NOCIONES ELEMENTALES DE TEOLOGÍA MORAL M oral or al f u n dame damen n tal y es especial pecial AUTORES:
ANTONIO ROYO MARÍN RICARDO SADA ALFONSO MONROY
CUSCO, 2012.
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INDICE GENERAL NOCIONES GENERALES GENERALES
PRIMERA PARTE: MORAL FUNDAMENTAL 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
EL ÚLTIMO FIN DEL HOMBRE LOS ACTOS HUMANOS LA LEY MORAL LA CONCIENCIA LA GRACIA LAS VIRTUDES EN GENERAL LOS PECADOS EN GENERAL
SEGUNDA PARTE: MORAL ESPECIAL LOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE DIOS
SECCION PRIMERA DEBERES PARA CON DIOS 1. PRIMER MANDAMIENTO: AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS I. Las virtudes teologales II. La virtud de la religión 2. SEGUNDO MANDAMIENTO: MANDAMIENTO: NO JURARAS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO 3. TERCER MANDAMIENTO: SANTIFICARAS LAS FIESTAS I. Los preceptos de la Iglesia
SECCION SEGUNDA DEBERES PARA CON EL PROJIMO Y CONSIGO MISMO 4. CUARTO MANDAMIENTO: HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE 5. QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARAS 6. SEXTO Y NOVENO NOVENO MANDAMIENTOS: NO COMETERAS COMETERAS ACTOS IMPUROS; NO CONSENTIRAS PENSAMIENTOS NI DESEOS IMPUROS 7. SEPTIMO Y DECIMO MANDAMIENTO: NO ROBARAS; NO CODICIARÁS LOS BIENES AJENOS 8. OCTAVO MANDAMIENTO: NO LEVANTARAS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRAS BIBLIOGRAFIA ABREVIATURAS INDICE DE MATERIAS INDICE ANALITICO
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PRESENTACIÓN Las verdades de nuestra fe cristiana suelen llegar a los hombres de dos maneras: unas veces se presentan en forma sistemática y conceptual en una síntesis abstracta, en fórmulas fijas fi jas que se van transmitiendo de generación en generación, y cuya integridad la Iglesia protege. En otras ocasiones, en cambio, se exponen de una forma viva y llena de afectos, tal como se desarrollan en el pensamiento y en el corazón de cada cada hombre, donde nacen nacen y crecen según un más y un menos. Estos dos aspectos de la presentación del dogma son válidos y, en cierto sentido, complementarios. El método expositivo empleado en este manual utiliza la primera forma: hemos pretendido ser conceptuales, abundar en definiciones y buscar la fundamentación racional de las verdades expuestas. Es cierto que dar preferencia al sentimiento al estudiar la teología resulta más sugestivo, e incluso se puede obtener con más rapidez la conversión interior. Sin embargo, la fundamentación racional resulta imprescindible para conseguir conseguir que la conversión del alma a Dios sea en verdad firme y duradera. Además, de este modo se sale al paso del peligro protestante que supone la subjetivización de las verdades de la fe, al no tener como base y guía la doctrina perenne del Magisterio de la Iglesia. Aun a riesgo, pues, de que el texto adolezca de aridez y de frialdad conceptual, consideramos imprescindible que la religión se estudie con el mismo rigor, al menos, de cualquier otra disciplina, buscando los apoyos racionales racionales que permitan salir de la ignorancia ignorancia y evitar el error. Es nuestro deseo repasar las verdades cristianas — teológicas teológicas — de forma sólida y orgánica. Esperamos, por tanto, continuar este- curso de teología moral con otros dos: uno de teología sacramentaría y otro de teología dogmática, tocando de modo ordenado todo los temas fundamentales de la doctrina católica. De esta manera, la formación religiosa de los alumnos será integral, formativa en su totalidad, tal como recomendaba S.S. Pío XII en un discurso a los alumnos de las escuelas de enseñanza media en Roma: «Todos los cristianos, pero especialmente los dedicados al estudio, deberían tener en la medida de lo posible, una instrucción religiosa profunda y orgánica. Sería, en efecto, peligroso, el desarrollar todos los demás conocimientos y dejar anquilosado el patrimonio religioso, como en los tiempos de la primera infancia. Tal conocimiento, necesariamente incompleto y superficial, sería sofocado y tal vez destruido por la cultura arreligiosa actual, y por las experiencias de la vida adulta, como atestiguan tantas creencias hechas naufragar por las dudas que quedaron en la sombra, por los problemas que quedaron sin resolver. Es necesario, pues (...) gustar de la belleza del dogma y la armonía de la moral (...) ¡Qué maravilla, si el cristianismo se nos mostrase en toda su belleza y en todo su esplendor!» (AAS 49 (1957), ( 1957), 286-7). Por último, queremos agradecer al Lic. Enrique Sada Baigts los valiosos comentarios que, en la revisión de los originales, tuvo a bien hacernos, y al Lic. Alfonso Muñoz Flores el cuidado en la edición del texto.
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ADVERTENCIAS Este Curso de Teología Moral busca proporcionar a los estudiantes de enseñanza media superior una guía sencilla para el estudio de esa rama de la Teología. En su elaboración se han empleado los tratados clásicos de la Teología Moral — reseñados reseñados en la bibliografía — , con las oportunas adaptaciones al público joven y con la puesta al día de algunos temas, de acuerdo con las enseñanzas recientes del Magisterio de la Iglesia, particularmente la doctrina del Concilio Vaticano II, el nuevo Código de Derecho Canónico y la abundante catequesis del Papa Juan Pablo II. El trabajo personal de los alumnos está sugerido en los ejercicios, distribuidos a lo largo de cada tema. En ellos se ha querido dejar la investigación de asuntos no necesariamente tratados en el tema precedente (principalmente de textos bíblicos, de documentos del Magisterio, de advertencias sobre errores doctrinales, etc.). Por ello, será preciso que los alumnos tengan a su alcance ejemplares tanto de la Sagrada Escritura, como del Código de Derecho Canónico y de los textos más importantes del Magisterio de la Iglesia. Para esto último bastará tener disponible «El Magisterio de la Iglesia» de Heinrich J. Denzinger, empleado en el texto bajo la sigla Dz,, seguida por el número a que se refiere la cita. No hay que olvidar tampoco que la Teología Moral es una ciencia tan vasta y compleja que requiere la intervención de especialistas. Aquí se expone lo básico para que el alumno tenga una conciencia recta y bien formada, que le permita resolver los problemas sencillos de su vida diaria. La solución de casos más difíciles — que que por la misma riqueza de la vida suelen presentar variada complejidad — ha ha de ser consultada con un sacerdote prudente, experimentado y piadoso. Sólo así se tienen garantías suficientes para llegar a una decisión acertada, pues, a las condiciones antes enumeradas, enumeradas, une la inestimable gracia sobrenatural de su estado sacerdotal.
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NOCIONES GENERALES 1. DEFINICION DE TEOLOGIA MORAL La Teología Moral — o simplemente Moral — , es aquella parte de la Teología que estudia los actos humanos, considerándolos en orden a su fin sobrenatural La Teología Moral ayuda al hombre a guiar sus actos y es, por tanto, una ciencia eminentemente práctica. En su vida terrena, que es un caminar hacia el cielo, el hombre necesita de esa orientación, con el fin de que su conducta se vaya adecuando a una norma objetiva que le indique lo que debe hacer y lo que debe evitar para alcanzar el fin al que ha sido destinado. Analizando la definición de Teología Moral, encontramos los siguientes elementos: a) Es parte de la Teología porque, como explica Santo Tomás de Aquino (cfr. S. Th., I, q. 2, prol.), se ocupa «del movimiento de la criatura racional hacia Dios», siendo precisamente la Teología la ciencia que se dedica al estudio y conocimiento de Dios. b) Que trata de los actos humanos, es decir, de aquellos actos que el hombre ejecuta con conocimiento y con libre voluntad y, por tanto, son los únicos a los que puede darse una valoración moral. De esta manera se excluyen otro tipo de actos: - Los que, aunque hechos por el hombre, son puramente naturales y en los que no se da control voluntario alguno: p. ej., la digestión o la respiración. - Los que se realizan sin pleno conocimiento: p. ej., los realizados por un demente, o la omisión de algo por un olvido inculpable. - Los que se realizan sin plena voluntad: p. ej., una acción realizada bajo el influjo de una violencia irresistible. c) En orden al fin sobrenatural Esos actos humanos no son considerados en su mera esencia o constitutivo interno (lo que es propio de la psicología), ni en orden a una moralidad puramente humana o natural (lo que corresponde a la ética o filosofía moral), sino en orden a su moralidad sobrenatural: es decir, en cuanto acercan o alejan al hombre de la consecución del fin sobrenatural eterno. De acuerdo con esto, podemos encontrar en la Moral cuatro elementos, que de alguna manera la constituyen: 1) El fundamento en que descansa, es decir, el motivo que tiene para prohibir o prescribir algunas acciones. Se trata de un fundamento inmutable: la Voluntad santa de Dios, guiada por su Sabiduría. 2) El fin que se propone con un mandato o con una prohibición: la posesión eterna del bien infinito. 3) La obligación que impone, que es el vínculo moral que liga a la voluntad estrictamente, para que actúe conforme al mandato divino.
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4) La sanción con que remunera: el premio eterno que merece quien cumple la Voluntad de Dios, o el castigo — también eterno — a que se hace acreedor quien la quebranta.
2. IMPORTANCIA DE LA TEOLOGIA MORAL Por tratar sobre la consecución del fin último, eterno y sobrenatural, el conocimiento y la práctica de la Teología Moral inciden de modo directo en la razón misma de la existencia del hombre sobre la tierra. La vida humana no tiene sentido fuera de ese fin. Puesto que el conocimiento y la práctica de las normas morales resulta la más importante realidad en la vida del hombre, Dios no se limitó a imprimir en la naturaleza humana esa ley moral, sino que además la ha revelado explícitamente para que «sea conocida por todos, de modo fácil, con firme certeza, y sin mezcla de error alguno» (Dz 1786). A los auxilios extrínsecos de Revelación, Dios añade la ayuda de la gracia divina — luz en la inteligencia y fuerza en la voluntad — para la mejor comprensión y ejercicio de la vida moral. Esta múltiple acción divina deja ver que esta disciplina — la moral — ha de ser rectora de todos los actos humanos, para que estén siempre conformes con su fin sobrenatural eterno. De lo anterior se deduce la importancia y la necesidad de conocer, del modo más completo y perfecto posible, los postulados, desarrollos y conclusiones de la ciencia moral.
3. FUENTES DE LA TEOLOGIA MORAL Las fuentes de la moral son todas las realidades en las que se basa esta ciencia, y de las que obtiene su fundamento. Son las siguientes:
a) LA SAGRADA ESCRITURA Que por ser la misma Palabra de Dios, es la primera y principal fuente de la moral cristiana. Como dice San Agustín (In Ps. 90; PL 37 1159), la Sagrada Escritura no es otra cosa que «una serie de cartas enviadas por Dios a los hombres para exhortarnos a vivir santamente». Para que el hombre supiera con certeza y sin error las normas de su conducta, Dios estableció, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, prescripciones de orden moral. No conviene olvidar, sin embargo, que muchos preceptos del Antiguo Testamento, meramente ceremoniales y jurídicos, fueron abrogados por el Nuevo Testamento, permaneciendo, en cambio, los preceptos morales que tienen su fundamento en la Ley natural. Incluso en el Nuevo Testamento hay también algunas prescripciones que tuvieron una finalidad puramente circunstancial y temporal, y que no obligan ya: p. ej., la abstención de comer carne de animales ahogados (cfr. Hechos 15, 29). Del anterior se desprende que la recta interpretación de la Sagrada Escritura no ha de dejarse — como quieren los protestantes — a la libre subjetividad de cada uno, sino que exige el concurso de las demás fuentes, de modo especial del juicio infalible del Magisterio de la Iglesia.
b) LA TRADICION CRISTIANA
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Fuente complementaria de la Sagrada Escritura. Como es sabido, no todas las verdades reveladas por Dios están contenidas en la Biblia. Muchas de ellas fueron reveladas oralmente por el mismo Cristo o por medio de los Apóstoles, inspirados por el Espíritu Santo, y han llegado hasta nosotros trasmitidas por la Tradición. La Tradición se manifiesta de modos distintos, y es infalible sólo cuando está reconocida y sancionada por el Magisterio de la Iglesia. Los principales cauces a través de los cuales nos llega la Tradición son: Los Santos Padres: conjunto de escritores de los primeros siglos de la Iglesia, que por su antigüedad, su doctrina, la santidad de su vida y la aprobación de la Iglesia merecen ser considerados como auténticos testigos de la fe cristiana. En materia de fe y costumbres, no es lícito rechazar la enseñanza moral- mente unánime de los Padres sobre una verdad. Entre ellos destacan los llamados cuatro padres orientales: S. Atanasio, S. Basilio, S. Gregorio Nacianzeno y S. Juan Crisóstomo; y los cuatro Padres latinos: S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín y S. Gregorio Magno. Los teólogos: autores posteriores a la época patrística que se dedican al estudio científico y sistemático de las verdades relacionadas con la fe y las costumbres. Sobre todos ellos destaca Santo Tomás de Aquino (1225-1274), declarado por la Iglesia Doctor común y universal, y cuya doctrina la Iglesia ha hecho propia, prescribiéndola como base para la enseñanza de la filosofía y de la teología (cfr. Dz. 2191-2192). La misma vida de la Iglesia, desde sus inicios, a través de la liturgia y del sentir del pueblo cristiano.
c) EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA Que por expresa disposición de Cristo custodia e interpreta legítimamente la Revelación divina, y tiene plena autoridad para imponer leyes a los hombres, con la misma fuerza que si vinieran directamente de Dios. Esta autoridad la tiene no sólo en el orden privado e individual, sino también en el público y social, interpretando el derecho natural y el derecho divino positivo, y dando su juicio definitivo e infalible en materia de fe y costumbres.
d) SUBSIDIARIAMENTE Puede hablarse también de otras fuentes, entre la que ocupa un lugar preeminente la razón natural, que puede y debe prestar gran servicio a la Teología Moral, destacando la maravillosa armonía entre las normas de la moral sobrenatural contenidas en la divina Revelación, y las que propugna el orden ético puramente natural. La Iglesia enseña que la Revelación y la razón nunca pueden contradecirse (cfr. Dz. 1635, 1797, 2146), y que la razón puede prestar valiosa ayuda para la inteligencia de los misterios de la fe (Dz, 1796; 2320).
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En este quehacer racional destacan los filósofos paganos (Sócrates, Platón, Aristóteles, Séneca, etc.) que, careciendo de las luces de la fe, construyeron admirables sistemas éticos que apenas necesitan otra reforma que su traslado y elevación al orden sobrenatural.
4. FALSAS CONCEPCIONES SOBRE LA MORAL Buscando la concepción recta de la ciencia moral, resulta útil señalar desviaciones indicativas de excesos en sentidos diversos. Sería un error pensar, por ejemplo, que el mensaje que Cristo nos trajo es el cambio de sentido de la moralidad, haciéndonos pasar del legalismo de la Ley Antigua a la disposición interior, que es lo importante en la época evangélica. La moralidad no estaría, por tanto, en un orden moral objetivo, sino en la interior disposición del hombre ante Dios. De esta concepción errónea surgen — tanto en el orden especulativo como en el práctico — las corrientes conocidas como moral de actitudes, moral de situación, la «nueva moral», etc.
a) MORAL DE ACTITUDES Esta desviación señala que «lo importante es la actitud que habitualmente el hombre mantiene ante Dios, y no sus actos aislados». Para los autores que la propugnan, lo realmente necesario es que el hombre adopte una opción fundamental de compromiso de fe y de amor por Dios. «Los actos singulares no tienen relevancia, y no hay ya distinción entre pecado mortal y pecado venial. El cristianismo no es una moral, sino una doctrina de salvación». Por tanto, «si la opción fundamental es por Cristo, no se ha de dar importancia a las obras concretas que se realicen». Es verdad que Dios quiere ante todo la opción por Él, la intención recta, pero quiere además las buenas obras (cfr. Sant. 3, 17-18). El error base de esta doctrina es olvidar que la libertad del hombre es la libertad limitada de una criatura herida por el pecado original y que, además, se encuentra inmersa en el tiempo y en el espacio. Por eso, realmente no se decide por Dios en un solo acto y opción — como los ángeles — , sino a lo largo de toda la vida, con muchos actos que van enderezando su voluntad hacia el Señor, de manera que su decisión de amarlo y de servirlo debe ser mantenida mediante una continua fidelidad. Es, por tanto, posible, que el hombre cometa pecados mortales no sólo porque directamente se opone a Dios, sino también por debilidad. S. S. Juan Pablo II desautoriza expresamente este planteamiento cuando aclara: «se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción fundamental" — como hoy se suele decir — contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiendo y queriendo elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado» (Exh. Ap. Reconciliación y Penitencia, 2-XII-84, n. 17).
b) MORAL DE SITUACION «La bondad o malicia de la acción no viene dada por una ley universal e inmutable, sino que se determina por la situación en que el individuo se halle». Del estado anímico o circunstancial se quiere hacer depender la moralidad de la acción. Se cae en este error con expresiones como «para ti, ahora, esto no es pecado», siendo aquello que se pretende justificar un precepto inmutable de la ley de Dios que no admite dispensa en ninguna circunstancia. Contra esta desviación, la doctrina católica enseña desde siempre que la primera razón de la moralidad viene dada por la acción misma; que hay acciones intrínsecamente graves e ilícitas, al
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margen de situaciones límite de cualquier tipo. Aún más, puede haber circunstancias en las que el hombre tenga obligación de sacrificarlo todo, incluso la propia vida, para salvar el alma. Recordando la enseñanza del Concilio de Trento (ses. VI, cap. XV), el Papa Juan Pablo II sale al paso de este error: «existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave» (Id., n. 18). Así, siendo consecuentes con esta clara doctrina, diremos que nunca es lícito abortar, perjurar, blasfemar, etc., sean cuales fueren las circunstancias alrededor del individuo.
c) NUEVA MORAL Algunos autores consideran que la moral tiene como fin «la realización del hombre» y parecen olvidar o no tener en cuenta que tal realización sólo es posible en la plena y libre identificación de su voluntad, por amor, con la Voluntad divina. Para ellos el hombre sólo existiría en su desarrollo histórico, esto es, en evolución continua. Por eso niegan la ley natural — es decir objetiva — , a la que califican de moral cerrada, y le contraponen una moral abierta que depende de la psicología, la sociología, la biología, etc. Por consiguiente, esta nueva moral ha de fabricar sus normas concretas según las circunstancias de lugar y de tiempo: si un precepto impide, en un caso concreto, la felicidad del hombre, y su incumplimiento no produce daño a nadie, saltarse esa norma no sólo no será pecado, sino un acto virtuoso. Esto sucedería, p. ej., con algunos pecados contra el sexto y noveno mandamientos. Este tipo de planteamientos niegan en su raíz la naturaleza humana, pues no son capaces de encontrarle una esencia inmutable, creada por Dios con características propias desde el primer hombre hasta el último. Por eso afirman que la ley natural es variable, porque la naturaleza del hombre es histórica y, en consecuencia, mudable. Al error anterior se añade otro: la consideración de las normas morales como obstáculos que impiden al hombre el ejercicio de la libertad, cuando en realidad sucede lo contrario: esas normas son los medios que el Creador ha dado para que fácilmente y sin error alcance el hombre el fin para el que fue creado, y por eso son una manifestación más del inmenso amor de Dios.
EJERCICIOS (I) 1. Buscar el significado etimológico de la palabra «MORAL», y anotar tres definiciones distintas del término. 2. Indicar los libros de que constan tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. 3. Indicar en cuál de las doctrinas erróneas sobre la moral se encuadran las siguientes afirmaciones: a. «para mí esto no es pecado» b. «no importa lo que hagas con tal de que ames a Cristo» c. «los avances del hombre le han hecho superar cosas que antes se pensaba pecaminosas» d. «en la situación de esta mujer le es lícito abortar» e. «no limites ninguno de tus deseos porque te puedes producir un "trauma"»
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4. ¿Quiénes son los Padres Apostólicos, y quiénes los Padres Apologistas? 5. Señalar tres preceptos morales en el Antiguo Testamento y tres en el Nuevo Testamento. 6. Comentar la definición de Teología Moral que da Santo Tomás de Aquino: («El movimiento de la creatura racional hacia Dios».) 7. ¿Cuál es la principal diferencia entre la Teología Moral y la Filosofía Moral? 8. Explicar el significado de: a) Filosofía b) Teología c) Revelación divina d) Magisterio de la Iglesia e) Pecado social Trabajo de investigación. Reseñar, en un trabajo no mayor de tres hojas a doble espacio, algunos de los preceptos morales de la antigüedad pagana, indicando sus autores.
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PRIMERA PARTE MORAL FUNDAMENTAL 1. EL ÚLTIMO FIN DEL HOMBRE La teología moral, como hemos visto, tiene por objeto propio el estudio de los actos humanos en orden al fin sobrenatural. Se impone, por consiguiente, la consideración previa de ese fin adonde nos encaminamos, que constituye el blanco y la razón misma de todas nuestras actividades morales.
ARTICULO I Nociones previas A) El fin 1. Noción. En general, la palabra fin significa el término de una cosa. Y así decimos que la muerte es el fin o término de la vida. Con relación a las actividades de un agente cualquiera, el fin representa aquello cuya consecución le hace descansar y cesar en su actividad. Si se trata de un agente racional, que conoce y obra siempre por un fin, se le define: aquello por lo cual se hace una cosa. Es lo último que se consigue, pero lo primero que se intenta. Sin una determinada finalidad, el hombre no se movería, o lo haría sin ton ni son, como un verdadero autómata. Todo acto verdaderamente humano supone el conocimiento y la intención de algún fin determinado, a la consecución del cual se ordena, precisamente, la actividad del hombre. 2. División. Pueden establecerse las siguientes principales divisiones. a) POR RAZÓN DEL SUJETO se divide en fin de la obra y fin del agente. El primero-llamado también fin propio o intrínseco--es aquel a que se dirige u ordena la obra por su misma naturaleza, independientemente de la voluntad del agente (v.gr., la limosna se ordena, de suyo, a socorrer al necesitado). El segundo--conocido también con el nombre de fin accidental y extrínseco a la obra--es aquel que elige e intenta el agente, coincida o no con la naturaleza o finalidad intrínseca de la obra; y así, por ejemplo, el que da una limosna puede intentar socorrer al necesitado (en cuyo caso coincide el fin de la obra con el del agente) o sobornarle para hacerle cometer un pecado (fin del agente, completamente ajeno a la finalidad de la limosna en cuanto tal). Esta división tiene una gran importancia en teología moral. El fin de la obra constituye el objeto moral de la acción humana, que, de suyo, será buena o mala según sea la obra realizada. Y el fin del agente constituye el
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motivo moral de la acción, que puede alterar totalmente su moralidad, convirtiéndola de buena en mala (como en el caso citado de soborno). b) POR RAZÓN DE LA CAUSALIDAD O INFLUJO puede ser un fin total o adecuado, si el agente realiza la obra exclusivamente por un motivo determinado que es causa total de la acción, de modo que sin él no la realizaría; y parcial o inadecuado, si se buscan, a la vez, dos o más fines, cada uno de los cuales influye parcialmente en la acción (v.gr., el que da una limosna para socorrer al necesitado y, a la vez, para ser alabado o por algún otro motivo distinto del primero). Estos fines parciales pueden subdividirse todavía. Y así pueden ser igualmente principales si ejercen el mismo influjo en el agente, de suerte que cualquiera de ellos bastaría para impulsarle al acto (v.gr., un viaje a la capital por cuestiones de negocios o para asistir a un espectáculo extraordinario, que sería suficiente para arrastrar al agente aun sin aquellos negocios); o uno de ellos es el fin y motivo principal (que bastaría para el acto), y el otro es secundario o meramente coadyuvante (que no bastaría por sí solo, pero ayuda y refuerza al motivo principal). Esta división tiene, como veremos en sus lugares respectivos, infinitas aplicaciones en la vida práctica para juzgar de la moralidad de las acciones humanas. c) POR RAZÓN DEL TÉRMINO se divide en próximo, remoto y último. Fin próximo es aquel al que la voluntad se dirige directamente, o sea, sin que medie o se interponga otro fin; aunque el fin próximo depende siempre, sin embargo, de otro fin superior, que es el fin remoto. Y así, v.gr., el estudiante de derecho estudia tal o cual asignatura (fin próximo) para llegar a ser abogado (fin remoto). El fin último es aquel que no se subordina a ningún otro, porque representa el término de todas las aspiraciones. El fin último se divide en absoluta o relativamente último. Fin absolutamente último es aquel al que se orientan todas las otras finalidades y no admite otro fin superior en ninguna clase de bienes. Y fin relativamente último es aquel que lo es en una determinada serie de actos, pero no de un modo absoluto. Por ejemplo, la salud es el último fin de la medicina; pero la misma salud está subordinada, a su vez, a otro fin más alto, o sea, la gloria de Dios y la salvación del alma, que constituyen los dos aspectos parciales del fin último absoluto.
3. Maneras de tender a él . Todas las cosas tienden a su propio fin, pero de muy diversas formas según la naturaleza de las mismas. Las principales son tres: a) PASIVA O EJECUTIVAMENTE. Es el modo que corresponde a los agentes que carecen de todo conocimiento. Ignoran el fin, pero se dirigen a él por un movimiento natural o artificial recibido de un agente superior intelectual, ya sea el mismo Dios, autor de la naturaleza (v.gr., la piedra tiende naturalmente hacia el centro de gravedad; la planta crece en busca del sol, etc.), o el hombre mismo (v.gr., el reloj señala la hora en virtud del mecanismo fabricado por el relojero). b) POR APREHENSIÓN INSTINTIVA. Es el propio de los animales. Ignoran la razón de fin en cuanto tal, pero lo aprehenden con sus potencias sensitivas (ojos, oído, etc.), y se dirigen a él a impulsos de su propio instinto, impreso en su naturaleza por el mismo Dios. Y así, la araña construye su tela, el ave su nido, las abejas el panal, etc., ignorando en absoluto cuál sea la finalidad de aquello, pero ejecutándolo con exactitud, por un instinto admirable recibido del mismo Dios. c) POR LIBRE ELECCIÓN. Es el propio de los seres racionales. El hombre tiende al fin en cuanto tal, advirtiendo con su entendimiento la razón misma de su finalidad y eligiéndolo libremente con su voluntad racional. Nótese, sin embargo, que en la voluntad del hombre es preciso distinguir dos formalidades muy distintas. La voluntad como naturaleza (ut natura, dicen los teólogos) tiene su
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propio fin, perfectamente conocido, pero determinado de una manera fija por la misma naturaleza, de suerte que se dirige a él de una manera necesaria, por instinto o moción divina. El hombre no es libre con relación a esa finalidad de la voluntad ut natura, que es el bien en común (verdadero o falso, pero siempre aprehendido como bien). Y la voluntad en cuanto tal (voluntas ut voluntas) es la voluntad libre, o sea, la que tiende al fin elegido por sí misma y es dueña de su propio acto (aunque siempre, desde luego, bajo la previa moción y el influjo divino). De esta voluntad libre proceden los actos humanos, como veremos en su lugar correspondiente.
B) El bien 1. Noción. El bien se identifica realmente con el fin, ya que todo agente busca con su acción algo que juzga conveniente para sí y que, por lo mismo, tiene para él razón de bien (real o aparente); de lo contrario, se abstendría de obrar. Por eso los filósofos definen el bien diciendo que es «lo que todos apetecen». Es imposible que un agente racional oriente o dirija su acción a conseguir un mal precisamente en cuanto mal, ya que, como demuestra la filosofía, el objeto propio de la voluntad es el bien--como el de los ojos el color y el del oído el sonido--, y, por lo mismo, el mal no tiene ninguna razón apetecible. Sin embargo, cabe perfectamente el error al apreciar como bien lo que sólo lo es aparentemente, siendo en realidad un mal. Y así, el que comete un crimen, o cualquier otra acción inmoral, busca con ello proporcionarse el placer de la venganza o cualquier otro gusto desordenado; o sea, realiza su mala acción buscando un bien (en este caso, falso y aparente), pero jamás un mal. Esto nos lleva de la mano a establecer las diferentes clases de bienes, cuestión importantísima en teología moral. 2. División. El bien puede dividirse de distintos modos según el aspecto a que se atienda. Y así: a) POR RAZÓN DE SU PERFECCIÓN, el bien se llama último, supremo o absoluto cuando sacia plenamente el apetito del agente, de tal suerte que nada más pueda desear. Y es relativo, imperfecto o participado cuando no sacia plenamente el apetito del agente o sólo lo satisface en un aspecto parcial. El primer bien es exclusivamente el mismo Dios, como veremos más adelante; el segundo pueden serlo las criaturas. b) POR RAZÓN DE SU VERDAD, el bien puede ser verdadero o aparente, según que lo sea realmente en el orden objetivo (v.gr., amar a Dios, socorrer al necesitado) o tan sólo en la apreciación subjetiva del agente (v.gr., la venganza contra el enemigo, los placeres desordenados). c) POR RAZÓN DE SU APETIBILIDAD, el bien se divide analógicamente en honesto, deleitable y útil. Se llama honesto o racional al bien objetivo y real que se busca y apetece por sí mismo, o sea, por su propia intrínseca bondad. Es siempre verdadero y realmente conveniente a la naturaleza racional. El bien deleitable es aquel que causa un placer en el apetito del que lo goza. Ese placer puede ser honesto y conveniente o pecaminoso y desordenado. No tiene nunca razón de fin, sino únicamente de medio para facilitar la práctica del bien honesto. El bien útil es aquel que se apetece en orden a otra cosa, como instrumento para conseguirla (v.gr., la medicina para alcanzar la salud). Tampoco tiene nunca, como es obvio, razón de fin, sino únicamente de medio. Santo Tomás advierte profundamente que esta división no es unívoca, sino análoga (con analogía extrínseca de atribución). Es decir, que el bien no pertenece de igual modo a estas tres categorías, sino en sentido y grado muy distintos; de tal suerte que sólo el bien honesto realiza plenamente la razón de bien, viniendo en segundo lugar el bien deleitable, y en tercero el bien útil. d) POR RAZÓN DE SU EXTENSIÓN, el bien puede ser ontológico, psicológico y social. El primero es una propiedad trascendental del ser y afecta a todo cuanto existe: todo lo que tiene razón
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de ser es bueno. Por eso el pecado, que es malo, no tiene razón de ser, sino de privación, o sea, de no ser. El bien psicológico es el que afecta a un individuo en particular y admite todas las anteriores divisiones y subdivisiones. El bien social es el que afecta a toda la sociedad, y se le conoce ordinariamente con el nombre de bien común.
C) La felicidad 1. Noción. La felicidad no es otra cosa que el estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien que le llena de dicha y de paz. Todo ser racional tiende a su propia felicidad de una manera necesaria, siempre y en todas partes, sin que sea libre para rechazarla o renunciar a ella. Incluso el suicida, que, abrumado de dolores, renuncia a la vida, busca con ello su felicidad, creyendo erróneamente que muriendo dejará de sufrir. Es imposible que la criatura racional dé un solo paso voluntario que no vaya encaminado, en una forma o en otra, a su propia felicidad, ya que, como hemos visto en los números anteriores, todo agente racional obra por un fin, que coincide con un bien (aparente o real) y, por lo mismo, conduce a la felicidad. De donde se sigue que el fin, el bien y la felicidad son una misma cosa con nombres diferentes. O en otra forma más precisa y exacta: todo hombre obra por un fin que tiene para él razón de bien, en cuanto que le proporciona o conduce a su propia felicidad. Con lo cual aparece claro que la felicidad es el último fin del hombre --aunque subordinado, como veremos, a la gloria de Dios, fin último absoluto de toda la Creación--, al que se encamina siempre de una manera necesaria, que rebasa y trasciende su propia libertad. Con relación a la felicidad en común, el hombre no es libre: se dirige siempre y necesariamente a ella, aunque a través de una infinita variedad de medios objetivamente verdaderos o falsos, buenos o malos, pero siempre bajo la apreciación subjetiva de verdaderos y buenos.
2. División. Puede distinguirse, ante todo, la felicidad natural y la sobrenatural, según que podamos alcanzarla con las solas fuerzas de la naturaleza o sea menester la gracia y elevación al orden sobrenatural. La primera, o natural, es necesariamente imperfecta, caduca y perecedera, ya que sólo se refiere a esta vida, en la que, por otra parte, tampoco se puede alcanzar con plenitud por su propia caducidad y múltiples fallos. Habiendo sido elevado por Dios el género humano al orden sobrenatural de una manera gratuita y trascendente, que rebasa infinitamente todas las exigencias del orden natural, no existe para el hombre un fin puramente natural. O alcanza su plena felicidad sobrenatural, o pierde también su mera felicidad natural. La felicidad puede ser absoluta o relativa. La absoluta es la que sacia plenamente el apetito, sin que pueda desearse nada más. No es posible en esta vida, pero lo será en la otra. La relativa proporciona una dicha parcial e imperfecta, en una determinada línea o en un género limitado de bienes. Cabe en esta vida cierta felicidad relativa en la práctica perfecta de la virtud. La felicidad absoluta puede considerarse en el orden objetivo o material y en el subjetivo o formal. a) OBJETIVAMENTE no es otra cosa que el objeto beatificante, o sea, el que nos proporciona la bienaventuranza última, absoluta y plenamente saciativa. Como veremos más abajo, no es ni puede ser otro que el mismo Dios, Bien infinito, que sacia por completo el apetito de la criatura racional, sin que nada absolutamente pueda desear fuera de él. Es el Bien perfecto y absoluto, que excluye todo mal y llena y satisface todos los deseos del corazón humano. Es la última perfección de la criatura intelectual.
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b) SUBJETIVAMENTE es la posesión y disfrute del objeto beatificante. Fue definida por Boecio: el estado perfecto que resulta de la posesión de todos los bienes. En cuanto estado perfecto, supone la posesión estable e indeficiente de esos bienes; no fugaz, caduca o perecedera. Y en cuanto que supone la posesión de todos los bienes, abarca la bienaventuranza esencial o primaria y la accidental o secundaria. Nada absolutamente le falta ni le puede faltar. Con estas nociones previas sobre el fin, el bien y la felicidad, podemos ya entender perfectamente las grandes tesis del tratado teológico del último finque vamos a resumir a continuación.
ARTICULO II El fin de los actos humanos Conclusión 1ª: En todas sus acciones deliberadas o humanas, el hombre obra siempre por un fin. a) POR EL OBJETO MISMO DE LA VOLUNTAD. Ninguna potencia puede obrar sino en orden a su propio objeto (v.gr., la vista para ver, el oído para oír, etc.). Pero el objeto propio de la voluntad es el bien que coincide con el fin, según hemos visto. Luego es imposible que el hombre en sus acciones libres--o sea, deliberadas y voluntarias--deje de obrar por un fin, concebido bajo la razón de bien, real o aparente (I-II,I,I). b) POR LA NOCIÓN DEL FIN. Como enseña la filosofía, el fin es la primera de las causas, que mueve a todas las demás, sobre todo a la eficiente. Si el agente no intentara alguna cosa concreta, no se determinaría jamás a hacer esto con preferencia a aquello, ya que «del indiferente nada se sigue», como dice el simple sentido común. Luego el agente, o no obra o tiene que proponerse, al obrar, algún fin concreto y determinado, que es, precisamente, la causa de su acción (I- II,I,2).
Conclusión 2ª: En todas sus acciones deliberadas, el hombre obra siempre por el último fin, al menos de una manera implícita o virtual. La razón es muy sencilla. El fin, como acabamos de ver, es lo que mueve siempre a obrar a cualquier agente racional. Ahora bien: ese fin que intenta al obrar, o es directamente el último y supremo o es un fin intermedio. Si es el último directamente, tenemos ya lo que buscábamos. Y si es un fin intermedio, por el hecho mismo de ser intermedio síguese necesariamente que no es ése el último fin de esa acción, sino que, al menos de una manera virtual o implícita, se ordena al fin último y supremo, ya que no puede darse una serie infinita de fines intermedios, pues entonces no se produciría ninguno. Luego el hombre, en sus acciones deliberadas o humanas, obra siempre por el último fin, al menos de una manera implícita o virtual (I-II,I,4 y 6). Conclusión 3.a: El hombre no puede elegir a la vez dos últimos fines, supremos y absolutos, sino solamente uno. Para demostrarlo con evidencia, basta considerar que, por su misma definición, el fin último supremo y absoluto es lo que el hombre apetece como bien completo y plenamente saciativo, con la posesión del cual no quede ya nada que desear. Ahora bien: es contradictorio que esta noción de fin último absoluto la realicen dos o más fines, porque en este caso ninguno de ellos sería plenamente saciativo, ya que habría en el segundo alguna razón de bien de la que carecería el primero, o viceversa. Luego es imposible que el hombre pueda elegir a la vez dos fines últimos y supremos (I-
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II,1,5). Pero caben perfectamente varios fines últimos relativos, o sea, en una serie determinada de actos completa y total en su género (v.gr., el médico intenta, como fin último de todas sus actividades como tal, devolver la salud al enfermo), subordinados a otros fines últimos superiores (v.gr., ganarse la vida en este mundo, obtener la salvación del alma). En este sentido hablaremos en seguida del fin último absoluto del hombre (que es la gloria de Dios) y de su fin último relativo (que es su propia felicidad).
ARTICULO III El fin último del hombre. A) El fin supremo y absoluto Para proceder ordenadamente y remontarnos hasta la fuente misma de donde brotan las cosas es preciso plantear el problema de la finalidad misma de la Creación, o sea qué es lo que Dios se ha propuesto al sacar de la nada todo cuanto existe. Porque es evidente que si todo agente intelectual obra por un fin, Dios, que es la Inteligencia infinita y el Agente intelectual por excelencia, ha tenido que proponerse un fin al traer a la existencia a sus criaturas sacándolas de la nada por el acto creador omnipotente e infinito. ¿Cuál es la finalidad intentada por Dios con la creación del Universo? Vamos a precisarlo en forma de conclusiones.
Conclusión 1ª: El fin último y supremo de todas las criaturas es el mismo Dios. Esta conclusión es evidentísima y no necesita demostración, sino mera exposición de su verdad intrínseca. Para dejarla fuera de toda duda, basta considerar que Dios es el Ser infinito, la plenitud absoluta de toda Bondad y Perfección. Ahora bien: si Dios, al crear las cosas, se hubiera propuesto un fin distinto de Sí mismo, hubiera subordinado su acción a ese fin, ya que todo agente subordina necesariamente su acción al fin que intenta con ella, como es evidente. Pero como la acción de Dios no se distingue del mismo Dios, ya que en El son una misma cosa la esencia y la existencia, el ser y la operación, síguese que Dios mismo se hubiera subordinado a ese fin distinto de Dios, lo cual sería un gravísimo desorden y una gran inmoralidad, metafísicamente imposibles en Dios. El Ser infinito no puede subordinarse al ser finito; la Bondad suma no puede estar por debajo de la bondad limitada; la soberana Perfección no puede hacerse súbdita de la imperfección y caducidad de las criaturas. Es, pues, evidentísimo que la finalidad intentada por Dios al sacar todas las cosas de la nada tiene que ser forzosamente el mismo Dios. Conclusión 2ª: El fin intentado por Dios con la creación universal fue su propia gloria extrínseca, o sea la manifestación y comunicación a sus criaturas de su propia bondad infinita. Que el mundo fue creado por Dios para su propia gloria, es una verdad de fe, expresamente definida por la Iglesia. He aquí la solemne declaración dogmática del concilio Vaticano: "Si alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada según toda su substancia; o dijere que Dios no creó por libre voluntad, sino con la misma necesidad con que se ama necesariamente a sí mismo; o negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios: sea anatema« (D. 1805). La razón de esta finalidad es muy sencilla. Todas las criaturas creadas o creables no pueden añadirle intrínsecamente a Dios absolutamente nada, como quiera que sea Él el Ser infinito, la plenitud absoluta del Ser, al que nada le falta ni puede faltar. Por consiguiente, al sacar de la nada todo cuanto existe, Dios no busca en sus criaturas algo que El no tenga ya, sino únicamente desbordar sobre ellas su bondad y perfecciones infinitas. En esto consiste precisamente la gloria extrínseca de Dios, que
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llena de admiración a las criaturas y arranca de ellas en una forma o en otra--como veremos — el grandioso himno de la gloria y alabanza de Dios que sube hasta el cielo continuamente desde todos los confines de la creación universal Esa suprema glorificación de Dios constituye el fin último y absoluto de todas las criaturas, principalmente de las inteligentes y libres (el ángel y el hombre). Y en esa glorificación, prestada voluntariamente y por amor, encuentran precisamente su suprema felicidad, que es, como veremos en seguida, el fin último secundario de las criaturas racionales. Por donde aparece claro que Dios, al intentar su propia gloria en sus criaturas, no solamente no realiza un acto de egoísmo trascendental» --como se atrevió a decir con blasfema ignorancia un filósofo impío--, sino que constituye el colmo de la generosidad, desinterés y largueza. Porque no busca con ello su propia utilidad--ya que nada absolutamente pueden añadir las criaturas a su felicidad y perfecciones infinitas--, sino únicamente comunicarles su bondad. Dios ha sabido organizar de tal manera las cosas, que las criaturas encuentran su plena felicidad precisamente glorificando a Dios. Por eso dice Santo Tomás que sólo Dios es infinitamente liberal y generoso: no obra por indigencia, como buscando algo que necesita, sino únicamente por bondad, para comunicarla a sus criaturas.
Conclusión 3ª: Todas las criaturas deben glorificar a Dios, cada una a su manera. Es evidente que todas las criaturas están obligadas a glorificar a Dios, puesto que ésta es su suprema y última finalidad. Pero cada una debe hacerlo a su manera, o sea según las exigencias de su propia naturaleza, ya que no todas pueden glorificarle de igual modo y en idéntico sentido. a) LAS CRIATURAS IRRACIONALES glorifican a Dios revelando algo de su infinita grandeza y hermosura, de la que ellas mismas son una huella lejana y un remoto vestigio. No pueden glorificar a Dios con su propia adoración y alabanza, pero pueden impulsar al hombre a que le glorifique y ame por ellas. Porque, así como una espléndida obra de arte está glorificando al artista que la hizo, en cuanto que excita la admiración hacia él de todos cuantos la contemplan, así la belleza inmarcesible de la Creación material --minerales, plantas, animales, estrellas del firmamento, etc. — está cantando la gloria de Dios, en cuanto que impulsa a los seres racionales a que le glorifiquen y amen con todas sus fuerzas. En este sentido dice el salmo que los cielos cantan la gloria de Dios (Ps. 18,I), y los grandes místicos (San Francisco de Asís, San Juan de la Cruz, etc.) se extasiaban ante la contemplación de la belleza de la Creación, en la que descubrían un rastro y vestigio de la hermosura del Creador. b) LAS CRIATURAS INTELIGENTES (el ángel y el hombre) son los encargados de glorificar a Dios en el sentido propio y formal de la palabra, esto es, reconociéndole, amándole y sirviéndole. Al hombre principalmente, compuesto de espíritu y materia, le corresponde recoger el clamor entero de toda la creación, que suspira por la gloria de Dios (cf. Rom. 8,18-23), y ofrecérsela al Creador como un himno grandioso en unión de su propia adoración. Corresponde al hombre asumir la representación de todas las criaturas irracionales y rendir homenaje al Creador y supremo Señor de todas ellas por una especie de mediación sacerdotal que exprese ante El la admiración y alabanza de todas las criaturas. Este oficio grandioso eleva al hombre a una dignidad increíble, ante la que palidecen y se esfuman todas las grandezas de la tierra. Por él todas las criaturas inferiores glorifican y alaban a Dios, como se expresa repetidas veces en multitud de himnos directamente inspirados por el Espíritu Santo.
Conclusión 4ª: El hombre tiene obligación de proponerse, como fin último y absoluto de su
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vida, la glorificación de Dios; de suerte que comete un grave desorden cuando intenta otra suprema finalidad contraria o distinta de ésta. Es una simple consecuencia y corolario de las conclusiones anteriores. Cuando el hombre busca la gloria de Dios — al menos de una manera virtual e implícita, esto es, realizando en gracia de Dios cualquier acto honesto y referible a esa gloria divina--, está dentro del recto orden de la razón, puesto que se mueve dentro de los límites intentados y queridos por el mismo Dios. Pero cuando voluntariamente y a sabiendas se propone alguna cosa contraria o simplemente distinta de la gloria de Dios como finalidad última y absoluta, comete un grave desorden, que le coloca fuera por completo de la línea de su verdadero y último fin y le pone en trance de eterna condenación si la muerte le sorprende en se lamentable estado. Esto ocurre siempre que el hombre comete un verdadero pecado mortal, en el sentido estricto y riguroso de la palabra. Porque--como ya hemos insinuado más arriba--, cuando el pecador comete su acción pecaminosa dándose perfecta cuenta de que aquello está gravemente prohibido por Dios y es incompatible con su último fin sobrenatural, está bien claro que antepone su pecado a este último fin y le coloca por encima de él. De donde la acción pecaminosa ha venido a ser el fin último y absoluto del pecador. Lo cual supone un desorden monstruoso, que lleva consigo la pérdida del verdadero fin último y el reato de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia. Entre ambos no existe de por medio más que el hilo de la vida, que es la cosa más frágil y quebradiza del mundo. Nadie puede, por consiguiente, renunciar a la glorificación voluntaria de Dios. Dios ha querido que el hombre encuentre su plena felicidad glorificándole a Él. Nadie tiene derecho a quejarse de Dios o a rebelarse contra El por haber querido hacernos felices. Ahora bien: el que renuncia a glorificarle voluntariamente y por amor, renuncia por lo mismo a ser feliz. Y como Dios no puede perder su gloria por el capricho y la rebelión de su criatura, ese desdichado pecador que, con increíble locura e insensatez, renuncia a glorificar su bondad infinita en el cielo, tendrá que glorificar eternamente en el infierno los rigores de su infinita justicia. La felicidad eterna es nuestra vocación, y nadie puede renunciar a ella sin cometer un crimen. B) El fin secundario y relativo Hasta aquí hemos examinado el fin último, supremo y absoluto del hombre, que es la glorificación de Dios. Vamos a ver ahora cómo, al lado de este fin último primario y absoluto, hay otro fin último secundario y relativo, perfectamente compatible y maravillosamente armonizado con aquél.
Conclusión: El fin último secundario y relativo del hombre es su propia felicidad o bienaventuranza. He aquí el argumento demostrativo. Aquél será el último fin relativo del hombre--subordinado siempre al fin absoluto, que es la gloria de Dios--al que se sienta atraído de una manera necesaria e irresistible por su misma naturaleza; porque tal atractivo irresistible de la naturaleza humana no puede provenir sino de Dios, autor de la misma, y muestra claramente que ése es el fin intentado por El al crearle. Pero el hombre se siente arrastrado de una manera natural, necesaria e irresistible hacia su propia felicidad, que constituye el objeto supremo de sus anhelos y aspiraciones. Luego... Este argumento tiene fuerza absolutamente demostrativa en el plano y orden puramente natural, ya que, como se demuestra en filosofía, es imposible que un deseo verdaderamente natural-o sea, exigido por la misma naturaleza--sea vano o carezca de objeto, puesto que esto argüiría contradicción en Dios, autor de la naturaleza con todas sus legítimas exigencias. Pero, como quiera que Dios ha elevado gratuitamente a todo el género humano a un fin trascendente y sobrenatural, síguese que el hombre no tiene ya un fin último puramente natural, sino trascendente y sobrenatural;
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y, por consiguiente, sólo en este orden sobrenatural y a base de la gracia divina y de los demás medios sobrenaturales que Dios pone a su disposición, podrá llegar a su último fin relativo, que es su propia y perfecta felicidad sobrenatural.De manera que todos los hombres del mundo, sin excepción, tienden natural, necesaria e irresistiblemente a su propia felicidad. En lo que no concuerdan los hombres es en el objeto que constituye su verdadera felicidad, puesto que unos la buscan en Dios, otros en las riquezas, otros en los placeres, otros en .la gloria terrena o en otras diversas cosas. Pero todos coinciden unánimemente y sin ninguna excepción en buscar la felicidad como blanco y fin de todos sus anhelos y esperanzas (I-II,I,7).
ARTICULO IV La felicidad o bienaventuranza del hombre 1. Noción. Como hemos visto más arriba, la felicidad objetiva no es otra cosa que el objeto beatificante, o sea aquel que llene por completo las aspiraciones de nuestro corazón, proporcionándonos la bienaventuranza perfecta y plenamente saciativa. Es--como dice Santo Tomás-«el bien perfecto que excluye todo mal y llena todos los deseos» (I- II,5,3). Vamos a investigar ahora cuál es ese objeto supremo que constituye por sí mismo la bienaventuranza objetiva. 2. Condiciones que exige. El objeto que aspire a constituir la bienaventuranza objetiva del hombre ha de reunir, al menos, las siguientes cuatro condiciones: a. Que sea el supremo bien apetecible, de suerte que no se ordene a ningún otro bien más alto. b. Que excluya en absoluto todo mal, de cualquier naturaleza que sea. c. Que l ene por completo, de manera saciativa, todas las aspiraciones del corazón humano. d. Que sea inamisible, es decir, que no se le pueda perder una vez conseguido. Es evidente que, sin alguna de estas condiciones, el hombre no podría ser plena y absolutamente feliz. Sin la primera, aspiraría siempre a ese otro bien más alto y estaría inquieto hasta conseguirlo. Y sin las otras tres, tampoco podría alcanzar la perfecta felicidad, ya por los males adjuntos o por las zonas insatisfechas de su propio corazón, o por la tristeza inevitable que le produciría el pensamiento de que su dicha y felicidad tendrían que acabar algún día. 3. Opiniones. Acaso en ninguna otra cuestión filosófica haya tanta variedad de opiniones como en torno al objeto en que haya de colocarse la felicidad o bienaventuranza del hombre: se citan más de 280. Pero todas ellas pueden agruparse en torno a unas cuantas categorías de bienes, según puede verse en el siguiente esquema de la magnífica cuestión que dedica a este asunto el Doctor Angélico en la Suma Teológica (I-II,2). 4. Doctrina verdadera. Vamos a ver cómo la suprema felicidad del hombre no puede encontrarse en ninguno de los bienes creados o finitos, ya sea considerados aisladamente uno por uno, ya colectivamente y en su conjunto; y cómo se encuentra única y exclusivamente en la posesión de Dios. Dada la amplitud de la materia, nos limitaremos a un brevísimo resumen en tres conclusiones principales. Conclusión 1ª: La suprema felicidad del hombre no puede encontrarse en ninguno de los bienes creados externos o internos considerados aisladamente. Para poner fuera de toda duda esta conclusión, basta evidenciar que ninguno de esos bienes creados reúne las condiciones que hemos señalado más arriba para la bienaventuranza objetiva. He aquí la demostración. A) Bienes externos
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1º. RIQUEZAS. a) No se buscan por sí mismas, sino en orden a otras cosas que se pueden adquirir con ellas. En sí mismas no tienen valor alguno. b) No excluyen todos los males, ni muchísimo menos. ¡Cuántos ricos enfermos, desgraciados en su familia, matrimonio, etc., etc. ! c) No llenan por completo el corazón. Al contrario, fomentan la avaricia, la ambición, el deseo de acumular más y más. Con frecuencia los más ricos son los más inquietos por no serlo más. d) Pueden fácilmente perderse por cualquier revés de fortuna. Y, en todo caso, todo se estrellará dentro de poco contra la losa del sepulcro. Fallan, pues, en absoluto, las cuatro condiciones que se requieren para la perfecta felicidad. El dinero no basta para ser feliz; ni siquiera se requiere como condición indispensable. 2º. HONORES, FAMA, GLORIA Y PODER. a) Son bienes inestables. Dependen con frecuencia, no del verdadero mérito, sino del capricho de los hombres. Hoy, primera figura internacional; mañana, sepultado en el olvido. ¿Quién se acuerda hoy de los nombres que llenaban los periódicos hace un siglo? b) Todos ellos son bienes extrínsecos e inferiores al hombre, y no pueden, por lo mismo, constituir la nota esencial de su interna felicidad. c) No reúnen ninguna de las condiciones requeridas para la bienaventuranza: no son el bien supremo, ni excluyen todos los males, ni llenan por completo el corazón humano, ni son imperecederos.
B) Bienes internos. 1º. DEL CUERPO. Salud, belleza, fuerza, etc. No pueden constituir por sí mismos la felicidad del hombre, porque no cumplen tampoco ninguna de las condiciones exigidas para ello. No son el bien supremo--el cuerpo es la parte inferior del hombre, subordinada al alma--, ni excluyen todos los males, ni sacian plenamente el corazón del hombre y son, finalmente, caducos y perecederos: la salud se pierde fácilmente, la belleza es flor de un día, la fuerza disminuye paulatinamente, y así todos los demás bienes corporales. 2º. PLACERES SENSUALES. Son propios del cuerpo animal, o sea, del cuerpo animado o vivificado por un alma sensitiva, a diferencia de los minerales y las plantas, que son cuerpos inanimados o que poseen tan sólo alma puramente vegetativa. Es imposible que en ellos consista la suprema felicidad del hombre, porque: a. Son medios para facilitar las funciones animales que se relacionan con la conservación del individuo comer, beber) o de la especie (venéreos). Pero la suprema felicidad del hombre no es un medio, sino el fin último al que nos encaminamos. Luego..., b). Los bienes del cuerpo pertenecen a la parte inferior del compuesto humano, formado de alma y cuerpo. Luego el hombre no puede encontrar su plena felicidad en ningún bien que pertenezca sólo al cuerpo. c). No excluyen todos los males. Al contrario, son con frecuencia causa de grandes crímenes pasionales y de repugnantes enfermedades. d). No satisfacen plenamente la sed de felicidad del corazón humano. La experiencia demuestra con toda claridad y evidencia que los que se entregan con desenfreno a los placeres sensuales jamás están satisfechos: siempre aspiran a más y nunca se sienten felices y dichosos. e). Son bienes caducos y perecederos, que acabarán en breve con la muerte del cuerpo. 3º. ESPIRITUALES. Son principalmente dos: la ciencia y la virtud. La primera afecta a la inteligencia; la segunda, principalmente a la voluntad. Y aunque son bienes mucho más nobles y elevados que todos los anteriores, tampoco en ellos puede consistir la felicidad perfecta y plenamente saciativa del hombre: No en la ciencia. a) Porque no es el bien supremo, ya que afecta tan sólo a una de las potencias del alma — la inteligencia--y está llena de oscuridades y misterios que dejan insatisfecha a la misma facultad intelectiva. b) No excluye todo mal, ya que va unida muchas veces a grandes tribulaciones y fracasos y es compatible con un sinnúmero de desventuras y desgracias,
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como se ve en la vida de los sabios. c) No llena plenamente el corazón del sabio, que cada vez se siente más insatisfecho, hasta tener que decir como Sócrates: “sólo sé que nada sé”. d) No es permanente y estable: puede perderse o disminuirse por una enfermedad mental, y se desvanecerá muy pronto con la muerte. No en la virtud. a) Porque nunca puede ser del todo perfecta en este mundo. Siempre le faltará algo y, por lo mismo, no puede consistir en ella el bien supremo. b) No excluye todos los males, ya que está llena de dificultades y tiene que luchar sin descanso contra las rebeliones de la concupiscencia desordenada. c) No llena todo el corazón humano, que aspira sin cesar al Bien infinito y plenamente saciativo. d) No es del todo segura y estable, ya que puede perderse fácilmente por el ímpetu de las pasiones o las dificultades de la vida. Sin embargo, en la práctica intensa de la virtud se encuentra la única y verdadera felicidad relativa que puede alcanzarse en este mundo, como se comprueba en las vidas de los santos que, a imitación de San Pablo, rebosaban de gozo en medio de todas sus tribulaciones (2 Cor. 7,4).
Conclusión 2ª: La suprema felicidad del hombre no puede encontrarse tampoco en todo el conjunto de los bienes creados colectivamente considerados. La demostración es clarísima: no es posible la posesión conjunta de todos esos bienes, y no sería suficiente aunque pudieran poseerse todos. a) No ES POSIBLE POSEERLOS TODOS, COMO es obvio y enseña claramente la experiencia universal. Nadie posee ni ha poseído jamás a la vez todos los bienes externos (riquezas, honores, fama, gloria, poder), y todos los del cuerpo (salud, placeres), y todos los del alma (ciencia y virtud). Muchos de ellos son incompatibles entre sí y jamás pueden llegar a reunirse en un solo individuo. b) No SERÍAN SUFICIENTES aunque pudieran conseguirse todos, ya que no reúnen ninguna de las condiciones esenciales para la bienaventuranza objetiva: son bienes creados, por consiguiente finitos e imperfectos; no excluyen todos los males, puesto que el mayor mal es carecer del Bien infinito, aunque se posean todos los demás; no sacian plenamente el corazón del hombre, pues--como dice San Agustín--«nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto y desasosegado hasta que descanse en ti»; y, finalmente, son bienes de suyo caducos y perecederos. Imposible que el hombre pueda encontrar en ellos su verdadera y plena felicidad. Con razón dice San Agustín: «Desventurado el hombre que sabe todas las cosas, pero no os conoce a Vos; y dichoso el que os conoce a Vos aunque ignore todas las otras cosas. Y el que os conoce a Vos y todas las demás cosas, no es más feliz porque conozca estas otras cosas, sino únicamente porque os conoce a Vos» (Confesiones 1.5 c.4). San Agustín ha escrito páginas sublimes sobre la insuficiencia de los bienes creados para llenar las inmensas aspiraciones del corazón del hombre. He aquí un fragmento bellísimo de sus admirables Confesiones: «Pregunté a la tierra, y contestó: «No soy yo». Y todas las cosas que hay en ella confesaron lo mismo. Pregunté al mar, y a los abismos, y a los vivientes que surcan por ellos, y respondieron.: «No somos tu Dios; búscale sobre nosotros». Pregunté a las auras espirables, y dijo todo el aire con sus moradores: «¡Engáñase Anaxímenes; no soy Dios!» Pregunté al cielo, al sol, a la luna y las estrellas: «Tampoco nosotros somos el Dios que buscas», respondieron. Y dije a todas las cosas que rodean las puertas de mi carne: «Dadme nuevas de mi Dios, ya que no sois vosotras: decidme algo de El». Y con voz atronadora clamaron: «El nos hizo». Mi pregunta fue mi mirada; la respuesta de ellas, su hermosura»
Conclusión 3ª: Únicamente en Dios puede encontrar el hombre su suprema felicidad plenamente saciativa.
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La demostración es clarísima y deslumbradora. Solamente Dios reúne en grado rebosante e infinito todas las condiciones requeridas para la bienaventuranza objetiva del hombre. Luego solamente Ella constituye. En efecto : a) Dios es el Bien supremo e infinito, que no se ordena ni puede ordenarse a otro bien más alto, puesto que este bien más alto no existe ni puede existir. Luego Dios es el supremo Bien apetecible. b) Excluye en absoluto toda clase de males, de cualquier naturaleza que sean, ya que son incompatibles con la plenitud infinita del Ser, que constituye la esencia misma de Dios. c) Por consiguiente, su perfecta posesión y goce fruitivo tiene que llenar forzosamente todas las aspiraciones del corazón humano, anegándolas con plenitud rebosante en un océano de felicidad. d) Finalmente, sabemos de manera infalible, por la fe católica, que, una vez poseído por la visión y gozo beatíficos, no se le puede perder jamás: la bienaventuranza del cielo es eterna, y los bienaventurados son absoluta e intrínsecamente impecables. Queda, pues, fuera de toda duda que sólo Dios es el objeto infinito que constituye la bienaventuranza objetiva del hombre.
B) La felicidad o bienaventuranza subjetiva Conclusión: La bienaventuranza subjetiva o formal del hombre consiste en la visión, amor y goce fruitivo de Dios poseído eternamente en el cielo. La demostración es también clarísima. Como hemos explicado más arriba, la bienaventuranza subjetiva o formal consiste en la posesión y goce del objeto que constituya la bienaventuranza objetiva, o sea, en nuestra unión consciente y goce fruitivo del supremo objeto beatificante. Pero este supremo objeto beatificante es el mismo Dios, como acabamos de demostrar. Luego... Es de saber que--como explica Santo Tomás--la esencia metafísica de la bienaventuranza (o sea, el acto primero y principalísimo que nos pone en posesión de Dios) se salva con la sola visión beatífica, que unirá nuestro entendimiento directa e inmediatamente con la misma divina esencia sin intermedio de criatura alguna, ni siquiera de una especie inteligible. Pero para la esencia física e integral de la bienaventuranza se requieren también, necesariamente, el amor beatífico--que unirá entrañablemente nuestra voluntad a la divina esencia, quedando totalmente empapada de divinidad--y el goce beatífico, que redundará, con plenitud rebosante y embriagadora, de la visión y del amor beatíficos. El hombre habrá llegado con ello a su última perfección y fin sobrenatural y verá satisfechas para siempre las inmensas aspiraciones de su propio corazón y su sed inextinguible de felicidad. A esta suprema beatitud del alma, que constituye la gloria esencial del cielo, hay que añadir, después de la resurrección de la carne, la gloria del cuerpo, que será un complemento accidental con relación a la bienaventuranza del alma, pero que se requiere indispensablemente para la plena y total felicidad del hombre, compuesto de alma y cuerpo.
Corolarios. De la doctrina que acabamos de sentar se deducen algunos corolarios muy interesantes. He aquí los principales: 1.° La felicidad perfecta no es posible en esta vida. A lo más que se puede aspirar es a una felicidad relativa, fundada en la práctica de la virtud --sobre todo mediante el conocimiento y amor de Dios (fe y caridad)--, en el sosiego de las pasiones y en la paz y tranquilidad de la conciencia. 2º. No se da una felicidad plena de orden puramente natural. Habiendo sido elevado todo el género humano al orden sobrenatural, solamente en este plano superior puede alcanzar el hombre su último fin, y con él, su plena y completa felicidad. 3º. La gloria de Dios, fin último supremo y absoluto del hombre y de toda la creación, se conjuga y armoniza maravillosamente con su propia y plena felicidad--fin último secundario y relativo--, que alcanza el hombre, precisamente, glorificando a Dios en este mundo por la práctica de la virtud y en el otro por la visión y el amor beatíficos. La gloria de Dios y la plena felicidad humana no solamente tienen el mismo objeto, sino incluso el mismo acto, ya que Dios ha querido poner su gloria precisamente en que las criaturas racionales le conozcan y le amen en nombre propio y en el de todas las demás
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criaturas. Alcanzando su propia felicidad, el hombre glorifica a Dios, y glorificándole encuentra su propia felicidad. Son dos fines que se confunden realmente, aunque haya entre ellos una distinción de razón. La suprema glorificación de Dios coincide plenamente con la suprema felicidad nuestra. Es admirable la sabiduría infinita que brilla en los planes amorosos de la divina Providencia.
ARTICULO V Cuestiones complementarias A) El objetivo final de la vida humana De las conclusiones que acabamos de sentar se deduce con toda claridad y evidencia que la vida del hombre sobre la tierra no tiene sino una finalidad suprema: prepararse para la felicidad eterna y exhaustiva en la clara visión y goce fruitivo de Dios. No hemos nacido para otra cosa, ni nuestra vida terrena tiene otra razón de ser que alcanzar la vida y felicidad eterna. No tenemos aquí ciudad permanente, antes buscamos la futura (Hebr. 9,14), dice con razón San Pablo. De esta suprema finalidad y soberana perspectiva que el hombre tiene a la vista, se deduce un corolario inevitable, al parecer contradictorio. Y es que la vida terrena es la cosa más baladí y despreciable y, a la vez, la más importante y trascendental que puede caber en la mente humana. En sí misma es la cosa más baladí y despreciable: importa muy poco ser feliz o desgraciado, estar sano o enfermo, morir joven o en plena decrepitud y vejez. Al cabo, todo ha de acabar en setenta u ochenta años, que son menos que un relámpago en parangón con la eternidad. Pero, por otra parte, y precisamente por relación a esa eternidad a la que nos encaminamos, esta breve existencia sobre la tierra cobra importancia decisiva y valor trascendental. En cierto sentido, esta vida es más importante que la otra, pues la otra depende de ésta, y no al revés. Toda la preocupación del hombre ha de centrarse, pues, en asegurar, con todos los medios a su alcance, su dicha y felicidad eterna. Si, salvando por encima de todo este objetivo fundamental, puede, a la vez, conseguir un relativo bienestar y felicidad terrena compatible con aquel supremo fin, está muy bien que lo procure y goce, con hacimiento de gracias a Dios; pero siempre con la mirada en las alturas y sin concederle demasiada importancia a esa felicidad terrena que está llamada a desaparecer muy pronto entre las sombras de la muerte. San Ignacio de Loyola recogió con gran acierto esta idea fundamental en la primera página' de sus Ejercicios Espirituales, dándonos, a la vez, la norma simplificadora de nuestra conducta sobre la tierra: »El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y, por consiguiente, en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados».
B) Modo de alcanzar la vida eterna Puesto que la vida y felicidad eterna es el último fin relativo del hombre, nada interesa tanto como saber lo que tiene que hacer para alcanzarla. Por fortuna tenemos una norma divina e infalible, como dada por el mismo Cristo. He aquí la escena evangélica que recoge la suprema consigna del
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Hombre-Dios. »Acercóse uno y le dijo: Maestro, ¿qué de bueno haré yo para alcanzar la vida eterna? El le dijo: ¿por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno solo es bueno. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Díjole él: ¿Cuáles? Jesús respondió: No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no levantarás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo» (Mt. 19,16-19). La consecución de la vida eterna está, pues, vinculada a la guarda de los divinos mandamientos. Para hacérsela posible al hombre, Dios le ha provisto en abundancia de toda clase de medios: unos, internos, como la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo y las divinas mociones (gracia actual), que ilustran su entendimiento y mueven su voluntad para la práctica del bien; y otros, externos, entre los que destaca la Iglesia católica, fundada precisamente por Jesucristo, Redentor del género humano, para llevar al hombre a su felicidad eterna mediante la vida sobrenatural que le comunican los sacramentos y las verdades de la fe bajo el control y guía de la misma Iglesia, maestra infalible de la verdad.
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2. LOS ACTOS HUMANOS 1. DEFINICION DE ACTO HUMANO Los actos humanos son aquellos que proceden de la voluntad deliberada del hombre; es decir, los que realiza con conocimiento y libre voluntad (cfr. S. Th., I-II, q. 1, a. 1, c). En ellos interviene primero el entendimiento, porque no se puede querer o desear lo que no se conoce: con el entendimiento el hombre conoce el objeto y delibera si puede y debe tender a él, o no. Una vez conocido el objeto, la voluntad tiende hacia él porque lo desea, o se aparta de él, rechazándolo. Sólo en este caso — cuando intervienen entendimiento y voluntad — el hombre es dueño de sus actos, y por tanto, plenamente responsable de ellos. Y sólo en los actos humanos puede darse valoración moral. No todos los actos que realiza el hombre son propiamente «humanos», ya que como hemos señalado antes; pueden ser también: 1) meramente naturales: los que proceden de las potencias vegetativas y sensitivas, sobre las que el hombre no tiene control voluntario alguno, y son comunes con los animales: p. ej., la nutrición, circulación de la sangre, respiración, la percepción visual o auditiva, el sentir dolor o placer; etc.; 2) actos del hombre; los que proceden del hombre, pero faltando ya la advertencia (locos, niños pequeños, distracción total), ya la voluntariedad (por coacción física, p. ej.), ya ambas (p. ej., en el que duerme).
2. DIVISION DE ACTO HUMANO Por su relación con la moralidad, el acto humano puede ser: 1) bueno o lícito, si está conforme con la ley moral (p. ej., el dar limosna); 2) malo o ilícito, si le es contrario (p. ej., mentir); 3) indiferente, cuando ni le es contrario ni conforme (p. ej., el caminar; cfr. 2.6.1.) Aunque ésta es la división más importante, interesa señalar también que en razón de las facultades que lo perfeccionan, el acto puede ser: a) interno: el realizado a través de las facultades internas del hombre, entendimiento, memoria, imaginación... (p. ej., el recuerdo de una acción pasada, o el deseo de algo futuro); b) externo: cuando intervienen también los órganos y sentidos del cuerpo (p. ej., comer o leer).
3. ELEMENTOS CONSENTIMIENTO
DEL
ACTO
HUMANO:
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LA
ADVERTENCIA
Y
EL
Ya hemos dicho que el acto humano exige la intervención de las potencias racionales, inteligencia y voluntad, que son precisamente sus elementos constitutivos: la advertencia en la inteligencia y el consentimiento en la voluntad.
a. LA ADVERTENCIA Por la advertencia el hombre percibe la acción que va a realizar, o que ya está realizando. Esta advertencia puede ser plena o semiplena, según se advierta la acción con toda perfección o sólo imperfectamente (p. ej., estando semidormido). Obviamente, todo acto humano requiere necesariamente de esa advertencia, de tal modo que un hombre que actúa a tal punto distraído que no advierte de ninguna manera lo que hace, no realizaría un acto humano. No basta, sin embargo, que el acto sea advertido para que pueda ser imputado moralmente; es necesaria, además, la advertencia de la relación que tiene el acto con la moralidad (p. ej., el que advierte que está comiendo carne, pero no se da cuenta que es vigilia, realiza un acto humano que, sin embargo, no es imputable moralmente). La advertencia, pues, ha de ser doble: advertencia del acto en sí y advertencia de la moralidad del acto.
b. EL CONSENTIMIENTO Lleva el hombre a querer realizar ese acto previamente conocido, buscando con ello un fin. Como señala Santo Tomás (S. Th. I-II, q. 6, a. 1), acto voluntario o consentido es «el que procede de un principio intrínseco con conocimiento del fin». Ese acto voluntario — consentido — puede ser perfecto o imperfecto — según se realice con pleno o semipleno consentimiento — y directo o indirecto. Por la importancia que tiene en la práctica, esta última división la estudiamos con más detenimiento.
4. EL ACTO VOLUNTARIO INDIRECTO El acto voluntario indirecto se da cuando, al realizar una acción, además del efecto que se persigue de modo directo con ella, se sigue otro efecto adicional, que no se pretende sino sólo se tolera por venir unido al primero (p. ej., el militar que bombardea una ciudad enemiga, a sabiendas de que morirán muchos inocentes: quiere directamente destruir al enemigo — voluntario directo — , y tolera la muerte de inocentes — voluntario indirecto — ). Es un acto, por tanto, del que se sigue un efecto bueno y otro malo, y por eso se le llama también voluntario de doble efecto. Es importante percatarse de que no es un acto hecho con doble fin (p. ej., robar al rico para darle al pobre), sino un acto del que se siguen dos efectos: doble efecto, no doble fin. "Robin Hood" "El Tempranillo" o realizan acciones con doble fin: el fin inmediato es robar al rico: el fin mediato es darle ese dinero a los pobres. No es una acción de doble efecto, sino una acción con un fin propio y un fin ulterior.
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Hay casos en que es lícito realizar acciones en que, junto a un efecto bueno se seguirá otro malo. Para que sea lícito realizar una acción de la que se siguen dos efectos, bueno uno (voluntario directo) y malo el otro (voluntario indirecto), es necesario que se reúnan determinadas condiciones: 1) Que la acción sea buena en sí misma, o al menos in-diferente. Así, nunca es lícito realizar acciones malas (p. ej., mentir, jurar en falso, etc.), aunque con ellas se alcanzaran óptimos efectos, ya que el fin nunca justifica los medios, y por tanto no se puede hacer el mal para obtener un bien. Para saber si la acción es buena o indiferente habrá que atender, como se verá más adelante, a su objeto, fin y circunstancias. 2) Que el efecto inmediato o primero que se produce sea el bueno, y el malo sea sólo su consecuencia necesaria. Es un principio que se deduce del anterior: es necesario que el buen efecto derive directamente de la acción, y no del efecto malo (p. ej., no sería lícito que por salvar la fama de una muchacha se procurara el aborto, pues el efecto primero es el aborto; no sería lícito matar a un inocente para después llegar hasta donde está el culpable, porque el efecto primero es la muerte del inocente). 3) Que uno se proponga el fin bueno, es decir, el resultado del efecto bueno, y no el malo, que solamente se permite. Si se intentara el fin malo, aunque fuera a través del bueno, la acción sería inmoral, por la perversidad de la intención. El fin malo sólo se tolera, por ser imposible separarlo del bueno, con disgusto o desagrado. Ni siquiera es lícito intentar los dos efectos, sino únicamente el bueno, permitiendo el malo solamente por su absoluta inseparabilidad del primero (p. ej., el empleado que amenazado de muerte da el dinero a los asaltantes, ha de tener como fin salvar su vida, y no que le roben al patrón). Aun teniendo los dos fines a la vez, el acto sería inmoral. 4) Que haya un motivo proporcionado para permitir el efecto malo, porque el efecto malo — aunque vaya junto con el bueno y se le permita sólo de modo indirecto — es siempre materialmente malo, y el pecado material — en el que no existe voluntariedad de pecar — no se puede permitir sin causa proporcionada. No sería lícito, por ejemplo, que para conseguir un pequeño arsenal de municiones haya que arrasar a todo un pueblo: el motivo no es proporcionado al efecto malo.
EJERCICIOS 1. Enunciar tres ejemplos de actos meramente naturales, tres de actos humanos y tres de actos del hombre, diferentes de los señalados en los apuntes. 2. Indicar por qué no son moralmente imputables las siguientes acciones: a. comprar un objeto robado, ignorando absolutamente que es robado.
