CONSTITUCIONALIDAD CONSTITUCIONALID AD Y DECISIÓN JUDICIAL*
* Los tres primeros textos textos que se reúnen bajo este título título fueron presentados en el VI Seminario Eduardo García Máynez sobre sobre Teoría y Filosofía del Derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), (ITAM), la Escuela Libre de Derecho, La Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM (UNAM)) y la Universidad de las Américas (UDLA). El evento se llevó a cabo en la Ciudad de México los días 3, 4 y 5 de octubre de 1996.
LOS LÍMITES DE LA INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL DE NUEVO SOBRE LOS CASOS TRÁGICOS
Manuel Atienza* 1. Introducción años, el problema de la interpretación –y, en particular, E eln losde últimos la interpretación constitucional– parece estar en el centro de
la teoría jurídica. Las razones son, creo, bastante obvias. Una de ellas es el carácter de supralegalidad que se reconoce a las constituciones contemporáneas: la interpretación constitucional es, así, una interpretación superior a la de las otras normas; o, si se quiere decirlo de otra manera, la inter-pretación constitucional marca los límites de posibilidad de la interpretación de todas las otras normas, establece para todos los niveles del orden jurídico la obligación de interpretar de acuerdo (o en conformidad) con la Constitución. La otra razón deriva de la peculiariedad que tienen las cons-tituciones –en relación con los otros materiales jurídicos– en el sentido de que aquí predominan enunciados de principio o enunciados valorativos, cuya interpretación presenta una mayor complejidad –da lugar a mayores disputas– que la de las normas –entendida la expresión en su sentido más amplio– del resto del ordenamiento jurídico. Estas y otras razones (como, por ejemplo, el que la interpretación auténtica o denitiva de la Constitución esté conada a órganos que die-ren de los órganos jurisdiccionales ordinarios en diversos aspectos como es el de la elección política de sus miembros) plantean dos tipos de pro-blemas pr o-blemas que, en términos tradicionales, podrían llamarse el problema de la naturaleza y el de los límites de la interpretación constitucional. El primero de ellos –del que no me voy a ocupar aquí– es el de si la interpretación constitucional –la que llevan a cabo los tribunales constitucionales– es o no un tipo de interpretación jurídica, qué diferencias presenta en relación con la de los tribunales ordinarios, si el método de la ponderación diere o no esencialmente del de la subsunción, etc. El problema de los límites, a su vez, puede entenderse referido a los límites externos o a los internos. En el primer caso, la cuestión fundamental a tratar será la de la separación entre
* Univ Universidad ersidad de Alicante, España
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jurisdicción y legislación, esto es, la de los límites del activismo judicial, la legitimidad de los tribunales constitucionales, etc. En el segundo, los límites internos, se trata de ver si los tribunales constitucionales –y, en general, cualquier tribunal– pueden cumplir con la función que el propio sistema jurídico parece asignarles: dictar resoluciones correctas para los casos que se les presenten, realizar la justicia a través del Derecho. Manuel Aragón plantea así la cuestión: ‘‘Interpretación ‘constitucional’ de la ley, argumentación y fundamentación jurídicas, resolución justa y no sustitución del legislador. He aquí las cuatro condiciones para la correcta interpretación de la Constitución, modicando, en este caso, sólo la primera: en lugar de la interpretación ‘constitucional’ de la ley, la interpretación ‘constitucionalmente adecuada’ de la Constitución. Y concretando que la resolución ‘justa’ ha de entenderse como ‘justa pero jurídicamente correcta’ ’’ [1986, p. 129]. El problema que me interesa tratar aquí es este último o, si se quiere, un aspecto de este último: la tesis que pretendo sostener es que uno de los límites de la racionalidad jurídica viene dado por la existencia de casos trágicos; o, dicho quizás en forma más exacta, que la racionalidad jurídica no puede (no debe) desconocer la existencia de casos trágicos, debe dejar un lugar para el sentimiento de lo trágico en el Derecho. 2. Casos fáciles y casos difíciles La distinción entre casos fáciles y casos difíciles juega un papel esencial en lo que cabría denominar como ‘‘teorías estándar’’ de la argumentación jurídica y también, más en general, en la teoría del Derecho contemporánea. Así, por ejemplo ejemplo,, Marmor ha sosteni sostenido do reciente recientemente mente que el positi positivismo vismo jurídico implica o presupone esa distinción, pues de otra manera no podría aceptarse que existe una separación conceptual entre lo que es y lo que debe ser Derecho: ‘‘Esta tesis de la separación –ha escrito este autor en un interesante libro sobre interpretación y teoría jurídica– supone necesariamente la asunción de que los jueces pueden (al menos en algunos casos estándar) identicar el Derecho y aplicarlo sin referencia a consideraciones sobre lo que, en las circunstancias, debe ser el Derecho. En otras palabras, la distinción entre el Derecho como es y como debe ser implica una distinción paralela entre las actividades de aplicar el Derecho y crearlo. Esto sugiere también una particular perspectiva perspectiva sobre el papel de la interpretación en la aplicación judicial del Derecho. La interpretación se entiende que designa típicament típicamentee una actividad (parcialmente) (parcialmente) creativa; tiene que ver con determinar el signicado de lo que en algún aspecto relevante no es claro o es indeterminado. Dicho de manera aproximativa, se puede decir que la interpretación añade algo nuevo, previamente no reconocido, a aquello que se interpreta. Tomado conjuntamente con el
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punto anterior, ello implica que el positivismo jurídico no puede aceptar el punto de vista de que el Derecho es siempre objeto de interpretación. Se da por sentado que, en mayor o menor medida, los jueces participan, a través de su actividad interpretativa, en el proceso de crear Derecho. Antes, sin embargo, tiene que haber un Derecho para interpretar’’ [Marmor 1991, p. 124-5]. O sea, casos fáciles son aquéllos (que ciertamente existen) en los que no hay más que aplicación pura y simple del Derecho, mientras que en los casos difíciles la cuestión en litigio no está determinada por los estándares jurídicos existentes; por eso, estos últimos requieren, a diferencia de los primeros, una labor interpretativa. Por lo que se reere, en particular, a la teoría de la argumentación jurí-dica, la importancia de la distinción –suele decirse– radica en que la jus-ticación de las decisiones a tomar en unos u otros casos fáciles (y supuesto que el juez tiene el deber de aplicar las reglas del Derecho válido y puede identicar cuáles son esas reglas válidas a través de la aceptación de criterios de reconocimiento compartidos), la justicación consistiría en efectuar una mera deducción, el consabido silogismo judicial, cuya conclusión –en esto conviene insistir– no es una decisión (por ejemplo, ‘‘condeno a X a la pena P’’), sino una norma (‘‘debo condenar a X a la pena P’’)1. Por el contrario, en los casos difíciles –cuando existen dudas concernientes a la premisa normativa, a la premisa fáctica o a ambas– la justicación de la decisión no puede contenerse únicamente en un razonamiento deductivo. A los criterios de la lógica –la lógica en sentido estricto o lógica deducti va– debe añadirse los de la llamada ‘‘razón práctica’’ que se contienen en principios como el de universalidad, coherencia, consenso, etc. Ahora bien, lo anterior no implica que la distinción entre casos fáciles y difíciles sea, sin más, aceptable. De hecho, ha sido, y es, discutida, desde diversos puntos de vista. Para empezar, cabe dudar de que la misma tenga un carácter razonablemente claro, dada la ambigüedad con que habitualmente se usan esas expresiones y la diversidad de problemas a los que se alude. Así, Pablo Navarro ha señalado, por un lado, los múltiples signicados con que se usa la expresión ‘‘caso difícil’’. ‘‘Por ejemplo –escribe–, un caso C es considerado difícil si: a) No hay una respuesta correcta a C. b) Las formulaciones normativas son ambiguas y/o los conceptos que expresan son vagos, poseen textura abierta, etc. c) El Derecho es incompleto o inconsistente. 1
Sigo básicamente el planteamiento de MacCormick [1978]. Esta última distinción se encuentra también en Marmor cuando señala que la aplicación no es cuestión de lógica [1994, p. 128].
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d) No hay consenso acerca de la resolución de C en la comunidad de juristas. e) C no es un caso rutinario o de aplicación mecánica de la ley. f) C no es un caso fácil y es decidible solamente sopesando disposiciones jurídicas en conicto, mediante argumentos no deductivos. g) Requiere para su solución de un razonamiento basado en principios. h) La solución de C involucra necesariamente a juicios morales. [Na varro 1993, pp. 252-3]. Por otro lado, Navarro advierte también sobre la necesidad de distinguir entre problemas conceptuales (qué es un caso fácil o difícil), fácticos (qué hacen los jueces, los abogados, etc. ante un caso fácil o difícil) o normativos (qué se debe hacer en un caso fácil o difícil). No parece, sin embargo, muy claro que se le pueda dar la razón en cuanto a la exigencia de esta triple distinción, ya que el aspecto de comportamiento y el justicativo parecen formar parte de las propiedades denitorias de caso fácil o difícil (como él mismo sugiere, cuando indica que aunque la caracterización de caso difícil no es unívoca, ‘‘es obvio que pueden establecerse algunas relaciones entre los distintos enfoques’’ [p. 253]). Esto, por cierto, no implica ningún error de tipo conceptual o cosa por el estilo. Así, cabe perfectamente aceptar como caracterización –o, al menos, como punto de partida para la caracterización– de caso difícil aquellos que cumplen los requisitos indicados anteriormente bajo las letras d) a h): las notas b) y c) quedan excluídas porque lo que recogen son tipos o causas de los casos difíciles; y la nota a), porque no todos los autores que utilizan la distinción aceptan lo ahí contenido, es decir, ésta sería, por así decirlo, una nota polémica. Las dicultades, sin embargo, no se acaban aquí. Como es bien sabido, la tesis de Dworkin con respecto a los casos difíciles es que, en relación con ellos como en relación con los casos fáciles, el juez no goza de discre-cionalidad, pues también aquí existe una única respuesta correcta; o, dicho en los términos más cautelosos con los que a veces se expresa: ‘‘las oca-siones en las que una cuestión jurídica no tiene respuesta correcta en nuestro sistema jurídico [y, cabe generalizar, en los Derechos de los Estados democráticos] pueden ser mucho más raras de lo que generalmente se supone’’ [Dworkin 1986a , p. 119]. Por eso, frente a la crítica de que su concepción del Derecho como integridad sólo valdría para los casos difíciles, Dworkin no tiene inconveniente en replicar que la distinción entre casos fáciles y casos difíciles ‘‘no es tan clara ni tan importante’’ como esa crítica supone y que ‘‘los casos fáciles son, para el Derecho como integridad [o sea, para su concepción del Derecho] sólo casos especiales de casos difíciles’’ [Dworkin 1986b, p. 266]. Lo que Dworkin llama ‘‘el problema
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del caso fácil’’ consistiría en lo siguiente: ‘‘puede ser difícil saber si el caso actual es un caso fácil o difícil, y Hércules no puede decidirlo al utilizar su técnica para casos difíciles sin dar por sentado lo que queda por probar’’ [Dworkin 1986b, p. 354]. Pero esto le parece a Dworkin justamente un pseudoproblema: ‘‘Hércules no necesita un método para casos difíciles y otro para los fáciles. Su método funciona también en los casos fáciles, pero como las respuestas a las preguntas que hace son entonces obvias, o al menos parecen serlo, no nos damos cuenta de que está funcionando una teoría. Pensamos que la pregunta sobre si alguien puede conducir más rápido de lo que estipula el límite de velocidad es una pregunta fácil por-que suponemos de inmediato que ninguna descripción del registro legal que negara dicho paradigma sería competente. Pero una persona cuyas convicciones sobre justicia y equidad fueran muy diferentes de las nuestras no hallaría tan fácil esa pregunta; aun si terminara aceptando nuestra respuesta, insistiría en que nos equivocamos al estar tan conados. Esto explica por qué las preguntas consideradas fáciles durante un periodo se tornan difíciles antes de volver a ser otra vez fáciles, pero con respuestas opuestas’’ [Dworkin 1986b, p. 354]. La relativización de Dworkin en cuanto a la distinción caso fácil/caso difícil es de signo bastante diferente a la que sostienen los (o algunos de los) integrantes del movimiento Critical Legal Studies [cfr., por ejemplo, Kennedy 1986]. Cabría decir, incluso, que son de signo diametralmente opuesto: mientras que para Dworkin, en cierto modo –y a pesar de su frase antes transcrita, todos los casos son, en última instancia, fáciles, puesto que poseen una sola respuesta correcta 2, para los CLS no cabría hablar prácticamente nunca de caso fácil, esto es de caso con una única respuesta correcta. No es por ello de extrañar el alejamiento explícito de Dworkin con respecto a esa concepción (aunque no deja de reconocer que sus pretensiones escépticas de tipo general, entendidas en cuanto escepticismo interno3, son importantes) y que, entre otros motivos, descansa en el re-proche que les dirige por haber pasado por alto la distinción entre com-petencia y contradicción entre principios, esto es, por interpretar
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Así lo arma Barak [1987, p. 28], quien considera que en los casos difíciles existen varias res puestas correctas [lawful] y de ahí que el juez tenga (limitadamente) que ejercer su discreción. 3 Dworkin distingue entre el escepticismo externo y el interno. Según el primero, los valores morales no formarían parte de la ‘‘fábrica’’del universo: cuando uno dice que la esclavitud es injusta, no estaría armando algo sobre la realidad, sino proyectando sus opiniones sobre el mundo. Por el contrario, el escepticismo interno –el escepticismo relevante para Dworkin– lo que sostiene es que no puede decirse que una opinión moral sea superior a otra (‘‘la esclavitud es justa’’ no goza de mejores argumentos en su favor, en la discusión moral, que ‘‘la esclavitud es justa’’) [Dworkin 1986b, pp. 76-86 y 266-267; cfr . también Moreso 1996, cap V].
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como contradicción lo que no pasa de ser competencia entre principios pr incipios de manera que, por esa vía, todos los casos resultan ser –o, mejor, parecen ser– difíciles4. Frente al escepticismo ‘‘radical’’ de los CLS, el punto de vista de un autor como Posner representaría un escepticismo que él mismo calica de ‘‘mo-dernado’’ y ‘‘epistemológico’’. Posner no niega que existan casos fáciles y casos difíciles, pero pone en duda que muchos de estos últimos puedan ser resueltos en forma metódica. ‘‘Muchas –aunque ciertamente no la mayoría y quizás sólo una pequeña fracción– de las cuestiones jurídicas en nuestro sistema, y sospecho que también en muchos otros, no son simplemente difíciles, sino imposibles de ser contestadas mediante los métodos del razonamiento jurídico. Como resultado, las respuestas –la enmienda ca-torce garantiza ciertos derechos a los padres de hijos ilegítimos, el derecho a la intimidad sexual no incluye la sodomía, el dueño de un hotel tiene un deber de cuidado en relación con personas que han sufrido un daño por causa de un huésped borracho, las leyes contra la venta de niños hacen que no sean exigibles los contratos de maternidad surrogada, y así hasta el innito– dependen de juicios de policy, de preferencias políticas y valores éticos de los jueces o (lo que claramente no es distinto) de la opinión pública dominante que actúa a través de los jueces, antes que del razonamiento jurídico considerado como algo diferente de la policy, o la política, o los valores, o la opinión pública. Algunas veces estas fuentes de creencias permitirán a un juez llegar a un resultado que se pueda demostrar correcto, pero frecuentemente no; y cuando no, la decisión del juez será indeterminada, en el sentido de que una decisión de otro tipo sería considerada con la misma probabilidad correcta por un observador informado e imparcial’’ [1988, p. 316]. De todas formas –por eso su ‘‘moderación’’–, Posner consi-dera que aunque los procedimientos o métodos del razonamiento jurídico no sean sucientes para establecer la corrección de las decisiones, la justicación de las decisiones judiciales en esos casos no tiene por qué consistir en una sarta de mentiras destinadas a ocultar los verdaderos –e inconfesables– motivos de la decisión: ‘‘El hecho de que no pueda mostrarse que una posición es correcta no signica que sea el producto de la pasión o de la vileza. La posición puede reejar una visión social que puede ser articulada y defendida aun cuando no pueda probarse que es correcta o falsa. Pocas proposiciones éticas –casi ninguna de las que la gente está interesada en debatir– puede probarse que sea correcta o equivocada 4
Dworkin ilustra esa crítica con un ejemplo a propósito de los principios que entran en juego en los supuestos de compensación por accidente en el Derecho norteamericano [1986b, pp. 274-5 y 441 y ss.].
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[right or wrong] y sin embargo el discurso ético no es infruc-tuoso; y en los casos indeterminados, el discurso jurídico es una forma de discurso ético o político’’ [ibid., p. 362]. En n, cabe pensar también que la distinción entre casos fáciles y difíciles (y, aproximadamente, en los términos antes señalados) es, en lo fundamental,, aceptable –incluso necesaria– pero necesita ser ‘‘enriquecida’’, fundamental en el sentido de que se deberían trazar nuevas categorías situadas ‘‘entre’’ los casos fáciles y los difíciles, y también, ‘‘más allá’’ de unos y otros. Entre los casos fáciles y los difíciles se situarían, por ejemplo, los que Barak ha llamado casos ‘‘intermedios’’ y que integran una buena porción de los que llegan a los tribunales superiores y constitucionales. ‘‘Los casos intermedios se caracterizan por el hecho de que, en el análisis nal, el juez no tiene discreción para par a decidir. Desde esta perspectiva, son casos fáciles: Lo que los sitúa aparte de los casos fáciles es sólo que en los casos in-termedios ambas partes parecen tener un argumento ar gumento jurídico legítimo que apoya su posición. Se necesita un acto consciente de interpretación antes de que el juez pueda concluir que el problema [argument] es realmente infundado y que sólo hay una solución jurídica. Cualquier jurista que pertenezca a la comunidad jurídica de que hemos hablado llegará a esta conclusión –de que sólo hay una solución jurídica–, de manera que si el juez fuera a decidir de otra forma, f orma, la reacción de la comunidad sería que ha cometido un error (...) En todos estos (...), después de un balance y so-pesamiento consciente –que a veces requiere un esfuerzo coordinado y serio– y en el marco de las reglas aceptadas, todo jurista versado llegará a la conclusión de que sólo existe una posibilidad y de que no hay discreción judicial’’ [Barak 1987, pp. 39-40]. Y más allá de los casos fáciles y de los difíciles están los que cabe llamar casos trágicos: aquellos que no tienen ninguna respuesta correcta y que, por lo tanto, plantan a los jueces no el problema de cómo decidir ante una serie de alternativas (o sea, cómo ejercer su discreción), sino qué camino tomar frente a un dilema. Pero antes de llegar ahí, antes de enfrentarnos con la cuestión de cómo actuar frente a una situación trágica, conviene aclarar dos cuestiones previas: qué cabe entender especícamente por caso trágico y si realmente existen casos trágicos en el Derecho. 3. Los casos trágicos 3.1. Casos difíciles y casos trágicos La discusión en torno a los casos difíciles en la teoría del Derecho contemporáneo –sin duda por inuencia de la obra de Dworkin– ha girado en torno a cuestiones como la de si para todos los casos jurídicos (inclui-dos, pues, los difíciles) existe una única respuesta correcta, si el
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juez dispone o no de discrecionalidad, aunque sea limitada, en los casos difíciles, en qué consiste, cómo se ejerce o fundamenta la discrecionalidad judicial, etc. Ello, sin embargo, supone dar por sentado que para todo caso jurídico existe existe al menos una respuesta correcta; o, si se quiere decirlo de otra manera, el presupuesto último del que parte el paradigma dominante de teoría del Derecho (que incluye tanto a Dworkin como a lo que he llamado la teoría estándar de la argumentación jurídica –autores como MacCormick, Alexy, Aarnio o Peczenik– y, por supuesto, la metodología jurídica de corte más tradicional) es el de que en el Estado de Derecho contemporáneo ‘‘siempre es posible ‘hacer justicia por po r medio del Derecho’ ’’ [Atienza 1991, p. 251]. Ahora bien, una valoración tan positiva de nuestros Derechos va ligada –como no podía ser menos– a una ideología de signo inequívocamente conservador y a la que no veo ninguna razón para adherirse. Sigo por ello considerando acertada una de las conclusiones a que llegaba en un libro de hace algunos años dedicado a exponer –y criticar– las teorías dominantes de la argumentación jurídica. ‘‘En mi opinión –armaba– la teoría de la argumentación jurídica tendría que comprometerse con una concep-ción –una ideología política y moral– más crítica con respecto al Derecho de los Estados democráticos, lo que, por otro lado, podría suponer también adoptar una perspectiva más realista. Quien tiene que resolver un determinado problema jurídico, incluso desde la posición de juez, no parte ne-cesariamente de la idea de que el sistema jurídico ofrece una solución correcta –política y moralmente correcta– del mismo. Puede muy bien darse el caso de que el jurista –el juez– tenga que resolver una cuestión y argumentar en favor de una decisión que es la que él estima como correcta aunque, al mismo tiempo, tenga plena conciencia de que ésa no es la solución a que lleva el Derecho positivo. El Derecho de los Estados demo-cráticos no congura necesariamente el mejor de los mundos jurídi- camente imaginables (aunque sí que sea el mejor de los mundos jurídicos existentes). La práctica de la adopción de decisiones jurídicas mediante instrumentos argumentativos no agota el funcionamiento del Derecho que consiste también en la utilización de instrumentos burocráticos y coactivos. E incluso la misma práctica de argumentar jurídicamente para justicar una determinada decisión puede implicar en ocasiones un elemento trágico’’ [Atienza 1991, p. 251-2]5. Lo que en ese y en un trabajo anterior [1989] entendía por ‘‘caso trágico’’ 5
La idea de que nuestros nuestros Derechos democráticos democráticos no constituyen constituyen el mejor de los mundos mundos jurídicos posibles la tomaba tomaba de un trabajo de de Tugendhat Tugendhat [1980]. Esta misma misma idea es la que parece parece contenerse [Bayón 1985] 1985] en la síntesis s íntesis entre Dworkin y Ely efectuada por Barber (On ( On What the Constitution Means, The Johns Hopkins University University Press, Baltimore, 1984), para dar cuenta de la noción de supremacía constitucional.
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eran aquellos supuestos en relación con los cuales ‘‘no cabe encontrar ninguna solución [jurídica] que no sacrique algún elemento esencial de un valor considerado como fundamental desde el punto de vista jurídico y/o moral’’ [Atienza 1991, p. 252]; o, dicho de otra manera, los casos en relación con los cuales ‘‘no existe ninguna solución que se sitúe por encima del equilibrio mínimo’’ [Atienza 1989, p. 101]. Distinto, y por encima, del equilibrio mínimo estaría el equilibrio óptimo que lo alcanzaría ‘‘la decisión (o las decisiones) que satisfacieran no sólo las exigencias esenciales, sino también otras exigencias no esenciales, de acuerdo con el distinto peso atribuido a cada una y con los criterios o reglas de decisión que se utilicen [una de esas reglas podría ser, por ejemplo, la que prescribe no sacricar nunca una exigencia que tenga un mayor peso en aras de otras de menor peso, aunque la suma de estas últimas arrojaran un peso superior a la primera’’ [ibid., p. 100]. A partir de aquí, la diferencia que cabría establecer entre quienes, como Dworkin, entienden que siempre –o casi siempre– puede encontrarse una respuesta correcta y quienes –como hemos visto– niegan esa pretensión afectaría al logro del equilibrio óptimo, pero no del mínimo; es decir, lo que se discute es si cabe siempre decir que una respuesta es mejor que otra, pero no si hay alguna buena respuesta: unos y otros estarían de acuerdo en que un caso es difícil ‘‘cuando en relación con el mismo cabe encontrar, en principio, más de un punto de equilibrio entre exigencias contrapuestas, pero que necesariamente hay que tomar en consideración en la decisión y, por tanto, hay que efectuar (y justicar) una decisión’’ [ibid, p. 99]. Todo ello, por cierto, presupone que en los casos difíciles se da siempre una contraposición entre principios o valores (entendiendo por valores la dimensión justicativa de las normas contempladas como razones para la acción) que ha de resolverse mediante una operación de ponderación en la que se sopesan las diversas exigencias para alcanzar un punto de equilibrio mínimo u óptimo. Esto es sin duda cierto, pero no debe llevar a pensar que en los casos fáciles (y quizás en algunos de los que llamábamos intermedios) no habría, por así decirlo, más que una operación de subsunción del caso bajo el supuesto de hecho de la regla, o del conjunto de reglas, aplicable; y como las reglas tal y como he sostenido en varios trabajos escritos conjuntamente con Juan Ruiz Manero– suponen razones para la acción perentorias o excluyentes, de ahí se seguiría que, en los casos fáciles, no cabría hablar de deliberación por parte, por ejemplo, del juez que tuviera que resolverlo, sino simplemente de obediencia a las reglas. Esto, sin embargo, no es exactamente así, pues ‘‘un caso es fácil precisamente cuando la subsunción de unos determinados hechos bajo una determinada regla no resulta controvertible a la luz del sistema de principios que dotan de sentido a la institución o sector normativo de que se trate’’; esto es, la obediencia a las reglas, a las razones peren-
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torias, que se da en los casos fáciles ‘‘exige la previa deliberación [del juez] y sólo tiene lugar en el territorio acotado por ésta’’ [Atienza y Ruiz Manero 1996, pp. 22 y 23]. En denitiva, para los órganos judiciales, el Derecho constituye, en nuestra opinión –y bien se trate de casos fáciles o difíciles– ‘‘un sistema excluyente [en cuanto que el órgano jurisdiccional sólo puede atender a razones contenidas explícita o implícitamente en el propio Derecho] en un doble nivel y en un doble sentido. En un primer sentido –y en un primer nivel– por cuanto que impone a tales órganos jurisdiccionales el deber de componer un balance de razones integrado únicamente por las constituidas por las pautas jurídicas, siendo admisible la toma en consideración de otras razones únicamente en la medida en que las propias pautas jurídicas lo permitan. En un segundo sentido –y en un segundo nivel– por cuanto que tal balance de razones remite, no en todos los casos, pero si en la mayoría, a adoptar como base de la resolución una regla jurídica, esto es, una razón perentoria. Cabría así dividir los casos en dos grupos: aquéllos cuya resolución se fundamenta en el balance de razones jurídicas que se integran en la deliberación del órgano jurisdiccional, y aquellos otros en los que tal balance de razones exige el abandono de la deliberación y la adopción como base de la resolución de una razón perentoria’’6 [ibid., pp. 23-24]. Esta forma de ver las cosas, por cierto, deja por así decirlo indecidida la cuestión de si existen o no casos trágicos en nuestros Derechos, esto es, un tipo de caso difícil en el que el ‘‘balance de razones’’ no permite llegar a una solución satisfactoria, a una solución –como antes decía– que no suponga el sacricio de algún valor –o exigencia valorativa– considerado como fundamental desde el punto de vista jurídico y/o moral [cfr. Atienza y Ruiz Manero 1996, p. 141]. 3.2. Juristas y lósofos ante los casos trágicos Ahora bien, como antes señalaba, la exclusión de estos casos trágicos es un presupuesto común a casi toda la teoría del Derecho contemporánea. Y ni siquiera cabe armar en rigor que sostengan la existencia de casos trágicos autores que, como Calabresi y Bobbit, han estudiado y efectuado aportaciones notables en el campo de las llamadas ‘‘elecciones trágicas’’, esto es, las decisiones relativas a la producción y reparto de bienes que implican un gran sufrimiento o incluso la muerte, como ocurre en rela6
Esta postura, como se ve, es semejante a la, antes indicada, de Dworkin: la distinción entre casos fáciles y difíciles queda también aquí notablemente relativizada; las fronteras entre ambos tipos de casos son uidas, pues siempre cabe que surjan circunstancias que hagan que el ‘‘sistema de los principios’’ impida que un determinado tipo de caso –hasta entonces fácil– pueda seguir siendo considerado como subsumible bajo una determinada regla o conjunto de reglas.
