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Cardenal Jorge Mario Bergoglio, sj
Sobre la acusación de sí mismo
������� Al comenzar el camino de la Asamblea arquidiocesana pedí que nos pusiéramos en espíritu de oración, que rezáramos mucho por la Asamblea y que ofreciéramos, con actitud penitencial, algún sacrificio al Señor, alguna mortificación que acompañara la oración durante este tiempo. Sugerí que este sacrificio podría ser el no hablar mal unos de otros. Como soy consciente de que nos cuesta pienso que es una buena ofrenda. El espíritu de unidad eclesial se ve dañado por la murmuración. San Agustín describía así esta realidad: “Hay hombres que juzgan temerariamente, que son detractores, chismosos, murmuradores, que se empeñan en sospechar lo que no ven, que se empeñan en pregonar incluso lo que ni sospechan” (Sermón 47). La murmuración nos lleva a concentrarnos en las faltas y defectos de los demás; de esta manera creemos sentirnos mejores. La oración del publicano en el Templo ilustra esta realidad (Lc 18,11-12) y Jesús ya nos había advertido sobre el mirar la paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el propio. Hablar mal de otro es un mal para la Iglesia toda pues no se queda allí, en el mero comentario, sino que pasa a la agresión (al menos desde el corazón). Al murmurador San Agustín lo llama “hombre sin remedio”. “Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás” (Sermón 19). A estos hombres, dice, “lo único que les queda es la enfermedad de la animosidad, enfermedad tanto más débil cuanto más fuerte se cree” (comentario sobre el Salmo 32,29). Contra este mal espíritu (el hablar mal de otros) la tradición cristiana, ya desde los primeros Padres del desierto, propone la práctica de la acusación de sí mismo. Hace muchos años escribí un artículo sobre el tema de la acusación de sí mismo. Si bien estaba dirigido a jóvenes religiosos, pienso que nos vendrá bien a todos. Lo ofrezco como aporte a la Asamblea. El artículo se inspiró en algunos escritos de Doroteo de Gaza, que van al final como complemento. Que el Señor nos ayude a progresar en la Asamblea arquidiocesana en espíritu de oración y ofreciendo el sacrificio de no hablar mal unos de otros. Buenos Aires, 16 de julio de 2005, fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Card. Jorge Mario Bergoglio, sj
�� ��������� �� �� ������ 1. La reflexión de Doroteo de Gaza nos da lugar a plan-tear el problema de la acusación de sí mismo y su inciden-cia en la vida espiritual, y de manera especial cómo incide en la unión de los corazones dentro del seno de una comuni-dad. No es raro encontrar –en las comunidades, ya sean las locales o provinciales– banderías que pugnan por imponer la hegemonía de su pensamiento y de su simpatía. Esto sue-le suceder cuando la caritativa apertura al prójimo es suplida por las ideas de cada uno. Ya no se defiende el todo de la familia, sino la parte que me toca. Ya no se adhiere uno a la unidad que va configurando el cuerpo de Cristo, sino al conflicto que divide, parcializa, debilita. Y para los formadores y superiores no siempre resulta fácil formar en esta pertenencia al espíritu de familia, sobre todo cuando hay que formar actitudes interiores, en sí pequeñas, pero que tienen su repercusión a ese nivel de cuerpo institucional. Una de las actitudes sólidas que han de formarse en el corazón de los jóvenes religiosos es la de acusarse a sí mis-mo, pues en su carencia se fundamentan los partidismos y divisiones. A lo largo de este trabajo presentaremos varios textos de Doroteo de Gaza, precedidos por este breve comentario so-bre las repercusiones de esta actitud de acusarse a sí mis-mo. 2. Y, en primer lugar, conviene desterrar toda referen-cia inconsciente a cualquier actitud mojigata que presente el acusarse a sí mismo como algo o pueril o propio de pusilánimes. Más bien, acusarse a sí mismo supone valentía poco co-mún para abrir la puerta a cosas desconocidas y para dejar que los otros vean más allá de mi apariencia. Es renunciar a los maquillajes, para que se manifieste la verdad. En la base misma del acusarse a sí mismo (que es un me-dio) radica la opción fundamental por el anti-individualismo, por el espíritu de familia y de Iglesia que nos conduce a asu-mirnos como buenos hijos y buenos hermanos, para poder luego llegar a ser buenos padres. Acusarse a sí mismo supone una postura básicamente comunitaria. 3. La tentación del individualismo, la que –creciendo–- nos conduce a parcialidades dentro de la vida de comunidad, se basa siempre en una verdad (que puede ser real, o parcial, o aparente, o una falacia) 1. Suele ser una razón que justifica y tranquiliza a la vez. Y tal razón tiene raigambre en el espíritu de sospecha y suspicacia. Las suposiciones son como los futuribles: siempre son tentación. Allí no está Dios, porque Él es Señor del tiempo real, del pasado constatable y del presente discernible. En cuanto al futuro, es Señor de la Promesa que pide de noso-tros confianza y abandono. El espíritu de sospecha y suspicacia pretende, en el fon-do, una verdad que me asegure contra el hermano: será siempre una verdad defensiva de la participación comunita-ria, una verdad que justifique la falta de participación en co-munidad. En la doctrina de Doroteo de Gaza, es el mismo demo-nio quien siembra la sospecha en el corazón para dividir. La fenomenología es inversa a la de la Encarnación del Verbo: el demonio busca dividir (por medio de la sospecha) para confundir luego; el Señor, en cambio, se presenta siempre –Dios y Hombre– indivise et inconfuse. Al sembrar las sospechas, el demonio procura convencer con falacias (cf EE. 315, 332, etc.), o con verdades a me-dias, a fin de abroquelar el corazón en convicciones egoístas que llevan a un mundo cerrado a toda objetividad (cf regla 13 de la Primera Semana para discernir espíritus, EE. 326). 4. La sospecha, sembrada por el demonio, configura una regla torcida en el