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b. adulto que come entre comidas, habiendo olvidado por completo que es Viernes Santo. c. quien, profundamente dormido, tiene sueños deshonestos. 3. Analizar la moralidad de los siguientes casos, de acuerdo a las cuatro reglas del acto voluntario indirecto: a. matar al niño en el seno materno para salvar la vida de la madre; b. disparar un arma para defender la vida ante un injusto agresor; c. operar de un tumor maligno a una mujer embarazada, con grave riesgo de que se pierda la criatura; d. el guardián que, amenazado por el ladrón, entrega las llaves para que roben el establecimiento; e. declarar la guerra contra un injusto agresor, para salvar a la patria; f. tomar cerveza para divertirse con los amigos, aun sabiéndose muy sensible a sus efectos; g. someterse a una operación muy peligrosa — de la que puede sobrevenir la muerte — , si con ella hay esperanza de curación; h. leer un libro que contiene errores contra la fe, para hacer un trabajo de la universidad; i. vender un libro obsceno o herético para ganar dinero y sostener a la familia; j. alquilar una casa sabiendo que los inquilinos la usarán para fines inconvenientes; k. el caso mencionado en Dz. 2201; l. vender "DVDs" para aumentar los ingresos, sin preocuparse de la moralidad de las películas. Trabajo de investigación. Explicar con brevedad la doctrina de Lutero sobre la justificación por la sola fe, sin necesidad de las buenas obras, indicando en qué consiste su error.
5. OBSTACULOS AL ACTO HUMANO Se trata ahora de analizar algunos factores que afectan a los actos humanos, ya impidiendo el debido conocimiento de la acción, ya la libre elección de la voluntad; es decir, las causas que de alguna manera pueden modificar el acto humano en cuanto a su voluntariedad o a su advertencia y, por tanto, en relación a su moralidad. Algunas de esas causas afectan al elemento cognoscitivo del acto humano (la advertencia), y otras al elemento volitivo (el consentimiento). Estos obstáculos pueden incluso llegar a hacer que un «acto humano» pase a ser tan sólo «acto del hombre» (ver 2.1).
A. OBSTACULO POR PARTE DEL CONOCIMIENTO: LA IGNORANCIA a) Noción de ignorancia : Por ignorancia se entiende la falta de conocimiento de una obligación. En Teología Moral suele definirse como la falta de la debida ciencia moral en un sujeto capaz; es decir, la ausencia de un cono- miento moral que se podría y debería tener. De este modo podemos
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distinguirla de: la nesciencia, o falta de conocimientos no obligatorios (p. ej., de la medicina en quienes no son médicos); la inadvertencia, o falta de atención actual a una cosa que se conoce habitualmente; el olvido, o privación — actual o habitual — de un conocimiento que se tuvo anteriormente; el error, o juicio equivocado sobre la verdad de una cosa. b) División de la ignorancia. La ignorancia puede ser vencible o invencible. 1) Ignorancia vencible: es aquella que se podría y debería superar, si se pusiera un esfuerzo razonable (p. ej., consultando, estudiando, pensando, etc.). Se subdivide en: simplemente vencible: si se puso algún esfuerzo para vencerla, pero insuficiente e incompleto; crasa o supina: si no se hizo nada o casi nada por salir de ella y, por tanto, nace de un grave descuido en aprender las principales verdades de la fe y de la moral, o los deberes propios del estado y oficio; afectada: cuando no se quiere hacer nada para superarla, con objeto de pecar con mayor libertad; es, pues, una ignorancia plenamente voluntaria. 2) Ignorancia invencible: es aquella que no puede ser superada por el sujeto que la padece, ya sea porque de ninguna manera la advierte (p. ej., el aborigen que no advierte la ilicitud de la venganza), o bien porque ha intentado en vano salir de ella (preguntando o estudiando). En ocasiones puede equipararse a la ignorancia invencible el olvido o la inadvertencia (p. ej., el que come carne en día de vigilia sin saberlo, de manera que no la comería si lo supiera). La ignorancia invencible se da sobre todo en gente ruda e incivil. En una persona con preparación humana y escolar, la ignorancia en materia de fe y moral es casi siempre vencible. c) Principios morales sobre la ignorancia: 1. La ignorancia invencible quita toda responsabilidad ante Dios, ya que es involuntaria y por tanto inculpable ante quien conoce el fondo de nuestros corazones (p. ej., no peca el niño pequeño que sin saberlo hace una cosa mala). Es fácil entender este principio moral si se considera el adagio escolástico nihil volitum nisi praecognitum (nada es deseado si antes no es conocido. Ver Dz. 1292). 2. La ignorancia vencible es siempre culpable, en mayor o menor grado según la negligencia en averiguar la verdad. Así, es mayor la responsabilidad de una mala acción realizada con ignorancia crasa, que con simplemente vencible. Consecuentemente, puede ser pecado mortal si nace de descuidos graves. 3. La ignorancia afectada, lejos de disminuir la responsabilidad, la aumenta, por la mayor malicia que supone. d) Deber de conocer la ley moral : Como ya quedó señalado, la ignorancia puede a veces eximir de culpa y, en consecuencia, de responsabilidad moral. Sin embargo es conveniente añadir que existe el deber de conocer la ley moral, para ir adecuando a ella nuestras acciones. Ese conocimiento no debe limitarse a una determinada época de la vida — la niñez o la juventud — , sino que ha de desarrollarse a lo largo de toda la vida humana, haciendo una especial referencia al trabajo que cada uno desarrolla en la sociedad. De aquí se deriva el concepto de moral profesional, como una aplicación de los principios morales generales a las circunstancias concretas de un ambiente determinado. Por tanto, el deber de salir de la ignorancia adquiere especial
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obligatoriedad en todo lo que se refiere al campo profesional y a los deberes de estado de cada persona.
B. OBSTACULOS POR PARTE DE LA VOLUNTAD Los obstáculos que dificultan la libre elección de la voluntad son: el miedo, las pasiones, la violencia y los hábitos. a). El miedo. Es una vacilación del ánimo ante un mal presente o futuro que nos amenaza, y que influye en la voluntad del que actúa. En general, el miedo — aunque sea grande — no destruye el acto voluntario, a menos que su intensidad haga perder el uso de razón. El miedo no es razón suficiente para cometer un acto malo, aunque el motivo sea considerable: salvar la propia vida, o la fama, etc. Sería ilícito, por ejemplo, renegar de la fe por miedo al castigo o a la muerte, o emplear medios anticonceptivos por temor a consecuencias graves en la salud ante un nuevo embarazo, etc. Por el contrario, si a pesar del miedo el sujeto realiza la acción buena, es mayor el valor moral de esa acción. A lo largo de la historia de la Iglesia se han dado incontables casos de personas con un natural más bien tímido y poco audaz que han superado el miedo para cumplir la voluntad de Dios. Es el caso, por ejemplo, de José de Arimatea que, siendo discípulo oculto de Cristo «por temor a los judíos» (Jn 19, 38), sabe vencerse y dar la cara cuando otros huyen: reclama «audacter», «audazmente» (Me 15, 43) de Pilato el cuerpo muerto del Señor. A veces, sin embargo, el miedo puede excusar del cumplimiento de leyes positivas (es decir, de leyes puramente eclesiásticas) que mandan practicar un acto bueno, si causan gran incomodidad, porque en estos casos se sobreentiende que el legislador no tiene intención de obligar. Sería el caso, p. ej., de la esposa que para evitar un grave conflicto familiar deja de ayunar o de ir a Misa. Es una aplicación del principio que dice que las leyes positivas no obligan con grave incomodidad. Nótese que se trata sólo de leyes positivas o meramente eclesiásticas. El cumplimiento de la ley divina — p. ej., amar a Dios sobre todas las cosas — obliga siempre, aun a costa de la propia vida (p. ej., los santos martirizados por negarse a incensar a los ídolos). b). Las pasiones . Son movimientos del apetito sensitivo que buscan el bien sensible o intentan huir del dolor (p. ej., ira, odio, placer, etc.). Las pasiones son en sí mismas indiferentes, pero se convierten en buenas o malas según el objeto al que tiendan. Por eso, deben ser dirigidas por la razón y regidas por la voluntad, para que no conduzcan al mal. Por ej., la ira es santa si lleva a defender los bienes de Dios (es la ira de Jesucristo cuando expulsa a los vendedores del templo: cfr. Aícll, 15-19); el odio agrada a Dios si es odio al pecado; el placer es bueno si está regido polla recta razón. Si los objetos a que tienden las pasiones son malos, nos apartan del fin último: odio al prójimo, ira por motivos egoístas, placer desordenado, etc. Si las pasiones se producen antes de que se realice la acción e influyen en ella, disminuyen la libertad por el ofuscamiento que suponen para la razón; incluso en arrebatos muy violentos, pueden
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llegar a destruir esa libertad (p. ej., el padre que llevado por la ira golpea mortalmente a su hijo pequeño). Si se producen como consecuencia de la acción y son directamente provocadas, aumentan la voluntariedad (p. ej., el que recuerda las ofensas recibidas para aumentar la ira y el deseo de venganza). Cuando surge un movimiento pasional que nos inclina al mal, la voluntad puede actuar de dos formas: negativamente, no aceptándolo ni rechazándolo; positivamente, aceptándolo o rechazándolo con un acto formal. Para luchar eficazmente contra las pasiones desordenadas no basta una resistencia negativa, puesto que supone quedar expuesto al peligro de consentir en ellas. Es necesario rechazarlas formalmente llevando el ánimo a otra cosa: es el medio más fácil y seguro, sobre todo para combatir los movimientos de sensualidad y de ira. El naturalismo es la falsa doctrina que propugna no poner trabas a las pasiones humanas, bajo pretextos pseudo-psicológicos (dar origen a traumas, p. ej.,), Cae en el error base de olvidar que el hombre tiene, como consecuencia del pecado original, las pasiones desordenadas y proclives al pecado. La recta razón, como potencia superior, iluminada y fortalecida por la gracia, ha de someter y regir esos movimientos en el hombre. c) La violencia. Es el impulso de un factor exterior que nos lleva a actuar en contra de nuestra voluntad. Ese factor exterior puede ser físico (golpes, etc.) o moral (promesas, halagos, ruegos insistentes e inoportunos, etc.), que da lugar a la violencia física o moral. La violencia absoluta física — que se da cuando la persona violentada ha opuesto toda la resistencia posible, sin poder vencerla — destruye la voluntariedad, con tal de que se resista interiormente para no consentir el mal. La violencia moral nunca destruye la voluntariedad, pues bajo ella el hombre permanece en todo momento dueño de su libertad. La violencia física relativa disminuye la voluntariedad en proporción a la resistencia que se opuso. d) Los hábitos. Muy relacionados con el consentimiento están los hábitos o costumbres contraídas por la repetición de actos, y que se definen como una firme y constante tendencia a actuar de una determinada forma. Esos hábitos pueden ser buenos — y en ese caso los llamamos virtudes — o malos: estos últimos constituyen los vicios. El hábito de pecar — un vicio arrigido — disminuye la responsabilidad si hay esfuerzo por combatirlo; pero no de otra manera, ya que quien no lucha por desarraigar un hábito malo contraído voluntariamente se hace responsable no sólo de los actos que comete con advertencia, sino también de los inadvertidos: cuando no se combate la causa, al querer la causa se quiere el efecto. Por el contrario, quien lucha contra sus vicios es responsable de los pecados que comete con advertencia, pero no de los que comete inadvertidamente, porque ya no hay voluntario en la causa.
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EJERCICIOS (III) 1. ¿Qué diferencia hay entre inadvertencia e ignorancia? 2. Indicar tres acepciones de cada uno de los siguientes vocablos: a) inteligencia b) voluntad c) libertad. 3. Indicar cuál de esas acepciones — n. 2 — se ajusta más al sentido empleado en los apuntes. 4. Señalar qué aspectos de la ciencia moral tiene más obligación de conocer: a) el abogado que se dedica al derecho laboral b) el ama de casa, esposa y madre de familia c) el médico ginecólogo d) el universitario en escuela antirreligiosa e) el estudiante en un ambiente frívolo. 5.
Juzgar la moralidad de los siguientes casos, explicando el porqué: a. el médico que perjudica a su cliente por no tener suficientes conocimientos; b. el hombre rudo o incivil que no vive todas las consecuencias de la justicia; c. el cristiano recién convertido del paganismo que, amenazado de muerte, adora al César como Dios; d. el universitario católico que ignora los mandamientos de la Iglesia y por eso no los cumple; e. el demente que asesina al médico que lo trata; f. el jugador que, en la ofuscación de un encuentro deportivo, lesiona gravemente a su rival; g. el ama de casa que no se preocupa de averiguar los días que obligan la abstinencia y el ayuno; h. quien gravemente enfermo, por miedo a morir hace a Dios una promesa que luego no cumple; i. el que, habiéndose arrepentido de su hábito de mentir y poniendo los medios para no recaer, miente inadvertidamente por la costumbre que tiene; j. la madre que por miedo a perder la fama de la familia aconseja a su hija soltera que aborte.
Trabajo de investigación. Hacer un estudio de dos o tres hojas a doble espacio señalando cuántas y cuáles son las pasiones, y cómo podrían orientarse al bien o al mal.
6. LA MORALIDAD DEL ACTO HUMANO
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El acto humano no es una estructura simple, sino integrada por elementos diversos. ¿En cuáles de ellos estriba la moralidad de la acción? La pregunta anterior, clave para el estudio de la ciencia moral, se responde diciendo que, en el juicio sobre la bondad o maldad de un acto, es preciso considerar: a) el objeto del acto en sí mismo; b) las circunstancias que lo rodean, y c) la finalidad que el sujeto se propone con ese acto. Para considerar la moralidad de cualquier acción es preciso reflexionar siempre sobre estos tres aspectos.
a. EL OBJETO El objeto constituye el dato fundamental: es la acción misma del sujeto, pero tomada bajo su consideración moral. Nótese que el objeto no es el acto sin más, sino que es el acto de acuerdo con su calificativo moral. Un mismo acto físico puede tener objetos muy diversos, como se aprecia en los ejemplos siguientes:
ACTO Matar
Hablar
OBJETOS DIVERSOS Asesinato Defensa propia Aborto Pena de muerte Jurar en falso Blasfemar Difamar Bendecir Adular Insultar Rezar Mentir
La moralidad de un acto depende principalmente del objeto: si el objeto es malo, el acto será necesariamente malo; si el objeto es bueno, el acto será bueno si lo son las circunstancias y la finalidad. Por ejemplo, nunca es lícito blasfemar, perjurar, calumniar, etc., por más que las circunstancias o la finalidad sean muy buenas. Si el acto en sí mismo no tiene moralidad alguna (p. ej., pasear), la recibe de la finalidad que se intente (p. ej., para descansar y conservar la salud), o de las circunstancias que lo acompañan (p. ej., con una mala compañía).
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La Teología Moral enseña que, aunque pueden darse objetos morales indiferentes — en sí mismos ni buenos ni malos — , sin embargo en la práctica no existen actos indiferentes (su calificativo moral procede en este caso del fin o las circunstancias). De ahí que en concreto toda acción o es buena o es mala.
b. LAS CIRCUNSTANCIAS a) Noción Las circunstancias (circum-stare = hallarse alrededor) son diversos factores o modificaciones que afectan al acto humano. Se pueden considerar en concreto las siguientes (cfr. S. Th. I-II, q. 7, a. 3): 1) quién realiza la acción (p. ej., peca más gravemente quien teniendo autoridad, da mal ejemplo; aumenta la gravedad de un pecado contra el sexto mandamiento el que lo cometa una persona casada, etc.); 2) qué cosa: designa la cualidad de un objeto (p. ej., el robo de una cosa sagrada) o su cantidad (p. ej., la suma de lo robado); 3) dónde: el lugar en que se realiza la acción (p. ej., un pecado cometido en público es más grave, por el escándalo que supone); 4) con qué medios se realizó la acción (p. ej., si hubo fraude o engaño, o si se utilizó la violencia); 5) el modo cómo se realizó el acto (p. ej., rezar con atención o distraídamente, castigar a los hijos con exceso de crueldad); 6) cuándo se realizó la acción, ya que el tiempo influye en ocasiones en la moralidad (p. ej., comer carne en día de vigilia). b) Influjo de las circunstancias en la moralidad Hay circunstancias que atenúan la moralidad del acto, circunstancias que la agravan y, finalmente, circunstancias que añaden otras connotaciones morales a ese acto. Por ejemplo, actuar a impulso de una pasión puede — según los casos — atenuar o agravar la culpabilidad. Insultar es siempre malo: pero insultar a un semejante es menos grave que insultar a una persona enferma. Es claro que en el examen de los actos morales sólo deben tenerse en cuenta aquellas circunstancias que posean un influjo moral. Así, p. ej., en el caso del robo, da lo mismo que haya sido en martes o en jueves, etc. 1) Circunstancias que añaden connotación moral al pecado, haciendo que en un solo acto se cometan dos o más pecados específicamente distintos (p. ej., el que roba un cáliz bendecido comete dos pecados: hurto y sacrilegio). La circunstancia que añade nueva connotación moral es la circunstancia «qué cosa», en este caso la cualidad del cáliz, que estaba consagrado (de robo se muda en robo y sacrilegio). 2) Circunstancias que cambian la especie teológica del pecado haciendo que un pecado pase de mortal a venial o al contrario (p. ej., la suma de lo robado indica si un pecado es venial o mortal).
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3) Circunstancias que agravan o disminuyen el pecado, sin cambiar su especie (p. ej., es más grave dar mal ejemplo a los niños que a los adultos; es menos grave la ofensa que procede de un brote repentino de ira al hacer deporte, etc.).
c. LA FINALIDAD La finalidad es la intención que tiene el hombre al realizar un acto, y puede coincidir o no con el objeto de la acción. No coincide, p. ej., cuando paseo por el campo (objeto) para recuperar la salud (fin). Sí coincide, en cambio, en aquel que se emborracha (objeto) con el deseo de emborracharse (fin). En relación a la moralidad, el fin del que actúa puede influir de modos diversos: a) si el fin es bueno, agrega al acto bueno una nueva bondad (p. ej., oír Misa — objeto bueno — en reparación por los pecados — fin bueno — ); b) si el fin es malo, vicia por completo la bondad de un acto (p. ej., ir a Misa — objeto bueno — sólo para contemplar con malos deseos a una mujer — fin malo — ); c) cuando el acto es de suyo indiferente, el fin lo convierte en bueno o en malo (p. ej., pasear frente a un banco — objeto indiferente — para preparar el próximo robo — fin malo — ); d) si el fin es malo, agrega una nueva malicia a un acto de suyo malo (p. ej., robar — objeto malo — para después embriagarse — fin malo — ); e) el fin bueno del que actúa, nunca puede convertir en buena una acción de suyo mala. Dice San Pablo: «no deben hacerse cosas malas para que resulten bienes» (cfr. Rom 8, 3); (p. ej., no se puede jurar en falso — objeto malo — para salvar a un inocente — fin bueno — , o dar muerte a alguien para librarlo de sus dolores, o robar al rico para dar a los pobres, etc.).
d. DETERMINACION DE LA MORALIDAD DEL ACTO HUMANO El principio básico para juzgar la moralidad es el siguiente: Para que una acción sea buena, es necesario que lo sean sus tres elementos: objeto bueno, fin bueno y circunstancias buenas; para que el acto sea malo, basta que lo sea cualquiera de sus elementos («bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu»: el bien nace de la rectitud total; el mal nace de un solo defecto; S. Th, I-II q. 18, a. 4, ad 3). La razón es clara: estos tres elementos forman una unidad indisoluble en el acto humano, y aunque uno solo de ellos sea contrario a la ley divina, si la voluntad obra a pesar de esta oposición, el acto es moralmente malo.
e. LA ILICITUD DE OBRAR SOLO POR PLACER La ilicitud de obrar sólo por placer es un principio moral que tiene en la vida práctica muchas consecuencias. Las premisas son las siguientes:
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a) Dios ha querido que algunas acciones vayan acompañadas por el placer, dada su importancia para la conservación del individuo o de la especie. b) Por eso mismo, el placer no tiene en sí razón de fin, sino que es sólo un medio que facilita la práctica de esos actos: «Delectado est propter operationem et non et converso» («La delectación es para la operación y no al contrario»: C. G., 3, c. 26). c) Poner el deleite como fin de un acto implica trastocar el orden de las cosas señalado por Dios, y esa acción queda corrompida más o menos gravemente. Por ello, nunca es lícito obrar solamente por placer (p. ej., comer y beber por el solo placer es pecado; igualmente realizar el acto conyugal exclusivamente por el deleite que lo acompaña; cfr. Dz 1158 y 1159). d) Se puede actuar con placer, pero no siendo el deleite la realidad pretendida en sí misma (p. ej., es lícito comer y beber con gusto, pero no exclusivamente por gusto; es lícito el placer conyugal en orden a los fines del matrimonio, pero no cuando se busca como única finalidad. Lo mismo puede decirse de aquel que busca divertirse por divertirse). e) Para que los actos tengan rectitud es siempre bueno referirlos a Dios, fin último del hombre, al menos de manera implícita: «Ya comáis ya bebáis, hacedlo todo por la gloria de Dios» (1 Cor. 10,31). Si se excluye en algún acto la intención de agradar a Dios, sería pecaminoso, aunque esta exclusión de la voluntad de agradar a Dios hace el acto pecaminoso si se efectúa de modo directo, no si se omite por inadvertencia.
7. LA LIBERTAD Y EL DEBER Aunque en estricto rigor hay actos voluntarios que no son libres — p. ej., la tendencia a la felicidad — , de hecho el acto voluntario se confunde con el acto libre. Una de las notas propias de la persona — entre todos los seres visibles que viven en la tierra sólo el hombre es persona — es la libertad. Con ella, el hombre escapa del reino de la necesidad, en el que se insertan, sin ninguna posibilidad de trascenderlo, los vegetales y los animales. La existencia de la libertad — poder elegir o no elegir; poder elegir esto o aquello — no se explica sin la inteligencia, ya que actuar libremente implica una deliberación, un cierto juicio, una valoración. Y esto sólo puede hacerlo la inteligencia. Los animales actúan ya por instinto natural, ya por el aprendizaje condicionado (sin libertad). En el hombre, en cambio, intervienen el entendimiento y la libertad, incluso en sus necesidades materiales: p. ej., puede comer más o menos, comer esto o aquello, o incluso dejar de comer voluntariamente por cualquier motivo. Hay algunos autores, sin embargo, que piensan que el hombre no es realmente libre: su mundo sería un poco más complicado que el de otros animales superiores, pero no distinto esencialmente. Para ellos, el hombre actúa siempre movido por la necesidad, y eso a lo que nosotros llamamos libertad no sería otra cosa que el reconocimiento de esa necesidad. Esta teoría ha tenido seguidores entre filósofos de otras épocas (Spinoza, Hegel, etc.) y se encuentra también en los autores marxistas. Desde el punto de vista biológico la defienden algunos científicos especialistas en etología — ciencia del comportamiento animal — , y en todos los casos el resultado es el mismo: la moral no escapa de la fuerza de la necesidad.
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Una vez adoptado este esquema, no cabe hablar c* i.., - moral. Todo lo que físicamente se puede hacer es moral, porque es necesario. Las consecuencias socia es y políticas de esta postura son evidentes: en nombre de la libertad entendida como inteligencia de la necesidad se pueden legitimar cualquier sistema totalitario y cualquier violación de los derechos humanos. En la práctica, sin embargo — incluso en sistemas que admiten teóricamente esta doctrina — , la libertad y la responsabilidad personal son de hecho realidades reconocidas por todos; y también coinciden casi todos en que de la dignidad de la persona cabe destacar su carácter libre: el reconocimiento de que el hombre debe tender al bien por sí mismo y no forzado por la necesidad. Esto no significa, obviamente, que la libertad no está limitada por el deber o la exigencia de cumplir los mandamientos de Dios — El tiene pleno derecho sobre nosotros, puesto que es nuestro Creador, nuestro dueño y nuestro último fin — , y también por el deber o exigencia de no quebrar los derechos del prójimo, al que Dios ha concedido ciertos bienes que debemos respetar. El hombre, en resumen, es libre, aunque su libertad se ve condicionada por los derechos de Dios y del prójimo; en consecuencia, cuando quebrante — libremente — esos derechos, comete pecado.
EJERCICIOS 1. Indicar qué objetos morales podrían asignarse a los siguientes actos: a) escribir b) golpear c) hacer regalos. 2. Determinar el objeto, el fin y las circunstancias de las siguientes acciones, dando un diagnóstico de su moralidad: a) quitar la vida al ladrón armado que entra de noche a robar; b) jugar al fútbol para descansar de los exámenes, pero dejándose llevar por la vanidad ante los compañeros; c) trabajar en domingo, sin grave necesidad, para tener un poco más de ingresos; d) la acción descrita en Mc. 12, 42-44; e) comulgar con el fin de unirse a Cristo, pero sin estar en gracia de Dios; f) leer una novela en la parte esencial de la Misa; g) actuar exclusivamente para ser alabado por el jefe; h) robar el cepillo de una Iglesia para poder ir con los amigos a ver una mala película. 3. Poner ejemplos haciendo las siguientes combinaciones:
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a) objeto bueno-fin bueno-circunstancias buenas b) objeto bueno-fin bueno-circunstancias malas c) objeto bueno-fin malo-circunstancias malas d) objeto malo-fin bueno-circunstancias buenas e) objeto malo-fin malo-circunstancias malas 4. Con lo visto en este capítulo, fundamenta por qué las mismas leyes humanas castigan con más rigor el homicidio premeditado que el cometido por pasión. 5. Relacionar el pasaje de Mt. 6,1 con los temas de este apartado. 6. Hacer lo mismo con los textos de Mt. 12, 36 y Rom. 3, 8. 7. Determinar qué clases de circunstancias habría que señalar para los siguientes pecados: a) el infanticidio b) la agresión con premeditación y alevosía c) el adulterio d) el fraude e) calumniar al profesor Trabajo de investigación. Hacer
un trabajo escrito sobre la libertad y su relación con el
cumplimiento de preceptos obligatorios.
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3. LA LEY MORAL 1. EXISTENCIA DE LA LEY MORAL Ha quedado dicho que un acto determinado es bueno o es malo si su objeto, finalidad y sus circunstancias son buenos o malos. De ordinario, sin embargo, viene de inmediato a la cabeza la pregunta: buenos o malos, ¿en relación a qué?; ¿cuál es la norma o el criterio para señalar la bondad o la malicia de un acto? Y con la pregunta, surge también la respuesta: la ley moral, que es la que regula y mide los actos humanos en orden a su fin último. En este capítulo y en el siguiente estudiaremos cómo la rectitud de un acto nos viene dada por dos elementos: uno exterior al hombre, que es la ley, y otro interior, que es la conciencia; de esta manera, la bondad o malicia será la conformidad o disconformidad de un acto con la ley y con la conciencia. La conformidad o disconformidad de un acto con la ley moral constituye la bondad o malicia material; y en relación a la conciencia, la bondad o malicia formal. De acuerdo con esto, un acto puede ser: a) material y formalmente bueno: cuando hay conformidad con la ley y la conciencia (p. ej., cuando ayudo al prójimo — ley de la caridad — teniendo en la conciencia la certeza de estar actuando bien); b) material y formalmente malo: cuando hay disconformidad con la ley y la conciencia (p. ej., si odio a alguien — oposición a la ley de la caridad — sabiendo en conciencia que está mal); c) materialmente bueno y formalmente malo: cuando uno cree mala una acción que la ley no prohíbe (p. ej., comer carne los lunes); d) materialmente malo y formalmente bueno: cuando uno cree buena una acción prohibida por la ley (p. ej., robar para dar limosna). Vamos ahora a tratar, con detenimiento, de esas dos normas — la ley y la conciencia — , sin las cuales no cabría siquiera hablar de moral.
a. DEFINICION Y NATURALEZA DE LA LEY MORAL Por ley moral se entiende el conjunto de preceptos que Dios ha promulgado para que, con su cumplimiento, la criatura racional alcance su fin último sobrenatural. Analizando la definición, encontramos los siguientes elementos: 1) La ley moral es un conjunto de preceptos. No es tan sólo una actitud o una genérica decisión de actuar de acuerdo con la opción de preferir a Cristo, sino de cumplir en la práctica preceptos concretos, si bien derivados del precepto fundamental del amor a Dios. 2) Ha sido promulgada por Dios. La ley moral es dada al hombre por una autoridad distinta de él mismo; no es el hombre creador de la ley moral sino que ésta es objetiva, y su autor es Dios.
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3) El objeto propio de la ley moral es mostrar al hombre el camino para lograr su fin sobrenatural sobrenatural eterno. No pretende indicar metas temporales o finalidades terrenas. Una vez aclarada la definición, podemos anotar los siguientes considerandos: Es obvio que sólo puede existir un código de moralidad objetivo (cfr. Documento de Puebla, n. 335), porque de lo contrario cada hombre podría decidir o cambiar, a su gusto y capricho, lo que es bueno o es malo, y consecuentemente, nada en realidad sería bueno ni malo, y podrían los hombres realizar impunemente cualquier acto. Esto, como es lógico, acabaría con la vida social y convertiría al individuo en un pequeño tirano que dicta su propia ley. Si, como algunos pretenden, la ley moral es algo cambiante, que varía con los tiempos, que depende de las diversas circunstancias de cada época, que resulta de un acuerdo entre los hombres, cualquier acto inmoral que fuera considerado así — en en conformidad con las costumbres de una época determinada — , se consideraría lícito. Según este relativismo, los actos serían buenos cuando se les considera como buenos. No podemos olvidar, sin embargo, que hay acciones que siempre y en todas partes han sido consideradas malas por la mayoría (p. ej., matar al inocente; robar lo ajeno), lo que quiere decir que no son-sino aplicaciones concretas de unos principios generales que no es posible eludir: haz el bien y evita el mal; no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti Principios que están en la base y son el origen de toda moralidad. Y son anteriores al consenso de los hombres, es decir, proceden de una norma previa previa que Dios ha inscrito inscrito en el interior de cada cada individuo. Con las solas fuerzas de su razón r azón — y los testimonios en este sentido podrían multiplicarse — el el hombre comprueba también que el origen de esa ley moral está en Dios, autor de la naturaleza y que, a la vez, es accesible a su razón. Así se explican aquellas palabras de Platón (cfr. Las Leyes, 716 c.) contra los sofistas que defendían que la ética y la ley dependen de la simple conveniencia entre los hombres: «Dios es para nosotros, principalmente, la medida de todas las cosas, mucho más de lo que sea, como dicen, el hombre.» El hecho fáctico de que algunos o muchos hombres — en en una u otra época — no no actúen así, no quiere decir que la moral carezca de regla, de norma o ley objetiva: • Porque la mayor parte de los que actúan así saben que están actuando mal; • Porque podría darse el caso
de individuos o grupos moralmente degenerados.
b. LA LEY MORAL ES EXCLUSIVA DE LA CRIATURA RACIONAL El hombre, al analizar con su razón su propia naturaleza y descubrir esos principios generales que rigen su vida moral, se da cuenta también que son principios propios sólo de él, que lo distinguen claramente de las otras criaturas, y que, por lo tanto, la ley moral sólo puede tener su origen en la misma naturaleza racional. a) La ley moral no aparece en el mundo físico inanimado, pues está completamente sometido a la necesidad física, y en él no hay libertad; b) la ley moral tampoco se encuentra encuentra en el mundo mundo animal irracional porque los animales animales no son ni buenos ni malos: actúan naturalmente por instintos; i nstintos;
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c) la ley moral se descubre solamente en la criatura racional, al contemplarla dotada de inteligencia y voluntad libre. Por la ley moral sabe que no todo lo que puede físicamente hacer, se debe hacer. Los preceptos que integran la ley moral se contienen: 1) en la ley eterna, 2) en la ley natural, 3) en la ley divino positiva y 4) en las leyes humanas (eclesiástica y civil). Antes de estudiar cada una de ellas, trataremos brevemente de conceptos generales sobre la ley.
2. DEFINICION Y DIVISION DE LA LEY La ley, dice Santo Tomás de Aquino (S. Th. I-II, q. 90, a. 4) en una definición clásica, es la ordenación de la razón dirigida al bien común, promulgada por quien tiene autoridad. Desglosando, encontramos como elementos: a) ordenación (tiene fuerza obligatoria) b) de la razón (no fruto del capricho) c) dirigida al bien común (no al particular) d) promulgada (para que tenga fuerza obligatoria) e) por quien tiene autoridad (no por cualquiera). Para que la ley obligue obli gue a los hombres debe reunir algunas condiciones; condiciones; en concreto debe ser: 1) posible, física y moralmente, para el común de los súbditos; 2) honesta: sin oposición alguna a las normas superiores; en último término, concordando con la ley divina; 3) útil para el bien común, aunque perjudique a algunos particulares; 4) justa: conforme a la justicia conmutativa y distributiva (sobre estos conceptos, ver cap. 13.5); 5) promulgada: debe llegar al conocimiento de todos y cada uno de los súbditos. La división que más nos interesa de la ley, viene dada por el autor que la promulga: Si el autor es Dios se llama ll ama ley divina y puede ser: 1. eterna (se encuentra en la mente de Dios)
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2.natural (ley divina impresa en el corazón de los hombres) 3.positiva (ley divina contenida en la Revelación) Si el autor es el hombre, la ley puede ser: 1. eclesiástica 2. civil:
3. LA LEY ETERNA Contemplando las cosas creadas observamos que siguen unas leyes naturales: la tierra da vueltas alrededor del sol, las plantas dan flores en primavera, el hombre siente remordimientos cuando ha hecho algo mal, etc. Este ordenamiento a leyes naturales no se da por casualidad, sino que está perfectamente pensado por la Sabiduría Divina. Dios ha ordenado todas las cosas de modo que cada una cumpla su fin: los minerales, las plantas, los animales y el hombre. Como ese orden está pensado y proyectado por Dios Dios desde toda la eternidad, se llama ley eterna.
a. DEFINICION DE LEY ETERNA La ley eterna es definida por San Agustín (Contra Faustum 22, 27: PL42, 418) como «la razón y voluntad divinas que mandan observar y prohíben alterar el orden natural»;y por Santo Tomás (S. Th. I- II, q. 93, a. 1) como «el plan de la divina sabiduría que dirige todas las acciones y movimientos de las criaturas en orden al bien común de todo el universo». «Eterna», porque es anterior a la creación; «ley» porque es una ordenación normativa que hace la inteligencia divina para el recto ser y obrar de todo lo que existe. Cuando explica su definición, Santo Tomás de Aquino dice que así como en la mente del pintor preexiste el boceto que luego plasmará en su pintura, así en el entendimiento divino preexiste desde toda la eternidad el plan que dirigirá todas las acciones y los movimientos de sus criaturas hasta el fin del mundo; ese plan es la ley eterna. Es razonable pensar que Dios dirige a sus criaturas a un fin y que, además, las guía de un modo acorde con su propia naturaleza. Así, los seres inanimados son dirigidos por leyes físicas con necesidad básica e ineludible; los animales irracionales por las leyes del instinto con necesidad también básica e ineludible; el hombre por la intimación de una norma que, brillando en su razón y plegando su voluntad, lo conduce conduce por la vía que que le es propia. propia.
b. PROPIEDADES DE LA LEY ETERNA Las principales propiedades de ley eterna son: a) es inmutable, y lo es por su identificación con el entendimiento y la voluntad de Dios, aunque su conocimiento sea mudable en el hombre porque no la conoce totalmente y en sí misma como Dios y los bienaventurados en el cielo, ci elo, sino por cierta participación en las cosas creadas;
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b) es la norma suprema de toda moralidad y, consecuentemente, consecuentemente, todas las demás leyes lo serán en cuanto la reflejan con fidelidad; es decir, ninguna otra ley puede ser justa ni racional si no es conforme a la ley eterna; c) es universal, pues todas las criaturas le están sujetas: unas de manera puramente instintiva, en cuanto que están dirigidas por su misma naturaleza a actuar de determinado modo; y otras, las criaturas libres, por un sometimiento voluntario.
4. LA LEY NATURAL Se entiende por ley natural la misma ley eterna en cuanto se refiere a las criaturas racionales. Los minerales, las plantas y los animales obedecen siempre a la ley de Dios, ya que están guiados por leyes físicas y biológicas. Pero al hombre Dios le ha dado la inteligencia para conocer su ley, que descubre dentro de sí mismo. A esa ley grabada por Dios en el corazón del hombre, la llamamos ley natural, y obliga a todos los hombres de todos los tiempos. Por eso dice Santo Tomás de Aquino que la ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la criatura racional (cfr. S. Th., I-II, q. 91, a. 2). Al crear al hombre, Dios dota a su naturaleza de una ordenación concreta que le posibilite conseguir el fin para el cual fue creado. Por ejemplo, igual que hay unas normas de funcionamiento f uncionamiento en la fabricación de un refrigerador para conseguir que enfríe, así Dios imprime en toda naturaleza humana las normas con las que ha de proceder para para alcanzar su fin último. último. Por lo tanto, por el solo hecho de nacer, el hombre es súbdito de esta ley, aunque las heridas del pecado puedan oscurecer su conocimiento (p. ej., pueblos atrasados que permiten la poligamia, los sacrificios humanos, etc.). En su Epístola a los Romanos habla San Pablo con toda claridad de la ley natural: «En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley (se refiere a la ley mosaica, que les fue entregada sólo a los judíos), practican por naturaleza lo que manda la ley, son para sí mismos ley y muestran que la realidad de la ley está escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con los juicios contrapuestos contrapuestos que los acusan o los excusan» (cfr. Rom. 2, 14-15 y también Rom 1, 20 ss.).
a. CONTENIDO DE LA LEY NATURAL Bajo el ámbito de la ley natural cae todo lo que es necesario para conservar el orden natural de las cosas establecido por Dios, y que puede ser conocido por la razón natural, independientemente de toda ley positiva. Es decir, la ley natural abarca todas aquellas normas de moralidad tan claras y elementales que todos los hombres pueden conocer con su sola razón. Sin embargo, a pesar de su simplicidad, podemos distinguir en la ley natural tres grados o categorías de preceptos: a) preceptos primarios y universalísimos, cuya ignorancia es imposible a cualquier hombre con uso de razón. Se han expresado de diversas formas: «no hagas a otro lo que no quieras para ti», «da a cada cual lo suyo», «vive conforme a la recta razón», «cumple siempre tu deber», «observa el orden del ser», etc., pero pueden todos ellos reducirse a uno solo: Haz el bien y evita el mal (cfr. S. Th. III, q. 94, a. 2);
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b) principios secundarios o conclusiones próximas, que fluyen directa y claramente de los primeros principios y pueden ser conocidos por cualquier hombre casi sin esfuerzo o raciocinio. A este grado pertenecen todos los preceptos del decálogo; c) conclusiones remotas, que se deducen de los principios primarios y secundarios luego de un raciocinio más elaborado (p. ej., la indisolubilidad del matrimonio, la ilicitud de la venganza, etc.).
b. PROPIEDADES DE LA LEY NATURAL La ley natural tiene unas características que la distinguen claramente de otras leyes: a) Universalidad: quiere decir que la ley natural tiene vigencia en todo el mundo y para todas las gentes. Esta característica se explica diciendo que la naturaleza humana es esencialmente la misma en cualquier hombre; las variaciones étnicas, regionales, etc., son sólo accidentales. Por eso, las leyes de su naturaleza son también comunes. Lo anterior no impide que algunos hombres no la cumplan, y esas transgresiones no perjudican la vigencia de la ley. b) Inmutabilidad: es característica de la ley natural que no cambie con los tiempos ni con las condiciones históricas o culturales. La razón es clara: la naturaleza humana no cambia en su esencia con el paso de los años. El evolucionismo ético postula que la moralidad está sujeta a un cambio constante, que alcanza también a sus fundamentos. No tiene en cuenta que la ley natural «obra siempre según el orden del ser» y que, como el hombre y la naturaleza sólo cambian de modo accidental, las variaciones en la moral son también accidentales. c) No admite dispensa : indica que ningún legislador humano puede dispensar de la observancia de la ley natural, pues es propio de la ley poder ser dispensada sólo por el legislador, que en este caso es Dios. Esta característica se explica considerando que al ser Dios legislador sapientísimo, su ley alcanza a prever todas las eventualidades. Las aparentes excepciones de la ley que establece la moral en los casos de homicidio (ver 11.2.3.b) y hurto (ver 13.3.l.c) no son dispensas de la ley natural, sino interpretaciones auténticas que responden a la verdadera idea de la ley y no a su expresión más o menos acertada en preceptos escritos. La breve fórmula «no matarás» (o «no hurtarás») no expresa, por la conveniencia de su brevedad, el contenido entero del mandato que más bien se debería expresar: «no cometerás un homicidio (o un robo) injusto». Cuando una legislación humana establece una norma o permite determinadas conductas que contradicen a la ley natural, es sólo apariencia de ley y no hay obligación de seguirla, sino más bien de rechazarla o de oponerse a ella (p. ej., una legislación que aprobara el aborto). d) Evidencia: todos los hombres conocen la ley natural con sólo tener uso de razón, y su promulgación coincide con la adquisición de ese uso. Contra la evidencia parece que existen ciertas costumbres contrarias a la ley natural (p. ej., en pueblos de cultura inferior), pero eso lo único que significa es que la evidencia de la razón puede ser oscurecida por el pecado y las pasiones.
c. LA IGNORANCIA DE LA LEY NATURAL
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Es imposible la ignorancia de los primeros principios en ningún hombre dotado de uso de razón. Podría equivocarse al apreciar lo que es bueno o lo que es malo, pero no puede menos de saber que lo bueno ha de hacerse y lo malo evitarse. Los principios secundarios o conclusiones próximas, que constituyen en gran parte los preceptos del decálogo, pueden ser ignorados al menos durante algún tiempo. Aunque se deducen fácilmente con un simple raciocinio, por el ambiente, por ignorancia, etc., puede suceder que se desconozcan algunas consecuencias inmediatas de los primeros principios de la ley natural (p. ej., la malicia de los actos meramente internos, de la mentira oficiosa para evitarse algún disgusto, del perjurio para salvar la vida o la fama, del aborto para salvar a la madre, de la masturbación, etc.). Sin embargo, esta ignorancia no puede prolongarse mucho tiempo sin que el hombre sospeche — por sí mismo o por otros — la malicia de sus actos. Las conclusiones remotas, que suponen un razonamiento lento y difícil, pueden ser ignorados de buena fe, incluso por largo tiempo, sobre todo entre la gente inculta (p. ej., la malicia de la sospecha temeraria, o de la omisión de los deberes cívicos, etc.).
5. LA LEY DIVINO-POSITIVA Es la ley que, procediendo de la libre voluntad de Dios legislador, es comunicada al hombre por medio de una revelación divina. Su conveniencia se pone de manifiesto al considerar dos cosas: a) Todos los hombres tienen la ley natural impresa en sus corazones, de manera que pueden conocer con la razón sus principios básicos. Sin embargo, el pecado original y los pecados personales con frecuencia oscurecen su conocimiento, por lo que Dios ha querido revelarnos su Voluntad, de modo que todos los hombres pudieran conocer lo que debían hacer para agradarle con mayor facilidad, con firme certeza y sin ningún error. Así, Dios no se contentó con grabar su ley en la naturaleza humana, sino que se la ha anunciado al hombre claramente: en el Monte Sinaí, cuando va el pueblo elegido había salido de Egipto, Dios reveló a Moisés los diez mandamientos para que nunca se olvidaran de cumplirlos (ver cap. 6). Los mandamientos nos señalan de manera cierta y segura el camino de la felicidad en esta vida y en la otra. En ellos nos dice Dios lo que es bueno y lo que es malo, lo que es verdadero y lo que es falso, lo que le agrada y lo que le desagrada. b) El hombre está destinado a un fin sobrenatural, y para dirigirse a él debe cumplir también — con ayuda de la gracia — otros preceptos, además de los naturales. Por eso Jesucristo llevó a la perfección la ley que Dios dictó a Moisés en el Sinaí, al ponerse a Sí mismo como modelo y camino para alcanzar ese fin al que nos llama. Esa perfección que Cristo ha traído a la tierra se revela sobre todo en el mandamiento nuevo del amor: en primer lugar, el amor a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas; y en segundo término, el amor a los demás como El nos ha amado. Vemos, por tanto, que de hecho Dios nos ha revelado leyes en tres períodos de la historia:
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1) a los patriarcas, desde Adán hasta Moisés; 2) al pueblo elegido, con aquellas leyes recogidas en algunos libros del Antiguos Testamento; 3) en el Nuevo Testamento, que contiene la ley evangélica. Algunas leyes positivas de los dos primeros períodos fueron después abolidas por el mismo Dios ya que eran meramente circunstanciales, mientras que la ley evangélica es definitiva, y aunque fue dada inmediatamente para los cristianos, afecta directamente a todos los hombres. Por ejemplo, las leyes judiciales y ceremoniales dadas a los israelitas durante su éxodo nómada por el desierto eran prescripciones para ese pueblo en esas circunstancias. El precepto de la caridad enseñado por Jesucristo, sin embargo, es para todo hombre de todo lugar y época.
6. LAS LEYES HUMANAS Son, como ya quedó dicho, las dictadas por la legítima autoridad — ya eclesiástica, ya civil — , en orden al bien común. Que la legítima autoridad tenga verdadera potestad — dentro de su específica competencia — para dar leyes que obliguen, no es posible ponerlo en duda: surge de la misma naturaleza de la sociedad humana, que exige la dirección y el control de algunas leyes (cf. Rom. 13, 1 ss; Hechos 5, 29). De suyo, pues, es obligatoria ante Dios toda ley humana legítima y justa; es decir, toda ley que: Se ordena al bien común; Sea promulgada por la legítima autoridad y dentro de sus atribuciones; Sea buena en sí misma y en sus circunstancias; Se imponga a los súbditos obligados a ella en las debidas proporciones. Sin embargo, cuando la ley es injusta porque fallen algunas de estas condiciones, no obliga, y en ocasiones puede ser incluso obligatorio desobedecerla abiertamente. La ley injusta, al no tener la rectitud necesaria y esencial a toda ley, ya no es ley, porque contradice al bien divino. Por tanto, si una ley civil se opone manifiestamente a la ley natural, o a la ley divino-positiva, o a la ley eclesiástica, no obliga, siendo en cambio obligatorio desobedecerla por tratarse de una ley injusta, que atenta al bien común.
EJERCICIOS 1. Responder brevemente a las siguientes preguntas: ¿quién es el autor de la ley moral? ¿por qué decimos que la ley moral es objetiva? ¿por qué las acciones de los irracionales no se juzgan
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según la bondad o maldad moral? ¿por qué es inmutable la ley eterna? ¿por qué es inmutable la ley natural? 2. Comenta la frase de Heráclito: «Todas las leyes humanas se nutren de una ley divina». 3. Selecciona tres formulaciones del precepto primario, y explica cómo puede cada una equipararse al primer principio moral. 4. Señala a qué clase o clases de leyes pertenecen los siguientes preceptos: a) no hacer contrabando de aparatos eléctricos b) oír Misa el domingo y los días festivos c) no hablar mal del prójimo d) no asistir a películas pornográficas e) obedecer a los padres f) pagar impuestos g) no beber más de lo que la prudencia dicta h) no pasar de la velocidad permitida en las carreteras i) estudiar y sacar buenas calificaciones 5. ¿A qué grados de preceptos de la ley natural corresponden el aborto, el suicidio y la idolatría? 6. ¿Qué es el Código de Derecho Canónico? 7. Explicar qué se entiende por la Constitución Política de un Estado. 8. Indica tres clases de leyes humanas (civiles, académicas, eclesiásticas, deportivas, etc.) que consideres justas, y otras tres que no lo sean. Señala por qué son injustas las tres últimas. Trabajo de investigación. Elaborar una síntesis histórica — no mayor de tres hojas a doble espacio — sobre la legislación eclesiástica.
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4. LA CONCIENCIA La conciencia es una realidad de experiencia: todos los hombres juzgan, al actuar, si lo que hacen está bien o mal. Este conocimiento intelectual de nuestros propios actos es la conciencia. La conciencia no es una potencia más unida a la inteligencia y a la voluntad. Se puede decir que es la misma inteligencia cuando juzga la moralidad de una acción. La base de ese juicio son los principios morales innatos a la naturaleza humana, ya mencionados al hablar del contenido de la ley natural (ver 3.4.). Es innegable que la inteligencia humana tiene un conocimiento de lo que con toda propiedad pueden llamarse los primeros principios del actuar: «hay que hacer el bien y evitar el mal», «no podemos hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros». Iluminada por esos principios de ley natural — ecos de la voz de Dios — , la inteligencia (o, propiamente, la conciencia), juzga sobre los actos concretos; el acto de la conciencia es, por tanto, el juicio en el que esos principios primeros se aplican a las acciones concretas. Un ejemplo: se me presenta la oportunidad de asistir a un espectáculo inconveniente; sé que hay un precepto divino que manda la pureza del alma; la conciencia juzga y habla interiormente;’ fio debes ir porque eso es contrario a un precepto
divino.
1. NATURALEZA DE LA CONCIENCIA Desde el punto de vista psicológico, la conciencia es el conocimiento íntimo que el hombre tiene de sí mismo y de sus actos. En moral, en cambio, la conciencia es la misma inteligencia que hace un juicio práctico sobre la bondad o maldad de un acto: a) juicio: porque por la conciencia juzgamos acerca de la moralidad de nuestros actos; b) práctico: porque aplica en la práctica — es decir, en cada caso particular y concreto — lo que la ley dice; c) sobre la moralidad de un acto: es lo que la distingue de la conciencia psicológica; lo que le es propio es juzgar si una acción es buena, mala o indiferente. Este juicio de la conciencia es la norma próxima e inmediata — subjetiva — de nuestras acciones, porque ninguna norma objetiva — la ley — puede ser regla de un acto si no es a través de la aplicación que cada sujeto hace de ella al actuar. El acto de la conciencia — juicio práctico sobre la moralidad de una acción — puede intervenir de una doble forma: a) antes de la acción nos hace ver su naturaleza moral y, en consecuencia, la permite, la ordena o la prohíbe. Actúa — aunque de modo espontáneo e inmediato — a modo de un silogismo, p. ej.:
la mentira es ilícita (principio de la ley natural), lo que vas a responder es mentira (aplicación del principio al acto concreto), luego no puedes responder así (juicio de la conciencia propiamente dicha);
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b) después de la acción el juicio de la conciencia aprueba el acto bueno llenándonos de tranquilidad, o lo reprueba, si fue malo, con el remordimiento. Por eso señala San Agustín (cfr. De Gen. 12, 34: PL34, 482) que «la alegría de la buena conciencia es como un anticipado paraíso». Conviene aclarar que cuando la conciencia actúa después de la acción no influye en su moralidad, y si se diera el caso de que sólo después de realizado un acto el hombre se diera cuenta de su inmoralidad, no habría cometido pecado formal, a menos que hubiera habido ignorancia culpable. Sería una acción materialmente mala, pero no imputable.
2. REGLAS FUNDAMENTALES DE LA CONCIENCIA Antes de analizar los diversos tipos de conciencia que pueden darse en el hombre, señalaremos brevemente las reglas generales por las que hay que regirse: a) Nunca es lícito actuar en contra de la propia conciencia, ya que es eco de la voz de Dios y, como hemos dicho, es también la norma próxima de la moralidad de nuestros actos. Actuar en contra de lo que dicta la conciencia es, en realidad, actuar en contra de uno mismo, de las convicciones más profundas, y de los primeros principios del actuar moral. Y ¿qué pasa, podemos preguntarnos, con la conciencia errónea? Es decir, la conciencia que equivocadamente cree que un acto bueno es malo o que un acto malo es bueno. Siendo consecuentes con la regla que acabamos de dar, diremos que hay obligación de seguirla, siempre que se trate de una ignorancia que el sujeto no puede superar, porque ni siquiera se da cuenta de que está en la ignorancia. Podemos aclarar esta idea con algunos ejemplos: Como consecuencia de una educación deficiente, alguien puede pensar que tomar bebidas alcohólicas — aun moderadamente — es ilícito. Si en una fiesta le ofrecen una copa y piensa que es malo, si la bebe comete pecado, porque actuó en contra de lo que le dicta la conciencia (el acto será materialmente bueno, formalmente malo). También puede suceder lo contrario: por mala formación inculpable, pienso que tengo obligación de mentir para ayudar a una persona; en ese caso estoy obligado a mentir y peco si no lo hago, aunque ese acto sea en sí mismo malo (materialmente malo; formalmente bueno, si la ignorancia era invencible). Es preciso señalar, sin embargo, que estos casos — aunque pueden darse a veces — no son corrientes. Lo ordinario es que la conciencia errónea esté basada en un error superable y, en ese caso, la conciencia misma obliga a salir de él, poniendo la diligencia razonable que ponen las personas en los asuntos importantes. b) Actuar con duda es pecado, por lo que es necesario salir antes de la duda. De otro modo, el sujeto se expone a cometer voluntariamente un pecado. Ver el aspecto del inciso 4.3.3., in fine.
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c) Hay obligación de formar la conciencia, ya que si la conciencia se equivoca al juzgar los actos por descuidos voluntarios y culpables, el agente es responsable de ese error (cfr. Lc. 11, 34-35). De la formación de la conciencia se trata en el inciso 4.4. Es oportuno insistir en que la conciencia no crea la norma mural, sólo la aplica. Por ej., caería en error — llamado subjetivismo moral — el que dijera: «para mino es malo dejar de ir a Misa los domingos»; como sería igualmente ridícula la postura de quien pensara que por opiniones personales se puede cambiar la naturaleza de un metal, o que los ácidos se comporten como sales. Tan sólo se trata de aplicar, al caso concreto, normas objetivas.
3. DIVISION DE LA CONCIENCIA Buscando la mejor comprensión de los estados de la conciencia que pueden presentarse, los teólogos han establecido tres divisiones Fundamentales: a) por razón del objeto •
•
Verdadera: juzga la acción en conformidad con los principios objetivos de la moralidad Errónea: juzga la acción en desacuerdo con ellos
b) por razón del modo de juzgar •
Recta: juzga con fundamento y prudencia
•
Falsa: juzga sin base ni prudencia. Puede ser: o o o o
relajada estrecha escrupulosa perpleja
c) por razón de la firmeza del juicio •
cierta: juzga sin temor de errar
•
dudosa: juzga con temor de errar o ni siquiera se atreve a juzgar.
a. CONCIENCIA VERDADERA Y ERRONEA Como es bien sabido, la verdad es la adecuación del entendimiento a la realidad de las cosas. Cuando esa adecuación falta, se produce el error. Por consecuencia, la conciencia verdadera será aquella que juzga en conformidad con los principios objetivos de la moral, aplicados correctamente al acto, y la conciencia errónea será la que juzga en desacuerdo con la verdad objetiva de las cosas. Actuaría con conciencia verdadera (juzga de acuerdo a la ley moral) el que dice, por ejemplo:
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«puesto que nunca es lícito mentir, no puedes negar que cometiste el hurto», «las faltas de respeto hacia tus padres contrarían un precepto divino» Serían afirmaciones procedentes de conciencia errónea las siguientes: «Por ser madre soltera, le es lícito abortar». «Como yo ya soy adulto, para mí no son pecado las películas pornográficas». Como se ve, en estos últimos casos, hay disconformidad entre lo que preceptúa la ley moral y lo que señala el juicio de la conciencia. La conciencia errónea puede serlo vencible o invenciblemente; en el primer caso la conciencia juzga mal por descuido o negligencia en informarse, y en el segundo no es posible dejar el error porque no se conoce, o porque se hizo lo posible por salir de él sin conseguirlo. Nótese que esta consideración de la conciencia es idéntica a lo dicho sobre la ignorancia vencible o invencible pues la conciencia, al fin y al cabo, es un acto de la inteligencia, la cual puede estar afectada por el obstáculo de la ignorancia. Tres principios que se deducen de lo anterior son: 1) Es necesario actuar siempre con conciencia verdadera, ya que la rectitud de nuestros actos consiste en su conformidad con la ley moral. De aquí surge la obligación — de la que hablaremos más detenidamente después — de poner todos los medios posibles para llegar a adquirir una conciencia verdadera: conocimiento de las leyes morales, petición de consejo, oración a Dios pidiendo luces, remoción de los impedimentos que afectan a la serenidad del juicio, etc. 2) No es pecado actuar con una conciencia invenciblemente errónea porque, como ya se explicó, la conciencia es la norma próxima al actuar y, en este caso, no se está en el error culpablemente. No se olvide, sin embargo, que aquí estamos hablando de error invencible, o porque no vino al entendimiento del que actúa, ni siquiera confusamente, la menor duda sobre la bondad del acto: o porque, aunque tuvo duda, hizo todo lo que pudo para salir de ella sin conseguirlo. Es posible, por ejemplo, que el campesino sin instrucción religiosa ni acceso a ella ignore invenciblemente alguno o algunos de los preceptos de la Iglesia (ver cap. 15). En el caso de un universitario o de un profesional católico, esa ignorancia sería siempre vencible de alguna forma. 3) Es pecado actuar con conciencia venciblemente errónea, puesto que en este caso hay culpabilidad personal. En la práctica se puede saber que el error era vencible si de algún modo se advirtió la ilicitud del acto, o si la conciencia indicaba que era necesario preguntar, o si no se quiso consultar para evitar complicaciones, etc.
b. CONCIENCIA RECTA Y FALSA La conciencia es recta cuando juzga de la bondad o malicia de un acto con fundamento y prudencia, a diferencia de la conciencia falsa, que juzga con ligereza y sin fundamento serio.
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No debe confundirse la conciencia recta con la verdadera. Un sujeto actúa con conciencia recta cuando ha puesto empeño en acertar, independientemente de que acierte (conciencia verdadera) o se equivoque (conciencia errónea). Se puede juzgar con rectitud aunque inculpablemente se esté en el error. Es decir, es compatible un juicio recto — hecho con ponderación, estudio, etc. — con el error invencible. Para ilustrar lo anterior con un ejemplo, sería el caso del adulto recién bautizado y aún sin completa instrucción que, después de cavilar, concluye que es obligación confesarse siempre antes de comulgar, aunque sólo tenga pecados veniales: juzga con aplomo considerando que los pecados veniales son incompatibles con la recepción del sacramento, aunque su juicio es erróneo invenciblemente, al menos de modo actual. Es claro que no puede darse conciencia recta en la conciencia venciblemente errónea, pues faltó ponderación, que es uno de los constitutivos del juicio recto. La conciencia falsa puede ser: a) Conciencia relajada. Es la que, por superficialidad y sin razones serias, niega o disminuye el pecado donde lo hay. En la práctica es fácil que los hombres lleguen a ese estado tan lamentable de conciencia que indica una gran falta de fe y de amor, y una culpable ceguera ante la realidad y gravedad del pecado. Son diversas las causas que conducen al alma a esa laxitud: la sensualidad en sus múltiples aspectos, el ambiente frívolo y superficial, el apagamiento a las cosas materiales, el descuido de la piedad personal, la falta de humildad para levantarse cuanto antes después de una caída, etc. Para salir de ella habrá que remover sus causas, procurar una sólida instrucción religiosa y fomentar el temor de Dios por medio de la oración y la frecuencia de sacramentos. b) Conciencia estrecha. Es la que con cierta facilidad y sin razones serias ve o aumenta el pecado donde no lo hay. Es necesario combatirla porque puede llevar a cometer pecados graves donde no existen, y conducir al escrúpulo. Para ello es conveniente la formación y el pedir consejo a quien nos puede ayudar a tener un criterio más recto sobre los propios actos. No debe confundirse con la conciencia delicada, que teme hasta las faltas más pequeñas y procura evitarlas, pero sin ver pecado donde evidentemente no lo hay. c) Conciencia escrupulosa. Es una exageración de la conciencia estrecha que, sin motivo, llega a ver pecado en todo o casi todo lo que hace. Esta conciencia se manifiesta en una continua inquietud por el temor de pecar en todo, principalmente en materia de pureza, y en la duda asidua sobre la validez de las confesiones pasadas, con la consecuente obstinación en repetir la acusación de los pecados en las siguientes; en el temor permanente de que el confesor no entienda la situación interior del alma y, por tanto, el deseo de repetir una y otra vez las mismas explicaciones, generalmente largas y minuciosas; en la terquedad en los puntos de vista propios ante los consejos del confesor, etc. El escrupuloso debe actuar contra sus escrúpulos porque no son sino un vano temor, que no tiene fundamentos y, sobre todo, esforzarse seriamente por obedecer al confesor, ya que el escrúpulo es una enfermedad de la conciencia que impide un recto juicio.
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d) Conciencia perpleja. Es la que ve pecado tanto en el hacer una cosa como en el no hacerla; por ej., el enfermero que piensa que peca si va a Misa dejando solo al enfermo, y que peca también por no ir a Misa. Quien tiene este tipo de conciencia debe formarse y consultar para ir saliendo de ella; cuando no le es posible hacerlo ante un acto concreto, debe escoger lo que le parezca menos mal, y si ambas cosas le parecen igualmente malas, no peca al elegir cualquiera de ellas.
c. CONCIENCIA CIERTA Y DUDOSA La conciencia cierta es la que juzga de la bondad o malicia de un acto con firmeza y sin temor de errar. Hay obligación de actuar de esta manera porque de lo contrario nos exponemos a ofender a Dios. No es necesaria la certeza absoluta, que excluya toda duda; basta la certeza moral, que excluye la duda prudente y con fundamento. Por ej., si tengo hepatitis, tengo certeza absoluta de que la Misa no me obliga; si tengo una gripe que me obligue a estar en cama o recluido en mi domicilio, puedo tener certeza moral de estar dispensado hasta que no me restablezca. La conciencia dudosa, en cambio, es la que no sabe qué pensar sobre la moralidad de un acto; su vacilación le impide emitir un juicio. Propiamente hablando no es verdadera conciencia, porque se abstiene de emitir un juicio, que es el acto esencial de la conciencia; es más bien un estado de la mente. La duda puede ser: a) negativa: cuando se apoya en motivos nimios y poco serios; b) positiva: cuando sí hay razones serias para dudar, pero no suficientes para quitar el temor a equivocarse. Podría ayudar en la profundización de estos conceptos el análisis del siguiente texto: «La duda es el estado en que el intelecto fluctúa entre la afirmación y la negación de una determinada proposición, sin inclinarse más a un extremo de la alternativa que al otro. »Se suele distinguir entre duda positiva y negativa. En esta última, la mente no admite ninguna de las dos partes de la contradicción por falta o defecto de motivos para hacerlo: no hay razones concluyentes ni a favor ni en contra. En la duda positiva, en cambio, las razones en favor de un extremo y el otro parecen tener igual peso.» Los principios morales sobre la conciencia dudosa son: 1) Las dudas negativas deben despreciarse, porque de lo contrario se haría imposible la tranquilidad interior, llenándose continuamente el alma de inquietud (p. ej., si valió la Misa porque estuve muy atrás, si es válida la confesión porque me absolvieron muy rápido, etc.). 2) No es lícito actuar con duda positiva, pues se aceptaría la posibilidad de pecar.
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En este caso, por tanto, caben dos soluciones:
Elegir la parte más segura, que es la favorable a la ley, no haciendo entonces falta ninguna consulta para salir de la duda, porque se excluye la posibilidad de pecar (si dudo positivamente si hoy obliga la Misa y no puedo salir de la duda, debo ir a Misa). Llegar a una certeza práctica por el estudio diligente del asunto, la consulta a quienes más saben, etc.
4. LA FORMACION DE LA CONCIENCIA Como la conciencia aplica la norma objetiva — la ley moral — a las circunstancias y a los casos particulares, se deduce con facilidad la obligación indeclinable que tiene el hombre de formar su propia conciencia. La conciencia es susceptible de un mejoramiento continuo, que está en proporción al progreso de la inteligencia: si ésta puede progresar en el conocimiento de la verdad, también pueden ser más rectos los juicios morales que realice. Además, este juicio moral que realiza la inteligencia necesariamente se tiene que adecuar al progresivo desarrollo del acto humano, lo que hace que la conciencia se vaya formando también de esa misma manera progresiva: comienza con la niñez, al despertar el uso de razón; tiene especial importancia en la juventud, cuando crece el subjetivismo y falta el justo sentido de la realidad; debe continuar en la madurez, cuando el hombre afirma sus responsabilidades ante Dios, ante sí mismo y ante los demás. Además, la experiencia muestra que no todos los hombres tienen igual disposición para el juicio recto, influyendo en esto también circunstancias puramente naturales — enfermedad mental, ignorancia, prejuicios, hábitos, etc. — y sobrenaturales: la inclinación al pecado que dejan en el alma el pecado original y los pecados personales. Es necesario, por tanto, que el hombre se vaya haciendo capaz de emitir juicios morales verdaderos y ciertos: es decir, ha de adquirir, mediante la formación, una conciencia verdadera y cierta. No es lo mismo «estar seguro de algo» (conciencia cierta) que acertar o «dar en el clavo» (conciencia verdadera). Quizá nosotros mismos hemos tenido la experiencia de hacer algo con la seguridad de estar en lo cierto, y haber comprobado después nuestro error. En otras ocasiones, en cambio, además de estar totalmente convencidos de algo, acertamos, «damos en el clavo»; en el primer caso, cuando estamos seguros, hay conciencia cierta — seguridad subjetiva — , aunque luego se compruebe que no tenemos razón y no había, por tanto, conciencia verdadera sino errónea. Para tener conciencia verdadera y cierta necesitamos la formación: un conocimiento cabal y profundo de la ley — seguridad ofidia — , que nos permite luego aplicarla correctamente — seguridad subjetiva. La actitud de fundar la conducta sólo en el criterio personal, pensar que para actuar bien basta el estar seguro de que mi actuación es buena, es di hecho ponerse en el lugar de Dios, que es el único que no se equivoca nunca.
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Por eso, la necesidad de formarnos será tanto más imperativa cuanto más nos percatemos de que sin una conciencia verdadera no es posible la rectitud en la vida misma y, en consecuencia, alcanzar nuestro fin último. A esto se dirige precisamente la formación de la conciencia, que no es otra cosa que una sencilla y humilde apertura a la verdad, un ir poniendo los medios para que libremente podamos alcanzar nuestra felicidad eterna. Sin tratar de ser exhaustivos, ni de explicar cada uno de ellos, sí podemos señalar algunos de esos medios que nos ayudarán a formar la conciencia: 1) estudio de la ley moral, considerándola no como carga pesada sino como camino que conduce a Dios; 2) hábito cada día más firme de reflexionar antes de actuar; 3) deseo serio de buscar a Dios a través de la oración y de los sacramentos, pidiéndole los dones sobrenaturales que iluminan la inteligencia y fortalecen la voluntad; 4) plena sinceridad ante nosotros mismos, ante Dios y ante quienes dirigen nuestra alma; 5) petición de ayuda y de consejo a quienes tienen virtud y conocimiento, gracia de Dios para impulsar a los demás.
EJERCICIOS 1. Explicar la diferencia entre conciencia y ley natural. 2. Indicar el error de la siguiente frase: «la conciencia es mudable según la época histórica». 3. Señalar cuándo es pecado actuar conforme a la conciencia y cuándo es pecado actuar en contra de la conciencia. 4. Poner ejemplos de conciencia verdadera, errónea, relajada, estrecha, escrupulosa y perpleja. 5. Poner ejemplos de conciencia dudosa, con duda negativa y con duda positiva. 6. Explicar cómo se manifestó la conciencia en los siguientes casos: a) Adán y Eva después del pecado original: Gen. 3, 7-13. b) Caín después de la muerte de Abel: Gen. 4, 9-16. c) Los hermanos de José después de venderlo: Gen. 42, 21ss. d) David ante la reprensión de Natán: II Re. 12 e) Zaqueo: Lc. 19, 1-10 7. Comentar Sal. 18, 13 («¿Quién será capaz...»). 8. Comentar las siguientes palabras de San Agustín: «¿Quiénes son los rectos de corazón? Los que quieren lo que Dios quiere (...) No quieras torcer la voluntad de Dios para acomodarla a la tuya; corrige en cambio tu voluntad para acomodarla a la Voluntad de Dios» (Com. sobre el Salmo 93). 9. Indicar con qué tipo de conciencia — y por qué — actuaron el papá y el hijo en el siguiente relato: «Padre e hijo se encuentran en la iglesia. Dentro de poco van a distribuir la sagrada comunión. Al muchacho se le ve preocupado. — ¡Papá, tengo un pecado! ¡No puedo comulgar! El padre, que conoce bien al chiquillo, pretende animarle. — ¿Qué has hecho, hijo? Entre lloriqueos y pucheros, el
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muchacho se explica: — ¿Te acuerdas de aquella pluma que me regalaste? ¡La he vendido! Y el padre, inteligente y cariñoso: — ¿En cuánto? Sin dejar de mirar a los ojos de su padre, arrepentido, aunque un poco tarde, susurra: En... ¡cien pesetas! Y de nuevo el padre, levantándole de la silla: — Vamos a comulgar, hijo; eso no es un pecado: es un mal negocio.» Trabajo de investigación .
Hacer un trabajo — de dos o tres hojas a doble espacio — indicando lo que es la ortopraxis según el marxismo, y por qué no es lícito actuar basándose en ese criterio.
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5. LA GRACIA INTRODUCCION Después de hablar del fin último, al que nos encaminamos mediante los actos humanos sobrenaturales y meritorios, hemos examinado las dos principales reglas a que deben someterse: la remota y extrínseca, que es la ley, y la próxima e intrínseca, que es la propia conciencia. Ahora ocurre la consideración de los principios intrínsecos, de donde brotan esos actos sobrenaturales y meritorios. El principio remoto o radical es la gracia santificante, y el próximo y formal son las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo. He aquí el objeto del presente y del próximo tratado. Vamos a examinar, en primer lugar, el principio remoto o radical, que es la gracia santificante. Los modernos tratadistas de moral no suelen dedicar un solo artículo al estudio directo de la gracia. Omiten por completo este interesantísimo tratado, que han trasladado íntegramente a la teología dogmática Creemos que esta innovación, enteramente desconocida de los grandes teólogos clásicos, ha perjudicado grandemente al estudio científico de la moral cristiana. La gracia es, precisamente, el principio y fundamento, la verdadera piedra angular de la moral evangélica, que no puede subsistir, ni siquiera concebirse, sin ella. Hablar de las virtudes infusas — cuya práctica constituye la moralidad cristiana — sin haber dicho una sola palabra de la gracia santificante, en la que todas ellas tienen su raíz y fundamento, nos parece un verdadero desacierto, que no nos explicamos cómo ha podido abrirse paso entre los autores. Santo Tomás de Aquino, reconocido por todos como Príncipe de la teología católica y proclamada por la misma Iglesia Doctor Común y Universal, estudia la gracia santificante en la parte moral de su maravillosa Suma Teológica, no en la dogmática. Creemos sinceramente que ése es su lugar propio, como no podía esperarse menos del genio ordenador del Angélico Maestro. Siguiendo, pues, las huellas del Doctor que la Iglesia propone a todos como guía seguro en todos los aspectos de la ciencia sagrada (c. 252, 3º), vamos a recoger aquí el magnífico tratado de la gracia, al menos en sintética visión de conjunto y como a vista de pájaro, por no permitirnos otra cosa la extensión e índole de nuestra obra, dirigida principalmente al público culto en general. El orden que vamos a seguir es el siguiente: después de un breve artículo sobre la gracia de Dios en general, dedicaremos otros dos a la gracia habitual y a la gracia actual.
ARTICULO I gracia de Dios en general L a 1. El nombre. Santo Tomás advierte profundamente que la palabra gracia solemos emplearla en tres sentidos principales:
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a) Para significar la benevolencia que sentimos hacia una persona que nos resulta grata (ha hallado gracia ante nosotros). b) Para designar un don gratuito que concedemos a alguien («te concedo esta gracia»), c) En el sentido de gratitud o agradecimiento por el favor recibido (dar las gracias). El primero conduce al segundo y éste al tercero. 2. La realidad. Estos tres sentidos se cumplen maravillosamente aquí. Porque la gracia divina es un don de Dios, procedente de su infinita liberalidad hacia el hombre, que debe excitar en éste la más entrañable gratitud. Como veremos en seguida, la gracia no es otra cosa que un don o beneficio sobrenatural concedido gratuitamente por Dios a la criatura racional en orden a la vida eterna.
Para cuya inteligencia es de saber que todo cuanto hemos recibido de Dios son propiamente dones suyos, ya que no teníamos derecho a nada en el orden natural ni en el sobrenatural. El primer gran don de Dios, que hace posibles todos los demás, es el de nuestra propia existencia. Después de él hemos recibido de su infinita liberalidad todos los demás dones naturales y, sobre todo, el don sobrenatural de la gracia, que rebasa y trasciende infinitamente el orden natural de todo el universo. Explicaremos mejor estas ideas en el artículo siguiente, dedicado a la gracia habitual. 3. División. La gracia admite múltiples divisiones según el punto de vista en que nos coloquemos. He aquí las principales: 1) GRACIA INCREADA Y CREADA. La primera es la misma esencia divina o las personas divinas, que se nos dan y entregan por el misterio inefable de la inhabitación trinitaria en nuestras almas. La segunda es cualquier don sobrenatural concedido por Dios al hombre en orden a la vida eterna. 2) GRACIA DE Dios Y DE CRISTO. La primera es la que procede directamente de Dios independientemente de Cristo, como la concedida a los ángeles y a nuestros primeros padres antes del pecado original. La segunda es la concedida en atención a los méritos de Cristo, como son todas las concedidas a los hombres después del pecado original. 3) GRACIA SANTIFICANTE Y GRATIS DADA. La primera es la que santifica al hombre y le une con Dios (la gracia, sin más). La segunda se concede al hombre principalmente para utilidad de los demás (v. gr., el don de milagros). Esta última no santifica de suyo al que la recibe, quien en absoluto podría estar en pecado al recibirla y continuar después en él. 4) GRACIA HABITUAL Y ACTUAL. La primera es la llamada gracia santificante, que acabamos de definir. La segunda es una moción sobrenatural de Dios pasajera y transeúnte (v. gr., una inspiración para realizar una buena acción). Estas gracias actuales pueden recibirlas incluso los que están en pecado mortal (v. gr., la gracia del arrepentimiento). Al hablar en particular de la gracia actual expondremos sus principales subdivisiones.