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ción con el trasplante de órganos vitales, el control de la natalidad o el servicio militar en tiempo de guerra. El conicto surge aquí, por un lado, entre ‘‘valores con los que la sociedad determina los beneciarios de la distribución y (con la naturaleza) los perímetros de la escasez y, por otro lado, los valores morales humanistas que valoran la vida y el bienestar’’ [Calabresi y Bobbit 1978, p. 18]. El actuar en el contexto de bienes necesariamente escasos hace que entren en conicto ‘‘los valores últimos, los valores con los que una sociedad se dene a sí misma. Preguntamos ‘¿Qué curso de acción no produce males?’ [como Esquilo hace decir a Agamenón], pero sabemos que ninguna verdadera respuesta nos confortará. Como un crítico [R. B. Sewall] ha establecido, ‘En la base de la forma trágica está el reconocimiento de la inevitabilidad de paradojas, de tensiones y ambigüedades no resueltas, de los opuestos en equilibrio precario. Como el arco, la tragedia nunca se destensa’ ’’ [ibid., pp. 18-19]. Calabresi y Bobbit parten de cuatro posibles aproximaciones mecanismos para la toma de decisiones en esos contextos: el mercado, la política, el azar y la tradición. Todos ellos presentan inconvenientes que los vuelven inservibles, pero los dos primeros pueden ser modicados (con respecto a sus formas puras), para tratar así de salvar, al menos, alguno de esos inconvenientes. En relación con los mecanismos de tipo político, una de esas modicaciones consiste en recurrir a una instancia a quien no cabe exigir responsabilidad por sus actuaciones, como mecanismo de descentralización de las decisiones políticas, y cuyo prototipo sería, en uno de sus aspectos, el jurado. Frente a los problemas que plantan tales instituciones, los autores sugieren la posibilidad de recurrir al modelo del tribunal (frente al del jurado), pero rechazan tal posibilidad en los siguientes términos: ‘‘En esta discusión sobre las instancias sin responsabilidad adaptadas a las circunstancias, hemos tenido varias ocasiones para sugerir la relevancia de las críticas dirigidas a las dicultades asociadas con la toma de decisiones judiciales. ¿Es entonces el modelo para las instancias sin responsabilidad adaptadas y descentralizadas un tribunal modicado más bien que un jurado modicado? No lo creemos. Mientras que decisiones importantes han sido deja-das en nuestra sociedad a los tribunales, estas decisiones son muy dis-tintas de aquellas a las que nos enfrentamos en las situaciones trágicas. La deseabilidad de las decisiones caso –a– caso, de las decisiones inters-ticiales, de la actualización de reglas desfasadas, del moverse en áreas de falta de legislación, de [lucha de] intereses o de estancamiento político; estos y los muchos otros campos de creación judicial de Derecho, requieren, en último término, enunciados claros, lógicos y generalizables de por qué se ha llegado a una decisión. Las razones para utilizar instancias sin responsabilidad adaptadas para efectuar elecciones trágicas pueden re-conducirse por el contrario al deseo de hacer que las razones para la decisión sean menos directas y quizás incluso menos
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obvias, mientras que al mismo tiempo se trata de asegurar que las decisiones estén basadas en valores sociales ampliamente compartidos. Es, en efecto, más bien difícil concebir que un órgano constituido como un tribunal pudiera considerarse apropiado para decidir sobre una elección trágica del tipo de asignar un órgano articial o el derecho a tener niños, a no ser que –y por hipótesis ésto lo hemos excluido en esta parte del libro– los estándares iniciales para la elección estuvieran responsablemente establecidos por la legislatura’’ [ibid., pp. 71-72]. Es decir, las decisiones trágicas en las que los autores piensan no son los casos trágicos que a nosotros nos interesan; no son los casos trágicos que llegan a los jueces, aunque sí cabría hablar en algún sentido de casos jurídicos, sobre todo cuando quienes toman esas decisiones son órganos de la administración; los jueces podrían tener que revisar alguna de esas decisiones trágicas, pero las suyas no serían ya decisiones trágicas (ellos habrían traducido lo trágico a otros términos). En contraste con esta actitud que quizás pudiera considerarse ‘‘natural’’ de los juristas a rehuir los casos trágicos, los lósofos –o algunos lósofos– parecen estar bastante más dispuestos a reconocer la existencia de casos (judiciales) trágicos. O, al menos, esta es la actitud que puede encontrarse en dos obras recientes de Javier Muguerza y de Paul Ricoeur. A los dos, y seguramente por razones no muy distintas, la perspectiva de que existan casos jurídicos trágicos en el sentido que los venimos deniendo les produce más alivio que inquietud. En el caso de Muguerza, cabría decir que el sentido de la tragedia es necesario para preservar la tensión entre el Derecho y la justicia [Muguerza 1994, p. 552]; la sensibilidad para lo trágico mostraría cuando menos que el juez tiene ‘‘problemas de conciencia’’ [ibid, p. 553], esto es, que tiene la voluntad de moralidad, de prestar oídos a la conciencia: ‘‘Desde luego –precisa Muguerza– la buena voluntad no basta por sí sola para garantizarnos el acierto moral, que depende también de nuestros actos y de sus consecuencias y no tan sólo de nuestras intenciones, pero sin ella ni tan siquiera existiría esa perpetua fuente de desasosiego que es la voz de la conciencia, de la que, sin embargo, no podemos prescindir más que al precio de volvernos inhumanos’’ [ibid, p. 559]. Por lo que se reere a Ricoeur, los casos trágicos suponen ‘‘una llamada a un sentido difícilmente formalizable de equidad o, podría decirse, a un sentido de justeza [justesse] más que de justicia [justice]’’ [Ricoeur 1995, p. 183]. Lo trágico de la acción –que resulta desconocido para una concepción puramente formal de la obligación moral– aparece cuando el conicto no surge únicamente entre las normas, sino entre, por un lado, el respeto debido a la norma universal y, por otro, el respeto debido a la persona singular: ‘‘Lo trágico de la acción aparece desde luego, desde el momento en que la norma es reconocida como parte en el debate, en el conicto que opone la norma a la solicitud de hacerse cargo de la miseria humana. La
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prudencia [sagesse] de juicio consiste en elaborar compromisos frágiles en los que se trata menos de optar entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro, que entre el gris y el gris o, caso altamente trágico, entre lo malo y lo peor’’ [ibid., p. 220]. 3.3. Tipos de casos trágicos ¿existen en el Derecho casos trágicos? Anteriormente he denido de forma un tanto ambigua lo que debe entenderse por caso trágico, al considerar que el elemento de tragedia se da en la medida en que no puede alcanzarse una solución que no vulnere un elemento esencial de un valor considerado como fundamental desde el punto de vista jurídico y/o moral. Pero esto signica que cabe hablar de dos tipos de casos trágicos o, dicho de otra manera, el juez puede vivir como trágica: a) una situación en que su ordenamiento jurídico le provee al menos de una solución correcta (de acuerdo con los valores de ese sis-tema) pero que choca con su moral; b) una situación en que el ordenamiento jurídico no le permite alcanzar ninguna solución correcta. En la primera situación, lo trágico deriva del contraste entre ordenamientos distintos; en la segunda, se trata de una contradicción interna al ordenamiento jurídico. Pero —y dado que las razones morales son las razones últimas en el razonamiento práctico de cualquier sujeto– el juez se encuentra en ambos supuestos en una situación en que le es imposible decidir sin infringir el ordenamiento jurídico. Por supuesto, en las dos situaciones, el juez podría dimitir como tal juez y quizás fuera esa una decisión que eliminara la tra-gedia, que tranquilizara su conciencia en cuanto ciudadano; pero esa no sería una decisión que resolviera el caso que a él se le presenta en cuanto juez. La posibilidad de que se planteen situaciones del primer tipo no ofrece, me parece a mí, demasiadas dudas. Lo que muchos parecen negarse a aceptar es que ese tipo de situaciones surjan no sólo en sistemas dictatoriales (globalmente ilegítimos), sino también en sistemas jurídicos democráticos. Las normas emanadas democráticamente –según esa opinión– serían, por denición (es decir, por denición de justicia: justo es lo apro-bado por la mayoría) justas, morales: el juez no puede, pues, contraponer sus opiniones (subjetivas) de lo que es moral a la opinión (objetiva) de la mayoría; no puede –o, mejor, no debe– tener problemas de conciencia: es posible que él viva –subjetivamente– una situación de tragedia moral, pero, desde el punto de vista objetivo, no existe aquí ningún elemento trágico. En mi opinión, el caso de los insumisos en España planteaba –plantea– precisamente una situación de este tipo, aunque muchos juristas se nie-guen a verlo así. En otro lugar [Atienza 1993] he tenido ocasión de discutir con cierta extensión este problema y no voy a volver ahora sobre ello. Tan sólo diré –por lo demás, una pura obviedad– que si se piensa que es injusto establecer una pena de cárcel, o de inhabilitación, para
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esas conductas, entonces no veo cómo evitar reconocer que el juez que se enfrenta con ese problema está situado, en realidad, ante un caso trágico: o hace justicia o aplica la ley.7 Pero lo que aquí me interesa discutir es la posibilidad de que existan situaciones trágicas del otro tipo, esto es, situaciones que surgen no por algún décit moral de nuestros sistemas jurídicos (y que, por tanto, podrían evitarse modicando el sistema jurídico –lo que, al n y al cabo, hace que la situación no sea tan trágica, por evitable), sino a pesar de que el sistema jurídico en cuestión recoge los principios morales que debe reco-ger. Cabría decir incluso que los casos trágicos aparecen aquí, paradójicamente, como consecuencia de la ‘‘moralización’’ de los sistemas jurídicos; la contradicción sería ahora interna –se plantea entre principios jurídicos, de contenido moral, pertenecientes al sistema– e inevitable, dadas las presentes características de nuestro mundo (no sólo de nuestro mundo jurídico, sino del mundo social en general). Hay un excelente artículo de Liborio Hierro que, en mi opinión, muestra muy bien por qué en el Derecho, en nuestros Derechos, existen necesariamente este tipo de casos trágicos, aunque el autor, de alguna forma, parece detenerse ante (o procura evitar llegar a) la conclusión a la que su argu-mentación fatalmente le conduce. El artículo de Hierro lleva como elocuente título el de ‘‘Las huellas de la desigualdad en la Constitución’’ y, en su mayor parte, está dedicado a explicar por qué ni nuestra Constitución ni ninguna otra puede satisfacer (vale decir, no puede satisfacer plenamente) nuestro ideal de igualdad, entendido como ‘‘la igualdad entre todos los seres humanos en los recursos adecuados para satisfacer las necesidades básicas, de forma que permitan a todos y cada uno desarrollar de forma equiparablemente autónoma y libre su propio plan de vida’’, lo que ‘‘pro-bablemente’’ –añade– incluya ‘‘unas condiciones mínimas y relativamente equiparables de alimento, sanidad, vivienda, educación y ciertos derechos de seguridad y –¡por supuesto!– de libertad negativa y positiva’’ [Hierro 1995, p. 137]. En su argumentación, Hierro muestra acertadamente cómo nuestra Constitución satisface el derecho a la libertad y a la seguridad jurídica ‘‘para todos los seres humanos’’, porque la libertad y la seguridad son –a diferencia de la igualdad– ‘‘cualidades o propiedades que se pueden adscribir o reconocer normativamente’’ [ibid., p. 138]. Ninguna constitución puede, sin embargo, satisfacer el derecho a la igualdad tal y como antes se ha entendido, debido a la existencia de dos limitaciones: una de carácter 7
Otra cosa, naturalmente, es que el juez –por razones ‘‘pragmáticas– tienda a convertir esa situación en una de conicto ‘‘interno’’ (en un caso difícil o un caso trágico del otro tipo) entre principios o valores pertenecientes –todos ellos– al ordenamiento.
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interno y otra de carácter externo. La interna –a la que luego me referiré con algún detalle– se conecta con la necesaria distinción que cual-quier sistema jurídico tiene que establecer entre los nacionales (sus na-cionales) y los extranjeros. La limitación externa se reere a que el ámbito en el que funciona la igualdad real –la igualdad en cuanto a la satisfacción de las necesidades básicas– es el del Estado lo que, para Hierro, tiene ‘‘tres graves consecuencias’’: ‘‘a) una consecuencia que podemos llamar ‘‘ideológica’’ o incluso ‘‘epistémica’’: el sistema de ‘‘estados’’ cierra a nivel de estado-nación el ámbito de denición de los iguales, esto es de los seres humanos candidatos a la igualdad en x (x es lo que cada cual haya metido en el saco). b) una consecuencia que podemos llamar ‘‘ética’’: el sistema de ‘‘estados’’ cierra a ese mismo nivel el ámbito de exigibilidad de nuestros deberes éticos y de su institucionalización ético-política (es decir, de nuestras ofertas de sacricio y de nuestras demandas de moralidad institucional). c) una consecuencia que podemos llamar ‘‘jurídica’’: el sistema de ‘‘estados’’ delimita jurídicamente el ámbito del ‘‘Estado social’’, y separa radicalmente lo justo como jurídicamente exigible (la justicia nacional que se realiza mediante los deberes positivos generales) de lo moralmente deseable pero jurídicamente no exigible (la ‘‘justicia’’ internacional, que queda abandonada al ámbito de la benecencia, la solidaridad espontánea y voluntaria o, simplemente, de los buenos sentimientos’’ [ibid., p. 147]. La segunda de las consecuencias, por cierto, me parece discutible (quizás pudiera decirse: vale en relación con cierta moral social, pero no respecto a una moral crítica o esclarecida: no veo cómo el universalismo ético puede hacerse compatible con la idea de que la exigibilidad de nuestros deberes éticos pueda estar limitada por los Estados), pero no es cosa de discutirlo aquí, porque esta limitación externa plantea problemas (el de la existencia o no de deberes positivos generales) que, al menos por el momento, no parecen dar lugar a casos jurídicos que hayan de ser resueltos por los jueces; su discusión nos alejaría, pues, del tipo de caso trágico que aquí nos interesa 8. Volvamos, pues, al límite interno. La existencia, por un lado, de un artículo como el 14 de nuestra Constitución (el equivalente se encuentra, 8
Hierro no parece muy dispuesto a aceptar que estas limitaciones dan lugar a casos (morales) trágicos –esto es, me parece, lo que se esconde detrás del llamado ‘‘dilema de Fishkin’’–, pero no llega a desarrollar un argumento completo al respecto. ‘‘Creo que la posición de James S. Fishkin
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como es bien sabido, prácticamente en todas las Constituciones democráticas) que extiende el alcance de la igualdad ante la ley a los españoles y, por otro lado, del principio de la dignidad humana (como principio o valor constitucional de carácter fundamental) nos sitúa ‘‘aparentemente’’ –es-cribe Hierro– ante una aporía: ‘‘o bien el derecho a la igualdad ante la ley no es inherente a la dignidad humana (como se inere, en principio, de la doctrina del Tribunal Constitucional) y entonces no se comprende su relevancia constitucional como derecho fundamental de los ciudadanos, o bien el derecho a la igualdad ante la ley es inherente a la dignidad humana y entonces resulta palmariamente conculcado por nuestra Constitución (y todas las similares, que son la mayoría de las constituciones democráticas) respecto a los extranjeros’’ [ibid., p. 140]. Hierro señala –y así es– que ésta última es la tesis por mí sostenida [Atienza 1993], pero encuentra en ella un doble fallo. ‘‘en primer lugar –escribe–, prescinde de que la distinción nacional/extranjero no es contingente, sino necesaria, para un ordena-miento jurídico no universal. Puesto que la nacionalidad no es una condición natural (como el sexo o el color de la piel) ni voluntariamente ejercida (como la opinión o la religión) sino un status normativamente atribuido, un ordenamiento tiene que discriminar necesariamente (al menos en la titularidad del status y en algún –al menos en uno– elemento que lo dife-rencie) a los nacionales de los extranjeros pues lo contrario es simplemente reconocer que todos son nacionales (no que los extranjeros son iguales en derechos que los nacionales) (...) En segundo lugar, creo que es errónea la aplicación del argumento de Nino [se reere a entender el principio de la dignidad humana en el sentido de
–que también participó en el debate citado [se reere al debate sobre los deberes positivos generales publicado en el nº 3 de Doxa con contribuciones de Ernesto Garzón Valdés, Francisco Laporta y Juan Carlos Bayón]– parte lúcidamente de constatar estas limitaciones: ‘‘cuando la teoría liberal de la justicia estaba herméticamente aislada de las relaciones internacionales y limitaba su aplicación a los miembros de un Estado-nación determinado, los conictos que hoy estoy subrayando se encontraban oscurecidos... el rebasar las fronteras nacionales no para de proporcionarnos casos en los que el SIC [‘‘consecuencialismo sistemático imparcial’’ que, para Fishkin, es el paradigma de la losofía política liberal] no puede aplicarse sistemáticamente; puede aplicarse sólo asistemática o ‘‘intuicionistamente’’. Nos sitúa ante la necesidad de contrapesar consideraciones moralmente inconmesurables. El resultado es una especie de no-teoría’’. ‘‘El punto de partida de Fishkin –continúa Hierro– es impresionantemente lúcido; describe la situación dominante de nuestra losofía política. Su conclusión –la idea de que nos encontramos ante un auténtico dilema– es más discutible. La aportación central de Garzón Valdés en aquel debate consistía precisamente en superar el dilema, como Singer, Beitz y otros lo han propuesto. En todo caso, no parece demostrado que las variantes aparentemente inconmensurables de problemas como el del hambre en el mundo o la superpoblación sean, por ello, teóricamente inconmesurables y nos aboquen al cinismo ético o, como Fishkin pro pone rechazando el cinismo, a convivir inexorablemente con una ética asistemática’’ [Hierro 1995, p. 147].
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tratar a las personas de acuerdo con sus acciones voluntarias y no según otras propiedades o circunstancias que escapan a su control: cfr. Nino 1989]: el extranjero no es discriminado, en principio, por una condición o circunstancia que nada tenga que ver con su ‘‘acción voluntaria’’ ya que –salvo los apátridas (que carecen de nacionalidad), los nacidos en el territorio a quienes se niegue la nacionalidad y los castigados penalmente con la pérdida de nacionalidad– el extranjero es, en términos generales, aquel no-nacional que se sitúa (voluntariamente) bajo el ámbito de aplicación del ordenamiento (sea por razón de entrada en el territorio, sea por razón de establecimiento de relaciones personales –obligaciones, contratos– o patrimoniales –propiedades– situadas bajo el ámbito de aplicación del ordenamiento)’’ [Hierro 1995, pp. 141-2]. Ahora bien, empezando por esta última crítica, no me parece que Hierro lleve aquí la razón. Es cierto que, por ejemplo, el norteafricano que cruza el Estrecho de Gibraltar en una patera lo hace voluntariamente, esto es, no en forma coaccionada, pero cuando las autoridades le expulsan del territorio español le están tratando en esa forma (esto es, están haciendo con él algo que él no desea que se haga) por razón de circunstancias (no haber nacido en España o no ser hijo de españoles, etc., lo que determina su na-cional) que escapan de su control. Me parece que si no considerarámos que eso va en contra del principio de dignidad humana, interpretado a la manera de Nino (y, por cierto, el propio Nino opinaba también así, como tuve ocasión de comentar con él), el principio en cuestión resultaría prác-ticamente vacío, pues no habría ninguna circunstancia que no dependiera mínimamente de nuestra voluntad: nuestra raza, sexo, religión, etc., tiene ‘‘algo que ver’’ con nuestras acciones voluntarias, pues si no fuera por nuestra voluntad de seguir viviendo, careceríamos en absoluto de esas propiedades. Y, por lo que se reere a la primera de las críticas, estoy, desde luego, de acuerdo con Hierro en que la distinción nacional/extranjero no es contingente, sino necesaria dada la existencia de ordenamiento jurídicos nacionales9. Lo que pasa es que no creo que eso vaya en contra de mi tesis: lo que, por el contrario, muestra es que un ordenamiento jurídico
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Hierro me critica por haber utilizado como ‘‘ilustrativo argumento de autoridad en favor de su tesis, una referencia a la postura de Kelsen que, desde 1929, sostuvo que la distinción entre nacional y extranjero no era necesaria para el concepto de estado, lo que le llevó a ‘elogiar la primera Constitución soviética’ por cuanto equiparaba en derechos a los nacionales y a los extranjeros residentes por razón de trabajo’’ ‘‘Obviamente –añade– cualquier referencia a la Constitución soviética (...) no tiene valor alguno teórico ni práctico si hablamos, con seriedad, de derechos humanos’’ [Hierro 1995, p. 141]. Tiene razón en esto último, pero lo que yo hacía en mi trabajo era contraponer las concepciones que, sobre los extranjeros, tuvieron dos teóricos del Derecho
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que, por un lado, reconozca el principio de la dignidad humana y, por otro lado, establezca –al menos en cierta medida– como criterio de reparto de los bienes básicos la condición de ser nacional o extranjero,10 lleva fatalmente, a quien tenga que aplicar sus normas, a encontrarse frente a casos trá-gicos: no se puede –o, al menos, así lo creo yo– expulsar a un extranjero del territorio nacional –por el solo hecho de que es extranjero– sin atentar contra su dignidad, esto es, sin tratarle injustamente; pero, al mismo tiempo, un juez que, ante un caso de ese tipo, evitara tomar esa decisión, no podría justicarla en Derecho: si desea seguir siendo juez –esto es, com-portarse como tendría que hacerlo un juez– tiene que actuar injustamente. Esta consecuencia, como antes apuntaba (y, en realidad, creo que mi discrepancia con él se limita a ello)11 es la que Hierro no parece estar dispuesto a admitir: ‘‘Nuestra aporía –escribe al respecto– es (...) sólo apa-rente. Es necesario recurrir una vez más a la clásica distinción entre dere-chos del hombre y derechos del ciudadano, no tanto como dos categorías ontológicamente distintas, sino simplemente como dos grupos de derechos cuya condición de aplicación es distinta. Los llamados derechos del hombre son universales no sólo en su titularidad (todos los hombres) sino en su condición de aplicación (en cualquier lugar y tiempo, que es lo que los juristas, en relación con las normas, denominan ‘‘abstracción’’), los derechos del ciudadano (o mejor dicho, los derechos del hombre en cuanto tan emblemáticos como Hans Kelsen y Carl Schmitt; concretamente, mencionaba –o usaba– a Kelsen como ejemplo de autor que no aceptaba la idea de que la discriminación entre nacional y extranjero tuviese un carácter necesario (o que una cierta diferencia de trato entre nacionales y extranjeros formara parte, necesariamente, de nuestras ‘‘intuiciones morales’’) [cfr. Atienza 1993, pp. 236-7]. 10 Me parece que tiene razón Hierro, en este caso argumentando contra Javier de Lucas [cfr. Lucas 1994], cuando considera ‘‘autocontradictorio’’ sostener, por un lado, que un régimen de ‘‘equiparación restringida’’ como el que parece presidir el estatuto del extranjero en el ordenamiento español no va en contra de la dignidad humana y, por otro lado, sostener que no está legitimado para expulsar a los extranjeros que han entrado ilícitamente al territorio ni para negarles, a pesar de esa circunstancia, el derecho al trabajo, ni el derecho de residencia, ni de formación profesional, etc. Para Hierro, algo que ‘‘va implícito en la propia existencia del Estado (...) y que goza de su misma justicación moral (en la medida en que la tenga) [es]: la posibilidad de discriminar al nacional del no nacional en el acceso a formar parte de la comunidad político jurídica territorial’’ [Hierro 1995, p. 144]. 11 Esa ‘‘creencia’’ me la ha raticado el propio Hierro en unas ‘‘Notas provisionales’’ a mi trabajo que tuvo la amabilidad de escribir antes de ser discutido en el seminario de profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid (en noviembre de 1996). Dejando a un lado algunas precisiones a su trabajo y observaciones críticas (al mío), Hierro insiste en que ‘‘esta experiencia trágica del Derecho es una experiencia moral, no jurídica (...) Los casos trágicos (..) no pertenecen al nivel del razonamiento jurídico (que la solución correcta choca con la moral del juez), sino que constituyen un problema moral, como antes he señalado, por lo que no son una clase disyuntiva a la de los casos fáciles, difíciles o intermedios.
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cudadano) son universales en cuanto a su titularidad (todos los hombres) pero son concretos en su condición de aplicación: en cuanto miembros de una comunidad político jurídica. La igualdad ante la ley –como la libertad positiva, en concreto, los derechos de participación política)– es un derecho de ‘‘todo ser humano’’ en cuanto miembro de una comunidad político jurídica determinada. Lo que, según creo, explica sucientemente que, a n de cuentas, tenía razón el Tribunal Constitucional.’’ [Hierro 1995, pp. 144-5]12. Ahora bien, yo no creo que lo anterior resuelva la aporía en cuestión, por la sencilla razón de que la condición de ciudadano es –en ciertos casos– requisito necesario para poder gozar de los derechos del hombre de manera que, en n de cuentas, la distinción a la que recurre Hierro no resuelve la aporía, sino que, más bien, la oculta o la niega: quiero decir que no hay forma de hacer compatible la igualdad ante la ley del art. 14 –tal y como la interpreta el Tribunal Constitucional– y el principio de la dignidad humana. 4. ¿Qué hacer frente a los casos trágicos? El último de los problemas de los que quería ocuparme aquí es el de cómo actuar frente a los casos trágicos ¿Qué debería hacer un juez ante esa situación? ¿Podría de alguna forma justicar la decisión que necesariamente ha de tomar? Me es imposible –y no sólo por razones de tiempo– contestar ni siquiera en forma medianamente satisfactoria a estas cuestiones, pero querría sugerir algunas ideas al respecto que quizás pudieran servir también como incitación para una posible discusión. 1) La primera es que aunque la existencia de casos trágicos suponga que hay situaciones en que el sistema jurídico no permite llegar a alguna respuesta correcta, ello no quiere decir que la toma de la decisión en esos casos escape por completo al control racional. El hecho de que no exista una respuesta que pueda calicarse de correcta o de buena, no quiere decir que todas las posibles alternativas sean equiparables. O, dicho de otra
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El Tribunal Constitucional (en sentencia de 23 de noviembre de 1984) ‘‘resolvió’’el problema distinguiendo tres tipos de derechos: En primer lugar estarían los ‘‘derechos que corresponden por igual a españoles y extranjeros y cuya regulación ha de ser igual para ambos’’; aquí se incluirían ‘‘aquéllos derechos que pertenecen a la persona en cuanto tal y no como ciudadano (...) que son imprescindibles para la garantía de la dignidad humana’’; a título de ejemplo, ponía ‘‘el derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, la libertad ideológica, etc.’’. En segundo lugar, los ‘‘derechos que no pertenecen en modo alguno a los extranjeros (los reconocidos en el art. 23 de la Constitución)’’. Y, nalmente, otros derechos ‘‘que pertenecerán o no a los extranjeros según los dispongan los tratados y las leyes, siendo entonces admisible la diferencia de trato con los españoles en cuanto a su ejercicio’’; un ejemplo de ello sería el derecho al trabajo. He criticado esa doctrina del Tribunal Constitucional en Atienza 1993, pp. 230 y ss.
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manera, el que no haya una respuesta buena no signica que no podamos decir que unas son peores que otras, de manera que lo que debemos –lo que un juez debe– hacer en tales situaciones es, sencillamente, optar por el mal menor. Esto, por cierto es lo que, en mi opinión, habría hecho el juez del Juzgado No. 4 de Madrid en una discutidísima sentencia de marzo de 1992 en la que absolvía a un joven objetor del delito de insumisión, por más que los hechos del caso y las normas aplicables al caso no ofrecieran, en principio, dudas: ‘‘El juez no podía, en el caso en cuestión, dictar una resolución que satisfaciera todas las exigencias que el Derecho –ampliamente entendido– le planteaba y optó, de manera muy razonable, por el mal menor: evitó cometer una injusticia grave –castigar con una pena considerable una acción no sólo no reprobable moralmente, sino supererogatoria– y lo hizo afectando en la menor medida posible al ordenamiento jurídico’’ [Atienza 1993, p. 178].13 Esta es también la solución a la que llega Gowens en su excelente presentación a la selección de escritos sobre dilemas mo-rales: ‘‘En cualquier caso, si existen dilemas irresolubles, entonces no siempre es el caso de que hay una acción que es moralmente la mejor (en mi terminología, que debe ser hecha). Esto pone una obvia limitación en cuanto a la extensión con la que puede decirse que el juicio moral es ob-jetivo. Sin embargo, del hecho de que en una determinada situación no sea el caso de que una acción es la mejor, no se sigue que en tal situación una acción sea tan buena o tan mala como cualquier otra. Puede ser todavía que algunas acciones sean mejores que otras. En general, donde quiera que haya una pluralidad de consideraciones que sean relevantes para una cuestión pero indeterminadas en cuanto a su importancia relativa (...) podemos estar ante situaciones en las que, aunque no hay una respuesta correcta, algunas respuestas son claramente mejores que otras. Se ha argumentado incluso, aunque en forma controvertida [Gowens se reere a autores como Kuhn y Putnam], que las cuestiones cientícas son a veces de esta naturaleza’’ [Gowens 1987, pp. 29-30]. 2) Una consecuencia de lo anterior es la necesidad que el juez que se enfrenta a un caso de este tipo –y probablemente también a otros casos difíciles pero no trágicos– tiene de recurrir a criterios de lo razonable, es decir, a criterios situados entre lo que podría llamarse racionalidad estricta (integrada tanto por el respeto a la lógica formal como a los principios de universalidad, coherencia, etc.) y la pura y simple arbitrariedad. Una decisión razonable, por lo demás, no es –claro está– una decisión que im-plique vulnerar alguno de los anteriores criterios –esa sería una decisión sencillamente irracional, aunque pudiera ser justa desde el punto de 13
Como antes se ha señalado, eso signica, en cierto modo, transformar esa situación trágica de tipo a) en una de tipo b).
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vista de su contenido– sino la que logra volverlos operativos a través del recurso a una determinada losofía política y moral;14 si el Derecho por sí mismo –el Derecho preexistente al caso– no provee ninguna solución correcta (y los anteriores criterios que podríamos considerar de alguna forma extra-jurídicos tienen un carácter formal), no queda otra alternativa que acudir a esos otros ámbitos de la razón práctica. 3) Hay una serie de características de los sistemas jurídicos de los Estados contemporáneos (especialmente, y aunque esto resulte paradójico, de los Estados de Derecho con mayor carga social y democrática) que permite explicar por qué se producen casos trágicos. Por un lado, la am-pliación de los derechos y, en particular, la irrupción de derechos de conte-nido social y económico se traduce normativamente en la proliferación de directrices y reglas en n que tienen una mayor fuerza expansiva –y, por tanto, una mayor propensión a generar contradicciones– que las ‘‘tradicionales’’ normas ‘‘condicionales’’ o normas de acción [cfr. Atienza y Ruiz Manero 1966]. Por otro lado, los órganos judiciales siguen estando congurados (a pesar del anterior cambio) como instancias que deben resolver conictos no buscando simplemente un compromiso entre los intereses en juego, sino un equilibrio entre valores que no son negociables [cfr. Atienza 1989]; además, la tendencia creciente a fundamentar las decisiones en una forma cada vez más exigente diculta que las posibles contradicciones puedan mantenerse ocultas. Finalmente, las constituciones contemporáneas, en la medida en que tratan de representar todo el espectro de los va-lores vigentes en la sociedad, esto es, en la medida en que pretenden ser constituciones ‘‘para todos’’, incorporan necesariamente valores –valores últimos– de signo contrapuesto; por ejemplo, en el caso de la Constitución española, tanto valores de tipo liberal como valores igualitarios de signo socialista en sentido amplio. 4) Una consecuencia de lo anterior es que la presencia (o el aumento) de casos trágicos no es necesariamente indicio de una mayor injusticia del sistema jurídico en que se plantean; por ejemplo, en un sistema puramente liberal, sin ningún tipo de protección social, probablemente no se producirían las discriminaciones por razón de nacionalidad que antes discutía a propósito del artículo de Hierro: no habría mayor problema en extender a todos los ‘‘benecios’’ de la nacionalidad. Por lo demás, la sensibilidad de los jueces para detectar y convivir con lo trágico en el Derecho no debe pensarse que sea un elemento particularmente perturbador 14
La contraposición entre lo racional y lo razonable debe verse, creo yo, como una contraposición entre niveles de abstracción distintos: lo racional opera en un nivel más abstracto y lo razonable en uno más vinculado con la resolución de problemas concretos; por eso –porque operan en niveles distintos– podría decirse que no existe propiamente contradicción, sino simplemente oposición (como la que se da entre la universalidad y la equidad: cfr. MacCormick 1978, pp. 97 y ss.).
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o disfuncional. Un argumento que se esgrime con alguna frecuencia en la teoría moral para defender la existencia de genuinos dilemas morales [Williams 1973] es que, de otra forma, no podría explicarse la existencia, en supuestos de conicto moral, de sentimientos de pesar (por lo que se deja de hacer, y aunque se piense que se ha hecho lo que, dadas las circunstancias, debía hacerse). En tales casos –se arma– ese sentimiento de pesar cumple una función importante, porque nos motiva en el futuro a evitar que surjan situa-ciones dilemáticas [Marcus 1980 y Gowens 1987, pp. 15-16]. Aplicado al caso de los jueces (y de los operadores jurídicos en general), la conciencia de lo trágico –y el sentimiento de malestar que lo acompaña– puede muy bien servir de revulsivo para incitar al juez a cumplir con sus deberes como ciudadano, esto es, con su deber de contribuir a modicar el mundo social de manera que disminuya lo trágico en el Derecho (en ese sentido, cabe decir que no se puede ser buen juez si no se es también un buen ciudadano). Entre tanto, quizás no esté de más recordar que si hay algo de cierto en el famoso aserto del juez Holmes de que ‘‘la vida del Derecho no ha sido lógica, sino experiencia’’ [1963, p. 5], quizás no lo haya menos en la frase de Unamuno de que ‘‘la vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción’’ [1994, p. 58]. Y si esto es así, es muy probable que no tengamos ninguna razón para prescindir de la experiencia de lo trágico en el Derecho.
