Índice
Cubierta Índice Colección Portada Copyright El mejor alimento para la patria de los hombres (por Diego Golombek) Introducción. Ciencia y pobreza: definir las privaciones no es lo mismo que experimentarlas 1. Los números de la pobreza. El mapa no es el territorio 2. Cómo se forma y cómo cambia el sistema nervioso durante el desarrollo (o qué es la plasticidad neural)
El inicio del cambio Momentos y oportunidades Los cambios no son todos iguales: heterogeneidad de la plasticidad neural El aporte de las neuroimágenes 3. Ventanas de oportunidad para el cambio. Períodos críticos y epigenética ¿Crítico o sensible? La construcción de individualidad 4. Los costos cerebrales de la pobreza. La producción de residuos humanos ¿Cómo se evalúa la autorregulación? Conceptos básicos Autorregular bajo el imperio de la pobreza Neuroimágenes de la pobreza en funcionamiento Llevar la pobreza bajo la piel Residuos entre residuos La hipoteca más vergonzante: comer poco, comer mal 5. Intervenir desde el conocimiento: la ingeniería del cambio (o cómo la ciencia del desarrollo puede
contribuir a proteger y mejorar el afianzamiento cognitivo) Los programas de intervención temprana Cómo diseñar un programa de intervención. La perspectiva multimodular Programas de intervención en contextos escolares. La perspectiva educativa Intervenir atendiendo al desarrollo neurocognitivo. La perspectiva neurocientífica contemporánea Historia de un programa de investigación La primera generación de intervenciones La introducción de tecnologías de la información y la comunicación en las intervenciones La incorporación de las madres a las intervenciones La búsqueda de diferencias individuales: ¿cómo detectar predictores del cambio?
Aprendiendo de las tensiones entre políticas de salud y de ciencia Otras experiencias de intervención Conclusiones. Las necesidades del futuro Un gran aporte para derribar las barreras de la exclusión (por J. Leonardo Yánez) Bibliografía
colección ciencia que ladra Dirigida por Diego Golombek
Sebastián Lipina
POBRE CEREBRO Los efectos de la pobreza sobre el desarrollo cognitivo y emocional, y lo que la neurociencia puede hacer para prevenirlos
Lipina, Sebastián Pobre cerebro: Los efectos de la pobreza sobre el desarrollo cognitivo y emocional, y lo que la neurociencia puede hacer para prevenirlos.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2016.(Singular) E-Book. ISBN 978-987-629-675-5 1. Neurobiología. I. Título. CDD 573.8 © 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A. Diseño de portada: Juan Pablo Cambariere Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina Primera edición en formato digital: julio de 2016 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-675-5
El mejor alimento para la patria de los hombres
Diego Golombek[1] Me vistió la pobreza, me lamió el cuerpo el río, y del pie a la cabeza pasto fui del rocío. Miguel Hernández, “Las abarcas desiertas” Existe en inglés un bello juego de palabras: food for thought, algo así como alimentos para el pensamiento. Pero esta metáfora intelectual tiene también su aspecto concreto, corporal: lo que comemos, lo que hacemos, nuestros estilos y calidades de vida, tienen mucho que ver con lo que le pasa a nuestro cerebro. Y si la verdadera patria de los hombres es la infancia,[2] lo que hagamos con ese cerebro en los primeros meses y años de vida puede marcar un camino de rosas o de serpientes para todo lo que venga después. Todos hemos oído hablar del genoma humano, ese conjunto de instrucciones que hace que seamos personas,
jugadores de básquet o de ajedrez, sebastiancitos. Es, en cierta forma, lo que traemos de fábrica, el color de los ojos, la propensión a ciertas enfermedades y sí, nos marca bastante. Pero no es todo: somos también lo que hacemos con lo que traemos de fábrica: la comida, los mimos de papá y mamá, la clase de gimnasia o la de geografía, la frazada en el invierno y el helado en verano. En otras palabras, también nos constituye el ambiente que nos toque en suerte o en desgracia. Y quizá donde más se marque este efecto ambiental sea en el cerebro, ese aparato que, de alguna manera, nos hace ser quienes somos. Allí cambia, todo cambia, se acallan o gritan las charlas entre neuronas, se hacen y deshacen circuitos, crecen y decrecen áreas. Sabemos hoy que el cerebro es especialmente sensible al estrés crónico, al maltrato, la carencia física y afectiva… a la pobreza. Así como a Mafalda le partía el alma ver gente pobre (mientras que Susanita opinaba que “bastaba con esconderlos”), a Sebastián Lipina le parte el alma cómo la pobreza, pese a los esfuerzos por erradicarla, impacta sobre el desarrollo y funcionamiento del sistema nervioso. Por eso, trata de entender las raíces del mal, esa desigualdad que no hemos podido sacarnos de encima, la falta de comida, de estímulos, de alegrías; todo lo que hace que el cerebro de un chico pueda o no estar adecuadamente alimentado, estimulado, alegre y en crecimiento. Lo bueno es que Sebastián no se queda en el
diagnóstico, la desilusión o la queja, sino que presenta y propone diferentes iniciativas sobre qué hacer, cómo dar vuelta los efectos de la pobreza temprana. A caballo entre la sociología, la neurociencia y la ética, este libro nos muestra el cerebro que no miramos, que elegimos no mirar porque, de nuevo Mafalda, “el mundo queda tan, tan lejos”… Pero no, queda allí, en lo que vivimos cada vez que salimos a la calle, y queda también aquí, dentro del cráneo, entre las dos orejas. Sebastián Lipina nos abre los ojos frente a efectos menos conocidos de la desigualdad, y propone establecer una suerte de “agenda neurocientífica de la pobreza”, un paso necesario para que, de a poco, vivamos en un mundo mejor y más justo para todos. 1 Doctor en biología, especializado en cronobiología. Es uno de los más reconocidos divulgadores científicos en lengua castellana, actividad que desarrolla en la prensa escrita, en el campo editorial, y en radio y televisión. Es autor de numerosos papers y libros, en su gran mayoría publicados por Siglo XXI Editores, donde también dirige la colección Ciencia que ladra… 2 Al menos según el poeta Rainer Maria Rilke.
Introducción Ciencia y pobreza: definir las privaciones no es lo mismo que experimentarlas
¡Ah, cuán duro es decir cuál se mostraba esta selva salvaje, áspera y fuerte, que aún en la mente el pavor renueva! Dante Alighieri (1304-1308), La Divina Comedia, Infierno, canto I, vv. 4-6 Qué es la pobreza y cómo la experimentamos los seres humanos son dos preguntas que trascienden el interés científico. En primer lugar, porque es un fenómeno que afecta a más de la mitad de la humanidad y que condiciona las posibilidades de que las personas vivan sus vidas con dignidad. La pobreza enferma y mata mucho más pronto en comparación con aquellas condiciones en las que están garantizados la satisfacción de los derechos a la salud, la educación y el trabajo. Por eso, puede obstaculizar las oportunidades de crecimiento y aprendizaje de niños y
adultos, hipotecando sus posibilidades de inclusión social, educativa y laboral durante todo el ciclo de la vida. Además, la pobreza está lejos de ser una experiencia homogénea para los miles de millones de personas que la padecen. Las privaciones de un niño pobre que vive en la región andina de Perú o Bolivia no son experimentadas de manera similar a las de otro niño pobre que vive en un país de África subsahariana o de la India. Con todo, aun dos niños pobres que se crían en el mismo barrio de una ciudad no experimentan de la misma forma las privaciones, porque su sensibilidad a ellas puede ser diferente, así como la red social y de cuidado que los contiene o los rechaza. Como podrá anticipar el lector, la importancia del tema es, sobre todo, moral. El interés científico radica en intentar echar luz sobre las causas y los mecanismos de la pobreza, y sobre sus consecuencias para la vida de las personas. Y con eso, generar respuestas que estén a la altura de la emergencia moral de nuestros tiempos, en que se ha perdido el interés por el sufrimiento de los demás.
Lo que la pobreza le hace al cuerpo El término “pobre” proviene del latín pauper, que significa “que produce poco, infértil”. A su vez, este adjetivo deriva de la raíz indoeuropea pau, “poco o
pequeño”. En ese contexto, “pobreza” remite a la condición de parir o engendrar poco, en el caso del ganado, o de tener escaso rendimiento, en el de la agricultura. Así, desde su origen, es una palabra que remite a los sistemas productivos de las sociedades humanas. Con el gradual advenimiento de las formas de producción industrial, “pobreza” adquirió nuevas significaciones vinculadas a las carencias en las condiciones de vida que impiden satisfacer necesidades y derechos básicos de las personas. Desde la perspectiva de la vida cotidiana de los adultos, suele ser una experiencia psicológica tensa y penosa que se traduce en impotencia y pérdida de libertad para elegir y actuar. Esa experiencia está marcada por la precariedad de los medios de sustento, transitorios e inadecuados; viviendas inseguras, sin servicios y socialmente estigmatizadas; el hambre, el cansancio y las enfermedades crónicas; la inequidad y los problemas en las relaciones de género; la discriminación y el aislamiento en los vínculos sociales; así como por conductas de indiferencia y abuso por parte de quienes están en posiciones de poder. Desde luego, también inciden la exclusión institucional, la fragilidad de las organizaciones sociales y la disminución de las capacidades por falta de información, educación, habilidades y confianza. En síntesis, la pobreza es una violación de la dignidad humana, en tanto trunca el
desarrollo de las capacidades de las personas, y una de las señales más potentes de desigualdad. En cualquiera de sus definiciones y más allá de la forma en que se mida, causa enfermedad, muerte prematura y humillación, que se asocia con la discriminación, la sujeción, la vergüenza y la falta de confianza. Para los niños, el contexto de carencias y privaciones aumenta la probabilidad de que su crecimiento físico y desarrollo psicológico se vean afectados por las dificultades para acceder a la alimentación e inmunización adecuadas incluso desde antes del nacimiento. (Las probabilidades de adquirir enfermedades prevenibles que, en muchos de estos casos, resultan letales aumentan con la exposición a ambientes inseguros e insalubres.) Por otra parte, muchas de las carencias que conlleva la pobreza son de carácter simbólico: las condiciones de vida hacen que las oportunidades de estimular las competencias cognitivas y el desarrollo emocional, intelectual y social de los niños disminuyan porque la tensión psicológica y la impotencia de los adultos para alcanzar estándares mínimos de dignidad cotidiana pueden provocar un aumento de la incidencia de estresores en los ambientes de crianza. Los estresores son circunstancias ambientales –por ejemplo, las carencias materiales y afectivas típicas de la vivencia de la pobreza– que activan un sistema de adaptación orgánico que involucra diferentes partes del
sistema nervioso central y autónomo y se denomina “eje HPA”, porque involucra al hipotálamo, la glándula pituitaria y la médula adrenal, aunque también se conecta con otras redes neurales del cerebro y modula su funcionamiento. En situaciones tempranas de adversidad causadas por la pobreza extrema, el maltrato y el abandono, el sistema se activa en forma crónica y daña la salud física y psicológica de todos los integrantes de la familia, en especial de los niños, desde antes de su nacimiento. Uno de los aspectos que la pobreza y el estrés crónicos afectan de forma significativa es el desarrollo de las competencias autorregulatorias.
Pensamiento estratégico y adaptación al ambiente La autorregulación es un concepto psicológico que se refiere a todas aquellas conductas que se orientan a solucionar un problema específico, a un fin particular (véase “¿Qué es la autorregulación?”). Abarca conductas que ayudan a las personas a adaptarse a los cambios que se producen en sus ambientes de crianza, de estudio, de trabajo, de recreación o de cultivo espiritual. Estas conductas complejas se construyen, se aprenden y se modifican durante todo el ciclo vital. La investigación en psicología del desarrollo y en neurociencia ha permitido identificar qué procesos elementales las constituyen:
la atención; la identificación de pensamientos y emociones más o menos útiles para lograr un objetivo; el recuerdo y uso de información relevante para lo que se busca hacer; la posibilidad de cambiar el rumbo del pensamiento o la acción cuando las circunstancias ambientales se modifican; la capacidad de imaginar los pasos a seguir para realizar una tarea compleja y luego ejecutarlos o la de monitorear y modificar el curso del pensamiento y las emociones propios durante la realización de las tareas.
Cada uno de estos procesos psicológicos específicos se construyen biológica y ambientalmente por medio de la socialización que propone cada cultura. En términos neurobiológicos, la autorregulación se asocia con la organización de diferentes redes neurales en el sistema nervioso, cuya maduración y desarrollo tienen lugar durante las dos primeras décadas de vida. En los próximos capítulos se presentan ejemplos de las técnicas conductuales y de neuroimágenes que se utilizan para explorar el surgimiento y el desarrollo de los procesos autorregulatorios.
El eje HPA, el encargado de responder al estrés
El eje HPA (la “H” corresponde a hipotálamo, la “P” a pituitaria, y la “A” a adrenal) entra en funcionamiento cada vez que una persona afronta una situación de estrés y sirve para adaptarnos a
un ambiente percibido como amenazante, preparándonos para dar una respuesta. Aquí se muestran los principales componentes y conexiones de este sistema de autorregulación, que posee mecanismos de retroalimentación en los niveles molecular y celular. Su activación se ve modulada por diferentes tipos de influencias, como el tipo de estresor (no es lo mismo escapar de un león que intenta comernos, que resolver un ejercicio de álgebra o hablar ante un auditorio de quinientas personas), la duración de tal circunstancia, el contexto en que se produce y la edad y el género de la persona que enfrenta la situación. También depende de las características genéticas, dado que las personas encaramos de diferentes modos los entornos que nos desafían y por eso mismo divergen las formas en que procesamos y expresamos nuestras respuestas autorregulatorias. Cuando el sistema se activa, el hipotálamo pone en circulación la hormona liberadora de corticotrofina que al llegar a la glándula pituitaria activa precisamente la segregación de dicha sustancia.[3] Cuando las cortezas adrenales (esto es, situadas encima de los riñones) reciben la corticotrofina, liberan a su vez diferentes tipos de corticoesteroides, que actúan sobre la corteza
frontal, el hipocampo y la amígdala,[4] estructuras relacionadas con la autorregulación emocional y cognitiva. Como producto de este ciclo de activaciones, en el organismo se dispara un conjunto de mecanismos que contribuyen con la adaptación al ambiente e involucran a diferentes moléculas y hormonas que pueden ser procesadas por diferentes sistemas orgánicos, como el cardiovascular o el inmunológico. Esto significa que el afrontamiento de situaciones estresantes genera una activación compleja e integrada de diferentes mecanismos, e involucra también cambios en el procesamiento cognitivo y emocional. Cuando esta activación general del sistema se sostiene en el tiempo –es decir, cuando se vuelve crónica–, puede afectar la integridad de diferentes sistemas neurales y alterar su funcionamiento. Además, puede generar el desgaste y la enfermedad de diferentes sistemas orgánicos. Como el desarrollo del eje HPA comienza durante el período perinatal, la activación crónica temprana puede afectar el desarrollo infantil y alterar las posibilidades de aprendizaje e inclusión social.
La investigación también ha demostrado que el desarrollo autorregulatorio puede ser modificado por las pautas de crianza en el hogar, la socialización y la educación formal y no formal. Esta posibilidad de cambio, sumada a un desarrollo extendido en el tiempo, también significa que la autorregulación es más vulnerable en entornos poco estimulantes o con estresores intensos y habituales. La naturaleza compleja del desarrollo autorregulatorio impone la necesidad de implementar conceptos y metodologías combinadas, provenientes de diferentes disciplinas, para poder identificar y estudiar su modulación en contextos de pobreza.
Problemas actuales en el estudio científico de la pobreza La conceptualización de la pobreza como problema social es un aporte reciente. En ese sentido, que existan pobres en el mundo significa que la civilización contemporánea propone una racionalidad que trastorna la vida de muchas personas, pues las deja en situaciones adversas, de carencia, que vulneran sus derechos humanos, las enferman desde antes de su nacimiento y les acortan la vida. De hecho, los Objetivos de Desarrollo del Milenio (OMD, propuestos a principios de los años noventa por los organismos multilaterales de las Naciones Unidas para
reducir las consecuencias de la desigualdad y la pobreza) parecen no haber cuestionado lo suficiente la organización misma de la economía que, en lugar de ser inclusiva, incrementó una crisis que, en términos de Bauman, no contribuye a generar una racionalidad superadora basada sobre la noción de “bienestar humano” (Bauman, 2005). En la actualidad, los organismos multilaterales están discutiendo nuevamente cómo abordar estos problemas a partir de evaluar los alcances relativos de los OMD, ya reemplazados por los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS), nombre con el que se conoce la agenda para el desarrollo humano post-2015. Recién en esas discusiones comienza a tratarse la importancia de incluir el bienestar humano en las consideraciones del crecimiento de las sociedades; esto involucra una crítica a los postulados basados sólo en indicadores macroeconómicos, como el producto bruto interno, que dejan de lado la inclusión social. Más allá de la importancia de este cambio conceptual, que plantea el crecimiento de las sociedades sobre la base de la inclusión y el bienestar de las personas, el camino para lograr equidad y detener la producción de residuos humanos, o al menos la hipoteca que pesa sobre la salud física y mental de las futuras generaciones, continúa siendo largo y sembrado de obstáculos por parte de sectores con intereses variados, tanto altruistas como mezquinos. Desde inicios del siglo XX, las ciencias sociales,
humanas, de la salud y biológicas han propuesto diferentes definiciones para los estados de carencia material y simbólica que caracterizan la pobreza y han elaborado estrategias para modificarlos a través de acciones y políticas que varían de acuerdo con distintas concepciones e ideologías de seguridad e inclusión social. Algunas de esas definiciones reposan sobre conceptos como los de ingreso insuficiente, indigencia, brecha, línea subjetiva, desempleo, privación, insatisfacción de necesidades básicas, marginalidad, malestar, precariedad, hacinamiento, supervivencia, cultura de la pobreza, dependencia, mendicidad, desventaja, vulnerabilidad, incapacidad, desigualdad, segregación, distancia social y económica, sometimiento y explotación (Spickler y otros, 2009). Las formas de definir y medir la pobreza utilizadas antes de la década de 1980 se basaban sobre concepciones unidimensionales y estáticas –sólo tenían en cuenta un criterio o dimensión de la carencia, sin observar su cambio en el tiempo– que tendían hacia una noción de la pobreza estratificada en niveles socioeconómicos, como la distinción entre clase baja, media y alta. Luego la pobreza comenzó a concebirse como un fenómeno multidimensional, lo llevó a generar definiciones que consideraran diferentes aspectos de la vida de las personas que la padecen. Los índices de desarrollo humano ajustados por desigualdad, la inequidad de género y la pobreza en todo su alcance,
que comenzaron a ser utilizados por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 2010, son uno de los productos de esos esfuerzos. Dichos índices están compuestos por diferentes indicadores: entre otros, la esperanza de vida al nacer, el promedio de años de educación, el ingreso anual per cápita, la mortalidad materna, los embarazos en la adolescencia, el cupo femenino en las legislaturas, la participación de las mujeres en la fuerza laboral, la matrícula escolar, el saneamiento, los bienes y el acceso al agua potable y a la electricidad , la nutrición y la mortalidad infantil. Este tipo de definiciones se imponen gradualmente en los informes mundiales de organismos multilaterales como el PNUD y Unicef. Un denominador común característico de la construcción conceptual de indicadores de pobreza y de desarrollo humano, tanto uni- como multidimensionales, es que la pobreza es concebida como un fenómeno complejo que involucra múltiples factores individuales y ambientales (en continua interacción y cambio) y que acontece, en contextos culturales e históricos específicos. Por “factores individuales” entendemos los aspectos biológicos y psicológicos que porta cada individuo desde su concepción y durante todo su desarrollo. Con “factores ambientales”, en cambio, nos referimos tanto al espacio físico que habitamos como a la compleja trama de intercambios materiales y simbólicos, propios de los
contextos sociales, que involucran a congéneres, instituciones, sistemas normativos y valorativos, y que están contenidos en un bioma –esto es, un área biogeográfica con determinado tipo de vegetación, fauna y sistema climático–. En este complejo escenario, la definición conceptual de la pobreza –es decir, qué es– constituye un tema crítico, ya que determina la forma en que se estudia el fenómeno y, por lo tanto, el diseño de estrategias o políticas de intervención para modificar sus causas y sus efectos. Respecto del desarrollo psicológico, dados sus múltiples condicionamientos biológicos, ambientales y culturales, resulta necesario establecer tanto la pertinencia como las limitaciones de los enfoques adoptados en las investigaciones. Por ejemplo, la pobreza definida en términos de ingreso brinda información acerca de la capacidad de un hogar para conseguir dinero y solventar sus gastos en un momento dado. Por su parte, el criterio fundado sobre la noción de “necesidades básicas insatisfechas” (NBI), aunque también refiere a una condición de carencia, muestra una forma crónica, de larga data, de experimentar la pobreza por parte de un grupo familiar. Si bien ambos indicadores pueden ser útiles para estudiar el impacto de la pobreza sobre el desarrollo infantil, no permiten establecer aspectos específicos de las vivencias suscitadas por ella; así, no consigue dar cuenta de cómo los niños la enfrentan a
diario. Para eso, es necesario incorporar otros indicadores que sí los contemplen, y muchos han comenzado a surgir hace poco más de una década. En otras palabras, analizar el impacto de la pobreza sobre el desarrollo cerebral y psicológico utilizando sólo el nivel de ingreso familiar o la insatisfacción de las necesidades básicas no permite explorar cómo se relaciona la compleja trama de fenómenos propios de la experiencia de la pobreza, qué aspectos están involucrados ni en qué momentos del desarrollo estructural y funcional del sistema nervioso operan. Estas cuestiones todavía no ingresaron a la agenda del estudio neurocientífico en forma adecuada (retomaremos este tema más adelante). Por lo general, este campo de investigación utiliza definiciones similares a las de economistas y sociólogos: considera la pobreza como un tipo de relación entre carencias materiales y psicológicas, y en términos de la falta de recursos monetarios y materiales para satisfacerlas. A su vez, las diferencias epistemológicas e ideológicas hacen que cada disciplina plantee problemas y formas de análisis propias. Por ejemplo, para los organismos oficiales de América Latina que adoptan una perspectiva económica, la pobreza remite a un conjunto de requisitos psicológicos, físicos y culturales cuyo cumplimiento representa una condición mínima necesaria para el desarrollo de la vida humana en sociedad (Cepal, 1994). Esta definición distingue dos dimensiones –las
necesidades básicas y los satisfactores– y considera que las primeras son finitas y permanentes, mientras que los segundos están históricamente determinados. Esto implica la posibilidad de construir proyectos de vida dignos que respeten los derechos humanos básicos de alimentación, salud, educación, seguridad y trabajo depende de la forma y el momento en que cada comunidad decida hacerlo. Por otra parte, algunos autores han planteado que el concepto “pobreza” no debería constituir en sí mismo un juicio de valor ni una definición política, y que su medición debería considerarse un ejercicio descriptivo que evalúe los estándares de necesidades prevalentes en cada sociedad. Es decir, consistiría en una tarea empírica que relaciona los hechos con lo que se considera privación. Otros enfoques proponen revisar esos esquemas y profundizar el análisis de las consecuencias de límites y de sesgos, a fin de evitar perspectivas epistemológicas que impidan que las personas clasificadas como “pobres” sean reconocidas como congéneres, sujetos con pensamientos y sentimientos (Vasilachis de Gialdino, 2003). Los organismos gubernamentales y multilaterales prácticamente no recurren a las definiciones que incluyen el sufrimiento psicológico, aunque sí se apoyen en las recientes versiones multidimensionales. Las razones de esta ausencia son variadas, pero suelen vincularse con criterios conceptuales y metodológicos sesgados por
conceptualizaciones económicas o sociológicas; con la falta de recursos materiales y humanos para relevar ese tipo de información; con la dificultad de la evaluación de los procesos psicológicos tanto en adultos como en niños, y con las distancias y prejuicios entre los investigadores que estudian la pobreza y las personas que la sufren. Es posible mencionar algunas excepciones, como los proyectos Young Lives y OPHI[5] de la Universidad de Óxford, el proyecto sobre pobreza infantil del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA)[6] y un informe de la oficina del PNUD en Estambul (UNDP, 2014). Young Lives recaba información sobre el desarrollo y las condiciones de vida de doce mil niños de Perú, Vietnam, Etiopía e India durante sus primeros quince años de vida. El abordaje que utiliza incluye indicadores clásicos de pobreza, pero también la voz y la capacidad de acción de los niños a partir de entrevistas y de la construcción de narrativas que dan cuenta de sus vidas cotidianas en términos accesibles para todo tipo de personas. De forma similar, la iniciativa OPHI se propone relevar información sobre las condiciones de vida de personas de todo el mundo y combina los nuevos criterios de los organismos multilaterales con otro proveniente de la descripción en términos narrativos de lo que implica la experiencia de pobreza en diferentes sociedades. Además, el barómetro de la Deuda Social con la Infancia –que forma parte del ODSA– incluye entre sus instrumentos de
medición los relacionados con el ingreso y las necesidades básicas, pero también incorpora de manera innovadora indicadores asociados al respeto o violación de los derechos de los niños en términos de los artículos propuestos por la Convención sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas. Algunos de estos –por ejemplo, los referidos al juego de los niños con sus familiares, a las actividades en el hogar tendientes a la estimulación del aprendizaje, las prácticas recreativas o la celebración de los cumpleaños– resultan elocuentes a la hora de considerar el bienestar psicológico de los niños. Y el informe del PNUD ya mencionado registró el impacto de la pobreza sobre la vida psíquica de adultos y niños en diferentes sociedades. El objetivo de ese instrumento es informar al sector privado sobre prácticas innovadoras de inclusión social para que las implementen en sus sistemas de administración de recursos humanos.
La experiencia de la pobreza en los niños Si bien todos estos esfuerzos son muy positivos, distan de ser suficientes y de estar generalizados. Todavía estamos inmersos en una cultura en la que priman los criterios de ingreso y necesidades básicas para identificar a quienes sufren la tragedia de la pobreza. Sin embargo, en la medida en que estas perspectivas puedan ampliarse e incluyan la dimensión del sufrimiento humano, también
será factible superar la ceguera moral de las definiciones que reducen un fenómeno complejo que afecta la vida de millones de personas a un conjunto discreto de variables económicas. Desde una perspectiva moral, el uso de indicadores sencillos que buscan evitar la complejidad metodológica y logística, propio de los criterios clásicos de medición de pobreza, no debería primar sobre la consideración del sufrimiento de nuestros congéneres. El enfoque multidimensional del fenómeno ha estimulado a los investigadores del área de la ciencia del desarrollo a estudiar su carácter dinámico y sus múltiples impactos. Recién a mediados de la década de 1990 comenzó a tenerse en cuenta el momento en el que se inician las privaciones en la vida de un niño y su duración. También en esa etapa se empezaron a investigar las correlaciones entre los distintos factores de la pobreza y sus efectos en la salud física y psicológica. Por lo general, el consenso actual en ese ámbito es que el impacto de la pobreza sobre el desarrollo emocional, cognitivo y social de los niños depende de la cantidad de factores de riesgo a los que están expuestos, de los momentos de la vida en los que experimentan las privaciones y de su susceptibilidad al ambiente (es decir, de sus posibilidades de adaptarse a la adversidad). Por ejemplo, algunos estudios realizados durante las últimas dos décadas en diferentes sociedades del mundo sugieren que cuanto más tiempo vive una familia en situación de pobreza menor es la cantidad y
calidad de los estímulos para el desarrollo cognitivo y el aprendizaje en el hogar (Bradley y Corwyn, 2002). Otras investigaciones indican que tanto la pobreza persistente como la ocasional pueden afectar el desarrollo cognitivo y emocional de los niños; desde luego, los efectos de la primera suelen ser más pronunciados. También hay especialistas que indagan si los niños viven en centros urbanos o rurales, dado que esos contextos difieren, entre otros factores, en términos de estructuras familiares, división del trabajo, acceso a los sistemas de salud, educación y seguridad social, y en las características de las comunidades y de las redes sociales de apoyo familiar: el contexto rural se asocia a una mayor incidencia de los impactos de la pobreza y la indigencia. Por último, diferentes estudios realizados durante las últimas cuatro décadas han permitido identificar otros factores decisivos como el estado de salud de los niños desde antes de su nacimiento; la educación, ocupación y salud mental de padres y maestros; la estimulación del desarrollo emocional, cognitivo, del lenguaje y del aprendizaje en el hogar, la escuela y la comunidad; la presencia de factores que generan estrés en cualquiera de esos contextos de desarrollo; el acceso de padres y niños a los sistemas de seguridad e inclusión social, y el sistema de normas, valores, creencias y expectativas de cada comunidad. A la hora de idear acciones orientadas a prevenir o actuar sobre los efectos de la pobreza, estos
factores pueden considerarse blancos de las intervenciones. Algunos estudios efectuados en los años noventa permitieron observar que el mismo nivel de ingreso o confort material puede ser percibido de forma diferente por los integrantes de una familia si los padres comunican o no a sus hijos sus preocupaciones sobre la inseguridad económica o si se dejan de lado los materiales y experiencias que permitan estimular el aprendizaje de los niños por falta de recursos. Esto sugiere que la experiencia subjetiva también explica en parte los efectos de la pobreza sobre el bienestar psicológico de los niños y su desempeño; por lo tanto, debe considerársela en el momento de diseñar una acción o intervención orientada a optimizar el desarrollo humano. Otros estudios han mostrado que la falta de apoyo familiar durante la escolaridad primaria también podría influir. Asimismo, la experiencia subjetiva de la pobreza depende en muchos casos de las comparaciones entre pares en los diferentes contextos de desarrollo, incluidos los medios masivos de comunicación y las redes sociales virtuales. Como sociedad deberíamos procurar adquirir aprendizajes y generar competencias de comunicación que nos permitan interactuar con otros grupos de personas: con profesionales, con técnicos y con aquellos que realizan proyectos y políticas en áreas que involucran el desarrollo humano porque, en última instancia, las
intervenciones de organismos gubernamentales y no gubernamentales pueden modificar las consecuencias de la pobreza, algo que sin duda no puede hacerse sólo sobre la base de la actividad académica. La investigación científica puede aportar conocimientos acerca de cuáles son los métodos de evaluación de los procesos y resultados del desarrollo más adecuados en función de las planificaciones de los entes gubernamentales y multilaterales; además de acercar las discusiones teóricas que alimentan la construcción de prácticas políticas en función de cómo la sociedad, a partir de distintas fuentes de conocimiento, actualiza las nociones de desarrollo infantil. Entre tanto, la ciencia debe cuestionarse a sí misma para delimitar su lugar en las transformaciones culturales y morales que hoy en día requiere nuestra civilización y también debe interpelar de manera constructiva a quienes diseñan las políticas públicas. En particular, la ciencia del desarrollo contemporánea aporta información que permite describir una porción mínima, pero significativa, del impacto de la pobreza sobre el desarrollo humano. Una parte importante de esa contribución tendría que orientarse a nutrir un compromiso ético que contribuya a hacernos comprender por qué la pobreza es uno de los fenómenos más prevalentes en todo el mundo; cómo destruye oportunidades de desarrollo y enferma prematuramente a las personas, y qué alternativas de
cambio e innovación es posible considerar teniendo en cuenta esos mecanismos de destrucción.
Reflexiones y urgencias actuales Este libro busca orientar al lector interesado en pensar las respuestas a esas preguntas desde la perspectiva actual de la psicología y la neurociencia cognitiva del desarrollo. Su título propone reflexionar acerca de lo que nuestra civilización genera en el cerebro de las personas, pero también sobre las limitaciones de esas dos disciplinas contemporáneas para comprenderlo y construir conocimientos que contribuyan a protegerlo, tarea que necesariamente requiere salir del laboratorio e integrarse con otras disciplinas y prácticas sociales. No abordaremos aquí la cuestión de los mecanismos con que nuestra civilización causa desigualdad, sino la evidencia psicológica y neurocientífica de la pobreza como forma de esa desigualdad en el nivel autorregulatorio –como mecanismo de disminución de oportunidades para el desarrollo de capacidades– y algunos elementos centrales para pensar la construcción de la igualdad. En cada uno de los capítulos que siguen haremos foco sobre un conjunto de líneas de investigación iniciadas durante la segunda mitad del siglo XX que siguen siendo productivas en la actualidad. En el capítulo 1 presentaremos un panorama de la situación mundial y
regional de la pobreza general e infantil que, aunque se sostenga en estadísticas, permite apreciar el nivel de la tragedia en que está inmersa la humanidad. En el capítulo 2, a partir de la evidencia actualizada que brinda la neurociencia sobre los fenómenos de cambio conocidos como “plasticidad neural”, reflexionaremos acerca del impacto de la pobreza sobre el desarrollo cognitivo y emocional en las distintas etapas de la infancia y la adolescencia y también acerca de las oportunidades de cambio. El capítulo 3 examina dos temas centrales que resultan condicionantes y limitan esas oportunidades: la susceptibilidad del individuo ante las demandas que le impone el ambiente en el que lleva adelante su existencia, y los cambios que el contexto puede generar en la constitución de los sistemas nervioso e inmunológico a partir de la modulación de la expresión de los genes que los construyen durante el ciclo vital. El capítulo 4 presenta la evidencia que la psicología del desarrollo y la neurociencia cognitiva han generado durante las últimas tres décadas acerca de cómo la experiencia de la pobreza –la falta de nutrición y estimulación ambiental temprana adecuada, la exposición a drogas y tóxicos ambientales desde la concepción y la activación crónica de los estresores ambientales– impacta sobre la constitución y el desarrollo del cerebro y sobre cómo este conjunto de factores condiciona las posibilidades de las personas para
construir proyectos de vida bajo la premisa de la conciencia de ser sujetos de derecho. El capítulo 5 presenta ejemplos y resultados de diferentes iniciativas orientadas a diseñar e implementar acciones para contrarrestar los efectos de la pobreza sobre el desarrollo emocional, cognitivo y social. En las conclusiones proponemos algunas formas de contribuir en el futuro a la construcción de una civilización que garantice la equidad, de manera que todos podamos aspirar a oportunidades de construir proyectos de vida dignos. Es fundamental que el lector recuerde que la agenda de investigación que incluye el estudio de la pobreza desde la perspectiva de la psicología del desarrollo y la neurociencia cognitiva plantea los siguientes tres objetivos generales: profundizar la comprensión de cómo el conjunto de adversidades que se verifican en la pobreza afecta la estructura cerebral y el funcionamiento autorregulatorio durante el desarrollo; establecer cuál es el costo de esos impactos en la vida de un niño en términos de sus oportunidades de cambio y mejora, y analizar en qué medida esos impactos son modificables una vez instalados, y en qué momento de la vida y con qué tipo de intervenciones es posible generar cambios.
Cada libro tiene un origen particular. En este caso, todo comenzó cuando Yamila Sevilla –colega investigadora y editora de Siglo XXI– me invitó a escribir un ensayo sobre los temas de pobreza y desarrollo infantil en que centro mi trabajo de investigación. Con su guía, buscamos que la escritura fuese un poco más allá del rigor técnico, en clave de ensayo, y priorizamos la inclusión de potenciales lectores no especializados. Confieso que no resultó una tarea sencilla, porque implicó generar un tono muy distinto al que utilizo en mis escritos científicos. Esta invitación a abrir el juego al pensamiento hacia temas críticos de nuestro presente (que nos involucran en cuanto comunidad y civilización), supuso un gran desafío y una oportunidad única para repensarme como escritor y para integrar conocimiento. Y esa experiencia de aprendizaje pasó a ser un plan colectivo: Yamila revisó las primeras versiones, propuso cambios e itinerarios de lectura, luego se sumó el invaluable trabajo de edición y corrección de otros integrantes de la editorial, como el de Luciano Padilla López y Federico Rubi, más la lectura de galeras de Agustina Fracchia. La excelente concepción gráfica fue aportada en sucesivas etapas por Mónica Deleis, diagramadora, artista plástica y eximia lectora. A todos ellos, les agradezco su calidez, profesionalismo, ideas para pulir y potenciar el libro. Por otra parte, estas páginas son producto de un
recorrido de trabajo y pensamiento que se nutrió de conversaciones y discusiones con mentores, colegas, compañeros, críticos, familiares y amigos: sabiéndolo o no, de formas directas e indirectas, hicieron un gran aporte. Agradezco a Antonio Battro, Clancy Blair, Silvia Bunge, Silvina Brussino, Cecilia Calero, Bibiana Carpinella, Manuel Carreiras, Jorge Colombo, Adrián Díaz, Beatriz Diuk, Haydée Echeverría, Kathinka Evers, Marta Farah, Diego Fernandez Slezak, Phil Fisher, Carolina Fracchia, Héctor Garrido, Federico Giovannetti, Juan Carlos Godoy, Andrea Goldin, Marcelo Gorga, Agustín Gravano, María Julia Hermida, Iván Insúa, Luis Jaume, Cristina Juárez, Juan Kamienkowski, Florencia Kratsman, Miki Kratsman, Rita Kratsman, Facundo Lipina, Fernando Lipina, Guido Lipina, Pablo Lipina, Derek Lomas, Jorge López Camelo, Matías López y Rosenfeld, Alejandro Maiche, Claudia Martinez Zárate, Natalia Mota, Robert Myers, Verónica Nahmad, Lea Novera, Hans Offerdal, Eric Pakulak, Héctor Palma, Kepa Paz Alonso, Marcos Pietto, Michael Posner, Lucía Prats, Sidarta Ribeiro, Mauricio Rohrer, Mary Rothbart, Charo Rueda, Eliana Ruetti, Arleen Salles, Ignacio Santacroce, Soledad Segretin, Brad Sheese, Mariano Sigman, Jennifer Simonds, Mariana Smulski, Juan Carlos Tealdi, Juan Valle Lisboa, Gerardo Weisstaub, J. Leonardo Yánez, Alberto Yáñez y Phil Zelazo. También agradezco a las instituciones que apoyan la
construcción de conocimiento en nuestra área de investigación, que en definitiva es lo que nos posibilita crear este tipo de instancias de comunicación: Ministerio de Ciencia, Conicet, CEMIC, UNSAM y Fundación Conectar. Por último, gracias a los lectores por dedicar tiempo a este libro. Confío en haber logrado una versión que distienda la rigidez del especialista sin restar lugar al feliz extrañamiento. El objetivo estará cumplido si algunas ideas novedosas puedan germinar en nuestras mentes, en un diálogo que contribuya a construir equidad entre todos. Lo precisamos. Lo vamos a precisar siempre. 3 La hormona corticotrofina (se la conoce como ACTH, su sigla en inglés) es una hormona que estimula a las glándulas suprarrenales. Es producida por la hipófisis, una glándula endocrina que segrega hormonas encargadas de regular la homeostasis o equilibrio interno (véase nota 32). Entre ellas, las hormonas tróficas que regulan la función de otras glándulas del sistema endocrino. 4 La amígdala es un conjunto de núcleos de neuronas ubicadas en los lóbulos temporales que recibe y envía múltiples conexiones a distintas áreas del cerebro y que participa en diferentes aspectos del procesamiento emocional. 5 Véanse, respectivamente, y . 6 Disponible en .
