ORTEGA Y GASSET O EL ARTE DE LA SIMULACIÓN MAJESTUOSA por RAFAEL
GUTIÉRREZ GIRARDOT
Como era de esperar, al cumplirse los veinticinco años de la muerte del pensador madrileño un verdadero aluvión de artículos ensalzatorios de su obra ocuparon las páginas de la prensa diaria y también en muchos casos de las revistas especializadas. Al universal tono laudatorio se oponía este artículo, acerbadamente crítico, en el que se cuestiona la existencia de verdaderos aportes en los trabajos de Ortega
A los veinticinco años de su muerte y medio siglo después de la publicación de la obra que lo hizo popular en el mundo de Occidente, La Rebelión de las masas, es oportuno preguntar por la permanencia y la significación de la obra filosófica y sociológica de José Ortega y Gasset. El motivo de la pregunta no es el de las conmemoraciones vecinas. Es el de la comprobación de que en el medio siglo en el que la obra mayor del sociólogo Ortega gozo de una popula popularid ridad ad mund mundial ial hasta hasta enton entonce cess sólo rese reserva rvada da a Cerva Cervante ntes, s, ni La Rebelión de las masas ni El hombre y la gente han dejado huella alguna en el desarrollo de la teoría sociológica contemporánea. Ni Parsons ni Merton la tomaron en cuenta, y quien se ocupó con ella breveme brevemente nte,, porque porque la obra obra soc sociol iológ ógica ica de Orte Ortega ga no da más más de sí, como Rene König, lo hizo con el justificado ademán de irritación y sorpresa de que era lamentable que «el superficial crítico de la cultura» Ortega y Gasset se hubiese apoderado, con su sensacionalismo, del tema de la masificación, que cuatro años antes de la repuse orteguiana de Le Bon, había tratado diferenciadamente un subterráneo padre de la sociología moderna, Theodor Geiger, con su libro La masa y su acción. Una contribución a la sociología de la revolución (1926). Si es cierto que que habent sua fata libelli, no es menos cierto que también lo tienen sus autores: mientras el socialista Geiger tuvo que refugiarse en el exilio en Dinamarca y Suecia (1934), el «interesante Ortega» tenía, en la Europa prefacista e inicialmente fascista, «una participación esencialmente mayor en la disolución de la imagen socialistademocrática del mundo entre nosotros, de
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(Gottfried Benn, «Die Dichtung braucht inneren Spielraum», 1934, recogido en: Gesammelte Werke, ed. por D. Wellershoff, Limes Verlag, Wiesbaden, 1.1, 1959, p. 259). Pero en los años en los que el penetrante Gottfried Benn registraba la influencia antidemocrática de Ortega en Alemania éste, «que despreciaba
lo que hoy se ve»
fanáti fanáticam camen ente te la dem democ ocrac racia, ia, y que que veía veía la la grand grandeza eza de Espa España ña en en la extensión del poder español más allá de la península»,
iba a ser,
«a causa de su oposición a la dictadura no imperialista de Primo de Rivera»... «un héroe de la República, uno de sus filósofos oficiales» (H. R. Southworth, Antifalange. Estudio crítico de «Falange
en la guerra de España» de M. García Venero. Ruedo Ibérico, París, 1967, p. 69). En esos tiempos, Ortega ya era un monumento de la Nación española. española. Desilusionado de la política o, más seguramente, de que los políticos de la República no lo comprendieran (lo cual fue cierto a juzgar por lo que que dice el citado citado Southwo Southworth) rth) y por por lo tanto no vieran vieran en él al castellano arquetípico, a la encarnación de la sabiduría política española («y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo sólo cabez cabezas as cas caste tella llana nass tienen tienen órgan órganos os ade adecu cuad ados os par para a perci percibir bir el el gran gran prob proble lem ma de la Espa España ña inte integ gral» ral»,, España invertebrada, en Obras
completas, t. II, ed. Revista de Occidente, 1955, p. 61); desilusionado, pues, de que la segunda República no había resultado romana y él, consiguientemente, no había sido nombrado uno de los Cónsules que — con con poder y símbolos regios — sustituían al rey en la República romana, Ortega castigó a la segunda República con una
Tiempo Heidegger no da ninguna definición de la vida, sino que, como lo dice muy expresamente en la primera página de su obra, se trata de preguntar de nuevo — no de definir, que es un vicio escolástico y catequístico — por lo que significa la palabra «siendo» («seiend» en alemán), por lo que «es». Y para renovar la pregunta, parte del dato más elemental, anterior a la «realidad radical» de la vida, esto es, el de «ser-en-el-mundo». Ortega confunde «vida» con «ser-en-el-mundo», a la cual agrega otras confusiones derivadas de la primera. Pero lo más «divertido» no son estas equivocaciones, que en los años 30 no eran controlables fácilmente en los países de lengua española. Más «divertida» aún es la afirmación de Ortega: «no podría decir... cuál es la proximidad entre la filoso-
ENLO70A OS de DON JOSE ORTEGA Y GASET
fía de Heidegger y la que ha inspirado siempre mis escritos, entre otras cosas, porque la obra de Heidegger no está aún concluida, ni, por otra parte, mis pensamientos adecuadamente desarrollados en forma impresa» (O. C. ed. Rev. de Occidente, t. IV, 1955, p. 403).