corazón, la cual desfasa ( hace torci-da) toda la realidad. No resulta fácil reducir a un religioso tentado por la posesión de una regla torcida. Ya no se trata de una idea tal o cual, sino de toda una hermenéutica: cual-quier cosa que suceda es interpretada torcidamente, debido a la adhesión a esa regla torcida. Algunas veces, en este Boletín de Espirituali-dad , me referí al “hiciéronme sin razón” de esas monjas disconformes que Santa Teresa decía (cf Camino de Per-fección c. 13) era el origen de muchos males en la vida reli-giosa. El religioso tentado en este sentido pasa a ser, con el tiempo, un coleccionista de injusticias: vive censando las injusticias que le hicieron, o que cree que le hicieron los de-más. Esto lo lleva, no pocas veces, a una cierta espirituali-dad de víctima de un complot . En sociología, la teoría del complot, desde el punto de vista hermenéutico, es de las más débiles. No se sostiene con facilidad, ni resiste a una crítica seria. Es una seducción primaria que favorece a este tipo de almas que, en el fondo, añoran esquemas maniqueos de bueno-malo (y ellos suelen ubicarse en el partido de los buenos). La falta de contacto con una objetivación real los va amurallando en una cierta ideología defensiva. Cam bian la doctrina por la ideología, el peregrinar paciente de los hijos de Dios por el victimismo del complot que los otros (los malos, los podero-sos, los superiores, los miembros de la comunidad) hacen de ellos. Terminan enrolados en palabras que los aprisionan, según aquello de que las palabras que nacen de la mente son un muro, las que nacen del corazón un puente (Spidlik). Podemos decir que estos hombres tienen enferma la in-teligencia. Y, al confundir la inteligencia con el valor intelec-tual, olvidamos que el pecado original la afectó. Cuántos hay –como afirma Danielou– que, orgullosos de su valor in-telectual, olvidan que tienen inteligencias profundamente he-ridas, enfermas y destructoras (pues una inteligencia falsea-da falsea las inteligencias que están a su alrededor). Pero no olvidemos que una inteligencia está enferma y mantiene su enfermedad debido a una pasión que “aprisiona la verdad” (cf Rom 1,18 ss.). 5. Junto a esta actitud cobra vigor un estado de ansiedad que también es de mal espíritu. Acostumbrados a sospe-char de todo, van desconociendo, poco a poco, la paz propia de la confianza en el Señor. La buena solución de los con-flictos debe pasar, según su sentir, por el tamiz de su conti-nuo control. Son continuamente agitados por la ansiedad, la cual es fruto combinado de la ira y de la pereza. Son seguidores de Herodes sobresaltado (cf Mt 2,3) y de los Sumos Sacerdotes y los Fariseos, inquietos, que pre-tenden poner coto a la fuerza de Dios con el sello de un se-pulcro (cf Mt 27,62-66). Solucionan todo temor con la ilusión omnipotente de su propio control, y no saben de la dulzura del Señor que relativiza el poder de los enemigos convirtiéndolos en tizones humeantes: “Y se estremeció el corazón del rey y el corazón de su pueblo, como se estreme-cen los árboles del bosque por el viento... y Yahvé le dijo: «Alerta, pero ten calma, ni desmaye tu corazón por ese par de tizones humeantes...»” (Is 7,2-4). 6. En el mecanismo de la sospecha –bajo el ropaje de un amor a la verdad– se esconde una refinada búsqueda de placer. Se pretende salvaguardar una voluntad detrás de ideas. Estos religiosos son consuetudinarios nimis probantes que, con la catarata de argumentos, nada prueban sino su adhesión a un placer escondido. Los suspicaces y sospechosos son estructuralmente ávi-dos. Y su avidez, inspirada en el esquema maniqueo que los inspira, se mueve en el penduleo de buscar
gozos imagina-rios y defenderse de temores imaginarios. Cerrados a la gene-rosidad paciente de la objetividad de la vida y a la valentía hidalga en la defensa de ataques reales, están autoconvencidos de esos gozos y de esos temores imaginarios que llenan su alma. 7. La sospecha y la suspicacia conduce a los hombres a esa típica amargura de quienes ya acusan a Dios. Doroteo de Gaza lo hace notar a propósito del caso de Adán y Eva. Y, poco a poco, estos religiosos se van alejando de la verdad y enrolándose en la mentira. Hay también, en la base de este alistarse en la mentira, un desfasaje de la capacidad de condena. No saben condenar bien. Confunden la batalla con la batahola. No han pedido, como lo enseña San Ignacio en el triple coloquio del tercer ejercicio de la Primera Sema-na, la gracia de conocer para aborrecer (EE. 62-63). Curiosa-mente suelen ser eticistas que contrabalancean la culpa que produce sospechar de todos, con la conducta afectada y farisaica de no condenar a nadie ni a nada. Al faltarles sentido de la objetividad, su fantasía condena a priori, bajo apariencia de sospecha, todo acercamiento de los demás a sus vidas. 