1. Los números de la pobreza El mapa no es el territorio
Si la miseria de los pobres no es causada por las leyes de la naturaleza, sino por nuestras instituciones, cuán grande es nuestro pecado. Charles Darwin, Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo (1839) La inequidad social y la pobreza son dos fenómenos que caracterizan la humanidad, al menos desde que surgieron las primeras civilizaciones (Pringle, 2014). Sin embargo, los niveles de inequidad y pobreza alcanzados en la actualidad dejan claro que estamos viviendo una etapa de profunda mediocridad moral, habida cuenta de la cantidad de residuos humanos que generamos cada día. El uso del término “residuo” en los estudios de pobreza fue propuesto por el sociólogo Zygmunt Bauman, quien planteó que un ser humano que vive hoy en la indigencia se asemeja a los individuos considerados homo sacer en la Roma imperial, designación que se aplicaba a las personas que quedaban fuera de la jurisdicción del
derecho y a las que, por lo tanto, no se reconocía existencia alguna. La información disponible es elocuente respecto de la pertinencia de tal categoría para los miles de millones de seres humanos que viven en situación de indigencia y pobreza. Se estima que en 2016 la riqueza del 1% de los habitantes más ricos del planeta será mayor que la del 99% restante. Durante la última década, poco más de la mitad de este 99% no tuvo ingresos superiores a 1,25 dólares diarios. En el mismo período, el panorama de esta pobreza extrema varió entre el 1,5% en países centrales industrializados y el 80% en países periféricos –la mayoría en África subsahariana, la región más pobre del planeta–. Si bien durante ese tiempo la humanidad pudo producir alimentos para el doble de la población mundial, la insuficiencia ponderal[7] afectó al 23% de los niños de los países más pobres (129 millones) y la emaciación,[8] al 33% (195 millones). Por otra parte, el 16% (1100 millones) de las personas no tuvo acceso a agua potable y el 37% (2600 millones) no contó con sistemas de saneamiento. Estos dos factores produjeron anualmente la muerte de 1,8 millón de niños, 443 millones de días escolares perdidos y 150 millones de niños con trastornos de aprendizaje. En el contexto de esta tragedia masiva, y en el mismo período, el 5% del producto bruto interno
mundial se gastó en corrupción (Banco Mundial, 2014; PNUD, 2012, 2014; Unicef, 2005a, 2013, 2015).
Definir la pobreza
La pobreza es un fenómeno complejo que comenzó a estudiarse científicamente a partir de la Revolución Francesa. Desde entonces, diferentes disciplinas humanas, sociales y de la salud han ensayado formas de definirla y medirla. Como producto de tales esfuerzos, en la actualidad contamos con más de doscientas formas de referirnos a ella (Spicker y otros,
2009). Un cuadro conceptual permite agrupar las designaciones típicas en función de cinco conceptos diferentes. Este ejercicio de clasificación intenta reflejar la pluralidad de fenómenos involucrados en la vivencia de la pobreza, así como las dificultades para definirla y medirla.
A pesar de que el crecimiento económico contribuyó a reducir la pobreza, no ha logrado disminuir la desigualdad, cuya tendencia creciente ha sido claramente identificada por investigadores y funcionarios de los organismos multilaterales de Naciones Unidas (Ravallion, 2014). La nutrición defectuosa, la falta de acceso a educación de calidad y las disparidades en salud que sufren los millones de niños que habitan el planeta conviven con la obscenidad de una cultura que exacerba el consumo y la dominación económica y militar. Por ejemplo, en 2005 se estimaba que, para lograr la enseñanza primaria universal en 2015, se necesitarían 100.000 millones de dólares. Por otra parte, en 2003 los gastos mundiales en defensa fueron mayores a 950.000 millones de dólares. Es decir, reducir un 1% de los gastos militares mundiales durante un año podría haber proporcionado educación a todos los niños del planeta.
Respecto de la salud, el costo de inmunizar a la totalidad de la población infantil para el año 2004 se estimó en 187 millones de dólares, lo cual representaba el 0,02% del gasto militar mundial para ese período (Unicef, 2005a). En otros términos, más allá de los enormes esfuerzos de distintos sectores y organizaciones comprometidas con los valores de solidaridad, generosidad, dignidad y amor, la civilización contemporánea sigue siendo desigual y pobre al extremo de alcanzar la desmesura, en el sentido de la hybris griega (que designaba el desprecio temerario hacia la dignidad y el espacio personal ajenos). Una civilización con tales niveles de desesperanza e injusticia no sólo requiere un cambio en la forma de gobernar y administrar los recursos, sino también una profunda reestructuración cultural y moral. En la actualidad estamos inmersos en una incertidumbre, a la que la ciencia no es ajena y en la que nuestros conocimientos no alcanzan para tener plena dimensión de los problemas que nos afectan.
La pobreza infantil en América Latina
La incidencia de pobreza infantil en América Latina varía según el indicador utilizado. Datos tomados de Cepal-Unicef (2010), Gordon y otros (2003), PNUD (2008), Unicef (2009).
En particular, las investigaciones científicas acerca de cómo influye la pobreza en el desarrollo cerebral y psicológico en un contexto histórico moderno vuelven necesario considerar algunas cuestiones centrales. Por una parte, la gran diversidad de factores individuales y ambientales precisa abordajes multidisciplinarios, en los que cada rama ayude a comprender el fenómeno. Por
ejemplo, señalar que una familia posee ingresos insuficientes en relación con un umbral establecido por un organismo gubernamental o multilateral no permite per se establecer cómo se ve afectado el desarrollo de las competencias autorregulatorias de cada uno de sus integrantes. Si bien el mundo académico es consciente de que construir conocimientos acerca de la pobreza requiere esfuerzos interdisciplinarios, por distintos motivos resultan difíciles de realizar. Por una parte, el alto grado de fragmentación y especialización de las diferentes disciplinas obstaculiza o limita las oportunidades de consensuar conceptos y metodologías para construir y aplicar abordajes verdaderamente interdisciplinarios. Se trata de una suerte de mezquindad profesional que se antepone a las necesidades de quienes padecen pobreza y que constituye una variante leve de la ceguera moral que caracteriza nuestra civilización. Otro factor relevante es la inercia de publicación generada por la presión de los mecanismos de evaluación y financiación de la producción científica. En casi todos los sistemas de investigación, los profesionales dependen de subsidios para investigar y, en consecuencia, deben inscribir sus propuestas en concursos de financiación de proyectos. Esos subsidios permiten realizar estudios y obtener datos que se usan para escribir trabajos que serán enviados a un grupo de pares que evalúan si su calidad y
originalidad ameritan su publicación. A su vez, de esos subsidios y esas publicaciones depende la evaluación del trabajo de cada investigador, a partir de la cual se decide si es conveniente que siga formando parte del sistema de investigación. Por otra parte, a medida en que los sistemas de investigación crecen, aumenta la competencia entre los investigadores por los recursos disponibles, lo cual afecta su productividad. En esta cultura del trabajo científico, dedicar tiempo a esfuerzos interdisciplinarios puede significar desviar la atención del plan de trabajo personal que contribuye a su propia subsistencia. Es decir, a mayor especialización, menor posibilidad de generar colaboraciones orientadas a construir abordajes interdisciplinarios. En los estudios de pobreza, una consecuencia de este proceso es que, en la medida en que el conocimiento se construye desde perspectivas disciplinares específicas, quienes no forman parte de la comunidad académica acceden a información parcial sobre qué es y cómo afecta la pobreza a las personas. Por ejemplo, la pobreza por ingreso se ha asociado en forma reiterada a una mayor probabilidad de impacto sobre el desarrollo intelectual de los niños. La evidencia también indica que es posible optimizar el aprendizaje y el desarrollo cognitivo a través de diferentes estrategias de intervención. Esto quiere decir que el hecho de que una familia padezca pobreza por ingreso no implica necesariamente que los niños que la
integran tengan o vayan a tener dificultades de desarrollo o de aprendizaje. Si un maestro o un diseñador de políticas públicas sólo tomase en cuenta esa información, podría modificar sus acciones profesionales y dejar de apuntar a optimizar el desarrollo intelectual. Sin embargo, esa tendencia está comenzando a cambiar, en particular en el contexto de la ciencia del desarrollo, en el cual es cada vez más importante contar con el aporte especializado de otras disciplinas para comprender los fenómenos. Un ejemplo son los estudios del impacto de la violencia sobre el desarrollo emocional temprano, que desde hace más de dos décadas han comenzado a incluir abordajes de la genética comportamental, la neurociencia cognitiva y la psicología del desarrollo, lo cual ha permitido profundizar considerablemente el conocimiento en esa área. Otro ejemplo son los hallazgos científicos sobre cómo el estrés crónico desde antes del nacimiento aumenta la probabilidad de afectar la salud de los niños en etapas posteriores de su desarrollo físico e intelectual. Estas investigaciones provienen de disciplinas como la antropología, la lingüística, la pediatría, la psicología y la neurociencia (Lynn Goldberg y otros, 2015), y quienes se ocupan de diseñar políticas públicas para favorecer el desarrollo infantil han comenzado a incorporarlas. Esto permite esperar que en poco tiempo las barreras de la especialización disciplinar comiencen a modificarse para
generar interdisciplina genuina, lo que podría dar lugar a estudios más adecuados de los problemas complejos involucrados en el impacto de la pobreza sobre el desarrollo infantil, en general, y el cognitivo, en particular. Un tercer factor que limita los esfuerzos interdisciplinarios genuinos corresponde a los prejuicios, dogmatismos y reduccionismos de la comunidad académica. Por ejemplo, pocos teólogos o neurocientíficos se animarían a afirmar que las formas de definir la pobreza que proponen sus disciplinas tienen más en común entre sí que con la economía. La teología de la liberación plantea que un individuo que vive en situación de pobreza pierde la capacidad de ser consciente de que es un sujeto de derecho (Gutiérrez, 1972). Esta noción se acerca más a las de la neurociencia cognitiva y la psicología del desarrollo contemporáneas que postulan que la pobreza influye negativamente sobre el desarrollo de las competencias autorregulatorias, que las caracterizaciones económicas que describen la pobreza como carencia de satisfactores para necesidades específicas. En otros casos se verifica un intento de trasladar conceptos de una disciplina a otra en forma directa, sin considerar cuestiones epistemológicas ni conceptuales propias de cada una acerca de las relaciones entre pobreza y cognición. Por ejemplo, la distinción entre procesos cognitivos y no cognitivos utilizada por el
análisis económico para determinar la influencia del ingreso insuficiente en esos procesos (Heckman, 2006) desconoce la evidencia empírica producida por la psicología del desarrollo y la neurociencia cognitiva contemporáneas, según las cuales ambos tipos de procesos en gran medida tienen trayectorias superpuestas. En otros términos, procesos que los psicólogos y los neurocientíficos consideran complementarios son tomados como independientes por algunos economistas. El mayor problema en este caso no es la discusión conceptual en sí –que se alimenta del debate en función de la generación de evidencia empírica genuina–, sino la eventual trasposición cristalizada de esa conceptualización en el diseño de intervenciones y políticas públicas. Veamos un ejemplo elocuente: durante los años noventa y en los Estados Unidos, los hospitales de los estados de Georgia y Florida entregaban discos con música de Mozart a las madres de recién nacidos cuando eran dados de alta. Esta política respondía a un estudio realizado a principios de la década por neurocientíficos, que encontraron que un grupo de estudiantes universitarios mostraba una mejora en el desempeño de una tarea de procesamiento espacial luego de escuchar una sonata del compositor austríaco. Otro ejemplo es el de la sobrevaloración de los primeros mil días de desarrollo (antes que los seis mil restantes): dado que el desarrollo autorregulatorio se extiende hasta la segunda década de
vida, si se focaliza sólo en los primeros mil días se pierde de vista la importancia de los siguientes años para prevenir impactos y generar oportunidades. Estos dos ejemplos ilustran cuán importante resulta interpretar en forma adecuada la evidencia empírica para generar acciones orientadas a abordar las necesidades concretas de las comunidades. El único modo razonable de avanzar en este sentido es trabajar interdiscipliariamente, esto es, aunar los esfuerzos de la ciencia y las políticas públicas, y abonar una comunicación social responsable y sólida de los conocimientos alcanzados. En líneas generales, la definición de la pobreza y de sus impactos ha comenzado a incluir en forma progresiva una crítica a la racionalidad destructiva y deshumanizante que caracteriza la civilización contemporánea, cuyas adversidades comprometen seriamente al desarrollo humano (Bauman, 2005; 2015). La evidencia reciente de la psicología y la neurociencia cognitiva permite sostener que esa racionalidad redunda en la destrucción de los proyectos de vida de millones de adultos y niños desde antes del nacimiento (Lipina, 2014). El conocimiento logrado por estas disciplinas contribuye a mejorar la comprensión de algunos de los mecanismos que explican este proceso de destrucción, y, en este sentido, ofrece fundamentos para una perspectiva de transformación. En los que siguen abordaremos algunos detalles.
7 Es decir, el peso inferior al esperado para cierta edad. Su causa más común es la desnutrición derivada de una alimentación inadecuada. 8 Peso inferior al que corresponde a la altura esperable para determinada edad, como consecuencia de enfermedades y falta de alimentación adecuada. Es uno de los indicadores más importantes de mortalidad en niños de edad inferior a los 5 años.
2. Cómo se forma y cómo cambia el sistema nervioso durante el desarrollo (o qué es la plasticidad neural)
Contar con una parte de la riqueza de la sociedad y liberarse de la presión económica son [dos cuestiones] absolutamente necesarias para [contribuir al] desarrollo intelectual. Donald Hebb, The Organization of Behavior (1949) Para comprender cuáles son los grados de libertad que permiten al ser humano cambiar y adaptarse a las contingencias ambientales desde su nacimiento, es importante intentar comprender algunos conceptos sobre cómo se forma y evoluciona el sistema nervioso. Sepa disculpar el lector el eventual exceso de términos técnicos, que está al servicio de tan importante tarea de reflexión.
El inicio del cambio El sistema nervioso de los seres humanos está formado por una parte central, que contiene el cerebro y la médula espinal, y otra periférica, que corresponde a todas las conexiones que se distribuyen en los órganos y modulan su actividad mediante variaciones electroquímicas. Ambas funcionan en forma complementaria entre sí y con otros sistemas del organismo, como el inmunológico y el endocrino. En la actualidad la neurociencia se encuentra en una etapa de nuevos descubrimientos que revelan la existencia de conexiones entre el sistema linfático y el sistema nervioso central. Estos hallazgos tienen importancia para el estudio de la dimensión neurobiológica de la pobreza. En efecto, invitan a repensar las consecuencias de la adversidad temprana y la acumulación de estrés a lo largo de la vida en tanto obligan a revisar los supuestos acerca de los procesos de inflamación cerebral relacionados con los trastornos inmunológicos.
Estructura básica de una célula neuronal
En el cuerpo de la neurona vemos el núcleo de la célula y las dendritas, una forma especializada de membrana que multiplica las oportunidades de contacto con otras células, a partir de la generación de sinapsis. Por su parte, el núcleo contiene la información genética necesaria para producir las moléculas y proteínas que necesitará para su funcionamiento. De allí parte otra especialización denominada “axón”, una
prolongación que puede tener diferentes extensiones (por su intermedio la célula se conecta con otras neuronas, así como con órganos y músculos de diferentes partes del cuerpo). Al final de cada axón están los botones sinápticos, que contienen moléculas de diferente tipo, los neurotransmisores. El impulso nervioso consiste en un cambio de signo eléctrico en la membrana celular, que viaja desde el núcleo hasta los botones sinápticos a través de los axones. Estas señales eléctricas causan que las vesículas sinápticas liberen su contenido en el espacio sináptico, transformando la señal de eléctrica a química. Una vez en el espacio sináptico, los neurotransmisores se unen a receptores de la siguiente célula, y eventualmente inician un nuevo ciclo de transmisión electroquímica. El concierto molecular y celular que implica este funcionamiento es sumamente complejo e involucra mecanismos que aún son tema de estudio.
Desde la concepción, y durante toda la vida, el sistema nervioso se organiza y cambia en función de la interacción entre las características propias de cada individuo y el
ambiente en que vive. El conjunto de esos cambios se denomina “plasticidad neural”. El término “neural” remite a cualquier componente y conexión que forme parte del sistema nervioso e incluye tanto los diferentes tipos de células que conforman el tejido nervioso –las neuronas y la glía– como las distintas moléculas que intervienen en la transmisión de información entre las células –por ejemplo, los neurotransmisores y los factores neurotróficos–.[9] Es decir que el sistema nervioso cambia durante toda la vida de acuerdo con la constitución, los esfuerzos y las posibilidades de adaptación de cada individuo al entorno. Sin embargo, las oportunidades de cambio no son uniformes durante el ciclo vital: en las primeras etapas del desarrollo la tasa de cambio de los componentes neurales es mucho mayor que en las posteriores. El desarrollo neural se inicia con un proceso muy delicado que se origina en la etapa embrionaria con la acción de diferentes moléculas de señalización que activan ciertos genes y desactivan otros, mecanismo que da lugar a un proceso de inducción y proliferación de células nerviosas al que le sigue otro de migración, en el cual las células recién formadas viajan hasta llegar a su destino final. Una vez que se ubican allí, comienzan a conectarse y a funcionar en concierto y dan origen a una función específica (por ejemplo, la visión o la audición). A diferencia de las etapas de inducción, proliferación y
migración, que ocurren durante el desarrollo prenatal, las fases siguientes del desarrollo cerebral dependen cada vez más de las interacciones del individuo con su ambiente. Luego del nacimiento, cada experiencia de vida tiende a generar contactos entre las neuronas, que se producen a través del crecimiento de dendritas y axones.[10] En sus puntas, los axones contienen conos de crecimiento que exploran activamente el ambiente buscando su destino. Esa búsqueda involucra un número variado de moléculas de señalización, algunas de las cuales se encuentran en las células que conectan los conos de crecimiento; otras son liberadas por células que se encuentran cerca de los conos y varias se encuentran en los conos mismos y funcionan como receptores de señales ambientales. La unión de estas señales con los receptores genera información que produce diferentes tipos de movimientos en los conos de crecimiento, lo cual modula sus contactos. Una vez que los axones alcanzan sus blancos, hacen sinapsis con otras células, esto es, se conectan con ellas, y forman una estructura a través de la cual las señales eléctricas que transportan los axones son recibidas por otras células mediante neurotransmisores químicos, información que a su vez puede generar una nueva señal eléctrica. La regulación e integración de la información que cada neurona recibe a través de miles de sinapsis son las responsables de la capacidad de procesamiento del
cerebro. Para que este funcione en forma adecuada, es necesario que las conexiones sean altamente específicas. Esa especificidad se origina en mecanismos moleculares que guían a cada axón a su blanco. Por su parte, las dendritas también están involucradas en los procesos de iniciar contactos con los axones y en aportar proteínas para la parte postsináptica de las conexiones, que además se especializa progresivamente en ajustar el sistema de transmisión neuroquímica. Luego de que se forman las sinapsis, algunas moléculas coordinan su maduración, lo que contribuye a que se adapten a los cambios ambientales. Otra clase de moléculas determina el tipo de neurotransmisores que las neuronas van a utilizar para comunicarse entre sí. Así como los genes activan o desactivan señales para regular el desarrollo de células especializadas, la producción de neurotransmisores específicos depende de un proceso similar. Otro proceso celular de suma importancia que tiene lugar durante el desarrollo es la mielinización. Este consiste en que las células gliales cubren los axones neuronales, lo que ayuda a aumentar la velocidad de procesamiento de las señales enviadas de una neurona a otra. A diferencia de los procesos de generación de sinapsis –que sólo suceden durante la primera década y media de vida–, la mielinización continúa por mucho más tiempo. Una vez que se crean las redes neurales, se produce una serie de procesos que contribuyen a volverlas más eficientes.
Integración de niveles de análisis durante el desarrollo cerebral
En el desarrollo cerebral y cognitivo interactúan múltiples componentes, con diferentes tipos de retroalimentación. Este esquema teórico propuesto por Westermann y otros (2007) integra cuatro niveles de análisis: genético, cerebral, corporal y ambiental. La expresión genética está
determinada por el genoma de una persona e influye sobre su propia regulación y sobre la constitución de estructuras neurales y del cuerpo. Una vez que las estructuras neurales comienzan a desarrollar su actividad, entran en interacción con otras preexistentes. Esto genera la eventual regulación de la expresión genética y sostiene parte de la actividad corporal, determinada a su vez por una morfología específica, y realizada en un ambiente específico. La vivencia suscitada por ese ambiente modula la actividad neural y también la expresión genética.
Sólo cerca de la mitad de las neuronas que se generan durante el desarrollo sobreviven en la vida adulta. En otras palabras, millones de células son removidas. Este fenómeno, conocido como “poda sináptica”, ocurre a través de dos mecanismos. El primero (la apoptosis) consiste en la muerte celular programada que se activa cuando una neurona deja de recibir señales químicas, llamadas “factores tróficos”, que son producidas en pequeñas cantidades por tejidos específicos. Cada factor trófico, a su vez, posibilita la supervivencia de un grupo de neuronas distintas o la producción de otros factores tróficos. El segundo mecanismo que induce a la poda
sináptica elimina las conexiones “poco utilizadas”. Esto se debe a que mediante señales químicas y eléctricas regula su eliminación, haciendo que las conexiones más activas –es decir, que generan corrientes eléctricas– sobrevivan y aquellas con poca o ninguna actividad se pierdan.
Momentos y oportunidades La interacción entre la actividad genética y los cambios neurales por adaptación al ambiente es compleja y se produce tempranamente durante el desarrollo. Los momentos de máxima organización de los diferentes sistemas neurales que sostienen las conductas son llamados “períodos críticos”. Estos períodos, que tienen por definición una duración limitada, son fases del desarrollo con las que los sistemas se transforman para dar lugar a una habilidad o función particular. Durante estas fases, los sistemas son especialmente sensibles a ciertos factores, cuya frecuencia antes de que se cierre el período crítico es determinante para el normal desarrollo de la habilidad en cuestión. Aunque la mayor parte de los procesos de muerte neuronal ocurre durante la etapa prenatal, gran parte de las conexiones entre neuronas se elimina durante estos períodos luego del nacimiento. Para madurar de manera adecuada, el sistema nervioso en desarrollo debe contar con experiencias sensoriales,
emocionales y materiales específicas. Luego de cada período crítico, las conexiones neurales disminuyen y son menos proclives al cambio. Sin embargo, las que sobreviven resultan más fuertes, confiables, eficientes y pasan a formar parte de los “mapas” sensoriales, motores y cognitivos que contribuyen a generar diferentes tipos de representaciones del mundo y del propio individuo. Es importante tener presente que existen múltiples períodos críticos durante el desarrollo neural que se organizan en forma secuencial a medida que cada función cerebral se va estableciendo. Cualquier cambio que modifique alguno o algunos de estos mecanismos moleculares y estructurales puede dar lugar a alteraciones en el procesamiento de la información que tienen diferentes grados de reversibilidad. En general, la recuperación cognitiva luego de una privación de estímulos ambientales suele ser mayor durante las etapas tempranas del desarrollo cerebral. En tal sentido, la investigación neurocientífica sugiere que la estimulación ambiental a través de la exposición a ambientes complejos, es decir, con experiencias sensoriales, cognitivas y sociales ricas, puede contribuir a reforzar esa recuperación. En este punto de la explicación del complejo proceso de desarrollo neural típico, esto es, el esperable para determinada especie (en nuestro caso, el Homo sapiens), es importante considerar algunos aspectos y despejar algunas concepciones erróneas, derivadas de una
asociación equívoca entre poda sináptica y cierre de períodos críticos. En primer lugar, los procesos de generación y eliminación de sinapsis no se producen al mismo tiempo en todas las áreas cerebrales. Por ejemplo, se estima que la poda en las áreas de procesamiento sensorial y motor culmina alrededor de los 24 meses de edad, mientras que en las áreas frontales termina no antes de los 15 años. Este dato resulta central porque los componentes neurales que conforman las diferentes redes de las zonas frontales del cerebro están involucrados en los procesos de autorregulación, pensamiento y aprendizaje. Así, dichas competencias requieren un tiempo prolongado para desarrollarse y la calidad de los contextos específicos de crianza y educación resulta fundamental para proteger o, por el contrario, poner en riesgo ese afianzamiento. Por una parte, desde la concepción y hasta los 5 años, el suministro adecuado de nutrientes, la generación de vínculos afectivos que garanticen un apego seguro entre los cuidadores y los niños, y la estimulación del aprendizaje son aspectos que contribuyen a un desarrollo adecuado de las funciones autorregulatorias que se apoyan en las redes neurales multimodales (las dedicadas a procesar información de diferente tipo). Por otra parte, el inicio de la adolescencia es una etapa de vulnerabilidad frente al estrés que impone nuevas demandas a la conformación de las redes neurales multimodales. En otras palabras, el aporte de nutrientes y
afecto, y el hecho de vivir en ambientes seguros que permitan afrontar situaciones adversas durante las primeras dos décadas de vida son condiciones que modulan el desarrollo de las redes neurales involucradas en la autorregulación y el aprendizaje en contextos sociales formales y no formales. En segundo lugar, que se haya alcanzado el número estable de sinapsis en cada área cerebral no significa que el desarrollo cognitivo y el aprendizaje se cierren, dado que siguen abiertas las oportunidades de generar nuevos contactos por intervenciones ambientales. De hecho, mucho después de que se haya estabilizado el número de sinapsis en cada área cerebral es posible continuar construyendo conocimientos escolares, técnicos y profesionales de cierta complejidad. Por ejemplo, el aprendizaje del álgebra, del cálculo matemático complejo y de la programación comienza después de ese evento neural. Y, más importante aún, basar el desarrollo cerebral y cognitivo sobre un solo factor –en este caso, la generación y eliminación de sinapsis– es un error que pasa por alto una idea que la neurociencia postula en la actualidad, según la cual ese desarrollo involucra el cambio de múltiples componentes de distintos niveles de organización que están en interacción continua y en contextos temporales de cambio muy dinámico. Es decir, si bien el desarrollo neural se concentra en las etapas tempranas de la vida, esto no implica que no se pueda
continuar aprendiendo y formándose durante la vida adulta, aun en condiciones ambientales adversas. Los abordajes teóricos recientes que surgen de la evidencia neurocientífica sobre el desarrollo neural sostienen que este depende de la actividad neural y de la experiencia. Por ende, tanto el procesamiento cognitivo y emocional como la construcción de aprendizajes modifican las redes neurales responsables de esos procesamientos. Eso, a su vez, se asocia con la posibilidad de experimentar y representarse nuevas experiencias que generarán nuevos cambios en los sistemas neurales de las diferentes áreas del cerebro. Un enfoque de este tipo –denominado “neuroconstructivista”– propone que la base del desarrollo cognitivo, emocional y del aprendizaje forma parte de un proceso sistémico de cambios inducidos por esos niveles en un contexto ecológico complejo que involucra interacciones sociales con especificidades culturales determinadas. Así, la idea de que existe una ventana de oportunidad cuyo cierre coincide con el final de la poda de sinapsis no es más que una falsa representación, un mito surgido en los años noventa que sostiene que los tres primeros años de vida son un período crítico para el desarrollo humano. Esa concepción no se basa en evidencia científica: ni la psicología del desarrollo ni la neurociencia han obtenido evidencias que la sostengan. Otro de los elementos que ha contribuido a crear este mito es el hecho de que el sistema
nervioso cambia de forma y estructura por la estimulación ambiental. La suma de ambos redundó en la noción errónea de que para que los niños no pierdan oportunidades de desarrollo hay que estimularlos antes de que se cierren los períodos de poda sináptica. Esto generó, en forma deliberada o no, una industria de las prácticas de crianza, programas de intervención y políticas públicas inconducentes, como la entrega de millones de CD de música de Mozart que mencionamos en el capítulo anterior (Bruer, 2000).
La epigenética (o cuando el ambiente modifica la expresión del ADN) La epigenética hace referencia a diferentes factores y mecanismos de regulación genética que modifican la expresión del ADN, pero sin alterar la secuencia de sus bases. Los factores genéticos involucrados están determinados por el ambiente celular. Estas “marcas” no son genes, pero igualmente influyen en la genética por medio de mecanismos como la acetilación y la metilación. Los mecanismos epigenéticos son fenómenos estables (pueden transmitirse a otras generaciones) y permiten observar cómo es la adaptación de un individuo a su ambiente sobre la base de la plasticidad de su genoma. Estas modificaciones incluyen procesos fisiológicos normales y patológicos, como varios tipos de cáncer, enfermedades cardiovasculares, neurológicas, reproductivas e inmunológicas.
Los cambios no son todos iguales: heterogeneidad de la
plasticidad neural A mediados del siglo XX, algunos laboratorios de investigación psicológica y neurocientífica comenzaron a estudiar, con diferentes abordajes experimentales, los cambios del desarrollo cerebral producidos por influencias ambientales en distintas especies de animales. Uno de ellos, realizado con roedores, analizó el cambio neural en diferentes niveles de organización –desde el molecular hasta el conductual– y comparó distintos aspectos de la estructura y la función cerebral en individuos expuestos a ambientes de crianza con y sin estimulación ambiental y social adecuadas. Estos trabajos demostraron cómo la presencia o ausencia de estimulación –tanto material como social– produce cambios en la cantidad, forma y funcionamiento de diferentes componentes del sistema nervioso. Así, la exposición a ambientes complejos o con falta de estimulación sensorial y social se ha asociado a diversos cambios estructurales: por ejemplo, el número y la forma de los contactos entre neuronas y células gliales, la cobertura de mielina en los axones, los vasos sanguíneos dentro del cerebro, la generación de nuevas neuronas en áreas como el hipocampo[11] y el bulbo olfatorio durante la vida, la expresión genética, la disponibilidad y el metabolismo de distintos factores tróficos y de neurotransmisores (Holtmaat y Svoboda, 2009). Entre los cambios de la conducta, la evidencia
disponible indica con claridad que la calidad del ambiente de crianza se asocia con transformaciones en el desarrollo motor, emocional y cognitivo, tanto durante el aprendizaje de diferentes tareas como en la expresión de las competencias de autorregulación y de apego a los cuidadores. Es decir que el desarrollo y el aprendizaje se construyen y evolucionan a partir del continuo intercambio de información entre las características individuales –la constitución que surge de la identidad genética de cada individuo– y el conjunto de eventos ambientales, que incluyen el universo de insumos materiales y simbólicos que cada cultura y sociedad ofrecen. Algunos de estos insumos son necesarios en momentos específicos del desarrollo. Tal es el caso del ambiente afectivo y lingüístico con el que se encuentra un recién nacido; en caso de ser adecuado, le permitirá convertirse en un ser humano. Los cambios neurales que tienen lugar durante esta etapa adaptativa dependen de la plasticidad expectante de la experiencia: para que suceda, necesita la presencia de los estímulos ambientales específicos que caracterizan a cada especie. Por ejemplo, el encuentro de los rostros entre una madre y su bebé, en el caso de los primates, o los aprendizajes que se producen de forma rápida e inevitable en determinados períodos críticos, como la descripción hecha por el etólogo Konrad Lorenz (1970) respecto de cómo las crías de aves siguen a los
adultos de su especie durante las primeras etapas de su desarrollo [imprinting]. En etapas posteriores, el sistema nervioso continúa organizándose en función de la calidad y cantidad de información y eventos materiales y simbólicos del ambiente. Estos cambios corresponden a la plasticidad dependiente de la experiencia, que incluye todos los cambios en el sistema nervioso que dependen del tipo de experiencia individual y que, por lo tanto, varían entre los individuos de una misma especie. Es decir, una vez que un individuo es miembro de su especie, su construcción neural depende de la compleja interacción entre sus características personales, sus cuidadores y los eventos experimentados en el ambiente en el que vive. Como vemos, la plasticidad expectante de la experiencia representa una forma de cambio neural común a varios individuos, mientras que la que depende de la experiencia es más fluida, en la medida en que las experiencias y las oportunidades de adaptación y aprendizaje difieren de una persona a otra. Los ya mencionados procesos de generación y poda de sinapsis son dos ejemplos de mecanismos plásticos que se dan en los procesos expectantes y dependientes de la experiencia. La organización del sistema nervioso involucra, además, otros mecanismos, como los cambios moleculares en los niveles genético y celular, que intervienen en la transmisión de señales químicas y eléctricas, y la
integración de esa información que da lugar a su procesamiento involucrado en la memoria y el aprendizaje. Para las políticas de salud, educación y desarrollo que una comunidad tiene que llevar adelante a fin de proteger el desarrollo de sus miembros, ambos tipos de cambios neurales tienen la misma importancia, aunque requieren estrategias y tiempos de acción diferentes. En los países donde se logran mayores niveles de equidad social desde antes del nacimiento, las acciones tendientes a cuidar a las familias cuando reciben nuevos integrantes suelen incluir los tiempos y recursos necesarios para que los intercambios materiales y simbólicos sean adecuados. Por el contrario, aquellos países que tienen niveles altos de desigualdad social suelen fracasar a la hora de generar una trama de protección adecuada del desarrollo infantil.
El aporte de las neuroimágenes En la actualidad, las técnicas de neuroimágenes permiten observar la estructura y función del cerebro mientras está procesando la información. La historia de estos dispositivos data de finales del siglo XIX, cuando el fisiólogo italiano Angelo Mosso comenzó a evaluar con métodos no invasivos el cambio en el flujo sanguíneo cerebral de pacientes con malformaciones craneanas mientras realizaban distintas actividades. Para ello,
registraba las pulsaciones cerebrales –un fenómeno que puede observarse en forma directa en la fontanela de los recién nacidos– con un instrumento inventado por él, el “pletismógrafo”, que le permitía convertirlas en ondas cuantificables como variaciones de volumen. Mosso notó que cuando una persona realizaba tareas cognitivas –por ejemplo, cálculos matemáticos– las pulsaciones aumentaban. Esta evidencia lo llevó a inferir que la actividad cerebral suponía un incremento del flujo sanguíneo. Unos años más tarde, en 1918, el neurocirujano estadounidense Walter Dandy introdujo la ventriculografía, una técnica mediante la cual, luego de inyectar aire filtrado en uno o ambos ventrículos –las cavidades anatómicas por las que circula el líquido cefalorraquídeo, sustancia que cumple funciones de nutrición y protección–, tomaba imágenes de rayos X del sistema ventricular, procedimiento que contribuyó a mejorar la comprensión que se tenía del funcionamiento ventricular y del líquido cefalorraquídeo.
Las neuroimágenes como una ventana al procesamiento cognitivo
Las técnicas más usuales en la investigación neurocientífica contemporánea son la tomografía por emisión de positrones (PET), la resonancia magnética funcional (fMRI), la magnetoencefalografía (MEG) y la electroencefalografía/potenciales evocados (EEG/ERP). En el panel superior izquierdo, una
PET capta la activación de áreas temporales y frontales durante la lectura de textos en adultos sin práctica y con práctica (adaptado de Posner y Raichle, 1994). En el panel superior derecho, imágenes de fMRI: a la izquierda, redes neurales más y menos activas durante la solución de una tarea con demandas de control inhibitorio (adaptado de Durston y otros, 2006); a la derecha, la activación de diferentes redes de acuerdo a la implementación de diferentes estrategias de aprendizaje aritmético (adaptado de Delazer y otros, 2005). En el panel inferior izquierdo, un estudio de MEG representa con color negro un área activa en personas que participaron en un entrenamiento cognitivo con demandas de memoria de trabajo (adaptado de Astle y otros, 2015). El panel inferior derecho muestra un registro de ERP, promedio de actividad electroencefalográfica frontal durante la realización de una tarea atencional en niños que participaron en un entrenamiento cognitivo (izquierda) y en niños no entrenados (derecha, tomado de Rueda y otros, 2005).