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En los años 70de D. J oséOrtega, trabajo de Dionisio Ridruejo que le valió el premio Mariano de Cavia 1954. Jurado: Serrano Súñer, Azorín, González Ruano, Fernández de la Mora y Cela
férula muy peculiar: al mismo tiempo que le daba el golpe eficaz con sus artículos recogidos en La rectificación de la República, se refugiaba en la filosofía y convertía la férula en una vara mágica que habría de regalar a los países de lengua española lo que estos se habían esforzado secular y vanamente en producir: un «sistema» de filosofía, elaborado por un íbero, que no solamente es un sistema en serio, sino que supera a todos los sistemas de la tradición filosófica occidental; un «sistema», que por su alcance, pone a España «a la altura de las circunstancias», más aún, que devuelve a España su viejo poder mundial, al menos en el campo de la filosofía, y canaliza las corrientes del pensamiento occidental hacia el acueducto construido por Ortega. Ortega produjo el «sistema» — que es antisistemático — que no solamente corregía todos los errores cometidos hasta su llegada por la filosofía occidental, sino que se adelantaba, como en una carrera de caballos, por media o una cabeza, a los hallazgos de quienes eran producto de esa tradición llena de errores, como Heidegger, por ejem plo. No hay nada más «divertido» — para usar una palabra frecuente en su apologético discípulo, Julián Marías — que leer la famosa nota a pie de página en Pidiendo un Goethe desde dentro en la que Ortega subraya que no le debe nada a Heidegger y que no hay apenas uno o dos conceptos en Heidegger que no hayan sido formulados en sus escritos, con una prioridad de 13 años. Resulta divertido leer esta nota porque se trata de una comedia de equívocos. Ortega dice en esa nota que en Ser y Tiempo, Heidegger llega a una definición de la vida que es muy próxima a la suya. El caso es que en Ser y 70 QUIMERA
Lo que significa que el mundo científico debe esperar a que Ortega desarrolle «adecuadamente» sus pensamientos «en forma impresa» para comprobar si lo que dice Ortega en ese ligero apercu merece tenerse en cuenta para la discusión filosófica o no. Parece que no, pues ni siquiera en 1952 Ortega había dado a sus pensamientos la adecuada «forma impresa», a juzgar por la revelación de su discí pulo Julián Marías quien al dar las razones por las cuales no tenía el propósito de exponer en una breve lección la metafísica de Ortega agregaba la «sencilla razón» de que no se puede exponer ni «siquiera en líneas generales», porque «las obras sistemáticas que la contienen no han sido publicadas todavía» (J. Marías, El existencialismo en España, Ed. «Universidad Nacional de Colombia», Bogotá, 1953, p. 52). Con todo, esta metafísica realmente inédita — en los papeles póstumos tampoco se han encontrado esos libros sistemáticos — constituyó «en una de sus dimensiones... una superación del realismo y del idealismo»
(Marías, op. cit. p. 51). La cabeza castellana — que tan plásticamente ilustra la iconografía de Ortega y Gasset — no solamente era la única que tenía «órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral», sino que mostraba un nuevo y especialísimo órgano: el que puede producir un definitivo sistema filosófico o una revolucionaria metafísica, superadores de los grandes problemas y tendencias filosóficos de la tradición occidental, y cuya fundamentación y exposi-
A la intimidación se agrega otro aspecto
del «estilo» orteguiano: el hábito de proclamar que siempre se ha adelantado en algo o anticipado a alguien
ción prescinde de la una y de la otra: basta con que bulla en la castellana cabeza de Ortega, y lo demás «se os dará por añadidura». Con todo, los filósofos europeos de los años 20, 30, 40,50, 60 y 70, incurables reaccionarios o racionalistas, con algunas caprichosas excepciones, porque tenían el pésimo hábito de tener en cuenta «pen-
