ANDREW ROSS SORKIN
MALAS NOTICIAS Los secretos y escándalos de la crisis financiera más dramática de Wall Street
Traducción de Emilio G. Muñiz y Emma Fondevila
) Planeta
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Título original: Too Big to Fail © Andrew Ross Sorkin, 2009 © por la traducción, Emilio G. Muñiz y Emma Fondevila, 2010 © Editorial Planeta, S. A., 2010 Diagonal, 662664, 08034 Barcelona (España) Primera edición: septiembre de 2010 Depósito Legal: M. 33.9592010 ISBN 9788408094531 ISBN 9780670021253, Viking Penguin, member of Penguin Group (USA) Inc., edición original Composición: Zero pre impresión, S. L. Impresión y encuademación: Dédalo Offset, S. L. El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico
índice
Prólogo, por Tim Harford Introducción Lista de personajes y de las empresas que dirigían Prólogo
9 11 13 21
Capítulo 1
31
Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20
58 71 93 112 124 143 158 177 190 220 247 266 311 354 390 422 459 498 537
Epílogo Agradecimientos Fuentes Bibliografía índice alfabético
549 565 571 575 577
A mis padres, Joany Larry, y a mi amada esposa, Pilar
Se nos dijo que el tamaño no era un delito. Pero el tamaño puede, al menos, resultar pernicioso en razón de los medios por los que se logra o debido a los usos a que se aplica. Louis BRANDEIS, El dinero de los demás y de cómo lo utilizan los banqueros
Prólogo por Tim Harford
La crisis financiera fue un asunto complicado. Fue complicado desde el punto de vista institucional. Se hicieron y se perdieron fortunas en los detalles de la regulación bancaria de Basi lea o en los pormenores legales de las obligaciones de deuda colaterales (CDO), o incluso de las CDO al cuadrado o las CDO al cubo. Regu ladores experimentados como Timothy Geithner, a la sazón director del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, descubrieron de pron to que las organizaciones sobre las que tenían poca autoridad —tales como la aseguradora AIG— representaban un riesgo enorme para el sistema bancario del cual eran guardianes. Era complicado desde el punto de vista estadístico. Al inicio de la crisis, en agosto de 2007, el director financiero de Goldman Sachs, David Viniar, comentó: «Estábamos viendo cosas que representaban desviaciones de un veinticinco respecto de los estándares, varios días seguidos.» Lo que quería decir es: «Tuvimos una horrible mala suerte.» Pero semejantes acontecimientos son hasta tal punto insólitos que incluso si cada átomo del universo contuviera su propio mercado financiero, ninguno de ellos habría tenido una mala suerte semejante. Sencillamente, el universo no es lo suficientemente viejo. La verdad es que los modelos matemáticos que usaron los bancos de inversión, creados por gente muy lista, eran muy, pero que muy erróneos. Y eran complicados desde el punto de vista económico. Los economistas siguen discutiendo sobre la importancia relativa de todo, desde la burbuja inmobiliaria hasta la política monetaria de China. Y aunque muchos destacados economistas pusieron de ma nifiesto las dificultades y nos previnieron respecto de los fallos es pecíficos del sistema, fueron pocos, si hubo alguno, los que fueron
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capaces de encajar adecuadamente las piezas del rompecabezas para darse cuenta de que podría llegar a derrumbarse. Así pues, no es extraño que nuestras bibliotecas estén llenas de libros que o bien ahondan en detalles técnicos impenetrables, o que se van al otro extremo y nos cuentan cuentos de hadas sobre ávidos banqueros (no es una explicación demasiado buena: los banqueros son siempre ávidos. Pero no suelen destruir sus propios bancos). Ninguno de los dos enfoques resulta realmente satisfactorio. El gran desafío para los que seguimos intentando comprender la crisis financiera es que no sólo se trata de un asunto tremenda mente técnico, sino que también es una historia de seres humanos, hombres y mujeres con debilidades y virtudes humanas. Algunos fueron deshonestos o insensatos; otros lo hicieron lo mejor que pudieron en circunstancias muy difíciles. Se necesita a un gran periodista para convertir todas estas his torias en el núcleo de una historia sumamente compleja. Andrew Ross Sorkin ha conseguido realizar el milagro perio dístico en su Malas noticias. Su amplia comprensión, los detalles con los que adorna su relato, la fuerza de sus descripciones y de los retratos de sus personajes, y, decididamente, la absoluta rapidez con la que fue capaz de componer el primer borrador de la historia, merecen nuestra admiración. No hay una sola página en la que yo no haya aprendido algo. Es un retrato comprensivo de la toma de decisiones bajo pre sión. Puede que algunos lo encuentren demasiado comprensivo, pero ahora que arrecian los ataques caricaturescos contra los ban queros, es oportuno considerar ambas caras de la historia. Mientras la crisis sigue evolucionando, los economistas y los periodistas seguimos observando, interpretando y tratando de comprender. En Malas noticias, Andrew Ross Sorkin nos ofrece una maravillosa posición de ventaja que nos permite tomarnos un respiro y reflexionar. Tal como lo cuenta él, incluso es posible dis frutar con parte del relato. Puede que sea una maldición vivir en una época interesante, pero da lugar a libros fascinantes. TIM HARFORD, autor de El economista camuflado
Introducción
Este libro es el resultado de más de quinientas horas de entrevistas con más de doscientas personas que participaron directamente en los acontecimientos que rodearon la crisis financiera. Entre ellos, hay altos ejecutivos de Wall Street, miembros de consejos de admi nistración, equipos de dirección, funcionarios del actual y del pasa do Gobierno de Estados Unidos, funcionarios de gobiernos extran jeros, banqueros, abogados, contables, consultores y otros asesores. Muchas de estas personas compartieron pruebas documentales, en tre ellas notas de la época, correos electrónicos, cintas grabadas, presentaciones internas, borradores de documentos, escritos, calen darios, listas de llamadas, hojas de facturación de horas e informes de gastos que sentaron las bases de gran parte de los detalles de este libro. También se pasaron horas tratando de recordar las conversa ciones y los detalles de las diferentes reuniones, muchas de las cua les estaban consideradas como privilegiadas y confidenciales. A la vista de la permanente controversia que rodea muchos de estos acontecimientos —aún estaban en marcha muchas investiga ciones judiciales mientras se escribía este libro, y muchos juicios civiles han sido archivados— la mayoría de las personas entrevista das sólo accedieron a tomar parte a condición de que no se las cita ra como fuentes. Por este motivo, y debido al número de fuentes que se han utilizado para confirmar cada escena, el lector no debe dar por sentado que el individuo cuyo diálogo o sentimiento espe cífico se registra es necesariamente la persona que proporcionó esa información. En muchos casos, el relato procede directamente de la persona, pero también puede provenir de otros testigos oculares presentes en la sala o en el otro extremo de la línea telefónica (a
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menudo gracias al manos libres), o de alguien que haya resumido la conversación inmediatamente después de haberse producido, o, lo más probable, de notas del momento o de otras pruebas escritas. Es mucho lo que ya se ha escrito sobre la crisis financiera, y este libro ha tratado de recoger el extraordinario material registrado por mis estimados colegas del periodismo financiero, cuya obra cito al final de este volumen. Sin embargo, lo que espeto haber proporcionado en estas páginas es el primer relato detallado, minu to a minuto, de una de las épocas más calamitosas de nuestra histo ria. Las personas que inspiraron esta obra creyeron haberse asoma do —y de hecho lo hicieron— al abismo económico. Galileo Galilei dijo: «Todas las verdades son fáciles de enten der una vez que se han descubierto; el asunto es descubrirlas.» Es pero haber descubierto al menos algunas, y que al hacerlo haya conseguido facilitar un poco la comprensión de los acontecimien tos financieros, a menudo desconcertantes, de los últimos años.
Lista de personajes y de las empresas que dirigían
INSTITUCIONES FINANCIERAS American International Group (AIG) Steven J. Bensinger, director de finanzas y vicepresidente ejecutivo Joseph J. Cassano, director, AIG Financial Products de Londres; antiguo director de operaciones David Herzog, controlador Brian T. Schreiber, sénior vicepresidente, strategic planning Martin J. Sullivan, antiguo presidente y consejero delegado Robert B. Willumstad, director ejecutivo; antiguo presidente Bank of America Gregory L. Curl, director de planificación corporativa Kenneth D. Lewis, presidente, director general, y consejero delegado Brian T. Moynihan, presidente de banca corporativa y de inversión global Joe L. Price, director de finanzas Barclays Archibald Cox Jr., presidente de Barclays America Jerry del Missier, presidente de Barclays Capital Robert E. Diamond Jr., presidente de Barclays PLC, consejero delegado de Barclays Capital Michael Klein, asesor independiente John S. Varley, consejero delegado Berkshire Hathaway Warren E. Buffett, presidente y consejero delegado Ajit Jain, presidente de la unidad de reaseguros
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BlackRock Larry Fink, consejero delegado Blackstone Group Peter G. Peterson, cofundador Stephen A. Schwarzman, presidente, consejero delegado y cofun dador John Studzinski, director gerente China Investment Corporation Gao Xiqing, presidente Citigroup Edward Kelly, Ned, director del grupo de banca global para clientes institucionales Vikram S. Pandit, director ejecutivo Stephen R. Volk, vicepresidente Evercore Partners
Roger C. Altman, fundador y presidente Fannie Mae Daniel H. Mudd, presidente y consejero delegado Freddie Mac Richard F. Syron, consejero delegado Goldman Sachs Lloyd C. Blankfein, presidente y consejero delegado Gary D. Cohn, copresidente y codirector operativo Christopher A. Colé, presidente de banca de inversión John F. W. Rogers, secretario del consejo Harvey M. Schwartz, director de la división de ventas globales de valores David Solomon, director gerente y copresidente de banca de inver sión Byron Trott, vicepresidente de banca de inversión
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David A. Viniar, director financiero Jon Winkelried, copresidente y codirector operativo Greenlight Capital David M. Einhorn, presidente y cofundador JC Flowers & Company J. Christopher Flowers, presidente y fundador JP Morgan Chase Steven D. Black, codirector de banca de inversión Douglas J. Braunstein, director, banca de inversión Michael J. Cavanagh, director financiero Stephen M. Cutler, consejero general Jamie Dimon, presidente y consejero delegado Mark Feldman, director gerente John Hogan, director de riesgos James B. Lee Jr., vicepresidente Timothy Main, director de instituciones financieras, banca de in versión William T. Winters, codirector del banco de inversión Barry L. Zubrow, director de riesgos Korea Development Bank (KDB) Min Euoosung, E. S., consejero delegado Lazard Fréres
Gary Parr, vicepresidente Lehman Brothers Steven L. Berkenfeld, director gerente Jasjit S. Bhattal, Jesse, consejero delegado, Lehman Brothers Asia Pacific Erin M. Callan, director financiero Kunho Cho, vicepresidente Gerald A. Donini, director global de capitales privados Scott J. Freidheim, director administrativo
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Richard S. Fuld Jr., consejero delegado Michael Gelband, director global de capital Andrew Gowers, director de comunicaciones corporativas Joseph M. Gregory, presidente y director de operaciones Alex Kirk, director global de inversiones principales Ian T. Lowitt, director financiero y codirector administrativo Herbert H. McDade, Bart, presidente y director de operaciones Hugh E. McGee, Skip, director global de banca de inversión Thomas A. Russo, vicepresidente y director de asuntos legales Mark Shafir, codirector global de fusiones y adquisiciones Paolo Tonucci, tesorero Jeffrey Weiss, director global del grupo de instituciones financieras Bradley Whitman, codirector global de instituciones financieras, fusiones y adquisiciones Larry Wieseneck, codirector de finanzas globales Merrill Lynch John Finnegan, miembro del consejo Gregory J. Fleming, presidente y director de operaciones Peter Kelly, abogado Peter S. Kraus, vicepresidente ejecutivo y miembro del comité di rectivo Thomas K. Montag, vicepresidente y director ejecutivo de ventas y comercio global E. Stanley O'Neal, antiguo presidente y consejero delegado John A. Thain, presidente y consejero delegado Mitsubishi UFJ Financial Group Nobuo Kuroyanagi, presidente y consejero delegado Morgan Stanley Walid A. Chammah, copresidente Kenneth M. deRegt, director de riesgos James P. Gorman, copresidente Colm Kelleher, vicepresidente ejecutivo, director financiero, codi rector de planificación estratégica Robert A. Kindler, vicepresidente, banca de inversión
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Jonathan Kindred, presidente, Morgan Stanley Japan Securities Gary G. Lynch, director de asuntos legales John J. Mack, presidente y consejero delegado Thomas R. Nides, director administrativo y secretario Ruth Porat, directora, grupo de instituciones financieras Robert W. Scully, miembro de la oficina del presidente Daniel A. Simkowitz, vicepresidente, mercados globales de capital Paul J. Taubman, director, banca de inversión Perella Weinberg Socios Gary Barancik, socio Joseph R. Perella, presidente y consejero delegado Peter A. Weinberg, socio Wachovia David M. Carroll, presidente de gestión de capital Jane Sherburne, consejera general Robert K. Steel, presidente y director ejecutivo Wells Fargo Richard Kovacevich, presidente
ABOGADOS Cleary Gottlieb Steen & Hamilton Alan Beller, socio Victor I. Lewkow, socio Cravath, Swaine & Moore Robert D. Joffe, socio Faiza J. Saeed, socio Davis Polk and Wardwell Marshali S. Huebner, socio
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Simspon Thacher & Bartlett Richard I. Beattie, presidente James G. Gamble, socio Sullivan & Cromwell Jay Clayton, socio H. Rodgin Cohén, presidente Michael M. Wiseman, socio Wachtell, Lipton, Rosen & Katz Edward D. Herlihy, socio Weil, Gotshal & Manges Lori R. Fife, socio, finanzas y reestructuración de empresas Harvey R. Miller, socio, finanzas y reestructuración de empresas Thomas A. Roberts, socio corporativo
NUEVA YORK Michael Bloomberg, alcalde Eric R. Dinallo, superintendente del Departamento de Seguros del Estado de Nueva York
R EINO U NIDO Autoridad de los Servicios Financieros Callum McCarthy, presidente Héctor Sants, director ejecutivo Gobierno James Gordon Brown, primer ministro Alistair M. Darling, canciller del Exchequer
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GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS Congreso Hillary Clinton, senadora (DNew York) Christopher J. Dodd, senadora (DConnecticut), presidente del Comité de Banca Barnett Frank, Barney, representante (DMassachusetts), presiden te del Comité de Servicios Financieros Mitch McConnell, senador (RKentucky), líder republicano del Senado Nancy Pelosi, congresista (DCalifornia), presidenta de la Cámara Departamento del Tesoro Michele A. Davis, secretaria adjunta, relaciones públicas, directora de planificación política Kevin I. Fromer, secretario adjunto, asuntos legislativos Robert F. Hoyt, consejero general Dan Jester, asesor del secretario del Tesoro Neel Kashkari, secretario adjunto, asuntos internacionales David H. McCormick, subsecretario, asuntos internacionales David G. Nason, secretario adjunto, instituciones financieras Jeremiah O. Norton, subsecretario adjunto, instituciones políticas financieras Henry M. Paulson Jr., Hank, secretario del Tesoro Anthony W. Ryan, secretario adjunto, mercados financieros Matthew Scogin, asesor principal del subsecretario para finanzas nacionales Steven Shafran, asesor de Henry M. Paulson Robert K. Steel, subsecretario, finanzas nacionales Phillip Swagel, secretario adjunto, política económica James R. Wilkinson, Jim, director de personal Kendrick R. Wilson III, asesor del secretario del Tesoro Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC) Sheila C. Bair, presidenta Reserva Federal Scott G. Álvarez, consejero general
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Ben S. Bernanke, presidente Donald Kohn, vicepresidente Kevin M. Warsh, gobernador Banco de la Reserva Federal de Nueva York Thomas C. Baxter Jr., consejero general Terrence J. Checki, vicepresidente ejecutivo Christine M. Cumming, primera vicepresidenta William C. Dudley, vicepresidente ejecutivo, Grupo de Mercados Timothy F. Geithner, presidente Calvin A. Mitchell III, vicepresidente ejecutivo, comunicaciones William L. Rutledge, primer vicepresidente Comisión de valores y cambio Charles Christopher Cox, presidente Michael A. Macchiaroli, director asociado, División de Comercio y Mercados Erik R. Sirri, director, División de Regulación del Mercado Linda Chatman Thomsen, director, División de Aplicación Nor mativa Casa Blanca Joshua B. Bolten, director de gabinete, Oficina del Presidente George W. Bush, presidente de Estados Unidos de América
Prólogo
De pie, en la cocina de su apartamento de Park Avenue, Jamie Di mon se sirvió una taza de café, esperando que por lo menos le ali viase el dolor de cabeza. Se estaba recuperando de una leve resaca, pero la cabeza le dolía realmente por una razón diferente: sabía de masiado. Eran algo más de las 7.00 de la mañana del sábado 13 de sep tiembre de 2008. Dimon, consejero delegado de JP Morgan Chase, el tercer banco de la nación, había pasado parte de la noche anterior atendiendo una emergencia, una reunión general en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York con una docena de rivales, todos ellos consejeros delegados de Wall Street. Su misión era encontrar un plan para salvar a Lehman Brothers, el cuarto banco de inver sión del país o afrontar el riesgo de los daños colaterales que su caída pudiera traer aparejada a los mercados. Para Dimon aquello planteaba un aterrador dilema al que iba dándole vueltas en su camino de regreso a casa. Ya llegaba con más de dos horas de retraso a una cena que ofrecía su esposa, Judy. Le sentaba mal el retraso porque la cena era para los padres del novio de su hija, a los que iba a conocer precisamente esa noche. —Sinceramente, no suelo retrasarme tanto —confesó, espe rando encontrar algo de comprensión. Tratando de no decir más de lo que debía, dejó caer sin embar go algunos indicios de lo que había pasado en la reunión. —¿Saben? No miento sobre lo seria que es esta situación —les dijo Dimon a sus algo alarmados huéspedes mientras daba vueltas a su martini—. Ya lo leerán mañana en los periódicos. Tal como había prometido, los periódicos de la mañana ha
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cían hincapié en la dramática noticia a la que él había hecho alu sión. Apoyado contra el mostrador de la cocina, Dimon abrió The Wall Street Journal y leyó el titular de su primera página: «Lehman a contrarreloj; la crisis se extiende.»1 Dimon sabía que Lehman Brothers tal vez no sobreviviría al fin de semana. JP Morgan, como potencial prestamista, había examina do sus libros esa misma semana y no había quedado nada impresio nado. También había decidido solicitar cierta garantía subsidiaria a la firma por miedo a un posible desplome. En las veinticuatro ho ras que siguieron, Dimon supo que o rescataban a Lehman o iría a la ruina. Sin embargo, sabiendo lo que sabía, no sólo estaba preocupado por Lehman Brothers. Tenía conocimiento de que Merrill Lynch, otro icono de Wall Street, también tenía problemas, y él acababa de pedir a su personal que se asegurase de que JP Morgan tuviera sufi cientes garantías subsidiarias también de esa firma. Además tenía plena conciencia de que se estaban gestando nuevos peligros en el American International Group (AIG), el gigante mundial de los se guros que hasta el momento había pasado relativamente desaperci bido para el público. Era cliente de su firma, y estaban haciendo todo lo posible por reunir capital adicional para salvarlo. Según sus cálculos, AIG sólo tenía una semana poco más o menos para encon trar una solución, de lo contrario, se vendría abajo. Entre el puñado de organismos importantes que participaban en el diálogo sobre la crisis envolvente —incluido el Gobierno—, Dimon se encontraba en una situación especialmente desusada. Te nía lo que más pueda aproximarse a una información perfecta, en tiempo real. Ese «flujo de transacciones» le permitía identificar los hilos debilitados en la trama del sistema financiero, incluso en las redes de seguridad que otros suponían que salvarían la situación. Dimon empezó a hacer cabalas sobre el peor de los escenarios posibles, y a las 7.30 entró en la biblioteca de su casa y convocó una teleconferencia con dos docenas de miembros de su equipo directivo. 1. Susanne Craig, Deborah Solomon, Carrie Mollenkamp y Matthew Karnitschnig, «Lehman Races Clock; Crisis Spreads», The Wall Street Journal, 13 de septiembre de 2008.
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—Estáis a punto de experimentar la semana más increíble que jamás haya vivido Estados Unidos, y tenemos que prepararnos para lo peor —le dijo Dimon a su personal—. Tenemos que proteger la firma. Esto afecta a nuestra supervivencia. Los suyos lo escuchaban con toda atención, pero nadie sabía con exactitud qué trataba de decirles. Como la mayor parte de la gente de Wall Street —incluido Richard S. Fuld Jr., el director ejecutivo de Lehman, que había disfrutado de uno de los reinados más largos entre sus predeceso res— muchos de los que participaron en la teleconferencia daban por supuesto que el Gobierno intervendría para evitar la catástrofe. Dimon se apresuró a desengañarlos. —Eso no es más que una expresión de buenos deseos. En mi opinión, no hay posibilidad de que Washington vaya a actuar como fiador de un banco de inversiones. No debería hacerlo, además —dijo con decisión—. Quiero que todos sepáis que esto es una cuestión de vida o muerte. Estoy hablando en serio. Y entonces dejó caer la bomba a la que le había estado dando vueltas toda la mañana. Era su definitivo panorama del apocalipsis. —La cuestión es —continuó—, que tenemos que prepararnos ahora mismo para la quiebra de Lehman Brothers —hizo una pau sa—. Y para la de Merrill Lynch —otra pausa—. Y para la de AIG —otra más—. Y para la de Morgan Stanley —y después de una pausa final y más larga aún, añadió—: Y tal vez para la de Goldman Sachs. Se oyó un respingo generalizado al otro lado del teléfono. Tal como Dimon había advertido premonitoriamente en su teleconferencia, los días que siguieron iban a traer consigo un co lapso casi total del sistema financiero que impondría un esfuerzo de rescate sin precedentes en la historia moderna. En un período de menos de dieciocho meses, Wall Street había pasado de celebrar su período más rentable a encontrarse al borde de una devastación épica. Billones de dólares de capital se habían evaporado, y el paisaje financiero estaba totalmente reconfigurado. La calamidad haría tri zas definitivamente algunos de los principios más caros al capitalis mo. Las ideas de que los magos de las finanzas habían hecho surgir una nueva era de beneficios con bajo riesgo, y de que el estilo ame
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ricano de ingeniería financiera era el patrón oro mundial estaban oficialmente muertas. Cuando empezó a desenmarañarse la situación, en Wail Street muchos se vieron enfrentados a un mercado que en nada se parecía a lo que habían visto jamás, un mercado atenazado por un miedo y un desorden que ninguna mano invisible podía dominar. Se vieron obligados a tomar las decisiones más críticas de su carrera, tal vez de toda su vida, en el contexto de un confuso torbellino de rumores y cambios políticos, basados todos en cifras que eran poco más que meras conjeturas. Algunos hicieron sabias elecciones, otros tuvie ron suerte, y otros se lamentarían toda su vida de sus decisiones. En muchos casos, todavía es demasiado pronto para saber si hicieron las elecciones correctas. En 2007, en el punto culminante de la burbuja económica, el sector de los servicios financieros se había convertido en una máqui na de creación de riqueza, llegando a inflarse hasta alcanzar más del 40 por ciento de los beneficios corporativos totales en Estados Uni dos. Los productos financieros —incluida una nueva serie de acti vos financieros tan complejos que había muchos directores genera les y juntas de accionistas que no los entendían— se convirtieron en una fuerza impulsora cada vez mayor de la economía del país. El sector de las hipotecas era un componente especialmente importante de este sistema, proporcionando préstamos que servían como materia prima para las elaboradas creaciones de Wall Street, formando con ellas nuevos paquetes y vendiéndolas por todo el mundo. Con todo el beneficio que se estaba generando, Wall Street estaba acuñando una riqueza de nueva generación que no se había visto desde la década de 1980, alimentada por la deuda. Los que trabajaban en el sector financiero ganaron una apabullante cifra de cincuenta y tres mil millones de dólares en concepto de compensa ción total en 2007. Goldman Sachs, situada en el primer puesto de las cinco empresas de intermediación más importantes al iniciarse la crisis,2 se adjudicó veinte mil millones de ese total, que represen taba más de 661.000 dólares por empleado. Tan sólo el máximo 2. Harper, «Wall Street Bonuses Hit Record», Bloomberg.
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responsable de la empresa, Lloyd Blankfein, se embolsó sesenta y ocho millones.3 Sin embargo, los titanes financieros pensaban que estaban creando algo más que meros beneficios. Confiaban en haber inven tado un nuevo modelo que podía ser exportado con éxito a todo el mundo. «El mundo entero se está pasando al modelo americano de libre empresa y mercados de capital —dijo Sandy Weill, el arquitec to de Citigroup, en el verano de 2007—. No contar con institucio nes financieras que sean realmente la piedra angular para convertir se a un sistema de libre empresa, sería realmente una pena.»4 Pero mientras estaban ocupados tratando de propagar sus va lores financieros y produciendo estas sumas escalofriantes, las gran des compañías de intermediación habían estado impulsando sus apuestas con enormes cantidades de deuda. Las firmas de Wall Street tenían unas relaciones de deudacapital de treinta y dos a uno. Cuando funcionaba, esta estrategia daba resultados espectacu lares, validando los complejos modelos del sector y generando unas ganancias nunca vistas, pero cuando falló, el resultado fue catastró fico. Esta fuerza destructiva de Wall Street, que surgió del colapso de la burbuja de las empresas «punto com» y la caída que sobrevino después del 11S fue en gran parte el producto del dinero barato. La acumulación de ahorros (savings glut) en Asia, combinada con tipos de interés inusualmente bajos impuestos por el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan (cuyo objetivo había sido esti mular el crecimiento tras la recesión de 2001), empezó a inundar el mundo de dinero. El ejemplo culminante de descontrol de la liquidez fue el mer cado de las hipotecas basura. En el punto más álgido de la burbuja 14. Como complemento de su sueldo, Blankfein recibió un bonus de 67,9 millones de dólares en 2007 —«el mayor recibido jamás por un alto ejecu tivo de Wall Street». Christine Harper, «Wall Street Bonuses Hit Record $39 Billion for 2007», Bloomberg, 17 de enero de 2008; Susanne Craig, Kate Kelly, y Deborah Solomon, «Goldman Sets Plan to Escape US Grip», The Wall Street Journal, 14 de abril de 2009. 15. Louis Uchitelle, «The Richest of the Rich, Proud of a New Gilded Age», The New York Times, 15 de julio de 2007.
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inmobiliaria, los bancos se desvivían por conceder hipotecas casi a cualquiera que fuera capaz de firmar en la línea de puntos. Sin do cumentación alguna, un potencial comprador podía entrar dicien do que tenía un salario de seis cifras y salir del banco con una hipo teca de medio millón de dólares y coronarlo al mes siguiente con una línea de crédito de segunda hipoteca. Naturalmente, los pre cios de la vivienda se dispararon y, en los mercados inmobiliarios más candentes, las personas corrientes se convirtieron en especula dores que pedían créditos sin límite para comprar vehículos cuatro por cuatro y lanchas fueraborda. Por entonces, Wall Street estaba totalmente convencida de que sus nuevos productos financieros —hipotecas que habían sido divi didas dos o tres veces, o «titulizadas»— habían diluido, cuando no eliminado, el riesgo. En lugar de atenerse al préstamo propio, los bancos lo dividieron en fracciones que vendieron a los inversores, cobrando en el proceso unos honorarios desmesurados. Sin embar go, dígase lo que se diga del comportamiento de los banqueros du rante el auge inmobiliario, no puede negarse que estas instituciones «probaron de su propia medicina»;5 de hecho, se pusieron ciegos de ella, comprando montañas de activos basados en hipotecas. Pero lo que planteó el mayor riesgo fue la ultrainterconectivi dad de las instituciones financieras del país. Como consecuencia de la propiedad compartimentada de estos innovadores instrumentos financieros, cada banco empezó a depender de los demás, y eso sin que muchos de ellos lo supieran. Si uno caía, los demás lo seguirían como las fichas de un dominó. Por supuesto, no faltaban en ambos sectores las voces agoreras que advertían de que esta ingeniería financiera acabaría mal. Los profesores Nouriel Roubini y Robert J. Shiller se convirtieron en los pregoneros del desastre de esta generación, pero ya a comienzos de 1994 se alzaron otras voces que hicieron predicciones con visión de futuro a las que nadie hizo caso. 5. Según apuntó Emanuel Derman, del fondo de riesgo Prisma Capital Partners: «Estos tipos se comen lo que cocinan; no se lo pasan a los clientes.» Paul Barrett, «What Brought Down Wall Street?», BusinessWeek, 19 de septiembre de 2008.
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El repentino fracaso o la abrupta retirada del negocio de alguno de estos grandes agentes financieros de Estados Unidos podría dar lugar a problemas de liquidez en los mercados y también podría traer aparejados riesgos para los demás, incluidos los bancos con garantía federal y el sistema financiero en su conjunto —dijo Charles A. Bowsher, responsable de la Contraloría General, ante un comité del Congreso cuando se le encargó el estudio de un mercado en evolución conocido como derivados—. En algunos casos, la intervención ha resultado y podría resultar en un rescate financiero pagado o garantizado por los contribuyentes.6 Pero cuando en 2007 empezaron los hundimientos, muchos siguieron sosteniendo que los préstamos basura representaban un riesgo minúsculo para todos salvo para unas cuantas firmas hipote carias. «El impacto sobre los mercados económicos y financieros más amplios de los problemas de los mercados de las hipotecas ba sura parecen susceptibles de ser contenidos»,7 dijo Ben S. Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, en una declaración ante el Co mité Económico Conjunto del Congreso en marzo de 2007. Sin embargo, en agosto de ese mismo año, el mercado de dos billones de dólares de las hipotecas basura había caído, provocando un contagio mundial. Dos fondos de alto riesgo de Bear Stearns que apostaban por este tipo de hipotecas se vinieron abajo, per diendo mil seiscientos millones de dólares del dinero de sus inver sores.8 El BNP Paribas9, el mayor de los bancos cotizantes de Fran cia, suspendió brevemente los reembolsos a sus clientes, aduciendo 16. Charles A. Bowsher, controlador general de Estados Unidos, lo dijo el 18 de mayo de 1994 ante el Comité de Banca, Vivienda y Asuntos Urbanos del Senado. Véase http://www.gao.gov/products/GGD94133 17. «Testimonio del presidente Bernanke ante el Comité Conjunto de Economía», Federal News Service, 28 de marzo de 2007. 18. En julio de 2007, el HighGrade Structured Credit Strategies Fund y el HighGrade Structured Credit Strategies Enhanced Leverage Fund se hundie ron. Kate Kelly, «Barclays Sues Bear Over Failed Funds», The Wall Street Journal, 20 de diciembre de 2007. 19. «BNP Paribas Freezes Funds Amid Subprime Concern», Bloomberg, 10 de agosto de 2007.
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incapacidad para evaluar adecuadamente su cartera de bonos rela cionados con las subprime. Esto era una forma de decir que no po dían encontrar un comprador dispuesto a pagar un precio razo nable. En cierto sentido, Wall Street fue víctima de sus propias crea ciones, ya que la misma complejidad de sus valores financieros res paldados por hipotecas hicieron que casi nadie fuera capaz de po nerles precio en un mercado en decadencia (todavía, a estas alturas, los expertos siguen estrujándose el cerebro para determinar el valor exacto de éstos). Sin un precio, el mercado estaba paralizado, y sin acceso al capital, Wall Street simplemente no podía funcionar. Bear Stearns, la más débil y más apalancada de las cinco gran des, fue la primera en caer. No obstante, todos sabían que ni siquie ra los bancos más fuertes podrían soportar un pánico desatado de los inversores, lo cual significaba que nadie se sentía libre y nadie estaba seguro de cuál sería el siguiente de ellos en caer. Fue esta sensación de absoluta incertidumbre —la sensación que Dimon expresó en su sorprendente lista de posibles víctimas durante su teleconferencia— lo que hizo que la crisis fuera una experiencia de esas que se tienen una sola vez en la vida para los hombres que dirigían estas firmas y para los burócratas que las re gulaban. Hasta ese otoño de 2008, sólo habían experimentado cri sis contenidas. Las firmas y los inversores se atuvieron a sus conver saciones y siguieron adelante. De hecho, las que mantuvieron el equilibrio y apostaron a que las cosas no tardarían en mejorar, fue ron las que en general sacaron los mayores beneficios. Esta crisis crediticia era diferente. Wall Street y Washington tuvieron que im provisar. Volviendo la vista atrás, esta burbuja, como todas, fue un ejem plo de lo que, en su clásico de 1841, Delirios multitudinarios, el es critor escocés Charles Mackay denominó como «engaños populares extraordinarios y la locura de las muchedumbres». En lugar de dar a luz un mundo nuevo y valiente de inversiones sin riesgo, los bancos en realidad crearon un riesgo para todo el sistema financiero. Pero este libro no trata de lo teórico, sino de la gente real, de la realidad que está por detrás de la escena, en Nueva York, en Washington y en el resto del mundo —en los despachos, los hoga
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res y las mentes de las personas que controlaron el destino de la economía— durante los meses críticos que siguieron al lunes 17 de marzo de 2008, cuando JP Morgan accedió a absorber a Bear Stearns y cuando los funcionarios del Gobierno de Estados Unidos llegaron a la conclusión de que era necesario realizar la mayor intervención pública de la historia económica de la nación. Durante la última década he estado cubriendo para The New York Times todo lo relacionado con Wall Street y las transacciones financieras y he tenido la suerte de hacerlo en una época en la que se produjeron innumerables y notables hechos en la economía ame ricana. Sin embargo, jamás he presenciado semejantes cambios en los paradigmas financieros ni una autodestrucción tan espectacular de instituciones de gran fama. Esta época extraordinaria nos ha dejado con un gigantesco rompecabezas, en realidad un misterio, que todavía hay que resol ver para poder aprender de nuestros errores. Este libro es un intento de poner las piezas en su sitio. En esencia, Malas noticiases una crónica del fracaso, un fraca so que puso al mundo de rodillas y planteó interrogantes sobre la naturaleza misma del capitalismo. Es un retrato íntimo de los in dividuos dedicados y a menudo perplejos que procuraron —a me nudo con un gran sacrificio personal, pero también muchas veces con instinto de autoprotección— salvar al mundo y a sí mismos de consecuencias aún más calamitosas. Resultaría tranquilizador decir que todos los personajes descritos en este libro fueron capaces de dejar a un lado sus preocupaciones personales, pequeñas unas, mo numentales otras, y de aunar fuerzas para evitar que sucediera lo peor. En algunos casos, así fue, pero, como veremos, no eran inmu nes a las feroces rivalidades ni a las peleas por el poder que forman parte de las culturas consolidadas de Wall Street y de Washington. Al fin y al cabo, éste es un drama humano, una historia sobre la falibilidad de las personas que se creían demasiado grandes para fracasar.
Capítulo 1
Era una mañana gélida en Greenwich, Connecticut. A las cinco de la madrugada del 17 de marzo de 2008 todavía estaba oscuro, salvo por las luces del Mercedes negro que avanzaba pesadamente por el camino de acceso y cuyos faros iluminaban manchas de nieve de rretida dispersas por el césped de aquella propiedad de algo más de cinco hectáreas.1 El conductor oyó crujir las losas del pavimento cuando Richard S. Fuld Jr. salió de la casa arrastrando los pies y se acomodó en el asiento trasero del coche. El Mercedes giró hacia la derecha en North Street tomando la sinuosa y estrecha Merritt Parkway, hacia Manhattan. Fuld miró por la ventanilla las mansiones envueltas en la niebla, propiedad de ejecutivos de Wall Street y de empresarios que manejaban los fon dos de inversión. La mayor parte de esas casas habían sido adquiri das por cifras de ocho dígitos y renovadas profusamente durante la segunda edad dorada que, sin que tuviera conocimiento ninguno de ellos, y Fuld el que menos, estaba a punto de acabar de forma estrepitosa. Fuld atisbo su propia imagen de agotamiento reflejada en la ventanilla. Las profundas ojeras que tenía debajo de los ojos forma ban una media luna oscura, testimonio de las escasas cuatro horas que había conseguido dormir después de que su avión aterrizara en 1. Su propiedad de Greenwich, con un valor estimado de once millo nes de dólares, tiene una casa con veinte habitaciones, ocho dormitorios, una cancha de tenis, otra de squash y una casa auxiliar. Es una de las cinco que Ri chard Fuld posee. Steve Fishman, «Burning Down His House», New York Maga zine, 8 de diciembre de 2008.
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el aeropuerto de Westchester County al filo de la medianoche. Ha bían sido unas setenta y dos horas infernales. Se suponía que Fuld, director general de Lehman Brothers, la cuarta compañía de Wall Street, y su esposa, Kathy, debían estar todavía en la India,2 agasa jando a sus multitudinarios clientes con enormes fuentes de thali, montones de naan y vino de palma. Hacía meses que habían pla neado el viaje. Para su cuerpo castigado por el desfase horario eran las dos de la tarde. Dos días antes había estado echando una siesta en la parte trasera de su Gulfstream, aparcado en un aeropuerto militar cerca de Nueva Delhi, cuando Kathy lo despertó. Henry M. Paulson, el secretario del Tesoro, lo llamaba al teléfono del avión. Desde su oficina en Washington D. C, a unos diez mil kilómetros de distan cia, Paulson le dijo que Bear Stearns, el gigantesco banco de inver siones, se vendería o se declararía en quiebra antes del lunes. Era indudable que Lehman iba a ser sacudida por la onda expansiva. «Es mejor que vuelvas», le dijo a Fuld. Confiando en regresar lo antes posible, Fuld le preguntó a Paulson si podría ayudarlo a obte ner autorización del Gobierno para sobrevolar Rusia y así ahorrarse por lo menos cinco horas de vuelo. Paulson lanzó una risita. «Eso ni siquiera puedo conseguirlo para mí mismo», fue la respuesta. Veintiséis horas después, con escalas en Estambul y en Oslo para repostar, Fuld estaba de regreso en su casa de Greenwich. Repasó mentalmente una y otra vez los acontecimientos del fin de semana: Bear Stearns, la menor y menos cohesionada de las sociedades de inversión de Wall Street conocidas como las cinco grandes, había aceptado su venta —¡por dos miserables dólares la acción!— y nada menos que a Jamie Dimon, de JP Morgan Chase. Para colmo, la Reserva Federal había aceptado hacerse cargo de las pérdidas de treinta mil millones de dólares de los peores activos de Bear para que el trato resultara apetecible para Dimon. Cuando su personal de Nueva York habló por primera vez a Fuld de los dos dólares por acción, pensó que el teléfono de su avión había sufrido un corte y se había comido parte de la cifra. 2. Susanne Craig, «Lehman Finds Itself in Center of a Storm», The Wall Street Journal, 18 de marzo de 2008.
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De pronto, la gente empezaba a hablar de retiradas masivas de fondos en los bancos, como si estuvieran en 1929. Cuando Fuld se había marchado a la India, corrían rumores de que los inversores, presa del pánico, se negaban a hacer tratos con Bear, pero jamás habría podido imaginar que su caída fuera a ser tan rápida. En un sector que depende de la confianza de los inversores —los bancos de inversión son financiados literalmente por la noche por otros, en la confianza de que van a estar ahí a la mañana siguiente— el descalabro de Bear planteaba graves interrogantes sobre su propio modelo de negocio. Y los cortoplacistas, los que apuestan que un valor va a bajar, no a subir, y que por consiguiente van a tener be neficios en cuanto se devalúe, se abalanzaban a la menor señal de debilidad, como visigodos dispuestos a derribar las murallas de la antigua Roma. Durante un momento en el vuelo de regreso, Fuld había pensado en comprar Bear. ¿Debía? ¿Podía hacerlo? No, la si tuación era demasiado surrealista. Reconocía que el acuerdo de JP Morgan había sido un salvavi das para el sector bancario y para él mismo. Pensó que Washington se había portado bien al facilitar los contactos; el mercado no po dría haber soportado un golpe de semejante envergadura. La con fianza que hacía posible que todos estos bancos se intercambiasen miles de millones de dólares se habría volatilizado. También estaba convencido de que el presidente de la Reserva Federal, Ben Ber nanke, había tomado una sabia decisión al abrir, por primera vez, la ventanilla de descuento de la Reserva a firmas como la suya, dándoles acceso a fondos al mismo interés bajo que el Gobierno ofrece a los grandes bancos comerciales. Eso daba a Wall Street la posibilidad de combatir. Fuld sabía que Lehman, siendo el más pequeño de los cuatro grandes que quedaban, era evidentemente el siguiente en la línea de fuego. Sus acciones habían caído un 14,6 por ciento el viernes, en un momento en que todavía se negociaban a treinta dólares. ¿Real mente estaba sucediendo? Poco más de veinticuatro horas antes, en la India, él se maravillaba de la fabulosa extensión global de Wall Street, de su colonización de los mercados financieros de todo el mundo. ¿Se había producido una vuelta atrás en todo eso? Mientras el coche se adentraba en la ciudad, pasó el dedo por
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la bola rastreadora de su BlackBerry como si fueran las cuentas de un rosario. Faltaban cuatro horas y media para que se abrieran los mercados de Estados Unidos, pero ya podía predecir que iba a ser un mal día. El Nikkei, el principal índice japonés, ya había caído un 3,7 por ciento. En Europa ya corrían rumores de que ING, el gigante bancario holandés, iba a dejar de comerciar con Lehman Brothers y con los demás intermediarios financieros, el infausto nombre que se da a las firmas que comercian con sus propios valo res o en nombre de sus clientes; en otras palabras, los que hacen que Wall Street sea lo que es.3 —Vaya —pensó—, ahora van a salir a relucir los trapos su cios. En el momento en que su coche entraba en la autopista del West Side para dirigirse hacia el sur, al centro de Manhattan, Fuld llamó a su amigo de toda la vida, Joseph Gregory, presidente de Lehman. Eran casi las 5.30 de la mañana y Gregory, que vivía en Lloyd Harbor, Long Island, y que hacía mucho tiempo que había dejado de ir en coche a la ciudad, estaba a punto de subir a su heli cóptero como todos los días.4 Le encantaba aquella comodidad. Su piloto lo dejaría en el helipuerto del West Side y de allí un coche lo llevaría a las oficinas de Lehman Brothers en Times Square. De puerta a puerta en menos de veinte minutos. —¿Estás viendo toda esta mierda? —le preguntó Fuld a Gre gory, refiriéndose a la carnicería de los mercados asiáticos. Mientras Fuld volvía de la India, Gregory se había perdido el partido de lacrosse de su hijo en Roanoke, Virginia, para pasar el fin de semana en la oficina organizando el plan de combate. 5 La Comisión de Valores y Bolsas y la Reserva Federal habían mandado a media docena de matones a la oficina de Lehman para cuidar de su 20. Ibídem. Cuando se le preguntó por estos rumores, un portavoz de ING dijo que la compañía seguiría ofreciendo fondos pero prestaría «más aten ción al riesgo y a las garantías subsidiarias». 21. Lloyd Harbor era la dirección principal de Gregory, pero tenía mu chas otras propiedades: una de 2,5 acres frente al mar en Bridgehampton y un apartamento en el 610 de Park Avenue, en el Upper East Side de Manhattan. Véase Michael Shnayerson, «Profiles in Panic», Vanity Fair, enero de 2009. 22. Craig, «Lehman Finds Itself», The Wall Street Journal, art. cit.
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personal mientras revisaba las posiciones de la firma. A Gregory le pareció que Fuld estaba muy preocupado, y no le faltaban razones. Sin embargo, ya habían pasado por otras crisis y también sobrevivi rían a ésta. Siempre lo hacían, se dijo. El verano anterior, cuando los precios de la vivienda empeza ron a desplomarse y los bancos que habían abierto demasiado la mano empezaron a restringir los nuevos créditos, Fuld había anun ciado orgullosamente: «¿Tenemos en los libros algo de lo que nos vaya a costar deshacernos? Sí. ¿Va a acabar con nosotros? Por su puesto que no.»6 Por aquel entonces, la firma parecía invulnerable. En tres años Lehman había hecho tanto dinero que se la menciona ba junto a Goldman Sachs, la gran máquina de hacer beneficios de Wall Street. Cuando el Mercedes de Fuld atravesó la desolada Calle 50, la policía estaba instalando barreras para contener a la multitud du rante el desfile de San Patricio que tendría lugar ese mismo día. El coche se dirigió a la entrada trasera del cuartel general de Lehman, una imponente estructura de cristal y acero que podría haber sido un monumento personal a Fuld. Tal como Gregory solía decir, él era «la franquicia». Él había liderado a Lehman durante la tragedia del 11S,7 cuando tuvo que abandonar sus oficinas del World Trade Center, al otro lado de la calle, para trabajar en habitaciones de hotel hasta comprar esta nueva torre a Morgan Stanley en 2001.8 23. Fuld, citado por el Financial Times: «¿Tenemos en los libros algo de lo que nos sería difícil desprenderse? Sí.», dijo, refiriéndose a los activos hipotecarios comerciales y residenciales. «¿Estoy preocupado por ello? No. Si reajustamos el precio de esa mercancía, ¿perderemos algún dinero? Sí. ¿Nos va a matar eso? Des de luego que no.» Ben White, «A Fighter on the Ropes», Financial Times, 14 de junio de 2008. 24. Con Fuld al frente, la firma se realojó en el hotel Sheraton Manhattan en el Midtown, donde los escritorios ocuparon el lugar de las camas y el salón de recepciones se convirtió en la base de operaciones de las finanzas globales del grupo. Ocho meses después, en abril de 2002, Lehman se mudó a su nueva sede. Véase Andy Serwer, «The Improbable Power Broker: How Dick Fuld Trans formed Lehman from Wall Street AlsoRan to SuperHot Machine», Fortune, 17 de abril de 2006. 25. En octubre de 2001, Morgan Stanley vendió su edificio de oficinas, situado en Broadway con la Calle 49 Este, a Lehman Brothers por setecientos
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Rodeado de gigantescas pantallas de televisión, el edificio era un tanto mastodóntico para el gusto de Fuld, pero teniendo en cuenta la evolución imparable del mercado inmobiliario en la city neoyorquina, había resultado una inversión fantástica, y eso le gus taba. La apabullante planta 31, la planta noble, conocida en la em presa como «Club 31», estaba casi vacía cuando Fuld salió del as censor y se dirigió a su despacho. Después de colgar el abrigo y la chaqueta en el armario que había junto a su baño privado, empezó su serie de rituales cotidia nos, iniciando de inmediato su terminal Bloomberg y sintonizando la CNBC. Eran poco más de las seis. Una de sus dos asistentes, Angela Judd y Shelby Morgan, llegaría a la oficina antes de una hora, como de costumbre. Cuando echó un vistazo al mercado de futuros —donde los inversores hacían apuestas sobre el comportamiento de los valores cuando abrieran los mercados—, los números fueron como una bofetada: las acciones de Lehman habían bajado un 21 por ciento. Por reflejo, Fuld hizo los cálculos: él personalmente acababa de perder 89,5 millones de dólares sobre el papel, y el mercado aún no había abierto. En la CNBC, Joe Kernen estaba entrevistando a Antón Schutz, de Burnham Asset Management, sobre la caída de Bear Stearns y lo que eso significaba para Lehman. —Hemos estado caracterizando a Lehman Brothers como el punto cero de lo que está sucediendo hoy —dijo Kernen—. ¿Cómo supone que se desarrollará la sesión?9 —Yo supongo que estos bancos de inversión se mostrarán dé biles —replicó Schutz—. La razón es que hay un miedo tremendo de que haya activos cotizados indebidamente en los balances, y cómo pudo JP Morgan pagar tan poco por Bear Stearns, y por qué la Reserva Federal tuvo que poner treinta mil millones para hacerse millones de dólares. Charles V. Bagli, «Morgan Stanley Selling Nearly Com pleted Office Tower to Lehman for $700 Million», The New York Times, 9 de octubre de 2001. 9. Joe Kernen, Squawk Box, CNBC, 17 de marzo de 2008.
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cargo de algunos de los activos tóxicos. Creo que en esto hay mu chos interrogantes y que necesitamos muchas respuestas. Fuld miraba con cara de piedra y sintió un ligero alivio cuan do la conversación se desvió de Lehman. Luego volvió. —¿Qué se hace cuando se es uno de los miles y miles de em pleados de Lehman que están pendientes de esto minuto a minuto? —preguntó Kernen—. Esta gente está sobre ascuas. ¿Sobre ascuas? Eso era quedarse muy corto. A las 7.40 llamó Hank Paulson para ver cómo iban las cosas. El Dow Jones Newswire estaba diciendo que el DBS Group Holdings,10 el mayor banco del sudeste asiático, había hecho circular un memorando interno la semana anterior ordenando a sus in termediarios que evitaran nuevas transacciones en las que intervi nieran Bear Stearns y Lehman. Paulson estaba preocupado de que Lehman pudiera perder a países con los que mantenía relaciones comerciales, lo cual sería el principio del fin. —No va a pasar nada —dijo Fuld, repitiendo lo que le había dicho durante el fin de semana sobre el sólido balance de resultados que tenía pensado anunciar el martes por la mañana—. Eso pondrá fin a toda esta basura. —Mantenme al tanto —dijo Paulson. Una hora después, el tumulto se extendió en todas las oficinas de negocios de la ciudad. Fuld no se apartó de las dos pantallas Bloomberg que tenía sobre su escritorio mientras se abría la cotiza ción de las acciones de Lehman: una bajada del 35 por ciento. Moody's se reafirmó en su calificación Al sobre la deuda principal a largo plazo del banco de inversiones,11 pero la agencia de califica ción también había bajado sus perspectivas de positivas a estables. En el vuelo de vuelta de la India, Fuld había mantenido una discu sión con Gregory y con el principal representante legal de Lehman, 26. Sin embargo, el memorando no menciona el cierre de ninguna cuen ta existente con las firmas. Patricia Kowsmann, «DBS Not Entering New Posi tions with Lehman Sources», Dow Jones Newswires, 17 de marzo de 2008. 27. Craig, «Lehman Finds Itself», The Wall Street Journal, art. cit.
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Tom Russo, sobre si adelantar a ese día el anuncio de las ganancias de la compañía, antes de que abriera el mercado, en lugar de hacer lo al siguiente, tal como se había previsto originalmente. Los bene ficios iban a ser buenos. Tal era la convicción de Fuld que antes de viajar a Asia había dejado grabado un mensaje interno de aliento a los empleados, Sin embargo, Russo lo disuadió de adelantar el anuncio, temiendo que pareciese una muestra de desesperación y exacerbara la inquietud. Mientras las acciones de Lehman seguían desplomándose, Fuld no dejaba de poner en duda no sólo esta decisión, sino mu chas otras. Hacía años que sabía que llegaría el día en que Lehman Brothers tendría que rendir cuentas, y peor aún, que pudiera venír sele encima a él. Racionalmente comprendía los riesgos asociados con el crédito barato y con el dinero tomado prestado para aumen tar el impulso de la propia apuesta, lo que en Wall Street se conoce como «apalancamiento», pero, como todos los demás, no podía desaprovechar las oportunidades. Las compensaciones de hacer apuestas agresivas y optimistas sobre el futuro eran demasiado gran des. —Es como pavimentar un camino con alquitrán barato —les decía a sus colegas—. Al cambiar el tiempo, los baches serán más profundos e impresentables.12 Pues aquí estaban, unos baches tan profundos que no se les veía el fondo, y tenía que admitir que la situación era peor de lo que había imaginado. No obstante, en lo más íntimo pensaba que Leh man lo superaría. No concebía otra cosa. Gregory se sentó frente a la mesa de Fuld, los dos se miraron sin decir palabra. Los dos se inclinaron hacia delante cuando la CNBC puso un subtítulo móvil bajo la imagen que decía: «¿Quién será el próximo?» —¡Maldita sea! —gruñó Fuld mientras escuchaban con incre dulidad a un entrevistado tras otro haciendo la apología de su com pañía.
12. Fuld, según la cita de Yalman Onaran y John Helyar, «Lehman s Last Days», Bbomberg Markets, enero de 2009.
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Al cabo de una hora, las acciones de Lehman se habían desplo mado un 48 por ciento. —La especulación, eso, la especulación —dijo Fuld—. Eso es lo que está pasando aquí. Russo, que había cancelado las vacaciones de su familia en Brasil, se sentó al lado de Gregory. Este profesional de sesenta y cinco años era otro de los pocos hombres de confianza de Fuld, además de Gregory. Sin embargo, esta mañana no hacía más que avivar el fuego, contándole a Fuld los últimos rumores que circula ban por el parqué: un puñado de hedgies —apodo despectivo que se usaba en Wall Street para los gestores de fondos de alto riesgo— había atacado sistemáticamente a Stearns asediando sus cuentas de corretaje, comprando aseguramiento contra el banco —un instru mento llamado «permuta de seguro de fallo de crédito» o CDS— para especular a continuación con sus acciones. Según las fuentes de Russo, el grupo de vendedores al descu bierto que había destruido a Bear se había reunido a continuación a desayunar en el hotel Four Seasons de Manhattan el domingo por la mañana, brindando con mimosas a base de champán de trescien tos cincuenta dólares la botella para celebrar su hazaña. ¿Sería cier to? ¿Quién podía saberlo? Los tres ejecutivos planearon su contraataque, empezando por la reunión de la mañana con unos altos directivos que tenían los nervios destrozados. ¿Cómo podían cambiar los rumores sobre Le hman que circulaban por toda Wall Street? Al parecer, cualquier conversación sobre Bear terminaba siendo una conversación sobre Lehman. «Lehman podría seguir a Bear en el confesionario antes de Viernes Santo»,13 declaró a Bloomberg Televisión Michael McCar ty, un estratega de opciones de Meridian Equity Partners en Nueva York. Richard Bernstein, el respetado estratega jefe de inversiones de Merrill Lynch, había enviado un mensaje alarmante a sus clien tes esa mañana: «La caída de Bear Stearns tal vez debería conside rarse la primera de muchas —había escrito prudentemente sin 13. McCarty, según la cita de David Cho y Neil Irwin, «Crises of Conf idence in the Markets; Federal Reserves Rescue of Bear Stearns Exposes Cracks in Financial System», The Washington Post, 18 de marzo de 2008.
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mencionar a Lehman—. Se están empezando a extender las dudas sobre lo amplia y profunda que podría haber sido la burbuja del mercado crediticio.»14 A media mañana, Fuld recibía llamadas de todo el mundo —clientes, socios comerciales, directores generales rivales—, todos querían saber qué estaba pasando. Algunos querían que los tranqui lizaran, otros trataban de tranquilizar. —¿Estás bien? —preguntó John Mack, el director general de Morgan Stanley y viejo amigo—. ¿Qué está sucediendo por ahí? —Estoy bien —le dijo Fuld—. Pero los rumores no paran. Tengo dos bancos que no quieren negociar conmigo —Wall Street oía con estupor que los bancos no querían negociar con Lehman. El último rumor era que el Deutsche Bank y el HSBC habían de jado de negociar con la firma—. Pero estamos bien. Tenemos mu cha liquidez, de modo que no es un problema. —De acuerdo, negociaremos con vosotros todo el día —le aseguró Mack—. Hablaré con mi intermediario. Hazme saber si necesitas algo. Fuld empezó a recurrir a sus principales delegados en busca de ayuda. Llamó a la oficina de Londres y habló con Jeremy Isaacs, que llevaba allí las operaciones de la firma. «No creo que vayamos a la quiebra esta tarde, pero no puedo asegurarlo al ciento por cien to. Están pasando muchas cosas extrañas...»15 A pesar de su reciente entusiasmo con el apalancamiento, Fuld creía en la liquidez. Siempre había creído. Uno siempre necesita un montón de efectivo para huir de una tormenta, solía decir. Le gusta ba contar la historia de cómo una vez, sentado en una mesa de black jack en Las Vegas, había visto a un jugador empedernido perder cuatro millones y medio duplicando cada apuesta perdida con la esperanza de que le cambiara la suerte. Fuld había tomado notas en 28. Ibídem. 29. De esto lo informó Andrew Gowers, y aunque se atribuye «al jefe» en el Sunday Times de Londres, «el jefe» en la línea es realmente Jeremy Isaacs, con sejero delegado de Lehman para Europa y Asia, no Dick Fuld. Véase Andrew Gowers, «The Man Who Brought the World to Its Knees EXPOSED», Sunday Times (Londres), 14 de diciembre de 2008.
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una servilleta de cóctel para no olvidar la lección que había aprendi do: «No me importa quién seas, no tienes capital suficiente.»16 Nunca se tiene suficiente. Era una lección que había vuelto a aprender otra vez en 1998 cuando estalló lo de los fondos de alto riesgo LTCM (Long Term Capital Management). En un primer momento se pensó que Leh man era vulnerable por su exposición al abultadísimo fondo, pero sobrevivió, a duras penas, porque la firma tenía un colchón de efec tivo extra y también gracias al agresivo contraataque de Fuld. Aque llo le había dejado otra lección: hay que aniquilar los rumores. Si los dejas vivir, acaban transformándose en profecías que no pueden por menos que cumplirse. Como había declarado con furia a The Washington Post en aquella ocasión: «Todos estos rumores resulta ron equivocados. Si los reguladores de la Comisión de Valores y Bolsa encuentran al que los puso en circulación, me gustaría que primero me dejaran quince minutos a solas con él.»17 Una de las personas que esperaban una llamada de Fuld aque lla mañana era Susanne Craig, una reportera sin ataduras de The Wall Street Journal que llevaba años cubriendo las noticias de Leh man. A Fuld le caía bien Craig y a menudo le hablaba del «trasfon do», pero esta mañana lo había llamado para convencerlo de con ceder una entrevista publicable. Se lo había propuesto como una forma de acallar a los críticos, de explicar toda la planificación a largo plazo que había hecho Lehman. Fuld, que odiaba leer co sas sobre sí mismo, pensó que podría ser una buena idea. Lamen taba el modo en que había manejado los medios durante la crisis del LTCM. Habría preferido llevar la delantera desde el prin cipio. —Esta vez quiero hacer bien las cosas —le dijo a Craig. A mediodía, Fuld y sus lugartenientes ya tenían un plan: con 30. Fuld, según informan Gaiy Silverman y Charles Pretzlik, «Richard Fuld, A Cunning Player Shows His Hand», Financial Times, 17 de agosto de 2001. 31. Ianthe Jeanne Dugan, «Battling Rumors on Wall St.; Lehman Broth ers Chairman Launches Aggressive Defense», The Washington Post, 10 de octubre de 1998.
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cederían entrevistas a The Wall Street Journal, a Financial Times y a Barron's. Darían a Craig una visión un poco trivial y colorida de lo que estaba sucediendo dentro de la empresa, con la esperanza de que sus editores plantaran la historia en primera página. Organiza ron sesiones con los reporteros a partir de las tres de la tarde. Los temas estaban claros: los rumores eran falsos. Lehman tenía mucha liquidez. Mantenía el tipo junto con Goldman Sachs y Morgan Stanley. Si la firma tenía necesidad de hacer un pago, no había problema por el dinero. Para la entrevista con Craig, a Fuld lo acompañaban por tele conferencia Gregory, Russo y Erin Callan, la nueva jefa de finanzas de la compañía. —Nos hemos dado cuenta de que necesitamos mucha liqui dez y también sabemos que tenemos que enfrentarnos a los rumo res en cuanto surgen, sin tardanza —le dijo Fuld a la reportera. También hizo hincapié en que ahora, con la ventanilla de la Reser va Federal abierta, Lehman tenía una base mucho más firme—. La gente está apostando porque la Fed no puede estabilizar el merca do, y creo que es una buena apuesta.18 —Tenemos liquidez —insistió Gregory—, pero si bien no la necesitamos ahora mismo, el hecho de tenerla envía un mensa je sólido sobre la liquidez y su disponibilidad para todos en el mer cado. Esa afirmación sorteaba la situación sin salida implícita en la decisión de la Reserva Federal de poner crédito barato a disposi ción de firmas como Lehman: usarlo era como admitir la propia debilidad, y ningún banco quería correr ese riesgo. De hecho, la jugada de la Reserva Federal tenía como objetivo más bien tran quilizar a los inversores que apuntalar a los bancos (es una ironía que uno de los ejecutivos de Lehman, Russo, pudiera adjudicarse en parte el mérito de la estrategia, ya que la había sugerido en un libro blanco que había presentado apenas dos meses antes en Da vos, Suiza, en esa amena reunión anual que celebran los capitalistas y a la que se llama Foro Económico Mundial; Timothy F. Geithner, 18. Fuld, en una entrevista con Craig, «Lehman Finds Itself», The Wall Street Journal, art. cit.
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el presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, había estado presente).19 Una vez terminada la entrevista, Gregory y Callan volvieron a sus despachos y él se puso al teléfono, llamando a los fondos de compensación que, según los rumores, estaban reduciendo el volu men de sus operaciones con Lehman, para tratar de mantenerlos a bordo. La maniobra dio sus frutos: en la última hora de operaciones, las acciones de Lehman marcaron una tendencia ascendente. Des pués de caer casi un 50 por ciento en la primera parte de la jornada, cerraron con sólo un 19 por ciento, a 31,75 dólares. Ahora estaban en el mismo nivel que cuatro años y medio atrás, las ganancias de los años del auge se esfumaron en un solo día. Sin embargo, los ejecutivos estaban satisfechos con su esfuerzo. Al día siguiente pu blicarían sus beneficios y eso mantendría el impulso. Callan pon dría a los inversores al tanto del balance de resultados en una tele conferencia, y volvería al despacho de Gregory para ensayar lo que debía decir. Agotado, Fuld se metió en el coche y volvió a casa. Necesitaba dormir bien. Una vez más pensó que ojalá estuvieran ya terminadas las obras del piso de dieciséis habitaciones que él y Kathy habían comprado en el 640 de Park Avenue por veintiún millones de dólares,20 pero ella había decidido hacer una remodelación a fondo. Se acomodó en el asiento trasero del Mercedes, dejó a un lado su BlackBerry y disfrutó de unos minutos de descanso desconectado del mundo. Nadie habría apostado jamás que Dick Fuld llegaría a seme jantes niveles en Wall Street. Recién ingresado en la Universidad de Colorado, en Boulder, 32. La presentación de Russo, titulada «Credit Crunch: Where Do We Stand?», se pronunció originalmente en la reunión del Grupo de los Treinta el 30 de noviembre de 2007. Actualizó la ponencia para el Foro Económico Mundial de enero de 2008. Véase http://www.group30.org/pubs/pub_l401.htm 33. Un corredor declaró al New York Post. «Tiene buena estructura, pero necesita muchísimo trabajo», calculando que la renovación del apartamento de Fuld costaría diez millones más. Véase «$21 Million Wreck», New York Post, 6 de febrero de 2007.
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en 1964, parecía perdido y fue pasando de una decepción a otra hasta que Jacob Schwab, su abuelo materno, le consiguió un traba jo de verano a tiempo parcial en la firma bancaria con la que traba jaba desde hacía tiempo y que se llamaba Lehman Brothers. Empe zó haciendo copias y recados, pero aquel trabajo fue para él una revelación. Le encantaba lo que veía. En el patio de operaciones, los hombres gritaban y trabajaban con una intensidad que él jamás había experimentado. «Esto es lo mío», pensó. Dick Fuld se había encontrado a sí mismo por fin. Tras graduarse en la universidad con un semestre de retraso, en febrero de 1969, se reincorporó a Lehman el verano siguiente como becario,21 esta vez en el magnífico edificio de estilo renacen tista de One William Street, en el corazón de Wall Street.22 El tra bajo que hacía le gustaba, salvo por tener que responder ante Glucksman, un individuo intratable al que ya había conocido en su estancia anterior en la compañía. Decidido a cambiar de trabajo, pidió a Glucksman una carta de referencia, pero éste le dijo que no tenía necesidad de buscar otro trabajo, que siguiera trabajando allí. Fuld le dijo que no podía trabajar para él porque no congeniaban, y Glucksman le contestó que si aceptaba no tendría que trabajar con él. Fuld siguió sus estudios por la noche en la Universidad de Nueva York y, después de un tiempo desempeñando tareas intras cendentes, Glucksman un día lo llamó y le dijo que se dejara ya de hacer tonterías y volviera a trabajar con él. Obtuvo un aumento y los dos se hicieron rápidamente amigos. Así empezó su ascenso en la compañía. Glucksman había reconocido en él a un joven operador a su imagen y semejanza. Alguien que no se dejaba obnubilar por sus
34. Justin Schack, «Restoring the House of Lehman», Institutional Inves tor Americas, 12 de mayo de 2005; Tom Bawden, «Bruiser of Wall St. Dick Fuld Looked After His People, But Didn't Know When to Quit», The Ti mes (Londres), 16 de septiembre de 2008; Annys Shin, «Capítol Grilling for Lehman CEO», The Washington Post, 7 de octubre de 2008. 35. Ann Crittenden, «Lehman's Office Move Marks End of an Aura», The New York Times, 20 de diciembre de 1980.
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emociones y que sabía reconocer una compra y una venta allí don de las había. Tenía un talento natural para los negocios.23 La verdad es que había llegado a Lehman Brothers en el mo mento justo, cuando la compañía estaba abocada a una gran trans formación que lo beneficiaría mucho.
Veinte años después de su fundación en 1850, los mismos tres hermanos habían creado la New York Cotton Exchange y pronto la compañía pasó de sociedad mercantil a banco de inversiones. Cuan do Fuld se incorporó a la firma, las operaciones comerciales de Glucksman estaban empezando a representar una gran parte de los beneficios de Lehman. La atmósfera que se respiraba en la sección de contrataciones era ruidosa y caótica: ceniceros llenos de colillas, café medio frío, papeles apilados encima de los terminales y debajo de los teléfo nos... Distaba mucho del ambiente sereno de los bancos.
Fuld no es precisamente alto, pero tiene una presencia intimi datoria con sus ojos oscuros y profundos, y su frente ancha y angu lar, y eso es un activo fundamental en ese medio donde hay que matar o morir. Rápidamente se ganó una reputación de negociador inflexi ble, poco dado a las tonterías y a las mentiras. Pronto se empezó a conocer dentro de la firma —y fuera cada vez más— como el Go rila, un sobrenombre que no rechazó en ningún momento.24 Varios años después de haber empezado en Lehman, Fuld en contró una cara nueva en el mostrador de las hipotecas. Mientras que Fuld era moreno y ceñudo, el nuevo era pálido y afable. Pronto se presentó —un gesto que Fuld apreciaba— ofreciendo la mano de una manera que hablaba de una persona que se encuentra bien 36. Edward Robinson, «Lehmarís Fuld, a Survivor, Now Eyes Invest ment Banking Business», Bloomberg Markets, de julio de 2008. 37. Susanne Craig, «Trading Up: To Crack Wall Street's Top Tier, Leh man Gambles on Going Solo», The Wall Street Journal, 13 de octubre de 2004.
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en su propia piel. «Hola, soy Joe Gregory.» Fue el comienzo de una relación que habría de durar casi cuatro décadas. Gregory y Fuld tenían temperamentos opuestos. Gregory era más afable y menos amigo de confrontaciones. Respetaba a Fuld y éste no tardó en convertirse en su mentor, llegando a aconsejarlo incluso sobre su indumentaria. Ni Fuld ni Gregory pertenecían a la Ivy League.* Gregory ha bía llegado a Lehman en la década de 1960 casi por accidente, después de abandonar su proyecto de ser profesor de historia. Ellos y otros tres ejecutivos de Lehman que también vivían en la costa norte de Long Island tomaban el tren en Huntington y aprovecha ban el trayecto por las mañanas para plantear las estrategias del día. En la compañía se los empezó a conocer como «la Mafia de Hun tington»,25 ya que siempre llegaban con un plan consensuado. Fuld y Gregory progresaron rápidamente bajo la dirección de Glucksman, aunque Fuld era claramente su favorito. Glucksman mostraba un desdén absoluto por los banqueros de inversiones de la empresa, todos de la Ivy League. En Wall Street había algo muy parecido a una guerra declarada entre los ban queros y los operadores, y Glucksman alentaba sin recato esa riva lidad. En 1983, encabezó uno de los golpes más memorables de Wall Street, que acabó con que un inmigrante —Glucksman era un judío húngaro de segunda generación— deshancara a uno de los líderes más relacionados del sector: Peter G. Peterson, antiguo secretario de Comercio en la Administración Nixon.26 Durante su confrontación final, Glucksman miró a Peterson a los ojos y le dijo que podía irse por las buenas o por las malas, y Peterson, que pasaría a cofundar el * La Ivy League, Liga Ivy o Liga de la Hiedra es una asociación de ocho universidades privadas del nordeste de Estados Unidos. El término tiene unas connotaciones académicas de excelencia y también de elitismo (todas pertenecen a la Costa Este, concretamente a algunos de los primeros trece estados fundado res). Estas universidades se conocen como «las ocho antiguas o las hiedras» {the Mes). (N. del t.) 38. Shnayerson, «Profiles in Panic», Vanity Fair, art. cit. 39. Ken Auletta, «Power, Greed and Glory on Wall Street: The Fall of the Lehman Brothers», The New York Times Magazine, 17 de febrero de 1985.
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poderoso Blackstone Group, se fue por las buenas. A Glucksman no le gustaba hablar de aquel choque: «Sería como hablar de mi prime ra esposa», diría años más tarde.27 Pero ahí no acabó todo, porque los leales a Peterson prepara ron un contragolpe que culminó ocho meses después con la venta de la compañía a American Express por trescientos sesenta millones de dólares. Esta situación se mantuvo durante más de una década, hasta que los insurgentes originales volvieron a la carga. El sector de inversiones fue producto de la fusión de Lehman con la operadora de corretaje minorista de AmEx y pasó a conocer se como Shearson Lehman. La idea era combinar cerebro y múscu lo, pero la relación fue turbulenta desde el comienzo. Puede que el mayor error que la corporación haya cometido fuera no despedir sin más a los directivos de Lehman que habían dicho claramente que toda la operación era un gran error. En el momento de la fu sión, Fuld, que ya era miembro del consejo de Lehman, había sido uno de los tres directivos que se opusieron a la venta, y junto con Glucksman y Gregory, y el resto del círculo más íntimo de Glucks man, lucharon durante toda una década por preservar la autono mía y la identidad de Lehman. «Fue como cumplir diez años de condena», decía Gregory.28 A los operadores y ejecutivos de Lehman les desagradaba so bremanera formar parte de un supermercado financiero. Para em peorar aún más las cosas, la nueva estructura de gestión rayaba en lo bizantino. Nadie sabía bien quién estaba a cargo de qué o, lo que es lo mismo, si había alguien a cargo de algo. Cuando AmEx finalmente se desprendió de Lehman en 1994, la firma estaba descapitalizada y dedicada casi exclusivamente a la comercialización de títulos. Las estrellas como Stephen A. Schwarz man, futuro director general de Blackstone, habían abandonado la firma. Nadie pensaba que fuera a sobrevivir mucho tiempo como
40. Robinson, «Lehmans Fuld», BloombergMarkets, julio 2008. 41. Robert J. Colé, «Shearson to Pay $360 Million to Acquire Lehman Brothers», The New York Times, 11 de abril de 1984.
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compañía independiente. Era carne de absorción para algún banco mucho mayor. El director general de American Express, Harvey Golub, nom bró a Fuld, que era el principal operador de Shearson Lehman y que había ascendido a copresidente y consejero delegado de la en tidad recién independizada. Fuld tenía una tarea ingente por delan te. Lehman se tambaleaba: sus ingresos netos se habían reducido en un tercio al vender las unidades de Shearson; la banca de inversión se había contraído en una proporción similar. No hacían más que achicar agua. Y las luchas internas continuaron hasta que en 2002 Fuld, que timoneaba la empresa en solitario, nombró a Gregory y a otro co lega, Bradley Jack, como codirectores. Gregory —que gozaba de la confianza de Fuld, en parte por su talento y tal vez por algo más importante: porque no constituía una amenaza— no tardó en dejar fuera a Jack. —Eres el mejor amañador de negocios que tengo29 —le dijo Fuld a Gregory, convencido de que con su ayuda podría poner fin a los rumores que habían estado a punto de despedazar la firma en la década de 1980. Fuld empezó por reducir el personal y aplicar al mismo tiem po un estilo de gestión más fluida.30 Descubrió sorprendido que se le daba bien lo de hacer la pelota, estimular a los nuevos talentos y, tal vez lo más increíble para un operador, llevar las relaciones con los clientes. Mientras él se convertía en el rostro público de la fir ma, Gregory se consolidó como director general. Sí, Fuld se había convertido en uno de los «jodidos banqueros» y su objetivo princi pal era impulsar el precio de las acciones de la empresa que había 42. Peter Truell, «Pettit Resigns as President of Lehman Brothers», The New York Times, 27 de noviembre de 1996; Peter Truell, «Christopher Pettit Dies at 51; ExPresident of Lehman Bros.», The New York Times, 19 de febrero de 1997. 43. «En el plazo de una semana o de diez pondremos en la calle al 60 por ciento de los quinientos cincuenta operadores financieros [que] no son represen tativos para la compañía.» Recortó gastos desde mil doscientos cincuenta millo nes hasta mil millones, y despidió a casi dos mil personas. Véase «Take Notice, It's Lehman», US Banker, 1 de mayo de 2001.
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empezado a cotizar en bolsa. Se empezaron a distribuir las acciones entre los empleados, que llegaron a poseer un tercio de la empresa. «Quiero que mis empleados actúen como propietarios», decía Fuld a sus directivos.31 Alentaba el trabajo en equipo aplicando el mismo sistema que usaba para premiar a su hijo cuando jugaba al hockey: «Ganas un punto por un gol, pero dos por una asistencia.»32 También aplicaba en Lehman otro de los consejos destinados a su hijo: «¡Si uno de tu equipo es atacado, pelea como un león!» Así, sus altos ejecutivos eran recompensados según el rendimiento de sus equipos. Fuld era leal con quienes lo eran con él. Tal vez vivió el mo mento culminante de su liderazgo después de los ataques del 11S. Cuando el mundo literalmente se derrumbaba a su alrededor, supo instaurar un espíritu de camaradería que ayudó a mantener la com pañía cohesionada. El día siguiente de la caída de las torres, Fuld asistió a una reunión en la Bolsa de Nueva York para discutir cuán do debería reabrirse. Cuando se le preguntó si Lehman estaría en condiciones de operar, dijo a los presentes, casi al borde de las lágri mas: «Ni siquiera sabemos quiénes están vivos.» Tras el recuento final, Lehman sólo había perdido un emplea do, pero el cuartel general de la compañía en el número 3 del World Financial Center había sufrido tantos daños que estaba inutilizable. Fuld montó oficinas improvisadas para sus seis mil quinientos em pleados en un hotel Sheraton de la Séptima Avenida; pocas sema nas después, él mismo negoció la compra de un edificio a uno de sus más encarnizados rivales, Morgan Stanley, quien jamás lo había ocupado. Un mes más tarde, Lehman Brothers estaba en pie y fun cionando en sus nuevos locales como si no hubiera pasado nada. A pesar de todo lo dicho sobre el cambio, Fuld no hizo una rectificación total del motor, sino que encajó mejor las piezas. Ins tauró una versión más sutil de la idea paranoide y combativa de Glucksman. Se mantuvieron las metáforas marciales: «Cada día es una batalla —gritaba Fuld a sus ejecutivos—. Hay que matar al
44. Schack, «Restoring the House of Lehman», InstitutionalInvestor, art. cit. 45. The Wall Street Journal, 14 de octubre de 2005.
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enemigo.»33 Pero los operadores y los banqueros ya no se tiraban los unos al cuello de los otros, y al menos durante un tiempo Lehman no se vio despedazada por las luchas internas. En un momento dado, Fuld decidió que Lehman era demasia do conservadora, que dependía demasiado de la comercialización de títulos y demás deudas, y al ver el enorme beneficio que obtenía Goldman Sachs de la inversión de su propio dinero, quiso que la firma se ramificara. Confió en Gregory para hacer realidad su idea, y éste desempeñó un papel clave en las apuestas cada vez más agre sivas de la compañía, metiéndola en el negocio inmobiliario, las hipotecas y los préstamos apalancados. Los beneficios y el precio de las acciones subieron como la espuma; Gregory fue recompensado con cinco millones en efectivo y veintinueve millones en acciones en 2007 (a Fuld le correspondió un paquete por valor de cuarenta millones).34 Gregory se fue haciendo cargo de los problemas de personal que requerían medidas disciplinarias y en la oficina pasó a ser co nocido por el mote de Darth Vader. Aunque Fuld no lo sabía, las tácticas de mano dura de Gregory eran tema de conversación en todos los corrillos. Si alguien caía en desgracia con él era inflexible e implacable. Si alguien era un experto en un sector, lo ponía en otro sobre el que no tenía ni idea porque, según decía, la gente necesita tener amplia experiencia.35 «El poder está en la máquina, no en el individuo», solía decir. Cuando en septiembre de 2007, Gregory eligió como directora financiera a Erin Callan, una llamativa rubia de cuarenta y un años que llevaba siempre unos tacones de aguja al estilo de Sexo en Nueva York, todos quedaron atónitos.36 Callan era brillante, sin duda, pero casi no sabía nada de las operaciones de tesorería de la empresa y tampoco tenía experiencia en contabilidad. Otra mujer de la empre 46. Fishman, «Burning Down His House», New York Magazine, art. cit. 47. Yalman Onaran, «Lehman Brothers pagó al consejero delegado Fuld cuarenta millones de dólares en 2007», Bloomberg News, 5 de marzo de 2008. 48. Ibídem. 49. Susanne Craig, «Lehman's Straight Shooter», The Wall Street Journal, 17 de mayo de 2008.
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sa, Ros Stephenson, estaba furiosa por el nombramiento y presentó su queja a Fuld que, como siempre, apoyó la decisión de Gregory. Callan se moría por demostrar a sus colegas que, al igual que el propio Fuld, era aguerrida y curtida en mil batallas. Había traba jado como asociada en el departamento fiscal de Simpson Thacher & Bartlett que tenía a Lehman Brothers como uno de sus principa les clientes. Después de cinco años en Simpson, un día llamó a su contac to en Lehman para sondear la posibilidad de trabajar en Wall Street. La idea no sonó descabellada y entró a trabajar en Lehman. Pronto supo aprovechar la oportunidad cuando un cambio en la ley fiscal provocó un auge de los títulos que tributaban como si fueran deu da. Callan, con su experiencia en derecho fiscal, estaba en las me jores condiciones para estructurar estas complejas inversiones para clientes como General Mills. Esta mujer confiada, el prototipo de ejecutiva hábil y agresiva, pronto escaló posiciones dentro de la empresa y en pocos años llegó a supervisar las soluciones financieras globales y los grupos analíti cos de finanzas globales. Joe Gregory, defensor convencido del valor de la diversidad, pronto se dio cuenta de que promover a una persona joven y ele gante, y mujer por más señas, sería bueno para Lehman y para él. Y eso por no hablar de lo bien que quedaba Callan en televisión. La noche del 17 de marzo, Erin Callan estaba inquieta pen sando en que el siguiente iba a ser el día más grande de su carrera. A ella le habían encomendado la representación de Lehman Bro thers ante el mercado y ante el mundo. Dentro de unas horas diri giría la teleconferencia en la que se expondrían los resultados tri mestrales de la empresa. Docenas de analistas financieros de todo el país la escucharían, muchos de ellos dispuestos a despedazar a Leh man al menor signo de debilidad. Una vez presentadas las cifras, vendrían las preguntas y, en vista de la que estaba cayendo, proba blemente surgirían algunas muy duras que sin duda la pondrían a prueba. De sus respuestas dependía que la empresa se mantuviera en pie o cayera.
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Viendo que dormir era imposible, finalmente saltó de la cama y recogió el periódico que habían dejado ante su puerta. El titular de primera página de The Wall Street Journal no la tranquilizó pre cisamente: «Lehman se encuentra en el ojo del huracán», y se ha blaba de ella como una de los principales ejecutivos de la firma designados para acallar los rumores sobre la debilitada salud de la compañía. A pesar del cansancio, sintió que la adrenalina le corría por las venas y salió corriendo de casa vestida con un elegante traje negro elegido por su «comprador personal» en Bergdorf Goodman.37 Se había alisado el pelo, pues ese mismo día tenía que aparecer en Closing Bell with Marta Bartiromo en la CNBC. Esperó a que llegara su chófer bajo la marquesina del Time War ner Center. Esperaba no vivir allí mucho tiempo. Con su nuevo car go y los ingresos que iba a tener, pensaba comprarse el piso de sus sueños en la planta 31 del número 15 de Central Park West, donde vivían algunas de las figuras más destacadas del mundo financiero. Sentada en el asiento trasero del coche, pensó en todo lo que se juga ba ese día, además del lujoso apartamento38 para el que tendría que pedir prestada la friolera de cinco millones de dólares.39
En su oficina de Lehman, Dick Fuld trataba de calmarse mientras se preparaba para ver una intervención de Paulson, el se cretario del Tesoro, en la CNBC. Matt Lauder, del programa To day, dirigía la entrevista transmitida simultáneamente por la NCB y la CNBC. Empezó haciendo referencia a las palabras pronunciadas el lu
50. Craig, «Lehmans Straight Shooter», The Wall Street Journal, art. cit. 51. Según los registros de alojamiento de la ciudad de Nueva York, Ca llan firmó tanto su escritura como la hipoteca el 16 de abril de 2008. Lysandra Ohrstrom, «15 CPW Alert! Lehman Lady Lands $6.5 M. Pad», New York Ob server, 25 de abril de 2008. 52. Según los registros de alojamiento suscribió una hipoteca de cinco millones. Véase también DealBook, «Lehmans C. F. O. Checks into 15 C. P. W.», The New York Times, 29 de abril de 2008.
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nes anterior por el presidente: «El secretario Paulson me ha puesto al día y está claro que la situación representa un reto.» —Quisiera contrastar eso con lo que Alan Greenspan escribió hace poco en un artículo —continuó Lauder—: «La actual crisis financiera de Estados Unidos podría llegar a ser considerada en el futuro como la más dolorosa desde el fin de la segunda guerra mundial.» ¿No le parece que la afirmación «representa un reto» es el eufemismo del año? —acabó preguntando Lauder en su estilo correcto pero incisivo. Paulson tartamudeó un momento, luego se recuperó y trató de lanzar un mensaje tranquilizador. —Matt, hay turbulencias en nuestros mercados de capital, y llevamos así desde agosto. Todos estamos tratando de superarlas. Tengo una gran confianza en nuestros mercados, son fuertes, son flexibles, pero esto lleva algún tiempo y estamos decididos a conse guirlo. Fuld esperaba con creciente impaciencia a que Lauer pregun tara sobre las implicaciones del rescate de Bear Stearns. —La Reserva Federal tomó algunas medidas extraordinarias durante el fin de semana para abordar la situación de Bear Stearns —dijo Lauer finalmente—. La gente empieza a preguntarse: «¿Es que la Reserva Federal reacciona con más vigor ante lo que está pasando en Wall Street que ante lo que le está pasando a la gente atribulada de todo el país, la gente de la calle?» Fuld pensó exasperado que aquello era un ejemplo más de la tendencia de los medios populares a abordar las cuestiones finan cieras en función de la lucha de clases. Paulson hizo una pausa y buscó las palabras. —Si me permite, la situación de Bear Stearns ha sido muy do lorosa para sus accionistas, de modo que no creo que piensen que han sido rescatados —era evidente que trataba de enviar un mensaje: la Administración Bush no tiene por costumbre rescatar empresas. Entonces Lauer citó la primera página de The Wall Street Journah* 40. Robin Sidel, Greg Ip, Michael M. Phillips, and Kate Kelly, «The WeekThat Shook Wall Street», The Wall Street Journal, 18 de marzo de 2008.
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—¿Ha sentado el Gobierno un precedente para sostener las instituciones financieras en un momento en que sus instrumentos más tradicionales parece que no funcionan? En otras palabras, ¿será ésta la tendencia del futuro, señor secretario, que las instituciones financieras que se metan en problemas recurran al Gobierno para ser rescatadas? —Bueno, insisto en que no creo que los accionistas de Bear Stearns piensen ahora mismo que han sido rescatados —repitió Paulson—. Lo que nos preocupa es lo que es mejor para el pueblo americano y cómo minimizar el impacto de esta conmoción en los mercados de capital... Nada más sentarse ante su mesa, Callan encendió su terminal Bloomberg y esperó a que Goldman Sachs anunciara sus resultados del trimestre, que el mercado interpretaría como un barómetro aproximado de cómo iban a ir las cosas.41 Si los resultados de Gold man eran buenos, eso le daría a Lehman un empujón añadido. Cuando las cifras de Goldman aparecieron en la pantalla, quedó encantada. Eran sólidas: mil quinientos millones en beneficios. No eran los tres mil doscientos anteriores, pero ¿quién no había bajado de un año a esta parte? Goldman había superado las expectativas. Todo bien por el momento. Esa mañana, Lehman Brothers había enviado un comunicado de prensa resumiendo los resultados del primer trimestre. Callan sabía que inspiraban confianza: unas ganancias de 489 millones de dólares, u ochenta y un céntimos por acción, un 57 por ciento me nos que en el trimestre anterior, pero más de lo que habían previsto los analistas. Los primeros despachos de las agencias de noticias eran positi vos. «Lehman ha dejado confundidos a los agoreros con estas ci fras», había declarado Michael Holland, de Holland & Company,
41. Jenny Anderson, «Swinging Between Optimism and Dread on Wall Street», The New York Times, 19 de marzo de 2008.
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a Reuters.42 Un analista del Bank of America calificaba los resulta dos de «sólidos».43
A las diez de la mañana, una hora y media después de la aper tura del mercado, Callan entró en la sala de juntas del piso 31. Aun que los resultados de Lehman ya empezaban a tener un efecto tran quilizador sobre los mercados, todavía era mucho lo que dependía de su actuación. Seguramente todos los que la estuvieran escuchan do harían las mismas preguntas: ¿en qué se diferenciaba Lehman de Bear Stearns?, ¿hasta qué punto era fuerte su posición de liquidez?, ¿cómo estaba valorando su cartera inmobiliaria real?, ¿podían creer realmente los inversores en su forma de valorar sus activos o acaso Lehman estaba jugando con valoraciones aparentes? Callan tenía respuestas para todas esas preguntas. Había pre parado, estudiado y disparado con balas de fogueo. Hasta había ensayado las cifras durante el fin de semana ante una sala llena de funcionarios de Valores y Bolsa —no precisamente el público más fácil—, que se habían ido satisfechos. Ella conocía las cifras frías y se sabía de memoria la historia que necesitaban que les contaran. Los mercados rugieron de aprobación ante el balance de resultados. Las acciones de Lehman subieron mientras los diferenciales de ca lificación se estrechaban. Los inversores tenían la percepción de que el riesgo de que la firma cayera se había reducido. Ahora sólo faltaba que Callan diera la puntuación. Bebió un sorbo de agua. Tenía la voz ronca después de cuatro días sin parar. —¿Está todo dispuesto? —preguntó Ed Grieb, el director de relaciones con los inversores de Lehman. Callan asintió y empezó. —No cabe duda de que en los últimos días ha habido una volatilidad sin precedentes, no sólo en nuestro sector, sino en todo
53. «Lehman Lifts Mood, and So Does Goldman», International Herald Tribune, 19 de marzo de 2008. 54. Susanne Craig y David Reilly, «Goldman, Lehman Earnings: Good Comes from the Bad», The Wall Street Journal, 19 de marzo de 2008.
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el mercado44 —dijo, con docenas de analistas financieros pendientes de sus palabras. Durante treinta minutos, con voz tranquila y firme, estuvo pasando revista a los números de Lehman, haciendo especial hincapié en los esfuerzos de la firma para reducir el apalan camiento y aumentar su liquidez. Fue una presentación estelar. Los analistas que participaban en la teleconferencia parecían impresio nados por su dominio de los hechos, su seguridad y su disposición a reconocer los problemas existentes. Después vinieron las preguntas. La primera fue Meredith Whitney, analista de Oppenheimer, famosa por sus inclementes críticas a la banca durante el otoño anterior. Callan y todos los eje cutivos de Lehman contuvieron la respiración mientras esperaban sus primeras palabras. —Has hecho un gran trabajo, Erin45 —dijo Whitney para sor presa de todos—. Aprecio tus aclaraciones. Estoy segura de hablar por todos. Callan trató de que no se notara su alivio, sabía que lo había conseguido. Si Whitney se lo había creído, todo iba bien. Mientras hablaban, las acciones de Lehman seguían subiendo. Los mercados también se lo creían. En la bolsa cerrarían el día con una subida de 14,74 dólares por acción, o un 46,4 por ciento, hasta los 46,49 dólares, la mayor ganancia en un solo día desde que habían empe zado a cotizar en 1994.46 William Tanona, analista de Goldman Sachs, elevó su calificación de Lehman de «neutral» a «comprar». Cuando la sesión acabó, el entusiasmo en Lehman era palpa ble. Gregory corrió a darle a Callan un gran abrazo. Más tarde, cuando pasó al departamento de operaciones con bonos, entró en el despacho de Peter Hornick, el jefe de ventas y corretaje de deuda garantizada, que le alargó la mano y le dio un fuerte apretón.47
55. Callan, de transcripciones de la conferencia de Lehman: Lehman Brothers Holdings Inc. (LEH) F1Q08 Earnings Cali, 18 de marzo de 2008. 56. Ibídem. 57. Anderson, «Swinging Between Optimism and Dread», The New York Times, art. cit.; Rob Curran, «Lehman Surges 46 % As Brokers Rally Back», The Wall Street Journal, 19 de marzo de 2008. 58. Curran, «Lehman Surges 46 %», The Wall Street Journal, art. cit.
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Por un breve momento, todo parecía estar bien en Lehman Brothers.
Fuera de Lehman, sin embargo, los escépticos ya estaban ma nifestando sus preocupaciones. —Todavía no me creo nada de estos números, porque todavía habrán contabilizado debidamente sus pasivos en los libros48 —dijo Peter Schiff, presidente y principal estratega de Euro Pacific Capi tal, a The Washington Post—. La gente caerá en la cuenta de que todos estos beneficios que obtuvieron eran amañados. Al otro lado de la ciudad, un clarividente gestor de fondos de alto riesgo llamado David Eihorn, llegaba a la misma conclusión: «Lehman era un castillo de naipes.» Era uno de esos inversores hed gies contra los que tanto despotricaba Fuld. Y era una persona tan influyente que podía mover los mercados con una sola palabra. Ya había apostado mucho dinero a que la firma era más vulnerable de lo que Callan quería dar a entender, y estaba dispuesto a hacer par tícipe al resto del mundo de sus preocupaciones. 48. Alejandro Lazo y David Cho, «Financial Stocks Lead Wall Street Tur nabout», The Washington Post, 19 de marzo de 2008.
Capítulo 2
En un enclave residencial del noroeste de Washington D. C, Hank Paulson se paseaba arriba y abajo por su salón con el teléfono móvil en su lugar habitual, pegado a su oreja. Era Domingo de Pascua. Exactamente había pasado una semana desde la absorción de Bear Stearns, y Paulson le había prometido a su esposa, Wendy, que da rían un paseo en bicicleta por el Rock Creek Park, el gran espacio público que corta en dos la capital y en el que desembocaba la calle donde ellos vivían. Ella llevaba toda la semana molesta con él por pasarse tanto tiempo al teléfono. —Salgamos, aunque sea una hora —le dijo, tratando de arras trarlo fuera de casa. Por fin él cedió; era la primera vez en más de una semana que intentaría apartar la mente del trabajo. Hasta que el teléfono volvió a sonar. Unos segundos después, tras oír lo que le decían desde el otro lado, el secretario del Tesoro exclamó: —Eso me da ganas de vomitar.1 Era Jamie Dimon quien lo llamaba desde su lujoso despacho en la octava planta de la central de JP Morgan en Midtown Man hattan, y acababa de decirle a Paulson algo que éste no quería oír: Dimon había decidido retocar su acuerdo de absorción de Bear Stearns a dos dólares la acción y elevar el precio a diez dólares.2 59. Una versión de esta historia la dio con anterioridad Kelly, Street Fight ers: The Last 72 Hours ofBear Stearns, the Toughest Firm on Wall Street, Portfolio, Nueva York, 2009, p. 204. 60. Kate Kelly, «The Fall of Bear Stearns: Bear Stearns Neared Collapse Twice in Frenzied Last Days», The Wall Street Journal, 29 de mayo de 2008.
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La noticia no era totalmente inesperada. Paulson, que podía ser despiadado, había llamado a Dimon casi todos los días de esa semana (interrumpiendo por lo menos una vez su ejercicio mati nal), y basándose en esas conversaciones sabía que existía la posi bilidad de un precio superior por Bear. En los días transcurridos desde el acuerdo, habían expresado su preocupación de que los atri bulados accionistas de Bear rechazaran el acuerdo por lo bajo del precio, dando lugar a una nueva situación apremiante para la fir ma. Sin embargo, la decisión de Dimon le produjo inquietud. Ha bía pensado que si Dimon realmente subía el precio, lo haría unos pocos dólares... hasta ocho dólares la acción, pero no hasta una ci fra de dos dígitos. —Eso es más de lo habíamos hablado —respondió Paulson, que ahora hablaba con su inconfundible tono bajo y ronco, casi sin poder creerse lo que estaba oyendo. Una semana antes, cuando Dimon le había dicho que estaba dispuesto a pagar cuatro dólares por acción, Paulson le había dado instrucciones de bajar el precio, sugiriendo algo nominal, como uno o dos dólares.3 El hecho era que Bear era insolvente sin la oferta del Gobierno de ofrecer un aval por veintinueve mil millones de su deuda, y Paulson no quería dar la imagen de que acudía al resca te de sus amigos de Wall Street.4 —No veo por qué tienen que conseguir nada —le dijo a Di mon. Paulson no necesitaba que nadie le recordara cuál era la postu ra del presidente sobre la cuestión. El miércoles anterior a la nego ciación de Bear, Paulson se había pasado la tarde en el Despacho Oval, asesorando a Bush sobre el discurso que iba a pronunciar el viernes siguiente ante el Club Económico de Nueva York en el ho tel Hilton. Bush había incluido una línea en sus declaraciones afir mando que no habría avales. 61. Kelly, Street Fighters, ob. cit., p. 205. 62. Una semana después, para limitar la exposición, el Fed revisó su oferta hasta situarla en veintinueve mil millones. Véase Robin Sidel y Kate Kelly, «JP Morgan Quintuples Bid to Seal Bear Deal», The Wall Street Journal, 25 de marzo de 2008.
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—No diga eso —insistió Paulson repasando el borrador. — ¿Por qué? —preguntó Bush—. No vamos a dar avales. Paulson le dio la mala noticia: —Puede que tenga que dar un aval, por mal que eso pueda sonar.5 Visto lo visto, la situación se había transformado en la peor pesadilla de Paulson. La economía se había convertido en una con frontación deportiva con tintes políticos. Se jugaba su reputación y tenía que pelear ateniéndose a las reglas de Washington. Precisamente su conocimiento de cómo funcionaban las cosas en la capital de la nación le había hecho rechazar por dos veces el puesto de secretario del Tesoro en la primavera de 2006.
En Wall Street hay dos clases de banqueros: aquellos que con siguen el éxito gracias a su ingenio y a su encanto personal, y los que avanzan a fuerza de agresividad y tenacidad. Paulson era de estos últimos, y la Casa Blanca no tardó en descubrirlo. Antes de aceptar oficialmente el puesto, Paulson había dejado bien claros algunos detalles. Si treinta y dos años en Goldman Sachs le habían enseñado algo, era cómo llegar al mejor acuerdo posible. Pidió ga rantías escritas de que el Tesoro tendría en el gabinete la misma categoría que las secretarías de Defensa y de Estado. Sabía que en Washington la proximidad del presidente era importante, y él no estaba dispuesto a ser un funcionario marginado de esos que tienen que acudir a las llamadas de Bush, pero no consiguen que el jefe del gabinete responda a sus llamadas. Se las ingenió incluso para que la Casa Blanca accediera a que su Consejo Económico Nacional, pre sidido por Alian Hubbard, compañero de Paulson en la Escuela de Negocios de Harvard, celebrara algunas de sus reuniones en el edi ficio del Tesoro y que el vicepresidente Cheney asistiera a ellas. Además, para acallar así cualquier sospecha de que pudiera fa vorecer a su antiguo empleador, firmó voluntariamente un extenso acuerdo «ético» que le vedaba cualquier implicación con Goldman Sachs durante el ejercicio de su cargo. 5. Ibídem.
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Después de treinta y dos años en Goldman, Paulson tuvo se rias dificultades para adaptarse a la vida en el Gobierno. Entre otras cosas, tenía que hacer muchas más llamadas telefónicas porque ya no podía lanzar a sus subordinados largos mensajes de voz. Se le informó repetidas veces de que el sistema del Tesoro aún no tenía esa capacidad. Le aconsejaron que usara el correo electrónico, pero nunca se había sentido cómodo con él, por lo que recurrió a hacer se imprimir los que le enviaban los demás. Tampoco le gustaba ir acompañado a todas partes por funcionarios del Servicio Secreto. Siempre había considerado que tener personal de seguridad era una muestra suprema de arrogancia. La mayor parte del personal del Tesoro no sabía qué pensar de Paulson y de su idiosincrasia. Sus subordinados solían acudir a Ro bert Steel, su subsecretario, procedente también de Goldman, para pedirle consejo sobre cómo relacionarse con su temperamental jefe. Steel les repetía siempre tres cosas: «Uno, Hank es realmente inteli gente. Tiene una memoria fotográfica. Dos, trabaja duro, increí blemente duro. Tres, Hank tiene un cociente emocional cero. No os lo toméis como algo personal. No tiene una clave. Si va a la sala de descanso, sólo entrecierra la puerta.» Al comienzo de ejercer su cargo, Paulson invitó a algunos de sus colaboradores a su casa, una casa de 4,3 millones de dólares en el extremo noroeste de Washington. El grupo estaba reunido en el salón cuyas grandes ventanas con vistas sobre el bosque daban la impresión de estar en una cabaña en un árbol. Los rodeaban fotos de aves, tomadas casi todas por Wendy. Paulson estaba concentrado en explicar al grupo algunas de sus ideas. Wendy, extrañada de que su marido no hubiera ofrecido a sus invitados nada de beber en un día tan caluroso, interrumpió la reunión para suplir esa falta. —No, no van a beber nada —dijo Paulson distraídamente antes de continuar con la reunión. Poco después, Wendy volvió a aparecer con una jarra de agua fría y vasos, pero nadie se atrevió a beber nada delante del jefe.
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Paulson había heredado un Departamento del Tesoro desorga nizado. Lo que más le sorprendía era el escaso número de emplea dos que lo formaban cuando él había supuesto que la ineficacia del Gobierno consistía en tener miles de personas infrautilizadas. Paulson dejó claro que la Administración tendría que enfren tarse al menos a un serio problema: el follón de las hipotecas basu ra, cuyas repercusiones ya habían empezado a hacerse sentir. El 27 de marzo de 2008, tres días apenas después de la tran sacción «retocada» de Bear, Paulson y sus colaboradores más inme diatos celebraban una de sus habituales reuniones de las 8.30 de la mañana. Él acababa de llegar de su habitual sesión de gimnasia en el Sports Club L. A. del hotel RitzCarlton. Su grupo de expertos, formado por Bob Steel, Jim Wilkinson, David Nason, Michelle Davis, Phillip Swagel, Neel Kashkari y varios más, se apiñaba en su despacho de la tercera planta del edificio del Tesoro, que daba a la rosaleda de la Casa Blanca y tenía una vista impresionante del Mo numento a Washington hacia el sur. Paulson cogió una silla del rincón de la sala de altos techos, cuyas paredes ya estaban decoradas con profusión con las fotogra fías de pájaros y reptiles de su esposa. Algunos de sus colaboradores se habían acomodado en su sofá de terciopelo azul y otros se apo yaban contra su mesa de caoba, encima de la cual centelleaban las cuatro pantallas Bloomberg. Mientras Paulson recorría la habitación haciendo la disección de Bear, se detuvo ante David Nason. Nason, secretario adjunto para las Instituciones Financieras de treinta y ocho años, había lle gado al Tesoro en 2005 y era el cerebro directivo residente. Repu blicano y defensor a ultranza del libre mercado, llevaba meses ad virtiendo en estas reuniones sobre la posibilidad de otro episodio como el de Bear Stearns en uno o más bancos. Él y otros funciona rios del Tesoro habían llegado a reconocer que el modelo de inter mediario financiero por cuenta propia o ajena de Wall Street —se
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gún el cual los bancos podían contar de la noche a la mañana con una financiación segura por parte de otros inversores— era, por definición, un polvorín. Bear les había demostrado lo rápido que puede venirse abajo un banco; en un sector alimentado sólo por la confianza de otros inversores, la energía vital podía desaparecer al menor indicio de problema. No obstante, y a pesar de lo peligrosa que era la situación en su conjunto, Nason seguía oponiéndose fir memente a los rescates, un concepto que no podía tolerar. Nason era partidario de que el Tesoro concentrara sus esfuer zos en un doble frente: hacer que la autoridad hiciera pasar a un banco de inversión por una quiebra organizada, de modo que no desbaratara los mercados, y, de manera más inmediata, instar a los bancos a recaudar más dinero. En los seis meses anteriores, los ban cos de Estados Unidos y de Europa —incluidos el Citigroup, Me rrill Lynch y Morgan Stanley— habían conseguido allegar unos ochenta mil millones en nuevo capital, en muchas ocasiones ven diendo sus acciones a fondos de inversión estatales conocidos como «fondos soberanos» en China, Singapur y el golfo Pérsico. Pero evi dentemente no era suficiente, y los bancos ya se habían visto obli gados a recurrir a los inversores con bolsillos más abultados. Habiendo dejado atrás, aparentemente, la situación de Bear Stearns, Paulson se centró aquella mañana en el que consideraba el siguiente punto conflictivo: Lehman Brothers. Puede que los inver sores hubieran quedado impactados con la actuación de Erin Callan en la teleconferencia en la que había hecho público el balance de re sultados, pero Paulson no se dejaba engañar. «Podrían ser insolventes también», les dijo con calma a los allí presentes. No sólo lo preocupa ba la forma en que valoraban sus activos, que le parecía desbordada mente optimista, sino también su imposibilidad para recaudar ni un céntimo de capital. Paulson sospechaba que Fuld se había estado re sistiendo tontamente a hacerlo porque no quería diluir las acciones de la compañía, entre ellas las suyas, que pasaban de dos millones. Sin embargo, había algo en Fuld que lo ponía nervioso. No le tenía miedo al riesgo, a veces era incluso temerario para su gusto. «Es como un gato; ya ha tenido nueve vidas», había dicho en una reunión con sus colaboradores. Paulson creía que su viejo colega de Goldman, Bon Rubin, había avalado a Fuld a comienzos de 1995
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cuando, siendo secretario del Tesoro, había prestado ayuda a Méxi co con ocasión de la crisis del peso. Lehman había apostado una fortuna en el peso mexicano sin cubrir la apuesta, y le había salido mal. Paulson recordaba bien el momento —y les habló de él a los suyos— debido a las acusaciones que hubo por entonces de que Rubin realmente había organizado el rescate internacional en un intento de salvar a Goldman Sachs. Fuera o no justo, Paulson metía a Fuld en el saco de lo que él consideraba la retaguardia de Wall Street, financieros como Ken Langone y David Komansky, que solían almorzar en el restaurante San Pietro, de Manhattan, y eran amigos de Richard Grasso, un símbolo del exceso. Paulson había sido miembro del Comité de Recursos Humanos y Compensación de la Bolsa de Nueva York, que había aprobado un crédito a corto plazo para Grasso, presidente de la Bolsa de Nueva York. Fuld también formaba parte de aquel comité, y Langone lo presidía. Después del revuelo por la magnitud del paquete de compensación de Grasso, Paulson había querido expulsarlo. En su opinión, Grasso no sólo había sido avaricioso, sino que además había mentido. Eliot Spitzer, por entonces fiscal general de Nueva York y en ese momento en la cumbre de su carrera, pronto tomó cartas en el asunto y encausó a Grasso y a Langone. Fue en la batalla que tuvo lugar a continuación cuando se gestó la antipatía de Paulson por Grasso y sus secuaces, que parecían totalmente dispuestos a arrojar a Paulson a los pies de los caballos si convenía a sus intereses. No obstante, como secretario del Tesoro, tenía la obligación de ser diplomático y de mantener buenas relaciones con todos los consejeros delegados de Wall Street. Ellos serían activos de gran importancia, sus ojos y oídos en los mercados. Si necesitaba infor mación sobre el «flujo de transacciones» prefería obtenerla directa mente de ellos y no de algún desconectado y rígido funcionario del Tesoro, acostumbrado a calcular este tipo de cosas. Aproximadamente un mes después de haberse hecho cargo del puesto, en el verano de 2006, Paulson llamó a Fuld: —Me gustaría hablar contigo de vez en cuando para examinar los mercados, las transacciones, o la competencia; para saber qué cosas te preocupan.
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A Fuld le satisfizo el gesto y así se lo dijo. Después de esa conversación hablaron con cierta regularidad, pero con el clima imperante ahora en el mercado, las últimas con versaciones habían sido especialmente complicadas, y la siguiente lo sería aún más. Su asistente, Christal West, tenía a Dick Fuld en la línea uno. —Dick —dijo Paulson con tono despreocupado—. ¿Cómo estás? Fuld que había estado en su despacho esperando esta llamada, respondió: —Resistiendo. Se habían interesado el uno por el otro un puñado de veces la semana anterior, desde lo de Bear, pero no habían hablado de nada sustancial. La llamada de ese día fue diferente. Hablaron de las fluctuaciones en el mercado y de las acciones de Lehman. Todos los bancos estaban sufriendo, pero el precio de las acciones de Lehman había sido el más perjudicado: había bajado más de cuarenta pun tos en lo que iba de año. Lo peor era que los cortoplacistas olfatea ban la sangre, lo cual significaba que la posición a corto plazo —la apuesta por una mayor caída de las acciones de Lehman— empeza ba a tomar ventaja, y representaba más del 9 por ciento de las ac ciones de Lehman. Fuld había tratado de convencer a Paulson de que hiciera que Christopher Cox, presidente de la SEC (Comisión de Valores y Cambio), impidiera que los vendedores al descubierto dejaran de vapulear a su firma. No era que Paulson no entendiera la situación de Fuld, pero quería información actualizada sobre los planes de Lehman para reunir capital. A Fuld ya le habían dicho algunos de sus principales inversores que éste sería un buen camino, especialmente cuando las cosas todavía eran bastante positivas para la firma en la prensa. —Sería una verdadera demostración de fortaleza —dijo Paul son, esperando ser convincente. Ante la sorpresa de Paulson, Fuld se manifestó de acuerdo y dijo que había estado pensando en ello. Algunos de los tenedores de sus obligaciones ya lo habían estado presionando para que reuniese dinero respaldándose en el positivo balance de beneficios de la fir ma.
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—Estamos pensando en recurrir a Warren Buffett —dijo para finalizar. Ésa había sido una afirmación muy pensada. Fuld sabía que Paulson era amigo del legendario inversor de Omaha. Aunque Buf fett desdeñaba públicamente a los banqueros inversores en gene ral, durante años había usado la oficina de Goldman en Chicago para algunos de sus negocios, y Paulson y Buffett se habían hecho amigos. Una inversión de Buffett era en el mundo financiero un certi ficado de buena gestión.6 A los mercados les encantaría. —Deberías tantearlo —dijo Paulson, con alivio al ver que Fuld por fin entraba en el buen camino. —Sí —asintió Fuld. Pero tenía un favor que solicitar—. ¿Po drías decirle algo a Warren? Paulson vaciló, reflexionando que tal vez no fuese una idea particularmente buena para un secretario del Tesoro hacer de in termediario en transacciones de Wall Street. La situación podría complicarse aún más por el hecho de que Buffett fuera cliente de Goldman. —Déjame que lo piense, Dick, y te vuelvo a llamar —dijo.
El 28 de marzo, Warren Buffett, el legendario inversor en va lores, estaba en su despacho de la sede central de Berkshire Ha thaway en Omaha, trabajando en el sencillo escritorio de madera que había sido de su padre y esperando la llamada de Dick Fuld. La llamada había sido acordada un día antes por Hugh McGee, un banquero de Lehman, que se había puesto en contacto con David L. Sokol, presidente de MidAmerican Energy Holdings, propiedad de Berkshire Hathaway (Buffett recibe casi a diario llamadas de tanteo como aquélla, de modo que le pareció una cuestión de ru tina). No conocía bien a Fuld, con el que se había encontrado en unas cuantas ocasiones; la última vez que habían estado juntos, fue 6. John Helyar y Yalman Onaran, «Fuld Sought Buffett Offer He Re fused as Lehman Sank», Bloomberg News, 10 de noviembre de 2008.
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sentado entre Fuld y Paul Volcker, el anterior presidente de la Re serva Federal, en una cena del Tesoro celebrada en Washington en 2007. Buffett, que llevaba uno de sus habituales trajes sin preten siones y unas gafas con montura de caparazón de tortuga, había estado haciendo las rondas cuando derramó un vaso de vino tinto encima de Fuld, justo antes de los postres. El hombre más rico del mundo después de Bill Gates se puso rojo como la grana mientras los asistentes a la cena —un grupo en el que estaban Jeffrey Immelt de General Electric, Jamie Dimon de JP Morgan Chase y el ante rior secretario del Tesoro, Robert Rubin— se abstenían educada mente de cualquier comentario. Fuld intentó reírse, pero el vino le había caído encima. Desde entonces no habían vuelto a verse. Cuando Debbie Bosanek, la asistente de tantos años de Buf fett, le anunció que tenía a Dick en la línea, Buffett dejó su Diet Cherry Coke y levantó el auricular. —Warren, soy Dick. ¿Cómo estás? Tengo conmigo a Erin Cal lan, mi jefe de finanzas. —Hola, ¿qué tal? —saludó Buffett con su afabilidad habi tual. —Como creo que ya sabrás, estamos tratando de captar algo de dinero. Nuestras acciones están muertas y es una oportunidad de oro. El mercado no entiende nuestra situación —dijo Fuld antes de lanzar su retórica de venta. Explicó que Lehman buscaba una inversión de entre tres mil y cinco mil millones de dólares y después de intercambiar algunas ideas, Buffett le hizo una rápida propuesta: le podría interesar invertir en acciones preferentes con un dividen do del 9 por ciento y certificados para la compra de acciones de Lehman a cuarenta dólares. Las acciones de Lehman habían cerra do a 37,87 ese viernes. Era una oferta agresiva por parte del Oráculo de Omaha. Un dividendo del 9 por ciento era una propuesta muy cara —por ejem plo, si Buffett hacía una inversión de cuatro mil millones, le corres ponderían trescientos sesenta millones de dólares al año en intere ses—, pero ése era el coste de «arrendar» el nombre de Buffett. Sin embargo, dijo Buffett, tendría que hacer algunas diligencias antes de comprometerse incluso a esas condiciones. «Déjame repasar al gunas cifras y te llamaré», le dijo a Fuld antes de colgar.
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En Omaha, Buffett ya había empezado a hacer algunas consul tas, nada convencido de volver a poner su dinero en un banco de inversiones. En 1991 había rescatado a Salomón Brothers cuando la famosa casa de inversiones de Nueva York estaba al borde del preci picio, pero no tardó en darse cuenta de que no soportaba la cultura de Wall Street. Si ahora prestaba su ayuda a Lehman, el mundo ente ro miraría con lupa su participación, y era muy consciente de que no sólo estaría en juego su dinero, sino también su reputación. Aunque Buffett a menudo había negociado en el mercado usando cláusulas de protección y derivadas, despreciaba la ética del intermediario y las lucrativas primas que enriquecían a gente que, a su entender, no era demasiado inteligente ni creaba mucho valor. Siempre recordaría lo indignado que estuvo después de pagar nove cientos millones en bonos en Salomón, y lo atónito que había que dado cuando John Gutfreund, el presidente de la firma, había pe dido treinta y cinco millones de dólares sólo por marcharse del follón que había creado. —Cogieron el dinero y salieron corriendo —dijo en una oca sión—. Era demasiado evidente que todo estaba en manos de los empleados. Los banqueros de inversión no hacían nada de dinero, pero se creían la aristocracia. Y odiaban a los intermediarios en parte porque ellos hacían el dinero y, por lo tanto, tenían mas mus culatura. Buffett decidió quedarse esa noche en su despacho y estudiar a fondo el balance anual de Lehman de 2007. Después de hacerse con otra Diet Cherry Coke, estaba empezando a leer cuando sonó el teléfono. Era Hank Paulson. Esto parece algo orquestado. Paulson empezó como si se tratara de una llamada social, sa biendo perfectamente que estaba pisando la delgada línea que separa la actuación de un regulador y la de un negociador. Sin embargo, pronto pasó a hablar de la situación de Lehman Brothers. «Si par ticiparas, tu nombre resultaría muy tranquilizador para el merca do», dijo sin presionar demasiado a su amigo. Al mismo tiempo, con sus acostumbrados circunloquios, dejó claro que no pretendía responder por las cuentas de Lehman. Al fin y al cabo, Buffett lle vaba años oyéndolo, como principal responsable de Goldman, des potricar contra otras firmas a las que consideraba demasiado agre
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sivas en sus inversiones y sobre su forma de llevar las cuentas. Tras años de amistad, Buffett estaba familiarizado con el código de Paulson: era un tipo impetuoso, y si quería algo realmente lo decía a las claras. Se daba cuenta de que ahora no estaba haciendo demasiada fuerza. Los dos prometieron mantenerse en contacto y se desearon buenas noches. Buffett volvió a la lectura del balance anual de Lehman. Cada vez que una cifra o una partida le parecían dudosos, anotaba el número de la página en la portada del balance. No llevaba ni una hora leyendo, y la portada estaba llena de anotaciones. Era evidentemente una bandera roja. Buffett tenía una regla muy simple: no podía invertir en una compañía que le planteaba tantos interrogantes, aunque supuestamente hubiera respuestas. Decidió dar por terminada la lectura y resolvió que no era viable una inversión. El sábado por la mañana, cuando Fuld volvió a llamar, rápidamente se hizo evidente que había otro problema además de las dudas de Buffett. Fuld y Callan tenían la impresión de que Buffett había pedido un dividendo del 9 por ciento y cláusulas de protección «cuarenta arriba», lo cual significaba que el precio del ejercicio sería de cuarenta dólares por encima de su valor actual. Buffett, por supuesto, creía haber dicho que el precio del ejercicio de las cláusulas de protección sería de cuarenta dólares la acción, apenas un par de dólares de diferencia de como estaban ahora. Por un momento todos hablaban y parecía una representación de ¿Quién está primero?, de Abbott y Costello. Era evidente que había habido un fallo de comunicación, y Buffett pensó que tanto daba. Eso fue el fin de las conversaciones. De vuelta en su despacho de Nueva York, Fuld, molesto, le dijo a Callan que las condiciones de Buffett eran leoninas y que buscarían inversiones por otro lado. Llegado el lunes, Fuld había conseguido reunir cuatro mil millones de dólares de acciones preferentes convertibles, con un tipo de interés del 7,25 por ciento y una prima de conversión del 32 por ciento de un grupo de grandes de la inversión que ya tenían intereses en Lehman. Era un acuerdo mucho mejor para ellos que el ofrecido por Buffett, pero no traía consigo la confianza que habría inspirado una inversión suya.
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Esa misma mañana, Fuld llamó a Buffett para informarle del éxito de su intento de captar fondos. Buffett lo felicitó, pero le quedó la duda de si Fuld había usado su nombre para conseguir el dinero. Aunque nunca sacó el tema, a Buffett le resultó curioso que Fuld ni siquiera mencionara la que a él le parecía una noticia im portante que había circulado durante el fin de semana: «Lehman golpeada por un fraude de 355 millones de dólares.» A Lehman le habían birlado 355 millones de dólares dos empleados del banco Marubeni en Japón, que aparentemente se habían valido de docu mentos falsos y de impostores para perpetrar el fraude. Otra vez le vino a Buffett a la memoria su experiencia en Salo món, esta vez la ocasión en que John Gutfreund y el equipo legal de Salomón le habían ocultado que la compañía estaba mezclada en un enorme escándalo por amañar las ofertas en una subasta de bonos del Tesoro, un escándalo que a punto estuvo de acabar con la empresa. No se puede fiar uno de gente como ésta.
Capítulo 3
La tarde del 2 de abril de 2008, un agitado Timothy F. Geithner bajó por la escalera mecánica al vestíbulo principal del aeropuerto nacional Reagan, en Washington.1 Acababa de llegar de Nueva York en el puente aéreo de US Airways, y su chófer, que normalmente lo esperaba nada más pasar la seguridad del aeropuerto, no aparecía por ninguna parte. —¿Dónde diablos está? —le espetó Geithner a su asistente principal, Calvin Mitchell, que había llegado con él. A Geithner, el joven presidente de la Reserva Federal de Nueva York, pocas veces se le veía estresado, pero en ese momento era in dudable que lo estaba. Hacía menos de tres semanas que había re mendado el acuerdo de último momento para sacar a Bear Stearns de la inminente insolvencia, y al día siguiente por la mañana ten dría que explicar su actuación ante el Comité de Banca del Senado —y al mundo— por primera vez. Era necesario que todo saliera a la perfección. En el fin de semana del 15 de marzo había sido Geithner —no su jefe, Ben Bernanke, como había dicho la prensa— el que había impedido la quiebra de Bear, levantando el dique de veintinueve mil millones del Gobierno que finalmente convenció a un reacio Jamie Dimon, de JP Morgan, a asumir las obligaciones de la fir 1. El avión de Geithner despegó del aeropuerto de La Guardia a las siete de la mañana, y llegó al Distrito Federal aproximadamente a las 8.20 de la ma ñana del miércoles 2 de abril de 2008. Las citas diarias de Geithner en el Fed de Nueva York puede verse en línea en la web de The New York Times. Véase http:// documents.nytimes.com/geithnerschedulenewyorkfed#p=l
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ma.2 La garantía protegía a los deudores de Bear y a sus contrapar tes —los miles de inversores que negociaban con la firma— evitan do un golpe muy grave para el sistema financiero global, al menos eso pensaba decir Geithner a los senadores. Los miembros del Comité de Banca no necesariamente lo ve rían así, y era probable que se mostraran escépticos, si no abierta mente desdeñosos, al ver a Geithner en la audiencia. Miraban el acuerdo sobre Bear como la representación de un cambio de políti ca de gran envergadura y no precisamente bien visto. Geithner ya había sido el blanco de hirientes críticas, pero teniendo en cuenta la escala de la intervención, era de esperar. Claro que eso no hacía que resultase menos desagradable escuchar a los políticos lanzar el término riesgo moral, como si lo hubieran aprendido apenas el día anterior. Geithner contaba con apoyos, pero en general eran personas que ya tenían motivo para estar familiarizadas con la peligrosa si tuación del sector financiero. Richard Fisher, quien ocupaba el mismo puesto que Geithner en la Reserva Federal de Dallas, le había enviado un correo electrónico: «Illegitimi non carborundum:* no dejes que esos bastardos te derriben.» Aunque sin duda le hubiera gustado, Geithner no tenía inten ción de anunciar ante el Senado de Estados Unidos que la crisis lo había tomado por sorpresa. Desde su despacho en lo alto de la for taleza de granito que es el Banco de la Reserva Federal de Nueva York, llevaba años advirtiendo de que la explosiva proliferación de los derivados del crédito —diversas formas de seguro que los inver sores podían comprar para protegerse contra la falta de cumpli miento de un socio comercial— podrían hacerlos en última instan cia más y no menos vulnerables debido al potencial efecto dominó 2. Una semana después del acuerdo, JP Morgan aceptó cubrir mil millo nes de dólares de pérdidas de Bear Stearns, rebajando el rescate del Fed a veinti nueve mil millones. Robin Sidel y Kate Kelly, «JP Morgan Quintuples Bid to Seal Bear Deal», The Wall Street Journal, 25 de marzo de 2008. * Este aforismo falsamente latino fue adoptado por el general del Ejérci to estadounidense Vinagre Joe Stillvell como lema personal durante la guerra. Más tarde fue popularizado en Estados Unidos por el candidato presidencial Barry Goldwater en 1964. (N. delt.)
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de los incumplimientos. El auge de Wall Street no podía durar, no dejaba de insistir, y era necesario tomar las precauciones necesarias. Había hecho hincapié una y otra vez en estas ideas en los discursos que daba, pero ¿alguien lo escuchaba? La verdad era que fuera del mundo financiero a nadie le importaba mucho lo que dijera el presidente de la Reserva Federal de Nueva York. Todo era Green span, Greenspan y más Greenspan, hasta que pasó a ser Bernanke, Bernanke y más Bernanke. Mientras esperaba en el aeropuerto, Geithner se sentía real mente hundido, pero por el momento se debía, sobre todo, al he cho de que su chófer no hubiera aparecido. —¿Quiere tomar un taxi? —preguntó Mitchell. Geithner, el que se suponía era el banquero central más pode roso de la nación después de Bernanke, se puso en la cola de los taxis donde ya había veinte personas esperando. Hurgó en sus bol sillos mirando a Mitchell con expresión de desamparo. —¿Llevas dinero? —le preguntó. Si la vida de Tim Geithner hubiera dado un giro levemente diferente unos cuantos meses antes, es muy posible que hubiera sido consejero delegado del Citigroup y no su regulador. El 6 de noviembre de 2007, cuando la crisis crediticia estaba en sus albores, Sandford Sandy Weill, el arquitecto del imperio Citigroup y uno de sus mayores accionistas individuales, había concertado una conver sación telefónica con Geithner para las 3.30 de la tarde. Dos días antes, tras anunciar unas pérdidas sin precedentes, el consejero de legado de Citi, Charles O. Prince III, se había visto obligado a presentar su renuncia.3 Weill, un directivo de la vieja escuela, no 3. El domingo 4 de noviembre de 2007, Citigroup mantuvo una reu nión de urgencia de su consejo de administración, que puso de manifiesto que podría tener hasta once mil millones adicionales de amortizaciones de activos tóxicos. Ese mismo día, el Citi nombró presidente a Robert Rubin y Prince hizo esta declaración: «A mi juicio, dado el volumen de las recientes pérdidas en nues tras operaciones de valores respaldados por hipotecas, la única conducta honora ble que me queda como director ejecutivo es presentar la renuncia. Esto es lo que le comuniqué al consejo.» Jonathan Stempel y Dan Wilchins, «Citigroup CEO
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siempre de sincera cordialidad, famoso por haber reconocido y cul tivado el talento en bruto de un joven Jamie Dimon, quería hablar con Geithner para incorporarlo a su equipo. —¿Qué te parecería dirigir el Citi? —le preguntó Weill. Geithner, que llevaba cuatro años en su cargo en la Reserva Federal de Nueva York, sintió curiosidad, pero percibió de inme diato un conflicto de intereses. —No soy la persona indicada4 —dijo casi por reflejo, pero estuvo toda una semana dándole vueltas a la idea. Durante el tiempo que llevaba en la Reserva Federal, había detectado cierta falta de respeto por parte de Wall Street. En parte, el problema se debía a que él no pertenecía al modelo de banquero central con el cual se sentían cómodos los financieros. En sus no venta y cinco años de historia, había habido ocho presidentes del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, y todos ellos habían trabajado en Wall Street como banqueros, como abogados o como economistas. Geithner, en cambio, era un tecnócrata que había he cho carrera en el Tesoro, un protegido de los antiguos secretarios Lawrence Summers y Robert Rubin. Además, su autoridad estaba un poco comprometida por el hecho de que, a los cuarenta y seis años, todavía tenía el aspecto de un adolescente, era conocido por practicar snowboard de vez en cuando y era dado a terminar todas sus frases con un «joder».5 Tenía un estilo directo de abordar los problemas, producto de una niñez en la que hubo de adaptarse continuamente a nuevas per sonas y nuevas circunstancias. Geithner se había criado como hijo de militar, yendo de país en país cuando su padre, Peter Geithner, espe cialista en desarrollo internacional, desempeñaba una serie de varia das misiones, primero para la Agencia de Desarrollo Internacional de
Prince Expected to Resign», Reuters, 4 de noviembre de 2007; Tomoeh Muraka mi Tse, «Citigroup CEO Resigns», The Washington Post, 5 de noviembre de 2007. 63. Jo Becker y Gretchen Morgenson, «Member and Overseer of Finance Club», The New York Times, 27 de abril de 2009. 64. «A Reassuring Figure for Treasury», The Economist, 22 de noviembre de 2008.
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Estados Unidos y después para la Fundación Ford. Cuando llegó al instituto, había vivido ya en Rodesia (actualmente Zimbabue), la India y Tailandia. La familia Geithner tenía tradición dentro de la función pública. El padre de su madre, Charles Moore, había sido asesor del presidente Eisenhower y le escribía los discursos, y su tío, Jonathan Moore, trabajaba en el Departamento de Estado. Siguiendo los pasos de su padre, su abuelo y su tío, Tim Geith ner fue al Dartmouth College, donde se especializó en estudios gu bernamentales y asiáticos. A comienzos de la década de 1980, en el campus de Dartmouth se libraban importantes batallas en las gue rras de la cultura, alimentadas por la aparición de una publicación de derechas, el Dartmouth Review. El periódico, del que salieron destacados escritores conservadores como Dinesh D'Souza y Laura Ingraham, publicaba historias incendiarias, 6 entre ellas una en la que se incluía una lista de los miembros de la Asociación de Estu diantes Gays, y otra, una columna contra la discriminación positiva escrita en lo que se suponía era «inglés negro». Los estudiantes libe rales de Dartmouth tragaron el anzuelo e hicieron oír sus protestas contra el periódico. Geithner desempeñó un papel conciliador, y persuadió a los liberales para que canalizaran su indignación po niendo en marcha una publicación rival.7 Al abandonar el colegio universitario, Geithner asistió a la Es cuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Johns Hopkins, donde finalizó un máster en 1985. Ese mismo año se casó con su novia de Dartmouth, Carole Sonnenfeld. Su padre actuó como pa drino en la boda, que se celebró en la casa de verano que tenían sus padres en Cape Cod. Con la ayuda de una recomendación del decano de Johns Hopkins, 8 Geithner obtuvo un trabajo en la firma consultora de 65. Peter S. Canellos, «Conservatives Sour on 'Rebel Media'», Boston Glo be, 19 de abril de 2007. 66. Onaran and McKee, «In Geithner We Trust», Bloomberg News, art. cit. 67. George Packard, entonces decano de la Johns Hopkins, recomendó a Geithner a Brent Scowcroft, entonces vicepresidente de Kissinger Associates, que lo condujo a su trabajo de investigación. Deepak Gopinath, «Nueva York Fed's Geithner Hones Skills for Wall Street», Bloomberg Markets, 22 de abril de 2004.
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Henry Kissinger, donde realizó labores de investigación para un li bro de Kissinger y causó una impresión muy favorable en el ex se cretario de Estado.9 Geithner aprendió muy pronto cómo funcio nar dentro del ámbito de los poderosos sin convertirse en un mero adulador; intuitivamente aprendió a devolverles, como un espejo, la imagen de su propia importancia. Con el apoyo de Kissinger entró en el Departamento del Tesoro y llegó a ser agregado finan ciero adjunto en la embajada de Estados Unidos en Tokio, donde llegó a dominar las canchas de tenis del recinto con su feroz com petitividad. Los encuentros deportivos le servían también para te ner discusiones informales con los corresponsales en Tokio de los principales periódicos, con los diplomáticos y con sus colegas japo neses. Durante su estancia en Japón, Geithner fue testigo presencial de la espectacular inflación y aplastante deflación de la gran burbuja económica del país. El trabajo que desempeñó allí fue el que atrajo sobre él la atención de Larry Summers, por entonces subse cretario del Tesoro, que empezó a promoverlo a responsabilidades cada vez más altas. Cuando la economía surcoreana estuvo a punto de irse a pique en el otoño de 1997, Geithner ayudó a diseñar la respuesta de Es tados Unidos, y al año siguiente fue ascendido a subsecretario del Tesoro para Asuntos Internacionales. Cuando Clinton dejó la presidencia, Geithner se unió al Fon do Monetario Internacional, y desde allí fue reclutado para la Re serva Federal de Nueva York. A pesar de haber servido en una Ad ministración demócrata, Geithner recibió el apoyo para el cargo de Peterson, un republicano con buenas conexiones. La presidencia de la Reserva Federal de Nueva York es el segun do cargo por su importancia dentro del sistema de bancos centrales del país y conlleva enormes responsabilidades. El Banco de Nueva York es los ojos y los oídos del capital financiero de la nación, ade 9. «No trata de entrar en una sala y hacerse con ella —dijo en una oca sión Kissinger sobre Geithner—. Se impone por la fuerza de su razonamiento.» Candace Taylor, «Quiet NY Fed Chief Makes Loud Moves», Nueva York Sun, 31 de marzo de 2008.
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más de ser responsable de la gestión de gran parte de la deuda del Tesoro. De los doce bancos de distrito del sistema de la Reserva Federal, el de Nueva York es el único cuyo presidente es miembro permanente del comité que establece tipos de interés.10 Debido al coste relativamente elevado de la vida en Nueva York, el salario anual del presidente de la Reserva Federal de Nue va York es el doble que el del presidente de la Reserva Federal.11 A pesar de su idiosincrasia, Geithner fue adaptándose a su nuevo cargo en la Reserva Federal de Nueva York, distinguiéndose por su concienzudo esfuerzo por conseguir consenso. Tenía claro que el auge de Wall Street habría de terminar en algún momento, y su experiencia en Japón le indicaba que no era probable que acabara bien. Por supuesto, no tenía forma de cono cer con exactitud ni cómo ni cuándo sucedería eso, y por mucho que hubiera estudiado, nada podría haberlo preparado para enfren tarse a los acontecimientos que se desencadenaron a comienzos de marzo de 2008. Matthew Scogin asomó la cabeza en el despacho de esquina que ocupaba Robert Steel en el Departamento del Tesoro. —¿Estás preparado para otra ronda del comité de la muerte?* Steel suspiró mirando a su asesor principal, pero sabía que era para bien. —Vale, está bien, vamos a ello. Hank Paulson había sido llamado a testificar ante el Comité 68. «El Comité Federal del Mercado Abierto consta de siete miembros del Consejo de Gobernadores y cinco presidentes del Banco de la Reserva. Mien tras que el presidente de la Reserva Federal de Nueva York se desempeña sobre la base de la continuidad, los otros once presidentes de la Reserva rotan por perío dos de un año, empezando el 1 de de enero de cada año.» http://www.federalre serve.gov/FOMC 69. El sueldo anual del presidente del Fed de Nueva York en 2008 fue de 191 300 dólares, http://www.federalreserve.gov/generalinfo/faq/faqbog.htm * Un «comité de la muerte» {murder board) es un comité de interpelantes formado para ayudar a alguien a prepararse para un examen oral especialmente difícil. (N.delt.)
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de Banca con Geithner, Bernanke y Cox, presidente de la Comi sión de Cambio y Bolsa, esa mañana del 3 de abril, junto con Alan Schwartz de Bear Stearns y Jamie Dimon de JP Morgan que decla rarían después. Pero Paulson estaba en un viaje oficial en China que no podía postergarse, de modo que su adjunto, Steel, se presen taría en su lugar.12 Al igual que Geithner, Steel era un gran desconocido fuera del mundo financiero, y consideraba su declaración ante el Comité de Banca del Senado como una especie de oportunidad. Su perso nal había estado ayudándolo a prepararse al modo tradicional de Washington: realizando una ronda tras otra del «comité de la muer te». El juego consistía en que diferentes miembros del personal asu mieran los roles de determinados legisladores y acribillaran a Steel con las preguntas que podían llegar a hacerle los políticos. El obje tivo era, además, comprobar que Steel respondiera a los ataques con toda la lucidez y coherencia de las que era capaz. Steel se había presentado ya ante otros comités del Congreso, pero nunca con tanto en juego. Aunque siempre había pensado en hacer un regreso triunfal al sector privado, quería dedicar algún tiempo a la función pública, igual que muchos otros discípulos de Goldman. Acreditada su bue na fe en el sector público, incluido un puesto como asociado prin cipal en la John F. Kennedy School of Government de Harvard, el 10 de octubre de 2006 aceptó la invitación de Paulson de trabajar con él en el Tesoro como subsecretario de finanzas nacionales. Cuando entró en la sala de conferencias con Scorgin para una última ronda del comité de la muerte, ya estaban allí sus colegas del Tesoro David Nason, el jefe de personal Jim Wilkinson y Michele Davis, subsecretaría para asuntos públicos y directora de planifica
12. «Aprecio mucho la oportunidad de presentarme hoy ante ustedes en representación del secretario Paulson y del Departamento del Tesoro de Estados Unidos —dijo Steel el 3 de abril de 2008—. Como saben, el secretario Paulson está realizando un viaje a China programado desde hace mucho tiempo.» El discurso de Steel se puede consultar en://www.ustreas.gov/press/releases/ hp904. htm
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ción política, sentados con un pequeño grupo al otro lado de la mesa. Había una pregunta candente que todos sabían que le harían: ¿qué papel había desempeñado el Gobierno en las negociaciones que habían desembocado en el precio original de dos dólares por acción para Bear Stearns? Ninguno de los miembros del Tesoro te nía la clave sobre lo que los otros testigos —Jamie Damon por JP Morgan y Alan Schwartz por Bear— iban a decir que había ocurri do realmente cuando testificaran más tarde ese mismo día. Steel sabía que Paulson había tratado de forzar un precio más bajo para enviar un poderoso mensaje de que los accionistas no debían aprovecharse de un rescate del Gobierno, pero en el Tesoro nadie había confirmado eso, y por el bien de Paulson y de todos los demás, era mejor no reconocer lo que realmente había sucedido: el domingo 16 de marzo por la tarde, Paulson había llamado a Di mon y le había dicho que pensaba que aquello debía hacerse a un precio muy bajo. Steel sabía que tenía que sortear esa cuestión en la audiencia. Era imperativo, tal como Davis y otros habían dejado claro duran te las sesiones del comité de la muerte y en otras reuniones, que no se dejara atraer a un debate acerca de si dos dólares era el precio adecuado... o diez dólares, que daba lo mismo. La idea clave en la que tenía que centrarse era la preocupación de Paulson de que, tratándose como se trataba de dinero del contribuyente, no debía compensarse a los accionistas. Y más importante, aconsejaban deci didamente a Steel que se mantuviera inflexible al decir que el Teso ro no había negociado el acuerdo para la compra de Bear. En todo caso, debía desviar la cuestión hacia la Reserva Federal, que era el único organismo del Gobierno que podía participar legalmente en una transacción de ese tipo. El comité de la muerte siguió hasta unos minutos antes de la partida de Steel para la audiencia. Iba prevenido de que tuviera es pecial cuidado con dos senadores republicanos: Richard Shelby y Jim Bunning. El objetivo clave era ahora proteger a Steel y al De partamento del Tesoro de cualquier sorpresa en el último momen to. El personal repasó minuciosamente los periódicos de la mañana para asegurarse de que no hubiera ninguna nueva revelación sobre
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Bear Stearns ni ninguna opinión hostil de algún columnista a quien un senador pudiera citar esa mañana. Por fortuna, no había nada. Steel hizo el corto viaje desde el Tesoro al Capitolio en un coche del banco con sus asistentes. La sala de audiencias en el edificio Dirksen de oficinas del Senado ya bullía de actividad, con los camarógrafos montando sus equipos y los fotógrafos probando la luz. Cuando Steel ocupó su sitio, observó que Alan Schwartz de Bear Stearns ya había llegado, aunque no le tocaba testificar hasta esa tarde, y lo saludó. Inmediatamente a la derecha de Steel estaba Geithner; a su derecha, Cox; y al lado de Cox, Bernanke. Sentados en fila se hallaba el grupo de hombres a quienes, más que a cuales quiera otros del mundo, se les encomendaba la solución de los problemas financieros.
—¿Fue esto un rescate justificado para evitar el derrumbe de los mercados financieros —preguntó Christopher Dodd, senador demócrata por Connecticut y presidente del comité— o un aval de treinta mil millones del dinero del contribuyente, como algunos lo han llamado, para una compañía de Wall Street mientras la gente de la calle se desespera por pagar sus hipotecas?13 Los fuegos de artificio comenzaron casi de inmediato. Los miembros del comité eran muy críticos respecto de la supervisión que hacían los reguladores de las firmas financieras. Lo más impor tante era que cuestionaban si la financiación de una toma de con trol de Bear Stearns había creado un peligroso precedente, que no haría más que alentar a otras empresas a tomar apuestas de riesgo, seguras de que el dinero del contribuyente las salvaría del hundi miento. Bernanke se apresuró a explicar la posición del Gobierno: «Lo que tuvimos presente en este caso fue la protección del sistema fi 13. La pregunta de Dodd así como las subsiguientes declaraciones de Bernanke, Steel y Geithner están tomadas directamente de las transcripciones oficiales del Fed de la primera parte de la audiencia. Véase «Panel I of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Aff airs Committee», Federal News Service, 3 de abril de 2008.
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nanciero y de la economía estadounidenses. Creo que si el pueblo americano comprende que estábamos tratando de proteger la eco nomía y no a alguien de Wall Street, estará en mejores condiciones de apreciar por qué tomamos las medidas que tomamos.» A continuación llegó la pregunta para la que Steel se había preparado: ¿había sido el secretario del Tesoro el que había determi nado el precio de dos dólares la acción? —Bueno, señor, el secretario del Tesoro y otros miembros de este organismo participaron activamente durante estas noventa y seis horas, tal como usted dice —replicó—. Hubo muchas discu siones por una y otra parte. —Además, en cualquier combinación de este tipo hay mu chos términos y condiciones. Pienso que la perspectiva del Tesoro tenía realmente dos vertientes. Una era la idea que sugirió el presi dente Bernanke: que una combinación, poniéndola en manos se guras, sería constructiva para el mercado en general; y, número dos, puesto que había fondos federales o dinero del Gobierno en juego, eso debía tomarse en consideración. Y el secretario Paulson ofreció su punto de vista al respecto. Había una percepción de que el pre cio no debería ser muy alto o que debería estar más próximo al ex tremo bajo de la escala y que, dada la participación del Gobierno, ésa debía ser la perspectiva. Pero con respecto a lo específico, el acuerdo real se negoció, es decir, la transacción se negoció entre el Banco de la Reserva Federal de Nueva York y las dos partes. En general, la Reserva Federal, el Tesoro y la SEC mantuvie ron sus posturas frente a las preguntas del comité, pero en gran medida lo hicieron defendiendo el rescate de Bear como una acción única de extrema desesperación, no como la expresión de la instau ración de una política. En aquellas circunstancias, era una respues ta razonable frente al ataque sobre un banco muy grande cuyo hun dimiento habría desbaratado todo el sistema financiero. —Esas circunstancias —dijo Geithner al comité— no eran muy diferentes de las de 1907, ni de la Gran Depresión. —Y pasó a vincular directamente el pánico en Wall Street y la salud econó mica del país—: De no haber habido una respuesta política vigoro sa, las consecuencias serían menores ingresos para las familias traba jadoras; costes más elevados del dinero para vivienda, educación y
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los gastos de la vida diaria; un valor más bajo de los ahorros para la jubilación y un aumento del desempleo. De modo que habían hecho lo que tenían que hacer por el bien de todo el país, cuando no del mundo, tal como explicó Steel. Y gracias a sus esfuerzos, les dijo confiadamente a los legisladores, se había tapado el agujero del dique.
Jamie Dimon estaba buscando una metáfora. Sentado en la sala de conferencias en el extremo opuesto al despacho del senador Charles Schumer, observando el interrogato rio de la mañana en CSPAN, la televisión por cable, había estado planeando una estrategia con su jefe de comunicaciones y persona de confianza, Joseph Evangelisti. ¿Cómo podía justificar el bajo precio que había pagado por Bear sin dar la impresión de que le habían hecho un regalo, por cortesía de los contribuyentes? —El común de la gente tiene que entender que corrimos un enorme riesgo —le indicó Evangelisti mientras pasaban revista a los diversos enfoques—. Tenemos que explicarlo en lenguaje llano. A diferencia de Steel, Dimon no había participado en ningún comité de la muerte en su propio despacho de Park Avenue. En lugar de eso, prefirió someterse a una ligera preparación de último momento en la sala de juntas que le había prestado un funcionario del Congreso para que no tuviera que esperar en la galería. Dimon dio con una línea simple y clara que, según creía, ex plicaba sucintamente la adquisición de Bear Stearns: «No es lo mis mo comprar una casa que comprar una casa en llamas.»14 Con eso bastaría, todos lo entenderían. El mensaje que trataba de transmitir era directo: aunque los funcionarios de la Reserva Federal y del Tesoro pudieran haber me recido que sus acciones fueran objeto de investigación, él no había 14. Cuando se le preguntó por la lógica que estaba detrás del precio de dos dólares por cada acción de Bear, Dimon dijo: «Le digo a la gente que com prar una casa no es lo mismo que comprar una casa en llamas.» Véase «Panel II of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Aff airs Committee», Federal News Service, 3 de abril de 2008.
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hecho nada fuera de lo normal. No era su función proteger los in tereses de los contribuyentes estadounidenses, sólo los de sus accio nistas. Si acaso, estaba algo preocupado por la posibilidad de que el acuerdo sobre Bear les acarrease más problemas de lo que valía. The New York Times decía de él: «De repente se ha convertido en el banquero del que más se habla, y podría decirse que el más poderoso del mundo actual.»15 Para The Wall Street JournaL, se esta ba «convirtiendo rápidamente en el banquero de último recurso de Wall Street».16 Barron's había optado por un simple: «¡Todos acla man a Jamie Dimon!»17 Con todas las adulaciones de que era objeto, a Dimon casi le daba vértigo la posibilidad de declarar en esta audiencia. Mientras que casi todos los consejeros delegados temían ser llamados ante el Congreso —Alan D. Schwartz de Bear Stearns se había pasado días revisando su declaración con su dinámico abogado de Washington, Robert S. Bennett—, Dimon consideraba que era un honor esta primera ocasión de testificar ante el Congreso. La noche antes de la audiencia, llamó a sus padres para asegu rarse de que lo vieran en televisión.
El éxito de Jamie Dimon no es una enorme sorpresa, ya que es un banquero de tercera generación. Su abuelo había llegado como inmigrante a Nueva York desde Esmirna, Turquía, se había cambia do el apellido de Papademetriou a Dimon y había encontrado tra bajo como agente de bolsa, que en aquella época no era precisa mente una ocupación con glamur. El padre de Jamie, Theodore —que había conocido a su madre, Themis, jugando a la botella cuando tenían doce años— también fue agente de bolsa, y tuvo mucho éxito. A Theodore le había ido tan bien que pudo trasladar 70. Eric Dash, «Rallying the House of Morgan», The New York Times, 18 de marzo de 2008. 71. Robin Sidel, «In a Crisis, It's Dimon Once Again», The Wall Street Journal, 17 de marzo de 2008. 72. Andrew Bary, «The Deal —Rhymes With Steal— of a Lifetime», Barron's, 24 de marzo de 2008.