ARTICULO II La gracia habitual o santificante 1. Naturaleza. Vamos a precisarla en una serie de conclusiones escalonadas:
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Conclusión 1ª: La gracia habitual o santificante, por la que el hombre se hace grato a Dios, es algo real, creado y recibido intrínsecamente en el alma. Errores. Lo negaron los protestantes luteranos y calvinistas al enseñar que la justificación del hombre ante Dios se realiza por imputación extrínseca de los méritos de Cristo, en virtud de la cual nuestros pecados quedan cubiertos con la sangre de Cristo, pero sin que se nos borren o desaparezcan del alma. Doctrina católica. Es la de la conclusión. Consta expresamente: a) Por la Sagrada Escritura: «De su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,16). «Quien ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él» (1 Jn 3,9). «Es Dios quien a nosotros y a vosotros nos confirma en Cristo, nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,21-22). b) POR EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. El concilio de Trento condenó expresamente la doctrina de los protestantes en la siguiente declaración dogmática: «Si alguno dijere que los hombres se justifican o por la sola imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluida la gracia y la caridad que se difunden en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda inherente; o también que la gracia por la que nos justificamos es sólo el favor de Dios, sea anatema» (D 821). c) POR LA RAZÓN TEOLÓGICA. La razón profundísima la expone Santo Tomás al explicar la diferencia entre la voluntad humana y la divina. El hombre ama a alguien por alguna buena cualidad que descubre en él (v. gr., por ser familiar, o amigo, o estar adornado de tales o cuales excelencias, etc.), de suerte que la bondad del sujeto es anterior a nuestro amor y lo causa o excita. Pero esto es imposible tratándose del amor de Dios a nosotros; porque como la criatura no puede tener ninguna bondad natural o sobrenatural que no la haya recibido previamente de Dios, se sigue que Dios no puede amarnos por alguna bondad que descubra en nosotros, sino al revés: al amarnos causa en nosotros la bondad que quiere amar, bien sea en el orden natural, como simple Creador, o en el sobrenatural. como Padre amorosísimo. Luego el amor sobrenatural de Dios al hombre supone necesariamente una realidad sobrenatural también infundida por Dios en el alma; y ésa es, cabalmente, la gracia santificante. Conclusión 2ª: La gracia santificante es una participación física y formal, aunque análoga y accidental, de la naturaleza misma de Dios. PARTICIPACIÓN FÍSICA, porque nos confiere y pone en el alma una realidad divina, no de orden puramente cognoscitivo o moral, sino físico, por la que podamos tender connaturalmente a Dios en el orden estrictamente sobrenatural. PARTICIPACIÓN FORMAL de la naturaleza divina, no en el sentido en que participan de ella las criaturas irracionales, que son semejantes a Dios como simples vestigios del mismo por la mera posesión del ser o de la existencia; ni como las criaturas racionales en el plano puramente natural, que las hace imágenes de Dios Creador por el entendimiento y la voluntad; sino en cuanto que nos infunde una verdadera participación de la naturaleza divina precisamente en cuanto divina, en virtud de la cual ingresamos en la familia de Dios como verdaderos hijos e imágenes vivientes del Dios sobrenatural. PARTICIPACIÓN ANÁLOGA, porque la gracia no nos comunica la naturaleza divina en toda su plenitud unívoca (como el Padre la comunica eternamente al Hijo y ambos al Espíritu Santo), sino en
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cierta medida y proporción que establece en nosotros una verdadera filiación adoptiva (no natural), pero intrínseca, que supera infinitamente el esquema puramente exterior y jurídico de las adopciones humanas. Podríamos decir — empleando un lenguaje metafórico que encierra, sin embargo, una sublime realidad — que la gracia es una inyección de sangre divina que comienza a circular por las venas de nuestra alma. PARTICIPACIÓN ACCIDENTAL, porque, siendo una cualidad que se adhiere a nuestra alma para perfeccionarla y elevarla al plano sobrenatural y divino, no puede ser una substancia, sino un accidente sobreañadido. Ni esto rebaja en nada la dignidad de la gracia con respecto a las substancias naturales, puesto que, siendo un accidente sobrenatural, rebasa y trasciende por su propia esencia, infinitamente, todo el orden de las substancias naturales creadas o creables.
Conclusión 3ª: La gracia santificante reside en la esencia misma del alma y se distingue realmente de la caridad sobrenatural. Que la gracia resida en la esencia del alma, es cosa clara si se tiene en cuenta que se trata de una cualidad o hábito entitativo que se nos da en el orden del ser, no en el de la operación. Por ella se nos comunica el ser sobrenatural, y no se ordena a obrar por sí misma, sino mediante las virtudes infusas, que son hábitos operativos. Luego la gracia no reside en las potencias operativas del alma (entendimiento y voluntad), sino en su esencia misma. Que se distinga realmente de la caridad (aunque sea inseparable de ella), es una simple consecuencia de lo que acabamos de decir. La gracia es una realidad estática, no dinámica, como la caridad; y no se nos da en el orden de la operación, como esta última, sino únicamente en el orden del ser. Son, pues, dos cosas realmente distintas.
Conclusión 4ª: La gracia santificante es superior en dignidad y valor a todas las demás realidades creadas naturales y sobrenaturales, excepto las que pertenecen al orden hipostático. Es SUPERIOR A TODAS LAS REALIDADES NATURALES. Es evidente, por tratarse de una realidad estrictamente sobrenatural que pertenece al plano de lo divino. Santo Tomás ha podido escribir con toda exactitud y verdad que «el bien sobrenatural de un solo individuo supera al bien natural de todo el universo». Por eso no sería lícito jamás cometer un pecado venial muy ligero, aunque con él pudiéramos asegurar al universo entero su felicidad natural perfecta y para siempre. Es SUPERIOR A TODAS LAS DEMÁS REALIDADES SOBRENATURALES CREADAS, ya sean las que poseemos, en este mundo (virtudes infusas, dones del Espíritu Santo), ya incluso, las de la vida eterna (visión beatífica, goce infinito de Dios). Porque la gracia santificante tiene razón de naturaleza y de raíz de todas las operaciones sobrenaturales y, en el mismo orden de cosas, la naturaleza es siempre más perfecta que las operaciones que de ella proceden. EXCEPTO LAS REALIDADES QUE PERTENECEN AL ORDEN HIPOSTÁTICO. Es cosa clara también. En virtud de la unión hipostática de sus dos naturalezas, Cristo es personal y substancialmente el mismo Dios. Por la gracia, en cambio, se establece entre Dios y nosotros una unión no personal, sino de semejanza puramente accidental, incomparablemente inferior a la hipostática. En este sentido, la maternidad divina de María, en cuanto forma parte del orden hipostático relativo, está también muy por encima de todo el orden de la gracia y de la gloria. 2. Efectos. He aquí, brevísimamente indicados, los maravillosos efectos que la gracia santificante produce en nuestras almas.
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1°. NOS HACE VERDADERAMENTE HIJOS ADOPTIVOS DE DIOS, al darnos una participación física y formal de su propia naturaleza divina. La transmisión de la propia naturaleza es condición indispensable para ser padre; de lo contrario, no se puede pasar de la categoría de simple autor, como el escultor lo es de su estatua. Lo dice expresamente la Sagrada Escritura por boca de San Juan: «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos en verdad»» (1 Jn 3,1). 2° NOS HACE ACREEDORES A LA GLORIA ETERNA.
Es una consecuencia natural y lógica de nuestra filiación divina adoptiva. Las riquezas de los padres son para sus hijos. Lo dice el apóstol San Pablo: «Somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos» (Rom 8,17). 3° Nos HACE HERMANOS DE CRISTO Y COHEREDEROS CON ÉL. La gracia nos ha sido merecida por Cristo, que, al incorporarnos a Él, como Cabeza del Cuerpo místico de la Iglesia se ha constituido a la vez en nuestro hermano mayor y primogénito de los predestinados. Consta también expresamente en la misma Sagrada Escritura: Dios nos ha predestinado «para ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). El es el Hijo muy amado del Padre, «a quien constituyó heredero de todo» (Heb 1,2). Por eso concluye legítimamente San Pablo: «Somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8,17). 4° Nos HACE TEMPLOS VIVOS DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. Es la realidad increada, rigurosamente infinita, que lleva consigo la gracia santificante. El mismo Cristo se dignó revelarnos el inefable misterio: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14,23). Y San Pablo escribía a los fieles de Corinto: «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3,16). 5º Nos DA LA VIDA SOBRENATURAL, infinitamente superior a la natural de todas las criaturas creadas o creables, humanas o angélicas, puesto que pertenece al plano de lo divino, y privativo de Dios, a distancia infinita de todas las criaturas. 6° Nos HACE JUSTOS Y AGRADABLES A DIOS, puesto que, como enseña el concilio de Trento, la gracia santificante «no es tan sólo la remisión de los pecados, sino también la santificación y renovación interior del hombre...¿ por lo que el hombre, de injusto, se hace justo, y de enemigo, amigo» (D 799). 7º Nos DA LA CAPACIDAD PARA EL MÉRITO SOBRENATURAL. Sin la gracia, las obras naturales más heroicas no tendrían absolutamente ningún valor en orden a la vida eterna (cf. 1 Cor 13,1-3). Un hombre privado de la gracia es un cadáver en el orden sobrenatural, y los muertos nada pueden merecer. El mérito sobrenatural supone radicalmente la posesión de la vida sobrenatural. 8° Nos UNE ÍNTIMAMENTE A DIOS. Fuera de la unión personal o hipostática, no cabe imaginar una unión más íntima y entrañable con Dios que la de la gracia y la gloria. Sin llegar a una disolución panteísta en la divina esencia — que sería, por otra parte, la negación misma de la unión, puesto que nosotros habríamos desaparecido — , se establece entre Dios y nosotros una unión tan penetrante como la del fuego con el hierro candente, sobre todo cuando la gracia alcanza su plena expansión y desarrollo en la visión beatífica. Tales son, a grandes rasgos, los principales efectos que lleva consigo la gracia habitual o santificante. Veamos ahora brevemente la naturaleza y principales propiedades de la gracia actual.
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A RT I C U L O I I I
La gracia actual 1. Naturaleza. Como su propio nombre indica, la gracia actual es un acto fugaz y transitorio, no un hábito, como la gracia habitual o santificante. Puede definirse diciendo que es una moción sobrenatural de Dios a manera de cualidad fluida y transeúnte que dispone al alma para obrar o recibir algo en orden a la vida eterna.
Ordenada por su misma naturaleza a los hábitos infusos (virtudes y dones), sirve para disponer al alma a recibirlos cuando no los tiene todavía, o para ponerlos en movimiento cuando ya los posee. 2. División. He aquí las principales clases de gracias actuales con sus correspondientes características: Gracia OPERANTE, EXCITANTE O PREVENIENTE. Es aquella que nos mueve o impulsa a obrar estando nosotros distraídos o inactivos. Dios obra en nosotros sin nosotros. GRACIA COOPERANTE, ADYUVANTE o CONCOMITANTE. ES aquella que nos ayuda a obrar mientras realizamos una acción sobrenatural. Dios obra en nosotros juntamente con nosotros. Es famoso el siguiente texto de San Agustín explicando el mecanismo de estas dos clases de gracias actuales: «Porque en verdad comienza El a obrar para que nosotros queramos (gracia operante, excitante o preveniente), y cuando ya queremos, con nosotros coopera para perfeccionar la obra (gracia cooperante, adyuvante o concomitante)... Por consiguiente, para que nosotros queramos, comienza a obrar sin nosotros, y cuando queremos y de grado obramos, con nosotros coopera. Con todo, si El no obra para que queramos o no coopera cuando ya queremos, nada podemos en orden a las buenas obras de piedad». GRACIA SUBSIGUIENTE. Como su nombre indica, es aquella que es posterior a otra gracia concedida anteriormente y que viene a complementarla y perfeccionarla (v.gr., haciéndonos cumplir un buen propósito). GRACIA INTERNA es la que afecta intrínsecamente al alma o a sus potencias (v.gr., una inspiración de Dios). GRACIA EXTERNA es la que afecta al alma tan sólo de una manera extrínseca (v.gr., un buen ejemplo, la audición de un sermón, etcétera). GRACIA SUFICIENTE es aquella que bastaría de suyo para obrar sobrenaturalmente si el alma no resistiera a esa divina moción (v.gr., todas las gracias externas y muchas inspiraciones internas). GRACIA EFICAZ es la que produce infaliblemente lo que Dios intenta, sin comprometer, no obstante, la libertad del alma, que se adhiere a ella y la secunda de una manera libérrima e infalible al mismo tiempo. 3. Necesidad. La gracia actual es absolutamente necesaria en el orden sobrenatural. El hombre no podría jamás actuar sobrenaturalmente sin la previa moción de la gracia actual, aun cuando estuviera en posesión de todos los hábitos infusos (gracia habitual, virtudes y dones). Necesitamos de ella como del aire para respirar o de la previa moción divina para las obras puramente naturales. La razón fundamental es porque el hombre, con relación a Dios, es causa segunda de todas sus
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acciones, y es metafísicamente imposible y contradictorio que una causa segunda pueda actuar por sí misma independientemente de la Causa primera (dejaría de ser segunda, para convertirse en primera). Ahora bien: la previa moción divina en el orden sobrenatural es, cabalmente, la gracia actual. Vamos a resumir en forma de brevísimas conclusiones los diferentes aspectos de la necesidad de las gracias actuales. Es ésta una de las materias más fundamentales del tratado teológico de la gracia.
1ª. Cualquier hombre puede, bajo la moción general de Dios, que se le debe por la providencia común, realizar con sus solas fuerzas naturales, sin ayuda de la gracia, algunas obras éticas o naturalmente buenas . Es evidente y consta con toda claridad por la experiencia. Esas obras buenas, desde el punto de vista ético o puramente natural (v.gr., compadecerse del pobre, la honradez en los negocios, etc.), no rebasan las fuerzas de la simple naturaleza y puede, por lo mismo, realizarlas un hombre en pecado mortal. Se requiere únicamente la previa moción de Dios como Causa primera, ya que el hombre — causa segunda — no podría jamás obrar con independencia absoluta de la Causa primera; pero esa moción, de tipo puramente natural, la ofrece Dios a todo el mundo como el aire para respirar. 2ª. El hombre caído puede cumplir, sin auxilio de la gracia, cualquier precepto de la ley natural considerado aisladamente, a excepción del precepto de amar a Dios sobre todas las cosas . La primera parte consta por la experiencia universal. La segunda (o sea la excepción indicada) es evidente por el hecho de que, si el pecador realizara ese acto de amor a Dios sobre todas las cosas, quedaría inmediatamente justificado y en gracia de Dios; y esto es absolutamente imposible sin una previa gracia actual, ya que excede las fuerzas de la simple naturaleza. Lo contrario está expresamente condenado por la Iglesia como herético (D 811-813). 3ª. El hombre caído no puede, sin auxilio de la gracia, guardar colectivamente y por largo tiempo todos los preceptos de la ley natural . Consta por la condenación de los errores contrarios (D 105) y por el hecho de que, estando el hombre caído inclinado al pecado, no podrá de hecho resistir durante mucho tiempo esta fatal inclinación a menos de que la gracia de Dios venga en su ayuda y fortalecimiento. 4ª. El hombre caído no puede con solas sus fuerzas naturales merecer la gracia. Es de fe por la expresa definición del concilio de Trento. He aquí sus palabras: «Si alguno dijere que, sin la inspiración proveniente del Espíritu Santo y sin su ayuda, puede el hombre creer, esperar y amar o arrepentirse como conviene para que se le confiera la gracia de la justificación, sea anatema» (D 813). Ello es debido a la distancia infinita entre el orden natural y el sobrenatural. Sólo la gracia actual puede salvar ese abismo. 5ª. El hombre caído no puede impetrar la gracia con una oración puramente natural, o sea, sin ayuda de la gracia actual. Lo enseña el concilio II de Orange al condenar las doctrinas semipelagianas (D 179). La razón teológica es muy sencilla. Si la gracia pudiera alcanzarse con una simple oración natural, se seguiría que el orden sobrenatural estaría al alcance de las fuerzas naturales, lo cual es absurdo y contradictorio (dejaría de ser sobrenatural). 6ª. El hombre caído no puede con sus fuerzas naturales disponerse convenientemente a recibir la gracia.
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La razón es siempre la misma: la trascendencia infinita del orden sobrenatural. No cabe, según Santo Tomás y su escuela, ni siquiera una preparación negativa por la simple remoción de los obstáculos que ponen óbice a la recepción de la gracia (v.gr., la dureza del corazón); porque esta simple remoción de los obstáculos en orden a la recepción de la gracia es ya un efecto de la gracia actual.
7ª. El movimiento inicial hacia la fe procede ya de la gracia, y el hombre no podría producirlo jamás con sus solas fuerzas naturales. Esta doctrina, definida expresamente por la Iglesia contra los semipelagianos, es una consecuencia lógica de todo cuanto acabamos de decir en las conclusiones anteriores. 8ª. La previa moción de la gracia (gracia actual) se requiere indispensablemente para todo acto saludable, o sea, para todo acto relacionado con la salvación del alma. Es otra consecuencia inevitable de las conclusiones anteriores. Sin la previa moción de la gracia, el hombre es tan impotente para realizar cualquier acto sobrenatural como para ver sin ojos u oír sin oídos. Se trata de una impotencia física j absoluta que no admite ni puede admitir la menor excepción. La Iglesia ha definido esta doctrina contra los pelagianos. 9ª. El hombre ya justificado y en posesión de los hábitos sobrenaturales (gracia, virtudes y dones) necesita todavía el previo empuje de la gracia actual para realizar actos sobrenaturales. Es doctrina común en teología, que tiene su fundamento, como dijimos más arriba, en el hecho de que el hombre, con relación a Dios, es siempre causa segunda de sus propios actos; y, por lo mismo, sin la previa moción de Dios como Causa primera, no puede dar un paso, tanto en el orden natural como en el orden sobrenatural. Pero, como es sabido, la gracia actual no es otra cosa que la previa moción divina sobrenatural. 10ª. El justo no puede perseverar largo tiempo en el estado de gracia, sobre todo hasta el fin de su vida, sin un auxilio especial de Dios. Esta conclusión es de fe expresamente definida por el concilio de Trento. He aquí sus palabras: «Si alguno dijere que el justificado puede perseverar, sin especial auxilio de Dios, en la justicia recibida, o que con este auxilio no puede, sea anatema» (D 832). La razón es porque, a pesar del estado de gracia, permanecen en el hombre las malas inclinaciones, procedentes de su naturaleza viciada por el pecado original, que, sin un especial auxilio de Dios, tarde o temprano le empujarán al pecado. Dios, sin embargo, no niega jamás este auxilio especial a ningún hombre en estado de gracia, a menos de que se haga voluntariamente indigno de él. 11ª. El justo, por muy perfecto y santo que sea, no puede evitar durante toda su vida todos los pecados veniales sin un especial privilegio de Dios. Esta conclusión es también de fe. He aquí la definición expresa del concilio de Trento: «Si alguno dijere que el hombre, una vez justificado, no puede pecar en adelante ni perder la gracia, y, por consiguiente, el que cae y peca no estuvo nunca verdaderamente justificado; o, al contrario, que puede evitar durante su vida entera todos los pecados, incluso los veniales, a no ser por un privilegio especial de Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea anatema» (D 833). La explicación teológica la da Santo Tomás cuando dice que el hombre puede evitar con la gracia de Dios este o el otro pecado venial y aun todos ellos considerados aisladamente, pero no todos colectivamente; pues, mientras se esfuerce en reprimir alguno de estos movimientos
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desordenados, surgirán otros muchos en otros aspectos que no podrá reprimir, ya que, dada la fragilidad humana, la razón no puede estar siempre vigilante y alerta para reprimirlos todos.
12ª. Dios ofrece a todos los justos las gracias próximas o remotamente suficientes para que puedan resistir las tentaciones o cumplir los preceptos de Dios y de la Iglesia. La conclusión, tal como suena, es de fe, ya que consta de manera clara y explícita en la Sagrada Escritura (1 Cor 10,13) y ha sido definida indirectamente por la Iglesia al condenar como herética la doctrina contraria de Jansenio (D 1092). Es también una consecuencia necesaria de la voluntad salvífica universal, en virtud de la cual Dios quiere que todos los hombres se salven. Por parte de El no quedará. 13ª. A todos los pecadores, aun a los endurecidos y obstinados, ofrece Dios misericordiosamente los auxilios suficientes (al menos remotamente) para poder arrepentirse de sus pecados. Esta conclusión, entendida de los pecadores comunes, es de fe; y extendiéndola a los mismos pecadores obstinados, es doctrina común y completamente cierta en teología. He aquí las pruebas: a) LA SAGRADA ESCRITURA. Tiene infinidad de textos en los que aparece Dios llamando a los pecadores a penitencia: «Diles: Por mi vida, dice el Señor, Yahveh, que no me gozo en la muerte del impío, sino en que se retraiga de su camino y viva. Volveos de vuestros malos caminos. ¿Por qué os empeñáis en morir, casa de Israel?» (Ez 33,11). «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia» (Lc 5,31-32). «No retrasa el Señor la promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia» (2 Pe 3,9). b). EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. He aquí las palabras del concilio de Trento: «Si alguno dijere que aquel que ha caído después del bautismo no puede por la gracia de Dios levantarse..., sea anatema» (D 839). Ahora bien: como la gracia de Dios no está en manos del hombre si Dios no se la da, síguese lógicamente que Dios la ofrece a todos los pecadores que quieran aceptarla. c) LA RAZÓN TEOLÓGICA. Mientras el hombre permanezca en esta vida, siempre está a tiempo de arrepentirse de sus pecados, por graves y numerosos que sean, y la Iglesia tiene siempre el poder de absolverlos. Sólo la muerte en pecado mortal fija al alma en el estado definitivo de separación de Dios, y eso ya no tiene remedio para toda la eternidad. 14ª. Dios ofrece a todos los infieles negativos (salvajes, paganos, etc.) las gracias próxima o remotamente suficientes para que puedan convertirse a la fe. Es de fe. Consta claramente en la Sagrada Escritura (1 Tim 2,4; Rom 10,11-13; 1 Jn 2,2, etc.) y la Iglesia ha condenado los errores contrarios de Jansenio y Quesnel (D 1096, 1285, 1379). Es una consecuencia inevitable de la voluntad salvífica universal de Dios y de la obligación que tiene todo hombre de alcanzar su fin sobrenatural. Si Dios negase a los salvajes las gracias suficientes para salvarse, se seguiría lógicamente que Dios manda imposibles — lo que es absurdo e impío — y que no tiene intención de que todos los hombres se salven, contra lo que expresamente afirma la Sagrada Escritura. Los infieles positivos, o sea, los que han rechazado la fe después de poseerla (apóstatas o herejes), están en peor situación que los salvajes, puesto que son culpables de su infidelidad. Pero aun a éstos les ofrece Dios los auxilios suficientes para salvarse, como hemos dicho en la conclusión anterior.
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15ª. Dios no niega jamás la gracia habitual o santificante al que hace lo que puede para alcanzarla con la gracia actual. Es una conclusión que se cae por su propio peso de todo cuanto acabamos de decir. 4. Oficios y funciones. Tres son las funciones u oficios de las gracias actuales: DISPONER AL ALMA PARA RECIBIR LOS HÁBITOS INFUSOS (gracia santificante, virtudes y dones) cuando carece de ellos por no haberlos tenido nunca o haberlos perdido por el pecado mortal. La gracia actual lleva consigo, en este caso, el arrepentimiento de las propias culpas, el temor al castigo, la confianza en la divina misericordia, etcétera. Exceptúase el caso del niño que recibe el bautismo, que entra en posesión de la gracia por la propia fuerza del sacramento (ex opere operato) sin necesidad de ninguna previa gracia actual dispositiva. b). ACTUAR LOS HÁBITOS INFUSOS cuando ya se poseen. Esta actuación lleva consigo el crecimiento de esos hábitos infusos cuando se reúnen las condiciones necesarias para el mérito sobrenatural (cf. n.102). c). DEFENDERLOS CONTRA su DESAPARICIÓN por el pecado grave. Implica el fortalecimiento contra las tentaciones, la indicación de los peligros, el amortiguamiento de las pasiones, la inspiración de buenos pensamientos, etc. Como se ve, la gracia actual es de un precio y valor inestimables. Es ella, en rigor, la que da eficacia a la habitual, a las virtudes y a los dones. Es el impulso de Dios para proporcionamos o poner en marcha el organismo de nuestra vida divina, que es el germen y semilla de la gloria. a)
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6. LAS VIRTUDES EN GENERAL Después de haber examinado, siquiera tan someramente, el principio remoto y radical de donde proceden los actos humanos sobrenaturales y meritorios, que es la gracia, vamos a estudiar ahora el principio próximo y formal, que son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Pero antes hablaremos brevemente de los hábitos en general y de las virtudes adquiridas, que guardan un perfecto paralelismo con las sobrenaturales e infusas. ARTICULO I
L os hábitos en general
1. Noción . Prescindiendo de los hábitos entitativos, que vienen a perfeccionar las substancias en sí mismas (v. gr., la gracia santificante perfecciona la esencia misma del alma), y limitándonos a los hábitos operativos, se entiende por hábito cierta cualidad estable de las potencias que las dispone para obrar fácil, pronta y deleitablemente. Es UNA CUALIDAD, o sea, un accidente
que viene a completar o perfeccionar una potencia para facilitarle sus operaciones buenas (virtudes) o malas (vicios). ESTABLE, o difícilmente movible (cuesta mucho desarraigar un hábito bueno o malo). DE LAS POTENCIAS, espirituales u orgánicas a quienes afectan. QUE LAS DISPONE, reforzándolas con su poderosa inclinación. PARA OBRAR , es decir, para producir sus propios actos. FÁCILMENTE, porque todo hábito es un aumento de energía en orden a su correspondiente acción. PRONTAMENTE, porque constituye una como segunda naturaleza, en virtud de la cual se lanza el sujeto a la acción rápidamente. DELEITABLEMENTE, porque de suyo produce placer toda acción fácil, pronta y perfectamente connatural.
2. División. He aquí las principales clases de hábitos Entitativos: perfeccionan
la naturaleza en el orden del ser (v. gr., la salud corporal, la gracia santificante). Por razón del SUJETO Operativos: perfeccionan las potencias en el orden de la operación (v. gr., las virtudes morales). Innatos: (o más exactamente cuasi-innatos): son los que trae consigo la naturaleza (v. gr., el hábito de los primeros principios). Naturales o adquiridos: se adquieren por la repetición de actos (v. gr., la Por razón de su origen paciencia natural, la embriaguez). Sobrenaturales o infusos: se adquieren por infusión divina (v. gr., la fe). Por razón de su Buenos: (inclinan al bien): las virtudes todas. moralidad Malos: (inclinan al mal): todos los vicios 3. Sujeto. H ay que distingu ir entr e hábitos entitativos y operativos, naturales y sobrenaturales.
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1º.
HÁBITOS ENTITATIVOS NATURALES. Pueden darse en el cuerpo,
v. gr., la salud, la enfermedad, etc.; pero no en el alma, porque es de suyo la forma completiva de la naturaleza humana y, por lo mismo, no puede disponerse a nada más perfecto según la naturaleza. 2º. HÁBITOS ENTITATIVOS SOBRENATURALES. Tal es la gracia habitual o santificante, que perfecciona accidentalmente la esencia misma del alma, dándole el ser sobrenatural. 3º. HÁBITOS OPERATIVOS NATURALES. Pueden darse en todas las potencias que no estén determinadas a una sola y exclusiva operación. Y así: a. Se dan en las potencias espirituales (entendimiento y voluntad) y en el apetito sensitivo (concupiscible e irascible), y, en cierto modo, hasta en los sentidos, internos cuando obran por imperio de la razón. b. No se dan en los sentidos externos ni en los órganos corporales, puesto que todos ellos están determinados a una sola y exclusiva operación (v. gr., los ojos a ver, los oídos a oír, etc.). 4º. HÁBITOS OPERATIVOS SOBRENATURALES. Se dan en las potencias del alma (entendimiento y voluntad) y en el apetito sensitivo (concupiscible e irascible) en la forma que explicaremos al hablar de las virtudes infusas. 4. Causa. Como ya hemos indicado, los hábitos obedecen a una triple causa:
1º. A LA NATURALEZA MISMA. Propiamente hablando, no se dan verdaderos hábitos innatos, sino únicamente ciertas inclinaciones y propensiones, ya sea de tipo intelectual, como el llamado «hábito de los primeros principios», tanto especulativos (v. gr., «el todo es mayor que la parte») como prácticos (v. gr., «hay que hacer el bien y evitar el mal»); ya de tipo orgánica, como la propensión a la mansedumbre o a la ira. 2º. A LA REPETICIÓN DE ACTOS. Así se forman todos los hábitos adquiridos, tanto los buenos o virtudes como los malos o vicios. 3º. A LA DIVINA INFUSIÓN. Tales son los hábitos sobrenaturales (gracia, virtudes infusas y dones del Espíritu Santo). Si Dios no los infundiera en el alma, jamás el hombre podría adquirirlos por sí mismo, por la infinita elevación y trascendencia del orden sobrenatural, que escapa en absoluto al poder de toda naturaleza creada o creable.
5. Aumento, disminución y corrupción . Los hábitos adquiridos pueden aumentar, disminuir y corromperse totalmente. Los infusos sólo pueden aumentar y corromperse, pero no disminuir. Vamos a explicarlo brevemente. a ) Los hábitos adquiridos 1. AUMENTAN POR EL EJERCICIO o REPETICIÓN DE ACTOS, pero no por adición de forma a forma (como se aumentaría, v. gr., un montón de trigo añadiendo nuevos granos), sino por una mayor radicación o arraigo en el sujeto, en virtud de actos cada vez más intensos que los fortalecen más y más. Los hábitos intelectuales pueden aumentar también extensivamente (v. gr., el hábito de la ciencia puede extenderse a nuevos conocimientos). 2. DISMINUYEN a medida en que se deja de practicarlos, o se practican con poca intensidad, o se practican actos contrarios (v. gr., el hábito de tocar el piano, de la paciencia, de la ira...). 3. SE CORROMPEN TOTALMENTE cuando se les substituye con el hábito contrario (v. gr., el hábito de la embriaguez se destruye cuando se adquiere el de la sobriedad).
b) Los hábitos infusos 1. AUMENTAN CON EL EJERCICIO cada vez más intenso bajo la influencia de la gracia actual. No por adición de forma a forma (ese aumento corresponde a los seres cuantitativos, pero no a
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las cualidades; v. gr., a la blancura no se le puede añadir blancura), sino por una mayor inherencia o radicación en el sujeto, que cada vez los posee con mayor fuerza y arraigo. 2. SE CORROMPEN TOTALMENTE cuando sobreviene la catástrofe del pecado mortal, que, al destruir la gracia, que es el principio radical de todas las virtudes infusas, las destruye a ellas también (excepto la fe y la esperanza, que quedan informes, como explicaremos en su lugar). 3. No DISMINUYEN NUNCA: 1) ni por defecto de ejercicio, ya que, siendo infusos, ni los produce el ejercicio ni los disminuye su falta; 2) ni por el pecado venial, que, al no destruir ni disminuir la gracia, tampoco puede afectar a las virtudes infusas. Pero es cierto que el pecado venial y la falta de ejercicio de las virtudes van disminuyendo las fuerzas del alma y la van predisponiendo para el pecado mortal, que destruirá por completo la gracia y las virtudes infusas.
ARTICULO II LAS VIRTUDES ADQUIRIDAS Como hemos visto al establecer la división de los hábitos, por razón de su moralidad se dividen en buenos y malos. Los primeros constituyen las virtudes; los segundos, los vicios. De manera que las virtudes, en general, son hábitos operativos buenos; y los vicios no son otra cosa que hábitos operativos malos.
Vamos a examinar brevemente en este artículo las virtudes naturales o adquiridas. 1. Noción. Como su mismo nombre indica, se llaman virtudes adquiridas los hábitos operativos buenos que el hombre puede adquirir con sus solas fuerzas naturales. Se diferencian, por lo mismo, de las disposiciones innatas (v. gr., hacia los primeros principios) y de las virtudes infusas, que sólo
puede poseer el hombre por divina y gratuita infusión. 2. D ivisión. Dos son las principales categorías de virtudes adquiridas: las intelectuales y las morales. Las primeras son perfecciones del entendimiento mismo. Las morales residen en el apetito (racional o sensitivo) y se ordenan a las buenas costumbres. Vamos a examinarlas por separado. A) Las virtudes intelectuales
Reciben este nombre aquellas virtudes que perfeccionan al entendimiento en orden a sus propias operaciones. Son cinco: entendimiento, ciencia, sabiduría, prudencia y arte. Las tres primeras residen en el entendimiento especulativo, que se dedica a la contemplación de la verdad; y las dos últimas, en el entendimiento práctico, que se ordena a la operación. He aquí la descripción de cada una de ellas. 1º. E NTENDIMIENTO. Se le conoce también con el nombre de hábito de los primeros principios, ya que dispone para percibirlos rápidamente. Si se refiere a los primeros principios especulativos, recibe el nombre de entendimiento; si a los prácticos, se le conoce con el nombre de sindéresis. 2º. CIENCIA. Dispone al entendimiento especulativo para deducir con facilidad y prontitud, por sus causas propias y próximas, las conclusiones que se derivan de los principios conocidos. Por eso se le llama también hábito de las conclusiones.
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3º. SABIDURÍA. Tiene por objeto el conocimiento de las cosas por sus últimas y supremas causas. Juzga por ellas las conclusiones y los mismos principios. 4º. PRUDENCIA. Es «la recta razón en el obrar», o sea, en las acciones individuales y concretas que se han de realizar. Se le llama con razón «auriga de las virtudes», ya que las dirige a todas y ninguna de ellas puede ser perfecta sin la prudencia. Por su misma esencia es una virtud intelectual, porque perfecciona y reside en el entendimiento práctico; pero por la materia en que se ejercita es una virtud moral (la primera de todas, como veremos), en cuanto que dirige y gobierna los actos humanos en orden a su moralidad. 5º. ARTE. ES «la recta razón de lo factible», o sea, de las cosas exteriores que se han de ejecutar. Desde la antigüedad son clásicas las cinco principales bellas artes: arquitectura, escultura, pintura, música y literatura. Existen, además, infinidad de artes mecánicas. Todas ellas son perfeccionadas por esta virtud intelectual. Las virtudes intelectuales — a excepción de la prudencia, que es virtud perfectísima — no son virtudes propiamente dichas, ya que nada tienen que ver con la honestidad de las costumbres. Se llaman virtudes tan sólo con relación a su objeto propio (v. gr., a un excelente músico se le llama virtuoso de la música, etc.); pero puede darse el caso — demasiado frecuente por desgracia — de que esas virtudes intelectuales actúen como pésimos vicios en el orden moral (v. gr., un artista que presenta con colores atractivos la inmoralidad más procaz).
B) Las virtudes morales Se llaman así las que tienen por objeto inmediato y directo la honestidad de los actos humanos. Regulan toda la vida moral del hombre, poniendo orden en su entendimiento, voluntad y pasiones concupiscibles e irascibles. Son muy numerosas (más de cincuenta examina Santo Tomás en la Suma Teológica), pero se dividen en dos grupos principales: las cardinales y las derivadas.
a)
Las virtudes cardinales
Como su nombre indica (de cardo-cárdinis, el quicio o eje de la puerta), son las virtudes más importantes entre las morales, ya que sobre ellas, como sobre quicios, gira y descansa toda la vida moral humana. Son cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La prudencia dirige al entendimiento práctico en sus determinaciones; la justicia perfecciona la voluntad para dar a cada uno lo que le corresponde; la fortaleza refuerza el apetito irascible para tolerar lo desagradable y acometer lo que debe hacerse a pesar de las dificultades, y la templanza pone orden en el recto uso de las cosas placenteras y agradables. Las examinaremos ampliamente, una por una, en sus lugares correspondientes.
b)
Las virtudes derivadas
Las virtudes cardinales pueden ser consideradas como cuatro estrellas o soles, alrededor de los cuales gira todo un sistema planetario. Estos planetas o satélites son las virtudes derivadas o anejas, que constituyen las llamadas partes potenciales de las virtudes cardinales. Porque es de saber que en cada una de las cuatro virtudes cardinales se distinguen las llamadas partes integrales, subjetivas y potenciales. 1. PARTES INTEGRALES son aquellos
elementos que ayudan a la propia virtud cardinal para que produzca su acto virtuoso de una manera íntegra y perfecta (v. gr., la sagacidad, precaución,
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etc., son partes integrales de la prudencia; la cabeza, el tronco y las extremidades son partes integrales del cuerpo humano, etc.) 2. PARTES SUBJETIVAS (llamadas también esenciales) son las diferentes especies en que se subdivide la propia virtud cardinal (v. gr., la justicia conmutativa, distributiva y legal son partes subjetivas de la justicia en cuanto virtud cardinal; el león, el caballo, el perro, etc., son partes subjetivas o especies diferentes del género animal, etc.). 3. PARTES POTENCIALES son las virtudes derivadas o anejas, que se parecen en algo a la virtud cardinal que las cobija, pero que no tienen su misma fuerza o se ordenan a actos secundarios (v. gr., la gratitud, la fidelidad, etc., son partes potenciales de la justicia; el diaconado es parte potencial del presbiterado, etc.). 3. Propiedades. Las principales propiedades de las virtudes adquiridas son cuatro: a) consisten en el medio entre dos extremos; b) están unidas entre sí por la prudencia; c ) son desiguales en perfección, y d ) las que no incluyen imperfección perduran después de esta vida en lo que tienen de formal. Vamos a examinarlas brevemente una por una.
a) Medio de las virtudes Las virtudes morales están colocadas entre dos vicios opuestos, uno por exceso y otro por defecto. La virtud ocupa exactamente el término medio, poniendo el recto orden de la razón para no declinar a ninguno de los dos extremos viciosos. Y así, v. gr., la fortaleza ocupa el término medio entre la timidez o cobardía y la audacia o temeridad. Pero hay que entender rectamente este principio para no caer en lamentables confusiones. 1. En primer lugar, no hay que confundir el término medio con la mediocridad. La virtud ha de tender siempre a perfeccionarse más y más, hasta llegar a ejercerse de una manera espléndida y heroica. El término medio significa tan sólo que ha de huir cuidadosamente de las desviaciones viciosas por exceso o por defecto, moviéndose siempre en ascensión vertical dentro de los límites impuestos por la recta razón, habida cuenta de todas las circunstancias que rodeen el acto. 2. Hay que distinguir, además, entre el medio de la cosa y el medio de la razón. El primero sigue a la naturaleza misma de la cosa, y es el mismo para todos en cualquier situación o circunstancia en que nos encontremos (v. gr., la justicia exige dar exactamente lo debido a cada uno, ni más ni menos). El segundo es subsidiario del sujeto y de las circunstancias especiales que le rodean y no es el mismo exactamente para todos, sino en cierta proporción y medida (v. gr., la sobriedad en la comida no exige una determinada medida para todos, sino proporcional, según la edad, fuerzas y necesidades de cada uno). En la justicia, el medio de la cosa coincide con el de la razón. En las demás virtudes morales sólo se da el medio de la razón.
b) Conexión Las virtudes morales adquiridas, cuando se poseen en estado perfecto, están todas conectadas y unidas en la prudencia, que las dirige y gobierna. En este sentido, nadie puede ser del todo perfecto en una virtud sin serlo también en todas las demás (al menos en la disposición del ánimo, si no tiene ocasión de practicarlas materialmente). Pero, cuando se poseen en estado imperfecto, pueden desconectarse unas de otras; y así puede darse el caso de uno que sea misericordioso, pero no casto; o sobrio, pero no magnánimo, etc. c) Desigualdad
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Las virtudes morales son desiguales en excelencia y perfección. Entre las cardinales ocupa el primer lugar la prudencia que es a la vez virtud intelectual y rige y gobierna a las demás; luego viene la justicia, que tiene aspectos relacionados con Dios (religión) y reside en la voluntad, que es potencia espiritual; el tercer puesto corresponde a la fortaleza, que reside en el apetito irascible, más cerca del racional y más difícil de dominar que el concupiscible, donde reside la templanza, que ocupa, por lo mismo, el último lugar. En el conjunto de todas las virtudes morales (cardinales o no) destaca en primer lugar la religión, que tiene por objeto el culto de Dios y es una de las virtudes derivadas de la justicia. El segundo puesto lo ocupa la penitencia, porque se relaciona también con Dios. Pero, examinando las virtudes desde distintos puntos de vista, varía la primacía entre ellas. Y así, por razón del gobierno y dirección de todas las demás, el primer lugar corresponde a la prudencia; por el bien interior que sacrifica, corresponde el primer lugar a la obediencia, que rinde la propia voluntad; y por razón de los obstáculos que remueve, la primera es la humildad, que aparta el obstáculo mayor para el ejercicio de las virtudes, que es el orgullo. Otras diversidades por otros capítulos no tienen apenas interés práctico.
d) Duración Los teólogos están de acuerdo en afirmar que todas las virtudes que no envuelven de suyo imperfección (como la envuelve, v. gr., la penitencia, que supone el pecado) perdurarán en la otra vida en lo que tienen de formal, aunque no puedan ejercitarse del mismo modo o en la misma materia que en la tierra. Ya se comprende que se refieren únicamente a los bienaventurados (y almas del purgatorio), no a los condenados, que estarán totalmente destituidos de todo hábito virtuoso (incluso natural o adquirido) por su obstinación y endurecimiento en la maldad y el pecado. A RT I C UL O I I I L as vir tudes inf usas 1. Exi stencia. La existencia de las virtudes infusas está fuera de toda duda. Parece de fe con relación a las virtudes teologales y es completamente cierta en teología con relación a las morales. 2. Necesidad. La necesidad de las virtudes infusas es manifiesta con sólo tener en cuenta la
naturaleza misma de la gracia santificante. Semilla de Dios, la gracia es un germen divino que pide, de suyo, crecimiento y desarrolle) hasta alcanzar su perfección. Pero, como la gracia no es por sí misma inmediatamente operativa — aunque lo sea radicalmente, como principio remoto de todas nuestras operaciones sobrenaturales — , se sigue que de suyo exige y postula unos principios inmediatos de operación que fluyan de su misma esencia y le sean inseparables. De lo contrario, el hombre estaría elevado al orden sobrenatural tan sólo en el fondo de su alma, pero no en sus potencias o facultades operativas. Y aunque, hablando en absoluto, Dios podría elevar nuestras operaciones al orden sobrenatural mediante gracias actuales continuas, se produciría, no obstante, una verdadera violencia en la psicología humana por la tremenda desproporción entre la pura potencia natural y el acto sobrenatural a realizar. Ahora bien: esta violencia no puede conciliarse con la suavidad de la Providencia divina, que mueve a todos los seres en armonía y de acuerdo con su propia naturaleza. De ahí la necesidad de los hábitos infusos para que el hombre pueda realizar de una manera connatural y sin violencia alguna los actos sobrenaturales en orden a su último fin sobrenatural, ya sea siguiendo la regla ordinaria de la razón iluminada por la fe (virtudes infusas) o la directa moción y regla divina (dones del Espíritu Santo).
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3. NATURALEZA. LAS
VIRTUDES INFUSAS SON UNOS hábitos operativos infundidos por Dios en las
potencias del alma para disponerlas a obrar sobrenaturalmente según el dictamen de la razón iluminada por la fe.
Expliquemos un poco la definición para darnos cuenta de la naturaleza íntima de las virtudes infusas: 1. HÁBITOS OPERATIVOS. ES el elemento genérico de la definición, común a todas las virtudes naturales y sobrenaturales. 2. I NFUNDIDOS POR DIOS. Aquí tenemos una de las diferencias más radicales con las virtudes adquiridas. Estas últimas las va adquiriendo el hombre a fuerza de repetir actos. Las sobrenaturales sólo pueden adquirirse por divina infusión; de ahí su nombre de virtudes infusas. 3. E N LAS POTENCIAS DEL ALMA. Precisamente tienen por objeto perfeccionarlas elevando sus actos al orden sobrenatural y divino. El acto virtuoso sobrenatural brota de la unión conjunta de la potencia natural y de la virtud infusa que viene a perfeccionarla. En cuanto acto vital, tiene su potencia radical en la facultad natural, que la virtud infusa viene a completar esencialmente dándole la potencia para el acto sobrenatural. De donde todo el acto sobrenatural brota de la potencia natural en cuanto informada por las virtudes infusas, o sea, de la potencia natural elevada al orden sobrenatural. La potencia radical es el entendimiento o la voluntad; y el principio formal próximo — todo él — es la virtud infusa correspondiente. 4. PARA DISPONERLAS A OBRAR SOBRENATURALMENTE. Esta es la principal diferencia específica con las virtudes adquiridas: por razón de su objeto formal. Las virtudes adquiridas obran siempre naturalmente; las infusas, sobrenaturalmente. Las primeras siguen el dictamen de la simple razón natural; las infusas, el de la razón iluminada por la fe. Hay un abismo entre ambas. Por eso pueden poseerse las virtudes infusas sin tener las correspondientes adquiridas (v. gr., en un niño recién bautizado); y al revés, puede algún hombre poseer algunas virtudes naturales (v. gr., la honradez, la justicia, etc.) sin tener ninguna de las infusas por estar en pecado mortal. 5. SEGÚN EL DICTAMEN DE LA RAZÓN ILUMINADA POR LA FE . En esto se distinguen de las virtudes adquiridas — como acabamos de decir — y también de los dones del Espíritu Santo, ya que estos últimos, sobrenaturales también como las virtudes infusas, no se rigen por el dictamen de la razón iluminada por la fe, sino por la directa moción y regla del Espíritu Santo mismo. Volveremos sobre esto al hablar de los dones. 4. D ivisión. Las virtudes infusas se dividen en dos grupos fundamentales: teologales y morales. Las morales se subdividen en cardinales y derivadas, en perfecta analogía y paralelismo con sus correspondientes adquiridas. Las teologales no tienen ninguna virtud correspondiente en el orden natural o adquirido.
A) Las virtudes teologales 1. EXISTENCIA. Consta expresamente en la Sagrada Escritura: «Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad» (1 Cor 13,13). Lo enseñó manifiestamente el concilio de Trento (D. 799, 800, 821) y lo admiten unánimemente todos los teólogos católicos sin excepción. 2. NATURALEZA. Las virtudes teologales son principios operativos con los cuales nos ordenamos directa e inmediatamente a Dios como primer principio Y fin último sobrenatural. Tienen al mismo Dios por objeto material Y uno de los atributos divinos por objeto formal. Son estrictamente sobrenaturales Y sólo Dios puede infundirlas en el alma.
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3. Número. Son tres: fe, esperanza Y caridad. La fe nos une con Dios como Primera verdad; la esperanza nos lo hace desear como sumo Bien para nosotros, Y la caridad nos une con Él con amor de amistad, en cuanto infinitamente bueno en sí mismo. 4. DIGNIDAD. Son, con mucho, más nobles Y perfectas que LAS virtudes morales, ya que éstas se refieren únicamente a los medios para alcanzar el fin sobrenatural, mientras que las teologales se refieren al mismo Dios como primer principio Y fin último sobrenatural. Entre las teologales, la más excelente es la caridad (1 Cor 13,13), porque es la que nos une más íntimamente con Dios y es la única de las tres que permanecerá eternamente en el cielo. Luego viene la fe en cuanto fundamento de la esperanza; pero, por otra parte, la esperanza está más cerca de la caridad, y en este sentido es más perfecta que la fe. 5. SUJETO. La fe reside en el entendimiento, y la esperanza y la caridad, en la voluntad. 6. CONEXIÓN. La caridad está siempre en conexión necesaria con la fe y la esperanza, ya que el que hubiera perdido alguna de estas dos virtudes estaría en pecado mortal, y, por consiguiente, carecería también de la caridad. Pero la fe y la esperanza pueden separarse entre sí y también de la misma caridad (aunque quedando en ambos casos como virtudes informes, es decir, sin espíritu o vida). Y así, v. gr., el que se desespera pierde la esperanza y la caridad, pero puede todavía conservar la fe informe. En cambio, el que pierde la fe pierde también la esperanza y la caridad. De manera que, aunque el pecado más grave de todos es el que se opone directamente a la caridad para con Dios, el pecado de más honda repercusión en el alma es la infidelidad (pérdida de la fe), que apaga y extingue totalmente del alma todo vestigio de vida sobrenatural, aun informe.
B) Las virtudes morales 1. NOCIÓN. Trasladando al orden sobrenatural la noción que dimos al hablar de las virtudes morales adquiridas, pueden definirse: aquellas virtudes infusas que tienen por objeto inmediato y directo la honestidad de los actos humanos en orden al fin sobrenatural. Se refieren no al mismo fin (como las teologales), sino a los medios para alcanzarlo. 2. EXISTENCIA. Tiene su fundamento en la Sagrada Escritura (2 Pe 1,5-7; Rom 8,5-6; 8,15; 1 Cor 2,14; Sant 1,5, etc.) y es doctrina común entre los teólogos, hasta el punto de que no podría negarse sin manifiesta temeridad. La razón de su existencia ya la hemos expuesto más arriba al hablar de la necesidad de las virtudes infusas. Es una consecuencia de la elevación del hombre al orden sobrenatural, que se hace entitativamente por la gracia santificante infundida en la esencia del alma, y dinámicamente por las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo, que residen en sus potencias o facultades. 3. NATURALEZA. Las virtudes morales infusas son hábitos sobrenaturales que disponen las potencias del hombre para seguir el dictamen de la razón iluminada por la fe con relación a los medios conducentes al fin sobrenatural. No tienen por objeto inmediato al mismo Dios — y en esto se distinguen de las teologales — , sino al bien honesto distinto de Dios; y ordenan rectamente los actos humanos en orden al fin último sobrenatural a la luz de la fe, y en esto se distinguen de sus co-
rrespondientes virtudes adquiridas. 4. NÚMERO. Son muchísimas, tantas, al menos, como sus correspondientes adquiridas. Y, como ellas, se subdividen en dos grupos principales: cardinales y derivadas. Hemos hablado ya de esto al estudiar las adquiridas, y lo que allí dijimos vale también trasladado al orden sobrenatural.
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5. Propiedades. Prescindiendo de las cuatro propiedades comunes con las virtudes adquiridas — a saber: a) que consisten en el medio entre dos extremos (excepto las teologales, en las que no cabe propiamente medida, a no ser por razón del sujeto y del modo, que debe ser controlado por la prudencia); b) que en estado perfecto están unidas entre sí por la prudencia y la caridad; c) que son desiguales en perfección, y d) que las que no incluyen imperfección perduran después de esta vida en lo que tienen de formal — , vamos a recoger brevemente algunas características propias de las virtudes infusas: 1. Acompañan siempre a la gracia santificante y se infunden juntamente con ella. 2. Se distinguen realmente de la gracia santificante (que es un hábito entitativo, no operativo o dinámico, como las virtudes) y de la gracia actual, que es una moción divina transeúnte y pasajera. 3. Se distinguen específicamente de sus correspondientes adquiridas. Hay un abismo entre ellas, como hemos demostrado más arriba. 4. Las practicamos imperfectamente, a no ser que sean perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo. La razón es porque, al actuarlas nosotros con ayuda de la gracia ordinaria, les imprimimos nuestro modo humano, radicalmente imperfecto. Los dones del Espíritu Santo les imprimen su modalidad divina, y entonces producen sus actos de una manera perfectísima. 5. Aumentan con la gracia y crecen con ella todas a la vez, proporcionalmente, como los dedos de una mano. Pero para su crecimiento efectivo hace falta realizar actos más intensos que el hábito que actualmente se posee (bajo el impulso de una gracia actual), pues, de lo contrario, no tendrían fuerza suficiente para aumentar la escala termométrica que señala el grado de su perfección habitual. 6. Nos dan la facultad o potencia intrínseca para realizar actos sobrenaturales, pero no la facilidad para realizarlos, a diferencia de las virtudes adquiridas, que sí la daban. La razón es porque la facilidad proviene únicamente de la repetición de actos (por eso la tienen necesariamente las virtudes adquiridas, que se adquieren, precisamente, a fuerza de repetir actos), y las virtudes infusas pueden no haberse ejercitado todavía (v. gr., en un pecador que se acaba de convertir); pero, a medida que se ejercitan, van produciendo también la facilidad para los actos de virtud, como se advierte claramente en los santos, que practican los actos más heroicos y difíciles con suma facilidad y prontitud. 7. Desaparecen todas al perder el alma la gracia por el pecado mortal. Excepto la fe y la esperanza, que quedan en el alma amortiguadas e informes, como un último esfuerzo de la misericordia de Dios para que el pecador pueda más fácilmente convertirse. Pero, si se peca directamente contra ellas (infidelidad, desesperación), desaparecen también, quedando el alma totalmente desprovista de todo rastro de vida sobrenatural. 8. No pueden disminuir directamente, porque esta disminución sólo podría sobrevenir por el pecado venial o por la cesación de los actos de la virtud correspondiente, y ninguna de esas dos causas tiene fuerza suficiente para ello. No el pecado venial, porque no destruye ni disminuye la gracia, que es el soporte radical de las virtudes; ni la cesación de los actos, porque se trata de virtudes infusas, que no se engendran ni se extinguen por la repetición o cesación de los actos, como ocurre con las adquiridas. Sólo el pecado mortal tiene fuerza suficiente para arrancarlas de cuajo del alma al destruir en ella la gracia santificante; aunque es cierto que el pecado venial y la vida tibia y relajada van predisponiendo poco a poco el alma para esta gran catástrofe. 6. Mirada panorámica de las virtudes morales infusas A.
LA PRUDENCIA INFUSA Y SUS DERIVADAS
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Considerado en sí mismo En su adquisición
Partes integrales
En su recto uso.
De lo pasado: De lo presente: Por la enseñanza ajena: Por la invención propia:
Memoria Entendimiento. Docilidad Rápida: Sagacidad Lenta: razón
Con relación al fin: A las circunstancias: A los impedimentos:
Providencia Circunspección. Precaución. Prudencia monástica. prudencia regnativa prudencia política prudencia económica prudencia militar Eubulia Sagacidad o Synesis
Para regirse a sí mismo: Para regir a la multitud:
Partes subjetivas (especies)
(prudencia de gobierno)
En el príncipe: En los súbditos: En la familia: En la guerra:
Para buscar el recto consejo: Para juzgar según las reglas comunes: Partes potenciales Para apartarse rectamente de la ley común ordinaria Don del Espíritu Santo correspondiente Bienaventuranza correspondiente Manifestaciones contrarias:
Perspicacia o Gnome
Imprudencia
Consejo . Los misericordiosos Precipitación Inconsideración Inconstancia
Negligencia
Vicios opuestos
Prudencia de la carne Astucia, Dolo
Falsamente parecidos a la prudencia
picardía, deshonestidad
Fraude
Excesiva solicitud
B.
LA JUSTICIA INFUSA Y SUS DERIVADAS
Partes integrales Partes subjetivas
Partes potenciales
Hacer el bien (no cualquiera, sino el debido a otro) Evitar el mal (no cualquiera, sino el nocivo a otro). Para dar lo suyo a la comunidad: Individualmente: Del príncipe a los súbditos: ( Justicia particular) Entre personas privadas: Con respecto a Dios Con respecto a los padres: Por defecto de igualdad Con respecto al superior (Observancia) Por los beneficios recibidos: Por las injurias recibidas: En orden a la verdad Por falta del débito estricto
(veracidad)
Hacer el bien Evitar el mal Justicia legal. Justicia distributiva. Justicia conmutativa Religión Piedad. Dulía. Obediencia Gratitud. Justo castigo.
En las promesas: Fidelidad. En las palabras y hechos: Simplicidad Afabilidad o amistad. Liberalidad.
En el trato con los demás: Para moderar el amor a las riquezas: Para apartarse con justa causa Equidad o epiqueya. de la letra de la ley:
Don del Espíritu Santo correspondiente Bienaventuranza correspondiente Contra la justicia «in genere»: Contra la Justicia distributiva:
Piedad La mansedumbre Injusticia Acepción de personas Homicidio. Mutilación.
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De obra
Contra las personas
Contra la liberalidad
Flagelación. Encarcelamiento Hurto y rapiña Por parte de los jueces Por parte de los acusadores Por parte de los reos Por parte de los testigos Por parte de los abogados Contumelia Difamación Murmuración Irrisión Maldición Fraude comercial Usura Superstición Culto indebido. Idolatría. Adivinación. Vana observancia Tentación de Dios. Perjurio Sacrilegio. Simonía. Impiedad. Amor excesivo. Desobediencia. Ingratitud Crueldad. Excesiva indulgencia Mentira. Simulación e hipocresía Jactancia. Ironía (o falsa humildad) Adulación. Litigio o espíritu de contradicción. Prodigalidad.
Contra la epiqueya
Avaricia Fariseísmo legalista
Contra las cosas Contra la justicia conmutativa
En el Juicio De palabra Fuera del juicio En las conmutaciones voluntarias
Vicio opuestos Contra la religión
Contra las partes potenciales de la justicia
Contra la piedad Contra obediencia Contra la gratitud Contra el justo castigo Contra la verdad
Contra la amistad
C.
LA FORTALEZA INFUSA Y SUS DERIVADAS
Acto principal No tiene partes subjetivas
Martirio
Para acometer
Respecto al fin Magnanimidad Respecto a los medios Magnificencia Contra los males presentes paciencia
Partes integrales y potenciales Para resistir
En el ejercicio de la virtud
Don del Espíritu Santo correspondiente: Bienaventuranza correspondiente: A la misma fortaleza
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longanimidad Perseverancia Constancia Fortaleza. Hambre y sed de justicia Timidez (o cobardía) Impasibilidad Temeridad, o falta de audacia
Presunción Ambición Vanagloria Pusilanimidad Tacañería Despilfarro Insensibilidad Impaciencia Inconstancia pertinacia
A la magnanimidad
Vicios opuestos A la magnificencia A la paciencia A la perseverancia
D.
LA TEMPLANZA INFUSA Y SUS DERIVADAS
Partes integrales: Partes subjetivas
Partes potenciales:
Por temor al oprobio Por amor al decoro Sobre la nutrición
En la comida En la bebida Sobre la generación Temporalmente Perpetuamente Contra las delectaciones del tacto Contra la ira C ontra el rigor del castigo En la estima de sí mismo: En el deseo de la ciencia: En los movimientos del cuerpo: Modestia En los juegos y diversiones: En los vestidos y adornos:
Don del Espíritu Santo correspondiente: Bienaventuranza correspondiente: Contra la templanza en general.
Vicios opuestos
Contra la abstinencia Contra la sobriedad Contra la castidad Contra la continencia Contra la mansedumbre Contra la clemencia Contra la humildad Contra la estudiosidad Contra la modestia corporal Contra la eutrapelia. Contra la modestia en el ornato.
Vergüenza Honestidad Abstinencia Sobriedad Castidad Virginidad - celibato Continencia, Mansedumbre Clemencia Humildad. Estudiosidad Modestia corporal Eutrapelia Modestia en el ornato . Santo temor de Dios. Pobres de espíritu. Insensibilidad Intemperancia Gula. Embriaguez Lujuria. Incontinencia Ira Crueldad Soberbia. Curiosidad y negligencia Afectación y rusticidad Necia alegría y excesiva austeridad Lujo excesivo y desaseo
A R TI C U L O I V L os dones del E spíritu Santo, frutos y bienaventu r anzas
Esta materia tiene extraordinaria importancia en teología ascética j mística, ya que, sin la actuación cada vez más frecuente e intensa de los dones del Espíritu Santo, es imposible la perfección cristiana. Aquí nos vamos a limitar a ligeras indicaciones.
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A) Los dones del Espíritu Santo 1. NOCIONES. L o s d o n e s d el E sp ír i t u S a n t o SON hábitos sobrenaturales infundidos en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo. Expliquemos un poco la definición: HÁBITOS SOBRENATURALES. En esto coinciden con las virtudes infusas. I NFUNDIDOS EN LAS POTENCIAS DEL ALMA. También en esto se parecen a las virtudes infusas. Se infunden juntamente con la gracia santificante, de la que son inseparables. PARA RECIBIR Y SECUNDAR . En primer lugar se ordenan a recibir la moción divina, y en este sentido pueden ser considerados como hábitos receptivos o pasivos. Pero, al recibir la divina moción, el alma reacciona vitalmente y la secunda con facilidad y sin esfuerzo gracias al mismo don del Espíritu Santo, que actúa en este segundo aspecto como hábito operativo. Son, pues, hábitos pasivo-activos desde distintos puntos de vista. CON FACILIDAD. Para eso se infunden precisamente. LAS MOCIONES DEL PROPIO ESPÍRITU SANTO. Este es el elemento principal que distingue específicamente a los dones de las virtudes infusas: la regla y motor a que se ajustan. Las virtudes infusas, como ya vimos, se ajustan a la regla de la razón iluminada por la fe y bajo la moción de una simple gracia actual. Los dones, en cambio, se ajustan a la regla divina bajo la moción inmediata del propio Espíritu Santo. Por eso las virtudes infusas producen actos sobrenaturales al modo humano, que es el de la simple razón natural iluminada por la fe, y los dones los producen al modo divino, que es el propio del mismo Espíritu Santo. 2. Exi stencia. La existencia de los dones del Espíritu Santo tiene su fundamento en la Sagrada
Escritura (Is 11,2); pero sólo consta con certeza por el testimonio unánime de la tradición cristiana y por el magisterio ordinario de la Iglesia, que lo enseña así a todos los fieles del mundo en su liturgia (Pentecostés, sacramento de la confirmación, etc.) y encíclicas pontificias. La mayor parte de los teólogos modernos tienen como verdad próxima a la fe la existencia de los dones en todas las almas en gracia, y algunos creen que es de fe por el magisterio ordinario de la Iglesia. 3. Número. La tradición cristiana ha interpretado el texto de Isaías en el sentido de que los dones son siete, según los traen la Vulgata y la versión de los Setenta, aunque en el texto hebreo original no constan más que seis. En todo caso, el don de piedad, que falta en el texto hebreo, aparece claramente en otros lugares de la Sagrada Escritura (v. gr., en Rm 8,14-16). 4. Fi nalidad. Tienen por objeto acudir en ayuda de las virtudes infusas en casos imprevistos y graves
en que el alma no podría echar mano del discurso lento y pesado de la razón (v. gr., ante una tentación repentina y violentísima en la que el pecado o la victoria es cuestión de un segundo) y, sobre todo, para perfeccionar los actos de las virtudes dándoles la modalidad divina propia de los dones, inmensamente superior a la atmósfera o modo humano a que tienen que someterse cuando las controla y regula la simple razón natural iluminada por la fe. 5. Necesidad. En el primero de los dos aspectos que acabamos de recordar (tentaciones violentas y repentinas), los dones son necesarios para la misma salvación del alma, y actúan sin falta en todos los cristianos en gracia si el alma no se hace indigna de ellos, ya que Dios no falta nunca en los medios necesarios para la salvación. En el segundo aspecto (perfección de las virtudes) son absolutamente indispensables para alcanzar la perfección cristiana. Es imposible que las virtudes infusas alcancen su plena perfección y desarrollo mientras se vean obligadas a respirar el aire humano que les imprime forzosamente la razón natural iluminada por la fe, que las maneja y gobierna torpemente; necesitan el aire o modalidad divina de los dones, que es el único que se adapta
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perfectamente a su propia naturaleza sobrenatural y divina. En este sentido, las virtudes teologales son las que más necesitan la ayuda de los dones, precisamente por su propia elevación y grandeza. El régimen de las virtudes infusas al modo humano constituye la etapa ascética de la vida cristiana; y el de los dones al modo divino, la etapa mística. No son dos caminos paralelos, sino dos etapas de un solo camino de perfección que han de recorrer todas las almas para alcanzar la perfección cristiana. La mística no es un estado extraordinario y anormal reservado para unos pocos aristócratas del espíritu, sino el camino ordinario y normal que han de recorrer todas las almas para lograr la completa expansión y desarrollo de la gracia santificante, recibida en forma de semilla o germen en el sacramento del bautismo. 6. Suj eto. Los dones residen, como ya hemos dicho, en las potencias del alma. Cuatro de ellos residen en la razón, y los otros tres en la virtud apetitiva. He aquí, en esquema, la distribución de los
mismos según Santo Tomás: Para penetrar la verdad: En la razón
Para juzgar rectamen TE
En la virtud apetitiva
En orden a los demás En orden a sí mismo
De las cosas divinas: De las cosas creadas: De la conducta práctica: (Dios, padres, patria): Contra el temor a los peligros: Contra la concupiscencia desordenada
E NTENDIMIENTO. SABIDURÍA CIENCIA. CONSEJO PIEDAD. FORTALEZA T EMOR .
7. F unción específica de cada uno. Santo Tomás ha precisado admirablemente la función específica que corresponde a cada uno de los dones del Espíritu Santo. Cada uno de ellos tiene por misión directa e inmediata la perfección de alguna de las siete virtudes fundamentales (teologales y cardinales), aunque indi recta y mediatamente repercute sobre todas las virtudes derivadas y sobre el conjunto total de la vida cristiana. He aquí, brevísimamente expuestas, la misión especial y características fundamentales de cada uno de los dones, por orden descendente de excelencia y perfección: 1. EL DON DE SABIDURÍA perfecciona maravillosamente la virtud de la candad, dándole a. respirar el aire o modalidad divina que reclama y exige por su propia condición de virtud teologal perfectísima. A su divino influjo, las almas aman a Dios con amor intensísimo, por cierta connaturalidad con las cosas divinas, que les hunde, por decirlo así, en las profundidades insondables del misterio trinitario. Todo lo ven a través de Dios y todo lo juagan por rabones divinas, con sentido de eternidad, como si hubieran ya traspasado las fronteras del más allá. Han perdido por completo el instinto de lo humano y se mueven únicamente por cierto instinto sobrenatural y divino. Nada puede perturbar la paz inefable de que gozan en lo íntimo de su alma: las desgracias, enfermedades, persecuciones y calumnias, etc., las dejan por completo «inmóviles y tranquilas, como si estuvieran ya en la eternidad» (sor Isabel de la Trinidad). No les importa ni afecta nada de cuanto ocurre en este mundo: han comenzado ya su vida de eternidad. Algo de esto quería decir San Pablo cuando escribió a los filipenses: Porque somos ciudadanos del cielo... (Flp 3,20). 2. EL DON DE ENTENDIMIENTO perfecciona la virtud de la fe, dándole una penetración profundísima de los grandes misterios sobrenaturales. La inhabitación trinitaria, el misterio redentor, nuestra incorporación a Cristo, la santidad de María, el valor infinito de la santa misa y otros misterios semejantes adquieren, bajo la iluminación del don del entendimiento, una fuerza y eficacia santificadora verdaderamente extraordinaria. Estas
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almas viven obsesionadas por las cosas de Dios, que sienten y viven con la máxima intensidad que puede dar de sí un alma peregrina todavía sobre la tierra. EL DON DE CIENCIA perfecciona en otro aspecto la misma virtud de la fe, enseñándole a juagar rectamente de las cosas creadas, viendo en todas ellas la huella o vestigio de Dios, que pregona su hermosura y su bondad inefables. El alma de San Francisco de Asís, iluminada por las claridades divinas de este don, veía en todas las criaturas a hermanos suyos en Cristo, incluso en los seres irracionales o inanimados: el hermano lobo, la hermana flor, la hermana fuente... El mundo tiene por insensatez y locura lo que es sublime sabiduría ante Dios. Es la «ciencia de los santos», que será siempre estulta ante la increíble estulticia del mundo (1 Cor 3,19). EL DON DE CONSEJO Presta magníficos servicios a la virtud de la prudencia, no sólo en las grandes determinaciones que marcan la orientación de toda una vida (vocación), sino hasta en los más pequeños detalles de una vida en apariencia monótona y sin trascendencia alguna. Son corazonadas, golpes de vista intuitivos, cuyo acierto y oportunidad se encargan más tarde de descubrir los acontecimientos. Para el gobierno de nuestros propios actos y el recto desempeño de cargos directivos y de responsabilidad, el don de consejo es de un precio y valor inestimables. EL DON DE PIEDAD perfecciona la virtud de la justicia, una de cuyas virtudes derivadas es precisamente la piedad. Tiene por objeto excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, que está en los cielos. Las almas dominadas por el don de piedad sienten una ternura inmensa al sentirse hijos de Dios, y la plegaria favorita que se les escapa del alma es el Padre nuestro, que estás en los cielos. Viven enteramente abandonadas a su amor y sienten también una ternura especial hacia la Virgen María, su dulce madre; hacia el Papa, «el dulce Cristo de la tierra», y hacia todas las personas en las que brilla un destello de la paternidad divina: el superior, el sacerdote. EL DON DE FORTALEZA refuerza increíblemente la virtud del mismo nombre, haciéndola llegar al heroísmo más perfecto en sus dos aspectos fundamentales: resistencia y aguante frente a toda clase de ataques y peligros, y acometida viril del cumplimiento del deber a pesar de todas las dificultades. El don de fortaleza brilla en la frente de los mártires, de los grandes héroes cristianos, y en la práctica callada y heroica de las virtudes de la vida cristiana ordinaria, que constituyen el «heroísmo de lo pequeño» y una especie de «martirio a alfilerazos», con frecuencia más difíciles y penosos que el heroísmo de lo grande y el martirio entre los dientes de las fieras. EL DON DE TEMOR , en fin, perfecciona dos virtudes: primariamente, la virtud de la esperanza, en cuanto que nos arranca de raíz el pecado de presunción, que se opone directamente a ella por exceso, y nos hace apoyar únicamente en el auxilio omnipotente de Dios, que es el motivo formal de la esperanza. Secundariamente perfecciona también la virtud cardinal de la templanza, ya que nada hay tan eficaz para frenar el apetito desordenado de placeres como el temor de los divinos castigos. Los santos temblaban ante la posibilidad del menor pecado, porque el don de temor les hacía ver con claridad la grandeza y majestad de Dios, por un lado, y la vileza y degradación de la culpa, por otro.
B) Los frutos y las bienaventuranzas Cuando el alma corresponde fielmente a la moción divina de los dones, produce actos de virtud sobrenatural tan sazonados y perfectos, que se llaman frutos del Espíritu Santo. Los más sublimes y exquisitos corresponden a las bienaventuranzas evangélicas, que señalan el punto culminante y el
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coronamiento definitivo acá en la tierra de toda la vida cristiana y son ya como el preludio y comienzo de la bienaventuranza eterna. San Pablo enumera algunos de los principales frutos del Espíritu Santo cuando escribe a los gálatas: «Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay ley» (Gál 5,22-23). Pero sin duda alguna no tuvo intención de enumerarlos todos. Son, repetimos, los actos procedentes de los dones del Espíritu Santo que tengan carácter de especial exquisitez y perfección. Dígase lo mismo de las bienaventuranzas evangélicas. En el sermón de la montaña, Cristo las reduce a ocho: pobreza de espíritu, mansedumbre., lágrimas, hambre y sed de justicia, misericordia, pureza de corazón, paz y persecución por causa de la justicia. Pero también podemos decir que se trata de un número simbólico que no reconoce límites. Son las obras heroicas de los santos, que les hacen pregustar un gusto y anticipo de la felicidad eterna. Dones Entendimiento
Virtudes Fe
Bienaventuranzas Los limpios de corazón
Ciencia
Fe
Los que lloran
Santo temor
Esperanza
Los que lloran y los pobres de espíritu
Sabiduría
Caridad
Los pacíficos
Consejo
Prudencia
Los misericordiosos
Piedad
Justicia piedad
TEOLOGALES
Frutos Vicios Propio: certeza de Ceguera y la fe embotamiento Acabado: gozo espiritual espiritual de la fe Propio: certeza de Ignorancia culpable e la fe inculpable Acabado: gozo espiritual de la fe Modestia, Soberbia y continencia y presunción castidad Caridad, paz y Estupidez, lujuria e gozo espiritual ira Bondad y Precipitación en el benignidad hablar o actuar, tenacidad malvada, lentitud aletargada para las cosas buenas Bondad, Impiedad, dureza de benignidad y corazón mansedumbre
Los misericordiosos, mansos, y los que tienen hambre y sed de CARDINALES justicia Fortaleza Fortaleza - Los que tienen hambre Paciencia y Timidez, pereza. Templanza y sed de justicia longanimidad Concepto: son hábitos sobrenaturales, infundidos por Dios, juntamente con la gracia santificante, en las potencias del alma, para recibir secundar con facilidad las mociones del Espíritu Santo, al modo divino y sobrenatural, con la cooperación libre y voluntaria de parte del sujeto agraciado.
…, por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del E. S. se hace apto para una
Entendimiento:
penetrante intuición de las verdades reveladas, especulativas y prácticas, hasta de las obras creadas en orden al fin sobrenatural.
Ciencia
…, juzga rectamente en lo referente a las cosas creadas. …, por el que el hombre justo, bajo el inst into del E. S. adquiere una docilidad especial para
Santo temor
someterse totalmente a la voluntad divina, por reverencia a la excelencia y majestad de Dios que puede infligirnos un mal. …, que viene inseparable de la caridad, por el cual juzgamos rectamen te a Dios y las cosas divinas, por las últimas y altísimas causas, bajo el instinto especial del E. S. que nos las hace saborear con cierta connaturalidad y simpatía. …, por el cual el alma en gracia, bajo la inspiración del E. S. juzga rectament e las cosas particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural.
Sabiduría Consejo
…, para excitar en la voluntad, por instinto del E. S. un afecto filial hacia Dios, considerado como
Piedad
Padre, y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres, en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre que está en los cielos.
Fortaleza
…, que robustece el alma para practicar por instinto del E. S. toda clase de virtudes heroicas con
invencible confianza en superar las mayores dificultades o peligros que puedan obstaculizar.
