del otro lado. La ventana, además, no se abría. No, al menos, en un sentido estricto. Yo empujaba la parte inferior y entonces se hacía una pequeña aper tura triangular, un ángulo de 45 grados o menos, por donde iba y venía el vaso de agua. Iban y venían las palabras. El llanto. —Mi infancia —murmuré de la nada, sin aviso alguno, sorprendiéndome sobre todo a mí misma—. Mi infancia estuvo Aeropuertos / 151
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marcada por unos corazones que aparecían sobre el pavimento, justo frente a la puerta del jardín de mi casa. El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo izquierdo y, des pués de sonarse la nariz, se volvió a verme una vez más. Parecía haberse dado cuenta apenas de que alguien a su lado había pro nunciado un puñado de palabras. Parecía que el haber entendido esas palabras lo llenaba de un gusto eufórico y extraño. —Debió haber sido halagador —dijo, abriendo la posibili dad de la conversación. Le contesté que no. —Era vergonzoso en realidad —el libro abierto sobre mi regazo, la mirada sobre el ventanal—. Todo eso lo era. Los cora zones de tiza. Mi nombre. El nombre de un desconocido. La flecha entre los dos. Las gotas de sangre o de qué supurando por una de sus orillas hasta caer al suelo. El hombre sacó una libreta del bolsillo derecho de su saco. Luego, sacó una pluma del bolsillo interior del mismo e, inclinado sobre su propio regazo, con el trazo titubeante, dibujó algo en una de las hojas cuadriculadas. —¿Así? —preguntó, mostrándome un corazón dentro del cual se encerraban dos nombres inverosímiles: Hnjkö y Jsartv. Una flecha entre los dos. Lo vi de reojo. El ruido cada vez más cercano de la aspira dora me distrajo. No muy lejos de ahí, un hombre de overol azul pasaba un trapo húmedo sobre los asientos vacíos de la sala de espera. El olor a amoniaco. —Deben venir de muy lejos —dije por toda respuesta—. De otro planeta —añadí mientras tragaba saliva. El hombre sonrió: una leve inflexión del labio superior, una sutil inclinación de cabeza. Me miró. El aterrizaje de un avión nos despabiló. 152 / Sólo cuento
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—¿Cómo lo sabes? —preguntó, extrañado, cuando se vol vió a verme. Iba a decirle que no lo sabía, por supuesto, que nadie podría saberlo, pero en lugar de hacer eso le relaté, con una faci lidad que me tomó por sorpresa, aquella tarde fresca, una tarde de jueves si mal no recordaba, en que los había conocido. Estábamos en un río. Yo seguía de cerca a mi padre, saltando de piedra en piedra hasta encontrarme casi en el centro de la corriente, y ellos, pa ralizados en la orilla, me veían avanzar. Más tarde, cuando mi padre me mostraba la manera exacta de lanzar piedrecillas lisas y planas para que rozaran apenas la superficie del agua y siguieran, sin embargo, avanzando, se aproximaron. Algo les había ganado: sus ganas de saber. —Hnjkö y Jsartv —murmuró el hombre, viéndome a mí y al techo del aeropuerto al mismo tiempo, viendo también el río y las piedras y el reflejo de la luz sobre nuestras huellas: todo el cielo azul sobre su cara—. Siempre me los imaginé así —añadió. Sospeché. Lo observé con cuidado: las bolsas bajo los ojos. Los labios rosas. El nacimiento de la barba. Dudé, ciertamente. Me volví a ver las caras ajadas de los pasajeros que aparecían, en lo más hondo de la madrugada, por la estrecha puerta de arribo. —Fueron ellos los que descubrieron todo ese asunto de los corazones —le informé, aprovechando que también se había dis traído con la llegada de los pasajeros. Hay ojos que se alumbran de inmediato, cegadores, y otros que, como el caracol sobre la pared húmeda, se toman su tiempo. Los del hombre que lloraba eran de los segundos. Su transformación fue pausada pero notoria. Poco a poco, la mirada se deslizó hasta posarse, ávida, sobre el pavimento desigual de una calle sobre cuyo pavimento desigual aparecía, cada mañana, un corazón pintado con tiza blanca. —Lo vieron una madrugada —le dije—. Justo antes del amanecer. Aeropuertos / 153
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Algo muy cercano al gozo me invadió cuando comprobé que el hombre del aeropuerto mantenía ese silencio palpitante que invita a la continuación de los relatos. Me preguntaba cómo resistía todo aquello. Cuando oía el estertor que marcaba el inicio de la golpiza, podía ver sus brazos sobre la cabeza, tratando de protegerse de lo inevitable, su cuerpo arrin conado en un esquina del patio trasero de su casa. Podía aspirar el aroma de su miedo. Y ver sus lágrimas, eso podía hacer desde el otro lado de la pared, mientras me quedaba inmóvil, conteniendo la respiración. Sobrecoger significa horrorizar, en efecto, pero lo que sucedía en esos momentos no era un contacto con el horror sino un proceso más íntimo y callado. Algo me avasallaba y me obligaba a cruzar los brazos sobre el estómago en actitud de abrazo o defensa. Un movimiento inmemorial. Algo me sobrecogía y me dejaba a un lado de la pared, inútil y espantada, el hombro y la cabeza recarga dos contra su superficie plana. El dedo que se desliza, sin conciencia, por la mirada. Luego: el agua. Luego: las palabras. La noticia apareció en las páginas interiores del periódico, le de cía. Un hombre llorando, efectivamente, en la sala vacía de un aeropuerto. Una madrugada. —¿Y él por qué llora? —me preguntaba a susurros, tragán dose los mocos y colocando el vaso ya sin agua en el borde oxi dado de la pequeña ventana. —Supongo que por lo mismo que tú —le contestaba des pués de un rato, dubitativa—. Porque alguien le está pegando. —Pero la sala está vacía, eso dijiste. Guardé silencio. Un silencio avergonzado. —No te preocupes —balbuceó con una voz apenada, con trita, después de un rato—. Yo nunca he viajado en avión. 154 / Sólo cuento
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Las paredes estaban pintadas de blanco: un color iridiscente. Eso le contaba. Había cucarachas que volaban de una esquina a otra de mi cuarto, especialmente en el verano. Esperaba impresionarlo con ese tipo de información, sobre todo con el tono frío y científico con que lo contaba. Había hormigas: largas hileras. Los mosaicos del piso eran de color verde: un verde difícil de describir. Eso le decía. Un verde de mayólica. Ahí caían, ruidosas, las canicas. Sobre ellos bailaba al compás del tocadiscos con zapatos de ga musa. Bebía limonadas en grandes vasos de plástico. Los pájaros hacían muchos nidos en las ramas del ciprés. Cuando uno pasaba bajo su fronda vertical podía darse cuenta de que esos pájaros no cantaban, sino que emitían gritos punzantes, chillidos en realidad. El eco de una sirena lejana. Como si sus patas estuvieran pegadas a los troncos, abrían los picos más para quejarse o para pedir auxilio, que para entretener al viento. Soñaba con salir de ahí: soñaba con convertirme en la hormiga que por fin se pierde dentro de la grieta correcta o el pájaro que logra, por casualidad o con vicción, zafar la pata del pegamento. —¿Y para qué querrías desaparecer? —me preguntaba a susurros del lado de su pared. Eso me ponía pensativa. Encontrar una respuesta a esa pregunta se convirtió en una obsesión de la infancia. Una hormiga. Una hilera. Un pájaro. Una desaparición. ¿Para qué querría uno una cosa así? El último cuarto de la casa era, sobre todo, un suplicio. Eso le contaba también. Aunque estaba planeado para los invitados, los pocos que nos visitaban preferían dormir en el mío, en la pequeña cama gemela que no ocupaba nadie, a pasar una noche en esa ha bitación húmeda y oscura. Todos lo evitábamos en realidad. Pen saba que con esto lo impresionaría. Ahí se guardaba la ropa de invierno o los viejos juguetes de mesa o los adornos de Navidad. Aeropuertos / 155
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No sabía por qué, siendo la más pequeña, era usualmente yo quien tenía que ir hasta el final del pasillo para buscar un par de botas o bolas de unicel. Cuando iba, cuando no tenía otro remedio más que ir al último cuarto, avanzaba con cuidado, deslizando el dedo sobre la pared del pasillo como si no quisiera perder contacto con algo que dejaba atrás. Una vez adentro, me detenía, paralizada. El olor era distinto ahí. Musgo. Naftalina. Polvo. El sol, que ilumina ba el resto de la casa, no entraba en esa habitación. Era otro mundo. Ahí era siempre de noche. Siempre hacía frío en ese planeta. No había ningún ruido. Ahí, del otro lado, alguien lloraba. Eso le contaba. Un niño. Alguien que pedía agua. Nadie hablaba de él, aunque sus gritos y gimoteos entraban en la casa por la ventanita y, luego, se escurrían, como el agua que tomaba para calmarse, por el pasillo, por el túnel que era el pasillo, hasta encontrar la puerta de entrada, nadie hablaba de él. Eso le decía. Mis padres se miraban de reojo cuando todo aquello empezaba y guardaban un silencio bien educado, un silencio compasivo y pétreo que me producía más que alivio, miedo. Yo me abrazaba a mí misma y me inclinaba. El llanto del niño, el llanto que venía de la otra casa, se detenía sólo un segundo bajo el ciprés del jardín y, ahí, se confundía con los gritos de los pájaros enloquecidos. Luego todo volvía a empezar. No sabíamos en qué momento se volvería a desgajar la atmósfera de la casa, pero sí teníamos la certeza de que pasaría otra vez. Una y otra vez. Una más. Un vaso de agua. —Hnjkö tenía los ojos azules —le expliqué al hombre—, y Jsartv, que siempre estaba a su lado, también. Parecían gemelos —titu beé—. Creo que lo eran. —Apuesto a que les gustaba jugar con eso —dijo—. Con su parecido. Confundir a la gente, ya sabes. Las bromas. —Sí. 156 / Sólo cuento
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—Pero Jsartv tenía los ojos cafés —añadió luego de un rato—. Ojos cafés como los tuyos —dijo, mirándome de frente y, cuando no vio ninguna reacción, tomándome el rostro entre sus dos manos con una violencia apenas contenida—. No trates de engañarme. Me sonreí en silencio. Bajé la vista. Hay un hombre que llora en un aeropuerto, le contaba yo a alguien a quien nunca vi. El hombre lleva una daga dentro. —¿Dentro de qué? —me preguntaba la voz infantil. —Dentro de su cuerpo —le decía—. Naturalmente, sí. La representante de la aerolínea que se acercó a darnos informes sobre el estado del vuelo retrasado llevaba el rimel corrido y, cada que abría la boca para ofrecer una nueva explicación, nos bañaba con el aliento viciado de alguien que no ha comido en días. —Parece que terminaremos pasando toda una vida aquí —dijo el hombre, ensayando un humor triste, a medias derrotado. —Es el clima —repitió la encargada una vez más, apenas compungida—. Causas fuera de nuestro control. Desde el último cuarto del que no podía salir, me pregunté si existían otras causas. Otro tipo de causas. Si existía algo que en realidad estaba o pudiera estar bajo nuestro control. El clima. Los corazones que aparecen sobre el pavimento. El llanto. Una parvada de pájaros que graznan, enloquecidos. Hnjkö. Jsartv. El amor. —Toda una vida juntos aquí —repitió el hombre cuando la encargada hubo partido. Suspiró. En ese momento el silencio en el aeropuerto vacío fue total. La luz, esa luz. El reflejo. Abrí la ventana. La oscuridad. Luego regresó el eco de la aspiradora, el rumor de algunos pasos. —Llevamos toda una vida juntos —susurró—. Toda una vida juntos, aquí —se señaló las venas en la parte posterior de las Aeropuertos / 157
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muñecas. Luego volvió a colocar las yemas de los dedos de la mano izquierda sobre su frente y, una vez más, fue incapaz de ocultar lo que hacía: algo íntimo e impostergable y vergonzoso. Algo roto a la mitad. Nunca le pregunté cómo había llegado ahí. Tampoco le pregunté su nombre o su edad. Durante todo ese tiempo, me limité a hacer lo que me pedía: describirle mi cuarto, hablarle de la casa, contarle historias que acontecían en lugares muy lejanos y raros. Un aero puerto. Un río. Una playa. Cuando terminaba, cuando todo volvía al silencio inicial, regresaba a través del pasillo al mundo real. Me colocaba bajo las ramas del ciprés hasta que el graznido de los pájaros me obligaba a correr. A veces corría alrededor de la cuadra, buscando su casa. Tratando de identificarla. Todas me parecían igual: eran construcciones sólidas en cuyos jardines de buenas dimensiones crecían rosales y geranios. Casi todas tenían un árbol de tronco grueso en cuyas frondas vivían, pegadas las patas a sus ramas, los mismos pájaros. A veces sólo corría por correr. Corría para escapar sin saber, en realidad, por qué querría hacer algo así. Corría hasta que el aire explotaba dentro del cuerpo y los pies se volvían ligeros y, en lugar de correr, levitaba. Eres real, quería decirle. Para eso lo buscaba, para decirle que había un mundo fuera del último cuarto de la casa. Que el río y el aeropuerto y la playa eran reales. Que yo lo era. Hay un hombre que llora en un aeropuerto, le repetía. Trataba de consolarlo mencionando que incluso alguien mayor, un hombre adulto y de traje que, además, se trasportaba en avión, podía hacer aquello que él estaba haciendo: llorar. Pensaba que su debilidad o su terror, así, podrían adquirir dimensiones humanas. Algo con mensurable. 158 / Sólo cuento
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—¿Pero por qué llora él? —insistía en su pregunta como si cada causa provocara un llanto distinto. —Por lo mismo que tú —replicaba con el latido del corazón zumbándome en los oídos—. Siempre es por lo mismo, ¿no lo entiendes? No lo entendía así: eso me transmitía su silencio. Había causas ajenas y causas bajo control y causas fuera de control. El clima. El amor. La zozobra. No las hubiera podido llamar así en esos años: carecía del vocabulario. Eso lo fui comprendiendo o imaginando sólo después, con el tiempo. Sólo aquí. —Los corazones los pintaba él —le dije—. Lo hacía de madrugada, como ahora —recapacité—. El día en que lo descubrieron sentí un malestar tremendo. Sentí vergüenza. El hombre que lloraba en un aeropuerto guardó silencio. Trataba de contener la respiración, no había duda. No retiró la mano de su cara ni cambió de posición. Su único cambio era invi sible: el resuello. Un resuello largo y suave, como de tarde gris. —Lo agarraron in fraganti —continué—. Cuando elevó la vista bajo el círculo de luz que formaba la linterna todo quedó al descubierto: un hombrecillo pequeño y flaco, de gruesas gafas verdes, con el pedazo de tiza en la mano. Eso era. Un niño viejo. Una criatura pálida y temblorosa. La saliva acumulada en las comisu ras de su boca. Un par de adultos lo jalaron del brazo y, cuando ya se lo llevaban, les gritó con una voz gangosa y aguda, una voz que nunca había escuchado antes y que me llenó de terror, que no podía ir con ellos. Que pronto saldría su avión. Que se le hacía tarde para llegar al aeropuerto. Me volví a ver al hombre de junto y comprobé que nada había cambiado. La mano izquierda sobre el rostro, la derecha sobre el regazo. El llanto. Aeropuertos / 159
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—Su llanto, como siempre, me dobló en dos —continué—. Esa vez vomité —susurré, la voz cada vez más baja, cada vez más ajena—. Por la vergüenza —afirmé—. Por la vergüenza que me dio verlo ahí, sobre la calle, dibujando corazones. El hombre de junto se descubrió el rostro. Las dos manos ahora sobre su regazo. —Y entonces salió Jsvart y se sentó bajo el ciprés y trató de despegar el pájaro de la rama y, al no lograrlo, lo despedazó. ¿No es cierto? Le contesté que sí. No lo dije, en efecto, pero moví la cabeza de arriba abajo, asintiendo. Un movimiento inmemorial. La mano que toma el ave y jala, una a una, las plumas de sus alas. La mano que rompe, horada, mutila. La mano que entierra, sentimental. No le pregunté cómo sabía eso pero, con sumo cuidado, cerré la ventana. Cuando ya iba rumbo al avión, me descubrí deslizando el dedo índice sobre las paredes del estrecho pasillo que nos llevaría hasta la puerta de entrada. Lo vi a lo lejos: los hombros caídos, los pasos lentos, el saco de corduroy. Iba delante de mí, deslizándose sobre el suelo más que caminando. Pensé que el amor nunca ha dejado de darme vergüenza. Miedo. Y pensé, con alivio, que pronto estaría en el último cuarto.
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Luis Felipe Lomelí
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Luis Felipe Lomelí (Guadalajara, México, 1975). Ingeniero físico, ecólogo y filósofo. Autor de Todos santos de California (Premio Nacio nal de Cuento San Luis Potosí 2001), La flauta mágica, Ella sigue de viaje y Cuaderno de flores. “El cielo de Nequén” obtuvo el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés 2005. Tiene el honor de haber escrito un cuento comparado con “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso, merced a su brevedad y eficacia, que se titula “El emigran te”, y dice así: “—¿Olvida usted algo? —Ojalá”. Sobre Ella sigue de viaje, Lomelí opinó: “Todas esas cosas que se desarrollan afuera, en lo público, entran en lo privado, en el amor, y así seleccioné sólo lo que tenía que ver con el amor, con la idea de la pareja y cómo es afectada por los viajes…”
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Gente sencilla del campo
Tenía que estudiar antes de irme al concierto con Alicia. Pero en lugar de hacer eso estaba, bajo treinta y cinco grados y frente al ventilador, escribiendo por doscientos pesos un ensayo sobre el racismo para que un amigo arquitecto aprobara su materia de va lores socioculturales. Tarea fácil, de eso sacaba para las cheves y algo más. Total, quién habría de sospechar de un estudiante de ingeniería. Así que estaba yo explayándome acerca del porcentaje de morenos y blancos en el área metropolitana de Monterrey, di vidida previamente en zonas según los datos del inegi sobre el ingreso económico, cuando oí que desde la calle gritaba Roberto. —¿Lobo estás ahí? —Nooooooo, me estoy bañando. —Jugaremos en el bosque/ mientras el lobo no está/ porque si el lobo aparece/ a todos nos comerá. ¿Lobo estás ahí? —Nooooo, estoy haciendo fraude académico con un ensayo sobre el racismo en Monterrey. —Ji ji ji ji ji. ¡Ya ábreme cabrón! Roberto siempre encontraba alguna estupidez nueva para gritarme, yo era menos imaginativo pero me latía seguirle la co rriente. Una vez el cabrón gritó: ¿no estoy yo aquí que soy tu madre? Y terminamos con la cabeza gacha escuchando la perorata de una Aeropuertos / 163
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ñora, de ésas que nunca se quitan el delantal, que por casualidad barría la banqueta en esos momentos: sí, señora, usted disculpe, no lo volveremos a hacer. Por lo menos al Beto sí le caía el veinte de cuándo tenía que dejarse de mamadas para no meterme en broncas, a diferencia del Ruso que era especialista en cagarles los ovarios a las meseras del Vips al grado que estuvimos a punto de que no nos volvieran a dejar entrar. Le aventé las llaves por el hoyito del mosquitero y el enrejado de la ventana de mi apartamento. Volví a mi Olivetti con ganas de terminar el ensayo con algo así como: sí, la sociedad regiomontana es una mierda. El problema es que mi cuate el arquitecto había naci do en Monterrey. Bueh, lo podría terminar más tarde, a fin de cuentas él tenía que entregarlo después de la comida y aún quedaba harta noche y harta madrugada para darle y luego estudiar para el estúpido examen de Electrónica I. Eso pensé, aunque lo más seguro es que no fuera a estudiar —como en efecto pasó— pues me parecía una pendejada la dichosa materia, una estupidez que nos hicieran armar circuitos con chips obsoletos que sólo se vendían con fines pedagó gicos en las repúblicas bananeras como México, prefería que nos pusieran a reparar hornos de microondas o algo más práctico que armar interfases análogo-digitales: lamentablemente, las preferencias de un estudiante no son exactamente las preferencias de los maestros. —¿Qué onda, wey? Traje a una amiga —dijo Roberto sa cando una caguama de la bolsa de su pantalón. —¡Chingón, my friend! ¿Y qué pedo, te la robaste como los cabrones de la película de Kids? —A huevo, wey. —¿Te cae? —Nel, wey, eso quería pero los vatos del Super 7 de acá están bien a las vivas, como que han de ser una bola de ratas los estu diantes de por aquí. 164 / Sólo cuento
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La destapamos. Me comentó de la hermana de una amiga de él que se había sentido Alfonsina y, después de emperifollarse, caminó por la arena hasta terminar ahogada entre el petróleo y el agua salada de Tampico. Luego nos preguntamos sobre si aún existía alguna manera de suicidarse que fuera original. No encon tramos ninguna. Le platiqué sobre la mona que escribió que ma ñana me llenarán la boca de flores, sobre el tío chef que decidió asesinar a mi tía con ligeras dosis de cianuro, sobre otro tío que —en su camino al seminario— durmió en Roma entre las ruinas de la Segunda Guerra y al despertarse entre ratas y a lado de una calavera sintió hartas ganas de desayunarse unos chilaquiles. —No mames, wey, hay que dejar de leer. —¿Por qué? —Pues porque, wey, es de la mierda ver que hay un chingo de banda a la que sí le ocurren cosas interesantes, mientras que nosotros lo más cabrón que le podemos contar a nuestros nietos es que pasamos algunas borracheras y ¡putas! sí, podemos aderezar un chingo la anécdota, pero a fin de cuentas nomás nos damos atole con el dedo y siempre nos queda el desasosiego de saber que nuestra vida es de lo más pinche aburrida del mundo, wey, que nun ca nos ha pasado nada que valga la pena y hacernos chaquetas mentales sobre por qué Livingstone se quedó a vivir entre los pinches africanos cuando bien pudo haberse regresado a coger a cuanta londinense pudiera engatusar con sus historias del conti nente negro. Por eso estamos solos y por eso hay que chingarnos esta guama. Prendimos un par de Alitas. Nadie usa palabras como desa sosiego más que Pessoa y los que hemos perdido el tiempo leyéndolo. Así que hablamos sobre el portugués mientras nos terminábamos la cheve y yo miraba de cuando en cuando hacia mi libro de electró nica, hacia mi máquina cuya hoja mostraba el ensayo inconcluso. Aeropuertos / 165
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Por qué no ser como Pessoa quiso que fuera Álvaro de Campos. Por qué leer a Pessoa cuando a uno se lo carga la mierda, por qué no esperarse a estar tan feliz como para sentirse parte de los árboles y de los cables de acero que atan a los postes de teléfono. Pero de Pessoa pasamos a hablar del Tajo y de los ríos, a contar anécdotas de la infancia que tuvieran ríos y piedras de río, de cuando quise atrapar chacales para que una señora me hiciera una sopa de lan gostino y terminé con los dedos hinchados por las quelas. —¡Ah qué pendejo estás, wey! —Ya te quiero ver, cabrón, atrapando langostinos. No es fácil, pendejo. —Oh, chingá, wey, no te esponjes. ¿Qué vas a hacer hoy? —preguntó antes de empinarse de filo lo que quedaba de cerveza. Siempre ha tomado más rápido que yo el cabrón y, por tanto, siempre me toca menos. —A las nueve y media me quedé de ver con Alicia para ir al concierto de Milanés. —¿Y te la vas a coger, mi rey? —No sé. Sólo si ella hace algo. Ya ves que soy bien pendejo. —Bueno, wey, pues en ese caso: vámonos al desierto. ¿A poco no estás hasta la madre de la ciudad? Estira y afloje. Le dije que no la podía dejar plantada porque ya lo había hecho las dos veces anteriores y además ella me había regalado el boleto. Que sí tenía un chingo de ganas de largarme de la paradisiaca ciudad de Monterrey pero que teníamos que llegar a tiempo de vuelta, que no fuera a salir con mamadas de que había que pasar la noche a la intemperie ni pendejadas de ésas. Guardé los Alitas en la bolsa de la camisa. Tomé la botella de whisky que recién había comprado (sabor no tan pinche y borra chera garantizada con la mítica promesa de que el escocés no genera cruda). Roberto dijo que por eso me quería y preguntó si no tenía 166 / Sólo cuento
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algunas tortillas o lo que fuera por si nos daba hambre. Tomé una bolsa de papas fritas de Sebastián, mi compañero de depa, y baja mos del edificio hablando de Lawrence de Arabia y demás estupi deces desérticas que dieron para seguir la conversación hasta que quité el bastón de seguridad, el coche se calentó después de un cronometrado cigarro, y tomamos por Avenida Garza Sada y luego por Avenida Constitución. Las manos me brincaban de tanto en tanto, ya quería llegar a la carretera para poder tomar sin miramien tos de la botella, para que por fin dejaran de desfilar los edificios a cien kilómetros por hora y nos encontráramos en otro desierto, en uno que no hirviera en desesperanza de adolescentes que rondan por la Macroplaza en busca de algo más que algodones de azúcar. Sintonizamos el estéreo en Radio Nuevo León para ponernos a identificar las rolas de música clásica con comerciales de la tele. Entramos al municipio de Santa Catarina entre las fábricas y los arrabales que penden del Cerro de las Mitras hasta el lecho del río, a lado de los tráilers y las filas de gente en las paradas de los camiones urbanos, en esta zona en donde la ciudad se siente más percudida que de costumbre: un pinche mugrero, como dije ran los regios. Ciudad embadurnada con hollín y grasa, ceniza de crematorio. Tráilers y filas de gente. —No mames, wey, ha de ser bien cabrón ser trailero ¿no? —Se me ocurren varias razones, pero suelta primero tu idea. —Pues porque te la pasas todo el tiempo solo. Y lo culero no es la soledad en sí, lo culero es tener tanto tiempo para pensar en ti mismo, wey, para aventarte tus terapiadas hasta recordar por qué fue que una vez te masturbaste con aguacate o cualquier pendejada: por qué te da miedo ser tú el de la iniciativa con las viejas o hasta por qué no te gustan los garbanzos. —Eso sería lo de menos, ca’on. Supón que tienes un pedo porque crees que tu vieja coje con tu carnal y te toca la corrida de Aeropuertos / 167
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Ciudad Juárez a Ciudad de México. No mames, sería como el chiste del wey que va a pedir un gato para cambiar su llanta: de tanto pensar en el asunto terminas convenciéndote del peor caso y llegas a tu casa, cruceta en mano, y en cuanto tu vieja sale a recibir te le sorrajas de putazos con el fierro gritándole que es una puta. —A huevo, wey. Puede que eso sea divertido ¿no? —Igual. —Neta, cómo se sentirá darle de putazos a alguien con un tubo. —¿A poco nunca lo has hecho? Nos detuvimos en el último Super 7 que hay en la carretera de Monterrey a Saltillo. Dimos vueltas por el establecimiento. Tomamos una bolsa de cacahuates japoneses, unas botellas de agua. Compramos otras dos cajetillas de Alitas. A la salida, mien tras yo checaba el aire de las llantas, Roberto se puso a platicar con un ruco que boleaba zapatos. Me acerqué a ellos. Roberto tenía en las manos Muerte en Venecia y, nada más y nada menos que, ¡Absalón, Absalón! Eran del boleador y nos dijo que los mostraba a trueque porque ya los había leído, que nos recomen daba el de Faulkner. Corrí a la cajuela del coche, donde a veces dejaba olvidados los libros que no habían sido de mi agrado, para ver si encontraba algo con qué hacer el negocio: carajo, recién había limpiado el auto después de un buen. Le preguntamos al ñor si siempre se ponía ahí, dijo que ey, que la mayoría de las veces, y quedamos en volver para catafixiarle unos librucos. Los agradables treinta y cinco grados iban descendiendo de a poquito mientras salíamos del estacionamiento tragando caca huates japoneses y hablando de una película en donde el boleador de zapatos era el vato más cabrón de todos, el más culto, el que tenía la información más choncha, al que iban a visitar detectives y astrólogos, y que de seguro el ruco con el que nos acabábamos de topar tenía doctorado pero requería pasar de incógnito porque 168 / Sólo cuento
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era un perseguido político o que, a lo mejor, el compa se había encontrado los libros tirados y nomás decía que los tenía a trueque para ver qué cara ponía la banda. Ideamos varias historias, todas igual de malas o igual de clichés: el sesentayochero que se perdió en las drogas, el escritorcito que nunca quiso venderse al sistema y demás pendejadas. Por fin la ciudad se fue quedando atrás y sólo rebotaban contra los cristales del auto los trozos de concreto desperdigados que salpican el desierto, como semillas de la ciudad que será después: las vulcanizadoras que se recorrerán varios kilómetros con los años, los chatarrales. Le di un trago largo a la botella de whisky antes de tomar la desviación a Villa de García. Desierto. En lontananza las dos fábricas que resguardan la carretera como monumentos de algo que fue o que será. Roberto sacó la cabeza por la ventana, como los perritos. Luego la metió y me preguntó si había visto lo cabrón que se veían las fábricas al atardecer, así como sacadas de una película futurista de los años treinta. —Pues sí, cabrón, veníamos juntos cuando las vimos. —¿Te cae? Pero aún faltaban dos horas para el atardecer, a lo mejor de regreso nos tocaba revivir la panorámica. Por lo pronto nos podía mos contar historias sobre fantasmas con olor a herrumbre. Todo sería cuestión de parar y contársela al velador para que en corto se convirtiera en verdad a voces: pues dicen que por acá, en las no ches en las que se le forma el halo ése a la luna, el como circulito, en el cuarto de las calderas... Así habíamos hecho cuando se nos ocurrió la historia de un Ruta 1 fantasma que se lo había llevado la corriente del Santa Catarina cuando el Gilberto y desde entonces aparecía y desaparecía en las tardes de tormenta: fuimos y se la contamos a dos o tres choferes de la misma ruta y, un año después, platicando con otro chofer del Tec-San Nicolás, él me reseñó Aeropuertos / 169
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nuestra historia con harto aderezo. Fue un buen paliativo: si de nues tras vidas no había nada interesante que contar, por lo menos po dríamos crear leyendas urbanas. —Oye, wey, ¿dijiste que ibas a ir con Raquel al concierto? —Nope, con Alicia. —Mal pedo, ¿la vieja se sigue dando su taco? —¿No quieres mejor que hablemos de la taxonomía de los invertebrados endémicos en Madagascar? —‘Ta bueno, wey, no te enojes. El oasis de Villa de García a la vista. Justo antes de entrar a la parte de la carretera con camellón bajé la velocidad para que no me fueran a chingar los tránsitos del pueblo. Por suerte sólo había trán sitos por aquí y no judiciales ni sorchos como en Real de Catorce, así que siempre era una mejor opción venir para acá por peyote. —¿Y tú qué pedo con Lucía? —Pus ahí va, wey, aún se coge rico. Pasamos Villa de García para enfilarnos hacia Icamole y luego agarrar hacia Las Azufrosas. Le comenté que a lo mejor conseguía que nos dieran un espacio en la radio para que hiciéra mos un programita, dijo que estaría chingón, que siempre es a toda madre saber que la banda escucha tus pendejadas. Y fue lo último que se dijo de ahí hasta Icamole: un recorrido de cigarros sin filtro y tragos de whisky, de gobernadoras a treinta grados y Brahms en tres movimientos. Luego silencio de motor de auto, apagar el esté reo. Silencio que no necesita de nada para estar a gusto. En el falso pueblo fantasma de Icamole estuve a punto de atropellar a un morrillo y a Roberto le dio tristeza un viejo que fumaba solo sobre una piedra. Vimos algunas gallinas, un burro. —¿Leíste Platero y yo, wey? —Simón. —¿Y te latió? 170 / Sólo cuento
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—Nel, pinche vato maricón y cursi empelotado por su puto burrito. —Órale, wey, a mí sí me latió. Cuando viví en Oaxaca de niño tenía un burrito y era pocamadre dormirse arriba de él. Están bien acolchonados los cabrones. —Pus chido, ca’on. Pero igual se me hace recursi y ridículo el libro. —Lero lero, tú no tuviste burrito, tú no tuviste burrito. —Pus no, ca’on. ¿Qué no te has fijado que es medio cabrón tener burros en un edificio de departamentos? —Tú no tuviste burrito, tú no tuviste burrito. —Pero tú no tuviste pecesitos. —Sí tuve. —¿Y conejos? —También. —¿Y tortugas? —A huevo, mi rey. —Pues chinga a tu madre, cabrón. Una vez en la brecha rumbo a Las Azufrosas acomodé el bastón de seguridad en el acelerador para sacar el cuerpo y sentarme en el filo de la ventana del carro. Roberto también se sentó en el filo de su ventana, así que quedamos con el techo de por medio, sintien do el aire tibio pasar entre las axilas. Con la mano izquierda hacía como que controlaba el volante y dos o tres veces tuve que volver al asiento para acomodar otra vez el bastón puesto que el auto quedaba o acelerado de más o de menos. Alrededor sólo yucas, gobernadoras, viznagas, algún huizache perdido y chaparro y tierra, mucha tierra, tan vasta y tan inútil como la meta de cualquiera. —Neta que esto es bien instintivo, ca’on. —A huevo, wey. Imagínate a un león sacando la cabeza por la ventana. Se ha de sentir bien chingón el aire en la melena ¿no? Aeropuertos / 171
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Seguimos así, hablando de cualquier tontería, acabándonos los cigarros, rolando la botella y yo, de cuando en cuando, bajan do hasta el volante para sortear los hoyos de la brecha. Un rato después nos detuvimos para echar una miada, como dice Sabina, haciendo circulitos. Del lado izquierdo del automóvil quedaba un cerro un tanto empinado, pelón, y nada ni nadie más en la cañada de cerros alzados en farallones. —Qué pedo, ca’on, unas carreritas a ver quién llega prime ro a la punta del cerro. —No mames, wey, yo me quería tirar en la arena. —Luego te tiras, no seas huevón. Después del consabido “en sus marcas” retamos a nuestros pulmones y a nuestro hígado para que nos llevaran hasta la cima. Roberto cogió la delantera, al llegar a las faldas del cerro se alerdó y conseguí rebasarlo. Iba asombrado de que mis bronquios no se me hubieran salido por la boca mientras alcanzaba tres cuartas partes del cerro cuando volteé a ver a Roberto justo en el instante en que se tropezaba con una piedra y se iba de bruces. —Qué pedo, ca’on, ¿te caes de hambre? —Vete a la verga, wey: ya ganaste. Nos quedamos sentados un rato, cada quien en su lugar del cerro. No alcanzaba a verse ningún vestigio de civilización y los caminos se difuminaban entre la tierra árida. Me quité la camisa. Y bien me daban ganas de encuerarme pero me daba más hueva volverme a vestir, así que nomás me bajé los pantalones para sentir el aire entre los testículos. Harto refrescante el asunto en una tarde que menguaba después del calor de inicios del supuesto otoño regiomontano. Luego regresamos al carro corriendo, dando vueltas por la ladera del cerro (aunque, claro, ya con los pantalones puestos). En un resbalón me llené la mano derecha de aguates de una biznaguita 172 / Sólo cuento
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que me hizo mentar de madres y anhelar que, si hubiera sido peyo te, en lugar de dolor me habría dispuesto a contemplar todo con colores más bonitos. Pero no, nomás un pinche whisky que por más tragos que le daba se empeñaba en no causarme ningún efecto. —No mames, ca’on. Un día de estos deberíamos de traernos dos viejas para cogérnoslas aquí. —Ay sí, wey, y qué tal si en una de ésas volteo y te veo tus pinches nalgas albinas: ¡me vas a cortar toda la puta inspiración! —Y qué pedo: ¿tú crees que me excita verte tus pinches tatuajes? —Ah, ¿a poco no te late el de mi cuate el Quetza? —Bueno, cabrón, te aviento por aquí y yo me voy a coger un kilómetro más pa’llá. Volvimos a andar en el auto y unos minutos más adelante nos encontramos con un páramo de pura tierra. —¿Unos trompitos, wey? Aceleré el coche. Di el volantazo. El pinche carro ni siquie ra se coleó. Volví a acelerar, a dar el volantazo metiendo el freno de mano (como previamente me había dicho Roberto cagado de risa). Ahora sí que dimos vueltas y quedamos estacionados, to siendo a mitad de una inmensa nube de tierra. —Va de nuez, ¿no? Pero ahora sí le subimos al vidrio. Uno y otro más. Y otro. Y otro. Sentía que el pinche coche en una de ésas se iba a dar el volteón. Un trago de whisky, una calada al cigarro y otra vez a dar vueltas, a sentirnos partícipes de la Baja 1000 o de la París-Dakar. Roberto puso un caset de Korn, subió el volumen y yo salí del páramo para meterme a la brecha a lo más que podía acelerar. El auto rebotaba en los hoyos y contra las piedras. Otros tragos de whisky y justo pasar la botella para rectificar el volante y no terminar contra el tronco de un mezquite. Las bocinas sonaban a todo. Hacer mierda los amortiguadores. Aeropuertos / 173
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Hacernos mierda contra una roca. Más whisky. Otro cigarro. Ro berto se dio un putazo en la cabeza contra el techo del carro, y yo ya no podía mantener las manos en el volante cuando nos encon tramos frente a una encrucijada. —¡Trompito, trompito! Paramos apenas antes de darle en la madre al letrero de madera que dice “Las Azufrosas”. —¿Para dónde, ca’on? —Para allá. Y le dimos para allá, sin acelerarle tanto para poder bajar los cristales. Roberto bajó el volumen del estéreo y comenzó a hablar sobre el pedo de los caníbales rusos, que ahora que había terminado el comunismo —donde les enseñaban tanto a querer a sus prójimos, siempre y cuando no tuvieran ojos chales o rasgos árabes— algunos vatos querían terminar de terminar el comunismo comiéndose a unos cuantos conciudadanos para demostrar que eso de la cofradía y El Nuevo Hombre Soviético eran pura mamada. —Y arribar al capitalismo con sus quince minutos de fama. —Para eternizar a Warhol. —A huevo. Comentamos que deberíamos de hacer algo así para darle un poco de emoción a los días, para encender la chispa de la vida. Tal vez no comer banda pero ¿qué tal ir a asaltar camiones vesti ditos de traje y corbata como en la Ciudad de México? ¿O asaltar bancos? ¿O navajear indigentes? Saltaban las ideas y al mismo tiempo las íbamos desechando por ser, a fin de cuentas, copias de lo que habían hecho otros vatos: así como la pendeja que se creyó Alfonsina. Pero igual llegaban otras ideas entre tragos de whisky y ya habríamos de encontrar algo: niños bomba, coches bomba, camellos bomba, perros callejeros bomba, gatos bomba. Terroris mo en el campo con vacas bomba. 174 / Sólo cuento
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—¿Y si mejor nomás nos bajamos a buscar peyote, wey?, porque esta pendejada no me ha hecho efecto. —Va. Y estacioné el auto y bajamos a buscar el peyote aunque en realidad el único que buscaba de veras era Roberto pues a mí ya se me hacía que era hora de agarrar viada de vuelta a Monterrey para estar a tiempo del concierto con Alicia. Caminamos separa dos para abarcar más superficie. Al inicio hacía como que me fijaba bajo las gobernadoras, después ya nomás caminaba por caminar: mirando hacia ningún lado, al cielo. Empecé ¡por fin! a sentir la tranquilidad del whisky. Busqué el sol, ya se había metido y lo mejor del caso es que jamás me di cuenta de cuándo había sido el atardecer. Sólo pardeaba. La temperatura era ya agradable, tal vez unos veintiocho grados. Caminar y caminar. Hacer el Camino de Santiago. Volverse matachín. Tal vez ése podría ser todo el asunto, eso pensé: de qué sirven las grandes anécdotas, ¿es sólo que el camino es diferente? ¿o que las grandes anécdotas son de aquellos pendejos que se fueron por la vereda más pinche? Caminar. Se hacía tarde, se hacía noche la noche y alcé la cara para ubicar a Roberto. Nada a la redonda. Un par de gritos, la voz lejana. Y síguele gritando para ir en la dirección correcta. —¿Algo de peyote? —Ja ja ja ja. Nada, este lado del desierto vale para pura chingada. Ja ja ja. —Je je je. Ni pedo. Oye, mejor ya vámonos porque sí quie ro llegar con Alicia. Je je je. No mames, si no la pinche vieja sí se va a encabronar, je je, y yo voy a seguir en ayuno. Nomás que cuando quisimos ubicar el coche, el coche ya no estaba. Sólo desierto al entorno y el mareo del whisky, ahí sí, co menzando a trepar cual montones de hormigas arrieras desde los pies hasta la columna, por los muslos, por los brazos. La pregunta Aeropuertos / 175
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entre risas del no mames, wey, pa dónde está el coche. Y la risa que siguió después de que cada quien señalara una dirección dife rente. Atisbo de miedo. Pero la risa y la moda del consenso nos llevaron a tomar la dirección que quedaba en medio de los vecto res de las manos. —No mames, wey, como que ya se me subió el pinche whisquito. —Chingón, ¿no? A ver si llegando pedo, ahora sí me animo a tirarle sus cantadas a la Alicia. Seguimos andando pero de mi cochecito ni la sombra. Cada vez era más complicado distinguir los objetos a distancia. En el cielo iban apareciendo las estrellas y se mudaba del azul al negro. Tampoco se miraba luz alguna a la redonda, sólo desierto. —Chale, ca’on, creo que ya estoy pedo. Tú nomás aguado para que en cuanto veas una mancha blanca, ahí nos vamos tendi dos. ¡Coche! ¿’On’ ‘tás, cabrón? —Pinche coche culero que no responde, ¿edá? —Ei. Y siguió sin responder mientras la luna era eructada por un cerro y no te separes, wey, que ahora sí no se ve casi ni madres. Detrás del horizonte el reflejo de la olla de luz regiomontana. En lugar de llegar a la brecha donde estaba estacionado el auto, nos encontramos contra un lienzo de alambre de púas. Tomamos otra dirección. Volver a caminar. Se obscurecía. Se hizo obscuro. La luna a un cuarto hacía posible ver a dos metros de distancia. Ni una veredita, nada. Pero con el alcohol la vida es más sabrosa y nos reíamos. Cada quien contaba de alguna otra ocasión en que se hubiera perdido, casi siempre era en ciudades, entre edificios, salvo una vez en que Roberto se perdió en una milpa y otra en que yo me perdí por los bosques de Tapalpa y terminé empachándome con zarzamoras para matar el hambre. 176 / Sólo cuento
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Pasé de la preocupación por dejar plantada a Alicia a reírme porque no me iba a creer que me había perdido en el desierto y allí iba a terminar el pedo, adiós a la posibilidad de cogérmela como conejitos. El ensayo del racismo no me tenía con pendiente pues aún faltaban muchas horas y el examen de electrónica me impor taba tanto como el consumo de proteínas en Lituania. Luego en contramos una vereda y nos fuimos por ella bajo el supuesto de que todos los caminos llevan a Roma, a la brecha principal. —Se ven chidas las estrellas, ¿no? —Simón, aunque se verían mejor si no hubiera luna. —Ei. ¿Por qué crees que a la banda le da por pensar en Dios cuando ve las estrellas? —Tal vez porque se sienten chiquitos y como siempre les han enseñado que lo pueden todo, al toparse con algo tan grande, tienen que suponer que debe de haber alguien más que pueda con ello, que sea su autor. —Qué cagado, ¿no? Íbamos tranquilos, confiados en que la vereda nos llevaría a la brecha. Pero la vereda nomás llegó a un páramo pelón donde no continuaba a lugar alguno. —No mames, wey, ahora sí que estamos bien perdidos. Ja ja ja ja. —Je je je, a huevo. Ahora para dónde. —Pos pa’ donde chingados sea. ¿Tú tienes alguna idea de dónde está el coche? —Nel. Je je je. —Ja ja ja. Ni yo tampoco, wey, ya valimos verga. Y otra vez a caminar entre las gobernadoras, a decirnos de cosas hasta que se nos acabó la plática y nada más quedaba cami nar, darles vuelta a los asuntos propios del silencio. La euforia del whisky se pasaba y nos iba cercando el vacío. Entonces escuchamos Aeropuertos / 177
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un ladrido de perro y, como un perro siempre es señal de civiliza ción cercana, nos dirigimos al lugar de donde provenía. Ladraba el perro, caminábamos. Comencé a sentir sed pero no dije nada al respecto para no empezar con la desesperación. Ladraba el perro. En un momento de entusiasmo repentino decidimos correr pero la poca visibilidad y los arañazos nos hicieron desistir. Lo malo del asunto es que, no obstante los ladridos, no se veía bombilla eléc trica alguna. La sed siguió in crescendo y las piernas comenzaban a dar de sí. Cómo será morir en el desierto, esperar entre desmayos a que lleguen los zopilotes, las hormigas, las ratas. Dear Heming way, I was thinking about your snows of Kilimanjaro cuando me dieron ganas de rascarme un huevo. En eso, oh sí, una lucesita. Ahí, derecho. Ha de ser de una casa, ya la hicimos. A huevo. Y las platicas que llegaron con la alegría de volver a Monterrey y cenar unos tacos de barbacoa, decidir entre las taquerías posibles: cuán tos vas a querer. Conforme nos íbamos acercando comenzamos a escuchar voces. Mejor aún, así no tendríamos que despertar a nadie. Tal vez hasta nos invitaban a cenar y acariciábamos al perro salvador. Pero no nos invitaron ni un carajo. De hecho, cuando llegamos, las se ñoras se metieron a la casa con los niños y un par de rancherotes muy amables nos preguntaron que qué chingados queríamos. Y ahí estuvimos de sumisos: buenas noches, cómo llegamos al camino. —Cuál camino, pela’os. —Bueno, a Las Azufrosas. —Denle para allá. Y rapidito, pela’os, porque se ve que ustedes no son de por aquí y como que no me agrada verlos. —Es que andamos perdidos. —Eso dicen todos. —Gracias, con permiso. 178 / Sólo cuento
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—Y mucho cuidado que si me entero que hacen alguna tontera, aquí los ajusticiamos y los dejamos en pelotas amarrados de un tronco. —Con permiso, gracias. Nos alejamos en chinga, “para allá”, en silencio, después de despedirnos de los tres perros. Ya que estábamos un tanto retirados nos pusimos a mentarle de madres al pinche rancherote culero y a su compadre. Pues qué pedo, a poco nos vemos tan gañanes o qué chingados. Pero otra vez estábamos contentos a pesar de que la sed crecía y la borrachera se comenzaba a convertir en cruda y los pies amagaban con una huelga próxima: llegaríamos a Azufrosas, nos darían de beber, yo traía veinte dólares y con eso podríamos pagar una habitación y hasta mañana, o de Azufrosas a la encru cijada y al auto y a Monterrey con sus tacos y algo qué contar para el día siguiente. Lo que no sabíamos es que habría de sucedernos como al personaje de Norman Mailer que tiene que reconstruir toda la noche anterior a causa de un tatuaje y al olvido causado por el whisky. No sabíamos que los cabrones de Azufrosas no habrían de aceptar dólares, que todos los demás rancheros serían tan cándidos como los dos anteriores, que la sed nos iría rasgando la garganta al grado de tomar con gusto el agua que nos dio un vato de Azufrosas en un bote de pintura Comex, y olía a mierda, pero estaba fresca, y sentíamos que unas cosas suavecitas se resba laban por la garganta y la lengua, pero estaba fresca y no teníamos la más mínima intención de mirarla, de comprobar que esas cosas suavecitas eran lama o algo más. Y nos dolían las piernas y mentá bamos de madres por la hospitalidad de la gente mientras la cruda nos propinaba un dolor de cabeza tremendo y llegamos a la encruci jada del letrero de madera pero no sabíamos hacia dónde habíamos tomado, Roberto ni siquiera recordaba la encrucijada. Entonces sí a reconstruir el pasado con jirones de recuerdo, a contarnos a Aeropuertos / 179
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nosotros mismos lo que ya dije: identificar el lugar donde hicimos los trompitos sin saber si eso había sido antes o después de la encrucijada, mientras tanto la sed volvía a rebanar las ganas y las piernas gritaban que ya, carajo, y el dolor de cabeza y caer en cuenta de que había dejado las llaves pegadas en el auto. Cuánto tiempo pasó. Sólo hasta que llegamos al cerro de las carreritas, la memoria fue clara en que todo eso había sido antes de dar vuelta. Así que regresamos por el mismo camino, en la encrucijada tomamos por la derecha y seguimos, ahora con frío, quién sabe cuántos grados, y menor visibilidad pues el cielo se llenaba de nubes. Pensar en que lo único que nos faltaba era un aguacero y luego rectificar porque, claro, podían pasar cosas peores: qué tal si alguien se había robado el coche que bien podía ser esa mancha, allá: en frente. Bien podía ser pero mejor no decir nada para no causar júbilo a lo pendejo. Mancha que aparece y se va y vuelve a aparecer. ¿Será? ¿Habrá sido así? Y nos volteamos a ver varias veces. Silencio. Otra vez. Mancha que se hace más grande pero no se distingue. —¿Tú qué crees, wey? —Pus igual, ¿no? —¿Te cae? —A correr. Sí fue. Sí era y no eran exageraciones todas esas lecturas sobre náufragos y perdidos en el desierto. Corrimos como imbé ciles. Corrimos. Cada quien tomó una de las botellas de agua que habíamos dejado en el carro. Y a la cabeza para calmar el dolor, a la boca: de corrido, traguiteada, haciendo buches. A las cuatro y media de la mañana llegamos a Monterrey y tuvimos que esperar a que fueran las cinco para zamparnos unos tacos mañaneros (previa parada en el cajero automático). Aventé a Roberto en su casa y quedamos en volver donde el boleador 180 / Sólo cuento
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para intercambiar librucos. Terminé el ensayo sobre el racismo agregándole algo sobre la desconfianza de los norteños. Presenté mi examen de electrónica cabeceando sobre la butaca. Luego volví al departamento para dormir sin rienda. Después le hablaría a Alicia confiado en que jamás habría de salir con ella de nuevo. Nadie sospecha de un estudiante de ingeniería, carajo, y pensé que tal vez estaría bien hacer eso que dijimos luego de hablar de los caníbales rusos.
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Hernán Lara Zavala
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Hernán Lara Zavala (ciudad de México, 1946). Editor, narrador y académico. Autor de los libros de cuentos De Zitilchén, El mismo cielo (Premio Latinoamericano de Narrativa Colima 1987), Flor de noche buena y otros cuentos, Después del amor y otros cuentos (Premio Na cional de Literatura José Fuentes Mares 1995), Rumbo a la historia y Muñecas rotas, y de las novelas Charras y Península, península. Exper to en literatura en lengua inglesa, Lara Zavala ha sido divulgador y editor de cuento. Sobre El mismo cielo, Rocío Aceves escribió: “Se nutre de la memoria (¿qué libro no?), ya no de la infancia, sino la del autor maduro, cosmopolita, con una visión muy clara del global village y un mismo cielo como techo de las mismas pasiones del hombre. Sólo cambian los paisajes de exóticas flores y humedades eternas a paisajes urbanos y neblinosos […] En la alquimia de la escritura con la realidad de los personajes, los títulos se mezclan para decirle al lector que las palabras en las historias y no la conciencia del lector pueden seguir otros derroteros totalmente ajenos a los que enuncian”.