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a su familia de Queens a un apartamento en Park Avenue, donde crecieron sus hijos Jamie, Peter y Ted. Un día, cuando Jamie tenía nueve años, su padre les preguntó que querían ser de mayores. Pe ter, el mayor, dijo que quería ser médico; Ted, el mellizo de Jamie, dijo que no sabía, pero Jamie sí que lo sabía y lo anunció con gran seguridad: «Quiero ser rico.»18 Después de asistir a la Browning School del Upper East Side de Manhattan, Jamie estudió psicología y economía en la Tufts University; más tarde, en la Escuela de Negocios de Harvard, se hizo un nombre, tanto por su arrogancia como por su inteligencia. Transcurridas apenas unas semanas del semestre de otoño de su primer año allí, el profesor de una clase introductoria sobre opera ciones estaba exponiendo un caso sobre la gestión de una cadena de abastecimiento en una cooperativa de arándanos. En mitad de la exposición, Dimon se puso de pie y lo interrumpió diciendo: «¡Creo que se equivoca!»19 Ante la sorpresa del profesor, Dimon se dirigió a la pizarra y escribió la solución correcta al problema de abasteci miento. Dimon tenía razón, y el profesor tuvo que reconocerlo humildemente. Después de trabajar durante un verano en Goldman Sachs, Dimon pidió consejo a Sandy Weill, que tenía amistad con su fa milia desde que a mediados de la década de 1970 la empresa de Sandy había adquirido Shearson Hammill, de la que el padre de Dimon era uno de los principales corredores de bolsa. Mientras estaba en Tufts, Dimon había escrito un trabajo sobre la absorción de Shearson por parte de Hayden Stone que dejó impresionado a Weill.20 —¿Puedo enseñárselo a la gente de aquí?21 —le preguntó Weill a Dimon. 73. Leah Nathans Spiro, «Ticker Tape in the Genes», Business Week, 21 de octubre de 1996. 74. Shawn Tully, «In This Córner! The Contender», Fortune, 29 de mar zo de 2006. 75. Leah Nathans Spiro, «Smith Barney's Whiz Kid», Business Week, 21 de octubre de 1996. 76. Según información de Monica Langley: «A Sandy le gustaba tanto el papel que envió una nota a Jamie: "Magnífico papel. ¿Puedo mostrárselo a la
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—Por supuesto —respondió Dimon—. ¿Me puedes dar un trabajo de verano? —Weill se lo concedió de buena gana. Tras graduarse en Harvard, Dimon recibió ofertas de Gold man Sachs, Morgan Stanley y Lehman Brothers. Weill invitó a Di mon a su apartamento del Upper East Side y le hizo su propia oferta: un puesto como asistente suyo en American Express, donde Weill era entonces un alto ejecutivo después de haber vendido Shearson por casi mil millones de dólares. —No te voy a pagar tanto22 —le dijo Weill—, pero vas a aprender mucho y nos lo vamos a pasar muy bien —Dimon quedó convencido. Sin embargo, aquel puesto no duró mucho. Cuando Weill re nunció, Dimon se fue con él y pasaron una mala racha en la que Jamie empezó a cuestionarse si había hecho bien en seguir a Weill. Entonces, tras el fallido intento de Weill de absorber el Bank of America, dos ejecutivos de Commercial Credit, especialista en hipotecas de alto riesgo con base en Baltimore, los convencieron a él y a Dimon de comprar la compañía a su empresa matriz. Weill invirtió seis millones de su dinero para hacer el trato (Dimon invir tió cuatrocientos veinticinco mil dólares) y lanzaron la empresa, con Weill al mando. Dimon se consolidó como director de opera ciones y se puso a recortar costes obsesivamente. Una eficiente Commercial Credit se convirtió en piedra angular de un nuevo imperio financiero que Weill y Dimon levantaron gracias a más de cien adquisiciones. En 1988 los dos volvieron a Wall Street con la adquisición, por 1 650 millones de dólares, de Primerica, la empre sa matriz de la firma de corretaje Smith Barney.23 A esto le siguió, en 1993, la compra de Shearson a American Express por mil dos cientos millones.24 gente de aquí?"» Langley, Tearing Down the Walls: How Sandy Weill Fought His Way to the Top ofthe Financial World... and Then Nearly Lost It Att, Simón & Schuster, Nueva York, 2003, p. 50. 77. Ibídem, p. 74. 78. Roben J. Colé, «2 Leading Financiers Will Merge Companies in $1,65 Billion Deal», The New York Times, 30 de agosto de 1988. 79. Dana Wechsler Linden, «Deputy Dog Becomes Top Dog», Forbes, 25 de octubre de 1993.
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En 1996, tras un acuerdo de cuatro mil millones por Travelers, la compañía necesitaba a alguien que se ocupara de las operaciones de gestión de activos combinados.25 Weill trataba veladamente de hacer que Dimon promoviera a su hija, Jessica Bibliowicz, de trein ta y siete años, que llevaba el negocio de fondos mutuos de Smith Barney. Dimon y Bibliowicz se habían conocido siendo adolescen tes, pero ella no estaba considerada como una gestora de altos vue los y él tenía reservas acerca de confiarle un puesto de tanta respon sabilidad. —Asciéndela26 —le dijo a Dimon un alto ejecutivo en un aparte—. No hacerlo sería un suicidio. Dimon, sin embargo, no estaba convencido y les dijo a Weill y a los demás que no estaba preparada para el puesto, que tenían a otros ejecutivos con más experiencia esperando turno. Al año siguiente, Bibliowicz anunció que se iba de la empresa. No culpaba a Dimon y trataba de poner de relieve los aspectos be neficiosos de su marcha diciéndole a su padre: «Podemos volver a ser padre e hija.»27 Sin embargo, Weill estaba furioso, y su relación con Dimon ya no volvería a ser la misma. Se producían choques entre ellos cada vez más frecuentes mientras la compañía seguía su rápida expansión. Travelers adquirió Salomón en 1997, y Weill nombró a Deryck Maughan, un británico que había ayudado a ti monear Salomón Brothers para salir de un escándalo de bonos del Tesoro, jefe ejecutivo al mismo nivel que Dimon. Este nuevo repar to del poder, aunque lógico, desagradó sobremanera a Dimon. Un agravio aún más hiriente fue el que se produjo después de la fusión por ochenta y tres mil millones con Citicorp,28 el acuerdo 80. Greg Steinmetz, «Primerica, Travelers Seal Merger Pact; A May Speed Insurers Recovery», The Wall Street Journal, 24 de septiembre de 1993. 81. Langley, TearingDown the Walls, ob. cit., p. 241. 82. Ibídem, p. 254. 83. Anunciada como fusión de setenta mil millones el lunes por la ma ñana, al finalizar el día Travelers había subido un 18 por ciento y Citicorp un 27, elevando el valor de la fusión a ochenta y tres mil millones de dólares. Véase Langley, TearingDown the Walls, ob. cit., pp. 289293. Michael Siconolfi, «Ci ticorp, Travelers Group to Combine in BiggestEver Merger», The Wall Street Journal, 7 de abril de 1998.
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que reescribió las reglas del sistema financiero de Estados Unidos, al eliminarse las últimas barreras de la era de la Depresión entre la banca comercial y la de inversión mediante un proyecto de ley in troducido por el senador republicano Phil Gramm, de Texas, y el congresista republicano Jim Leach, de Iowa. Dimon había trabaja do incansablemente para cerrar el trato, pero cuando llegó el mo mento de repartir los dieciocho puestos del consejo de dirección de la compañía fusionada entre Travelers y Citicorp, se encontró fuera. Lo hicieron presidente de la compañía, pero con una sola persona que respondía ante él, la jefa de finanzas Heidi Miller. La situación insostenible llegó a su punto culminante unos días después de la publicación de un decepcionante tercer trimestre de la nueva Citigroup, resultado de un tumulto de verano cuando Rusia entró en suspensión de pagos y el fondo de alto riesgo LTCM estuvo a punto de venirse abajo. Ese fin de semana estaba progra mada una conferencia de cuatro días para los ejecutivos en el bal neario de Greenbrier, en Virginia occidental, que culminaría con una cena y un baile de gala. Cerca de la medianoche, algunas pare jas estaban cambiando compañeros de baile en la pista. Steve Black, uno de los más íntimos aliados en Smith Barney, se acercó a los Maughan y se ofreció a bailar con la mujer de éste, un gesto que pretendía ser conciliador, teniendo en cuenta las facciones enfren tadas dentro de la compañía. Sin embargo, Deryck Maughan no actuó con reciprocidad, y dejó plantada a la esposa de Black en medio de la pista. Black, furioso, salió detrás de Maughan. —¡Ya vale que me trates mal a mí —gritó—, pero no vas a tratar así a mi esposa!29 —a punto de pegarle, Black lo amenazó—. Te las vas a ver conmigo. Dimon trató de intervenir y siguió a Maughan que estaba a punto de abandonar la pista. —Te voy a hacer una simple pregunta: ¿querías o no desairar a la esposa de Black? Maughan no respondió y se dio la vuelta para marcharse. In dignado, Dimon lo cogió e hizo que lo mirara, arrancándole un botón de la chaqueta al hacerlo. 29. Langley, TearingDown the Walls, ob. cit., p. 314.
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—¡Jamás me vuelvas la espalda cuando te estoy hablando!30 — gritó. Una semana después, Weill y su coconsejero delegado, John Reed llamaron a Dimon al edificio de la corporación en Armonk, Nueva York, y le pidieron su renuncia.31 Aquello fue lo peor y lo mejor que le sucedió a Dimon. Se tomó su tiempo antes de aceptar un nuevo trabajo, rechazando varias ofertas, entre ellas, según se dice, la de la librería minorista por Internet Amazon. 32 Dimon no sabía mucho fuera del campo de la banca, y esperaba una oportunidad en ese terreno, de modo que finalmente aceptó el puesto más alto en Bank One, un operador de segunda línea muy diversificado con sede en Chicago. Era la plataforma de lanzamiento que había estado bus cando, y se dispuso a hacer que sus operaciones fueran más eficaces y a mejorar su balance, hasta el momento en que pudo poner en marcha un acuerdo con JP Morgan en 2004 que lo puso en condi ciones de suceder a William Harrison como consejero delegado. JP Morgan, que había sido en un tiempo la más orgullosa de las instituciones de Wall Street, había pasado a ser una más ante el ataque de sus competidores. Dimon trajo a su propio equipo de reductores de gastos y expertos en integración y se puso a trabajar. 33 Se arrancaron las líneas telefónicas de los baños, se eliminaron las flores frescas todos los días. Los ejecutivos se ponían tensos cuando Dimon sacaba del bolsillo del pecho una hoja de papel manuscrita que era su recordatorio diario de las cosas que había que hacer. De un lado estaba el inventario de los asuntos que tenía que abordar ese día; del otro, lo que él llamaba «gente que me debe cosas». Al llegar el 2008, JP Morgan Chase era reconocida prácticamente como todo lo que Citigroup —el banco que Dimon había ayudado a levantar— no era. A diferencia del Citi, JP Morgan había usado
30. Roger Lowenstein, «Alone at the Top», The New York Times Maga zine, 27 de agosto de 2000. 84. Timothy L. O'Brien y Peter Truell, «Downfall of a Peacemaker», The New York Times, 3 de noviembre de 1998. 85. Duff McDonald, «The Heist», Nueva York, 24 de marzo de 2008. 86. Shawn Tully, «In This Córner! The Contender», Fortune, 29 de mar zo de 2006.
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la escala para su provecho, eliminando redundancias y permutando hipotecas a clientes con cuenta corriente y viceversa. Dimon, que era de naturaleza paranoide, entendía los entresijos de casi todos los aspectos bancarios (a diferencia de muchos otros CEO)* y también reducía el riesgo; se arrancaban literalmente beneficios de cada par te de la compañía. Lo más importante: a medida que la crisis credi ticia empezó a extenderse, Dimon se mostraba infinitamente más prudente que la competencia. El banco usaba menos apalanca miento para impulsar los retornos y no participaba ni con mucho en la misma cantidad de chanchullos extracontables. Fue así como mientras otros bancos empezaron a tambalearse seriamente tras la implosión de las hipotecas de alto riesgo, JP Morgan se mantuvo fuerte y sólido. En realidad, un mes antes de que estallara el pánico por lo de Bear Stearns, Dimon se jactaba en una conferencia de inversores de que el de su compañía era un «balance fortaleza».34 —Un balance fortaleza es [sic] también un montón de liquidez, y eso nos coloca, y podemos afirmarlo con rotundidad —dijo—, en una posición muy sólida para el futuro. No sé si va a haber oportuni dades. Según mi experiencia, han sido los entornos como éste los que las han creado, pero no necesariamente surgen de inmediato. Y la oportunidad llegó antes de lo que esperaba. El jueves 13 de marzo, Dimon estaba celebrando su quincua gésimo segundo cumpleaños con su esposa y sus tres hijas en el restaurante griego Avra, en la Calle 48 Este. Alrededor de las seis, a poco de empezar a cenar, sonó su teléfono móvil, el que usaba sólo para miembros de su familia y emergencias de la empresa. Molesto, Dimon respondió a la llamada.35 —Jamie, tenemos un problema serio —dijo Gary Parr, un banquero de Lazard que estaba representando a Bear Stearns—. ¿Puedes hablar con Alan? * Chief executive officer, o director ejecutivo, CEO según sus siglas en inglés. (TV. del t.) 87. Jamie Dimon en representación de JP Morgan Chase en el Credit Suisse Group Financial Services Forum, 7 de febrero de 2008. 88. Alistair Barr, «Dimon Steers JP Morgan Through Financial Storm», MarketWatch.com, 4 de diciembre de 2008.
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Dimon, conmocionado, salió a la acera. Hacía semanas que cir culaban rumores sobre Bear, pero esa llamada significaba que eran más serios de lo que había pensado. Al cabo de unos minutos, Alan Schwartz, el CEO de Bear Stearns, le devolvió su llamada y le dijo que la firma se había quedado sin efectivo y necesitaba ayuda. —¿Cuánto? —preguntó Dimon sorprendido y tratando de mantener la calma. —Podrían ser hasta treinta mil millones. Dimon lanzó un suave silbido al aire de la noche... era mucho, demasiado. Sin embargo, se ofreció a ayudar a Schwartz, si podía. Inmediatamente colgó y llamó a Geithner. JP Morgan no podía reunir tanto dinero en tan poco tiempo, le dijo Dimon a Geithner, pero estaba dispuesto a participar en una solución. Al día siguiente, viernes 14 de marzo, la Reserva Federal cana lizó un préstamo a través de JP Morgan a Bear Stearns para solucio nar sus problemas inmediatos de liquidez y dio a la firma veintio cho días para llegar por sí misma a una solución duradera. Sin embargo, ni la Reserva Federal ni el Tesoro estaban dispuestos a dejar la situación sin resolver durante todo ese tiempo, y a lo largo del fin de semana estuvieron insistiendo a Dimon para que llevara a cabo una absorción. Después de que un equipo de trescientas personas de JP Morgan se instalara en la sede de Bear y comunicara a Dimon y a sus ejecutivos el resultado de sus indagaciones, el do mingo por la mañana Dimon consideró que había visto suficiente. Le dijo a Geithner que JP Morgan iba a retirarse, que los problemas con el balance de Bear eran tan profundos que resultaba práctica mente imposible saber hasta dónde llegaban. Geithner, sin embar go, no quiso aceptar su retirada y lo presionó para que encontrara unas condiciones que hicieran aceptable el acuerdo. Por fin acorda ron un préstamo de treinta mil millones de dólares contra las dudo sas garantías subsidiarias de Bear, dejando a JP Morgan en la cuerda floja respecto de los primeros mil millones de pérdidas.
Nada tiene de sorprendente que estas negociaciones finales fueran de gran interés para el Comité de Banca del Senado. ¿Acaso JP Morgan, consciente de la palanca que tenía, había forzado una
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negociación excesivamente dura con el Gobierno a expensas del dinero del contribuyente? El tono de Dimon, que presentaba un aspecto casi regio con su cabello plateado y los puños blancos perfectamente planchados asomando por las mangas de la chaqueta, no fue ni de disculpa ni defensivo cuando explicó los acontecimientos que habían llevado al acuerdo. —No fue una postura negociadora36 —afirmó con calma—. Ésa es la cruda verdad. —Según la versión de Dimon, la verdad estaba clara: él y Geithner habían sido los buenos que habían salva do la situación, enfrentándose a muchas vicisitudes—. Una cosa puedo decirles con confianza —se dirigía a los miembros del Co mité—. Si las partes públicas y privadas que hoy tienen delante no hubieran actuado con un notable espíritu de colaboración para im pedir la caída de Bear Stearns, todos nos estaríamos enfrentando ahora a una serie de desafíos mucho más graves. Al terminar las declaraciones del día, nadie había sacado un arma, no se habían producido enfrentamientos legendarios ni mo mentos heroicos, pero se había presentado al público americano un reparto de personajes a los que llegarían a conocer muy bien en los seis meses que siguieron y que permitía atisbar cómo funcionan las cosas en el pequeño círculo de actores que constituye el mundo de las altas finanzas, por tambaleante que pudiera haberse mostrado en ese momento. Los senadores estaban muy lejos de aclararse sobre el acuerdo de Bear. ¿Hasta qué punto había sido realmente necesario? ¿Real mente se había resuelto el problema o simplemente se habían pos puesto unos costes aún mayores? De todos los miembros del Comité de Banca, Bunning, con su marcada inclinación hacia los mercados libres, era el más críti co... y puede que también el más clarividente. —Me inquieta mucho el fracaso de Bear Stearns37 —dijo—. Y 89. «Panel II of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Aff airs Committee», Federal News Service, 3 de abril de 2008. 90. «Panel I of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Aff airs Committee», Federal News Service, 3 de abril de 2008.
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no me gusta la idea de que la Reserva Federal haya participado en un rescate de la compañía... Eso es socialismo, al menos es lo que me han enseñado. ¿Y qué va a pasar —añadió con tono sombrío—, si a continuación pasa lo mismo con Merrill, o Lehman, u otro por el estilo?
Capítulo 4
A última hora de la opresivamente húmeda tarde del viernes 11 de abril de 2008, Dick Fuld subió la escalinata del edificio del Tesoro, pasando junto a la estatua de más de tres metros de altura de Alexan der Hamilton que domina la entrada sur. Iba por invitación perso nal de Hank Paulson para una cena privada que marcaba el fin de la cumbre del G7 y el comienzo de las reuniones anuales de prima vera del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. 1 En la lista de invitados figuraba un grupo de planificadores y pensado res económicos de los más influyentes, incluidos los CEO de Wall Street y algunos de los más destacados ministros de finanzas y di rectores de bancos centrales, entre ellos JeanClaude Trichet, presi dente del Banco Central Europeo. Fuld se sentía bastante optimista, indudablemente menos de sesperado de lo que había estado. El anuncio de Lehman, dos sema nas antes, de que reuniría cuatro mil millones de dólares había es tabilizado las acciones, al menos por el momento.2 Todo el mercado se estaba recuperando, animado por los comentarios de Lloyd Blankfein, CEO de Goldman Sachs, que había declarado rotunda mente en la reunión anual de su empresa que era probable que lo peor de la crisis hubiera pasado ya. 91. El Tesoro proporcionó a la prensa ese viernes una lista de asistentes a la cena. Fuld, en nombre de Lehman, estaba situado alfabéticamente entre Larry Fink, de BlackRock, y John Mack, de Morgan Stanley. Véase «Attendees for G7 Outreach Dinner with Banks», Reuters, 11 de abril de 2008. 92. Jenny Anderson, «Trying to Quell Rumors of Trouble, Lehman Raises $4 Billion», The New York Times, 2 de abril de 2008.
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—Estamos más cerca del final que del principio3 —dijo. La cena se celebraba en el Salón de Caja de la Tesorería, llama do así porque hasta mediados de 1970 era allí adonde acudía el público a cambiar billetes y bonos del Gobierno por metálico. Esta caja, abierta en 1869, tenía como objetivo fomentar la confianza en el nuevo papel moneda federal de curso legal —los «billetes ver des»— que se habían introducido durante la guerra civil. En este momento, casi siglo y medio después, esa confianza estaba en horas bajas. En medio del desfile de financieros que lentamente iban en trando en el salón, Fuld vio a un viejo amigo, John Mack, CEO de Morgan Stanley, uno de los pocos allí presentes que comprendía exactamente por lo que estaba pasando Fuld. De todos los CEO de Wall Street, con Mack era con quien tenía una relación más estre cha. Eran los directivos más antiguos de las principales firmas, y a veces cenaban juntos con sus respectivas esposas. Mientras se abría camino entre la multitud, Fuld buscaba a Paulson, al que esperaba encontrar antes de que empezara la cena; sin embargo, fue Paulson, vestido con un traje azul, quien lo detec tó a él primero. —Vaya, chico, creo que estáis trabajando duro por ahí —le dijo Paulson cogiéndole la mano—. La captación de capital era lo que correspondía hacer. —Gracias —dijo Fuld—. Lo estamos intentando. —Me preocupan un montón de cosas —le dijo Paulson en tonces, refiriéndose a un informe del Fondo Monetario Internacio nal donde se estimaba que la depreciación relacionada con las hipo tecas y la propiedad inmobiliaria podría llegar a 945.000 millones en los dos próximos años. 4 Dijo que también lo tenía en vilo la apabullante cantidad de apalancamiento (la proporción entre deu da y fondos propios) que los bancos de inversión seguían usando
93. Joseph A. Giannone, «Goldman CEO Says Credit Crisis in Later Stages», Reuters, 10 de abril de 2008. 94. Fondo Monetario International, Global Financial Stability Report, abril de 2008, p. 50.
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para ordeñar sus beneficios.5 Se quejó de que eso no hacía sino añadir un riesgo enorme al sistema. Las cifras en ese terreno eran realmente preocupantes. Lehman Brothers tenía un apalancamien to de 30,7 a uno; Merrill Lynch apenas estaba un poco mejor, con 26,9 a uno. Paulson sabía que Merrill, como Lehman, estaba hun dida en activos tóxicos, y mencionó los retos a los que se enfrentaba el nuevo CEO de Merrill, John Thain (que había sido su número dos en Goldman), con su nuevo balance. Pero el apalancamiento y los problemas de Merrill no eran la principal preocupación de Fuld en ese momento; lo seguían fastidiando los cortoplacistas y una vez más presionó a Paulson para que hiciera algo al respecto. Si conse guía contenerlos, eso daría a Lehman y a otras firmas ocasión de afirmarse y poner en orden sus balances, pero si los dejaba seguir atacando, la situación general no haría más que empeorar. Habiendo sido él mismo CEO, Paulson era capaz de entender la frustración de Fuld. Los vendedores a corto plazo sólo pensaban en sus propios beneficios y no les importaba el impacto que pudie ran tener sobre el sistema. —Te entiendo —dijo Paulson—. Si alguien actúa mal, lo ex pulsaremos del negocio. Sin embargo, a Paulson también le preocupaba que Fuld estu viera usando a los vendedores a corto plazo como excusa para no abordar los auténticos problemas de Lehman. —Tú lo sabes, la captación de capital, con todo lo buena que fue, no es más que un aspecto —le dijo Paulson—. No va a termi nar ahí —le recordó que el grupo de potenciales compradores de Lehman no era demasiado grande—. Mira, Dick, no hay mucha gente que piense que le conviene tener una franquicia de banca de inversión. Tienes que empezar a pensar cuáles son tus opciones.
5. «A finales del primer trimestre de 2008, las ratios de apalancamiento de Morgan Stanley, Lehman Brothers, Merrill Lynch, y Goldman Sachs fueron 31,8; 30,7; 27,5 y 26,9, respectivamente, comparados con la media de 8,8 de todos los bancos comerciales y de las instituciones de ahorro.» Comisión Econó mica Conjunta del Senado, «Financial Meltdown and Policy Response», de sep tiembre de 2008.
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Era una sugerencia, no demasiado sutil, de que empezara a pensar en vender la compañía. Aunque la conversación produjo cierta agitación en Fuld, ya habían tenido conversaciones similares en otras ocasiones, de modo que decidió tomar buena nota del consejo de Paulson. Todos ocuparon sus sitios, y a medida que los ponentes habla ban, el peligroso estado de la economía se iba haciendo cada vez más evidente. La crisis crediticia no era sólo un problema de Es tados Unidos, se extendía por todo el mundo. Mario Draghi, go bernador del Banco Central de Italia y antiguo socio de Goldman Sachs, expuso con franqueza sus preocupaciones sobre los fondos del mercado monetario mundial. JeanClaude Trichet dijo a los presentes que debían elaborar requisitos comunes para las ratios de capital —la cantidad de dinero que una firma tenía que mantener en mano por comparación con la cantidad que podía prestar y, lo que era más importante, niveles de apalancamiento y liquidez que él consideraba indicadores más elocuentes de la capacidad de una compañía para aguantar una «retirada masiva de dinero». Esa noche, cuando Fuld finalmente encontró su coche y a su conductor fuera del edificio del Tesoro, envió a Russo un correo electrónico a través de su BlackBerry. —Acaba de terminar la cena de Paulson6 —escribió a las 21.52. Unas cuantas anotaciones: 95. Tenemos el respeto del Tesoro. 96. Les encantó nuestra captación de capital. 97. Realmente aprecian el trabajo tuyo + Reidens onm [sic] ideas. 98. Quieren acabar con los HFnds [fondos de alto riesgo] tóxicos + regular estrictamente al resto. 99. Quieren que todos los países G7 adopten normas Mtm
6. «Hearirg on Causes and Effects of the Lehman Brothers Bankruptcy», Comité de Vigilancia y Gobierno de la Cámara de Representantes, 6 de octubre de 2008. Véase http://oversight.house.gov/story.asp? ID=2208
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[mercado a mercado], normas de capital, normas apalancamien to + liquidez. 6) HP [Hank Paulson] mira con preocupación a ML [Me rrill Lynch]. En general, valió la pena. Dick El martes siguiente, 15 de abril, Neel Kashkari y Phillip Swa gel pasaron corriendo junto a la garita de entrada del edificio del Tesoro, donde Hank Paulson y Bob Steel los estaban esperando en el Suburban negro del secretario. El grupo debía estar en la Reserva Federal en Foggy Bottom a las tres de la tarde, y sólo faltaban diez minutos. Se les hacía tarde. Los dos hombres formaban una extraña pareja. Kashkari era moreno y calvo, y todavía vestía como el banquero de inversión que había sido hasta hacía muy poco, mientras que Swagel, pálido, de pelo oscuro y gafas, se parecía más a un inseguro funcionario del Gobierno. Antiguo académico, se había mantenido en forma y pa recía más joven que su colega de treinta y cuatro años a pesar de ser ocho años mayor. Paulson había invitado a sus jóvenes asesores a una reunión con Ben Bernanke para que pudieran presentarle un memorando confidencial que los dos habían escrito y que tenía profundas im plicaciones para el cada vez más inestable sistema financiero de la nación. Por petición de Paulson, no habían hecho ni más ni menos que formular un plan sobre qué hacer en caso de que se produjera un derrumbe financiero total, describiendo los pasos que el Depar tamento del Tesoro podría tener que tomar y los nuevos poderes que harían falta para evitar otra Gran Depresión. Le habían puesto a la propuesta el provocativo título de Rom pa el cristal: plan de recapitalización bancaria Como una alarma antiincendios protegida por un cristal, estaba pensada para ser usa da sólo en una emergencia, aunque cada día que pasaba parecía más probable que la propuesta no se quedase en un mero simulacro. 7. El autor consiguió de una fuente confidencial una copia de la propuesta.
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Durante el viaje hasta la oficina de Bernanke, Kashkari se mantuvo tan imperturbable como siempre.8 Tras un breve período como ingeniero de satélites había pasado a trabajar como banquero de inversiones para Goldman Sachs en San Francisco, donde nadie había tenido necesidad de decirle que era bueno en su trabajo. Le encantaba reunirse con clientes y poner a prueba sus dotes de ven dedor; al igual que Paulson, era un tipo impulsivo y resuelto, y como Paulson, en ocasiones hería susceptibilidades con su enfoque de disparar antes de preguntar, aunque pocos se atrevieron a dudar jamás de su potencia de fuego intelectual. Kashkari siempre había querido trabajar en el Gobierno, y aunque sólo se había encontrado una vez con Paulson antes de eso, le envió un correo de voz felicitándolo cuando fue designado secre tario del Tesoro. Para su sorpresa, Paulson le respondió al día si guiente: «Gracias, me encantaría que te reunieras conmigo en el Tesoro.» Kashkari tomó de inmediato un vuelo a Washington, durante el cual ensayó minuciosamente lo que le diría a Paulson. Se reunie ron en el viejo edificio de oficinas ejecutivas en el que había acam pado Paulson hasta que el Senado lo confirmara, y Kashkari apenas había iniciado su presentación cuando vio aparecer en la cara de Paulson una expresión distraída y levemente irritada. Kashkary se interrumpió en mitad de una frase. —Verás, esto es lo que intento hacer aquí —le dijo Paulson—. Quiero formar un pequeño equipo que trabajará en cuestiones po líticas, todo tipo de cuestiones, en realidad, haciendo todo lo que sea necesario para que las cosas funcionen. ¿Qué tal te suena eso? Kashkari se quedó atónito cuando cayó en la cuenta de que le estaba ofreciendo trabajo. Cuando los dos hombres sellaron el acuerdo con un apretón de manos, Paulson de repente recordó un detalle importante y le preguntó: 8. Deborah Solomon, «US News: Paulson to Tap Adviser to Run Rescue Program», The Wall Street Journal, 6 de octubre de 2008.
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—Ah, sí, una cosa más. ¿Eres republicano? —La suerte quiso que lo fuera. Paulson lo acompañó hasta la salida y lo encaminó a la Oficina de Personal de la Casa Blanca, que estaba a unas man zanas de allí. Kashkari pronto se unió al equipo y ahora estaba a punto de pronunciar el discurso más importante de su carrera, y ante la persona más influyente de toda la economía mundial.
Tres palabras habían perseguido a Ben Bernanke desde el mo mento que asumió el cargo de presidente de la Reserva Federal el 10 de febrero de 2006: «Difícil de igualar.» 9 Puede que fuera una descripción inevitable del hombre al que el renombrado periodista de investigación Bob Woodward de The Washington Post había lla mado también «el maestro»: Alan Greenspan, que era a la política fiscal lo que Warren Buffett era a la inversión. Greenspan había supervisado la Reserva Federal durante un período de prosperidad sin precedentes, un mercado al alza espectacular que había empeza do durante la Administración Reagan y se había mantenido durante veinte años. No es que nadie ajeno a la profesión económica tu viera la menor idea de lo que Greenspan hacía o decía incluso la mayor parte del tiempo. Su ofuscación en los pronunciamientos públicos era legendaria, lo cual contribuía a mantener su aureola de gran intelecto. Bernanke,10 en cambio, había sido profesor universitario casi toda su carrera, y en el momento de su nombramiento para reem plazar a Greenspan, que por entonces tenía ochenta años, su área de 9. El primer día de Bernanke coincidió con el primer día del mes; su ce remonia de toma de posesión se realizó al lunes siguiente. «Nuestra misión según lo establece el Congreso es crítica», dijo Bernanke en la ceremonia celebrada en el Fed. Jeannine Aversa, «At Ceremonial Swearingin, New Fed Chief Bernanke Vows to Work with Congress», Associated Press, 6 de febrero de 2006. 10. Véanse John Cassidy, «Anatomy of a Meltdown», The New Yorker, 1 de diciembre de 2008; Roger Lowenstein, «The Education of Ben Bernanke», The New York Times Magazine, 20 de enero de 2008; Larry Elliott, «Ben Bern anke», Guardian, 16 de junio de 2006; Mark Trumbull, «Backstory: Banking on Bernanke», Christian Science Monitor, 1 de febrero de 2006; Ben White, «Bernanke Unwrapped», The Washington Post, 15 de noviembre de 2005.
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especialización —la Gran Depresión y lo que la Reserva Federal había hecho mal en las décadas de 1920 y 1930— parecía poco corriente. Tratar de identificar las causas de la Gran Depresión pue de ser el santo grial de la macroeconomía, pero al gran público le parecía de escasa aplicación práctica en una posición clave dentro del Gobierno. Cualquier crisis económica de semejante magnitud parecía cosa del pasado. Sin embargo, al llegar el verano de 2007, la segunda edad do rada estadounidense sorprendentemente se había acabado, y la re putación de Greenspan se había hecho añicos. Su fe en la capacidad autocorrectora del mercado de pronto empezó a parecer patética mente miope; sus declaraciones crípticas empezaron a ser escruta das con mirada retrospectiva y pasaron a considerarse como las di vagaciones confusas de un ideólogo equivocado. Como estudioso de la Depresión, Bernanke estaba hecho de otra madera, aunque compartía la fe de Greenspan en el mercado libre. En su análisis de la crisis, Bernanke seguía las ideas de los economistas Milton Friedman y Anna J. Schwartz, cuya Historia monetaria de los Estados Unidos, 18671960 (primera edición de 1963) planteaba que la Reserva Federal había provocado la Gran Depresión por no inundar inmediatamente el sistema con dinero barato para estimular la economía. Y los esfuerzos subsiguientes resultaron escasos y tardíos. Bajo el Gobierno de Herbert Hoover, la Reserva Federal había hecho exactamente lo contrario: restringir la afluencia de dinero y ahogar la economía. Las ideas arraigadas de Bernanke llevaron a muchos observa dores a ser optimistas y pensar que sería un presidente de la Reserva Federal independiente, que no permitiría que los políticos le impi dieran hacer lo que consideraba adecuado. La crisis crediticia resul tó su primera prueba real, pero ¿hasta qué punto su comprensión de los errores económicos de ochenta años antes le ayudaría a supe rar la crisis actual? Esto no pertenecía a la historia, era algo que sucedía en tiempo real.
Ben Shalom Bernanke nació en 1953 y se crió en Dillon, Ca rolina del Sur, una pequeña ciudad impregnada del hedor de los
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almacenes de tabaco. Cuando tenía once años, viajó a Washington para participar en el Campeonato Nacional de Ortografía de 1965, donde cayó en la segunda vuelta al deletrear erróneamente edelweiss. A partir de ese día no dejaría de preguntarse qué podría haber sucedido si la película Sonrisas y lágrimas, donde se cantaba una conocida canción que llevaba esa palabra por título, se hubiera proyectado en la diminuta Dillon. Los Bernanke eran judíos practicantes en una conservadora ciudad evangélica cristiana que acababa de salir de la era de la segre gación. Su abuelo Joñas Bernanke, emigrante austríaco que se ha bía trasladado a Dillon a comienzos de la década de 1940, era due ño de la droguería del lugar, que el padre de Ben le ayudaba a llevar. Su madre era maestra. En su juventud, Ben servía mesas seis días a la semana en South of Border, un área de descanso para turistas al lado de la interestatal 95. Como en el instituto al que asistió Bernanke no había una clase de cálculo, él lo estudió por su cuenta. En el penúltimo año, consi guió un resultado casi perfecto en SAT {Standard Attainment Tests) y al año siguiente le ofrecieron una beca nacional de mérito académico en Harvard. Tras licenciarse summa cum laude en economía, fue aceptado en el prestigioso programa para graduados en economía del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Allí escribió una enjundiosa disertación sobre el ciclo de los negocios que dedicó a sus padres y a su esposa, Anna, estudiante del Wellesley College con quien se había casado nada más graduarse ella en 1978.11 La joven pareja se trasladó a California, donde Bernanke entró como profesor en la escuela de negocios de Stanford y su esposa ingresó en un máster de español en la misma universidad. Seis años después entró como profesor numerario en el Departamento de Economía de Princeton. Tenía treinta y un años y su estrella estaba en ascenso. Era admirado por sus investigaciones de econometría aplicando técnicas estadísticas y modelos informáticos.12 A medida que su reputación intelectual crecía, Bernanke tam 100. John Cassidy, The New Yorker, 1 de diciembre de 2008. 101. Lowenstein, «The Education of Ben Bernanke», The New York Times Magazine, 20 de enero de 2008.
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bien demostraba aptitudes políticas. Como presidente del Departa mento de Economía de Princeton, se mostró eficaz en la mediación de conflictos y en el apaciguamiento de los egos. También creó una serie de programas nuevos y reclutó a jóvenes promesas de la eco nomía como Paul Krugman (que casualmente era lo opuesto a él ideológicamente). Seis años después, Bernanke era designado para suceder a Greenspan. Hasta comienzos de agosto de 2007, Bernanke había disfruta do desempeñando su cargo en la Reserva Federal, hasta tal punto que él y Anna habían pensado tomarse unas vacaciones ese mes e ir en coche hasta Charlotte, Carolina del Norte, y de allí a Myrtle Beach para pasar algún tiempo con familiares y amigos.13 Antes de dirigirse hacia el sur, tenía que ocuparse de un último asunto: el Comité Federal del Mercado Abierto, el poderoso panel de planifi cación de la Reserva Federal, entre cuyas funciones se cuenta la fi jación de tipos de interés, y cuya reunión estaba prevista para el 7 de agosto. Ese día, Bernanke y sus colegas reconocieron por primera vez que se recuerde la presencia de «riesgo de reducción del crecimiento», pero de todos modos decidieron mantener inalterados los tipos de interés de referencia de la Reserva Federal en un 5,25 por ciento por quinta vez consecutiva.14 En lugar de tratar de relanzar la actividad económica bajando los intereses, el comité decidió mantenerse firme. «La principal preocupación política del comité sigue siendo el riesgo de que la inflación no se modere como es de esperar», anunció la Reserva Federal en un comunicado posterior.15 Sin embargo, eso no era lo que Wall Street quería oír, ya que la preocupación por la renqueante economía hacía que los inverso res clamaran por un recorte de las tasas de interés. Cuatro días an tes, el comentarista financiero Jim Cramer había explotado en un programa vespertino de la CNBC, declarando que la Reserva Fede ral estaba «dormida» al no tomar medidas agresivas. «¡Son unos 102. Ibídem. 103. «Fed Keeps Rates Steady», Dow Jones Newswires, 7 de agosto de 2007. 104. «Text of Federal Reserves Interest Rate Decisión», Dow Jones Capi tal Markets Report, 7 de agosto de 2007.
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inútiles! ¡No saben nada!», bramó.16 Lo que los organizadores de la Reserva Federal reconocían, aunque no públicamente, era que los mercados financieros estaban empezando a acusar los efectos del aire que perdía la burbuja inmobiliaria. El crédito barato había sido el combustible que impulsaba la economía, alentando a los consu midores a acumular deuda, ya fuera para comprar segundas vivien das, coches nuevos, reformas en sus casas o vacaciones. También había disparado un frenesí como jamás se había visto en los nego cios. Las compras apalancadas crecían sin límite al financiar las firmas de capital riesgo las absorciones con montañas de créditos. Como resultado de todo esto, los créditos conllevaban cada vez más inseguridad. Los inversores institucionales tradicionalmente con servadores, tales como los fondos de dotación y los fondos de pen siones, se veían presionados a buscar mayores beneficios invinien do en fondos de alto riesgo y fondos de capital riesgo. La Reserva Federal se resistía a recortar los tipos de interés, que no habría he cho más que arrojar gasolina al fuego. Sin embargo, dos días más tarde, el mundo cambió. A prime ra hora de la mañana del 9 de agosto, el mayor banco de Francia, el BNP Paribas, anunció su decisión de impedir a los inversores reti rar el dinero de tres fondos del mercado monetario con unos acti vos de alrededor de dos mil millones de dólares.17 ¿El problema? El mercado de ciertos activos, especialmente los respaldados por prés tamos hipotecarios americanos, estaba agotado, haciendo imposi ble determinar cuál era realmente su valor. —La evaporación total de liquidez en ciertos segmentos del 105. «Ben Bernanke necesita abrir la ventanilla del descuento [...] ¡Se com porta como un académico! Éste no es el momento de actuar como un académico. Abra la maldita ventanilla de descuento! [...] Mi gente lleva en este juego veinti cinco años. Y están perdiendo sus puestos de trabajo y estas firmas van a desapa recer del mercado, ¡y él es un obtuso! ¡Ellos son unos obtusos! ¡No saben nada...! El Fed está dormido», Jim Cramer, Street Signs, CNBC, 3 de agosto de 2007. 106. Cuando el 7 de agosto, después de haber bajado un 20 por ciento en menos de dos semanas, los fondos habían dejado en activos unos mil seiscientos millones de euros (dos mil doscientos millones de dólares). Sebastian Boyd, «BNP Paribas Freezes Funds as Loan Losses Roil Markets», Bloomberg News, 9 de agosto de 2007.
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mercado de titulización de Estados Unidos había hecho imposible valorar justamente ciertos activos, independientemente de su cali dad o su calificación de solvencia18 —explicó el banco. Era una señal escalofriante que los operadores estuvieran tra tando ahora los activos relacionados con hipotecas como radiacti vos, no aptos para ser comprados a ningún precio. El Banco Cen tral Europeo respondió rápidamente, inyectando 95.000 millones de euros en sus mercados, una cantidad mayor que la que se había proporcionado tras los ataques del 11S.19 Mientras tanto, en Esta dos Unidos, Countrywide Financial, el mayor prestamista hipote cario del país, advirtió de que unas «alteraciones sin precedentes» en los mercados amenazaban su situación financiera.20 Bernanke canceló las vacaciones, las suyas y las de todos sus colaboradores, y empezó a presentarse en su oficina todos los días a las siete de la mañana. Sólo dos días después llegó el siguiente golpe. Todas las maña nas tenían que enfrentarse a situaciones terriblemente cambiantes. Al día siguiente, Bernanke celebró una teleconferencia con los pla nificadores de la Reserva Federal para hablar de una bajada en los tipos de descuento (la tasa de descuento, una cifra simbólica en épocas normales, es lo que la Reserva Federal cobra a los bancos que le piden dinero prestado). Al final, emitieron una declaración anunciando que estaba proporcionando liquidez al permitir a los bancos conceder más garantías subsidiarias a cambio de liquidez —aunque no en la misma escala que habían hecho los europeos— para ayudar a que los mercados funcionaran con la mayor normali dad posible. Una vez más recordó también a los bancos que estaba a su disposición la «ventanilla de descuento». Menos de una sema 107. Ibídem.
108. Un día después de los ataques, el Banco Central Europeo (BCE) in yectó una cifra récord de 69.300 millones de euros. Véase «ECB Injects 95 bil lion Euros Into Money Supply Amid US Subprime Worries», FrancePresse, 9 de agosto de 2007. 109. A última hora del miércoles, el SEC dijo a todo el país que contaba con la adecuada liquidez, pero añadió: «La situación está evolucionando rápida mente y el impacto sobre la economía aún no se conoce.» Véase Randall W. Forsyth, «Why the Blowup May Get Worse», Barron's, 13 de agosto de 2007.
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na después, Bernanke, enfrentado a un continuo tumulto en los mercados, volvió atrás sobre su decisión anterior y procedió a un recorte de medio punto en el tipo de descuento, a 4,75, y dio a entender que podría haber recortes en el tipo de referencia, el ins trumento más poderoso con que cuenta la Reserva Federal para estimular la economía.21 A pesar de estos anuncios tranquilizado res, los mercados seguían tensos y volátiles. A estas alturas, hasta Bernanke tenía claro que no había cali brado debidamente la gravedad de la situación. El 5 de junio aún había declarado en un discurso que «en este punto, parecía poco probable que los problemas en el sector de las hipotecas de alto riesgo se extendieran al resto de la economía o del sistema finan ciero».22 Había creído que el problema de la vivienda estaba limitado al aumento en los préstamos de riesgo a prestatarios con crédito insuficiente. Aunque el mercado de las hipotecas de alto riesgo ha bía subido a dos billones de dólares, apenas representaba una frac ción en un mercado hipotecario global en Estados Unidos de cator ce billones de dólares. El modo en que operaban ahora firmas como JP Morgan o Lehman Brothers poco se parecía a la forma tradicional de hacer negocios de los bancos. Ahora un banco ya no se limitaba a hacer un préstamo y asentarlo en los libros. Ahora prestar tenía que ver con la constitución, es decir, con el establecimiento del primer eslabón en una cadena de titulización que distribuía el riesgo del préstamo entre docenas, cuando no cientos o miles de partes. Aunque la titu lización supuestamente reducía el riesgo y aumentaba la liquidez, lo que significaba en realidad era que muchas instituciones e inverso res ahora estaban interconectados, para bien y para mal. Un fondo 110. El viernes 17 de agosto de 2001, el Fed sacó una declaración rebajan do la tasa de descuento de los préstamos, lo cual subió el mercado. «S & P 500 Futures Sharply Higher on Fed Statement», Dow Jones Newswim, 17 de agosto de 2007. 111. Bernanke pronunció su alocución vía satélite para los asistentes a la Conferencia Monetaria Internacional de 2007, celebrada en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Véase Ben Bernanke, «The Housing Market and Subprime Lending», 5 de junio de 2007. Véase http://www.federalreserve.gov/nwsevents/speech/ bernanke 20070605a.htm
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de pensiones municipal en Noruega podía tener en cartera hipote cas de alto riesgo de California sin siquiera darse cuenta. Para em peorar aún más las cosas, muchas firmas financieras habían pedido mucho dinero prestado contra esos títulos, recurriendo a lo que se conoce como apalancamiento para aumentar sus beneficios. Esto no hacía más que agudizar los padecimientos cuando empezaban a perder valor. Los reguladores de todo el mundo se veían en apuros para encajar las piezas, y ni siquiera los CEO de las empresas financieras que vendían estos productos tenían una idea más cabal al respecto.
La puerta de la oficina del presidente se abrió y Bernanke dio una calurosa bienvenida al grupo del Tesoro. Al igual que Swagel, aún tenía los modales un poco titubeantes de un académico, pero, para un economista, era desusadamente dado a la charla intrascen dente. Dio entrada a Paulson y a su equipo a su despacho, donde se acomodaron en torno a una mesita de centro. Sobre su escritorio, junto a la consabida terminal Bloomberg, Bernanke tenía una go rra de los Washington Nationals en lugar bien visible. Después de unos minutos de charla, Swagel rebuscó en una carpeta y tímidamente le alargó a Bernanke el esbozo de diez pági nas de Rompa el cristal. Kashkari echó a sus colegas una mirada so licitando permiso y empezó a hablar. —Supongo que todos comprendemos el cálculo político, los límites de lo que legalmente podemos hacer, es decir, cómo se con sigue la autorización para evitar un colapso —Bernanke asintió y Kashkari continuó—. Entonces, como sabéis, nosotros, en el Teso ro, en consulta con nuestros colegas de la Reserva Federal, hemos estado explorando una serie de opciones durante los últimos meses, y creo que hemos dado con el marco básico. Esto está pensado como algo que, ante la perspectiva del caos, podemos sacar a relucir en caso de emergencia para presentarlo al Congreso y decir: «Aquí está nuestro plan.» —Kashkari miró a Bernanke que, después de haber estudiado el texto con gran atención, se había detenido in mediatamente en la clave—. El Tesoro compra quinientos mil mi llones a las instituciones financieras mediante un mecanismo de
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subasta. Determinar los precios que pagar por títulos tan heterogé neos sería un desafío clave. El Tesoro compensaría al ofertante no con dinero, sino con títulos del Tesoro de nueva emisión. Dicho activo permuta eliminaría la necesidad de una esterilización por parte de la Reserva Federal. El Tesoro contrataría gestores privados del activo para gestionar las carteras a fin de maximizar el valor para los contribuyentes y desenmarañar las posiciones a lo largo del tiempo (tal vez hasta diez años). Bernanke, sopesando cuidadosamente sus palabras, preguntó cómo habían llegado a la cifra de quinientos mil millones. —Estamos hablando de un cálculo aproximado, digamos, de un billón de dólares en activos tóxicos —explicó Kashkari—. Pero no tendríamos que comprar todos los activos tóxicos para producir un efecto significativo. Así pues, digamos la mitad, pero puede ser que llegue a los seiscientos mil millones. Mientras Bernanke seguía estudiando su documento, Kashka ri y Swagel dedicaron un segundo a disfrutar el momento: estaban informando al sumo sacerdote del templo —como suele llamarse a la Reserva Federal— de lo que podría ser un rescate histórico del sistema bancario. Hacía por lo menos cincuenta años que no se pensaba en una intervención del Gobierno de semejante escala; por comparación, el rescate de las cajas de ahorros de fines de la década de 1980 había sido una insignificancia. Si el plan Rompa el cristal llegaba, al Congreso —un problema del que tendrían que preocuparse más adelante— ya habían indica do cómo designaría el Tesoro a la Reserva Federal para que realizara las subastas de activos tóxicos de Wall Street. Juntos solicitarían a investigadores cualificados del sector privado que gestionaran los activos adquiridos por el Gobierno. La Reserva Federal de Nueva York celebraría entonces la primera de diez subastas semanales, comprando cincuenta mil millones de dólares de activos relaciona dos con hipotecas. Era de esperar que las subastas permitieran con seguir al Gobierno el mejor precio posible. Diez gestores de activos seleccionados gestionarían cada uno cincuenta mil millones de dó lares durante un máximo de diez años. Kashkari sabía que la propuesta era muy complicada, pero sos tenía que valía la pena, ya que tal como iban las cosas había pocas
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probabilidades de un «aterrizaje suave». Era necesaria una interven ción drástica. —El decreto tendría que dar al Tesoro autorización temporal para adquirir títulos, y también la financiación —dijo—. Y tendría que elevar el techo de la deuda, porque con el actual sólo tenemos cabida para unos cuatrocientos mil millones de dólares. Pero como estaríamos sangrando tanto al sector privado, el programa haría necesario poco gasto público: por ejemplo, poca contratación por parte del Tesoro —continuó—, pero también tenemos que tener cuidado con el enfoque. Sólo las instituciones financieras públicas podrían optar. Ni fondos de alto riesgo ni bancos extranjeros. Entonces Kashkari pasó a resumir lo que él y sus colegas del Tesoro consideraban los pros y los contras de su propuesta. Lo pri mero y más importante era que si el Gobierno actuaba, los bancos seguirían prestando, aunque no —era de esperar— de esa forma irresponsable que había sido el desencadenante de la crisis. El principal argumento contra la propuesta era que, en la me dida en que el plan funcionara, crearía «riesgo moral». En otras palabra, a los que habían hecho las apuestas temerarias que inicial mente ocasionaron los problemas no se les ahorrarían padecimien tos financieros. Los dos funcionarios del Tesoro presentaron a continuación los enfoques alternativos. Habían identificado cuatro: 112.el Gobierno vende seguridad a los bancos para protegerlos de cualquier caída subsiguiente en el valor de sus activos tóxicos; 113.la Reserva Federal emite préstamos sin aval personal a los bancos como hizo en el caso de la absorción de Bear Stearns por parte de JP Morgan; 114.la Autoridad Nacional de la Vivienda ref inancia los prés tamos individualmente; 115.el Tesoro invierte directamente en los bancos. Mientras escuchaba, Bernanke no dejaba de acariciarse la bar ba y de vez en cuando sonreía asintiendo. La reunión terminó con una única resolución, la de dejar el plan en reserva hasta que —o a menos que— fuera necesario, pero Kashkari quedó satisfecho de que el presidente lo acogiera tan bien, de hecho, mucho mejor de lo que había hecho su propio jefe, Hank Paulson, cuando Kashkari
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decidió sondearlo sobre la cuestión de la intervención en los mer cados financieros. Todos los integrantes del círculo más próximo a Paulson den tro del Tesoro habían oído hablar de aquella noche de marzo en que Kashkari se había colado en su oficina y había encontrado al secre tario de un humor desusadamente bueno, conversando con su jefe de personal, Jim Wilkinson. —Hank, quiero hablar de los rescates —había interrumpido Kashkari. —¿De qué estás hablando? Sal de aquí —había sido la res puesta indignada de Paulson. —Verás, necesitamos hablar de cómo conseguir la voluntad política para hacernos con la autoridad que necesitamos para tomar medidas reales, ¿no te parece? Bueno, tenemos que tener una cons tancia que demuestre que lo hemos intentado. El próximo presi dente va a entrar y a decir: «He aquí los pasos que deberían haberse dado, pero que la Administración anterior no tuvo voluntad o ca pacidad para tomarlas, bla, bla, bla.» ¿Sabes lo que quiere decir eso? El próximo presidente va a traer a los rehenes a casa. ¡Obama! ¡Oba ma va a traer a los rehenes de vuelta a casa! Paulson rompió a reír ante la idea de que Obama fuera a solu cionar esta crisis de la manera en que Ronald Reagan había solucio nado la crisis iraní de los rehenes en la década de 1970. Señaló a Kashkari. —Ja, ja. Obama va a traer a los rehenes de vuelta a casa —dijo Paulson—. Oh, sí. Largo de aquí.
El sol iba ocultándose en un atardecer londinense de abril de nubes entre grises y rosadas cuando sonó el teléfono de Bob Dia mond, director general de Barclays Capital. Diamond había estado practicando golpes de golf en su oficina de la sede corporativa del banco en Canary Wharf, el floreciente distrito financiero de East Lon don conocido como Square Mile. Había una docena de pelotas de golf diseminadas en torno al hoyo que había abierto en la alfombra. Las paredes de la oficina estaban cubiertas con trofeos de los Boston Red Sox, que había colgado allí no sólo para torturar a los
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visitantes de Nueva York —que eran frecuentes—sino porque Dia mond, natural de Nueva Inglaterra, era también un forofo de los Sox.23 No le gustaba que lo interrumpieran en sus preciosos minutos de descanso, pero en este caso dejó con gusto el palo para atender la llamada. Era su amigo Bob Steel, a quien había visto brevemente en su reciente viaje a Washington para asistir a la cena en el edificio del Tesoro. —Verás, una de mis tareas aquí es fomentar el intercambio de ideas —dijo Steel con cierta frialdad después de saludar a Dia mond— y, por así decirlo, plantear ciertos escenarios. En ese senti do, tengo que hacerte una pregunta. El tono distante, nada habitual en Steel, sorprendió a Dia mond, que preguntó: —¿Se trata de algún asunto oficial, Bob? —No, no. Mira, no te llamo en nombre de nadie —le asegu ró—. Los mercados parecen haberse calmado un poco, pero estoy tratando de imaginar qué sucederá si las cosas empeoran, si llega mos a cierto nivel... Bueno, pueden suceder cosas. —Está bien, dispara. Steel respiró hondo y luego hizo su pregunta. —¿Podría interesarte Lehman por algún precio? Y en ese caso, ¿qué necesitarías de nosotros? Diamond se quedó mudo por un momento. Se dio cuenta de que el Tesoro estaba tratando de encontrar soluciones estratégicas por si llegaba el caso de que Lehman llegara a encontrarse en una situación similar a la de Bear Stearns. Conocía a Steel y sabía que era un pragmático poco dado a las tonterías, que no solía soltar globos sonda. —Voy a tener que pensarlo porque no tengo una respuesta —dijo Diamond con cautela. —Sí, pero piensa en ello —le dijo Steel. —Nunca digas de esta agua no beberé —respondió Diamond, 23. Stanley Reed, «Bardays: Anything But Stodgy President Bob Dia mond has Turned the OnceTroubled Investment Banking Unit into a Power house», BusinessWeek, 10 de abril de 2006.
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y los dos rompieron a reír. Diamond solía soltar esa frase cuando los periodistas trataban de sonsacarlo sobre posibles adquisiciones, aunque ésta era la primera vez que era Steel el destinatario. Steel conocía perfectamente las aspiraciones de Barclays Capi tal de incrementar su presencia en Estados Unidos, una ambición que él mismo compartía. Si se presentaba la oportunidad de adqui rir Lehman por un precio ventajoso, sin duda tendría que conside rar seriamente la perspectiva. —Sí —le dijo a Steel—. Decididamente es algo para pen sárselo.
Capítulo 5
Jim Cramer, el prepotente gurú del mercado de la CNBC, hablaba con una suavidad sorprendente cuando no estaba en el aire, por ejemplo, cuando le dijo educadamente al guardia de seguridad, que estaba en la puerta del edificio de Lehman Brothers, ubicado en la intersección de la Séptima Avenida y la Calle 50, que Dick Fuld lo esperaba para desayunar.1 Le franquearon la entrada de la puerta giratoria, pasó delante de Bella, el labrador detector de bombas de Lehman, y llegó al es critorio de recepción, donde pasó por las habituales medidas de seguridad. Despeinado como de costumbre, fue recibido en la sala de espera de la planta 32 tan ceremoniosamente como si fuera un cliente importante llegado para cerrar un trato de mil millones de dólares. Erin Callan, la jefa de finanzas, estaba presente, lo mismo que Gerald Donini, el jefe de valores globales y vecino de Cramer en Summit, Nueva Jersey. Había sido Fuld, que todavía seguía embarcado en su yihad contra los cortoplacistas, quien había invitado personalmente a Cramer a la reunión. Ya había llegado a la conclusión de que nece sitaba un aliado en su lucha contra los cortoplacistas, y hasta el momento nadie se había prestado a unirse a él en la batalla. Ni Cox, ni Geithner, ni Paulson, a pesar de su reciente conversación en el Tesoro. Tal vez Cramer, con su gran audiencia televisiva y sus profundas conexiones con el mundo de los fondos de alto riesgo, podría influir en el debate y ayudar a subir el precio de las acciones de Lehman. 1. Tuvo lugar el martes 2 de abril de 2008.
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Fuld y Cramer habían llegado a respetarse mutuamente como luchadores de la calle nada amigos de tonterías, a pesar de sus pro fundas diferencias de carácter. Cramer, una estrella mediática, tenía sólidas raíces en Harvard, había trabajado en Goldman y gozaba de la amistad de Eliot Spitzer, el azote de Wall Street. 2 Fuld, por su parte, solía desdeñar a los ejecutivos de la conocida Ivy League, presumía de ser antiGoldman y nunca había tenido grandes dotes de comunicador. No obstante, apreciaba el hecho de que Cramer hubiera sido siempre un intermediario honesto, dispuesto a decir lo que pensaba por impopulares que fueran sus opiniones. Cuando el personal de servicio de Lehman le tomó al grupo el pedido de comida, Fuld le hizo a Cramer, que escuchaba con aten ción, un repaso de los temas que quería tratar. Dijo que estaba trabajando duro para reducir el apalancamiento de la firma y res taurar la confianza de los inversores. Aunque había captado cuatro mil millones de dólares de capital nuevo en el primer trimestre, Fuld estaba convencido de que una «camarilla de cortoplacistas» estaba impidiendo que eso se reflejara como es debido en el precio de la acción. La franquicia estaba infravalorada. Cramer asintió enérgicamente. —Mira —dijo—, creo que decididamente hay un problema con los cortoplacistas, te acechan por todas partes. Donini, poco convencido de que la regla de la fluctuación ascendente fuera el mayor problema de Lehman, intervino en nom bre de Fuld. —¿Qué es lo que tratas de conseguir, Jim? —preguntó. —Los cortoplacistas están destruyendo grandes compañías —replicó Cramer—. Destruyeron Bear Stearns y van a tratar de destruir a Lehman —dijo, tratando tal vez de llevar a Fuld a su te rreno—. Quiero parar eso. 2. Cuando saltó el escándalo de la prostitución, Cramer tenía esto que decir sobre su amigo de la Harvard Law School: «Eliot es uno de mis amigos más antiguos, como Silda. Sabes..., espero que no sea cierto. Lo he leído, como tú, pero espero que no sea verdad [...]. Eliot es mi amigo. De modo que seguirá siéndolo.» Véase «DealBook: Wall Street on Spitzer: There Is a God'», The New York Times, 10 de marzo de 2008.
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—Si quieres conseguir eso —replicó Donini—, y crees que los cortoplacistas están causando el problema, entonces yo no creo que la regla de la fluctuación ascendente sea la forma de hacerlo —Do nini explicó a Cramer que él tenía la impresión de que el auténtico problema del mercado era la venta «a corto» no cubierta. Normal mente, cuando los inversores venden acciones a corto plazo, el in versor primero pide prestadas las acciones a un intermediario, las vende y a continuación espera que su valor caiga para que el inver sor pueda comprarlas a un precio más bajo, reponer las acciones tomadas en préstamo y embolsarse la diferencia como beneficio. Pero en la venta a corto no cubierta —que es ilegal— el inversor no pide prestadas las acciones en cuestión, con la posibilidad de dejar que manipulen el mercado. Cramer estaba intrigado, pero también visiblemente contraria do por la respuesta de Donini. Lo habían invitado a la reunión, les había ofrecido su ayuda y ahora estaban rechazando su oferta. Trató de volver a llevar la conversación hacia los problemas de Lehman. —Bueno ¿por qué no me dais munición para que pueda con tar una historia positiva? —sugirió. Sintiendo cómo crecía la tensión en la sala, Callan intervino por primera vez. —Compramos esta cartera increíble de Pelotón, y de inmedia to aumentó su valor3 —dijo, ofreciendo alegremente lo que consi deraba una buena noticia. Pero Cramer casi no pudo evitar fruncir el entrecejo, porque sabía mucho acerca de Pelotón. Este fondo de alto riesgo con base en Londres había sido puesto en marcha por Ron Beller, antiguo ejecutivo de Goldman cuya esposa era asesora política del primer ministro Gordon Brown. En un tiempo había figurado entre los fondos de alto riesgo de mejor rendimiento del mundo, pero se había venido abajo y había vendido sus activos prácticamente en una liquidación de urgencia. 3. Fundada en 2005 por Ron Beller y Geoffrey Grant, el fondo de riesgo de Londres Pelotón Partners fue forzado a una venta de saldo en febrero de 2008. Cassell BryanLow, Carrick Mollenkamp y Gregory Zuckerman, «Pelotón Flew High, Fell Fast», The Wall Street Journal, 12 de mayo de 2008.
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—Ostras —respondió Cramer con todo el tacto de que fue capaz—. Me sorprende que lo consideréis bueno teniendo en cuen ta que fue apalancado treinta a uno, con lo que, según tengo enten dido, es un montón de basura. —No —dijo Fuld con entusiasmo—, lo compramos muy barato. —Una de las cosas que no entiendo —dijo Cramer, que no parecía convencido— es que Goldman está tratando de desapalan car por todos los medios, y lo que decís vosotros es «voy a desapa lancar», pero lo que hacéis es aumentar vuestro apalancamiento. A Fuld no le gustó el tono de la observación. —Lo que estamos haciendo —respondió— es comprar carte ras realmente importantes que creemos que valen mucho más y salimos de las que valen menos. Callan dijo que Lehman estaba desapalancando rápidamente su propio balance y continuó: —Hay activos en los libros que creemos firmemente que están infravalorados —se pasó diez minutos hablándole a Cramer sobre los activos inmobiliarios residenciales de la empresa en California y Florida, dos de los mercados más golpeados, dando a entender que esperaba que pronto se recuperaran. Habiendo llegado a la conclusión de que cualquier alianza con Cramer sólo podía ser problemática, Fuld cambió rápidamente de tema y empezó a tratar de sonsacarle información. —¿Y qué es lo que se dice por ahí? ¿Cuál será el siguiente des pués de nosotros? Fuld dijo que estaba convencido de que dos de los financieros más poderosos del país, Steven A. Cohén, de SAC Capital Advisors de Greenwich, Connecticut, y Kenneth C. Griffin del Citadel In vestment Group de Chicago, eran en gran medida responsables tanto del ataque de los cortoplacistas como de la difusión de rumo res, aunque no se atrevía a decir sus nombres en voz alta. —¡Son unos embusteros! —dijo Fuld con convicción—. Creo que puedes decir que lo son sin temor a equivocarte. Cramer, aunque comprensivo, dejó claro que no estaba dis puesto a respaldar a Lehman en contra de la opinión de todos a menos que tuviera más información. —Puedo decir que la gente podría tomar los rumores con es
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cepticismo —ofreció, y luego añadió—: ¿por qué no recurrís al Gobierno? Si pensáis que esto está tan mal y que hay un verdadero ataque organizado y que se están difundiendo mentiras, ¿por qué no recurrís a la SEC? —¿Por qué no te limitas a darnos los nombres de los que dicen cosas negativas de nosotros? —no dejaba de repetir Fuld, cada vez más agitado. —Mira —le dijo Cramer poniéndose rojo—, no es una cues tión de nombres. Yo hago mi trabajo, y mi trabajo hace que tenga la sensación de que estáis comprando un montón de basura y que no estáis vendiendo un montón de basura, y que, por lo tanto, lo que realmente necesitáis es liquidez. A Fuld no le gustaba que lo desafiaran. —Lo único que puedo hacer es desmentir eso categóricamen te. Hemos sido totalmente transparentes. Tenemos liquidez, tene mos toneladas de liquidez. Nuestro balance jamás ha sido mejor —afirmó. Pero Cramer seguía siendo escéptico. —Si es así, ¿por qué no encontráis una manera de traducir esa liquidez en un mayor precio de vuestras acciones, comprando algu nos de vuestros bonos? Fuld hizo un gesto de disgusto y puso fin a la reunión. —Estoy en la junta de la Reserva Federal de Nueva York —le dijo a Cramer—. ¿Por qué habría de mentirte? Ellos lo ven todo.
Era mediados de mayo y David Einhorn tenía que escribir un discurso. Einhorn, gestor de un fondo de alto riesgo que controlaba más de seis mil millones de dólares de activos, se preparaba para hablar en la Ira W. Sohn Investment Conference Foundation, donde to dos los años mil personas o más pagan 3.250 dólares por cabeza para escuchar a destacados inversores cantar las loas o decir pestes de unos activos.4 Los asistentes captan unas cuantas ideas de inver 4. Hugo Lindgren, «The Confidence Man», New York Magazine, 23 de junio de 2008.
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sión bien meditadas y saben que lo que pagan o la entrada va a parar a una buena causa: el Tomorrows Children's Fund, una aso ciación de beneficencia contra el cáncer.5 Einhorn, de treinta y nueve años, aunque aparentaba unos diez años menos, estaba sentado en su oficina, a una calle de la terminal Grand Central, pensando qué decir. Con apenas siete analistas y un puñado de personal de apoyo, su firma, Greenlight Capital, era tan tranquila como un balneario de aguas termales. Nadie daba órdenes a gritos a través de un teléfono ni vitoreaba sus triunfos. Los analistas de Einhorn se pasaban los días estudiando los informes contables anuales en salas de conferencias con nombres tan disparatados como «la Sala de lo Irrepetible»,6 una referencia al término contable con que se designa cualquier ganancia o pérdida que no es probable que se repita, una clasificación usada a veces por las compañías para fortalecer sus cuentas. Para Einhorn era una bandera roja y la usaba para identificar empresas que podía vender a corto plazo. Entre las empresas surgidas de su reciente investiga ción estaba Lehman Brothers, y pensó que podía ser un tema ideal para su discurso. Aunque poner en cuestión la solidez de Lehman se había con vertido en el tema más popular en las habladurías de Wall Street, Einhorn llevaba discretamente preocupado por la firma desde el verano anterior. Ahora BNP Paribas, el principal banco francés, había anuncia do su intención de impedir que los inversores retiraran su dinero de tres fondos del mercado monetario.7 116. El producto de la Ira W. Sohn Investment Conference va a este fondo, que ayuda a niños con cáncer o con trastornos sanguíneos graves (Ira W. Sohn murió de cáncer a los veintinueve años). Véase http://www.atcfkid.com 117. Jesse Eisinger, «Diary of a ShortSeller», Conde Nast Portfolio, 12 de mayo de 2008. 118. A las 2.30 de la madrugada del 9 de agosto, Dow Jones insertó un comunicado de prensa de BNP Paribas: «La total evaporación de la liquidez en determinados segmentos del mercado del mercado de titulización [sic] de Esta dos Unidos ha imposibilitado la valoración adecuada de determinados activos independientemente de su calidad o de su calificación de crédito. La situación es de tal gravedad que ya no es posible seguir valorando adecuadamente los activos
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Einhorn llamó a los siete analistas que trabajaban para él para asignarles un proyecto especial: «Vamos a hacer algo que no so lemos hacer, tiene que ver con la investigación», les anunció. En lugar de la habitual y ardua indagación en las cuentas de una com pañía o sobre una idea en particular, iban a llevar a cabo —dedicán dole sábado y domingo— una investigación crucial sobre las com pañías financieras que tenían exposición a las hipotecas de alto riesgo. Sabía que ahí era donde había empezado el problema, pero lo que le preocupaba ahora era tratar de entender dónde podría acabar. Todos los bancos que tenían inversiones en valores inmobi liarios en declive —que probablemente habían sido cuidadosamente empaquetados como parte de productos titulizados que él sospe chaba que algunas empresas ni siquiera sabían que poseían—podían estar en peligro. El nombre en código del proyecto fue La cesta del crédito} En la lista que tenían confeccionada el domingo por la noche estaba Lehman Brothers, cuya acción tenían la sospecha de que, a 64,80 dólares, estaba demasiado alta. En las seis semanas siguientes, fueron quitando nombres de la cesta del crédito mientras Greenlight saldaba algunas posiciones de venta en descubierto y centraba su capital en un puñado de compa ñías, entre las cuales seguía estando Lehman. Cuando estos bancos empezaron a publicar sus resultados tri mestrales en septiembre, Einhorn prestó más atención y quedó espe cialmente preocupado por algunas cosas que oyó en la conferencia del 18 de septiembre en la que Lehman hizo públicas sus ganancias del tercer trimestre. Entre otras cosas, como muchos en Wall Street en aquel mo mento, el ejecutivo de Lehman Chris O'Meara, director de finan zas, parecía demasiado optimista. —Es pronto, y no podemos predecir períodos futuros, pero, tal subyacentes de ABS EE. UU. en los tres fondos mencionados. Por lo tanto, no podemos calcular un valor neto fiable ("NAV") para los fondos.» Véase «BNP Paribas Unit to Suspend NAV Calculation of Some Funds», Dow Jones News wires, 9 de agosto de 2007. 8. Lindgren, «The Confidence Man», New York Magazine, art. cit.
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como antes mencioné, creo que lo peor de la corrección del crédito ya ha quedado atrás9 —anunció O'Meara a los analistas. —Ésta es una contabilidad descabellada. No sé por qué lo ha 10 cen —dijo Eihorn a su personal—. Significa que el día antes de la bancarrota es el día más provechoso en la historia de su compañía, porque dirán que la deuda no valía nada. Llegan a llamarlo ingresos, y literalmente pagan bonos por esto. Me saca de mis casillas. Seis meses después, Einhorn acababa de escuchar atentamente la comunicación de los beneficios de Lehman el 18 de marzo de 2008, y quedó atónito al oír que Erin Callan ofrecía un pronóstico igualmente confiado. De hecho, fue el surgimiento de Callan como principal defensora de Lehman lo que lo reafirmó en sus sospechas. Cómo era posible que una abogada fiscal que no había trabajado en el departamento financiero y que sólo llevaba seis meses como directora de finanzas comprendiera estas complicadas evaluacio nes? ¿En qué se basaba para estar tan segura de que estaban valoran do debidamente los activos de la compañía? Ya había sospechado que a Callan aquello le iba muy grande —o que la firma estaba exagerando sus números— desde que había tenido ocasión de hablar con ella y con algunos de sus colegas en noviembre de 2007. Había convenido una llamada a Lehman para tener una idea más cabal de sus cuentas, y tal como hacen muchas empresas como un servicio a los grandes inversores, lo atendieron varios de sus principales responsables. Ya en aquella ocasión no habían dado satisfacción a su interés por saber con qué frecuencia revaloraba la empresa ciertos activos líquidos como la propiedad inmobiliaria. Lo que Einhorn quería saber ahora era si Lehman actualizaba ese valor todos los días, todas las semanas o trimestralmente. Para él era una cuestión crucial, porque como los valores de prácticamente todos los activos seguían cayendo, quería saber lo 9. Chris O'Meara, director de finanzas de Lehman, de la «Q3 2007 Leh man Brothers Holdings Inc. Earnings Conference Cali», 18 de septiembre de 2007. 10. Lindgren, «The Confidence Man», New York Magazine, art. cit.
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pendiente que estaba la firma para reflejar esos descensos en su balance. O'Meara dio a entender que la empresa ajustaba los acti vos diariamente, pero cuando llamaron al controlador, éste indicó que la empresa sólo actualizaba esos activos trimestralmente. Ca llan había estado al teléfono durante toda la conversación, y debió oír las respuestas contradictorias, pero en ningún momento inter vino para puntualizar la incongruencia. Tampoco O'Meara la seña ló, pero la registró como un punto negativo para la empresa. A fines de abril ya había empezado a hablar públicamente de los problemas que advertía en Lehman, llegando a sugerir en una presentación a los inversores que, considerando el balance y la com binación de negocios, Lehman no era tan diferente de Bear Stearns como se pretendía.11 Ese comentario había pasado casi desapercibido en el mercado, pero suscitó la ira de Lehman y dio lugar a una conversación telefó nica de una hora entre Einhorn y Callan, en la que ella trató una vez más de aclarar sus dudas y de dar un giro rotundo a su opinión sobre la compañía. Sin embargo, a pesar de que se mostró afable en todo momento, él tuvo la sensación de que estaba ofuscada. Ahora, mientras preparaba su discurso, pensó que era conve niente hablar con ella una vez más. Lo atendió de inmediato, pero lo acusó de tener intención de usar lo que pudiera decirle sólo en la medida en que conviniera a su tesis. Einhorn estaba acostumbrado a la hostilidad de las empresas. Todo el que quisiera que el sector financiero lo amase tenía que abstenerse de vender acciones a corto plazo. De inmediato le man dó un duro correo electrónico: «Rechazo de plano la idea de haber actuado con doblez hacia ti en algún caso. No tenías por qué pensar que nuestra conversación era confidencial.» Y a continuación ter minó de escribir su intervención.
El 21 de mayo, Einhorn esperaba su turno para hablar en la Sala Frederick P. Rose del Time Warner Center. 11. David Einhorn, «Prívate Profits and Socialized Risk», Grant's Spring Investment Conference, 8 de abril de 2008.
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Los organizadores de la conferencia habían programado su in tervención para las 16.05, inmediatamente después del cierre de los mercados. Dada su importancia dentro del sector y lo que estaba a punto de decir —y considerando la potencia de fuego de los inver sores presentes entre el público— era muy probable que pusiera nerviosos a los mercados, especialmente a las acciones de Lehman. Por fin puso sus notas sobre el podio. Mientras paseaba la mirada por la multitud, observó el brillo de docenas de BlackBerry tan sólo en las primeras filas. Los inversores estaban tomando notas y mandándolas a sus oficinas lo antes posible. Cierto que los mercados habían cerrado, pero en el negocio de las transacciones, una información valiosa vale su peso en oro, sea la hora que sea. Siempre había una posibilidad de hacer dinero en alguna parte. Einhorn empezó a hablar en su inglés monótono y levemente nasal del Medio Oeste y volvió sobre la cuestión de Allied, que trató de vincular con Lehman Brothers. —Una de las cuestiones clave que planteé hace seis años sobre Allied fue su uso indebido del valor equitativo de venta, ya que se había negado a adoptar depreciaciones sobre inversiones fallidas en la última recesión12 —aseguró ante la audiencia—. Esa cuestión se ha vuelto a plantear en una escala mucho mayor en la actual crisis crediticia. Lo que estaba diciendo era que Lehman no había admitido sus pérdidas el trimestre anterior y que era inevitable que las pérdidas fueran ahora mucho mayores. Después de plantear su provocadora tesis, Einhorn contó una anécdota: —Recientemente recibimos en nuestra oficina al CEO de una institución financiera. Su compañía tenía en sus libros algunos bo nos hipotecarios al coste. El CEO me contó la historia de siempre: los bonos siguen clasificados como triple A, no creen que tengan una pérdida permanente, y no hay un mercado fluido para valorar estos bonos. Yo le respondí que era un mentiroso, que ardería en el 12. Ésta y las sucesivas citas de conversaciones de David Einhorn de Greenlight Capital proceden de su alocución «Accounting Ingenuity», en la Ira W. Sohn Investment Research Conference, 21 de mayo de 2008.
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infierno, y añadí que sí había un mercado fluido para estos bonos y que era probable que valieran entre el 60 y el 70 por ciento de su valor facial en ese momento, y que sólo el tiempo diría si habría una pérdida permanente. Me sorprendió diciendo que tenía razón. Y añadió que si decía otra cosa, los contables los obligarían a depre ciar los bonos. Desde este punto, Einhorn volvió a Lehman Brothers y dejó claro que a su entender la evidencia indicaba que la empresa estaba inflando el valor de sus activos inmobiliarios, que se negaba a reco nocer la magnitud real de sus pérdidas por temor a que se desplo maran sus acciones. Contó cómo había escuchado atentamente la presentación de Callan con ocasión de su famoso anuncio de beneficios al día si guiente de la venta a precio de liquidación de Bear Stearns. —En la teleconferencia de ese día, la jefa de finanzas de Leh man, Erin Callan, usó la palabra gran catorce veces; estimulante, seis veces; vigoroso, veinticuatro veces, y duro, sólo una. Usó la pa labra increíblemente ocho veces —señaló—. Yo usaría increíble en un sentido muy diferente para calificar el informe. Después de ese floreo retórico, relató cómo había decidido llamarla. Sobre el fondo de una pantalla de proyección en la que se veían las figuras pertinentes, contó que le había preguntado a Ca llan sobre el hecho de que Lehman sólo hubiera depreciado dos cientos millones de dólares sobre el activo especialmente tóxico por valor de seis mil quinientos millones de dólares como obligaciones de deuda con garantías subsidiarias en el primer trimestre, a pesar de que el conjunto de dichas obligaciones incluía mil seiscien tos millones de dólares de instrumentos que eran de grado especu lativo. —La señora Callan dijo que entendía mi puntualización y que tendría que volver a llamarme —contó Einhorn—. En un correo posterior, la señora Callan rehusó dar una explicación sobre la mo desta devaluación y en lugar de eso afirmó que, tomando como base el precio actual de la acción, «era de esperar que [Lehman] reconociera más pérdidas» en el segundo trimestre. ¿Por qué no hubo un ajuste mayor [a la baja] en el primer trimestre? Y continuó:
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—Les pregunté a los de Lehman: «¿Habéis apreciado los acti vos de nivel 3 en más de mil millones de dólares en algún momen to entre el comunicado de prensa y la presentación del 10Q [infor me trimestral] ?» Respondieron rotundamente que no, sin embargo, no pudieron ofrecer ninguna otra explicación plausible —y tras carraspear de forma estentórea, Einhorn acabó su intervención con una advertencia—. Lo que espero es que los señores Cox, Bernanke y Paulson presten atención a los riesgos del sistema financiero que está creando Lehman y que insten a esta firma para que lleve a cabo una recapitalización y un reconocimiento de sus pérdidas, a ser posible antes de que necesite la ayuda del contribuyente federal... Lehman lleva semanas quejándose de los cortoplacistas. La inves tigación académica y nuestra experiencia indican que cuando los equipos directivos hacen eso es señal de que están tratando de apar tar la atención de los inversores de graves problemas. Minutos después de que Einhorn abandonara el escenario, ya se habían difundido sus palabras por los círculos financieros. Leh man estaba abocada a serias penalidades cuando se abriera el mer cado al día siguiente; las acciones caerían hasta un 5 por ciento. Mientras Einhorn caminaba Broadway arriba para asistir a la presentación de un libro preparada para él en el restaurante Shun Lee West, iba ojeando el programa de la conferencia que acababa de abandonar y vio algo que le dio cierto cargo de conciencia. Lehman Brothers había sido uno de los patrocinadores de la conferencia. O sea, que había pagado veinticinco mil dólares para oír cómo él echaba por tierra la credibilidad de la empresa.
Capítulo 6
—¿Quién habló?1 —preguntó Dick Fuld, casi incapaz de controlar su furia y dando la impresión de que iba a saltar por encima de la mesa para estrangular a alguien. El comité ejecutivo de Lehman —los más altos directivos de la empresa— estaba sentado en torno a una mesa de juntas el miérco les 4 de junio, en medio de un embarazoso silencio. Fuld sostenía en la mano un ejemplar de The Wall Street Jour nal en cuya página Cl estaba lo que él calificó como «la mayor traición de mi carrera». A punto había estado de atragantarse esa mañana cuando leyó el titular: «Lehman está buscando capital en el extranjero.»2 El subtítulo añadía: «Mientras sus acciones caen, la firma de Wall Street amplía su búsqueda de liquidez, y podría son dear a los coreanos.» Ahí estaba, en las noticias de la mañana, el plan secreto en el que había estado trabajando todo un mes para contrarrestar las crí ticas y dar muestras de fortaleza, expuesto a los ojos de todo el mundo. Había trabajado frenéticamente para proteger la empresa, y ahora, pensaba, la filtración ponía en peligro todo ese esfuerzo. Fuld había hablado con la reportera Susanne Craig de forma oficial y de forma confidencial varias veces en los últimos meses,
119. Susanne Craig, «Lehman Struggles to Shore Up Confidence», The Wall Street Journal, 11 de septiembre de 2008. 120. Susanne Craig, «Lehman Is Seeking Overseas Capital: As Its Stock Declines, Wall Street Firm Expands Search for Cash, de mayo Tap Korea», The Wall Street Journal, 4 de junio de 2008.
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pero jamás había dejado escapar una palabra de esto. El artículo de Craig era breve e iba al grano. Cuando lo llamó esa tarde como continuación de su artículo, se lanzó contra ella sin piedad. —¡Te las das de periodista responsable, pero eres como los demás! —dijo—. Te has cerrado las puertas de esta casa —gritó y le colgó violentamente. De ahora en adelante regiría una nueva nor ma en Lehman, decretó a continuación: nadie, ni siquiera el depar tamento de relaciones públicas, tenía autorización para hablar con The Wall Street Journal.
Cuando se enteró de la orden de Fuld, Andrew Gowers, jefe de comunicaciones de Lehman, se puso furioso. —No entiendo cómo diablos va a ayudarnos silenciar al ma yor periódico financiero del país —se quejó a Freidheim. —No lo sé —respondió Freidheim encogiéndose de hom bros—. Es entre Dick y el periódico. Scott Freidheim sabía quién era el que había filtrado la infor mación, o creía saberlo. Con sus cuarenta y dos años, Freidheim era el miembro más joven del círculo de allegados de Fuld. Este hijo del antiguo CEO de Chiquita era el jefe operativo ideal para Fuld: era resolutivo y fiel, con instinto letal. Como jefe administrativo adjunto de la empresa, más que un banquero era un estratega muy bien pagado. Para los detractores de Fuld, era uno de los favoritos del presidente, un pro tector impasible del trono, que servía a Fuld de escudo contra gran número de desagradables verdades. Freidheim era un ejecutivo al estilo de Joe Gregory: tenía una casa enorme en Greenwich y una flota de coches que rotaba constantemente; hacía poco que había comprado la «oficina móvil» que antes había pertenecido a uno de sus amigos, el magnate de los fondos de alto riesgo Eddie Lampert, un GMC Denali negro equipado con acceso a Internet que lo lleva ba a Manhattan todos los días. —¿No es fantástico? —les dijo entusiasmado a unos colegas, enseñándoles el vehículo mientras sonaba la música de Misión im posible.
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Freidheim, en pie de guerra, llamó a seguridad y ordenó inves tigar los registros telefónicos de la compañía. Pronto descubrió lo que consideraba la prueba que necesitaba: Callan había hablado con Craig el día anterior. Todavía quedaba por determinar si real mente la había informado sobre el viaje a Corea, pero el registro de llamadas le daba una excusa para hablarle de ella a Fuld. Cuando Freidheim llegó a la oficina de Fuld, encontró allí a Gregory y les habló a los dos de lo que había descubierto. Terminó diciendo que quería abordar a Callan personalmente sobre la cues tión, y añadió: «No podemos descartar que tengamos que despe dirla.» Gregory, el mentor de Callan, quedó pasmado ante la acusa ción. Nadie iba a ser despedido y, por lo que a él concernía, nadie le iba a mencionar el asunto a Callan. «Tiene demasiadas cosas a su cargo», insistió Gregory, y Fuld asintió. Simplemente no podía dar se el lujo de perder a su jefa de finanzas, no en la situación actual, ni siquiera si había hecho lo inconcebible y filtrado información. En el fondo, Fuld sabía que su jugada coreana era un intento a la desesperada. La propia operación de banca de Lehman en Seúl era un verdadero espejismo; nunca había producido negocio signi ficativo alguno que mereciese la atención de Fuld. Además, casi todos los de su oficina le habían advertido repetidas veces de que había serias dudas sobre los participantes. No obstante, Fuld no tenía más remedio que llevar la negocia ción hasta el final y tenía algunos motivos para creer que existían posibilidades de cerrar un acuerdo constructivo con los coreanos. El lunes anterior a la partida del grupo de Lehman hacia Asia, Da vid Goldfarb, el principal estratega de Fuld, había alentado las ex pectativas de su jefe. «La situación en Corea parece prometedora3 —escribió Gold farb en un correo electrónico que envió también a Gregory—. Real 3. El correo electrónico de Goldfarb, enviado el 26 de mayo de 2008, se puso a disposición de la investigación del Comité de Reforma del Gobierno y Supervisión de la Cámara, denominada «Causes and Effects of the Lehman Bro thers Bankruptcy». Véase «Lehman Brothers Email Regarding Punishing Short Seller», http://oversight.house.gov /story.asp?ID =2208
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mente están tratando de reestructurar y abrir servicios financieros y están buscando un ancla que les sirva para impulsar su esfuerzo, y podríamos ser nosotros. Yo sigo prefiriendo la solución Hank [Green berg] o GE, pero si no es posible, podríamos usar ésta como base es tratégica [...]. Si captáramos cinco mil millones de dólares, yo sería partidario de una acción agresiva contra el mercado, gastando dos mil en recomprar un montón de capital (¡haciéndole verdadera pupa a Einhorn!). Queda mucho por hacer. He estado hablando con Jesse y Kunho. Parece que los coreanos van en serio y están tratando de hacer algo agresivo. Podría ser un momento interesante para ellos, para distraer un poco la atención de las economías asiáticas en rápi do desarrollo. Podría ser interesante, pero, como sabemos, estas co sas se quedan a veces en pura retórica.» El 1 de junio, un pequeño equipo de banqueros de Lehman se había dirigido al aeropuerto Teterboro de Nueva Jersey y había par tido hacia Corea en el Gulfstream de la compañía.4 El ejecutivo de más categoría a bordo, Tom Russo, jefe del departamento legal de Leh man, no tenía mucha experiencia en negociaciones, pero era confi dente de Fuld y podía servir como sus ojos y oídos. Mark Shafir, el jefe de fusiones y adquisiciones globales (y hermano de Robert Sha fir, al que Gregory había obligado a marcharse sin mucha ceremo nia), era el banquero especialista en tratos, junto con Brad Whit man, un talentoso experto en adquisiciones que se había pasado la mayor parte de su carrera fusionando las grandes empresas de tele comunicaciones del país para transformarlas en un puñado de po derosos agentes económicos. Completaban el grupo Larry Wiese neck, el director de finanzas globales de la firma, y el abogado Jay Clayton de Sullivan & Cromwell. Al llegar a Seúl se reunirían con Kunho y Bhattal. Después de un viaje agotador llegaron por fin. Las conversa ciones fueron largas y tediosas y todos, excepto Russo, estaban con vencidos de que aquello no los llevaba a ninguna parte. Sentados en la cama de la habitación de su hotel, llamaron por 4. Según el registro de vuelos conseguido por The Wall Street Journal. Véase Craig, «Lehman Struggles to Shore Up Confidence», The Wall Street Jour nal, 11 de septiembre de 2008.
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teléfono a Fuld a Nueva York. Russo era el que llevaba la voz can tante. —Dick, tengo un buen palpito —dijo Russo con entusias mo—. Creo que tenemos un 70 por ciento de probabilidades de llegar a algo con estos tipos. La satisfacción de Fuld al oír la noticia duró poco. El grupo volvió a Nueva York el 5 de junio con las manos vacías; los intentos de llegar aunque fuera a un borrador de acuerdo habían fracasado estrepitosamente. Era evidente que a los coreanos los había desani mado la caída de las acciones de Lehman o simplemente no tenían los medios para ejecutar un negocio de esa envergadura. Hasta Rus so había perdido la confianza. —No vamos a llegar a un acuerdo con estos imbéciles —le dijo a Fuld. Momentos después de haber oído la noticia, Fuld, frustrado como de costumbre, le gritó a Steven Berkenfeld, miembro del co mité ejecutivo de la empresa, desde el otro extremo del vestíbulo: —¿Fuiste tú quien dijo que no se puede confiar en los corea nos? —No creo haberlo dicho de esa manera —respondió Berken feld. —Sí, lo hiciste —dijo Fuld—, y tenías razón. Sin embargo, la negociación con los coreanos no acabó así, sin más. Unos días después, Min llamó a Fuld e insistió en que todavía quería que se hiciera algo. Fuld supuso que la única posibilidad, aunque remota, era que los coreanos contrataran a un auténtico asesor. Fue así que llamó a Joseph Perella, el gurú de fusiones y adquisiciones que acababa de montar una nueva empresa, Perella Weinberg Partners. —Mira, tengo algo para ti —le dijo Fuld a Perella—. Vas a recibir una llamada de E. S. [Min]. ¿Lo conoces? Antes trabajaba para mí. Fuld fue explícito sobre lo que esperaba del acuerdo. —Estamos negociando a alrededor de veinticinco dólares. Nuestro valor contable es de 32. Necesitamos una plusvalía, de modo que podría aceptar de treinta y cinco a cuarenta. Perella, que le asignó el proyecto a su colega Gary Barancik,
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no le vio muchas posibilidades. KDB era una institución nacional con lo que a él le parecía un agente local. ¿Para qué iba a interesarles ramificarse con un arriesgado acuerdo internacional? —Es como si la empresa de energía de Long Island tratara de comprar algo en Rusia —le dijo a Barancik. No obstante prometieron hacer lo que estuviera en sus ma nos.
Skip McGee, un texano de cuarenta y ocho años, viajaba a Nueva York desde Houston todas las semanas para ocuparse de las operaciones de inversión bancaria de Lehman. Solía subir a un avión privado, usando la cuenta de Netjets de la firma, todos los domingos alrededor de las 19.30, llegaba a Nueva York cerca de medianoche y tomaba un coche hasta el apartamento que tenía al quilado en el Upper West Side. El jueves por la noche tomaba un vuelo de primera clase de Continental que lo llevaba de vuelta a Houston. La unidad que dirigía McGee y que asesoraba a los clientes corporativos sobre fusiones y ofertas de acciones había tenido su mejor año en 2007, aportando tres mil novecientos millones a las cuentas de la empresa, pero su capacidad para hacer nuevos clientes se estaba viendo perjudicada por la desconfianza vinculada a las inversiones de la compañía en activos inmobiliarios. McGee había expresado a Fuld su inquietud un mes antes cuando pidió que le dieran el control de los intentos de la empresa para captar capital, que hasta entonces habían estado en manos, sobre todo, de los directivos de la planta 31, que él tenía la sensa ción de que no eran profesionales en la materia. —Tienes una división de inversiones bancarias que se gana la vida con esto —le dijo McGee a Fuld—. Es una locura. Debería irme si no confías en el banco de inversiones para hacer esto. Fuld accedió y los «soldados» de McGee —Shafir y Whit man— fueron incluidos en el equipo que viajó a Corea. Claro que desde aquella conversación la situación de la empre sa no había hecho más que empeorar. Todos sabían que el anuncio de las próximas pérdidas trimestrales sólo iba a exacerbar la sitúa
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ción. El resentimiento se iba extendiendo por las filas, y ya no esta ba dirigido únicamente contra Erin Callan, que, según la opinión generalizada entre los banqueros, no era sino un síntoma de un problema mayor. La persona a la que ahora creían responsable de muchos de los males de la compañía —las apuestas arriesgadas en propiedades in mobiliarias, el reacomodo constante de los ejecutivos en puestos para los que no estaban debidamente preparados— era Joe Gre gory, presidente de la empresa y el colaborador más próximo de Fuld. Para empezar, McGee y Gregory nunca se habían llevado muy bien, habían tenido enfrentamientos. En los últimos meses, Gregory había empezado a maniobrar para dejar de lado a McGee asignándole una empresa de transacciones de materias primas en Houston, perspectiva que dejaba indiferente a McGee. El domingo anterior al anuncio del informe de beneficios, McGee se pasó por la oficina para dar un último repaso a sus nú meros y tuvo una conversación con Fuld en la que le planteó la necesidad de hacer algo con Gregory. Fuld se quedó de piedra. Mc Gee le planteó que Joe no estaba a la altura de su puesto y que no servía a los intereses de la empresa, que algunas de sus decisiones de personal no habían sido acertadas. Fuld dijo que Joe Gregory era innegociable. Que había sido su socio durante veinticinco años y no le parecía justo. McGee se marchó casi seguro de que Gregory estaba más se guro en su puesto que él mismo.
Fuld se quedó sentado en su oficina, atónito. No podía conce bir la empresa sin Gregory, pero nada de lo que estaba sucediendo tenía sentido. La firma que había reconstruido con sus propias ma nos se desmoronaba por todas partes. En Neuberger Berman, la rama de gestión de activos de Leh man, los ejecutivos estaban en franca rebelión, tratando de distan ciarse del embrollo que había en la central.5 Lehman había compra 5. Lehman vendió su compra de dos mil seiscientos millones de dólares de Neuberger Berman el 31 de octubre de 2003.
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do Neuberger en 2003, y mientras duraron los buenos tiempos había realizado una contribución útil, prácticamente libre de pro blemas, a los resultados de la empresa. Sin embargo, cuando el ca pital social de Lehman empezó su deriva, los empleados de Neuber ger fueron presa del pánico. Se habían acostumbrado a los ingresos constantes generados por la gestión del dinero de los ricos, pero eso estaba ahora en peligro, ya que una buena parte de sus primas se pagaban en acciones. Una semana antes, el 3 de junio, Judith Vale, que llevaba un fondo de pequeña capitalización de quince mil millones para Neu berger, mandó un correo electrónico candente a todos los miem bros del comité ejecutivo de Lehman (con excepción de Fuld), exi giendo que los máximos directivos de Lehman renunciaran a los incentivos y se dispusieran a vender Neuberger.6 «En NB la moral está por los suelos, en gran medida porque las acciones de Lehman son una parte significativa de nuestra compen sación, y como tal, nada en nuestra compañía está dentro de nuestro control —escribió Vale—. Muchos creen que una parte sustancial de los problemas de Lehman son de naturaleza más estructural que cí clica. La vieja franquicia de Neuberger (que tiene su domicilio en el 605 de la Tercera) está en gran medida intacta. Sin embargo, esto es una cuestión de gente, y mantener su salud depende de conservar a los productores clave y al personal de apoyo. No cortéis de golpe los incentivos de los productores clave y del personal de apoyo de NB por errores de gestión cometidos en otra parte.» George H. Walter IV, máximo responsable de la división de gestión de inversiones de Lehman y primo del presidente Bush, inmediatamente trató de quitar hierro a las críticas de Vale. «Lo siento, equipo —escribió Walker en un correo a todos los que habían recibido la misiva de Vale—. La cuestión de las com pensaciones que ella plantea... atañe a un pequeño grupo de Neu berger que casi no merece que el CE [comité ejecutivo] le dedique 6. La cadena de correo electrónico Vale, Walker y Fuld está disponible en «Lehman Brothers Email Regarding Suspending Executive Compensation», Co mité de Reforma del Gobierno y Supervisión de la Cámara , http://oversight. house.gov/story.asp?ID=2208
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tiempo en este momento. Esto me resulta embarazoso y pido dis culpas.» La correspondencia le fue entregada a Fuld, que escribió como respuesta: «No te preocupes... no es más que gente que sólo piensa en su bolsillo.» ¿Es que quedaba algo de lealtad en la firma todavía?
Aunque el cargo de Joe Gregory seguía siendo el de director general, muchos de los ejecutivos de Lehman pensaban que hacía tiempo que se había subido a la estratosfera. Pocos hacían tanto alarde de su fortuna personal. El helicóptero, la casa de diecinueve millones de dólares en Bridgehampton, el Bentley que conducía, las escapadas de su mujer a Los Ángeles en avión privado para hacer compras. En suma, un tren de vida extravagante que pasaba de los quince millones anuales. Sin embargo, no era eso lo que más le re prochaban, sino su aplicación de los principios de Malcolm Glad well a la dirección de la empresa y del indicador de tipos humanos de MyersBriggs para tomar decisiones de personal, y su mano de hierro a la hora de aplicar sanciones y de despedir a las personas a las que acusaba de deslealtad.
El negociador que más había prosperado con Fuld y Gregory era Mark Walsh, un hombre tímido, adicto al trabajo, que se ocu paba de las operaciones inmobiliarias de Lehman. De ascendencia irlandesa y nacido en Yonkers, Nueva York, había causado sensa ción cuando a comienzos de la década de 1990 compró hipotecas comerciales de la Resolution Trust Corporation, la organización impuesta por el Gobierno federal para poner orden en la debacle de los ahorros y el préstamo, e hizo con ellos paquetes de valores. Abo gado por formación, Walsh parecía inmune al riesgo, lo cual impre sionó a Fuld y a Gregory hasta límites insospechados. Le dieron a Walsh carta blanca, y él la utilizó para imponer acuerdos mucho más rápidos que la competencia.7 Después de que el promotor Aby 7. Sobre Walsh, Aby Rosen declaró a The New York Times: «Era rápido [...]. No trataba de machacarte ni de renegociar. Para ser sincero, hay muy pocas
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Rosen cerrara la adquisición por 375 millones de dólares del edifi cio Seagram en sólo cuatro semanas, Walsh se vanaglorió ante sus amigos de lo rápido que había sido capaz de ejecutar el trato. En el momento culminante del mercado, Walsh cerró su últi mo gran acuerdo, una transacción conjunta con el Bank of Ame rica, comprometiendo diecisiete mil cien millones de dólares en deuda, más cuatro mil seiscientos millones en títulos puente para financiar la compra de ArchstoneSmith, una colección de comple jos de apartamentos de alto nivel y otras propiedades inmobiliarias de gama alta. Las propiedades eran excelentes, pero el precio era desmesurado, basado en proyecciones según las cuales las rentas podían aumentarse sustancialmente. Casi de inmediato, la pro puesta empezó a parecer dudosa, especialmente cuando los merca dos de crédito se congelaron. Sin embargo, Fuld declinó la posibi lidad de dar marcha atrás. La firma había asumido un compromiso e iba a responder. Gregory hizo un recorrido para arengar a las tro pas. «Esto va a ser temporal — dijo a sus colegas de Lehman—. Vamos a salir adelante.» Entre los que trataron de hacer saltar la alarma estaba Michael Gelband, que había sido director de comercio en renta fija durante dos años y conocía a Gregory desde hacía décadas. A fines de 2006, en una discusión con Fuld sobre sus incentivos, Gelband señaló que los buenos tiempos estaban a punto de dar un brusco giro para el cual la firma no estaba bien posicionada. —Vamos a tener que cambiar un montón de cosas —advirtió. Fuld, que parecía desolado, casi no respondió. Alrededor de febrero de 2007, cuando Larry McCarthy trató de ponerlos a todos sobre aviso de que se iba a producir un efecto dominó y que los siguientes en caer iban a ser los bancos comercia les, lo cual los ponía en una situación de gran riesgo, Gregory se personas en el sector sobre las que se pueda decir eso.» Véanse Devin Leonard, «How Lehman Brothers Got Its Real Estáte Fix», The New York Times, 3 de mayo de 2009; y Dana Rubinstein, «Mark Walsh, Lehman's Unluckiest Gambler», New York Observer, 1 de octubre de 2008.
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reunió con Gelband en el comedor de ejecutivos y después de char lar un rato la conversación se volvió más dura. —Ya sabes —dijo Gregory decidido—, tenemos que cambiar un poco la forma de hacer las cosas por aquí. Tú tienes que ser más agresivo. —¿Agresivo? —preguntó Gelband. —Respecto al riesgo. Te estás retrayendo y perdemos nego cio. Para Gelband, Lehman se había metido en negociaciones que no tenían mucho sentido. A Gregory todo eso parecía traerlo sin cuidado. Sólo le preo cupaban los tratos en los que Lehman no había podido sacar tajada,8 como la impresionante adquisición por cinco mil cuatrocientos mi llones de dólares de Stuyvesant Town y de Peter Cooper Village, un complejo inmenso de más de once mil doscientos apartamentos en el East Side de Manhattan. Lehman había unido fuerzas con las compañías de Stephen Ross, el promotor del Time Warner Center, para licitar por el proyecto, pero perdió ante Tishman Speyer y BlackRock Realty Advisors de Larry Fink. Para colmo, Lehman consideraba a Tishman, a quien había ayudado a comprar el edificio MetLife por mil setecientos millones de dólares en 2005, uno de sus clientes más cercanos. Como la división inmobiliaria técnicamente informa a renta fija, Gregory hacía responsable a Gelband de la oportunidad perdi da en Stuyvesant Town. —Vamos a tener que hacer algunos cambios —dijo, dando a entender que Gelband iba a tener que cortar un par de cabezas. Al día siguiente, Gelband tomó el ascensor y fue a ver a Gre gory, que estaba en una reunión. Gelband entró en tromba y dijo: —Joe, dijiste que querías hacer algunos cambios. Pues bien, el cambio soy yo. —¿De qué estás hablando? —preguntó Gregory. —De mí. Se acabó. Me voy de la empresa.
8. Leonard, «How Lehman Brothers Got Its Real Estáte Fix», The New York Times, art. cit.
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Estoy muy decepcionado9 —fue la forma en que Dick Fuld expresó su reacción personal ante las ganancias del segundo trimes tre de Lehman en un informe hecho público a las 6.30 del lunes 9 de junio.10 Las pérdidas habían sido de dos mil ochocientos mi llones de dólares o 5,12 dólares la acción. Estaba prevista una au dioconferencia a las diez para hablar del resultado, pero para enton ces ya se habían desatado sangrientos ataques en la CNBC. —Dick Fuld es Lehman.11 Lehman es Dick Fuld —dijo Geor ge Ball del grupo Sanders Morris Harris—. Tenéis una directiva que lleva el logo corporativo en el corazón... Va a dolerles mucho. Fuld y Gregory estaban viendo la cobertura en la oficina de Fuld cuando apareció en pantalla David Einhorn de Greenlight Capital. —¿Va a decir «ya te lo dije» esta mañana?12 —le preguntó el entrevistador de la CNBC. —Parece ser que muchas de las cosas que he venido plantean do en los últimos tiempos han sido confirmadas por las noticias de hoy —respondió, tratando de aparentar toda la humildad posible dadas las circunstancias. Einhorn expuso sus preocupaciones sobre el alcance de las de preciaciones de SunCal y Archstone y sobre las razones para que no 9. En la mañana del 9 de junio, Fuld dijo: «Estoy muy decepcionado con los resultados de este trimestre. A pesar del sólido comportamiento subyacente de nuestra franquicia cliente, teníamos nuestra primera pérdida trimestral como compañía cotizada en bolsa. Sin embargo, con nuestro balance fortalecido y la mejoría de los mercados financieros a partir de marzo, estamos bien posiciona dos para servir a nuestros clientes y ejecutar nuestra estrategia.» Véase «Lehman Brothers Announces Expected Second Quarter Results», Reuters, 9 de junio de 2008. 121. Susanne Craig y Tom Lauricella, «Big Loss at Lehman Intensifies Cri sis Jitters», The Wall Street Journal 10 de junio de 2008; «Preliminary 2008 Leh man Brothers Holdings Inc. Earnings Conference Cali», 9 de junio de 2008. 122. George Ball, «Lehmans $2,8B Loss», Squawk Box, CNBC, 9 de ju nio de 2008. 123. Cari Quintanilla, «Lehman's Q2 Loss», Squawk Box, CNBC, 9 de junio de 2008.
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se produjeran antes, y a continuación lanzó unas duras palabras de advertencia: «Es hora de olvidarse de los ataques ad hóminem y pasar al análisis de lo que realmente está sucediendo en este nego cio.»
Esa tarde, Charlie Gasparino, un insistente reportero de la CNBC, empezó a perseguir a Kerrie Cohén, la portavoz de Leh man, para confirmar un rumor según el cual Gregory y Callan iban a ser despedidos. Aunque de manera extraoficial, Cohén dijo que era sólo eso, un rumor. Gasparino, sin embargo, insistió en hablar con su jefe, Freid heim. —Tengo entendido que Joe y Erin van a dejar la compañía —dijo—. A menos que lo desmintáis oficialmente voy a seguir adelante con esto. Cuando Gasparino amenaza con difundir información capaz de conmocionar el mercado, la mayor parte de los ejecutivos tratan de satisfacerlo. Freidheim no creía que hubiera cambios inminen tes, pero antes de negarlo oficialmente, fue a la oficina de Fuld. —Voy a tener que usar mi nombre —le dijo a Fuld, dejando claro que su credibilidad estaba en juego—. Tengo que saber si lo estás pensando siquiera. —No —respondió Fuld—. No está en mis planes. —Bueno, voy a tener que hablar con Joe —dijo Freidheim—, porque necesito saber que tampoco él lo está pensando. No voy a usar mi nombre a menos que sepa que no puede suceder. —Rotundamente, no —dijo Gregory cuando Freidheim le planteó la pregunta—. Puedes decirle a Gasparino que has hablado conmigo y que la respuesta es no. Mantener callado a Gasparino era una tarea relativamente fá cil comparada con la de contener la presión que se estaba acumu lando dentro de la empresa. Banqueros y operadores pasaban alter nativamente de la inquietud al nerviosismo y del nerviosismo al cabreo. A última hora de la tarde, Skip McGee reenvió a Fuld un co rreo de Benoít d'Angelin, que había sido su homólogo en la oficina
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de Lehman en Londres y había dejado la compañía para poner en marcha un fondo de alto riesgo.13 Era evidente que McGee inten taba enviar a Fuld un mensaje no demasiado sutil. En estos días he recibido llamadas de muchos banqueros. Los ánimos están muy mal... y por primera vez me preocupa realmente que todo el trabajo que hemos hecho a lo largo de seis o siete años pueda venirse abajo sin más. En mi opinión hay dos cosas muy necesarias. 124.Algunos altos directivos deben ser mucho menos arro gantes y admitir en clave interna que se han cometido algunos errores de envergadura. No pueden seguir diciendo «somos gran des y el mercado no lo entiende». 125.Es necesario hacer algunos cambios en la alta dirección, y pronto. La gente no entiende ni QUIERE entender que nadie pa gue por este desaguisado y que es «lo de siempre». Fuld leyó la nota con ánimo sombrío y le respondió a McGee prometiendo que almorzaría con los principales banqueros de in versión para darles ocasión de airear sus agravios. Lo que Fuld no sabía era que ya estaba en marcha una revolu ción en palacio. La semana anterior, un grupo de quince operado res había ido a cenar al Links, un club privado en la 72 Este, cerca de Madison. El propósito de la cena era discutir sobre cómo presio nar a Fuld para que despidiera a Joe Gregory. Se pusieron de acuer do para renunciar en masa si Fuld no atendía a razones. Jeff Weiss, jefe de los servicios financieros, no estaba en la cena, y tampoco estaba Gerald Donini, pero fueron informados oportunamente. —Dick no va a reaccionar bien —dijo Weiss desaconsejando una confrontación—. No vais a conseguir nada si tratáis de acorra larlo. No vayáis tan rápido. Las cosas van en la dirección correcta. Veamos cómo evoluciona la cosa en un par de días. 13. Véase «Lehman Brothers Email Regarding Lack of Accountability», investigación del Comité de Reforma del Gobierno y Supervisión de la Cámara, http://oversight.house.gov/story.asp?ID=2208
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En la reunión del comité ejecutivo a la mañana siguiente, Fuld parecía exhausto, como un boxeador que hubiera aguantado un asalto de más. No había sido él quien había iniciado la peiea, pero sabía que tenía que intentar otro enfoque. Para mantener la empre sa unida iba a tener que mostrarse más conciliador. McGee fue el primero en hablar y planteó la cuestión sin alte rarse. —Vamos a tener que hacer cambios en la alta dirección. —¿Qué quieres decir? —saltó Fuld. —Tenemos que hacernos responsables. Eso es lo que quiere el mercado y lo que quiere nuestra gente —aunque no mencionó a Gregory, todos sabían a quién se refería. Fuld cedió la palabra a los demás, que fueron haciendo suge rencias, aunque nadie secundó la propuesta de cambio de McGee. Russo, sin apartar los ojos de McGee, prefirió jugar la baza de la importancia del trabajo en equipo, un argumento del que se apropió enseguida Gregory: —Tenemos que dejar de juzgar lo que hacen los demás a toro pasado —insistió—. En esto estamos todos juntos. Unos lo han he cho mejor que otros, pero podemos salir de esto juntos. Mientras los demás hablaban, McGee, con la BlackBerry es condida bajo la mesa, envió un mensaje de dos palabras a su colega Jeff Weiss: «Soy hombre muerto.» Al volver a la oficina llamó a su esposa, Susie, en Houston, y le dijo a bocajarro: «Puede que ya no esté aquí cuando acabe la semana.»
Cuando Fuld se reunió para almorzar con los banqueros de inversión el miércoles 11 de junio, en el comedor privado con pa nelado de madera de la planta 32, las acciones de Lehman habían caído otro 21 por ciento. Fuld sabía que éste era el espectáculo de McGee, y eso significaba que lo iban a poner a prueba. Tenía razón, eran cinco contra uno. McGee, Ros Stephenson, Mark Shafir, Jeffrey Weiss y Paul Parker. No perdieron la ocasión de decirle a su jefe por qué necesitaban hacer cambios en la direc ción. Las inversiones inmobiliarias están acabando con la empresa. Se ha dejado ir agente buena mientras que los bisónos, como Erin Callan,
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habían sido promovidos a puestos que les quedaban grandes. Joe Gre gory había estado distraído y no sabía nada de riesgos. Si en alguien se podía centrar el problema, era en él. —Mira, la respuesta es que alguien tiene que pagar —dijo Mark Shafir. —Joe lleva conmigo treinta años —replicó Fuld—. Es un as en lo que hace, ha hecho una gran carrera y ha hecho mucho por este lugar. ¿Me estáis pidiendo que lo arroje por la borda sólo por que hemos tenido un mal trimestre? —No es sólo un mal trimestre —replicó McGee—. Esto es más profundo. Fuld hizo una pausa y miró la comida que no había tocado. —¿Me estáis diciendo que queréis que yo...? —¡No, no! —fue la respuesta unánime. No querían su renun cia; su partida sería un golpe mortal para la empresa, pero no se podía mantener el statu quo; Fuld tenía que romper el círculo que lo rodeaba impidiéndole palpar la realidad de la empresa e impli carse más en las operaciones. Fuld aceptó esa crítica. —Lo reconozco, es lo que me ha llegado —dijo—. Voy a ha cerlo. Voy a hacer lo correcto. A pesar de todo, no podía comprometerse a despedir a Gre gory. —¿Qué vais a decir cuando salgáis de aquí? —les preguntó a los banqueros. —Que el tío no lo quiere entender —dijo Weiss, poniendo las cosas claras. —Sí que lo entiendo —respondió Fuld. Cuando se dirigían a los ascensores, ninguno tenía claro qué iba a hacer Fuld. Parecía poco probable que fuera a despedir a Gre gory. Nada de lo que había dicho indicaba que estuviera dispuesto a dar un paso tan drástico. A pesar de todo, McGee y los banqueros se sentían aliviados por haber tenido por fin la ocasión de decirle a Fuld lo que pensaban.
Mientras se celebraba el almuerzo, Gregory había estado en su oficina reconcomiéndose. Conocía los rumores, se daba cuenta de
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que había un clima cada vez más contrario a él. Fuld había hecho suficientes comentarios sobre el problema de la moral dentro del edificio como para no comprender que lo estaban bombardeando. No se le escapaban los comentarios insidiosos y todos los rumores que se difundían sobre él. De hecho, si había una cosa a la que Gregory le daba importancia —lo que el llamaba «cultura»— podía ver que se estaba resquebrajando. Sabía que su propio poder había empezado a erosionarse hacía meses. Fuld se apoyaba cada vez más en Bart McDade, director de fondos propios y uno de los tipos más populares de la empresa: ho nesto, disciplinado y brillante, tal vez más de lo que le convenía. Des pués de la casi bancarrota de Bear Stearns, Fuld había convertido a Me Dade en su «chico de los riesgos» (risk guy). McDade había estado mucho tiempo en renta fija, y lo había hecho muy bien hasta que fue trasladado a la menos provechosa sección de títulos en 2005, en lo que todos consideraron una típica maniobra de Gregory para deshacerse de un posible rival. O, según otros, una aplicación más de su idea de que un talento como Mc Dade podía servir dondequiera que se le necesitara. Minutos después de que Fuld volviera a su oficina, Gregory se dejó caer. —Creo que debo apearme del carro —dijo sin mucha convic ción. —¿Qué está pasando aquí? —dijo Fuld, indicándole que se fuera—. Vuelve a tu oficina. Tengo el 51 por ciento de los votos, y eso no va a pasar. Cinco minutos después, Fuld fue a hablar con Gregory, que le estaba contando a Russo lo que acababa de decirle a Fuld. Decía que estaba convencido de que el mercado quería que la firma hiciera algo. —Quieren que rueden cabezas —insistía—. Tienen que rodar cabezas, y no puedes ser tú —le dijo a Fuld—. Tengo que ser yo. —No es tu turno —le dijo Fuld—. Esto es una enfermedad, todas las empresas la padecen. No es culpa tuya. Russo, que no había dicho nada hasta entonces, intervino.
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—Dick, creo que Joe tiene razón —dadas las circunstancias, era lo mejor para la empresa. Fuld empezaba a resignarse a lo que todos habían empezado a considerar inevitable. —No me gusta, no me gusta nada esto —dijo con un hilo de voz mientras contenía las lágrimas. El jueves, a las seis de la mañana, Kerrie Cohén empezó a re cibir correos de voz de Charlie Gasparino.14 —Hola, Kerrie. Es mejor que me llames ahora mismo, porque tenemos un problema... Vosotros desmentisteis algo que yo había oído y ahora tengo la sensación de que era verdad. ¡Así que más te vale llamarme ahora! Y ahora es ahora. Será mejor que nadie se me adelante con esto, porque vas a tener un serio problema de credibi lidad, y Lehman también. De modo que ya me estás llamando. Veinte minutos después volvía a la carga: —Será mejor que me llames antes de que esto salga en las no ticias. ¡No estoy bromeando! De hecho, a Cohén lo habían llamado a las 5.30 para que tra bajase con Scott Freidheim en la redacción del comunicado de prensa anunciando la renuncia de Gregory y la decisión de Callan de dejar su puesto; Callan había llegado a un acuerdo con Fuld para seguir en la empresa en otro cometido. Aunque no se reflejaba en el comunicado, Gregory también seguiría en plantilla. Fuld le per mitía quedarse como consultor externo para que pudiera seguir op tando a su pensión y a su compensación diferida. La carrera de Gregory estaba acabada, pero su viejo amigo jamás le dio el tiro de gracia. En el comunicado de prensa, Fuld decía de él: «Joe ha sido mi socio durante treinta años y ha sido la fuerza impulsora que nos permitió conseguir lo que hemos conseguido. Ésta ha sido una de las decisiones más difíciles que tuve que tomar jamás.» Freidheim también ayudó a preparar una nota de Fuld al per 14. Dealbreaker.com insertó una serie de mensajes de voz de Gasparino a Kerrie Cohén. «Charlie Gasparino Leaves The Greatest Voicemail(s) of All Time», 22 de septiembre de 2008, http://dealbreaker.com/2008/09/charlie gasparinoleavestheg.php
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sonal: «Nuestra credibilidad se ha erosionado15 —decía—. El en torno actual del mercado nos obliga a tomar algunas medidas para recuperar la confianza de todos nuestros clientes.» Cosa rara, esa mañana los periódicos no publicaban nada nue vo sobre Lehman. Cuando Fuld llegó a la oficina, Freidheim le entregó un borrador del comunicado de prensa para que lo revisara y luego comenzaron la reunión del comité ejecutivo. Fuld parecía afligido. —Esto es lo más difícil que he hecho jamás —dijo antes de describir el papel de Gregory como amigo y socio—. Joe está pa rando el golpe por el equipo. —Siempre dije que si alguien tenía que parar una bala, debía ser yo —dijo Gregory—. Espero que no caiga en saco roto. Como Fuld pareciera otra vez a punto de llorar, Gregory le cogió la mano y dijo en voz baja: —No pasa nada. —¿Quieres decir algo? —le preguntó Fuld a Callan. —No, no —le respondió enjugando una lágrima. Fuld anunció que pensaba nombrar a Bart McDade como su cesor de Gregory. —Es el mejor operador que tenemos —dijo. Pero no era el momento de celebrar el nombramiento de Mc Dade. Cuando la reunión acabó, Fuld le dio a Gregory un último y sincero abrazo, y se lo quedó mirando mientras abandonaba len tamente la sala de juntas. 15. Véanse Yalman Onaran, «Lehman Drops Callan, Gregory; McDade Named President», Bloomberg News, 12 de junio de 2008.
Capítulo 7
La tarde del 11 de junio, Greg Fleming, el presidente de Merrill Lynch, un hombre de cuarenta y cinco años con un aspecto apabu llantemente juvenil, estaba reunido con clientes en el cuartel gene ral de la empresa cuando su secretaria le entregó discretamente una nota marcada como «urgente». Larry Fink, consejero delegado del gigante de los fondos de inversión BlackRock, estaba al teléfono y necesitaba hablarle. Fleming no podía imaginar qué podría ser tan urgente como para justificar la interrupción, pero teniendo en cuenta la conmoción reinante en el mercado, decidió atender su llamada. Los rumores de esa mañana decían que BlackRock podría ser un candidato a comprar Lehman Brothers; Fink no había hecho sino alentar las especulaciones al aparecer ese mismo día en la CNBC y declarar: «Lehman no está en la situación de Bear Stearns. Lehman Brothers está debidamente estructurada y en condiciones de evitar una crisis de liquidez.»1 —¿Qué cono está pasando? —gritó Fink al teléfono, casi sin aliento, en cuanto Fleming lo saludó—. ¡Dime qué cono está pa sando! ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Cómo pudo hacerme eso a mfí —Larry, Larry —trató de calmarlo Fleming—. ¿De qué estás hablando? —¡De Thain! —bramó Fink, refiriéndose a John Thain, el consejero delegado de Merrill Lynch—. CNBC dice que pone a la venta BlackRock. ¿Qué diablos está pensando?
1. «BlackRock's Fink Says Lehman Not Another Bear CNBC», Reuters, 11 de junio de 2008.
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—Larry, no sé nada de esto —respondió Fleming, realmente sorprendido—. ¿Cuándo lo dijo? —¡En un discurso! Hoy anuncia a todo el mundo que la par ticipación está en venta. Maldito idiota. Habrase visto —gritó Fink, manteniendo el tono de furia. —No sabía que John fuera a dar un discurso, pero... —¡Tenemos un acuerdo vinculante de bloqueo de venta, Greg! Tú lo sabes y John también. Tiene que pedirme permiso. ¡Ni si quiera me ha llamado! No tiene el jodido derecho de vender Black Rock. —Larry, ya sé que tenemos un acuerdo. Respira hondo y escu cha —lo instó Fleming. —Piensa un poco —continuó Fink—. ¿Qué vendedor anun cia al mundo que va a vender? Piensa en lo estúpido que es esto. —Hasta donde yo sé, en Merrill nadie quiere cambiar la rela ción que tenemos con vosotros —respondió Fleming—. BlackRock es para nosotros un activo de importancia estratégica. Déjame que encuentre a John y averigüe qué ha sucedido para que los tres po damos hablar —tras prometerle eso, puso fin a la conversación. Fleming llamó a la oficina de Thain, pero le dijeron que había salido. Fleming sabía que el balance de Merrill había seguido dete riorándose... estaba repleto de préstamos de riesgo que la empresa no había podido sacarse de encima y probablemente necesitaría captar más dinero. Sin embargo, Fleming no esperaba que Thain quisiera realmente vender BlackRock, que muchos consideraban el activo más sólido de Merrill. Anunciar una venta no haría más que aumentar la presión. Al igual que Lehman Brothers, Merrill había estado luchando con su propia crisis de confianza. Durante los últimos meses, Thain había dicho repetidas veces a los inversores que la firma había valo rado sus activos de manera conservadora y que necesitaría captar capital adicional, pero los inversores se mostraban escépticos y las acciones de Merrill habían caído un 32 por ciento ese año.2 Thain era un ejecutivo ultrapuritano al que a veces llamaban 2. Tenzin Pema, «Merrill Lynch Outlook Cut at JP Morgan», Reuters, 11 de junio de 2008.
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/, Robot3 que había gustado al consejo de Merrill por su recién ga nada reputación de artífice de la recuperación. Después de ascen der rápidamente en Goldman, lo dejó para dar un repaso general a la Bolsa de Nueva York tras el escándalo por el extravagante paque te de compensación para su CEO, Richard Grasso. Es una ironía que Fink dirigiera el comité de investigación de la bolsa que lo ha bía seleccionado.4 Thain —que, cosa que no tiene nada de sorpren dente, aceptó una reducción de dieciséis millones en su retribución después de lo de Grasso— realizó una transformación radical de la Bolsa de Nueva York, arrancando a la mayor bolsa del mundo de sus modos exclusivistas y anacrónicos. Thain, que se había criado en Antioch, Illinois, una pequeña ciudad al este del lago Michigan, siempre había tenido fama por su talento al solucionar problemas. En su primer año en el Massachu setts Institute of Technology, cuando estuvo como becario en Proc ter & Gamble,5 hizo una observación simple pero muy significativa de una línea de montaje que estaba supervisando. Los trabajadores estaban haciendo jabones, y cada vez que la línea se detenía por un problema técnico, se limitaban a esperar hasta que volviera a fun cionar para volver al trabajo. El becario convenció a los trabajado res de que no había razón alguna para parar: podían seguir haciendo jabón y apilando las cajas a un lado hasta que la línea funcionara otra vez. De esa manera, sus incentivos, que se basaban en la pro ducción, no se verían afectados. Thain se los ganó, especialmente cuando él mismo se puso a apilar cajas. En una reunión en Goldman en 1999, Thain dijo a los ban queros y abogados presentes:
126. «Rígido, cerebral e intimidante, John Thain no es una "persona del pueblo". A sus espaldas, su mote es /, Robot.» Véase Dominic Rushe, «The I Robot Rides In to Sort Out Merrill Lynch», Sunday Times (Londres), 18 de noviembre de 2007. 127. Kate Kelly, Greg Ip y Ianthe Jeanne Dugan, «For NYSE, New CEO Could Be Just the Start», The Wall Street JournaL, 19 de diciembre de 2003. 128. Justin Schack, «The Adventures of Superthain», Institutional Investor Americas, 14 de junio de 2006.
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—¿Sería mucha molestia que me hicierais la pelota de vez en cuando?6 Pretendía ser gracioso, pero los demás no lo entendieron. El incidente que tanto había enfurecido a Fink resultó ser un ejemplo más de su torpeza social, como por fin descubrió Fleming. Thain había estado participando en una audioconferencia con in versores del Deutsche Bank cuando Michael Mayor, el analista que la había organizado, le preguntó: —Creo que has dicho antes que te sientes cómodo con Black Rock y Bloomberg.7 ¿Esto sigue siendo así? ¿En qué circunstancias dirías que esas inversiones ya no tienen sentido? Thain, lo cual es explicable, consideró que la pregunta era hi potética. Por supuesto que Merrill tenía que examinar todos sus activos y determinar cuáles podían convertirse en dinero contante y sonante, dijo; en su entorno, era lo que tenía que hacer cualquier banca de inversión. «A finales del año pasado, cuando estábamos tratando de captar capital, examinamos diversas opciones, entre ellas si vender acciones ordinarias o canjeables —explicó Thain—, pero también el uso de algunos de los activos valiosos que tenemos en nuestro balance, como Bloomberg y BlackRock.8 Y si tuviéra mos que captar más capital, continuaríamos con ese proceso de evaluar qué alternativas tenemos y qué conviene más desde el pun to de vista de la eficiencia de capital.» La respuesta de Thain podría haber tenido mucho sentido para él, pero tras haberle oído decir repetidas veces: «Tenemos mu chísimo capital en marcha»,9 los inversores lo tomaron como algo 129. Ibídem. 130. «John A. Thain, Chairman and Chief Executive Officer Merrill Lynch, to Particípate in a Conference Cali Hosted by Deutsche Bank on de junio 11 Fi nal», Fair Disclosure Wire, 11 de junio de 2008. 131. Ibídem. 132. El 8 de marzo de 2008, Thain declaró al periódico francés Le Figuro: «Hoy puedo decir que no necesitaremos fondos adicionales. Estos problemas quedaron atrás. No volveremos al mercado.» También declaró al periódico japo nés Nikkei Repon el 3 de abril: «Tenemos abundante capital para seguir adelante, y no necesitamos volver al mercado de capitales.» En una conferencia de prensa en Bombay, el 7 de mayo: «En este momento no tenemos intención de captar
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no demasiado sutil, y el daño estaba hecho. Al cabo de setenta y dos horas, se hablaba de Merrill «como la empresa de intermediación más vulnerable después de Lehman».10 Por un solo día John Thain tuvo el puesto que había querido para toda su carrera:11 ser el CEO de Goldman Sachs. Por desgra cia, ese día fue el 11 de septiembre de 2001. Como el verdadero CEO —Hank Paulson— estaba en un avión rumbo a Hong Kong cuando tuvieron lugar los ataques, Thain, a la sazón copresidente de la firma, era el ejecutivo de más jerarquía presente en el 85 de Broad Street, sede central de Goldman, y alguien tenía que tomar el control (el segundo copresidente, John Thornton, estaba en Washington D. C. para una reunión en la Brookings Institution). Thain siempre había creído que su destino era dirigir Gold man un día. Durante las vacaciones de Navidad de 1998, había tomado parte en la revolución palaciega que obligó a Jon Corzine a marcharse —puede que incluso la instigara— y puso a Hank Paul son al frente de Goldman, en la confianza de que no se quedaría mucho tiempo. Sin embargo, pasados dos años, Paulson no mostraba interés en quedarse al margen ya que se daba cuenta de lo mucho que le quedaba por hacer y no estaba seguro de que sus sucesores estuvie ran a la altura de la tarea. Thain, como cualquier socio principal de Goldman, se había hecho insultantemente rico, habiendo llegado a acumular varios cientos de millones de dólares en acciones de la primera salida a bolsa, pero se dio cuenta de que su jefe no se iba a
más capital.» Véanse Nick Antonovics, «Merrill CEO Says Won't Need More Capital», Reuters, 8 de marzo de 2008; «Full Text of Interview with Merrill Lynch CEO John Thain», Nikkei Repon, 4 de abril de 2008; John Satish Kumar, «Credit Crunch: Merrill's Thain Backs AuctionRate Securities», The Wall Street Journal, 8 de mayo de 2008. 133. Reinhardt Krause, «Lehman Bros. Extends Slide as Wall St. Doubts Future», Investor's Business Daily, 13 de junio de 2008. 134. Kassenaar y Onaran, «Merrill's Repairman», Bloomberg Markets, art. cit.; Craig Horowitz, «The Deal He Made», New York Magazine, 10 de julio de 2005.
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marchar pronto, y su sueño de dirigir Goldman se quedaría en eso, en un sueño.12 Llegó 2003 y Paulson seguía inamovible. Thornton, cada vez más frustrado por no haber sido ascendido, decidió marcharse. Poco después de su partida invitó a Thain a cenar y le dijo que no podía confiar en que Hank fuera a marcharse, que más le valía to mar otro rumbo.13 Apenas unos meses después, Paulson nombró a un antiguo ope rador de materias primas llamado Lloyd Blankfein como copresiden te con Thain. El ascenso de Blankfein, que se estaba construyendo su propia plataforma dentro de la compañía, no sólo políticamente sino también gracias a puros beneficios, ya que era responsable del 80 por ciento de las ganancias de Goldman, le hizo saber a Thain que era el momento de buscarse una salida. Paulson se quedó sin habla cuando Thain entró en su oficina y le dijo que se marchaba para ser CEO de la Bolsa de Nueva York.14 En su nuevo cargo, Thain cosechó éxitos merecidos. Cuando la crisis crediticia se agudizó en el otoño de 2007, varios de los grandes bancos empezaron a tener enormes pérdidas y a despedir a sus CEO. Thain era un candidato natural para las em presas que buscaban mejorar (de hecho, había sido considerado para el puesto no sólo en Merrill Lynch, sino también en Citigroup, junto con Tim Geithner). Tanto él como su esposa, Carmen, discu tieron mucho sobre si debía aceptar el puesto en Merrill en caso de que se lo ofrecieran. No sólo era su oportunidad de ser CEO de una importante empresa de intermediación, sino que, dados sus con 135. Del IPO de Goldman, 3,1 millones de acciones de Thain estaban valorados aproximadamente en ciento setenta y un millones. Véanse Kimberly Seáis McDonald, «Goldman's Bounty: Top Execs Will Pocket up to $869 min IPO», New York Post, 13 de abril de 1999; Erica Copulsky, «Goldman Notifies Top NonPartners of Payout Formulas», Investment Dealers Digest, 3 de mayo de 1999. 136. Ellis, The Partnership, ob. cit., p. 660. 137. Aunque el nombramiento de Thain al frente de la Bolsa de Nueva York se confirmó el 18 de diciembre de 2003, su primer día de despacho fue el 15 de enero de 2004. Véase «Recap of Stories on NYSE Naming Goldman's Thain As CEO», Dow Jones Newswires, 18 de diciembre de 2003.
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tactos y su reputación, era también una plataforma desde la cual superar a Goldman en su propio juego. En cuanto llegó, tomó las medidas para afirmar la base de ca pital de Merrill, confiando en ir un paso por delante del problema. Su marco de referencia fue el final de Drexel Burnham Lamben, la empresa de Michael Milken, que se había declarado en quiebra en 1990. En diciembre y enero, Merrill captó doce mil ochocientos millones de los fondos soberanos de inversión de Temasek Hol dings de Singapur y de la Autoridad de Inversión de Kuwait, entre otros inversores.15 Al mismo tiempo, se puso a desmantelar el imperio O'Neal. En cuanto llegó se dio cuenta de que los guardias de seguridad de la central de Merrill, situada justo enfrente de la Zona Cero, siem pre tenían un ascensor abierto exclusivamente para él. Thain se dirigió a uno de los otros ascensores y en cuanto entró, todos los empleados lo abandonaron discretamente. —¿Qué pasa? ¿Por qué os vais? —preguntó. —No podemos subir en el ascensor con usted —le dijeron los empleados. —Eso es descabellado, volved aquí —replicó mientras daba instrucciones al personal de seguridad de que abrieran el otro gru po de ascensores para todos. También procedió a recortar costes vendiendo uno de los aviones G4 de la empresa y un helicóptero. 16 Ningún gasto superfluo le parecía pequeño. Las flores frescas que costaban a la empresa unos doscientos mil dólares al año fueron reemplazadas por flores de plástico.17 Al mismo tiempo —una pa radoja que no pasó desapercibida a su personal— Thain empezó a gastar grandes cantidades en contratación de talentos a los que se atrajo con promesas de primas exorbitantes. Tampoco reparó en
138. Otros inversores de este grupo fueron el grupo bancario Mizuho de Japón y Korea Investment Corp. Véase Jed Horowitz, «Merrill Seeks Intl Invest ments for Itself, Clients: Pres», Dow Jones Newswires, 6 de febrero de 2008. 139. Susanne Craig, «The Weekend That Wall Street Died», The Wall Street Journal, 29 de diciembre de 2008. 140. Ibídem.
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gastos para reacondicionar su despacho,18 para lo cual contrató al célebre decorador de interiores Michael S. Smith (entre cuyos clien tes estaban Steven Spielberg y Dustin Hoffman) y empleó los ma teriales más costosos. Los ejecutivos del departamento de factura ción estaban tan horrorizados ante la prodigalidad de los gastos que hicieron copias de las facturas que más tarde usarían contra él. Aquel 11 de junio en que Larry Fink llamó tan furioso por lo de BlackRock, ya había quedado claro que el capital que Merrill Lynch había captado en diciembre de Temasek y KIA seguía siendo insuficiente, y que aquellos acuerdos estaban resultando mucho más costosos de lo que en principio habían parecido. A esas alturas, los problemas de Merrill ya eran evidentes para otros operadores de Wall Street, y daban alas a la idea de que Thain no tenía un dominio muy sólido en la firma. Tal como afirmó Mayo, el analista de banca, ante Thain en la audioconferencia que dio lugar a su problema con Fink: —Tal como se ve, es una especie de «huida hacia adelante»,19 a medida que vas incurriendo en pérdidas, captas más capital. Tal vez sea una percepción del sector, si quieres. ¿Cuál es el punto en el que decidirás adelantar a todo lo que se te pueda cruzar en el camino? —No estoy de acuerdo con tu forma de caracterizarlo —res pondió Thain—. Hemos recaudado doce mil ochocientos millones de dólares de capital nuevo a fin de año, sólo hemos perdido ocho mil seiscientos millones. Hemos captado un 50 por ciento extra, es decir, captamos más de lo que perdimos. Lo mismo sucedió al final del primer trimestre. Captamos dos mil setecientos millones frente a los dos mil que perdimos. De modo que hemos captado de sobra. Pero no sería suficiente.
Varias semanas después de que el consejo de Merrill hubiese nombrado CEO a Thain, éste se enfrentó a una tarea especialmen te delicada. Llamó por teléfono a su predecesor, Stan O'Neal (que 141. Charlie Gasparino, «John Thain's $87,000 Rug», Daily Beast, 22 de enero de 2009. 142. Fair Disclosure Wire, 11 de junio de 2008.
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acababa de negociar una remuneración compensatoria por valor de 161,5 millones de dólares), y le propuso que se vieran.20 En la espe ranza de que su encuentro no trascendiera a la prensa, acordaron desayunar juntos en la oficina de un abogado de O'Neal. Después de intercambiar algunas lindezas, O'Neal miró a Thain de frente y le preguntó: —¿Por qué querías hablar conmigo? Thain sabía que si había una persona en el mundo capaz de ex plicar lo que había ido mal en Merrill Lynch, por qué se había cargado con veintisiete mil doscientos millones de inversiones de riesgo —en suma, qué había ido mal en Wall Street—, ése era O'Neal.21 —Bueno, como sabes, soy nuevo y tú fuiste el CEO durante cinco años —dijo Thain midiendo sus palabras—. Me gustaría sa ber tu versión, alguna explicación de lo que pasó. Quiénes son to dos y todo eso. Nos resultaría muy útil a mí y a Merrill. O'Neal guardó silencio un momento mientras escogía en su plato de fruta y luego miró a Thain. —Lo siento —dijo—. No creo ser la persona indicada para responder a esa pregunta.
O'Neal estaba hecho de otra madera que la mayoría de los al tos ejecutivos de Merrill, entre otras cosas porque era afroamerica no, un gran cambio tras la sucesión de blancos irlandeses y católicos
143. Durante el desayuno entre John Thain y Stan O'Neal, Thain lo pre sionó para que le diera alguna orientación sobre su valoración del equipo de ge rencia. O'Neal le respondió: «La única persona a la que no deberías perder de vista es Bob McCann.» McCann era el director de las operaciones de corretaje de la firma y los dos tenían una desconfianza mutua desde hacía tiempo. 144. En noviembre de 2007, Merrill anunció que su exposición total a las hipotecas basura y a las obligaciones de la deuda colateral ascendía a veintisiete mil doscientos millones de dólares. El analista de UBS Glenn Schorr dijo que la contratación de Thain «no cambia el hecho de que Merrill tiene una exposición de veintisiete mil millones de CDO (activos tóxicos) y es probable que tenga que enfrentarse a más amortizaciones parciales en fechas próximas». Véase «Thain to the Rescue», Investment Dealers Digest, 19 de noviembre de 2007.
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que habían dirigido la empresa en el pasado.22 La suya era una his toria de éxito como pocas. Nieto de un esclavo, O'Neal había pa sado gran parte de su infancia en una casa de madera sin agua corriente en una granja del este de Alabama. Cuando tenía doce años, su padre trasladó a la familia a un proyecto urbanístico de At lanta, donde no tardó en encontrar trabajo en una planta de mon taje de General Motors (GM) que fue su billete de salida de la po breza. Con el apoyo de GM asistió a la Escuela de Negocios de Harvard, donde se graduó en 1978. Después de trabajar un tiempo en el departamento de tesorería de GM en Nueva York, fue con vencido por un antiguo tesorero de la compañía que había pasado a Merrill Lynch para entrar a trabajar en la empresa de intermedia ción en el departamento de bonos basura. Gracias a su duro trabajo y al apoyo de poderosos mentores, O'Neal ascendió rápidamente y llegó a supervisar ese departamento, que alcanzó la cima de la cali ficación en Wall Street. En 1997 fue designado cojefe del departa mento de clientes institucionales; al año siguiente, director finan ciero, y en 2002, CEO. La empresa de la que O'Neal era máximo responsable había sido fundada en 1914 por Charles Merrill, un hombre fornido na tural de Florida a quien sus amigos llamaban Good Time Charlie. Merrill abrió sucursales de intermediación en casi cien ciudades de la nación, conectadas a la casa central por teletipo. 23 Ayudó a de mocratizar y limpiar el mercado de valores usando promociones, como la de dar acciones en un concurso patrocinado por Wheaties. Más que el gigante de los fondos mutuos Fidelity o que cualquier banco, Merrill Lynch, con su logo del toro, se identificó con la nueva clase inversora que surgió en las décadas que siguieron a la 145. John Cassidy, «Subprime Suspect: The Rise and Fall of Wall Street's First Black CEO», The New Yorker, 31 de marzo de 2008; David Rynecki, «Can Stan O'Neal Save Merrill?» Fortune, 30 de septiembre, 2002. 146. «Charles Merrill, Broker, Dies, Founder of Merrill Lynch Firm», The New York Times, 7 de octubre de 1956; «Advertising: Jackpot», Time, 20 de agos to de 1951; Joseph Nocera, «Charles Merrill», Time, 7 de diciembre de 1998; Suzanne Woolley, «A New Bull at Merrill Lynch», Money, 1 de marzo de 2002; Helen Avery, «Merrill Shrugs Offdie Herd Mentality», Euromoney, 1 de agosto de 2004.
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segunda guerra mundial. El porcentaje de estadounidenses que te nía acciones —directa o indirectamente, a través de fondos mutuos y de planes de pensiones— se duplicó con creces entre 1983 y 1999. Para entonces casi la mitad de los habitantes del país eran inversores en el mercado. Sin embargo, al llegar el 2000, la «multitud arrolladura» se había convertido en la «multitud flemática», un poco excedida en gordura y complacencia. En la década de 1990, la empresa había entrado en una vorágine compradora, acelerando su expansión glo bal y engrosando su personal hasta 72.000 (frente a los 62.700 de su rival más próximo, Morgan Stanley). El hombre que se encargó de redimensionar Merrill para que volviera a tener un tamaño manejable fue O'Neal. Aunque algunos colegas le habían aconsejado que actuase sin prisas, especialmente a la luz del trauma del 11S, en el cual Merrill había perdido a tres de sus empleados, O'Neal avanzó implacable preocupándose poco de los efectos que el adelgazamiento pudiera tener sobre la moral y la cultura de la empresa. Al cabo de un año, había reducido el núme ro de empleados en un sorprendente 25 por ciento, una pérdida de más de quince mil puestos de trabajo. La renovación del equipo directivo que acompañó a su ascen so fue también sorprendente: incluso antes de ser designado oficial mente CEO en diciembre de 2002, casi la mitad de los diecinueve miembros del comité ejecutivo de la compañía se habían marcha do. Era evidente que O'Neal obligaría a abandonar a cualquiera de quien tuviera motivos para desconfiar. —Ser despiadado —les decía O'Neal a sus asociados—, no siempre es tan malo.24 O'Neal impuso una transformación de Merrill que, en sus pri meros años, trajo aparejada una notable bonanza. En 2006, Merrill Lynch ganó siete mil quinientos millones negociando con su pro pio dinero y el de sus clientes, frente a los dos mil seiscientos de 2002. Casi de la noche a la mañana se convirtió en un importante operador en el floreciente negocio del capital privado. 24. David Rynecki, «Putting the Muscle Back in the Bull», Fortune, 5 de abril de 2004.
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O'Neal también aumentó el uso del apalancamiento, especial mente en la titulización de hipotecas. Veía que firmas como Leh man acuñaban dinero en inversiones vinculadas a hipotecas y que ría algo de eso para Merrill. En apenas dos años, Merrill se convirtió en el principal emisor de CDO* en Wall Street. Crear y vender CDO generaba lucrativos emolumentos para Merrill, tal como su cedía en otros bancos. Pero ni siquiera eso era suficiente. Merrill aspiraba a ser un productor de toda la línea: emitir hipotecas, con vertirlas en títulos y después fraccionarlas en CDO. La firma em pezó a comprar servicios hipotecarios y empresas de bienes inmue bles, más de treinta en conjunto, y en diciembre de 2006 adquirió uno de los mayores prestamistas de hipotecas de alto riesgo de la nación, First Franklin, por mil trescientos millones de dólares.25 Pero en el preciso momento en que Merrill empezaba a meter se más a fondo en las hipotecas, el mercado de la vivienda empezó a dar las primeras señales de agotamiento. A fines de 2005, con los precios en su punto máximo, AIG, uno de los mayores asegurado res de CDO a través de permutas de créditos fallidos, dejó de ase gurar títulos con algún tramo de alto riesgo. A pesar de su tumultuosa gestión, Merrill Lynch siguió incre mentando el volumen de su titulización de etiquetas y su negocio de CDO. A fines de 2006, no obstante, el mercado de las hipotecas de alto riesgo se estaba desplomando a ojos vistas: los precios caían y la morosidad aumentaba. A pesar de que debiera haber reconocido como una señal de peligro el hecho de no poder cubrir sus apuestas con aseguramiento de AIG, Merrill consiguió CDO por un valor de casi cuarenta y cuatro mil millones ese año, casi el triple que el año anterior. Si estaban preocupados, los altos ejecutivos de Merrill no lo demostraban, porque tenían poderosos incentivos para mantener el rumbo. Se generaron unas primas enormes con los setecientos mi llones en honorarios gracias a la creación y la comercialización de * Collateralized debt obligations, «obligaciones de deuda garantizada o colateralizada». (N. del t.) 25. Erick Bergquist, «Merrill Wins Bidding for First Franklin», American Banker, 6 de septiembre de 2006.
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CDO, a pesar de que no vendieron su totalidad (la normativa con table permitía a los bancos tratar una titulización como venta en determinadas condiciones). En 2006, Kim se llevó a casa treinta y siete millones de dólares;26 Semerci, más de veinte, y O'Neal, cua renta y seis millones.27 En 2007, Merrill no levantó el pie del acelerador, suscribiendo CDO por valor de más de treinta mil millones de dólares en los siete primeros meses del año. Sin embargo, con un rendimiento tan ex traordinario de sus apuestas, O'Neal había pasado por alto un factor crítico: no había tomado ninguna medida para un inevitable cambio desfavorable de la coyuntura, sin prestar en ningún momento mucha atención a la gestión del riesgo hasta que fue demasiado tarde. Al empeorar las condiciones del mercado, se puso en evidencia que la vara de medir que estaban utilizando no tenía apoyo en la realidad. Dos semanas después de la reunión de junio del consejo, Fleming y Fakahany enviaron una carta a los directores de Merrill informando sobre la situación de deterioro de la empresa.28 O'Neal, mientras tanto, empezó a mostrarse retraído y recon centrado, y empezó a perderse en interminables partidas de golf, a menudo los fines de semana y casi siempre solo, en clubes con mu cha solera como el Shinnecock Hills de Southampton. La cartera de CDO de Merrill siguió cayendo en picado a lo largo de agosto y septiembre. A comienzos de octubre, la firma anunció unas pérdi das trimestrales de aproximadamente cinco mil millones. Dos se manas después, esa figura se elevó a siete mil novecientos millones. Desesperado, O'Neal envió a Wachovia una propuesta de fusión.29 El domingo 21 de octubre, cenó con el consejo de Merrill, y al 147. Las investigaciones de la SEC descubrieron 14,5 millones de primas en metálico y 22,2 millones de dólares en primas de incentivo en acciones, ade más de su sueldo de trescientos cincuenta mil dólares. See Nicolás Brulliard, «Merrill Lynch Exec VP Fleming Gets $20,4M Stk. Bonus», Dow Jones Corpo rate Filings Alert, 24 de enero de 2007. 148. Louise Story, «Bonuses Soared on Wall Street Even as Earnings Were Starting to Crumble», The New York Times, 19 de diciembre de 2008. 149. Cassidy, «Subprime Suspect», The New Yorker, art. cit. 150. Jenny Anderson y Landon Thomas Jr., «Merrills Chief Is Said to Float a Bid to Merge», The New York Times, 26 de octubre de 2007.
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hablar de opciones para solidificar el balance de la compañía, men cionó que había hablado con Wachovia. Con tono algo profético les comentó lo del tumulto del mercado. «Si esto dura mucho tiem po, nosotros y todas las empresas que descansan en financiación a corto plazo de un día y recompra tendremos un problema.» Pero el consejo no se centró en ese último comentario. Estaban furiosos de que hubiera iniciado conversaciones de fusión no autorizadas. —Mi trabajo consiste en pensar opciones —protestó. Dos días después, el consejo se reunió sin él y decidió forzar su salida de la empresa.
Una mañana de finales de junio, el alcalde de Nueva York Mi chael Bloomberg dejó su apartamento de la Calle 79, se metió en la parte trasera de su Suburban negro y se dirigió al Midtown para acudir a un desayuno. Dejó a su personal de seguridad en la calle y, con su habitual pin de la bandera estadounidense en la solapa, entró en el New York Luncheonette, un pequeño restaurante de la Calle 50, situado frente a un aparcamiento, y saludó a John Thain. Aunque Bloomberg no conocía mucho a Thain, había tenido una larga y fructífera asociación con Merrill Lynch, que le había ayudado a financiar un negocio y en 1985 adquirió el 30 por ciento de Bloomberg LP por treinta millones de dólares, aunque después redujo su participación en una tercera parte. Cuando Michael Bloomberg llegó a alcalde de Nueva York, colocó su 68 por ciento de participación de la empresa en un fidei comiso ciego y se retiró de su dirección, aunque en realidad fue más bien un paso a medias, especialmente en lo que tocaba a las cues tiones críticas para la empresa, como la que John Thain estaba a punto de abordar. Thain, desesperado por más capital y bastante convencido después del desastre de Larry Fink de que debía tratar de mantener la participación de la empresa en BlackRock, quería que Bloomberg recomprara los valores en cartera del 20 por ciento que Merrill tenía en su empresa. Sin embargo, si el alcalde se nega ba a hacer la compra, no estaba claro si Merrill tendría derecho a vender su participación en el mercado. El contrato había sido re dactado en 1986 y ambos sabían que era algo turbio.
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Situados en un reservado de esquina, los dos hombres bebían café a sorbos y charlaban amigablemente. Como antiguos corredo res de bonos y entusiastas del esquí, congeniaban. —Probablemente lo haremos este verano —dijo Thain, tra tando de mantener una charla informal para no transmitir sensa ción de pánico. Al cabo de media hora, tenían un principio de acuerdo sobre el que trabajar. Era la tabla de salvación que había estado buscando, y en cuanto se despidió del alcalde, volvió corriendo a la oficina para decirle a Fleming que empezara a trabajar de inmediato en el pro yecto.