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7. LOS PECADOS EN GENERAL 1. NATURALEZA DEL PECADO El pecado, dice San Agustín, es «toda palabra, acto o deseo contra la ley de Dios» (cfr. Contra Faustuml, 22c. 27: PL 42, 418). O bien, según la definición clásica, pecado es: a) la transgresión: es decir violación o desobediencia; b) voluntaria: porque se trata no sólo de un acto puramente material, sino de una acción formal, advertida y consentida; c) de la ley divina: o sea, de cualquier ley obligatoria, ya que todas reciben su fuerza de la ley eterna. Si la transgresión afecta a una ley moral grave, se produce el pecado mortal; si a una leve, el pecado venial. En el primer caso — como veremos más detenidamente — hay un verdadero alejamiento de Dios; en el segundo, sólo una desviación del camino que nos conduce a Él. Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Dios: se encuentra sin sentido y sin dirección en la vida, pues el pecado desorienta esencialmente en relación al fin sobrenatural eterno. El pecado es, por tanto, la mayor tragedia que puede acontecer al hombre: en pocos momentos ha negado a Dios y se ha negado también a sí mismo. Su vida honrada, su vocación, las promesas del bautismo, las esperanzas que Dios depositó en él, su pasado, su futuro, su felicidad temporal y eterna, todo se ha perdido por un capricho pasajero.
a. EL DOBLE ELEMENTO DE TODO PECADO Al hablar del pecado, todos los autores están de acuerdo en señalar que son dos los elementos que entran en su constitutivo interno: el alejamiento o aversión a Dios y la conversión a las criaturas. Veremos cada uno por separado. a) El alejamiento o aversión a Dios . Es un elemento formal y, propiamente hablando, no se da sino en el pecado mortal, que es el único en el que se realiza en toda su integridad la noción de pirado. Al transgredir el precepto divino, el pecador percibe que se separa de Dios y, sin embargo, realiza la acción pecaminosa. No importa que no tenga la intención directa de ofender a Dios, pues basta que el pecador se dé cuenta de que su acción es incompatible con la amistad divina y, a pesar de ello, la realice voluntariamente, incluso con pena y disgusto de ofender a Dios. Por eso no cabe, como intentan señalar hoy en día algunos autores, la distinción entre «pecado grave» y «pecado mortal». Según ellos, el «pecado grave» vendría a ser una tercera categoría entre el pecado mortal y el venial: a él se reducirían aquellas faltas morales que, siendo materia grave, no constituyen, sin embargo, una ruptura radical de nuestra relación fundamental con Dios, porque en el
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fondo no se desea optar en su contra (cfr. Exh. Apostólica post-sinodal Reconciliación y Penitencia de Juan Pablo II, n. 17). En todo pecado mortal hay una verdadera ofensa a Dios, por múltiples razones: 1) porque es el supremo legislador, que tiene derecho a imponernos el recto orden de la razón mediante su ley divina, que el pecador quebranta advertida y voluntariamente; 2) porque es el último fin del hombre y éste, al pecar, se adhiere a una criatura en la que de algún modo pone su fin; 3) porque es el bien sumo e infinito, que se ve rechazado por un bien creado y perecedero elegido por el pecador; 4) porque es gobernador, de cuyo supremo dominio se intenta sustraer el hombre, bienhechor que ve despreciados sus dones divinos, y juez al que el hombre no teme a pesar de saber que no puede escapar de Él. b) La conversión a las criaturas. Como
se deduce de lo ya dicho, en todo pecado hay también el goce ilícito de un ser creado, contra la ley o mandato de Dios. Casi siempre es esto precisamente lo que busca el hombre al pecar, más que pretender directamente ofender a Dios: deslumbrado por la momentánea felicidad que le ofrece el pecado, lo toma como un verdadero bien, como algo que le es conveniente, sin admitir que se trata sólo de un bien aparente que, apenas gustado, dejará en su alma la amargura del remordimiento y de la decepción. Como ya habíamos dicho, en la inmensa mayoría de los casos el pecado resulta originado por este segundo elemento. Los pecados motivados directamente por el primer elemento — el odio o aversión a Dios — se denominan pecados satánicos. Además del desorden que implican estos dos constitutivos internos — rechazo de Dios, mal uso de un ser creado — , hay que decir también que el pecado conlleva otros desórdenes: 1) una lesión a la razón natural todo pecado es una verdadera estupidez (vera sulita, dice Santo Tomás de Aquino: cfr. S. Th II-II, q. 71, a. 2) cometido contra la recta razón, pues por el gozo de un bien finito se incurre en la pérdida de un bien infinito; 2) una lesión al orden social: la inclinación al mal, que permanece después del pecado original y se agrava con los pecados actuales, ejerce su influjo en las mismas estructuras sociales, que en cierto modo están marcadas por el pecado del hombre. Los pecados de los hombres son causa de situaciones objetivamente injustas, de carácter social, político, económico, cultural, etc. En este sentido puede hablarse con razón del pecado social, que algunos llaman estructural: todo pecado tiene siempre una dimensión social, pues la libertad de todo ser humano posee por sí misma una orientación social (cfr. Exh. Ap. post-sinocal Reconciliación y Penitencia de Juan Pablo II, n. 16); 3) una lesión al Cuerpo Místico de Cristo: asimismo, todo pecado repercute en la Iglesia, pues se desarrolla en el misterio de la comunión de los santos: «Se puede hablar de una "comunión del pecado", por el que un alma que se abaja, abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente al que lo comete» (ibidem).
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b. DISTINCION DE LOS PECADOS Nos interesa conocer en los pecados tres distinciones fundamentales: la teológica, la específica y la numérica. a) Distinción teológica: es la que existe entre el pecado mortal y el venial. De esta distinción se hablará con detenimiento más adelante. b) Distinción específica: es la que existe entre pecados de diversa especie o naturaleza. Es una distinción necesaria por el precepto divino de confesar los pecados graves en su especie ínfima (ver 5.1.3). Son específicamente distintos: 1) los pecados que se oponen a diversas virtudes: p. ej., la gula, que se opone a la templanza, y el robo, que se opone a la justicia; 2) los pecados que se oponen a la misma virtud por exceso y por delecto. p. ej., la presunción (exceso desordenado de esperanza) y la desesperación (falta de esperanza); o la soberbia (falta de humildad) y la pusilanimidad (falsa humildad); 3) los pecados que se oponen a diversos objetos de una misma virtud: la justicia, p. ej., comprende cuatro bienes diferentes — la vida, la fama, el honor y la propiedad — que originan cuatro pecados diversos: el homicidio, la murmuración, la injuria y el robo; 4) los pecados que quebrantan leyes o preceptos dados por motivos diversos: p. ej., quien omite la asistencia a una Misa que debe oír por ser domingo y por cumplir una penitencia. c) Distinción numérica: es la que existe entre los diversos actos pecaminosos cometidos. El número de pecados se determina con las siguientes consideraciones: 1) Cuando se trata de pecados específicamente diversos es muy fácil distinguir su número; si uno mata y roba a la vez, es claro que comete dos pecados distintos: el homicidio y el robo. 2) Cuando se trata de un mismo acto que incluye objetos diferentes, se cometen tantos pecados como objetos. Por ej., quien roba una vez a dos personas, comete dos hurtos, o quien admite de una vez un mal deseo con dos personas, comete dos pecados. 3) Cuando se trata de un solo acto interno, que tiende a un solo objeto, habrá nuevo pecado cada vez que se renueve el consentimiento, y el consentimiento se vuelve a dar cuando se renueva después de interrumpido, ya voluntaria, ya involuntariamente (p. ej., por sueño o distracción). 4) Si se trata de un acto externo habrá nuevo pecado cada vez que hay un acto completo: p. ej., quien lee una revista inconveniente comete un solo pecado mortal, pero si su intención fue leer una sola parte, al leer las otras comete nuevo pecado.
c. LA ESPECIE MORAL INFIMA
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Interesa tratar este inciso porque para la confesión es preciso declarar los pecados según su especie moral ínfima (cfr. CIC, c. 988); es decir, que el pecado ha de ser expresado de forma tal que no admita inferiores subdivisiones en especies distintas. Así, no se puede decir tan sólo: me acuso de un pecado contra la caridad, o de un pecado de lujuria; hay que especificar si Fue de pensamiento, deseo, palabra, de tal obra, etc., añadiendo las circunstancias que pueden modificar su especie. En el caso de los pecados mortales, ha de decirse siempre, además, el número de veces que se cometió. Si esto resulta muy difícil — porque no es fácil recordar, porque hace muchos años de la última confesión, etc. — , ha de decirse un número aproximado (alrededor de 2 veces al mes durante tres años, p. ej.).
2. CLASIFICACION DEL PECADO Original ;
(el pecado de Adán y Eva, que se transmite a todos los hombres por generación)
Personal ; (el pecado que comete el propio individuo) Habitual (es la
mancha y deja en el alma el pecado actual. Se llama también «estado de pecado»)
Actual ; (cada transgresión de la ley divina) Interno; (si se realiza sólo en la Externo;
mente o el corazón, p. ej., odiar)
(si se realiza exteriormente, con palabras o hechos)
Formal ; (cuando se comete a sabiendas de que se
quebranta la ley o, en otras palabras, si se actúa en
contra de la conciencia) Material ;
(cuando se quebranta la ley involuntariamente, es decir, la conciencia es recta pero errónea. Es el caso de actuar por ignorancia invencible) de comisión;
(acción positiva contra un precepto: p. ej., el homicidio)
de omisión (ausencia de un acto positivamente imperado; p. ej., no oír Misa en día festivo) mortal. Venial.
Esta última clasificación es la que más nos interesa, porque en un caso, el del pecado mortal, al destruirse la gracia, hay un aleja miento total de Dios que, de no rectificarse, supone el perderlo eternamente. Por lo tanto, está en juego la consecución o la pérdida del fin último para el que hemos sido creados.
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3. EL PECADO MORTAL a. DEFINICION DEL PECADO MORTAL Es la transgresión deliberada y voluntaria, de la ley moral, en materia grave.
Se llama mortal porque implica la muerte del alma a la vida de la gracia, ya que supone incurrir en los dos elementos constitutivos del pecado: aversión a Dios y conversión a las criaturas (en el pecado venial, en cambio, sólo se incurre propiamente en uno de ellos: la conversión a las criaturas). Su Santidad Juan Pablo II recordó esta doctrina en un documento reciente: «... para vivir espiritualmente, el hombre debe permanecer en comunión con el supremo principio de vida, que es Dios, en cuanto es el último fin de todo su ser y obrar. Ahora bien, el pecado es un desorden perpetrado por el hombre contra ese principio vital. Y cuando por medio del pecado el alma comete una acción desordenada que llega hasta la separación del fin último — Dios — al que está unida por la caridad, entonces se da el pecado mortal» (Exh. Ap. "Reconciliación y Penitencia", n. 17, del 2-XII84).
b. EL PECADO MORTAL EN RELACION A DIOS Y AL HOMBRE En relación a Dios el pecado mortal supone: a) gravísima injusticia contra su supremo dominio al sustraerse de su ley; b) desprecio de la amistad divina, manifestando enorme ingratitud para quien nos ha colmado de tantos y tan excelentes beneficios; c) renovación de la causa de la muerte de Cristo; d) violación del cuerpo del cristiano como templo del Espíritu Santo. Por todo ello, teniendo en cuenta la distancia infinita entre el Creador y la criatura, el pecado mortal encierra una maldad en cierto modo infinita. Además, como el orden moral tiene carácter eterno — ley eterna, destino eterno del hombre — , su negación consciente rebasa el tiempo y llega hasta la eternidad. En relación al hombre, el pecado mortal supone la negación del primer y más fundamental valor ontológico, la dependencia de Dios. La consecuencia primera será la aversión habitual de Dios, de la que se siguen: a) la muerte del alma, que queda privada de la gracia divina, de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. Son famosas las siguientes palabras del Papa San León: «Reconoce, cristiano, tu dignidad y hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a tu antigua vileza»; b) la pérdida de la presencia de la Santísima Trinidad en el alma; c) la pérdida de los méritos adquiridos durante la vida; d) el oscurecimiento de la inteligencia que la misma ceguedad de la culpa lleva consigo (vera estulticia);
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e) la pérdida del derecho a la gloria eterna. El Papa Benedicto XII expone este efecto con las siguientes palabras: «Definimos además que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, in-mediatamente después de la muerte descienden al infierno» (Dz. 531; cfr. también Mt. 25, Mc. 9, 42; Apoc. 14, 11; S. Th. I II, q. 87, a. 3); f) el reato de pena y la esclavitud de Satanás; de hijo de Dios, el hombre pasa a ser enemigo de Dios. El concilio de Trento (ses. 14, cap. 5) señala que «todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de la ira y enemigos de Dios». Aunque el pecador no quiera el alejamiento de Dios, sabe muy bien que independientemente de sus deseos subjetivos, el orden moral objetivo establecido por Dios prohíbe o manda esa acción, castigando con la pena eterna el hacerla u omitirla y, a pesar de saber todo esto, la realiza o la omite. Por un instante de gozo, fugaz y pasajero, acepta quedarse sin su fin sobrenatural eterno. Teniendo en cuenta la distancia infinita entre el Creador y el hombre, como ya quedó dicho, el pecado mortal encierra una maldad en cierto modo infinita que nos permite llamarlo «mysterium iniquitatis»; es «la inexplicable maldad de la criatura que se alza, por soberbia, contra Dios» (Escrivá de Balaguer, J., «Es Cristo que pasa», Ed. ERSA, de C.V., n. 95).
c. CONDICIONES PARA QUE HAYA PECADO MORTAL Para que haya pecado mortal se requiere que la acción reúna tres condiciones: materia grave (factor objetivo), plena advertencia y perfecto consentimiento (factores subjetivos). a) Materia grave
No todos los pecados son igualmente graves, puesto que caben distintos grados de desorden objetivo en los actos malos, así como distintos grados de maldad subjetiva al cometerlos. Para que se dé el pecado mortal es necesario siempre la materia grave en sí misma (porque el objeto de aquel acto es en sí mismo grave, p. ej., el aborto) o en sus circunstancias (p. ej., por el escándalo que puede causar). Para reconocer si la materia es grave, habrá que decir que todo aquello que sea incompatible con el amor a Dios supone materia grave (es claro, por ejemplo, que la blasfemia o la idolatría no admiten consorcio alguno con el amor a Dios). La seguridad de tal incompatibilidad viene dada por las mismas fuentes de la Teología Moral (cfr. 1.3), en concreto: 1) Las enseñanzas de la Sagrada Escritura: en muchos textos se habla de pecados que excluyen del Reino de los Cielos (cfr. p. ej., Mt. 5, 22; o bien I Cor. 6, 9-10: «no os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los blasfemos, ni los rapaces, poseerán el reino de Dios»). 2) Las enseñanzas de la Iglesia que, por ser depositaría e intérprete de la Revelación divina y de la ley natural, dictamina con su magisterio la licitud o ilicitud de acciones concretas (p. ej., condenas de errores morales: cfr. Dz. 1151-1216, Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre Ética Sexual, 29-XII-1975, etc).
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3) Las razones teológicas, con las que se ponderan los motivos que hacen considerar las acciones como graves desórdenes. Así, los teólogos y doctores de la Iglesia suelen dividir los pecados en dos categorías especiales: Los que de suyo siempre son mortales (llamados también intrínsecamente mortales o pecados graves ex toto genere suo); es decir, no admiten parvedad de materia y no pueden ser leves sino por falta de plena advertencia o perfecto consentimiento (p. ej., la blasfemia, la idolatría, la lujuria, etc.). Así lo explicaba recientemente el Papa Juan Pablo II: «algunos pecados, por razón de su materia, son intrínsecamente graves y mortales. Es decir, existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave» (Exh. Ap. Reconciliación y penitencia, n. 17, 2-XII-1984). Los que no siempre son mortales (llamados pecados graves ex genere suo), ya que aunque se refieren a materia gravemente prohibida (p. ej., el hurto), admiten parvedad de materia, de modo que si sólo hay materia leve no pasan de pecado venial (p. ej., robar una cosa insignificante). b) Plena advertencia
Ya al hablar de los actos humanos vimos lo referente a la advertencia y al consentimiento, por lo que aquí diremos sólo algunas cosas prácticas. En primer lugar, que la advertencia se refiere a dos cosas: 1. advertencia del acto mismo: es necesario darse cuenta de lo que se está haciendo (p. ej., no advierte totalmente la acción el que está semidormido); 2. advertencia de la malicia del acto; es necesario advertir aunque sea confusamente — que se está haciendo un pecado, un acto malo (p. ej., el que come carne en vigilia, pero ignora absolutamente que lo es, advierte la acción — comer carne — , pero no su ilicitud). Cabe también decir que la advertencia no comienza sino cuando el hombre se da cuenta de la malicia del acto: mientras no se advierta esta malicia no hay pecado. Sin embargo, también es necesario decir que para que haya pecado no es necesario advertir que se está ofendiendo a Dios; basta darse cuenta — aunque sea confusamente — que se realiza un acto malo. c) Perfecto consentimiento
Como el consentimiento sigue naturalmente a la advertencia, debe decirse que sólo es posible hablar de consentimiento pleno t liando ha habido plena advertencia del acto. Si no hubo advertencia plena del acto o de su malicia, puede también decirse que falla el perfecto consentimiento para la realización de ese acto o para su imputabilidad moral. Es importante distinguir entre «sentir» una tentación y «consentirla». En el primer caso se trata de un fenómeno puramente sensitivo — de la parte animal del hombre — , mientras que el segundo en va un acto plenamente humano, pues supone la intervención positiva de la voluntad. No es fácil saber siempre si hubo consentimiento pleno. En caso de duda, sirve lijarse en lo que pasa ordinariamente: quien ordinariamente consiente debe juzgar que consintió, y al contrario. En todo caso, lo mejor es cónsul lar e ir.se formando la conciencia. Igualmente es importante recordar que es ilícito proceder con duda: debe salirse de ella antes de actuar.
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No debe confundirse el consentimiento semipleno o la falta de consentimiento con una acción voluntaria que alguien realiza bajo coacción física o moral superable. Por ejemplo, aquel que, amenazado de muerte, inciensa un ídolo, hace un acto perfectamente consentido: ha aceptado positivamente en su voluntad el ser idólatra, aunque lo hiciera bajo coacción.
4. EL PECADO VENIAL a. DEFINICION Y NATURALEZA DEL PECADO VENIAL Pecado venial es la transgresión de la Ley de Dios en la que no se dan con totalidad alguno o algunos de los componentes del pecado mortal. En otras palabras, se da pecado venial si la materia es leve o — con materia grave — la advertencia o el consentimiento no fueron plenos. Venial viene de la palabra «venia», que significa perdón, y alude al más fácil perdón de este tipo de faltas: se remiten no exclusivamente en el fuero sacramental sino también por otros medios. El pecado venial difiere sustancialmente del mortal, ya que no implica el elemento esencial del pecado mortal que es, como quedó explicado (cfr. 5.3.1.), la aversión a Dios. En el pecado venial se da sólo el segundo elemento, una cierta conversión a las criaturas compatible con la amistad divina. De acuerdo con la enseñanza de Santo Tomás, el pecado venial es un desorden en las cosas, un mal empleo de las fuerzas para caminar hacia Dios, pero en el que se conserva la ordenación fundamental al último fin: «los pe cados que incurren en desorden respecto a las cosas que orientan al fin, pero que conservan su orden al fin último, son más reparables y se llaman veniales» (S. Th. III, q. 88, a. 1). El Papa Juan Pablo II explica: «... cada vez que la acción desordenada permanece en los límites de la separación de Dios, entonces el pecado es venial. Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza eterna» (Exhort. Apost. Reconciliación y Penitencia n. 17, 2-XII-1984). Para clarificar estos conceptos suele ponerse el ejemplo del que emprende un viaje con el objeto de llegar a un determinado lugar. El pecado mortal equivaldría al hecho de que ese viajero de pronto se pusiera de espaldas y comenzara a caminar en sentido contrario, alejándose así cada vez más de la meta buscada. En cambio, quien comete un pecado venial es como el viajero que simplemente hace una desviación, un pequeño rodeo, pero sin perder la orientación fundamental hacia el punto donde se dirige.
b. CONDICIONES PARA QUE HAYA PECADO VENIAL Un pecado puede ser venial por dos razones: Porque la materia sea leve (p. ej. una mentira jocosa, falta de aprovechamiento del tiempo en los estudios — que no tiene consecuencias graves en los exámenes — , una pequeña desobediencia a los padres, etc.); Porque siendo la materia grave, la advertencia o el consentimiento no han sido perfectos (p. ej., los pensamientos impuros se- m i-consentidos, una ofensa en un partido de fútbol por apasionamiento, etc.).
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Conviene tener en cuenta también que el pecado venial objetivamente considerado puede hacerse subjetivamente mortal por las siguientes causas: 1) por conciencia errónea: si se cree que una mentira leve es pecado grave, y se dice, se peca gravemente; 2) por un fin gravemente malo: si se dice una pequeña mentira deseando cometer, gracias a ella, un hurto grave; 3) por acumulación de materia: cuando se roba 10 más 10 más 10...; 4) por el grave detrimento que se siga del pecado venial: de daños materiales: p. ej., el médico que por un descuido leve ocasiona la muerte del paciente; de peligro de pecado mortal: p. ej., el que por curiosidad acude a un espectáculo sospechando que será para él ocasión de pecado; por peligro de escándalo: p. ej., el que inventa aventuras que llevan a otros a cometer pecados.
c. EFECTOS DEL PECADO VENIAL Si bien es cierto el abismo que media entre el pecado mortal y el venial, no lo es menos que el pecado venial, en cuanto ofensa a Dios, supone múltiples males en el alma. He aquí sus efectos: 1) se actualiza la desobediencia, desprecio e ingratitud para con Dios; 2) disminuye el fervor de la caridad, alejándonos de la cercanía divina y dificultando la práctica de la virtud; 3) aumenta los castigos en el purgatorio; 4) disminuye el grado de gloria en el cielo que habríamos merecido ante Dios sin esos pecados veniales; 5) como efecto más grave, el pecado venial predispone al mortal, pues a base de ceder en lo poco llega un momento en que el alma no tiene fortaleza suficiente para rechazar el pecado mortal: «el que descuida lo poco, poco a poco caerá (en lo grande)» (Eclo. 19,1). «Ha sido dura la experiencia: no olvides la lección. Tus grandes cobardías de ahora son — está claro — paralelas a tus pequeñas cobardías diarias. "No has podido" vencer en lo grande "porque no quisiste" vencer en las cosas pequeñas» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n. 828).
5. PECADOS ESPECIALES Algunos pecados especiales se agrupan bajo los siguientes nombres: a. Pecados contra el Espíritu Santo, que tienen en común el desprecio formal de algún don recibido para apartarse del pecado. Se comprenden entre éstos pecados tales como la presunción de salvarse sin méritos, la desesperación, la impugnación de la verdad cristiana conocida, la obstinación en el pecado y la impenitencia final.
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b. Pecados que claman al cielo, porque su influencia nefasta en el orden social pide venganza de lo alto. Suelen recibir esta denominación el homicidio, la sodomía, la opresión de los débiles, la retención del salario a los obreros. c. Pecados capitales, llamados así porque los demás suelen proceder de ellos como su fuente. Clásicamente se citan la soberbia o vanagloria, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
6. LAS IMPERFECCIONES Se trata de transgresiones voluntarias no ya de los preceptos obligatorios de la ley, sino de lo que es un simple consejo o conveniencia para la salvación. Es un rechazo voluntario de las gracias actuales que Dios nos va dando para que en cada momento hagamos lo que es de su agrado. Es no decir a Dios siempre que sí. Conviene considerar que, al ser Dios infinito, nada escapa a su querer, ni aun las cosas que nosotros podríamos considerar intrascendentes (p. ej. ir el domingo a este lado o al otro, decir o callar un comentario, etc.). Nada le es indiferente: en su Sabiduría infinita ha determinado hasta en sus últimos detalles lo que es de su agrado en cada momento de nuestra vida. Del primer precepto del Decálogo (cfr. Deut. 6, 4-9; Mt. 22, 37-38), confirmado por las palabras del Señor en el Sermón de la Montaña — «sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto» (cfr. Mt. 5, 48; ver también I Cor., 1, 2; Gal. 4, 6-7) — se sigue la obligación de todos los hombres de tender a la perfección y, por tanto, de luchar continuamente para evitar la imperfección en todos los ámbitos de las virtudes.
7. CAUSAS DEL PECADO En realidad siempre la causa universal de todo pecado es el egoísmo o amor desordenado de sí mismo (cfr. S. Th., I-II, q. 84, a. 2). Amar a alguien es desearle algún bien, pero por el pecado desea el hombre para sí mismo, desordenadamente, un bien sensible incompatible con el bien racional. Que el amor desordenado a sí mismo y a las cosas materiales es la raíz de todo pecado queda frecuentemente de manifiesto en la Sagrada Escritura (cfr. Prov. 1,19; Edo. 10, 9; Jue. 5, 10; 10, A-, I Sam. 25, 20; II Sam. 17, 23; I Re 2, 40; Mt? 10, 25; etc.). Junto a la causa universal de todo pecado, podemos distinguir otras, tanto internas como externas: Las causas internas son las heridas que el pecado original dejó en la naturaleza humana: 1) la herida en el entendimiento: la ignorancia que nos hace desconocer la ley moral y su importancia; 2) la herida en el apetito concupiscible: la concupiscencia o rebelión de nuestra parte más baja, la carne, contra el espíritu; 3) la herida en el apetito irascible: la debilidad o dificultad de alcanzar el bien arduo, que sucumbe ante la fuerza de la tentación y es aumentada por los malos hábitos; 4) la herida en la voluntad: la malicia que busca intencionadamente el pecado, o se deja llevar por él sin oponer resistencia.
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Las causas externas son: 1) el demonio, cuyo oficio propio es tentar o atraer a los hombres al mal induciéndonos a pecar: «Sed sobrios y estad en vela, porque vuestro enemigo el diablo anda girando como león rugiente alrededor de vosotros en busca de presa que devorar» (I Pe. 5, 8; cfr. también Sant. 4, 7); 2) las criaturas que, por el desorden que dejó en el alma el pecado original, en vez de conducirnos a Dios en ocasiones nos alejan de Él. Pueden ser causa del pecado ya sea como ocasión de escándalo (ver 7.3.3 d), bien cooperando al mal del prójimo (ver 7.3.3. e).
8. LAS TENTACIONES Por tentación se entiende toda aquella sugestión interior que, procediendo de causas tanto internas como externas, incita al hombre a pecar. Las tentaciones actúan en el hombre de tres maneras: 1) engañando al entendimiento con falsas ilusiones, haciéndonos ver, p. ej., la muerte como muy lejana, la salvación muy fácil, a Dios más compasivo que justiciero, etc.; 2) debilitando nuestra voluntad, haciéndola floja a base de caer en la comodidad, la negligencia, etc.; 3) instigando los sentidos internos, principalmente la imaginación, con pensamientos de sensualidad, de soberbia, de odio, etc. Las tentaciones son pecado no cuando las sentimos, sino sólo cuando voluntariamente las consentimos (cfr. Conc. de Trento, ses. 5, cap. 5; Dz. 792). Es importante comprender con claridad que la tentación sólo puede «incitar» a pecar, pero nunca obliga a la voluntad, que permanece siempre dueña de su libre albedrío. Ninguna fuerza interna o externa puede obligar al hombre a pecar. Por tanto, siempre podemos vencer las tentaciones, ya que ninguna de ellas es superior a nuestras fuerzas «Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho» (I Cor. 10, 13). Dios no quiere nuestras tentaciones, pero las permite, ya para humillarnos, haciéndonos ver la necesidad que tenemos de su gracia, ya para fortalecernos con la lucha, ya para que adquiramos méritos para el cielo. Los medios para vencer las tentaciones están siempre al alcance de la mano: 1) los medios sobrenaturales, que son los más importantes: la oración, la frecuencia de los sacramentos y la devoción a la Santísima Virgen; 2) la mortificación de nuestros sentidos, que fortalece la voluntad para que pueda resistir en el momento de la tentación; 3) evitar la ociosidad, que origina muchas dificultades en la lucha contra el pecado; 4) huir de las ocasiones de pecado, pues nunca es lícito exponerse voluntariamente a peligro próximo de pecar: supondría conceder poca importancia a la probable ofensa a Dios y tiene, por tanto, razón de verdadero pecado. «No tengas la cobardía de ser "valiente": ¡huye!» (Camino, n. 132).
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9. LA OCASION DE PECADO Por ocasión de pecado se entiende toda aquella situación en la que el hombre se encuentra en peligro de caer en pecado. Se distingue de la tentación al ser una realidad externa que se presenta como motivo de pecado. La tentación, en cambio, es sólo una sugestión interior. La ocasión de pecado puede ser: a) próxima: si el peligro de pecar es muy grande y la comisión del pecado casi segura; b) remota: si el peligro de pecar no es grande; c) voluntaria: si el hombre la busca libremente; d) necesaria: cuando es física o moralmente inevitable. Los principios morales en relación a la ocasión de pecado son: 1) La ocasión próxima voluntaria de pecar, es gravemente pecaminosa. Existe, por tanto, el deber absoluto de evitar ese tipo de ocasión, al grado de exigirse como condición previa indispensable para recibir la absolución sacramental, pues no manifestaría sincero arrepentimiento el que no se aparte de la ocasión próxima voluntaria; p. ej., no podría impartirse la absolución al que no quisiera deshacerse de las revistas obscenas que le suponen ocasión de pecar (cfr. Mt. 5, 29 ss.; 18, 8; Dz. 1211-1213). 2) En la ocasión próxima necesaria, el hombre debe emplear todos los medios a su alcance para alejar en lo posible la ocasión de pecar y restarle influencia. En otras palabras, debe convertir la ocasión próxima en remota. 3) Es imposible al hombre evitar todas las ocasiones remotas de pecar, especialmente en relación al pecado venial, tanto por la fragilidad de su naturaleza como por los peligros externos. Debe, sin embargo, aumentar por ello su confianza en Dios y acudir con más frecuencia a los medios sobrenaturales, evitando igualmente la excesiva inquietud.
EJERCICIOS 1. Anotar cinco ejemplos de pecado mortal, con su especie moral ínfima. 2. Indicar en qué tipo de pecados, de los indicados en 5.2 se han de situar: el homicidio, el mal deseo, no asistir a la Misa dominical, la ido latría y la blasfemia. 3. Poner tres casos de acciones que incluyan: a) materia grave-advertencia plena-perfecto consentimiento b) materia grave-advertencia plena-no consentimiento c) materia leve-advertencia plena-no consentimiento d) materia leve-advertencia plena-perfecto consentimiento 4. Anotar tres actos de la vida cotidiana en los que una persona puede estar en ocasión próxima voluntaria de pecar, y tres en ocasión próxima necesaria. 5. Señala qué tipo de ocasión de pecado pueden suponer: a) los anuncios comerciales en la calle
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b) una mala amistad c) hermano ladrón d) antena parabólica e) compañeros de clase drogadictos f)escuchar chistes obscenos. 6. Decir por qué es falsa la siguiente afirmación de Miguel Bayo: «La concupiscencia o ley de la carne, y sus malos deseos que los hombres sienten a pesar suyo son verdadera desobediencia a la ley» (Dz. 1051). 7. Indicar el significado de los siguientes términos: a) especie b) ontológico c) pecado formal d) pecado material e) concupiscencia f) omisión. 8. Indica con tus propias palabras cuáles son las consecuencias del pecado mortal en relación a Dios y en relación al hombre. 9. De acuerdo a los principios morales sobre la ocasión de pecado, comenta el siguiente relato: Alipio, cit. en Ilustrísimos señores del Card. Albino Luciani, Ed. BAC-Minor, Madrid, 1978, pp. 285-6. 10. Transcribe y comenta la cita de II Pe 2, 20-22. 11. Explica el porqué del siguiente comentario: «Santo Tomás de Aquino se hallaba moribundo. Uno de los que lo rodeaban le preguntó: ¿qué es lo que más te ha admirado en la tierra? El santo no dudó en responder: lo que nunca he podido comprender es que un hombre se atreva a dormir en pecado mortal». Trabajo de investigación.
En un escrito no mayor de cuatro páginas a doble espacio, indica el significado de mysterium iniquitatis, mysterium pietatis, conversión del pecador y pérdida del sentido del pecado, según la Exhortación Apostólica Reconciliación y penitencia de S.S. Juan Pablo II (2-XII-1984).
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SEGUNDA PARTE MORAL ESPECIAL SECCION PRIMERA DEBERES PARA CON DIOS 1. Amarás a Dios sobre todas las cosas. I. Virtudes teologales II. Virtud de la religión 2. No tomarás el nombre de Dios en vano. 3. Santificarás las fiestas. I. Preceptos de la Iglesia
SECCION SEGUNDA DEBERES PARA CON EL PROJIMO Y CONSIGO MISMO 4. Honrarás a tu padre y a tu madre. 5. No matarás. 6. No cometerás actos impuros. 7. No robarás. 8. No darás falso testimonio ni mentirás. 9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros. 10. No desearás los bienes ajenos.
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LOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE DIOS 1. LOS MANDAMIENTOS: CAMINO PARA CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS El hombre tiene un fin para el que ha sido creado por Dios: darle «gloria amándolo y obedeciéndolo en la tierra, para después ser feliz con El en el Cielo. La razón de ser de nuestra existencia es dar gloria a Dios. ¿Y cómo daremos gloria a Dios? Cumpliendo en todo momento su voluntad: la voluntad divina nos encamina a nuestro fin y, como seres libres que somos, debemos asumirla con deseos de amar y obedecer a nuestro Creador y Señor. La voluntad de Dios se cumple primariamente en la observancia de los mandamientos que son el camino para salvarse. El que los cumple, se salva; el que no los cumple se condena. Son, por tanto, el compendio de lo que Dios desea que hagamos. Cuenta el Evangelio que un muchacho se acercó a Jesús y le preguntó: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?». El Señor le respondió: «Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos» (Mt 19-17). De esta manera tan clara Jesucristo le indicó — y nos indica también a nosotros — cuál es el camino para ir al Cielo.
2. REVELACION DEL DECALOGO Impíos los hombres tenemos la ley natural grabada en el corazón, de forma que — con cierta facilidad — podemos conocer sus principios fundamentales. Sin embargo, el pecado original y los pecados personales posteriores han oscurecido el entendimiento de tal forma que a veces es difícil conocer sus principios. Por esta razón, para que con mayor facilidad, con firme certeza y sin ningún error todos los hombres pudieran conocer lo que debían hacer para salvarse, Dios reveló su voluntad dándonos los diez mandamientos. En el Monte Sinaí, 1500 años antes de Cristo, después de que el pueblo elegido salió de Egipto, Dios anunció a Moisés el Decálogo, dándole esculpidos los diez mandamientos en dos tablas de piedra para que nunca se olvidaran de cumplirlos (cfr. Ex. 19-20). La ley que Dios entregó a Moisés en el Sinaí fue llevada a la perfección por Jesucristo, que se ha puesto a Sí mismo como modelo y camino para alcanzar la vida eterna (cfr. Jn. 14, 16). Esta perfección se revela — como veremos más adelante — en el mandamiento nuevo del amor: amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas, y amar a los demás como a nosotros mismos.
3. DEBER DE CUMPLIR EL DECALOGO El deber que tenemos de guardar los mandamientos es absoluto: si Dios es el Creador, Dueño y Señor del universo, toda la creación está sometida a la ley por Él impuesta.
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Las criaturas irracionales la cumplen inexorablemente, pero el hombre es libre y puede no seguirla. Si no observa la ley divina, comete pecado, ofende a Dios, se hace daño a sí mismo y a los demás. En cambio, cuando guarda los mandamientos, el hombre tiene la seguridad de estar en el buen camino. Por eso, debemos cumplir los mandamientos, y cumplirlos con amor. Pero para poder cumplirlos, es preciso antes conocerlos muy bien. Esos diez mandamientos de la ley de Dios son una prueba de su amor y de su misericordia: son como las señales indicadoras que nos muestran el modo de obrar rectamente y nos avisan de los peligros. Está en nuestro poder el vivirlos con la gracia de Dios, que siempre concede a quien la pide debidamente. Si a algunos les resulta muy difícil su cumplimiento es porque abandonan la oración, la frecuencia de sacramentos y los demás medios que Dios nos ha dejado. Por eso escribía San Agustín: «Dios no manda imposibles: te avisa que cumplas lo que puedas, y pidas lo que no puedas, y El te dará la gracia para que puedas» (cfr. De nat. et gratia, c. 43, 50: PL 44, 271).
4. ENUNCIADO Y SINTESIS DE LOS MANDAMIENTOS Los mandamientos de la Ley de Dios son diez (por eso se llaman decálogo, de diez palabras o leyes). Su enunciado, de modo resumido es: 1. Amarás a Dios sobre todas las cosas. 2. No tomarás el nombre de Dios en vano. 3. Santificarás las fiestas. 4. Honrarás a tu padre y a tu madre. 5. No matarás. 6. No cometerás actos impuros. 7. No robarás. 8. No darás falso testimonio ni mentirás. 9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros. 10. No desearás los bienes ajenos. Los tres primeros mandamientos hacen referencia al honor a Dios y los otros siete al provecho del prójimo. Por eso, los diez mandamientos pueden sintetizarse en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. El amor, por tanto, es la perfección de toda ley. Por último, es importante señalar que cada mandamiento encierra dos partes: una positiva, o sea lo que manda; y otra negativa, lo que prohíbe
EJERCICIOS 1. Cita el pasaje del Evangelio en que Nuestro Señor resume los diez mandamientos. 2. En caso de que los diez mandamientos no hubieran sido promulgados por Dios en el Sinaí: a) ¿los conoceríamos de alguna manera? b) ¿estaríamos obligados a observarlos? c) ¿el hombre ignoraría algún precepto? 3. Señala las siete obras de misericordia corporales, y las siete espirituales.
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4. Transcribe y comenta las palabras de San Pablo en Rom. 2, 14-16. 5. Contesta con brevedad a las siguientes preguntas: a) ¿qué son las tablas de la ley? b) ¿dónde está el Monte Sinaí? c) ¿cuántos años duró el Éxodo? d) ¿quién fue Aarón? 6. Indica en qué mandamiento(s) se podría(n) incluir las siguientes acciones: a) ir a Misa b) calumniar c) incensar a los ídolos d) fraude e) perjurio f) curar a un herido g) copiar en un examen h) no poseer cosas superfluas i) emborracharse Trabajo de investigación . Con base en la
Sagrada Escritura, encuentra: a) tres preceptos ceremoniales del Antiguo Testamento que no obliga ya en el Nuevo b) la formulación de los diez mandamientos de acuerdo a los capítulos 19 y 20 del Éxodo c) tres preceptos de la Nueva Ley no contenidos explícitamente en la Antigua
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SECCION PRIMERA: DEBERES PARA CON DIOS 1. PRIMER MANDAMIENTO: AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS Relata el Evangelio que un doctor de la Ley se acercó a Jesús con la intención de tentarlo: «Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de la Ley?» La respuesta del Señor, conocida por todos, fue: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento» (Mt 22, 36-38). Además de ser el principal precepto divino, este mandamiento de alguna manera los incluye a todos: cualquier transgresión a la ley de Dios implica necesariamente ausencia de amor a Él. El mandato de amar a Dios sobre todas las cosas conlleva la necesidad de vivir las virtudes de la fe, esperanza, caridad y la virtud de la religión: la fe, porque para amar a Dios antes hay que creer en Él; la esperanza, porque el amor exige la confianza en sus bondades; la caridad, por ser el objeto propio del mandamiento; la religión, en cuanto que es la virtud que regula las relaciones del hombre con Dios. Los pecados contra las cuatro virtudes antes mencionadas constituyen el ámbito de prohibiciones del primer mandamiento. La especie moral ínfima de los pecados contra este precepto se trata al estudiar cada virtud.
I - VIRTUDES TEOLOGALES 1. LA FE 1. DEFINICION Y NATURALEZA DE LA FE La fe es la virtud sobrenatural por la que creemos ser verdadero todo lo que Dios ha revelado. Puesto que las realidades exceden la capacidad natural de la mente humana, es preciso que Dios infunda en la inteligencia una gracia particular para que el hombre sea capaz de asentir a su mensaje: esa gracia es la virtud de la fe. El modo habitual por el que se produce la primera infusión de la virtud sobrenatural de la fe es el bautismo.
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La fe es requisito fundamental para alcanzar la salvación: «el que creyere y fuere bautizado se salvará, y el que no creyere se condenará» (Mc. 16, 16; cfr. Jn. 3, 18; Dz 799 y 1793; CIC, c. 748 § 1). No es difícil advertir la necesidad absoluta de la fe para alcanzar la vida eterna: resulta imposible una unión íntima con Dios — eso es la vida eterna — si antes no se da — por la fe — un primer contacto, una unión inicial. La fe es un conocimiento intelectual de las verdades reveladas por Dios pero que, sin embargo, se ha de plasmar después en actos concretos que la manifiesten: se ha de hacer vida. Así como el que carece de fe no se salva, tampoco se salva el que, teniendo fe, no la manifiesta con obras: «como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin obras» (Sant. 2, 26).
2. DEBERES QUE IMPONE LA FE La virtud de la fe que Dios nos ha dado, impone al hombre funda-mentalmente tres deberes: el deber de conocerla, el de confesarla y el de preservarla de cualquier peligro. a) Conocerla
Todos los hombres, de acuerdo cada uno con su propio estado y condición, han de esforzarse por conocer las principales verdades de la fe. El apóstol San Juan nos dice expresamente que es voluntad de Dios «que creamos en el nombre de su hijo Jesucristo» (I In. 3, 23); y la Iglesia declara ese deber gravísimo (cfr. CIC, cc. 773, 774 § 2). Puestos a señalar cuáles son concretamente las verdades de la fe que es necesario conocer por todo cristiano, se pueden indicar: 1) los dogmas fundamentales de la fe: el Credo; 2) lo que es necesario practicar para salvarse: los Mand. de Dios y de la Iglesia; 3) lo que el hombre debe pedir a Dios: El Padre nuestro; 4) los medios necesarios para recibir la gracia: los Sacramentos. Como es lógico, las personas con formación intelectual tienen más obligación de conocer la fe que los más ignorantes; y los padres o patrones tienen el deber de enseñarla a sus hijos o empleados (cfr. 10.3.2. y 10.4.2.). b) Confesarla
La virtud de la fe impone el deber de confesarla, y esto de una triple manera: a. manifestándola con palabras o gestos; b. a través de las obras de la vida cristiana; c. por la práctica del apostolado. 1) Cuando recitamos el Credo, estamos haciendo una confesión de nuestra fe en las verdades fundamentales que Dios nos ha revelado.
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Al asistir a la Santa Misa, por ejemplo, escuchamos al sacerdote, nos arrodillamos en la consagración, contestamos a las oraciones, etc.; todos estos actos están impulsados per la fe: sin la fe resultarían incomprensibles y ridículos. 2) Pero la confesión de nuestra fe ha de manifestarse también en las obras, en una vida cada vez más reciamente cristiana: ha de haber una coherencia entre la doctrina — lo que creemos — y la vida — lo que vivimos. La experiencia nos muestra que muchos hombres, por no practicar las obras que la fe prescribe, terminan por perderla, o al menos vivir como si no la tuvieran, realizándose así aquellas palabras de la Sagrada Escritura: «la fe sin obras es muerta» (Sant. 2, 20). En determinadas circunstancias puede ser lícito ocultar o disimular la fe, con tal de que esto no equivalga a una negación; p. ej., un sacerdote podría viajar en época de persecución vestido de seglar. Sin embargo lo ordinario será la manifestación de nuestra fe en nuestra vida diaria, cotidiana, y en nuestras palabras; y si llega a ser necesario, la confesión clara y explícita, aun a costa de la propia vida. Nunca es lícito negar la fe. 3) Ser consciente del gran don recibido de la fe lleva a querer que otros participen de él también plenamente, y esta acción propagadora se conoce como apostolado, catequesis o evangelización (ver 7.3.3.). c) Preservarla
Siendo la fe un don tan grande, es obligatorio evitar todo lo que pueda ponerla en peligro, por ejemplo, ciertas lecturas o amistades, práctica de otras religiones, descuido de los medios de formación, etc. Y, al mismo tiempo, defenderla por medio del estudio y la formación, pidiendo consejo, etc. El deber de preservarla lleva a fortalecerla: la fe puede y debe crecer en nosotros hasta llegar a ser intensísima, como la que tuvieron los santos que vivían de ella: «el justo vive de la fe» (Rom. 1, 17). Nada más útil e importante para la vida cristiana que el ejercicio diario e intenso de nuestra fe, hasta que lleguemos a poseer una fe viva y ardiente que sea el principio de todos nuestros actos y nos haga comenzar en la tierra, de alguna manera, la vida eterna que nos espera en el cielo. Los cristianos no deberíamos dar ningún paso, si no son movidos e impulsados por la fe. Es frecuente que la transgresión continua de la ley de Dios produzca en el pecador un enfrentamiento psicológico que le lleve a optar por una de estas dos soluciones: o el abandono del pecado, o la impugnación de las verdades de la fe, con el objeto de justificar su comportamiento inmoral. Por eso los cristianos — que reciben infusamente la fe sobrenatural en el sacramento del bautismo — , cuando afirman tener problemas de fe, generalmente lo que tienen es problema de conducta.
3. LOS PECADOS CONTRA LA FE
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Se puede pecar contra la fe: por negarla interiormente, por no confesarla exteriormente y por exponerla a peligros. a) Por negarla interiormente: pecan de este modo los infieles, los apóstatas, los herejes y los que voluntariamente admiten dudas contra ella. 1) Infidelidad: es la carencia culpable de la fe, ya sea total (ateísmo) o parcial (falta de fe). A esa carencia culpable se llega: por negligencia en la propia instrucción religiosa teniendo ocasión para recibirla; por rechazarla o despreciarla positivamente después de haber recibido su reciente formación; por haber cometido alguno de los otros pecados específicamente contrarios a esta virtud. Este pecado es de los más grandes que se pueden cometer y muy peligroso, porque supone el rechazo del principio y fundamento de la salvación eterna: «la fe es el comienzo, fundamento y raíz de la justificación», señala el Concilio de Trento (cfr. Dz. 801). No caen en este pecado los paganos que inculpablemente no han tenido la menor noticia de la verdadera religión (cfr. Dz. 1068). 2) Apostasía: es el abandono total de la fe cristiana recibida en el bautismo; p. ej. los católicos que cambian de religión o los que, sin cambiar formalmente, se han apartado completamente de la fe católica cayendo en el racionalismo, el panteísmo, el marxismo, la masonería. Es un gravísimo pecado que conlleva las mismas penas que se aplican a la herejía, que se explica a continuación. Nunca puede haber un motivo justo para abandonar la verdadera fe revelada: el que lo hace incurre, por tanto, en pecado personal.
3). Herejía: es el error voluntario y pertinaz contra alguna verdad de fe. En realidad toda herejía, aunque sea parcial, coincide con la apostasía porque, rechazada una verdad cualquiera de la fe, se está rechazando su motivo formal; que es la autoridad de Dios que revela. La negación de una verdad religiosa no siempre es herejía; para eso es necesario: 1) que la verdad haya sido definida como dogma de fe, porque de otro modo no hay herejía, aunque haya evidentemente un pecado contra la fe; 2) que se niegue con persistencia, es decir, sabiendo que se va contra las enseñanzas de la Iglesia. La herejía es un pecado gravísimo que no admite parvedad de materia: supone una grave injuria contra Dios y la Iglesia, así como el desprecio de su autoridad. Conlleva la pena eclesiástica de excomunión (cfr. CIC, c. 1364). La Iglesia, que es Madre, protege a los fieles denunciando las principales herejías y errores; así lo ha hecho a lo largo de los veinte siglos que lleva sobre la tierra. Recordamos algunas de las condenas recientes: En 1950, p. ej., el Papa Pío XII condena en su Encíclica «Humani generis» una serie de errores entre los que se cuenta el evolucionismo panteísta, el poligenismo, el materialismo histórico y dialéctico, el inmanentismo, el existencialismo, el modernismo, el relativismo dogmático, etc. (cfr. Dz. 2305 y ss). El mismo Papa condenó la llamada «moral nueva» o «de situación», que rechaza las normas de moralidad objetivas y universales (cfr. A AS 44 (1952), pp. 270-278 y 413-419).
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Anteriormente la Iglesia había condenado la masonería y otras sectas anticatólicas (cfr. A AS 16, 430; 17,44). De modo particular y repetidas veces ha condenado el socialismo marxista (cfr. AAS 29 (1937), 65-106; A4S 50 (1958), 601-614; 4AS56 (1964), 651-653; Dz, 1851, 1857, etc.). El Papa San Pío X condenó una serie de herejías agrupadas bajo la común denominación de «modernismo» (cfr. Dz. 2001-2065 a). Más recientemente Juan Pablo II advierte sobre las desviaciones y riesgos de desviación que implican ciertas formas de teología de la liberación tan en boga en América Latina (cfr. Instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe del 6VII-84). La Iglesia en épocas pasadas: condenó con vigor una herejía que se manifiesta en una acción de tipo práctico: la cremación de cadáveres. La herejía que se impugnaba era negación de la resurrección de los cuerpos luego del juicio final: reduciendo el cadáver a cenizas los herejes pretendían negar ese dogma, pensado que así quedaba más patente la imposibilidad de que alguien resucitara con su propio cuerpo. Por ese motivo la Iglesia prohibía en el pasado la cremación. Con la nueva legislación «la Iglesia aconseja que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no se prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana» (CIC, c. 1176 §3). 4) Dudas contra la fe . A lo largo de nuestra vida podrían presentarse — sobre todo debido a la ignorancia — dudas contra la fe, ya que el hombre ha de creer lo que no ve ni comprende, y que muchas veces va contra los datos de los sentidos: p. ej., que el pan consagrado es real y verdaderamente el Cuerpo de Cristo Si estas dudas se rechazan con firmeza, por sumisión del entendimiento a Dios, haciendo actos explícitos de fe, no son pecado y pueden ser fuente de méritos para la vida eterna. Para combatir las dudas de fe hay que procurar: acudir con prontitud al motivo de nuestra fe, recordando que creemos, no por lo que vemos o comprendemos, sino porque confiamos en Dios que ha revelado; instruirnos por medio de libros, la petición de consejo a personas preparadas, la asistencia a medios de formación, etc.; Si son insistentes y molestas, habrá que despreciarlas poniendo la mente en otra cosa. La llamada duda metódica, que consiste en el examen científico de una dificultad presentada contra la fe, es lícita con la debida prudencia. El ánimo de consultar y estudiar a fondo las cuestiones, por parte de los especialistas que tienen la debida preparación, facilita el camino para un sólido y profundo conocimiento de la fe. b) Por no confesarla exteriormente: pecan de esta manera los que ocultan su fe disimuladamente, lo que equivale a su negación. Es cierto, como ya dijimos, que se puede ocultar la fe cuando no urge el deber de confesarla, y de su confesión no se va a seguir ningún provecho. Sin embargo, hay obligación de confesar la fe con la conducta diaria — a veces de modo expreso si es necesario — , y el no hacerlo es pecado. Aquí cabe hablar del respeto humano, que consiste en la vergüenza de confesar exteriormente la fe por miedo a la burla de los demás. Evidentemente supone cobardía — ya que el hombre de carácter no tiene miedo a manifestar sus convicciones cuando es necesario — y una débil fe, que hace más caso a los hombres que a Dios. No confesar la fe puede ser pecado mortal cuando:
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1) lleva a omitir preceptos graves (p. ej., el temor a decir a los amigos con quienes se pasa el fin de semana que es domingo y desea ir a Misa); 2) va acompañado de desprecio a la religión y puede causar escándalo (p. ej., secundar las bromas o los ataques contra las cosas de Dios). Es necesario tener siempre presentes las palabras de Jesús: «A quien me confesare delante de los hombres yo también le confesaré delante de mi Padre; mas al que me negare delante de los hombres, yo le negaré delante de mi Padre celestial» (Mt. 10,32). c) Por exponerla a peligro: pecan así los que no se apartan de lodo lo que puede hacer daño a la fe. Esos peligros pueden ser varios: 1) Trato sin las debidas cautelas con los incrédulos, herejes o indiferentes: es un grave peligro porque es fácil que contagien al que los frecuenta con sus ideas y su espíritu negativo hacia la religión y la Iglesia. En especial prohíbe la Iglesia la llamada comunicativo in sacris, o sea la participación activa en el culto litúrgico o en la administración de los sacramentos, con personas pertenecientes a otras confesiones religiosas que no están en plena comunión (cfr. CIC, c. 1365). El indiferentismo religioso («es lo mismo una religión que otra, e incluso ninguna»), tan frecuente hoy en día en determinados ambientes, ocasiona que la fe se vaya debilitando paulatinamente y puede llegar el momento en que se pierda por completo. 2) Lectura de libros contrarios a la fe, que van dejando en nuestro interior un ambiente insano de duda y prevención. Los libros, alimento de la inteligencia, son siempre sembradores de ideas, y así como los libros sanos dejan ideas buenas, los perniciosos depositan una mala semilla que luego va ahondando y creciendo en el alma. Los libros actúan en nuestro interior como el alimento en el cuerpo: insensiblemente y sin que lo podamos impedir, los alimentos que ingerimos se transforman en nuestra carne y en nuestra sangre. Así, de modo insensible, como por osmosis, las ideas leídas se transforman en alimento de nuestra mente y van determinando nuestro modo de pensar y de juzgar las cosas. Algunos libros están prohibidos por el derecho natural; otros puede prohibirlos la Iglesia, en ejercicio de su autoridad pastoral. Anteriormente existía el Índice como se llamaba al Index librorum prohibitorum — , un compendio elaborado por la Santa Sede en el que se recogían algunas de las obras más perniciosas para la fe y la moral. La lectura de esos libros llevaba implícita una censura eclesiástica que desapareció al ser abrogado el Índice, pero quedando vigente la prohibición, por ley natural, de leer esos libros que suponen un peligro para la fe del lector (cfr. AAS 58 (1966), 455). Hay, por tanto, obligación de consultar antes de leer, cuando los libros hacen relación a la fe o a las costumbres, para evitar poner en peligro la fe o cuestionar la moral. Sobre las ediciones de la Sagrada Escritura, en vista del peligro de interpretaciones subjetivas o heterodoxas, la Iglesia indica que «sólo pueden publicarse si han sido aprobadas por la Sede
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Apostólica o por la Conferencia Episcopal» (CIC, c. 825 § 1), con las notas aclaratorias necesarias y suficientes. Hay obligación, por tanto, de asegurar la ortodoxia de las ediciones de la Biblia — ya sea completa, ya del Nuevo Testamento, ya de los Evangelios — que se utilicen, analizando si tienen las debidas aprobaciones o consultando en caso de duda. Análogamente a las lecturas, podrían suponer peligro para la fe el adoctrinamiento de errores procedente de algún otro medio: programas de radio o TV, películas, teatro, conferencias, etc. 3) Asistencia a escuelas anticatólicas o acatólicas: es un grave peligro de perversión de la fe, como lo muestra la experiencia. Sólo se tolera como un mal menor, con el consiguiente deber de los padres de procurar la educación de sus hijos en la fe cristiana (cfr. CIC, c. 798). 4) Negligencia en la formación religiosa, pues la ignorancia en materia de fe hace que ésta sea cada vez más débil e ineficaz. Como ya vimos (cfr. 7.1.2.a), existe el deber de conocer — de modo proporcionado a las capacidades de la persona — las verdades de fe.
EJERCICIOS 1. Nombra algunos de los justos que murieron por la fe, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. 2. Enumera los principales medios para conservar la fe. 3. ¿Por qué es contrario a la ley natural leer libros que ataquen la fe o la moral? 4. ¿Qué ejemplos de fe de personas del Antiguo Testamento nos da San Pablo en el cap. 11 de la Epístola a los Hebreos? 5. Entre otros actos del Magisterio, el 1-VII-1949 la S. C. del Santo Oficio condenó el comunismo. Comenta el porqué de las respuestas, en relación a la virtud de la fe. A esta Suprema Congregación la ha sido preguntado: 1. ¿Es lícito inscribirse en los partidos comunistas o favorecerlos? 2. ¿Es lícito propagar, publicar o leer libros, periódicos o folletos que favorezcan las doctrinas o actividades comunistas, o escribir en ellos? Respuesta: A la primera, negativamente, porque el comunismo es materialista y anticristiano, y sus fieles, aunque de palabra digan a veces que ellos no combaten la religión, sin embargo, de hecho o con la doctrina o con las obras, se muestran enemigos de Dios, de la verdadera religión y de la Iglesia de Jesucristo. A la segunda, negativamente, como cosa prohibida por el derecho mismo. 6. Indica la especie moral ínfima de los pecados contenidos en las siguientes afirmaciones:
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a) "fui a visitar un templo con mis amigos, y por vergüenza no me arrodillé al pasar frente al Sagrario" b) "soy católico, pero me hice masón porque me convenía" c) "con la sola fe de Cristo el hombre se salva" d) "como no me convenció la Iglesia católica me cambié de religión" e) "por leer a Kant perdí la fe cristiana" f) "el maestro preguntó quién era católico, me avergoncé y permanecí en silencio' g) "he dado mi nombre para inscribirme al partido marxista" h) "por miedo a represalias económicas, dije que era ateo" i) "yo niego el dogma de la Santísima Trinidad" Trabajo de investigación. Tomando como base los nn. 1796 a 1800 del Denzinger, elabora un
trabajo no mayor de tres hojas a doble espacio sobre la fe y la razón: de la parte que toca a la razón en el cultivo de la verdad sobrenatural; de la imposibilitad de conflicto entre fe y razón; de la mutua ayuda de la fe y la razón; de la justa libertad de la ciencia, etc.
2. LA ESPERANZA 1. DEFINICION Y NATURALEZA DE LA ESPERANZA La esperanza es la virtud sobrenatural — infundida por Dios en el alma en el momento del bautismo — por la que tenemos firme confianza en que Dios nos dará, por los méritos de Jesucristo, la gracia que necesitamos en esta tierra para alcanzar el cielo. Un patente ejemplo de esperanza es la actitud de Job ante las múltiples desgracias que sufrió; en un mismo día sus bienes y sus rebaños fueron consumidos por el fuego o robados por los ladrones; sus siervos asesinados y sus hijos sepultados por las ruinas de una casa; él mismo cubierto de llagas desde la planta de los pies hasta la cabeza. En medio de tanta desgracia, sin embargo, no dejaba de decir a quienes se compadecían de él: «creo que mi Redentor vive, y que yo he de resucitar de la tierra en el último día, y de nuevo he de ser revestido de esta piel mía, y en mi carne veré a mi Dios» (Job 19, 25-26). El hombre que vive confiado en Dios sabe que la gracia divina le permite hacer obras meritorias, y que con esas obras merece la gloria alcanzando de Dios la perseverancia. Es decir, sabe que Dios ha prometido el cielo a los que guardan sus mandamientos, y que El mismo ayuda a los que se esfuerzan en guardarlos. Por eso la esperanza se basa fundamentalmente en la bondad y poder infinitos de Dios, y en la fidelidad a sus promesas; secundariamente, en los infinitos méritos de Jesucristo, que alcanzó nuestra salvación con su muerte, y en la intercesión de la Santísima Virgen María y de los santos.
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No hay inconveniente en este sentido en poner la esperanza en la Santísima Virgen María, a la que al rezar la Salve invocamos con el dulce nombre de spes nostra, esperanza nuestra, ya que confiamos firmemente que, en su condición de Madre nuestra, de Corredentora y Medianera de todas las gracias, nos alcanzará de Dios la perseverancia final y la vida eterna.
2. NECESIDAD DE LA ESPERANZA La virtud de la esperanza es tan necesaria como la virtud de la fe para conseguir la salvación: aquel que no confía llegar a término abandona los medios que lo conducen a él, y por eso debemos cuidar y fomentar esta virtud. San Pablo dice que por medio de nuestra esperanza seremos salvados, y también: «no os entristezcáis del modo que suelen hacerlo los demás hombres que no tienen la esperanza» (I Tes. 4, 13). Es consolador para el cristiano recordar que Jesús, al saber la muerte de Lázaro se dirige a Betania, la aldea donde vivía éste con sus hermanas. Marta sale a recibirlo y le dice: «Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano; aunque estoy persuadida de que ahora mismo te concederá Dios cualquier cosa que le pidas». Jesús le contesta: «Tu hermano resucitará», a lo que responde Marta: «bien sé que resucitará en la resurrección en el último día». Y es entonces cuando el Señor pronuncia esas palabras que son un sustento para nuestra esperanza: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn. 11, 21-26). La esperanza, sin embargo, no excluye un temor de Dios saludable, ya que el hombre sabe que puede ser voluntariamente infiel a la gracia y comprometer su salvación eterna. Se puede decir que Dios desea que un temor bueno acompañe a una firme esperanza; por eso Santo Tomás, al hablar de los dones del Espíritu Santo, no duda en adjudicar la esperanza al don de temor de Dios (cfr. S. Th., II-II, q. 19). Si examinamos la proporción que puede darse entre la esperanza y el temor, es posible decir: a) esperanza sin temor es presunción, b) esperanza con temor filial es esperanza real, c) esperanza con temor exagerado es desconfianza, d) temor sin esperanza es desesperación. Lo que al hombre se le pide es que, a pesar de sus muchos pecados, confíe en el Señor, y recurra con constancia a la oración y a los sacramentos esforzándose por luchar contra sus defectos. No debe olvidarse que Dios es misericordioso porque el hombre es miserable, ya que la misericordia no puede existir donde no hay miseria que socorrer.
3. PECADOS CONTRA LA ESPERANZA
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Hay tres maneras de pecar contra la esperanza: por desesperación, por presunción y por desconfianza. a) La desesperación consiste en juzgar que Dios ya no nos perdonará los pecados y no nos dará la gracia y los medios necesarios para alcanzar la salvación. Es el pecado de Caín al decir: «Mi iniquidad es demasiado grande para que obtenga el perdón» (Gn. 4, 13); y también el pecado de Judas, que al ahorcarse repite en su interior esas mismas palabras (cfr. Mt 27, 3-6). La desesperación es pecado gravísimo porque equivale a negar la fidelidad de Dios a sus promesas y su infinita misericordia, y porque muy fácilmente puede conducir a todo exceso, aun al suicidio. Son muchos y muy expresivos los textos de la Sagrada Escritura que nos animan a confiar en Dios, a pesar de nuestros pecados; p. ej.: «cuantas veces el hombre se arrepintiere de sus faltas, no me acordaré de sus iniquidades. ¿Qué quiero sino que el hombre se salve y viva?» (Ez, 18, 21-24). Recordemos también el perdón concedido a San Pedro (cfr. Lc. 22, 55-62) y a la mujer pecadora (cfr. Lc. 7, 36-50) después de sus faltas, o las parábolas del hijo pródigo (cfr. Lc. 15, 11-32) y del Buen Pastor (cfr. Lc. 15, 1-7), y veremos que tenemos motivos más que suficientes para no desesperar de la bondad y de la misericordia divinas. Santo Tomás afirma que la desesperación procede ordinariamente de dos pecados capitales: 1) de la lujuria y de los demás deleites corporales — de ahí el peligro de apagamiento a los bienes materiales — , que hunden al nombre cada vez más en el barro de la tierra, produciendo en su alma el fastidio de las cosas espirituales y ultra terrenas: «qué aburrido»; 2) de la pereza o acidia, que abate fuertemente el espíritu y le quita las fuerzas para continuar la lucha contra los enemigos de la salvación, empujándole, por lo mismo, a desesperar por conseguirla. b) La presunción es un exceso de confianza que nos hace esperar la vida eterna sin emplear los medios previstos por Dios; es decir, sin la gracia ni las buenas obras. Su causa principal es el orgullo. Las diversas formas de pecar por presunción son: 1) los que esperan salvarse por sus propias fuerzas, sin auxilio de la gracia, como los pelagianos; 2) los que esperan salvarse por la sola fe, sin hacer buenas obras, como los luteranos; 3) los que dejan la conversión para el momento de la muerte, a fin de seguir pecando; 4) los que pecan libremente por la facilidad con que Dios perdona; 5) los que se exponen con demasiada facilidad a las ocasiones de pecar, presumiendo poder resistir a la tentación. La presunción, que es una confianza sin fundamento, y por tanto excesiva y falsa, es un pecado grave porque es un abuso de la misericordia divina y un desprecio de su justicia.
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La Sagrada Escritura la condena severamente: «No digáis: la misericordia de Dios es grande, porque tan pronta como su misericordia está su ira; y con ésta tiene los ojos fijos en el pecador» (Eclo. 5, 6). c) Se peca también contra la esperanza por la desconfianza: es decir, que sin perder por completo la esperanza en Dios, no se confía suficientemente en su misericordia y fidelidad. La desconfianza se origina por los obstáculos y dificultades en la práctica de la virtud, que llevan a caer frecuentemente en pecado. También se puede originar por el cansancio en la lucha contra las tentaciones. Se olvida el alma que es Dios con su Omnipotencia infinita quien salva, por graves y frecuentes que sean las asechanzas del demonio. Cuando la desconfianza tiene por causa no el dudar de la misericordia divina, sino los muchos pecados cometidos, tiene cierta justificación. Pero si es excesiva y no encuentra contrapeso en la bondad de Dios, lleva necesariamente al pecado de desconfianza.
EJERCICIOS 1. Comentar los siguientes pasajes de la Sagrada Escritura: a) Is. 1, 18 b) 1 Jn 2, 1-2. 2. ¿Qué enseña la Iglesia acerca de la necesidad de las buenas obras para salvarse? 3. ¿En qué se basa el error calvinista sobre la esperanza? 4. ¿En qué el error pietista? 5. ¿Y el quietista? 6. Lee las historias de Caín (Gn. 4, 13ss), de Judas (Mt. 27, 3-6) y de San Pedro (Lc. 22, 54-60) y muestra cómo pecaron contra la esperanza. 7. Comenta las siguientes palabras de Santo Tomás de Aquino: «No hay que desesperar de la salvación de nadie en esta vida, considerada la omnipotencia y la misericordia de Dios» (S. Th. II-II, q. 14, a. 3, ad 1). 8. Indica la especie moral ínfima de los pecados contenidos en las siguientes afirmaciones: a) «Soy incapaz de cumplir todos los mandamientos». b) «Como cumplí los nueve primeros viernes, puedo hacer lo que sea, pues sé que no me condenaré». c) «Con la sola fe en Cristo el hombre se salva». d) «Me da pereza ir a Misa el domingo, después me confesaré». e) «Viendo lo pervertido de la sociedad, es imposible no caer en pecado mortal». f) «No hace falta rezar para salvarse, basta esforzarse cada uno en lo personal». Trabajo de investigación: Relata
brevemente sucesos de la vida de Abraham (capítulos XI a XXV del Génesis), en los que queda manifiesta la virtud de la esperanza.
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3. LA CARIDAD 1. DEFINICION Y EXCELENCIA DE LA CARIDAD La caridad es la virtud sobrenatural infusa por l a que amamos a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios.
Tiene, por tanto, un doble objeto, Dios y el prójimo, aunque un solo motivo, porque amamos a Dios por sí mismo y al prójimo por amor a Dios. La caridad es la más excelente de todas las virtudes, y esto por tres razones: 1) Por su misma bondad intrínseca, pues es la que más directamente nos une a Dios. Santo Tomás explica que la fe nos une a Dios «mentaliter», por un acto de aprehensión del alma, y que la caridad, en cambio, nos une a El «corporaliter», haciéndonos parte de El mismo, dándonos su misma vida (cfr. S. Th. III, q. 69, a. 5, ad 1). 2) Porque es necesario que sea la caridad la que dirija y ordene a Dios todas las demás virtudes, que sin ella estarían como muertas e informes. «La caridad es la forma, el fundamento, la raíz y la madre de todas las demás virtudes» (S. Th., II-II, q. 24, a. 8). «Ni el don de lenguas, ni el don de la fe, ni otro alguno dan la vida si falta el amor. Por más que a un cadáver se le vista de oro y de piedras preciosas, cadáver sigue» (S. Tomás de Aquino, «Sobre la caridad», en Escritos de Catequesis, Ed. Rialp, Madrid, 1979). Una virtud aislada de la caridad no agrada a Dios. Por ejemplo, sería el caso de aquél que tuviera la virtud de la diligencia pero que la usara para su vanagloria o sólo para beneficios materiales; o el caso de quien fuera cortés y atento pero para fines perversos, etc. 3) Porque no termina con la vida terrena, ya que el amor no pasa, no tiene nunca fin, puesto que constituye el contenido esencial de la vida eterna. Santo Tomás señala atinadamente (S. Th., I-II, q. 114, a. 4) que «aquí la caridad es ya un comienzo de la vida eterna, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de la caridad». «Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, pero de las tres, la caridad es la más excelente de todas» (I Cor. 13, 13; cfr. también 13, 8).
2. EL AMOR A DIOS a) Naturaleza del amor a Dios En la Sagrada Escritura Nuestro Señor Jesucristo afirma de manera clara y terminante que el primero y mayor de todos los mandamientos es el de la caridad para con Dios: «Amarás al Señor tu Dios: con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt. 22, 37-38; cfr. también Deut. 6, 4-9 — que ayuda a darse cuenta de la importancia que tiene este precepto desde siempre — y I Cor. 13, 1 ss., Mc. 12, 29ss., Lc. 10, 27, etc.). La necesidad que el hombre tiene de amar a Dios radica, sobre todo, en tres motivos:
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1) Por Sí mismo, pues el objeto del amor es el bien, y Dios es el Sumo Bien, infinitamente perfecto, bueno y amable. 2) Porque El nos lo manda, y recompensa este amor con un premio eterno e infinito. 3) Por los múltiples beneficios que nos otorga, que ha llevado a San Agustín a decir: «Si antes vacilábamos en amarle, ya no vacilaremos ahora en devolverle amor por amor». Ese sumo amor que Dios pide al hombre, lo puede ser de tres modos: 1) apreciativamente sumo, cuando el entendimiento comprende que Dios es el mayor bien, y la voluntad lo acepta así; 2) sensiblemente sumo, cuando nuestro corazón así lo siente; 3) efectivamente sumo, cuando se lo demostramos con nuestras acciones. Es necesario que el amor a Dios sea apreciativa y efectivamente sumo, aun que no es necesario que lo sea sensiblemente, porque las realidades físicas pueden afectar más fuertemente nuestra sensibilidad que las espirituales, y así, p. ej., podemos sentir más dolor sensible por la muerte de un ser querido que por un pecado mortal.
b) Pecados contra el amor a Dios Los principales pecados contra el amor a Dios son tres: 1). El odio a Dios , que es el primero y mayor de cuantos pecados se pueden cometer, siendo propiamente el pecado de Satanás y de los demonios. Del odio a Dios proceden la blasfemia, las maldiciones, los sacrilegios, las persecuciones a la Iglesia, etc. 2). La acedía o pereza espiritual , proviene del gusto depravado de los hombres que no encuentran placer en Dios, y consideran las cosas que a Él se refieren como algo triste y tedioso. Se llama también tibieza, frivolidad o estupidez. 3). El amor desordenado a las criaturas, que lleva a anteponerlas al mismo Dios o al cumplimiento de su divina Voluntad. Este desorden late, como ya quedó explicado, en todo pecado mortal, pues en cualquiera de ellos se antepone la criatura al Creador. Por esta razón el primer mandamiento de alguna manera incluye a todos, y todo pecado mortal siempre hace perder la caridad.
3. EL AMOR AL PROJIMO a) Naturaleza del amor al prójimo El amor al prójimo es una virtud sobrenatural que nos lleva a buscar el bien de nuestros semejantes, por amor a Dios. No es, por tanto, un afecto puramente natural, sino que procede de la gracia sobrenatural. Por ser sobrenatural, el amor al prójimo lleva a darnos cuenta de que todos los hombres somos hijos de Dios: «sois todos hermanos, porque no tenéis más que un solo Padre que está en los cielos»
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(Mt. 23, 8-9); y por tanto, miembros de Cristo: «nosotros, aunque muchos, no somos sino un solo cuerpo con Cristo, y somos miembros unos de otros» (Rom 12, 5). Nuestro amor a los demás debe reunir cuatro características. Ha de ser: 1) Sobrenatural: pues, como ya dijimos, no amamos a los demás porque sea éste o aquél, sino por amor de Dios, porque todo prójimo es hijo suyo (cfr. S. Th., II-II, q. 103, a. 3); 2) universal debemos amar a todos los hombres sin excepción; es ésta la característica propia y distintiva del discípulo de Cristo (cfr. Jn. 13, 35). 3) ordenado: ha de amarse más al que, por diversos motivos, está más cercano a nosotros; p. ej., ha de amarse más a la esposa que a la hermana, más a los hijos que a los amigos, etc.; o bien al que está en más grave necesidad material o espiritual, p. ej., el hijo enfermo necesita más amor que los demás; 4) ha de ser no sólo externo sino también interno, procurando evitar toda aversión o malquerencia hacia nadie. Como norma de nuestro amor a los demás, Cristo nos pide que actuemos con los otros como quisiéramos que ellos actuaran con nosotros (cfr. Mí. 7, 12). De aquí procede la ausencia de motivos interesados en la caridad cristiana, y también la negatividad de grupos cerrados — sean del tipo que sean, de clases o nacionalismos — , que miran a intereses sectarios. Por eso la caridad cristiana debe extenderse incluso a nuestros enemigos, siguiendo en esto el ejemplo de Cristo, que en la Cruz pide a su Padre perdón por quienes lo han mandado matar (cfr. Lc. 23, 34). Señalaba San Gregorio Magno: «se os ha enseñado que fue dicho: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os maltratan y persiguen... Como nos hace ver el evangelio, hay una cosa decisiva que pone a prueba la caridad: amar a aquel mismo que nos es contrario» (Hom. 2 sobre los evang.).
b) Las obras de misericordia El amor al prójimo es eficaz cuando lleva a practicar las obras de misericordia: sólo es verdadera la caridad si se traduce en realidades concretas. De tal modo es necesario ponerlas en práctica, que Nuestro Señor Jesucristo hace depender de ellas la sentencia de salvación o de condenación eterna: cfr. Mt. 25, 34-43. Aun cuando todo lo que se hace por el prójimo a impulsos de la caridad es una obra de misericordia, se han señalado catorce a vía de ejemplo, sabiendo que son indudablemente muchas más. Se dividen así:
Siete obras de misericordia espirituales : 1º. 2º. 3º. 4º. 5º. 6º.
enseñar al que no sabe dar buen consejo al que lo necesita corregir al que yerra perdonar las injurias consolar al triste sufrir con paciencia los defectos del prójimo
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7º.
rogar a Dios por vivos y difuntos
Siete obras de misericordia corporal: 1º. 2º. 3º. 4º. 5º. 6º. 7º.
visitar a los enfermos dar de comer al hambriento dar de beber al sediento vestir al desnudo dar posada al peregrino socorrer a los presos enterrar a los muertos
Entre los actos de amor al prójimo, los de orden más elevado son los que hacen referencia a la caridad espiritual. Por eso, sin dejar de dar el debido peso a las obras de caridad materiales, el cristiano ha de practicar con esfuerzo especialmente las espirituales, sobre todo la corrección fraterna, el apostolado y la oración por todas las almas. Nos detendremos a continuación en las dos primeras.