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A Ronchamp
Para Constanze en su cumpleaños 21
Con su mochila al hombro Paloma desciende del tren en el pequeño pueblo de Ronchamp, que ni siquiera tiene una estación propia mente dicha sino simplemente un andén, imaginando que tan pronto pise la calle la capilla se le revelará como una aparición. Dispone de muy poco tiempo y se siente tan tensa que no se explica por qué no la alcanza a ver. Salió desde París, en un arranque de decepción y rabia, aprovechando que su rail pass le permitía viajar sin costo. A las seis de la mañana ya se encontraba en Dijon. De acuerdo con sus horarios el tren a Belfort no saldría sino hasta las nueve así que aún disponía de tiempo para vagar por ahí. En la estación se compró una botellita de jugo de naranja y un sándwich, bueno lo que los franceses llaman un sándwich: una baguette, una película de mantequilla y una rebanada casi transparente de jamón que apenas y se siente entre las dos gruesas tapas de pan y salió a recorrer la ciudad. Qué trabajo abrir tan desmesuradamente la boca para comerse un triste sándwich. A cada mordida se veía en la necesidad de beber un poco de jugo para poderse tragar el bo cado seco y pastoso. Era domingo y a esas horas había poquísima gente en la calle. Tres horas son mucho tiempo para perderlo en una ciudad en donde todo está cerrado. Así que con muchísima Aeropuertos / 185
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calma se dedicó a mirar las vitrinas de las epiceries donde vendían la famosa mostaza del lugar y las pequeñas librerías y papelerías —su perdición— así como las tiendas de ropa, las vinaterías, las tiendas de antigüedades y las de regalos y curiosidades. Mientras hacía su recorrido se acordaba constantemente de que su viaje ha bía obedecido a dos cometidos principales: el primero huir de lo odioso que pueden resultar los domingos en París cuando se está deprimida; el segundo conocer aquella capilla de la que mucho le habían hablado y que tanta ilusión le causaba. Se entretuvo pro positivamente durante más de dos horas hasta que se metió a la catedral donde estaban oficiando misa, matando literalmente el tiempo para no tener que esperar en la estación y quedarse pen sando en lo que le había ocurrido. Trató de seguir la misa recor dando sus viejas oraciones pero a menudo se distraía y volvía a pensar en él, así él, porque no quería pronunciar ni mentalmente su nombre. Tan pronto terminó la misa decidió regresar. Volvió a la estación del tren de Dijon, se quitó la mochila para descansar y sacó su libro, El manantial, para leer mientras esperaba. ¡Cómo pesaba su mochila! Y es que claro, como había salido en un arran que de desesperación sin saber muy bien ni a dónde iría ni cuánto tiempo tardaría allí metió todo cuanto se le ocurrió: desde sus mudas de ropa y camisetas hasta la secadora de pelo, un vestido formal, unos zapatos de noche —por aquello de las cochinas dudas— además de sus cuadernos, sus acuarelas, la cámara, el despertador y la famosa novela que pesaba un demonio pues era de pasta dura y de casi mil páginas. En París, la señorita de la estación le había elaborado un cuidadoso itinerario señalándole dónde bajarse, qué cambios hacer y qué dirección tomar para llegar a su anhelado destino. “Pero me temo —le había advertido— que si quieres volver el mismo domingo no tendrás mucho tiempo pues llegarás como a las cuatro y sólo existe un tren de regreso que sale de 186 / Sólo cuento
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Ronchamp a las seis de la tarde”. Pero a ella no le importó. Tenía tantas ganas de huir y de conocer aquella iglesia que decidió hacer ese viaje relámpago sin importarle cuánto esfuerzo tuviera que invertir. Durante sus clases en la facultad de arquitectura en la Sorbonne había admirado el proyecto de Le Corbusier en los planos, en los libros, en el salón de clase donde le habían relatado su historia, donde se analizaron los muros curvos, el juego de lu ces, las ventanas, las torres, la tradición religiosa y sobre todo lo que constituía la losa superior de la capilla, concebida a partir de una concha de jaiba encontrada en Nueva York en 1946. ¡Hacía ya más de cincuenta años! De ninguna manera se la podía perder. No sabía si era por su estado de ánimo pero hoy más que nunca deseaba sentir aquello que el propio Le Courbusier había definido como “arquitectura totalmente libre”. Tal y como estaba anunciado en los horarios llegó el esperado tren que la conduciría a Belfort que se encontraba a tres horas de camino. Durante el trayecto se dedicó a leer con cierta angustia sobre Howard Roark y Peter Keating y sobre la rebelión en la arquitectura y cómo los modelos clásicos habían sido totalmente superados gracias al talento y a la imaginación de un arquitecto pobre, romántico y rebelde, que en muchos sentidos evocaba a Frank Lloyd Wright, así como sobre la impredecible Dominique Françon, mujer indómita y enigmática que más que fascinarla la confundía y la impacientaba. Llegó a Belfort poco después del mediodía pero, para su decepción, le informaron que Ronchamp se encontraba todavía como a treinta kilómetros de allí. —¿A qué horas pasa el tren? Y tal como le habían indicado le respondieron que a las 3:30 de la tarde. Eran apenas las doce pasadas así que preguntó que si no había otra manera de ir. Le contestaron que los camiones Aeropuertos / 187
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no pasaban sino hasta el día siguiente y la única manera era o bien el tren, que salía hasta las 3:30 de la tarde, o bien en coche. Un taxista que andaba por allí se ofreció a llevarla por ciento ochenta francos. Cuando vio que Paloma no se interesó le dijo: —Por aquí andaba un estudiante chino que también quería que lo llevara. Búsquelo y tal vez puedan compartir la tarifa. Paloma revisó su bolso: tenía tan sólo doscientos francos así que no podía darse el lujo de ir por su cuenta. Recorrió la pe queña estación en busca del chino pero no encontró a nadie. Salió un rato a la plaza y preguntó: —¿Perdone, no ha visto usted a un estudiante chino, un tu rista, que quería ir a Ronchamp? —Mais no —le contestaron sonrientes, como si su pregunta fuera parte de una broma. Ni modo. Seguramente el chino ya se había largado. Se le ocurrió que tal vez podría irse caminando pero al pensarlo bien se dio cuenta de que treinta kilómetros eran demasiado como para hacerlos a pie y que, además del cansancio, le llevaría horas. Hizo un cálculo rápido y decidió volver a la estación y esperar allí aprovechando la ventaja de su rail pass. Trató de leer pero su concentración había disminuido considerablemente y él le venía una y otra vez a la mente así que en lugar de continuar con la novela se puso a escribir una carta a una de sus mejores amigas. Querida Nayos: Perdona que no te hubiera escrito antes pero figúrate que me he estado sintiendo de la fregada pues terminé con Esteban (ni modo a ella no podía ocultarle el nombre a riesgo de confundirla). ¿Lo podrás creer? Estuvo aquí, en París, conmigo, en mi pequeño estudio durante casi un mes. Antes de que llegara le dije a Miche linne que si no pedía alojamiento con alguna amiga durante ese tiempo pues el estudio es tan pequeño que le haríamos la vida 188 / Sólo cuento
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imposible y la verdad sería muy incómodo para nosotros tener que compartirlo entre los tres. Michelinne se portó muy bien y se fue a vivir con Paulette, otra amiga, mientras él (ahora sí ya sabría quién) estuviera aquí a condición de que en su oportunidad yo haría lo mismo por ella. Al principio la pasamos divinamente. Durante las mañanas yo me iba a la universidad y él (carajo) se iba a recorrer la ciudad por su lado. Cuando yo llegaba a mediodía él ya tenía algo preparado para almorzar y por las tardes me ayu daba en mis planos y mis maquetas. Todas las noches salíamos a cenar a los pequeños restaurantes del Quartier Latin o de la rue Mouffetard, siempre con una botella de vino, y luego nos íbamos al cine, a un concierto o simplemente a caminar por la ciudad. Pasamos unos días maravillosos pero imagínate un poco antes de irse me comentó que me quería mucho pero que necesitaba su espacio, que él volvería a México y que creía que lo mejor sería que termináramos para que cada quien se sintiera en libertad de hacer lo que le viniera en gana, ¿lo puedes creer? Libertad, esa palabra que tanto hemos amado tú y yo, me cayó como un balde de agua fría. Le dije que yo estaba dispuesta a darle toda la liber tad que él necesitara pero por más que platicamos y discutimos no lo pude convencer. Esa noche me salí del estudio y anduve vagan do por toda la ciudad pues no quería volverlo a ver. Cuando regre sé y abrí las puertas del estudio ¡oh oh!: ya se había ido dejándome una notita. A partir de entonces no he querido saber nada de él. Como los domingos me han resultado insoportables ayer decidí hacer un viaje que siempre tuve ganas. ¿Te acuerdas que te plati qué que el papá de mi amigo Carlos, el arquitecto, había construido una iglesia muy bella y muy original llamada La Esperanza que está en el anillo Periférico frente a Perisur? Pues imagínate que cuando él y su papá hicieron un viaje juntos a Francia lo llevó a conocer la capilla que le había servido de inspiración y quedó verdaderamente Aeropuertos / 189
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fascinado y yo ahora, en este preciso momento, estoy a punto de tomar el tren que me llevará a conocerla, ¿no te parece increíble? Espero que este viaje me ayude a superar mi depresión pues la verdad pienso que él se portó como una verdadera mierda... etc. Sigue escribiendo y cuando se dio cuenta el tren hizo su arribo. Se levantó del piso del andén donde se encontraba sentada, metió sus cosas, recogió su mochila y se trepó en uno de los vago nes. Después de tanta espera el camino le pareció cortísimo, no más de veinte minutos. Ni siquiera se sentó sino que prefirió quedarse en uno de los pasillos asomando la cabeza por la ventana para apreciar el paisaje y con la esperanza de ver a lo lejos la capilla. Y ahora, después de tanto lío sucede que ni siquiera existe una estación en Ronchamp. Es un andén con una banca techada y un teléfono de información junto a la vía. Mira a su alrededor. Nada. Cruza la calle y tampoco, por más que busca con la vista no encuentra indicios de la famosa capilla. Qué raro. Decide pregun tar y le informan que no se encuentra dentro del pueblo sino en una de las montañas, a dos kilómetros de distancia. Merde! Palo ma consulta su reloj y calcula el tiempo. Son poco antes de las cuatro y tiene que estar de vuelta a las seis para no perder el tren si acaso quiere volver ese mismo día. Decide no desanimarse. Se pone sus gafas de sol y emprende a pie su marcha a Ronchamp. Camina deprisa, sintiendo el peso y el retumbar de la mochi la sobre su espalda, por una carretera estrecha y ascendente, rodea da de olorosos árboles, con rumbo a una pequeña colina boscosa. Con sus guaraches y sus jeans y una breve camiseta que le deja parte del estómago al descubierto, el cabello negro y rizado y un suéter amarrado a la cintura Paloma avanza presurosa. No sabe cómo pero tiene que llegar. Mientras camina escucha el motor de un coche. Se vuelve y observa un vehículo que se aproxima. Inten ta pedir aventón pero el automóvil pasa de largo sin reparar en ella. 190 / Sólo cuento
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Continúa su trayecto a paso rápido sintiéndo el calor del sol sobre la espalda. Por un momento logra olvidarse de él. * Una caseta le indica que ha llegado a su destino. Tres autos se encuentran estacionados frente a la entrada y, para colmo, ahí está el coche al que le pidió aventón. Mamones. Compra su boleto, saca su cámara y le pregunta a la señorita de la ventanilla si se le puede encargar la mochila. Ella acepta de buena gana y Paloma, cámara en mano, tiene finalmente ante sí la iglesia de Ronchamp totalmente blanca tal y como se la había imaginado, un todo cohe rente con la montaña sobre la que se hallaba montada. Lo primero que le ocurre pensar al verla es que era como un pensamiento hecho realidad. Una capilla construida en la cima de una montaña aprovechando las ruinas de otra pequeña iglesia destruida durante la guerra con un caparazón de jaiba como techo. ¡Qué emoción! Y luego se fija en el techo curvo que remata en una torre con un crucifijo en lo alto y en la parte baja con otra torre más pequeña. Una curva detenida por dos rectas. La capilla parece un extraño animal, un escarabajo, un molusco. A pesar de que tiene el tiempo tan limitado se acerca lentamente a la entrada principal. Algunas personas pasean por los alrededores sin ponerle mucha atención. Seguro los dueños del coche. Qué poca. Cuando pasa al interior de la capilla, también blanco, se siente naturalmente envuelta por la concavidad del techo y por el aire sagrado que se percibe al respirar dentro de ella. Una sensación de paz y quietud la invade. Sólo hasta enton ces se da cuenta de que hay otra persona con ella dentro de la iglesia: el chino que no pudo encontrar en la estación. El hombre se encuentra sentado en una de las bancas mirando hacia el altar Aeropuertos / 191
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como si estuviera orando. Cual buen oriental Paloma no alcanza a imaginar qué edad tendrá pero duda que se trate de un estudian te. Parece más bien un hombre rico vestido para un fin de semana, tal vez un golfista: pantalones amarillos de gabardina bien plan chados, mocasines color vino con flecos y una chamarra de color verde olivo. Usa unos lentes de aro redondo y el cabello negro impecablemente peinado hacia atrás. Ça va? dice Paloma al pasar junto a él. El oriental contesta con un breve movimiento de cabe za entornando los ojos tras los cristales y esbozando un ligera sonrisa. Ella no tiene ánimo para entablar una conversación y decirle que pudieron haber subido juntos. Recorre la iglesia con calma tratando de memorizar todos los detalles, las ventanas cuadradas, la cruz sobre el tabernáculo, la otra cruz en forma de árbol como un testigo que presencia el milagro de la transubstan ciación y el cuadro de la virgen María, la madre. Las paredes curvas le daban la sensación de envolverla, de une ronde-bosse. Mira el reloj: ¡las 5:20! Sale apresurada hasta la caseta de la en trada a recoger su mochila. —Si te esperas a que cerremos yo te llevo en mi auto a la estación— le dice la chica encargada de la ventanilla. Pero ella le explica que no puede esperar. Tiene examen al día siguiente. Antes de salir ve un librito con el título Le Corbusier. A pesar de que tiene poco dinero, no lo piensa dos veces y decide comprarlo aunque no coma en todo el día; levanta su mochila y emprende su camino cuesta abajo casi corriendo. Llega a la estación de Ronchamp, sudando a mares, un poco antes de las seis. ¡Fiu! Se quita la mochila y se sienta en la banca de la estación. Para entretenerse, mientras espera, se dedica a hojear el librito que acaba de comprar. Cuando se da cuenta ya son las 6:20 y el tren no aparece. Qué raro. Decide esperar un rato más considerando que tal vez venga retrasado pero cuando se da cuenta ya son las 192 / Sólo cuento
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6:40 de la tarde y ella es la única pasajera en el desértico y triste andén. Se dirige al teléfono de emergencia. —¿Disculpe, me podría informar qué pasó con el tren que va de Ronchamp a París? —El domingo no pasa ningún tren por Ronchamp. El próxi mo tren pasará hasta el lunes a las siete de la mañana. —Es que en la estación me informaron... —dice ella. —Desolé madmoiselle pero le informaron mal... Casi siete de la noche, sin un centavo, sin haber comido y sin saber qué hacer. Sale un momento de la estación y ve un hotel. Pregunta cuánto cuesta un cuarto sencillo por una noche. El re cepcionista la mira de arriba abajo y sin dejar de hacer lo que está haciendo le contesta: —Doscientos cincuenta francos, madmoiselle. Sale del hotel y se dice: ¡ni loca! ni modo, tendré que que darme a dormir en la banca de la estación. Mañana será otro día. Se encamina otra vez rumbo a la estación cuando escucha que alguien le toca la bocina de un coche. Se vuelve para averiguar de qué se trata cuando se da cuenta de que es el chino que se había encontrado en la capilla. —¿La puedo ayudar? —Acabo de perder el tren para volver a París. —Mmmm... —dijo él—. Lo siento pero yo todavía me voy a quedar por aquí un par de días y por eso decidí rentar un coche. Pero... ¿hay alguna otra cosa que pueda hacer por usted? —Sí— dijo ella casi sin pensarlo—. ¿Me podría llevar otra vez a Ronchamp? —¿A Ronchamp? Pero ya está cerrado. Acabo de volver de ahí. —Ya sé pero no importa. ¿Me puede llevar? —Sí claro, si eso quiere, avec plaisir. Aeropuertos / 193
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Ella se quita la mochila, la coloca en el asiento de atrás y con brío inusitado se sube en el asiento delantero. —¿Es usted estudiante? —pregunta Paloma. —¿Eso parezco? —contesta él. —No, pero eso me dijeron. —Bueno pues no se equivocaron —dice sonriendo—. Soy arquitecto pero claro sigo estudiando y por eso estoy aquí. —¿De dónde es? —De Hong Kong. —Eso me habían dicho. —¿Quién? —La gente —contesta ella. —¿No llevo aquí ni un día y ya saben quién soy? —No somos muchos los que venimos a Ronchamp, ¿o si? Ambos rieron y llegaron en un instante. Él le dijo: —¿Ya ve? Está cerrado. Además no se ve ningún movi miento y dudo que se pueda entrar. ¿Está segura de que quiere quedarse aquí? Yo no se lo aconsejo. —Segura —responde ella y abre la puerta. Saca su mochila y dice adiós ondeando efusivamente la mano. El hombre se queda impasible, con las manos en el volante, hasta que la ve llegar a la caseta que, efectivamente, está cerrada. Ella repite el adiós con la mano. Paloma escucha el motor del coche descender por la montaña. Afortunadamente todavía hay luz así que busca por la barda, cerca de la caseta de entrada, hasta que da con un timbre. “Conserje” dice un letrerito. Toca tres, cuatro, muchas veces para que la escuchen. Espera un momento. Nadie. Vuelve a tocar ahora sin dejar de oprimir el timbre y nada. Definitivamente no había nadie. —¡Aló! —grita—. ¿Hay alguien ahí? 194 / Sólo cuento
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Como nadie le responde rodea el muro y al convencerse de que no existe ningún otro acceso decide saltarse la barda que afortunadamente no es muy alta así que se pone a estudiar por dónde trepar y cuando finalmente elige el sitio empieza a escalar con la mochila a sus espaldas aprovechando los huequitos en la piedra y ayudándose con las manos. Toca el borde superior del muro. Se ayuda para afianzarse con las dos manos y ça y est! ya está del otro lado: todo Ronchamp para ella sola. Ahora podrá ver lo que le hubiera gustado de no haber tenido tanta prisa para coger el tren. Y de repente se da cuenta de que ya hace muchas horas que no piensa en él. A veces la acción resulta el mejor antídoto contra la soledad, se dice. * Ya dentro del atrio pero todavía afuera de la capilla saca sus bár tulos y empieza a dibujar, a lápiz, la fachada de la entrada princi pal cuando se da cuenta de que ha empezado a llover. Se guarece bajo un árbol, saca sus acuarelas y hace un apunte a color aprove chando el agua que se deposita en las hojas para humedecer sus pinturas. Pero a medida que se va ocultando el sol empieza a hacer cada vez más fresco. Paloma se desamarra el suéter que lleva a la cintura y se lo pone. Pero como el frío se intensifica saca de su mochila unas camisetas y se las mete, una sobre otra, como una cebolla, para rematar otra vez con el pullover. De súbito observa que en el cielo se ha formado un arco iris, como si Dios le estuviera enviando un mensaje. Entonces se acuerda de que Le Corbusier había bautizado aquella capilla en la cima de la montaña como “Nuestra Señora de la Altura”. Entonces tal vez no era Dios sino la Virgen ¿O era Le Corbusier que se le estaba manifestando? ¿Qué mensaje le quería enviar? Observa durante un rato: una parte del Aeropuertos / 195
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cielo perfectamente clara, la otra, oscura por los nubarrones que parecen perderse hacia la noche. El arco iris en la frontera. Trabaja sobre la tercera fachada, la que parece una pirámide, cuando empieza a oscurecer. Se dirige hacia la capilla e intenta entrar pero encuentra cerradas las puertas así que tiene la necesidad de refugiarse en un pequeño nicho en alto, una especie de púlpito protegido por un techo afortunadamente iluminado. Ése podría ser un buen lugar para dormir puesto que tiene piso y la protección de las propias paredes curvas de la capilla. Saca de la mochila la secadora de pelo, el vestido y los zapatos de noche y se pone la pijama encima de toda aquella ropa con la que se ha cubierto. Improvisa una pequeña almohada y se cubre los pies con la bolsa de plástico con la que protegía sus cuadernos y pinturas. Abre El manantial y empieza a leerlo sin la angustia que había sentido en la mañana y con la intención de avanzar hasta que la venza el sueño pues a pesar de casi no probar bocado en todo el día y de haber perdido el tren siente paz. No había leído más que unas cuantas páginas cuando se va la luz. Le da miedo. ¿Quién la habrá desconectado? Afortundamente no se había desnudado sino al revés: sin proponérselo se había ido vistiendo más y más hasta quedar totalmente recubierta, sobreprotegida. Nadie la había visto entrar, nadie sabía que ella, Paloma, se encontraba allí, completa mente sola y en la más absoluta oscuridad. La noche crepitaba con sus diversos sonidos, insectos, viento, hojas, aire, se hallaba en las faldas de la cordillera de Vosges, indefensa, totalmente libre y atrapada entre los muros, sin que nadie pudiera imaginar dónde diablos se encontraba pues se había salido sin avisarle ni siquiera a Michelinne que cuando le preguntó cómo le había ido con él ella le respondió falsamente Uh-la-lah. La única persona que po dría suponer que ella se encontraba adentro de aquella capilla era el chino, arquitecto, estudiante, o lo que fuera, cuya edad indefinida 196 / Sólo cuento
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le creaba cierta desconfianza. Ahí estaba ella, Paloma, acurrucada sobre el piso de una iglesia prácticamente desconocida para la gran mayoría a pesar de su importancia. Un poco como ella misma esta noche, en este preciso momento en el que se halla totalmente fuera del mundo como un polizón trepado en ese crustáceo inau dito y maravilloso que navega sobre las montañas de Vosges y las llanuras de Saone. Recapacita y se tranquiliza: no, no tengo por qué tener miedo seguramente se trata de un interruptor automático que apaga la luz a una hora fija. Al menos se había podido acomo dar para dormir. Saca su despertador y lo pone para que suene a las cinco de la mañana. No quería que la encontraran allí cuando la capilla abriera, además de que tenía que coger el tren de las siete en la estación. Y mientras intenta dormir ve de pronto al chino de pie, junto a ella. Él le tiende la mano y con voz suave y cadenciosa le dice: “Ven, ponte tu vestido y tus zapatos y vamos a bailar, aquí, ahora que no hay nadie más que tú y yo”. Se despierta un momento antes de que suene el despertador. Había dormido de un tirón sin acordarse de sus miedos y con un vago placer por lo que soñó. Admira una vez más la capilla en plena oscuridad. Se había negado a tomar fotos pues quería guar dar el recuerdo en su memoria y en los dibujos de la tarde anterior. Recoge sus cosas y antes de salir se topa con una fuente en la que no había reparado. Se le ocurre que si desea volver allí tendrá que echar una moneda. Busca en su cartera y no encuentra más que un peso mexicano olvidado en el fondo de su monedero. Lo arroja a la fuente pensando en sí misma y en sus compañeros, él incluido qué caray. Ay Esteban, piensa, pobre de ti. Con su mochila al hombro salta de nuevo la barda y camina entre la neblina del amanecer. El descenso le parece como el re greso de un prolongado viaje. Contra lo que le había sucedido al llegar ahora va contenta y relajada, aliviada de un gran peso. Aeropuertos / 197
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Llega al andén pero ahora le parece más insignificante aún esperar el tren que la devolverá a París. No duerme en el trayecto, no lee su novela, no le escribe a sus amigos. Al llegar se va direc tamente a su estudio en el metro, se da una ducha y se dispone a comer un buen desayuno antes de partir a la Universidad.
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Juan Villoro (ciudad de México, 1956). Periodista y escritor. Autor de los libros de cuentos El mariscal de campo, La noche navegable, Alber cas, Las golosinas secretas, La casa pierde (Premio Xavier Villaurrutia 1999) y Los culpables (Premio de Narrativa Antonin Artaud 2007); de las novelas El disparo de argón, Materia dispuesta y El testigo (Premio Herralde de novela 2004); y de las crónicas Tiempo transcurrido, Pal meras de la brisa rápida, un viaje a Yucatán, Los once de la tribu y Safari accidental. Si bien el autor pretende “reparar una realidad imper fecta a través de la crónica”, con los cuentos el escritor se enfrenta a un reto diferente: “Los cuentos se escriben de atrás hacia delante. Dominas el final, sabes a dónde van a ir tus personajes y todo está confluyendo hacia ese fin. Y cualquier cosa que se dispare o se separe de esa veta, es una distracción innecesaria. En cambio la novela te ofrece una tensión distinta, que es la de avanzar sin rumbo fijo. El novelista avanza como un sonámbulo, y en cambio el cuentista es un insomne”. El presente cuento forma parte de La casa pierde.
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El amigo de Hilda había tomado el tren bala pero habló maravillas de la lentitud: atravesarían el desierto poco a poco, al cabo de las horas el horizonte ya no estaría en las ventanas sino en sus rostros, enroje cidos reflejos de la tierra donde crecía el peyote. A Pedro le pareció un cretino; por desgracia, sólo se convenció después de hacerle caso. Cambiaron de tren en una aldea donde los rieles se perdían hasta el fin del mundo. Un vagón de madera con demasiados pá jaros vivos. Predominó el olor a inmundicias animales hasta que alguien se orinó allá al fondo. Las bancas iban llenas de mujeres de una juventud castigada por el polvo, ojos neutros que ya no esperaban nada. Se diría que habían recogido a una generación del desierto para llevarla a un impreciso exterminio. Un soldado dor mitaba sobre su carabina. Julieta quiso rescatar algo de esa miseria y habló de realismo mágico. Pedro se preguntó en qué momento aquella imbécil se había convertido en una gran amiga. La verdad, el viaje empezó a oler raro desde que Hilda pre sentó a Alfredo. Las personas que se visten enteramente de negro suelen retraerse al borde de la monomanía o exhibirse sin recato. Alfredo contradecía ambos extremos. Todo en él escapaba a las definiciones rápidas: usaba cola de caballo, era abogado —asuntos internacionales: narcotráfico—, consumía drogas naturales. Aeropuertos / 201
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Con él se completó el grupo de seis: Clara y Pedro, Julieta y Sergio, Hilda y Alfredo. Cenaron en un lugar donde las crepas parecían hechas de tela. Sergio criticó mucho la harina; era capaz de hablar con pericia de esas cosas. Avisó que no tomaría peyote; después de una década de psicotrópicos —que incluía a un amigo arrojándose de la pirámide de Tepoztlán y cuatro meses en un hospital de San Diego—, estaba curado de paraísos provisionales: —Los acompaño pero no me meto nada. Nadie mejor que él para vigilarlos. Sergio era de quienes le encuentran utilidad hasta a las cosas que desconocen y preparan guisos exquisitos con legumbres impresentables. Julieta, su mujer, escribía obras de teatro que, según Pedro, tenían un éxito inmoderado: había despreciado cada uno de sus dramas hasta enterarse de que cumplía 300 representaciones. Alfredo dejó la mesa un momento (a pagar la cuenta, con su manera silenciosa de decidir por todos) y Clara se acercó a Hilda, le dijo algo al oído, rieron mucho. Pedro vio a Clara, contenta de ir al valle con su mejor amiga, y sintió la emoción intensa y triste de estar ante algo bueno que ya no tenía remedio: los ojos encendidos de Clara no lo incluían, probar algo de esa dicha se convertía en una forma de hacerse daño. Un recuerdo lo hirió con su felicidad remota: Clara en el desborde del primer encuentro, abierta al futuro y sus promesas, con su vida todavía intacta. Durante semanas que parecieron meses Pedro había despo tricado contra el regreso. ¿No era una contradicción repetir un rito iniciático?, ¿tenía sentido buscar la magia que habían arruinado con dos años de convivencia? Una vez, en otro siglo, se amaron en el alto desierto, ¿adónde se fugó la energía que compartieron, la desnuda plenitud de esas horas, acaso las únicas en que existieron sin consecuencias, sin otros lazos que ellos mismos? Esa tarde, en 202 / Sólo cuento
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una ciudad de calles numerosas, habían peleado por un paraguas roto. ¡En un tiempo sin lluvias! ¿Qué tenían que ver sus quejas, el departamento insuficiente, los aparatos descompuestos con el despojado paraíso del desierto? No, no había segundos viajes. Sin embargo, ante la sonrisa de Clara y sus ojos de niña hechizada por el mundo, supo que volvería; pocas veces la había deseado tanto, aunque en ese momento nada fuera tan difícil como estar con ella: Clara se encontraba en otro sitio, más allá de sí misma, en el viaje que, a su manera, ya había empezado. La idea de tomar un tren lento se impuso sin trabas: los pe regrinos escogían la ruta más ardua. Sin embargo, después de medio día de canícula, la elección pareció fatal. Fue entonces que Alfredo habló del tren bala. La mirada de Pedro lo redujo al silen cio. Hilda se mordió las uñas hasta hacerse sangre. —Cálmate, mensa —le dijo Clara. En el siguiente pueblo Alfredo bajó a comprar jugos: seis bolsas de hule llenas de un agua blancuzca que sin embargo todos bebieron. La tierra, a veces amarilla, casi siempre roja, se deslizaba por las ventanas. En la tarde vieron un borde fracturado, los riscos que anunciaban la entrada al valle. Avanzaron tan despacio que fue una tortura adicional tener el punto de llegada detenido a lo lejos. El tren paró junto a un tendajón de lámina en medio de la nada. Dos hombres subieron a bordo. Llevaban rifles de alto calibre. Después de media hora —algo que en la dilatación del viaje equivalía a un instante— lograron esquivar a los cuerpos sentados en el pasillo y ubicarse junto a ellos. Julieta había administrado su jugo; la bolsa fofa se calenta ba entre sus manos. Uno de los hombres señaló el líquido, pero al hablar se dirigió a Sergio: —¿No prefiere un fuerte, compa? Aeropuertos / 203
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La cantimplora circuló de boca en boca. Un mezcal ardiente. —¿Van a cazar venado? —preguntó Sergio. —Todo lo que se mueva —y señaló la tierra donde nada, absolutamente nada se movía. El sol había trabajado los rostros de los cazadores de un modo extraño, como si los quemara en parches: mejillas encendi das por una circulación que no se comunicaba al resto de la cara, cuellos violáceos. No tenían casi nada que decir pero parecían muy deseosos de decirlo; se atropellaron para hablar con Sergio de caza menor, preguntaron si iban “de campamento”, desviando la vista a las mujeres. Bastaba ver los lentes oscuros de Hilda para saber que iban por peyote. —Los huicholes no viajan en tren. Caminan desde la costa —un filo de agresividad apareció en la voz del cazador. Pedro no fue el único en ver el walk-man de Hilda. ¿Había algo más ridículo que esos seis turistas espirituales? Seguramente sacarían la peor parte de ese encuentro en el tren; sin embargo, como en tantas ocasiones improbables, Julieta salvó la situación. Se apartó el fleco con un soplido y quiso saber algo acerca de los gambusinos. Uno de los cazadores se quitó su gorra de beisbolis ta y se rascó el pelo. —La gente que lava la arena en los ríos, en busca de oro —explicó Julieta. —Aquí no hay ríos —dijo el hombre. El diálogo siguió, igual de absurdo. Julieta tramaba una escena para su siguiente obra. Los cazadores iban a un cañón que se llamaba o le decían “Sal si puedes”. —Ahí nomás —señalaron, la palma en vertical, los cinco dedos apuntando a un sitio indescifrable. 204 / Sólo cuento
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—Miren —les tendieron la mira telescópica de un rifle: rocas muy lejanas, el aire vibrando en el círculo ranurado. —¿Todavía quedan berrendos? —preguntó Sergio. —Casi no. —¿Pumas? —¡Qué va! ¿Qué animales justificaban el esfuerzo de llegar al cañón? Un par de liebres, acaso una codorniz. Se despidieron cuando empezaba a oscurecer. —Tenga, por si las moscas. Pedro no había abierto la boca. Se sorprendió tanto de ser el escogido para el regalo que no pudo rechazarlo. Un cuchillo de monte, con una inscripción en la hoja: Soy de mi dueño. El crepúsculo compensó las fatigas. Un cielo de un azul intenso que se condensó en una última línea roja. El tren se detuvo en una oquedad rodeada de noche. Alfredo reconoció la parada. En aquel sitio no había ni un techo de zinc. Descendieron, sintiendo el doloroso alivio de estirar las piernas. Una lámpara de kerosene se balanceó en la locomotora en señal de despedida. La noche era tan cerrada que los rieles se perdían a tres metros de distancia. Sin embargo, se demoraron en encender las linternas: ruidos de insectos, el reclamo de una lechuza. El paisa je inerte, contemplado durante un día abrasador, revivía de un modo minucioso. A lo lejos, unas chispas que podían ser luciérna gas. No había luna, un cielo de arena brillante, finita. Después de todo habían hecho bien; llegaban por la puerta exacta. Encendieron las luces. Alfredo los guió a una rinconada donde hallaron cenizas de fogatas. —Aquí el viento pega menos. Aeropuertos / 205
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Sólo entonces Pedro sintió el aire insidioso que empujaba arbustos redondos. —Se llaman brujas —explicó Sergio; luego se dedicó a juntar piedras y ramas. Encendió una hoguera formidable que a Pedro le hubiera llevado horas. Clara propuso que buscaran constelaciones, sabiendo que sólo darían con el cinto de Orión. Pedro la besó; su lengua fresca, húmeda, conservaba el regusto quemante del mezcal. Se tendieron en el suelo áspero y él creyó ver una estrella fugaz. —¿Te fijaste? Clara se había dormido en su hombro. Le acarició el cuello y al contacto con la piel suave se dio cuenta de que tenía arena en los dedos. Despertó muy temprano, sintiendo la nuca de piedra. Los restos de la fogata despedían un agradable olor a leña. Un cielo azul claro, todavía sin sol. Un poco después los seis bebían café, lo único que tomarían en el día. Pedro vio los rostros contentos, aunque algo degradados por las molestias del viaje, la noche helada y dura, el muro de nopales donde iban a orinar y defecar. Hilda parecía no haber dormido en eras. Mostró dos aspirinas y las tragó con su café. —El pinche mezcal —dijo. Alfredo enrolló la cobija con su bota y se la echó al hombro, un movimiento arquetípico, de comercial donde intervienen vaqueros. Pedro pensó en los cazadores. ¿Qué buscaban en aquel pá ramo? Alfredo pareció adivinarle el pensamiento porque habló de animales enjaulados rumbo a los zoológicos del extranjero: —Se llevan hasta los correcaminos —se cepilló el pelo con furia, se anudó la cola de caballo, señaló una cactácea imponen te—: los japoneses las arrancan de raíz y vamonos, al otro lado del Pacífico. 206 / Sólo cuento
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Tenía demandas al respecto en su escritorio. ¿Demandas de quién, del dueño del desierto, de los imposibles vigilantes de esa foresta sin agua? Pedro empezó a caminar. El beso de Clara se le secó de in mediato; una sensación borrosa en la boca. Respiró un aire limpio, caluroso, insoportable. Cada quien tenía que encontrar su propio peyote, los rosetones verde pálido que se ocultan para los indig nos. La idea del desierto saqueado le daba vueltas en la mente. Se adentró en un terreno de mezquites y huizaches; al fondo, una colina le servía de orientación. “El aire del desierto es tan puro que las cosas parecen más cercanas.” ¿Quién le advirtió eso? Avanzó sin acercarse a la colina. Se fijó una meta más próxima: un árbol que parecía partido por un rayo. Los cactus impedían caminar en línea recta; esquivó un sinfín de plantas antes de llegar al tronco muerto, lleno de hormigas rojas. Se quitó el sombrero de palma, como si el árbol aún arrojara sombra. Tenía el pelo em papado. A una distancia próxima, aunque incalculable, se alzaba la colina; sus flancos vibraban en un tono azulenco. Sacó su can timplora, hizo un buche, escupió. Siguió caminando, y al cabo de un rato percibió el efecto benéfico del sol: cocerse así, infinitamente, hasta quedar sin pen samientos, sin palabras en la cabeza. Un zopilote detenido en el cielo, tunas como coágulos de sangre. La colina no era otra cosa que una extensión que pasaba del azul al verde al marrón. Sentía más calor que cansancio y subió sin gran esfuerzo, chorreando sudor. En la cima vio sus tobillos mojados, los cal cetines le recordaron transmisiones de tenis donde los cronistas hablaban de deshidratación. Se tendió en un claro sin espinas. Su cuerpo despedía un olor agrio, intenso, sexual. Por un momento recordó un cuarto de hotel, un trópico pobrísimo donde había copulado con una mujer sin nombre. El mismo olor a sábana Aeropuertos / 207
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húmeda, a cuerpos ajenos, inencontrables, a la cama donde una mujer lo recibía con violencia y se fundía en un incendio que le borraba el rostro. ¿En qué rincón del desierto estaría sudando Clara? No tuvo energías para seguir pensando. Se incorporó. El valle se extendía, rayado de sombras. Una ardua inmensidad de plantas lastimadas. Las nubes flotaban, densas, afiladas, en una formación rígida, casi pétrea. No tapaban el sol, sólo arrojaban manchas aceitosas en el alto desierto. Muy a lo lejos vio puntos en movimiento. Podían ser hombres. Huicholes siguiendo a su maracame, tal vez. Estaba en la región de los cinco altares azules resguardados por el venado fabuloso. De noche celebrarían el rito del fuego donde se queman las palabras. ¿Cuál era el sentido de estar ahí, tan lejos de la cere monia? Dos años antes, en la hacienda de un amigo, habían bebi do licuados de peyote con una fruición de novatos. Después del purgatorio de náuseas (“¡una droga para mexicanos!”, se quejó Clara) exudaron un aroma espeso, vegetal. Luego, cuando se convencían de que aquello no era sino sufrimiento y vómito, vi nieron unas horas prodigiosas: una prístina electricidad cerebral: asteriscos, espirales, estrellas rosadas, amarillas, celestes. Pedro salió a orinar y contempló el pueblito solitario a la distancia, con sus paredes fluorescentes. Las estrellas eran líquidas y los árboles palpitaban. Rompió una rama entre sus manos y se sintió dueño de un poder preciso. Clara lo esperaba adentro y por primera vez supo que la protegía, de un modo físico, contra el frío y la tierra inacabable; la vida adquiría una proximidad sanguínea, el campo despedía un olor fresco, arrebatado, la lumbre se reflejaba en los ojos de una muchacha. ¿Tenía algo que ver con esas noches de su vida: el cuerpo ardiendo entre sus manos en un puerto casi olvidado, los ojos de Clara ante la chimenea? Y al mismo tiempo, ¿tenía algo que ver 208 / Sólo cuento
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con la ciudad que los venció minuciosamente con sus cargas, sus horarios fracturados, sus botones inservibles? Clara sólo conocía una solución para el descontento: volver al valle. Ahora estaban ahí, rodeados de tierra, los ánimos un tanto vencidos por el can sancio, el sol que a ratos lograba arrebatarle pensamientos. La procesión avanzaba a lo lejos, seguida de una cortina de polvo. Pedro se volvió al otro lado; a una distancia casi inconcebible vio unas manchitas de colores que debían ser sus amigos. Decidió seguir adelante; la colina le serviría de orientación, regresaría al cabo de unas horas a compartir el viaje con los demás. Por el momento, sin embargo, podía disfrutar de esa vastedad sin rutas, poblada de cactus y minerales, abierta al viento, a las nubes que nunca acabarían de cubrirla. Descendió la colina y se internó en un bosque de huizaches. De golpe perdió la perspectiva. Un acercamiento total: pájaros pequeños saltaban de nopal en nopal; tunas moradas, amarillas. Imaginó el sitio por el que avanzaban los huicholes, imaginó una ruta directa, que pasaba sobre las plantas, y trató de corregir sus pasos quebrados. Tan absorbente era la tarea de esquivar mague yes que casi se olvidó del peyote; en algún momento tocó la bolsa de hule que llevaba al cinto, un jirón ardiente, molesto. Llegó a una zona donde el suelo cobraba una consistencia arenosa; los cactus se abrían, formando un claro presidido por una gran roca. Un bloque hexagonal, pulido por el viento. Pedro se aproximó: la roca le daba al pecho. Curioso no encontrar cenizas, migajas, pintura vegetal, muestras de que otros ya habían experimen tado la atracción de la piedra. Se raspó los antebrazos al subir. Ob servó la superficie con detenimiento. No sabía nada de minerales pero sintió que ahí se consumaba una suerte de ideal, de perfec ción abstracta. De algún modo, el bloque establecía un orden en Aeropuertos / 209
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la dispersión de cactus, como si ahí cristalizara otra lógica, llana, inextricable. Nada más lejano a un refugio que esos cantos afila dos: la roca no servía de nada, pero en su bruta simplicidad fasci naba como un símbolo de los usos que tal vez llegaría a cumplir: una mesa, un altar, un cenotafio. Se tendió en el hexágono de piedra. El sol había subido mucho. Sintió la mente endurecida, casi inerte. Aun con el som brero sobre el rostro y los ojos cerrados, vio una vibrante película amarilla. Tuvo miedo de insolarse y se incorporó: los huizaches tenían círculos tornasolados. Miró en todas direcciones. Sólo en tonces supo que la colina había desaparecido. ¿En qué momento el terreno lo llevó a esa meseta? Pedro no pudo reconocer el costado por el que subió a la roca. Buscó huellas de sus zapatos tenis. Nada. Tampoco encontró, a la distancia, un brote de polvo que atestiguara la caminata de los peregrinos. El corazón le latía con fuerza. Se había perdido, en la deriva inmóvil de esa balsa de piedra. Sintió el vértigo de bajar, de hundirse en cualquiera de los flancos de plantas verdosas. Buscó una seña, algo que revelara su paso a la roca. Un punto grisáceo, artificial, le devolvió la cordura. ¡Ahí abajo había un botón! Se le había desprendido de la camisa al subir. Saltó y recogió el círculo de plástico, agradable al tacto. Después de horas en el desierto, no disponía de otro hallazgo que aquel trozo de su ropa. Al menos sabía por dónde había llegado. Caminó, resuelto, hacia el hori zonte irregular, espinoso, que significaba el regreso. De nuevo procuró seguir una recta imaginaria pero se vio obli gado a dar rodeos. La vegetación se fue cerrando; debía haber una humedad soterrada en esa región; los órganos se alzaban muy por encima de su cabeza, un caos que se abría y luego se juntaba. Avanzó con pasos laterales, agachándose ante los brazos de las biznagas, sin desprender la vista de los cactus pequeños dispersos en el suelo. 210 / Sólo cuento
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Se desvió de su ruta: en el camino de ida no había pasado por ese enredijo de hojas endurecidas. Sólo pensaba en salir, en llegar a un paraíso donde los cactus fueran menos, cuando resbaló y fue a dar contra una planta redonda, con espinas dispuestas en doble fila, que de un modo exacto, absurdo, le recordó la magnificación de un virus de gripe que vio en un museo. Las espinas se ensartaron en sus manos. Espinas gordas, que pudo extraer con facilidad. Se limpió la sangre en los muslos. ¿Qué carajos tenía que hacer ahí, él, que ante una planta innombrable pensaba en un virus de vinilo? Pasó un buen rato buscando una mata de sábila. Cuando fi nalmente la halló, la sangre se le había secado. Aun así, extrajo el cuchillo de monte, cortó una penca y sintió el beneficio de la baba en sus heridas. En algún momento se dio cuenta de que no había orinado en todo el día. Le costó trabajo expulsar unas gotas; la transpiración lo secaba por dentro. Se detuvo a cortar tunas. Una de las pocas cosas que sabía del desierto era que la cáscara tiene espinas invi sibles. Partió las tunas con el cuchillo y comió golosamente. Sólo entonces advirtió que se moría de sed y hambre. De cuando en cuando eructaba el aroma perfumado de las tunas. Lo único agradable en esa soledad sin fin. Los cactus lo forzaban a dar pasos que acaso trazaran una sola curva impercep tible. La idea de recorrer un círculo infinito lo hizo gritar, sabiendo que nadie lo escucharía. Cuando el sol bajó, vio el salto de una liebre, correrías de co dornices, animales rápidos que habían evitado el calor. Distinguió un breñal a unos metros y tuvo deseos de tumbarse entre los terrones arenosos; sólo un demente se atrevía a perturbar las horas que equi valían a la verdadera noche del desierto, a su incendiado reposo. Entonces pateó un guijarro, luego otro; la tierra se volvió más seca, un rumor áspero bajo sus zapatos. Pudo caminar unos me Aeropuertos / 211
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tros sin esquivar plantas, una zona que en aquel mundo elemental equivalía a una salida. Se arrodilló, exhausto, con una alegría que de algún modo humillado, primario, tenía que ver con los nopales que se apartaban más y más. Cuando volvió a caminar el sol se perdía a la distancia. Una franja verde apareció ante sus ojos. Una ilusión de su mente cal cinada, de seguro. Supuso que se disolvería de un paso a otro. La franja siguió ahí. Una empalizada de nopales, una hilera definida, un sembradío, una cerca. Corrió para ver lo que había del otro lado: un desierto idéntico al que se extendía, inacabable, a sus espaldas. La muralla parecía separar una imagen de su reflejo. Se sentó en una piedra. Volvió a ver el otro desierto, con el resignado asombro de quien contempla una maravilla inservible. Cerró los ojos. La sombra de un pájaro acarició su cuerpo. Lloró, durante largo rato, sorprendido de que su cuerpo aún pu diera soltar esa humedad. Cuando abrió los ojos el cielo adquiría un tono profundo. Una estrella acuosa brillaba a lo lejos. Entonces oyó un disparo. Saber que alguien, por ahí cerca, mataba algo, le provocó un gozo inesperado, animal. Gritó, o mejor dicho, quiso gritar: un rugido afónico, como si tuviera la garganta llena de polvo. Otro disparo. Luego un silencio desafiante. Se arrastró hacia el sitio de donde venían los tiros: la dicha de encontrar a alguien empezaba a mezclarse con el temor de convertirse en su blanco. Tal vez no perseguía un disparo sino su eco fugado en el desierto. ¿Podía confiar en alguno de sus sentidos? Aun así, siguió reptando, ras pándose las rodillas y los antebrazos, temiendo caer en una em boscada o, peor aún, llegar demasiado tarde, cuando sólo quedara un rastro de sangre. Pedro se encontró en un sitio de arbustos bajos, silencioso. 212 / Sólo cuento
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Se incorporó apenas: a una distancia que parecía próxima distinguió un círculo de aves negras. Volvió a caminar erguido. Pasó a una zona de aridez extrema, un mar de piedra caliza y fósiles; de cuando en cuando, un abrojo alzaba un muñón exan güe. El círculo de pájaros se disolvió en un cielo donde ya era difícil distinguir otra cosa que las estrellas. Su situación era tan absurda que cualquier cambio la mejo raba; le dio tanto gusto ver las sombras de unos huizaches como antes le había dado salir del laberinto de plantas. Se dirigió a la cortina de sombras y en la oscuridad menos preció las pencas dispersas en el suelo. Una hoja de nopal se le clavó como una segunda suela. La desprendió con el cuchillo, los ojos anegados en lágrimas. Al cabo de un rato le sorprendió su facilidad para caminar con un pie herido; el cansancio replegaba sus sensaciones. Alcanzó las ramas erizadas de los huizaches y no tuvo tiempo de recuperar la respiración. Del otro lado, en una hondonada, había lámparas, fogatas, una intensa actividad. Pensó en los huicholes y su rito del fuego; por obra de un complejo azar había alcanzado a los pere grinos. En eso, una sombra inmensa inquietó el desierto. Se oyó un rechinido ácido. Pedro descubrió la grúa, las poleas tensas que alzaba una configuración monstruosa, una planta llena de extre midades que en la noche lucían como tentáculos desaforados. Los hombres de allá abajo arrancaban un órgano de raíz. No se estre meció; en el caos de ese día era un desorden menor confundir a los huicholes con saqueadores de plantas. Se resignó a bajar hacia la excavación. Entonces sonó un disparo. Hubo gritos en el campa mento, el cactus se balanceó en el aire, los hombres patearon tierra sobre las fogatas, hubo sombras desquiciadas por todas partes. Pedro se lanzó al suelo, sobre una consistencia vegetal, pestí fera. Otro disparo lo congeló en esa podredumbre. El campamento Aeropuertos / 213
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respondía el fuego. De algún reducto de su mente le llegó la expre sión “fuego cruzado”, ahí estaba él, en la línea donde los atacantes se confunden con los defensores. Rezó en ese médano de sombra, sabiendo que al terminar la balacera no podría arriesgarse hacia ninguno de los dos bandos. Después, cuando volvía a caminar hacia un punto incierto, se preguntó si realmente se alejaba de las balas o si volvería a caer en otra sorda refriega. Se tendió en el suelo pero no cerró los ojos, los párpados detenidos por un tenso agotamiento; además se dio cuenta, con una tristeza infinita, que cerrar los ojos era ya su única opción de regresar: no quería imaginar las manos suaves de Clara ni la lumbre donde sus amigos hablaban de él; no podía ceder a esa locura donde el regreso se convertía en una precisa imaginación. Se había acostumbrado a la oscuridad; sin embargo, más que ver, percibió una proximidad extraña. Un cuerpo caliente había in gresado a la penumbra. Se volvió, muy despacio, tratando de dosi ficar su asombro, el cuello casi descoyuntado, la sangre vibrando en su garganta. Nada lo hubiera preparado para el encuentro: un coyote con tres patas miraba a Pedro, los colmillos trabados en el hocico del que salía un rugido parejo, casi un ronroneo. El animal sangraba visiblemente. Pedro no pudo apartar la vista del muñón descarna do, movió la mano para tomar su cuchillo y el coyote saltó sobre él. Las fauces se trabaron en sus dedos; logró protegerse con la mano izquierda mientras la derecha luchaba entre un pataleo inso portable hasta encajar el cuchillo con fuerza y abrir al animal de tres patas. Sintió el pecho bañado de sangre, los colmillos aflojaron la mordida. El último contacto: un lengüetazo suave en el cuello. Una energía singular se apoderó de sus miembros: había sobrevivido, cuerpo a cuerpo. Limpió la hoja del cuchillo y des 214 / Sólo cuento
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garró la camisa para cubrirse las heridas. El animal yacía, enorme, sobre una mancha negra. Trató de cargarlo pero era muy pesado. Se arrodilló, le extrajo las vísceras calientes y sintió un indecible alivio al sumir sus manos dolidas en esa consistencia suave y húmeda. Si con el coyote luchó segundos, con el cadáver luchó horas. Finalmente logró desprender la piel. No podía estar muy seguro de su resultado pero se la echó a la espalda, orgulloso, y volvió a andar. La exultación no repite su momento; Pedro no podía descri bir sus sensaciones; avanzaba, aún lleno de ese instante, el cuerpo avivado, respirando el viento ácido, hecho de metales finísimos. Vio el cielo estrellado. En otra parte, Clara también estaría mirando el cielo que desconocían. De cuando en cuando se golpeaba con ramas que quizá tu vieran espinas. Estaba al borde de su capacidad física. Algo se le clavó en el muslo, lo desprendió sin detenerse. En algún momen to advirtió que llevaba el cuchillo desenvainado: un resplandor insensato vaciló en la hoja. Le costó mucho trabajo devolverlo a la funda; perdía el control de sus actos más nimios. Cayó al suelo. Antes o después de dormirse vio la bóveda estrellada, una arena radiante. Despertó con la piel del coyote pegada a la espalda, envuelto en un olor acre. Amanecía. Sintió un regusto salino en la boca. Escu chó un zumbido cercanísimo; se incorporó, rodeado de moscar dones. El desierto vibraba como una extensión difusa. Le costó trabajo enfocar el promontorio a la distancia y quizá esto mitigó su felicidad: había vuelto a la colina. Alcanzó la ladera al mediodía. El sol caía en una vertical quemante, las sienes le latían, afiebradas; aun así, al llegar a la cima, pudo ver un paisaje nítido: el otro valle y dos columnas de humo. El campamento. Aeropuertos / 215
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Enfiló hacia la distancia en la que estaban sus amigos, a un ritmo que le pareció veloz y seguramente fue lentísimo. Llegó al atardecer. Después de extraviarse en una tierra donde sólo el verde sucedía al café, sintió una alegría incomunicable al ver las cami setas coloridas. Gritó, o más bien trató de hacerlo. Un vahído seco hizo que Julieta se volviera y lanzara un auténtico alarido. Se quedó quieto hasta que escuchó pasos que se acercaban con una energía inaudita: Sergio, el protector, con un aspecto de molesta lucidez, una mirada de intenso reproche, y Clara, el rostro exangüe, desvelado de tanto esperarlo. Sergio se detuvo a unos metros, tal vez para que Clara fuera la primera en abrazarlo. Pedro cerró los ojos, anticipando las manos que lo rodearían. Cuando los abrió, Clara seguía ahí, a tres pasos lejanísimos. —¿Qué hiciste? —preguntó ella, en un tono de asombro ya cansado, muy parecido al asco. Pedro tragó una saliva densa. —¿Qué mierda es esa? —Clara señaló la piel en su espalda. Recordó el combate nocturno y trató de comunicar su oscu ra victoria: ¡se había salvado, traía un trofeo! Sin embargo, sólo logró hacer un ademán confuso. —¿Dónde estuviste? —Sergio se acercó un paso. ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? La pregunta rebotó en su cabe za. ¿Dónde estaban los demás, en qué rinconada alucinaban esa escena? Pedro cayó de rodillas. —¡Puta, qué asquerosidad! ¿Por qué? —la voz de Clara adquiría un timbre corrosivo. —Dame la cantimplora —ordenó Sergio. Recibió un frío chisguetazo y bebió el líquido que le escurría por la cara, un regusto ácido, en el que se mezclaban su sangre y la del animal. 216 / Sólo cuento
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—Vamos a quitarle esa chingadera —propuso una voz obse siva, capaz de decir “chingadera” con una calma infinita. Sintió que le desprendían una costra. La piel cayó junto a sus rodillas. —¡Qué peste, carajo! Se hizo un silencio lento. Clara se arrodilló junto a él, sin tocarlo; lo vio desde una distancia indefinible. Sergio regresó al poco rato, con una pala: —Entiérralo, mano —y le palmeó la nuca, el primer con tacto después de la lucha con el coyote, un roce de una suavidad electrizante—. Hay que dejarlo solo. Se alejaron. Oscurecía. Palpó el pellejo con el que había recorrido el desierto. Sonrió y un dolor agudo le cruzó los pómulos, cualquier gesto inútil se convertía en una forma de derrochar su vida. Alzó la vista. El cielo volvía a llenarse de estrellas desconocidas. Em pezó a cavar. Tiró el amasijo en el agujero y aplanó la tierra con cuidado, formando una capa muelle con sus manos llagadas. Apoyó la nuca en la arena. Un poco antes de entrar al sueño escuchó un gemido pero ya no quiso abrir los ojos. Había regresado. Podía dormir. Aquí. Ahora.
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Gonzalo Soltero (ciudad de México, 1973). Autor de los libros de cuentos Crónicas de neón y asfalto e Invasión, y de la novela Sus ojos son fuego. Ha obtenido el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüen goitia 2003, Premio Punto de Partida 1996, y Premio Banamex a la Evolución en Internet. Actualmente vive en Graz, Austria, donde cursa un doctorado. “Maduro” forma parte de su segundo libro de cuentos, que así definen sus editores: “¿Cuántas clases de invasión existen? Mental, física, espacial, incluso intelectual. Una invasión va acompa ñada de crueldad, ironía, sarcasmo y un exquisito humor negro. Una invasión comienza por la mirada, continúa en el olfato y culmina con el tacto. Una invasión psicológica conduce a un final deliciosamente inesperado. Quien se adentre en los cuentos de Soltero, se sentirá inva dido por los personajes que en ellos habitan y, al mismo tiempo, será un invasor más de esa realidad en la que transcurren”.