En 1927, el psiquiatra y neurocirujano portugués António
Egas Moniz desarrolló la angiografía cerebral, que permitió visualizar con gran precisión los vasos sanguíneos cerebrales tanto en personas sin trastornos como en aquellas que padecían alguna enfermedad. Muchos años después, a principios de los años setenta, los ingenieros electrónicos Allan Cormack –un sudafricano que además era físico– y el inglés Godfrey Hounsfield crearon la tomografía computada axial (CAT, por sus iniciales en inglés), un instrumento que les valió el Premio Nobel de Medicina en 1979 y permitió generar imágenes anatómicas mucho más detalladas del cerebro; a la vez, mejoró tanto el diagnóstico de enfermedades como la investigación en neurociencia. Al poco tiempo, a principios de la década de 1980, los radioisótopos –que son iones y moléculas ligadas a un átomo de metal– permitieron generar las técnicas de tomografía computarizada por emisión de fotones simples (SPECT, su sigla en inglés) y de tomografía por emisión de positrones (PET, nuevamente en inglés), que se aplicaron de inmediato al estudio del sistema nervioso. Básicamente, lo que ambas hacen es generar imágenes sobre la base de la detección y el análisis de la distribución tridimensional de un radioisótopo que se inyecta por vía endovenosa y que tiene una vida muy corta. Por su parte, la resonancia magnética (MRI, en inglés), desarrollada, entre otros, por el físico inglés Peter
Mansfield y el químico australiano Paul Lauterbur – quienes recibieron el Premio Nobel de Medicina en 2003 por este invento–, no tardó mucho en aparecer. Durante los años ochenta, esta técnica que muestra los cambios estructurales en el cerebro –por ejemplo, en el volumen de tejido neural de una región– no asociados con la resolución de tareas específicas comenzó a utilizarse en el ámbito clínico; su refinamiento técnico y sus cualidades diagnósticas la volvieron un recurso muy usual. Los investigadores en neurociencia aprendieron rápidamente que los grandes cambios en el flujo sanguíneo medidos con la técnica de PET podían también ser generados por imágenes con la técnica de MRI. Poco después se creó la resonancia magnética funcional (fMRI, por sus iniciales en inglés), que desde los años noventa se transformó en la técnica dominante para generar mapas cerebrales debido a que es poco invasiva, no requiere exposición a radioisótopos y es bastante accesible. La MRI y la fMRI producen, respectivamente, imágenes de alta resolución de la localización de las estructuras cerebrales y de la activación de las redes involucradas en la ejecución de tareas específicas, y ambas ofrecen imágenes de alta resolución de las conexiones entre las diferentes redes neurales mediante el estudio de la difusión por tensión de sustancias líquidas a través de los axones. Todas estas técnicas necesitan instalaciones en las que
pueda colocarse un resonador, que es básicamente un imán gigante que gira alrededor de la cabeza de la persona cuyo cerebro se explora. Por ende, hacen falta un espacio amplio y medidas de seguridad adecuadas para proteger a los pacientes, a los voluntarios, a los técnicos y a los investigadores, ya que suelen crear campos magnéticos considerables. Además, este tipo de estudio demanda que el paciente o voluntario esté inmovilizado y concentrado durante cierto tiempo. Por este motivo es difícil usarlos con niños. En algunos laboratorios hay maquetas que simulan los equipos para practicar los procedimientos antes de realizarlos. En los últimos años, se han desarrollado nuevas técnicas que –además de permitir profundizar el estudio estructural y funcional del sistema nervioso y, mediante programas informáticos, combinar la información que arrojan con la de otros instrumentos– son menos demandantes para los pacientes y voluntarios. Entre ellas, cabe mencionar la magnetoencefalografía (MEG), que produce imágenes de alta resolución del lugar y momento en que se producen las activaciones neurales a partir del análisis de campos magnéticos; la espectroscopia infrarroja (NIRS es su sigla en inglés), que genera imágenes espaciales utilizando la región infrarroja cercana del espectro electromagnético y valiéndose de pequeños dispositivos que se apoyan sobre el cráneo –lo cual facilita su utilización con niños pequeños–, y la tomografía óptica (OT, su sigla en inglés),
que es una variante de la tomografía computada que produce un modelo digital del volumen del tejido neural reconstruyendo imágenes a partir de la luz que este transmite. Un aspecto importante es que las neuroimágenes que vemos publicadas en los trabajos científicos y en los medios de comunicación y de divulgación no son necesariamente lo que parecen. Las imágenes no son como las vemos en forma directa cuando realizamos los estudios, sino que se construyen. A pesar de su aparente realidad, los colores que indican los diferentes tipos de actividades son agregados por los investigadores a partir de múltiples análisis estadísticos y complejos procesos de toma de decisión sobre la delimitación de los umbrales de activación para una función. En realidad, las imágenes sólo son un aspecto de esa función, construido a partir de muchos otros elementos además de los que ellas presentan. Esto las vuelve muy útiles para evaluar ciertos elementos de la estructura o función cerebrales, pero no como explicación acabada de la totalidad de lo que allí está ocurriendo. Y esto no es un dato menor, porque cuando los investigadores y los médicos muestran sus imágenes a públicos neófitos, incluso dentro del ámbito académico, pueden inducir lo que técnicamente se denomina una “identidad ontológica” entre el área activada y su función: nuevamente, en este caso la imagen es el mapa de un territorio, y no el
territorio (redes que se activan) en sí. Puede decirse que la identidad ontológica es una manera frenológica de considerar el sistema nervioso. La frenología, una teoría propuesta por Franz Joseph Gall que surgió durante el siglo XIX y tuvo su auge hasta entrado el siglo XX, sostenía que los rasgos de personalidad y las conductas sociales podían determinarse a partir de la forma del cráneo (y la cabeza) y las facciones. Estas ideas fueron dejadas de lado a principios del siglo XX por la evidencia científica que produjeron la neurociencia y la psicología, pero el uso contemporáneo de las neuroimágenes, sobre todo en los medios masivos de comunicación, suele incurrir en interpretaciones de este tipo. De hecho, en el estudio neurocientífico contemporáneo de la pobreza, algunos investigadores consideran que mostrar los efectos de la pobreza sobre el desarrollo infantil a políticos y funcionarios con imágenes es más convincente que hacerlo sólo con información proveniente de la conducta de las personas. En una era en la que impera la “neuromanía”,[12] las imágenes cerebrales parecen tener una trascendencia mayor que la propia de los datos que aportan y, además, se las valora más que cualquier otra información de mayor valor ecológico para la vida de los niños que viven en la pobreza, como sus dificultades para resolver problemas cotidianos y escolares que, en definitiva, es sobre lo que se diseñan las
intervenciones. Las imágenes son muy útiles para construir conocimiento, pero lo son menos para generar intervenciones y prácticas de enseñanza. Por último, si bien la electroencefalografía (EEG) no ofrece estrictamente imágenes como las que acabamos de describir, en la actualidad también se la considera parte del grupo de las neuroimágenes y, de hecho, existen abordajes que las combinan. Las técnicas de EEG consisten en exploraciones de la fisiología neural basadas en el registro de la actividad bioeléctrica cerebral en diferentes condiciones. Quien obtuvo los primeros hallazgos de este tipo de actividad eléctrica fue, en 1875, el médico inglés Richard Caton, cuando describió la actividad bioeléctrica en los hemisferios cerebrales de roedores y primates no humanos después de utilizar electrodos que atravesaban sus cráneos. En 1912, el investigador ruso Vladimir Pravdich-Neminsky publicó los primeros estudios de EEG y potenciales evocados realizados en perros que en 1920 el neurólogo alemán Hans Berger comenzó a utilizar con personas. Básicamente, la EEG constituye un método no invasivo que registra la actividad eléctrica del cerebro a través del cráneo. Lo que mide son las fluctuaciones de voltaje que producen las corrientes iónicas dentro de las neuronas. En la actualidad, se utiliza una gran cantidad de electrodos distribuidos en todo el cráneo y es útil para fines tanto clínicos como de investigación.
Si bien es una técnica que posee una resolución espacial limitada, pues no detecta con exactitud el lugar en el que se origina la actividad neuronal –un aspecto en el que las restantes son mucho más precisas–, la EGG continúa siendo una herramienta valiosa por su alta resolución temporal, que permite definir eventos en el rango de los milisegundos. De ella deriva la técnica de potenciales evocados (ERP, por sus iniciales en inglés), que consiste en hacer un promedio de la actividad electroencefalográfica ante estímulos específicos – auditivos, visuales o somato-sensitivos– lo que la convierte en un instrumento de suma utilidad para la neurociencia y la psicología cognitiva. La innovación en las tecnologías moleculares y de neuroimágenes ha contribuido a profundizar el conocimiento acerca de cómo se expresa la plasticidad neural a través de cambios adaptativos de las células nerviosas en respuesta a las demandas del ambiente. La activación de las redes neurales asociadas al procesamiento motor, auditivo y visoespacial que se registra en los cerebros de los músicos profesionales al ser evaluados con técnicas de fMRI cuando escuchan música, y los incrementos en el volumen de sustancia gris de ciertas áreas del hipocampo[13] que se activan al intentar recordar localizaciones geográficas que muestran los estudios realizados a taxistas de la ciudad de Londres, a quienes para obtener sus licencias profesionales se les
exige un conocimiento profundo del trazado de la ciudad, son ejemplos ilustrativos. Durante los últimos quince años, los estudios neurocientíficos orientados a analizar la influencia de la pobreza sobre la organización cerebral también han comenzado a considerar la plasticidad neural. Si bien este tema será tratado con más detalle en el próximo capítulo, mencionamos aquí algunos ejemplos: los estudios que muestran cómo las prácticas de crianza, el nivel educativo materno y la complejidad del ambiente lingüístico disponible pueden permitir predecir o anticipar el nivel de desempeño en tareas con demandas de memoria y control cognitivo (Rao y otros, 2010), el volumen o la función del hipocampo (Sheridan y otros, 2012, 2013) y del sistema de respuesta al estrés por medio del funcionamiento del eje HPA. Estos estudios ayudan a establecer qué redes neurales se activan cuando los niños que se crían en hogares que ofrecen distintas formas de estimulación para el aprendizaje realizan tareas cognitivas mientras se les aplican técnicas de fMRI o ERP y, de este modo, permiten analizar en forma simultánea diferentes procesos de plasticidad dependiente de la experiencia. Asimismo, muestran asociaciones específicas entre esos eventos, lo que permite afirmar que ninguno de ellos tiene el mismo sentido en forma aislada que cuando se los analiza en conjunto. Esta propuesta es relevante si se estudian
fenómenos complejos como el desarrollo autorregulatorio, involucrado en las competencias para controlar pensamientos e impulsos durante la realización de diferentes actividades cotidianas y en la adquisición de aprendizajes.
Los tiempos del estrés: respuestas crónicas y agudas
Los estresores ambientales disparan el funcionamiento del sistema de regulación del estrés, que libera al torrente sanguíneo diferentes moléculas y hormonas. Cada uno de estos elementos ejerce sus acciones durante lapsos de tiempo diferentes, que pueden ir desde milisegundos hasta años. En el esquema, el círculo central más pequeño (que contiene las leyendas “estrés” y “tiempo = 0”), representa el momento inicial de la activación del eje en el que diferentes moléculas y hormonas comienzan su
acción. Por ejemplo, la hormona de liberación de corticotrofina actúa en el rango de minutos y horas, mientras que las monoaminas (un conjunto de neurotransmisores cruciales para el funcionamiento neural general) en el de milisegundos a minutos o los corticoesteroides en el de horas, días y meses. Esto significa que no es posible pensar en la respuesta al estrés como un fenómeno simple. Por otra parte, los procesos de regulación que se sostienen durante milisegundos o minutos se asocian a la activación aguda de una red neural; y los que se producen durante horas, días y meses se asocian a otra red, de activación crónica.
Respecto de la plasticidad de la sustancia blanca, diferentes trastornos del desarrollo y de la salud mental han comenzado a ser descriptos por medio de las técnicas de imágenes en términos de su impacto sobre la conectividad entre células de la corteza cerebral. Así, algunos estudios han permitido verificar que la experimentación de un evento estresor no se localiza en una sola región cerebral, sino en un sistema distribuido de redes que involucra áreas de la corteza cerebral y subcorticales, además del sistema inmunológico. Dicho de
otro modo: las experiencias estresantes dependen tanto de la historia sociocultural del individuo como de la manera en que esta moldea diferentes redes neurales durante su desarrollo. En síntesis, la plasticidad neural es una fuente de oportunidades en el sentido de que los cambios que produce en la organización y el desarrollo del sistema nervioso están influidos por los ambientes de crianza y, por lo tanto, por la manera en que las sociedades se organizan y se cuidan. Si bien la organización neural, en particular, y la construcción de un individuo, en general, dependen de múltiples factores individuales y sociales, los cuidados que cada comunidad les ofrece a sus niños influyen en las oportunidades de su desarrollo, aunque no existe evidencia neurocientífica que nos permita calcular cuántos cambios en la plasticidad se relacionan con qué cantidad de privaciones materiales y simbólicas. Esta información, que sería de suma utilidad para mejorar el diseño de las intervenciones orientadas a optimizar el desarrollo infantil, en general, y el cognitivo, en especial, aún se está construyendo (Colombo, 2013). Por lo pronto, en el capítulo que sigue veremos cuáles son las evidencias preliminares acerca de los mecanismos moleculares y plásticos que condicionan el desarrollo de la individualidad en contextos adversos de crianza temprana.
9 Por el contrario, “neuronal” es un término que sólo hace referencia a fenómenos asociados a las neuronas. 10 Como se ve en este esquema, las dendritas son extensiones del cuerpo celular de cada neurona que reciben señales de otras neuronas; los axones son las extensiones de las neuronas que trasladan señales a otras neuronas. 11 El hipocampo es una estructura neural compleja con conexiones que salen y llegan de múltiples redes distribuidas en todo el cerebro. Está involucrada en todos los procesos de memoria, aprendizaje, cognición espacial y emocional. 12 Véase . 13 La sustancia blanca es la parte del sistema nervioso central compuesta por los axones recubiertos de mielina que, macroscópicamente, tienen una coloración blanquecina; en cambio, la sustancia gris está compuesta por los cuerpos neuronales que no poseen mielina y se ven, por eso, de ese color.
3. Ventanas de oportunidad para el cambio Períodos críticos y epigenética
La libertad no constituye un concepto filosófico abstracto, sino la posibilidad vital y concreta de cada ser humano para llevar a su pleno desarrollo todas las aptitudes y talentos con que la naturaleza lo haya dotado y convertirlos en provecho social. Rudolf Rocker, Anarchism and AnarchoSyndicalism El estudio neurocientífico contemporáneo de la pobreza propone analizar cómo diferentes factores individuales y ambientales asociados a ingresos bajos o condiciones de vida en que las necesidades básicas de alimentación, vivienda, educación y salud están insatisfechas influyen en el desarrollo neural. Como dijimos en los capítulos previos, la agenda de investigación tiene hoy tres aspectos centrales. En primer lugar, el análisis de sus efectos en el nivel genético, de la activación cerebral, de la conducta y
de la cognición durante el ciclo vital. Por otro lado, la identificación de los mecanismos mediante los cuales ejercen su impacto. Por último, la indagación de los momentos del desarrollo en que este impacto es mayor y en los que es, por lo tanto, más propicio intervenir para evitar o revertir consecuencias en los distintos niveles. La evidencia acumulada durante la última década y media se ha enriquecido a partir de la implementación de distintos avances tecnológicos en el estudio de estos fenómenos y ha contribuido a construir una noción de desarrollo autorregulatorio que sugiere la necesidad de considerar como críticos al menos los primeros siete mil días de vida, incluido el período de gestación. En este capítulo, presentaremos un resumen de esas evidencias y haremos una crítica constructiva que apunta a replantearnos el papel de los medios de comunicación a la hora de transmitir los hallazgos científicos y, en particular, el énfasis que han hecho en los primeros mil días de vida. En este sentido, dos de las áreas centrales del estudio neurocientífico actual de la pobreza son, en primer lugar, los períodos críticos y sensibles, es decir, aquellos que caracterizan la organización y el desarrollo estructural y funcional de las diferentes redes neurales, y, en segundo lugar, los mecanismos epigenéticos, que contribuyen a construir las redes neurales durante todo el ciclo vital y dan forma a la susceptibilidad individual al ambiente, esto
es, las características de cada individuo en su interacción con diferentes tipos de ámbitos de crianza. La epigenética es la disciplina que estudia las modificaciones heredables en la expresión de los genes que no están presentes en la secuencia del ADN. La regulación epigenética permite observar cómo el individuo se adapta a su medio según la plasticidad del genoma, que es el encargado de formar los distintos fenotipos dependientes del ambiente.
¿Crítico o sensible? Como vimos en el capítulo anterior, en términos neurobiológicos un período crítico corresponde al momento de máxima organización de una función neural. Dado que durante esos períodos la experiencia “formatea” las redes neurales, identificar el momento en el que ocurren, su duración y cierre resulta relevante para comprender cómo funcionan y qué implicancias tienen, y para orientar la intervención a fin de proteger o recuperar redes neurales afectadas por ambientes pobres en insumos materiales y simbólicos. La neurociencia ha explorado estos aspectos fundamentalmente en los sistemas visual y auditivo, incluida la organización temprana de diferentes aspectos del lenguaje. Estas investigaciones permiten postular que estos procesos son modulados por distintos mecanismos moleculares y que las redes neurales se
consolidan durante el desarrollo, y establecer un balance entre la información que inhibe o estimula esos procesos, la historia de las experiencias individuales, la edad o el momento del desarrollo y la variabilidad individual de cada niño respecto de sus competencias autorregulatorias. [14] Algunos estudios comportamentales recientes sugieren, además, que los períodos críticos no ocurren necesariamente en el mismo momento ni involucran en todos los casos idénticas redes neurales. Por ejemplo, la etapa en la que se organiza la conducta de seguimiento a los adultos en las crías de aves domésticas podría alargarse si los estímulos necesarios para que ocurra no están disponibles en el ambiente en el momento en el que típicamente acontece. Asimismo, la organización de esta conducta puede revertirse en determinadas condiciones. Nada impide concluir que el cierre de esta conducta crítica podría ser la consecuencia natural de un proceso de aprendizaje (Michel y Tayler, 2005). Cabe pensar, así, que ante determinadas carencias ambientales es posible ofrecer oportunidades para aprender una conducta si aún está abierta la ventana de tiempo para su organización. De manera que disponer de alternativas ambientales de estimulación durante etapas tempranas del desarrollo sería un factor decisivo en condiciones de crianza empobrecidas material y simbólicamente. Dado que todos los eventos, positivos y negativos,
tienden a incorporarse de forma permanente durante los períodos críticos, las circunstancias adversas o eventos negativos, como la presencia de estresores crónicos, la falta de nutrientes, estímulos para el aprendizaje y sensibilidad hacia las necesidades materiales, afectivas y simbólicas limitan las posibilidades de revertir la organización de esa función. La mayoría de los períodos críticos asociados a las funciones vitales básicas del organismo –como los sistemas respiratorio, cardíaco, la visión o la audición– se dan durante la fase perinatal y los primeros meses de vida. Pero los procesamientos más complejos, como las competencias autorregulatorias, dependen de la integración progresiva de fenómenos plásticos de diferentes redes neurales que procesan más de una modalidad de información. Esto significa que, para este tipo de procesos y conductas cognitivas y emocionales complejas, diferentes áreas neurales tienen que estar desarrolladas. Esta dinámica requiere más tiempo e involucra otros procesos y mecanismos plásticos además de aquellos que participan en la organización de una única función. Por ejemplo, la generación de sinapsis en las regiones frontales del cerebro que, como dijimos, puede extenderse al menos hasta los 20 años. Dada la complejidad de esa integración, es más difícil identificar un período crítico para estos procesos. En este caso, la
neurociencia contemporánea habla de “períodos sensibles” en lugar de críticos. Ambos definen momentos importantes de organización estructural y funcional neural, pero los períodos sensibles tienen una duración mayor y más difícil de establecer a partir de la evidencia empírica disponible y, si bien los eventos negativos ambientales por deprivación o presencia de un estresor pueden modificar la organización de las funciones complejas, las oportunidades de reorganización plástica y de aprendizaje continúan abiertas, aunque son menos libres. En otros términos, refieren no sólo a una etapa durante la cual el cerebro es especialmente sensible a ciertos estímulos ambientales, sino también a una ventana de tiempo durante la cual el cerebro es más receptivo a la experiencia que contribuye a su formación. La disminución de los grados de libertad es propia de los fenómenos plásticos: a medida que una función o conjunto de funciones se organizan, los recursos neurales disponibles para modificar el sistema se limitan. Salvando las distancias, podemos comparar estos procesos con la construcción de una vivienda: al hacer una casa, se parte de un proyecto ideado por arquitectos e ingenieros que disponen un número finito de recursos que utilizar (ladrillos, cal, arena, agua, cañerías, cables, sanitarios, luces, etc.) y de un margen de posibilidades, que está determinado por los planos de construcción. Los
recursos se utilizan mientras se cumple el plan y, por lo general, van surgiendo errores o fallas que obligan a improvisar y modificar el proyecto original. Cada vez que se toma una nueva decisión, el punto de inicio es aquel en el que ya se han utilizado recursos. Es decir, el grado de libertad no es el mismo en cualquier etapa, y cuanto más avanzado esté el trabajo, es menor. Por supuesto, los cambios pueden hacerse de todos modos, aunque supongan un esfuerzo mayor al no disponer de tanta libertad para ejecutar la obra como al principio. En términos neurales, los ladrillos serían los componentes del sistema nervioso y, el plan, los mecanismos de plasticidad. En la actualidad, la distinción entre “crítico” y “sensible” ha dejado de ser sólo científica. Y, en la medida en que se traslada a otras disciplinas, como la política pública, se producen errores conceptuales que modifican su sentido original. Por lo general esto tiene que ver con el mito que considera los primeros 3 o 5 años de vida como el período crítico para el desarrollo cognitivo y emocional, y que ha sido desmentido por la evidencia neurocientífica, sin embargo, al señalar que ese desarrollo involucra procesos plásticos que se lleven a cabo en el contexto de los períodos sensibles más que en el de los críticos. Las últimas investigaciones consideran que es probable que los períodos sensibles sean en
realidad una sumatoria no lineal de varios procesos críticos que aún no se han identificado. El error conceptual de base en este caso es postular que el desarrollo autorregulatorio, del lenguaje y del aprendizaje corresponde a un período crítico, cuando en realidad se trata de muchos sensibles, y, por consiguiente, aplicar equivocadamente también las dos nociones básicas de la definición de período crítico (tiempo definido de apertura y cierre, e irreversibilidad de los cambios adquiridos). Esta concepción errada tiene consecuencias importantes cuando se traslada al ámbito de las políticas públicas, dado que la planificación queda reducida sólo a los supuestos períodos críticos, lo que perjudica en el mediano y largo plazo a la población blanco de esas acciones, en especial a los niños. Además, implica dejar de lado el objetivo de optimizar los ambientes de crianza y educativos puesto que reduce el impacto acumulativo de la adversidad a las privaciones. Esto involucra también el resto de las dimensiones ecológicas del individuo, como los sistemas familiares, sociales y culturales. Cabe aclarar que realizar esta crítica no supone afirmar que los primeros años de vida no son importantes ni que haya que dejar de invertir intensamente en ellos. Por el contrario, apunta a racionalizar los recursos que se dedican al diseño e implementación de planes orientados a optimizar el desarrollo infantil, en general, y de los
niños que viven en la pobreza, en especial, para incluir etapas posteriores del ciclo vital. Las falsas concepciones que sirven de justificación para ciertas acciones también condicionan las oportunidades del desarrollo humano. Por eso, es necesario comprender qué es el desarrollo y considerar sus diferentes dimensiones, mecanismos y posibilidades de cambio, tal como lo muestra la evidencia científica. Esto contribuye también a construir foros de discusión y colaboración entre investigadores y diseñadores de políticas y acciones. Diferentes estudios realizados con personas en distintos momentos de sus vidas indican que existen múltiples períodos sensibles en los sistemas sensoriales, en relación con el habla, en la adquisición de una segunda lengua y en el reconocimiento de rostros. Un aspecto importante es que los períodos sensibles no estarían sincronizados entre las diferentes modalidades sensoriales, aunque los mecanismos básicos parecen ser similares: la plasticidad se reduce al avanzar la maduración, cuando se logran los aprendizajes y cuando los factores que restringen la plasticidad se estabilizan. Por eso hay que considerar que el cierre de un período sensible se asocia con la edad en la que un conjunto de redes neurales se especializa para servir a una función específica. Por ejemplo, los patrones de actividad eléctrica neural asociados al reconocimiento de rostros – un aspecto importante durante el primer año de vida– se
van especificando entre los 6 y 12 meses de edad y aproximadamente en ese momento comienza a disminuir el número de redes neurales involucradas en ese procesamiento. Estos hallazgos sugieren que el cierre del período sensible coincide con la especialización de las funciones involucradas. En el caso de las redes neurales involucradas en conductas complejas, como la autorregulación, el cierre de los períodos sensibles parece depender de si se asocian o no con redes que procesan información simple o compleja (es decir, respectivamente, una o múltiples modalidades de procesamiento). Por ejemplo, el período sensible de las redes neurales que combinan información visual de ambos ojos termina antes que el de las asociadas al reconocimiento de objetos significativos para la supervivencia (Pascalis y otros, 2005). De hecho, algunos investigadores postulan que la plasticidad dependiente de la experiencia de las redes neurales asociadas a procesamientos complejos –es decir, los que tienen que ver con el lenguaje, la cognición y la emoción– dependen del tipo de información provista por esas redes y que no se completan hasta que no logran estabilizarse. Por eso, la integración temporal de diferentes formas de plasticidad es un aspecto central en los estudios neurocientíficos de la pobreza, dado que de su identificación depende la posibilidad de comprender mejor los procesos involucrados en la apertura y cierre de
períodos sensibles y, por ende, la orientación de las eventuales intervenciones. Por otra parte, hacen falta tiempo e innovaciones metodológicas y técnicas para poder explorar eventos y fenómenos en forma simultánea durante diferentes etapas del desarrollo a escala molecular, de activación neural y de desempeño. Por ejemplo, los experimentos que analizan las competencias motoras de niños muy pequeños, antes de la edad esperable para obtener información aportan en realidad datos conductuales acerca de cómo la plasticidad expectante de la experiencia puede ser manipulada para que un evento ocurra antes. Así, las medidas de activación neural pueden ayudar a comprender mejor los mecanismos asociados con el surgimiento del desarrollo de esas conductas motoras. En la actualidad, la agenda de investigación en este campo también incluye el desarrollo autorregulatorio; en concreto, si es posible incidir sobre las conductas de internalización y externalización emocional.
La construcción de individualidad Los estudios contemporáneos de la neurociencia del desarrollo intentan avanzar en la identificación y comprensión de los mecanismos con que la experiencia propia y las influencias ambientales interactúan con la
identidad genética de cada individuo; en especial, los marcadores bioquímicos de ADN y las proteínas histonas, [15] que regulan la actividad genética y que pueden ser modificadas por la experiencia. Los mecanismos más analizados en los estudios epigenéticos son la acetilación de histonas y la metilación de ADN. El primero es una reacción química por la cual un grupo acetilo, que se produce durante o después de su síntesis, se introduce en las proteínas histonas. Se trata de un mecanismo involucrado en la regulación de la activación o estimulación de la expresión de genes que facilita el acceso a la cromatina de las proteínas de transcripción. Por su parte, la metilación es una reacción química en la cual se transfiere un grupo metilo a las bases citosinas del ADN, que interviene en la regulación del silenciamiento o inhibición de la expresión genética sin alterar la secuencia de ADN. Ambos mecanismos moleculares están involucrados en la activación (“encendido”) o inhibición (“apagado”) de la actividad del material genético que está en el núcleo de las células y, al realizar esas funciones, intervienen en el proceso de síntesis de proteínas dentro del citoplasma celular: determinan lo que la célula producirá o no para funcionar de una u otra forma. En otros términos, estos mecanismos participan en las interacciones entre los cambios en la actividad genética de las células nerviosas y los diferentes factores ambientales, como la exposición
a neurotóxicos, las variaciones significativas en la ingesta de alimentos (desnutrición y malnutrición) y la regulación de las respuestas al estrés. Durante más de un siglo, la psicología experimental y aplicada destacó la importancia de los ambientes de crianza tempranos en la construcción conductual y subjetiva de las personas. Los abordajes neurocientíficos actuales están contribuyendo a identificar los mecanismos moleculares y plásticos que posibilitan ese proceso. En este sentido, la neurociencia realizó una serie de experimentos con animales que ayudó a determinar cómo diferentes formas de cuidado temprano (estrés prenatal, maltrato y separación postnatal de madres y crías) modulan la organización cerebral durante el desarrollo en función de la identidad genética de los cachorros. La evidencia generada por estos estudios ha permitido postular que las influencias ambientales tempranas podrían generar modificaciones epigenéticas durante gran parte del ciclo vital, es decir, cambios en la expresión de diferentes genes y, por lo tanto, en la organización del sistema nervioso y su funcionamiento. En experimentos con roedores se identificaron relaciones entre la conducta de animales adultos que cuando eran crías habían recibido diferentes tipos de cuidados de sus madres y se notó que la conducta adulta había sido moldeada por la interacción entre ese vínculo y ciertos cambios moleculares específicos, como la
recepción de hormonas de regulación del estrés en el hipocampo (los glucocorticoides), la síntesis de factores tróficos, la expresión genética de factores de liberación de hormonas asociadas a la regulación del estrés y la sensibilidad a la retroalimentación de las señales de los glucocorticoides en diferentes puntos del eje HPA. Se observó que las experiencias durante la crianza temprana modificaron la manera en que se desarrolló el sistema de respuesta al estrés, y que esto a su vez determinó las conductas regulatorias durante la vida adulta. En otra serie de estudios con animales se analizó el impacto de las experiencias tempranas de maltrato sobre el desarrollo neural y se detectaron cambios epigenéticos por metilación asociados a la expresión genética del BDNF[16] en la corteza prefrontal (Hensch, 2004) y de factores de liberación de corticotrofina en la amígdala (Van der Doelen y otros, 2015) por mediación de genes transportadores del neurotransmisor serotonina, involucrado en la inhibición de diferentes estados de ánimo, la sexualidad y la dinámica de la temperatura corporal, entre otros procesos. Si dejamos de lado la complejidad técnica involucrada, lo interesante de estos resultados es que muestran la trama de interacciones a escala molecular que influye sobre la organización del sistema nervioso. Asimismo, en otros experimentos recientes se aplicaron tratamientos farmacológicos para inhibir los procesos epigenéticos en adultos con
experiencia temprana de maltrato, con el objetivo de evitar la aparición de respuestas inadecuadas al estrés. Los resultados preliminares sugieren que los patrones de expresión genética causados por la experiencia de adversidad temprana podrían llegar a modificarse por medio de fármacos. Hallazgos semejantes han sido verificados en las investigaciones acerca de la separación temprana entre madres y crías. Por ejemplo, uno de los estudios llegó a la conclusión de que las separaciones periódicas durante el período sensible del desarrollo del eje HPA modulan la metilación de la expresión del gen para codificar vasopresina –un inductor de la síntesis y la liberación de la hormona corticotrofina en la hipófisis–, que es uno de los mecanismos de activación de ese eje (Murgatroyd y otros, 2009). En síntesis, todos estos estudios demuestran que las experiencias tempranas adversas pueden modificar la organización de los sistemas de regulación emocional al estrés y que esa modificación puede rastrearse en el nivel molecular. Más aún, otra serie de experimentos permitió verificar que las experiencias prenatales tienen efectos profundos sobre el desarrollo cerebral. Pero ¿con qué mecanismo lo logran? Una de las hipótesis centrales de esta línea de investigación, que la evidencia apoya, es que los glucocorticoides podrían mediar en esa relación. Un grupo de investigadores notó que la regulación del eje
HPA de las madres durante la etapa prenatal podría estar mediada por cambios en la expresión genética de los receptores para glucocorticoides y por la liberación de corticotrofina en el hipotálamo (Mueller y Bale, 2008). Así, el funcionamiento del sistema de regulación de la respuesta al estrés de la madre durante el embarazo modificó la organización del sistema en las crías luego de su nacimiento. Los procesos de aprendizaje y memoria también pueden provocar cambios en el sistema nervioso adulto, tal como lo muestran los experimentos con animales en los que se utilizan tareas de condicionamiento al miedo para analizar la modulación epigenética de la expresión de diferentes genes en el hipocampo. Un experimento reciente dejó en evidencia que, una vez adquirido el aprendizaje del miedo durante el período de formación de memoria, los individuos adultos manifiestan cambios en la expresión de genes específicos involucrados en los procesos de, precisamente, aprendizaje y memoria (Miller y Sweatt, 2007). Estos resultados son de suma importancia, dado que permiten pensar que es posible modificar aspectos muy precisos de la organización y el desarrollo neural a partir de experiencias de aprendizaje muy tempranas y específicas. Esta es una buena noticia para los estudios que buscan mejorar las condiciones de crianza tempranas en situaciones de adversidad ambiental pues sugiere que una intervención concreta y puntual podría tener éxito si
está bien diseñada. Pese a sus resultados promisorios, debemos ser cautos al analizar el alcance de estos estudios, ya que, al igual que muchos otros aspectos del estudio neurocientífico de la pobreza humana, todavía no superaron sus primeras etapas. Los estudios con personas existentes apuntan a analizar la regulación de las respuestas al estrés, a la depresión materna, a la susceptibilidad individual al ambiente y a la deprivación ambiental tempranos. Algunos estudios de la exposición al estrés encontraron modificaciones en la expresión genética por metilación de receptores para glucocorticoides en muestras de tejido de hipocampo en suicidas con una historia infantil de maltrato (McGowan y otros, 2009), al igual que en niños maltratados (Romens y otros, 2015). También notaron diferencias en los mecanismos epigenéticos asociados a la regulación de la respuesta al estrés en adolescentes con historias de adversidad psicosocial durante la niñez (Essex y otros, 2013), y asociaciones entre estrés psicosocial temprano provocados por la pobreza y la longitud de los telómeros[17] analizados en muestras de saliva. Respecto de la salud mental materna, un estudio reciente reveló que las células de los cordones umbilicales de niños cuyas madres presentaron niveles altos de depresión y ansiedad durante el tercer trimestre de embarazo expresaban cambios en su expresión epigenética en comparación con los de los hijos de madres sin depresión
(Oberlander y otros, 2008). Otra investigación realizada con niños notó asociaciones significativas entre la experiencia de maltrato infantil y la aparición de trastornos del desarrollo durante la adolescencia y la vida adulta que van en el mismo sentido que los hallazgos verificados en los estudios con animales. La conclusión general es que esa experiencia impacta sobre el desarrollo de diferentes nodos del eje HPA (el hipocampo, la amígdala y la corteza prefrontal);[18] es decir, estructuras cuya función está asociada con las competencias autorregulatorias (véanse “¿Qué es la autorregulación?”, “Áreas funcionales de la corteza cerebral” e “Impacto de la pobreza sobre el desarrollo neurocognitivo”) y de aprendizaje. Otros ejemplos recientes sugieren que la susceptibilidad a los ambientes de crianza e incluso el desempeño académico durante la escuela primaria también estarían regulados por mecanismos epigenéticos que involucran genes que regulan el transporte y la recepción de dopamina en áreas frontales del cerebro asociadas a procesamientos autorregulatorios (Beaver y otros, 2012). En síntesis, los análisis de la modulación epigenética del desarrollo temprano en diferentes condiciones de crianza constituye un campo nuevo. Por lo tanto, muchos de sus aspectos conceptuales y metodológicos deben seguir explorándose. De momento, sabemos que esos cambios están involucrados en el impacto de las experiencias de
vida tempranas en el largo plazo y que las alteraciones epigenéticas podrían llegar a modificarse mediante fármacos y terapias conductuales. Estas nociones, además, plantean desafíos a la investigación neurocientífica de la pobreza humana. Y no hay que olvidar que los polimorfismos genéticos[19] que caracterizan a los seres humanos nos obligan a trabajar con precaución, dado que experiencias similares pueden producir resultados diferentes y que cada rasgo conductual y temperamental es construido y regulado por múltiples genes. Además de sumar complejidad al estudio de la conducta, esto impone la necesidad de revisar en forma constante las condiciones éticas de producción y aplicación del conocimiento neurocientífico. En los capítulos que siguen profundizaremos estas cuestiones a partir de la descripción de la evidencia que la neurociencia y la psicología del desarrollo han generado respecto de cómo las condiciones adversas típicas de la pobreza –estrés, malnutrición y falta de estimulación cognitiva– condicionan las oportunidades de desarrollo infantil, la salud y la construcción de los proyectos de vida de las personas. 14 Contemplaremos con más detalle los aspectos críticos y sensibles de la nutrición en el apartado “La hipoteca más vergonzante: comer poco, comer mal” del próximo capítulo. 15 Las proteínas histonas son proteínas básicas que, junto con el ADN, forman la cromatina, sustancia fundamental del núcleo celular.
16 BDNF es una proteína que actúa como factor de crecimiento de múltiples componentes neurales. 17 Se trata de los extremos de los cromosomas. Son regiones de ADN con una tasa alta de repetición y que no codifican: su función principal es dar estabilidad estructural a los cromosomas. A partir de algunos estudios, comienza a ser considerado un potencial marcador temprano de exposición al riesgo ambiental por estrés psicosocial. 18 Véase el esquema “El eje HPA, el encargado de responder al estrés”. Por “corteza prefrontal” entendemos la parte anterior de los lóbulos frontales del cerebro involucrada en la planificación de comportamientos cognitivos complejos que dependen de los procesos autorregulatorios y de control cognitivo, como la expresión de la personalidad, la toma de decisiones y la adecuación de la conducta social. 19 Es decir, la existencia de múltiples alelos en un gen. Un alelo es cada una de las formas alternativas que puede tener un gen, que se distingue en su secuencia y que se puede manifestar en diferencias concretas de su función. En otras palabras, un polimorfismo es una variación en la secuencia de un lugar determinado del ADN entre los individuos de una población. Si afecta la secuencia codificante o reguladora, y produce cambios importantes en la estructura de la proteína o en el mecanismo de regulación de la expresión, puede traducirse en diferentes fenotipos (por ejemplo, el color de los ojos). Los cambios poco frecuentes en la secuencia de bases del ADN se denominan “mutaciones”. Para que una variación se considere polimorfismo, debe aparecer en al menos el 1% de la población.