1. La corrección fraterna Es la advertencia hecha a otro, para que se abstenga de algo ilícito o perjudicial. Supone una obligación de caridad, fundamentada: en el derecho natural — si tenemos el deber de ayudar al prójimo en sus necesidades corporales, con más razón la tendremos en sus necesidades espirituales — ; en el derecho divino, pues está mandada por Dios: «Si tu hermano peca, ve y corrígele a solas...» (Mt. 18, 15). La gravedad de este deber es proporcional a la gravedad de la falta que haya de corregirse, y a la posibilidad de poder apartar al prójimo de su pecado. El que estuviese moralmente seguro de poder apartar al prójimo de una falta grave con la corrección fraterna y la omitiera por cobardía, por vergüenza, por miedo a la reacción del otro, etc., cometería pecado mortal. Hay que procurar salvar la fama del corregido, haciendo en privado la advertencia — cara a cara, con lealtad — , sin caer en indirectas o ironías que son ineficaces. Si se tiene duda de la oportunidad o del modo de hacerla, es conveniente consultar con personas de criterio.
2. El apostolado La expresión "apostolado" designa la obligación de todo bautizado de promover la práctica de la vida cristiana. Ha de notarse que se trata de una obligación, de un verdadero deber, y no de un consejo más o menos recomendable. El fundamento teológico de esta obligación se encuentra en la participación de todos los fieles en el sacerdocio de Cristo, que el sacramento del bautismo imprime en el alma del cristiano (cfr. I Pe. 2, 9; Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium; Decr. Apostolicam actuositatem, etc.) y que le capacita para colaborar con Jesucristo en la redención del mundo. Por eso dice el Conc. Vat. II que «la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado» (Decr. Apostolicam
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actuositatem, n. 3). Por esta razón, su abstención voluntaria y absoluta daría lugar a un verdadero pecado de omisión contra la caridad caridad fraterna. El apostolado no se exige a todos en el mismo grado, sino que ha de ser realizado de acuerdo a los personales dones que cada uno recibe de Dios. Por ello, mientras más formación cristiana se reciba — en en la familia, en la escuela, etc. — , y mientras mayores sean las gracias que Dios da a las almas, mayor también es la obligación del apostolado. Todo cristiano tiene el deber de practicarlo, al menos, en el propio ambiente: la familia, la escuela, la oficina, con los amigos, en las diversiones, etc. Además de ser una exigencia del amor al prójimo, es una exigencia del amor a Dios: es imposible amar a Dios sin querer y procurar que todos lo amen y glorifiquen.
c) Pecados contrarios al amor al prójimo Además de los pecados de omisión — p. ej., el no cumplir las obras de misericordia que podamos hacer — , se puede quebrantar la caridad hacia los demás con los pecados de odio, maldición, envidia, escándalo y cooperación cooperación al mal. 1. El odio, que consiste en desear el mal al prójimo o porque es nuestro enemigo — odio odio de enemistad — o o porque no es antipático — odio odio de aversión — . En este sentido, por tanto, la antipatía natural que podemos sentir hacia una persona no es pecado sino sino cuando es voluntaria voluntaria o nos dejamos dejamos llevar por ella, porque porque equivale a la aversión. aversión. Lo que va en detrimento de la verdadera caridad no es sentir simpatías o antipatías, sino mostrarlas externamente haciendo acepción de personas. El odio es de suyo pecado mortal — «el «el que aborrece a su hermano es un homicida» (I Jn. 3, — , aunque admite parvedad de materia. 15) — 2. La maldición (que no debe confundirse con la simple grosería o palabra malsonante) es toda palabra nacida del odio o de la ira, que expresa el deseo de un mal para nuestro prójimo. Es de suyo pecado grave, grave, aunque excusa de él él la imperfección del acto acto o la parvedad parvedad de materia. 3. La envidia «es el disgusto o tristeza ante el bien del prójimo» (S. Th., II-II, q. 36, a. 1), considerado como mal propio, porque se piensa que disminuye la propia excelencia, felicidad, bienestar o prestigio. La caridad, por el contrario, se alegra del bien de los demás y une las almas, mientras que la envidia entristece y con frecuencia corrompe la amistad. La envidia nace generalmente de la soberbia (cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 4, ad 1), dándose sobre todo en aquellos que desean desordenadamente un honor, ansiosos de consideraciones y alabanzas. Suele darse entre personas de la misma condición social, intelectual, etc.; pocas veces entre los de condición muy desigual desigual (cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 1, ad 2 y ad 3). Es un pecado capital porque es origen de muchos otros: el odio, la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso para los demás, el resentimiento, etc.
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Sentir envidia es síntoma de que el hombre necesita ejercitarse en el desprendimiento de los bienes materiales y de la necesidad de crecer en humildad. Además de ejercitarse en estas dos virtudes, para luchar contra la envidia es conveniente realizar obras de caridad con las mismas personas a las que se envidia. envidia. 4. El escándalo es toda acción, palabra u omisión que se convierte para el prójimo en ocasión de pecar; p. ej., incitar al robo, mostrar revistas o películas pornográficas, fomentar odios entre dos personas, etc. Por ser causa de condenación para las almas — a aquel que hace que otro peque puede resultarle imposible convertirlo — , el escándalo es pecado gravísimo según lo manifiestan las palabras mismas del Señor: «Quien escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más valdría que se le suspendiera al cuello una piedra de molino y fuese arrojado al mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! escándalos! Porque forzoso es que vengan escándalos, pero ¡ay del hombre por quien el escándalo escándalo viene!» (Mt. 18, 6-8). El escándalo es: Directo: si se realiza con la expresa intención de hacer pecar a otro. Se llama también escándalo escándalo diabólico; Indirecto: si se produce sin mala intención, pero a pesar de eso arrastra a los demás al pecado. Siempre hay obligación en conciencia de reparar el escándalo. escándalo. Si el escándalo fue público, hay que repararlo públicamente, ya sea por escrito, ya ante testigos. Si fue privado, habrá que tratar t ratar de impedir que la persona escandalizada cometa el pecado. Además, en lo posible hay que reparar r eparar los malos efectos que produjo el escándalo (desdiciendo (desdiciendo la calumnia, retirando las revistas, cambiando de vida, dando buen ejemplo, etc.). La gravedad del escándalo depende de las diversas circunstancias: la materia del pecado, el grado de influencia que tiene quien escandaliza, la publicidad que se le dé, etc. Actualmente, las formas más frecuentes de escándalo se encuentran en la difusión de pornografía, en las campañas anti-natalistas, en la corrupción propiciada por funcionarios públicos, en la difusión de ideas anticristianas o inmorales en los medios de comunicación social — películas, — , en las modas, etc. televisión, revistas, etc. — 5. La cooperación al mal, o participación en el acto malo realizado por otra persona, es: formal cuando se concurre a la mala acción y a la mala intención; material: cuando sólo se ayuda a la mala acción, sin intención de hacer el mal. Se distingue del escándalo porque en éste no se concurre al pecado del prójimo, sino que se induce a él. En la cooperación al mal, el sujeto ya está decidido a cometer el pecado; en el escándalo se induce a la caída del prójimo que no estaba todavía decidido a pecar. Por ej.: coopera al mal en el pecado de aborto el fabricante de productos abortivos; es ocasión de escándalo para la madre aquel que la convenció que abortara. Nunca es lícita la cooperación formal, porque es equivalente a la aprobación del mal. La cooperación material es de suyo ilícita, aunque puede haber casos en que sea permitida, si se cumplen las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4.).
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Por ej., sería lícita la cooperación al mal que prestaría la secretaria del médico al hacer la receta solicitando anticonceptivos: anticonceptivos: su cooperación es sólo material, y perder el empleo supondría una causa grave para hacerlo. 6. Se oponen también a la caridad con el prójimo: la contienda — altercado altercado violento con palabras — , la riña, la guerra injusta y la sedición (bandas de facinerosos, hechos de vandalismo, etc.).
EJERCICIOS 1. Analizar y comentar los siguientes pasajes de la Escritura: a) Deut. 6, 4-9. b) Mt. 18, 6-8. c) I Cor. 13, 1-8. 2. Anotar tres hechos históricos de persecuciones contra la Iglesia. 3. Distinguir en los siguientes casos si se trata de pecado de escándalo o de cooperación al mal: a) echar al buzón de correo una carta que contiene infamias b) exponer en la pared fotografías inconvenientes c) vender carne en día de vigilia d) ser empresario o actor en una representación que ridiculiza la religión e) agente policial que colabora con traficantes t raficantes de drogas f) usar vestidos y ornatos provocativos g) vender videocasetes de películas pornográficas. 4. ¿Qué significado tiene el pasaje de I Cor. 13, 13? 5. ¿En qué inciso de este capítulo pueden situarse las palabras de I Jn. 3, 18) 6. Comenta las siguientes palabras de San Juan Crisóstomo sobre la asistencia a espectáculos: «Ya es un gran daño pasar allí inútilmente el tiempo y ser escándalo para los otros (...) y, ¿cómo podrá decirse que tú no sufres daños, cuando contribuyes a los que se producen? (...) Por-que, si no hubiera espectadores, espectadores, tampoco habría quienes se dedicaran a esas infamias» (Hom. sobre S. Mateo, 37). 7. Haz una lista de actos de caridad que puedes hacer con tus compañeros y familiares a lo largo del día, que incluya ejemplos de corrección fraterna, apostolado y obras de misericordia materiales. Trabajo de investigación. Elabora un trabajo — de de tres o cuatro hojas — sobre sobre la estructura de la vida
sobrenatural, sobrenatural, relacionando las virtudes teologales y morales con los dones del Espíritu Santo.
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II - LA VIRTUD DE LA RELIGION 1. DEFINICION La religión se define como la virtud que nos lleva a dar a Dios el culto debido como Creador y Ser Supremo. Dios es para el hombre el único Señor. Lo ha creado y lo cuida constantemente con su Providencia: la existencia, y cuanto es o posee, lo ha recibido de Él. En consecuencia, el hombre tiene con Dios unos lazos y obligaciones que configuran configuran la virtud de la religión.
2. EL CULTO Esos lazos y obligaciones que mencionamos arriba se concretan primariamente en la adoración y alabanza a Dios, y es lo que se conoce como culto. a) Culto interno y externo A la virtud de la religión pertenecen principalmente los actos internos del alma, por los que manifestamos nuestra sumisión a Dios, y que se llama culto interno. El culto interno se rinde a Dios con las l as facultades del entendimiento y la voluntad, y constituye el fundamento de la virtud de la religión, pues «los que adoran a Dios deben adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn. 4, 24). En otras palabras, sería inútil e hipócrita el culto externo si no fuera precedido por el interno: «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt. 15, 8). Entre los principales actos de culto interno están: 1) la devoción, que es la prontitud y generosidad ante todo lo referente al servicio de Dios; 2) la oración, que es levantar el corazón a Dios para adorarlo, darle gracias, implorar perdón y pedir lo que necesitamos. necesitamos. Pero no basta el culto interno: se precisan también actos externos de adoración: participar en la Santa Misa, arrodillarse ante el Sagrario, asistir con piedad a las ceremonias litúrgicas... Este culto externo es necesario también porque: a) Dios es Creador no sólo del alma sino también del cuerpo, y con ambos debe el hombre reverenciarlo; b) está en la naturaleza del hombre manifestar por actos externos sus sentimientos internos. El culto interno, sin el externo, decae y languidece; — la por estar en la naturaleza humana — a un tiempo material y espiritual — la necesidad de rendir culto externo, la Iglesia condenó como herética la proposición de Miguel de Molinos (1628-1696),
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que consideraba imperfecto e indigno de Dios todo rito sensible de alabanza, queriendo reducirlo a lo interno y espiritual (cfr. Dz 1250). b) Culto de latría, de dulía y de hiperdulía El culto en sentido estricto se le tributa sólo a Dios por su excelencia infinita, aunque podemos también tributarlo indirectamente a los santos, por la estrecha unidad que tienen con Dios. Por eso el culto puede ser: 1) de latría o adoración: es el que se rinde únicamente a Dios en reconocimiento de su excelencia y de su dominio supremo sobre todas las criaturas. Con este tipo de culto se honra a la Sagrada Eucaristía; 3) de dulía o veneración: es el que se tributa a los santos, en reconocimiento de su vida de entrega y unión a Dios. Este culto es consecuencia del dogma de la comunión de los santos. En efecto, si nos podemos comunicar con los bienaventurados del cielo, ¿por qué no honrarlos?; ¿por qué no invocar su patrocinio? Si es lícito encomendarnos a las oraciones de los fieles vivos («orad unos por los otros para que os salvéis», Sant. 5, 16), ¿por qué no lo ha de ser encomendarnos a los santos, que son amigos de Dios y El mismo ha glorificado? Se ve, pues, que la condenación de este culto que hacen los protestantes no está de acuerdo con el dogma de la comunión de los santos ni con la Sagrada Escritura. 4) de hiperdulía o especial veneración: es el que se rinde a María Santísima, reconociendo así su dignidad de Madre de Dios. Por ser criatura, no se le puede rendir culto de adoración; pero por ser la más excelente de todas las criaturas — por encima de todos los ángeles y santos — se le rinde culto de especial veneración. El fundamento clave para entender el culto a María Santísima es el hecho de haber engendrado al Verbo Eterno, Jesucristo Nuestro Señor, y ser por ello verdaderamente Madre de Dios. La legislación eclesiástica señala que «con el fin de promover la santificación del pueblo de Dios, la Iglesia recomienda a la peculiar y filial veneración de los fieles la Bienaventurada siempre Virgen María, Madre de Dios, a quien Cristo constituyó Madre de todos los hombres» (CIC, c. 1186). Los cristianos tienen por eso imágenes de la Virgen, de los ángeles y de los santos, y conservan con veneración las reliquias de los santos. Honrando estas imágenes y reliquias honramos a los santos que representan o de quienes son. Los protestantes atacan el culto a María y a los santos afirmando que Cristo es el único mediador y, por tanto, no hay necesidad de otros mediadores: «Uno es Dios, y uno es el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo» (I Tim. 2, 5). La palabra mediador, sin embargo, tiene dos sentidos: significa redentor, y en este sentido, sólo se aplica a Jesucristo que nos redimió ofreciendo al Padre sus propios méritos, y significa también intercesor, y en este sentido la Santísima Virgen y los santos son intercesores, ya que ruegan a Dios por los hombres.
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3. PECADOS CONTRA LA VIRTUD DE LA RELIGION Los pecados específicos contra esta virtud son de dos clases: por exceso (la superstición) y por defecto (la irreligiosidad). Puede parecer un contrasentido que se pueda pecar "por exceso" contra la virtud de la religión, como si el hombre pudiera excederse en el culto a Dios. En realidad, más que un exceso propiamente dicho, se trata de una deformación cualitativa, es decir, del pecado que se comete «cuando se ofrece culto divino a quien no se debe, o a quien se debe, pero de modo impropio» (S. Th, II-II, q. 92, a. 1).
a) La superstición 1. El culto indebido a Dios De dos maneras puede ofenderse a Dios con un culto indebido: a. Culto vano o inapropiado : consiste en la adulteración del verdadero culto por introducción de elementos extraños, realizándose ceremonias absurdas, extrañas o ridículas, que desdicen del decoro y dignidad del culto a Dios. «Si las cosas que se hacen (en el culto) no se ordenan de suyo a la gloria de Dios, ni elevan nuestra mente a Él, ni sirven para moderar los apetitos de la carne, o si contrarían las instituciones de Dios y de la Iglesia... todos estos actos han de considerarse como superfluos y supersticiosos» (S. Th, II-II, 1.93, a. 2). Por ello la Iglesia siempre ha velado por la digna celebración del culto, y el cumplimiento de esas normas obliga sub gravi. De ahí que cuando un ministro — bajo pretexto de "espontaneidad", "acercamiento a la comunidad" o cualquier otro — , varía esas normas, actúa arbitraria e ilícitamente (cfr. CIC, c. 838). b. Culto falso, que consiste en simular el verdadero culto a Dios, buscando inducir a engaño. Es culto falso, por ejemplo, el que haría quien pretendiera celebrar Misa sin ser sacerdote, el que propague falsas revelaciones o milagros, el que ponga a la veneración reliquias falsas, etc. 2. El culto indebido a las criaturas, o culto a un falso dios Se cae en este pecado con toda actividad que directa o indirectamente intenta divinizar alguna criatura, de la que se pretenden conocimientos y bienes que sólo Dios puede conceder. Puede adoptar las formas de idolatría, adivinación, espiritismo, magia, vana observancia y otras muy variadas. a. Idolatría: consiste en tributar directamente culto de adoración a una criatura. Es un pecado gravísimo que Dios condena severamente en la Sagrada Escritura (cfr. Ex. 22,20), porque se considera inexcusable (cfr. Sap. 13,8), es decir, nunca está permitido, ni siquiera para esquivar la muerte, adorar a dioses falsos.
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b. Adivinación: consiste en invocar explícita o implícitamente al demonio para saber cosas ocultas, imposibles de saber por métodos naturales de previsión. En general los adivinos no pasan de ser hábiles charlatanes, pero si se producen de hecho sucesos extraordinarios no pueden ser debidos sino a los demonios: Dios o las almas de los bienaventurados no pueden favorecer doctrinas erróneas y prácticas supersticiosas condenadas desde antiguo por El mismo (cfr. Lev. 19, 27; 20, 31). Las consultas a oráculos, lectura de naipes, buenaventuras, etc., son pecado si se les da crédito, porque llegan a ser superstición; no son pecado si se hacen por juego y sin escándalo, aunque siempre es mejor evitarlos. c. Espiritismo: es el arte de comunicar con los espíritus, o mejor, por lo dicho antes, con los demonios o los condenados. Es gravemente pecaminoso por la intención de penetrar en los enigmas de la vida y de la muerte de manera arbitraria, pues es temerario pretender entrar en esos ámbitos, que sólo a Dios están sujetos, por un afán de curiosidad morbosa. El Santo Oficio (Decreto del 24-IV-1917: cfr. Dz. 2182) prohibió toda participación en sesiones espiritistas, incluso la mera presencia y la simple escucha. Por iguales razones, es ilícita la participación en el juego llamado "ouija", que pretende obtener respuestas de los espíritus o fuerzas ocultas. d. En relación a la magia, es blanca cuando se funda en la habilidad del prestigiador y en la ilusión o la ignorancia del que observa. Es negra o diabólica, o bien simplemente brujería, cuando un poder oculto permite al mago obtener efectos superiores a la eficiencia de los medios realmente usados. Este poder oculto proviene ordinariamente del demonio, y en esta comunicación se encuentra el elemento pecaminoso de la magia negra. En lo referente a la magia blanca no se la puede reprobar moralmente. e. Con el nombre de vana observancia se conoce aquella forma de superstición que atribuye a señales, cosas o animales fuerzas favorables o nocivas, más allá de su eficacia propia. En este inciso se sitúan multitud de supersticiones más o menos frecuentes: uso de amuletos, miedo a ciertos números, días, animales, etc. 3. Origen y gravedad de la superstición La superstición proviene de un falso sentimiento religioso y abunda en personas ignorantes o irreligiosas. La mayoría de los incrédulos son supersticiosos: por no creer en Dios creen en las mayores necedades. La gravedad de la superstición se mide por la mayor o menor invocación al demonio. Cuando hay invocación explícita del demonio, el pecado es gravísimo. Si es implícita — por ejemplo, en el que inconscientemente lo relaciona con fuerzas ocultas — el pecado también es mortal. De algún modo puede haber invocación implícita al demonio en las películas, obras teatrales, etc., que imprudentemente hacen aparecer intervenciones satánicas, para infundir terror, manifestar prodigios, etc. Hay invocación explícita, al parecer, en las letras de las canciones de ciertos grupos
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musicales modernos. En ambos casos — visuales o auditivos — existe la obligación de no tomar parte como espectador o escucha.
b) La irreligiosidad La irreligiosidad incluye todos los pecados que se cometen por defecto contra la virtud de la religión. Son los siguientes: 1. La impiedad ; o falta de religiosidad. Admite una amplia gama de actitudes: desde la indiferencia o tibieza para los actos de culto a Dios, hasta la calumnia, desprecio o ataques a la religión. 2. La tentación a Dios: en sentido propio es pretender con palabras o con hechos poner a prueba alguno de los atributos divinos (p. ej., decir: si Dios existe, que me caiga un rayo). En sentido impropio, se tienta a Dios exponiéndose a peligros sin necesidad ni precaución, confiando temerariamente en la ayuda divina. 3. El sacrilegio, que es tratar indignamente a las personas, objetos y lugares consagrados a Dios. Ejemplos de sacrilegios: con relación a las personas, el que atente contra la vida del Romano Pontífice; con relación a las cosas, robar un cáliz bendecido; con respecto a los lugares, matar dentro de una Iglesia. El trato indigno de la Eucaristía, o el retener las especies consagradas con perversa finalidad, además de sacrilegio implica pena de excomunión (cfr. CIC, c. 1367). 4. La simonía o voluntad deliberada de comprar con dinero una cosa espiritual o anexa a lo espiritual. Ejemplos de simonías: pagar por la absolución de un pecado, vender más caro un cáliz bendecido que uno sin bendecir, la promesa de rezar a cambio de dinero, etc. Su nombre viene de Simón el Mago, que pretendió comprar a los Apóstoles el poder de hacer milagros (cfr. Hechos 8,18). La malicia de este pecado puede considerarse en un doble aspecto: a) por la injuriosa equiparación de los bienes espirituales con los materiales; b) por ser ilegítima la usurpación que de los bienes hacen los ministros, derivándolos a su provecho temporal en lugar de orientarlos al aprovechamiento espiritual de las almas. Es importante distinguir el pecado de simonía del estipendio que se da polla celebración de la Misa, puesto no se paga la Misa sino una remuneración al sacerdote por su trabajo y para su sustento.
EJERCICIOS 1. Comentar el pasaje de Hechos 14, 11 ss. 2. Comentar el n. 986 de Dz.
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3. ¿En qué consistió la herejía iconoclasta? 4. Explicar en qué consisten las formas de adivinación llamadas necromancia, augurio, quiromancia, sortilegio. 5. ¿A qué se refiere San Pablo en I Cor. 9, 14? 6. Comenta el siguiente pasaje de San Jerónimo, e indica su relación con la virtud de la religión: «Los cálices sagrados y los santos lienzos y todo lo demás que pertenece a la pasión del Señor (...), por su consorcio con el Cuerpo y la Sangre del Señor, han de ser venerados con la misma reverencia que su Cuerpo y que su Sangre» (Ep. 114). 7. Lee con atención el texto del Gloria que se reza en la Misa, y explica qué expresiones se relacionan con los diversos fines de la oración. 8. Hemos dicho que la oración es uno de los actos de culto interno a Dios. Señala:
las cualidades que debe reunir para que sea agradable a Dios las cualidades que debe reunir para que sea eficaz la diferencia entre oración mental y vocal.
9. Indica la especie moral ínfima de los siguientes pecados: a) cambiar arbitrariamente las oraciones de la Misa b) propagar hechos naturales como milagrosos c) acudir a que «lean los posos del te» d) fanatismo por los ídolos musicales e) usar una cola de conejo como objeto supersticioso f) confesarse por juego o diversión g) no rezar h) faltar a la Misa dominical. Trabajo de investigación .
De la lectura del libro del Éxodo entresaca los pasajes en los que Moisés ora a Dios, mencionando las características de su oración en cada circunstancia.
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2. EL SEGUNDO MANDAMIENTO: NO JURARAS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO 1. DEBERES QUE IMPONE ESTE MANDAMIENTO
El segundo mandamiento de la ley de Dios se cumple honrando el nombre de Dios (y todo lo que a Él haga referencia), y a través del juramento y del voto. Estudiaremos a continuación el cumplimiento de cada uno de estos deberes.
a. HONRAR EL NOMBRE DE DIOS Y TODO LO QUE A DIOS SE REFIERE Dios es santo, y su nombre lo es porque el nombre representa a la persona: hay una relación íntima entre la persona y su nombre, como la hay entre el país, su gobierno y el embajador que lo representa. Cuando se honra o menosprecia al embajador, se honra o menosprecia al país que representa. Igualmente, cuando nombramos a Dios, no debemos pensar simplemente en unas letras, sino en el mismo Dios, Uno y Trino. Por eso hemos de santificar su nombre y pronunciarlo con gran respeto y reverencia. San Pablo, p. ej., afirma que al pronunciar el nombre de Jesús se doble toda rodilla en la tierra, en el cielo y en los infiernos (cfr. Fil 2, 10); los milagros más grandes se han hecho en nombre de Jesús: «En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda» (Hechos 3, 1-7); los ángeles y los santos en el cielo alaban continuamente el nombre de Dios, proclamando: Santo, Santo, Santo; nosotros mismos pedimos en el Padrenuestro: «Santificado sea tu nombre», y hemos de esforzarnos para que el nombre de Dios sea glorificado en toda la tierra. Mutatis mutandis, ha de ser honrado el nombre de la Santísima Virgen María, de San José, de los ángeles y de los santos.
b. RESPETAR LO QUE ESTA CONSAGRADO A DIOS Hemos de respetar lo que está consagrado a Dios, es decir, aquellas cosas, personas o lugares que han sido dedicados a El por designación pública de la Iglesia: a) son lugares sagrados las iglesias y los cementerios; en ellos ha de observarse un comportamiento respetuoso y digno; b) son cosas sagradas el altar, el cáliz, la patena, el copón y otros objetos dedicados al culto; c) son personas sagradas los ministros de Dios — los sacerdotes y los religiosos — , que merecen respeto por lo que representan, y de quienes nunca se debe hablar mal.
c. EL JURAMENTO
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El juramento es otra manera de honrar el nombre de Dios, ya que es poner a Dios como testigo de la verdad de lo que se dice o de la sinceridad de lo que se promete. A veces es necesario que quien hace una declaración sobre lo que ha visto u oído, haya de reforzarla con un testimonio especial. En ocasiones muy importantes, sobre todo ante un tribunal, se puede invocar a Dios como testigo de la verdad de lo que se dice o promete: eso es hacer un juramento. Fuera de estos casos no se debe jurar nunca, y hay que procurar que la convivencia humana se establezca sobre la base de la veracidad y honradez. Cristo dijo: «Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no. Lo que exceda de esto, viene del Maligno» (Mt. 5, 37). Hay diversos modos de jurar: a) invocando a Dios expresamente, p. ej.: juro por Dios, por la Sangre de Cristo, etc.; b) invocando el nombre de la Virgen o de algún santo; c) nombrando alguna criatura en la que resplandezcan diversas perfecciones divinas: p. ej. jurar por el cielo, por la Iglesia, por la Cruz, etc.; d) jurando sin hablar, poniendo la mano sobre los Evangelios, el Crucifijo, el altar, etc. El juramento bien hecho no es sólo lícito, sino honroso para Dios, porque al hacerlo declaramos implícitamente que es infinitamente sabio, todopoderoso y justo. Para que esté bien hecho se requiere: 1) jurar con verdad: afirmar sólo lo que es verdad y prometer sólo lo que se tiene intención de cumplir; 2) jurar con justicia: afirmar o prometer sólo lo que está permitido y no es pecaminoso; 3) jurar con necesidad: sólo cuando es realmente importante que se nos crea, o cuando lo exige la autoridad eclesiástica o civil.
d. EL VOTO Otra manera de honrar el nombre de Dios es el voto, que es la promesa hecha a Dios de una cosa buena que no impide otra mejor, con intención de obligarse. Para que realmente se trate de un voto requiere: Por parte del que lo hace, que la promesa hecha a Dios sea: a) formal: el compromiso de cumplirlo se hace expresamente, considerando que hacemos un voto ante Dios, y no un mero propósito; b) deliberada: no fruto de una ocurrencia repentina; c) libre de coacción física o moral; Por parte de la cosa prometida, que sea razonable y posible, buena y mejor que su contraria.
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Sería en sí mismo inválido hacer voto de algo malo (p. ej., de no perdonar una injuria), o hacer voto de algo cuya realidad opuesta sea preferible (por ejemplo, hacer voto de ir a una peregrinación cuando el hecho de no ir resuelve una grave necesidad ajena). Puede hacer votos quien tenga uso de razón y suficiente conocimiento de la cosa que promete, y una vez hecho lícitamente hay obligación grave de cumplirlo: «Si hiciste algún voto a Dios, no tardes en cumplirlo porque a Dios le desagrada la promesa necia e infiel. Es mucho mejor no hacer voto que después de hacerlo no cumplirlo» (Eccle 5, 3-4). En la Sagrada Escritura se relata el voto imprudente que hizo Jefté, Juez de Israel: «Si entregas en mis manos a los hijos de Amón, te ofreceré en sacrificio al primero que salga a recibirme cuando regrese victorioso». Al volver Jefté y salir a su encuentro, antes que nadie, su hija única, rasgó sus vestiduras y comprendió su imprudencia (cfr. Jueces 11, 30-40). En general, es mejor acostumbrarse a hacer propósitos que nos ayuden a mejorar, sin necesidad de votos ni promesas, a no ser que Dios así nos lo pida. Si alguna vez se requiere hacer una promesa a Dios, es prudente preguntar antes al confesor para asegurarnos de que sea oportuna.
2. PECADOS OPUESTOS 8.2.1. Pronunciar con ligereza o sin necesidad el Nombre de Dios, es decir, sin el debido respeto, por burla o por juego; p. ej. el hacer bromas o chistes sobre cosas sagradas. Este empleo vano del nombre santo de Dios es pecado (cfr. Eclo. 23, 9-11), en general venial, porque no afecta grandemente al honor de Dios. Conviene cuidar el no mezclar con frecuencia en las conversaciones los nombres de Dios, de la Virgen o de los santos, para evitar de esta manera irreverencias. 8.2.2. Blasfemar, que consiste en decir palabras o hacer gestos injuriosos contra Dios, la Virgen, los santos o la Iglesia. Puede ser: 1) directa, cuando va contra Dios; 2) indirecta, cuando se refiere a la Virgen, los santos o las cosas santas; 3) herética, cuando contiene algún error contra la fe; p. ej. decir con advertencia: ¡Dios es injusto conmigo!; 4) execratoria, cuando va acompañada de odio a Dios. Siempre que haya plena advertencia y deliberada voluntad, la blasfemia es pecado grave, que no admite parvedad de materia. Supone una subversión total del orden moral, el cual culmina en el honor de Dios, y la blasfemia intenta presuntuosamente deshonrar a la divinidad. Se comprenderá la gravedad de este pecado al considerar los castigos que Dios infligía al blasfemo. En el Lévitico (cfr. 24, 10-16) se lee que, en una riña, el hijo de una mujer israelita blasfemó contra el santo nombre de Dios. Moisés puso al culpable en una oscura prisión y entre tanto preguntó al Señor qué debía hacer. La respuesta de Yahvé fue la siguiente: «Saca fuera de la cárcel al impío blasfemo; y todos los que escucharon el insulto contra Mí, levanten la mano sobre él para protestar contra su delito y después sea apedreado por todo el pueblo». La lapidación era el suplicio decretado por Dios contra los blasfemos.
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8.2.3. Juramento falso, injusto o innecesario. Son los tres casos en que el juramento es pecado, porque falta alguna de las condiciones para su licitud: 1) la verdad: siempre hay grave irreverencia en poner a Dios como testigo de una mentira. En esto precisamente consiste el perjurio, que es pecado gravísimo que acarrea el castigo de Dios (cfr. Zac. 5, 3-8, 17; Eclo. 23, 14); 2) la justicia: es grave ofensa utilizar el nombre de Dios al jurar hacer algo que no es lícito, p. ej. la venganza o el robo. Si el juramento tiene por objeto algo gravemente malo, el pecado es mortal; 3) la necesidad: no se puede jurar sin prudencia, sin moderación, o por cosas de poca importancia sin cometer un pecado venial que podría ser mortal, si hubiera escándalo o peligro de perjurio. El juramento que hizo Herodes a Salomé fue vano o innecesario (cfr. Mc. 6, 17-26). Jurar por hábito ante cualquier tontería es un vicio que se ha de procurar desterrar, aunque de ordinario no pase de pecado venial. 8.2.4. El incumplimiento del voto es pecado grave o leve, según los casos, pues es faltar a una promesa hecha a Dios.
EJERCICIOS 1. Explicar qué obligación hay de cumplir los siguientes votos: a) ir a pie a un santuario que en realidad está mucho más lejos de lo que se pensaba b) dar una limosna grande habiendo sufrido un fuerte revés económico c) guardar el celibato, tratándose de una persona casada d) quien ante el cadáver de un amigo muerto repentinamente, llevado por la pena promete velar para siempre por los hijos del difunto. 2. Comentar los siguientes pasajes de la Sagrada Escritura: a) Eclo. 23,9-11 b) Lev. 24, 14-16 c) Ex. 20, 7 3. Transcribir y comentar los cánones 1199 & 1 y 1369 del CIC. 4. ¿Qué es juramento asertorio y qué promisorio? 5. ¿Qué es el conjuro? 6. Indicar algunos de los nombres que se le daban a Dios en el Antiguo Testamento, señalando sus significados.
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7. En la Sagrada Escritura se nos habla del juramento dado por los israelitas en favor de los gabaonitas (cfr. I Re. 14, 24 ss.) ¿Estaban obligados a cumplirlo? 8. ¿Cuál es la imprecación proferida por los judíos al pedir a Pilatos la muerte de Jesús? 9. Indica la especie moral ínfima de los siguientes pecados: a) Contar un chiste sobre el Papa. b) Jurar no ir a la Santa Misa el siguiente domingo. c) Burlarme de un dogma de fe. d) Hacer el voto de obediencia y fallar. e) Tener el hábito de decir «te lo juro». 10. ¿Cuáles son las razones teológicas que llevan a considerar los cementerios como lugares sagrados? Trabajo de investigación .
Haz un breve trabajo sobre la obligación que se impuso a los sacerdotes franceses de jurar durante la revolución la llamada «Constitución Civil del Clero», indicando si tenían o no obligación de hacerlo y por qué.
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3. TERCER MANDAMIENTO: SANTIFICARAS LAS FIESTAS 1. EL PRECEPTO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO Relata el libro del Éxodo (cap. 20, 9-10) lo que Yahvé preceptuó a Moisés y a su pueblo sobre este mandamiento: «Seis días trabajarás y harás tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios... Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó... Ningún trabajo servil harás en él, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tus bestias de carga, ni el extranjero que habita dentro de tus puertas.» Los israelitas descansaban el sábado — que era el día litúrgico por excelencia — , día en que el pueblo — libre de cualquier otra ocupación o trabajo — se dedicaba exclusivamente al culto de Dios. Por el simple enunciado del precepto, tal como se lee en el Éxodo, se advierte el rigor y seriedad con que la Antigua Ley lo prescribía. Algunas veces, sin embargo, los judíos lo interpretaron de un modo demasiado material y a la letra, como el mismo Jesús se lo reprocha (cfr. Lc. 13, 14-16).
2. EL PRECEPTO EN EL NUEVO TESTAMENTO La ley evangélica, manteniendo el precepto del decálogo, suaviza su interpretación práctica (cfr. S. Th. II-II, q. 122, a. 4, ad 4) y lo traslada al domingo: santificarlo y santificarnos, no divertirnos solamente, y mucho menos pecar con pretexto de diversión o de descanso. Ese día que, para los israelitas, era el sábado, conforme se lo ordenó el Señor a Moisés en el Monte Sinaí, los Apóstoles lo cambiaron al domingo para los cristianos: a) por ser el día en que resucitó Jesucristo, verdad que fundamenta nuestra fe b) porque el Domingo de Pentecostés el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, manifestándose públicamente la Iglesia delante de la multitud; c) para que los cristianos no confundieran las fiestas cristianas con las judías. Por eso, a ese día se le llamó domingo, que significa día del Señor.
3. FORMA DE CUMPLIR EL TERCER MANDAMIENTO Este precepto se cumple:
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1) Participando en la Santa Misa en Domingo y fiestas de precepto. 2) Absteniéndose de realizar en esos días actos que impiden el culto a Dios o el debido descanso. Este tercer precepto del Decálogo es: a) de derecho natural: el hombre por exigencia de su misma naturaleza, debe dedicar algún tiempo al culto divino; b) de derecho divino-positivo: el Señor ha concretado la dedicación de un día a la semana (cfr. Ex. 20, 9-10); c) de derecho eclesiástico: la Iglesia ha determinado los días y el modo de honrar a Dios. La nueva formulación canónica de este precepto dice: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa; y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impiden dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor, o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (CIC, c. 1247).
a. ADORAR Y DAR CULTO A DIOS ASISTIENDO A MISA Además del sábado, los judíos celebraban otras fiestas a lo largo del año, de las que la más solemne era la Pascua. Los cristianos también celebramos, además del domingo, otras fiestas en las que conmemoramos los principales misterios de la vida de Jesús — Navidad, Epifanía, Presentación en el templo, Sagrado Corazón, Corpus Christi, etc. — , de la Santísima Virgen — Inmaculada Concepción, Visitación, Asunción a los cielos, etc. — , y de los santos: San José, San Pedro y San Pablo, San Juan Bautista, los Apóstoles, etc. Es la Iglesia quien determina cuáles de esas fiestas son de precepto o de guardar; es decir, las que debemos santificar como si fuera domingo. Actualmente en Perú, los Obispos determinan, cada año, cuales son las fiestas de precepto en sus respectivas diócesis. En los domingos y en estos días de fiesta, lo primero que la Iglesia nos pide, para que sean realmente días santos, es la asistencia a la Santa Misa. Es verdad que todos los días deben vivirse santamente pero en éstos de manera especial quiere el Señor que lo adoremos, que le demos culto con la Santa Misa, que es el acto más grande de adoración y de culto que podemos ofrecer a Dios en la tierra. Nosotros también, al igual que los primeros cristianos, nos reunimos alrededor del altar y del sacerdote — que es siempre representante de Jesucristo — para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Más adelante, al tratar de los mandamientos de la Iglesia, hablaremos con extensión del modo de cumplir adecuada y fructíferamente esta obligación de oír Misa los domingos y días de fiesta.
b. EL DEBER DEL DESCANSO
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Es voluntad expresa de Dios que los hombres dejemos nuestras actividades ordinarias, de forma especial, un día a la semana: a) para poder dedicarnos más libremente a Él y a su servicio; b) para atender más solícitamente al cuidado de nuestra alma; c) para tener un justo y necesario descanso. La obligación que los hombres tenemos de santificar las fiestas absteniéndonos de trabajos fatigosos y dejando más tiempo del ordinario para tratar al Señor, supone grandes bienes para el hombre, también en el aspecto humano: a) b) c) d)
repara las fuerzas físicas, disponiéndonos para reanudar el trabajo con mayor intensidad; nos da oportunidad de cultivar el espíritu; reúne a la familia, facilitando a los padres la educación de los hijos; fomenta la amistad y nos da ocasión de hacer apostolado.
El descanso no consiste en no hacer nada — nos aburriríamos y además el ocio es madre de todos los vicios — , sino cambiar nuestras actividades ordinarias por otras. Podemos descansar con diversiones sanas que no ofenden a Dios, haciendo una vida familiar más intensa, aprovechando para enriquecer nuestra cultura (museos, libros, visitas turísticas, etc.), saliendo con nuestros amigos, haciendo deporte o yendo de excursión, etc. Santo Tomás de Aquino, al hablar de la virtud de la eutrapelia (cfr. S. Th.II-II, q. 168, a. 2), hace un análisis del descanso en el que nos proporciona los principios de la teología de las diversiones. Es necesario — afirma — el des canso corporal y también el descanso espiritual, pero evitando tres inconvenientes: 1) recrearse en cosas torpes o nocivas; 2) perder la seriedad del alma, si la recta razón no lleva la pauta en todo el obrar; 3) hacer algo que desdiga de la persona, lugar, tiempo u otras circunstancias.
4. PECADOS OPUESTOS Se peca contra este mandamiento realizando ciertos trabajos que impiden el culto a Dios. En términos generales, hoy la prohibición de trabajar los días de fiesta es más genérica que en el pasado — no se prohíben ya los trabajos llamados serviles, como antes — , limitándose la Iglesia a prescribir la asistencia a la Santa Misa y el descanso. Lo importante es que, efectivamente, todos tengamos el tiempo necesario para atender mejor el culto divino y a la salvación de nuestra alma. El descanso, como hemos dicho, es necesario para restaurar las fuerzas, para que el trabajo sea más eficaz y, sobre todo, para poder servir mejor a Dios y a los demás. El descanso, pues, no es un fin, sino un medio. Para que sea merecido presupone trabajo; es decir, el empleo habitual y serio de la vida. Será, por tanto, desagradable a Dios y causa de incumplimiento del propio fin personal, la asignación de excesivo tiempo a las actividades de descanso. Las causas que excusan de la ley del descanso, además de la dispensa de la legítima autoridad, son:
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1) el grave incómodo propio (por ejemplo, la necesidad de percibir el sueldo para mantener a la familia) o ajeno (por ejemplo, la urgencia de atender a un enfermo, al que no se puede dejar solo); 2) la naturaleza peculiar del trabajo (p. ej., la realización de un trabajo público en orden al bien común, como la construcción de una carretera).
EJERCICIOS 1. Comentar los siguientes pasajes de la Sagrada Escritura: a) Éxodo 20, 8-11 b) Números 15, 32-36. 2. Citar tres ejemplos reales de trabajos no permitidos en días festivos, y tres de trabajos permitidos. 3. Transcribir y comentar el n. 61 de la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II. 4. Hacer lo mismo con los siguientes números de Camino: 354, 355 y 356. 5. Demostrar con los siguientes textos del Evangelio que el hombre tiene la obligación grave de servir a Dios: a) Lucas 13, 6ss. b) Mateo 22, 9ss. Trabajo de investigación.
En un escrito no mayor de tres páginas a doble espacio, investiga la(s) forma(s) de cumplir con el precepto de la ley natural referente a dar gloria a Dios, según: los musulmanes, los judíos, los luteranos, los anglicanos y los budistas.
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I. LOS PRECEPTOS DE LA IGLESIA Todos estamos convencidos de la importancia que tiene la observancia de las leyes. En el deporte, p. ej., si no se guarda el reglamento y se hacen trampas, no se puede jugar. Lógicamente, más grave todavía es no respetar aquellas leyes que, de no cumplirse, provocan daños, a veces serios, a los demás, como son, p. ej., las leyes de tráfico. De todas ellas, la ley más importante, y por tanto la más necesaria en su cumplimiento, es la ley de Dios, expresada en los diez Mandamientos, porque, como señaló Cristo a aquel muchacho que se le acercó para pedir un consejo: «si quieres entrar en la Vida, cumple los mandamientos» (Mt. 19,17). Para facilitarnos el cumplimiento de la Ley de Dios, la Iglesia ha determinado algunas obligaciones del cristiano, que se conocen como Mandamientos de la Iglesia. Cristo le dio autoridad para gobernar a los fieles, y su solicitud de Madre la impulsa a señalar más concretamente cuál es la voluntad de Dios, ayudándonos a conseguir el Cielo. Esa es, en definitiva, la misión de la Iglesia.
1. JESUCRISTO FUNDA LA IGLESIA PARA SALVARNOS Jesucristo vino a la tierra para redimirnos y darnos la vida divina. Con objeto de continuar en la tierra, hasta el fin de los tiempos, su tarea redentora y conducir a todos los hombres a la salvación, I un da la Iglesia. Jesucristo, aunque pudo salvarnos de modo exclusivamente eterno e individual, prefirió crear una sociedad visible que fuera depositaría de sus enseñanzas y de los medios de salvación con que quiso dotar a los hombres. Convenía a la naturaleza humana — a un tiempo material y espiritual — que la salvación llegara a través de una sociedad visible: así recibimos los dones espirituales por medio de las realidades visibles, al modo de nuestra composición material y espiritual. Para eso eligió el Señor a San Pedro y a los demás Apóstoles: para que gobernaran la Iglesia y transmitieran los poderes a sus sucesores, el Papa y los Obispos. Estos poderes son: a) b) c)
enseñar con autoridad la doctrina de Jesucristo santificar con los sacramentos y otros medios gobernar mediante leyes que obligan en conciencia.
La Iglesia tiene un doble fin en la tierra: a) b)
un fin último: la gloria de Dios un fin próximo: la salvación de las almas.
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2. JESUCRISTO DIO A LA IGLESIA EL PODER DE PROMULGAR LEYES Cristo concedió efectivamente a su Iglesia el poder de gobernar, y envió a los Apóstoles y a sus sucesores por todo el mundo para que predicaran el Evangelio, bautizaran y enseñaran a guardar todo lo que El les había mandado: «el que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc. 10, 16); «como me envió mi Padre, así os envío yo a vosotros» (Jn. 20,21). En virtud de esta autoridad, la Iglesia puede dictar leyes y normas. La Iglesia tiene el derecho y la obligación de fijar a los fieles todas las prescripciones que considere oportunas, por un doble motivo: 1) por haber recibido de Cristo el mandato de conducir a los hombres a la vida eterna, siendo depositaría e intérprete de la revelación divina. Al imponer los preceptos, la Iglesia pretende asegurar mejor el cumplimiento de los mandatos de Dios y las enseñanzas del Evangelio; 2) por la misión que Dios le confirió, la Iglesia, como sociedad perfecta, ha menester prescribir las normas precisas para la consecución de su tarea Así pues, al imponer a los hombres sus leyes, la Iglesia no pretende sino asegurar mejor el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de los consejos que el Señor nos da a través del Evangelio. De hecho, las leyes de la Iglesia lo que hacen generalmente es determinar el tiempo y el modo de cumplirlos. De lo anterior se desprenden dos consideraciones: 1) Los mandamientos de la Iglesia son una muestra de cariño porque, al dictar estas normas, busca únicamente ayudar a cumplir las obligaciones del cristiano. La Iglesia sabe que a veces cuesta cumplir la voluntad de Dios, y por eso determina el modo de cumplirla, buscando garantizar convenientemente el camino de nuestra salvación. 2) Al incumplir uno de estos mandamientos de la Iglesia, no sólo no se cumple una ley meramente eclesiástica, sino que se quebranta una ley divina concretada en esa ley eclesiástica. De ahí que quebrantar uno de esos mandamientos en materia grave, es siempre pecado mortal (cfr. Cat. Mayor de S. Pío X, n. 474). Por ejemplo, dejar de cumplir el mandamiento de la Iglesia que ordena comulgar al menos una vez al año supone indiferencia con Jesucristo, y por tanto carencia de amor: este incumplimiento es en realidad señal de haber ya quebrantado — al menos en este aspecto — el primer mandamiento de la ley de Dios que prescribe amarlo sobre todas las cosas. Entre los mandamientos de la ley divina y los mandamientos de la Iglesia hay, sin embargo, algunas diferencias: a) los mandamientos de la ley de Dios obligan a todos los hombres, puesto que Dios mismo los dejó grabados en su conciencia; los de la Iglesia obligan sólo a quienes forman parte de ella; b) los mandamientos divinos son inmutables, pues están basados en la naturaleza humana, que no cambia; las leyes eclesiásticas pueden cambiar; c) los mandamientos de la ley de Dios no pueden ser dispensados; los de la Iglesia dejan de obligar por grave incómodo o por dispensa de la autoridad eclesiástica.
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Los mandamientos de la Iglesia son muchos — en realidad lo son todas las prescripciones del Código de Derecho Canónico — , pero aquí vamos a estudiar los cinco principales que afectan a todos los fieles (vid. Catecismo Mayor de S. Pío X, Parte III, Cap. V): 1°. Oír misa entera los domingos y fiestas de precepto (can. 1247). 2°. Confesar los pecados graves al menos una vez al año (can. 989). 3°. Recibir la Eucaristía al menos una vez al año, por Pascua (can. 920). 4°. Ayunar cuando lo manda la Iglesia (can. 1251). 5°. Socorrer a la Iglesia en sus necesidades (can. 222).
EJERCICIO 1. ¿Cuáles son las condiciones para ser miembro de la Iglesia Católica? 2. Busca los aspectos del Reino de los Cielos que describe San Mateo en el capítulo 13 de su evangelio, y señala las condiciones para llegar a él. 3. ¿Cuál es el fin de la Iglesia, y qué medios tiene para llegar a él? 4. Explica cuáles son las características de lo que se denomina «sociedad perfecta». 5. ¿Qué significa la frase «la Iglesia es jerárquica por institución divina»? 6. Explica por qué al incumplir un mandamiento de la Iglesia se transgrede también un mandamiento de la ley de Dios. Trabajo de investigación : Tomando como base los cánones 208 a 232 del CIC, señala cuáles son los
deberes y derechos de los fieles cristianos.
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1er. PRECEPTO: OIR MISA ENTERA LOS DOMINGOS Y DÍAS DE PRECEPTO La obligación que tenemos de emplear parte de nuestro tiempo para consagrarlo al culto de Dios es una ley escrita en el corazón, por lo que la conoceríamos aun cuando Dios no nos hubiera dado el precepto en el Monte Sinaí. Para ayudarnos a cumplir esa ley natural, Dios se reservó para Él un día a la semana, el sábado, que después la Iglesia cambió al domingo. «El domingo y las demás fiestas de precepto — nos señala el canon 1247 del CIC — los fieles tienen obligación de participar en la Misa» a) La razón de este precepto eclesiástico tiene su claro fundamento, como ya señalamos, en el derecho divino: es de ley natural rendir culto a Dios, y la Santa Misa es el acto fundamental del culto católico. b) A la Iglesia le ha parecido oportuno concretar el tercer mandamiento del decálogo del modo arriba indicado, y en el cumplimiento de este precepto encuentran los cristianos no sólo un deber, sino sobre todo un inmenso privilegio y honor: «Conviene, pues, venerables hermanos, que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y mayor dignidad consiste en la participación en el sacrificio eucarístico» (Pío XII, Enc. Mediator Dei, n. 22). c) Queda manifiesta la sublime dignidad de la Misa si consideramos detenidamente las palabras con que el CIC la define: «El sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del Señor, en el cual se perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la cruz, es el culmen y la fuente de todo el culto y de toda la vida cristiana» (c. 897). Para santificar los domingos y otros días festivos, tributamos a Dios el culto de adoración más digno de Él. Ya los primeros cristianos entendieron que el culto más apropiado para esos días era la Santa Misa, y la Iglesia no necesitaba obligarlos a asistir al santo Sacrificio, puesto que ya ellos lo consideraban la realidad más importante de su vida. Pero cuando por efecto del arrianismo y de las invasiones de los bárbaros se perdió ese espíritu primitivo, la Iglesia se vio obligada, en el siglo V, a decretar el precepto de la asistencia a Misa. Este mandamiento obliga — bajo pecado mortal — a todos los fieles que tienen uso de razón y han cumplido los siete años. De esta manera, la Iglesia determina y facilita el cumplimiento del tercer mandamiento de la ley de Dios. Además, pedagógicamente enseña la importancia de la Misa para que asistamos con más frecuencia.
1. MODO DE CUMPLIRLO
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a) Día previsto. Este precepto hay que cumplirlo precisamente el día que está mandado, pasado el cual cesa de obligar. Y así, el que dejó de oír Misa ese día, aunque sea culpablemente, no está obligado a ir al día siguiente, ni cumple con el precepto por ir otro día. Sin embargo, como es sabido, actualmente este precepto puede vivirse asistiendo a la-Misa vespertina del sábado o del día anterior a la fiesta (cfr. Instr. Eucharisticum Mysterium, n. 28; CIC, c. 1248). b) Presencia corporal . La asistencia a la Santa Misa debe ser real, es decir, el fiel ha de hallarse en el interior de la Iglesia o, si no le es posible entrar, estar unido a quienes están dentro. Por tanto, no cumple el precepto el que sigue la Misa por radio o televisión, ni el que permanece tan alejado del grupo que no se le puede considerar como formando parte de los asistentes. No se requiere sin embargo estar estrictamente dentro del recinto del templo; basta que forme parte de los que asisten a Misa — aunque sea en la misma calle, si la iglesia está abarrotada — y puede seguirlas de algún modo, por el sonido de la campanilla o las actitudes de los demás, etc. c) Integridad. Por este término se designa la obligación de asistir a Misa entera, lo que significa que, supuesta la intención recta, no debe omitirse una parte notable para cumplir el precepto. Decimos intención recta pues sería pecado grave también si por negligencia o por desprecio se dejara incompleta la Misa, aunque fuera en una parte menor. Se omite una parte notable si no se asiste a la llamada "parte sacrificial" de la Misa, es decir, que al menos se ha de estar presente del ofertorio a la comunión del sacerdote. El que ha omitido una parte notable de la Misa debe oír Misa entera; si no, pecaría mortalmente. Omitir otras partes de la Misa es pecado venial, si la intención — como hemos dicho — fue recta. El que llega tarde está obligado — leve o gravemente, según la parte omitida — a suplir lo que le falte en otra Misa posterior. Es lícito oír dos medias Misas, sucesivas no simultáneas, con tal que la Consagración y la Comunión pertenezcan a la misma Misa (cfr. Dz. 1203). Conviene notar que la mente de la Iglesia, sobre todo después del Concilio Vaticano II, es que todos los fieles oigan la homilía que predica el sacerdote después del Evangelio, por lo que cometen un verdadero abuso quienes la omiten sistemáticamente y deliberadamente, llegando después de ella, o ausentándose del recinto mientras ésta tiene lugar. d) Atención exterior. Para comprender este requisito, antes hemos de señalar que la atención a la Misa puede ser: exterior: consistente en evitar cosas incompatibles con la Misa a la que se asiste: p. ej., leer un libro que no tenga relación con el Santo Sacrificio, platicar con un amigo, contemplar las vidrieras, dormirse, etc.; interior: consiste en advertir el Sacrificio al que se asiste y darse cuenta de sus partes diversas. El que asista materialmente a Misa guardando al menos atención y compostura externa (es decir, con atención exterior) — aunque con la mente esté en otra cosa (falta de atención interior) — , cumple lo esencial del precepto para no incurrir en falta grave. No cumplirá, sin embargo, la finalidad intentada por la Iglesia en orden a dar culto a Dios mediante la participación en el Santo Sacrificio de la Misa, ya que se busca «que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a
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través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 48). e) Devoción. Para sacar buen fruto de la Misa debemos no sólo atender a ella, sino asistir con espíritu de fe y sentimientos de piedad. Basta que pensemos que la Misa es la renovación del Sacrificio de la Cruz, para darnos cuenta de que no puede haber nada más divino y digno de nuestro esfuerzo, ni más útil para conseguir el aumento de la gracia. Los medios más aconsejables para asistir a Misa con devoción son: 1) unir nuestra intención a las intenciones con que Jesucristo se ofrece en ella; 2) seguir al sacerdote en las diversas partes del Sacrificio, p. ej., a través de un adecuado devocionario o Misal; 3) recitar en voz alta todas aquellas oraciones en las que debamos intervenir; 4) pedir ayuda a la Santísima Virgen, que asistió a Cristo al pie de la Cruz, pues es el mismo Sacrificio. Es evidente que mientras más nos empapemos del espíritu e intenciones de Cristo al inmolarse en el altar, y mientras más nos unamos a su Sacrificio, tanto más fruto sacaremos de él.
2. CAUSAS QUE DISPENSAN DE LA MISA En general, las circunstancias que puedan dispensar de asistir a Misa son: la imposibilidad física, una grave necesidad privada o pública y el grave daño que se pueda seguir para sí mismo o para el prójimo. a) Imposibilidad física: si se está enfermo, p. ej., y no puede razonablemente trasladarse para asistir a Misa; los débiles y convalecientes están dispensados si les supone un grave inconveniente; el que vive muy lejos de la Iglesia y no puede emprender el viaje sin serios problemas (no puede determinar la distancia, pues depende de los medios de transporte con los que uno cuenta). b) Una grave necesidad privada o pública puede igualmente dispensarnos de asistir a Misa. Los que cuidan enfermos o niños muy pequeños, p. ej., los que están obligados a trabajos urgentes y no pueden hacerse reemplazar. Los trabajadores podrán estar dispensados de asistir a Misa, pero deben hacer lo posible por modificar su situación. c) Grave daño : si por asistir a Misa se sigue un grave daño, para sí mismo o para el prójimo, existe razón suficiente para faltar a ella. La razón la hemos explicado antes (cfr. 2.5.2 a): en leyes puramente eclesiásticas, el legislador no tiene intención de obligar si de ahí se sigue un grave incómodo. Las reglas generales dadas arriba no resultan siempre fácilmente aplicables por la multitud de situaciones que pueden darse en la vida ordinaria (por ejemplo, si hay razón suficiente para faltar ante una enfermedad leve, ante un viaje largo, etc.). En estos casos de duda hay que tratar de salir de ella consultando, haciendo oración, etc.
EJERCICIOS
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1. ¿A qué se llama, dentro de la Santa Misa, la parte sacrificial? 2. Comentar los siguientes errores condenados por Inocencio XI en 1679: a) «El precepto de guardar las fiestas no obliga bajo pecado mortal, excluido el escándalo, con tal de que no haya desprecio» (Dz 1202). b) «Satisface el precepto de la Iglesia de oír misa, el que oye dos de sus partes y hasta cuatro a la vez, de diversos celebrantes» (Dz 1203). 3. Con el primer mandamiento, la Iglesia nos ayuda a cumplir uno de los preceptos del Decálogo. ¿Cuál? 4. Enuncia dos casos de asistencia parcial a la Misa dominical en los que no se cumple el precepto, y dos casos en los que sí se cumple. 5. Indica si hay en los siguientes ejemplos causas suficientes que dispensan de la Misa: a) esposa que es golpeada por su marido si sale de su casa b) persona en vacaciones a quien le supone invertir dos horas del domingo trasladarse de ida y vuelta a la Iglesia c) viajero que el día de precepto hace un trayecto de seis horas d) familia que sale de paseo al campo e) estudiante que debe preparar exámenes para el día siguiente. 6. Explica por qué el mandamiento de la Misa dominical se fundamenta en la Ley Natural. Trabajo de investigación. Con bases reales, expresa los motivos más frecuentes con que se pretende
justificar el incumplimiento del precepto dominical, explicando los argumentos de ley natural y de ley divina con que se rebatirían esos motivos.
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2do. PRECEPTO: CONFESAR LOS PECADOS MORTALES AL MENOS UNA VEZ AL AÑO El cristiano, liberado del pecado por el Bautismo, al estar dotado de libertad, puede volver a pecar y de hecho peca, de forma que su vida se convierte de algún modo en un recomenzar muchas veces, ya que necesita constantemente convertirse a Dios, con el que ha roto sus relaciones por el pecado mortal, o ha hecho que se enfriaran por el pecado venial. De aquí que la solicitud de la Iglesia por los pecadores se manifiesta principalmente en su interés porque se reconcilien con Dios, y preceptúa desde antiguo este mandamiento. De este modo trata de exhortar al pecador para que obtenga con frecuencia el perdón de Dios. Lo ha recordado el Papa Pablo VI, calificando el precepto anual de la confesión como uno de los más graves de la Iglesia «... (el deber anual de confesarnos) es deber de acercarnos sinceros y personalmente al sacramento de la penitencia, acusando los propios pecados con humilde y sincero arrepentimiento y con propósito de enmienda... Es éste uno de los preceptos más graves de la Iglesia: un precepto en todo su rigor; una ley difícil, pero muy saludable, sabia y liberadora» (Alocución, 23111-1977). Nótese que el Papa señala la necesidad de la confesión personal para el cumplimiento del precepto; también menciona las condiciones de contrición y propósito de enmienda, indispensables para la confesión válida.
1. RAZON DEL PRECEPTO ¿Cuál es la razón por la que la Iglesia ordena que el fiel se confiese por lo menos anualmente? ¿No es gravar más la conciencia del pecador haciendo que, por cada año transcurrido, se incrementen en uno sus pecados mortales? Sin embargo, al observar las cosas detenidamente, encontraremos el motivo: aquel que ha pecado gravemente manifestaría poco aprecio por la gracia santificante si, en un tiempo prudencial — que la Iglesia benévolamente determinó en un año — , no busca la reconciliación con Dios. Por tanto, pecaría gravemente por el hecho de ser remiso en la búsqueda de la liberación del pecado. De lo anterior se sigue que este precepto es una de tantas concreciones del mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas: fallaría en el amor — que es unión, comunicación — aquel que voluntariamente permanezca largo tiempo desunido del objeto de su amor. En virtud de la importancia de los motivos antes expuestos, ya desde antiguo (IV Concilio de Letrán, año de 1215), la Iglesia estableció el deber de la confesión anual de los pecados mortales.
2. CUMPLIMIENTO DEL PRECEPTO a. EDAD Como alrededor de los siete años comienza el uso de la razón, y se pueden cometer ya pecados mortales, la Iglesia señala la necesidad de acercarse al sacramento de la penitencia a partir de esa
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edad, por lo menos una vez al año: «todo fiel que haya llegado al uso de razón está obligado a confesar fielmente sus pecados, al menos una vez al año» (CIC, c. 989). Es un precepto que obliga a todos los que han llegado al uso de razón, in-dependientemente de si tienen o no siete años — puede ser incluso antes — , pues llegado al uso de razón el niño es consciente de hacer una cosa mala, y entonces debe arrepentirse y confesarse de ella. De acuerdo con la doctrina enseñada por S. Pío X (cfr. Decr. Quam singulari, I) la Iglesia ha vuelto a indicar que los niños reciban desde esa temprana edad el sacramento de la penitencia (cfr. AAS 64(1972) 173-176; AAS 65(1973) 410), saliendo al paso de falsas teorías que niegan que los niños a esa edad puedan pecar y necesiten de este sacramento. Estas teorías puestas en práctica privarían a los niños de la gracia sacramental para luchar contra el pecado, produciéndoles graves daños.
b. TIEMPO EN QUE SE HA DE CUMPLIR La esencia de este mandamiento es la confesión de los pecados mortales, abriendo al cristiano, separado de Dios por el pecado, la posibilidad de reanudar la vida de la gracia y la participación de la vida divina en su alma, de acuerdo con las siguientes consideraciones: 1) Una vez al año: en el mandamiento se prescribe, en primer lugar, la confesión anual de los pecados mortales. El precepto obliga gravemente, y no cesa la obligación de confesarse aun cuando haya pasado el año; en ese caso hay obligación de hacerlo cuanto antes. 2) Período: la Iglesia no ha determinado el tiempo de la confesión anual; pero es costumbre verificarla en el tiempo de cuaresma, ya por ser tiempo de especial contrición, ya porque alrededor de él obliga el precepto de la comunión anual.
c. OTRAS CONSIDERACIONES 1) Como la confesión ha de estar bien hecha, no cumple con el mandamiento quien realiza una confesión sacrílega. 2) Teóricamente, este precepto no obligaría al fiel que, al cabo de un año, no tuviera ningún pecado mortal que confesar, pues los pecados veniales se perdonan también por otros medios. Sin embargo, parece difícil que eso suceda con aquel que no busca de modo habitual el auxilio de la confesión frecuente para vencer en la lucha contra el pecado. 3) Sobre las normas relativas a las absoluciones generales, vid. CIC, cc. 961-3.
d. ADVERTENCIA Este precepto se sitúa al margen de la necesidad de la confesión para recibir los sacramentos que exigen el estado de gracia, pues determina una obligación más primaria ante Dios, que es la de reconciliarnos con El. Recordamos que también hay obligación grave de confesarse: 1) En peligro de muerte: todo cristiano está obligado en el momento de su muerte a disponer su alma para que se presente ante Dios para ser juzgado. Si en este momento tuviera pecados mortales, está obligado a confesarlos y, pudiendo hacerlo, no le bastaría el acto de contrición. Quien no pueda confesarse en caso de peligro de muerte, debe moverse a un acto de contrición perfecta, con propósito de confesarse en la primera oportunidad.
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2) Si se va a recibir alguno de los sacramentos de vivos (Confirmación, Unción de Enfermos, Orden Sacerdotal, Matrimonio y Eucaristía). Quien tuviera conciencia de estar en pecado mortal debe antes confesarse: no basta hacer un acto de contrición. Es particularmente grave recibir la Eucaristía en pecado mortal, pues supone recibir indignamente el mismo Cuerpo y la misma Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Lo ha vuelto a recordar la legislación eclesiástica: «Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el cuerpo del Señor, sin acudir antes a la confesión sacramental» (CIC, c. 916).
3. LA CONFESION FRECUENTE O POR DEVOCION La Iglesia, al decir que al menos una vez al año se debe recibir el sacramento de la confesión, manifiesta su deseo de que los fieles se acerquen a él con más frecuencia. La confesión frecuente es medio necesario para que el pecador salga del pe cado — único modo de salir del pecado mortal, y el más apto para remitir el venial — , y muy útil para la perseverancia en el bien. Es muy dificultoso que viva alejado de culpa grave quien rara vez se confiesa. En este sentido, cabe también recordar que aquel que no hubiese cometido pecados mortales, no estaría, en rigor de ley, obligado a confesarse, ya que los pecados veniales se perdonan también por otros caminos, en especial por la recepción devota de la Eucaristía. Sin embargo, la Iglesia recomienda la confesión frecuente de los pecados, aunque no se tengan pecados mortales: «para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo» (Pío XII, Ene. Mystici Corporis, AAS 35, 1943, p. 234). El mismo Papa se lamentaba de errores que desaconsejan la confesión frecuente: «ciertas opiniones que algunos propagan sobre la frecuente confesión de los pecados son enteramente ajenas al Espíritu de Jesucristo, y de su inmaculada Esposa, y realmente funestas para la vida espiritual» (Ene. Mediator Dei, AAS 39, 1947, p. 585). No debe olvidarse, en efecto, que los pecados veniales, «recta y provechosamente y lejos de toda presunción, pueden decirse en confesión» (Conc. de Trento: Dz. 899), ya que aunque no es necesario confesarlos para que el sacramento sea válido, y pueden ser también perdonados por otros medios, no ha de caerse en «las falsas opiniones de los que aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la Esposa de Cristo hace cada día, con sus hijos unidos a ella en el Señor, por medio de los sacerdotes, cuando están para ascender al altar de Dios» (Pío XII, Ene. Mystici Corporis: AAS 35, 1943, p. 235). La confesión frecuente es una recomendación por el Código de Derecho Canónico para los sacerdotes, para los religiosos y para los seminaristas (cfr.cc, can. 276, 5°, 246 §4); El Concilio Vaticano II nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad, y para alcanzar esa plenitud de vida cristiana hay que recibir con frecuencia los sacramentos: «es de suma importancia que los fieles... reciban con la mayor frecuencia posible aquellos sacramentos que han sido instituidos para alimentar la vida cristiana» (Const. Sacrosanctum Concilium, n. 59); por eso está prohibido taxativamente disuadir a los fieles de la práctica de la confesión frecuente: «por lo que se refiere a la confesión frecuente o de devoción, los sacerdotes no osen disuadir de ella a los fieles»
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(Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam, 16-VI-1972: AAS 64, 1972, p. 514). Es claro que si no sólo no se fomenta, sino que de algún modo esa confesión frecuente se dificulta, el sacramento quedará reservado a los casos de estricta necesidad: para la remisión de los pecados mortales, con el consiguiente y grave riesgo de difamación: «absolutamente se ha de evitar que la confesión individual se reserve sólo para los pecados graves; pues esto privaría a los fieles del mejor fruto de la confesión y dañaría la fama de aquellos que individualmente se acercan a este Sacramento» (Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem..., P- 514).
EJERCICIOS 1. Comentar el porqué de la condena que el Papa Sixto IV hizo a la siguiente proposición de Pedro de Osma (1479): «La confesión de los pecados en especie, está averiguado que es realmente por estatuto de la Iglesia Universal, no de derecho divino» (Dz, 724). 2. ¿Cuáles son los cinco actos que señala el Catecismo de San Pío X como necesarios para hacer una buena confesión? 3. Busca algunos textos de la Sagrada Escritura en que se pueda ver: a) b) c) d) e)
la actitud de Jesucristo con los pecadores el perdón de los pecados, prueba de la misericordia y del amor de Dios para con los hombres el valor de la confesión la necesidad que el hombre tiene de la confesión el poder de las llaves que Cristo otorga a su Iglesia.
4. Prepara por escrito, y para tu uso personal, un pequeño cuestionario que te sirva para el examen de conciencia que debes hacer todos los días antes de acostarte. 5. Indica si las siguientes frases son o no acertadas, y por qué: «yo sólo me confieso cuando tengo pecados mortales» a. b. c. d.
«hice un acto de contrición y comulgué, aunque tenía pecados mortales» «no quiero que se confiese este niño porque se le puede producir un "trauma"» «me confesé hace más de dos años, pero sigo comulgando» «me confieso con frecuencia para prepararme mejor a comulgar»
6. Señala medios con los cuales es posible alcanzar el perdón de los pecados veniales, además de la confesión sacramental. Trabajo de investigación : Haz una reseña histórica — no mayor de tres hojas a
las prácticas penitenciales en la Edad Media.
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doble espacio — sobre
3er. PRECEPTO: COMULGAR UNA VEZ AL AÑO, POR PASCUA. 1. RAZON Y CARACTERISTICAS DE ESTE PRECEPTO Comprender en toda su profundidad el misterio de la Eucaristía es imposible para una inteligencia creada. Sin embargo, iluminada por la re, puede percibir la gran importancia que — en sí mismo y en orden a la salvación — tiene este augusto Sacramento. En virtud de su infinito valor per se y de su importancia, la Iglesia señala el precepto de comulgar al menos anualmente. Su valor intrínseco estriba en el dogma de la presencia real: en la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. El resto de los sacramentos, la liturgia, la predicación y toda la acción apostólica y misionera de la Iglesia miran a la Eucaristía como su vértice y culmen. Que sea necesario para la vida eterna se desprende de las mismas palabras del Señor: «en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn. 6, 53-54). Por todo lo anterior es lógico que la Iglesia promulgue este tercer mandamiento, pues supondría indiferencia ante el Cuerpo y Sangre del Señor — y tendría por ello razón de pecado — el caso de quien no se acercara, al menos una vez al año, a recibirlo. Así, pues, incumplir este precepto lleva consigo la comisión de pecado mortal.
2. DISPOSICIONES PARA EL CUMPLIMIENTO DEL PRECEPTO La legislación señala que «todo fiel después de la primera comunión, está obligado a comulgar, por lo menos una vez al año. Este precepto debe cumplirse durante el tiempo pascual, a no ser que por causa justa se cumpla en otro tiempo dentro del año» (CIC, c. 920). Señalamos considerandos de interés: 1) Es obvio, en primer lugar, que este precepto sólo se cumple si se comulga en estado de gracia. Quien se encuentra en pecado mortal no puede comulgar sin haberse confesado antes, porque cometería un sacrilegio: no basta la contrición, por muy arrepentido que se considere el sujeto. El Concilio de Trento enseña que «nadie, con conciencia de pecado mortal, por más contrito que esté, se acerque a la Sagrada Eucaristía sin haber hecho una confesión sacramental» (Dz 880). Explícitamente lo dice San Pablo: «por tanto examínese a sí mismo el hombre; y de esta suerte coma de aquel pan y beba de aquel cáliz. Porque quien lo come y bebe indignamente, se come y bebe su propia condenación, no haciendo el debido discernimiento del Cuerpo del Señor. De aquí es que hay entre vosotros muchos enfermos y sin fuerzas, y muchos que mueren» (I Cor 11, 28-30).
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2) La comunión anual debe hacerse durante el tiempo de pascua, es decir, desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés. Sin embargo, haciendo uso de la facultad otorgada por el Código de Derecho Canónico (cfr c. 920), la Conferencia Episcopal de México determinó alargar el tiempo en que puede cumplirse el precepto, desde el 2 de febrero hasta la fiesta de la Santísima Virgen del Carmen (16 de julio). 3) Por parte del cuerpo se requiere, por precepto, el ayuno eucarístico. La disciplina actual sobre el ayuno eucarístico es la siguiente (cfr. CIC, c. 919): a. El ayuno — abstención de cualquier alimento y bebida — ha de ser desde una hora antes de la comunión. b. El agua y las medicinas no rompen el ayuno. c. Los enfermos, o personas de edad avanzada pueden comulgar aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente anterior a la comunión. d. En el caso anterior se encuentran también las personas que cuidan a los enfermos o a los ancianos. Como es lógico, la reverencia que debemos al Santísimo Sacramento se debe manifestar especialmente al recibir la comunión, y por eso se hacen necesarias otras disposiciones: 1) La mejor preparación para comulgar es la asistencia a la Santa Misa, y por eso en el Código de Derecho Canónico (c. 918) se aconseja a los fieles que procuren recibir la sagrada comunión dentro de la Santa Misa; sin embargo, aclara también que cuando alguien pide la comunión con causa justa, se le debe administrar fuera de la celebración eucarística. Esa causa justa es, según la interpretación de los canonistas, la simple satisfacción de la devoción de comulgar diariamente, de tal manera que, cuando se solicita en el lugar y en el momento adecuado, cualquier fiel tiene el derecho de que se le dé la comunión. 2) La adoración debida al Cuerpo de Cristo tiene también otras manifestaciones externas; por eso, aunque está permitido comulgar de pie, es más acorde a la dignidad del Sacramento comulgar de rodillas (cfr. Instrucción Eucharisticum mysterium, 25-V-1967, n. 34, b). 3) Por el mismo motivo de reverencia y adoración, el modo tradicional de comulgar ha sido, durante muchos siglos, recibiendo la Sagrada Hostia directamente en la lengua, porque es el modo más apto de evitar cualquier peligro de profanación o irreverencia (cfr. Instrucción Memoriale Domini, 29-V-1969: AAS 61(1969) p. 545). Por indulto de la Santa Sede, hay lugares donde el Obispo puede autorizar que se comulgue recibiendo la Hostia en la mano. En este caso, para distribuir así la comunión ha de evitarse cualquier peligro de irreverencia hacia el Santísimo Sacramento, y el que se pueda introducir algún error sobre la presencia real y permanente del Señor en la Eucaristía (cfr. Instr. Immensae caritatis, 29-1-1973: 4AS 65 (1973), p. 270; Notificación de la S.C. para el Culto Divino, 3-IV-1985); se indica también que «el fiel que ha recibido la Eucaristía en su mano, la llevará a la boca antes de regresar a su lugar, retirándose lo suficiente para dejar paso al que sigue, permaneciendo siempre de cara al altar» (Notificación..., n. 3); además, hay que garantizar eficazmente que no caigan o se dispersen fragmentos de las especies eucarísticas y que las manos estén convenientemente limpias (cfr. Instr. Memoriale Domini, p. 547; Notificación..., n. 6); por último, está indicado que «no se obligará jamás a los fieles a adoptar la práctica de la comunión en la mano, dejando a cada persona la necesaria libertad para recibir la comunión en la mano o en la boca» (Notificación..., n.7).