Capítulo 8
La reunión de Jamie Dimon de las diez de la mañana se estaba alar gando. —Dile a Bob que estaré con él en un minuto —le dijo a Ka thy, su asistente. Robert, Bob, Willumstad y Dimon habían formado parte en el pasado del equipo de Sandy Weill de constructores de imperios fi nancieros. En diferentes momentos, cada uno de ellos había sido considerado el probable heredero de Weill en el gigante Citigroup que habían ayudado a crear, si bien últimamente a ninguno se le había ofrecido la oportunidad de asumir su dirección. Ambos habían estado uno a lado del otro desde que habían despedido a Dimon.1 Willumstad, un ejecutivo de cabello blanco y elevada estatura, que podría haber sido el prototipo del banquero de Manhattan, estaba tranquilamente sentado ese día de principios de junio en la sala de espera de la octava planta de JP Morgan en las antiguas ofi cinas de Union Carbide. En una vitrina estaban expuestas las répli cas de dos pistolas de culata de madera con una historia famosa: las habían usado Aaron Burr y Alexander Hamilton en el duelo cele brado en 1804 en el que había muerto Hamilton, el primer secre tario del Tesoro de Estados Unidos.2 151. Dimon declaró a la revista New York Magazine en relación con Citi group: «Me fui hace diez años [...]. No, no me fui, me despidieron. Me echaron fuera del nido de una patada.» Duff McDonald, «The Heist», New York Magazi ne, 24 de marzo de 2008. 152. Crisafulli, Patricia: The House of Dimon: How Jamie Dimon Rose to the Top ofthe Financial World, Wiley, Nueva York: 2009, p. 7.
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Al igual que Dimon, Willumstad había sido superado por Weill3 y, después de abandonar el Citi en julio de 2005, puso en marcha un fondo privado, Brysam Global Partners, 4 que hizo in versiones en empresas de financiación del consumo en América Latina y en Rusia. Su socio, Marge Magner, era otro exiliado del Citigroup.5 Bajo la dirección de Dimon, JP Morgan se había con vertido en el mayor inversor del fondo de Willumstad, cuyas ofici nas estaban al otro lado de Park Avenue, justo enfrente de su sede. Brysam había llegado a ser una firma provechosa. Willums tad, además, tenía otro puesto mucho más importante: era presi dente del consejo de administración de AIG, el gigante de los segu ros, y ésa era la razón de la visita a Dimon.6 —He estado reflexionando sobre algo y me gustaría consul tártelo —dijo Willumstad, un hombre de habla suave, a Dimon cuando finalmente fue conducido a su despacho. Lo informó de que el consejo de AIG acababa de preguntarle si estaba interesado en el puesto de CEO; el actual CEO, Martin Sullivan, sería proba blemente despedido en el plazo de una semana. Como presidente, le correspondía al propio Willumstad hacer una visita a la sede de AIG la próxima semana para avisar a Sullivan de que su empleo estaba en peligro. —Me gusta lo que estoy haciendo —dijo con seriedad—. No tengo a nadie mirando por encima de mi hombro. 153. Anunció su marcha el mes de julio, pero oficialmente se despidió el 5 de septiembre de 2005. David Enrich, «Citigroup Pres Willumstad to Step Down in Sept», Dow Jones Newswires, 14 de julio de 2005. 154. Brysam inició sus operaciones a finales de enero de 2007. Véase «Wil lumstad and Magner Establish Prívate Equity Firm that Will Focus on Financial Services Investments in Emerging Markets», Business Wire, 22 de enero de 2007. 155. Con Citigroup desde 1987, Magner hacía poco que había sido presi denta y consejera delegada de la compañía Global Consumer Group. Véanse Mark McSherry y Jonathan Stempel, «Citigroup's Consumer Chief Magner to Leave», Reuters, 22 de agosto de 2005. 156. Willumstad entró por primera vez en el consejo de AIG como director a principios de 2006. Ese mismo año Frank Zarb, que actuaba como presidente interino, lo propuso para el puesto. Emily Thornton y Jena McGregor, «A Tepid Welcome for AIG's New Boss», BusinessWeek, 30 de junio de 2008.
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—¡Excepto a mí! —lo contradijo con una carcajada Dimon, uno de los principales respaldos financieros de Brysam. Willumstad le confió que llevaba varios meses sopesando la aceptación de la máxima responsabilidad corporativa, incluso des de que la crisis crediticia había afectado a AIG, y cada vez tenía más claro que podrían ofrecerle la dirección de la compañía. Esa pers pectiva le había provocado un doloroso conflicto: aunque siempre había querido ser CEO, ya tenía sesenta y dos años y le parecía que era el momento de prestar atención a otras cosas que le interesaban, tales como las carreras de autos. Hijo de la tercera generación de unos inmigrantes noruegos, Willumstad procedía de la clase obrera, se había criado en Bay Rid ge, Brooklyn, y luego en Long Island. A mediados de la década de 1980 empezó a destacar en nivel ejecutivo del Chemical Bank. Como favor a un antiguo jefe, Robert Lipp, voló a Baltimore para ver lo que Weill y su mano derecha estaban haciendo en Commer cial Credit, un prestamista de alto riesgo.7 El impulso y la energía emprendedora del equipo WeillDimon era asombrosamente dife rente de la asfixiante burocracia de Chemical y de cualquier otra empresa que hubiera visto en el sector bancario de Nueva York. Ambos le ofrecieron un puesto a Willumstad,8 que él aceptó. En 1998 contribuyó a llevar adelante una guerra relámpago de ad quisiciones que asombró a los mandamases financieros:9 Primerica, Shearson, Travelers, y la mayor de todas las fusiones financieras, Citicorp. En un corto período de tiempo los tres habían levantado un gigante que contaba cifras elevadas; cuatro años después de la salida de Dimon del Citi, tras una grave pelea con Weill, Willum
157. Willumstad empezó en el Commercial Credit de Weill en 1987. Fran cesco Guerrera, «Quiet Giant Confronts a Colossal Challenge», Financial Times, 17 de septiembre de 2008. 158. Lynnley Browning, «A Quiet Banker in a Big Shadow», The New York Times, 10 de marzo de 2002. 159. Commercial Credit adquirió Primerica, Shearson y Travelers en 1993, propiedad de Aetna y empresas en quiebra en 1996, Salomón Brothers en 1997, y culminó con Citigroup en 1998. Shawn Tully, «The Jamie Dimon Show», Fortune, 22 de julio, 2002.
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stad se hizo cargo de su antiguo puesto de presidente, que era a lo más que podía aspirar en la empresa. Durante media hora larga, Willumstad y Dimon discutieron los pros y los contras del puesto que le ofrecían en AIG. Como presidente de la compañía, Willumstad sabía mejor que nadie hasta qué punto eran profundos los problemas de AIG; resolverlos era un gigantesco e inimaginable desafío. El lastimoso estado en que se encontraba lo remitía una y otra vez a la misma decisión: —Aceptaré el trabajo de manera interina —dijo con convic ción. Dimon meneó la cabeza. —Chorradas —le respondió—. O quieres hacer el trabajo o no quieres. —Ya lo sé —concedió Willumstad—. Ya lo sé. El consejo de administración quería que Willumstad aceptase el puesto;10 su esposa, Carol, pensaba que debía aceptarlo —siem pre había creído que le habían robado el puesto de CEO en el Citi— y ahora Dimon sumaba su voto favorable.
Al día siguiente, Willumstad tomó un coche de alquiler hasta las oficinas de AIG en el 70 de Pine Street. Después de tomar asiento en el despacho de Martin Sullivan, le transmitió un mensaje in equívoco: —Escucha, Martin, el consejo se va a reunir el domingo, y el asunto que se va a discutir es si tú continúas o no en tu puesto. Sullivan se limitó a suspirar y respondió: —El consejo no tiene una idea cabal de lo difícil que está el mercado. Cuando me hice cargo del puesto tuve que poner en or den el lío que había con nuestros reguladores y puedo sacar a la empresa de estos problemas. —Sí, Martin —reconoció Willumstad—, pero tienes que ver lo que ha pasado en los últimos meses. Los consejeros piensan que 10. Liam Pleven, Randall Smith y Monica Langley, «AIG Ousts Sulli van, Taps Willumstad As Losses Mount», The Wall Street Journal, 16 de junio de 2008.
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tiene que haber un responsable... Mira, de la reunión pueden salir tres resultados posibles. Que yo vuelva a tu despacho y te diga que el consejo te respalda sin reservas, o que piense que debes marchar te. La tercera posibilidad es que el consejo te diga: «Tienes que ha cer lo siguiente en un plazo x o de lo contrario estás despedido.» Sullivan miró al suelo. —¿Y cuál crees tú que será el resultado? —Hay un fuerte deseo de realizar un cambio, pero ¿quién sabe? —respondió Willumstad encogiéndose de hombros—. Cuan do metes a doce personas en una habitación puede ocurrir cual quier cosa. El domingo 1 de junio, el consejo de AIG se reunió en el des pacho de Richard Beattie, presidente del bufete de abogados exter no Simpson Thacher & Bartlett. Sullivan estaba en la agenda, pero él había decidido no asistir. Después de un breve debate, el consejo decidió prescindir de Sullivan y colocar a Willumstad en su lugar. La empresa en la que Willumstad acababa de ser puesto al frente era una de las historias de éxito más peculiares de los nego cios estadounidenses. AIG echó a andar como American Asiatic Underwriters en una pequeña oficina de Shanghai en 1919.11 En 2008, sin embargo, el adjetivo pequeño rara vez se usaba en relación con AIG. En el plazo de apenas unas décadas se había con vertido en una de las compañías financieras más grandes del mun do, con un valor de mercado entre ochenta mil millones —incluso después de un pronunciado descenso del precio de sus acciones a principios de ese año— y un billón de dólares en activos en los li bros.12 Esa fenomenal expansión fue ante todo el resultado de la 160. Shelp, Fallen Giant: The Amazing Story ofHank Greenberg and the History ofAIG, Wiley, Nueva York, 2006, pp. 1728, 153160; Brian Bremner, «AIG's Asian Connection; Can It Maintain Its Strong Growth in the Región?», BusinessWeek, 15 de septiembre de 2003. 161. Al final del segundo trimestre de AIG (agosto de 2008), tenía alrede dor de un billón de dólares en activos y alrededor de setenta y ocho mil millones en capital accionarial. Matthew Karnitschnig, Liam Pleven y Peter Lattman,
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habilidad y el empuje de un hombre: Maurice Raymond Green berg, Hankpa.ru los amigos, por el bateador Hank Greenberg de los Tigres de Detroit, y dentro de la empresa sencillamente MRG. Greenberg había tenido una educación azarosa digna de un personaje de Dickens. Cuando tenía diecisiete años, falseó su fecha de nacimiento para alistarse en el Ejército.13 Dos años más tarde, estaba entre las tropas que desembarcaron en la playa de Omaha el día D. Formaba parte de la unidad que liberó el campo de concen tración de Dachau y, después de volver a Estados Unidos para estu diar derecho, volvió a reengancharse en el Ejército para luchar en la guerra de Corea, en la que fue distinguido con la Estrella de Bron ce. En 1960, Cornelius Vander Starr, el fundador de la que llegaría a ser AIG, reclutó a Greenberg para su empresa. Starr levantó su compañía vendiendo pólizas de seguros a los propios chinos. Expulsado de China después de que los comunistas tomaran el poder en 1948, Starr se extendió por toda Asia. Con la ayuda de un amigo militar, el general Douglas MacArthur, coman dante de las fuerzas de ocupación de Japón después de la guerra, Starr se aseguró un acuerdo para proporcionar seguros a los milita res estadounidenses durante muchos años. En 1968, Starr contaba sesenta y seis años, estaba enfermo y tenía siempre a su alcance una bombona de oxígeno y tubos de pildoras; en ese momento se decantó por Greenberg para romper el mercado estadounidense, nombrándolo presidente ejecutivo y eli giendo a Gordon B. Tweedy como presidente del consejo. Greenberg no perdió tiempo en dejar claro quién iba a llevar la batuta. En una reunión inmediatamente posterior a su nombra miento, él y Tweedy sostenían puntos de vista radicalmente opues tos sobre un asunto. De pronto, Tweedy se puso de pie y empezó defender a voces su opción.
«AIG Scrambles to Raise Cash, Talks to Fed», The Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2008. 13. Hace referencia al conflicto con la edad de Greenberg en el momen to de la muerte su padre. Este autor ha elegido optar por la edad que aparece en Shelp, Fallen Giant, ob. cit., pp. 9596.
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—Siéntate, Gordon, y cierra el pico —le dijo Greenberg—. Ahora soy yo el que manda.14 Starr murió aquel mes de diciembre. Al año siguiente, AIG salió a bolsa, y Greenberg se convirtió en CEO (Tweedy se despidió poco después). Bajo la dirección de Greenberg, AIG creció rápidamente y se hizo progresivamente rentable a través de la expansión y de las ad quisiciones, llegó a hacer negocios en ciento treinta países y se di versificó entrando en el leasing de aviones y en los seguros de vida. El propio Greenberg pasó a ser el auténtico modelo de un CEO imperial. Mostraba escaso afecto por todo el mundo,15 salvo por su esposa, Corinne, y su perro maltes, Snowball. En AIG era famoso por su vivo genio y su interés por conocer todo lo que pasaba den tro de la empresa, su empresa. Corría el rumor de que había contra tado a antiguos agentes de la CÍA, y el personal de seguridad pare cía estar por todas partes en la sede principal. Dos cuestiones caracterizaron a Greenberg en el mundo exte rior: el gran drama de asegurarse la sucesión y la enemistad mortal que se había ganado entre la realeza de las aseguradoras. Jeffrey Greenberg, su hijo,16 graduado en derecho por Brown y Georgetown, había sido formado para suceder a Hank. Pero en 1995, después de una serie de choques con su padre, abandonó AIG, donde había trabajado durante diecisiete años. Dos semanas antes, su hermano menor, Evan, había sido ascendido a vicepresi dente ejecutivo, su tercer ascenso en menos de dieciséis meses, eri 162. Shelp, Fallen Giant, ob. cit., p. 104. 163. Según declaró a Cindy Adams: «Aprendes más rápido que tus ami gos. Algunos de los que consideraba íntimos se vuelven mucho menos íntimos. Se apartan rápidamente. Muchos de los que pensabas que eran leales de pronto no lo son y te encuentras desplazado en la adversidad... Pero Snowball me da cariño extra. Duerme conmigo. Pone su cabeza en mi hombro.» Cindy Adams, «ExAIG Executive on Friends, Family», New York Post, 25 de octubre de 2005. 164. Albert B. Crenshaw, «Another Son of CEO Leaves AIG», The Wash ington Post, 20 de septiembre de 2000; Christopher Oster, «Uneasy Sits the Greenbergs' Insurance Crown», The Wall Street Journal, 18 de octubre de 2004; Diane Brady, «Insurance and the Greenbergs, like Father like Sons», Business Week, 1 de marzo de 1999.
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giéndose en rival de Jeffrey. Pero Evan no tardó en indisponerse con un patriarca que no quería delegar ninguno de sus poderes y, al igual que Jeffrey antes que él, salió en estampida de la compañía. Jeffrey se convertiría en director ejecutivo de Marsh & McLennan, el mayor corredor de seguros del mundo, en tanto que Evan fue nombrado CEO de Ace Ltd., una de las reaseguradoras más importantes del mercado internacional. Finalmente, se produjeron choques con los reguladores, que no eran miembros de la familia, lo cual condujo a la caída de Hank Greenberg. Obstinado y combativo como siempre, sencillamente eligió el momento equivocado para enfrentarse a los federales. Después del derrumbamiento de Enron y de un rosario de escándalos corporativos que ocuparon las primeras planas de los periódicos a principios de este siglo, los reguladores y los agentes fiscales se atrevieron a meterse a fondo con las empresas que no se mostraban dispuestas a cooperar. En 2003, AIG se avino a pagar diez millones de dólares para arreglar un pleito interpuesto por la Comisión de Cambio y Valores que los acusaba de estar ayudando al distribuidor de teléfonos móviles Indiana a ocultar 11,9 millones de dólares de pérdidas.17 Al año siguiente, después de otra larga pelea con los investigadores federales, AIG aceptó pagar ciento veintiséis millones para solucionar los cargos civiles y penales por haber permitido a PNC Financial Services retirar de su contabilidad 762 millones de préstamos fallidos.18 Como parte del arreglo, una unidad de AIG que 165. Según un comunicado de prensa del SEC: «AIG creó y comercializó un seguro denominado "no tradicional" para la finalidad expresa de suavizar el asiento de beneficios, es decir, de permitir a una empresa sometida a la presenta ción de informes públicos repartir el reconocimiento de las pérdidas conocidas y cuantificadas de golpe a lo largo de varios períodos de información [...]. AIG aplicó la pretendida política de seguros a Brightpoint con el objetivo de ayudarla a ocultar los 11,9 millones de dólares de pérdidas que arrojó Brightpoint en 1998.» Comisión de Valores y Cambio, «AIG Agrees to Pay $10 Million Civil Penalty», 11 de septiembre de 2003, http://www.sec.gov/news/press/ 2003lll. htm 166. «In consenting to settle the Commission's action and related, crimi nal charges, AIG has agreed to pay disgorgement, plus prejudgment interest, and
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dó sometida a un acuerdo de enjuiciamiento diferido, lo cual signi ficaba que el Departamento de Justicia retiraría los cargos en el plazo de trece meses si la compañía cumplía los términos del arre glo19 Fue la unidad de AIG sometida a los trece meses de prueba —AIG Financial Products Corp. o FP— la que se convirtió en zona cero de los chanchullos financieros que estuvieron a punto de destruir la compañía. FP había sido creada en 1987, como resultado de un notorio acuerdo entre Greenberg y Howard Sosin, un cerebro de las finan zas de los Laboratorios Bell que llegó a ser conocido como el «doc tor Strangelove de los derivados».20* Los derivados pueden producir una gran cantidad de dinero. En términos sencillos, se trata de ins trumentos financieros que se basan en ciertos activos subyacentes, que van desde hipotecas inmobiliarias a condiciones climáticas. Al igual que la bomba que pone fin a la película Teléfono rojo: volamos hacia Moscú, los derivados podían explotar, y de hecho lo hicieron; Warren Buffett los llamó armas de destrucción masiva.21 Sosin se incorporó a AIG en 1987 con un equipo de trece
penalties totaling $126,366,000», Securities and Exchange Commission v. Ameri can International Group, Inc., Litigation Reléase núm. 18985, 30 de noviembre de 2004. Véase http://www.sec.gov/litigation/litreleases/lrl8985.htm 167. Pamela H. Buey, «Trends in Corporate Criminal Prosecutions Sym posium: Corporate Criminality: Legal, Ethical, and Managerial Implications», American Criminal Law Review, 22 de septiembre de 2007. 168. Lynnley Browning, «AIG s House of Cards», Portfolio, 28 de sep tiembre de 2008. * El apodo procede de un filme de Kubrick, Dr. Strangelove or: Hoto I Leamed Ib Stop Worrying And Love The Bomb, titulada en España Teléfono rojo: ¿volamos hacia Moscú? (N. del t.) 21. En el pasado se había referido a ellas como «bombas de relojería» y «armas financieras de destrucción masiva». Clare Gascoigne, «A TwoFaced Form of Investment: The Culture of Derivatives», Financial Times, 3 de mayo de 2003.
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empleados de Drexel, entre los que se encontraba Joseph Cassano, de treinta y dos años.22 Trabajando desde una habitación sin ventanas de la Tercera Avenida de Manhattan, el equipo pequeño pero altamente apalan cado de Sosin operaba casi como un fondo de alto riesgo. Los pri meros días en la compañía íueron espantosos: en la oficina instala ron unos muebles alquilados que no eran los que correspondían, y los empleados tenían que sentarse en sillas para niños y trabajar en mesas diminutas, pero pese a todo empezaron a generar, casi de inmediato, los retornos inmensamente rentables que producían en Drexel. La clave del éxito de este negocio era la calificación de crédito triple A que Standard & Poor's otorgaba a AIG. Con ella, el coste de los fondos de capital era mucho menor que el que tenían que pagar las demás compañías, lo cual les permitía tomar mayores ries gos a un coste más bajo. Pero Sosin estaba frustrado por la poca capacidad de maniobra que se había concedido a la unidad y en 1994 se despidió junto con otros fundadores después de una pelea con Greenberg. Sin embargo, mucho antes del abandono de Sosin, Greenberg, encaprichado con la máquina de beneficios en que se había conver tido FP, había formado un «grupo alternativo»23 para estudiar el modelo empresarial de Sosin y poder seguir adelante en el caso de que éste decidiera abandonar la compañía. Greenberg había encar gado a PricewaterhouseCoopers (PWC) un sistema informático secreto para hacer un seguimiento de las operaciones de Sosin que permitiera más adelante reconstruirlas. Después de mucha insisten cia por parte de Greenberg, Cassano aceptó quedarse y fue nom brado ejecutivo jefe de operaciones. 169. Sosin firmó un acuerdo de unión temporal con AIG el 27 de enero de 1987, y en poco tiempo reclutó a las diez personas que formarían su equipo, que ya contaba con Randy Rackson y Barry Goldman, de Drexel, como socios. Véase Robert O'Harrow Jr. y Brady Dennis, «The Beautifiil Machine», The Washington Post, 29 de diciembre de 2008. 170. Ibídem. Véase también Randall Smith, Amir Efrati, y Liam Pleven, «AIG Group Tied to Swaps Draws Focus of Probes», The Wall Street Journal, 13 de junio de 2008.
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Nacido en Brooklyn e hijo de un oficial de policía, Cassano era conocido por sus dotes organizativas, no por su sagacidad para las finanzas, a diferencia de la mayoría de los talentos que Sosin había traído consigo, los quantos, analistas cuantitativos, todos ellos en posesión de un doctorado, que crearon los complejos programas comerciales que definían la unidad. A finales de 1997, la llamada gripe asiática se convirtió en una pandemia, y tras el derrumbe de la moneda tailandesa, que produjo una reacción en cadena, Cassano empezó a buscar algunas inversio nes en valores refugio. Durante esa búsqueda conoció a algunos banqueros de JP Morgan que estaban lanzando un nuevo producto crediticio derivado llamado fondo de inversión asegurado de índice amplio —un nombre poco manejable— que acabó siendo conoci do por su acrónimo más afortunado, bistro. Con el bistro, un banco sacaba de su contabilidad una cesta de cientos de préstamos corporativos, calculaba el riesgo de los falli dos, y luego trataba de minimizar su exposición creando un vehícu lo con características especiales y vendiéndolo en porciones a sus inversores. Era una estrategia sin fisuras, pero no auguraba nada bueno. Estas inversiones semejantes a los bonos recibieron el nom bre de seguros: JP Morgan estaba protegida del riesgo de los présta mos fallidos, y los inversores recibían primas por asumirlo. Finalmente, Cassano empezó a comprar bistrosát JP Morgan,24 pero estaba tan intrigado que instruyó a sus propios quantos para que los diseccionaran. Mediante la construcción de modelos infor máticos basados en años de datos históricos sobre los bonos corpo rativos, llegaron a la conclusión de que este nuevo instrumento —una permuta de seguros de fallo de créditos— parecía de lo más sencillo. Cassano, que era el jefe de la unidad en 2001, metió a AIG en el negocio de suscribir permutas de seguros de fallo de créditos o CDS. A principios de 2005, era un actor de tal envergadura en el
24. Gillian Tett, «The Dream Machine», Financial Times, 24 de marzo de 2006; Jesse Eisinger, «The $58 Trillion Elephant in the Room», Portfolio, noviembre de 2008.
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área que incluso Cassano había empezado a preguntarse cómo ha bía ocurrido con semejante rapidez. —¿Cómo es posible que estemos firmando tantos contratos?25 —preguntaba a su máximo ejecutivo de marketing, Alan Frost, du rante una conferencia telefónica con la oficina de la unidad en Wil ton, Connecticut. —Los intermediarios saben que podemos cerrar y además ha cerlo rápidamente —le respondió Frost—. Por eso es por lo que somos el lugar al que hay que ir. A pesar de que la burbuja se estaba hinchando, Cassano y otros miembros de AIG no se preocupaban mucho. Cuando en agosto de 2007 los mercados de crédito empezaron a paralizarse, Cassano decía a sus inversores: —Es un momento difícil para nosotros en el que, sin querer ser frivolo, no contemplamos ni la menor posibilidad de perder un solo dólar en ninguna de esas transacciones.26 Su jefe, Martin Sullivan, estuvo de acuerdo. —Por ese motivo estoy durmiendo un poco mejor por las noches. Alentados por sus beneficios, los ejecutivos de AIG se aferraban obstinadamente a la creencia de que su empresa era invulnerable. Pensaban que habían eludido una bala cuando, hacia finales de 2005, habían parado de suscribir seguros sobre CDO que tenían partes vinculadas a los valores respaldados por hipotecas de alto riesgo. Esa decisión les permitió evitar CDO más tóxicos, emitidos en los dos años siguientes. Con todo, la razón más importante que avalaba esa confianza en la compañía era la naturaleza singular de la propia AIG. No era un banco de inversiones que estuviera a merced del mercado financiero cortoplacista. Tenía una deuda muy pequeña y unos cuarenta mil millones en metálico. Su balance superior a un billón la convertían en una empresa demasiado grande como para venirse abajo. En 2007 uno de sus mayores clientes, Goldman Sachs,27 pidió 171. Brady Dennis y Robert O'Harrow Jr., «Downgrades and Downfall», The Washington Post, 31 de diciembre de 2008. 172. Ibídem. 173. Serena Ng, «Goldman Confirms $6 Billion AIG Bets», The Wall Street Journal, 21 de marzo de 2009.
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que AIG pusiera miles de millones más en garantías subsidiarias, tal como establecían sus contratos de permutas. AIG destapó la exis tencia de la disputa sobre las garantías en noviembre. En la reunión de diciembre, Charles Gates, analista de seguros del Credit Suisse desde hacía muchos años, preguntó deliberadamente qué significa ba eso de que «vuestra evaluación de determinadas permutas de seguros de fallo de créditos supersénior y sus correspondientes ga rantías subsidiarias [...] difiere en gran medida de la evaluación de vuestros homólogos». —Significa que el mercado está un poco apretado28 —respon dió Cassano, echando mano de sus orígenes en Brooklyn—. ¿Cómo estás, Charlie? En serio que es eso lo que significa. Todo el mundo sabe, y no pretendo ilustrar a nadie sobre ello, porque todos estáis al tanto, que esa sección trata de las controversias sobre garantías subsidiarias que hemos tenido con algunos de nuestros socios en esta transacción. Tiene que ver con las cosas sobre las que James [Bridgwater], que hizo el planteamiento inicial de AIG Financial Partners, y yo hemos hablado, acerca de la opacidad de este merca do y de la imposibilidad de ver cuáles son las valoraciones. El conflicto con Goldman se había vuelto irritante para Cas sano. Otro socio, Merrill Lynch, también había pedido más garan tías, pero no era tan agresivo. Incluso antes de acceder a su puesto de CEO, Willumstad había estado ocupado con FP. Los problemas en la unidad habían fermen tado en AIG desde que Greenberg había sido obligado a dimitir en 2005 como resultado de otro monumental escándalo contable.29 A finales de enero de 2008, Willumstad estaba sentado en su despacho en Brysam Global Partners cuando se enteró de algo sor prendente en un informe mensual distribuido a los miembros del 174. Reunión de inversores de AIG, 5 de diciembre de 2007. 175. Según The Wall Street Journal, Spitzer amenazó al consejo de admi nistración de AIG con un proceso judicial si no despedían a Greenberg. Tuvo que dimitir como presidente y consejero delegado el 14 de marzo de 2005. Spit zer presentó una demanda de juicio civil por fraude contra la firma en mayo, acusando a AIG de «transacciones simuladas». Véanse James Freeman, «Eliot Spitzer and the Decline of AIG», The Wall Street Journal 16 de mayo de 2008; Daniel Kadlec, «Down... But Not Out», Time, 20 de junio de 2005.
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consejo de AIG: el grupo FP había asegurado más de quinientos mil millones en hipotecas de alto riesgo, especialmente para los bancos europeos.30 Ese elemento del negocio era en realidad un movimiento muy inteligente de la ingeniería financiera de FP. Para cumplir con las exigencias reguladoras, los bancos no podían sobre pasar un determinado nivel de deuda, que estaba en relación con su capital. Lo maravilloso del aseguramiento de AIG —al menos por un corto período— era que permitía a los bancos aumentar su apa lancamiento sin aumentar la cantidad de dinero asegurado. Willumstad hizo los cálculos y se quedó horrorizado: con los fallidos hipotecarios en rápido aumento, AIG podría verse forzada muy pronto a desembolsar sumas astronómicas de dinero. Se puso en contacto inmediatamente con PWC, 31 auditores externos de AIG, y les pidió que acudieran a su despacho al día si guiente para una reunión secreta con el fin de revisar qué estaba pasando exactamente. Nadie se molestó en avisar a Sullivan, que seguía siendo CEO, acerca de la reunión. A principios de febrero, el auditor había dado instrucciones a AIG para que revaluase hasta la última de sus permutas de seguros de fallo de créditos, a la vista de los recientes reveses del mercado. Días más tarde la compañía reveló de manera bochornosa que ha bía encontrado un «punto débil» —eufemismo bastante inocuo para un aluvión de problemas— en sus métodos contables. Al mis mo tiempo una AIG humillada tenía que revisar su estimación de pérdidas en noviembre y diciembre, y hacer un ajuste que se elevó de mil millones a más de cinco mil millones.
Willumstad estaba de vacaciones en la casa de esquí que tenía en Vail, Colorado, cuando finalmente llamó a Martin Sullivan para darle la orden de que despidiera a Joe Cassano. —Tienes que tomar alguna medida con él —ordenó. Sullivan, sobresaltado, le respondió que si bien la empresa te 176. James Bandler, «Hank's Last Stand», Fortune, 13 de octubre de 2008. 177. Theo Francis y Diya Gullapalli, «Insurance Hazard: Pricewater house's Squeeze Play», The Wall Street Journal, 3 de mayo de 2005.
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nía que replantearse sus beneficios, no había nada de lo que pre ocuparse: sólo eran pérdidas sobre el papel. —Bueno, ya sabes, no vamos a perder dinero —le dijo con la mayor tranquilidad. Ahora fue Willumstad el que se sobresaltó. —Ése no es el asunto —le dijo—. ¡Estamos a punto de infor mar de una pérdida multimillonaria, de un punto débil! Los audi tores están diciendo que Cassano no se ha mostrado tan abierto y colaborador como debería. Sullivan reconoció la controversia en torno a Cassano, pero ¿era realmente necesario despedirlo? —Por menos se han ido a la calle dos CEO de perfil muy alto —le recordó Willumstad. Charles Prince de Citigroup y Stan O'Neal de Merrill Lynch habían sido despedidos en el otoño de 2007, después de supervisar regularizaciones de magnitud similar. —No podemos dejar de tomar alguna acción, tanto para que trascienda al público como para enviar un mensaje al resto de la organización. Finalmente, Sullivan transigió, pero hizo un último esfuerzo a favor de Cassano. —Deberíamos mantenerlo como asesor —recomendó Sulli van. —¿Por qué? —preguntó Willumstad, tan alterado como per plejo por la sugerencia. Sullivan sostuvo que FP era un asunto complicado y que él no tenía recursos suficientes para gestionarla sin ayuda, al menos en un primer momento. En el colmo de la exasperación, Willumstad le argumentó: —Trata de distanciarte un poco. Piénsalo por un minuto, tan to desde un punto de vista interno como externo, ¿el tipo no es capaz de llevar adelante la compañía, y tú estás diciendo que nece sitas tenerlo a tu lado? Entonces Sullivan apeló al sentido de la competitividad de Willumstad. Si la empresa mantenía a Cassano en nómina, no po dría pasarse a una empresa rival, lo cual, dejando a un lado sus cuestionables esquemas empresariales, sería útil para la compañía.
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—Si lo atamos con un contrato de consultoría, tendrá una cláusula de no competencia y no podrá irse a otro lado y robarnos a nuestra gente. Ante esa posibilidad, Willumstad acabó aceptando. Era un pragmático, y los consultores podían despedirse fácilmente. —De acuerdo —cedió—, pero hazte una idea de cómo vas a contar con él para el asesoramiento. Y no puedes permitir que par ticipe activamente en la vida de la empresa. Esto es una locura. Cassano se quedó con un contrato de consultoría y cobrando un millón al mes, pero Sullivan y algunos más seguían temiendo que su plantilla desertara.32 Con Cassano en vía muerta y las pérdi das del grupo FP en el nivel de los cinco mil millones, se especulaba a diario con una rápida salida de los productores de máximo nivel. William Dooley, que entró en el puesto de Cassano, acudió a Sulli van con una petición: —Tenemos que combinar un programa de retención o vamos a perder al equipo. A principios de marzo, el consejo de administración de AIG, después de pedir a Sullivan que modificara el programa de reten ción que había propuesto hacía tiempo, aprobó un plan que pre veía el pago de 165 millones de dólares en 2009 y 235 millones en 2010. En mayo, AIG publicó resultados pésimos para el primer tri mestre: nueve mil cien millones de depreciación en los derivados del crédito y siete mil ochocientos millones de pérdidas, las mayo res que había tenido nunca. Standard & Poor s respondió con una rebaja de su calificación de la compañía hasta AA.33 Cuatro días 178. Véanse Gretchen Morgenson, «Behind Biggest Insurer's Crisis, a Blind Eye to a Web of Risk», The New York Times, 28 de septiembre de 2008; Carrick Mollenkamp, Serena Ng, Liam Pleven y Randall Smith, «Behind AIG's Fall, Risk Models Failed to Pass RealWorld Test», The Wall Street Journal, 3 de noviembre de 2008. 179. Liam Pleven, «AIG Posts Record Loss, As Crisis Continúes Taking Toll», The Wall Street Journal, 9 de mayo de 2008.
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después, el 12 de mayo, The Wall Street Journal dio la noticia de que el equipo directivo de una de las unidades con más beneficios de AIG, la International Léase Finance Corp.,34 dedicada al nego cio de leasing de aeronaves, trataba de separarse de la compañía matriz, ya fuera a través de una venta, ya fuera mediante una es cisión. En privado, otros grandes accionistas de AIG empezaron tam bién una campaña para forzar cambios. Dos días antes de la junta anual del 14 de mayo de 2008, se recibió un fax en el despacho de Willumstad, en Brysam. Era una carta de Eli Broad, un antiguo director de AIG que había vendido su rentable empresa SunAmeri ca a ésta en 1998 por dieciocho mil millones en acciones, y era un socio comercial de Greenberg. La misiva de Broad estaba respaldada por dos influyentes ges tores de fondos, Bill Miller de Legg Masón Capital Management y Shelby Davis de Davis Selected Advisers. El grupo, que apenas con trolaba el 4 por ciento del capital accionarial de AIG, quería que se convocara un reunión para hablar de los «pasos que pueden darse para mejorar la alta dirección y restablecer la credibilidad».35 A la tarde siguiente, Willumstad y otro director de AIG, Mo rris Offit, acudieron al apartamento de Broad en el hotel Sherry Netherland de la Quinta Avenida para reunirse con los tres inver sores.36 A ellos se unió Chris Davis, el hijo de Shelby, gestor de carteras en su firma. Sentado en su amplia sala de estar, con impo nentes vistas de Central Park y de la línea del horizonte de la ciu dad, Broad se apresuró a desgranar un rosario de quejas sobre Sulli van y la marcha de la compañía. Después de escucharlo durante unos minutos, Willumstad lo interrumpió. 180. J. Lynn Lunsford y Liam Pleven, «AIG Leasing Unit Mulls Split Up», The Wall Street Journal 12 de mayo de 2008. 181. Liam Pleven y Randall Smith, «Big Shareholders Rebel at AIG: Let ter to the Board Cites Problems with Sénior Management», The Wall Street Jour nal, 9 de junio de 2008. 182. Ibídem. Véase además Francesco Guerrera y Julie Macintosh, «AIG removes Sullivan as chief executive», Financial Times, 15 de junio de 2008.
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—Escucha, antes de que sigas adelante, voy a ser muy claro. Estamos en mitad de una captación de nuevo capital, por eso no te puedo revelar nada que no haya dicho a todos los demás. Nos gus ta escuchar y trataremos de responder a todas las preguntas. A partir de ese momento, la tarde se puso difícil e incómoda para todos los presentes, dado que ni Willumstad ni Offit podían hacer mucho más que manifestar la comprensión de sus preocupa ciones por parte del consejo de administración. —No nos estáis diciendo nada que no sepamos —reconoció. A pesar de las garantías de Willumstad y Offit con respecto a los esfuerzos que estaba haciendo la compañía para aumentar su liquidez, la decisión de allegar nuevo capital sólo condujo a nuevos enfrentamientos. JP Morgan y Citigroup encabezaban el movi miento de presión para que AIG hiciera nuevas depreciaciones de activos y las hiciera públicas. En ese momento, AIG tenía que hacer frente a la demanda de nuevas garantías colaterales por diez mil millones sobre las permutas financieras {swaps) que le había vendi do a Goldman y a otros inversores. 37 La banca JP Morgan tenía conocimiento de lo que se estaba diciendo en Wall Street y sabía hasta qué punto otras valoraciones diferían de las de la propia AIG. JP Morgan seguía insistiendo en que AIG tenía que hacerlo público. En una conferencia telefónica de una tarde de domingo sobre el rendimiento de capital, el propio Sullivan se puso al teléfo no y parecía menos alegre que de costumbre. —Mirad, vamos a darnos un respiro. Creo que o bien subís a bordo con nosotros o tendremos que seguir adelante sin vosotros. Los de JP Morgan colgaron y examinaron sus opciones. Se encomendó a Steve Black, que había llamado desde Carolina del Sur, que volviera a ponerse en contacto con Sullivan. —De acuerdo, quieres que nos demos un respiro. Lo haremos. 37. Randall Smith, Amir Efrati y Liam Pleven, «AIG Group Tied to Swaps Draws Focus oí Probes», The Wall Street Journal, 13 de junio de 2008; Liam Pleven, «AIG's $5.4 Billion Loss Roils the Markets: Investors Impatient on New CEO's Plan As Problems Attack the Complex Insurer», The Wall Street Journal, 8 de agosto de 2008.
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Pero entonces no vamos a participar en la captación de capital, y cuando la gente nos pregunte por qué hemos quedado al margen, diremos que tenemos un desacuerdo, que hay diferentes puntos de vista respecto de las pérdidas potenciales sobre algunos de vuestros activos. A la vista de esa amenaza, AIG no tuvo más opción que ceder; la captación de dinero era crítica, y no se podía permitir que se hi ciera público un conflicto con su principal banquero. Los ejecuti vos de AIG todavía se irritaron más cuando se destapó la disputa sobre las valoraciones y JP Morgan se negó a que su nombre apare ciera vinculado a ellas; la declaración hace referencia a «otra firma nacional de servicios financieros». En otra amplia reunión en Simpson Thacher, apenas unos momentos después de que lo eligieran como nuevo CEO de AIG, Willumstad se dirigió al consejo. Puso de relieve que una de las primeras cosas que había que abordar era hacer las paces con Greenberg. Era el mayor accionista de AIG, con un 12 por ciento de las acciones, y sus permanentes batallas con la compañía eran una costosa distracción. —Tiene que quedar vinculado a la firma para siempre, sea como sea —agregó Willumstad.
Capítulo 9
El viernes 27 de junio de 2008, Lloyd Blankfein, agotado después de un vuelo de nueve horas a Rusia, dio un paseo por la plaza donde estaba enclavado su hotel en San Petersburgo. Acababa de llegar a la ciudad en un Gulfstream en compañía de su esposa, Laura, y de Gary D. Cohn, presidente de Goldman y ejecutivo jefe de ope raciones. Aficionado a la historia, Blankfein había terminado du rante el vuelo la lectura del libro de David Fromkin A Peace to End All Peace: The Fall ofthe Ottoman Empire and the Creation ofthe Modern Middle East. El resto de los miembros del consejo de administración de Goldman aterrizarían unas cuantas horas más tarde, de modo que Blankfein tenía algún tiempo para sí mismo. Si el mundo financiero al que pertenecía se encontraba en un estado caótico, Blankfein tenía razones para sentirse satisfecho de Goldman en la víspera de esta reunión del consejo de administración. La empresa se demostraba a sí misma, una vez más, que era la mejor de Wall Street, porque estaba sorteando —al menos hasta ese momento— la situación de mercado más dura que nadie podía recordar. ¿Y qué mejor lugar que Rusia para reunirse? Lo que China era a la fabricación, Rusia lo era a las materias primas, y éstas eran las reinas en ese momento. El petróleo, la más crucial de todas, se es taba cotizando a ciento cuarenta dólares el barril,1 y Rusia estaba 1. Un récord para el futuro del petróleo en Rusia, este precio se había previsto que subiera —y así lo hizo— a ciento cuarenta y siete dólares en julio. «Russia's Crude Money Box», International Secundes Finance, 26 de junio de 2008.
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extrayendo millones de barriles diarios.2 Por un momento, eso po día hacer que cualquiera se olvidase de los problemas que afrontaba Estados Unidos. Todos los años el consejo de administración de Goldman ha cía un viaje de trabajo de cuatro días al extranjero, y Blankfein, desde que había tomado las riendas de la firma en sustitución de Hank Paulson hacía dos años, había insistido en que se reunieran en uno de los nuevos gigantes emergentes, en una de las naciones BRIC: Brasil, Rusia, la India o China. Parecía lo más apropiado. Al fin y al cabo había sido un economista de Goldman el que ha bía acuñado la denominación para esas cuatro economías hacia las que se estaba desplazando en la actualidad la riqueza y el po der del mundo. Para Blankfein era una cuestión de predicar con el ejemplo.3 San Petersburgo no era más que la primera etapa del viaje, donde el consejo recibiría una actualización de las finanzas de la empresa y mantendría una sesión de revisión de estrategias; a ésta la seguiría otra de dos días de permanencia en Moscú. El jefe de per sonal de Goldman, John F. W. Rogers, había usado sus influencias para que la reunión del consejo se celebrase con la asistencia del correoso primer ministro de Rusia, Vladimir Putin, cuya ideología anticapitalista dejaba claro que no iba a hacer el primo con Estados Unidos. Estar en Rusia le traía recuerdos que le producían ansiedad. Fue allí, en 1998, donde las cosas se torcieron para Goldman cuan do el Kremlin sorprendió al mundo con la suspensión repentina del pago de su deuda, haciendo caer en barrena a los mercados de todo
183. La Agencia Internacional de la Energía dijo que desde el 11 de junio de 2008, Rusia estaba produciendo 9,5 millones de barriles diarios. Jason Bush, «Prime Minister Putin Primes the Pump», BusinessWeek, 30 de junio de 2008. 184. El economista jefe de Goldman, Jim O'Neill, que dirigía un equipo dentro de la firma, creó el acrónimo en 2001, cuando se estaban haciendo pre dicciones sobre el crecimiento de los mercados emergentes. Véase Dominic El liott, «Fundamentáis Drive the 'BRIC Rebound», The Waü Street Journal, 27 de julio de 2009.
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el planeta.4 Lo denominaron «contagio»: poco después se derrum baba LTCM.5 La cadena de acontecimientos provocó enormes pérdidas de ejercicio a las firmas de Wall Street, y para Goldman el daño fue finalmente tan grave que tuvo que detener sus planes de salir a bolsa. A medida que se iban manifestando los problemas del merca do en aquel momento, Goldman se iba salvando del tipo de gol pes que estaban acusando Lehman, Merrill, Citi e incluso Morgan Stanley. Su equipo era hábil, pero Blankfein sabía que la suerte había desempeñado un papel muy importante en sus logros. «En realidad pienso que estamos un poco mejor —había dicho—, pero creo que sólo un poco mejor.»6 De hecho, Goldman tenía su cuota de activos tóxicos, estaba muy apalancada, y se enfrentaba a la misma escasez de fondos que sus rivales, ocasionada por la paralización de los mercados. Aunque hay que reconocer que se habían librado de los activos más nocivos, es decir, los valores que se apoyaban exclusivamente en los tamba leantes cimientos de las hipotecas de alto riesgo. Michael Swenson y Josh Birnbaum, dos operadores de hipote cas de Goldman, junto con el ejecutivo jefe de finanzas de la firma, David Viniar, habían sido decisivos al hacer la apuesta contraria: apostaron contra el llamado índice ABX, que era esencialmente una cesta de derivados vinculados a valores de alto riesgo.7 De no haberlo hecho así, las cosas hubieran sido muy diferentes para Goldman y para Blankfein. Éste no podía menos que darse cuenta de todos los Mercedes que atestaban las calles mientras regresaba a la habitación de su 185. «El 13 de agosto, mientras los dólares salían del país, se tambaleaban sus reservas, se disparaba su presupuesto, y el precio del petróleo, su principal producto, bajaba un 33 por ciento, el Gobierno impuso controles sobre el ru blo»: Lowenstein, When Genius Failed, ob. cit., pp. 140145. 186. Ibídem. 187. Bethany McLean, «The Man Who Must Keep Goldman Growing», Fortune, 17 de marzo de 2008. 188. Chris Blackhurst, «The Credit Crunch Genius Who Masterminded a £2 billion Jackpot», Evening Standard(Londres), 18 de diciembre de 2007.
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hotel, y que eran sólo el aspecto más visible del incremento del consumo que se estaba produciendo. Con el flujo de beneficios procedentes no sólo del gas y del petróleo, sino también del hierro, del níquel y de multitud de materias primas cada vez más valiosas, la llamada oligarquía rusa estaba comprando yates de gran tonelaje, picassos y equipos de fútbol británicos. Diez años atrás, Rusia no podía pagar su deuda; en la actualidad era un economía con un rápido crecimiento de 1,3 billones de dólares.
A la mañana siguiente, a las ocho, se abrió la reunión del con sejo de administración de Goldman en una sala de conferencias de la planta baja del hotel Astoria, que había empezado a funcionar en 1912 y que debía su nombre a John Jacob Astor IV. Según la leyen da, Adolf Hitler había planeado celebrar allí su victoria en el mo mento en que forzara la rendición de la ciudad, y confiaba tanto en su triunfo que ya había encargado las invitaciones por anticipado.8 Blankfein, vestido con una chaqueta y un pantalón caquis, ofreció al consejo un panorama general de la situación de la compa ñía. Tal como ocurre en las reuniones de consejo, no había nada excepcional. Quizá la sesión crítica fue la siguiente. El orador era Tim O'Neill, un goldmanita con muchos años en la empresa, que era prácticamente desconocido fuera de la compañía. Sin embargo, era una de las personas importantes de la firma en su calidad de di rector sénior de estrategia. Entre sus predecesores hay que contar a Peter Kraus y Eric Mindich, considerados ambos como superestre llas de Goldman. Además, Blankfein escuchaba siempre a O'Neill. El asunto al que se enfrentaban era el siguiente: a diferencia de los bancos comerciales tradicionales, Goldman no tenía depósitos
8. Hitler había elegido la sala de baile del jardín de invernó del Astoria para su baile de la victoria, previsto para el 7 de noviembre de 1941, pero la in vasión por Alemania, durante el verano, de la Unión Soviética no se desarrolló tal como él había planeado. Más tarde, después de la guerra, se descubrieron paquetes de invitaciones en el cuartel general de los nazis en Berlín. Corinna Lothar, «Gem of the North St. Petersburg Reclaims Its Glory as Russia's 'Win dow to the West'», Washington Times, 27 de diciembre de 2003.
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propios, que por definición eran más estables. Por el contrario, al igual que todos los corredores de valores, se apoyaba al menos en parte en el mercado cortoplacista de repos (repurchase agreements), acuerdos de recompra que permitían a las firmas hacer uso de valo res financieros como garantía subsidiaria para conseguir fondos prestados. Aunque Goldman se inclinaba por firmar contratos de deuda a más largo plazo —para evitar la dependencia de la devolu ción de los fondos de un día para el siguiente, como era el caso de Lehman, por ejemplo— seguía dependiendo de las veleidades del mercado. Blankfein se sentó asintiendo con la cabeza en señal de apro bación cuando O'Neill hizo su intervención. Lo que le había pasa do a Bear, explicó, no había sido un acontecimiento extraordinario. El corredor de valores independiente ya estaba considerado como un dinosaurio mucho antes de que la crisis en marcha hubiera em pezado. El propio Blankfein había visto cómo Citigroup absorbía a Salomón Smith Barney e incluso cómo Morgan Stanley se fusiona ba con Dean Witter. Ahora, desaparecido Bear y con Lehman a pun to de correr la misma suerte, Blankfein tenía buenas razones para estar preocupado. Al igual que los fundadores de la firma, Blankfein era hijo de judíos de la clase obrera.9 Había nacido en el Bronx y se había cria do en Linden Houses, un proyecto nacido en Nueva York Este, uno de los barrios más pobres de Brooklyn. En las viviendas de protec ción pública se podían escuchar las conversaciones de los vecinos a través de las paredes y llegaba el olor de lo que estaban cocinando para la cena. Su padre era cartero, repartía la correspondencia; su madre era recepcionista. Con la ayuda de becas y préstamos financieros, asistió a Har vard, convirtiéndose en el primer miembro de su familia que iba a la universidad. Su perseverancia se manifestó de otros modos. 9. Véanse Neil Weinberg, «Sachs Appeal», Forbes, 29 de enero de 2007; Ellis, The Partnership, ob. cit., p. 669; Bethany McLean, «The Man Who Must Keep Goldman Growing», Fortune, 17 de marzo de 2008; Susanne Craig, «How One Executive Reignited Goldman's Appetite for Risk», The Wall Street Journal, 5 de mayo de 2004.
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Como era novio de una estudiante de Wellesley, originaria de Kan sas City, consiguió un trabajo en Hallmark para estar cerca de ella. Sin embargo, la relación no duró.10 Después de la facultad, vino la Harvard Law School, y después de graduarse en 1978, entró en el bufete de abogados de Donovan, Leisure, Newton & Irvine. Durante muchos años vivió práctica mente en un avión, volando entre Nueva York y Los Ángeles. Los raros fines de semana en que le quedaba tiempo para relajarse, con ducía hasta Las Vegas con un colega para jugar al blackjack. En una ocasión dejaron una nota a su jefe: «Si no aparecemos el lunes es porque hemos ganado el bote.»11 En ese momento, Blankfein había iniciado la marcha para convertirse en socio de la firma, pero en 1981 tuvo lo que él mismo denominó una «crisis de madurez».12 Decidió que no quería ser abogado fiscal corporativo y solicitó trabajo en Goldman, Morgan Stanley y Dean Witter. Fue rechazado en las tres compañías, pero varios meses más tarde volvía a cruzar las puertas de Goldman. Un cazatalentos lo ojeó para un empleo en J. Aron & Com pany, una empresa poco conocida de comercialización de materias primas. Varios meses más tarde, Blankfein acabó siendo empleado de Goldman cuando la firma compró J. Aron a finales de octubre de 1981.13 Después de los sobresaltos con el petróleo y de los picos de inflación de la década de 1970, Goldman estaba decidida a ampliar su negocio a otras materias primas. J. Aron aportó y dio presencia internacional a la empresa, y un potente negocio de oro y metales con Londres como base operativa de primera magnitud. Pero mientras Goldman era disciplinada y 189. Ellis, The Partnership, ob. cit., p. 707.
190. Craig, «How One Executive Reignited», The Wall Street Journal, art. cit. 191. Ibídem. 192. El 29 de octubre de 1981, Goldman Sachs anunció su adquisición de J. Aron & Company por una cantidad no revelada (en esa época los expertos del sector dijeron que había sido «poco más de cien millones de dólares»). H. J. Maidenberg, «Goldman Sachs Buys Big Commodity Dealer», The New York Times, 30 de octubre de 1981.
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contenida, J. Aron era indisciplinada y vociferante. Cuando Gold man finalmente trasladó las operaciones comerciales de J. Aron al 85 de Broad Street, sus acicalados ejecutivos no salían de su asom bro a la vista de los vendedores con las corbatas flojas y las mangas de la camisa arremangadas, que gritaban precios e insultos al ali món. Cuando se enfadaban, golpeaban los escritorios con los puños y tiraban sus teléfonos. Éste no era el estilo de Goldman.14 Se encomendó a Mark Winkelman, de Goldman, la tarea de domesticar a esta revoltosa hueste. El holandés Winkelman era uno de los primeros socios extranjeros de Goldman conocido por su brillantez como analista; fue uno de los primeros ejecutivos de Wall Street que reconoció la importancia de la tecnología para el comer cio, a medida que se reducía el tamaño de los ordenadores y se au mentaba su potencia. Winkelman se fijó por primera vez en Blankfein cuando vio al pequeño vendedor arrancarle el teléfono de las manos a otro que estaba a punto de gritarle a un cliente que le había hecho perder dinero.15 Impresionado por la meliflua diplomacia de Blankfein y por su obvia inteligencia, Winkelman lo puso a cargo de los seis vende dores de divisas y más tarde de toda la unidad. El joven abogado demostró muy pronto su valía comercial es tructurando una transacción que permitía a un cliente musulmán cumplir con la prohibición del Corán de pagar intereses.16 En ese momento, la compleja transacción de cien millones de dólares que implicaba la cobertura de quinientos contratos por parte de Stan dard & Poor s fue la mayor que Goldman había hecho jamás. Blankfein también era un atento lector, que se llevaba pilas de libros cuando se iba de vacaciones. Nada llamativo ni pagado de sí mismo, era casi la personificación ideal de la cultura empresarial de Goldman, donde nadie decía: «Hice este negocio», sino más bien: «Hicimos este negocio.» En 1998, como codirector de renta fija, cambio y materias 193. Endlich, Goldman Sachs, ob. cit., p. 96. 194. Craig, «How One Executive Reignited», The Wall Street Journal, art. cit. 195. Ibídem.
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primas, Blankfein gestionaba uno de los departamentos más renta bles de la compañía, pero no se le veía como un claro candidato para el puesto de máxima responsabilidad. Finalmente, Paulson acabó convencido de la apertura intelec tual de Blankfein y lo nombró copresidente, insinuando a John Thain que debía dejar la firma. Por su parte, Blankfein se afeitó la barba, perdió veinticinco kilos y dejó de fumar. Cuando nombra ron secretario del Tesoro a Paulson en mayo de 2006, éste anunció que había elegido a Blankfein para que lo sustituyera.17 Durante la primera Administración Clinton, el Congreso es taba trabajando en una legislación que derogaría la Ley GlassStea gall de 1933, con el fin de derribar los muros que separaban a los bancos, los corredores de bolsa y otras empresas financieras entre sí. En aquel momento, los cabilderos de Goldman realmente persua dieron al comité que estaba redactando el proyecto —que se con vertiría en la Ley GrammLeachBliley18 de 1999— para que inclu yera un cambio menor que ellos habían pedido para el caso de que en algún momento quisieran convertirse en un holding bancario. La provisión autorizaba que cualquier banco que fuera propietario de una central de energía eléctrica pudiera seguir manteniéndola en tanto que holding bancario. Por supuesto, Goldman era el único banco que poseía una central eléctrica. Blankfein reflexionó acerca de esta historia cuando O'Neill terminó su presentación con una serie de preguntas: ¿necesitamos realmente convertirnos en un banco comercial? ¿Qué significa con
196. Jenny Anderson, «Blankfein Next in Line at Goldman», Nueva York Post, 19 de diciembre de 2003; Kate Kelly, Greg Ip, y Ianthe Jeanne Dugan, «For NYSE, New CEO Could Be Just the Start», The Wall Street Journal, 19 de diciembre de 2003. 197. Barbara A. Rehm, «Commerce, a Reform Gem, in Fed's Hands», American Banker, 9 de noviembre de 2000.
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vertirse en un banco comercial? ¿Cómo podemos usar los depósi tos? ¿Cómo establecemos una base de depósitos? Blankfein habló inmediatamente después para suscitar el de bate. —Los depósitos proporcionan fondos sólo para determinadas actividades —recordó al grupo. Después de una hora de debate sobre las alternativas, O'Neill orientó la polémica en otra dirección, proponiendo una alternativa diferente: comprar una compañía de seguros. A primera vista, los seguros podrían haber parecido un punto de partida aún más radical para Goldman que transformarse en un banco comercial. Pero Blankfein llamó la atención sobre el hecho de que los dos sectores tenían más similitudes que diferencias. Las aseguradoras usaban las primas de los clientes ordinarios, del mis mo modo que los bancos utilizaban los depósitos de los suyos. Sin embargo, Goldman no podía comprar precisamente nin guna aseguradora; tendría que ser una compañía lo suficientemen te grande como para significar más que una anotación en su ya pesado balance. El primer nombre de la lista de O'Neill era AIG, que según algunas estimaciones era la compañía de seguros más grande del mundo. El precio de la acción de AIG había bajado sustancialmente hacía poco, de modo que incluso podía salir bara ta. Todos volvieron la mirada hacia un mismo miembro del conse jo: Edward Liddy. Como director ejecutivo de Allstate, la mayor aseguradora de automóviles y del hogar, Liddy era la única persona de la sala con una experiencia real en el mundo de los seguros. Unos cinco años atrás, Liddy había tratado, incluso, de vender su firma a AIG, y Greenberg había rechazado de manera displicente su oferta. «Creo que deberías quedarte con ella», le dijo. Siempre que había surgido el tema de los seguros en la mesa del consejo, Liddy se había mostrado poco entusiasmado. «Es un juego completamente diferente», opinaba. Su punto de vista al res pecto no había cambiado, por más que AIG pudiera parecer una ganga. «No vale la pena enredarse con AIG», insistía. La sesión matinal finalizó sin que se tomara decisión alguna sobre AIG, pero el tema de la aseguradora volvió a tratarse después
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del almuerzo por una razón del todo diferente. AIG operaba a tra vés de Goldman y de otras firmas de Wall Street, y al igual que muchas otras compañías ponía valores como garantía subsidiaria. Y ése era el problema: AIG aseguraba que sus títulos tenían más valor del que Goldman pensaba. Aunque el auditor de Goldman estaba analizando el asunto, había otro inconveniente: el auditor, PWC, también trabajaba para AIG. En una presentación por videoconferencia desde Nueva York, un ejecutivo de PWC puso al día al consejo sobre su conflicto con AIG relativo a la valoración o, en la jerga de Wall Street, «ajuste al mercado» de su cartera de valores. Los ejecutivos de Goldman con sideraban que AIG manejaba un «ajuste ficticio», según dijo Blank fein al consejo. Sin embargo, cosa extraña, ninguno de los reunidos en Moscú estableció la conexión crítica; nadie adujo la disputa por las garan tías subsidiarias como prueba de que era inadecuado pensar en una fusión de Goldman con AIG, de que la propia compañía estaba en serios aprietos y había recurrido a sobrevalorar sus títulos para ce rrar la brecha. El consejo de administración de Goldman había te nido conocimiento del conflicto de las garantías subsidiarias con AIG en noviembre de 2007.19 En ese momento, la suma involucra da era superior a mil quinientos millones de dólares. El consejo de Goldman concluyó su jornada en San Petersbur go de una manera más distendida. Con un cielo norteño todavía iluminado a las diez de la noche, los trece consejeros y sus esposas pasearon en góndola por los historiados canales de la ciudad. El domingo, el consejo en pleno voló a Moscú para la segunda parte de la junta, que se celebró en el RitzCarlton, en un lateral de la Plaza Roja. El orador de la cena de ese día fue Mijail Gorbachov. En Rusia, el poder seguía en buena medida en las manos de Vladi mir Putin, pese a que Dimitri Medvedev acababa de ser elegido para sucederlo.20 198. Serena Ng, «Goldman Confirms $6 Billion AIG Bets», The Wall Street Journal, 21 de marzo de 2009. 199. Medvedev fue elegido presidente de Rusia el domingo 2 de marzo de 2008, después de que Putin lo hubiera respaldado oficialmente en diciembre.
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Gorbachov, que había sido el iniciador de los cambios que condujeron a la caída del régimen comunista, asombró a muchos consejeros de Goldman por su notoria deferencia hacia el Krem lin. —Rusia está realizando, en este momento, su potencial de Es tado democrático, abriéndose a nuevas ideas y a la inversión exte rior. Algunos consejeros bromearon con el asunto de que si el últi mo hotel no tenía micrófonos ocultos, éste sí que los tenía sin la menor duda. Por una extraña coincidencia, a última hora de aquella tarde llegó a Moscú otra figura clave de las finanzas estadounidenses. El secretario del Tesoro Henry Paulson había hecho una escala allí dentro de una gira de cinco días por Europa que lo llevaría a Berlín, Francfort y, finalmente, Londres. Durante el viaje había revisado su discurso haciendo algunos cambios de última hora, sabiendo que tendría muy poco tiempo una vez que hubiera llegado a Moscú. «Para transmitir la percepción de que algunas instituciones son demasiado grandes para dejarlas quebrar, tenemos que mejorar las herramientas que tenemos a nuestra disposición para facilitar el derrumbe ordenado de una institución financiera importante y compleja...»21 Era parte de lo que pensaba decir. Y más: «Como indicaba a menudo el ex presidente de la Reserva Federal, Green span, lo que importa realmente no es que una institución sea dema siado grande o esté demasiado interconectada para quebrar, sino que sea demasiado grande o esté demasiado interconectada para liquidarla rápidamente. En la actualidad nuestras herramientas son limitadas.» Era un gambito arriesgado anunciar al mundo que el Gobier Peter Finn, «Putin's Chosen Successor, Medvedev, Elected in Russia; Power Sharing Is Main Focus After a Crushing Win», The Washington Post, 3 de marzo de 2008. 21. «Remarles by US Treasury Secretary Henry M. Paulson, Jr. on the US, the World Economy and Markets before the Chatham House», 2 de julio de 2008. Véase http://www.treas.gov/press/releases/hplO64.htm
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no carecía de autoridad para prevenir un derrumbe de grandes pro porciones —esa sensación podía minar todavía más la confianza en los mercados—, pero también sabía que había que decirlo, y toda vía más, que había que arreglar la situación. El domingo por la noche, Paulson tenía que cenar con el mi nistro de Finanzas, Alexei Kudrin, en la Sala Oval de la Casa Spaso,22 residencia del embajador estadounidense en Moscú. Pero antes de terminar su jornada la tarde del sábado, tenía una última reunión después del almuerzo. Sólo unos días antes, cuando Paulson se enteró de que el consejo de administración de Goldman estaría en Moscú al mismo tiempo que él, le pidió a Jim Wilkinson que organizara una reunión con ellos. Nada formal, algo puramente social, en recuerdo de los viejos tiempos. «¡Y una mierda en recuerdo!», pensó Wilkinson. Él y el Tesoro tenían bastantes problemas tratando de habérselas con todas las teorías de la conspiración que Goldman Sachs no dejaba de hacer circular en Washington y en Wall Street. ¿Un encuentro privado con su consejo? ¿Y en Moscú? Ansioso con la posibilidad de ese encuentro, Wilkinson hizo una llamada para solicitar la aprobación del consejo general del Tesoro. Bob Hoyt, que no estaba precisamente ilusionado con la «perspectiva» de semejante reunión, dijo que ya que se limitaba a una «reunión social» no se apartaría de las directrices éticas. Con todo, Wilkinson le dijo a Rogers: «Que esto no se salga de los cauces», mientras coordinaban los detalles. Ambos estuvie ron de acuerdo en que los consejeros de Goldman acudirían a la suite que ocupaba en el hotel tras la cena que el consejo tendría con Gorbachov. Paulson no registraría la «reunión social» en su calen dario oficial. Esa tarde, el grupo de Goldman subió a un autobús para reco rrer la docena de manzanas, más o menos, que había hasta el Mar riott Grand Hotel de Moscú, en la calle Tverskaya. Algunos se sentían como si estuvieran tomando parte en un thriller de espías, aunque con el detalle de la seguridad y la grande za del centro de Moscú. Los consejeros atravesaron el luminoso 22. Véase moscow.usembassy.gov/spaso.html
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vestíbulo con su gran fuente y fueron escoltados escaleras arriba hasta las habitaciones del secretario del Tesoro. —Adelante —les dijo un animado Paulson, al tiempo que los saludaba uno por uno, estrechando manos y dando abrazos de oso a algunos. Durante la hora siguiente, Paulson obsequió a sus viejos ami gos con historias sobre su permanencia en el Tesoro y su pronósti cos sobre la economía. Ellos lo interrogaron acerca de la posibilidad de otra quiebra bancaria, como la de Lehman, y él les habló de la necesidad de que el Gobierno tuviera poder para reducir a las em presas con problemas, ofreciéndoles un adelanto de su próximo discurso. —Sin embargo —les confió—, mi punto de vista personal es que nos esperan tiempos difíciles, pero basándonos en la historia, creo que podremos salir de esto hacia finales de año. Este comentario fue lo que Blankfein recordó al día siguiente a un consejero mientras desayunaban. —No sé por qué ha dicho eso —dijo socarronamente Blank fein—. Sólo puede empeorar.
Capítulo 10
Una tarde de finales de junio, Dick Fuld avanzaba por el bu llicioso vestíbulo del hotel Hilton situado entre la Sexta Avenida y la Calle 33. Llegaba con retraso, lo que aumentaba su ansiedad con respecto a la reunión a la que había sido convocado. Cuando Bart McDade fue nombrado nuevo presidente de Lehman, le había he cho una sorprendente petición: quería volver a contratar a Michael Gelband y a Alex Kirk, los dos operadores sénior que Joe Gregory había despedido.1 Ambos, a los que Gregory solía llamar los «nega tivistas», estuvieron durante años entre la minoría decididamente opuesta al aumento de los riesgos de la compañía. —Necesitamos a estos tíos —le había dicho McDade a Fuld, tratando de justificar su decisión. Ya conocen las posiciones. Se refería a la cartera de Lehman de activos tóxicos, que ellos aún esperaban vender. Y McDade dijo, ambos tenían el apoyo de «las tropas en el parqué», lo cual era un punto crítico a la hora de restablecer la confianza. Ahora Fuld estaba a punto de encontrarse cara a cara con Gel band, al que hacía más de un año que no veía. La tensión era palpable cuando ambos se sentaron en una sala de reuniones a oscuras. «Tenemos que aclarar las cosas —dijo Fuld, reconociendo que aún quedaban algunos asuntos por resolver—. A
1. Véase Susanne Craig, «Gelband, Kirk Rejoin Lehman in ShakeUp», The Wall Street Journal, 25 de junio de 2008; Jed Horowitz, «Lehman's New President McDade Brings in His Own Team», Dow Jones Newswires, 25 de junio de 2008.
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ver si nos entendemos: vais a volver. Y quiero tener alguna maldita respuesta vuestra.» Gelband, un hombrón de un metro ochenta con la cabeza perfectamente rapada, no hizo caso del tono agresivo de Fuld y no tenía paciencia para la intimidación ni el faroleo. Por lo que a él respectaba, estaba haciendo un favor a Fuld al regresar al centro del torbellino. Además, cosa bastante irónica, antes de aceptar el acuer do con Lehman, lo habían reclutado para que ocupara el puesto de Joe Cassano en AIG. —¿Cómo va todo, Dick? —preguntó. —La última vez que hablamos, bueno, no la última vez, sino cuando estabas en la compañía y hablé sobre tu prima, tuve la sen sación de que no estabas contento con ella, y eso me cabreó, porque hiciste unas ventas de mierda en 2006 —dijo Fuld, sirviéndose un vaso de agua. Gelband pensó que ésta era una manera poco habitual de ini ciar una reunión que creyó entender que era una especie de recon ciliación. —Es interesante lo que dices, porque yo no tuve problema con mi bonificación. En realidad, estaba completamente conforme con ella. —Bueno, no fue eso lo que me dijo Joe — respondió Fuld. Gelband dijo que tendría que realizar un inventario de los ac tivos para tener una idea de su valor. Fuld le respondió que su intención era captar más capital. —Hay algo que tienes que entender —le dijo Gelband cerca del final de la entrevista—. La única razón por la que vuelvo es Bart. Fuld ya sabía que Gelband hacía mucho tiempo que era amigo de McDade; habían sido compañeros en la Escuela de Negocios de la Universidad de Michigan, y McDade había ayudado a Gelband a conseguir su primer trabajo en Lehman.2 —Bueno, sí, Bart va a llevar el día a día de la empresa —res
2. Susanne Craig, «Lehman Vet Grapples with the Firm's Repair», The Wall Street Journal, 4 de septiembre de 2008.
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pondió Fuld, tratando de parecer despreocupado—, aunque espero que tenga algo que ver conmigo, también. Gelband lo miró con gesto socarrón y respondió: —Qué va, qué va. Tiene que ver con Bart.
En el fin de semana del 4 de julio, Hank y Wendy Paulson paseaban por la playa de la isla de Little St. Simons cuando obser varon que una tortuga boba estaba depositando sus huevos en la arena.3 Para los amantes de la naturaleza como los Paulson, era un momento extraordinario, y se detuvieron para recrearse con la esce na. La isla era un santuario para aves y reptiles poco comunes y allí iban ellos para despejar la cabeza; les gustó tanto en su día que en 2003 habían comprado las tres cuartas partes de la propiedad de diez mil acres por casi treinta y tres millones de dólares.4 La gira europea había sido un éxito. Su discurso en Londres sobre la necesidad de establecer una red de seguridad para los ban cos de inversión con el fin de evitar que una quiebra tuviera reper cusiones en todo el sistema había tenido mucho eco, y en la recep ción posterior al acto, celebrada en el 10 de Downing Street, Gordon Brown, el primer ministro, lo felicitó por «tener una visión de futuro y por hacer frente al problema». A pesar de todo, mientras Paulson paseaba por la playa, le re sultaba difícil relajarse. Seguía teniendo serias dudas sobre el com portamiento de la economía durante la siguiente legislatura y tam bién las había encontrado en su gira: «La economía de Estados Unidos se está enfrentado a un trío de vientos de proa: altos precios de la energía, turbulencias en los mercados de capitales y una per manente corrección del mercado inmobiliario.» 5 200. Según la agenda de Paulson, salió del aeropuerto Dulles a las ocho de la mañana del viernes 4 de julio de 2008, en dirección a Georgia, donde quería pernoctar durante tres noches. 201. Mary Jane Credeur, «Paulson's Georgia Investment Rises as Blind Trust Becomes Joke», Bloomberg News, 14 de enero de 2008. 202. Tomado del discurso de Paulson en Londres sobre Estados Unidos, la economía mundial y los mercados, 2 de julio de 2008. Véase http://www.treas. gov/press/releases/hp 1064.htm
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Pese a que gran parte de ello preocupaba a Paulson, se lo guar daba para él; nunca hablaba de negocios con Wendy. El tema de Lehman también estaba vedado en la familia por otra razón: el her mano menor de Hank, Richard Paulson,6 trabajaba como vende dor de renta fija en la oficina de Lehman en Chicago. Ambos evi taban intencionadamente hablar del asunto cuando se veían, pero él sabía que Lehman iba a quebrar, y su hermano perdería su tra bajo. Paulson también se enfrentaba a otro revés: cabía la posibili dad de que perdiera a su segundo, Bob Steel, que estaba en la selec ción final para dirigir Wachovia, el gigante de la banca con sede en Charlotte que acababa de poner en la calle a su CEO después de informar de una pérdida de setecientos ocho millones vinculada al mercado de la vivienda.7 El momento elegido no podría haber sido peor: en la jurisdic ción de Steel se encontraban Fannie Mae y Freddie Mac, empresas patrocinadas por el Gobierno (GSE, government sponsored enterpri ses) que habían sido el motor de la explosión de la propiedad inmo biliaria y que ahora empezaban a retraerse. Cuando Paulson volvía a casa en un vuelo privado de alquiler que aterrizó el lunes a primera hora de la tarde en el aeropuerto Dulles, se empezaron a hacer realidad sus peores temores.8 Los mer cados financieros se estaban hundiendo, pero por razones que Paul son aún no sabía a ciencia cierta. Freddie cayó hasta un 30 por ciento el lunes, antes de recuperarse finalmente un 17,9 por cien to.9 Las acciones de Fannie descendieron hasta un 16,2 por ciento, 203. Anita Raghavan, «Paulson Brothers on Either Side of Lehman Di vide», Forbes, 12 de septiembre de 2008. 204. Después de repetir su primera pérdida trimestral desde 2001 (había informado por error de trescientos noventa y tres millones de dólares), Wachovia prescindió de Ken Thompson como presidente y —un mes más tarde— como consejero delegado. Véase David Mildenberg y Hugh Son, «Wachovia Ousts Thompson on Writedowns, Share Plunge», Bloomberg News, 2 de junio de 2008. 205. Según su agenda, Paulson dejó Georgia a las dos de la tarde del lunes 7 de julio, llegando a Washington D. C. a las 15.42 horas. 206. El lunes 7 de julio de 2008, las acciones de Fannie Mae cayeron 3,04
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su nivel más bajo desde 1992.10 Otros paquetes financieros estaban experimentando también esta tendencia; las acciones de Lehman cerraron con una caída superior al 8 por ciento. Mientras trataba de absorber todo aquello, Steel anunció que ya tenía asegurado el puesto, y que lo haría público el martes. Paulson podía ver que la intranquilidad con respecto a Fannie y Freddie iba en aumento. En el programa de la CNBC Squawk Box de ese martes por la mañana, James B. Lockhart III, director de la Oficina Federal de Supervisión de las Empresas Inmobiliarias, que regulaba Fannie y Freddie, trató de tranquilizar a los merca dos: —Estas dos compañías están adecuadamente capitalizadas —manifestó—. Ambas están gestionando estos asuntos y han pues to a prueba equipos gestores. Paulson tenía una palabra para enjuiciar esa evaluación que más tarde compartió con su equipo: «Basura.» Durante meses, Paulson y su equipo habían estado buscando caminos para desenredar a Fannie y Freddie en el caso de que los golpeara una crisis real, ya que consideraban que su situación era mucho más importante para la salud a largo plazo de la economía que la de Lehman o la de otros bancos de inversión. Pero sabían que era demasiado fácil quedar empantanado en la lucha política contra las empresas polémicas que habían convertido en casi un derecho la propiedad de una vivienda durante el auge de la cons trucción. Con los críticos insistiendo en que Fannie y Freddie esta ban hundidas hasta el cuello en todo el lío de las hipotecas basura, Paulson había llamado, un año atrás, al debate sobre Fannie y Freddie «lo más parecido que he visto a una guerra santa».11 dólares, un 16,2 por ciento, hasta 15,74 dólares, su punto más bajo desde 1992, mientras que las de Freddie bajaron 2,59 dólares, un 17,9 por ciento, hasta 11,91 dólares, su precio más bajo desde 1993. Véase James R. Hagerty y Serena Ng, «Mortgage Giants Take Beating on Fears over Loan Defaults», The Wall Street Journal, 8 de julio de 2008. 207. Ibídem. 208. En febrero de 2007, Paulson declaró ante el Comité de Presupuestos de la Cámara de Representantes: «Tengo la aguda sensación de que necesitamos un regulador que sea independiente, que tenga más músculo, y otra serie de
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Aunque las acciones de las empresas se recuperaron el martes de la oleada de ventas del lunes, ambas compañías seguían cotizan do por debajo de los veinte dólares, y había otras señales de nervio sismo. Las permutas de seguros de fallo de créditos (CDS) vendidas por Fannie y Freddie —esencialmente, seguros— se cotizaron a los niveles reservados a las compañías con calificación de crédito cin co niveles por debajo de la calificación triple A, la más alta que podía tener una compañía. De hecho, esas calificaciones eran más un reflejo del respaldo implícito del Gobierno que de la solidez de ambas empresas. Mientras Paulson y su equipo se preparaban para la audiencia de dos días en el Congreso y por lo tanto para debatir el destino de Fannie y Freddie, Steel asomó la cabeza en la sala de conferencias próxima a su despacho. —Bueno, Hank. Yo me marcho. Paulson lo miró un instante. —De acuerdo, Bob. Te veré más tarde. —No, no —insistió Steel—. Lo que quiero decir es que me voy. Finalmente, al darse cuenta de que Steel saludaba con la mano al equipo, Paulson se puso de pie para despedir a su segundo. Mientras atravesaban el vestíbulo, Paulson bromeó: «Te mar chas en el momento justo.»
Fannie y Freddie jugaban el juego político con más ferocidad que sus oponentes, gastando millones de dólares en ejércitos de cabilderos que inundaban el edificio del Capitolio. Cada una de las dos compañías era una puerta giratoria para los que tenían poder en Washington, tanto republicanos como demócratas. Newt Gin grich y Ralph Reed, entre otros, trabajaron como consultores de
cambios [...]. También sé que la gente tiene esa misma sensación por ambas par tes. Nunca he sido testigo de nada como esto. Es lo más parecido que he visto a una guerra santa». Véase «US House to Have GSE Bill by EndMar», Reuters, 7 de febrero de 2007.
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Fannie o de Freddie; Rahm Emanuel era miembro del consejo de administración de Freddie. En su momento de mayor esplendor, los dos gigantes hipote carios —ninguno de los cuales concedía préstamos— poseía o ga rantizaba alrededor del 55 por ciento de los once billones de dólares del mercado hipotecario de Estados Unidos.12 A partir de la década de 1980, ambas se convirtieron en importantes conductos para las empresas de valores respaldados por hipotecas. Pero en 1999, bajo la presión de la Administración Clinton, Fannie y Freddie empezaron a asegurar hipotecas de alto riesgo. El cambio se presentó a la prensa como una manera de poner la vi vienda al alcance de un elevado número de estadounidenses, pero el hecho de conceder créditos a personas que de ordinario no te nían capacidad para devolverlos era un negocio implícitamente arriesgado, tal como resumió The New York Times el día que se anunció el programa: Al entrar, aunque sólo sea como prueba, en esta nueva zona crediticia, Fannie Mae está tomando un riesgo definitivamente más alto, que puede que no plantee dificultad alguna en las épo cas de bonanza económica.13 Pero la corporación subsidiada por el Gobierno puede tener problemas si se produce un empeora miento de la economía que obligue al Gobierno a un rescate si milar al del sector de los préstamos y las cajas de ahorro de la década de 1980. El éxito de ambas compañías, tanto en el terreno financiero como en el político, fomentó de manera inevitable una cultura de la arrogancia. «[Nosotros] siempre ganamos, no tomamos prisione ros y nos enfrentamos a una oposición política poco organizada»,14 escribió Daniel Mudd, a la sazón presidente de Fannie Mae, en un 209. Shannon D. Harrington and Dawn Kopecki, «Fannie, Freddie Downgraded by Derivatives Traders», Bloomberg, 9 de julio de 2008. 210. Steven A. Holmes, «Fannie Mae Eases Credit to Aid Mortgage Lend ing», The New York Times, 30 de septiembre de 1999. 211. Mudd escribió esto en una nota a Franklin Raines en noviembre de
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memorando de 2004 a su jefe. Ese exceso de confianza condujo, finalmente, a las dos compañías a entrar en los derivados y a em plear medidas contables agresivas. Más tarde, los reguladores se en contraron con que habían manipulado las cifras de sus beneficios, y ambas fueron obligadas a enmendar años de resultados. Los CEO de las dos compañías fueron despedidos. Fannie y Freddie aún se tambaleaban por los escándalos con tables cuando en marzo de 2008, apenas unos días después del res cate de Bear Stearns, la Administración Bush redujo el monto de capital que las dos compañías estaban obligadas a mantener para aprovisionar las pérdidas.15 A cambio, las dos prometieron ayudar a reforzar la economía aumentando sus compras de hipotecas. Pero el martes 10 de julio de 2008, mientras los inversores vendían en tropel grandes partidas de valores, todo empezó a venir se abajo. Esa tarde, William Poole, antiguo presidente del banco de la Reserva Federal de San Luis, dijo sin ambigüedades: «El Congre so tendría que reconocer que estas firmas son insolventes, que se las está dejando seguir adelante para que continúen siendo bastiones de privilegios, financiados por los contribuyentes.»16 «Jodidamente increíble!», exclamó Dick Fuld ante Scott Freidheim mientras se hundía en el sillón de su despacho. Las acciones de Lehman habían abierto el martes por la maña na con una bajada del 12 por ciento, hasta un nivel de ocho años atrás, en respuesta al rumor de que Pacific Investment Manage ment Company, el mayor fondo de bonos del mundo, había dejado de operar con la firma. Con los nervios de punta por Fannie y Freddie —y no menos por el propio informe de los analistas sobre Lehman—, los inversores también lo tuvieron en cuenta. Fuld no lo podía entender; Lehman había aceptado su castigo el trimestre anterior y había captado nuevos capitales. Su balance, según él, era 2004. Véase James Tyson, «Fannie, Freddie Retreat As Mortgage Bonds Mutate», Bloomberg News, 6 de septiembre de 2006. 212. Damián Paletta y James R. Hagerty, «US Puts Faith in Fannie, Fred die», The Wall Street Journal, 20 de marzo de 2008. 213. Dawn Kopecki and Shannon D. Harrington, «Fannie, Freddie Tum ble on Bailout Concern, UBS Cut», Bloomberg, 10 de julio de 2008.
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el mejor que habían presentado en mucho tiempo, ya que reflejaba la decisión de Lehman de desapalancar sus inversiones, es decir, de reducir la cantidad de deuda que se empleaba para esas inver siones. Para Fuld, eran los cortoplacistas los que forzaban a la baja el precio de sus acciones, difundiendo información falsa sobre la sa lud de Lehman. Decidió que era el momento de llamar a Lloyd Blankfein per sonalmente. «No te va a resultar agradable esta conversación»,17 empezó diciendo Fuld, y pasó a comentar que se estaba oyendo «mucho ruido» que apuntaba a que Goldman estaba difundiendo informa ciones erróneas. «No sé si no las habrás ordenado tú», amenazó, como si tratara de intimidar a Blankfein para que lo admitiera. Blankfein, ofendido por el intento de Fuld, le respondió que no sabía nada de esos rumores y colgó. Estas conversaciones casi se convirtieron en diarias. El flujo permanente de malas noticias no sólo afectaba a las acciones de Lehman, también estaba obstaculizando los esfuerzos de Fuld por captar nuevos capitales. El equipo de banca de inversión de Skip McGee había tomado contacto al menos con una docena de posi bles inversores —Royal Bank of Canadá, HSBC, y General Electric entre otros—, pero había vuelto con las manos vacías. El único pretendiente que seguía interesado era Min Euoosung, del Korea Development Bank (KDB), y por más que muchos ejecutivos de la tercera planta seguían teniendo dudas sobre él, Fuld había dado instrucciones a los banqueros de Lehman para que siguieran traba jando con los coreanos. Además, él mismo estaba pensando en via jar a Asia para verse personalmente con Min y tratar de cerrar un trato. Entonces le vino algo a la cabeza: ¿y qué tal su viejo amigo John Mack, de Morgan Stanley, el segundo banco en importancia del país después de Goldman Sachs? 17. Partes de esta conversación, incluido que Fuld había escuchado «mu cho ruido», fueron relatadas por Kate Kelly y Susanne Craig, «Goldman Is Que ried About Bear's Fall», The Wall Street JournaL, 16 de julio de 2008.
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Fuld y Mack habían llegado a Wall Street a la vez, y Mack había entrado en el programa de formación de Smith Barney en 1968, antes de cambiarse a Morgan Stanley en 1972, cuando este banco contaba nada menos que con trescientos cincuenta emplea dos. Al igual que Fuld, Mack había iniciado su carrera en venta y negociación de bonos. Fuld llamó a Morgan Stanley en Nueva York y lo transfirieron a París, donde Mack estaba visitando a los clientes en la ampulosa sede de la empresa, un antiguo hotel de la calle de Monceau. Des pués de un intercambio de opiniones despectivas sobre la situación de los mercados, sobre los rumores y sobre la presión a la que esta ban siendo sometidas Fannie y Freddie, Fuld preguntó con total franqueza: —¿Podríamos tratar de hacer algo juntos? Mack había sospechado la razón de la llamada de Fuld, y aun que no creía que hubiera muchas oportunidades de que le interesa ra una perspectiva semejante, estaba dispuesto a escuchar a Fuld. Puede que hubiera algunos activos que le resultaran interesantes; dudaba de que quisiera comprar toda la empresa. Mack le dijo que estaría de vuelta en Nueva York el viernes y le sugería que se vieran el sábado. Fuld, claramente ansioso por concertar la cita, respondió: «Nos acercaremos a vuestras oficinas.» —No, no, eso no tiene mucho sentido. ¿Qué pasa si alguien te ve entrando en el edificio? —preguntó Mack—. No lo vamos a hacer así. Ven a mi casa, nos reuniremos allí.
Un apresurado Hank Paulson entró en la habitación 2128 del edificio de oficinas Rayburn House y tomó asiento. La audiencia de ese día del Comité de Servicios Financieros del Congreso tenía previsto debatir la «reestructuración reguladora del mercado finan ciero»;18 eso quería decir justamente que se iba a hablar de Fannie y Freddie. Paulson también quería empezar a sentar las bases para 18. Audiencia del Comité de Servicios Financieros de la Cámara de Re presentantes sobre riesgo sistémico y mercados financieros, a la que acudieron
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conseguir que el Congreso lo autorizara a reducir paulatinamente estas empresas patrocinadas por el Gobierno, en caso de que fuera necesario, cosa que no anticipó. Paulson decidió aprovechar su comparecencia ante el comité con Ben Bernanke a su lado para plantear el asunto. —También vamos a necesitar autoridades de emergencias to davía con más atribuciones para la disolución o redimensionamien to de complejas instituciones financieras que no tienen la seguridad de los depósitos federales19 —explicó—. Pero eso es lo que necesi tamos. Ésa es la dirección que debemos tomar. El congresista Dennis Moore, demócrata del noreste de Kan sas, preguntó: —Sigue pensando que las GSE (empresas patrocinadas por el Gobierno) representan un riesgo sistémico para la economía? Paulson respondió: —Yo diría, congresista, que en los tiempos que corren no ayu da mucho especular sobre cualquier institución financiera y el ries go sistémico. Yo sólo me estoy refiriendo al aquí y al ahora. Pero a la hora del cierre de los mercados, ese mismo día, el «aquí y ahora» habían empeorado y el valor combinado de Fannie y Freddie se había reducido en más de 3,5 billones de dólares. ¿Has ta qué punto permitiría el Gobierno que se agudizase el caos antes de intervenir? Aunque Paulson no había considerado que fuera necesario contar en un futuro inmediato con las autoridades de las que había hablado esa mañana, la situación económica general empezaba a ser alarmante. Llamó a Josh Bolten a la Casa Blanca para comuni carle la necesidad de presionar al Congreso para que se estableciese la autoridad que él había planteado; Bolten fue alentador. Quería conocer también la opinión de Alan Greenspan, y después de una confusión inicial para localizar el número de teléfono del domicilio de éste, Paulson y media docena de colaboradores se apiñaron aire
como testigos Henry Paulson y Ben Bernanke, celebrada el 10 de julio de 2008. Véase http:// financialservices.house.gov/hearingl 10/hr071008.shtml 19. Ibídem.
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dedor del Polycom de su escritorio para escuchar la rasposa voz del antiguo presidente del Fed a través del altavoz.20 Con el ruido de fondo de las hojas en las que tenía los datos del mercado inmobiliario, Greenspan explicó por qué consideraba que la crisis de los mercados era un acontecimiento que se daba una vez cada cien años y también por qué el Gobierno podría verse obligado a tomar ciertas medidas extraordinarias para estabilizarlos. Sugirió que había un exceso de oferta de viviendas y que la única manera real de solucionar el problema sería que el Gobierno com prase las casas vacías y las quemara. Después de la llamada, Paulson, soltando una carcajada le dijo a su equipo: —No es una mala idea. Pero no vamos a comprar todo ese excedente y luego destruirlo. La primera plana de The New York Times había informado aquella mañana de que los funcionarios de mayor nivel de la Admi nistración estaban «considerando un plan para que el Gobierno se hiciese cargo de una de las compañías, o de ambas, y las pusiera bajo tutela si sus problemas se agravaban».21 Alguien había filtrado la historia sobre la situación de Fannie y Freddie. Casi inmediatamente después de la apertura de la bolsa, los funcionarios del Tesoro Jim Wilkinson y Neel Kashkari irrumpie ron en la habitación, interrumpiendo el desayuno de Paulson y Bernanke para comunicarles que las acciones de Fannie y Freddie se estaban hundiendo como una piedra en el agua, y que ya habían perdido alrededor de un 22 por ciento, por eso sugerían que Paul son hiciera una declaración para tranquilizar los mercados. Tal como lo temía, el reportaje del Times había desatado el pánico, y nadie sabía a ciencia cierta qué podía significar que el Gobierno se involucrase en la situación de Fannie y Freddie. 214. Informado por primera vez por Deborah Solomon, «The Fannie & Freddie Question: Treasury's Paulson Struggles with the Mortgage Crisis», The Wall Street Journal, 30 de agosto de 2008. 215. Stephen Labaton and Steven R. Weisman, «US Weighs Takeover Plan for Two Mortgage Giants», The New York Times, 11 de julio de 2008.
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Paulson estuvo de acuerdo en que tenía que rebajar la ansiedad reinante. A las 10.30 el Tesoro sacó una nota firmada por Paulson, en la que se afirmaba: «A día de hoy, nuestro principal objetivo es apoyar a Fannie Mae y Freddie Mac con su estructura actual para que lleven a cabo su importante misión.»22 Mediante el empleo de la expresión «con su estructura actual», Paulson estaba tratando de enviar una señal de que no había planes para nacionalizar la com pañía, a pesar de que sabía que, en última instancia, habría podido conseguir poderes para ello. Pese a su enfado por la filtración, Paulson se dirigió a la Casa Blanca, donde el presidente Bush se estaba preparando para acudir al Departamento de Energía situado en la avenida de la Indepen dencia para dar instrucciones sobre el petróleo y los mercados de la energía. «¿Puedo acompañarlo, señor?», preguntó Paulson, y du rante el breve trayecto le hizo un resumen a Bush sobre la situación de Fannie y Freddie. 23 Bush, que había mantenido durante años una postura crítica sobre las GSE, estaba de acuerdo con el plan de Paulson. Cuando la caravana de vehículos llegó a su destino, Paul son sugirió que cuando el presidente se dirigiese a la prensa ese mediodía, fuera con pies de plomo, porque temía que volviese a hablar de los mercados. «Destaque que estamos muy preocupados por la estabilidad de estas organizaciones», le recomendó Paulson. Reconociendo que Fanny y Freddie podían muy pronto per der el control, Paulson convocó a su equipo de cabezas pensantes en su despacho a las 16.15 y les comunicó que debían estar prepa rados para trabajar todo el fin de semana con el objetivo de estabi 22. Brendan Murray, «Paulson Backs Fannie, Freddie in Their "Current Form"», Bloomberg News, 11 de julio de 2008. 23. A última hora de esa mañana, en el Departamento de Energía, Bush dijo: «Quiero expresar mi agradecimiento a los miembros de mi equipo econó mico por reunirse aquí, en el Departamento de Energía. Secretario Bodman, gracias por recibirnos. En primer lugar, el secretario Paulson vino esta mañana para informarme sobre la situación de los mercados financieros. Freddie Mac y Fannie Mae son instituciones muy importantes. Estáis pasando mucho tiempo tratando los problemas de estas instituciones. Me aseguró que él y Bernanke trabajarán en este asunto a fondo», Oficina de Prensa de la Secretaría, «President Bush Meets with Economic Team», 11 de julio de 2008.
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lizar las GSE. Su plan era sencillo: quería tener la autoridad para poner dinero en Fannie y Freddie, con la esperanza de no tener que usarla nunca. —Quiero anunciar un plan antes de que los mercados asiáti cos abran el domingo por la noche —anunció.
El sábado por la mañana, Fuld se detuvo ante la mansión esti lo Tudor de John Mack en Rye, Nueva York. A pesar del hermoso día, estaba tenso por la reunión que estaba a punto de mantener. «Que Dios me ayude si esto llega a saberse», pensó. Ya podía ima ginarse los titulares. —Buenos días, Dick —saludó Mack amigablemente mientras recibía a Fuld en la puerta principal. La mujer de Mack, Christy, se adelantó unos pasos para saludarlo también. El director de equipo de Morgan Stanley había llegado ya y estaba haciendo relaciones en el comedor de Mack. «Deben de llevar horas discutiendo estrategias», pensó Fuld. McDade fue el siguiente en aparecer, vestido con un polo y un pantalón caqui. McGee venía con retraso. Sobre una mesa del gabinete, Christy había puesto bandejas con rollitos rellenos que había pedido a la charcutería local y les avisó: «Está todo listo para vosotros, chicos.» Mientras el grupo tomaba asiento en los sofás en torno a una mesita de centro, se produjo un incómodo silencio; nadie sabía exactamente cómo empezar. Fuld miró a Mack como diciéndole: Es tu casa, empieza tú. Mack imperturbable le devolvió la mirada: Tú pediste la reunión. Es tu turno. —Bien, empezaré yo —dijo finalmente Fuld—. Todavía no estoy seguro de por qué estamos aquí, pero vamos a intentarlo. —Puede que no haya nada que hacer —dijo Mack con frus tración cuando se dio cuenta de la sensación de incomodidad que se extendía por la habitación. —No, no, no —se apresuró a interrumpirlo Fuld—. Tenemos que hablar. Fuld empezó por plantear que Neuberger Berman, la empresa
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de Lehman para la gestión de activos y una de las joyas de la corona, era un activo que estaba listo para vender. También sugirió que Mor gan podría comprar las oficinas centrales de Lehman en la Séptima Avenida, el mismo edificio que había pertenecido a Morgan Stanley antes de que Philip Purcell, el antiguo CEO de la firma, se lo vendie ra a Lehman después del 11 de septiembre. Ironías de la vida. —Bien —dijo Mack, sin estar seguro aún de lo que estaba proponiendo Fuld—, hay varias maneras, como sabes, en que po demos trabajar juntos. Manifestó su deseo de seguir la conversación por las cifras in ternas de Lehman, porque aun cuando no saliera nada de la reu nión, ayudaría mucho a Morgan Stanley tener una idea de lo que pasaba en la compañía. McGee, cuyo chófer se había perdido, llegó finalmente en me dio de la reunión, Fuld le lanzó una mirada ansiosa. Cuando el móvil de Fuld empezó a sonar, éste se disculpó y se retiró a la cocina, dejando a los de Morgan Stanley perplejos: ¿esta ba Lehman llevando a cabo otra negociación simultáneamente? Lo que no sabían era que se trataba de una llamada de Paul son, desde su despacho del Tesoro, para sondear a Fuld y ponerlo al tanto de sus planes de proponer una ley respecto de Fannie y Freddie. Fuld se puso contento al oír que Paulson estaba tratando de estabilizar las GSE, porque sabía que esa medida podía ayudarlo a él también. Cuando Fuld volvió a la sala de estar, se metió en la conversa ción inesperadamente para decir: —¿Sabéis una cosa? Espero que con todos los rumores que corren sobre Lehman, no tratéis de robarme a nadie de mi equipo. Los ejecutivos de Morgan Stanley quedaron desconcertados. Chammah, banquero nacido en el Líbano que se pasaba la mayor parte del tiempo ocupándose de las operaciones de Morgan desde Londres, le replicó: —Si recuerdas, no tuviste ningún empacho en consolidar tus operaciones europeas echando mano de nuestros talentos. La reunión finalizó sin acuerdos y sin aparentes incentivos para seguir con las conversaciones. —¿De qué cono iba todo esto? —preguntó Mack en voz alta
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después de la partida de los ejecutivos de Lehman—. ¿Acaso nos estaba ofreciendo una fusión? —Es frustrante —dijo Gorman. Taubman tenía otras preocupaciones. ¿Habrían ayudado a Leh man a meter mano al precio de sus acciones? —Aquí estamos jugando con fuego —dijo con tono de aviso—. Si yo estuviera en el lugar de su gente, andaría muy confundido. Fuld, desalentado, pero no intimidado, condujo desde la casa de Mack hasta la sede de Lehman en Manhattan, enfilando la Hen ry Hudson Parkway. Había concertado una llamada con Tim Geithner aquella mis ma tarde de sábado. Su abogado externo, Rodgin Cohén, director de Sullivan & Cromwell, le había sugerido recientemente una nueva idea para ayudar a estabilizar la empresa: transformarse voluntariamente en un holding bancario. Cohén, un mandarín de sesenta y cuatro años, de maneras suaves, originario de Virginia occidental, era una de las personas más influyentes y menos conocidas de Wall Street. A pesar de su manera tranquila de hablar y de su pequeña estatura física, tenía el favor de prácticamente todos los CEO de la banca y de los regula dores del país, y había participado en casi todas las grandes transac ciones bancarias de las tres últimas décadas. A menudo, Geithner acudía a él para entender los poderes propios de la Reserva Federal. Cohén, que había asesorado también al consejo de Bear Stearns en el momento de su absorción por JP Morgan, había organizado la llamada al despacho de Geithner. Paseando arriba y abajo en la habitación de su hotel en Filadel fia en las horas previas al casamiento de su sobrina aquella misma noche, Cohén se unió a la llamada entre Lehman y la Reserva Fe deral de Nueva York. —Estamos considerando seriamente la posibilidad de conver tirnos en un holding bancario24 —empezó diciendo Fuld—. Cree mos que nos situaría en un lugar mucho mejor. 24. La solicitud de Fuld para convertirse en una compañía tenedora de bancos fue publicada por primera vez por Julie Macintosh y Francesco Guerrera,
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Sugirió que Lehman podía valerse de un pequeño banco in dustrial que poseía en Utah para captar los depósitos que le permi tirían cumplir con las necesarias regulaciones. Geithner, al que se había unido en la conversación su conseje ro general, Tom Baxter, estaba inquieto por el hecho de que Fuld pudiera estar moviéndose con precipitación. —¿Has tenido en cuenta todo lo que eso implica? —le pre guntó. Baxter, que había interrumpido un viaje a Martha's Vineyard para participar en la conversación, enumeró algunos de los requisi tos regulatorios que transformarían la cultura agresiva de Lehman, reduciendo al mínimo el riesgo y convirtiéndola en una institución más seria, en línea con los bancos tradicionales. Haciendo abstracción de los asuntos técnicos a los que habría que enfrentarse, Geithner dijo: —Estoy un poco preocupado de que pudiera parecer que estás actuando a la desesperada. Y añadió que también lo preocupaba la señal que Lehman lanzaría a los mercados con semejante movimiento. Fuld terminó la conversación desinflado. Horas después, esa misma tarde, Fuld llamó a Cohén, y en contró a su abogado en la sala de espera de un hospital, acompa ñando a un primo que se había puesto enfermo durante la boda. Ya era hora de tomar en cuenta un tipo diferente de trato, le dijo a Cohén. —¿Puedes llegar hasta el Bank of America? Vender Lehman había sido siempre anatema para Fuld. «Mien tras yo viva, esta firma no se venderá25 —había dicho con orgullo en 2007—. Y si se vende después de que yo muera, volveré de la tumba y lo evitaré.» Sin embargo, él había anhelado hacer una gran adquisición. «Lehman Failed to Convince Fed Officials over Survival Strategy», Financial Ti mes, 6 de octubre de 2008; y citada luego por Julie Creswell y Ben White, «The Guys from "Government Sachs"», The New York Times, 19 de octubre de 2008. 25. Susanne Craig, Jeffrey McCracken, Aaron Lucchetti y Kate Kelly, «The Weekend That Wall Street Died», The Wall Street Journal, 29 de diciembre de 2008.
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En un momento determinado estuvo a punto de comprar Lazará, tan cerca que incluso había empezado a llamar a la compañía Lehman Lazard;26 aquello podría haber sido el culmen de sus logros. Fuld había mantenido una reunión en sus oficinas de aquella época en el World Financial Center de las torres gemelas el 10 de septiembre de 2001, con William R. Loomis y Steve Golub de Lazard. La reunión dejó abiertos los planes para seguir adelante con las negociaciones. Enton ces, como ya sabemos, sucedió la catástrofe del 9 de noviembre. Bruce Wasserstein, que se hizo cargo más tarde de Lazard, tra tó de reanudar las negociaciones, pero Fuld se ofendió tanto por el precio que Wasserstein le pidió por las acciones —entre seis y siete mil millones— que la conversación terminó en seguida. —Está claro que no tenemos la misma idea sobre el valor —le dijo Fuld con sorna. Para Fuld, Wasserstein, que había recibido el sobrenombre de Bidem up Bruce, sólo había vivido para su nombre. —No podría pagar esa cantidad de ningún modo. Aunque seguía en la sala de espera de urgencias, Cohén locali zó a Greg Curl, directivo del máximo nivel del Bank of America, a través de su móvil en Charlotte, donde tenía su sede el banco. 27 Curl, antiguo oficial de Inteligencia Naval, de sesenta y tres años de edad, que conducía una camioneta, había sido en cierta medida un enigma para Wall Street. Había ayudado a negociar casi todos los contratos del Bank of America de la década anterior, pero incluso dentro del banco se mostraba reservado y en general se le conside raba un ser inescrutable. Cohén, que había tratado a Curl desde hacía muchos años, pero que nunca había sido capaz de hacer una evaluación precisa de él, avanzó con pies de plomo, explicándole que llamaba por cuenta de Lehman Brothers. —¿Tienes algún interés en hacer un trato? De todas las insti tuciones que hemos estado considerando, vosotros sois los que me 216. Véase Cohan, The Last Tycoons. The Secret History of Lazard Fréres &
Co., Doubleday, Nueva York, 2007, pp. 517520. 217. Zachary R. Mider, «Lewis Turns to TomatoGrowing "Unknown Genius" on Merrill Deal», Bloomberg News, 24 de septiembre de 2008.
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jor encajáis —dijo Cohén, prometiéndole que llamaría a Fuld por teléfono si Curl tenía la curiosidad suficiente como para mantener una conversación. Curl, aunque estaba intrigado por el hecho de que lo llamaran un sábado por la noche, fue evasivo; podría pensarse que estaban desesperados. —Bueno... deja que hable con el jefe —respondió—. Te vuel vo a llamar en seguida. El jefe era Ken Lewis, el CEO de cabello plateado del Bank of America, un banquero resolutivo de Walnut Grove, Misisipi, que tenía la misión de vencer a Wall Street en su propio juego. Media hora más tarde, Curl devolvió la llamada para decir que los escucharía, y Cohén montó una llamada a tres bandas con Fuld en la centralita de Sullivan & Cromwell. Después de unas breves presentaciones —los dos hombres nunca se habían visto— Fuld empezó su exposición. —Nosotros podríamos ser vuestro brazo bancario de inversiones. Fuld explicó que la idea era que el Bank of America tomara una posición minoritaria en Lehman Brothers y que ambos fusio naran sus grupos de banca de inversión. Invitó a Curl a reunirse con él para seguir debatiendo la propuesta. Curl, que estaba realmente intrigado, le respondió que volaría desde Charlotte a Nueva York el domingo. Antes de despedirse, Curl puso de manifiesto su mayor ansiedad: —Queremos estar absolutamente seguros de que esto es con fidencial.
A media mañana del domingo, David Nason y Kevin Fromer estaban sentados en el sofá del despacho de Nason de las oficinas del Tesoro, examinando un borrador de la propuesta de petición al Congreso para que la autoridad monetaria inyectase dinero en Fan nie y Freddie en el caso de que se produjera una emergencia. La propuesta tenía que estar lista para las seis de la tarde. De pronto, Paulson entró en el despacho con un gesto de ho rror reflejado en su rostro, agitando una página del borrador en la mano mientras gritaba:
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—¿Qué cono es esto! ¿Autoridad de emergencia de carácter temporal? ¿Temporal? —preguntó, casi chillando—. ¡No vamos a pedir una autoridad temporal! Paulson rara vez se permitía demostrar su enojo, pero en ese momento no hizo el menor esfuerzo para contenerse mientras daba vueltas por la habitación. —En primer lugar, esto depende de mi juicio, no del vuestro —dijo—. Segundo, ésta es una medida a medias. Yo no voy a dejar a mi sucesor la misma mierda que he recibido. Vamos a arreglar estos problemas. No voy a tirar esta basura a la calle. El móvil de Nason empezó a sonar. —¡Tim! —gritó, comprobando la identificación, antes de darse cuenta de que estaba interrumpiendo el soliloquio de Paul son. Tim Geithner había estado llamando casi cada hora para saber si había novedades. Nason y Fromer intentaron una vez más calmar a Paulson. Reiteraron que sería mucho más digerible políticamente decir que pedían poderes temporales y no poderes permanentes. Paulson, en cuanto empezó a darse cuenta del valor del cálcu lo político, se refrenó. Les dijo que siguieran trabajando en ello y salió en estampida tal como había entrado.
Greg Curl llegó a las oficinas Sullivan & Cromwell en el cen tro de la ciudad, en el edificio Seagram, el domingo por la tarde, después de volar desde Charlotte a Nueva York en uno de los cinco aviones privados de la compañía. Tomó asiento en la vacía recepción mientras esperaba que apa recieran Fuld y Cohén, sin la menor idea de lo fructífera que podía ser la reunión. Por más que el «jefe» tuviera el deseo de conquistarlo, él tenía aver sión al negocio de la banca de inversión centrada en el dinero rápido. —No, no usaremos nuestra caja chica2* para comprar un ban co de inversión —había dicho tajantemente un mes atrás. 28. Heidi N. Moore, «Ken Lewis Tells Investment Bankers All Is Forgi ven», WSJ Blog/Deal Journal, 11 de junio de 2008.
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Poco después llevaron a Curl a una sala de conferencias, donde prestó mucha atención mientras Fuld le exponía la idea con todo lujo de detalles. Fuld quería vender una participación de hasta un tercio de Lehman Brothers al Bank of America y fusionar las ope raciones de banca de inversión de ambos bajo el paraguas de Leh man. Curl estaba anonadado con lo que oía, aunque como era ca racterístico en él no dio ni la menor señal de lo que estaba pensan do. Lejos de tratarse de una solicitud de ayuda, tal como él espera ba, el discurso que estaba oyendo le sonó como una absorción inversa: Bank of America pagaría a Fuld por llevar su franquicia de banco de inversión. Fuld también sugirió que cualquier inversión «aumentaría el precio de nuestras acciones» de la noche a la mañana, creando to davía más valor para el Bank of America. Curl asintió luciendo una sonrisa amable durante toda la pre sentación, antes de afirmar finalmente que el jefe —Lewis— esta ría interesado en mantener la perspectiva de un acuerdo si se le abría claramente una vía para tomar el control de la firma en un plazo de tiempo razonable. Cohén intervino en nombre de Fuld y sugirió que tenían que pensar en un marco temporal de dos o tres años, dependiendo del éxito de la inversión. —No me gusta el negocio minorista —les confió Curl— de bido a la posibilidad de litigios y a causa de los agentes fiscales y reguladores. Yo preferiría un trato con vosotros —prosiguió—, pero para ser sincero, Ken probablemente preferiría comprar Me rrill o Morgan. Fuld estaba confuso. ¿Quéestaba queriendo decir Curl? —Entonces, ¿crees que tenemos alguna posibilidad de hacer algo? —preguntó Fuld. —No lo sé —respondió Curl—. Tengo que hablarlo con el jefe. Lo que sea, será decisión suya.
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A última hora de la tarde, Paulson, sin afeitar y en vaqueros, 29 paseaba por los vestíbulos y agobiaba a sus subordinados con tantas preguntas acerca de la propuesta sobre Fannie y Freddie que el di rector de su equipo, Jim Wilkinson, finalmente se lo llevó aparte y le dijo enérgicamente: «Tienes que dejar de estar encima de noso tros y dejarnos hacer nuestro trabajo.» Para reducir la presión, Paulson decidió dar un rápido paseo en bici por las calles semidesiertas de Washington.30 Cuando Paulson volvió, Michele Davis, su jefa de comunica ciones, estaba tratando de imaginarse dónde podría el jefe anunciar físicamente su propuesta. —No podemos meter periodistas ni camarógrafos en el edifi cio —comentó ella—. Podríamos montarlo fuera, en las escaleras. Nason se acercó a la ventana y los avisó de que las previsiones anunciaban una tormenta eléctrica. —No sé qué hacer —reiteró Michele, tratando de pensar si tenían un podio para poder utilizarlo en el exterior—. Pero tienes que ir a casa y cambiarte de ropa —dijo a Paulson, señalando sus vaqueros arrugados—. No puedes salir así. A las 18.00 horas, recién afeitado y vistiendo un traje azul, Paulson salió del edificio del Tesoro y subió a un podio colocado en las escaleras, que se había trasladado allí desde la cuarta planta del edificio. Se dirigió a la multitud de periodistas y camarógrafos que se habían reunido apresuradamente. Fannie Mae y Freddie Mac desempeñan un papel central en nuestro sistema financiero hipotecario y deben seguir desempe ñándolo en su modelo actual, como empresas en manos de los 218. Esta escena fue mencionada por primera vez por Deborah Solomon, que citó a Wilkinson diciendo: «Tienes que dejarnos solos para que podamos trabajar.» El autor que lo reveló después modifica ligeramente la frase. Véase Deborah Solomon, «The Fannie & Freddie Question: Treasury's Paulson Strug gles with the Mortgage Crisis», The Wall Street Journal, 30 de agosto de 2008. 219. Ibídem.
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accionistas31 —dijo Paulson, leyendo la declaración—. Su apoyo al mercado de la vivienda es especialmente importante mientras trabajamos en la actual regulación del mercado inmobiliario. La deuda de las GSE está en manos de instituciones finan cieras de todo el mundo. Que sigan siendo fuertes es importante para mantener la confianza y estabilidad de nuestro sistema y de nuestros mercados financieros. Por lo tanto, debemos tomar medidas para enderezar la situación actual, al tiempo que ponemos en pie una estructura reguladora más sólida. Con el fin de asegurar que las GSE tienen acceso al capital necesario para seguir adelante con su misión, el plan contempla la autoridad temporal del Tesoro para comprar valores de cual quiera de las dos GSE si fuera necesario. Minutos después de terminar su discurso, retumbó un trueno a lo lejos. De repente se abrió la catarata de los cielos.
Paulson tuvo conciencia, desde el momento en que se sentó a la derecha de Bernanke y Cox, de que la sesión del martes por la mañana iba a ser tormentosa. Su anuncio de las medidas del Tesoro había hecho muy poco por aumentar la confianza. De hecho, pare cía haberla minado todavía más, creando confusión en el mercado acerca de lo que significaba realmente la nueva «autoridad» que estaba buscando. Freddie terminó el día bajando un 8,3 por ciento, hasta 7,11 dólares, mientras que Fannie perdió un 5 por ciento, cayendo hasta 9,73 en la jornada del lunes. Él sabía que tenía que empezar a darle un sesgo positivo a las cosas, tanto por el Congreso como por los mercados. —Nuestra propuesta32 —explicó al Comité de Banca del Sena 220. Véase «Paulson Announces GSE Initiatives», comunicado de prensa, Departamento del Tesoro, 13 de julio de 2008, http://www.treas.gov/press/re leases/hp 1079.htm 221. Véase «Part I, Part II of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Affairs Committee», Servicio Federal de Noticias, 15 de julio de 2008.
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do— no estuvo urgida por ningún deterioro rápido en las condicio nes de Fannie Mae ni de Freddie Mac. Al mismo tiempo, la marcha actual de los acontecimientos convenció a los planificadores y a las GSE de que es necesario responder a las preocupaciones del mercado y aumentar la confianza proporcionando una seguridad de acceso a la liquidez y al capital con carácter temporal, si fuera necesario. Cuando empezaron a abrumarlo con preguntas, Paulson puso el acento en la naturaleza «temporal» de la autoridad que estaba pidiendo, con la esperanza de convencer a los congresistas. —Está muy claro —dijo— que si uno tiene una pistolita de agua en el bolsillo, puede que tenga necesidad de sacarla. Si tiene un bazuca, y la gente sabe que uno lo tiene, tal vez no tenga nece sidad de mostrarlo. Sin embargo, algunos miembros de la mesa no estaban dis puestos a aceptar esa justificación. —Cuando recogí ayer por la mañana mi periódico, pensé que me había despertado en Francia —dijo el senador Jim Bunning, el republicano de Kentucky—. Pero no, resulta que se trataba del so cialismo aquí, en Estados Unidos. El secretario del Tesoro pide aho ra un cheque en blanco para comprar tanta deuda o valores de Fannie y Freddie como desee. La compra de Bear Stearns por parte del Fed fue socialismo aficionado comparado con esto... A la vista de lo que el Fed y el Tesoro hicieron con Bear Stearns, y dado que estamos hablando hoy aquí de ello, tengo que preguntarme cuál será la próxima intervención del Gobierno en la empresa privada. Y lo que es más importante ¿dónde acabará todo esto? Claramente frustrado por lo que estaba oyendo, Paulson lu chaba por articular su defensa. —Creo que nuestra idea es que al establecer el Gobierno una red de protección sin especificar, hay muy pocos riesgos de que llegue a usarse y el coste para los contribuyentes resultará mínimo. —¿Piensa, secretario Paulson, que podemos creer exactamente lo que está diciendo? —replicó Bunning de manera condescen diente. —Yo creo en todo lo que digo y que conste que he estado in volucrado en los mercados durante mucho tiempo —empezó a res ponder Paulson antes de que Bunning lo interrumpiera.
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—¿De dónde va a salir el dinero, si tiene que llegar a emplear lo? —volvió a preguntar Bunning. —Bueno, como es obvio, vendrá del Gobierno, pero yo diría... —¿Quién es el Gobierno? —insistió Bunning con indignación. —El contribuyente —reconoció Paulson. —Secretario Paulson, ya sé que su propuesta es totalmente sincera —prosiguió Bunning—. Pero el próximo enero usted se habrá marchado y el resto de nosotros seguirá sentado en estas me sas, o al menos la mayoría de nosotros, y tendremos que responder ante los contribuyentes por lo que hayamos hecho. Un socialista. Señor Rescate. Hank Paulson creía que estaba ha ciendo lo correcto, que estaba llevando a cabo una lucha por salvar el sistema económico, pero sus esfuerzos lo estaban convirtiendo en poco menos que un enemigo del pueblo, en un enemigo del modo de vida estadounidense. Con la marcha de Bob Steel, sintió que lo habían dejado solo para enfrentarse al mayor desafío de su cargo. Valoraba a su equipo y lo consideraba un grupo dotado de una gran inteligencia. Se pre guntaba si tenía suficiente capacidad de fuego para ganar lo que, según podía verse, estaba a punto de convertirse en una acalorada guerra. Esa tarde dejó un mensaje para Dan Jester, un banquero de cuarenta y tres años retirado de Goldman Sachs, que había sido vicejefe de finanzas y que ahora estaba viviendo en Austin, Texas, gestionando dinero, sobre todo el suyo propio. Paulson había de pendido mucho de Jester, una calculadora humana de cabello lar go, cuando era CEO de la firma, y esperaba poder convencerlo de que saliera de su retiro para ayudarlo a trabajar en el caso de las GSE. La noche anterior, con un cierto grado de desesperación, tam bién había hecho una llamada desde su casa a Ken Wilson, un viejo amigo de Dartmouth al que había convencido de que dejara Lazard por Goldman una década atrás. Como jefe del grupo de institucio nes financieras, Wilson era el máximo asesor de Goldman respecto de los demás bancos y era respetado como una eminencia gris en todo el sector. Paulson valoraba tanto su criterio que había situado a Wilson en una oficina cercana a la suya en el tercer piso del 85 de Broad Street.
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—Ken, realmente necesito ayuda aquí. Necesito rodearme de algunos adultos —dijo Paulson cuando lo localizó—. Bob Steel se despidió. Me gustaría que pensaras en la posibilidad de unirte a mi equipo. Según la propuesta de Paulson, Wilson sería un «clásico hom bre por un dólar al año», lo cual significaba que entraría como asesor especial con un salario nominal de un dólar por los últimos seis meses de la Administración Bush. Paulson le sugirió que pidie ra un permiso en Goldman. A la vista de todos los altibajos en el precio de las acciones de Lehman y a los insistentes rumores sobre su viabilidad a largo pla zo, Fuld había convocado una junta del consejo de administración para poner al día a los consejeros de los progresos que se estaban haciendo en ambos frentes. El consejo de Lehman era una rara mezcla de expertos en fi nanzas y de absolutos ingenuos; la mayoría eran viejos amigos de Fuld o habían sido clientes de la firma.33 A esta reunión, Fuld había traído a un invitado para que hicie ra una presentación. Gary Parr, directivo de Lazard, había estado hablando hacía poco con Fuld y le había sugerido que tratara de ayudar al consejo si sus miembros necesitaban asesoramiento inde pendiente. El larguirucho y barbado Parr era uno de los banqueros más destacados, especializado en el sector de los servicios financieros, que había participado en muchos de los esfuerzos de captación de capital que habían llevado a cabo empresas como Morgan Stanley y Citigroup en 2007. Fuld tal vez no hubiera confiado en el jefe de Parr, Bruce Wasserstein, pero respetaba a Parr. Uno de los consejeros pidió a Parr que les trazara alguna pers pectiva de hasta qué punto estaba mal el mercado. Orador seguro de sí mismo, Parr hilvanó ante el consejo su habitual discurso es céptico. 33. Dennis K. Berman, «Where Was Lehmarís Board?», WSJ Blog/Deal Journal, 15 de septiembre de 2008.
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—Las cosas están muy duras ahí fuera —dijo de una manera aprensiva—. Después de haber pasado por lo de Bear Stearns y MBIA —dos antiguos clientes— deberíamos haber aprendido al gunas lecciones. Tratando de asegurar que los consejeros de Lehman entendían la gravedad de la situación a la que se estaban enfrentando, añadió: —La liquidez puede cambiar más rápido de lo que ustedes imaginan —sugiriéndoles que no debían pensar que lo de Bear Stearns era un acontecimiento aislado—. Las agencias de califica ción son peligrosas. Sea cual sea la calificación que hayan obtenido de ellas, todo irá a peor... Y déjenme decirles que es difícil captar dinero en esta situación, porque los precios de los activos son difí ciles para los inversores externos que no... —Está bien, Gary —dijo Fuld con impaciencia, cortándolo en mitad de la frase—. Ha sido suficiente. Una hora después, de vuelta en su oficina de Lazard en el Roc kefeller Center, la secretaria de Parr le informó de que Dick Fuld estaba al teléfono. —¡Maldita sea, Gary! —gritó Fuld cuando Parr levantó el re ceptor, esperando casi una disculpa—. ¿Qué demonios estabas ha ciendo, tratando de asustar a mi consejo y haciéndote propaganda de ese modo delante de ellos? ¡Tendría que despedirte! Durante un momento Parr no respondió. Frustrado porque Lehman no hubiera firmado todavía la carta de compromiso, Parr le respondió con insidia: —Dick, eso va a ser difícil porque todavía no nos habéis con tratado —luego se recompuso—. Lo siento. No pensé que estuvie ra transitando por un camino por el que no querías que avanzara. —No lo vuelvas a hacer —fue la respuesta de Fuld, y luego el teléfono se quedó mudo. Al día siguiente, Fuld se dio cuenta de que había sido un error amonestar a Parr; y lo volvió a llamar, con la esperanza de arreglar la situación y lo invitó a otra reunión. —¿Te has recuperado de la llamada de ayer? —preguntó Fuld con tono de arrepentimiento.
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Ken Wilson hacía cola en el aeropuerto del condado de West chester a las 6.45 del martes 17 de julio camino de Montana, don de iba a iniciar sus vacaciones y dedicar algún tiempo a la pesca, pero en ese momento sonó su móvil.34 —Kenny, te necesitamos de verdad —le dijo el presidente Bush—. Es el momento de que hagas algo por tu país. Wilson y el presidente se conocían de la Harvard Business School, pero Wilson sabía que esta llamada no había sido idea del presidente. Era típico de Paulson; debía de estar realmente en apuros. Si Paulson quería algo, no paraba hasta conseguirlo, incluso si para ello tenía que acudir a las más altas instancias. Esa semana, Wilson, después de hablar con sus colegas de Goldman, llamó a Paulson: «Lo haré.»
En la tarde del 21 de julio Paulson se presentó en una cena en su honor que se celebraba en el Fed de Nueva York, organizada por Tim Geithner para propiciar una reunión del secretario con los lí deres de Wall Street, Jamie Dimon, Lloyd Blankfein y John Mack, entre otros.35 La cena era la segunda reunión a la que asistía ese día con los pesos pesados de Wall Street. Paulson se sentía ligeramente mejor desde que Wilson y Jester habían aceptado unirse al Tesoro. Sin embargo, lo que seguía preocupando a Paulson era Leh man, y sobre todo una reunión secreta que estaba concertada para después de la cena: él y Geithner habían ayudado a organizar un encuentro privado entre Dick Fuld y el jefe, Ken Lewis, en una sala de conferencias del Fed de Nueva York. Fuld había estado llamando a Paulson las dos semanas anteriores con respecto a Bank of Ame 222. Susanne Craig, «In Ken Wilson, Paulson Gets Direction from the Go To Banker of Wall Street», The Wall Street Journal, 22 de julio de 2008. 223. De la agenda de Paulson, anotaciones del mes de julio; la cena estaba programada de 18.45 a 20.30.
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rica, tratando de que Paulson hiciera una llamada en nombre de Lehman. —Creo que es una venta difícil, pero me parece que el único modo de que lo consigas es que te dirijas a él sin intermediarios —le había aconsejado Paulson a Fuld—. Yo no voy a llamar a Ken Lewis y decirle que compre Lehman Brothers. Cuando finalizó la cena, Paulson se acercó a Lewis y le dijo amablemente: —Habéis tenido buenos resultados —al tiempo que estrecha ba la mano de Lewis y le dirigía una mirada de inteligencia para darle a entender que la reunión estaba preparada. Aunque durante ese mismo día el Bank of America había re portado una bajada de un 41 por ciento en las ganancias del segun do trimestre, los resultados fueron mucho mejores de lo que espe raban los analistas de Wall Street. A esa sorpresa positiva, siguieron una serie de beneficios superiores a lo esperado declarados por Ci tigroup, JP Morgan Chase y Wells Fargo, y todos ellos estaban, al menos temporalmente, manteniendo a flote el mercado. Cuando Paulson decidió marcharse y otros ejecutivos empeza ron a levantarse y a caminar por la sala, Geithner se acercó a Lewis e, inclinándose hacia él, musitó: —Creo que tienes una reunión con Dick. —Sí, la tengo —respondió Lewis. Geithner le indicó cómo llegar a un despacho cercano donde podrían hablar en privado. Aparentemente, Geithner le había dado las mismas instrucciones a Fuld, porque Lewis lo vio al otro lado de la habitación mirando hacia ellos como alguien nervioso ante una primera cita. Cuando vio que Fuld empezaba a caminar en una di rección, Lewis tomó la dirección contraria; lo último que necesita ban, con la presencia de la mitad de Wall Street en la sala, era que trascendiera una sola palabra del encuentro que iban a celebrar. Los dos hombres finalmente hicieron su recorrido y llegaron al despacho. Allí, durante unos veinte minutos, Fuld explicó cómo veía él un trato con posibilidades de funcionar, reiterando la pro puesta que había hecho a Curl la semana anterior. Fuld dijo que quería al menos veinticinco dólares por acción; las acciones de Leh man habían cerrado ese día a 18,32 dólares. Lewis pensaba que la
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cifra era demasiado alta y que no podía ver razones estratégicas. A menos que pudiera comprar la firma por casi nada, el acuerdo no funcionaba para él. Pero se contuvo. Dos días después, Lewis llamó a Fuld. —No creo que esto vaya a funcionar para nosotros —le soltó de la manera más diplomática que pudo, aunque dejando abierta la posibilidad de que pudieran hablar de nuevo del asunto. Fuld estaba fuera de sí cuando llamó a Paulson a las 12.35 para comunicarle las malas noticias. Ahora todo lo que le quedaba era la posibilidad de los coreanos, y presionó a Paulson para que los llamara en su nombre, pero Paulson se resistía, después de haber mediado ante Buffett y el Bank of America. —No voy a levantar el teléfono para llamar a los coreanos —le dijo Paulson—. Si quieres impresionar a alguien, llámalos y diles que según mi opinión deben comprar Lehman Brothers —prosi guió, explicándole que su implicación no haría más que levantar sospechas acerca de las posibilidades de la compañía—. Dick, si me llaman y quieren hacerme preguntas, haré todo lo posible por ser constructivo. Era justamente la mala noticia que le faltaba para completar un día muy largo. Esa noche, Bart McDade envió a Fuld un correo electrónico de un operador con nuevas especulaciones acerca de la procedencia de los rumores negativos. —Está claro que GS [Goldman Sachs] está conduciendo el autobús por el canal de los fondos de alto riesgo e influyendo so bremanera en la rapidez de la caída, tanto de Lehman como de otros. Pensé que valía la pena darlo a conocer. Fuld contestó: —¿Acaso te sorprende? Sin embargo, recuerda esto: yo lo haré.
Capítulo 11
Robert Willumstad pudo sentir que el sudor empezaba a empapar su camiseta mientras avanzaba por Pearl Street a las 9.15 del martes 29 de julio, en el distrito financiero de Manhattan. Aunque la hu medad era opresiva esa mañana de verano, también estaba ansioso con respecto a su inminente cita con Tim Geithner en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York. Desde que había aceptado el puesto de CEO en AIG hacía alrededor de un mes, había estado trabajando largas horas tratando de enterarse de cómo lidiar con la miríada de problemas de la com pañía. Cuando empezó, había anunciado planes «para llevar a cabo una revisión estratégica y operativa de los negocios de AIG»1 y «completar el proceso en el plazo de sesenta a noventa días y man tener una junta exhaustiva de inversores poco después del Día del Trabajo para dar cuenta de todo». Cuando Willumstad inició su investigación, su director de es trategia, Brian T. Schreiber, lo llamó a su lado y compartió con él un descubrimiento asombroso que acababa de hacer: —Podría tratarse realmente de un problema de liquidez, no de capital. La situación podría incluso empeorar si una de las agencias de calificación, Moodys o Standard & Poor's, rebajara la calificación de la deuda de la firma, lo cual podría disparar la inclusión de cláu
1. American International Group Ñames Robert B. Willumstad Chief Executive Officer», transcripción de una convocatoria del consejo de AIG, 16 de junio de 2008.
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sulas en sus acuerdos de deuda para fijar todavía más garantías sub sidiarias. —Menudo susto me diste anoche, con esa mierda —le dijo Willumstad a Schreiber al día siguiente, después de pasarse toda la noche repasando los asuntos de liquidez de la empresa. El problema podría engrosarse muy pronto, según comprobó Willumstad, ante la cita para informar de unas pérdidas de cinco mil trescientos mi llones en el segundo trimestre.2 El Banco de la Reserva Federal de Nueva York no regulaba a AIG, ni a ninguna otra compañía de seguros en este asunto, pero Willumstad imaginaba que entre el negocio de préstamos en valo res y su unidad de productos financieros, Geithner podría intere sarse por sus problemas. Y lo que es más, esperaba que Geithner se diera cuenta de lo íntimamente interconectada que estaba AIG con el resto de Wall Street, por el hecho de haber suscrito pólizas de seguros por valor de cientos de miles de millones de dólares en las que las firmas intermediarias del mercado financiero se apoyaban como cobertura respecto de otros tratos. Gustara o no, la salud de estas firmas dependía de la salud de AIG. —No hay razón para el pánico, ni para creer que va a ocurrir algo malo —dijo Willumstad después de recibir el saludo habitual de Geithner, un atlético apretón de manos y una invitación a pasar a su despacho.3 —Pero tenemos ese programa de préstamos en valores... Le explicó que AIG prestaba valores de primera clase, tales como bonos del Tesoro, a cambio de dinero. Si sus contrapartes —las firmas del otro lado de las operaciones— solicitaran todos al mismo tiempo la devolución de su dinero, le dijo Willumstad, po dría tener un problema serio. —Habéis convertido al Fed en una ventana disponible para los corredores de valores —prosiguió—. ¿Qué probabilidades hay, si AIG tuviera una crisis, de que acudiéramos al Fed en busca de 224. Liam Pleven, «AIG Posts $5,4 Billion Loss as Housing Woes Contin ué», The Wall Street Journal, 7 de agosto de 2008. 225. Según la agenda de Geithner, estaban citados entre las 9.30 y las 10.30 del martes 29 de julio de 2008.
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liquidez? Tenemos miles de millones, cientos de miles de millones de valores, garantías subsidiarias realizables. —Bueno, nunca hemos hecho eso anteriormente —respondió Geithner rápidamente. —Puedo darme cuenta —respondió Willumstad—. Nunca lo habíais hecho antes con los intermediarios financieros, pero es ob vio que ahí hay un espacio. Después de la experiencia al borde de la muerte de Bear Stearns, el Fed había decidido abrir la ventanilla del descuento a las firmas de intermediación financiera como Goldman Sachs, Mor gan Stanley, Merrill Lynch y Lehman. —Sí —reconoció Geithner—, pero sería necesaria la aproba ción de todo el consejo de administración del Fed. Creo que el problema va a exacerbar lo que estáis tratando de evitar. Si llegara a destaparse, generaría preocupación entre las contrapartes. Se agra varía aún más la situación. Willumstad se dio cuenta de que no iba a ninguna parte con su argumento cuando Geithner se levantó para indicar que tenía que acudir a su siguiente reunión, y sólo dijo: —Mantenme informado.
El 29 de julio el Gulfstream de Lehman volaba en círculos sobre el aeropuerto de Anchorage, en Alaska, preparándose para tomar tierra y reponer combustible. A bordo iba Dick Fuld, que volvía de Hong Kong, donde él y un reducido equipo de Lehman se habían reunido con Min Euoosung, del KDB. Fuld estaba de un inusitado buen humor ese día, confian do en que finalmente estaba acercándose a un acuerdo. Había teni do una conversación provechosa con el banco coreano, y ambas partes habían estado de acuerdo en seguir con las conversacio nes. Sabía que aún quedaba un largo camino, pero el KDB se ha bía convertido en su mayor esperanza. Min había indicado que estaría interesado en comprar una participación mayoritaria en Lehman. Sabía que Min seguía preocupado con respecto a la cartera inmobiliaria de Lehman —cargada de activos tóxicos— pero tam
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bien parecía estar interesado en el proyecto de convertir el KDB en un actor de primera en el escenario mundial. Fuld también estaba satisfecho por haber mantenido las con versaciones sin dar cuenta de ellas a la prensa. Esta vez estaba tan preocupado por las filtraciones que había dado instrucciones al equipo que lo acompañó de que no contestaran sus móviles. En el viaje de vuelta, el equipo de Lehman vio en la pantalla gigante del avión El gran golpe* una película británica de un atraco a un banco. Fuld ya la había visto y dijo que prefería una de acción, pero McDade, que se estaba haciendo con el control de la firma poco a poco, impuso su elección. Mientras correteaban hacia la estación de repostaje, de repente se desvaneció su buen humor: el equipo de mantenimiento había descubierto una fuga de aceite. McDade optó por llamar a su secretaria para ver si podían abordar un vuelo comercial de regreso a casa. —¿Cuándo fue la última vez que utilizaste un vuelo comer cial? —McDade bromeó con Fuld, que no estaba nada divertido.
El 6 de agosto de 2008, un equipo de banqueros de Morgan Stanley llegó al edificio del Tesoro y fue acompañado hasta una sala de conferencias cruzando el despacho de Paulson para lo que todos sabían que iba a ser una reunión excepcional. Buscando ayuda con lo de Fannie Mae y Freddie Mac, Paulson había llamado a John Mack una semana antes para contratar a su firma como asesora del Gobierno. Paulson habría elegido a Goldman de no haber sido por el problema obvio de las relaciones públicas o por el hecho de que estaba asesorando a Fannie. También consideró por un instante la posibilidad de contratar a Merrill Lynch, pero Morgan Stanley le pareció la mejor opción. En un primer momento, Mack se había mostrado incluso re nuente a aceptar el encargo, porque el coste de asesorar al Tesoro sobre Fannie Mae y Freddie Mac era que la firma no podía reali zar ninguna transacción con los gigantes hipotecarios durante los * The Bank Job (Roger Donaldson, 2008). (N del t.)
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próximos seis meses, y por lo tanto se ponía en la situación de per der decenas de millones de dólares en honorarios. —¿Cómo vamos a decir a nuestros accionistas que renuncia mos a este dinero? Me van a preguntar por qué lo hice —aseguró ante su equipo. Pero después de unos minutos de examen de conciencia, Mack decidió que trabajar para el Gobierno era lo más patriótico. Mor gan Stanley recibiría un pago convenido de noventa y cinco mil dólares, que apenas cubría las horas extras de sus secretarias.4 Precisamente una semana antes el Senado había aprobado, y el presidente Bush firmado y convertido en ley, una proposición que otorgaba al Tesoro la autoridad temporal para respaldar a Fannie y Freddie. Ahora Paulson se enfrentaba a la cuestión de qué hacer con esa autoridad. Reconoció que había creado un extraño dilema: ahora los in versores asumían que el Gobierno proyectaba involucrarse. Eso ha ría aún más difícil para Fannie y Freddie captar capitales propios, porque los inversores temían que una intervención del Gobierno pudiera significar que los liquidara. Cualquier tipo de inversión realizada por el Gobierno parecía convertirse cada vez más en una profecía autocumplida. —O bien los inversores quedan masivamente diluidos, dada la cantidad de capital que van a necesitar, o Freddie y Fannie aca ban nacionalizadas5 —había declarado Dan Alpert, director gerente de Westwood Capital LLC a la agencia Reuters esa mañana. Sin una base más amplia de capital propio, no serán capaces de sobre vivir. En una sala de conferencias del Tesoro, Anthony Ryan, subse cretario para los mercados financieros, ponía al corriente a los ban queros sobre el trabajo del departamento en las GSE. Por parte de Morgan Stanley estaban presentes Robert Scully, Ruth Porat y Da niel A. Simkowitz. 226. Aaron Lucchetti, «The FannieFreddie Takeover. Two Veterans Led Task for Morgan Stanlep>, The Wall Street Journal, 8 de septiembre de 2008. 227. Al Yoon, «Freddie Posts 4* Straight Quaterly Loss, Slashes Dividend», Reuters, 6 de agosto de 2008.
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Cuando la presentación de Ryan iba por los diez minutos, entró Paulson, con la mirada ligeramente distraída. —Todo el mundo está analizando al milímetro lo que hace mos —dijo dirigiéndose al grupo, tratando de inspirarlos y de asus tarlos a la vez—. Os voy a hacer trabajar como esclavos. Pero tengo total confianza en que éste será el cometido más significativo de vuestra carrera. Scully apremió a Paulson a que les explicara sus razones. —Díganos qué piensa realmente que debemos hacer aquí —preguntó—. ¿Quiere darle una patada a la lata para que ruede calle abajo? —No —dijo Paulson, negando con la cabeza—. Quiero diri girme a la salida. No deseo dejar el problema sin resolver. Estaba firmemente decidido a que el proyecto no se convirtie ra en otro ejercicio burocrático que diera lugar a presentaciones en PowerPoint que sólo servirían para archivarlas. —Yo, bueno, nosotros tenemos tres objetivos: estabilidad del mercado, disponibilidad de las hipotecas y protección del contribu yente. —¿Hay opciones políticas que no se hayan puesto sobre la mesa o, de manera alternativa, tiene algunas ideas en mente por lo que se refiere a puntos de partida y enfoques del problema sobre las que le gustaría que reflexionásemos? —insistió Scully. —No, estáis ante una hoja de papel en blanco —respondió Paulson—. Todas las opciones están sobre la mesa; estoy dispuesto a tomarlo todo en consideración. Paulson estaba preparado para tomar un vuelo con su familia con el fin de asistir a los Juegos Olímpicos de Pekín. Sin embargo se trataba de unas vacaciones de trabajo; tenía una completa agenda de reuniones con distintos funcionarios chinos, y como todos sa bían, estaría pegado a su móvil. Pidió disculpas al grupo por tener que abandonar la reunión apresuradamente. —Dentro de diez días estaré de vuelta —les dijo—. Quiero encontrarme con grandes avances. En la primera semana de agosto, Min Euoosung llegó a Man
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hattan desde Seúl para reanudar las conversaciones con Lehman Brothers.6 Ese lunes, McDade, que seguía siendo escéptico sobre la posi bilidad de que se produjera un acuerdo, se dirigía a pie a las oficinas de Sullivan & Cromwell del centro de la ciudad con sus colegas para iniciar las negociaciones formales. —No van a tener huevos para hacer esto. McGee había reiterado a Fuld la conveniencia de que se que dase su despacho, a pesar de su insistencia en asistir a la reunión. —Tranquilízate —le aconsejó McGee—. Tú eres el CEO. Tie nes que ser el «desaparecido». En la jerga de Wall Street, el missing man es la excusa fácil que se puede usar cuando se llega a un acuerdo final sobre las condicio nes de un contrato pero se desea obtener condiciones todavía mejo res: simplemente se dice que aún falta la aprobación del CEO. McDade también estaba cada vez más ansioso porque la situa ción de fragilidad en la que se encontraba Fuld no ayudaría en las negociaciones. Empezaba a temer que Fuld tuviera la sospecha de que estaba tratando de hacerse con la compañía. A menudo, cuan do conversaba con Gelband y Kirk, sus protegidos, daba la impre sión de que Fuld estaba aprehensivo, como si estuviera imaginando que se maniobraba a sus espaldas. La paranoia de Fuld no hizo más que aumentar cuando McDade rehusó ocupar el antiguo despacho de Joe Gregory al lado del de Fuld, apoyándose en su «mal karma»; en cambio, se instaló en un despacho más alejado que daba al ves tíbulo, donde a Fuld le resultaba más difícil controlarlo. La verdad era que McDade se estaba haciendo poco a poco con el control de Lehman. Estaba en vías de reunir en un docu mento denominado El plan de juego un examen detallado de las finanzas de la firma y una visión del camino para salir adelante. 6. Las «reuniones secretas» de Lehman» con KDB fueron desveladas por Henny Sender y Francesco Guerrera, «Lehman's Secret Talks to Sell 50 % Stake Stall», Financial Times, 20 de agosto de 2008. Estas reuniones se celebraron los días 4 y 5 de agosto.
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Reunía media docena de escenarios posibles, la mayoría de los cuales incluía la misma variante, que era la división de Lehman en dos: un «banco bueno» con el que se quedarían y un «banco malo» del que se desprenderían, deshaciéndose así, al menos sobre el pa pel, de sus peores activos inmobiliarios. La primera reunión de esa mañana en Sullivan & Cromwell iba a permitir a los coreanos revisar los activos inmobiliarios comer ciales de Lehman. Mark Walsh, el artífice de la incursión de la empresa en el mercado comercial inmobiliario, hizo una presenta ción al grupo. Pero Min no tardó en considerar que Walsh no esta ba preparado y llamó a su lado a Kunho para decírselo. —Necesito entender esto mejor —le dijo en coreano—. Me siento muy incómodo con las valoraciones que se están haciendo. En seguida quedó claro que Min no quería saber nada de los ac tivos inmobiliarios comerciales de Lehman. Durante casi una hora pa recía que las conversaciones estaban a punto de fracasar. Pero esa tarde ambas partes empezaron a trabajar en una nueva estructura. Min dijo que estaba interesado en comprar una participación mayoritaria en Lehman, pero sólo si ponía todos los activos inmobiliarios comerciales y residenciales en una empresa aparte para que la inversión de KDB no resultara afectada. Las conversaciones parecían ir por buen camino, salvo por el hecho de que Fuld no dejó de llamar a los móviles de Mc Dade y McGee cada veinte minutos pidiendo noticias. A la mañana siguiente, a las once, Min dijo que había recibido autorización de los reguladores coreanos para hacer una oferta ini cial. Añadió que estaba preparado para pagar por Lehman 1,25 veces su valor en los libros, e incluiría la venta por parte de Lehman de sus negocios inmobiliarios, lo cual significaba que KDB estaba valorando a Lehman en una cifra entre veinte y veinticinco dólares por acción, una prima sobre su precio, ya que habían cerrado el día anterior a 15,57 dólares. McDade, McGee y el resto del equipo de Lehman se mostra ron inclinados a aceptar esta oferta. Sin embargo, McDade dijo que deseaba retirarse a las oficinas de la compañía para tratarlo antes de nada con Fuld. Estuvieron de acuerdo en que ambas partes volve rían a reunirse a las siete de la tarde, con la esperanza de alcanzar al menos un principio de acuerdo.
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Cuando unos y otros volvieron a encontrarse varias horas más tarde, apareció un invitado sorpresa: Fuld. El objetivo del equipo de Lehman era presionar a Min para que firmara una carta de in tenciones antes del acuerdo definitivo, aunque eso significase que demandaría algunas semanas más para discutir los detalles. Ese ges to, según todos coincidieron, aliviaría un poco la presión sobre las acciones de Lehman. Fuld se sentó junto a McDade, McGee y Kunho, con el ceño inexplicablemente fruncido. Frente a ellos, al otro lado de la mesa, estaban Min y su banquero, Gary Barancik, de Perella Weinberg Partners. —Bien, te escuchamos. Comprendemos lo que quieres hacer —dijo McDade, refiriéndose al plan de Min de hacerse con un paquete de control en Lehman después de que vendiera los activos inmobiliarios. —Empecemos —lo interrumpió Fuld—. Creo que estás co metiendo un gran error —le dijo a Min—. Estás perdiendo una gran oportunidad. Estos activos inmobiliarios tienen un gran va lor. Trataba de presionar a Min para que comprase al menos algu nos. A medida que avanzaba la conversación, Fuld sugirió que el plan de Min de pagar 1,25 veces el valor en los libros era «demasia do bajo», y les recomendó que negociaran sobre la base de 1,50 veces ese valor. McDade y McGee no se podían creer lo que estaban escu chando. Se habían pasado dos días orquestando un acuerdo basado en la venta de los activos inmobiliarios, y ahora Fuld estaba tratan do de renegociar todo lo que habían hecho. Y lo peor de todo fue que el rostro de Min reflejó un sentimiento de horror. Min se acer có a Barancik y susurró: «No me siento cómodo con esto», y en respuesta, Barancik habló en nombre del KDB. Dijo que sólo ne gociarían sobre la base de 1,25 veces la valoración de los libros, y luego, a medida que su bronca fue aumentando, empezó a cuestio nar la contabilidad de Lehman. —No creo que hayáis recogido todos los fallidos —dijo, reite rando que no estaban interesados en los activos inmobiliarios. —De acuerdo —dijo Fuld, poniendo de manifiesto su frus
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tración—. ¿A qué precio pensáis que debería venderse la cartera inmobiliaria? Antes de que Barancik pudiera responder, se le adelantó. —Bueno, ya tenemos un pliego de condiciones —intervino, tratando de reorientar la conversación en una dirección más pro ductiva—. ¿Por qué no le echamos un vistazo? —Mira, creo que lo que necesitamos ahora es tomarnos un descanso —dijo Barancik, presintiendo que la tensión podría atas car las conversaciones. Cuando salieron al pasillo, Fuld, que había interpretado mal el estado de ánimo de Min, se le acercó y volvió a reiterar la idea de venderle las propiedades inmobiliarias. McGee, que se encontraba detrás de Min y que se dio cuenta de que esta conversación no hacía más que predisponerlo en con tra, trató de hacer una seña a Fuld, deslizando su índice por la garganta, para que dejase de agobiar al coreano. Cuando finalmente logró sacarse de encima a Fuld, Min se llevó a Barancik a una pequeña habitación para estudiar el pliego de condiciones, que era más una lista de principios generales que un acuerdo formal. Mientras la revisaban, Min asentía a cada apar tado hasta llegar al punto final, donde se estipulaba que el KDB proporcionaría un crédito a Lehman para respaldar a la compañía. Para Min, ésa fue una bandera roja instantánea. ¿Buscaba Lehman una línea de crédito abierta, esperando apalancar el balance del KDB con el fin de reforzar su propia posición? Min, que parecía afligido, se acercó a Kunho Cho, su amigo desde que ambos trabajaran en Lehman, y lo invitó a mantener una conversación privada. Antes de que Min dijera una sola palabra, Cho podría decir que las cosas no iban bien. —Aquí hay un problema muy serio de credibilidad —dijo en coreano—. Hasta ahora hemos venido negociando de buena fe y con coherencia, y avanzábamos hacia la meta que todos deseába mos, y ahora, de repente, cambia el panorama —claramente frus trado, Min siguió hablando—. Mira, no se trata de 1,25 frente a 1,5 veces el precio en libros, ni de una línea de crédito de dos mil millones frente a cuatro mil millones. No es nada de eso. Es por el modo en que estáis llevando la reunión. No me siento cómodo con
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cómo la alta dirección de Lehman está llevando el asunto. No pue do seguir adelante sobre estas mismas bases. Cho, que había ayudado a convencer a Min para que viajase a Nueva York para la reunión, estaba destrozado. Cuando Min volvió a la sala principal de conferencias miró con aire de disculpa a Fuld y al resto de los banqueros reunidos en torno a la mesa. —Querría darles las gracias por todo, pero no creo que conte mos con un andamiaje que resulte útil —dijo y se levantó para marcharse—. Gary Barancik quiere continuar el diálogo. En la cara de Fuld apareció un gesto de dolor. —¿Quiere decir que se acabó? —preguntó, elevando la voz—. ¿Y usted se vuelve a Corea? Steve Shafran estaba en una estación de servicio de Sun Valley, Idaho, una fresca mañana de agosto cuando recibió la llamada de Hank Paulson. Shafran, que era uno de los principales asesores es peciales de Paulson en el Tesoro, estaba de vacaciones. —Ponme al día de lo que pasa con Lehman —pidió Paulson. Shafran estaba actuando como coordinador entre la SEC y la Reserva Federal para poner en marcha los planes de contingencia para una bancarrota de Lehman Brothers. Por su propia naturaleza era un encargo secreto, dado que no quería que nadie supiera —y mucho menos Lehman Brothers— que el Gobierno ya estaba pensando en la posibilidad de que pudie ra producirse, independientemente de lo improbable que pareciera. Además, Paulson estaba tan frustrado con los diferentes planes de Fuld que había asignado a Ken Wilson como enlace personal con Fuld. —Voy a decirle a Dick que se ponga al habla contigo —le dijo Paulson—. No es más que una pérdida de tiempo. Hablaré con él sólo cuando tenga algo importante que decirme. Para Shafran el proyecto de Lehman era aún más incómodo que para otros funcionarios del Tesoro porque era amigo de Fuld. Se conocían de Sun Valley, donde Shafran se había convertido en concejal del Ayuntamiento de Ketchum y Fuld tenía una propie
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dad de cuarenta y nueve hectáreas7 (con un valor de unos veintisiete millones de dólares), con una casa principal que daba a la carretera privada que cruzaba el río Big Wood y una cabaña a orillas del Lago Pettit, cerca de la de Shafran. Jugaban juntos al golf en el Club Valley y de vez en cuando se visitaban. Shafran sentía simpatía por Fuld y admiraba su intensidad. Pero ahora, sentado en el aparcamiento de la estación de servicio, hablando por teléfono, le dio a Paulson un informe de sus avances. Le explicó que habían identificado cuatro riesgos en Lehman: su libro de reposiciones o cartera de acuerdos de recompra, su libro de derivados, su corredor de valores y sus activos difícilmente reali zables, tales como propiedades inmobiliarias e inversiones en ac ciones. Paulson sabía que no podía hacer mucho por Lehman. En sí, el Tesoro no tenía poderes para regular a Lehman, por eso dejaría a otras agencias que ayudasen a gestionar la quiebra. Pero eso le pro ducía ansiedad. A principios del verano, David Nason había mantenido una reunión con la SEC y le había dicho a Paulson que no controlaban la situación. Con montones de hojas de las posiciones derivadas de Leh man desperdigadas delante de ellos sobre la mesa en la sala de conferencias, Grant había preguntado a Michael A. Macchiaroli, director asociado de la SEC, qué harían si Lehman quebraba. —Hay muchas posiciones —respondió Macchiaroli—. No estoy seguro de lo que vamos a hacer con ellas, pero trataremos de ponerlas en limpio, e iremos allí y vendría el SIPC —agregó, refi riéndose a la Corporación de Protección del Inversor de Valores, que actúa con una capacidad similar a la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC) pero en una escala mucho menor. —Ésa puede ser la respuesta —respondió Nason—. Sería un desastre. —El problema es que la mitad de su contabilidad está en el Reino Unido —dijo Macchiaroli, explicando que muchas de las 7. «Lehman Brothers CEO Is Local Land Barón», Idaho Mountain Ex press, 24 de septiembre de 2008.