4. Los costos cerebrales de la pobreza La producción de residuos humanos
Desde los albores de la modernidad, cada generación ha dejado sus náufragos abandonados en el vacío social: las “víctimas colaterales” del progreso. Zygmunt Bauman, Vidas desperdiciadas (2005) El estudio acerca de la influencia de la pobreza en el desarrollo autorregulatorio y el desempeño académico comenzó a mediados del siglo XX dentro del marco de la psicología del desarrollo y de la educación. Los resultados más comunes desde entonces se refieren a la obtención de puntajes más bajos en pruebas estandarizadas que evalúan coeficientes de desarrollo, de inteligencia verbal y de ejecución, mayores niveles de ansiedad, depresión y percepción de la discriminación y estigmatización, la incidencia de trastornos de la
conducta, la cantidad de años de escolaridad completados, la tasa de trastornos de aprendizaje y de ausencia escolar de los niños provenientes de hogares pobres (por ejemplo, Bradley y Corwyn, 2002; Yoshikawa y otros, 2012). También en relación con el desarrollo del lenguaje, la evidencia indica que la procedencia socioeconómica influye sobre diferentes tipos de tareas que evalúan vocabulario, habla espontánea, procesamiento gramatical y competencias comunicativas (Hoff, 2006).
¿Qué es la autorregulación? “Autorregulación” es un concepto psicológico que se refiere a la capacidad de ajustar, en función del contexto, los pensamientos, emociones y conductas (esto incluye la realización de tareas orientadas a fines específicos). Este nodo de competencias ayuda a las personas a adaptarse ante los cambios que se producen en sus entornos de crianza, de estudio, de trabajo, de recreación o cultivo espiritual. Se construyen, se aprenden y se modifican día a día durante el ciclo vital. La investigación en psicología del desarrollo y neurociencia ha permitido identificar las partes constitutivas más elementales de estas conductas complejas, que son procesos psicológicos como la atención, la identificación de pensamientos y emociones adecuados para lograr un objetivo, el recuerdo y el uso de información relevante para la tarea, la posibilidad de cambiar el rumbo del pensamiento o la acción cuando las circunstancias ambientales cambian, imaginar los pasos que deben seguirse para realizar una tarea compleja y luego ejecutarlos, o monitorear y modificar el curso del pensamiento y de la expresión emocional durante la realización de tareas que
plantean el logro de objetivos. Cada una de estos procesos psicológicos específicos se construye biológica y ambientalmente, por medio de la socialización que propone cada cultura. En términos neurobiológicos, la autorregulación se asocia a la organización de diferentes redes neurales en el cerebro, cuya maduración y desarrollo se extiende durante las dos primeras décadas de vida. La investigación también ha demostrado que este desarrollo puede ser modificado por las pautas de crianza en el hogar, la socialización y la educación formal y no formal. Esta posibilidad de cambio y un desarrollo extendido en el tiempo también significa que la autorregulación es vulnerable a los ambientes poco estimulantes o con estresores intensos y frecuentes.
A diferencia de esas disciplinas, la neurociencia considera la cognición como una suma de componentes biológicos que realizan cómputos programados para llevar a término tareas complejas. Esta concepción supone nuevas formas de entender cómo el cerebro organiza los procesos cognitivos y emocionales involucrados en la autorregulación y el aprendizaje (Posner y Raichle, 1994).
En especial, la perspectiva neurocientífica contemporánea[20] plantea que los procesamientos básicos involucrados en las fases tempranas del desarrollo autorregulatorio y del lenguaje –como los involucrados en los sistemas de la atención, la memoria de trabajo y la flexibilidad cognitiva– participan en cualquier clase de actividad social durante todo el ciclo vital y en casi todas las culturas conocidas. El supuesto central de este enfoque es que, dada la multiplicidad de factores que influyen y modulan el sistema nervioso, es muy probable que el impacto de la pobreza sobre el desarrollo autorregulatorio tenga una base neurocognitiva. Durante las dos últimas décadas han comenzado a publicarse estudios que adoptan esa perspectiva. Diversas investigaciones han permitido corroborar la influencia ejercida desde el primer año de vida hasta la adolescencia, y detectar sus huellas en adultos con historias de pobreza infantil.[21]
¿Cómo se evalúa la autorregulación? Conceptos básicos La perspectiva neurocientífica define los sistemas neurocognitivos a partir del desempeño en distintas pruebas asociadas con la activación de redes neurales específicas (por ejemplo, Farah y otros, 2006). Estos sistemas son:
prefrontal/ejecutivo, que incluye a los subsistemas: – dorsolateral/memoria de trabajo; – cingulado/control cognitivo, y – ventromedial/recompensa; temporal/mnémico; perisilviano/del lenguaje; parietal/de la cognición espacial, y occípito-temporal/de la visión. Los procesos cognitivos de tipo ejecutivo[22] se asocian sobre todo con la activación de diferentes redes ubicadas en los lóbulos frontales del cerebro. Específicamente, en la corteza prefrontal, es decir, la parte anterior de los lóbulos frontales, que es la adquisición evolutiva más reciente del cerebro de los primates y contiene diferentes subáreas involucradas en la planificación de comportamientos complejos, en la expresión del temperamento y la personalidad, en la toma de decisiones y en la adaptación al ambiente social.
Áreas funcionales de la corteza cerebral
Presentamos aquí una vista lateral del hemisferio izquierdo del cerebro humano, para señalar la ubicación de diferentes áreas o lóbulos cuyas redes neurales se asocian de manera preferencial con distintas funciones como la percepción, el movimiento, la emoción y el pensamiento. Si bien hay áreas de procesamiento específicas, nos interesa destacar que las tareas asociadas con
esas funciones involucran a todo el cerebro en diferentes medidas. Por ejemplo, recorrer cincuenta metros de un campo de fútbol durante once segundos, mientras se elude a rivales para convertir finalmente un gol (como le ocurrió a Diego Armando Maradona en el Mundial de México en 1986), implica la integración de diferentes redes neurales presentes en diferentes lóbulos cerebrales para poder mirar, escuchar, driblear, monitorear el movimiento propio y prever el ajeno, planificar el siguiente paso, tomar decisiones (¿hacia qué lado eludir al arquero?) y patear al arco. La idea de que el cerebro contiene centros de procesamiento exclusivos ha sido superada por la neurociencia desde hace varias décadas. En la actualidad, la información aportada por las neuroimágenes podrían inducirnos a conclusiones similares. Por eso, es importante recordar que los colores que observamos asociados a la activación de diferentes áreas son construcciones estadísticas de los investigadores que estudian la respuesta del cerebro asociada a determinada función. Estas construcciones dependen de la decisión de cuál será el umbral de activación que considerar para señalar que una red está involucrada con la función que se investiga. Esto tal vez vele la
participación de otras redes.
La evidencia acumulada durante las últimas cuatro décadas indica que la porción dorsolateral de la corteza frontal suele activarse en forma preferencial ante tareas para las que es necesario recuperar información percibida recientemente. Este tipo de procesamiento se denomina “memoria de trabajo” e involucra información proveniente de los sistemas sensoriales –visual, auditivo y táctil– y lingüísticos. Un ejemplo de una tarea que evalúa procesos de memoria de trabajo –en este caso, espacial– son las de respuesta diferida, en las que hay que buscar un objeto escondido en una de dos o tres localizaciones posibles. Entre el ocultamiento y la búsqueda suele interponerse una pantalla para bloquear la visión; esto genera un tiempo de retardo que, al aumentar, hace que la demanda de memoria también sea mayor. Otras tareas permiten evaluar la integración de información visual, como las de autoordenamiento, en las que se muestra una serie de estímulos (por ejemplo, tarjetas con dibujos de objetos). En el primer paso, se le pide al evaluado que elija un dibujo cualquiera. Luego el evaluador da vuelta los dibujos, los reacomoda en un orden distinto al inicial, vuelve a presentárselos al evaluado y le pide que seleccione uno diferente al del
paso anterior. La prueba continúa hasta completar todas las posibles ordenaciones, que son tantas como estímulos se presenten. El evaluado debe elegir cada vez un dibujo diferente, y para eso debe recordar sus elecciones previas. En términos de procesamiento cognitivo, se le demanda ese recuerdo y la utilización de las respectivas representaciones en los pasos sucesivos. Otro tipo de pruebas se realizan con estímulos auditivos, por ejemplo, una secuencia de números, que el evaluado luego debe reproducir en el orden que le fue presentada o en el inverso. Estas tareas se denominan “de span” y también pueden realizarse con letras o palabras. Algunos tests utilizan estímulos táctiles para reconocer objetos sin ayuda de la visión. En todos los casos, al evaluar mediante neuroimágenes los procesos involucrados, se observa un aumento de la actividad neural de diferentes redes ubicadas tanto en la corteza prefrontal como en otras regiones corticales. Como mencionamos, si bien realizar cualquier tarea suele involucrar todo el cerebro, hay áreas que se activan de manera preferencial según la demanda de cada prueba. La corteza prefrontal dorsolateral, por ejemplo, es el nodo neural que se activa en forma preferencial durante los períodos de retardo en los que el evaluado debe mantener la información “en línea” para luego resolver los problemas que proponen las tareas con demanda de memoria de trabajo espacial.
Las tareas que demandan control atencional se vinculan con la activación preferencial de las regiones dorsales de la corteza prefrontal medial o del cingulado anterior dorsal. Esto suele asociarse con la resolución de conflictos cognitivos que proponen tareas como las de flancos. En estas se presenta una serie de cinco flechas y el evaluado debe indicar hacia qué lado apunta la flecha que está en el centro de la serie. Si las flechas que flanquean la central se orientan hacia el mismo lugar, son congruentes y no plantean conflicto cognitivo. Pero si se orientan hacia el lado contrario, son incongruentes y producen mayor activación concomitante de la región medial de la corteza cingulada anterior dorsal, que, en el plano cognitivo, redunda en un aumento en los tiempos de respuesta. En un test de este tipo es necesario inhibir el impulso de seleccionar la dirección de las flechas de los flancos, que funciona como distractor y es lo que supone el conflicto. Algunas pruebas también proponen una condición mixta, ya que presentan en forma combinada estímulos congruentes e incongruentes. En este caso, además de la demanda de control atencional, se pone en juego otro proceso cognitivo de tipo ejecutivo, la flexibilidad, que también se asocia con la activación preferencial de diferentes áreas del cingulado anterior y demanda extraer la regla que impone la prueba (por ejemplo, “Seleccionar el mismo lado al que apuntan las flechas de los flancos”, en la condición congruente) y
cambiarla cuando la tarea se modifica (por ejemplo, “Ahora, seleccionar el lado contrario”, en la condición incongruente). Por último, existen tareas en las que deben tomarse decisiones sobre la base de la valoración de los premios que se obtienen a medida que se van resolviendo las pruebas, lo cual también se considera un procesamiento de control cognitivo. Es el caso de las tareas de apuestas, en las que el evaluado debe ir eligiendo cartas de uno de dos mazos posibles. De esos mazos, uno da y retira premios de bajo valor, aunque al final la suma acumulada es la mayor de las dos opciones. En cambio, el otro otorga y quita premios altos y, a la larga, es con el que se obtiene menos. Ambas reglas deben ser inferidas por el evaluado a medida que va optando. Lo que demanda la tarea es descubrir la regla y, en lo posible, elegir el mazo que devuelve de a poco. Los estudios de neuroimágenes suelen asociar este tipo de demandas con la activación preferencial de una red neural ubicada en la corteza prefrontal órbito-frontal, la cual a su vez tiene una red compleja de conexiones con los núcleos amigdalinos y el hipocampo, localizados muy cerca de los lóbulos temporales.
Prueba de redes atencionales (ANT) Esta prueba es resultado del trabajo de un grupo de investigadores liderados por Michael Posner, de la Universidad de Oregón, en los Estados Unidos. Consiste en prestar atención a un estímulo central (flechas para adultos, peces para niños y niñas) orientado hacia la derecha o la izquierda, y pulsar una flecha o botón para indicar esa misma dirección. A los lados del estímulo central hay otros, que pueden estar en la misma dirección u orientados en dirección contraria. Cuando todas coinciden, el tipo de ensayo se denomina “congruente”. Cuando esto no sucede, se lo conoce como “incongruente”. Este último tipo es más demandante, porque requiere controlar el impulso de seleccionar la dirección a la que apuntan los estímulos de los flancos, que en esta condición funcionan como distractores. Así, el tiempo que insume hacer la selección suele aumentar. Dicha situación se ha asociado además a la activación preferencial de una región del lóbulo frontal, la corteza cingulada anterior, involucrada en el procesamiento de conflictos y errores.
Durante la presentación de ensayos, se interponen otros estímulos que anticipan la dirección del estímulo central o contribuyen a mantener el estado de alerta. Por eso, el test permite obtener información sobre la eficiencia y los tiempos de procesamiento de diferentes sistemas atencionales, cada uno asociado con la activación de diferentes redes neurales de distintos lóbulos cerebrales.
El sistema temporal/mnémico involucra procesos de memoria de largo plazo y de aprendizaje. La mayoría de las pruebas de inteligencia estandarizadas son sensibles tanto al procesamiento prefrontal como al temporal medial, ya que el desempeño suele estar influido por la habilidad de cada individuo para organizar el material que debe aprender y para aplicar sus propias estrategias de memoria. El estudio neurocientífico de este sistema suele utilizar pruebas de aprendizaje incidental, en las que el evaluado no sabe que se está evaluando su capacidad de memoria cuando se le presentan estímulos que debe recordar para lograr un aprendizaje. En las de aprendizaje incidental de palabras, primero se presentan pares de dibujos y el evaluado debe señalar en ellos la palabra que dijo el evaluador. Luego se le leen listas de palabras y debe indicar cuáles aparecieron en los dibujos. (Una variante de esta tarea es la de aprendizaje incidental de rostros.) En estudios con neuroimágenes se ha verificado que este tipo de pruebas activa de manera preferencial la corteza temporal medial y que el desempeño de los pacientes que la tienen lesionada es más pobre en las tareas de aprendizaje incidental de palabras. El tercer sistema, el perisilviano/del lenguaje, quizá sea el más complejo de este grupo. Suele evaluarse con tareas estandarizadas y de laboratorio que demandan procesos
de lenguaje en los niveles fonológico, léxico y sintáctico, como los subtests de lenguaje de las pruebas de inteligencia o desarrollo estandarizadas. Un ejemplo son las tareas de vocabulario, en las que el evaluado escucha una palabra y debe seleccionar el dibujo correspondiente entre cuatro opciones posibles. Otro ejemplo son las pruebas de procesamiento fonológico,[23] en las que el evaluado debe generar rimas entre palabras o reproducir el sonido de partes de las palabras que escucha o lee de un listado. También se utilizan tareas en las que el evaluado debe escuchar una oración y seleccionar la escena que mejor se relaciona con ella entre un grupo de imágenes con varias escenas (por lo general, cuatro). Este conjunto de tareas se asocia con la activación preferencial de nodos neurales ubicados en la corteza occípitotemporal que incluyen el giro fusiforme y otros nodos de las cortezas fronto-temporales. Por su parte, el sistema parietal/cognición espacial genera y manipula representaciones sobre la información espacial de objetos y del ambiente. Un tipo de tarea utilizada es la de orientación de líneas, que requiere que el evaluado determine la orientación de pares de segmentos lineales seleccionando aquellos que corresponden a los que se incluyen en una imagen de líneas distribuidas radialmente. También suelen emplearse tareas de rotación mental de figuras geométricas, que requieren que el evaluado determine si los pares de
dibujos rotados que se le presentan están orientados de forma similar o no. Este tipo de procesamiento se vincula con la activación preferencial de las regiones dorsales de la corteza parietal posterior. Por último, el sistema occípito-temporal/de la visión está involucrado en la segmentación y reconocimiento de formas. Un ejemplo de tarea es la de percepción visual de objetos en el espacio: el evaluado tiene que detectar una letra cualquiera en un dibujo que contiene muchas imágenes superpuestas que generan ruido visual; esto hace que la demanda de procesamiento sea mayor. En otras tareas debe determinar si una imagen de un rostro a la que se le manipula el contraste forma-fondo está orientada hacia arriba o hacia abajo en el espacio. Este tipo de procesamientos se asocia con la activación preferencial de nodos neurales localizados en la corteza occípitotemporal inferior. Es importante aclarar que en esta propuesta la asociación entre estructuras y desempeño se infiere a partir de estudios previos con niños y adultos con y sin trastornos neurológicos, y no necesariamente de la evaluación simultánea de ambos aspectos, algo que en algunos casos se hace. Así, es una propuesta teórica de gran utilidad para explorar impactos y mediadores[24] de las influencias ambientales sobre el surgimiento y el desarrollo estructural y funcional del cerebro. Dada la variabilidad individual, más las influencias ambientales y
de los procesos de desarrollo sobre el desempeño y la activación neural, esta clasificación de sistemas neurocognitivos tiene más un carácter teórico que un valor de evidencia empírica. Pese a las limitaciones de su poder explicativo, la importancia de esta clasificación reside en que permite generar hipótesis y ordenar la evidencia empírica disponible. Como sucede en todos los casos en la construcción científica del conocimiento, las investigaciones futuras y en desarrollo contribuirán a sostener o ajustar este enfoque.
Autorregular bajo el imperio de la pobreza Entre los sistemas neurocognitivos más explorados por la neurociencia está el prefrontal/ejecutivo, en el cual se verifica el impacto de la pobreza desde el primer año de vida y durante diferentes etapas del ciclo vital. Por ejemplo, en nuestro laboratorio (Lipina y otros, 2005) hemos estudiado el desempeño de niños de 6 a 14 meses que vivían en hogares con y sin necesidades básicas satisfechas en una tarea con demandas de memoria de trabajo y control inhibitorio, denominada “A-no-B”, una prueba de respuesta diferida que propone buscar un objeto (un juguete que les interese) que se esconde en uno de dos agujeros de una mesa a la vista de los niños. Luego de ocultarlo, el evaluador tapa los dos agujeros con vasos e interpone una pantalla entre el bebé y la mesa para
generar un retardo y estimular la activación de los procesos de memoria de trabajo. Luego de uno, cinco, diez o quince segundos, según la prueba, se retira la pantalla y se permite el acceso a los agujeros. Si el bebé encuentra el objeto dos veces consecutivas, se invierte el hoyo donde se lo oculta. La tarea demanda recordar la ubicación espacial del juguete y además inhibir el impulso de buscarlo en el lugar donde ya lo había encontrado dos veces consecutivas. Las fallas en este caso se consideran perseverantes e indican una dificultad para inhibir esa acción. Los resultados revelan que los niños que viven en hogares pobres tienen peores desempeños, es decir, mayores fallas inhibitorias y errores relacionados con dificultades para sostener la atención e implementar estrategias de búsqueda. Recientemente, un grupo de investigadores encontró una asociación entre ingreso y el volumen de diferentes áreas cerebrales, incluidas las prefrontales, al mes de vida (Betancourt y otros, 2015). Por otra parte, en estudios conductuales con niños en edad preescolar y escolar, varios investigadores confirmaron en forma reiterada que los bajos niveles de ingreso de las familias se asociaban con un peor desempeño en el control cognitivo relacionado con la inhibición de información no relevante y con el sostenimiento de la relevante para resolver tareas en comparación con el de niños de la misma edad provenientes de hogares con ingresos medios (véanse, por
ejemplo, Farah y otros, 2006; Hackman y otros, 2015; Lipina y otros, 2013; Mezzacappa, 2004). Esta evidencia permite sostener la hipótesis de que el sistema prefrontal/ejecutivo es uno de los más sensibles a las influencias de las inequidades sociales durante las experiencias de vida tempranas.
Impacto de la pobreza sobre el desarrollo neurocognitivo
La pobreza afecta el desempeño de las personas en diferentes tareas. Notamos aquí su influencia sobre el desempeño de niños y adolescentes de distintas edades en diferentes tareas, de acuerdo con los sistemas neurocognitivos en desarrollo que cada una involucra.Según la clasificación propuesta por Farah y colaboradores (2006): 1)
sistema prefrontal (control cognitivo y emocional); 2) sistema perisilviano (lenguaje); 3) sistema parietal (cognición espacial); 4) sistema occipital (cognición visual); y 5) sistema temporal (memoria episódica y aprendizaje).
La exploración actual de esa influencia ha comenzado a incorporar nuevos abordajes analíticos orientados a detectar qué mecanismos de mediación producen los impactos. Por ejemplo, en otro estudio (Lipina y otros, 2013) encontramos que, además del nivel educativo de la madre y la ocupación del padre, la disponibilidad de material de lectura, la lectura cotidiana de cuentos por parte de los cuidadores y el uso de computadoras con fines lúdicos –en un rango de una hora y media por día–, hicieron que la proveniencia de hogares pobres no influyera sobre la aptitud para realizar tareas de atención, memoria de trabajo, control inhibitorio, flexibilidad y planificación en niños de 5 años de edad. Por su parte, Hackman y otros (2015) notaron que los hogares donde se estimulaba el desarrollo autorregulatorio infantil por medio de material y ocasiones de juego con los padres disminuyeron la repercusión del ingreso familiar sobre la resolución de pruebas que demandaban utilizar la memoria de trabajo y planificar, mientras que la
sensibilidad materna a las necesidades emocionales de sus hijos modificó su desempeño cuando tenían que utilizar la memoria de trabajo en una muestra de mil nueve niños de entre 1 mes y 4 años y medio. Otro de los aspectos que se incorporaron al estudio es el análisis de la trayectoria de los impactos de la pobreza, es decir, su duración. Este análisis requiere contar con datos de los individuos en diferentes momentos de su vida, lo cual impone diferentes dificultades en materia de diseño e implementación y hace que no haya muchos resultados publicados. Una de las primeras investigaciones de este tipo analizó las relaciones entre la duración de la exposición a pobreza y diferentes aspectos individuales y ambientales asociados al desarrollo autorregulatorio entre el nacimiento y los 9 años de edad. Para eso, los investigadores analizaron esos mismos aspectos en niños de familias que nunca habían experimentado pobreza y los compararon con los de los que la habían padecido en tres períodos distintos: entre el nacimiento y los 3 años; entre los 4 y los 9 años, o entre el nacimiento y los 9 años. Los resultados mostraron que el último grupo, el que siempre había pasado por la experiencia de la pobreza, obtuvo los puntajes más bajos en las evaluaciones de la calidad de los ambientes de crianza y en su desempeño cognitivo en tareas de atención, memoria de trabajo y lenguaje, y presentó mayores problemas de conducta en el hogar. Por otra parte, las otras dos condiciones de exposición a
pobreza también se asociaron con ambientes de crianza menos estimulantes para el desarrollo cognitivo y el aprendizaje y dieron resultados más bajos en las tareas autorregulatorias. Por último, los análisis de mediación indicaron que estas asociaciones fueron moduladas en todos los casos por la calidad de las prácticas de crianza (Nichd Early Child Care Research Network, 2005). Por su parte, en su estudio Hackman y otros (2015) comprobaron que el ingreso familiar y la educación materna les permitió predecir el desempeño en tareas de planificación a los 7 años de edad, y el ingreso familiar el de tareas de memoria de trabajo a los 5, y que estas diferencias se mantienen constantes durante toda la niñez, lo que sugiere que la relación entre pobreza y control cognitivo surgiría durante la infancia temprana y persistiría sin cambios hasta el final de la niñez. Estos resultados muestran la importancia de considerar la calidad de los ambientes de crianza en el momento de diseñar intervenciones orientadas a mejorar el desarrollo autorregulatorio de los niños expuestos a la pobreza. Las influencias de la pobreza sobre el sistema perisilviano/del lenguaje también han sido constatadas por estudios que indican que las competencias lingüísticas –vocabulario, procesamiento sintáctico y fonológico– de niños en edad preescolar y escolar se ven afectadas (Hackman y Farah, 2009). Durante la última década, los abordajes neurocientíficos aportaron nueva evidencia que
indica que el nivel socioeconómico afecta la relación entre procesamiento fonológico y habilidades de lectura, y entre comprensión léxico-semántica y sintáctica (Farah y otros, 2006; Noble y otros, 2006; presentaremos otros detalles más adelante en este capítulo). Estos hallazgos demuestran que el sistema perisilviano/del lenguaje también es uno de los más vulnerables a las influencias de la pobreza. El sistema temporal/mnémico fue evaluado en varios estudios que administraban un paradigma de aprendizaje incidental en el que los niños no saben que se está evaluando su memoria durante una tarea de aprendizaje (Farah y otros, 2006). Los resultados indican que los niños de 6 a 8 años de edad provenientes de hogares con bajos ingresos tuvieron peores desempeños en las tareas de memoria, relación que en los estudios previos con niños en edad preescolar no había sido verificada. Por eso, de los resultados de los estudios conductuales que involucran los subsistemas prefrontal/ejecutivo, perisilviano/del lenguaje y temporal/mnémico surge que la pobreza no influye de manera homogénea en cuanto a los sistemas que afecta ni en cuanto al momento del desarrollo en que lo hace. En algunos de estos estudios, los investigadores plantearon que la influencia del nivel socioeconómico sobre el desempeño en tareas que demandan control cognitivo no era regular en términos de las pruebas
administradas ni de las edades (Farah y otros, 2006; Lipina y otros, 2005, 2013; Noble, 2005). Ambos aspectos son muy importantes por diferentes razones. Desde el punto de vista conceptual, esta heterogeneidad implica que la pobreza no genera el mismo tipo de influencia en los diferentes tipos de procesamiento neurocognitivo. Esto es consistente con la evidencia acerca de la organización temporal y regional de la corteza cerebral durante la infancia y la adolescencia, cuya maduración y estabilidad se produce en momentos distintos en las diferentes áreas. Al mismo tiempo, no coinciden con la idea de que la pobreza necesariamente implica un déficit cognitivo. El material que hemos presentado hasta aquí, si bien se basa en paradigmas[25] neurocognitivos, es en realidad de naturaleza conductual, por lo que tiene algunas limitaciones. Las conclusiones que pueden extraerse de estos hallazgos acerca del funcionamiento cerebral son sólo inferenciales, es decir, indirectas. Asimismo, muchas de las pruebas proponen tareas cuya solución depende de diferentes factores, por lo que el desempeño podría estar influido por otros factores, no sólo por la pobreza. Además, dos pruebas pueden evaluar un mismo sistema de procesamiento neurocognitivo pero de diferentes maneras. En conclusión, en la actualidad aún no se ha logrado analizar con suficiente profundidad la influencia del nivel socioeconómico sobre los procesos cognitivos ni cuál es
la función cerebral relacionada con ellos. En este sentido, la aplicación de técnicas de neuroimágenes podría contribuir a una mejor comprensión de ese vínculo.
Neuroimágenes de la pobreza en funcionamiento Hasta principios de 2015, los resultados de los estudios en los que se aplicaron técnicas de neuroimágenes no llegaba a reflejarse en veinte artículos. En tres de los que aplicaron técnicas de fMRI se analizan las influencias socioeconómicas sobre las competencias de lectura. Noble y otros (2006) plantean que el nivel socioeconómico influye en forma sistemática en la relación entre las competencias de procesamiento fonológico y la actividad neural involucrada en la lectura. El procesamiento fonológico se refiere a las combinaciones de los sonidos del habla (fonemas). Una de las tareas que enfrentan los niños cuando aprenden a leer es comprender el principio de codificación por el cual los signos gráficos (grafemas) se corresponden con determinados fonemas, dado que esa relación no es obvia. Para los niños, el procesamiento del habla requiere el conocimiento implícito de su estructura fonológica. La conciencia fonológica corresponde entonces a las habilidades involucradas en la reflexión y manipulación del lenguaje en los niveles fonológico, sintáctico, semántico y pragmático.
Noble y sus colegas proponen que la asociación entre conciencia fonológica y capacidades de lectura se incrementa en un ambiente con baja estimulación lingüística y de alfabetización, y se reduce en uno con características opuestas. Para evaluar esta hipótesis, analizaron con técnicas de fMRI los niveles de activación neural en áreas relacionadas con la capacidad lectora durante la lectura de seudopalabras[26] en niños de 6 a 8 años de edad provenientes de hogares con diferentes niveles de ingreso pero con desempeños similares de procesamiento fonológico. Los resultados muestran que hay una correlación entre ese procesamiento, que activa el área neural involucrada en la lectura, el “giro fusiforme”, y el nivel de ingreso familiar. Dicho de otro modo, a niveles de procesamiento fonológico similares, los niños de hogares con diferentes tipos de ingresos mostraron distintos niveles de activación de esa área. Por su parte, Shaywitz y otros (2003) exploraron los niveles de activación de esa área cerebral con técnicas de fMRI durante la resolución de pruebas de lectura en un grupo de adultos que en su infancia habían estado expuestos a diferentes entornos socioeconómicos y que habían tenido experiencias de aprendizaje de lectura distintas (con mayor o menor dificultad). Sus resultados señalan que los lectores que tuvieron dificultades de aprendizaje y provienen de hogares con menores ingresos presentan el mismo patrón de activación en el giro
fusiforme que el señalado por Noble y otros (2006) en su estudio con niños. Por otra parte, los adultos que tuvieron dificultades de lectura pero provenían de hogares con niveles socioeconómicos altos presentaban un patrón de activación que sugiere cambios por compensación.
fMRI: pobreza y lenguaje En 2005, Noble y sus colegas realizaron el primer estudio de neuroimágenes (utilizando la técnica de fMRI), que estableció una relación entre ingreso y activación de redes asociadas al lenguaje (en particular, al procesamiento fonológico).
Patrones de activación neural de niños de edad escolar, provenientes de hogares con diferentes
niveles de ingreso, durante la realización de una tarea con demanda de combinar sonidos para formar palabras (procesamiento fonológico). En el panel de la izquierda se observa una mayor activación del área denominada “fusiforme” durante la realización de una tarea con demandas de asociación de sonidos para formar palabras. Nótese que esa activación no se detecta en el panel de la derecha, correspondiente a niños de hogares con ingresos altos. Tomado de Noble y otros (2005).
Un niña de edad escolar resuelve una tarea mientras se obtienen registros de actividad neural
(fMRI). Tomado de .
En otro estudio en el que también se utilizaron técnicas de fMRI en niños de 5 años de edad, a quienes se administró una tarea auditiva para evaluar rimas, Raizada y otros (2008) notaron que los de hogares con ingresos más altos tenían un mayor grado de especialización hemisférica en el área de Broca.[27] Estos resultados sugieren que la maduración de esa región cortical podría estar determinada por la calidad de los ambientes lingüísticos de crianza; en concreto, por la complejidad y variedad del vocabulario y de la construcción de oraciones de los cuidadores. Por último, Monzalvo y otros (2012) aplicaron técnicas de fMRI para comparar la actividad neural asociada al procesamiento de estímulos visuales y a oraciones en lengua nativa y foránea en niños de 10 años de edad con y sin trastornos de la lectura y provenientes de hogares con diferentes niveles socioeconómicos, y encontraron grados de activación similares en todos ellos. Estos resultados podrían indicar que existe un patrón básico de activación propio de los trastornos de lectura que es independiente de las influencias socioeconómicas. Cabe señalar que este estudio, a diferencia de los que presentamos antes, fue realizado en Francia, es decir, en otra cultura lingüística.
De manera que estas diferencias delatan la necesidad de continuar esta línea de investigación y completarla con nuevas investigaciones en diferentes lenguas. Otros estudios aplicaron técnicas de fMRI para explorar los sistemas neurocognitivos prefrontales y límbicos (involucrados en los procesos de autorregulación cognitiva y emocional) y en la valoración de los estímulos durante las tareas de aprendizaje. Como se explicó, la amígdala es una estructura compleja conformada por diferentes núcleos que está involucrada en la evaluación de información emocional del ambiente social y en la regulación de la respuesta al estrés. La activación neural de estos núcleos (su “reactividad”) aumenta ante señales de estrés o amenaza en el ambiente. Dicha reactividad ha sido relacionada además al depósito de sustancias grasas en las arterias o ateroesclerosis preclínica (es decir, a la salud del sistema cardiovascular). Así, Gianaros y otros (2008) encontraron una mayor reactividad amigdalina durante una tarea de reconocimiento de rostros amenazantes en un grupo de adultos que habían estado expuestos a experiencias de maltrato y pobreza infantil. En el mismo sentido, Kim y otros (2013) hallaron niveles bajos de activación neural en la corteza prefrontal –resultado que se asocia a una menor eficiencia autorregulatoria– y menos capacidad para suprimir la reactividad amigdalina –algo que se vincula con una menor eficiencia de los procesos de
autorregulación y aprendizaje que involucran a los núcleos amigdalinos– ante un estresor, también en adultos con antecedentes de pobreza infantil. Por otra parte, Sheridan y otros (2012) encontraron que la complejidad lingüística en los ambientes de crianza y los niveles de cortisol[28] de los niños se asociaron tanto con el nivel socioeconómico familiar como con la activación de diferentes áreas de la corteza prefrontal durante la resolución de una prueba de aprendizaje en niños de 8 a 12 años de edad. En un estudio posterior (Sheridan y otros, 2013) encontraron asociaciones entre el nivel socioeconómico, definido en forma subjetiva, y la activación del hipocampo durante la resolución de una prueba de memoria, también en niños de 8 a 12 años de edad. Estos hallazgos se suman a la evidencia generada por otras investigaciones (Gianaros y otros, 2008; Gianaros y Manuck, 2010) con alumnos universitarios y adultos acerca del efecto del nivel socioeconómico, definido en forma subjetiva, sobre la respuesta amigdalina y prefrontal ante rostros amenazantes. Algunos investigadores comenzaron a explorar las influencias del nivel socioeconómico sobre la activación de diferentes redes neurales asociadas con la pobreza y con experiencias tempranas de adversidad por medio de MRI. Así, Rao y otros (2010) hicieron un estudio longitudinal (es decir, un estudio de seguimiento que investigó al mismo grupo de niños de manera repetida
durante un período extenso) para determinar la influencia de la estimulación del aprendizaje en el hogar sobre la morfología cerebral entre los 4 y 12 años. Los resultados indican que la estimulación a los 4 años de edad permitió predecir el volumen de ciertas áreas del hipocampo: una mayor estimulación se asoció con volúmenes más pequeños. Asimismo, observaron que la asociación entre el volumen del hipocampo y la estimulación en el hogar que se había observado en esa etapa desaparecía cuando los niños cumplían los 8 años. Esto sugiere que alrededor de los 4 años de edad podría existir un período sensible para la maduración del hipocampo que se ve influido por las prácticas de crianza. Dado que este es el único estudio que ha generado estos resultados, aunque sean importantes, para confirmar la existencia de ese período sensible es necesario realizar más investigaciones que, además, den cuenta de qué mecanismos plásticos provocan que hacia los 8 años desaparezca esa asociación. Otra serie de estudios recientes también muestra variaciones volumétricas y de grosor cortical en el hipocampo y la amígdala en diferentes poblaciones de niños, adolescentes y adultos con historias infantiles de pobreza (Hanson y otros, 2011; Jednoróg y otros, 2012; Luby y otros, 2013; Noble y otros, 2012; Staff y otros, 2012), y cambios en el grosor de la corteza cerebral y en los patrones de conectividad de redes neurales que
involucran áreas prefrontales, parietales, temporales y occipitales en niños en edad escolar provenientes de hogares con diferentes niveles de pobreza (Chiang y otros, 2011; Hanson y otros, 2013; Jednoróg y otros, 2012; Lawson y otros, 2013). Las últimas investigaciones sobre la influencia socioeconómica en la actividad cerebral han comenzado a incorporar diferentes técnicas de EEG. Por ejemplo, Tomalski y otros (2013) descubrieron diferencias en la actividad electroencefalográfica de reposo durante el primer año de vida en niños provenientes de hogares con diferentes niveles socioeconómicos. Por su parte, Kishiyama y otros (2009), quienes utilizaron un paradigma de control inhibitorio para analizar las influencias socioeconómicas sobre diferentes componentes electroencefalográficos asociados al funcionamiento de áreas prefrontales, no hallaron diferencias en los niveles de desempeño entre niños provenientes de distintos ámbitos socioeconómicos, aunque sí las notaron en los componentes ERP dependientes de la corteza prefrontal: los niños provenientes de hogares con nivel socioeconómico alto expresaron el perfil de activación asociado al procesamiento atencional, visual y de respuesta a la novedad esperado para sus edades, mientras que los que procedían de hogares con bajos ingresos mostraron patrones de activación menos maduros. Estas diferencias según el nivel evaluado
(conductual o neural) indican que las influencias ambientales sobre el procesamiento y el desarrollo neurocognitivo podrían ser variables. Dicho de otra forma, distintos aspectos del ambiente influirían de forma diferenciada en la plasticidad de las mismas o de diferentes redes neurales. Por ende, el estudio de las influencias ambientales sobre el desarrollo cerebral debería incluir abordajes que utilicen metodologías variadas que permitan obtener información acerca de diferentes niveles de análisis. Estos hallazgos también sugieren que las conclusiones derivadas de la información proveniente de un solo nivel de análisis deben ser consideradas con cautela. Por su parte, D’Angiulli y otros (2008) analizaron el vínculo entre nivel socioeconómico y procesamiento atencional auditivo utilizando un paradigma de atención selectiva combinado con EEG. La tarea demandaba responder a ciertos tonos y no hacerlo frente a otros. Los investigadores encontraron que los registros electroencefalográficos de los niños provenientes de hogares con niveles socioeconómicos más altos mostraron una discriminación adecuada entre ambos tipos de tonos, mientras que los niños de familias con ingresos más bajos eran similares para ambos tipos de tonos, es decir, tenían mayor dificultad para atender selectivamente a la información auditiva. Stevens y otros (2009) les pidieron a niños en edad preescolar provenientes de hogares con
ingresos bajos y altos que prestaran atención a una de dos historias que escuchaban en forma simultánea a través de dos parlantes colocados a la derecha y a la izquierda de donde estaban y observaron que, en el registro electroencefalográfico, el nivel de ingreso bajo se asoció con una reducción del procesamiento atencional selectivo, esto es, con mayores dificultades para filtrar o suprimir información irrelevante. En un experimento similar, Skoe y otros (2013) notaron que los adolescentes cuyas madres alcanzaban bajos niveles educativos tenían patrones de activación que diferían de los esperados para esa edad. Por último, Tomarken y otros (2004) encontraron evidencias de asociación entre el nivel socioeconómico y el procesamiento neural en adolescentes en tareas que demandaban un procesamiento emocional. Luego de una década de estudios neurocientíficos de la pobreza en los que se han aplicado diferentes técnicas de neuroimágenes,[29] se concluye que se verifican disparidades cognitivas en el nivel de las funciones del lenguaje, el control cognitivo y la memoria, que involucran la corteza prefrontal y el hipocampo. Como dijimos, esos dominios y estructuras están directamente relacionados con las competencias autorregulatorias y de aprendizaje. Sin embargo, la evidencia empírica se funda en pocos estudios –muchos de los cuales deben ser replicados– y aún falta integrar mejor a escala conceptual y metodológico los abordajes que analizan la conducta
con los de la activación neural. Esto significa que la mera medición de la activación neural en poblaciones con diferentes perfiles socioeconómicos es insuficiente para avanzar en la comprensión de esas asociaciones. Tal como señalan Raizada y Kishiyama (2010), si bien la información generada en el análisis neural podría ser útil para predecir cambios en el desempeño conductual, aún es necesario avanzar en la integración de diferentes aspectos conceptuales y metodológicos sobre desarrollo y plasticidad cerebral. En este sentido, la psicología y la neurociencia cognitiva están rezagadas en el desafío conjunto de incorporar los modelos de desarrollo cognitivo que la primera ha venido planteando desde mediados del siglo XX a las propuestas metodológicas que propone la segunda.