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3. OTROS PUNTOS DE INTERES a. LA PRIMERA COMUNION La Iglesia hace una llamada a los padres o a los que hacen sus veces — e igualmente a los párrocos — para que procuren que todos los niños, al llegar al uso de razón, se preparen y, previa confesión, hagan cuanto antes la primera comunión (cfr. CIC, c. 914). Lógicamente, una vez que el niño tiene uso de razón, la falta de la debida preparación sólo podrá ser imputada a los padres, padrinos o parientes.
b. LA COMUNION FRECUENTE La Iglesia ha recomendado vivamente a todos los fieles — sobre todo en los últimos años — la práctica de la comunión frecuente e incluso diaria. San Pío X enseñaba que «Jesucristo y su Iglesia desean que todos los fieles cristianos se acerquen diariamente al Sagrado convite, principalmente para que unidos con Dios por medio del sacramento, en él tomen fuerzas para refrenar las pasiones, purificarse de las culpas leves cotidianas, e impedir los pecados graves a que está expuesta la debilidad humana» (Decreto Sacra Tridentina Synodus, 20-X-1905). Actualmente la Iglesia permite recibir una segunda vez el mismo día la Eucaristía, siempre que esta segunda ocasión sea dentro de la Santa Misa, puesto que las razones que lo justifican están precisamente en las circunstancias que caracterizan esa celebración (cfr. CIC, c. 917, y la respuesta de la Pontificia Comisión para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico, del 11VIII-1984, indicando que sólo se puede comulgar una segunda vez al día, y no más veces). La única excepción a esta norma es el peligro de muerte, en que se puede comulgar otra vez fuera de la celebración eucarística. Para la comunión frecuente y aun diaria no se requiere otra cosa que las disposiciones de precepto (estado de gracia y ayuno eucarístico), y la rectitud de intención, de modo que se haga para agradar a Dios y no por fines humanos o por rutina.
c. LA COMUNION BAJO LAS DOS ESPECIES La comunión bajo las dos especies sólo es necesaria para el sacerdote que celebra la Santa Misa. Lo anterior es verdad de fe, definida en el Conc. de Trento (sesión XXI, can. 1: Dz 934). El sacerdote celebrante debe comulgar bajo ambas especies, ya que debe haber hecho la doble consagración para que se realice la inmolación incruenta del Sacrificio de la Misa, y este sacramento debe consumirse, sumiéndolo como alimento del alma. La Iglesia por causas justas introdujo la costumbre de distribuir la comunión a los fieles sólo bajo la especie de pan, y condenó los ataques de los husitas y de los protestantes contra esta costumbre (cfr. Dz 934-5). La fe nos dice que bajo cada una de las especies consagradas se contiene Jesucristo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y al comulgar bajo una especie nadie queda defraudado de ningún efecto del sacramento. Además, al dar a los fieles la comunión con el vino, hay el peligro de que se derrame algo del Sanguis, lo que supondría una injuria a tan gran misterio.
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En algunos casos determinados, la Iglesia ha concedido la facultad de distribuir a los fieles en la Misa la comunión bajo ambas especies. Estos casos están expresamente enumerados en el n. 242 de la Institutio Generalis Missalis Romani En el n. 240 de ese mismo documento se señala que, cuando se da la comunión bajo ambas especies hay obligación grave de garantizar que los fieles conocen bien, sin peligro de error, la doctrina de la Iglesia sobre este tema, y que no hay riesgo de falta de reverencia al Santísimo Sacramento.
d. EL VIATICO La comunión se llama por viático cuando se recibe en peligro de muerte. La palabra viático significa "provisión" para el viaje, y en efecto, la comunión del enfermo en peligro de muerte es ayuda y provisión divina para el gran viaje de la eternidad. La Iglesia, llena de amor por todas las almas, establece que «se debe administrar el Viático a los fieles que, por cualquier motivo, se hallen en peligro de muerte» (CIC, c. 921).
EJERCICIOS 1. Comentar la siguiente enseñanza del Papa Pío X (16-XII-1905): «Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y de apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales» (Dz 1987). 2. ¿A qué se refiere el error jansenista sobre la recepción de la Eucaristía? 3. Transcribir y comentar los cánones 897 y 898 del CIC. 4. Lee el pasaje de I Cor 11, 23-29, y señala las instrucciones que ahí nos da San Pablo en relación a la recepción de la Sagrada Comunión. 5. Indica si son o no acertadas las siguientes frases y por qué:
«comulgué temprano en la escuela, y volví a hacerlo en la Misa de funerales a la que asistí» «Hacía como tres cuartos de hora que había comido un dulce, y comulgué» «Necesitaba confesarme, pero como no hubo sacerdote, hice un acto de contrición y comulgué» «Comulgando con frecuencia he podido vencer mejor las tentaciones» «había dicho algunas mentiras pequeñas y de todos modos comulgué» «como ahora es difícil encontrar quién prepare para la primera comunión, mi hijo de 12 años todavía no la hace» «si hace dos años que no comulgas, tienes por lo menos dos pecados mortales».
Trabajo de investigación .
En un trabajo que no exceda tres hojas a doble espacio, expón las principales enseñanzas de San Pío X sobre el Sacramento de la Eucaristía.
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4to. PRECEPTO: HACER PENITENCIA CUANDO LO MANDA LA IGLESIA 1. RAZON DE ESTE PRECEPTO. Nuestro Señor Jesucristo enseñó que hacer obras de penitencia es condición indispensable para entrar en el Reino de los Cielos: «Yo os digo que si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis» (Lc 13, 3). Repetidamente se recuerda en la Sagrada Escritura la necesidad de hacer obras de mortificación y renuncia: Cfr. Mt. 4,2; 9, 15; 17,21; Lc 3,3; 13,15; 24, 47; Hechos 2, 38; 13, 2; 14, 23; II Cor 4, ss.; 11, 27; etc. Las razones teológicas con que Santo Tomás explica por qué es necesario hacer penitencia para conseguir la vida eterna son (cfr. S. Th. II-II, q. 147, a. 1): a. porque con la penitencia la mente, desprendiéndose de lo terreno, se eleva con más facilidad a las cosas del cielo; b. porque la penitencia es un eficaz remedio para reprimir la concupiscencia y vencer los apetitos desordenados; c. porque con la penitencia se consigue la reparación de los pecados propios y ajenos; d. porque las obras de penitencia son fuente de méritos ante Dios. Hacer penitencia, sin embargo, implica al hombre la renuncia de tendencias y apetitos. Le supone negarse a sí mismo y representa para él una obligación costosa: por eso la Iglesia se encarga de recordar este deber, señalando que como mínimo se hagan pequeñas mortificaciones en las comidas que deben ser cumplidas ciertos días del año.
2. LA LEY ECLESIASTICA SOBRE LA PENITENCIA Buscando la concepción amplia de esta obligación, la nueva legislación canónica — además de establecer preceptos concretos — se propone de algún modo recordar a todos los cristianos algunas ideas fundamentales que sirvan para aumentar el afán de purificación, a través de la penitencia (cfr. CIC, c. 1249): 1) en primer lugar, recuerda que todos los fieles, por ley divina, tienen obligación de hacer obras de penitencia; 2) la razón de que se señalen días v tiempos penitenciales para toda la Iglesia es manifestar la unidad de los cristianos, dejando claro que no sólo esos días se debe hacer penitencia; 3) hay diversos modos, en esos días penitenciales, de vivir el espíritu de mortificación; 4) de entre esos modos de hacer penitencia, sobresalen el ayuno y la abstinencia, que se imponen como obligatorios en algunos días y para algunas personas. El ayuno consiste en hacer sólo una comida al día, aunque se permita tomar un poco de alimento por la mañana y por la noche. La abstinencia — también llamada vigilia — consiste en abstenerse de comer carne. Por tanto, queda claro que más que la imposición de otro precepto, la Iglesia considera oportuno recordar a través de esta ley la necesidad de mantener el espíritu de
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mortificación y de renuncia, que tiene su fundamento en la ley divina: hacer penitencia es imprescindible para conseguir el Reino de los cielos.
3. LA FORMA CONCRETA DE VIVIR EL PRECEPTO Los días y tiempos con carácter penitencial para toda la Iglesia son: todos los viernes del año (días penitenciales) y el tiempo ele cuaresma (tiempo penitencial) (cfr. CIC, c. 1250). Es necesario recordar que la noción de días y tiempos penitenciales es más amplia que la de días de ayuno y de abstinencia; todos esos días y ese tiempo que se señalan en el CIC hay obligación especial de hacer obras de penitencia — por ejemplo, mortificaciones voluntarias — , o piedad — oraciones especiales — , o misericordia — limosna, visitar enfermos, etc. — . Es decir, que no en todos ellos esa obligación se concreta en el ayuno y la abstinencia; en general, la obligación de observar los días y tiempos penitenciales es grave. Entre los días penitenciales hay dos especialmente importantes: miércoles de Ceniza y Viernes Santo. Estos dos días hay obligación del ayuno y de la abstinencia (cfr. CIC, c. 1251). Los otros días penitenciales — todos los viernes del año — hay obligación de guardar la abstinencia. Las Conferencias Episcopales en cada país pueden sustituir la abstinencia de carne que obliga todos los viernes del año, por alguna otra mortificación o buena obra. En Perú: a) El ayuno y la abstinencia sólo obligan el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. b) La abstinencia obliga todos los viernes de Cuaresma. c) Los demás viernes del año, la abstinencia puede sustituirse por una obra de piedad o de misericordia, o por cualquier otra mortificación. En concreto, el cuarto mandamiento de la Iglesia se cumple: a) viviendo el ayuno y la abstinencia el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo; b) viviendo la abstinencia todos los viernes del año, o bien, en nuestro país, supliéndola (sólo los viernes que no son de cuaresma) por una obra especial de caridad, de oración o de sacrificio; c) viviendo durante la Cuaresma obras especiales de caridad, oración o sacrificio. El ayuno obliga de los 18 a los 59 años, y puede haber algunas causas que dispensen de él: 1) la imposibilidad: p. ej., los enfermos, los convalecientes, las personas muy débiles o carentes de recursos económicos, etc.; 2) el trabajo, para quienes se ocupan en labores físicas que causan gran fatiga corporal y necesitan de alimento. La abstinencia obliga desde los 14 años.
EJERCICIOS 1. ¿Qué significados tiene la palabra penitencia?
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2. Lee el Salmo 50 y escribe los versículos que más se relacionan con la purificación de los pecados. 3. Busca cinco textos del Evangelio en que se transcriban palabras de Nuestro Señor hablando de la necesidad de hacer penitencia. 4. Transcribe y comenta: a) Lc. 2, 34-35 b) I Cor. 9, 27. 5. Explica la diferencia que hay entre el ayuno eucarístico y el ayuno prescrito por el 4° mandamiento de la Iglesia. 6. Indica qué beneficios desde un punto de vista meramente humano, se siguen del hecho de ayunar. 7. ¿Qué respuestas darías a las siguientes preguntas, y por qué?
¿me obliga el ayuno si tengo hepatitis? ¿es cierto que actualmente todos los viernes del año es vigilia? hoy es viernes de cuaresma y comí carne, ¿qué debo hacer? si trabajo como cargador de bultos, ¿tengo que ayunar? mi hija de 10 años comió carne el Viernes Santo; ¿cometió pecado? rezo todos los días 3 avemarías por la noche. ¿Me vale eso para cumplir la penitencia de cuaresma? el Miércoles de Ceniza no resistí la tentación de comer entre comidas, ¿qué clase de pecado cometí?
Trabajo de investigación : Haz un
escrito no mayor de tres hojas a doble espacio sobre las virtudes de
la sobriedad y la templanza.
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5to. PRECEPTO: SOCORRER A LA IGLESIA EN SUS NECESIDADES 1. RAZON DE ESTE PRECEPTO. La Iglesia, al ser Madre y preocuparse de las necesidades espirituales y materiales de sus hijos, reclama de ellos oraciones, sacrificios y limosnas. Con éstas puede ayudar a los más necesitados: los pobres, las misiones, los seminarios, etc. Además, la ayuda material que los cristianos tienen obligación de prestar a la Iglesia sirve también para el digno sustento de los ministros y para atender al esplendor del culto: edificios, vasos sagrados, ornamentos, etc. Por las razones expuestas, es lógico que la Iglesia pida a sus hijos algunas contribuciones, e indica que: «los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras apostólicas y de caridad y el conveniente sustento de los ministros» (CIC, c. 222 §1). La obligación de ayudar económicamente a la Iglesia deriva del hecho de que ésta, aunque es divina por razón de su origen y de su finalidad, se compone de elementos humanos y tiene necesidad de recursos para cumplir su altísimo fin; Á el mismo Cristo dijo a sus discípulos: «el que trabaja tiene derecho a la recompensa» (Lc 10, 7), y San Pablo: «Dios ha ordenado que los que predican el Evangelio, vivan del Evangelio» (I Cor, 9, 14). 2. FORMA EN QUE SE CONCRETA ESTE PRECEPTO En épocas pasadas este deber se concretaba en la entrega de diezmos — la décima parte — o las primicias — las primeras recolecciones — de los frutos de la tierra y de los animales. Actualmente se ha dispuesto de manera distinta. En algunos países, hay normas concretas, emanadas de la autoridad eclesiástica competente, que definen cómo cumplir este precepto. En otros países, esta obligación de ayudar a la Iglesia, tanto con dinero como con prestaciones personales — p. ej.: la persona que no puede dar dinero, pero se ofrece a colaborar con su trabajo para que la Iglesia de su parroquia esté limpia — , queda a la libre determinación de los fieles. Pero siempre hay que cumplir este mandamiento de algún modo. Este precepto obliga en conciencia y en justicia, porque de otra manera no puede atenderse a esos gastos que demanda la dignidad del culto debido a Dios.
EJERCICIOS 1. ¿Por qué decimos que la Iglesia es nuestra Madre? 2. Menciona algunos de los deberes que tenemos con la Iglesia.
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3. Nombra algunos puntos prácticos en que debes obedecer a la Iglesia en tu vida cristiana ordinaria. 4. Lee Deut. 26, 12-19 y explica cómo los hebreos sufragaban los gastos del culto y el mantenimiento de los sacerdotes. 5. Fundamentado en el 5° mandamiento de la Iglesia, ¿qué respuesta darías, y por qué, a los siguientes comentarios?: ya no doy a la Iglesia porque doy a los pobres la mejor forma de ayudar a la Iglesia es con mi comportamiento mis padres me resuelven todas mis necesidades y, además, me dan bastante dinero cada semana, ¿qué podría hacer yo para cumplir este mandamiento de la Iglesia? yo no doy limosna porque pienso que la Iglesia no tiene necesidades con lo que gano apenas mantengo a mi familia. ¿Debo dar limosna a la Iglesia? Trabajo de investigación :
Relata las instrucciones que Yahvé dio a Moisés en el libro del Éxodo acerca de la dignidad que debía emplearse en el culto divino.
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SECCION SEGUNDA DEBERES CON EL PROJIMO Y CONSIGO MISMO 4. CUARTO MANDAMIENTO: HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE Después de estudiar los tres primeros mandamientos, que abarcan nuestros deberes con Dios, vamos a considerar los siete restantes que miran al prójimo, empezando con el cuarto que comprende los deberes de los inferiores con los superiores, y los deberes de quienes de algún modo tienen autoridad con los que están bajo su jurisdicción. Este mandamiento comprende, por tanto, no sólo los deberes de los hijos con sus padres, y de los inferiores con los superiores, sino también los de los padres hacia los hijos y de los superiores hacia los inferiores.
1. FUNDAMENTOS DE LA AUTORIDAD E1 hombre está destinado por Dios a vivir en sociedad, y donde varios viven juntos es necesario que exista un orden; orden que consiste en que haya quien mande y quien obedezca. Al que manda se le llama autoridad: en la vida familiar, son los padres; en la vida civil los gobernantes; en la Iglesia, la jerarquía eclesiástica. La autoridad es necesaria y sin ella no habría sociedad. Toda autoridad legítima viene de Dios, pues siendo Dios el Creador y Soberano Señor del universo, sólo a Él corresponde gobernar a los hombres. Dios, sin embargo, no quiere hacer uso directamente de este derecho para mandar a los hombres en su vida diaria, y por eso se sirve de ellos mismos: delega en algunos su autoridad y les confiere el poder de mandar a los demás; los primeros en los que Dios delega su autoridad son los padres; pero también se encuentran investidos de este poder todos los que, en la vida civil o eclesiástica, son legítimos gobernantes. Por eso nos dice con claridad San Pablo que «toda persona está sujeta a las autoridades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo. Por lo cual, quien desobedece a las autoridades, a la ordenación o voluntad de Dios desobedece» (Rom. 13, 1-2).
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Cabe aclarar que lo anterior no significa que tal o cual gobernante sea enviado o representante de Dios, sino que lo divino es la autoridad que ostenta, pues es de ley natural la potestad que ejerce.
2. DEBERES DE LOS HIJOS PARA CON LOS PADRES En este apartado estudiaremos las obligaciones de los hijos para con sus padres. También estudiaremos cómo en este precepto se puede faltar "por exceso", es decir, el amor desordenado a los padres.
a. OBLIGACIONES Las obligaciones de los hijos con sus padres pueden sintetizarse en el amor, el respeto, la obediencia y la ayuda en sus necesidades. Las razones por las que existe un deber especial de los hijos hacia los padres son muy claras: 1) de los padres recibieron la vida y muchos otros beneficios; 2) los padres, por ser la primera autoridad, representan a Dios, y han sido encargados por El de educar a los hijos, ayudándolos a conseguir su salvación.
1). Amor El primer deber de un hijo con sus padres es amarlos, con un amor que se demuestre con obras. Los hijos deben amar a sus padres con un amor que ha de ser tanto interno como externo, es decir, no ha de limitarse a los hechos sino que ha de proceder de lo profundo del corazón. Vendido como esclavo por sus hermanos, José estuvo cautivo en Egipto hasta que el Faraón lo elevó a la dignidad de primer ministro del reino. Su anciano padre, Jacob, le creía muerto cuando le notificaron que su hijo vivía muy honrado y había salvado a Egipto del hambre que asoló a la región. Salió Jacob de tierra de Canaán y fue a Egipto donde estaba su hijo. Premió José a su padre con la tierra de Gesén, y Jacob, a la hora de su muerte, bendijo a su hijo como muestra de su amor filial. José gobernó a Egipto durante 80 años, y fue la salvación de su familia y de su pueblo (cfr. Gen. 4248). Como en el caso de José, el amor a los padres puede y debe crecer cada día a través de pequeños detalles: el saludo por la mañana y al final del día, al salir o llegar de la casa, informarlos de nuestras actividades, contarles con confianza nuestras dificultades, conocer sus gustos y aficiones para complacerlos, y evitar todo lo que les desagrada o entristece. Otros detalles importantes se reflejan en las ayudas domésticas, prestando pequeños servicios, no aumentando por desorden en lo personal el trabajo del hogar, etc. No cumplen los hijos con esta obligación primordial: 1) Por falta de amor interno: si les tienen odio o los menosprecian interiormente, si les desean males (p. ej., la muerte, para vivir más libremente o recibir la herencia), si se regocijan en sus adversidades, etc.
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2) Por falta de amor externo: si los tratan con dureza, si provocan su indignación o su ira, si les niegan el saludo o la palabra, si los tratan con indiferencia, si no los honran con su comportamiento (al no estudiar o trabajar lo debido, al entregarse a vicios o pecados), etc. Es necesario sobre todo amar a los padres sobrenaturalmente, es decir, deseando para ellos, antes que nada, los bienes eternos, la salvación de su alma. Los hijos tendrán, pues, obligación de rezar por sus padres, de procurarlos los últimos sacramentos, de aplicarles los sufragios debidos, etc. No es infrecuente que haya hijos que reciban más formación cristiana que sus padres, ya que éstos no tuvieron en su vida iguales oportunidad»1. I'M la medida de su edad y posibilidades, tienen obligación de ayudarlos en mi acercamiento a Dios.
2). Respeto El respeto a los padres se muestra en la sincera veneración, cuando se habla con ellos y de ellos con reverencia. Sería una falta de respeto despreciarlos, gritarles u ofenderlos de cualquier modo, o avergonzarse de ellos. Dice el Eclesiástico (3,9): «con obras, con palabras y con toda paciencia honra a tu padre, para que venga sobre ti la bendición». Y el Deuteronomio (5, 16): «honra a tu padre y a tu madre; maldito sea quien no respete a su padre y a su madre». Podemos fijarnos en Salomón, que al principio de su reinado lleno de esplendor, cuando fue a verlo su madre Betsabé, «el rey se levantó de su trono, le salió al encuentro, le hizo profunda reverencia y se sentó en su trono; fue puesto un trono para la madre del rey, que se sentó a su derecha» (III Re. 2, 19). Respetar a los padres es tratarlos con estima y con atención, demostrando nuestro cariño con hechos. No basta un respeto meramente exterior, sino que es necesario que nuestros sentimientos interiores concuerden con nuestras palabras y acciones. Si advirtiéramos que nuestros padres tienen algún defecto o rareza — particularmente cuando son mayores — , o que no hacen lo que deben, debemos rezar, comprenderlos y disculparlos, ocultando sus defectos y tratando de ayudarles a superarlos, sin que jamás salga de nuestra boca una palabra de crítica. No respeta a sus padres el hijo que: 1) habla mal de ellos o los desprecia; 2) les echa en cara sus defectos; 3) les dirige palabras altaneras, o bien los injuria o se burla de ellos; 4) los trata con palabras y acciones tales que les haría parecer como iguales suyos, por la desfachatez o vulgaridad de las expresiones; 5) no les da las muestras usuales de cortesía.
3). Obediencia.
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Mientras permanezcan bajo la patria potestad, los hijos están obligados a obedecer a sus padres en todo lo que éstos puedan lícitamente mandarles. Así lo enseña explícitamente San Pablo: «hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato al Señor» (Col3, 20). Todo lo que los Evangelios nos cuentan de la vida oculta de Jesús se puede resumir en estas palabras: «les estaba sujeto» (Lc 2,51); basta, además, recorrerlos con calma para darnos cuenta de la gran abundancia de ejemplos y de enseñanzas que, acerca de la obediencia, nos da el Señor: en la circuncisión, en la presentación en el templo, en la huida a Egipto, en el viaje a Jerusalén..., constante sumisión de Nuestro Señor a su Padre Eterno y a sus padres de la tierra. La obediencia debida a los padres obliga a cumplir sus órdenes, especialmente en lo referente al cuidado de la propia salvación, y a la organización y orden de la casa. Hay que obedecerles con prontitud y diligencia, siempre que no sea pecado lo que mandan. La obediencia exige esfuerzo porque es mucho más fácil ser «rebelde», haciendo continuamente el propio capricho. Para obedecer hace falta tener un corazón bueno y vencer el egoísmo. Pecan contra la obediencia debida a los padres: 1) quienes rechazan formalmente una indicación justa, simplemente por provenir de la autoridad paterna; 2) los que desobedecen en las cosas referentes al buen gobierno de la casa; 3) quienes se exponen a cometer pecados graves por no seguir sus órdenes; 4) el que desprecia sus mandatos, cuando prescriben la obediencia a las leyes de Dios. Hay, sin embargo, dos casos, en que los hijos pueden sin pecar desobedecer a sus padres: 1) cuando mandan cosas contrarias a la Ley de Dios: p. ej. mentir, omitir la Misa del domingo, asistir a un espectáculo inmoral, etc.; 2) en relación a la elección de estado, ya sea oponiéndose al que recta y lícitamente quieran tomar, o ya sea obligándolos a elegir uno determinado. Todos pueden disponer de su vida como les plazca.
4). Ayuda en las necesidades Así como en los años de la infancia los hijos no pueden valerse sin ayuda de sus padres, puede ocurrir que en los días de su ancianidad no puedan los padres valerse por sí mismos sin ayuda de sus hijos. En estos casos, es de justicia que los hijos les ayuden en todo lo que hayan menester. Esta ayuda nos lleva a atenderlos con solicitud en sus necesidades espirituales y materiales, y pecaría contra este deber quien: 1) los abandone, obligándolos a ejercer un oficio indigno de su condición social; 2) no los atienda en sus enfermedades, no trate de consolarlos en sus aflicciones, o los abandone en la soledad (p. ej., internan dolos en un asilo y olvidándose de ellos);
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3) no les procure los auxilios espirituales en sus enfermedades, ni se preocupe de que reciban a tiempo los últimos sacramentos. Dios no puede sino maldecir a los hijos que no se preocupan de sus padres: «cuán infame es el que a su padre desampara, y cómo es maldito de Dios aquel que exaspera a su madre» (Eclo. 3, 18); «quien hiera a su padre o a su madre, muera sin remedio; el que maldijere a su padre o a su madre, sea sin remisión castigado de muerte» (Ex. 21, 15-17). Tristes ejemplos confirman que Dios castiga a los hijos que no quieren a sus padres: Cam, hijo de Noé, se burló de su padre; éste lo maldijo y su maldición recayó sobre toda su descendencia (cfr. Gen 9,20-27); Absalón se sublevó contra su padre David; en la batalla, el infortunado hijo perdió la vida cuando huía vergonzosamente de las tropas enemigas, comandadas por su propio padre (cfr. II Re 18).
b. PECADOS POR EXCESO EN EL AMOR A LOS PADRES Cabe pecar contra la piedad familiar no sólo por defecto (falta de amor, respeto, obediencia y ayuda), sino también por exceso, con un desordenado amor a los padres y parientes, que lleve a dejar incumplidos deberes más importantes. Santo Tomás de Aquino nos hace notar (cfr. S. Th. II-II, q. 101, a. 4) que la piedad con los padres no consiste en honrarlos más que a Dios y, por tanto, si nos impide cumplir nuestros deberes relacionados con Dios no sería verdadero acto de piedad. Por ejemplo, pecaría por amor desordenado aquel que no siguiera la vocación divina que Dios le señala, por apego excesivo a sus padres. Lo mismo puede decirse de quien por amor desordenado a sus padres descuidara sus deberes de estado (p. ej., el marido o la mujer que va con exceso a la casa paterna, anteponiéndola a la suya propia; el estudiante que por falta de fortaleza no resuelve por sí mismo sus problemas, sino que se refugia en sus padres, etc.). Podría decirse que, en estos casos, se padece del vició llamado vulgarmente «familitis».
3. DEBERES DE LOS PADRES CON LOS HIJOS a. DEBERES EN GENERAL Por derecho natural y divino-positivo, los padres tienen obligación de amar a sus hijos, atenderlos corporal y espiritualmente, y procurarles un porvenir humano proporcionado a su estado y condición. Sabiéndose Tobías al final de su vida, y para cumplir con su deber de padre, llamó a su hijo y le dijo: «oye, hijo mío, las palabras de mi boca y asiéntalas como cimiento en tu corazón. Luego que Dios hubiere recibido mi alma, da sepultura a mi cuerpo; honra a tu madre todos los días de tu vida; ten a Dios en tu entendimiento toda tu vida y guárdate de consentir jamás un pecado; da limosna de tu dinero; sé misericordioso; nunca permitas que la soberbia reine en tu corazón ni en tus palabras; a cualquiera que haya trabajado alguna cosa para ti, dale luego su paga; guárdate de hacer a otro lo que no quisieras que otros te hagan a ti; busca siempre el consejo del hombre sabio; alaba siempre en todo tiempo al Señor» (Tob4, 3-5). Así Tobías cumplía con sus deberes de padre.
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b. DEBERES EN RELACION A LA VIDA CRISTIANA DE LOS HIJOS Los padres no se han de limitar a cuidar de las necesidades materiales de los hijos, sino sobre todo han de darles una sólida formación humana y cristiana. Para conseguirlo, además de rezar por ellos, deben poner los medios eficaces: el ejemplo propio, los buenos consejos, elección de escuelas apropiadas, vigilar discretamente las compañías, etc. El deber de los padres se inicia con la «obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas» (CIC, c. 867 § 1), y se continúa, como quedó dicho, con la enseñanza de la fe y de la moral cristiana. Cuando la mente infantil comienza a abrirse, surge el deber de hablarles de Dios, especialmente de su bondad, su providencia amorosa y de la obediencia que le debemos. Y en cuanto comienzan a hablar, hay que enseñarles a rezar, mucho antes de que tengan edad de ir a la escuela. Actúan con desidia aquellos padres que pretenden delegar absolutamente en la escuela o en la parroquia la formación cristiana de sus hijos. Corresponde a ellos la obligación fundamental de proporcionar esta formación: «Vuestro primer deber y vuestro mayor privilegio como padres es el transmitir a vuestros hijos la fe que vosotros recibisteis de vuestros padres. El hogar debería ser la primera escuela de oración» (Juan Pablo II, homilía, l-X-1979). Veremos a continuación dos aspectos de los deberes de los padres: el ejemplo y la elección de estado:
a) El valor del ejemplo Vale la pena detenernos especialmente en el deber que tienen los padres de no dar a sus hijos ningún mal ejemplo y sí, en cambio, de dar ejemplo de virtud, convencidos de que, especialmente en los niños, el ejemplo es más eficaz que las palabras. Cuiden de modo especial dar buen ejemplo con su conducta moral, la templanza en la comida y la bebida, la prudencia y delicadeza en el trato con de la casa, el trabajo e intenso aprovechamiento del tiempo, y la práctica de actos de piedad. Las virtudes que los padres desean ver en sus hijos — diligencia, fortaleza, laboriosidad, etc. — han de exigirlas yendo ellos mismos por delante. En un ambiente muelle y de exceso de bienes materiales los hijos no pueden sino resultar carentes de virtudes humanas. La mejor escuela católica no puede suplir nunca el daño que causa un hogar laxo.
b) La elección de estado Otro importante deber de los padres es el relacionado con la elección del estado de vida por parte de los hijos. Las decisiones que determinan el rumbo de una vida ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo. Esto no quiere decir que no haga falta, de ordinario, acudir al consejo de otras personas. Una parte de la prudencia consiste precisamente en pedir consejo, para después actuar con responsabilidad.
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Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, para que tomen las decisiones que los van a hacer felices; unas veces los ayudarán con su consejo personal; otras, animándolos a acudir a personas competentes. Sin embargo, la intervención de los padres no ha de quitar la libertad de elección del estado de vida a sus hijos, ya que es un derecho personal inalienable. Señalaba al respecto Mons. Escrivá de Balaguer: «los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse en sus hijos — de instruirlos según sus propias preferencias — , han de respetar las inclinaciones y las aptitudes de cada uno» Conversaciones, n. 104). Después de los consejos y las consideraciones oportunas, «han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y servir a Dios» (Ibid). Estos criterios se han de aplicar especialmente cuando los hijos toman la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y de las almas. En estos casos, la actitud de los padres ha de ser todavía más respetuosa. Además, en las familias cristianas, la vocación de entrega total a Dios arraiga como consecuencia del ambiente sobrenatural de esa familia, y siempre se ha recibido con alegría y con agradecimiento, no como una renuncia. Los padres que descuidan estos deberes pecan gravemente: se hacen cómplices de los pecados de sus hijos y pueden llegar a ser causa de su desgracia terrena y de su condenación eterna. Ellos responderán a Dios por los hijos que les confió. Deben, pues, pesar esa responsabilidad y meditar las palabras de San Pablo: «si alguno no cuida a los suyos, en especial a los de su casa, éste ha negado la fe y es peor que un infiel» (I Tim 5, 8); es decir, falta a una obligación natural que los mismos infieles cumplen.
c. PECADOS POR EXCESO Rara vez pecan los padres contra el amor debido a sus hijos por despego y odio interior; es más frecuente que pequen por exceso de cariño — amor desordenado, no subordinado al amor de Dios — que representa grave peligro para el armónico desarrollo de la personalidad del hijo. Los mimos excesivos, la falta de autoridad y la abundancia de medios materiales vuelven egoístas a los hijos, enerva su vigor natural y los hace incapaces para afrontar y superar las dificultades que ofrece la vida.
4. OTROS DEBERES QUE IMPONE ESTE MANDAMIENTO Dentro de este mandamiento se incluyen, además de los padres, otras personas a las que se debe obediencia, amor y respeto de forma especial: 1) los hermanos: es de particular importancia entre hermanos esforzarse en las virtudes de la convivencia, evitando enojos, discusiones, envidias; el egoísmo, en una palabra; 2) familiares y amigos: el amor y respeto a la familia alcanza de modo particular a los abuelos, tíos, primos y a los amigos;
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3) los pastores de la Iglesia: porque somos hijos de la Iglesia, tenemos obligación de amar a los que la gobiernan, rezar por ellos y obedecer sus indicaciones. Además la lealtad nos pide no murmurar nunca; 4) la patria y las autoridades civiles: como toda autoridad viene de Dios, debemos amar y servir a la patria, nuestra madre común, respetar y obedecer a las autoridades civiles, y cumplir las leyes, siempre que sean justas. Nos fijaremos especialmente en este deber, y en el que se origina para con las personas que se encuentran al servicio del hogar.
a. LA PIEDAD CON LA PATRIA La persona humana por su misma naturaleza tiene necesidad de la vida social. En el terreno puramente humano, nada puede hacer el hombre sin la comunidad en que vive: • de la familia recibió la existencia; • de la patria, la tradición y la cultura, el ambiente que hace posible su realización plena.
1). Virtud del patriotismo Debemos mucho a la sociedad y, en concreto, a nuestra patria, de ahí que la misma naturaleza de las cosas exige que vivamos el patriotismo. El patriotismo es la virtud que lleva a buscar el bien de la comunidad nacional a que pertenecemos, preocupándonos de cumplir nuestros deberes cívicos. «En el amor a la patria y en el fiel cumplimiento de los deberes civiles, siéntanse obligados los católicos a promover el verdadero bien común, y hagan pesar de esa forma su opinión para que el poder civil se ejerza justamente y para que las leyes respondan a los principios morales» (Conc. Vat. II, Dec. Apostolicam actuositatem, n. 14). Esta virtud implica: a) el respeto a la autoridad competente y a la memoria de los hombres beneméritos de la patria; b) el amor de predilección hacia la propia tierra; c) la obediencia a los mandatos legítimos de las autoridades, d) la participación — en la medida de las posibilidades — en la vida ciudadana, a través de las personales aportaciones y cumpliendo los deberes cívicos. 2) Pecados contra el patriotismo. La piedad contra la patria puede ser transgredida: 1) Por exceso, con el nacionalismo exagerado. El Magisterio de la Iglesia enseña que «los ciudadanos deben cultivar la piedad hacia la patria con magnanimidad y fidelidad, pero sin estrechez de espíritu; es decir, de tal manera que también tienda siempre su ánimo al bien de toda la familia humana, que está unida por vínculos diversos entre razas, pueblos y naciones» (Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, n. 75). Hay, en efecto, vínculos más fuertes que los nacionales, con ser éstos tan nobles. Incluso en el orden natural, la unidad del género humano, la igualdad entre los pueblos, la paz universal, el sentido de solidaridad entre las naciones, la ayuda a los necesitados de cualquier raza, clase o condición, son motivos que llevan a considerar los acontecimientos de la vida del mundo por encima de los intereses particulares del propio país.
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Se pecaría por exceso de nacionalismo al negar la igualdad jurídica de todas las naciones; con el egoísmo económico en perjuicio de los demás pueblos; con la deificación de la patria, etc. El nacionalismo, cuando se identifica con la deificación de la raza, se llama racismo. 2) Por defecto se puede pecar: Con el incumplimiento de los deberes que implica esta virtud; con traiciones al propio país; con el pecado llamado "cosmo-polismo", que incluye las difamaciones o críticas a la propia patria, el no reconocimiento de los bienes nacionales, el internacionalismo económico (ubi bene, ibi patria — donde están los bienes, ahí está la patria — ), y el internacionalismo comunista.
b. DEBERES DE PIEDAD CON LAS PERSONAS DE SERVICIO En sentido lato, el cuarto mandamiento abarca los deberes y derechos de las personas de servicio que suelen ser, dentro de muchas familias, un elemento integrante: a) sus deberes se reducen a la ejecución fiel de su contrato de trabajo y al respeto hacia los dueños del hogar; b) sus derechos van más allá que los de un simple empleado, pues su convivencia con la familia, a la que ayudan con su trabajo v de la que cuidan sus menesteres más fatigosos, hacen que deban ser considerados como personas de la familia. En consecuencia: a) les corresponde con todo rigor un salario justo; b) pero no basta el salario, ni aunque sea abundante. Los dueños del hogar han de preocuparse por su bienestar, su descanso, la seguridad de su futuro, la posibilidad de facilitarles medios para que realicen estudios, de que consigan la elección de estado a que se inclinan y, principalmente, de que reciban la necesaria formación y los auxilios convenientes para su vida espiritual. Buen ejemplo nos da el centurión que tenía un siervo enfermo y fue a buscar a Jesús para pedirle su curación: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y mi siervo quedará curado» (Mt. 8, 8). Yahvé señala en el libro del Eclesiástico: «no trates mal al siervo que trabaja con fidelidad, ni al jornalero que por ti consume su vida. AI siervo juicioso ámalo como a tu misma alma; no le niegues la libertad, ni lo despidas dejándolo en la miseria» (Eclo. 7, 22-23). Por lo anterior, pecan contra un deber especial de piedad, quienes no se preocupan de la moralidad de los empleados a su servicio, no les aconsejan con rectitud, no los animan en sus deberes cristianos o, peor aún, si les hacen difícil o imposible su cumplimiento y les dan mal ejemplo. Gravemente pecan si con su conducta y con sus palabras constituyen para sus almas ocasión de perversión y de ofensas a Dios.
EJERCICIOS 1. Anotar los siguientes textos, e indicar a qué aspecto concreto del cuarto mandamiento se refieren: a) Ex. 21,17
b) Eclo. 3,4-11 c) Eclo 3, 14-18
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d) Eclo 7,29-30 e) Mt. 10,37
f) Hechos 4, 19.
2. Comentar el c. 774 § 2 del CIC. 3. Explicar por qué las obligaciones que establece el cuarto manda miento derivan del hecho de que toda autoridad viene de Dios. 4. Indicar cinco detalles pequeños en que puede manifestarse el amor a los padres, distintos de los señalados en los apuntes. 5. ¿En qué casos no es lícito obedecer a la autoridad civil? 6. Comenta la siguiente frase de Fenelón: «las palabras producen poco efecto si los ejemplos las contradicen». 7. Explicar por qué el racismo es un pecado contra el cuarto mandamiento. 8. ¿Tiene el Estado derecho a imponer a los padres una escuela para sus hijos? ¿Por qué? 9. Comenta el aforismo latino "ubi bene, ibi patria" en su relación al cuarto mandamiento. 10. Indicar contra qué pecados se atentaría en las siguientes acciones: a) Ama de casa que no permite a su empleada doméstica salir a misa dominical. b) Político que hurta bienes destinados a la promoción social de grupos marginados. c) Niño mimado que se burla de la empleada de hogar humillándola. d) Poderoso industrial que invierte en el extranjero todos sus beneficios. e) Antisemitismo. f) Calumnias contra el Jefe del Estado. g) Madre de familia que no enseña a rezar a sus hijos pequeños. 11. ¿Qué consejos prácticos darías a un padre de familia sobre el modo de tratar a sus hijos, para que consiguiera evitar los peligros que señala el siguiente texto?: «Los que habéis tenido que luchar seriamente en la vida; los que tu-visteis que saltar barreras y obstáculos sin cuento; los que habéis te-nido que aguantar codazos y zancadillas de amigos y enemigos, pretendéis hacer de la vida de vuestros hijos una vida fácil. Y éste es un error de los que se pagan caros aquí en la tierra. »También vosotros, los que habéis sido educados autoritariamente, corréis el mismo peligro, porque, por reacción contra los excesos sufridos, pretendéis dulcificar excesivamente la vida de los vuestros. Les llenáis de comodidades; les evitáis toda clase de imprevistos y de dificultades; si pudieras — ¡madres débiles! — sufrirías por ellos; les prodigáis mimos que debilitan su voluntad; satisfacéis todos sus caprichos. Bajo el pretexto de protección les negáis hasta las más pequeñas ocasiones de adquirir experiencias... ¡Allá vosotros!» (J. URTEAGA. Dios y los hijos, Ed. Rialp). Trabajo de investigación . Relata cinco historias del Antiguo Testamento donde se pongan de relieve
virtudes o pecados sobre este mandamiento.
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5. QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARAS 1. LA VIDA, DON DE DIOS a. LA VIDA ES UN BIEN Son miles de millones las personas que todos los años celebran el día de su cumpleaños y, como se celebran sólo las realidades buenas y positivas, de este hecho aparentemente banal hay que concluir que el nacimiento es un bien. La vida comenzada con la concepción llega a su inicio más pleno con el nacimiento. La vida es un bien, y el más alto en el orden natural. Es posible que haya quienes — alguna vez — consideren como un mal, como una desgracia, el haber nacido, pero esto no es más que, o un sentimiento pasajero, o un síntoma de enfermedad, o una consecuencia de la injusticia a los demás. En condiciones normales, que son las ordinarias, la vida es considerada por todos como un bien, un gran bien: si no hubiéramos vivido habríamos permanecido en la nada, en la más absoluto ausencia de realidad; si se piensa un poco más, advertimos que, además, la vida es un don, un regalo; nadie se da la vida a sí mismo: esta verdad elemental no es, por eso, menos profunda. Nuestra vida es un don que hemos recibido.
b. SOLO DIOS ES DUEÑO Y SEÑOR DE LA VIDA Sólo Dios da la vida; sólo Dios puede tomarla. En efecto, la vida y la salud son dones gratuitos de Dios, bienes que no nos pertenecen: sólo Dios es su dueño absoluto y, por eso, no podemos disponer de ellos a nuestro antojo. En el Génesis, se relata un episodio triste y doloroso: la historia de Caín y Abel (cfr. Gen. 4, 116). Ambos hermanos ofrecían sacrificios, pero Caín ofrecía lo peor, mientras que Abel ofrecía a Dios los mejores corderos de su rebaño. Por eso el sacrificio de Caín no subía al cielo y el de su hermano era agradable a Dios. Caín sintió envidia de su hermano, lo invitó a pasear por el campo, y con una quijada de burro lo mató. Dios le echó en cara su delito y maldijo a Caín por haber matado a su hermano; la sangre de Abel gritó venganza ante Dios y Caín fue condenado .i andar errante durante el resto de su vida, con el alma llena do ir mordimientos.
2. DEBERES Y PROHIBICIONES DEL QUINTO MANDAMIENTO El quinto mandamiento prescribe conservar y defender la integridad de la vida humana propia y ajena.
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Prohíbe todo cuanto atenta a la integridad corporal personal o del prójimo. Para profundizar en este mandamiento dividiremos nuestro estudio en tres apartados: 1) Trasmisión y conservación de la vida. 2) Deberes relacionados con la vida propia. 3) Deberes relacionados con la vida de los demás.
a. TRASMISION Y CONSERVACION DE LA VIDA Al ser el hombre instrumento de Dios en la altísima dignidad de trasmitir y conservar la vida, está sujeto a las leyes que el Creador promulgó para ese fin. Estudiaremos aquí los pecados que atentan contra esa ordenación moral, y que pueden agruparse en cinco apartados: 1) Esterilización. 2) Anticoncepción. 3) Aborto procurado. 4) Fecundación artificial. 5) Eutanasia. La práctica de acciones directamente a tentadoras contra la trasmisión de la vida es quizá el error moral más difundido y grave de la sociedad moderna. Por eso, antes de estudiar cada uno de los pecados expuestos arriba, nos detendremos en lo que la Revelación y el Magisterio de la Iglesia enseñan sobre la trasmisión de la vida, dividendo nuestro estudio en dos apartados:
a) El valor sagrado de la vida humana En la primera página del Génesis bajo un ropaje en apariencia ingenuo se narran verdaderos acontecimientos históricos: la creación del universo y del hombre. Dios modela una porción de arcilla, sopla, y le infunde un espíritu inmortal; la materia se anima de Quinto mandamiento de la ley de dios los un modo nuevo, superior: nace la primera criatura humana, hecha a imagen y semejanza del Creador (cfr. Gen 2, 7; 1, 26-27); la materia ha recibido una sustancia de orden esencialmente superior: el alma espiritual e inmortal. El hombre no es un producto de la evolución de la materia, aunque la materia sea uno de sus componentes; goza de un alma espiritual, irreductible a lo corpóreo. De acuerdo con la Revelación divina y con la buena filosofía, «la fe católica nos obliga a afirmar que las almas son creadas inmediatamente por Dios» (Pío XII, Enc. Humani generis, A4S 58 (1966) 654). Por ello toda vida humana «ha de considerarse por todos como algo sagrado, ya que desde su mismo origen exige la acción creadora de Dios» (Juan XXIII, Ene. Mater et Magistral, 15-V-1961). La vida humana, bien y don, se transmite sólo de un modo: por la unión sexual del hombre y la mujer. Ninguna otra acción corporal o espiritual lo consigue.
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Como sólo con los ojos se puede ver, sólo con la unión de los sexos se consigue fecundar una nueva vida. En la transmisión de la vida, pues, los padres, con su unión, desempeñan el papel de cooperadores libres de la Providencia, contribuyendo a la concepción del cuerpo. Pero el alma que vivifica al hombre, es creada inmediatamente de la nada por Dios en el instante de la concepción del cuerpo. De lo anterior se sigue que los padres no dan el alma al nuevo ser, sino tan sólo el cuerpo. Por lo cual, Dios es el primero y principal Autor y Señor de la vida; el hombre no es más que su administrador, y debe cuidar por eso de su propia vida y de la de los demás. Los padres intervienen en un milagro portentoso. Lo dice Santo Tomás de Aquino: «es más milagro el crear almas, aunque esto maraville menos, que iluminar a un ciego; sin embargo, como esto es más raro, se tiene por más admirable» (S. TOMÁS DE AQUINO, LOS cuatro opuestos, 7). No debemos pasar por alto esta observación. San Agustín queda incluso más maravillado ante el hecho de la formación de un nuevo hombre que anilla resurrección de un muerto. Cuando Dios resucita un muerto, recompone huesos y cenizas; sin embargo — dice este Doctor de la Iglesia — «tú antes de llegar a ser hombre no eras ni cenizas ni huesos; y, sin embargo, has sido hecho, no siendo antes absolutamente nada» (S. AGUSTÍN, Sermo 127, 11, 15; ML 38, 713). Ciertamente, la maternidad — y la paternidad — son siempre un gran acontecimiento, el más grande que puede suceder en el orden natural (no hablamos ahora del orden sobrenatural de la gracia"). Los hijos son el amor que se hace vida, vida personal, subsistente y libre, y por ello, imagen de Dios. Engendrar hijos es participar en el poder creador de Dios, para dar lugar a nuevas imágenes suyas, que son, cada una, como un espejo en el que Dios puede mirarse y contemplarse, y descubrir gozoso alguno de los rasgos propios ele su divina fisonomía. San Agustín nos ofrece otra sugerencia bellísima: «Cuando alguno de vosotros besa a un niño, en virtud de la religión debe descubrir las manos de Dios que lo acaban de formar, pues es una obra aún reciente de Dios, al cual, de algún modo besamos, ya que lo hacemos con lo que Él ha hecho» (S. AGUSTÍN, Contra duas e Pelag., L. IV, 8, 23, ML 44, 625D).
b) La mentalidad anti-vida Con la pérdida del sentido cristiano de la vida se ha oscurecí do la magnitud del hecho formidable de traer al mundo a un nuevo ser humano. Muchos de nuestros contemporáneos han caído en el nihilismo, es decir, en la negación, teórica o práctica, del valor trascendente de la vida humana. Porque en el fondo, se piensa la vida como reducida a una existencia efímera, puramente material, más allá de la cual no habría nada (nihil). La vida personal se angosta de tal modo que ya no cabe más que el yo y lo que me place. El amor necesariamente naufraga. El amor entre marido y mujer ha dejado de ser el amor hermoso a los ojos de Dios y apasionante a los ojos humanos, porque se reduce a un lazo de mero placer sensible o se limita a ofrecer un intercambio de seguridades materiales. Ya no se entiende lo de la Sagrada Escritura: «Don de Yahvé son los hijos: merced suya el fruto de tu vientre» (Ps 127). Ya no se comprenden las palabras de Jesucristo: «La mujer que ha dado a luz está gozosa, por la alegría que tiene de haber traído al mundo un hombre» (Jn 16, 21).
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En rigor, las actitudes hostiles a la natalidad son inhumanas, y, por supuesto, absolutamente extrañas al cristianismo. Se necesita haber perdido de vista lo que el hombre es y el sentido de la vida, para caer en esa suerte de nihilismo que prefiere la nada al ser; o en el hedonismo, que desprecia los bienes eternos por mantener, a toda costa, algunas comodidades provisionales. Por eso, es preciso recordar que «el problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna» (Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 7). Los cristianos sabemos que cuando Dios dijo «Creced y multiplicaos y llenad la tierra» (Gen. 1, 28), pretendía una finalidad ulterior: llenar el Cielo. La criatura humana, a diferencia de los anima les, tiene una «razón especial para multiplicarse: completar el número de los elegido» (S. Th. I, q. 72, a. 1, ad4; cfr. Pío XI, Ene. Casti connubii, nn. 6 y 7). La responsabilidad de los padres es, pues, gravísima y gozosa a un tiempo. Un hombre más, o un hombre menos, importa mucho; vale más que mil universos, puesto que éstos acaban por desvanecerse y un hombre, en cambio, no muere jamás: sólo muere su cuerpo que, al cabo, resucitará en el último día. Y, principalmente, un hombre sólo, exclusivamente uno, vale toda la Sangre de Cristo.
c) La esterilización Se llama esterilización a la intervención que suprime, en el hombre o en la mujer, la capacidad de procrear. Suele distinguirse entre esterilización: 1. terapéutica: la irremediablemente exigida por la salud o la supervivencia del hombre; 2. directa: la que por su misma naturaleza tiene como fin único hacer imposible la generación de una nueva vida. Hay diversas clases de esterilización directa; a. eugenésica: para mejorar la raza humana; b. hedonista: para poder tener relaciones sexuales sin posibilidad de embarazo; c. demográfica: para impedir o limitar el crecimiento de la población; d. punitiva: para castigar determinados delitos sexuales. La esterilización terapéutica, que viene exigida para salvar la villa o conservar la salud, es lícita en bien del todo — la vida — si se dan las condiciones siguientes (nótese que es una aplicación práctica del llamado «voluntario indirecto»: ver 2.4): 1) que la enfermedad sea grave, de modo que se justifique el nial grave que supone la esterilización; 2) que la esterilización sea el único remedio para recobrar la salud o conservar la vida; 3) que la intención sea la de curar y no la de esterilizar. La esterilización es sólo un remedio imprescindible, pero no directamente querido.
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En el caso de la esterilización directa hay diferencias, porque » II algunos casos es impuesta por la autoridad política y en otros, «el cambio, la iniciativa parte del individuo. Podemos decir de ella: a) la esterilización eugenésica y demográfica, aunque estén impuestas por el Estado, son un atentado contra el derecho de todo hombre a disponer, con libertad, de su capacidad procreadora, así como contra el derecho de integridad física; b) la esterilización punitiva es lícita si hay ley anterior al delito proporcionado de un malhechor (cfr. Dz, 2245, 2246). En este caso rigen los mismos razonamientos que con la pena de muerte; c) la esterilización hedonista, o las anteriores si se da el consentimiento, son ilícitas porque van contra el uso natural de la capacidad sexual, que se dirige a la procreación. Este juicio es válido tanto en la esterilización perpetua como en la temporal: en ambos casos se actúa contra la naturaleza de la función sexual, con el procedimiento de suprimir la posibilidad de su resultado natural. El método de esterilización de la mujer más comúnmente empleado en la actualidad es la salpingoclasia, usualmente llamado «ligadura de trompas», que es siempre gravemente ilícito. Nunca son justificables razones de escasez de medios materiales, excesivo número de hijos, incapacidad de educarlos adecuadamente, cansancio, e incluso peligro de la vida ante nuevos embarazos, para que una mujer acepte que se le efectúe esta operación: repetimos que, según la moral católica, es siempre gravemente ilícita.
d) La anticoncepción En la llamada anticoncepción cae cualquier modificación introducida en el acto sexual natural, con objeto de impedir la fecundación. Los procedimientos pueden ser varios: 1. la esterilización, de la que ya hablamos; 2. la interrupción del acto sexual (onanismo); 3. la utilización de dispositivos mecánicos, tanto por parte del hombre (preservativos) como de la mujer; aunque estos dispositivos suelen impedir la fecundación, en muchos casos deben ser considerados abortivos porque impiden que el óvulo ya fecundado se implante en el útero, (es el caso del llamado dispositivo intrauterino, o diu, 4. la utilización de productos farmacológicos, como las píldoras. Algunos de esos productos son anovulatorios, es decir, inhiben la ovulación impidiendo la fecundación; otros son claramente abortivos, porque actúan después de la concepción, impidiendo la implantación del óvulo fecundado. La mayoría de los productos farmacológicos en la actualidad son abortivos. a. La enseñanza de la Sagrada Escritura. La doctrina de la Iglesia ha sido siempre muy clara en este punto. Y encuentra su fundamento no sólo en la naturaleza, sino también en la Sagrada Escritura, comenzando por el primero de sus libros: el Génesis. Onán — personaje de triste memoria que ha dado su nombre al pecado de onanismo — , usaba de su mujer evitando la descendencia. Se advierte que el pecado es muy antiguo. Pues bien, «era malo a los ojos de Yavé lo que hacía Onán, y lo mató también a él» (Gen 38, 10).
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Dios lo mató, porque lo que hacía era un crimen a sus ojos. Ahora ya no actúa enviando castigos sobre la vida perecedera, pero la advertencia de Dios sigue resonando en la Sagrada Escritura y mira, sobre todo, a la vida eterna. Otro testimonio de la gravedad de este pecado lo hallamos en el libro de Tobías (cfr. Tob. 6, 14; 7, 9). Que el uso del matrimonio es para la procreación lo enseña repetidamente el Nuevo Testamento: San Agustín comenta así un texto de San Pablo: «el matrimonio, evidente-mente, fue instituido en orden a la procreación de los hijos, según atestigua el apóstol: "quiero — dice — que las jóvenes se casen". Y como si alguien le preguntara para qué, añade inmediatamente: "para que tengan hijos", para que sean madres de familia» (SAN AGUSTÍN, De bono coniug, 24). b. Doctrina de la Iglesia. Por pertenecer al depósito de la fe, esta doctrina no ha variado ni puede variar en la Iglesia. Por ello, el uso de cualquier método anticonceptivo está expreso, rotunda y absolutamente condenado por la Iglesia. He aquí algunos textos: «cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de un grave delito» (PÍO XI, Ene. Casti connubii, n. 21); «es gravísimo el pecado de los que, unidos en matrimonio, o impiden la concepción o promueven el aborto» (CAT. ROMANO, II, 7, 13); es intrínsecamente deshonesta «toda acción que, o en previsión del acto conyugal o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (Enc. Humanae Vitae, n. 7). Otros muchos textos podrían citarse, principalmente de la Encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, de la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de Juan Pablo II, y de muchos otros documentos de este último Papa. c. Razones teológicas. Acerca de las prácticas anticonceptivas, ya Santo Tomás de Aquino hacía notar que «después del pecado de homicidio, que destruye la naturaleza ya formada, tal género de pecado parece seguirle, por impedir la generación de ella» (C.G., II, 122). Incluso cabría agudizar más la cuestión: el homicida mata el cuerpo, mas no el alma que puede ir a gozar de la visión de Dios; el que evita el hijo, cegando las fuentes de la vida, corta las manos de Dios e impide que llegue a la vida una persona que podría gozar eternamente de una felicidad inmensa. Vale la pena reflexionar sobre ello, y atender, cuando se nos afirma que cegar las fuentes de la vida en un "crimen horrendo": trocar «el uso conforme a la ley natural por el que es contra la naturaleza» es «un crimen nefasto en sí mismo, pero más recriminable aún en la vida matrimonial» porque «la dignidad del vínculo conyugal radica en la casta y legítima facultad de procrear y en el cumplimiento honesto de los deberes mutuos con ese fin relacionados» (San Agustín, De bono coniug., XI, 12). d. El porqué de la malicia de la anticoncepción. La gravedad de las prácticas anticonceptivas estriba principalmente en la desconexión que producen entre el acto sexual y la finalidad natural que le es propia. La «ordenación intrínseca» de las «facultades generadoras en cuanto tales» es «originar la vida» como se dice en la Encíclica Humanae Vitae, número 13. Tratar de negar el argumento anterior sería como pretender tapar el sol con un dedo; el hecho es de una claridad deslumbrante. Si, además, tenemos en cuenta que la vida que origina es humana,
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entonces ese acto participa del carácter sagrado de la misma vida humana que contiene. De ahí que la distorsión de la finalidad de las facultades generadoras sea la quiebra de algo de un enorme valor y — si es responsable — una grave alteración de la naturaleza, una grave ofensa a Dios, Autor de la naturaleza y, a fin de cuentas, un grave pecado. e. El uso del matrimonio en los períodos infecundos de la mujer . Los esposos habrán de responder ante Dios de cómo han facilitado la obra creadora y habrán de dar cuenta del empeño que han puesto u omitido para que se cumplan los designios divinos. En esto estriba la verdadera paternidad responsable. Como hemos repetido, Dios tiene dispuesto por su Providencia el número de almas que han de informar los cuerpos concebidos en el matrimonio; almas que están destinadas a un fin imperecedero, es decir, "serán" por toda la eternidad. El hombre, sin embargo, puede usurpar el poder de dar la vida o no darla; el hombre suplanta a Dios, aunque muchas veces no se atreva a proclamarlo. Con su infinita sabiduría, Dios dispuso que no de todo acto conyugal se siguiera una nueva vida. La decisión de utilizar el matrimonio sólo en los períodos infecundos de la mujer no contraría la función propia de las cosas — no atenta al orden natural — y, por tanto, es el único medio lícito para evitar la procreación dentro del matrimonio. Cualquier otro medio sería puro y simple onanismo (aquel pecado que, como hemos visto, mereció la muerte de Onán). La perfección técnica no cambia la naturaleza moral de los actos. Un acto técnicamente más perfecto — más fácil, más cómodo — no es moralmente más perfecto. Y si el acto era malo, malo seguirá siendo por mucha perfección técica — química, mecánica — que lo acompañe. Ahora bien, la Encíclica Humanae Vitae dice textualmente que «si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos y regular así la natalidad» (n. 14). Al afirmar la licitud de lo anterior, el Magisterio no dice que siempre sea lícito hacerlo: subraya que los motivos de esta decisión han de ser "serios". En documentos análogos utiliza expresiones del tenor siguiente: «casos de fuerza mayor» (PÍO XII, A AS, 43 (1951), p. 846); «motivos morales suficientes y seguros» (Ib., p. 845); «motivo grave, motivos serios, razones graves personales o derivadas de circunstancias extremas» (Ib., p. 867); «inconvenientes notables» (Ib., p. 846). En resumen, sólo excepcionalmente, por graves motivos y con medios que no se opongan a la ley moral, sería lícito evitar una familia numerosa. También es preciso tener en cuenta que para que la práctica de la continencia periódica sea lícita, la gravedad de los motivos ha de ser mayor o menor según se pretenda evitar definitivamente la posibilidad de un nuevo nacimiento, o sólo distanciarlo del anterior: a) por ejemplo, en el caso de una madre que ha quedado debilitada por el nacimiento del último hijo, y trata de reponerse, podría seguir esa práctica durante unos pocos meses, porque no puede decirse que esta actitud atente contra el fin del matrimonio;
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b) en cambio, para seguirla durante un largo período de tiempo o indefinidamente, se necesitan motivos más graves de salud (física o psíquica), económicos (imposibilidad o grave dificultad de sostener más hijos), o sociales (falta del espacio mínimo en la vivienda, para evitar una grave promiscuidad, imposibilidad de atender a un recién nacido por verdadera y grave necesidad de que la madre trabaje fuera de casa, etc.). Debe recordarse, además, que lo "natural" es que los matrimonios reciban con generosidad los hijos que Dios les envíe, y que si se presentan circunstancias graves que aconsejan los medios naturales de evitar un nuevo hijo, esas circunstancias se reciban con dolor y con el ánimo de poner los medios para que desaparezcan los obstáculos. De lo contrario habría falta de rectitud de intención, es decir, el ánimo de no aceptar la Voluntad de Dios. Y nunca habrá que olvidar lo que subraya el Conc. Vat. II: «Entre los cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente» (Gaudium et spes, n. 50). Dios asiste, ciertamente, de un modo muy especial a las familias numerosas, que ven siempre compensado su esfuerzo con una alegría honda y duradera. f. Conclusión. Todo lo anterior podría dar la impresión de juicios morales demasiado tajantes, pero ésa es la verdad de las cosas. En definitiva, por tanto, hay que afirmar que en sí la anticoncepción es intrínsecamente un atentado al fin natural del acto conyugal y, por tanto, al contrariar la ley natural, supone un pecado grave que no admite dispensa bajo ninguna consideración.
e) El aborto 1. Noción e ilicitud
El tema del aborto provocado no presenta, a nivel del derecho natural, especiales dificultades. En realidad, su incuestionable ilicitud es un corolario del deber de respetar la vida y del derecho a la vida de todo ser humano — también el del no nacido — , sin otros problemas, quizá, que razonar algunos casos límites, por otra parte hoy prácticamente superados o en vías de solución por los avances médicos. Sin embargo, es un tema que, por lo menos en muchos países, es tratado ampliamente a nivel de opinión pública. Los argumentos utilizados en favor del aborto obedecen a múltiples motivaciones, pero — a excepción de casos límites — no son científicos, porque no se trata de discusiones científicas, sino de intentos de influir en la opinión pública. Por aborto se entiende la expulsión del seno materno, casual o intencionado, de un feto no viable. Por tratarse de un feto no viable, lo esencial del aborto es la muerte del feto, antes o después do su expulsión. El aborto puede ser: a. espontáneo (casual o natural), cuando las causas que la provocan no dependen para nada de la voluntad de los hombres. Es un acto involuntario y, por tanto, ni siquiera se plantea el problema de su licitud o ilicitud. b. procurado (intencionado, artificial o voluntario), cuando está causado por la intervención del hombre. El aborto procurado puede ser:
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a. directo, cuando se busca la muerte del feto, su expulsión del seno materno. A su vez puede ser: provocado como fin, cuando lo que se desea es deshacerse del feto; provocado como medio para conseguir otro fin, p. ej., la salud de la madre. Es el llamado aborto terapéutico; b. indirecto: el que se causa como efecto secundario e inevitable — previsto, pero no querido, sólo permitido — de una acción que es en sí misma buena. Por ej., para curar a la madre de alguna enfermedad grave, se le administran fármacos que pueden tener como efecto secundario la muerte del feto. 2. Principios morales sobre el aborto
1°. Para resolver cualquier problema que plantee la moralidad de un aborto, hay que dejar claro que es preciso respetar los derechos del niño antes de nacer (derecho a la vida y a la salvación del alma), como persona humana que es. Por lo anterior: a) cualquier acción directamente mortal para el feto vivo es pecado gravísimo que no puede justificarse jamás. La razón es clara: se trata de matar a un ser humano completamente inocente, cometiéndose un asesinato con vergonzosos agravantes, tanto de tipo natural (abuso de fuerza e inmensa cobardía, por tratarse de un ser indefenso; además de la aberración que supone que la propia madre mate a su hijo), como de tipo sobrenatural (el feto muere sin bautismo); b) sólo es lícito con causa grave, provocar la aceleración de un feto ya viable. 2°. Queda claro, pues, que todo aborto directo, también el terapéutico, es ilícito, porque su objeto directo es la muerte de un ser vivo. A veces se entiende menos la ilicitud del aborto terapéutico, pero es preciso decir que el fin bueno (salvar la vida de la madre) no justifica el acto malo (la muerte provocada del feto). Hay que tener en cuenta también que el aparente conflicto de deberes — la vida de la madre o la del hijo — , se resuelve recordando que el deber es procurar la vida de los dos con medios lícitos adecuados. Por otra parte, casi siempre se puede evitar el llamado aborto terapéutico con una asistencia prenatal adecuada, y con todos los medios de que dispone actualmente la medicina. Con frecuencia, también entre personas con alguna formación, se confunde el aborto terapéutico con operaciones quirúrgicas en las que hay, en todo caso, un aborto indirecto, cuando no la simple remoción de un feto no viable o ya muerto. De ahí la importancia de distinguir entre el aborto directo — siempre ilícito — y el aborto indirecto que, con las bebidas condiciones — estudiadas de acuerdo a las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4.) — , es lícito. El Santo Padre Juan Pablo II ha hablado muchas veces con gran claridad sobre la ilicitud del aborto; p. ej., en España: Hay otro aspecto, aún más grave y fundamental, que se refiere al amor conyugal como fuente de la vida: hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad. La mentalidad pro-abortista, una vez difundida, tiene consecuencias de todo tipo en la vida social La principal es ésta: la vida humana ya no puede concebirse como un valor absoluto, sino
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como algo que depende de la voluntad de otro hombre que se encuentra en una situación ventajosa. Esta justificación del homicidio — aunque no se pretenda en cuanto tal — constituye una transmutación del principio fundamental de la moral no se tiene ya en cuenta que el hombre no crea le ley moral, sino que sólo la descubre. La moral ya no se presenta como una exigencia de la verdadera naturaleza humana, sino como un acuerdo precario, provisional y simplemente histórico. La Iglesia, en consideración de la gravedad criminal del aborto, castiga con la pena de excomunión no sólo a la madre y al médico, sino a toda persona que colabore en él — anestesista, enfermera, etc. — o en la decisión de la madre — aconsejándola, facilitándole el dinero, etc. (cfr. CIC. c. 1398 y 1329; ver también Dz. 1184-1185; 1890 a-c).
f) La fecundación artificial La fecundación artificial — desde hace tiempo practicada en los animales — se define por comparación con la fecundación natural, ya que en aquélla la unión del óvulo con el espermatozoide se da por una manipulación del semen. Para comprender su ilicitud en el hombre hay que recordar que la única forma lícita de unión sexual es dentro del matrimonio, y también que, en el matrimonio, la procreación ha de ser el resultado de actos naturales. Teniendo en cuenta esto podemos afirmar: 1. que la fecundación artificial heteróloga (extraconyugal, es decir, fuera del matrimonio) es siempre ilícita. En este campo el criterio moral negativo de la Iglesia es firme, también porqué este tipo de fecundación se opone de modo directo a un principio básico de la ley divina: «toda vida humana ha de ser procreada sólo en el matrimonio válido» (Pío XII, Discurso del 12-IX-1958); 2. que la fecundación artificial homologa (intraconyugal) con esperma de un tercero, atenta a la misma institución matrimonial, que constituye, al igual que la heteróloga, un concubinato o adulterio; 3. que la fecundación artificial homologa con semen del esposo es también ilícita, porque el fin de la procreación sólo se puede intentar con el acto conyugal Además, si la obtención del semen se realiza de modo ilícito, nos encontramos con otra acción desordenada en sí misma, que se añade a la anterior, aumentando su gravedad moral. La fecundación humana "in vitro" (es
decir, realizar la unión del elemento masculino con el femenino en el laboratorio, implantándolo luego en el útero de la mujer) tiene aún mayor malicia ya que no sólo se realiza sino que continúa fuera del seno materno. En este caso los riesgos que corre la persona humana así concebida antes de que llegue a anidarse en el claustro materno son particularmente graves; además de que se establece una separación entre el aspecto unitivo y procreativo del amor conyugal. «La misma razón humana insinúa... que es poco convincente hacer "experimentos" con personas humanas», señala la Familiaris consortio (n. 80); Juan Pablo II ha utilizado incluso palabras más duras: «condeno del modo más explícito y formal las manipulaciones experimentales del embrión humano, porque el ser humano — desde su concepción hasta la muerte — nunca puede ser instrumentalizado para ningún fin» (Discurso al Congreso de la Pontificia Academia de las Ciencias, 23-X-1982).
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Añade gravedad moral a este método el hecho de que en el proceso de alcanzar la gestación de un niño, en rigor se desechan varios óvulos fecundados, que normalmente o se dejan morir o se utilizan para experimentación. De entre los varios que fecundan, escogen el más viable y desechan los más débiles, utilizándose niños vivos en experimentaciones, además de que terminan por morir sin bautismo. Esto sucede con varios niños en cada experimento. En el caso de los padres que no tienen posibilidad física de tener un hijo, el deseo de engendrarlo artificialmente no constituye un derecho que pueda justificar tales riesgos. De nuevo hay que recordar el principio ético fundamental de que el fin no justifica los medios, y menos unos medios antinaturales.
g) La eutanasia ¿Es moral abreviar la vida de los enfermos graves y desahuciados? ¿Es moral acelerar el final de esos pacientes o, en general, de los ancianos y de las personas que ya no son productivas para la sociedad? ¿Es moral dar muerte a enfermos incurables, que están aquejados de gravísimos dolores? Son preguntas que se plantean con cierta frecuencia, aunque los casos no sean tan corrientes como a veces parece. La analgesia — o
disminución del dolor — es completamente lícita y ética, no sólo en el caso de los moribundos, sino también en aquellos que tienen una enfermedad pasajera. En algunos casos, la atenuación del dolor puede llevar a la pérdida de la conciencia porque el enfermo queda en un estado inconsciente en que ya no sufre. Para que sea lícita o moral esta supresión de la conciencia debe quererla el enfermo, y debe ser el resultado indirecto del tratamiento terapéutico; normalmente esto es siempre posible. Antes de dar los sedantes que hacen perder la conciencia, es muy importante administrar al enfermo los auxilios espirituales necesarios que permitan prever su salvación, considerando que ese estado puede ser irreversible. Asimismo, si tiene asuntos pendientes relativos a la sucesión hereditaria, deberá hacer testamento, para evitar conflictos familiares posteriores a su muerte. La eutanasia, en cambio, que busca causar directamente la muerte (sin dolor) a un enfermo incurable, a un minusválido o a un anciano, no es lícita jamás, cualesquiera que sean las razones que se aduzcan. La eutanasia, inventada por la piedad pagana, no es otra cosa que un asesinato encubierto, que la moral cristiana reprueba. «... la eutanasia o la muerte por piedad... es un grave mal moral...; tal muerte es incompatible con el respeto a la dignidad humana y la veneración a la vida» (Discurso de Juan Pablo II a los obispos de Estados Unidos, 5-X-1979). Pueden distinguirse diversos tipos de eutanasia: 1) positiva: quitar la vida mediante una intervención médica, de ordinario administrando un fármaco; 2) negativa: omisión de los medios ordinarios para mantener en vida al enfermo; 3) eugenésica: la que tiene por objeto eliminar de la sociedad a las personas con una vida «sin valor».
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Cualquiera que sea el modo de practicarla es un acto inmoral, aun con el consentimiento del enfermo, porque, como ya hemos dicho, Dios es el único dueño de la vida y de la muerte. Ningún motivo — y menos una falsa compasión — la puede justificar. No hay que confundir, sin embargo, la eutanasia con la omisión de los medios extraordinarios para prolongar la vida de un enfermo con un proceso patológico irreversible. Por medios médicos extraordinarios se entienden aquellas acciones de excesiva complejidad y costo que no logran la curación del enfermo, sino sólo prolongar un poco más de tiempo los días de su vida. Esta omisión no es eutanasia y es lícita, porque puede considerarse que el enfermo está ya clínicamente muerto. Sin embargo estos casos límites dan origen a menudo a grandes problemas morales, sobre todo por dos hechos que hay que tener en cuenta: 1) la resistencia de los parientes del enfermo a que se omitan los medios extraordinarios que lo mantienen artificialmente en vida; 2) la falta de una total evidencia científica sobre la reversibilidad o irreversibilidad de algunos procesos patológicos. Se han dado casos en que los parientes han insistido en que se siguieran aplicando esos medios extraordinarios y, al final, se ha producido la reversibilidad y la curación. La eutanasia aparece como algo «razonable» en las sociedades que, por influencia del materialismo, entienden la vida humana sólo en términos de placer. Con esta mentalidad se llega poco a poco a establecer qué vidas tienen valor y cuáles otras pueden ser suprimidas. Un mínimo sentido de humanidad permite ver que lo anterior no es progreso, sino regresión, marcha atrás. Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e irrepetible, y que cualquier vida tiene todo el valor posible. Si hubiese una sola vida que no fuese «importante», ninguna sería importante.
b. DEBERES RELACIONADOS CON LA PROPIA VIDA Siendo el hombre tan sólo receptor — y no autor — de su propia vida, tiene obligación de responder en justicia de ese beneficio recibido. En concreto, debe no sólo conservar su existencia, sino también desarrollar las capacidades personales que con ella recibió.
a) Desarrollo de las capacidades personales. De acuerdo con los designios providenciales y en diverso grado, Dios ha dado a cada hombre talentos y facultades, tanto naturales como sobrenaturales. En el plano natural, la inteligencia — que el individuo ha de desarrollar adquiriendo los conocimientos debidos — y la voluntad, que le lleva a fortalecerse hasta alcanzar el señorío y dominio sobre sí mismo, de forma que logre una personalidad capaz de emprender grandes empresas. Para ello, es necesario luchar contra la pereza, que es el pecado que se opone a que los talentos fructifiquen, de modo que el hombre cumpla su fin. De aquí que no vencer de modo habitual esta inclinación lleva a dejar en potencia las capacidades recibidas, incumpliendo el proyecto de vida que Dios asignó a cada persona. Y por eso, en sí misma, la pereza puede ser razón suficiente para constituir pecado grave.