8. La doctrina espiritual de la acusación de sí mismo o del desprecio de sí mismo, que expone Doroteo de Gaza, sale al encuentro de todas estas tentaciones y procura ubicar al religioso –haciéndose eco de la tradición que recibió de los Padres– en una dimensión objetiva delante de Dios y de los hombres. Por el continuo ejercicio de la autoacusación, aventa las sospechas, y deja lugar a la acción de Dios que es quien, en definitiva, hace la unión de los corazones. Al acusarse, el corazón del religioso se abaja y es pre-cisamente este abajamiento interior el que da eficacia a los demás medios naturales y técnicos de entendimiento mutuo. Tal actitud de abajamiento tiene su fundamento teológi-co en el abajamiento del Verbo (la synkatábasis), que es la que posibilita el acceso a Dios (cf la teología de la Carta a los Hebreos 2,17; 3,7 ss.; 4,14-16; 9). Por tanto, el acceso al hermano lo realiza el mismo Cristo, a partir de nuestro abajamiento. Este es, precisamente, el acercarse bien propio del cris-tiano. La manera de acercarse bien tiene algo de cualitativo que pone a todo acercamiento religioso (filial, fraternal y pa-ternal) en una dimensión escatológica que lo realiza de una vez para siempre. Por otra parte es el mismo Señor quien nos justifica en nuestro abajamiento. Los fariseos se autojustificaban (“ustedes, que se glorifican unos de otros”, Jn 5,44). El justo sólo busca la justificación de Dios, y por ello se aba-ja, se acusa. Y así como la justificación nos fue dada por la cruz de Cristo, de manera universal e irrepetible, nuestro an-dar por el camino del Señor supone asumir también, análogamente, ese abajamiento de la Cruz. Acusarse a sí mis-mo es asumir el papel de reo, como lo asumió el Señor cargado por nuestras culpas. El hombre se siente reo, merece-dor. De ahí que San Ignacio sea tan cuidadoso en aconsejar “humillarse y abajarse” a quien está en consolación (cf re-gla 11 de discernimiento de espíritus, EE. 324), no sea que el gusto por el consuelo lo lleve a alzarse con un mérito que no le es propio. 9. El acusarse a sí mismo es siempre un acto de humi-llación que conduce a la humildad. Y cuando uno opta por el camino de la humillación, opta necesariamente por la lu-cha y por el triunfo. Al decir de Máximo el Confesor, la synka-tábasis del Verbo es un señuelo para el demonio, el cual se traga el ce-bo y muere: “De este modo ofrece a la voracidad insaciable del dragón infernal el señuelo de su carne, excitando su avi-dez; cebo que, al morderlo, se había de convertir para él en veneno mortal y causa de su total ruina, por la
fuerza de la divinidad que en su interior llevaba oculta; esta misma fuer-za serviría, en cambio, de remedio para la naturaleza huma-na, restituyéndola a su dignidad primitiva” (Centuria I, 12). Humillarse supone, de alguna manera, atraer la atención del Diablo, luchar, someterse a la tentación, pero –al fin– triunfar. Esta actitud –al contrario que la suspicacia que produ-cía ansiedad– desemboca en la mansedumbre y la pacien-cia. Las Reglas de la Modestia que escribió San Ignacio tie-nen su fundamento en un párrafo de las Constituciones que describe este estado de mansedumbre: “Todos tengan espe-cial cuidado de guardar con mucha diligencia las puertas de sus sentidos, en especial los ojos y oídos y la lengua, de todo desorden; y de mantenerse en la paz y verdadera hu-mildad de su ánima, y dar de ello muestras en el silencio, cuando conviene guardarle, y cuando se ha de hablar, en la consideración y edificación de sus palabras, y en la modes-tia del rostro y madurez en el andar, y todos sus movimien-tos, sin alguna señal de impaciencia o soberbia; en todo pro-curando y deseando dar ventaja a otros, estimándolos en su ánima todos como si les fuesen superiores, y exteriormente te-niéndoles el respeto y reverencia que sufre el estado de cada uno, con llaneza y simplicidad religiosa; de manera que considerando los unos a los otros, crezcan en devoción, y alaben a Dios nuestro Señor a quien cada uno debe procurar de re-conocer en el otro como en su imagen” (Const. 250). Este texto evoca al capítulo 12 de la Carta a los Roma-nos, y tantos otros paulinos en los que se habla de los “fru-tos del Espíritu”. Y es precisamente por este camino del acusarse a sí mismo que se llega a ese otro convencimiento que tenía San Ignacio de sí mismo: el “ser todo impedimen-to”. La mansedumbre cristiana se edifica por aquí; trascien-de el ámbito de las reglas de los buenos modales para alcan-zar –en la mansedumbre del Cordero– su raíz honda y su modelo acabado. Quien se acusa a sí mismo deja lugar a la misericordia de Dios; es como el publicano que no osa levantar sus ojos (cf Lc 18,13). Quien sabe de acusarse a sí mismo es un hom-bre que siempre se acercará bien a los demás, como el buen samaritano, y – en este acercamiento– el mismo Cristo rea-lizará el acceso al hermano. Puede ayudar para comprender todas estas cosas la lec-tura pausada de los capítulos 2 y 3 del Libro 2º de la Imi-tación de Cristo: de la sumisión humilde, y del hombre bue-no y pacífico.