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METODOLOGíA Y METÁFORA EN EL DERECHO CONSTITUCIONAL Robert Burt 1 (Traducción por LL. M. Lorenia Trueba Almada)
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l Derecho constitucional obviamente es parte del Derecho público más que del Derecho privado; sin embargo, el modo de pensar dominante en los Estados Unidos de América trata al Derecho constitucional como si fuera una especie de Derecho privado. La principal metáfora que guía la comprensión teórica del papel del control jurisdiccional del Derecho constitucional es tomada del Derecho privado, especícamente del Derecho de los contratos. Es decir, la interpretación judicial y la aplicación de los contratos privados y de las disposiciones constitucionales son vistos generalmente como tareas esencialmente análogas. Sin embargo, creo que la metáfora contractual del Derecho privado aplicada al Derecho público es fundamentalmente desorientadora cuando se quiere lograr un entendimiento adecuado del papel del control jurisdiccional en el Derecho constitucional. El principal propósito de este ensayo es proponer una metáfora diferente e identicar una metodología de la resolución jurisdiccional de casos concretos que mejor resulte como consecuencia de dicha metáfora. La manera en que los teóricos contemporáneos conciben la metodología del Derecho constitucional está generalmente determinada por la metáfora del Derecho de los contratos privados. En los debates actuales sobre el control jurisdiccional, al menos en los Estados Unidos, hay dos métodos que son comúnmente yuxtapuestos, como si, por una parte, fueran inconsistentes uno respecto del otro y, por otra, no existiera nin-guna alternativa, excepto la elección entre uno u otro método. Dichos métodos son lo que podemos llamar, para resumir, el método histórico y el losóco. El método histórico insiste en que la meta de un juez es identicar las intenciones de los autores originales del documento constitucional y hacer valer tales intenciones en controversias especícas, que puedan ser sometidas a litigio.2 El método losóco sostiene que dicha meta es demasiado estrecha y que la meta adecuada de un juez ha de comenzar 1
Profesor Alexander M. Bickel de Derecho, en la Universidad de Yale, Estados Unidos. 2 Los miembros del Poder Judicial más prominentes que se adhieren a esta metodología son el Ministro Antonin Scalia (ver por ejemplo su artículo “Originalidad: el menor de los males” 57 Universidad de Cincinnati. Revista de Derecho nº 849, 1989) y el Juez Robert Bork (ver por ejemplo su libro La tentación de América: La seducción política del Derecho, Free Press, Nueva York ,1990.
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por los principios abstractos expresados en el documento constitucional (tales como “igualdad”, “libertad”, “dignidad humana”) y elaborar sus consecuencias en controversias litigiosas especícas. Es decir, desarrollar una elaboración que los autores originales pudieron o no haber previsto explícitamente, pero que es una extensión lógica y dedigna de los principios que dichos autores suscribieron originalmente3. Ambos métodos señalados tratan a la Constitución escrita como si fuera un contrato. La supuesta diferencia entre estos dos métodos radica en la cuestión sobre si los jueces deben restringirse a sí mismos a los términos expresamente acordados en el contrato o deben conar en los principios generales que habían sido acordados por las partes, aunque estas últimas no hubiesen previsto cómo tales principios debían ser aplicados a la controversia en cuestión. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre un documento constitucional y un contrato mercantil ordinario entre dos partes. En sentido amplio, la diferencia consiste en que es razonable asumir que al alcanzar un acuerdo inicial y expresar dicho acuerdo en un contrato escrito, las partes contratantes solucionan más o menos el problema que los vincula. (Así, por ejemplo, yo quiero comprar un coche y tu quieres vender un coche y entonces acordamos jar un precio). Las partes pudieron no haber previsto cada aspecto de la solución; pero, no obstante, sería correcto decir que las partes resolvieron la cuestión entre ellas, al menos en términos generales. Y, en cualquier caso, aunque aspectos substanciales relativos a la controversia no fueron tratados en las negociaciones iniciales, es apropiado asumir que dichos aspectos podrían haber sido resueltos desde un principio, si las partes hubieran pensado y discutido más rigurosamente sobre sus circunstancias particulares. (El coche que me vendiste no tiene llanta de refacción; ¿Podrían tanto un comprador como un vendedor razonables asumir que un coche lleva dentro una llanta de refacción?) Sin embargo, es fundamentalmente desorientador acercarse a un documento constitucional con esas mismas presuposiciones. Creo que es mucho más iluminador y más el al carácter subyacente y esencial del control jurisdiccional comenzar suponiendo que al redactar el documento constitucional, sus autores no resolvieron el problema al que intentaron dirigirse y, más importante aún, que el problema era fundamentalmente irresoluble –que los autores de la Constitución no podían haber resuelto 3
Ronald Dworkin es probablemente el expositor contemporáneo más prominente de esta metodología (ver por ejemplo su libro El imperio del Derecho, Harvard University Press, Cambridge, MA., 1990; aunque Dworkin en forma más tendenciosa se calica a sí mismo como un representante de “la parte del principio”, en contraste con la postura de Scalian y Bork de “parte de la historia”; ver el artículo de Dworkin “Sexo, Muerte y los Tribunales” , The New York Review, 8 de agosto de 1996, p. 44.
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el problema aunque estuvieran dispuestos, inclusive desesperadamente dispuestos a hacerlo. Constituciones y Guerra Civil Permítanme ilustrar lo que quiero decir, reriéndome a la experiencia de un país, Sudáfrica, que recientemente ha adoptado una Constitución escrita, con una disposición para su aplicación vía jurisdiccional. Me parece que la nueva estructura gubernamental de Sudáfrica es un logro casi milagroso. Tan sólo unos cuantos años atrás, hubiera sido difícil encontrar a cualquier observador político, dentro o fuera de Sudáfrica, que hubiera podido predecir con toda seguridad que la Guerra Civil debía evi-tarse. La creación de un gobierno de mayoría negra, bajo el régimen de una Constitución escrita que contiene garantías especícas para la protección de los intereses esenciales de la minoría blanca es un triunfo de la política. Sin embargo, en los antecedentes de dicho documento constitucional hay una historia especíca de opresión brutal de la minoría blanca sobre la mayoría negra. Las palabras inscritas en el documento fueron, en efecto, propuestas por los negros y aceptadas por los blancos como promesas de que una relación nueva y fundamentalmente diferente fundamentada en tolerancia mutua y, quizá, incluso en el respeto y la conanza, que reemplazaría y cancelaría los anteriores y profundos antagonismos y desconanzas. Puesto en términos más simples, el problema que enfrentaron los autores de la Constitución de Sudáfrica era, por un lado, evitar la guerra civil, es decir, si los blancos podían renunciar a sus ventajas ilegítimas, basadas en la supresión efectiva de los negros y si los negros podían renunciar al uso vengativo de la fuerza en contra de sus antiguos opresores y, por otro lado, cómo lograr esta renuncia mediante instituciones especícas y conables. Su Constitución era la respuesta; pero un problema de esta magnitud no puede ser denitivamente resuelto con palabras en un documento, por muy solemnemente que sea escrito. El documento también contiene un mecanismo para su interpretación y aplicación: una Corte constitucional que ejerce el control jurisdiccional. Pero aquí tampoco es realista, incluso es fatuo creer conadamente que los juicios emitidos por esta Corte serán instrumentos efectivos para evitar la guerra civil. Esto no signica sostener que las sentencias de la Corte son irrelevantes para poder alcanzar esa meta. Pero si comprendemos la verdadera dimensión del problema al que se dirige esta Constitución escrita, es decir, si vemos a la Constitución como una promesa de no recurrir a la guerra civil, entonces veremos lo difícil, lo delicado y, si presionamos hasta la última prueba de fuerza, incluso la imposibilidad, de hacer cumplir esta promesa jurisdiccionalmente.
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Si percibimos la tarea del control jurisdiccional desde esta perspectiva, podemos ver que tan errado es pensar en la interpretación constitucional como si fuera simplemente otra especie de la aplicación coactiva de los contratos. En un litigio referente a la aplicación coactiva de contratos pri vados, las partes contendientes prácticamente nunca se ven a sí mismas haciendo valer cuestiones sobre la legitimidad básica de su sistema de gobierno; en un litigio en materia de contratos privados, ambas partes asumen la legitimidad del sistema y su aplicación obligatoria vinculante sobre ellas. En el litigio constitucional, la pregunta de la legitimidad fundamental está siempre presente dentro de la disputa entre las partes, al me-nos implícitamente y, frecuentemente, de manera explícita. Cuando una de ellas cuestiona la constitucionalidad de un acto emitido por una mayoría legislativa, dicha exigencia se constituye como una acusación de que la ma-yoría ha violado los términos fundamentales en los que se había sustentado una relación pacíca y mutuamente obligatoria entre la mayoría y la mi-noría. Resulta lógicamente posible interpretar dicha exigencia como si fuera el equivalente a una acción ante un órgano jurisdiccional por la violación de un contrato. Pero resulta mucho más ilustrativo usar una metáfora diferente, una metáfora del Derecho público para caracterizar esta controversia en el Derecho constitucional. Es mucho mejor hacer la analogía entre constituciones y tratados celebrados entre naciones independientes (previamente en conicto), que pensar en aquellas como contratos entre particulares. Hay, por supuesto, una maniesta diferencia entre los tratados internacionales y las constituciones nacionales. Para los tratados internacionales no existe un órgano de aplicación reconocido con facultades vinculantes y coercitivas sobre las partes en conicto. Los tratados internacionales siempre se ubican en el límite del Derecho con la anarquía. Si una controversia se presenta dentro del marco de aplicación de un tratado y una de las partes se niega a reconocer la facultad de interpretación vinculante y coactiva de la Cor te Internacional en la Haya o de algún otro tribunal internacional, todo el mundo entiende que no existe medio alguno disponible para la contraparte, excepto la medidas vindicativas y la guerra más o menos abierta. En años recientes, se han hecho esfuerzos tanto en Naciones Unidas, como en la negociación de tratados regionales, para crear órganos supranacionales encargados de la aplicación coactiva; pero los intereses particulares de cada Estado-Nación han bloqueado de manera importante el completo desarrollo de tales esfuerzos. Ahora bien, no sostengo que la naturaleza misma del Derecho internacional público impida la existencia de tales órganos supranacionales. Solamente quiero decir que el régimen del Derecho internacional público todavía existente
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asume claramente la postura de que, en última instancia, los tratados son respetados en la medida que las partes decidan hacerlo. Uno podría inmediatamente argumentar que esta analogía con el Derecho internacional no se aplica a las constituciones locales que comúnmente contienen disposiciones que establecen órganos con una facultad coercitiva claramente reconocida sobre las partes en conicto, cada vez que estas estén en desacuerdo respecto de los términos del documento constitucional. Por supuesto que esto es cierto en el caso de las constituciones que contienen disposiciones sobre un control jurisdiccional. Pero desde mi punto de vista, ello es cierto solamente supercialmente y en el caso de tales documentos constitucionales. Las disposiciones sobre control jurisdiccional en las constituciones locales es un intento por hacer que las mismas aparezcan como contratos comunes, un intento por domesticarlas, de la misma manera en que el dueño de una casa trata de domar un animal salvaje que vive en su casa. El control jurisdiccional es una máscara utilizada para cubrir los documentos constitucionales, a n de disfrazar su semejanza con los tratados internacionales, en los que las partes permanecen como jueces últimos para decidir qué obligaciones aceptar y cuáles no. Sudáfrica es un muy buen, pero no es el único, ejemplo de esta característica presente en las constituciones que tienen disposiciones explícitas sobre control jurisdiccional. Desde el nal de la Segunda Guerra Mundial, muchas nuevas constituciones nacionales han sido expedidas con disposiciones explícitas sobre control jurisdiccional; y muchas de ellas tienen estas mismas características implícitas similares a las de un tratado. Consideremos ahora la Constitución de la República Federal Alemana promulgada en 1948. Este documento era y, afortunadamente, sigue sien-do hoy en día, un compromiso contra la repetición de las aterradoras opresiones inigidas por el gobierno nazi sobre las minorías vulnerables en Alemania. ¿Pero quién podía garantizar y cómo podía garantizarse que otro gobierno debidamente electo, como lo había sido previamente el gobierno nazi, no violara este compromiso? Seguramente una Constitución es un instrumento débil para lograr este propósito de protección. Su debilidad era evidente incluso desde el momento mismo de la crea-ción del tribunal especializado que resulta ser la Cor te Constitucional Alemana. En principio era concebible que la tarea de la aplicación jurisdiccional de la Constitución debía ser asignada a jueces comunes en el curso ordinario del litigio. Esta es la estructura del control jurisdiccional en los Estados Unidos, madre de todas las constituciones escritas y aplicables jurisdiccionalmente. Pero aunque esto fue en principio aceptable para la Constitución alemana, en la práctica, esta alternativa era inadecuada al menos por dos razones: una es que los jueces alemanes (como de hecho todos los jueces civiles en Europa) son servidores públicos de carrera, que están profesional e
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intelectualmente inclinados a estar profundamente identicados con los supuestos positivistas sobre la conveniencia y necesidad de la obediencia a la autoridad legal constituida. Estas actitudes son completamente opuestas a las actitudes apropiadas para aplicar las garantías constitucionales en contra de actos gubernamentales legislativos o ejecutivos. Pero si las tradiciones jurídicas de un país han condicionado históricamente a sus jueces a tener una excesiva deferencia hacia la auto-ridad constituida, ¿Cómo podría la creación de un tribunal especializado romper convincentemente con esta tradición? Quizá esta mágica transformación es posible; quizá el impacto de los abusos nazis cometidos preci-pitaría este cambio; pero una vez más, quizá no. Había un segunda y más apremiante razón práctica para crear un tribunal constitucional especializado para aplicar la nueva Constitución alemana. Si el precedente de los Estados Unidos hubiera sido seguido como ejemplo y la tarea de aplicación hubiera sido asignada a jueces co-munes ¿Cómo hubiera sido posible distinguir esa tarea, de manera convincente y demostrable, del desacreditado y terrible régimen nazi? El problema básico ahí era que los jueces comunes en funciones durante el nuevo régimen habían sido jueces durante el viejo régimen y muchos, quizá la mayoría o quizá incluso todos, habían estado involucrados en algún grado en las injusticias cometidas por ese régimen. Por lo tanto, se requería un nuevo tribunal, libre del vergonzoso pasado opresivo. Pero, ¿quién entonces integraría este nuevo tribunal? Y como dice la conocida frase, ¿quién vigilará a los vigilantes? Este no era un problema exclusivo de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. Motivos similares subyacen detrás de las cortes constitucionales especializadas creadas en la Constitución italiana promulgada en 1947 y en la Constitución española expedida en 1978, tan sólo dos años después de la muerte de Franco, como una promesa esperanzadora de que la guerra civil y la subsecuente opresión de los perdedores vulnerables no se repetiría en ese país.4 Parece que todos estos tribunales especializados no han sido presididos por jueces profesionales sino, en la mayoría de los casos, por profesores de Derecho. Pero por mucho que me complazca esta conanza en mis colegas académicos debo, no obstante reconocer que el estatus del profesor de Derecho no es una garantía automática de independencia, audacia, visión y todos los demás atributos que quisiera que tuviera el garante de mis derechos fundamentales. No hago esta observación como una crítica a algún juez en alguna corte 4
Para una excelente discusión sobre las características de los tribunales constitucionales especializados en la Europa moderna, ver generalmente Víctor Ferreres-Comella , Control jurisdiccional de la legislación en una democracia parlamentaria: el caso de España (tesis de Doctorado en Derecho, Facultad de Derecho de la Universidad de Yale, 1996, próxima publicación).
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constitucional con el que esté familiarizado. Sino que narro esta historia para subrayar un patrón recurrente que tiene tres características: primera, que muchas constituciones modernas con disposiciones explícitas sobre control jurisdiccional han surgido de amargas experiencias nacionales con una abierta guerra civil o con la inminente amenaza de la misma, en la que la parte más débil había estado sometida a esa amenaza o a la realidad de una opresión brutal; segunda, que estas constituciones fueron promulgadas a n de evitar o resolver la guerra civil, en términos tales que pudieran asegurar a los combatientes que podrían vivir juntos de manera pacíca y dejando atrás la hostilidad activa y la corrosiva sospecha mutua, que habían sido características de sus relaciones pasadas inmediatas y, tercera, que de algún modo, y en algún lugar dentro del país, podrían encontrarse jueces respetables, que se ubicaran a sí mismos más allá de esas ante-riores batallas y aplicaran las nuevas reglas a todos los combatientes de manera imparcial, más que hacerlo como otro partidario más en la guerra civil todavía existente. No estoy sucientemente familiarizado con los orígenes históricos de las constituciones latinoamericanas que tienen disposiciones sobre control jurisdiccional, como para saber si ellas también ejemplican este pa-trón que he identicado. Sin embargo, para los propósitos analíticos de este ensayo, la pregunta importante no es si he identicado una verdad histórica universal sobre los orígenes constitucionales, la cuestión es determinar cuáles son las consecuencias que se derivan de pensar acerca del control jurisdiccional en esos países, cuyas constituciones han surgi-do de la experiencia de la guerra civil, tal y como lo he sugerido. La relevancia del ejemplo de los Estados Unidos Por muy preciso que sea mi relato respecto de los orígenes de las cons-tituciones en Sudáfrica, España, Alemania o Italia, parecería que mi gene-ralización no se aplica en el caso de los Estados Unidos. Nuestra Constitución fue redactada por los revolucionarios triunfantes, quienes se habían liberado de la autoridad colonial de Gran Bretaña y podría parecer que el problema tratado en nuestra Constitución no fue, como en otros países, el establecer mecanismos para que los antiguos combatientes civiles pu-dieran vivir juntos en armonía. Ese problema fue solucionado, aparentemente, rompiendo toda relación entre los antiguos combatientes, esto es, terminando la relación colonial con Gran Bretaña y a través de la emigración semi-voluntaria y semi-forzada de los simpatizantes de los colonizadores británicos fuera de los Estados Unidos. Sin embargo, este relato histórico no es tan sencillo como parece. Para aquellos que conocen bien la historia, está claro que, como lo ha dicho un distinguido historiador americano, el conicto de los colonos con la
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auto-ridad británica no fue simplemente una lucha por el derecho al “autogobierno”, sino que, de manera más fundamental, fue una lucha dentro de las colonias americanas sobre la cuestión de “quién debe gobernar en casa”5. La irrupción de la guerra colonial en contra de Gran Bretaña fue, desde esta perspectiva, una desviación de la atención y energía de una incipiente guerra civil en casa, hacia un enemigo extranjero, contra el cual se podían unicar todos los combatientes locales. Por ende, cuando nuestra guerra revolucionaria concluyó exitosamente, el nuevo Estados Unidos experimentó un vigoroso sentimiento de unidad nacional, que llevó hacia la redacción de nuestra Constitución - un sentimiento que más o menos se mantuvo durante el tiempo de toda una generación, desde 1776 hasta mediados de la década que inicia en 1820. Para mis propósitos en este ensayo, la parte más interesante del relato de los Estados Unidos es aquella sobre los orígenes y papel del control jurisdiccional en nuestro esquema constitucional. En el resto de este ensayo limitaré mis ejemplos especícamente a la experiencia de los Estados Unidos por tres razones: primera, porque esa experiencia histórica conrmará el patrón que ya he identicado en otros países, respecto del origen del control jurisdiccional en la guerra civil; segunda, porque la Suprema Corte de Estados Unidos ha tenido una experiencia mucho más prolongada en el manejo de las consecuencias que conlleva dicho origen en los tribunales constitucionales en otros países y, tercera, y más importante, que esta experiencia jurisdiccional de Estados Unidos ofrece, en su mayor parte, una lección negativa. Este último punto no es comúnmente retomado por los impulsores convencionales de la Constitución de los Estados Unidos, ni por nuestros imperialistas culturales de la Barra de Abogados, quie-nes deambulan por el mundo proclamando orgullosamente que fuimos el primer país en tener una constitución escrita, con un poder judicial independiente y que los otros países, amantes de la libertad, deberían seguir nuestro noble ejemplo. Estoy de acuerdo con que otros países pueden aprender de la experiencia de los Estados Unidos; pero lamento tener que llegar a la conclusión de que, con ciertas excepciones notables, nuestra experiencia constitucional debe servir más como una advertencia sobre los caminos a evitar, que como un modelo a seguir por otros países. Permítanme comenzar entonces con una versión corta de los orígenes históricos del control jurisdiccional en la Constitución de los Estados Unidos. Es un hecho sorprendente el que la Constitución de Estados Unidos no reconozca explícitamente la facultad de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos para resolver los casos sobre constitucionalidad de la legislación expedida por nuestro Congreso nacional. Cuando enseño De5
Carl Becker, La historia de los partidos políticos en la provincia de Nueva York. 1760-1776, University of Wisconsin Press, Madison, WI, 1968, p. 22.
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recho constitucional a los estudiantes de Derecho de primer año, siempre empiezo la primera clase preguntándoles en qué parte del texto constitucional encuentran la facultad de la Suprema Corte para declarar la inconstitucionalidad de los actos del Congreso. Los estudiantes de Derecho son un grupo ingenioso y alguno siempre encuentra algún respaldo textual de dicha facultad jurisdiccional en una u otra disposición del documento. Pero dicho respaldo es siempre enredado; nunca es directo, nunca está expresado en el mismo tipo de inglés común que encontramos, por decir, en el otorgamiento de la facultad al Congreso para “establecer y recabar impuestos” o para “regular el comercio con las naciones extranjeras y entre los diversos Estados”. Mis alumnos del primer año siempre se sorprenden ante esta ausencia de una facultad de control jurisdiccional explícita en nuestra Constitución, ya que esta institución se ha entrelazado profundamente con la comprensión que de dicho documento tienen todos. La ausencia de una facultad de control jurisdiccional expresa no impidió, por supuesto, que el Ministro John Marshall, Presidente de la Cor te, reclamara la titularidad de dicha facultad en el famoso caso Marbury vs. Madison.6 Al armar que la facultad de control jurisdiccional estaba clara y obviamente implícita en la Constitución, tanto así que ni siquiera necesitaba ser mencionada, Marshall dijo que “la Constitución era una ley” y, dado que era obviamente “competencia y deber del Poder Judicial decir que es o no Derecho”, luego entonces, los tribunales eran obviamente los intérpretes supremos del Derecho de la Constitución”. Esta fue la primera aparición en nuestra jurisprudencia del vínculo metafórico entre Derecho privado y Derecho constitucional. Sin embargo, la metáfora era cuestionable ya desde el principio. Por supuesto que la Constitución puede ser con-cebida como una ley; pero no como una ley ordinaria, es una “ley fundamental” y esta diferencia puede signicar que las funciones jurisdiccionales ordinarias al interpretar el Derecho privado, no necesariamente deben hacerse extensivas a la jurisprudencia constitucional. Por muy débil que pudiera ser la lógica de Marshall –y observar cómo los estudiantes de primer año exponen dicha debilidad es uno de los pla-ceres especiales que brinda el enseñar Derecho constitucional nor teamericano– esa lógica es la dominante en nuestra jurisprudencia hoy en día. Sin embargo, los contemporáneos de Marshall no fueron engañados por su cuestionable lógica. Prácticamente al mismo tiempo que Marshall formulaba su aseveración en Marbury, Thomas Jefferson y James Madison ha-cían reclamos públicos en favor de una concepción muy distinta de la facultad institucional respecto de la interpretación constitucional; en resoluciones emitidas por las legislaturas de Kentucky y Virginia en 1798 (tal y como fueron redactadas por Jefferson y Madison) se establecía 6
5 U.S. 137 (1803).
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que las legislaturas locales, y no la Suprema Cor te de los Estados Unidos, tenían la facultad última para determinar cuál era el signicado de las disposiciones controvertidas de la Constitución.7 Esta fue la primera aparición en nuestra jurisprudencia constitucional de la metáfora del tratado, como un modo de concebir la Constitución. Eso es, que los Esta-dos eran concebidos como las partes originales que suscribieron la Cons-titución; y, en ese sentido, Jefferson y Madison sostenían que, los Estados de la Unión, a n de protegerse a sí mismos en contra de la opresión por parte del gobierno nacional, se habían reservado su facultad independiente última para interpretar la Constitución –esto es, como si la Constitución fuera un tratado entre Estados soberanos. Las dos metáforas –la del Derecho privado y la del tratado– se mantu vieron más o menos como competidoras iguales hasta después de la Gue-rra Civil americana. La ausencia en la Constitución de una indicación explícita alguna respecto de la titularidad de la facultad interpretativa suprema dio un amplio espacio a los partidarios de ambos grupos para mantener sus posturas. Mi personal punto de vista es que la Constitución misma, tal y como fue originalmente redactada en 1787, era ambigua respecto de esta cuestión y probablemente lo era intencionalmente, al menos por dos razones: primera, porque realmente era un dilema considerable el decidir a quién podría conársele el ejercicio de la facultad in-terpretativa suprema, sin que por ello se convirtiera en un órgano autoritario, opresor y que se beneciase sólo a sí mismo; y segunda, porque durante el todavía existente (aunque considerablemente reducido) resplandor de unidad nacional, al menos entre las élites coloniales que habían dirigido la guerra revolucionaria en contra de Gran Bretaña, los redactores de la Constitución aún tenían esperanzas de que se podían dar el lujo de dejar esta cuestión sobre la facultad última sin resolver. Para poner este asunto en términos más simples, los redactores originales de la Constitución de Estados Unidos creyeron (y yo diría, más aún, comprendieron) que el problema de designar a un depositario seguro de la facultad interpretativa última era un problema irresoluble –tanto, en principio, como una cuestión de teoría política como una cuestión práctica de Estado. Creían que podían permitirse dejar este problema sin resolver (o por lo menos, no podían pensar en ninguna mejor solución que dejar el problema sin resolver).8 El problema se mantuvo sin solución pero relativamente silencioso en la vida pública de los Estados Unidos hasta justamente cuatro años antes de la irrupción de nuestra guerra civil. La Suprema Corte nunca abandonó su pretensión de poseer la facultad interpretativa suprema; pero fuera de 7
Ver, Robert Burt, La constitución en conficto, Harvard University Press, Cambridge, MA,1992, pp. 69-72. 8 Desarrollé estas observaciones en La constitución en conficto, idem., pp. 47-67.
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la proclamación inicial respecto de dicha facultad en el caso Marbur y vs. Madison, en el cual la Corte invalidó un acto extremadamente trivial del Congreso referente a la controversia entre la jurisdicción originaria y la jurisdicción de alzada de la Suprema Corte en una categoría limitada de casos, la Corte no volvió a ejercer esta facultad sino hasta 1857 –hasta la decisión fatal de la Corte en el caso Dred Scott vs. Sandford, 9 la cual fue responsable, más que cualquier acto de cualquier otro órgano nacional o estatal, de precipitar la guerra civil. Durante el período comprendido entre 1803 a 1857 aquellos que pugnaban por los derechos de los Estados insistían cada vez más en que la metáfora del tratado de Jef ferson y Madison era el modo apropiado de concebir la Constitución de Estados Unidos. Y fue esta metáfora la que guió a los Estados del sur en su decisión de retirarse de la Unión en 1861; esta metáfora fue la base de los reclamos de los Estados del sur, en el sentido que la Constitución misma les otorgaba el derecho independiente de retirarse de la Unión, sin que ninguna institución del gobierno federal (judicial, legislativa o ejecutiva) tuviera facultad de prevalecer sobre ese derecho. Los Estados del sur fueron, por supuesto, derrotados en la guerra civil. Supongo que uno podría argumentar que, junto con su derrota militar, fue también anulada de nuestra jurisprudencia la exigencia fundamental del sur de que nuestra Constitución debía ser concebida como un tratado más que como un contrato de derecho privado. En un sentido formalista, esta es una aseveración verdadera. Tres enmiendas fueron agregadas a la Constitución de Estados Unidos al nal de la guerra –la decimotercera enmienda que abolió la esclavitud, la decimocuarta enmienda que requirió a todo Estado respetar la igualdad de toda persona bajo su jurisdicción y la decimoquinta enmienda que prohibió la discriminación racial en el derecho al voto. Se requirió a los Estados del sur que otorgaran su con-sentimiento a estas enmiendas constitucionales como una de las condiciones de su rendición incondicional. Pero los vencedores del norte com-prendieron que enfrentaban un problema difícil para asegurar la aplicación coactiva de tales enmiendas. El Congreso que había aprobado dichas enmiendas no tenía miembros de los Estados confederados rebeldes; pero una vez que los derrotados Estados del sur reasumieran su elección de miembros del Congreso de Estados Unidos, ¿Qué seguridad habría de que el nuevo Congreso reconstituido no votaría para revocar las garantías de igualdad de las personas negras que habían sido ganadas en la guerra civil? Por consiguiente, los vencedores del norte pusieron muy claro, especialmente en la decimocuarta enmienda, que la Suprema Corte haría cumplir coac-
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60 U.S. 393 (1857).