ERP: pobreza y autorregulación
Un niño de edad preescolar utiliza una tableta para resolver una tarea mientras se obtienen registros electroencefalográficos. Tomado de .
Patrones de activación electroencefalográfica (técnica ERP) de niños en edad preescolar, hijos
de madres con diferentes niveles educativos, durante la realización de una tarea con demanda de suprimir estímulos auditivos irrelevantes (atención auditiva). En el panel de la izquierda, que representa el registro electroencefalográfico de niños con madres de alto nivel educativo, puede observarse que la curva punteada se separa de la continua. Esto indica que los niños pudieron discriminar entre estímulos pertinentes y distractores. En el registro representado en el panel de la derecha las dos curvas están más cerca, lo que indica que los niños cuyas madres poseen un menor nivel educativo tuvieron mayores dificultades para discriminar entre esos dos tipos de estímulos (Stevens y otros, 2009).
Llevar la pobreza bajo la piel Desde mediados del siglo XX, diferentes estudios han analizado la respuesta regulatoria del estrés en niños y en adultos como uno de los mecanismos que muestra más claramente la influencia de la pobreza sobre el desarrollo emocional, cognitivo y social (Doom y Gunnar, 2013;
Lupien y otros, 2009). Amenazas, exposición a peligros ambientales, violencia familiar y comunitaria, cambios en la dinámica de la vida familiar, pérdida de empleo, inestabilidad y deprivación económica son factores negativos que activan de diferente manera los sistemas de regulación del estrés y que tienen mayor probabilidad de ocurrir bajo condiciones de pobreza (Maholmes y King, 2012; Yoshikawa y otros, 2012). Recordemos que los sistemas neurales asociados con esta compleja regulación incluyen la hipófisis, el hipocampo, la amígdala y diferentes áreas de la corteza prefrontal que forman parte del eje HPA. Este último responde a diferentes señales del ambiente desde antes del nacimiento, dado que el feto recibe a través de su madre, y en forma continua, además de nutrientes, información biológica vinculada a la liberación de hormonas de estrés como forma de regulación inmunológica. En la actualidad, existe evidencia que indica que esta información produce cambios fisiológicos y epigenéticos que pueden tener consecuencias a largo plazo sobre la salud física y mental de los bebés (Christian, 2015). Luego del nacimiento, el eje continúa su desarrollo. Debido a la inmadurez del hígado, la producción de proteínas que inactivan el cortisol en sangre es baja, y su incremento hasta alcanzar los niveles maduros se produce gradualmente durante los primeros meses de vida. Esto, sumado a que todavía no se regula
del todo la acción de los receptores que desencadenan su funcionamiento, significa que se puede mantener la misma cantidad de cortisol con una baja actividad del eje HPA y que, cuando este se activa, bajas cantidades de cortisol pueden inducir la acción de muchas hormonas. Una de las consecuencias más importantes de esta situación es que, durante los primeros tres meses de vida, toda variación en el cuidado de los niños se refleja en la actividad del eje HPA. Por eso, para el desarrollo autorregulatorio, en este período es decisivo que se establezca un apego adecuado entre madre e hijo. Lo que la investigación neurocientífica debe dilucidar aún es si este grado de respuesta implica que esos primeros meses son o no un período sensible durante el cual las variaciones normales en el cuidado de los niños tienen la capacidad de programar el funcionamiento del eje y de los sistemas de regulación asociados, así como de provocar consecuencias negativas en etapas ulteriores del desarrollo autorregulatorio y en la salud. La evidencia reciente sugiere que las experiencias de abandono durante el primer año de vida podrían asociarse con alteraciones persistentes en la morfología cerebral, como los cambios volumétricos en el hipocampo (Hodel y otros, 2015), que a su vez podrían afectar el desarrollo cognitivo y la adquisición de aprendizajes. Respecto del impacto de las situaciones de adversidad extremas, los estudios de la última década realizados con
sobrevivientes de los campos de exterminio que funcionaron durante la Segunda Guerra Mundial indican un incremento en la sensibilidad a los glucocorticoides en la segunda generación (Yehuda y otros, 2014). Es decir, los progenitores podrían transmitir el trauma que vivieron a través de mecanismos epigenéticos que afectan el desarrollo de los sistemas de regulación del estrés de la generación siguiente. Alrededor de los 5 meses de edad, el eje HPA comienza a estabilizarse y a ser menos reactivo a cambios sutiles en las prácticas de crianza: en ese momento es más difícil que se produzcan incrementos en la liberación de cortisol. Esto supone que se trata de una etapa del desarrollo en la que el establecimiento de apegos seguros con sus cuidadores protege a los niños. La investigación tampoco ha podido determinar aún cuán temprano es este efecto de amortiguación sobre el funcionamiento del eje HPA y la liberación de cortisol, ni identificar del todo su mecanismo subyacente, que involucraría los sistemas de recepción desde el hipotálamo hasta la corteza prefrontal. Por otra parte, no está confirmado si la hormona oxitocina y los sistemas de recepción opioides[30] participan en este proceso (Hostinar y Gunnar, 2013). Si bien la etapa prenatal y la infancia temprana podrían ser períodos sensibles para el desarrollo de los sistemas de regulación del estrés, la evidencia sugiere que no serían las únicas, dado que la producción de cortisol
también se incrementa durante la pubertad. Estos cambios en el eje HPA, a su vez, podrían provocar que la vulnerabilidad neural al estrés durante la adolescencia temprana sea mayor, lo cual explicaría en parte los grandes cambios autorregulatorios que se producen durante esta etapa (Gunnar y otros, 2009). Datos recientes sugieren que haber vivido en un ambiente adverso y de maltrato durante la pubertad también podría producir cambios en el volumen de estructuras asociadas al eje HPA (por ejemplo, en la amígdala) en la vida adulta (Pechtel y otros, 2014). Durante todas las etapas del desarrollo, el estrés y la incertidumbre generados por las condiciones de deprivación económica incrementan la probabilidad de sufrir estados emocionales negativos, como ansiedad, depresión e ira. A su vez, esas emociones pueden inducir una mayor frecuencia de estrategias de control parental negativas, menor sensibilidad emocional hacia los niños durante la crianza y por consiguiente ocasionar mayores dificultades para que estos adquieran prácticas autorregulatorias adecuadas (Shonkoff y otros, 2012). Sin embargo, algunas investigaciones han mostrado que, aun en condiciones de pobreza, las prácticas de crianza adecuadas pueden ser un factor protector del desarrollo infantil. Esto pone de relieve la importancia de las intervenciones ambientales sobre los sistemas de autorregulación infantil durante el desarrollo.
En este sentido, el estudio de los mecanismos de mediación de la respuesta de regulación al estrés ha generado un conjunto de principios-guía que también puede contribuir a comprender mejor el impacto de la pobreza infantil. Así, Ganzel y otros (2010) han sugerido que las propiedades de los estresores (magnitud, duración y cronicidad) y su carácter (por ejemplo, si se trata de una exclusión social o de una amenaza física), modularían el tipo de impacto sobre la activación de las redes neurales involucradas en las respuestas agudas y crónicas a los estresores ambientales. Al respecto, resta aún investigar la sensibilidad del desarrollo neural a estos procesos, dada su potencial utilidad para el diseño de intervenciones destinadas tanto a niños como a adolescentes y adultos. La agenda neurocientífica actual ha comenzado a incorporar los conceptos y metodologías derivados de los avances en epigenética y del análisis de la activación neural, tanto en estudios experimentales con animales como con personas. En particular, hay tres series de problemas que son objeto de estos estudios: la programación prenatal de la plasticidad neural, la reactividad amigdalina –es decir, cambios estructurales y funcionales específicos de esta estructura neural– ante situaciones amenazantes y los procesos que corporizan las experiencias adversas a nivel neural. Por ejemplo, en el área que analiza las consecuencias a largo plazo de las
experiencias de estrés en contextos de pobreza infantil, Blair y otros (2011) revelaron que los niveles de cortisol combinados con las prácticas de crianza parentales mediaban los efectos del ingreso familiar y de la educación materna sobre el desempeño en tareas autorregulatorias. Esto significa que la pobreza per se no permitía explicar el impacto de la adversidad sobre el desarrollo emocional y cognitivo, sino que parte de esas influencias se debían a las respuestas de los niños ante los eventos adversos asociados a las prácticas de crianza de sus padres. Este tipo de hallazgo ha orientado la investigación del impacto de la pobreza sobre el desarrollo autorregulatorio hacia el análisis de los factores que lo modulan. Por otra parte, en una investigación reciente que incluía una muestra de niños que vivían en condiciones de pobreza rural, Fernald y Gunnar (2009) encontraron que los niveles de cortisol disminuían sólo en aquellos cuyas madres mostraban más síntomas de depresión.[31] Estos resultados apoyan la idea de que la salud mental materna es otro factor que tomar en cuenta para mejorar nuestra comprensión del vínculo entre pobreza infantil y estrés. El impacto del estrés moderado a crónico se ha asociado con la liberación de una serie de moduladores químicos cerebrales, que a su vez tienen nichos espaciales y temporales específicos que generan fenómenos complejos y cuya dinámica de funcionamiento aún no se conoce del
todo (Joëls y Baram, 2009). En esta línea, Wismer Fries y otros (2005) han notado que la ausencia de un apego adecuado durante etapas tempranas del desarrollo se asocia con cambios que involucran las hormonas vasopresina y oxitocina (esta última, ya mencionada como potencial mediador de la amortiguación del apego durante las primeras etapas del desarrollo). Estos neuromoduladores químicos serían críticos para establecer vínculos sociales adecuados y regular conductas emocionales. En concreto, las experiencias de abuso físico y sexual durante etapas tempranas se han asociado con un patrón complejo de respuesta al estrés, que provocaría una mayor tendencia a presentar trastornos psiquiátricos en la vida adulta. Sin embargo, la vulnerabilidad y susceptibilidad a situaciones de estrés moderado varía entre individuos de acuerdo con diferentes mecanismos epigenéticos y en función de la eventual presencia de ciertos factores de protección en los ambientes de crianza, como las interacciones con adultos sensibles a sus necesidades materiales y emocionales o las competencias sociales y autorregulatorias de los propios niños. Durante la última década, comenzaron a realizarse los primeros estudios con neuroimágenes para intentar determinar la influencia de la pobreza infantil sobre la regulación del estrés en diferentes etapas de la vida. Por ejemplo, Tottenham y otros (2011) evaluaron los
correlatos neurales a largo plazo entre las condiciones de crianza adversas y el desempeño en tareas de autorregulación emocional que demandaban identificar rostros amenazantes. Hallaron que los niños criados en orfanatos mostraban incrementos en la reactividad amigdalina asociados, además, con la disminución del contacto visual durante las interacciones sociales con adultos. En un estudio previo, Taylor y otros (2006) ya habían notado que adultos con historias infantiles de estrés expresaban patrones altos de reactividad amigdalina durante la observación de rostros amenazantes, mientras que Butterworth y otros (2011) descubrieron que los adultos expuestos a pobreza infantil tenían volúmenes modificados en el hipocampo y en diferentes núcleos amigdalinos, patrón que Hanson y otros (2011) confirmaron en niños en edad escolar provenientes de hogares con bajos ingresos. En síntesis, la evidencia disponible permite sostener que estos sistemas regulan una parte importante de las respuestas fisiológicas y conductuales al estrés y contribuyen a que cada individuo se adapte a los impactos de los diferentes estresores en el corto y largo plazo. A su vez, estos procesos regulatorios se apoyan en la compleja trama de conexiones entre los sistemas nervioso, inmunológico y cardiovascular. Por una parte, los mecanismos que regulan la respuesta al estrés tienen un valor positivo, pues colaboran en la adaptación de cada
individuo a su entorno en el corto plazo. Pero, por otra parte, en situaciones de estrés crónico, esos mecanismos pueden asociarse con desórdenes fisiológicos que afectan de manera negativa esos ajustes y adaptaciones y, en consecuencia, el estado de salud de los sistemas fisiológicos involucrados incluso en la vida adulta. Algunos trabajos han empezado a caracterizar estos procesos crónicos de regulación del estrés mediante la metáfora del “estrés tóxico” (Shonkoff y Bales, 2011). Este tipo de esfuerzo resulta útil para llamar la atención sobre las consecuencias a corto, mediano y largo plazo de los eventos adversos desde la etapa prenatal sobre el desarrollo y la salud de las personas y, por ende, para el diseño de nuevas investigaciones y políticas públicas. Los modelos teóricos que intentan dar cuenta de estos procesos de regulación y desregulación han evolucionado durante los últimos veinticinco años. En 1993, McEwen y Stellar habían propuesto pensar la relación entre la exposición a estrés durante largos períodos de tiempo y enfermedad enfatizando el costo oculto de la adaptación de las personas a esas situaciones. Su modelo planteaba que los sistemas neural, hormonal e inmunológico funcionan de manera integrada y tendían a mantener la homeostasis[32] del organismo controlando las fluctuaciones y reacciones que imponen las demandas externas e internas. Llamaron “alostasis” a este conjunto de relaciones entre múltiples sistemas mediadores del
estrés y señalaron que la exposición crónica al estrés y las consecuentes respuestas neurales e inmunológicas producen una “carga alostática” que poco a poco desgasta los sistemas cardiovascular, inmunológico y hormonal. En esa misma década, McEwen (1998) propuso el modelo de diátesis,[33] que postula que ciertos factores, como los polimorfismos genéticos o el temperamento, constituyen elementos latentes que se activan en ambientes deprivados material y socialmente para producir resultados negativos en la salud y el desarrollo autorregulatorio de las personas. Si bien este modelo es útil cuando se toman en consideración factores individuales, resulta inadecuado para determinar su relación con el ambiente porque no la tiene en cuenta. En la última década se han propuesto dos modelos alternativos, el de susceptibilidad diferencial (Belsky y Pluess, 2009) y el de sensibilidad biológica al contexto (Boyce y Ellis, 2005), que postulan que las influencias ambientales afectan de manera diferente a las personas. La primera de estas teorías postula que las características individuales determinan en parte la susceptibilidad (o adaptación) de cada persona a las influencias de sus ambientes de crianza y de desarrollo de su vida comunitaria. En cambio, la teoría de la sensibilidad biológica al contexto propone que todos los rangos de respuesta individual son adaptativos, más allá de las características de los contextos ambientales. Lo que es
común a ambas perspectivas es que asocian vivir en condiciones de pobreza con la posibilidad de adquirir enfermedades más tempranamente y, por consiguiente, sufrir una muerte prematura. Los enfoques teóricos de estos autores sobre la adaptación a la adversidad indican que si la organización comunitaria deja a los individuos librados a su propia suerte –es decir, si no les provee seguridad ni contención ante los eventos negativos asociados a carencias materiales y simbólicas–, las desigualdades e injusticias sociales en términos de morbilidad y mortalidad prematuras se perpetúan. Expresémoslo de otro modo: el conjunto de teorías, hipótesis y hallazgos neurocientíficos respecto del estudio de la respuesta regulatoria al estrés permite señalar que si las formas de organización económica y social no consideran que la pobreza enferma y mata, el problema pasa a ser (sobre todo) moral. En este punto, aunque la neurociencia se haya acercado a los postulados sobre inequidad que proponen las ciencias sociales y humanas contemporáneas, estos no han tenido suficiente pregnancia en las discusiones académicas interdisciplinarias y, salvo algunas excepciones, las ciencias humanas y sociales continúan sin incorporar las consideraciones neurobiológicas al estudio de la desigualdad.
Residuos entre residuos Aunque desde hace varias décadas se ha comenzado a estudiar el impacto de la exposición a diferentes agentes tóxicos ambientales (como la polución del aire y las drogas) durante las etapas tempranas del desarrollo cerebral, el análisis neurocientífico con metodologías contemporáneas como las neuroimágenes apenas cuenta veinte años. Esta área de investigación contribuye de manera significativa al estudio del impacto de la pobreza sobre el desarrollo cerebral y autorregulatorio, y sus técnicas pueden generar información específica sobre qué redes neurales se ven afectadas por cada tipo de agente o droga y en qué momento. La asociación entre pobreza y riesgo de exposición a agentes tóxicos y drogas –tanto legales como ilegales– responde a un patrón que combina variados determinantes sociales. Entre los principales factores que impactan sobre la salud infantil y materna se cuentan la cercanía de las viviendas a zonas industriales donde se desechan tóxicos –principalmente en países en los que las regulaciones para eliminarlos no existen o bien no se cumplen–, una mayor incidencia de conductas y estilos de vida no saludables de los cuidadores y la frecuente falta de acceso adecuado a políticas educativas de prevención de enfermedades (Bradley y Corwyn, 2002; Evans y otros, 2013). Los estudios experimentales con animales y las investigaciones epidemiológicas realizadas en diferentes
poblaciones del planeta muestran el impacto negativo de algunos metales, plásticos y drogas sobre el desarrollo cerebral ya durante la etapa prenatal. En forma complementaria, estudios recientes sobre la exposición a la polución en grandes metrópolis permiten comenzar a comprender cómo afecta a la población general, y en especial a los niños, que constituyen el grupo más vulnerable (Leith y Carpenter, 2012). Al respecto, es importante tener en cuenta los tipos de exposición, dado que suponen diferentes mecanismos de mediación; por ende, las modalidades de intervención para prevenirlos varían. Los agentes tóxicos y la polución, que suelen deberse a la presencia de metales, plásticos y emanaciones, se producen por la forma en que las industrias y la población liberan esos agentes, mientras que la exposición prenatal a las drogas –como el alcohol, el tabaco, la cocaína, la marihuana y las metanfetaminas– es la más estudiada por la neurociencia contemporánea y tiene que ver con la conducta materna durante el embarazo y la de la familia durante la crianza. Respecto de la exposición a metales y plásticos, la evidencia actual permite sostener que los efectos neurotóxicos producidos por sustancias como el plomo, el mercurio, el manganeso y el cadmio pueden atravesar la placenta y generar alteraciones en los procesos moleculares y celulares de la organización plástica del sistema nervioso durante todas las etapas de su
desarrollo. Aunque los efectos de estos agentes se detectaron en el nivel conductual y neural, tanto en casos de alta como de baja exposición, la evidencia también indica que el desempeño cognitivo de los individuos que conviven con estos elementos es muy variable; por lo tanto, hay que considerar diferencias individuales y de los ambientes de crianza. En cuanto a la polución, que también tiene una multideterminación biológica y social, su asociación con alteraciones en la estructura y en el funcionamiento del sistema nervioso sólo ha comenzado a analizarse en los últimos años. Se necesitan más investigaciones que permitan comprender mejor por qué algunos niños son más susceptibles que otros ante los diferentes agentes presentes en la atmósfera y ajustar las eventuales intervenciones o tratamientos y diseñar políticas públicas y regulaciones acerca del manejo de estos residuos, tareas que, en el contexto actual de falta de control que privilegia el beneficio económico de la producción industrial por sobre la protección de la salud, suelen postergarse. El alcohol es uno de los neurotóxicos más investigados por sus efectos sobre el sistema nervioso. Desde hace varias décadas, muchos estudios asocian la exposición prenatal a este agente con consecuencias negativas en diferentes aspectos del desarrollo autorregulatorio que, en algunos casos, como en el síndrome alcohólico fetal,[34]
pueden extenderse durante casi toda la vida. Al igual que en el caso de los agentes tóxicos ambientales, los impactos varían en función de la cantidad de alcohol ingerida y el momento del embarazo en el que se lo consume. Sin embargo, las guías actuales de diferentes países centrales y periféricos sugieren la abstinencia total durante el embarazo. En la etapa prenatal, la aplicación de diferentes técnicas de neuroimágenes ha permitido verificar cambios volumétricos en algunas redes neurales y en su conectividad a través de todo el cerebro, así como alteraciones en los perfiles del neurometabolismo. Pese a estos datos, una acabada comprensión del impacto neural y su aplicación en el diseño de intervenciones y tratamientos aún requiere más estudios longitudinales. La evidencia reunida es clara, pero falta aún diseñar, implementar y evaluar diferentes tipos de intervenciones y tratamientos que puedan adaptarse a cada uno de los efectos posibles. Esto implica un trabajo continuo de los entes gubernamentales, cuyos planes necesariamente deben contemplar regulaciones y controles que involucren también a la industria, para lo cual la investigación científica sin duda es de gran ayuda. Al respecto, la mayor responsabilidad recae sobre la calidad profesional y ética de los funcionarios y técnicos que tienen a su cargo la salud de la población. Por supuesto, esto vale también para el resto de los agentes, pero como
el alcohol es legal en casi todo el mundo, requiere especial atención. Por su parte, la exposición prenatal a la cocaína se asocia con diferentes trastornos cognitivos. Schroder y otros (2004) los estudiaron en niños de 8 y 9 años de edad y, al evaluar sus competencias autorregulatorias y sus logros académicos, hallaron que mostraban cambios en la velocidad de procesamiento cognitivo y en las competencias de aprendizaje. En otro estudio, Bennet y otros (2008) examinaron lo mismo, pero mediante una prueba de inteligencia general en niños de 4 a 9 años. Sus resultados indican que el impacto difiere según el género: los varones presentaron un peor desempeño en tareas de razonamiento y memoria de corto plazo visual. Estos resultados, además, mostraron divergencias al considerar los niveles de estimulación afectiva y del aprendizaje en los hogares y el desempeño de las madres en pruebas de inteligencia general: quienes obtenían puntajes más altos en ambas variables lograban mejores resultados. Otro ejemplo es el estudio de Sheinkopf y otros (2009) acerca de la exposición prenatal a la cocaína y sus consecuencias en la resolución de tareas de control cognitivo, más la activación neural concomitante, en niños de 8 y 9 años. Los resultados resultan interesantes: si bien no encontraron diferencias entre niños expuestos y no expuestos a la droga ante una tarea en la que debían
inhibir el impulso de responder ante estímulos irrelevantes, sí las hallaron en la activación neural. Esta información es muy útil para el diseño de intervenciones orientadas a optimizar el desarrollo de esos niños; y también delata la importancia de abordar los problemas complejos con metodologías que sondean diferentes aspectos (la activación neural, el procesamiento cognitivo, la conducta individual y de los cuidadores, tanto como la calidad de los ambientes de crianza y socialización). Otras drogas que demostraron incidir en el desarrollo cognitivo son el tabaco y la metanfetamina. Por ejemplo, Fried y Smith (2001) analizaron el desempeño en tareas autorregulatorias de adolescentes de 13 a 16 años y relevaron una asociación negativa entre su exposición prenatal al tabaco y el desempeño en pruebas de atención e inteligencia general y el mismo vínculo entre la marihuana y las tareas de memoria y de procesamiento sintáctico. Durante la última década estos hallazgos tuvieron confirmación en diferentes estudios. En un trabajo reciente, Barros y otros (2011) notaron que el tabaquismo materno provoca en los niños niveles más altos de excitabilidad y dificultades para regular las emociones. Asimismo, el tabaco conlleva en la madre un incremento del riesgo de sufrir obesidad, hipertensión y diabetes gestacional. En cuanto a las metanfetaminas, su consumo durante el embarazo afecta los patrones de
activación y conectividad entre el cuerpo estriado[35] y las redes neurales frontales durante la realización de tareas autorregulatorias en la niñez media y la adolescencia. Si bien falta incorporar a estos análisis que identifiquen los mecanismos involucrados, los resultados sugieren que la exposición prenatal a estas drogas provoca dificultades en el procesamiento autorregulatorio durante las primeras dos décadas de vida. En algunos casos, las prácticas de crianza y una estimulación ambiental adecuadas,[36] especialmente en niños que crecen en contextos de pobreza, podría reducir estos impactos. El diseño y la evaluación de modelos para el análisis de los efectos combinados y acumulativos de diferentes agentes tóxicos y drogas sobre distintos aspectos del desarrollo infantil permitirán una mejor comprensión de estos fenómenos.
La hipoteca más vergonzante: comer poco, comer mal Si bien entre los años 2000 y 2013 la prevalencia mundial de retraso en el crecimiento en niños menores de 5 años de edad se redujo un 8%, y la de bajo peso en 10%, en 2013 161 millones padecieron retraso en el crecimiento, 99 millones bajo peso, 42 millones sobrepeso, 51 millones emaciación y 17 millones emaciación grave (Unicef, 2015),[37] la mayoría de ellos procedentes de Asia, África y América Latina, es decir, de las zonas con
mayor incidencia de pobreza en el mundo. De hecho, en estos continentes los niños que nacen en el seno del 40% de las familias más pobres tienen 2,8 más posibilidades de padecer malnutrición que los que nacen en el del 10% de las familias más ricas (Crosby y otros, 2013). Todas estas formas de desnutrición y malnutrición se asocian (en grados diversos) a factores y mecanismos que conducen a diferentes tipos de enfermedades que elevan tanto las tasas de mortalidad como las dificultades autorregulatorias (y por ende perjudican notoriamente las competencias de aprendizaje de los niños). Desde la segunda mitad del siglo XX, la investigación epidemiológica al respecto ha mostrado en forma reiterada que la asociación entre déficit nutricional, malnutrición y pobreza se refleja en problemas de crecimiento físico, anemia por falta de incorporación de hierro en la ingesta y alteraciones en el desarrollo motor, emocional y cognitivo que en muchos casos afectan el desempeño académico. Por ejemplo, en estudios recientes del proyecto Young Lives, los niños con retraso en su crecimiento obtuvieron puntajes más bajos en matemática, lectura, escritura, y demostraron mayor probabilidad de sobreedad escolar (Prado y Dewey, 2012). En términos neurobiológicos, múltiples nutrientes (entre otros, proteínas, hidratos de carbono, hierro, zinc, yodo, selenio y colina) y ciertos factores de crecimiento (insulínicos, epidérmicos, BDNF) regulan el desarrollo
cerebral desde la gestación. Y, dados los altos requerimientos de ambos durante las primeras etapas de crecimiento rápido del cerebro, el período prenatal y el primer año de vida son momentos de alta vulnerabilidad a los déficits. En este sentido, la alimentación materna durante el embarazo y la del niño desde el nacimiento son esenciales para incorporar el tipo y cantidad de nutrientes adecuados y prevenir eventuales trastornos neurales y autorregulatorios que, en algunos casos, podrían extenderse hasta en la vida adulta. Las consecuencias de las carencias nutricionales dependen también de la identificación de los mecanismos a través de los cuales cada nutriente interviene en la generación de esas alteraciones. Es decir, cada nutriente tiene influencias específicas sobre la organización y la plasticidad de diferentes sistemas neurales. La experimentación con animales y diferentes estudios con niños y adultos que poseen antecedentes de desnutrición o malnutrición infantil apoyan estas afirmaciones. Un ejemplo del primer tipo son los realizados con primates no humanos, que han mostrado que la restricción nutricional moderada de las madres durante la última etapa de la preñez se asocia con variadas alteraciones en la organización estructural y funcional del sistema nervioso central (Antonov-Schlorke y otros, 2011). En el segundo caso, hay estudios que elucidan el impacto diferencial por déficit de macro- y micronutrientes, ácidos
grasos y vitaminas durante diferentes etapas del desarrollo, pero en especial durante la etapa prenatal y los primeros años de vida. Es importante tener en cuenta que la combinación de este tipo de carencia con otros factores típicos de las condiciones de pobreza pueden generar efectos combinados que profundicen su impacto. Eso sucede con los cambios en las trayectorias del desarrollo motor y cognitivo de los niños que, además de padecer estrés psicosocial o prematuridad, son hijos de mujeres que durante el embarazo tuvieron insuficiente ingesta y asimilación de hierro (Monk y otros, 2013; Ramel y Georgieff, 2014). Y, precisamente, el déficit de hierro es uno de los más estudiados, dado que afecta a 2000 millones de personas en todo el mundo, de las cuales el 30% son mujeres embarazadas y sus hijos. Esta carencia se asocia tanto con alteraciones en los procesos plásticos durante la organización temprana del cerebro, como la mielinización, la síntesis de neurotransmisores y el metabolismo energético de células neuronales y gliales, como con aspectos del desarrollo autorregulatorio, por ejemplo, la velocidad de procesamiento, el control emocional y las competencias de memoria y aprendizaje. Esas fallas se dan desde el primer año de vida y pueden persistir incluso luego de tratamientos con suplementos nutricionales. Si bien se siguen estudiando los mecanismos que producen estos efectos, existe evidencia
que sugiere que la falta de hierro altera procesos plásticos de transcripción genética, metabólicos (esto es, factores tróficos y de crecimiento), de señalización intracelular, estructurales y electrofisiológicos durante el desarrollo del hipocampo y otras áreas cerebrales. Asimismo, la carencia de hierro durante el primer año provoca alteraciones en el desempeño autorregulatorio durante la primera década de vida, sobre todo en tareas de control inhibitorio, que se ponen de manifiesto tanto a través de cambios en la velocidad de procesamiento como en los patrones de activación electrofisiológica de las áreas frontales del cerebro correspondientes al procesamiento inhibitorio. La carencia de otros nutrientes también se relaciona con alteraciones en la plasticidad durante el desarrollo neural temprano. Por ejemplo, la de proteínas e hidratos de carbono se asocia con fallas en la proliferación y diferenciación celular, en la generación de contactos sinápticos y en la síntesis de factores de crecimiento; la de zinc conlleva problemas para sintetizar el ADN y liberar neurotransmisores al espacio sináptico, se asocia con trastornos en el desarrollo del hipocampo y del cerebelo, y con la regulación del sistema nervioso autónomo, mientras que el de ciertos ácidos grasos se relaciona con impactos negativos sobre la producción de mielina y con alteraciones en la conectividad neuronal. La falta de cobre afecta la síntesis de neurotransmisores, el
metabolismo energético de células neuronales y gliales, y la actividad antioxidante del sistema nervioso central. Por su parte, la carencia de cadenas largas de ácidos grasos poliinsaturados causa alteraciones en la generación de sinapsis y mielina (y se notó también la influencia de las dietas ricas en grasas saturadas sobre la expresión genética de diferentes mecanismos regulatorios asociados a la activación del hipocampo); la de colina, alteraciones en la síntesis de neurotransmisores y de mielina, y en la metilación del ADN; y las de yodo en la síntesis de ADN, los neurotransmisores, la mielina, los ácidos grasos, los procesos de organización cerebral tempranos, como la migración, y la actividad antioxidante. Por último, el déficit de selenio se vincula con problemas en la mielinización, la regulación de neurotransmisores y los procesos de organización cerebral, como la apoptosis. El impacto en el largo plazo de las carencias nutricionales en las primeras etapas de desarrollo resulta de suma importancia debido a las potenciales implicancias negativas que pueden acarrearles a quienes la padecen durante la vida adulta. Su estudio requiere considerar períodos extensos y, en consecuencia, deben incluir controles adecuados de los eventuales factores que se acumulan durante el ciclo vital y que también afectan el desarrollo neural y autorregulatorio. Por eso, no son fáciles de realizar ni de encontrar en la bibliografía especializada. Los trabajos más rigurosos permiten
concluir que las fallas en el crecimiento debidas a deficiencias nutricionales tempranas producen consecuencias adversas para la vida social y productiva. Por ejemplo, en un estudio realizado con 1338 adultos guatemaltecos de 25 a 42 años de edad, se detectó que las fallas de crecimiento verificadas a los 2 años se correspondían con menos años de escolarización, desempeños más bajos en pruebas estandarizadas de desarrollo, menor capacidad de gasto per cápita y mayor probabilidad de vivir en condiciones de pobreza. En el caso de las mujeres, esa condición se asoció además con la maternidad a corta edad y los embarazos múltiples (Hoddinott y otros, 2013). En otro estudio se compararon los coeficientes intelectuales y el desempeño académico de setenta y siete adultos de Barbados que habían tenido episodios de malnutrición infantil de moderada a severa con un grupo control de cincuenta y nueve integrantes. Los resultados indican que, en promedio, el primer grupo obtuvo puntajes más bajos en ambos tipos de desempeño, lo que sugiere efectos a largo plazo (Waber y otros, 2014). Sin embargo, los resultados de estos estudios deben ser confirmados con más evidencia que incluya análisis de mediación que permitan aislar la influencia de otros factores que también podrían haber incidido y determinar de forma precisa el papel específico de las carencias nutricionales. Un aspecto central que debe tenerse en cuenta al hacer un
estudio neurocientífico de la desnutrición y la malnutrición es que su impacto sobre el desarrollo cerebral es un fenómeno complejo en el que detectar deficiencias específicas depende no sólo de cómo cada red neural se ve afectada de manera preferencial por cada tipo de déficit nutricional, sino también de la posibilidad de identificar los impactos en diferentes planos de análisis, desde el molecular hasta el conductual, incluido el funcionamiento de los sistemas complejos de las redes neurales. En particular, el estudio neurocientífico de las alteraciones nutricionales en condiciones de pobreza se enfrenta a la dificultad de determinar qué implicancias tienen en el desarrollo neural típico y atípico estos diversos déficits debido a que los niños sin una nutrición adecuada también suelen carecer de otros recursos materiales, afectivos y simbólicos. Así, un aspecto problemático de esta clase de investigación es determinar si una condición asociada a un déficit nutricional es su resultado directo o si depende de otras variables, como el cuidado prenatal inadecuado, las dificultades para recibir cuidados y tratamientos médicos apropiados o el incremento de la exposición a agentes infecciosos. Por ejemplo, tanto la prematuridad como el bajo peso al nacer son dos factores muy frecuentes en condiciones de pobreza que se asocian a una misma causa: un cuidado prenatal inadecuado. Por otra parte, a esto se agrega el
hecho frecuente de que muchas familias que viven en condiciones de pobreza no acceden a coberturas de salud adecuadas, por lo que suelen recurrir a los servicios de emergencia en estados avanzados de una enfermedad o deficiencia específica, lo cual incrementa el riesgo de morbilidad y mortalidad prematuros. Durante la última década, se han sumado investigaciones que, si bien no abordan específicamente cuestiones inherentes a las privaciones, resultan relevantes para comprenderlas. Una de ellas es la que propone explorar los potenciales efectos que tiene sobre la salud cardiovascular y metabólica la variación de la dieta en las sucesivas generaciones, y si esto puede asociarse a la existencia de mecanismos epigenéticos específicos. Un estudio longitudinal realizado en Suecia con registros de más de trescientas familias que vivieron en un relativo aislamiento en la misma región del país durante cien años mostró que el riesgo de padecer diabetes y muerte prematura se incrementaba si los abuelos paternos habían crecido en tiempos de abundancia de comida (Kaati y otros, 2007). En la actualidad, los mecanismos que podrían dar cuenta de estos impactos continúan siendo analizados mediante estudios experimentales con animales. Otra línea de investigación propone el análisis de las influencias del contenido del desayuno en el funcionamiento cognitivo y el desempeño escolar. En uno
de esos estudios se confirmó que distintos componentes (como el arroz en lugar del pan) influían de manera diferencial en la activación neural de regiones involucradas en el procesamiento autorregulatorio (Taki y otros, 2010). Por lo general, estas investigaciones proponen utilizar metodologías que permitan obtener información de distintos niveles de análisis, como marcadores biológicos combinados con suplementos nutricionales, evaluaciones del desempeño cognitivo en diferentes etapas del desarrollo y aplicación de técnicas de neuroimágenes. Un abordaje multinivel de este tipo contribuiría a identificar potenciales períodos sensibles durante los cuales una carencia o una suplementación nutricional generarían impactos negativos o positivos permanentes y también a identificar diversos mecanismos para diseñar intervenciones más específicas. Con respecto a los períodos sensibles, aunque los estudios neurocientíficos son aún incipientes, los avances tecnológicos han permitido comenzar a explorar diseños adecuados para intentar responder esas preguntas. Un ejemplo es el realizado con ratones mutantes a los que por medio de manipulación genética se les interrumpió la recepción de ferritina[38] en un área del hipocampo (Fretham y otros, 2012). Esto generó un modelo experimental de anemia por carencia de hierro que resultó reversible mediante un tratamiento farmacológico en un
momento específico del desarrollo. Así, los investigadores pudieron explorar diferentes ventanas temporales antes, durante y después de las cuales esa reversibilidad farmacológica dejaba de ser posible: si se realizaba el día 21 –es decir, cerca del final del proceso de formación de las dendritas en el hipocampo–, se recuperaban las competencias de aprendizaje y memoria, la organización estructural dendrítica y la de los marcadores moleculares y celulares típicos de los períodos críticos (BDNF y redes perineuronales). Si, en cambio, se posponía hasta el día 42, las alteraciones cognitivas y en los marcadores mencionados continuaban. Esto permite demostrar que esta especie necesita disponer de hierro en el hipocampo entre los días 21 y 42 para producir el desarrollo esperado de las competencias cognitivas y de aprendizaje implicadas y, en consecuencia, que un déficit en ese lapso altera el cierre de un período aparentemente crítico. Por otra parte, la idea de que en las personas el período comprendido entre la concepción y los 24 meses de edad es una etapa crítica luego de la cual las carencias inducen efectos irreversibles –que, en parte, explica que las políticas de nutrición pongan el foco de sus esfuerzos en esos primeros mil días de vida– es aún tema de debate para la neurociencia, debido a que las evidencias no son concluyentes. Si bien esos primeros años son importantes y requieren especial atención por parte de quienes llevan
a cabo acciones y políticas preventivas –no sólo en materia de la nutrición, sino también para amortiguar el impacto de las eventuales exposiciones al estrés y a diferentes tipos de tóxicos, como vimos–, esto no implica que sea el único período al que deban destinarse esfuerzos políticos y financieros. Por ejemplo, aunque un análisis de los patrones de crecimiento temprano de niños de cincuenta y cuatro países de África y Asia mostró una caída en los puntajes estandarizados de la talla para la edad durante los primeros dos años de vida, lo que llevó a que se consideraran esos primeros mil días como una ventana de oportunidad para las intervenciones orientadas a prevenir ese problema, un estudio colaborativo entre investigadores de Brasil, Guatemala, India, Filipinas, Gambia y Sudáfrica encontró que entre los 24 meses y la niñez media, y entre la niñez media y la adultez, se producía una recuperación de la altura incluso sin intervenciones preventivas. En el mismo sentido, un análisis longitudinal realizado en la población rural de Gambia permitió identificar una fase de recuperación de la talla en la pubertad (Prentice y otros, 2013). Estos casos ponen en evidencia que pueden existir recuperaciones más allá de los 2 años y que las intervenciones también deben apuntar a la adolescencia. En definitiva, la regulación del crecimiento es un fenómeno complejo que involucra diferentes etapas del desarrollo con distintos niveles de vulnerabilidad y
susceptibilidad al cambio ambiental. Por lo tanto, para determinar los períodos sensibles es preciso realizar investigaciones adecuadas, que no son fáciles de diseñar ni de implementar (Georgieff y Tran, 2015). En este sentido, hasta tanto la investigación científica no aporte evidencia contundente que oriente adecuadamente las intervenciones, es importante tener en cuenta los derechos de los niños a la nutrición, a la salud y a la educación durante todas las etapas. Si bien el énfasis en los primeros mil días responde a una estrategia de concientización de la población y de las organizaciones que deben ocuparse del desarrollo infantil, esto no puede hacerse ignorando otros datos ni dejando fuera a millones de niños que también necesitan políticas públicas que mejoren sus oportunidades de inclusión social. En cualquiera de los casos, lo recomendable es generar propuestas comunicativas adecuadas basadas sobre los derechos de la infancia y que incorporen el trabajo interdisciplinario actual: sin las ciencias sociales, las ciencias de la salud y la neurociencia pierden su potencia transformadora (Nature, 2015). En el próximo capítulo veremos la complejidad de diseñar, implementar y evaluar intervenciones orientadas a mejorar el desarrollo autorregulatorio. 20 Los primeros trabajos que vincularon cerebro y pobreza provienen de la neurología y se realizaron cuando los estudios de plasticidad y genética
aún no habían comenzado a generar resultados. Consideraban que la pobreza era una causa social del daño cerebral (por ejemplo, Montagu, 1971). En la actualidad, esa conceptualización casi no tiene validez debido a la acumulación de evidencia de las mejoras luego de la intervención. Sin embargo, aún aparece, sobre todo en forma implícita. 21 Recientemente se han publicado algunas revisiones que resumen estos hallazgos. Entre ellas, pueden consultarse D’Angiulli, Lipina y Maggi (eds., 2014), Gianaros y Hackman (2013), Hackman y Farah (2009), Hackman y otros (2010), Johnson, Riis y Noble (2016), Lipina (2014), Lipina y Posner (2012), Pavlakis y otros (2015), Raizada y Kishiyama (2010) y Urasche y Noble (2016). 22 El concepto de función ejecutiva define a un conjunto de habilidades cognitivas y emocionales que permiten la anticipación y el establecimiento de metas, la generación de planes y programas de acción, el inicio de actividades y de operaciones mentales y la autorregulación durante la realización de tareas orientadas a fines. 23 En este tipo de procesamiento se identifican y manipulan las representaciones de los sonidos de las palabras. Es universal, propio de todas las lenguas. 24 Los mediadores son factores que explican parte de la asociación entre dos variables. Su identificación es muy importante, porque contribuyen a mejorar la comprensión de los aspectos en base a los cuales es necesario diseñar intervenciones y políticas públicas. 25 En este contexto, “paradigma” refiere al mismo tiempo a instrumentos de evaluación específicos y a sus bases conceptuales y metodológicas. 26 Porciones del discurso que parecen palabras pero que no tienen sentido. 27 Área cerebral involucrada en la producción del habla, el procesamiento y la comprensión del lenguaje. Debe su nombre al médico francés PierrePaul Broca, quien identificó la asociación entre la tercera circunvolución del lóbulo frontal y la producción de habla a partir de estudiar a pacientes con trastornos afásicos en la segunda mitad del siglo XIX. 28 Hormona esteroidea producida por la glándula suprarrenal como resultado de la estimulación con adenocorticotrofina, que se libera en respuesta al estrés en forma de glucocorticoide. Sus funciones incluyen incrementar el nivel de azúcar en sangre, suprimir algunas funciones del
sistema inmunológico y aportar grasas, proteínas e hidratos de carbono al metabolismo. 29 El primer estudio en el que se implementó una técnica de neuroimágenes para analizar la asociación entre pobreza, estructura y función cerebral es la tesis doctoral de Kimberly Noble, presentada en 2005. 30 Los opioides endógenos que están involucrados en procesos de analgesia o alivio del dolor (endorfinas, encefalinas, dinorfinas) son agentes capaces de unirse a receptores opioides ubicados en todo el sistema nervioso central y en el tracto gastrointestinal. 31 Si bien la reducción de los niveles de cortisol suele asociarse a la baja presencia de estresores ambientales, en este caso el incremento se debería a una condición crónica de estrés relacionada con las interferencias que la salud mental materna habría generado en el establecimiento de la seguridad emocional de sus hijos. Para profundizar los efectos diferenciales en los niveles de cortisol según la agudeza o cronicidad de la exposición a los estresores durante el ciclo vital, se recomienda la lectura del trabajo de Lupien y otros (2009). 32 La homeostasis es una propiedad de los organismos vivos que consiste en su capacidad de mantener una condición interna estable compensando los cambios en su entorno mediante el intercambio regulado de materia y energía con el exterior. Se trata de una forma de equilibrio dinámico que depende de una red de sistemas de control realimentados que constituyen los mecanismos de autorregulación. 33 La diátesis es la predisposición orgánica a contraer determinada enfermedad. 34 Este síndrome fue identificado en primer término por el médico francés Paul Lemoine, en 1968, y luego confirmado por los pediatras estadounidenses Kenneth Jones y David Smith, en 1973, quienes identificaron un patrón de malformaciones en el cráneo, rostro, brazos, piernas y sistema cardiovascular, y deficiencias en el crecimiento pre- y posnatal de hijos de madres que abusaron del alcohol durante el embarazo. Estos hallazgos fueron confirmados luego por médicos suecos (Olegård y otros, 1979): lo que más los sorprendió fue la semejanza en las conductas de todos estos niños, que por supuesto no tenían ningún lazo de
parentesco, caracterizadas principalmente por hiperactividad y dificultades para focalizar la atención. 35 El cuerpo estriado es una estructura subcortical de sustancia gris que recibe y envía información a diferentes regiones de la corteza cerebral. Se asocia con las redes neurales que involucran la corteza prefrontal y, en consecuencia, con el procesamiento autorregulatorio. 36 En este contexto, “adecuado” se refiere a la satisfacción de necesidades de desarrollo básicas, lo cual contempla las eventuales diferencias debidas a las características culturales de cada comunidad. 37 En 2012 se estimó que la cantidad de niños menores de 5 años en el mundo ascendía aproximadamente a 652 millones. 38 La ferritina es la principal proteína que almacena hierro en los vertebrados.