samientos adecuadamente desarrollados en forma impresa» y no gigantescos sistemas o metafísicas recluidos en una cabeza — por castellana que sea, una simple cabeza — y, además, inéditos, no com prendieron la radical innovación de Ortega: no lo tuvieron en cuenta. El máximo filósofo del ex-Imperio español o, como la revista humorística «La Codorniz» lo llamó en 1952, cuando Ortega celebraba en la Alemania de la restauración dudosos triunfos, «Primer filósofo de España y Quinto de Alemania» — aludiendo paródicamente a Carlos V — ; éste máximo filósofo de España es el máximo ausente de la discusión filosófica europea, en la que no ocu pa ni siquiera el quinto lugar que le asignó la revista humorística. Ninguna de sus «teorías» ha dejado eco, ni positivo ni negativo, en la «forma impresa» que dieron a sus pensamientos Husserl, Heidegger, Wittgenstein, Ayer, Ryle, Merleau-Ponty, Sartre, Habermas, Popper, Quine, Gadamer y la excepción de Adorno, quien sólo lo menciona una vez como ejemplo de «avinagradas opiniones» (Prismen, ed. Suhrkamp, Frankfurt/M., 1955, p. 37). Y es apenas natural que así ocurra. No solamente porque los filósofos y demás científicos en general están habituados a discutir, criticar, aprobar opiniones expuestas en libros o, para decirlo con el eufemismo cuidadoso de Ortega, en «forma impresa», sino tam bién porque los que derramó en sus abundantes páginas estaban brillante, pero no adecuadamente desarrollados. En El tema de nuestro tiempo, por ejemplo, hace la crítica al racionalismo y asegura que «el racionalismo es antihistórico». Y para probarlo hace una breve «interpretación» de la Meditación cuarta de Descartes. Le hubiera bastado con detenerse en la primera Meditación para comprobar que a Descartes no le interesa la historia, ni tenía que interesarle, como lo dice expresamente, porque el objeto de sus meditaciones era la indudable certidumbre del conocimiento, y para eso tenía que concentrarse ((adecuadamente» en el sujeto. Pero deducir de este hecho, esto es, que a Descartes no le interesa la historia, que «el racionalismo es antihistórico» (O. C. ed. cit. III, p. 159) equivale a convertir una evidencia en una exageración. Y exageraciones de este tipo — tan corrientes en Ortega — son sin duda brillantes, pero no adecuadas ni al texto cartesiano, ni a su situación y condicionamiento histórico y filosófico-histórico ni al racionalismo. Porque aparte de la significativa distracción que le permite a Ortega descu brir a su atónito lector lo que Descartes mismo ha dicho expresa mente, el reproche que el Pensador de El Escorial le hace al racionalismo a propósito de una rá pida lectura de Descartes e quivale a pedir que Descartes se anticipe a la evolución de la filosofía que él puso e n marc ha y piense c omo V oltaire, al me nos, o como Hegel. El antihistórico aquí no es el racionalismo, sino Ortega. De ser consecuente con el método implícito en este brillante aperçu, debería reprocharse a Ortega que no fuese estructuralista o, para decirlo a lo Ortega, que la «razón vital» es «antiestructuralista». Pero ese método es estéril o sólo muestra su provecho cuando se lo aplica unilateralmente, es decir, no para poner en tela de juicio al Maestro de las Españas, sino para glorificarlo. Así, para seguir con el hipotético ejemplo, no cabría reprochar a Ortega que no fuese estructuralista, sino al estructuralismo que no fue «raciovitalista»; y ésto porque e l estructuralismo y todas las corrientes modernas del pensamiento no caben en el e squema curiosamente determinista de la
historia de la filosofía del discípulo de Ortega Julián Marías, para quien toda la tradición del pensamiento filosófico occidental parece tener solamente el sentido de que de su seno surgió, para superarla, y para dictarle su definitivo camino, el portentoso creador del sistema inédito de la «razón vital». Si Ortega no contribuyó con nada digno de mención a la socio
Ortega poseía una intuición penetrante y abarcadora que le dispensaba de la lectura detallada de las obras que refutaba, interpretaba, citaba y recomendaba
logia y a la filosofía europeas, a sus discípulos hispanos les queda el consuelo de que acuñó un «estilo de trabajo» inconfudible, c uyos más celebrados representantes son hoy Octavio Paz y Jesús Aguirre y Ortiz de Zarate, duque de Alba (símbolos, a su vez, del arco precolombino y de lira civilizadora y de los espacios del pasado Im perio, reunificado ahora en el espíritu de José Ortega y Gasset — los geógrafos y la Montaña disculpen el tácito traslado de Santander a Galicia y la transformación de una gaita en una lira: son desplazamientos y transformaciones simplemente orteguianas, dignas, pues, de la emocionante comprobación.) Cierto es que los dos no representan todo el «estilo de trabajo» de Ortega, aunque sí los
Heidegger