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Melquíades sólo iba por salsa de soya. No es que fuera mucho mejor ni más barata de la que podía comprar en cualquier super mercado, pero adentrarse en el Barrio Chino, sobre todo en la tienda de Zong, que siempre tenía algo nuevo, le entusiasmaba. Cuando agotaba su provisión dedicaba una tarde de sábado a remplazarla. Los dependientes se habían acostumbrado a sus visitas espa ciadas pero idénticas. El volumen de Melquíades lo hacía incon fundible; cada vez que entraba lo veían con resignación, sabiendo que pasaría por lo menos un par de horas obstaculizando los pasi llos estrechos con su obesidad sudorosa. Revisaba cada anaquel y las etiquetas llenas de símbolos diminutos e indescifrables, antes de salir con la botella más pequeña de soya. Siempre había alguna cosa nueva que lo hacía detenerse varios minutos a observarla con sus ojillos oscuros, tratando de reconocer, en sus formas o en los caracteres que salpicaban el celofán del envoltorio, alguna secuencia lógica que le descubriera su procedencia y características. A veces, no sin reticencia, Melquíades se animaba a tomar alguno de los productos y darle vueltas entre los dedos, haciendo crujir la envoltura hasta que el contenido mismo parecía cansarse de sus manoseos; le provocaba una reacción que lo hacía aventarlo Urbes fantásticas / 223
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de nuevo a los estantes y buscar presuroso al empleado más cer cano para increparlo por la nueva ubicación de la salsa de soya. No fue ésta, sin embargo, como las demás ocasiones. Al principio deambuló con su acostumbrada lentitud por los pasillos, resistiendo con indiferencia bovina los codeos con que los demás clientes intentaban inútilmente hacerse paso a su lado, mientras él seguía con la mirada parsimoniosa entre las repisas, como si fue ran un plato de sopa de letras en el que quisiera comprobar la presencia de cada letra del alfabeto. A pesar de lo lento que avanzaba, al descubrirlo se detuvo tan en seco que estuvo a punto de perder el equilibrio. Lo contem pló absorto, como si en el alfabeto que recorriera en vez de la próxima letra se hubiera topado con su nombre deletreado, o con un espejo cuya reflexión lo miraba inquisitivo. Puede que fuera una fruta. Sobre el montón de li-chis que resistían dentro de sus pe queños capullos, amoratados por el esfuerzo, se erigía algo más. Era enorme. Por lo menos en comparación. La versión militar de una papaya que acechaba desde su coraza verde erizada de espinas afiladas. Melquíades se aproximó con cautela. Si hubiera habido algún dependiente cercano le habría señalado con inconformidad esa cosa espinada, exigido una explicación de qué era eso y qué hacía ahí, tan fuera de lugar. Cuando se dio cuenta ya estiraba la mano hacia su corteza hirsuta, prehistórica. Le pareció que aquello es taba tibio, al punto de la palpitación, pero ante el contacto suprimía el siguiente latido, contenía el aliento En la caja lo envolvieron con destreza, casi con respeto. Primero lo colocaron sobre una tabla de madera bofa. Luego lo cubrieron con hoja tras hoja de un periódico chino impreso en papel rosa de mala calidad. Finalmente lo metieron en una bolsa 224 / Sólo cuento
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de plástico negro resistente y luego en otra más. La tabla quedó marcada con muescas profundas. Cuando le dijeron el precio no le sorprendió, aunque prácticamente le vació la cartera. Tan pronto transcurrieron dos estaciones en el metro sus dedos comenzaron a resentir la presión del plástico. El peso del fruto y la punción de las espinas habían perforado ya el periódico y se marcaban contra la bolsa, como si pujara por salir. Aun así, no quiso apoyarlo en el suelo. A la siguiente estación se percató de que la gente lo miraba. Prestó mayor atención. ¿Cómo no había notado antes que olía tan mal? El hedor se esparcía con la densidad de un gas lento y untuoso. Le picaba la nariz, incluso le dificulta ba respirar. Tuvo la impresión de que más que las espinas, era la peste lo que rompía el envoltorio. Vivía en el segundo piso de una casa de dos plantas, ubicada en un callejón amplio, de poca profundidad, e iluminado durante el día. A un lado de la puerta principal había una banca, en la cual los oficinistas de la importadora que ocupaba la planta baja solían fumar y tomar el sol en sus descansos. Tenían un pacto tácito de no molestarse. De hecho, casi no compartían el inmueble, salvo en algunas ocasiones cuando Melquíades regresaba temprano del trabajo, o cuando ellos necesitaban quedarse más tarde por las zonas horarias desde donde importaban. Oscurecía y el único farol encendió su luz amarillenta y pobre. Depositó con suavidad su carga en un extremo de la banca y luego se sentó a un lado, contemplándolo. Se frotó las manos pues la bolsa le había dejado la parte interior de los dedos mar cados y tan rosas como el periódico, que había resistido mal la presión de las espinas. Fue entonces que entre maldiciones se preguntó por qué carajos lo había comprado. Al descubrirlo le había parecido obvio. Pero ahora, ¿qué iba a hacer con él? Caro, pesado, incómodo y apestoso. Tirarlo no podía, sencillamente no Urbes fantásticas / 225
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podía. Para empezar le había costado demasiado dinero y ahora trabajo. Decidió dejar el bulto ahí, ya lo abriría mañana, con tiempo. Abrió la puerta, pero cuando se descubrió al pie de sus esca leras con las manos vacías, una furia ciega lo hizo volverse y patear la puerta de la importadora. Había olvidado comprar la salsa de soya. Desde que despertó se sintió incómodo. Y extenuado. No estaba seguro si lo imaginaba, o si la fetidez dulzona del fruto se había filtrado a sus sueños. En la cocina sacó todos los ingredientes del desayuno que despachaba cada domingo. Tan pronto el fuego comenzó a calentar el aceite en el sartén, perdió el apetito. Casi con náusea devolvió cada cosa a su lugar. Decidió ir por el perió dico. Dio un portazo al salir y caminó aprisa, sin volver la cabeza hacia la banca. Regresó al anochecer, sin el periódico y después de ver cuatro películas seguidas. A media cuadra de distancia pudo olerlo. El vaho aumentó conforme se acercaba. Sin querer admi tirlo, esperaba que hubiera desaparecido. Ahí seguía, sobre la banca, esperándolo. Al día siguiente sería lunes. Pensó en los empleados de la importadora. No podía dejar el fruto donde estaba. Si lo dejaba en medio de una calle más transitada los coches lo arrollarían hasta desaparecerlo. Decidió inspeccionarlo una vez más antes de aban donarlo a su suerte sobre el asfalto. Quitó las dos bolsas y luego retiró el periódico, hecho jiro nes por las espinas de abajo. Tomó el fruto entre sus manos con reticencia y notó algo nuevo bajo la mortecina luz del farol. En la coraza asomaba una cuarteadura finísima. Acercó el rostro para inspeccionarla mejor con sus ojillos ansiosos. Le pareció que el olor se transformaba, tal vez por la maduración del fruto. Aminoraba 226 / Sólo cuento
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un poco lo pesado del aroma; era todavía empalagoso, pero más dulce, casi agradable. Entre lo que le había costado en dinero y molestias, ¿qué más daba esperar otro poco? Lo subió y colocó en la cocina, sobre la tabla de picar, a un lado del lavabo. Decidió observarlo un momen to para verificar que no se fuera a rodar. Al darse cuenta había pasado media hora, por lo que lanzó un último vistazo y se fue a dormir. Melquíades no supo si fue el olor o el brillo con que se le aparecía entre sueños, pero tuvo la certeza de que el fruto lo vela ba y ahora lo había despertado. Miró su reloj, tenía el tiempo justo. Si salía inmediatamente podía alejarse antes de que llegara la recepcionista de la importadora, y se ahorraría las explicacio nes. Sin bañarse, se cambió de ropa y corrió a la estación. Cuando se cerraron las puertas experimentó en el interior del vagón la esencia pegajosa. No podía definir si se le había adherido al interior de la nariz o a su ropa, incluso a su piel. Sen tía que la mayoría de los pasajeros procuraba evitar cualquier contacto corporal y visual con él, salvo un hombre con sombrero de palma y mirada áspera. Fue el primero en llegar a su oficina y pasó directamente al baño. Se arremangó la camisa y se talló con jabón la cara, el cuello y los antebrazos. Por el resto del día se aisló todo lo que pudo en su escritorio, que para su fortuna quedaba junto a una ventana. Era tan huraño que nadie percibió su ansiedad ni que be biera más café del que podía metabolizar. El día se le pasó entre sudores, escalofríos e idas al baño. Se tranquilizó un poco cuando el edificio comenzó a vaciarse, pero entonces se enfrentó al regre so a casa. Imaginó que ahora el olor debía detectarse a varias cuadras de distancia. Trató de matar el tiempo jugando solitario en la computadora de manera obsesiva, encadenando una partida con la otra. A la segunda ronda del guardia decidió que era mejor irse. Urbes fantásticas / 227
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Caminó hasta su casa, evitando más la llegada que los callejo nes oscuros y desiertos. Tal vez hubiera agradecido un asalto. Tocó a su propia puerta, sin tener claro por qué. Ahí estaba, esperándolo. Un vaho tibio se le vino encima como una ola de mantequilla; el olor, otra vez distinto. Probablemente mutaba con la oscuridad o con la fotosíntesis que aún parecía hacer. El foco rojo de la con testadora pestañeaba indicando que tenía dos mensajes. Los borró sin escucharlos y siguió a la cocina. Melquíades no había prendido la luz, pero no hacía falta. El farol estaba a la altura de su departamento y su resplandor entraba por la ventana de la cocina. El fruto se veía más grande que en la mañana. Alcanzó a distinguir nuevas cuarteaduras que se habían sumado a la primera, cada vez más gruesa. Pudo ver, por ahí, la pulpa. Asomaba por la grieta con un blanco ligeramente turbio. Reflejaba la luz que se filtraba por la ventana, o emitía la suya propia, muy tenue, irradiada desde el núcleo de su semilla y filtra da apenas a través de su carne blancuzca. Estaba agotado, pero no quería alejarse demasiado. Se tendió sobre la alfombra del pasillo, donde cayó dormido de inmediato. Lo despertaron los toquidos en la puerta, la aporreaban como si quisieran tirarla. Con el rabillo del ojo comprobó que si guiera sobre la tabla. El sol caía a plomo sobre el fruto, como sobre su rostro. Se puso de pie lentamente, casi al compás de los golpes sobre la plancha de madera. Le dirigió una mirada a la contestadora. El foco anunciaba una docena de mensajes. Una vez que abrió la puerta, se tardó varios se gundos en reconocer a sus vecinos. Ellos lo miraban expectantes. —Creímos que le había pasado algo. —Por la peste. —Tratamos de llamarlo desde ayer. 228 / Sólo cuento
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—Y como no lo vimos ayer ni tampoco salir hoy a trabajar, estábamos a punto de llamar a la policía —agregó una secretaria. Melquíades salió, cerró la puerta tras de sí con suavidad y encaró las escaleras. Comenzó a bajar. Los de la importadora se hacían a un lado conforme se acercaba. Tan pronto pisó la banque ta echó a correr rumbo al metro, a pesar de que ya fuera mediodía. Sólo se detuvo cuando alcanzó el andén. A pesar de que el metro se encontraba frente a él, con las puertas abiertas como esperándolo, no lo abordó. De haber entrado, tal vez jamás habría vuelto. Conforme el vagón cerró sus puertas y echó a andar, la certeza lo envolvió con la misma fuerza del olor que la fruta exudaba. Tenía que volver. Al subir las escaleras de la estación, advirtió que sudaba una sustancia pegajosa. Cuando entró en su callejón, por primera vez desde que vivía ahí, notó las cortinas de la importadora abier tas. En vez de ellas, se descorrían los párpados de todos los traba jadores. ¿Qué pensarían que tenía allá arriba? ¿Qué diablos tenía allá arriba? La puerta de la oficina, que daba a las escaleras, estaba también abierta. Sintió el conjunto de miradas que le colgaban de la espalda como un racimo de plomo. Abrió su puerta. A la vez que segregaba ese sudor pesado y lento tenía cada poro convertido en una narina, en una terminal olfativa preparada para inhalar ese olor. Una fragancia vegetal, la savia podrida de cien selvas, lo rodeó para tragárselo. Vio al fruto de frente. Tuvo la impresión de que le sostenía la mirada en sus púas rígidas y enhiestas. En el primer cajón guardaba los cuchillos. Se aproximó lentamente, lo abrió y sintió su mano acoplarse al mango frío y macizo de un cebollero. Avanzó entonces en dirección a la tabla de madera y lo que sobre ella aguardaba expectante, tan tenso como Melquíades. Urbes fantásticas / 229
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Descartó el tajo directo. Si estallaba, de la explosión de ese magma vegetal podía esperarse cualquier cosa. Acercó el cuchillo lentamente, con cuidado y con la muñeca rígida. Al colocar la hoja sobre la corteza la sintió seca, casi crujiente. La abrió hacien do palanca con la punta en la grieta mayor, que atravesaba la fruta de un lado a otro, procurando no arañar la pulpa. La corteza no cedía fácilmente, como si el fruto opusiera un último acto de resistencia o pudor, hasta que al fin un ligero cric la abrió en dos mitades. En el interior la carne fibrosa resplandecía tinta en un barniz nacarado que variaba sus iridiscencias en reacción al alien to de Melquíades, quien la observaba en silencio. Cada una de las mitades se dividía en válvulas y circunvo luciones perfectamente definidas, de tono perlino, que brillaban untuosas a la luz exudando secreciones aceitadas. Tuvo la impresión de que no sólo estaba vivo, sino también lúcido. No sin temor, su mergió un dedo en esa materia turbia y mucilaginosa. Le pareció que el fruto se contraía. Restregó la sustancia viscosa con el pulgar y se la acercó a la nariz. Tenía un olor penetrante, pesado, más denso que nunca; pero no era de la fruta de donde provenía, sino de él. Se llevó entonces el dedo a los labios y su saliva se disolvió al entrar en contacto con la pulpa. El fruto comenzó a vibrar ligeramente: Melquíades estaba en su punto.
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Daniel Rodríguez Barrón
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Daniel Rodríguez Barrón (ciudad de México, 1970). Se ha desempe ñado como crítico literario y de artes plásticas y como periodista cultu ral en medios impresos y televisivos. En 2002 ganó el Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo con la obra La luna vista por los muertos, editada por Tierra Adentro en la antología Teatro de la Gruta II, misma que se estrenó en 2007 bajo la dirección de Zaide Silvia Gutiérrez, que en su momento llamó la atención gracias a que “el drama está cargado de metáforas sobre la llamada generación X, o del Game Boy […] Se llama a la reflexión sobre una realidad contem poránea, pero sin indicar o forzar el sentido, una obra con una fuerza dramática que cimbrará al espectador por la crudeza de las escenas, y que lo hará reflexionar, o al menos lo dejará pensando.”
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En casa
Se dice que el estado de sitio ha terminado, pero nadie está seguro. El toque de queda sigue cumpliéndose. De vez en cuando suena la alarma, aunque no he vuelto a escuchar ninguna explosión desde hace casi un año. En el trabajo nadie comenta nada. Yo no pregunto. No sé por qué me levanto tan temprano. El trabajo escasea, el dinero escasea y no hay nada en qué gastar. ¿Para qué quiero un televisor si cortan la luz a las ocho, apenas unas horas después de salir de la fábrica? ¿Para qué quiero comprar alimentos si el gas se termina pronto y no lo surten sino hasta haber realizado varios trámites? De mi casa al trabajo sólo hay doce cuadras, pero puedo acortar el camino atravesando los escombros de edificios derrum bados. Llego tarde, pero nadie reclama, quizás porque nadie nota que he llegado. Comienzo el trabajo sin pensar en él, pero tengo cuidado de no cortarme los dedos en pedazos. Alguien habla. “Oye, tú, amigo, ¿vives solo?” La pregunta me extraña, pero digo sí. “¿Tu casa es grande?” Vuelvo a decir sí, sólo que en voz más baja. “¿Te gustaría gastar un poco de dinero?” Encojo los hombros. “Tengo un amigo que se interesa en rentar un cuarto”. Rentar un cuarto. No había pensado en eso. Debe ser molesto. “Es un amigo que se quedó sin casa durante el último saqueo”. Realmente no Urbes fantásticas / 233
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quiero vivir con nadie, pero adelanto ¿cuánto tiempo crees que tu amigo se quede en mi casa? “Sólo el suficiente para que arregle su pasaporte y se vaya del país”. Sé que eso puede llevar mucho tiem po, pero no lo digo. ¿Cuándo iría a ver el cuarto? “Eso no importa, mira, te voy a dar este dinero como pago para unas tres semanas. Mi amigo llegará en uno de estos días”. Me alarga un fajo de billetes. Los tomo y los meto en mi bolsillo sin contarlos. En casa. Siento hambre. La costumbre. Parto con las manos un pedazo de pan duro. Lo meto en un recipiente con agua para ablandarlo un poco. Mientras como, recuerdo el dinero que llevo en el pantalón. Lo saco y lo cuento. Es tanto que me veré obligado a cederle la recámara grande. Cambio mis cosas. Limpio la recá mara vacía hasta cansarme. Parece un lugar digno de rentarse. El trabajo. El tipo de ayer me mira ansioso. Seguro quiere su dinero de vuelta. No se lo daré. Luego de un rato se acerca. “Oye, necesito un duplicado de tus llaves para que mi amigo pueda entrar”. Aún no lo conozco. “Somos compañeros de trabajo, ¿desconfías de mí?” Prefiero conocerlo antes. “El problema es que está buscando trabajo del otro lado de la ciudad y llegará muy noche, le daré la dirección y las llaves; tú lo conocerás más tarde, por la mañana”. Ceno. Estoy dispuesto a esperar a mi inquilino. Voy a sor prenderme cuando entre por la puerta con el duplicado de mis llaves. Voy a sorprenderme de su voz, tal vez de su idioma, del color de sus ojos y del tono de su piel. Estoy harto de todos los que han padecido el sitio conmigo. Harto de sus rostros de trapo, de su voz seca, de su piel blanca. El inquilino no llegó en toda la noche. Me fui a dormir. Amanecí con hambre. Planeo pasar por el mercado para comprar un pescado 234 / Sólo cuento
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fresco. En el trabajo el tipo me mira todo el tiempo sin decirme nada. Cuando me vuelvo a mirarlo, él desvía la vista y finge estar concentrado en su trabajo. En la plaza. El dueño del puesto me mira con asombro porque elijo un pescado grande. Pide mucho dinero, pero no im porta. Entro a la casa y lo noto. La puerta de la recámara grande está cerrada. No sé qué hacer. Quizás debería abrirla y ya, pero el inquilino podría molestarse. Me acerco y toco. Me gustaría pre guntar, ¿hay alguien ahí? Toco más fuerte. No contestan. Tomo el picaporte con la mano derecha y lo hago girar. No abre. Trato de distraerme preparando la cena. Mantengo el oído atento a cual quier sonido que venga de la recámara grande. Nada. Quizá el olor del pescado asado lo atraiga. Nada. Hago sonar los platos. Nada. Como en silencio mirando la delgada línea de luz bajo la puerta. Oiga, digo en voz alta, salga, he comprado un whisky, es mentira pero lo digo, ¿no quiere un trago? Como única respuesta se apaga la luz. Llego al trabajo con la intención de hablar con el tipo. No está en su lugar. Le pregunto al siguiente en la fila. ¿Dónde está el tipo de aquí?, y señalo el sitio preciso donde debería estar. ¿Quién sabe? Tal vez lo mataron. No se alarme, así es la ciudad, me dice el nuevo como si nos conociéramos. Vuelvo preocupado a mi lugar. Desde hace tiempo no escucho ni un sólo disparo, ni un petardo. No comprendo por qué seguimos comportándonos como si aún estuviéramos en estado de sitio. Abandono el trabajo y salgo a dar un paseo. En la calle no hay gente. Los edificios que siguen en pie parecen deshabitados. Sólo la fábrica continúa trabajando. Veo un perro husmeando entre los escombros. Y caigo en la cuenta. Se guro me han robado. Urbes fantásticas / 235
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Todo está en su lugar. Ni un trasto, ni un libro fuera. Me acerco a la puerta de la recámara grande. No escucho nada. Oiga, su amigo ha desaparecido. Nada. ¿No va a buscarlo?, en la fábrica creen que lo han matado, usted sabe, cosas de la ciudad, ¿me oye? Nada. Cocino la mitad del pescado que dejé ayer. Despierto con la sensación de haber escuchado a mi inquilino buscar algo en su recámara. No voy a trabajar. Como estoy ner vioso me entrego al aseo total de la casa. Levanto polvo. Llega la hora de la comida, pero estoy muy cansado para cocinar. Tomo una siesta. Me despierta el sonido de algo que cae al piso y se rompe. El inquilino abre la ventana de su habitación y pide ayuda. Me levanto de un salto mientras golpean a mi puerta. Alguien me grita: “no puedo soportarlo más, salga de una buena vez”. Con fundido, abro la puerta lentamente. El hombre me mira por un segundo y luego me abre el estómago con un cuchillo.
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Fernando de León
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Fernando de León (Guadalajara, México, 1971). Editor de la revista Luvina. Autor de La estatua sensible, La obscuridad terrenal, Cárceles de invención, La sana teoría y Apuntes para una novísima arquitectura. Ha obtenido los premios de Cuento de los XX Juegos Florales de San Román, Campeche, y Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2004. Es uno de los más interesantes cultivadores de cuento fantástico en México. Sus historias suelen darle la vuelta a las recetas canónicas al uso sin olvidar los rudimentos de la ortodoxia. Algunos de sus primeros cuentos se encuentran compilados en la serie de antologías Los mejores cuentos mexicanos (Joaquín Mortiz).
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Manual del comportamiento fantástico
A bordo de su Moldum amarillo modelo 2111, el taxista Grisóstomo pensó que aquel debía ser el clima del infierno. Su vida también po día ser considerada un pavimentado círculo del infierno, un lento remolino de calor y angustia. Conducir le proporcionaba un enor me placer. Antes. Ya no. La impaciencia le había invadido el ánimo: ahora quería que las jornadas terminaran cuando apenas las había comenzado. La pasajera, en el asiento trasero, parecía advertir su viscosa desazón. Grisóstomo recordó que antes platicaba con sus pasajeros, y que incluso conseguía, sin proponérselo, saber mucho de ellos, de su forma de ver la vida; solía ver cada trayecto como una aventura y casi pedía adivinar la dirección. Incluso disfrutaba perderse en el trayecto porque platicar siempre lo distraía y en el fondo prefería conversar más con sus pasajeros: no lo hacía para ganar más, de hecho nunca cobraba más que la tarifa pactada al comienzo del viaje, pero ahora se había convertido en un conductor silencioso, como cochero de carroza funeraria. Pero, últimamente, incluso llegaba a molestarse con los clientes que no sabían con exactitud dónde quedaba el sitio al que deseaban llegar. Lo amargaba el calor del mediodía y el silencio, o lo que era peor, el ruido de las calles de la ciudad G. Se había Urbes fantásticas / 239
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convertido en un Sísifo del volante que cada día repetía una jor nada similar a la anterior, y que no trascendía en absoluto. Ni siquiera estaba haciendo fortuna. Sus ahorros eran una nimiedad. Casi vivía al día. Tenía 44 años, era soltero y cada noche lo aterra ban las figuras que tomaban las manchas de humedad en el techo de su habitación. Esa calurosa mañana trasladaba a una señora enferma de marre, o mal del retrato, la enfermedad apenas descubierta, oca sionada por las cámaras gammagráficas que se usaron tanto y tan irresponsablemente hasta entonces, por las cuales las personas que se tomaron demasiados retratos con ellas y estuvieron expuestas a rayos gamma se fueron quedando paralizadas paulatinamente, hasta el día en que quedaban completamente inmóviles, práctica mente como gammagrafias, y sufrían el colapso nervioso final. La señora que había abordado el taxi con insufrible lentitud le había recordado al propio Grisóstomo los miles de autorretratos que se había hecho con su cámara gammagráfica. Debería visitar pronto a un médico y averiguar si tenía marre. Precisamente entonces dirigía su taxi a un hospital que había en el sector O, pero no se veía manera de escapar al embotellamiento que ya los había tenido atrapados durante más de veinte minutos. Fue entonces que su mirada impaciente reparó en una pare ja que peleaba en el vehículo delantero. Levemente escuchó el último de los insultos que ella profirió mientras se bajaba y se perdía entre el estático mar de capotes metálicos. El abandonado se quedó atónito ante el acto de su compañera y tardó en reaccio nar. Cuando por fin pareció que se había resuelto a ir tras ella, sucedió algo más inesperado: un ave gigantesca tomó entre sus garras el techo del Bostitch bermellón y se lo llevó al vuelo con todo y conductor, dejando en su sitio sólo un tramo de asfalto y el asombro de Grisóstomo. 240 / Sólo cuento
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Nadie más vio aquello. Contra su acostumbrada parquedad, Grisóstomo preguntó a su pasajera si había visto lo mismo que él. Ella, lentamente, pre guntó a qué se refería. El taxista se bajó de su auto para interrogar a los otros conductores si lo habían visto. Todos le cerraron la ven tanilla temerosos, creyéndolo un loco peligroso a punto de perder la calma. Grisóstomo no podía creer que nadie hubiera visto al pájaro gigante. Y no era que su existencia fuera imposible: corría el año 2121 y ya entonces la genética podía realizar eso y mucho más. De hecho, después de la extinción masiva de 2077, los genetistas se propusieron volver a crear las especies desaparecidas. Ya ha bían superado las limitaciones que imponía, y la nueva ingeniería permitió dar vida a cualquier tipo de ser; pero como en el 2077 no hubo un inventario como la bíblica lista de Noé, que fuera fiel y completo, los genetistas recurrieron a los libros, a todos los libros: los de historia natural y los tratados de seres mitológicos por igual. Empezaron a crear tortugas, sirenas, gatos, dragones, búhos, unicornios, ranas, catoblepas, caballos, krakens, serpientes mari nas, perros, grifos… En fin, ahora todo existía y una gigantesca ave Roc no tenía nada de asombroso. El punto, el verdadero punto, era que nadie antes la había visto, pues lo que existe y lo que se deja ver no es necesariamente lo mismo. Quizá por eso fue que desde entonces y más que nunca el hombre sólo dio crédito a aquello que le tocaba ver y a Grisóstomo le había tocado verla. Aunque él empezó a desear algo más que eso; empezó a querer ser arrastrado con todo y taxi por los cielos entre las gigantescas garras de un ave Roc. ¿Hacia dónde se llevaría sus presas? ¿Ter minarían ante el pico de sus polluelos? Grisóstomo averiguó en un antiquísimo manuscrito medieval que obtuvo en uno de los miles de expendios de antiquísimos manuscritos que tras el surgimiento Urbes fantásticas / 241
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de la nueva fauna abundaron en cada esquina de la ciudad: en el Manual del comportamiento fantástico decía que el ave Roc actúa solamente durante un parpadeo y por eso nadie podía ver su fugaz paso. Entonces ¿por qué él no había parpadeado? ¿Por qué había conseguido mirar algo así? También ahí, en la página 765, obtuvo la respuesta: “El ave Roc sólo permite que lo vea la última de sus presas”. ¡La última de sus presas! Eso era una especie de garantía de que sería arrebatado por los aires entre las garras de la gigan tesca ave, tarde o temprano. Se preparó entonces. Imaginó muchos escenarios, situaciones y destinos posibles que pudieran suscitarse al volar entre las patas del ave Roc. Lo primero que hizo fue comprar un paracaídas, pero cuando lo iba a colocar en la cajuela pensó en lo inútil que era tenerlo ahí dado el momento de emergencia en que podría necesi tarlo, así que acondicionó su asiento para siempre traerlo puesto. Implementó en el techo de su transporte un amplio quemacocos para salir con soltura dado el caso. Sabedor de que en las alturas escasea el oxígeno equipó su tablero de control con una mascarilla y un tanque que cada maña na revisaba que estuviera lleno. En sus pantalones cosió una funda para traer una discreta daga que lo ayudara si llegaba a ser ali mento para críos de un pájaro gigante. Cincuenta metros de soga se le enredaban en los pies, pues los traía como tapete, para des colgarse si la situación lo ameritaba. Un chaleco de tela blindada protegía cada día su pecho, pues temía que una poderosa garra del ave lo ensartara matándolo desde el principio del vuelo. Así, equipado hasta un grado neurótico, su taxi comenzó a perder el aspecto amable de un taxi y parecer más la guarida de un cazador: de hecho apenas y quedaba espacio para que una persona pudiera ser trasladada y la mayoría rechazaba tomarlo. Pero eso a Grisóstomo le importaba muy poco. Si alguna vez un despistado 242 / Sólo cuento
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pasajero entraba en su taxi lo prevenía argumentando que lo lle varía a su destino siempre y cuando no tocara que lo arrebatara por los cielos el ave Roc. Es claro que comenzó a quedarse sin clientela y sin ingresos. Pero él aportó sus magros ahorros para el costo del combustible a fin de seguir patrullando, acechando las garras del enorme paja rraco. Volvió una y otra vez al sitio donde vio al ave pero nada pasó. Sin embargo su ansiedad se calmaba cuando recordaba que la había visto una vez y eso lo autorizaba a saberse el último. ¿Y si el Manual del comportamiento fantástico se equivocaba? Tal vez, si otro más hubiera visto el suceso, pues era imposible que hubiera dos últimas presas. Siempre hay sólo un último. Y ése era él. Pasados catorce meses Grisóstomo tenía la impresión de que el mundo o su entorno transcurría con creciente velocidad, pero no era así; era que Grisóstomo se estaba volviendo lento. Reac cionaba lento, manejaba lento, respiraba lento. Un médico le había detectado los síntomas de marre y oficialmente se estaba convir tiendo en estatua. Una nueva cuita para su colección, sumada al hecho de que en todo ese tiempo no lo había atacado el ave Roc. Suspiró y mientras miraba con infantil envidia por el retro visor un flamante Adanada color uva, se percató de que de repente ya no estaba. Por el quemacocos —él, y sólo él— vio pasar el negro chasís apresado por una garra imponente. La sombra que proyectó tardó en pasar dando prueba de lo grande que era el cuerpo que la generaba. Pero, definitivamente, no podía ser más grande que la frustración que sentía. Condujo lo más rápido que pudo tras lo que pensó que sería la ruta del ave sonando su bocina y maldiciendo que no le hubiera tocado todavía su turno. Era como si la estúpida ave se equivocara de presa y tomara ora uno por delante, ora uno por atrás. Otra posi bilidad podía ser que el pajarraco se hubiera propuesto enloquecerlo Urbes fantásticas / 243
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y sus raptos ante Grisóstomo eran puro sarcasmo avícola. ¿Qué esperaba que no iba por él? ¿Desde qué alturas lo acechaba? A partir de ese día Grisóstomo pensó que debía convertirse en una presa más fácil y transitar por caminos despejados, lejos de la zona metropolitana. De hecho, se instaló a vivir en su vehículo estacionado en lo alto de una loma. Tenía víveres, mantas y una fuente de energía para cocinar y no morir de frío. Su propio taxi parecía compartir su enfermedad, pues se había quedado inmóvil. Él mismo se movía con muchos trabajos. Comenzaba a temer que moriría sin haber sido presa del ave Roc, cuando una fuerza terrible lo estremeció y el vértigo se ins taló en su estómago. Vio alejarse el suelo, sintió el azote del viento tasajeándole el brazo que tenía en la ventana, el sol se de rramó por el parabrisas como una ola de luz y, lentamente, giró su cabeza hacia arriba: por el quemacocos vio la escamosa piel de la pata del ave. Lleno de una extraña alegría la tocó. Luego sintió que ya nunca más podría tocar nada: su cuerpo se había quedado paralizado por completo. Vio alejarse la urbe y rozar cumbres nevadas. Sintió que se congelaba cuando enfrentó el mar y su calidez lo reconfortó. Al paso de las horas el verde marino se volvió arena de un desierto desconocido para Grisóstomo. Lo que pasó en los siguientes días no lo consigna ningún Manual del comportamiento fantástico: el ave lo depositó en la cumbre de una montaña donde reinaba el estruendo del viento. Ahí tenía su nido el ave Roc. El inmóvil Grisóstomo esperaba su propia muerte pero lo que presenció fue el derrumbamiento de la portentosa ave. La notó cansada, milenaria y moribunda. Algo tenían de impresio nantes y de lastimeras sus enormes y opacas plumas. Observó que sus ojos no eran de bestia pero tampoco tenía el brillo de los ojos humanos. El ave lo miraba como podría mirar un volcán o un 244 / Sólo cuento
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tsunami: sin necesitar de ojos que finalmente cerró. Su muerte tenía sentido: él era la última de las presas que capturaría y eso lo convertía en su testigo, en el único que la vio actuar y ahora la estaba viendo morir. ¿Por qué el ave Roc no lo había despedazado a la primera oportunidad? Cuando Grisóstomo descubrió el gran huevo negro que asomaba del nido lo comprendió. Inmóvil, como estaba, recordó la daga en su pantalón, la soga entre sus pies y todo lo que ahora le era inútil. El huevo se agrietó con un sonoro crujido y el taxista, rendido a su destino, sintió el secreto placer de saberse alimento de una nueva maravilla.
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Hospital
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Antonio Ortuño
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Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976). Escritor y periodista. Finalista del Premio Herralde de Novela 2007 por Recursos humanos. Es autor del libro de cuentos El jardín japonés, y de la novela El buscador de cabe zas, de la que Rafael Lemus apuntó: “Es una novela arrojada y vene nosa. Tanta violencia se agradece, sobre todo en una literatura como la nuestra, desprovista de rabia y atestada de autores iracundos en la plaza y escasos en sus obras. Se agradece, también, otra virtud: la habilidad del autor para construir una novela política cuando el resto de su generación desconoce cómo conjugar la narrativa con la cosa pública. Ortuño compone una fina fábula política y, al hacerlo, desmiente los temores de sus coetáneos”.
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Pseudoefedrina
La primera en enfermar fue Miranda, la mayor. Nos contrariamos porque significaba no ir al cine el viernes, único día que mi suegro podía cuidar a las niñas. Pese a los estornudos Dina, mi mujer, insistió en que asistiéramos a la posada del kinder. “Es el último día de clases. Le cuidamos la gripa el fin de semana y el lunes nos vamos al mar.” Habíamos decidido pasar las vacaciones navide ñas en la playa para no enfrentar otro año la polémica de con qué familia cenar, la suya o la mía. En la posada había más padres que alumnos y más tostadas de cueritos y vasos de licor que caramelos y refrescos. “Muchos niños están enfermándose de gripa”, justificó la directora. “Pero como los papás tenían los boletos comprados, pues vinieron.” “Miranda también está enfermándose”, confesamos. “Por eso trae mos tan envuelta a la bebé.” Marta, de apenas siete meses, asomaba parte de la nariz y un cachete por el enredijo de mantas de lana. Descubrí al formarme en la fila de la comida que algunas madres conservaban las tetas y nalgas en buen estado. Y descubrí que un padre había notado, a su vez, que las de mi esposa tampoco estaban mal. Platicaba con ella aprovechando mi lejanía. Los dos sonreían. El sujeto era bajito, gestos afeminados y ricitos negros. Entablé conversación con la madre de Ronaldo, mujer de unos Hospital / 251
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treinta años y gesto de contenida amargura que mi esposa solía calificar de “cara de mal cogida”. Claudia se llamaba, una de esas flacas engañosas que debajo de un cuello quebradizo y por sobre unas pantorrillas esmirriadas exhiben pechos y trasero más volu minosos de lo esperado. Se había puesto una arracada en la nariz y pintado los pelos del copete de color lila desde nuestro último encuentro. Como no se le conocía novio o marido, las madres del kinder vigilaban sus movimientos y más de una miró con inquie tud cómo le ofrecía fuego para su cigarro y cómo ella me reía todo el repertorio de chistes con que suelo acercarme a las mujeres. Regresamos a casa de mal humor. Miranda comenzó a llorar: tenía 39 de fiebre. Llamamos por teléfono al pediatra, que reco mendó administrarle un gotero de paracetamol y dejarla dormir. También avisó que aquel viernes era su último día hábil: se iría a pasar la navidad al mar. “Como nosotros”, le dije. “Bueno, pero si le sigue la fiebre a Miranda no deberían viajar”, deslizó antes de colgar. “Déjame un recado en el buzón si se pone mal y procuraré llamarlos”. No le referí a Dina el comentario porque no quería tentar su histeria. Medicada e inapetente, Miranda pasó la noche en nuestra cama mirando la televisión. Marta, quien dormía en su propia habitación desde los tres meses, fue minuciosamente envuelta en cuatro cobijas. Bajé el calentador eléctrico de lo alto de un arma rio y lo conecté junto a su puerta. La presencia de Miranda en nuestra cama evitó que Dina y yo hiciéramos el amor o lo inten táramos siquiera. De cualquier modo, el menor estornudo de las niñas le espantaba el apetito venéreo a mi mujer. Me dormí pen sando en la nariz de Claudia y sus mechones color lila. Se suponía que dedicaríamos la mañana del sábado a comprar ropa de playa y pagar facturas para viajar sin preocupaciones, pero Miranda despertó con 39.2 a pesar del paracetamol. Maquinalmente 252 / Sólo cuento
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llamé al número del pediatra. Respondió el buzón. “Hola, soy el doctor Pardo. Si tienes una urgencia comunícate al número del hospital. Si no, deja tu recado.” Dejé mi recado. Acordamos que mi esposa cuidaría a las niñas y yo saldría a liquidar las facturas y comprar juguetes de playa para Miranda, un bronceador de bebé para Marta, unas chancletas para Dina y una gorra de béisbol para mí. Había pensado convencer a Dina de comprarse un bikini pero preferí no mencionar el asunto. Lo com praría y se lo daría en la playa. Antes de salir me pareció escuchar ruidos en la recámara de Marta. Me asomé. Era un horno gracias al calentador eléctrico. Lo apagué. Marta estornudaba. Le retiré una de las mantas y abrí la ventana. Me fui sin avisarle a Dina. No quería tentar su histeria. En el supermercado no había gente apenas. Desayuné molle tes en la cafetería y pagué mis facturas en menos de diez minutos. Tomé un carrito y me dirigí a la sección de ropa. Por el camino obtuve la bolsa de juguetes de playa para Miranda y el bronceador de bebé. También un antigripal, una caja enorme y colorida que incluí en mi lista para que los enfermos no acabáramos por ser mi esposa y yo. Elegí luego una gorra y una playera blanca, lisa, para mí. Para Dina, unas chancletas cerradas como las que yo acostum bro y que ella dice detestar pero siempre termina robando. Recordé el plan del bikini. Morosamente, me acerqué a la sección de damas. Dina tenía un cuerpo ligeramente inarmónico. Como muchas mujeres que han tenido hijos pero no los han ama mantado, sus caderas y trasero eran redondos pero sus senos seguían siendo pequeños, de adolescente. Así que me encontré desvalijando dos bikinis distintos para armarle uno a la medida. “¿Compras ropa de mujer muy a menudo?” Claudia apareció junto a mi carrito, sonriente, las manos llenas de lencería atigrada. “En realidad no.” “Eso es muy cortito para Dina. No va a querer Hospital / 253
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usarlo.” Era cierto pero me limité a sonreír como para darle a en tender que mi esposa acostumbraba utilizar arreos sadomasoquistas y juguetes de goma cada viernes. La acompañé a los probadores para cuidar su carrito. No iba a probarse la lencería —cosa prohi bida por el reglamento de higiene del supermercado— sino unos jeans. Fingí estar muy interesado en la etiqueta del antigripal mientras esperaba que saliera. El antigripal era un compuesto a base de pseudoefedrina y advertía que podía provocar lo mismo nauseas que mareos, resequedad de boca o babeo incontenible, somnolencia o insomnio, reacciones alérgicas notables y, en caso extremo, la muerte. Me di por satisfecho. “¿Cómo me ves?” Había salido para que le admirara el culo metido en los jeans. Se le veían bien, como toda la ropa demasiado pegada a las mujeres excesi vamente dotadas de nalgas. Claudia había sonreído otra vez. Ya no tenía cara de mal cogida. En las cajas nos topamos con la directora del kinder. Nos saludó muy amablemente hasta que su cerebelo avisó que Padre de carrito uno no emparejaba con Madre de carrito dos. Se despidió con una simple inclinación de cabeza. Mientras esperábamos pagar Claudia se puso a hojear una revista femenina y yo volví a explorar los misterios de la etiqueta del antigripal. Pseudoefedrina de la buena. “Aquí dice que a las mujeres en África les arrancan el clíto ris”, comentó sin levantar la mirada. “Y que el sexo anal es común allá y por eso el sida es incontrolable.” Levanté las cejas y ella lanzó una carcajada que contuvo con la mano. “Mejor que no oigan que hablamos de clítoris y sexo anal o el chisme va a ser peor.” Como de hecho el chisme ya no podría ser peor le cargué las bolsas al automóvil y la ayudé a subirlas. Ella parecía dispuesta a conversar más pero me escurrí pretextando la gripa de Miranda. “También Ronaldito está malo.” “¿Dónde lo llevas al pediatra? El nuestro se fue de vacaciones y no responde las llamadas.” Ella se 254 / Sólo cuento
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puso las manos en la cadera. “No lo llevo al médico. Yo sé de homeopatía. Si quieres puedo darte medicina para tu niña.” No acepté pero ella insistió en colocarme en el bolsillo una tarjetita con su teléfono. “Llámame a cualquier hora si necesitas.” Había un automóvil en mi lugar de la cochera, junto al de Dina. Entré con las bolsas en una mano y las llaves en la otra. No se escuchaba ruido, salvo los esporádicos estornudos de Marta. Miranda dormía, aparentemente sin fiebre. Imaginé que la direc tora había manejado a cien por hora a su casa para llamar a Dina y contarle que yo estaba en las cajas del supermercado hablando de clítoris y rectos africanos con Claudia. Imaginé a Dina armada con un cuchillo, esperando mi paso para degollarme. En realidad estaba en la cocina tomando café con el tipo de los ricitos que la había admirado en la posada. Suyo era el auto móvil usurpador. “No te oí llegar.” “Algún imbécil se estacionó en mi lugar.” El tipo me miró con resentimiento. “No es un imbécil: es Walter, el papá de Igor, el compañerito de Miranda. Es homeó pata y lo llamé para que viera a las niñas porque el pediatra no contesta.” Walter se puso de pie y me extendió la mano. La estre ché con jovialidad hipócrita. “Walter cree que Miranda no tiene gripa, sino cansancio, y que a Marta le están saliendo los dientes.” El homeópata hizo un par de inclinaciones de cabeza, respaldando el diagnóstico. No suelo ser un tipo desconfiado, pero noté el rubor en el rostro de mi mujer. Y su olor. Olía como cuando accedía a hacer el amor a mi modo, menos neurótico que el suyo. La bragueta de Walter estaba abierta, lo que podía no querer decir nada. O sí. Miré al homeópata, abrí el bote de la pseudoefedrina, me serví un vaso de agua y me pasé dos pastillas. “Yo no creo en la homeopa tía, Walter.” Él volvió a mirarme bélicamente. Dina torció la boca. “Y por favor quita tu automóvil de mi lugar. No me gusta dejar el Hospital / 255
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automóvil en la calle. Por eso rento una casa con cochera.” Walter se despidió de Dina con un beso en el dorso de la mano y salió en silencio, sacudiendo sus ricitos. Salí de la cocina antes de que se desataran las represalias. En el comedor había una nota escrita a mano, con letras esmeradas que no eran las de mi mujer. La receta de la homeopa tía. Memoricé los compuestos y las dosis. Marqué el número de Claudia, sosteniendo su tarjeta frente a mis ojos. Su letra era des garbada, como ella. “¿Sí?” “Hola. Qué rápida. Estabas esperando que llamara.” Su risa clara en la bocina me puso de buen humor. Escuchó con escepticismo las recetas de Walter y bufó. “Una gripa es una gripa. Nadie estornuda porque le salga un diente o por estar cansado. Mira, lo que vas a hacer es comprar lo que te voy a decir y engañar a tu esposa para que piense que les das sus medicinas.” “¿Me estás pidiendo que engañe a mi mujer?” La risa como campana de Claudia llenó mis oídos. “¿Con quién hablabas?” “Con el pediatra.” “¿Y qué dice?” “Nada. No responde. Le dejé recado en el buzón.” Dina estaba cruzada de brazos en el pasillo. Tenía cara de mal cogida. “Te portaste como un patán con Walter.” Acepté con la cabeza gacha. Mi táctica consistía en darle la razón y pretextar mis nervios por la enfermedad de las niñas. Dina me miraba con una intensidad que presagiaba o un pleito o un apareo corto y violento cuando Miranda se puso a llorar. Tenía 39.4 de fiebre. La metimos a la tina y le dimos paracetamol. Dina no cocinó ni tuvimos ánimos de pedir comida por te léfono, así que cada quien asaltó el refrigerador a la hora que tuvo hambre. Yo me serví un plato de cereal con leche y me hice un bocadillo de mayonesa, como cuando tenía once años y mi madre no aparecía a comer por la casa. Al beber un largo trago de leche sentí cómo mi garganta se derretía. Tosí. Dina asomó por la puer 256 / Sólo cuento
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ta y me miró con horror. Otra tos respondió en la lejanía. Era Marta. Tenía 38.6. Dos escalofríos me recorrieron los omóplatos y los deltoides. No sabíamos cuánto paracetamol darle a la bebé. El pediatra no respondió. Dina corrió a llamar a Walter. Yo me escondí y llamé a Claudia desde el celular. “Mis hijas tienen fie bre.” “¿Ya les comenzaste a dar las medicinas?” “No.” “Pues sería bueno que empezaras.” “¿No sabes cuánto paracetamol hay que darle a un niño?” “Yo no les doy paracetamol. Tiene efectos se cundarios horrendos. Nacen con dos cabezas.” “Mis hijas ya na cieron, me temo.” Dina salió de casa dando un portazo. Regresó a la media hora con una bolsa llena de medicamentos homeopáticos y un refresco de dieta. “¿Tomas refresco de dieta?” “A veces.” “A Walter no le gustan las gordas, seguro.” Aproveché su desconcierto para salir a la calle. No sabía dónde encontrar una farmacia homeopática, así que volví a llamar a Claudia. “Yo tengo lo que necesitas en la casa. Ven.” Lo que yo necesitaba era dejar a las niñas dormidas en sus cunas y meterme con Dina al yacuzi de un hotel en el mar y quitarle el bikini que le había comprado. Tardé en dar con la di rección. Abrió ella, despeinada y sin maquillar, con un suéter y gafas. Tenía a la mano ya una bolsa con frasquitos y un listado de dosis y horarios. Le pregunté por Ronaldo. “Está arriba, viendo la tele.” La casa era enorme y fea, como todas las heredadas. “Mi padre quería vivir cerca de la estación de bomberos. Lo obsesio naban los incendios. Por eso vivimos acá.” Mi carisma dependía de mis chistes y no tenía cabeza para decir ninguno en ese mo mento. Hice una mueca y me marché aparentando nerviosismo. Eso halaga más que un chiste. Dina lloraba. Miranda tenía 39.6 y Marta, 39.1. No lloraba por eso. “Llamó la directora.” Supuse una conversación lánguida, llena de sobreentendidos. “¿Qué hacías en el supermercado con la Hospital / 257
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puta de Claudia.” “Lo mismo que tú con el querido Walter: buscar consejo médico.” “¿Esa puta es doctora?” “Homeópata”, dije, levantando la bolsita llena de frascos. Hice un intento final por marcar el número del pediatra antes de administrar las primeras dosis de homeopatía. Respondió su buzón. Murmuré una obscenidad y corté. Jugamos a suertes el primer turno. Perdí. Me ardía la garganta y la espalda murmuraba su lista de reclamos. Dina forcejeaba con Marta para darle las gotas. Tuve un acceso de tos. Dina amenazaba a Miranda para que tragara sus grageas. Opté por tirarme a dormitar en un sofá de la sala. Pensé en lo mal que se veía Claudia con gafas, en lo mal que Walter llenaba los pantalones, en Dina con ropa y sin ella. Des perté aterido. La casa estaba oscura y silenciosa. Me puse de pie, asaltado por un deseo intenso de orinar. Apenas saciado, la nausea me dominó. Maldije el bocadillo de mayonesa de la comida. Luego Dina daba de gritos y marcaba el teléfono. Miranda lloraba. Ten dría fiebre. Marta estornudaba con la persistencia de un motor. Hacía calor, el sudor me escurría hasta las comisuras de la boca. Me arrastré fuera del baño. Pedí agua con voz desvaneciente. Fui atendido. Bebí. Alcancé una alfombra. Me dejé caer. Lo siguiente era Walter, sus manos largas en mis sienes. “Te desmayaste. Estás enfermo. ¿Tomaste alguna medicina?” “Pseu doefedrina, Walter, de la mejor.” “Seguro eres alérgico.” Tras los ricitos del homeópata, Dina asomaba la cara. Quizá esperaba mi muerte. Quizá no. Quizá Walter la había hecho suya veloz e incó modamente frente a mis cerrados párpados. Tragué la solución que me fue ofrecida en un vasito minúsculo de homeópata profe sional. Sabía a brandy o apenas menos mal. Logré incorporarme y caminar hasta la cama. Las nauseas regresaron, acompañadas de temblores y frío. No quería que Walter se fuera de mi lado, deseaba incluso acariciarle los ricitos con tal de que se quedara. 258 / Sólo cuento
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Pero Miranda tenía 39.7 y Marta 39.4, así que se largó a atender las. Cerró la puerta de mi recámara tras él y Dina lo siguió, sin acercárseme siquiera. La hembra opta por el macho más fuerte para asegurar una buena descendencia. Pero nuestras hijas ya habían nacido. Marqué el número de Claudia. Por la ventana se veía un cielo oscuro que podría ser el de cualquier hora. Tardó en respon der, dos, tres timbrazos. Ahora tenía tanto calor que si cerraba los ojos saldrían disparados de las cuencas para estrellarse contra la pared. “¿Sí?” “Me desmayé. Parece que soy alérgico a la pseu doefedrina.” Un largo silencio. “¿Quieres que vaya? ¿Estás solo?” “Está Dina. Con Walter. No quiero molestarlos.” “¿Walter?” Otro largo silencio. “Ven mañana a las tres. Me aseguraré de estar solo.” “Bueno. Llevaré medicina.” “Ven tú, nada más.” “Como quieras.” No lloraba desde los once años, cuando mi madre no apare cía en casa alguna noche. Lo hice quedamente, en la almohada. A las 2:24 de la madrugada me despertaron los números rojos del reloj digital y los gritos de Miranda. La niña tenía pesadillas o se había roto un brazo: la mera fiebre no justificaba aquel escándalo. 39.6. Dina había olvidado darle el paracetamol o Walter había ordenado interrumpir su administración. Pero Walter no era el padre de la familia. Le di a Miranda la medicina, que tomó con admirable resignación, y la dormí acunada en brazos, pese a sus casi cinco años, susurrándole tonterías sobre gatos y conejos. Me levanté, mareado perpetuo. Pseudoefedrina. Me sentía sudoroso, acalorado, el corazón latía en los pies, el estómago, los dientes. Visité la recámara de Marta. 38.7. Tampoco le habían dado para cetamol. Interrumpí su sueño para hacerlo y la besé en la cabeza y las orejas hasta que sonrió. La dejé suavemente en la cuna. Dina estaba dormida en la sala, agotada, con la falda medio subida en los muslos húmedos de sudor o cosas peores. Junto a su Hospital / 259
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mano descansaba uno de esos prácticos vasitos de homeópata profesional. Olfateé su contenido. Sería alguna clase de supremo sedante. Comencé a acariciarle las piernas. No reaccionó. Le deslicé un dedo bajo los calzones y por las nalgas. Pasó saliva. Podría haberla montado todo un grupo versátil de veinte instru mentistas antes de despertarla. Seguro Walter le había dado aquello para apresurar el proceso de adulterio. Hija de puta. Lo peor es que había provocado que olvidara dar el paracetamol a las niñas o incluso le había prohibido hacerlo, nuevo amo ante una esclava demasiado tímida para desobedecer. Me asomé por la cortina. Su automóvil ya no estaba. Hijo de puta. Subí, la boca terregosa, el corazón latiendo en los dedos, las pestañas, un tobillo. Las niñas respiraban pausadamente. Eran las 5:02. Me tiré en la cama y quizá dormí una hora, el cielo era negro aún cuando abrí los ojos. Hacía calor. Me estiré y supe que deseaba a Dina. Miranda dormía con los dedos dentro de la boca. 37.3. Marta roncaba ligeramente. 37.1. Tuve que quitarme la camiseta al salir al pasillo. Demasiado calor. Pseudoefedrina o antídoto de Walter. Una dosis ligeramente más alta me habría impulsado a bajar por un cuchillo a la cocina pero lo que quería era desnudar a Dina, mor derla, arañarla. Apenas se movió cuando me deslicé en el sillón. Pensaba: cuando el tribunal me juzgue diré que fue la pseudoefe drina o culparé a Walter por darme un afrodisiaco incontrastable. Le levanté las faldas y suspiró. A tirones, me deshice de su ropa. Su cuerpo. 39.8. Le separé las piernas y comencé a besarla obstinada mente. Yo aullaba y gruñía, aunque parte del cerebro procuraba asordinar mis efusiones para no despertar a las niñas. Dina abrió unos ojos ebrios y comenzó a decir obscenidades. 40.3. Aullába mos y nos insultábamos, yo le decía que el culo de Claudia lucía guango incluso dentro de unos jeans apretados como piel de em butido y ella bordaba sobre la muy posible impotencia de Walter. 260 / Sólo cuento
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Yo le mordía los pechos y ella me arañaba desastrosamente la es palda. Nos despertó un estruendo y una risa malvada. Era Miranda, en pie ya, había conseguido derribar la pila de revistas de su madre. Sin mirarnos Dina y yo nos alistamos y subimos. Miranda brinco teaba sobre mi libro ilustrado de las Cruzadas. La perseguí hasta su recámara y la mandé a hacer la maleta. Me miré en el espejo del pasillo. No sudaba y mi aspecto era el de costumbre, apenas des peinado. Fui por agua y sentí una punzada de hambre. Dina bajó con Marta en brazos. La bebé mordía el cuello de una jirafa de trapo con alegría de vampiro. “Se terminó el biberón”, informó mi esposa con perplejidad. Desayunamos huevos con tortilla y bebí el primer café del día. Claudia estaba citada a las tres. Dina confesó que Walter pasaría a las dos y media. Decidimos precipitar la sali da al mar. El hotel aceptó adelantar la reservación y cambiar los boletos de avión llevó cinco minutos. Dina miraba la mesa. “¿Nos vamos, entonces?” Lo decía con decepción y esperanza. En el aeropuerto confesé la compra del bikini y se lo entregué. “Es muy pequeño para mí, me voy a ver gordísima.” Pasé el vuelo leyendo una revista médica. Tenía un artículo sobre la pseudoefedrina pero preferí omitirlo y concentrarme en uno sobre el cercenamiento de clítoris de las africanas y los métodos reconstructivos existentes. Dina y nuestras hijas cantaban. En la playa pedimos sombrillas e instalamos a las niñas a salvo del sol. Marta untada de bronceador de bebé y Miranda toca da con un sombrerito de paja. No había turistas, apenas dos ancianos paseando a caballo, alejándose hacia el sur. El cielo era claro y espléndido. Escuché mi teléfono y acerqué una mano perezosa, dejándola pasear antes por el trasero de Dina, que se endureció ante el homenaje. Era el pediatra. Dejé que respondiera el buzón. Hospital / 261
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Ana María Shua
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Ana María Shua (Buenos Aires, 1951). Narradora y poeta. Autora de los libros de cuentos Los días de pesca, Viajando se conoce gente, Como una buena madre e Historias verdaderas. Con “Miedo en el sur” obtuvo el Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires. Ha cultivado el cuento brevísimo: La sueñera, Casa de geishas, Botánica del caos y Tempora da de fantasmas, y la novela: Soy paciente, Los amores de Laurita y La muerte como efecto secundario. Sobre su primer libro de cuentos, los editores avisan: “Aventuras de todo tipo: realistas, fantásticas, sexuales. Personajes de todo tipo: buenos, malos, más o menos. Puntos de vista de todo tipo: sensatos, insensatos, delirantes, desaforados. Diversidad temática y coherencia estilística: las enseñanzas diarias y los reconoci mientos súbitos, los intentos de acorralar al azar, los extraños desenlaces de la magia y la predestinación, el cuerpo y los cuerpos en los límites que imponen realidad y ficción, las ventajas y las desventajas de la di ferencia, la terrible seriedad de los juegos de los niños […] Los cuentos de Ana María Shua nos conducen al paraíso terrenal de la lectura; el pecado original consiste en despreciar alguno de los frutos que su ima ginación nos convida”.