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tivamente la garantía de igualdad –no sólo en contra de los Estados, sino también en contra del Congreso nacional. Esa disposición fue el primer reconocimiento explícito en nuestro texto constitucional del principio de la supremacía del Poder Judicial en la interpretación y aplicación coactiva del documento. Este fue el momento del triunfo para la concepción de la Constitución como un contrato, en el cual un poder judicial independiente determinará si una de las partes o la otra han violado su obligación y ordenará su cumplimiento a quien la violó. Esta historia conrma el patrón que había identicado al referirme a los orígenes del control jurisdiccional en otros países después de la Segunda Guerra Mundial; en los Estados Unidos, en el siglo diecinueve, la insti-tución del control jurisdiccional se estableció como una respuesta especíca a la guerra civil, tal como lo hizo en el siglo veinte en muchos otros países. Lecciones negativas de la experiencia de Estados Unidos. Existen varias ironías extraordinarias en la experiencia de Estados Unidos que apuntan hacia una advertencia, hacia una lección negativa acerca del control jurisdiccional que debería atemperar cualquier entusiasmo acrítico respecto de esta institución. La primera ironía histórica es que los vencedores del norte designaron a la Suprema Corte como la protectora de su victoria en la Guerra Civil tan sólo diez años después de que los mismos del norte habían condenado a la Suprema Corte por su sentencia en el caso Dred Scott, una decisión que, como se ha mencionado, hizo más por precipitar la Guerra Civil que cualquier otro evento, por sí solo. En el caso Dred Scott, la Suprema Corte había decidido que los esclavos eran de hecho propiedad privada de sus dueños y toda vez que la Constitución protegía a la propiedad privada en contra del decomiso he-cho por el Estado, el Congreso de los Estados Unidos no podía prohibir a los escla vistas del sur el llevar a sus esclavos hacia los territorios que es-taban por convertirse en nuevos Estados de la Unión. Esta cuestión sobre el estatus de los esclavos en los nuevos territorios de los Estados Unidos había sido debatida en el Congreso prácticamente desde el comienzo de la República en 1787; y para 1857 cuando la Suprema Corte decidió el caso Dred Scott, esta cuestión se había convertido en el principal asunto con-trovertido de nuestra vida política. Los esclavistas del sur estaban demandando que los del norte reconocieran la legitimidad de sus reclamos sobre la propiedad de esclavos; los del norte se rehusaban a aceptar estas de-mandas por varias razones. Una mayoría en la Suprema Corte insistía en que dicho asunto podía ser resuelto de una vez por todas y, de esa manera, evitar una guerra civil. La Corte eligió otorgar la victoria absoluta a los del sur y condenó a los del norte a obedecer esa decisión. El norte irrumpió en
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furia frente a esta decisión. En su campaña por la presidencia en 1860, Abraham Lincoln sostuvo una plataforma política contraria a la decisión en el caso Dred Scott. El sur interpretó la elección de Lincoln como un es-fuerzo por privarles a ellos del triunfo constitucional que la Suprema Corte les había otorgado y, consecuentemente, como un primer movimiento pa-ra destruir sus derechos de propiedad y abolir la esclavitud. El escenario estaba así listo para la secesión y la guerra civil. La primera ironía es que después de esta sangrienta guerra, los vencedores del norte se dirigieron a la institución de la Suprema Corte para que ella protegiera en lo futuro su triunfo. La segunda ironía es que dentro del período de una sola generación después de la Guerra Civil, la Suprema Corte aprobó los esfuerzos de los Estados del sur de manera efectiva para imponer nuevamente el estatus de esclavo en las personas negras, mediante la supresión del derecho de éstas al voto y la imposición de un rígido régimen de segregación y subordinación racial y así el triunfo del norte en la Guerra Civil en favor de las personas negras fue anulado de manera efectiva. La decisión de la Suprema Corte de 1896 en el caso Plessy vs. Ferguson10 es el ejemplo más conocido, pero sólo representativo, de la po-lítica general de la Corte de aprobar el sometimiento otra vez a la esclavitud de las personas negras del sur. Hoy en día en los Estados Unidos prácticamente existe un consenso unánime entre los abogados y académicos constitucionalistas de que estos actos de la Suprema Corte de la posguerra fueron un terrible error. Sin embargo, existen diversas hipótesis acerca de qué fue exactamente lo que estuvo mal en los actos de la Corte. Los teóricos de la constitución que adoptan lo que he llamado el método histórico aseguran que la Corte se equivocó al interpretar las intenciones originales de los autores de las enmiendas de la Guerra Civil para proteger el estatus de las personas negras. Mientras que los teóricos que adoptan el método losóco señalan el hecho que las imposiciones más escandalosas sobre las personas ne-gras, especialmente el régimen de segregación, no habían sido directamente previstas o consignadas por los autores de las enmiendas de la Guerra Civil, aunque estas prácticas violaban los principios abstractos de igualdad implícitos en estas enmiendas. Yo sostengo una hipótesis diferente. Creo que la principal falla no estuvo en el fracaso de los ministros en aplicar ya fuera la metodología histórica o la losóca al interpretar la Constitución. La principal falla estuvo en la concepción que tenían los ministros de su propia tarea; es decir, consistió en que aplicaron el modelo de solución de controversias del contrato pri-vado, modelo que implícitamente subraya ambas metodologías, la 10
163 U.S. 537 (1896).
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histó-rica y la losóca. En Plessy vs. Ferguson, como en Dred Scott, los ministros se vieron a sí mismos como autorizados para imponer un arreglo obligatorio y denitivo en las controversias constitucionales en litigio, es decir, para declarar quien tenía la razón y quien no, como si estuvieran interpretando un contrato entre partes. Se creyeron legitimados para demandar que se obedeciera su decisión como si estuvieran haciendo cumplir un contrato privado. Pero al mismo tiempo, aunque se negaran a admitirlo, los Ministros sabían, no podían evitar saber, que este modelo de derecho privado era completamente inapropiado, completamente inadecuado para la tarea que se habían jado a sí mismos. La tarea básica que el documento constitucional les asignó a los jueces, tal y como ellos correctamente lo vieron, era impedir la guerra civil. Pero los medios que estaban maniestamente disponibles para los jueces para llevar a cabo esta tarea, en par-ticular, los medios de las órdenes jurisdiccionales para lograr la obediencia que parecía seguirse del modelo contractual de derecho privado, eran obvia y patéticamente insucientes para alcanzar esta basta meta pública. Asimismo, al confrontar esta enorme disyunción entre su meta constitucionalmente designada y los medios maniestamente disponibles para lograr esa meta, los jueces fueron llevados, casi inevitablemente, a favorecer a la parte que parecía ser más fuerte en estas disputas; la parte que era tanto la más decidida a ganar, así como la que tenía mayor poder efectivo para obtener dicha victoria. En 1857 como en 1896, esta parte favorecida jurisdiccionalmente fueron los blancos del sur, en lugar de los negros y sus aliados abolicionistas reconocidamente débiles. Los jueces, en pocas palabras, fueron llevados a favorecer la paz antes que la justicia, a favorecer a los poderosos antes que a los vulnerables. Existen fuerzas poderosas en juego en la estructura de cualquier sistema legal que le dan impulso a esta dinámica. Esperar que los jueces alguna vez se inclinarán en favor de los vulnerables, en contra de los po-derosos, es ignorar los factores personales y sociales más profundos que predisponen a la mayoría de los jueces, en la mayoría de los casos, a iden-ticarse más con los elementos poderosos, exitosos y conservadores de su sociedad. Los jueces, después de todo, son ellos mismos miembros poderosos y exitosos de su sociedad y están inclinados hacia el conservadurismo, en el sentido de tener un fuerte interés en preservar el orden social y la distribución de los recursos existentes. No creo que estos factores personales sean inevitablemente determinantes en todos los jueces. Tienen fuertes inclinaciones, pero éstas pueden contrarrestarse si se establecen valores contrarios de manera explícita, tal y como del documento constitucional puede hacerlo. Y si las expectativas normativas respecto del papel del juez para hacer valer esos valores también se establecen explícitamente. Pero si la concepción dominante sobre el papel jurisdiccional mismo suscribe una inclinación ya existente hacia favorecer a los poderosos, entonces las
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intenciones opuestas y asimismo originales de los autores del documento o los principios abstractos inscritos en tal documento no prevalecerán. Y eso, desde mi punto de vista, ha sido la historia dominante del ejercicio del control jurisdiccional en los Estados Unidos. La conducta de la Suprema Corte que siguió a la guerra civil desafortunadamente conrma esta acusación en más casos que en el de la aprobación de la re-esclavitud a la que se sometió a las personas negras del sur. En esta vergonzosa tarea los Ministros fueron en cierto modo más cóm-plices, aunque de manera pasiva, que los instigadores abiertos de injusticias, al no hacer uso de su facultad constitucional para revertir las im-posiciones que las mayorías legislativas de los Estados hacían en contra de las minorías negras. Sin embargo, en otro ámbito, los jueces fueron instigadores mucho más activos de la protección a los poderosos en contra de sus adversarios más vulnerables; esto es, en las luchas entre el capital y el trabajo, que eran los principales asuntos de las disputas públicas y el ámbito central de la actividad jurisdiccional, que constantemente favoreció los intereses del capital, desde nales del siglo diecinueve hasta prin-cipios de la Segunda Guerra Mundial. Los ministros claramente concebían esta lucha económica y social como una incipiente guerra civil, siendo plausible creer esto, en cuanto que la violencia entre el capital y el trabajo aumentaba durante el siglo veinte, en parte como respuesta a las provocaciones de las intervenciones jurisdiccionales.11 Estas decisiones judiciales en favor del capital y en contra del trabajo organizado tuvieron el mismo impacto provocativo que tuvo la decisión de la Cor te en el caso Dred Scott, no solamente al atribuir una victoria absoluta a una de las partes, sino al cerrar cualquier oportunidad de la parte perdedora para buscar la reparación, para intentar lograr el reconocimiento de sus necesidades e intere-ses en otras instituciones del gobierno. Esto es, la Cor te, en un claro ser-vicio en favor de prevenir la guerra civil, intentó dirimir cabalmente la disputa en cuestión ordenándole asumir obediencia a la parte aparentemente más débil, mientras que al mismo tiempo no le daba alternativa alguna para buscar la reparación de manera pacíca dentro de otras ins-tituciones políticas. Una lección positiva de la experiencia de los Estados Unidos. Hay una gran excepción a este patrón histórico recurrente de la Suprema Corte de los Estados Unidos aliándose con los fuertes para oprimir a los débiles. La excepción es el caso Brown vs. Board of Education 12 en el que la Corte en 1954 invalidó las leyes de los Estados que obligaban a la
11 12
Ver, op. cit., La constitución en conficto, nota 6 supra, pp. 237-53. 347 U.S. 483 (1954).
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segregación racial en escuelas públicas. ¿Qué llevó a la Corte a ese resultado? ¿Cómo se puede explicar esta excepción? Y, todavía más impor tante ¿Cómo podemos asegurar que este ejemplo de conducta ju-risdiccional será seguido –es decir, que los tribunales usarán su poder constitucional para proteger al vulnerable del fuerte, para proteger derechos de las minorías contra las opresiones de las mayorías? Puede ser que las explicaciones más aceptables de la conducta de la Corte en Brown no son especialmente alentadoras como ejemplo –que los Ministros que estuvieron en funciones en la Cor te en 1954 tenían una sensibilidad moral poco usual, o que dichos Ministros estaban políticamente atentos a las urgentes razones de política interna y externa que exis-tían en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, para que los Estados Unidos rechazaran abiertamente los tipos de políticas raciales que el régimen alemán derrotado había adoptado. Si estas son las mejores explicaciones para el caso Brown, ellas dan poca seguridad o di-rección valiosa alguna para el futuro ejercicio de la facultad jurisdiccional. Existe, sin embargo, otra explicación para el caso Brown que descansa sobre la suposición de que los Ministros de 1954 se parecían a sus antecesores en su usual inclinación por apoyar al fuerte en contra del débil y en su instintiva preferencia por la paz más que por la justicia. La diferencia en 1954 fue que, a diferencia del caso Dred Scott en 1857 o el caso Plessy en 1896 o la larga serie de decisiones de nales del siglo diecinueve y principios del veinte en favor del capital por encima del trabajo, en el caso Brown la Corte no podía ver claramente cuál era la parte más fuerte y cuál la más débil en la carrera de la disputa sobre la segregación. Es decir, ¿quién se sentía más profundamente agraviado, quién tenía la posición más poderosa y quién era más insistente en prevalecer sobre su adversario –los 11 millones de negros sureños, aliados a los 3 millones de negros en el resto del país quienes vieron la carrera de la segregación solamente como la indignidad más visible impuesta sobre todos ellos; o los 33 mi-llones de blancos sureños, quienes eran más rmes en su resistencia a las demandas de los negros, pero que no podían conar en un apoyo igualmente fuerte por parte de los blancos del norte? Desde esta perspectiva, los Estados Unidos parecían colocados en la orilla de la guerra civil racial y no estaba claro qué lado podía ser suprimido con mayor seguridad, a n de evitar este estallido.13 Encuentro esta última explicación sobre los orígenes del caso Brown
13
Para un relato importante sobre la violencia incipiente en las relaciones raciales en el sur durante la época de Brown, ver ,Gunnar Myrdal, Un dilema americano, Harper & Row. Nueva York, 1944, pp. 1011-15.
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mucho más atractiva por dos razones: la primera, porque no trata a los Ministros de 1954 como anomalías históricas, sino que asume que muy proba-blemente hubieran actuado como sus predecesores si hubieran podido hacerlo; y segunda, porque apunta hacia las fuerzas sociales sub yacentes que llevaron a los Ministros en el caso Brown fuera de la metáfora contractual de derecho privado y hacia la metáfora del tratado del derecho público en su concepción de su papel constitucional. Los Ministros no reconocieron este cambio de manera explícita, no obstante, éste estuvo claramente detrás de su decisión en el caso Brown y de sus subsecuentes acciones respecto de la aplicación del mismo. El predominio de la metáfora del tratado en el caso Brown y en su implementación fue muy claramente revelado a través de la metodología que la Corte empleó y, especícamente, a través del rechazo de los Mi-nistros a las dos metodologías, de la historia y de la losofía, que se deri-vaban directamente de la metáfora de la aplicación del contrato. La Corte fue de lo más explícita al negarse a apoyarse en la historia para justicar su decisión; en su opinión unánime, la Corte señaló que el registro histó-rico “era en el mejor de los casos no concluyente” respecto de las inten-ciones de los redactores de la decimocuarta enmienda, en relación con la validez constitucional de la segregación en las escuelas. Al desaprobar la metodología de la historia, la Corte evitó cualquier reconocimiento de que el registro histórico revelaba que los redactores constitucionales sabían, pero no decía nada de la segregación racial contemporánea en las escuelas del norte y, aún más condenable, que explícitamente apoyaban la segregación racial en las escuelas públicas de Washington D.C. La Corte del caso Brown no fue igualmente explícita en rechazar la metodología de la losofía, pero su opinión fue sumamente reticente a invocar cualquier principio losóco justicativo –tan reticente como para llegar a un virtual rechazo de esa metodología también. La Corte proclamó que las instalaciones de escuelas públicas “separados pero iguales” –que fue la fórmula justicativa adoptada en el caso Plessy vs. Ferguson –era una incongruencia constitucional sobre la base de que “lo separado es inherentemente desigual”. Podría sin embargo resultar que la Cor te conó en un principio abstracto de igualdad para justicar su decisión. Esta es la lectura convencional que del caso Brown se hace hoy en día; pero dicha lec-tura genera equívocos. La Corte del caso Brown de hecho conó en una concepción de la igualdad para justicar su decisión; pero esa concepción fue fundamentalmente subjetiva. En ese sentido, la invocación a la igualdad que hizo la Corte no encaja muy cómodamente en la metodología común del discurso losóco; la Corte no sostuvo que había encontrado una denición correcta única, un parámetro objetivo de “igualdad” mediante la cual midió los reclamos de los negros y blancos del sur. El subjetivismo radical de la concepción de igualdad de la Corte se maniesta claramente en su opinión. La única explicación que la Corte
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ofreció para su conclusión de que “lo separado era inherentemente desigual” fue la siguiente armación: “El separar (a niños en las escuelas) de otros niños de edad y capacidades similares solamente por razón de su raza, genera un sentimiento de inferioridad en cuanto a su estatus en la comunidad, que podría afectar sus corazones y mentes de una manera probablemente irreversible”. La Corte entonces inmediatamente agregó una observación más que subrayó el carácter subjetivo de esta concepción de igualdad; la Corte dijo: “Cualquiera que haya sido la extensión del conocimiento psicológico al momento de decidirse el caso Plessy vs. Ferguson, éste descubrimiento es ampliamente sustentado por las actuales opiniones de expertos” (con una nota de pie de página relativa a esta oración en la que se cita investigaciones de psicólogos sociales). La Corte ha sido ampliamente criticada por esta oración, con su respectivo pie de página, por su maniesta fundamentación en opiniones “cientícas”, en lugar de morales. Pero la apelación a la ciencia social que hizo la Corte es reveladora, no de una imperfección en su razonamiento, sino de su incomodidad fundamental respecto del carácter subjetivo de su concepción de “igualdad”. La Corte apeló a opiniones cientícas modernas como si buscara algunos criterios objetivos para escapar al problema planteado por su decisión anterior. Pero la Corte no pudo evitar el problema de justicar por qué se fundamentaba en el “sentimiento de inferioridad” de los negros, mientras que pasaba por alto los “sentimientos” de los blancos del sur, quienes habían sido derrotados en la sangrienta Guerra Civil y cuyo sentimiento de “inferioridad” en la coercitivamente reconstituida Unión sería reiterado e intensicado por una decisión jurisdiccional nacional, que los obligaba a cambiar sus relaciones con los negros del sur. La Corte del caso Brown implícitamente comprendió que la decisión en 1896 en el caso Plessy fue la contribución del Poder Judicial nacional a una política aceptada en otras instituciones gubernamentales nacionales, de que los todavía presentes antagonismos de la guerra civil debían ser apaciguados y que la reanudación de un estatus igual entre los blancos del sur y del norte debía ser reconocida, permitiendo a los blancos del sur imponer nuevas desigualdades –un estricto régimen de segregación ra-cial– sobre los negros del sur. La Corte del caso Brown pudo haber deci-dido que el sentido subjetivo de desigualdad sufrida por los negros bajo el régimen de segregación racial era la única información relevante al de-nir el ideal constitucional de igualdad subyacente en la decimocuarta enmienda. Sobre esta base, la Corte pudo haber desestimado o pasado por alto cualquier sentido subjetivo de desigualdad y subordinación que los blancos del sur hayan podido sentir como consecuencia de su derrota en la guerra civil. Ello es, la Cor te pudo haberse concebido a sí misma como ubicada fuera o por encima de los reclamos de las partes contendientes, como para poder elegir cuál de ellas había invocado “el verdadero signi-
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cado constitucional” de igualdad. La Corte del caso Brown, sin embargo, no asumió esta postura –y en este sentido, la Corte se negó a depender de la metodología de la losofía. El rechazo de la Corte a esa metodología fue, por otra parte, bastante explícito en su resolución un año más tarde en el caso Brown vs. Board of Education II.14 Al nal de su opinión de 1954 en Brown, la Corte armó que, sin desistirse de su anterior resolución en el sentido de que tener escuelas separadas era inherentemente desigual, quería dar un argumento adicional para las partes, referente a cómo debía aplicarse dicha resolución. Un año más tarde, en Brown II, la Corte resolvió que el derecho constitucional que claramente había otorgado a los demandantes negros no debía ser inmediatamente aplicado y, de hecho, que la cuestión de la aplicación dependía de tantas consideraciones “equitativas” complejas, que la Corte no podía especicar cuándo debían aplicarse esos derechos. En una frase tan obscura como cualquier oráculo délco, la Corte armó que los de-rechos constitucionales de los demandantes negros debían ser aplicados “con toda la rapidez que permita la reexión” (with all deliberate speed). El caso Brown II apuntó hacia una dirección muy diferente de la deliberación del caso Brown I; aquél se basó en una postura diametralmente opuesta. Así, en el caso Brown I se le dio prioridad al sentimiento subjeti-vo de inferioridad y subordinación de los negros del sur sujetos a un régimen de segregación racial, mientras que en el caso Brown II se dio prioridad al sentimiento subjetivo de inferioridad y subordinación que los sureños blancos experimentarían en respuesta a cualquier disposición de la Suprema Corte ordenando el n inmediato a la carrera de la segregación racial.15 Si la Corte hubiera encontrado un signicado correcto del ideal constitucional de “igualdad” en el caso Brown I, es imposible concebir una justicación para detener la actuación en favor de los demandantes vencedores, tal y como lo hizo la Corte en el caso Brown II. En ese sentido, la crítica común al caso Brown II (entonces como ahora) es tan “sin principio”16 (unprincipled), es correcta si la tarea de la resolución juris14
349 U.S. 294 (1955). 15 Aunque el caso Brown II , en su obscuridad de oráculo, no reconoció explícitamente este cambio de perspectiva, el Ministro Robert Jackson había identicado esta lógica en una opinión concurrente que él había redactado, pero no publicado en el caso Brown II ; Jackson escribió, “Por más compasión que uno sienta por los resentimientos de aquellos que han sido forzados a entrar en una segregación, no podemos, considerando una recomposición de la soci edad a través de un decreto judicial, ignorar las demandas de aquellos que deben ser forzados al salir de ella ( el) profundo resentimiento. Y la profunda humillación (que) el sur blanco alberga en su memoria histórica” como terrible consecuencia inmediata de la Guerra Civil y que el “gobierno impuso (sobre ellos) por conquista” (citado en op. cit., La constitución en conficto, supra nota 6, p. 277. 16 Ver, Robert Burt, “La reexión de Brown”, 103, Yale Law Journal , 1994, pp. 1483-85.
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diccional de casos concretos de constitucionalidad se concibe a través de la metodología de la historia o de la losofía. Pero si esa misma tarea se concibe de ma-nera distinta, podemos entonces comprender, cómo se justica el rechazo de la Corte a identicar un signicado objetivo único para el ideal constitucional y su aparente aprobación de las concepciones subjetivas y diametralmente opuestas de los adversarios litigantes. Si vemos la tarea de resolución jurisdiccional de casos concretos de constitucionalidad de la misma manera que los Ministros implícitamente la vieron en el caso Brown –es decir, no a través de la metáfora del derecho del contrato privado, sino a través de la metáfora de la aplicación de tra-tados– entonces veremos una metodología para la actuación jurisdiccional bastante diferente de las metodologías de la historia y la losofía, las cuales fueron rechazadas por la Corte en el caso Brown. La metodología del re-establecimiento pedagógico En su primer discurso inaugural el 4 de marzo de 1861, con un Estado sureño ya separado de la Unión y enfrentando el inminente prospecto de una completa secesión por parte del sur y de la guerra civil, Abraham Lincoln apeló a la metáfora del tratado, precisamente de la manera en la que veo es utilizada en la función de la decisión jurisdiccional de casos con-cretos de constitucionalidad. Lincoln preguntó de manera retórica, “¿Pueden unos extraños hacer tratados más fácilmente de lo que unos amigos pueden hacer leyes?”, ¿Pueden los tratados ser aplicados más dedig-namente entre extraños, de lo que pueden aplicarse de tal modo las leyes entre amigos? La pregunta de Lincoln no es una amenaza, sino un llamado urgente a los sureños para buscar puntos comunes con sus adversarios del norte, en lugar de persistir en su postura de implacable hostilidad. Al leer las palabras de Lincoln, incluso en el contexto completo de la utilización que hace de la metáfora del tratado, podríamos también imaginar que les estaba hablando a los sureños blancos y negros sobre su conicto respec-to de la segregación racial en 1954-1955: Físicamente hablando, no podemos separarnos. No podemos quitar a nuestras respectivas partes una de otra, ni construir una muralla infranqueable entre ellas. Un marido y una mujer pueden divorciarse y salir ambos de la presencia y alcance del otro, pero las diferentes partes de nuestro país no pueden hacer esto. Ellas no pueden sino permanecer frente a frente y la relación, ya sea amigable u hostil, debe continuar entre ellas. ¿Es posible entonces hacer que esa relación sea más pro-vechosa o más satisfactoria, después de la separación o antes de ella? ¿Pueden unos extraños hacer tratados más fácilmente de lo que unos amigos pueden hacer leyes? ¿Pueden los tratados ser aplicados de
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manera más conable entre extraños de lo que pueden aplicarse de tal modo las leyes entre amigos? Supongan que van a la guerra, no siempre pueden pelear; y cuando, después de muchas pérdidas y sin ganancia alguna para ambas partes, dejan de pelear, están otra vez frente a us-tedes las idénticas viejas preguntas, como sobre los términos de la convivencia.17 Si leemos el llamado de Lincoln como si estuviera dirigido a los blancos y negros sureños, podemos capturar la idéntica estrategia que usó la Suprema Corte en su opinión en el caso Brown I, al hablar, en primer término, a los blancos sureños a n de identicar la iniquidad y la falsedad envueltas en la separación racial, acompañada de la opinión en el caso Brown II, al hablar fundamentalmente a los negros sureños a n de ordenar paciencia y reconciliación cuidadosamente medida entre los adversarios. Esta estrategia jurisdiccional puede ser entendida con una metodología distinta en la función de la resolución jurisdiccional de casos concretos –la cual llamo la metodología del re-establecimiento pedagógico– que tiene los siguientes elementos: 1. La Corte preside una confrontación litigiosa públicamente visible, en la cual la par tes adversas re-establecen sus conictos, haciendo así visibles los agravios a su contraparte y a otros y, al mismo tiempo, posibilitan potencialmente una solución pacíca, porque la lucha es llevada a cabo con palabras en lugar de con armas. 2. La Corte ofrece instrucción moral a las partes. No es un mediador neutral, sino una participante involucrada, una maestra con su propia perspectiva moral para valorar las respectivas posiciones de cada una de las partes, pero como todas las buenas maestras, la Corte está abierta a la perspectiva de otros y, en última instancia, trata de promover la comprensión y el entendimiento, más que el consentimiento renegado, es decir, de persuadir más que de forzar. 3. La posibilidad de una fuerza coercitiva siempre está presente en los antecedentes de una disputa –no solamente, ni principalmente, la posibilidad de que la Corte vaya a apelar al uso de la fuerza pública para hacer cumplir su valoración moral, sino más signicativa e imperiosamente, la posibilidad de que los agravios sufridos por las partes sean tan profundos que, una u otra parte resistirán por fuerza cualquier imposición y el uso de la fuerza ordenado por la Corte
17
Abraham Lincoln, primer discurso inaugural, 4 de marzo de 1861, en Discursos inaugurales de los Presidentes de los Estados Unidos, House Documents, Nº 51, 89º Congreso, 1ª sesión, 1965, pp. 124.
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será inadecuada para contener el conicto, tanto a corto como a largo plazo. La lección principal que la Corte debe enseñar, mientras que los adversarios re-establecen su disputa frente a ella, es lo inapropiado de la coerción, por parte de la Corte o de las partes, como solución conable y equitativa de la disputa. 4. En virtud de que la disputa en el foro para litigios es públicamente visible de manera amplia, que los respectivos agravios de las partes son verbalizados, que la Corte hace una valoración moral (abiertamente desinteresada) y públicamente expresada respecto de las posiciones de las partes y que hay una clara evidencia de la posibilidad del uso de la fuerza coercitiva y sus consecuencias destructivas últimas para todos (“muchas pérdidas para ambas partes y sin ganancia alguna”), la Corte advierte e involucra a otros en un trabajo en favor de una solución conable y equitativa, quienes previamente no se habían visto a sí mismos como implicados o no habían visto su propio riesgo directo en el conicto. 5. A través del uso de todas estas herramientas pedagógicas, la Corte ayuda y empuja a las par tes adversas hacia el descubrimiento de una solución mutuamente satisfactoria, respecto de los términos de sus relaciones futuras y, de ahí, hacia la reconstrucción de su relación sobre bases pacícas de respeto mutuo. En esta reconstrucción de los fundamentos de su relación política, las partes reformularán la original y fundamental meta de la Constitución nacional: el dirimir diferencias políticas profundamente enraizadas, no mediante la guerra civil, no mediante la coerción del más fuerte sobre el más débil, sino mediante el consentimiento mutuo. Me llevaría mucho más tiempo y espacio del que hay aquí disponible para demostrar cómo la Suprema Corte de los Estados Unidos aplicó cautelosa y hábilmente los elementos de esta metodología al conicto entre los blancos y negros del sur, en sus intervenciones anteriores y posteriores a Brown.18 Durante casi quince años después de Brown I no fue nada claro si la Corte lograría llevar a las par tes contrarias a una solución pacíca mutuamente convenida. El paso crucial hacia esta resolución lo fue la expedición por parte del Congreso de los Estados Unidos de tres leyes sin precedentes, sobre derechos civiles, en 1964, 1965 y 1968 -actos que la Cor te no podía ordenar. A la luz de esta apabullante manifestación de apoyo popular a la justicia elemental contenida en las demandas de los negros del sur, el sur blanco moderó su postura previa de “resistencia masiva” en contra de la aprobación moral que hizo la Corte respecto de tales demandas. Sin esta 18
310.
Ver mi relato al respecto en op. cit . La constitución en conficto, supra nota 6, pp. 271-
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raticación popular no coercitiva, ni coercible de la legislatura nacional, queda claro que ninguna solución pacíca a los agravios entre negros y blancos del sur se hubiera podido lograr. Sin embargo, creo que después de 1968 la Corte y el país –al igual que la mayoría de los teóricos del derecho constitucional– interpretaron mal las lecciones del caso Brown vs. Board of Education. El visible triunfo de Brown en precipitar una transformación de las relaciones políticas raciales en el sur obscureció la concepción subyacente de igualdad que la Corte había de hecho seguido –su verdadera meta pedagógica de rechazar toda sumisión lograda a través de la coerción, ya sea impuesta por los blancos sobre los negros, a través de un régimen de segregación, o impuesta sobre los blancos a través de una orden judicial en favor de los negros. Después de 1968 la Corte misma conrmó su expresión más usual y su metodología más convencional –su expresión de quien ordena con autoridad, más que la de una maestra facilitadora, su metodología, a través de la historia o la losofía, de identicar la “única respuesta correcta” en el documento constitucional e imponer esa respuesta en todos los contendientes. El aparente triunfo instrumental del caso Brown fue uno de los fuertes impulsos que llevaron a este cambio después de 1968, a este regreso a la forma judicial usual. Creo que un fuerte impulso más importante aún fue la oleada de disturbios sociales a lo largo de todo el país –no sólo la difundida y resaltada beligerancia de las demandas de los negros del sur al norte, sino la ampliamente difundida resistencia popular contra la guerra de Vietnam y las experiencias perturbantes y sin precedente alguno de los homicidios políticos del Presidente Kennedy en 1963 y de Martin Luther King y Robert Kennedy, al igual que el atentado en contra del Gobernador George Wallace en 1968. Mientras que el país parecía salirse fuera de control, los Ministros decidían rearmar su control. Sin embargo, no resulta sorprendente que el esfuerzo de los ministros por suprimir el conicto social evolucionó más rápidamente hacia la rearmación de la estrategia judicial usual e históricamente dominante para evitar la guerra civil –ello es, favorecer a la parte maniestamente más fuerte en sus esfuerzos por subordinar a la más débil, buscar la paz más que la justicia, más que la paz con justicia, un propósito más riesgoso aunque más conable en última instancia. Durante los años 1970, la Corte rechazó de manera concluyente la disponibilidad de cualquier foro para litigio en donde los negros del norte pudieran reclamar la reparación de los agravios sufridos a causa de la segregación en las escuelas públicas,19 las desigualdades en el nanciamiento escolar 20 y las prestaciones sociales
19 20
Ver Milliken vs. Bradley, 418 U.S. 717 (1974). Ver San Antonio School District vs. Rodríguez , 411 U.S. 1 (1973)
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mínimas en habitación y asistencia familiar.21 Durante los años 1980’s la Corte se apartó más y más decididamente del proveer foros para las injusticias sufridas por los negros en el sistema de justicia penal, de manera más notable en la imposición de la pena de muerte.22 En esta década, la Corte parece estar dispuesta a echar abajo todas las políticas de acción racial positivas que habían sido adoptadas en respuesta a las injusticias sufridas por los negros en educación, empleo y representación electoral. 23 Mientras que los teóricos constitucionalistas hablan de modo abstracto sobre las virtudes de los ordenamientos denitivos para los Ministros –mientras adoptan la metáfora de la aplicación coactiva del contrato del Derecho privado y sus metodologías de la historia o la losofía que la implementan– los jueces revelan a través de sus acciones que están más interesados en evitar el conicto social y que usan la metáfora del derecho privado y sus metodologías para obscurecer su meta de Derecho público, que es el imponer la paz sin considerar sus costos. La meta de evitar la guerra civil es una digna tarea; pero que debe ser reconocida como tal y concebida con base en el respeto mutuo, más que en términos de dominación y sumisión. Para este propósito, la metáfora del Derecho público de la aplicación coactiva del tratado y la metodología de la re-establecimiento pedagógico que se deriva de aquella son unas guías más iluminadoras.