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de mi «maestro Cohen» y de «mi gran amigo Scheler», intimidaba majestuosamente a los que no tenían acceso a esas alturas. Pero Ortega no fue discípulo de Cohen en el sentido que tiene esta palabra en la universidad alemana. Y su gran amistad con Scheler se redujo a demasiado poco, a una mención que hizo Scheler de Ortega en
Lo que Ortega construyó fue un castillo de naipes que el viento de l os tiempos ha destruido silenciosamente. De él no ha sobrevivido ninguna teoría, ningún diagnóstico, ni siquiera su prosa primorosa y brillante
Ortega
aspectos «protuberantes» — para decirlo con una palabra preferida de Ortega — y con un determinado acento. Lo mismo que Ortega, ninguno de los dos trata de un tema, sino que el tema les sirve de pretexto para destacar su YO-EL-SUPREM O: si se trata de Goethe, el lector de sus textos magistrales presenciará el espectáculo del crecimiento del Yo hasta el punto de que Goethe desaparece de la escena y sólo adquiere importancia porque el YO-EL-SUPREMO graciosamente lo menciona. Lo mismo le ha ocurrido a Quevedo en manos del arquero, aunque éste — sea dicho en honor de los acentos personales — es más sustancial que el ex-sacerdote de la Montaña. Pero tanto en Ortega como en sus dos hijos putativos, las sofocantes exaltaciones del Yo tienen un gesto simuladamente majestuoso. Es el gesto que hace creer a los pobres mortales y al inocente populacho culto de las Españas que estas llanuras yermas de la cultura europea son cimas. Si se tiene en cuenta que el método que han utilizado estas llanuras yermas para aparecer como cimas es sólo posi ble gracias a un complicado complejo de inferioridad frente a Europa, que data desde el siglo XVIII — in illo tempore era una moda que también dominaba, y en mayor medida, las cortes alemanas — entonces es preciso concluir que estos gesticuladores resultan a la postre unos cuasi estafadores. Este es un delito que no castiga ningún código en la República de las letras. Cuando esta República es seria, hay controles que impiden semejantes desafueros de rastacuerismo. Pero una República de las letras no puede ser seria cuando su Constitución se funda en el premio de la simulación. El apelativo de «estafador» es sin duda alguno duro, pero es inevitable para designar algunos procedimientos del «estilo de trabajo» de Ortega y de su casta. Uno de ellos es el de la i ntimidación. Cuando Ortega hablaba 72 QUIMERA
el prólogo a la tercera edición de El formalismo en la ética (en la ed. de las Obras Completas de Scheler: t. II, ed. Francke, Berna, 1954, p. 24) y en donde dice que Ortega siguió algunas partes del Formalismo. «No hay información disponible hasta ahora sobre la extensión de esta amistad, sino el reconocimiento del 'seguimiento' de Ortega el el prólogo de 1926 a su Formalismo en la ética», comenta el minucioso e ingenuo historiador de la fenomenología, Herbert Spiegelberg, sobre esta «gran amistad» (en The Phenomenological Movement, ed. M. Nijhoff, La Haya, 1960, t. II, p. 614). Habría que esperar a que un Paulino Garagorri, por ejemplo, editara la correspondencia de esa gran amistad, en beneficio de Ortega. Porque en la reciente biografía de Scheler, de Wilhem Mader (Rowohlt, Hamburgo, 1980) no aparece en ninguna parte el nom bre de Ortega. Y si Scheler fue su «gran amigo», algunos testimonios deben encontrarse en los archivos de Scheler. Posiblemente, Spiegelberg y Mader los pasaron por alto. A falta de testimonios de esa gran amistad, los orteguianos de las Españas pueden consolarse con un chiste que circuló en las universidades alemanas, según el cual Ortega era como un limón que cuando se lo exprimía, lo que quedaba en la mano era Scheler. Este tipo de efusiones — «mi maestro Cohén», «mi gran amigo Scheler» — sin fundamento real hizo escuela: el reciente duque de Alba, Jesús Aguirre y Ortiz de Zarate cuida de hacer saber que fue discípulo de Adorno, no tanto de demostrarlo — como es costumbre entre los discípulos de todo filósofo universitario — con sus publicaciones científicas. Como Adorno, además, nunca enseñó teología católica, el curioso trastueque s ólo certifica que el mundialmente conocido especialista en Walter Ben jamín ha sido, ante todo, un aprovec hado imita dor de la simula ción majestuosa de Ortega. A estas formas de intimidación — que pueden proceder del uso católico de las reliquias y escapularios — se agrega otro aspecto del «estilo de trabajo» orteguiano: el hábito de proclamar que siempre se ha adelantado en algo o anticipado a alguien. El ejemplo que de tal hábito dio Ortega al asegurar que se había anticipado a Heidegger cundió como una nueva redentora. Súbitamente, la literatura española contaba con más precursores clarividentes de Heidegger que los dos antecedentes inmediatos que se comprobaron en él (Brentano y Husserl): desde Sem Tob, pasando por Quevedo hasta llegar a Antonio Machado y Ortega mismo. Pero el nuevo método