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Los días de pesca
Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para tiburones. También había plo madas. Las plomadas, en general, tenían forma de pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar los enganches en las rocas. Ibamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos enganchaba la plomada porque había muchas ro cas. Yo digo “nos” pero el único que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de Papá. En el muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros, aunque son chicos, tiran mucho y que a veces, por la forma en que se dobla la caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande. Cuando alguno de los pescadores venía trayendo la línea con Hospital / 265
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esfuerzo y la caña se curvaba y vibraba, yo me acercaba y le decía: “Por ahí es un mero, nomás”. Sabía también reconocer a los gatu zos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían manchas oscuras se llamaban “overos”. A los gatuzos les sacaban el an zuelo y los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los chuchos, me decía Papá, hay que aflojarles la estre lla porque pegan la disparada y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo ventosa. Una vez Papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de nailon, por el roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la quemadura en el pulgar de Papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? El primer tirón lo sintió en el espinazo, a la altura de la cintura, la noche después de la caída. Nunca más volvió a sentir un dolor tan fuerte. Esa mañana, en la pieza de ellos, había sábanas en el suelo y yo no sabía por qué. “Tuvo que dormir en el suelo toda la no che”, me dijo Mamá. “En la cama no podía ni darse vuelta.” A la noche volvió cansado pero menos dolorido. “Levantarme del suelo me dio un trabajo bárbaro”, me dijo. Había ido al médico esa tarde. “Hernia de disco”, le diagnosticaron. “Tómese unos calmantes.” En la caja verde había también magrú, que usábamos de carnada. A veces papá me dejaba cortar el magrú, pero siempre lo encarna ba él porque tenía miedo de que me lastimara con los anzuelos. (Papá siempre tenía miedo de que yo me lastimara. Por esa época había inventado un protector de alambre que se ponía en la hoja del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme). 266 / Sólo cuento
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El magrú tiene un olor fuerte y Mamá se enojaba cuando veía la caja de pesca dentro de la casa. La guardábamos en el baúl del auto. En ocasiones muy especiales papá compraba calamaretes y los ponía en el congelador: carnada de lujo. En el muelle había siempre mucho viento. Yo me ponía un pulóver muy gordo de color amarillo mostaza que me había tejido Mamá y jugaba a ha cerme canasta. El juego consistía en ponerme en cuclillas y estirar el pulóver, que me quedaba grande, hasta que me tapaba comple tamente las piernas, enganchado en el borde de los zapatos. Otra manera de protegerme del viento era ponerme contra una de las paredes de la casilla que había en la punta del muelle. Cambiaba de pared según cambiaba la dirección del viento. Con los mediomundos me entretenía tratando de adivinar, cada vez que los levantaban, cuántos cornalitos traían. General mente no traían ninguno. Había aprendido a agarrar los cornalitos, que me dejaban en la mano las escamas brillosas, y los ponía en la lata del pescador. Me gustaba el olor de la mezcla que los me diomunderos tiraban cada tanto al agua para atraer a los cornalitos. En el muelle lo único que sacábamos eran gatuzos. En el Pozo de las Burriquetas teníamos más suerte. Había que bajar una especie de escalerita natural que tenía el acantilado. A mí me parecía muy peligroso y divertido. Papá bajaba primero y me vigilaba desde ahí. El Pozo era una playita angosta y bastan te larga. Papá aprovechaba para practicar tiros con la caña y medir hasta dónde llegaba la plomada. Tomaba la medida con los pasos: cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos pero nunca pasaban de los setenta metros. Me acuerdo clarito de la distancia que había entre las huellas de Papá, setenta metros más o menos a lo largo de la playa. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Hospital / 267
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Los tirones los empezó a sentir después en la pierna dere cha. Primero en el pie. Después en la pantorrilla. La columna no le dolía más. En ese momento había problemas financieros en la fábrica y tenía que andar mucho por el centro, de banco en banco. “Dejáte de jorobar y andá a un médico como la gente”, le decía Mamá, que no es amiga de médicos. “Ése de la mutual no sabe nada.” La verdad es que Papá ya rengueaba bastante y el fin de semana de Reyes no había posición que le viniera bien. Mamá estaba en Mar del Plata con los abuelos y yo me sentía responsable de que Papá estuviera lo más cómodo posible. El tirón lo sentía ahora en el muslo; comía medio recostado en el sillón del living. Donde sí pescábamos de verdad era en lo que Papá llamaba “El Pozo Pestilente”. Íbamos poco porque estaba lejos. Es el lugar donde desagua la cloaca de Mar del Plata, y donde van a tirar los desechos las fábricas de pescado. Para ir al Pozo Pestilente había que levantarse temprano. El día anterior Mamá nos preparaba los sándwiches y las bebidas. Se pescaba desde arriba del acantilado. El suelo estaba cubierto de huesitos de pescado y toda clase de porquerías. Había unas moscas verdes brillantes, o azules y pega josas que zumbaban fuerte y volaban despacio. Moscas zonzas, les decía Papá, por lo pesadas. Allí pescábamos bagres, unos bagres gordos, bigotudos y con feo olor. Papá les cortaba enseguida los bigotes, donde tienen un aguijón. Después, a la noche, protestando mucho, mamá preparaba los bagres en una mayonesa de pescado. Mientras estábamos pescando no hablábamos casi. Había que estar callados para no espantar a los peces. Papá tenía la caña agarrada con las dos manos y entre el índice y el pulgar de la mano de arriba sostenía el nailon de la línea para sentir el pique. Cuando me dejaba tener la caña un ratito, a mí siempre me parecía que había pique y le hacía levantar enseguida. Teníamos dos pro 268 / Sólo cuento
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blemas: los enganches y las galletas. Cuando había un enganche papá dejaba la caña en el suelo y agarraba el nailon. Lo estiraba lo más que podía y después lo soltaba de golpe. Si no se desengan chaba, se cortaba la línea; pero daba mucho trabajo que pasara cualquiera de las dos cosas. Las galletas eran lo peor. Y a veces venían junto con los enganches. El hilo del ril se engalletaba de tal manera que teníamos que guardar todo y volver a casa para desenredarlo con paciencia. Una galleta brava podía llegar a sus pendernos la pesca por toda la semana. Lo que más me gustaba era la parte de operar a los pescados. Papá los abría en canal con el cuchillo que guardaba en la caja verde y que también servía para cortarle los bigotes a los bagres y la cola a los chuchos. Les sacaba las tripas. Les abríamos los intesti nos para ver qué habían comido. Mientras lo estábamos haciendo yo me imaginaba que iban a aparecer allí toda clase de maravillas, como anillos mágicos o pedacitos de vidrio. Sin embargo, nunca me decepcionaba porque Papá, examinando el picadillo, me daba una larga explicación sobre lo que habían comido los pescados. Además a veces encontrábamos caracoles o cangrejitos. Una vez pescamos una corvina negra con las huevas hinchadas de huevi tos. Como era muy grande, Papá se sacó una foto con la corvina todavía enganchada en el anzuelo. La foto la tengo. Y sin embar go, mi papá se murió. ¿No es increíble? Tuvo que volver Mamá de Mar del Plata para que la operación se decidiera. Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo. “Si no se opera, pierde el pie”, le dijeron. Porque Papá y Mamá no querían. “Está pinzado el nervio ciático. ¿Le gustaría arrastrar el pie muerto?”, le dijeron. Porque sabían que no le gustaría. “No hay alternativa”, le dijeron. “Hay que operarse.” Porque querían ver lo que tenía adentro. Hospital / 269
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Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue el día del cardu men. Era un día de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar las líneas. Me gustaban los nuditos de nailon en los anzuelos. De repente tocan el timbre y era el Flaco. “Un cardumen en el mue lle”, dice, y se va corriendo. El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había olas altas. Papá tenía miedo de que me pegaran con una plomada en la cabeza y no me dejaba que me separara de al lado de él. No teníamos la caña. Estaban los de siempre y muchos más. Era un cardumen de pescadilla seguido por un cardumen de anchoas. Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra mitad se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo. Las anchoas tenían los dientes filosos y parecían bravas. Las pescadillas eran más tranquilas. El cardumen ya casi había pasado y no valía la pena ir a buscar la caña. La otra vez que hubo pique tampoco pudimos sacar nada. Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Universal. El Pozo Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar. Papá no había llevado la caña, pero en cambio tenía la cámara filmadora y filmaba lo que pescaban los demás. En la película yo ya no soy tan chica. Tengo un pulóver azul que me queda grande pero que no alcanza a disimular lo que me está pasando. Tengo un flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones, casi todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la panza de una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía moviéndose. Él no aparece en ninguna toma, pero uno sabe todo el tiempo que está ahí nomás, del otro lado de la cámara. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que lo filmáramos. Ha bían pasado tres días desde la operación. A Papá le gustaba llevar 270 / Sólo cuento
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el registro filmado de todos los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto a la fábrica, mi varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un soporte alto y vertical. Pero Papá se sentía mejor y me pidió que le trajera mazapán. A los pescados el anzuelo no siempre se les clavaba en la boca. A veces se lo tragaban y sacárselo era una carnicería, porque había que operarlos vivos. Otras veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso Papá decía que el pescado era “roba do”. Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El ro bador sirve para levantar los pescados más pesados sin que se corte la línea. Cuando parecía que había picado algo grande Papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera preparando el roba dor. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban tam bién roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tibu rones. Los chuchos también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el pinche, les salía bastante sangre. Nunca se me ocurrió preguntarle a Papá por qué se morían los pescados fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran respirar. A Papá le gustaba mucho expli carme cosas y mientras estábamos pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera contestar. Y sin embargo, mi papá se murió ¿No es increíble?
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“Me ahogo”, me dijo Mamá llorando que Papá le dijo. Y cuando ella levantó la vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a respirar. “Hicimos todo lo que pudi mos”, me dijo Mamá llorando. “Fue una embolia. Los pulmones.” Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Lo pescaron.
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Alejandro Toledo
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Alejandro Toledo (ciudad de México, 1963). Periodista, antólogo y narrador. Es uno de los principales divulgadores de la obra de autores como Francisco Tario, Efrén Hernández, Fernando del Paso y Antonio Porchia. Autor de los libros de cuentos Atardecer con lluvia, Corpus: ficciones sobre ficciones y Tres cuentos del mar; de la crónica deportiva Chávez-De la Hoya: viaje mágico y misterioso, y el reportaje La batalla de Gutiérrez Vivó. El acoso foxista a la libertad de expresión; así como de los ensayos El fantasma en el espejo, Dujardin y el monólogo interior y Lectario de narrativa mexicana. También tiene una antología donde ha profundizado sobre una de sus obsesiones, los escritores raros: El hilo del minotauro. Cuentistas mexicanos inclasificables (fce). Al respecto, el autor apunta en su blog: “Todo escritor de culto es, también, un escri tor oculto. Su camino no ocurre a la luz del día o a la vista de todos, sino que se desarrolla en la oscuridad aparente, como si no estuviera en el mapa, pero construyendo, a la vez, alguno de los edificios centrales de una literatura”.
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Y de pronto anochece
Hacía ya varios meses que fantaseaba con la idea de asesinar a su mujer. No era un impulso del todo sombrío, más bien tenía curio sidad por saber qué ocurriría después del crimen con la casa que habitaban, a dónde irían a parar los muebles y los objetos reunidos en tantos años de convivencia, qué pasaría con sus gatos, con sus colecciones de películas, con sus videojuegos, con su ropa, con los cuadros, con el jardín, con el automóvil, en caso de que... En su imaginación se saltaba el homicidio en sí, que no debía ser estrepitoso ni sangriento. Acaso sólo la ahogaría con la almohada o la estrangularía. La sangre le provocaba nauseas por lo que desde un principio desechó usar cuchillo o pistola. En tal caso, el cómo hacerlo no importaba. Lo substancial era el resto, lo que seguiría: el silencio posterior, la espera... Él, claro, aguardaría en casa. No pensaba huir. Esperaría, sí. ¿Qué o a quién? Esto según las circunstancias en que el asesinato se hu biera dado. Al amanecer, por ejemplo. Despertaba temprano, antes que ella. Aprovecharía esos momentos de calma. Luego se daría un baño, escogería no lo mejor de su guardarropa sino lo más común, lo de todos los días. La dejaría encerrada en la recámara y se dedicaría a cambiar compulsivamente de canal de televisión hasta hallar algo de su interés o quedar un poco adormecido. Hospital / 275
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Aquí se detenía, dejaba congelada la imagen. No acertaba a saber cuál sería exactamente su reacción, cómo se sentiría enton ces, luego de haber asesinado a su mujer. Tampoco podía precisar si temía a la muerte, a la presencia de la muerte, pues sus expe riencias al respecto no eran muchas. Nadie había agonizado entre sus brazos y nunca había tenido que identificar el cuerpo de un pariente o un amigo, o ir a recuperar un cadáver al hospital. Los fallecimientos cercanos sucedieron en momentos en que él estaba en otra cosa, lejos, y las circunstancias no se prestaron para que tuviera un papel protagónico. Llegaba a la funeraria cuando todo había ocurrido, y no era tampoco de los que se acercan al féretro para mirar el rostro de quien se ha ido o se está yendo. Ella, sin vida en la recámara; él, en el estudio o cuarto de televisión, que nunca se definió si era una cosa o la otra... Estaba en esto cuando escuchó las cerraduras. La llave larga hay que forzarla un poco, la llave corta es más dócil. ¿Estaba, pues, encerrado? Quizá su mujer se confundió al salir a la oficina por la mañana, y puso doble chapa. La puerta se abrió, escuchó pasos y un “Buenos días” con el que identificó a Rebeca, la mujer del aseo. Él estaba en el estudio, dedicado a construir su fantasía mortuoria. —Buenos días, don Alfredo. —Buenos días. —¿No está la señora? —No, salió, viene a la hora de la comida... Por ahí debe tener usted sus instrucciones, en el pizarrón de la alacena, como siempre, vi que ella las estaba escribiendo. Con esta presencia resolvió el siguiente paso de la ficción que estaba urdiendo: luego del crimen, esperaría la llegada de la señora Rebeca, lo que solía pasar lunes, miércoles y viernes alrededor del mediodía. Ella lo encontraría exactamente como lo encontró ahora, sentado frente a la televisión. 276 / Sólo cuento
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—Buenos días, don Alfredo —le diría. —Buenos días. —¿La señora está en la oficina? —No, está en la recámara, no se siente bien. No la moleste, por favor. Pero ahí llegaba otra vez a un callejón sin salida. ¿Dónde comenzaría el verdadero drama? Tendría que haber una escena en la que el cuerpo fuera descubierto, acaso por la inquietud de los gatos o por un olor raro que viniera de la recámara, y enseguida gritos y llamadas telefónicas y policías y gente en la casa... Ahí, seguramente, lo que conformaba el matrimonio estaría ya perdido, y empezaría la desbandada de los objetos queridos. En la confu sión, al convertirse la casa en zona franca, un extraño tomaría este detalle, otro se quedaría, al pasar, con esta cosa, ya como parte de un universo en descomposición. El entorno se volvería neutro porque no habría quién lo valorara, uno de los dos iría a la cárcel y el otro a la morgue. Para los vecinos, la casa se convertiría en el lugar del crimen, la mirarían con respeto e incredulidad. Detuvo el ocio porque Rebeca andaba rondando ya por el estudio, que debía limpiar. En el cuarto de baño Alfredo se entre tuvo quitándose, con una pinza, pelitos que le salían en las orejas y que él consideraba poco estéticos. Al mirarse en el espejo pensó que era un buen día para visitar a la peluquera. No tenía compro misos inmediatos pues estaba de vacaciones en la universidad, dos semanas libres por las fiestas de fin de año, a las que por otro lado no era muy afecto. —Regreso en una hora —avisó a Rebeca, lo que acompañó con una de sus bromas acostumbradas—: Si me hablan, diga que no estoy. Salió ligero, con ropa deportiva. Optó por no usar el automóvil. La peluquería estaba a sólo cuatro o cinco cuadras. En el camino Hospital / 277
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siguió meditando sobre lo que sucedería si alguna vez asesinara a su esposa. Móvil, por supuesto, no había. La relación con ella no era mala. Era el segundo matrimonio de Alfredo e intentó no come ter en éste los errores que había cometido en el anterior. Para él, lo hermoso del asunto es que no tendría razón alguna para matarla. Sería un crimen alimentado por la pura curiosidad, para estudiar los efectos posteriores, la repentina diáspora de un hogar. En los días siguientes al homicidio, la correspondencia tendría que seguir lle gando. ¿Quién pagaría las cuentas del banco o la mensualidad de la casa?, ¿cuáles son los derechos y obligaciones de un hombre preso?, ¿presentaría desde la cárcel su declaración de impuestos? ¿Y qué pasaría con los gatos?, ¿quién se haría responsable de ellos? Esos detalles lo divertían por absurdos, pero creía que era necesario pensar en ellos, pues un asesino no suele detenerse en las consecuencias prácticas de sus actos, en lo que pasará después. Las sirenas de la ciudad, de ambulancias o patrullas policiacas, alimentaron su fantasía, ejercicio o juego mental recurrente en él las últimas semanas. Alguien, en alguna parte, estaba siendo apresado en ese momento. Además, alguien acababa de morir. Llegó, al fin, a la peluquería, que frecuentaba mes a mes desde hacía varios años atrás, desde que se mudó a vivir a ese barrio, cuando compraron la casa. Le gustó ir porque había pelu quera, con ella se sentía cómodo. Apenas y hablaban, él daba las instrucciones básicas y ella hacía su labor calladamente. Alfredo cerraba los ojos y se dedicaba a sentir los olores a jabón y lavanda. Hacia el final del corte (cabello, barba y bigote), ella pasaba por su torso una suerte de vibrador a modo de masaje, que lo dejaba en verdad muy relajado. Salió feliz y lleno de optimismo. Calculó que a esa hora ya estaría su mujer de regreso. Antes de entrar en la casa, desde lejos alguien lo saludó, él respondió sin saber de quién se trataba. 278 / Sólo cuento
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Le avisó Rebeca que la señora —entiéndase su mujer— no vendría a comer. Y regresaría tarde porque debía quedarse al brindis de fin de año. Comió con Rebeca. Conversaron de trivialidades. Ella se fue, y Alfredo se metió a bañar. Estaba en la regadera cuando es cuchó el timbre de la casa. Esperó a ver si insistían, y decidió no hacer caso. Cuando caminó del cuarto de baño a la recámara sintió una presencia. Supuso que era su esposa, que había aprovechado al guna pausa de la oficina para cambiarse e ir luego a la fiesta. En contró, no obstante, al hombre con el que se topó horas antes frente a su casa, y que debió seguirlo desde la peluquería, dedujo. ¿De ahí se conocían? ¿Por qué ese rostro frenético le era tan fami liar? Antes de que pudiera gritar, el hombre se abalanzó hacia él con un cuchillo y le arañó la garganta. Vio escurrir mucha sangre, que a Alfredo le provocó un leve mareo. Como si acribillaran a una sandía, escuchaba los golpes que el otro le daba. Los gatos maullaban, espantados. Era el tipo de asesinato que él habría querido evitar. Lo último que pensó fue qué pasaría cuando llegara su mujer, por la noche, y lo encontrara inerte en la recámara, y qué sucedería después, cuando el cadáver ya no estuviera en casa, qué haría ella con sus discos, sus películas, sus juegos de video... Aunque también entendió que el asesino era un ladrón, y se lleva ría gran parte de sus pertenencias. Y se dijo entonces que, al fin y al cabo, después de muerto ya nada le iba a importar.
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Mayra Santos-Febres
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Mayra Santos-Febres (Carolina, Puerto Rico, 1966). Académica y poeta, es autora de los libros de cuentos Pez de vidrio (Premio Letras de Oro 1994) y El cuerpo correcto; “Oso blanco” obtuvo el Premio Juan Rulfo 1996. También ha escrito novelas: Sirena Selena vestida de pena (Finalista del Premio Rómulo Gallegos de Novela 2001), Cualquier miércoles soy tuya y Nuestra señora de la noche (finalista del Premio Primavera Espasa Calpe 2006). De su obra poética destacan El orden escapado, Tercer mundo y Anamú y Manigua. “Me obsesiona cómo se vive en las ciudades del Caribe, ese pegote de infraestructura primer mundista, visión alterada por los sueños ‘civilizados’ de las naciones que nos colonizaron, y la experiencia de un sol, una temperatura emocional, cultural y física diferentes. También me interesa desarrollar un lenguaje musical que intenta reproducir el tono, la cadencia conceptual y sonora que se planta frente a lo caribeño como experiencia profunda (es decir, no vista desde la óptica de lo ‘exótico’ o lo ‘turístico’, sino desde una experiencia compleja e integrada)”, declaró a Barcelona Review.
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Goodbye, Miss Mundo, Farewell
Do not, as some ungracious pastors do, Show me the steep and thorny way to heaven, Whiles, like a puff’d and reckless libertine, Himself the primrose path of dalliance treads. Ophelia, scene iii
Cuadro 1
Hay una línea muy blanca. Aspira. Una línea blanca. Aspira. Esa línea es el camino a seguir. Cuadro 2
Llegó antes que yo. Yo era muy niña entonces. Tenía dieciséis años. Una doncella apenas. Él me dijo “tú vas a ser la reina del universo”. Mi padre le creyó. Mi madre le creyó. Yo le creí. Iba a ser la reina del Universo. Miss Universe. Porque era escultural. Porque tenía los ojos verdes. Porque mi carne era blanca, como blancas eran las líneas a seguir. Yo seguí esas líneas. Aspiré. Mi padre recibió la llamada. Estaba con unos amigos cuan do la recibió. (Aspiró.) Con unos amigos del Club Deportivo, unos amigos de carrera, unos amigos de la capital cuando llamó y le pidió que lo comunicaran conmigo. Que me quería felicitar por mi éxito rotundo. Yo salí de la piscina, caminando por entre las miradas en blanco de los amigos de mi padre. Tomé el celular. “Es Hospital / 283
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para mí un honor saludar a la Reina”, me dijo. “¿Reconoce mi voz?, es el Señor Presidente”. Quedé muda. El llegó primero que nadie al coro de felicitaciones. Entré al concurso porque quería ser modelo internacional, quería ser estrella de talk-show, quería hacerme los pómulos para lograr una mayor definición en mis facciones. Entré porque heredé la boca de mi abuela, que era española, pero una española carnosa de labios y de ojos verdes; esos también los heredé. Heredé sus ojos y una biblioteca inmensa que no sé para qué la querría. Pero los li bros se veían ahí, tan desvalidos y elegantes, con sus lomos duros y sus letras pequeñas. Letras para ojos de águila. Por aquel entonces en que me llamó el Señor Presidente yo miraba los libros, les aca riciaba el lomo. Y practicaba a sonreír para las cámaras. Polonio movió los hilos. Mentí en lo de la edad y nadie pregun tó. Conseguí las mejores masajistas, los mejores peluqueros, diseña dores de Miami. Mi padre me aconsejaba, “Be thou familiar, but by no means vulgar. (Aspira)”. Yo quería lucirme ante los ojos del mun do, ante el spotlight central. Quería que vieran el espectáculo que puedo ser en tan buena tarima. Que la patria es algo más que cocaleros (aspira), que inditas vestidas con largas faldas que encubren un cuer po distendido por el hambre y por los hijos. Yo también tenía hambre
Pero él me llamó primero, antes de que yo aprendiera a tragar. Él me llamó. “Vas a ser la reina del Universo”. Envió su avión particular a recogerme. Mis padres me dejaron ir con unas amigas. Yo dudaba, dudaba. Pero él llegó antes que la fuerza de mi duda. Aspiré. Cuadro 3
Sin embargo, me gustaba el otro. “O! what a rogue and peasant slave am I!” 284 / Sólo cuento
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Me gustaba el otro. “The play’s the thing, Wherein I’ll catch the conscience of the king.” Me gustaba por su lomo fuerte y su letra chiquita. Por sus ojos de águila. Era paisano, era joven, era el escriba. También soñaba con la gran platea del universo. Qui zás, con tiempo, con esfuerzo, sin masajistas...
Le tocó ser alto. Le tocó ser blanco como blancos son los caminos a los que tenemos que aspirar. No parecerse a los inditos alcoho lizados que duermen en los pajares bajo el cielo desprovisto de rutas. A él le tocó conocer los nombres de la biblioteca de la abuela; la que ella me heredó con sus ojos verdes. Yo lo invité a entrar. Mi padre celebraba un asado con sus amigos de la empresa, “Give every man thy ear, but few thy voice”, con sus amigos in dustriales, “Neither a borrower nor a lender be”, con sus amigos de colegio. El padre del escriba era un amigo, abogado respetado, tomaba whisky. Aspiraba. Yo le abrí la puerta a él, a su familia, pero todos nos fueron dejando solos, hasta que lo invité a la bi blioteca de la abuela. Le puse los dedos sobre el lomo. Horacio me miró y quiso que yo hiciera más. Abrió un libro, me lo enseñó. Yo leí. Claudius: “How is it that the clouds still hang on you?” Hamlet: “Not so my lord; I am too much in the sun”. Cuadro 4
No debió hacerlo. Abrir el libro aquel entre mis manos. Yo era Gertrudis. Yo era Laertes y Ofelia. Yo era el príncipe vengador. Hasta ese entonces a mí me bastaba con tocar los lomos de esos libros. Me bastaba con tocarlo (al escriba) sobre los hombros. Hospital / 285
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Hasta que llamara el Señor Presidente. Siempre (Oh Claudius!) al otro lo traté de Señor. Cuadro 5
Éste por las palabras. El otro por el poder de su mirada blanca. Mi carne, nívea, pero impura, se distendía sobre los manteles de la patria, sobre las mesas presidenciales, en los cocteles de la socie dad industrial. Mi carne, sonriente, posaba para los sociales de “La Razón”, de “Vanidades”, de “Los Tiempos”. Yo sonreía pero dudaba. ¿Qué ruta debían seguir mis aspiraciones? ¿Cuál era el camino que elegirían mis pies? Podría ser otra cosa que los canjes. “Nymph, in thy orisons/Be all my sins remembered.” Un 14 de febrero, Día de San Valentín, el escriba me dijo que es taba enamorándose de mí. El amor es una aspiración. Tendría que ver cuánto aire aguantaba éste que se decía ser el amado. Cuánto me podían aspirar sus pulmones. Cuadro 6
Bajo sus narices: Con el Señor Presidente Con su amigo la esperanza del Club Wilsterman (El escriba aceptó estudiar en Estados Unidos pues al fin se había “ganado” una beca presidencial.) Con el del Club Universitario Con su primo. Con mi primo. (Me instalaron unos pómulos perfectos. Otra llamada del Señor Presidente.) 286 / Sólo cuento
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Con un amigo del apoderado de los Tigres Con el ingeniero de Bobinas Indistriales (Partí a Sidney a concursar. El amado partió a California a estudiar.) Un trío con dos broadcasters franceses Con un ancla de noticias de Aust-tv Internacional (Ensayos, ensayos, ensayos. Llamada del Señor Presidente. Pasé a las últimas 5 finalistas. Gané el premio de Miss Simpatía. No seré la Reina del Universo. Nunca seré la Reina del Universo.) De vuelta a la patria, recibimientos. Con el DJ de Forum Con el DJ de Diesel Con varios amigos del escriba Con el Señor Presidente Recibimientos, fotos, banquetes. (Aspiré.) ¿Podré algún día descansar? Cuadro 7
Me casé con un gobernador de provincias y no volví a ver al escriba. A veces recibía llamada telefónica del Señor. A veces pasaban me ses en que no. El gobernador me llamaba por mi nombre (¿Ofelia? ¿Daniela?). A veces, a son de broma, también me llamaba Miss Simpatía. Odié el título por primera vez. Por primera vez me avergoncé de la ruta aspirada, del spotlight. Durante su campaña de reelección me le escapé a mi marido y en Disco Tavoe me topé con un amigo del escriba. Aspiré. Fue él quien me dijo que estaba de vuelta, de vacaciones. Que a algu no le había preguntado por mí. Mis dedos de repente sintieron nostalgia de su lomo fuerte. De sus párpados; ojos de águila. Lo quise tocar. Sólo eso. Hospital / 287
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Cuadro 8
En sus narices, con él, con él, con él. En su cuartito de adolescente hasta que su madre le llamó la atención. En un auto prestado, esta cionado, detrás de “Secret”. En el baño de “Tantra”, hasta tenerlo enganchado. Hasta tenerlo detrás de mis líneas, de mis aromas, detrás de mi paso delirante por ese río que es la cuidad. Luego huí. Cuadro 9
El escriba me siguió hasta casa de mi marido. Yo lo dejé entrar. A puertas cerradas, hice todo lo que se me ocurrió para que lo sor prendiera la madrugada entre mis sábanas. Quería verlo salir del exclusivo complejo de condominios donde vivo con el goberna dor. Quería contemplarlo, pálido, ojeroso, cruzar las cuatro calles hasta la puerta donde el guardia deja entrar y salir a todo visitante. Quizás verlo retorcerse de manos y marcharse. Aspira. Verlo mentir. “To thine own self be true.” “¿Usted acaba de salir de la suite del Señor Gobernador?” “No señor, de la de al lado”. Arreglarse la camisa de algodón ahora arrugado, ahora, corrupto, fuera de la línea que traza las rutas que nos tocan aspirar. “Soy un primo de la vecina, un amigo de infancia. Soy...” Y no tener nom bre, cruzar la frontera sin títulos como pretendía que yo la cruzara. Como pretendía cruzarla él, armado tan sólo de su tinta, como si se pudiera ser “more matter/less art”. Como si alguien pudiera ser 288 / Sólo cuento
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materia aquí, en este descampado, en la línea de las rutas de la carne que se abre para no dejar pasar. Se fue de mañana. Eran las seis. Lástima que no lo arrestaron. Lástima que logró mentir tan bien. Lástima que el escriba fuera franqueado y lograra trasponer la puerta. Llamar a un taxi, esca par. Hubiese querido verlo flotar rodeado de magnolias en un to rrente de líquidos. Me hubiese gustado verlo quieto, siendo uno de mis personajes, el más adolorido. Quizás así hubiese podido creer en su amor. Quizás entonces se hubiese enterado del mío. Mi amor blanco y que arrastra. ¿Puede ser de otra manera? Cuadro 10
El Señor Presidente ya no me llama más. Ahora vivo en Miami. Un judío gordo, socio de mi padre logró sacarme del país. Logró salvarme del escándalo. De un juicio de lavado de dinero contra mi marido, el gobernador. Él mismo me divorció y me sacó de la patria. He comprado ropa de diseñadores. Toda la que quiero. He engordado algo, todo lo que quiero. Luego me hago succionar. Me hago aspirar. Trago. Aspiro. Mientras el judío sale a trabajar a su oficina, yo me pierdo por las calles de Miami. Me pierdo por Rodeo Drive. Me pierdo por Coconut Grove. Me pierdo por Dade County. Voy a Downtown. Ruinoso. Celebran una feria de libros. Éstos no son como los de mi abuela. ¿O sí? Oigo, por la radio que el escriba se presenta por su propio nombre. Estaciono, pago entrada, deambulo por los estantes. Ante mis ojos se repiten los lomos duros, rugosos, de esos libros que Sólo cuento / 289
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resisten los embates de ojos más verdes que los míos, más verdes que los de mi abuela, los ojos del mundo entero. Lomos que resis ten los dedos garfios que hoy exhibo y que no heredé de nadie. El escriba se presenta en la Sala Tres. Habla del paisito, de discursos de presidentes. Termina. Una larga fila de lectores se le planta al frente con un libro suyo entre la mano. Sobre una mesa de fondo, una muchacha vende varios de sus títulos más recientes. Yo agarro uno, cualquiera. Busco un lugar en la larga línea de lectores. Sigo la ruta, espero. Él abre la tapa, busca espacio en blanco entre las páginas de su libro y me mira. Lomo fuerte, ojos de águila. “¿Tu nombre?” “ Ofelia”, le contesto. (Ofelia es quien soy.) Él escribe una cita de Hamlet, un arabesco con su nombre y me sonríe. Otro ocupa mi lugar, una chica rubia, incorrupta, a quien él le escribe algo en inglés. “And from her fair and unpolluted flesh
May violets spring!” Y luego otra dedicatoria. Y otra, otra. Yo me aparto. Me voy. Aspiro a hacerme polvo entre los libros.
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Negros
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José Abdón Flores
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José Abdón Flores (San Luis Potosí, 1967). Estudió ingeniería bioquí mica. En 1994 obtuvo el primer lugar del Concurso de Cuento Carmen Báez (Morelia, Michoacán). En 1990 fue incluido en dos antologías de cuentos de ciencia ficción, editadas por el Instituto Politécnico Nacio nal. “Los isómeros”, un cuento que retoma el tema del doble, ganó el Concurso de Cuento José Agustín 2002. Autor de Escenas de la tierra en fiesta y de la mar en calma y El juego de los indicios (Premio Na cional de Cuento Joven Julio Torri 2001). Es un asiduo traductor de literatura en lengua inglesa y francesa.
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La floración
Mayo 8 9:05 (El capullo está por abrir. Hace diez días que comenzó todo, diez u once según el director del jardín botánico. A partir de mañana, la planta será llevada a un pabellón descubierto. Ahí podrá ser vista por el público. El ciclo será de veinte días aproximadamente, desde que el espádice sea visible y hasta que la inflorescencia decaiga.) Altura (H): 47.8 cm Diámetro máximo (D): 18.1 cm Temperatura ambiental (T): 21.2 oC (media). Máxima: 29.2 oC Humedad (M): no disponible (posterior consulta con el meteoro lógico). Observaciones: Ninguna. —Al margen: El peor vuelo de mi vida, sobre todo la última hora. Mucha turbu lencia y un capitán nervioso, me parece. Bajé del avión mareada y con dolor de oídos. La reservación que me había hecho el Insti tuto no era válida. Alguien se confundió. Por fortuna había una habitación en el hotel. Apenas acomodé mis cosas fui en taxi al jardín botánico. Error, no era demasiado lejos ni tanta la urgencia; la Amorphopha llus titanum aún es un tallo parecido a un elote gigante. Sabía que Negros / 295
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tanta premura era exagerada. Sólo pérdida de tiempo. Si hubiese llegado dentro de diez días, en nada habría cambiado el estudio mismo que, sigo pensando, es irrelevante. Sólo cumplo despropó sitos, como buen aprendiz de posgrado… Mayo 9 9:03 (El capullo ha abierto. Son visibles dos centímetros de espádice. La planta ha sido colocada en el centro de una rotonda, en torno a la cual ya se despliega cierta actividad. Permiso para el estudio entregado hoy por el fitólogo jefe del jardín.) H: 49.9 cm D: 18.5 cm T: 21.2 oC (media). Máx.: 29.2 oC M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico). Observaciones: El color del espádice es parduzco, semejante a madera reseca. —Al margen: El sujeto encargado de la investigación en el jardín es pesadísimo. Cuando me presenté dijo con cierta tonadilla: “Ah, la chica ento móloga”, como si yo le pareciera poca cosa por ser entomóloga. Pero sobre todo me disgustó lo de “chica”, seguro piensa que soy inexperta del todo, una aficionada. No me cae bien; creo que ya se dio cuenta. Lo que era un mero trámite —recoger el permiso para el estudio entomológico de polinización—, se convirtió en algo así como un interrogatorio con este sujeto. Empezó por preguntarme nombre y experiencia —parecía que hubiese ido a pedirle trabajo— y terminó por cuestionar seriamente el valor del estudio. En eso estaba de acuerdo, y se lo habría dicho pero no quise darle la razón: me he empecinado en llevarle la contraria. Tomé el documento con una sonrisa, y salí de su despacho prácticamente silbando. 296 / Sólo cuento
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Acabo de cancelar mis planes para salir esta noche. Llueve a cántaros. Bajaré al bar del hotel a tomar algo. Aunque no parece muy animado. Mayo 10 9:06 (El crecimiento se ha acentuado. Al parecer también la tempera tura de la Amorphophallus. Han instalado un censor en su base, el exterior de lo que será la espata una vez que el espádice esté por completo expuesto.) H: 55.0 cm D: 19.1 cm T: 22.6 oC (promedio). Máx.: 30.8 oC T A. titanum: 38 oC !!! M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico). Observaciones: La temperatura de la planta parece excesiva, quizá sea una medición errónea del termopar. A medida que T aumente, se esperan tazas de crecimiento mayores. En floraciones previas se han visto velocidades de hasta 20 cm/día. —Al margen: Le llegó la calentura a la Amorphophallus… algo así habría dicho A. Se viene la parte obscena del asunto: cuando el falo deforme crece alocadamente, como cualquier miembro masculino en vías de erección. ¡Puagh! Y cada vez irá más público al jardín para ver el espectáculo. Porque eso es para la gente, un espectáculo más. La decadencia… En el bar del hotel se podría escuchar con claridad cuando el pasto crece: no hay nadie. Hoy no está lloviendo, así es que no bien me bañe, salgo. Un botones me ha dicho dónde está la zona de bares. Luego de horas en el jardín viendo crecer un miserable palo, merezco distracción. Negros / 297
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Mayo 11 11:10 (Fase intensa de crecimiento próxima. A. titanum proyecta los tres metros de mantener esta velocidad, según fitólogo jefe del jardín.) H: 65.8 cm D: 20.0 cm T: 22.9 oC (promedio). Máx.: 31.5 oC T A. titanum: 38.5 oC
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico). Observaciones: temperatura de A. titanum correcta según termo par instalado. Color del espádice, grisáceo; superficie y aspecto semejante al de un nabo. Ningún insecto observado en su entorno. —Al margen: Llegué tardísimo al jardín. El fitólogo jefe —¡ese engreído!— me miró casi con desprecio. En eso nos parecemos: siento lo mismo por él. Hice mis lecturas en cosa de cinco minutos, esto también lo indigna, le irrita que nada más haga eso y me vaya. La salida de anoche no estuvo mal del todo. Por supuesto, faltó lo principal. En fin, llegué de madrugada al hotel, rendida, y un poco tomada. Incluso me equivoqué de cuarto, pero se debió a la oscuridad del pasillo. Hoy en la mañana, luego de media hora en el jardín botáni co, estaba por irme cuando nos invitaron a una conferencia de prensa. Supuse que habría bocadillos y bebidas, y, como no había desayunado, decidí asistir. Mientras tomaba café y galletas me enteré de lo que se tra taba: la emisión de un timbre postal conmemorando la floración de la Amorphophallus. (¡Qué romántico!) La cancelación tendrá lugar cuando abra lo que confunden con la flor. Por más folletos informativos que ha distribuido el Jardín, los medios —¡ah, los medios!— y por tanto la gente, siguen creyendo que la flor es esa forma gigante que, para confundirlos más, parece flor. Sin embar 298 / Sólo cuento
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go, son miles de micro flores, y entre todas conforman el espádice, ese falo que crece y crece. Si los dejaran acercarse lo verían. Pero eso no ocurrirá, sería decepcionarlos, ya no habría más flor gigante y carnívora, el verdadero espectáculo. Los afortunados que estuvimos en la conferencia de prensa tuvimos el privilegio de recibir el aludido timbre. No está mal. Por lo regular todos los timbres son bonitos, por eso los coleccio nan. Sinceramente, yo dejé de usarlos hace mucho. Pero éste lo voy a pegar aquí como recuerdo. Quizá vaya a la cancelación.
Mayo 12 9:05 (Fase intensa de crecimiento tentativamente establecida. A. tita num desarrolla 1 cm/90 minutos. Estimación del equipo de estu dio: 1 cm/70 min en el clímax de fase intensa.) H: 77.9 cm D: 21.5 cm T: 23.2 oC (promedio). Máx.: 33.0 oC T A. titanum: 38.7 oC
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico). Observaciones: aspecto sin mayores cambios salvo los dimen sionales. —Al margen: Estoy resfriada. Dolores en hombros y articulaciones; también la cabeza. Debe ser la desvelada de anteanoche. Sólo estuve una hora en el jardín. No me sentía bien. A. tiene un remedio para los Negros / 299
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resfriados: dormir 12 horas consecutivas a como dé lugar, previa ingesta de aspirina y té. Pero sobre todo el descanso de 12 horas. Son las cuatro de la tarde, espero poder dormir de corrido hasta que amanezca. No usaré somníferos. A. les tiene desconfianza. Mayo 13 8:30 (Lecturas de humedad descartadas.) H: 90.0 cm D: 22.0 cm T: 23.6 oC (promedio). Máx.: 33.2 oC T A. titanum: 38.7 oC Observaciones: Aspecto sin mayores cambios salvo los dimen sionales. —Al margen: Ninguna mejoría; aún me duele el cuerpo. El remedio de A. fue interrumpido por la misma A. quien llamó ayer alrededor de las 22:00. Se disculpó muy preocupada —¡gran ayuda!— y me dio el nombre de algunos antihistamínicos. Conversamos unos cinco minutos. Antes de colgar dijo que llamaría en una semana. Me gusta hablar por teléfono con A., sobre todo cuando hay mucha distancia de por medio. No sé, me tranquiliza. No pude reconciliar el sueño. Luego de pensar un poco en A., en lo que estaría haciendo a esas horas, recapacité en lo tedio so que resultaba el estudio, pérdida de tiempo y presupuesto. Ello me llevó a confrontar con disgusto los encuentros con el fitólogo jefe. Si hubiese determinado echarme, no me habría opuesto, se guro después el Instituto conseguiría los datos. Así pasaron un par de horas; hacia la medianoche me dormí. No lo suficiente, a las seis ya estaba despierta, con un ligero dolor de cabeza. Llegué al jardín muy temprano. Problemas en la entrada. Mostré el permiso. A esa hora la fenomenal planta era toda mía, 300 / Sólo cuento
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casi nadie había llegado. Iré más temprano a partir de mañana, así evitaré ver caras desagradables. Pedí en recepción que no me pasen llamadas, así podré dormir bien. Mayo 14 8:15 (Crecimiento constante en el orden de los 10 ± 2 cm/día. Proyec ción final de 2.6 m aprox.) H: 102.0 cm D: 23.3 cm T: 23.8 oC (media). Máx.: 33.6 oC T A. titanum: 38.6 oC Observaciones: Aspecto sin mayores cambios salvo los dimensio nales. —Al margen: Bastante recuperada aunque aún hay molestias, sobre todo muscu lares. Definitivamente, llegar temprano al jardín representa un mejor día en todos los aspectos. La temprana fase en la que está la planta me deja espacio para trabajar en la redacción de informes para el trabajo pendiente sobre Bombus terrestris, por ejemplo, y también para escribir esta bitácora; aunque hoy prefiero descansar. Mayo 15 8:20 H: 112.5 cm D: 25.0 cm T: 23.1 oC (media). Máx.: 33.0 oC T A. titanum: 38.2 oC Observaciones: Ninguna. —Al margen: Como nueva gracias al método de A. Las horas de sueño me han sentado bien. Saldría a festejar esta noche pero me he propuesto Negros / 301
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no hacerlo, en parte por A., en parte porque temo una recaída. Aún así, ganas no me faltan. Hoy empezaron a llegar más investigadores extranjeros para estudiar la planta. Un grupo de Holanda con bastante y sofis ticado equipo. Cinco ingleses, cuatro hombres y una mujer que no paran de discutir entre ellos. También llegó Stephanenko, el céle bre biólogo. Llegó sólo, cavilando, con su inmensa barba que lo hace idéntico a Alexander Ivanovich Oparin. Cuando arribó, los cinco ingleses se callaron y fueron a su encuentro para saludarlo. Me parece que Stephanenko vive en Londres. Es un dios para ellos, también para el fitólogo jefe; se deshacía en halagos cuando estaba con él, sólo le faltó besarle la mano. Anduve merodeando entre los botanistas durante un convi vio que tuvieron al mediodía, justo como un abejorro en un campo de flores. Es verdad que nadie me invitó, pero como de algún modo también pertenezco al gremio… Congenié más con los holandeses; harán un estudio interesante: tomarán muestras de la fétida esencia que despide la bien llamada flor cadáver para atraer polinizadores. Identificarán sus componentes mediante espectro grafía de masas y cromatografía. Un buen estudio, ése es un buen estudio. Los ingleses sencillamente me ignoraron, en especial la mujer, ¿acaso percibí celos de su parte? Los vi hablar con el fitó logo jefe; quizás, gracias a él no seré popular. Con Stephanenko es imposible interactuar. Está ya muy viejo. Pasa el tiempo asin tiendo con la cabeza mientras mastica una y otra vez el mismo bocado. Vive de lo hecho en el pasado, Stephanenko. Puesto que el clima era realmente bueno, abandoné el con vivio para dar una vuelta por el jardín. Hay un arboretum muy bien cuidado, con algo de diseño de paisajes en su concepción. Cerca de ahí descubrí algo que me fascinó, el nombre científico del 302 / Sólo cuento
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plátano: Musa paradisiaca. Y en la sección de hierbas medicinales encontré por azar una mantis religiosa parda que estaba comién dose una mariposa, o lo que quedaba de ésta. No llevaba frascos ni red para atraparla. Mala cazadora, a diferencia de A. Mayo 16 8:50 H: 124.0 cm D: 27.0 cm T: 22.8 oC (media). Máx.: 31.8 oC T A. titanum: 38.5 oC Observaciones: La espata comienza a tener forma, la parte inferior de la Amorphophallus se ensancha. —Al margen: Más foráneos en el jardín. Hoy llegó un italiano, al parecer des cendiente de Odoardo Beccari, el naturalista que descubrió la flor cadáver en los bosques de Sumatra el siglo pasado. Es alpi nista y tiene aire de gigoló. No creo que se quede mucho tiempo. Le tomaron fotos al lado del elote gigante, que es lo que parece por el momento la planta, y después estuvo platicando con los otros extranjeros, sobre todo con la inglesa. Una pena para mi colega, después llegó una mujer y el italiano se marchó con ella. Era una mujer bellísima, una musa paradisíaca en todo el sentido del término. También llegaron algunos estudiantes de la universidad de Wisconsin en Madison. Escandalosos, así me lo parecieron. Día tras día hay más revuelo en el jardín. Se aproxima el circo. Con tanta gente será difícil realizar las mediciones. Hoy debí esperar media hora a que los súbditos de su Majestad terminaran de hacer lo que hacían para poder medir parámetros. Tendré que madrugar los días siguientes. Negros / 303
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Mayo 17 9:50 (Cambio de unidad para medir altura.) H: 1.40 m D: 29.0 cm T: 23.0 oC (media). Máx.: 32.1 oC T A. titanum: 38.5 oC Observaciones: El mayor crecimiento registrado por la Titán arum para un solo día. De mantener esta taza, los 3 m proyectados son factibles. —Al margen: Odio a los hombres, en especial al fitólogo jefe. El gran misera ble ha hecho un horario de estudios para que no haya desorden en torno a la planta. “El stress ambiental podría molestarla”, alegó sarcástico cuando fui a verlo. ¡Al diablo con eso! Soy la última en el maldito itinerario. Hoy llegué antes de las ocho y tuve que esperar bastante para medir parámetros. De nuevo los inglesitos acapararon todo. Después Stephanenko pasó cerca de veinte minutos frente a la planta sin pestañear siquiera. Por un momento también él parecía estar sembrado ahí, creciendo. Y el desfile siguió: los estudiantes de Wisconsin, el grupo holandés —no más de diez minutos—, un genetista sueco (éste es nuevo) con un parche de pirata en un ojo; y cuando finalmente me dis ponía de mala gana a realizar mis lecturas, llegó el tataranieto de Beccari sin su musa y se repitió la sesión fotográfica del día anterior. Casi a las diez llegó mi tu turno; dos horas y media de espera. Fui a hablar con el responsable, pero el gran miserable me escu chó menos de un minuto, dijo que no tenía tiempo, que era un hombre muy ocupado. Pensé en llamar al Instituto para reclamar apoyo, más presencia, que no me dejaran sola, pero lo que vi cuando regresé a la rotonda donde está la planta hizo que me olvidara del asunto. 304 / Sólo cuento
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La musa del italiano había vuelto, pero no sola. Con ella venían algo así como veinte mujeres, una floración anticipada en el jardín. Los científicos cuchicheaban entre sí, recelosos del grupo de alta belleza que se había congregado. El tataranieto de Beccari y su musa, tomados de la mano, estaban al centro del grupo escu chando la explicación que les daba una mujer con aire de guía de turistas. Datos llamativos, básicamente: les dijo que una vez abierta la flor olía a carroña, de ahí el nombre de flor cadáver. También mencionó lo del falo deforme —algo evidente—, y que la natura leza carnívora de la especie no era tal, tampoco que los elefantes la polinizaban. Stephanenko estaba junto al grupo, impávido como siempre. Cuando la guía concluyó, el italiano se aproximó al biólogo y le presentó a algunas de las mujeres. Por primera vez las facciones del ruso se alteraron. Me habría gustado que se quedaran más, todo el día. Pero el italiano partió con su séquito de bellezas. Después me enteré de que eran modelos; no pude averiguar nada más. A. fue modelo alguna vez; me habría gustado verla entonces. Si el italiano aparece de nuevo, le preguntaré dónde se hospedan. Mayo 18 11:05 H: 1.52 cm D: 31.0 cm T: 23.2 oC (media). Máx.: 32.5 oC T A. titanum: 38.1 oC Observaciones: Bajó la velocidad de crecimiento. Presumiblemen te por baja en la temperatura. A 10 ± 2 cm/día, se tendrán ≈ 2.6 m. —Al margen: Un instante en el paraíso, hoy estuve un instante en el paraíso. Llegué al jardín a la hora que me dio la gana, sobre todo para asegurarme de que no tendría que esperar para tomar pará Negros / 305
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metros. La planta estaba libre, por fortuna. Tuve que abrirme paso entre las oblicuas miradas de los investigadores. No me importó. Al terminar, estaba por ir a la cafetería del jardín cuando el genetista sueco de ojo parchado se paró a mi lado y empezó a hablar conmigo. Primero elogió al Instituto y a sus miembros, dijo que seguramente estaba bien representado con mi presencia, y otras cantilenas. No le creí. Insistió en acompañarme y a partir del momento que dije bueno, dio inicio al soliloquio más aburrido que recuerde. En general, hablaba sobre el genoma de los seres vivos y de cuestio nes de ética también; en algún momento mezcló a Dios en su discurso. Llevaba media hora hablando cuando pasamos cerca del arboretum. El genetista sueco abrió ambas manos como si sujeta ra una gran esfera, y concentró su monofocal mirada en algo más allá de mi entendimiento. Ahora hablaba del mundo, y yo me acordé del paraíso pues justo frente a Musa paradisiaca había una musa terrenal. Dejé a mi necio acompañante y me acerqué a donde estaba la mujer. El genetista siguió solo por el sendero dando rienda suelta a sus ideas. Era una joven bellísima, desertora del grupo de modelos que vino ayer. Estaba ahí porque le había gustado el Jardín y quería verlo completo; había llegado a las nueve y para entonces, casi mediodía, ya había terminado su paseo. Simpatizamos, estoy segura. Le dije que en el Jardín uno se podía relajar. Ella deseaba más bien meditar; le aseguré que las plantas promueven tal estado —le habría dicho incluso que las plantas hablan con tal de que regresara otro día. La acompañé a la salida, se había extraviado buscándola, tantos senderos, no entendía bien el idioma… Antes de que partiera le dije que tenía los ojos azules más verdes que yo había visto. La hice reír; me dijo luego que también yo tenía bonitos ojos. 306 / Sólo cuento
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Nos despedimos con un beso. Ése fue el instante en el pa raíso. Creo haberla escuchado decir que volvería, pero estaba muy emocionada para entender lo que dijo. No le pregunté cuál era su hotel ni cuándo se iba de la ciudad. Sí, no llevaba frascos ni redes tampoco. Mala cazadora, a diferencia de A. Sólo sé su nombre: Galia. Mayo 19 10:00 H: 1.63 m D: 32.0 cm T: 23.0 oC (media). Máx.: 32.0 oC T A. titanum: 38.2 oC Observaciones: Taza de crecimiento establecida. —Al margen: Llegué a las nueve en punto, cuando estaban por abrir el Jardín. Estuve atenta hasta las doce, pero no hubo señales de Galia; por la entrada no pasó. Tampoco vino el italiano a sacarse fotos con la planta. Quizá ya no vuelvan. Es una lástima. Traté de indagar pero todos están atrapados en sus estudios o teorizando por ahí como el genetista sueco a quien sorprendí hablando solo frente a un cedro libanés. Los holandeses me invitaron a ver cómo corrían un proto colo de prueba con flores de camelia. Tienen buen equipo, pero muy aparatoso y complicado de instalar. Estuve con ellos durante una hora; luego les dije que tenía que hacer algunas lecturas con la Titán, y me fui. Di una vuelta más por el Jardín pero no vi a Galia. Entonces regresé al hotel para trabajar en el informe de Bombus terrestris. Un instante en el paraíso es muy poco.