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Ver Lindsey vs. Normet , 405 U.S. 56 (1972); Dandridge vs. Williams, 397 U.S. 471 (1970). 22 Ver McClesky vs. Kemp, 482 U.S. 920 (1987); ver en general Robert Burt, “Desorden en la Corte: la pena de muerte y la constitución”, Michigan Law Review., 87, 1987, pp. 1741. 23 Ver Adarand Constructors vs. Peña, 115 S.Ct. 2097 (1995); Shaw v. Reno, 509 U.S. 630 (1993); Shaw v. Hunt , 116 S. Ct. 1894 (1996).
LA DIFICULTAD DE DEFENDER EL CONTROL JUDICIAL DE LAS LEYES1 Roberto Gargarella*
n este trabajo, intentaré mostrar las debilidades que distinguen a muchos E argumentos ofrecidos contemporáneamente en defensa del control judicial, esto es, en defensa del rol que asumen los jueces en la revisión de la constitucionalidad de las leyes. Para llevar adelante este análisis, en primer lugar examinaré la justicación históricamente más importante y más original de esta tarea, que fue la elaborada por Alexander Hamilton, en momentos en que se creaba la actual Constitución de los Estados Unidos. Luego de mostrar las falencias de esta tradicional justicación de la tarea judicial, me concentraré en el análisis crítico de otra serie de argumentos que –más contemporáneamente– suelen darse en defensa del control de constitucionalidad. En todos los casos, mis objeciones tendrán como blanco aquellas posturas que pretendan defender dicho control con el alcance y el carácter con que hoy se ejerce. Esto es, me ocuparé de aquellos argumentos que hoy se ofrecen para defender el he-cho de que los jueces (y, en especial, los jueces de la Corte Suprema) se ocupen de decidir a) todo tipo de cuestiones constitucionales, y b) con-serven, en dicha tarea, la ‘‘última palabra’’ institucional. El control de las leyes como defensa de la ‘‘voluntad popular’’ Al mismo momento de crearse la actual Constitución norteamericana, comenzaron a escucharse críticas dirigidas –entre otras cuestiones– a la posibilidad de que los jueces impugnaran la validez de las leyes. En dicha ocasión fue Alexander Hamilton, fundamentalmente, quien procuró defender el control de constitucionalidad, a través de un trabajo que hoy conocemos como ‘‘El Federalista’’ n. 78. En este sentido, Hamilton demostró ser el líder político que, por entonces, advirtió con mayor claridad y agudeza el tipo de problemas que el control judicial podía llegar a generar. * Universidad Torcuato di Tella, Buenos Aires, Argentina. 1 Este trabajo retoma y luego desarrolla, de un modo muy diverso, parte de los argumentos que expongo en el capítulo 2 de mi trabajo La justicia frente al gobierno, Ed. Ariel, Barcelona, 1996.
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Los problemas más obvios que Hamilton vino a enfrentar se vinculaban con interrogantes como los siguientes: ¿cómo puede ser que los jueces tengan la capacidad de revertir decisiones tomadas por el poder legislativo -esto es, por los representantes de la ciudadanía? ¿cómo puede ser que en una sociedad democrática termine primando la voz de los jueces –funcio-narios que no son elegidos directamente por la ciudadanía, y cuyo mandato tampoco está sujeto al periódico escrutinio popular– sobre la voz de la ciu-dadanía? Hamilton se apresuró a dar respuesta a tales inquietudes y de-fendió así, pioneramente, la posibilidad de un control judicial de las leyes, negando (lo que hoy denominaríamos) las posibles implicaciones anti-democráticas de dicho control. El razonamiento de Hamilton fue el siguien-te: En primer lugar, el hecho de que el poder judicial tenga la capacidad de negar la validez de una norma legislativa, no implica de ningún modo la superiodidad de los jueces respecto de los legisladores. Dicha operación tampoco importa poner en cuestión la ‘‘voluntad soberana del pueblo’’. Muy por el contrario, la decisión de anular una ley viene a rearmar, justamente, el peso de la voluntad popular. Ello se debe a que, al anular una ley, el poder judicial ratica la supremacía de la Constitución, que es el documento que más elmente reeja la voluntad soberana del pueblo. Para decirlo con las palabras de Hamilton: ‘‘[mi razonamiento] no supone de ningún modo la superioridad del poder judicial sobre el legislativo. Sólo signica que el poder del pueblo es superior a ambos y que donde la volun-tad de la legislatura, declarada en sus leyes, se encuentra en oposición con la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deberán gobernarse por la última de preferencia a las primeras. Deberán regular sus decisiones por las normas fundamentales antes que por las que no lo son’’.2 Con argumentos tan sencillos como los enunciados, Hamilton invertía, directamente, las eventuales críticas al poder judicial: ante la posible impugnación de la capacidad judicial para anular las normas legislativas, respondía diciendo que la misma constituía una práctica defendible y valiosa, justamente, como un medio para asegurar la protección de la vo-luntad de las mayorías. El verdadero peligro, la verdadera amenaza a la autoridad suprema del pueblo surgía si se le negaba a los jueces su capacidad revisora o –lo que parecía ser lo mismo– si se autorizaba, implí-citamente, la promulgación de leyes contrarias a la Constitución. La argumentación presentada por Hamilton –y luego retomada por el juez Marshall en el famoso caso ‘‘Marbury v. Madison’’ (5 U.S., 1 Cranch, 137, 1803)– pasó a constituirse, desde entonces, en una de las más
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El Federalista, de James Madison, Alexander Hamilton, y John Jay, Fondo de Cultura Económica, México, 1957.
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sólidas y difundidas defensas del control judicial. En cualquier país que acepta la revisión judicial de las leyes, se recurre a dichos similares a los de Ha-milton: porque se pretende el ‘‘autogobierno’’ del pueblo, porque se pre-tende mantener inviolada la autoridad del pueblo –enraizada en la constitución– es que se requiere un órgano capacitado para revisar la validez de las leyes. A pesar de la popularidad de la argumentación dada por Hamilton, y luego por el juez Marshall, en defensa del control judicial, corresponde señalar que las objeciones a dicha práctica fueron retomando su fuerza inicial en los últimos años. En mi opinión, existen hoy al menos tres ra-zones signicativas para contradecir la argumentación de Hamilton-Marshall en favor del control judicial. i) El primer argumento, que podría llamar el argumento histórico, procura negar el valor de la premisa inicial del razonamiento de Hamilton-Marshall. Se arma, en este caso, que no es verdad que la Constitución reeje la ‘‘voluntad del pueblo’’. En el caso particular de los Estados Unidos, ello quedaría demostrado con una simple investigación histórica, que ratique lo que ya se sabe: que al tiempo de redactarse la constitución, buena parte del ‘‘pueblo’’ de los Estados Unidos resultaba directamente ignorado o excluído. Los esclavos, las personas de color, las mujeres, los que no tenían una posición económica decente, no participaron ni directa ni indirectamente del proceso constitucional. Algo similar, aunque con distintos grados, podría comprobarse en muchos procesos constitucionales modernos: normalmente, los convencionales constituyentes distan de representar adecuadamente a la ciudadanía, o parecen representarla en un primer momento pero luego se distancian de ella, o debaten otorgándole sólo una consideración muy limitada a los reclamos mayoritarios, etc. Este argumento, obviamente, tiene algún interés, sobre todo para objetar ciertos criterios que hoy se presentan como indiscutibles pero que distan mucho de serlo –por ejemplo, la invocación ampulosa que hacen algunos jueces y juristas acerca del respeto a la voluntad popular, cuando de hecho pueden estar desconociendo tal voluntad. Sin embargo, el argumento histórico no ayuda sucientemente a mi propósito, que es el de mostrar la implausibilidad –la falta de justicación– del control judicial. En efecto, bastaría con que nos encontremos con un proceso constituyente impecable –un proceso en el cual participen activamente todos los sectores relevantes de la comunidad– para que el argumento histórico enunciado pierda todo su peso. Por lo tanto, conviene recurrir a otras razones adi-cionales, para poder efectivamente impugnar el control judicial. ii) Un segundo argumento en contra de la defensa de Hamilton-Mar-shall acerca de la revisión judicial, es el que llamaré argumento intertemporal –desarrollado, muy particularmente, por Bruce Ackerman, en los Estados
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Unidos–.3 En este caso, se concede lo que directamente negábamos en el argumento anterior: la peculiaridad, el carácter especial y distintivo, del proceso de creación constitucional. Se reconoce, entonces, que en dicho momento la sociedad se autoconvocó para reexionar acerca del mejor modo de organizarse. Se reconoce, además, que tal acontecimiento merece una consideración diferente: no pueden evaluarse como equivalentes una Constitución surgida de la deliberación pública reposada, y una ley surgida al calor de presiones circunstanciales. En última instancia, este argumento parte de la legítima admisión de la supremacía constitucional. Sin embargo –y aquí es donde comienza a desplegarse el argumento intertemporal– se arma lo siguiente: Si se valora especialmente ese ‘‘primer’’ momento constitucional, ello se debe a que se valora el consenso popular, profundo y meditado, que distinguió al mismo. Ahora bien ¿por qué no puede pensarse que, con el paso del tiempo, volvamos a encontrarnos con un consenso popular profundo y meditado? ¿Qué razón vamos a tener, si es que se presenta un caso semejante, para hacer prevalecer la voluntad de unos sujetos tal vez ya muertos hace mucho tiempo, sobre la voluntad actual de la ciudadanía?4 Ahora bien, una vez que reconocemos el peso del argumento intertem-poral, ¿podemos decir que el mismo nos sirve para objetar el control judi-cial de leyes? Aparentemente sí. Al menos, tal argumento nos muestra una signicativa debilidad en la justicación dada por Hamilton en defensa de la revisión constitucional. De todos modos, conviene resaltar que el con-vencido defensor del control judicial podría rearmarse en su convicción y decir –como diría Ackerman, en tal respecto–: El hecho de que admitamos la posibilidad de que surjan nuevos consensos amplios y profundos, tan relevantes como el consenso constitucional original, no nos lleva nece-sariamente a descartar el valor del control judicial: ¿Por qué, en denitiva, no mantener el control constitucional pero extendido, también, a estos nue- vos acuerdos, amplios y profundos? Así, y de acuerdo con esta sugerencia, los jueces deberían declarar inválidas todas aquellas leyes que fueran contrarias a la Constitución –tal como pedía Hamilton– pero además –y esto es lo que Ackerman sugiere agregar– deberían atacar todas
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Así, en We the people: Foundations, Cambridge, Mass., Harvard U. P., 1991; “The Storrs Lectures: Discovering the Constitution”, The Yale Law Journal, vol. 93, 1984. 4 Frente a este tipo de objeciones, los defensores del control judicial de las leyes podrían decir lo siguiente: si es que se cuenta con un nuevo consenso tan amplio y profundo ¿por qué no se reforma la constitución, y se torna efectivo dicho consenso? Pero esta réplica, de todos modos, no parece demasiado atractiva. En denitiva, podría ocurrir que la Constitución originaria establezca una cláusula de reforma muy restrictiva, que convierta en enormemente costoso el desarrollo de un cambio constitucional.
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aquellas normas que contradigan los más sustanciales acuerdos sociales aparecidos luego del dictado de la Constitución. Aunque esta salida frente a la objeción intertemporal está sujeta a innidad de inconvenientes,5 lo cierto es que, en principio al menos, permite seguir defendiendo el control judicial de las leyes, de un modo similar aunque –en todo caso– más extendido de la forma en que se lo ejerce en la actualidad. Por ello, y para atacar más efectivamente el argumento de Hamilton –y no, simplemente, modicarlo, extendiéndolo– quisiera concentrar mi atención en una tercera y, según creo, más devastadora crítica contra el mismo. iii) A este tercer argumento posible, de crítica al control judicial de las leyes, voy a llamarlo el argumento sobre la interpretación. El argumento sobre la interpretación comienza concediendo lo que un defensor del control judicial podía solicitarnos, a partir de las observaciones anteriores: aquí se acepta la peculiaridad de el o los momentos constitucionales, y la necesidad de que los jueces hagan respetar el o los acuerdos existentes, anulando las leyes que vengan a contradecirlos. Ahora bien, situados en este punto, esta tercera crítica dice lo siguiente: cuando el defensor del control de constitucionalidad se reere a la tarea judicial, lo hace presuponiendo el carácter nada problemático de la interpretación. Quiero decir, asume que la tarea de los jueces frente a la Constitución es una tarea más bien automática. Al parecer, para conocer qué es lo que dice la Constitución bastaría con tomar el texto fundamental y leerlo. Luego, y dada la aparente transparencia de este proceso, podría armarse que los jueces no hacen nada más que ‘‘leer la car ta magna a viva voz’’. Nos hacen saber, simplemente, qué es lo que decían los constituyentes y así, qué es lo que nosotros, o algunos de entre nosotros, pareció haber olvidado. Ocurre, sin embargo, que los jueces hacen mucho más que llevar adelante una ‘‘mera lectura’’ de la Constitución. En efecto, en algunos ca-sos, los jueces ‘‘incorporan’’ al texto soluciones normativas que no estaban –al menos, explíctamente– incorporadas en el mismo. Así, por ejemplo, en situaciones tan ajetreadas y conictivas como la referida al aborto: la mayoría de las Constituciones no dicen absolutamente nada acerca del aborto –como no dicen nada acerca de innidad de otras cuestiones, escapándole (razonablemente) al riesgo de desarrollar una Constitución extensísima– pero la mayoría de los jueces asumen –en ese caso, como en tantos otros– la tarea de ‘‘desentrañar’’ posibles respuestas a tales dilemas, residentes en los intersticios de la Constitución. Obviamente, en este tipo de casos, una defensa como la de Hamilton-Marshall resulta resentida:
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Analizo algunos de estos problemas en mi trabajo La justicia..., cap. 5.
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no puede decírsenos, entonces, que los jueces ‘‘simplemente’’ nos señalan lo que no habíamos visto, esto es, la voluntad de quienes redactaron la Constitución. Esa voluntad no estaba explicitada en el texto, y los jueces, entonces, asumen la tarea que decían no estar asumiendo: la de reemplazar a los legisladores –a la voluntad ciudadana, en general– en la resolución de cuestiones fundamentales. En el ejemplo en cuestión, nótese, una minoría de jueces decide, en nombre y en lugar del resto de la ciudadanía, qué es lo que debe hacerse en materia de política abortista. Situaciones como las citadas, de todos modos, no se presentan exclusivamente en los casos en que falta una consideración constitucional explítica acerca de determinados ‘‘casos difíciles’’. Bien puede ocurrir, por caso, que la Constitución haga clara referencia a una determinada solu-ción normativa pero, frente a un caso concreto, no sepamos qué interpretación exacta otorgarle. Tomemos, por ejemplo, un caso normalmente re-gistrado por todas las Constituciones modernas, como lo es el de la libertad de expresar nuestras ideas por la prensa. Cualquier constitución garanti-za del modo más amplio posible el respeto de tal libertad. Pero ¿qué es lo que nos ordena dicho precepto, tan prístinamente redactado, en el caso de que nos enfrentemos a una proclama terrorista? ¿y qué nos dice respecto de las publicaciones pornográcas? ¿y qué acerca de la revelación de ‘‘secretos de estado’’ (i.e., la fórmula para el armado de un artefacto nuclear)? Esto es, aún los artículos más claros de la Constitución se tornan relativamente imprecisos frente a casos concretos, y exigen de un difícil proceso interpretativo. Luego, si es que los jueces quedan legitimados para dar –con carácter nal– la interpretación ‘‘adecuada’’ de los textos constitucionales, entonces, imperceptiblemente pasan a concentrar en sus manos un enorme poder de decisión. Si consideramos los ejemplos cita-dos, nos encontramos con que los jueces, y no los ciudadanos o sus repre-sentantes, estarían decidiendo sobre la posibilidad de que se difundan o no ciertas ideas; sobre la posibilidad de que se consuman o no publicaciones que –conforme a cierto sector de la población– resultarían inmorales; sobre la posibilidad de que algunos accedan al conocimiento de información potencialmente dañosa. Y es este poder extraordinario que quedaría concedido a los jueces, y no al ‘‘pueblo’’, lo que resulta, razonablemente, puesto en cuestión por el argumento de la interpretación. A par tir de este tipo de criterios, en última instancia, un jurista como Alexander Bickel contribuyó a hacer renacer la crítica a (lo que él denominó) el ‘‘carácter contramayoritario’’ del poder judicial.6 En su opinión, la revisión judicial
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Desde las primeras páginas de su famoso libro “The Least Dangerous Branch”, Bickel niega la validez de los argumentos de Hamilton y Marshall. Ambos presentaban argumentos engañosos -armó Bickel- porque invocaban al pueblo para justicar la revisión judicial cuando, en realidad, lo
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representa el poder de aplicar y dar forma a la Constitución, en cuestiones de la mayor importancia, contra los deseos de las mayorías legislativas que son, a su vez, incapaces de torcer la decisión judicial.’’ 7 Desde el trabajo de Bickel, en particular, el cuestionamiento a la legitimidad del poder judicial se convirtió en un tópico común entre los académicos y profesionales del derecho.8 Muchos de ellos se preguntaron, entonces: si es que alguno de los poderes de gobierno deben encargarse de interpretar la voluntad popular ¿por qué no conar dicha misión a los órganos de representación popular?9 Justicaciones contemporáneas y nuevas críticas al control judicial de las leyes Reconociendo el poder que, de hecho, mantienen los jueces a través del ejercicio del control constitucional, es difícil escapar a la crítica acerca del carácter contramayoritario de la justicia: ¿Por qué, si es que vivimos en una sociedad democrática, debemos aceptar la primacía de la interpretación y decisión nal de los jueces acerca de cuestiones constitucionales básicas? Según vimos, el tradicional argumento de Hamilton-Marshall no es capaz de ofrecer una respuesta completamente satisfactoria frente a di-cho cuestionamiento. En lo que sigue, entonces, me ocuparé de otras justi-caciones que se han dado, procurando defender la revisión judicial, a pesar de la ‘‘crítica contramayoritaria’’. Cabe aclarar que, de entre las dis-tintas justicaciones ofrecidas, sólo me ocuparé de analizar y criticar unas pocas de entre ellas: aquellas destinadas a justicar el control judicial en la forma y con el alcance con que hoy se lo ejerce. Paso entonces a examinar algunas de entre estas novedosas justicaciones: i) La crisis de los órganos políticos. Dentro del ambiente jurídico, una de las respuestas más habituales frente a la crítica contramayoritaria, consiste que ocurría, es que se estaba frustrando “la voluntad de aquellos que efectivamente representa[ban] al pueblo”. Los jueces -agregaba- “ejercen un control que no favorece a la mayoría prevaleciente, sino que va contra ella. Esto...es lo que realmente ocurre...esta es la razón por la que se puede acusar al poder de revisión judicial de ser antidemocrático.” Alexander Bickel, The Least Dangerous Branch, Bobbs-Merrill Educational Publishing. Indianapolis, 1978, pág. 17. 7 Ibid ., pág. 20, cursivas mías. 8 De acuerdo con Lawrence Tribe, tal vez la voz más respetada dentro del derecho constitucional norteamericano, “en una sociedad política que aspira a una democracia representativa o al menos a tener un sistema de representación popular, los ejercicios del poder que no pueden encontrar justicación última en el consenso de los gobernados resultan muy difíciles, sino im posibles, de justicar.” American Constitutional Law, Mineola, New York, The Foundation Press, inc., 1978, p. 48. 9 Ver, por ejemplo, John Agresto, The Supreme Court and Constitutional Democracy, Cornell University Press, p. 52.
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en sostener que el papel de los jueces se justica debido a la grave crisis que afecta a los órganos mayoritarios. Conforme con esta postura, hoy no puede sostenerse seriamente que las ramas políticas del gobierno –me reero al poder legislativo y al poder ejecutivo– representan adecuadamente a la ciudadanía. No puede decirse –se arma– que las decisiones de los órganos mayoritarios reejen adecuadamente la voluntad de las mayorías. Lo que parece ocurrir es que la legislación, en líneas generales, guarda poco de imparcial y –tal como lo ratican los estudios propios de la corriente de la ‘‘elección pública’’– responde, más bien, a las presiones de determinados grupos de poder, y al autointerés de los políticos. En tal sentido –concluye este análisis– las sentencias judiciales no pueden ser objetadas a partir del ‘‘décit democrático’’ que afectaría a sus autores. Jus-tamente, la intervención judicial viene –entre otras cosas– a remediar esa falta de imparcialidad que distinguiría a las decisiones legislativas. Los argumentos anteriores suelen acompañarse con otros dirigidos, más especícamente, a defender la legitimidad de los jueces. En este sentido, se señala que el ‘‘décit democrático’’ que afectaría a los jueces es bastante menos grave que lo sugerido: por un lado, los jueces no son electos de un modo ‘‘antidemocrático’’, sino por el modo que establece nuestra Constitución y, además, sus mismas funciones los llevan a estar en permanente contacto con el ‘‘ciudadano común’’: en este sentido, podría decirse, los jueces, tal vez más que los legisladores, entran habitualmente en relación con los ‘‘reclamos reales’’ de la ciudadanía. Ahora bien, pese al crudo ‘‘realismo’’ que pretende caracterizar a este análisis, lo cierto es que el mismo peca de serias debilidades. En primer lugar, si la visión de la democracia que, en líneas generales, aceptamos, nos dice que tenemos razones para deferir la creación legislativa a las mayorías o a sus representantes, entonces, lo que corresponde hacer, frente a una hipotética ‘‘crisis de legitimidad de los órganos políticos’’, es perfeccionar los mecanismos mayoritarios y no, en cambio, echarlos por la borda, deshacerse de ellos. De modo similar corresponde decir que, si es que efectivamente tenemos razones para criticar el actual funcionamiento de los órganos políticos, tales razones no nos permiten, de por sí, defender el rol de los jueces en el reemplazo de aquellos, del mismo modo en que no tendríamos razones para proponer, en reemplazo de un Parlamento en crisis, la autoridad incuestionada de un dictador o un grupo cualquiera de ‘‘reyes lósofos’’. En denitiva, la tarea de defender alguna de estas alter nativas nos exige, en todo caso, el recurso a una difícil justicación independiente.10 10
Una excelente crítica en este sentido, siguiendo una orientación similar a la aquí señalada, por ejemplo, en Jeremy Waldron, “A Right-Based Critique of Constitutional Rights”, Oxford Journal of Legal Studies, vol. 13, n. 1.
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Por otra parte, conviene señalar que el poder judicial no se encuentra completamente ajeno al tipo de defectos que se le adjudican a los poderes políticos, aunque –debido al modo de ejercicio de la tarea judicial– tales defectos adquieran, en estos casos, formas algo diferentes. En este sen-tido, por ejemplo, cabría decir que las decisiones de los jueces también pueden resultar motivadas por el autointerés de los mismos. O, podría de-cirse también, que el poder judicial, salvo casos relativamente excepcionales, no se encuentra libre de presiones provenientes del ámbito extra-judicial. En países con una cultura jurídica más asentada, este último problema resulta algo relativizado. Sin embargo, en países menos desarrollados jurídicamente, es muy habitual que se hable de ‘‘tribus judiciales’’ o ‘‘camarillas’’, para hacer referencia a la más que habitual inclinación de los jueces hacia la toma de decisiones ‘‘parcializadas’’. Del mismo modo, en países como los Latinoamericanos, la observación más común en relación con el poder judicial tiene que ver con su falta de independencia respecto de los órganos políticos. De hecho, las reformas constitucionales que se dieron, recientemente, en casi todos los países de la región, tomaron como uno de sus objetivos principales el de reconstituir, de algún modo, la muy deteriorada independencia judicial.11 Finalmente, cabe anotar que la alegada ‘‘cercanía’’ entre los jueces y el ‘‘ciudadano común’’ tampoco alcanza para remediar el apuntado ‘‘décit democrático’’ de los jueces. De hecho, tal línea de argumentación es tan insólita como la que pretendiera hablarnos de la legitimidad democrática de los sicoanalistas, los médicos, o los taxistas, por su ‘‘cercanía’’ con el público común. Es que, cuando hablamos de ‘‘legitimidad democrática’’ de un órgano o un funcionario tendemos a hacer referencia a cosas que tienen poco que ver con los contactos más o menos informales que dicho órgano o funcionario suela establecer con el público. Más bien, tendemos a prestarle atención a hechos tales como que los funcionarios en cuestión sean elegidos a partir de un proceso mayoritario, y/o sus decisiones estén sujetas a periódicos controles ciudadanos. Todas las demás acotaciones, en principio, resultan meramente anecdóticas. ii) La protección de los derechos de las minorías. Otra línea de respaldo a la tarea judicial, tiene que ver con la defensa que teóricamente hacen
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Entre los países latinoamericanos que orientaron sus reformas, muy especialmente, hacia la reconstitución de la independencia judicial se encuentran, por ejemplo, la Argentina, México, Brasil, Paraguay, Bolivia, Colombia, y Perú. El problema de la dependencia judicial también es notorio en la mayoría de los países latinoamericanos restantes. Los casos de Venezuela y la mayoría de los estados centroamericanos –salvo el caso de Costa Rica, tal vez– resultan igualmente notorios en cuanto a la falta de independencia judicial.
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los órganos judiciales de los derechos de las minorías. Este argumento dice, más o menos, lo siguiente: dado que nuestra democracia se orienta, naturalmente, a satisfacer las pretensiones de la mayoría, necesitamos de procedimientos que nos ayuden a salvaguardar los derechos de las minorías. De lo contrario, las mayorías podrían, directamente, pasar por encima de aquellas, conforme a los meros impulsos que coyuntural-mente las motiven. De acuerdo con esta línea de argumentación, la Consti-tución, por una parte, establece (suele establecer al menos) ciertos de-rechos con la nalidad de que las mayorías encuentren límites a sus ambiciones y, por otra, organiza el poder judicial con el objetivo de ase-gurar el respeto de tales derechos. En este sentido, el carácter contrama-yoritario del poder judicial (o sea, el hecho de que sus miembros no re-sulten electos directamente por la ciudadanía -en la mayoría de los casos- ni tengan que revalidar periódicamente sus cartas credenciales frente al pueblo) aparece como un objetivo buscado: si los jueces dependieran (para llegar a sus cargos o para mantenerse en los mismos) de las simpatías populares, entonces, la suerte de las minorías aparecería fuertemente amenazada. ¿Quién protegería a tales minorías, si es que todo el sistema institucional se organizase de modo tal de complacer las apetencias mayoritarias? Nuevamente, nos encontramos aquí frente a una defensa relativamente pobre de la tarea de los jueces. El argumento mencionado, en efecto, presenta varios defectos. En primer lugar, se encuentra en el mismo una falacia muy común, que es la de asimilar el carácter no-mayoritario (no dependiente de las mayorías) de los jueces, con su supuesta tarea de defensa de las minorías. Dicho de otro modo: puede ser razonable pensar que si todos los órganos de nuestro sistema institucional responden a las mayorías, luego, las minorías van a hallarse en problemas. Sin embargo, dicha convicción no nos proporciona ninguna razón para continuar tal argumento y decir que un órgano no-mayoritario va a garantizarnos mejor que uno mayoritario la defensa de las minorías: del hecho que los jueces no representen a las mayorías, numéricamente hablando, no se deriva que los mismos representen, o tengan una conexión especial, con la innita diversidad de minorías que existen en la sociedad (aludiendo con la idea de minorías, por ejemplo, a grupos minoritarios en número, como el de los homosexuales, o aun grupos numéricamente mayoritarios pero políticamente débiles, como el de las mujeres). En denitiva, lo que ocurre con el argumento de los jueces como defensores de las minorías es que el mismo apela, injusticadamente, a una cuestión motivacional que en verdad no existe: ¿Cuál es la conexión entre tener un órgano judicial contramayoritario y asegurar una mejor protección de los derechos de los inmigrantes, los homosexuales, las minorías religiosas, etc.? ¿Por qué
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tenemos que pensar que los jueces van a estar especialmente interesados en proteger los derechos de tales grupos?12 iii-a) El razonamiento judicial y la imparcialidad. Otra forma de defender el rol que juegan los jueces dentro de la democracia representativa, consiste en presentar las virtudes del razonamiento judicial habitual, y sobre todo, la imparcialidad que tiende a distinguir a dicho razonamiento. Este argumento puede presentarse de maneras diversas. Según algunos, por ejemplo, el hecho de que los jueces no estén sujetos a presiones electorales, el hecho de que tengan tiempo para deliberar con relativa tranquilidad, su relativo aislamiento, etc., favorecen la posibilidad de un buen razonamiento y así, la toma de decisiones imparciales.13 Entiéndase, aquí no se sostiene –como algunos podrían sostener o interpretar– que los jueces son individuos especialmente capacitados para ejercer la razón. La idea es que las propias condiciones de la tarea judicial contribuyen a que éste órgano pase a ser el más idóneo a la hora de tomar decisiones con-ictivas, susceptibles de afectar la suerte de individuos o grupos con in-tereses contrapuestos. A pesar de la importancia y difusión de argumentos como el citado, son muchas las razones que pueden invocarse en su contra. Una primera línea de críticas apunta al elitismo epistemológico que implícitamente se deende en dicho análisis. En efecto, en las consideraciones anteriores se arma implícitamente que la reexión aislada e individual (o en pequeños gru-pos) de los jueces, en materia de cuestiones constitucionales, nos garantiza la toma de decisiones imparciales de un modo más apropiado que la misma discusión colectiva. Sin embargo, los proponentes de tal postura deben dar razones de por qué dicha forma de razonamiento nos acerca más a la toma de una decisión imparcial que un procedimiento que, en cambio, involucre más directamente a todos los potencialmente afectados por la decisión a tomarse. De hecho, la ausencia de estos últimos del proceso de toma de decisiones preanuncia algunos previsibles males, capaces de
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La frustrada ‘‘conexión motivacional’’ entre jueces y minorías, en cambio, había sido resuelta –de un modo eciente aunque seguramente hoy inaceptable– por los ‘‘padres fundadores’’ de la democracia norteamericana. Ellos se preocuparon especialmente por asegurar la defensa de los derechos de una particular minoría, la minoría de los propietarios, procurando que en el poder judicial existiese una mayoría de jueces provenientes de dicho sector social. Luego, les resultó sencillo pensar que el poder judicial iba a estar especialmente orientado a defender los derechos de tales minorías: dado que 1) los jueces se encontraban tan estrechamente vinculados con la minoría de los propietarios (o como se les denominaba, los ‘‘well-born’’, los ‘‘ricos’’, o los ‘‘acreedores’’), y además, 2) que (tal como asumían) este grupo social era internamente homogéneo y 3) sus miembros, naturalmente, tendían a actuar movidos por el autointerés, luego, 4) los jueces iban a orientar sus decisiones hacia la protección de las minorías (tan peculiarmente denidas). 13 Ver, por ejemplo, Alxander Bickel, op. cit .