no se redujo a eso. La historia de la literatura en general se convirtió en una especie de hipódromo peculiar, en el que alguien en el pasado se había anticipado a otro alguien en otro pasado inmediato o en el presente: El sombrero de tres picos de Pedro Antonio de Alarcón, por ejemplo, fue precursor de los «esperpentos» de ValleInclán (Julián Marías, art. «Alarcón, PA. de», en Diccionario de literatura española, Rev. de Occidente, Madrid, 1972). Y, para citar otro ejemplo, según F. Pérez Gutiérrez, el «catolicismo liberal» de la llamada Generación del 68, se «anticipó a su circunstancia histórica», y al ver «las cosas con unos ojos en los que nos parece reconocer la propia mirada» (F. Pérez Gutiérrez, El problema religioso en la Generación de 1868, Taurus, Madrid, 1975, p. 15 y 28), cabe deducir, se anticipó al II Concilio Vaticano. No ha de soprender que Octavio Paz, quien domina el arte orteguiano de variar asordinadamente lo que otros dicen, haya variado este procedimiento de la anticipación, y en las numerosas entrevistas que concedió a varios semanarios, revistas, diarios en el pasado verano (consúltese, para conocer el texto único de esa variedad, a su lazarillo y maestro intelectual de ceremonias, Dra. Michi, michi, michi Strausfeld, Barcelona) haya afirmado que no tuvo necesidad de leer a Sartre, porque «antes» había leído a Heidegger. Habrá que creerlo, pese a la cronología de las traducciones de Heidegger y Sartre al castellano, al francés y al inglés (idiomas en los que Paz suele leer textos alemanes), que contradicen la afirmación del arquero mexicano. Lo importante, empero, es haberse anticipado a alguien o a algo, y para eso cualquier medio es legítimo. Tan curiosos procedimientos del trabajo intelectual son el producto de la «antihistoricidad» y de la burbujeante brillantez de Ortega. La primera resulta de la segunda. Su magnífica cabeza castellana producía chispas cuando los ojos se fijaban en el título, en el índice o en algunos capítulos de un libro. Poseía una intuición penetrante y abarcadura que le dispensaba de la lectura detallada de las obras que refutaba, interpretaba, citaba y recomendaba. Su cerebro respondía, como un computador moderno, al conjuro de un título o de algunas páginas de un libro con una interpretación sumaria — un «escorzo», para decirlo en lenguaje orteguiano — que siempre descubría temas que no se habían tratado hasta entonces y que él prometía dilucidar definitivamente en un libro que anun-
tulo sobre «tres situaciones de la filosofía respecto a la ciencia», al hablar de la autonomía de la filosofía frente a las ciencias y de que aquélla «procurará diferenciarse ¡o más posible de la forma que caracteriza a las ciencias», cita a Husserl en una nota a pie de página: «Todavía en 1911, Husserl estaba empeñado en que la filosofía fuese strenge Wissenschaft (Véase su famoso artículo en Logos, titulado Die Philosophie ais strenge Wissenschaft)». Aparte de que es una simple pedantería y uno de los muchos ejemplos de simulación ma jestuosa el no traducir las palabras Strenge Wissenschaft — que son del todo traducibles — el indirecto reproche de inactualidad que le hace («todavía en 1911») se funda en un desconocimiento del «famoso artículo» que cita. Pues lo que dice justamente en este artículo Husserl, entre otras cosas, es que el rigor de la filosofía como ciencia no debe ser, ni puede ser el de las ciencias naturales. Más aún, Husserl delimita más detalladamente que Ortega la autonomía de la filosofía como ciencia rigurosa frente a las ciencias naturales. La cita de Ortega muestra que la poderosa intuición le hizo una broma: citó a Husserl como ejemplo de lo que él rechaza, y no alcanzó a percibir que Husserl rechazaba lo mismo que él, sólo que con más detalle y más sistemática fundamentación. (El lector interesado puede acudir al «famoso artículo» en la ed. reciente: Philosophie ais strenge Wissenschaft — el original en la rev. Logos no tenía el artículo «Die» — ed. por Wilhelm Szilasi, ed. Klostermann, Frankfurt/M, 1965, esp. p. 7-48). En la misma página de este definitivo libro póstumo de scholar (aunque un scholar es al menos exacto en las citas) se encuentra una cita de La filosofía en la época trágica de los griegos de Nietzsche (en la ed. de bolsillo de la obra de las ed. Revista de Occidente y Alianza Editorial, Madrid, 1979, p. 35) que dice: «Nietzsche escribió un magnífico ensayo sobre La Filosofía en la época trágica de los griegos, pero el título mismo revela que no vio la cuestión. Esos presocráticos preforman, sin duda, la filosofía; pero no lo son aún. Eran, en efecto, de la 'época trági-