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operaciones de Lehman se hacían a través de la sucursal de Lon dres—. Y sus contrapartes están fuera de Estados Unidos, y no te nemos jurisdicción sobre ellas. En caso de desastre, todo lo que la SEC podía hacer era tratar de mantener la unidad de operador de valores de Lehman en Esta dos Unidos, pero la compañía tenedora y todas sus subsidiarias in ternacionales tendrían que ir a la bancarrota. —Para garantizar todas las obligaciones de la compañía tene dora, tendríamos que pedir al Congreso que utilizara el dinero de los contribuyentes para garantizar las obligaciones que están fuera de Estados Unidos —anunció a los presentes—. ¿Cómo diablos vamos a pedir eso?
Más allá de la amplia pradera que se extendía ante el hotel del lago Jackson, los elevados y blancos picos de los Tetons ofrecían una vista majestuosa, que ya no dejaba sin aliento a Ben Bernanke como en el pasado. Mientras avanzaba por los senderos el 22 de agosto recordó que estaba allí, en el simposio de verano del Banco de la Reserva Federal de Kansas City, en el Parque Nacional Grand Tetón, cuyo nombre había oído por primera vez hacía casi una dé cada. Sin embargo, durante los tres próximos días, poco más podía esperar que críticas, el cuestionamiento de sus actuaciones durante el año anterior, y preguntas sobre el papel que debía desempeñar el Gobierno con respecto a Fannie y Freddie. Un año atrás, Jackson Hole había sido una experiencia más dura para Bernanke. A medida que se extendía la crisis aquel verano, Bernanke y un grupo muy reducido de asesores se reunieron en el hotel del lago Jackson, tratando de idear la manera en la que la Reserva Federal debería responder a la crisis de confianza. El grupo diseñó a grandes rasgos un enfoque con dos salidas que algunos acabarían llamando «la doctrina Bernanke».8 La pri mera parte implicaba el uso del arma mejor conocida del arsenal 8. John Cassidy, «Anatomy of a Meltdown», The New Yorker, 1 de di ciembre de 2008.
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del Fed: reducir las tasas de interés. Para hacer frente a la crisis de confianza de los mercados, los planificadores políticos querían ofre cer apoyo, pero no a expensas de alentar la imprudencia con miras al futuro. En su alocución a la conferencia de 2007, Bernanke había dicho: —No es responsabilidad de la Reserva Federal9 —ni sería apropiado— proteger a los prestamistas y a los inversores de las consecuencias de sus decisiones financieras. Aunque su frase siguiente («pero la evolución de los mercados financieros puede tener amplias repercusiones económicas para muchos más allá de los mercados, y la Reserva Federal debe tomar en cuenta dichas repercusiones a la hora de establecer las políticas») reforzó lo que se había percibido como la política del banco central desde el precipitado rescate, Fedorganizado, financiado por Wall Street, del fondo de alto riesgo LTCM en 1998: si aquellas repercu siones fueron lo bastante graves como para producir un impacto en todo el sistema financiero, el Fed podría tener incluso obligaciones más amplias que requerirían la intervención. Este punto de vista fue precisamente lo que influyó en su decisión de proteger a Bear Stearns. En la conferencia de ese año, la doctrina Bernanke había sido puesta en tela de juicio. Cuando Bernanke, al que se veía agotado, se dejó caer en su silla frente a la larga mesa de la sala de conferen cias del hotel, enteramente recubierta de madera, orador tras ora dor se levantaron para criticar el enfoque que hacía el Fed de la crisis financiera como esencialmente improvisado e ineficaz, y sus ceptible de promover un riesgo moral. Sólo Alan Blinder, antiguo vicepresidente del Fed y colega de Bernanke en Princeton, defendió al Fed. Blinder contó la siguiente historia: —Un día un muchachito holandés iba camino de su casa cuando observó una pequeña fuga en el dique que protegía a la po
9. Ben Bernanke, «Housing, Housing Finance, and Monetary Policy», Federal Reserve Bank of Kansas City's Economic Symposium, Jackson Hole, Wyoming, 31 de agosto de 2007. Véase http.//www.federalreserve.gov/newsev ents/speech/bernanke20070831 a.htm
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blación de aquella ciudad.10 Empezó a meter el dedo por la rendija. Pero entonces recordó la lección del riesgo moral que había apren dido en la escuela... «Las empresas que han construido este dique hicieron un trabajo malísimo», se dijo el niño. «No se merecen que las rescaten, y si se hiciera eso, no haría más que alentar la aparición de más construcciones de mala calidad. Además, la gente ignorante que vive aquí nunca debería haber construido sus casas en una lla nura desecada.» Así pues, el niño siguió su camino a casa. Antes de que llegara, el dique reventó, provocando la inundación de varios kilómetros alrededor y el ahogamiento del niño holandés. Tal vez los presentes hayan oído la versión alternativa del Fed de esta histo ria. En esta versión más amable y menos dramática, el muchachito holandés, desesperado en parte y preocupado por los horrores que conllevaba una inundación, metió el dedo en la rendija del dique y lo mantuvo allí hasta que vinieron a ayudarlo. Resultaba doloroso y no había garantía alguna de éxito, y el niño podría haber hecho otras cosas. Pero de todos modos lo hizo. Y la gente que vivía detrás del dique se salvó del error que había cometido. El día anterior, Bernanke, en su discurso al simposio, había hecho un llamamiento para ir más allá de la estrategia de tapar la rendija con un dedo, urgiendo al Congreso a crear un «régimen de resolución estatutaria para los no bancos».11 —Una infraestructura más sólida ayudaría a reducir los ries gos sistémicos —manifestó Bernanke. Bernanke no mencionó ni a Fannie ni a Freddie, pero el desti no de ambos estaba en la mente de muchos de los asistentes a Jack son Hole. Ese viernes, Moody's bajó la calificación de las acciones preferentes de ambas compañías hasta el nivel «no invertir», o ba
228. Alan S. Blinder, «Discussion of Willem Buiter's, "Central Banks and Financial Crises"», Federal Reserve Bank of Kansas City's Annual Economic Symposium», Jackson Hole, Wyoming, 23 de agosto de 2008. Véase http.// www.kc.frb.org/publicat/sympos/2008/blinder.08.25.08.pdf 229. Ben Bernanke, «Reducing Systemic Risk», Federal Reserve Bank of Kansas City's Annual Economic Symposium», Jackson Hole, Wyoming, 22 de agosto de 2008.
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sura.12 Aumentaron las expectativas de que el Tesoro apretara el gatillo y pusiera capital en Fannie y Freddie. Jackson Hole también había sido, por supuesto, un destino popular para los muy ricos. James Wolfensohn, antiguo banquero de Schroder y Salomón Brothers, que llegó a ser presidente del Banco Mundial, fue uno de los residentes célebres de Jackson Hole, y durante el simposio de 2008 organizó una cena en su casa. Ade más de Bernanke, en la lista de invitados figuraban antiguos fun cionarios del Tesoro como Larry Summers y Roger Altman, así como Austan Goolsbee, asesor económico de Barack Obama, que iba a ser nombrado oficialmente candidato demócrata a la presi dencia. Esa noche, Wolfensohn planteó dos preguntas a sus invitados: la pérdida de confianza, ¿debería ser un capítulo o una nota a pie de página en los libros de historia? A medida que iba dando vuelta a la mesa y recogiendo opiniones, todos iban coincidiendo en que probablemente sería una nota a pie de página. Luego, Wolfensohn preguntó qué les parecía más probable, que hubiera otra Gran Depresión, o que se pasara por una década perdida, como había sucedido en Japón en los años noventa. La respuesta de consenso fue que la economía de Estados Unidos pro bablemente pasaría por un prolongado estancamiento, similar al de Japón. Sin embargo, Bernanke, para sorpresa de los reunidos, dijo que ninguno de los dos escenarios era una posibilidad real. —Hemos aprendido tanto de la Gran Depresión y de Japón que no caeremos en ninguna de las dos situaciones —dijo con gran seguridad. —Hemos tomado una decisión —anunció Paulson a su equi po de asesores en una sala de conferencias del Tesoro la última se mana de agosto refiriéndose al destino de Fannie y Freddie—. No pueden sobrevivir. Tenemos que arreglar este asunto, si nuestro ob jetivo es arreglar el mercado hipotecario. Desde su regreso a Washington después de su estancia en Pe kín, Paulson había pasado todo un día escuchando las presentacio 12. Jody Shenn, «Fannie, Freddie Preferred Stock Downgraded by Moo dy's», Bloomberg News, 22 de agosto de 2008.
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nes de Morgan Stanley y de otros, y había decidido que la única opción que tenía era entrar en acción, sobre todo porque veía que las acciones de ambas compañías seguían cayendo. A juicio de Paul son, a menos que se resolviera lo de Fannie y Freddie, toda la eco nomía estaría en peligro. Morgan Stanley se había pasado las tres últimas semanas tra bajando en lo que internamente se conocía como Proyecto Funda mentos.
La firma había emprendido un análisis, crédito por crédito, de las carteras de dos gigantes de las hipotecas, enviando gran cantidad de datos de Fannie y Freddie a la India, donde unos mil trescientos empleados del centro de análisis de Morgan revisaban las cifras de cada préstamo, casi la mitad de las hipotecas de Estados Unidos. Los banqueros de Morgan Stanley calcularon que las dos com pañías hipotecarias necesitarían unos cincuenta mil millones de inyección de liquidez, sólo para cubrir sus necesidades de capital, que ascendía al 2,5 por ciento de sus activos; los bancos debían te ner, como mínimo, el 4 por ciento. Con el deterioro del mercado de la vivienda estaba claro que el delgado colchón de capital de las GSE estaba en peligro. Y lo que era peor, Paulson podía ver señales de que China y Rusia podrían dejar de comprar muy pronto, y tal vez empezar a vender, deuda de Fannie y Freddie. Jamie Dimon lo había llamado y lo había animado a poner en marcha una actuación decisiva. Paulson dirigió un debate en una reunión en la sede del Tesoro so bre si tenía sentido o no poner a Fannie y Freddie en la protección de quiebra del capítulo 11 o si la mejor opción era actuar de una manera conservadora, según la cual las compañías seguirían ope rando públicamente con el control del Gobierno en calidad de ad ministrador fiduciario. Ken Wilson estaba un poco ansioso por el hecho de que se fuera a llevar a cabo sin una mayor orientación profesional lo que Paulson estaba describiendo como «absorción hostil». —Hank, no hay ni un puñetero modo de que podamos llevar adelante este tipo de alternativas sin contar con una firma de abo gados de primera categoría —le dijo Wilson.
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—De acuerdo —aceptó Paulson—. ¿En quién estás pen sando? —Déjame que llame a Ed Herlihy en Wachtell y vea si él lo puede hacer —respondió Wilson. —La idea de meter a estos tipos en el capítulo 11 es una bro ma. Todavía son entidades de propiedad privada con obligacio nes hacia sus accionistas y tenedores de bonos. Esto se está ponien do feo. Wilson tenía una razón de peso para haber recomendado a Herlihy: había estado involucrado en algunas de las mayores bata llas de absorción corporativa de Estados Unidos. A principios de ese año había participado en el asesoramiento de JP Morgan Chase para la adquisición de Bear Stearns. Su firma —Wachtell, Lipton, Rosen & Katz— era sinónimo de guerra corporativa. Uno de sus socios fundadores, Martin Lipton, había inventado una de las de fensas más famosas contra las fusiones, la «pildora venenosa». Si el Tesoro estaba planeando una absorción hostil dirigida por el Go bierno —la primera de la historia— entonces Herlihy era sin la menor duda el abogado que necesitaban. Empezaron a preparar sus planes de batalla el fin de semana del 23 de agosto. Herlihy y un equipo de abogados de Wachtell, Lipton, Rosen & Katz vinieron a Washington en media docena de lanzaderas diferentes de Delta y US Airways para no levantar sospe chas. Paulson los introdujo en el plan del juego, auxiliado por Dan Jester, el texano larguirucho que se había incorporado al Tesoro hacía un mes. La esperanza era que, al igual que las megaabsorcio nes se llevaban a cabo durante un fin de semana largo de tres días para evitar una filtración que pudiera impactar en la bolsa, ellos podrían absorber a Fannie y Freddie durante la jornada festiva del Día del Trabajo, que sería el siguiente fin de semana. Pero Paulson se dio cuenta muy pronto de que el objetivo del Día del Trabajo no se iba a poder cumplir. Uno de los abogados se había dado cuenta de que el regulador de Fannie y Freddie de la Agencia Federal de Financiación de la Vivienda, James Lockhart, había escrito cartas a ambas compañías en el verano diciendo que se las consideraba adecuadamente capitalizadas.
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—Te estás quedando conmigo —respondió Paulson al oír lo de las cartas. El Tesoro podría encontrar resistencia de los valedores de los GSE en el Congreso y de las propias compañías si el Gobier no invirtiera de una manera aparentemente arbitraria. La afirma ción de que las compañías estaban bien capitalizadas y el apoyo del regulador representaban un desafío. —Son intangibles y lo que yo llamaría capital basura —se quejó Paulson. —Tenemos que rehacer el acta —anunció Jester con respecto a las cartas de la Agencia Federal de Financiación de la Vivienda. —Bien, bien —convino Herlihy—. Necesitamos nuevas car tas que pongan las cosas un poco peor, o que sean menos con cretas. Cuando el equipo del Tesoro se reunió en torno a la mesa, se planteó el asunto de cómo proceder en el caso de la absorción: ¿qué pasaría si los consejos de administración de ambas entidades se re sistían? —Vamos, hacedme caso —dijo Paulson—. No me estáis cre yendo, pero conozco a los consejos de administración, y seguro que van a aceptar. Cuando empecemos a tratarlo con ellos, aceptarán. En la mañana del martes 26 de agosto, Paulson entraba en la Casa Blanca y lo conducían escaleras abajo hacia el sótano del Ala Oeste, donde se le ofreció un asiento en la Sala de Situación. A las 9.30 apareció la imagen del presidente Bush en una de las grandes pantallas, transmitida desde su rancho en Crawford, Texas, me diante videoconferencia segura con Paulson. Después de los cum plidos de rigor, Paulson expuso su plan para organizar el equivalen te a una invasión financiera de Fannie y Freddie. Bush le dijo que podía seguir adelante con los preparativos. Como se acercaba el fin de semana del Día del Trabajo, el equipo del Tesoro y sus asesores empezaron a planear los detalles concretos de la doble absorción. Sabían que tendrían que moverse con rapidez, con precisión militar y en secreto antes de que las GSE tuvieran tiempo para reunirse con sus valedores en el Congreso. Redactaron escritos especificando con exactitud lo que dirían a las compañías y a sus consejos de administración. Querían dejar claro que no habría compromisos ni demoras. Entre ellos, los funciona
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rios del Tesoro hablaban de ofrecer a Fannie y Freddie dos salidas: salida 1, ellos cooperaban; salida 2, el Tesoro actuaba sin su colabo ración de todos modos. El martes 28 de agosto por la mañana, Bob Willumstad y el jefe de estrategia de AIG, Brian Schreiber, llegaron al cuartel gene ral de JP Morgan en el 270 de Park Avenue. Escoltados por un guardia de seguridad, fueron conducidos por un ascensor privado hasta la planta de los ejecutivos de la firma, donde tenían una cita con Jamie Dimon. Después de cruzar las puertas de vidrio de la entrada principal, internándose en la amplia recepción forrada de madera, Willumstad y Schreiber llegaron a las oficinas recién reno vadas de la planta 48. Cuando los dos hombres se sentaron a espe rar, Willumstad sabía que su asociado mantenía un silencio airado. Schreiber había estado trabajando todo el mes de agosto en distin tos planes para captar capital y ampliar las líneas de crédito para no tener que hacer frente a una crisis de liquidez si los mercados fueran a peor. Como parte de sus esfuerzos había mantenido una reunión con un determinado número de bancos y le había causado una mala impresión el tono de JP Morgan, y seguía resentido por la actitud agresiva de la empresa cuando retiró el capital de AIG en la primavera. Los ejecutivos de AIG fueron conducidos hasta el despacho de Dimon, que en realidad era una oficina con un escritorio, una sala de estar y una sala de conferencias. En ésta, tomaron asiento alrede dor de la mesa Dimon, Steve Black, codirector del banco de inver siones, Ann Kronenberg y Tim Main, de espaldas a una pizarra blanca. Después de un breve intercambio de saludos, Dimon les agra deció su presencia, y Main, que dirigía el grupo de instituciones financieras del banco, explicó los motivos por los cuales AIG debía contar con JP Morgan. Main destacó la posición de número uno que ocupaba su grupo en la clasificación más reciente y puso el acento en que su trabajo para ayudar al Grupo CIT dio lugar a dos ofertas de capital por valor de mil millones de dólares. —Es un logro dudoso para citarlo aquí —comentaría más tar de Willumstad a Schreiber—, si tenemos en cuenta que las accio nes de CIT se negociaron por debajo de los diez dólares en agosto
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de 2008, cuando cuatro años atrás valían cuatro veces esa cantidad y más. Pero entonces Main concluyó con una indirecta nada sutil so bre AIG y su pasada experiencia en la compañía. Señaló que JP Morgan tenía mucho que ofrecer, pero insistió en que era impor tante que sus clientes reconocieran sus propios problemas y defi ciencias. Muchos de los presentes, incluido Dimon, quedaron sor prendidos. —¿Por qué no dejamos a un lado los agravios? —intervino Dimon, interrumpiendo a Main. Pero el daño ya estaba hecho, y los ejecutivos de AIG estaban claramente molestos. Willumstad encontró que su comportamien to había sido impropio, mientras que Schreiber pensó que había sido ofensivo. Unos minutos después olvidaron el comentario y reanudaron las conversaciones directamente con Dimon, mientras que Main se dejaba caer en su silla cariacontecido. —Jamie, una de las preocupaciones que me traen aquí es la alta probabilidad de que nos rebajen la calificación 13 —explicó Wi llumstad—. Las agencias de calificación me prometieron que espe rarían hasta finales de septiembre, pero entonces salió el informe de Goldman y se pusieron nerviosos —dijo, haciendo referencia a un informe analítico realizado por Goldman Sachs que planteaba pre guntas acerca de la compañía. El informe había tenido tanta repercusión que Willumstad ha bía recibido una llamada de Ken Wilson y Tony Ryan del Tesoro para interesarse por la compañía. —Tal vez debas aceptar la rebaja. No es el fin del mundo —sugirió Dimon. —No, no se trata sólo de la rebaja de calificación —insistió Willumstad—. Dado que la compañía había recibido un aviso de la SEC va rias semanas atrás, una rebaja resultaría muy cara.14 Si Standard & Poor s o Moody's rebajaban su calificación un punto, AIG necesita 230. Hugh Son, «AIG Falls as Goldman Says a Capital Raise Is "Likely"», Bloomberg News, 19 de agosto de 2008. 231. Las cifras son del archivo 10Q de AIG del 6 de agosto de 2008.
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ría destinar diez mil quinientos millones de dólares de garantías subsidiarias; si ambas agencias reducían sus calificaciones, el daño se elevaría a trece mil trescientos millones. Sus ejecutivos estaban calculando que muy pronto la firma podría tener que enfrentarse a solicitudes de dieciocho mil millones de garantías subsidiarias. Lo que quedó en el tintero fue el hecho de que si AIG llegara a no tener liquidez para hacerles frente, la bancarrota sería la única alternativa. Según lo veía Dimon, era un problema de liquidez a corto plazo. —Tenéis un montón de garantías subsidiarias, ya lo sabéis, tenéis un balance de un billón de dólares, tenéis abundancia de tí tulos —les dijo—. Sí, podría ser mucho peor, pero por el momen to, sólo es un contratiempo pasajero. —Es cierto —convino Willumstad—, pero no es tan sencillo. La mayor parte de las garantías está en compañías de seguros regu ladas. A mediados de ese año, AIG tenía setenta y ocho mil millones de dólares más en activos que en obligaciones. Pero la mayoría de esos activos se encontraba en sus setenta y una compañías de segu ros subsidiarias, reguladas por el Estado, y la empresa matriz no los podía vender tan fácilmente.15 Prácticamente no había ninguna posibilidad de que AIG cap tara efectivo rápidamente mediante la venta de esos activos. Ahora comprendió finalmente Dimon el alcance del proble ma, al igual que todos los presentes. Mientras salían, Dimon se llevó a Willumstad aparte. —Escucha, el tiempo es un lujo que no está a vuestro alcance. Si no somos nosotros, busca a cualquier otro, pero tenéis que hacer frente a esto. 15 AIG sacó un comunicado de prensa el 18 de septiembre de 2008, asegurando a los responsables de la política que su protección era un prioridad máxima: «Las setenta y una aseguradoras subsidiarias de AIG reguladas por el Estado no recibirán un rescate; son financieramente solventes —decía—. El res cate federal de las partes de AIG que no son de seguros no cambia negativamen te la fuerte solvencia de sus subsidiarias de seguros.», véase http.//www.aig.com
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Al día siguiente, Willumstad siguió con la reunión. —Jamie, esto sólo va a funcionar si hay química entre ambas partes —empezó Willumstad—. Con el debido respeto, sé que confiáis mucho en Tim Main, pero la realidad es que habéis visto lo mismo que yo. Dimon sabía, exactamente Jo que iba a decir WiJJumstad y Jo interrumpió. —Lo llevará Steve Black. —Bien —respondió Willumstad.
—Tienes que ir pensando en hacer la maleta y venirte —le dijo Ken Wilson a Herb Allison, ex ejecutivo de Merrill Lynch y TIAACREF cuando lo localizó en la playa de las Islas Vírgenes el miércoles por la noche y le hizo partícipe del gran secreto: el Go bierno planeaba absorber a Fannie y Freddie el próximo fin de se mana, 6 de septiembre. Sin embargo, no era una llamada de carácter social; Wilson había telefoneado a Allison para contratarlo como CEO de Fannie. Después de todo, si se iban a hacer cargo de la compañía, necesita ban nombrar su propia dirección. —Mira, Ken —respondió Allison—. Me gustaría. Por razones de servicio público estoy interesado en ese puesto. Quiero ayuda ros, tíos, y tienes que ponerme al corriente de lo que hay que hacer. No tengo qué ponerme. Todo lo que me traje son pantalones cortos y chancletas. Wilson prometió comprarle algo de ropa cuando llegara a Washington. Paulson había decidido ejecutar el plan de la absor ción a principios de la semana después de una visita de Richard Syron, director ejecutivo de Freddie Mac. La conversación de Paul son con Dan Mudd, CEO de Fannie Mae, con el que Paulson se llevaba mejor que con Syron, aún no le había servido de inspira ción. Y por eso la noche del jueves 4 de septiembre el Tesoro puso en marcha su plan de batalla. Con toda precisión, los directores ejecutivos de Fannie y Freddie recibieron la petición de que acudieran a sendas reuniones
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el viernes por la tarde con Paulson y Bernanke en las oficinas de la Agencia Federal de Financiación de la Vivienda. La reunión de Mudd empezaría a las tres de la tarde; la de Syron a las cuatro. Se les avisó de que fueran con sus directores generales, pero que no lo comentaran con nadie. Paulson se imaginó que para cuando pudie ra filtrarse algo los mercados estarían cerrados y él tendría cuarenta y ocho horas para ejecutar su plan. Esa tarde se cernían sobre la capital oscuras nubes de lluvia a medida que se aproximaba la tormenta tropical Hanna. En una sala de conferencias unas plantas más arriba, Bernanke tomó asiento a un lado de James Lockhart mientras Paulson se sentaba al lado con trario. En las dos reuniones, James Lockhart empezó por decir a los ejecutivos de Fannie y Freddie y a sus abogados que sus compañías estaban ante unas pérdidas potencialmente tan elevadas que no po drían funcionar y cumplir con su cometido. La Agencia Federal de Financiación de la Vivienda les dijo, leyendo lo que llevaba escrito, que estaba actuando «en lugar de permitir que las condiciones em peorasen». Habría que poner a las empresas en el refrigerador, explicó, y a pesar de que seguirían siendo compañías privadas con acciones cotizadas en bolsa, el control de ambas pasaría a manos de la Agen cia Federal de Financiación de la Vivienda. La actual dirección sería reemplazada. No habría paracaídas dorados.16 —Voy a ser claro, abierto y sincero —les dijo Paulson—. Nos gustaría contar con vuestra cooperación. Necesitamos vuestro con sentimiento —pero a renglón seguido agregó—: tenemos apoyo para hacer esto en contra de vuestra voluntad, y elegiremos ese ca mino si es necesario.
16. «El resultado ha sido que no fueron capaces de proporcionar la nece saria estabilidad al mercado. También se sintieron incapaces de cumplir su mi sión de proporcionar vivienda asequible. Antes de permitir que estas condiciones empeoren y pongan nuestros mercados en peligro, la FHFA, después de una me ticulosa revisión, ha decidido tomar cartas en el asunto ahora.» Véase «FHFA Director Lockhart Issues Statement on Safety and Soundness Concerns», US Fed News, 7 de septiembre de 2008.
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Syron se rindió rápidamente, llamando a su consejo de admi nistración y dándoles las malas noticias. El CEO de Fannie, Daniel Mudd, se lo puso más difícil. Él y sus abogados se retiraron a las oficinas de Sullivan & Cromwell en Washington. Los abogados estaban furiosos, y Rodgin Cohén, un hombre habitualmente mesurado, llamó a Ken Wilson al Tesoro y le gritó: —Ken, ¿qué está pasando aquí? ¡Esto es una mierda! Cuando los ejecutivos de Fannie empezaron a pedir apoyo a los legisladores del Congreso descubrieron que Paulson y el Tesoro ya los habían estado presionando en secreto, haciéndoles ver lo pru dente que era la absorción. Los abogados de Fannie convocaron a todos los miembros del consejo de administración en Washington para una reunión con la Agencia Federal de Financiación de la Vivienda al día siguiente. El Tesoro había dejado claro que sólo tenían que estar presentes los consejeros, por lo tanto Fannie no podría traer a la reunión a su asesor bancario, Goldman Sachs. A mediodía del sábado, los abogados —Beth Wilkinson, Rod gin Cohén y Robert Joffe, de Cravath, Swaine & Moore, que esta ban asesorando al consejo de administración de Fannie—, acompa ñados por los trece consejeros, se amontonaban en la misma habitación de reducidas dimensiones de la Agencia Federal de Fi nanciación de la Vivienda que se había utilizado el día anterior, cuando el Tesoro les había presentado sus condiciones:17 el Tesoro compraría mil millones de dólares de nuevas acciones prioritarias preferentes de cada compañía, lo cual representaba el 79,9 por ciento de las acciones comunes de cada una de ellas. El Gobierno contribuiría con unos doscientos millones de dólares en cada com pañía, si fuera necesario. Los términos no eran negociables. La reunión finalizó rápidamente, y los directores de Fannie se retiraron para deliberar. Beth Wilkinson se dio cuenta de que tendría que cancelar la cena de cumpleaños que había planeado con su marido, David 17. Rebecca Christie y John Brinsley, «US Takeover of Fannie, Freddie
Off ers "Stopgap"», Bloomberg News, 8 de septiembre de 2008.
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Gregory, de NBC News. Horas más tarde, ese sábado noche el con sejo de Fannie Mae votó finalmente la aprobación. A Paulson lo despertó a las 22.30 de ese mismo día una llamada de Barack Oba ma, en ese momento candidato demócrata a la presidencia. Horas antes, en una alocución de campaña en Indiana, Obama había di cho acerca de la situación de Fannie y Freddie que cualquier actua ción que se llevara a cabo debía centrarse «no en los caprichos de los cabilderos ni en los intereses especiales que los hacen temer por sus bonos y honorarios, sino en la cuestión de si saldrá fortalecida nues tra economía y ayudará a los propietarios en apuros».18 Obama y Paulson hablaron casi una hora. Después del anuncio el domingo de la toma de control, se produjo un notable alivio en el equipo del Tesoro que había traba jado en ello durante semanas. Habían conseguido algo que estaban seguros influiría en gran medida en la estabilización del sistema financiero. Los mercados apreciarían rápidamente que se había eli minado una de las principales fuentes de incertidumbre. El equipo había marcado un gol. Sin embargo, Paulson tenía una preocupación que no lo aban donaba: Lehman Brothers. Ken Wilson, con una tarde libre a su disposición por primera vez desde que había empezado a trabajar con Paulson, abandonó el Tesoro y se dirigió a pie a su apartamento, y de allí a una taberna en Georgetown para cenar mientras veía un partido de fútbol. Esa noche revisó su correo de voz y se encontró con varios mensajes de Dick Fuld. Cuando le devolvió la llamada, Fuld le habló de lo animado que estaba por las noticias sobre Fannie y Freddie, y dijo que espe raba que eso calmara los mercados. Pero estaba angustiado por el hecho de que no surgieran posibilidades de acuerdos para Lehman. La posibilidad coreana parecía condenada al fracaso. El Bank of America estaba perdido. Fuld dijo que la empresa estaba planeando poner en marcha la estrategia del banco viablebanco inviable, con la que esperaba colocar los activos inmobiliarios tóxicos de la com 18. Mientras, Obama hablaba a los periodistas en Indiana el 6 de sep tiembre de 2008. Véase http.//www.msnbc.msn.com/id/26577811/
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pafiía en una firma aparte. Stephen Schwarzman, cofundador de Blackstone Group y antiguo banquero de Lehman, acababa de te ner una conversación franca con Fuld. —Dick, esto es como un cáncer. Tienes que eliminar las partes afectadas. Tienes que volver a la antigua Lehman. Wilson, nervioso ante la posibilidad de que el plan de deriva ción no fuera suficiente, le dijo a Fuld: —Debes pensar seriamente en lo que le conviene a la empresa —con lo que trataba de sugerirle educadamente que tenía que ven der la firma, pero sin utilizar la palabra venta. —¿Qué quieres decir? —preguntó Fuld. —Si las acciones siguen bajando, podría salir de este largo le targo con un precio que no pareciera tan atractivo. Pero tal vez tendrías que aceptarlo para mantener la organización intacta. —¿Qué quieres decir con bajar el precio? —Podría bajar hasta cifras de un solo dígito. —De ningún modo —dijo Fuld con indignación—. ¡Bear Stearns consiguió diez dólares por acción, y no tengo ni puñetera intención de vender la compañía por menos!
Capítulo 12
La noticia empezó a acaparar los teletipos el lunes por la noche, y a las dos de la mañana ya había sido recogida por todas las agencias de noticias del mundo: el KDB ya no pujaba por Lehman. «Todos los ojos están puestos en el rescate de Lehman mientras el salvavi das coreano flota a la deriva», pregonaba el titular de Reuters.1 Jun Kwangwoo, presidente de la Comisión de Servicios Fi nancieros de Corea, había mantenido una breve sesión informativa en Seúl esa noche con los periodistas y había manifestado que las conversaciones mantenidas con Lehman a lo largo del verano esta ban muertas: «Considerando las condiciones del mercado financie ro en el ámbito nacional e internacional, el KDB debía abordar con suma cautela la inversión en Lehman en este momento.»2 El martes por la mañana, Dick Fuld, sentado a solas en su oficina con la mirada fija en las pantallas de los ordenadores, a duras penas contenía su rabia. Para él, las conversaciones habían acabado hacía tiempo. KDB había hecho otro breve intento con una oferta de 6,40 dólares la acción, aunque Fuld no pensaba que fueran en serio, pero para el público, al que habían llegado rumores de un acuerdo, la noticia sería como un mazazo. Las acciones de
232. Kim Yeonhee y Chris Wickham, «Eyes on Lehman Rescue as Korea Lifeline Drifts», Reuters, 8 de septiembre de 2008. 233. Ibídem. Véase además Susanne Craig, Diya Gullapali y Jin Young Yook, «Korean Remarks Hit Lehman», The Wall Street Journal, 9 de septiembre de 2008.
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Lehman cayeron en picado prácticamente desde el momento mis mo en que abrió el mercado.3 El momento del anuncio resultaba especialmente embarazoso para Fuld por cuanto Lehman estaba en medio de la celebración de su conferencia anual de banca en el hotel Hilton de Midtown Man hattan, a escasas dos calles de sus oficinas centrales. 4 Había un ve hículo de la CNBC aparcado justo enfrente para cubrir el segundo día del evento; estaban previstas las intervenciones de Bob Steel, que ahora estaba en Wachovia, y Larry Fink, de BlackRock, para esa mañana. Bob Diamond, de Barclays Capital, había hablado el día anterior. Bart McDade entró en la oficina de Fuld justo después de la apertura del mercado, pero antes de que pudiera decir nada, Fuld empezó a vociferar señalando el televisor: «Otra vez lo mismo. Otra vez la percepción supera a la realidad.»5 McDade, educadamente, se fijó en la pantalla. El titular de la CNBC advertía: «A Lehman se le acaba el tiempo.»6 David Faber, el avezado reportero de la cadena, especulaba sobre el tema, señalando: «Tienen mucho que hacer en tre este momento, y el viernes [...] la compañía anunciará sus bene ficios», para añadir luego en tono profético: «¿Realmente pueden informar de las pérdidas previstas el viernes y decir a continuación que siguen considerando alternativas estratégicas? Puede que sí, y tal vez tengan que hacerlo, pero sin duda surgen muchas pre guntas.» El hecho es que McDade quería hablar con Fuld precisamente del tema que Faber acababa de plantear. McDade le dijo a Fuld que 234. Joe BelBruno, «Lehman Shares Plunge 30 Percent on Report that Talks with Korea Development Bank Ended», Associated Press, 9 de septiembre de 2008. 235. La Conferencia se celebró en el hotel Hilton de Nueva York del 8 al 10 de 2008. El consejero delegado de Wachovia Robert Steel presentó el martes 9 de septiembre, según el comunicado de prensa. «Wachovia CEO Robert K. Steel to Present at Lehman Conference», PR Newswire, 3 de septiembre de 2008. 236. Fuld, según se cita en un artículo de John Helyar y Yalman Onaran, «Fuld Sought Buffett Offer He Refused as Lehman Sank», Bloomberg News, 10 de noviembre de 2008. 237. «Stocks to Watch», CNBC, 9 de septiembre de 2008.
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él pensaba que deberían preanunciar beneficios antes de la convo catoria prevista para el jueves siguiente, tal vez incluso al día si guiente. —Tenemos que tranquilizar la cosa —le dijo. —Sí —coincidió Fuld—. Tenemos que actuar con rapidez para que este maremoto financiero no nos arrastre.7 Hank Paulson tenía un aire sombrío el martes por la mañana cuando entró en la sala de juntas situada frente a su oficina en el edificio del Tesoro, seguido por su equipo de asesores: Tony Ryan, Jeremiah Norton, Jim Wilkinson, Jeb Masón y Bob Hoyt. Su reu nión de las diez con Jamie Dimon y con el comité operativo de JP Morgan Chase había sido concertada hacía semanas como parte de una serie de reuniones que la empresa había programado para me jorar las relaciones con el Gobierno.8 —Gracias por venir hasta aquí —dijo Paulson con poco áni mo al abrir la reunión. En realidad, seguía preocupado por la reac ción ante la absorción de Fannie y Freddie, de la que apenas habían pasado cuarenta y ocho horas. Creía que había hecho los movi mientos debidos para orquestar el problema, pero al parecer los inversores no estaban de acuerdo. Lejos de estabilizarse, como pen saba que sucedería, los mercados parecían otra vez a punto de vol verse locos. Pero lo más chirriante de todo era la reacción del Congreso. Estaba especialmente molesto con el senador Dodd, al que perso nalmente había informado el domingo, poco después del anuncio. Él pensaba que Dodd había concedido tácitamente su apoyo, pero al día siguiente se había mofado de él públicamente, dando a en tender que su solicitud de poderes temporales —que Paulson había
238. John Helyar y Yalman Onaran, «Fuld Sought Buffett Offer He Re fiised as Lehman Sank», Bloomberg News, 10 de noviembre de 2008. 239. Según las agendas oficiales conseguidas en el Departamento del Teso ro, esta reunión estaba prevista para las 8.30 del 9 de septiembre de 2008, y fue una de las muchas enumeradas en la agenda de Paulson.
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dicho claramente que no tenía intenciones de utilizar— había sido sólo una treta. —Quería el bazuca, pero no para utilizarlo9 —había comenta do Dodd ante los reporteros el lunes en una conferencia de prensa —. Aceptamos su palabra de que eso era todo lo que iba a ser necesario. Si me engañas una vez, es tu culpa. Si me engañas dos veces, la culpa es mía —y luego planteó abiertamente la pregunta que hasta entonces sólo se susurraba en Washington—: ¿Va a pro ducir esta medida los resultados deseados, o se están contemplando otras? El senador Jim Bunning, que había atacado a Paulson en el verano, llegando incluso a tacharlo de socialista, fue todavía más mordaz: —El secretario Paulson sabía más de lo que dijo ante el Comité de Banca. Sabía que Fannie y Freddie estaban irremisiblemente dañadas. Sabía todo el tiempo que iba a tener que hacer uso de su autoridad a pesar de lo que estaba diciendo ante el Congreso y el pueblo americano.10 Paulson había reservado menos de una hora a la reunión con JP Morgan, a pesar de que sabía lo importante que era para Di mon. —He tratado de alentar la apertura de líneas de comunicación entre Wall Street y el Capitolio —les dijo en esta ocasión a los ban queros, explicando que cuando él dirigía Goldman no había «reco nocido lo importante que era establecer las relaciones adecuadas en Washington». —Conseguir que se hagan las cosas aquí no es tan fácil como parece —dijo, y todos los presentes rieron ante la clara referencia a la nacionalización de Fannie y Freddie. Cuando le preguntó a Dimon lo que pensaba de la jugada, éste, que había alentado a Paulson a aplicar el conservadurismo, respondió de forma positiva y diplomática: 9. Alison Vekshin, «Dodd Plans Senate Hearing on Fannie, Freddie Takeover», Bloomberg News, 8 de septiembre de 2008. 10. Afirmación realizada por Bunning el 8 de septiembre de 2008, titu lada «Bunning Rips Bailout of Fannie and Freddie».
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—Era lo que había que hacer. Pudimos ver la magnitud que estaba alcanzando el problema a lo largo del fin de semana —y añadió que había quedado claro que ciertos vínculos de Fannie y Freddie no se sostendrían al llegar el lunes. Dimon, con gran tacto, evitó mencionar el hecho de que el mercado bursátil no daba la impresión de ir estabilizándose. —Si vosotros lo creéis, chicos, hacedlo saber —dijo Paulson antes de que se levantaran para marcharse—. Me vendría bien la ayuda. Por aquí nadie quiere oír mi análisis.
Tras esa singular petición de ayuda del secretario del Tesoro, los altos ejecutivos de JP Morgan se dividieron en pequeños grupos para realizar las visitas de cortesía de rigor a sus supervisores fe derales. De esas visitas, la más importante fue la de Dimon al presi dente de la Reserva Federal, Ben Bernanke. Dimon llevó consigo a Barry Zubrow, el director de riesgos de la empresa. Cuando Dimon y Zubrow entraron en el edificio Eccles de la Reserva Federal, en la avenida de la Constitución, Zubrow echó una mirada subrepticia a su BlackBerry antes de pasar por los rayos X de seguridad. Lo que vio lo alarmó: las acciones de Lehman ha bían caído un 38 por ciento, desplomándose hasta los 8,50 dólares por acción.11
En el distrito financiero de Lower Manhattan, Robert Wi llumstad, consejero delegado de AIG, estaba en la planta 13 del Banco de la Reserva Federal de Nueva York esperando a que lo re cibiera Tim Geithner. —Va a tardar unos minutos. Está al teléfono —le dijo el asis tente de Geithner. —No hay problema, tengo tiempo —respondió Willumstad. Pasaron cinco minutos, luego diez. Willumstad miró el reloj 11. Joe BelBruno, «Lehman Shares Plunge 30 Percent on Report That Talks with Korea Development Bank Ended», Associated Press, art. cit.
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tratando de no enfadarse. Estaba previsto que la reunión empezara alas 11.15. Después de unos quince minutos, uno de los empleados de Geithner, evidentemente molesto, se acercó a hablar con él. —No quiero ocultarle información —dijo—. Está al teléfono con el señor Fuld —le reveló con una sonrisa de complicidad, como para indicarle que tal vez tendría que esperar todavía un rato—. Está hasta las cejas con lo de Lehman. Por fin, media hora después apareció Geithner y saludó a Wi llumstad. Tras intercambiar algunas fórmulas de cortesía, Willumstad explicó el propósito de su visita: quería que se concediera a AIG la categoría de operador financiero directo, lo cual le daría acceso a las medidas de emergencia puestas en marcha después de la venta de Bear Stearns, con lo cual podría beneficiarse de los mismos présta mos a muy bajo interés sólo disponibles para el Gobierno y otros operadores directos. Geithner se quedó mirando a Willumstad con cara de póquer y preguntó por qué AIG FP merecía tener acceso a la ventanilla de la Reserva que, como Willumstad bien sabía, estaba reservada sólo a las instituciones financieras más necesitadas, que en aquel mo mento eran muchas más que de costumbre. Willumstad volvió a argumentar en su favor, esta vez con una letanía de cifras para respaldar sus razones. Mencionó que AIG FP poseía 188.000 millones en bonos del Gobierno, pero sobre todo, le dijo a Geithner que AIG había vendido lo que se conocía como protección CDS —esencialmente seguros no regulados para inver sores— a todas las principales empresas de Wall Street. —En el tiempo que llevo aquí, nunca hemos concedido una nueva licencia de operador directo, y ni siquiera sé con certeza cuál es el procedimiento —dijo Geithner—. Deja que hable con mi gen te y lo averigüe —sin embargo, antes de que Willumstad se volviera para marcharse, Geithner le planteó la pregunta que realmente le preocupaba, la que lo había tenido pensando toda la mañana—. ¿Se trata de una situación crítica? ¿De una emergencia? Por fortuna, Willumstad iba preparado para abordar esta cues tión.
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—Bueno, ya sabes, sólo te diré que sería beneficioso para AIG —le respondió muy cauto. Se marchó dejando a Geithner dos documentos.12 Uno era una ficha técnica en la que se enumeraban todos los atributos de AIG FP y se explicaba por qué debería darse a la empresa la catego ría de operador directo. El otro era una bomba que Willumstad confiaba en que llamaría la atención de Geithner, un informe sobre el riesgo de AIG como contraparte en todo el mundo, que incluía «2,7 billones de dólares de préstamos pendientes derivados nacio nales, con doce mil contratos individuales». Aproximadamente en mitad de la página, resaltado en negritas, estaba el detalle de lo que Willumstad esperaba que a Geithner le resultara sorprendente: «Un billón de dólares de riesgos concentrados con doce de las principa les instituciones financieras.» No era necesario tener un máster de Harvard en administración de empresas para comprender de inme diato la importancia de esa cifra: si AIG caía, arrastraría consigo a todo el sistema financiero. Geithner, que todavía tenía todos sus pensamientos puestos en Lehman, echó una mirada al documento y lo dejó a un lado. En el Tesoro, Dan Jester, asistente especial de Paulson, acababa de volver a su oficina cuando su secretario le anunció algo sorpren dente: David Viniar, director financiero de Goldman Sachs, estaba al teléfono. Una llamada de Goldman era siempre algo embarazoso para Jester, ya que él había trabajado allí. Con la que estaba cayendo en los mercados, no era momen to para llamadas sociales. Tras una breve pausa, Jester cogió el te léfono, y Viniar, después de saludarlo brevemente, fue derecho al grano. —¿Podemos resultar útiles con lo de Lehman? A continuación, Viniar le dijo que Goldman estaría interesada en adquirir algunos de los activos más tóxicos de Lehman; por su puesto, estaba claro que Goldman sólo lo haría en caso de poder comprar los archivos a la baja, y quería saber si el Tesoro podía ayudar a hacer una aproximación. En cuanto colgó, Jester informó de la llamada a Robert Hoyt, 12. Conseguido por el autor de una fuente confidencial.
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asesor legal del Tesoro. Con todas las teorías de la conspiración que circulaban sobre Goldman y el Gobierno, cualquier filtración so bre la llamada podría ser explosiva, y él no quería quedarse con el culo al aire. Era hora de decírselo a Paulson.
En la torre de Lehman, Alex Kirk atravesó precipitadamente el vestíbulo hasta la oficina de McDade. —Algo raro está pasando —dijo, recobrando el resuello—. Acabo de recibir una llamada de Pete Briger. Briger, el presidente de Fortress Partners, un gigantesco fondo de alto riesgo y firma de capital privado, estaba bien metido en el torbellino de los rumores, una secuela de sus días de asociado de Goldman Sachs. Según explicó Kirk, llamaba con una propuesta que tenía resonancias realmente ominosas. —Sé que eres leal a Bart y a Lehman Brothers, y jamás te haría esta llamada en otras circunstancias —le había dicho Briger—, pero si a lo largo del fin de semana fuerais absorbidos por cualquier otra institución financiera y no estuvieras seguro de querer trabajar con dicha institución en lugar de con Lehman Brothers, realmente me gustaría que vinieras a hablar conmigo. Kirk, estupefacto, a duras penas logró articular una respuesta mientras su mente era un torbellino. —Me siento halagado, aunque realmente espero que no suce da. Ni siquiera tenía idea de que me tuvieras tanto aprecio. —Estuve hablando de ti con Wes el otro día13 —dijo Briger, en referencia a Wesley R. Edens, consejero delegado de Fortress—, y le dije (ya sabes, no es que no te aprecie, pero es lo que le estaba
13. Se pidió a Peter Briger que hiciese memoria para confirmar eso, aun que él reconoce que esta conversación tuvo lugar y expresa exactamente sus sen timientos, niega haber usado la expresión «hijos de puta». Basado en las fuentes del autor, Alex Kirk, que fue visto por el escritor relatando esta conversación a Bart McDade, usó la palabra «hijos de puta» al volver a contarlo.
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diciendo a Wes): «Prefiero tener asociados que sean unos auténticos cabrones y no tipos que cuenten con mi aprecio.»14 Kirk se rió al comentar la conversación con McDade, y repitió dos veces la frase. Sin embargo, lo que lo sorprendía no era el equí voco cumplido de Briger, sino el momento en que lo había hecho y que no podía haber sido una coincidencia; Kirk estaba convencido de que era el resultado de una filtración. —¿Por qué diablos me llama ahora? —le preguntó Kirk a Mc Dade alzando los brazos. Lehman no tenía planteada una fusión con nadie, al menos no todavía. Al ver que McDade se lo quedaba mirando sin responder, Kirk respondió a su propia pregunta. —Estoy seguro de que saben algo que nosotros no sabemos.
Jamie Dimon y Barry Zubrow estaban sentados en la antesala de la Reserva Federal esperando que aparecieran el presidente Ber nanke y sus colegas. Estaba previsto que su reunión transcurriera entre las 11.15 y las 11.45 de la mañana, lo cual significaba que los dos representantes de JP Morgan tendrían que exponer rápidamen te sus argumentos si querían decirle al «guardián de los secretos del templo» todo lo que tenían planeado. Bernanke llegó por fin y ocupó su asiento. También a él le habían llegado informes privados de que Lehman podría preanun ciar unas pérdidas apabullantes al día siguiente, pero había decidido no revelar su información en esta entrevista con los ejecutivos de JP Morgan. Dimon informó a Bernanke de que acababan de hacer una visita a Paulson en el Tesoro, y la conversación giró en torno al va rapalo que estaba recibiendo por orquestar la absorción de Fannie Mae y de Freddie Mac. —La publicidad negativa realmente lo está afectando —reco 14. El señor Briger confirmó haber hecho esa observación pero no está de acuerdo con el uso de la expresión «hijos de puta» a pesar de los relatos de muchas otras fuentes que o bien lo oyeron directamente o bien lo escucharon de labios de Alex Kirk después de localizarlo en el vestíbulo.
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noció Bernanke. Paulson había hablado con él el día anterior y le había lanzado una andanada sobre la cobertura en la prensa. A continuación, Dimon arrancó con lo que llevaba más o me nos preparado, mirando ocasionalmente un papel en el que había garabateado algunas notas mientras venían en el coche. —Ahí fuera hay una falta generalizada de confianza —dijo—. Se lo oímos decir a nuestros clientes; lo notamos en nuestras principales cuentas de corretaje —señaló que si bien el tumulto estaba benefician do, temporal y perversamente, las transacciones de JP Morgan, ya que los clientes lo consideraban uno de los bancos más sólidos, era malo para todos los demás y, a la postre, sería también malo para ellos. Por supuesto, esto no era ninguna novedad para Bernanke, que se limitaba a asentir con su aire más académico. Dimon le dijo a continuación que estaba especialmente pre ocupado por Lehman Brothers. Alabó la decisión de nacionalizar Fannie y Freddie, pero apuntó que la jugada no había calmado los mercados. —Hay confusión sobre el papel que va a desempeñar el Go bierno en el futuro —dijo, esperando una respuesta a la pregunta que estaba en la mente de todos: ¿respaldaría la Reserva Federal otros rescates? Bernanke, sin embargo, no estaba dispuesto a mostrar sus car tas, y cuando la reunión llegó a su fin se limitó a decir: —Estamos barajando algunas iniciativas. Sólo tratamos de ir por delante de todo esto.
Rodgin Cohén, que sufre de la espalda, estaba de pie ante el ordenador en su despacho de la planta 30 de las oficinas de Sullivan & Cromwell con vistas al puerto de Nueva York cuando sonó el teléfono. Era Dick Fuld, quien le dio instrucciones de llamar a Curl del Bank of America. Cohén garabateó un guión mientras hablaba con Fuld. Lo que se jugaban en esto era demasiado como para im provisar una presentación. —De acuerdo. Te llamo en cuanto haya hablado con él. Cohén volvió a estudiar el guión una vez más y ya tenía a Curl en la línea.
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—Mira —le dijo en tono amigable—, el mundo ha dado mu chas vueltas. Nos gustaría volver a considerarlo. —Bueno... vale —dijo Curl lentamente, dejando claro que, aunque estaba dispuesto a escuchar las palabras de Cohén en nom bre de su cliente, tenía sus reservas. —Tenemos dos prioridades. Preservar la marcha y la repu tación de Lehman y dejar en buena situación a su gente —dijo Cohén. A continuación, comprobando la línea siguiente de su guión, hizo una pausa para conseguir más efecto. —Te habrás dado cuenta de que el precio no es una prioridad —prosiguió—. Aunque, por supuesto, hay un precio por el cual no podríamos hacer una transacción. —Podría interesarnos —respondió Curl manteniendo su cau tela—. Déjame hablar con el jefe y te vuelvo a llamar. —Greg, nos interesaría hacer algo pronto —le dijo Cohén. —Lo entiendo.
Dimon y Zubrow saltaron de su coche negro frente al 601 de la avenida Pensilvania, un moderno edificio de piedra de seis plan tas, situado al noroeste de la Casa Blanca, que alberga el cuartel general de JP Morgan en Washington. Allí trabajaba toda la gente con relaciones en el Gobierno, de modo que no era raro ver un constante desfile de cabilderos vestidos de Gucci. Cuando Dimon y Zubrow llegaron, la mayor parte de los miem bros del comité operativo había acabado sus reuniones de la mañana y estaba almorzando en una sala de juntas de la segunda planta. Hacían circular una bandeja con sandwiches y refrescos mientras Cavanagh contaba cómo había ido su conversación con Sheila Bair y Black entre tenía al grupo con anécdotas de su encuentro con James Lockhart. Cuando, como era inevitable, la conversación pasó a Lehman y a la caída del precio de sus acciones, Dimon les contó lo de su conversación con Bernanke. —Creo que lo ha captado —dijo Dimon, pero cuando un banquero preguntó si la Reserva Federal iba a rescatar a Lehman, la respuesta de Dimon fue categórica:
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—Eso no va a suceder. Los ánimos se volvieron más sombríos todavía cuando todos se dieron cuenta de lo que representaría para ellos un desastre de esa magnitud. Si Lehman se venía abajo —y el Gobierno optaba por no intervenir— la propia JP Morgan podría sufrir pérdidas colosa les. Zubrow informó al grupo de que John Hogan, principal res ponsable de riesgos del banco de inversión de JP Morgan, había solicitado a Lehman más de cinco mil millones de garantías sub sidiarias la semana anterior, y lo había vuelto a hacer durante el fin de semana, pero todavía no había recibido nada. Además, Zu brow había ido a ver al director financiero de Lehman, Ian Lowitt, y lo había puesto sobre aviso de que en JP Morgan estaban preocu pados por ellos. Decidieron llamar a Fuld para exigirle que enviara las garan tías subsidiarias de inmediato. Black y Zubrow se retiraron e hicieron la llamada sabiendo que no iba a ser una conversación agradable. —Ya sabes que tenemos un riesgo interdía por un valor de entre seis mil y diez mil millones y no tenemos garantías subsidia rias suficientes —dijo Black, recordándole además que JP Morgan había pedido cinco mil millones la semana anterior—. Sabemos que éste es un trago duro para vosotros —continuó—, de modo que dediquemos algo de tiempo a solucionar esta cuestión sin que represente para vosotros un gran problema. En el fondo, Black sabía que estaba siendo excesivamente ge neroso. Podría haber dicho sencillamente: «Si no lo hacéis, pode mos hacer que bajéis la persiana mañana por la mañana, y tenemos todo el derecho a hacerlo.» En un principio dio la impresión de que Fuld había entendido la velada amenaza. —Voy a reunirme con mis muchachos y le echaremos una mirada —dijo con resignación. A continuación incorporó a Lowitt a la conversación y le explicó con calma la situación. Los cuatro hablaron de algunas opciones que podrían permitir a Lehman en tregar las garantías subsidiarias. Tal vez Lehman podría trasladar todo su líquido a JP Morgan y dejarlo sólo en depósito para que respaldara el capital de la compañía.
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—Nos estamos preparando para preanunciar mañana —le dijo Fuld a Black—. Tal vez necesitaríamos retrasarlo un día si vo sotros realmente pensáis que Jamie podría acceder a mantener una conversión y asumir parte de lo nuestro. A los banqueros de JP Morgan les pareció una idea absurda, como si alguien le pidiera cambio al cobrador del frac. Black miró a Zubrow como diciendo: Fuld tiene la partida perdida. Fue muy cauto en su respuesta. —No se me ocurre ninguna idea, ninguna idea brillante, pero si lo que me estás diciendo en que habéis llegado a ese punto en el que podríais considerar... que estáis en ese punto en el que la cosa se está poniendo realmente difícil, entonces deja que nos sentemos a conversar y veamos si hay algo que podamos hacer. Cinco minutos después, tras una rápida y sobria discusión con sus colegas, Black estaba otra vez al teléfono con Fuld. —Dick, nadie va a... no hay nada que podamos hacer y, fran camente, no hay nadie que vaya a hacer nada que no responda a sus propios intereses —explicó Black—. Lamento decir esto, pero lo que te sugiero es que llames a la Reserva Federal para ver si ellos pudieran tratar de armar una propuesta del tipo Capital a Largo Plazo y aunar todas las voluntades. Se produjo una pausa al otro lado de la línea y luego Fuld dijo con tono gélido: —Eso sería terrible para nuestros accionistas. Black casi no pudo contener la risa. —A nadie le van a importar una mierda vuestros accionistas —respondió. Fuld trató de contener su frustración mientras trataba de vol ver a interesar a Black. —Acabo de hablar con Vikram —anunció—. El Citi va a en viar a un puñado de tipos para hablar con nuestros chicos de los mercados de capital, y con algunos de nuestro equipo de dirección, y ver si hay algún tipo de solución de mercado de capital que pu diéramos anunciar al mismo tiempo que nuestros beneficios. ¿El Citi? ¿Estaba de broma? —Está bien —dijo Black cautamente—. Podemos enviar a algunos de los nuestros.
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Black llamó de inmediato a Doug Braunstein, jefe de la con sultoría de banca de inversión de JP Morgan. —Me gustaría que fuerais tú y John Hogan —le dijo tras ex plicarle la situación—. No tengo ni idea de lo que quieren. El he cho de que el Citi tenga una idea probablemente significa que no funciona —dijo con una risita—. Pero veamos en qué andan y de qué están hablando. Hank Paulson tenía la mirada fija en su terminal Bloomberg, observando con atención el precio de la acción de Lehman. Eran las 14.05 y había bajado un 36 por ciento, hasta los nueve dólares, su nivel más bajo desde 1998. Acababa de hablar con Fuld, que lo había llamado para poner lo al día de su intento con el Bank of America. A Paulson le com placía ver que Fuld se estaba tomando la cosa en serio, pero temía que fuese demasiado tarde. En ese momento, en su televisor sintonizado en la CNBC, los comentaristas de la cadena hablaban de la especulación. Paulson cogió el teléfono para llamar a Geithner. Quería ha blar con él para ver qué otras opciones podían considerar. Al cierre de la Bolsa de Nueva York, las acciones de Lehman habían sufrido un golpe brutal, acabando el día a 7,79 dólares, es decir, con una caída del 45 por ciento.15 La secretaria de McDade no podía atender tanta llamada. El propio McDade tenía que ayu dar a su nuevo director financiero, Ian Lowitt, a preparar los núme ros para el anuncio de beneficios del día siguiente. Habían decidi do oficialmente que tenían que preanunciar algo, lo que fuera, ya que los inversores querían oír algún comentario de su parte. McDade acababa de tener una desconcertante conversación con Fuld, quien le informó de que Paulson lo había llamado direc tamente para sugerirle que la firma abriese sus libros a Goldman Sachs. McDade nunca había dado mucho crédito a la teoría de la conspiración de Goldman, pero el informe de Fuld le resultó in quietante y un momento después estaba hablando por teléfono con 15. Dick Bove a Erin Burnett, StreetsSigns, «LEH Shares Down», CNBC, 9 de septiembre de 2008.
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Harvey Schwartz, el responsable de mercados de capital de Gold man. Comenzó diciendo que llamaba por sugerencia de Hank. Después de otra conversación desconcertante, McDade cruzó el vestíbulo y le dijo a Alex Kirk que llamara inmediatamente a Schwartz, de Goldman, y le dio instrucciones para concertar una reunión y obligarlos a firmar un acuerdo de confidencialidad, acla rándole que era sugerencia directa de Paulson.16 A las 16.30, Paulson le pidió a su asistente, Christal West, que llamara a Ken Lewis.17 Ken Wilson acababa de ponerlo al tanto de su llamada más reciente a Fuld —la séptima del día— otra vez con respecto al Bank of America. Wilson le dijo a Paulson que todo lo que necesitaban hacer ahora era exponer el caso directamente a su consejero delegado. —Tengo a Lewis en la línea —dijo West por fin a Paulson, que cogió el teléfono. 240. Esta cita es una de las pocas que causaron confusión y consternación en distintas fuentes. Todas las fuentes de esta escena están de acuerdo en que éste fue el comentario que McDade hizo en ese momento, basado en su conversación con Fuld. También está claro que Paulson habló con Blankfein y con Fuld sobre cómo debían tratar las dos compañías una con otra acerca de una venta de los activos inmobiliarios de Lehman, y que David Viniar, director financiero de Goldman, hizo una llamada a Dan Jester a primera hora de ese día para ayudarlo a orquestar las negociaciones, que se detallan en una escena anterior. La agenda de Paulson cita una serie de llamadas telefónicas entre Paulson y Fuld, y Paulson y Blankfein ese día, con al menos una que dio lugar a una rápida respuesta de cada uno de ellos entre sí. Además, numerosas fuentes que tienen conocimiento de esas conversaciones dicen que Paulson sugirió que Fuld mantuviese conversa ciones con Goldman, como una posibilidad más. Hasta aquí, todos de acuerdo. Lo que está confuso es por qué Fuld tenía la impresión de que Goldman estaba trabajando para el Gobierno. No hay pruebas de que fuera así, ni tampoco de que Paulson lo dijera directamente. Lo que parece más probable es que se trate de un malentendido, sobre el cual Fuld hizo algunas suposiciones, y Goldman, durante sus llamadas de teléfono a McDade y Kirk, hizo muy poco por desmentir esas apreciaciones hasta el miércoles por la mañana, cuando se requería claridad para ejecutar el acuerdo de confidencialidad e iniciar la diligencia debida. 241. Shawn Tully, «Meanwhile, Down in Charlotte...», Fortune, 13 de oc tubre de 2008.
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—Ken —comenzó con tono serio—, te llamo por lo de Leh man Brothers —y tras una pausa añadió—: Me gustaría que le echaras otra mirada. Tras algunos segundos de silencio, Lewis accedió a considerar lo, pero agregó: —No sé qué utilidad estratégica puede tener para nosotros —no obstante, dejó claro que el precio tendría que ser adecuado—. Si hay un buen acuerdo financiero, creo que podría hacerse. Según le dijo a Paulson, su mayor preocupación respecto de un posible acuerdo era Fuld, del que Lewis pensaba que podía ser poco realista a la hora de poner precio. Le contó a Paulson lo mal que había ido su reunión de julio. —Esto no está en manos de Díck —le aseguró Paulson. Era una afirmación contundente que sólo podía interpretarse de una manera: podéis negociar directamente conmigo.
A las 19.30, la sala de juntas de la planta 30 de Simpson Tha cher estaba repleta de ejecutivos de JP Morgan y Citigroup, presas de la impaciencia. —Esto va a significar la pérdida de dos horas de nuestro tiem po —le susurró John Hogan de JP Morgan a su colega Doug Braunstein, que se limitó a sonreír secamente. Larry Wieseneck saludó a Gary Shedlin —corresponsable de instituciones financieras mundiales de M & A de Citigroup y uno de sus amigos más íntimos— y se dio cuenta de que no conocía a muchos de los presentes. A Wieseneck le preocupaba especialmente el desequilibrio de gente del departamento de riesgos de JP Morgan, por comparación con los banqueros negociadores que había supuesto vendrían para ayudarlos a considerar sus opciones. Tras disculparse por el retraso, Wieseneck anunció a los pre sentes que estaban esperando a Skip McGee, director de banca de inversión de Lehman. —Tenemos aquí a un montón de gente —se quejó Braun stein, que se había traído a todo su equipo—. No podemos esperar toda la noche.
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Mientras iba creciendo la tensión en la sala, Whitman recibió por fin un correo de McGee diciéndole que empezaran sin él, pues era poco probable que pudiera llegar. Después de llamar al orden, Wieseneck empezó a exponer el plan de Lehman para desprenderse de sus activos inmobiliarios como un «banco tóxico». Todos estuvieron de acuerdo en que era un buen plan, pero expresaron su preocupación de que tal vez lle gara demasiado tarde, ya que llevaría meses hacerlo realidad, ade más Lehman tendría que dotar a la entidad por lo menos de un capital módico para evitar que cayera inmediatamente. Wieseneck abrió entonces el turno de preguntas, y casi de inme diato se molestó por la gran cantidad de dudas planteadas por los ban queros de JP Morgan y que, en su mayoría, no tenían nada que ver con ayudar a Lehman a captar capital. Todas eran preocupaciones legítimas que podía tener cualquier inversor prudente, pero en este caso Wieseneck y Whitman sospechaban que estaban más dirigidas a proteger a JP Morgan. Las preguntas de Shedlin, en cambio, iban orientadas a diversas estructuras posibles de acuerdos capaces de ayudar a Lehman, pero quedaban ahogadas por los demás banqueros sentados a la mesa. El único punto en que estaban de acuerdo los banqueros de ambos lados era en que Lehman no debería anunciar su plan de se gregación a menos que pudiera identificar la magnitud exacta del «agujero» que necesitaba llenar. —Anunciándolo —les advirtió Hogan—, sólo conseguiríais añadir más incertidumbre al mercado. Os aplastarían. Shedlin fue todavía más crudo: —Mirad, creemos que es muy peligroso para vosotros plan tear una estrategia de segregación que llevaría a todos a creer que tenéis todavía un agujero financiero muy significativo. Tras terminar la reunión, Wieseneck y Whitman se quedaron con dos mensajes tan claros como el agua. El primero: olvidaos de anunciar el plan, pero si creéis que debéis hacerlo, mucho cuidado con hablar de captar nuevo capital y no os pilléis los dedos con una cifra específica. Sin embargo, fue el segundo mensaje el que les hizo compren der la verdadera gravedad de su situación: estáis solos en esto. Ningu no de los bancos se ofreció a abrir nuevas líneas de crédito.
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En cuanto abandonaron el edificio y cruzaron la avenida Lexington, Braunstein y Hogan llamaron a Jamie Dimon y Steve Black para explicarles con pelos y señales lo que Lehman se dispo nía a anunciar al día siguiente. —Tenemos que asegurar nuestros riesgos contingentes —in sistió Hogan—. No quiero participar en esto.
Desde el cuartel general de Bank of America en Charlotte, Carolina del Norte, Greg Curl llamó a Ken Wilson, del Tesoro, que seguía en su oficina respondiendo una llamada tras otra. Lo que esperaba Wilson era que Curl le anunciara que iba a tomar un avión a Nueva York para empezar a trabajar en lo de Lehman, pero la noticia que le dio fue muy diferente. —Estamos en un impasse con la Reserva Federal de Richmond —explicó. Jeff Lacker, su presidente y regulador del Bank of Ame rica, estaba preocupado por la salud del banco y les estaba metien do presión para que captaran capital nuevo desde que en julio hu bieran cerrado su adquisición del Countrywide. —No dejan de hacernos la puñeta —se le quejó Curl a Wil son, que era la primera noticia que tenía de esto. Según le contó Curl, cuando el Bank of America estaba considerando la adquisi ción del Countrywide, allá por enero, una compra que el Gobierno había alentado calladamente para evitar la implosión de esa empre sa, la Reserva Federal había dado a entender que relajaría las exigen cias de capital si se cerraba el trato, o al menos eso era lo que había entendido Ken Lewis—. Vamos a necesitar tu ayuda —le dijo a Wilson—, o no podremos seguir adelante. Wilson reconoció claramente la jugada: Bank of America esta ba usando la situación de Lehman como moneda de cambio. El banco ayudaría a Lehman, pero sólo si el Gobierno le hacía un fa vor a cambio. Lewis estaba jugando duro a través de Curl. Wilson prometió echar una mirada al asunto e inmediatamen te llamó a Paulson. —No te vas a creer esto...
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A las diez de la noche, un frustrado McDade seguía atendien do consultas en la sala de juntas del piso 31 de Lehman Brothers. Acababa de enterarse de que Bank of America no iba a acudir a Nueva York a la mañana siguiente, aunque todavía no entendía muy bien por qué. —Vamos a contrarreloj —dijo. Horas antes, McDade había rogado a Fuld que se fuera a casa y durmiera un poco. Necesitaba estar en su mejor forma para anun ciar los beneficios al día siguiente. Desde que Fuld se había ido, había estado revisando varios borradores del comunicado de pren sa. ¿Qué debían decir? ¿Qué podían decir? ¿Cómo debían hacerlo? Acababa de aleccionar a Lowitt, su director financiero, sobre cómo abordar su parte de la presentación cuando Wieseneck y Whitman llegaron de su encuentro con JP Morgan y el Citigroup. Antes de reunirse con todos en la sala de juntas, lo hicieron con Jerry Donini, Matt Johnson y media docena más de banqueros a los que Whitman describió toda la entrevista. —Fue increíble —fue su conclusión mientras meneaba la ca beza—. ¡Fue como una convención de riesgos de JP Morgan! A continuación, todos se reunieron con McDade en la sala de juntas, donde, después de que Wieseneck y Donini pusieron a to dos al tanto del plan de segregación, el primero los hizo partícipes del consejo que les habían dado JP Morgan y el Citigroup. —Tenemos que tener cuidado sobre la forma de transmitir el mensaje de que queremos o no captar capital —advirtió Donini. Cuando finalmente levantaron la reunión, era más de la una de la madrugada. Una pequeña flota de berlinas negras esperaba en la Séptima Avenida, frente al edificio, para llevar a los banqueros a casa. Tenían que estar de vuelta en la oficina apenas cinco horas después, lo que les daba tiempo tal vez para un sueñecito y una ducha como preparación para un día que, sospechaban, sería deci sivo para su futuro.
Capítulo 13
Los diarios del miércoles 10 de septiembre de 2008 estaban exten didos por toda la oficina de Dick Fuld, a la que habían llegado a las 6.30 Bart McDade, falto de sueño, y Alex Kirk para hacer los pre parativos de última hora para la teleconferencia que tendría lugar apenas tres horas y media más tarde. Las noticias no eran buenas. La portada de The New York Times rezaba: «Apenas unos días después de que la Administración Bush tomara el control de las dos empresas financieras hipotecarias de la nación, Wall Street está ate nazada por el miedo de que otra gran institución financiera, el ban co de inversión Lehman Brothers, pueda irse a pique... y de que esta vez el Gobierno no pueda acudir al rescate.»1 Varios párrafos más abajo venía la cita que sucintamente esbo zaba la amenaza a la que ahora se enfrentaban: «A algunos puede preocuparles que el Tesoro ya haya asumido demasiadas cargas a costa del contribuyente y que no le quede capacidad para hacer se cargo de Lehman»,2 decía David Troné, un analista de FoxPitt Kelton. The Wall Street Journal señalaba las diferencias entre lo que había ocurrido durante los últimos días de Bear Stearns y lo que es taba sucediendo ahora en Lehman.3 Sobre todo había una: Lehman podía acudir a un préstamo de la Reserva Federal. 242. Jenny Anderson y Ben White, «Wall Street s Fears on Lehman Bros. Batter Markets», The New York Times, 10 de septiembre de 2008. 243. Ibídem. 244. «La situación de la firma difiere notablemente de la de Bear Stearns, que fue intervenida a principios de este año después de entrar en una crisis de
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No sólo los inversores en acciones estaban nerviosos. Fuld y McDade ya habían empezado a recibir noticias del parqué esa mañana que indicaban que más fondos de alto riesgo estaban retirando su dinero de Lehman. Una señal de lo desesperada que se había vuelto la situación era que GLG Partners de Londres — cuyo mayor accionista, con una participación del 13,7 por ciento, era Lehman— reducía el monto de negocios que tenía con la empresa. 4 Mientras repasaban una vez más el guión del anuncio de beneficios, sonó el teléfono móvil de Kirk. Era Harvey Schwartz, de Goldman Sachs, que llamaba por lo del acuerdo de confidencialidad que estaba preparando Kirk. Sin embargo, antes de empezar a hablar de esa cuestión, le dijo a Kirk que tenía algo importante que decirle: «Para despejar cualquier duda, Goldman Sachs no tiene un cliente. Estamos haciendo esto como principal.» Kirk hizo una pausa para tratar de asimilar lo que acababa de decir Schwartz. —¿Ah sí? —trataba de que no se notara su conmoción—. ¿Goldman es el comprador?
—Sí —respondió Schwartz perfectamente tranquilo. —De acuerdo. Tendré que volver a llamarte —dijo Kirk, poniendo fin nerviosamente a la conversación.
liquidez. A diferencia de Bear Stearns, Lehman tiene acceso a las nuevas ayudas de la Reserva Federal, que puede proporcionar fondos a corto plazo cuando los mercados no lo hacen, además de la posibilidad de intercambiar activos líquidos por valores más seguros, como los valores del Tesoro.» Susanne Craig, Randall Smith, Serena Ng y Matthew Karnitschnig, The Wall Street Journal, 10 de septiembre de 2008. 4. El 16 de septiembre de 2008, GLG Partners sacó el siguiente comuni cado sobre Lehman Brothers: «Con respecto a Lehman, la semana pasada GLG transfirió sustancialmente todas las posiciones restantes de sus fondos a otros operadores de primera línea. La mayoría de estas transferencias ya ha sido liquidada y esperamos que en breve se liquiden las restantes. Creemos que la exposición residual de los fondos GLG en Lehman no será material. Lehman también es accionista de GLG, con un paquete de aproximadamente 33,7 millones de acciones, a través de Lehman (Cayman Islands), compañía de las islas Caimán, que representan el 13,7 por ciento del total de las acciones de GLG en circula
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—¡Eh, chicos! —casi les gritó a Fuld y McDade—. ¡No tienen un cliente! —¿Qué quieres decir? —preguntó Fuld, alzando los ojos can sados de sus notas. —Actúan por su propia cuenta. Por Goldman. Eso fue lo que me dijo. Los minutos que siguieron los tres estuvieron lanzando al aire ideas sobre el curso que debía tomar la acción. Como era natural, McDade estaba preocupado por la perspectiva de compartir infor mación con un competidor directo. ¿Cuánto querían divulgar real mente? Al mismo tiempo, tenía la sensación de que no podían opo nerse a un plan que, según creía, había partido de Paulson. Kirk todavía tenía más reservas. ¿Por qué dar acceso a Gold man Sachs a sus oficinas? ¿No habían leído When Genius Failedi Era evidente que se refería al éxito de ventas de Roger Lowenstein sobre la crisis de LTCM. En él se describe en una escena a Goldman Sachs, que trata de aprovecharse del desastre ofreciendo su ayuda como forma de meterse en los libros de LTCM y descargar todas sus posiciones en un portátil, una acusación que Goldman negó en todo momento. —Nos la van a dar con queso —advirtió Kirk. McDade, volviendo a sus preparativos para la teleconferencia dejó bien clara su postura: —Hank Paulson nos dijo que los dejáramos entrar y los va mos a dejar entrar.
Gregory J. Fleming, presidente y director general de Merrill Lynch, tenía un ojo puesto en la CNBC mientras corría en una cinta del gimnasio del hotel RitzCarlton en el centro de Dallas. Había pasado el día anterior con clientes en Houston y tenía pro gramada una sesión en el ayuntamiento con los empleados de Merrill antes de tomar el vuelo de regreso a Nueva York. Mientras corría, la CNBC informó de que Lehman Brothers acababa de anunciar sus beneficios anticipándose a su teleconferen cia y había comunicado extraordinarios planes de segregación. —Esto se está poniendo feo —le dijo Fleming a Herlihy cuan
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do contestó su llamada en el móvil—. ¿Cómo están mis amigos de Charlotte? Herlihy se dio cuenta del camino que llevaba la conversación y trató de desviarla inmediatamente. —No vayamos por ese camino, Greg —respondió. —Sólo quiero que me digas una cosa. Si estás pensando en Lehman tienes que decírmelo. Podríamos estar interesados en tener una conversación. Tú y yo sabemos que sería un acuerdo mucho más conveniente. —Ya hemos transitado antes este camino —dijo Herlihy, evi dentemente incómodo. No vamos a hacer nada a menos que se nos invite. Si vas en serio, éste sería un buen momento para ponerte en marcha. Esa era toda la confirmación que Fleming necesitaba para quedar convencido de que Bank of America iba a pujar por Leh man. A continuación llamó a Peter Kelly, abogado especialista en transacciones de Merrill, y le contó su conversación con Herlihy. —Mira, tenemos que asegurarnos de que Bank of America hable por nosotros —le indicó Kelly después de que los dos hubie ron discutido las ramificaciones—. Tienes que convencer a John. —Es un listón alto —dijo Fleming. Los dos sabían que él y Thain estaban enfrentados. —Lo sé —dijo Kelly—, pero por eso te pagan lo que te pagan —antes de cortar hizo una última puntualización: tal vez tendrían que pasar por encima de Thain—. Si no puedes convencer a John (y sé que es un procedimiento subversivo, pero es en interés de los ac cionistas) tienes que tratar de llegar al consejo de administración.
La sala de juntas de la planta 31 de Lehman Brothers estaba más atestada que de costumbre para un anuncio de beneficios, pero lo que normalmente era una cuestión más o menos rutinaria había empezado a percibirse últimamente como algo más parecido a un juicio por prevaricación. Fuld entró con paso seguro, como si no sucediera nada fuera de lo común. Sin embargo, todos los presentes sabían que siempre había dejado que su director financiero se ocupara de estas cuestio
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nes porque no se sentía cómodo participando en ellas. Muchas co sas dependían de lo que dijera ese día; millones de dólares se gana rían o perderían en intercambios en todo el mundo dependiendo de cómo fuera recibida su presentación. Shaun Butler, el director de relaciones con los inversores, echó una mirada a su jefe. —¿Estás listo? —Sí —respondió Fuld, casi con un gruñido. Cuando se estableció la línea, lentamente bajó la cabeza y se lan zó a la lectura de su guión, pronunciando las palabras con decisión. A la luz de lo ocurrido en los dos últimos días, esta mañana hemos adelantado la publicación de nuestros resultados trimestra les.5 También aprovechamos para anunciar varios cambios finan cieros y operativos que constituyen un significativo reposiciona miento de la empresa, entre otras cosas reduciendo agresivamente nuestro riesgo en el campo de los activos inmobiliarios, tanto co merciales como residenciales. Estas medidas conseguirán reducir sustancialmente el riesgo de nuestro balance y reforzar el énfasis en nuestros negocios cen trados en el cliente. También pretenden mitigar la posibilidad de futuras depreciaciones, y permitir que la firma recupere su rentabilidad y refuerce nuestra capacidad para ganar retornos apropiados de nuestro activo neto sin ajustes por riesgos. Resumiendo: Lehman Brothers va bien. Apreciamos su pre ocupación, pero tenemos la situación bajo control. Esta firma tiene una historia [de hacer frente a la adversi dad] —continuó—. En muchas ocasiones hemos tirado juntos del carro cuando los tiempos eran difíciles [...]. Estamos en el buen camino para dejar atrás estos dos últimos trimestres. Fuld pasó el testigo entonces a su director financiero, Lowitt, que, con su cerrado acento sudafricano describió lo que Lehman quería vender como sus «iniciativas estratégicas clave». 5. Transcripción de la comunicación de beneficios preliminar F3Q08 de Lehman Brothers, del 10 de septiembre de 2008.
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Explicó su maniobra para segregar sus activos tóxicos en una empresa aparte a la que llamarían REÍ Global, a fin de que no conta minaran el resto de sus activos. A primera vista, la segregación parecía una solución limpia y elegante que, al eliminar los activos conflicti vos del balance de Lehman Brothers, haría que la empresa quedara fortalecida, tal como Fuld había indicado que sucedería. Pero de lo que no se hablaba era precisamente de lo que había preocupado a los banqueros en la reunión mantenida con JP Morgan y con el Citi la noche anterior: la posibilidad de tener que dotar de fondos a la nueva empresa. ¿De dónde iba a sacar Lehman el dinero para ello cuando necesitaban retener la mayor cantidad posible de capital? A menos de un kilómetro de allí, en su oficina próxima a la Estación Central, David Einhorn estaba reunido con su equipo de analistas, escuchando la comunicación de los resultados de Lehman en un altavoz. No daba crédito a lo que oía. Seguían tratando de evitar la depreciación de esa basura, de los activos tóxicos. ¿Qué espera
ban conseguir? Él tenía muy claro que los activos en cuestión valían mucho menos de lo que Lehman decía. —¡En el mismísimo comunicado de prensa se admite que no van a depreciarlos! —dijo Einhorn a sus analistas. Señaló una frase que figuraba en la declaración de la compañía—: «REÍ Global po drá gestionar los activos sin la presión de la volatilidad de los ajustes al mercado.» En lugar de eso, Lehman sostenía que al segregar los activos inmobiliarios podrían «contabilizar sus activos como valores reteni dos hasta su vencimiento». En otras palabras, tal como Einhorn si guió exponiendo, «pueden seguir componiendo los números como les dé la gana». En el centro de la ciudad, Steven Shafran y un equipo de fun cionarios de la Reserva Federal también estaban escuchando la tele conferencia, algunos sin poder salir de su asombro. Shafran, el ad junto especial del Tesoro, había volado a Nueva York la noche antes a instancias de Paulson para facilitar la coordinación entre el Teso ro, la Reserva Federal y la SEC en caso de que la situación de Leh man experimentara un rápido deterioro. A medida que avanzaba la exposición, Shafran le comentó a su gente:
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—Lo realmente apabullante de todo esto es que estos tipos son banqueros de inversión a los que les pagan las grandes corpora ciones para asesorarlos en situaciones difíciles. ¿Conocéis esa vieja máxima según la cual un médico jamás debería tratarse a sí mismo? Ésta parece una de esas situaciones. En la parte de preguntas y respuestas, Michael Mayo planteó la tan temida cuestión, de dónde saldría el dinero. Lowitt salió del paso haciendo una finta: al reducir su tamaño con la segregación, Lehman necesitaría menos capital. Aunque las dudas quedaron flotando en el aire, por unos mo mentos casi pareció que Fuld podría proclamarse victorioso: las ac ciones de Lehman Brothers abrieron esa mañana con un ascenso del 17,4 por ciento. Eso podría darle el respiro que necesitaba. Al otro lado del Atlántico, un grupo de altos ejecutivos de Bar days, en Londres, también escuchaba atentamente, tomando meti culosas notas, en la sede central de la empresa a la que llamaban «el Bungalow», en Canary Wharf.6 Se habían inscrito en teleconfe rencia con un nombre supuesto. Bob Diamond, consejero delega do de Barclays Capital, llevaba meses dándole vueltas a la posi bilidad de comprar Lehman, desde que en abril había recibido la llamada de Bob Steel cuando éste todavía estaba en el Tesoro. En cuanto terminó la teleconferencia, los ejecutivos de Bar clays descubrieron que estaban de acuerdo: apostarían por la em presa, pero sólo si la podían conseguir a muy bajo precio. Diamond volvió a su oficina y llamó a Bob Steel a su nuevo número en Wa chovia. —¿Recuerdas nuestra conversación sobre Lehman? —le pre guntó. 6. «Las torres de la sede central de HSBC en Canary Wharf sobresalían por encima de la de Barclays, hasta el punto de que los empleados de HSBC habían rebautizado a su vecino edificio como "el Bungalow". Un portavoz de Barclays replicó: "El tamaño no es nuestro objetivo, sino el crecimiento." Toucbé.» Dominic Walsh, «Barclays Bungalow; City Diary», Times (Londres), 8 de julio de 2006.
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—Por supuesto —fue la respuesta de Steel. —Bueno, ahora estamos interesados.
Puede que las acciones de Lehman se estabilizaran temporal mente tras la teleconferencia, pero apenas una horas después, Fuld se enfrentó a un nuevo problema: el servicio a los inversores de Moody's anunció que se estaba preparando para someter a revisión la calificación crediticia de Lehman, advirtiendo que si la empresa no entraba en breve en «una transacción estratégica con un socio financiero más fuerte», rebajaría su calificación. Fuld decidió lla mar a John Mack, consejero delegado de Morgan Stanley. Necesi taba opciones, y a diferencia de la relación que mantenía con Ken Lewis y Lloyd Blankfein, en Mack sí confiaba. —Oye, realmente necesito hacer algo —le dijo Fuld—. Hagá moslo juntos. —Dick, quiero ayudar, pero realmente no tiene el menor sen tido. Ya hemos hablado de esto antes —respondió Mack, recordán dole la reunión que habían tenido en su casa en el verano—. Hay mucho solapamiento. No obstante, después de colgar, Mack siguió pensando sobre la posibilidad de un acuerdo con Lehman y sintió curiosidad. —Lo he estado pensando —dijo devolviéndole la llamada a Fuld—. Estoy de acuerdo contigo. Deberíamos hablar. Después de que Fuld le diera las gracias por reconsiderarlo, Mack hizo una pausa y luego continuó con firmeza: —Dick, soy un tipo muy directo. Me caes muy bien, pero debemos dejar las cosas muy claras, ésta no es una fusión en pie de igualdad. Sólo una persona puede ponerse al frente de esto. Eso tiene que quedar claro desde ahora. Después de un silencio incómodo, Fuld respondió por fin. —No lo había pensado así —y luego, tras otra breve vacila ción, añadió—: Déjame que lo piense. Te volveré a llamar. Veinte minutos después, Fuld estaba otra vez al teléfono. —Mira, tienes razón —dijo con voz que acusaba la tensión de los últimos días—. Quiero hacer lo correcto. Veamos qué puede hacerse.
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Fuld sugirió que concertasen una reunión entre los altos direc tivos de ambas empresas, sin que ni él ni Mack estuvieran presen tes. Que ellos decidieran si era o no una buena idea. La reunión quedó fijada para esa noche en el apartamento de Walid Chammah, copresidente de Morgan Stanley. Bob Diamond tamborileaba con los dedos sobre el escritorio mientras esperaba que se pusiera al teléfono Tony Ryan, del Tesoro, a quien Bob Steel había sugerido que llamara. —Tony —empezó Diamond—. ¿Recuerdas la conversación que tuve con Steel? Durante un momento Ryan pareció confundido. —¿Cuál? —preguntó, tratando de actuar como si supiera de qué le estaba hablando Diamond. —Sobre Lehman. —Oh, sí, sí. —Quería llamarte porque pensé que valdría la pena que ha blara con Hank. Si no, no pasa nada, pero tengo la sensación de que deberíamos tener una conversación. Ryan dijo que haría que Paulson se pusiera en contacto con él en cuanto pudiera. Una hora más tarde, la secretaria de Diamond lo informó de que Tim Geithner estaba al teléfono. —¿Qué puedo hacer para ayudar con esto? —preguntó. Diamond explicó que estaba muy interesado en comprar Leh man si se podía conseguir a buen precio. —¿Por qué no llamas a Fuld? —preguntó Geithner. —No lo entiendes —dijo Diamond—. No quiero actuar de una forma provocadora en esto. Y contó a Geithner la experiencia que habían tenido cuando trataron de comprar ABN Amro, cómo habían fracasado las con versaciones y la situación tan embarazosa que había causado a la compañía.7
7. Después de una dura batalla de nueve meses, Barclays retiró su oferta de sesenta y siete mil quinientos millones por ABN Amro en octubre de 2007, que finalmente se adjudicó a un consorcio liderado por el Royal Bank of Scot
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—No queremos dar la impresión de que andamos politiquean do. No sería apropiado. —Necesitamos que nos vean, ser invitados por vosotros y orientados por vosotros —insistió Diamond—. Vosotros me pre guntasteis si había un precio al que pudiera interesarnos y qué ne cesitaríamos de ser así. Eso no significa que yo vaya a llamar a Fuld. Eso es algo totalmente diferente. —¿Por qué simplemente no hablas con Fuld? —volvió a pre guntar Geithner, cada vez más frustrado por su equivocación—. ¿Por qué no puedes hacerlo? —No voy a llamar a un tipo y preguntarle si puedo comprar lo, ya sabes, a precio de saldo —dijo Diamond—. Sólo funciona si vosotros estáis tratando de cerrar un acuerdo. Si no, de acuerdo, tan amigos. Por mucho que Barclays quisiera que no diera la impresión de que pudieran estar sacando ventaja de la desgracia de otros, preci samente era eso lo que estaban tratando de hacer. A Ben Bernanke le estaba costando concentrarse en esa reu nión del miércoles por la tarde con el comité local de la Reserva Federal. A pesar del caos en Wall Street, había seguido haciendo sus visitas regulares a las oficinas regionales de la Reserva Federal, y esta vez le había tocado a la filial de St. Louis, situada en un edificio cuadrado de North Broadway, en el centro de la ciudad. No obstante, la crisis de Lehman nunca estaba demasiado le jos. Ya había estado dos veces al teléfono con Tim Geithner y Hank Paulson al respecto. Una vez a las 8.30 y otra vez a la una de la tar de, y tenían otra llamada prevista para las seis.8 En la última llamada, Geithner y Paulson habían hablado a Bernanke de su último dolor de cabeza: la exigencia de Bank of America de que aflojase su ratio de capital. —Están muy molestos porque cuando cerraron lo de Coun trywide pensaron que lo hacían en condiciones muy ventajosas —explicó Paulson. land. Julia Werdigier, «Barclays Withdraws Bid to Take Over ABN Amro», The New York Times, 6 de octubre de 2007. 8. De la agenda de Geithner del miércoles 10 de septiembre de 2008.
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Geithner era partidario de hacer que Bank of America fuese a Nueva York por todos los medios para que pudieran iniciar la tra mitación pertinente; temía que estuvieran perdiendo un tiempo vital. Paulson pidió a Bernanke que llamara él mismo a Ken Lewis para ver si podía suavizar las cosas. —Tenemos que allanarles el camino —volvió a insistir. Desde una oficina temporal en la Reserva de St. Louis, Ber nanke llamó a Lewis. —Realmente tendrías que venir a echar una mirada a lo de Lehman —aconsejó Bernanke, todavía un tanto incómodo con su nuevo papel de negociador—. Trabajaremos juntos lo de la deduc ción de capital y todo lo que podáis necesitar. Lewis le agradeció la llamada y dijo que tenía pensado enviar a sus hombres a Nueva York a iniciar conversaciones con Lehman. Creyendo solucionado el problema, Bernanke volvió a lo que le había llevado a St. Louis: visitar a los funcionarios y pasar más tiempo con el nuevo presidente de aquella filial, James Bullard. Bullard había ocupado su puesto en abril, reemplazando a William Poole, uno de los presidentes más abiertos de la Reserva Federal que, casualmente, estaba dando ese día una conferencia en Wash ington sobre los rescates de la Reserva Federal. Teniendo en cuenta las especulaciones que se estaban haciendo en el mercado sobre la necesidad de un rescate de Lehman por parte del Gobierno, los comentarios de Poole habían despertado una atención fuera de lo común. —A menos que me haya perdido algo, la Reserva y el Tesoro han guardado silencio sobre quién tendrá acceso a los recursos de la Reserva, excepto en los casos de Fannie y Freddie9 —aseguró Poole durante su intervención—. La Reserva Federal dijo que no a la ciudad de Nueva York en 1975 y a Chrysler en 1979 —recordó a su público—, pero con el precedente de Bear Stearns no le resultará tan fácil decir que no la próxima vez. Lo que yo supongo es que no sabremos cuáles son los límites de los préstamos de la Reserva 9. Brian Blackstone, «ExFed Official Poole. Fed Not Defining Post Bailout World», Dow Jones Newswires, 10 de septiembre de 2008.
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hasta que ésta se los niegue a una empresa grande e influyente que solicite ayuda. Ken Lewis se apoyaba decididamente en la Reserva Federal. Casi no había dejado de hablar con Bernanke cuando ya estaba llamando aTim Geithner. Lexis le explicó que había recibido una llamada alentadora del señor Bernanke, pero que todavía no podía mandar a su equipo a Nueva York hasta que la situación crediticia estuviese oficialmente resuelta. —Estamos tratando de ayudarte con esto —dijo Geithner, cortés pero firmemente. Lewis, sin embargo, no se fiaba de esas palabras tranquiliza doras. —Se nos han dado largas durante demasiado tiempo —se quejó—. Si quieres que participemos en lo de Lehman, vamos a necesitar algo por escrito. —Ya oíste lo que el presidente dijo que haría —replicó Geith ner, descolocado al oír semejante ultimátum—. Si no crees en la palabra del presidente de la Reserva Federal, tenemos un problema más gordo. Dándose cuenta de que Geithner no iba a ceder sobre la cues tión, Lewis finalmente se apeó y accedió a enviar un equipo de ejecutivos para iniciar las diligencias debidas el jueves por la ma ñana. A última hora del miércoles, Fuld seguía pegado al teléfono. Tenía una lista en la que prácticamente estaban todas las figuras importantes de Wall Street y de Washington, y mientras llamaba tenía un ojo puesto en los mercados para detectar cualquier señal adicional de pánico. La evolución de la bolsa dejaba claro que los inversores esta ban apostando por que la situación no podía por menos que em peorar. Cualquier esperanza de que el plan de segregación fuera a cambiar la suerte de Lehman se desvaneció rápidamente.10 Tam poco eran alentadores los resultados del bombardeo telefónico de 10. Susanne Craig, Randall Smith, Serena Ng, y Matthew Karnitschnig, «Lehman Faces Mounting Pressures», The Wall Street Journal, 10 de septiembre de 2008.
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Fuld. Ese mismo día había tenido una dura conversación con Lloyd Blankfein, que había llamado para expresar su frustración por el hecho de que Lehman hubiera puesto fin a sus conversaciones con Goldman. Fuld también había charlado con Paulson, quien había tratado de convencerlo de las ventajas de un acuerdo con Barclays. Sin em bargo, esa perspectiva no terminaba de convencer a Fuld, que no quería poner en peligro un posible acuerdo con Bank of America. —Dick —le recordó Paulson pacientemente—, Ken Lewis te ha dejado plantado muchas veces, mientras que los otros han ex presado su interés. Tenemos que considerar ambas opciones. En Londres, Bob Diamond, de Barclays, esperaba en la barra del Fifty, un club privado de la calle St. James, a un paso de Picca dilly. Había invitado a unas copas a Jeremy Isaacs, el antiguo direc tor de operaciones europeas de Lehman, que había anunciado sus planes de «retirarse» de la firma apenas cuatro días antes.11 Isaacs se había marchado cuando se hizo evidente el ascenso de McDade. La verdad, tal vez no debería haber aceptado la invita ción, ya que estaba en medio de una negociación con Lehman de cinco millones de dólares por dejar su puesto que sería aprobada al día siguiente y que contenía una cláusula de confidencialidad. 12 Esa noche estaba a punto de romper todo lo establecido en ese documento con la intención de ayudar a la supervivencia de Lehman.
El apartamento de Walid Chammah está en una de las tres únicas casas del Upper East Side con portero propio. El edificio situado a un paso de la Quinta Avenida sólo tiene nueve aparta mentos. La distancia que lo separaba del bullicio bancario de Park Avenue lo convertía en el lugar ideal para mantener una reunión secreta donde discutir una fusión entre Lehman y Morgan Stanley. 245. Mark Kleinman, «Jeremy Isaacs to Step Down at Lehman», Daily Telegraph, 7 de septiembre de 2008. 246. Danny Fortson, «Five Lehman Chiefs Coop $100m Days Before Collapse», Sunday Times (Londres), 12 de octubre de 2008.
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La esposa y los hijos de Chammah estaban en Londres, donde él tenía su base permanente, de modo que el grupo tenía la casa a su entera disposición. A las nueve de la mañana, Chammah, James Gorman, el otro presidente de Morgan Stanley, y el resto del equipo de esta empre sa, andaban dando vueltas por su cocina, esperando la aparición de Bart McDade y el contingente de Lehman. —Al menos repasemos los movimientos —indicó Chammah a sus colegas—, pero tengamos presente que es muy probable que esta reunión no nos lleve a ninguna parte. Cuando por fin llegó McDade, acompañado de Skip McGee, Mark Shafir, Alex Kirk y algunos más, en sus caras se notaba con claridad lo estresante que había sido el día. Chammah sirvió una botella de Tenuta dell'Ornellaia del 2001, un vino de ciento ochenta dólares la botella, en un intento de mejorar el clima y el avance de las conversaciones. Todos se aco modaron rápidamente en la sala de estar. McDade les dijo a los presentes que aquella reunión era para él una especie de déjh vu; hacía apenas unos meses que casi todos los allí reunidos se habían juntado para hablar del mismo tema. Sólo que ahora —esta observación se la calló— Lehman estaba de sesperada. A continuación pasó a explicar que Lehman estaba ex plorando varias opciones para captar capital: vender activos, o tal vez vender la totalidad de la empresa. Por si aquello no había que dado del todo claro, señaló que si Morgan Stanley estaba interesada en comprar, él no se pondría exigente sobre las condiciones. Acto seguido dijo que las «cuestiones sociales» no deberían impedir un acuerdo potencial, una clave para la cuestión de quién dirigiría la suma de las empresas. McDade acababa de desahuciar a Fuld. —Si queréis que alguno de nosotros participe, lo haremos; si no nos queréis, no tenemos por qué estar. Ya no somos nosotros la cuestión —dijo. Shafir les dijo que un acuerdo «podría percibirse como una extensión», pero pensaba que había una oportunidad para eliminar muchos costos de ambas empresas, lo cual, después de todo, era la línea de partida básica para cualquier fusión corporativa. A pesar del giro optimista de Shafir sobre un acuerdo potencial, Chammah
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era muy consciente de que un acuerdo de esta magnitud iba a aca bar en un baño de sangre, con cientos, si no miles, de despidos. También sabía que la parte positiva de cualquier fusión era difícil de apreciar. Poco después de que se marchara el equipo de McDade, Gor man miró solemnemente a los suyos como para recordarles: «Po dríamos ser nosotros», pero sólo dijo: «Acabamos de ver a unos ti pos que están al borde del abismo.» Poco después del amanecer, Greg Curl atravesaba la plaza del edificio Seagram, la obra maestra de treinta y ocho pisos del mo dernismo arquitectónico y lugar emblemático en Park Avenue. En tró en el vestíbulo, miró su reloj, y esperó a que le dieran acceso. Curl, el emisario de Bank of America para un posible acuerdo con Lehman Brothers, había volado desde Charlotte a Nueva York el miércoles por la noche con un equipo de más de cien ejecutivos para iniciar sus diligencias en el centro de conferencias de Sullivan & Cromwell. Como apoyo, había traído a Chris Flowers, un inver sor de activo neto privado cuya especialidad eran los entresijos del sector bancario. Los dos hacían una extraña pareja: Curl era un veterano de Bank of America de bajo perfil y con escasas conexio nes en Wall Street; Flowers, en cambio, era de palabra fácil, ex ban quero de Goldman Sachs, cuyos osados acuerdos a menudo lo ha cían aparecer en los titulares. Curl confiaba en muy pocos banqueros, pero Flowers era una excepción. Admiraba especialmente su abordaje desapasionado, sin rodeos, de las negociaciones y de la vida. En 2007, justo antes de que se desencadenara la crisis crediticia, habían pujado juntos por Sallie Mae, la empresa de créditos a estudiantes. No tardaron en darse cuenta de que el acuerdo era un error, y dedicaron el resto del año a trabajar de consuno para deshacerlo. Curl no había manteni do la inversión de Sallie Mae contra Flowers, en gran medida por que Flowers tenía la posibilidad última de sacarlos de él invocando una cláusula de escape del acuerdo de fusión, con los consiguientes fuegos de artificio. La utilidad de Flowers no se limitaba a prestar asesoramiento,
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ya que Lehman sabía que podría estar interesado en invertir junto con Bank of America en la firma. Curl pensaba incluso que podría estar dispuesto a hacerse cargo de los activos de mayor riesgo de Lehman. Cuando quiso ponerse en contacto con Flowers apenas veinticuatro horas antes, Curl lo había encontrado en Tokio, donde estaba en medio de una reunión del consejo del Shinsei. —Te interesará echar una mirada a Lehman Brothers si nos planteamos la operación en sociedad contigo —le dijo Curl—. ¿Puedes volver a Nueva York para ese fin? Flowers casi no necesitó que lo convencieran y rápidamente se dirigió en coche al aeropuerto para emprender el vuelo de catorce horas de regreso a Manhattan. Cuando llegó, con señales inconfundibles de desfase horario en la cara, lo hizo con Jacob Goldfield, quien casualmente era el banquero que había descargado subrepticiamente toda la información de LTCM en un portátil cuando se produjo el supuesto intento de Goldman de ayudar a la empresa en apuros. También tenía conocimiento de Lehman por haber ayudado a Hank Greenberg en primavera a examinar la firma para una adquisición de acciones comunes y preferentes. Durante el vuelo, Flowers había estudiado el informe de Lehman del segundo trimestre y se había centrado en lo que sabía que iba a ser el punto central de la discusión: el valor de los activos inmobiliarios de Lehman. ¿Era posible que valieran entre veinticinco mil y treinta mil millones de dólares? Curl, Flowers y Goldfield prepararon su campo de operaciones en una sala de juntas que Sullivan & Cromwell habían puesto a su disposición con café y pastas incluidas. Iba a ser un día largo.
Después de veinticuatro horas para asimilar el plan de segregación de Lehman, los analistas de Wall Street se lanzaron en tromba contra él y contra la empresa. El jueves por la mañana empezaron a bombardear a los clientes con correos electrónicos escépticos que contribuyeron al hundimiento de las acciones de la firma. Su precio había acabado el día anterior con un descenso del 7 por ciento, a 7,25 dólares la acción, y estaba a punto de caer todavía más.
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Hasta los analistas que creían que Lehman era básicamente sólida, estaban empezando a ver que sus principios se tambaleaban: la caída en picado del precio de las acciones disparó los temores del mercado, dando lugar a una profecía autocumplida que obligaba a Lehman a encontrar un comprador, y rápido. Mientras los analistas de Wall Street parecían decididos a es cribir el epitafio para la empresa de Fuld, la única persona que salió a defenderlo en público fue John Mack, el hombre que Fuld había esperado que fuera su socio en la fusión. En el Times de esa mañana se citaban unas declaraciones suyas: —Él está tan animado como siempre, pero no cabe duda de que esto le está haciendo mella, como haría mella en cualquiera.13 En privado, en cambio, Mack acababa de darle a Fuld una noticia aplastante: no creía que hubiera ninguna buena razón para que Morgan Stanley siguiera adelante con las conversaciones. Sin embargo, todavía había señales de vida. Tim Geithner confirmó a Fuld que Barclays estaba realmente interesado en pu jar por la empresa, aunque no se habían puesto en contacto con él directamente, y le dio el número de teléfono de Diamond en Londres. —Sabe que lo vas a llamar —le aseguró Geithner. —Tengo entendido que esperas mi llamada —dijo Fuld cuan do se puso en contacto con Diamond. Diamond estaba evidentemente nervioso, ya que creía haber dejado claro con Geithner que él no quería hablar directamente con Fuld sobre un acuerdo.14 El Gobierno de Estados Unidos tenía que actuar como intermediario. —Creo que deberíamos hablar —dijo Fuld, tratando de ini ciar la conversación. —No creo que haya una oportunidad para nosotros en esto —dijo Diamond. Fuld no entendía nada. Geithner le había dicho que hiciese este contacto y ahora Diamond le salía con que no estaban interesados. 247. Louise Story, «Tough Fight for Chief at Lehman», The New York Times, 11 de septiembre de 2008. 248. Carta conseguida por el autor.
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Sin querer forzar las cosas, puso fin a la conversación y volvió a llamar a Geithner. —Acabo de hablar con Bob Diamond —le dijo a Geithner indignado—. Dice que no está interesado. ¿No habías dicho que quería hablar con nosotros? —Y así es —insistió Geithner—. Deberías volver a llamarlo. Cinco minutos después, lo intentó otra vez con Diamond. —Acabo de decirte que no estamos interesados —repitió Dia mond. Fuld, que a esas alturas ya se creía víctima de una broma, vol vió a telefonear a Geithner. —No sé qué está pasando aquí. Lo he llamado dos veces e insiste en que no quiere hablar conmigo. Tú me dices que está in teresado y él me dice que no. Geithner prometió ponerse en contacto con Diamond e instó a Fuld a tratar de hablar con él por última vez. Cuando hizo su intento final, resultó que Diamond de repente sí quería hablar. —Vamos a volar esta noche —dijo Diamond—. Tendré un equipo preparado para el viernes por la mañana. Con esta frase, se hizo oficial: Barclays y Bank of America competían ahora por Lehman. Lo que Fuld no sabía era que durante toda la mañana, Dia mond y los suyos habían estado en contacto con Geithner y Paulson, y habían llegado a un acuerdo con Barclays para que examinaran los libros de Lehman lo antes posible. El papel de Fuld en cualquier in tento de rescate no era más que una cortés formalidad. Antes de salir esa noche hacia Nueva York, Diamond quería te ner cierta seguridad de que su viaje valdría la pena. En su llamada a Paulson, había preguntado específicamente si Barclays podría pujar en exclusiva por Lehman. Había leído la noticia sobre el interés de Bank of America, y sabía por experiencia propia que podía ser un rival formidable y un potencial aguafiestas, ya que un año antes había des baratado sus planes para hacerse con el banco holandés ABN Amro. —Si va a andar en esto Bank of America, no nos metáis en el medio —le dijo Diamond a Paulson—. No nos hagáis llegar a un acuerdo para que vengan ellos y ofrezcan más.
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—No podéis tener una exclusiva —respondió Paulson—. Pero permitidme que os diga que estáis en una posición fuerte y yo me aseguraré de que no os pongan en una situación violenta. Antes de terminar la llamada, Diamond quiso dejar clara otra cosa: lo que él quería era un acuerdo Jamie, en otras palabras, espe raba conseguir algún tipo de ayuda del Gobierno. Paulson afirmó con rotundidad que no habría ayuda guberna mental alguna, pero añadió que buscarían alguna fórmula para conseguirles otros apoyos.
Cuando Tom Russo irrumpió en su oficina, su expresión som bría llamó la atención de Dick Fuld, lo cual era notable, conside rando el clima de desánimo que reinaba en la planta 31. —¿Qué pasa? —preguntó Fuld con voz ronca. —Acabo de hablar con Tom Baxter —dijo Russo, refiriéndose al director del departamento jurídico de la Reserva Federal de Nue va York—. Dijo que Geithner quiere que renuncies a tu puesto en el consejo directivo. —Russo hizo una pausa para dar a Fuld oca sión de asimilar la noticia antes de proseguir—. Que teniendo en cuenta nuestra posición, es demasiado complicado, crea demasia dos conflictos. —No puedo creerlo —dijo Fuld, casi al borde de las lágri mas. Juntos, él y Russo dictaron una carta de renuncia dirigida a Stephen Friedman, presidente del consejo de administración: Estimado Steve: Con gran pesar ofrezco por la presente mi renuncia como miembro del consejo directivo del Banco de la Reserva Federal de Nueva York. A la luz de mi actual situación en Lehman Brothers, desgraciadamente no tengo tiempo que dedicar a los asuntos del consejo y, por lo tanto, considero que, por el bien de este organis mo, debo presentar mi renuncia con efecto inmediato. Ha sido una satisfacción el tiempo pasado en el consejo y tengo un enor me respeto tanto por él como por la institución. Gracias. Te saludo atentamente.
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Con un contenido pero profundo suspiro, Fuld añadió su fir ma, poniendo una «D» enorme en su sitio por encima de «Dick». En el número 70 de Pine Street la presión crecía por momen tos mientras Bob Willumstad se paseaba arriba y abajo por su ofi cina antes de una reunión crucial que tendría lugar esa mañana con la agencia de calificación de solvencia, que había estado emitiendo mensajes amenazadores sobre una rebaja de la calificación. Acaba ba de hablar con Geithner con el fin de no perder de vista la entre vista prometida para convertir AIG en operador directo y aumentar un poco la presión.15 —Ahora estamos un poco atareados con Lehman —se discul pó Geithner—. Pero volvamos a hablar mañana por la mañana. Eran sólo las 10.30, pero el mercado ya acusaba el nerviosismo que Willumstad había estado haciendo lo posible por ocultar toda la semana. El coste de asegurar la deuda de AIG había dado un salto del 15 por ciento hasta los seiscientos doce puntos básicos, el nivel más elevado de su historia.16 Eso significaba que a los inverso res les costaría seiscientos doce mil dólares anuales asegurar diez millones de la deuda de AIG durante los próximos cinco años. Con la evidente desesperación de Lehman por captar dinero, los inver sores apostaban claramente por que AIG no tardaría en enfrentarse al mismo problema. Además, podría tener que pagar cantidades astronómicas a los inversores que se estaban proveyendo de asegu ramiento para protegerse de una posible insolvencia de Lehman. Para complicar más las cosas, Hank Greenberg, destituido ese día por el fiscal general del estado de Nueva York por anteriores 249. The Wall Street Journal informó que Willumstad hizo su primera lla mada a Geithner el martes, pero en realidad no hablaron por teléfono hasta el viernes por la mañana. Los informes del autor sitúan la conversación telefónica el jueves por la mañana. Véase Monica Langley, Deborah Solomon y Matthew Karnitschnig, «Bad Bets and Cash Crunch Pushed Ailing AIG to Brink», The Wall Street Journal, 18 de septiembre de 2008. 250. Lilla Zuill, «AIG Woes Knock Its Market Valué Below Peers», Reu ters, 11 de septiembre de 2008.
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prácticas contables cuestionables en AIG, no perdía ocasión de aco sarlo.17 Tal vez el más apremiante de los problemas que atenazaban a Willumstad era el resultado de una conversación que había mante nido con Jamie Dimon esa misma semana. —Parece que nunca hacemos lo suficiente —le había dicho Willumstad, urgiéndolo para que lo ayudara a captar capital o pres tar él mismo el dinero a la empresa. —Bueno, ya sabes. Tenéis un problema mayor del que había mos previsto —replicó Dimon—. Nuestros modelos dicen que nos quedaremos sin dinero la semana próxima. En ese momento Willumstad aceptó el hecho de que JP Mor gan tal vez no estaría dispuesto a allegar más fondos. El tesorero de AIG, Robert Gender, ya le había advertido de que eso podría su ceder, pero Willumstad no lo había creído del todo. «JP Morgan siempre se muestra dura —le había recordado a Gender—. Citi hará lo que tú les pidas; sólo pueden decir que sí.» Pero el prudente Gender le respondió con tono ácido: —Francamente, nos vendría bien parte de la disciplina que JP Morgan trata de imponernos. Por fin había llegado el momento de la temida reunión con Moody's. Steve Black, de JP Morgan, había ido a la ciudad para dar algo de credibilidad al asunto y ayudar a responder a las pre guntas sobre los planes de AIG de captar capital. Una cosa era que Willumstad afirmase que tenía toda la intención de captar capital, y otra muy diferente que el presidente de JP Morgan dije ra que tenía intención de respaldar a la empresa en ese esfuerzo. Las apuestas eran altas: si la agencia recortaba el crédito de AIG aunque sólo fuera mínimamente, podría desencadenar una necesi dad de garantías subsidiarias de diez mil quinientos millones de
17. En medio de la colocación a un accionista de Delaware de un paque te de ciento quince millones de dólares, Greenberg empezó su consulta con An drew Cuomo para un juicio de fraude civil, que se presentaría en el plazo de siete días. Amir Efrati, «Greenberg Settles AIG Shareholder Case», The Wall Street Journal, 12 de septiembre de 2008.
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dólares.18 Si Standard & Poor's seguían la misma tendencia, lo cual era probable —«los ciegos guiando a los ciegos», solía decir de ellos Willumstad—, la cifra podría ascender a trece mil trescientos mi llones. Si eso llegaba a suceder y AIG era incapaz de presentar el capital extra, sería prácticamente una sentencia de muerte. Cuando sólo llevaban quince minutos de reunión, el analista de Moody's dejó claro que rebajarían la calificación de AIG por lo menos un punto, y tal vez dos. Según los cálculos de Willumstad, si lo hacían el lunes, la empresa dispondría al menos de tres días antes de presentar las garantías subsidiarias. Eso significaba que tenían hasta el miércoles, o a lo sumo hasta el jueves, para reunir una suma astronómica de dinero. Black, de JP Morgan, temía que tuvieran incluso menos tiempo. Según sus cálculos, el martes por la mañana sería la fecha tope. Después de la reunión, llevó a Willum stad a un aparte y le advirtió: —Os van a bajar la calificación, de modo que vais a tener que pensar qué vais a hacer. —Tenemos que prepararnos para eso —dijo Willumstad, afir mando con la cabeza—. Estoy totalmente de acuerdo. Black se marchó del edificio aún más abatido que al llegar. Iba pensando: «Nadie se mueve con toda la rapidez que necesita.»
En el edificio de General Motors que ocupa toda una manza na de la Quinta Avenida con la Calle 59, Harvey Miller, el legenda rio abogado de quiebras de Weil, Gotshal & Manges, se levantó de su escritorio y empezó a pasearse arriba y abajo por su oficina mien tras contemplaba las miniaturas de camiones Texaco y de aviones de Eastern Airlines que adornaban sus estantes de libros, recuerdos de dos de sus casos más famosos.19 A sus setenta y cinco años, Miller era considerado el decano de las bancarrotas y facturaba a sus clientes casi mil dólares por una 251. Mary Williams Walsh y Jonathan D. Glater, «Investors Turn Gaze to AIG», The New York Times, 12 de septiembre de 2008. 252. Stephen Labaton, «Bankruptcy Bar. Never So Solvent», The New York Times, 1 de abril de 1990.
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hora de sus servicios.20 Además de Texaco y de Eastern, había participado en las quiebras de Sunbeam, Drexel Burnham Lambert y Enron, y también se había contado entre los abogados que habían representado a la ciudad de Nueva York durante su crisis financiera de la década de 1970. Era famoso por su talante tranquilizador y también por sus trajes de corte exquisito, su amor por la ópera y su capacidad para hablar con frases largas y elocuentes. Hijo de un vendedor de suelos de madera, se había criado en el vecindario de Gravesend, en Bróoklyn, y había sido el primero de su familia que había pasado de la educación secundaria y había asistido al Broo klyn College.21 Después de un breve período en el Ejército, había ingresado en Columbia para estudiar derecho. Por aquel entonces, la de quiebras era una de las pocas áreas de las finanzas corporativas dominada por los pequeños bufetes, predominantemente judíos, dentro del sector todavía infestado por los wasp. En 1963, Miller se incorporó al pequeño bufete de quiebras de Seligson & Morris; seis años después, Ira Millstein, el gurú de la gobernanza, contrató a Miller para iniciar una oficina de quiebras y reestructuraciones en Weil, Gotshal & Manges. Esa misma tarde, el presidente de la empresa, Stephen J. Dannhauser, lo había llamado por teléfono y le había planteado una pregunta sorprendente: ¿estaría disponible el bufete para hacer algo de trabajo preliminar sobre Lehman...? Por si acaso. Miller dijo que lo entendía; había estado leyendo la prensa financiera. Lehman era un cliente muy importante, en realidad, el principal, y la fuente de más de cuarenta millones de ingresos todos los años. Conocía muy bien la empresa. Como abogado de quiebras, Miller estaba acostumbrado a estos delicados pas de deux con los clientes. —Una quiebra —había dicho una vez— es como bailar con un gorila de doscientos cincuenta kilos. Bailas si el gorila quiere bailar.22 253. Jonathan D. Glater, «The Man Who Is Unwinding Lehman Broth ers», The New York Times, 14 de diciembre de 2008. 254. Ibídem. Véase además Labaton, «Bankruptcy Bar», The New York Times, art. cit. 255. Ibídem.
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Sin embargo, unas horas más tarde, Miller recibió otra llama da del banco asediado. —Soy Tom Russo, director del departamento legal de Leh man Brothers —dijo la voz en el otro extremo de la línea—. ¿Estáis trabajando sobre Lehman? Miller, que no conocía a Russo, quedó descolocado. —Bueno, la verdad es que sí. Russo no tenía interés en discutir ningún detalle, sólo quería hacer llegar un mensaje. —Ya sabéis que no podéis hablar de esto con nadie. Hay una situación muy tensa. No podemos permitir que se filtre ningún rumor. Miller estaba a punto de asegurarle que apreciaba la urgencia de la cosa cuando Russo le preguntó ansiosamente: —¿A cuánta gente tenéis trabajando en ello? —A unos cuatro tal vez —le dijo Miller—. Bueno, es algo preliminar todavía. —Sí, preliminar —insistió Russo—. No pongáis a nadie más. Tenemos que mantenerlo controlado. Russo puso fin a la llamada y dejó a Miller atónito, pregun tándose qué estaría sucediendo realmente.
Con su equipo en Sullivan & Cromwell, trabajando con Bank of America, Dick Fuld decidió llamar a Ken Lewis, en Charlotte. Después de todo, si iban a cerrar un acuerdo suponía que lo mejor era hablar de consejero delegado a consejero delegado. Cuando Fuld entró en contacto con Lewis se embarcó en un sincero soliloquio sobre trabajar juntos y lo entusiasmado que esta ba con la fusión, con la unión de la franquicia de inversión de altos vuelos de Lehman Brothers y Bank of America, un enorme banco comercial. Sugirió que los recursos de la entidad resultante serían comparables a los de JP Morgan y Citigroup, lo que convertiría Bank of America en un auténtico supermercado financiero. Lewis lo escuchó pacientemente, sin saber muy bien cómo responder. A su modo de ver, no estaba negociando con Fuld, esta ba negociando con el Gobierno. Lo que Fuld tuviera que decir, sinceramente, carecía de importancia.
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Antes de poner fin a la llamada, Fuld, lleno de confianza, dijo: «Ambos sabemos que vamos a cerrar este trato. Me alegro de que seamos socios.» BlackRock estaba en medio de una reunión del consejo de administración prevista para dos días en su sede central de la Calle 50, a un paso de Madison Avenue, cuando se produjo el cierre de los mercados de ese día. Como propietario parcial de BlackRock, Merrill tenía dos votos en el consejo de administración, y John Thain y Greg Fleming, que lo representaban ese día, consultaron rápidamente su BlackBerry para comprobar los precios de cierre. Las acciones de Merrill habían caído un 16,6 por ciento, hasta los 19,43 dólares, la mayor caída de todos los bancos de inversión en ese día, excepto Lehman, que había bajado un 42 por ciento, que dándose en 4,22 dólares. Si Lehman se encontraba en tan tremen dos apuros, al parecer todos pensaban que Merrill podría ser el si guiente. En una pausa de la reunión, Fleming salió a hacer una llama da. Llevaba todo el día pensando en la conversación que había te nido con Herlihy sobre la posibilidad de un acuerdo con Bank of America. Todavía tenía que abordar a Thain sobre este asunto, y esperaba a que se presentara la mejor oportunidad. No obstante, ya había hablado en privado con John Finnegan, un miembro del consejo de Merrill con el que tenía una buena re lación. A Finnegan, que, al igual que Fleming, era de natural ner vioso, lo preocupaba que Thain pudiera tener poco interés en ven der la compañía; al fin y al cabo sólo hacía diez meses que lo habían nombrado consejero delegado. La persona con la que Fleming necesitaba contactar ahora era Rodgin Cohén, también amigo suyo y, lo sabía, abogado de Leh man. Fleming estaba ansioso por saber cómo iban las conversacio nes con el Bank of America y hasta qué punto era desesperada la situación de Lehman y, en consecuencia, de Merrill. Cuando Cohén, que estaba en una sala de juntas reunido con los equipos de Lehman y Bank of America, salió para atender la llamada, Fleming lo saludó con aire informal, como si se tratara de
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una comunicación social. Después de las frases cordiales de rigor, le habló como de pasada de la caída de las acciones de Merrill y le dijo a continuación: «Estamos valorando nuestras opciones. No sé cuán to recorrido nos queda.» Cohén, sin embargo, lo vio venir. Sabía que Merril no estaba en situación de comprar Lehman, y siendo como era un estudioso de los negocios de fusiones y adquisiciones, sabía que Fleming tal vez quisiera hacer un trato con Bank of America, echando por tie rra los esfuerzos de Lehman. —Yo poco puedo decir —le respondió. Renunciando a ocultar sus motivos, Fleming decidió confiar se a Cohén. —Tenemos que hacer un trato. Los números pintan muy pe ligrosos. Si Lehman cae, a continuación iremos nosotros. Cohén no sabía qué responder y se limitó a excusarse lo antes posible. Al menos por ahora mantendría la conversación en el pla no confidencial.
Cuando Steve Black volvió a JP Morgan desde AIG, le descri bió la reunión a Dimon como «una jodida pesadilla». Le pidió a Tim Main que llamara a Brian Schreiber para ponerse al día sobre la última previsión de AIG y para ver si Schreiber había firmado la carta de compromiso, esencialmente una especificación de las con diciones de JP Morgan para tratar de recomponer AIG. Main le dijo a Black que el documento todavía no se había firmado, pero que llamaría esa tarde para ver en qué situación se encontraba. —¿Podemos programar mi paliza semanal para las dos? —pre guntó, en broma sólo a medias. Su relación con la gente de AIG seguía siendo tan gélida como siempre. Cuando Main por fin se puso en contacto con Schreiber, le preguntó sin andarse con vueltas: —¿En qué punto estáis en lo de la carta de compromiso? Schreiber siempre había creído que las condiciones de esa car ta eran excesivas. JP Morgan no sólo pedía unos honorarios de diez millones de dólares, sino que además el banco exigía trabajo garan
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tizado en cualquier asignación importante de AIG durante los dos años siguientes. —¿En qué punto estáis vosotros con lo del compromiso de recompra? —le retrucó Schreiber indignado. Main, que ya estaba cabreado por los rumores de que Schrei ber había estado hablando también con Blackstone y Deutsche Bank, perdió por fin los nervios. —¿Me estás tomando el puto pelo? ¿Crees que vamos a pres taros dinero? —gritó. Pero sólo estaba en el precalentamiento—. Estás llevando a cabo un proceso de mierda. ¡Tu empresa está jodi da\ Estás en tratos con otros banqueros a nuestras espaldas. Te estás cavando la fosa. —A mí no me grites —replicó Schreiber fríamente—. No te lo voy a permitir. Tengo que hablar con Bob. Cinco minutos después, Schreiber le estaba contando la con versación a Willumstad, que a su vez llamó a Black para pedir una explicación por el comportamiento de Main, pero lejos de discul parse, Black también explotó.
Cuando a última hora del jueves llegó la llamada de Ken Lewis, Paulson ya sabía lo que iba a oír. —Lo hemos estado mirando y no podemos hacerlo... no po demos sin ayuda del Gobierno —dijo Lewis tajante—. Simple mente no podemos hacerlo porque no podemos llegar —como muchos de los detractores de Lehman en ese momento, incluidos los ansiosos accionistas que inundaban el mercado con órdenes de venta, Lewis dijo que las valoraciones que Lehman había hecho de sus activos eran demasiado altas. Adquirir la compañía expon dría a Bank of America a enormes riesgos. Sin embargo, Paulson no estaba dispuesto a recurrir al dinero federal, al menos no todavía. Políticamente era inaceptable, espe cialmente cuando los rescates de Fannie y Freddie todavía ocupa ban los titulares. Y si esto se iba a convertir en una negociación, Paulson no quería mostrar todas sus cartas tan pronto. Sabía, no obstante, que necesitaba mantener el interés de Bank of America, de modo que ofreció:
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—Vale, si necesitáis ayuda con los activos, nos decís en qué podemos ayudar y daremos con la forma de llegar a ello. —Pensaba que habías dicho que no habría dinero público —replicó Lewis desconcertado. —Me pondré a trabajar en ello —prometió Paulson—. Hare mos que participe el sector privado. Lewis hizo una pausa. No le gustaba nada lo que Paulson pa recía estar sugiriendo. No quería verse envuelto en un rescate semi públicosemiprivado; quería un acuerdo Jamie. Y sabía muy bien que era muy improbable que sus rivales quisieran firmar la cuenta para que él pudiera comprar Lehman por nada. De todos modos, se comprometió a seguir examinando Leh man con la mirada puesta en una oferta. Cuando había tanto en juego, supuso que finalmente conseguiría apoyo de algún tipo, del tipo que fuera. El jueves por la tarde, David Boies, abogado de Hank Green berg, llegó a las oficinas de Simpson Thacher para reunirse con los abogados de AIG: Dick Beattie, presidente de la firma, y Jamie Gamble. Sólo un círculo muy reducido sabía de la reunión y de cuál era su objetivo. Después de cuatro años de combates públicos, AIG estaba a punto de llegar a un acuerdo con Greenberg, un acuerdo que lo devolvería al seno de la empresa. Willumstad había dado instrucciones a Beattie y a Gamble de meterse en una habita ción con Boies y forjar un acuerdo de una vez por todas. Teniendo en cuenta el tumulto reinante en el mercado, Wi llumstad estaba ansioso de anunciar que Greenberg volvía a AIG como presidente honorario. Willumstad sabía que Greenberg estaba empeñado en ayudar a AIG a captar capital, y dadas sus sólidas relaciones con acaudala dos inversores de Asia y de Oriente Próximo, podía resultar un ac tivo importante. Todavía tenían que trabajar sobre los detalles, pero habían lle gado a un principio de acuerdo que resolvería la disputa. AIG le devolvería material gráfico, documentos y propiedades por valor de quince millones de dólares que Greenberg consideraba suyos, y pa garía la defensa de Greenberg en las docenas de juicios que se ha bían abierto contra él. A su vez, Greenberg devolvería entre veinti
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cinco y cincuenta millones en acciones de AIG que tenía Starr International en un fondo fiduciario y que había sido uno de los puntos centrales de la disputa. En total, el acuerdo le costaría a Greenberg la friolera de ochocientos sesenta millones de dólares, tomando como base el precio de las acciones de AIG de ese día, pero pondría fin al juicio por cuatro mil trescientos millones con tra él y lo devolvería al seno de la empresa que tanto amaba. Acordados ya los aspectos básicos del trato, Boies, vestido con una chaqueta azul y zapatos Merrell negros, agradeció a los demás y les sugirió que trataran de conmemorar el acuerdo reuniendo a Willumstad y a Greenberg en una habitación para cerrarlo la sema na siguiente. —Llamadme este fin de semana —les dijo Boies, volviéndose para marcharse. Por su parte, Paolo Tonucci, tesorero global de Lehman, llamó horrorizado por su teléfono móvil. —¡Tengo que hablar con vosotros ahora mismo! —dijo en voz baja a Bart McDade y Rodgin Cohén—. Tenemos un verdadero problema. Todo había ido como la seda en las oficinas de Sullivan & Cromwell, donde habían estado ayudando a Bank of America a llevar a cabo la diligencia debida, pero ahora, tal como Tonucci re veló, JP Morgan les pedía otros cinco mil millones de dólares en garantías subsidiarias. «Acabo de hablar con Jane Byers Russo [jefe de la correduría de valores de JP Morgan]. Dice que tenemos que girarlo antes de mañana. Y podría exigirnos otros diez mil millones antes del fin de semana.» —I Qué\ —preguntó Cohén, evidentemente descolocado por las exigencias—. Me parece increíble. No lo puedo entender. Sé que todos son presa del pánico, pero esto es demasiado. Tonucci hizo partícipe de las novedades a su jefe, Ian Lowitt, director financiero de Lehman, y al resto de los presentes. —Esto es una mierda —gritó McGee, rompiendo un incómo do silencio. Tonucci y Lowitt llamaron a Fuld para ponerlo al tanto y con certar una teleconferencia con Jamie Dimon. —Mirad, necesitamos que nos enviéis las garantías subsidia
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rias —le dijo Dimon al grupo cuando por fin se incorporó, y aña dió que era una petición justa teniendo en cuenta el deterioro de la posición de Lehman. Fuld le dijo tranquilamente a Dimon que pondría a su equipo a trabajar en ello. Tonucci, sin embargo, susu rró al resto del equipo: —¿Es que Dick no lo entiende? Desde el punto de vista ope rativo, es casi imposible que hagamos eso. A Dimon también le preocupaba que Fuld pudiera estar to mando la cosa demasiado a la ligera. —¿Estás tomando nota? —le soltó. Cuando terminó la teleconferencia, McDade estaba al borde de un ataque. —Tenemos que llamar a la Reserva Federal —dijo—. Jamie no puede hacer esto. Cohén, que era quien tenía más experiencia en las cuestiones de la Reserva, no estaba tan convencido. —Estoy casi seguro de que Jamie habrá hablado con ellos an tes que nosotros —les dijo—. Jamie es duro. No lo habría hecho sin la aprobación tácita de la Reserva. Los diez minutos que siguieron fueron una cacofonía de di ferentes conversaciones simultáneas, todas sobre un tema común. «¡Están tratando de dejarnos inoperantes!» Por fin decidieron que lo mejor era llamar a Tim Geithner. Cuando Cohén por fin contactó con Geithner y lo puso en el altavoz, le explicó rápidamente la situación. A Geithner no pareció preocuparle, como si hubiera estado esperando la llamada. McGee lanzó una mirada nerviosa a McDade, como diciéndole: «Estamos jodidos.» —No puedo aconsejar a un banco que no se proteja —dijo Geithner imperturbable. Cohén, esperando hacer con buenos modos que Geithner se diera cuenta de que creía que JP Morgan estaba tratando de cortarle la hierba debajo de los pies a su rival, preguntó: —No estoy en condiciones de juzgar eso —respondió Geith ner. A las 18.00, Paulson organizó una teleconferencia con Geith ner, Bernanke y Cox. Tenía la sensación de que se iba a desencade
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nar una crisis y se temía otro fin de semana como el de Bear Stearns. Sin embargo, esta vez estaba decidido a que terminara de una ma nera muy distinta. Creía que tenían que preparar lo que él llamaba una «solución tipo LTCM», en otras palabras, estaba decidido a convocar a las firmas del sector privado para que entre todas pu sieran dinero para orquestar un salvamento de Lehman Brothers. Geithner apoyaba la idea, y aparentemente también algunos jefes de Wall Street. Ese mismo día, Geithner había recibido llamadas de John Thain de Merrill Lynch y de Vikram Pandit del Citigroup sugirien do una solución así. Paulson insistió en que tal vez lo más importante era que no podían asumir la responsabilidad política de poner dinero del Go bierno para Lehman como habían hecho con Bear Stearns. —Yo no puedo ser el señor apagafuegos —insistió, y puesto que todos los participantes en la teleconferencia ya habían aguanta do la onda expansiva de esa experiencia, no tuvo que convencerlos de la conveniencia de no repetirla. A pesar de todo, Geithner se mostraba un poco vacilante ante la idea de adoptar en público una posición tan seria, pero sólo por que, según él mismo explicó: —No queremos asustar a la gente. Necesitamos la mayor can tidad posible de ofertantes. De todos modos, pronto se avino a razones, y los cuatro hicie ron un pacto: a menos que sucediera algo milagroso, se propon drían convocar a los consejeros delegados de las principales casas de Wall Street para una reunión el viernes en la Reserva Federal de Nueva York, donde los presionarían para conseguir una solución privada. Mientras tanto, les indicó Paulson, el mensaje tenía que ser claro: nada de rescates.
Brian Schreiber se quitó las gafas de gruesa montura para fro tarse los ojos. El examen de las anotaciones del diario de caja de AIG le demostró que la firma pronto se quedaría sin dinero, a me nos que empezara rápidamente a vender activos.
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Pensando en posibles ayudas, el primer nombre que se le ocu rrió fue el de Chris Flowers. Schreiber le siguió la pista hasta Sullivan & Cromwell, donde todavía estaba haciendo las diligencias con los libros de Lehman. —Tenemos un problema gordo —le dijo Schreiber—. Pronto vamos a quedarnos sin efectivo, y... bueno... ya sabes... sólo tene mos una o dos opciones para enderezar esto. —Vaya, estoy metido de lleno en lo de Lehman —le respon dió Flowers—. Estoy trabajando con Bank of America. —¿Sería posible que te pasaras por aquí mañana? —insistió Schreiber. —Iremos para echar un vistazo —respondió sin comprome terse, nada seguro de que para entonces hubieran terminado con Lehman. Luego añadió—: Veo que esto es realmente importante.
Una vez acabada la teleconferencia con Geithner y Bernanke, Paulson hizo acudir a su oficina a Michele Davis, su directora de comunicaciones. —Bien, he hablado con Lewis y Diamond. Por supuesto, to dos dicen que quieren dinero del Gobierno —le dijo—. Y tenemos a Pelosi y a todos los demás encima —se refería a los rumores de que la presidenta de la Cámara de Representantes había expresado su oposición a que hubiera más rescates. Davis había traído consigo algunos artículos que ya se habían publicado en las principales páginas de Internet, y estaba claro que el foco informativo de los próximos días se centraría fundamental mente en un posible rescate. Un artículo de Dow Jones publicado a las 19.03, hacía apenas unos minutos, empezaba: «Con la probable venta de una asediada Lehman Brothers Holdings Inc., una cuestión clave es cómo sería un respaldo de la Reserva Federal, en caso de materializarse.»23 —No puede salir esto en los titulares de mañana, si los perió dicos publican esto —dijo Davis, meneando la cabeza—, todos van 23. Jessica Papini, «Possible Govt Backstop for Lehman Buy Has Two Prior Models», Dow Jones Newswires, 11 de septiembre de 2008.
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a pensar: «Ah, ahí viene Hank con la chequera.» No es la mejor forma para iniciar esta negociación. Aunque nadie lo mencionó, tanto ella como Paulson sabían que había otra razón por la que un rescate de Lehman podría con vertirse rápidamente en una pesadilla para las relaciones públicas: el hermano de Bush, Jeb, antiguo gobernador de Florida, trabajaba como asesor para el negocio de activos privados de Lehman. El primo de Bush, George H. Walker IV, estaba en el comité ejecutivo de la empresa. Y además estaba el hermano de Paulson, Richard. De más estaba decir que la prensa haría su agosto. —Deberíamos hacer algunas llamadas —le aconsejó, sugirien do sutilmente que empezaran a filtrar a los medios que el Gobierno no iba a llevar adelante ningún rescate de Lehman. —Haz lo que haya que hacer —concluyó Paulson—. Pero, ya sabes, yo no tengo nada que ver.
El viernes, nada más levantarse, Paulson empezó a revisar la prensa de la mañana. Al parecer la opinión generalizada era que si se realizaba un rescate de Lehman, ésa se convertiría en la solución por defecto en un momento en que al parecer ninguna empresa estaba a salvo. ¿Y habría algo más satisfactorio que encontrar la decisión de uno manifestada en las primeras páginas de las principales publica ciones del país? Paulson revisó, el primero, el periódico por excelen cia del mundo financiero, The Wall Street Journal, y sufrió una amarga decepción. Lo más cerca que iba el artículo de fondo de explicar su posición era esta frase: «No se prevé que los funcionarios federales estructuren un rescate como la transacción de Bear o como las de los gigantes hipotecarios Fannie Mae y Freddie Mac del fin de semana pasado.»24 Lo de The New York Times era todavía peor: «Pero mientras el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal se disponían para intermediar en una venta ordenada de Lehman, no estaba claro si la Reserva respaldaría algún tratado, especialmente después de que 24. Efrati, «Greenberg Settles», The Wall Street Journal, art. cit.
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la Administración Bush tomara el control de las dos mayores em presas financieras hipotecarias hace apenas unos días.»25 «No, eso no refleja lo que hemos tratado de transmitir», pensó Paulson. Pasó a la página de editoriales del Journal. El típico editorial sin firma llevaba por título «El destino de Lehman», y su postura parecía calcada del manual de Paulson. Al menos en el caso Bear26 —rezaba el editorial del Jour nal— había cierto temor legítimo de riesgo sistémico. La venta nilla de descuento de la Reserva Federal todavía no se había abierto para los bancos de inversión y, por lo tanto, había alguna posibilidad de un pánico de liquidez más extendido. Eso es mucho menos probable en el caso de Lehman. La ventanilla de descuento está abierta ahora de par en par para Me rrill Lynch y Morgan Stanley, entre otros, y los reguladores fede rales han tenido meses para comprobar el valor de los activos de Lehman y de sus diversas contrapartes. Si los federales acuden a salvar a Lehman después de Bear y de Fannie Mae ya no podrá haber excepciones en una crisis. Tendremos una nueva política federal de facto de respaldo a Wall Street que alentará más asun ciones irresponsables de riesgos. «Sí, todo eso es cierto», pensaba Paulson al terminar el edito rial. Sin embargo, todavía se quedaba corto. Cuando llegó a la oficina fue directo al despacho de Michele Davis y le preguntó con aire sombrío: —¿Qué hacemos? —Yo diría hoy que no queremos usar nuestro dinero y el do mingo por la noche explicaría por qué estamos acorralados —le dijo Davis—. ¿Quieres que llame a Liesman? —preguntó. Se refería a Steve Liesman, el periodista económico de la CNBC, 256. Walsh y Glater, «Investors Turn Gaze to AIG», The New York Times, art. cit. 257. Véase «Lehman's Fate», The Wall Street Journal, 12 de septiembre de 2008.
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conocido popularmente como el Profesor. Davis tenía una buena re lación con él y ya otras veces le había filtrado información con éxito; Paulson lo consideraba inteligente y comprensivo con su causa. Él podría transmitir su mensaje de forma rápida y precisa. «Sí, el Profesor —pensó Paulson sonriendo—. Él sabrá qué hacer con esto.»
Mientras trabajaba en su oficina en la oferta de Bank of Ame rica, Ed Herlihy tenía el televisor encendido sin voz, hasta que alre dedor de las 9.15 vio el titular deslizándose por la base de la panta lla. «Noticias de última hora. Fuente: no habrá dinero del Gobierno en la resolución de la situación de LEH», y subió rápidamente el volumen para oír lo que Steve Liesman le estaba diciendo a David Faber, el especialista en fusiones de la cadena. —Empezaré con un comentario que me ha llegado a través de una persona próxima a Paulson, el secretario de Estado del Tesoro [sic] Hank Paulson —explicó Liesman—. Según él, no habrá dine ro del Gobierno en la resolución de esta situación.27 Herlihy subió todavía más el volumen. —Dicen que hay dos cosas que hacen que el acuerdo de Leh man sea diferente —continuó Liesman—. El mercado ha conocido la situación desde hace seis meses y ha tenido tiempo para preparar se, y el segundo es el PDCF, es decir, el acceso de los bancos de in versión a la ventanilla de emergencias de la Reserva Federal que ahora existe, para permitir un proceso ordenado. Era mucho para asimilarlo así, sin más, y el Profesor le pasó el testigo a su colega: —David, ¿qué piensas de eso? —Es una jugada interesante —respondió Faber—. ¿Debería decir el Gobierno: «Ahí os quedáis, librados a vuestra suerte»? Hay opiniones divididas por lo que hace al riesgo último para los acree dores, para todos los que participan en el mercado de seguros de
27. Steve Liesman a David Faber, Faber Repon, CNBC, 12 de septiem bre de 2008.
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fallo de créditos en el que Lehman es una contraparte en muchas transacciones. —Estoy seguro de que la Reserva Federal está buscando una situación en la que pueda decir: «Por ahí hay riesgo moral. Te vas a estrellar si no prestaste atención durante los seis últimos meses.» Herlihy no podía creer lo que estaba oyendo y entró en trom ba en la sala de juntas, donde un ejército de banqueros y ejecutivos de Bank of America estaba revolviendo la olla de los documentos. —¿Habéis visto lo que acaban de decir en la CNBS? —le pre guntó Herlihy a Curl, casi sin aliento. Curl no sólo no lo había oído, sino que parecía un poco molesto por el hecho de que le hu bieran hecho la pregunta. —Mirad, chicos, tenemos un verdadero problema —insistió Herlihy, después de observar que ninguno de los presentes reaccio naba. Cuando Herlihy contó los detalles de la entrevista de Liesman, Curl se limitó a poner los ojos en blanco. ¿Por qué se tomaba Her lihy tan en serio el informe de la CNBC? Para él, el canal no era más que un ventilador para difundir los rumores del sector. —Es una filtración del Tesoro —volvió a insistir Herlihy—. Es Paulson. ¡Están tratando de enviarnos un mensaje! Herlihy conocía los medios lo suficiente como para saber cómo funcionaba la cosa: durante su permanencia en el Tesoro ape nas una semana antes, durante la absorción de FannieFreddie, ha bía visto cómo el Departamento filtraba sutilmente las noticias al público a través de su reportero favorito, Liesman. La atmósfera en la sala se volvió sombría cuando hasta el pro pio Curl reconoció que Herlihy tenía algo de razón. —¿Hasta qué punto crees que van en serio? —preguntó Curl. Antes de volver al centro de la ciudad para el segundo día de reunión del consejo de BlackRock, John Thain decidió celebrar una teleconferencia con su propio consejo. Thain fue el primero en informar al consejo sobre los recientes altibajos del mercado, que no daban muestras de parar. Una mirada a los futuros ponía en evidencia la probabilidad de que las acciones
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bajaran cuando abriera el mercado. Con la bajada del 16 por ciento de Merrill el día anterior, las cosas no podrían por menos que em peorar. La discusión pronto pasó a Lehman. Thain le dijo al consejo lo que sabía y que no era muy diferente de lo que se publicaba en los periódicos, salvo por el hecho de que la información de Thain provenía directamente de Geithner: el Bank of America y Barclays estaban compitiendo por hacerse con Lehman. John Finnegan, un alto ejecutivo de la aseguradora Chubb, parecía preocupado. —Lehman se está desmoronando, y los cortoplacistas se lan zarán a continuación contra nosotros28 —le dijo a Thain—. Dime si hay alguna probabilidad de que esto acabe de otra manera. A Thain, frustrado por la observación, jamás le había gustado que lo pusieran a prueba. —Nosotros no somos Lehman29 —dijo, con los ojos lanzando chispas detrás de las gafas, y para finalizar, lo repitió para darle más fuerza—: No somos Lehman. Fuld empezaba a inquietarse. Eran las 9.30, las acciones de Lehman abrieron con un descenso del 9 por ciento, a 3,84 dólares, y llevaba doce horas sin noticias de Diamond. —¿En qué punto estamos? —le preguntó cuando por fin pudo contactar con él. —Acabo literalmente de obtener el visto bueno de mi consejo para seguir adelante con esto —dijo Diamond, que había llegado a Nueva York pasada la medianoche anterior—. Estamos empezando las diligencias debidas con vuestros ficheros públicos. No obstante, antes de continuar, decidió que tenía que ser franco con Fuld. —Para ser sincero —dijo con tono envarado—, ésta es una situación terrible para vosotros, porque sólo nos va a interesar si el precio es muy bajo.
258. Susanne Craig, Jeffrey McCracken, Aaron Lucchetti y Kate Kelly, «The Weekend that Wall Street Died», The Wall Street Journal, 29 de diciembre de 2008. 259. Ibídem.