5. Intervenir desde el conocimiento: la ingeniería del cambio (o cómo la ciencia del desarrollo puede contribuir a proteger y mejorar el afianzamiento cognitivo)
La ciencia sólo cumplirá sus promesas cuando sus beneficios sean realmente compartidos por los pobres del mundo. César Milstein
Los programas de intervención temprana Todo cambio en el ambiente de crianza de los niños que vivencian la pobreza requiere revisar y explicitar los supuestos acerca de qué es y cómo se produce el desarrollo infantil, un ejercicio que no siempre se realiza de manera adecuada. Para eso, hay que tener en cuenta los
diferentes niveles de organización y funcionamiento en que se mueven los niños, desde aquel donde cada uno se desenvuelve en tanto individuo hasta el complejo entramado social y simbólico de los contextos donde las personas viven y se crían, que incluyen la familia, la escuela, el barrio, la comunidad y los sistemas de normas y valores en que se sostienen las prácticas sociales. Desde las últimas tres décadas del siglo XX, la ciencia del desarrollo ha dado al menos dos abordajes teóricos integradores que incorporan de manera productiva estos aspectos. Uno de ellos corresponde a las teorías ecológicas de Urie Bronfenbrenner (1978; Sabar, 2014) y el otro, a la teoría de sistemas dinámicos, que hasta el momento se ha aplicado en forma mayoritaria al análisis de la cognición (Spencer y otros, 2012).
Factores de riesgo y protección del desarrollo cognitivo
En este esquema se grafican diferentes factores individuales, sociales y culturales del impacto de la pobreza sobre el desarrollo cognitivo infantil. Podemos clasificarlos de acuerdo a diferentes contextos de desarrollo. Cada uno constituye un sistema específico, según la perspectiva ecológica propuesta por Urie Bronfenbrenner
(1979), que permite investigarlos de manera orgánica. Esto, al mismo tiempo, permite orientar el diseño de acciones para proteger o mejorar la consolidación cognitiva, ya que los riesgos están identificados. Por ejemplo, a escala microsistémica, la investigación en psicología del desarrollo y en neurociencia durante las últimas cuatro décadas ha reunido pruebas de que los factores asociados a la salud de la madre durante el embarazo y del niño luego de su nacimiento, así como la calidad de los ambientes de crianza y de educación, más las competencias de cada niño o niña, modulan las influencias de los ambientes tempranos adversos sobre el desarrollo cognitivo. A escala mesosistémica, dichos factores se asocian a la calidad de los ambientes y a los estilos de vida y de salud mental de los cuidadores y educadores de los niños y niñas. En el nivel exosistémico, se enfatizan las cuestiones relacionadas con la inclusión social y educativa de niños y niñas. Así, por ejemplo, la calidad institucional de una sociedad es decisiva para evitar que los procesos de corrupción obstaculicen el acceso a las políticas públicas de la población infantil. Y en el nivel macrosistémico las expectativas de padres, cuidadores y demás integrantes de la comunidad
sobre el desarrollo de los niños, así como las prácticas explícitas o implícitas de exclusión social, han sido asociadas a impactos negativos sobre el desarrollo cognitivo.
El trabajo de Urie Bronfenbrenner tuvo una gran influencia sobre el diseño de políticas orientadas a la infancia. Para él, la infancia es un proceso complejo caracterizado por la integración dinámica de un conjunto de contextos o sistemas de desarrollo que están en interacción continua y que cambian con el tiempo. El primero de esos ámbitos está formado por todas las personas e instituciones que tienen o plantean un contacto directo con los niños (entre otras, la familia, la escuela, la iglesia o templo y el club); los espacios donde estos realizan sus intercambios materiales, emocionales y simbólicos cotidianos. El segundo es aquel en el que esas personas e instituciones interactúan sin establecer una relación directa con el niño, por ejemplo, el diálogo entre padres y maestros respecto de la vida escolar de los niños cuando estos no están presentes; se trata de espacios cuya influencia sobre la crianza y la educación depende de su cantidad y calidad. El tercero es aquel en el que se realizan las actividades sociales, culturales y económicas de cada comunidad, es decir, el espacio de los organismos
de gobierno, las asociaciones civiles, los sindicatos, los comercios, las industrias y los medios de comunicación que participan en la manera en la que un niño experimenta su vida cotidiana de forma indirecta o mediatizada por los primeros contextos (como la familia y la escuela). Estos tres marcos se sostienen en un cuarto: el sistema de normas y valores de cada comunidad, que es el de mayor grado simbólico para una sociedad e incluye, en forma explícita e implícita, la concepción que esta posee sobre la infancia, el desarrollo y la pobreza. A su vez, toda comunidad se sostiene en un bioma, que posee una flora, una fauna y un clima específicos, y que también influye sobre los restantes contextos. Por su parte, la teoría de los sistemas dinámicos también propone una serie de conceptos basados sobre la existencia de múltiples ámbitos interrelacionados. El primero es que cada niño constituye un sistema complejo formado por diferentes elementos genéticos, neurales, conductuales y sociales que interactúan creando patrones intrínsecos de funcionamiento y de desarrollo. Así, el niño (en cuanto sistema) se organiza a sí mismo en función de una serie específica de estados habituales, que esta teoría denomina “atractores”. Cualquier transformación ocurre cuando hay cambios graduales en el número o clase de atractores, cuya acción desembocará en un reordenamiento de los elementos del sistema. En conclusión, este abordaje propone que la conducta de un
niño es siempre resultado de un ensamblado de múltiples componentes que pueden combinarse libremente de un momento a otro en función del contexto, la tarea que se va a realizar o la historia particular de cada individuo. Una de las autoras centrales de este abordaje, Esther Thelen, lo comparó con la dinámica de trabajo de los músicos de jazz que improvisan juntos, lo cual supone que la conducta individual es muy flexible y se piensa en términos de exploración (cit. en Spencer y otros, 2006). Como vemos, ambos planteos proponen pensar el desarrollo humano como sistemas que incluyen a los de niveles inferiores y que cambian durante todo el ciclo de la vida. La pobreza, entonces, es producto de las normas, valores y acciones generadas y sostenidas por una comunidad, e involucra a todos sus integrantes, no sólo a aquellos que la padecen directamente. El análisis de las privaciones materiales, emocionales y simbólicas y su impacto sobre el desarrollo humano requiere considerar en simultáneo diversos aspectos de la experiencia de los niños, de sus familiares y de sus comunidades. En este sentido, encuadrar el estudio del impacto de la pobreza y sus soluciones en un conjunto discreto de efectos sobre un área específica contribuye a generar una noción reducida e insuficiente del fenómeno. Si las intervenciones orientadas a mejorar las oportunidades de desarrollo de los niños que viven en estas condiciones de múltiples privaciones basan su diseño en esos criterios, su impacto
también será limitado y no supondrá cambios sustanciales en la experiencia cotidiana de quienes la sufren. Por ende, las intervenciones deberían realizarse en diferentes niveles e incluir los sistemas normativos e ideológicos que generan la inequidad social. En otros términos, esta perspectiva ecológica y sistémica plantea que acumular exposición a los determinantes biológicos y sociales desde las etapas tempranas del desarrollo supone una dinámica que resta derechos, suma enfermedad, adelanta la muerte y, de este modo, hipoteca las oportunidades de construir proyectos de vida dignos. Ante este panorama, cualquier propuesta necesariamente deberá tener en cuenta la compleja trama de factores y mecanismos que participan en la generación de residuos humanos, y cuestionar lo escandaloso del fenómeno en términos éticos. Cualquier intervención –política, comunitaria o académica– en primer lugar tendría que satisfacer las necesidades materiales, emocionales y simbólicas básicas que aseguren a los niños una experiencia de vida digna. Dada la dimensión de la pobreza infantil en el mundo, estas acciones deberían ser permanentes e involucrar en sus respuestas cada vez más factores y mecanismos; en este punto, la actividad científica está llamada a contribuir. Dado que cada comunidad identifica y obra por acción u omisión sobre un conjunto de factores, no sobre la totalidad del problema, es fundamental evaluar en forma
continua los planes para mejorar la representación y ajustar su implementación. Que las acciones estén influidas por el sistema de valores e ideologías de una comunidad en un momento histórico específico no debería opacar la cuestión central, que es repensar continuamente la vida cotidiana del Homo sapiens en desarrollo.
Cómo diseñar un programa de intervención. La perspectiva multimodular ¿Cuál es el rol de la academia en esta cuestión? Y, en especial, ¿cuáles son las propuestas que las disciplinas que se ocupan del desarrollo infantil han presentado en las últimas décadas? Desde mediados del siglo XX, diferentes países han comenzado a diseñar e implementar acciones para disminuir los efectos de la pobreza en los primeros años de vida. Estos esfuerzos han surgido en forma simultánea en diferentes orgnismos multilaterales, gubernamentales y disciplinas científicas. La psicología, la educación y el trabajo social han llevado adelante programas que ofrecen una amplia gama de actividades y servicios para los niños, las familias, las escuelas y la comunidad que, en muchos casos, sólo consisten en aplicar un módulo de intervención orientado a modificar un elemento específico, sin contemplar la complejidad del desarrollo en términos ecológicos y sistémicos. Otros, sin embargo, abordan en forma simultánea varias dimensiones
y proveen un conjunto de medidas articuladas que se realizan en distintos contextos. Estos últimos son denominados “multimodulares”, precisamente porque sus actividades se organizan en diferentes módulos, cada uno orientado a un aspecto diferente: autorregulación (cognitiva y emocional), aprendizaje, nutrición, ejercicio físico, competencias sociales y vinculares con pares y adultos. Algunos de estos planes son heterogéneos en cuanto a las actividades que proponen y la metodología que utilizan para evaluar sus efectos. En este capítulo reseñaremos dos. Por una parte, las acciones de políticas públicas de la educación preescolar que contemplan distintos aspectos del desarrollo infantil y buscan universalizar prácticas que incluyan también a los niños y las familias que viven en condiciones de pobreza. Y, por otra, los programas creados por investigadores y profesionales de diferentes disciplinas que apuntan a optimizar las condiciones de vida, la autorregulación y el desempeño académico de esos niños. Asimismo, desde comienzos del siglo XXI se han realizado nuevas intervenciones que también apuntan a mejorar el desarrollo cognitivo infantil, en este caso según conceptos y metodologías de la neurociencia como los que usamos en nuestra unidad de investigación,[39] cuyo objetivo principal es analizar los procesos de plasticidad neurocognitiva a través de la ejercitación o el
entrenamiento en los procesos básicos que se asocian con la adquisición de los primeros aprendizajes escolares. Sus destinatarios eran poblaciones infantiles sin historia de trastornos, con trastornos y en situación de vulnerabilidad social. Dado que no necesariamente contemplan una visión ecológica y sistémica, aún debe explorarse la posibilidad de que incorporen las propuestas de la neurociencia cognitiva que en varios módulos simultáneos de acciones para niños, familias, maestros, organizaciones civiles y gobiernos integrando diferentes perspectivas conceptuales y metodológicas. Así, podrán encararse problemas que son multidimensionales.
Esquema de intervenciones
Este gráfico muestra la evolución del desarrollo cognitivo típico y atípico entre el nacimiento y la adultez. Entre ambas trayectorias se encuentra el espacio propicio para las intervenciones de aquellos niños que por sus condiciones de vida no alcanzan a expresar lo esperable de su capital mental. La probabilidad de que un niño que participa en una intervención aumente sus potenciales cognitivos depende de muchos factores, algunos relacionados con sus características personales y del entorno y otros ligados a la calidad de las actividades que se le propongan. Así, más allá de las diferencias individuales de los participantes, la multiplicidad de actividades y servicios que se ofrezcan durante la intervención (por ejemplo, nutrición,
estimulación cognitiva, ejercicio físico), la intensidad y direccionalidad de las acciones, la flexibilidad de los encargados de la intervención para ajustarlas en la medida en que se evalúan, la pertinencia cultural de las propuestas y el mantenimiento de las acciones en el tiempo, tanto como contar con diseños que permitan evaluar su impacto, son algunas de las variables que favorecen el éxito de las intervenciones (adaptado de Ramey y Ramey, 1998).
Durante las últimas cinco décadas, diferentes programas de intervención temprana multimodulares se han diseñado e implementado en diferentes países centrales y periféricos de cuatro continentes. Por ejemplo: en los Estados Unidos, los programas Head Start, Early Head Start, Abecedario, Milwaukee, CARE, Infant Health and Development Project, Perry Preschool y Chicago Longitudinal Study; en Canadá, Victoria Day; en Australia, Early Infant Study; en el Reino Unido, Sure Start Local; en Colombia, Proyecto Cali; en Chile, Chile Crece Contigo; en México, Prospera; en la Argentina, el Programa de Intervención Escolar (ver adelante); en Turquía, Village Preschool; en India, Integrated Service for Child Development. Asimismo, el proyecto Portage es un
ejemplo de programa multicéntrico desarrollado en forma simultánea en los Estados Unidos, India, Bangladesh, Jamaica y el Reino Unido (Barnett, 2011; Boocock, 1995; Boocock y Larner, 1998; Lipina, 2007; Melhuish y otros, 2007). Uno de los objetivos de mayor interés en el mundo académico y político es poder aprender de las experiencias para mejorar e innovar en el diseño de nuevas intervenciones. Uno de los productos de este aprendizaje es la detección de prácticas y principios que mejoren la eficiencia respecto de los objetivos que un programa plantea. Para eso es necesario implementar diseños que incluyan controles adecuados y sistemas adecuados de evaluación. Aquellos programas cuyo diseño ha permitido identificar principios de eficiencia de las acciones han sido los menos numerosos, fundamentalmente por sus altos requerimientos de recursos humanos, económicos y temporales, por lo que se han realizado con mayor frecuencia en países centrales de América del Norte y Europa, donde tales recursos están disponibles más a menudo que en los países periféricos. En América Latina, los diseños varían en calidad y suelen ser pocos los que permiten evaluar los impactos de las intervenciones y, por ende, identificar principios de eficiencia contextualizados a las culturas latinoamericanas. En este caso, además, suelen ofrecer menos módulos de actividades y tienden a enfrentar serias
dificultades para lograr cierta continuidad, además de estar poco articulados con las políticas públicas intersectoriales. Por otra parte, desde la perspectiva sistémico-ecológica el diseño de todos los programas de intervención se realiza en un contexto político e ideológico específico. Por ejemplo, los programas estadounidenses como Head Start y el Early Head Start son parte de un sistema en que la seguridad social tiende a estar a cargo de instituciones y aseguradoras privadas. En cambio, en diferentes países europeos y latinoamericanos las acciones para la infancia que vive en condiciones de pobreza tienden a basarse sobre políticas universales a cargo de instituciones públicas. Estas diferencias políticas y culturales tienen distintas implicancias respecto del diseño, implementación y evaluación. Una de las más importantes es que no se pueden importar las intervenciones diseñadas en otro país sin considerar las condiciones de implementación del propio. En otras palabras: toda experiencia de intervención puede ser eventualmente útil para nutrir el diseño de cualquier otra, pero el contexto cultural de implementación es el que lo determina en mayor medida. En la actualidad es posible identificar al menos tres grandes grupos de programas de intervención multimodular de acuerdo con sus fuentes de financiación, objetivos y tipo de diseño.
El primer grupo corresponde a aquellos programas financiados con fondos públicos que suelen articularse con los sistemas educativos y de seguridad social para la infancia, como el mencionado Head Start en los Estados Unidos, el programa Prospera de México o Chile Crece Contigo, los tres con muchos años de implementación y evaluación. A continuación compartiremos algunos detalles de cada uno de ellos. Head Start es un programa nacional estructurado a partir de centros locales que atienden a niños de 3 a 5 años que viven en condiciones de pobreza. Cada centro debe contar con una infraestructura y recursos mínimos –de acuerdo a normas incluidas en el Programa de Estándares de Desempeño del Departamento de Salud y Servicios Humanos– y es objeto de auditorías periódicas. Uno de los requerimientos centrales es que el 90% de los niños que asisten al centro provengan de familias con ingresos por debajo de la línea de pobreza y que el 10% padezca algún tipo de trastorno del desarrollo. Por ley, el 80% de los fondos que recibe cada centro proviene de fondos del gobierno federal y el 20% restante de organizaciones privadas de la comunidad. Los centros deben brindar actividades y servicios de educación preescolar, salud mental y educación sobre nutrición a niños y padres. También deben realizar exámenes de salud a los niños –y efectuar derivaciones a centros sanitarios de la comunidad en caso de necesidad–,
servir comidas calientes y asegurar la participación de los padres y otros miembros de la comunidad en diferentes actividades. Los programas locales son dirigidos por un comité responsable de las decisiones operativas, conformado por padres, personal de los centros y representantes de la comunidad. Si bien los centros Head Start adhieren a un cuerpo de regulaciones nacionales, cada uno las adapta a las necesidades y recursos locales. No hay una fórmula de intervención, sino un conjunto diverso de programas locales que comparten estructura y prácticas. Sus resultados han sido y siguen siendo motivo de debate. Los estudios de evaluación de impacto han sido efectuados por diferentes grupos de investigación a lo largo de cinco décadas. Durante su primera década de desarrollo (1965-1975) el foco de atención estuvo en la verificación de mejoras cognitivas por medio de cambios en los puntajes de cocientes intelectuales obtenidos de la administración de pruebas estandarizadas de inteligencia general en los participantes. Los primeros informes mostraban incrementos de hasta 10 puntos. Pero luego que los niños dejaban el programa (a partir de los 6 años), este efecto no siempre se sostenía durante la fase de escolaridad primaria. En ese período estudios que mostraban la misma tendencia en otras pruebas cognitivas de ejecución fueron cuestionados por los métodos de muestreo de los niños y los análisis efectuados.
En la siguiente década un estudio efectuado por el Consorcio de Estudios Longitudinales confirmó que los niños incrementaban sus cocientes intelectuales en fases inmediatas, pero que luego durante la escolaridad primaria esta ventaja desaparecía progresivamente. Sin embargo, verificaba efectos positivos a largo plazo en otras áreas, como por ejemplo menor necesidad de educación especial y de repetición de grado. Hoy en día se siguen evaluando eventuales mejoras en los indicadores de impacto en el largo plazo como las tasas de delincuencia, embarazo adolescente o la necesidad de ayuda social gubernamental durante la vida adulta, cosa que ha ocurrido en el caso de otros programas como el Abecedario o el High Scope (véase más adelante). Prospera[40] es un programa federal mexicano orientado a optimizar el desarrollo humano de la población infantil y adulta que vive en condiciones de pobreza extrema. Sus acciones intentan brindar apoyos en las áreas de educación, salud y nutrición, además de promover mejoras del ingreso familiar. Este programa integra distintas acciones de la Secretaría de Educación Pública, la Secretaría de Salud, el Instituto Mexicano del Seguro Social, la Secretaría de Desarrollo Social y los gobiernos estatales y municipales. Su nombre ha ido cambiando desde su inicio en el año 1988 (Solidaridad, Progresa y Oportunidades), pero sus objetivos y actividades se han sostenido y ajustado de acuerdo a las evaluaciones de
impacto. En la actualidad se estima que los beneficiarios alcanzan a aproximadamente 6 millones de familias, lo cual implica una cobertura para 25 millones de usuarios. Hoy en día sus acciones se focalizan en mantener la asistencia social directa y en promover la autonomía económica de los beneficiarios mediante la generación de empleos y de la inclusión de las mujeres en los procesos productivos. Respecto a su impacto, si bien organismos multilaterales como el Banco Mundial lo han señalado como ejemplo de un programa eficiente –que ha inspirado políticas semejantes en otros países de la región-, otros expertos en el área de análisis de programas de intervención relativizan tal éxito: señalan fallas en el logro de objetivos planteados por las administraciones de gobierno de México. Chile Crece Contigo[41] es un sistema de protección integral a la infancia que tiene como objetivos acompañar, proteger y apoyar el desarrollo de todos los niños y sus familias, a través de acciones y servicios de carácter universal. Realiza un seguimiento personalizado de las trayectorias de desarrollo de los niños desde el primer control del embarazo hasta su ingreso al sistema escolar, para lo cual articula acciones de diferentes sectores de gobierno: salud, educación, desarrollo social y comunitario. Las evaluaciones del programa muestran que Chile ha avanzado en la disminución de la pobreza infantil y en el incremento del acceso de los niños a
oportunidades de salud y educación adecuados, lo cual ha inspirado la implementación de la propuesta en otros países de la región. También se verifica la persistencia de brechas significativas que requieren ajustes de los mecanismos económicos y sociales generados por las políticas públicas. En el segundo grupo de programas multimodulares se incluyen aquellos sostenidos con financiación tanto privada como pública, pero creados por instituciones académicas interesadas en identificar metodologías y contenidos específicos, o innovar en los ya existentes, como el currículo High Scope o el proyecto Abecedario en los Estados Unidos. High Scope es un programa educativo basado sobre la teoría de desarrollo cognitivo propuesta por Jean Piaget, cuyas actividades siguen una secuencia en que los niños participan activamente en la planificación, realización y evaluación de las tareas. Algunos ejemplos de actividades son la clasificación de objetos según distintos criterios como seriación y conteo de elementos, dramatización de cuentos, canto, identificación de rimas o aprendizaje de símbolos escritos asociados con sus nombres. Esta propuesta curricular se puso a prueba en poblaciones de niños que vivían en condiciones de pobreza mediante el programa Perry Preschool, en el que se conformaron dos grupos: uno experimental con niños de 3 y 4 años, que recibió la intervención multimodular
consistente en las actividades del currículo en la escuela y visitas domiciliarias a sus padres; y uno control que no recibió ninguna intervención (Schweinhart, 2007). La intervención duró dos años y se realizaron estudios de seguimiento hasta 40 años después, que confirmaron una tasa de pérdida de casos muy baja (9%). El grupo experimental mejoró su desempeño intelectual, académico y en otras variables relacionadas con las competencias sociales durante su vida adulta. El currículo High Scope fue implementado por segunda vez en otro estudio en el que se lo comparó con otras dos propuestas curriculares: Direct Instruction, centrada en el maestro y que enseñaba a los niños habilidades básicas de manera semejante a los ejercicios de evaluación de los tests estandarizados de inteligencia y de desempeño académico, pero con contenidos de matemática y lengua; y Nursery School, centrada en los niños y estructurada en proyectos del tipo “los animales del circo”, “las vacaciones” o “los trabajadores voluntarios”, que incluían discusiones y excursiones relacionadas con los temas trabajados. En este modelo, el énfasis de la intervención fue puesto en las habilidades sociales más que en las cognitivas, como en el primer caso. Las tres propuestas curriculares incluyeron visitas educativas domiciliarias, en que las docentes explicaban a los padres cómo podían poner en práctica las actividades curriculares en las interacciones
cotidianas con sus hijos (Schweinhart y Weikart, 1997). El 76% de los niños que participaron en las tres propuestas fueron seguidos hasta la edad de 23 años. Una síntesis de resultados de la evaluación del impacto muestra que, si bien los currículos no generaron diferencias en cuanto a los desempeños cognitivos y académicos, con el tiempo mostraron efectos distintos en otros aspectos: el grupo que participó en las actividades del currículo High Scope superó al grupo del Direct Instruction en el número de años de escolaridad completados y en la comisión de delitos. El Proyecto Abecedario, basado sobre las consideraciones conceptuales de la teoría sistémicoecológica de Bronfenbrenner, planteó como objetivo principal promover el desarrollo de competencias cognitivas, emocionales y académicas de niños que vivían en condiciones de vulnerabilidad social. Sus actividades iniciaban desde antes de sus 3 años de edad (incluso desde el nacimiento) y continuaban hasta el tercer grado de la escolaridad primaria. El diseño del proyecto involucró a diferentes grupos que fueron evaluados hasta más de 15 años después de finalizadas las intervenciones. Las actividades eran implementadas en centros de cuidado infantil y consistían en múltiples tareas diferentes para los diferentes grupos de participantes. Uno de ellos participó en actividades orientadas a estimular el desarrollo motor, cognitivo, del lenguaje y social. Con otro grupo se
realizaron actividades basadas sobre el currículo Partners for Learning en los hogares de los niños e involucrando a sus padres. Uno de los ejes importantes de este módulo de intervención fue que involucró la formación de maestros, quienes realizaban las visitas domiciliarias e interactuaban con los padres para desarrollar actividades que estimularan en los niños competencias matemáticas y de lenguaje. Los propios maestros se ocupaban de supervisar el desempeño académico de los niños en la escuela, con el fin de ajustar las intervenciones en el hogar. La evaluación de impacto mostró logros cognitivos y académicos importantes desde los 3 hasta los 21 años de edad en los grupos de intervención en comparación con sus controles, así como tasas más bajas de retención escolar y de necesidad de educación especial (Campbell y otros, 2001). A pesar de que se trató de un programa que involucró a un número bajo de niños, su calidad técnica y operativa ha nutrido la identificación de estándares básicos sobre qué aspectos del diseño de las intervenciones son más eficientes. El tercer grupo de programas de intervención multimodular incluye a aquellos que cuentan con financiamiento público, privado o mixto cuyos diseños no facultan a realizar evaluaciones de impacto que permitan afirmar que los resultados obtenidos se deben específicamente a las acciones implementadas. Este es el
grupo mayoritario e involucra a múltiples organizaciones no gubernamentales que nuclean el trabajo de millones de voluntarios en todo el mundo. Dado este flujo de recursos y motivaciones solidarias, resulta de interés para diferentes sectores la mejora de la calidad de los diseños de las intervenciones y de su evaluación de impacto. Organismos multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo invierten esfuerzos y recursos con el fin de mejorar la calidad de estos programas. No los consideraremos aquí porque resulta difícil acceder a información adecuada para sistematizarlos. Esta limitación podrá solucionarse en el futuro mediato si se incrementan los intercambios productivos entre las organizaciones, los organismos multilaterales y el mundo académico, que durante la última década comenzaron a verificarse por ejemplo en varios países de América Latina. A partir de los resultados obtenidos por los programas de intervención del segundo grupo –por ejemplo, Abecedario y Perry Preschool–, se han elaborado principios generales útiles para el diseño de intervenciones más eficaces. Por supuesto, eso no garantiza resultados positivos: los contextos de implementación son muy variados y eso genera más eficacia en algunos o lisa y llanamente frustra otros. Mencionemos los principios más destacados:
de oportunidad de las intervenciones: propone que producen mayores beneficios los programas que involucran niños desde edades tempranas hasta etapas posteriores, como la adolescencia; de intensidad: si cuentan con actividades más frecuentes, son más efectivos; de direccionalidad: los niños que reciben intervenciones directas obtienen efectos más benéficos y perdurables que los de programas indirectos, que apuntan sólo a agentes mediadores, como las actividades específicas o talleres participativos para padres o maestros. La mejor opción es combinar ambos enfoques, y usar módulos de intervención múltiple; de envergadura y flexibilidad del programa: son más provechosas las intervenciones que ofrecen una gama más amplia de servicios y que utilizan diferentes vías para mejorar el desarrollo de los niños, y de mantenimiento de las acciones y comportamientos positivos: los efectos iniciales tienden a disminuir si no hay un soporte ambiental posterior, que involucre también los aportes potenciales de la familia, los pares y la escuela; eso permitiría realizar una transferencia directa de esos logros hacia el desempeño académico durante la escolaridad
primaria. Si bien estos principios son coherentes con las concepciones ecológicas y sistémicas del desarrollo humano y, por tanto, se verifican en diferentes marcos de intervención (en este sentido es fundamental considerarlos), constituyen propuestas generadas a partir de programas de gran envergadura y calidad metodológica cuyo diseño y aplicación sólo es posible en determinadas circunstancias y comunidades. La realidad de la mayoría de los ámbitos de intervención, especialmente en los países periféricos, impone limitaciones que requieren una reevaluación constante de su factibilidad. Dos nociones centrales pueden derivarse de los resultados de los programas con diseños adecuados de evaluación: el impacto positivo de las intervenciones depende de su aplicación regular durante períodos extensos; y no todos los niños se benefician de la misma forma al participar en ellas. Estas diferencias se deben a factores asociados sobre todo a la situación inicial de riesgo y a la susceptibilidad al entorno (por lo tanto, también a las intervenciones) y a las variaciones en la calidad de los ambientes de crianza y socialización. Los programas con diseños adecuados permiten explorar estas cuestiones, y con ello aportar criterios para crear políticas públicas que atiendan a las diferencias entre los niños.
Las dos primeras décadas del siglo XXI imponen nuevos desafíos a todos los sistemas, privados y públicos, encargados de proteger y promover el desarrollo humano, dada la incertidumbre que generan los escenarios de mayor desigualdad social, crisis económico-financiera y crecimiento sin inclusión (Piketty, 2015). Pese a ese contexto, las experiencias que describimos en esta sección siguen siendo valiosas porque permiten producir información útil para pensar el futuro.
Programas de intervención en contextos escolares. La perspectiva educativa Los programas de educación preescolar y escolar aportan propuestas diseñadas, ejecutadas y supervisadas por las autoridades educativas, ya sea a escala municipal, provincial o nacional. También en ellos existe una gran diversidad en las definiciones y en las actividades que se ofrecen debido a las diferencias históricas y culturales entre países y regiones. Por ejemplo, si bien hay un consenso respecto de la importancia de proveer ambientes estimulantes a los niños pequeños en la escuela, en algunos países aún se debate si es acertado incorporarlos a centros de educación formal en las etapas tempranas del desarrollo. Otro tema de discusión es si hay un balance apropiado entre el aporte de fondos públicos y privados a estos centros (una cuestión de suma actualidad en los
países escandinavos, donde la creación reciente de la educación privada parece replicar la desigualdad social; Therborn, 2015); o sobre la calidad de las relaciones entre las instituciones educativas y las familias. Respecto de la evaluación de este tipo de programas, por diferentes motivos resulta difícil comparar los datos de distintos países. Las más importantes son las diferencias en la definición de los objetivos y la organización de las actividades que se ofrecen. En muchos programas, las actividades educativas se orientan a preparar a los niños para el ingreso a la escuela primaria, mientras que en otros se priorizan las actividades educativas para hijos de padres trabajadores o la oferta de actividades educativas, sanitarias y sociales. Por otra parte, la medición del impacto de estas intervenciones también difiere entre programas. Así, las prioridades oscilan entre el desarrollo cognitivo, el desempeño escolar – particularmente en las áreas de matemática y lengua–, el desarrollo emocional, las habilidades sociales o la reducción de la desigualdad debida a razones étnicas, de género o socioeconómicas. También se verifican diferencias significativas en la forma de recolectar información sobre la implementación de las actividades para su posterior análisis. Al igual que en el caso de los programas multimodulares de intervención, pocos estudios de evaluación de impacto utilizan diseños
experimentales que seleccionen en forma aleatoria a los niños de los grupos de intervención y de control. Por último, estos programas han generado una guía con recomendaciones para lograr los objetivos propuestos; en gran parte, coinciden con las metas de las intervenciones multimodulares. Las más habituales son el diseño de currículos que incluyen actividades educativas diversificadas y la promoción de la participación familiar.