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Mayo 20 10:06 H: 1.75 m D: 34.0 cm T: 23.7 oC (media). Máx.: 33.5 oC T A. titanum: 39.0 oC Observaciones: La temperatura ambiental ha aumentado. Posible causa de que la planta haya incrementado la propia. La espata está próxima a diferenciarse. —Al margen: Misma rutina de ayer. Nueve de la mañana. Control visual del acceso. Vueltas por el arboretum. Galia por ningún lado. Dijo que volvería. Eso creo. Luego de darme el beso. Permanecí hasta bien entrada la tarde en el jardín botánico, esperando un milagro. No sucedió. Estuve tentada a preguntarle al fitólogo jefe si el descendiente de Beccari regresaría; pero ahora sí está ocupado el hombre. Además, dudo que me hubiera ayudado. Los estudiantes de Wisconsin dieron una charla sobre la Amorphophallus a un grupo de niños, por supuesto, más escanda losos que ellos. Los intimidaron con el cuento de que la planta es carnívora, con predilección por los menores; eso los acalló. Regresé más tarde que los otros días al hotel, y me puse a ver la tele. El revuelo por la floración de la planta va en ascenso. Hay un anuncio en el que presentan todo esto como un evento especial. Termina diciendo algo así: Amorphophallus titanum 1999: en el Jardín Botánico. Y música de estruendo como fondo. Es ridículo, todo esto es ridículo, un show es lo que es. También venderán playeras y otros recuerdos alusivos a la planta. Los odio. Ojalá pudiera ver a Galia una vez más…
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Mayo 21 11:02 H: 1.87 m D: 36.0 cm T: 23.7 oC (media). Máx.: 34.0 oC T A. titanum: 38.9 oC Observaciones: El termopar será removido y vuelto a colocar dentro de tres días. Cuestiones ajenas al estudio. Sigue tempera tura ambiental alta. —Al margen: Anoche, ya tarde, llamó A. como había prometido que lo haría. Discutimos, nada serio a fin de cuentas; yo no estaba de humor y quería descansar, se lo hice ver así. Fui seca, y eso le molestó. Hablaré con ella a mi regreso. Tres días han pasado desde que vi a Galia. Tal vez salga a tomar algo. La planta ya mide más que yo. Mayo 22 13:17 H: 2.00 m D: 38.0 cm T 22.9 oC (media). Máx.: 33.6 oC Observaciones: Tres días más para que la espata sea visible, según botanistas del jardín. —Al margen: Feliz, inmensamente feliz. Más de una hora en el paraíso y quizá haya más esta velada. Galia volvió. Anoche decidí no salir. Sólo fui al bar del hotel. Había más gente que de costumbre —más que el sábado pasado—, y bebí un poco. Luego de un par de horas me había cambiado el ánimo. Dormí bastante, casi hasta las diez, y de nuevo llegué tarde al jardín. Pero ya no hay horarios para mí; el itinerario ha crecido en Negros / 309
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integrantes y sigo estando al último, de modo que aún a las doce no era mi turno. Laurent, un sociólogo y biólogo francés insoportable, iba a dictar una conferencia magistral sobre la relación hombre-natura leza. Y por si fuera poco, el genetista sueco la comentaría al final. Stephanenko, estólido, estaba en primera fila al lado del fitólogo jefe. Yo estaba en la última y al cuarto de hora deserté. Camino a la salida del jardín me topé sin más con Galia. No la reconocí, tenía el cabello rojizo y recogido, y traía ropa muy holgada, zapatos de explorador y gafas color violeta. Me dijo hola, cómo va la flor. Sólo entonces, cuando habló, supe que era ella. Le hicieron un cambio de imagen en un desfile. Fuimos a ver a la Titán arum, y luego caminamos por el arbo retum bajo evidente amenaza de lluvia. Dijo que había tenido mucho trabajo los días previos, por eso no había venido. Se veía más bien alicaída. Le pregunté si algo le preocupaba, si estaba enferma, des velada, triste, si acaso ella… Se detuvo entonces, y se puso más seria. Sí, era eso, lo temido, lo de siempre, el desencanto de una decepción amorosa, la primera para ella que es un año menor que yo. Reconfortar a los afligidos nunca ha sido lo mío. Como pude le di ánimos, pero fui torpe al hacerlo. Le causaron gracia, quizá ternura, mis descompuestas palabras; de pronto ambas comenza mos a reírnos y Galia dijo que todo aquello era a fin de cuentas ridículo. (Lo mismo pienso yo.) Luego añadió que los hombres eran unos condenados —coincido en algo—, unos condenados y unos cerdos. Y se rió de nuevo. Entonces empezó a llover. Corrimos hacia un pabellón donde nos guarecimos junto con otros visitantes. Una pena que no estuviésemos solas. Cuando la lluvia paró fuimos a comer a la cafetería. Galia come muy poco, dieta de modelo. Por pudor tuve que moderarme. En la plática de sobremesa hicimos planes para salir esta noche. 310 / Sólo cuento
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Pasé luego por mis cosas al auditorio de la conferencia; el genetista sueco seguía hablando. Camino a nuestros hoteles, le platiqué a Galia sobre este sujeto, y sobre los otros también. Nos reímos todavía más. Esta noche del 22, dos y dos, tengo cita en el paraíso. Mayo 23 ≈16:00 H: 2.16 m D: 40.0 cm T: 22.1 oC (media). Máx.: 33.7 oC Observaciones: A. titanum está por abrir. —Al margen: Domingo, día de descanso, por fortuna. Pasé la noche del dos y dos en compañía de Galia y algunas de sus amigas. Fuimos a bailar; habría preferido algo más apacible. Lo propuse, algo apacible, pero nadie pareció de acuerdo. Hacia la medianoche entramos a una discoteca, once en total, incluyendo al italiano pariente de Beccari que lleva la custodia de las mode los. Al cabo de un rato desapareció con su musa. Bailamos y bebimos. Bebimos y bailamos: qué más podía mos hacer. Yo siempre junto a Galia, las dos muy juntas al bailar. En un par de ocasiones intenté besarla, medio en juego medio en serio; se dejó y la gente a nuestro alrededor nos vitoreó emocio nada. Galia estaba contenta. Cree que todo es un juego. Junto con otras cinco modelos nos fuimos poco después de las cuatro. Para entonces habíamos bebido demasiado. Tuve que quedarme en el hotel de las modelos, con Galia, en su cuarto. Pero ya no tenía fuerzas para nada. Desperté hoy casi a las dos de la tarde. Dolor de cabeza. Resaca. Algunas modelos no se cuidan del todo, pensé al ver a Galia lívida en su lecho, una mancha de vómito junto a ella. Escribí Negros / 311
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una nota donde le decía que la llamaría después. Antes de irme, la besé en los labios. Tenían un sabor agrio; me sentí mal. En el jardín procuré no llamar la atención. No quería pasar demasiado tiempo ahí. Cuando terminé de tomar parámetros, Stephanenko estaba a mis espaladas. Gran susto, no lo había es cuchado aproximarse. Inclinó ligeramente la cabeza a manera de saludo. Hice lo mismo, y me despedí de inmediato. Intuí que me seguía con la mirada, inquisidor. He llamado a Galia. Cenaremos en un sitio que ella conoce. Irán más modelos. Mayo 24 10:03 H: 2.29 m D: 43.0 cm T: 23.3 oC (media). Máx.: 34.1 oC Observaciones: Primer vislumbre de la espata; interior escarlata característico. Emanaciones fétidas en menos de 48 h, según equi po holandés. —Al margen: Sucedió de pronto, después de la cena y sin alcohol de por medio. Dos modelos más nos acompañaron a cenar. Una era la musa del italiano. Se la pasó hablando todo el tiempo. Banalidades. Cosas sin sentido. No es más una musa para mí. Por fortuna debía reunir se con su alpinista en alguna cumbre de papel. La otra modelo se fue con ella. Entonces propuse a Galia caminar un rato. Aceptó. Anduvimos por la avenida M., donde están las tiendas caras. Había poca gente en la calle. Nos detuvimos frente a un vistoso escaparate de trajes de baño. Dijo que ella los había modelado. Traté de imaginarla en bikini, y entonces la tomé del brazo. Cami namos así un buen trecho. Estaba por decirle de nuevo lo verdes que me parecían sus azules ojos cuando ella se tornó pensativa y 312 / Sólo cuento
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me dijo que tenía algo que podría interesarme: un libro sobre in sectos. Más intrigada que otra cosa, fui con ella a su hotel. Por un instante pensé en A., la cazadora. Para cuando llegamos a su habitación, aún sujetaba a Galia de la mano. Una vez adentro, antes de que ella encendiera la luz, la atraje hacia mí y la besé en la boca. Mi alma alterada por la atracción del cuerpo que yacía contra mi pecho, sintió el dulce soplo afrutado de su boca. Galia… musa paradisíaca… Lo del libro era verdad, alguien se lo había recomendado, el individuo por el cual sufría. Era La vida de las abejas, de Maurice Maeterlinck. Mayo 25 10:13 H: 2.41 m D: ≈50 cm T: 23.5 oC (media). Máx.: 34.3 oC Observaciones: A. titanum ha expuesto el espádice. Indicios de emanaciones fétidas. Fase de polinización próxima. En espera de mediciones de temperatura con termopar. Observación de po linizadores programada. —Al margen: Sin haber sido expulsada, el paraíso terminó para mí. Luego de pasar una noche más con Galia, ella me ha dicho que pronto partirá. A la pregunta de cuándo lo haría respondió sim plemente que mañana. Agregó que le había encantado conocerme y empezó a hablar a la manera de la musa del italiano, con ligereza, como si nada tuviese importancia, como si nada hubiese ocurrido. Todo fue un juego para ella, una diversión, un paliativo temporal… A., que fue modelo, mencionó alguna vez lo neutrales que pueden ser estas criaturas. Ahora lo compruebo. Pese a todo, fingí estar feliz por aquellos días con ella, y me despedí prometiendo Negros / 313
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pasar a verla esta tarde. Por supuesto, no fui; estuve en el jardín observando y capturando polinizadores bajo el aura pestilente de la flor cadáver. Mayo 26 11:14 H: 2.55 m D: ≈50 cm T: 23.0 oC (media). Máx.: 33.9 oC T A. titanum: 40.0 oC Observaciones: Clímax del crecimiento. Espádice expuesto por completo. Inflorescencias femeninas listas para polinización, misma que será manual. Capturados algunos ejemplares de co leópteros carroñeros e himenópteros. Incompatibilidades con otros experimentos han impedido un mejor trabajo. —Al margen: Amorphophallus titanum en todo su esplendor. La Titán arum ha atraído a miles de personas al jardín. 56 000 el día de hoy, según el fitólogo jefe que parece muy feliz. Este día incluso me saludó y me preguntó cómo iba eso. Le dije que bien. A pesar de su cambio de actitud, sigue sin simpatizarme. Pero tanto revuelo en el entor no me ha emocionado a fin de cuentas. Nunca había visto a la flor cadáver, el espádice parece una estalagmita, o un carámbano de hielo. Aunque venía estudiándola por más de dos semanas, esto es distinto. El olor a carroña desapareció, la planta lo dio todo. La apariencia membranosa y escarlata de la espata me hizo pensar en Galia, en su carne… Me llamó por la mañana para despedirse y para reclamarme, en broma, por no haber ido ayer como había prometido. No dela taba molestia. Dijo que habían ido a la discoteca de la otra noche. Bailaron mucho, esta vez con poco alcohol, es modelo, debe cui darse. Antes de colgar le dije que la iba a extrañar. Se rió; respon 314 / Sólo cuento
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dió que ella también me extrañará, y me mandó un beso. Cuida de la flor, comentó finalmente, luego colgó. Antes de partir hacia el hotel, escuché a Laurent decir algo que me resulta incómodo. Hablaba, haciendo alarde de su reper torio de presunciones, a los estudiantes de Wisconsin, a dos mu chachos en concreto. Claramente lo escuché decir que el amor uranista era la caricatura del normal en su aspecto psíquico, tal cual lo dijo. Y se me quedó grabada su frase, ¡el muy sabelotodo! Si supiera de verdad… Un día más y todo habrá acabado. Mayo 27 10:32 Observaciones: A. titanum ha caído por su propio peso. Personal del jardín extraerá eventualmente el rizoma. —Al margen: Soñé con A., creo que sin merecerlo. Ojalá que ya no esté enojada. En la recepción había un regalo para mí: el libro de Maeter linck; Galia me lo dedicó con un beso de carmín en la hoja del título. Espero que el vuelo de regreso sea más tranquilo, no deseo acabar como la flor cadáver: sin figura.
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Mario Mendoza
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Mario Mendoza (Bogotá, Colombia, 1964). Autor de las novelas La ciudad de los umbrales, Scorpio City, Relato de un asesino, Satanás (Premio Biblioteca Breve 2002, y adaptada al cine por Andrés Baiz) y Cobro de sangre, y de los libros de relatos La travesía del vidente (Pre mio Nacional de Literatura del Instituto Distrital de Cultura Turismo de Bogotá 1995) y Una escalera cielo, de donde rescatamos el presente cuento. Sobre ese libro, el autor dijo: “Son apartes que intenté incluir en novelas anteriores pero no pude. Son historias que exigían un trata miento independiente, casi como un género diferente. Espero que los lectores vuelvan a ver la estética que yo he venido desarrollando de libro en libro, y que llamo una estética de lo grotesco, o lo que algunos soció logos y analistas de la literatura llaman realismo sucio o realismo de gradado, que es una visión negra sobre la ciudad y la realidad contemporánea. Una visión un poco pesimista y un poco opresiva”.
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La Revolución
José divisó la casa en el costado izquierdo de la carretera y ami noró la marcha del automóvil. Cuando ya había cruzado la entrada, viró el timón de nuevo a la izquierda y frenó el auto debajo de una garita con techo de zinc que cumplía las funciones de parqueadero. Esperó unos minutos para estar seguro de que no lo habían segui do, revisó el revólver calibre 38 de cañón corto y lo escondió entre el pantalón, descendió del carro sin quitar sus ojos de la carretera por si veía algún movimiento sospechoso, y, con cierta naturalidad y desenfado, se acercó a la puerta principal de la casa con una mochila en la mano. Tocó el timbre y esperó. La puerta se entrea brió y unos ojos lo escrutaron desde el fondo. —Soy yo, José. Una voz respondió con firmeza: —Ya sé, no estoy ciego. Gabriel quitó el cerrojo y abrió definitivamente la puerta. Preguntó de inmediato: —¿No te siguieron? —Todo está en orden. Se estrecharon las manos. Gabriel agarró un maletín de mano que estaba en un costado del vestíbulo. —Será mejor que me marche enseguida. Negros / 319
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—¿Por qué tanta prisa? —Hay cosas pendientes en Bogotá. ¿Le echaste gasolina al carro? José asintió y le entregó las llaves. —¿Cuándo llega mi relevo? —El domingo en la tarde. Tienes que cuidar al viejo todo el fin de semana. Sabes lo importante que es para nosotros. Nadie sabe tanto de explosivos como él. —¿Recuperará la vista? —Eso dice el médico. Es cuestión de dos o tres semanas más. Cuídalo bien. En la cocina hay frutas, verduras, carne, de todo. Yo mismo hice el mercado. —Listo. —¿Estás bien armado? José suspiró y dijo: —No soy el Chapulín Colorado. —Arriba, en el cuarto del viejo, está la metralleta. Úsala si las cosas se ponen feas. —Listo. —Una última cosa: prudencia. Recuerda que la policía está buscando al viejo por todas partes. José, con el ceño fruncido, abrió los brazos e inclinó el cuerpo hasta quedar muy cerca de Gabriel. —Ya está bien de cantaletas, maestro. —Te lo advierto para evitar inconvenientes. —No soy tarado. —Tienes fama de estar medio loco. —Loco, no idiota. —Me voy. Gabriel salió y José cerró la puerta. Escuchó el ruido del motor del carro al encenderse, y cómo éste se alejaba con prontitud 320 / Sólo cuento
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hacia la carretera. Subió las escaleras de tres en tres y, ya con los dos pies en el segundo piso, vio al viejo con los ojos vendados y sentado en un sillón de cuero en una de las habitaciones del fondo. Se acercó lentamente. El viejo esperó unos segundos y, cuando lo presintió en el umbral, lo saludó: —Me alegro de que hayas llegado. —¿Te acuerdas de mí? —Me serviste de conductor hace seis años, cuando puse las bombas en los batallones del ejército. —Qué buena memoria. Hubo una pausa larga. El viejo buceaba en imágenes del pasado. Dijo: —Toda la noche pusiste música de los Rolling Stones mien tras íbamos de un sitio a otro. —Ayuda a calmar los nervios. Antonio sonrió. José dio dos pasos y preguntó: —¿Vamos a la cocina a preparar algo de comer? Me tragaría un bisonte del hambre que tengo. Bajaron al primer piso muy despacio, Antonio apoyándose siempre en el hombro de José. —Detesto estar enfermo y convertirme en un lastre para los demás —dijo Antonio. —Me pasa igual. El viejo se sentó en un butaco. José abrió la nevera y sacó un pimentón, una cebolla, una zanahoria, una berenjena y una libra de carne. Lavó las verduras y dejó la carne bajo el chorro de agua para descongelarla un poco. Cortó los vegetales en pequeños trozos y luego hizo lo mismo con los filetes de carne. Separó los pedazos de berenjena y los introdujo en una vasija con agua y sal. —Carne con verduras. —¿Sabes cocinar bien? Negros / 321
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José se detuvo y guardó silencio por unos segundos. Al fin dijo: —Amo la vida de una forma delirante. Las mujeres, el de porte, los libros, el cine, los amigos, mis ideales de cambiar el mundo, el arte... Pero por encima de todo amo la comida, el placer de combinar y mezclar sabores, olores y texturas. —¿Por encima de tus ideales políticos? —preguntó el viejo escandalizado. José prendió uno de los fogones y puso encima una sartén de hierro colado. Roció un hilo de aceite e introdujo primero la za nahoria, unos minutos después el pimentón y la cebolla, luego la berenjena recién pasada por un colador, y finalmente los trozos de carne. Condimentó con pimienta, cominos, sal, albahaca y yerba buena. Buscó unos dientes de ajo, los maceró, y revolvió todo con una cuchara de palo. El olor se extendió a lo largo de la casa. —Si no comes no puedes trabajar, ni estudiar, ni amar, ni nada. Tampoco puedes hacer ninguna revolución. O comes bien o te jodes. Recuerda el refrán: “Dime qué comes y te diré quién eres”. —Según eso la gente pobre no es gran cosa. —Una campesina se alimenta mejor que cualquier anoréxi ca histérica de clase alta. Puso el botón de la estufa en bajo y tapó la sartén cuidando de que no quedara ninguna abertura por donde escapara el vapor. Se sentó cerca de Antonio y dijo en voz baja, como si alguien pudiera escuchar: —Nos falta una cerveza. —Está prohibido. —Ya sé, las reglas estrictas de la Organización... —¿Puedo hacerte una pregunta? —Dale. —¿Tú si crees en lo que hacemos? 322 / Sólo cuento
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—Te estás poniendo serio. —Sí, hablo en serio. —¿Y qué es lo que hacemos? —Una revolución política en busca de justicia social. José se recostó en la pared, sopesó bien las palabras que iba a pronunciar, y dijo: —Creo en una revolución sexual, gastronómica, amorosa, económica, lúdica, intelectual... total. Quiero que el mundo sea distinto. —Hay que luchar por objetivos concretos, que se puedan alcanzar —contestó Antonio con dureza. —¿Y? —Lo tuyo es muy aéreo, gaseoso, no sé, volátil. —Por eso me gusta tanto —dijo José con serenidad. —¿Y si la Organización triunfa y alcanzamos el poder? ¿Qué harás? —Me rebelaré contra ustedes. —Si te oyen decir eso te hacen un juicio. José respiró hondo e intentó adivinar los ojos de Antonio detrás del vendaje. —Ya me lo hicieron. —¿De verdad? —Yo siempre soy sospechoso. Se levantó y fue hasta la estufa. Quitó la tapa de la sartén y con la cuchara de palo revolvió la carne y las verduras. El olor in vadió de nuevo el lugar. Extrajo cuatro lulos de la nevera, preparó un jugo en la licuadora, cortó unas rebanadas de pan y alistó servi lletas y cubiertos. Eligió un par de platos y los acercó al fogón. —¿Tienes hambre? —preguntó José. —El olor me abrió el apetito. —Entonces te voy a servir abundante. Negros / 323
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Comieron en medio de anécdotas, recuerdos y reminiscen cias de los distintos golpes que había dado la Organización en los últimos años. José lavó los platos y ayudó a Antonio a subir las escaleras, lavarse la boca y cambiarse de ropa para dormir. —Duerme tranquilo, estaré atento —le dijo José mientras apagaba la luz del cuarto. —La comida estaba deliciosa. —Gracias. Bajó y aseguró la puerta principal. Revisó el revólver y se acostó en el sofá de la sala con una manta sobre el cuerpo. A la mañana siguiente se levantó temprano, practicó un poco de gimnasia, hizo abdominales y flexiones de pecho, y cortó rebanadas de piña, banano y papaya para el desayuno. Cuando el viejo se levantó ya la mesa estaba servida. Lo ayudó a arreglarse y a bajar las escaleras. —La fruta está lista. —Me vas a acostumbrar a mal. —Ya era hora de que alguien te corrompiera. Antonio se sentó a la mesa y antes de comenzar a comer dijo: —Te quería decir que la señal de televisión no entra bien. Sería bueno que nos enteráramos de las noticias del fin de semana. Hacia las nueve de la mañana subió al tejado para revisar la antena de televisión. Estuvo así, yendo y viniendo del techo al primer piso, hasta el mediodía. Antonio estaba en la sala y, entre idas y venidas, cruzaban un par de palabras. Cerca de la una de la tarde se sentó frente al aparato, exhausto, y explicó: —Las cadenas nacionales no entran. Ni una. Lo que sí se ve con claridad son varios canales extranjeros, pero sin sonido. —Qué mala suerte —dijo el viejo golpeándose las piernas con las palmas de las manos. 324 / Sólo cuento
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—La ventaja es que en algunos hay traducción escrita al español. —De qué me sirve. —Yo voy contándote lo que pasa. —Pero no podemos ver noticieros nacionales. —Lo siento. Hice lo que pude. Cocinó tallarines, salsa boloñesa con orégano y trocitos de jamón frito, y añadió en el centro de los dos platos varias cucharadas de queso parmesano. Almorzaron abundantemente, José lavó la loza y las ollas, y preguntó al viejo mientras limpiaba la estufa: —¿Quieres dormir una siesta? —Me da insomnio por la noche. —Vamos a ver si hay algo bueno en televisión. Logró ubicar un programa sobre personas que, de un mo mento a otro, decidían cambiar de vida y desaparecían por com pleto para amigos y familiares. Había subtítulos en español y Antonio permanecía atento a la narración y a las continuas aclara ciones que hacía José. Esta vez, la historia en cuestión trataba sobre un canadiense de cuarenta y cinco años que había ido a trabajar a Venezuela por un año y medio en una compañía que se encargaba de la construcción de puentes y carreteras en el occidente del país. Una tarde cualquiera, caminando por una calle céntrica de una ciudad poco importante, fue testigo del accidente de un autobús, el cual se volcó y se incendió en un lapso de tiempo que no superaba los dos o tres minutos. Todos los pasajeros habían muerto carboni zados en medio de las llamas. El hombre se acercó y, antes de que llegaran los cuerpos de rescate y la policía, con el incendio ahí frente a sus ojos y la gente gritando aterrorizada por los alrededo res, sacó su pasaporte y lo arrojó a un costado del autobús, muy cerca del fuego. Siguió caminando y desapareció entre la multitud. Durante años la familia creyó que él había muerto y que su cadáver, Negros / 325
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imposible de recuperar, se había convertido en cenizas en medio de la chatarra chamuscada. Sólo se pudo confirmar la autenticidad de su pasaporte a medio quemar. Las dudas comenzaron a llegar cuando varios conocidos, al regresar de unas vacaciones o de un viaje de negocios a Venezuela, afirmaban haberlo visto en un al macén, en un museo o en un aeropuerto. La familia, entonces, había decidido rastrearlo y por eso acudían a la televisión en busca de ayuda. El programa estaba a punto de concluir y, de pronto, el presentador anunció que el hombre estaba en la línea telefónica llamando directamente desde Caracas. El hombre dijo: “Yo estoy muerto. Por favor no me busquen más”. Y colgó. El presentador y la familia del hombre (que estaba en el estudio) quedaron estu pefactos, los familiares entre conmovidos e iracundos, entre los deseos de llorar y las ganas de gritarle al hombre la injusticia y la crueldad de su determinación. —Le sobran pelotas al tipo ése —comentó Antonio. —Recordé la película de Antonioni sobre un tipo que cam bia de pasaporte con un muerto en un hotel de Marruecos. —El pasajero. —Exacto —dijo José—. Con Jack Nicholson y María Schneider. Apagó el televisor y le preguntó a Antonio: —Anunciaron una pelea de boxeo para esta noche. Oscar de la Hoya. ¿Nos tomamos un par de cervezas? El viejo se pasó la mano por el vendaje, cerca de la sien, y dijo: —Si se llegan a enterar nos linchan. —Nadie se va a enterar, hombre. ¿Qué dices? —¿Tienes plata? —Sí. ¿Hay una tienda por aquí cerca? —Por la calle de al lado, subiendo tres cuadras, hay un su permercado pequeño. 326 / Sólo cuento
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—No me demoro —dijo José poniéndose en pie y cogiendo la chaqueta con la mano derecha. —Ten cuidado. —¿Tienes la metralleta arriba en tu cuarto? —Sí. —¿Puedes subir al segundo piso con rapidez? —Me conozco ya la casa de memoria. —Listo. Compro las cervezas y regreso. Quitó el cerrojo, abrió la puerta y salió. Quince minutos después, en efecto, José entró y preguntó enseguida: —¿Antonio? —Aquí estoy —respondió el viejo desde la sala—. ¿Todo bien? —Perfecto. —¿Qué cerveza compraste? —Poker en lata, porque no tenemos envases de vidrio. —Ésa está bien. —Y compré arequipe y unos chocolates Jet. No hay nada de dulce en la cocina. Esos cabrones deben creer que el postre es de pequeños burgueses y de millonarios. El viejo se rió entusiasmado. Luego preguntó: —¿Viste algo raro? —Todo está en orden. Lo que no se me ocurrió fue comprar el periódico. Abrió un par de cervezas y le pasó una a Antonio. Se hicie ron en la cocina y José preparó unos emparedados con jamón, queso, lechuga, tomate y mayonesa. Mientras se hacía de noche intercambiaron opiniones sobre política y actualidad nacional. Abrieron la segunda lata de Poker y se instalaron frente al televisor con los emparedados y las cervezas sobre una bandeja, al alcance de la mano. La pelea estaba a punto de empezar. Negros / 327
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Esta vez José describió en detalle round por round. Los golpes, los amagos, el estado físico de los contrincantes. Defrau dando todos los pronósticos, De la Hoya perdía la pelea contra el retador J. J. Molina, quien mantenía al campeón a distancia a punta de directos de izquierda al mentón. En el sexto round Molina estaba a punto de alcanzar el knock-out y De la Hoya se defendía como podía desde las cuerdas. En el séptimo round, de pronto, De la Hoya contraatacó y logró meter dos ganchos de derecha que dejaron a Molina tambaleante y semiaturdido. —El tipo está groggy —explicó José. —Increíble, iba ganando la pelea. —De la Hoya tomó un segundo aire. Lo va a hacer pe dazos. —¿Lo rompió? —Le abrió la ceja derecha, sí. Espera, comenzó el octavo round... José narró la forma como De la Hoya se había ido encima, tirando golpes de izquierda y de derecha, y esquivando con faci lidad los tímidos rectos de izquierda de Molina. Finalmente De la Hoya metió un uppercut de derecha y dejó a Molina sobre la lona con conteo de protección. Molina había intentado levantarse, pero trastabilló, se agarró de las cuerdas y el árbitro decidió terminar la pelea para proteger la integridad del pugilista. —Te lo dije —comentó José. Apagaron el televisor y el viejo se despidió. —Yo puedo subir solo, no te preocupes —aclaró. —Si necesitas algo, avísame. —Gracias. José revisó la puerta, apagó las luces y se recostó en el sofá. Puso el revólver en el piso, muy cerca de su mano que colgaba desprevenidamente en el aire, y relajó su cuerpo para descansar. 328 / Sólo cuento
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El domingo lo despertó un sol radiante que entraba a través de la delgada cortina de la sala. Practicó sus ejercicios de costum bre y luego dispuso un desayuno abundante y generoso: jugo de naranja, tortilla de cebolla, café con leche y tostadas con mante quilla y mermelada. El viejo hizo su aparición en la cocina hacia las ocho de la mañana. —Buenos días —dijo Antonio buscando a tientas un asiento para sentarse. —Hola Antonio, qué tal. —Dormí como un tronco. Huele delicioso. José le acercó una silla hasta rozarle los dedos de las manos. —Gracias —dijo el viejo. Comieron con apetito voraz. José ordenó la cocina y subió al baño para ducharse y arreglarse. No se despegó de su revólver. —Me gritas si sientes algo raro —le pidió a Antonio. —No te preocupes. Bajó recién afeitado, el pelo húmedo todavía y una expre sión de júbilo en el rostro. Le propuso a Antonio leer en voz alta algún texto literario. —Aquí no hay libros —dijo el viejo. —Yo traje uno —afirmó José mientras esculcaba en su mochila. —¿Sobre qué? —Es una antología de cuentos de varios autores. Antonio escuchó cómo pasaba las hojas, buscando tal vez un relato agradable e interesante. —Listo. Voy a leerte un cuento contemporáneo del mexica no Adalberto Ferreira. Se acomodaron en los asientos y José comenzó a leer. Un periodista, Carlos Salgar, investiga ciertas desapariciones de mendigos en ciudad de México. Cree que no se trata de grupos Negros / 329
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de limpieza social, porque hay un elemento misterioso en esas desapariciones: las víctimas son jóvenes menores de veinticinco años. Poco a poco, en el transcurso de los días, descubre una pista: antes de desaparecer los indigentes habían vendido sangre en un centro de salud de unos sacerdotes católicos, justo al lado de una iglesia. El periodista Salgar empieza a intuir que se trata de escua drones de la muerte camuflados en personajes de apariencia cari tativa y bondadosa. No, se trata de una secta caníbal que practica la eucaristía con cuerpos auténticos, de verdad. La tradición azte ca y la tradición cristiana del sacrificio y la comida fusionadas en un solo ritual. Los curitas devoran pordioseros que son carne y sangre de su dios crucificado. En las últimas páginas Salgar es capturado, y, desde unas mazmorras en el sótano de una iglesia donde él y varios vagabundos aguardan la inmolación, escribe un diario en el que plasma su desdicha y su desesperación. José aguardó unos segundos y dejó el libro sobre la mesa. —Tremendo —comentó Antonio. —Sí. —Tal vez un poco amarillista, ¿no? —La realidad a veces es así. —Tienes razón. José se levantó del asiento y dio unos pasos hasta una de las ventanas laterales de la casa. Miró con cautela hacia afuera y, bajando el tono de la voz, entre entusiasmado y temeroso, dijo: —Acércate, Antonio. —¿Qué pasa? —Ven. —¿Nos encontraron? —No, hombre, tranquilo. El viejo, palpando el vacío, caminó cuatro o cinco pasos y apoyó una de sus manos en la pared. José seguía absorto en la 330 / Sólo cuento
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contemplación de algo que estaba allá, al otro lado, y que exigía su vigilancia estricta y su concentración. —¿Qué pasa? —repitió Antonio asustado. —Tienes una vecina preciosa... Su cuarto queda justo en frente... —¿Para eso me hiciste venir hasta aquí? —dijo el viejo mo lesto por la excesiva importancia que José daba a la situación. —Se está desnudando, hombre... —¿Y a mí qué me importa? No puedo ver un carajo. —Se quitó el brasier —dijo José con voz temblorosa, como si estuviera comenzando a ponerse nervioso—. Qué par de tetas tiene esta mujer. Antonio no dijo nada, pero tampoco quiso regresar a la salacomedor. Esperó unos segundos, respiró profundo y se atrevió a preguntar: —¿Grandes? —¿Qué? —Las tetas. —Son perfectas, Antonio. Medianas, bien paraditas, con los pezones anchos y bien oscuros. —¿Cuántos años tiene? —Unos veinte... Cabello negro, largo... Trigueña... —dijo José en medio de un suspiro. —Que no te vaya a ver. —No, no... Mierda, se va a quitar los calzones... Antonio tragó saliva. José continuó: —Qué sexo tiene, no joda... Grande, negro... —¿Está afeitada? —Sólo en los bordes. —Así es que a mí me gustan, bien hembras. —No te imaginas el cuerpo de esta mujer. Negros / 331
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—¿Puedes verle el culo? —dijo el viejo con ansiedad. —No, está de frente... Pero debe tenerlo parado, perfecto... —Llevo semanas sin estar con una mujer —dijo Antonio con tristeza. —Se está acariciando las tetas... —Estará excitada, caliente, con ganas de echarse un polvo —aseguró el viejo. —Y nosotros aquí, como un par de idiotas... —Qué mala suerte. —Se acostó... Mierda, no veo nada... José se retiró de la ventana y ayudó al viejo a caminar hasta la cocina. —Qué piernas, qué cintura, qué tetas —comentó José mor diéndose el labio inferior—. No podía estar más buena. —No me atormentes más. Antonio se sentó y José asó dos filetes de carne, preparó unas papas al vapor con perejil y mezcló una lata de verduras mixtas con dos cucharadas de mayonesa y un chorro de vinagre. Cortó dos limones en rebanadas delgadas, puso aparte las semi llas, e introdujo la fruta en la licuadora con agua, azúcar y dos cubos de hielo triturados previamente. Sabía por experiencia que el secreto de una buena limonada estaba en la cáscara y en el hielo. Almorzaron hablando de mujeres: amigas, novias, amantes. José percibió un hálito de nostalgia en los recuerdos de Antonio. —¿Nunca te casaste? —le preguntó José en voz baja, apenas audible. —Este oficio no te permite hacer un hogar —manifestó el viejo. —Puedes buscarte a alguien como tú, con tus mismas ideas políticas. 332 / Sólo cuento
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—A mí siempre me gustaron las mujeres femeninas, ele gantes, distinguidas. —Ajá, ya te voy pillando las contradicciones —dijo José mientras levantaba los platos y comenzaba a lavar vasos, cubier tos, sartenes, ollas y bandejas. —Detesto las mujeres con zapatos de hombre, pantalones holgados y pelo corto —continuó el viejo. José sonrió y observó a Antonio con detenimiento. Tenía rasgos finos y, aunque estaba ya entrado en años, continuaba siendo atlético. Seguramente de joven, pensó, había dejado más de un corazón roto. —¿Puedo pedirte un favor? —preguntó el viejo. —Lo que quieras. —¿Por qué no buscas un noticiero en la televisión y me vas contando lo que dicen? —Listo. José secó el lavaplatos y la estufa, le entregó un chocolate Jet a Antonio (anunciándole antes que se trataba de “un toque pequeñoburgués”), y sacó a la calle la bolsa de basura con las latas de cerveza y los desperdicios de comida. Entró, cerró la puerta con llave y se hizo frente al televisor, cambiando el botón de los canales una y otra vez. Al cabo de unos minutos dijo: —Un noticiero francés con subtítulos en español. Es lo único que hay. —Algo es algo. José fue enumerando varias noticias del panorama interna cional: refriegas aéreas entre Irak y Estados Unidos, conflictos en Kosovo, mala salud de Yeltsin, bloqueo económico a Cuba, obs táculos para el proceso de paz en Irlanda. Calló unos segundos y, subiendo la voz, dijo: —No joda, esto es increíble. Negros / 333
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—¿Qué pasó? —preguntó el viejo alarmado. —Un grupo terrorista nuevo atentó contra la reina Isabel en Londres. —¿La mató? —Está en el hospital, grave. —¿Cómo fue? —Una bomba. —¿Se sabe el tipo de explosivo? —dijo Antonio intrigado, curioso. —No dicen. —¿Fue en un acto público? —En la calle. Antonio golpeó el brazo del asiento con el puño cerrado y dijo: —¡Aquí encerrado no me entero de un carajo! Hubo un silencio. —Deportes —dijo José—. Hay un resumen de la pelea de ayer. —Lo de Inglaterra es importante —anotó el viejo. —Espera. —¿Qué? —No joda, esto es el colmo. —¿Qué pasa? —Descubrieron que Mike Tyson es gay. Está enamorado de su entrenador. —¿Del entrenador? —Eso dicen. Un ruido de automóvil los alertó. José apagó el televisor y se acercó a la ventana con el revólver en la mano. Antonio se puso de pie. —Es mi remplazo —dijo José. 334 / Sólo cuento
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—¿Quién será? —No estoy seguro. Creo que es Carlos. José abrió la puerta y un hombre alto y corpulento entró en la casa con un maletín de cuero en la mano. —Aquí están las llaves del carro. Te están esperando en Bogotá —indicó Carlos. —Tengo mis cosas listas en una mochila. —Entonces vete. José se acercó al viejo, y éste, intuyendo la despedida, se puso de pie. Se abrazaron. —Pronto te mejorarás —dijo José. —Gracias por tus cuidados —declaró el viejo. José miró a Carlos y, señalando al viejo con la cabeza, dijo: —Cuídalo bien. —No te preocupes. Cogió la mochila, abrió la puerta y salió. Instantes después se escuchó el ruido del motor alejándose hacia la carretera princi pal. Carlos y Antonio se saludaron con respeto. El viejo dijo: —José me estaba contando las noticias claves del noticiero de televisión porque el sonido está fallando. Y entran sólo canales extranjeros. Con subtítulos en español, claro. —Podemos terminar de verlo, si quieres. —Perfecto. Carlos puso el maletín sobre un asiento y encendió el apa rato. Cambió de canales varias veces. Movió el televisor de lugar y tanteó unos botones en la parte trasera, muy cerca al cable de la antena. —¿Qué pasa? —preguntó el viejo. —Esto está completamente dañado. —No puede ser. Negros / 335
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—Y es imposible que entren canales extranjeros porque no hay conexión de antena parabólica. —Pero si hace un momento... —El daño es severo, no se ve nada. —Pero si acabo de enterarme del atentado contra la reina Isabel. —¿Atentado? —En Inglaterra. —No sé de qué me estás hablando, Antonio. Vi las noticias antes de venir y oí la radio en el carro durante el viaje. No dijeron nada de la reina Isabel. Antonio se puso la mano derecha en la frente y preguntó: —¿Ayer había una pelea de boxeo importante? —No que yo sepa —contestó Carlos. Antonio extendió el brazo izquierdo hacia la mesa de vidrio que estaba en el centro de la sala. —Hazme un favor, Carlos. Dime qué libro hay aquí sobre la mesa. Carlos se acercó. Abrió el libro y lo ojeó. —Una agenda con las hojas en blanco —explicó. Antonio tomó aire y lo exhaló lentamente por la boca. —Acércate a la ventana de la izquierda, por favor. Al lado de la cocina. Carlos obedeció. —¿Qué ves? —Un lote vacío. No hay nada. Antonio hundió la cabeza entre las manos y evocó, de pronto, las palabras de José: Creo en una revolución sexual, gastronómica, amorosa, económica, lúdica, intelectual... total. Quiero que el mundo sea distinto. Ahora entendía mejor esas palabras, y preguntó emo cionado con una voz que parecía venir de muy adentro: 336 / Sólo cuento
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—¿Sabes cocinar? Carlos levantó los hombros. —No. Comemos cualquier cosa. El viejo sintió los ojos humedecidos debajo del vendaje. Sonrió tristemente. —Sí, está bien. Igual nos vamos a aburrir.
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Santiago Roncagliolo
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Santiago Roncagliolo (Lima, Perú, 1975). Autor de las novelas El príncipe de los caimanes, Pudor y Abril rojo (Premio Alfaguara 2006), y del libro de cuentos Crecer es un oficio triste. Guionista televisivo, también ha cultivado la literatura infantil: Rugor, el dragón enamorado y La guerra de Mostark. “A lo largo de mi trabajo creativo, me han obsesionado dos figuras: los psicópatas y los perdedores. Los psicópatas están dispuestos a ignorar cualquier norma de convivencia para satisfa cer sus apetitos. Los perdedores, de tanto respetar las normas, no satis facen ni siquiera sus necesidades emocionales básicas […] Nuestra comprensión de los conflictos más brutales no suele ser más compleja que una historieta, con buenos y malos. Con enternecedora inocencia, siempre consideramos que estamos del lado bueno, que nuestros asesi nos son unos héroes y los del otro lado son criminales sanguinarios”, dijo en su discurso de recibimiento del Premio Alfaguara.