������� �� ����� ����� �� ��������� �� �� ����� Los números marginales responden a la numeración marginal de la edi-ción de Sources Chretiennes, Dorothée de Gaza, Oeuvres spirituelles, Du Cerf, París, 1963. ����������� ���� �
79. Conviene investigar, Hermanos, por qué –a veces– uno oye una palabra desagradable, y la oye sin turbarse, co-mo si nada hubiera oído; y otras veces uno se turba ensegui-da. ¿Cuál es la causa de tal diferencia? Creo que hay muchas razones, pero pienso que es una sola la que engendra, por así decirlo, todas las demás. Me explico: por ejemplo, un hermano termina su oración o una buena meditación y –por tanto– se encuentra en buena forma: soporta a su hermano, y sigue haciendo sus cosas sin turbarse. En cambio otro, que tiene apego por su hermano, por esta simpatía soporta tranquilamente todo lo que le viene de este hermano. Y sucede también que un hermano desprecia a aquél que le causa alguna pena, considerando como nada todo lo que le viene de él y ni siquiera prestándole atención como perso-na, ni teniéndolo en cuenta ni a él, ni lo que dice ni lo que hace. 80. Había en el monasterio, antes de que yo lo dejara, un hermano a quien no veía jamás turbado ni enojado contra nadie. Por otra parte, yo observaba que muchos de los hermanos lo maltrataban y ultrajaban de diversas maneras. Este joven monje soportaba lo que cada uno le hacía como si nadie absolutamente lo molestase. Yo no cesaba de admi-rar su excesiva paciencia, y deseaba saber cómo había adqui-rido él esta virtud. Un día lo llamé aparte y haciéndole una reverencia lo invité a decirme cuáles eran los pensamientos que abrigaba en su corazón, demostrando tanta paciencia en medio de los ultrajes y de las penas que le hacían soportar. Él me respondió sencillamente y sin rodeos: “Tengo la cos-tumbre de estar, respecto a los que me hacen tales injurias, como los cachorros respecto de sus dueños”. Ante estas pa-labras, puse el rabo entre las piernas y me dije a mí mismo: “Este hermano ha encontrado el camino”. Después de san-tiguarme lo dejé, pidiéndole a Dios protección para ambos. 81. A veces uno no se turba por desprecio: esto es ma-nifiestamente desastroso. Pero cuando uno se turba con un hermano que nos causa pena, el origen de tal turbación pue-de venir, ya sea de una mala disposición del momento, ya sea de la aversión que se siente por ese hermano. También se pueden alegar razones muy diversas. Pero si buscamos con cuidado la causa de la turbación, siempre nos encontramos con algo común: el hecho de no acusarse a sí mismo. De allí viene nuestro abatimiento y el que no encontremos paz en la contradicción. No hay que admirarse si todos los san-tos dicen que no existe otro camino que éste. Ninguno ha hallado reposo siguiendo por otro camino, ni nosotros pen-samos encontrarlo para seguir un camino recto, si nunca consentimos en acusarnos a nosotros mismos. En verdad, bien puede uno hacer mil obras buenas, pero si no va por este camino, nunca dejará de hacer sufrir y de sufrir él mismo, perdiendo así todo mérito. ¡Qué alegría, por el contrario, qué descanso no gustará a cualquier parte donde vaya, el que se acusa a sí mismo, co-mo lo ha dicho el Abad Poimén! De cualquier daño, ultraje o pena que le sobrevenga, se juzgará digno a priori y nunca se turba. ¿Hay estado más exento de cuidados que éste? 82. Pero se dirá: si un hermano me molesta y –exami-nándome– compruebo que no le he dado ningún pretexto, ¿cómo podré acusarme a mí mismo? De hecho, si alguno
se examina honestamente y con temor de Dios, ciertamente se dará cuenta de que algún pretexto habrá dado, ya sea por una acción, una palabra o una actitud. Y si él llegara a ver que en nada de todo esto ha proporcionado algún pretexto en el caso presente, es verosímil que haya faltado a la cari-dad contra ese hermano alguna otra vez por la misma causa o por otra, o bien que haya hecho sufrir a otro hermano, y precisamente por esto o por otro pecado diferente que haya cometido se merece el actual sufrimiento. Por tanto, si uno se examina con temor de Dios y escruta cuidadosamente su conciencia, siempre se hallará responsable de alguna manera. Sucede también que un hermano, creyendo estar en paz y tranquilidad, se turba por una palabra desagradable que le acaba de decir otro, y él juzga que se enoja con razón pues piensa: “Si este hermano no hubiese venido a hablarme o turbarme, yo no habría pecado”. Esto es una ilusión, un fal-so razonamiento. ¿Acaso el que ha dicho la palabra ha pues-to la pasión en ella? Simplemente, con esa palabra, le ha re-velado la pasión que ya había en él, para que él se arrepien-ta, si lo quiere. Este hermano se asemeja a un pan de puro trigo de hermoso aspecto exterior, pero que –una vez parti-do– dejaría ver su podredumbre interior. Él se creía en paz, pero había en él una pasión que ignoraba o que no tenía presente. Una sola palabra de su hermano sacó a luz la po-dredumbre oculta en su corazón. Si quiere obtener miseri-cordia, que se arrepienta, que se purifique y –al final– verá que debe más bien agradecer a su hermano por haber sido para él causa de tal provecho. 