Intervenir atendiendo al desarrollo neurocognitivo. La perspectiva neurocientífica contemporánea Durante las últimas dos décadas, la neurociencia cognitiva ha diseñado e implementado una serie de intervenciones orientadas a optimizar el desempeño autorregulatorio de diferentes poblaciones de niños con y sin trastornos de desarrollo. Usualmente sus prácticas apuntaron a dos objetivos. Uno teórico: responder preguntas sobre los procesos cognitivos que se procura entrenar y establecer los mecanismos con los cuales se producen los eventuales cambios. Y otro aplicado: lograr cambios mediante sus actividades. Mientras determinar la eficacia de un programa de entrenamiento es un objetivo crítico en la mayoría de los estudios, no menos importante es que estos provean información sobre los procesos de plasticidad neural y cognitiva involucrados.
La neurociencia cognitiva ha contribuido a crear e implementar diferentes modelos de intervención. La mayoría de los abordajes se fundan en dos clases de paradigmas: los de procesos y los de estrategias. Los primeros involucran la práctica repetida de tareas con demandas ejecutivas. Gran parte de los que se basan en este modelo entrenan procesos de memoria de trabajo, de atención, de control inhibitorio y de flexibilidad en niños de edad preescolar y escolar. Para algunos investigadores, el alcance general de este tipo de actividad produce un impacto más global,[42] mientras que los de estrategia tendrían impacto sólo en las áreas entrenadas. Y precisamente este segundo grupo utiliza consignas más directas. Por ejemplo, para mejorar el dominio de la memoria de trabajo, suele promover el uso de estrategias de repaso, ensayo, fragmentación de la información, imaginación mental y reglas mnemotécnicas para incrementar la cantidad de elementos que se manipulan mentalmente (St. Clair-Thompson y otros, 2010; Swanson y otros, 2010). Otros estudios que aplican este modelo le proveen al participante conocimientos metacognitivos acerca de los procedimientos para regular y controlar las estrategias (Kramarski y Mevarech, 2003). Otra serie de estudios que ha explorado la combinación de ambos modelos con niños con dislexia (una dificultad en la lectura que altera las competencias de comprensión) o provenientes de contextos de pobreza sugiere que
producen una ventaja extra al ser transferidos a otros componentes del desempeño académico (Chenault y otros, 2006; Goldin y otros, 2014); es decir, al trasladar los beneficios cognitivos del entrenamiento áreas como la lengua y la matemática. Otros factores centrales que considerar a la hora de diseñar estos programas, son la extensión, la complejidad y variedad de las tareas, y la adaptación de la dificultad de las actividades según las posibilidades de cada participante. Estos dependen en gran medida de los objetivos propuestos. Por ejemplo, si se busca explorar cuestiones teóricas sobre el cambio cognitivo durante el entrenamiento, conviene que este se focalice en procesos específicos. Por el contrario, para realizar una intervención cognitiva efectiva es preferible un paradigma más complejo en cuanto a los tipos de procesos que entrenar, de modo que genere los mayores niveles posibles de transferencia de las mejoras u optimización a otras esferas, como el desempeño académico. Sin embargo, como pocos estudios se han ocupado de analizar la influencia de estos factores, no es posible establecer conclusiones definitivas. Respecto de la evaluación, existen diferentes formas de establecer la eficacia del entrenamiento. La más habitual es constatar una mejora en el desempeño, en términos de eficiencia y tiempos de reacción, en el dominio entrenado. Otras variables incluyen la frecuencia en el uso de
determinada estrategia. Si se miden las respuestas durante el período de intervención, también es posible trazar curvas o trayectorias de aprendizaje que muestran cómo la adquisición de aprendizajes va cambiando. Asimismo, es fundamental considerar la variación de esas curvas entre los participantes, en los diseños con los que se analizan los resultados. Además del desempeño y sus cambios, se suelen evaluar cada vez más los alcances del entrenamiento a largo plazo y sus efectos acumulativos, dado que esas mejoras también pueden ser resultado de efectos secundarios, como el aumento de la motivación y del aprendizaje. Otro elemento central, tanto en este caso como en los programas de intervención multimodular, es establecer un grupo control, que puede participar sólo en las evaluaciones previas y posteriores al entrenamiento, o de las actividades durante este, pero sin estar expuesto a las demandas cognitivas, a modo de placebo. Cuando no es posible hacerlo, una alternativa es comparar diferentes intervenciones focalizadas en distintos dominios autorregulatorios. El último aspecto relevante que evaluar es la generalización o transferencia de los entrenamientos, tanto a tareas con demandas similares a las entrenadas (transferencia cercana) como a otras distintas (transferencia lejana). Si bien varios estudios han verificado ambos tipos de transferencia, la evidencia aún
no basta para señalar qué factores se asocian con cada una de ellas. Un aspecto al que las investigaciones futuras deberían apuntar es a diseñar las intervenciones de modo que sea posible identificar los mecanismos por los cuales se producen los cambios y qué es lo que se transfiere, en vez de centrarse en el análisis de su eficacia. Dado que cada contexto de intervención supone diferentes parámetros individuales y ambientales, es muy probable que ambos aspectos cambien al tomar poblaciones diferentes y, en este sentido, resulta en extremo valioso intentar comprender qué factores se asocian al cambio o a su ausencia. Las intervenciones en esta área en principio han apuntado a mejorar el desempeño en poblaciones con trastornos del desarrollo en el lenguaje, la atención y el aprendizaje de matemática. Por ejemplo, el investigador estadounidense Michael Merzenich y sus colegas de la Universidad de California aplicaron un programa de un mes de duración destinado a promover las competencias de lectura de niños disléxicos de 8 a 12 años de edad, a quienes entrenaron en diferentes aspectos del procesamiento fonológico. La evaluación, realizada con pruebas estandarizadas, mostró mejoras en la producción oral y en la lectura, concomitantes con incrementos en la actividad de las redes neurales involucradas en el procesamiento fonológico (Temple y otros, 2003). Por su parte, el neurocientífico estadounidense Bruce
McCandliss y otros (2003), de la Universidad de Cornell y la Universidad de Pittsburgh, llevaron adelante un programa de cuatro meses que también apuntó a mejorar las competencias de lectura de niños de 7 a 10 años de edad con ese trastorno, pero que se centraba en entrenar las habilidades atencionales. Como resultado obtuvieron mejoras significativas en las habilidades de control atencional, comprensión lectora y también de procesamiento fonológico. El neurocientífico sueco Torkel Klingberg y sus colegas del Instituto Karolinska de Estocolmo (Klingberg, 2010; Klingberg y otros, 2005) crearon un programa computarizado para entrenar la memoria de trabajo de niños de 7 a 15 años de edad con trastornos atencionales con hiperactividad (TDAH)[43] que permitió verificar un aumento significativo en la cantidad de información que los niños podían sostener mientras realizaban las tareas, y que persistió hasta al menos seis semanas después de finalizado el proyecto. Este experimento fue repetido en varias ocasiones y ayudó a mejorar la comprensión teórica y aplicada acerca de los cambios en los procesos de memoria de trabajo por intervención, tanto en el nivel molecular y de activación neural como cognitivo y conductual. Por último, la investigadora australiana Anna Wilson y sus colegas de la Unidad de Neuroimágenes Cognitivas de París (Wilson y otros, 2006) diseñaron un juego
computarizado para mejorar el desempeño aritmético de niños de 5 a 8 años con trastornos en el aprendizaje de matemática. Luego de aplicarlo durante cinco semanas, vieron que el entrenamiento contribuyó a mejorar las habilidades numéricas y de cálculo aritmético. Este programa, como veremos más adelante, se utilizó tres años después con niños franceses provenientes de hogares con niveles socioeconómicos bajos. Si bien las primeras intervenciones del ámbito de la neurociencia cognitiva se realizaron con niños que padecían alguna clase de trastorno, se han efectuado también estudios similares con poblaciones sin trastornos. Por ejemplo, la neurocientífica española María del Rosario Rueda y colegas de la Universidad de Oregón (Rueda y otros, 2005), crearon un programa de entrenamiento de la atención para niños de 4 a 6 años con el objetivo de analizar la plasticidad de los sistemas neurocognitivos atencionales. Luego de una semana de sesiones diarias de cuarenta minutos, los niños mostraron patrones más maduros de activación neural que las correspondientes para sus edades y un mejor desempeño en pruebas de inteligencia general y de atención. Por otra parte, al considerar el temperamento de los niños y sus características individuales asociadas a su identidad genética respecto del transporte de dopamina en el cerebro, notaron que aquellos que poseían una forma alélica larga y que tenían puntajes más altos en los
aspectos de su temperamento ligados al control cognitivo, también tuvieron mejores desempeños en las pruebas atencionales después de la intervención. Estos resultados apoyan la hipótesis de que distintos subgrupos de niños, en términos de sus diferencias individuales genéticas y de temperamento, podrían beneficiarse de distintos aspectos de un entrenamiento cognitivo, lo cual forma parte de la agenda neurocientífica actual en el área de las intervenciones. En otro estudio, la neurocientífica Courtney Stevens y otros (2009), también de la Universidad de Oregón, aplicaron el programa de entrenamiento de habilidades lingüísticas Fast for Word[44] en niños de 6 a 8 años de edad para analizar su influencia en el procesamiento neural y conductual en tareas de atención auditiva. Hallaron que los niños entrenados mejoraban su desempeño en las pruebas de lenguaje receptivo y que presentaban patrones electrofisiológicos más maduros para sus edades durante las tareas con demandas de atención auditiva. Estos resultados también sugieren que la intervención puede producir modificaciones en diferentes niveles de análisis, tanto conductuales como de activación neural. Otro ejemplo reciente son los programas de entrenamiento para niños de 4 y 5 años diseñados por la investigadora Lisa Thorell y otros (2009), del Instituto Karolinska y de la Universidad de Uppsala. Los
investigadores utilizaron dos programas con igual formato; uno entrenaba procesos de memoria de trabajo y el otro de control inhibitorio. Ambos recurrían a juegos computarizados con demandas crecientes de esos procesos y se realizaron de manera individual en la escuela pero fuera del aula, es decir, como actividad extracurricular. Los resultados muestran que los niños que ejercitaron la memoria de trabajo mejoraron su desempeño en esas tareas y en otras no entrenadas que también involucraban esa memoria, además de en otras que implicaban demandas de atención. Por otra parte, los niños entrenados en el control inhibitorio mejoraron sus desempeños en esas tareas, aunque estos logros no se transfirieron a la memoria de trabajo ni a la atención. Esto sugiere que los distintos procesos cognitivos difieren entre sí respecto de la facilidad o dificultad para modificarlos y para aplicar las mejoras logradas en otras tareas o áreas del desarrollo. En cuanto al uso de actividades computarizadas en las intervenciones centradas en el funcionamiento cognitivo, hay que diferenciar lo que la evidencia neurocientífica plantea como posible de aquello que algunas empresas prometen que hacen sus productos. Durante la última década ha proliferado su oferta de actividades en diferentes sitios en internet que cuentan con millones de suscriptores; allí, de manera implícita o explícita, plantean que el “entrenamiento cerebral” puede volver
más inteligentes a sus usuarios y mejorar sus vidas cotidianas.[45] Al respecto, el Stanford Center of Longevity y el Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano de Berlín publicaron un escrito firmado por setenta investigadores de las áreas de psicología cognitiva y neurociencia que afirma que el consenso de este grupo es que la literatura científica no sostiene que el uso de juegos basados en software modifique el funcionamiento neural, produzca mejoras en el desempeño cognitivo general o prevenga el enlentecimiento cognitivo y la enfermedad cerebral.[46] Poco tiempo después, otro grupo de referentes científicos respondió con una nota en la que señalaban algunas de las principales críticas, aunque sostenían la importancia de continuar generando esfuerzos basados en evidencia.[47] La intención de mejorar o incrementar la inteligencia o el control cognitivo es una propuesta que tiene más de un siglo de existencia en el contexto científico y, en gran medida, ha sido llevada adelante por profesionales del área de la psicología del desarrollo. La evidencia reunida por los innumerables ensayos por ellos producidos demuestra en forma consistente que ejercitarse en determinada tarea no necesariamente hace que se la resuelva mejor y, si se verifica una mejora, en pocos casos esta puede transferirse a tareas semejantes o producir algún cambio. La transmisión a operaciones no
semejantes a las entrenadas y, más aún, a actividades de la vida cotidiana, no ha sido fácil de comprobar en individuos sin historias de trastornos del desarrollo. Antes que un recaudo teórico o práctico, esto supone una cuestión ética que no siempre guía a quienes promocionan esos productos.
Historia de un programa de investigación Las intervenciones neurocognitivas en poblaciones de niños que viven en condiciones de pobreza todavía están en una etapa inicial.[48] En esta historia reciente, algunos investigadores comenzaron a explorar el impacto de la pobreza y de acciones orientadas a optimizar el desarrollo autorregulatorio. Durante la segunda mitad de la década de 1990, no más de cinco grupos de investigación en el mundo aplicaron modelos cognitivos. Luego, en el año 2000, empezaron a incluirse técnicas de neuroimágenes y de biología molecular. Por ejemplo, desde hace dos décadas con un grupo de investigadores llevamos adelante este tipo de análisis en la Unidad de Neurología Aplicada (UNA). En este apartado presentaremos la historia de este programa para que el lector tenga una idea de cómo surgieron y se expandieron los diferentes proyectos, ideas, motivaciones y pasiones. En el siguiente apartado, comentaremos el trabajo de otros dos grupos de investigación.
En 1995, Jorge Colombo nos propuso a un grupo de investigadores y becarios de la UNA que diseñáramos un experimento para evaluar la influencia de la pobreza sobre el desempeño cognitivo desde una perspectiva neurocientífica o neurocognitiva. Transitábamos la mitad de la llamada “década del cerebro”[49] y contábamos con pocos antecedentes. De hecho, esta clase de investigación tomó forma casi una década después, cuando se hicieron los primeros estudios con técnicas de neuroimágenes. Como ya mencionamos, la primera imagen de fMRI fue incluida en la disertación doctoral de la neurocientífica y médica Kimberly Noble, quien actualmente es una referente en este campo, al igual que su grupo de la Universidad de Columbia. En ese entonces contábamos con evidencias provenientes de la experimentación con animales que indicaban que la exposición temprana a ambientes con deprivación sensorial y social provocaba cambios en el sistema nervioso central y en diferentes niveles de organización. También algunos estudios demostraban que las lesiones en las áreas frontales del cerebro de primates no humanos durante etapas tempranas del desarrollo se asociaban con dificultades para resolver tareas que demandaban atender, recordar localizaciones espaciales e inhibir impulsos para encontrar un objeto escondido. Estos experimentos se usaban para explorar los correlatos neurales de las
conductas autorregulatorias que en adultos con lesiones en las zonas frontales del cerebro, suelen estar alteradas. Por ejemplo, en 1989 las neurocientíficas Patricia Goldman-Rakic y Adele Diamond publicaron un trabajo en el que comparaban el desempeño de monos con lesiones frontales con el de niños, en ambos casos durante los primeros meses de vida, en la prueba A-no-B que ya hemos descripto en el capítulo 4. Recordemos que esta tarea consiste en generar una representación de un objeto y su lugar de ocultamiento y sostenerla durante pocos o varios segundos. En el primer ensayo en el que se invierte la locación en que se oculta el objeto de interés, es preciso inhibir el impulso de buscarlo en el lugar en el que se lo encontró previamente. Estas autoras observaron que tanto los monos como los niños presentaban conductas perseverantes –es decir, buscaban los caramelos o juguetes en los lugares donde los habían encontrado antes– que se acentuaban aún más al aumentar el tiempo de ocultamiento. Más allá de las discusiones técnicas sobre los mecanismos que podrían explicar esas conductas, dedujeron que las áreas frontales del cerebro influyen en esa tarea y que las dificultades podrían deberse a la falta de maduración neural. En la UNA aplicamos esa prueba en bebés de 6 a 14 meses provenientes de hogares con y sin necesidades básicas insatisfechas (NBI). Tal como se comentó, en ellos notamos mayores dificultades para controlar la
perseverancia en ciertas conductas (Lipina y otros, 2005). Este fue uno de los primeros estudios que utilizó un paradigma de funcionamiento ejecutivo en niños tan pequeños para explorar las influencias de la pobreza sobre su desempeño. En la actualidad, estas investigaciones han sido retomadas sólo por escasos grupos que también utilizan otras técnicas fisiológicas – por ejemplo, la medición de la tasa cardíaca y la estimación del cortisol–, así como técnicas electrofisiológicas de EEG y ERP y de fMRI.
Presentamos aquí ejemplos de actividades de entrenamiento cognitivo utilizados en los proyectos de la UNA en ciudad de Salta y Conurbano bonaerense:
Tras esos hallazgos, nos preguntamos si esta asociación se verificaría también en niños más grandes. Así, entre 1997 y 2001 realizamos una serie de estudios experimentales en los que administramos bloques de pruebas cognitivas para evaluar el desempeño en tareas con demandas de atención, control inhibitorio, memoria de trabajo, flexibilidad y planificación en niños de 3 a 5 años de hogares con NBI. En promedio, este grupo tendía a mostrar desempeños más bajos en casi todas las tareas. Tanto en los bebés como en niños de edad preescolar los factores asociados fueron diferentes respecto de lo esperable en el estado de salud perinatal de niños y madres y aspectos sociodemográficos relacionados con la experiencia de la pobreza (véase Lipina y otros, 2004). Entre 2005 y 2008 realizamos tres estudios simultáneos (Segretin y otros, 2014) con un nuevo bloque de pruebas que incluía algunas de las ya utilizadas y otras nuevas, lo que permitió profundizar el conocimiento básico y aplicado acerca de los atributos específicos del desarrollo autorregulatorio. Se hicieron en la ciudad de Salta (los primeros habían sido en la capital del país) y en el Conurbano bonaerense; esto supuso nuevos desafíos y oportunidades dada la importancia de las influencias
culturales en el desarrollo cognitivo. Los resultados confirmaron los hallazgos previos. Entre 2008 y 2010 realizamos un quinto experimento (Lipina y otros, 2013) en el que evaluamos el desempeño autorregulatorio de niños de 4 y 5 años de edad que asistían a escuelas de la ciudad de Buenos Aires. En esta ocasión, agregamos el análisis de la influencia de diferentes variables sociodemográficas asociadas a la vulnerabilidad social por pobreza y verificamos entre ellos diferencias significativas en el desempeño de tareas con demandas de control atencional, flexibilidad y memoria de trabajo, así como importantes efectos indirectos de la educación y ocupación parental, de la disponibilidad de libros en el hogar, de la cantidad de tiempo que los cuidadores ocupaban contándoles cuentos y del uso de computadoras e internet en el hogar. Por su parte, el género, la edad y el rasgo temperamental de esfuerzo de control[50] permitieron predecir una mejora en el desempeño de las tareas con demandas de atención.
La primera generación de intervenciones Ya durante los dos primeros estudios nos habíamos preguntado si los desempeños en tareas con demandas autorregulatorias podían modificarse. En esta nueva instancia, no contábamos con antecedentes en la bibliografía neurocientífica pero sí teníamos datos de más
de tres décadas de intervenciones multimodulares y de los programas educativos integrales que hemos presentado en este capítulo. Por eso, diseñamos nuestra primera intervención, el Programa de Intervención Escolar (PIE), de carácter multimodular y con diseño experimental – dado que, generamos las condiciones de intervención y de control para ambos grupos de manera aleatoria–. El PIE fue implementado en forma simultánea en tres escuelas del sur de la ciudad de Buenos Aires entre 2002 y 2005, e involucró a más de quinientos niños y sus familias, provenientes de hogares con NBI. Las actividades consistían en un primer módulo de estimulación cognitiva basado en la ejercitación en tareas típicas de laboratorio con demandas de atención, control inhibitorio, memoria de trabajo, flexibilidad y planificación que sólo recibieron los niños del grupo de intervención. El control de este módulo se hizo en encuentros de duración similar durante los cuales los niños realizaban dibujos y conversaban con uno de los investigadores, el mismo durante toda la intervención. Ambos grupos recibieron un suplemento nutricional con hierro y ácido fólico, y se les hizo un examen clínico pediátriconeurológico para identificar eventuales trastornos de salud y del desarrollo autorregulatorio. Sus maestros participaron en actividades de capacitación sobre desarrollo infantil y sus padres y cuidadores tuvieron encuentros semanales de orientación sobre desarrollo y
derecho de los niños, y acerca de estrategias para resolver los problemas de salud, vivienda e inclusión social que enfrentara la familia. Conforme a los principios de las intervenciones multimodulares, generamos tres modalidades diferentes de ejercitación en función de la intensidad (la frecuencia de sesiones). Una de ellas consistió en treinta y dos sesiones en dos ciclos lectivos consecutivos, y las dos restantes en dieciséis o veinticinco durante un solo período escolar. La evaluación del impacto mostró que, en promedio, en la mayor intensidad, combinada con el suplemento nutricional y en tareas como las de atención y planificación, los niños del grupo de intervención mejoraron más sus niveles basales. En los estudios de seguimiento también verificamos que en planificación conservaron esos niveles hasta seis meses después de finalizada la intervención. El grupo que asistió a veinticinco sesiones fue el que le siguió en logros y en último lugar se ubicó el que recibió dieciséis. Esto sugiere que se produjo un efecto de dosis –es decir, una variación en los resultados en función de la cantidad de sesiones de entrenamiento cognitivo– que ya habían descripto otros investigadores (Colombo y Lipina, 2005). Esto contribuye a reafirmar la idea de que la intensidad afecta el impacto de la intervención. Así, habíamos logrado probar que el desempeño cognitivo de niños que vivían en condiciones de pobreza podía modificarse si se aplicaban los conceptos y las
metodologías propuestas por los psicólogos del desarrollo y los neurocientíficos, algo que antes los investigadores de otras disciplinas habían logrado usando abordajes educativos y de desarrollo social. En 2005, de todas formas esta evidencia estaba lejos de ser aceptada por toda la opinión pública y académica. Por supuesto, algunos profesionales, como los maestros y los psicopedagogos, eran la excepción, ya que por sus actividades en escuelas y consultorios disponían de datos propios y replicados. Para nosotros fue una sorpresa, no porque considerásemos imposible modificar los recursos cognitivos de los niños, algo que los experimentos con animales ya habían confirmado, sino por la inesperada productividad que mostró la propuesta. En general, los diseños de este tipo de intervenciones experimentales y los contenidos a trabajar se eligen de forma intuitiva a partir de las lecturas y experiencias propias y de otros colegas; sólo en el momento de evaluarlos se define qué sirve y qué no, y qué permite explicar lo observado. Vale la pena reiterar que no es posible seguir fórmulas de intervención prefijadas porque cada niño, familia, escuela y comunidad tienen características psicológicas, comunitarias y culturales propias que influyen en los resultados de las actividades propuestas. Los resultados que obtuvimos en el PIE llamaron la atención de la opinión pública y de algunas agencias gubernamentales. En 2004 nos contactaron funcionarios del Ministerio de
Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires y de la Secretaría de la Niñez y la Familia de la ciudad de Salta para aplicarlo. Esto implicó un nuevo desafío para nuestro grupo porque, en primer lugar, se trataba de transferir un diseño experimental a instituciones que formaban parte de la red de servicios de ambas agencias gubernamentales y, por lo tanto, adaptarlo sin que la propuesta perdiese capacidad de mantener sus niveles de implementación metodológica y de evaluación al cambiar de escala del laboratorio a la comunidad. Surgieron entonces diferentes propuestas acerca de lo que debíamos hacer. Algunos investigadores teníamos dudas respecto de que repetir lo que habíamos hecho fuera suficiente. Y, aunque no sabíamos cómo adaptarlo, entendíamos que la política pública es una disciplina que posee una historia teórica, metodológica y técnica propias, y que debíamos tener en cuenta. Nos habían solicitado que hiciéramos lo que creíamos mejor sin contemplar la importancia de construir en conjunto una propuesta y una planificación, que implica resolver tensiones ideológicas y técnico-metodológicas. A esto se agregó la dificultad de que ninguna de las dos agencias permitió conformar grupos de control, lo que nos obligó a pensar otras estrategias de evaluación: comparar una modalidad individual con otra grupal, e incorporar la evaluación cognitiva de grupos del mismo contexto (Salta) de hogares sin NBI para tener valores de referencia sobre
los niveles de desempeño de los niños. En ambas intervenciones, participaron más de quinientos niños y sus familias, que recibían asistencia en las áreas de salud, vivienda y desarrollo social por parte de esos organismos. Esto permitió mantener el carácter multimodular de las intervenciones, aunque nuestro grupo sólo se ocupó del módulo de intervención cognitiva y del suplemento nutricional. Los resultados indicaron que ambas modalidades de intervención mejoraban los desempeños autorregulatorios de los niños respecto de su nivel inicial y, en algunas tareas como las de atención y planificación, incluso alcanzaron los niveles de los niños provenientes de hogares sin NBI (Segretin y otros, 2014). Lo importante de estos hallazgos y de la experiencia fue que planteaban que es posible transferir metodologías de intervención y análisis a contextos grupales y, por lo tanto, proveer propuestas utilizables en las escuelas como complemento de los proyectos pedagógicos en curso. Habríamos querido continuar con ambos proyectos al menos durante un año más para acumular experiencia y datos, pero los cambios en las administraciones de ambas agencias lo volvieron imposible. En otros términos, como suele ocurrirnos, la agenda política se impuso a la técnica. En 2007, en colaboración con investigadores y docentes del centro de formación de maestros de nivel inicial Sara C. de Eccleston de la ciudad de Buenos Aires, diseñamos
una nueva intervención para que la aplicaran los maestros de jardín de infantes. El objetivo era diseñar propuestas de enseñanza ajustadas al currículo escolar vigente en la ciudad que incluyeran el entrenamiento o la estimulación de procesos autorregulatorios. Esta instancia de colaboración nos resultó muy útil porque nos permitió mejorar nuestra comprensión de las distancias epistemológicas, conceptuales, metodológicas e ideológicas entre la neurociencia cognitiva, la psicología del desarrollo y la educación. Varios de estos encuentros estuvieron dominados por tensiones que no pudieron ser resueltas por completo, ya que debíamos avanzar para cumplir los tiempos administrativos impuestos por la institución financiadora. No llegamos a profundizar e investigar esas tensiones ni los puentes interdisciplinarios que habrían podido trazarse. Esto nos permitió ver la importancia de disponer de líneas de financiamiento y recursos para promover esfuerzos interdisciplinarios genuinos, comenzando por el tiempo necesario para generar discusiones productivas que permitan superar las barreras dogmáticas que limitan el avance en la construcción de propuestas concretas, dado que el conflicto entre el tiempo administrativo y el de investigación suele condicionar la tarea del mismo modo que cuando la política se impone sobre la técnica. Finalmente, se diseñaron sesenta y cuatro actividades de lengua y matemática para niños de salas de 4 y 5 años
(Sarlé y otros, 2009). Cabe aclarar que se consensuaron esas áreas debido a la importancia de estos aspectos para quienes padecen condiciones de pobreza, pero esto no implica que no puedan tomarse otras asignaturas en propuestas similares. E incluso sería deseable disponer de una gran variedad de contenidos novedosos, que contribuyen a estimular la actividad autorregulatoria. Durante los años 2009 y 2010 implementamos las actividades en dos escuelas de la ciudad de Buenos Aires con doscientos alumnos que en su mayoría procedían de hogares con NBI. Fue una experiencia muy enriquecedora en varios sentidos. Por una parte, tuvimos el privilegio de contar con el apoyo de ambas comunidades escolares, desde los niños y sus familias hasta los maestros y directivos.
Veamos un ejemplo de articulación de estimulación cognitiva y actividad de currículo vigente:
Tomado de Hermida y otros (2015).
Por otra parte, el trabajo con los docentes nos permitió aprender acerca de las implicancias de la propuesta dentro del aula y repensar las actividades y las metodologías utilizadas. Este auténtico proceso de colaboración interdisciplinaria nos hizo pensar posibles formas de complementar la formación docente para que incorporara los conocimientos de las investigaciones. Dado que partimos de una consideración ecológica del desarrollo, en todas nuestras intervenciones procuramos fomentar tanto los espacios de capacitación para los maestros e investigadores, como los ámbitos de discusión de los proyectos escolares con la gestión de la escuela y con las familias, para luego incorporar esos debates en el análisis de los resultados y en el diseño de nuevas intervenciones. En este caso aplicamos un diseño cuasi experimental: asignamos las tareas al azar a los grupos de intervención y de control y utilizamos las aulas como unidad mínima de implementación, en lugar de tomar a cada niño, dado que las actividades eran grupales. La evaluación no indicó cambios significativos en el desempeño autorregulatorio (Hermida y otros, 2015), algo que nos sorprendió y frustró porque no era lo que esperábamos. Sin embargo, al año siguiente analizamos las notas que estos niños tuvieron durante primer grado y vimos que, en promedio, quienes habían participado en la
intervención tenían calificaciones más altas en lengua, matemática y en conducta autónoma. Sin duda, estos datos deben ser replicados y es necesario controlar otras variables que intervienen y que no pudimos incluir en el plan inicial por desconocimiento, falta de experiencia, o simplemente porque aparecieron de modo imprevisto. De todas formas, la experiencia global nos dio información relevante para innovar y contribuir en el complejo esfuerzo de generar proyectos interdisciplinarios entre la neurociencia, la psicología y la educación.
La introducción de tecnologías de la información y la comunicación en las intervenciones En 2008 iniciamos el proyecto Mate Marote junto con colegas del Laboratorio de Neurociencia Integrativa de la Universidad de Buenos Aires, dirigido por el neurocientífico argentino Mariano Sigman. Dentro de ese marco, diseñamos una serie de actividades computarizadas en forma de juegos para entrenar diferentes procesos autorregulatorios como la atención, el control inhibitorio y la memoria de trabajo. Ese mismo año, y también durante 2011, implementamos una serie de intervenciones controladas con niños de edad escolar provenientes de hogares con y sin NBI de la ciudad de Buenos Aires y del Conurbano bonaerense. Durante alrededor de tres meses de sesiones semanales
individuales un grupo de niños jugaba entre 15 y 20 minutos con esos juegos (grupo de intervención) o con otros comerciales con demandas cognitivas bajas que tomamos como control. La evaluación permitió verificar incrementos significativos en tareas de atención e inteligencia general.
Las pantallas de los juegos utilizados en el Proyecto Mate Marote tienen un excelente planteo gráfico:
Véase además Goldin y otros (2014).
Además, uno de los estudios demostró que los niños del grupo de intervención que asistían menos a clase por
diferentes causas (inherentes a las necesidades que les imponen sus condiciones de vida) obtuvieron notas más altas en lengua y matemática que el resto de los participantes y que los integrantes del grupo de control (Goldin y otros, 2014). La importancia de este hallazgo no reside sólo en haber podido movilizar y optimizar los recursos autorregulatorios de estos niños, sino también en haber logrado una nueva transferencia lejana –que Mate Marote es quizás el primer estudio de su tipo en mostrar– que sugiere que la intervención influyó en el desempeño académico. Como siempre indicamos, estos hallazgos deben ser replicados con nuevos estudios que nos permitan explorar también los mecanismos de mediación implicados en esos impactos. También Mate Marote despertó el interés de colegas y organismos gubernamentales y no gubernamentales. Por ejemplo, el Ministerio de Educación de la Provincia de La Rioja propuso instalar los programas en la plataforma del proyecto One Laptop per Child (OLPC).[51] Esto permite reducir las demandas del rol del evaluador que en un contexto experimental tradicional acompaña al niño mientras realiza las actividades y, así, ponderar eventuales influencias en los datos obtenidos. A partir de los datos de las sesiones de juego acumulados en el servidor del programa, se notó que en la experiencia de La Rioja esa presencia no modificaba los resultados (Lopez Rosenfeld y otros, 2013). Lamentablemente, no
pudimos hacer ni una evaluación ni un seguimiento del proyecto porque, una vez más, las decisiones políticas primaron sobre las técnicas. En una siguiente etapa, con el apoyo del Ministerio de Ciencia y Tecnología de la Nación creamos una plataforma para que cualquier usuario pueda utilizar los juegos de Mate Marote, incorporamos nuevos juegos y presentamos el proyecto en el stand “El cerebro y yo” de Tecnópolis 2015.[52] Esas iniciativas permiten una apropiación social de nuestro trabajo y contribuyen a comunicarlo.
La incorporación de las madres a las intervenciones Entre los años 2012 y 2013 realizamos una nueva intervención, cuyo objetivo era promover el desarrollo de competencias autorregulatorias en niños de 5 años de hogares con NBI mediante el juego de estos con sus madres, a quienes además ayudamos a analizar y, eventualmente, enriquecer sus prácticas de crianza en un marco de respeto por las propias de cada familia. La intervención se realizó en una escuela de la zona sur de la ciudad de Buenos cuyos directivos nos ayudaron a montar un espacio adecuado para las actividades propuestas en cada una de las doce sesiones. Involucró a cincuenta díadas a las que, tras una evaluación cognitiva y del contexto familiar, les asignamos al azar las condiciones de intervención y de control.
Con las madres, se realizaban tres actividades por sesión. La primera (sin presencia de los niños) consistía en una conversación con la investigadora a cargo sobre diferentes aspectos de la vida cotidiana, especialmente acerca de las interacciones madre-hijo en una actividad previa que habían realizado en sus casas. En la segunda, se incluía a los niños para que realizaran una actividad de juego en conjunto con sus madres; y en la última se reflexionaba acerca de lo experimentado y de las eventuales posibilidades y estrategias para modificar situaciones de interrupción o alteración del flujo del juego conjunto. En sí, el plan contemplaba bloques de una sesión de juego libre y tres de juego pautado. Por ejemplo, la tarea consistía en armar un objeto con bloques, leer y comentar un cuento y elegir una caja de juguetes, entre tres posibilidades, y planificar una actividad de juego conjunto con el material elegido. Con el grupo de control sólo se hicieron actividades de juego libre. En ambos casos, la evaluación incluyó tanto las tareas cognitivas y las encuestas a las madres sobre la salud y el temperamento de los niños, como las condiciones de vida en el hogar que la UNA suele utilizar en este tipo de estudios. Además, se efectuó la evaluación neurofisiológica de los niños, se estimó el índice de cortisol en saliva de madres y niños, y se filmaron las sesiones de juego. El objetivo era contar con información
de diferentes niveles de análisis que nos permitiera construir conocimiento sobre el impacto de la intervención aplicando una perspectiva conceptual integrada acorde con las propuestas contemporáneas de la ciencia del desarrollo. Con lo filmado generamos dos tipos de información para incluir en el análisis. Transcribimos las sesiones y (junto con el investigador argentino Agustín Gravano) diseñamos un algoritmo para estimar la cantidad de palabras, sus raíces, las conjunciones, las palabras funcionales y los morfemas utilizados. A partir de estos datos, nos propusimos detectar eventuales cambios léxicos, de vocabulario y en las construcciones sintácticas de los participantes. Por otra parte, confeccionamos una guía de codificación de conductas maternas tendientes a promover el desarrollo autorregulatorio infantil. Una de ellas es la de “andamiaje”, que se refiere a todas las acciones de la madre que ayudan a sus hijos a resolver tareas sólo mediante pistas (sin hacerlas en lugar de ellos) y tratando de que los niños construyan aprendizajes y pensamiento crítico. Otra de las conductas que incluimos es la “sensibilidad”, que abarca a todas las muestras de afecto hacia los niños y la posibilidad de comprender sus necesidades emocionales durante el juego. La tercera es la “mentalización”: su capacidad de identificar, mencionar estados mentales de los niños y así formular al respecto una teoría, aplicable durante la actividad.
Hasta la fecha hemos analizado el impacto en el nivel cognitivo y del lenguaje, mientras seguimos procesando los análisis neurofisiológicos, de cortisol y de conducta materna. Los resultados indicaron que, en promedio, los niños del grupo de intervención obtuvieron puntajes más altos que los del de control en dos tareas con demandas de autorregulación y una de vocabulario (Prats y otros, 2015). Al analizar la complejidad del lenguaje utilizado en las sesiones, verificamos cambios significativos tanto en las madres como en los niños del grupo de intervención. Si bien aún debemos esperar el resto de los datos para interpretar de manera adecuada estos cambios, coincidimos en que no implican una modificación del funcionamiento general del lenguaje, sino que esto se debe a que hemos movilizado recursos lingüísticos y autorregulatorios de los que ya disponían pero que no habían sido estimulados lo suficiente como para que los utilizaran y expresaran. Estudios futuros nos ayudarán a continuar explorando esta hipótesis. Una de las consultas más frecuentes que nos hacen los maestros, los psicopedagogos y los organismos gubernamentales y no gubernamentales es acerca de la posibilidad de repetir estas actividades en otros contextos. Esto de alguna manera presupone que es posible reproducir las experiencias como si hubiese una fórmula o receta. Los investigadores tenemos un compromiso profesional y ético a la hora de explicar el
peligro que conlleva pensar que repetir algo que funcionó en un caso necesariamente tendrá los mismos resultados en otro y, en consecuencia, mostrar a la comunidad en general la importancia de generar intervenciones que, aunque puedan tomar algunos aspectos ya trabajados, deben ajustarse al nuevo contexto y considerar la pertinencia cultural y las condiciones metodológicas de la evaluación. Por otra parte, con el fin de poner la información a disposición de la comunidad, hemos registrado las guías de todas nuestras intervenciones y el software del proyecto Mate Marote como una licencia open source para su uso público y gratuito.