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En el caso de los estudiantes no hay que olvidar que el estudio es su deber principal, y que el quebrantamiento puede llegar incluso a ser pecado mortal "Oras, te mortificas, trabajas en mil cosas de apostolado..., pero no estudias. — No sirves entonces si no cambias. El estudio, la formación profesional que sea, es obligación grave entre nosotros" (Camino, n. 334; cfr. también el n. 337). Los estudiantes deben esforzarse por realizar con perfección sobrenatural y humana sus estudios y, en general, la tarea de su formación profesional, viviendo el orden, el aprovechamiento del tiempo, la constancia y las demás virtudes; desempeñando su trabajo con la mayor perfección posible y alcanzar así un alto grado de prestigio.
b) Amor y respeto al cuerpo. El sentido que tiene amar y respetar el propio cuerpo radica en que Dios nos lo ha dado, y un día resucitará lleno de gloria. Es claro, sin embargo, que hemos de amarlo de manera ordenada, pues no es difícil que ese amor caiga en excesos: preocupación desordenada por la salud, el culto al cuerpo que se adopta en ocasiones a través del abuso en el deporte, el afán vanidoso de lucir las habilidades, etc. Se oponen a este deber, además del desordenado amor al cuerpo: 1) el suicidio; 2) la mutilación; 3) la embriaguez y 4) el uso de drogas.
l) El suicidio consiste en la destrucción de la propia vida. La misma naturaleza ha dotado al hombre de un fuerte instinto, el de conservación, para proteger la vida, y por eso siempre se ha considerado el suicidio como un mal, que se opone a ese legítimo amor propio que lleva al hombre a permanecer en el ser, para su bien y para el bien de los demás. El suicidio puede ser: 1) directo, resultante de una acción que busca esa finalidad (p. ej. dándose un tiro). Es siempre pecado gravísimo, pues no sólo se atenta contra un derecho divino — Dios es el dueño de la vida — , sino que muy posiblemente, con ese acto, el suicida precipita su alma en la eterna condenación; 2) indirecto, resultante no de la directa acción contra uno mismo, sino de ponerse en situación voluntaria e imprudente, que puede ocasionar la pérdida de la vida (p. ej., conducir imprudentemente el automóvil; ciertos actos acrobáticos; prácticas arriesgadas de montañismo, etc.). El suicidio indirecto puede ser lícito en los casos en que exista causa grave (p. ej., el cuidado del enfermo contagioso de enfermedad mortal). Para determinar la licitud se aplican las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4). Se ha escrito — y está comprobado estadísticamente — que las sociedades en las que los hombres tienen un profundo sentido de la religiosidad, están mucho menos expuestas al suicidio.
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Aunque el sentido de la vida puede tener otras motivaciones, la difusión del concepto materialista de la existencia humana es un ambiente propicio para el suicidio, pues presentando como ideal humano el hombre con éxito, el que siempre triunfa, el que tiene suficientes medios económicos y puede dar satisfacción a todas sus apetencias, etc., la frustración en estos campos puede provocar la idea de que no vale la pena vivir. En cambio, cuando la vida no se limita a simples horizontes materiales y entran en ella las realidades espirituales, la persona encuentra siempre el sentido a su existencia. La razón es que el materialismo está estrechamente unido al egoísmo: se quiere tener para poder gozar. Los bienes espirituales, por el contrario, nos hacen salir fuera de nosotros mismos, para dar a los demás lo mejor que tenemos. Este sentido de donación se conecta con el don de la vida, cuyo autor es Dios: una existencia auténticamente religiosa — no rutinaria y costumbrista, sino nacida de la firme convicción — encuentra siempre el sentido de la vida, su inmenso valor. Hay comprobación material de que los suicidios, en la casi lo talidad de los casos — prescindiendo de las enfermedades psíquicas — , se dan en personas que no tienen un profundo sentido espiritual de la existencia.
2) Mutilación. Es ilícita a no ser que exista una causa grave. La razón de su ilicitud es semejante a la que prohíbe el suicidio, ya que el hombre no puede disponer de sus miembros corporales sino para los usos determinados por Dios a través de la propia naturaleza. Sin embargo, como las partes son para el todo, es lícito mutilar algún miembro cuando lo exige la vida de todo el cuerpo (p. ej., una amputación por gangrena, tumor, etc.; cfr. Dz 2348); no es lícito — sino grave pecado — , como ya hemos dicho (cfr. 11.2.1., c), la esterilización del hombre o de la mujer para evitar la procreación (cfr. Dz, 2283).
3) Pecados contra la sobriedad. La sobriedad es la virtud que tiene por objeto moderar, de acuerdo con la recta razón iluminada por la fe, el uso de la comida y de la bebida. Nos detendremos en el estudio de la embriaguez y la gula. Los principios morales sobre la embriaguez son los siguientes: cuando se da una privación total del uso de razón, la embriaguez es perfecta, y constituye pecado grave; si la privación de la razón es parcial, recibe el nombre de imperfecta Signos de embriaguez perfecta son: 1) hacer cosas completamente desacostumbradas 2) no discernir entre lo bueno y lo malo 3) no recordar lo que se dijo o se hizo en tal estado, etc. La razón teológica de la malicia de este vicio radica en el desorden esencial que se produce al subvertir las leyes de la naturaleza humana impuestas por Dios: a) se priva el hombre del uso de su razón — facultad superior con la que ejerce el control de sí mismo — por un puro placer y sin necesidad alguna;
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b) en el plano natural, el desorden moral tiene su paralelo en la postura frecuentemente repugnante ofrecida por quien se emborracha; y las demás graves consecuencias a que este vicio puede dar origen: epilepsia alcohólica, alcoholismo crónico, alucinamientos agudos, delirium tremens, paranoia alcohólica, etc. Dos últimas consideraciones:
los actos pecaminosos cometidos durante el estado de embriaguez — p. ej., blasfemias, deshonestidades, muertes, revelación de secretos, etc. — se imputan al borracho, que los pudo prever con anterioridad, al menos confusamente; pecan gravemente también aquellos que, pudiendo impedir la embriaguez de otro, no lo hacen, o quien influye directamente en ella: p. ej., aconsejándola, festejándola, proporcionando más bebidas alcohólicas al medio borracho, etc.
Acerca de la gula (cfr. S. Th., II-II, q. 148, a. 2 y 3), la Teología Moral enseña lo siguiente: Haciendo abstracción de sus efectos, es en sí misma pecado venial, pues el exceso en una cosa lícita — como es el empleo de la comida y la bebida — por sí misma no es sino pecado venial. Accidentalmente puede llegar a ser mortal, por ej., si causa daño a la salud, si incapacita para cumplir Tos deberes, si causa escándalo, etc.
4) Drogas. La droga no es más que un fármaco, y como tal, la mayoría de las drogas son conocidas desde hace mucho tiempo y empleadas para dos fines: 1) aliviar un dolor o curar una enfermedad, 2) producir sensaciones distintas de las habituales. Incluso las drogas que se utilizan como fármacos, tranquilizantes, estimulantes, etc., pueden ser dañinas para el organismo, porque dejan en el psiquismo huellas de su acción y pueden crear una dependencia física o psíquica; de ahí que deban utilizarse con prudencia y bajo prescripción médica. Cuando la droga se toma con el único fin de producir sensaciones fuera de lo ordinario, no hay finalidad alguna que la justifique. Bajo esta consideración la ilicitud es clara: implica un arbitrario y arriesgado peligro, pues el uso de las drogas va creando una personalidad patológica, aunque sus efectos físicos no sean a veces perceptibles a corto plazo. Se ha hecho con frecuencia la división entre drogas blandas — marihuana, hachís, en sus diversas modalidades — y drogas duras — heroína, cocaína, morfina, etc. — . En contra de lo que a veces se afirma, no existe una secuencia obligada entre las drogas blandas y las duras desde el punto de vista físico; sin embargo, la dependencia psíquica que crean las drogas blandas favorece la iniciación en las duras. La adicción a las drogas duras es prácticamente irreversible, salvo con un tratamiento difícil que incluye un cambio de entorno social y cultural. El uso de las drogas duras equivale a una mutilación, y de hecho lo es desde el punto de vista psíquico. Es, sin ninguna justificación, un atentado contra la propia vida.
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Por otra parte, cada drogadicto se convierte fácilmente en difusor de la droga, causando así una injusticia a los demás. También suele el uso de la droga ser ocasión para cometer determinados crímenes, por la urgente y angustiosa necesidad de conseguir dinero para seguir drogándose. El uso de las drogas blandas es ilícito, ya que supone en muchos casos un profundo egoísmo:
buscar sensaciones o experiencias sin otro objeto que la satisfacción personal. Esa ilicitud se agrava si se tiene en cuenta que la droga blanda es, como dijimos antes, el camino natural y corriente para la iniciación en la droga dura. Representa, por tanto, ponerse en ocasión próxima de pecado que es, como vimos (5.7.2.), en sí mismo ya un pecado. Cuando se usan con control médico, para fines terapéuticos, es lícito, pero aun en estos casos se prevé un tratamiento adecuado para evitar la drogadicción. El principio moral que señala la malicia del uso de las drogas establece que su gravedad va en proporción directa con los perjuicios fisiológicos y psicológicos que causa la droga empleada. En este sentido vale la pena señalar que las drogas blandas usadas por un período largo — o corto, pero en gran cantidad — producen deformaciones genéticas en las células masculinas o femeninas que influyen negativamente en la transmisión de la vida, causando el nacimiento de hijos con el síndrome de Down, deformaciones psíquicas u orgánicas, etc. Con esto, el pecado adquirirá doble malicia: contra la integridad corporal propia y contra la justicia debida a la futura prole y al cónyuge inocente.
c. DEBERES RELACIONADOS CON LA VIDA DE LOS DEMAS a) Respeto a la vida ajena La misma razón que obliga a respetar la propia vida, exige el respeto de la vida ajena: cada hombre es criatura de Dios, de quien recibe la vida, y sólo El es su dueño. Por eso el homicidio, que consiste en producir la muerte a una persona, es pecado grave cuando es: 1) voluntario 2) injusto. 1) Voluntario: si el acto homicida es directamente pretendido por el sujeto. Puede ser también por omisión, al no evitarse una muerte teniendo la posibilidad de hacerlo. 2) Injusto: es decir, cuando no procede por orden de la legítima autoridad, o en legítima defensa, o en caso de guerra, como se explicará después. El homicidio involuntario sobreviene cuando se produce la muerte de una persona por descuido o imprudencia (p. ej., el médico negligente e inepto; imprudencia en el manejo de armas, etc.). Su gravedad es menor que la del homicidio voluntario, y se mide por el grado de negligencia o imprudencia. El homicidio es un pecado gravísimo, pues causa a la víctima un daño irreparable. En la Sagrada Escritura es uno de los pecados que Dios abomina y condena más severamente (cfr. Ex. 21,12).
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Además, el homicidio voluntario e injusto conlleva la obligación de compensar a los deudos de los daños que se sigan; por derecho natural estaría obligado el homicida a pasarles el sueldo que recibía el difunto, tratándose de una familia pobre que lo necesita para sustento. El homicidio involuntario conlleva también la obligación de compensar daños, en la medida de la culpabilidad. Aquí podemos considerar el pecado — que puede llegar a ser grave — que supone conducir imprudentemente el automóvil, y la obligación de compensar los daños que por esta causa se hayan producido: es homicidio involuntario con buenas dosis — en la mayoría de los casos — de falta de prudencia. b) Casos en que es permitido dar la muerte . Como la vida humana es un bien muy importante y fundamental, no es lícito destruirla arbitrariamente, ni exponerla a graves peligros imprudentemente; pero como tampoco es el bien supremo, puede a veces ser sacrificada a cambio de otros bienes superiores. Por ello, la formulación del quinto mandamiento podría expresarse de este modo: «no causarás la muerte de un hombre de manera ilegal, arbitraria y contraria a la sociedad». De ahí que se den algunos casos en que está permitido matar a otra persona, y son:
l. L egíti ma defensa . Dios mismo ha concedido al hombre el derecho de que, al ser atacado injustamente, si se encontrara en la alternativa de escoger entre la vida propia o la vida del atacante pueda matar en defensa de ese bien que se le quiere arrebatar. Las condiciones que se requieren para hacer uso del derecho de legítima defensa son: 1) que se trate de una agresión injusta: nunca es lícito tomar la vida de un inocente para salvar la propia. Por ej., si naufrago con otro y sólo hay alimento para una persona, no puedo matarlo para salvar mi vida. Tampoco puede matarse directamente al niño gestante para salvar la vida de la madre. En ambos casos, las víctimas potenciales son inocentes; 2) que el agredido injustamente no se proponga la muerte del agresor, sino la defensa propia, ya que de otra manera estaría actuando por odio o por venganza; 3) que no pueda salvar su vida de otro modo: si lo puede con-seguir por ruegos o amenazas, o bien golpeando o hiriendo al agresor, debe utilizar esos medios; de lo contrario se traspasarían los límites de la legítima defensa; 4) que no acuda a la fuerza sino al verse agredido; de todos modos, según la opinión más probable, si la agresión fuera cierta e inevitable, es lícito matar al injusto agresor antes de que se realice el ataque. Uno no puede adelantarse a atacar a un hombre sospechoso, a menos que sea evidente su intención de atacar y se corra el riesgo de perder la vida en caso de no defenderse.
2. L a pena de muer te . La pena de muerte ha sido practicada en casi todas las sociedades que han existido en la historia; incluso durante mucho tiempo ha sido la pena por excelencia:
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En primer lugar, por pensarse que con ella se eliminaba definitivamente el problema de la peligrosidad del delincuente; en segundo lugar, porque el privar sólo de la libertad en establecimientos organizados para eso — cárceles — , tiene una historia relativamente corta. El cristianismo, sin oponerse a esta pena, consiguió que se hiciera menos frecuente y se practicase con menos ostentación y crueldad. Desde el siglo XVIII empieza a plantearse la duda sobre su legitimidad, y en el siglo XIX aparece ya, muy claramente, la tendencia abolicionista, consiguiendo que se limitara el número de casos en los que se aplicaba la pena de muerte. De hecho, algunas de las modernas constituciones la han abolido; y otros países, aunque la mantienen "de iure", la han suprimido de hecho. Puede decirse que de aproximadamente 160 estados independientes que existen hoy en día, sólo una veintena han abolido en su ordenamiento jurídico la pena capital. Son numerosos los argumentos a favor de la pena de muerte: 1) así como existe la legítima defensa, la pena de muerte es la legítima defensa de toda la sociedad ante los criminales especialmente peligrosos, crueles e incorregibles; 2) tiene una especial fuerza intimidadora, que impide que se cometan los delitos más graves, y por tanto tiene un alto grado de ejemplaridad; 3) es un justo castigo retributivo; algunos crímenes perpetrados con premeditación, alevosía y sin factores atenuantes, se merecen la muerte; 4) sin ella los criminales incorregibles seguirían cometiendo crímenes, pues gracias a los indultos, amnistías, etc., la cadena perpetua se da en muy pocos casos. También hay muchos argumentos en su contra: 1) es una forma de crueldad y supone convertir al Estado en verdugo; 2) impide corregir los errores judiciales, que no son tan infrecuentes como a veces se piensa; 3) no tiene ningún valor de ejemplaridad, como lo prueba el hecho de que en los países donde ha sido abolida no se ha notado una disminución en aquellos delitos antes castigados con la muerte; 4) impide cualquier posibilidad de regeneración del delincuente; no es pena medicinal sino vindicativa; 5) facilita el perfeccionamiento de las cárceles, tanto para la corrección del condenado como para la aplicación — si el caso lo requiere — de la totalidad de la pena. Los argumentos — en favor o en contra de la pena de muerte — siguen proliferando, aunque hemos recogido los más importantes. Independientemente de ellos, en determinados casos es lícito aplicarla, si se cumplen dos condiciones: 1) cuando se trata de crímenes gravísimos y claramente especificados por la ley; 2) que esos crímenes sean evidentemente probados. Otro asunto distinto es la oportunidad de abolir esta pena actualmente. La cuestión está abierta.
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Quizá, como un dato más, convenga decir que la sensibilidad abolicionista de la pena de muerte, hoy tan difundida, coincide con la falta de sensibilidad ante otro caso de violencia, de pena de muerte aplicada a un inocente, sin garantías procesales: el aborto. No es éste un argumento a favor de la pena de muerte, es sencillamente un elemento de reflexión.
3. La guerra. Con este nombre se entiende un enfrentamiento violento de grupos humanos, que supone siempre una amenaza de muerte efectiva. Los males de la guerra — muertes, enfermedades, torturas, de-gradaciones, ruina económica, social, cultural, etc. — han hecho surgir, en todos los tiempos, el deseo de que sea proscrita como medio de resolver conflictos. Pero, a la vez, siempre se han presentado casos en los que la guerra se ve como el último recurso para defenderse de una agresión injusta. En esos casos la guerra es, socialmente, el paralelo del derecho individual a la legítima defensa. Para que la declaración de guerra sea lícita hace falta: 1) que sea decretada por la autoridad legítima; 2) que haya causa justa: no por odio sino por un derecho violado, con un motivo grave, proporcionado a los males que acarrea; 3) que sea el último recurso, después de agotar todos los medios pacíficos. La causa justa se da siempre en la guerra defensiva, es decir, en la contestación a una agresión injusta. Esta guerra defensiva protege bienes de la humanidad, entre los que hay algunos de tanta importancia para la convivencia que su defensa contra esa injusta agresión es, sin duda alguna, plenamente legítima. Más difícil es encontrar causa justa en la guerra ofensiva, aunque a veces no están claros los límites entre guerra ofensiva y defensiva. Puede pensarse, p. ej., en un pueblo agredido — aunque no bélicamente — mediante la supresión de abastecimiento de agua o de alimentos. La declaración de guerra ofensiva es, en realidad, una respuesta defensiva a un ataque previo. Quizá pueda darse a esta situación el nombre de guerra preventiva y, para su licitud, es preciso agotar antes todos los medios pacíficos que existen para resolver los conflictos internacionales. En resumen: así como la guerra defensiva es casi siempre justa, los demás tipos de guerra presentan muchas dificultades para su licitud. La guerra ofensiva propiamente dicha es siempre injusta.
c) Respeto a la convivencia El quinto mandamiento prohíbe no sólo matar, sino todo lo que va en contra de la integridad de la vida ajena: heridas, peleas, venganzas, buscar o no impedir el sufrimiento de los demás.
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Además de acciones directamente atentatorias de la integridad física, se peca de omisión contra este precepto al no impedir hechos violentos, permanecer indiferente ante necesidades vitales del prójimo, no auxiliar en caso de siniestros, etc. Cabe aquí hablar del respeto a la intimidad y a la vida privada, que todos los hombres tenemos el deber moral de proteger, ya que se trata de proteger derechos fundamentales, naturales, del individuo: La sociedad es para la persona y no al revés; por eso es necesario respetar la vida privada de todos; además, la existencia de la vida privada es una garantía contra el abuso de poder por parte del Estado: el deber de respetar la intimidad de todos los ciudadanos, sin excepción alguna, se convierte en una garantía de la sociedad. Los principales aspectos de la vida privada que debemos proteger, porque dan origen a derechos, son: derecho al nombre, expresión de lo que el hombre es como sujeto de atribución de sus diferentes acciones; no es lícito usar el nombre ajeno sin consentimiento del interesado; derecho a la propia imagen: no es lícito obtener fotografías, imágenes, etc., de una persona, sin su consentimiento, cuando desarrolla una actividad privada; derecho al secreto de la correspondencia: jurídicamente están reguladas algunas excepciones a este derecho, pero, en general, es inmoral leer cartas, escuchar conversaciones, leer apuntes personales, etc., de otras personas; deber de guardar el secreto profesional, que es, antes que nada, un servicio a la persona que acude a otro (médico, abogado, etc.) en busca de consejo; deber de guardar los secretos que protegen el ejercicio del trabajo: en las operaciones mercantiles, el secreto bancario, el secreto de fabricación, etc.; como aquí en muchos casos se trata de actividades públicas, con influencia en los derechos de terceros y en el bien común, se explica que en la legislación de numerosos países estén reguladas las excepciones a estos secretos. Como se puede ver, el respeto a la convivencia es amplísimo: se trata de un derecho natural de la persona, al que el derecho positivo debe dar las debidas garantías. Estamos ante un caso concreto en el que cabe un gran progreso en la profundización práctica de los derechos humanos.
EJERCICIOS 1. Explicar el significado de los siguientes términos: a) fármaco b) vindicativo c) eugenésico d) vandalismo e) guerra fría. 2. Analizar, de acuerdo con las reglas del voluntario indirecto, los siguientes casos: a) la enfermera que muere por haberse dedicado al cuidado de enfermos contagiosos; b) el estudiante que muere por hacer una huelga de hambre para que caiga el rector de la universidad;
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c) el soldado acribillado por lanzarse en paracaídas sobre campo enemigo; d) el domador de fieras, que con eso se gana de la vida, atacado por un león; e) el muchacho joven que, por exceso de velocidad, muere en un accidente automovilístico. 3. ¿Qué diferencia hay entre un fármaco anticonceptivo y otro abortivo? 4. Copiar y comentar el trozo de la alocución de Pío XII del 8-X-1953, recogido en Dz 2283. 5. Explica por qué el suicidio es una cobardía. 6. Indicar la(s) especie(s) moral(es) ínfima(s) de los siguientes actos:
No aprobar, por pereza, una asignatura. Hipocondría Tirarse en las cataratas del Niágara, metido en un barril. No seguir un tratamiento médico de importancia. Recetar anticonceptivos. No auxiliar a un accidentado. Dejarse llevar habitualmente por la pereza y la comodidad.
7. Señala algunos ejemplos en los que está permitido exponer la propia vida. 8. ¿Es lícito matar al injusto agresor una vez que la agresión ha pasa do? ¿Por qué? 9. Explica por qué es lícito el trasplante de órganos (riñones, corazón, etc.) en personas que lo requieren como condición indispensable para poder vivir. 10. El enfurecimiento de la plebe que llega al linchamiento de un individuo es ilícita, por grave que sea el delito cometido. Explica las causas de esa ilicitud. 11. Explica dónde reside la inmoralidad del "harakiri" japonés. 12. Explica por qué son incorrectas las siguientes afirmaciones: «puesto que ya tengo 5 hijos, me parece correcto hacerme la operación de ligadura, para evitar embarazos futuros»; «mi novia y yo decidimos no tener hijos los tres primeros años del matrimonio, para poder salir de vacaciones». Trabajo de investigación . Relata cinco casos de la
Sagrada Escritura — no incluidos en los apuntes — en los que se alaben o castiguen aspectos relativos a este precepto.
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6. SEXTO Y NOVENO MANDAMIENTOS: NO COMETERAS ACTOS IMPUROS; NO CONSENTIRAS PENSAMIENTOS NI DESEOS IMPUROS 1. EL PLAN DE DIOS Para el cristianismo, la diferencia de sexos está incluida en el plan de Dios desde el momento mismo de la creación del hombre: «Y creó Dios al hombre a imagen suya... y los creó varón y hembra» (Gen. 1, 26-28). Ya desde ese primer momento dio Dios a nuestros primeros padres el precepto de poblar la tierra: «sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra» (id). Entre los dos sexos hay, pues, mutua correlación, el sentido de una tarea y una responsabilidad para la transmisión de la vida en el pleno cumplimiento del amor. El fin de la sexualidad, por expreso querer divino, se ve como la superación de la simp le esfera individual, pues tiende a la propagación de la especie, a comunicar el gran don de la vida. De aquí que el sentido cristiano de la sexualidad se entienda como una donación — al otro cónyuge y a la nueva vida — , que trasciende los órdenes biológico y psicológico, afectando al núcleo íntimo de la persona humana (cfr. Exh. Ap. Familiaris consorcio, n. 11). Para facilitar el cumplimiento de esta obligación, Dios asocia un placer al acto generativo. De otra suerte podría haber peligrado la propagación de la especie humana sobre la tierra. El pecado original, con las heridas que produjo en la naturaleza humana, altera el orden natural: ese apetito o placer se desordena, y la razón no domina del todo la rectitud de las pasiones. Dios ha puesto dos mandamientos para ayudarnos a orientar el instinto sexual: el sexto — «no cometerás actos impuros» — que engloba todos los pecados extremos en esta materia, y el noveno — «no consentirás pensamientos ni deseos impuros» — , que abarca todo pecado interno de impureza. En virtud del precepto divino, y por razón del fin propio de las cosas, el uso natural de la sexualidad está reservado exclusivamente al matrimonio: «¿no habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra?, y dijo: por esto dejará el hombre al padre y la madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Mt. 19, 4-6). Por lo tanto: el hacer uso de ese poder generativo fuera de los cauces por El marcados — el matrimonio — es un pecado contra alguno de estos mandamientos.
2. LA VIRTUD DE LA SANTA PUREZA Dios dio a nuestros primeros padres, y en ellos a los demás hombres, el precepto de multiplicarse y poblar la tierra. Como hemos dicho, para facilitar el cumplimiento de esta obligación, asoció un placer al acto generativo.
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Por lo anterior, buscar el placer por sí mismo, olvidando el papel providencial que Dios confía al hombre, o buscarlo fuera de las condiciones establecidas por El, es ir contra el plan divino, es ofender a Dios, es un pecado grave. La pureza es, precisamente, la virtud que nos hace respetar el orden establecido por Dios en el uso del placer que acompaña a la propagación de la vida. O bien, si se quiere una definición formal, es la virtud moral que regula rectamente toda voluntaria expresión de placer sexual dentro del matrimonio, y la excluye totalmente fuera del estado matrimonial Conviene detenerse a pensar en esta última definición: con la recta comprensión de los conceptos que encierra se solucionan y explican todas las cuestiones que se pueden plantear sobre el tema.
a. RAZONES PARA VIVIR LA PUREZA Son muchas las razones que pueden darse por las que todo hombre ha de vivir la castidad: A) Razones naturales: a) el placer venéreo es sólo un estímulo y aliciente para el acto de la generación, dada su necesidad imprescindible para la propagación del género humano; de otra suerte, sería difícil la conservación de la especie. b) Es, por tanto, un placer cuya única y exclusiva razón de ser es el bien de la especie, no del individuo, y utilizarlo en provecho propio es subvertir el orden natural de las cosas. c) Vale la pena aclarar que, por este mismo motivo, el matrimonio no es obligación de todo individuo, sino necesidad de la especie humana tomada en su conjunto. B) Razones de la revelación: Esa ley natural ha sido incontables veces positivamente prescrita por Dios: Ex. 20, 14; Prov. 6, 32; Mt. 5, 28; 19, 10ss.; Col. 3,5; Gal 5, 19; I Tes. 4, 3-4; Ef. 5, 5; I Cor. 6, 9-10; Heb. 13,4; etc. C) Razones sobrenaturales: Al haber sido elevado a la dignidad de hijos de Dios, el hombre participa — en su cuerpo y en su alma — de los bienes divinos. Gracias al bautismo, nuestro cuerpo es «templo del Espíritu Santo, que está en nosotros y hemos recibido de Dios» (I Cor. 6, 19). Como templo de Dios, debe servir para darle culto a El y no a la carne. Ha sido injertado en el Cuerpo Místico de Cristo y destinado a resucitar con El. Por eso, los pecados contra la castidad no son sólo pecados contra el propio cuerpo, sino también contra «los miembros de Cristo», y tienen el carácter de una horrible profanación. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Voy a tomar yo los miembros de Cristo, para hacerlos miembros de una meretriz? ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?» (I Cor. 6, 15-20).
b. VIRTUD POSITIVA Es importante considerar que la pureza es eminentemente positiva: no supone un cúmulo de negaciones («no veas», «no pienses», «no hagas»), sino una verdadera afirmación del amor, que es explicable desde dos órdenes:
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a) en el plano natural, supone la afirmación del hombre que sabe que su espíritu ha de dominar sobre las potencias inferiores; entiende que su naturaleza es muy superior a la del simple bruto, y que sus instintos han de someterse al recto orden de las leyes divinas; b) en el plano sobrenatural, es la afirmación del hombre que se sabe llamado a participar del mismo amor de Dios, y que su corazón no se sacia sino con la posesión de ese bien infinito. Si en ese esfuerzo pone sus mejores energías, la pureza le resultará fácilmente asequible; de otro modo, al permitir que el amor propio y las satisfacciones egoístas invadan ámbitos de su corazón, hallará que éste no se satisface, despertándose en él un deseo cada vez mayor de los bienes finitos, dentro de los cuales — con particular fuerza — se presentarán los relativos al placer sexual. Por ello, el mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas supone el primero y más fundamental apoyo en la práctica de esta virtud.
c. UNIVERSALIDAD Y EXCELENCIA DE LA VIRTUD La pureza han de vivirla todos los hombres, cualquiera que sea su estado: a) en el matrimonio, por la ordenación de la actividad sexual a las normas morales, regidas por el amor a Dios, al otro cónyuge y a los hijos; b) quienes por amor a Dios y a las almas han renunciado al matrimonio — castitas virginales — , descubriendo en esa renuncia al amor humano la hermosura y la espiritualidad intrínsecas de la pureza vivida por esos ideales superiores; c) en los demás casos están la castidad prematrimonial — cas- titas juveniles — , en la que destaca la integridad propia y su cortejo de virtudes; y la castidad pos matrimonial del cónyuge sobreviviente no casado de nuevo — castitas vidualis — en la que destaca la fidelidad al antiguo amor. Nuestro Señor Jesucristo confirma y perfecciona la obligación de la castidad externa e interna en el Sermón de la Montaña (Mt. 5,28); eleva a sacramento la institución del matrimonio (Mt. 5, 31ss), y señala la virginidad como superior al estado matrimonial (Mt. 19, 10-12). La Iglesia definió como verdad de fe que la virginidad es superior al matrimonio en el Concilio de Trento (cfr. Dz. 980). Permaneciendo en el celibato, el hombre puede donar a Dios un corazón indiviso, según el modelo de MI Hijo, Jesucristo, que le dio a su Padre el amor exclusivo y total de su corazón. Es entonces cuando el hombre conquista la cumbre suprema, el vértice del testimonio cristiano: «Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre..: la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor» (Juan Pablo II, Ene. familiaris consortio, n. 16).
d. MEDIOS PARA CONSERVARLA Para conseguir ese dominio que Dios nos pide sobre las tendencias desordenadas, hay necesidad de poner los medios: unos, los más ¡m portantes, sobrenaturales, y otros naturales. A) L os medios sobrenatur ales son:
1) Confesión y comunión frecuentes: purifican el alma y la fortalecen contra las tentaciones al infundir o aumentar la gracia santificante.
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La confesión frecuente es una ocasión para vencer la soberbia, además de que otorga las gracias sacramentales que nos ayudan en la lucha. El contacto de nuestro cuerpo con el Santísimo Cuerpo de Nuestro Señor, es una magnífica ayuda para aplacar la concupiscencia. 2) Oración frecuente: sin el auxilio divino el hombre no puede con sus propias fuerzas resistir a los embates del demonio; «desde que comprendí — decía el sabio Salomón — que no podría ser casto si Dios no me lo otorgaba, acudí a Él y se lo supliqué, y pedí desde el fondo de mi corazón» (Sab. 8, 21). Cristo Nuestro Señor, hablando del demonio de la impureza, dice: «esta casta de demonios no se lanza sino mediante la oración y el ayuno» (Mt. 17, 21); y en otro pasaje del Evangelio leemos: «velad y orad para que no caigáis en la tentación» (Mt. 26,41). Recordamos también aquel punto de Camino: «La santa pureza la da Dios cuando se pide con humildad» (n. 118); o aquel otro: «"Domine!" — ¡Señor! — , "si vis, potes me mundare" — si quieres, puedes curarme. — ¡Qué hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe del leprosito cuando te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos! — No tardarás en sentir la respuesta del Maestro: "volo, mundare!" — quiero, ¡sé limpio!» (Camino, n. 142). 3) Devoción a la Santísima Virgen, que es Madre nuestra y modelo inmaculado de esta virtud; a Ella, Mater pulchrae dilectionis — la Madre del amor hermoso — hemos de acudir llenos de confianza. «Ama a la Señora. Y ella te obtendrá gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana. — Y no servirán de nada al maldito esas cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón. — "Serviam!"» (Camino, n. 493). 4) Mortificación, con la que procuramos avalar las peticiones que le hacemos a Dios. Mortificación corporal y de los sentidos: «Al cuerpo hay que darle un poco menos de lo justo. Si no, hace traición» (Camino, n. 196). «Di a tu cuerpo: prefiero tener un esclavo a serlo tuyo» (ibid n. 214). B) L os medios natur ales que ayudan a vivi r la pureza son:
1) guarda de la vista, pues los pensamientos se nutren de lo mío se ha visto, los ojos son las ventanas del alma. Hay obligación de no detener la mirada en cosas que puedan despertar la sensualidad — pornografía, escenas u objetos eróticos, etc. — , porque son ocasión próxima voluntaria de pecado mortal. Si la contemplación de algo no directamente obsceno — por ej., una persona que va por la calle — , provoca impulsos sensuales, hay también el deber de retirar la vista, pues es igualmente ocasión de pecado. Aquel a quien una imagen no directamente obscena — por ejemplo, contemplar una joven que va por la calle — , le produce excitación, tiene también el deber de guardar la vista, pues le suponeocasión de pecado; 2) sobriedad en la comida y en la bebida: «la gula es la vanguardia de la impureza» (Camino, n. 126);
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3) cuidar el pudor; que puede definirse diciendo que es la aplicación de la virtud de la prudencia a las cosas que se refieren a la intimidad o, en otras palabras, la prudencia de la castidad. Es el hábito que «advierte el peligro inminente, impide exponerse a él e impone la fuga en determinadas ocasiones. El pudor no gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda conducta inmodesta, aun a más leve; evita con todo cuidado la familiaridad sospechosa con personas de otro sexo, porque llena plenamente el alma de un pro fundo respeto hacia el cuerpo que es miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo» (Pío XII, Enc. Sacra Virginitas, n. 28); 4) evitar la ociosidad, llamada con justa razón la madre de todos los vicios; siempre ha de haber algo en qué ocupar el espíritu o ejercitar el cuerpo; 5) huir de las ocasiones: «No tengas la cobardía de ser "valiente": ¡huye!» (Camino, n. 132); 6) dirección espiritual llena de sinceridad; siempre es necesaria la ayuda de un prudente director de conciencia, pero más aún en las épocas de especial dificultad; 7) deporte, que forma virtudes espléndidas para resistir el capricho; 8) modestia en el vestir, en el aseo diario, etc.
e. LA LUCHA CONTRA LA TENTACION Los pensamientos involuntarios contra la pureza no son pecado de suyo, sino tentaciones o incentivos del pecado. Proceden de nuestras malas inclinaciones, de la sugestión del demonio, que intenta a toda costa alejarnos de Dios, o del ambiente que nos rodea, que frecuentemente es un incentivo de la concupiscencia. No debe sorprendernos que vengan tentaciones, pero hay que ser fuerte para rechazarlas prontamente. Si resistimos la tentación, crecemos en amor a Dios y en la virtud de la fortaleza. Si no luchamos por rechazar esos pensamientos — acudiendo a Dios, pensando en otras cosas, etc. — sino que nos entretenemos con ellos, son pecado mortal. Además, sabemos que la fuerza para vencerlas nos viene de Dios, que siempre nos da su gracia. Cuando tengamos duda de si una cosa es pecado de impureza o no lo es, hay que preguntar a las personas competentes.
3. PECADOS CONTRA LA PUREZA El pecado de impureza destruye en el hombre los tesoros que Dios ha puesto en él, no sólo en cuanto que le ofendemos y perdemos su amistad, sino también porque daña particularmente a excelentes virtudes. El hombre impuro es una persona triste, porque está esclavizado al pecado; no es generoso, porque sólo piensa en sí mismo y en el placer; se debilita su fe, porque se le va cegando el corazón...
a. DIVISION DE LA LUJURIA
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Pecan contra la pureza los que — consigo mismos o con otros — cometen acciones impuras; consienten pensamientos o deseos impuros; mantienen conversaciones obscenas; se ponen a sí mismos o ponen a otros voluntariamente en peligro de cometerlos; etc. Los pecados contra la pureza, o pecados de lujuria, pueden ser de dos tipos: a) Lujuria consumada (si se llega a la efusión seminal) según la naturaleza (si puede seguirse de ella un nuevo ser) contra la naturaleza (de suyo no apta para la generación) b) Lujuria no consumada (no se llega a la efusión seminal) interna: pensamientos, deseos, gozo de lo pasado externa: miradas, tocamientos, conversaciones, lecturas, besos (acto impúdico en general) Los pecados de lujuria según la naturaleza son: fornicación: unión sexual fuera del matrimonio, entre solteros; adulterio: unión sexual fuera del matrimonio, siendo casado al menos uno; rapto: unión sexual con violencia; incesto: unión sexual con familiares y consanguíneos; sacrilegio: uso de la facultad generativa con persona consagrada a Dios. Contra la naturaleza: masturbación: acto solitario de efusión seminal; onanismo: unión sexual voluntariamente interrumpida para acabar en polución; Sodomía: concúbito carnal entre personas del mismo sexo; bestialidad: lujuria dirigida a los animales.
b. SU GRAVEDAD El principio fundamental es que el placer sexual directamente buscado fuera del legítimo matrimonio, es siempre pecado mortal, y no admite parvedad de materia. No admite parvedad de materia (incluso la lujuria no consumada interna, como p. ej., un mal pensamiento: cfr. Mt. 5, 28) quiere decir que, por insignificante que sea el acto desordenado, es siento pre materia grave. Sólo puede darse el pecado venial par falta de suficiente advertencia o de pleno consentimiento. Los textos de la Sagrada Escritura que así lo muestran son muy numerosos:
Ex. 20, 14: «No adulterarás»; Mt. 5, 8: «Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios»; I Cor. 6, 9-10: «No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni tos adúlteros, ni los sodomitas... poseerán el reino de Dios»; Mt. 5, 28: «Todo aquel que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón»; otros textos: I Tes. 4, 3; Rom. 12, 1-2; I Cor. 5, 1; 6, 20; Apoc. 21, 8.
Es muy clara la razón por la cual no existe materia leve en las faltas de impureza: el poder de procrear es el más sagrado de los dones físicos dados al hombre, aquel más directamente ligado con Dios. Este carácter sagrado hace que su transgresión tenga mayor malicia: Dios se empeña en que su plan para la creación de nuevas vidas humanas no se degrade a instrumento de placer y excitación
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perversos. La única ocasión en que un pecado contra la castidad puede ser pecado venial es cuando falta plena deliberación o pleno consentimiento. La materia nunca es necesario analizarla, porque ya hemos dicho que es siempre grave; En cambio, lo que sí puede cambiar son la advertencia y el consentimiento. Si se comete un acto impuro mientras se duerme, o en un estado de semi-consciencia, no puede haber pecado mortal, porque falta la plena advertencia. Si nos asalta un pensamiento impuro en contra de nuestros deseos — y por tanto luchamos por rechazarlo — , no puede haber pecado mortal, porque falta el perfecto consentimiento. Por el contrario, un simple pensamiento que, luego de advertido, se mantiene voluntariamente, es pecado mortal Por tanto, cada vez que se incurra en un acto o venga un pensamiento impuro, no tenemos más que preguntarnos: ¿lo hice con plena advertencia? Sí o no. ¿Hubo perfecto consentimiento? Sí o no. Si resulta afirmativo en ambos casos, hay pecado mortal; si se luchó eficazmente para evitar la tentación, no hay falta grave.
c. SUS CAUSAS Las causas del pecado pueden ser interiores y exteriores. Entre las causas interiores están: 1) la intemperancia en el comer y en el beber, y en general toda falta de mortificación; el aburguesamiento, que debilita la voluntad; 2) la ociosidad, que es fuente y origen de muchos vicios; 3) el orgullo, que nos lleva a buscar egoístamente las propias satisfacciones; 4) la falta de oración y de trato con Dios. Entre las causas exteriores pueden enumerarse las siguientes: asistencia a espectáculos — cine, TV, teatro — obscenos o que despiertan la concupiscencia, malas compañías, bailes impropios, asistencia a ciertas playas o piscinas, modas, familiaridades indebidas con personas del otro sexo, etc. Estas causas exteriores se llaman también ocasiones de pecado, y si habitualmente conducen a la comisión de una falta, por sí mismas constituyen pecado grave. Es obligación, como ya se ha dicho (cfr. 5.8.), tener la valentía de huir de dichas ocasiones. Hay pues obligación grave de evitar todo aquello que — en sí mismo o por debilidad nuestra — resulta directamente provocativo: ciertos programas de TV, películas con escenas eróticas, etc. Es necesario percatarse de que los productores de esas imágenes buscan precisamente excitar con ellas el placer del público, como medio añadido para aumentar sus ingresos. Transcribimos a continuación algunos párrafos de un moralista contemporáneo, que pueden ser orientativos en lo relativo a este precepto con relación al noviazgo. Se trata del tema de los besos y abrazos: «a) Constituyen pecado mortal cuando se intenta con ellos excitar directamente el deleite venéreo...; b) Pueden ser mortales, con mucha facilidad, los besos pasionales entre novios — aunque no se intente el placer deshonesto — , sobre todo, si son en la boca y se prolongan por algún tiempo; pues es casi imposible que no representen un peligro próximo y notable de movimientos carnales en sí mismo o en la otra persona. Cuando menos, constituyen una falta grandísima de caridad para con la otra persona, por el gran peligro de pecar a que se le expone. Es increíble que estas cosas puedan hacerse en nombre del amor. Hasta tal punto les ciega la pasión, que no les deja ver que ese acto de pasión sensual, lejos de constituir un acto de verdadero y auténtico amor — que consiste en desear o
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hacer el bien a quien se quiere — , constituye en realidad un acto de egoísmo grandísimo, puesto que no vacila en satisfacer la propia sensualidad aun a costa de causarle un gran daño moral al otro. Dígase de igual manera lo mismo de los tocamientos, miradas, etc.; c) Un beso rápido, suave y cariñoso dado a otra persona en testimonio de afecto, con buena intención, sin escándalo para nadie, sin peligro — o muy remoto — de excitar la propia o ajena sensualidad, no puede prohibirse en nombre de la moral cristiana; d) Lo que acabamos de decir puede aplicarse, en la debida proporción, a los abrazos y otras manifestaciones de afecto».(Royo Marín) Señalemos otras interesantes consideraciones relativas también al noviazgo: «Uno de los puntos débiles que reclaman nuestra atención al hablar de castidad es la práctica — cada vez más extendida — de salir habitualmente "pandillas" de chicos y de chicas. Incluso en los primeros años de la enseñanza media se forman parejas que acostumbran a salir juntos regularmente, a cambiarse regalitos, a estudiar o divertirse juntos. Estos emparejamientos prolongados (salir frecuentemente con la misma persona del sexo contrario por períodos de tiempo considerables), son siempre un peligro para la pureza. Para aquellos en edad suficiente para contraer matrimonio, ese peli gro está justificado; un razonable noviazgo es necesario para encontrar el compañero más idóneo para el matrimonio. Pero para los adolescentes que aún no están en disposición de casarse, esa constante compañía es pecado, porque proporciona ocasiones de pecado injustificadas, que algunos padres "bobos" incluso fomentan, pensando que esa relación es algo que tiene "gracia"» (Leo, J. Trese, La fe explicada, Ed. Rialp, Madrid).
d. SUS CONSECUENCIAS Las consecuencias que se derivan de no vivir la virtud de la pureza son muchas: nosotros, siguiendo a Santo Tomás (S. Th. II-II, q. 153, a. 5), enumeraremos algunas: 1) Enemistad con Dios y, consecuentemente, peligro serio para la salvación del alma. Por eso señala San Alfonso María de Ligorio que «la impureza es la puerta más ancha del infierno. De cien condenados adultos, noventa y nueve caen en él por este vicio, o al menos con él» (Theologia moralis, 1.3., n. 413). «Bien manifiestas son las obras de la carne, las cuales son fornicación, impresa, lascivia..., de las cuales os prevengo, como ya os tengo dicho, que os que tales cosas hacen no conseguirán el reino de Dios» (Gal 5, 19 ss.). 2) Ciega y entorpece el entendimiento para lo espiritual porque, como señala San Pablo, «el hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios» (I Cor. 2, 14). «La lujuria — señala Santo Tomás de Aquino — nos impide pensar en lo eterno»; torna pesada la piedad y lleva al hastío de Dios: «quien no reprime los placeres carnales no se preocupa por adquirir los espirituales, sino que siente fastidio por ellos» (S. Th., II-II, q. 153, a. 5, c). 3) Produce un tedio profundo por la vida, al ver que los deleites — en que se cifró la voluntad — acaban por defraudar y torturar. 4) Arrastra a toda clase de pecados y desgracias, va que el lujurioso todo lo sacrifica a la pasión, incluso al grado de arruinar a la familia y poner en peligro la estabilidad de los hijos. 5) Ocasiona desgaste mental y físico, pudiendo acarrear graves y vergonzosas enfermedades.
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6) Produce una falta de carácter y personalidad, intranquilidad y falta de alegría. «... Todos sabemos por experiencia que podemos ser castos, viviendo vigilantes, frecuentando los Sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo la hoguera. Y precisamente entre los castos se cuentan los hombres más íntegros, por todos los aspectos. Y entre los lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son características de poca virilidad» (Camino, n. 124). Por el contrario, la pureza nos lleva a un amor de Dios cada vez más profundo, humanamente templa el carácter, y hace crecer la reciedumbre, la paz interior y la alegría sobrenatural.
4. ALGO MÁS SOBRE EL NOVENO MANDAMIENTO. El noveno mandamiento ordena vivir la pureza en el interior del corazón, y prohíbe todo pecado interno contra esta virtud: pensamientos y deseos impuros. El enunciado del Decálogo (cfr. Ex. 20, 17) lo prescribe diciendo: «no desearás la mujer de tu prójimo». La pureza interior que se nos manda con este precepto va más allá de lo puramente sexual, ya que prescribe también el orden en los afectos del corazón, y puede faltarse a este mandamiento si no se tiene el cuidado de evitar apagamientos a cosas o personas — enamoramientos — que no resultan conformes a la recta razón. Es importante considerar que el amor verdadero viene con el sacrificio y la entrega, después de mucho tiempo de haberse probado, y es el que busca el bien de la persona amada. El amor repentino — los enamoramientos juveniles — no son de ordinario sino amores egoístas: se quiere a una persona, es verdad, pero sólo por los beneficios — reales o imaginativos — que se piensa se recibirán de ella: presencia agradable, comprensión, sentirse amado, compañía y consuelo, etc. Se precisa, por tanto, una educación de la afectividad, que lleva a una verdadera madurez en los afectos, y que se basa en: 1) poner sobre todo el amor en Dios y en las cosas que a Él se refieren, 2) ejercitarnos en la humildad, buscando no lo que halaga a la vanidad, sino lo que resulta provechoso en servicio de los demás, empezando por la propia familia, 3) buscar la ayuda de la dirección espiritual, siendo muy sinceros al manifestar la presencia de afectos desordenados. Citamos a continuación las ideas que un moralista contemporáneo expresa sobre la forma de concretarse el noveno mandamiento: «no te enamorarás de quien no debes»; «no te enamorarás de tal modo y con tal falta de control, que ese amor te lleve a ofender a Dios, porque te obceque y te impida reaccionar como cristiano (como cristiana)»; «no te enamorarás de ningún hombre (de ninguna mujer) si el Señor te ha pedido el corazón entero»; «no te enamorarás de quien todavía es joven o tiene más belleza, cuando quien Dios ha puesto a tu lado en el matrimonio ha dejado atrás la lozanía de la mocedad o se ha marchitado» «no te enamorarás sólo de la apariencia, porque el hombre (o la mujer) no son sólo cuerpo»; «no te enamorarás de los frutos de tu fantasía»; «no te enamorarás del protagonista de la última película que has visto, de la última novela que has leído, del último serial radiofónico que has escuchado»; «no te enamorarás de la primera persona que te trate con educación, comprensión y delicadeza»; «no coquetearás con los maridos de tus amigas (no serás
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un dechado de galantería con las amigas de tu mujer, y un erizo con ella)»; «probarás la calidad de tu amor con la piedra de toque del sacrificio; no olvidarás que el amor está en dar y no en recibir»; por último, tendrás siempre presente que el cariño bueno ensancha el corazón, acerca a Dios, se extiende a todos; si algún cariño no hace eso, es malo» (Soria, J.L., El noveno mandamiento, Ed. Palabra, Folletos Mundo Cristiano n. 111).
5. ALGUNAS CUESTIONES CONCRETAS Entre los documentos más recientes del Magisterio de la Iglesia sobre la persona humana y la sexualidad, destaca la Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunos aspectos aspectos de Ética Sexual, del 29 de diciembre de 1975. En ella no se pretende tratar de forma integral el extenso tema de la ética sexual, aunque sí recuerda sus principios fundamentales y habla de algunas cuestiones más controvertidas hoy en día. A continuación trataremos algunas de ellas.
a. RELACIONES PREMATRIMONIALES PREMATRIMONIALES Un principio base de la ética es que el uso de la función sexual logra su verdadero sentido y su rectitud moral sólo en el matrimonio legítimo. Esto basta para dejar clara la inmoralidad de las relaciones sexuales fuera del matrimonio, es decir, son siempre grave pecado mortal, inexcusable bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, no faltan hoy en día quienes piensan que es distinto el caso de las relaciones sexuales entre quienes piensan seriamente unirse luego para toda la vida en matrimonio. Las razones que se dan para justificar ese comportamiento pueden ser di versas: obstáculos insuperables para el matrimonio a largo o corto plazo, necesidad de conservar el amor, deseo de conocerse mejor, también en el as pecto físico, fí sico, etc. La Iglesia nos hace ver que esa opinión se opone a la doctrina cristiana que mantiene en el cuadro del matrimonio todo acto genital humano. «La unión carnal no puede ser legítima sino cuando se ha establecido una definitiva comunidad de vida entre un hombre y una mujer... Las relaciones sexuales prematrimoniales excluyen las más de las veces la prole, y lo que se presenta como un amor conyugal no podrá desplegarse, como debe ría indefectiblemente, en un amor maternal y paternal o, si eventualmente se despliega, lo hará con detrimento de los hijos, que se verán privados de la convivencia estable en la que pueden desarrollarse como conviene y encontrar el camino y los medios necesarios para integrarse en la sociedad» (cfr. n. 7 de la citada Declaración de la Santa Sede). Además, son múltiples y de sentido común las razones humanas que desaconsejan actuar de este modo. Piénsese, por ejemplo, en el alto porcentaje de madres solteras en los países subdesarrollados, subdesarrollados, en los abortos provoca dos que se siguen de este tipo de relaciones, en la dificultad difi cultad de la mujer para lograr un buen matrimonio luego de pérdida la integridad, etc.
b. HOMOSEXUALIDAD También en este punto la Declaración recoge algunos de los argumentos más o menos difundidos que, amparándose en observaciones psicológicas sobre todo, intentan excusar las relaciones entre personas del mismo sexo. Distingue el documento citado entre la homosexualidad que proviene de una educación falsa, de la falta de una normal evolución sexual, dé un hábito contraído, de malos ejemplos, etc., que es
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una homosexualidad transitoria y no incurable, y la homosexualidad que se tiene por una especie de instinto innato o constitución patológica, que ordinariamente se considera incurable. La Declaración se refiere casi exclusivamente a estos casos de homosexualidad innata, generalmente muy raros; y al negar su justificación moral rechaza, con mayor razón, la homosexualidad adquirida. «Indudablemente esas personas homosexuales deben ser acogidas en la acción pastoral con comprensión, y deben ser sostenidas en la esperanza de superar sus dificultades personales y su inadaptación social. También su culpabilidad debe ser juzgada con prudencia. Pero no se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación moral a estos actos, por considerarlos conformes a la condición de esas personas. Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos que carecen de su regla esencial e indispensable» (n. 8). Por lo anterior, estos tipos de relaciones son siempre pecado grave.
c. MASTURBACION Hoy es frecuente poner en duda o negar explícitamente la doctrina de siempre del Magisterio de la Iglesia que considera la masturbación como un grave desorden moral. Amparándose en la psicología o la sociología, se intenta demostrar que se trata t rata de un fenómeno normal de la evolución sexual, sobre todo en la juventud, y por tanto no se puede dar una falta real y grave sino en la medida en que se busca deliberadamente el placer. Aunque en muchos casos se dé el apoyo de las estadísticas, no es posible olvidar que las encuestas sociológicas lo único que hacen es constatar hechos; y los hechos no pueden constituir un criterio para juzgar de la moralidad de los actos humanos, ya que ese criterio se halla sólo en la ley moral objetiva. La enseñanza de la Iglesia es clara: «Sea lo que fuere de ciertos argumentos de orden biológico o filosófico de que se sirvieron a veces los teólogos, tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado. desordenado. La razón principal es que el uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales contradice a su finalidad esencialmente, sea cual sea el motivo que lo determine» (n. 9 de la Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe).
d. ANTICONCEPCION Por ser un pecado que atenta tanto contra el 6° como contra el 5° mandamiento — se se opone al fin natural del matrimonio y es atentatorio a la trasmisión de la vida — se incluyó en el capítulo precedente: ver ver inciso 11.2.1, apartado d).
6. LA EDUCACION SEXUAL a. NECESIDAD DE IMPARTIR LA EDUCACION SEXUAL El materialismo práctico de la sociedad moderna defiende una especie de culto al sexo, que incita a los jóvenes a "realizarse", dando rienda suelta al instinto sexual en manifestaciones individuales o con pareja, reduciendo la sexualidad — que que es donación, apertura a la vida — a la esfera del placer egoísta.
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Esta degradación radical de algo sagrado — pues la sexualidad es participación del poder creador de Dios — ha ha sido tema constante en la enseñanza de S.S. Juan Pablo II, al indicar que la cultura moderna «banaliza en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera re- ductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta» (Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 37). Dicha forma de entender el sexo la difunden con frecuencia medios de comunicación, profesores, intelectuales, etc., que usan un lenguaje destinado únicamente a estimular el instinto, innovando manifestaciones manifestaciones sexuales desconectadas desconectadas con el sentimiento y el espíritu, con el don de sí, con la apertura a los otros, a la vida y a Dios. Por eso es preciso oponer a esa acción — verdaderamente verdaderamente deformadora y corruptora del hombre en su totalidad — una una verdadera educación centrada en el concepto cristiano de la sexualidad.
b. DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA Las ideas que vamos a exponer son las que repetidamente ha puesto de manifiesto el Magisterio de la Iglesia, principalmente en el Concilio Vaticano II (Declaración Gravissimum educationis y la Const. Ap. Gaudium et spes), La Declaración Persona Humana (29-XII-1975), la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II Familiaris consortio (22-XI-1981) y el reciente documento de la Sagrada Congregación para la Educación Católica Orientaciones educativas sobre el amor humano (l-XI-1983).
c. FORMA EN QUE SE HA DE IMPARTIR Todo lo que sea necesario para que el niño o el joven se den cuenta del valor y del objeto preciso de la sexualidad humana, desde el mismo inicio del uso de razón, ha de ser tema de iniciación o revelación, pero con las siguientes salvedades: 1) Ha de ser paulatina, de forma que, por una parte, dé elementos suficientes para que el niño o el joven puedan precaverse contra los asaltos de la sexualidad, en función de su edad y de las circunstancias concretas que lo rodean y, por otra, no multiplique ni agrave estos asaltos a consecuencia de un conocimiento prematuro que lleve la natural curiosidad más allá de lo conveniente; dice al respecto un autor espiritual que esa educación ha de darse a los hijos «de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad» (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 100). 2) Ha de ser explicada de modo recto y sobrenatural, evitando rodear de malicia esta materia, haciendo ver que forma parte del plan providente de Dios y, por tanto, no sólo es en sí misma buena y noble, sino que tiene una dignidad altísima, pues hace a los padres partícipes del poder creador de Dios. 3) Ha de ser explicada por los padres, adelantándose al posible peligro que supone recibir deformados estos conceptos a través de personas perversas o corrompidas (cfr. S.C. para la Educ. Católica: Orientaciones..., n. 107; Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 37). S.S. el Papa Pío XII hace esta explícita recomendación a los padres de familia: «Las revelaciones sobre las misteriosas y admirables leyes de la vida, recibidas oportunamente de vuestros labios de padres cristianos, con la debida proporción y con todas las cautelas obligadas, serán escuchadas con una reverencia mezclada de gratitud e iluminarán sus almas con mucho menor peligro que si las aprendiesen al azar, en turbias reuniones, en conversaciones clandestinas, en la
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escuela de compañeros poco de fiar y ya demasiado versados, o por medio de ocultas lecturas... Vuestras palabras, si son ponderadas y discretas, dis cretas, podrán convertirse en salvaguardia y aviso frente a las tentaciones...» (Discurso, 26-X-1941, n. 10). Son momentos oportunos para conversar sobre el tema y educar gradual y personalmente a cada hijo, por ejemplo, el desarrollo del niño en el seno de la madre, la llegada de un nuevo hijo, la maduración del sexo en la pubertad, la atracción de los adolescentes hacia amigos y conocidos de distinto sexo, el noviazgo de algún hermano, la boda de amigos o familiares, etc.
d. LA INFORMACION SEXUAL INDISCRIMINADA Ciertas corrientes pedagógicas propugnadoras de una educación sexual permisiva, achacan a la Iglesia el supuesto error de mantener a la niñez y a la juventud en una ignorancia del problema sexual. La Iglesia no prohíbe la formación — tomando tomando las cautelas ya indicadas — , y señala la falsía de la información sexual impartida indiscriminadamente, sin consideraciones de edad. «La Iglesia se opone firmemente a un sistema de información sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el cual no sería más que una introducción a la experiencia del placer y un estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los años de la inocencia» (Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 37). Por lo anterior, al educador que vaya a actuar de acuerdo con la familia en la educación sexual de los hijos se le debe pedir, además de recto juicio, principios morales cristianos, sentido de la responsabilidad, competencia profesional y maduración afectiva. Se puede afirmar sin temor a equivocarnos, equivocarnos, que las escuelas estatales y no pocas privadas, son incapaces de dar una educación sexual que tenga los requisitos indispensables para no perjudicar a los alumnos en su desarrollo psico-físico. Los padres, por tanto, deberán actuar en consecuencia.
e. UN CASO ESPECIAL: LA TELEVISION Una responsabilidad igual tienen los padres respecto al contenida de los programas de la televisión. Está demostrada la gran influencia («arrolladora», dice el Papa Juan Pablo II) y el poder de sugestión que la TV tiene sobre los telespectadores, especialmente si son menores. Poder que afecta a todos los campos pero especialmente al afectivo, con la consiguiente deformación deformación si el tema del amor es tratado de manera simplemente materialista. La experiencia de cada día puede aportar datos de las muchas ocasionen que, actualmente, se dan en los programas de televisión de tratar asuntos e sexualidad de forma soez e inmoral. Aunque no se excluye en este campo la responsabilidad pública y de los mismos profesionales que no respetan la intimidad de I hogar, serán los padres quienes deberán defender la salud mora I (y mental) de sus hijos por todos los medios posibles. Está en primer lugar la protesta ante quien corresponda, por toda programación que se juzgue inadecuada. inadecuada. Hay cauces establecidos para ello y podrían abrirse otros nuevos que hicieran más eficaz el control sobre el con tenido de lo que se da por la l a pequeña pantalla, especialmente en horarios, con mayor audiencia juvenil e infantil. También es preciso que los padres preparen a sus hijos para saber usar moderadamente de la televisión. Es conveniente que si" acostumbren a dedicar su tiempo libre a otros entretenimientos fuera de la televisión que siempre resultan más formativos (deportes, aficiones, lecturas, etc.).
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Si en una familia se establece el hábito de ver sólo aquellos espacios televisivos que se han previamente seleccionado por su calidad, resultará fácil que los hijos incorporen esa norma a su futura conducta.
EJERCICIOS 1. Resumir y comentar alguno(s) de estos textos: a) b) c) d) e)
Encíclica Humanae vitae, nn. 7-17 Camino, nn. 118-145 El valor divino de lo humano (J. Urteaga, Ed. Rialp, Madrid). El sexto mandamiento (J. L. Soria, Ed. Palabra, Folletos Mundo Cristiano n° 98 Madrid). El noveno mandamiento (J. L. Soria, Ed. Palabra, Folletos Mundo Cristiano, n° 111, Madrid). f) Amar y vivir la castidad (J. L. Soria, Ed. Palabra, Madrid) g) El pudor (A. Orozco, Colección Sisal, ERSA, de C.V. - Minos México, D.F.)
2. Indicar la licitud o ilicitud de los siguientes casos: a) b) c) d)
el censor que tiene que ver algunas películas obscenas el médico que tiene que hacer ciertos reconocimientos al enfermo el leer libros peligrosos por simple curiosidad el ir a una película considerada inconveniente, por el solo hecho de verla ya que está de moda, sabiendo que es poco probable caer en pecado mortal e) el salir con un amigo o amiga con quien de seis veces aproximadamente en cinco se cae en pecado.
3. Comenta por qué son erróneas las siguientes afirmaciones: a) b) c) d)
«la masturbación es normal y por eso no es pecado»; «como no se hace ningún mal a nadie, es lícita la masturbación»; «para mí no son pecado las relaciones prematrimoniales, pues lo hago por amor y de acuerdo con mi novia»; «se debería legalizar la práctica de la homosexualidad, como muestra de la libertad humana».
4. Explica por qué un pensamiento impuro consentido es ya pecado mortal. 5. Comenta las siguientes palabras del libro del Eclesiástico (9, 5-9): «No te quedes mirando a las jóvenes, no vaya a ser que su belleza te haga tropezar... No andes fisgando por las calles de la ciudad, ni vagabundeando por sus plazas. Aparta tus ojos de mujer acicalada y no te detengas a contemplar la hermosura ajena. Por la hermosura de la mujer se perdieron muchos, pues con ella la concupiscencia se inflama como fuego». Trabajo de investigación :
Indica qué penalización señala la legislación peruana a: el adulterio, aborto, rapto, homosexualidad, difusión de la pornografía, incesto y concubinato.
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7. SEPTIMO y DECIMO MANDAMIENTOS: NO ROBARAS. NO CODICIARÁS LOS BIENES AJENOS. 1. DIOS NOS HA DADO LAS COSAS PARA QUE LAS USEMOS El séptimo mandamiento ordena hacer buen uso de los bienes terrestres, y prohíbe todo lo que atente a la justicia en relación con esos bienes. Cuando aquel muchacho se acercó a Jesús preguntando qué debía hacer para ir al Cielo, el Señor le responde: «Cumple los mandamientos». Y al señalar a continuación que ya lo hacía desde niño, Jesús le dijo: «una cosa te falta: ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el Cielo: después ven, sígueme» (Mc. 10, 21). Al oír estas palabras el muchacho se entristeció porque era muy rico y no quería abandonar sus bienes; al marcharse, Cristo advierte a los discípulos lo difícil que es que «los ricos entren en el reino de los cielos». Al leer esta escena evangélica hemos de aprovechar para examinar nuestra propia vida: ¿estamos apegados a las cosas que tenemos?, ¿cuidamos y respetamos las cosas de los demás?, ¿hacemos uso indebidamente de lo que es nuestro?, ¿nos preocupamos de modo práctico de aquellos que tienen menos que nosotros? Todo lo que se refiere al ordenado uso de los bienes terrenos, Dios lo ha preceptuado en este mandamiento. Las ideas principales para la comprensión de este precepto son: 1) Dios ha creado todas las cosas, y las entregó a nuestros primeros padres y luego a todos los hombres, para que las utilicemos en nuestro servicio. Al usarlas, sin embargo, no hemos de olvidar que Dios es el dueño y señor de todo, mientras que nosotros sólo somos sus administradores. De acuerdo con esta disposición divina, pueden los hombres poseer igualmente algunos bienes, que les son necesarios para mantener la vida y para sentirse más seguros y libres: es el derecho — que es derecho natural a la propiedad privada (cfr. Conc. Vaticano II. Const. Gandium et spes, n. 71; Documento de Puebla, nn. 542, 1271) 2) El hombre, en consecuencia, con relación a sus propios bienes, debe comportarse sabiendo que las cosas de la tierra son para su servicio y utilidad, pero teniendo presente que esos bienes no son en sí mismos fines, sino sólo medios para que el hombre cumpla su destino sobrenatural eterno. Han de estar, pues, supeditados y orientados a los bienes verdaderamente importantes, que son los del alma. 3) Con relación a los bienes ajenos, no debe olvidarse que cuando una persona posee legítimamente unos bienes, son suyos y no se le pueden quitar injustamente contra su voluntad. Si se desea usar algo, ha de pedirse a su dueño, y cuidarlo para que no se estropee, devolviéndolo lo antes posible.
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Lo mismo ha de decirse de las cosas públicas, que hemos de cuidar y respetar, pues no pueden estropearse por negligencia de los ciudadanos. Se añade el calificativo de injusto, puesto que hay casos en que se pueden quitar bienes legítimos de una persona contra su voluntad de manera justa, por ejemplo, a un deudor que no paga su deuda pueden los tribunales embargarle bienes suficientes para saldar la deuda, independientemente de su voluntad. Es el mismo caso de los impuestos, que el Estado obliga a pagar a los ciudadanos para cubrir los gastos públicos. 4) Pero no se trata sólo de no robar: además de hacer buen uso de ellos, Jesucristo quiere que compartamos nuestros bienes can los que tienen necesidad. En este sentido, el campo de aplicación de este concepto es grande: Todo bien particular tiene, en frase de Juan Pablo II, una «hipoteca social», es decir, que una parte de su uso y usufructo ha de destinarse al bien común; a los más urgidos económicamente, hay obligación de ayudarles con limosnas y, en la medida de nuestras posibilidades, haciéndoles más amable la vida; además, tenemos obligación de ayudar a la Iglesia.
2. EL VALOR DE LA PROPIEDAD PRIVADA No han sido escasos los ataques que, en la actualidad, ha sufrido el derecho a la propiedad privada por parte de doctrinas marxistas y socialistas de diverso origen. Hemos mencionado que la propiedad privada es un derecho natural de los más fundamentales de la persona; trataremos ahora de abundar en estos conceptos. Propiedad es la facultad de dominio que tiene el hombre sobre los bienes materiales. La propiedad puede ser: a) común: de todos los individuos que componen la sociedad b) particular: la de algunos individuos. A su vez se divide en: pública: perteneciente a un sujeto de derecho público, p. ej. el municipio. privada: perteneciente a una persona privada. Justificar la propiedad común o la propiedad particular pública no ofrece, de ordinario, especial dificultad. En el primer caso se trata de bienes que están al servicio de la comunidad, y en el segundo de bienes pertenecientes a la entidad pública, de la que hay que pensar que está al servicio de todos. Como esto último, sin embargo, no es evidente por sí mismo, hay necesidad de un estricto control jurídico. Con relación a la propiedad privada, siempre ha habido, junto a su innegable realidad, una constante crítica. En la actualidad, p. ej., el comunismo y algunas corrientes socialistas dan, como solución a los problemas sociales, la abolición de la propiedad privada de los bienes de producción, así como un control social en la distribución de los bienes que cada uno puede disfrutar legítimamente. A continuación expondremos argumentos que justifican la propiedad privada. Debemos afirmar, en primer lugar que la razón, una vez que llega al conocimiento de Dios como creador de la naturaleza, con relativa facilidad puede concluir que todos los bienes, por
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disposición divina, son para todos los hombres: los bienes de la tierra son primariamente de la humanidad. Este derecho se denomina primario o radical. El derecho a la propiedad privada es un derecho natural, pero secundario, subordinado al destino universal de los bienes para todos los hombres. Aristóteles y otros filósofos afirmaron ya que la posesión de los bienes es algo natural al hombre. Desde el punto de vista moral, pueden darse varios argumentos que ayuden a comprender mejor la naturaleza de la propiedad privada: 1. el trabajo es la primera manifestación del dominio sobre las cosas, y el medio ordinario para adquirir el derecho de propiedad sobre bienes concretos, de manera que puedan cubrirse las propias necesidades espirituales y corporales, y promover el progreso y el bienestar de la sociedad entera; 2. la ley natural no da al hombre el derecho a una posesión determinada: nadie es, de modo natural, dueño de "este bien"; 3. la propiedad privada, también por ley natural, es una garantía de la libertad personal; 4. pertenece, por tanto, a la ley natural, respetar la propiedad pública o privada, y ejercitarla conforme a la naturaleza de cada cosa; 5. la propiedad privada no es un derecho absoluto, sino relativo, porque está ordenada al bien de la comunidad; por eso, cuando existan razones graves, de carácter social, la propiedad privada puede ser limitada; 6. las grandes acumulaciones de propiedad privada — o de propiedad particular pública — suponen un poder sobre muchas personas y, en este sentido, pueden poner en peligro la libertad personal y la estabilidad social; es de justicia, por eso, que la ley evite el monopolio público o privado; 7. la propiedad privada no debe ser la única forma de poseer: es justo que existan también formas de propiedad común, sobre todo cuando así lo exige el bien de la comunidad y no sea atacada con ello la legítima propiedad privada; 8. es injusta una distribución de la propiedad privada que origine que a un gran número de personas les resulte difícil obtener lo suficiente para llevar una vida digna. De todo esto se puede deducir que un principio básico para juzgar éticamente la situación de la propiedad en una sociedad determinada, es que la propiedad es para la libertad y la seguridad personal Por eso se daría una injusta distribución de los bienes: 1. si la propiedad privada queda en tan pocas manos que deja a la mayoría de la población en una situación de inseguridad y dependencia; 2. si el Estado — único propietario, o al menos determinante absoluto en la participación económica — puede servirse de ese poder para suprimir o limitar otros derechos humanos. Por otra parte, es sabido que, en la mayoría de las sociedades, los hombres han obtenido más producto social de los bienes considerados propios que de los bienes comunes.
3. PECADOS CONTRA EL SEPTIMO MANDAMIENTO El término injusticia se refiere en sentido amplio a la violación del derecho que todo hombre tiene c cuatro clases de bienes: la vida, la fama, el honor y los bienes de fortuna. En sentido más estricto suele aplicarse de modo particular a los bienes de fortuna.
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De la vida tratamos ya en el quinto mandamiento, y de la fama y el honor trataremos en el octavo mandamiento. Aquí lo haremos de los bienes de fortuna. El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener injustamente el bien ajeno, o causar perjuicio en él Ahora vamos a estudiar los diversos pecados que se cometen contra los bienes del prójimo, para detenernos enseguida en la obligación que esos pecados imponen en quien los comete: la restitución, que se prescribe cuando se viola un derecho estricto.
a. ROBO El robo consiste en apoderarse de una cosa ajena, contra la voluntad razonable del dueño. Se dice «contra la voluntad razonable del dueño», porque si esa voluntad es irrazonable no sería pecado; p. ej., la esposa puede sustraer de la cartera del marido el dinero para la manutención de la familia, si éste se niega a dárselo. En este caso la voluntad del marido es irrazonable.
1) Tipos de robo. El robo puede cometerse de diferentes maneras: 1) Simple hurto: es el robo cometido ocultamente o sea, sin inferir violencia al dueño. 2) Rapiña: es el robo cometido violentamente, ante el dueño que se opone, p. ej., amenazándole con una pistola. Además del pecado de robo, se lesiona también la caridad con el prójimo. 3) Fraude: es obtener ilícitamente un bien ajeno a través de engaños o maquinaciones. Se puede cometer de muchas maneras: ejecutando mal un trabajo, vendiendo mercancía mala como si fuera buena aprovechando la ignorancia del comprador, vendiendo a un precio excesivo, engañando en los contratos, no cumpliendo las especificaciones en una obra de construcción, defraudando en el peso de la balanza, falsificando documentos, etc. El pecado de fraude es uno de los más frecuentes en la actualidad, y des-agraciadamente son muchos los que lo pasan por alto con ligereza. 4) Usura: es exigir por un préstamo un interés excesivo, aprovechando la gran necesidad del deudor. 5) Despojo: es el robo de bienes inmuebles: casas, terrenos, etc. 6) Plagio: es el robo de derechos o bienes intangibles; por Ejemplo, señalar como propias obras literarias ajenas.
2) Principios morales sobre el robo. a) El robo es de suyo pecado grave contra la justicia, pero admite parvedad de materia. Se prueba la parvedad de materia porque es evidente que quien roba una cosa de poco valor no quebranta gravemente el derecho ajeno, ni la caridad (cfr. S. Th. II-II, q. 59, a.4; q.66, a.6).
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b) Para atender a la gravedad del robo, es decir, para ver si e1 pecado es venial o mortal, hay que considerar: 1) El objeto en sí mismo. La magnitud del bien hurtado es la primera realidad a considerar sobre la gravedad de la acción. Si la magnitud es considerable — aunque se le robe a una persona que no resienta la pérdida — es ya pecado mortal. 2) La necesidad que el dueño tenga de la cosa robada. Así, una cantidad pequeña robada a un pobre puede ser pecado grave; lo mismo que si se roba una cosa de mucho aprecio afectivo, p. ej., un recuerdo de familia, o que cause a la víctima un daño grave, p. ej., robar una aguja que es indispensable a la costurera para su trabajo. c) El que comete varios robos pequeños distanciados, con intención de llegar a materia grave, comete un pecado grave cada vez que roba. Esto se explica porque cada vez que roba renueva su intención de cometer un pecado grave; Si, p. ej., el cajero de un banco se propone robar 1.000.000 sustrayendo cada día 1.000 para no hacerse notar, cada día que toma esa cantidad comete un pecado grave; sucede lo mismo cuando se roba una cantidad pequeña a diversas personas, con intención de llegar a una gran suma; si estos robos se realizaran en un corto intervalo de tiempo, hay un solo pecado porque la intención es una sola y no se ha interrumpido ni revocado; si los robos pequeños se repiten sin intención de llegar a una cantidad fuerte determinada, entonces cada robo es venial. d) La acumulación de materia (una suma de robos pequeños) llega a constituir un pecado mortal.
3) Causas excusantes del robo. Bajo ciertas condiciones, puede ser lícito tomar los bienes ajenos. Esto no quiere decir que existan excepciones a la Ley de Dios, pues como hemos dicho (cfr. 3.4.2., c), por ser ésta perfecta, prevé todas las eventualidades. Lo que en realidad sucede es que la formulación completa de este precepto podría ser: «no tomarás injustamente los bienes ajenos». Las condiciones en las que es lícito tomar los bienes ajenos son: 1. La extrema necesidad
Para aquel que se halle en una necesidad extrema — p. ej., en peligro de perder la vida o de que le sobrevenga un gravísimo mal — es lícito y hasta obligatorio tomar los bienes ajenos necesarios para liberarse de ella; p. ej., es lícito al que se está muriendo de hambre tomar lo necesario para recuperar las fuerzas. También es lícito tomar lo ajeno para librarse no ya de una necesidad propia, sino de otro; p. ej., el padre puede sustraer una cantidad tal que le permita obtener los remedios necesarios para salvar la vida de su hijo enfermo. Estas acciones pueden llevarse a cabo siempre y cuando no se ponga al prójimo en la misma necesidad que uno padece. Además, una vez que ha pasado la necesidad extrema, hay obligación de restituir.