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afectar la imparcialidad de la decisión en juego. Por ejemplo, la ausencia de la ciudadanía en dicho proceso puede provocar que los decisores elijan un modo de resolución del conicto que en denitiva desconozca algún punto de vista relevante; o que, queriendo tomar en cuenta las consideraciones de un cierto grupo relevante, identiquen de modo equivocado los puntos de vista de este grupo; o que, simplemente, carezcan de la motivación necesaria para representar debidamente los intereses de los sectores a los que pretenden representar, a través de su decisión. Obviamente, este tipo de males resultan en principio salvados por un procedimiento de toma de decisiones que involucre más directamente a los potencialmente afec-tados por tal decisión –en lugar de reemplazarlos, a todos ellos, por un gru-po particular de jueces–. Así, y contra lo sostenido por los defensores de un cierto elitismo epistemológico, cabría señalar que es justamente en las cuestiones constitucionales básicas –y por causas como las expuestas– en donde más se requiere de un amplio proceso de consulta y discusión: esto es, cuando están en juego problemas tales como la organización económica de la sociedad, los alcances que queremos darle a la idea de libertad de expresión, etc., no parece razonable que toda la comunidad resulte privada de dar su opinión al respecto, para terminar rigiéndose por lo que decida en tales casos un tribunal. Algún crítico podría armar, de todos modos, que el modelo descripto no reeja adecuadamente la forma en que los jueces deciden. Dicho crítico podría sostener, por ejemplo, que en verdad los magistrados toman sus decisiones a partir de un continuo, aunque tal vez no claramente visible, diálogo con la ciudadanía: los jueces –podría decírsenos– tienden (de he-cho) a prestar atención a las reacciones de la ciudadanía frente a sus fallos, tienden a reconsiderar sus decisiones cuando ellas resultan mayoritaria-mente rechazadas. Según Dworkin, por ejemplo, es dable esperar que ‘‘[las] decisiones verdaderamente impopulares [de los tribunales resulten] erosionadas por la renuncia de la adhesión pública’’.14 Pero ¿es esto realmente así? y, en todo caso, ¿hasta qué punto resulta plausible el argu-mento que acompaña a tal descripción? Entiendo que, frente a un criterio como el señalado podría armarse, en primer lugar, que el ‘‘diálogo’’ entre jueces y ciudadanos al que se hace referencia es un diálogo bastante inequitativo. En dicho diálogo, en efecto, sólo una de las partes –la representada por la justicia– aparece dotada con el derecho de decir la última palabra, con la capacidad de mantener su posición inmodicada en tanto así lo preera. Los ciudadanos, en cambio, sólo pueden esperar que jueces benignos reconozcan el peso que merecen sus puntos de vista, y los tomen en cuenta a la hora de elaborar –privada e
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Ronald Dworkin, Los derechos en serio, Ed. Planeta, Barcelona, 1993.
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incontroladamente– sus decisiones. Por ello, podría replicarse, esta situación sólo con mucho esfuerzo puede describirse como un diálogo ra-zonable, para atribuirle las virtudes que se le quieren atribuir, al hacerse uso de tal idea: aquí las partes no están situadas en una posición más o me-nos simétrica sino que, por el contrario, una de ellas goza de la capacidad de ‘‘acudir a’’ o ‘‘retirarse’’ del diálogo apenas lo desee, para decidir conforme a sus propios criterios. Y, lo que es más importante, la decisión que ella toma tiene efectos directos sobre la otra parte, aun cuando tal decisión haya sido tomada sin el mínimo asentimiento de la parte afectada. iii-b) El razonamiento judicial y la imparcialidad. En el apartado anterior (iii-a) vimos una forma posible de defender el rol de los jueces teniendo en cuenta las virtudes del razonamiento judicial: mostrar que las condiciones de ejercicio de la tarea judicial resultaban especialmente ade-cuadas para llevar adelante un razonamiento imparcial. Ahora quiero llamar la atención sobre otra forma posible de presentar tal argumento. Esta, se enfoca menos sobre las buenas consecuencias que surgirían a partir de las apropiadas condiciones en que suele ejercerse la actividad judicial, sino que concentra su atención, más bien, en las formas y contenidos de las sentencias. Un ejemplo de esta aproximación es la que proporciona el reconocido lósofo John Rawls conforme a quien el razonamiento judicial constituye un ‘‘paradigma’’ del tipo de razonamiento debido, para aquellos casos en que están en juego cuestiones constitucionales básicas. Ello, sobre todo, cuando las cuestiones que se tienen que resolver se presentan en el marco de sociedades como las que conocemos, esto es, dentro de sociedades caracterizadas por la presencia de una multiplicidad de concepciones del bien en disputa (sociedades caracterizadas por lo que Rawls denomina el ‘‘hecho del pluralismo’’).15 Aunque Rawls niega estar defendiendo, directamente, la revisión judicial de las leyes, de modo indirecto provee una justicación posible a la misma (aunque él, luego, la suscriba o no), mostrando las peculiares cualidades del razonamiento judicial. De acuerdo con Rawls, la rama ju-dicial es la única, dentro del sistema tripartito de poderes, ‘‘que [aparece abiertamente como] una criatura de la razón, y sólo de la razón’’. 16 Ocurre que los jueces, antes que nada, están obligados a dar razones de sus de-cisiones, al redactar sus fallos. Esta obligación, distintiva de la tarea ju-dicial, compromete a los jueces con la fundamental tarea de buscar buenos argumentos.
15 16
John Rawls, Political Liberalism (Columbia U. P., 1993), p. 231. Ibid ., p. 235.
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Por otra parte –y esto es lo que más le interesa a Rawls– los contenidos de las decisiones de los jueces también muestran características particulares, en especial, en cuanto a los argumentos que no se incluyen en tales decisiones. En efecto, al redactar sus fallos, tienden (o, en todo caso, de-bieran tender) a dejar de lado sus propias concepciones religiosas o lo-sócas. En tales ocasiones –según Rawls– los jueces no pueden apelar, tampoco, a su propia concepción moral ni, más generalmente, a ‘‘los idea-les y virtudes de la moralidad’’, y ni siquiera pueden citar, de modo irrestricto, particulares ideales políticos. Lo que los jueces deben hacer, en cambio –llevados por lo que Rawls llama un ‘‘deber de civilidad’’– es invocar sólo aquellos valores que, de buena fe, puedan razonablemente esperar que todos los ciudadanos acepten, como sujetos racionales y razonables.17 Esto es, deben invocar exclusivamente aquellos valores que formen parte de la ‘‘concepción pública’’ de la justicia. Así, alguien podría intentar una defensa del control judicial sosteniendo que el modo en que los jueces, habitualmente, toman sus decisiones, los convertiría en funcionarios especialmente aptos para enfrentar la difícil tarea que se les suele asignar. En efecto, ni los ciudadanos ni los legisladores suelen verse constreñidos del modo en que acostumbran a estarlo los jueces. Aquellos ‘‘pueden, apropiadamente, votar en favor de sus con-cepciones más comprehensivas cuando no se encuentran en juego cuestiones constitucionales esenciales o cuestiones básicas de justicia’’.18 En cambio –según autores como Rawls– los jueces se encuentran siempre obligados tanto a justicar públicamente sus decisiones, como a no apelar a concepciones losócas o religiosas comprehensivas. El acercamiento de Rawls require de un análisis mucho más extenso que el que puedo presentar en este trabajo. De todos modos, señalaría que el mismo puede ser blanco de una importante serie de objeciones –al me-nos, teniendo en cuenta la breve pero (espero) ajustada síntesis aquí ex-puesta–. Antes que nada podría armarse, contra Rawls, que su modelo sólo alcanza a defender un cierto ejercicio ideal de la tarea judicial. Ello, cuando lo cierto es que el cumplimiento del ‘‘deber de civilidad’’ –que Rawls exige y espera de los jueces, en su desempeño–, es fundamentalmente esperable en jueces ‘‘kantianos’’ o ‘‘rawlsianos’’: los demás, en cambio, acostumbran a apoyarse en más o menos amplias concepciones del bien, o a esconder su invocación de valores particulares en un lenguaje pretendidamente neutral. Más allá de este punto, cabría sostener que el modelo descripto por Rawls no sólo no se da en la práctica sino que, aun si se diese, no se encontraría obviamente justicado. Por ejemplo, podría objetarse que este
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Ibid ., p. 236. Ibid ., p. 235.
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modelo restringe indebidamente la discusión de cuestiones de interés público a ciertos temas –las ‘‘cuestiones constitucionales esenciales’’ y las ‘‘cuestiones básicas de justicia’’–, y a ciertos argumentos –aquellos que, razonablemente, pueda esperarse que todos los demás sujetos razonables acepten–. Frente a tales restricciones, podríamos pre-guntarnos: ¿por qué no pensar que son los mismos individuos los que deben encontrar sus puntos básicos de acuerdo? ¿por qué correr el riesgo de que algunos teóricos o jueces limiten indebidamente la discusión pública, a partir del uso de una distinción –la distinción entre razones pú-blicas y no públicas– tan difícil de precisar?19 ¿por qué y cómo impedir que se discutan plenamente las cuestiones básicas de justicia en ámbitos gubernamentales? 20 En denitiva, la idea es que la sugerencia de Rawls –orientada, en todo caso, a justicar un cierto ejercicio ideal del control judicial– no parece ca-paz de alcanzar el objetivo que se propone. Aun si los jueces desempeñaran su tarea del modo recomendado por Rawls (tarea de por sí muy improbable), nos quedarían razones para objetar dicha modalidad de control judicial y, sobre todo, el papel tan especialmente limitado que le queda por jugar a la ciudadanía (limitado en cuanto a su dicultad para revertir las decisiones judiciales, limitado en cuanto al modo y tipo de problemas que puede discutir en ámbitos públicos, etc.). Sucede que Rawls nos pide que, en y para la política, justamente, ‘‘anestesiemos nuestras convicciones más profundas y potentes acerca de la fe religiosa, de la virtud moral, y de cómo vivir’’,21 que pongamos entre paréntesis nuestras más importantes convicciones éticas al ir a votar o al discutir de política. Y este requerimiento, puede decirse, se enfrenta a ‘‘formidables problemas conceptuales, sicológicos, culturales, e institucionales’’.22 Por lo dicho, según entiendo, la defensa del control judicial que se pretenda articular desde dichas bases se encuentra condenada, también, al fracaso.
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Ver, en este sentido, Thomas McCarthy, ‘‘Kantian Constructivism and Reconstructivism: Rawls and Habermas in Dialogue’’, Ethics, vol. 105, n. 1, 1994; o Ronald Dworkin, Etica privada e igualitarismo político, Paidós, Barcelona, 1993; o Seyla Benhabib, ‘‘Deliberative Rationality and Models of Democratic Legitimacy’’, Constellations, vol. 1, n. 1, 1994. 20 La propuesta de Rawls, además, resulta innecesariamente conservadora o –como diría Joseph Raz– ‘‘complaciente’’ frente al actual estado de cosas, al pedirnos que las soluciones que propongamos se basen exclusivamente en nuestras concepción pública compartida. Y esta actitud, en general, parece poco recomendable si aceptamos que ‘‘[cualquier] teoría moral y política debe estar abierta a la posibilidad de que la sociedad a la que se aplique resulte fundamentalmente defectuosa’’. Ocurre, como arma Raz, que parte de la función de tales teorías es la de llevar adelante una crítica radical a las instituciones y creencias propias de la sociedad de que se trate . Joseph Raz, ‘‘Facing Diversity: The Case of Epistemic Abstinence’’, Philosophy and Public Affairs 19, n. 1, 1990, p. 31. 21 Ronald Dworkin, Etica privada..., pp. 57, 63. 22 McCarthy, op. cit ., p. 52.
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Conclusiones Hasta aquí, entonces, he procurado mostrar las debilidades que afectan a muchas de entre las más habituales y signicativas defensas del control judicial, tal como hoy se lo ejerce. Ahora bien, mis críticas al modo habitual de actuación del poder judicial no deben verse como una implícita defensa de la tarea de las actuales legislaturas. Por el contrario, considero que, efectivamente, los órganos políticos atraviesan una severa crisis que requiere ser atendida, perfeccionando las instituciones existentes y abriéndolas –de un modo en que hoy no lo están– a la ciudadanía. Del mismo modo, y para concluir, quisiera señalar que todo lo expuesto hasta aquí no pretende negar la posibilidad de justicar algún tipo –más restringido– de control judicial; así como tampoco pretende rechazar la posibilidad de defender algún tipo de participación del poder judicial en el proceso de creación e interpretación jurídica. El examen de estas eventuales variables, obviamente, debe quedar para otra oportunidad.
INDEPENDENCIA E IMPARCIALIDAD DE LOS JUECES Y ARGUMENTACIÓN JURÍDICA* Josep Aguiló** 1. En esta sesión me propongo decir algunas cosas a propósito de dos tópicos relativos al rol de juez en el ideal del Estado de Derecho. Me reero a la independencia y a la imparcialidad. El hecho de que sean tópicos les conere el carácter de ser ampliamente aceptados y recurrentemente uti-lizados, lo que sin duda diculta la tarea de decir algo nuevo sobre ellos. Aquí, la única novedad tal vez radique en decir las mismas cosas de siempre desde una perspectiva relativamente nueva: la de la teoría de la ar-gumentación jurídica. Ella no nos permitirá grandes descubrimientos, pero sí nos hará posible modicar algunos acentos en el análisis de la independencia y la imparcialidad; de forma que podremos concluir algunas cosas que, tal vez por obvias, se olvidan con relativa frecuencia. 2. Para poder desarrollar este análisis debo antes que nada introducir dos distinciones frecuentemente utilizadas en el ámbito de la teoría de la argumentación. La primera opone lo que se ha convenido en llamar el ‘‘contexto de descubrimiento’’ de una decisión al ‘‘contexto de justicación’’. Y la segunda, las ‘‘razones explicativas’’ de una decisión a las ‘‘razones justicativas’’. Centrémonos en ellas. 2.1. En la teoría de la ciencia suele distinguirse entre el ‘‘contexto de descubrimiento’’ y el ‘‘contexto de justicación’’ de una teoría. La primera expresión se utiliza para referirse al contexto en el que se desarrolla la ciencia, esto es, al proceso en el que se descubre o formula una teoría. En el contexto de descubrimiento están particularmente interesadas la historia y la sociología de la ciencia y en él se pueden incluir y considerar relevantes cosas tan heterogéneas como las fuentes de inspiración (Newton y la manzana), el azar o la buena fortuna (Fleming y la penicilina), las peripecias de los investigadores (J. Watson y F. Crick y el modelo
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Conferencia pronunciada en el Seminario de Argumentación jurídica que tuvo lugar en México D.F. entre los días 23 y 28 de septiembre de 1996, organizado por el Consejo de la Judicatura Federal y el Departamento de Derecho del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). ** Universidad de Alicante, España
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de la doble hélice del DNA), las decisiones de política cientíca (el papel de los presupuestos y los programas de investigación), las decisiones políticas generales (el papel de la guerra en el desarrollo cientíco), etc. Pero lo importante es que para quienes aceptan esta distinción no existe una ‘‘ló-gica del descubrimiento’’. Frente a esta noción, la de ‘‘contexto de justi-cación’’ alude al proceso o actividad de validar, justicar, una teoría o descubrimiento cientíco. A diferencia del caso anterior sí habría una ‘‘lógica de la justicación’’ que vendría dada por lo que se conoce como el método cientíco. Para quienes aceptan la distinción, lo segundo es inde-pendiente de lo primero. Por decirlo de manera breve, la famosa manzana de Newton ni quitaría ni pondría nada a la validez de la teoría de la gra-vitación universal. Esta distinción ha sido utilizada en el ámbito de la teoría de la argumentación jurídica. En particular, en el caso de las decisiones judiciales, la transposición se ha hecho para distinguir entre lo que puedan ser los móvi-les psicológicos, el contexto social, las circunstancias ideológicas que puedan haber llevado a un juez a dictar una determinada resolución, por un lado; y, por otro, las razones que el juez alega para tratar de mostrar que su decisión es correcta o válida. Mientras que respecto de lo primero cabrían estudios de tipo empírico, lo segundo vendría gobernado por lo que se llama el método jurídico. Del mismo modo, aquí se produciría también una independencia entre unas cuestiones y otras: la corrección de una decisión judicial vendría dada por la corrección de las razones dadas por el juez en su resolución y sería, en este sentido, lógicamente independiente del contexto de descubrimiento en que se ha producido. Pongamos un ejemplo para mostrar en qué pueda consistir esa independencia entre unas cuestiones y otras. Considérense estas dos armaciones: Primera, ‘‘la tendencia a la benevolencia que exhiben algunos jueces hacia el delito de insumisión es debida a (se explica como consecuencia de) la proximidad social (anidad de clase, cultural, vecinal, biográca, etc.) entre jueces e insumisos’’; y, segunda, ‘‘esas mismas ‘decisiones be-nevolentes’ están bien fundadas y son conformes a Derecho’’. La independencia entre ellas se muestra en que caben todas las combinaciones posibles en la aceptación y el rechazo de las mismas. La distinción entre ‘‘contexto de descubrimiento’’ y ‘‘contexto de justicación’’ de una decisión se ha utilizado para rechazar las críticas que algunos escépticos frente a las posibilidades de justicar las decisiones de los jueces han dirigido contra el silogismo judicial. La crítica consistiría en lo siguiente: los jueces presentan sus decisiones como si fueran el resultado de un proceso consistente en hallar primero las premisas relevantes del caso y después la solución que de ellas se sigue; pero el proceso real –dirán los críticos– es el inverso: primero deciden y luego racionalizan esa decisión. Es decir, la presentan como si hubiera estado motivada por el
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Derecho. La ridiculización de estas actitudes críticas ha llevado a hablar incluso de ‘‘jurisprudencia gastronómica’’, queriendo poner de maniesto que la decisión podría llegar a estar motivada por la buena o mala digestión del juez. Pues bien, a la luz de nuestra distinción, estos críticos se equi vocarían, estarían confundiendo dos cosas distintas e independientes entre sí: el proceso de la decisión y la justicación de la decisión. Un lugar común de la teoría estándar de la argumentación es que el Derecho está interesado en el contexto de justicación de las decisiones y no en el de descubrimiento. Más adelante, si mi análisis es correcto, trataré de mostrar que ésta es una armación que debe ser convenientemente relativizada. 2.2. Otra distinción relevante, que parcialmente coincide con la anterior, es la que opone ‘‘las razones explicativas’’ de una acción a ‘‘las razones justicativas’’. Para explicar la diferencia entre unas y otras voy a recurrir a un ejemplo muy sencillo tomado de Carlos Nino. Considérese el siguiente texto: ‘‘La razón por la que Pedro mató a su mujer es que ésta hablaba demasiado; pero ‘hablar demasiado’ no es razón para matar’’. Si nos jamos, en el texto se dice que ‘‘hablar demasiado’’ es y no es razón para matar. Ante esta situación sólo caben dos posibilidades: La pri-mera es que el texto contenga una contradicción; pero esta posibilidad puede ser descartada porque todos entendemos lo que en él se dice. La segunda, que la palabra ‘‘razón’’ adquiera un signicado diferente en cada uno de sus dos usos. En efecto, en el texto la palabra ‘‘razón’’ es ambigua: en un caso se usa en el sentido de ‘‘razón explicativa’’, donde se alude a los motivos, los móviles de la conducta de Pedro; y, en el otro, en el sentido de ‘‘razón justicativa’’, reriéndose a la valoración de la conducta de Pedro. Las razones explicativas nos explican la conducta presentándola como una acción intencional –la acción de Pedro pretendía alcanzar el silencio–, las razones justicativas valoran la acción –en el caso de Pedro, la descalican. Conforme con esta distinción, una posición que puede atribuirse a la teoría estándar de la argumentación es que los jueces tienen el deber de justicar sus decisiones -mostrarlas como correctas- pero no el de explicarlas. En este punto, antes de proseguir quiero abrir un breve paréntesis kantiano. Kant consideraba que la conducta moral consistía no en obrar en correspondencia con el deber, esto es, que la conducta se adaptara al contenido del deber; sino en obrar por reverencia al deber, esto es, movido por el deber. No es difícil obser var que ello quiere decir que, conforme con Kant, en el ámbito de la conducta moral, la razón explicativa –el motivo de
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la conducta– y la razón justicativa -el deber- coinciden. Reténgase esta idea, pues será importante para nuestros análisis posteriores. 3. El principio de independencia de los jueces puede estudiarse desde perspectivas diferentes. Una muy común es verlo como un requisito del Estado de Derecho vinculado a la separación de poderes. Pero esta perspectiva comporta el riesgo de identicar (o asimilar) dos cosas que son enteramente diferentes aunque estén relacionadas entre sí: el principio de independencia de los jueces y el marco institucional adecuado para que los jueces puedan ejercer su independencia. Una buena prueba de esa tendencia a la asimilación es, por ejemplo, la confusión existente en España entre la independencia de los jueces cuando realizan actos jurisdiccionales y el autogobierno de los jueces. Este último –el autogobierno– puede ser un elemento del marco institucional adecuado para que los jueces puedan ejercer su independencia; pero lo que es obvio es que los jueces no son sin más independientes por el hecho de que se autogobiernen. Lo mismo ocurre con la inamovilidad y otros tantos elementos del marco institucional que permita o garantice el ejercicio de la independencia. Si se realiza esa asimilación habría que concluir cosas tan ridículas como que por el hecho de ser inamovibles los jueces ya son independientes. Quede claro pues que una cosa es el principio de independencia y otra el estado de cosas insti-tucional que haga posible o facilite esa independencia. Una prueba palpable de que las cosas son así es que el principio de independencia rige en Estados que prevén marcos institucionales muy diferentes entre sí; de manera que el principio es compatible con formas muy distintas de reclutamiento –desde la elección popular a la oposición–, de gobierno –desde el autogobierno corporativo al gobierno desde el ejecutivo–, etc. La referida tendencia a la asimilación entre el principio de independencia y el marco institucional adecuado para ejercer la independencia ha producido, me parece, un desequilibrio en el análisis del principio de inde-pendencia. Es una cuestión de acento, pero no es insignicante. El énfasis en el marco institucional suele ser el resultado de considerar fundamentalmente los riesgos que para el Estado de Derecho suponen las injerencias de los diferentes poderes sociales (especialmente las del poder político) en la actividad jurisdiccional. Ello, sin embargo, no debe llevar a restar importancia en el análisis del principio de independecia al que es su prin-cipal destinatario que, me parece claro, no son los gobiernos, los partidos políticos, los sindicatos, ni los grupos de presión, sino los jueces mismos. El principio de independencia se traduce fundamentalmente en un deber de independencia de todos y cada uno de los jueces cuando realizan actos jurisdiccionales. 3.1. ¿En qué consiste ese deber de independencia? En obedecer al Derecho. O dicho en mejores palabras: la independencia es la peculiar forma de obediencia que el Derecho exige a sus jueces. Como se sabe, los
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deberes suelen tener su correlativo derecho. En este caso, el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el Derecho es el correlato del deber de independencia de los jueces. El juez que satisface ese derecho, que juzga desde el Derecho, es el juez independiente. El Derecho –como es de sobra conocido– exige obediencia a todos los destinatarios de sus normas. Si ello es así y hemos dicho que la independencia es la peculiar forma de obediencia que el Derecho exige a sus jue-ces, nuestro análisis deberá centrarse en esa peculiaridad. La conducta de los ciudadanos se justica jurídicamente de manera diferente a la de las autoridades jurídicas en general. En el ámbito de sus deberes, un ciudadano queda justicado mostrando sencillamente que actúa en correspondencia con lo prescrito. Las razones por las que actúa, los móviles, no son, en general, relevantes. Y, en el ámbito de sus poderes, al ciudadano le es suciente con apelar a la titularidad de los mismos para justicar su uso. La situación de las autoridades jurídicas es completamente diferente. En el ideal del Estado de Derecho está la idea del sometimiento de los poderes públicos a la razón y ello quiere decir, entre otras cosas, que la indicación de cuáles son sus poderes no es nunca justicación suciente. Nótese, por ejemplo, que el fallo de una sentencia no tiene presunciones favorables. Nadie discute la potestad de un juez para fallar, pero un fallo sin fundamentación es el paradigma de una sentencia arbitraria por muy conforme a Derecho que el fallo sea. La situación del juez es también diferente a la de otras autoridades jurídicas: especialmente las de naturaleza política. Todas ellas están some-tidas al orden jurídico, pero estas últimas no tienen un deber de independencia. Por ello, su función no resulta jurídicamente afectada por el hecho de que sus decisiones se vean como promoción de intereses de grupos sociales, realizadoras de programas políticos, denidoras de nuevos obje-tivos sociales o promotoras de nuevos valores no incorporados al orden jurídico. Los deberes de las autoridades llamadas políticas relativos al ejercicio de sus poderes conforman fundamentalmente límites en la con-secución de todo lo anterior. El juez, sin embargo, no puede dedicarse a ninguna de esas actividades porque el ciudadano tiene derecho a ser juz-gado desde el Derecho y no desde ninguna de esas instancias. Los deberes del juez no son tanto límites a su poder, cuanto determinaciones positivas de su conducta. Como consecuencia de ello y desde los requerimientos justicatorios del Derecho, la tesis de la única respuesta correcta para cada caso –tomada incluso como idea regulativa– solamente tiene sentido (es inteligible, susceptible de ser discutida) en el ámbito judicial. En el ámbito político, al estar los deberes congurados básicamente como límites, dicha tesis es a todas luces insostenible. 3.2. La denición institucional de la posición del juez en el Estado de Derecho vendrá dada por la consideración de cuáles son sus poderes y
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de cuáles son sus deberes. A continuación voy a referirme a dos deformaciones comunes de la idea de independencia y que son el resultado de ignorar uno de esos dos elementos. La primera, que tiende a asimilar la independencia a la autonomía, olvida la posición de poder institucional que el juez ocupa; y la segunda, que tiende a asimilar la independencia a la soberanía, no toma en consideración cuáles son sus deberes. Muchas veces se oye decir que es independiente el juez que actúa desde la ‘‘propia convicción’’, aproximando –creo que indebidamente– la independencia a la autonomía. La propia convicción, la autonomía, puede jus-ticar al sujeto moral; pero me parece claro que no tiene sentido interpretar el poder normativo del juez como un poder para que el sujeto titular del mismo pueda realizar su autonomía. Ello sólo se puede hacer ignorando la posición de poder institucional que ocupa un juez en el interior del orden jurídico. Si se toma en consideración esta última, el ideal de un juez inde-pendiente se presenta, creo, como la negación de la autonomía: el juez debe ser independiente incluso de sus propios credos autónomamente aceptados. Quien dude de ello, que se pregunte por el sentido que pudiera tener en el Estado de Derecho la objeción de conciencia judicial, esto es, la ina-plicación de ciertas normas jurídicas por razones de conciencia del juez. La soberanía es otra imagen deformada de la independencia judicial. Suele denominarse soberano al poder supremo e independiente, esto es, último y no sometido a control. Es cierto que los jueces muchas veces detentan el poder último –tienen la última palabra– y no sometido a posterior control institucional, pero en esa asimilación hay una confusión conceptual que consiste en lo siguiente: mientras que la ‘‘independencia’’ del so-berano es una cuestión de hecho –se trata de determinar quién de hecho es el soberano en una determinada sociedad política–, la ‘‘independencia’’ de los jueces es un principio normativo –se traduce en enunciados de deber relativos a la conducta de los jueces–. En este error, que consiste en denir la posición del juez dentro del orden jurídico a partir exclusivamente de tomar en consideración sus poderes, ignorando sus deberes, ha incurrido con cierta frecuencia la teoría del Derecho. Una manifestación de este error ha sido, por ejemplo, el empeño que muchos autores han mostrado por integrar normativamente dentro del orden jurídico la sentencia rme (no revisable) irregular (contraria a las normas jurídicas). La famosa ‘‘cláu-sula alternativa tácita’’ de Kelsen, que venía a autorizar a los jueces a apar-tarse de las normas generales y a dictar sentencias cuyo contenido era determinado por el tribunal mismo, acababa transformando a los jueces en soberanos. 3.3. Como ya he dicho, el deber de independencia de los jueces tiene su correlato en el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el Derecho, no desde relaciones de poder, juegos de intereses o sistemas de valores extraños al Derecho. Pero el principio de independencia protege
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no sólo la aplicación del Derecho, esto es, el fallo y las razones que se aducen en favor del fallo, sino que además exige al juez que falle por las razones que el Derecho le suministra. Nótese que, al amparo del principio de independencia, es común justicar una fuerte limitación del derecho de aso-ciación de los jueces, así como un estricto régimen de incompatibilidades. Todo ello va destinado no tanto a prevenir prevaricaciones cuanto a reforzar la credibilidad de las razones que el juez aduce en favor del fallo. Es decir, que estas razones no puedan ser vistas como meras racionalizaciones de móviles extraños al Derecho. Aunque luego volveré sobre ello, si lo dicho hasta aquí a propósito de la independencia judicial es acertado, no es cierto que el Derecho se desentienda del contexto de descubrimiento y de las razones explicativas de las decisiones judiciales. 4. Si la independencia trata de controlar los móviles del juez frente a inuencias extrañas al Derecho provenientes del sistema social, la im-parcialidad trata de controlar los móviles del juez frente a inuencias extrañas al Derecho provenientes del proceso. De este modo, la imparcialidad podría denirse como la independencia frente a las partes y el objeto del proceso. De nuevo, el juez imparcial será el juez obediente al Derecho. En este sentido, es falsa la imagen de la imparcialidad como equidistancia entre las partes. El Derecho no exige al juez equidistancia entre violador y violada, entre acreedor y deudor moroso. El Derecho resuelve conictos de intereses y realiza valoraciones, y el juez imparcial es el que incorpora los balances de intereses y valores que hace el Derecho, y éstos no siempre se sitúan ni mucho menos en el punto medio. El deber de imparcialidad de los jueces está íntimamente ligado a dos instituciones procesales: me reero a la abstención y a la recusación. No voy a entrar a discutir si se trata de dos caras de la misma institución o si son dos instituciones diferentes. Esa discusión no me interesa. Lo importante para nuestra exposición es que se considera que obra mal tanto el juez que no se abstiene cuando concurre una causa justicada como el juez que deniega una recusación bien fundada. Causas generalmente admitidas para la abstención y la recusación son el parentesco, la amistad íntima, la enemistad maniesta, la actuación como letrado, el interés en el objeto del proceso, la contaminación (instrucción previa a la vista), etc. A pesar de su carácter heterogéneo, es fácil darse cuenta de lo que tienen en común todas ellas: la propiedad que las unica es que a todas se les reconoce una extraordinaria fuerza motivacional de la conducta. En mi opinión, a la luz de estas causas de abstención y de recusación no tiene sentido la discusión sobre si lo que se le exige al juez es la imparcialidad objetiva o subjetiva. La discusión sobre una abstención o una recusación no debe versar sobre las cualidades del juez objeto de las mismas. El juez que se abstiene probablemente no está diciendo que si juzgara
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cometería una prevaricación (dictar una resolución injusta a sabiendas) o que dadas las circustancias se le podría nublar el entendimiento de forma que dictaría una resolución injusta. Lo mismo puede decirse del juez que admite la recusación de un compañero: no parece adecuado interpretar ese acto como un juicio previo (o prejucio) de prevaricación. Si ello fuera así, resultaría realmente duro abstenerse o admitir una recusación. En realidad, ambas instituciones protegen no sólo el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el Derecho, sino también –como ocurría con la independencia– la credibilidad de las decisiones y las razones jurídicas. Lo que en realidad reconoce el juez que se abstiene es que si no lo hiciera sus decisiones podrían ser vistas como motivadas por razones distintas a las suministradas por el Derecho. Podrían interpretarse a partir de razones tan motivacionales como el parentesco o el interés en el proceso. Nótese, en este punto, que el hecho de haber dictado con anterioridad, en un proceso distinto, una resolución favorable o desfavorable a una de las partes del proceso no se considera causa de abstención o recusación –aun-que ello puediera haber afectado favorable o desfavorablemente a la re-lación personal– porque se supone que esa decisión estuvo fundada en Derecho. Vista así, la imparcialidad (y sus dos vehículos procesales, la abstención y la recusación) trata(n) de proteger no sólo el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el Derecho, sino también la credibilidad de las razones jurídicas. De nuevo pues, si lo dicho a propósito del principio de imparcialidad es acertado, no es cierto que el Derecho se desentienda del contexto de descubrimiento y las razones explicativas de las decisiones judiciales. 5. Los deberes de independencia e imparcialidad conforman dos características básicas y denitorias de la posición institucional del juez en el marco del Estado de Derecho. Conforman la peculiar forma de obediencia al Derecho que éste les exige. Independiente e imparcial es el juez que aplica el Derecho y que lo hace por las razones que el Derecho le suministra. Con ello se trata de proteger el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el Derecho y también la credibilidad de las decisiones y las razones jurídicas. Las limitaciones al derecho de asociación de los jueces, los regímenes de incompatibilidades y las causas de abstención y recusación no son juicios previos de prevaricaciones, sino más bien intentos de salva-guardar la credibilidad de las razones jurídicas. Nada hay más distorsionador para el funcionamiento del Estado de Derecho que el hecho de que las decisiones judiciales se interpreten como motivadas por razones extrañas al Derecho y las argumentaciones que tratan de justicarlas como puras racionalizaciones. Si lo dicho hasta aquí es cierto, entonces las armaciones de que al Derecho sólo le interesan el contexto de justicación y las razones jus-
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ticativas es falsa. Todo lo anterior muestra de manera suciente que el Derecho trata de controlar los motivos por los cuales los jueces actúan. Es más, y por decirlo de manera breve, en el ideal del Estado de Derecho de un juez independiente e imparcial hay algo muy parecido a la exigencia kantiana para la conducta moral, pero referido al marco institucional del Derecho: que la explicación y la justicación de la conducta coincidan. 6. Si se observa, todo lo dicho hasta ahora podría resumirse en la armación de que el juez independiente e imparcial es el juez obediente al Derecho, y ello puede provocar ciertos cier tos malentendidos que quiero evitar, evitar, ya que podrían distorsionar la discusión posterior posterior.. En la tradición jurídica, la imagen del juez obediente al Derecho ha ido ligada a la imagen cerrada y completa del orden jurídico y a una visión simplista del razonamiento jurídico. No es éste el lugar apropiado para explicarlo, pero estoy convencido de que no hay nada necesario en esa asociación de imágenes e ideas. Esto es, que puede sostenerse el principio normativo de la obediencia junto con una visión compleja del razonamiento y del orden jurídico. Finalmente, es posible que alguien interprete que todo lo anterior lleva irremisiblemente irr emisiblemente a deslizarse por la pendiente del positivismo ideológico, pues piense que lo que se está sosteniendo es que el juez debe juzgar conforme a Derecho sea cual sea la calidad moral de éste. Pero me parece que quien así piense está confundiendo dos cosas que convendría mantener bien separadas. Una cosa son los requerimientos r equerimientos de conducta generados por el Derecho -en nuestro caso, lo que el Derecho exige a sus juecesj ueces- y, y, otra muy distinta, la responsabilidad moral del sujeto que actúa conforme a esos requerimientos. En mi opinión, tomarse en serio tanto al Derecho como a la moral supone reconocer, reconocer, por un lado, cuánto hay de convención, heteronomía y violencia en el Derecho y, por otro, el carácter inalienable de la responsabilidad moral.