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Fuld se recostó en su sillón, miró a Russo, que se había senta do frente a él para ser testigo de la llamada. Lo entendió. —Tú y yo tenemos que hablar, porque deberías conocer exac tamente cuáles son mis ideas, qué planes tengo —dijo Diamond. Sugirió que se reunieran a mediodía en el Racquet and Tennis, un club exclusivo para socios entre Park Avenue y la Calle 52. —No, no, no. No lo entiendes. No puedo salir de aquí —in sistió Fuld—. Hay fotógrafos por todas partes. ¿Por qué no vienes tú? Podemos colarte por la puerta trasera. Te enviaré mi coche a recogerte. «Caída del 20 por ciento de AIG por el descalabro de las hipo tecas», proclamaba el titular de Reuters a las 10.14. Catherine Seifert, analista de Standard & Poor's, acababa de sacar una nota diciendo que las acciones estaban cayendo por «preo cupaciones sobre la capacidad de AIG para despojarse de sus activos hipotecarios», y que lo previsible era que «la volatilidad se mantenga mientras los inversores esperan noticias de la compañía».30 Mientras seguía estas noticias con alarma creciente, Bob Wi llumstad decidió llamar a Jamie Dimon. Necesitaba que el equipo de JP Morgan le diera alguna seguridad. —Jamie, nos van a bajar la calificación —le dijo—. Tienes que ayudarme a encontrar la forma de conseguir dieciocho mil mi llones de dólares. Ya no hay plan para fines de septiembre —aña dió, refiriéndose a su idea de anunciar los resultados de su revisión de toda la empresa y una nueva estrategia al finalizar el mes. Hizo una pausa para que pudiera asimilar lo dicho y luego continuó—. Si no podéis ayudarnos, dímelo ahora, pero tenemos que hacer algo este fin de semana. Tío, os contratamos para esto —dijo elevando apenas el tono de la voz—. Oye, sólo quiero que me digas ahora si no podéis. —Mira, queremos hacer que esto funcione —dijo Dimon un poco consternado—. Dame cinco minutos y te llamo. Cuando volvió a llamar se disculpó en nombre de la empresa y dijo que iba a retirar a Black del caso. Su otro lugarteniente, Doug 30. Véase «AIG Shares Fall 20 percent On Mortgage Woes», Reuters, 12 de septiembre de 2008.
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Braunstein, que llevaba el bufete de inversiones bancarias de la em presa, se haría cargo. Braunstein, un negociador poco amigo de rodeos, se había encargado de algunas de las mayores transacciones de la empresa después de haber ido subiendo peldaños, primero en el First Boston y luego en Chase. Había ayudado a negociar la ad quisición de JP Morgan, la compra del Bank One (con Dimon in cluido) y finalmente el acuerdo de Bear Stearns. —Vamos a mandar a Braunstein con el equipo y veremos qué podemos hacer para captaros capital a lo largo del fin de semana —Dimon prometió que mantendría el tren en marcha. Cuando cortó, le llegó otra llamada: era Tim Geithner, que por fin devolvía la suya. —¿En qué andamos, pues? —preguntó Geithner. —Estamos trabajando en una captación de capital —explicó Willumstad—. Y estamos hablando con algunos ofertantes de acti vos que pueden llegar este fin de semana. Esperamos tener más información a lo largo del día. —Vamos a mandar a algunos de nuestros especialistas de mer cado esta mañana para ayudar —el tono de Geithner no admitía réplicas—. Mantenme informado —dijo antes de cortar. La con versación no había durado más de treinta segundos. A esas alturas, Hank Paulson estaba tan agitado por los proble mas de Lehman que casi ni se dio cuenta de que su asistente, Chris tal West, estaba tratando de llamar su atención. Alistair Darling, el canciller del Exchequer de Gran Bretaña, estaba al teléfono. Darling, que acababa de asistir a una reunión de una jornada entera en Niza con los ministros de finanzas europeos, le contó al gunos pormenores y, después de un embarazoso silencio, le dijo que llamaba por lo de Barclays. —Debes saber que tenemos serias dudas sobre este acuerdo —le dijo con voz grave. Paulson trató de apaciguarlo, explicando que había otro ofer tante, el Bank of America. También le habló de la importancia sis témica de Lehman Brothers para la economía global e insistió en que un acuerdo entre Barclays y Lehman convertiría a Barclays en un gigante internacional respaldado por el poder de Wall Street. Paulson explicó que estaba tratando de formar un consorcio del
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sector para ayudar en una oferta ya fuera de Barclays o del Bank of America. A pesar de todo, con el típico comedimiento británico, Dar ling siguió hablando de su aprensión acerca de la probabilidad de cualquier compra y dijo con rotundidad: Barclays no debería asu mir más riesgos de los que pudiera gestionar. Paulson, disipando con confianza sus preocupaciones, le pro metió que lo mantendría informado a lo largo del fin de semana. Bob Diamond llegó a la central de Lehman en el Mercedes de Fuld y entró por la puerta trasera para evitar la multitud de cámaras estacionadas en la entrada principal. Con la esperanza de evitar que el personal de Lehman viera al visitante, el equipo de seguridad lo metió en el montacargas del edificio y lo llevaron rápidamente a la oficina de Fuld. Éste le ofreció café. Entre la ansiedad que lo devoraba a Fuld y la falta de sueño de Diamond, los dos tenían un aspecto deplo rable. Era evidente que Diamond tenía prisa por llegar a Simpson Thacher, donde su equipo de banqueros acababa de iniciar las dili gencias debidas, y que él mismo quería profundizar en los núme ros. Informó a Fuld de los planes del día y luego habló de las diver sas sinergias y solapamientos entre las dos empresas. Fuld lo interrumpió en medio de su presentación y le dijo que había algo en lo que quería sincerarse. Al empezar a hablar se apo deró de él una intensidad casi aterradora. —Mírame a los ojos —le dijo—. No hay sitio para nosotros dos aquí arriba. Eso lo sabemos muy bien —hizo una pausa y miró fijamente a Diamond—. Estoy dispuesto a hacerme a un lado para que esto funcione, por la empresa. Era la mayor concesión que Fuld podía hacer: dejar la empre sa que tanto amaba. A Diamond aquello le dejó un poco atónito. Jamás había imaginado que Fuld se quedaría; no quería que se que dara. —Si puedo hacer algo por ayudar en la transición, ayudar con los clientes, puedes estar seguro de que lo haré —ofreció Fuld. —Siempre oí que eras un buen hombre —dijo Diamond a modo de consuelo—. Ahora me lo has demostrado.
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Después de un recorrido de veinte minutos en medio del trá fico de la avenida F. D. Roosevelt, Chris Flowers llegó finalmente a las oficinas de AIG al borde del mediodía. Lo condujeron a una sala de estar donde Willumstad, Schreiber, Steven J. Bensinger (el director financiero de la empresa) y algunos otros estaban espe rando. A Flowers se le abrieron mucho los ojos mientras estudiaba los números. —Vaya, tíos, tenéis un verdadero problema. —Sí, pero nos recuperaríamos si pudiéramos hacer que lo de la captación de capital funcionara —dijo Willumstad. —¿Habéis pensado en el capítulo 11 ? —les soltó Flowers. Fue como si hubiera mentado al diablo. —¿Por qué hablas de esas cosas? —le preguntó Bensinger, evi dentemente disgustado. —Vaya, te puedo asegurar —le dijo Flowers— que si no le pagáis a la gente cinco mil millones antes del miércoles, ellos sí que van a estar muy, pero que muy disgustados. O sea, que podéis lla marlo como os dé la gana, pero a ellos no les va a gustar nada si no les pagáis antes del miércoles. Precisamente en ese momento llamó Dimon y pusieron el te léfono en altavoz. Schreiber describió los posibles problemas de te sorería y los planes que tenían para solucionarlos. —He estado armando un proceso para el fin de semana—dijo, explicándole que había empezado esa misma tarde a ponerse en contacto con posibles demandantes. También recorrió las diferen tes divisiones y contabilizó la cantidad de efectivo que tenía cada una. Antes de que Schreiber pudiera continuar con su inventario, Dimon lo interrumpió. —Eres un gran tipo, pero estás llevando a cabo un proceso jodido —el peor de los escenarios que Schreiber estaba describien do no era ni de lejos lo bastante malo, insistió Dimon, y lo recon vino—. No tenéis la menor idea de lo que estáis haciendo. Esto es propio de aficionados, es patético. Y continuó: —Veréis, tenéis que dominar los números —dijo—. Los ver daderos números. Tenéis que sentaros con esos números y calcular
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el auténtico tamaño del agujero, no el supuesto. ¿A cuánto ascien de el préstamo de valores? Tenéis que revisar un contrato tras otro, poneros a trabajar de verdad. A continuación, haced una lista de los que pueden ayudaros a llenarlo. ¿Sabéis? Esto no es como cuando os atrasáis en el pago de una cuota. Willumstad se quedó mirando el altavoz en silencio. Cono cía bien esta rutina de su época con Sandy Weill: éste era Jamie el exaltado. «Mejor no tomárselo muy a pecho», pensó Willumstad, pero él sabía que lo peor de la andanada de Dimon era que tal vez tuvie ra razón. Cuando el equipo de AIG intentó torpemente volver la con versación a un terreno menos hostil, Flowers sugirió que llamaran a Warren Buffett. No conocía bien a Buffett, y la última vez que habían hablado, Flowers había intentado interesarlo en la compra de Bear Stearns durante aquel fatídico fin de semana de marzo. En momentos de crisis —cuando lo que se necesitaba era un gran che que de forma inmediata— Buffett era la opción más evidente. Cuando lo tuvo al otro lado del teléfono, Flowers lo saludó como si fueran grandes amigos. Le recordó sus negociaciones pasa das y luego pasó a explicarle el motivo de su llamada. Tenía ante sí un papel que demostraba que AIG pronto se quedaría sin dinero. Le dijo a Buffett que la hoja de cálculo era tan básica, y estaba he cha tan precariamente que él mismo podría utilizarla para la lista de la compra. Al oír que a Buffett le había resultado divertido el co mentario, Flowers continuó. —¡Son un atajo de retrasados! —hizo una pausa significati va—. Pero aquí hay mucho valor. Le explicó que lo que quería era que Buffett invirtiera diez mil millones de capital en AIG; de hecho, esperaba que pudieran hacer una inversión juntos. Sin embargo, Buffett no estaba especialmente interesado en mezclarse en estos embrollos. —Ya sabes, no tengo tanto dinero como antes —dijo con una carcajada—. Estoy un poco corto de liquidez. Además, no estaba muy seguro de querer entrar en una batalla entre Hank Greenberg y Eli Broad, ambos en guerra contra la em
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presa. Lo único a lo que le interesaría echarle un vistazo era a los seguros de vida y sobre la propiedad de AIG. —Mira, en esto podría haber una verdadera oportunidad —reconoció Flowers—. Permíteme que le diga a Willumstad que te llame por lo menos. Flowers volvió a la sala y les dijo que Buffett no era un candi dato probable, pero le aconsejó a Willumstad que se pusiera en contacto con él. Willumstad, que no conocía personalmente a Buffett, llamó y empezó su perorata, pero antes de que pudiera llegar muy lejos, Buffett lo interrumpió. —He echado una mirada al 10K—le dijo—. La compañía es demasiado complicada. No tengo confianza suficiente para hacer esto. Mira, esto no va a funcionar con nosotros, de modo que no pierdas el tiempo. Tienes mucho que hacer. Sin embargo, dejó abierta una rendija de esperanza: —Si quisierais vender algunos activos que pudieran interesar me... pero no sé. Willumstad le agradeció su tiempo y su consideración, y colgó el teléfono de golpe lleno de frustración. A mediodía, en Lehman Brothers ya habían empezado a circu lar rumores de que el consejo podría despedir a Fuld. Para enton ces, el enfado ya era palpable en el parqué entre el personal de la empresa. Los empleados de Lehman tenían una peculiaridad, y es que poseían una cuarta parte de las acciones de la compañía. Las noticias del posible despido de Fuld alcanzaron nuevas proporciones cuando se supo que John D. Macomber, uno de los miembros del consejo de administración de Lehman y antiguo consejero delegado del gigante químico Celanese Corporation, ha bía llegado al edificio y se dirigía a la planta 31. Fuld, demacrado, vio llegar a aquel anciano de ochenta años y le tendió la mano para saludarlo. No pensaba que fueran a despedirlo, pero se daba cuenta del nerviosismo reinante en el lugar. —Quiero hablar contigo —dijo Macomber, y aunque por un momento algunos de los banqueros pensaron que realmente iba a decirle a Fuld que ya no eran necesarios sus servicios, escucharon sor prendidos una arenga que parecía destinada a animar a las tropas.
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—Quiero que todos los presentes sepáis que yo sé que habéis hecho un buen trabajo —dijo—. Esto fue sólo mala suerte. Esta mos al ciento por ciento con todos vosotros. Al parecer, el consejo directivo seguía siendo fiel a Fuld. Rodgin Cohén todavía estaba en las oficinas de Sullivan & Cromwell del centro de la ciudad tratando de convencer a Bank of America de que comprase Lehman, pero sabía que algo se había torcido. El lenguaje corporal de Greg Curl había cambiado y daba la impresión de que el equipo de Bank of America hubiera frenado su ímpetu, como si ya hubieran desistido de hacer una oferta. Cohén, que era uno de los pocos abogados de la ciudad que tenía acceso directo a Tim Geithner, marcó el teléfono de su oficina para contarle sus sospechas de que la línea dura del Gobierno ne gándose a ofrecer ayuda había ahuyentado a Bank of America. —No creo que este acuerdo pueda llegar a buen puerto sin ayuda de la Reserva —le insistió Cohén a Geithner—. Puede que se estén tirando un farol y que nos engañen, pero no podemos dar nos el lujo de ver sus cartas. Geithner, que había hecho llegar a Paulson temores similares el día anterior y que había recibido la consigna de mantenerse en sus trece, respondió de forma sucinta: —No podéis contar con la ayuda del Gobierno. Alrededor de las 14.20, justo cuando las acciones de Lehman bajaban otro 6 por ciento, hasta los 3,59 dólares, Hank Paulson, visiblemente agotado, abandonó a toda prisa el edificio del Tesoro para dirigirse al aeropuerto. Dan Jester, Jim Wilkinson y la asisten te de Paulson, Chrystal West, se metieron en el coche con él. Estaba previsto que Christopher Cox se reuniera con ellos en el avión. En una llamada de unas horas antes, él y Geithner habían de terminado oficialmente que había que hacer algo con Lehman. Si realmente querían reunir a todos los consejeros delegados de Wall Street y transmitirles la urgencia de encontrar una solución privada del mercado, éste era el momento de hacerlo, porque el lunes Lehman ya sería insalvable. —Tenemos el fin de semana —les recordó.
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Acordaron celebrar una reunión a las seis de la tarde en la Re serva Federal de Nueva York. La oficina de Geithner no iba a em pezar a llamar a todos hasta después de las 16.00, cuando ya hubiera cerrado el mercado. Lo último que querían era que se filtrara la noticia de la reunión. Paulson, que habitualmente viajaba a Nueva York en US Airways, que ofrecía un descuento a miembros del Gobierno —Wendy siem pre había criticado lo de los vuelos en jet privado—, dispuso un vuelo chárter a Nueva York, usando su cuenta de Netjets. No podía permi tirse una demora, lo que se traían entre manos era demasiado impor tante, y las previsiones meteorológicas eran espantosas. Lo que más le preocupaba era la posibilidad de que el avión no pudiera despegar. Mientras corrían hacia Dulles para coger el avión, Paulson, con voz apenas perceptible, dijo: «Que Dios nos asista.»
Capítulo 14
Lloyd Blankfein daba vueltas en el camerino del hotel Hilton situa do en la esquina de la Calle 53 con la Sexta Avenida, esperando para pronunciar un discurso en la Service Nation Summit, una conferen cia anual organizada por una coalición de organismos sin ánimo de lucro que promueve el voluntarismo en América. Vestido como de costumbre, con traje azul, camisa blanca planchada y corbata azul, había acudido a dar uno de los discursos centrales —entre el gober nador Arnold Schwarzenegger e Hillary Clinton— en el que habla ría del programa sin ánimo de lucro de Goldman, Diez mil mujeres, que impulsaba la formación empresarial y de gestión para las muje res en las economías en vías de desarrollo y emergentes. Clinton, que se encontraba en el otro extremo del camerino devolviendo llamadas, se acercó hasta donde él estaba y cortésmen te le preguntó si podría hablar antes que él. Le explicó que tenía que llegar a una cena. Blankfein era un gran admirador de Hillary; le había hecho donaciones por alrededor de cuatro mil seiscientos dólares y la había apoyado en las primarias demócratas frente a Barack Obama.1 Puesto que él no tenía ningún compromiso apre miante, accedió gustoso al cambio. Sin embargo, dos minutos más tarde, sonó su teléfono móvil. —Hemos recibido una llamada de la Reserva Federal. Hay una reunión a las seis de la tarde para todos los consejeros delegados
1. El 21 de febrero de 2007, Lloyd Blankfein hizo dos contribuciones, de dos mil trescientos dólares cada una, a la campaña presidencial de Hillary Clin ton. Véase http.//www.opensecrets.org
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bancarios —le dijo su asistente, con voz excitada y nerviosa—. Se supone que Paulson, Geithner y Cox van a estar allí. Ahí está, pensó Blankfein. La grande. Paulson iba a tener la reunión de «las familias» para tratar de salvar a Lehman. Blankfein miró su reloj. Ya eran cerca de las cinco, Schwarze negger todavía estaba de chachara y él acababa de cederle su sitio a Clinton. Trató de ponerse en contacto con Gary Cohn, copresidente de Goldman, para averiguar qué estaba sucediendo, pero no obtuvo respuesta, lo más probable era que Cohn estuviera todavía volvien do del Distrito Federal después de testificar en una audiencia del Comité sobre Energía y Recursos Naturales.2 Compungido, Blankfein se acercó a Clinton. —¿Recuerda que le dije que podía hablar antes que yo? Bue no, pues me ha surgido una emergencia. Acabo de recibir una lla mada para que vaya a la Reserva Federal. Clinton lo miró como si no entendiera lo que le decía. Incó modo, él trató de explicarle. —No me suelen llamar cuando sucede algo agradable, en rea lidad esto no ha sucedido nunca. Ella medio le sonrió, comprensiva, y dejó que él hablara pri mero. Jamie Dimon no podía creer su mala suerte. Se suponía que debía estar en casa a las siete para cenar con los padres del novio de su hija Julia, a quienes él y su mujer iban a conocer aquella noche. Julia, su hija mayor, le había estado rogando toda la semana que estuviera simpático y causara buena impresión, y justo ahora el Fed lo llamaba para una reunión general de lo más granado de Wall Street. Dimon llamó a su esposa, Judy. —Nos ha llamado Geithner al Fed —le dijo—. No sé cuánto va a durar. Trataré de estar ahí lo antes posible. Colgó el teléfono y fue a contarle la noticia a Steve Black. Se 2. «Summit to Consider How to Achieve a More Secure, Reliable, Sus tainable, and Affordable Energy Future for the American People», 12 de sep tiembre de 2008.
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acababa de comprometer su participación en un torneo en el Golf Club de Purchase, en Westchester, que empezaba a las siete de la mañana siguiente. —Nos vamos al Fed —le dijo Dimon. —Me debes de estar tomando el pelo —fue la respuesta. Black llamó de inmediato al club y se disculpó. No iba a poder asistir.
Brian Moynihan, presidente de la corporación global y de la banca de inversión de Bank of America, estaba repasando algunas de las valoraciones de activos de Lehman en las oficinas del Mid town de Sullivan y Cromwell, cuando Ken Lewis lo llamó desde Charlotte. —Tenemos una llamada de la oficina de Geithner —le dijo Lewis—. Tienes que ir al Fed. Van a celebrar una reunión para ver qué hacer con toda esta situación. Moynihan salió corriendo, sin paraguas, y se encontró con que estaba diluviando. Dio órdenes a uno de los coches de Sullivan & Cromwell de que lo llevara hasta la Reserva Federal de Nueva York. Justo cuando el coche se abría camino entre el tráfico de Park Avenue y él empezaba a secarse, volvió a sonar su móvil. —Ha habido algún cruce de líneas, señor Moynihan —le dijo una de las asistentes de Tim Geithner—. Sé que habíamos invitado a su firma a esta reunión... —Sí, voy de camino hacia allí —le aseguró. Tras una breve pausa, ella continuó: —Teniendo en cuenta el papel de su banco en las conversacio nes de fusión, creemos que no sería adecuado que asistiera usted. Moynihan no había recorrido más de ocho manzanas cuando se dio la vuelta y llamó a Lewis para contarle la novedad.
John Mack y Colm Kelleher, director financiero de Morgan Stanley, iban en el asiento trasero del Audi del primero, al que ha bían subido precipitadamente diez minutos antes, después de que
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la secretaria de Mack les hubiese dado instrucciones de acudir a la Reserva Federal lo antes posible. «Debe ser lo de Lehman», había dicho Kelleher mientras salían a toda prisa. No sólo la lluvia golpeaba furiosamente el techo del coche, sino que estaban metidos en un atasco en medio de la autopista del West Side, a kilómetros todavía de su destino. —No nos movemos, ¡maldita sea! —Mack no hacía más que mirar su reloj. —No vamos a llegar nunca —coincidió Kelleher. El chófer de Mack, John, un ex policía, reparó en el carril bici, un proyecto de la Administración Bloomberg para alentar la mar cha y el ciclismo. —Jefe, el carril bici de la derecha, ¿adonde va? —preguntó John, estirando el cuello para mirarlos. A Mack se le iluminó la cara. El carril bici llegaba hasta el parque Battery. —¡A joderse! —dijo el chófer tras encontrar un hueco en la mediana, meter el coche el carril bici y salir a toda pastilla.
El Cessna Citation X de Hank Paulson tocó la pista 1.19 del aeropuerto Teterboro de Nueva Jersey, a las 16.40. El piloto, que había hecho el vuelo en medio de una lluvia torrencial y vientos de setenta y cinco kilómetros por hora, activó los alerones y se dirigió a la entrada principal, donde el Servicio Secreto esperaba ya en dos Chevrolet Suburban negros. Ahora, mientras avanzaban a paso de tortuga por el túnel Hol land hacia Manhattan en plena hora punta, Paulson recibió una llamada de Greg Curl, de Bank of America, y de Chris Flowers, el banquero de la firma, que habían completado su evaluación de los números de Lehman. —Vamos a necesitar la ayuda del Gobierno para que esto vaya adelante —le dijo Curl a Paulson sin preámbulos, y a continuación empezó a desgranar una serie de condiciones que habría que cum plir para que la transacción se llevara a cabo. Paulson escuchó pacientemente, aunque no entendía muy bien por qué Curl pensaba que llevaba la voz cantante hasta el pun
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to de dictar las condiciones. Claro que, como él mismo solía decir: «Sólo hacen falta dos chicas en el baile para llamarlo una subasta», y en estas circunstancias, necesitaba que Bank of America fuera una de ellas. Si conseguía mantenerlo allí hasta cerrar un acuerdo con Barclays, habría triunfado. Paulson le pasó el teléfono a Dan Jester (que, irónicamente, había trabajado para Flowers en el grupo de servicios financieros de Goldman en la década de 1990), que tomó notas. Mientras el Suburban se abría camino por el centro de Man hattan, Paulson llamó a Geithner con la intención de establecer una estrategia. Ya eran más de las seis, hora fijada para la reunión; no les disgustaba la idea de dejar que los consejeros delegados hicie ran conjeturas un rato mientras llegaba Paulson, para hacerles saber que iban en serio. La salvación de Wall Street se resolvería en el 33 de Liberty Street, en el edificio de piedra construido según el modelo del pa lacio Strozzi de Florencia, asentado sobre una cámara acorazada de tres niveles excavada en la roca de Manhattan, a quince metros por debajo del nivel del mar, donde se guardan más de sesenta mil mi llones de dólares en oro de valor real, tangible.3 Si bien las finanzas modernas permiten a los inversores hacer que el dinero atraviese continentes en milésimas de segundo, la Reserva Federal de Nueva York permanece como uno de los últi mos bastiones de los valores tangibles.4 Mientras el GMC Yukon negro de John Thain llegaba al edi ficio, no pudo por menos que recordar la primera vez que había ido, como socio de Goldman, en respuesta a otro cataclismo, el rescate de LTCM en 1998. Había trabajado tres días sin parar para dar con una solución. Y de no haber salvado a LTCM, la siguiente pieza que habría caído aquel año habría sido Lehman Brothers, que pasaba por una crisis de confianza similar. Lo irónico de la situación es que estaban otra vez donde habían empezado. 260. www.newyorkfed.org 261. Evan Thomas y Michael Hirsh, «Paulsorís Complaint», Newsweek, 16 de mayo de 2009.
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La reunión de «las familias» no empezó hasta las 18.45, cuan do Paulson, Geithner y Cox llegaron finalmente, recorriendo a buen paso un largo corredor de la primera planta, casi como si es tuvieran marchando en formación, hacia una sala de juntas situada en la esquina sur del edificio que da a las calles Liberty y Wi lliams. —Gracias por venir con tanta precipitación —empezó Paul son, y explicó por qué Lehman Brothers estaba en una «situación precaria»—. Vamos a tener que encontrar una solución antes de que acabe el fin de semana. Después de aclarar que no iban a poner dinero del Gobierno, continuó: —Tenemos dos compradores que, a mi juicio, van a necesitar ayuda —no mencionó Bank of America por su nombre, pero todos sabían quiénes eran los protagonistas: sus nombres habían circula do por los teletipos veinticuatro horas antes—. No hay consenso para que participe el Gobierno. El Congreso no tiene voluntad de hacerlo. Vais a tener que orquestar una solución del mercado priva do. Tenéis una responsabilidad. Ya sé que no es plato de gusto ayu dar a un competidor a negociar, pero nunca será tan desagradable como si dejamos caer a Lehman —subrayó Paulson—. Es necesario que lo hagáis. Para muchos de los presentes, la idea de acudir en ayuda de un rival era más que desagradable, era anatema. Lehman tampoco despertaba muchas simpatías. —Dick no está en situación de tomar decisiones —anunció Paulson, con un deje de desdén, explicando por qué Fuld no estaba presente—. Está en actitud de negar5 —continuó Paulson, antes de llamarlo «distante» y «disfuncional». Le tocó hablar a Geithner. Cuando uno de sus asistentes dis tribuyó copias de un documento con gráficos de los balances de Lehman Brothers, dijo gravemente: —Si no encontráis una solución, se van a poner las cosas mu cho más difíciles para todos. 5. El autor obtuvo notas de la reunión de emergencia en la Reserva Fede ral de Nueva York.
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Tanto Blankfein como Dimon replicaron que creían que el riesgo inherente a la quiebra de Lehman se estaba exagerando, al menos desde el punto de vista de sus respectivas empresas. Como ya comentaron con Paulson en privado, habían reducido casi todo el riesgo que tenían con Lehman, y a Blankfein no le importó repe tirlo ante todo el grupo. —Todos lo veíamos venir desde hace tiempo —les dijo a los asistentes. Geithner, que no respondió nada a sus opiniones, dio instruc ciones a los banqueros para que se dividieran en tres grupos de trabajo. El primero valoraría los activos tóxicos de Lehman; el se gundo grupo se ocuparía de idear una estructura para que los ban cos invirtieran en Lehman, y por fin, el tercero se encararía a lo que en reuniones privadas había descrito ese mismo día como el «esce nario una vez apagadas las luces»: si Lehman se veía abocada a la bancarrota, quería que todos los bancos que tenían negocios con la firma vieran si podían contener el daño por anticipado negociando en torno a Lehman para «hallar sus posiciones netas brutas». Por si había alguna confusión, Geithner repitió lo dicho por Paulson: «No hay voluntad política para un rescate federal.»6 Mien tras decía estas palabras, un tren del metro pasó por debajo, produ ciendo un temblor que parecía transmitir oscuros presagios. Christopher Cox, tan impecablemente vestido y peinado como siempre, hizo una breve declaración, diciéndoles a todos que eran «grandes americanos» y poniendo de relieve «el deber patrió tico que estaban asumiendo». La mayoría de los banqueros reuni dos hicieron gestos de escepticismo, ya que consideraban a Cox un peso ligero y más tarde lo describirían como «criogénicamente con gelado». La conversación pronto se volcó en el choque entre filosofía y práctica cuando los banqueros empezaron a hablar unos con otros.
6. Deborah Solomon, Dennis K. Berman, Susanne Craig y Carrick Mol lenkamp, «Ultimátum by Paulson Sparked Frantic End», The Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2008.
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—Supongo que vamos a hablar de AIG7 —dijo Vikram Pan dit, de Citigroup, cuando el silencio reinó en la sala. Geithner le dirigió una dura mirada. —Centrémonos en Lehman —dijo con firmeza, tratando de no perder el control de la reunión. —No se puede hablar de Lehman como un caso aislado —in sistió Pandit—. No podemos volver a reunimos aquí el próximo fin de semana. Dimon intervino. —Nosotros estamos en AIG, nuestro equipo está allí —dijo, explicando que JP Morgan estaba asesorando a la aseguradora y dando a entender que estaban trabajando para encontrar una solu ción. —Ya sabes, Jamie —replicó Pandit con brusquedad—, que nosotros también tenemos un equipo allí, y no creo que estén tan bajo control como piensas. Geithner insistió en que la Reserva Federal tenía AIG bajo control y nuevamente trató de que la conversación se reanudara. Lo que nadie sabía era que JP Morgan y Citigroup, como asesores de AIG, eran los únicos presentes que tenían una idea real de la pro fundidad de los problemas a los que se enfrentaba la empresa. Thain, cuyo banco tenía probabilidades de ser el siguiente en caer —algo que todos sabían demasiado bien—, guardó un osten sible silencio durante este intercambio. Antes de ordenar que todos los banqueros presentes reuniesen a sus equipos y estuvieran de vuelta en la Reserva Federal a las nueve de la mañana del día si guiente, Paulson hizo otra puntualización que a muchos les sonó como una amenaza: «Estamos hablando de nuestros mercados de capital, de nuestro país. Recordaremos a todos los que no se presten a colaborar.» John Mack tiró de teléfono móvil en cuanto salió del edificio para informar a su oficina. —Chicos, va a ser una noche larga —dijo a sus lugartenientes, 7. Tett, Fool's Gold. How the Bold Dream ofa Small Tribe at JP Morgan Was Corruptedby Wall Street Greedand Unleasheda Catastrophe, Free Press, Nue va York, 2009, p. 233.
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James Gorman, Walid Chammah y Paul Taubman, y les advirtió de que se prepararan para la caída de Lehman—. Vamos a necesitar a mucha gente este fin de semana. Mack dio instrucciones a su chófer de ir a su restaurante italia no favorito, San Pietro, para recoger comida para el equipo, que necesitaría reponer fuerzas para la noche en vela que tenían por delante. Todos tendrían que empezar a comportarse como analistas de primer curso.
Al abandonar la reunión, John Thain, que había acudido con su colega Peter Kraus, llamó inmediatamente a Peter Kelly, el abo gado negociador de la empresa, y le dijo que se presentara en el Fed el sábado. Cuando llegó por fin a la cena que tenía prevista en el restau rante Rebecca, en Greenwich, vio a Steve Black, de JP Morgan, que llevaba media hora hablando por su teléfono móvil con el equipo de gestión de la empresa. Lo cierto era que estaba en medio de una conversación en la que se especulaba sobre lo que podría sucederle a Merrill Lynch. Black, que se quedó boquiabierto al ver a Thain («¡su empresa es la siguiente!, ¿qué está haciendo aquí?»), lo saludó despreocupadamente: —Las grandes mentes piensan de la misma manera. —Sí, pero yo debía reunirme con otra pareja y con mi esposa hace ya dos horas —respondió Thain. —Yo por lo menos he llamado —dijo Black riendo. En cuanto Thain entró, Black reanudó su conversación telefó nica. No te vas a creer con quién me acabo de topar...
En las oficinas centrales de Lehman, Dick Fuld, pálido y des concertado, acababa de hablar con Bart McDade, a quien le había correspondido la nada envidiable misión de informar al consejero delegado de que se había celebrado una reunión en la Reserva Fe deral sobre su empresa y él no había sido invitado. El Fed había encargado a Rodgin Cohén que diera instruccio
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nes a McDade de acudir a la mañana siguiente con un equipo, y explícitamente le había advertido que no llevara a Fuld. —El Fed no lo quiere allí —le explicó. Tratando de suavizar el golpe, McDade mintió a sabiendas, y le dijo a Fuld que habría mucho trabajo que hacer en la ciudad y que le resultaría mucho más provechoso mantenerse al frente de su oficina para poder estar constantemente en contacto con los re guladores y con los demás consejeros delegados. Lo que no le con tó, por supuesto, es que todos estarían reunidos en la Reserva Fede ral. Tras esa llamada, Fuld tenía otra razón para estar furioso cuan do se dio cuenta de que no había tenido noticias de Ken Lewis en todo el día, y ya eran más de las nueve de la noche. —No puedo creer que ese maldito hijo de puta no me devuel va la llamada —le dijo a Russo. Ya estaba bien. Fuld se tragó su orgullo y llamó a la casa de Lewis en Charlotte.8 La esposa de Lewis, Donna, atendió la llamada en la cocina. —¿Está Ken en casa? —preguntó Fuld. —¿Quién habla? —Soy Dick Fuld. Hubo una larga pausa mientras ella miraba a su marido, que estaba en la sala de estar y le decía moviendo los labios «Fuld está al teléfono». Lewis le hizo una señal negativa, indicándole que colgara el teléfono. Donna se sentía incómoda, pero tenía mucha experiencia en esto de evitar a su esposo llamadas indeseadas. —Realmente tiene usted que dejar de llamar —le dijo a Fuld con tono comprensivo—. Ken no se va a poner al teléfono.
8. Según The Wall Street Journal, Fuld hizo la llamada a Lewis en la tarde del domingo 14 de septiembre de 2008. Una información posterior del autor ha revelado que la llamada se hizo realmente en la tarde del viernes 12 de septiembre de 2008. Véase Susanne Craig, Jeffrey McCracken, Aaron Lucchetti y Kate Kel ly, «The Weekend That Wall Street Died», The Wall Street Journal, 29 de diciem bre de 2008.
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—Lamento haberla importunado —respondió Fuld con el ánimo por los suelos. Dejó el teléfono y se llevó las manos a la cabeza. —O sea, que soy un indeseable —gritó sin dirigirse a nadie en particular. Harvey Miller, el abogado de quiebras de Lehman, entró en la sala de juntas de Weil Gotshal, que estaba en la misma planta que su oficina, y les dijo a los asociados que fueran a casa a cenar. Se estaba haciendo tarde y no había tenido ninguna noticia de Leh man. «Esto es un simulacro de incendio —pensó—. Lehman Bro thers no va a tener que declararse en quiebra.» Miller se metió en un taxi y se dirigió a su apartamento de la Quinta Avenida. Nada más abrir la puerta sonó su teléfono móvil. Era James Bromley, un abogado de Cleary Gottlieb Steen & Ha milton, que asesoraba a la Reserva Federal de Nueva York, y que con toda naturalidad le preguntó: —Harvey, ¿hay algún plan de quiebra? Miller se quedó de piedra. —No es el objetivo; no entra en las previsiones —respondió con decisión—. Realmente no se está trabajando en ello de forma intensiva. Estoy en casa. Te puedo decir que ahora mismo la empre sa cree que va a poder llegar a un acuerdo. —¿Estás seguro? —insistió Bromley. Miller le contó que la Reserva Federal de Nueva York no le había parecido muy preocupada durante la presentación de uno de sus asociados que había tenido lugar ese mismo día. Bromley, sin saber a ciencia cierta cómo interpretar esta noti cia, titubeó un poco. —Eh, tal vez deberíamos vernos mañana otra vez —y colgó. Mientras se dirigía a la sala de estar, Miller le dijo asombrado a su esposa, Ruth: —Acabo de recibir la llamada más extraña... De vuelta en AIG, Willumstad seguía buscando una solución rápida. Él y Braunstein decidieron intentarlo una última vez con Warren Buffett. Tal vez pudieran venderle algunos activos —cual quier cosa— que pudiera interesarle de lo que tenían en cartera. Buffett ya se había marchado de su oficina, pero su asistente le
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desvió la llamada a su casa, la misma casa que había comprado en 1958 por 31.500 dólares.9 —Dijiste que podrías estar interesado en activos. ¿Algo en particular? —preguntó Willumstad tras saludarlo y explicarle el motivo de su llamada. Reticente, Buffett hizo una oferta. —Bueno, me podría interesar el negocio del automóvil. —¿Te interesaría hacerte con todo el negocio de propiedad y de vida de Estados Unidos? —sugirió Willumstad. Eso era una par te importante de la empresa, que representaba unos ingresos anua les de cuarenta mil millones de dólares. —¿Cuál es el valor? —preguntó Buffett. —Nosotros diríamos que veinticinco mil millones y tú tal vez dirías que veinte mil —respondió Willumstad—. ¿Qué informa ción necesitas para eso? Cuando Buffett le dijo que le mandara lo que pudiera, Wi llumstad dijo: —Vale. Danos una hora y reuniremos el material. ¿A qué co rreo electrónico te lo enviamos? Buffett soltó una sonora carcajada y le informó de que él no usaba correo electrónico. —¿Te lo puedo mandar por fax? —inquirió Willumstad. —Aquí no tengo fax —respondió Buffett sin dejar de reír—. ¿Por qué no me lo enviáis a la oficina. Cogeré el coche e iré a reco gerlo. Una hora después, Buffett estaba otra vez al teléfono y recha zaba cortésmente la propuesta. —Es un tratado demasiado grande; veinticinco mil millones es demasiado. Willumstad jamás habría pensado que oiría decir a Buffett que un negocio era demasiado. —Está bien, muchas gracias —dijo Willumstad—, pero, di cho sea de paso, si hay algo más en el conjunto que pudiera intere sarte, háznoslo saber. 9. Roger Lowenstein, «King Midas, Warren Buffett», Independent on Sunday, 18 de febrero de 1996.
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Greg Fleming, de Merrill, no paraba de removerse en la cama aquella noche, hasta tal punto que su esposa, Melissa, insistió final mente en que le contara qué era lo que lo preocupaba. —Es viernes por la noche, y no duermes —le dijo con voz somnolienta. —Es una noche de viernes muy diferente —le respondió él totalmente despierto—. Los próximos días van a tener tintes épicos en nuestro sector. Tras un sueño intranquilo, Fleming por fin se levantó a las 4.30 con mil ideas rondándole la cabeza. Recordó su conversación de la noche anterior con John Finnegan, su hombre de más con fianza en el consejo de Merrill. Era evidente que Finnegan estaba tan ansioso como Fleming respecto a los problemas cada vez más acuciantes de la empresa, y ambos habían coincidido en la necesi dad de convencer a Thain de llegar a un acuerdo con Ken Lewis. Tienes que empujar esto, Greg —lo urgió Finnegar—. Hay una manera de concretar esto. Fleming había tenido la misma conversación con Peter Kelly. —Tienes que conseguir la aprobación de John para abordar Bank of America —le había dicho Kelly—. Tienes que poner esto en marcha. Si la reunión de mañana por la mañana no va bien, te nemos treinta y seis horas para negociar una solución. Eran casi las 6.30 del sábado cuando Fleming decidió final mente que ya era una hora prudente para llamar a casa de Thain. Thain estaba saliendo y le devolvió la llamada cinco minutos más tarde desde el asiento trasero de su coche. —He estado pensando en esto —dijo Fleming resuelto—. Te nemos que llamar a Ken Lewis. Mientras circulaba en su todo terreno por la avenida de F. D. Roosevelt, Thain prometió considerar la cuestión, pero por ahora necesitaba centrarse en las reuniones que tenía por delante. El Lexus negro de Jamie Dimon partió de la puerta de su casa, en Park Avenue, hacia la Reserva Federal cuando estaban a punto de dar las ocho. Dimon, que iba sentado en el asiento trasero res pondiendo correos en su BlackBerry, acababa de terminar una te leconferencia con su equipo de gestión. Acababa de dejarles caer una bomba al avisarlos de que se prepararan para las quiebras de
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Lehman Brothers, Merrill Lynch, AIG, Morgan Stanley e incluso Goldman Sachs. Sabía que tal vez estuviera exagerando, pero era mejor que estuvieran preparados. Dimon estaba ansioso, en reali dad tenía miedo. Él era el «hombre que sabía demasiado». Mientras se paseaba arriba y abajo por su cocina, Fleming de cidió tratar una vez más de hacerle ver a Thain que hablar con Bank of America no sólo era un buen plan, sino que tal vez fuera la única manera de salvar Merrill Lynch. Si Bank of America prefería com prar Lehman, serían objeto de un asedio de proporciones inimagi nables. Thain atendió la llamada de Fleming cuando su coche bordea ba Maiden Lañe para entrar en el aparcamiento subterráneo de la Reserva Federal. Media docena de fotógrafos estaban ya montando guardia y haciendo fotos. —Es hora de movernos —insistió Fleming—. Ni siquiera es necesario que cerremos el acuerdo, pero deberíamos examinarlo por lo menos para ver qué podemos sacar en limpio. Deberíamos aprovechar el fin de semana para eso —insistió, antes de que Thain pudiera interrumpirlo—. No deberíamos esperar a hacerlo durante la semana, en condiciones más duras. Como experimentado negociador, Fleming sabía muy bien lo valioso que puede ser un fin de semana. Los mayores acuerdos de Wall Street siempre se habían finalizado cuando los mercados esta ban cerrados, los sábados y domingos, de modo que se podían per filar los detalles sin la preocupación de que una filtración afectara al precio de las acciones y estropeara una posibilidad de acuerdo. Thain seguía aconsejando paciencia. —Si Lehman no lo consigue, si presenta un capítulo 11, Bank of America seguirá estando ahí —le dijo a Fleming, pero inmedia tamente lo tranquilizó—. Te oigo perfectamente. Tengo la mente abierta y si necesitamos hacer una llamada, haré la llamada. Eso era cuanto Fleming necesitaba oír. Estaba haciendo pro gresos. A las ocho de la mañana, el gran vestíbulo de la Reserva Fede ral de Nueva York era un hervidero de banqueros y abogados. Se habían reunido cerca de una gigantesca estatua de bronce del joven Sófocles que sostenía en el brazo extendido una lira de concha de
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tortuga y cuerno. La estatua era un símbolo de victoria después de la batalla de Salamina, un combate que salvó a Grecia y tal vez a la civilización occidental del avance persa. Ese día, los banqueros reu nidos en el Fed tenía que librar también una batalla histórica. Ya habían formado los grupos de trabajo: Citi, Merrill y Mor gan Stanley fueron encargadas de analizar el balance y las cuestio nes de liquidez de Lehman; a Goldman Sachs, Credit Suisse y Deutsche Bank se les asignó el estudio de los activos inmobiliarios de Lehman y determinar la magnitud del agujero. Goldman tenía mucho terreno andado por su sesión de minidiligencia de comien zos de la semana, y tanto Vikram Pandit como Gary Shedlin, de Citigroup, estaban muy nerviosos por la perspectiva de que Gold man tratase de comprar a bajo precio los activos a los que su grupo había echado el ojo. —Como ya sabéis, el Gobierno no está haciendo esto, estáis trabajando por vuestra cuenta, echad cuentas y hacedlo realidad —dijo Geithner—. Volveré dentro de dos horas; será mejor que busquéis una solución y lo consigáis —su tono les sonó a muchos paternalista o directamente ridículo. —Esto es una locura —le dijo Pandit a Joe Mack. Era como si les hubieran entregado un examen para hacer, pero sin los habitua les lapiceros del número dos. Lloyd Blankfein hizo una pregunta: —Tim, entiendo lo que queréis hacer, pero ¿cómo se pasa uno a la otra habitación? —en otras palabras, quería saber cómo podía uno convertirse en comprador subvencionado por sus competido res. Blankfein no hablaba en serio, ya que no tenía interés en com prar Lehman, pero era evidente que trataba de aclarar una cosa: ¿por qué estaban ayudando a la competencia? Geithner eludió la pregunta y dejó la sala, seguido por los ban queros que se sentían desanimados y hundidos. Thain, Peter Kraus y Peter Kelly, de Merrill, buscaron un rin cón donde hablar. —¿Qué os parece? —preguntó Kelly. —Lehman no lo va a conseguir —dijo Thain. —Entonces, nosotros tampoco —replicó Kelly con calma. —Tenemos que empezar a plantearnos opciones —dijo Kraus.
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Thain asintió. Tal vez Fleming tuviera razón después de todo. Marcó el número de Fleming y, después de contarle la conversa ción, le dijo: —Concierta una reunión con Lewis.
Arriba, en la séptima planta del Fed, Bart McDade y Alex Kirk, de Lehman, se sentían un poco como novias por correspon dencia, mientras esperaban la reunión con los banqueros de las em presas que esperaban que los salvaran. Sabían perfectamente que ésta sería la última representación. A estas alturas todavía daba la impresión de que Lehman se guía negando la realidad: sus cuentas revelaban que sólo había de preciado sus activos inmobiliarios comerciales en un 15 por ciento. La mayor parte de los banqueros de Wall Street ya habían dado por supuesto que la reducción sería mucho mayor. —De acuerdo, asegurémonos de que estamos de acuerdo exac tamente sobre todas estas cuestiones y sobre cómo se financian —le dijo McDade a Kirk. Revisaron cada línea por orden: cómo estaba desglosado el balance por pasivos, sus derivadas, las cuentas por cobrar, los efectos por pagar, las líneas de recompra y la deuda a largo plazo. Si encontraban poco claro algún detalle, McDade llamaba a Ian Lowitt, que era una auténtica enciclopedia financiera. Debería ser él quien estuviera aquí—dijo McDade impulsiva mente durante una de sus explicaciones de un pasaje especialmente abstruso. Mientras terminaban los preparativos, Steve Shafran, princi pal lugarteniente de Hank Paulson, llamó y dio instrucciones a los dos hombres para que fueran a reunirse con sus posibles salvadores. Un guarda de seguridad los escoltó escalera abajo hasta el comedor principal donde esperaban varias docenas de banqueros. Las firmas más selectas de Wall Street estaban a punto de ir de compras en esa especie de bazar turco patrocinado por el Gobierno. Los ejecutivos de Lehman estaban sentados en una mesa del rincón más alejado del enorme salón, donde todos se detenían a echar un vistazo, a fisgonear en realidad.
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—¿Sabes a qué se parece esto? —preguntó Kirk a McDade cuando finalmente se acomodaron—. ¡Somos el niño del rincón con las orejas de burro! —McDade lanzó una sonora carcajada en el preciso momento en que un grupo de banqueros de Credit Suis se a los que no conocían pasaron por allí, con anchas sonrisas, y empezaban a mirarlos. —¿Qué es lo que pasa? —preguntó uno de ellos. Kirk puso los ojos en blanco de una manera que decía claramente: «Por favor, no os metáis con nosotros.» —¿Qué cojones creéis que pasa? —contestó. En ese momento apareció lo más granado de Wall Street. Thain se sentó en silencio, pensando, con toda razón, «ahí podría estar yo». McDade sacó sus documentos y empezó a repasar los números en voz alta. Cuando Kraus empezó a cuestionar algunos de los supuestos, Pandit lo hizo callar: —Vale, vale —dijo, moviendo la mano con gesto de impa ciencia—. Se os han dado unos deberes —les dijo a los banqueros de Lehman—. Dadme un plan de negocios completo sobre cómo gestionaríais esto para que podamos considerar si vamos a financia ros. Tenéis dos horas para completarlo. Cinco minutos después un guarda de seguridad se acercó a McDade y Kirk y les dijo: «Vamos a llevaros a otra planta para que podáis trabajar.» El Fed esperaba darles una verdadera sala de juntas, pero como no había espacio disponible, los llevaron al centro médico del edi ficio, donde habían improvisado una oficina. Lo cierto es que era una metáfora de lo más elocuente, y los ejecutivos de Lehman se dieron cuenta enseguida. Kirk se quedó mirando al desfibrilador que había contra la pared e impasible dijo: —Bueno, esto es muy apropiado. Es evidente que somos víc timas de un paro cardíaco. Greg Curl y Joe Price, de Bank of America, iban con su abo gado, Ed Herlihy, hacia el centro de la ciudad para una reunión a las diez con Paulson y Geithner. A esas alturas ya habían decidido no pujar por Lehman; Curl ya había enviado a algunos de los suyos de vuelta a Charlotte. Antes de llegar, sonó el móvil de Herlihy y por el número supo
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que era Fleming. Durante un momento pensó en no atender, pero por fin lo hizo. —Vamos a concretar esto —dijo Fleming entusiasmado—. John dice que nos pongamos a ello. Herlihy ya había oído esto antes y se estaba volviendo una aburrida rutina. —Greg, ya te lo dije una vez y voy a repetirlo: no vamos a hacer esto a menos que nos invitéis a entrar. De hecho, ahora estoy en el coche con Greg Curl. Te lo pongo. Él te dirá que vamos en serio. —Escucha, estamos interesados —dijo Curl cuando le pasó el teléfono—, pero queremos oírlo de boca del propio Thain. —Vale, vale —le dijo Fleming—. Os vuelvo a llamar. A pesar de todo su interés por adquirir Merrill Lynch, Curl, Price y Herlihy tenían motivos para mirar con desconfianza los abordajes de Fleming. Los tres sabían algo que no sabía nadie más, un extraño giro de los acontecimientos que no se había hecho públi co en ningún momento, por el que, por otra parte, daban gracias, ya que los habría convertido en el hazmerreír de Wall Street. De hecho, Ken Lewis ya había pasado por todo esto con Me rrill Lynch hacía un año con Stan O'Neal. Nadie salvo O'Neal y un puñado de ejecutivos de Bank of America sabía siquiera que había tenido lugar, y ni siquiera habían sido informados los consejos de administración de Merrill ni de Bank of America. El último domingo de septiembre, O'Neal había llegado en coche a Manhattan desde su casa de fin de semana en Westchester para reunirse con Lewis en el lujoso apartamento que le proporcio naba la empresa en el nuevo Time Warner Center. Herlihy había concertado la reunión, había hecho de intermediario. Sin embargo, O'Neal se presentó solo. Lewis había traído a Curl consigo. Como condición previa de aquel encuentro, O'Neal había in dicado que quería noventa dólares por acción de Merrill Lynch, una prima sustancial respecto de su precio del momento, que no pasaba de setenta dólares. Se pusieron a trabajar y después de au sentarse un buen rato, supuestamente para ir al baño, O'Neal se descolgó con que para llegar a un acuerdo tendría que haber una plusvalía razonable y subió el precio a cien dólares por acción. —He hecho un nuevo análisis y lo pensé mejor —dijo, y ex
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plicó cómo justificaba la subida de precio mediante un análisis de la suma de las partes de los negocios de gestión de archivos, mino rista y banca de inversión de Merrill. La cifra dejó a Lewis boquiabierto. Al principio pensó en po ner fin a la conversación, pero luego accedió a seguir adelante no sin dar a entender que si O'Neal quería más dinero serían necesa rios más recortes. —¿Qué reducción de costes habéis incluido en las cifras que tenéis? —preguntó O'Neal. La presentación de Lewis proyectaba seis mil millones en re cortes a lo largo de dos años. Para O'Neal eso era una cifra enorme, a pesar de que él mismo había sido famoso por sus recortes. Y si quería cien dólares por acción, sería más aún. —¿Y dónde encajo yo en todo esto? —preguntó O'Neal. —Bueno, serías parte del equipo de gestión, pero todavía no he pensado realmente en una estructura —le dijo Lewis. Evidentemente esa respuesta no era satisfactoria. Si iban a te ner que reducir costes tanto como decía Lewis, O'Neal quería ser el presidente de la firma para asegurarse de que al menos alguien iba a velar por los intereses de los empleados de Merrill. Entonces Lewis montó en cólera. —¿Me estás diciendo que quieres que yo liquide a mi equipo de gestión para hacer esta negociación en tu beneficio? Por un momento, O'Neal se quedó mirándose los pies, hasta que al final dijo: —Os agradezco el tiempo que me habéis dedicado. Agradezco la presentación y que lo hayáis considerado. Siempre he pensado que, sobre los papeles, si Merrill fuera a hacer una fusión estratégi ca, vosotros seríais el socio más interesante —y mientras se dirigía a la puerta, añadió—: Voy a pensar todo lo que me habéis dicho. Lewis jamás volvió a saber de él.
La planta 16 de AIG ya era un hervidero de actividad, con cientos de banqueros y abogados yendo de un lado para otro, en trando en las diversas salas que se habían dispuesto para realizar las diligencias debidas sobre los diferentes activos de AIG a la venta.
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Antes de que llegaran los estirados pejigueras, Douglas Braun stein y JP Morgan, que acababan de tener una teleconferencia con Dimon, llevaron a Bob Willumstad a un lado para contarle los re sultados. —Tienes que pensar por encima de los veinte mil o treinta mil millones de dólares de los que habíamos hablado antes, porque Leh man podría ir a la quiebra este fin de semana. —El mercado se va a poner feo —advirtió Braunstein—. Tal vez deberíamos pensar en torno a los cuarenta mil. Willumstad se quedó atónito; el reto al que se enfrentaba casi había duplicado sus proporciones de forma inmediata. Un minuto después un ascensor se abrió y de él salió sir Deryck Maughan, antiguo director de Salomón Brothers. Maughan —que trabajaba ahora para Kohlberg Kravis Roberts & Co. (KKR), uno de los ofertantes en la venta por liquidación de AIG— y Willum stad hacía tiempo que se conocían, pero algunos roces los habían distanciado. Y ahora, en un fin de semana en que la totalidad del sistema financiero pendía de un hilo, Willumstad, Dimon y Black dependían de la ayuda de Maughan. «Ah —pensó Willumstad mientras saludaba a Maughan con una ancha sonrisa—, la vida está llena de ironías.» Unos minutos antes había llegado David Bonderman, del Texas Pacific Group, uno de los más ricos magnates del país.10 Ve nía acompañado por su propio equipo. Bonderman, famoso por sus giros radicales, gracias a proyectos exitosos como el reflote de Continental Airlines, también se había vuelto cada vez más cauto frente a las compañías financieras. Había adquirido una participa ción de mil trescientos cincuenta millones de dólares en Washing ton Mutual en abril de 2008, y había visto cómo su inversión per día prácticamente todo su valor en menos de seis meses.11 Willumstad cada vez tenía más miedo de que todos estos ofer 262. Riva D. Atlas y Edward Wong, «Texas Pacific Goes Where Others Fear to Spend», The New York Times, 25 de agosto de 2002. 263. Peter Lattman, «WaMu Fall Crushes TPG», The Wall Street JournaL, 27 de septiembre; Geraldine Fabrikant, «WaMu Tarnishes Star Equity Firm», The New York Times, 27 de septiembre de 2008.
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tantes estuviesen allí para chuparle la sangre a AIG hasta dejarla seca. Percibiendo tal vez la ansiedad de Willumstad, el doctor Paul Achleitner, miembro del consejo de Allianz, el gigante de los segu ros, que había interrumpido sus vacaciones en Mallorca para acudir a la sesión de diligencias, se acercó a él. —¿Podemos hablar en privado? —le preguntó. —Sí, claro —respondió Willumstad. Achleitner, había sido invitado a la sesión de diligencias por Chris Flowers que había puesto a su disposición un avión para cru zar el Atlántico. Willumstad y Achleitner encontraron un rincón tranquilo. —Quiero que sepa que yo no tengo nada que ver con estos buitres —le dijo Achleitner señalando a la melé de inversores de capital privado que andaban dando vueltas por allí—. Yo estoy aquí en representación de Allianz. Si vamos a invertir, puede que tenga mos que hacerlo junto con ellos, pero vamos a tomar nuestra pro pia decisión. —Gracias, se lo agradezco —dijo Willumstad, antes de volver con los buitres. A medida que avanzaba el fin de semana, Willumstad y el equipo de AIG pronto empezaron a tener dificultades para saber quién era cada uno y a quién representaban realmente. Cuando Christopher A. Colé, de Goldman Sachs, hizo su apa rición con un pequeño ejército de banqueros, John Studzinski, banquero de AIG proveniente de Blackstone, se alarmó. ¿Gold man? ¿Quién los había invitado? —¿Para quién estáis trabajando? —preguntó Studzinski a Colé. —Estamos aquí —dijo Colé con cierta reticencia—, colabo rando con Allianz, Axa y Goldman Sachs Capital Partners —todo era tan confuso y contradictorio. Poco convencido por la respuesta, y tal vez un poco paranoico, Studzinski corrió a la planta 18, donde estaba el jefe de seguridad, Nathan T. Harrison. —Mira —le dijo—, quiero que vigiles a todos estos tipos como un halcón. Si ves algo raro, cualquier cosa, como que anden
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merodeando por plantas que no les corresponden, cualquier cosa, me buscas inmediatamente. Sin un minuto que perder, el equipo de Bank of America, en el que figuraban Greg Curl, Joe Price y Ed Herlihy, entraron en el edificio del Fed para su reunión de las 10.30 con Paulson y Geith ner. Christopher Flowers había recorrido a pie las dos manzanas que había desde AIG. Mientras esperaban en una sala de juntas a la puerta de la ofi cina de Geithner, Curl le contó al grupo que Fuld había estado llamando a la casa de Lewis toda la noche. —¡Dick... menudo gilipollas! —dijo Flowers con desprecio. Cuando Paulson, Geithner y Dan Jester entraron en la sala, el clima se volvió helado. Paulson odiaba a Flowers, y la antipatía era mutua.12 Llevaban años enfrentados, desde que Paulson le había disputado y ganado la dirección de la división de banca de inver sión de Goldman, cuando la firma estaba pensando en salir a bolsa. Flowers, que era muy dado a decir a todo el mundo que Paulson era un «idiota», no había tardado en dejar la empresa. —¿Qué novedades hay? —preguntó Geithner tratando de rom per la tensión. Curl puntualizó con rotundidad que Bank of America ya no estaba interesado en comprar Lehman Brothers, a menos que el Gobierno estuviera dispuesto a ayudar incluso con más de lo que habían pedido el día anterior: más de cuarenta mil millones. Argu mentó que habían identificado al menos setenta mil millones en activos problemáticos sobre los que el banco necesitaba garantías. Visto lo visto, iban a abandonar la negociación a menos que Paul son estuviese dispuesto a «dar el paso». Curl dijo también que les preocupaba que Fuld quisiera toda vía conseguir una plusvalía por las acciones. —Creemos que eso son chorradas —señaló Flowers. —Bueno, a nadie le importa lo que piensen ellos. No os preo cupéis por eso —dijo Paulson—. A estas alturas, nadie piensa en Dick Fuld. 12. Peter Truell y Joseph Kahn, «Goldman Sachs Nears Decisive Talks on Going Public», The New York Times, 2 de junio de 1998.
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En medio de la reunión empezó a sonar el móvil de Herlihy y vio que era Fleming. Después de no contestar las dos primeras lla madas, Herlihy le dijo a Curl en un susurro que era Fleming y, disculpándose, salió de la reunión. —¿Qué hay? —preguntó Herlihy impaciente. —De acuerdo. ¡Va a celebrar la reunión a las 14.30! —excla mó Fleming. —Bien, ¿puedes hacer que Thain llame a Lewis? —preguntó Herlihy. —Ahora no —dijo Fleming—. Thain no puede hablarle por que está en una reunión con Paulson. Herlihy elevó los ojos al cielo. —No, Greg. Soy yo el que está en la Reserva Federal con Paul son. Acabo de salir de la sala y puedo verlo en el extremo opuesto del vestíbulo. Herlihy cada vez estaba más preocupado de que Fleming no tuviera la aprobación de Thain. —Mira, esto no va a funcionar. Tiene que llamar. Si yo puedo salir para atender tu llamada, él puede salir y llamar a Lewis. —Va a estar allí, lo prometo. No voy a arriesgar mi reputación haciendo que Lewis vuele hasta aquí y se encuentre con una sala vacía —insistió Fleming. —Tiene que hacer la llamada —volvió a insistir Herlihy. Cuando Herlihy volvió a entrar, era evidente que la reunión estaba tocando a su fin, y aunque el Gobierno seguía negándose a participar, Paulson trataba de evitar que Bank of America abando nara la negociación. Cuando todos se pusieron de pie para marcharse, Chris Flowers se llevó a Paulson a un lado. —Tengo que hablarte sobre AIG —hizo una pausa para ase gurarse de que no podía oírlos nadie—. He estado en su sede, tra bajando con ellos, y es asombroso lo que he descubierto —sacó el mismo papel que le habían entregado el día anterior, donde estaban reflejados los flujos de tesorería de la empresa, que el miércoles se quedaría sin dinero—. Éstas son las dimensiones del agujero —y
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señaló el balance de tesorería: cinco mil millones negativos que vencían la semana siguiente—. AIG está totalmente fuera de con trol. ¡Son unos incompetentes! Flowers se ofreció a volver a la Reserva Federal con Willum stad para estudiar mejor los números, y aunque Paulson estaba sor prendido, trató de no dar a Flowers la satisfacción de saber lo des concertado que estaba. Cuando Flowers salió de la sala y se reunió con el equipo de Bank of America en el pasillo, afirmó con aire de suficiencia: —No lo controlan.
Cuando Paulson, Jester y Geithner volvieron a reunirse en la oficina de este último, Jester volvió a insistir en la importancia de mantener «caliente» a Bank of America para que no se retirara de la subasta. Y si se había retirado, había que ocultarlo, sobre todo a Barclays. Paulson, sin embargo, estaba centrado en el documento de AIG que acababa de ver y no dejaba de hacer cálculos. —Es mucho peor de lo que pensaba —concluyó por fin—. Estos tipos están metidos hasta las cejas. Geithner llamó a Willumstad y le dijo que acababan de estar con Chris Flowers, quien los había puesto al tanto de los números. Willumstad le explicó que tenían en su oficina a equipos de ofer tantes y esperaban vender activos suficientes a lo largo del fin de semana para cubrir el vencimiento. Geithner le sugirió que se acercase ese mismo día para revisar los libros juntos y tener una idea más acabada de cuáles eran sus planes. —De acuerdo —dijo Willumstad, y riendo, añadió—. No voy a llevar a Flowers.
En la planta inferior, se llamó a los consejeros delegados reuni dos en el comedor a la sala de juntas para dar a Paulson y a Geith ner un informe de los progresos realizados. Cada uno de los grupos habló de lo que habían conseguido, que era casi nada. Parte del problema era que todavía había un enorme desacuerdo sobre el
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valor real de los activos de Lehman, especialmente de sus importan tes inversiones en inmuebles comerciales. Una de las estimaciones que rondaba era una hoja de cálculo llamada Depreciaciones azules, que recortaba el valor de los créditos inmobiliarios comerciales de Lehman aproximadamente en una cuarta parte, dejándolo en menos de veinticuatro mil millones. Otros pensaban que la situación era mucho peor. Una hoja manus crita que también circulaba entre los asistentes tenía los números «1720», menos de la mitad del valor estimado. La historia era muy parecida en todo lo referente a las hipote cas de viviendas, que Lehman había estimado en diecisiete mil dos cientos millones de dólares. Mientras que la hoja de cálculo Depre ciaciones azulessituaba el valor en unos catorce mil millones, algunos de los reunidos lo aproximaban más a los nueve mil doscientos millones, más o menos la mitad. Pandit, por su parte, tenía que plantear otra cuestión: quería volver a hablar de AIG. Y luego añadió: —¿Y qué hay de Merrill? Fue un momento embarazoso, ya que John Thain estaba cerca de él. —Vosotros haced lo que os pedí, y yo me ocuparé de AIG y de Merrill —respondió Paulson—. No me siento cómodo hablando de Merrill Lynch con John entre nosotros.
Harvey Miller, abogado de quiebras de Lehman, acababa de tener una reunión espantosa con representantes de la Reserva Fede ral de Nueva York. No podía responder a ninguna de sus preguntas y, francamente, le resultaba embarazoso tener que recurrir conti nuamente a la misma respuesta: —No tenemos acceso a la información. En Lehman todos es tán trabajando o bien con Bank of America, o bien con Barclays. Cuando llamó a Steve Berkenfeld, consejero general de Leh man, para quejarse, éste trató de explicarle por qué la información no había estado tan disponible como él había esperado. —El problema es que muchos de los miembros de nuestro equipo financiero han ido a la ciudad a poner al día al Fed.
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—Ya veo —respondió Miller fríamente—. ¿Y qué novedades hay sobre Barclays? —Todavía tenemos esperanzas, pero no hay muchas noveda des de las que informar por el momento. —¿Y con el Bank of America? Berkenfeld se lo pensó antes de responder. —Han cortado la comunicación. A Miller, que había desarrollado un oído muy fino para los tonos que indicaban que el final estaba cerca, eso no le sonó muy alentador. Su equipo de abogados había estado trabajando en el supuesto de que la quiebra era una contingencia; nadie esperaba que Lehman tuviera que declararse en quiebra de forma inmediata, pero como los nubarrones se hacían cada vez más densos sobre la empresa, decidió dar un paso adelante. Le dijo a Fife que si Lehman necesitaba declararse en quiebra, les llevaría al menos dos semanas preparar los papeles. Más les valía empezar ya. Después del mediodía envió un correo a un puñado de colegas con un asunto apocalíptico: «Urgente. Código: Equinoccio. Nece sidad desesperada de ayuda para situación de emergencia.»13 Thain estaba en medio de una conversación sobre estrategias con Peter Kraus cuando llamó Fleming. —Lo he arreglado —le dijo Fleming excitado—. Te reunirás con Lewis esta tarde. Thain sabía que la reunión era una buena idea, pero había una complicación. —A Paulson no le va a gustar esto —le advirtió Fleming. Sa bía que una fusión sería una sentencia de muerte para Lehman, ya que la habría privado del único salvador posible. No sabía que Bank of America había retirado su oferta sobre Lehman. —El electorado de Paulson es el contribuyente —respondió Fleming—, el nuestro son los accionistas de Merrill Lynch. Paulson 13. Craig, McCracken, Lucchetti, y Kelly, «The Weekend that Wall Street Died», The Wall Street Journal. Para un relato más detallado de la impli cación de Weil Gotshal en la bancarrota de Lehman, véanse Ben Hallman, «A Moment's Notice; Weil Gotshal Put Together the Largest Bankruptcy in US His tory in Record Time», American Latuyer, 1 de diciembre de 2008.
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tiene la capacidad de intervenir y nosotros tenemos que escucharlo, pero nada más. Puede que no le guste, pero a menos que nos diga que no podemos, si creemos que esto responde mejor a los intereses de los accionistas de Merrill Lynch, tenemos que hacerlo. Thain todavía dudaba, deseoso de asegurarse de no poner en juego la compañía. —He concertado la reunión para las 14.30 —insistió Fleming, y luego añadió con cautela—, pero antes tienes que llamar a Ken. —¿Por qué? —preguntó Thain, perplejo ante la exigencia. —Porque quiere oír tu voz —respondió Fleming. —¿Qué quieres decir? —No sé, dile sólo que hay buen tiempo en Nueva York y que esperas verlo. —No entiendo por qué tengo que hacer la llamada. —John, sólo tienes que llamarlo. —Me estás poniendo nervioso —el fastidio de Thain se nota ba en su voz. —¿Sabes qué? Es probable que eso vuelva a pasar este fin de semana —dijo Fleming, levantándole por primera vez la voz a su jefe—. Pero llama a ese tipo. No va a volar hasta que tú lo llames. —De acuerdo —accedió Thain. Decidieron encontrarse en la oficina de Merrill en Midtown en treinta minutos para planear la reunión. Poco después de que Thain colgara a Fleming, John Mack se acercó a él. —Deberíamos hablar —dijo Mack en voz baja. No fue nece sario que siguiera, la frase era el código establecido para «debería mos hablar de llegar a un acuerdo». —Tienes razón —dijo Thain, y acordaron organizar una reu nión ese mismo día. Aquélla iba a ser una jornada muy movida. En la cuarta planta de la Reserva Federal, Bob Diamond, de Barclays, golpeaba impaciente el suelo con el pie. Tenía la impre sión de que, durante casi toda la mañana, Lehman y el Gobierno se habían centrado exclusivamente en Bank of America. Había llega do a pensar que lo estaban utilizando, que estaba haciendo el papel de caballo de Troya del Gobierno para conseguir una oferta mayor por Lehman.
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Sin embargo, cuando acababan de dar las dos, Diamond tuvo un indicio de que su oferta podría ser tomada en serio cuando alguien del Fed pegó un cartel en la puerta de la sala de juntas de Barclays donde decía «ofertante». Por fin un gesto de la Reserva Federal. Era un pequeño gesto, pero alentador de todos modos. Con todo, Diamond sabía que tenía por delante un gran problema antes de llevar a efecto un acuerdo con Lehman: debía ser corroborado por el voto de los accionistas, lo cual podría tardar entre treinta y cuarenta días. Eso quería decir que era fundamental que Barclays encontrara una forma de garantizar las operaciones de Lehman desde el momento de la firma del acuerdo hasta su aprobación por parte de los accionistas. Era una cuestión de confianza: las contrapartes necesitaban saber que había un respaldo detrás de Lehman, de la misma forma que JP Morgan se había puesto al lado de Bear Stearns y había garantizado todas sus operaciones incluso antes de que se cerrara el acuerdo. Paulson y Geithner le habían dicho a Diamond de manera inequívoca que el Gobierno de Estados Unidos no iba a ayudar, pero él no estaba seguro de que no fuera sólo una postura negocia dora. En cuanto al Gobierno británico, ahí sí que no tenía duda: estaba perfectamente claro que no iba a intervenir. Lo que Barclays necesitaba era un socio importante y rico, y eso era algo que Diamond tenía que discutir con su grupo de expertos, encabezado por Archibald Cox Jr. —presidente de Barclays Capital e hijo del fiscal del caso Watergate—, Rich Ricci —director de operaciones de la empresa— y Jerry del Missier — copresidente de Barclays Capital—. Diamond también había contratado a su propio asesor independiente, Michael Klein, antiguo ejecutivo de Citigroup. Cuando empezaron a pensar en cómo solucionar la garantía de las operaciones, Klein preguntó en voz alta: —¿Quién podría hacer esto? —¿No es éste el tipo de asuntos que, hace un año, uno habría acudido a AIG para que se lo resolvieran? —preguntó Del Missier. Evidentemente eso ya no era posible. —¿Y qué tal Buffett? —sugirió Klein. —Ya, pero Buffett sólo hace un trato cuando resulta fantástico para Buffett —señaló Del Missier. Klein había hecho algunos tratos con el Oráculo de Omaha
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cuando estaba en Citigroup y tenía todos sus números de teléfono. Llamó y encontró a Buffett en el hotel Fairmont Macdonald, en Edmonton, Alberta, cuando él y su segunda esposa, Astrid Menks, estaban a punto de salir para una gala en la cual, sin saberlo ellos, iban a ser los huéspedes sorpresa. Klein puso el manos libres para que pudieran hablar Diamond y su equipo. Del Missier empezó a explicarle a Buffett por qué era tan importante la garantía. —Si Lehman cambia dólares por yenes con alguien, ese banco necesita saber que Lehman va a entregar los dólares antes de que ellos entreguen los yenes —le dijo a Buffett—. Si hay dudas de que vayan a realizar ese intercambio, todo se va al garete. Buffett entendía lo que estaba en juego, pero no podía ni so ñar con garantizar los libros de Lehman durante dos meses, sin embargo, deseoso de mostrarse cortés, sugirió: —Si me lo enviáis por escrito vía fax, cuando vuelva tendré mucho gusto en leerlo. Camino de la gala, Buffett recordó la última vez que había recibido una llamada como ésta. Había resultado un absoluto em brollo. Tal vez tendría que plantearse seriamente la posibilidad de no ser tan cortés con estos chicos de Wall Street. En la planta inferior de la Reserva Federal de Nueva York, los consejeros delegados y sus subordinados habían empezado a circu lar en torno a las mesas del bufé. A pesar de la grave misión que les habían asignado, no podían hacer mucho sobre la marcha. No sólo no tenían ordenadores, sino que además la gente realmente experta en el análisis de balances y activos estaba o bien con el equipo de Lehman, una planta más arriba, o bien de vuelta en sus oficinas sacando toneladas de hojas de cálculo. Después del almuerzo, todos fueron convocados otra vez en la sala de juntas principal, donde no pasó desapercibida la ausencia de John Thain. Si algo tenían en mente todos los consejeros delegados presen tes, además del futuro de Lehman, era el futuro de sus propias em presas. ¿Qué significaría para todos ellos la quiebra de Lehman? ¿Realmente sería Merrill la próxima? ¿Y Morgan Stanley o Gold man Sachs? ¿Y JP Morgan y Citigroup?
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En un momento dado, John Mack puso en tela de juicio la totalidad de la idea de los rescates y se preguntó en voz alta si no deberían también dejar caer a Merrill, aunque estaba sentado muy cerca de Peter Kraus, que estaba allí representando a John Thain. Dimon miró a Mack sin podérselo creer. —Si hiciéramos eso —dijo cáusticamente—, ¿cuántas horas crees que pasarían antes de que te llamara Fidelity y te dijera que ya no estaba dispuesta a seguir renovando tu crédito?14 Cuando Thain por fin llamó a Ken Lewis, la conversación fue breve y al grano. Sólo hablaron de la logística de la reunión. Thain estaba tan preocupado por no descuidar ningún detalle que volvió a llamar a Lewis para confirmar la entrada del Time Warner Center que debían utilizar. Antes de dirigirse al apartamento de Lewis, Thain se reunió con Fleming en las oficinas de la empresa para fijar estrategias. Dejó claro a Fleming que las conversaciones eran puramente explo ratorias, y que quería vender sólo una pequeña participación en la empresa, tal vez un 20 por ciento como máximo. —Lewis no va a pasar por eso —le advirtió Fleming—. Va a decir que quiere comprar toda la compañía. Thain fue solo al apartamento de Lewis, que le dio una calu rosa bienvenida y lo condujo a una habitación con magníficas vis tas, aunque quedaba claro que era un apartamento de la empresa por la escasez de adornos y muebles. —Teniendo en cuenta todo lo que está ocurriendo —dijo Thain en cuanto se hubieron sentado—, me preocupa el impacto que pueda tener sobre el mercado y sobre Merrill una posible ban carrota de Lehman —hizo una pausa y luego prosiguió—. Me gus taría explorar la posibilidad de que vosotros comprarais una parti cipación del 9,9 por ciento en la empresa y le ofrecierais una amplia liquidez. —Bueno, realmente no estoy muy interesado en comprar el 9,9 por ciento de la empresa —contestó Lewis con la misma fran queza—. Lo que me interesa es comprar la totalidad. 14. Cohan, House ofCards. A Tale ofHubris and Wretched Excess, Ran dom House, Nueva York, 2009.
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—Yo no he venido aquí para vender toda la empresa —replicó Thain con una leve sonrisa, no estaba preparado para una actitud tan agresiva por parte de Lewis. —Eso es lo que me interesa —repitió Lewis con firmeza. Nervioso, Thain trató de llegar a un compromiso. —¿Estarías dispuesto a explorar dos vías? Por un lado una ven ta del 9,9 por ciento y por otra, la del ciento por ciento? —Sí —accedió Lewis—, pero recuerda lo que he dicho, real mente no estoy interesado en el 9,9 por ciento. Lo que me interesa es una fusión total. Lewis sugirió que volvieran a reunirse con «los dos Gregs» —Greg Curl y Greg Fleming— a las cinco. —A esa hora no puedo —dijo Thain. «Qué raro», pensó Lewis. ¿Acaso tenía alguna otra cosa a la vista? Cuando se iba a marchar, Thain se detuvo e hizo una observa ción final. —Tengo que hablar con Hank de estas conversaciones —ex plicó—. Me preocupa que si se entera piense que he estropeado el acuerdo de Lehman. —Bueno, mira —le respondió Lewis—, yo preferiría el acuer do con Merrill. Puedes decirle a Hank que estamos hablando por que no vamos a seguir adelante con lo de Lehman sin ayuda del Gobierno. Al final, los dos informarían por separado a Paulson que, la verdad, se puso contentísimo. Por lo que tenía entendido, Barclays estaba a punto de adquirir Lehman, y ahora Bank of America ha blaba de comprar Merrill. Todo al mismo tiempo. —Otra vez el buzón de voz —dijo Fuld, frustrado, a Tom Russo—. ¡Nadie atiende el maldito teléfono! Cuando por fin sonó el teléfono, era Rodgin Cohén. Llamaba desde la Reserva Federal de Nueva York. —Tenemos un problema —dijo—. Creo que Merrill y Bank of America están en conversaciones. —¿Qué quieres decir? —bramó Fuld. Cohén explicó que acababa de salir de una reunión con Geith ner en la cual había tratado otra vez de convencerlo de la necesidad
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de la ayuda del Gobierno para evitar el colapso de todo el sistema bancario. Según contó, había anunciado a Geithner: «Como no ayudéis, Merrill habrá desaparecido antes del lunes», y la respues ta de Geithner había sido que estaban trabajando en una solución para Merrill. Era una respuesta estudiadamente vaga, pero Cohén y Fuld sabían muy bien lo que quería decir. También explicaba el si lencio de Bank of America. Ambos recordaban el comentario que Greg Curl le había hecho en el verano sobre el interés de Lewis por Merrill. Y explicaba la extraña llamada telefónica de Fleming, de Merrill, que Cohén había recibido esa misma semana tratando de obtener información. —No lo puedo creer —dijo Fuld, hundiéndose aún más en su asiento. En un descanso en el Fed de Nueva York, Gary Cohn y David Viniar, de Goldman Sachs, saludaron a su antiguo colega Peter Kraus, que hacía una semana se había incorporado a su nuevo pues to en Merrill. —Demos un paseo —sugirió Cohn, y los tres salieron por la puerta que da a la calle Liberty. —¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Cohn después de un breve recorrido, dando a entender que sabía que Merrill esta ba sometida a una gran presión, tal vez más que cualquiera de los reunidos. —Sólo tenemos un problema de liquidez —dijo Kraus—. JP Morgan acaba de aumentar nuestras líneas de margen intradía en diez mil millones —hizo una pausa—. Estamos bien, perfectamen te bien. —Dime, Peter, ¿deberíamos vigilaros? —preguntó Cohn. Kraus bajó la vista antes de responder. —Sí. Cualquier acuerdo con Goldman no sólo apuntalaría la tam baleante situación financiera de Merrill sino que además se percibi ría como un voto de confianza de los tipos más listos de la reu nión. —¿Por qué no nos dijiste nada? —preguntó Cohn—. Siempre
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hemos sido amigos y ahora llevamos dos días y medio sentados uno al lado del otro. Mientras daban la vuelta a la manzana, Kraus dijo que valdría la pena mantener una reunión. Dijo que Merrill estaba buscando una línea de crédito para superar su crisis de liquidez a cambio de la venta de una pequeña participación en la empresa, probablemente por debajo del 10 por ciento. Era casi el mismo acuerdo que Thain le había propuesto originalmente a Lewis. Que daron en reunirse la mañana siguiente en las oficinas de Goldman Sachs. Las instrucciones eran específicas: no usar la entrada principal de la Reserva Federal de Nueva York en la calle Liberty; utilizar en cambio la entrada de personal de Maiden Lañe y mostrar la licencia de conducir a los guardias de seguridad. El nombre estaría en una lista y un escolta estaría aguardando. Bob Willumstad de AIG y sus asesores, Doug Braunstein de JP Morgan, Jamie Gamble de Simpson Thacher y Michael Wise man de SuUivan & Cromwell llegaron andando desde la central de AIG para reunirse con Paulson y Geithner. Pasaron al lado de los fotógrafos y reporteros gráficos que, por suerte, no los reconocie ron. —¿En qué punto de la captación de capital estáis? —preguntó Geithner sin rodeos. Willumstad dijo que creía que estaban haciendo progresos. Todavía quedaba media docena de ofertantes en el edificio, inclui dos Flowers, KKR y Allianz. Pero la noticia más importante, la buena noticia, era que había convencido a Eric R. Dinallo, superin tendente del Departamento de Seguros del estado de Nueva York, para liberar unos veinte mil millones en garantías subsidiarias de las entidades de seguros reguladas de AIG, lo cual le ayudaría a cubrir su necesidad de capital. Dinallo accedía siempre y cuando AIG pu diera reunir otros veinte mil millones para tapar el agujero. Wi llumstad les confió que creía tener el compromiso de otros cinco mil millones con Ajit Jain, que dirigía el negocio de reaseguros de Berkshire Hathaway. Le quedaban todavía quince mil millones por cubrir, pero les dijo a los reguladores que la compañía tenía activos a la venta por un valor de más de veinticinco mil millones de dó lares.
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Después de eso, Paulson y Geithner abandonaron abrupta mente la reunión. Habían oído todo lo que necesitaban saber; se estaban haciendo progresos.
El portero abrió las puertas de hierro forjado y cristal para permitir la entrada de Thain, Kraus y el colega de ambos, Tom Montag, al vestíbulo del edificio de apartamentos de Walid Cham mah. Era la segunda reunión secreta que había tenido lugar allí en una semana. Thain estaba un poco preocupado de que pudieran verlo: Larry Fink, de BlackRock, entre otros, vivía allí. Mack, Gorman y Chammah estaban esperando en la sala de estar de este último. Thain abrió la conversación señalando que esperaba llegar a un acuerdo. —Creemos que con lo que está pasando con Lehman —dijo—, éste es el momento adecuado para estudiar nuestras opciones. Kraus empezó a revisar las cifras, pasando las páginas de un libro que había traído consigo. Teniendo en cuenta que llevaba ape nas unos días en su puesto, Chammah y Gorman pensaron que parecía bien enterado. De hecho, Kraus se había quedado hasta las tres de la madrugada durante esa semana estudiando el balance de la empresa. Sin embargo, las brechas en el conocimiento pronto se hicie ron evidentes. Cuando Gorman empezó a preguntarle sobre el ne gocio minorista de Merrill —la parte de la empresa en la que Mor gan Stanley estaba más interesada— ni Thain, ni Kraus, ni Montag se sabían los números. A pesar de todo, Mack dijo que estaba interesado y preguntó cuál era el paso siguiente. —Tenemos prevista una reunión del consejo para el lunes por la noche —explicó—, y es probable que el martes pudiéramos ini ciar las diligencias y echarle un vistazo. Sin duda es interesante, pero complicado. Thain miró a Kraus con ansiedad y luego se volvió hacia Mack. —No, no. Ustedes no lo entienden. Necesitaríamos una deci sión antes de que abra Asia.
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Gorman pareció confuso. —¿Qué entiende por decisión! —Queremos tener un acuerdo firmado para entonces —dijo Thain con calma. —Podemos seguir hablando —respondió Mack, sorprendido por la petición, pero no creo que eso sea físicamente posible. En cuanto se vieron fuera del apartamento, Thain miró a Kraus. —Está muy claro que no tienen la misma sensación de urgen cia que nosotros —dijo.
Greg Curl, de Bank of America, ya estaba en Wachtell Lipton cuando llegó Greg Fleming, de Merrill Lynch. Mientras esperaba, Curl había estado al teléfono tratando de echar atrás su decisión de cuatro horas antes: había enviado a más de cien banqueros de vuel ta a Charlotte suponiendo que ya no los precisaba, puesto que el acuerdo de Lehman estaba muerto. Ahora, con la posibilidad de un acuerdo con Merrill Lynch, los necesitaba en el siguiente vuelo de regreso a Nueva York. Reconoció que la situación era casi cómica y había asignado a varias personas para coordinar la contratación de vuelos, porque los tres directos a Nueva York que quedaban en US Airways ya estaban completos. Curl invitó a Fleming a entrar en una de las salas de juntas del bufete que había reservado, y cogió un puñado de galletas del carri to de las viandas que había allí aparcado. Rápidamente le pidió que le dijera en qué punto creía que se encontraban para llegar a un acuerdo. —Estoy pensando en que lo anunciemos el lunes por la maña na —dijo Fleming. —Eso es muy rápido —replicó Curl, sorprendido por la ur gencia. —Usted conoce bien la compañía —respondió Fleming. Era uno de los pocos que sabían que el anterior consejero delegado, Stanley O'Neal, había hablado con Lewis sobre una fusión, aunque no conocía todos los detalles—. Soy consciente de todo el trabajo que han hecho ya. No me reservaré nada. Sólo tienen que decirme lo que necesitan.
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Emplearon la media hora siguiente en orquestar un proceso que permitiría a Bank of America examinar los libros de Merrill literalmente en veinticuatro horas. Curl, que desempolvó el trabajo que había hecho un año antes para las conversaciones con O'Neal, dijo que iba a traer a Chris Flowers para asesorarlo, ya que éste no hacía mucho que había examinado la posibilidad de comprar algu nos de los activos tóxicos de Merrill (activos que finalmente se ven dieron al Lone Star National Bank), de modo que tenía ventaja. Bank of America incluso tenía ya un nombre en código para el acuerdo: Proyecto Alfa.
Antes de poner fin a la reunión, se planteó la cuestión del precio. Fleming declaró descaradamente que pensaba en «una cifra con un tres», con lo cual se refería treinta dólares o más por acción, o sea, un 76 por ciento más de lo que valía una acción de Merrill Lynch el viernes, 17,05 dólares. Era un precio desmesurado, espe cialmente en medio de la mayor crisis financiera de la historia, pero Fleming pensó que no tenía elección: apenas un mes antes Merrill había vendido 8.550 millones de acciones convertibles a grandes inversores como Temasek, una empresa estatal de Singapur, a 22,50 dólares cada una.15 Tenía que proporcionarles una plusvalía razo nable. Para la mayoría de los banqueros, semejante cifra hubiera puesto fin a las conversaciones, pero Curl entendía la lógica subya cente al precio que quería conseguir Fleming, quien sostuvo que las acciones de Merrill estaban temporalmente deprimidas y que nece sitaba un precio que fuese reflejo de una «base normalizada». Les recordó que hacía apenas año y medio las acciones de Merrill coti zaban a más de ochenta dólares. Curl tenía una idea muy acabada sobre las absorciones: uno nunca quiere pagar de más, pero si cree en el negocio, se gana más pagando, para asegurarse de no perder ante un posible compe tidor. —Vale —dijo Curl, sin comprometerse con la cifra de Fle
15. «Thain Gains $2 Mln on Merrill Lynch Share Purchase», Reuters, 31 de julio de 2008.
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ming, pero dando a entender que no iba a rechazarla de plano—. Tenemos mucho que hacer.
El tiempo estaba fantástico para cenar un sábado en el patio de San Pietros, el restaurante italiano de la Calle 54 Este, a un paso de Madison Square. Durante la semana, el restaurante recibe a la hora del almuerzo a todos los capitostes de Wall Street: 16 Joseph Perella, de Perella Weinberg, el decano de la banca M & A, tiene allí una mesa; otros habituales son Larry Fink, director de BlackRock; Ri chard A. Grasso, ex presidente de la Bolsa de Nueva York; Ronald O. Perelman, presidente de Revlon; y David H. Jomansky, antiguo director de Merrill Lynch; incluso el ex presidente Bill Clinton y su amigo Vernon Jordán. Esa noche, Mack y la cúpula de Morgan Stanley ocuparon una mesa tranquila en el exterior. Para Chammah era una oportunidad de relajarse y fumarse un cigarro. Habían sido veinticuatro horas agotadoras. Gerardo Bruno, dueño del restaurante junto con sus tres her manos, condujo al grupo hasta su mesa. Mack se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de su silla. Pronto se les sumaron Paul Taubman, Colm Kelleher y Gary Lynch. Había mucho de que hablar. Tras pedir una botella de Barbaresco, se lanzaron a hacer la autopsia del día, sobre todo de la desquiciante última hora con Merrill Lynch. Mack contó a los demás su encuentro con Thain. —Y va y me dice: «¿Podéis hacerlo en veinticuatro horas?» —la mesa entera lanzó una carcajada. —Es totalmente imposible —dijo Corl Kelleher. Cuando se apagaron las risas, Mack planteó la pregunta del millón: teniendo en cuenta las perspectivas de la crisis en que esta ba sumido el sector, ¿tenían necesidad de firmar un acuerdo? —Mirad —dijo Chammah—, no hay muchas parejas por ahí
16. Landon Thomas Jr., «Make Your Best Offer and Pass the Parmesan, Please», The New York Times, 2 de octubre de 2005.
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con las que nos interese bailar. Si va a haber una ocasión para ha blar, tal vez sea ésta. Gorman intervino para explicar que, por la conversación que había mantenido una hora antes con Thain, era probable que Me rrill Lynch se fusionara con Bank of America, posiblemente en las próximas veinticuatro horas. —Podríamos llamar a Lewis —sugirió Gorman. Mack siempre había considerado Bank of America como un socio natural para una fusión de Morgan Stanley; de hecho, antes de la crisis, había dicho a sus amigos, medio en broma, que era su «estrategia de salida». Cuando el precio de sus acciones era más alto, a menudo había pensado que un acuerdo con Bank of Ameri ca sería una forma triunfal de demostrar que había devuelto la glo ria original a Morgan Stanley, la firma que tan cara le era. Pero aquella noche no iba a ser, Mack lo comprendió. —Si Bank of America se queda con Merrill, ¿qué os parece Wachovia? —mientras les servían el timballo di baccala con patate, fave e pomodoro.
Morgan Stanley era un coloso financiero, cuyo valor en el mercado ese viernes era de cincuenta mil millones de dólares, mu cho menos que un mes antes, pero nada desdeñable. Además, te nían ciento ochenta mil millones en el banco, una liquidez que habían acumulado durante meses en previsión de una situa ción como la actual. Tenían demasiada credibilidad en el mercado como para que alguien se lanzara sobre ellos. Sin embargo, Mack reconocía que si Barclays se hacía con Lehman y Bank of Ameri ca con Merrill, su empresa se encontraría en una situación incó moda. —Nosotros podríamos ser los siguientes —dijo Chammah con expresión seria después de beber un sorbo de vino.
Habían dado ya las nueve de la noche cuando Jamie Dimon, al borde de la inanición, se encaminó al comedor de ejecutivos de la planta 49 de la central de JP Morgan. El comité operativo llevaba todo el día trabajando sin interrupción, calculando el riesgo que tenían con Lehman, Merrill, Morgan Stanley, Goldman y, por su
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puesto, AIG, y el personal de cocina estaba haciendo horas extra para dar de comer a todos. Dimon no dejaba de dar vuelta a los acontecimientos del día, consciente de lo mal que estaban las cosas ahí fuera. —Quieren que Wall Street lo pague —les dijo a los banqueros que descansaban después de la tardía cena, esperando que aprecia ran la presión política que soportaba Paulson—. Piensan que so mos unos gilipollas que ganan demasiado. Ningún político, ningún presidente, va a firmar un rescate cuando toda la gente se pregunta por qué habrían de rescatar a unos tipos cuyo trabajo consiste úni camente en hacer dinero. Y continuó dirigiéndose a los suyos con voz tonante, como si estuviera en la cubierta del Titanio: —Acabamos de chocar con el iceberg. El barco hace agua y la música sigue sonando. No hay botes para todos —su sonrisa era irónica—. ¡Alguien va a morir. Por lo tanto más os vale disfrutar del champán y el caviar! Dicho esto, volvió a su mesa y dio un último bocado a su taco.
En el Fed y contra todo pronóstico, Barclays parecía estar ha ciendo progresos. Poco antes, Michael Klein, asesor de Diamond, había redondeado una estructura para el trato que satisfacía a to dos. Diamond no estaba interesado en los activos inmobiliarios de Lehman; lo que él quería era el «banco viable», es decir, Lehman sin sus carteras de propiedades conflictivas. El plan de Klein era simple: Barclays compraría la parte «via ble» de Lehman y los bancos rivales reunidos en el otro extremo del Fed ayudarían a financiar la deuda del «banco inviable».17 Pasada ya la medianoche, el equipo de Barclays levantó el campamento con idea de marcharse, pero mientras bajaban por la escalera, los arrinconaron en otra sala de juntas y les pidieron que explicaran su plan a los banqueros rivales que seguían allí. Klein se puso a explicar, con la mayor delicadeza posible, el 17. Cohan, House ofCards, ob. cit., p. 445.
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plan de Barclays a un grupo de banqueros de Goldman, Citi, Cre dit Suisse y algunos otros. Todos comprendieron de inmediato que habría que reunir unos treinta y tres mil millones de dólares para financiar «BasuraCo» o, como Klein lo llamaba, «MementoCo». Según la explicación de Klein, el consorcio poseería el equiva lente de una empresa de gestión de inversión alternativa como For tress Investment o Blackstone Group, cuyo capital serían los activos inmobiliarios y de capital privado de Lehman. La idea no fue reci bida con entusiasmo. —¿Qué activo neto necesitaríais captar para cerrar el trato? 18 —preguntó Shedlin, de Citigroup. —¿Qué importancia tiene eso? —replicó Klein, aparentemen te sin entender la pertinencia de la cuestión—. ¿Por qué necesitáis saberlo? —Estáis haciendo una oferta por esta compañía —le soltó Shedlin—, y tenemos que saber cómo vais a financiarla. Archie Cox, de Barclays, frustrado por el interrogatorio, repli có en tono helado: —No vamos a tener que captar capital adicional como parte de esta transacción. Klein, dándose cuenta de que los banqueros no entendían la estructura del acuerdo, lo volvió a explicar. Barclays no iba a inver tir en el «banco inviable» de Lehman junto con el consorcio; sólo compraba el «banco viable» de Lehman. Los banqueros allí reunidos se miraron unos a otros mientras trataban de asimilar la explicación. Les estaban pidiendo que sub vencionaran a un competidor. Barclays no tendría participación en los activos más tóxicos de Lehman, de los cuales se les pedía a ellos que se hicieran cargo. En cuanto Shedlin se calmó, el grupo, aunque nada contento 18. Esta conversación entre Gary Shedlin y Michael Klein fue relatada por primera vez en el artículo de William D. Cohan para la revista Fortune, luego apareció en su libro, House ofCards, ob. cit. Según Cohan: «Shedlin confirmó la conversación a Fortune; Klein no respondió a las invitaciones para ser entrevis tado.» Véase William D. Cohan, «Three Days That Shook the World», Fortune, 16 de diciembre de 2008.
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con la propuesta, llegó a la conclusión de que podría ser la me jor entre muchas opciones malas. Se pusieron a forjar un pliego de condiciones. Por increíble que les pareciera a todos, aquellos banqueros con cara de sueño se estaban acercando a un posible acuerdo.
—Tenemos un gran problema. Quiero decir grande de cojones —anunció Douglas Braunstein, de JP Morgan, a su equipo, despla zado a AIG poco después de medianoche—. Ya no se trata de cu brir cuarenta mil millones —gritó Braunstein—. ¡Necesitamos se senta mil! AIG era un embrollo tan descomunal, y su sistema informáti co tan anticuado, que hasta ese momento nadie había descubierto que sus operaciones de préstamo sobre valores habían estado per diendo dinero a un ritmo vertiginoso durante las dos últimas sema nas. Cuando los banqueros de JP Morgan empezaron a escarbar, se encontraron con que AIG estaba embarcada en una práctica dudo sa: habían estado emitiendo hipotecas a largo plazo y financián dolas con papel a corto. En consecuencia, cada vez que el activo subyacente, las hipotecas, perdía valor —lo cual había sucedido durante toda la semana anterior— tenían que ofrecer más pagarés. —Esto es increíble —dijo Mark Feldman, uno de los banque ros de JP Morgan, mientras salía en tromba de la sala en busca de Brian Schreiber de AIG. Cuando por fin lo encontró, le dijo—: Te necesitamos para firmar la carta de compromiso. Esto está alcan zando tintes ridículos. Llevamos todo el fin de semana aquí. Dimon y Steve Black habían dado órdenes a Feldman de con seguir que le firmaran la carta o marcharse de allí con todos los demás. Después de todo, tal como Black le recordó, JP Morgan no tenía indemnización a menos que tuviera la carta de compromiso firmada, lo cual los dejaba expuestos a acciones legales; y lo que era tal vez más importante, querían asegurarse de que les pagaran por su tiempo y sus esfuerzos. Black le dijo que le echara la culpa a su jefe si había alguna queja. Schreiber, al que Willumstad había autorizado la firma, estaba molesto de todos modos. Su unidad en AIG había dado en llamar
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al equipo joven de JP Morgan «Juventudes Hitlerianas», pero ¿cómo podía Feldman presionarlo en un momento como aquél para que firmara ese documento? Cuando toda la empresa se tambaleaba, ¿su banquero reclamaba sus honorarios? Al principio, Schreiber trató de dar a entender que tal vez de bería firmarlo el consejo de la empresa, pero Feldman no entró por ahí. Schreiber por fin explotó: —¡No puedo firmar esto! Mi consejo no va a firmar esta carta. Esto es ofensivo. Es vulgar. ¡No encuentro justificación para hacer lo! —gritó. Feldman, que había llamado a Schreiber «jodido imbécil» a la cara al menos una vez, también había llegado al límite. —¡Si no firmas esta carta ahora mismo, voy a hacer que todos los jodidos banqueros de JP Morgan recojan sus cosas y salgan de aquí pitando! Al oír eso, Schreiber reculó. Airadamente, sacó su pluma y firmó.
A las tres de la madrugada del domingo, más de doscientos banqueros y abogados de Bank of America y de Merrill Lynch iban por la segunda ronda de pizza en Wachtell, Lipton, y seguían tra bajando a marchas forzadas para completar las diligencias. Greg Fleming, que llevaba casi veinticuatro horas sin dormir, había reservado una habitación en el Mandarín Oriental para no tener que conducir de vuelta a Rye. Estaba recogiendo sus cosas y a punto de irse cuando Peter Kelly, abogado de negociaciones de Me rrill, entró en la sala de juntas. —Tengo novedades —le dijo Fleming, y le explicó entusias mado que ya había cerrado la cuestión del precio con Curl y tenía motivos para creer que Bank of America podría estar dispuesto a pagar hasta treinta dólares por acción. Por un momento, Kelly pensó que Fleming estaba bromean do. —No puedo creer que vayan a pagarnos treinta dólares. Greg, este trato no va a producirse. No tiene sentido. Estamos aquí casi de rodillas.
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—Te digo que sí —insistió Fleming—. Creo que van a llegar a eso. —¡Te están embaucando y no lo sabes! —le soltó Kelly, tra tando de infundirle algo de sentido común a horas tan avanza das—. ¡Tienes que despertarte y descubrir dónde está el engaño, porque no hay forma de que vayan a pagar a treinta! Nos van a llevar al altar y allí van a renegociar a tres dólares y nos dirán «lo tomáis o lo dejáis». —No dudes de mí, Pete —insistió Fleming—. El trato se va a cerrar.
Capítulo 15
Alrededor de las ocho de la mañana siguiente, domingo 14 de sep tiembre, los consejeros delegados de Wall Street se arrastraron con cara de sueño hasta la sede del Fed de Nueva York. Un funcionario les anunció a todos que Paulson, Geithner y Cox bajarían en seguida. Cuando Jamie Dimon hizo su aparición con unos estrechos vaqueros y una camisa que resaltaba su muscu latura, Colm Kelleher susurró a John Mack: «Está en muy buena forma para su edad.» Paulson y Geithner llegaron anunciando unas buenas noticias que todos los presentes parecía conocer ya. Durante la noche, Bar clays había concretado una propuesta para la compra de Lehman y estaba dispuesto a avanzar en ella. El único obstáculo que quedaba era conseguir que los demás bancos pusieran dinero suficiente —unos treinta y tres mil millones— para financiar el «banco invia ble» de Lehman. Después de dar al grupo instrucciones para que redondearan los detalles, Geithner salió de la habitación abrupta mente. Ya se había puesto en circulación un documento titulado Cier tas cuestiones del acuerdo donde se identificaban las preguntas más difíciles que tendrían que considerar los banqueros.1 ¿Tendrían las dos partes de una Lehman dividida financiación suficiente una vez cerrado el trato? ¿Podría el banco inviable de Lehman ser legalmen te blindado de modo que los acreedores no pudieran posteriormen te ir a por la parte sana? Fue entonces cuando Dimon decidió hacer el papel de John 1. El autor obtuvo una copia del documento.
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Pierpont Morgan (JP Morgan), que ayudó a rescatar a la nación después del pánico de 1907. —Vale, pongamos las cosas realmente fáciles —anunció—. ¿Cuántos de vosotros pondríais mil millones de dólares, sea de la forma que sea, para impedir la caída de Lehman? Era la pregunta que todos tenían en mente, pero que nadie se había atrevido a formular. Era la misma pregunta que Herbert Alli son, por entonces de Merrill Lynch, había planteado una década antes en el mismo edificio cuando de lo que se trataba era de salvar al LTCM.2 Dimon, que entonces estaba en el Citigroup, también había participado en aquella mesa. La única diferencia entre aquella ocasión y ésta era que Allison había preguntado cuántos bancos podían aportar doscientos cincuenta millones de dólares; incluso considerando la inflación, mil millones por banco era una cifra que se hacía muy cuesta arriba. En aquella reunión, Jimmy Cayne, presidente de Bear, se ha bía negado a tomar parte. —¿Qué diablos estás haciendo?3 —le gritó el consejero dele gado de Merrill, David Komansky. —¿Desde cuándo somos socios? —le replicó Cayne en el mis mo tono. Todos los asistentes a esta reunión conocían muy bien aquel famoso intercambio entre los dos capos de Wall Street. Blankfein dijo que si bien no estaba convencido de que Leh man representase realmente un riesgo sistémico, estaba la cuestión del buen nombre y la imagen pública de todos los bancos. —Bear Stearns hizo muchas cosas buenas en la década pasada, pero sólo se la recordará por no haber dado un paso adelante cuan do el sector lo necesitaba. 264. «El señor Allison de Merrill, leyendo una hoja manuscrita, deletreó los términos. Creemos necesitar cuatro mil millones para asegurar que el fondo pue de soportar cualquier ataque concertado por los demás contra sus posiciones. Se pidió a dieciséis empresas que arrimaran el hombro con doscientos cincuenta millones de dólares.» Véase Michael Siconolfi, Anita Raghavan y Mitchell Pa celle, «All Bets Are Off. How the Salesmanship and Brainpower Failed at Long Term Capital», The Wall Street Journal, 16 de noviembre de 1998. 265. Lowenstein, When Genius Failed, ob. cit., p. 203.
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Lo que no se dijo, pero seguramente muchos de los banqueros presentes tenían en la cabeza, era el papel que había desempeñado Dick Fuld en el rescate de LTCM. Cuando llegó su turno de apor tar los doscientos cincuenta millones, explicó que no podía hacerlo. Debido a la presión sobre su empresa, y a los rumores de que Leh man estaba a punto de quedarse sin negocio, sólo había contribui do con cien millones.4 Esta vez, con una docena de bancos representados en la mesa, Dimon dio la patada inicial al esfuerzo de reunir fondos. —Yo estoy en esto —dijo. Uno por uno, los banqueros empezaron a indicar que podrían estar dispuestos a arrimar el hombro. Cuando se hicieron las cuentas, estaban cerca de salvar a Lehman... o eso creían. Peter Kraus y Peter Kelly, de Merrill Lynch, llegaron a las ofi cinas de Goldman Sachs poco después de las ocho, subieron en el ascensor hasta la planta 30, pasaron las puertas de cristal y entraron en su suite ejecutiva prácticamente vacía. Kraus, que había trabaja do en Goldman veintidós años, se sentía allí a sus anchas. Gary Cohn y David Viniar, de Goldman, los saludaron y los acompañaron a una sala de juntas. Antes de la reunión, Cohn le había dicho a Viniar en privado que si Goldman accedía a comprar una participación en Merrill, el precio iba a ser bajo. —Voy a bajar a un solo dígito —afirmó, muy lejos de los treinta dólares por acción que Fleming había esperado sacar a Bank of America (Cohn no lo dijo en ese momento, pero estaba pensan do que el valor total de la compañía podría llegar apenas a varios miles de millones; la capitalización de mercado de Merrill el viernes había sido de veintiséis mil cien millones de dólares).5 Kraus le hizo la misma propuesta que había llevado a Morgan Stanley. Les dijo a los banqueros de Goldman que Merrill estaba dispuesta a vender una participación del 9,9 por ciento y que espera ba que le facilitaran un crédito de veinte mil millones de dólares. 266. The Wall Street Journal, 16 de noviembre de 1998. 267. Según Standard & Poors, la capitalización de mercado de Merrill el viernes 12 de septiembre de 2008, era de veintiséis mil cien millones. Véase «Five Facts About Merrill Lynch and Bank of America», Reuters, 14 de septiembre de 2008.
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Antes de que la negociación empezara siquiera, Cohn, siempre directo, les informó: —Voy a depreciar vuestras carteras hipotecarias hasta donde creo que les corresponde —en otras palabras, iba a valorar en poco menos que nada los activos tóxicos de Merrill. —Sé cómo piensas —replicó Kraus—. Podrías adjudicarle un número positivo —dijo, en la esperanza de que Cohn y Viniar al menos asignaran algo de valor a la cartera. Cuando Kraus empezó a escarbar más a fondo en el balance de Merrill, Kelly, el único de los presentes que no tenía conexión con Goldman, lo detuvo. Evidentemente lo inquietaba el hecho de pro porcionar a Goldman demasiada información. Tal vez Kraus con fiase en sus antiguos colegas, pero él tenía más reservas. Para él, las posibilidades de llegar a un acuerdo con Goldman eran pocas, y, según los comentarios de Cohn, si se cerraba un trato, Merrill se vendería por nada. —Mirad, chicos, no es nada personal, pero dejémoslo aquí —dijo Kelly—. Si queréis hacer las diligencias debidas, hablemos con John y aclaremos qué es lo que queremos. Cohn y Viniar aceptaron, y cuando estaba por terminar la reu nión, Kelly llamó a Fleming para informarlo de los avances. Dijo que él y Kraus habían hecho sus exposiciones, pero reconocía que una línea de crédito a cambio de un 9,9 por ciento tal vez no fuera suficiente para salvar la empresa. —Eso no va a llenar la brecha si Lehman cae —le dijo a Fle ming. —¡Da la impresión de que podríamos tener un esbozo de acuerdo para la financiación!6 Steve Shafran, un alto asesor del Tesoro, informó a Bart Mc Dade y al equipo de Lehman en el Fed. Con una ancha sonrisa, Shafran aseguró a los banqueros de Lehman que los consejeros de legados reunidos abajo estaban a punto de acordar la financiación para la segregación de sus activos inmobiliarios. Los otros sintieron como si de pronto les hubieran sacado un enorme peso de encima, y McDade, entusiasmado, escribió un 6. William D. Cohan, «Three Days», Fortune, art. cit.
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mensaje en su BlackBerry para Michael Gelband, que estaba en las oficinas de Simpson Thacher.7 Gelband, que se encontraba en una sala de juntas de la ciudad, leyó el mensaje de McDade y dio un grito. —¡Lo tenemos! —dijo con una sonrisa de oreja a oreja, mien tras soltaba un suspiro de alivio.
Héctor Sants, el segundo de la Autoridad de Servicios Finan cieros de Gran Bretaña (FSA), iba conduciendo por la A30 desde Cornualles, en el extremo sudoccidental de Inglaterra, hacia Lon dres el domingo por la tarde con el teléfono móvil precariamente sujeto entre la oreja y el hombro. Sants se había pasado la mayor parte del fin de semana ha blando por teléfono con su jefe, sir Callum McCarthy, jefe de la FSA y antiguo banquero de Barclays. A McCarthy, a sus sesenta y cuatro años, sólo le quedaban seis días en el cargo, ya que estaba previsto que lo dejara el viernes siguiente. Sants y McCarthy se habían pasado horas tratando de evaluar el estado de las negociaciones entre Barclays y Lehman. El primero había estado varias veces en contacto con Varley ese día, pero los intentos de McCarthy de contactar con Geithner, su contraparte en Estados Unidos, estaban resultando muy difíciles. Habían teni do una breve conversación el sábado, pero no había vuelto a tener noticias. —No me ha devuelto la llamada —se quejó McCarthy—. Es imposible dar con ellos. No tenían ni idea de lo que Diamond, del Barclays, había —o no— comunicado al Gobierno de Estados Unidos sobre las condi ciones que tenía que reunir la operación para recibir la aprobación en Gran Bretaña. A decir verdad, McCarthy estaba nervioso pen sando que Diamond, un americano que jamás había formado parte del club de caballeros de Gran Bretaña, hubiera sido un poco de
7. Una versión de esta anécdota la dio Steve Fishman, «Burning Down His House», New York Magazine, art. cit.
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saprensivo en las negociaciones, como cualquier ejecutivo agresivo de Wall Street.8 McCarthy y Sants también veían que se les venía encima otro problema que, aunque en otras circunstancias pudiera parecer in significante, era importante en la situación actual. La Cámara de Compensación de Londres, que liquida muchas de las transaccio nes de las contrapartes derivadas en Europa, tenía prevista una ac tualización de software ese fin de semana para trasladar todas sus transacciones a un sistema nuevo. El sábado habían dado instruc ciones a la Cámara para que dejaran en suspenso la actualización hasta que supieran más sobre el destino de Lehman y Barclays, pero les estaban metiendo prisa, ya que se había contratado a docenas de técnicos para realizar el cambio. —No deberíamos dejar que esto se prolongue —le dijo Sants a McCarthy, esperando poder transmitir una respuesta a la Cámara de Compensación de Londres—. Deberíamos tratar de contactar con Geithner y dejar clara nuestra posición. Hicieron una especie de guión de lo que diría McCarthy: —Como autoridad reguladora creemos que, en interés del sis tema financiero global, es importante que entiendan (esperamos que Barclays ya lo haya dejado claro, pero si no lo hubiera hecho, lo aclaramos nosotros) que necesitamos las debidas garantías de fi nanciación por lo que respecta tanto a la negociación como a las cuestiones de los activos para dejar que esto siga adelante. McCarthy dijo que trataría de comunicar con Geithner una última vez.
En la planta 13 del Fed de Nueva York, Hilda Williams, asis tente de Geithner, informó de que Callum McCarthy estaba al te léfono. Geithner por fin atendió la llamada y explicó, con su brus quedad habitual, que había estado de reunión en reunión tratando de concretar un acuerdo para Lehman, y pidió disculpas por no haber devuelto antes la llamada. 8. Nick Mathiason, «Three Weeks That Changed the World», The Ob server, 28 de diciembre de 2008.
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McCarthy lo interrumpió, diciendo que estaba muy preocupa do por no saber nada sobre el acuerdo que estaban contemplando. Tenía una lista de preguntas para las que necesitaba respuestas. —Las necesidades de capital y, en particular el riesgo de tran sacción entre el momento de asumir el riesgo y la concreción de la transacción deja una exposición ilimitada muy grande —dijo Mc Carthy, señalando así sus mayores dudas sobre el acuerdo. Explicó que la FSA todavía tenía que determinar si Barclays estaba debidamente capitalizado para asumir el riesgo de adquirir Lehman.9 Además, aun estándolo (lo que sugirió que era posible), Barclays todavía necesitaría encontrar una manera de garantizar las transacciones de Lehman hasta que el trato estuviera cerrado. —Dudo mucho que Barclays pueda acceder a una posición para cumplir las exigencias, y no está nada claro que sea capaz de hacerlo —dijo. Geithner no tenía ni idea de que la FSA fuera a adoptar una postura tan agresiva y preguntó directamente a McCarthy si la au toridad estaba diciendo formalmente que no aprobaría el acuerdo. —Nos resulta totalmente imposible adoptar un punto de vista sobre si estos riesgos son aceptables para nosotros —replicó Mc Carthy—, a menos que ustedes planteen una propuesta. Añadió que a pesar de todo, como ya era tan tarde, las 15.30 en Londres, eran muy remotas las posibilidades de que pudieran llegar a una conclusión en el curso de unas horas. McCarthy pasó a exponer otro problema. Barclays no podía garantizar las operaciones de Lehman sin una votación de los accio nistas, que era uno de los «requisitos para cotizar en bolsa» de todas las empresas que operaban en Gran Bretaña. No sólo no había tiempo suficiente para dicha votación, sino que además él no esta 9. Según informó Bloomberg, el portavoz de Barclays, Leigh Bruce, dijo: «La única razón por la que no se dio es porque no hay garantías del Gobierno de Estados Unidos, y una norma de técnica de la bolsa exige una aprobación previa de los accionistas para que podamos hacer nosotros una garantía similar. No te níamos esa aprobación, por eso no nos era posible hacer el trato. Ningún banco del Reino Unido podría haberlo hecho. Es una norma técnica que no se podía saltar.» John Helyar y Yalman Onaran, «Fuld Sought Buffett Offer He Refused as Lehman Sank», Bloomberg, 10 de noviembre de 2008.
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ba autorizado para liberar del cumplimiento de dicha obligación, sólo el Gobierno podía hacerlo. Geithner explicó que, sobre la base de sus conversaciones con Barclays, pensaba que el Gobierno británico ya había indicado que respaldaría la transacción. —No tengo constancia de que eso sea así en absoluto — dijo McCarthy con firmeza, y pasó a expresar su inquietud, tal como Darling se la había comunicado a Paulson el viernes, respecto a la salud del propio Barclays y del resto del mercado. —Escuche —dijo Geithner con impaciencia—, vamos a tener que decidir lo que vamos a hacer en cuestión de media hora. Se nos agota el tiempo. —Buena suerte —dijo McCarthy cortante. Geithner puso fin a la llamada y corrió a la oficina de Paulson, donde estaban hablando el secretario y Chris Cox, y reprodujo la conversación. —Le pregunté si estaba diciendo que no —dijo Geithner —, y siguió diciendo que no decía que no —aunque Geithner tenía toda la sensación de que era eso lo que estaba haciendo. Paulson estaba fuera de sí. —No puedo creer que ahora esté pasando esto. Tras una breve discusión sobre estrategia, Paulson dio instrucciones a Cox, que era el único regulador presente con autoridad legal sobre Lehman Brothers, de que llamara a McCarthy. Paulson estaba molesto porque Cox, a su entender, debía haber discutido estas cuestiones de regulación. —No quiero quedarme con el culo al aire —dijo Geithner con una mirada significativa.
Cox encontró a McCarthy en el móvil. Estaba en la sala de estar de su casa de dos plantas en Blackheath, al otro lado del Támesis. Después de que el jefe de la FSA reiterara los problemas a los que se enfrentaba el acuerdo de Barclays, Cox sugirió que tratasen de rodearlos, y añadió: —Usted no parece ver esto con buenos ojos. —No es eso —repuso McCarthy secamente—. Sólo trato de
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poner las cosas como son para que ustedes las entiendan y las abor den con algo de realismo. —Se está mostrando muy negativo —insistió Cox. —Mire, tiene que entenderlo, uno de los grandes problemas para nosotros es no saber estar a la altura de las circunstancias —se quejó McCarthy, cada vez más nervioso—. Tiene que entender que se están oyendo muchas cosas —dijo, enumerando una lista de re quisitos que Barclays tendría que cumplir—. Podríamos haberles dicho antes con cuáles tendrían problemas y con cuáles no. Cinco minutos después, Cox volvió junto a Paulson y Geith ner, libreta en mano y mortalmente pálido. —No lo van a hacer —dijo—. Esto es una vuelta atrás total. Jamás nos mencionaron esto antes! Tom Baxter, consultor general del Fed de Nueva York, que acababa de entrar, no daba crédito a lo que oía. —Hemos llegado hasta aquí, el dinero está sobre la mesa —dijo con cara de incredulidad—. ¿No sabían esto cuando cogie ron el avión para venir aquí? —Voy a llamar a Darling —dijo Paulson.
En Edimburgo, Escocia, Alistair Darling, canciller del Tesoro Público del primer ministro Gordon Brown, se estaba preparando para volver a Londres, como hacía todos los domingos. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, hora local, y Darling había estado casi todo el día pegado al teléfono hablando con John Varley de Barclays, con funcionarios de la FSA y con el propio Gor don Brown, tratando de decidir si el Gobierno del Reino Unido debía aprobar el acuerdo con Barclays. Había leído toda la cobertura del acuerdo en los periódicos de esa mañana, incluido el editorial del Telegraph:10 Lo barato puede resultar caro. Los inversores sólo deben seguir a Diamond si puede demostrar dos cosas: que está aplican 10. Mark Keinman, «Barclays Should Be Wary of the Gorilla in Its Midst», Sunday Telegraph (Londres), 14 de septiembre de 2008.
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do el tipo de disciplina que tristemente se echa en falta en los principales bancos del mundo en los últimos tiempos, y que Leh man, con toda la transparencia con que se pueda demostrar, es una auténtica ganga. Darling pensaba que era imposible que Barclays pudiera haber hecho un examen de los libros de Lehman con suficiente profundi dad como para comprobar que el banco no quedaría expuesto a depreciaciones extremas de los activos de Lehman en el futuro. Con todas estas preocupaciones en la cabeza, respondió la llamada de Hank Paulson. —Alistair —le dijo Paulson con tono grave—, acabamos de tener una conversación desmoralizadora con la FSA. Darling le explicó que sabía que habían estado en contacto y que al parecer quedaban en el aire muchas cuestiones. —Yo, en principio, no tengo objeciones al acuerdo —dijo Darling—, pero estáis pidiendo al Gobierno que asuma un riesgo enorme. Necesitamos estar seguros de qué nos estamos haciendo cargo y de lo que está dispuesto a hacer el Gobierno de Estados Unidos. Las preguntas que planteamos son bastante razonables. —Aquí estamos para responderlas —dijo Paulson, sorprendi do por la posición de Darling y volviendo a insistir para que le di jera si estaba dispuesto a levantar la exigencia de votación de los accionistas. —Si esto fuera adelante, ¿qué haría el Gobierno de Estados Unidos? ¿Qué ofrecéis? —le preguntó Darling a su vez. Paulson repitió que esperaba que se reuniera el consorcio pri vado, pero entonces Darling desvió la conversación y empezó a acribillar a Paulson con preguntas sobre los planes de contingencia para la quiebra de Lehman. —Si Lehman entrara en suspensión de pagos, necesitamos sa ber qué implicaciones puede tener aquí —dijo Darling antes de poner fin a la llamada. —No va a hacerlo —le dijo Paulson a Geithner sorprendi do—. Dijo que no quería «importar nuestro cáncer». Durante los dos minutos que siguieron, en la oficina de Geith ner media docena de voces nerviosas se lanzaron a hablar al mismo
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tiempo, hasta que él finalmente los hizo callar elevando la voz por primera vez en todo el fin de semana. —¿Por qué no lo supimos antes? Esto es una jodida locura. Paulson empezó a preguntarse en voz alto si el presidente Bush debería llamar a Gordon Brown personalmente, pero antes de ter minar, se contestó a sí mismo: —No hay caso —dijo, explicando que pensaba que Darling había dado a entender que ya había hablado con el primer ministro sobre la situación—. Estaba tan lejos de desear que Barclays hiciera nada —subrayó refiriéndose a Darling. —Bien, pasemos al plan B —dijo Geithner tras reflexionar un momento. Acordaron reunirse en la planta inferior para contar las nove dades a los banqueros, a fin de que pudieran prepararse para la quiebra de Lehman. El plan B era simple: los reguladores presiona rían a los bancos para que deshicieran sus posiciones con Lehman y los unos con los otros, de modo que se minimizara el impacto sobre los mercados. Y estaba además la siguiente cuestión crítica que había que abordar: —Tenemos que negociar con Merrill —dijo Geithner. —Para montar el caballo, a veces hay que meter el pie en la mierda —comentó Paulson, claramente desanimado cuando se pu sieron de pie para salir. Un guarda de seguridad del Fed que había estado buscando a Bart McDade y Rodgin Cohén los encontró por fin en la primera planta. —El secretario Paulson quiere verlos —les anunció, escoltán dolos hasta la sala de espera de Geithner. Se abrió la puerta de la oficina de Geithner y de ella salieron Geithner, Paulson y Cox, todos con una preocupante expresión adusta. —Tenemos el acuerdo de los bancos para la financiación, pero el Gobierno del Reino Unido ha dicho que no —anunció Paul son. —¿Por qué? ¿Quién? —preguntó Cohén, incrédulo. —Vino de Downing Street. No quieren que los problemas de Estados Unidos infecten el sistema británico —dijo Paulson.
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Mientras McDade estaba mudo y conmocionado, Cohén, que era famoso por su ecuanimidad, dijo casi gritando: —¡No me lo puedo creer! ¡Tenéis que hacer algo! —Mirad —dijo Paulson con gravedad—. No los voy a enga tusar ni pienso amenazarlos. Cohén no se dio por vencido. —Sé de una palanca que podemos usar con el Gobierno del Reino Unido —ofreció—. Tengo un amigo a quien puedo llamar. Paulson se lo quedó mirando, meneando la cabeza. —Estás perdiendo el tiempo. La decisión se tomó al máximo nivel. Cohén se retiró a una esquina y marcó directamente el núme ro de Callum McCarthy. Se conocían desde hacía años, de cuando McCarthy trabajaba en Barclays y Cohén era abogado de la firma. Pero la expresión de Cohén mientras explicaba la situación era ine quívoca: McCarthy no podía ayudar a su amigo. —Estáis muy equivocados si pensáis que esto no os va a al canzar —le dijo Cohén a McCarthy, prácticamente rogándole que reconsiderase su decisión—. Justamente por no participar en el acuerdo os llegará la infección. En la planta inferior, Paulson, Geithner y Cox entraron en la principal sala de juntas, donde los consejeros delegados seguían tra tando de coordinar la financiación de los activos inmobiliarios de Lehman. Todos estaban muy animados al ver que seguían avan zando. —Aquellos de vosotros que no queréis ayudar en el acuerdo de Barclays podéis dar un suspiro de alivio 11 —anunció Paulson con cierta torpeza, y algunos de los banqueros allí reunidos no enten dieron lo que estaba tratando de decir hasta que anunció que el acuerdo estaba muerto.
11. El autor recibió notas de esta reunión, con las observaciones dictadas por Paulson, así como con la propuesta de Geithner de crear un fondo de emer gencia de cien mil millones para los tres bancos de inversión restantes.
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—Los británicos no aceptan este tipo de garantía; no lo pue den tener listo esta noche; necesitan el voto de los accionistas. —¡Pero tenemos el dinero! —dijo Jamie Dimon. —¿Estamos hablando de nuestro mayor aliado en el mundo? —preguntó uno de los banqueros. —Chicos, podéis creerlo —dijo Paulson—. Sé comportarme como un tipo duro. Hice todo lo que podía. No hay trato. Geithner cambió el rumbo de la conversación refiriéndose a la necesidad de poner en marcha planes de contingencia. Dijo que la compañía tenedora de Lehman se declararía en quiebra ese día. También indicó que el Gobierno abriría una sesión negociadora de emergencia para que todos los grandes bancos deshicieran sus posi ciones con la empresa. Por último, Geithner expuso la idea de crear una línea de cré dito renovable que sirviera efectivamente para ayudar al próximo banco en apuros. La propuesta era de un fondo de emergencia de cien mil millones de dólares para el cual cada uno de los bancos presentes pondría hasta diez mil millones: siete mil millones garan tizados y tres mil millones sin garantía. Al final de la reunión, Paulson y Geithner se llevaron a Thain aparte y le dijeron que tenían que hablar con él. —John, ya ves en qué punto estamos con Lehman Brothers —comenzó Paulson en cuanto él y Thain se hubieron sentado en una sala de juntas—. Tienes que hacer algo. No tenemos la autori dad que se va a necesitar si esperas que te salve el Gobierno. —Estoy en ello —dijo Thain solemnemente—. Estoy tratan do de salvarme. Thain explicó que estaba llevando dos negociaciones paralelas: una para vender una pequeña participación en la empresa a Gold man Sachs, y la otra para vender la totalidad a Bank of America. Dijo que había tomado café con Ken Lewis esa mañana y que lo de Bank of America estaba mucho más adelantado, pero esperaba que Goldman también se moviera con rapidez.12
12. Informado por Craig, McCracken, Lucchetti y Kelly, «The Weekend that Wall Street Died», The Wall Street Journal, 29 de diciembre de 2008.
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A Geithner le bastó con lo que había oído; tenía que informar a Bernanke, de modo que se puso de pie y se marchó. Paulson se dio cuenta de que Thain se inclinaba más por la opción de inversión de Goldman —sabía que quería seguir siendo consejero delegado de Merrill— pero le dio instrucciones de que impulsara el acuerdo con Bank of America. —John, tienes que sacarlo adelante —lo urgió—. Si no en cuentras comprador antes de que termine el fin de semana, que el cielo nos asista y asista a nuestro país.
—Tengo entendido que no va a haber acuerdo —dijo Bart McDade a Bob Diamond cuando lo encontró en su despacho de la sede central de Barclays. —¿Qué quieres decir? —preguntó Diamond, totalmente per plejo—. Yo no he oído nada. —Está descartado. El Gobierno dice que no va a suceder —McDade le contó la discusión de Paulson con los reguladores británicos. Diamond cogió el teléfono y llamó a la oficina de Tim Geith ner. —Acabo de enterarme —dijo Diamond exasperado—. ¿Qué ha pasado? —Deberías hablar con Hank —le dijo Geithner. Cuando por fin contactó con Paulson, le dijo con tono algo cortante: —Quiero decirte que me resultó realmente difícil hablar con nadie después de que tú hicieras esto —hizo una pausa, tratando de mantener la calma—. Y lo que me han dicho que dijiste es muy diferente de cómo yo pienso que son las cosas y creo que merezco una explicación. A las 12.23, Diamond tecleó un mensaje en su BlackBerry para Bob Steel, que había estado seis meses tratando de construir el acuerdo:
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No podía haber ido peor; muy frustrante. Provincianismo inglés.13 Bart McDade, Alex Kirk y Mark Shaf ir atravesaron en silencio el parking subterráneo la sede del Fed de Nueva York y se metieron en el Audi A8 negro de McDade para volver a las oficinas centrales de Lehman. Durante cinco minutos por lo menos nadie dijo pala bra, cada uno trataba de asimilar lo que había pasado. Habían lle gado a aceptar que ya no les quedaban opciones. Mientras subían por la autopista del West Side, McDade lla mó a Fuld por el manos libres. —Dick, tienes que sentarte —empezó—. Tengo malas noti cias, en realidad, noticias espantosas —dijo—. Parece ser que la FSA rechazó el acuerdo. No va a producirse. —¿Qué quieres decir con que no va a producirse? —bramó Fuld a través del teléfono. —Paulson ha dicho que se acabó. El Gobierno del Reino Uni do no quiere autorizar a Barclays a hacer el acuerdo. Nadie nos va a salvar. Fuld también se quedó sin habla. Al otro lado de la ciudad, Greg Fleming, de Merrill Lynch, y Greg Curl, de Bank of America, se iban aproximando a la fórmula de su propio acuerdo mientras los abogados empezaban a redactar el esbozo de un documento real. La compañía conjunta tendría su base en Charlotte, pero con una presencia importante en Nueva York; el negocio de la correduría de bolsa seguiría usando el nom bre icónico de Merrill Lynch y su conocido logo del toro. Fleming estaba elaborando alguno de los detalles cuando reci bió una llamada de Peter Kraus, que se dirigía nuevamente a Gold man Sachs y que le dijo a Fleming que necesitaba que le enviara a parte del equipo de diligencias para reunirse con él allí. —No voy a mandar a nadie a ninguna parte —replicó Fle ming—. Tenemos entre manos un buen acuerdo y vamos a termi narlo.14 268. Correo de Diamond leído al autor. 269. Palabras de Greg Fleming a Peter Kraus que fueron mencionadas por
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—Necesitamos el mayor número posible de opciones —le dijo Kraus—. Tú eres el presidente de la compañía y es tu decisión, pero estás cometiendo un gran error. —Bien, es mi decisión —aceptó Fleming—, y acabo de to marla. —John, tenemos que hablar —dijo Dick Fuld, casi imploran te, cuando John Mack atendió su teléfono móvil en el Fed—. Hay una manera de hacer que un acuerdo funcione. Pensemos en algo. Mack estaba destrozado por su amigo, pero no era posible ha cer lo que le pedía. —Lo siento, Dick—dijo con tono comprensivo—. Realmente lo siento. Cuando colgó se dirigió a un grupo de banqueros entre los que estaba Jamie Dimon y les contó la conversación, lamentando el destino de Lehman. Dimon frunció el entrecejo. Acabo de mantener una conversación de lo más surrealista con un tipo de Lehman —dijo—. Parece no querer ver las cosas. —Es una locura —dijo Mack negando con la cabeza. En AIG, Chris Flowers se estaba tomando un descanso en sus conversaciones con Bank of America. Se había acomodado en uno de los escritorios de las secretarias esperando el momento de reunir se con Willumstad. Lo acompañaba el doctor Paul Achleitner, de Allianz; juntos habían preparado una oferta por la compañía.15 Cuando los invitaron a dirigirse a una sala de juntas, encontraron allí a Willumstad con Schreiber y un grupo de asesores suyos, entre
primera vez en The Wall Street Journal y difieren ligeramente de la subsiguiente inserción del autor. Según este diario, Fleming dijo: «Tenemos un gran acuerdo en la mano, y tenemos que concretarlo.» Susanne Craig, Jeffrey McCracken, Aaron Lucchetti, y Kate Kelly, «The Weekend That Wall Street Died», The Wall Street Journal, 29 de diciembre de 2008. 15. Zachary R. Mider y Erik Holm, «Allianz, Flowers Said to Have Bid for AIG Before Fed Takeover», Bloomberg, 17 de septiembre de 2008.
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ellos Doug Braunstein de JP Morgan y Michael Wiseman de Sulli van & Cromwell. —Tenemos una oferta —anunció Flowers, mostrando un pliego de condiciones de una página que alargó a Willumstad. Flowers, que no estaba enterado del agujero adicional de veinte mil millones que habían descubierto los banqueros de JP Morgan, explicó que habían preparado un acuerdo que valoraba AIG en cuarenta mil millones (el valor real de mercado de la compañía el viernes había sido de treinta y un mil millones de dólares).16 La inversión que harían estaría directamente en subsidiarias reguladas de AIG, pero obtendrían el control de la casa matriz. Esa condición era una jugada para proteger a Flowers y a Allianz: en caso de que la casa matriz se viniera abajo, todavía tendrían las sub sidiarias. Antes de poner fin a su presentación, Flowers añadió que te nía una condición más que no había quedado registrada en el me morando del acuerdo. —Bob, serías reemplazado como consejero delegado. El silencio con que fue recibida la oferta dejó claro que Wi llumstad y sus asesores pensaban que el acuerdo era una broma. El precio les parecía ridiculamente bajo. En su opinión, la empresa valía al menos el doble. —Vale —dijo Willumstad manteniendo la calma—. Tenemos una obligación, la llevaremos al consejo, pero quiero que quede cla ro que aquí hay contingencias en las que ninguno de nosotros puede estar de acuerdo —dijo, refiriéndose a la necesidad de Flowers de recibir aún financiación bancaria—. Gracias —Willumstad se puso de pie, tratando de que se marcharan lo antes posible. En cuanto Flowers salió de la sala, Achleitner cerró la puerta y volvió a sentarse. 16. «Con un valor de mercado de treinta y un mil millones el viernes, basado en una baja intradiaria de 11,49, ahora arrastra a algunas otras asegura doras, entre ellas AXA S. A. Las acciones bajaron todavía más después del cierre, siguiendo una advertencia de Standard & Poors de que posiblemente fuera a recortar la calificación de AIG.» Lilla Zuill, «AIG Could Hold Investor Cali As Soon As Mon», Reuters, 12 de septiembre de 2008.
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—No apruebo lo que acaba de hacer17 —dijo Achleitner casi en un susurro. —Bueno, ya leísteis la carta antes de venir —dijo Willumstad tratando de controlarse. —No, no, no, nosotros no hacemos así los negocios —dijo Achleitner disculpándose. —De acuerdo. Sea lo que sea —respondió Willumstad—, muchas gracias. Cuando la totalidad del grupo se hubo marchado finalmente, Willumstad se volvió hacia Schreiber y susurró: —¡No volváis a dejar entrar a esos tipos en el edificio! Dick Fuld se permitió esbozar apenas una sonrisa. Ian Lowitt, director financiero de Lehman, acababa de saber que la Reserva Federal tenía pensado abrir aún más la ventanilla de descuento, una jugada que permitiría a los corredores de valores como Lehman entregar como garantía una parte aún mayor de sus activos —in cluidos algunos de los más tóxicos— como garantías subsidiarias a cambio de efectivo. —¡Bien, allá vamos! —dijo Fuld, creyendo que podrían aguan tar un poco más mientras estudiaban sus opciones. —Es fantástico, una gran noticia —dijo Lowitt, dándole vuel tas ya en su cabeza a las decenas de millones de dólares en activos in mobiliarios que pensaba podrían entregar como garantía al Fed—. ¡Tenemos garantías subsidiarias suficientes!
—Lehman tiene que presentar quiebra ahora mismo —les dijo Paulson, recostándose en su silla, a Geithner y a Cox. Dejó claro que no quería que Lehman aumentara la incertidumbre del mercado arrastrando la situación durante más tiempo. Paulson tenía otra razón para insistir en que Lehman presen tara quiebra: si el Fed abría más su ventanilla de descuento al resto
17. El doctor Paul Achleitner, de Allianz, niega haber hecho estos co mentarios. Sin embargo, muchos testigos oculares confirmaron que éstas fueron las palabras que empleó.
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de los corredores de bolsa, no deseaba que Lehman tuviera acceso a ella; hacer eso representaría otra oportunidad de riesgo moral. Cox dijo que quería celebrar una conferencia de prensa para anunciar la bancarrota. Mandó llamar a Calvin Mitchell, jefe de comunicaciones de la Reserva, y a Jim Wilkinson, jefe de personal de Paulson, a su oficina temporal y les preguntó cuándo podría programarse una conferencia. —Bueno, ¿no podéis celebrarla en alguna oficina de la SEC? ¿No sería más adecuado? —Es más fácil organizaría aquí. Allí no hay nadie —insistió Cox—. Los periodistas están aquí —y señaló a la multitud de pe riodistas que aguardaban en la calle Liberty. —Vale, entonces podríamos hacerla en esta planta —dijo Mitchell—, o, si la hacemos en la planta principal, tenemos un podio que podemos bajar. A Cox le gustó la idea de celebrar la conferencia de prensa abajo. —Es un buen telón de fondo —dijo. Erik Sirri, jefe de mercados y transacciones de la SEC, señaló que el plan tenía un ligero problema. —No podemos anunciar esto —dijo Sirri—. No podemos de cir que una empresa ha dado quiebra hasta que ellos lo decidan. Y ésa es una decisión que tiene que tomar el consejo de administra ción de Lehman. Poco después de la una del mediodía, Stephen Berkenfeld, de Lehman, llamó a Weill Gotshal, el abogado de quiebras de la com pañía, para explicarle frenéticamente que se había ordenado a un grupo de ejecutivos de Lehman —encabezados por Bart McDa de— que se presentaran en el Fed de Nueva York. —Será mejor que vayas allí —le dijo, y no añadió nada más. Unos segundos después, Dannhauser reunió a tres socios prin cipales18 —Harvey Miller, Thomas Roberts y Lori Fife— y corrió a 18. Ben Hallman, «A Moment's Notice for Lehman», American Latvyer, 16 de diciembre de 2008.
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la calle a buscar un taxi. Mientras los cuatro sudaban en medio de un tráfico endiablado, Roberts recibió una llamada de un socio desde la oficina de Weil Gotshal, quien le dijo que Citigroup aca baba de preguntar sobre la disponibilidad de la empresa para repre sentarla como acreedora en una quiebra de Lehman.19 —Esto no tiene sentido —dijo Roberts al socio—. Estamos en plena discusión de un acuerdo con Barclays. Una hora después de salir del edificio de General Motors, el taxi llegó por fin a la Reserva Federal de Nueva York. A la puerta seguía apostada la prensa, vigilada por personal de seguridad uni formado del Fed. Cuando los abogados entraron en el edificio, se cruzaron con Vikram Pandit, de Citigroup, que salía a toda prisa, como si llegara tarde a otra cita. Bart McDade y otros representan tes de Lehman ya estaban arriba, sentados frente a varias filas de funcionarios y abogados del Gobierno. Baxter, el consultor general del Fed de Nueva York, era evidentemente quien dirigía la reunión, junto a él se encontraban los abogados de Cleary Gottlieb, en re presentación de la Comisión de Cambio y Bolsa. —No entienden las consecuencias20 —le estaba diciendo Mc Dade a Baxter en ese preciso momento—. ¡No entienden lo que va a suceder! Baxter, al reparar en la llegada del equipo de Weil Gotshal, interrumpió cortésmente la conversación para explicar lo que esta ba pasando. —Harvey, hemos tenido muchas deliberaciones y le hemos dado muchas vueltas a esto, y ahora está claro que no va a haber una transacción con Barclays. Hemos llegado a la conclusión de que Lehman debe ir a la quiebra. Incrédulo, Miller se inclinó hacia adelante hasta quedar a unos centímetros de Baxter. —¿Por qué? ¿Por qué es necesaria la quiebra? —inquirió—. ¿Me lo podéis explicar, me podéis dar más detalles? —Bueno, dadas las circunstancias, no estoy seguro de que sea necesario —respondió Baxter avergonzado—. No va a haber nin 270. Ibídem. 271. Ibídem.
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gún tipo de rescate, de modo que pensamos que es adecuado que Lehman vaya a la quiebra. Miller miró a sus colegas. —Lo siento, Tom, pero no lo entendemos. Alan Beller, un abogado de Cleary Gottlieb, intervino brusca mente. —Tenéis que hacerlo, y debe ser antes de la medianoche. Te nemos un programa para apaciguar los mercados. —Ah, con que tenéis un plan para apaciguar los mercados —Miller alzó la voz. ¿Y podríais decirme en qué consiste? —No, no es necesario para vuestra decisión —le espetó Baxter. —Tom —insistió Miller—, esto no tiene sentido. Ayer, nadie del Fed nos hablaba de una quiebra, y ahora resulta que tenemos que presentarla antes de la medianoche. ¿Qué tiene de mágico la medianoche? La única forma en que podríamos declarar quiebra, y no sería antes de medianoche, es con una apretada petición del ca pítulo 11. ¿Qué se conseguirá con eso? —Bueno, tenemos nuestro programa —repitió Baxter. Miller se puso de pie, dominando a los demás abogados con su elevada estatura. —¿Qué clase de programa es ése? —bramó, marcando bien las palabras. Baxter se lo quedó mirando incómodo, sin dar una respuesta inmediata. —Si Lehman va a la quiebra, sin preparación previa, va a de satar una catástrofe —le advirtió Miller—. He actuado como ad ministrador en pequeños casos de corredores de valores, y el efecto de sus quiebras en el mercado ha sido importante. Hoy queréis que una de las mayores empresas financieras, uno de los mayores emi sores de papel comercial, vaya a la quiebra en una situación jamás vista. Lo que vais a hacer es detraer liquidez al mercado. Los mer cados van a sufrir un colapso —Miller agitó un dedo admonitoria mente—. ¡Será una catástrofe! Baxter miró a los abogados de la SEC y, tras meditar un mo mento, dijo finalmente: —Está bien, os diré lo que vamos a hacer: vamos a deliberar.
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—Esto es descabellado —le dijo Miller a Roberts en cuanto el equipo de Lehman se quedó solo en la sala de juntas—. Nos dicen que vayamos a la quiebra, joder. El Gobierno nos ordena ir a la quiebra. —Ni siquiera sé qué decir —replicó Roberts—. Esto tiene que ser ilegal. Aproximadamente media hora después, Baxter y los demás abogados del Gobierno volvieron y se reanudó la reunión. —Bueno —anunció Baxter—. Hemos pensado en todo lo que habéis dicho, y no ha cambiado nuestra posición. Estamos convencidos de que Lehman tiene que ir a la quiebra, pero lo que estamos dispuestos a hacer es mantener la ventanilla del Fed abierta para Lehman, de modo que la correduría de valores pueda seguir con sus transacciones. —Cuánto efectivo vais a necesitar que os proporcionemos mañana para que os financiéis el lunes por la noche? —preguntó Sandra C. Krieger, vicepresidenta ejecutiva del Fed de Nueva York. —Es imposible dar una respuesta a eso —le dijo Kirk. —Vaya. ¡Eso parece sumamente irresponsable! —replicó ella airadamente. —¿De verdad? —la interrogó Kirk, que empezaba a enfadarse —. ¿Puedes decirme, de los cincuenta mil millones de transacciones que se vendan mañana, cuántas de nuestras contrapartes nos van a girar el dinero cuando presentemos quiebra? Viendo el giro que tomaba la conversación, Miller volvió a irrumpir con la pregunta de por qué era necesaria esa medida. —Hemos escuchado vuestros comentarios y hemos llegado a la conclusión de que nuestra decisión es correcta, y no tenemos por qué seguir discutiendo al respecto —sentenció Baxter. Sin embargo, Miller no cejó en su empeño. —Le estáis pidiendo a esta compañía que tome una decisión de gran trascendencia. Tiene derecho a toda la información que pueda conseguir. —No vais a tener esa información —replicó Baxter. —Mirad, mañana haremos una serie de comunicados que creemos que van a calmar el mercado —interrumpió Alan Beller.
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—Lo siento —respondió Miller con ironía—. ¿Me estáis ha blando de comunicados de prensa? Con eso se dio por terminada la reunión. Greg Fleming vio a Peter Kelly en un pasillo de Wachtell Lip ton y le dio un gran abrazo. Al hacerlo, le susurró al oído: —Ya está. Veintinueve dólares. Me debes una cerveza. Fleming acababa de hablar con Thain, que le había dado luz verde para seguir adelante con el acuerdo a veintinueve dólares la acción. Para asegurarse de que el acuerdo llegara a buen término, Fle ming había convencido a Curl de que accediera a un acuerdo MAC {material adverse change) prácticamente blindado, lo que significaba que aunque los negocios de Merrill siguieran deteriorándose, Bank of America no podría anular posteriormente el acuerdo, aduciendo que se había producido un «cambio material adverso». Bank of America programó una convocatoria del consejo para las cinco, mientras que Merrill reunió a su consejo en el hotel St. Regis a las seis para cerrar el trato. En cuestión de horas, Merrill Lynch, con una trayectoria de casi cien años como uno de los nombres más famo sos de Wall Street, sería vendida a Bank of America, una de las mayo res fusiones bancarias en la historia. Tal como expresó más tarde un periódico, era como si WalMart adquiriese Tiffany's.
En el Fed, los bancos acababan de tratar de deshacer sus posi ciones con Lehman, un intento que no había ido demasiado bien. Ya antes, la Reserva había hecho circular un memorando entre los consejeros delegados explicando el programa, que consistiría en una sesión extraordinaria de dos horas en Nueva York y Londres, durante las cuales las empresas que tuvieran transacciones contra rias respecto de Lehman tratarían de quedar a la par o por debajo de los intermediarios. Por más minuciosamente que pudiera haber sido estructurada la propuesta del Fed, los diferentes bancos se debatían tratando de encontrar negocios equiparables que pudieran eliminar a Lehman del panorama. Cuando en Nueva York los frustrados operadores abandonaron sus despachos a las cuatro de la tarde, muchos de ellos tenían con Lehman el mismo riesgo que el viernes por la tarde.
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—La sesión extraordinaria de operaciones celebrada hoy para permitir deshacer parcialmente estas posiciones tuvo muy poca ac tividad, puede que mil millones en total, pero con niveles mucho más amplios para los bonos corporativos21 —comentó esa tarde a los periodistas Bill Gross, director de Pimco—. Parece ser que Leh man presentará quiebra y el riesgo de un tsunami inmediato guarda relación con que se deshagan las posiciones derivadas y relacionadas con las permutas de los agentes de contratación, de los fondos de riesgo y del lado de los compradores. También se estaba empezando a difundir la voz de que la ven ta de Merril a Bank of America era inminente, pero a Gross le pa recía improbable. Ruth Porat, banquera de Morgan Stanley que estaba presente en el Fed, tampoco daba mucho crédito al rumor, especialmente al precio, pero Jonathan Pruzan, experto de la firma en el sector ban cario, le dijo que así era como actuaba Ken. —¿Estás escribiendo todo esto? Gary Lynch, el jefe de la sección legal de Morgan Stanley, gri taba al teléfono mientras Paul Calello, director del banco de inver sión Credit Suisse se paseaba por allí cerca. Como no tenía acceso a un ordenador en el Fed de Nueva York, Lynch trataba de dictar por teléfono el texto de un importante comunicado de prensa a Jean marie McFadden, portavoz de su empresa, que tecleaba frenética mente para seguirle el ritmo. El plan era comunicar a los mercados que aunque Lehman pudiera caer, los bancos de Wall Street estaban colaborando para evitar que todo el sistema financiero implosionara. El comunicado de prensa comenzaría: «Hoy, un grupo de ban cos mundiales, comerciales y de inversión, iniciaron una serie de actuaciones para ayudar a aumentar la liquidez y mitigar la volati
21. Jennifer Ablan, «Pimco's Gross Sees Tsunami of Risk if Lehman Fails», Reuters, 14 de septiembre de 2008.
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lidad sin precedentes así como otros retos que afectan a los merca dos globales de fondos propios y de deuda».22 Continuaría diciendo que las mayores instituciones financie ras del mundo estaban creando para sí un fondo de préstamos de cien mil millones de dólares, más de lo que la Reserva Federal ponía a disposición a través de su Fondo de Crédito de Operador Prima rio. Cualquier banco podría obtener prestados hasta treinta y cinco mil millones del fondo común. Hasta el momento, diez bancos estaban dispuestos a propor cionar siete mil millones cada uno, sumando así un total de setenta mil millones. Los bancos individuales eran entidades representati vas del palmares del sistema financiero: Goldman Sachs, Merrill Lynch, Morgan Stanley, Bank of America, Citigroup, JP Morgan, Bank of New York, UBS, Credit Suisse, Deutsche Bank y Barclays. En tiempos normales, muchos de ellos eran feroces rivales. El co municado de prensa acababa afirmando con rotundidad que «el sector está haciendo todo lo que está en sus manos para ofrecer li quidez adicional y seguridad a los mercados de capital y al sistema bancario». El pánico se estaba extendiendo en las filas de Lehman. Geor ge H. Walker IV, director de la unidad de gestión de inversiones de la firma, estaba en su oficina del 339 de Park Avenue, tratando de encontrar el modo de salvar a su división. El viernes había recibido ofertas por ella de dos firmas de capital riesgo, Bain Capital yTPG, y estaba en pleno intento de reunirías cuando recibió una llamada telefónica de Eric Felder, uno de los operadores de McDade. 23 Fel der hablaba tan rápido que parecía que estuviera hiperventilando. —Tienes que llamar a tu primo —insistía—. Si alguna vez fue el momento de llamar al presidente, es ahora. Walker, primo segundo del presidente Bush, tenía sus reparos sobre lo de usar sus conexiones familiares. —No sé. 272. Del comunicado de prensa de Morgan Stanley, difundido el 14 de septiembre de 2008. 273. Christine Williamson, «Walker Rises from Ashes of Lehman Brothers Firestorm», Pensions & Investments, 13 de octubre de 2008.