La búsqueda de diferencias individuales: ¿cómo detectar predictores del cambio? Ya desde nuestra primera intervención, buscamos comprender las características de los niños que se beneficiaban con ellas y las de los que no, dado que uno de los objetivos más importantes de nuestra línea de investigación es ajustar el diseño a subgrupos con diferentes niveles de desempeño autorregulatorio para optimizar las oportunidades de mejora. En este sentido, realizamos nuevos análisis con la información de las cuatro primeras intervenciones que implementamos. En particular, aplicamos una metodología para evaluar
distintos factores que permitieran predecir el incremento o la disminución del desempeño luego de las intervenciones, es decir, identificamos predictores sociodemográficos y ambientales de los desempeños. Así, las condiciones de la vivienda, los recursos sociales a los que podían acceder las familias, la ocupación parental, la cantidad de integrantes de las familias, la salud física materna, la edad de los niños, el grupo en que participaron durante la intervención y la cantidad de sesiones de entrenamiento se asociaron con mejoras en diferentes tareas con demandas de atención, control inhibitorio, memoria de trabajo y planificación (Segretin y otros, 2014). En otro proyecto hemos analizado información de un estudio de intervención cognitiva orientado a optimizar el desempeño atencional de niños en edad escolar. Este estudio fue realizado en Mendoza por el grupo que dirigía la investigadora argentina Mirta Ison y los resultados indican que el desempeño de los niños luego de la intervención varió según su edad y la educación de los padres (Ison y otros, 2015). Esto confirma dos cuestiones importantes para el campo de las intervenciones: la importancia de considerar y evaluar la influencia de los factores individuales y ambientales sobre el desempeño académico, que puede variar entre diferentes estudios realizados con distintos grupos de niños, y la relevancia
de contar con esa información para innovar en el diseño de futuras intervenciones experimentales y aplicadas. El interés de nuestro grupo por describir la pobreza infantil en términos de cómo los niños la vivencian, y de generar metodologías que consideren la diversidad de niveles de organización y contextos que caracterizan el desarrollo humano, nos ha movido a desarrollar nuevos proyectos. En uno de ellos, premiado por el Ministerio de Educación de la Nación en 2007, construimos índices de calidad de vida y de contexto escolar para evaluar hasta qué punto estos aspectos inciden en el desempeño en lengua y matemática de alumnos de sexto grado del primario y de quinto año de la secundaria de todo el país. Como no es común que los investigadores accedamos a los datos censales, y en general trabajamos con muestras representativas o incidentales, aprovechamos esta ocasión excepcional para profundizar nuestros conocimientos. Usamos la información disponible en el censo y generamos varias dimensiones, con sus respectivos indicadores, que incluyeron tanto los que la economía y la sociología consideran para dar cuenta de la pobreza como los relacionados con la forma en que los niños experimentan la adversidad y las oportunidades de desarrollo en sus ámbitos de crianza y socialización: vivienda (baño, hacinamiento, uso de la cocina como dormitorio);
educación de los padres; acceso a información (televisión, internet, diarios); estímulo a la educación (cuaderno de notas escolares, libros, revistas, enciclopedias); trabajo infantil, y entorno educativo (frecuencia de robos y peleas; y escapes de la escuela ante situaciones de amenaza dentro de la institución). Por su parte, para el contexto escolar incluimos dimensiones que permiten dar cuenta de aspectos tales como la calidad de las experiencias escolares (esto contempla tanto los recursos materiales como la comunicación entre los diferentes actores). Las dimensiones y sus indicadores son: director (antigüedad en el cargo, experiencia docente, horas de trabajo en la institución, realización de otras actividades remuneradas y capacitaciones en los últimos dos años); recursos didácticos (disponibilidad de libros, revistas, material de consulta, mapas, videos, grabadores y televisiones) y comunicación institucional (frecuencia de visitas del director a los cursos y diálogo con los padres).
Una vez definidos los índices, creamos un modelo de análisis para verificar el valor predictivo de cada uno sobre el desempeño de ambos grupos de alumnos. Los resultados demuestran que esos índices permiten explicar entre el 15 y el 24% de los cambios en las notas escolares. Además, hicimos un ranking en el que jerarquizamos las contribuciones de cada indicador, lo que le dio a la información un alto nivel de especificidad. Las dos implicancias centrales de este trabajo fueron a) que es posible generar abordajes ecológicos que contemplen la influencia de variables individuales y ambientales en el desempeño académico y b) que, para hacerlo, es importante propiciar instancias de intercambio y discusión con los funcionarios de agencias gubernamentales dedicadas al desarrollo infantil que puedan modificar las encuestas censales; así, estas empezarían a consignar indicadores que permitan ampliar el conocimiento sobre los determinantes biológicos y sociales del desarrollo y el aprendizaje.
Aprendiendo de las tensiones entre políticas de salud y de ciencia En cuanto a las tensiones entre las agendas científica y política, querríamos señalar simplemente que la segunda domina a la primera no da cuenta de la complejidad de los
mecanismos por los que esto ocurre. Lo cierto es que a los investigadores nos mueve la intención de contribuir lo mejor posible y eso hace que insistamos en procurar transferir los resultados y productos que obtenemos a las políticas públicas. En ese sentido, nuestros estudios de impacto y de intervenciones podrían ser insumos útiles. Buscamos interactuar con esas instancias de transferencia a pesar de las constantes frustraciones que vivimos. Cuando un ente gubernamental lanza un proyecto, las primeras dos etapas son las de planificación de las actividades e intervenciones, y la de implementación. En las experiencias de intervención que comentamos antes, nosotros nos encargábamos de la planificación sin que participaran los funcionarios de la correspondiente agencia. Por su parte, la implementación y el control de la relación entre lo planificado y lo que se hace suelen ser los escenarios de mayor discusión, en general para lograr visualizar los problemas e intentar resolverlos. En 2012, el director del área de Salud Ambiental de la Autoridad de la Cuenca Matanza-Riachuelo (Acumar) nos convocó, a mi compañera, amiga y experta en aprendizaje y desarrollo Haydée Echeverría y a mí, para que colaboráramos con ese organismo que buscaba responder qué se puede hacer con alrededor de cuarenta mil niños de 0 a 6 años que no logran superar el umbral mínimo en una prueba de pesquisa de desarrollo y crecimiento. También comentó que no era posible pensar que los hospitales
fueran la única instancia de derivación. No era una cuestión fácil de responder, dado que el sistema de salud de los distritos involucrados estaba saturado y, además, carecía de los servicios necesarios para atender algunos de los problemas y necesidades que podían llegar a tener los niños. La primera estrategia que utilizamos fue validar instrumentos diagnósticos y administrárselos a algunos de los niños que no habían logrado pasar la prueba. Eso nos permitiría comprender en detalle el nivel de desempeño en cada área del desarrollo, y las fortalezas y debilidades que presentaban para el aprendizaje. Fue una tarea compleja y con una logística muy demandante, que involucró además tensiones personales e institucionales de diferente tipo. Una de ellas tuvo que ver con cómo los diferentes equipos definían el desarrollo infantil y, por ende, de qué modo pensaban las actividades y proponían implementarlas. Como resulta lógico, en la dirección de salud ambiental primaban los criterios de las ciencias médicas, que no suelen aplicar las teorías ecológicas del desarrollo que, según vimos a lo largo de este libro, permiten pensar la complejidad de manera más productiva. Pero con independencia de los narcisismos académicos, la realidad de la pobreza se impone en toda su complejidad. Si bien en el universo caótico y fragmentario de las agencias gubernamentales no es común encontrar un
interlocutor con el que poder ir más allá de lo planificado, innovar y generar procesos y productos que mejoren las intervenciones y contribuyan al conocimiento, en Acumar dimos con el epidemiólogo Iván Insúa. Durante casi un año nos reunimos todas las semanas a conversar sobre la ejecución del proyecto y a discutir y articular conceptos de las diferentes disciplinas, un privilegio único que nos permitió lograr una integración conceptual y metodológica que produjo el “algoritmo de derivaciones diversificadas” (ADD). Este algoritmo funciona combinando valores de presencia o ausencia de riesgo en el nivel del desarrollo motor, cognitivo, del lenguaje y del temperamento, y en los niveles de estimulación del aprendizaje y del desarrollo en el hogar. En función de la combinación de esos riesgos, propusimos once instancias de intervención. Algunas debían ser resueltas en centros de salud que contaran con psicólogos y psicopedagogos; otras podrían realizarse en centros comunitarios, sociedades de fomento e, incluso, escuelas. Comenzamos a probar el algoritmo para ajustar su aplicación. Dado que las evaluaciones se realizaban en los hogares, una vez que se administraban las técnicas para los tres aspectos (desarrollo, temperamento, hogar) obteníamos los respectivos niveles de riesgo georreferenciados. Así, podíamos generar mapas de riesgo por barrios. Pese a que una vez más la agenda política primó sobre la técnica y no fue posible continuar
la aplicación y validación del ADD, empezamos a trabajar con el computador científico Diego Fernandez Slezak de la Universidad de Buenos Aires, con quien estamos realizando una simulación de la aplicación del algoritmo en los distritos de la ciudad de Buenos Aires donde habíamos hecho algunas de nuestras intervenciones, de manera que una idea descartada durante la realización de un proyecto resultó productiva en otros. La experiencia que hemos acumulado en estas dos décadas nos ha permitido ampliar nuestra comprensión del problema de la pobreza y el desarrollo infantil y, al mismo tiempo, de las limitaciones y desafíos que enfrentamos para poder seguir avanzando. Estos aspectos se alimentan también del trabajo de colegas con objetivos similares, cuyos aportes presentaremos en el próximo apartado.
Otras experiencias de intervención A partir de conceptos neurocognitivos se diseñaron e implementaron nuevas intervenciones en escuelas para favorecer el desarrollo autorregulatorio de niños que viven en condiciones de pobreza: son los estudios de la neurocientífica Helen Neville y otros (2008, 2013) de la Universidad de Oregón. En uno de ellos, analizaron los efectos del entrenamiento musical sobre el procesamiento atencional de niños de 3 a 5 años que vivían en hogares
con carencias socioeconómicas. Se les propusieron actividades con música integradas en el currículo escolar regular: incluían demandas de atención auditiva, de identificación y replicación de ritmos en la interpretación y en la danza. Además, hubo un entrenamiento atencional sin actividades musicales para identificar los efectos específicos de la música. En ambos casos, las actividades se llevaron a cabo en grupos de cinco alumnos con dos maestros, para permitir que todos los niños tuvieran una exposición similar. También se establecieron dos grupos de control, uno conformado por cinco alumnos y dos maestros y el otro por dieciocho alumnos con dos maestros. Los resultados indicaron que los niños que participaron de las dos modalidades (musical y atencional) obtuvieron puntajes más altos en diferentes tareas con demandas de control cognitivo, ya que movilizaron recursos disponibles que no estaban siendo utilizados. Esto muestra, una vez más, que es posible producir efectos luego de los 3 años de edad. Este mismo grupo de investigación (Neville y otros, 2013) realizó un estudio orientado a optimizar el desempeño cognitivo de niños que vivían en condiciones de pobreza por medio de dos módulos de intervención semanal en la escuela luego del horario de clases (durante ocho semanas). En uno de ellos se hicieron actividades para entrenar la atención de los niños parecidas a las que habían utilizado en el estudio anterior. En el otro se
realizaron reuniones semanales con las familias para conversar sobre temas de crianza y se les dio un menú de actividades para el hogar con el fin de estimular conductas de autorregulación y reducir los factores que inducen estrés en la comunicación familiar cotidiana. Al comparar los desempeños previos y posteriores a la intervención con los de niños que participaban en el programa Head Start en las mismas escuelas, encontraron que los primeros mejoraron sus desempeños cognitivos en el nivel conductual y electrofisiológico, y que los padres percibían que se habían reducido los niveles de estrés en la vida familiar. Probablemente esta sea la primera experiencia de intervención con base neurocientífica que incluye evaluaciones neurofisiológicas de las actividades realizadas en el hogar y en la escuela. Si bien su carácter preliminar impone cautela, los resultados sugieren que es posible articular la lógica de los programas de intervención temprana multimodulares con los diseños típicos de laboratorio. Intervenciones experimentales provenientes de otros ámbitos comparten con estos estudios conceptos y criterios de evaluación. Su objetivo es mejorar el desempeño académico de niños escolarizados de hogares con todo tipo de condiciones socioeconómicas a través del entrenamiento de las habilidades atencionales, de autocontrol y de inteligencia práctica y creativa (Bodrova y Leong, 1996; Boekaerts y Corno, 2005; Sohlberg y
otros, 2003; Sternberg y Grigorenko, 2004; Strayhorn, 2002). Pese a tratarse de propuestas que se llevan adelante en ámbitos educativos y cuyas intervenciones se adaptan a los requerimientos curriculares, distan de ajustarse a los paradigmas tradicionales de evaluación educativa y contemplan nociones amplias e integradas del desarrollo, incluido el de operaciones mentales básicas y autorregulación. Diamond y otros (2007) analizaron el impacto de dos currículos orientados a favorecer el desarrollo del lenguaje en niños de edad preescolar: Tools of the Mind –desarrollado por Bodrova y Leong (2001)– y Balanced Literacy Curriculum, desarrollado por el distrito escolar donde fue aplicado. La principal diferencia entre ambos es que las actividades propuestas por el primero suponían una gran demanda autorregulatoria que los maestros iban aumentando en función de los logros de los alumnos. La asignación a cada uno de los dos currículos se hizo de manera aleatoria, y los resultados fueron evaluados con tareas de control cognitivo provenientes del modelo neurocientífico. La aplicación de Tools of the Mind mejoró significativamente las habilidades de control inhibitorio, memoria de trabajo, flexibilidad cognitiva y lenguaje. Es la primera intervención en poblaciones con vulnerabilidad social que se aplica dentro del aula cuyo impacto pudo corroborarse en tareas con demandas de operaciones
básicas similares a las que utiliza la neurociencia cognitiva. Sin embargo, como mencionamos, el mismo currículo no necesariamente genera los mismos impactos en otros contextos; una vez más, es preciso contemplar las limitaciones y oportunidades de cada intervención en su contexto de aplicación. En síntesis, las intervenciones que desde la perspectiva de la neurociencia se proponen mejorar el desarrollo cognitivo de niños que viven en pobreza están todavía en una etapa inicial. Por eso, no sólo es importante continuar generando evidencia, sino además participar en un diálogo conceptual y metodológico constante con los encargados de diseñar las políticas públicas y con los científicos de otras disciplinas, que permita seguir innovando en el diseño de intervenciones y en la identificación de necesidades. 39 La Unidad de Neurobiología Aplicada fue fundada por Jorge Colombo, en 1989, en el Centro de Educación Médica e Investigación Clínica (CEMIC) Norberto Quirno para generar líneas de investigación interdisciplinaria sobre fenómenos de organización y reorganización del sistema nervioso. 40 Véase . 41 Véase . 42 Los procesos cognitivos de dominio general son aquellos que se manifiestan mediante una amplia gama de problemas o situaciones. Los de dominio específico sólo corresponden a áreas más acotadas. 43 Se trata de un trastorno de la conducta caracterizado por distracción moderada a grave, períodos de atención breve, inquietud motora, inestabilidad emocional y conductas impulsivas.
44 Véase . 45 Son ejemplo de estos emprendimientos Lumosity, , Cogmed, , y BrainHQ, . En el caso de Lumosity, en 2015 la empresa fue penalizada con una abultada multa por prometer mejoras sin que la respaldase evidencia; véase . 46 Véase . 47 Véase . 48 Si bien existen experiencias basadas en conceptualizaciones de la psicología cognitiva, en este capítulo sólo mencionaremos estudios que se guíen por paradigmas de la neurociencia cognitiva del desarrollo. 49 El proyecto “década del cerebro”, patrocinado por la Biblioteca del Congreso y los Institutos Nacionales de Salud Mental de los Estados Unidos, se presentó en público en julio de 1990. Se centró en tres cuestiones: 1) el incremento en la incidencia de enfermedades neurológicas y psiquiátricas; 2) los avances tecnológicos en neuroimágenes y microscopia; y 3) los avances de los estudios interdisciplinarios (Martín-Rodríguez y otros, 2004). 50 El esfuerzo de control es una característica temperamental relacionada con la autorregulación cognitiva y emocional, que varía de individuo a individuo y que consiste en la expresión de competencias de atención y persistencia en la realización de tareas cotidianas. 51 Véase . 52 Véase .
Conclusiones Las necesidades del futuro
Ah, una tormenta amenaza mi propia vida hoy. Si no consigo algún refugio, ah, sí, voy a desaparecer. […] Te digo: el amor, hermana, está a sólo un beso de distancia. The Rolling Stones, “Gimme Shelter” (1969)
El rol de la ciencia ante la desigualdad social Las acciones para mejorar y prevenir los efectos que la deprivación material, emocional y social producen en la salud y el desarrollo infantil requieren la planificación y ejecución de estrategias complejas. En estas necesariamente deben intervenir actores y organizaciones nacionales e internacionales que, además de tener la capacidad de tomar decisiones políticas y económicas, cuenten con la integridad ética necesaria para asumir la
responsabilidad de que todos los días se eliminan o incapacitan miles de seres humanos. El verdadero desafío es transformar la desigualdad en equidad. En este sentido, los programas de intervención multimodulares constituyen una alternativa valiosa, aunque insuficiente, porque ningún sector puede resolver por sí solo los problemas del sistema del que forma parte, aunque sí puede proponer ideas productivas para el cambio. Por ende, su valor reside en la concepción ecológica y sistémica del desarrollo humano sobre la que se funda, que considera que los niños, las familias, las comunidades y los sistemas de normas y valores actúan en un contexto dinámico e histórico específico. Por otro lado, la producción propia de las áreas involucradas (las ciencias sociales y humanas, las de la salud y las biológicas) no siempre ha logrado el abordaje interdisciplinario que estas propuestas requieren. En la mayoría de los casos, sus iniciativas de integración no van más allá de lo meramente discursivo. Sin embargo, construir una auténtica agenda interdisciplinaria requiere abandonar la zona de confort de la vida académica de cada ciencia y generar instancias de financiación que permitan realizar cambios de escala. Esto permitirá transferir las metodologías evaluadas en laboratorios o en pequeñas comunidades a escala nacional y regional; racionalizar tiempos y esfuerzos económicos para no repetir una y otra vez los mismos temas y dificultades en
los foros de consulta e intercambio técnico de los gobiernos y de los organismos multilaterales, y evitar la interferencia de la cultura del éxito personal. Así, el foco de los esfuerzos estará puesto en la innovación y en la construcción de proyectos surgidos de una concepción colectiva de las oportunidades y las dificultades acordes a las necesidades y requerimientos de un nivel mínimo de vida digno para la base de la pirámide poblacional. En suma: quienes se dedican a estudiar la pobreza infantil y las formas de intervenir deben tener niveles saludables de autocrítica y de ética.
Desafíos actuales de la neurociencia ¿Cuál es el rol de la neurociencia en este esfuerzo? ¿Qué es lo que esta disciplina puede aportar? El conocimiento neurocientífico sobre la pobreza parece no haber generado demasiadas novedades respecto de los hallazgos que las investigaciones de las ciencias sociales, de la salud y humanas realizan ya desde principios del siglo XX en lo que respecta al modo en que afecta el desarrollo motor, emocional, cognitivo y social. Pese a todo, las influencias que tiene sobre el sistema nervioso han permitido incorporar niveles de análisis que estas disciplinas no habían abordado y que ayudan a mejorar la comprensión de los mecanismos implicados en la pobreza.
Los primeros hallazgos experimentales han facultado a incluir fenómenos que ocurren en los niveles molecular, genético, celular y de activación de diferentes redes neurales que luego fueron ampliados al establecer la distinción entre períodos críticos y sensibles, una de las áreas que más ha aprovechado los avances tecnológicos en genética del comportamiento. De este modo, surgieron nuevas hipótesis acerca de los principios que regulan el impacto de la deprivación ambiental sobre la estructura y la función del sistema nervioso, y acerca de los diversos mecanismos moleculares en diferentes áreas del cerebro, el rol de la consolidación estructural de los cambios, el equilibrio entre los procesos de información a partir de estímulos excitatorios e inhibitorios, la competencia funcional ante diferentes tipos de información ambiental, la influencia de la motivación y el control cognitivo, y la potencial reactivación de procesos de organización neural en la vida adulta. En este sentido, establecer las distintas formas de plasticidad contribuiría a identificar cuál es el mejor momento para intervenir. Estas investigaciones, requieren mucho tiempo e innovaciones tecnológicas constantes, pero son los espacios propicios para que la neurociencia realice aportes significativos. Algunas de estas futuras propuestas podrían adoptar líneas de investigación como las siguientes:
Si bien el análisis epigenético de las experiencias tempranas del desarrollo cerebral está en sus primeras etapas, y esto impone la necesidad de cautela en el momento de interpretar los estudios actuales que aún poseen grados importantes de reduccionismo, la evidencia generada en la última década también permite vislumbrar que es factible un aporte neurocientífico al estudio de la pobreza. Específicamente, el hallazgo de asociaciones entre los cambios en la expresión genética relacionada con eventos neurales involucrados en la autorregulación y el aprendizaje durante la adolescencia o la vida adulta, por un lado, y las experiencias de crianza temprana, por el otro, constituyen una oportunidad para comprender cuándo y de qué forma es posible generar cambios tempranos mediante intervenciones que incidan positiva y productivamente en el posterior desarrollo de las personas. El estudio de la respuesta regulatoria al estrés también es un área que durante la última década se ha aplicado al análisis de las experiencias propias de la deprivación material y social detectables en situaciones de pobreza. Este abordaje ha considerado cómo la regulación influye sobre la vulnerabilidad y susceptibilidad individual al ambiente, el impacto sobre el desarrollo autorregulatorio e, incluso, qué aspectos del
problema tener en cuenta al diseñar intervenciones y políticas orientadas a los niños que viven en condiciones de pobreza (Shonkoff y Bales, 2011). A su vez, dicho análisis ha generado una serie de principios-guía que, sobre too, podrían contribuir a profundizar la comprensión de diferentes aspectos de la pobreza infantil. La condición y las propiedades de los estresores modularían el tipo de impacto diferencial sobre las redes neurales involucradas en las respuestas agudas y crónicas. Esto muestra la importancia de identificar los momentos sensibles en los que los impactos pueden generar mayor influencia. Por último, esta área también ha comenzado a generar información valiosa para entender el impacto de la pobreza, y las oportunidades para modificar sus secuelas, principalmente al relevar los posibles efectos de la programación prenatal de la plasticidad neural, la reactividad amigdalina ante situaciones de amenaza y la corporización neural de las experiencias adversas tempranas. El estudio del modo en que las carencias nutricionales afectan el desarrollo del sistema nervioso ha permitido notar fenómenos muy específicos que indican que los efectos varían según el tipo de nutriente y que sus impactos no son homogéneos en todo el sistema nervioso. Aún es
tema central de la agenda neurocientífica descubrir cómo esas variaciones nutricionales inciden diferencialmente sobre el desarrollo cerebral de acuerdo al momento en que ocurren y cómo se diferencian los impactos generados por la carencia de un solo tipo de nutriente o de la combinación de varios. (En ese sentido, la investigación con animales sigue siendo el abordaje más adecuado.) Estas cuestiones también son centrales en la relación entre la exposición a diferentes tóxicos ambientales desde la fase prenatal y el desarrollo neural. En ambos casos, el aporte neurocientífico resulta vital para el diseño de políticas públicas, ya que la identificación de las dosis de exposición y los requerimientos de ingesta deberían formar parte de las normas y leyes que regulan la vida comunitaria y, luego, la producción industrial y los sistemas de tratamiento de desechos ambientales. Las investigaciones que apuntan a mejorar diferentes aspectos del desempeño y del desarrollo neurocognitivo de niños que viven en situaciones de pobreza, y que se realizan desde hace poco más de una década, han acumulado evidencia respecto de las posibilidades de cambio. Sin embargo, todavía falta información para comprender con qué mecanismos resulta factible transferir esas mejoras específicas a otras áreas, en particular, la autorregulación en el
hogar y en la escuela. (Así, incorporar varios niveles de análisis es algo necesario y adecuado.) Por otra parte, la agenda sigue dominada por el análisis de los impactos y de los desempeños y activaciones neurales en poblaciones de niños que viven en hogares con y sin pobreza, en los que se realizan estudios con diseños sincrónicos que no consideran de manera adecuada el desarrollo neural y conductual. Asimismo, persiste la idea implícita de que las variaciones en el desempeño asociadas a pobreza se deben a algún tipo de déficit irreversible, en abierta contradicción con la evidencia acumulada sobre los cambios producidos mediante las intervenciones.
Desafíos actuales de la ingeniería del cambio ambiental Las políticas sociales afectan la salud, la educación y el desarrollo de los ciudadanos. Si se busca promover el desarrollo humano en general, y el infantil en especial, es importante que las políticas científicas también se propongan informar qué problemas deben investigarse, y sobre cuáles y cómo intervenir, en función de las necesidades de cada sociedad. Para eso, no sólo es necesario definir los contenidos específicos de cada agenda (política, social y científica), sino además crear estrategias de interacción entre ellas, de manera que las
políticas sociales planteen nuevas preguntas y la ciencia diseñe investigaciones que brinden soluciones a esas necesidades. Además, esta interacción debe darse dentro de un marco de discusión acerca de las concepciones sobre la sociedad en la que se intenta influir. En este sentido, cabe cuestionarse si el modelo ideológico que el estudio neurocientífico de la pobreza propone en la actualidad es único y si es necesario generar un debate para modificar este abordaje en función de las necesidades específicas de cada comunidad y sociedad. En este libro sostenemos que la neurociencia tiene que involucrarse en las consecuencias éticas de las evidencias que produce: estas muestran claramente que la forma actual en que nos organizamos tiende a enfermar y a acortar la vida de las personas. Sin duda, una agenda que integre las prioridades sociales con las oportunidades científicas es algo complejo de lograr. Los investigadores y los diseñadores de políticas – sean estos funcionarios políticos o administradores técnicos– actúan bajo la presión y las formas características de sus campos. En particular, los investigadores en neurociencia y psicología del desarrollo que se ocupan de analizar y cuestionar algunos aspectos del conocimiento general y sus potenciales aplicaciones muchas veces caen presa de actitudes que generan obstáculos y dificultades para lograr una agenda integrada. De hecho, ante la falta de saberes adecuados
acerca de cómo construir políticas, muchos sostienen una actitud escéptica acerca de las posibilidades de aplicar sus hallazgos, mientras que otros son excesivamente optimistas al respecto. Por su parte, la política social está más atenta a los factores políticos, económicos y sociales directamente relacionados a los problemas de la vida cotidiana de las personas. Por eso, tiende a aplicar la información proveniente de la investigación neurocientífica centrándose más en las evidencias que en la construcción de teorías, lo cual impide considerar en forma adecuada la complejidad y variedad de fenómenos sobre los cuales operan. Estas barreras, de ambos lados, ameritan involucrar otras disciplinas –como las ciencias sociales– y generar espacios de intercambio conceptual y metodológico (Nature, 2015; Wachs y otros, 2014). En la medida en que ambas culturas no se combinen, será imposible superar las antinomias y los estancamientos y resultará más difícil contribuir al desarrollo social de una manera transformadora. Un aspecto fundamental de esta integración, tal como lo plantean autores de las dos esferas, es construir una nueva educación científica y política. Los científicos sociales, además, enfrentan otro tipo de conflicto, sobre todo en América Latina. Dada la complejidad de los fenómenos de desarrollo y pobreza, y
la dificultad de generar conocimientos que puedan aplicarse de forma simple, estas disciplinas muchas veces reciben críticas de los investigadores de otras áreas, que suelen tener mayor influencia sobre las decisiones que toman las agencias que financian las investigaciones, en particular cuando el factor humano no está dentro de las prioridades de la política científica de una comunidad. A menudo, los científicos sociales deben hacer esfuerzos enormes para convencer (tanto a los otros investigadores como a los políticos) de que sus temas de estudio son prioritarios en cualquier agenda científica y social (y de que sus investigaciones son científicas). Además, deben demostrar que sus hallazgos son críticos para comprender y optimizar el desarrollo humano. Una de las consecuencias directas de este conflicto es que los investigadores sociales dejan de participar en los procesos de diseño de políticas. Con eso, aumenta el riesgo de adoptar una mirada simplificadora sobre cómo la pobreza impacta en el desarrollo desde la infancia, lo que a su vez provoca una reducción de la financiación dedicada a la investigación y afecta la creatividad e innovación en un área tan necesaria y urgente. Esta situación tiene consecuencias directas sobre las personas. Carecer de información sobre sus condiciones de vida y su nivel de desarrollo tiende a provocar creencias falsas que impiden un abordaje adecuado de cuestiones prioritarias como las necesidades educativas,
las capacidades laborales, la promoción de la salud, la prevención de enfermedades, la protección de los niños frente al maltrato, el abuso y la explotación, y la lucha contra la pobreza en general. En síntesis, para que la pobreza sea prioritaria en una agenda que integre la dimensión social y la científica se necesita una planificación que contribuya a visualizarla desde diferentes enfoques, y que promueva el estudio de sus impactos y una evaluación permanente de las estrategias utilizadas para paliarla. La superación de esas barreras requiere una serie de acciones cuyo objetivo común debe ser reducir la inequidad y promover una sociedad más igualitaria. En los últimos años, un grupo de cientistas sociales (Pickett y Wilkinson, 2015) ha consensuado unos lineamientos básicos cuyas acciones prioritarias son, en debido orden, eliminar el trabajo precario; fortalecer los sistemas colectivos de negociación; mejorar las condiciones nutricionales y los seguros de desempleo; garantizar el acceso a la nutrición, la salud y las necesidades básicas de energía; regular los derechos sociales y laborales; considerar la desigualdad de género; evitar el fraude y la acumulación de poder en entes gubernamentales y ONG; establecer objetivos para reducir la desigualdad, e invertir en el desarrollo social y de la infancia con el fin de recuperar niveles adecuados de igualdad de oportunidades y movilidad social durante todo el ciclo
vital. Cualquier agenda científica que apunte a estos esfuerzos contribuirá a construir una sociedad más igualitaria y justa. En particular, una agenda neurocientífica de la pobreza deberá considerar que la finalidad de toda sus aplicaciones no es generar “consumidores ejecutivos”, sino verdaderos sujetos de derecho, cuyos proyectos de vida se basen sobre una identidad subjetiva y cultural que trascienda las imposiciones del mercado.
Un gran aporte para derribar las barreras de la exclusión
J. Leonardo Yánez[53] Más de cuatro décadas de trabajo con población infantil vulnerable me permiten señalar que el tema de la pobreza es uno de los que mayor atención merecen (por supuesto, es una prioridad que comparto con mis colegas). Es ineludible preocuparse por el fenómeno en sí, por el número enorme de personas afectadas (con prevalencia, niños y mujeres), pero además por su impacto, que malogra el desarrollo humano en todas sus dimensiones, afecta la salud del ambiente y (en sus diversas manifestaciones) genera conflictos sociales. Quienes enfrentamos la pobreza desde diferentes perspectivas (científica, política y práctica) siempre buscamos un marco teórico que nos ayude a entenderla y que vuelva más eficiente las acciones para erradicarla, o al menos aliviar sus impactos negativos. En términos generales, los mayores esfuerzos al respecto son de economistas (lamentablemente, con muy poco éxito). Estoy convencido de que para una comprensión plena de
la pobreza debemos tener en cuenta el entramado histórico, social y económico en que surge y se expande. Una indagación acerca de los círculos de acumulación de la riqueza sería un buen punto de partida. Esta tarea requiere desprenderse de dogmatismos partidarios y a la vez apegarse a los fundamentos éticos fijados por las naciones en los diversos tratados sobre derechos humanos; en particular, los derechos de los niños y los de las poblaciones vulnerables. En ese sentido, la ciencia debe aportar datos para corroborar si vamos por el camino correcto. Tuve el privilegio de conocer el trabajo de Sebastián Lipina durante una consulta que el gobierno peruano hizo a un grupo de expertos para evaluar el impacto en el desarrollo infantil de uno de sus programas emblemáticos de cuidado y desarrollo infantil, Cuna Más. Fue un encuentro breve pero muy sustancioso, que me permitió escuchar sus aportes técnicos bien fundamentados –que superan largamente el mero análisis–, notar su pasión por la solución de los problemas que enfrenta la infancia y valorar su compromiso ético por conjugar ciencia, prácticas y políticas sociales con propuestas realizables. Ya en la introducción a esta obra Sebastián Lipina presenta su postura ética y humana. Y su honesto libro aporta exactamente lo que ofrece: una visión bien argumentada sobre el impacto de la pobreza en la formación del cerebro humano desde sus primeros días,
un análisis del costo de este impacto en términos de desarrollo humano y una visión sobre la factibilidad de prevenir o revertir el daño. Cada una de esas cuestiones es abordada en detalle, con notable profundidad y fluidez. A partir de una revisión de estudios especializados, que incluye una reseña de su propia experiencia, el autor consolida los hallazgos científicos para proponer cada una de sus conclusiones. En especial, llamó mi atención su insistencia en que el desarrollo cerebral no es exclusivo de los primeros mil días. Si bien la hazaña de crear setecientas conexiones neurales por segundo subraya la importancia de prestar atención a los primeros tres años de vida, la poda neural que se observa durante la pubertad no es menos relevante. Se trata de un cambio de estrategia. La capacidad de aprendizaje continúa, con la creación y eliminación de conexiones sinápticas como respuesta a las demandas del entorno. El autor explica con ejemplos y analogías que los procesos de autorregulación y las funciones inhibitorias desempeñan un papel central en el comportamiento y el aprendizaje: son un factor fundamental en el desarrollo del currículo para la intervención temprana. La ciencia confirma la importancia de hablar, jugar, escuchar, cantar, no ridiculizar a los demás, crear situaciones de exploración y solución de problemas, dar espacios para crear en la práctica de crianza y en el ámbito educativo. En términos prácticos, queda en claro que las políticas
públicas deben dejar de hacer foco sobre un solo grupo etario y dar nuevos pasos adelante. Para derribar las barreras de inequidad y exclusión, mediante programas de intervención debe garantizarse el derecho de cada niño a iguales oportunidades desde su nacimiento y continuar más allá de los primeros meses. La relevancia de la concertación intersectorial es una necesidad política, económica y ética si se quiere avanzar hacia un desarrollo humano y social sostenible. Los argumentos en esta obra apuntalan nuestra convicción de que las soluciones a los problemas de la primera infancia deben ser integradoras, deben incluir las necesidades de padres, familias y vecinos; para ello deben estar insertas en políticas abarcativas no sólo en el campo de educación y salud, sino también en el diseño urbano, las prácticas económicas y productivas y la conservación ambiental. Al final de un logrado tour de force sobre las bases neurocientíficas del desarrollo y de su impacto en el cerebro infantil, Sebastián Lipina hace una revisión de algunas de las respuestas programáticas ensayadas en América latina en contraste con modelos probados y evaluados en diversos países, sobre las cuales existe algún tipo de evaluación rigurosa de impacto. En esta parte del libro, se destacan los dilemas para el científico que desea incidir en el diseño, implementación y evaluación de estas intervenciones. Las prioridades del político, el administrador, el científico, el docente y el
implementador no siempre son las mismas; suelen responder a distintos marcos presupuestarios y de tiempo. A menudo, un estudio financiado por el sector público está limitado por el ciclo electoral, por la restricción del gasto público a las inversiones sociales y por los niveles de rotación del personal técnico especializado de los programas. La participación del sector privado en la solución de estos problemas puede abrir nuevas oportunidades, gracias a su relativa independencia política, sus capacidades en el campo de la innovación tecnológica, en constante búsqueda de eficiencia gerencial y al conocimiento del comportamiento de las personas. Recientes movimientos de empresarios que van más allá de la “responsabilidad social” y la filantropía tradicional están haciendo mucho énfasis en la primera infancia. Los casos de Ready Nation en los Estados Unidos, de la red Reduca en América Latina y de United Way a escala mundial son algunos ejemplos de activismo empresarial con compromiso con el desarrollo. Si bien existen restricciones ideológicas inherentes al sector, su cooperación con el sector público, su cercanía a la academia y un creciente interés genuino en el desarrollo social sostenible podrían abrir nuevas puertas de encuentro para lograr la tarea pendiente en América Latina de desarrollar programas que prevengan, acoten o erradiquen la pobreza o al menos sus componentes más perversos, partiendo de una mirada global del problema
de la pobreza infantil y de los hallazgos de la neurociencia, que pueden contribuir grandemente a solucionarlos. Este es un libro muy accesible, con fuentes actualizadas y relevantes para la práctica y la política de la primera infancia: auguro que sea una referencia para todos cuantos trabajamos para la erradicación de la pobreza infantil y a favor de la justicia social desde el nacimiento; y lectura obligatoria para quienes desde otros sectores que suman sus saberes al campo del desarrollo infantil, como urbanistas, inversores, empresarios, políticos y gestores sociales cuenten con un panorama bien documentado de lo que la ciencia puede ofrecer y del potencial de la ciencia para abordar los desafíos pendientes. Agradezco infinitamente a Sebastián Lipina y a sus editores por esta gran oportunidad de ilustrar mi trabajo con un documento tan valioso. 53 Master of arts, psicólogo, maestro, trabajador social, investigador y consultor en el área de primera infancia para el diseño, implementación y evaluación de programas integrales. En la actualidad es representante para América latina de la Fundación Bernard van Leer, .
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