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Asuntos Internos
El fin de semana recordé a mi viejo amigo el Chino Pajares, el que tiene un revólver y un día casi me dispara en la cabeza. Me acordé de él porque fui a Albacete con otro amigo, Borja. Borja es cómico. Presenta el monólogo de un superhéroe fracasado que se llama Guarromán. Sale al escenario con un calzoncillo rojo y cuenta chistes durante una hora. Yo siempre lo acompaño en sus giras y digo que soy su road manager argentino (porque un road manager peruano suena más falso de lo que ya es). Pero en realidad no trabajo. Me limito a beber gratis en los bares en que actúa Borja y a reírme de sus chistes, aunque ya me los sé de memoria. El caso es que el domingo, después de almorzar, cuando ya íbamos a regresar a Madrid, descubrimos que la grúa se había llevado el coche de Borja. Una calcomanía en el suelo donde había estado el vehículo nos informaba de que ahí estaba prohibido es tacionar, pero Borja se puso furioso. Dijo que no había ninguna señal. Dijo hasta “chuchasumadre”, en perfecto peruano (Borja es sevillano, pero un día de estos, de tanto andar conmigo, le van a pedir visa para entrar en su país). Y no paró de insultar a la auto ridad en todo el camino hacia la comisaría. Decía: —Vas a ver cómo le grito a este policía fascista. ¡Esto es abuso de autoridad, joder! Negros / 341
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Y lo decía en serio. Es una cuestión de temperamento. Cuando dos españoles chocan entre sí, bajan de sus autos, discuten, se gritan durante media hora, se echan la culpa mutuamente y luego se to man los datos y se van a sus casas. En cambio, cuando dos peruanos chocan, bajan de sus autos, se fijan si el otro está bien, se disculpan por el accidente (lo llaman incidente), se tratan con mucha amabilidad y luego sacan dos revólveres y lo resuelven a tiros. De verdad. Es que los peruanos son especiales, especialmente los poli cías. A mi padre lo detuvo uno una noche. Le pidió la licencia —que en Perú se llama brevete—, le hizo probar todas las luces, le abrió la maletera, lo cacheó. Como no encontró nada para multarlo, le preguntó si llevaba armas. Papá le respondió que no, y el policía se sorprendió mucho y le puso una pistola en la cara: —¿Cómo no va a tener, pues, doctor? ¡Si esta zona es peli grosísima! Yo le puedo vender ésta para su protección. Como el cañón de la pistola apuntaba hacia su nariz, mi papá optó sabiamente por comprarla. Entregó el dinero que lleva ba, guardó el arma con cuidado en la guantera y se fue tan pronto como pudo. Tres calles más allá, lo detuvo otro policía. Le pidió la licencia, le hizo probar todas las luces del coche —que en Perú se llama carro—, le abrió la maletera, lo cacheó. Finalmente, le preguntó si llevaba armas. Mi padre, orgulloso y contento, le res pondió que sí y le mostró la que traía. El policía dijo: —¿Y la licencia para portar armas? —Es que… Me ha vendido esto otro policía, dos calles más abajo. —¿Está seguro de eso? —Sí, claro. —O sea que está usted difamando a la autoridad. —Oiga, esto es una trampa de usted y el otro policía para robarme. 342 / Sólo cuento
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—No pues, doctor, no me falte al respeto. Eso es agresión a la autoridad y desacato. Papá trató de protestar un poco más, pero pronto se dio cuenta de que a ese paso acabarían acusándolo de intento de ase sinato. Tuvo que ir con el policía hasta un cajero automático, sacar más dinero y entregarlo con la pistola, para que no quedase huella de sus crímenes. Por eso, este fin de semana en Albacete, me daba un poco de miedo que Borja quisiese gritarle al policía. Pero en Albacete, a 10 240 kilómetros de Lima, las cosas son diferentes. Borja llegó al mostrador de la comisaría y le dijo al policía de guardia: —Vengo a protestar porque se han llevado mi coche injus tamente, malditos franquistas. Borja estaba de muy mal humor y me instruyó al oído para que, si el policía lo golpeaba, yo saliese a la calle y trajese civiles que atestiguasen la agresión. Pero el policía sonreía mientras buscaba los datos en su computadora. Luego dijo: —Ya sé cuál es. Ese coche me lo llevé yo personalmente, porque había un vado. —¡No había ningún vado! —ya he dicho que Borja estaba furioso. —Si quiere podemos ir y verificarlo —respondió el policía con una sonrisa que no era sarcástica, era sólo amable—. De he cho, yo no me lo iba a llevar, pero los vecinos nos llamaron porque su coche impedía la circulación. —¡La señal de vado era muy pequeña, entonces! —Del tamaño oficial de todos los vados de España. Si fuese más grande, obstruiría la circulación. —… Negros / 343
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—De todos modos, si cree usted que ha habido una irregu laridad, puede interponer un recurso de queja. Yo mismo pondré a su disposición los papeles necesarios y lo ayudaré a llenarlos si tiene algún problema. Dijo todo eso con la misma sonrisa. Y comprendí que yo llevaba media hora secundando las paranoias de un hombre que vive de mostrarse en público con un calzoncillo rojo. La multa nos dejó sin dinero ni para el autobús. Tuvimos que atravesar la ciudad a pie para ir a buscar el auto en un depósito del cinturón industrial. Mientras caminábamos y oscurecía y los coches de la carretera parecían estrellas fugaces, me acordé del Chino Paja res, el del revólver, porque él era experto en manejar a los policías. Al Chino lo conocí en Chorrillos, el año 92, pocos días des pués de que un coche bomba volase la calle Tarata. Salimos juntos de una fiesta en casa de un amigo común. Era de madrugada y ya estábamos bastante borrachos. Como íbamos al mismo barrio, atravesamos un puente peatonal para tomar el autobús de la línea 10, la del Cementerio. A la mitad del puente, el Chino pensó que era un buen lugar para tomarnos una foto. Nos tomamos seis, en poses varias. Fue divertido. Pero la diversión duró poco. Abajo del puente nos esperaban una tanqueta y un carro de combate. Unos infantes de marina nos pidieron nuestros documentos y la cámara. Nos explicaron que el flash de las fotos había iluminado la mitad de la villa militar que rodeaba al puente peatonal. Nos hicieron saber que, a partir de las diez de la noche, estaba prohibido subir al puente y que estábamos en estado de emergencia. No nos devolvieron los documentos. Ni la cámara. En vez de eso, nos hicieron subir a un camión con va rios soldados. En la puerta del camión había un conscripto. No tenía más de dieciocho años, pero tenía un fusil. Un Kalashnikov, creo. Arrancamos. 344 / Sólo cuento
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Quince minutos después, como aún no llegábamos al final del camino, empecé a sospechar que no íbamos a la comisaría de Chorrillos como en las redadas normales sino a algún otro lugar más lejos. Discretamente y susurrando, le comenté al Chino mi preocupación. El Chino asintió con la cabeza y se volvió hacia el soldado del fusil. Se quedó un rato mirándolo fijamente en silen cio. Después le dijo con aire de entendido: —Creo que el seguro de tu arma está mal puesto, cholo. En caso de fuego cruzado, se te va a trabar el disparo. Y le dio unas palmaditas en el hombro. El soldado no supo si agradecerle el consejo o dispararle de inmediato. Un cabo nos hizo callar y envió al Chino al fondo del camión. Entonces me volví a preguntar a dónde íbamos pero, sobre todo, me pregunté quién era el psicópata imbécil que me acompañaba. Nos llevaron como sospechosos a la Dirección Contra el Terrorismo en la avenida España (qué gracioso, qué premonitorio me parece ahora que la avenida de la dincote se llame España). Ahí, un teniente llamado Valdivia nos interrogó sobre nuestras actividades, intenciones, gustos y estado civil. Luego nos envió a un pabellón lleno de cucarachas, con algunas ratas y alrededor de cien terroristas. Nos metieron en una celda que tenía un agujero en un rincón para cualquier necesidad fisiológica. Cuando apaga ron las luces, oímos gritar a uno de los reclusos: —¿Esos pitucos están pitos? En mi país, es así como se pregunta si esos pijos son vír genes. Al día siguiente, mientras echábamos desinfectante en los baños por orden superior, conocimos al que había hecho la pre gunta sobre nuestra condición sexual. Era un señor llamado el Mosca, y también limpiaba el baño con nosotros. A pesar de nuestra primera impresión, el Mosca era buena gente. De entrada, Negros / 345
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como se nos notaba un poco que no éramos terroristas, se sintió entre amigos y nos confesó su secreto: —¿Sabes qué, flaco? Yo soy ladrón de casas, de carros, asal tante, he matado una vez pero por necesidad, y de vez en cuando, también sólo por necesidad, me violo a alguna huevona. ¿Pero te rrorista? ¡Ni cagando, pues, hermano! Yo soy gente decente. Estaba indignado, el Mosca. Y tenía sus razones. Los terro ristas eran bastante antipáticos. No tenían sentido del humor ni se mezclaban con nadie que no fuese de su grupo. A los senderistas, incluso los emerretistas les parecían unos maricones inútiles. Y vi ceversa. Nuestra única comunicación con ellos fue leer las inscrip ciones de consignas raspadas en las paredes de la celda. Sólo hablábamos con el Mosca, que le enseñó al Chino Pajares a pelear con navaja atacando siempre de lado a lado, nunca en punta. Pasamos encerrados en la dincote cuatro días con sus noches. Todas las mañanas, el teniente Valdivia nos interrogaba repitiendo las preguntas para ver si nos contradecíamos. A mediodía, nues tros padres nos traían comida que compartíamos con otros presos. Cuando finalmente nos soltaron, el teniente Valdivia nos devolvió la cámara de fotos sin rollo. Nos dijo: —A ustedes no los han encerrado por sospechosos sino por huevonazos. Y se rió. Semanas después, leí en el periódico que durante un confuso motín en la dincote, uno de los reclusos había muerto como con secuencia de seis balazos policiales. Su nombre era Rodolfo Portu gal Peña (a) el Mosca. Imaginé al teniente Valdivia apuntando su revólver contra la cabeza de nuestro amigo, pero el periódico no decía quién había disparado. Esa noche, en memoria del Mosca, el Chino Pajares y yo fuimos a tomar unas cervezas en un bar de Barranco. Conversamos 346 / Sólo cuento
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ocho horas seguidas. Descubrí que sus hobbies principales eran escribir poesías buenísimas y conducir borracho. Esa madrugada fue la primera vez que nos detuvo un policía, no un cuerpo de la infantería de Marina. Es que el Chino era bien bruto. Iba por la Benavides a no venta y seis por hora con media botella de whisky en la mano y media más en la sangre buscando a alguna ancianita o cochecito de bebé para llevárselo de encuentro. Cuando el policía vino a amonestarnos, simplemente no podía creer que existiésemos: —Oiga, joven. ¿Usted se ha vuelto loco o qué le pasa? —dijo. Entonces descubrí el gran talento del Chino, cuando visi blemente nervioso y con lágrimas en los ojos (de verdad, no sé de dónde las sacó, pero tenía lágrimas) respondió: —Lo siento, jefe, pero es que mi madre tenía cáncer ¡Y se ha sanado, jefe! El tumor ha desaparecido. Ha sido un milagro. Así que, por favor, póngame de una vez la papeleta —o sea, la multa— porque voy al hospital in-me-dia-ta-men-te. El policía quedó tan impactado por la noticia que nos dejó ir. La mamacita de uno es sagrada, argumentó. El Chino hasta se dio el lujo de pedirle por favor la papeleta —o sea, la multa, qué pesado es escribir con traducción simultánea—, porque pensaba que se la merecía a pesar de todo. El policía se negó rotundamen te a multarlo, y no se hable más. Antes de irnos, nos regaló un par de boletos para una rifa de la policía que nunca ganamos. Con el talento que tenía, el Chino Pajares no tardó en entrar en política. Mientras terminaba la carrera de derecho se hizo asesor de un congresista y, con su nuevo sueldo, se compró un carro más grande. No lo hizo por ostentación, sino porque decía que en las calles de Lima nadie respeta a los chiquitos. O eso lo decía de la política, no recuerdo bien. Negros / 347
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El nuevo auto, un Corolla, tuvo dos efectos imprevisibles. El primero fue que el Chino se puso más bestia para conducir y el segundo, que dejó de escribir poesía. Era un poeta realmente bueno y aún leía mucho, de hecho, tenía un enorme afiche de Bukowski sobre su cama, al lado de la chica Penthouse del 91. Pero ya sólo escribía para Pasión Popular, la revista de las barras bravas del Universitario, donde arengaba a los hinchas del equipo a abollar las cabezas del enemigo y romper todo en caso de derro ta, para que el mundo supiese que la U estaba de luto. Yo me reía mucho con sus textos en Pasión Popular, pero un día le pregunté por qué no escribía más poemas. Me miró largamente, y en su mirada leí la compasión que le inspiraba mi pregunta. Aspiró una gran bocanada de su cigarrillo y me dijo: —¿No te has dado cuenta de que todos los escritores son unos maricones sin futuro? Yo no me había dado cuenta. Aún no me he dado cuenta. Lo que sí mantuvo siempre fue su habilidad con los policías. Una vez se metió en sentido contrario por la vía rápida del circuito de playas. También estábamos borrachos y un poquito pasados de todo, pero fue divertido. Cuando el policía nos detuvo y le pidió su licencia, el Chino le alcanzó su carné de abogado. El policía dijo: —Le he pedido el brevete, joven. El Chino se disculpó y, de la guantera llena de bolsas de coca y ramas de marihuana, sacó su acreditación del Congreso de la República. El policía se molestó: —Oiga. ¿Qué me está tratando de decir? El Chino puso cara de que todo estaba muy claro. Para él siempre estaba todo muy claro. —Nada, jefe. Sólo le muestro que soy un funcionario públi co. ¿Me entiende? Porque en el Congreso cumplo una función pública. ¿No? 348 / Sólo cuento
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—Ajá… —el policía trataba de seguir el razonamiento. —Y usted también es un funcionario público, es un policía, un guardián de la ley y el orden… ¿Verdad? —Claro… —Entonces, como los dos somos funcionarios públicos, estoy seguro de que nos volveremos a encontrar. ¿No cree? El policía estuvo de acuerdo. Le perdonó la falta pero que sea la última vez, y detuvo el tráfico para que el Chino pudiese dar la vuelta y seguir su camino. Buena gente, el policía. Unos meses después de eso, el Chino se compró el revólver que ya dije. Estaba feliz. Tenía el kit completo de limpieza y varios tipos de balas, algunas de ellas prohibidas por tratados internacio nales, como repetía con orgullo. Se pasaba el día puliéndola y acariciándola. Nunca le vi querer a una mujer como a su arma. A las mujeres sólo se las tiraba. Todo el día. Una vez pasamos juntos un fin de semana en la playa. Cada uno llevó a su novia. El Chino no salió de su dormitorio en todo el viaje. Increíble, de verdad. En comparación, yo parecía un impotente. Pero se peleaba mucho con esa chica, cuando no se la estaba tirando. En cambio, nunca lo vi pelearse con su arma. A ella la quería de verdad. A mí, en cambio, nunca me han gustado las armas. Cuando le pregunté por qué se había comprado una, me respondió: —Tienes que abrir los ojos, huevón. Esto se va al carajo. El día menos pensado, todos vamos a matarnos entre todos. Y ahí, el que no tenga un arma, se jodió. Así de fácil. —¿Estás hablando del país? —pregunté. —Estoy hablando del mundo —dijo con seguridad. Siempre que decía esas cosas me miraba con compasión, porque yo, según él, no entendía nada. Con el tiempo, prosperó aún más. Tras la reelección de Fu jimori, a su jefe lo nombraron viceministro del Interior y el Chino Negros / 349
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Pajares empezó a trabajar cada vez más cerca de los policías. Pasó un tiempo recorriendo el país inaugurando comisarías a lo largo y ancho de todo el territorio nacional. Ya a estas alturas, sus compa ñeros de promoción ganaban tres mil dólares al mes trabajando en bufetes privados. Él no cobraba ni la tercera parte de eso. Pero se divertía. Decía que su máxima aspiración era tener algún día su propio estudio, trabajar poco para ganar lo suficiente y dedicar el resto del tiempo a defender a los policías —que sí ganan muy mal— y a las víctimas de los policías —que la pasan muy mal también. Sobre todo, al Chino le preocupaba la educación de los po licías. Se sentía responsable por sus buenos modales y su urbanis mo. Alguna vez, había entrado a una comisaría en la que un sargento y un cabo recogían el testimonio de una presunta víctima de violación. El interrogatorio había empezado preguntándole a la chica si solía ir a fiestas, si usaba minifalda, si bailaba muy pegada, si provocaba mucho a los varones, si le gustaría que le hicieran un examen médico exhaustivo, si le gustaban ellos, los agentes, hasta que empezó a parecer más una segunda violación que un procedimiento de investigación. Indignado, el Chino había irrumpido en la oficina de los poli cías, había mandado salir a la chica y se había encarado a los policías con tanto aplomo que ellos hasta pensaron que el Chino tenía alguna autoridad para hacer lo que estaba haciendo. Le dijo al sargento: —A ver, usted. Si yo lo violo, ¿es culpa de usted? —¿Cómo? —¡Ya me ha oído! Suponga que llamo a dos agentes, lo ama rramos contra la mesa y se la metemos por el culo, uno por uno. —No me falte al respeto, pues, doctor. —No, no, no, ni respetos ni niño muerto. Le estoy haciendo una pregunta y quiero una respuesta. ¿Es culpa de usted o no es culpa de usted si lo violamos? 350 / Sólo cuento
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—…No. —¿Y por qué no? ¿No va a fiestas usted? ¿Ah? ¡Contesta, pues, cara de rata! —Oiga, no le permito q… —¿Sí o no? Éste era el punto en que, para atreverse a hacer eso, el Chino Pajares tenía que tener autoridad o estar dispuesto, en el media no plazo, a que le arrancasen la piel con una navaja de afeitar. Pero el policía no estaba en condiciones de arriesgarse a reaccionar con violencia ante un funcionario de rango indeterminado del mi nisterio. Bajó la cabeza y susurró: —…Sí. —Ah, vas a fiestas. Y bebes y bailas pegado. Seguro que hasta metes mano. ¿O no? —Pero es diferente, pues, doctor… —¿Qué diferente va a ser, cabeza de mojón? ¿Ah? Tú tienes el culo gordo. ¿No nos estás provocando? Con ese culo, te tenemos que violar. ¿O no? Bien apretadito llevas el pantalón, mamacita. El policía no respondió, pero no le gustaba lo que oía. —Bueno, pues de ahora en adelante, a las señoritas las vas a tratar con respeto. ¿Me oyes? Lo que tienes que aclarar es si las han violado o no. Quién tuvo la culpa ya lo verá el juez. ¡Y no te quiero volver a ver haciendo cojudeces porque te juro que vengo y te la meto en persona! ¿Está claro? —Sí, señor. —Así me gusta. Y consíguete un uniforme que no te marque el culo. ¿Ya, hijito? —Señor… —¿Qué pasa? El sargento titubeó un poco antes de decirlo, pero sentía que tenía que saberlo: Negros / 351
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—¿Quién es usted? Fue un momento tenso. El Chino se le acercó, hasta casi respirarle en el cuello. Tenía la mano muy cerca de la entrepierna del policía —esto me lo ha dicho él mismo— y parecía que iba a agarrarle los testículos como si fueran pelotitas anti stress. Antes de tocarlo, el policía ya sentía esos retortijones que le suben a uno hasta la garganta cuando le sacuden esas partes. Cerró los ojos y el Chino le dijo: —No quieres ni saberlo. Cuerpo de Choclo. No quieres ni saberlo. Le dio la espalda y se fue. No hizo eso por molestar ni con la intención de humillar al sargento. Lo hizo para que, en adelan te, actuase con mayor dignidad institucional. El aprecio del Chino por los policías era tanto que pronto fue nombrado jefe de Asuntos Internos. Era como esos policías que aparecen de repente vestidos de civil en las películas policia les y dicen: “Asuntos Internos” y todo el cuerpo se acojona, sólo que en vez de ellos, era el Chino Pajares. Al principio, tuvo algunos problemas para que lo tomasen en serio en el cargo. No por ser joven ni por ser civil, sino porque tenía veinticinco años y era soltero y blanco. En consecuencia, era sospechoso de maricón. Y a los policías no les gusta que los maricones les den órdenes, y menos todavía que los investiguen. Sin embargo, cuando se corrió el rumor de que tenía un arma y golpeaba a su novia, hasta los generales empezaron a respetarlo. De todos modos, no siguió golpeando a la novia por mucho tiempo, si alguna vez lo hizo (nunca se lo pregunté). Una noche, meses después de su nombramiento, el Chino se ofreció a llevar me a casa a la salida de un bar. En el camino al carro, se encontró con su novia, que ni me acuerdo cómo se llama. El Chino me pidió que lo disculpase un segundo. Durante la siguiente media hora, 352 / Sólo cuento
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los dos se gritaron en mitad de la calle mientras yo fumaba un cigarrillo tras otro al lado. Se dijeron de todo. Luego nos fuimos hacia el carro. Avanzamos seis metros y el Chino se acordó de unas cosas que no le había gritado y volvió atrás a decírselas. Eso tomó media hora más de gritos suyos y cigarros míos. Repetimos la operación cuatro veces hasta que acabé la cajetilla y decidí irme a casa solo. Nunca volví a ver a esa chica. Para consolarse de la pérdida, el Chino se compró un perro llamado Chimbombo y se inscribió en el polígono de tiro de la avenida Pardo, donde conoció gente con sus gustos y aficiones. Ahí, un efectivo de la Fuerza de Operativos Especiales, que había peleado en la guerra con Ecuador y que una vez había matado a dos ladrones que se habían metido a su casa, le enseñó al Chino lo que llamaba la “lección número 1”: —Cuando vayas a dispararle a alguien, no te pongas a dis parar a todos lados como una mocosa histérica. Un solo disparo, entre los ojos, tiene que ser suficiente. En cambio, si disparas demasiadas veces y el otro tiene un arma, te cagaste, porque él sí disparará sólo una vez. Cuando el Chino me repitió a mí la lección, le dije: —Hablas como si ya hubieras matado a alguien. —Nunca he matado a nadie —respondió—, pero un día de estos, con un poco de suerte, la hago. Tuvo su oportunidad una tarde, mientras tomábamos unas cervezas con el Zapatón Ronsoco. Ni siquiera habíamos tenido tiempo de beber demasiado cuando entró en la casa el Mellizo Cuéllar gritando que al Chino le estaban robando el carro. El Chino ni siquiera titubeó. Vio la oportunidad de matar legalmente en defensa propia y corrió a la calle. Los demás lo seguimos. Llegamos a tiempo de ver cómo los ladrones arrancaban el carro. El Chino apuntó con cuidado y calma y esperó a que diesen la Negros / 353
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vuelta en la esquina con la intención de disparar de costado y darle de lleno al conductor. Tuve ganas de decirle que no lo hicie se, pero es mejor no interrumpir a alguien que tiene un arma de fuego en la mano. El coche empezó a doblar, ya estaba casi en la mira, cuando una viejita salió de la esquina caminando con una andadera. El Chino le gritó: “¡Fuera! ¡Lárgate!”, pero la viejita ni siquiera se dio por aludida, se detuvo a tomar aire en la esquina y sólo se movió muchos, muchísimos segundos después, cuando el carro del Chino ya se había perdido en el borroso horizonte de Lima. Entonces el Chino, furioso, volvió hacia mí el cañón del arma. Fue un movimiento reflejo, como si una vez que había apuntado, tuviese que dispararle a alguien. Nada personal, sólo mala suerte. Tenía el cañón dirigido hacia mi frente. Me aterré. Otras veces, riéndonos en medio de una fiesta, el Chino me había puesto el cañón en el cuello para asustarme un poco. Eso ya me daba miedo, porque me acordaba del Flaco Cacho, un amigo del colegio, al que una vez le hicieron esa misma broma y por descui do le soltaron un tiro. Dice el Flaco que no sintió nada y se fue a su dormitorio (estaban en un Retiro espiritual del colegio, para colmo), pero al quitarse la camisa para tomar una ducha, vio que tenía la espalda llena de sangre. De puro milagro, la bala le había atravesado el cuello sin tocar ningún órgano vital. Y el Flaco Ca cho contaba esto con la cicatriz del cuello y todo el colegio por testigo, o sea que era verdad. Así y todo, si pongo en la balanza todas las veces en que el Chino me puso el cañón en el cuello, no suman tanto miedo como el que sentí ese día, cuando me apuntó a la cabeza con el gesto de quien realmente te va a descerrajar un tiro sólo para desahogarse. Pero no me disparó. Sólo dijo mierda. Vieja de mierda. Y bajó el arma. 354 / Sólo cuento
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Un día, colaboré con el Chino Pajares y con mi país para reducir la corrupción policial. Me lo pidió él en persona, como parte de un plan que tenía y que, milagrosamente, el ministro había aprobado. Es que la corrupción policial de verdad, la más gorda, ocurre en los contratos de venta de uniformes, comida, equipos, armas a cargo de los altos rangos. Pero la corrupción más visible para los civiles es la de los policías de tránsito que no llevan grandes contratos, así que se consuelan pidiéndoles lapiceros y gaseosas a los conducto res o, por lo menos, vendiéndoles rifas para que la cosa resulte una transacción legal. Por eso, el Chino Pajares convenció al ministro de que, si mejoraban la imagen de la policía de a pie, habría menos presión para investigar los grandes contratos. Luego me llamó por teléfo no y, dos días después, yo estaba en una sala de espera del Minis terio del Interior esperando por una cita con el Asesor Chino Pajares. A mi lado había un señor calvito, gordito y con un anillo de oro. Como estábamos aburridos, nos pusimos a conversar. —¿Y usted qué hace por aquí? —me preguntó. —Aquí pues, vengo a ver a un asesor. —Ah, carajo, a un asesor —me dijo con interés. —¿Y usted? —Yo tengo un negocio en el aeropuerto internacional. Soy el que le pone forros plásticos al equipaje. —Ah, sí, pues. Sí he visto sus máquinas y sus forros. —Claro, pues, doctor —dijo él. Es que yo iba con corbata, eso te convierte en doctor—. Estoy tratando de que la dirección general de aduanas apruebe que el forro plástico sea obligatorio. Me miró como esperando una felicitación o un sello prees colar de sonrisita. —¿Y por qué tendría que ser obligatorio? —pregunté. Negros / 355
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—¡Porque nos llenamos de plata, pues, doctor! Más bien, si usted puede mover sus influencias con el asesor, ya nos repartimos las ganancias. Me dio su tarjeta. Pero antes de seguir negociando, el Chino Pajares me hizo pasar a su oficina y me ofreció un whisky. Nos sentamos y le conté la historia del empresario de los forros. Se rió: —Ése no va a lograr nada. Si los forros se hacen obligato rios, los pondremos nosotros. Mejor que ruegue por que no le hagan caso. Luego siguió hablándome del plan de reducción de la co rrupción policial. Fijó metas, trazó gráficos, mostró cifras. Yo me sentí obligado a ser sincero: —Chino, no entiendo. Todos aquí son una tira de corruptos. Tú también. ¿De cuándo acá les preocupa la corrupción policial? —No, pues, hermano. Una cosa es buscarse la vida, otra muy distinta es mancillar a la institución. Hay que salvaguardar el honor de la institución. Lo dijo pleno de respeto y solemnidad. El Chino Pajares cada día me sorprendía más. —¿Y por qué esa institución no se puede mancillar? Total, todas las demás… —Es que la Policía no es como las otras. ¿No has visto su lema?: “El honor es su divisa”. No tuve nada que responder a eso. El Chino continuó ha blando, ahora hablaba sobre mi labor. Me preguntó si tenía breve te. No tenía. Me preguntó si había conducido un auto antes. Sí lo había hecho. Y mal. Me preguntó si me interesaba ganarme un extra. Me interesaba. Sonrió. Me dijo que bebiese más y que, de ser posible, derramase un poco de alcohol sobre mi ropa. Me ne cesitaba apestoso, señaló. 356 / Sólo cuento
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Esa misma tarde, salí del Ministerio al volante de un depor tivo amarillo decomisado a un narcotraficante. El vehículo iba equipado, además del equipo de música y el clima artificial, con una microcámara colocada en la puerta del copiloto y dirigida hacia mi ventanilla. Mis instrucciones eran cometer todos los desastres posibles al volante para hacerme detener. Y eso era todo. Cuando el policía me pidiese un soborno, la cámara transmitiría sus palabras e imagen en vivo y en directo a un fiscal apostado en una camioneta que seguía a mi deportivo. El Chino Pajares y dos agen tes vestidos de civil también estarían en la camioneta —tomándo se un whisky, según me había explicado el Chino— y bajarían a detener al policía bajo cargos de corrupción. Si el experimento salía bien, las cintas grabadas se ofrecerían a la televisión para hacer un reportaje de efecto disuasivo para otros policías. Y todo gracias a mí. La primera parte del trabajo fue fácil. Conduzco tan mal que en la primera calle entré contra el tráfico, en la segunda —que era la calle del hospital Ricardo Palma— bloqueé el paso de dos ambulancias, y en la tercera me salté una luz roja. Ahí, finalmente, oculto detrás de un muro en espera de incautos infractores, había un policía. En cumplimiento de su deber me detuvo. —Buenas tardes. Su brevete, por favor. —No tengo, señor policía. El policía puso cara de preocupación, de gravedad de la si tuación, de magnitud de la tragedia. —Pero se ha saltado una luz roja. —En efecto, sí. —¿Y su tarjeta de propiedad? —Tampoco dispongo de momento, señor policía. —Mal. Mal. Mal. —Uy, y aquí huele a trago ¿Ah? Negros / 357
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—Es verdad, estuve bebiendo. Sonrió satisfecho. —Le voy a tener que poner una papeleta. —Ya. —No me queda más remedio. —Comprendo. Se quedó en silencio cuatro minutos y medio. Luego dijo: —Esto le puede costar doscientos soles. —Me imagino, sí. —Ah. Ya veo que le sobra la plata. —No, señor. De hecho, no tengo doscientos soles. —Yo no lo quiero perjudicar. —No, claro. Comprendo. —Además, tiene que pagarla lejísimos, en El Agustino. Usted ni va por allá, seguro. —No sabía que las multas se pagan en El Agustino. —Es una nueva disposición. —Fíjese. Permaneció meditando dos o tres minutos más. Pensé en el Chino Pajares riéndose con su whisky en la mano. Me estaba aburriendo. Dije: —¿Y cómo podríamos arreglar esto? —Eso será según su criterio. Yo no lo quiero perjudicar. —Gracias. Me acercó su reglamento abierto, en una posición que al bergaría justo un billete. Pero no me pidió nada que ameritase la intervención del fiscal. —Es que ha cometido una infracción muy grave. Mire, aquí está estipulado lo referente a semáforos. —Sí, lo veo. Se aseguró de que lo viese bien. 358 / Sólo cuento
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—Y aquí lo del uso de estupefacientes. Porque yo no le voy a hacer un dosaje ahora, pero hay cosas que están claras ¿No? Entre nosotros, sin ofender. No dije nada. Luego se despegó del auto y dio algunas vueltas silbando una canción de Euforia. Cuando vio que yo no me movía, regresó: —Mire, usted parece un buen muchacho. —Gracias. —Un señor hecho y derecho. —Gracias. —Voy a confiar en usted. Lo dejo que se vaya y, ya si usted buenamente quiere pasarse por acá, yo estaré hasta las ocho de la noche. Luego detuvo el tráfico para que yo pudiese salir. Tratamos con muchos policías más, pero pasó lo mismo. El fracaso de su proyecto anticorrupción deprimió mucho al Chino Pajares. Empezó a meterse demasiadas porquerías al cuer po. Solía venir a mi casa con un paquete de cervezas. Se sentaba, dejaba una bolsa de coca en la mesa y se sacaba el arma del cin turón. Siempre tenía que recordarle que yo vivía con mi madre y era mejor que ella no viese esas cosas. Entonces guardaba sólo la coca, porque el arma tenía licencia y era legal. Luego se murió su perro Chimbombo y dejé de verlo duran te unos meses. Creo que lo pasó muy mal. Quería a su perro como a un revólver. Además, supe que lo habían echado del Ministerio por pesado y por sospechoso de maricón. Pensé que eso lo mata ría. Pero tras varios meses sin aparecer, pasó una noche por mi casa. Estaba de buen humor. —Mañana me voy de fin de semana al Norte, a ver a mi viejo que vive en Tumbes. Voy con el Mellizo. ¿Quieres venir? Salimos al día siguiente. Negros / 359
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Yo siempre había pensado que alguien como el Chino Paja res no podía tener papá. Quería saber de él, pero en los mil kiló metros hasta Tumbes, ni lo mencionó. Aparte de no hablar del papá, durante el camino disparamos a los pelícanos en la playa, fumamos y jugamos con el botiquín del Mellizo. Era bien bestia el Mellizo. Disparaba con armas de fuego por afición, pero lo suyo eran las drogas de síntesis. Y todas las demás. Le gustaba llamar por teléfono a una farmacia pidiendo ampolletas inyectables de un tranquilizante para gatos llamado Ketalar. Metía el contenido al microondas en una taza. El líquido se evaporaba y dejaba cristales. El Mellizo los raspaba con una tarjeta de crédito y los aspiraba. Nada especial, pero el Mellizo estaba contento de poder pedir sus drogas a la farmacia. Este país avanza, decía. Durante el trayecto a Tumbes, sólo tuvimos un incidente con la Policía. Habían montado una redada de rutina y el Chino Pajares iba como a ochocientos por hora bien pasado de todo, como le gusta. Cuando vio la cola de la redada, frenó, dejó el vehículo en la cola y se pasó al asiento de atrás. Cuando el policía llegó a la ventanilla, el Chino Pajares le dijo que el conductor había bajado del auto y se había ido corriendo. No. No sabemos a dónde. No. No podemos mover el auto porque estamos todos borrachos. Sería ilegal. El policía movió el carro hasta un lado de la carretera y nos dejó ahí. Y ahí nos quedamos tres horas hasta que se fueron. Ese incidente ocurrió en Huanchaco, pero no im porta porque en Huanchaco siempre ocurren incidentes. La cosa es que llegamos a la casa del papá ya de noche. El Señor Chino Pajares tenía una novia morena con un culo enorme y nos saludó a los tres igual, no como si todos fuésemos sus hijos, sino como si ninguno lo fuera. Durante la cena, no habló. Y luego se fue a Ecuador a pasar la noche, porque tenía unos negocios. 360 / Sólo cuento
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A partir de aquí, narraré según lo que me contaron y lo que yo mismo deduzco. Ya en Ecuador, como a medianoche, la novia del culo enorme le dice al papá que sería mejor que viese a su hijo. Que nunca lo ve. Que el Chino Pajares es un buen chico. Que conversen ese problema que tienen. O que no lo conversen, pero que al menos se vean. El papá duda un rato y refunfuña pero termina por ceder. Le toca el culo enorme, la besa y da la vuelta. Regresan a la frontera, cruzan el puente apestoso sobre el río sin agua y se dirigen a su casa. A la mitad del camino, una camioneta de transporte público empieza a darles bocinazos para que se quiten de su camino. La vía es angosta, así que el papá no se aparta. La camioneta —combi la llaman allá— sigue molestan do. El papá grita. La novia le pide que se calme. La camioneta trata de adelantarlos y los empuja fuera del camino. Al sentir el raspón en la carrocería, el papá da un golpe de timón, se les cruza y chocan. El golpe no es grave pero bajan a verlo. El papá indig nado argumenta que lo han chocado por detrás, así que es culpa de la camioneta. El de la camioneta le dice que se vaya a la mierda. Cuando van a llegar a las manos, aparece un patrullero. El patrullero conversa con uno, luego con el otro. El papá se niega a darle dinero y luego ve que el conductor de la camioneta sí le ofrece billetes. Billetes pequeños. El papá se enoja mucho, pega de gritos, le da un infarto y se muere ahí mismo, en la carre tera. Ni siquiera agoniza, se muere nomás. En consecuencia, el policía abandona el lugar de los hechos y la camioneta también. La novia se queda sola con el cadáver, la madrugada y su culo enorme. El cuerpo llega a la casa a las cuatro de la mañana, ya frío, más bien duro y con los ojos abiertos. Antes de explicarnos lo ocurrido, la novia llora y vomita. El Chino Pajares, que sabe de estas cosas, no llora ni vomita. Dice que es necesario un reconocimiento médico Negros / 361
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y un certificado de defunción para ponerle una denuncia al huevo nazo del policía ése que no sabe con quién se ha metido. El Mellizo Cuéllar le prepara a la novia un combinado de diazepam y ketalar. Luego tratamos de meter al papá en la maletera del auto del Chino, pero él dice que mejor lo sentemos en el asiento de atrás, con el Mellizo sosteniéndolo, para que no se tuerza. Y salimos a buscar un hospital. Ahora el Chino conduce como si fuese una nave espacial. Ni siquiera se ven los árboles al lado del camino, aunque me pregunto si hay árboles en Tumbes, donde sólo he visto mandarinas y putas. La cosa es que vamos tan rápido que una sirena policial nos pide detenernos. El Chino Pajares acata la orden. Reduce la velocidad. Apaga el motor. Enciende un cigarrillo y espera. Todos esperamos. El papá espera con los ojos abiertos y sin fumar. El policía baja del patrullero y camina hacia nosotros. El Mellizo dice, muy bajito: —Chino. ¿Qué estás haciendo? —Me han detenido. Me detengo. El Chino está de mal humor. No le gusta que lo detengan. Ahora, el Mellizo habla muy lentamente, como le hablaría a un niño de cinco años. —Chino, toma consciencia: en este carro hay una bolsa de marihuana, dos piedras de coca, varias pastillas de todo tipo, tres ar mas de fuego y un cadáver. Haz el favor de acelerar ahora mismo. Y se queda calladito. Todos nos quedamos calladitos, espe cialmente el papá. El policía se acerca al auto, desde atrás. Ya casi puede tocarlo. Llega a decirnos algo. Pero el ruido del motor apaga su voz. Y el policía empieza a alejarse y hacerse más chi quito en el espejo. Y el papá calladito, sin gritarle a nadie. Entonces empieza una persecución de película gringa, pero en un barrio de telenovela peruana. Corremos, chocamos contra los basureros, contra un quiosco, contra un perro, creo. Y los policías 362 / Sólo cuento
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detrás. Me parece que son varios patrulleros pero no lo sé porque tengo los ojos cerrados. En realidad, tampoco creo que sea una gran persecución, ahora que lo pienso, no hay muchos patrulleros en Tumbes. Pero tengo miedo. Uno de los patrulleros se cruza frente a nosotros. Ahora tenemos que detenernos o matarlo. Preferimos detenernos. El policía baja del auto furioso. Grita algo que no oímos. El Chino Pajares quiere hacer algo pero no sabe qué. El Mellizo llora. Sí. Llora. Pero no vomita. El policía se acerca a nosotros. Se asoma a nuestra ventanilla. —Chocherita —le dice al Chino—. ¿Tú estás borracho o qué chucha te pasa? El Chino, por primera vez, ni siquiera tiene fuerzas para inventar nada. —Mire, jefe, es que llevábamos a mi viejo al hospital y te nemos mucha prisa. El policía me mira a mí, mira al Mellizo Cuéllar y, sólo al final, sus ojos se posan sobre el papá recostado contra el cristal, rígido. Se queda mirándolo larga y fijamente, al menos eso me parece a mí. Al final, dice: —Sí pues. Se ve un poco pálido el señor. —Sí —dice el Chino. —Ya —digo yo. Entonces el Mellizo abraza al cadáver, pone a temblar sus labios y sus pupilas, acaricia el rostro frío del papá con su mejilla llena de lágrimas. Dice: —De repente, se ha puesto pálido y se ha desmayado. No sabemos qué le pasa. Todos tratamos de llorar. —No hay problema —dice el policía—. Si se trata de una emergencia, sigan adelante. Los escoltaremos hasta la posta médica. Negros / 363
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Y nos escoltaron hasta la posta médica. Y se fueron antes de que subiésemos al papá por las escaleras de la entrada. El Mellizo no paró de llorar en todo el camino, abrazado al cadáver. Al amanecer, mientras esperábamos los papeles del muerto, le conté al Chino Pajares que me quería ir a España. A vivir. El Chino Pajares respiró hondo y cerró los ojos para disfrutar los primeros rayos solares de la mañana. —España —suspiró—. A mí me habría gustado vivir en la Guerra Civil Española. No sé en cuál de los dos bandos. En cual quiera. Habría sido de la puta madre. Al día siguiente volvimos a Lima. Nunca más lo volví a ver.
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Sucios
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Jorge Franco
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Jorge Franco (Medellín, Colombia, 1962). Autor del libro de cuentos breves Maldito amor, y de las novelas Mala noche, Paraíso Travel, Rosario Tijeras (Premio de Novela Dashiel Hammett Internacional) y Melodrama. Su amigo Daniel Samper Ospina, director de la revista Soho, considera que el autor de Rosario Tijeras es uno de los escritores más talentosos que tiene el país porque pocos, como él, entienden tanto de técnicas narrativas. “Jorge Franco narra como si estuviera haciendo cine, y por eso sus textos son un aluvión en el que uno se mete y no sale sino hasta que se acabe la última página. Esa velocidad para contar historias como quien las ve es, creo yo, su mejor cualidad […] Es ex cepcionalmente sencillo para tener semejante talento.”
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Eva, la sucia
—No me voy a bañar, no me voy lavar el pelo ni a cortar las uñas, ni a cepillar los dientes hasta que vuelvas —le dijo Eva a mi foto. Lo había jurado y lo estaba cumpliendo, y todas las tardes ponía a prueba su protesta, a la misma hora, sentada frente a la ventana, mirando las bombillas que empezaban a alumbrar. —Cuando la noche está limpia se juntan las estrellas con las luces y todo parece un solo cielo, abajo con los vivos y arriba con los muertos —me dice y se dice ella, mirándome en la foto. Sostiene el retrato con las manos manchadas y me lleva a su pecho. Aprieta para que la foto no se suelte o para que el corazón no se salga. Intenta decir algo pero no dice nada, trata de moverse pero es como si mi foto le pesara. O le pesa por mi ausencia, y porque ya es de noche y todas las noches llora. —Quisiera oír algo distinto —me dice al fin. Metido en la foto no puedo decirle nada. Pero me gustaría contarle una mentira distinta a las que le han dicho en estos seis meses; decirle: no te amargues, Eva, que el día menos pensado llego; decirle: no llores más que no vale la pena; ve y báñate, Eva, que ya hace muchos días que fue lunes. De pronto un grito oscuro: es Eva quien grita, a sí misma, a la ventana, a las luces y a mí. Ruge mi nombre como si mi ausen Sucios / 369
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cia fuera por mi culpa. Todas las noches grita a la misma hora, apenas se confunden noche y montaña. —¡Y hoy voy a gritar más duro! —amenaza Eva, y pega su frente contra la mía y con su boca babea mi foto. Yo quisiera lamer lo que ha mojado. Sé que mil veces ha querido rasgarme en peda zos, pero en lugar de hacerlo me come a besos, y no le importa que su boca sepa a sales y a dektol. Un sabor más para la colección de olores en su boca. —¿En qué habíamos quedado, Eva? —En nada —me había dicho, pero luego añadió—: en todo, en que nos iríamos, en que viviríamos juntos, en que todas las noches nos acostaríamos temprano. —Lo dices porque tienes sueño. —Lo digo —me había contestado— porque me gusta estar en la cama. Lo decía agazapada a mi lado, los dos apestando porque no habíamos pasado por la ducha en todo el fin de semana y porque nos gustaba quedarnos así: dos días encerrados, sin lavar platos, sin recoger la ropa, sin lavarnos las bocas ni los sexos, sin des odorantes ni perfumes; los dos malolientes y excitados. Eva mira la foto y me dice: —Ahora debes estar inmundo. Levanto los brazos y me huelo las axilas, paso mi mano sobre la cara y la barba me raspa, me toco el pelo y siento la grasa y los nudos, con la lengua repaso mis dientes y me digo: sí, estoy bastante sucio, pero eso no importa. Lo que importa es que Eva está sola a estas horas, que lleva meses sola y que no sabemos cuántos le faltarán. 370 / Sólo cuento
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—No lavo los platos, no saco la basura, no me cambio de ropa hasta que vuelvas —jura Eva con rabia, con su voz saliéndo le a pedazos de su boca pastosa. Con la ventana cerrada para que los olores se concentren pero atenta a cada luz nueva, como si adivinara en cuál de todas ellas podría estar yo. Sé que hoy todo va a empeorar apenas comience la bulla y las luces artificiales no dejen ver las otras donde me busca Eva. Quisiera decirle: cierra la cortina, vete a tu cuarto y enciérrate; tómate un somnífero, duér mete ya, Eva. Sé que Eva va a angustiarse cuando todos comiencen a festejar. —Si algún día me pasara algo, Eva. Para que no hablara me vaciaba leche en el pelo. —Si alguna vez... Y para que no siguiera me tiraba espaguetis a la cara. Eva grita de nuevo, grita duro y se dobla sobre mi foto. Es un chillido largo que no dice nada, que sólo saca el dolor que le lleva las manos al pelo y la hace enmarañar los cadejos que ya ha for mado la mugre. Zapatea como si el piso tuviera la culpa y sin pensarlo me arroja sobre los periódicos, la ceniza, las botellas y los platos sucios. También hay comida por todo el piso. —¡Y no me limpio la nariz ni los oídos, ni me cambio las medias hasta que aparezcas! Va a la cocina y sirve agua de la llave en un vaso sucio. Eva bebe el agua turbia y cuando termina sirve más. Camina por la cocina con el vaso lleno. Camina por toda la casa con un vaso en la mano. Gime y bebe y se echa en el piso junto a mi foto, me levanta con cariño, me toca con su nariz y gime; afuera se oyen los primeros fragores de la pólvora. En un golpe apresurado, Eva ha derramado el agua sobre la baldosa. Sucios / 371
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Se desliza entre el desorden hacia la ventana y arrastra mi foto. Estira el cuello y primero asoma los ojos, entonces ve lo que no quería, lo que yo tanto temía que llegara, la explosión de luces, los destellos en lo negro. Pega la boca al borde de la ventana, lame el polvo y escucha los estruendos, los coscorrones secos de la pólvora contra el cielo. Yo espero el grito anunciado, pero abrazada a mí se da vuelta y queda de espaldas al festejo. Recoge del piso una colilla, gatea hasta donde están desparramados los fósforos. Todavía no grita. —Hoy no vale la pena gritar —dice—. Hasta Dios anda en su cuento. Quisiera decirle: eso es, Eva, piensa que es lunes y que ya estamos limpios, que ya recogimos el desorden, que ya nos baña mos, me afeité y te arreglaste y todo quedó en su sitio como si aquí no hubiera pasado nada. Decirle: hasta la próxima vez, Eva, cuando volvamos a encochinarnos con restos de comida, con licor y saliva, con pegotes y sudores de nuestros propios cuerpos. —¡Y no cambio las sábanas y las toallas, ni lavo el baño! Cuando nos despedimos los dos estábamos limpios, su boca olía y sabía a menta, y su pelo lavado había recobrado el color. Su cuerpo olía a jabón, el cuello a perfume y la ropa a detergente. Era lunes y todo volvía a empezar. La casa se sentía fresca, las venta nas estaban otra vez abiertas y el aire nuevamente se dejaba res pirar. Todo volvía a ser perfecto y era imposible presentir que ese lunes yo no iba a regresar. Entonces esa noche lanzó su primer grito, no pegó los ojos y no dejó de llamarme hasta el amanecer. Y esa mañana frente al espejo, con los párpados abultados, la nariz dilatada, la piel enro jecida y los labios mordidos, sentenció: —Así me vas a encontrar. 372 / Sólo cuento
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Lo repitió mirándome a los ojos en la foto que rescató de su cajón: así me vas a encontrar, como si el tiempo no hubiera pasado. A la misma y única foto que no ha soltado desde entonces. Una foto inútil, sin esperanza, la misma que ha aparecido en pe riódicos y pancartas, la misma con la que Eva ha enarbolado su dolor. El retrato de un olvidado, de un secuestrado, de un desapa recido. O en unos días, o tal vez en horas, la foto de un muerto. —La Navidad engorda las penas —dice Eva. Muy despacio se deja caer. Como si ya no fuera suyo aban dona la firmeza de su cuerpo, y estirada y larga esconde la cara entre sus brazos. —A mí qué me importa que mañana sea otro día, otro año u otro siglo si me voy a levantar igual —dice Eva sin esfuerzo. Afuera la fiesta se desmanda. El cuarto ha sido invadido por las luces y las descargas. Cualquiera pensaría que el mundo está a punto de reventar. Eva me toca con su boca. Quisiera decirle: mañana nada va a ser igual. —Mañana todo va ser igual —me dice Eva—. Únicamente estaré más sucia.
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Pedro Juan Gutiérrez
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Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950). Escritor, poeta y pintor. Se le ha comparado con injusticia y miopía con Charles Bukowski de bido a sus frescos de los bajos mundos habaneros y de las más sucias pasiones humanas. Su principal trabajo narrativo se encuentra en la Trilogía sucia de La Habana, que incluye las novelas Anclado en tierra, Nada que hacer y Sabor a mí. También es autor de El Rey de La Haba na, Animal tropical (Premio Alfonso García-Ramos de Novela 2000), El insaciable hombre araña y Carne de perro (Premio Narrativa Sur del Mundo). Ha visitado el género policial con “Nuestro GG en La Habana” y la literatura memoriosa con El nido de la serpiente: memorias del hijo del heladero. “Trilogía sucia de La Habana me parece un libro deter gente, limpiador. Muchos lo leen por sus pasajes escabrosos, por su priapismo elocuente. Yo lo encuentro refrescante, es un baño que re mueve todo los excesos ideológicos, moralistas, sociológicos, toda la retórica, de lo realmaravilloso, la verborrea literaria de los últimos cuarenta años. Pedro Juan Gutiérrez nos devuelve al escepticismo puri ficador de la novela picaresca, tal vez la más genuina creación literaria de la narrativa en lengua española”, opinó el escritor cubano Edmundo Desnoes. El cuento que aparece en esta antología pertenece al libro Trilogía sucia de La Habana.
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Yo, el más infiel
Lo grandioso de la cárcel es que aprendes a estar tranquilo, solo contigo mismo, en un pequeño espacio, y no necesitas más. Al mismo tiempo despliegas toda tu astucia de lobo solitario para que los otros hambrientos no te canibaleen e invadan tu espacio. Aprendes a quedarte quieto, sin hacer nada, sin esperar nada, y te olvidas del tiempo y de todo lo que sucede allá afuera. Eso mismo hacen muchos animales. Entrar en letargo. Invernar. De ese modo, inconscientemente, construyes un caparazón que te protege. Un duro cascarón protector que aprendes a usar con mucha eficacia. De repente, un día te llaman a una oficina, te hacen preguntas estúpidas para rellenar un papel, y entonces te dicen: “Su condena queda reducida en cinco años y seis meses. Prepare sus pertenencias. Esta tarde será puesto en libertad”. No lo hacen por buenos y nobles. Están obligados a escarbar entre lo mejorcito que tienen aquí y soltar un poco porque ya esta cárcel tiene el doble de reclusos de los que admite. Además, no tienen comida, ropa, zapatos, ni trabajo para tanta gente. Bueno, me liberan esa tarde. Salgo a la calle. Voy al mismo cuartucho donde viví siempre. Llevo dos años y medio ausente. Llego silencioso, me paro en la puerta y miro en la oscuridad in terior. Las cosas han cambiado un poco. Isabel tiene otro hombre Sucios / 377
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y están ocupando los dos cuartos: el de ella y el mío. No perdió tiempo. Se asustan. Parece que he salido de la cárcel con la expre sión amenazadora, sombría y calculadora que forma parte de aquel cascarón. Dicen cosas incoherentes. No les entiendo. Isabel dejó de ir a verme a la prisión a los tres meses. Es decir, hace dos años y tres meses que no nos vemos ni sabemos nada uno del otro. Ni recordaba bien su cara. Ahora no sabe qué hacer y pide discul pas. No me interesa nada. Sólo estuvimos juntos unos meses. Tal vez un año, no recuerdo. Me agarraron atrás de aquel hotel, ense ñándole la pinga a una turista vieja, anhelante de sexo duro, y me jodí. No tengo nada que ver con Isabel, sólo que a ella le encanta hacerse la esposa. Cuando me visitaba en la cárcel me decía cosas como “cuando hacíamos el amor”, “te voy a esperar siempre”. Yo me reía en su cara y le decía: “¿En qué tú andas que hablas tan fino? Pareces una señora elegante. Tú estás empatada con algún tipo educado que te habla así y lo repites como una cotorra de mierda.” Ella se ponía colorada, bajaba la vista, y negaba. Pero al poco tiempo se perdió. Hasta hoy. Se deshace en explicaciones. —Ya Isabel. No tienes que explicarme nada. No te he pre guntado ni cojones. Desocupa esto. Voy a dar una vuelta y regreso dentro de una hora. —No te vayas, Pedro Juan. Enseguida desocupamos. —Me voy. Te voy a dar tiempo para que limpies bien y quites esta peste a perfume de maricón que hay aquí. El tipo ni se dio por enterado. Me gusta andar belicoso, como buen hijo de Oggún. Cuando me vean tranquilo ya estoy apestando. Bajé la escalera y me senté en el muro del Malecón. Estoy demasiado silencioso y solitario para quedarme en la azotea del edificio, con el barullo de los vecinos en cuanto me descubran: “Ah, Pedro Juan, al fin regresaste”. Enseguida aparecen las botellas 378 / Sólo cuento
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de ron y las tumbadoras y se arma la fiesta. No. No estoy para fiesta ni para ron. Para ser exacto: llevo dos años y medio sin probar el ron, sin tocar los tambores batá, sin probar mariguana ni café. Y sin templar mujeres. Cogerle el culo a un maricón o rayar me una paja no es igual. En fin, estoy amargado. Lo mejor es quedarme solo porque si me pinchan salto. Y no me conviene te ner ni el más mínimo problema. Ya es casi de noche y es el último día de agosto. Un calor y una humedad sofocantes. De repente el tiempo comienza a cam biar. El cielo se cubre de nubes negras, macizas y pesadas. Un viento norte repentino refresca y trae un olor ligero. Una extraña luz plateada se apodera del mar y de los edificios. Jamás había visto esto desde que nací aquí mismo hace cuarenta años. Arriba todo ne gro, brutal, como chorros de plomo. Abajo todo luminoso, plateado y leve. Es un saludo bello para Oggún. Y siento un escalofrío. Me pide ron y tabaco. Ya se lo puedo dar. De algún lugar tengo que sacar un vaso de aguardiente y un buen puro para compartirlo con él en mi cuarto. Espero que Isabel no haya tocado el caldero y los hierros de Oggún porque la mato. De repente empieza a llover. Con mucho viento. Un diluvio. Me empapo en un segundo. El agua me refresca y me quedo sentado en el Malecón. El mar está tranquilo como un plato y la luz plateada va desapareciendo poco a poco. La lluvia arrecia mucho más. Cierro los ojos y sólo siento y oigo el agua cayendo. Y la libertad. En este momento me doy cuenta de que estoy libre otra vez y que puedo hacer lo que quiera. Puedo moverme, salir corriendo. Puedo decirle algo seductor a una mujer, seguirla, enamorarla y acostarme con ella esta misma noche. Me siento libre y feliz y me invade la alegría. Y sigue llo viendo a cántaros sobre mí. La lluvia y la oscuridad de la noche avanzan. Sucios / 379
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Al rato amaina un poco. Ya es de noche. Voy al edificio. Subo los ocho pisos, hasta la azotea. Ya el cuarto está libre. Isabel me da la llave y trata de conversar de nuevo conmigo. Me tiene miedo: —¿Por qué te mojaste así? —¡A ti qué te importa! —Déjame buscarte una toalla. —No. Vete. —Bueno... Entro al cuarto. No hay nada. Sólo el mismo colchón destripa do que dejé sobre un camastro. En un rincón, dentro de una caja de madera, están los hierros de Oggún. Voy hasta allí, golpeo tres veces la madera, saludo, le pido perdón por no salir a buscarle ron y tabaco. Le digo que espere hasta mañana. Apago la bombilla. Me tiro sobre el colchón. Cierro los ojos y ahí está Isabel otra vez, llamándome y tocando en la puerta. Le abro. Me alcanza un vaso de aguardiente y un tabaco. No se atreve a entrar y se queda en la puerta: —¿Y esto? —A mí no se me olvidan tus costumbres. Intento rechazarlo, pero ya ella regresó a su cuarto. Cómo sabe esta cabrona. Tanteo en medio de la oscuridad y enciendo de nuevo la bombilla. Voy hasta el cajón de Oggún. Los hierros están cubiertos de polvo y telarañas. Los rocío con un buche de aguar diente y los saludo. Hay que entrar en confianza de nuevo. Otra vez Isabel en la puerta: —¿Tienes fósforos? —No. —Toma. Me los alcanza. Y se queda. Le encanta hacer la mamita buena, zorra de mierda. Doy fuego al tabaco y soplo humo sobre los hierros. El resto es para mí. Isabel está de pie, mirándome: 380 / Sólo cuento
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—Me gusta verte así. Bebiendo ron y fumándote un tabaco. La miro y no le contesto. —Ese muchacho ya se fue. No era nada serio. —No me interesa tu vida. No me hagas más cuentos. —Te guardé un plato de comida. Para luego. —¿Tienes más aguardiente? Fue a su cuarto y regresó con media botella. Me sirvió. —¿Tienes miel de abeja? —¿Pa’ los hierros? —Sí. La está pidiendo desde que entré aquí. —No tengo. Pero mañana salgo temprano y te la traigo. Me quedé en silencio, disfrutando el placer de estar en mi cuarto, con la cazuela de Oggún, bebiendo aguardiente, fumando, y con una buena hembra a mi lado, loca porque yo le dé un pinga zo esta noche. Empezó a tronar. Me asomé a la puerta. Mi cuarto y el de Isabel son los únicos que tienen vista al Caribe en esta azotea. El resto es un laberinto construido con tablas podridas y pedazos de ladrillos, donde la gente se asfixia de calor entre la mierda y el hambre. Había una tormenta eléctrica a lo lejos, sobre el mar. Sólo se veían los relámpagos de luz. El diluvio se había transformado en una llovizna espesa, sin viento. Sobre las tejas de fibrocemento de mi cuarto se escuchaban esas gotas como un suave chaparrón. Una música imperturbable. Me pareció que hacía muchísimos años que mi alma había abandonado mi cuerpo y ahora estaba regresando. La sentía invadiendo cada rinconcito de mi sangre y mi carne. Isabel se había sentado en la cama. Esperaba por mí. Sólo de mirarla tuve una erección instantánea. Me seguía gustando esa mulata. Después de todo, ¿qué fidelidad puedo exigir yo? El más infiel de los mortales. Sucios / 381
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Cerré la puerta. Nos desnudamos despacio. Nos abrazamos y nos besamos. Estrechados bien juntos. El corazón se me aceleró y casi se me sale una lágrima. Pero la contuve. No puedo llorar delante de esta cabrona. La penetré muy despacio, acariciándola, y ya estaba húmeda y deliciosa. Es igual que entrar en el paraíso. Pero tampoco se lo dije. Es mejor quererla a mi manera, en silencio, sin que ella lo sepa.
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Rafa Saavedra
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Rafa Saavedra (Tijuana, México, 1967). Narrador. Es autor de los li bros de cuentos Esto no es una salida, Postcards de ocio y odio, Buten smileys y Lejos del noise. Asiduo blogero, Rafa Saavedra parece un escritor multimedia de pensamiento multimedia. Una blogera apunta sobre Lejos del noise: “Originalmente subtitulado Amigi drinks and loops, sigue practicando malabares con la vida, la fiesta y la ciudad como temáticas recurrentes, en un mix de imágenes que presenta al lector en plural de tercera persona, incluyéndolo así en un viaje con múltiples retornos y loops que parecen no tener rumbo. En él mezcla constantemente el inglés, el español, el italiano y cualquier otro lengua je, hasta inventar uno que parezca adecuado para decirnos “eso” que le es necesario. Muchos de sus textos no desarrollan una historia, ni tienen personajes, y muchas veces ni siquiera sucesos, ¿por qué se les cataloga como cuentos?”
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Ultrapop
Ultrapop registra con su cámara nuestro furor en carrusel. Cada vez que nos mira, habla el demoledor deseo de imprimirse como big star, en decenas repetidas, colores primarios y ampliaciones bancarias. Es un héroe de ocaso y sentimiento, uniforme 501 y grandes agujeros que se reconforta en el desliz de una chica: mi chica cuya sonrisa, subrayada como fuerza de oposición, me escan daliza a las cinco en punto y que, sin exageraciones, borda en mí cicatrices antiguas. Mi chica es toda lluvia dorada, prime choice, reportaje nickel de portada y páginas interiores, divino lustre que besa mis heridas sin demasiado artificio. Ultrapop la capta abierta, emer giendo en super slow motion con su cara de discordia; me capta en buenas vibraciones, buscando un show de talento tendido en la cama. Es ella, mi chica de calma rota; soy yo, una sierra, apenas desajustes al enchufar una armonía que hace ver el fracaso como algo positivo. Somos dos disparando vagas cenizas en dirección a un vencimiento logrado a priori. Juntos, mi chica y yo, damos vida o idea de una mentira como veleta que no deja de girar: so mos un fomento de fondo diverso, el reflejo de unos cursos con diplomas y medallitas, una maniobra de 17 años que hasta ayer fue fiel a sí misma como el ruido diabologum en los noventa [Una Sucios / 385
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voz en off que no reconocemos se sitúa inquieta en la escena como rayo de luz]. Ultrapop nos absuelve con movimientos rápidos y el fulgor de su flash, vitaminado hasta la última fila por nuestra dicha de sal, nos envuelve en crudo efecto celofán. Es caribe tornasol y suicida. Mi chica y yo no paramos de fornicar al lente de garage interior. Mi chica moderna devora todo lo que poseo, le saca jugo a mis entrañas en un tilt up; cree que soy un ticket premiado, un disco de doce pul gadas. Yo le hago sentir desdichada, boxeo, muerdo sus pechos de bronceado veraniego y terapeo todos sus temores en víspera de terapia antes de girar en dirección a su culo ye-yé. Me enciendo, la enciendo fácilmente: soy tan violento y simple como tambor de contingencia urbana, el disparo inocente que inició nuestra plegaria en delay. Ultrapop nos amenaza con su armada de cables y micrófonos, su aullido es la señal de corte. Al escapar del encuadre, siento la presión legal de ser protagonista con el uno por ciento de proba bilidades y el escote triangular de mi chica, empapado, sudoroso, pegado como pesadilla a mi piel con luces de avión. Somos bum pos, estamos encandilados por el último secuestro, semilla de noche vieja y triste cuarto de hotel sin estrellas. Imaginándonos, sensibles, la muerte de Poch; en el escaparate, saludando a Balthus; en Nueva York, desnudos tomando el sol; aquí, rompiendo números sin suerte. Ultrapop sigue en marcha, el close up de nuestros periféricos lo recrea en stamina, respira profundo y grita: “¡Sois perfectos!” [La voz, cada vez más próxima, enlista sus cosas favoritas]. Mi chica se ríe, yo pongo mis cojones candado en el piso. Ultrapop quiere diálogos calientes, oraciones a María, desatinos azules. Yo quiero beber y mi chica se divierte al decir palabrejas en francés. “No me jodas con tu cultura de barrio fino”, le contesto. Si somos idénticos, ¡qué más da hacerlo o no! 386 / Sólo cuento
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—Detesto el cierre de tu boca, ¡qué pálida luz! —Inserta esquizo un edema de Kostabi —grita mi chica pegada al estéreo. —Pelea o finge. Give me good clean fun. Nos separamos muertos de risa. Mi chica y yo. Ella, trans gresora como ensueño, se levanta y camina segura, desnuda noticia que carcome, con destino a la mesa. Yo la sustituyo con la firmeza del puño de Dios. Enfermo de monotonía, Ultrapop nos pide más. Una pelea de fondo, algo que explote en el momento justo, bofe tadas o sangre, otras sonrisas que destruyan el optimismo. Ultrapop es experto en su negocio. Nada de tomas aburridas, paisajes muer tos o pirotécnicos dobles de tinte fluorescente. No, Ultrapop quiere nuestra cercanía entablada en el videojuego y puesta al día. Apa sionada e irritada, dolorosa y punzante, coloquial y certera como poema de Panero; lo demás, asegura, siempre serán filtros de azar que no sirven de nada. —¿No te parece que ya fue suficiente? —inquiere mi chica. Voy por ella. Sin tropiezos, erecto, ruidoso como libido chupachup. Ultrapop tira otra cinta por uno de sus agujeros. Me emo ciona su dirty entusiasmo. Mi chica atrapada en la mesa, en pose ciudadana, se dispone a decidir su tragedia carcelera. Mi chica es una diosa clavada a punta de martillo; mojada en espíritu y con mis dedos incrustados hasta el fondo de su pubis indigente. Otra vez, soy yo un rimadero de la clase priviligiada en sintonía tóxica. —¡Qué bonitas lágrimas vierten tus nalgas! —le dice Ultra pop a mi chica. Ella responde con el timbre de fax japonés y yo, congelado, no sé si creérmelo o no. Un descuido placentero para decir: “Al gunas cosas vienen de la nada”, modifica nuestra situación. Ahora es ella, en primer plano, el ángel que domina las esposas y juguetes de amarre esperanto. Es un feeling tan divertido ver a mi Sucios / 387
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chica perturbada, deleitándose en los afeites, veloz y sensual en el propósito de malas maneras. Ella marca el ritmo y yo, como James a los quince, pido más tensión, más madrugadas de primavera y verano que desafíen cualquier demanda política. Una bendición del consumismo industrial: soy esbozo solidario con mi placer calabozo. [La voz desconocida aplaude primero y luego, al sentir se comprimida, detecta el peligro]. Ultrapop sigue diciendo: “¡Sois perfectos!”. Los golpes no ahogan mil atracos citadinos, soy un tipo sencillo con sólo un vicio: mi chica alias galore toda agujas, que persigue el bienestar en un lugar equivocado. —Baby, you’re the best... Poco a poco nos hacemos viejos reciclando impulsos. Predi camos nuestra urgencia de cambio trenzados como parias. Un dolor pequeño de bolas chinas en camino al orificio. ¡Qué sorpresa!, mi chica envuelta en fuego encontró en mí su punto g y la salida de emergencia. Nada la detiene, se consume a cachitos. Ultrapop nos mira al revés por el monitor, no puede contenernos. Somos cerdos de museo interactivo, somos historia viva, somos algo más que stills hechos de frío. Ultrapop se lanza al ruedo sin idea, tartamudo e infantil. Ya nadie nos dirige, somos diminutas semillas lanzadas al aire a pesar de los llamamientos a la resistencia social. Encarnizados, perdiendo el equilibrio por las fuertes quema duras e iluminados en el ajetreo manual de 100 dólares por hora, escribimos la nueva historia. Un plus de autoenfoque visceral que mejor nos retrata en perspectiva hardcore. Ponemos la marca, creamos un mosaico de oportunidades y anotamos al instante. Ultrapop no es como nosotros, es débil piel blanca, tierna y nerviosa. Alguien que nunca se había puesto en línea de combate. Ingenuo jail bait de cadencia sin sentido, un noble candidato al date rape de música disco. Ya nos cansamos de tatuarlo, de man darlo sin lubricación por los extremos, de convertirlo en nuestra 388 / Sólo cuento
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mascota y joven bidet. Exige, reclama, suplica su año sabático. [La voz se aleja, camina presurosa hacia la salida, sus ojos expresan cierto miedo y no poca repulsión]. Sin embargo, nosotros le admi nistramos disciplina inglesa del tipo colegial, reconocemos sus espacios de saliva, lo conectamos con sus miedos y lo encerramos por ahí para que lo muerda fuerte la oscuridad. Como debería ser. Mi chica y yo volvemos a la colección de juegos e ítems opuestos, rellenamos otra hora en referencia y agonía estética que nos muestra un poco vulnerables. Vibramos, hacemos un squish que nos sale perfecto, estrenamos servicios que reciclan viejos placeres y celebrando la diferencia que nos une, oprimimos el botón de stop antes que el dolor real llegue sin explicación. Des pués ya recuperados de pelear con rubios insectos, mi chica y yo nos ponemos la camiseta de Juventus Laika para tratar de resolver el crucigrama del periódico de hoy. Es tan complicado que en ello se nos va el resto del día.