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—Tienes que hacerlo, George —le dijo Felder—. Toda la jo dida firma se está viniendo abajo. ¡Alguien tiene que parar esto! Hizo la llamada, pero acabó dejando un mensaje a los opera dores de la Casa Blanca. La llamada no tendría respuesta.
Con la quiebra a la vuelta de la esquina, Steven Berkenfeld, director gerente de Lehman, se encontró con un nuevo y repentino problema: dieciocho mil quinientos millones de facturas impaga das de Weil Gotshal, el bufete de abogados que había contratado para gestionar la declaración de quiebra. La deuda, justificada por labores legales previas, era una menudencia comparada con los mi les de millones de dólares que Lehman debía por todo Wall Street, pero impediría que Weil y Harvey Miller representaran a Lehman en el capítulo 11. Puesto que Weil era oficialmente un acreedor de Lehman, constituiría un conflicto de intereses que un juez podría usar para dejar a Weil fuera de la causa. Para Berkenfeld era crítico que Weil no participase en el caso. Después de todo, sus abogados eran los que mejor conocían la fir ma, y la declaración de quiebra de Lehman debía hacerse en un tiempo casi récord. Para Stephen Dannhauser, presidente de Weil, el encargo también era de suma importancia: a juzgar por las pro porciones y la complejidad de la quiebra de Lehman, que prometía ser incluso mayor que la de Enron, los honorarios podrían superar los cien millones de dólares. Dannhauser había dado instrucciones a Berkenfeld de pagar a Weil inmediatamente, en previsión de la quiebra, transfiriendo di nero directamente a las cuentas del bufete. Pero esto también tenía sus riesgos: el hecho de ser receptor de ese pago podría descalificar al bufete para representar a Lehman. A pesar de todo, con toda la presión que estaba soportando Lehman, Berkenfeld hizo el esfuerzo. Como era domingo, había un solo lugar donde la empresa tenía dinero disponible para transferir, JP Morgan, y por lo tanto Berkenfeld había llamado para hacer la petición. Pero ahora, Dannhauser había llamado para decir que la trans ferencia no se había realizado: JP Morgan había congelado la cuen
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ta de Lehman, una decisión que, según le habían dicho a Dannhau ser, «venía de arriba». Berkenfeld llamó inmediatamente al consultor general de JP Morgan, Stephen Cutler, para averiguar qué significaba eso de que la decisión «venía de arriba». —Mira, no sé lo que significa eso —dijo Berkenfeld alzando la voz—. No sé si es Jamie Dimon o alguien de fuera de la empresa, pero un día te tomaremos declaración y descubriremos qué fue lo que sucedió. Cutler prometió tratar de realizar el pago. Cuando Bob Diamond volvió a su habitación en el hotel Carlyle, cansado y desanimado, le estaba aguardando una sorpresa. Allí estaban su esposa, Jennifer, y su hija Nellie, estudiante de se gundo año en Princeton. Nellie, que había estado leyendo las noti cias en su portátil, dio un respingo cuando leyó que el acuerdo que su padre había tratado de conseguir se había venido abajo y resolvió viajar a Nueva York. Decidieron ir a cenar al steak house Smith & Wollensky. Cerca ya del restaurante, sonó el teléfono móvil de Diamond y vio que era McDade.24 —No puedo contestarle —le dijo a su hija, a quien sorprendió esa cortedad tan impropia de él—. No puedo volver a hacerlo. —¡Papá, contesta el teléfono! —le insistió. Aunque reacio, atendió la llamada. —Tengo una pregunta —le dijo McDade—. Si vamos a la quiebra, contemplarías la posibilidad de sacar de ella a la correduría de valores de Estados Unidos? —Tengo que ocuparme de esto un segundo —susurró Dia mond a Jennifer y a Nellie. —¿Es eso lo que va a pasar? —preguntó cuando las mujeres entraron en el restaurante—. ¿Va a ser un capítulo 11 ? 24. Informado por primera vez por Aleksandrs Rozens, «Who Dares Wins; Barclays' Diamond Leads Team to Snare One of Wall Streets Most Storied Investment Banks», Investment Dealers Digest, 19 de enero de 2009.
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—No lo sabemos con seguridad —respondió McDade—, pero si entra en capítulo 11, ¿te podría interesar hacerte cargo de la correduría de valores de Estados Unidos? —Bart —le dijo Diamond—, ésa es exactamente la parte que queremos. De modo que la respuesta es sí, lo pensaríamos, pero tengo que decirte que no sé nada de la ley de quiebra y no sé por dónde empezar. Tengo que hablar con mi consejo de administra ción, y con John, pero estoy casi seguro de que la respuesta sería afirmativa. ¿Qué te parece si hacemos lo siguiente —continuó Dia mond—. Yo me levanto temprano y reúno a mi equipo, y nos en contramos con vosotros a las cinco. Pero envíame un correo si no habéis declarado quiebra. Tú formas tu equipo y nosotros llevamos el nuestro. Bob Willumstad, con sus asesores de JP Morgan, volvió al Fed el domingo por la noche para comunicar las últimas noticias. Una vez que Paulson, Geithner y Jester se sentaron en torno a una mesa de juntas, Willumstad les dijo con aire sombrío: —Estamos en el mismo lugar, en realidad, puede que peor que antes —explicó que el agujero se había hecho más grande, llegando a sesenta mil millones, y contó la que ellos consideraban la oferta de los shenaniganos de Chris Flowers, para jolgorio de todos. Cuando les pidieron cifras, Braunstein suspiró y dijo que los anticuados sistemas de AIG hacían imposible dar cifras exactas. Geithner volvió a decir que era impensable que el Fed prestara a AIG lo que necesitaba para que las agencias de calificación no le bajaran la nota. Willumstad, de todos modos, siguió insistiendo: —Lo que propongo es una transacción, no un rescate. Doy mi palabra de que venderemos todos los activos necesarios para devol ver el dinero. Paulson, exasperado, volvió a decir que eso no iba a pasar. En cuando el equipo de AIG se hubo retirado, Geithner le dijo a Paulson que había que empezar a pensar en lo que podrían hacer para rescatar a la compañía. Tal vez arbitrando otro consorcio privado. —No lo sé, no lo sé —el tono de Paulson era fatigado. Todavía estaba preocupado por el destino de Lehman Brothers y de Merrill Lynch, y ahora había que buscar una solución para AIG.
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—Esto sería sumamente interesante desde una perspectiva analítica si no nos estuviera pasando a nosotros —dijo Jim Wilkinson, jefe de personal de Paulson, para levantar un poco el ánimo a su jefe. Dejaron la cuestión en manos de Geithner, quien para ello pidió «prestados» los servicios de Dan Jester que, como antiguo director financiero adjunto de Goldman conocía mejor que nadie las empresas de servicios financieros.
Paulson vio que ya eran más de las siete, lo que significaba que estaban abriendo los mercados asiáticos, y Lehman todavía no había presentado una declaración de quiebra. —¿Es que Cox todavía no ha hablado con ellos? — preguntó a Jim Wilkinson con impaciencia. Wilkinson respondió que había intentado convencer a Cox de que lo hiciera, pero se había mostrado reacio. —No ha hecho una mierda —dijo Wilkinson despectivo—. Le repetí lo que habías dicho, pero parece estar paralizado. Como un maldito ciervo ante los faros. —Este tío es un inútil —dijo Paulson, alzando los brazos y yendo en persona a la oficina temporal de Cox. —¿Qué diablos estás haciendo? —gritó Paulson tras entrar y dar un portazo—. ¿Por qué no los has llamado? Cox, que evidentemente era reacio a valerse de su posición en el Gobierno para dar a una empresa instrucciones de declararse en quiebra, dijo que no le parecía apropiado que fuera él quien hiciera la llamada. —Ése es tu jodido trabajo —dijo Paulson—. Tienes que hacerlo.
La junta de dirección de Lehman ya había empezado su reunión cuando los abogados de quiebras de Weil Gotshal hicieron su entrada cargados de documentos. En tono contenido, McDade puso a los directores al tanto de lo que había pasado en el Fed de Nueva York. Estaba respondiendo a sus preguntas cuando entró la
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asistente de Fuld y le entregó una hoja de papel a su jefe, que em pezó a hundirse en su asiento mientras lo leía. —Un minuto... lo siento, Bart —dijo—. Chris Cox está al teléfono y quiere hablar con nosotros. Fuld se inclinó hacia el altavoz y dijo con voz fatigada: —Hola, Chris, soy Dick Fuld. Hemos recibido tu mensaje y, bueno, el consejo está reunido, todos están aquí, todos los directo res y el consultor de la empresa. Con tono deliberadamente inexpresivo, como si estuviera le yendo un guión, Cox dijo que una quiebra de Lehman contribuiría a calmar el mercado, que era por el bien de la nación, y a continua ción mencionó que Tom Baxter, consultor general del Fed, y la SEC estaban de acuerdo en que Lehman debía presentar declara ción de quiebra. El primero que habló fue uno de los directores externos de Lehman, Thomas Cruikshank.25 —¿Por qué es tan importante que Lehman se declare en quie bra? —preguntó con tono algo resentido. Cox repitió que los mercados estaban revueltos y que el Go bierno había considerado todas las posibilidades. Otros directores formularon preguntas del mismo tipo, pero Cox y Baxter se man tuvieron inflexibles en su mensaje. La frustración de los consejeros crecía visiblemente ante la vaguedad de las respuestas. Por fin, Cruikshank fue directo al grano: —Veamos si consigo entenderlo. ¿Nos estáis dando instruc ciones para que Lehman presente una declaración de quiebra? Se produjo un largo silencio al otro lado, hasta que Cox con tinuó: —Bueno, dadnos un momento y os daremos una respuesta. Hasta donde sabían los presentes, el Gobierno jamás había or
25. Cruikshank ejerció como presidente y consejero delegado de Halli burton, con base en Houston, desde 1989 a 1995, después de lo cual Dick Che ney ocupó su puesto. Había estado en el consejo de administración de Lehman durante doce años cuando la compañía se fue a la quiebra. Hillary Durgin, «Hal liburton On the Offensive», Houston Chronide, 5 de octubre de 1997.
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denado a una empresa privada que se declarara en quiebra, es decir, que colgara en la puerta el cartel de «liquidación por cierre». Diez minutos después, Cox volvió a la línea. —La decisión sobre si solicitar protección por quiebra tiene que tomarla el consejo de dirección, no le corresponde al Gobierno —dijo Cox en el mismo tono inexpresivo que antes —, pero nosotros creemos que en vuestras anteriores reuniones con el Fed quedó bien claro que lo que el Gobierno prefiere es... —O sea, que realmente no nos estáis ordenando nada — interrumpió John Akers, anterior consejero delegado de IBM. —No añadiré nada a lo ya dicho —replicó Cox antes de poner fin a la conversación. Los directores se miraron unos a otros, mudos, mientras Fuld permanecía impasible, con la cabeza entre las manos. Todos sabían que el Gobierno tenía muchos recursos para influir. Quién sabe qué consecuencias podría tener no hacer lo que Cox quería. El Fed, que había accedido a prestar dinero a la unidad de correduría de valores de Lehman para permitirle financiar transacciones, podría cerrar el crédito y obligar a Lehman a liquidar. Hubo una moción para votar sobre la presentación de solicitud de quiebra. Henry Kaufman, de ochenta y un años y antiguo economista de Salomón Brothers que ahora estaba al frente del comité de gestión de riesgos de Lehman, se puso de pie para hablar.26 —¡Éste es un día aciago! ¿Cómo pudo permitir el Gobierno que sucediera esto? —dijo con voz tonante—. ¿Dónde estaban los reguladores? Cerca ya de la medianoche, se sometió a votación y se aprobó la resolución de solicitud de declaración de quiebra. Algunos de los directores tenían lágrimas en los ojos. —Bueno, supongo que esto es un adiós —dijo Fuld alzando la vista. —Oh, no —dijo riendo una de las abogadas de la quiebra, Lori Fife—. Tú no vas a ninguna parte. El consejo desempeñará un papel clave en adelante. 26. Karen Pennar, «Dr. Doom and Dr. Gloom Are Still Prescribing Caution», BusinessWeek, 17 de octubre de 1988.
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Miller aclaró lo dicho por ella. —Tendréis que decidir qué hacer con estos activos, de modo que no es un adiós. Todavía seguiremos viéndonos durante algún tiempo. Fuld, aturdido, miró a los abogados. —¿Ah, sí? —dijo en voz baja y lentamente abandonó la sala, solo. Warren Buffett, que acababa de volver de Edmonton a Omaha, ya había tenido noticias de la inminente quiebra de Lehman antes de llegar al club de campo Happy Hollow para una cena tardía con Sergey Brin, cofundador de Google, y su esposa, Ann. —Puede que me hayáis ahorrado mucho dinero — bromeó con los Brin en el gran comedor—. De no haber sido porque tenía que llegar aquí a tiempo, podría haber comprado algo. El alcalde Michael Bloomberg, que había estado hablando con Paulson, llamó a Kevin Sheekey, su vicealcalde para Asuntos de Gobierno, desde su despacho.27 —Creo que tenemos que cancelar nuestro viaje a California —le dijo a Sheekey, que ya estaba haciendo las maletas para un importante acto con el gobernador Schwarzenegger que habían estado planeando durante meses. —Mañana será el fin del mundo —explicó Bloomberg sin atisbo de sarcasmo. —¿Y estás seguro de que quieres estar en Nueva York para verlo? —replicó Sheekey impasible. Peter G. Peterson, cofundador de Blackstone Grup, firma de capital de riesgo, y antiguo consejero delegado de Lehman en la década de 1970, antes de ser desplazado por Glucksman, estaba viendo la televisión con su esposa, Joan Ganz Cooney, cuando ella le pasó el teléfono. Era un reportero de The New York Times que le pedía que comentara los acontecimientos del día. —Por Dios —dijo después de tomarse un momento para re
27. Azi Paybarah, «Bloomberg and Schwarzenegger (and Sheekey?) Together Again», New York Observer, 16 de enero de 2008.
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capitular—. Llevo treinta y cinco años en los negocios y jamás ha bía visto nada como esto.28 Christian Lawless, un alto vicepresidente de la sección hipote caria europea de Lehman en Londres, todavía en su oficina, envió correos a sus clientes el domingo por la noche que acababan del siguiente modo: Las palabras no pueden expresar la tristeza que se ha apode rado de la franquicia destruida a lo largo de las últimas semanas, pero quiero asegurarles que reapareceremos de una forma u otra, más fuertes que nunca.29 —¡Vaya! —exclamó con una sonrisa irónica Ken Lewis, de Bank of America, en Wachtell Lipton. El acuerdo con Merrill se había cerrado, con la aprobación de ambos consejos, y estaba esperando para brindar con champán. Pero lo que ahora le resultaba tan divertido no era eso, sino un mensaje por correo electrónico de Stan O'Neal, antiguo consejero delegado de Merrill, a Herlihy, que éste leyó en voz alta: «Lamento profundamente mi incapacidad para convencer al consejo de Me rrill hace un año —era evidente que O'Neal se refería a las conver saciones secretas del pasado mes de septiembre—. Aunque supongo que la respuesta será un no, ofrezco mi consejo y asesoramiento a Ken Lewis en lo que respecta a Merrill.» Lewis no había intervenido personalmente en los detalles del acuerdo, pero el acuerdo de fusión contenía un puñado de «notas adicionales» y acuerdos independientes que cubrían la compensa ción y que al parecer a los abogados les estaba llevando algo más de tiempo. Fleming había convencido a Curl para que pagase hasta cinco mil ochocientos millones en «compensación de incentivo»,30 274. Andrew Ross Sorkin, Jenny Anderson y Eric Dash, «A Buyer for Merrill», The New York Times, 16 de septiembre de 2008. 275. Carrick Mollenkamp, Susanne Craig, Jeffrey McCracken y Jon Hilsenrath, «TheTwo Faces of Lehman's Fall», The Wall Street Journal, 6 de oc tubre de 2008. 276. La reclamación planteada por la SEC contra Bank of America reveló
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lo que se consideraba un acuerdo inusual, ya que ésa era la cantidad que Merrill había amortizado un año antes, antes del desplome del mercado. Sin embargo, Curl y Fleming pensaban que la suma era necesaria para asegurar que los empleados se mantendrían en la empresa. Se estaba haciendo tarde y la Reserva Federal seguía tratando de averiguar en qué punto estaba el acuerdo entre Bank of America y Merrill. El Banco de la Reserva Federal de Richmond, al que Ber nanke y Geithner habían denegado esa misma semana las ratios de capital de Bank of America, estaba especialmente preocupado. A las 21.49, Lisa A. White, vicepresidenta adjunta del Banco de la Reserva Federal en Richmond, terminó una conversación con Amy Brinkley, jefa de riesgos de Bank of America. White envió inmediatamente un correo a sus colegas titulado Actualización sobre BAC3i (Bank of America Corporation): Acabo de hablar por teléfono con Amy Brinkley. Dice que hay un acuerdo cerrado con Merrill al que sólo faltan algunos detalles legales. Ambos consejos han aprobado el acuerdo y lo anunciarán en cuanto finalicen dichos detalles [...]. Amy señaló que la dirección de BAC está mucho más satisfecha con Merrill de lo que estaba con Lehman, especialmente por el valor de la franquicia y las marcas sobre los activos. Si bien Amy reconoció que desde fuera puede parecer que BAC está pagando un poco por encima del valor de Merrill, sus estimaciones de los valores del activo de Merrill indican que están adquiriendo la firma por un 3050 por ciento menos de lo que vale. Chris Flowers, el des tacado gurú del capital de riesgo, ha realizado las extensas dili gencias debidas sobre Merrill en los últimos meses para posibles que el banco había «autorizado contractualmente» a Merrill para pagar miles de millones en bonos discrecionales —sin que excedieran los cinco mil ochocien tos millones de dólares— a sus empleados. Comunicado de prensa de la SEC, «SEC Charges Bank of America for Failing to Disclose Merrill Lynch Bonus Payments», Washington D. C, 3 de agosto de 2009. Véase http.//www.sec.gov/ news/press/2009/2009177.htm 31. http://online.wsj.com/public/resources/documents/FedbofaDocs.pdf
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inversores, y tengo la impresión de que BAC, al menos parcial mente, se basa en su trabajo. Pasaré más detalles en cuanto los consiga. En cuanto salió de AIG, dispuesto a dar un paseo alrededor de Trinity Church, en la intersección de Broadway con Wall Street, Chris Flowers decidió darle un toque a Jamie Dimon para averi guar algo sobre el estado de su oferta por AIG, que había dejado en manos de Willumstad por la tarde. —¿Qué has oído? —preguntó Flowers—. Willumstad no nos ha dicho una mierda. —Ya sabes, creo que los habéis irritado —le dijo Dimon. —Ya. No sé por qué, pero creo que así fue —y colgó. Durante aquella semana de locos, a su firma y a FoxPitt Kel ton, un selecto banco de inversión, les habían pagado por escribir para Bank of America su «opinión imparcial». Se suele considerar que una opinión imparcial es un sello in dependiente para un acuerdo, pero en Wall Street a menudo se mira como poco más que una rúbrica pagada.32 Por sus molestias, Flowers y FoxPitt ganarían entre los dos unos honorarios de veinte millones de dólares, quince de los cuales dependían del cierre del trato. No estaba nada mal por menos de una semana de trabajo.33 Ruth Porat, de Morgan Stanley, había ido al apartamento de una amiga, una ejecutiva de Lehman, para consolarla. Cuando se estaban sirviendo una copa de vino para pasar el mal trago, atendió una llamada de Dan Jester, su compañero del Tesoro, con quien había trabajado durante más de un mes en lo de Fannie y Freddie. —Necesito tu ayuda —le dijo—. No te lo vas a creer, pero pensamos que AIG puede declararse en quiebra esta semana. Me preguntaba si podríamos volver a reunir el equipo para estudiarlo —en este caso, trabajarían para la Reserva Federal. Le dijo que le
277. Zachary R. Mider, «Lewis Turns to TomatoGrowing "Unknown Genius" on Merrill Deal», Bloomberg, 24 de septiembre de 2008. 278. Del archivo de la SEC sobre Bank of America.
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gustaría que Morgan Stanley reuniera un equipo y se presentara en el Fed por la mañana. —Espera, espera un momento —le instó Porat, incrédula—. ¿Me llamas un domingo por la noche para decirme que hemos pa sado todo el fin de semana con lo de Lehman y ahora tenemos esto? ¿Cómo diablos es que hemos pasado las últimas cuarenta y ocho horas trabajando en la cuestión equivocada? El trayecto en coche hasta su casa fue un suplicio. Fuld iba en el asiento trasero y se sentía paralizado. Adiós al ajetreo, a la emo ción, a la lucha. Todavía estaba furioso, pero, sobre todo, estaba triste. Extrañamente, había un silencio absoluto. Lo único que se oía era el ruido del motor y de los neumáticos deslizándose por la calzada. Había dejado de mirar su BlackBerry. Cuando su Mercedes entró en el paseo de su casa, eran las dos de la madrugada. Kathy lo estaba esperando en la cama, despierta. —Se acabó —dijo Fuld con tono fúnebre—. Realmente se acabó. Ella lo miró con aire solemne y se mantuvo callada, viendo cómo a él se le llenaban los ojos de lágrimas. —El Fed se puso en nuestra contra. —Hiciste todo lo que pudiste —le aseguró su mujer, acari ciándole la mano. —Se acabó —repitió él—. Realmente se acabó.
Capítulo 16
A las 7.10 del lunes 15 de septiembre, Hank Paulson estaba senta do al borde de la cama en una suite del Waldorf Astoria con los periódicos del día extendidos ante él. Casi no había dormido, pre ocupado como estaba por la reacción de los mercados a la noticia del día anterior y por la perspectiva de que AIG fuera la siguiente en caer. El titular de primera página de The Wall Street Journal—a seis columnas y ocupando dos líneas— era muy elocuente: «Crisis en Wall Street al tambalearse Lehman, Merrill se vende y AIG trata de captar dinero.»1 El Journal ya había entrado en prensa antes de que Lehman hubiera presentado declaración de quiebra, exactamente a la 1.45 de esa misma madrugada en el Distrito Sur de Nueva York.2 Paulson estaba acabando de vestirse cuando recibió una llama da del presidente Bush. Con voz más ronca que de costumbre, Paulson empezó diciéndole que la quiebra de Lehman ya era ofi cial.3 279. Carrick Mollenkamp, Susanne Craig, Serena Ng y Aaron Lucchetti, «Crisis on Wall Street as Lehman Totters, Merrill Is Sold, AIG Seeks to Raise Cash», The Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2008. 280. Los documentos legales muestran que Lehman presentó una petición voluntaria de acuerdo con el capítulo 11 en el Tribunal de Quiebras de Estados Unidos para el Distrito Sur de Nueva York, el lunes a las 13.45 horas. Véanse www. lehmandocket.com; Peg Brickley, «Lehman Makes It Official in Over night Chapter 11 Filing», The Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2008. 281. «Analysts' View 3: Lehman Files for Bankruptcy, Merrill to be Sold», Reuters, 15 de septiembre de 2008.
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—Estoy seguro de que en el Congreso algunos lo van a cele brar, pero no creo que debieran —añadió, reconociendo la presión política contra la posibilidad de otro rescate. Paulson se mostró cautelosamente optimista sobre la acepta ción de la noticia entre los inversores, pero advirtió al presidente de que habría más presiones sobre el sistema financiero. Le contó a continuación los detalles del fin de semana y culpó al Gobierno británico por no haberlos informado debidamente. —Nos quedamos sin opciones —Paulson se justificó ante Bush, que se mostró comprensivo. Sin embargo, al presidente no le interesaba lo que podría ha ber sido. Le dijo a Paulson que no le hacía feliz la quiebra, pero que haber dejado caer a Lehman haría llegar una señal inequívoca a los mercados de que su Administración no estaba ya por rescatar a más empresas de Wall Street. Mientras hablaban empezaron a aparecer las primeras claves de que el mercado no iba a tomarse muy bien la noticia. Alan Rus kin, analista de banca en RBS Greenwich Capital, había enviado a sus clientes una nota a primera hora de la mañana haciendo conje turas sobre el significado de la quiebra de Lehman:4 En el momento en que escribo parece ser que el Tesoro de Estados Unidos ha decidido darnos a TODOS una lección, que no van a respaldar todos los acuerdos desencadenados por la conso lidación del sector financiero que se avecina —escribió—. Su motivación es en parte fiscal y en parte un riesgo moral. Sospe cho que tiene más de lo segundo. Supuestamente, la razón más importante para dar a Wall Street esta lección es que van a cam biar su forma de actuar y no tomarán las decisiones que descan sen en un rescate público. Para muchos, aunque no para todos, es una lección imposible de asimilar en medio de la peor tormen ta financiera desde la Gran Depresión.
4. Aleksandrs Rozens, «Death of an Era. Within the Span of Several Days, Wall Street Loses Two Titans», Investment Dealers Digest, 22 de septiembre de 2008.
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Paulson habló a Bush sobre el plan del Fed para mantener operativa la correduría de valores de Lehman de manera que pudie ra completar sus transacciones con otros bancos. —Esperamos que en un par de días puedan deshacer esto de una manera organizada —dijo. También le contó lo de la compra de Merrill por Bank of America y le advirtió de que «AIG podría ser un problema», aun que el Fed ya se estaba ocupando. —Gracias por el duro trabajo —le dijo el presidente—. Espe remos que las cosas se estabilicen.
Doug Braunstein, de JP Morgan, salía de su apartamento en el Upper East Side a eso de las siete para dirigirse a AIG, cuando recibió una llamada de Jamie Dimon. —Cambio de planes —le dijo Dimon—. Geithner quiere que trabajemos con ellos para hacer una enorme captación de capital para AIG. Habrá una reunión en el Fed a las once de la mañana. —No podemos reunir tanto dinero —protestó Braunstein protegiéndose del ruido del tráfico de Manhattan. Dimon prometió que tendrían ayuda. —El Gobierno nos ha invitado a nosotros y a Goldman para conseguirlo. La expresión de Braunstein fue de horror. —¿De dónde diablos salió Goldman? —preguntó—. ¿No tie nen un conflicto? Me refiero a su riesgo con AIG. Son una enorme contraparte. —Nos lo pide el Gobierno de Estados Unidos —repitió Di mon, desechando sus dudas. —Pero... —insistió Braunstein. —Basta de peros —dijo Dimon, molesto al ver que su princi pal banquero le ponía obstáculos—. No es una cuestión de unos contra otros. Nos han pedido que ayudemos a encontrar una solu ción. En cuanto Braunstein llegó a la oficina, se puso a trabajar con Dimon y Black en un plan para abordar la insólita petición del Fed. Decidieron solicitar ayuda a B. Lee Jr., vicepresidente de la empresa.
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Lee estaba sentado en su escritorio, flanqueado por cuatro pantallas de ordenador, y tenía una televisión plana gigante sinto nizada en el Squawk Box de la CNBC, además de una barra de noticias propia en la pared similar a la Times Square. Giró su sillón al oír la voz de Dimon, que le gritaba desde la puerta: —Tengo trabajo para ti. Quiero que vayas al Fed. —¿Para hacer qué? —preguntó Lee con incredulidad. Al fin y al cabo, tenía por delante un día muy ocupado y era de esperar que el mercado fuera un desastre. —Quiero que te ocupes del acuerdo de AIG —le dijo Di mon—. Ha llamado Geithner. Quiere que encontremos una solu ción privada del mercado para AIG. Es un enorme agujero. Éste podría ser la madre de todos los préstamos. Dada la orden inapelable, Dimon desapareció y Steven Black entró en el despacho de Lee para ponerlo al día y entregarle un dosier de material de AIG más pesado que la guía telefónica. Le dijo que lo esperaban allí para una reunión inmediata y que a las once tenía que estar en el edificio de la Reserva Federal. Lee se reunió con Braunstein y con Mark Feldman a la entrada de la central de JP Morgan, en Park Avenue, donde los esperaba su chófer, Dennis Sullivan, con su Range Rover negro. Lee se metió con Braunstein en la parte trasera para que éste pudiera seguir in formándolo. —Vamos, tenemos que ir al centro —le dijo Lee a Sullivan—. Nada de tonterías. Tendríamos que haber llegado ayer. John Mack parecía cansado cuando subió al podio y empezó a hablar a sus lugartenientes. —Estoy cargado de energía y vosotros también tenéis que es tarlo —Mack los alentó. Reconocía que el mercado estaba bajo presiones tremendas después del «fin de semana perdido» de Leh man. La bolsa ya se estaba desplomando en Estados Unidos y las acciones de los bancos europeos estaban tambaleándose, pero la buena noticia para ellos era que Morgan Stanley había sobrevivido. Me gustaría venir y deciros que ésta es una gran oportunidad, que lo vamos a hacer genial, que prácticamente han quedado elimina
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dos todos nuestros competidores, pero no lo voy a hacer. Lo que sí voy a deciros es que trabajéis duro, que penséis en lo que ha pasado este año. Y lo que ha pasado es que de un plumazo tres de nuestros competidores han quedado fuera del negocio. Estamos aquí para hacer transacciones, para servir a nuestros clientes, para ganar cuota de mercado. Pensad en esto: cada uno por ciento de cuota de mercado que ganamos representa unos ingresos de mil millones de dólares... Y prosiguió: —Creo que en cuanto haya pasado este torbellino y las aguas vuelvan a su cauce, surgirán oportunidades increíbles. Soy un tipo positivo, pero no soy un necio, y creo de corazón que esta firma y nuestro competidor, Goldman, tendrán ahora oportunidades úni cas, y me entristece que tengamos que acceder a esas oportunidades tal como lo hicimos. No quiero eliminar a nadie del mercado, quie ro superar a mis competidores.
En el centro de conferencias de la planta 32 de Lehman había una actividad frenética. No dejaban de salir abogados de quiebra, expertos en reestructuración, consultores externos, todos con ex presión aturdida. Abajo, en la planta de operaciones, los ánimos eran sombríos. En el lado sur del edificio se había levantado un «muro de la vergüenza»5 en el cual, entre otras cosas, había fotos de Fuld y Gre gory con la leyenda: «Mudo y más mudo.»6 Ahora que la compañía tenedora de Lehman había declarado oficialmente la quiebra, Bob Diamond, de Barclays, había llegado con un equipo para escoger los activos que le interesaban y desechar los peores. Para esto tenía el apoyo del Gobierno británico y no necesitaba el voto de los accionistas. Bart McDade había formado un equipo para las negociaciones con Barclays, pero antes de que empezara la reunión, Alex Kirk lo 282. Ibídem. Véase además McDonald and Robinson, A Colossal Failure of Common Sense, ob. cit., p. 317. 283. «Voting in Braille Only.» Ibídem.
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llevó a un rincón para hacerlo partícipe de sus sospechas. Él creía que Barclays había dejado caer la negociación para aprovecharse ahora de un precio incluso más bajo. Estaba furioso, como muchos de los de la tercera planta. —Una de dos: o bien Barclays fue engañado o formaron parte de la charada —le dijo a McDade—. No tengo el menor interés en trabajar para una empresa así. McDade quedó decepcionado, pero lo entendía.7 —Lo entiendo, haz lo que quieras —le dijo a Kirk, pero le pidió que se quedara por lo menos esa semana para ayudar en las transacciones mientras trataban de llegar a un acuerdo. Kirk aceptó a regañadientes. McDade asignó a Skip McGee y Mark Shafir que buscaran la forma de llegar a un acuerdo con Barclays. Mientras tanto, en la sala de juntas de la esquina, Harvey Mi11er recibía a los representantes de Barclays. Miller trataba de ver con qué rapidez podrían vender la com pañía, consciente de que en un negocio basado en la confianza de las partes negociadoras, cuanto más tiempo estuviera la empresa librada a su suerte, más valor perdía. —Sólo vamos a cerrar el trato si no nos llevamos ningún pasi vo —dijo Michael Klein, asesor de Barclays. —¿Qué significa eso? —preguntó Miller. —Bueno, no vamos a comprar ninguno de estos activos a me nos que sea una «negociación limpia» —explicó. —Y tenemos que cerrar de aquí a mañana —añadió Archie Cox, de Barclays. Miller le echó una mirada asesina. —Bueno, si es así, deberíamos dejarlo ahora mismo. Por lo general, una venta, aunque sea de bienes perecederos, lleva de vein tiuno a treinta días. —No podemos esperar tanto tiempo —insistió Cox—, para entonces ya no habrá negocio. —Lo único que se me ocurre es que consigáis que el juez ace 7. Según la agenda de Geithner la llamada estaba prevista para las diez o diez y cuarto de ese lunes.
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lere los plazos —ofreció Miller—. Llegamos a un principio de acuerdo con la Corporación de Protección del Inversor, y que comience un proceso aparte para hacerlo coincidir con esta venta. Pero no se ha hecho nunca. —¿Se puede hacer? —preguntó Cox. —Hasta que no lo intentemos, no lo sabremos — respondió Miller. Timothy Geithner estaba en su despacho del Fed de Nueva York con Jamie Dimon en el manos libres, esperando una conexión con Lloyd Blankfein, que acababa de volver de la reunión interna que celebraba la empresa el lunes por la mañana.8 Había sido Geithner quien había decidido la noche anterior, tras una breve consulta con Paulson, comprometer a JP Morgan y Goldman para ayudar a AIG. —Lloyd, estoy aquí con Jamie —dijo Geithner cuando Blankfein por fin se incorporó a la línea. Explicó que confiaba en encontrar una solución por parte del mercado para AIG y quería que Goldman los ayudara. —JP Morgan está de camino —le dijo Geithner—. ¿Podéis formar un equipo y venir por aquí? —De acuerdo —dijo Blankfein—. ¿A qué hora? —¿Podéis venir a las once? —Allí estaremos —respondió Blankfein, aunque ya eran las 10.15 pasadas, y se puso inmediatamente a organizar un pequeño ejército con los principales banqueros de la empresa. Después de la aburrida conferencia de prensa de Bank of America y Merrill Lynch de esa mañana, Chris Flowers se dirigió a Goldman Sachs con Paul Achleitner, de Allianz.9 284. Un comunicado de prensa del sitio web de Bank of America del lunes por la mañana anunció la fusión con Merrill Lynch, y también que Lewis y Thain darían una conferencia de prensa a las diez de la mañana en el audito rio de la sede del banco en Nueva York. Véase http.//www.bankofamerica.com/ merrill 285. Los comentarios de Paulson a la prensa y las preguntas de los periodis
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Tras esperar a Colé durante casi media hora, Flowers y Achleit ner, ambos frustrados, bajaron a comer algo. Cuando estaban en el 85 de Broad Street, vieron a Blankfein y Colé unos treinta metros por delante de ellos, caminando a buen paso por la calle William hacia el Fed con la plana mayor de Gold man. —¡Nos han dado plantón! —dijo Flowers. Cuando los banqueros de JP Morgan, Lee, Braunstein y Feld man, llegaron a AIG, encontraron el edificio prácticamente vacío, lo cual les pareció extraño, teniendo en cuenta que la firma estaba en medio de una crisis a vida o muerte. Antes de empezar la reunión, Braunstein tuvo una conversa ción privada con Willumstad. —El Gobierno nos ha pedido que hiciéramos esto. ¿Os parece bien? —Por supuesto —respondió Willumstad. Cuando volvieron a la sala de juntas, Lee, con prisa por llegar al Fed, les disparó una ráfaga de media docena de preguntas. Willumstad respondió a todo con reparos. Dijo que las cifras estaban empeorando. A Lee le quedó meridianamente claro que la empresa —y Wi llumstad— no tenían un buen control de sus finanzas, tal como le había dicho Black. Justo antes de que los banqueros salieran para el Fed, Willumstad, tratando de mantener un aire de tranquilidad, dijo animoso: —Creo que todavía tenemos algo de tiempo. Una vez fuera, Lee hizo una pausa y dijo: —No van a durar ni una semana.
Después de un duro fin de semana en el Fed de Nueva York, muchos de los miembros de la banda de banqueros y abogados se volvieron a encontrar allí muy desconcertados. tas fueron tomados de las transcripciones difundidas por la Casa Blanca. Véase «White House Conducís Press Briefing Sept. 15», 1.42 p. m. EDX, US Fed News, 15 de septiembre de 2008.
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Mientras hacían tiempo hasta que empezara la reunión, Blankfein sirvió una taza de café para Eric R. Dinallo, el superintendente del Departamento de Seguros del estado de Nueva York. —Espero que representéis el final de esta crisis financiera —dijo—, porque la última vez que os vi fue cuando lo de las raonolíneas, y me gustaría que con AIG se acabara esto. Cuando por fin llegaron Lee, Braunstein y Feldman se sintieron inmediatamente superados, ya que parecía que todo el equipo ejecutivo de la planta 30 de Goldman hubiera montado tienda en el Fed. Todos los presentes, y prácticamente todo Wall Street, tenían negocios con AIG, de modo que a todos les interesaba salvar la aseguradora. El grupo fue conducido a una sala de juntas con Tim Geithner, a quien acompañaban Dan Jester y Jeremiah Norton, del Tesoro, que había volado desde Washington esa mañana. Cuando todos se sentaron, Blankfein notó la ausencia de Jamie Dimon. Él había venido porque suponía que Geithner los había invitado a los dos. —¿Dónde diablos está Jamie? —preguntó Blankfein a Winkelried en un susurro. El otro se encogió de hombros. —Veréis, nos gustaría, si es posible, encontrar una solución del sector privado —dijo Geithner, dirigiéndose al grupo—. ¿Qué necesitáis para que se produzca? Los diez minutos siguientes fueron una cacofonía de voces de banqueros que competían por hacer oír sus sugerencias. Después la reunión se transformó en media docena de conversaciones simultáneas hasta que por fin se instauró cierto orden cuando Braunstein puso a los presentes al tanto de la situación financiera de AIG, explicando lo rápido que se había deteriorado a lo largo del fin de semana. —Entonces, ¿cuándo se va a desembolsar el dinero? —preguntó Blankfein, en clara referencia a todas las contrapartes, aunque para algunos daba la impresión de que hablaba de sí mismo. Scully, de Morgan Stanley, interrumpió. —¿Hay algo que podáis hacer para dejar a Moody's fuera, de modo que podamos tener un poco de oxígeno durante un par de días?
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En ese punto, Jimmy Lee trató de deshacer el atasco y tomar el control de la reunión, convencido de que no iban a llegar a nada, a menos que empezaran a centrarse en el panorama general. Él ya había empezado a apuntar en su libreta las cuestiones que se habían planteado y lo que necesitaba averiguar: —Previsión de liquidez. —Valoración: negocio, títulos. —Vencimientos. —Participantes. —Aspectos legales. Garabateó en los márgenes algunas preguntas sobre la magni tud del agujero —«¿cincuenta?, ¿sesenta?, ¿setenta?»— y después trazó a grandes rasgos las condiciones para un préstamo de esas proporciones. Dada la magnitud del préstamo que necesitaba AIG, las comi siones serían mareantes. Se podrían cargar hasta quinientos puntos básicos, o el 5 por ciento de la cantidad total por asumir ese nivel de riesgo. Para un préstamo de cincuenta mil millones de dólares, podría llegar a dos mil quinientos millones diarios de comisiones. —Vale, vale —Lee se dirigió al grupo y les leyó los puntos de su lista. —Eso me gusta. Me suena bien —aceptó Winkelried. Decidieron hacer una ronda de diligencia debida. Antes de que pudieran empezar a trabajar, Blankfein aprove chó una pausa para ir hacia la puerta. Con Dimon ausente, esto no estaba a su altura. Mientras abandonaban el Fed y volvían a AIG para empezar a machacar números, a Lee se le iba llenando la cabeza de cálculos. —¿Quién va a comprar esta mierda? —preguntó en voz alta a nadie en particular.
A las 13.30, Paulson subió al estrado de la sala de prensa de la Casa Blanca. —Buenas tardes a todos. Espero que hayan tenido un buen
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fin de semana10 —empezó, provocando algunas risitas—. Como saben, estamos atravesado un período difícil en nuestros mercados financieros, y tratamos de subsanar algunos excesos del pasado. Nada más regresar a Washington, había corrido al Tesoro y luego a la Casa Blanca a responder preguntas de los periodistas. Jim Wilkinson le había dado instrucciones en el vuelo sobre cómo abordar las cuestiones. La primera pregunta la lanzó un periodista de plantilla. —¿Puede hablarnos de cuál debe ser el papel del Gobierno federal de ahora en adelante? ¿Es probable que volvamos a ver una participación federal en rescates como el de Fannie y Freddie o el de Bear Stearns? Paulson hizo una pausa antes de responder: —Bueno, es evidente que el papel federal es clave porque, como me han oído decir antes, nada es más importante en este momento que la estabilidad de nuestros mercados de capital, y por lo tanto pienso que los reguladores deben permanecer vigilantes. —¿Eso significa «nunca más»? —preguntó el reportero a viva voz. —No lo interprete como «nunca más» —respondió Paulson, aclarándose la garganta—, sino como... Creo que es importante que mantengamos la estabilidad y el orden de nuestro sistema fi nanciero. No me tomo a la ligera el riesgo moral. Y entonces llegó la pregunta previsible. —¿Por qué apoyaron el rescate de Bear Stearns y no el de Leh man? Paulson trató de organizar sus ideas. —La situación en marzo y la situación y los hechos en torno a Bear Stearns fueron muy, pero que muy diferentes de los que esta mos viviendo ahora, en septiembre, y en ningún momento pensé que fuera apropiado dedicar dinero del contribuyente... para resol ver los problemas de Lehman. 10. Los comentarios de Paulson a la prensa y las preguntas de los perio distas fueron tomados de las transcripciones difundidas por la Casa Blanca. Véase «White House Conducts Press Briefing Sept. 15», 1.42 p. m. EDT., US FedNews, 15 de septiembre de 2008.
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A medida que empezaron a llover las preguntas, Paulson se ponía cada vez más nervioso. —¿Por qué le está dando la Reserva Federal un crédito puente a AIG? —preguntó un periodista. —Lo que se está organizando en Nueva York en este momen to no tiene nada que ver con un crédito puente del Gobierno. Se trata de un intento del sector privado para abordar una cuestión sobre la que creo que es importante que trabaje el sistema financie ro ahora mismo, y no voy a decir más al respecto. Estaba a punto de abandonar el podio cuando anunció: —Tengo tiempo para una pregunta más... la mujer de allí —dijo, señalando a otra reportera. La pregunta fue cómo valoraba la salud del sistema bancario. —Va a haber algunos baches en el camino, pero creo que esta mos avanzando. Y cuando miro la forma en que se comportan hoy en día los mercados, creo que es un testimonio de lo unido que está el sector financiero, porque se están enfrentándose a un conjunto de circunstancias extraordinarias de una manera que debía hacer que nos sintiéramos orgullosos. Muchas gracias. A media tarde reinaba el caos en el salón de conferencias de la planta 16 de AIG, donde más de cien banqueros y abogados, lide rados por Goldman Sachs y JP Morgan, se habían reunido para llevar a cabo las diligencias debidas sobre la empresa. El único pro blema era que, al parecer, nadie tenía los verdaderos números de la firma. —¿Hay entre los presentes alguien que trabaje para AIG? —preguntó alguien. Al ver que nadie levantaba la mano, una risa nerviosa recorrió la sala. Finalmente, mandaron llamar a Brian Schreiber, de AIG. Cuando hubo terminado una intervención nada alentadora, el grupo de esa mañana en el Fed se recluyó en una sala de juntas en AIG. El grupo empezó a esbozar unas condiciones preliminares. Tratarían de captar cincuenta mil millones de dólares, a cambio de garantías por valor del 79,9 por ciento de AIG. Era casi un precio punitivo, pero dado el estado de la aseguradora, tal vez fuera su única alternativa frente a la quiebra.
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Cuando el grupo se dispersó para volver al Fed y presentar un informe de su avance a Geithner, Ruth Porat, de Morgan Stanley, que representaba al Fed, llevó a un lado a John Studzinski, de Blackstone, que representaba a AIG. Eran viejos amigos de cuando Studzinski solía ocuparse de las fusiones y adquisiciones de Morgan Stanley en Londres. —Entonces, ¿qué te parece? —preguntó Porat. —¿A qué te refieres? —replicó Studzinski—. Por esta reunión no puedo saber si va a haber o no un pliego de condiciones. —No hablo de eso —le dijo Porat—. Lo que nos preocupa es que estos tipos vayan a tratar de quedarse con la empresa.
—Era tan inútil como las tetas para un toro. Bob Willumstad, por lo general un hombre tranquilo, descar gaba su furia criticando a Dan Jester, del Tesoro, mientras les con taba a Jamie Gamble y Michael Wiseman la llamada que él y Jester habían hecho a Moody's para tratar de convencerlos de que no ba jaran la calificación de AIG. Willumstad explicó que el plan original había sido «que el Fed tratara de intimidar a esos tipos para ganar algo de tiempo», pero cuando Jester se puso al teléfono «no lo quiso decir», y se limitó a afirmar: «Aquí estamos todos, y ya sabéis que tenemos un gran equipo de gente trabajando y nos hacen falta uno o dos días más.» El grupo de banqueros que se había desplazado a AIG volvía ahora al Fed, después de que Jester hubiera fracasado en su intento de convencer a Geithner para que fuera él el que se desplazase hasta AIG. Según el resumen que Winkelried le hizo a Geithner, el aguje ro que tenían que tapar era de unos sesenta mil millones, «tal vez más». Nadie sabía cómo podría funcionar una solución sin ayuda financiera del Fed. —No hay dinero del Gobierno para esto —Geithner les repi tió lo que Paulson les había dicho aquel día en Washington. Geithner autorizó a Lee para empezar a hacer llamadas telefó nicas a Asia esa noche, para ver si allí podía captar algo de dinero. Jamie Gamble, abogado de AIG, John Studzinski y Brian
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Schreiber se reunieron en una sala de juntas para una cena tardía de comida china. La situación parecía desesperada. Dinallo y el gober nador Paterson había anunciado su plan para liberar veinte mil mi llones de garantías subsidiarias, pero era demasiado poco y llegaba demasiado tarde. Willumstad les había dicho que era como «arriar los botes salvavidas porque estás a punto de abandonar el barco. Es lo último que se debe hacer. Como apagar las luces del Titanic an tes de que se hundiera». —A estas alturas es como decir «marica el último» antes de salir corriendo —dijo Schreiber con un ligero aire de superioridad. —¿Crees que el Fed entiende lo que está en juego? —pregun tó Gamble. —¿Bromeas? —replicó Studzinski—. Claro que no. Dejaron que Lehman se viniera abajo. Es como una mala película de Woody Alien. A la una de la mañana, Scully y Porat, de Morgan Stanley, que todavía representaban al Fed, decidieron que era conveniente man tener una conversación privada y se encerraron en una pequeña cocina de AIG para asegurarse de que no los oyeran los banqueros de Goldman y de JP Morgan. —Esto no va a funcionar —dijo Porat—. No van a llegar. —Estoy de acuerdo —replicó Sculíy—. Necesitamos un plan alternativo. Dieron a su tarea un nombre en clave y decidieron volver al Fed para alertar a Dan Jester. Cuando abrieron la puerta de la cocina, vieron que todos los demás se habían marchado ya, lo cual no hizo sino confirmar sus peores temores: cualquier oportunidad de acuerdo se había dado por terminada. Cuando llegaron al Fed también lo encontraron desierto. Sólo vieron a Jeremiah Norton, que se había quedado dormido en un sofá. Scully y Porat lo despertaron y los tres fueron a dar a Jester la mala noticia. Se había programado una teleconferencia para las tres con el equipo del Fed y el Tesoro, y se había encargado a Hilda Williams, la asistente de Geithner, la nada envidiable tarea de llamar a todos a esa hora intempestiva para coordinarla.
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—Tenemos un problema... —así fue como Geithner inició la conferencia. Por primera vez desde hacía semanas, las páginas editoriales de los principales periódicos del país alababan a Hank Paulson. «Re sulta extrañamente tranquilizador que el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal dejaran caer a Lehman Brothers, no subvencio naran la venta a desprecio de Merrill Lynch a Bank of America y trataran de propiciar préstamos para AIG, la aseguradora en apu ros, en lugar de proporcionar ellos mismos el dinero»,11 abría el editorial central de The New York Times. «La intervención del Go bierno se habría visto o bien como una señal de extremo peligro en el sistema financiero global o de extrema debilidad por parte de los reguladores federales.» Paulson había visto el pánico cerniéndose sobre los mercados en las últimas veinticuatro horas y eso reflejado en los titulares de la prensa. Esa mañana, The Washington Post tenía el tono caracte rístico: «La bolsa se desploma al intensificarse la crisis; AIG en pe ligro; se desvanecen setecientos mil millones en valores de los 12 ac cionistas.»
Eran las 7.45 y Ben Bernanke estaba en su oficina preparán dose para la reunión del Comité Federal del Mercado (FOMC). Su reunión estaba programada a las 8.30 en la sala de juntas que que daba justo al otro lado de su despacho, cruzando el vestíbulo. Antes de que empezara la reunión, Bernanke llamó a Kevin Warsh y Don Kohn a su oficina para que mantuviesen junto con él una teleconferencia con Tim Geithner, que en lugar de asistir a la reunión del FOMC había decidido quedarse en Nueva York para ocuparse de AIG, y mandar a Christine Cumming, su vicepresi denta, en su lugar. 286. Véase «Wall Street Casualties», The New York Times, 16 de septiem bre de 2008. 287. Glenn Kessler y David S. Hilzenrath, «Stocks Plunge As Crisis Inten sifies; AIG at Risk; $700 Billion in Shareholder Valué Vanishes», The Washington Post, 16 de septiembre de 2008.
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Geithner les dijo que esperaba recibir una actualización de JP Morgan y Goldman Sachs a las nueve, pero les advirtió que todos los indicios que le habían dado Dan Jester y Morgan Stanley no eran prometedores. En consecuencia, creía conveniente empezar a pensar en un plan B. Jimmy Lee temía llegar tarde a la reunión del Fed neoyorqui no al verse cogido en un atasco de tráfico después de un rápido paso por su casa en Darien para darse una ducha y cambiarse de ropa. Mientras esperaba, llamó a Dimon desde su teléfono móvil. —Esto es lo que les voy a decir —dijo de la presentación pre vista ante el Fed—. Las cifras son enormes. No podemos hacerlo. Nadie puede hacerlo. La compañía se va a ir a pique. —Si la respuesta es ésa, es ésa —replicó Dimon. —Es lo que yo pienso —le aseguró Lee. La buena noticia, si se podía llamar así, era que Lee esperaba tener que decírselo sólo a Dan Jester, ya que Geithner estaría en Washington, en la reunión del FOMC. Cuando por fin llegó, Lee encontró a todos ya reunidos. Se sentó cerca de su colega, Doug Braunstein, y todos esperaron pa cientemente a Dan Jester. La puerta se abrió y entraron Jester y Norton, seguidos de Geith ner, que no dio ninguna explicación sobre su inesperada presencia. —¿Dónde estamos, pues? —preguntó en su sucinto estilo de hombre de negocios. Jimmy Lee consultó su cuaderno amarillo, en el que había es crito dos notas en los márgenes: «Pocas probabilidades de acuerdo. AIG no tiene liquidez.» —Lo hemos repasado todo —dijo Lee—, y no sé cómo po dríamos cubrir ese agujero. —Permitidme decir que hay un gran peligro sistémico si de jamos que esta institución se hunda —intervino Winkelried de Goldman1—. Creo que todos sabéis el número de contrapartes que quedarían expuestas. Circuló entonces un documento con una lista de las mayores contrapartes de AIG por orden de importancia. Geithner estudió las cifras, frunciendo el entrecejo cada pocas líneas, y después dejó el papel sobre la mesa.
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—Vale. Os diré lo que vamos a hacer —hizo una pausa y se inclinó hacia adelante para que se oyera lo que iba a decir—. Quie ro que todos apaguéis los móviles, las BlackBerry, todo. Esta con versación es confidencial... ¿Qué os parecería si dijéramos que lo va a hacer el Fed? Geithner llevaba setenta y dos horas diciendo que el Gobierno no iba a rescatar ninguna institución financiera, y ahora, aunque sólo fuera una hipótesis, había dado la vuelta totalmente a las reglas del juego. Luego continuó lanzando una serie de preguntas: —¿Cómo funcionaría esto? ¿Cómo estructuraríais las condi ciones? ¿Cómo responderán los mercados de capital? ¿Cómo reac cionarán los mercados de deuda? Winkelried, de Goldman, no pudo ocultar una leve sonrisa. Scully, de Morgan Stanley, que había llegado la noche anterior a la conclusión de que necesitaba un plan B, ya había esbozado un plie go de condiciones basado en las cifras recopiladas por JP Morgan y Goldman Sachs. Era bastante bueno para ellos —y según estima ciones de Morgan Stanley, se iban a llevar la compañía— y también tendría que ser bueno para la Reserva Federal. —Trabajad sobre ello —dijo Geithner, y abandonó la sala. —Braunstein no coge el jodido teléfono —Willumstad se mostraba airado después de marcar su número varias veces y pre ocupado de que lo estuvieran dejando al margen. Por fin consiguió enviar un mensaje de texto a Porat. Sin embargo, la respuesta fue estudiadamente vaga: «El acuerdo está cambiando. Deja de com partir información con JPM y GS.» Unos minutos después, la asistente de Willumstad anunció que Tim Geithner, con quien Willumstad había tratado frenética mente de contactar esa mañana, estaba al teléfono. —¿Qué hay, Tim? —dijo Willumstad con cierta impaciencia. —Dame un informe de los progresos —le dijo Geithner. —Sólo te puedo decir que estamos preparando la declaración de quiebra —le dijo Willumstad con voz firme—. He llamado a las reservas. Creo que deberías saberlo. Geithner pareció ansioso y lo interrumpió rápidamente. —No lo hagas.
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—Tienes que darme una razón para no hacerlo —dijo, estu pefacto ante la extraña respuesta—. Tengo una obligación y una responsabilidad. Puedo conseguir quince mil millones y seguir aguantando un par de días. Tengo que proteger a nuestros accio nistas. —Bueno, te voy a decir algo confidencial —dijo Geithner por fin—. Estamos trabajando para daros una ayuda, pero no hay ga rantías, necesitamos la aprobación de Washington. —Bueno —respondió Willumstad, nada convencido—, a menos que puedan asegurarme que va a haber alguna ayuda, vamos a seguir adelante con la declaración de quiebra. —Debes revocar todo lo que hayáis hecho —le ordenó Geith ner, y cortó. En cuanto dejó el teléfono, Willumstad informó a sus aboga dos, Jamie Gamble y Michael Wiseman, y como ninguno de ellos sabía muy bien qué hacer a continuación, trató otra vez de llamar a Braunstein, sin resultado. —Que los jodan —dijo Wiseman—. Ya sé que no estamos invitados, pero dejémonos caer por allí. Hank Paulson estaba en su oficina del Tesoro cuando Lloyd Blankfein lo llamó aterrorizado a las 9.40. Le comunicó que estaba viendo un nuevo problema en el mercado: los fondos de riesgo que habían sido comercializados a través de la unidad de Lehman en Londres habían sido recortados de repente, detrayendo miles de mi llones de dólares del mercado. Mientras el Fed había mantenido abierta la correduría de valores de Lehman en Estados Unidos para deshacer las transacciones, las operaciones europeas y asiáticas de Leh man fueron obligadas por ley a declarar quiebra inmediatamente.13 Mientras rogaba a su ex jefe que hiciera algo para calmar los mercados, Blankfein le dijo que su mayor preocupación era que, con tanto dinero atascado dentro de Lehman, los inversores entra 13. Según el comunicado oficial de prensa de Lehman difundido ese lunes, la compañía estaba «explorando la venta de su corretaje de valores» y de sus subsidiarias, Neuberger Berman, LLC y Lehman Brothers Asset Manage ment, «que no estarían sujetas a la quiebra de su matriz». Véase http://www.leh man.com/press/pdf_2008/091508_lbhi_Chapterl l_announce.pdf
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ran en pánico y empezaran a retirarlo también de Goldman Sachs y de Morgan Stanley. Era evidente que Bernanke estaba distraído mientras presidía la reunión del FOMC en la Reserva Federal de Washington, intercambiando notas con Kevin Warsh mientras trataban de dar con un plan de juego para AIG.14 Habían acordado otra teleconferencia con Geithner a las 10.45 para ponerse al día. Geithner insistió en que «la solución privada del mercado estaba muerta» y les dijo que era necesario usar su dinero y actuar con energía y determinación, dando a entender que si llegaban a un acuerdo importante y atrevido para respaldar a AIG, podrían ayudar a restablecer la confianza en los mercados. Propuso usar la Ley de la Reserva Federal, sección 13, punto 3, una provisión peculiar que permitía que el Fed hiciera préstamos a instituciones diferentes de los bancos bajo circunstancias «inusuales y exigentes». Como Paulson y Bernanke sabían, AIG se había convertido en el eje del sistema financiero mundial. Según las regulaciones bancadas europeas, se había permitido a las instituciones financieras atender sus exigencias de capital mediante acuerdos de permuta de seguro de fallo de créditos con la unidad de productos financieros de AIG. Si AIG caía, estos protectores desaparecerían, obligando a los bancos a ajustar a la baja los activos y captar miles de millones de dólares, una perspectiva aterradora en los mercados actuales. Estaba, además la cuestión del vasto imperio de seguros de AIG, que incluía cerca de ochenta y un millones de pólizas de seguros de vida en todo el mundo, con un valor facial de 1,9 billones de dólares. 15 288. La reunión se celebró en las oficinas del Consejo de Gobernadores del Sistema de la Reserva Federal en Washington, D. C, el lunes 16 de septiem bre de 2008 a las 8.30. Véase http://www.federalreserve.gov/FOMC 289. Un borrador de presentación «estrictamente confidencial» de AIG, fechado el 26 de febrero de 2009, titulado «AIG: Is the Risk Systemic?» afirma que «AIG ha suscrito más de ochenta y un millones de pólizas de seguros de vida con individuos de todo el mundo» por un valor facial de mil novecientos billones de dólares, con pagos de reclamaciones por más de doce mil millones de dólares en 2008.
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Bernanke escuchó pacientemente mientras Geithner exponía sus razones, pero Warsh hizo explícita su renuencia, ya que había es tado promoviendo un plan de «tiempo comprador». Su opinión era que el Fed debería abrir su chequera, pero sólo durante treinta días, tiempo suficiente para examinar de una forma realmente seria AIG. —Sé que podría dejarnos con un riesgo ilimitado —admitió Warsh—, pero veamos realmente qué demonios está sucediendo aquí. Bernanke encomendó a Geithner que hiciera un plan. Cuando volviera con más detalles, votarían formalmente cómo proceder. —Sólo quiero asegurarme para describir adecuadamente vues tro apoyo y el del consejo... —y Geithner repitió lo que se acababa de decir. Michael Wiseman y Jamie Gamble pasaron los controles de seguridad en el Fed y se pusieron a buscar a Braunstein. Wiseman por fin lo encontró en la reunión confidencial sobre cómo podría el Fed respaldar a AIG. —Escúchame, no tenemos mucho tiempo y nos vendría bien tu ayuda con algunas cuentas —le dijo, furioso, después de sacarlo de la sala—, pero necesitamos saber cuál es tu juego. ¿Estás traba jando para nosotros, para el Fed o para JP Morgan? —No creo poder responder a esa pregunta sin hablar con mi abogado —dijo Braunstein tras una pausa. E indicando que nece sitaba un segundo, volvió corriendo a la sala. Cuando volvió a salir un momento después, le dijo rígida mente a Wiseman. —No puedo hablar. Deberías contactar directamente con el Tesoro. —Vale, gracias —dijo Wiseman tendiéndole la mano para sa ludarlo, pero Braunstein se limitó a darse la vuelta y volver a la reunión. Al cabo de unos segundos, apareció un auxiliar de la Reserva Federal y comunicó a Wiseman y a Gamble que tenían que aban donar el edificio. —¿Has visto eso? —preguntó Wiseman a Gamble mientras los acompañaban hasta la puerta—. Doug ni siquiera quiso darme la mano. ¿Qué está pasando ahí dentro?
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Eran las 10.30 y a pesar de la resistencia manifestada por Paul son a la idea de un rescate, tras la llamada en que Geithner le expu so el último plan le quedó muy clara la deriva que llevaban los mercados. Aquello lo asustó. Sabía que una quiebra de AIG podría llegar a desatar un pánico global. —¿Realmente vamos a rescatar a la aseguradora? —preguntó Jim Wilkinson con incredulidad. Paulson se lo quedó mirando como diciendo que sólo un loco podría quedarse sin hacer nada. Ken Wilson, su asesor especial, planteó una cuestión que to davía quedaba por considerar: —Hank, ¿cómo diablos podemos poner ochenta y cinco mil millones en esta entidad sin una nueva dirección? —Tienes razón. Tienes que encontrarme un consejero delega do. Deja todo lo que estés haciendo —le dijo Paulson—. Consi gúeme un consejero delegado. Wilson volvió a su oficina y empezó a revisar la agenda en su ordenador. Después de años como banquero de instituciones fi nancieras en Goldman Sachs, conocía a todos los que eran alguien en el sector.16 Antes incluso de llegar a la B, un nombre le vino a la mente: Ed Liddy, el antiguo consejero delegado de Allstate y miem bro del consejo de Goldman. Era un candidato perfecto, ya que en ese momento no estaba en ninguna empresa y le interesaría el reto. Además, conocía AIG. Sin embargo, Wilson no tenía su teléfono, de modo que llamó a Chris Colé, de Goldman Sachs, que se había pasado todo el fin de semana en AIG y había asistido a la reunión del Fed del lunes. Colé le consiguió el número amablemente. Cuando consiguió contactar con Liddy, Wilson fue directo al grano. —¿Tienes tiempo para atender una llamada de Hank? —pre guntó, y Liddy asintió entusiasta. —Tienes que colgar —le dijo Wilson a Paulson, que estaba al teléfono en ese momento—. Tengo a tu consejero delegado. 16. Susanne Craig, «In Ken Wilson, Paulson Gets Direction From the GoTo Banker of Wall Street», The Wall Street Journal, 22 de julio de 2008.
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Los valores de AIG habían caído por debajo de dos dólares la acción cuando la asistente de Willumstad entró en su oficina y le entregó un fax de Hank Greenberg. —¿Tengo que leerlo? —preguntó con hastío. No lo sorpren dió lo que vio. Querido Bob: Llevamos semanas discutiendo mi oferta de ayudar a la compañía en cualquier cosa que tú y el consejo deseéis. En esas conversaciones nos has dicho a David Boies y a mí que conside rabais que mi ayuda era importante para la empresa. La única inquietud que me manifestasteis es el temor de que si me conver tía en asesor de la empresa, te eclipsara a ti. Con todo respeto, os sugiero a ti y al consejo que el constante rechazo a trabajar juntos para salvar esta gran empresa es mucho más importante que cual quier inquietud por las posiciones o percepciones personales. No sé si es demasiado tarde o no para salvar AIG. Sin em bargo, les debemos a los accionistas y acreedores de AIG y a nuestro país el intentarlo. Desde que te convertiste en presidente de AIG, tú y el consejo habéis gestionado la virtual destrucción del valor de las acciones acumulado durante más de treinta y cinco años. No es mi intención acusar ni ser crítico. Lo único que quiero señalar es que, bajo las actuales circunstancias, realmente me sorprende la falta de voluntad manifestada por ti y por el consejo para aceptar mi ayuda.17 Geithner empezó a prepararse en su despacho para una tele conferencia con Bernanke. «Vamos a conseguirlo —pensaba—. Realmente, vamos a conseguirlo.» Jester y Norton estaban revisando a conciencia las condicio nes. Para redactar un acuerdo de rescate con tan poco tiempo, el Gobierno necesitaba ayuda, preferiblemente de alguien que tuviera un buen conocimiento de AIG y de sus circunstancias actuales. 17. El texto completo de la carta de Hank Greenberg a Robert Willums tad tiene fecha del 16 de septiembre de 2008, y se puede ver en http://online.wsj. com/public/resources/documents/AIG09162008.pdf
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Jester conocía el hombre indicado: Marshall Huebner, el codirector de insolvencia y restructuración de Davis Polk & Wardwell, que ya estaba trabajando sobre AIG para JP Morgan y que casualmente estaba en la planta de abajo. Mientras tanto, Bob Scully, de Morgan Stanley, al que Geith ner había contratado para ayudar al Fed, quería asegurarse de que conociera todos los riesgos antes de la llamada. —Quiero que quede claro que existe un riesgo real de que no podáis recuperar la totalidad de este préstamo —le advirtió mien tras Geithner hacía la llamada. Aunque Bernanke dijera que estaba decidido a apoyar el trato, quería que los participantes en la confe rencia votaran de una manera informal. —¿Estáis seguros de estar haciendo lo correcto? —preguntó con evidente ansiedad. Todos dieron su voto afirmativo y ya no se habló más ni de riesgo moral ni de Lehman Brothers.
Antes de que Wiseman y Gamble llegaran muy lejos escolta dos por los guardias de seguridad del Fed de Nueva York, quedaron sorprendidos al ver que repentinamente los invitaban a volver. Se había producido una confusión, les dijeron, y los condujeron a una mesa del comedor. —Ésta no es la mesa de los tipos guays —señaló Gamble, tras echar una mirada a otra en la que estaban esperando los banqueros de JP Morgan y de Goldman. Mientras esperaban, Gamble cogió una llamada sobre dos nuevos asuntos: los reguladores de seguros de Texas, donde AIG tenía un importante negocio de seguros de vida, estaban empezan do a ser invadidos por el pánico. Y peor aún, JP Morgan acababa de cerrar una línea de garantías subsidiarias en Japón, que era el mayor mercado de AIG fuera de Estados Unidos. Veinte minutos después, Eric Dinallo, superintendente del Departamento de Seguros del estado de Nueva York, se acercó a la mesa de Wiseman y Gamble. —No puedo deciros mucho —dijo Dinallo—, pero no hagáis nada precipitado.
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—Eric —replicó Gamble, con frustración—. No nos importa esperar, pero nuestro negocio de préstamo de títulos está en apuros —señaló al contingente de JP Morgan y Goldman Sachs—. Esos tipos de ahí son los que están creando este problema. Ve y habla con ellos. —¡Creo que estamos a punto de quedarnos sin liquidez! —anunció Studzinski en la central del tambaleante gigante de los seguros. Era casi la una del mediodía, y si no le fallaban los cálculos, AIG estaba al borde de la quiebra. Justo en ese momento salió Wi llumstad de su despacho con algo que hacía tiempo que no se veía en el edificio: una sonrisa. —Ya está —dijo. Acababa de llamarlo Geithner para contarle lo del plan de res cate: el Fed concedería a AIG un préstamo de catorce mil millones para mantener la empresa operativa hasta el fin de la sesión bursá til. Pero Geithner había añadido que AIG tendría que girar inme diatamente garantías subsidiarias para recibir el préstamo. Era lo que oficialmente se conocía como un «pagaré a la vista». Aunque claramente aliviado, Willumstad, como es lógico, se preguntaba cómo se suponía que iban a conseguir los catorce mil millones en cuestión de minutos. Entonces sé le ocurrió la idea: la cámara acorazada extraoficial. Los banqueros corrieron escalera abajo y encontraron una sala con una cerradura y un conjunto de armarios que contenían certificados de acciones para las unidades de seguros de AIG por valor de decenas de miles de dólares, en su mayor parte de la era Greenberg. Empezaron a buscar en los cajo nes, escogiendo puñados de títulos que suponían nadie había toca do durante años. En la era electrónica, la idea de guardar a mano certificados físicos era una remora desconcertante, pero bienveni da. El vicepresidente primero de AIG y su secretaria, Kathleen Shannon, apilaron los bonos sobre la mesa y los pusieron en un maletín. —No creo que valga la pena que te expongas a que te atraquen con certificados por valor de catorce mil millones de dólares —le aconsejó Michael Wiseman, de Sullivan & Cromwell por teléfo no—. Enviaremos al personal de seguridad del Fed para que te es colte.
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Diez minutos después, Shannon atravesaba Pine Street con un maletín de valor incalculable, flanqueada por dos guardas arma dos.
Hank Paulson bajó rápidamente la escalera de la salida lateral del edificio del Tesoro y se encaminó a buen paso a la Casa Blanca. Bernanke y él habían concertado un encuentro con el presidente Bush para informarlo sobre los pasos extraordinarios que estaban a punto de dar.18 Sin embargo, ante la explicación de Paulson, que utilizaba la jerga de Wall Street, la expresión de Bush fue de perplejidad abso luta. Bernanke salió al paso rápidamente y dijo. —Señor presidente, volvamos atrás un minuto —y revistién dose de su actitud profesoral, explicó las profundas ramificaciones de AIG en el sistema bancario. Lo más importante, trató de apelar al hombre de a pie que había en Bush, era la cantidad de ciudada nos y pequeños negocios que dependían de la empresa. El presidente planteó entonces una pregunta que, a su modo, iba directa al corazón del problema: —¿Una compañía de seguros hace todo esto? Ésta lo hacía.
Serían las cuatro cuando la oferta del Fed entró por una termi nal de fax de AIG que debería haber sido reemplazada y enviada al Smithsonian hacía ya una década. Un ejército de abogados de la planta 18 de AIG la esperaba ansiosamente. En cuanto llegaron las tres páginas, un abogado las cogió rápidamente e hizo copias. —Bueno, por fin tienes la ocasión de trabajar para el Gobier
18. Según The Wall Street Journal, esta reunión tuvo lugar a las 15.30. Véase Monica Langley, Deborah Solomon y Matthew Karnitschnig, «Bad Bets and Cash Crunch Pushed Ailing AIG to Brink», The Wall Street Journal, 18 de septiembre de 2008.
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no federal19 —dijo Richard Beattie, el principal abogado de los di rectores externos del consejo de AIG, a Willumstad mientras repa saba las condiciones. —¿Qué quieres decir? —preguntó Willumstad. —Ahora son tus dueños —respondió Beattie con una sonrisa. Y así era. La Reserva Federal proporcionaba a AIG una línea de crédito de ochenta y cinco mil millones de dólares. —Paulson ha manejado esto como lo hizo con Fannie, Freddie y Bear Stearns. Cuando el Gobierno entra, lo pagan los accionis tas20 —observó Cohén. El préstamo del Fed también traía consigo una deuda de gran peso. AIG tendría que pagar un interés basado en una fórmula compleja, además de un extra de 8,5 puntos porcentuales. Con ese tipo diario, el interés que la empresa tendría que pa gar ascendería a más del 11 por ciento, una cantidad que se consi deraba usuraria en aquellos momentos. Para pagar al Gobierno, AIG tendría que vender activos, y en las actuales circunstancias, eso significaba una liquidación. Para los fieles a AIG, el préstamo no era un puente a la solvencia, sino una pasarela para un desguace organizado. —Esto es increíble —dijo Willumstad, dejando a un lado el documento. El consejo de AIG estaba preparado para reunirse de inmedia to y celebrar una sesión de emergencia. Cuando Willumstad se puso de pie y releyó las condiciones prácticamente en estado de shock, su asistente lo llamó para decirle que Tim Geithner estaba al teléfono. Eran las 16.40. Willumstad siguió a Beattie y a Cohén a su oficina y puso el manos libres. —¿Puedes esperar un minuto? —le dijo Geithner tras saludar lo—. Se va a poner el secretario Paulson. 290. Observación de Richard Beattie a Robert Willumstad, según lo citó por primera vez la revista Fortune. James Bandler, «Hank's Last Stand», Fortune, 7 de octubre de 2008. 291. Monica Langley, Deborah Solomon y Matthew Karnitschnig, «Bad Bets and Cash Crunch», The Wall Street JournaL, 18 de septiembre de 2008.
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—Vale. Tengo a Dick Beattie y a Rodgin Cohén conmigo. —Entonces supongo que habréis visto el nuevo acuerdo ¿no? —preguntó Paulson en cuanto se incorporó—. Queremos saber que vais a aceptar las condiciones. Necesitamos una respuesta pronto porque va a abrir la bolsa en Asia. —Como es lógico, vamos a tener una reunión del consejo dentro de quince minutos y estoy dispuesto a presentarlo —dijo Willumstad. —Tim, soy Dick —dijo Beattie, irrumpiendo en la conversación—. Sólo quiero dejar claro que no debes dar por sentado que por el hecho de que lo presentes, el consejo vaya a aceptarlo. Tenemos un deber fiduciario con nuestros accionistas, de modo que va a ser complicado. Geithner ni se inmutó. —Es la única propuesta que vais a conseguir —replicó secamente—. Hay otra condición... —La condición es que vamos a reemplazarte, Bob —dijo Paulson interrumpiendo. Beattie y Cohén miraron a Willumstad en medio de un incómodo silencio. —De... acuerdo —dijo Willumstad—, si eso es lo que queréis. —Vamos a poner a un nuevo consejero delegado —dijo Paulson con toda naturalidad—. Se presentará mañana. —¿Debo estar aquí? —preguntó Willumstad, sin saber muy bien cómo actuar. —Sí, agradeceríamos toda la cooperación y ayuda que puedas brindar —replicó Paulson. —Está bien. ¿Puedo preguntar quién es? —Es Ed Liddy —dijo Paulson. Por un momento, Willumstad le anduvo dando vueltas al nombre. —¿Quién diablos es Ed Liddy? —susurró Beattie. Cohén sólo se encogió de hombros. —Ed acaba de retirarse recientemente de Allstate — intervino Paulson, al darse cuenta de que no tenían la menor idea de quién era. Terminada la llamada, Willumstad se dejó caer en su silla, suspiró y después miró a Beattie y rompió a reír.
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—Bueno, estabas equivocado —dijo—. Después de todo no voy a trabajar para el Gobierno federal.21 Los directores de AIG ya estaban reunidos en la sala de juntas cuando hicieron su entrada Willumstad y los asesores. Willumstad no perdió el tiempo en preliminares. —Nos enfrentamos a dos opciones igualmente malas —co menzó—, declararnos en quiebra mañana por la mañana o aceptar esta noche el trato del Fed. Explicó las condiciones del acuerdo y les dijo que Blackstone vendría con asesores de quiebra para discutir los méritos de esa vía. A continuación contó lo que le atañía personalmente. —Voy a ser reemplazado —dijo en voz baja—. Ed Liddy va a ocupar mi lugar. —¿Ed Liddy? —inquirió Virginia Rometty, una alta ejecutiva de IBM. —Sí, es de Allstate —explicó Willumstad. —Lo conozco desde hace quince años —dijo ella—. Jamás habría pensado que pudiera ser él. —¡Yo conozco a Ed Liddy! —intervino James Orr—. Si estu viéramos buscando un consejero delegado para esta compañía, no sólo no figuraría entre los favoritos, sino que ni siquiera estaría en la lista. —Bueno, ésa es una de las decisiones que vais a tener que asi milar —dijo Willumstad con calma, y a continuación dejó la reu nión en manos de Cohén. Martin Feldstein, director de AIG y antiguo asesor económico del presidente Reagan, no podía creer que el Gobierno —una Ad ministración republicana— fuera a comprar realmente una partici pación en una empresa privada. Rodgin Cohén recordó al consejo que tenían un deber fidu ciario no sólo con los accionistas, sino también con los tenedores de bonos, y apostó por la quiebra. —Tenéis que considerar todas estas cosas —dijo Beattie—. El hecho de que lo proponga el Fed no significa que tengáis que acep tarlo. Debéis escuchar todas las opciones. 21. Willumstad, citado por Bandler, «Hank's Last Stand», Fortune.
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La asistente de Willumstad entró discretamente y le entregó una nota. «Hank Greenberg al teléfono.» Alzó los ojos al cielo, se inclinó hacia Studzinski y le dijo: —¿Harías el favor de devolverle la llamada a Hank Green berg? Studzinsky salió de la sala, consciente de lo incómodo que le iba a resultar hacer esa llamada. Para suavizar las cosas, Studzinski decidió compartir la llamada con Pete Peterson, cofundador de Blackstone y amigo de Greenberg desde hacía mucho tiempo. Mientras Studzinski esperaba en la línea, Peterson marcó el número de la oficina de Greenberg en Park Avenue.22 —No se puede poner ahora mismo —dijo la asistente de Greenberg—. Va a salir en el programa de Charlie Rose para hablar deAIG.23 —Tiene que ser una broma —dijo Peterson. Cuando Studzinski se reincorporó a la reunión, pasó una nota a Willumstad contándoselo. Por un momento, Willumstad sonrió. El consejo volvió rápidamente al triste tema que los había reunido. Cohén, exponiendo los pros y los contras del trato del Gobierno, explicó las ventajas de una declaración de quiebra según el capítulo 11, diciendo que la empresa podría salir mejor parada en un cierre ordenado en los tribunales que aceptando esa oferta tipo «son len tejas» del Gobierno. Studzinsky creía que la quiebra significaría una erosión aún mayor. —Acabo de dedicar los últimos diez minutos a daros las ra zones bancarias para aceptar —resumió—. Pero aún hay otra —y 292. Un año después de su salida de AIG en 2005, Greenberg trasladó su oficina a la planta 17 de la sede de Citigroup, en el 399 de Park Avenue. Véase Diane Brady, «Hank at War», BusinessWeek, 27 de marzo de 2006. 293. Esa semana, Hank Greenberg apareció en dos programas consecuti vos de Charlie Rose. El primero era simplemente para hablar sobre la crisis de AIG, y el segundo para hablar sobre el rescate federal. Véase The Charlie Rose Show, «More Crises on Wall Street», 16 de septiembre de 2008, y «Former AIG Chair Discusses Bail Out», 17 de septiembre de 2008.
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miró a todos los reunidos—. ¿No es mejor el 20 por ciento de algo que el ciento por ciento de nada? El silencio se cernió sobre la sala. Al ver que la reunión se prolongaba, Willumstad miró su reloj, consciente de que Paulson y Geithner esperaban una respuesta rápida. —Hagamos una ronda para que cada uno diga lo que cree que deberíamos hacer —propuso—. Si he de ser sincero, os insto a vo tar a favor de la propuesta del Fed —les dijo, poniendo en marcha el proceso—. Tenemos tres grupos ante los cuales responder. Los accionistas, los clientes y los empleados. Esto no beneficia a los ac cionistas, pero protege a los clientes, mantiene la compañía a flote y aumenta las posibilidades de que esta gente conserve sus puestos de trabajo. Al terminar, todos los miembros habían votado por la pro puesta del Gobierno a excepción de Stephen Bollenbach, antiguo director de los hoteles Hilton. Antes de que se hiciera el recuento formal, Bollenbach hizo una pregunta: ¿había alguna posibilidad de renegociar las condicio nes del acuerdo? Los abogados y Willumstad se retiraron a su despacho para llamar a Geithner. —Tim, Dick y Rodge están aquí —dijo Willumstad—. Tal vez lo mejor sea que Dick te exponga las opiniones de los directores. —Tim —dijo Beattie inclinándose hacia el altavoz—, el con sejo quiere saber si se pueden renegociar las condiciones. Piensan que el 80 por ciento es ultrajante. —No se puede negociar —dijo Geithner con firmeza—. Son las únicas condiciones que vais a conseguir. Los tres se miraron con resignación. —Tenemos otra pregunta —continuó Beattie—. El consejo quiere saber si, en el caso de que la compañía consiga su propia fi nanciación para reemplazar al Fed, eso sería aceptable. Geithner vaciló antes de dar una respuesta. —A nadie haría más feliz que a mí que la compañía le devol viera el dinero al Fed. Beattie volvió a la sala de juntas y contó la conversación. El acuerdo estaba cerrado.
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En cuanto acabaron con el presidente, Paulson y Bernanke corrieron al Capitolio para informar a los congresistas, que no esta ban nada contentos con la noticia del rescate. Explicaron por qué habían considerado que su decisión era necesaria. Paulson argumentó que de no haberlo hecho, el impacto de la quiebra de AIG «se hubiera sentido en toda América y en el mundo entero». El congresista Frank, preocupado por el coste, miró a Ber nanke: —¿Tenemos ochenta mil millones? —Tenemos ochocientos mil —respondió Bernanke, disimu lando apenas una sonrisa.
Ya de regreso en JP Morgan, Jamie Dimon y Jimmy Lee esta ban sentados en el despacho del primero cuando llegó el comuni cado de prensa de AIG. —Jamás van a recuperar su dinero —dijo Lee—. No hay ma nera. —Te garantizo que van a recibir de vuelta más de cincuenta mil millones —replicó Dimon, pensando que Washington acababa de confeccionarse un buen acuerdo, por malo que fuera desde una perspectiva de relaciones públicas—. AIG tiene muchos buenos ne gocios de seguros de los que puede desprenderse mediante subasta. Ya lo verás. Dimon y Lee hicieron una apuesta de diez dólares sobre quién tendría razón.
Aproximadamente a las once de la noche, el conductor de Bob Willumstad paró el coche frente a su edificio de Park Avenue, justo enfrente del Lenox Hill Hospital. Willumstad pasó corriendo por debajo de la marquesina, cansado y deprimido, y subió en ascensor los siete pisos hasta su apartamento. Paseándose por la cocina, con tó los acontecimientos del día a su esposa, Carol. Antes de irse a la cama, echó un último vistazo a su BlackBe rry. David Herzog, el controlador de la compañía que había estado
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trabajando sin parar en la sombra todo el fin de semana para man tenerla a flote, le había enviado un correo. 24 Lo había enviado a las 23.54, y el asunto era Últimos pasos: Gracias por afrontar este reto tan difícil. Los acontecimientos que hicieron eclosión esta noche tuvieron su origen hace mucho tiempo. Antes de abandonar el cargo, te pido sólo una cosa. Por fa vor, deja la pizarra limpia para el señor Liddy. Encomiendo los siguientes despidos inmediatos: Schreiber Lewis & McGinn Nueger & Scott Bensinger Kelly Kaslow Dooley Por duro que esto pueda parecer, este grupo de ejecutivos, cada uno a su modo, ha mostrado una evidente ineptitud que contribuyó a la destrucción de una de las más grandes empresas de América. Por favor, no permitas que el señor Liddy lo descu bra por sus propios medios. No estoy mostrando falta de respeto a estos individuos, pero los ciento veinte mil empleados de todo el mundo merecen algo mejor, y es necesario mostrar cierto sentido de responsabilidad por lo que acaba de pasar. Necesitamos liderazgo, y estos individuos no tienen nada de líderes. Atentamente, David Willumstad, de pie en el pasillo, en calzoncillos, meneó la ca beza en señal de incredulidad. 24. En Fortune apareció por primera vez un facsímil del correo electróni co de Herzog. Carol J. Loomis, «AIG's Rescue Has a Long Way to Go», Fortune, 29 de diciembre de 2008.
Capítulo 17
Cuando el miércoles por la mañana Tim Geithner empezó a correr bordeando el extremo meridional de Manhattan y subiendo por East River eran poco más de las seis de la mañana. Estaba cansado y estresado, pues había dormido apenas unas horas en uno de los tres dormitorios diminutos y cutres de la central del Fed de Nueva York. Cuando miró la Estatua de la Libertad y el primero de los transbordadores de Staten Island que se deslizaba por el puerto, trató desesperadamente de despejar su mente. Durante cinco días, su cerebro había estado atrapado en un laberinto de cifras —cifras enormes, inconcebibles, abstractas, que en el plazo de veinticuatro horas habían pasado de cero para Lehman a ochenta y cinco mil millones para AIG (una cantidad que superaba los presupuestos anuales de Singapur y Taiwán juntos). ¿Quién podía imaginar si quiera una cifra semejante? Geithner esperaba que la suma fuera suficiente... y que la crisis estuviera definitivamente cerrada. Esos ferris, cargados con oficinistas, lo dejaron pensando. «A esto se reduce todo —se dijo para sus adentros—, la gente que se levanta al amanecer para llegar a sus puestos de trabajo, y todos dependen en cierta medida del sector financiero para ayudar a mo ver la economía. No importa lo exorbitantes que sean los números. No importa la inflexible complejidad de las finanzas estructuradas y sus derivados, ni los bonos de millones de dólares que se llevan los que hicieron apuestas equivocadas. Éste es el sentido de salvar el sector financiero —se recordó a sí mismo—, proteger a la gente corriente con trabajos corrientes.» Algo lo tenía todavía muy ansioso: un gigantesco fondo del
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mercado monetario, el Reserve Primary Fund, había roto aguas el día anterior (lo cual significaba que el valor de los activos del fondo había bajado a menos de un dólar por acción, en este caso noventa y siete centavos).1 Los inversores habían empezado a liquidar sus cuentas, lo que, a su vez, obligó a los directores a imponer una mo ratoria de siete días a los reembolsos. Nadie sabía la magnitud exacta del daño que eso podría traer aparejado. «Entre los fondos del mercado monetario sometidos a presión —pensó Geithner—, y los miles de millones de dólares del dinero de los inversores inmovilizados en la quiebra de Lehman Brothers, eso sólo podía significar una cosa: Morgan Stanley y Goldman Sa chs podían ser las siguientes.»
El pánico ya era algo palpable en el despacho de John Mack, en la sede central de Morgan Stanley de Times Square. Sus acciones habían caído un 28 por ciento el martes, en cues tión de horas, y decidió que necesitaba hacer algo para revertir la situación. El informe de ganancias trimestrales había sido bueno, mejor que el de Goldman Sachs, que había anunciado sus benefi cios el martes por la mañana y que también había sufrido, pero nada comparable. Y por lo que indicaban los mercados de futuros, su intento de mostrar vigor y vitalidad no habían conseguido impresionar. Aparte de la nueva ansiedad por los fondos del mercado mo netario y del nerviosismo generalizado por los bancos de inversión, él se enfrentaba a un problema más serio de lo que todos podían imaginar: al comienzo de la semana, Morgan Stanley había tenido ciento setenta y ocho mil millones en la reserva, dinero disponible para financiar operaciones y para prestar a sus principales clientes de fondos de alto riesgo, pero en las últimas veinticuatro horas se 1. Era la primera vez en catorce años que el valor del activo neto de un fondo caía por debajo de un dólar. Muy preocupante fue el hecho de que la pro pietaria del Primary Fund, la Reserve Management Corporation, inventó el fon do de dinero en 1970. Véase Christopher Condón, «Reserve Primary Money Fund Falls Below $1 a Share», Bloomberg, 16 de septiembre de 2008.
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habían retirado más de veinte mil millones, ya que los clientes de los fondos de alto riesgo pedían su devolución, llegando en algunos casos a cerrar totalmente sus cuentas de corretaje preferentes. —Se nos escapa el dinero por la puerta —le dijo Chammah a Mack. —A nadie le importa una mierda la lealtad —replicó. La cuestión era hasta qué punto podían dejar que esto siguiera. —No podemos seguir así eternamente —advirtió Chammah. Mientras Mack empezaba a creer que los fondos de alto riesgo estaban conspirando contra su empresa («¡esto fue lo que le hicie ron a Dick!», vociferaba), había evidencia palpable de que algunos de ellos realmente necesitaban el dinero. En opinión de Mack, tenían que seguir reembolsando el dinero. —Tengamos confianza —dijo—. No podemos ser débiles y no podemos mostrar confusión. La noche anterior había recibido una llamada de su viejo ami go Steven R. Vblk, vicepresidente de Citigroup y antiguo abogado que años antes había ayudado a Mack a poner en marcha la fusión con Dean Witter. Ahora Vblk, que ostensiblemente llamaba para felicitarlo por sus informes de beneficios, plantó sosegadamente la semilla de otra fusión, con Citi. —Mira, John, estamos a la espera. No somos agresivos, y si quieres hacer algo desde el punto de vista estratégico para que nos unamos, nos encantaría hablar con vosotros —dijo Vblk. Podía ser una noticia explosiva. Una fusión entre Morgan Stanley y Citigroup sería como combinar Microsoft e Intel. Mack, Chammah y Gorman le dieron vueltas a la idea. Te niendo en cuenta la presión a que estaba sometido el modelo de las corredurías de valores, una fusión con Citigroup les daría una base estable de depósitos. JP Morgan y Citigroup eran los únicos dos bancos grandes y fuertes que quedaban. Todos habían oído la teleconferencia del lunes de Bank of America sobre su acuerdo con Merrill Lynch y no podían hacer oídos sordos a los comentarios de Ken Lewis afirmando que el mo delo de correduría de valores estaba oficialmente muerto. —Durante siete días he estado diciendo que los bancos co merciales acabarían poseyendo a los de inversión por cuestiones de
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financiación2 —había dicho Lewis—. Sigo pensando lo mismo. La era dorada de la banca de inversión está acabada. Gorman, al menos por el momento, pensaba que podría estar en lo cierto. —¿Crees que deberíamos llamar a Citigroup? —preguntó. Mack asintió y pidió a su asistente que llamara a la oficina de Vikram Pandit. Los dos hombres se conocían bien —a Pandit, por entonces en Morgan Stanley, Mack le había dado un buen ascenso en 2000— aunque nunca habían tenido una relación muy estrecha.3 —Steve me ha dicho que queréis llegar a un acuerdo —dijo Mack cuando Pandit apareció en la línea—. Aquí la situación es dura —continuó Mack—. Estamos estudiando nuestras opciones. —Bueno, me gustaría ser útil —dijo Pandit—, y éste podría ser el momento de hacer algo. Pero antes de que pudieran llegar demasiado lejos, le advir tió: —Te volveré a llamar. Tengo que hablar con mi consejo.
La pantalla negra y anaranjada parpadeó cuando Hank Paul son pasaba revista a las actualizaciones sobre el Reserve Primary Fund en su terminal Bloomberg. —Tenemos una emergencia —Ken Wilson acababa de entrar en el despacho de Paulson y le presentaba una lista de consejeros delegados aterrorizados que habían empezado a llamarlo esa maña na a las 6.30: Larry Fink de BlackRock, Bob Kelly de Bank of New York Mellon, Rick Waddell de Northern Trust y Jim Caracciolo de Ameriprise. 294. Lewis, durante una conferencia ese mismo lunes para hablar de la fu sión con Merrill. Joseph A. Giannone, «Goldman, Morgan Stanley Face Biggest MarketTest», Reuters, 16 de septiembre de 2008. 295. Pandit entró en Morgan Stanley como asociado en 1983. Diecisiete años después, con Mack al timón, se convirtió en presidente de banca de inver sión. Joe Hagan, «The Most Powerless Powerful Man on Wall Street», New York News &Features, 9 de marzo de 2009.
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—Me dice que hay un clamor para conseguir el reembolso del dinero. ¡Están retirando cientos de millones de dólares! —le infor mó Wilson—. La gente está preocupada por todos los que puedan estar expuestos al papel de Lehman. Paulson se removió con nerviosismo. Wilson le dijo además que Morgan Stanley estaba siendo presionada por los fondos de riesgo que también querían el reembolso de su dinero. Y si Morgan Stanley caía, Goldman, la empresa en la que ambos habían hecho toda su carrera, podía ser la próxima. —Otro día, otra crisis —dijo Paulson, con una risa nerviosa que trasuntaba un pánico inminente. Su respuesta instintiva había sido un acuerdo en serie, la solución del sector privado a los proble mas sistémicos. Las firmas se consolidaban, se cubrían sus debilida des las unas a las otras. —Fue como si hubieran trazado una línea en la arena con Lehman Brothers, pero ahora, dos días después, hacen otro rescate —se quejaba esa mañana Nouriel Roubini, profesor de la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York.4 Y ahora lo entendía: mercados de papel comercial y de dinero, ése era el pan nuestro de cada día, la especialidad de Goldman. La crisis los golpeaba en lo más íntimo. A pesar de su estado terminal, Lehman Brothers era un hervi dero de actividad. Legiones de operadores, abogados y otros em pleados, faltos de sueño y deprimidos, seguían trabajando en los teléfonos y haciendo lo que tenían que hacer antes de cerrar la tien da. Tenían todos muy fresco el memorando que Dick Fuld había enviado la noche anterior: «Los últimos meses han sido sumamente problemáticos y desembocaron en nuestra declaración de quiebra. 5 Esto ha sido muy doloroso para todos vosotros, tanto personal como financieramente, y me deja muy mal sabor de boca.» Para muchos empleados furibundos, esto se quedaba extraordinaria mente corto y les traía a la memoria la famosa rendición del empe 296. Nouriel Roubini, citado en Emily Kaiser, «After AIG Rescue, Fed de mayo Find More at Its Door», Reuters, 17 de septiembre de 2008. 297. Serena Saitto y Yalman Onaran, «Fuld Tells Lehman Employees He Feels "Horrible" forTheir Pain», Bloomberg, 17 de septiembre de 2008.
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rador Hirohito del 15 de agosto de 1945, cuando dijo ante una nación atónita que «la situación de la guerra había tomado un rum bo no necesariamente ventajoso para Japón.»6 Pero más tarde, ese mismo día, Bart McDade, Skip McGee y Mark Shafir, que llevaban tres días trabajando con apenas cuatro horas de sueño, por fin pudieron dar una buena noticia: aunque ya era muy tarde para salvar toda la empresa, Lehman tenía un acuer do para vender a Barclays sus operaciones en Estados Unidos por mil setecientos cincuenta millones de dólares, lo cual permitiría salvar al menos una parte de los puestos de trabajo. Algunos de los empleados se pusieron de pie y les brindaron un aplauso.
Mack conocía el motivo de la llamada de Bob Steel, y estaba encantado de hablar con él. Ambos eran graduados de Duke y miembros del consejo de la universidad, y poco después de que Steel se hiciera cargo de Wachovia, Mack había ido a verlo a Char lotte para ofrecer las funciones de asesoría de Morgan Stanley.7 Aquella reunión no había resultado en negocio —el banco tenía a Goldman para ayudarlos a salir del atolladero de Golden West— no obstante, los dos se habían dado cuenta de que hablaban el mis mo idioma y habían decidido mantenerse en contacto. —Tiempos muy interesantes éstos —dijo Steel en esta oca sión—. Me imagino que ya habrás tenido noticias de Kevin. Me dijo que pensaba que debíamos ponernos en contacto —Steel pro siguió, manteniendo un tono estudiadamente vago hasta haber ca librado las intenciones de Mack—. Podría haber una oportunidad para nosotros. Estamos pensando en un montón de cosas. Creo que éste podría ser el momento de hablar, pero tenemos que mo vernos rápido. 298. Transmisión radiofónica a mediodía del 15 de agosto de 1945, Hiro hito siguió diciendo: «Si bien la tendencia general del mundo se ha vuelto en contra de nuestros intereses.» Andrew Roberts, «The Debt Japan Owes These Men», Daily Mail (Londres), 17 de septiembre de 1993. 299. Steel se retiró del consejo en mayo de 2009. Véase http.//trustees. duke.edu
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—Podría ser —respondió Mack, intrigado pero sin compro meterse—. ¿Cuál sería él momento, según tú? —Nos movemos en tiempo real —dijo Steel. Considerando el recalentamiento de los mercados, Mack pen só que al menos valía la pena hablar. Para Steel, un acuerdo con Morgan Stanley era comercial y personalmente atractivo. Todo el tumulto dentro de la compañía había dejado a Mack sin un sucesor claro. Aunque tal vez no desease el puesto de Mack de manera in mediata, un amigo de ambos, Roy Bostock, miembro del consejo de Morgan Stanley, le había dado a entender en privado que un acuerdo entre Morgan Stanley y Wachovia podía ofrecer una solu ción elegante a los problemas de sucesión que pudieran surgir. Esta podría ser una gran oportunidad para que Steel finalmente dirigie ra una empresa de las grandes en Wall Street. Después de hablar con Steel, Mack llamó a Robert Scully, su especialista en negociación, y le contó la conversación. Scully tenía sus dudas, ya que no conocía bien los libros de Wachovia, pero lo que sabía lo alarmó. No obstante, sabía que en esos momentos no se podía desechar automáticamente ninguna opción. Además, Wachovia tenía una de las bases de depósito más grandes y sólidas del país, una característica sumamente atractiva ahora que Morgan Stanley veía cómo volaba su liquidez. Scully, a su vez, llamó a Rob Kindler, un vicepresidente, para decirle que Dave Carroll, el jefe de promoción de negocios de Wachovia, iría a verlos el jueves para poner la cosa en marcha. En la cultura bancaria relativamente cerrada de Morgan Stan ley, Kindler era un advenedizo: escandaloso, directo y proclive a la indiscreción y demasiado aficionado a los trajes gastados, pero, a pesar de su idiosincrasia, era un asesor muy valorado. A Kindler tampoco le gustó al principio la perspectiva de una fusión con Wachovia. Así se lo dijo a Scully y adoptó una postura reflexivamente cínica: —Considerémoslo en contexto por un momento: Bob Steel proviene de Goldman; los banqueros de inversión de Wachovia son Goldman; evidentemente, Paulson es un hombre de Goldman. ¡La única razón por la que vamos a mantener esta reunión con Wacho via es porque Goldman no va a hacer el trato!
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Scully había estado pensando casi lo mismo, pero no había querido decirlo. —No lo sé —dijo—. Quizá sea una mala idea. Kindler no lo pudo evitar y pronto empezó a darle vueltas en la cabeza a las posibilidades del acuerdo. —Podría ser bueno para nosotros —le dijo a Scully—. Nos aporta una base de depósito; una franquicia de banca regional. Vea mos cómo se desarrolla. Scully y Kindler pusieron a Jonathan Pruzan, codirector de la unidad de instituciones financieras de Morgan Stanley, a hacer los primeros números sobre Wachovia. La preocupación evidente era su enorme exposición a las hipotecas basura, por un valor aproxi mado de ciento veinte mil millones de dólares. Cuando empezaron las diligencias debidas con Wachovia, Mack recibió una llamada de Vikram Pandit que equivalía a un «no» moderado a las conversacio nes sobre fusión. —La respuesta es no. No es el momento, pero en algún punto nos interesará hacer algo. Mack colgó, exasperado. Wachovia no era la novia soñada, pero por el momento era la única chica del baile. —Esto es un 11S económico. El silencio podía cortarse en la oficina de Hank Paulson. Casi dos docenas de funcionarios del Tesoro se habían reunido allí el miércoles por la mañana, sentados en los alféizares de las ventanas, en los posabrazos de los sofás o en el borde del escritorio de Paul son, tomando notas. Cerniéndose sobre todos había un retrato de Alexander Hamilton, copia de uno pintado en 1792 cuando la jo ven nación trataba de superar su primer pánico financiero.8 Un asociado del Tesoro, William Duer, que casualmente también era amigo personal de Hamilton, había hecho uso de información pri vilegiada para hacerse una posición con títulos del Estado. Cuando los precios de los bonos se desmoronaron, Duer no pudo cubrir sus deudas y desencadenó el pánico.9 Hamilton optó por no rescatar a 300. Andy Serwer, «Mr. Paulson Goes to Washington», Fortune, 27 de noviembre de 2006. 301. Chernow, Alexander Hamilton, Penguin Press, Nueva York, 2004, p. 293.
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su amigo, pero dio órdenes al Tesoro de comprar títulos del Go bierno para estabilizar el mercado, un modelo largamente olvida do, pero potencialmente instructivo, de intervención estatal. Paulson les dijo a todos que la economía en su conjunto esta ba al borde del colapso. Esa mañana había estado hablando por teléfono con Jamie Dimon, que le había expresado su propia in quietud. A Paulson ya no lo preocupaban sólo los bancos de inver sión. Estaba preocupado por General Electric, una de las mayores empresas del mundo y un icono de la innovación del país. Jeffrey Immelt, consejero delegado de la firma, le había dicho que el papel comercial del conglomerado, que utilizaba para financiar sus ope raciones día a día, podía dejar de circular. Había oído rumores de que JP Morgan había dejado de prestar a Citigroup; de que Bank of America no concedía préstamos a los franquiciados de McDonald's; que las letras del Tesoro eran lo único que todavía inspiraba confianza a los inversores. Paulson sabía que le tocaba lidiar con el pánico financiero; era tal vez el momento más importante de su paso por el Tesoro, y posiblemente de toda su carrera. La noche antes, Bernanke y Paul son habían decidido que había llegado el momento de una solución sistémica; decidir el destino de cada empresa financiera una por una no estaba dando resultado. Habían pasado seis meses entre Bear y Lehman, pero si Morgan Stanley caía, probablemente no pasarían seis horas más antes de que lo mismo le pasara a Goldman. A continuación irían los grandes bancos, y sólo Dios sabía qué po dría pasar a continuación. —La única manera de parar esto tal vez sea dar una respuesta fiscal —dijo. Advirtió ante su personal que sabía y aceptaba que se vería sometido a un enorme bombardeo político; ya lo habían criticado por el rescate de AIG; incluso Barney Frank había llegado a decir, con tono de burla, que iba a proponer una resolución para celebrar el 15 de septiembre como «Día del Libre Mercado».10 10. Frank bromeaba en una audiencia celebrada el miércoles, dos días después de que Lehman fuese a la bancarrota. «Barney Frank Celebrates Free Market Day», The Wall Street Journal, 17 de septiembre de 2008.
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Paulson expuso el primer punto del orden del día: abordar la crisis del mercado monetario. Steve Shafran, un antiguo banquero de Goldman, sugirió que el Tesoro interviniera y garantizara los fondos. —Tenemos autoridad para ello —dijo, citando la Ley de la Reserva de Oro de 1934,11 que reservaba un fondo, que en la actua lidad llegaba a los cincuenta mil millones de dólares, para estabili zar los mercados esenciales. La clave, dijo Shafran, era que sólo necesitaban la aprobación presidencial, pasando por encima del Congreso. —¡Hazlo! —dijo Paulson, y Shafran abandonó la habitación para poner el proceso en marcha. Sin embargo, la estabilización de los bancos no era tan simple. Swagel y Neel Kashkari desempolvaron el documento de diez páginas titulado Rompa el cristal: plan de recapitalización bancaria que habían preparado la primavera pasada: en caso de una crisis de liquidez, el plan requería que el Gobierno interviniera comprando activos tóxicos directamente a los prestamistas, a fin de corregir así sus balances y de permitirles seguir extendiendo el crédito. —Esto es lo que deberíamos hacer —le dijo Kashkari a Paul son. Había participado en Hope Now, uno de los primeros intentos del Gobierno para ayudar a los propietarios de viviendas en apuros, y había aprendido de primera mano lo difícil que sería conseguir que los bancos hicieran nuevos préstamos mientras tuvieran otros inviables en sus balances. Desde Nueva York, donde todavía estaba empantanado en la situación de AIG, el asesor de Paulson Dan Jester sostenía que la compra de activos era un proceso demasiado engorroso y recomendaba en cambio que el capital se inyectase di rectamente a las instituciones. —Lo que más puede impulsar al dólar es la adjudicación de capital —dijo, explicando que aun cuando el mercado siguiera ca yendo, ayudaría a los bancos a superar el desplome. La dificultad de ese enfoque, según el subsecretario David Na son, era el espectro de la nacionalización. Si el Gobierno ponía di 11. Véase http.//www.treas.gov/off i ces/internationalaff airs/esf
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ñero en las empresas, pasaba a ser su propietario de facto, que era precisamente lo que trataban de evitar casi todos los presentes. —¿Es que la gente va a pensar que vamos a darles el mismo trato que a AIG? —preguntó. Paulson seguía prefiriendo el enfoque de Rompa el cristal y asignó a Kashkari y a un equipo la tarea de dar cuerpo a la idea. Por más que el documento fuera interesante en teoría, le faltaban deta lles y eso hacía que fuera imposible de ejecutar. Les dio veinticuatro horas para subsanar las lagunas. —¿Cuánto va a costar esto? —preguntó antes de dar por ter minada la reunión. Kashkari, que allá por la primavera había estimado los gastos en quinientos mil millones, dijo con gravedad. —Va a costar más. No lo sé, puede que el doble. Tras despedir a todos, no sin antes advertirles que su conversa ción había sido confidencial, Paulson llamó a Geithner para com parar notas. —No puedes salir y hablar de grandes cifras en lo que respecta a las necesidades de capital de los bancos sin hacer un sondeo —le dijo Geithner—. Si no te autorizan, seguro que se va a desencade nar un pánico aterrador. Tienes que tener cuidado de no decir nada en público hasta estar seguro de que lo vas a conseguir. El miércoles por la tarde, las acciones de Morgan Stanley ha bían caído un 42 por ciento. Con la esperanza de atraerse a los clientes de fondos de alto riesgo de la compañía, el Deutsche Bank enviaba circulares con el título DB: una contraparte sólida}2 John Mack estaba reunido con su grupo de expertos en previ sión de lo que ya se había convertido en un rito para el final de un día nefasto. A las 14.45, los fondos de alto riesgo empezarían a detraer dinero de sus cuentas de corretaje preferentes, perjudicando todos los balances de crédito y de márgenes. A las tres de la tarde se cerraría la ventanilla del Fed, dejando a la empresa sin acceso a ca 12. Aaron Lucchetti, Randall Smith y Jenny Strasburg, «Morgan Stanley in Talks with Wachovia, Others», The Wall Street Journal, 18 de septiembre de 2008.
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pital adicional hasta la mañana siguiente. Entonces, a las 15.02, se dispararía el diferencial sobre las permutas de seguros de fallo de créditos de Morgan Stanley, o sea, el coste de comprar asegura miento contra los incumplimientos de la firma. Por último, su banco de compensación, JP Morgan, llamaría para pedirles más garantías subsidiarias para su protección. —Lo que está sucediendo aquí es ultrajante —dijo Mack casi gritando. Según él, un ataque contra las acciones de Morgan Stan ley era «inmoral, si no ilegal». En el fondo entendía la ventaja que representaban los inversores a corto para el mercado, pero lo que estaba ahora en juego era su propia supervivencia. —Son reptiles de sangre fría —le dijo Colm Kelleher, director financiero de Morgan Stanley—. Devoran todo lo que se les pone por delante. Mack creía que sus rivales difundían a propósito la especula ción negativa y los rumores eran repetidos sin el menor sentido crítico en CNBC. Estaba tan furioso con esa «cobertura de mierda» que llamó para quejarse a Jeff Immelt, consejero delegado de Gene ral Electric, propietaria de CNBC como parte de su unidad NBC Universal. —No podemos hacer mucho al respecto —fue lo único que le dijo Immelt a modo de disculpa. Tom Nides, jefe administrativo de Mack, pensó que necesita ban pasar a la ofensiva. Nides había sido consejero delegado de BursonMarsteller, el gigante de las relaciones públicas, y llevaba años siendo uno de los asesores de más confianza de Mack. Su in fluencia era tal, que había convencido al republicano de toda la vida para que diera su apoyo a Hillary Clinton. Ahora animó a Mack para que hiciera uso de los teléfonos de Washington y les hiciera ver la necesidad de instaurar una prohibición contra las ven tas a corto. —¡Tenemos que atar cortos a estos gilipollas! —fueron sus palabras. Gary Lynch, que dirigía la sección legal de Morgan Stanley y había sido responsable de aplicar las normas en la SEC, se ofreció para llamar a Richard Ketchum, jefe de regulación de la Bolsa de Nueva York, e implantarle la duda sobre las operaciones sospechosas.
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—Estoy a favor del libre mercado (y también de la libertad en las calles), pero cuando la gente empieza a salir de casa con palos, tal vez sea hora de implantar el toque de queda —dijo. Nides concertó una serie de llamadas para Mack, que también trató de movilizar sus contactos.13 Sin embargo, después de hablar con Christopher Cox, jefe de la SEC, que no estaba dispuesto a hacer nada, se puso todavía de peor humor. Paulson, el siguiente en la lista, se mostró comprensivo con su causa, pero no tenía claro que pudiera hacer algo por ayudarlo. —Lo sé, John, lo sé —dijo, tratando de calmarlo—, pero en esto es Cox el que decide. Veré lo que puedo hacer. A continuación, Mack contactó con su mayor rival, Lloyd Blankfein, de Goldman, en un intento desesperado de encontrar un aliado. —Estos tipos van a por mis acciones y se están haciendo con mis CDS —dijo frenéticamente—. Vosotros estáis en el mismo barco —a continuación le propuso que aparecieran juntos en CNBC como demostración de fuerza. —Eso no es lo mío —fue la respuesta—. No salgo en televi sión. Como Goldman no había entrado de lleno en la crisis, explicó Blankfein, no creía conveniente unirse a él en una guerra contra los cortoplacistas hasta que no fuera absolutamente necesario. Antes del cierre del mercado, Mack envió el siguiente correo a todo el personal. A todos los empleados. De John Mack. Sé que todos estáis hoy pendientes del precio de nuestras acciones. Yo también lo estoy. Después de los marcados benefi cios y de la liquidez de ciento setenta y nueve mil millones de dólares que anunciamos ayer —que prácticamente todos los ana listas de fondos propios destacaron en sus notas esta mañana— 13. Relatado por primera vez por Emily Thornton, «Morgan Stanley's John Mack Swings into Action», BusinessWeek.com, 17 de septiembre de 2008.
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no hay base racional alguna para los movimientos en nuestras acciones ni en las CDS. ¿Qué anda pasando por ahí? Para mí está muy claro: esta mos en medio de un mercado controlado por el miedo y los ru mores, y los cortoplacistas están tirando abajo nuestras acciones. Debéis saber que el comité ejecutivo y yo estamos haciendo todo lo posible por parar esta actuación irresponsable en el mercado. Hemos hablado con el secretario Paulson y con el Tesoro. Tam bién con el presidente Cox y con la SEC. Además, nos estamos comunicando decididamente con nuestras accionistas de largo plazo, nuestras contrapartes y nuestros clientes. Os aliento a to dos a comunicaros también con nuestros clientes y a aseguraros de que conozcan nuestro buen comportamiento y nuestra vigo rosa posición de capital.14 —¡Es ridículo que no pueda tratar con Goldman en un mo mento como éste! —se quejó Paulson a su consultor general, Bob Hoyt. Se suponía que iba a participar en una teleconferencia pro gramada para las tres de la tarde con Bernanke, Geithner y Cox para hablar de Goldman Sachs y Morgan Stanley, pero a menos que consiguiera la exoneración, no podría participar. Dada la situación extrema del mercado, Hoyt le dijo a Paulson que le parecía justo que tratara de conseguirlo. De hecho, el propio Hoyt había redactado el material necesario para solicitarla. Como Paulson había vendido el total de su participación en Goldman antes de asumir su cargo, Hoyt pensaba que podría decirle a la Ofi cina de Ética del Gobierno que Paulson no tenía conflicto alguno, como no fuera su participación en el plan de pensiones de Gold man, pero eso era una parte insignificante de su patrimonio perso nal. Cuando cumpliera los sesenta y cinco años, Goldman le paga ría 10.533 dólares anuales. A Paulson no se le escapaba que la exoneración para poder participar junto a su antiguo empleador no haría sino alimentar la constante teoría de la conspiración sobre sus esfuerzos para ayudar 14. «Morgan Stanley Memo. "There Is No Rational Basis for the Move ments in Our Stock"», WSJ Blog/Deal Journal, 17 de septiembre de 2008.
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a Goldman, pero creía que no tenía otra opción. Esperando poder mantener el secreto, él y Hoyt hablaron de que la existencia de una exoneración sería confidencial. Hoyt recurrió a Fred F. Fielding, consejero de la Casa Blanca que llevaba mucho tiempo en Washington y sabía desenvolverse muy bien en el sistema, y a Bernard J. Knight Jr., responsable de la ética en el Tesoro, que estaba asistiendo a una conferencia en Florida con otro colega de la Oficina de Ética de la Casa Blanca. Dada la gravedad de la situación, prácticamente aceptaron sin reticencias la recomendación de Hoyt. —He decidido que es de gran interés para el Gobierno que participes en cuestiones que puedan afectar o implicar a Goldman Sachs, y eso supera con creces la preocupación de que tu participación pueda llevar a una persona razonable a cuestionar la integridad de los programas y operaciones del Gobierno —escribió Knight en un correo. La oficina de Fielding lo hizo oficial al enviar una copia de la exoneración formal al edificio del Tesoro. Bajo el membrete de la Casa Blanca, empezaba: «Este memorando concede una exoneración...»15 Después, se podía leer: En su cargo como secretario del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, es usted responsable de servir al pueblo americano y de reforzar la seguridad nacional gestionando eficazmente las finanzas del Gobierno de Estados Unidos, promoviendo el crecimiento y la estabilidad y garantizando la seguridad y la solidez de los sistemas financieros nacionales e internacionales. Actualmente tiene usted intereses en un plan de pensiones a través de su antiguo empleador, Goldman Sachs, que representa apenas una pequeña parte de su cartera global de inversiones. Por este motivo, sus intereses financieros en el plan no son tan importantes como para afectar a la integridad de sus servicios al Gobierno. Con esta exoneración, se le autoriza a participar personal y sustancialmente en las cuestiones particulares que afectan a este determinado plan de pensiones, incluida la capacidad del 15. El autor consiguió una copia de dicho memorando.
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grupo Goldman Sachs, Inc., para hacer frente a las obligaciones que tiene para con usted según este plan. Sin que se le diera difusión pública, Paulson era ahora oficial mente libre para ayudar a Goldman Sachs.
Parad esta locura, necesitamos una tregua,16 era el asunto del correo de Glenn Schorr, analista de UBS que cubría el sector ban cario. Una misiva acompañaba su último informe del miércoles por la tarde a los clientes. Creemos que los inversores deberían centrarse en la gestión del riesgo y en el rendimiento y no sólo en el hecho de si tienen depósitos minoristas (los bancos también quedan fuera del nego cio, por lo que hemos visto, y a este ritmo, tras los reembolsos de fondos monetarios, los depósitos podrían estar a la vuelta de la es quina). En nuestra opinión, una falta de confianza y de consolida ción forzada en empresas que sean «demasiado grandes para caer» no puede ser la solución final —decía—. El mundo debería estar seriamente preocupado por esto, porque si continuamos expri miendo el balance del sistema financiero y nos quedamos con me nos actores en el sector, el crédito disponible para las corporaciones y los fondos de alto riesgo se reducirá, y el costo del capital se dis parará en todas partes. El correo llegó finalmente al edificio del Tesoro, donde Paul son estaba respondiendo a una larga lista de llamadas, tratando de formarse una idea realista de lo que estaba sucediendo en Wall Street. Entre la gente con la que hablaba estaba Steve Schwarzman, presidente de Blackstone Group, el gigante del capital riesgo. —¿Qué tal te va el día? —se burló Schwarzman cuando entró la llamada. —Nada bien. ¿Qué ves por ahí? —preguntó Paulson. De repente, la conversación se puso seria. 16. El autor obtuvo una copia del correo electrónico de Schorr.
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—Tengo que decirte que los sistemas se van a desmoronar en cuestión de días. Dudo de que podamos abrir los bancos el lunes —dijo Schwarzman, muy afectado por lo que estaba viendo. —La gente está dejando sin recursos las instituciones finan cieras, están retirando el dinero de las firmas de corretaje porque no quieren quedarse los últimos, como en Lehman. Y eso va a llevar al colapso a Goldman y a Morgan Stanley. Nadie piensa en otra cosa que en su propio interés —le dijo Schwarzman—. Tenéis que hacer algo. —Estamos trabajando en algunas cosas —dijo Paulson—. ¿Qué crees que debemos hacer? —¡Tenéis que abordar lo que estéis haciendo con la perspecti va del sheriff de una ciudad del Oeste donde las cosas se están sa liendo de madre —replicó Schwarzman—, y tenéis que hacer el equivalente de salir al mercado real y disparar al aire unas cuantas veces para demostrar que sois los que mandan, porque ahora mis mo no manda nadie! Paulson se quedó escuchando, tratando de imaginarse en ese papel. —¿Qué aconsejas? —Verás, lo primero que podríais hacer es parar la venta a cor to de las instituciones financieras, olvídate de si es eficaz para redu cir la presión, aunque podría serlo. Lo que sucederá es que asusta réis a los que participan en el mercado y reconocerán que las cosas van a cambiar y que no pueden seguir invirtiendo de la misma ma nera, y eso hará que la gente se pare a pensar —dijo Swcharzman. —Vale. No me parece mala idea —reconoció Paulson—. Ya hemos estado hablando de eso. Podría hacerlo. ¿Qué más? —Yo pondría coto a la capacidad de la gente para retirar el dinero, ya sabes, transferir sus cuentas de corretaje —continuó Schwarzman—. Realmente nadie quiere sacar su cuenta de Gold man o de Morgan. Sólo tienen la sensación de que tienen que ha cerlo para no ser los últimos en abandonar un barco que se va a pique. —No tengo poderes para eso —replicó Paulson. —Podrías poner coto a la capacidad de la gente para suscri bir CDS sobre instituciones financieras —le sugirió Schwarzman
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como alternativa—, lo cual está sometiendo a las instituciones fi nancieras a una gran presión. —Tampoco tengo poder para eso —protestó Paulson. Schwarzman, preocupado por no estar transmitiéndole a Paul son lo que quería, le dijo: —Mira, tienes que anunciar algo de gran envergadura para salvar el sistema, alguna cantidad ingente de dinero que se destine a abordar sus problemas. —Bueno, no estamos dispuestos a hacer eso aún —le dijo Paulson—. Tenemos algunas ideas. —No creo que sea pertinente que todavía no lo tengas total mente cocinado —dijo Schwarzman—. Tienes que hacer un anun cio mañana para parar el derrumbe, y tienes que pensar en algo que llame la atención de la gente.
—¿Qué pasa? —preguntó John Mack alarmado cuando su di rector financiero, Colm Kelleher, entró en su oficina a última hora del miércoles, con la cara cenicienta. —John —Kelleher pronunció con sus marcado acento britá nico—, nos vamos a quedar sin dinero el viernes. Había estado vigilando nervioso cómo iban mermando las re servas de la compañía —sus activos líquidos— del mismo modo que un piloto mira el medidor de combustible mientras sobrevuela en círculos un aeropuerto, esperando que le den permiso para aterrizar. —Eso no puede ser —dijo Mack ansioso—. Hazme un favor, vuelve a la sección de financiación y échale otro vistazo. Algunos clientes habían tomado a mal su memorando y habían llamado furiosos a la empresa. Sin embargo, por mucho que les hu biera molestado el ataque a los cortoplacistas, los clientes de la em presa todavía se iban a enfadar más aún. Mack estaba repasando el lenguaje con que había redactado la declaración que iba a publicar al día siguiente apoyando la investigación de Cuomo sobre las ventas a corto. Aunque sabía que iba a enfurecer a los clientes, provocando que muchos de ellos se marcharan con su dinero, Mack estaba con vencido de que no podía hacer otra cosa que no fuera apoyarlo.
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Morgan Stanley aplaude al fiscal general Cuomo por em prender acciones enérgicas para arrancar de raíz las ventas a corto de los valores financieros que sean indebidas. Al poner en mar cha una amplia investigación de esta conducta manipuladora y fraudulenta, el fiscal general Cuomo ha dado muestras de un li derazgo decisivo en la tarea de estabilizar los mercados financie ros. También apoyamos su llamada a la SEC para imponer una congelación temporal de las ventas a corto de los valores finan cieros, teniendo en cuenta los movimientos extremos y sin prece dentes en el mercado que no están motivados por los valores in dividuales.17 Kelleher volvió a la oficina de Mack treinta minutos después de haber sido enviado a revisar los balances de la firma, algo menos conmocionado, pero poco menos. Después de haber encontrado algo más de dinero atrapado en el sistema entre transacciones que todavía no se habían concretado, revisó su prognosis: —Es probable que lleguemos a comienzos de la semana que viene.
Paulson estaba encorvado sobre su teléfono, esforzándose por oír a Bernanke y Geithner en el altavoz. Era la última hora del miércoles, y el personal del Tesoro se estaba preparando para otra noche completa. Bernanke no ocultaba su frustración: no creía que la crisis pudiera resolverse con acuerdos individuales ni con una solución única. —No podemos seguir haciendo esto —le insistió a Paulson—. El Fed no tiene los recursos necesarios ni la legitimidad democráti ca para ello. Es importante que intervenga el Congreso y tome el control de la situación.
17. Comunicado de prensa del 18 de septiembre de 2008. El texto com pleto se encuentra en la sección de prensa del sitio web de Morgan Stanley, http://www.morganstanley.com
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Paulson estaba de acuerdo en teoría, pero le preocupaba que Bernanke estuviera menospreciando el cálculo político. —Entiendo que vosotros no queráis combatir este incendio solos, pero lo peor sería que fuera a preguntar y me sacaran con cajas destempladas —dijo Paulson—. Entonces demostraremos que somos vulnerables y que no tenemos las armas que necesita mos. —No hay ateos en la madriguera del zorro, ni ideólogos en las crisis financieras18 —dijo Bernanke, tratando de convencerlo de que la intervención era necesaria. Paulson coincidió, pero anunció que si iban a seguir adelante, quería promover su plan para que el Gobierno comprara los activos tóxicos, una solución que creía más aceptable desde el punto de vista político, ya que sería comparable a la Resolution Trust Corpo ration (RTC) de la década de 1980. 19 El Congreso creó la RTC en 1989 para que se ocupara de los más de cuatrocientos mil millones en préstamos y otros activos de setecientos cuarenta y siete tenedo res fallidos como parte de la crisis de S & L. Paulson pensaba que la idea tenía sus méritos y venía respalda da por un artículo de opinión publicado en The Wall Street Journal de esa mañana, en el que se ofrecía un plan similar de Paul A. Volc ker, ex presidente de la Reserva Federal; Nicholas F. Brady, antiguo secretario del Tesoro; y Eugene A. Ludwig, ex controlador de la moneda. Según el artículo, este nuevo organismo gubernamental po dría adquirir el papel en apuros a los valores justos de mercado, en lo posible, manteniendo a la gente en su casa y a los negocios ope rativos.20 Al igual que la RTC, este mecanismo debería tener una vida limitada y ser gestionado por profesionales imparciales. La pa 302. Peter Baker, «A Professor and a Wall Street Deal Maker Bury Oíd Dogma on Free Markets», The New York Times, 21 de septiembre de 2008. 303. Lee Davidson, «The Resolution Trust Corporation and Congress, 19891993», FDICBanking Review, núm. 2, 2006, p. 18. 304. Extracto de un editorial escrito por Nicholas F. Brady, Eugene A. Ludwig, y Paul A. Volcker, «Resurrect the Resolution Trust Corp.», The Wall Street Journal, 17 de septiembre de 2008.
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tología de la crisis era tal, que si no se iba por delante de ella y se enfrentaba con decisión, iría «devorando, uno tras otro, a los esla bones más débiles de la cadena». El jueves por la mañana, Tom Nides, que vivía en Washington y viajaba todas las semanas a Nueva York, se despertó temprano en el hotel Regency y fue al gimnasio. Mientras leía The New York Times en una máquina elíptica, a punto estuvo de caerse al encon trarse con el artículo de la primera página, encabezado con el si guiente titular: «Mientras el miedo se extiende, los titanes de Wall Street ven desplomarse sus acciones.»21 En medio del artículo se citaban las palabras de dos personas que habían sido informadas de conversaciones para una fusión entre Morgan Stanley y Citigroup. Según esas fuentes, John Mack le había dicho a Vikram Pandit: «Necesitamos una fusión, si no, no lo vamos a conseguir.»22 Niles no podía creer que Mack hubiera dicho eso. —¿Has visto esa mierda irresponsable que publica Times} —preguntó a Mack en cuanto pudo comunicarse con él—. Tú no has dicho eso, ¿verdad? —No, no —insistió Mack—. Jamás he dicho eso. Decidida mente, no usé esas palabras. Nides sabía que tenía que desmentir la cita inmediatamente. Ya estaba recibiendo llamadas de otros medios de comunicación. —¿Qué mierda de reportero eres? —espetó a uno de los auto res del artículo, Eric Dash, cuando lo encontró en su teléfono mó vil—. ¡Tienes que desmentir esa historia! Mack, mientras tanto, se disponía a dirigirse a sus empleados por segunda vez en cuatro días, deseoso de tranquilizarlos, especial mente después del artículo de Times. Había invitado a Eugene A. Ludwig, presidente de Promontory Financial Group y uno de los autores del editorial publicado el día anterior en The Wall Street
305. Ben White y Eric Dash, «As Fears Grow, Wall St. Titans», The New York Times, 17 de septiembre 17 de 2008. Véase la caída de acciones. 306. Una nota adjunta del editor en The New York Times del 17 de sep tiembre de 2008 dice que tanto Morgan Stanley como Citigroup niegan «rotun damente» que Mack haya hecho jamás ese comentario.
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Journal a favor de una estructura similar a la RTC, para que le sirviera de asesor. Combatiendo un resfriado y con las gafas resbalándole por la nariz, Mack estaba en el principal patio de operaciones de Morgan Stanley, desde donde sus palabras eran transmitidas a sus emplea dos de todo el mundo. Habló con palabras sencillas, sin guión, con su acento de Carolina del Norte tal vez más marcado de lo habi tual. —Ya habéis visto la posición de efectivo, habéis visto nuestros beneficios, veréis, todo eso, a diferencia de lo que se ha dicho sobre otras empresas, esos números, son números reales —les dijo—. Es tamos limpios, estamos haciendo dinero. También hemos hecho mucho dinero los últimos ocho días, pero eso no cambia nada las cosas. Hoy en día operamos en un mercado en el que la marrullería financiera, los rumores y las insinuaciones son mucho más podero sos que los resultados reales. Creo que la cuestión es: ¿cómo salimos de este caos? Esto es el caos. Me apena ir al patio de operaciones y ver el aspecto que tenéis. Sé que estamos en un interregno, y sé que algunos de vosotros estáis muy asustados... Bueno, puede que todos estemos muy asustados. Queréis vender vuestras acciones, pues vended vuestras acciones, no voy a tenerlo en cuenta y no me im porta. Yo no vendo y bueno, podéis decir: «John, tú tienes muchas, no tienes que preocuparte...» ¡Ah!, ya sabéis, es cierto que tengo muchas y sí me preocupa, pero realmente me preocupa mucho más que tengáis paz de espíritu. De modo que si queréis vender, haced lo, vended.
En Goldman Sachs ya no se podía negar el pánico. Puede que el signo más evidente de ansiedad fuera que Gary Cohn, copresi dente, que generalmente permanecía apostado en su oficina de la planta 30, se hubiera trasladado al despacho de Harvey M. Schwartz, jefe de la división global de valores, que tenía una cristalera que daba a la planta de contratación. La puerta se dejaba abierta para poder ver y oír directamente lo que estaba pasando. La Reserva Federal y los demás bancos centrales acababan de anunciar planes para inyectar ciento ochenta millones de dólares
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para estimular el sistema financiero, pero al parecer el plan no esta ba produciendo ningún efecto notable. Las acciones de Goldman abrieron con una bajada del 7,4 por ciento. CNBC, que podía ver se en pantallas planas colgadas en las paredes de la planta de contra tación de Goldman, había introducido una nueva «especie» en el lateral inferior izquierdo de la pantalla que decía provocadoramen te: «¿Está seguro su dinero?» Era una pregunta que los clientes de Goldman ya empezaban a hacerse. Lo bueno para Goldman era que los reembolsos apenas supe raban a los ingresos. Hasta cierto punto había podido capitalizarse en desmedro de otros, ya que los fondos de alto riesgo necesitaban ejecutar sus transacciones en alguna parte. Cuando Steve Cohén, de SAC Capital, transfirió varios miles de millones a Goldman, los operadores empezaron a dar saltos de alegría. Por otra parte, Stanley Druckenmiller, un acólito de George Soros que valía más de tres mil quinientos millones de dólares, ha bía retirado la mayor parte de su dinero a comienzos de la semana, preocupado por la solvencia de la empresa.23 Si se difundía la noti cia de que un gestor de fondo de alto riesgo de la fama de Druc kenmiller había perdido su confianza en Goldman, eso sólo podía causar una retirada masiva de fondos. Cohn lo llamó y trató de convencerlo de que volviera a ingresar el dinero en la empresa. —Tengo mucha memoria —Cohn había decidido llevar esto personalmente, y advirtió a Druckenmiller, en cuyo honor había celebrado incluso una fiesta benéfica en su propio apartamento—, y verás, lo que estoy haciendo ahora es averiguar quiénes son mis amigos y quiénes mis enemigos, y estoy haciendo listas. Druckenmiller, sin embargo, no se movió un ápice. —Me importa una mierda, es mi dinero —le retrucó. A dife rencia de la mayoría de los fondos de alto riesgo, el de Druckenmi ller estaba formado fundamentalmente por su propio dinero—. Es 23. Esa semana, Stanley Druckenmiller había ocupado el puesto ciento cinco en la lista anual de Forbes de los cuatrocientos estadounidenses más ricos, con un patrimonio neto de tres mil quinientos millones de dólares. «The Forbes 400 List», Forbes, 17 de septiembre de 2008.
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mi sustento —añadió—. Tengo que protegerme y realmente me importa una mierda lo que puedas decir. —Puedes hacer lo que quieras —le dijo Cohn en tono estu diadamente mesurado—, pero esto cambiará nuestra relación du rante mucho tiempo. Media hora antes de la llegada prevista a Morgan Stanley de David Carroll y el equipo de Wachovia, Kindler llamó a Scully a su despacho. Kindler estaba en su oficina, mirando por la ventana a la multitud de reporteros gráficos apostados a la puerta del edificio. —¿Por qué tendríamos que reunimos justo aquí, con tantos lugares como hay? —preguntó Kindler—. Ahí fuera hay perio distas. —No te preocupes, todo irá bien —lo tranquilizó Scully, que había tomado precauciones y había dado instrucciones de que Ca rroll entrara por la entrada de personal de la Calle 48. Lo único que quería Kindler era echarle mano al libro de hi potecas de Wachovia para poder examinarlas una por una. Morgan Stanley también había insistido en ver el plan de ne gocios de Wachovia, pero Carroll no pasó por eso. —Nuestra consultora general dice que eso es un verdadero problema —dijo. Kindler, convencido de que Wachovia estaba tratando de ocul tar algo, llamó hecho una furia al consultor general de Morgan, Gary Lynch, y le dijo que le apretara las tuercas a su colega de Wachovia, Jane Sherburne. —Es una cuestión legal importante —le explicó ella—. No podemos haceros partícipes de los datos si no llegamos a un acuer do de fusión. También Lynch empezaba a sospechar algo. ¿Serían las cifras de Wachovia peores de lo que se sabía?
—Bueno, no podemos cerrar un trato sin ver los datos —le dijo a su vez. Sherburne se ablandó. Lloyd Blankfein, con el primer botón de la camisa abierto y floja la corbata, miró la pantalla de su ordenador y vio con desáni mo que el precio de sus acciones había caído un 22 por ciento, quedando en 89,29 dólares. Blankfein, que hasta ese momento se
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había resistido a lanzarse contra los cortoplacistas, estaba empezando a convencerse de que la presión sobre sus acciones no era un accidente. Acababa de hablar con Christopher Cox y le había dicho al presidente de la SEC: —Esto está empezando a ser intencionado. Tal vez sea necesario que hagáis algo al respecto. Llamó a Dimon. —Tenemos que hablar —dijo mientras trataba de explicar sosegadamente el problema—. No digo que tú lo estés haciendo, pero aquí hay muchas huellas. —Bueno, es posible que la gente esté haciendo cosas que yo desconozco —replicó Dimon—, pero saben lo que yo he dicho, y es que no voy a ir a nuestros competidores en medio de todo esto. Blankfein, sin embargo, no se creía su explicación. —Pero, Jamie, si siguen haciéndolo, ¿no es posible que les digas que no lo hagan? —Blankfein, gran entusiasta del cine, empezó a representar su propia versión de Algunos hombres buenos—. ¿Ordenaste el Código Rojo? ¿Dijiste que los tuyos jamás harían algo? Dimon se limitaba a escucharlo pacientemente, tratando de no dar a Blankfein más cuerda. —Jamie, la cuestión es que yo no creo que les hayas dicho que actúen así, pero si quisieras poner coto a todo esto en tu organización, con amenazas, podrías obligarlos a parar —dijo Blankfein. Incluso atenazada por el pánico, Goldman seguía siendo Goldman, y Dimon no quería una guerra. En media hora había dado órdenes a Steve Black y a Bill Winters, codirectores del banco de inversión de JP Morgan, de que enviaran un correo a toda la compañía:24 No queremos que nadie en JP Morgan se aproveche del comportamiento irracional que está teniendo lugar en el mercado respecto de algunos corredores de valores de la nación. Estamos operando como de costumbre con Morgan Stanley y Goldman Sachs como contrapartes. Si bien ambas son una formidable competencia, durante este período no queremos que nadie se di 24. El autor consiguió una copia del mismo.
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rija a sus clientes o empleados con ánimo depredador. Queremos hacer todo lo posible para seguir respaldando su actividad y no hacer nada que pueda afectarlos negativamente. No creemos que nadie haya hecho nada impropio, pero queremos subrayar lo importante que es ser constructivo en estas circunstancias. Lo que está sucediendo con el modelo del corre dor de valores es irracional, y no favorece a JP Morgan ni al sis tema financiero del país.
En torno al mediodía, Hank Paulson revisó la última versión del pliego de condiciones que su personal había redactado durante la noche sobre la cuestión de qué hacer con los activos tóxicos, es perando que fuera aceptable para presentarla al Congreso. Su círcu lo más próximo se había reunido en su oficina, colocando sillas al rededor de un sofá de esquina. —Así tiene mucho mejor aspecto —dijo, pasando las pági nas—. Es muy simple —hizo una pausa y examinó las caras agota das de los presentes—. Quiero reiterar que tenemos que llevar esto al Capitolio rápidamente. No queremos acompañarlo de medidas punitivas. Se trata de recapitalizar nuestros bancos e instituciones financieras poniendo un precio a los activos. Sólo quedaba por abordar una cuestión más, tal vez la más im portante de todas: el coste. Iba a ser enorme, y a uno y otro lado de la Circunvalación de Washington, se percibiría como otro rescate. Paulson miró a Kashkari, que estaba sentado a su izquierda, en el sofá, en busca de asesoramiento. La preocupación clave en ese momento era si gastar tal cantidad de dinero iba a hacer necesario solicitar al Congreso un incremento del límite de endeudamiento, un farolillo político que exigiría que el Congreso votase para elevar el monto de la deuda que asumiría el país.25 Acababa de aumentar esa cantidad en 10.615 billones en julio. 25. El «techo de endeudamiento» era una patata caliente política que requería que el Congreso votara para aumentar el volumen de endeudamiento del país, y el Congreso acababa de subir la cantidad hasta los 10.615 billones en julio.
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Mientras el grupo discutía a grandes rasgos la legislación pro puesta, la opinión de Kashkari era que debían tratar de evitar total mente la cuestión. —No sé si es viable sin tener que referirse al límite de endeu damiento. ¿Por qué no nos limitamos a decir que no es una cues tión para tocar el límite de endeudamiento? —Eso no se puede hacer —señaló Paulson—. No quiero plan tear esa cuestión y fracasar. Ése es el asunto, después la gente em pieza a centrarse en eso. —Yo hice el análisis —contó Phillip Swagel, consultando sus notas. Había determinado que sólo necesitarían quinientos mil mi llones de dólares, siempre que la situación no fuera a peor. Para Paulson, que se tenía por f iscalmente conservador, la res puesta era evidente. —Está bien, entonces creo que lo responsable es plantear el límite de endeudamiento —dijo, dando instrucciones a Kevin I. Fromer, subsecretario de asuntos legislativos, cuyo trabajo era con vencer al Congreso, de que inventara un nuevo lenguaje. —Puedes hacer lo que dices, pero no tienes que ponerlo en este documento —replicó Fromer, resistiéndose a la petición de Paulson—. Nunca hemos propuesto una legislación relacionada con el límite de endeudamiento. Simplemente constatamos que debemos hacerlo y literalmente le decimos al Congreso que tiene que hacerlo. Y ellos aceptan porque los asusta demasiado la idea de no hacerlo. Es sólo una cuestión de óptica. Antes de dar por terminada la reunión, Paulson planteó un último problema: Wachovia podría venirse abajo. Estaba recibien do mensajes de Kevin Warsh advirtiendo de que las finanzas del banco estaban mucho peor de lo que creían. Todos entendieron la importancia de esta afirmación. Después de todo, Bob Steel, su ex colega, era su consejero delegado. —Si Wachovia fracasa, voy a tener que salir corriendo otra vez hacia el Congreso. ¡De modo que espero que suceda después de enero! Todos acabaron riendo. —Oye, Jamie acaba de llamarme para sonsacarme algo —le dijo Colm Kelleher a John Mack el jueves a mediodía de camino a
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su oficina—. Dijo que llamaba para ver si podía ayudar en algo —añadió Kelleher—. Fue extraño. James Gorman, el copresidente de la compañía, acababa de informar de una llamada similar, respondió Mack, y Geithner tam bién había llamado antes para sugerir que hablase con Dimon como posible socio para una fusión. —Está claro que si él nos llama es que quiere un acuerdo —dijo Kelleher—. Jamie siempre anda rondando. Ya sabes cuál es su lema: «Hagámonos amigos de esos tipos antes de comérnoslos.» A Mack le molestaban estas sugerencias. No tenía especial in terés en hacer un trato con Dimon, pues creía que implicaría dema siado solapamiento. Pero decidió dejar de hacer conjeturas sobre lo que podía traerse entre manos y preguntárselo directamente. —Jamie. Geithner dice que debo llamarte —dijo Mack abrup tamente cuando Dimon se puso al teléfono unos minutos des pués—. No nos andemos con rodeos. ¿Quieres un acuerdo? —No, yo no quiero un acuerdo —dijo Dimon sin ambages, frustrado porque ésta era la segunda llamada que había recibido ese día de un competidor molesto con él. —Bueno, no deja de ser interesante —replicó Mack—. Lla mas a mi director financiero y a mi presidente. ¿A qué se debe? —Quería ser útil —repitió Dimon. —Si quieres ayudar, entonces habla conmigo. No quiero que andes llamando a los míos —dijo Mack, colgando el teléfono. La planta 50 de la unidad de transacciones de renta fija de Goldman estaba al borde del cataclismo el jueves a mediodía. No había transacciones y las acciones habían caído al nivel más bajo de los últimos seis años. —El mercado está funcionando con el supuesto de que todas las instituciones financieras están bajando26 —dijo Michael Petroff, gestor de cartera de Heartland Advisors a FrancePresse esa maña na—. Ahora es una cuestión emocional. 26. «European Shares Rise after Central Bank Plan, Asia Losses», France Presse, 18 de septiembre de 2008.
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Jon Winkelried, copresidente de Goldman, había estado reco rriendo las oficinas, tratando de tranquilizar a la gente. —Podríamos captar cinco mil millones en una hora si quisié ramos —dijo a un grupo de operadores, dando a entender que nada estaba perdido. Pero entonces, a la una del mediodía, el mercado —y las accio nes de Goldman— de pronto dieron un vuelco, y subieron a 87 y luego a 89 dólares. Los operadores escudriñaron sus pantallas tratan do de determinar a qué se debía la subida y descubrieron que la Au toridad de Servicios Financieros del Reino Unido había anunciado una suspensión de treinta días sobre las ventas a corto de veintinueve valores financieros, entre los cuales estaban los de Goldman Sachs. Era exactamente lo que Blankfein y Mack habían tratado de conven cer a Christopher Cox, de la SEC, de que hiciera. Todos los intercomunicadores de la planta de contratación de Goldman sonaron llamando la atención. Un joven operador había encontrado en Internet una versión del himno nacional y la había he cho sonar en los altavoces para conmemorar el momento.27 El mercado estaba dando un vuelco, y la bandera seguía allí. Nueve minutos después se empezó a correr la voz de que tam bién Paulson estaba trabajando en algo grande. Un titular apareció en los Bloomberg: «Según Schumer, el Tesoro y el Fed estudian un plan más amplio para superar la crisis», otra inyección de optimis mo al mercado.28 Exactamente a las 15.01, el mercado despegó. Los operadores de toda Wall Street subieron el volumen cuando Charlie Gaspari no, de la CNBC, informó de lo que decían sus fuentes de Wall Street: el Gobierno federal estaba preparando «una especie de plan RTC» para «retirar parte o la totalidad de los activos tóxicos de los balances de bancos y corredores».29 Interpretando la expresión RTC 307. The New York Times, 2 de octubre de 2008. 308. Alison Vekshin, «Treasury, Fed Weighing Wider Plan to Ease Crisis, Schumer Says», Bloomberg, 18 de septiembre de 2008. 309. «El secretario del Tesoro Hank Paulson está trabajando en una solu ción tipo RTC para solucionar la crisis financiera, informa Charlie Gasparino de CNBC», CNBC, 18 de septiembre de 2008.
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como una señal de «todo va a ir bien», los operadores impulsaron inmediatamente las acciones al alza. Entre el comienzo del informe de Gasparino y el final, el mercado subió 108 puntos, un breve alivio de la constante espiral descendente.
En el Tesoro, Paulson y Kashkari habían celebrado una tele conferencia de una hora con Geithner y Bernanke, tratando de de cidir el camino con menos resistencias políticas para apoyar a los bancos. Bernanke, a quien el plan parecía fastidiarle, era partidario de inyecciones directas de capital, una medida que había funciona do en otros países. Geithner, que había despotricado sobre la necesidad de una «acción decidida», de repente empezó a hablar de la posibilidad de abrir la ventanilla del Fed prácticamente a todas las instituciones financieras con activos del tipo que fueran. Sería una actuación atrevida que seguramente sería bien recibida por los inversores. —No entiendo, ¿qué quieres decir? —intervino Kashkari—. Si el Fed realmente quisiera interpretar su autoridad de una manera creativa, ¿podría hacer todo esto sin legislación? Paulson lanzó a Kashkari una mirada furiosa, ya que era preci samente lo que había estado esperando de Geithner: que conven ciera a Bernanke de la necesidad de hacerlo, salvándole así a él de un paso por el Congreso. —No podemos hacer eso —reconvino Bernanke a Geithner. La conferencia tenía que terminar rápidamente porque a Paul son y a Bernanke los esperaban en Washington a las 15.30 para poner al tanto al presidente Bush de su plan en el Ala Oeste, y Ber nanke todavía tenía que desplazarse desde la Reserva Federal. Cuando Paulson y Kashkari iniciaron su paseo de tres minutos por el aparcamiento hasta la Casa Blanca, Paulson recibió una lla mada de Nancy Pelosi. —Señor secretario —Pelosi estaba consternada—, nos gusta ría reunimos con usted mañana por la mañana por cierto caos que percibimos en los mercados.30 30. El 28 de septiembre, Pelosi relató su conversación telefónica con
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Sabiendo que necesitaría empezar con la mayor brevedad a ganarse apoyos en el Congreso para su plan, le respondió: —Señora presidenta, esto no puede esperar hasta mañana. Te nemos que ir hoy mismo. Al llegar al Despacho Oval, los funcionarios del Tesoro se sen taron en el par de sofás que hay en el centro de la sala. Pronto se unieron a ellos el vicepresidente Cheney, Josh Bolten, jefe de perso nal de Bush y viejo amigo de Paulson de su etapa en Goldman, entre otros funcionarios de la Casa Blanca. También estaban allí Bernanke y Warsh. Paulson contó a Bush sin andarse con rodeos que el sistema financiero se venía abajo. —Si no actuamos con decisión, señor presidente —dijo—, podríamos caer en una depresión aún mayor que la de la Gran Cri sis —una evaluación que compartía Bernanke. Bush trataba de entender el curso preciso de los acontecimien tos. —¿Cómo hemos llegado a esto? —preguntó. Paulson pasó por alto la pregunta. Para responderle tendría que haber explicado toda una década de regulaciones excesivamen te permisivas —algunas de las cuales él mismo había apoyado— unida al exceso de ambición de algunos banqueros y la vida por encima de sus posibilidades de muchos propietarios de viviendas. Prefirió más bien seguir adelante y le dijo al presidente que tenía pensado solicitar al Congreso por lo menos quinientos mil millo nes de dólares para la compra de activos tóxicos, explicando que esperaba que el programa estabilizara el sistema. Se apresuró a señalar las ramificaciones políticas, sugiriendo que comprar activos tóxicos era en conjunto una opción más acep table que comprar participaciones en los propios bancos. Bush asintió, pero todavía confundido por la cifra de quinien tos mil millones, preguntó: —¿Va a ser suficiente? Paulson en el programa 60 Minutes de Scott Pelley en la CBS. Pelley también entrevistó a Paulson en ese programa. «Secretary Paulson Details the Federal Bailout», 60 Minutes, CBS, 28 de septiembre de 2008.