83. Por este camino, las pruebas no lo agobiarán mucho, y cuanto más progrese, tanto más ligeras le parecerán. En efecto, a medida que el alma crece, se vuelve más fuerte y capaz de soportar todo lo que le sucede. Es como una bestia de carga: si es robusta, lleva alegremente el pesado fardo con el que se la carga. Si llega a perder el equilibrio, se levan-ta enseguida, no se resiente por ello. Pero si es débil, toda carga la agobia y –una vez caída– le es necesaria mucha ayuda para volver a levantarse. Así sucede al alma. Se debilita cada vez que peca, puesto que el pecado agota y corrompe al pecador. Le sobreviene una cosa de nada y se agobia. Si, por el contrario, un hom-bre avanza en la virtud, lo que en el pasado le agobiaba, se le hace progresivamente más liviano. Esto es para nosotros una gran ventaja, una fuente abundante de descanso y de progre-so, que nos hace responsables a nosotros mismos y no a lo que acontece, visto que nada nos puede sobrevenir sin la Providencia de Dios. 84. Pero alguno podrá decir: ¿Cómo no atormentarme, si tengo necesidad de alguna cosa y no la recibo? En ese caso estaría empujado por la necesidad. Pues ni aun entonces hay lugar para acusar a otro, ni para estar disgustado contra al-guien. Quien realmente cree tener necesidad de alguna cosa y no la recibe, debe decirse a sí mismo: “Cristo sabe mejor que yo si debo obtener satisfacción, y Él mismo cuidará de esta cosa o de este alimento”. Los hijos de Israel comieron el maná en el desierto durante cuarenta años y, aunque fue-ra de una sola clase, este maná se transformaba para cada uno en lo que él deseaba: salado para quien deseaba salado, dulce para quien deseaba dulce, conformándose al temperamento de cada uno (cf Sab 16,21). Si, pues, alguno tiene necesidad de comer huevos y no recibe más que legumbre, que se diga a sí mismo: “Si comer huevo me hubiera sido útil, Dios ciertamente me lo habría enviado. Por otra parte, es posible que esta legumbre sea para mí como si comiera huevo”. Estoy seguro que esto le será tenido en cuenta por el Señor, como si fuera martirio. Porque si es verdaderamen-te digno de ser escuchado, Dios inclinará el corazón de los sarracenos a fin de ser misericordiosos con ellos según su necesidad. Pero si él no es digno, o lo que pide no le es útil, no tendrá satisfacción aun cuando hiciere Él un cielo nuevo y una tierra nueva. Es cierto que a veces uno recibe más que sus necesidades y a veces menos. Puesto que Dios, en su misericordia, provee a cada uno lo que le es necesario; si Él da
lo superfluo, es para mostrarle el exceso de su ternu-ra, y enseñarle a ser agradecido. Cuando, por el contrario, Él no da lo necesario, suple por su palabra la cosa de la cual se tiene necesidad, y le ense-ña la paciencia. Así en todo –ya recibamos el bien o el mal– debemos mirar a lo alto, y dar gracias a Dios por todo lo que acontece, sin dejar nunca de acusarnos a nosotros mismos, y decir con los Padres: “Si nos sucede algo bueno, es por disposición divina; si nos acontece el mal, es a causa de nuestros pecados”. Verdaderamente todos nuestros sufrimientos vienen de nuestros pecados. Los santos, cuando sufren, sufren por el nombre de Dios o por la manifestación de su virtud, para el provecho de muchos o para el acrecentamiento de la recom-pensa que les vendrá de parte de Dios. Pero ¿cómo podría-mos nosotros lo mismo, pobres miserables? Diariamente pecamos y nos dejamos llevar por nuestras pasiones; hemos de-jado el camino recto que nos han enseñado los Padres y que consiste en acusarse a sí mismo; en cambio, seguimos el ca-mino tortuoso en el cual uno acusa al prójimo. Cada uno de nosotros, en toda circunstancia, se apresura a echar la culpa a su hermano e imputarle la carga. Vivimos en la negligencia, sin cuidarnos de nada, y –por otra parte– pedimos cuenta al prójimo de cómo cumple los mandamientos. 85. Dos hermanos enojados entre sí vinieron a verme un día. El mayor decía al más joven: “Cuando le doy una or-den, se molesta y yo también, puesto que pienso que si él tuviera confianza y caridad hacia mí, acataría de buen grado lo que le digo”. Y el más joven decía: “Que tu Reverencia me perdone: sin duda él no me habla con temor de Dios, si-no con voluntad de mandarme, y por eso es –pienso– que mi corazón no le tiene confianza, según la palabra de los Padres”. Notemos cómo estos dos hermanos se acusaban recípro-camente, sin que ni el uno ni el otro se acusase a sí mismo. Otros dos, irritados uno contra otro, se hacían reveren-cia, pero permanecían en desconfianza. El primero decía: “No es de buen grado que él me ha hecho la reverencia, y por eso es que yo no he tenido confianza, según la palabra de los Padres”. El otro decía: “El no tenía hacia mí ninguna disposición caritativa antes de que le presentara mis excu-sas; por tanto, tampoco le he tenido confianza”. ¿Veis la perversión del espíritu humano? Dios sabe cómo me preocu-pa ver que hasta usamos las palabras de los Padres para ser-vir a nuestras malas voluntades y perder nuestras almas. Era necesario que cada uno se acusase a sí mismo. Uno debía decir: “No es de buen grado que yo he hecho reverencia a mi hermano; por ello, el Señor no le ha puesto confianza”. Y el otro: “Yo no tenía ninguna disposición de caridad res-pecto de él antes de su reverencia; y por ello Dios no ha puesto en él su confianza”. Habría sido necesario que los dos primeros hicieran lo mismo. Uno habría debido decir: “Yo hablo con suficiencia, y por esto Dios no da la confianza a mi hermano”. Y el otro: “Mi hermano me da órdenes con humildad y caridad, pero yo soy indócil y no tengo temor de Dios”. De hecho, ninguno de los dos encon-tró el camino... ninguno se acusó a sí mismo. Cada uno, por el contrario, acusó a su prójimo. 86. Ésta es la razón por la que no logramos progresar y no llegamos a ser, aunque sea un poco, útiles. Más bien pasa-mos nuestro tiempo en corrompernos por los pensamientos de los unos contra los otros, y en atormentarnos a nosotros mismos. Cada uno se justifica, cada uno se descuida, como lo he dicho, sin observar nada; y –por otra parte– preferi-mos pedir cuenta al prójimo sobre la observancia de los mandamientos. Por eso no nos habituamos al bien: en cuan-to recibimos una pequeña ley, inmediatamente pedimos cuenta al prójimo y lo acusamos diciendo: “Debería hacer esto; ¿por qué ha obrado así?”. Más bien, ¿por qué no nos pedimos cuenta a nosotros mismos de los mandamientos y nos acusamos de no observarlos?