ARTÍCULOS
MANDATOS Y RAZO MANDATOS RAZONES NES JUR JURÍDICAS ÍDICAS DOTADAS DE AUTORIDAD* H.L.A.. Hart H.L.A Har t
U
n tema persistente en los ensayos nales de este libro gira en torno tor no a la idea de que los conceptos centrales de la teoría imperativa del derecho de Bentham, tales como mandato, permiso, hábitos de obediencia, legalidad e ilegalidad, resultan inadecuados por cuanto existen impor importantes tantes características del derecho que, además de que no pueden ser analizadas con éxito en estos términos, son deformadas en el intento de análisis de Bentham. Estas características incluyen las nociones de obligación jurídica y deber, deber, poder legislativo, gobierno gobier no limitado jurídicamente, la existencia de una constitución que conere poderes legislativos y que limita jurídicamente su competencia, y también las nociones de validez e invalidez jurídica como como distinto distinto de lo jurídicamente jurídicamente permitido y prohibido. Mi tesis parte de la base de que para entender estas características del de-recho debe introducirse la idea de una razón jurídica dotada de autoridad (que en sistemas simples incluye dar un mandato) que es reconocida por los tribunales de un sistema jurídico efectivo como constitutiva de una razón para la acción de un tipo especial. Este tipo de razón, a la que deno-mino ‘‘contenido independiente y perentorio’’ será explicada más adelante. Al abordar esta idea he sostenido un punto de vista discutido por algunos de los escritores contemporáneos: que la introducción de la idea de razón para la acción en el análisis de las características del derecho implicaría ciertamente cier tamente descartar la teoría imperativa del derecho de Bentham, pero sería todavía posible preservar preser var un rasgo ‘‘positivista’’ de dicha teoría, que que insiste en una separación conceptual entre derecho y moral. En consecuencia, en este ensayo intentaré una triple tarea. La primera es examinar críticamente la explicación de Bentham sobre lo que es un mandato y la singular teoría de la aserción y del signicado, en la que su análisis descansa parcialmente. La segunda parte muestra que, aunque la explicación de Bentham sobre lo que es un mandato es deciente en varios aspectos,
* Título del original: ‘‘Commands ‘‘Commands and authoritative legal reasons’’ reasons’’ publicado en Essays en Bentham, Clarendon Press, Oxford, 1982. Traducción de José Luis Pérez Triviño, Universitat Pom-peu Fabra, Barcelona, España. ISONOMÍA No. 6 / Abril 1997
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introduce ciertos elementos con los que la idea de una razón jurídica do-tada de autoridad puede ser construida iluminadoramente. En tercer y último lugar planteo la cuestión (aunque ciertamente no la analizo aquí) de si, como pienso, es posible acercar la noción de una razón jurídica dotada de autoridad al análisis relevante del fenómeno jurídico sin por ello re-nunciar a la separación conceptual entre derecho y moral. I Dada la importancia que Bentham atribuye a la noción de mandato, su análisis resulta sorprendentemente poco cuidado. Ciertamente dice cosas importantes e interesantes. Como expliqué en el capítulo V,1 presenta con gran originalidad y claridad los elementos de la lógica de los imperativos en su Lógica de la Voluntad donde muestra las relaciones de compatibilidad, incompatibilidad y conexión necesaria entre las cuatro ‘‘formas del imperativo’’ a las que denomina mandato, prohibición, permiso y no man-dato,2 y también identica correctamente el mandato como una forma de comunicación racional. Pero las aportaciones de su análisis son objeto de críticas que se han hecho familiares gracias a algunos lósofos contemporáneos3 en su discusión sobre los ‘‘actos lingüísticos’’ y el análisis de su signicado. La principal crítica que planteo al respecto, aunque es coherente con este moderno análisis del lenguaje y hasta apoyado en el mismo, me fue sugerida en principio por Hobbes que observó algunas cosas que, aunque simples, son esclarecedoras acerca de los mandatos, sus semejanzas y diferencias con los contratos como fuentes de obligaciones o como actos creadores de obligaciones. En todo caso, creo que no habría percibido la inmensa importancia de los comentarios de Hobbes sobre estos tópicos sino hubiese sido por el provechoso trabajo de Joseph Raz4 sobre lo que el llama ‘‘razones excluyentes’’ que se parecen en gran medida a la noción que tomé de Hobbes. Bentham nos explica, en su primera y sencilla explicación sobre la conexión entre leyes y mandatos realizada en su primer importante trabajo Se reere al artículo: ‘‘Bentham’s Of Laws in General ’’, en HART, H.L.A.: Essays on Bentham; Clarendon Press, Oxford, 1982. Págs.105-127. Nota del traductor. (En adelante OLG). 2 OLG Cap.X; cf. Cap.V supra. 3 Para este moderno análisis, que es a la vez más extenso y más complicado que el realizado aquí para elucidar la noción de un mandato, se puede ver el trabajo seminal de H.P.Grice en ‘‘Meaning’’ en Philosophical Review 66, 1967 y una crítica de esta teoría en Schiffer, Meaning, Oxford University Press, 1972. 4 Ver su Practical Reason and Norms, London, 1975; The Authority of the Law Oxford University Press, 1979. 1
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A Fragment on Government,5 que las leyes aprobadas por la legislatura son mandatos y que éstos mandatos expresan la voluntad de un superior res-pecto a la conducta de otros. No denió allí el término ‘‘superior’’, pero parece tratarlo como un sinónimo de ‘‘gobernantes’’, denido éste término como la persona o asamblea de personas a las que un número de personas se supone deben obediencia. 6 Bentham distingue entre mandatos explícitos (a los que llama ‘‘manifestación expresa de la voluntad’’) en los que la expresión de la voluntad se elabora mediante palabras, y lo que el llama mandatos ‘‘cticios’’ o ‘‘cuasimandatos’’, en los que la voluntad de los superiores se expresa mediante actos más que por actos lingüísticos (speech acts) y, esto lo ejemplica con los actos de castigo.7 Para Bentham el Common Law estaba compuesto de tales cuasimandatos, y su idea es que los jueces expresan su voluntad de que un acto se realice mediante el castigo en caso de incumplimiento y, que el soberano adopta la voluntad del juez como propia cuando le permite castigar a aquellos que desobedecen. En la denición más elaborada de derecho con la que Bentham inicia Of Laws in General8 introduce una noción más amplia de ‘‘volición’’ concebida o adoptada por el soberano; esta comprende los cuatro aspectos de la vo-luntad, mandato, prohibición, y las dos formas de permiso (no prohibición y no mandato). Distingue pues, los constituyentes del derecho como sigue: (i) una volición que es concebida por el soberano o, si es concebida por otro, es adoptada por el soberano respecto a la conducta que otras personas deben observar, las cuales están sujetas o se suponen que lo están al poder del soberano; (ii) palabras y otros signos que son declarativos de la volición concebida o adoptada por el soberano.
A esto Bentham añade que si la ley ha de producir efectos en los términos de obediencia que se propone, el legislador debe contar con ciertos
Fragment , Cap.I, 12, n.o en Collected Works 429. Op.cit. Chap.I, para. 10 en Collected Works 428; ver también Comment Alternative Draft for Chap.I (Versión alternativa del Cap. I) in Collected Works 275, donde Bentham dice: ‘‘Cuando yo hablo de un superior que crea leyes para mí, quiero decir solo que el puede hacer mayor o menor mi felicidad de lo que es ’’. Cf. Austin, op. cit .24: ‘‘Superioridad signica poder, el poder de afectar a otros con daño o mal y de ponerlos en vigor a través del temor de que el mal fashion sus conductas según los deseos del superior ’’. 7 Fragment Cap.I, para.12, o en Collected Works 429 8 OLG 1. 5 6
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motivos, y en efecto, el legislador 9 puede proporcionar por sí mismo lo que el llama sanciones auxiliares (opinión popular o sanciones divinas) y las sanciones jurídicas especícas que están respaldadas por el soberano. La posición es complicada porque a pesar de que las modernas acepciones del término sanción sugieren castigo, Bentham admite también como una clase de posibles leyes declarativas de la volición del soberano, a las que el denomina premiales (‘‘praemary’’) en las que el sujeto no es castigado por desobedecer sino que es premiado por obediente. En segundo lugar, como he explicado ya en los capítulos V y VI supra 10, Bentham al exponer su lógica de la voluntad hace uso de un sentido técnico, o como el lo denomina, ‘‘restringido’’ de la palabra ‘‘mandato’’, que simplemente describe el aspecto ‘‘decidido’’ de la voluntad del legislador sin considerar el motivo o sanción para el cumplimiento de esa voluntad. Dejaré aparte por el momento la explicación de Bentham sobre las sanciones, su contribución en la motivación de la obediencia y también la exposición sobre las dos formas de permiso. Me detendré en su análisis de los mandatos, especialmente en los dos elementos: la volición del legislador y la declaración de tal volición. Bentham no da una explicación explícita de la volición; se reere a ella como un ‘‘estado interno de voluntad’’ 11 y lo contrapone a la creencia de que es un ‘‘estado de comprensión’’, 12 puesto que voluntad y comprensión son ambos ‘‘estados mentales’’.13 Respecto a los aspectos ‘‘decididos’’ (decided) de la voluntad (mandatos y prohibiciones), que se diferencian de los aspec-tos ‘‘neutrales’’ (las dos formas de permisión), utiliza frecuentemente co-mo sinónimo de volición la expresión ‘‘deseo’’, ‘‘inclinación de la mente’’ o ‘‘voluntad respecto a un acto’’. 14 Casi todos los ejemplos del uso de estas diferentes expresiones sugieren que el mejor signicado lo ofrece la ex-presión ‘‘deseo’’, que es un deseo de que un acto sea realizado por otra per-sona. Esto es suciente hasta ahora para el componente psicológico de los mandatos que Bentham llama ‘‘volición’’. Es una condición necesaria para que una expresión sea un mandato que el emisor desee que la persona a quien el mandato se dirige realice el acto ordenado. Por supuesto, en el Principles of Morals and Legislation, Cap.III para. 12 en CW 37: Cap. XIV para. 26 en CW 172: OLG 70, 245, 248. 10 Citar tales capítulos: "Bentham's Of Laws in General " y "Legal Duty and Obligation", en HART, H.L.A.: Essays on Bentham; Clarendon Press, Oxford, 1982. Págs.105-127. Nota del 9
traductor. OLG , Chap. para.8 en CW 97. PML, Chap.XVII, para.29, n.b 2 en CW 299. 13 Ibid . 14 OLG 93, 94, 298. 11 12
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caso de la mayoría de los mandatos esta condición necesaria es satisfecha hasta el punto de que los mandatos son normalmente dados sólo cuando el emisor desea que el receptor realice el acto ordenado y, efectivamente se emiten normalmente para que aquél se lleve a cabo. Pero hay una variedad de excepciones que deben ser tenidas en cuenta en cualquier análisis completo de la noción de mandato. Así, para tomar un ejemplo cticio de la vida militar, aunque quizás no irreal, un sargento-mayor sádico disfruta castigando a un recluta incompetente y distraído al que le dicta orden tras orden esperando que olvide o yerre aquello que se le orde-nó cumplir y, de esta forma dar al sargento la opor tunidad que buscaba para imponer el castigo. Estos casos que se pueden llamar mandatos insinceros, incluyen no sólo los mandatos dados al no-inuible (counter-suggestible) para producir comportamientos contrarios a lo ordenado, sino también ejemplos más sorprendentes de mandatos que se dictan simplemente para probar obediencia, como es el caso de Dios cuando da a Abraham el man-dato de sacricar a su hijo. Está claro que en estos casos el superior no pretendió que el sujeto realizase las acciones mandadas (aunque si es cier-to que su intención fue que el sujeto creyese que sí lo fue): así parece dudoso que debamos hablar de él como emisor de una orden o mandato. Estos mandatos no sinceros, en los que el emisor no intenta en realidad que la persona realice lo que se le ordena, son parasitarios de los mandatos ‘‘normales’’ en los que el emisor realmente quiere lo mandado. Por eso, el emisor hace un uso insincero o desviado de un instr umento lingüístico convencional distintivo que, como el modo gramatical imperativo es el utilizado para dar mandatos normales. Bentham no reparó en este caso pero en su análisis descriptivo de los mandatos explicados, la diferencia entre un mandato sincero y un mandato insincero sería simplemente la diferencia que existe entre un enunciado descriptivo verdadero y uno falso en primera persona. Me referiré ahora al segundo elemento de la explicación de Bentham sobre el mandato: las palabras u otros signos que constituyen una ‘‘declaración’’, como así denomina a la volición del superior. Bentham no ofrece una denición explícita de declaración,15 pero parece haber pensado coherentemente en los mandatos y prohibiciones como aserciones o enunciados de un hecho, del que el emisor tiene una volición apropiada. De esta manera, los mandatos incluyen al menos, un enunciado de que el emisor desea una acción que ha de realizarse y la forma de permiso que Bentham llama no mandato es un enunciado asertivo negativo de que no es el caso de que el emisor desee que la acción sea realizada. Así también, El usa como sinónimo "manifestación" in PML, Chap.XVI, para.25, n.2, in CW 206, y más frecuentemente "expresión", e.g. OLG 94, 99, 298. 15
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mutatis mutandis, para la prohibición y no prohibición, a la que nalmente Bentham denomina permiso. Aunque Bentham dice muchas cosas interesantes sobre la diferencia entre el indicativo o como él lo llama, el estilo asertivo del discurso, y, el imperativo, y la forma en que el primero enmascara al segundo,16 sin em-bargo, no tiene éxito en identicar la diferencia radical de la función comunicativa que cumplen normalmente. Para Bentham, un mandato es un tipo de aserción que se diferencia de otros únicamente porque es especícamente una aserción en torno a la volición del emisor sobre la conducta de otros. No la reconoce como una forma de discurso no-aser tivo. Esto no es únicamente sugerido por la circunstancia de que calica a las palabras que se utilizan para emitir mandatos como ‘‘declaraciones’’ de volición, sino que además Bentham realiza dos observaciones que inciden en ello. Primero, sostuvo en general que para expresar cualquier cosa en un discurso, ya sea la expresión de una voluntad o creencia, se arma 17 algo acerca de voluntad o creencia propia. Segundo, consideró que las formas lingüísticas imperativas ordinarias utilizadas para dar mandatos son esencialmente elípticas y, cuando se maniestan en toda su extensión muestran el hecho de que son aserciones sobre la voluntad del emisor. De este modo, arma que la forma imperativa ‘‘Mata al ladrón’’ es una forma elíptica de decir ‘‘Mi voluntad es que mates al ladrón’’18 y una ley que expresa ‘‘No exportar trigo’’ es una forma elíptica de la aserción ‘‘Es mi deseo que no se exporte trigo’’. 19 Si esta doctrina, basada en la idea de que los mandatos y prohibiciones son aserciones acerca de las expresiones de voluntad, parece un craso error es debido a que Bentham no fue el único que no comprendió la distinción entre lo que se dice o signica en el uso de una frase, ya sea imperativa o indicativa, y el estado o actitud mental o volitiva que la expresión/proferencia de una frase expresa. Esto último puede, en efecto, ser implicado mediante el uso de la frase, aunque no armado. Cuando digo ‘‘Cierra la puerta’’ quiero decir, aunque no lo enuncie, que deseo que la puerta esté cerrada. Igualmente si digo ‘‘El gato está en el felpudo’’ quiero decir, aunque no lo arme que creo ese es el caso. Actualmente, los lósofos están familiarizados con esas distinciones que les permiten en cualquier proposición ‘‘p’’ no mencionar la creencia del hablante, para explicar la extrañeza de decir ‘‘p, pero no creo que p’’ sin mantener que hay aquí una contradicción o que p signica o supone que yo creo p. Lo OLG 106, 178-9, 302, 303 17 PML Cap.XVII, para.29, n.b 2 en CW 299-300. 18 PML loc.cit. 19 OLG 154. 16
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mismo ocurre, por supuesto, con la relación entre ‘‘Cierra la puerta’’ y ‘‘No quiero que cierres la puerta’’. Pero Bentham, al igual que Hume, parece no distinguir entre informar y expresar un ‘‘sentimiento’’, pues carecía del instrumental moderno para realizar este tipo de distinciones; por otro lado, su doctrina de que los mandatos son aserciones sobre la voluntad del emisor resultaba grotescamente semejante a la doctrina que aparece en sus primeros escritos. En estos, los enunciados ordinarios de hechos en modo indicativo, tales como ‘‘El gato está en el felpudo’’, eran formas elípticas de armar que el emisor tenía una determinada creencia. Bentham sostuvo incluso que la forma más simple de las proposiciones es compleja. Citando de nuevo su propio ejemplo,20 ‘‘si yo digo ‘Eurybíades golpea Temístocles', todo lo que armo o puedo armar es ‘‘Es mi opinión que Eurybíades golpea Temístocles’’. En la Introducción he esbozado y refutado las paradojas que podrían resultar si esta tesis fuese tomada en cuenta. Esa perspectiva, junto con la doctrina de que las formas ordinarias de oraciones indicativas e imperativas son elípticas es evidentemente errónea; y las diferencias entre mandatos y enunciados tampoco se encuentra en la distinción entre dos tipos de enunciados, uno que arma que el emisor cree algo, y otro que arma que el emisor desea que se realice algo. Dicha distinción debe, en consecuencia, buscarse en otro lugar. Es más interesante quizás lo mencionado ya en el capítulo V sobre la lógica de la voluntad, como él denomina a su explicación sobre la compatibilidad e incompatibilidad entre órdenes, prohibiciones y permisos. Esta parece reejar una concepción de éstos como enunciados de la voluntad del superior y, no como formas de discurso no asertivo. En consecuencia, habla por ejemplo, de una prohibición y un permiso como contradictorios, pues se da siempre el caso de que cualquier acción está, o bien permitida, o bien prohibida, pero no ambas a la vez. Esto puede mantenerse como una verdad obvia en el caso de que las oraciones que expresan prohibiciones y permisos son asimiladas a indicativas. También lo es en el caso de que una prohibición se identique con el enunciado de que el emisor desea que la acción no se realice, y si el permiso de un acto se asimila a una armación de que no es el caso que el emisor desee que el acto no se realice. Así también, todo el resto de relaciones que Bentham identica (contrarias, contradictorias etc.) pueden integrarse en la lógica formal ordinaria de proposiciones junto con la suposición de que el signicado del verbo ‘‘desear’’ no incluye desear que un acto se realice y desear simultáneamente que un acto no se realice por la misma persona. Si abandonamos esta explicación de lo que es mandar y también esta suposición sobre el signicado del verbo ‘‘desear’’, que es algo que Bentham no nos 20
Essay on Logic, Works VIII, 321.
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propuso pero que yo he intentado suministrar en el capítulo V, es necesario mostrar que los mandatos, prohibiciones y permisos se relacionan entre sí de forma sucientemente análoga a las relaciones de contradictoriedad y contradicción entre enunciados que tiene valores de verdad. Sin embargo, habría algo más apreciable en la explicación de Bentham sobre el mandato como aserción. Al respecto, creo que se ha señalado de forma equivocada o torpe un punto de bastante impor tancia, en el cual el análisis losóco contemporáneo sobre el signicado ha incidido notablemente: que un mandato es una forma de comunicación humana y, que la manera en que su expresión pretende disponer al destinatario a realizar la acción es muy distinta a la forma en que alguien que dice ‘‘Bu’’ pretende que su expresión haga saltar a una persona y, también es muy diferente de la manera de cómo se intenta que el receptor vaya a su casa cuando se le dice ‘‘Tu casa se quema’’. En algún sentido es cierto que quien ordena intenta que su receptor perciba lo que dice como una expresión de su deseo de que ha de realizar alguna acción, pero la cuestión es ¿en qué sentido es esto cier to? Bentham advirtió que los mandatos, en cuanto expresión de la voluntad, pertenecen a una amplia clase de expresiones en las que también se incluyen invitaciones, exhortaciones, peticiones, al igual que ciertas formas de dar advertencias. También observó correctamente que el lenguaje común no tiene palabras para esta amplia clase,21 para la que los lósofos contemporáneos utilizan algunas veces el término clasicatorio general ‘‘imperativo’’. Bentham, además, vió que en las expresiones de este tipo, el emisor dice lo que hace con la nalidad de disponer al receptor a que realice un acto por ciertas razones: su uso, por lo tanto, es una forma de comunicación entre seres racionales. Por último, estas expresiones tienen también en común usar instrumentos lingüísticos, el modo imperativo, para desempeñar su función de comunicación, aunque ésta también podría ser cumplida, mediante otras formas lingüísticas. Ahora la insistencia de Bentham en que un mandato es una aserción expresada elípticamente en la que el emisor desea que el receptor realice un acto debe considerarse, quizá algo caritativamente, como una forma de señalar que en estos casos aquél habla con la intención de que el segundo no sólo actúe, sino que también pretende que reconozca que aquella es su intención. Este reconocimiento debe funcionar, al menos, como una de sus razones para actuar. Es este último rasgo el que permite diferenciar entre ‘‘Salta por favor’’, en el que se manda a una persona saltar, de ‘‘Bu’’ que aunque tiene el mismo propósito, está claro que sólo ofrece una condición necesaria para que una expresión se convierta en un imperativo. Cuál 21
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es la condición suciente es una cuestión sometida todavía a un complejo debate entre lósofos que, en general aceptan lo que se puede llamar el aná-lisis el reconocimiento de intención del signicado imperativo. Bentham tuvo, por tanto, razón al pensar que esto forma par te de la acción de mandar y del resto de actos lingüísticos imperativos que normalmente usan el modo imperativo. En estos el hablante pretende que el receptor reconozca su deseo de que debe realizar el acto. Donde se equivocó fue en no ver o, en no dar sentido a dos cosas. Primero, que estrictamente lo que el superior quiere de su receptor no es únicamente que reconozca su deseo de que el acto sea realizado, sino que más especícamente su intención al hablar es que el receptor realice el acto mediante del reconocimiento de la intención con que habló. En otras palabras, el superior se propone que el receptor reconozca que dar un mandato es un paso intencional que va más allá de las intenciones del superior de que el receptor realice el acto. En segundo lugar, el uso del modo imperativo no es como Bentham dijo una forma de aserción elíptica: no es una manera de armar que el hablante desea que algo sea realizado, pues, a pesar de que cuando el hablante usa el modo imperativo menciona el contenido de su deseo o intención, no arma que tiene tal deseo o intención. Así, la manera en la que el superior aspira que su receptor reconozca su pretensión de que realice el acto no es, mediante una creencia en la verdad de lo que expresó, sino por medio de una inferencia realizada independientemente de la cuestión de la verdad o falsedad de lo dicho. Si un hombre le dice a otro ‘‘Abandona la habitación’’, intenta que el receptor inera su intención de igual manera que podría inferirla cuando aquel le empuja hacia la puerta. En ambos casos se le pi-de al receptor inferir lo que el hablante realiza con la mención del conte-nido de su deseo a través de las palabras y con el acto de ser empujado por otro. Ambos actos pueden reconocerse como cosas que la gente hace cuan-do desea que otros abandonen la habitación y, como un paso para asegurarlo. En un caso el medio usado es el lingüístico convencional; en el otro es un medio natural. Lo dicho anteriormente sobre este punto está lejos de ser un completo análisis de los mandatos u otros actos lingüísticos imperativos. He desarrollado sólo ciertas condiciones necesarias de una expresión que constituye un mandato y, he llevado el análisis sólo hasta el punto necesario para jar la atención en el hecho de que, donde un mandato es sincero, el su-perior pretende que, al menos, la expresión de su intención funcione como par te de las razones del receptor para hacer el acto en cuestión. Pero efec-tivamente hay algo bastante distintivo en el caso de un mandato, en el que la expresión de intención pretende constituir una razón para la acción, y en este sentido, debo volver ahora a Hobbes, quien fue, a mi juicio, el primero en darse cuenta de este rasgo distintivo, pues dijo algo, que aunque breve, iluminó este punto.