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—Es mucho. Marcará una diferencia —le aseguró Paulson, y le dijo que aunque a él le habría gustado pedir más incluso, no creía que pudiera conseguirlo. Todos sabían que iba a ser una cuestión políticamente muy controvertida, pero Paulson insistió: —Es indispensable que vayamos al Congreso. El Tesoro no tiene la autoridad necesaria. Paulson hizo una pausa y luego añadió: —En teoría, Ben podría hacerlo. Paulson había decidido entrar él mismo en el juego de la polí tica y, al parecer, trataba de ver hasta dónde podía empujar a Ber nanke que, por lo que él entendía, tenía poderes prácticamente ili mitados siempre y cuando quisiera usarlos. —Ben, ¿puedes hacer esto? —preguntó el presidente Bush, adi vinando una oportunidad. A Bernanke, sin embargo, no le gustó que lo pusieran en el brete y trató de sortear la pregunta. —Eso es realmente política fiscal, no política monetaria —dijo con su tono profesoral. Bush lo entendió. —Tenemos que hacer lo que sea necesario para resolver este problema —coincidió, pero consciente de sus bajos niveles de apro bación, sabía que no podría ser de gran ayuda en el Capitolio. —Deberíais ir vosotros. —Lo que esto implicaba estaba claro: Paulson y Bernanke quedaban librados a su suerte. Sin embargo, Bush insistió en que los dos hombres vendieran la idea al Congreso sin tardanza. Cuando salieron de la Casa Blanca, Kashkari se volvió hacia Paulson: —No me podía creer la forma en que presionaste a Ben. —Tal vez Ben llegará a hacerlo—dijo Paulson limitándose a sonreír.
Lloyd Blankfein no se había calmado por el tardío vuelco de los mercados, gracias al cual la acción de Goldman acabó el día en ciento ocho dólares, un resultado todavía mejor teniendo en cuenta que había llegado a los 86,31. En su oficina estaban Gary Cohn;
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David Viniar, director financiero de la compañía; Jon Winkelried, copresidente; John Rogers; y David Solomon. Él sabía que hasta que Morgan Stanley cayera, Goldman tal vez podía considerarse a salvo, aunque eso era un magro consuelo. Ese mismo día, Gary Cohn había hablado por teléfono con Kevin Warsh, de la Reserva Federal, tratando de encontrar una ma nera de ir por delante del maremoto financiero. Warsh lanzó la idea de que tal vez Goldman debería pensar en fusionarse con Citigroup, una maniobra que podría resolver importantes problemas para am bas partes. Goldman podría conseguir una enorme base de depósi tos, mientras que Citigroup se haría con un equipo de gestión sus ceptible de ser apoyado por los inversores. Cohn había manifestado sus dudas. —Tal vez no funcionase porque nunca aceptaría su balance —explicó—. Y las cuestiones sociales serían enormes. Lo de «cuestiones sociales» era otro código de Wall Street para referirse a quién dirigiría la empresa. Los directivos de Goldman no tenían en gran aprecio a Pandit y a su equipo. —No te preocupes por las cuestiones sociales —dijo Warsh—. Nos ocuparemos de ellas. Eso era una sugerencia no demasiado velada de que, en caso de que se cerrara un trato, Pandit podría quedarse sin trabajo. Sin embargo Blankfein no estaba especialmente interesado en ninguna alternativa. Rodgin Cohén había alentado a Goldman a pensar en una posible transformación de la empresa en una compa ñía tenedora de bancos regulada, lo que ya eran JP Morgan y Citi group y que les daba acceso ilimitado a la ventanilla de descuentos del Fed.31 —Esto sólo va a funcionar si les das un susto de muerte. Ése había sido el consejo de Jim Wilkinson a Paulson antes de que él y Bernanke salieran para reunirse esa tarde con los represen tantes del Congreso en la oficina de Nancy Pelosi.32 Según Wilkin 310. Jon Hilsenrath, Damián Paletta y Aaron Lucchetti, «Goldman, Mor gan Scrap Wall Street Model, Become Banks in Bid to Ride Out Crisis», The Wall Street Journal, 22 de septiembre de 2008. 311. La reunión se celebró en la segunda planta del Capitolio, en una sala
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son, a menos que pudieran convencer al Congreso de que literal mente estaban ante el fin del mundo, jamás conseguirían que les aprobasen un paquete de rescate de quinientos mil millones para Wall Street. Los republicanos aducirían que eso era socialismo; los demócratas no querrían saber nada de rescatar a los peces gordos de cuello blanco. Alrededor de una gran mesa de madera, a un paso de la oficina de Pelosi, estaban reunidos dos docenas de congresistas, junto con Paulson, Bernanke y Christopher Cox, al que habían invitado más que nada por cortesía. Pelosi abrió la reunión dándoles la bienvenida y agradeciéndo les que hubieran acudido «con tanta precipitación». Bernanke, a quien se tenía por alguien poco amigo de exage rar, empezó diciendo con gravedad: —Dediqué mi carrera académica a estudiar las grandes depre siones, y puedo decirles, basándome en la historia, que si no em prendemos una acción decidida estamos al borde de otra gran de presión, y esta vez va a ser mucho peor.33 El senador Charles Schumer, sentado en el otro extremo de la mesa, dio un gran respingo.34 Paulson, consciente de lo intenso del momento, pasó a expli car la mecánica de su propuesta. El Gobierno compraría los activos tóxicos para sacarlo de los balances de los bancos, lo que contribui ría a elevar el valor de los activos al establecer un precio, con lo cual los bancos quedarían más saneados, favoreciendo así la economía y, tal como Paulson dijo repetidas veces, «ayudaría a la economía real». Barney Frank, sentado al lado de Bernanke, pensaba que la referencia de Paulson a la «economía real» era una forma estudiada de conferencias anexa a la suite personal de Pelosi. Cari Hulse y David M. Herszenhorn, «Behind Closed Doors, Warnings of Calamity», The New York Times, 20 de septiembre de 2008. 312. Bernanke, según la cita de Wessel, In FED We Trust. Ben Bernanke's War on the Great Panic, Crown Business, Nueva York, 2009, p. 203. 313. Según el propio Schumer declaró a The New York Times: «Cuando se escucha su descripción, se le atraganta a uno la saliva.» David M. Herszenhorn, «Congressional Leaders Stunned by Warnings», The New York Times, 19 de sep tiembre de 2008.
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para llenar los bolsillos de Wall Street y no ofrecía ayuda directa a los americanos medios, atenazados por hipotecas que no podían permitirse y que les habían metido por los ojos los bancos a los que estaban rescatando. —¿Y qué hay de los propietarios de viviendas? 35 —preguntó —. No le están vendiendo este plan a un consejo de administra ción de Wall Street —dijo desdeñoso. —Es cierto —intervino Christopher Dodd. Richard Shelby, crítico, calificó el programa propuesto de «cheque en blanco».36 Paulson dijo que entendía sus inquietudes, pero siguió jugan do la carta de «darles un susto de muerte», insistiendo en que era absolutamente necesario: «No quiero ni pensar en lo que sucederá si no lo hacemos.» Dijo que esperaba que el Congreso pudiera aprobar la legisla ción en cuestión de días y prometió hacerles llegar una propuesta integral en cuestión de horas. —Si no la aprueban, que el cielo nos asista —dijo Paulson.37 Harry Reid, sentado frente a Bernanke, miró a Paulson con cierta ironía. —¿Ustedes saben lo que nos están pidiendo que hagamos?38 A mí me lleva cuarenta y ocho horas llegar a un acuerdo sobre el agua que deben descargar las cisternas de por aquí —dijo. —Harry —intervino Mitch McConnell (RKentucky), ate rrado por la presentación de Paulson y Bernanke—. Creo que es necesario hacer esto, deberíamos intentarlo, y creo que podemos.39 John Mack estaba todavía en su oficina de Times Square cuan 314. Wessel, In FED We Trust, ob. cit. 315. «Si decimos lo que sea necesario, eso significa que hay un cheque en blanco del Tesoro, y las futuras generaciones pagarán por los errores de un mon tón de gente.» 316. Deborah Solomon, Liz Rappaport, Damián Paletta y Jon Hilsenrath, «Shock Forced Paulson's Hand», The Wall Street Journal, 20 de septiembre de 2008. 317. The New York Times, 20 de septiembre de 2008. 318. McConnell, senador republicano por Kentucky y líder republicano del Senado, que a menudo discute con Reid en el hemiciclo, «llegó a asegurarle
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do Tom Nides, su jefe de personal, le comunicó la buena noticia: sus fuentes de la SEC habían confirmado que la agencia se estaba preparando para aplicar por fin una prohibición de la venta a corto de acciones, lo cual afectaba a unas ochocientas empresas. Era pro bable que la medida se anunciara a la mañana siguiente.40 Ese día, las acciones de Morgan Stanley habían bajado un 46 por ciento para dar un vuelco en las últimas horas de contratación, acabando un 3,7 por ciento arriba, a ochenta centavos. Mack espe raba que entre el rumor de la intervención del Gobierno y la prohi bición de las ventas a corto por fin podría darse un respiro. No obstante, sabía que, por debajo de la superficie, la firma seguía teniendo problemas. Los fondos de alto riesgo seguían pi diendo el reembolso. Otros estaban comprando aseguramiento con la bajada de Morgan Stanley. Mack sabía que lo que la firma necesitaba, sobre todo, era que apareciera un inversor y adquiriera una gran participación en la empresa para protegerla. Sólo se le ocurría un inversor que pudiera estar seriamente interesado: China Investment Corporation (CIC), el principal fondo de deuda soberana de China. En las últimas veinticuatro horas ya se habían iniciado conversaciones. Mack y Nides hablaron de ello, y aunque a ninguno de los dos les interesaba especialmente, ambos sabían que tal vez fuera la única solución. Gao, presidente de CIC, tenía pensado volar a Nueva York el viernes por la noche para reunirse con ellos. Ese mismo día Mack había hablado con Paulson, que presu mía de sus grandes contactos en China, y había tratado de conven a su colega que podían elaborarlo». The New York Times, 20 de septiembre de 2008. 40. La SEC difundió una nota de prensa en la mañana del viernes 19 de septiembre, que decía: «Dada la importancia que tiene la confianza en los mer cados financieros, la SEC congela la venta a corto en setecientas noventa y nueve instituciones financieras. La orden urgente de la SEC [...] entrará en vigor inme diatamente y caducará a las 23.59, hora del Este, del 2 de octubre de 2008. La Comisión puede ampliar la orden diez días hábiles más si se considera necesario para el interés público y para la protección de los inversores, pero esta orden no se podrá ampliar por un plazo superior a treinta días de calendario.» Véase http.// www.sec.gov/news/press/2008/2008211 .htm
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cerlo para que hiciera una llamada al Gobierno chino alentándolo a concretar el acuerdo. No era habitual pedir al Gobierno que hiciera de intermediario, pero Mack estaba desesperado. —Los chinos necesitan sentir que se los invita a participar —explicó Mack. Paulson dijo que lo estudiaría y vería si el presidente Bush estaría dispuesto a llamar al presidente de China, Hu Jintao. —Necesitamos una Morgan Stanley independiente — afirmó. Nides, en cambio, tenía una perspectiva más cínica de las motivaciones de Paulson para proteger a Morgan Stanley. —Quiere mantenernos vivos —le dijo a Mack—, porque si no lo hace, a continuación le tocará a Goldman.
Capítulo 18
El viernes 19 de septiembre de 2008 por la mañana, ronco y un poco ojeroso, Paulson se encaminó al podio de la sala de prensa del edifi cio del Tesoro para anunciar formalmente y explicar lo que esa mis ma mañana había denominado Troubled Asset Relief Program, que pronto pasó a conocerse como TARP, una amplia serie de garantías y compras directas de «los activos no realizables que están lastrando nuestro sistema financiero y amenazando nuestra economía».1 También anunció un plan expansivo para garantizar los fon dos de todo el mercado monetario en el país para el año siguiente, en la esperanza de que esa iniciativa impidiera que los inversores los abandonaran. Allí de pie frente a la gente de la prensa hizo todo lo que pudo para vender el elemento central de su plan, el TARP. La debilidad subyacente de nuestro sistema financiero de hoy son los activos hipotecarios no realizables, que han perdido valor al producirse la corrección del precio de la vivienda. Estos activos están ahogando la afluencia de crédito, de tan vital impor tancia para nuestra economía —explicó, con la corbata un poco torcida y más pálido y cansado que nunca—. Cuando el sistema financiero funciona como debiera, el dinero y el capital fluyen en uno y otro sentido entre las unidades familiares y las empresas para pagar las hipotecas, los préstamos de estudios y las inversio nes que crean empleo. Cuando los activos hipotecarios no realiza 1. «Text of Paulson's News Conference Friday», Associated Press, 19 de septiembre de 2008.
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bles bloquean el sistema, el atascamiento del mercado financiero puede tener efectos significativos sobre nuestro sistema financie ro y nuestra economía... Estoy convencido de que este decidido enfoque costará a las familias americanas mucho menos que la alternativa, es decir, una serie continuada de fracasos de instituciones financieras y de mercados crediticios congelados incapaces de financiar la expan sión de la economía. Todo esto lo leyó en los folios que llevaba escritos, ya que ja más había aprendido a utilizar un teleprompter.
Confiando evidentemente en que Washington por fin tenía bajo control la crisis financiera —entre el TARP de Paulson y la pro hibición de Cox a los cortoplacistas— la bolsa había subido trescien tos puntos nada más abrir y siguió manteniendo la tendencia durante la alocución de Paulson. El secretario de éste había evitado a propósito mencionar el coste del programa; después de una sesión informativa de Kashkari por la mañana, ahora temía que realmente se fueran a necesitar más que los quinientos mil millones de los que había hablado al presidente un día antes... mucho más. De regreso a su oficina después de su intervención, se reunió con Fromer y Kash kari y estuvieron debatiendo cuál podría ser el coste exacto. —¿Qué tal un billón? —dijo Kashkary. —Nos van a matar —dijo Paulson con expresión sombría. —Imposible —dijo Fromer, incrédulo ante semejante suma—. Eso no va a pasar. —Vale —dijo Kashkari—. ¿Y setecientos mil millones? —No lo sé —dijo Fromer—. Es mejor que un billón. En el mejor de los casos eran cifras estimativas, los tres lo sa bían. En última instancia, sería el máximo que podrían pedir al Congreso sin dar lugar a demasiadas preguntas. Fuera cual fuese la suma resultante, sabían que podían contar con Kashkari para hacer algún sortilegio matemático que la justifi case.
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—Hay alrededor de once billones de hipotecas residenciales, unos tres billones de hipotecas comerciales, eso suma catorce billo nes, aproximadamente un 5 por ciento de eso son setecientos mil millones —mientras se sacaba números de la manga, ni siquiera Kashkari se reía ante lo absurdo de todo aquello. John Mack había estado viendo la CNBC toda la mañana del viernes cuando recibió una llamada telefónica de Lloyd Blankfein. Charlie Gasparino, disfrutando todavía de la primicia sobre el pro grama de activos tóxicos del Gobierno, sostenía que eso significaba que ya no se la podía obligar a Morgan Stanley a llegar a un acuer do, o al menos no a hacerlo tan precipitadamente. Mack, riéndose para sus adentros era más realista; tenía que conseguir algo antes del fin de semana o Morgan Stanley podía acabar como Lehman Brothers. —¿Qué te parecería convertirte en una compañía tenedora de bancos? —le preguntó Blankfein a Mack cuando cogió el telé fono. —Bueno, a la larga realmente nos ayudaría —dijo Mack—. Sin embargo, a corto plazo no sé si pueden sacarlo adelante lo bas tante rápido para que nos resulte útil. —Tienes que aguantar —le dijo Blankfein, que todavía estaba ansioso por lo punitivos que se habían vuelto los mercados—, por que yo estoy treinta segundos por detrás de ti.
Jonathan Pruzan, el banquero de Morgan Stanley al que ha bían asignado la revisión de la cartera hipotecaria de ciento veinte mil millones de dólares de Wachovia, finalmente tenía algunas res puestas.2 Un equipo de banqueros de Morgan había trabajado toda
2. Como parte de su compra en 2006 de Golden West Financial Corp., Wachovia heredó una cartera de préstamos para la vivienda de interés variable de ciento veinte mil millones, cuyo paquete principal procedía de California y Flo rida, dos de los mercados más golpeados del país. Dan Fitzpatrick, Alex Roth y David Enrich, «With Wachovia Sale Looking Likely, a Makeover for Charlotte, US Banking», The Wall Street Journal, 29 de septiembre de 2008.
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la noche en Nueva York, Londres y Hong Kong para revisar todas las hipotecas que fuera humanamente posible. —¡Ahora entiendo por qué no nos querían dar la cinta! —anunció Pruzan hoscamente en una reunión antes de que se di rigieran a Wachtell Lipton para iniciar las diligencias sobre Wacho via—. Se ve que tienen a la vista unas pérdidas acumulativas del 19 por ciento. —Tienes que estar tomándome el pelo —exclamó Scully—. Es evidente que no podemos hacer este trato. Para hacerlo posible, Morgan Stanley tendría que captar entre veinte mil y veinticuatro mil millones de capital para dotar a la empresa resultante, lo cual era prácticamente imposible en la situa ción actual de los mercados. A pesar de todo, los banqueros de Morgan decidieron no cancelar la sesión de diligencia que habría de durar todo el día, ya que les parecía que no tenían nada que perder. Tal vez Morgan Stanley pudiera aprovecharse del nuevo plan de Paulson para comprar los activos tóxicos de Wachovia y, de hecho, los inversores ya habían hecho subir las acciones de Wacho via esa mañana basándose precisamente en esas expectativas. Treinta personas por Morgan Stanley y treinta por Wachovia se presentaron en las oficinas de la planta 52 de Wachtell Lipton. Durante las dos primeras horas de trabajo, los banqueros de Morgan empezaron a notar algo raro. El anuncio del TARP de Paulson había atemperado el miedo de los de Wachovia —muy probablemente uno de los grandes beneficiarios del programa por que podría vender sus activos tóxicos al Gobierno— y, por consi guiente, su prisa por llegar a un acuerdo. A Kindler empezó a pre ocuparlo la posibilidad de que los de Wachovia sólo estuvieran ganando tiempo mientras el banco barajaba la posibilidad de otro acuerdo, tal vez con Goldman. Echando una mirada a la sala, les anunció a sus colegas. —Eh, escuchad. Somos el equipo B. Esto no se va a hacer. Mientras tanto, el equipo de Wachovia tenía sus propias dudas sobre el compromiso de Morgan Stanley. Si este acuerdo eran tan importante para ellos, ¿dónde estaban sus primeras figuras? David Carroll, que encabezaba el equipo, no podía entender por qué no participaba Colm Kelleher, el director financiero de Morgan.
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A las dos de la tarde, el equipo de Morgan Stanley abandonaba Wachtell para regresar a Times Square y consultar con Mack. —Es evidente que estos tipos no tienen interés —le dijo Kindler. Scully describió la cartera hipotecaria de Wachovia como «un enorme problema de entre cuarenta y cincuenta mil millones. Es enor me. El equipo joven de Wachovia no desmiente nuestro análisis». Kelleher, que se había mantenido muy atento a la tambaleante reserva de liquidez de la compañía, acababa de mirar las cifras de Wachovia. —Esto es una mierda que no hay quien se la trague. Todos tenían cada vez más claro que la única forma en que podría funcionar este trato era que el Gobierno proporcionara co bertura. Mack, que no había oído nada que lo tranquilizara, hizo que su secretaria llamara a Steel. —Tú nos llamaste y dijiste que querías ir a mil por hora —le recordó. Sus modales sureños empezaban a resquebrajarse—, pero tu equipo da la sensación de no tener la misma prisa. —Tienes razón —le dijo a Mack, disculpándose—. No vamos a hacer esto en un par de días. Quedaron en volver a ponerse en contacto, pero antes de col gar, Steel le pidió a Mack un favor. —No nos haría ningún favor si se filtrase que no estamos en conversaciones —dijo.
«Fortaleza Goldman.» Tim Geithner había escrito esas dos palabras en una libreta después de la conversación del viernes por la tarde con Lloyd Blankfein, que debía de haber repetido la expre sión una docena de veces. Era su forma de decir que quería que Goldman siguiera siendo una institución independiente. A Geithner le había preocupado que Blankfein no apreciara lo peligrosa que era realmente la situación y lo había interrogado so bre la salud financiera de la compañía. Blankfein había dicho que esperaba que Goldman capeara el temporal, pero había reconocido: «Depende de lo que suceda con el resto del mundo.»
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Geithner también lo había sondeado sobre la idea de la em presa tenedora de bancos. Rodgin Cohén, el abogado de Goldman, ya había hablado de esto con Geithner ese mismo día; por supuesto, iba a tener que venderle la idea a Bernanke. Blankfein, en cuya voz Geithner percibió una especie de pánico, también había dicho que tenía pensado captar capital y estaba seguro de que la empresa lo podría hacer entre inversores privados. Era posible que el propio Warren Buffett estuviera interesado. El camarero del Blue Fin había traído varios platos enormes de sushi —rollitos de langosta especiada, trozos de atún aleta amarilla y tobiko— cuando sonó el teléfono de Colm Kelleher. Había ido a un almuerzo tardío con sus colegas de Morgan Stanley, entre ellos James Gorman, Walid Chammah y Tom Nides, y el grupo había estado charlando sobre su plan para reunirse esa misma noche con Gao Xiqing, de CIC, que iba a Nueva York con todo un equipo. Con Wachovia fuera de escena, ahora los chinos eran su única perspectiva. Cuando Kelleher miró el número desde el que llamaban, vio que era de Japón y se retiró a un rincón apartado del restaurante. Jonathan Kindred, presidente de la unidad de valores de Morgan Stanley en Tokio, lo saludó entusiasmado. —Esto es interesante, acabo de recibir una llamada de Mitsubishi. Quieren cerrar el trato. Bank ofTokyoMitsubishi (UFJ), el mayor banco de Japón, estaba interesado en comprar una participación en Morgan Stanley. La llamada había sido totalmente sorpresiva y sin haberla buscado. A comienzos de semana, la dirección de Morgan Stanley real mente había descartado llamar a Mitsubishi después de que su presidente, Ryosuke Tamakoshi, dijera públicamente en una conferencia que después de la quiebra de Lehman, su empresa no pensaba hacer ninguna inversión en Estados Unidos.3 Kindred dijo que creía que Mitsubishi estaba dispuesta a mo 3. Ryosuke Tamakoshi dijo en Tokio, el martes 16 de septiembre de 2008: «No vamos a invertir en los bancos estadounidenses en las actuales circunstancias.» Takahiko Hyuga, Shingo Kawamoto y Komaki Ito, «Japan Banks, Insurers Have $2,4 Billion Lehman Risk», Bloomberg, 17 de septiembre de 2008.
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verse con rapidez, pero Kelleher, que había tenido trato con bancos japoneses, era escéptico. James Gorman abrió los ojos como platos cuando Kelleher volvió a la mesa con la noticia de Kindred. Esto podría ser exacta mente lo que necesitaban, pensó. —Es una pérdida de tiempo —dijo Kelleher con un bufido—. No van a hacer nada. —Colm, tengo la intuición de que van a hacer algo —insistió Gorman—. Estas cosas no pasan por casualidad. El viernes, Kevin Warsh, gobernador del Fed, había tomado el puente aéreo de US Airways a Nueva York para ayudar a Geithner a abordar el siguiente fin de semana y también para ser los ojos y oídos de Bernanke sobre el terreno. Mientras él y su chófer sortea ban el tráfico desde el aeropuerto de La Guardia hasta el Fed de Nueva York, recibió una llamada de Rodgin Cohén, que a esas al turas estaba asesorando tanto a Wachovia en sus conversaciones con Morgan Stanley, como a Goldman Sachs sobre su calificación como empresa tenedora de bancos. Dijo a Warsh que tenía una idea que podía ser muy importan te. No era un plan oficialmente aceptado por sus clientes, sólo una sugerencia bienintencionada de alguien que llevaba mucho tiempo en el negocio. Sugirió a Warsh que el Gobierno intentara una unión relámpago entre Goldman y Wachovia. Sabía que era una gran apuesta, dijo que la «óptica» sería problemática, teniendo en cuenta que Paulson había trabajado treinta años en Goldman y había sido su consejero delegado entre 1999 y 2006, y que el consejero dele gado de Wachovia, Bob Steel, era un antiguo hombre de Goldman y había sido el segundo de Paulson en el Tesoro, pero resolvería los problemas de todos. Goldman conseguiría la base de depósitos que andaba buscando y Wachovia sería indultada, librándose de la sen tencia de muerte. Warsh escuchó la propuesta y casi se sorprendió al ver que le gustaba. Gao Xiqing, vestido con jersey de cuello cisne y chaqueta, lle gó a Morgan Stanley con su equipo poco después de las nueve de la
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noche, tras un vuelo con Wei Sun Christianson, de Morgan Stan ley, en un jet privado desde Aspen. Había estado esa tarde en una mesa redonda con el multimillonario mexicano Carlos Slim donde había pedido al moderador, Charlie Rose, que procurara que la se sión no se prolongara, porque tenía que llegar al aeropuerto a tiem po. Teniendo en cuenta los rumores que publicaban los periódicos, todos los participantes sabían exactamente adonde se dirigía. La espalda estaba matando a Gao, así que cuando James Gor man fue a presentarse, lo encontró echado en el suelo de una sala de juntas de la planta 40 en medio de una llamada telefónica. Mack, haciendo gala de sus dotes de buen anfitrión, hizo traer una camilla del comedor de ejecutivos para que su huésped pudiera reposar. Durante la cena, encargada en el restaurante favorito de Mack, San Pietro —una vez más—, hablaron de una posible transacción. Alternando entre momentos de pie y otros echado, Gao reiteró su interés en comprar el 49 por ciento de Morgan Stanley.4 Tal como le había dicho a Christianson durante el vuelo, esta ba dispuesto a ofrecer a la compañía una línea de crédito de hasta cincuenta mil millones de dólares, y una inversión nominal de no más de cinco mil millones, tal vez menos. Mack se quedó boquiabierto. Siempre había sabido que po dría ofrecerle un precio bajo, pero para él esto era absurdamente bajo. En realidad no era más que un préstamo. Aunque podría ayu dar a Morgan Stanley a seguir operativa, Gao claramente se estaba aprovechando de su debilidad actual. Por insultante que fuera la propuesta de Gao, Mack reconocía que su situación era desesperada. A pesar del repunte del mercado, la firma había seguido desangrándose. Kelleher le había dado los balances de liquidez y no eran buenos: unos cuarenta mil millones de dólares de reserva. Unos cuantos días malos y desaparecían, y últimamente casi todos los días habían sido malos. Como no tenía muchas opciones más, Mack le dijo a Gao que la firma le abriría sus libros. Gao había contratado al abogado apa rentemente omnipresente de Sullivan & Cromwell, Rodgin Co 4. Christine Harper, «Morgan Stanley Said to Be in Talks with Chinas CIC», Bloomberg, 18 de septiembre de 2008.
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hen, y al Deutsche Bank como asesores, y ambas compañías esta ban enviando ya a sus equipos para ayudar a los chinos. Cuando Mack volvió a su oficina y se reunió con Christianson y su equipo, todos se quedaron estupefactos; en un primer momen to, Chammah pensó que había oído mal a Christianson cuando presentó la oferta. —Es ridículo —dijo Kelleher—. No son nada razonables. Gorman, tratando de apaciguar los ánimos, dijo que debían esperar que fuera sólo el primer disparo. —Tal vez piden la Luna para conseguir después algo más razo nable.
Acababa de dar la medianoche y el Tribunal 601 del palacio de justicia del número 1 de Bowling Green, en Lower Manhattan, seguía atestado de gente. Lo que se dirimía era la aprobación de la venta de Lehman Brothers a Barclays por un juez de quiebra.5 El proceso había empezado a las 16.36 y el juez James Peck había insistido en llegar a un veredicto ese mismo día. La urgencia de dejar la venta aprobada se hacía cada vez más evidente, ya que con el paso de las horas los mercados se iban comiendo el valor de los activos de Lehman. Era una noche calurosa de verano, y en el juzgado, con las ventanas cerradas, la atmósfera era asfixiante. Como no había sillas suficientes, la gente se había sentado sobre los respiraderos. Los abogados de la firma que representaba a Lehman, Weil Gotshal, trajeron agua helada. El juez Peck hizo una seña a Harvey Miller, de Weil Gotshal. —Puede acercarse, si eso es lo que está haciendo.6 La verdad, no hay forma de saberlo con tanta gente en la sala, cada vez que veo un movimiento hacia aquí me preocupa un poco. ¿Señor Miller? 319. Ben White y Eric Dash, «Barclays Reaches $1,75 Billion Deal for a Lehman Unit», The New York Times, 18 de septiembre de 2008. 320. El diálogo entre el juez Peck y Harvey Miller se tomó de las transcrip ciones oficiales del tribunal, con fecha de 19 de septiembre de 2008.
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Miller, que a pesar de las circunstancias llevaba traje gris, cor bata roja y camisa azul, dejó claro el trato: Barclays pagaría mil se tecientos cincuenta millones de dólares por las operaciones de Leh man en América del Norte. —Esto es una tragedia, señoría —dijo Miller sobre lo que ha bía sucedido con Lehman Brothers—. Y puede que por una sema na nos hayamos perdido el RTC —añadió, refiriéndose a la evolu ción del nuevo programa TARP—. Ésta es la auténtica tragedia, señoría. —Eso también lo había pensado yo —dijo el juez Peck com prensivo. Daniel H. Golden, de Akin Gump Strauss Hauer & Feld, que representaba a un grupo de inversores adhoc que tenía más de nue ve mil millones en bonos de Lehman, dijo: —Simplemente no ha habido en esta audiencia evidencia creí ble de que el precio que Barclays está pagando por estos activos represente un valor justo. No hay ningún otro testimonio ni prueba alguna que permita suponer que los demás activos que Barclays está adquiriendo representen un valor justo o un intento de maximizar el valor para los acreedores. Miller, ofendido ante la simple sugerencia de que el acuerdo no era justo, contraatacó diciendo que la transacción debía ser aprobada por el tribunal inmediatamente. —No quiero usar la analogía del bloque de hielo que se derrite —dijo, con evidente emoción—, pero ya está medio derretido, señoría... Las cosas que han sucedido desde el miércoles hacen que sea imperativo aprobar esta venta. En interés de todos los accionis tas, incluidos los clientes del señor Golden, que se beneficiarán de esto, señoría, porque si la alternativa se produce, quedará muy poco que distribuir entre los acreedores, si es que queda algo. Cuando llevaban ya casi ocho horas de audiencia y tres rece sos, después de argumentaciones de docenas de abogados, de varias interrupciones por la estática de los altavoces, y una breve digresión sobre The People's Court, del juez Warpner, el juez Peck, conmovido por la enormidad de tratar de salvar lo que quedaba de una empresa de más de un siglo de antigüedad, accedió a dar su aprobación al acuerdo de Barclays.
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—No se trata simplemente de aprobar la transacción porque el señor Miller me está presionando para que lo haga —explicó el juez—. Ni simplemente de aprobarla porque sé que es la mejor tran sacción disponible. Tengo que aprobarla porque es la única transac ción disponible —con ánimo pesaroso, pronunció un panegírico—. Lehman Brothers fue una víctima. En efecto, fue el único icono auténtico que cayó en el maremoto acaecido en los mercados de crédito. Y me entristece, siento que tengo una responsabilidad para con todos los acreedores, con todos los empleados, con todos los clientes y con todos ustedes. Eran las 00.41 cuando el juez Peck acabó la sesión. Al abando nar el estrado, la sala, donde al menos algunos estaban conmovidos hasta las lágrimas, prorrumpió en un aplauso. Tim Geithner no había dormido bien la noche del viernes, ya que había decidido quedarse en una de las cutres habitaciones de la planta 12 de la Reserva Federal. A las seis de la mañana, había vuel to a su oficina con una camisa de vestir y pantalones de chándal y empezó a vagar por los pasillos descalzo. Mentalmente, ya estaba haciendo planes de batalla. Había conseguido llegar sin tropiezos al fin de semana, pero ya estaba preocupado por lo que pudiera pasar el lunes si no encontraba una manera de salvar a Morgan Stanley y Goldman Sachs. —John está pendiente de un hilo —le había dicho Paulson por teléfono la noche anterior refiriéndose a la peligrosa situación de John Mack. Habían oído que a Morgan Stanley sólo le queda ban unos treinta o cuarenta mil millones, pero a Paulson todavía lo tenía intranquilo Goldman Sachs, la empresa para la que había tra bajado. —Tenemos que encontrar un salvavidas para estos chicos —dijo Paulson, mientras pasaban revista a las posibles opciones. Esa mañana, Geithner empezó a escribir en un cuaderno di versas alternativas de fusión: «Morgan Stanley y Citigroup. Morgan Stanley y JP Morgan Chase. Morgan Stanley y Mitsubishi. Morgan Stanley y CIC. Morgan Stanley e Inversor Exterior. Goldman Sa chs y Citigroup. Goldman Sachs y Wachovia. Goldman Sachas e Inversor Exterior. Fortaleza Goldman. Fortaleza Morgan Stanley.» Era el tablero definitivo de Wall Street.
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Lloyd Blankfein llegó a su oficina el sábado por la mañana cuando acababan de dar las siete de la mañana. Aunque todavía seguía adelante con su plan del holding bancario «Fortaleza Gold man», él y Gary Cohn habían asignado más de media docena de equipos para que empezasen a investigar diferentes acuerdos: HSBC, UBS, Wells Fargo, Wachovia, Citigroup, Sumitomo e Industrial & Commercial Bank of China. Cohn había tenido otra conversación el viernes con Kevin Warsh, de la Reserva Federal, quien lo había animado a seguir estu diando las opciones de fusión, especialmente la de Citigroup. Aun que nunca se había hecho público, Goldman había explorado la idea de una fusión con Citigroup varias veces en los últimos diecio cho meses, pero nunca habían iniciado conversaciones formales. Cohn y Warsh habían hablado de la posibilidad por los menos dos veces, y aunque Cohn siempre se había resistido a la idea, tenía curiosidad. En un principio, la idea de Cohn era que Citi debía comprar Goldman; incluso había establecido un precio de oferta, pero Warsh sugirió que Cohn lo enfocara desde el otro punto de vista: Gold man debía ser el comprador. Para Cohn eso no tenía sentido dado que Citi era mucho mayor, pero lo que Warsh sabía y no le había dicho todavía era que el balance de Citigroup tenía tantos agujeros que era muy probable que su valor fuese mucho más bajo que su actual precio en Bolsa. En consecuencia, el Fed estaba considerando tres posibles sali das para Citi, cuyos nombres en código eran «NewCo», «Goldman Survivors» y «Citi Survivors». Blankfein estaba leyendo un correo cuando llegó John Rogers, jefe de personal de la empresa. Blankfein pulsó un botón oculto bajo su escritorio para abrir a distancia la puerta de cristal de su oficina (Paulson había instalado este dispositivo, digno del inspec tor Gadget, cuando era consejero delegado de Goldman). Mientras él y Rogers estaban pasando revista a sus propios planes de batalla, llamó Geithner. En su habitual tono de impa ciencia, insistió en que Blankfein llamara de inmediato a Vikram
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Pandit, consejero delegado de Citigroup, y pusiese en marcha las conversaciones para una fusión. Blankfein, un poco sorprendido por lo directo de la petición, accedió a hacer la llamada. —Bueno, supongo que ya sabes por qué llamo —dijo Blankfein cuando contactó con Pandit unos minutos después. —No, no lo sé —respondió Pandit con auténtica sorpresa. Se produjo un incómodo silencio. Blankfein había dado por supuesto que el Fed había acordado previamente la llamada. —Bueno, te llamo porque al menos algunas personas en el mundo tal vez estén pensando que sería buena idea unir nuestras compañías —dijo. Tras algunos instantes más de embarazoso silencio, Pandit fi nalmente respondió. —Quiero que sepas que me halaga esta llamada. Blankfein, que a esas alturas empezaba a preguntarse si Pandit se estaría mofando de él, respondió bruscamente. —Mira, Vikram, no te llamo con el menor ánimo de halagarte. Pandit rápidamente puso fin a la conversación. —Tengo que hablar con mi consejo. Te llamaré. Blankfein colgó y se quedó mirando a Rogers. —Fue de lo más embarazoso. ¡No tenía la menor idea de lo que le estaba hablando! Desde su propio punto de vista, había hecho lo que le habían pedido, sólo para ponerse en evidencia. Inmediatamente volvió a llamar a Geithner. —Acabo de hablar con Vikram —dijo exasperado—. Ahora que lo pienso, no me dijiste en ningún momento si él estaba espe rando mi llamada, pero yo lo di por supuesto. Se comportó como si no la estuviera esperando, y me convenció de que no estaba al tanto de nada. Geithner había cometido un error de cálculo. ¿Era posible que Pandit no se diera cuenta del regalo que le estaban haciendo? Eso estaba fuera de toda lógica. Sin embargo, él no tenía tiempo para ocuparse de los sentimientos heridos de nadie. —Está bien, te llamaré más tarde —dijo antes de colgar. Blankfein se quedó allí sentado, preguntándose qué demonios acababa de pasar. Alan Greenspan y su esposa, Andrea Mitchell, la periodista de
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NBC News, estaban entre la multitud que se agolpaba a las puertas del gran salón de baile del St. Regis Aspen Resort el sábado por la mañana, el segundo día de la conferencia de fin de semana de Teddy Forstmann. Todos estaban esperando que comenzara la si guiente mesa redonda, cuyo título era: «Crisis en Wall Street: ¿y ahora qué?» Según los cánones de Wall Street, era un acontecimiento lleno de primeras figuras. Entre los participantes figuraban Larry Sum mers, antiguo secretario del Tesoro; Mohamed elErian, consejero delegado de Pimco, cuyo libro Cuando los mercados chocan se aca baba de publicar; el presentador de la tertulia conservadora de la CNBC, Larry Kudlow; y quizás el que despertaba más expectativas, Bob Steel, de Wachovia. Steel, que había pensado en cancelar su aparición, había volado a Aspen esa mañana, saliendo de su casa a las cuatro para llegar a tiempo. No obstante, cuando el moderador Charlie Rose llegó al turno de preguntas, Steel no hacía más que mirar con nerviosismo su reloj. Greenspan había iniciado un deba te sobre las controversias de la contabilidad de ajuste al mercado, pero Steel sabía que tenía que volver de inmediato a la Costa Este. En cuanto acabó la mesa redonda, trató de salir como una exhala ción del salón, pero se tropezó con Richard Kovacevich, presidente de Wells Fargo, alguien en quien había pensado como socio para una fusión. —Tenía pensado llamarte la semana que viene —le dijo Steel. —Sí, quería coincidir contigo —replicó Kovacevich. —Tengo que salir corriendo al aeropuerto. Te llamaré —pro metió Steel. Se metió a toda prisa en su Jeep Wrangler negro. De camino al aeropuerto tuvo por fin un minuto para mirar su BlackBerry y descubrió que Kevin Warsh le había enviado varios correos urgién dolo a ponerse en contacto con él de inmediato. —Mira, tengo una llamada que quiero que hagas —le dijo Warsh a Steel cuando por fin lo llamó—. ¡Creemos que tienes que ponerte en contacto con Lloyd! ¡Steel, leyendo entre líneas, quedó atónito: el Gobierno estaba tratando de orquestar una fusión entre Goldman Sachs y Wacho via! De entrada, sabía que podía ser un acuerdo políticamente ex
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plosivo, teniendo en cuenta las conexiones con el Tesoro que tenían las dos partes. Supuso que Paulson debía de tener algo que ver, pero, por supuesto, Paulson no podía contactar con él directamen te. La idea le produjo una gran ansiedad a Steel. Si a Goldman le hubiera interesado realmente comprar Wachovia, pensó, lo habría hecho hacía tiempo. Después de todo, hasta esta semana, cuando él habló con Mack, Goldman había estado en plantilla en Wachovia como asesor y, como tal, sabía todos los aspectos de sus cifras inter nas. De modo que si había algo de qué aprovecharse, Goldman no lo había visto. Steel veía las ventajas de semejante acuerdo, y si lo impulsaba la Reserva Federal, imaginaba que era posible que se produjera. —He hablado con Kevin y me dijo que te hiciera una llamada —empezó Steel cuando consiguió hablar con Blankfein. Esta llamada, a diferencia del fiasco de Citibank, había sido preacordada. —Sí, lo sé —dijo Blankfein—. Nos interesaría llegar a un acuerdo. Steel le dijo a Blankfein que estaba a punto de subir al jet cor porativo de Wachovia y podría estar en Nueva York a última hora de la tarde. Mientras su avión se dirigía hacia la Costa Este, Steel pensaba que un acuerdo con Goldman sería como volver a casa, aunque hubiera llegado como una orden directa del Gobierno. Tal vez in cluso pudiera aspirar al título de presidente. Jamie Dimon había pensado tomarse su primer día libre en dos semanas, hasta que Geithner lo llamó a primera hora del sába do y le dio instrucciones —el presidente del Fed de Nueva York casi nunca sugería— para que empezara a pensar en la posibilidad de adquirir Morgan Stanley. —Me debes de estar tomando el pelo —replicó Dimon. No. Geithner dijo que iba muy en serio. —Hice lo de Bear. No puedo hacer esto. Geithner pasó por alto su respuesta. —Vas a recibir una llamada de John Mack —dijo y colgó el teléfono. Mack, que también había recibido el aviso perentorio de Geith
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ner, se puso en contacto con Dimon cinco minutos después. Di mon repitió que no quería comprar Morgan Stanley y que ya se lo había dicho a Mack a comienzos de semana. Sin embargo, tenía órdenes de ayudarlo, de modo que los dos rivales hablaron sobre si JP Morgan podía ofrecer a la otra una línea de crédito que pudiera darle un respiro. Dimon dijo que se lo pensaría y lo volvería a lla mar con una respuesta. En cuanto dejó el teléfono, Dimon llamó a Geithner. —He llamado a John —dijo—. Estamos hablando de darle una línea de crédito. —No creo que eso sea suficiente —dijo Geithner, frustrado con la noticia. Su orden no había sido explícita, pero había dado a entender que la Reserva Federal estaba muy interesada en que las dos firmas se unieran y no tenía el menor interés en medidas tem porales de ningún tipo. Dimon envió de inmediato un correo a su comité operati vo, convocándolo a la oficina, y al cabo de una hora, con ropa de portiva, todos estaban reunidos en una sala de juntas de la planta 48. Dimon contó con gesto adusto la llamada de Geithner. Con un rotulador negro hizo un bosquejo en la pizarra blanca de lo que había estado pensando. —Podemos comprarlos, comprar una parte o darles algún tipo de financiación. Dos horas estuvieron considerando las opciones. ¿Qué partes de Morgan Stanley podían separarse? ¿Qué partes podían dejarse en reserva, o sea, ser compradas, mantenidas relativamente intactas sin sanearlas exactamente, para ser vendidas más adelante cuando el mercado se recuperase? Dimon sugirió que tal vez pudieran comprar Morgan Stanley y crear después una nueva acción de seguimiento para ella. John Hogan, jefe de riesgo de JP Morgan, que había asistido a la reunión con Lehman Brothers la semana anterior, salió de la sala de juntas del comité operativo y llamó a Colm Kelleher y a Ken deRegt, de Morgan Stanley. —No sé exactamente lo que tendréis pensado, pero en cual quier escenario en que «os ayudemos» vamos a necesitar un mon
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ton de información —dijo—. ¿Podrías hablar con Mack y averi guar exactamente qué es lo esperáis, en qué consiste esa «ayuda»? A Kelleher y a DeRegt no les pasó desapercibido el tonillo condescendiente de Hogan, pero media hora después el primero de ellos volvió a llamarlo con una propuesta: que les concedieran una línea de crédito de cincuenta mil millones de dólares. Kelleher es peraba que si JP Morgan presentaba una oferta, Dimon no fuera tan punitivo como lo había sido CIC. Hogan envió un correo al alto equipo directivo de JP Morgan con el título Urgente y confidenciales el que explicaba el plan:7 Rogamos acudan a las oficinas de Morgan Stanley en el 750 de la Séptima Avenida mañana a las 9.30. Todavía no están fija das la planta ni el despacho —persona de contacto en MS, David Wong—. La finalidad de la reunión es considerar la firma de un acuerdo de financiación asegurada contra una variedad de dife rentes activos libres de gravámenes de MS. A esas alturas Geithner estaba seriamente irritado. Había esta do tratando de contactar con Pandit desde las ocho de la mañana y acababa de tener noticias de Blankfein, que de algún modo había conseguido ponerse en contacto con Pandit. El único problema era que Pandit había rechazado a Goldman sin que Geithner hubiera tenido siquiera ocasión de hablar con él. Finalmente lo consiguió. —Llevo horas tratando de ponerme en contacto contigo —le dijo Geithner con cajas destempladas—. ¡Es inaceptable en un día como hoy! Disculpándose, Pandit explicó que había estado hablando a su equipo sobre la propuesta de Goldman que por fin habían rechaza do. —Nos preocupa hacernos cargo de Goldman —dijo Pan dit—. No necesito otro billón de dólares en mi balance. Geithner se rió para sus adentros. —Esto es un banco —dijo Pandit—, y un banco admite de 7. El autor obtuvo copia del correo electrónico.
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pósitos y tiene una cultura de prudencia. No concibo un banco inviniendo la totalidad de sus depósitos en fondos de alto riesgo. Ya sé que Goldman no es eso, pero por lo que parece, han estado acep tando depósitos y poniéndolos a trabajar en operaciones bursátiles por cuenta propia. ¡Ésa no es una filosofía aceptable! Tras renunciar a impulsar la unión de Goldman y Citigroup, Geithner pasó a su siguiente idea: la fusión de Morgan Stanley y Citigroup. Pandit también había considerado esa opción y aunque estaba más predispuesto a una fusión con Morgan Stanley, seguía mostrándose reticente. —No es nuestra idea hacer este acuerdo, pero de todos modos podríamos pensarlo —le dijo a Geithner.
A las dos del mediodía, John Mack empezaba a preocuparse por que las conversaciones con CIC no fueran a ninguna parte. Gao no había cedido en lo que Mack denominaba una oferta «ofen siva». No tenía la menor idea de lo que se sacaría de la manga Jamie Dimon, y no tenía noticias de Mitsubishi. En la planta de abajo, Paul Taubman, el jefe de banca de inver sión de la empresa, también era presa del pánico. Taubman, un casi cincuentón de aspecto muy juvenil, había hecho casi toda su carre ra en Morgan Stanley y había llegado a ser uno de los asesores de fusiones más fiables del país, y ahora no podía hacer más que pre guntarse si todo iba a acabar ese fin de semana. Taubman y su colega Jiyeun Lee estaban hablando por teléfo no con Tokio, donde era más de medianoche, con Kohei Yuki, con traparte de Morgan Stanley, que estaba tratando de coordinar las conversaciones con Mitsubishi. —Creo que han dado el día por terminado, reanudaremos por la mañana —dijo Yuki. —Eso no va a funcionar —respondió Taubman—. Tienes que llamar a su casa y despertarlos. Hubo una larga pausa; eso significaba una transgresión del protocolo japonés. —De acuerdo... —admitió. —Escucha, si eres un alto ejecutivo no puedes decir «no voy a
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molestar a mi jefe y me voy a guardar esto para mí». ¿Y si resulta que después has perdido la oportunidad de tu vida? ¿Cómo vas a explicar no haberlo despertado? Veinte minutos después, Yuki estaba otra vez al teléfono. —Ya lo tengo —Mitsubishi iba a despertar a todo su equipo de negociaciones y se pondrían a trabajar. En una sala de juntas dos plantas más abajo se había reunido el consejo de administración de Morgan Stanley y rápidamente la cosa se había puesto tensa. Algunos habían volado desde el otro extremo del país; otros, como sir Howard J. Davies, habían venido desde Londres. El único que faltaba era Charles E. Phillips, presi dente del gigante del software Oracle (y antiguo analista de tecno logía de Morgan Stanley). Kelleher acababa de hacer una presentación sobre las finanzas de la empresa, y no eran buenas. Charles Noski, director y antiguo jefe financiero de American Telephone and Telegraph (AT & T), le preguntó a bocajarro: «¿Cuándo se nos acabará el dinero?» Kelleher hizo una pausa y respondió con ánimo sombrío. —Bueno, dependiendo de lo que suceda el lunes y el martes, podría ser tan pronto como a mediados de semana. Los miembros independientes del consejo, encabezados por C. Robert Kidder, decidieron contratar a un asesor independiente y eligieron a Roger Altman, ex subsecretario del Tesoro. Él orienta ría al consejo sobre cualquier transacción que les ofreciera un míni mo de cobertura.8 Cuando bajó Mack, Gene Ludwig, su consultor externo, les explicó el concepto de holding bancario que tenían como objetivo. Ludwig dijo que creía que Paulson estaría dispuesto a protegerlos. —Si nosotros caemos, cae Goldman —dijo, declarando lo que a esas alturas ya era obvio, pero luego añadió una nueva idea que el consejo no había considerado todavía. —Y a continuación General Electric. 8. Los miembros independientes del consejo de Morgan Stanley decidie ron contratar a Roger Altman como asesor, pero ganaron sólo por un estrecho margen a quienes querían contratar a Christopher Lawrence, banquero de Roths child.
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En Goldman Sachs, dos de sus principales banqueros, David Solomon y John Weinberg, acababan de volver de una reunión ma tinal en Fairfield, Connecticut. Se habían reunido con Jeffrey Im melt, consejero delegado de General Electric, y con Keith Sharon, su director financiero. Sentado en el sofá de Cohn, Solomon le contó la reunión. Era una situación complicada y casi cómica: Solomon y Weinberg ha bían viajado a Fairlfield para asesorar a su cliente sobre cómo hacer frente a la crisis financiera, empezando por un plan para captar capital. Una de las principales preocupaciones de Immelt, sin em bargo, era qué iba a pasar si su asesor, Goldman Sachs, se quedaba fuera del negocio. De la reunión no se sacó mucho en limpio: sólo algunos pla nes preliminares para captar capital y el intento de tranquilizar a Immelt, diciéndole que Goldman no se iba a quedar fuera del ne gocio. Pero Cohn ya estaba pensando en las conversaciones de Gold man con Wachovia. Hablando con Kevin Warsh, del Fed, Cohn ha bía accedido a considerar la idea, pero sólo a condición de que el Fed prestara ayuda; Warsh se había comprometido a pensar en ello seriamente y dio instrucciones sobre cómo manejar la dinámica personal. —No perdamos tiempo en economía si no vais a resolver las cuestiones sociales —le dijo—. Si no estáis dispuestos a darles cabi da, si Bob no está dispuesto a hacer lo que sea, no se va a llegar a nada. Estaba previsto que Steel aterrizara en el aeropuerto del con dado de Wetchester en White Plains, un suburbio de la ciudad, dentro de unas horas. Cohn fue a la oficina de Blankfein y le hizo una sugerencia. —Lloyd, deberías ir a recoger a Steel al aeropuerto —le dijo, creyendo que sería un gesto de buena voluntad para empezar las conversaciones sobre la fusión. —¿Tengo que hacerlo? —preguntó Blankfein molesto. —Sí —dijo Cohn con firmeza—. Iría contigo, pero resultaría embarazoso. Debes ir tú a recogerlo. —¿Y no puedes ir tú solo? —insistió Blankfein nada conven cido.
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—No —dijo Cohn, que consideraba un amigo a Steel—. Yo ya tengo muy buena relación con él. Blankfein cedió. Iría al aeropuerto.
Por un momento, Paulson sintió que podía respirar aliviado. Su equipo había terminado el primer borrador de la legislación TARP y obtenido una autorización rápida de la Oficina de Ad ministración y presupuesto para empezar a distribuirlo en el Capi tolio. Puesto que el jueves por la noche había prometido a los líderes del Congreso que «en cuestión de horas» podría darles algo en qué trabajar, tenía que ser algo escueto. Paulson, Kevin Fromer —su jefe de asuntos legislativos— y Bob Hoyt —su consultor general— se habían dado prisa en redactarlo y habían sacado un documento de menos de tres páginas. Después de mucho debatir, el equipo de Paulson se decidió por la cifra de los setecientos mil millones que Kashkari había pro puesto el día anterior. De aprobarse, sería el gasto extraordinario más grande realizado en la historia del Gobierno federal. Preocupa do por las posibilidades de interferencia política, Hoyt había desli zado algunas líneas cuyo objetivo era evitarlo, así como otorgar a Paulson todos los poderes que pudiera necesitar: Las decisiones del secretario, en virtud de la autoridad que le concede esta ley, no son revisables y quedan a discreción de la agencia, y no pueden ser revocadas por ningún tribunal de justicia ni por agencia administrativa alguna. El secretario queda autoriza do a llevar adelante las acciones que considere necesarias para llevar a cabo los objetivos de esta ley [...] sin menoscabo de ninguna otra medida legal relacionada con los contratos públicos [...]. Todos los fondos que se gasten en virtud de actuaciones autorizadas por esta ley, incluido el pago de gastos administrativos, se considerarán ad judicados en el momento en que se realicen esos gastos.9 9. «Text of Draft Proposal for Bailout Plan», The New York Times, 20 de septiembre de 2008.
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Puede que fuera demasiado pronto para esperar alguna noti cia, pero los funcionarios del Tesoro, llenos de nerviosismo, ya em pezaban a enviarse copias los unos a los otros. Todos echaban en falta en el documento un plan de super visión y les chocaba la falta casi absoluta de salvedades. Hasta su brevedad hacía que la gente estuviera intranquila. —¿Has visto el documento? —le preguntó Dan Jester a Jere miah Norton. Ninguno de los dos había participado en su redac ción.
—He visto los puntos que considera —respondió Norton. —No —dijo Jester—. ¡Eso es el documento! A última hora del sábado, Colm Kelleher y el vicetesorero de Morgan Stanley, Dave Russo, se encaminaron al Fed de Nueva York con sus asesores, Ed Herlihy, de Wachtell, y Gene Ludwig, de Promontory, para presentar su solicitud de categoría de compañía tenedora de bancos. En la recepción de la planta 30 se les acercaron dos funciona rios y preguntaron: —¿Quién es el director financiero? —Soy yo —dijo Kelleher. —Tiene que venir con nosotros usted solo. Burlonamente, Kelleher se despidió de sus colegas mientras era acompañado a una sala de juntas donde estaba reunida la plana mayor de la Reserva Federal de Nueva York: William Rutledge, Bill Dudley, Terry Checki y Christine M. Cumming. —Veamos —dijo Rutledge—, si todo lo demás fracasa este fin de semana ¿accederán ustedes a convertirse en una compañía tenedora de bancos? —¿Qué significa eso? —preguntó Kelleher, no demasiado se guro en cuanto a los tecnicismos. Le explicaron las ventajas de una empresa tenedora de bancos: disponibilidad de financiación a corto plazo a través de la ventanilla de descuento del Fed, siempre y cuando Morgan Stanley acreditase una base de depósito suficiente y se sometiera a diversas regulaciones.
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—¿Conseguirá la aprobación de su consejo? —le preguntaron a Kelleher. Entonces Kelleher comprendió lo que significaba esta reu nión: era posible que la Reserva Federal se estuviera ofreciendo a salvar su empresa. Después de todo, era posible que el depósito no llegara vacío. —Por supuesto —contestó.
Lloyd Blankfein, vestido con pantalones y una camisa con cuello de botones, estaba esperando en el aparcamiento del aero puerto del condado de Wetchester cuando llegó Bob Steel. Iba tan atildado como siempre, pero parecía algo falto de sueño cuando salió de la terminal. Ya llevaba quince horas de pie y su día aún no había terminado. —¡Vaya regalo de cumpleaños! —le dijo animadamente Blankfein cuando lo vio. Era su cumpleaños y esperaba llegar a tiempo para festejarlo. Ya en el coche empezaron a tantear las características de un acuerdo y a hablar de su experiencia juntos. Ni uno ni otro tenían nada clara la idea de la fusión, ni tampoco la relación que había entre ellos. Cuando llegaron al 85 de la calle Broad, Steel fue directamente al piso 30, donde solía pasar gran parte de su tiempo. Cuando entró en la sala de juntas vio a Chris Colé, que había sido asesor de su empresa los cinco últimos meses. Ahora Colé estaba en el otro bando, tratando de comprar Wachovia. Además, el abogado de Steel, Rodgin Cohén, era también abogado de Goldman. Todo se había vuelto confuso y plagado de conflictos, pero coincidieron en que si iban a hacer un trato, tendrían que llegar a un acuerdo antes de la mañana del lunes. Antes de retirarse por ese día, Blankfein invitó a Steel a volver a su oficina. Le contó sus intenciones de nombrarlo uno de los tres copresidentes, junto con Gary Cohn y Jon Winkelried; Steel segui ría dirigiendo Wachovia como la división de consumo de Golden Sachs. Steel se quedó un poco sorprendido y levemente ofendido. —No estoy seguro de querer estar al mismo nivel que Gary y John —dijo con diplomacia—, pero ya lo iremos viendo.
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—¿Jamie está tratando de comprarnos? —le preguntó Gary Lynch, consultor general de Morgan, a Mack en el corredor a la salida de su oficina. —No lo creo —dijo Mack, y explicó que simplemente esta ban negociando con JP Morgan para que extendiese a la empresa una línea de crédito—. ¿Por qué lo preguntas? —Bueno, entonces está pasando algo raro —le respondió Lynch. Le contó que una abogada externa que trabajaba para miembros independientes del consejo de Morgan Stanley, Faiza J. Saeed, socia de Cravath, acababa de informarle de que JP Morgan había llamado a un colega suyo con la intención de contratarla para trabajar en un acuerdo con Morgan Stanley. Ella no había sido demasiado explícita, pero quería que él aclarara el conflicto, explicó Lynch. —Vaya —dijo Mack. —Sí, bonita manera de enviar un mensaje.
Ya empezaba a oscurecer. Hank Paulson seguía en su oficina y acababa de hablar por teléfono con Geithner. Las noticias no eran alentadoras. Geithner le había dicho que Morgan Stanley no tenía ningún plan, aparte de lo que él llamaba el escenario «puro y duro» de la compañía tenedora de bancos. Geithner dijo que no estaba seguro de si algún inversor —JP Morgan, Citigroup, los chinos o los japoneses— llegaría hasta el final. También era escéptico respec to del acuerdo GoldmanWachovia. —Nos estamos quedando sin opciones —le advirtió a Paulson. Paulson, que llevaba una semana durmiendo apenas tres horas por noche, estaba empezando a sentir náuseas. El ver cómo el sec tor financiero, el mundo en el que había hecho toda su carrera, se desmoronaba ante sus ojos, lo estaba destrozando. Por un momen to sintió que la cabeza le daba vueltas. Desde fuera de su oficina, su personal le oyó vomitar.
Sábado por la noche. John Mack volvía a su apartamento del Upper East Side, luchando contra un resfriado que no conseguía
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sacarse de encima. Su esposa, Christy, que había venido en coche desde Rye para consolarlo, lo estaba esperando levantada. Estaba más callado que de costumbre, dándole vueltas todavía a cómo po dría captar miles de millones de dólares en capital en sólo veinti cuatro horas. —Sabes —había un fondo de desesperación en su voz—, exis te la posibilidad de que pierda la empresa.10 Le dijo a Christy que necesitaba un poco de aire, y decidió salir a dar un paseo. Mientras deambulaba por la Madison Avenue, se dio cuenta de que toda su vida adulta, toda su carrera profesio nal, pendían de un hilo, pero esto no sólo tenía que ver con su su pervivencia personal. Lo seguían atormentando las imágenes de los empleados de Lehman abandonando el edificio de la empresa el domingo anterior, cargados con cajas donde llevaban sus perte nencias. Cuando entró en la sala de estar unos minutos después, le re conoció a Christy con una sonrisa de agradecimiento: —No cambiaría esto por estar leyendo un libro en Carolina del Norte.
Incluso antes de que el todoterreno negro se detuviera ante su casa el domingo por la noche, Hank Paulson ya salía por la puerta, con el teléfono móvil pegado a la oreja. Su agente del Servicio Se creto, Jim Langan, prefería que Paulson esperara dentro hasta que él saliera del vehículo, pero Paulson hacía tiempo que había aban donado ese protocolo. Entró precipitadamente en el coche para atender una llamada con el viceprimer ministro de China Wang Qishan. Todo el día anterior había estado tratando de coordinar la llamada para tratar 10. Mack le contó más tarde esta historia a Bloomberg. «Le dije a mi esposa, cuando las cosas estaban realmente desquiciadas: "Como sabes, hay una posibilidad de que yo pierda esta firma. Pero prefiero hacer esto antes que sen tarme en una playa a leer un libro."» Véase Lisa Kassenaar y Christine Harper, «Mack Tells Wife He may Lose Firm Before Brokerage Bid», Bloomberg, 26 de enero de 2009.
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de convencer a los chinos de realizar una inversión en Morgan Stanley. Al principio, había querido que el presidente Bush llamara al presidente de China, y había hablado con Josh Bolten, jefe de personal de Bush, sobre la cuestión. Pero Bolten tenía sus reservas sobre si era apropiado que el presidente llamara para hablar a favor de una empresa específica. Sugirió que Paulson tratara de averiguar si los chinos tenían auténtico interés. Paulson había programado la llamada con Wang para las 21.30. Conocía a Wang de sus viajes a China como consejero delegado de Goldman, y tenían una relación cómoda. También sabía que no era habitual que orquestara un acuerdo del mercado privado con otro país, en este caso el mayor tenedor de deuda de Estados Unidos. Antes de hacer la llamada, Paulson había consultado a Stephen Hadley, asistente del presidente para cuestiones de seguridad nacional, para que le diera alguna orientación. El consejo fue que hilara fino. Cuando por fin consiguió la conexión con Wang, pasó rápidamente a la cuestión que lo ocupaba: Morgan Stanley. —Veríamos con buenos ojos que hicieran una inversión —le dijo Paulson a Wang. También sugirió que uno de sus mayores bancos, el Industrial & Commercial Bank of China (ICBC), debería participar, haciendo así que la inversión fuera estratégica. Wang, sin embargo, expresó sus dudas acerca de que CIC se implicara con Morgan Stanley, a la vista de lo que había sucedido con Lehman Brothers. —Morgan Stanley es estratégicamente importante —dijo Paulson, dando a entender que no permitiría que se viniera abajo. —Le puedo asegurar que veríamos como muy positiva una inversión en Morgan Stanley. Apenas unas horas después, el domingo por la mañana, Paulson estaba otra vez en su coche, donde lo esperaba su jefa de comunicaciones, Michele Davis. —Esto no te va a gustar —dijo ella, tendiéndole una copia de la cubierta del nuevo Newsweek, que aparecería el lunes en los puestos de prensa. Debajo del titular «Tío Henry» se veía una fotografía de Paulson.11 11. Newsweek, 29 de septiembre de 2008.
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Mientras se dirigían a una sucesión de entrevistas en los me dios, Paulson echó un vistazo al artículo. Era un perfil halagador, salvo por una cita del gobernador Jon Corzine, su némesis desde sus tiempos en Goldman, que ponía en tela de juicio su consisten cia.12 Pero lo más importante era que la cubierta era un reconoci miento tácito del enorme poder que ahora ostentaba Paulson, no sólo en América, sino en la escena mundial. El presidente Bush había pasado a un segundo plano: Paulson se había convertido en el líder de facto del país en esos tiempos de crisis. El poder le gustaba, pero también sabía que era un arma de doble filo. Descubrió lo peligroso que podía ser cuando sólo hacía unos minutos que había empezado la entrevista de Brokaw, cuando el anfitrión le arrostró la falta de detalles del plan TARP que privadamente había preocupado a los funcionarios del Tesoro el día antes. —Si estuviera usted en su antiguo puesto de presidente de Goldman Sachs y les presentara este acuerdo a sus socios —dijo Brokaw—, lo harían salir de la sala y le dirían que volviera cuando tuviera más respuestas, ¿no le parece?13
Kenneth deRegt, jefe de riesgos de Morgan Stanley, trataba de poner buena cara a las finanzas de la compañía mientras se prepa raba para la reunión de esa mañana con JP Morgan, reuniendo lis tas de garantías subsidiarias que esperaba se consideraran respaldo suficiente para un préstamo. Sin embargo, mientras trabajaban, él y Ruth Porat, que llevaba el grupo de instituciones financieras de la firma, cayeron en la cuenta de que una sesión sin restricciones con los banqueros de JP Morgan podría ser contraproducente. Si todo iba bien, Morgan Stanley se convertiría esa misma tarde en compa 321. «No ha sido un trayectoria coherente [...]. Salvamos a Bear Stearns pero no a Lehman. El mercado va a tener dificultades para entender cuáles son los principios subyacentes.» Daniel Gross, «The Captain of the Street; Treasury Secretary Hank Paulson Has a Radical Game Plan for Beating America's Finan cial Crisis», Newsweek, 29 de septiembre de 2008. 322. Tom Brokaw, Meet the Press, NBC, 21 de septiembre de 2008.
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fiía tenedora de bancos, un plan que JP Morgan no conocía y que les daría acceso a mucha más liquidez. Decidieron, pues, ser más selectivos sobre lo que debían o no exponer en la presentación e incluyeron sólo las garantías subsidiarias del banco que no podrían endosar al Fed, y que representaban algunos de los peores asientos de sus libros. Sería una jugada arriesgada. Era probable que en vez de presentar a la empresa con sus mejores galas para la venta, con siguieran inadvertidamente espantar a un posible socio. Braunstein, Hogan y Black, de JP Morgan, llegaron al 750 de la Séptima Avenida puntualmente, a las 8.45, los acompañaba el consultor general de la firma, Steven Cutler. Varias docenas de sub alternos habían llegado ya y estaban esperando. El lugar, un anodi no edificio de oficinas sin identificación alguna situado una man zana al oeste del cuartel general de Morgan Stanley, era donde la empresa solía celebrar las reuniones que quería mantener en se creto. —Esto es totalmente confidencial —repitió Hogan al equipo, mientras se acomodaban en una sala de reuniones que había pro porcionado Morgan Stanley. Braunstein vio con sorpresa que no habían previsto ni café ni nada de comer para su gente. Se preguntó si sería una especie de táctica negociadora e inmediatamente envió a un asociado a Dunkirí Donuts. Todos sabían que estaban allí por la que podría ser la sesión de diligencias más importante de sus vidas. Aunque Hogan les había dicho que sólo iban a tratar de extender una línea de crédito a Mor gan Stanley, todos sabían que muy fácilmente podría convertirse en una fusión hecha y derecha, una transacción que haría que lo de Bear Stearns quedara reducido a una liga de provincias. Los abogados de JP Morgan se habían referido hasta el cansan cio al problema de «perfeccionar intereses de seguridad en menos de veinticuatro horas». Al cabo de dos horas, decidieron que no podían seguir adelan te: lo que Morgan Stanley ofrecía como garantía subsidiaria no po día servir para la concesión de un préstamo. —Esto es pura basura —le dijo Hogan a Steve Black, presi dente de JP Morgan. Al llegar el mediodía, Goldman Sachs y Wachovia, que estaba
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representada por media docena de ejecutivos que había traído con sigo Bob Steel, estaban avanzando rápidamente hacia el cierre de un acuerdo. Peter Veinberg, asesor de Steel y antiguo hombre de Goldman, había trazado las líneas de un pacto en el que Goldman pagaría 18,75 dólares la acción de Wachovia en acciones de Gold man. El precio representaba el que tenían el viernes, al cierre, las acciones de Wachovia. Sin embargo, quedaba un serio obstáculo: Goldman quería un acuerdo Jamie. El siguiente paso era ir a ver a Warsh al Fed y pre guntarle si estaban dispuestos a subvencionar el acuerdo garanti zando los activos más tóxicos de Wachovia. Durante un descanso en las negociaciones, Weinberg salió a caminar por el pasillo de la planta ejecutiva. Al pasar por delante de una serie de retratos de los antiguos ejecutivos de la firma, se detu vo ante el de Sidney Weinberg, su abuelo, que había sido socio de Goldman en 1927. Jon Winkelried, copresidente de Goldman, pasaba por allí cuando vio a Weinberg con aire pensativo ante el retrato. —El mundo está trastornado —dijo Winkelried con melan colía. Warren Buffett estaba en su casa de Omaha el domingo cuan do recibió una llamada de Byron Trott, vicepresidente de Goldman Sachs. Buffett, al que no le gustaban la mayoría de los banqueros de Wall Street, adoraba a Trott, un hombre del Medio Oeste afincado en Chicago, de modales muy moderados. Paulson los había presen tado hacía años, y ahora Trott era el único banquero de inversiones en el que Buffett realmente confiaba. —Entiende Berkshire mucho mejor que cualquier banque ro de inversiones con quien haya hablado jamás y, me duele decirlo, se gana lo que cobra14 —escribió Buffett en el informe anual de 2003 de Berkshire Hathaway. Para Buffett no podría haber mejor elogio. Trott llamaba para hacer a Buffett una propuesta. Llevaba va rias semanas tratando en vano de convencerlo para hacer una inver 14. Buffett, de la carta de su presidente en 2003. Véase el informe anual en http.//www.berkshirehathaway.com/2003ar/2003ar.pdf
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sión en Goldman, pero ahora se le había ocurrido una nueva idea. Le confesó a Buffett que Goldman estaba en conversaciones para comprar Wachovia, con ayuda del Gobierno, y quería saber si a él podría interesarle invertir en una combinación GoldmanWa chovia. Al principio, Buffett no estaba seguro de haber entendido bien a Trott. ¿Ayuda del Gobierno? ¿En un acuerdo de Goldman? —Byron, es una pérdida de tiempo —dijo en su estilo campe chano, después de considerar la nueva configuración—. Antes de esta noche el Gobierno se dará cuenta de que no puede proporcio nar capital a un tratado entre la empresa del antiguo secretario del Tesoro y la de un vicepresidente retirado de Goldman Sachs y anti guo vicesecretario del Tesoro. No existe ninguna posibilidad. Todos se despertarán y se darán cuenta de que, aunque sea el mejor acuer do del mundo, no pueden hacerlo. John Mack había recibido noticias prometedoras el domingo por la tarde: daba la impresión de que Mitsubishi seguiría adelante y haría una inversión considerable en Morgan Stanley. Se había acordado una teleconferencia para que Mack hablase con el conse jero delegado de Mitsubishi, Nobuo Kuroyanagi, esa noche. Sin embargo, cuando estaban ocupándose de los detalles lla mó Paulson. —John, tienes que hacer algo —le dijo Paulson gravemente. —¿Qué significa que tengo que hacer algo? —la voz de Mack evidenciaba impaciencia, acababa de enterarse de que los japoneses estaban dispuestos a hacer el trato—. Nos diste tu apoyo, dijiste que podíamos seguir adelante. —Lo sé —dijo Paulson—, pero tienes que encontrar un so cio. —¡Tengo a los japoneses! Mitsubishi va a entrar —repitió, como si Paulson no lo hubiera oído la primera vez. —Venga ya. Tú y yo conocemos a los japoneses. No lo van a hacer. Nunca son tan rápidos —dijo Paulson, sugiriendo que se centrara más en el acuerdo con los chinos o con JP Morgan. —No, yo sí que los conozco y no estoy de acuerdo contigo —respondió Mack enfadado. Explicó que Mitsubishi tenía una lar ga relación con la firma y había utilizado los servicios de asesoría de
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Morgan Stanley durante su OPA hostil de ese mismo año para ad quirir parte de Union Bank en California.15 —Los japoneses no suelen mostrarse hostiles —le recordó Mack—. Nos contrataron, siguieron adelante y terminaron la ope ración. Lo mismo harán con nosotros. Paulson se mantenía escéptico. —No van a hacerlo —dijo con un suspiro. —Tú y yo no estamos de acuerdo —le escupió Mack, prome tiendo mantenerlo al día de los avances mientras colgaba el teléfo no. Tras hacer salir a Kevin Warsh de una reunión para atender el teléfono, Gary Cohn le describió los preliminares del acuerdo GoldmanWachovia. Habían acordado las condiciones a precio de mercado —18,74 dólares al cierre el viernes— y, considerando que las acciones de Wachovia se habían recuperado ese día un 29 por ciento como consecuencia del anuncio del TARP, Cohn pensaba que era una concesión generosa y solicitaba una garantía del Go bierno. Mientras varios miembros del consejo de Wachovia iban y ve nían por una sala de juntas de Goldman esperando tener noticias de Steel sobre el acuerdo, Joseph Neubauer, presidente y consejero delegado de Aramark Holding Corporation, recibió una llamada de Paulson en el móvil. —Esto no sólo afecta a Goldman Sachs —le dijo—. Estoy preocupado por Wachovia. ¿Tú no? Paulson no le había contado a Neubauer que había recibido una autorización del comité de ética para participar en las cuestio nes relativas a Goldman. En lugar de eso siguió presionándolo para que se tomara en serio la oferta de Goldman, preocupado de que el consejo de Wachovia no apreciara la gravedad de la situación en la economía mundial. 15. «La oferta no solicitada de MUFG, arreglada por Morgan Stanley como asesor financiero suyo, también ilustra hasta qué punto las compañías conservadoras japonesas se están adaptando cortar y pegar de M & A. Alliance», Yuka Hayashi y Alison Tudor, «MUFG offers to buy UnionBanCal», The Wall Street Journal Asia, 13 de agosto de 2008.
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—Creo que debería haber una sensación de urgencia —le se ñaló. Cuando Neubauer dejó el teléfono miró a los demás y dijo: —No os lo vais a creer. Era Hank. No fue necesario que explicara a los directores por qué la lla mada era tan increíble. Para muchos de los presentes, el secretario del Tesoro acababa de ordenarles que se fusionaran con Goldman. En el Tesoro, Jim Wilkinson, jefe de personal de Paulson, an daba a esas alturas casi sonámbulo por los pasillos. Paulson acababa de ponerlo al día sobre las conversaciones GoldmanWachovia y le había pedido su opinión. ¿Debía proporcionar ayuda el Gobierno? Wilkinson, en su estado de estupor, le dijo que le parecía una idea razonable. Sin embargo, media hora después y habiéndolo pensado me jor tras tomarse una taza de café, cambió de idea. Se dio cuenta de que un acuerdo así sería una pesadilla de relaciones públicas en el peor momento posible, justo cuando estaban tratando de que les aprobaran el TARP. Paulson perdería toda credibilidad; sería acusa do de llenarles los bolsillos a sus amigos de Goldman; proliferaría la teoría de conspiración «Gobierno Sachs». Wilkinson acudió corriendo a la oficina de Paulson con Mi chele Davis. —Hank, si haces esto estás muerto —dijo frenéticamente—. Sería una jodida locura.
Ben Bernanke tenía conexión telefónica con la sala de juntas de Geithner, donde estaban reunidos Jester y Norton, del Tesoro, y Terry Checki, Meg McConnel y William Dudley del Fed de Nueva York. Warsh estaba estudiando las nuevas condiciones del acuerdo GoldmanWachovia. La opinión generalizada entre los presentes era que parecía una buena transacción: daría a Goldman una base de depósito es table y al mismo tiempo dotaba a Wachovia de un poderoso banco de inversión y de una dirección de primera. Pero Geithner no tardó en señalar las desventajas.
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—¿Hace parecer a Goldman más débil de lo que es? —pre guntó. Era la misma cuestión que había planteado antes Blankfein. Geithner también se preguntaba si el Fed debería ser el que presta ra el dinero. Puesto que el regulador de Wachovia era la Corpora ción Federal de Seguro de Depósitos (FDIC), tal vez debería ser ese organismo el que se hiciera cargo. Bernanke escuchaba el debate sin hacer ningún comentario. Entonces Bill Dudley, un antiguo hombre de Goldman que pensaba que el acuerdo no era atractivo para el Gobierno, planteó la misma objeción que había expresado Buffett unas horas antes: sería un desastre para las relaciones públicas del Gobierno. —¿Qué estamos haciendo aquí? Mirad todas las conexiones que tenemos: el Tesoro, Steel y yo. Goldman por todas partes. Te nemos que ser cuidadosos. Cuando Geithner y Bernanke llamaron a Paulson, los tres es tuvieron de acuerdo en que no podían financiar el acuerdo.
Cuando Warsh les dio la noticia a Steel y Cohn, los dos se quedaron atónitos. Habían pasado veinticuatro horas tratando de formular un acuerdo por sugerencia del Gobierno para que ahora les dijeran que no podía llevarse a cabo. —Lo siento, lo comprendo, estoy tan frustrado como voso tros, pero simplemente es que no tenemos el dinero, no tenemos la autorización —explicó Walsh. Steel, quien estaba especialmente desairado, le dijo a Walsh que se sentía como si estuviera pasando de una novia a otra, tratan do de encontrar el matrimonio idóneo para salvar la empresa. Pri mero Morgan Stanley y ahora Goldman Sachs. Cohn, dándose cuenta de que la conversación estaba tomando un tono desagradable dijo que pensaba que debía apearse. —No, debes escuchar esto —insistió Steel, elevando la voz por primera vez—. Debes sentarte ahí y escuchar cada maldita pa labra. Mientras hablaba ansiosamente al micrófono situado en el cen tro de la mesa, Steel fue enfadándose más y más. —¿Qué es lo que queréis que haga? Decidme qué hacer. No
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podéis lograr que esto funcione, no os gusta esto, no os gustaba lo otro. ¿Queréis el otro acuerdo? —dijo, refiriéndose a Morgan Stan ley—. ¿Queréis que llame a Citi? Tengo que proteger a mis accio nistas. Ése es mi trabajo. Decidme qué cojones queréis que haga, porque ya me estoy cansando de correr en círculos. —No sé si será cierto, pero hemos oído que Goldman está anunciando un acuerdo con Wachovia para las próximas veinticua tro horas —anunció John Mack al equipo de dirección reunido en su oficina. Acababa de oír el rumor de un director en la reunión con su consejo, y la posibilidad lo tenía en ascuas. Después de todo, apenas el viernes estaban todavía negociando una fusión que no parecía llevar a ninguna parte. Taubman, jefe de banca de inversión de la firma, estaba ho rrorizado. ¿Cómo era posible que Goldman Sachs, el más encarni zado rival de Morgan Stanley, estuviera dispuesto a aceptar todos los activos tóxicos de Wachovia? ¿Acaso Goldman no había visto el enorme agujero en el balance de Wachovia? Entonces se le hizo la luz: —¡Aquellos cabrones probablemente tenían un acuerdo con el Gobierno! —exclamó—. ¡No tiene sentido a menos que el Gobier no esté rescatando a Wachovia y haciéndose cargo de un montón de activos tóxicos! Paulson había recibido información de que el acuerdo Gold manWachovia había despegado, lo cual lo presionaba aún más para encontrar una solución a lo de Morgan Stanley. Para él, JP Morgan era la respuesta obvia. Por más que Jamie Dimon se hubie ra resistido a sus propuestas —Paulson ya lo había llamado varias veces el día anterior—, ahora tenía que ponerse serio. —Jamie —le dijo en cuanto se puso en contacto con él, con Geithner y con Bernanke, que también participaban en la confe rencia—. Necesito que pienses en serio en comprar Morgan Stan ley. Es una gran empresa con grandes activos. Dimon acababa de tener una reunión improvisada con Gao, de CIC, que había ido a verlo para saber si JP Morgan querría tra bajar con ellos en una oferta por Morgan Stanley, en la que CIC
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adquiriría capital adicional en la firma y JP Morgan proporcionaría una línea de crédito. La reunión no había llevado a nada. Dimon, que ya se barruntaba que el Gobierno podría tratar de imponerle a él el acuerdo, se mostraba inflexible. —Tienes que parar esto. No es viable —dijo con determina ción—. No es posible. Haría cualquier cosa por ti y por este país, pero no si con eso puedo poner en peligro a JP Morgan. Además, no podría hacerlo —continuó Dimon, explicando que pensaba que el acuerdo le costaría al banco cincuenta mil millones y muchísimos puestos de trabajo—. Yo no quiero hacerlo, y John no quiere hacerlo. —Bueno, tal vez yo necesite que lo hagáis —insistió Paulson. Hubo unos instantes de silencio hasta que Dimon cedió, pero sólo levemente. —Lo pensaremos, pero va a ser peliagudo —dijo. La tensión en la reunión del consejo de Morgan Stanley se hacía insostenible. Roger Altman, el banquero de Evercore que ha bía sido contratado apenas veinticuatro horas antes para asesorar los, les estaba diciendo que necesitaban pensar seriamente en ven der la totalidad de la empresa. En un descanso, Roy Bostock habló con C. Robert Kidder, director principal de la firma. —Deberíamos despedir a ese tipo ahora mismo. Echadlo de aquí. No está ayudando —a otros les preocupaba que, dadas sus estrechas conexiones con el Gobierno, ya que había sido subsecre tario del Tesoro, pudiera filtrar información sobre la salud de la empresa. Pensaban que eso explicaría por qué Geithner estaba pre sionando tanto a Mack para cerrar un trato. Aunque no lo sabían, Altman había enviado un correo a Geithner la noche anterior di ciéndole que le habían encargado trabajar para Morgan, pero no le había desvelado los detalles de la reunión. Ya fuera que se tratara de paranoia o sólo de falta de sueño, la discusión iba subiendo de tono. Mack, a quien no habían consul tado sobre la contratación de Altman, estaba todavía más alterado que algunos de los miembros del consejo por su presencia. —No sé qué se trae entre manos este tipo —dijo.
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Geithner, que aún seguía maquinando desde su oficina de la ciudad, estaba convencido de que Morgan Stanley se derrumbaría si no conseguía cerrar un acuerdo antes de que abrieran los merca dos el lunes. Ese mismo día había amenazado a Mack con denegar le la categoría de compañía tenedora de bancos a menos que encon trara una inversión importante o se fusionara. —Con ser una compañía tenedora de bancos no bastará —le advirtió. Al igual que Paulson, Geithner estaba convencido de que Mack estaba equivocado si pensaba que las negociaciones con Mit subishi se concretarían a tiempo—. ¿Cuál es tu plan B? Necesitas uno —prácticamente le había gritado por teléfono. Alrededor de las 15.30, la asistente de John Mack, Stacie Kruk, anunció que el secretario Paulson estaba al teléfono. Mack cogió la llamada en el teléfono que tenía junto a su sofá. En el televisor que estaba a sus espaldas había empezado el encuentro de los New York Giants contra los Cincinnati Bengals. —Hola, John. Estoy con Ben Bernanke y Tim Geithner. Que remos hablar contigo —dijo Paulson. —Vale —dijo Mack—. Puesto que estáis todos en la línea, ¿puedo hacer participar a mi consejo general? Paulson accedió, y Mack puso el manos libres una vez que anuló el volumen del televisor. —Los mercados no pueden abrir el lunes sin una resolución de Morgan Stanley —dijo con su tono más autoritario—. Tenéis que encontrar una solución, queremos que hagáis un acuerdo. Mack se limitó a escuchar, mudo. Bernanke, que por lo general permanecía en silencio en estas situaciones, despejó la garganta y añadió: —Vosotros no veis lo que vemos nosotros. Estamos tratando de mantener el sistema a salvo. Realmente necesitamos que hagáis un trato. —Hemos trabajado mucho sobre esto y pensamos que tienes que llamar a Jamie —insistió Geithner. —Tim, ya he llamado a Jamie —replicó Mack evidentemente exasperado—. No quiere el banco.
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—No, lo va a comprar —dijo Geithner. —Sí, por un dólar —exclamó Mack—. Eso no tiene sentido. —Queremos que lo hagas —insistió Geithner. —Deja que te haga una pregunta: ¿crees que ésta es una buena política pública? —dijo Mack con furia evidente—. Ya se han per dido treinta y cinco mil empleos en esta ciudad entre AIG, Leh man, Bear Stearns y simples despidos. ¿Me estás diciendo que lo que hay que hacer es coger un número de entre cuarenta y cinco y cincuenta mil personas, hacer especulaciones, y hacer desaparecer veinte mil puestos de trabajo? Yo no creo que ésa sea una buena política pública. Hubo un momento de silencio. —Es una cuestión de solidez —dijo Geithner impasible. —Bueno, verás, yo tengo el mayor respeto por vosotros tres y por vuestro trabajo —dijo Mack—. Sois unos patriotas y en este país nadie puede agradecer bastante lo que estáis haciendo, pero no voy a hacerlo. Simplemente no voy a hacerlo. No se lo voy a hacer a las cuarenta y cinco mil personas que trabajan aquí. Dicho esto, colgó el teléfono. En Goldman Sachs el clima era algo menos tenso. —Vamos a convertirnos en compañía tenedora de bancos —le anunció Blankfein, que acababa de hablar con Geithner, a Cohn cuando éste entró en su oficina—. Se va a hacer. Cuando la Reserva Federal envió por fax el borrador del co municado de prensa, vio que también se le concedería a otra insti tución cuyo nombre, adrede, se había dejado en blanco. «Debe de ser Morgan Stanley», pensó. Seguramente su llamada a Mack el viernes por la mañana había surtido efecto. Cohn, sentado en el sofá de Blankfein, se estaba comiendo una tortilla después de no haber tocado la comida en todo el día. Por fin podía sonreír. Habían salido del túnel. Ahora sólo necesita ban que todos los directores aprobaran la ejecución de la solicitud. Habían preparado una teleconferencia con todo el consejo para dentro de cinco minutos. —Por fin tengo buenas noticias... —empezó Blankfein cuan do todos se hubieron incorporado a la línea. Cuando Gao volvió a Morgan Stanley a última hora de la tar
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de, se enteró de que la firma había iniciado conversaciones para una fusión con Mitsubishi. Ya antes había tenido un mal presenti miento al ver que Mack ralentizaba las negociaciones, pero no po día creer que estuviera a punto de llegar a un acuerdo con los japo neses. Pensaba que el Gobierno de Estados Unidos ya había dado su aprobación a un acuerdo con CIC basado en la conversación de Paulson con el viceprimer ministro Wang Qishan de la noche ante rior. Furioso, retiró a todo su equipo de la sala de juntas y se mar chó del edificio sin despedirse siquiera. Los banqueros de Morgan Stanley seguían esperando a ver si el acuerdo con Mitsubishi iba adelante. Por lo que sabían, el Fed iba a concederles la categoría de compañía tenedora de bancos, pero Geithner seguía insistiendo en que necesitaban una gran in versión antes del lunes como muestra de confianza en la compañía. Mitsubishi había hecho llegar una propuesta, «un pliego de inten ciones», para adquirir un 20 por ciento de la firma por un máximo de nueve mil millones.16 Mientras Kindler y Taubman estaban revisando el pliego, se reían de todo lo publicado en los medios sobre su fin de semana de vertiginosas conversaciones de fusión. Varias publicaciones estaban atrasadas de noticias o repetían antiguos rumores. Gasparino decla ró en televisión que Morgan Stanley estaba a punto de cerrar un trato con Wachovia o con CIC. —El tipo más jodidamente peligroso de Wall Street —dijo Kindler con un suspiro. En la planta de arriba, Mack estaba al teléfono con el conseje ro delegado de Mitsubishi, Nobuo Kuroyanagi, y un traductor tra tando de dar los últimos toques al pliego de intenciones, cuando su asistente lo interrumpió. —Tim Geithner está al teléfono, quiere hablar con usted —le dijo en un susurro. Mack tapó el microteléfono. —Dile que no puedo hablar ahora. Ya lo llamaré. 16. Louise Story, «Morgan Stanley Secures Japan Deal, Mitsubishi UFJ to Pay $9 billion for 21 % Stake in US Firm», The New York Times, 1 de octubre de 2008.
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Cinco minutos después llamó Paulson. —No puedo, estoy con los japoneses. Lo llamaré en cuanto termine —le dijo a su asistente. Dos minutos después volvía a llamar Geithner. —Dice que tiene que hablar con usted, que es importante —le comunicó impotente su asistente. Mack estaba a unos cuantos minutos de llegar a un acuerdo. Miró a Jiyeun Lee, una banquera que estaba de pie en su oficina ayudándolo con las condiciones, y le dijo que se tapara los oídos. —Dile que lo jodan —dijo Mack refiriéndose a Geithner—. Estoy tratando de salvar mi empresa.
—¡Gracias a Dios, estamos fuera! —exclamó Jamie Dimon corriendo por la planta noble de la sede de JP Morgan hacia la ofi cina de Jimmy Lee, donde había estado concentrado el equipo de dirección esperando órdenes mientras pasaban el tiempo viendo la Ryder Cup y el partido de los New York Giants y comiendo costi llas del restaurante Palm. —Mack acaba de llamar —dijo Dimon con un suspiro de alivio—. ¡Han conseguido nueve mil millones de los japoneses! A las 21.30 salió en las noticias.17 Goldman Sachs y Morgan Stanley se convertirían en compañías tenedoras de bancos. Aquello era un hito: los dos mayores bancos de inversión del país habían declarado periclitado su modelo empresarial para salvarse. The New York Times lo describió como «una jugada que fundamentalmente reconfiguraba una era de altas finanzas que definió a la moderna edad de oro» y «un reconocimiento sin paliativos de que su modelo financiero y de inversión se había vuelto demasiado arriesgado». 17. El 21 de septiembre de 2008, la Reserva Federal comunicó lo siguien te: «El Consejo de la Reserva Federal aprobó el domingo, pendiente de un perío do estatutario antitrust de cinco días, las solicitudes de Goldman Sachs y Mor gan Stanley para convertirse en compañías tenedoras de bancos.» Véase http:// www.federalreserve.gov/newsevents/press/bcreg/20080921 a.htm
Capítulo 19
El lunes 22 de septiembre, un día después de que Goldman Sachs se convirtiese en una compañía tenedora de banco, Lloyd Blankfein, la cara demacrada por el cansancio, se sentó con la vista puesta en el dibujo enmarcado de The Far Side de Gary Larson que se encon traba al final de su mesa de despacho. El dibujo mostraba a un padre y su hijo en el patio delantero de su casa de los suburbios y observando por encima de la cerca la casa del vecino, donde una manada de lobos estaba entrando por la puerta delantera. «Ya sé que echas de menos a los Wainwright, Bobby —rezaba la leyenda al pie de la viñeta—, pero eran gente débil y estúpida, y por eso tenemos lobos y otro tipo de grandes depredadores.» Para Blankfein eso resumía muy bien lo que le había ocurrido a Wall Street: de haber funcionado las cosas de una manera ligera mente diferente, Morgan Stanley, y tal vez incluso Goldman Sachs, podría haber terminado como los Wainwright. De los cinco grandes bancos de inversión sólo quedaban en pie el suyo y Morgan Stanley, pero su marcha parecía ser cada vez más insegura. A medida que avanzaba el día, el precio de las accio nes de Goldman, a diferencia de las de Morgan Stanley, no se esta bilizaba, sino que seguía hundiéndose, hasta un 6,9 por ciento. A pesar de haber sido reconocido como compañía tenedora de banco —lo cual le daba un acceso casi ilimitado a la liquidez de la Reserva Federal— los inversores se habían preocupado de repente por si Goldman pudiera necesitar más capital. Después de dos días de alzas durante la semana anterior, con la esperanza de que el TARP salvaría la economía, el mercado más amplio también se estaba moviendo ahora en la dirección equivo
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cada. Para muchos estadounidenses que habían experimentado pérdidas muy sustanciales en sus planes 401(k), Wall Street simple mente no se merecía que lo salvaran. —Sería un grave error decir que vamos a comprar deuda mala, que es el resultado de las decisiones equivocadas de esta gente, y luego permitirles que se lleven millones de dólares cuando abando nan1 —decía a voz en grito Barney Frank el día anterior—. El pue blo norteamericano no quiere que eso ocurra, y no ocurrirá. Pero la política de rescate no era precisamente el asunto que ocupaba el lugar más destacado en los pensamientos de Blankfein, dada la preocupación más acuciante por conseguir capital. El lunes por la noche Byron Trott, preguntándose por qué no había noticias de Nueva York, llamó a Winkelried de su oficina de Chicago. —Está todo muy tranquilo desde el fin de semana ¿qué está pasando? —preguntó con cierta aprehensión. Winkelried le dijo que iban a tener otra ronda de llamadas de inversores el martes con una nueva propuesta de venta de acciones en la compañía. —Para un momento —lo interrumpió Trott—. Tíos, tenéis que reducir la marcha. Trott, que era el enlace más cercano —y quizás el único— con Warren Buffett, sugirió que deberían considerar un acercamiento a él una vez más. Pero, tal como había adelantado Trott correctamen te, no estaban en la mejor situación para interesar al Oráculo. —En un mercado como éste no hay razón alguna para que yo asuma riesgos —le dijo Buffett a Trott. El martes por la mañana, después de consultarlo con Blankfein y con el resto del equipo de altos ejecutivos de Goldman, Trott volvió a llamar a Buffett con una nueva propuesta.2 Los nietos de Buffett estaban de visita en Omaha, y como es taba planeando llevarlos al Dairy Queen local (cadena propiedad 323. Declaraciones del congresista Barney Frank en su aparición en el pro grama Face the Nation, CBS, 21 de septiembre de 2008. 324. Chris Blackhurst, «Billionaire Buffett and the Only Banker He Trusts», Evening Standard (Londres), 25 de septiembre de 2008.
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de Berkshire), la conversación duró apenas veinte minutos. Trott sabía que la única manera de que Buffett decidiera hacer una inver sión sería ofreciéndole un trato sumamente generoso, como el que ahora le presentaba él. Goldman vendería a Buffett cinco mil mi llones de dólares de acciones en forma de acciones preferentes que percibirían un dividendo del 10 por ciento. Esto significaba que Goldman le pagaría quinientos millones de dólares anuales a cam bio de la inversión, que también permitiría a Buffett convertir su inversión en acciones de Goldman al precio de ciento quince dóla res por acción, alrededor de un 8 por ciento por debajo de su precio actual. Con esas condiciones, Goldman estaría pagando una canti dad mayor de la que le había pedido Buffett a Dick Fuld la pasada primavera y que al parecer había rechazado Fuld. Fiándose de sus corazonadas, como siempre, Buffett aceptó rápidamente las líneas generales del acuerdo. Trott llamó a Winkel ried, y lo localizó en el momento de abandonar la terminal Grand Central camino de Naciones Unidas, donde estaba previsto que el presidente Bush se dirigiera a la LXIII Asamblea General, y le co municó las buenas noticias. —¡Creo que Warren lo hará! —dijo Trott entusiasmado. —Está bien, quédate donde estás —le dijo Winkelried. Mientras buscaba un rincón más tranquilo en los congestiona dos y ruidosos alrededores de Grand Central, Winkelried llamó a las oficinas para establecer una conferencia telefónica con los ex pertos de Goldman: David Viniar, Gary Cohn, David Solomon y Blankfein, que habían volado a Washington ese día para reunirse con los legisladores. Minutos más tarde el grupo estaba reunido, y empezaron a debatir el acuerdo con Buffett. Todos estuvieron de acuerdo en que, todavía más importante que la inyección de liquidez, era la con fianza que podría inspirar en el mercado una inversión de Buffett. Así pues, dijo Winkelried, la firma estaría en condiciones de captar dinero adicional de otros inversores en la estela de la inversión del Oráculo. —Bueno, ¿por qué no lo hacemos? —se preguntó Viniar. —Ya lo hemos hecho —respondió Solomon. Trott, sin perder un minuto, se comunicó con Blankfein para
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decirle que hablara directamente con Buffett, y después de que am bos revisaron la operación a grandes rasgos, Buffett sugirió que Goldman redactase los documentos y se los enviase, de ese modo podría anunciar el acuerdo esa tarde, después del cierre del merca do. Blankfein, al que siempre gustaba revisar hasta el último deta lle, preguntó: —¿Le gustaría que diésemos un repaso a las cosas que me preo cupan en este momento? —No, está bien así —respondió Buffett con tranquilidad—. Si me preocuparan no habría hecho nada de esto. Dicho eso, reunió a sus nietos y enfiló hacia el Dairy Queen. Sin embargo, en la calle Broad, aún había una provisión que preocupaba al grupo, una provisión que Buffett había indicado que podría romper el acuerdo: los cuatro ejecutivos de mayor nivel de Goldman no podrían vender más del 10 por ciento de sus acciones hasta 2011, o hasta que Buffett vendiera las suyas, incluso aunque dejaran la compañía. Él explicó a Blankfein la razón de esta condi ción con estas palabras: —Estoy comprando el caballo, pero también estoy compran do al que lo monta. Esa estipulación no era un problema ni para él ni para Cohn ni para Viniar, por lo que sabía Blankfein, pero podría serlo para Winkelried. Con sólo cuarenta y nueve años, había rumores recien tes acerca de su abandono de Goldman y aunque era un secreto puertas adentro de la empresa, tenía problemas personales de liqui dez.3 Había estado gastando sumas extraordinarias. El agujero ne gro que realmente se tragaba su dinero era Marvine Ranch, una granja de caballos que poseía en Meeker, Colorado y que le había permitido ganar más de un millón de dólares en premios en los últimos tres años, pero cuyo mantenimiento le había costado dece nas de millones de dólares. 3. Buffett compró acciones de Goldman por valor de cinco mil millones de dólares. Susanne Craig, Matthew Karnitschnig y Aaron Lucchetti, «Buffett to Invest $5 Billion in Goldman», The Wall Street Journal, 24 de septiembre de 2008.
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Blankfein lo llamó personalmente y, después de asegurarle que la empresa lo iba a ayudar a salir de sus problemas financieros, con siguió la aceptación por parte de Winkelried de la estipulación de Buffétt. No le hacía feliz la restricción, pero sabía que el trato con Buffett era lo mejor para Goldman. A la mañana siguiente, Goldman había conseguido vender cinco mil millones más de acciones a distintos inversores después de la noticia del trato de Buffett, y su cotización subió por encima del 6 por ciento. Finalmente, Blankfein pudo relajarse. Los lobos ya no estaban en la puerta.
—Josh, no me puedo creer lo que está pasando! —vociferó Paulson en su móvil al conectarse con Josh Bolten, jefe de personal de la Casa Blanca y el hombre que había ayudado a que lo nombra ran para su puesto—. Nadie me consultó sobre eso. ¡Ah, si vamos a seguir haciendo cagadas como ésta, vas a necesitar un nuevo secre tario del Tesoro! Paulson, que acababa de concluir toda una tarde de audiencias en el Capitolio tratando de persuadir a los legisladores reacios para que aprobaran la legislación del TARP, acababa de enterarse de que John McCain, el candidato republicano a la presidencia, había anunciado que iba a suspender su campaña para volver a Washing ton y ponerse a trabajar en el plan de rescate financiero. La crisis, que parecía ahondarse cada vez más, se había convertido ahora en parte de las tácticas empleadas en las elecciones presidenciales. Para Paulson, que estaba tan deprimido como cansado, no era ni más ni menos que el último recordatorio de la batalla que libraba en el Congreso para lograr la aprobación de su legislación. Temía que la vuelta de McCain no hiciera más que galvanizar a los repu blicanos opuestos a la propuesta de rescate. Si la Administración Bush no ejercía algún control sobre su candidato presidencial —ya no digamos sobre el propio partido—, Paulson sabía que tenía pro blemas a la vista. Mientras Paulson paseaba por la antesala del edificio de ofici nas de Rayburn House, Bernanke, que lo había acompañado a las
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audiencias, empezaba a sentirse tan incómodo por el tono de su conversación con Bolten que abandonó la sala. Le costaba trabajo acostumbrarse a que los funcionarios se gritaran unos a otros, y todavía peor, no podía soportar la lucha implacable entre bambali nas, que es un ingrediente de los políticos, sobre todo en año elec toral. Joshua Rosner, director gerente de Graham, Fisher & Com pany, declaró a The New York Times que el apoyo al TARP debería entenderse como total abdication of responsibility to the public («ab dicación total de la responsabilidad hacia el público»).4 Así que el apoyo se estaba desvaneciendo rápidamente en ambas partes. Los demócratas decían que era una forma en la que Paulson llenaba los bolsillos de sus amigos, mientras que los republicanos lo denuncia ban como otro ejemplo de la intervención del Gobierno. Los miem bros del Congreso de ambos partidos se quejaban del coste del plan, y algunos se preguntaban si se podría hacer a plazos, mientras que otros trataban de poner límites a la compensación de los ejecutivos en cualquier legislación. —Lo que nos han enviado no es aceptable 5 —declaró Christo pher Dodd—. Esto no va a funcionar. Jack Kingston, congresista republicano por Georgia, llegó has ta el punto de criticar a Paulson como un «comunicador terrible»,6 quejándose por ello. «Se nos pide que votemos el mayor instrumen to legislativo de nuestra vida y no hemos visto la factura.» Sin embargo, más allá de la retórica, los legisladores, al igual que los inversores, estaban empezando a hacer preguntas prácticas sobre cómo iba a funcionar realmente el proceso de compra de ac tivos dañados. ¿Cómo los pagaría el Gobierno? ¿Cómo se estable
325. Andrew Ross Sorkin, «DealBook. Power Grab and a Roll of the Dice», The New York Times, 24 de septiembre de 2008. 326. «US Lawmaker Dodd Says Treasury Plan "Unacceptable"», Reuters, 23 de septiembre de 2008. 327. Charles Babington y Julie Hirschfeld Davis, «Simmering GOP Upset They Were Kept in the Dark; Political Meltdown Carne on the Heels of Finan cial One», Associated Press, 27 de septiembre de 2008.
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cerían los precios? ¿Qué pasaba si algunos acababan sacando prove cho a expensas de los contribuyentes? Cuando Stephen Schwarzman, que había alentado a Paulson para que anunciara un plan —cualquier plan— examinó los de talles de éste, llamó a Jim Wilkinson para dejarle un mensaje a Paulson. —¡Habéis anunciado el plan equivocado! —exclamó Schwarz man. —¿Qué quieres decir? —preguntó Wilkinson. —Vais a ser incapaces de idear un modo de comprar esos acti vos en un corto período de tiempo para inyectar liquidez al sistema sin exprimir o bien a los contribuyentes o bien a los bancos —avisó Schwarzman—. ¡Y no seréis capaces de obligar a la gente a vender. Además —añadió—, cada paquete de estos activos es tan suma mente complejo que no se trata de una subasta de bonos; tenéis que hacer un montón de análisis en profundidad, y eso requiere sema nas o incluso meses, y entretanto, si no hacéis nada, volveréis a caer en la crisis.
Alrededor de las cuatro de la tarde del martes 25 de septiem bre, los líderes de ambos partidos y de los correspondientes comités se amontonaban en torno a la gran mesa oval de caoba de la Sala del Gabinete de la Casa Blanca, acompañados por los candidatos pre sidenciales, los senadores McCain y Obama. Sentados en el centro estaban el presidente, el vicepresidente Cheney y Hank Paulson. El grupo se había reunido en un intento de persuadir a los legisladores republicanos, a los que había envalentonado el apoyo de McCain, para que reanudaran las negociaciones y se pusieran de acuerdo en el rescate. —Todos los que estamos en torno a esta mesa nos tomamos este asunto muy en serio, y sabemos que vamos a tener que hacer algo lo más rápidamente posible7 —dijo Bush a los reunidos—. Si 7. Comunicados de prensa y documentos, «Bush Pushes Financial Plan with Congressional Leaders, Candidates», Voice of America, 26 de septiembre de 2008.
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no se libera el dinero, esta situación podría irse al diablo8 —advirtió refiriéndose a la economía nacional. Pero la reunión degeneró rápidamente de un prometedor es fuerzo para alcanzar un consenso en un fracaso intrapartidario des pués de que el líder de los republicanos de la Cámara, John Boeh ner, de Ohio, anunciara que los republicanos del Congreso no apoyarían el rescate, pero que proponía a cambio una alternativa que implicaría el aseguramiento de las hipotecas con un fondo aportado por Wall Street. Cuando los demócratas respondieron que ese plan no contribuiría en nada a reencaminar la crisis, toda la sala era un hervidero de discusiones, que dieron paso a las recrimi naciones personales y a los gritos, un verdadero espectáculo que Cheney contemplaba desde su asiento con una sonrisa. Obama, en un intento de alcanzar un compromiso, pre guntó: —Vamos a ver, ¿necesitamos empezar a partir de un borrador, o hay modos de incorporar algunas de estas preocupaciones?9 Pero para ese entonces ya era demasiado tarde para poner en marcha cualquier esfuerzo por encontrar un punto de equilibrio, y la reunión terminó con el abandono de la sala de las diferentes fac ciones sin dirigirse la palabra unos a otros. Cuando el desinflado equipo del Tesoro recorría el trayecto que lleva hasta el Despacho Oval, un funcionario se detuvo para informar a Paulson que los demócratas se estaban reuniendo en la Sala Roosevelt al fondo del pasillo. —Tengo que enterarme de lo que están haciendo —murmuró Paulson, y desapareció antes de que sus colaboradores se dieran cuenta de que ya no estaba con ellos. Avanzó hasta el medio del corro de demócratas, que estaban furiosos con la campaña de los republicanos de la Cámara para
328. David M. Herszenhorn, Cari Hulse y Sheryl Gay Stolberg, «Talks Im plode During a Day of Chaos; Fate of Bailout Plan Remains Unresolved», The New York Times, 25 de septiembre de 2008. 329. Nedra Pickler, «Obama Says More Work Needed for Deal», Associ ated Press, 25 de septiembre de 2008.
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minar el plan de rescate. Paulson pudo darse cuenta de que faltaban apenas unos momentos para que todo se viniera abajo. Para romper la tensión, hincó una rodilla ante la presidenta de la Cámara de representantes, Nancy Pelosi. —Le ruego que no tire esto por la borda —puso el alma y la vida en sus palabras, mientras se escuchaba un coro de chascarrillos de los congresistas—. Déme una nueva oportunidad de reconducir a esta gente al redil. Pelosi trató de contener la risa ante la vista del imponente se cretario del Tesoro postrado ante ella y, volviendo la vista hacia él, bromeó: —No sabía que eras católico.10 A las cuatro de la madrugada del viernes, Vikram Pandit, CEO de Citigroup, se entretenía dando vueltas en su apartamento del Upper East Side, revisando sus mensajes de correo electrónico. Su buzón de entrada estaba casi lleno por el tráfico de correos entre su círculo más íntimo, que compartía las últimas noticias: hacía unas horas, la FDIC había tomado la decisión de hacerse cargo de Washington Mutual, que tenía más de trescientos mil mi llones de dólares en activos, convirtiéndolo en la mayor quiebra bancaria en la historia de la nación. La FDIC también había puesto en marcha una minisubasta para WaMu, la mayor caja de ahorros y préstamos, pidiendo las mejores ofertas un día antes de su anun cio, por si acaso. Pandit, que había presentado una temprana oferta por WaMu, supo que su rival, Jamie Dimon, había ganado la subasta pagando mil novecientos millones.11 Mientras Pandit se abría camino entre la marea de mensajes electrónicos, uno de Bob Steel de Wachovia llamó su atención. Sa bía que Steel había llamado a su oficina a comienzos de la semana, 330. David M. Herszenhorn, Cari Hulse y Sheryl Gay Stolberg, «Crunch Time as Washington Battles Impasse», The New York Times, 27 de septiembre de 2008. 331. Comunicado de prensa de la FDIC, «JP Morgan Chase Acquires Banking Operations of Washington Mutual», 25 de septiembre de 2008, http.// www.fdic.gov/news/news/press/2008/pr08085.html
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e imaginaba el objetivo de la llamada: Steel estaba probablemente interesado en vender la compañía. —Lo siento, estuve fuera, le comunicó por correo electrónico Pandit a Steel a las 4.27 de la madrugada—. Pero estoy de vuelta, llama cuando quieras. Unos minutos después, Steel, que también estaba despierto, lo llamó por teléfono.
Después del fiasco de la reunión del martes, Paulson y la Casa Blanca coincidieron en que había que hacer todo lo posible para reanudar las conversaciones sobre los rescates. —El tiempo se nos acaba —previno Paulson a Josh Bolten. A las 15.15 del sábado 27 de septiembre, Paulson y su equipo del Tesoro atravesaban el vestíbulo del edificio de Cannon House Office, en la colina del Capitolio, en dirección a la sala de confe rencias H230, donde iban a reunirse, una vez más, con los líderes del Congreso, con la esperanza de llegar a un compromiso. Kashkari, en un aparte con el equipo del Tesoro previo a la reunión, comentaba que el gran desafío al que se enfrentaban era que el Congreso no tenía conciencia de la verdadera gravedad de los problemas de la economía. —Tenemos que conseguir que el personal deje a un lado las gilipolleces —se hacía eco de las instrucciones que Wilkinson le había dado a Paulson a principios de semana—. No vamos a hablar de legislación —insistió, y sugirió que lo mejor era que se centraran en los problemas potencialmente devastadores a los que habría que hacer frente si no se aprobaba la ley. Cuando Paulson llegó a la sala de conferencias, para lo cual había que atravesar el despacho de Pelosi, vio que estaban presentes Harry Reid, Barney Frank, Rahm Emanuel, Christopher Dodd, Charles Schumer y sus respectivos equipos; la única ausente era la presidenta. Para subrayar la importancia y la naturaleza sensible de la reu nión, se avisó de que se retendrían los móviles y las BlackBerry de los presentes para evitar filtraciones. Se echó mano de una papelera para recoger las docenas de móviles con los nombres de los congre sistas escritos en notas autoadhesivas amarillas.
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Cuando comenzó la reunión, Paulson, siguiendo el guión de Kashkari, anunció con voz grave: —Todos han visto lo que pasó a principios de la semana con Washington Mutual12 —hablaba con todo el pesimismo que era capaz de exteriorizar—. Hay otras compañías, entre ellas algunas grandes compañías, que están también bajo presión. Todo el énfasis que yo ponga en esto se queda corto. Los legisladores escuchaban atentamente con cara de preocupación, pero en seguida saltaron con lo que ellos consideraban como los cuatro grandes obstáculos del plan: la supervisión del programa, que según los demócratas no aparecía por ninguna parte; los límites a la compensación de los ejecutivos de los bancos participantes, provisión controvertida que el propio Paulson sabía con certeza que desalentaría su participación; la posibilidad de inversiones directas del Gobierno en los bancos como opción alternativa a la compra de sus activos tóxicos; y la posibilidad de liberar los fondos necesarios en plazos sucesivos en lugar de hacerlo de una sola vez. —Maldita sea —tronó Schumer, molesto por no recibir una respuesta directa—. Si cree que necesita setecientos mil millones ya, será mejor que nos lo diga.13 —Esto lo estoy haciendo tanto por usted como por mí — respondió Paulson, pálido ante el tono agresivo de Schumer—. Si no, acabará cayendo sobre nuestras cabezas. El debate se orientó en seguida hacia la compensación de los ejecutivos. Aunque todos los presentes se daban cuenta de la potencial pelea política sobre los enormes bonos que estaban pagando las firmas necesitadas del rescate por parte de los contribuyentes, fue Max Baucus, presidente del Comité de Finanzas del Senado, el que sacó el tema. Dejó muy claro que estaba furioso con Paulson por no haber insistido en los estrictos límites a las compensaciones para los ejecutivos de los bancos que se beneficiarían del programa. Desde el punto de vista de Baucus, a los ejecutivos no habría que reconocerles casi nada, y como mínimo había que obligarlos a que renun 332. Deborah Solomon, Damián Paletta, y Greg Hitt, «US Seáis Bailout Deal», The Wall Street Journal, 29 de septiembre de 2008. 333. Ibídem.
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ciasen a sus contratos blindados y a otras prebendas. Paulson final mente lo interrumpió y le dijo que no se trataba de que él quisiera proteger a sus amigos, pero que consideraba que esa medida no era realista. Los bancos tendrían que renegociar todos los acuerdos de compensación, y ese proceso llevaría meses, lo cual les impediría acceder al programa. Sin embargo, los esfuerzos de Paulson para calmar los nervios del grupo con razonamientos prácticos, parecían ser inútiles. Había estado resistiéndose a las demandas de los demócratas para designar un panel que no sólo supervisara el programa, sino que también tuviera autoridad para determinar la forma de funcionamiento y para tomar decisiones, porque temía que acabara politizándose ine vitablemente. —De lo que estamos hablando todos es de poner a Groucho, Harpo y Chico para que vigilen a Zeppo14 —dijo Frank para pro vocar la risa. El debate aún seguía y ya se había hecho de noche. —Es imposible que pongamos a los cientos de bancos del país a renegociar todos sus contratos de empleo —insistió Kashkari rei terando el motivo por el cual no podían incluir más restricciones a las compensaciones. Alguien del equipo de Schumer propuso un enfoque dife rente. —Bien, ¿por qué no bloqueamos la posibilidad de firmar nue vos contratos blindados? —No habíamos pensado en eso —admitió Kashkari algo aver gonzado. Fue el momento del eureka que por fin pareció sacarlos del atolladero en el que se habían metido. Mientras sus colaboradores seguían poniendo en práctica la diplomacia de la lanzadera entre las diferentes facciones, tratando de encontrar una redacción que los pusiera a todos de acuerdo, Paulson, mortalmente pálido, se retiró al despacho de Pelosi. —¿Quiere que llamemos al médico del Capitolio? —preguntó Harry Reid. 14. Ibídem.
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—No, no, no —respondió Paulson con desmayo—. Me pon dré bien. Echando mano rápidamente de una papelera, empezó a dar arcadas en seco.
Bob Steel y su segundo, David Carroll, atravesaron el elegante vestíbulo art decó del hotel Carlyle a las ocho de la mañana del domingo, dirigiéndose hacia los ascensores que conducían al apar tamento de Dick Kovacevich, presidente de Wells Fargo. Todavía sin resolver públicamente la legislación del TARP, Steel y Carroll habían ido a ver a Kovacevich con la esperanza de convencerlo de que comprase Wachovia. Para Steel era una pildora especialmente amarga, ya que había dejado el Tesoro sólo dos meses atrás para convertirse en CEO de la empresa, y ahora se resignaba a tener que venderla. También estaba sometido a una presión especial por el hecho de que tanto Standard & Poor's como Moody's habían amenaza do con reducir la calificación de la deuda de la firma al día si guiente.15 En su esfuerzo por propiciar una subasta, Steel se había reu nido con Pandit el viernes y el sábado, pero la noche anterior había recibido las malas noticias: al igual que Goldman Sachs el fin de semana anterior, Citigroup sólo compraría la firma con la ayuda del Gobierno, y aun así, Pandit le dijo que estaba dispuesto a pagar sólo un dólar por acción. Cuando Steel y Carroll se sentaron para desayunar en el apar tamento de Kovacevich, sólo esperaban un acogida más alenta dora. Kovacevich, un tipo elegante de sesenta y cuatro años cuyas sienes apenas empezaban a encanecer, había convertido a Wells Far go en uno de los bancos mejor gestionados del país, asentándolo como la franquicia dominante en la Costa Oeste y captando a 15. David Enrich y Matthew Karnitschnig, «Citi, US Rescue Wachovia: Latest Shotgun Deal Creates Nation's ThirdLargest Bank», The Wall Street Jour nal, 30 de septiembre de 2008.
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Berkshire Hathaway de Warren Buffett como su mayor accionista individual. Después de que el camarero sirviera café al grupo, Kovacevich, que había volado desde su casa de San Francisco a Nueva York ex presamente para esta reunión, dijo que estaba interesado en presen tar una oferta por Wachovia sin ayuda del Gobierno y que esperaba hacerla al final de esa jornada. Pero les advirtió, con el estilo directo por el que se lo conocía: —Pero no vamos a hablar de dos dieces. Steel sonrió. —Escucha, Dick, no nos preocupemos ahora por el precio —respondió, satisfecho porque Kovacevich, pese a estar descartan do una oferta de veinte dólares, tenía el interés suficiente como para que Steel pudiera esperar una cifra final entre los trece y los veinte dólares—. Veamos cómo funciona el acuerdo, y una vez que hayamos concretado algo estableceremos un precio que sea apro piado —agregó. Kovacevich dijo que su equipo iría adelante con la diligencia debida, y que esperaba volver a reunirse con él a finales de ese mis mo día. Steel, que seguía sonriendo cuando salían del hotel, llamó a su asesor, Peter Weinberg, para comunicarle sus impresiones. —Fue una buena entrevista... Creo.
Sentado en su despacho el domingo por la mañana, Tim Geithner, pasándose los dedos por su espesa cabellera como era habitual, sopesaba sus alternativas. Había hablado con Citigroup el día anterior, cuando le habían presentado un plan para comprar Wachovia en combinación con el Gobierno de Estados Unidos.16 Geithner había acariciado siempre la idea de fusionar Citigroup y Wachovia, fusión que veía como una solución ideal para los proble mas de ambas partes. 16. Ibídem. Véase también Eric Dash y Andrew Ross Sorkin, «Citigroup to Acquire Banking Operations of Wachovia; Crisis on Wall Street», The New York Times, 30 de septiembre de 2008.
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Pero ahora, después de haber mantenido una conferencia con Kevin Warsh y Jeff Lacker de la Reserva Federal de Richmond, que regulaba Wachovia, tenía un nuevo problema: pese a la indicación de Kovacevich a Steel esa misma mañana de que quería alcanzar un acuerdo independiente, Kovacevich lo había llamado y le había di cho que si iba a cerrar el trato antes del lunes, no se sentía cómodo avanzando sin la ayuda del Gobierno. Geithner y Warsh hablaron por teléfono para coordinar sus esfuerzos con Bair, la presidenta de la FDIC. Con sus cincuenta y cuatro años, Bair era la persona del Gobierno con la que tenía me nos empatia. No era infrecuente que Geithner se compadeciera de ella hablando con Paulson, que compartía con él una valoración similar. Algunas veces, Paulson sentía un genuino respeto por ella. —Ella juega su juego —solía decirle a su equipo de colabora dores, para añadir a continuación—: cuando está rodeada de su gente, cuando se pavonea ante los demás o cuando está preocupada por la prensa, entonces puede llegar a ser deprimente. Bair, que acababa de mantener una conversación con Warren Buffett (que ella esperaba pudiera serle de ayuda para localizar al presidente de Wells Fargo, John Stumpf), se unió a la conferencia telefónica del domingo a última hora con Geithner, Warsh y David Nason, del Tesoro. Cuando Geithner sugirió que Bair debería ayudar a conceder subsidios a cualquier acuerdo relacionado con Wachovia, ella se resistió con firmeza a la propuesta, afirmando en un largo solilo quio que el único modo que tenía de implicarse era haciéndose cargo del banco en su totalidad y luego vendiéndolo. Cuando terminó se produjo un ominoso silencio. —Bien, bien, bien —dijo Geithner, casi burlándose de Bair. Geithner contraatacó diciendo que si se permitía que la FDIC absorbiera Wachovia, tendría el efecto de barrer a los accionistas y a los bonistas, y estaba convencido de que eso no haría más que asustar a los mercados. Entonces, Geithner, buscando otra fuente de dinero, preguntó a Nason si el Tesoro podría contribuir al es fuerzo, que podría ascender a más de cien mil millones de dólares. —Nosotros aún seguimos tratando de que se apruebe el TARP —respondió Nason al instante—. No podemos asignar dinero.
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A las siete de la tarde, Bob Steel, que esperaba en una sala de conferencias de las oficinas de Sullivan & Cromwell en el centro de la ciudad, recibió una perturbadora llamada de Kovacevich, que había estado fuera de cobertura inexplicablemente durante las dos últimas horas y que había estado extrañamente distante en la llama da que le habían hecho anteriormente. Ahora, Kovacevich anunciaba que no estaba preparado para avanzar sin la ayuda del Gobierno. Steel, atónito, le dio las gracias, finalizó la llamada, y se hundió en su sillón, preguntándose como podía haber sido rechazado una vez más. Citigroup seguía en la reserva, pero dudaba de que presentasen su oferta, sobre todo si no había competencia. Cuando informó a sus colaboradores más cer canos de la conversación con Kovacevich, la describió como «una circunstancia nada atractiva». Alrededor de las ocho, Rodgin Cohén oyó el rumor de que Citigroup había estado hablando con la FDIC, lo cual lo llevó a sospechar de que el Citi estaba tratando de orquestar una absorción de Wachovia por parte de la FDIC. Furioso, llamó a Ned Kelly, al que Pandit confiaba la estrategia. —Tenemos que hablar —empezó diciendo Cohén con evi dente irritación. —Rodge, espera, yo no estaba en contacto con ellos, fueron ellos los que me llamaron —insistió un Kelly a la defensiva—. Sigo teniendo el mismo acuerdo sobre la mesa. Cuando Steel se enteró de la conversación de ambos supo que estaba, a todos los efectos prácticos, sin opciones, porque Warsh le había dejado claro que el banco no podía abrir el lunes sin tener un acuerdo. En un intento desesperado de conservar la independencia, llamó a Sheila Bair a las doce y media con una propuesta. ¿Estaría la FDIC dispuesta a garantizar algunos de los activos más tóxicos de Wachovia por derechos de suscripción de nuevas acciones del banco? A las cuatro de la madrugada, Steel recibió la respuesta que se temía. Bair lo llamó por teléfono para notificarle que el Gobierno había vendido su banco a Citigroup por un dólar la acción. Tam
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bien le dijo que la FDIC no liquidaría del todo a los accionistas; ella había sucumbido a la presión de Geithner y había estado de acuerdo en garantizar los activos tóxicos de Wachovia después de que Citigroup aceptara los primeros cuarenta y dos mil millones de dólares de pérdida, declarando que la firma era «sistémicamente importante».
Paulson se encontraba solo en su despacho, atento al CSPAN que hacía la cobertura de la sesión del Congreso sobre su ley de rescate. Después de algunos compromisos adicionales concretados el domingo, se había llegado a un borrador legislativo aceptable para todas las partes y en ese momento se estaba sometiendo a vo tación. Pelosi, de pie en el hemiciclo de la Cámara de Representantes, había finalizado una alocución vehemente sobre la necesidad de aprobar el proyecto de ley, pero también aprovechó la ocasión para atacar a la Administración Bush, a Paulson, y a Wall Street. —Se proclaman defensores del libre mercado, cuando eso de muestra en realidad una mentalidad de «todo vale» 17 —dijo refi riéndose a la Administración Bush—. Nada de regulación, nada de supervisión, nada de disciplina. Y cuando fracasan, tienen un con trato blindado, y el contribuyente debe rescatarlos... Se acabó la fiesta. Los demócratas creemos en el libre mercado. Sabemos que puede crear puestos de trabajo, que puede crear riqueza, que puede crear muchas cosas buenas para nuestra economía. Pero en este caso, en su forma desenfrenada, tal como lo alentaron y lo apoya ron los republicanos (algunos miembros del Partido Republicano, no todos) no ha creado ni puestos de trabajo ni capital; ha creado caos. Aunque algunos colaboradores del equipo de Paulson daban vueltas y más vueltas presa de los nervios fuera de su despacho, con miedo a entrar en él, Michele Davis no tuvo esos reparos y se unió 17. Pelosi pronunció su discurso desde el hemiciclo de la Cámara el 29 de septiembre de 2008. «Speaker Pelosi Speaks in Support of Emergency Eco nomic Stabilization Act of 2008», US FedNews, 30 de septiembre de 2008.
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al jefe, y ambos siguieron con toda atención el rosario de síes y noes que iban apareciendo en la parte inferior de la pantalla. Paulson esperaba que el proyecto se aprobara sin ningún problema, dado que los mercados ya habían cotizado teniendo en cuenta su aproba ción. Sin embargo, a los cinco minutos de iniciado el proceso de votación de quince minutos, el número de noes empezó a aumentar de manera constante. Él sabía que la medida seguía siendo muy impopular entre los republicanos de la Cámara, así como entre un cierto número de demócratas liberales, y de congresistas que se en frentaban a una apurada reelección. Sin embargo, aún había tiempo para que Pelosi y el líder demócrata dieran la vuelta a la votación. —No habrían llevado este proyecto al hemiciclo si no hubie ran pensado que se iba a aprobar, si no tuvieran los votos ya com prometidos18 —aseguró Davis. Paulson no dijo nada y se limitó a seguir con la vista clavada en la pantalla mientras la diferencia de los noes se hacía cada vez mayor. Kevin Fromer, enlace legislativo del Tesoro, llamó presa de la ansiedad desde el exterior de la Cámara de Representantes. —Esto va a fracasar. —Lo sé —murmuró Paulson con desgana—. Lo estoy viendo. Finalmente, a las 14.10, después de un período inusualmente largo de cuarenta minutos para el recuento de votos, la presidenta bajó el mazo: el rescate fue rechazado por doscientos veintiocho contra doscientos cinco votos.19 Más de dos tercios de los republi canos de la Cámara de Representantes habían votado en contra del proyecto, así como un buen número de demócratas. Los operado res y los inversores habían estado atentos a la votación e iniciaron una loca carrera de ventas. Los precios de las acciones cayeron, y el índice Dow Jones bajó un 7 por ciento, o sea, 777,68 puntos, la mayor caída jamás registrada en un solo día. Por un momento, Paulson se quedó sin habla. Su plan, al que 334. Michele Davis, en su aparición en el programa de la PBS Frontline, 9 de abril de 2009. 335. «US Bailout Plan Rejected», Nation, 29 de septiembre de 2008.
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consideraba la iniciativa legislativa más importante que podría ha ber presentado nunca —su esfuerzo para evitar una segunda Gran Depresión— se había venido abajo. Mientras sus colaboradores empezaban a entrar en su despacho en silencio, tratando de recon fortarlo y de reconfortarse unos a otros, él se limitó a decir: —Tenemos que ponernos a trabajar otra vez. Apenas una hora después, él y su equipo estaba en la Casa Blanca, reunidos con el presidente en la Sala Roosevelt y rehacien do los planes para reactivar el proyecto de ley. Sin embargo, una planta más abajo del edificio del Tesoro, Dan Jester y Jeremiah Norton tenían sus propias ideas acerca del problema al que se enfrentaba Paulson. Estaban convencidos de que el concepto de compra de activos tóxicos nunca iba a fun cionar; la única forma de que el Gobierno podría marcar real mente una diferencia sería inviniendo directamente en los pro pios bancos. —Eso es una locura —dijo Norton de la propuesta del TARP cuando entraba en el despacho de David Nason—. ¿Pensamos real mente en que éste es el enfoque correcto? Jester y Norton le habían planteado antes el mismo asunto a Paulson, pero la política de utilizar el dinero del Gobierno para comprar participaciones de empresas privadas, como bien sabía él, se había quedado por el camino. Y una vez que Paulson había he cho público su plan parecía difícil cambiar de rumbo. —Si te parece que tienes buenas razones, tienes que decírselo a Hank —apuntó Nason—. Puedes decirle que yo estoy contigo. Al día siguiente, Jester y Norton acudieron a una cita con Paulson. Le plantearon el caso: la compra de activos tóxicos era muy difícil; incluso aunque explicaran cómo iban a aplicar el pro grama, no estaba claro si funcionaría. Pero las inversiones directas en el sistema bancario, le dijo Jester, reforzarían de inmediato el capital básico de la mayoría de las instituciones frágiles. Además, el Tesoro no tendría que hacer juegos de adivinación sobre el valor de cada activo en particular. Y lo más importante, argumentó Jester, es que la mayoría de estos bancos recuperarían finalmente su valor, de manera que el contribuyente tendría probabilidades de recuperar las inversiones. Y el actual TARP, prosiguió Jester, permitiría real
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mente al Tesoro usarlo para realizar inyecciones de capital, a pesar de que no se haya publicitado con tal objetivo. Paulson, que se había desilusionado un poco debido al tiempo que se estaba retrasando el diseño y aplicación del TARP, estaba empezando a darle vueltas a la sugerencia de Jester. —De acuerdo —dijo dejando escapar un suspiro—. ¿Por qué no preparas algo? Veremos qué pinta tiene. Mientras el cielo se ponía cada vez más negro, Bob Steel subía por la escalerilla del avión corporativo de Wachovia en el aeropuer to de Teterboro en Nueva Jersey para regresar a Charlotte. Había pasado prácticamente toda la semana en reuniones codo con codo con Citigroup para coordinar los detalles de la fusión, que ellos planeaban comunicar en un anuncio a toda página el viernes, de clarando algo como: «Citibank tiene el honor de asociarse con Wachovia... el socio perfecto para Citibank.»20 Quedaban todavía una serie de detalles por resolver, pero to dos esperaban dejar firmado el acuerdo al día siguiente. Steel había pasado esa tarde en Citigroup discutiendo el destino posterior a la fusión de la mayoría de los altos ejecutivos de Wachovia. En el momento en que el avión de Steel correteaba por la pis ta para el despegue sonó su BlackBerry. Era Sheila Bair. —Hola, ¿has tenido alguna noticia de Dick Kovacevich? —No, no desde el lunes por la mañana —respondió un asom brado Steel; el CEO de Wells Fargo había llamado para expresar sus felicitaciones por el trato con el Citi—. ¿Por qué lo preguntas? —Tengo entendido que va a hacer una oferta de siete dólares por acción y por toda la compañía, sin ayuda del Gobierno. —¡Guau! —respondió Steel, intentando evaluar rápidamente las derivaciones de la oferta sorpresa por su empresa. —Sheila, voy a aterrizar en unos segundos —se disculpó—.
20. De un anuncio pagado que apareció en USA Today ese viernes, según David Enrich y Dan Fitzpatrick, «Wachovia Chooses Wells Fargo, Spurns Citi», The Wall Street Journal, 4 de octubre de 2008.
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Deberías llamar ajane Sherburne —se refería a la consejera general de Wachovia. Pasadas las nueve de la noche, apenas unos minutos después de que el avión de Steel aterrizase en Charlotte, Kovacevich lo tele foneó con la oferta de la que le había hablado Bair un poco antes. Después de charlar con Sherburne y con Rodgin Cohén, con sejero externo de Wachovia, Steel tenía presente lo que le habían dicho: no decir nada que pudiera indicar ni aceptación ni rechazo de la oferta. —Espero con interés que me envíes la propuesta —le dijo Steel a Kovacevich, y un minuto más tarde recibía un correo elec trónico con un acuerdo de fusión ya aprobado por el consejo de administración de Wells. Era como si se hubiera adelantado la Navidad. Steel no se po día creer la suerte que estaba teniendo: un trato a siete dólares la acción en lugar de un dólar, y sin ayuda del Gobierno. Llamó a su oficina y convocó una reunión de urgencia del consejo por teléfono para las once de la noche. Antes de convocar al consejo, Steel tuvo un debate estratégico con Cohén. Aunque debía a los accionistas de Wachovia aceptar la oferta más alta, tam bién era consciente de que tenía un acuerdo con Citigroup que evitaba la quiebra de la firma. El pliego de condiciones que había firmado con Citigroup incluía una cláusula de exclusividad que impedía a la firma aceptar otra oferta. —Alguien me va a poner un pleito —dijo Steel a Cohén. —Toma la cicuta —respondió Cohén secamente. Sin embargo, estaba claro para ambos que en realidad no ha bía elección: el consejo tenía que aceptar la oferta más alta y correr los riesgos de una demanda judicial de Citigroup. Steel y Cohén supieron que Wells Fargo había hecho su oferta debido a un cam bio poco conocido en las leyes fiscales que se había producido el martes, el día del acuerdo con Citigroup. La nueva provisión per mitiría a Wells Fargo utilizar todas las amortizaciones de Wachovia como deducción respecto de sus propias ganancias, lo cual iba a significar para el banco combinado un ahorro de miles de millones en los futuros impuestos. El consejo de Wachovia votó la aceptación del acuerdo justo
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después de medianoche. La oferta de Wells era por toda la compa ñía; daba más a los accionistas; y era claramente el acuerdo preferi do por los reguladores. El trato con Citigroup, por un solo dólar la acción, habría dejado atrás a numerosas subsidiarias de Wachovia que podrían tener un valor adicional —posiblemente varios dólares de valor por acción—pero habría sido difícil de establecer un nú mero determinado. Steel llamó a Kovacevich para darle la noticia, y luego hizo lo mismo a la BlackBerry de Bair, cuyo número le había dado ella para que la llamase en lugar de hacerlo a su casa con el riesgo de desper tar a sus hijos. —Lo hemos aprobado todo —le dijo. —Estupendo —respondió Bair, con un suspiro de alivio—. Tenemos que llamar a Vikram por la mañana antes de dar un paso más. —Sheila, no vamos a esperar hasta mañana por la mañana —dijo resueltamente Steel. —Hicimos esto; lo hemos aprobado. Creo que tenemos que llamarlo ahora. No quiero que se entere por otra persona al desper tarse por la mañana. —Tendrás que hacerlo tú —le dijo ella con igual firmeza. —Creo que tú debes estar al teléfono, dado que fuiste tú la que nos casó —respondió él. —Manteniendo a Bair en la línea, Steel se puso en contacto con Jane Sherburne, y luego llamó a Pandit, al que despertaron, como era de esperar. —Bob, ¿qué ocurre? —preguntó con voz somnolienta. —Bueno, se ha producido un importante acontecimiento —dijo Steel con mucho tacto. —Estoy al teléfono con Sheila y Jane. ¿Necesitas un mo mento? —No, estoy bien —dijo Pandit recuperándose—. ¿De qué se trata? —Hemos recibido una oferta no solicitada de Wells Fargo por la totalidad de Wachovia, por siete dólares la acción, sin ayuda, y el consejo de Wells Fargo aprobó un documento que nosotros hemos aceptado. Creo que hemos hecho lo correcto.
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—Bueno, eso es interesante —respondió Pandit, un poco sor prendido— ¿Una oferta mejor? Déjame llamar a Ned. Vamos a trabajar contigo y vamos a ver lo que podemos hacer para dejar esto resuelto. —No, no. No lo entiendes —lo interrumpió Steel, haciendo una breve pausa—. Ya lo he firmado. Se produjo un silencio del otro lado de la línea. Si Pandit no estaba totalmente despierto al principio, se despertó de golpe. Cuando reanudó la conversación estaba furioso, se le había hecho patente todo el peso de la noticia de Steel. —¡Tenemos un acuerdo! No puedes hacer esto, porque en rea lidad tenemos un documento de exclusividad firmado por ti. No vas a poder firmar ese contrato —exclamó Pandit con frustración y apeló a Bair—. ¿Señora presidenta? —Bueno, yo no puedo entrar en esta cuestión —respondió Bair con su mejor tono oficial. —No se trata sólo del Citi —le explicó Pandit—. Hay otras consideraciones que vienen al caso. Tengo que hablar con usted en privado. Steel aceptó abandonar la conversación, y tan pronto como colgó, Pandit empezó a quejarse a Bair. —Esto no está bien. No es bueno para el país, ¡no es justo! Pero la decisión, según ella dejó muy claro, ya estaba tomada. El precio de las acciones empezó a repuntar vertiginosamente antes de que el Congreso empezara a votar el proyecto de ley de rescate por segunda vez en la tarde del viernes 3 de octubre. Su aprobación resultó mucho más fácil después de que la versión del texto realizada por el Senado agregase un cierto número de amnis tías fiscales que de otro modo hubieran expirado. Otra enmienda popular aumentaba la cantidad asegurada en las cuentas bancarias individuales por la FDIC, que pasaba de cien mil a doscientos cin cuenta mil dólares.21 21. Meena Thiruvengadam, «Some ExFDIC Officials See No Reason to Hike Insurance Limit», Dow Jones Newstuires, 3 de octubre de 2008.
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Lo que había empezado como un borrador de tres páginas te nía ahora más de cuatrocientas cincuenta folios de jerga legislativa, que el Senado había aprobado en la tarde noche del miércoles. Muchos demócratas y republicanos de la Cámara de Repre sentantes que se habían opuesto a la medida el lunes habían sido convencidos desde entonces para que dieran sus votos, algunos des pués de haberlo solicitado los dos candidatos presidenciales o a ins tancias del propio presidente, y otros por las alarmantes señales de que la crisis financiera estaba arrastrando a la economía a una pro funda recesión. En el recuento final de la Cámara, treinta y tres demócratas y veinticuatro republicanos que habían votado contra el proyecto el lunes finalmente lo aprobaron. Esa misma tarde, el presidente Bush firmó la Ley de Estabilización de Emergencia Económica de 2008, que creaba el Programa de Ayuda para Activos Problemáticos (TARP) de setecientos mil millones de dólares. «Hemos mostrado al mundo que Estados Unidos va a estabilizar nuestros mercados financieros y va a asumir un papel de liderazgo en la economía global», declaró el presidente.22 Por supuesto, ni los congresistas ni el público sabían que el TARP iba a ser replanteado por completo en el Tesoro, cuando Jester, Norton, y Nason empezaran a trazar planes y a usar buena parte de los setecientos mil millones para invertirlos directamente en cada banco individual. Jester había volado de regreso a su casa en Austin para un bre ve respiro, pero estaba en contacto permanente con Norton a través de su BlackBerry para comentar sus diferentes opciones. Norton y Nason, a quienes el consejero general del Tesoro Bob Hoyt había dicho que no podían contratar un asesor financiero externo debido a los conflictos que llevaría aparejados, hicieron una serie de lla madas de carácter informal a los banqueros de Wall Street para contrastar diferentes ideas sobre cómo aplicar un programa de in yección de capital. Intencionadamente no llamaron a nadie de
22. David M. Herszenhorn, «Bailout Plan Wins Approval; Democrats Vow Tighter Rules», The New York Times, 3 de octubre de 2008.
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Goldman Sachs, preocupados porque los rumores de la teoría de la conspiración ya estaban en marcha. Norton y Nason les hacían a todos las mismas preguntas: «¿Cómo diseñarías el programa? ¿Debería el Gobierno recibir ac ciones comunes o preferentes a cambio de su inversión? ¿Qué divi dendo estarían dispuestos a pagar los bancos por la inversión? ¿Qué otras provisiones harían que el programa resultase atractivo, y cuá les lo convertirían en poco atractivo?» Pero Jester, Norton y Nason sabían que contaban con un tiem po escaso y precioso para concluir su planificación. Incluso una vez aprobado el TARP, los mercados no respondían de inmediato con una estabilización.
«Soy el hombre más horrible de Estados Unidos», reconoció Dick Fuld, con una mezcla de tristeza y enojo, ante su equipo de asesores antes de salir hacia la audiencia prevista en el Congreso de Washington el lunes 6 de octubre, a la que había sido convocado para examinar la bancarrota de Lehman Brothers. Los mercados seguían revueltos y habían caído otro 3,5 por ciento a pesar de la aprobación del TARP, porque los inversores seguían preguntándose si el programa funcionaría realmente. Cuando entró en la sala, el público asistente enarbolaba carte les en los que se leía, escrito a mano, «CÁRCEL, NO RESCATE» y «SIN VERGÜENZA», y por si acaso Fuld no entendiera bien cómo se lo percibía, John Mica, congresista republicano, le dijo: «Si todavía no ha descubierto su papel, sepa que hoy es el villano. Tiene que actuar como un villano.»23 En las últimas semanas Fuld había caído en la depresión más profunda que jamás había experimentado, paseando sin descanso por su casa de Greenwich, recibiendo llamadas de antiguos emplea dos de Lehman que unas veces le gritaban y otras lloraban. Él que ría mostrarse desafiante, pero sentía que no podía. A veces estaba triste y colérico, colérico consigo mismo y cada vez más con el Go
2008.
23. Véase «The Guilty Men of Wall Street», Economist, 14 de octubre de
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bierno, sobre todo con Paulson, al que había visto salvar a todas las firmas menos a la suya. Su amada Lehman Brothers había muerto ante sus ojos. De eso les habló a los congresistas. —Quiero ser totalmente claro24 —dijo Fuld al comité—. Me responsabilizo por completo de las decisiones que tomé y de las actuaciones subsiguientes. Ninguno de nosotros tiene nunca la oportunidad de dar marcha atrás al reloj. Con la sabiduría que da la experiencia, ¿habría hecho las cosas de otro modo? Sí, hubiera actuado de otra manera. Pero en esta audiencia tenía poca cabida la contrición, y por eso lo acribillaron con preguntas sobre sus compensaciones econó micas. —Su compañía está en quiebra, y nuestro país se encuentra en una situación de crisis25 —dijo el congresista Henry Waxman—. Usted se va a llevar cuatrocientos ochenta millones de dólares. Ten go una pregunta muy sencilla para usted: ¿es eso justo? —La mayor parte de mi paquete accionarial, señoría, proce de..., perdón, la mayor parte de mi compensación, está constituida por acciones26 —respondió Fuld—. Y la mayor parte de las acciones que percibí todavía las conservaba en el momento de la bancarrota de la empresa. Estas acciones que en algún momento llegaron a valer mil mi llones de dólares, tenían actualmente un valor de 65.486.720 dóla res. Fuld ya había empezado a moverse para poner en venta su apar tamento y la preciada colección de arte de su mujer. Mientras hablaba luchaba por conseguir un cierto grado de empatia de sus oyentes con parrafadas tales como: «Por increíble mente doloroso que resulte esto para las personas vinculadas con Lehman Brothers o afectadas por su derrumbe, este maremoto fi 336. De la transcripción del testimonio de Fuld sobre las causas y los efec tos de la bancarrota de Lehman Brothers, audiencia del Comité de Reforma del Gobierno y Supervisión de la Cámara, presidido por el congresista Henry Wax man, el lunes 6 de octubre de 2008. 337. Ibídem. 338. Ibídem.
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nanciero va mucho más allá de la caída de una empresa o de un sector.» Por un momento, a medida que avanzaba su testimonio, dio la impresión de que estaba a punto de venirse abajo, pero se contu vo, como lo había hecho en su casa prácticamente todos los días previos a la audiencia. La sala se quedó en silencio mientras los congresistas de la mesa se inclinaban hacia adelante en sus sillones esperando que continuara con su declaración. —No espero que a nadie de este comité le importe esto27 —dijo Fuld, dejando a un lado sus notas y sorprendiendo incluso a su abogado por esta salida tan extemporánea—, pero me despierto todas las madrugadas preguntándome, ¿qué podría haber hecho de otra manera?—estaba al borde de las lágrimas—. ¿Qué podría ha ber dicho en determinadas conversaciones? ¿Qué debería haber he cho? Y me busco a mí mismo noche tras noche. Y siguió haciendo referencia a que lo había dejado perplejo el hecho de que el Gobierno hubiera tomado medidas extraordinarias para salvar al resto del sistema, pero se hubiera desentendido de Lehman. —Hasta el día que me entierren —dijo, con toda la audiencia pendiente de sus palabras— me preguntaré por qué. Ese lunes por la tarde, Hank Paulson recibió una carta privada de cuatro páginas, escrita a máquina, de su amigo Warren Buffett. Ambos habían hablado el pasado fin de semana sobre la actual cre dibilidad de Paulson, sobre todo, porque a pesar de que su plan TARP había sido aprobado por el Congreso, no estaba surtiendo efecto en Wall Street, donde los inversores estaban empezando a temer que sería ineficaz. Paulson le había confiado que estaba con siderando usar el TARP para realizar inversiones directas en los bancos. Buffett le dijo que antes de dar ningún paso en esa direc ción podía darle algunas ideas sobre cómo hacer que funcionase un programa para comprar activos tóxicos y que se lo iba a escribir en 27. Ibfdem.
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una carta, que según él abordaría tanto los problemas del actual plan como sus soluciones. En la carta, Buffett, tal vez uno de los expertos en finanzas más lúcidos y coherentes, explicaba en primer lugar las deficiencias del plan de Paulson: Algunos críticos se temen que el Tesoro no compre las hipo tecas a precios cercanos al mercado, sino que lo haga a precios «teóricos» que complacerían a las instituciones vendedoras. Los críticos también se preguntan por el modo en que el Tesoro gestio nará las hipotecas adquiridas: ¿actuaría el Tesoro como un auténti co inversor o estaría básicamente influido por las presiones del Congreso o de los medios de comunicación? Por ejemplo, ¿se to maría el Tesoro sin prisas la ejecución de las propiedades o sería demasiado burocrático a la hora de evaluar las solicitudes de mora de los créditos?28 Para abordar estos problemas, Buffett propuso algo que él lla mó el PPPF (Fondo de Participación PúblicoPrivado). Actuaría como un fondo de inversión casi privado respaldado por el Gobier no de Estados Unidos, con el único objetivo de comprar todos los préstamos y valores respaldados por hipotecas residenciales, pero evitaría las CDO más tóxicas. Sin embargo, en lugar de que el Go bierno lo hiciera por sí mismo, él sugería que pusiera cuarenta mil millones por cada diez mil millones invertidos por el sector priva do. De ese modo, el Gobierno podría apalancar su propio capital. Todo lo recaudado «se dedicaría en primer lugar a pagar al Tesoro, hasta que recuperase el total de su inversión junto con los intereses. Una vez hecho esto, los accionistas privados estarían autorizados a recuperar los diez mil millones y un tipo de interés igual al percibi do por el Tesoro. A continuación, decía, los beneficios se reparti rían en la cuantía de tres cuartas partes para los inversores, y una cuarta parte para el Tesoro. Su idea era también una forma singular de evitar que los contribuyentes perdieran dinero: poner en prime 28. El autor obtuvo la carta de Buffett a Paulson de una fuente confi dencial.
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ra línea el dinero de los inversores para que fueran ellos los que perdieran primero. Buffett decía que estaba tan entusiasmado con esta estructura que ya había hablado con Bill Gross y con Mohamed elErian, de Pimco, que se habían ofrecido a gestionar el fondo como un servicio público. También se había puesto en contacto con Lloyd Blankfein, que también se había ofrecido a captar dinero de los inversores igualmente como un servicio público. Finalmente, añadía Buffett: «Yo estaría dispuesto a comprar personalmente cien millones de dólares en acciones en esta oferta pública», que, explicaba, «constituye alrededor del 20 por ciento de mi capital neto descontando mi participación en Berkshire». Después de leer la carta, Paulson convocó a Kashkari en su despacho; aquella mañana acababa de nombrarlo secretario adjunto interino para la Estabilidad Financiera, poniéndolo a cargo del plan TARP. Paulson entregó a Kashkari la carta de Buffett. —Llámalo.