Recordemos aquel santo anciano a quien se le pregunta-ba: “¿Qué encuentras tú de más grande en este camino, Pa-dre?”. Y habiendo respondido: “Acusarse a sí mismo en todo”, fue alabado por el que lo había interrogado; y él agregó: “No hay otro camino que ése”. Asimismo el Abad Poimén decía con gemidos: “Todas las virtudes han entrado en esta casa excepto una, y sin ella apenas puede el hombre mantenerse en pie”. Y como se le preguntase cuál era esa virtud, respondió: “Acusarse a sí mismo”. San Antonio decía también que el gran trabajo del hom-bre era asumir su falta delante de Dios, y esperar la tenta-ción hasta su último suspiro. Por todas partes hallamos que los Padres, observando es-ta regla y refiriéndolo todo a Dios, aun las pequeñas cosas, han hallado paz. 87. Así se comportó aquel santo anciano que estaba en-fermo, y al cual el discípulo puso en su alimento aceite de lino en lugar de miel, lo cual es muy nocivo. El anciano no dijo nada, comió en silencio una primera y una segunda por-ción, lo que era necesario, sin acusar interiormente a su her-mano diciéndose que había obrado por desprecio, y sin decir tampoco una sola palabra que pudiera entristecerlo. Cuando el hermano se dio cuenta de lo que había hecho, co-menzó a afligirse y a decir: “Te he dado muerte, abad, y eres tú quien me ha hecho cometer este pecado, por tu silen-cio”. Pero el anciano le respondió con dulzura: “No te afli-jas, hijo mío, si Dios hubiera querido que yo coma miel, ha-bría sido miel lo que tú habrías puesto”. Y así él refirió en-seguida toda la cosa a Dios. Pero, buen viejo, ¿qué tiene que hacer Dios en este asunto? El hermano se equivocó y tú di-ces: “Si Dios hubiera querido...”. ¿Cuál es la relación? “Sí –dijo el viejo–, si Dios hubiera querido que yo coma miel, el hermano habría puesto miel”. Él estaba enfermo, habiendo pasado tantos días sin alimento; y, sin embargo, no se enojó contra el hermano, sino que, refiriendo la cosa a Dios, permaneció en calma. Bien habló el anciano, puesto que él, sabía que si Dios hubiera querido que él comiese miel, habría transformado en miel aun este aceite infecto. 88. En cuanto a nosotros, hermanos, ¡con cuánta frecuencia nos volvemos contra nuestro prójimo agobiándolo con reproches y acusándolo de desprecio y de obrar contra su conciencia! ¿Oímos una palabra? Enseguida lo tomamos a mala parte
y decimos: “Si él no hubiera querido herirme, no habría dicho eso”. ¿Dónde está aquel santo que decía, respecto de Semeí, “dejadlo maldecir, puesto que el Señor le ha ordenado mal-decir a David”? (2 Sam 16,10). ¿Acaso Dios ordenaba a un asesino maldecir al profeta? ¿Cómo se lo habría dicho Dios? Pero, en su sabiduría, el profeta sabía bien que nada atrae tanto la misericordia de Dios sobre el alma como las tenta-ciones, sobre todo las que sobrevienen en los tiempos de agobio y de persecución. También respondió: “Dejadle mal-decir a David, porque el Señor se lo ha ordenado”. Y, ¿por qué motivo? “Quizás el Señor mirará mi humillación, y transformará en bienes para mí su maldición”. Ved cómo el profeta obraba con sabiduría. Se enojaba contra aquellos que querían castigar a Semeí que lo maldecía: “¿Qué hay de común entre vosotros y yo, hijos de Sarquia? –decía él–; dejadlo maldecir, puesto que el Señor se lo ha ordenado”. ¡Cuán lejos estamos nosotros de decir, respecto de nues-tro hermano, “el Señor se lo ha ordenado”! Al contrario, apenas hemos oído una palabra de él, tenemos la misma reacción de un perro al que se le echa una piedra: deja al que se la ha tirado, y va a morder la piedra. Así hacemos no-sotros: abandonamos a Dios que permite que las pruebas nos sobrevengan para purificar nuestros pecados y corremos sobre el prójimo diciéndole: “¿Por qué me has hecho esto?”. Y cuando podríamos sacar gran provecho de estos sufri-mientos, nos perdemos en trampas que nos tendemos a no-sotros mismos, no
reconociendo que todo sucede por la Pro-videncia de Dios, según lo que conviene a cada uno. Que Dios nos dé inteligencia por las oraciones de los santos. Amén. ����� ������ �������� �� �������� ������������� � �������
9. (Hablando de Adán) Cuando un hombre no se aficio-na a acusarse a sí mismo, no teme incluso acusar a Dios. (Hablando de Adán y Eva) Pero ninguno de los dos se dignó acusarse a sí mismo, y ni uno ni otro ha mostrado la menor humildad. 10. (Hablando de Adán y Eva) Ahora veis claramente a qué estado hemos llegado, hacia qué numerosos males nos ha llevado la manía de justificarnos (negar la falta); la con-fianza en sí mismo y el aferrarse a la propia voluntad: son los vástagos del orgullo, enemigo de Dios. En cambio, los modos de la humildad son el acusarse a sí mismo, la descon-fianza del juicio propio y el odio a la propia voluntad , los cuales permiten restablecer el estado de naturaleza por la purificación de los santos mandamientos de Cristo. 91. El Abad Sózimo, cuando se le pedía que explicara la sentencia “donde no hay irritación, no hay combate”, de-cía: en efecto, si al comienzo de la turbación, cuando apare-ce el humo y las chispas, se toma la delantera acusándose a sí mismo y humillándose, antes de que se encienda la llama de la irritación, uno permanece en paz. 101. Todo pecado se origina ya del amor al placer, ya del amor al dinero, ya de la vanagloria. Igualmente la men-tira viene de estas tres pasiones. Se miente, ya sea para evitar ser acusado y humillado, ya para satisfacer un deseo, ya para lograr una ganancia. El mentiroso no deja de dar vueltas y vueltas en su ima-ginación los subterfugios posibles para alcanzar su fin. 187. Lucha para encontrar en todo el modo de acusarte a ti mismo, y ten fuertemente el desapego con ciencia 2. Cree que todo lo que nos pasa, hasta los más pequeños deta-lles, viene de la Providencia de Dios, y tú soportarás sin im-paciencia todo lo que te venga. Cree que el desprecio y los ultrajes son remedios para el orgullo de tu alma, y ruega por los que te maltratan, considerándolos verdaderos médicos. Persuádete que, quien aborrece la humillación, aborrece la humildad, y que todo aquel que evita a las personas irritan-tes huye de la dulzura. No busques conocer el mal de tu prójimo, y no abrigues sospechas contra él. Y si nuestra malicia las hace nacer, pro-cura transformarlas en buenos pensamientos. 196. Ponte en la cabeza que tú has dado pretexto a la tentación, aunque –por el momento– no encuentres la causa. Acúsate a ti mismo y ten paciencia y ruega, y yo ten-go confianza en que la ternura del buen Señor Cristo alejará la tentación. 30. En verdad, nada más precioso que la humildad. Nada más importante que ella. Si algo malo le ocurre al humilde, inmediatamente vuelve sobre sí, igualmente juzga que lo merece. Y no se permite reprobar a nadie ni echar la culpa a otro. Simplemente soporta, sin turbación, sin agobio y con toda quietud. Por eso “la humildad no se irrita ni irrita a nadie”. Bien lo ha dicho el Santo: ante todo, necesi-tamos la humildad. 63. El Abad Poimén decía que la propia voluntad es un muro de acero entre el hombre y Dios. Y añadía: “Es una piedra de choque” (roca de repulsión), puesto que enfrenta y pone obstáculos a la Voluntad de Dios.
Si un hombre renuncia a su propio querer, bien puede decir: “Señor, yo pasaré el muro, mi Dios, cuyo camino es irreprochable” (Sal 17,30-31). ¡Qué palabras admirables! Porque cuando se ha renunciado a la propia voluntad, se va sin reprochar nada por el camino de Dios. Y si se le obede-ce claramente, se ve que el camino de Dios es irreprochable. Se recibe una advertencia o bien un reto, entonces uno se aleja con desprecio y se rebela. ¿Cómo podrá escuchar a otro y seguir el mínimo consejo quien está aferrado a su propia voluntad? 98. No te fíes nunca de tus sospechas, porque una regla torcida hace torcido aun lo derecho. Las sospechas son enga-ñadoras y dañosas ... (dicho del Abad Juan). Nada más gra-ve que las sospechas. Son tan perjudiciales que, a la larga, llegan a persuadirnos y a hacernos creer con evidencia que vemos ciertas cosas, las cuales no existen o no han existido nunca.