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El principio general en que se basa esta causa excusante del robo es que «en caso de extrema necesidad, el derecho primordial a la vida está por encima del derecho de propiedad». 2. La oculta compensación
La compensación oculta consiste en cobrarse uno mismo lo que se le debe, sin consentimiento del deudor. Es, por tanto, el acto por el cual el acreedor toma ocultamente lo que se le debe. Este tipo de compensación es de suyo ilícita, aunque puede llegar a ser lícita si se cumplen algunas condiciones: a. que la deuda sea verdadera — y no sólo probable — y de estricta justicia; es decir, que el derecho propio sea moralmente cierto; b. que el pago no se pueda obtener de otro modo sin grave molestia; p. ei., por la vía legal, pues en toda sociedad organizada nadie puede tomarse la justicia por su mano; c. que no se cause otro tipo de daños al deudor, ni a terceras personas. En la práctica, es muy difícil juzgar por sí mismo los casos de licitud en la compensación oculta, porque se cae en apreciaciones subjetivas. Por ej., está dicho en el Magisterio de la Iglesia (cfr. Dz. 1187) que no es lícito a los empleados del hogar quitar ocultamente a sus patrones para compensar su trabajo, que juzgan superior al sueldo que se les da. La oculta compensación, por Tos peligros y abusos a que se puede prestar, rarísima vez debe ejecutarse, lo mejor es consultar al confesor previamente, y en general debe desaconsejarse.
D) Una cuestión particular: los fraudes al fisco En este inciso haremos breve mención de las obligaciones del ciudadano o la empresa relativas a la contribución fiscal, y del caso, no infrecuente, de la imposición de cargas desproporcionadas por parte de la legislación tributaria. La cuestión de la defraudación al fisco es un tema muy actual, no sólo en nuestro país, sino en muchos otros. El problema es complejo y envuelve un círculo vicioso: la Administración exagera los líquidos imponibles para compensarse del fraude; los contribuyentes falsifican sus declaraciones para defenderse del fisco. Además, no raramente la recaudación no es destinada — al menos en su totalidad — para los fines propios del Estado. Por las complejidades que presenta el caso, hemos de guiarnos por los siguientes principios generales: a. La autoridad legítima tiene perfecto derecho a imponer a los ciudadanos los tributos que realmente necesita para atender a los gastos públicos y promover el bien común. b. Las leyes que determinan impuestos justos obligan en conciencia, o sea bajo pecado ante Dios. c. La infracción de las leyes que determinan los impuestos y tributos justos quebranta la justicia legal, muy probablemente la justicia conmutativa, e impone, por consiguiente, la obligación de restituir. d. Si los tributos que fijara la autoridad pública fueran manifiestamente abusivos, en la parte que excedieran de lo justo no obligarían en conciencia ni habría deber de restituirlos. e. Tampoco obligan en conciencia aquellas contribuciones que, en todo o en parte, no son destinadas a la atención de los gastos públicos o la promoción del bien común. En este
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caso, el equivalente debe orientarse a obras benéficas que realicen con efectividad labores de promoción humana. A partir de las reglas anteriores podrían formularse dictámenes morales para los casos específicos. Sin embargo, y como regla general para cualquier decisión análoga, es conveniente no limitarse a juzgar según el propio criterio, sino consultar con un sacerdote docto y piadoso.
b. INJUSTA DETENCION Consiste en conservar o retener lo que es de otro, sin un motivo legítimo. Retienen injustamente el bien del prójimo: a. los que se niegan a pagar sus deudas: p. ej., los patrones que retrasan el salario a sus obreros; b. los que no devuelven lo que se les ha confiado; c. los que engañan en las cuentas, p. ej., falsificar monedas, no devolver el dinero de más que recibieron en el cambio; estafar a quien le confió la administración de sus bienes, etc.; d. los que guardan la cosa perdida sin buscar al dueño. En este pecado incurren muchos en la práctica: los que con gastos excesivos se imposibilitan para pagar sus deudas; los comerciantes que provocan quiebras ficticias para declararse insolventes; los que pierden por descuido los objetos que se les ha encomendado, etc.
c. DAÑO INJUSTO Hay daño injusto siempre que, por malicia o por culpable negligencia, se provoca un daño al prójimo en su persona o en sus bienes. Cometen, por tanto, daño injusto: a) los que causan grave perjuicio en los bienes de otro, destruyéndolos o deteriorándolos; b) los que por habladurías hacen que una persona pierda el empleo, o la fama, o el crédito, etc. c) los que descuidan las obligaciones de justicia anexas a su cargo; p. ej., los abogados que por descuido dejan perder un pleito, los médicos que por ineptos comprometen la vida o la salud de los pacientes, etc.
4. LA RESTITUCION Restituir es la reparación de la injusticia causada, y puede comprender tanto la devolución de la cosa injustamente robada como la reparación o compensación del daño injustamente causado. «Zaqueo, baja pronto...». Zaqueo, hombre de baja estatura, sabiendo que el maestro iba a entrar en Jericó, y deseando verlo, se subió a un árbol. Al llegar al pie del árbol, el Señor, levantando la cabeza, se dirige a él: «Zaqueo, baja pronto porque es necesario que me hospedes hoy en tu casa». Apresuradamente bajó y recibió al Señor con alegría. Al terminar la comida, Zaqueo, conmovido por la bondad del Señor, reconoció sus pecados pasados y exclamó: «Señor, daré la mitad de mis bienes
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a los pobres, y si a alguno lo he perjudicado, le devolveré cuatro veces más». Zaqueo restituyó directamente a todos aquellos a quienes había perjudica-do; pero como entre los perjudicados se encontraban bastantes a los que ya no podía identificar, distribuyó bienes entre los pobres. Este es el camino para obtener el perdón por el robo y los daños injustos: confesión y restitución. Habiendo logrado Zaqueo estas disposiciones, obtuvo el perdón: «hoy ha entrado la salvación a esta caía» (cfr. Lc. 19, 1-10). Por tanto, todo el que tiene algo que no le pertenece, o que ha causado un daño injusto, debe restituir. La obligación de hacerlo, en el caso de materia grave, es absolutamente necesaria para obtener el perdón de los pecados. La Sagrada Escritura lo afirma expresamente: «si el impío hiciere penitencia y restituye lo robado, tendrá la vida verdadera» (Ez. 33, 14-15). Otros textos análogos son: Ex. 22, 3; Lc. 19, 8-9. La razón nos lleva también a afirmar la obligación de restituir: 1) el derecho natural manda dar a cada uno lo suyo; 2) sin restitución todo derecho podría ser injustamente violado.
a. CIRCUNSTANCIAS DE LA RESTITUCION 1)
2)
3) 4)
Quién: en general, está obligado a restituir el que injustamente posee el bien de otro o le ha causado un daño. Si el daño ha sido causado por varias personas de común acuerdo y todas contribuyeron por igual, todas están por igual obligadas a restituir, y cada una tiene obligación de restituir su parte del daño; si el perjuicio ha sido procurado por varios, de común acuerdo pero con desigual colaboración, cada uno debe restituir proporcionalmente a la intervención que tuvo en el asunto. A quién: es evidente que la restitución debe ser hecha a la persona cuyos derechos fueron lesionados: si ya murió, debe restituirse a los herederos; si no se conoce el verdadero dueño, o si es moralmente imposible hacerle llegar lo que se le debe, entonces se empleará en buenas obras o dándolo de limosna. Cuándo: lo más pronto posible, sobre todo si al retrasarlo se sigue causando daño al prójimo. Cómo: no es necesario que la restitución se haga públicamente o por sí mismo, o a sabiendas del dueño verdadero; se puede hacer por otra persona a título que sea.
Aplicaciones prácticas de estos principios: 1) 2) 3)
quien no puede restituir actualmente debe tener la intención de hacerlo cuanto antes, y procurar ponerse en la posibilidad de restituir, trabajando y evitando todo gasto inútil; el que no pudiendo restituir no lo hace no peca, pero el que sí pudiendo no lo hace no puede recibir la absolución en el sacramento de la penitencia; el modo de restituir ha de ser tal que repare de manera equivalente la justicia quebrantada; es decir, con la debida igualdad.
b. CAUSAS EXCUSANTES DE LA RESTITUCION
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Las causas que eximen de la obligación de restituir son tres: a. la imposibilidad física, p. ej., la pobreza extrema; b. la imposibilidad moral; p. ej., si el deudor hubiere de sufrir un daño mucho mayor, como perder la vida o la fama; c. la condonación por parte del acreedor; p. ej., si expresamente perdona la deuda.
5. LA JUSTICIA SOCIAL Al principio de este capítulo dijimos que el séptimo mandamiento ordena hacer buen uso de los bienes terrenos. Por tanto, forma parte de este precepto lo que se refiere al uso de esos bienes en cuanto considerados propiedad de la sociedad y dirigidos a la sociedad misma. Es entonces cuando cabe hablar de la llamada Justicia Social, en la que encontramos múltiples aplicaciones de este mandamiento de la ley de Dios: tantas, que la Iglesia las ha resumido en la llamada Doctrina Social Católica. Para comprender dónde debe encuadrarse la Justicia Social, empezaremos por estudiar la división de la justicia. Una división de la justicia que se ha hecho clásica y común a muchos autores es la siguiente: a. Justicia conmutativa: es la justicia entre los individuos, en cuanto partes del todo social; es la justicia interpersonal; b. Justicia legal es la que regula lo debido por las partes al todo, entendiendo por partes los individuos, tanto si son gobernantes como gobernados; es la justicia que manda la obediencia a las leyes; c. Justicia distributiva: es la que regula lo que el todo debe a las partes, es decir, la justa distribución entre los miembros de la sociedad de las cargas y ventajas. Esta división, sin embargo, ha sido atacada por algunos como demasiado formal y, en sustitución, han propuesto una terminología única: justicia social E inmediatamente han surgido las preguntas: ¿en qué consiste la justicia social?, ¿cuándo hay verdadera justicia en una sociedad? En realidad, hay justicia social cuando se cumplen perfectamente esas tres formas de justicia ya señaladas: la conmutativa, p. ej., en la legislación laboral, en un contrato de trabajo, al pagar el salario justo; la distributiva, que es dar más a quien tiene menos, y dar menos a quien tiene más; la legal, obedeciendo a las diversas leyes justas. En las leyes, pues, se encuentra el fundamento: habrá justicia sólo si existen unas leyes justas que regulen las relaciones entre las personas y el conjunto de la sociedad. Pero como no basta que existan leyes justas, es necesaria además que luego sean aplicadas eficazmente. Puede afirmarse en verdad que no habrá justicia social si no hay una práctica real de la justicia en cada uno de los ciudadanos, o al menos en la mayor parte; si es cierto que las personas justas pueden poco en una sociedad con leyes injustas, lo es aún más que una sociedad con leyes justas no es nada sin una práctica real de la justicia por parte de las personas. No faltan en la actualidad quienes prefieren confiar la existencia de la justicia social a determinadas estructuras sociales, más que a las actuaciones personales, preguntándose: ¿qué es preferible: una estructura justa y un conjunto de actuaciones personales injustas, o una estructura injusta con una suma de actuaciones personales justas?
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Como ya señalamos, el sentido común nos dice que lo mejor es que todo — estructuras estructuras y personas — sea justo. Si quisiéramos resumir brevemente algunas ideas clásicas sobre la justicia, diríamos: a. en cualquier tiempo y época es necesario regular las relaciones de los ciudadanos entre sí; b. en cualquier tiempo y época, la autoridad política tendrá que atender a la tarea de repartir justamente las cargas cargas y las ventajas ventajas que están implícitas en el vivir de la sociedad; c. en cualquier tiempo y época, los ciudadanos estarán obligados a respetar las leyes por las que se rige la sociedad. — , y Volvemos, pues, a encontrar las tres clases de justicia — conmutativa, conmutativa, distributiva y legal — por eso podemos afirmar que la existencia de esos tres niveles de justicia corresponde exactamente exactamente a lo que se llama justicia social.
Lo anterior se ha de considerar con independencia de los sistemas socio-po- líticos, pues todos ellos, para que sean conformes a la dignidad del hombre, deben fundamentarse en la justicia social. Por ello hemos de decir que la justicia social que enseña la Iglesia no es verdadera porque la dice la Iglesia, sino que la Iglesia la dice porque es verdadera. Se basa en la naturaleza del hombre; en lo que al hombre se le debe dar por ser imagen de Dios creado por El con características propias. La Iglesia conoce la verdad sobre el Autor del hombre y todo lo que se refiere a las normas que El inscribió en la naturaleza humana.
6. LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA a. DEFINICION Y DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO Se llama doctrina social de la Iglesia al conjunto de enseñanzas del Magisterio eclesiástico que aplican las verdades reveladas y la moral cristiana al orden social Es la aplicación del Evangelio a las realidades sociales, con el objeto de mostrar a los hombres el plan de Dios sobre las realidades seculares, de manera que la ciudad terrena sea construida según los designios divinos. Las enseñanzas del Magisterio se recogen, principalmente en las Encíclicas Rerum novarum (León XIII, 15-V-1891); Quadragesimo anno (Pío XI, 15-V-1931); Mater et Magistra (Juan XXIII, 15-V-1961); Pacem in terris (JuanXXIII, ll-IV-1963); Populorum progressio (Paulo VI, 26-1111967); Laborem exercens (Juan Pablo II, 14-IX-1981); así como la carta Octogésima adveniens de Paulo VI (15-V-1971), la Constitución Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, Centessimus annus (Juan Pablo II, 15-V-1991)
b. EL PORQUE DE LA INGERENCIA DE LA IGLESIA EN LO TEMPORAL Con respecto a las relaciones entre la fe cristiana y el desarrollo de las realidades temporales, es necesario distinguir dos planos: a) Por un lado, Dios ha querido que el hombre, haciendo uso de su inteligencia y su voluntad, disponga de las realidades terrenas: terrenas: «Dios creó al hombre y lo dejó en manos de su libre albedrío. Le
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dio, además, sus mandamientos y sus preceptos» (Eclo, 15, 14-16). Este aspecto del plan de Dios es lo que el Concilio Vaticano II llama la autonomía de las realidades terrenas (Const. Gaudium et spes, n. 36) o autonomía de lo temporal. No significa esta autonomía de lo temporal como una zona vacía de plan di vino; lo que en esta esfera cumple el plan divino es precisamente la iniciativa humana, el libre juego de opciones y opiniones. b) Por otra parte, el hombre ha recibido de Dios sus s us mandamientos y preceptos: es decir, decir, la ley natural. En lo temporal, junto a una esfera de autonomía, hay también una ley de Dios que el hombre debe cumplir: la ley moral. Por tanto, el hombre tiene autonomía en lo temporal sólo en lo que no entra en el campo moral, que es un ámbito amplio. La doctrina social de la Iglesia enseña las bases morales del orden de las realidades temporales. Teniendo los fieles cristianos, por designio de Dios, que santificar las realidades temporales (cfr. Const. Lumen gentium, n. 30), deben cumplir el plan divino, que ha de llevarlos a infundir la verdad y la ley moral en la sociedad civil, y a defender su justa autonomía. La misión de la Iglesia es de orden sobrenatural, y no se mezcla en las legítimas opciones temporales ni defiende programas políticos determinados; pero al mismo tiempo la Iglesia tiene pleno derecho, que es un deber, de enseñar la dimensión moral del orden secular, tanto en lo social, como en lo político y económico; de igual modo, le corresponde el juicio moral sobre las cuestiones temporales, y formar la conciencia de los hombres en su acción temporal. Por eso la Iglesia en este terreno se limita a dar los elementos que debe tener un sistema social para ser justo. No dice qué sistema social debe seguirse, sino lo que debe reunir para poder considerarlo justo.
c. OBLIGACION La doctrina social de la Iglesia es parte integrante de la concepción cristiana de la vida y se funda en la Revelación y en la ley natural; está contenida fundamentalmente fundamentalmente en las enseñanzas enseñanzas de los Sumos Pontífices y en otros documentos del Magisterio eclesiástico. Por ser aplicación de la verdad y de la moral cristianas a las distintas situaciones históricas del mundo secular, esa doctrina obliga a los fieles de igual modo que el resto de los actos magisteriales.
d. OTRAS CONSIDERACIONES A la vez, para interpretar y aplicar correctamente la doctrina social de la Iglesia, debe conocerse la situación histórica concreta, que se enjuicia sin trasladar indebidamente esos juicios a situaciones históricas distintas. A situaciones y realidades idénticas corresponde un juicio idéntico; a situaciones parcialmente distintas corresponde un juicio sólo parcialmente igual, aunque tengan una misma denominación (p. ej., la moneda tuvo antes sólo valor de cambio; luego tuvo y tiene valor de capital, lo cual se relaciona con la licitud del interés en los préstamos). La doctrina social de la Iglesia debe ser conocida y difundida por todos los fieles, los cuales han de esforzarse por orientar los problemas sociales en conformidad con ella.
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Ha de formar parte de la educación de los jóvenes, a los que debe instruirse y educarse según sus preceptos. La enseñanza del Magisterio no agota todas las cuestiones morales que plantea una recta ordenación cristiana de la sociedad civil; ni tampoco han de esperar los hombres para actuar a que el Magisterio les dé de antemano la solución moral. Mientras no haya enseñanza oficial de la Iglesia, corresponde a la conciencia bien formada de los hombres discernir lo que está de acuerdo y lo que no lo está con la moral cristiana; por esto, tienen obligación de estudiar y formarse según sus capacidades y su puesto en la sociedad.
e. ALGUNOS POSTULADOS CONCRETOS DE LA DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA Dentro de la extensa variedad de enseñanzas del Magisterio sobre la cuestión social, mencionamos, mencionamos, a título tít ulo orientativo, algunas de las más importantes: a) La dignidad humana. Todo hombre, en cuanto ser espiritual, es creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a un fin trascendente. Por estos motivos, posee una dignidad natural superior al resto de los seres físicos, que ha de ser respetada y defendida. Y por esos mismos motivos, debe afirmarse que existe una igualdad natural entre todos los hombres. b) El fin del Estado y la sociedad es es el hombre, y no al revés. El Estado se justifica precisamente por estar al servicio de la persona humana: en sí mismo no fundamenta su razón de ser. Pretender que el individuo y la colectividad tengan como fin el Estado mismo supone trastrocamiento de órdenes e incomprensión de la dignidad del hombre concreto. c) El Estado ha de pretender el bien "común ”. Lo anterior significa que ha de gobernar para todos, no para un grupo y ni siquiera para las mayorías. Por contrapartida, todos los ciudadanos han de contribuir al bien común, cada uno de acuerdo a su capacidad. Para ello, deben gozar de un ámbito de libertad, tutelando el Estado los derechos fundamentales fundamentales de la persona. d) La familia es la célula básica de la sociedad, que el Estado debe proteger y respetar. La familia es la comunidad más natural y necesaria, pues tiene su origen en Dios. Es el elemento esencial de la sociedad humana, y anterior al Estado. Posee derechos fundamentales e inalienables: el derecho a la subsistencia y a la vida propia, el derecho al cumplimiento de su propia misión (procreación y educación de los hijos), el derecho a la protección prot ección y ayuda. e) Derecho al trabajo. Es deber del Estado buscar la factibilidad de la puesta en práctica del derecho de todo hombre a trabajar, no sólo por ser un medio para sostenerse y mejorar socialmente, sino por estar íntimamente ligado a la dignidad del hombre, como expresión y medio requerido por Dios para su perfeccionamiento. perfeccionamiento.
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f) Dignidad del trabajo humano. La utilidad o valor del producto del trabajo humano no debe ser medido sólo por su realidad objetiva, es decir, por lo mucho o poco que en sí mismo valga: ha de considerarse también que, detrás de aquel producto, está una persona humana — con con toda su dignidad — que que lo ha realizado. Así lo explica S. S. Juan Pablo II: «suponiendo que algunos trabajos de los hombres puedan tener un valor objetivo más m ás o menos grande, sin embargo queremos poner en evidencia que cada uno de ellos se mide sobre todo con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o sea de la persona, del hombre que lo realiza... de hecho, en cualquier trabajo realizado por el hombre — aunque fuera el trabajo más corriente, más monótono en la escala común de valorar, e incluso el que más margina — permanece permanece siempre el hombre mismo» mismo » (Ene. Laborem exercens, n. 6). g) La educación y la sociedad Existe el derecho universal a recibir educación, como medio de perfeccionamiento personal y contribución al bien común. La responsabilidad básica de la educación de los hijos corresponde a los padres y no al Estado: éste tiene sólo una función subsidiaria de promoción y protección. Es gravemente atentatorio a los derechos de la persona el monopolio estatal en esta materia. h) Deberes concretos del Estado. Son, entre otros, favorecer el progreso económico y social, tutelar la moral, mantener una política de justicia y previsión social, defender la propiedad privada, ayudar al ejercicio libre de la religión, defender la libertad personal y de los diversos grupos y clases sociales, etc. i) Además, la Iglesia se ha pronunciado repetidamente por: la protección de los pobres, por asegurar los derechos del trabajador, trabajador, el salario justo, la vivienda que permita libertad en el número de hijos conjurando el peligro de la promiscuidad, los derechos de la mujer, la igualdad de ésta con el hombre, los derechos de las minorías étnicas y culturales, la solidaridad internacional, la armonía entre los pueblos para conseguir la paz, la necesidad de las sociedades intermedias y la libertad de asociación, y otros múltiples aspectos que miran al bien común y al desarrollo de la persona en libertad y justicia.
7. DECIMO MANDAMIENTO: NO DESEARAS LOS BIENES AJENOS
a. DESPRENDIMIENTO DESPRENDIMIENTO DE LOS BIENES MATERIALES Así como el séptimo mandamiento nos prohíbe los actos exteriores contrarios a los bienes del prójimo, el décimo mandamiento prohíbe los actos internos, es decir, el deseo de quitar a otros sus bienes o de adquirirlos por medios injustos. En otras palabras, prohíbe el deseo desordenado de adquirir o gozar de bienes materiales. La razón de ese mandamiento es muy clara y profunda: el corazón del hombre ha de estar libre de todo tipo de ataduras pues sólo así es capaz de amar a Dios con la plenitud que El ha ordenado (cfr. Deut. 6, 4ss). Jesús muestra repetidas veces el motivo de fondo para vivir este precepto: «donde está tu tesoro, ahí está tu corazón» (Mt. 6, 21), de suerte que «no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero» (Mt. 6, 24).
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El Señor, cuando nos pide que lo sigamos de cerca, lo hace porque quiere que seamos sólo de Él y desterremos de nuestro corazón todo lo que de cualquier forma estorba a su amor. Este es el sentido que tiene para el cristiano la virtud de la pobreza; no queremos tener nada, porque queremos tenerlo todo, queremos a Dios, y Dios no se satisface compartiendo. Conviene tener presente que, en sí mismos, los bienes materiales son buenos — son un bien en sentido filosófico y proceden de las manos de Dios — . Pero su razón consiste en ser medios para obtener el fin sobrenatural, y no fines en sí mismos. Por eso, quedarse en ellos como en un fin es un desorden que nos aleja de Dios: éste es siempre uno de los elementos de todo pecado, que tiene en su raíz la conversión a las criaturas; todos tenemos ese peligro real de trastocar los fines, porque el apagamiento a los medios materiales nos puede desviar de nuestro fin último. Los más beneficiados con bienes de fortuna tienen mayor peligro de apegarse a ellos, y también mayor responsabilidad ante Dios de hacerlos rendir: han de comunicar al prójimo con generosa esplendidez y obligada caridad una parte importante de esos bienes. Así lo explica Santo Tomás de Aquino: «en el uso de las riquezas no debe tener el hombre las cosas externas como propias, sino como comunes; de tal suerte que fácilmente las comunique a otros cuando lo necesiten... Verdad es que a nadie le manda socorrer a otros con lo que para sí o para los suyos necesita..., pero satisfecha la necesidad y el decoro, deber nuestro es, de lo que sobra, socorrer a los indigentes» (S. Th., II-II, q. 32, a.6). «Si vuestro oro y plata se han enmohecido (p. ej., por la carencia de obras buenas), la herrumbre de esos metales dará testimonio de vosotros, y devorará vuestras carnes como fuego» (Sant. 5, 3). Cfr. también otros muchos textos de la Sagrada Escritura donde se nos habla de lo mismo: Lc. 12, 15, 21; Mt. 5, 3; Rom 13, 9; Sant. 2, 1-5. El cristiano, y más en una época de acendrado materialismo como la actual, ha de luchar por evitar el aburguesamiento. Este mal tiene multitud de detalles prácticos, que llevan al hombre a una vida encallada en las comodidades, a las ansias de satisfacciones personales, a la huida de todo lo que supone abnegación y vencimiento propio, olvidándose de Dios y de los demás. Se trata de conseguir el señorío sobre los bienes de la tierra: no crearse necesidades, estar por encima de los bienes externos, que son los de menor valor, etc. «El cristianismo puede estar contento aun en el estado de pobreza, si considera que la mayor felicidad es la conciencia pura y tranquila, que nuestra verdadera patria es el cielo, que Jesucristo se hizo pobre por nuestro amor y ha prometido un precio especial a los que sufren con resignación la pobreza» (Catecismo de San Pío X, n. 470). Los padres deben procurar con diligencia los bienes convenientes para asegurar un buen porvenir a sus hijos, pero cuidando de no hacerlos vivir en un ambiente muelle, de posibilidades en exceso y dinero en abundancia, pues esto termina por arruinar el carácter y la formación de los hijos. Además, como son bienes que los hijos no han ganado personalmente, es fácil que no tengan de ellos el aprecio justo y los derrochen. En resumen, con respecto a los bienes materiales existen las siguientes obligaciones:
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1) estar desprendidos de ellos, sabiendo utilizarlos en su calidad de medios y no de fines en sí mismos; teniendo la actitud de poder prescindir de ellos; 2) han de compartirse con el prójimo con generosa esplendidez y obligada caridad, practicando la beneficencia; 3) han de servir para colaborar al bien común de la sociedad en el cumplimiento de los deberes cívicos y buscando la promoción social; 4) parte de ellos deben emplearse en el sostenimiento de los servicios religiosos.
b. PECADO OPUESTO: LA AVARICIA La avaricia consiste en el deseo desordenado de los bienes materiales. Es uno de los pecados llamados capitales, ya que de él, como de su fuente o cabeza, brotan otros muchos. Por ser ocasión de otros pecados, S. Pablo llega a decir que «la raíz de todos los males es el dinero» (I Tim. 6, 10). De la avaricia se derivan, p. ej.: a) la dureza de corazón con los más necesitados, perdiéndose la sensibilidad para las desgracias del prójimo; b) la atención desordenada y el apegamiento a los bienes externos, que impiden la quietud y sosiego para el cuidado del alma; c) la violencia, el fraude, el engaño y la traición, para conseguir lo que se desea con ansia. Fue el pecado de Judas: su apegamiento al dinero constituyó el inicio del camino que lo llevó a traicionar a Jesucristo (cfr. Jn. 12, 4-6; ver también S. Th., II-II, q. 118, a.8). Aunque no sea la avaricia el pecado más grave que se puede cometer, sí es de los más vergonzosos y degradantes, puesto que subordina al hombre no ya a cosas que son superiores a él, o al menos a su nivel racional — la ciencia, el arte, etc. — , sino que lo esclaviza a lo que está por debajo de él: los bienes materiales. S. Francisco de Sales llama "locura" a este pecado pues «nos hace esclavos de lo que ha sido creado para servirnos» (Introducción a la vida devota, IV, 10). La avaricia puede adoptar variadas formas: a) la tacañería, que lleva a escatimar los gastos razonables o a hacerlos a regañadientes; b) La codicia, que trata de acumular más y más riquezas, por motivos egoístas y sin confianza en la Providencia. La codicia está en contra de la recomendación expresa de Jesucristo, recogida en Mt. 6, 25-34. La moralidad sobre el pecado de avaricia puede expresarse así: a) Cuando el amor al dinero y a las cosas exteriores llega a preferirse al amor de Dios, de modo que por las cosas materiales se subordine el amor y el servicio a Dios y a los demás, o se atente de alguna manera contra el prójimo, la avaricia es pecado mortal. La avaricia oscurece notablemente la visión espiritual y trascendente de la vida, pues «la seducción de las riquezas ahoga la palabra de Dios, que queda sin fruto» (Mt. 13,22), llegando a ser una especie de idolatría (cfr. Col 3, 5).
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b) Cuando, en cambio, ese afecto desordenado no llega a ser tal que supedite las cosas de Dios, la avaricia es sólo pecado venial.
EJERCICIOS 1. Comentar los siguientes textos de la Sagrada Escritura: a) Sant. 5, 4. b) Ez, 33, 15. 2. Comentar la frase de Santo Tomás: in necessitate extrema omnia sum communia (S. Th., II, q. 66, a. 7). 3. Da la definición de peculado y su connotación moral. ¿Contra qué virtudes atenta? 4. Indica qué tipo de pecado contra el séptimo mandamiento con llevan las siguientes acciones: a) b) c) d) e) f) g)
incendiario que quema por odio la casa del más rico niño que arrebata a su compañero el bocadillo que lleva a la escuela hijo que sustrae ocultamente dinero a sus padres funcionario que no da trámite, por negligencia, a un permiso para vender mercancía fungible agente viajero que aumenta desproporcionadamente los gastos de un viaje patrón que paga salarios miserables alumno irresponsable que supone una carga económica para sus padres por sus estudios.
5. ¿Qué significa el aforismo non remittitur peccatum nisi restituaíur ablatum? 6. Explica por qué la propiedad privada es garantía de la libertad y de la seguridad personal. 7. Resuelve los siguientes casos prácticos: a) Al ir de compras me doy cuenta de que el vendedor se ha equivocado por una buena cantidad de dinero a mi favor, y me quedo callado para realizar una ganancia. ¿Actúo lícitamente o estoy obligado a hacer la aclaración debida? ¿Debo restituir el dinero? b) En una tienda de autoservicio un compañero roba varias cosas pequeñas; luego, arrepentido, desea restituir. ¿Cómo puede hacerlo? c) Si un amigo hurtó la radio de un coche desconocido, y yo vigilé para avisarle de algún peligro, ¿qué estoy obligado a hacer, además de confesarme, para que el pecado se me perdone? d) Si denuncié falsamente a un profesor de ineptitud y por ello perdió el empleo, ¿qué ha de hacer? e) Jugando a la pelota rompí un gran cristal: ¿en qué obligación incurro? 8. Explica el significado de: a) b) c) d)
usurpación compensar monopolio economía mixta
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e) cooperativismo. Trabajo de investigación .
Señala brevemente la enseñanza de Juan Pablo II contenida en la Encíclica Laborem exercens sobre:
El ejemplo de Cristo en su vida oculta La santificación del trabajo El valor dignificante del trabajo La función social del trabajo
9. Resumir y comentar: a) el pasaje de Mt. 6,23-34. b) Fil 4, 11-13. 10. Encontrar el significado de los siguientes términos: a) b) c) d) e) f)
munificencia molicie liberalidad tacañería beneficencia prodigalidad.
11. Explica qué significa el aforismo ubi thesaurus, cor. 12. Transcribe y comenta Deut. 15, 7-11 y Prov. 24, 15. 13. Explica qué virtudes resaltan en el testimonio que Arístides dio de los primeros cristianos: «y si entre ellos hay alguno que esté pobre o necesitado y ellos no tienen abundancia de medios, ayunan dos o tres días para satisfacer la falta de sustento en las necesidades». 14. Indica cinco ejemplos de la vida diaria donde quede de manifiesto apegamiento a bienes materiales o necesidades creadas. Trabajo de investigación : En un breve trabajo establece las relaciones que hay entre las virtudes de la
pureza y de la pobreza.
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8. OCTAVO MANDAMIENTO: NO LEVANTARAS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRAS 1. LA VERACIDAD El octavo mandamiento prescribe los deberes relativos a: 1) la veracidad, 2) al honor, y 3) a la fama del prójimo. Prohíbe la mentira y todo lo que atente a la fama y al honor del prójimo. Se relata en el Evangelio que, en el juicio del Señor ante el Sanedrín, los judíos presentaron falsos testigos que lo acusaban de muchas cosas para condenarlo. Ante aquellos testimonios falsos y contradictorios, Jesús permanecía en silencio. Sólo habló cuando el Sumo Sacerdote le preguntó: «¿eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?» (Mc. 14, 61). Cristo confesó la verdad, aunque la verdad le acarreó tantos sufrimientos y ultrajes, hasta la muerte. El octavo mandamiento: «no levantarás falso testimonio ni mentirás» es muy necesario, sobre todo cuando las relaciones entre los hombres se ven enturbiadas por tantas mentiras, calumnias, difamaciones y falsos testimonios. A todo esto el cristiano ha de oponer el amor a la verdad y el respeto a la buena fama de los demás.
a. NOCIONES Enseña Santo Tomás que la verdad es algo divino pues Dios — que es en sí mismo LA VERDAD — hace que este atributo sea participado en el orden creatural. Jesús dijo: «Yo soy la verdad» (Jn. 14, 6). Con esto se significa que el Señor no sólo anuncia la verdad, sino que la posee en la totalidad de su plenitud. Por el contrario, el demonio es «el padre de la mentira» (Jn. 8, 44), pues en sí mismo niega a Dios y todo en su actuación tiende a oscurecer o apartar de la verdad. Por eso Jesucristo enseña: «Sea vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no. Lo que excede de esto, viene del Maligno» (Mt. 5,37). Entre los bienes que posee el hombre se encuentra la capacidad de expresar y comunicar los pensamientos y afectos a través de las palabras. Para usar rectamente de esta capacidad, ordenándola a nuestro fin, los hombres debemos vencer dos tendencias que son consecuencia de las heridas causadas por el pecado original: 1) la dificultad para discernir lo verdadero de lo falso; 2) la inclinación a ocultar o deformar la verdad. El emplear bien la palabra es para todos un deber de justicia: todo hombre posee el derecho a no ser engañado y, en razón de la dignidad humana, el derecho al honor y a la buena fama.
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Existe una virtud que precisamente tiene por objeto todo esto: la veracidad que es, como dice Santo Tomás, la «virtud que nos inclina a decir siempre la verdad y a manifestarnos al exterior tal como somos interiormente» (S. Th. II-II, q. 109, a. 1); o bien, la adecuación entre lo que se piensa y lo que se dice o hace. La falta de esa adecuación en las palabras se llama mentira; en los gestos exteriores simulación; en todo el comportamiento, hipocresía. La necesidad de la veracidad es muy clara: a) Las palabras no tienen otra finalidad natural que manifestar el pensamiento interior: son la expresión externa de la idea. Por ello, si se utilizan para manifestar lo contrario de lo que interiormente se piensa, queda violentado el orden natural de las cosas impuesto por Dios, lo cual es esencialmente malo. La maldad intrínseca de la falta de veracidad se entiende fácilmente: el que miente, simula o se comporta hipócritamente, actúa, de forma directa y consciente, contra lo que sabe que es verdadero o bueno. Es decir, actúa voluntariamente en contra de su conciencia. b) La veracidad es necesaria para la vida social: la convivencia no sería posible si los hombres no se fiaran entre sí. Considerar lícita la mentira, aunque sólo fuera dentro de ciertas limitaciones, encerraría un enorme peligro para el bien común: la legitimación de la falsedad oral, que se extendería cada vez más, acabaría por destruir toda confianza entre los hombres en el ámbito material, intelectual y religioso. La convivencia no es posible sin la confianza , sin la
seguridad de que no todos nos engañan: es posible que algunos mientan sobre todo; es posible que muchos mientan sobre algo; pero una sociedad en la que todos mientan sobre todo no se sostendría. Por todo lo anterior, el principio fundamental respecto a la verdad es que nunca es permitido quebrantarla directamente. A continuación trataremos de la mentira y vicios afines, de la lícita ocultación de la verdad, y de la obligación de guardar el secreto.
b. LA MENTIRA La mentira es una palabra o un signo por el que se da a entender algo distinto de lo que se piensa, con intención de engañar (cfr. S. Th., II-II, q. 110). Dos elementos integran la definición de mentira: la inadecuación entre lo pensado y lo exteriorizado, y la intención de engañar. Nótese que la mentira no es la falta de adecuación entre la palabra y lo real — eso es el error — sino entre la palabra y lo pensado por el mismo sujeto.
a) Principios morales sobre la mentira. 1. El principio fundamental es que jamás es lícito mentir. La razón de este principio es clara: la mentira es mala intrínsecamente, es decir, no es mala sólo porque esté prohibida (como por ejemplo, tomar carne en día de abstinencia), sino por su misma naturaleza. De ahí que toda mentira, por pequeña que sea, quebranta el orden natural de las cosas querido por Dios.
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La Sagrada Escritura la prohíbe terminantemente: «aléjate de toda mentira» (Ex. 23, 7); «Yahvé aborrece los labios mentirosos» (Prov. 12, 22); Nuestro Señor Jesucristo llama al diablo «padre de la mentira» (Jn. 8, 44); el Magisterio de la Iglesia reprueba severamente «a los que mienten por diversión, y a los que lo hacen por interés y utilidad» (Catecismo Romano, III, cap. IX, n. 23). 2. La malicia de la mentira no consiste tanto en la falsedad de las palabras como en el desacuerdo entre las palabras — signo — y el pensamiento — lo significado — . Por eso, si digo lo que pienso, aunque esto sea objetivamente falso, digo un error o falsedad, pero no una mentira (p. ej., quien tuviera la convicción de que el mundo es plano, no mentiría al decirlo, sino que tan sólo afirmaría una falsedad). En cambio, si digo lo que creo que es falso — aunque sea una cosa verdadera — , no digo una falsedad, sino una mentira (si alguien afirma que un billete de lotería está premiado con objeto de estafar, y resulta que sí estaba premiado, dijo una mentira: hubo inadecuación entre su pensamiento y su palabra). 3. Para que haya mentira no hace falta que los demás resulten efectivamente engañados por lo que decimos o hacemos. Hay mentira también cuando los demás se dan cuenta de que esa persona está diciendo lo contrario de lo que piensa. Como ya dijimos, la mentira propiamente dicha es intrínsecamente mala y no se justifica bajo ningún pretexto; por eso no es lícito mentir ni siquiera para obtener bienes para terceros. Esta conclusión, que puede parecer excesivamente rígida, ha de verse .i la luz de lo que se dirá posteriormente sobre la legítima ocultación de la verdad. 4. La gravedad de la mentira ha de considerarse no sólo en sí misma, sino por los daños que puede causar. La mentira puede destruir bienes considerables, como la amistad, la armonía conyugal o la confianza de los padres. Además, ocasiona daños sobre la misma persona, pues si se miente, después, aunque el mentiroso diga la verdad, ya no se le cree.
b) División 1. mentira jocosa, es decir, hecha simplemente por divertir, sin ofender a nadie. En esos casos se trata generalmente de una broma como, p. ej., las falsedades que el 28 de diciembre — día de los Santos Inocentes — se suelen decir entre amigos; 2. mentira oficiosa es la que tiende a favorecer a una persona, una comunidad o una ideología. Los ejemplos de estas mentiras son muy numerosos: p. ej., los números inflados en las encuestas, con intención de influir en la opinión pública; 3. mentira dañosa es la mentira calumniosa, la mentira que va directamente a dañar la imagen de alguien.
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c) Gravedad. La mentira jocosa y la mentira oficiosa no suelen pasar de pecado venial; la dañosa puede constituir pecado mortal, por lesionar la caridad. Es también pecado mortal mentir en cuestiones de fe. Cuando la mentira jocosa es tal que quienes la oyen o leen entienden la broma y la interpretan en el sentido que el bromista ha querido dar a su gesto o a su palabra, no son en realidad mentiras y no tienen malicia moral. Sí hay mentira, en cambio, cuando los oyentes no pueden percibir el sentido jocoso de la expresión y se atienen al sentido material de las palabras.
c. PECADOS AFINES A LA MENTIRA Como ya habíamos señalado, hay algunos otros pecados cercanos a la mentira; p. ej.: a) simulación: es la mentira que se verifica no con palabras sino con hechos; p. ej. Miente el hijo que ante la vigilancia de su padre simula estudiar; el obrero que simula trabajar para no ser re prendido por el jefe, etc.; b) hipocresía: es aparentar externamente lo que no se es en realidad, para ganarse la estimación de los demás; c) adulación: consiste en exagerar los elogios al prójimo para obtener algún provecho; d) locuacidad: es hablar con ligereza, con peligro de apreciaciones inexactas o injurias, que pueden llevar con facilidad a la calumnia o a la difamación. Generalmente se trata de pecados cuando se proponen un fin gravemente pecaminoso, y son pecados leves en caso contrario.
d. LA LÍCITA OCULTACION DE LA VERDAD a) La licitud de ocultar la verdad Hemos dicho que nunca, bajo ninguna circunstancia, es lícito mentir. Pero esto no quiere decir que el hombre esté obligado a decir siempre la verdad: a veces, porque quien pregunta no tiene derecho a saber todo, y en ocasiones, porque es obligatorio guardar el secreto. Hay que considerar, en efecto, que en la vida se dan situaciones en las que no es prudente ni justo decir lo que se piensa. En esos casos es lícito ocultar la verdad, siempre que no se mienta. Afirma Santo Tomás que «es lícito recurrir a un cierto disimulo para ocultar prudentemente la verdad» (S. Th., II-II, q. 110, a. 3, ad. 4). Todo hombre tiene derecho a mantener reservados aquellos aspectos — sobre todo de su vida privada — cuyo conocimiento no serviría para nada al bien común y, en cambio, podría dañar legítimos intereses personales, familiares o de terceras personas.
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Se trata, sin embargo, de un derecho que, en general, no puede considerarse absoluto y, por tanto, puede haber razón suficiente para que un hombre tenga la obligación moral de dar a conocer también esos aspectos reservados. El prójimo tiene derecho a que se le hable con la verdad, pero no tiene derecho — salvo en esos casos excepcionales — a que le sea revelado lo que puede ser materia de legítima reserva. En esos casos, no es faltar a la verdad callarse o contestar que «no hay nada que decir». b) La restricción mental Una manera de ocultar la verdad es la restricción mental, que consiste en pronunciar una frase que tomada como suena es falsa; pero que tiene un sentido verdadero, oculto, en la mente del que habla. Si no hay ningún rastro o indicio donde puede descubrirse la verdad, se llama restricción puramente mental; si, por el contrario, queda alguna rendija por donde pueda vislumbrarse la verdad, se llama restricción latamente mental. Sobre la moralidad de la restricción mental pueden darse dos principios: 1) La restricción puramente mental no es lícita jamás. La razón es porque siendo del todo imposible descubrir el sentido verdadero — que permanece totalmente oculto — , equivale a una simple y pura mentira. Por ej., las expresiones como: «he visto Roma» (en fotografía); «no he hecho tal cosa» (hace dos años); «no robé la pluma» (con la mano izquierda), son simplemente mentiras. Si fuera lícito este modo de hablar, siempre y en todas partes se podría mentir impunemente; «De que se pueda en ocasiones ocultar la verdad, no se debe concluir que sea lícito mentir» (San Agustín, Catena Aurea, vol. I, p. 425). 2) La restricción latamente mental es ilícita sin causa justa, pero puede ser lícita con causa justa y proporcionada. La razón es que no son mentiras propiamente, ya que el verdadero sentido puede ser descubierto por el prójimo. P. ej., la llamada telefónica a la que se contesta «no está», entendiéndose «para usted» y concretamente «en este momento». Hay que usarla con causa justa y proporcionada, como librarse de un peligro o de una molestia, pero nunca es lícito cuando equivalga a negar la fe. Dentro de este apartado se incluye lo que en el lenguaje corriente son modos comunes de expresarse, aunque no sean verdaderos. Por ej., el vendedor que afirma que su producto «es el mejor», etc.; son palabras que a nadie inducen a error si no es por impericia o simplicidad. En general hay que desaconsejar el uso de la restricción mental, pues es fácil perder la proporción de las cosas y caer en verdaderas mentiras. Para juzgar su licitud habría que aplicar las reglas del acto voluntario indirecto. En definitiva, manteniendo firmemente el carácter intrínsecamente malo de la mentira, la Moral Cristiana recomienda una discreción lúcida y activa, orientada y dirigida por la virtud de la prudencia, lejos tanto de todo compromiso así como de toda ingenuidad inconveniente.
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e. EL SECRETO Con todo lo anterior se relaciona el tema del secreto, que es un caso concreto de ocultación de la verdad. La bondad moral del secreto se demuestra por la obligación que tienen de guardarlo aquellos a los que se les ha confiado. Es el caso, p. ej., del secreto profesional El secreto es todo aquello que, por su misma naturaleza o por compromiso, exige la obligación de mantenerlo oculto. Puede ser: a) natural: cuando deriva de la naturaleza misma del asunto; p. ej., el que conoce una falta grave del prójimo, los secretos de familia, etc.; b) prometido: cuando después de conocer algo se hace la promesa de no revelarlo. Corresponde al deber de fidelidad; c) confiado: cuando antes de conocer algo se promete no contarlo. Las obligaciones con respecto al secreto son las siguientes: 1) No es lícito averiguar secretos ajenos, p. ej., es pecado abrir cartas ajenas, registrar muebles, escuchar ocultamente, presionar a alguien para que nos cuente algo, etc. 2) El secreto natural obliga por estricta justicia, gravemente en materia grave y levemente en materia leve. Por ej., peca el empleado que revela los secretos de la empresa, en la que presta sus servicios, el que propaga defectos ocultos del prójimo, etc. 3) El secreto prometido obliga no por justicia sino sólo por fidelidad, y su divulgación generalmente no pasa de pecado leve, a no ser que se perjudique a alguien. 4) El secreto confiado obliga más estrictamente que el secreto natural, de suyo gravemente, a no ser por la insignificancia de la materia. Bajo la obligación de guardar este secreto se encuentran todos aquellos que conocen algo en razón de su ejercicio profesional: el médico, el abogado, el hombre de Estado y — con mayor rigidez que ninguno — el sacerdote en el fuero sacramental. La obligación de guardar un secreto desaparece: a. cuando el hecho ha llegado a ser público; b. cuando legítimamente se presupone la autorización del que nos lo confió; p. ej., para librarlo de un mal grave; c. cuando se trata de evitar un daño grave a la sociedad, pues el bien común está por encima del particular. La fidelidad es la virtud moral que inclina a la voluntad a cumplir las promesas hechas (cfr. S. Th., II-II, q. 110, a. 3). Al igual que la veracidad, es una virtud indispensable en la vida social; sobre ella descansa el matrimonio, el cumplimiento de los contratos, las actuaciones en la vida pública, etc.
f. LA FIDELIDAD.
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Es un compromiso que se contrae con otro, que compromete la conciencia, porque el no cumplimiento de lo prometido puede acarrear un daño, incluso grave, al prójimo que se comporta confiado en la palabra recibida. La infidelidad en materia grave y, sobre todo, cuando está de por medio un contrato, es una forma de mentira, además de una injusticia.
2. LA FAMA a. CUIDAR Y DEFENDER LA BUENA FAMA Por fama se entiende la buena o mala opinión que se tiene de una persona. Todo hombre, en virtud de su dignidad natural de ser racional, creado a imagen y semejanza de Dios, tiene derecho a su buen nombre. «Todo hombre y toda mujer, por más insignificantes que parezcan, tienen en sí una nobleza inviolable que ellos mismos y los demás deben respetar y hacer respetar sin condiciones: toda vida humana merece por sí misma, en cualquier circunstancia, su dignificación» (Documento de Puebla, nn. 316 y 317). Durante el juicio ante el Sanedrín, un siervo del sumo sacerdote dio una bofetada a Jesús, que respondía a una pregunta de Caifás; y el Señor se defendió: «si hablé mal, muéstrame en qué, y si bien ¿por qué me pegas?» (Jn. 18, 23). Jesús nos dio ejemplo de cómo hay que defender la buena fama cuando nos atacan injustamente. La difamación del prójimo constituye un pecado contra la justicia estricta, que obliga a restituir.
b. PECADOS CONTRA LA BUENA FAMA DE LOS DEMAS
a) Pecados de pensamiento 1. La sospecha temeraria consiste en dudar interiormente, sin fundamento suficiente, sobre las buenas intenciones de los demás, inclinándose a tener como cierto un pecado del prójimo. Si alguien, inesperadamente, realiza una buena acción y pienso: «me parece que trata de engañar», cometo el pecado de sospecha temeraria. 2. El juicio temerario es el asentimiento firme de la mente sobre el pecado o las malas intenciones del prójimo, sin tener motivo suficiente. Si alguien hace un acto de generosidad y me digo «ahí está ése, haciéndose el bueno», peco realizando un juicio temerario. El juicio afirma como cierto el pecado ajeno; la sospecha lo supone como probable; ambos son «temerarios» porque carecen de fundamento suficiente; cuando hay motivos, dejan de serlo, y no se
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imputan como pecados (p. ej., si veo a alguien robar no peco de temeridad al juzgarlo ladrón); en los dos casos se trata de pecado sólo de pensamiento, porque si llegan a revelarse sin causa justa a otra persona, el pecado es de especie distinta. Las causas de estos pecados son: la precipitación, que lleva a juzgar sin examinar antes las cosas; la malicia del corazón, inclinado a juzgar fácilmente mal de los demás; el orgullo, que busca en las debilidades ajenas un modo de sobresalir. Los principios morales son: a. El juicio temerario es de suyo pecado mortal contra la justicia, pero admite parvedad de materia. Con él se comete una grave injuria al prójimo, que tiene derecho a conservar su buena fama, aun en el fuero interno, mientras no demuestre con sus obras públicas lo contrario. b) con la palabra: Nuestro Señor Jesucristo nos dice expresamente: «no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados» (Lc. 6, 37). Las más duras palabras que salieron de su boca fueron precisamente para aquellos que erigían en jueces de los demás: los fariseos. De aquí la importancia de evitar todo tipo de críticas interiores. De especial importancia es el no formular juicios de personas e instituciones que merezcan respeto, particularmente de la Iglesia, de los propios padres, de los superiores, etc. b. La sospecha temeraria es ordinariamente pecado venial, porque no es un acto firme, ni despoja propiamente al prójimo de su fama. Su malicia moral depende: de la proporción entre los motivos reales conocidos para sospechar, y la firmeza de la adhesión moral; de la magnitud del mal que se achaca al prójimo. En general, debemos abstenernos de juzgar la intención de los actos ajenos, que sólo Dios conoce. Y cuando por motivos legítimos tengamos que juzgar, nuestra opinión debe ser prudente, caritativa y limitada a los actos externos.
b) Pecados de palabra 1. La detracción es la difamación injusta del prójimo, que se puede realizar mediante la murmuración y la calumnia. Ha de ser injusta, de modo que no habrá detracción si la fama sufre menoscabo justamente; p. ej., actúa justamente quien dice haber visto a tal ladrón que acaba de robar. La detracción puede adoptar las formas de murmuración o de calumnia. a. La murmuración consiste en criticar y revelar sin justo motivo los defectos o pecados ocultos de los demás. Cuando la falta es pública, este hecho le quita a quien la cometió el derecho a conservar la fama; derecho que tiene, sin embargo, mientras su pecado permanezca oculto. Sin embargo, aun cuando la falta sea pública, si no existe justo motivo tampoco hay razón para la crítica, pues la fama ya de suyo deteriorada se menoscabaría todavía más. Por ej., aun cuando sea patente la corrupción o la ineptitud de ciertas personas, no se ha de criticar por el solo hecho de hacerlo, pues se carece de motivo justo.
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b. La calumnia consiste en imputar a los demás defectos o pecados que no tienen o no han cometido. También se puede cometer este pecado exagerando notablemente los defectos verdaderos de nuestro prójimo. La detracción es de suyo pecado grave, pero admite parvedad de materia. La razón es la ya dicha: el hombre tiene derecho estricto a su fama y, sin una causa justa, no se le puede quitar. La gravedad del pecado de detracción se mide por: La importancia de lo divulgado; El daño causado, no sólo en la reputación del prójimo, sino también porque la cause grave contrariedad y tristeza; la condición del murmurador; una persona con autoridad, p. ej., causa más daño al murmurar que otra ligera y charlatana; la condición del difamado, porque no es igual decir que un compañero es un mentiroso, que decirlo del profesor. El que injustamente lesiona la fama del prójimo, tiene obligación de repararla cuanto antes, y ha de reparar igualmente los daños que por esa difamación hayan venido. El fundamento de esta reparación es común al de todas las lesiones de la justicia: hay obligación de restituir al prójimo lo que le pertenece y le fue arrebatado injustamente. El modo de reparar es variado: Si se trata de una calumnia, no hay otra solución que desdecirse de ella, aunque esta confesión le quite buena fama al calumniador. Si se calumnió por escrito, hay que restituir de la misma forma; p. ej., una noticia calumniosa en el periódico se repara poniendo una aclaración, al menos de igual tamaño y en páginas equivalentes a las que se puso la calumnia. Si se trata de una simple murmuración, el murmurador no puede retractarse de sus palabras, pues son verdaderas, pero tiene obligación de devolverle la fama del mejor modo posible; p. ej., alabando alguna virtud del difamado. 2. La susurración consiste en referir a una persona los conceptos desfavorables que otra expresó sobre ella, para fomentar la discordia entre las dos. Puede referirse también a grupos de personas; p. ej., una familia contra otra. Es un pecado grave contra la caridad, aunque admite parvedad de materia. El pecado es tanto mayor cuanto más íntima y necesaria es la amistad o unión que liga a esas dos personas: grave sembrar la discordia entre esposos, entre los padres y los hijos, etc. 3. El falso testimonio consiste en atestiguar delante de los jueces una cosa falsa. Supone un triple pecado, porque en realidad es: una mentira que contiene dos agravantes: a) perjurio: por la violación de una juramento, e b) injusticia: por el daño injusto que se irroga al prójimo declarando contra él. Es siempre pecado mortal, sin que admita parvedad de materia.
3. EL HONOR
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a. NATURALEZA Todo hombre, en virtud de su dignidad natural de ser racional creado a imagen y semejanza de Dios, tiene derecho al aprecio de sus semejantes. El honores precisamente el testimonio exterior de la estima que se tiene a los demás hombres.
b. PECADOS CONTRA EL HONOR DEL PROJIMO Este derecho de toda persona al respeto de su honor se quebranta con los pecados siguientes: a) La injuria o contumelia, que es un insulto sin justicia hecho en presencia del ofendido, ya con palabras, ya con actos. Su gravedad se mide: 1) por la dignidad del ofendido, y 2) por el grado de ofensa y malicia que tiene la injuria. Se distingue de la detracción porque ésta atenta a la fama del prójimo ausente, y la contumelia al honor del prójimo presente. El ofensor está obligado a reparar el daño causado públicamente si la falta fue pública, y de acuerdo con la dignidad del ofendido. Cesa esa obligación de reparar: 1) por perdón del injuriado, o bien, 2) por venganza que éste se tomó, o 3) por pena impuesta en juicio. b) La burla es un modo de echar en cara al prójimo sus defectos para avergonzarlo ante los demás. Es necesario refrenar con esmero la lengua porque es un «mal difícil de reprimir y llena de veneno mortal; es pequeña pero de tremendo alcance» (Sant. 3, 5). El burlón no trata de injuriar a los demás, sino de ponerlos en ridículo, por lo que es un pecado menos grave que la detracción o la contumelia. Sin embargo, puede agravarse por: el mayor desprecio o humillación que pueda entrañar; el objeto de la burla: cosas sagradas, instituciones de la Iglesia, los padres o superiores, etc. c) La maldición consiste en invocar un mal contra alguien; p. ej., «ojalá revientes», «vete al diablo» y muchas otras que caen en el género de lo procaz. Su malicia depende del odio o la aversión con que se diga, de la advertencia al hacerlo y de la persona a quien se maldice.
EJERCICIO 1. Anotar los siguientes textos indicando a qué especie moral ínfima de pecado pertenecen: a) b) c) d) e) f)
Lev. 20-9. Prov. 6, 16-19; 22, 1; 26, 20. Eclo. 41, 15. Mat. 5, 22. Sant. 4,11. Rom. 14, 10.
2. Anotar un ejemplo de la vida real de: a) b) c) d) e)
calumnia contumelia murmuración revelación de secretos maldición
3. Resumir alguno de los siguientes escritos:
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a) Capítulo 3 de la Epístola de Santiago. b) Ilustrísimos señores (card. Albino Luciani), Ed. Bac-Minor, 1980, pp. 139-146. 4. Comentar las siguientes frases: a) «La mentira hace imposible la vida social» b) «Hoy en día es imposible vivir sin mentiras». 5. Indicar si hay motivos justos para actuar en los siguientes casos: a) Periodista que alerta al público sobre la deshonestidad comprobada de un político b) Alumno que divulga un defecto moral del profesor c) Revelar una falta para que alguien la corrija d) Murmurar de los políticos sin tener hechos comprobados, con los amigos e) Comunicar a los amigos las peleas del matrimonio vecino, cuando el marido llega borracho. 6. Transcribir y comentar el punto 443 de Camino. 7. Comentar las siguientes palabras: «Todo ser humano posee una dignidad que jamás podrá ser disminuida, herida o destruida, sino que por el contrario, deberá ser res-petada y protegida» (Juan Pablo II, Discurso en la XXIV Asamblea de la ONU, 22-X-1979). 8. Leer Dan. 6, 24: ¿de qué pecado son culpables los acusadores de Daniel? 9. Explica Hechos 5, 1-11 haciendo ver de qué pecado se trata. 10. Justifica moralmente la respuesta de San Atanasio: «Una vez huía S. Atanasio por el Nilo seguido de sus perseguidores. De repente, Atanasio hace regresar la embarcación. Al encontrarse con los perseguidores le preguntaron éstos: ¿habéis visto por ahí al Obispo Atanasio? Y él les contestó: no está lejos. Remad aprisa a ver si lo alcanzáis». 11. Indica la especie de moral ínfima de las siguientes acciones: a) b) c) d) e) f) g) h) i)
médico que revela enfermedad oculta y vergonzosa de un paciente alumno que contesta un examen por otro investigador que proporciona información a la empresa de la competencia orador que elogia virtudes inexistentes en un político quien pide permiso para ir a estudiar con un amigo, cuando en realidad se irá al cine el anciano que bromea con su edad, quitándose años quien exagera por presunción los bienes que tiene abrir una carta ajena incumplir las especificaciones de un contrato h) fingirse enfermo para no ir a la escuela.
12. Comenta el siguiente trozo literario, en su referencia al 8° mandamiento: «Desde luego, aceptamos que la risa no siempre es cosa tan sana y tan inocente como se dice, y que muchas veces expresa, disimulada-mente, un mal sentimiento, un pensamiento innoble, una emoción culpable. Si alguien resbala y cae, no contenemos la risa. Si el declamador se confunde, tartamudea y enrojece, reímos. Reímos cuando a una señora muy oronda, llena de perendengues y relicarios, se le cae la falda. Es decir, que reímos con el sufrimiento ajeno, y entonces la risa se convierte en algo pecaminoso que ocurre dentro de nosotros y que sale a flote sin nuestro permiso...» (Rubén Marín, Los Otros Días, Ed. Jus, 7.a Ed. 1980, p. 498). Trabajo de investigación . En tres o
cuatro hojas a doble espacio, desarrolla un trabajo sobre la virtud de la fidelidad, buscando sobre todo sus aplicaciones en la vida ordinaria.
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BIBLIOGRAFIA AQUINO, S., TOMÁS DE, Suma Teológica I-II, II-II, BAC, Madrid 1956. FARIA, R. Curso superior de religión, Ed. Voluntad, Bogotá 1960. GÓMEZ PÉREZ, R., Problemas morales de la existencia humana, Ed. Magisterio Español, Madrid 1980. LANZA, A; PALAZZINI, P., Principios de Teología Moral, 3 vols., Ed. Rialp, Madrid 1958. LIGORIO, S. ALFONSO M. DE, Theologia moralis, 4 vols., Roma 1905-12. MAUSBACH, J.; ERMECKE, G., Teología moral católica, 3 vols., EUNSA, Pamplona 1971. PEINADOR, A., Tratado de moral profesional, BAC, Madrid 1964. PRUMMER, D., Manuale Theologiae Moralis secundum principia S. Thomae Aquinatis, 3 vols., Ed. Herder, Barcelona-Friburgo-Roma 1961. ROYO MARÍN, A., Teología moral para seglares, 2 vols., BAC, Madrid 1973. TANQUEREY, A., Synopsim theologiae moralis et pastoralis, 3 vols. París 1936. ZALBA, M., Theologiae moralis compendium, 2 vols., BAC, Madrid 1963.
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Indice general Introducción Advertencias
NOCIONES GENERALES 1. Definición de Teología Moral 2. Importancia de la Teología Moral 3. Fuentes de la Teología Moral a) La Sagrada Escritura b) La Tradición Cristiana c) El Magisterio de la Iglesia d) Otras fuentes subsidiarias 4. Falsas concepciones sobre la Moral a) Moral de actitudes b) Moral de situación c) La Nueva Moral Ejercicios
PRIMERA PARTE MORAL FUNDAMENTAL 1. EL ÚLTIMO FIN DEL HOMBRE Art. 1. Nociones previas A. El fin 1. Noción 2. División 3. Maneras de tender a él B. El bien 1. Noción 2. División C. La felicidad 1. Noción 2. División Art. 2. El fin de los actos humanos Art. 3. El fin último del hombre A. El fin supremo y absoluto B. El fin secundario y relativo Art. 4. La felicidad o bienaventuranza del hombre A) La felicidad o bienaventuranza objetiva 1. Noción 2. Condiciones que exige
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3. Opiniones 4. Doctrina verdadera a) Bienes externos b) Bienes internos B) La felicidad o bienaventuranza subjetiva Art. 5. Cuestiones complementarias A. El objetivo final de la vida humana B. Modo de alcanzar la vida eterna
2. LOS ACTOS HUMANOS 1. Definición del acto humano 2. División del acto humano 3. Elementos del acto humano: La advertencia y el consentimiento a. La advertencia b. El consentimiento 4. El acto voluntario indirecto Ejercicios 5. Obstáculos del acto humano A. Obstáculos por parte del entendimiento: la ignorancia a. Noción de ignorancia b. División de la ignorancia c. Principios morales sobre la ignorancia d. Deber de conocer la Ley Moral B. Obstáculos por parte de la voluntad a. El miedo b. Las pasiones c. La violencia d. Los hábitos e. Ejercicios 6. La moralidad del acto humano a. El objeto b. Las circunstancias 1) Noción 2) Influjo de las circunstancias en la moralidad c. La finalidad d. Determinación de la moralidad del acto humano e. La ilicitud de obrar sólo por placer 7. La libertad y el deber Ejercicios
3. LA LEY MORAL 1. La Existencia de la ley moral a. Definición y naturaleza de la ley moral b. La ley moral es exclusiva de la criatura racional 2. Definición y división de la ley 3. La ley eterna
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a. Definición de la ley eterna b. Propiedades de la ley eterna 4. La ley natural a. Contenido de la ley natural b. Propiedades de la ley natural 1) Universalidad 2) Inmutabilidad 3) No admite dispensa 4) Evidencia c. Ignorancia de la ley natural 5. La ley divino-positiva 6. Las leyes humanas Ejercicios
4. LA CONCIENCIA 1. Naturaleza de la conciencia 2. Reglas fundamentales de la conciencia a. Nunca es lícito actuar en contra de la propia conciencia b. Actuar con duda es pecado c. Hay obligación de formar la conciencia 3. División de la conciencia a. Conciencia verdadera y errónea b. Conciencia recta y falsa c. Conciencia relajada d. Conciencia estrecha e. Conciencia escrupulosa f. Conciencia perpleja g. Conciencia cierta y dudosa 4. La formación de la conciencia Ejercicios
5. LA GRACIA Introducción Art. 1. La gracia de Dios en general 1. El nombre 2. La realidad 3. División Art. 2. La gracia habitual o santificante 1. 1. Naturaleza 2. 2. Efectos Art. 3. La gracia actual 1. Naturaleza 2. División 3. Necesidad 4. Oficios y funciones
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6. LAS VIRTUDES EN GENERAL Art. 1. Los hábitos en general 1. Noción 2. División 3. Sujeto 4. Causa 5. Aumento, disminución y corrupción a) Los hábitos adquiridos b) Los hábitos infusos Art. 2. Las virtudes adquiridas 1. Noción 2. División A. Las virtudes intelectuales B. Las virtudes morales a) Las virtudes cardinales b) Las virtudes derivadas 3. Propiedades a. Medio de las virtudes b. Conexión c. Desigualdad d. Duración Art. 3. Las virtudes infusas 1. Existencia 2. Necesidad 3. Naturaleza 4. División A. Las virtudes teologales B. Las virtudes morales 5. Propiedades 6. Visión panorámica de las virtudes morales Art. 4. Los dones del Espíritu Santo, frutos y bienaventuranzas. A. Los dones del Espíritu Santo 1. Nociones 2. Existencia 3. Número 4. Finalidad 5. Necesidad 6. Sujeto 7. Función específica de cada uno B. Los frutos y las bienaventuranzas
7. LOS PECADOS EN GENERAL 1. Naturaleza del pecado
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a. El doble elemento de todo pecado 1) El alejamiento o aversión a Dios 2) La conversión a las criaturas b. Distinción de los pecados 1) Distinción teológica 2) Distinción específica 3) Distinción numérica c. La especie moral ínfima 2. Clasificación de los pecados a. Original, Personal b. Habitual, Actual c. Interno, Externo d. Formal, Material e. De comisión, De omisión f. Mortal, Venial 3. El pecado mortal a. Definición del pecado mortal b. El pecado moral en relación a Dios y en relación al hombre c. Condiciones para que haya pecado mortal 1) Materia grave 2) Plena advertencia 3) Perfecto consentimiento 4. El pecado venial a. Definición y naturaleza del pecado venial b. Condiciones para que haya pecado venial c. Efectos del pecado venial 5. Pecados especiales 6. Las imperfecciones 7. Causas del pecado 8. Las tentaciones 9. La ocasión de pecado Ejercicios
SEGUNDA PARTE MORAL ESPECIAL LOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE DIOS 1. 2. 3. 4.
Los mandamientos camino para conocer la Voluntad de Dios Revelación del Decálogo Deber de cumplir el Decálogo Enunciado y síntesis de los mandamientos Ejercicios
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SECCION PRIMERA DEBERES PARA CON DIOS 1. PRIMER MANDAMIENTO: AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS I. VIRTUDES TEOLOGALES Art. 1. La fe 1. Definición y naturaleza de la fe 2. Deberes que impone la fe a. Conocerla b. Confesarla c. Preservarla 3. Los pecados contra la fe a. Por negarla interiormente 1) Infidelidad 2) Apostasía 3) Herejía 4) Dudas contra la fe b. Por no confesarla exteriormente c. Por exponerla a peligro 1) Trato con incrédulos, herejes o indiferentes 2) Lectura de libros contrarios a la fe 3) Asistencia a escuelas anticatólicas o, al menos acatólicas 4) Negligencia en la formación religiosa Ejercicios Art. 2. La esperanza 1. Definición y naturaleza de la esperanza 2. Necesidad de la esperanza 3. Pecados contra la esperanza a) La desesperación b) La presunción c) La desconfianza Ejercicios Art. 3. La caridad 1. Definición y excelencia de la caridad 2. El amor a Dios a. Naturaleza del amor a Dios b. Pecados contra el amor a Dios a. Odio a Dios b. Acidia o pereza espiritual c. Amor desordenado a las criaturas 3. El amor al prójimo a. Naturaleza del amor al prójimo b. Las obras de misericordia 1) La corrección fraterna 2) El apostolado c. Pecados contrarios al amor al prójimo
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1) El odio 2) La maldición 3) La envidia 4) El escándalo 5) La cooperación al mal 6) Otros pecados contra el amor al prójimo Ejercicios
II. LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN 1. 2.
3.
Definición El culto a. Culto interno y externo b. Culto de latría, de dulía y de hiperdulía Pecados contra la virtud de la religión a. La superstición 1) Culto indebido a Dios a) Culto vano o inapropiado b) Culto falso 2) Culto indebido a las criaturas a) Idolatría b) Adivinación c) Espiritismo d) Magia e) Vana observancia 3) Origen y gravedad de la superstición b. La irreligiosidad 1) La impiedad 2) La tentación a Dios 3) El sacrilegio 4) La simonía Ejercicios
2. SEGUNDO MANDAMIENTO: NO JURARAS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO Deberes que impone este mandamiento a. Honrar el nombre de Dios y todo lo que a Dios se refiere b. Respetar todo lo que está consagrado a Dios c. El juramento d. El voto 2. Pecados opuestos a. Pronunciar con ligereza o sin necesidad el nombre de Dios b. La blasfemia c. Juramento falso, injusto o innecesario d. Incumplimiento del voto Ejercicios 3. TERCER MANDAMIENTO: SANTIFICARAS LAS FIESTAS 1.
1. 2.
El precepto en el Antiguo Testamento El precepto en el Nuevo Testamento
233
3.
4.
Formas de cumplir el tercer mandamiento a. Adorar y dar culto a Dios asistiendo a Misa b. El deber del descanso Pecados opuestos Ejercicios
I. LOS PRECEPTOS DE LA IGLESIA 1. 2.
Jesucristo funda la Iglesia para salvarnos Jesucristo dio a la Iglesia el poder de promulgar leyes Ejercicios
1er. PRECEPTO: OIR MISA ENTERA LOS DOMINGOS Y DIAS DE PRECEPTO 1.
2.
Modo de cumplir el precepto a. Día previsto b. Presencia corporal c. Integridad d. Atención exterior e. Devoción Causas que dispensan de la Misa a. Imposibilidad física b. Grave necesidad privada o pública c. Grave daño Ejercicios
2do. PRECEPTO: CONFESAR LOS PECADOS MORTALES POR LO MENOS UNA VEZ AL AÑO 1. 2.
3.
Razón del precepto Cumplimiento del precepto a. Edad b. Tiempo en que se ha de cumplir c. Otras consideraciones d. Advertencia La confesión frecuente o por devoción Ejercicios
3er. PRECEPTO: COMULGAR POR PASCUA DE RESURRECCION 1. 2. 3.
Razón y características de este precepto Disposiciones para el cumplimiento del precepto Otros puntos de interés a. La primera comunión b. La comunión frecuente c. La comunión bajo las dos especies
234
d.
El viático
Ejercicios
4to. PRECEPTO: HACER PENITENCIA CUANDO LO MANDA LA IGLESIA 1. 2. 3.
Razón de este precepto La ley eclesiástica sobre la penitencia La forma concreta de vivir el precepto Ejercicios
5to. PRECEPTO: SOCORRER A LA IGLESIA EN SUS NECESIDADES 1. 2.
Razón de este precepto Forma en que se concreta este precepto Ejercicios
SECCION SEGUNDA DEBERES PARA CON EL PROJIMO Y CONSIGO MISMO 4. CUARTO MANDAMIENTO: HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE El fundamento de la autoridad Deberes de los hijos para con los padres a. Obligaciones 1) Amor 2) Respeto 3) Obediencia 4) Ayuda en las necesidades b. Pecados por exceso de amor a los padres 3. Deberes de los padres con los hijos a. Deberes en general b. Deberes en relación a la vida cristiana de los hijos 1) El valor del ejemplo 2) La elección del estado c. Pecados por exceso 4. Otros deberes que impone este mandamiento a. La piedad con la patria 1) La virtud del patriotismo a) Pecados por exceso b) Pecados por defecto b. Deberes de piedad con las personas de servicio Ejercicios 1. 2.
5. QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARAS 1.
La vida, don de Dios
235
La vida es un bien Sólo Dios es Dueño y Señor de la vida Deberes y prohibiciones del quinto mandamiento a. Transmisión y conservación de la vida 1) El valor sagrado de la vida humana 2) La mentalidad anti-vida 3) La esterilización 4) La anticoncepción 5) El aborto 6) La fecundación artificial 7) La eutanasia b. Deberes en relación a la propia vida 1) Desarrollo de las capacidades personales 2) Amor y respeto del cuerpo a) El suicidio b) La mutilación c) Pecados contra la sobriedad d) El uso de drogas c. Deberes relacionados con la vida de los demás 1) Respeto a la vida ajena: el homicidio 2) Casos en que es permitido dar la muerte a) Legítima defensa b) La pena de muerte c) La guerra 3) Respeto a la convivencia Ejercicios
a. b. 2.
6. SEXTO Y NOVENO MANDAMIENTOS: NO COMETERAS ACTOS IMPUROS; NO CONSENTIRAS PENSAMIENTOS NI DESEOS IMPUROS 1. 2.
3.
4. 5.
El plan de Dios La virtud de la santa pureza a. Razones para vivir la pureza b. Virtud positiva c. Universalidad y excelencia de la virtud d. Medios para conservarla e. La lucha contra la tentación Pecados contra la pureza a. División de la lujuria 1) Consumada 2) No consumada b. Su gravedad c. Sus causas d. Sus consecuencias Algo más sobre el noveno mandamiento Algunas cuestiones concretas a. Relaciones prematrimoniales b. Homosexualidad c. Masturbación 234
Anticoncepción La educación sexual a. Necesidad de impartir la educación sexual b. Documentos del Magisterio de la Iglesia c. Forma en que se ha de impartir d. La información sexual indiscriminada e. Un caso especial: la televisión Ejercicios d.
6.
7. SEPTIMO Y DECIMO MANDAMIENTO: NO ROBARAS; NO CODICIARÁS LOS BIENES AJENOS 1. 2. 3.
4.
5. 6.
Dios nos ha dado las cosas para que las usemos El valor de la propiedad privada Pecados contra el séptimo mandamiento a. El robo 1) Tipos de robo a) Simple hurto b) Rapiña c) Fraude d) Usura e) Despojo f) Plagio 2) Principios morales sobre el robo 3) Causas excusantes del robo a) La extrema necesidad b) La oculta compensación 4) Fraude al Fisco b. Injusta detención c. Daño injusto La Restitución d. Circunstancias de la restitución 1) Quién 2) A quién 3) Cuándo 4) Cómo e. Causas excusantes de la restitución La justicia social La doctrina social de la Iglesia a. Definición y documentos del Magisterio b. El porqué de la ingerencia de la Iglesia en lo temporal c. Obligación d. Otras consideraciones e. Algunos postulados concretos de la doctrina social cristiana Ejercicios
7. Desprendimiento de los bienes materiales a. Pecado opuesto: la avaricia 234