Franco arrastró a su sepulcro la miseria de Ortega; los dos manejaron con igual destreza el mismo arte: el Generalísimo simuló pomposamente el Imperio, Ortega simuló majestuosamente la ciencia ciaba para muy pronto. Su cerebro portentoso abarcaba de una vez tanto material, que se le escapaban los detalles como el contexto del libro — de ahí su «antihistoricidad» — y a veces hasta el contenido. En su libro póstumo, considerado generalmente como una obra de scholar, La idea de principio en Leibniz, por ejemplo, en el capí-
Retrato obra de Zuloaga
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ca' y por eso son ellos mismos, casi sensu stricto, autores de tragedias. Pero la filosofía es justamente lo que sigue a la actitud trágica, la cual consiste en que la tragedia se acepta y se queda uno en ella, esto es, ante ella. La filosofía vive hasta su raíz la tragedia, pero no la acepta, sino que lucha por ella para dominarla. Y esta lucha antitrágica es la nueva tragedia, la filosófica. Sobre la relación entre las dos épocas espero escribir pronto algo.» La nota es, como muchas cosas profundísimas de Ortega, una cantinflada in voluntaria. Afortunadamente para su feligresía hispana, el gran Maestro no cumplió la promesa de escribir «pronto algo» sobre «la relación entre las dos épocas». Inevitablemente hubiera utilizado el «método de las generaciones», aparte de que Ortega nunca demostró que además de filósofo, sociólogo, socialista, liberal, precursor de la falange, republicano y monárquico cesariano, era un helenista de fama. La nota sobre la obra citada de Nietzsche es un ejemplo de esa poderosa intuición que le permite quedarse en el título y discurrir sobre él, no sobre el contenido de un libro. Pues aparte que el «ensayo» es el fragmento de un libro, y de que no se refiere a la filosofía en cuanto sistema, sino a las personalidades de los filósofos «preplatónicos» (que Nietzsche distingue sutilmente de la denominación «presocráticos»), lo que dice Nietzsche en ese libro es justamente lo que Ortega asegura, con aire de maestro de escuela, que Nietzsche no vio bien. Ya en el prólogo subraya Nietzsche que va a «resaltar de cada sistema el punto que es un pedazo de personalidad» y en el acápite 2 afirma que «con Platón comienza algo nuevo» y que en su «teoría de las ideas se juntan elementos socráAüo V N.º XLIII
Revista de Occidente Dirección José Ortega y Gasset
ticos, pitagóricos y heracliteanos». Y en el acápite 1 dice justamente, si bien de manera más matizada y precisa que Ortega, que en la época de los trágicos «el filósofo viene como un noble admonitor para los mismos fines para los que en ese siglo nació la tragedia» (Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen, en Werke, ed. Schlechta, t. III, edit. Hansar, München, 1956; cit. del prólogo, p. 351; ciat del acápite 2, p. 358; ciat del acápite 1, p. 357). Los ejemplos pueden multiplicarse hasta la infinita irritación. ¿Contaba Ortega y Gasset, quizá, con que fuera de él nadie manejaba estos textos, ni tenía acceso a ellos por la barrera del lenguaje? ¿O leía Ortega los libros de la manera que, según Carlos Barral, leen los latinoamericanos, es decir, de oídas? 74 QUIMERA