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Fabio Morábito
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Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Vive en México desde 1969. Autor de los libros de cuentos Gerardo y la cama, La lenta furia, La vida ordenada y Grieta de fatiga (Premio de Narrativa Antonin Artaud 2006, libro al que pertenece el cuento que ahora antologamos); del ensayo Los pastores sin ovejas; del libro memorioso También Berlín se olvida, y de los poemarios Lotes baldíos (Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer 1985), Caja de he rramientas, De lunes todo el año (Premio Nacional de Poesía Aguasca lientes 1991), El buscador de sombra y Alguien de lava, que se encuentran reunidos en La ola que regresa. En palabras de Sergio Pitol, “desde sus iniciales ejercicios literarios se reveló como uno de los ‘ra ros’ de la lengua. Desconcertó a algunos y fascinó a otros cuantos. Quien pretenda imitarlo se arriesga a cometer un suicidio. Su prosa elegante y exquisita es irrepetible”.
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El tenis de los viernes
Los viernes, después del partido de tenis, Arraiza, un hombre que se acercaba a los sesenta, me invitaba a tomar unos tragos en la alberca cubierta donde Lisa, su joven mujer, leía un libro o una revista mientras tomaba whisky. Esa tarde, como siempre, nos preguntó quién había ganado y cuando Arraiza le comunicó su enésima derrota, ella me reprochó que, en vista de mi juventud, no me dejara ganar de vez en cuando para darle gusto a su esposo. —Su esposo no necesita que lo ayude, ha mejorado mucho —dije, sentándome a su lado, mientras Arraiza preparaba nuestras bebidas junto al carrito de los licores. —¿Ya le contó de los suizos? —dijo ella. —¿Qué suizos? —Vamos a tener a unos nadadores en la casa —intervino Arraiza. Me explicó que una pareja de suizos que daba clases de educación física en la escuela de un amigo suyo, se había quedado sin trabajo y él los había contratado para que nadaran en la alber ca. Era una nueva terapia distensiva que estaba ganando adeptos en Estados Unidos, donde incluso había nadadores a domicilio. —Más que nada, es para hacerle un favor a mi amigo, mien tras encuentra dónde colocarlos —dijo Arraiza poniendo en mi mano el gin tonic. Vida doméstica / 395
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—¿Es todo lo que harán, nadar en la alberca? —pregunté. —¿Le parece poco, Ricardo? —exclamó Lisa. Entre los dos, quitándose la palabra, como ocurría a menu do, me explicaron el principio de la terapia, que era muy simple: el nado y el ruido del agua crean en el ser humano una hipnosis relajante, porque nuestra primera experiencia vital, en el útero de nuestra madre, es una experiencia natatoria. Me limité a asentir con la cabeza, pensando que era una más de esas panaceas naturistas que se ponen de moda y luego caen en el olvido. Lisa me dijo que la pareja de suizos ocuparía los dos cuartos con cocina y baño que había atrás de la alberca. El que no tuvieran hijos, añadió, simplificaba las cosas. Además de los muslos de Lisa me atraían el confort y el ambiente impecable y anodino que se respiraba en esa casa. Arraiza la había comprado un año atrás, ya amueblada, y no había introducido ningún cambio en la decoración, cosa que procla maba con orgullo, como si renunciar a imponer un estilo fuera un rasgo de distinción. Uno se acostumbra a todo, los cambios se hacen al principio o no se hacen, me dijo la primera tarde que me invitó a jugar tenis. Pero ellos no daban la impresión de haberse acostumbra do. Sus gestos y su manera de moverse por la casa carecían de la ro tundidad con que un propietario emplea las cosas que le pertenecen. Más de una vez los había visto mirar algún rincón de su residencia como si acabaran de descubrirlo. El mobiliario tenía el aire impersonal de un hotel de categoría y el aire que se respiraba en toda la propiedad era de un hospedaje de lujo, no de una casa; creo que fue esto lo que me impulsó a frecuentarlos. Cambié al miércoles mi partido de los viernes con Edmundo Palacios, quien aceptó a regañadientes, y comencé a ir todos los viernes a casa de Guillermo Arraiza, que sólo ese día podía con cederse una tarde de asueto. 396 / Sólo cuento
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Después supe por Amador García, que me invitaba a jugar todos los sábados y conocía a Arraiza desde la secundaria, que Arraiza quería tener hijos, pero Lisa tenía problemas para retener el feto. Habían comprado esa casa la última vez que Lisa se había embarazado y, una vez más, había perdido el niño. Tal vez, me dije, la falta de aplomo en los gestos de los dos se debía a que no le encontraban sentido a vivir sin hijos en una casa tan grande. El siguiente viernes no fui a casa de los Arraiza porque viajé a Guadalajara, donde me entrevisté con el director general de una compañía de seguros tapatía. Iban a abrir una filial en la capital y querían que yo la dirigiera. El sueldo era excelente, pero durante la entrevista me di cuenta de que ya no quería trabajar en los seguros. Dejé de prestar atención a las palabras del director y regresé a México sin quedar en nada, con la promesa de que le daría una respuesta en unos días. Llevaba tres meses sin empleo, viviendo de mis ahorros, en busca de un trabajo que me gustara, harto como estaba de la rutina de escritorio. No regresé a casa de los Arraiza hasta el otro viernes, a la hora de costumbre. Mientras me esperaba, Arraiza solía ca lentar con Fidencio, el hijo del jardinero, que jugaba tenis más que aceptablemente y nos recogía las pelotas. El ruido del peloteo se oía desde el estacionamiento. Ese viernes, cuando apagué el motor del coche, noté que el ritmo de los golpes era más intenso. Me acordé de los suizos, bajé del auto con cierto malestar y cuando llegué a la cancha vi que no me había equivocado. Arraiza no estaba calentando con Fidencio, sino con un hombre alto y moreno de unos treinta años. Al verme, me dijo que me acercara y me presentó a Gérard. Fidencio estaba de recogebolas. Le di la mano a Gérard, que me saludó sin entu siasmo, sonriendo con las comisuras de la boca. Fue una antipatía instantánea y recíproca. Ellos reanudaron el peloteo mientras yo Vida doméstica / 397
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hacía unas flexiones para calentar. Saqué mi raqueta de la bolsa y entré en la cancha, en el mismo lado de Arraiza. El suizo jugaba suelto, devolviéndonos las pelotas con pe tulancia. Poco a poco fui aumentando la intensidad de mis res puestas, y cuando le lancé una pelota venenosa que rebasaba la ética del calentamiento, no le alcanzaron las piernas para devol verme el tiro y por poco se cae en la línea de fondo. Se recobró con una sonrisa y él mismo fue hasta el alambrado a recoger la pelota, cosa que Arraiza aprovechó para preguntarme qué me parecía su nivel. —Bueno —contesté. —¡Yo diría que excelente! —dijo él—. He matado dos pá jaros de un tiro. Me salió tan buen tenista como nadador. —Si quiere empezar, yo ya estoy listo —dije. El suizo nos miraba, esperando reanudar el peloteo, y Arrai za dudaba. Comprendí que no se atrevía a decirle a Gérard que el peloteo había terminado y que debía retirarse. —Hay que bolear un poco más —me dijo. Calentamos otros diez minutos, después de lo cual Arraiza se acercó para preguntarme si no me molestaba que jugáramos todos contra todos, en tres sets. Era lo que me había temido. Le dije que, en ese caso, sería más divertido jugar un doble, aprove chando a Fidencio. —¿Y quién nos recoge las pelotas? —Nosotros mismos. —Ni pensarlo —dijo, y añadió—: Empiecen ustedes —se salió de la cancha y fue a sentarse en la silla elevada del árbitro. El set con el suizo fue un desastre. No pude concentrarme. Estaba molesto por toda la situación y sólo en dos o tres pe lotas profundas, subiéndome a la red, le hice ver a Gérard cuál era mi verdadero nivel. Perdí rápidamente el set, Arraiza entró al relevo 398 / Sólo cuento
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y yo fui a sentarme en la silla a contar los puntos. Mientras ellos jugaban, Fidencio se paró junto a mí y, sin mirarme, me dijo: —Habría sido más divertido jugar dobles. —Sí —dije yo. —Les habríamos ganado —dijo, como dando por hecho que habríamos jugado los dos del mismo lado, y sentí lástima por él, porque jugaba mejor que Arraiza y, si hubiéramos jugado do bles, nos habría demostrado a todos su verdadero nivel. —Usted juega mejor que el señor Gérard —añadió. —Pero me acaba de ganar —dije. —Porque no estaba usted concentrado. Él es rápido, pero no tiene estilo. Pensé que el chamaco no era tonto. Probablemente, desde que el suizo estaba en la casa, él ya no podía jugar con Arraiza y tenía que limitarse a recoger las pelotas. —¿Y tú has jugado con el señor Gérard? —le pregunté. —No, él sólo juega con el señor, de noche, cuando el señor vuelve de la oficina. Bolean un rato y el señor Gérard le corrige el estilo. Arraiza volteó en ese momento hacia Fidencio y le dijo: —¿Qué haces ahí como un palo? Muévete —y Fidencio corrió a recoger las pelotas. Comprendí por qué Arraiza no había querido pedirle al suizo que se retirara de la cancha. Gérard se había vuelto prácticamente su entrenador. Observé cómo jugaban. El suizo no se empleaba a fondo como lo había hecho conmigo. Le tiraba a Arraiza unas pelo tas accesibles, sin dejar de mantener el control del juego. De golpe caí en la cuenta de que llevaba quince días de no venir a esta casa y que habían cambiado muchas cosas. No había tenido la cautela de hablarle a Arraiza para confirmar nuestra cita; tal vez él no me esperaba y mi repentina aparición lo había obligado a abandonar su Vida doméstica / 399
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entrenamiento con el suizo e inventar aquel minitorneo de tres. En otras palabras, no era Gérard el intruso sino yo. Cuando terminó el set, el suizo miró su reloj y le dijo a Arraiza que tenía que nadar “para la señora”, pero Arraiza le dijo que se esperara un poco, pues quería que yo asistiera a la sesión de nado, además de que él y yo todavía teníamos que jugar un set. Gérard puso cara de sopesar aquel imprevisto. —Me gustaría respetar el programa —dijo con su fuerte acento. —Una hora antes o después no cambia nada —replicó Arraiza; el otro aceptó posponer su routine y me pareció que había puesto aquella objeción únicamente para darse importancia. Había en él una aridez escalofriante y le di la espalda para que advirtiera mi desprecio, pero mi golpe no llegó al blanco, porque él pretextó algo que tenía que ver con Úrsula, su mujer, y lo vimos alejarse por el jardín en declive, exonerado de la obliga ción de contarnos los puntos. —¿Cómo es ella? —le pregunté a Arraiza. —¿Físicamente? —dijo él, que jadeaba todavía por el set recién terminado. —Sí. —Rubia, mayor que él. Tiene buen cuerpo. Empezamos a jugar y yo gané el set sin pena ni gloria. No quise esforzarme y procuré no disimularlo, pero Arraiza estaba tan cansado por el set jugado contra Gérard, que dudo de que notara mi falta de empeño. Lisa, para variar, estaba con su vaso de whisky en la mano cuando la alcanzamos en la alberca. Nos preguntó quién había ganado y cuando Arraiza la puso al tanto de mi derrota frente al suizo, exclamó: —¡Entonces este Gérard es realmente bueno! 400 / Sólo cuento
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—Tiene velocidad, lo que le falta es estilo —dije yo, repi tiendo el juicio de Fidencio. Arraiza, que estaba preparando nuestras bebidas, evitó mi rarme, como si mis palabras no le hubieran gustado. Me sirvió un gin tonic muy cargado. Lisa dio un último trago a su whisky y le pidió a su marido que le sirviera otro. Él tomó el vaso vacío de la mano de su mujer y le preparó un jaibol. A continuación sacó su celular y habló brevemente con Gérard para avisarle que estábamos listos. Gérard tardó unos diez minutos en asomar por la puerta del vestidor, que en realidad no tenía una sino dos puertas de vidrio esmerilado, situadas a un metro de distancia una de otra, forman do un pequeño compartimiento estanco, tal vez para evitar que quien se estuviera desnudando dentro del vestidor quedara a la vista de los de afuera en el momento de abrir la puerta. En traje de baño, el suizo me pareció más alto y más atlético, pero no tan jo ven como en la cancha. Tal vez rozara los cuarenta. Tenía la gorra puesta y unos goggles en la mano. No tenía cuerpo de nadador sino de atleta de gimnasio: cultivado con minucia, músculo por músculo, y cuando se subió al banco de salida, en el carril del medio, presentí un estilo rela mido como el que había mostrado en el tenis. Se tiró un clavado aparatoso y avanzó por abajo del agua hasta más allá de la mitad de la alberca, lo cual me pareció de una presunción insoportable. Nadaba peor de lo que había imaginado. Su cabeza salía demasiado del agua, pataleaba salpicando mucha espuma y en lugar de darse la vuelta sumergiéndose, se la daba por fuera, em pujándose con la mano contra la orilla. —¿Qué le parece, Ricardo? —me preguntó Arraiza. —Es mejor como tenista —dije. —¿No le parece que nada bien? Vida doméstica / 401
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—Saca demasiado la cabeza y no sabe darse la vuelta de campana. —Es usted demasiado exigente, como todos los jóvenes —dijo Arraiza, y puso su mano sobre el vientre de su mujer. Ella puso la suya sobre la de él, presionándola un poco, un gesto que me llamó la atención porque casi no se tocaban cuando yo estaba presente. Parecían alelados mirando al suizo. Lisa me preguntó si sabía darme la vuelta de campana y le contesté que sí. —¿Por qué no nos enseña? Guillermo le puede prestar uno de sus trajes de baño. —No hace falta, traigo puesto el mío. Siempre me lo pongo para jugar tenis. —Con más razón, anímese. Miré de reojo a Arraiza, que se llevó el vaso a la boca sin despegar los ojos de Gérard. Ganas no me faltaban. Mi estilo era bastante superior al del suizo. Podría desquitarme de su intrusión en el tenis y hacerles ver a Arraiza y a su mujer que habían con tratado a un nadador mediocre, quizá a un charlatán. —No me vendría mal un chapuzón —dije, terminándome de un trago mi gin tonic. —Adelante, entonces. ¿No te parece, cariño? —dijo ella volteando hacia su esposo. —Mejor esperemos a que Gérard acabe —dijo Arraiza. —Nadie lo va a molestar —dijo ella. —Está trabajando. —Pero hay espacio suficiente en la alberca, ¿no crees? —No es cuestión de espacio. Era evidente que Arraiza temía que Gérard se fuera a mo lestar al ver que alguien más usaba la alberca durante su sesión terapéutica. 402 / Sólo cuento
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—Sí, tal vez sea mejor que termine de nadar —dije yo. —No se amilane, Ricardo —dijo Lisa—. Mi marido es de masiado formal. No puede mezclar el trabajo con la diversión. Ándele, quítese la ropa, con confianza. Al decir eso cruzó sus muslos de esa manera que me produ cía siempre una sacudida interna. Se hizo otro silencio y supe que me estaba jugando mi permanencia en esa casa. Sin mirarla, dejé mi vaso vacío sobre la mesa y me quité la camiseta, que dejé sobre la silla; luego me despojé de los calceti nes, de los tenis y del short. Cuando me quedé en traje de baño y nuestras miradas se cruzaron, la suya, densa y glotona, me abarcó de la cabeza a los pies, mientras Arraiza evitaba mirarme. Escogí uno de los carriles de la orilla y penetré en el agua con un clavado discreto, deslizándome un buen trecho al ras del piso de mosaico. Allí, al amparo de las miradas de los habitantes de aquella casa, en la claridad espaciosa del nuevo elemento, anhelé poder deslizarme en el fondo durante largos minutos, horas enteras, toda una vida bajo el agua, lejos de las palabras, de los Arraiza y de los Gérard, de los muslos de las mujeres y de las mansiones de los ricos. Afloré a media alberca, comencé a nadar de crawl y cuando llegué a la pared me di la vuelta de campana, disimulando la fuerza de mis siguientes brazadas con un ritmo suave y lacónico, como creía que tenía que ser un verdadero estilo terapéutico. Me propuse alcanzar al suizo sin esforzarme, por pura poten cia intrínseca; lo conseguí después de dos vueltas y él empezó a patalear más fuerte para que no lo rebasara. Nadamos emparejados unos veinte metros, y cuando llegué a la otra orilla sólo necesité darme una impecable vuelta de campana para dejarlo atrás. A los pocos minutos me di cuenta de que Gérard se había salido de la alberca. Él y Arraiza ya no estaban. Lisa, en cambio, seguía sentada en el mismo lugar y me miraba con su vaso en la mano, pero tam Vida doméstica / 403
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poco tardó en marcharse. Entonces me detuve y me quedé junto a la orilla, donde esperé que alguno de ellos regresara. Uno o dos minutos después se abrió la puerta del vestidor y salió Fidencio cargando una toalla. Le pregunté si había visto a la señora. —Sí, me dijo que le trajera una toalla. Parecía tener prisa, dejó la toalla sobre el respaldo de una de las sillas y regresó al vestidor. Cuando abrió la primera puerta alcancé a ver detrás del vidrio esmerilado de la segunda puerta la silueta de una mujer en traje de baño. Pensé que era Lisa, pero re cordé que ella nunca se echaba al agua. Salí de la alberca, cogí la toalla para secarme y me preparé otro gin tonic. Entonces oí el zumbido del alambrado que rodeaba la cancha de tenis y los golpes de las raquetas. Se abrió la puerta que conectaba la alberca con la casa y apareció Lisa, que vino a mi encuentro tocándose la cabeza. —Ricardo, me ha dado una jaqueca horrible y fui a acostar me unos minutos, discúlpeme. Se dejó caer en la tumbona a mi lado, frotándose la sien, y me explicó que a Gérard le había dado un calambre en la pierna y por eso había interrumpido la sesión de nado. Su marido le había propuesto que fueran a jugar tenis para que se le quitara el calam bre. Tenía la expresión lánguida que provocan los dolores de ca beza, pero dudé de que le doliera de verdad, igual que dudé del calambre de Gérard. —Vaya a acostarse —dije—, no se preocupe por mí. —Gracias, pero no me sirve. Me preguntó si de casualidad había visto a Fidencio. Le dije que me había traído la toalla hacía unos diez minutos. —Sí, yo se lo ordené, pero ahora no está en ningún lado y debería estar recogiendo las pelotas en la cancha. Hasta su padre lo está buscando. Últimamente se desaparece a cada momento. Se ha pegado a Úrsula y ella le ha tomado cariño. 404 / Sólo cuento
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Tomé un trago largo y pensé en lo ansioso que estaba Fiden cio por regresar al vestidor y en la silueta femenina que había visto atrás del vidrio. —¿En qué piensa? —me preguntó Lisa. —En que debería tomarse unas aspirinas. Agachó la cabeza y su pelo tocó mis rodillas. Había puesto su dolor al alcance de mis manos, terminé de otro trago el gin tonic, que dejé sobre la mesa, luego puse mis manos sobre su pelo y empecé a frotarle la nuca. Ella se aflojó sin oponer resistencia. —¿Le ayuda esto? —dije. —Sí. Era la primera vez que estábamos solos y cobré conciencia de mi semidesnudez. Ni siquiera me había puesto la camiseta después de secarme. —¿Sabe? —dije—. Me gustaría tener un trabajo como el de los suizos: nadar en una alberca para que otros se relajen. Quería recordarle mi desempeño en el agua para arrancarle unas palabras de halago, pero ella estaba pensando en otra cosa, porque dijo: —Guillermo los contrató para ver si esta vez logro comple tar el embarazo. —¿Está embarazada? —y recordé la mano de Arraiza sobre su vientre y el gesto de ella presionándose la panza. —Sí, de dos meses. Parece que esta terapia ha dado buenos resultados en los casos de dificultad para retener el feto... no me pregunte por qué... tiene que ver con la relajación. —¿Con sólo mirar a alguien nadando? —Sí, a un buen nadador. —¡Pero Gérard no lo es! —dije. —Y unos masajes —añadió ella. —¿Y quién le hace los masajes? Vida doméstica / 405
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—Úrsula, dos veces al día. Es muy buena. Puedo llamarla para que le haga uno ahora mismo, así se convencerá. Admito que Gérard es un poco flojo, pero ya lo sabíamos —y me explicó que Úrsula había iniciado todo aquello con su primer marido, que era campeón olímpico de natación, o algo así; luego se habían separado y ella había tenido que buscarse a otro nadador, pero al parecer ninguno quería ese trabajo, hasta que encontró a Gérard. —Creía que eran marido y mujer. —No sé qué son. Son raros —dijo ella. —¡Pues él es un desastre nadando! —Lo hago por Guillermo —dijo ella en voz baja, y añadió—: Gracias, Ricardo, es suficiente. Esta jaqueca necesita no un masaje, sino dinamita. Sírvase otro gin. Levantó la cabeza y yo dejé de masajearle el cuello. Le pregunté si quería tomar algo e hizo un gesto negativo. Me pre paré otro gin tonic mientras escuchaba el peloteo que venía de la cancha. Se detenía por largos intervalos y comprendí que Arraiza y Gérard no tenían quién les recogiera las pelotas. —Creí que Gérard se había salido de la alberca por mi culpa —dije. —Sí, estaba furioso —reconoció ella sin rodeos—. Se quejó de que usted quería competir con él, y mi marido, para que se calmara, le propuso que fueran a jugar tenis. —No debí haberme echado al agua —dije. —Fui yo quien se lo pedí. Quería que se desquitara de su derrota en el tenis. —¿Sintió lástima por mí? —No, pero Gérard es muy presuntuoso y quería que viera que conocemos a nadadores mejores que él. Tomé un trago y dije: —¿Piensa que soy mejor nadador? 406 / Sólo cuento
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—Salta a la vista, Ricardo. Cuando lo vi nadar a usted comprendí que podía haber mucho de verdad en esta terapia. Me pregunté si aborrecía a Gérard. Tal vez estaba celosa de cómo su marido lo mimaba. Dos horas atrás, en la cancha de tenis, Arraiza había tenido el mayor cuidado de no pedirle a Gérard que se retirara después del calentamiento, y ahora lo había secundado como a un niño, llevándoselo a la cancha de tenis para que se le quitara el enojo por mi conducta en la alberca. Comprendí que se habían acabado mis días en esa casa. Arraiza lo tenía a él como su entrenador de planta, por eso lo aguantaba como mal nadador, y yo salía sobrando. Tomé otro trago y le pregunté: —¿De verdad se relajó al verme nadar? —Sí. —¿Quiere que nade otro poco? Tal vez así se le pase el dolor de cabeza. Ella me miró a los ojos, frotándose el cuello. —No sabe cómo se lo agradecería —dijo. —Es un placer. Al dejar el vaso semivacío sobre la mesa sentí que estaba mareado. Escogí el carril de antes y, desde el mismo clavado, traté de parecerme lo menos posible a Gérard, reforzando esa concisión en los movimientos que a ella le había impresionado. Sin embargo, tres vueltas después, ella ya no estaba. Iba a detenerme, pero seguí nadando, pues pensé que tal vez sólo había ido por un vaso de agua y unas aspirinas. Nadaba para que no perdiera el feto, haciéndole recuperar el tiempo perdido con Gérard, y habría nadado para ella todos los días si me lo hu biera pedido, rechazando la oferta de la gente de Guadalajara. Oí que se abría la puerta del vestidor y cuando me di la vuelta de campana, vi a la mujer junto a la tumbona, que me miraba. Traía puesto un traje de baño negro. Me la había imaginado más rubia. Me detuve llegando a la orilla y ella dijo: Vida doméstica / 407
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—Me dijo la señora que viniera a darle un masaje. Tenía un acento menos marcado que el de Gérard. —Eres Úrsula, ¿verdad? Asintió tímidamente y sonrió, como si la halagara que su piera su nombre. No era guapa, pero tenía un cuerpo macizo y bien proporcionado. Cuando salí del agua, los gin tonics habían hecho su efecto. Apenas pude mantenerme parado en la orilla de la alberca, pero ella ya estaba junto a mí dándome el brazo y sentí la fuerza que emanaba de su cuerpo pequeño y compacto. —Tiene que acostarse —me dijo, y me condujo con mano firme hasta la tumbona—. Póngase boca abajo. Obedecí. Empezó a secarme con la toalla con movimientos vigorosos. No sé en qué momento dejó de secarme y empezó el masaje propiamente dicho. —Hay que quitar esto, puede resfriarse —dijo y, poniéndo me una toalla encima de los glúteos, me deslizó el traje de baño con un gesto veloz y delicado. Desnudo, me sentí desvalido, pero placenteramente seco. Sus manos iban de mi espalda a mis pier nas, alternando compases enérgicos con otros más suaves. Al llegar a la cintura, se brincaba las nalgas cubiertas por la toalla para proseguir el frotamiento en los muslos. Sin embargo, en uno de aquellos descensos, sus manos no quisieron u olvidaron dar el brinco, se siguieron de frente, dete niéndose unos segundos en el culo y, tan pronto como bajaron a los muslos, me volvió a cubrir con la toalla. Repitió lo mismo varias veces, deteniéndose cada vez más en las nalgas. En el momento en que se abrió el vestidor, tenía las manos ahí, y las retiró de inmediato. Era Fidencio. Traía un maletín en la mano, que depositó en la mesita junto a la tumbona. Ella lo abrió y sacó unos frascos. Empezó a untarme aceite en la espalda y a dar órdenes a Fidencio, que iba sacando unas 408 / Sólo cuento
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ampolletas del maletín y se las pasaba. Los gin tonics, el masaje, el murmullo del agua de la piscina, el sentirme desnudo y el ruido de la pelota que venía de la cancha, todo me tenía felizmente nar cotizado. Le oí decir a ella, dirigiéndose a Fidencio en voz baja: —En un nadador de larga distancia hay que cuidar sobre todo los músculos del cuello, deben conservarse flojos. Mira, toca aquí... Fidencio me tocó el cuello y le dijo algo a Úrsula que no escuché. De repente, abriendo los ojos, vi que había anochecido. Era la hora en que solía marcharme. Me despertó, al otro día, el peloteo proveniente de la cancha. La luz de la mañana en traba en la pequeña habitación y lo primero que hice fue tocarme abajo. Traía mis calzones puestos y me pregunté quién me los habría puesto. ¿Úrsula? ¿O ella le habría pedido a Fidencio que lo hiciera? Descarté a Lisa. Mi ropa estaba acomodada sobre una silla y recordé que era sábado. También me di cuenta de que me encontraba en uno de los dos cuartos con cocina y baño donde se alojaban Úrsula y Gérard. Al levantarme de la cama me sorprendió la laxitud de mi cuerpo y moví la cabeza en círculos. La rotación me resultó asom brosamente liviana y recordé lo que me había dicho Lisa acerca de los masajes de Úrsula. Busqué mi reloj, pero no estaba. Entonces tocaron a la puerta en la habitación contigua. Era Fidencio. Me traía el desayuno en una charola y me preguntó cómo me sentía. —Bien. Estaba muy borracho anoche, ¿verdad? Se limitó a sonreír. Le pregunté quién me había puesto los calzones. —Tal vez usted mismo, y no se acuerda. —Es verdad —y volví a pensar que era un muchacho listo. En eso reparé en un camastro en un rincón del cuarto, con las sábanas revueltas. Le pregunté quién había dormido en él. Vida doméstica / 409
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—La señora Úrsula —dijo. —¿Y Gérard? —pregunté. —Durmió en el bungalow —contestó. —¿Quiénes están jugando? —El señor Guillermo y Gérard. —¿Y por qué no estás atajando? —Tengo que acompañar a la señora Úrsula al centro a comprar unos aceites. Si va sola, se pierde. Se despidió y salió del cuarto. Ni siquiera pude preguntarle qué hora era. En la charola había jugo de naranja, café y tostadas con mantequilla y mermelada. Mientras comía de pie, seguí bus cando mi reloj, yendo de una habitación a otra. Eran dos cuartos decorados sin pretensiones. Había unos pocos libros en francés, la mayoría sobre masajes y terapias de relajación, y una que otra novela. El baño estaba lleno de produc tos cosméticos, una gran cantidad de frascos y ampolletas como los que la tarde anterior Fidencio había sacado del maletín de Úrsula. No abrí ninguno de los dos clósets porque no me gusta hurgar en las cosas de otros. Renuncié a seguir buscando mi reloj, salí al jardín y me dirigí hacia la cancha de tenis. Arraiza y Gérard, cuando me vieron, dejaron de jugar y me saludaron con efusión. Se acercaron a darme palmaditas y a pre guntarme cómo había dormido. Parecían contentos de verme. Entonces noté que Gérard traía puesto mi reloj. Iba a preguntarle qué hacía con mi reloj en la muñeca pero vacilé, porque me sentía atontado por la cruda. Calculé que había dormido más de doce horas. Los dos estaban tan amables conmigo, sobre todo Gérard, y era una mañana tan asoleada y hermosa, que decidí dejar lo del reloj para más tarde. Les pregunté quién iba ganando. Arraiza me dijo que era puro calentamiento, que me esperaban a mí para empezar el partido. 410 / Sólo cuento
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Supuse que se refería a que jugaríamos otro minitorneo de tres. Empiecen ustedes mientras voy por mi raqueta, dije. Arraiza me miró: —¿Tu raqueta? —Sí. Gérard volteó la cara hacia otro lado, con esa sonrisita suya que ya le conocía. —No necesitas tu raqueta para recogernos las pelotas —dijo Arraiza. Era la primera vez que me hablaba de tú. Lo miré, luego miré a Gérard que, dándome la espalda, fue a colocarse en la línea de fondo y empezó a dar unos brinquitos de calentamiento, listo para iniciar el partido. Volví a mirar a Arraiza, que dio un paso hacia mí y, bajando la voz para que Gérard no oyera, me dijo: —Úrsula ya habló con él y lo convenció de que tú nadas mejor. Debes entenderlo. Le daremos el bungalow del jardín, para que no los moleste. Es mejor muchacho de lo que crees —y agregó, bajando aún más la voz—: ¿Sabes? Lisa está encantada con el cambio. Anoche me dijo que siente que esta vez lo vamos a lograr. —Trae puesto mi reloj —dije. —¿Cuál es el problema? No lo vas a necesitar aquí. No te va a faltar nada. ¿O vas a armar un escándalo por un reloj? Yo te compro otro. Se dio la vuelta y fue a colocarse él también en la línea de fondo. Le hizo una señal a Gérard de que estaba listo y enseguida lanzó su primer saque. La pelota salió desviada, yendo a estrellarse contra el alambrado, a espaldas de Gérard, y Arraiza me miró: —¿Qué haces ahí como un palo? Muévete. Fui a recoger la pelota desganadamente, mientras él volvía a sacar. Con las siguientes pelotas me moví más rápido. Vida doméstica / 411
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Jorge F. Hernández
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Jorge F. Hernández (ciudad de México, 1962). Historiador y escritor. Su novela La emperatriz de Lavapiés fue finalista del Premio Interna cional de Novela Alfaguara en 1998. Autor de los ensayos Réquiem taurino, Espejo de historias y otros reflejos, Las manchas del arte y el misterio de la insinuación, Signos de admiración y La soledad del si lencio. Microhistoria del Santuario de Atotonilco, y de los libros de cuentos En las nubes y Escenarios del sueño. “Noche de ronda” mereció el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández.
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True friendship
Para D.G.E.
You may still think true friendship is a lie. But then, you’ve never met Bill Burton repetía con frecuencia Samuel Weinstein. De he cho, la frase podría considerarse su rúbrica. La soltaba al justificar se ante su esposa por algún olvido y ante los compañeros de oficina la utilizó más de una vez como excusa ante cualquier des cuido. De hecho, Weinstein empezó a glorificar su amistad incon dicional con Burton desde los tiempos en que aún vivía con sus padres, cuando era soltero y apenas cursaba el High School. Su hermana Rachel siempre dudó de la sinceridad de su declaración y consta que fue la única que llegó a cuestionar la existencia misma de Burton; para ella, la supuesta fidelidad de su hermano Sam al desconocido Bill Burton no era más que una ingenua —y rápida mente trillada— artimaña para evadir cualquier responsabilidad. Que si Samuel llegaba tarde a la mesa para cenar, que si decidía faltar a la sinagoga, que si no estaba libre algún sábado por la ma ñana,
todo se explicaba por vía de Bill: que lo había invitado a un juego de béisbol y no calcularon el tiempo, que siendo sábado habían decidido estudiar para un examen concentrados en todo me nos en recordar que Sam se había comprometido a lavar el coche o pasar por un mandado o también que fue Bill Burton quien le pidió —aun a costa de faltar a la sinagoga— que lo acompañase a New Jersey para cobrar un dinero que le debían a su madre. Vida doméstica / 415
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En realidad, la vida de Sam Weinstein no tiene ningún viso de anormalidad y su biografía —plain and simple— transcurre estrictamente dentro de lo convencional, salvo las muchas y repe tidas ocasiones en que aludía a Bill Burton y las veces en que se enredaba justificando la muy notable ausencia constante de su entrañable amigo, siempre apelando a su rúbrica de que “podrás pensar que la amistad verdadera es una mentira, pero bueno, es que no conoces a Bill Burton”. Samuel Weinstein nació en Nueva York, en octubre de 1926, en el seno de una familia judía, segunda generación de emigrados lituanos y albaneses, cuya pequeña for tuna se debía más al esfuerzo tenaz y compartido de sus padres que a la cómoda herencia o el abuso fiduciario que tanta seguridad económica le brindó a muchos conocidos de la familia. Sam era el primogénito de Baruj Weinstein y Sarah Elbasan, ambos sobre vivientes del paso de entrada por Ellis Island por donde llegaron sus respectivas familias casi al mismo tiempo, aunque según unas viejas fotografías en sepia, Sarah venía en brazos de su madre, mientras que Baruj bajó andando del barco. Algún psicoanalista podría intentar explicar la exagerada filiación de Samuel Weinstein por su amigo invisible en el hecho traumático que marcó su vida a la temprana edad de cuatro años. Sam se perdió entre cajones de verduras y desperdicios de pescado allá en los oscuros y sórdidos callejones del Bowery, habiéndose soltado de la mano de su madre apenas durante unos segundos. Los suficientes para que la robusta albanesa gritase lamentos a voz en cuello que rápidamente atrajeron la improvisación de un escuadrón de rescate: cuatro judíos ortodoxos, seis cargadores chinos, una panda de estibadores irlandeses, tres alemanes semiembriagados y algunos policías de uniforme a la Keystone Cops se entregaron a la tarea de peinar cada metro inmundo de la zona, hasta que finalmente una costurerita polaca encontró al niño Sam 416 / Sólo cuento
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Weinstein, acurrucado entre botes de basura, susurrando lo que parecía una canción de cuna a los andrajos desmantelados de lo que pudo haber sido en algún momento un oso de peluche. A los cinco años llegó a la familia su pequeña hermana Rachel, que sería para él foco de adoración y objeto de absoluto cariño hasta que Sam se halló ya bien entrado en sus años mozos. De hecho, coincide su adolescencia con las primeras ocasiones en que llegó a casa mentando hazañas y compartiendo maravillas de Bill Burton, a true friend and that’s no lie. Consta que desde el principio de su obsesión tanto la madre de Sam como su padre y más de un familiar le sugirieron que invitase a Bill Burton a casa, que no se avergonzara de sus raíces ni de su credo, pero por una u otra razón nunca se daba la oportunidad o la ocasión para que Weinstein lo presentara entre los suyos. Conforme avanza la vida de Weinstein se acumulan, aunque sabemos que no con exagerada frecuencia, los episodios de Burton. Sus padres, hermana y demás familiares llegaban incluso a saber como ciertas las anécdotas que ampliaban el aura de Bill y en más de una ocasión —quizá luego de un letargo sin rúbricas de por me dio— ellos mismos inquirían o insistían en saber por dónde andaba Burton, que si Sam no traía alguna buena nueva o si planeaba algún pretexto para invitarlo a cenar con ellos. Durante el verano inmedia tamente anterior a su ingreso en la Universidad de Wesleyan (donde, but of course, también se había inscrito su incondicional Burton) Samuel prefirió faltar a las vacaciones en la playa con toda su fami lia, argumentando que Bill lo había invitado a una cabaña con todo el clan Burton en las montañas de Vermont. En este punto, la historia que intento narrar aquí cobra un giro trascendental, pues Sam volvió de esa estancia no solamente cargado con más hazañas a presumir de su amigo, sino también con una fotografía donde aparecen ambos sonrientes al pie de un hermoso lago que parece pintado al óleo. Vida doméstica / 417
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Por la fotografía, que pasó de mano en mano con avidez y curiosidad de todos los miembros de la familia Weinstein, podemos afirmar que Bill Burton era un norteamericano prototipo y digno de cinematografía: alto como de dos metros (muy por encima de la digamos chata estatura de Sam), con una cabellera rubia que le cubría la perfección de sus facciones, el enigma de sus ojos claros y la medida sonrisa que apenas revelaba una envidiable dentadura perfectamente alineada. Aunque Bill aparece enfundado en un jersey con una inmensa letra W cosida al frente, todos los que he mos visto la fotografía podemos afirmar que se trata de un atleta, orgulloso de su tórax y condecorado por dignas musculaturas en ambos brazos. Según Weinstein, aquellos días en Vermont habían significado para él las mejores vacaciones de su vida: que si la fa milia de Bill era no sólo millonaria en bienes raíces, sino afortuna da y pródiga en hospitalidad y afecto; que si la hermana mayor de Bill era de una belleza indescriptible y que, además, había invitado a su mejor amiga —una tal Jane Scheller— que había logrado más que enamorar, embelesar a Bill Burton. Weinstein confió a su padre y los hombres de su familia —una vez que las mujeres se habían entretenido en la cocina— que con sólo haber sido testigo de las formas y maneras con las que Burton había logrado cortejar a Jane Scheller, allá en el paisaje de Vermont, él también podría sentirse ya preparado para hacerse de una novia. Sabemos que se tardó, pues no fue sino hasta su tercer año en la Universidad de Wesleyan cuando Samuel Weinstein volvió a su hogar de Manhattan con la noticia (y fotografías que lo con firmaban) de su noviazgo, y mejor aún, profundo enamoramiento con Nancy Lubisch, que a la larga se convertiría en su esposa. Apenas dos meses después de haberla mostrado en fotografía, Weinstein presentó en persona, en vivo y a todo color, a Nancy con todo el clan Weinstein y sobra mencionar que el comentario que más risas 418 / Sólo cuento
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provocó en la sobremesa fue el que brotó cuando Rachel, con toda la sorna de su mirada profunda, preguntó con tono de clara envidia que si Nancy estudiaba también en Wesleyan, “pues seguramente tú sí que tienes el honor de conocer al famosísimo Bill Burton”. Nancy, perpleja quizá por no conocer los muchos antecedentes, contestó entre risas que “the funniest thing es que cada vez que vamos al dormitorio donde vive Bill o cada vez que Sam queda en que salgamos los tres juntos —o los cuatro, cuando Bill ha andado de novio— siempre se nos cruza algo o alguien, y en los diez meses que llevo con Sam nunca se me ha dado conocerlo en per sona”. Dijo que había visto fotografías de él apostadas afuera de la cafetería y una breve entrevista que apareció publicada en el periódico de la Facultad, a raíz de un ensayo sobre economía con el que Burton había logrado aumentar su leyenda. But I have to say that sometimes I almost feel Sam’s talking about a ghost. Cuando el clan Weinstein subió en tren a Connecticut, hasta las puertas mismas de la Universidad de Wesleyan, para atestiguar a mucha honra la graduación de Samuel, se toparon con la mala, muy mala noticia, de que el padre de Bill Burton había fallecido el día anterior y se podría afirmar que todos —el viejo Baruj, la robusta y albanesa Sarah e incluso la incrédula Rachel— habían sentido verdadera tristeza por su pérdida, aunque su congoja se fincaba en encontrarse una vez más sin la anhelada posibilidad de conocer en persona a Bill Burton. Pero aquí, otro dato notable: consta que durante la entrega de diplomas, el rector de la univer sidad leyó en voz alta el nombre de William Jefferson Burton y que entre las sillas de los graduados hubo un lugar vacío, al lado de Sam Weinstein, donde los estudiantes habían tenido a bien colocar la toga y el birrete del ausente. Consta también que en los poco más de doscientos años que llevaba de haberse fundado la distinguida Universidad de Wesleyan jamás se había visto un Vida doméstica / 419
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homenaje de tamaña solidaridad con ninguno de sus muchos no tables graduados. Incluso, dicen que fue Weinstein, junto con no pocos compañeros de devoción, quien propuso ondear a media asta los colores rojo-negro-blanco del Alma Mater en señal de luto. Ahora bien, moving right along, ¿qué vida se le planteaba a Samuel Weinstein, recién graduado, al arrancar el verano de 1941? Easy… easy, además de obvio: pronto anunció su compro miso formal con Nancy, ingresó como asistente del editor en una nada desdeñable revista literaria de Manhattan (donde llegaría a jubilarse cuarenta años después) y prosiguió en su ya muy cono cida rúbrica de que You may still think true friendship is a lie. But then, you’ve never met Bill Burton. En las pocas, pero significativas ocasiones en que llegó tarde a la redacción de la revista, Sam justificaba sus errores ante el jefe Smithers con referencias a Bill Burton. Que si le había llamado desde Grand Central Station, con apenas el tiempo sufi ciente como para invitarle un trago en el Oyster Bar, pues salía en el primer tren a Philadelphia con negocios trascendentales que involucraban a los Rockefeller; que si se lo había encontrado en la esquina de Lexington y la 51, sin poderlo desviar de su trayec to, pero tampoco sin poder dejar de acompañarlo. Digamos lo mismo, or better yet, digamos que lo mismo sucedía en casa: Nancy llegó a hartarse de que Sam no llegara a cenar, hablando desde un teléfono público para avisarle que allí mismo estaba Bill y que no podían desperdiciar la oportunidad de una damn good night out on the town. Cualquiera diría que Nancy ya debía estar acostumbrada —tal como su robusta suegra albana o como suce dió con el viejo Baruj Weinstein, quien murió tranquilamente en su cama, rodeado de los suyos más íntimos, aunque sin dejar de mencionar que se iba de este mundo sin haber conocido al mejor amigo de su hijo— y más, pues me faltó mencionar que el día de 420 / Sólo cuento
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la boda de Nancy y Samuel, donde parecía infalible la presencia de Bill Burton ya que iba como best man de su amigo incondicio nal, no sólo se tuvo que retrasar la ceremonia por más de cuarenta minutos, sino que además nunca llegó el anhelado fantasma, amigo de su ahora marido, pues se presentó a las puertas del templo un bombero uniformado con casco y botas para informar en persona que Bill Burton había salido herido en un accidente del subway y que, antes de ser llevado en ambulancia, había insis tido en que alguien tuviera la bondad de avisarle a su amigo Sam and his lovely bride. Sin embargo, el bombero no supo decir a qué clínica se lo habían llevado ni qué tan graves eran sus heridas. Pensar que Sam estuvo por unos segundos dispuesto incluso a posponer el matrimonio y que, pasados ya varios años, Nancy siguiera intolerándose e inconformándose con el recurrente pre texto o excusa de que se aparecía Bill Burton —ante Sam y nadie más— como salido right out of the blue justo cuando ella ya había preparado una cena especial o se había hecho a la idea de que podrían ir al cine o ambos habían acordado invitar a sus amigos los Mertz o la pareja de recién casados que vivían en el departa mento de abajo. Desde luego, but of course, que Weinstein tenía otros ami gos. Junto con Nancy se podría decir que los Mertz completaban un cuarteto imbatible en cualquier boliche de Manhattan y todos podríamos jurar que la relación que sostuvo Sam Weinstein con muchos de sus compañeros en la revista literaria, hasta el día exacto de su jubilación, era de amistad íntima y camaradería a toda prueba y, sin embargo, quizá sobra decirlo, hubo más de una noche a punto de dormir o durante el trayecto en taxi de regreso a casa, y luego de una velada agradable con los otros amigos, en que Weinstein volteaba hacia Nancy y le soltaba —quizá más despacio que cuando lo decía de joven— aquello de que You may Vida doméstica / 421
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still think true friendship is a lie. But then, you’ve never met Bill Burton. To make a long story short o vámonos que nos vamos y a lo que vamos: Bill Burton, aunque un invento cómodo y multicitado ya no sólo por Sam Weinstein, sino por todos quienes entraban a su entorno, llegó a convertirse en un mito convencional y prede cible. Todo mundo que tuviese algo que ver con Weinstein ya sabía que Burton era quizá el mejor de los amigos posibles, pero impo sible de conocerse en persona. Siempre que pasaba por Nueva York era con prisa, apenas con el tiempo justo y medido para verse con Weinstein. Una copa fugaz al filo de una larga barra de bar, un café sin muchas interrupciones en mesitas al paso, pero jamás el espacio de tiempo suficiente como para acompañar a Sam a casa, conocer finalmente a su familia, esposa o incluso al pequeño Baruj, que nació en 1946 y a cuya circuncisión todo el clan Weinstein instó e insistió a Sam para que asegurara la pre sencia de Bill Burton, aunque todos supieran de antemano que ese día tampoco se aparecería el más que famoso, ya misterioso, true friend of mine. En realidad, la historia concluye en donde comienza. Samuel Weinstein llegó a convertirse en editor de la revista Manhattan Letters y asumiría su próxima jubilación con resignada serenidad y diversas satisfacciones si no fuera por el hecho de haber vivido lo que algunos consideran una epifanía: la tarde del 27 de sep tiembre de 1966 entró a la oficina de Weinstein un hombre de complexión atlética, estatura al filo del quicio de la puerta, impe cablemente vestido en un blazer inmaculado. Se sentó en el sillón de cuero verde, esquinado en la oficina de Weinstein al filo de la ventana que mostraba como pintura el paisaje entrañable de Man hattan, prendió un cigarro y, entre la primera nube de humo, dijo como un susurro: “I’m Bill Burton”. 422 / Sólo cuento
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Tras un silencio instantáneo, Weinstein empezó a sudar con tartamudeos… Who let you in?… What are you doing here?… Who are you?... This just can’t be… Why is your name Bill Burton? Y el hombre, cruzando la pierna derecha, retrajo su mirada de la ventana y viendo directamente a los ojos de Weinstein, contestó: You tell me.
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Ana García Bergua
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Ana García Bergua (ciudad de México, 1960). Autora de los libros de cuentos El imaginador, La confianza en los extraños y Otra oportunidad para el señor Balmand, de las crónicas Postales desde el puerto, Cua derno de viaje y Pie de página, y de las novelas El umbral. Travels and adventures, Púrpura, Rosas negras e Isla de bobos. En su narrativa las reglas del mundo cotidiano son transgredidas y burladas para intentar comprender los aspectos más desconcertantes de la naturaleza humana. Entre personajes que se ríen de la muerte o sobreviven a inundaciones que recuerdan el famoso diluvio universal, se puede detectar una ima ginación rica y auténtica que, ávida de curiosidad, escarba en terrenos reflexivos con la pala de la sátira.