97. Miente por la palabra quien recibe las sospechas. Si él ve a alguno que habla con un hermano, piensa: “Están ha-blando de mí”; y si dejan de hablar, entonces piensa que es a causa de su presencia. Si alguien dice una palabra, sospe-cha que es para ofenderlo. Brevemente, en cualquier cosa sos-pecha del prójimo y dice: “Es por mí que él ha hecho esto; es por mí que dijo tal cosa”. Tal es el que miente por el pensa-miento: no dice nada según la verdad, sino todo por conje-tura. De aquí provienen las curiosidades indiscretas, la male-dicencia, el hábito de andar escuchando, de discutir, de juz-gar. Sucede, además, que uno fabrica sus sospechas, y que luego los hechos
manifiestan la verdad de ellas. De modo que, alegando su deseo de enmendarse, alguno no cesa de es-piar a su alrededor diciéndose: “Cuando se habla contra mí, me doy cuenta de la falta que se me reprocha, y me corri-jo”. Pero, desde el vamos, el principio mismo de esta con-ducta es del Maligno. Porque es precisamente por una menti-ra que tal persona ha comenzado a examinarse: en su igno-rancia, ha conjeturado lo que no sabía. Entonces, ¿cómo puede un árbol malo dar buenos frutos? Si esa persona quie-re realmente corregirse, entonces no se turbe cuando algún hermano le dice “no hagas esto”, o “¿por qué has hecho esto?”, sino que haga una reverencia y lo agradezca. Enton-ces sí se enmendará. Y si Dios quiere que tal sea su volun-tad, no lo dejará extraviarse, sino que le enviará ciertamente a quien debe corregirlo. Y en lo que respecta a decir “es por mi enmienda que yo me fío de mis sospechas”, y en lo que respecta también a andar espiando y tomando nota por todas partes a su alrededor, todo esto es una falsa justifica-ción inspirada por el diablo que quiere engañarnos. 100. Aprendamos a no fiarnos nunca de nuestras suposi-ciones. Ninguna otra cosa aparta más al hombre de cuidarse de sus pecados, pues lo lleva a ocuparse constantemente de lo que no le importa. De esto no sale nada bueno, sino mil problemas, mil sufrimientos, y el hombre no llega nunca a adquirir la paz del temor de Dios. Por ello, cuando nuestra mentira interior siembra en nosotros sospechas, transfor-mémoslas, en el acto, en buenos pensamientos, y no nos ha-rán mal. Pues las sospechas y suposiciones están llenas de malicia y no dejan nunca al alma en paz. Esto es la mentira del pensamiento. 192. (Carta a un hermano que lo interrogó sobre la in-sensibilidad del alma y el enfriamiento de la caridad). Contra la insensibilidad del alma, hermano, es útil leer continuamente las divinas Escrituras, como también las sen-tencias catanycticas (aptas para producir la compunción) de los Padres teóforos, que invitan a pensar en los terribles juicios de Dios, a acordarse de que el alma saldrá del cuerpo y se encontrará con los terribles Poderes contra los cuales ha cometido el mal en esta corta y miserable vida; que también deberá comparecer ante el tribunal aterrador e incorruptible de Cristo para
rendir cuentas delante de Dios, de sus ángeles y de toda creatura. Rendir cuentas no sólo de las acciones sino también de las palabras, los pensamientos. Acuérdate también constantemente de esas palabras que dirá el juez terrible y justo a los que estarán a la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41). También es bueno recordar las grandes tribulaciones humanas, porque también así el alma dura e insensible se ablanda y toma conciencia de su propia miseria. En cuanto al debilitamiento de la caridad fraterna, pro-viene del hecho de que tú consientes en pensamientos de sospecha, y de que tú te fías de tu propio corazón, y de que tú nada quieres sufrir contra tu voluntad. En primer lu-gar, tú debes, con la ayuda de Dios, no hacer ningún caso de tus sospechas (suposiciones), y más bien aplicarte con todas tus fuerzas a humillarte delante de los hermanos, y a abne-gar para ellos la propia voluntad. Si uno de ellos te injuria o te aflige, ruega por él, como lo han dicho los Padres, pensan-do que ello te procurará grandes beneficios y te curará del amor al placer. Por ese camino se aplacará tu cólera, siendo la caridad –para los Santos Padres– “un freno a la cólera”. Pero ante todo pide a Dios que te dé un espíritu despierto y lúcido para conocer “lo que quiere de bueno, lo que es agradable y lo que es perfecto” (Rom 12,2), con la fuerza de estar dispuesto y rápido a toda obra buena. ����������
17. Es imposible encolerizarse contra el prójimo si de antemano uno no se ha subido en contra de él en su cora-zón, y si no se lo ha despreciado, juzgándose superior a él. 18. Si uno se turba cuando es corregido o acusado a propósito de una pasión, es signo de que la tiene voluntariamen-te. En cambio, soportar sin turbarse la acusación o la correc-ción muestra que se está lejos de tal pasión, o que se la tie-ne inconscientemente. 20. Siendo nosotros víctimas de las pasiones, no debemos fiarnos absolutamente de nuestro corazón, porque una regla torcida hace torcido todo lo que es derecho. *Publicado en el Boletín de Espiritualidad de la Provincia Argentina de la Compañía de Jesús, Nro. 87, mayo-junio de 1984. 1. No siempre el demonio tienta con una mentira. En la base de una tentación, bien puede existir una verdad, pero vivida en el mal espíri-tu. Tal es la doctrina del Beato Fabro: “Otro deseo sentí en la Misa, es a saber, de que todo bien que yo pudiese hacer, o pensar, u ordenar, etc., fuese por medio del buen espíritu y no por medio del malo. De allí vine a pensar cómo nuestro Señor no debe tener por bien de refor-mar algunas cosas de la Iglesia según el modo de los herejes; porque ellos, aunque muchas cosas, así como también los demonios, dicen verdad, no la dicen con el Espíritu de verdad, que es el Espíritu San-to” ( Memorial , n. 51; cf notas 84 y 375 de la edición castellana, Edi-ciones Diego de Torres, San Miguel, 1983). Aquí se basa –en gran par-te– la estructura de la ideología. Aparentemente, la ideología parece ser fruto de una verdad, de una opinión; sin embargo –en la realidad– es fruto de la voluntad (en la terminología del Beato Fabro, del mal espíritu). De ahí que una ideología deba ser juzgada siempre, no por su contenido, sino por el espíritu que la sustenta, que no es precisa-mente el Espíritu de la verdad. 2. “El desapego ( apsefiston) con ciencia” no es de fácil traduc-ción, porque resume tesoros de análisis y de experiencia (cf I. Hausherr, Penthos, p. 104). Podría
significar el desapego total que se mani-fiesta en el hábito, o al menos en la resolución de no querer ni darse ni aceptar de otro cualquier tipo de superioridad (cf I. Hausherr, Direction spirituelle en Orient autrefois, p. 317). Índice Prólogo 5 La acusación de sí mismo 9 Doroteo de Gaza, sobre la acusación de sí mismo 23 Instrucción Nro. 7 23 Otros textos 37 Sentencias 45