La nota sobre Heidegger en Pidiendo un Goethe desde dentro demuestra que Ortega conocía muy deficientemente la lengua alemana (los ejemplos que lo prueban son numerosos, pero bastará con citar la carta a Spengler en la que le comunica la intención de traducir al español La decadencia de Occidente; en Spengler, Briefwechsel, ed. por A.M. Kotanek, München, 1962). Pero ese conocimiento le bastaba, porque era o aparentaba ser superior al que de la lengua y literatura alemanas tenía la gran mayoría de los intelectuales del mundo de lengua española. Le bastaba para épater le bour geois de su tiempo y de otros tiempos posteriores en la vasta inmensidad de las Españas. Pero Ortega no lo hizo para escandalizar y provocar, sino para dominar, para aprovechar en su beneficio el hecho expresado en el refrán de que «en casa de ciegos, el tuerto es el rey». A los viajeros latinoamericanos que buscaban en el París de finales del siglo pasado el instrumento para seguir siendo reyes en una casa de ciegos, que como en España, ya comenzaban a tener muy abiertos los ojos (es lo que más le molestó a Ortega), se los llamó rastaquouére, esto es, «extranjero que lleva gran tren de vida y a quien no se le conocen los medios de existencia». Ortega fue un «rastacuero» en el sentido, algo diferente, de que exhibió un gran aparato erudito y supo hacer creer que ese era el medio de su existencia intelectual. En realidad, quienes se han ocupado con la obra del Magister Hispaniae han hecho lo contrario de lo que observó Alfred von Martin («Ortega — un autor que ciertamente no se debe tomar en serio...» en: Ordnung und Freiheit, Frankfurt/M. 1956, p. 128): lo tomaron en serio y cre yeron que todas sus brillantes ocurrencias tenían el fundamento que él simulaba. Ortega, el gran aristócrata, simulaba para mandar. Y, a diferencia de sus discípulos involuntarios a lo Neoduque de Alba, dominaba ese arte hasta el punto de que España y sus ex-colonias (no todas las Repúblicas y sus ciudadanos) parecen seguir creyendo que Ortega es efectivamente un sociólogo y un filósofo de altura y rango europeos. Los filósofos y sociólogos europeos no se han dado cuenta de ello. No se negará, ni se puede desconocer el hecho de que Ortega dominó más de medio siglo de cultura de lengua española y que gracias a su obra como editor y suscitador de traducciones de obras modernas de la filosofía alemana, contribuyó esencialmente a que los hispanos no continuaran su terco proceso de embrutecimiento entregados a los tomismos domésticos. No fue el único que en el mundo de lengua española intentó la renovación y el aggiornamento. Sólo que esa renovación fue impaciente e improvisada y trajo como consecuencia la desviación de los impulsos que Ortega quiso despertar. Con la novedad, introdujo lo que sofoca la posibilidad de asimilar y acrecentar la novedad; introdujo la simulación de ciencia, el truco bibliográfico (que Carlos Bousoño, por ejemplo, ha llevado a un alto grado de perfección: la cita en alemán de un libro que se encuentra en traducción española), el arte peculiar de la «inlectura», sic veniat verbum, la justificación «importantista» del bal buceo, la adquisición de fama científica mediante el chulesco ade mán de estrecha amistad con los grandes, en otras palabras: una especie de onanismo (cuyo sentido observó Antonio Machado cuando dijo «que en España», la relación sexual, si existe, es «marcadamente onanista») que Ortega encubrió con gesto majestuoso. El Don Juan filosófico en potencia que fue Ortega, nunca se atrevió al acto don-
juanesco. Recomendaba, pero no hacía lo que recomendaba. Ha blaba innecesariamente de «rigor» y de «rigoroso» (hispanización innecesaria y pedantesca del alemán «rigorosa), y para serlo, se bastaba con decirlo. Los vicios que Ortega consagró, pesaron infinitamente más que las suscitaciones que lo hicieron famoso. No solamente el Neoduque y Paz son «protuberantes» ejemplos de esos vicios de simulación. Lo son en igual medida, aunque de manera menos vulgar que el autoputativo discípulo de Adorno, los clientes de las fugaces modas, que ejercen la ciencia principalmente para épater, como el jusfilósofo que, sin conocer matemática suficientemente la aplica para descifrar en una página y media la esencia de la letra de cambio; o el devoto de la filosofía analítica inglesa que la profesa para participar del brillo que irradia y para cumplir con el rito del iniciado; o el que adorna sus pocas líneas con una bibliografía babélica que ha conocido por el procedimiento orteguiano de la «inlectura»; o el que se proclama, sin demostrarlo con sus publicaciones, el mejor conocedor de ésto, de aquéllo o de fulano y zutano, etc., etc. Lo que Ortega construyó fue un castillo de naipes que el viento de los tiempos ha destruido silenciosamente. Ortega, que gustaba de profetizar, no percibió que la «rebelión de las masas» era un síntoma de una larga y compleja democratización de la sociedad occidental, que traería como consecuencia el acceso de estratos no privilegiados a las fuentes «exclusivas» que él afamaba. Ya en los años 50, cuando Ortega era el filósofo ornamental de la Restauración adenaueriana en Alemania, habían palidecido muchos de los nombres de filósofos con los que él se adornó, y el estudio en Alemania o en otros países, reservado hasta hacía poco a los privilegiados, era accesible a círculos más amplios; círculos que comprobaron el palidecer de las intimidantes fuentes de Ortega y que consiguientemente estaban en capacidad de juzgar el prestigio de la «Revista de Occidente». Fue grande y entonces merecido, pero ya había pasado y mostraba, aún, defectos fundamentales, que se pondrían más tarde en evidencia: Ortega dio a conocer autores fundamentales de una determinada dirección, pero nunca dio a conocer autores fundamentales que enseñaban los instrumentos elementales del trabajo científico. También en este aspecto fue lo que de él dijo Ernst Robert Curtius en el ensayo que lo consagró en Alemania: «estimulante y provisional». Tampoco queda de él su famoso — sólo en los países de lengua española — «sistema» o «metafísica» de la razón vital. No solamente porque nunca llegó a darle «forma impresa», sino sobre todo porque lo que anunciaba haber descubierto (que «la vida es quehacer»), ya lo habían esbozado Nietzsche, y, recogiendo suscitaciones de Nietzsche, Arnold Gehlen, de manera más detallada y amplia que Ortega, por no citar la Vita activa (1960) de Hannah Arendt. También su teoría sociológica se ha esfumado. En El hombre y la gente «descubrió» fenómenos sociales (como el saludo), pero su ingenioso apercu no logró el desarrollo que el tema del saludo ha dado hoy la etnometodología, dentro de un marco sistemático y amplio. Aparte de su intento de dar una «definición» de la sociedad y para eso «mezclar» — pues no hizo otra cosa — a Max Weber y Heidegger llegó demasiado tarde: ya desde 1932, Alfred Schütz había fundamentado esa síntesis, incluyendo no sólo a Heidegger sino a la Fenomenología, en su libro La construcción sentidante del
mundo social («sentidante» quiere traducir «sinnhaft»: con sentido), que sus discípulos y seguidores T. Luckmann y P. Berger han desarrollado considerablemente. De su teoría política sólo queda la comprobación de que ya en sus primeros discursos y cuando se creía socialista y liberal, Ortega vislumbraba un Estado corporativo con algunos rasgos que recuerdan al Dr. Francia y al nacionalsocialismo (la sindicación forzosa de todos los españoles, ver: Discursos políticos, ed. de P. Garagorri, Alianza Editorial, Madrid, 1976, pp. 223; además: Estado fuerte y debilitamiento del parlamento, p. 159; Partido único, p. 206 y ss., por sólo citar algunos ejemplos), que cuajan luego en la Falange.
*s5i2i En la estancia de Enrique Lar reta, Buenos Aires 1940
De Ortega no ha sobrevivido ninguna teoría, ninguna profecía, ningún diagnóstico, ningún análisis, y ni siquiera su prosa primorosa y brillante. La herencia que ha dejado y permanece es su arte de la simulación, majestuosa en él; caricaturescamente pobre en su prole, de la que es símbolo extremo el Neoduque, y de mediana arrogancia en el enciclopédico Octavio Paz, por sólo citar los ejemplos más ilustres. Fue un juego de luces, que hoy forma parte de las ilusiones patrioteras con las que España alimenta su conciencia «euro pea». Toda su obra está íntimamente ligada al fracaso de la Repú blica y al advenimiento de Franco, pero esto también lo supo disimular con el gesto olímpico de un liberalismo aparente que ya en su tiempo pertenecía al pasado. Como el indio que lleva a su tumba toda clase de utensilios y alimentos, Franco arrastró a su sepulcro la miseria de Ortega, no por ser de la misma generación, sino porque los dos manejaron con igual destreza el mismo arte: el Generalísimo simuló pomposamente el Imperio, Ortega simuló majestuosamente la ciencia. Los dos ejercieron el arte de la destrucción y de la cursilería histórica. Es realmente cierto: «y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España inte gral». ¿Sin la majestuosa cabeza castellana de Ortega hubiera sido
posible un gobernante diferente del Emperador Franco? La respuesta la da el «sistema de la razón vital». José Ortega y Gasset, el gran filósofo, el gran europeo, el gran celtíbero, el gran sociólogo, el gran prosista, el gran maestro, el gran liberal, el arquetipo de lo Grande: ¿en qué consistieron tantas grandezas?
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