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Los conservadores
Cuando murió Pablo en el hospital, la señora Marta no dudó un instante en conservarlo. Tuvo la suerte de que su sobrino Ignacio se lo ofreciera, pues era embalsamador, uno de los mejores del país. Trabajaba para los cazadores, para zoológicos, y también, a veces, para algunas agencias funerarias que ofrecían el embalsa mamiento como un servicio para guardar posteriormente al difun to en un ataúd, ya fuera con una ventana para mirarle la cara en una cripta, o bien cerrado al alto vacío y enterrado, pero ya con la tranquilidad de que así no se lo comerían los gusanos. Ignacio insistió en que con toda confianza ella podía pedirle que le con servara a Pablo para luego disponer qué hacían con él. El precio que le dio resultaba de lo más módico, pues sólo le cobraba los materiales. La señora Marta se encontraba un poco triste y con fundida en ese momento, pero aceptó el ofrecimiento de buena voluntad. Ignacio le avisó que se iba a tardar un poco, pues tenían que escurrirle bien unos líquidos, y ella le respondió que no im portaba, que se tomara el tiempo que quisiera. A fin de cuentas, Pablo no se le iba a volver a morir. Mientras Ignacio trabajaba con el cadáver en una funeraria donde le prestaban las planchas y el lugar donde se hacían esos trabajos, la señora Marta pasó toda la semana buscándole a su esposo el mejor traje que pudo conseguir, Vida doméstica / 427
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de talla ligeramente menor que la habitual, pues Ignacio le había avisado que el tío Pablo encogería, y que esa sería su tendencia a lo largo del tiempo. El día que se lo presentó en la plancha de la funeraria, ya conservado, arreglado y con el traje puesto, a la señora Marta le pareció que Pablo se veía esplendoroso: llenaba el traje por completo; hasta se le habían alisado algunas arrugas del rostro. Ignacio le preguntó en qué cripta lo querría guardar o si lo pen saba enterrar, y después de muchas cavilaciones, la señora Marta decidió que mejor lo sentaría en su cuarto de costura: tan bien que se veía, tan guapo, propio y arreglado, ¿cómo era posible que terminara encerrado en una caja, como si fuera un bombón o una galleta? Primero le comentó a Ignacio que lo quería poner en la sala, frente a la televisión, como siempre estaba, pero Ignacio se asustó. —Imagínese tía Marta, qué dirá la gente, luego hay quienes se espantan de que tenga usted un muerto en la sala. —Pero si no es un muerto —respondió ella—, si es mi marido, ¿pues qué no puede quedarse conmigo? Ignacio se quedó sin argumentos. Tenía que irse al zoológi co a realizar un trabajo. —Piénselo, tía, yo no se lo conservé para que lo tuviera en la casa. La señora Marta pasó la tarde sola, caminando por un par que cercano a la funeraria. Concluyó que la gente, su sobrino incluido, era muy rara; nunca les espantó que Pablo viera la tele visión todo el día, aunque no dijera nada o casi nada. Pero que no lo vieran respirar y entonces se pondrían a hacer aspavientos. Esa especie de rabia afirmó su decisión, y cuando Ignacio volvió a bus carla, se lo hizo saber con tan terca seguridad, que él no encontró manera de contrariarla. 428 / Sólo cuento
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Para traerlo a la casa, hubo que tomar muchas precauciones: hacerlo de noche, casi en la madrugada, antes de que se despertara el portero del edificio donde vivía la anciana, y darles dinero a los de la funeraria por su presente ayuda y su silencio posterior, que Ignacio debió ir asegurando con más dinero y algunas amenazas de las que ya no habló a la señora Marta. Decidió que, en caso de que surgiera algún problema, lo mandaría enterrar con toda cele ridad, para salvaguardar su honor profesional y la poca cordura que, pensaba, le quedaba a su tía. Ambos convinieron en avisar a la escasa familia que quedaba, muy lejana, que habían incinerado a Pablo y que en la casa guardaba Marta las cenizas, para quien quisiera ir a visitarlas. Nadie se animó a hacerlo. Todos pusieron excusas para buscarla tiempo después, cuando calcularon que el asunto estaría olvidado y las cenizas bien ocultas. La primera cosa que hizo la señora Marta ya con Pablo en la casa fue sentarlo en el costurero y encenderle el televisor. Fue tal la tranquilidad que sintió después de hacerlo, que cenó bien por primera vez en muchas semanas, mientras escuchaba el mur mullo del noticiero y sentía de nuevo a aquel que había estado ahí durante tantos años. Aun así, pasó un poco de miedo al apagar el televisor, cerrar la puerta e ir a acostarse, dejando a Pablo sentado, solo y tieso en la penumbra. Pero la rutina le fue quitando poco a poco esos resquemores. A lo largo del día, la señora Marta le ponía a Pablo la televisión en el costurero, sus programas favoritos, o los que ella creía que le irían a gustar cuando cambiaban la pro gramación. Y aunque no le dijera ninguna de sus frases, se las imaginaba perfectamente bien; el no te tardes cuando iba a salir, el ya tengo hambre a mediodía. Si la visitaba alguna vecina, le decía que había convertido el costurero en bodeguita; entonces lo mantenía cerrado y a nadie le interesaba entrar, y menos con el olor de los líquidos conservadores, que primero justificó diciendo Vida doméstica / 429
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que había puesto insecticida, y que con el tiempo se esparció por toda la casa como un tufo leve y perpetuo a azúcar, alcohol y vina gre. Nada más se iba la visita y la señora Marta abría enseguida la puerta del costurero, le prendía la televisión a Pablo y se discul paba. Perdóname, Pablo, le decía, pero ya sabes cómo es la gente. Con el tiempo le comenzó a incomodar tenerlo ahí de traje, como si fueran a salir a una boda o a un velorio, él que ni siquiera había protagonizado el suyo, y pensó que quizá también le estor baría estar tan formal en su propia casa. Además, el traje se le empezaba a escurrir un poco, producto del encogimiento anuncia do por Ignacio; era como si fuera viviendo y desgastándose igual que ella. Así es que un día la señora Marta le pidió a Ignacio que la ayudara a cambiarlo, porque Pablo se había puesto muy duro y seco. Juntos le pusieron una pijama de seda de color marrón subi do, parecida a la que solía vestir en los últimos tiempos y que era de hecho la que traía cuando murió, por supuesto más pequeña que aquélla. Así se acomodó tanto a su presencia que hasta se sentaba junto a él todas las tardes a tejer manteles de crochet para adornar todos los muebles de la casa: la mesa, la consola, el trinchador. Después decidió que le lavaría el pijama regularmente y se lo cambiaría por uno azul, cosa que paulatinamente se fue haciendo más fácil, debido a su propensión a hacerse más ligero y más pequeño. También se esmeraba en peinarlo diario y asearlo perió dicamente de la manera en que Ignacio le había indicado, con una sustancia que él traía y unos algodones. Mientras tanto, la vida de Ignacio cambió, pues conoció a una mujer y comenzó a verse con ella periódicamente, hasta poderle anunciar un día a la señora Marta que por fin tenía novia. Con ninguna duraban sus relaciones: las mujeres solían horrorizarse de su profesión, y las que no lo hacían de entrada terminaban ale jándose de una u otra manera. De hecho, ya se había acostumbrado 430 / Sólo cuento
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a ser un soltero con relaciones intermitentes y a frecuentar prostitu tas, cuando fue a hacer un trabajo a una funeraria en la calzada de Tlalpan y el dueño le presentó a Marisa, su hija. Marisa había cre cido entre muertos y ataúdes; se preciaba de no asustarse de verlos, e incluso se interesaba por los pormenores del oficio de Ignacio. No era especialmente hermosa, pero gustaba mucho de arreglarse, salir y hacer bromas. Conforme su relación se hacía más cotidiana y profunda, Ignacio sintió que por fin había encontrado a su media naranja, y se animó a hablarle de su familia, es decir de su tía Marta que era la única que le quedaba, pues sus padres y su tío Pablo habían muerto ya y no tenía primos ni hermanos. Marisa deseó conocer pronto a la tía de aquel al que ya casi consideraba como su esposo, e Ignacio le prometió que arreglaría una visita. Fue entonces cuando le avisó a la señora Marta que tenía novia, y le explicó que lo mejor sería que la primera vez se vieran en un restaurant. La señora Marta se dio cuenta de que quería evitar que viera a Pablo. —Claro —le respondió—, ni ese gusto le vas a dar a tu tío. Yo sé que a él le gustaría conocerla. —Más adelante lo organizamos, la preparamos bien —le suplicó él. Añadió—: Está acostumbrada a ver muertos. —Y le ex plicó que el padre de Marisa tenía una funeraria. A la señora Marta le molestó mucho que Ignacio dijera de esa manera tan cruda que Pablo estaba muerto. Y aquella noche, mientras veían un programa de revista en la televisión, le habló de los viejos rencores de su familia, como si quisiera distraerlo de aquello tan hiriente que quizá él podía haber escuchado. A los pocos días, Ignacio presentó a Marisa con su tía en el Shirley’s de Reforma. La señora Marta estuvo un poco fría al prin cipio, pero el comedimiento de Marisa para traerle servidos los distintos platillos del bufet, su simpatía, su amabilidad, su interés Vida doméstica / 431
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por sus pequeñas dolencias, le bajaron la guardia. Ignacio procuró llevar la conversación hacia temas generales, para evitar las ex plicaciones. Cuando Marisa le preguntó a la señora Marta por su vida, ésta habló de la muerte de su esposo con una naturalidad no exenta de amargura, como estuviera contando falsedades sólo para complacer a su sobrino. Marisa mostró mucho interés por la anciana mujer y ésta por ella. Quedaron muy contentas de haberse conocido y ambas desearon volverse a ver pronto. —A ver si ahora sí vienen a la casa y les preparo un brazo de gitano —dijo al despedirse la señora Marta, mirando con sorna a su sobrino. Ignacio no tuvo que pensarlo mucho. Aquella noche, mien tras disecaba la cabeza del mejor toro de la última corrida de la Plaza México, la cual se iba a colocar en la cantina de un funcio nario, decidió decirle a Marisa la verdad. A la noche siguiente la invitó a cenar y le explicó la situación lo más escuetamente que pudo: él mismo había embalsamado a su tío Pablo, y su tía Marta había insistido en tenerlo en la casa. Marisa se lo quedó mirando muy seria. Después le dijo: —Tu tía me da mucha ternura; es bien romántica. Lo ha de amar infinitamente, imagínate, para no quererse separar de él. Y añadió que ella, de verse en el caso, probablemente haría lo mismo. Ignacio no supo qué pensar. Después rememoró la vida de sus tíos y no le pareció especialmente apasionada, si acaso práctica, pero se imaginó que Marisa seguramente era más lista para esas cosas, y no la contrarió. Quedaron de ir una tarde de aquella misma semana a visitar a los tíos —así acabaron expresándolo— y aquella noche fue la primera en que se acostaron, en el departamento de Ignacio, junto a su gabinete donde yacía la cabeza del toro ya secándose. Para la señora Marta, preparar la casa para aquella visita fue como una fiesta. Quería que la casa perdiera el aire un poco lúgubre 432 / Sólo cuento
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y descuidado que había adquirido en los últimos meses, así que pasó la aspiradora con mucho esmero, lavó los manteles de cro chet que cubrían los muebles y compró flores para adornar la consola. Les iba a ofrecer café y un brazo de gitano que compró en la mejor pastelería del rumbo, en lo que quedaba de una antigua vajilla de plata de su madre que cuidó de pulir. Cuando casi estaba todo listo, se puso a arreglar a Pablo. Le apagó el programa de televisión, pues imaginó que debía estar tomando su siesta, y con mucha delicadeza le volvió a poner el traje. Como había encogido mucho, tuvo que ajustarlo con alfileres y zurcidos hasta que le pareció que se veía bien. Después lo limpió con los algodones, le recortó el cabello y lo peinó. Lo iba cargando hacia la sala como si fuera un niño peque ño, cuando sonó el timbre. Lo sentó en el mejor sofá y se apresuró a abrirles la puerta a Ignacio y a Marisa. Marisa no lo vio al entrar; abrazó efusivamente a la señora Marta y le entregó un ramo de rosas. Terminados los saludos, la señora Marta la tomó de la mano y la llevó hacia el sillón: —Hija, permíteme presentarte a mi esposo Pablo. Ignacio se sorprendió mucho cuando Marisa le tomó la mano a Pablo y le dijo: —Encantada de conocerlo. La señora Marta, en cambio, se quedó mirando la escena muy complacida. Charlaron durante toda la tarde, tomaron el café y degustaron el pastel que la señora Marta juró haber preparado ella misma. Ignacio no pudo dejar de vigilar a Marisa, pues su naturalidad parecía estudiada: de vez en cuando se dirigía a Pablo, o lo miraba como asintiendo a una risa de él, a algún comentario. La señora Marta estaba exultante; hacía muchísimo, muchos años antes de que ocurriera lo de Pablo, que no estaba en una reunión animada. Tanto, que puso unos discos de música clásica en la Vida doméstica / 433
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consola y les contó algunas anécdotas divertidas de su juventud. Marisa, por su parte, resultó ser toda una entendida en música clásica, y adivinaba el autor de cada disco que ponía la señora Marta. En algún momento, ésta comentó que Pablo había sido un entusiasta de la música hasta que perdió la audición en el oído izquierdo. Entonces Marisa le puso a Pablo la mano en la rodilla y exclamó: —Ahora venden unos aparatos buenísimos para la sordera. Ignacio y la señora Marta se miraron y hubo un pequeño instante de incomodidad que Marisa no pareció notar, ocupada en terminarse su café. Pocos minutos después, la pareja se despidió de la señora Marta. En el automóvil, Ignacio le preguntó a Marisa por qué había actuado de aquella manera tan extraña con la momia de su tío, y ella le reprochó que lo llamara así. Le explicó, simple mente, que el amor de su tía por Pablo le insuflaba vida, y que era injusto no ayudarla con esta ilusión que le hacía más fáciles sus últimos años. En cambio, aquella noche, después de lavar los platos, la señora Marta apagó la luz de la sala y dejó a Pablo sentado con su traje, sin siquiera voltear a verlo. Se metió en la cama y se acostó. Poco después, Marisa llevó a Ignacio a pasar un domingo con sus padres y hermanos, y su relación se volvió más próxima y estable. Cuando Ignacio pasaba a ver a su tía, Marisa solía acompañarlo, e incluso algunas veces se presentó sola para traer le a la señora Marta algún obsequio. Todas las veces actuaba con Pablo de la misma manera afectuosa y cercana. En una ocasión en que la pareja fue a la casa de la anciana, Ignacio y su tía comen zaron a discutir sobre un viejo pleito entre ésta y la madre de aquél. Marisa, en un tono un poco socarrón, les dijo que si iban a pelear así, ella prefería meterse con Pablo a ver la televisión. Tía y sobrino dirimieron sus diferencias, al cabo de lo cual entraron 434 / Sólo cuento
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en el costurero a buscar a Marisa. Marisa estaba sentada en el brazo del sillón de Pablo mirando un programa, abrazándolo a él. No se había percatado de que la observaban. De repente le acarició el pelo y luego apoyó ahí su mejilla. —Viejito chulo —le dijo. Ignacio no pudo evitar reírse, pero la señora Marta se quedó muy ofuscada. Durante los días subsiguientes no podía dejar de pensar en el asunto. Esta niña se estaba pasando de la raya, pen saba; le voy a decir a Ignacio que ya no me la traiga tan seguido. Mientras tanto, descuidaba a Pablo como si lo estuviera castigan do: lo dejaba en el costurero con la puerta cerrada, o se ponía a ver documentales a sabiendas de que Pablo los detestaba. Aunque le costara trabajo aceptarlo, en realidad estaba más enojada con él que con Marisa. Un día incluso le dio un empujón con el pie, aparentemente sin querer, y Pablo casi se vino abajo como si fuera un muñeco de cartón. La señora Marta se sintió muy culpa ble. Fue a dar una vuelta por Paseo de la Reforma, y mientras caminaba mirando a los turistas, decidió desterrar esas ideas ton tas de su cabeza. Si Marisa se había encariñado con Pablo, ¿qué podía tener eso de malo? Podía ser como su abuelito. Siguieron otras visitas de Ignacio y Marisa; Marisa siempre terminaba yén dose a ver la televisión al lado de Pablo, abrazada de él, y la señora Marta hizo un esfuerzo concienzudo por acostumbrarse, sobre todo porque a su sobrino más que nada le daba risa. Me he de estar volviendo loca, pensaba. Hasta un día en que, cuando fueron a buscar a Marisa al costurero, encontraron que la puerta estaba cerrada con seguro. Ignacio y su tía golpearon la puerta y Marisa tardó en salir. —No me di cuenta de que cerré —dijo. La señora Marta creyó verla un poco nerviosa, aunque para Ignacio los encierros de Marisa parecían ser algo corriente. Vida doméstica / 435
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—Siempre le pasa, tía. Se queda encerrada en todos lados como los gatos. Después de que se fueron, la señora Marta se puso a llorar. Sentía una angustia incontenible, por no saber qué había estado haciendo Marta durante la tarde, ahí encerrada con Pablo. O quizá, qué estaban haciendo los dos. Pasó toda la tarde dándole vueltas al asunto en el sillón de la sala. Oscureció y no se molestó en prender la luz, hasta que en un momento de calma y de lucidez, pensó que tal vez le haría bien que lo abrazara ella también: ¿por qué no? Desde que estaba en esa situación lo había cuidado con veneración exagerada, con distancias que le dictaba un raro pudor. Lo había cuidado como un hijo al cambiarlo de ropa y limpiarlo, al tratar de mantenerlo feliz, y simplemente había dejado de pensar en sus deberes conyugales, como si realmente no los recordara. Es mi marido, le había dicho a Ignacio cuando decidió traerlo a la casa, pero lo cierto era que ni siquiera se había animado a darle un beso. Se levantó pesadamente del sillón en medio de la penumbra que sólo alumbraban la luz de la televisión y la lámpara encendida en el costurero. Se acercó a su marido, muy apenada por pensar tan mal, por ser tan egoísta, con la vista un poco nublada por el llanto, dispuesta a las caricias que tanto había reprimido. Pero no pudo ni siquiera tocar a Pablo porque le pareció que estaba sonriendo. Sinvergüenza, pensó. Y esa misma noche lo mandó a incinerar.
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Ana Lydia Vega
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Ana Lydia Vega (Santurce, Puerto Rico, 1946). Autora de Encancara nublado y otros cuentos de naufragio (Premio Casa de las Américas 1982), Pasión de historias y otras historias de pasión (Premio Juan Rulfo Internacional de París 1984), Falsas crónicas del sur y Esperando a Loló y otros delirios generacionales. De acuerdo con el crítico puer torriqueño Carlos Alberty Fragoso, Ana Lydia Vega “no ha escapado a las clasificaciones y ha sido adscrita a la llamada generación del setenta […] En sus cuentos, la ironía funciona tanto en el acto de la enunciación como en la historia enunciada. La narradora está consciente de su acto de narrar y de la tradición literaria sobre la cual reescribe, y victimiza a sus personajes y lectores por medio de la ironía”.
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Tríptico de alcoba
I. Celebraciones
Recuerdo exactamente el día, el mes, el año. Fue la tercera noche de agosto y nuestro décimo aniversario de bodas. Habíamos cenado fuera, alzado copas, renovado votos eternos. Por fin, tirados en la cama, con la luna mirona asomada a la ventana, tocó la hora de la intimidad. Mi marido, que no es hombre de prólogos, se volteó hacia mí. Su pierna derecha cruzó por encima de mis muslos, su brazo izquierdo preparó el impulso y su cuerpo, todavía esbelto y muscu loso a los cuarenta, quedó eficazmente tendido sobre el mío. Con la destreza que da la costumbre, buscó y encontró. Yo, como siem pre, resistí justo lo suficiente antes de abrirle paso. De repente, sin previo aviso ni razón evidente, una presión insoportable me aplanó sobre la sábana. Se hundió el colchón. Chillaron los resortes. Flaquearon las patas de la cama. Para con trarrestar aquella fuerza incontenible venida de arriba, contraje el vientre y traté en vano de arquear la cintura. Mis costillas crujieron. Una punzada aguda me atravesó la espalda. Quise hablar, gritar, aullar, pero la voz no respondía. Atento sólo al gusto, él seguía empujando. Apenas alcancé a arañarle el Vida doméstica / 439
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cuello con la poca energía que me quedaba. El contacto de mis uñas aumentó su excitación, y su peso se volvió aún más aplas tante. Mis huesos estaban a punto de ceder, mis pulmones a punto de estallar. Con la vista nublada, alcé la cabeza buscando el aire ralo que entraba por la ventana. Entonces fue que lo vi. Su melena flameaba como una an torcha negra. La luna le plateaba los dientes y le encandilaba la mirada. Oí el resoplar de narices, el chasquido de cascos sobre las piedras. Desear montarlo y encontrarme en su lomo fueron un solo movimiento. Levantó las patas delanteras. Soltó un relincho resonante. Y nos largamos juntos por un sendero ancho, oloroso a tierra mojada. Desde aquella noche sofocante de agosto han pasado ya diez años. Hoy, otra vez, cenaremos fuera, alzaremos copas, renovaremos votos eternos. Me visto, me peino, me perfumo. Me estudio en el espejo y apruebo el resultado. La voz de mi marido sube impaciente. Ca mino hacia la puerta. Echo un último vistazo. Hay un detalle que no puedo olvidar. Tengo que abrir de par en par esa ventana. II. El experimento
Estabas imposible. No tenías otro tema. Sería —repetías muy se rio— el “test definitivo” de nuestra relación, el riesgo calculado que definiría, de una vez por todas, nuestro “espacio erótico”. Yo te escuchaba en silencio con mi mejor cara de circuns tancia. Siempre has tenido —para qué negarlo— una labia de barricada. Invocaste la gesta subversiva de nuestra generación. Denunciaste mi patética conversión en ama de casa. Llamaste al 440 / Sólo cuento
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trastoque radical de las mentalidades. ¡Hay que desestabilizar la ecuación matrimonial! ¡La Revolución comienza en la cama! Cuando me aburrí de los eslogans, me puse en piloto auto mático. Produje mi sonrisa de emergencia, entre divertida y resig nada. Lo que me decidió, pensándolo bien, no fue la sobredosis de argumentos. Fue más bien —perdonando la franqueza brutal— el cansancio. Y así fue como nos dio por apostarlo todo al trío aquella tarde. No fue muy fácil que digamos pasar de la teoría a la praxis. ¿Te acuerdas que estuvimos mirándonos por horas como tres idiotas sin que ninguno se atreviera a dar el primer paso? El vino no ayudó. Tampoco los chistes sucios. Para romper el hielo, hasta desempolvaste aquellos viejos vídeos triple equis que acabaron de quitarnos las ganas. Jamás me cansaré de repetir que lo que pasó después no fue culpa de nadie. Aunque fuera tuya la idea de tirar los dados para resolver el tranque, si la memoria no me falla. ¿Quién hubiera podido predecir que sacaríamos, ella y yo, el mismo número? ¿Cómo íbamos a saber que nos tocaría sacrificarnos juntas en nombre de la Ciencia y de la Patria? Pobrecito, te veías tan triste esperando solito al pie de la cama… III. Día de cobro
Los fines de semana siempre salen. Por eso anuncio que voy viernes y me presento jueves. Se pasman. Ésta no. Abrió la puerta y la sonrisa. Dientes blancos. Ojos verdes. Piel tostada. Descalza. El kimono negro le iba dibujando y borrando las caderas. Díficil ser profesional, bajo las circunstancias. Sala ancha. Plafón alto. Ventanales nublados de salitre. Piso de cedro encerado y brisa marisquera soplando. Me mostró un Vida doméstica / 441
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sofá de felpa blanca. Las dos hojas del kimono se apartaron. Im posible controlar el subibaja de la vista. Piernas infinitas, pies de miniatura, uñas pintadas. —¿Puedo ofrecerle algo? Ya lo creo, pensé. No se moleste —dije. Se fue a buscarme el trago con el kimono abanicándole los muslos. —¿Le gusta el kir? —dijo y me tendió la copa. Alcé las cejas y chocamos cristal. Empiné tan de golpe que me mojé la barbilla. Ella tomaba sorbitos elegantes y me calaba a través de las pestañas. Solté la copa sin poder disimular el temblor de la mano. —¿Le sirvo otro? El segundo kir me desenredó la lengua: —¿Y qué, ¿consiguió la plata? —¿La quiere ahora? No era eso lo que preguntaba su sonrisa complaciente. Ni su voz, tan baja. Habitación minúscula. Apenas cabían la mesita de noche y la cama de una plaza. Imposible imaginar que hubiera podido com partirla con el gordo. La llama de la vela temblaba en el cristal del retrato. Ella, una virgencita de traje blanco y corona. Él, una sal chicha enorme en etiqueta alquilada. El kimono se tendió en el piso como un gato persa. Me arran qué el pantalón y la camisa. Se acostó boca abajo en la cama. Mi lengua fue abriéndose camino desde los piececitos de geisha hasta el nacimiento abrupto de las nalgas. Respiraba corto y se movía, pero no se quejaba. Seguí escalándole la espalda. Grupa de yegua. Cuello de bailarina. Se lo mordí con gusto y escondió la boca en la sábana. 442 / Sólo cuento
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Estaba estrecha como una primeriza. Duré lo que pude, que no fue tanto. Al final, me miró de reojo y me enseñó esos dientes deslumbrantes. Después, me dio café y un sobre bastante abultado. Me pareció de mal gusto abrirlo frente a ella. Nos acercamos a la puerta. En los labios llevaba pintada la pregunta de todas. Y, como siempre, tuve que mentir: —Una sola bala, créame. Su esposo no sufrió. —Qué lástima. Acarició la perilla con las uñas. Salí como un sonámbulo. Cuando caí en cuenta, por poco me estrello contra un poste eléctrico. Di un reversazo loco en una curva y me tragué la carretera de regreso. El ascensor estaba detenido en el sótano. Subí, casi sin aire, por la escalera de servicio. Tiré toda mi fuerza contra la puerta y me fui de boca hasta el sofá de felpa blanca. Llegué al cuarto con el corazón en la garganta. En la mesita de noche, la vela gastada. Ni huella del retrato de boda. Sobre la cama, el kimono abrazado a la almohada. En la sala, vacié el sobre y lo arrugué en el puño. La brisa del Atlántico regó por todas partes las hojas de periódico recorta das al tamaño de billetes. Me preparé un kir y me lo di de pie. A la salud del difunto. Las luces de la ciudad me hicieron guiños por la ventana. Cada tanto, regreso. La puerta sigue abierta y el piso cubierto de hojitas voladoras. Del bar me voy al cuarto, que todavía huele a cera quemada. Recuesto la cara en la almohada. El kir me pesa en los ojos. La seda negra del kimono me refresca la frente. Vida doméstica / 443
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Palimpsestos
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Jorge Volpi
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Jorge Volpi (México, D. F., 1968). Una de las constantes en su escritu ra ha sido el análisis del papel que los intelectuales han tenido en la sociedad a la que pertenecen y el influjo que sus reflexiones han tenido en el mundo entero En 1994 formó el grupo del Crack al lado de otros novelistas jóvenes quienes reivindicaron un tipo de novela ambiciosa, de estructura compleja y a la vez alejada del neorrealismo norteameri cano y de los imitadores del realismo mágico. Saltó a la notoriedad in ternacional con En busca de Klingsor, novela galardonada con el renacido Premio Biblioteca Breve en su primera reedición de 1999 y que ha sido traducida a diecinueve lenguas. Es autor también de: A pesar del oscuro silencio (1992), Días de ira (1994), La paz de los sepulcros (1995), El temperamento melancólico (1995), Sanar tu piel amarga (1997), En busca de Klingsor (1999) y El fin de la locura, de volúmenes de cuentos y de los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968 (1998) y La guerra y las palabras. Una historia inte lectual de 1994 (2004).
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Ars poetica
Para los otros
Voy a iniciar este relato con una declaración de principios: yo soy un personaje y me dispongo a hablar (mal) del autor de los libros en que aparezco. Sé muy bien que el procedimiento es poco novedoso —a diferencia suya, no utilizo gafas con montura de carey o chalecos de lino para dármelas de genio—, pero no es mi culpa haber sido imaginado por un mequetrefe de menos de treinta y cinco años que, tras haber conseguido quién sabe con qué oficios el premio Esfinge de Novela Corta (de entendimiento, supongo), piensa que puede echar mano de los recursos de Cer vantes o Unamuno sólo porque figuran en el último film de Woody Allen. Para saber a que clase de individuo me refiero, basta echarle un rápido vistazo a su currículum (retocado por él cada mañana, antes de bañarse): Santiago Contreras (Texcoco, México, 1971). Realizó estudios de medicina, derecho y antropología antes de tomar la determina
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ción de dedicarse por completo a la literatura.1 Ha participado en más de un centenar de concursos literarios nacionales; sin embar go, su primer reconocimiento provino del extranjero, cuando en 1995 recibió un accésit en el premio de cuentos Ciudad de Alcor cón, siendo el primer latinoamericano en obtenerlo. A este estí mulo le siguió, un año después, el premio Juan Rulfo por su relato “Conjeturas sobre el doctor Arístides Kapuchinski”, publi cado recientemente por la editorial Sin Tinta (Toluca, 1997).2 Es autor de los siguientes libros: Escupiré sobre tu tumba (Libros del Papagayo, Texcoco, 1994) y ¿Puedo ir al baño, por favor? (Cuadernos Cruzados, Xalapa, 1995), correspondientes a su primera etapa narrativa, y de las novelas La musa del juego (Joaquín Mortiz, México, 1996) y Teoría de las mujeres (Tierra Adentro, México, 1997), que señalan el inicio de su madurez creativa. Próximamente, la editorial Alfaguara publicará, en México y en España, La aporía de Zenón, merecedora del premio Esfinge de Novela Corta. Ha sido becario, cuatro veces, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Aunque se declara enemigo de las clasifica ciones y no piensa que su éxito se deba a ser un “autor joven” sino a su empeño de muchos años, se le considera el novelista más
1 Esta heroica decisión sólo significa dos cosas: a) Santiago estudió dos carreras y en ninguna de ellas pasó del segundo año (el curso de antropología sólo duró un mes); y b) con el pretexto de su amor al arte, confía en que lo mantengan sus padres hasta que lo puedan mantener sus hijos, es decir, sus libros. (N. del P.) 2 El Ciudad de Alcorcón es uno de los 527 certámenes censados en la Guía de concursos y premios literarios en España (Fuentetaja, Madrid, 1996). Se concedía por primera vez. En cuanto al otro, en México existen tantos premios que utilizan el nombre del autor de Pedro Páramo como continuadores del realismo mágico. En esta ocasión, valga aclarar que se trataba del premio Juan Rulfo de Relatos sobre Aviones, patrocina do por Mexicana de Aviación y la cervecería Corona. (N. del P.)
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prometedor de su generación. Actualmente prepara su autobiogra fía y el guión de una película basada en La musa del juego.3
Yo, en cambio, ni siquiera tengo un nombre. O, en otro sentido, poseo más de los que quisiera: aunque con apelativos distintos, Santiago me ha incluido en tres novelas y en una docena de relatos. Cuando se ha mostrado ingenioso, me ha bautizado como Arístides Kapuchinski o Gilbert O’Sullivan —en un texto sobre la Irlanda medieval—, pero la mayor parte de las veces he debido suplantar a Silvestre Cabrera, Saturnino Corominas, Saúl Camacho y otras agudas variantes de sus iniciales. Pero esto sería lo de menos. Lo peor es que, me llame como me llame, siempre me distingue con la misma personalidad: una combinación, no muy afortunada, entre lo que Santiago es y lo que ya nunca será. Uno juraría que un autor, cuando se retrata en sus libros, vive existencias que le están vedadas, cumple sus más arbitrarias fan tasías y conquista aquellas metas que siempre se le han escapado; no comprendo, entonces, por qué razón, texto a texto, sigo com partiendo su misma estupidez. A pesar de que en su opera omnia puedan contarse más de cuarenta muertes violentas —entre las cuales se incluyen un des cuartizamiento (que hizo vomitar a su hermana y lo condujo a dos años de psicoanálisis), varios duelos, una tortura china en homenaje a Salvador Elizondo e incluso una minuciosa autopsia practicada por el impávido doctor Kapuchinski—, en realidad Santiago nunca había visto un cadáver, y mucho menos el de uno de sus colegas. Más tarde, en La aporía de Zenón, me hizo descri ¡Seis libros antes de los treinta y cinco años! ¡Y dos “etapas narrativas”! Los comentarios salen sobrando. Sin embargo, tengo una pregunta qué hacer: cuando dice “se le considera el novelista...”, etcétera, ¿podría alguien informarme quién pronunció estas palabras? (N. del P.) 3
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bir sus impresiones con un lenguaje frío y sórdido, influido —según él— por Raymond Carver: “Lo vi. Estaba tendido en el suelo como una de las barbies de mi hermana. Su vientre abierto me recordó a las ranas del colegio. No me acerqué a mirarlo por que detesto manchar mis calcetines de rombos” (pág. 14). En la vida real, la escena fue menos glamorosa: Santiago salió corrien do de la habitación y, una vez en la calle, se desmayó en los gordos brazos de Susana Ruvalcaba, la célebre autora de Falos. A raíz de su deceso, la prensa descubrió que Juan Jacobo Dietrich usaba un seudónimo: en su cartera había una licencia de conducir, a nombre de Juan Jacobo Reyes, con una foto que reve laba que aquel insólito apellido no era más que otra de las manías filogermánicas del cuentista muerto. Mientras tanto, el rijoso mé dico norteamericano que lo había atendido no tardó ni dos segundos en confirmar que, a causa del veneno, su próximo libro —en caso de haberlo— debería llevar un cintillo con el lema “póstumo”. Santiago y Juan Jacobo eran compañeros desde la secunda ria. Se habían conocido a raíz del primer concurso literario en que participaron. Su escuela, administrada por hermanos maristas, no se caracterizaba por su amor a las letras, pero por alguna razón había conservado un premio de cuento que, se decía, había ganado Carlos Fuentes. La leyenda era, de hecho, más ampulosa: el joven Fuentes, que aparece en los anuarios con una tez lampiña, unas gafas anchas y una imagen de santidad que tardó poco en perder, no se había contentado con ganar el primer lugar, sino que, con tres nommes de plume distintos, se había hecho con las tres meda llas. Aunque entonces Santiago era un chico tímido, de los que se sientan en las últimas filas del salón de clase, por dentro era altivo y soberbio: no iba a conformarse con emular la hazaña del autor de Aura, sino que se proponía ridiculizarla: de este modo, envió diez relatos distintos, dispuesto a ganar, de un tirón, los diez primeros 452 / Sólo cuento
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sitios. Casi logró su propósito: el día que se anunció el fallo se enteró de que sus narraciones habían ocupado del segundo al un décimo puesto; un desconocido, de nombre Juan Jacobo, le había arrebatado el primero. En “La virgen y la serpiente”, uno de esos primitivos esbo zos, Santiago me hizo nacer con la intención de que yo encarnase, en una bella alegoría, todos los padecimientos históricos del pueblo mexicano (por desgracia, se parecían demasiado a los de un impúber algo neurótico). Pronto le perdoné este desliz: a pesar de su inocencia —o quizás debido a ella— en esas páginas escritas a mano hasta que le dolían los dedos, yo poseía una pasión que, pobre de mí, he visto disolverse poco a poco. No me malinterpre ten: el cuento era malo, muy malo; lo triste es que, en mi opinión, los siguientes no han sido mejores. Sea como fuere, a partir de entonces Santiago y Juan Jacobo se volvieron inseparables. En un ambiente dominado por mucha chos que triunfaban en el futbol, ellos se sentían como los últimos sobrevivientes de una civilización desaparecida: los dos eran feos —Juan Jacobo un poco más—, los dos eran vírgenes —San tiago un poco menos— y ambos compartían una extraña afición por los libros de alquimia, las uñas renegridas, los zapatos sin bolear y las burlas de los chicos normales. Marginados de las puyas colectivas, las fiestas y las pintas, pronto se dieron cuenta de que su destino era convertirse en intelectuales. La tarea les venía como anillo al dedo: lo único que tenían que hacer era me morizar impronunciables apellidos rusos —de escritores, directo res de cine y amantes de poetas— y tener la capacidad de discernir, sin dudarlo, entre lo fenomenal y lo pútrido. En aquellos años, lo in eran los muralistas, Nicaragua, Fidel y, por encima de todos ellos, ese dios rollizo y tropical que había inventado Macondo; lo out, los gringos, el pri y, en especial, ese diablo rollizo y altanero llamado Palimpsestos / 453
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Octavio Paz (en los años subsecuentes los elementos se intercam biarían con una rapidez pasmosa). —¿De veras está muerto? —Más que un indígena chiapaneco en un campamento mi litar —le respondió Susana, sin dejar de mascar chicle—. Y más feo que tu puta madre. (Si opinan que la célebre autora de Falos fue un tanto grosera, sólo échenle un vistazo a su último libro). En La aporía de Zenón, el resto de la escena se transfigura del siguiente modo: Susana se llama Gloria y, en vez de su cutis de rallador de queso, tiene el semblante de Maribel, una vecina que jamás venció el asco de besar a Santiago; yo me he converti do de la noche a la mañana en crítico musical y Juan Jacobo, en cantante de ópera. (A Santiago le pareció muy posmoderna la idea de insertar la estructura de un drama lírico en una novela negra.) Otros detalles: la reunión de escritores latinos (hispanic writers) organizada por la Universidad de Utah se convierte en el montaje de La fanciulla del West de Puccini en escenarios natu rales (el desierto de Arizona) y, por cierto, Susana ha perdido la mitad de sus preferencias, conformándose con una típica —aunque algo arrebatada— heterosexualidad. Lo que viene a continuación no sólo es predecible, sino francamente absurdo: en ese momento, yo, un simple crítico musical que nunca he salido de mis partitu ras, me transfiguro, como exigen los cánones del gusto contem poráneo, en un sobrio detective, listo para resolver el enigma del tenor asesinado. Gracias a mis conversaciones con los personajes de otros autores jóvenes, he aprendido que en su repertorio sólo hay tres tipos de narraciones: policíacas (cada vez más sofisticadas para que nadie las compare con Agatha Christie sino con Umberto Eco), autorreferenciales (en ellas sólo aparecen adolescentes idiotas, como quienes las escriben, en vez de adolescentes idiotas 454 / Sólo cuento
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disfrazados de adultos, como en los otros dos géneros) y femeni nas (sea lo que fuere esto último). Si tuviese que hacer una esta dística de la obra de Santiago, las historias de detectives serían las más recurridas, con un 67 por ciento, frente a un 31 de autorrefe renciales —en especial cuentos influidos por la Onda, cuando era in, ahora revitalizados por la moda pulp— y un dos por ciento de temas varios (aún no se ha atrevido con las femeninas, pero quién sabe). Los sociólogos explican este fenómeno de muchos modos: la televisión, el cine, la violencia callejera, el desencanto, la caída del Muro, etcétera, aunque yo pienso que si hay tantas novelas negras se debe a la ley del mínimo esfuerzo: basta con llenar el molde, como hacen un malos poeta con un soneto o un heladero con un cucurucho. Sea como fuere, tras la muerte de Juan Jacobo, Santiago decidió invertir los papeles e imitar lo que tantas veces había hecho conmigo: asumirse como un sobrio investigador a pesar de la oposición de la escandalizada Chair-person del depar tamento de lenguas romances de la universidad. En La aporía..., me obliga a explicar sus motivos con hondura dostoyevskiana: “Tenía que hacerlo” (pág. 32). —Para mí que era maricón —añadió Susana, acariciándose la babosa que se había tatuado en la nuca. —¿Y eso qué tiene qué ver? —preguntó Santiago. —En Estados Unidos la mitad de los crímenes son por motivos raciales y la otra mitad son delitos sexuales. Tú escoges. La lógica de Susana era imbatible. No por nada había sido capaz de escribir un desternillante catálogo de penes —muchos de ellos de escritores famosos y no tan famosos—, que la había convertido en la autora más vendida del año. En su primera novela, La musa del juego —escrita durante las dos febriles semanas posteriores a su descubrimiento de Paul Auster—, Santiago ya me había obligado a representar un papel Palimpsestos / 455
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de Sherlock Holmes improvisado, esta vez bajo la identidad de Seymour Compton, en un escenario que, por obra de un más que veleidoso azar, me llevaba de Brooklyn a Ciudad Neza. En ella, yo seguía un plan cuidadosamente trazado: a) identificaba el ca dáver (un estraperlista que, ¡vaya coincidencia!, había estudiado conmigo en la primaria); b) reconstruía la escena del crimen; c) elaboraba una lista de sospechosos (entre los cuales se hallaba la famme fatale que, por casualidad, se convertiría en mi amante); y d) los entrevistaba uno por uno hasta que, gracias a un último golpe de suerte, descubría al criminal. Cuando decidió investigar la muerte de su amigo, Santiago no recordaba este esquema, pero su instinto literario lo llevó a repetirlo con una minuciosidad que hubiese sorprendido al propio Auster. Los dos primeros pasos estaban prácticamente concluidos —nadie dudaba que Juan Jacobo estaba bien muerto y el crimen se había consumado, como todos sabían, en la habitación que éste compartía con Santiago—, de modo que hubo de comenzar por el punto c), la elaboración de una minuciosa lista de sospechosos. Aunque la intención de Ms Ellen Cunningham, la Chairperson, había sido convocar a la crema y nata de la intelectualidad hispánica, el escaso presupuesto la obligó a conformarse con quin ce autores menores de treinta y cinco años que, en conjunto, a pesar de las interminables rondas de bourbons, costaban menos que una sola conferencia de Isabel Allende. Además, podía sentirse orgullo sa de contar, en su staff de profesores, con la doctora Elida Garcia bonilla, una perfectamente legal ciudadana norteamericana que, si bien apenas balbuceaba el español de sus padres, era la máxima autoridad mundial en la materia, esto es —no van a creerlo—, en escritores latinoamericanos menores de treinta y cinco años. El espectro de posibles culpables no era, pues, muy amplio. Pero, si ustedes hubiesen tenido oportunidad de mirar los rostros 456 / Sólo cuento
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de los invitados al encuentro, sin duda hubiesen imaginado un crimen colectivo. Los trece asistentes que quedaban vivos (San tiago excluido) eran criminales en potencia: dos peruanos que sólo escribían sobre homicidios (el asesino siempre era oriental); una dramaturga argentina; tres cuentistas venezolanos; tres co lombianos; un exclusivo grupo de poetas formado por una uru guaya, una chicana y un dominicano; dos críticos y una novelista (Susana) de México; y un narrador oral costarricense. Desde luego, tampoco se podía excluir a Ms Cunningham y menos aún a la doctora Garciabonilla. Las trayectorias literarias de Santiago y Juan Jacobo co menzaron a bifurcarse al salir de la preparatoria. Dietrich (ya había empezado a firmar en alemán), más aventurado o más irresponsa ble, decidió estudiar filosofía, en tanto que Santiago, con más sentido común, osciló durante algunos meses entre las profesiones de su padre y de su abuelo: los anfiteatros de la Facultad de Me dicina y las aún más sórdidas aulas de Derecho. El resultado fue obvio: mientras su amigo se rodeó de una panda de inexpugnables poetas puros y amantes de la literatura mitteleuropea, él se con virtió en un precoz exponente del dirty realism, la segunda vuelta de la Onda, la resaca de la movida española y la literatura vómito, con las respectivas dosis de sexo, drogas & rock’n’roll que cada una de estas corrientes exigía a sus cultivadores. Pero entonces su amistad aún era más fuerte que sus diver gencias estéticas y, contra todos los pronósticos, se decidieron a fundar un nuevo movimiento literario, al cual llamaron generación kaboom. Tras una intensa labor proselitista —que incluyó la redac ción del célebre “manifiesto kaboom”—, al grupo se unieron otras dos jóvenes promesas de la literatura mexicana: Paco Palma (Eca tepec, 1973), ahora preso en la prisión de Cerro Hueco, en Chiapas, y Clementina Suárez (Jiquilpan, 1974-Morelia, 1996), fallecida Palimpsestos / 457
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prematuramente en un accidente automovilístico (el crack le hizo comprobar que los postes de luz no son amistosos a las tres de la madrugada). A pesar de la incomprensión de los críticos, en espe cial de Jacinto Tostado, quien se refirió a ellos como “cártel del golfo de la literatura”, sus consignas eran claras: luchar, a brazo partido, contra la literatura light o, en otras palabras, tratar de es quilmarle algún que otro lector a Como agua para chocolate. Tras integrar su relación de sospechosos, Santiago decidió iniciar las pesquisas, siempre auxiliado por la gentil Susana. —Tás pendejo, güey —le dijo ella—. Sí, como no, muy machín, muy gallito, yo investigo y ustedes se callan, putos. Tú aquí no pintas nada, papito, estos pinches gringos no van a dejar que metas tus nalgas. Si no estamos en Joligú.4* Pero Santiago estaba decidido. Copiando mi papel de tipo rudo, se presentó de improviso en uno de los bares que rodeaban al campus y, tal como esperaba, se encontró con la silueta enteca de Jacinto Tostado, el cual no había asistido a una sola de las se siones del encuentro. “Si ya sé que son una mierda, ¿qué necesidad tengo de oírla?”, le decía a los dos borrachos negros con los que compartía su erudición. “Un buen vaso de bourbon es más inteli gente que cualquier cosa que hayan escrito esos mamarrachos.” Intrigado, el barman le preguntó si había leído las obras de aque llos muchachitos latinos. “Ni muerto”, respondió Jacinto. “Si ya sé que son una mierda, ¿qué necesidad tengo de leerlos?” y, en un súbito arranque de generosidad, invitó otra ronda. En La aporía..., el diálogo entre los dos personajes se desarrolla como sigue: “—¿No lo habías dejado? —le pregunté a Giacinto Brucciato sólo para incomodarlo. —Vete a la mierda, Cameron —me respondió 4 Ésta es una transcripción precisa del habla de la escritora, idéntica a las que ella realiza, con abrumadora fidelidad lingüística, con los diálogos de sus personajes (N. del P.)
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con sus ojos de anguila. —¿Te has enterado de lo de Turchini? —Una lástima, ¿no? El pobre tenorcito muerto. Y una mierda, Cameron. —¿Puedo preguntarte adónde estabas ayer por la tarde? —Aquí, tragándome esta mierda. Pregúntaselo a mis amigos —y las socarronas bocazas de los negros se abrieron como si fuesen las mismas puertas del infierno” (pág. 56). Como ustedes ya habrán imaginado, Santiago se limitó a corregir un poco el episodio original: “—¿No lo habías dejado, Jacinto. —Ni loco, amigo. Sólo así se soporta una mesa redonda en la que leas tú. —¿Te has enterado de lo de Juan Jacobo? —Una lástima, ¿no? El pobre cuentista muerto. Y una mierda, Contreras. —¿Puedo preguntarte adónde estabas ayer por la tarde? —Co giendo con Susana. Pregúntaselo si quieres...” (Si hubiese escrito esto, se arriesgaba a verse incluido en la séptima edición aumen tada de Falos, así que lo dejó pasar.) Una espesa sombra de rivalidad se había establecido entre Juan Jacobo y Santiago por culpa del crítico. En efecto, éste escri bió en una reseña que la prosa del primero era “como una mezcla de Joyce y el pato Lucas” (un comentario decididamente ambi guo) mientras que, al referirse a Santiago, no habían quedado dudas: “sin duda”, escribió Tostado, “se trata del peor escritor de 1996”. Tras esta declaración, el movimiento kaboom murió para siempre: aunque trataron de ocultarlo, la amistad entre sus funda dores no volvió a ser la misma. —Yo escuché por ahí que estabas peleado con el nazi —así apodaban a Juan Jacobo unos cuantos envidiosos, como Susana y, a veces, el propio Santiago. —Tonterías. —¿Entonces por qué te obsesionas con esto, Santi? —odia ba que ella lo llamara así tanto como yo detesto sus metáforas—. ¿Qué más te da? Palimpsestos / 459
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Como si se tratase de una respuesta directamente importada de La aporía..., Santiago respondió de nuevo: “Tengo que hacer lo”. (En Escupiré sobre tu tumba, la frase que da título al libro se repite cuarenta y ocho veces, a fin conseguir un estilo similar al de Javier Marías.) Contra sus expectativas, los dos babuinos de la policía esta tal de Ohio encargados del caso le impidieron entrar en la escena del crimen (no es que pensara revisarla: también era su habitación y necesitaba calzoncillos limpios); no lo dejaron tomar huellas y le dijeron, en un dialecto macarrónico, que los demás artistas estaban muy nerviosos y no iban a tolerar que él, Santiago, los molestase con sus absurdos interrogatorios. La distancia entre Santiago y Juan Jacobo se ensanchó aún más cuando este último obtuvo una beca para estudiar en Alema nia, en donde se proponía escribir unos relatos sobre los soldados de las SS. Entonces Santiago transformó sus celos en condena ética: “¿Cómo puedes?, los nazis, Dios mío, Juan Jacobo, tendrías que renunciar por dignidad...” Pero Juan Jacobo no renunció: es cribió un breviario de 38 páginas, También había héroes, que le ganó el aplauso de los críticos mexicanos —Santiago llegó a decir que el éxito se debía a que éstos nunca leían más de cuarenta fo lios— y una traducción al inglés (en Alemania fue prohibido). La brutalidad del mundo real se introdujo, de pronto, en las investigaciones de Santiago. No se le habría ocurrido ni en el peor de sus relatos: dos días después del homicidio, y ante la mirada atónita de los invitados al congreso, los dos policías detuvieron a Jacinto Tostado, lo esposaron, lo introdujeron en un coche patru lla, no sin antes leerle sus derechos, y lo llevaron a la cárcel del condado. La imagen evocaba las peores películas hollywoodenses pero no había un Tarantino que inventase algún diálogo chispean te para salvar la situación. 460 / Sólo cuento
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—Como el mayordomo, el crítico siempre tiene la culpa —musitó, al cabo, Susana. En realidad, ella era la menos indicada para decirlo. Mien tras la mayor parte de los miembros de su generación debía sopor tar estoicamente los insultos y las diatribas de los reseñistas —por lo general no se trataba de autores frustrados, como se suele pensar, sino de algo peor: escritores en activo deseosos de exhibir su talen to analítico—, ella recibía invariablemente halagos y mimos. Y lo más extraño era que éstos no se debían a su belleza (más bien es casa), ni a su disposición innata a conceder favores sexuales (aun que lo hacía a menudo) y mucho menos a sus dotes de narradora (los cuales, según todos, eran nulos). El suyo era uno de esos pe queños misterios que anidan en toda pequeña comunidad literaria. —¿Y por qué iba a hacer algo semejante? —preguntó Santiago. —La doctora Garciabonilla halló el motivo. En un cuento que Juan Jacobo se disponía a leer la noche del crimen, el narrador homodiegético es, según ella, un trasunto de Tostado. —No entiendo nada. —La profesora asegura que Juan Jacobo se disponía a bur larse del crítico. —¡Pero si yo leí ese cuento y el narrador es Heinrich Himmler! —Y yo qué voy a saber —concluyó Susana—. Ella es la experta y dice que, al deconstruir al personaje, aparecieron los rasgos de Jacinto. —¡Pues está equivocada! —Santiago se mordía las uñas—. ¡Y tú lo sabes! ¡Jacinto no pudo haberlo hecho porque a la hora del crimen estaba contigo, Susana! —¿Conmigo? —a veces conseguía ser encantadoramente pícara. —Él me dijo que había..., bueno, que ustedes dos... Palimpsestos / 461
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—¿Así que soy su coartada? —la narradora se rió como no lo había hecho desde que terminó de escribir el capítulo de Falos que le reservó a Camilo José Cela. —Vamos, debemos ir a la comisaría —la urgió Santiago. —¿Para qué? —Tienes que probar su inocencia. —¿Yo? —sonrió de nuevo—. Si lo hiciera la comunidad literaria no me lo perdonaría jamás. Lo siento, pero no. Es palabra contra palabra. Y, ¿te confieso una cosa? Es mucho mejor como crítico... No necesito añadir que, en La aporía..., esta discusión ha sido trastocada hasta volverse irreconocible, pero es tan pobre que no hace falta repetirla. Santiago no se había sentido tan an gustiado desde que terminó de leer la primera novela de Paco Palma (se había dado cuenta, con horror, de que era mucho mejor que las suyas; prudentemente le recomendó dejarla madurar en un cajón). Decidido a salvar a Tostado —Susana pensó que acaso más tarde querría cobrarle el favor—, Santiago burló a un guardia, rompió los precintos y se introdujo a hurtadillas en su habitación en busca de una prueba que demostrase la inocencia del crítico. Por lo que pudo comprobar, los policías gringos no eran como los mexicanos: todo seguía en su lugar —es decir, en el mismo des orden previo al homicidio— y la única novedad era la cinta adhe siva que dibujaba en el piso la silueta de Juan Jacobo. Quizás porque no entendían español, o porque eran tan indiferentes a la literatura como Ms Cunningham, los policías habían olvidado revisar las decenas de papeles firmados por Juan Jacobo que po dían hallarse en todas las esquinas. En busca de una pista, Santia go los revisó uno a uno hasta cansarse de los uniformes negros, las svásticas, los bigotitos de Charlot y las cruces de hierro que inundaban la última producción del ahora occiso. Por fin, sobre la 462 / Sólo cuento
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tapa del wc, encontró lo que necesitaba: una hoja suelta, escrita a mano con la disparatada caligrafía de Juan Jacobo. Se trataba de una indudable nota suicida: A quien corresponda: Cuando encuentren esta nota será demasiado tarde para mí. Me encontraré ya en el mudo territorio del vacío. Yo mismo me encargué de suministrarme el veneno. ¿Por qué? Ése es justo el problema: no hay un porqué. Simplemente me he dado cuenta de que prefiero el silencio. Mas no piensen en la callada vejez de Rulfo o de Arreola. Ellos se dieron cuenta, de pronto, que ya no tenían nada más que decir. Yo, en cambio, he descubierto que nunca lo he tenido. Como dije en una entrevista, yo escribo por que no sé hacer nada mejor. Pero ello no quiere decir que lo haga bien. No se culpe a nadie de mi muerte.5 J. P. Dietrich
En La aporía..., Santiago copió el párrafo textualmente, sólo sustituyendo el verbo “decir” por “cantar” y a Rulfo y Arreola por María Callas y Giuseppe di Stefano (pág. 77). ¡Lo había logrado! Tantos años de leer y escribir relatos policíacos habían servido para algo! Esa misma mañana, Santiago se presentó en la comisaría. Lo acompañaban Susana (a regañadientes pero, eso sí, luciendo un escotadísimo vestido magenta), Ms Cunningham y el resto de los escritores latinos (sólo la doctora Garciabonilla se había excu sado, pues creía que Santiago quería desacreditar sus investiga ciones filológicas).
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¿Es que ni siquiera en el último momento podía ser original? (N. del P.) Palimpsestos / 463
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—Su Señoría —comenzó a decir en inglés, aunque se dirigía a un simple celador—. He venido a impedir que se cometa una injus ticia terrible. Ése hombre —y señaló a Tostado, quien desde antes de su detención permanecía borracho, sin darse cuenta de que estaba entre barrotes— es inocente. Así es, señoras y señores, inocente. Y luego dicen que los literatos serios no tienen influencia de John Grisham. —¿De qué diablos está hablando? —respondió el celador. —Jacinto Tostado puede ser un miserable crítico de quinta, un hombre que ha vendido su pluma al mejor postor, un mercena rio y un canalla sin principios pero él, señoras y señores, no ase sinó a Juan Jacobo Reyes (a) Juan Jacobo Dietrich. —Ah, ¿no? —se escuchó a coro, como si se tratase de la ópera introducida por Santiago en su novela. —No. Aquí tengo la prueba —y comenzó a agitar una hoja de papel en las barbas de uno de los policías. —¿Qué es eso? —preguntó el celador con repentino interés. Y entonces Santiago respondió con una voz enérgica y fir me, la voz que debió alzar Émile Zola al esgrimir su j’accuse: —Mi confesión firmada —dijo y, tras una larga pausa, añadió—: Yo maté a Juan Jacobo Dietrich. Si en ese momento yo hubiese podido salir de los mohosos libros que me aprisionaban, lo hubiese abofeteado sin contempla ciones. ¿Por qué lo hiciste, hijo de puta?, le hubiera dicho a San tiago como un personaje de Escupiré sobre tu tumba. Por desgracia, tales empresas me están vedadas. Soy un simple perso naje y, como se enseña en la primeras lecciones de crítica literaria, nunca hay que confundir al narrador con el autor. Sólo ahora, al terminar este relato —y al compartir, por ello, la actividad y los sueños de Santiago—, al fin creo haberlo com prendido. Quizás sólo por esto ha valido la pena el esfuerzo. El 464 / Sólo cuento
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diálogo que sigue es, pues, doblemente imposible: no tiene que ver con mi realidad ni con la realidad de Santiago y, por tanto, tampoco con sus ficciones ni con las mías. No es más que un sueño. El eterno sueño de la literatura: —¿Por qué, Santiago? ¿Por qué lo hiciste? —¿Matar a Dietrich? —Los dos sabemos que no fuiste tú. Encontraste su nota, ¿no es verdad? —Quizás sí y quizás no. Como has dicho, sólo tú y yo lo sabemos. —Te han echado treinta años de cárcel, Santiago. —Los mismos que a ti, querido amigo. De ahora en adelan te compartirás tus días con los personajes de Revueltas y Solzhe nitsin. ¿No te parece apasionante? —No lo sé. —Sólo mírate. Ve cómo has crecido en las últimas semanas. Antes eras un estúpido muchachito disfrazado del doctor Kapu chinski, o de crítico musical, o de mí mismo. Ahora, en cambio, eres un gran personaje. Autónomo, redondo, lleno de matices. Jacinto Tostado ha escrito que posees el carácter más rico de la literatura contemporánea. —Te lo debe. No se puede confiar en uno solo de sus juicios. —De acuerdo. Pero por primera vez tienes cosas valiosas que decir. ¿No es eso lo que querías? ¿No te quejabas de ser estú pido y vacío? Ahora eres inteligente, perverso, temeroso, sutil, triste, inocente y criminal, como todos los seres humanos... —¿Por eso lo hiciste? ¿Para conseguir una experiencia que te convirtiese en un escritor de verdad? —Te agradezco la confianza, pero me sobrestimas. Nunca pensé que esto ocurriría. Al menos no lo tenía planeado. Ha sido un consuelo de última hora. Palimpsestos / 465
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—¿Entonces? —¿Es que no me conoces? No podía permitir que Juan Ja cobo se convirtiese en una leyenda. ¡Un joven literato que se suicida antes de los treinta y cinco años en una universidad norte americana! ¿Cómo decía su nota? El mudo territorio del vacío. ¿No te jode? Un Jorge Cuesta, un Raymond Radiguet, un Kurt Cobain latino. ¿Qué más quieres? No, amigo mío. Ahora ya nadie se acuerda de él. Nadie. ¿Lo oyes? ¿Y sabes cuántas tesis se escriben sobre mi obra? ¿Cuántos reportajes, cuántas biografías, cuántos ensayos, cuántas películas, cuántos libros? No podía darle ese gusto. Simplemente no podía hacerlo. Salamanca, 13 de agosto-28 de septiembre, 1998.
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Índice
Prólogo Rosa Beltrán
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Intervenciones Sergio Pitol De cuando Enrique conquistó Asjabad y cómo la perdió Vicente Leñero A la manera de O’Henry
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Hoguera de las vanidades Enrique Serna La vanagloria
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José Joaquín Blanco El reportero del diablo
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Fernando Iwasaki El Derby de los penúltimos Gerardo Cifuentes Miki nos odia
87 107
Hacia lo ignoto Clara Obligado Exilio
119
Ignacio Solares La instrucción
135
Aeropuertos {viajes/encuentros y desencuentros} Cristina Rivera Garza El rehén
147
Luis Felipe Lomelí Gente sencilla del campo
163
Hernán Lara Zavala A Ronchamp
185
Juan Villoro Coyote
201
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Urbes fantásticas Gonzalo Soltero Maduro
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Daniel Rodríguez Barrón En casa Fernando de León Manual del comportamiento fantástico
233 239
Hospital Antonio Ortuño Pseudoefedrina
251
Ana María Shua Los días de pesca
265
Alejandro Toledo Y de pronto anochece
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Mayra Santos Febres Goodbye, Miss Mundo, Farewell
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Negros José Abdón Flores La floración
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Mario Mendoza La Revolución
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Santiago Roncagliolo Asuntos Internos
341 Sucios
Jorge Franco Eva, la sucia
369
Pedro Juan Gutiérrez Yo, el más infiel
377
Rafa Saavedra Ultrapop
385 Vida doméstica
Fabio Morábito El tenis de los viernes
395
Jorge F. Hernández True friendship
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Ana García Bergua Los conservadores
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Ana Lydia Vega Tríptico de alcoba
439 Palimpsestos
Jorge Volpi Art poetica
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Sólo cuento. Antología de los mejores cuentos en lengua española. Tomo I, de la Dirección de Literatura de la Coordinación de Difusión Cultural de la unam, se terminó de imprimir en octubre de 2009 en Formación Gráfica, s.a. de c.v., Matamoros 112, Col. Raúl Romero, C.P. 57630, Cd. Nezahualcóyotl, Estado de México. La composición se realizó en tipos Times de 12/14 y se utilizó papel cultural de 90 gs. Se tiraron 1 000 ejemplares. Leyó Álvaro Uribe y Cuidaron la edición Ana Cecilia Lazcano y Gabriela Ordiales.
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