—Está claro que es pánico, y un pánico que se extiende por todo el mundo —era lo que estaba diciendo John Mack, que había volado a Londres, a sus empleados en la sede corporativa de Canary Wharf la mañana del miércoles 8 de octubre—. De modo que si nos fijamos en lo que han hecho los reguladores y en lo que tienen que hacer si quieren ponerse al frente de esto, nos daremos cuenta de que es realmente duro porque no se sabe realmente lo mala que es una cosa hasta que no se pone peor... Mack había ido a Londres en parte para cenar con sus recientes inversores de Mitsubishi. Después de que Gao se enterara de que la compañía estaba a punto de cerrar un trato con los japoneses, Mack voló a Pekín para tratar de reparar las relaciones. Fue una misión diplomática, dado que Paulson se había visto implicado en un primer momento en las conversaciones con el Gobierno chino. Los inversores estaban cada vez más nerviosos por si Mitsubishi se echaba atrás de su acuerdo. Después de una semana y media de gestiones y aprobaciones regulatorias, la inversión aún no se ha
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bía producido, y el precio de las acciones de Morgan Stanley seguía cayendo. Además, la Reserva Federal no podría autorizar a las com pañías a cerrar el acuerdo hasta el lunes, lo cual dejaba a Morgan Stanley expuesta a las evoluciones de la bolsa hasta entonces, y a la posibilidad de que Mitsubishi se retirara. A primera hora de ese día, Mitsubishi había emitido un comu nicado en Tokio que decía: Estamos al corriente de los rumores que aseguran que MUFG está tratando de no llevar a término nuestra inversión propuesta en Morgan Stanley ni la alianza estratégica con dicha compañía. Nuestra política habitual es la de no comentar los rumores. Sin embargo, deseamos afirmar que no hay base alguna para dichos rumores.29 Era todo lo que Mack necesitaba saber.
Hank Paulson estaba a punto de modificar oficialmente su postura. Era miércoles, 8 de octubre, y Ben Bernanke y Sheila Bair iban de camino hacia su despacho para una reunión a las 10.15. Había llegado finalmente a la conclusión de que el Tesoro de bía hacer inversiones directas en los bancos, definitivamente per suadido por el creciente coro tanto de dentro como de fuera del Tesoro. —Podemos comprar esas acciones preferentes, y si una com pañía recupera su rentabilidad, también tendremos una partici pación en ello30 —le dijo Barney Frank durante un discurso en el que defendía la idea de que los contribuyentes se convirtieran en
339. Véase «MUFG Issues Statement Regarding Transaction with Mor gan Stanley», Business Wire, 8 de octubre de 2008. 340. Es lo que el congresista Barney Frank dijo a los contribuyentes en Providence, Rhode Island, el 8 de octubre de 2008. Glenn Somerville, «Treasury Says Has Power to Inject Bank Capital», Reuters, 9 de octubre de 2008.
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accionistas. Chuck Schumer también estaba a favor de la idea, y afirmaba: —Cuando el mercado se recupere, el Gobierno federal se be neficiará de ello. Los contribuyentes británicos recibirían acciones preferentes en los bancos (incluido un pago anual de intereses) convertibles en acciones ordinarias, de tal manera que si las perspectivas de los ban cos mejoraban —y sus acciones subían— los contribuyentes acaba rían beneficiándose. Paulson y el presidente Bush habían recibido un informe tele fónico de Gordon Brown sobre estos planes el martes por la maña na, a las 7.40, en el Despacho Oval. Paul Krugman, el economista y columnista de The New York Times, escribió unos días más tarde: «El Gobierno de Brown se ha mostrado dispuesto a pensar con claridad sobre la crisis financiera, y actuó rápidamente en consonancia con sus conclusiones. Y esta combinación de claridad y decisión no ha sido igualada por ningún otro gobierno occidental, ni siquiera por el nuestro.»31 Con los ministros del G7 reunidos en Washington para el largo fin de semana del Día de la Hispanidad (el Columbus Day), Paulson empezó a pensar que debía aprovechar la ocasión de una vez por todas y tomar una decisión audaz para estabilizar el sistema. Eso a pesar de que sabía que podría ser impopular desde un punto de vista político. Paulson había estado debatiendo sus cambiantes posiciones con Bernanke, que había sido partidario de las inyecciones de capi tal desde el primer momento, y ahora estaban de acuerdo. Pero habían sopesado otro programa paralelo al que iban a anunciar: un amplio programa general para garantizar todos los depósitos de las instituciones bancarias. Según los cálculos de Bernanke, el anuncio de inyecciones de capital y una garantía general sería un cóctel efec tivo y bastante económico para acabar produciendo un giro com pleto de la situación. Pero antes que nada, necesitaban dinero para hacer efectivo ese programa de garantía, y ahí era donde entraba Bair. Se dieron 31. Paul Krugman, «Gordon Does Good», 12 de octubre de 2008.
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cuenta de que la FDIC era la única agencia con esos poderes, y de que la garantía estaba dentro de la misión de dicha agencia. Paulson y Bernanke, sentados en el despacho de Paulson, iban a introducir a Bair en el concepto. La FDIC, le explicaron, ofrece ría esencialmente una forma de seguro por cuya valoración los ban cos pagarían una tasa. La FDIC, argumentó Paulson, incluso podía acabar obteniendo un beneficio económico si los cálculos supera ban la cifra de los pagos. Bair recapacitó en seguida, haciendo los cálculos mentales para valorar la presión extraordinaria que podría ejercer sobre el fondo de la FDIC. —No me puedo imaginar cómo lo vamos a hacer —respon dió.
Walid Chammah de Morgan Stanley se despertó el sábado por la mañana mortalmente temeroso de que su firma saliera del mer cado. El precio de las acciones seguía cayendo y el viernes había cerrado a 9,68 dólares, su nivel más bajo desde 1996. Los fondos de riesgo y otros clientes volvían a sacar su dinero. Dick Bove, un in fluyente analista de Ladenburg Thalmann, comparaba Morgan Stanley con Lehman Brothers y Bear Stearns. «El asunto con Mor gan Stanley es cambiar el final —escribió Bove en una nota a sus clientes—. En suma, hay que contener el aliento y esperar que se trate de una película diferente.» Chammah había cancelado una charla que estaba programada en la escuela de negocios de Duke para poder estar en Nueva York en un intento de elevar la moral de la compañía. El viernes fue planta por planta en la sede de Morgan Stanley, haciendo paradas en cada una para tranquilizar a los inquietos empleados. Cuando estuvo de vuelta en su despacho estaba emocionalmente roto, prác ticamente al borde de las lágrimas. Había sido un día difícil por otra razón: los rumores galopan tes de que Mitsubishi estaba a punto de renunciar al acuerdo. En Morgan Stanley nadie había recibido ni la menor indicación de que ni siquiera estuvieran pensando hacerlo —es más, Mitsubishi había confirmado que tenía pensado respetar el compromiso— pero la
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verdad incómoda era que la retirada podría haber sido en ese mo mento la decisión empresarial correcta. —Van a plantear un recorte. No tienen más remedio que ha cerlo —le dijo Robert Kindler a Paul Taubman esa tarde—. ¿Cuán do van a llamar? Es una incógnita. Y en Morgan Stanley todos sabían lo que significaría la retira da de Mitsubishi: una nueva retirada masiva de fondos y, posible mente, el fin de la compañía. Mientras Mack regresaba de Londres ese día, Chammah era el encargado de mantener la firma unida frente a una especulación tan ansiosa. Su esposa, que había estado viendo las noticias finan cieras en el televisor, lo llamó a su despacho. —¿Estás bien? —le preguntó. —Sí, estoy bien —respondió con serenidad, tratando de no delatar su preocupación. —Estás muy, pero que muy, calmado —observó ella—. ¿Estás tomando Valium o alguna otra cosa? Chammah había planeado ir a Washington a primera hora del sábado para una serie de reuniones con Mack y los líderes del G7, pero decidió quedarse en Nueva York toda la mañana por si había alguna comunicación de los japoneses. A mediodía, bastante satis fecho porque pensaba que si hubieran decidido retirarse del acuer do ya se hubieran puesto en contacto con él, se dirigió a La Guardia para tomar un vuelo en el puente aéreo de Delta. Mientras avanza ba por la pasarela de embarque, sonó su móvil. «Oh, mierda —pensó Chammah—, aquí están.» Efectivamente, la llamada era del banquero de Mitsubishi, pero para sorpresa de Chammah le reafirmaron la decisión de se guir adelante con el acuerdo, pero añadieron que querían renego ciar condiciones más favorables que les dieran acceso a acciones preferentes en lugar de las acciones ordinarias. —¿Siguen dispuestos a firmar el lunes? —preguntó Chammah. La respuesta fue afirmativa. La cara de Chammah se iluminó con una amplia sonrisa. Por un instante, reapareció el negociador que llevaba dentro. «¿Hay alguna razón para que sean nueve mil millones de dólares? ¿Podrían ser más?» En otras palabras, estaba
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preguntando si, una vez que iban a reabrir las negociaciones, Mit subishi querría comprar una parte todavía mayor la firma. Pero sabía que eso estaba fuera de su alcance. Rob Kindler, que había volado a Cape Cod, acababa de enviar un correo electrónico a Jiyeun Lee a su despacho. «¿Está todo tran quilo?», preguntaba. Dos minutos después recibió la respuesta: «Lo estaba hasta hace una hora. Llámame.» Kindler regresó a Nueva York mientras Chammah y Taubman reunían a las tropas. Era imperativo que encontraran un modo de cerrar el acuerdo el mismo lunes. El domingo habían revisado los términos. El contrato se había encarecido para Morgan Stanley, pero igualmente estaban felices de tener ya un inversor. Mitsubishi compraría siete mil ochocientos millones de dólares de acciones preferentes con un dividendo del 10 por ciento, y mil doscientos millones de acciones preferentes no convertibles con un dividendo del 10 por ciento. Quedaba un factor que lo complicaba todo: el lunes era el Columbus Day, y los bancos estaban cerrados tanto en Estados Unidos como en Japón, por lo que no era posible hacer una trans ferencia normal de fondos. —¿Cómo mierda vamos a hacer esto? —preguntó Kindler, ya de regreso en la central. Taubman tuvo una idea. —Pueden extendernos un cheque —dijo—. Taubman no ha bía oído nunca que alguien extendiera un cheque por nueve mil millones de dólares, pero se imaginó que, tal como estaba el mun do, todo era posible.
A las diez de la mañana del domingo 12 de octubre, Hank Paulson, vestido de manera informal se sentó a la mesa en la amplia sala de conferencias anexa a su despacho. La habitación estaba ates tada de funcionarios y reguladores de alto rango del Gobierno. Ben Bernanke ya había llegado, lo mismo que Sheila Bair. Tim Geithner había volado el día anterior para unirse al grupo. John Dugan, el controlador de divisas, estaba presente, al igual que Joel Kaplan, director adjunto del equipo de políticas de la Casa Blanca. El círcu
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lo más íntimo de Paulson, formado por Nason, Jester, Kashkari, Davis, Wilkinson, Ryan, Fromer, Norton, Wilson y Hoyt, también había tomado asiento, aunque algunos de ellos habían tenido que ocupar sillas apoyadas contra la pared porque ya no había sitio para ellos en torno a la mesa. Paulson había convocado esta reunión para coordinar los de talles finales de una serie de pasos en los que había estado trabajan do para conseguir finalmente estabilizar el sistema, y quería hacer los públicos. La reunión del domingo era la segunda de este grupo; muchos de ellos se habían reunido el día anterior a las tres de la tarde para trazar las líneas generales del plan. El plan combinado —en el que participaban el Tesoro, la Re serva Federal y la FDIC— era, tal como lo describió Paulson inclu so ese día, «inimaginable». Se basaba en el trabajo de Jester, Norton y Nason, y él quería llevarlo adelante e invertir doscientos cincuen ta mil millones de los fondos del TARP en el sistema bancario. El grupo había establecido los términos generales: los bancos que aceptaran el dinero pagarían un interés del 5 por ciento. Paulson había decidido que si el monto era superior, tal como el 10 por ciento que Buffett le había cargado a Goldman, los bancos no po drían participar. Sin embargo, el tipo podría elevarse finalmente alcanzando el 9 por ciento en los primeros cinco años. Gran parte del debate de esa mañana sobre el programa se centró menos en los números que en el enfoque. —En la historia de las crisis financieras de Estados Unidos, siempre hay que hacer tres cosas: endurecer las responsabilidades, importar capital y deshacerse de los activos tóxicos. Ésta es una parte de ese plan —Geithner trataba de vender la necesidad de las inyecciones de capital. Él había sugerido que el único modo de hacer digerible el plan a los bancos más débiles sería que los más fuertes aceptaran el di nero también, «para desestigmatizar» la participación en el progra ma, y tal vez incluso para encubrir los problemas de las compañías con mayor peligro. No todo el mundo estaba de acuerdo en este punto. —No hay por qué destruir al fuerte para convencer al mundo de que los débiles no son tan débiles —comentó Bernanke.
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Sin embargo, Geithner, apoyado por Paulson, pronto conven cieron al grupo de que el único modo en que el programa podría resultar efectivo era si podían persuadir a los bancos más grandes —tales como Goldman Sachs y Citigroup— de que aceptasen el dinero. Mientras empezaban a pergeñar una lista de empresas a las que querían convencer para que firmasen el primer día, y planea ban invitarlas a Washington el lunes y proponerles que aceptasen la inversión, surgió la cuestión de si debían poner el programa al al cance de las aseguradoras. David Nason sugirió que invitasen a MetLife a participar en el TARP. —¿Y cómo vamos a hacerlo? —preguntó Geithner. —Bueno, Tim, tú eres su regulador —le dijo Nason, suscitan do las sonrisas de los presentes. El debate sobre las inyecciones de capital se estaba desarrollan do sobre el telón de fondo de las preocupaciones que en ese momen to embargaban a Paulson en relación con la suerte de Morgan Stan ley. No había dejado de comunicarse con Mack, del que sabía que estaba tratando de concluir un acuerdo renegociado. Pero también se había enterado de que los japoneses se habían puesto en contacto con la Reserva Federal pidiendo garantías de que el Gobierno de Estados Unidos no estaba planeando entrar con una inversión en Morgan Stanley después de que lo hicieran ellos, temiendo que si lo hacía acabaría eliminando a todos los accionistas. Cuando Warsh llamó por primera vez a Geithner para comunicarle las noticias, su reacción fue un simple «¡mierda!». Esa tarde se ocuparon de escribir una carta al Gobierno japonés asegurándole que Mitsubishi no re sultaría más negativamente afectado que los demás accionistas por cualquier intervención futura del Gobierno en la compañía. Nason y Paulson habían estado toda la semana debatiendo acerca de la garantía de los depósitos bancarios. Para Nason, repre sentaba el «mayor cambio político de nuestra historia». —Es una decisión de gran envergadura —le dijo a Paulson—. Deberíamos tratarla entre todos para que cada uno asienta con la cabeza en señal de acuerdo. En una de las reuniones de ese fin de semana, Geithner, que estaba a favor de la garantía, debatió el asunto con Nason, que ha cía de abogado del diablo pero que también tenía sus propias dudas
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acerca de una mayor implicación del Gobierno que aportara efecti vamente un respaldo ilimitado a todo un sector. Sin embargo, Geithner se impuso finalmente, y Bair estuvo de acuerdo con el plan. La pieza final del negocio sería coordinar el modo de invitar a los bancos a Washington y encontrar la mejor manera de alentarlos a que aceptasen el dinero del TARP. Todos coincidieron en que si reunían a todos los CEO en una habitación, la presión de sus igua les sería tan fuerte que se inclinarían por aceptar la propuesta. Después de establecer una lista de los posibles bancos, le tocó a Paulson llamarlos. Se había librado de hacer las llamadas en el fin de semana de Lehman, y ahora era su turno. A las 18.25 regresó a su despacho y empezó la ronda de con tactos. Su mensaje era sencillo. Les diría a los CEO que fueran a Washington, pero haría todo lo posible por no darles detalles espe cíficos de las razones de la invitación. Lloyd Blankfein cenaba con un cliente el sábado por la noche en el RitzCarlton de Washington, durante el fin de semana de la reunión del Fondo Monetario Internacional, cuando entró en con tacto visual con Gary Cohn, y ambos se dirigieron a un rincón del comedor. —Acaba de llamarme Hank —dijo Blankfein casi en un susu rro—, y me dijo que tengo que estar en el Tesoro mañana a las tres de la tarde. —¿Para qué? —preguntó Cohn. —No lo sé. —¿Qué te dijo? —preguntó Cohn, confuso. —Lo presioné, créeme, lo presioné —respondió Blankfein—. Lo único que me dijo fue que me sentiría feliz. —Eso me asusta —dijo Cohn. —Pensé que realmente te llenaría de gozo —respondió Blank fein con una carcajada.
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Ken Lewis estaba en la cocina en su casa de Charlotte el do mingo por la noche, preparándose para cenar, cuando recibió la llamada de Paulson. —Ken —dijo Paulson sin más preámbulos—. Necesito que vengas a Washington mañana para una reunión a las tres de la tarde. —De acuerdo. Allí estaré. ¿De qué se trata? —Creo que te va a gustar —dijo Paulson, con tanta impreci sión que Lewis no preguntó más.
A las 7.30 del lunes 13 de octubre de 2008, Rob Kindler esta ba sentado en una sala de conferencias en Wachtell Lipton. Tenía un aspecto fatal, sin afeitar y todavía con los pantalones cortos y las chancletas de las vacaciones. Llevaba al menos un día sin dormir. Había ido a Wachtell para recibir personalmente el cheque que se gún le habían dicho iba a entregarle Mitsubishi. John Mack estaba en Washington y le había encargado a él que completara el negocio. Estaba un poco ansioso, porque a pesar de que Mitsubishi había estado de acuerdo en todos los términos del contrato, él nunca ha bía visto físicamente un cheque con nueve ceros. Ni siquiera sabía si era posible extenderlo. ¿Habrían extendido varios cheques? Esperaba a un empleado de bajo nivel de Mitsubishi enviado para hacer el pago final cuando se enteró por el recepcionista de Wachtell de que acababa de entrar en el vestíbulo del edificio un grupo de altos ejecutivos de Mitsubishi, vestidos con impecables trajes negros, que se dirigían a su planta. Kindler no sabía qué hacer; tenía el aspecto de un vagabundo playero. Bajó rápidamente al vestíbulo y a toda prisa se agenció la chaqueta de un abogado, pero cuando se la estaba abotonando se oyó el sonido de un desgarrón. La costura de la espalda había reven tado de arriba abajo. Los abogados de Wachtell no pudieron repri mir la risa. Takaaki Nakajima, gerente general de Bank of TokyoMitsu bishi, acompañado de media docena de colegas japoneses, llegó
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para lo que ellos pensaban que iba a ser una ceremonia de cierre de acuerdo. —No esperaba su llegada —dijo Kindler a modo de disculpa a los desconcertados japoneses. —De haberlo sabido, habría estado aquí John Mack. Nakajima abrió un sobre y presentó a Kindler un cheque. Allí estaba: Pagúese por este cheque a la orden de Morgan Stanley. $9.000.000.000,00 Kindler lo sostuvo en las manos, con cierta incredulidad, suje tando lo que sería la mayor cantidad de dinero que un solo indivi duo había tocado físicamente. Supo que Morgan Stanley estaba salvada. Algunos japoneses empezaron a disparar sus cámaras, tratando de captar la desmesurada cantidad escrita sobre el cheque. —Es un honor y una gran muestra de su fe y confianza en Estados Unidos y en Morgan Stanley —dijo Kindler, tratando de hacer el papel de un hombre de Estado a pesar de su desmelenada apariencia—. Va a ser una gran inversión. Cuando el grupo de japoneses se marchó, Kindler, con una sonrisa de oreja a oreja, escribió en la BlackBerry un mensaje diri gido a toda la alta dirección y al equipo de Morgan Stanley exacta mente a las 7.53. «Asunto: ¡¡¡Tenemos el cheque!!!»32 El texto del mensaje eran dos palabras: «¡¡¡Está cerrado!!!» 32. El autor obtuvo una copia del correo electrónico de Kindler al equipo de Morgan Stanley de una fuente confidencial.
Capítulo 20
—Despacho del secretario Paulson. Un momento, por favor —dijo Christal West al responder desde la centralita de la oficina de Hank Paulson. Eran apenas las ocho de la mañana, pero ya estaba agobiada con el número de llamadas. La decisión de Paulson de invitar a las «nueve grandes» firmas de Wall Street a Washington, sin darles nin guna pista de cuál iba a ser el orden del día, no estaba funcionando demasiado bien. —Acaba de llamarme Nick Calió1 —escribió en un mensaje electrónico al círculo íntimo de asesores de Paulson, haciendo refe rencia al máximo cabildero de Citigroup. —Le dije que lo comunicaría con el despacho de Thain, que debía venir y que no se le daría ninguna información previa... y que todos le habían confirmado a HMP su asistencia ayer noche. Heather Wingate, otra cabildera de Citigroup, estaba al teléfo no, e igual que el anterior trataba de establecer el objetivo de la reunión. Acababa de recibir un correo electrónico de su jefe, Lewis B. Kaden, uno de los vicepresidentes de Citigroup, donde le pedía: «Averigua lo más pronto posible por qué motivo ha invitado Paul son a Vikram a la reunión de esa tarde en el Tesoro. Si se trata de
1. Éste y todos los correos electrónicos que se citarán los consiguió Judi cial Watch, un grupo de interés público, en respuesta a las solicitudes presentadas el 16 de octubre de 2008, de acuerdo con la Ley de Libertad de Información. Para el primer grupo de ellos, http.//www.judicialwatch.org/fi les/documents/ 2009/TreasuryDocsPartl .pdf
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una reunión para dar instrucciones al sector, no creo que VP pueda desplazarse a Washington. Si es otra cosa, necesitamos saberlo.» ¡Ah, Pandit!'La secretaria de Paulson sabía lo que su jefe sentía acerca de él: podía resultar problemático. Jeffrey Stoltzfoos, asesor principal del Tesoro, atendió la llamada de Wingate e inmediatamente envió otro correo electrónico al equipo, quejándose. «Por lo que parece, Vikram está sopesando la decisión de venir a Washington o enviar a alguien en su lugar. No le di información adicional a Heather, pero le hice saber que la llamaríamos a ella o a alguna otra persona del Citi para discutirlo.» Los ejecutivos de Wall Street no eran los únicos invitados que estaban confusos; también la Casa Blanca había quedado fuera del circuito de la información detallada sobre la convocatoria de Paulson. —¿Es una reunión o son nueve reuniones? —preguntó por correo electrónico Joel Kaplan, jefe adjunto de personal de la Casa Blanca para la política, a Jim Wilkinson. La cita «será una reunión general, pero también están previstos encuentros más reducidos para romper el hielo y abordar los asuntos», respondió Wilkinson minutos más tarde desde su BlackBerry. Se encomendó a West el cometido de que todo marchara sobre ruedas. Ésta era, tal vez, la reunión más importante de la historia que se había celebrado en el edificio del Tesoro y ella era la coordinadora. Envió un correo electrónico a Stafford Via, asesor principal del Tesoro: «Necesitamos idear una logística. Creo que nos hace falta alguien en el exterior del edificio y también dentro para dirigirlos hacia la tercera planta. Además, podemos utilizar las salas de conferencia pequeñas si fuera necesario.» Llamó al Servicio Secreto para ver si podían cerrar Hamilton Place, porque con todos los fotógrafos que se esperaba que acudieran, el acontecimiento podría llegar a convertirse en un zoológico. Recibió un no rotundo. A las 9.19 envió otro mensaje electrónico a los asesores de los nueve CEO de Wall Street, con instrucciones de lo que debían hacer después de bajarse de sus coches en la Decimoquinta con Hamilton Place: «Tenían que ir a pie por Hamilton Place hasta la
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puerta de entrada al edificio. Les pedirían una identificación con foto (podría ser un permiso de conducir).» Mientras hacía un rápi do repaso de lo que tenía que hacer, West se dio cuenta de que ha bía olvidado una cosa más. Había conseguido los números de la Seguridad Social y las fechas de nacimiento de todos menos de Ken Lewis, para lo cual tuvo que recurrir al Servicio Secreto. Trató de localizarlo en su oficina tres veces, pero como nadie atendía el telé fono decidió llamar a su casa. «Acabo de hablar con la esposa del señor Lewis y tengo sus números de identidad y de la Seguridad Social», escribió momentos después al asesor de Lewis. Casi nadie se sorprendió, pero todos estaban molestos, de que empezaran a filtrarse las noticias de la reunión. «Creo que mi invitación se perdió en el correo», escribió Cam Fine, presidente de la Comunidad Independiente de Banqueros de Estados Unidos, a Jeb Masón, el apuesto texano que era el contacto del Departamento del Tesoro con la comunidad de negocios. «Re presentamos a cinco mil bancos con alrededor de un billón de dó lares en depósitos —e incluía un emoticono sonriente—. Un pe queño detalle de humor financiero, Jeb, ríete un poco.» A pesar de los mejores esfuerzos de West, seguía reinando la confusión. «¿Tienes una lista de los actores del mercado que asisten a la reunión de las quince horas? —le escribió Calvin Mitchell, director de comunicaciones de Geithner, a Wilkinson—. ¿Tíos, tenéis la confirmación de quiénes han sido invitados?» Incluso una hora antes de que comenzase la reunión los CEO seguían tratando de averiguar de qué se trataba realmente. «¿Algu na idea de cuáles son los temas que se van a tratar en la reunión de las quince horas con los CEO?», preguntó a Wilkinson por correo electrónico Steven Berry, de Merrill, encargado de relaciones con el Gobierno. «Estaba llamando Thain. ¿También número de sala? Veré a Thain dentro de aproximadamente quince minutos.» Poco después de las dos de la tarde, Ben Bernanke, Tim Geith ner, y Sheila Bair se reunieron en el despacho de Paulson.2 Era su 2. Confirmado por el correo electrónico de Christal West, enviado a las 10.55 del lunes 13 de octubre de 2008. «Habrá una reunión sólo de jefes antes
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última oportunidad para ponerse de acuerdo antes de la reunión general. Paulson, arremangado hasta el codo, se sentó en su lugar habitual de la esquina, hundido en el asiento; Geithner se sentó a su lado; Bair se arrellanó en el sofá de terciopelo azul; y Bernanke encontró un sillón frente a él. Estaban a punto de hacer lo que Paulson había descrito como «inimaginable», y sus rostros ponían de manifiesto la tensión que los embargaba. El propio Paulson te nía la expresión afligida. —Bueno —empezó—. ¿Ha leído todo el mundo los puntos de los que vamos a hablar? —Paulson agitó ante ellos la página impresa con la media docena de apartados, y siguió—. Vamos allá. Primero, explicó, quería presentarlos a todos. Luego, dijo, des tacaría las tres partes del programa: papel comercial, FDIC yTARP, el acrónimo que muy pronto sería sinónimo de «rescate» y que él venía diciendo desde hacía mucho tiempo. —Luego, os daré el turno a vosotros, muchachos —dijo Paul son, señalando con la cabeza en dirección a Bernanke y a Geithner, que seguidamente explicaron sus líneas de actuación con respecto al programa del papel comercial—. Después de ellos, será el turno de Sheila —explicó, todavía enfadado con ella por su queja la no che anterior con respecto al programa de garantía de depósitos. Finalmente, pasaron a la cláusula clave: el equivalente de los cheques de la beneficencia pública, destinados a los mayores ban cos del país. Paulson leyó en voz alta el párrafo en cuestión: «Para alentar una amplia participación, este programa está diseñado para propor cionar una atractiva fuente de capital, en los mismos términos, a todas las instituciones financieras que tengan derecho a ello. Tene mos pensado anunciar el programa mañana, y que vosotros nueve seáis los participantes iniciales. Dejaremos muy claro que son insti tuciones saneadas, que participan en el objetivo de apoyar la econo mía de Estados Unidos.»3 de las tres con los consejeros delegados [...] Reunión de jefes 14.1515.00 horas despacho de Hank (habitación 3330).» 3. De los documentos Talking Points, obtenidos también por Judicial Watch.
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Todos sabían que esa línea era meramente ilusoria. Bernanke y Geithner habían hablado la mañana de ese mismo día sobre si la suma sería suficiente para apoyar incluso a un banco en apuros, Citigroup, el mayor del país, del que se venía diciendo desde hacía semanas que «era el próximo». Luego se planteó la cuestión que Geithner y Paulson habían estado debatiendo todo el día: ¿en qué medida estarían obligados? Geithner había convencido a Paulson durante la mañana para que hiciera todo lo obligatorio que pudiera la aceptación del dinero del TARP por parte de los participantes. —El lenguaje empleado tiene que ser más imperativo —lo instó Geithner. —Tenemos que dejar claro que no es optativo —aceptó Paulson. El nuevo lenguaje reflejó los cambios de Geithner. —Éste es un programa combinado (garantía de los compro misos bancario y compra de capital). Vuestras compañías tienen que dar su aprobación a ambos —afirmó—. No creemos que exis ta la posibilidad de quedarse fuera porque serían vulnerables y que darían expuestos. Para ilustrar el asunto, uno de los puntos preveía: «Si no se solicita una inyección de capital, se debe tener en cuenta que el re gulador podrá exigirlo en cualquier circunstancia.» Habían tratado de adivinar cuál de los CEO se resistiría. Pan dit podría ponerse terco, pero lo aceptaría, pensaba Paulson. Di mon estaba en el saco. Blankfein podría ser insolente, pero no se quedaría atrás. Mack necesitaba dinero, por eso lo pondría fácil. Lewis podría presentar pelea. La carta más difícil de adivinar era Dick Kovacevich, de Wells Fargo: ¿sería él quien lo descarrilara? Paulson relató el serio conflicto que había tenido en el intento de traerlo a la reunión. —A duras penas he podido hacer que subiera al avión —co mentó al grupo, que lo miró con una mezcla de diversión y asom bro—. Le dije: «¡Escucha, el secretario del Tesoro, el presidente del Fed, la FDIC, quieren que estés allí! ¡Es mejor que estés allí!» Todos se rieron, pero volvieron al trabajo. —David —dijo Paulson, señalando a David Nason—, vamos a meternos con los números.
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Luego se dirigió a Bob: —Vamos a ver qué pasa con el asunto de las compensaciones —refiriéndose a la delicada conversación sobre la muy conocida y extravagante manera del sector de compensar, o pagar, compensa ciones a los grandes productores. Después de eso, Paulson explicó que el plan era secuestrar a todos los CEO en salas separadas. —Los dejamos para que piensen allí sobre el asunto. Pueden hablar con sus consejos de administración. Y nosotros podemos responder a sus preguntas, si tienen alguna —dijo—. Y luego vol vemos a reunimos a las 18.30. —Esperemos que esto funcione —dijo Paulson con entusias mo cuando el grupo avanzaba por el pasillo—. Si no es la mayor reunión de sus carreras, no cabe duda de que es la más histórica. En la calle, frente al edificio del Tesoro todos los esfuerzos para mantener un férreo control sobre la reunión habían resultado inútiles. Jamie Dimon había llegado a las 14.15, con unos cuarenta y cinco minutos de adelanto, y paseaba despreocupadamente por Hamilton mientras un grupo de fotógrafos apostados en la plaza no dejaba de hacerle fotos. —¡Nos pilló con la guardia baja! —le escribió Brookly Mc Laughlin, uno de los funcionarios de prensa, a su colega, que estaba tratando de coordinar la logística desde su BlackBerry. Ron Beller se dejó ver alrededor de diez minutos más tarde; Kelly y Blankfein alrededor de las 14.43; y Mack y Pandit unos minutos después de ellos. A las 14.53, Lewis aún no había apareci do. Christal West se estaba poniendo nerviosa hasta que finalmen te lo vio llegar, con cinco minutos de retraso, colándose por la puer ta de entrada reservada a Paulson a un lado del edificio. A las 14.59, Christal West envió un correo electrónico al gru po: «Están todos dentro.»4
4. Éstos y los sucesivos correos electrónicos citados hasta el final de este capítulo proceden del lote de los correos electrónicos solicitados de acuerdo con la FOIA, y son cortesía de Judicial Watch. Véase http://www.judicialwatch.org/ fi les/documents/2009/TreasuryDocsPart2.pdf
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Los nueve CEO ya se habían sentado en sus sillas, ordenadas alfabéticamente y señaladas con tarjetas con sus nombres. —Quiero agradeceros a todos que hayáis venido a Washing ton a pesar de haberos avisado con tan poco tiempo —empezó Paulson, en el tono tal vez más serio con el que se había dirigido a ellos individualmente durante los dramáticos acontecimientos de las semanas anteriores. —Ben, Sheila, Tim y yo os hemos convocado esta tarde por que somos del parecer de que Estados Unidos necesita emprender una acción fuerte y decidida para poner fin a la sobrecarga que afecta a nuestro sistema financiero. Blankfein, que estaba sentado directamente frente a Paulson, se puso repentinamente solemne, mientras Lewis se inclinaba hacia adelante para oír mejor. —En los últimos días hemos trabajado duro para poder pre sentar un plan en tres partes para reconducir esta confusión —ex plicó Paulson—. A través de la nueva autoridad del TARP, el Tesoro comprará hasta doscientos cincuenta mil millones de dólares en acciones preferentes de los bancos y cajas de ahorro antes de fin de año —quería dejar clara la gravedad de la situación, que requería una medida sin precedentes—. El sistema necesita más dinero, y todos vosotros lo pasaréis mejor si hay más capital en el sistema. Por eso estamos listos para anunciar que vosotros nueve participaréis en el programa. Se trata de devolver la confianza al sistema. Vosotros sois la clave de esa confianza. Para que no hubiera ni la menor confusión, subrayó el hecho de que esperaba que aceptaran el dinero tanto si lo necesitaban como si no: —Lamentamos tener que tomar estas medidas —reiteró. Permi tidme que sea claro: si no lo aceptáis y no sois capaces de captar el ca pital que necesitáis en el mercado, entonces os voy a dar una segunda ayuda, pero seguro que no os van a gustar los términos de la misma. Los banqueros se sentaron asombrados. Si el objetivo de Paul son había sido sacudirlos y sobrecogerlos, la táctica había funciona do de manera espectacular. —Esto es lo que le conviene al país —dijo para cerrar su alo cución.
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Ahora le tocó a Geithner leer la cantidad que recibiría cada banco, por orden alfabético.5 Bank of America: veinticinco mil mi llones de dólares; Citigroup: veinticinco mil millones; Goldman Sachs: diez mil millones; JP Morgan: veinticinco mil millones; Morgan Stanley: diez mil millones; State Street: diez mil millones; Wells Fargo: veinticinco mil millones. —Bueno, ¿dónde tengo que firmar? —dijo Dimon, provo cando algunas risas para relajar un poco la tensión, que no se había disipado ahora que los banqueros sabían para qué habían sido con vocados. A las 15.19 Wilkinson, que estaba sentado en el fondo de la sala después de haberse invitado a sí mismo a la reunión, recibió un correo electrónico de Joel Kaplan en su BlackBerry. Estaba desespe rado por darle alguna información al presidente Bush. —Ponme rápidamente al corriente, ¿cuál es la reacción? El no sabía qué responder, puesto que los resultados aún no se habían concretado. Dick Kovacevich, al menos, no estaba muy contento porque le hubieran dado un ultimátum. —No soy uno de vuestros chicos de Nueva York con sus pro ductos de moda. ¿Por qué estoy en esta sala, hablando de rescataros a vosotros? —preguntó con sorna. Mirando fijamente a Kovacevich, Paulson le dijo: —Tus reguladores están sentados aquí —frente a él se senta ban John Dugan, controlador de divisas, y la presidenta de la FDIC, Sheila Bair—. Y mañana recibirás una llamada diciéndote que estás subcapitalizado y que no serás capaz de captar dinero en los merca dos privados. Thain saltó con su propia pregunta. —¿Qué tipo de protecciones puedes darnos sobre los cambios en política de compensación?
5. En su requerimiento acorde con la FOIA, Judicial Watch también obtuvo contratos firmados de los bancos, con las asignaciones recibidas escritas con tinta por los consejeros delegados. Véase http.//www.judicialwatch.org / files/documents/2009/TreasuryParticipationCommitment.pdf
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Bob Hoyt, consejero general del Tesoro, también echó su cuarto a espadas. —Vamos a sacar algunas normas para que la Administración no cambie unilateralmente su punto de vista —dijo—. Pero no estás a salvo si el Congreso decide cambiar la ley. Lewis, cada vez más frustrado, se dio cuenta de que la conver sación tenía que seguir avanzando y afirmó: —Tengo que decir tres cosas. Primera, es obvio que en el programa hay muchas cosas que pueden gustar y otras tantas que no. Creo, a la vista de lo que está ocurriendo, que si no tenemos un saludable miedo a lo desconocido, entonces estamos locos. Segunda, si perdemos un segundo más hablando del asunto de las compensaciones, habremos perdido el juicio. Y, finalmente —añadió con firmeza—, no creo que tengamos que seguir ha blando de esto mucho más tiempo. Todos sabemos que vamos a firmar. Con todo, Kovacevich se agitó en su sillón. ¡Aquello era prácti camente socialismo!
Cuando Bernanke se aclaró la garganta, la habitación se quedó en silencio. —A decir verdad, no comprendo por qué tiene que haber tan ta tensión sobre esto —dijo en su estilo profesoral. Explicó que el país estaba haciendo frente a la peor situación económica desde la Gran Depresión y les pidió que pensaran en el bien colectivo. —Mirad, no estamos tratando de intimidar a nadie ni de pre sionar... Paulson le echó una mirada como diciéndole: «¡No. En reali dad, yo sí estoy presionando!» John Mack, que había estado en silencio la mayor parte de la reunión, se volvió hacia Geithner y dijo: —Dame el papel —sacó una pluma del bolsillo de su camisa y firmó el documento y, con un golpe del dedo, lo mandó casi vo lando al otro extremo de la mesa—. ¡Hecho! —exclamó, certifican do de manera poco ceremoniosa lo que Paulson odiaba llamar res cate. —Pero no pusiste tu nombre —le hizo notar Geithner.
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—Escríbelo —le indicó Mack, y Geithner escribió las palabras «MORGAN STANLEY» en letras mayúsculas por encima de la firma. —Y no pusiste tampoco la cantidad —protestó Geithner. —Son diez mil millones de dólares —respondió Mack despreocupadamente. Thain miró a Mack con desaliento: —No puedes firmar eso sin tu consejo de administración. —¿No? —preguntó Mack—. Mi consejo de administración está puntualmente informado las veinticuatro horas. Lo aceptarán. ¡Y si no lo aceptan me echan a la calle! Blankfein indicó que también él tenía que hablar con su consejo. —No me siento autorizado para hacerlo por mi cuenta —coincidía con los demás en que también debía consultarlo. Dimon se puso de pie, se dirigió a un rincón de la sala cerca de una ventana, y decidió que iba a solicitar el acuerdo del consejo directamente por teléfono y en ese mismo instante. Llamó a su secretaria, Kathy, y le pidió que pusiera en la línea a los consejeros. Los demás CEO se dispersaron por las distintas salas de conferencias para llamar a sus respectivas sedes. A las 16.01 Wilkinson finalmente respondió al correo electrónico de Kaplan. «Estamos todos de acuerdo salvo uno — escribió haciendo referencia a Wells Fargo—. Este acuerdo se tomará.» Fuera, en el pasillo, en la cara de Pandit se dibujaba una amplia sonrisa. —Lo hemos conseguido. Nos van a dar veinticinco mil millones de dólares, y vienen con garantía —sostenía el móvil contra la oreja y mostraba el mismo entusiasmo que si acabara de ganar el premio gordo de la lotería. Mack, que ya había firmado el acuerdo, llamó a Roy Bostock, uno de los consejeros de Morgan Stanley, con la esperanza de que le ayudara a calmar las aguas con los demás miembros del consejo después de su impetuosa decisión. —Quiero darte la primicia —le dijo—. Vamos a tener que convocar una reunión del consejo en el plazo de veinte minutos más o menos. Será para aprobar la aceptación de diez mil millones de dólares del TARP —le dijo, antes de hacer una pausa—. Pero yo ya acepté.
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Bostock sabía lo que le estaba pidiendo. —Lo entiendo. El consejo de administración no pondrá un palo en las ruedas en este caso. Cuando se produjo finalmente la llamada de Morgan Stanley, Bostock inició la conversación diciendo: —John, nuestra única opción era que tú firmases ese acuerdo. Fue la decisión correcta. Bostock planteó una votación antes de que pudiera haber mu cho debate. —Yo estoy a favor —dijo el primero. En marcado contraste, el tono de Dimon cuando habló a su propio consejo era sombrío. —Es asimétricamente malo para JP Morgan —hablaba en voz baja por el móvil. Lo que quería decir, en otras palabras, es que el dinero ayudaría a los bancos más débiles a alcanzarlos—. Pero no podemos ser egoístas. No podemos quedarnos en el camino. A las 17.38, Bob Hoyt, después de recoger los papeles firma dos, envió un correo electrónico al equipo: «Como estaba previsto, es decir, cinco en el bote, y quedan cuatro.» Paulson, Geithner, Bernanke y Bair estaban sentados en el despacho de Paulson a la espera. Con la excepción de las protestas de Kovacevich, la reunión había transcurrido sin tropiezos, mu cho mejor de lo previsto. Acababan de nacionalizar de hecho el sistema financiero del país, y no habían tenido que sacar a nadie de la sala de conferencias en camilla. Paulson, golpeándose el estó mago con los dedos, como solía hacer cuando estaba ensimismado en sus pensamientos, aún no se podía creer que lo hubiera sacado adelante. Paulson acababa de hablar por teléfono con Barack Obama —entonces candidato presidencial favorito— que también venía de pronunciar una alocución sobre economía en Toledo, Ohio, para comunicarle las noticias. Luego trató de hacer lo mismo con John McCain, pero no pudo contactar con él. A las 18.23 Wilkinson escribió al equipo: «Ocho de nueve han firmado... [S]tate [S]treet está esperando noticias del consejo de administración... Básicamente está hecho.» Dos minutos después, a las 18.25, Wilkinson informó triun
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falmente de la votación desde su BlackBerry: «Ahora tenemos nue ve de nueve.» Kaplan, desde la Casa Blanca, respondió: «Asombroso.» David Nason recorrió el pasillo con los papeles firmados hasta el despacho de Paulson. De pie, en el marco de la puerta del despacho del secretario, Nason se detuvo un instante mientras Paulson y la media docena de altos funcionarios que lo acompañaban se tomaron un minuto para valorar la importancia del momento. —Acabamos de cruzar el Rubicón—dijo.
Epílogo
En el plazo de apenas unos meses, la configuración de Wall Street y del sistema financiero internacional cambió casi hasta quedar irreconocible. Todos los bancos del grupo de los «cinco grandes» quebraron, fueron vendidos o acabaron convirtiéndose en compa ñías tenedoras de bancos. Dos gigantes del crédito hipotecario y la mayor aseguradora del mundo estaban bajo el control del Gobier no. Y a principios de octubre de 2009, de un solo plumazo presi dencial, el Tesoro —y, por extensión los contribuyentes estadouni denses— se convirtieron en propietarios de una parte de lo que una vez fueron las instituciones financieras de las que estaba más orgu lloso el país, tras un rescate que sólo unos meses atrás parecía in concebible. Sin embargo, la transferencia de decenas de miles de millones de dólares de Washington a Wall Street no puso fin de inmediato al caos de los mercados. En lugar de restablecer la confianza, el rescate tuvo, de manera perversa, el efecto contrario: las emociones y la inventiva de los inversores —las fuerzas que John Maynard Keynes describió como «vitalidad animal»—! se desbocaron. Inclu 1. En su libro de 1936, The General Theory of Employment, Interest and Money, John Maynard Keynes escribió: «Incluso además de la inestabilidad debida a la especulación, hay una inestabilidad debida a las características de la natu raleza humana en la que una amplia proporción de nuestras actividades positivas dependen del optimismo espontáneo más que de las expectativas matemáticas, ya sean morales, hedonistas o económicas. Probablemente la mayoría de nuestras decisiones para hacer algo positivo, cuyas consecuencia totales tardarán muchos días en verse, puede tomarse sólo como resultado de la vitalidad, unas ganas es pontáneas de inclinarnos por la acción en lugar de por la inacción, y no como
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so después de que el presidente Bush firmara la ley del TARP, el índice Dow Jones acabó perdiendo hasta el 37 por ciento de su valor. Pero también hubo otro tipo de quiebra, que tuvo un efecto mucho más profundo en la psique de los estadounidenses que las consecuencias inmediatas de los dramas que se estaban desarrollan do a diario en Wall Street. En los días y las semanas que siguieron a los primeros desembolsos de dinero al amparo de la ley de rescate, tomó cuerpo un debate nacional sobre lo que significa para el futu ro del capitalismo el tumulto que se ha producido en el sector fi nanciero, y sobre el papel del Gobierno en la economía, y si ese papel ha experimentado un cambio de carácter permanente. Un año después esas preocupaciones siguen estando en el pri mer plano de los debates nacionales. Cuando este libro entró en prensa, un ronco clamor público, completado con avisos sobre el creciente socialismo, cuestionaba el papel del Gobierno no sólo en Wall Street, sino también en Detroit (desde el rescate de los bancos, el Gobierno también proporcionó miles de millones de dólares a dos gigantes del automóvil, General Motors y Chrysler, para reestructu rar la bancarrota del sector) y en el sistema de atención sanitaria. Washington también nombró un controlador, conocido popular mente como «el Zar de los Pagos»,2 para supervisar las compensacio nes dineradas en los bancos nacionales rescatados. Uno de los resultados inesperados de este nuevo activismo fe deral fue que las creencias políticas tradicionales han girado en re dondo, con un presidente republicano que se encontró en la posi ción inhabitual de tener que defender un enfoque intervencionista. «La intervención del Gobierno no es una absorción por parte del Gobierno —afirmó el presidente Bush el 17 de octubre de 2008,
producto de una media sopesada de beneficios cuantitativos multiplicada por las probabilidades cuantitativas.» 2. El 10 de junio, Obama, en lugar de los muy discutidos pay caps, nom bró a Kenneth Feinberg para supervisar y modificar los sueldos y los bonos de los ejecutivos. Deborah Solomon, «Pay Czar Gets Broad Authority over Executive Compensation», The Wall Street Journal, 11 de junio de 2009.
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tratando de contrarrestar las críticas—. Su objetivo no es debilitar el libre mercado. Es preservar el libre mercado.»3 La afirmación de Bush parecía resumir la paradoja del rescate, en el cual su Administración y la que le siguió decidieron que el libre mercado necesitaba ser menos libre, al menos temporal mente. En ciertos aspectos, el TARP de Hank Paulson fue en un prin cipio una víctima del tono agresivo con que se vendió. Aunque el programa era fundamentalmente un intento de estabilizar el siste ma financiero y de evitar que empeorasen las condiciones del cre cimiento, con el fin de vencer a los legisladores y a los votantes, se había presentado como un plan de cambio radical. Sin embargo, desde el punto de vista de las ventajas para los consumidores y los propietarios de las pequeñas empresas, los mercados del crédito se guían funcionando mal. Después de haber inyectado cientos de miles de millones de dólares para rescatar a los bancos, muchos estadounidenses seguían sin conseguir ni una hipoteca ni una línea de crédito. Para ellos, el vuelco que se había prometido no llegó a tiempo. A pesar de la ayuda de las inyecciones de liquidez, algunos de los principales bancos del país siguieron tambaleándose. Citigroup, la mayor institución financiera antes de la crisis, se convirtió en lo que los funcionarios del Tesoro empezaron a denominar la Estrella de la Muerte. En noviembre de 2008, tuvieron que apuntalar con veinte mil millones al coloso financiero, que se sumaron a los vein ticinco mil millones de la inversión original del TARP, y eso además de comprometerse a asegurar cientos de miles de millones de dóla res de activos del Citi. En febrero de 2009, el Gobierno aumentó su participación en esta institución del 8 al 36 por ciento. 4 El banco que sólo una década antes había encabezado un movimiento por la desregula 341. President George W. Bush, «Remarks to the United States Chamber of Commerce», Weekly Compilation of Presidential Documents, 17 de octubre de 2008. 342. Eric Dash, «US Agrees to Raise Its Stake in Citigroup», The New York Times, 28 de febrero de 2009.
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ción, estaba participado ahora en más de un tercio por los contri buyentes. Incluso entre los que seguían creyendo en el concepto del res cate, quedaban pendientes preguntas sobre la actuación de Wash ington, girando el debate más acalorado en torno a un acuerdo en particular. A comienzos de 2009, la fusión de Bank of America y Merrill Lynch se convirtió en el epicentro de la controversia nacional cuando el primero anunció que necesitaba otro rescate de veinte mil millones de dólares del Gobierno, convirtiéndose en lo que Paulson denominó «un palo en la rueda».5 Cuando más tarde salió a la luz que Merrill había pagado a sus empleados miles de millones de dólares como bonificación a sus empleados justo antes de que se cerrara el trato, la furia del público desembocó en una serie de investigaciones y audiencias que corrieron una incómoda cortina sobre las negociaciones privadas entre el Gobierno y las instituciones financieras del país. La venta en septiembre de Merril Lynch a Bank of America se había presentado como una forma de salvar a Merrill, pero en los meses que se tardó en cerrar el acuerdo, las pérdidas de las transac ciones de ésta se dispararon, su negocio de gestión de activos se debilitó y la firma tuvo que hacer depreciaciones adicionales sobre sus activos que se iban deteriorando. Sin embargo, no se informó al público sobre estos problemas crecientes, y el 5 de diciembre, los accionistas de ambas compañías votaron la aprobación del acuerdo en reuniones separadas.6 Entre bambalinas, Ken Lewis amenazó con retirarse del acuer do, pero Paulson y Bernanke lo presionaron para que siguiera ade lante o corría el riesgo de perder su cargo. Cuando empezaron a filtrarse detalles sobre el drama, John 343. Según las notas manuscritas no reveladas de un funcionario, tomadas durante una conferencia telefónica en enero de 2009. Michael R. Crittenden y Jon Hilsenrath, «Bernanke Blasted in House: Political Heat Mounts on Fed as Grilling over BofA Shows Iré at Its Interventions», The Wall Street Journal, 26 de junio de 2009. 344. leva M. Augstums y Stephen Bernard, «Merrill Lynch, Bank of Amer ica Shareholders Approve BofA's Purchase of the Investment Bank», Associated Press, 5 de diciembre de 2008.
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Thain fue la primera víctima, despedido por Ken Lewis en su pro pia oficina. Instantáneamente pasó del héroe que había salvado Merrill a la causa de sus problemas, a pesar de los indicios que in dicaban que Bank of America había tenido conocimiento de los problemas de la empresa y había optado por no revelarlos. Se alza ron más críticas contra Thain cuando se supo que había pedido al consejo saliente de Merrill nada menos que cuarenta mil millones de bonificación. —¡Es absurdo! —gritó John Finnegan, director de Merrill que estaba en su comité de compensación, cuando un representante de recursos humanos planteó el requerimiento. Thain había dicho que no sabía nada al respecto, y para cuando la discusión de su compen sación llegó al pleno del consejo, había retirado toda solicitud de bonificación. Sin embargo, donde más se hizo sentir la furia del público fue en AIG, que se había convertido en una carga mayor de lo que cualquie ra podría haber sospechado, ya que su flotador iniciar de ochenta y cinco mil millones de dinero del contribuyente llegó a convertirse en más de ciento ochenta mil millones en ayuda gubernamental. El prés tamo original de Geithner a AIG, que según él estaba totalmente pro tegido por garantías subsidiarias, pronto se reveló como una inversión no más sólida que el préstamo hipotecario a una familia con crédito dudoso y sin capacidad para devolverlo. Ahora los contribuyentes eran propietarios de AIG, los legisla dores alzaron su voz quejándose de los cuatrocientos cuarenta mil dólares destinados a sus agentes de seguros independientes en el bal neario de St. Regis Monarch Beach, en Dana Point, California, y de los ochenta y seis mil gastados en una cacería de la perdiz en la cam piña inglesa, pero la ira se desató totalmente cuando salieron a la luz los informes de los millones de dólares otorgados en bonificaciones a los ejecutivos de AIG. Entonces se organizaron protestas ante la sede de la compañía y delante de las residencias de sus altos empleados. El presidente Obama preguntó: «¿Cómo justifican este ultraje a los contribuyentes que están manteniendo la empresa a flote?»,7 7. Michael D. Shear and Paul Kane, «Anger Over Firm Depletes Obama's Political Capital», The Washington Post, 17 de marzo de 2009.
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mientras en su programa de televisión, Jim Cramer bramaba: «De beríamos perseguirlos en las grandes superficies, deberíamos perse guirlos en los estadios deportivos, deberíamos perseguirlos donde quiera que se presenten.»8 La crítica generalizada dio lugar a consideraciones sobre cómo seguir gestionando el negocio: ¿debían tomarse las decisiones sobre cómo gastaba el dinero la compañía como reacción ante la opinión pública o con el objetivo de producir beneficios? Edward Liddy, nuevo CEO de AIG, terriblemente frustrado por tratar de servir a dos amos, dejó la compañía a los once meses de asumir su cargo. Estaba también la cuestión de cómo se había usado exacta mente el dinero del rescate de AIG. Más de una cuarta parte de los fondos del rescate salió de inmediato de AIG y fue a parar directa mente a las cuentas de instituciones financieras, como Goldman Sachs, Merrill Lynch y Deutsche Bank, a las que se debía dinero por las permutas de seguro de créditos fallidos que AIG les había vendido y a través de su participación en su programa de préstamo de valores. Hasta cierto punto, este desembolso no hizo más que reforzar los argumentos de los críticos que condenaban estas medi das como un rescate de Wall Street para Wall Street (no ayudó el hecho de que algún banco extranjero recibiera parte de la ayuda indirecta, incluso aunque los gobiernos extranjeros hubieran ayu dado al plan de rescate). Como Goldman Sachs era el receptor individual de los mayo res pagos de AIG, con sus doce mil novecientos millones, gran par te de la ira se centró rápidamente en esa compañía, mientras proli feraban las teorías sobre las cuerdas que podría haber pulsado la firma entre bambalinas a la vista de sus vínculos con Paulson y el elenco de alumnos de Goldman en el Tesoro. En particular, la co 8. Algunos días después del cabreo de Cramer, el nuevo jefe de AIG, Edward Liddy, le envió una carta pidiéndole que se retractara y pidiera disculpas a los empleados de AIG: «Una cosa es criticar a los ejecutivos de AIG, ése es un comentario adecuado. Pero ya traspasa los límites el hecho de incitar a la gente a enfrentarse y acosar a otros empleados de AIG.» Poco después, Cramer se discul pó en su programa. «Lo siento, muchachos de AIG. No me refería a vosotros.» Heidi N. Moore, «AIG CEO Demands Apology from Mad Money's Jim Cra mer», WSJ, DealJournal, 20 de octubre de 2008.
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nexión de Goldman con AIG sugirió a algunos que ésa era la razón por la que el Tesoro —o lo que la gente había empezado a llamar Government Sachs— había decidido salvar al gigante de los seguros y no a Lehman. Las polémicas afirmaciones de que Goldman se beneficiaba del rescate de AIG, competían con que había estado «siempre totalmente garantizada y cubierta» en sus riesgos con la compañía de seguros. En justicia, parece que la firma lo había esta do, a pesar de una persistente campaña de rumores en sentido con trario. Y los doce mil novecientos millones de los titulares son en cierto modo engañosos; de esa cantidad, cuatro mil ochocientos millones respondían al intercambio por los valores que tenía en su cartera. Eso no quiere decir que Goldman no tuviera un claro inte rés en que se rescatase a AIG, pero los hechos son ligeramente más complicados de lo que a veces reflejan los medios de comunica ción. Sin embargo, las noticias se fueron realimentando unas a otras, y de este modo dejaron de lado la verdad subyacente: el propio Paulson tenía muy poco que ver con el rescate de AIG; más bien había sido orquestado por Geithner (y parcialmente ejecutado por el funcionario del Tesoro Dan Jester). Aunque este hecho se haya pasado a menudo por alto, Geithner, por su propia naturaleza —como ha quedado demostrado a lo largo de este libro y en sus políticas posteriores como secretario del Tesoro— es en gran medi da un negociador proactivo de la talla de Paulson, si es que no lo supera. A pesar de todo, las teorías de la conspiración siguen en mar cha, y los relatos son cada vez más elaborados. «¿Es mala Goldman Sachs?»,9 se preguntaba desde su portada la revista New York. El escritor Matt Taibbi creó una nueva metáfora popular para la com pañía, describiendo a Goldman en un artículo de Rolling Stone como un «gran calamar vampiro»10 recubierto con el rostro de la
9. Joe Hagen, «Is Goldman Sachs Evil? Or Just Too Good?», Nueva York, 26 de julio de 2009. 10. Matt Taibbi, «The Great American Bubble Machine», Rolling Stone, 13 de julio de 2009.
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humanidad, que mete sin descanso «su embudo sangriento a todo lo que oliera a dinero». Meses después de la inyección del TARP, Goldman informó de unas ganancias de cinco mil doscientos millones en la primera mitad de 2009.n En junio, la firma devolvió los diez mil millones del dinero del TARP, y en julio pagó mil cien millones para rescatar los certificados que había emitido a favor del Gobierno como parte de la inyección del TARP. Porque Goldman, incluso como compa ñía tenedora de bancos, había vuelto a los negocios como de cos tumbre. La verdadera cuestión sobre el éxito de Goldman, que se po dría plantear respecto de otras compañías, es ésta: ¿cómo deben responder los reguladores a la permanente toma de riesgos —que genera enormes beneficios— cuando el Gobierno y los contribu yentes proporcionan una garantía implícita, que no explícita, sobre estos negocios? Desde luego, en el segundo trimestre, el VaR (o valor en riesgo) de Goldman en cualquier día había subido hasta una cifra récord de doscientos cuarenta y cinco millones de dóla res.12 Un año atrás, esa cifra era de ciento ochenta y cuatro millones. Las operaciones de Goldman han resultado beneficiosas, pero ¿qué hubiera pasado si hubieran sido equivocadas? Para bien o para mal, Goldman, al igual que algunas de las instituciones financieras más importantes del país, sigue siendo demasiado grandes para caer.
¿Podría haberse evitado la crisis financiera? Ésa es la pregunta de los mil cien billones, que es lo que ha costado el rescate hasta el momento. La respuesta es «tal vez». Pero el golpe preventivo proba blemente tendría que haberse dado mucho antes de que Henry 345. El 13 de abril, Goldman informó de unas ganancias netas de mil ochocientos diez millones en su primer trimestre. Tres meses más tarde, las gana cias de su segundo trimestre subieron a tres mil cuatrocientos cuarenta millones. Véase http.//www2.goldmansachs.com 346. Christine Harper, «Goldman Sachs VaR Reaches Record on Risks Led by Equity Trading», Bloomberg, 15 de julio de 2009.
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Paulson jurara su cargo como secretario del Tesoro en la primavera de 2006. Las semillas del desastre habían sido plantadas años antes con medidas tales como la desregulación de los bancos a finales de la década de 1990; el impulso para aumentar la propiedad inmo biliaria, que alentó el relajamiento de las normas hipotecarias; las tasas de interés históricamente bajas, que crearon una burbuja de liquidez; y el sistema de compensaciones de Wall Street, que pre miaba la toma de riesgos a corto plazo. Todo ello acabó creando la tormenta perfecta. El momento en que surgieron los primeros signos de la crisis crediticia posiblemente ya era demasiado tarde para evitar el des plome, porque para entonces ya era inevitable una corrección ma siva. No obstante, es razonable preguntarse si se podrían haber to mado medidas para minimizar el daño. Al fin y al cabo, Paulson llevaba prediciendo un problema en los mercados desde el primer verano de su incorporación a la Administración Bush. También Tim Geithner, como presidente de la Reserva Federal de Nueva York, llevaba años advirtiendo de la probabilidad de que la interco nexión de los mercados financieros globales, lejos de hacerlos me nos vulnerables a una situación de pánico, pudiera aumentar su exposición. ¿Deberían haber hecho estos hombres algo más para prevenir una crisis real? Hay que reconocer que Paulson sí llevaba meses hablando abiertamente de formalizar la autoridad del Gobierno para «desha cer posiciones» de un banco de inversiones que se viniera abajo. Sin embargo, jamás hizo la propuesta directamente al Congreso, y de haberla hecho es dudoso que hubiera conseguido su aprobación. La triste realidad es que Washington suele tender a no tomar nota de las situaciones hasta que estalla una crisis. Eso, por supuesto, plantea una cuestión más peliaguda: cuan do ya la crisis era inevitable, ¿contribuyó la respuesta del Gobierno a mitigarla o a agravarla? Es indudable que si el Gobierno se hubiera mantenido al mar gen, sin hacer nada, viendo cómo uno tras otro los gigantes finan cieros se declaraban en quiebra, el resultado habría sido un cataclis mo del mercado mucho peor del que realmente ocurrió. Por otra parte, tampoco puede negarse que los funcionarios federales —in
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cluidos Paulson, Bernanke y Geithner— contribuyeron a la confu sión del mercado mediante una serie de decisiones incongruentes. Ofrecieron una red de seguridad a Bear Stearns y respaldaron a Fannie Mae y a Freddie Mac, pero dejaron que Lehman recurriera al capítulo 11, acudiendo poco después al rescate de AIG. ¿Qué pauta siguieron? ¿Cuáles eran las normas? Da la impresión de que no las había, y cuando los inversores advirtieron la confusión y empezaron a preguntarse si una empresa determinada podría ser salvada, abandonada a su suerte o incluso nacionalizada, no es sor prendente que fueran presa del pánico. Tim Geithner reconoció en febrero de 2009 que «las actuacio nes de emergencia con las que se pretendía ofrecer confianza y tran quilidad, muchas veces no hicieron más que aumentar la inquietud del público y la incertidumbre de los inversores».13 Por supuesto, mucha gente de Wall Street y de otras partes todavía hoy sigue sosteniendo que el error fundamental del Gobier no fue la decisión de dejar caer Lehman. «El día que Lehman pre sentó un capítulo 11 —dijo Alan Blinder, economista y ex vicepre sidente de la Reserva Federal—, todo se vino abajo.» Sin duda fue una tragedia no salvar Lehman, no porque la empresa mereciera ser salvada, sino por el daño que su desplome produjo en última instancia al mercado y a la economía mundial. Es posible que la economía se hubiera derrumbado de todos mo dos, pero la caída de Lehman evidentemente aceleró el colapso. Su CEO, Richard Fuld, cometió errores, es innegable, llevado algunas veces por la lealtad, otras por la soberbia, e incluso puede que por la ingenuidad, pero a diferencia de muchos de los persona jes de este drama, cuyo motivo fundamental era su salvación perso nal, al parecer a Fuld lo movía menos la codicia que un deseo abru mador de salvar la firma de sus amores. Como antiguo operador cuya carrera había sido una sucesión de experiencias de infarto y reanimaciones, hasta el final mantuvo su confianza de que también podría hacer frente a esta crisis. 13. Comunicado de prensa del Departamento del Tesoro, «Secretary Geithner Introduces Financial Stability Plan», 10 de febrero de 2009. Véase http.//www .treasury.gov/press/releases/tgl 8.htm
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A pesar de las protestas de Paulson, parece innegable que el miedo a un estallido del público ante otro rescate de Wall Street fue cuando menos uno de los factores que determinaron su enfoque del caso Lehman. Una persona que participó en las deliberaciones del Gobierno ese fin de semana, en un momento de suprema candidez, me dijo que el hecho de que el Gobierno del Reino Unido hubiese señalado que debería enfrentarse a una gran oposición para aprobar un acuerdo con Barclays fue «realmente una extraña coincidencia, [porque] nos habríamos enfrentado a una acusación de prevarica ción de haber rescatado a Lehman». Aunque desde la perspectiva actual pueda pensarse que el Go bierno federal debería haber tomado alguna medida para apuntalar a Lehman —teniendo en cuenta la ayuda que estuvo dispuesto a ofrecer al resto del sector en cuanto empezó a hacer frente a la cala midad— también es cierto que el Gobierno federal carecía de un sistema establecido para deshacer las posiciones de un banco de inversiones amenazado con el derrumbe.14 Paulson, Geithner y Bernanke se vieron obligados a recurrir a lo que el profesor del Ins tituto Tecnológico de Massachusetts Simón Johnson ha denomina do la «política por acuerdo».15 Pero los acuerdos, a diferencia de las normas, hay que impro visarlos, y los que se consiguen con precipitación, por su propia naturaleza, suelen ser imperfectos. Los acuerdos tomados en sesio nes insomnes en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York o en el Tesoro en nada se diferencian. Fueron productos del momento. En verdad, aunque haya pasado desapercibido, no fue el desti no de las operaciones en Estados Unidos de Lehman Brothers lo que dio lugar al pánico extremo que no tardó en extenderse a todo el mundo. Debemos reconocer que el Fed actuó prudentemente al permitir que la correduría de valores de Lehman permaneciera 347. Joe Nocera y Edmund L. Andrews, «Struggling to Keep Up as the Crisis Raced On», The New York Times, 22 de octubre de 2008. 348. Simón Johnson, «Systemic Risk. Are Some Institutions Too Big to Fail and If So, What Should We Do About It?», testimonio ante el Comité de Servicios Financieros de la Cámara de representantes, prestado el 21 de julio de 2009.
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abierta después de que la casa matriz se declarara en quiebra, ya que permitió deshacer ordenadamente sus posiciones en Estados Unidos. Sin embargo, fuera del país, se desencadenó el caos. Las normas del Reino Unidos y de Japón obligaron a las unidades de correduría de Lehman de esos países a cesar inmediatamente sus operaciones, dejando inmovilizados activos por valor de miles de millones de dólares en manos de los inversores, no sólo en el ex tranjero, sino también, lo que tal vez fuera más importante, en los propios Estados Unidos. Muchos fondos de riesgo se encontraron de repente con falta de liquidez y se vieron obligados a vender acti vos para atender a los ajustes de márgenes. Eso empujó a la baja los precios de los activos, lo cual impulsó más ventas, ya que el ciclo se realimenta. Washington no estaba preparado en absoluto para estos efec tos secundarios, ya que los responsables políticos al parecer ni si quiera habían considerado el impacto internacional de sus medi das, un panorama que brinda un poderoso argumento a favor de una coordinación global más efectiva de la regulación financiera. Después, al tratar de justificar sus decisiones, Paulson se las in genió para enfangar más las aguas revisando periódicamente los mo tivos por los que no rescató Lehman. En un artículo del 4 de enero de 2009 de The New York Times, Michael Lewis y David Einhorn escribieron: «Al principio, el Tesoro y la Reserva Federal sostuvieron que habían permitido la caída de Lehman como una señal de que no todas las firmas de Wall Street gestionadas con temeridad podían contar con las garantías del Gobierno, pero entonces, cuando se desencadenó el caos y la gente empezó a decir que dejar caer a Lehman había sido una torpeza, cambiaron el discurso y dijeron que no tenían la autoridad legal para rescatar a la empresa.»16 Ante el fracaso del acuerdo con Barclays, da la impresión de que el Gobierno de Estados Unidos carecía de los instrumentos reguladores para salvar a Lehman. A diferencia de la situación de Bear Stearns, en la cual JP Morgan fue usada como vehículo para canalizar préstamos de emergencia, no había una institución finan 16. Michael Lewis and David Einhorn, «The End of the Financial World as We Know It», The New York Times, 4 de enero de 2009.
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ciera disponible para hacer llegar préstamos del Gobierno a Leh man. Como el Fed ya había decidido que Lehman no tenía garan tías subsidiarias suficientes para pedir préstamos a una firma independiente, realmente no quedaban opciones. No obstante, estas explicaciones no abordan la cuestión de por qué Paulson y el Gobierno de Estados Unidos no se esforzaron más por mantener a Barclays en la mesa durante las negociaciones. En la serie de frenéticas conversaciones telefónicas con los reguladores británicos que tuvieron lugar la mañana del domingo 14 de sep tiembre de 2008, ni Paulson ni Geithner ofrecieron en ningún mo mento un subsidio del Gobierno para la oferta de Barclays, lo que habría contribuido a reducir el riesgo para la empresa y posible mente habría disipado las preocupaciones de los cautelosos políti cos británicos. En opinión de Paulson, los reguladores de Barclays en el Rei no Unido jamás habrían aprobado un trato para Lehman dentro del período de doce horas en el que él pensaba que habría que tener lista una transacción. Desde esa perspectiva, prolongar las negocia ciones sólo habría significado perder un tiempo precioso. Puede que las conclusiones de Paulson sean correctas, pero es legítimo preguntarse si no habrá sacado el tapón demasiado pronto. Probablemente podría debatirse eternamente si el carácter eje cutivo de Paulson durante toda la crisis fue una ventaja o una des ventaja, pero también podría pensarse que cualquier otra persona en el lugar de Paulson —en una Administración de pato cojo, con apoyo popular escaso o nulo— podría haberse quedado paralizada y no hacer nada. No se puede decir que él no haya trabajado dura mente, y un año después da la impresión de que muchas de las medidas que tomó en medio de la crisis sentaron las bases para la estabilización del mercado, mientras que con la Administración Obama, Geithner y Bernanke se atribuyeron muchas veces el cam bio de tendencia. Hasta el momento, muchos de los mayores ban cos que aceptaron fondos del TARP los han devuelto y los contri buyentes han obtenido unos beneficios de cuatro mil millones de dólares. Sin embargo, eso no compensa los cientos de millones de dóiares encauzados hacia firmas como AIG, Citigroup y otras que tal vez nunca se devuelvan.
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Barney Frank expuso perfectamente el dilema que muy proba blemente va a perseguir a Paulson mientras los historiadores tratan de juzgar su comportamiento. «El problema en la política es el si guiente: no se recibe el menor reconocimiento por evitar el desastre —dijo—. Presentarse ante los votantes y decir: "Sabéis, tíos, la cosa está jodida, pero de no haber sido por mí, estaría todavía peor." Ésa no es una plataforma que haya permitido jamás ganar unas eleccio nes en todo el mundo.»17 Tratar de comprender cómo se produjeron los acontecimien tos de septiembre de 2008 es, sin duda, un ejercicio importante, pero sólo si' las lecciones sacadas de ello se aplican a fortalecer el sistema y protegerlo de crisis futuras. Ahora Washington tiene una rara oportunidad para examinar e introducir reformas en la estruc tura reguladora fundamental, pero al parecer existe el peligro de que esta oportunidad que se da sólo una vez en una generación se desperdicie. A menos que esas regulaciones se cambien radicalmente —para incluir medidas tales como límites más estrictos al apalancamiento en las grandes instituciones financieras, restricciones a las estructu ras de pago que alientan los riesgos irresponsables, y medidas enér gicas sobre la difusión de rumores y la manipulación de la bolsa y los mercados de derivados— seguirá habiendo firmas que sean de masiado grandes para fracasar. Y cuando estalle la siguiente e inevi table burbuja, el ciclo no hará más que repetirse. Siempre se había pensado en el sector financiero como una especie de trastienda oculta para apoyar la economía general, para ayudar al despegue de las nuevas empresas y a la adaptación y ex pansión de las compañías maduras. Sin embargo, en los años que precedieron a la crisis el sector financiero se convirtió en la tienda propiamente dicha. El objetivo de Wall Street pasó a ser generar beneficios para sí misma y no para sus clientes. Cuando envié este libro a la imprenta, el puñado de propuestas que se habían presen tado para devolver a su sitio el sistema financiero y poner su riesgo bajo control, parecían tibias y sin convicción en el mejor de los 17. De una entrevista a Barney Frank en el programa de la CBS 60 Mi nutes, que se emitió por primera vez el 11 de diciembre de 2008.
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casos. Aliviada por la idea de que, supuestamente, lo peor ya ha pasado, la Administración Obama ha pasado a otras prioridades. Mientras tanto, Wall Street, doblada, pero no quebrada, anda por ahí a la búsqueda de nuevos beneficios. Se está volviendo a in troducir el riesgo en el sistema. La inversión depredadora vuelve a imperar, y todos tratan de recaudar dinero en previsión del colapso de las propiedades comerciales y de las gangas extraordinarias que podrían aparecer como resultado de ello. Y puede que lo más pre ocupante de todo sea que el ego sigue desempeñando un papel realmente central en la maquinaria de Wall Street. Aunque la crisis financiera destruyó carreras y reputaciones, y dejó maltrechos y vapuleados a muchos, también dejó a los supervivientes con una auténtica sensación de invulnerabilidad por haberse salvado de la catástrofe. Lo que se sigue echando en falta en el entorno actual es un verdadero sentido de humildad. Tal como espero que haya dejado claro esta perspectiva des de las bambalinas, al final, el que una institución —o la totalidad del sistema— sea demasiado grande para fracasar, tiene tanto que ver con la gente que la dirige, o la que la regula, como con la polí tica o las leyes escritas. Lo que sucedió durante este período se se guirá estudiando durante años, y tal vez lo haga incluso una nueva generación de banqueros y reguladores que se enfrente a retos simi lares. Cuando el debate que se suscitó tras el rescate estaba en su momento más álgido, Jamie Dimon envió a Hank Paulson una nota con una cita sacada de un discurso que dio el presidente Theo dore Roosevelt en la Sorbona en abril de 1910. Llevaba el título La ciudadanía en una república, y decía lo siguiente: No es el crítico el que cuenta, ni el hombre que señala al poderoso que se tambalea o el lugar donde el hacedor de obras podría haberlo hecho mejor. El crédito se lo lleva siempre el hombre que está realmente en la arena, cuya cara se mancha de polvo, sudor y sangre, que lucha con valentía, que cae y se vuelve a levantar una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error o sin fallo, el que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devocio nes, que se emplea a fondo por una noble causa, que, en el mejor
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de los casos, conoce al final el triunfo de su empeño, y en el peor, si fracasa, lo hace mientras se esfuerza al máximo, de modo que su sitio nunca estará con las almas frías o tibias que no conocie ron ni la victoria ni la derrota.18 No deja de ser curioso que Dimon hubiera elegido esta cita. Aunque las palabras de Roosevelt describían a un héroe, mantenían una gran ambigüedad respecto del éxito o el fracaso del héroe. Y eso es lo que pasa con Paulson, Geithner, Bernanke y las docenas de figuras públicas y privadas que pueblan este drama. A la historia le corresponderá juzgar qué tal lo hicieron «en la arena» en la época que les tocó vivir. 18. Theodore Roosevelt, Citizenship in a Republic. Man in the Arena, discurso en la Sorbona de París, 23 de abril de 1920.
Agradecimientos
El origen de este libro debe buscarse en la madrugada del lunes 15 de septiembre de 2008. Acababa yo de volver a casa a eso de las 2.30, después de trabajar sin descanso durante días con mis colegas de The New York Times tratando de informar de todos los detalles de lo que ha llegado a ser el fin de semana más historiado de nues tro devenir económico. Cuando atravesé la puerta, todavía estaba conmocionado tras haber acabado de escribir el editorial del perió dico de esa mañana: Lehman Brothers acababa de solicitar la pro tección del tribunal de quiebra, Merrill Lynch había sido vendida a Bank of America y AIG se tambaleaba. Desesperado por hablar con alguien de lo que acababa de su ceder, desperté a mi esposa, Pilar Queen, para contarle la noticia. —No te lo vas a creer —le dije, mientras le contaba todos los detalles dramáticos—. ¡Es como una película! Pilar se me quedó mirando un instante, y antes de volverse a tapar con las sábanas y seguir durmiendo, me dijo: —No, es como un libro. Durante la semana siguiente me estuve resistiendo a pensar si quiera en la idea de escribir un libro. Estaba abrumado con mi informe para el periódico, y la idea de escribir más de unos cuantos miles de palabras seguidas francamente me asustaba. Sin embargo, Pilar no cejó en su empeño y me presionó suave, pero firmemente, hasta convencer me por fin de ponerme a ello, convencida de que yo era capaz de ha cerlo aun cuando no lo hiciera. Prácticamente durante los trescientos sesenta y cinco días siguientes me alentó hasta que estuvo terminado este proyecto, que por momentos me pesaba como si estuviera corrien do toda una maratón con la intensidad de los últimos metros.
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También debo un agradecimiento especial a mis padres, Joan y Larry Sorkin, y a mi hermana Suzie. Si algún éxito he tenido en mi vida ha sido el resultado directo de su amor y apoyo. Cuando estaba en el instituto no hacían más que vigilarme, mientras yo lu chaba por entregar a tiempo mis trabajos; tanto para ellos como para mí, la simple idea de que algún día acabara escribiendo un li bro era bastante inconcebible. Hay un miembro importante de la familia a quien tengo que mencionar que no llegó a leer este libro... ni a presenciar la culmi nación de la crisis financiera. Hasta el viernes del «fin de semana Lehman» (12 de septiembre de 2008), tuve la buena fortuna de tener vivos a mis cuatro abuelos, pero ese viernes falleció mi abuelo Sidney Sorkin a la edad de noventa y un años. Siempre había sido un lector voraz, y tuve la sensación de que me habría urgido a con tinuar cubriendo los acontecimientos de ese fin de semana mien tras lloraba su muerte. Durante toda mi vida me he sentido alentado por mis otros tres abuelos, Chester y Bárbara Ross y Lilly Sorkin —todos ellos han superado con orgullo los noventa años—, que también fueron un apoyo tremendo a lo largo del año pasado. Escribir un libro puede inducirlo a uno al aislamiento, pero yo conté con la ayuda de tantos amigos queridos en diferentes puntos del proceso que nunca me sentí solo. Tengo una deuda especial de grati tud con Jeíf Cañe, mi antiguo editor durante mucho tiempo en Ti mes, que tiene un conocimiento enciclopédico de Wall Street y me brindó su ayuda desde el principio. Mi camarada Jim Impoco, otro de mis antiguos editores favoritos de Times, me hizo agudas sugerencias a lo largo de todas estas páginas, lo mismo que Hugo Lindgren, un brillante jefe de redacción en la revista New York (que también había estado antes en Times). Michelle Memran, extraordinaria investigado ra y verificadora de datos, me ayudó a rastrear los detalles más oscuros y siguió todas las líneas temporales imaginables, facilitándome el se guimiento de una trama muy complicada. En las últimas semanas del proyecto, Pam Newton, otra investigadora, se dedicó incansablemen te a localizar a gente de distintos continentes. Estos amigos trabajaron a todas horas, sacrificando a menudo el tiempo que debían dedicar a sus familias, para ayudarme a culminar este proyecto.
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Una de las razones de que escribiera este libro fue que tuve la fortuna de tener como editor a Rick Kot, de Viking, responsable de la edición de mi libro de negocios favorito, Barbarians at the Gate* Rick ya era un buen amigo antes de este proyecto, pero ahora toda vía lo es más. Trabajó denodadamente para sacar adelante este libro muy presionado por el tiempo, y su labor mejoró cada una de las páginas. Su asistente, Laura Tisdel, también realizó un trabajo fan tástico haciendo malabarismos con una docena de partes al mismo tiempo. Clare Ferraro, presidenta de Viking, creyó en la concep ción de este proyecto desde el momento que puse un pie en la puerta para presentarlo. Tengo también una deuda con el resto del equipo de Viking, que trabajó de sol a sol para que este libro fuera una realidad: Rachel Burd, Carla Bolte, Pat Lyons, Fabiana Van Arsdell, Paul Buckley, Jennifer Wang, Carolyn Coleburn, Yen Cheong, Louise Braverman, Linda Cowen, Alex Gigante, Melanie Belkin, Jane Cavolina, Norina Frabotta, Susan Johnson, John Jusi no, Michael Burke, Martha Cameron, Beth Caspar, Hilary Ro berts, Jackie Véissid, Christina Caruccio y Noirin Lucas. Mi agente, David McCormick, hizo todo lo que debe hacer un buen agente... pero mejor. También le estoy agradecido a P. J. Mark, que se ocupó de las ventas internacionales de este proyecto, y a Leslie Falk. También debo mencionar a Matthew Snyder, mi agente cinematográfico en Creative Artists Agency, que lleva con migo desde 2001. Sería una falta de consideración por mi parte no dar las gracias a mis extraordinarios colegas de Times, muchos de los cuales me ofrecieron generosamente su asesoramiento editorial —y, lo más importante, apoyo emocional— cada vez que estaba al borde del agotamiento mental y físico, lo cual sucedió más a menudo de lo que me gustaría admitir. Estoy especialmente agradecido a Jenny Anderson, Liz Alderman, Alex Berenson, Adam Bryant, Eric Dash, Charles Duhigg, Geraldine Fabrikant, Mark Getzfred, David Gi llen, Diana Henriques, David Joachim, P. J. Joshi, Kevin McKen * Bryan Burrough y John Helyar Barbarians at the Gate: The Fall ofRJR Nabisco, Harper & Row, Nueva York, 1989 (trad. cast.: Nabisco: ht caída de un imperio, Grijalbo, Barcelona, 1991).
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na, Dan Niemi, Joseph Nocera, Floyd Norris, Winnie O'Kelley, Cass Peterson, Tim Race, y Louise Story. Asimismo, quisiera desta car a un grupo especial de gente de Times que han llegado a conver tirse en parte muy importante de mi vida: el equipo que está detrás de DealBook, un informe financiero online que puse en marcha en 2001. Mis buenos amigos y socios de confianza, Peter Edmonston, Michael J. de la Merced y Liza Klaussmann, son en gran medida responsables de gran parte de nuestro temprano éxito. A medida que nuestro equipo ha ido creciendo, también ha sido un placer trabajar con Zachery Kouwe, Steven M. Davidoff, Jack Lynch, Cyrus Sanati y Chris V. Nicholson. Un agradecimiento también para mis amigos de la CNBC, especialmente al equipo de SquawkBox y a los antiguos integrantes de Kudlow & Cramer, que me dieron una oportunidad en televi sión cuando tenía veinticinco años y no tenía la menor idea de lo que era ponerme delante de una cámara. Un puñado de amigos de diversas facetas de mi vida que apo yaron este proyecto y mi carrera también se merecen mi reconoci miento: David Berenson, Dan Bigman, Graydon Cárter, Cynthia Colonna, Alan Cowell, David Faber, David Goodman, Warren Hoge, Mark Hoffman, Laura Holson, Ben Hordell, Joe Kernen, la familia Malman, la familia Queen, Cari Quintanilla, Anita Ragha van, Dan Richenthal, Becky Quick, Charlie Rose, Seth y Shari Sai deman, la familia Schneiderman, Alixandra Smith, Doug Stumpf, Matt y Melissa Sussberg, Jonathan Wald, la familia Weinberg, Josh y Lauren Wolfe y Michael Wolff. Estoy seguro de que sin darme cuenta habré dejado fuera de esta lista a más de uno, por lo cual pido disculpas por adelantado (a sabiendas he omitido a todos aquellos a los que se pudiera confundir con una fuente para este libro). Tal vez mi mayor agradecimiento se lo deba al periódico para el que trabajo, The New York Times. Entré en él cuando tenía die ciocho años, en la primavera de 1995, casi por accidente. Stuart Elliott, el columnista de temas publicitarios, al que leía religiosa mente, fue lo bastante loco como para dejarme entrar en el edificio. Una jefa de redacción, Felicity Barringer —que no sabía mi edad— se arriesgó y me asignó una historia. Glenn Kramon, el jefe de re
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dacción de negocios, confió en mí y dejó que me quedara hasta contratarme finalmente cuando me gradué en la universidad y me envió a Londres. Larry Ingrassia, el actual jefe de redacción de ne gocios, no sólo me mantuvo por allí, sino que me dio una columna, apoyándome siempre en todo. Y Bill Keller, el director de redacción (y antes que él Joe Lelyveld, cuando ingresé originalmente en el periódico) permitieron —y propiciaron incluso— que todo esto sucediera. Le debo mi carrera a toda esta gente. Estoy especialmente agradecido a Larry y Bill —así como a los jefes de redacción John Geddes y Jill Abramson— por darme gene rosamente el tiempo necesario para escribir este libro. No debo ol vidar tampoco a dos personas del otro lado de la «pared»: Arthur Sulzberger Jr., el editor del periódico, y Martin Nisenholtz, vice presidente primero de operaciones digitales. Los dos no sólo alen taron mi carrera dentro del periodismo, sino que también apoyaron mis esfuerzos empresariales para ayudar al periódico. Por último, este libro no habría sido posible sin los cientos de personas de Wall Street, de Washington y de otros lugares que ge nerosamente sacrificaron su tiempo para compartir conmigo sus percepciones desde dentro, a fin de ayudarme a contar esta impor tante historia. Tal como les he prometido, no he identificado aquí a nadie por su nombre, pero ellos saben quiénes son y lo profunda mente agradecido que les estoy.
Fuentes
Cuando me puse manos a la obra con este proyecto, nunca imaginé las vueltas y revueltas que tendría que acabar dando para culminar el relato de los hechos. Apoyándome en el cúmulo de relaciones que había establecido tanto en Wall Street como en Washington a lo largo de la década pasada como periodista de The New York Ti mes, me propuse reconstruir la historia de lo acontecido acudiendo a mis fuentes para recrear cientos de reuniones y de llamadas tele fónicas. Algunos de los participantes me dedicaron generosamente una parte de su tiempo; otros fueron más reacios, dado que la crisis económica sigue siendo una herida abierta. Pero, afortunadamente, fueron cientos los actores de ese dra ma que aceptaron hablar conmigo, algunos hasta diez horas. Un consejero delegado al que conozco desde hace muchos años, llegó a nuestra primera entrevista con un taco de notas meticulosamente escritas a mano relativas al largo fin de semana del Fed de Nueva York, e incluso había hecho un dibujo de la colocación de los par ticipantes alrededor de la mesa. «Te las entrego por la misma razón que las tomé —me dijo—. Esto es historia en movimiento.» Otra fuente me proporcionó registros en vídeo de varias reuniones inter nas, mientras que otros, a menudo mediante el recurso a la zalame ría, me permitieron ver sus agendas o sus archivos de correos elec trónicos. El mayor desafío al que me enfrenté, por extraño que parezca, fue el manejo de lo que a veces sentí como exceso de información. Cuando intentaba reconciliar cinco versiones diferentes de una reunión, por ejemplo, de personas que en ese momento se encon traban en el estado brumoso del insomnio, a menudo no tenía más
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remedio que volver una y otra vez sobre mis pasos y consultar de nuevo con las mismas fuentes hasta los detalles más nimios. Para facilitarme a mí mismo el relato de los hechos, traté de apoyarme todo lo posible en informaciones escritas, y tuve la suerte de encontrar fuentes que a menudo habían tomado notas increíbles o que me dieron acceso a documentos internos, correos electróni cos, presentaciones, escritos, etc. También me basé en documentos del Gobierno, que conseguí mediante solicitudes amparadas por la Ley de Libertad de Información. Las agendas de Henry Paulson y Tim Geithner me proporcionaron fechas y horas clave. Sin embar go, vale la pena destacar que ambas agendas —así como los diarios que me proporcionaron otras fuentes— a menudo contenían erro res sobre fechas o reuniones específicas. Desde el inicio del proyecto tuve muy claro que por más ansioso que estuviera por entrevistar a estos participantes oficialmente, no iba a llegar muy lejos si realmente quería captar las maniobras personales entre telones de esta etapa dramática. Tal como indiqué en la «Introducción del autor» al principio del libro, la mayoría de los entrevistados sólo tomó parte con la condición de que no serían identificados como fuentes, si bien yo era libre de citar las palabras y los sentimientos expresados por ellos a la sazón tal como los recordaban. Incluso en las conversaciones que al parecer se establecen sólo entre dos personas, hay que destacar cuántas más han tenido acceso a ellas. Por ejemplo, muchas de las conversaciones telefónicas entre consejeros delegados y funcionarios del Gobierno se desarrollaban con el altavoz del teléfono activado. Otras veces, se daba el caso de que un participante enviaba por correo electrónico a un colega una descripción detallada de una conversación que luego se reenviaba a otros. También merece mención especial el hecho de que gran parte de los diálogos que aparecen en el libro proceden de los recuerdos más nítidos de los participantes. Por ese motivo, debo decir que no se puede considerar el diálogo como si fuera una transcripción lite ral. He buscado todas las fuentes posibles para confirmarlos, sobre todo en el caso de las observaciones de especial interés, pero el diá logo tiene la misma precisión, ni más ni menos, que la memoria del que lo recuerda.
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También me apoyé en el tesoro oculto de los reportajes de mis colegas de la prensa económica, quienes, debo confesarlo, hicieron un trabajo extraordinario con la cobertura de estos acontecimientos en tiempo real, y he tratado de reconocer su trabajo en las notas que siguen. Incluso en los casos en que he confirmado la información de manera independiente, traté de identificar el artículo de perió dico que dio la información primero, si bien estoy seguro de que sin darme cuenta habré pasado por alto alguna publicación o algún artículo que tal vez haya revelado una parte de la noticia o un deta lle que está incluido en este volumen. Me siento muy orgulloso de decir que algunos de los mejores reportajes que se hicieron durante ese período se deben a mis cole gas de The New York Times. Pero también debo reconocer el exce lente trabajo periodístico de Associated Press, Bloomberg, Business Week, 60 Minutes de CBS, CNBC, Forbes, Fortune, Institutional Investor, Reuters, The Washington Post, y de The Wall Street Journal. Entre otros, querría destacar a las notables reporteras de The Wall Street Journal, a las que menciono a menudo: Susanne Craig, que cubrió la noticia del derrumbe de Lehman, y Deborah Solomon, que se ocupó de los acontecimientos de Washington. Ambas hicie ron un trabajo de primera. Finalmente, cualquier hecho o fragmento de diálogo no cita do procede de una o de más fuentes confidenciales o de pruebas documentales que me han proporcionado.
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índice alfabético
ABN Amro, 274275, 283 Achleitner, Paul, 331, 369371, 396397 activos tóxicos: propuesta del Fed de compra de los, 441, 447,450,452,455 Véase también Troubled Asset Relief Pro gram (TARP) AIG. Véase American International Group ajuste de mercado: y AIG, 186 y la valoración de los activos no realiza bles, 119120 Akers, John, 384 Allianz, conversaciones de capitalización de AIG, 331,369371 Allison, Herb, 242, 355 Alunan, Roger C, 235, 477, 493 American Express: Dimon en, 85 Lehman, compra de, 4748 American International Group (AIG): altos cargos (consejeros delegados). Véanse Greenberg, Maurice Raymond, Hank; Sullivan, Martin; Willumstad, Robert análisis cuantitativo, uso del, 168 bajada del precio de las acciones, 303, 411 beneficios, pago a los empleados, 169 capital, esfuerzos para captar. Véase Ame rican International Group (AIG), es fuerzos de capitalización de cargos federales contra (20032005), 165, 171
clamor de los accionistas, 174175 director de operaciones (COO). Véase Cassano, Joseph exposición de las contrapartes globales, 253 Goldman Sachs, demanda de garantías subsidiarias de, 169, 175, 186, 398399 Greenberg, arreglo con, 293294 historia/progreso de, 162165 invulnerabilidad de (2005), 169 JP Morgan, demandas de revelación, 175176 pérdidas (2008), 171173, 351352, 381 permuta de seguro de fallo de crédito (CDS), 168171, 398,408 preocupación por la reducción de califi cación, 270, 285287, 402 problema de liquidez, 220222, 239 productos financieros (PF), estado de los, 165166, 221, 408 quiebra, impacto potencial de la, 408 409, 420 rescate por el Fed. Véase American International Group (AIG), rescate de riesgo, exceso de, 167168 seguro de la deuda, aumento del coste del, 285 supersénior, créditos, 170 American International Group (AIG), esfuerzos de capitalización de: búsqueda final de capital, 392, 400403, 406
578 ANDREW ROSS SORKIN Citigroup, como asesor, 318 con Allianz, 331, 369370 con Buffett, Warren, 307308, 322 323 con Flowers, Chris, 297, 306308, 367 370, 396397 con Goldman Sachs, 184186 Geithner, rescate solicitado a, 220222, 251253,285,381 JP Morgan como asesor, 239240, 286 287, 291, 303304, 318, 330, 351 352, 381 opción de la quiebra, 407, 420 sesión de diligencias, 329331 y Greenberg, 285286,411, 413, 418 American International Group (AIG), rescate de, 406421 condiciones de devolución, 415416 Congreso, reacción a, 420421 garantías al Fed, 414 Geithner, propuesta de, 406407 Goldman, beneficios para, 555556 Liddy, nuevo consejero delegado de, 410, 416417, 421 nota de petición para el Fed, 412413 procedimientos a los bancos de inversión, 554555 razones para, 407408, 414415 voto del consejo de AIG, 416417 apalancamiento: compras con, y capital privado, 103 definición de, 38, 9495 necesidad de normas para el, 9697 peligros del, 38, 9495 ArchstoneSmith, 133, 135 Bair, Sheila, 257, 512513, 517520, 527529, 531, 534, 539540, 544, 547 Véase también Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC) Banco Central Europeo, inyección de liqui dez del, en los mercados del euro, 104 bancos, hipotecas titulizadas de los, 26, 104105 bancos de inversión: caída de los, soluciones de Nason para la, 63
comparado con el negocio de los seguros, 185 creación de un fondo crediticio de, 365n, 377 nuevo capital, captación de, 63 Véanse también instituciones específicas Bank of America: ABN Amro, pérdidas de, 274, 283 ayuda federal, solicitud de, 291292, 309,314315,332333 conclusión de la capitalización de Merrill, 368369,376, 378, 386387, 554 consejero delegado (CEO). Véase Lewis, Ken conversaciones para la capitalización de Lehman, 206210, 217219, 256 258, 262265, 268269, 280281, 290, 299300, 308309 conversaciones para la capitalización de Merrill, 323325, 328329, 335337, 339341, 342344, 352 fortaleza de (2008), 218219 negociador. Véase Curl, Greg/O'Neal, desvío hacia, 328329, 386 rechazo de la capitalización de Lehman, 319, 327, 332, 335336, 341 Bank One, 88, 304 Barancik, Gary, 128129, 228230 Barclays Capital: accionistas, voto requerido de, 338, 359 360 ayuda federal, solicitud de, 284 consejero delegado (CEO) de. Véase Dia mond, Bob garantía de compraventa, petición de Bu ffett de, 338339 Lehman, conversaciones de capitalización de, 109111,272,275,282283, 302, 304305, 337338,349350 Lehman, rechazada capitalización de, 358368 Lehman, venta de la correduría de valores de, 395, 427, 467468 propuesta del banco buenobanco malo, 350351 Baxter, Tom, 206, 284, 362, 373375, 383 Bear Stearns:
MALAS NOTICIAS 579 colapso de, 2728 Comité de Banca, audiencia sobre el res cate, 7883 JP Morgan, compra de, 29, 32, 5859, 474 pérdidas (2007), 27 precio de la acción y Paulson, 7981 rescate federal, 36, 5455, 58, 7172, 90 91 rescate y Geithner, 7172 rescate, críticas al, 72 Beattie, Richard, 162, 293, 415417, 419 Beller, Alan, 374375 Beller, Ron, 114,542 Bensinger, Steven J., 306,421 Berkenfeld, Steven, 128, 335336, 372, 379380 Bernanke, Anna, 101102 Bernanke, Benjamín: Comité de Banca, testimonio sobre el res cate de Bear Stearns, 8182 como estudioso de la Gran Depresión, 100 crisis crediticia, evolución de la, 102108 derrumbe, actuaciones durante el, 33 doctrina Bernanke, 232233 en la reunión de la nacionalización, 549 547 en los préstamos de alto riesgo, 27 información biográfica, 101 Jackson Hole, conferencia, 232235 Morgan Stanley, esfuerzos para salvar a, 494495 orientación económica de, 99102 plan de recapitalización bancaria presentado en, 106107 programas de activos tóxicos, presenta ción del, 431, 440441 rescate de AIG, 409409, 411, 420 solución sistémica, demanda de una trayectoria académica de, 99102 y crisis de Lehman, 275276 y pánico de 2007, 104105 Bhattal, Jesse, 127 Black, Steve: en la reunión del Fed sobre derrumbe de Lehman, 312319
Lehman, solicitud de garantías subsidia rias a, 294295 Maughan, animosidad hacia, 76 y JP Morgan/AIG, capitalización de, 175, 239, 242, 286287, 291292 Véase también JP Morgan BlackRock Realty Advisors, 143144, 146, 290 Blackstone Group, 47, 437 Blankfein, Lloyd: AIG, búsqueda final de capital de, 396 399 al final de la crisis de confianza, 93 como consejero delegado de Goldman, 183 como copresidente de Goldman, 148, 183 compensación (2007), 25 en la reunión de la nacionalización, 543, 546 en la reunión del Fed sobre la caída de Lehman, 311312, 325, 355 personalidad de, 178179, 183 sobre la quiebra de Lehman y los fondos de riesgo, 407408 sobre los cortoplacistas, 434 trayectoria financiera de, 182184 y reunión del consejo en Rusia (2008), 177180 Véase también Goldman Sachs Blinder, Alan, 233, 552 Bloomberg, Michael: Bloomberg LP recompra de Merrill, 156 carrera en el sector financiero, 156 en la bancarrota de Lehman, 385 BNP Paribas, bloqueo de los reembolsos por, 27,103,117 Boehner, John, 505 Boies, David, 293294, 411 Bollenbach, Stephen, 419 Bolsa de Nueva York, Thain se hace cargo de la, 145, 148 Bolten, Joshua, 452, 484 Paulson, vinculación de, con la Casa Blanca, 200 Bostock, Roy, 428, 493, 546547 Bove, Dick, 529
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Braunstein, Doug: AIG, búsqueda final de capital por, 351, 392393, 397398, 406407, 409410 como asesor de capitalización de Lehman, 260, 262, 330 Brinkley, Amy, 387 Broad, Eli, 174, 307 Bromley, James, 321 Brown, Gordon, 192, 362, 364 crisis financiera, enfoque de la, 528 Brysam Global Partners, 159160, 170, 174 Buffett, Warren: AIG, propuesta de rescate a, 307308, 321322 en derivados, 166 en la bancarrota de Lehman, 385 rescate de Goldman por, 499502 sobre el acuerdo WachoviaGoldman, 487, 491 solicitud de garantías de recompra por parte de Barclays, 338339 TARP, recomendaciones para el, 524525 y el rescate de Salomón Brothers, 6770 y las necesidades de capital de Lehman, 6870 y Paulson, 66 Bullard, James, 276 Bunning, Jim, 79, 91, 213214, 250 Bush, George W.: cita con Paulson, 5960 informe sobre un derrumbe inminente, 452453 sobre el TARP, 550551 sobre la bancarrota de Lehman, 290292 y el rescate de AIG, 414 y el rescate de Bear Stearns, 5960 y el rescate de Fannie/Freddie, 238 Bush, Jeb, 298 Buder, Shaun, 270 Calello, Paul, 377 Callan, Erin M.: carrera en las finanzas de, 5051 Corea/Lehman, filtración del acuerdo de, 126127
dimisión de, 138, 141142 rasgos negativos de, 126 sobre el desapalancamiento de Lehman, 115 y Einhorn, David, sobre las prácticas con tables de Lehman, 119122, 126 y el informe de beneficios de Lehman (marzo de 2008), 42, 5456, 63 y Gregory, Joseph, 5051, 126 Carroll, Dave, 428, 445, 462, 510 Cassano, Joseph: despido de AIG, 171173 Goldman Sachs, demandas de garantías subsidiarias de, 170171 permuta de seguro de fallo de crédito (CDS), invención de, 168169 Chammah, Walid: Lehman, evaluación de, 319 sobre los reintegros de Morgan, 424 y el acuerdo con Mitsubishi, 530531 y las conversaciones de Morgan/Merrill de capitalización, 344 y las conversaciones Morgan/Lehman de capitalización, 204, 274, 278279 Checki, Terry, 480, 490 Cheney, Dick, 60, 383n, 452, 504505 China Investment Corporation (CIC), conversaciones de compra de Morgan Stanley por, 457,464466,476, 496 Cho, Kunho, 229230 Citadel Investment Group, 115 Citigroup: arquitecto de. Véase Weiil, Sanford caída del precio de las acciones, 518519 como asesor de capitalización de AIG, 318 como asesor de capitalización de Lehman, 259, 262, 265266 consejero delegado (CEO). Véase Pandit, Vikram derrumbe, rescate adicional del, 551 Dimonen, 8788, 158159 en la reunión del Fed sobre el derrumbe de Lehman, 312319, 325327, 335, 354357, 365366 proposición de fusión de Goldman, 469471,476
MALAS NOTICIAS 5 8 I proposición de fusión de Morgan, 424 425,430,442,476 Salomón Smith Barney, fusión de, 181 Wachovia, conversaciones de fusión, 506, 511514,517519 Clayton.Jay, 127 Clinton, Hillary, 311,433 CNBC, Jim Cramer, 112116 Cohén, Kerrie, 136, 141 Cohén, Rodgin, 205, 244, 256, 290, 294, 309, 319, 341, 364, 416417, 454 464465,481,513,518 Cohén, Steven A., 115 Cohn, Gary D., 177, 312, 342, 356357, 443445, 453454, 470, 478479, 481, 489,491,495,500501,534 Citigroup, proposición de fusión a, 470 y la línea de crédito GoldmanMerrill, 342 y las conversaciones de fusión de Gold manWachovia, 489 y los reintegros de Goldman, 444 Véase también Goldman Sachs Colé, Christopher A., 381, 397, 410, 481 Comité de Banca del Senado: audiencia del, sobre el rescate de Bear Stearns, 78 Fannie/Freddie, audiencia, 212213 comité de la muerte, 7779, 82 Comité de Servicios Financieros del Congreso, sobre Fannie/Freddie, 199 Commercial Credit, 85, 160 compañías tenedoras de bancos: Goldman Sachs como, 495,497 Morgan Stanley como, 497 ventanilla de descuentos del Fed, acceso a, 222, 371,454,480 compensación de ejecutivos: desaparecido del TARP, 510 ejemplos de (2007), 25, 49 incentivo de compensación, 386 ofensa posterior al rescate, 551552 pérdidas de Fuld, las, 523524 Salomón Brothers, bonos de, 68 y nacionalización, 544 confianza: causas de la crisis de, 103
como depresión contra caída en picado, 235 y la economía mundial, 96 Congreso: AIG, reacciones al rescate de, 420 asunto del techo activos tóxicos, presentación de la compra de, 454 TARP, presentación, 502510 TARP, votación, 51451 contabilidad: valor contable, 128 Lehman, discrepancias manifestadas, 119123 Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC): presidenta. Véase Bair, Sheila propuesta de un progra depósitos, 528, 532 WaMu, absorción de, 506 corto beneficios del, 33 compra a corto sin garantía, 11411 enfoque de, 47, 117 118 informes a Cox sobre los, 65, 212, 434 prohibición 439 prohibición, reacción a la, 457n protesta contra regulación, Fuld pide la, 33, 65,95,112 115,197 regulación, Mack pide la, 433434, 443 457458 Reino Unido, prohibición de, 450 y declive de las ac 433 435, 443 y regla de la fluctuación ascendente de precio, 113114 Corzine, Jon, 147, 485 Countryw 264, 275, 580 Cox,ArchibaldJr.,338 Cox, Christophe Citigroup/Goldman/Merrill/Morgan, reunión Lehman, 317 cortoplacistas, informe negativo de los, 65, 212, 434
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y la bancarrota de Lehman, 371372 383384 y rechazo de Lehman por Barclays, 361 362 Craig, Susanne, informe sobre Lehman de, 4142,124125, 126 Cramer, Jim: cortoplacistas, información de Fuld sobre los, 112116 cruzada de la fluctuación ascendente del precio, 113115 perfil de, 113 sobre las limitaciones del Fed, 102 Credit Suisse, 170, 325, 327, 350, 377 378 crisis de la vivienda. Véase préstamos de riesgo Cumming, Christine, 404, 480 Cuomo, Andrew, investigación sobre los cortoplacistas por, 439440 Curl, Greg: ayuda federal, propuesta de, 314, 332333 Bank of America/Lehman, conversaciones de capitalización de, 207208, 256257, 264, 280281, 301, 309, 314 Bank of America/Merrill, conversaciones de capitalización de, 327328, 345346, 376 Cutler, Stephen, 380, 486 Dannhauser, Stephen J., 288, 372, 379 Darling, Alistair, 304305, 361364 Davis, Michele, 62, 7879, 174, 211, 297, 299300,484,490,514515 derivados, definición, 166 descuento, ventana del Fed para, 33, 105, 299 Deutsche Bank, 40, 146, 292, 325, 378, 432,467, 554 Diamond, Bob: Bardays/Lehman, conversaciones de ca pitalización de, 109111, 272, 274275, 278, 282284, 302303, 305, 337339,349, 358 Bardays/Lehman, rechazo de la capitalización de, 367368
corredor de valores de Lehman ofrecido a, 380381 trayectoria financiera de, 109111, 272 Véase también Barclays Capital Dimon, Jamie: Bear Stearns, adquisición de, 32, 5859, 71,82,9091,473474 colapso financiero, miedo al, 2223 comentario posterior al rescate, 564 Comité de Banca, testimonio sobre el rescate de Bear Stearns en el, 8285, 91 como asesor federal, 247251, 255257 en la reunión de la nacionalización, 542, 544, 546547 en la reunión del Fed sobre la bancarrota de Lehman, 312318, 354355 historias de los medios sobre, 82 información biográfica, 83 JP Morgan, fortaleza de, bajo, 88 personalidad de, 83, 306307 sobre el rescate de AIG, 420 sobre el rescate de Fannie/Freddie, 251,256 trayectoria financiera de, 8387, 158 Willumstad, relación con, 158161, 307 Véase también]V Morgan
Dinallo, Eric R., 343, 398, 403, 412 Dodd, Christopher, 80,249250,456, 503, 507 Donini, Gerald: papel en Lehman de, 112 «punto com», explosión de las, 25 sobre la fluctuación ascendente del precio, 114 Drexel Burnham Lambert, 149, 167 Dudley, Bill, 480, 490491 Dugan, John, 531,544 economía global: crisis de credibilidad, impacto sobre la, 96, 103 mercado de titulización de Estados Unidos como amenaza, 103104 Einhorn, David: Allied Capital, la batalla con, 122 sobre la bancarrota de Lehman, 560 sobre las discrepancias contables de Lehman, 117123, 135
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sobre los cortoplacistas, 123 Véase también Greenlight Capital ElErian, Mohamed, 472, 526 Emanuel, Rahm, en el consejo de Freddie, 196 empresas patrocinadas por el Gobierno (GSE). Véase Fannie Mae/Freddie Mac estrategia del banco buenobanco malo, Lehman, 227 Euoosung, Min, y la búsqueda de capital de Lehman, 127128, 198, 222, 225 230 Evangelisti, Joseph, 82 Faber, David, 248, 300, 568 Fakahany, Ahmass, 155 Fannie Mae/Freddie Mac, 193203 autoridad de receptor del Tesoro, 224 caída del precio de la acción, 193, 200202, 212, 224 como salida política, historia de, 194195 crisis, enfoque de Paulson de la, 199202, 204, 208, 211212, 223224, 234238, 245246 decisión de absorción federal, 234238, 244246 escándalos contables, 196197 Greenspan sobre, 201 Morgan Stanley asesor sobre, 223224 nacionalización presentada a los directivos, 244245 necesidades de capital de, 194 Paulson, críticas al plan de, 213, 256 recorte de calificación, 234 y préstamos de riesgo, 196197 Felder, Eric, 378379 Feldman, Mark, búsqueda final de capital deAIG por, 351352, 393, 398 Fielding, Fred E, 436 Fife, Lori, 336, 372, 384 Fink, Larry, 134, 143146, 150, 156, 248, 344,347 Finnegan, John, 290, 302, 323, 553 Fleming, GregoryJ.: sobre la capitalización de Lehman/Bank of America, 268269, 290291 y las conversaciones Merrill/Bank of Ame
583 rica, 323324,326,328,333,336337, 340341,345346 Flowers, Chris: antipatía de Paulson por, 332 como asesor de Bank of America, 280 281,314315,332,369 como asesor de Merrill, 346, 388 conversaciones sobre la capitalización de AIG, 297, 306308, 334, 369370, 388 opinión imparcial para el Bank of America, 388 fluctuación ascendente del precio, regla de la, 113114 fondo de inversión asegurado de índice amplio (bistro), 168 Fondo de Participación Público Privado (PPPF), 525 fondos de riesgo: Goldman Sachs, depósitos/reintegros, 444 Morgan Stanley, reintegros por parte de, 423424,433,440,457458 quiebra de Lehman, impacto sobre la, 407408 Forstmann, Teddy, 472 FoxPitt Kelton, 266, 388 Frank, Barney: en el plan de inversión directa, 527 en el programa de compra de activos tóxicos, 455,499, 509 en el rescate de AIG, 420, 430 Freidheim, Scott: Corea/Lehman, investigación de las filtraciones del acuerdo de, 126 y el contraataque sobre Einhorn, 125 y las dimisiones de Lehman, 136, 142 Friedman, Milton, 100 Friedman, Stephen, 284 Fromer, Kevin, 208209, 448, 460, 479, 515, 532 Fuld, Richard S., jr.: autoridad, pérdida de, 248, 278, 283 285,316,319320,341342 bancarrota, reacción a, 384385, 389, 394 capital, intentos de captar. Véase Lehman
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Brothers, esfuerzos de capitalización de compensación pérdidas (2008), 523 consejo del Fed de Nueva York, dimisión del, 284285 cortoplacistas, batalla contra los, 33, 65, 95,112115,197 Cramer, Jim, reunión de, 113, 115116 en la audiencia del Congreso, 523524 en la difusión del rumor, 198, 219 frágil estado emocional de, 216, 218, 226229, 248, 522524 liquidez, creencia en la, 4042 Macomber, apoyo por parte de, 308 Paulson, comunicación con, 3132, 37, 6466, 9495, 192, 205, 230231, 260, 278 Paulson, punto de vista de, 6364 personalidad de, 4243, 4546, 4849, 63,231,558 trayectoria financiera de, 4350 y el rescate de LTCM, 355 y la comunicación de beneficios de Lehman (marzo de 2008), 3642 y renuncia de Gregory, 126127, 135 142 Véase también Lehman Brothers Gamble, Jamie, 145, 293, 343, 402403, 407,409,412413 Gao Xiqing, 457, 464466, 476, 492, 495, 526 Gasparino, Charlie, 136, 141, 450451, 461,496 Geithner, Peter, 74 Geithner, Timothy E: AIG, esfuerzos para la salvación de, 220 221,252253,285,343,381 AIG, rescate de, 408411 Citigroup, oferta del puesto de consejero delegado a, por parte de, 73 Citigroup/Goldman/Merrill/Morgan, reunión sobre el colapso de Lehman, 311319, 325327,335, 354355 Comité de Banca, testimonio ante el, 78 daños en el sistema financiero, conciencia de los, 7273, 6768, 557
en el Foro Económico Mundial, 42 en el requerimiento de JP Morgan a Lehman de garantías subsidiarias, 295296 en la reunión de la nacionalización, 539 541, 544545 fondos del mercado de divisas, preocupación por los, 422423 Goldman, esfuerzos para salvar a, 463 464,469471,475476,482,495 información biográfica, 7475 Lehman, esfuerzos para salvar a, 205 206, 217218, 274276, 282283, 332333, 354355 Morgan Stanley, esfuerzos para salvar a, 473474,482,494495 Morgan/Goldman, directiva final para la solución de AIG, 392393, 396403, 405406 personalidad de, 7376 presidencia del Fed de Nueva York, 71 72, 7778 trayectoria financiera de, 7177 Wachovia, esfuerzos para salvar a, 512 513 Wall Street, punto de vista de, 74 y dimisión de Fuld en el Fed de Nueva York, 284 y el rescate de Bear Stearns, 7172, 91 y rechazo de Lehman por parte de Bar days, 359365 Gelband, Michael: dimisión de Lehman de, 133134 vuelve a Lehman, 190191 General Electric, 430, 433, 477478 Glucksman, Lewis L., trayectoria en Lehman, 1947 Golden West, 427 Goldfarb, David, 126 Goldman Sachs: AIG, conversaciones de capitalización, 185186 AIG, garantías subsidiarias solicitadas por, 170171, 186 asesores de Paulson de, 214217, 253 bajada del precio de las acciones, 436 437,444445,498
MALAS NOTICIAS
Buffett, rescate de, por, 499502 coconsejero delegado. Véase Cohn, Ga ryD. compañía tenedora de bancos, estatus de una, 495496 compañía tenedora de bancos, propuesta de, 454,464465 compensación (2007), 2425 consejeros delegados (CEO). Véanse Blankfein, Lloyd; Paulson, Henry M. Corzine en, 147,485 derrumbe, miedo al, 435436, 438,443 446,463464,470 en la reunión del Fed sobre derrumbe de Lehman, 312320, 325327, 335, 354357,364 fortaleza de (2008), 54, 177179 J. Aron adquirida por, 182 Lehman, conversaciones de capitalización de, 254255, 267, 277 Merrill, conversaciones de capitalización de, 342343, 356357, 360 Paulson, acuerdo ético de, 42, 435 Paulson, carrera en, 6061, 145, 148 Paulson, exención ética de, 435437, 489 posición de riesgo de, 179, 185 postTARP estatus, 556 proposición de fusión de Citigroup, 469 471,476 rescate de AIG, que beneficia a, 554555 rumores difundidos por, 198, 219 Rusia, relaciones con, 178 Rusia, reunión del consejo en (2008), 177178, 186187 salidas/entradas de dinero de los fondos, 444 salvamento, esfuerzos de Geithner para el, 463464, 469471, 475476, 482, 495 salvamento, esfuerzos de Paulson para el, 435437,458,473,484 subida del precio de las acciones, 450 451,453 Thain en, 145,147148 Wachovia, conversaciones de fusión, 465, 473, 478, 481482, 486492
585 Wachovia, fusión de, anulada por el Fed, 490492 y búsqueda final de capital por parte de AIG, 392393, 396399, 401403, 404405 Gorbachov, Mijail, 186188 Gorman, James: Lehman, evaluación de, 319 sobre el hundimiento de Merrill, 344, 348 sobre los reembolsos de Morgan, 424 425 y conversaciones de capitalización Mor gan/Lehman, 205, 279280 Gowers, Andrew, 125 Gran Depresión: Bernanke, como estudioso de, 100 cuestión sobre la actual crisis, 235, 545 Schwartz, Anna J., teoría de, 100 Grasso, Richard: paquete de compensación, 64, 145 Paulson, punto de vista de, sobre, 64 Greenberg, Evan, 164165 Greenberg, JefFrey, 164165 Greenberg, Maurice Raymond, Hank: como consejero delegado de AIG, 163 167 como presidente emérito de AIG, 293 convenio con AIG, 293294 estilo empresarial de, 164165, 176 información biográfica, 163 renuncia de, 170 sobre las pérdidas de AIG, 170, 285, 411 Willumstad alcanza a, 285286, 293 294 y la búsqueda de capital por Lehman, 127 Véase también American International Group (AIG) Greenlight Capital, 117118 Greenspan, Alan, 472 reputación, declive de la, 100 sobre la crisis de Fannie/Freddie, 201 Gregory, Joseph: Callan, Erin M., contratación de, 5051, 130
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compensación (2007), 25 decisiones de contratación de, 5051 despido, petición de, 130, 133142 dimisión de, 137142 personalidad de, 48, 50, 141142 sobe la filtración de Callan a la prensa, 126 ttayectoria en Lehman, 4648, 5051 y el informe de ganancias de Lehman (marzo de 2008), 3739, 42 Griffin, Kenneth C, 115 Herlihy, Ed, 237238, 268269, 290, 300301, 327328, 332333, 386, 480 Herzog, David, 420 HUÍ, J. Tomilson, 420 hipotecas: no documentación, efectos de la, 2728 obligaciones de deuda garantizada o cola teralizada (CDO), 105106 titulizado, 105106 Hogan, John, 258,260,262264,474475, 486 Hoyt, Roben, 188, 249, 253, 435436, 479, 521522, 545, 547 Immelt, Jefrrey, 67, 430, 433, 478 Ira W. Sohn Investment Conference, 116 117 Einhorn, discurso sobre Lehman de, 116 117,120123 Isaacs, Jeremy, 40, 278 J. Aron & Company, 182 Jackson Hole, conferencia de, 232, 234 235 Jester, Dan: en Goldman Sachs, 214, 253, 315 información de Dimon de, 255256 TARP, plan alternativo al, 516, 521522 y la búsqueda de capital por Lehman, 253,315,334 y la búsqueda final de capital por AIG, 381382, 388, 398, 402403, 405, 411412 y rescate de Fannie/Freddie, 237238 JP Morgan:
actuaciones predatorias, acusación de, 247251 AIG, solicitudes de revelación de, 175176 Bear Stearns, adquisición de, 29, 3233, 5859, 72 bistro, 168 coconsejero delegado. Véase Black, Steve como asesor de capitalización de AIG, 239240, 286287, 291, 306307, 318,330,351352,381 como asesor de capitalización de Leh man, 262263, 265 como asesor de Paulson, 492493, 497 consejero delegado (CEO). Véase Di mon, Jamie fortaleza de (2008), 88 Lehman, congelación de cuenta de, 380 Lehman, solicitud de garantías subsidia rias a, 257259, 295 Morgan Stanley, acuerdo de línea de cré dito de, 474, 482, 485486 Morgan Stanley, presión de Paulson para un acuerdo de, 492495, 497 sede central, 158 solicitud de ayuda federal por parte de, 255257 y la búsqueda final de capital de AIG, 392393, 396403,405406 Kaplan, Joel, 531, 538, 544, 546, 548 Kashkari, Neel: banca, plan de recapitalización de la, 97, 106109,431432 como adjunto de Paulson, 62 trayectoria financiera de, 98 y el TARP, 460,479, 507509, 526 Kaufman, Henry, 384 Kelleher, Colm: Lehman, en la reunión del Fed sobre el colapso de, 314, 354 sobre los cortoplacistas, 433 sobre los reintegros de Morgan, 439440 y el acuerdo de WachoviaMorgan, 462463 Véase también Morgan Stanley Kelly, Ned, 513, 520
MALAS NOTICIAS
Kelly, Peter: y la búsqueda de capital de Lehman, 269, 319 y la búsqueda de capital de Merrill, 323, 356357 Kernen, Joe, 3637, 568 Kidder, C. Robert, 477, 493 Kim, Dow, 155 Kindler, Rob: Mitsubishi, cierre del acuerdo con, 530 531, 535536 personalidad de, 428 trayectoria financiera de, 428429 y las conversaciones de Morgan Stanley Wachovia, 445 Kirk, Alex: en la reunión del Fed sobre el colapso de Lehman, 326327 fisuras en la fortaleza de Lehman, 255 Klein, Michael, 338339, 349350, 395 Kohn, Donald, 404 Komansky, David, 64, 355 Korea Development Bank (KDB), conversaciones sobre la capitalización de Lehman con el, 198, 222223, 227229, 247 Kovacevich, Richard: en la reunión de la nacionalización, 544 545 y el acuerdo Wells FargoWachovia, 472, 510513 Kraus, Peter: ampliación a Goldman, 342343 en la reunión del Fed sobre el colapso de Lehman, 325, 327, 340 Goldman/Merrill, conversaciones para la capitalización de, 356357, 368369 Morgan/Merrill, conversaciones de capi talización de, 343345 trayectoria financiera de, 180 Krugman, Paul, 102, 528 Kuroyanagi, Nobuo, 488, 496 Lacker, Jeff, 264, 512 Langone, Ken, 64 Lauer, Matt, 53 Lawless, Christian, 386 Lee, James B. Jr.:
587 AIG, en la búsqueda final de capital de, 392393,397399,402,405 como negociador, 392 sobre el rescate de AIG, 53, 420 Lee,Jiyeun,476,497,531 Lehman Brothers: acciones, bajada del precio de las, 36, 43, 65, 128129, 138, 195, 197, 247, 251, 260, 273, 281, 302, 308309 AmEx, compra de, 47 apalancamiento, amplitud del, 9495 Bush, lazos familiares con, 298, 378 captación de capital. Véase Lehman Bro thers, esfuerzos de capitalización consejero delegado (CEO). Véase Fuld, Richard S. Jr. dimisiones de altos cargos, 135142 directores de operaciones. Véanse Gre gory, Joseph; McDade, Bart directores financieros. Véanse Callan, Erin; Lowitt, Ian discrepancias contables expuestas por Einhorn, 117123, 135 empleados, anuncio de bloqueo a, 308 en la reunión del Fed sobre la quiebra de Lehman, 325327 Glucksman en, 4549 hundimiento de. Véase Lehman Brothers, quiebra de Japón, caso de fraude de, 70 JP Morgan pide garantías subsidiarias a, 257259, 294295 Paulson duda de la solvencia de, 6365, 193 Paulson, lazos familiares de, 193, 298 preocupación por la bajada de la califi cación, 593 propiedades, tenencia de, 133, 229, 231, 326, 335 quiebra, impacto potencial de la, 258260,317,326,339340 retirada de fondos de riesgo de, 266 reunión de bancos de inversión/Fed sobre, 319320, 325327, 335 riesgo excesivo, 38, 49, 95, 132, 134 sede central, 35 n7, 205 y Neuberger Berman, 130131, 203
ANDREW ROSS SORKIN
Lehman Brothers, esfuerzos de capitalización de: asunto de la liquidez y venta, 367 n3 Bank of America, rechazo del, 328, 333 334,336, 342 Bardays Capital, rechazo de, 358368 Citigroup como asesor, 262265 con Bank of America, 206208, 210, 218219, 256, 261, 264265, 269, 280281, 290292, 300, 309 con Bardays Capital, 109,111,272,275, 278, 282283, 337338, 349350 con Buffett, Warren, 6670 con Goldman Sachs, 245255, 260261, 267, 278 con Morgan Stanley, 198199, 203204, 274, 278279 esfuerzos de Geithner, 205206, 217 218, 274275, 282283 esfuerzos de Paulson, 6566, 95, 217 218, 230232, 261262, 277, 284 filtración a los medios, 124126 JP Morgan como asesor, 262265 Morgan Stanley, rechazo de, 279, 369 propuesta de compañía tenedora de bancos en los, 205 rebajas de los valores de primera, 335 venta, condiciones del precio de, 246, 256257, 262, 333 visión negativa de Wall Street sobre, 281 282 Wall Street, propuesta de financiación de los consejeros delegados de, 354355, 365 y Bernanke, 276277 Lehman Brothers, quiebra de, 371380 audiencia del Congreso sobre, 524525 correduría de valores, supervivencia de la, 375,380381,392 correduría de valores, venta a Bardays de la, 394395, 427, 467468 facturas legales, asunto del pago de las, 379380 Fed, preguntas sobre la autorización del, 558, 561 Fed, razones del, para, 371, 381382, 392, 401
impacto sobre los fondos de riesgo, 407 información de los medios, 372373 Paulson, directiva de, 371376, 383385 preparación para, 288289, 321322, 324, 336 reacción de los empleados a, 395396, 426427 reacción del consejo a la, 384, 386 reacción del mercado a, 391, 404, 426, 438 sesión de contratación para deshacer po siciones, 366367 Lewis, Ken: apoyo federal, solicitud a Paulson de, 292293 Bank of America/Lehman, conversaciones de capitalización, 207, 217218, 261262, 289, 292293 Bank of America/Merrill, conversaciones de capitalización, 340341 en la reunión de nacionalización, 543, 545 Lehman, rechazo de la capitalización de, 320 O'Neal se desmarca, 328329 Véase también Bank of America Ley GlassSteagall (1933), 184 Liddy, Edward: como consejero delegado de AIG después del rescate, 410, 416417, 421 renuncia de, 554 trayectoria financiera de, 311 Liesman, Steve, el Profesor, 299300 liquidez: necesidad de, 40 normas, necesidad de, 96 Lockhart, James B. III, 194, 237, 243, 257 LongTerm Capital Management (LTCM): BufFett, esfuerzos de rescate por parte de, 339 Lehman, supervivencia de, 41, 112 libro sobre, 268 rescate de, 233 y Goldman Sachs, 177, 315 Lowenstein, Roger, 268 Lowitt, Ian:
MALAS NOTICIAS
sobre la solicitud de garantías subsidiarias por parte de JP Morgan, 294 y el anuncio de la estrategia del banco buenobanco malo, 260, 265, 270, 272 Ludwig, Eugene A., 441442, 477, 480 Lynch, Gary, 347,377,433,445,482 Macchiaroli, Michael A., 231 Mack, John: como asesor especial de Paulson, 223 224 comunicación a los empleados, 434435 conversaciones de Morgan/Merrill sobre la capitalización, 344345, 347 cortoplacistas, batalla contra los, 433 434,443,457458 en la reunión de la nacionalización, 545 546 en la reunión del Fed, sobre el colapso de Lehman, 313319, 325, 354355 Fuld lanza a Lehman a, 203204, 273 274 relaciones con Fuld, 40, 94, 282, 369 salvar a Morgan como meta, 483 sobre el futuro de Morgan, 393 trayectoria financiera de, 198199 Véase también Morgan Stanley Macomber, John D., 308 Main, Tim, 239240, 242, 291292 Masón, Jeb, 249, 539, Maughan, Deryck, 8687, 330 Mayor, Michael, 146 McCain, John, 502, 504 McCarthy, Callum, 358362, 365 McDade, Bart: autoridad sobre Fuld, 248, 279, 319 320 como presidente de Lehman, 142, 190 corredor financiero, anuncio de venta del, 427 El plan de juego, 226 en la reunión del Fed sobre el colapso de Lehman, 326 Goldman/Lehman, conversaciones de capitalización de, 261
589 Morgan/Lehman, conversaciones de capitalización de, 203, 278279 sospechas de Fuld sobre, 226 vuelve a contratar a Kirk y Gelband, 190191 y el anuncio de bancarrota, 372373, 382 y el rechazo de Lehman por Bardays, 364365,367368 y la renuncia de Gregory, 140 McGee, Hugh, Skijr. papel en Lehman, 66, 130 sobre Gregory, como amenaza para Lehman, 129130,136139 venta del corredor financiero, anuncio de, 427 Medvedev, Dimitri, 186 mercado alcista, y la era de Greenspan, 100 mercado de divisas: causas de la crisis del, 422423 intervención del Fed, 431, 459 Merrill, Charles, 152 Merrill Lynch: AIG, garantías subsidiarias solicitadas a, 170 apalancamiento, amplitud del, 95 bajada del precio de las acciones, 144, 290, 302, 346 Bloomberg LP, venta a Bloomberg de, 156 capital, captación de, 149150, 156. Véase también Merrill Lynch, esfuerzos de capitalización de CDO emitidos por, 154155 colapso, temor al, 290291, 302, 319, 324, 364 compensación de (2006), 153 consejero delegado (CEO). VéaseThain, John director de operaciones. Véase Fleming, Gregory J. en la reunión del Fed sobre el colapso de Lehman, 319, 325328, 335, 354357,367368 fundación de, 152153 permanencia de O'Neal en, 151155 presidente. Véase Fleming, Gregory J.
59O ANDREW ROSS SORKIN riesgo excesivo de, 151, 154155 y BlackRock, 134,290 Merrill Lynch, esfuerzos de capitalización de: con Bank of America, 323324, 327328, 333,336337,341342,345346,352 con Goldman Sachs, 342343, 356, 366, 368 con Morgan Stanley, 339, 344, 347 finalizados con Bank of America, 368 369, 376378,386387, 552 y Bloomberg, 156 Milken, Michael, 149 Miller, Bill, 174 Miller, Harvey: bancarrota de Lehman, preparación de la, 287289, 321, 335336 bancarrota de Lehman, protesta por la, 373376 y la venta de la correduría de inversiones a Bardays, 395396, 467468 Min Euoo sung. Véase Euoosung, Min Mindich, Eric, 180 Missier, Jerry del, 338339 Mitchell, Calvin, 7173, 372, 539 Mitsubishi: acuerdo con Morgan cerrado, 535 interés en Morgan, 464, 476477, 488, 496, 527530 Montag, Thomas K., 344 Moody's, rebaja de la calificación de AIG por parte de, 240, 287, 398, 402 Morgan Stanley: bancarrota, miedo a la, 423430, 442 443,457,469,477, 529530 China Investment Corporation (CIC), conversaciones con, 457, 464, 475, 496 Citigroup, propuesta de fusión a, 424, 430,442,476 como asesor de la crisis de Fannie/ Freddie, 223224, 234236 consejero delegado (CEO). Véase Mack, John conversaciones sobre la capitalización de Lehman, 198199, 203204, 274, 278279
cortoplacistas, impacto sobre los, 433 435, 443 crisis de la redención de los fondos de riesgo, 423424, 437,457 director financiero. Véase Kelleher, Colm en la reunión del Fed sobre el colapso de Lehman, 313319, 325327, 339, 354358 estatus de compañía tenedora de bancos, 497 JP Morgan, acuerdo de línea de crédito de, 474475, 482, 485486 ■ JP Morgan, presión de Paulson para un trato con, 492493, 497 Merrill, conversaciones para la capitalización de, 339, 344, 347 Mitsubishi cierra el acuerdo, 535 Mitsubishi interesada en, 464, 476477, 488,496, 527530 precio de las acciones, caída del, 198, 433, 527, 529 precio de las acciones, subida del, 423, 457 propuesta de compañía tenedora de bancos, 461, 480481, 485 rechazo de la capitalización de Lehman, 279, 369 salvación, esfuerzos de Geidiner para la, 473474,482,494495 salvación, esfuerzos de Paulson para la, 458,483484,492495,496497 vicepresidente. Véase Kindler, Rob Wachovia, conversaciones de fusión de, 427429,445,461 Morgan, John Pierpont, 354355 Moynihan, Brian, 313 Mudd, Daniel, 196, 242 Nason, David: bancos en quiebra, soluciones para los, 6263 presentación a las «nueve grandes» del plan de nacionalización, 533548 testimonio ante el Comité de Banca sobre el rescate de Bear Stearns, 78 yelTARP, 516, 521522, 532533, 541543, 548
MALAS NOTICIAS 59I y la crisis de Freddie/Fannie, 208 y la crisis de Lehman, 231 Neuberger Berman, 130131, 203 Nides, Tom, 433434, 442, 457458, 464 Norton, Jeremiah, 249, 398,403 TARP, plan alternativo, 516, 521 noticia de suspensión a los empleados de Lehman, 308 O'Neal.Stan, 150155 Bank of America, se aparta de, 328329, 386 despido de, 149,155 en Merrill Lynch, 151155 trayectoria financiera de, 151152 O'Neill.Tim, 180 Obama, Barack: y el rescate de Fannie/Freddie, 245 y el TARP, 504505, 547 obligaciones de deuda garantizada o colate ralizada (CDO): con calificación de crédito más alta, peli gro de las, 169 funcionamiento de, 169 Merrill Lynch, 154155 Offit, Morris, 174175 Oficina Federal de Supervisión de las Empresas Inmobiliarias, 194 11S, ataques del, impacto sobre Lehman de los, 35,49 opinión imparcial, 388 Pandit, Vikram: como asesor de capitalización de Lehman, 259 en la reunión de la nacionalización, 546 en la reunión del Fed sobre el colapso de Lehman, 318, 327, 335 y la propuesta de fusión de Morgan, 425, 442 y la propuestas de fusión de Goldman, 471,475476 y las conversaciones de Wachovia, 519 520 Véase también Citigroup papel comercial, 374, 426, 430, 540 Parr.Gary, 89, 215216
Paulson, Henry M.: activos tóxicos, propuesta de compra por parte del Fed, 441, 447, 450, 452455 acuerdo ético relativo a Goldman, 435 advertencias sobre la crisis económica, 6263 bancarrota de Lehman, informe de la Casa Blanca sobre la, 399400 Bank of America, solicitud de ayuda de, 292,309,314315,333 Barclays Capital, solicitud de ayuda de, 283 Bear Stearns, advertencia sobre el desplo me de, 3132 Bear Stearns, influencia sobre el precio de las acciones de, 7880 Bush, informe sobre el hundimiento in mediato presentado a, 452453 Bush, informe sobre la decisión de Leh man presentado a, 390392 China, alentar la inversión de, 483484 Citigroup/Goldman/Merrill/Morgan, Lehman, reunión sobre la caída de, 311319,324327,335, 354355 colapso financiero, resumen de los acon tecimientos del, 459460 concepto de rescate del sector privado, 292293, 296297, 309, 317319, 354356 cortoplacistas, medidas enérgicas contra los, 214,434,439 en el Tesoro, primeras tareas, 6162 en Goldman Sachs, 6061, 145,148 estilo de negocios de, 6061, 68 Europa, viaje por, 187189 exención ética, 435437, 489 Fannie/Freddie, decisión de absorción de, 234238, 244246 Fuld, comunicación con, 3132, 37, 6466, 9495, 192, 205, 230231, 260, 278 Fuld, visión de, 6364 Goldman, asesores de, 214217, 253 Goldman, esfuerzos de salvamento en, 435437,458,473,484 GoldmanWachovia, acuerdo muerto en tre, 490492
592 ANDREW ROSS SORKIN
informes de los medios sobre, 484485 JP Morgan, solicitud de asesoramiento de, 247251, 255257 Lehman, decisión de la bancarrota de, 371376,383385,401,404 Lehman, dudas acerca de la solvencia de, 6365, 193 Lehman, esfuerzos por salvar a, 6566, 95, 217218,230232, 261262, 277, 284 Merrill, advertencia de hundimiento de, 367368 Morgan Stanley, esfuerzos de salvamento en, 458, 483484,492495,496497 plan de nacionalización, presentación a las «nueve grandes» del, 533548 rescate de AIG, 408410,413415,420 rescate después de Bear, rechazo del, 296 300, 317319 rescate, visión del, 59, 189 sobre el rescate de Bear Stearns, 5859 sobre la solución sistémica del colapso, 430434,440441 Steel como adjunto, 6162, 7879, 97 Today, entrevista en el programa, 52 Troubled Asset Relief Program (TARP), 459460,479 y el TARP Véase Troubled Asset Relief Program (TARP) y la crisis de Fannie/Freddie, 193202, 204,208,211213,223224 y rechazo de Lehman por parte de Bar clays, 360365 Paulson, Richard, en Lehman, 193, 298 Peck, James, 467469 Pelosi, Nancy, 297,451,454455, 506507, 509, 514515 Perella,Joseph, 128,228,347 permuta de seguro de fallo de crédito (CDS): definido, 3839 invención de, 168 sobre la deuda de Fannie/Freddie, 194195 supersénior, créditos, 169170 y AIG, 168169,171, 398,407408 Peterson, Peter G.: Geithner, impresión de, 76
Lehman, animosidad hacia, 4546 sobre la bancarrota de Lehman, 385 Poole,WÜliam, 197,276 Porat, Ruth, 224, 377, 388389, 402403, 406, 485 préstamos de riesgo: colapso del mercado, 2728, 103104 economía global, efectos sobre la, 104 por parte de Fannie/Freddie, 196197 vínculo con una economía más amplia, 104105 Primerica, 85 Prince, Charles O. III, 73, 172 Proyecto Fundamentos, 236 Pruzan, Jonathan, 377,429,461462 Putin, Vladimir, 178, 186 Qishan, Wang, 483,496 ratios de capital, necesidad de regular las, 96 REÍ Global, 271 Reid, Harry, 456, 507, 509 Reino Unido, enfoque de la crisis financiera del, 528 rescate federal: bancos de inversión. Véanse instituciones financieras específicas Bear Stearns, 3637, 5354, 59, 72, 9091 como crítica del socialismo, 92, 213, 545 empresas patrocinadas por el Gobierno. Véase Fannie Mae/Freddie Mac Fed, rechazos después de Bear, 221, 251, 284,296301,319320,325, 381 Lehman, preguntas sobre las negligencias de, 523524, 558561 observaciones posteriores al rescate, 549 564 Paulson, opinión de, 5960, 189 plan de recapitalización bancaria, 97,431 solicitud de AIG de un, 220221, 251 253,285,381 TARP, legislation del. Véase rescate de ac tivos programa (TARP) rescate. Véase Rescate Federal Reserva Federal de Nueva York: Geithner como presidente de la, 77, 79
MALAS NOTICIAS 593 posición en el mundo financiero de la, 77 presidente de la. Véase Geithner, Timo thyF. reuniones de la Citigroup/Goldman/Me rrill/Morgan en la, 312318, 325328, 335, 354357, 365366 sede, 316,324 Reserva Federal: compañías tenedoras de bancos, benefi cios de las, 205,454, 480 gobernador. Véase'Warsh, Kevin jefe de. Véase Bernanke, Benjamín tasa de descuento, 104 ventanilla de descuento, 3233, 104 Véase también Reserva Federal de Nueva York Reserve Primary Fund, bajada del precio de las acciones de, 423, 425 Resolution Trust Corporation (RTC), 441, 443,450,468 riesgo moral: y el plan de recapitalización bancada, 108 y el rescate de Bear Stearns, 72 mitigación, Bernanke sobre la, 234 Roberts, Thomas, 372373, 375 Rogers, John F. W., 178, 188, 454, 470 471 Rompa el cristal: plan de recapitalización ban
caria, 106108 autores de, 97 detalles de, 106107,431 perfilar el concepto, 431432 pros/contras de, 107 Roosevelt, Franklin D., 306,323, 505, 516, 563564 Roubini, Nouriel, 26, 426 Royal Bank of Scotland, 274n Rubin, Robert: en Goldman Sachs, 6364, 67 y Geithner, 73n, 74 Rusia: crecimiento económico de, 178, 186 Goldman Sachs, reunión del consejo de (2008), 186189 visita de Paulson a, 186187 Russo, Tom: banco bueno, propuesta del, 96
e informe de los beneficios de Lehman (marzo de 2008), 3839, 42 sobre el despido de Gregory, 138, 140 sobre la bancarrota de Lehman, 289 Ryan, Anthony, 224225, 240, 249, 274, 532 SAC Capital AdvisorsSallie Mae, 115, 444 Salomón Brothers, rescate por Buffett de, 68 Sants, Héctor, 358359 Schreiber, BrianT: AIG, conversaciones de capitalización de, 239240, 291292, 296, 306, 352, 401 sobre los problemas de AIG, 220 Schumer, Charles, 82, 450, 455, 507509, 528 Schutz, Antón, 36 Schwartz, Alan: Comité de Banca, testimonio sobre el res cate de Bear Stearns, 8083 y colapso de Bear Stearns, 90 Schwartz, Harvey, 261, 267, 443 Schwarzman, Stephen A., 47, 246, 437 439, 504 Scully, Robert, 224225, 398, 403, 406, 412, 428429, 445, 462463 secretario del Tesoro de Estados Unidos. Véase Paulson, Henry M. sector financiero: colapso, acontecimientos del, 558 compensación del (2007), 25, 49 deuda de la ratio de capital, 24 rescate por parte del Gobierno. Véase res cate federal Véase también bancos de inversión sector privado. Véase bancos de inversión seguros, negocio de los, comparado con la banca de inversiones, 185 Semerci, Osman, 155 Shafir, Mark: corredor financiero, anuncio de venta del, 427 y conversaciones de capitalización Corea/ Lehman, 127, 129 y conversaciones de capitalización de Morgan/Lehman, 279 Shafir, Robert, Gregory despide a, 127
594 ANDREW ROSS SORKIN Shafran, Steve: como asesor de Paulson, 230232, 326 y la crisis de Lehman, 230232, 357 Shearson Lehman, 4748 Shedlin, Gary, 262263, 325, 350 Shelby, Richard, 79, 174, 456 Simkowitz, Daniel A., 224 soberanos, fondos, 63, 149 Solomon, David, 454, 478, 500 Sosin, Howard, 166168 Spitzer, Eliot, 64, 113 Starr, Cornelius Vander, 163164, 294 Steel, Robert: Comité de Banca, testimonio sobre el res cate de Bear Stearns ante el, 7882 como adjunto de Paulson, 6162, 7879, 97 como consejero delegado de Wachovia, 192193 y conversaciones de Morgan sobre fusión, 427428 y las conversaciones de capitalización de Lehman, 110111, 272273, 367 Véase también Wachovia Stephenson, Ros, 51, 138 Studzinski, John, 331, 402403, 413, 418 Stumpf,John, 512, 568 Sullivan, Martin: demandas de, enfoque de las, 174175 despidos de AIG, 159162 y Cassano despedidos, 171173 Véase también American International Group (AIG) Summers, Lawrence, 235, 472 y Geithner, 74, 76 SunCal, 135 Swagel, Phillip: Plan de recapitalización bancaria de, 65, 97,106107,431 sobre el techo de la deuda, 448 Tanona, William, 56 TARE Véase Troubled Asset Relief Program (TARP) tasa de descuento: definición, 104 recorte (2007), 104
Taubman, Paul, 205, 319, 347, 476, 492, 496, 530531 techo de deuda, propuesta de aumento, 447448 Thain, John: capital, captación de. Véase Merrill Lynch, esfuerzos de capitalización de despido de, 553 en la reunión de la nacionalización, 544, 546 en la reunión del Fed sobre el colapso de, 315,335 extravagancia de, 148150 información biográfica, 145146 Merrill Lynch, nombramiento como consejero delegado de, 148 premios de compensación por, 151152 sobre la seguridad de Merrill, 301302 supervisión de Merrill por, 149150 Véase también Merrill Lynch Thornton, John, 147148 tipos de interés: bajos, problemas relacionados con los, 25, 102 doctrina Bernanke sobre los, 232233 inmovilizados (2007), 102 titulización, obligaciones de deuda garantizada o colateralizada (CDO), 104105 tóxicos, activos. Véase activos tóxicos Trichet, Jean Claude, 93, 96 Troubled Asset Relief Program (TARP): Buffett, recomendaciones de, para, 524 526 Congreso, presentación de Paulson en el, 502510 Congreso, voto del, 516, 521522 coste de, 460, 479, 556 garantía de depósitos, propuesta de programa de, 533534 inversión directa, la alternativa de la, 517, 521522, 524526, 532534 limitaciones de, 479, 485, 510 Paulson hace un anuncio, 459460 plan de nacionalización, 534548 provisiones agregadas a, 521 reacción del mercado a, 460, 489, 522, 550
MALAS NOTICIAS 595 Varleyjohn, 358, 362 venta «a corto» no cubierta, definición, 114 Viniar, David, 179, 253, 261, 342, 356 357,454, 500501 Volcker, Paul, 67, 441 Volk, Stephen R., 424 Wachovia: bajada de la calificación, preocupación por la, 411 bajada del precio de las acciones, 511 Citigroup, conversaciones para la fusión con, 506, 511514, 517519 colapso, miedo al, 448, 510 consejero delegado (CEO). Véase Steel, Robert Golden West, adquisición de, 427429 Goldman, conversaciones de fusión de, 465, 473, 478, 481482, 486492 Goldman, fusión de, anulada por el Fed, 490492 Morgan Stanley, conversaciones de fusión de, 427429, 445, 461 pérdidas (2008), 193 TARP, beneficios del, para, 464 Wells Fargo, fusión de, 472, 510512, 517519 Walker, George H., 131, 298, 378 Walsh, Mark, acuerdos de propiedad inmobiliaria de Lehman, 132133, 227 Warsh, Kevin: sobre la crisis de A1G, 408409 y el acuerdo de CitigroupWachovia, 512 513 y las conversaciones de Goldman Wacho via, 465, 487491 Washington Mutual, 330 JP Morgan, compra de, 506 Wasserstein, Bruce, 207, 215 Weil Gotshal. Véase Miller, Harvey Weill, Sanford: Geithner, oferta de trabajo a, 7374 y Dimon, 7374, 158160 y el Citigroup, 25, 73 Weinberg, John, 478 Weinberg, Peter, 511 Weinberg, Sidney, 487
Weiss, Jeff, y la dimisión de Gregory, 137 139 Wells Fargo: consejero delegado (CEO). Véase Kova cevich, Richard, Dick Wachovia, fusión de, 472, 510512, 517 519 White, Lisa A., 387 Whitman, Bradley, 127, 129, 263265 Whitney, Meredith, 56 Wieseneck, Larry, 127, 262263, 265 Wilkinson, Jim, papel en el Tesoro, 62, 78, 211,249,372 Willumstad, Robert: aceptación de puesto de consejero delegado en AIG, 158162,176 AIG, descubrimiento de las pérdidas de, 171 alcance de Greenberg, 176, 285286, 293 capital, esfuerzos para captar. Véase American International Group (AIG), esfuerzos de capitalización de reemplazo por, 417418 rescate por el Fed presentado a, 407,413 419 trayectoria financiera de, 158162 y búsqueda final de capital por parte de AIG, 397, 401402 y despido de Cassano, 170173 Véase también American International Group (AIG) Wilson, Ken, como asesor de Paulson, 214217, 230, 236237, 240, 242, 261, 264, 401 Winkelman, Mark, 183 Winkelried, Jon: Goldman, búsqueda de capital, 450, 499502 posición en Goldman, 450 y la búsqueda final de capital de AIG, 396,398,402,405406 Wiseman, Michael, 343, 370, 402, 407, 409, 412413 Yuki, Kohei, 476477