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Hobbes, igual que Bentham, pensó que todas leyes del soberano eran mandatos, pero a diferencia de Bentham, éstos mandatos serían leyes únicamente si se dirigieran a aquellos que están bajo una obligación anterior de obedecer, y su explicación de esta obligación precedente fue que surgía del pacto o contrato de obediencia al superior. Por tanto, la idea de Hobbes sobre el soberano que dicta mandatos que son leyes es que ejerce un derecho surgido del contrato celebrado por los individuos. Bentham, sin embargo, no hizo surgir este derecho de la obligación precedente de obedecer, ni del contrato social, ni tampoco de la idea de que al crear leyes el soberano estaba ejerciendo un derecho o poder normativo; en cambio, tal y como muestra en el capítulo IX, dene al soberano en términos descriptivos no-normativos, como quien es habitualmente obedecido por los sujetos y a su vez no obedece a nadie. De todas maneras, Hobbes al discutir la noción general de un mandato y al diferenciarlo del simple consejo o advertencia en forma imperativa dijo algo que Bentham no señaló. Hobbes en el capítulo XXV de su Leviatan dice ‘‘Mandato es cuando un hombre dice: haz esto o no hagas esto, sin esperar otra razón que la voluntad del que formula el mandato’’.22 Con esto, Hobbes señaló que el superior pretende de una manera característica que el receptor acepte su voluntad como guía de acción en lugar de la suya propia y, así sustituirla por cualquier deliberación o razonamiento propio: la expresión de la voluntad de un superior de que un acto debe ser realizado pretende precluir o separar cualquier deliberación independiente sobre los méritos y contras de realizar el acto. La expresión de la voluntad del superior en general no pretende funcionar dentro de las deliberaciones del receptor como una razón para hacer el acto, ni tampoco como la razón más fuerte o dominante, pues esto presupondría que la deliberación independiente fue llevada a cabo. En lugar de esto el superior pretende separarla o excluirla. Esto es precisamente, según creo, lo que se quiere decir al hablar de un mandato como requerimiento de una acción y cuando se denomina a un mandato como una forma ‘‘perentoria’’ de tratamiento. En efecto, la palabra ‘‘perentoria’’ de hecho sólo signica separar la deliberación, debate o argumento. El término con este signicado viene al idioma inglés del Derecho Ro-mano, donde fue usada para señalar ciertas etapas procedimientales que evitan o expulsan ulteriores argumentos. Si tenemos esto presente podemos llamar las razones que el superior pretende de su receptor, razones ‘‘perentorias’’ para la acción. Por supuesto que el superior puede no lograr que su receptor acepte la pretendida razón perentoria como tal. Este puede rechazar o puede no tener ninguna disposición a aceptar la voluntad del superior como un 22
Leviatan, Cap. XXV.
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sustituto de su deliberación independiente, y es típico del mandar que, en caso de que la intención primaria perentoria fracase, se añadan razones ulteriores para la acción, en la forma de amenazas de inigir al emisor algo desagradable en caso de desobediencia. Estas razones adicionales están verdaderamente dirigidas a funcionar dentro de la deliberación del receptor como razones dominantes o más fuertes, sucientes para sub yugar cualquier inclinación contraria. Pero estas razones secundarias son en algún sentido, un pis aller: son provisiones secundarias para el caso de que las razones primarias perentorias no sean aceptadas como tales. Sin em-bargo, es importante observar que si se concentra la atención sobre las amenazas de sanción que comúnmente acompañan al acto de dar mandatos, se obscurece el más importante rasgo que diferencia mandar de los muchos otros actos lingüísticos que pueden realizarse usando el modo imperativo. Lo dicho hasta ahora es suciente en relación al carácter perentorio de las razones para la acción que se incluyen en la noción de un mandato. Me dirijo ahora a identicar un segundo rasgo importante de las razones que tienen la intención de ser operativas cuando se expresa un mandato. Llamaré a este rasgo de las razones ‘‘independiente del contenido’’ Este es un término que usé hace años23 en el intento de diferenciar entre la noción de obligación y la noción general de lo que moralmente ‘‘debe’’ realizarse. La independencia del contenido de los mandatos radica en el hecho de que un superior puede emitir mandatos muy diferentes a la misma o diferentes personas sin que tengan nada en común, a pesar de lo cual superior pretende con todas ellas que sus expresiones de intención sean tomadas como razones para su realización. Por consiguiente, pretenden funcionar como una razón independiente de la naturaleza o carácter de las acciones que deben ser realizadas. Está claro que en esto se dife-rencia notablemente de aquellos casos standards de razones para la acción donde entre la razón y la acción existe una conexión de contenido: allí, la razón estaría valorada o deseada por consecuencias respecto a las cuales la acción es un medio (mi razón para cerrar la ventana sería evitar el frío), o sería alguna circunstancia dada respecto de la cual la acción funcionaría como un medio para consecuencias deseadas (mi razón para cerrar la ventana fue que sentía frío). A mi juicio, es cierto que las razones con estas dos características que he llamado perentorias (o que excluyen deliberación) e independiente del contenido, se encuentran involucradas en muchas operaciones normativas interpersonales junto a los mandatos. Por ejemplo, ambas están in-cluidas en las promesas: una promesa pretende ser una razón simple para el cumVer mi ensayo sobre "Legal and Moral Obligation" en Essays on Moral Philosophy, Melden, Seattle, 1958. 23
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plimiento de la acción cuando el tiempo ha transcurrido como también pretende excluir deliberaciones libres y normales sobre los mé-ritos de su realización. Según creo, esto es lo que se quiere decir cuando se habla del que promete como obligado a cumplir la acción. Cualquier explicación completa de la manera en la que una promesa crea una obli-gación debe incluir el hecho de que una promesa es una razón para la acción perentoria o que excluye la deliberación. En vista de que nosotros prometemos realizar muy diferentes tipos de acciones que no se relacionan entre si, dar una promesa se contempla como una razón para hacer la acción prometida que tiene, además, el rasgo de independencia del con-tenido. Si bien esto es cierto, la serie de posibles acciones que uno puede prometer válidamente hacer no es ilimitada y no incluye acciones inmorales o que pretenden ser dañosas para el destinatario de la promesa. II La relevancia de los dos rasgos del mandato, el carácter perentorio y el contenido independiente de las razones para la acción, respecto de la le-gislación y de los casos de creación de derecho es la siguiente. Es ob viamente verdadero, como dije, que una intención perentoria primaria de un superior puede no ser realizada; la persona ordenada puede no aceptar el mandato como razón perentoria y, en cualquiera caso, puede no obedecer el mandato o, si lo obedece puede hacerlo sólo por temor al castigo tras una deliberación completa de los pros y los contras. Por otro lado, el man-dato puede ser tomado justo como el superior se propuso que fuese to-mado: como tal razón perentoria de manera que el receptor obedece sin deliberar sobre los méritos de lo ordenado. Incluso puede darse el caso de que el superior, antes de emitir su mandato, tenga amplias razones para creer que aquellos a los que dirige su mandato están generalmente dis-puestos a reconocer en sus palabras (siendo indiferente lo que se mande o quizá, sólo reconociendo aquellos mandatos que estén dentro de determinados campos de conducta) una razón perentoria para hacer lo que es mandado. Dicha situación de reconocimiento (que puede estar motivada por cualquier tipo de razones últimas) de las palabras del superior como generalmente constituyentes de razones perentorias para la acción independiente del contenido es una actitud normativa distintiva, y no sólo un mero ‘‘hábito’’ de obediencia. En mi opinión, esto constituye el núcleo de un conjunto de fenómenos normativos conexos, donde se incluye, no sólo la noción general de autoridad, legislación o creación de derecho, sino otros casos en los que no podemos mediante palabras o documentos, presentar, separar o distinguir la existencia de obligaciones de un tipo u otro.
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Si consideramos como modelo de superior a aquel individuo situado en un grupo social donde la actitud normativa hacia esas órdenes es extensamente compartida, esto es, donde hay una aceptación general de las ex-presiones de voluntad del superior como decisiones o razones perentorias para la acción, entonces pueden existir cuatro variantes. Primero, los man-datos pueden dirigirse a particulares y referirse a acciones singulares o bien, pueden dirigirse como mandatos generales a clases de personas y referirse a acciones genéricas. En segundo lugar, aquellos que están dispuestos a reconocer las palabras del superior como constitutivas de ta-les razones para la acción pueden tener muy diferentes razones para mantener esa disposición, aunque no se excluye como absurda la posibilidad de que alguien carezca de razones para esta actitud, más allá de un deseo de agradar o una simple satisfacción que podría encontrar al iden-ticar su voluntad con la del superior. Algunas personas pueden tener o no una razón moral o la creencia fundada para creer que los mandatos han si-do promulgados probablemente en el mejor interés de todos o, que coordinarían las acciones de personas diferentes de un manera generalmente beneciosa o que serían justas o equitativas. Otros incluso pueden adoptar esta actitud como parte de una tradición en la que ellos han sido instruidos o simplemente porque desean hacer aquello que hacen otros. Otros in-cluso pueden adoptar esta actitud para evitar tener que enfrentarse a la alternativa demasiado peligrosa de calcular cada vez de nuevo si obedecer supera la posibilidad de ser castigado por desobediencia o, pueden adoptar esta actitud con la esperanza de obtener recompensas. En tercer lugar, las palabras del superior pueden ser tomadas por aquellos a lo que han sido ordenados a actuar no sólo como una guía pe-rentoria para la acción, sino que también podrían ser tomadas como un standard de evaluación de la conducta de otros individuos como incorrectas o correctas, justas o injustas (aunque no necesariamente moralmente justas o injustas) y que vuelven inobjetable y permisible aquello que normalmente es ofensivo, esto es, serían demandas de conformidad o for-mas variadas de presión coercitiva sobre otros para que se conformen, reconozcan o no a los mandatos como razones perentorias para sus propias acciones. En cuarto lugar, la actitud normativa de reconocimiento de las palabras del superior como tales razones sería desarrollada extensamente en todo el grupo; todo o casi todo sería compar tido, aunque por diferentes y ocultas razones. Por otro lado, puede estar estrechamente reducido y, puede ser únicamente compartida por aquella minoría bien organizada o poderosa capaz de ejercer sobre la mayoría la coerción mediante amenazas con el objetivo de que presten aquiescencia. O bien, la mayoría puede conformarse a los mandatos dados, no porque los perciban como razones para la acción, sino simplemente porque sus contenidos coinciden generalmente
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con lo que ya están dispuestos a realizar por razones prudenciales o morales, independientemente de la promulgación del mandato. Este modelo de una situación de mandato normativo puede ser contemplada como una forma embrionaria de sociedad en la que existe un sistema jurídico en vigor. Es embrionario porque carece de un rasgo de importancia crucial cuya incorporación transformaría al modelo de formas diferentes. Este rasgo ausente es la existencia de agencias de creación y aplicación del derecho que dirigen efectivamente la sanción de los mandatos del superior en casos particulares como también su aplicación al conjunto de disputas. Donde existen tribunales con esta función, la actitud normativa de reconocimiento de los mandatos (por una parte, como razones para la acción perentorias independientes del contenido y, por otra, como patrones públicos de valoración de conductas como justas o injustas, correctas o incorrectas), está ella misma institucionalizada y el deber de conformarse con estos patrones está unido al ocio del juez y es asumido por los jue-ces individuales cuando ocupan ese cargo. Discutiré más tarde una manera importante que esta institucionalización del reconocimiento de las palabras del superior como razones perentorias para la acción transforma el modelo embrionario y sencillo; pero aquí deseo acentuar que incluso en esta situación social pre-jurídica y embrionaria están presentes algunos de los elementos esenciales que constituyen la autoridad práctica: la diferencia entre tener autoridad y el poder coercitivo sobre otras personas. Tener tal autoridad es expresar una intención compuesta de razones para la acción perentorias independiente del contenido. Pero este mismo sistema embrionario también indica como han de ser comprendidos algunos de los rasgos de un sistema jurídico desarrollado a los que el análisis de Bentham distorsiona en términos de mandatos y hábitos de obediencia. Entre estas características están las ideas de que un legislador, incluso aquel que es supremo, ejerce autoridad jurídica o poder jurídico y no sólo un poder coercitivo; la idea de que este poder jurídico puede estar limitado jurídicamente y no ser simplemente inefectivo respecto de ciertas áreas de con-ducta; y en tercer lugar, la idea de que la legislación puede ser valorada en términos de validez o invalidez, y no sólo como permitida o prohibida o sino también como exitosa o inexitosa al provocar de diferentes maneras la realización de ciertas conductas . De este modo el reconocimiento general en una sociedad de las palabras del superior como razones perentorias para la acción es equivalente a la existencia de una regla social. Desde una perspectiva esta regla suministra una guía general y un standard de evaluación de la conducta de los su-periores, de manera que puede ser formulada como la regla de que el superior debe ser obedecido que impone obligaciones sobre el sujeto. Desde otra perspectiva, conere autoridad al superior y le proporciona una guía del ámbito o manera de ejercicio de ese poder; esto puede ser
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engañoso proceder a una analogía con un sencillo mandato o una orden que expresa la voluntad de un individuo. Quizá hasta sería mejor usar la palabra técnica empleada por los conveyancing lawyers,24 ‘‘operativa’’ o la palabra introducida por J.L Austin, ‘‘realizativa’’,25 en lugar de palabras como ‘‘imperativo’’ o ‘‘prescriptivo’’ que son utilizadas comúnmente para caracterizar el acto de legislar. Esto no conduce a ningún tipo de conexión especíca con un mandato, pero incide iluminadoramente en la similitud existente entre creación de derecho y otras prácticas gobernadas por reglas o convenciones mediante las que se crean nuevas razones o guías para la acción. Me reero no sólo la referencia a cosas que los juristas están acostumbrados a llamar transacciones jurídicas que modican derechos (jurídicos) tales como testamentos, arrendamientos, contratos y similares, sino también transacciones no jurídicas como prestar un juramento (the taking of a vow) o dar una promesa (the giving of a promise) donde los individuos crean obligaciones para ellos mismos y sus palabras son reconocidas como razones perentorias independientes del contenido para su propia acción. Lo que es crucial para la legislación es que ciertas cosas, dichas o hechas por ciertas personas que pueden ser interpretadas como guías de acciones, deben ser reconocidas por los Tribunales como constituyentes de tales razones perentorias para la acción y también como actos que crean leyes. Esta generalización de la idea de razones para la acción independiente del contenido más allá del caso particular de los mandatos, permite espacio para algo de gran importancia a lo que la teoría imperativa de Bentham basada en la idea de un mandato fracasó en acomodarse. Este rasgo seña-la que en la mayoría de sistemas jurídicos hay diferentes fuentes de derecho o criterios últimos de validez jurídica reconocidos por los Tribunales. Estos no son formas de acciones legislativas ni derivadas de tales acciones. Sin embargo, en algunos sistemas podrían estar subordinadas a esas disposiciones legislativas, en el sentido de que en caso de conicto las exigencias de aquellas prevalecerían sobre los requisitos jurídicos identicados en referencia a otras fuentes. De este modo, los diferentes tipos de prácticas consuetudinarias (locales, comerciales) pueden ser reconocidas por los Tribunales (aunque sin duda sometidas a varias conEste término inglés se reere a aquellos juristas que se dedican a la ciencia o al arte de preparar documentos para transferir e investigar títulos de propiedad real y otros derechos. También pueden ocuparse de los documentos que crean, denen, o extinguen tales derechos. En denitiva, este tipo de juristas realizarían unas tareas similares a las que realizan los notarios y registradores en el Derecho español. Ver: Black's Law Dictionary. Denitions of the Terms and Phrases of American and English Jurisprudence, Ancient and Modern by Henry Campbell Black; 4¦ ed. St.Paul, Minn. West Publishing Co., 1968. Nota del Traductor. 25 Austin, How to do Things with Words, 2a. ed.,. Oxford University Press, 1975. 24
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diciones limitadoras como la extensión del tiempo, razonabilidad etc.) como razones para la acción independiente del contenido y por tanto, haciéndolas obligatorias jurídicamente. De manera similar, en un sistema donde hay una teoría estricta de precedentes, la decisión del juez en un caso particular o una línea suciente de casos, puede ser reconocida como un hecho que constituye una razón perentoria para decidir casos parecidos, es decir, como creación de una regla jurídica general, a pesar de que no es un mandato. Este reconocimiento de razones independiente del contenido como fuentes del Derecho, que aunque no se derivan de disposiciones legislativas se subordinan a ellas, elimina la necesidad de la elaborada pero fracasada explicación benthamita sobre el status de dichas fuentes como fuentes del derecho debido a formas ‘‘tácitas’’ de mandatos legislativos. Lo que tales fuentes de derecho tienen en común no es que sean mandatos, sino que son reconocidas como formas diferentes de razones perentorias independientes del contenido. Más importante es que la noción de razón para la acción perentoria independiente del contenido o algo análogo introduce la noción general de autoridad, que no es sólo autoridad sobre personas en cuestiones de conducta, sino también autoridad sobre materias cientícas o teóricas y, por tanto, incluye un sentido de autoridad en materias de creencia más que de conductas. Este es el caso de algunos grandes cientícos que al ser con-siderados como una autoridad sobre alguna materia, por ejemplo astrofísica, entonces dentro de ese ámbito su armación –‘‘Aristóteles lo dijo’’– se acepta como creación de una razón para creer lo que dice sin una valoración de los argumentos en pro y en contra; es decir, sin una deliberación teórica que considere y valore los méritos o las razones de peso para creer lo que dijo. Aunque el enunciado de una autoridad sobre alguna materia no se percibe como creación de una obligación para creer, la razón para creer constituida por el enunciado de la autoridad cientíca es en algún sentido perentoria, pues es aceptada como una razón para creer al margen de una investigación independiente o de una valoración de la verdad de lo declarado. Es también independiente del contenido ya que su status como razón no depende del signicado de lo declarado, en tanto cae dentro del área de su conocimiento par ticular. III Ahora quiero usar este último caso de autoridad sobre materias teóricas para hacer una advertencia frente una posible mala interpretación de lo que he dicho. Ciertamente pienso que un desplazamiento de la noción
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de mandato a la noción de razón perentoria independiente del contenido necesita superar la deciente explicación benthamita sobre el derecho y su creación, como también explicar su ‘‘normatividad’’. Esto no lo hago mediante cualquier medio, sino que pienso que si se procede a dicho trán-sito debemos nalmente haber resuelto la cuestión concerniente a la relación entre derecho y moral causada por el rechazo de la existencia de cualquier tipo de conexión conceptual o necesaria entre ellos. El tema puede ser ilustrado por referencia al concepto de autoridad sobre materias teóricas de la siguiente manera. Para ser una autoridad sobre alguna materia un hombre debe realmente tener algún conocimiento superior, inteligencia o sabiduría que haga razonable creer que lo que dice sobre tal materia es probablemente más cierto que el resultado alcanzado por otros individuos a través de investigaciones independientes; esto es, que es razonable para ellos aceptar las declaraciones dotadas de autoridad sin tales investigaciones o evaluaciones independientes de sus razonamientos. De aquí surge que la caracterización de la persona que es una autori-dad sobre una determinada materia, no es sólo una cuestión de cómo sus enunciados son de hecho contemplados, sino que supone que tiene la experiencia (conocimiento) necesaria. Además, considerar a una persona como una autoridad cientíca, aunque sea de una manera equivocada, es creer realmente que tiene las cualicaciones o el conocimiento superior que harían razonable creer los enunciados que emite en el marco de su competencia, sin investigaciones independientes sobre ellos. La idea es que la autoridad es un experto cualicado de una manera conveniente y de aquí la razonabilidad de tratar sus enunciados de esa manera. Esto in-troduce las ideas de ser una autoridad y de ser contemplado (correcta o incorrectamente) como tal autoridad. El enunciado ‘‘X es una autoridad cientíca’’ compromete al hablante a creer que X está cualicado de una manera apropiada, mientras ‘‘X es contemplado como una autoridad cientíca’’ sólo compromete al hablante a creer que alguien cree que X está cualicado. El estilo general de la teoría positivista del derecho (de la cual forman parte la obra de Bentham y la mía propia) niega que exista alguna cone xión conceptual o necesaria entre derecho y moral y en consecuencia atribuye (como ya he explicado en el capítulo V) a las expresiones como derechos y deberes jurídicos signicados que no suponen ese tipo de conexión. Contra ella se ha insistido en que hay efectivamente un fuerte paralelismo entre ser una autoridad teórica y tener una autoridad práctica, (por ejemplo, autoridad legislativa sobre gente) lo cual muestra que la tesis positivista está equivocada. El paralelismo sugerido es que al igual que el caso de un cientíco, si gura como una autoridad sobre su materia, debe haber buenas razones para aceptar sus pronunciamientos como razones sucientes para creer en sus declaraciones sin investigación in-
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dependiente, por tanto en el caso de una autoridad legislativa debe haber buenas razones para aceptar sus disposiciones legislativas como razones sucientes para creer lo que arma sin investigación independiente; así en el caso de una autoridad legislativa debe haber buenas razones para aceptar sus disposiciones legislativas como razones perentorias para la acción, o al menos, algunos deben creer que hay tales buenas razones. En el caso de autoridad teórica las buenas razones están dadas por su superior conocimiento y esto es anterior a la noción de autoridad teórica, la cual no puede ser explicada sin referencia a ello; en el caso de la autoridad legislativa, como en cualquier forma de autoridad práctica sobre individuos, para aceptar sus disposiciones legislativas como razones para la acción perentorias y independiente del contenido, las buenas razones deben ser mo-rales. La legitimación moral de un legislador puede surgir obviamente de diferentes maneras: puede provenir del hecho de que la composición de la legislatura, por ejemplo en una democracia parlamentaria, se conforma con principios de gobierno moralmente aceptables; o puede surgir del hecho de cualquiera que sea la composición de la legislatura o su defecto, asegura el orden y la necesaria coordinación para un vida social tolerable y sin ello, habría males mayores que los que el gobierno pudiese perpetrar. La cuestión de si efectivamente se produce este paralelismo entre autoridad teórica y autoridad legislativa provoca interrogantes parecidos a aquellos suscitados por las cuestiones discutidas en el capítulo VI, es decir, si hay un componente moral esencial en la idea de obligación jurídica de modo que los enunciados de obligaciones jurídicas (si nalmente son enunciados ‘‘obligatorios’’ en el sentido de obligación explicado aquí) son una forma de juicio moral. Al efecto, debe ser recordado que en el capítulo VI distinguí dos formas de teoría opuesta a la doctrina positivista, según la cual la obligación jurídica y moral no están conceptualmente conectadas. La primera forma extrema de esta teoría arma que una obligación jurídica es en realidad una especie de obligación moral, mientras que la segunda y moderada forma de teoría sostiene únicamente que para que existan obligaciones jurídicas se necesita únicamente la creencia, verdadera o falsa, de que lo jurídicamente exigido es moralmente obligatorio, y que sólo los enunciados comprometidos de obligaciones jurídicas llevan la implicación de tal creencia. Hay una posibilidad similar (admitida en mi descripción inicial del sugerido paralelismo) de una forma extrema y otra moderada de la teoría aplicada al paralelismo entre autoridad legislativa y teórica. La tesis extrema sostiene, que para que exista una autoridad legislativa efectivamente debe haber razones morales objetivamente buenas para aceptar sus disposiciones como razones perentorias para la acción, mientras que en la tesis moderada sólo se necesita la creencia de que hay tales razones morales o incluso, como en la versión de Raz, únicamente la apariencia, la disposición a reconocer o la indicación de tal
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creencia.26 No discutiré aquí la forma extrema de esta teoría ya que en el capítulo V intenté demostrar que la explicación de Dworkin sobre la co-nexión conceptual entre derechos y obligaciones jurídicas y derechos y obligaciones morales es claramente incapaz de explicar aquello que Dworkin dice debe ser admitido, como por ejemplo que lo que es correcto jurídicamente no es siempre moralmente justo, y pueden existir sistemas jurídicos moralmente injustos donde el derecho claramente establecido origina, sin embargo, derechos y obligaciones jurídicas. La tesis moderada sostiene, en cambio, que para que exista la autoridad legislativa únicamente es necesario creer en su legitimación moral y en los casos límites tal creencia puede ser restringida a los tribunales y ór-ganos ociales del sistema jurídico. Esta teoría presenta un tipo más interesante de conexión conceptual entre derecho y moral. Su principal apor tación, por lo menos en lo que afecta a la exposición en este capítulo sobre la idea de una razón dotada de autoridad, es que fue una equivocación mía no incluir entre los constituyentes de las creencias de los tribunales para aceptar un mandato legislativo como razones jurídicas dotadas de autoridad aquel elemento referente a la creencia aceptada en la legitimación moral de la legislatura o al menos una disposición para manifestar tal creencia. Pienso que el principal argumento en que se apoya esta crítica insiste en que la noción de aceptación de alguna consideración como una razón jurídica dotada de autoridad no puede sostenerse aisladamente. ¿Cómo puede una creación de la razón humana, como un mandato o el cumplimiento con un procedimiento legislativo, ser en sí mismo o ser creído, una razón para la acción? Seguramente, la crítica insistiría en que tales productos de la voluntad humana podrían ser tales tipos de razones únicamente si hubiera alguna razón adicional no articial para tomar a las primeras como guías para la acción; y la única clase de razón adicional que explicaría satisfactoriamente lo que los tribunales dicen y hacen, implica sus creencias en la legitimación moral de la legislatura. Este argumento, a mi juicio, va demasiado lejos y fracasa en el último paso. Estoy de acuerdo en que sería extraordinario si los jueces no dieran respuestas a las cuestiones referentes al por qué en sus actuaciones están dispuestos a aceptar disposiciones de la legislatura como determinantes de los standards de conducta judicial correcta y, como razones constitu yentes para aplicar y poner en vigor disposiciones particulares. Pero si todo lo que se requiere es que los jueces deban tener algunos motivos comprensibles para actuar tal y como lo hacen, esto puede ser fácilmente satisfecho a través de motivos que no tienen nada que ver con la creencia en la legitimación moral de la autoridad cuyas disposiciones identican y 26
The Authority of Law, 28.
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aplican como derecho. De esta manera, jueces individuales pueden ex-plicar o justicar su aceptación de las disposiciones del legislador alegando que ellos simplemente desean continuar una práctica establecida o, que han jurado al asumir el cargo o que han acordado hacerlo tácitamente al aceptar el ocio de juez. Todo esto sería compatible tanto con la armación de que los jueces no tienen creencias en la legitimación moral de la legislatura como con la creencia que no existe ninguna legitimación. Raz, que ha ofrecido un pensamiento más elaborado que cualquier otro escri-tor sobre esta materia, caracteriza tales razones personales para la aceptación judicial de la autoridad del legislador como una forma de aceptación ‘‘débil’’, 27 e insiste que lo que es necesario es cualquier tipo de aceptación ‘‘fuerte’’ que implique creencias de los jueces en que hay razones morales para conformar y poner en vigor las disposiciones de la legislatura o, al menos que implique la apariencia de tal creencia. En el capítulo VI ya traté lo que considero como el principal argumento de esta tesis. En relación a la presente cuestión, esta consta de dos puntos. El primero es que los jueces, en el curso de la aplicación y puesta en vigor de las leyes aceptan la autoridad de una legislatura mediante enunciados de que los sujetos a los que las leyes se aplican tienen la obligación jurídica o el deber de hacer aquello que tales leyes exigen. En segundo lugar, puesto que los requerimientos de actuar pueden resultar contrarios a los intereses, deseos o inclinaciones personales de los sujetos, tales enunciados de deberes jurídicos deben ser una forma de juicios morales. Tales juicios serán sinceros si el juez cree en la legitimación moral de la le-gislatura; insinceros o ‘‘ngidos’’, si no cree. En el capítulo VI rechacé este argumento y aquí lo haré en su aplicación más general a la explicación de la autoridad legislativa, ya que sus implicaciones fácticas me parecen abiertas a interrogantes. Está claro que muchos jueces cuando hablan de los deberes jurídicos de los sujetos pueden creer, como también lo pueden hacer muchos ciudadanos, en la legitimación moral de la legislatura, y pueden sostener que hay razones morales para cumplir con sus disposiciones, independientemente de su contenido especíco. Pero no estoy de acuerdo que deba ser el caso que los jueces lo crean o aparenten creerlo, y no encuentro razones que nos compelan a aceptar una interpretación del ‘‘deber’’ o ‘‘obligación’’ que conduzca a este resultado. Seguramente, hasta lo aquí dicho, hay una tercera posibilidad; que al menos donde el derecho es claramente establecido y determinado, los jueces, al hablar de los deberes jurídicos de los sujetos, pueden querer hablar en un modo técnico delimitado. Hablan como jueces en el marco de una institución jurídica a la que se han com-prometido a 27
Op. cit .155, n.13.
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mantener, mediante determinadas formas de acción, respecto de aquello que resulta ‘‘obligado’’ (owed) para el sujeto, esto es, lo que le puede estar jurídicamente exigido o impuesto (exacted). A esto los jueces pueden añadir juicios morales y exhortaciones especiales cuando aprueban el contenido de leyes especícas, pero esto no se implica necesariamente de sus enunciados respecto de los deberes jurídicos de los sujetos. Por supuesto, si éste fuera el caso, se podría tomar como una explicación cognitiva del deber, según la cual los enunciados sobre el deber jurídico de los sujetos de actuar de una manera contraria a sus intereses e in-clinaciones incluyen el enunciado de que existen razones ‘‘externas’’ u objetivas, en el sentido que existen independientemente de su motivación subjetiva. En este caso, sería difícil negar que el deber jurídico es una for-ma de deber moral. Al menos esto sería así, si se asumiera que los juicios de deber moral no jurídico son también enunciados de tales razones objetivas para la acción. En este caso, sostener que deberes jurídicos y morales son independientes conceptualmente incluiría la hipótesis extravagante que habría dos mundos independientes o, conjuntos de razones objetivas, uno jurídico y otro moral. Aunque la interpretación alternativa que he ofrecido sobre los enunciados judiciales de los deberes jurídicos de los sujetos se muestre como absurda o distorsione los hechos, no pienso que deba ser excluida. No obstante, soy perfectamente consciente de que a muchos les parecerá paradójico, o incluso contundente que, al n de un capítulo, en un tema central de gran importancia para la comprensión del derecho y de la idea de razones para la acción dotada de autoridad, arguya que los enunciados judiciales de deberes (jurídicos) de los sujetos no tienen nada que ver directamente con las razones para la acción de los sujetos. Puedo ver tam-bién que será objetado acertadamente que si la aceptación de los jueces de la autoridad de la legislatura signica sólo que aceptan sus disposiciones como establecimiento de standards de aplicación y ejecución correctas del Derecho como proveedoras para el juez de razones perentorias independiente del contenido para su acción ocial en la aplicación y puesta en vigor del derecho, esto supone reducir la noción de aceptación de las disposiciones del legislador como razones para la acción a algo muy diferente de lo que describí cuando primeramente lo introduje en el modelo de una sociedad simple cuyos miembros aceptaron las palabras del superior como razones perentorias e independientes del contenido para cumplirlo que ordena. No pienso que en la actualidad tenga conocimiento suciente de las muchas complejidades que sospecho rodean esta cuestión. Únicamente puedo ofrecer la siguiente respuesta a la última objeción. La objeción de reducción está en un sentido bien llevada, pero es algo que expresamente preveía cuando dije que la introducción de agencias de aplicación y ejecución del derecho especializados en la sociedad simple signicaría
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la institucionalización del reconocimiento de la autoridad de superiores, como ahora dene los standards públicos de adjudicación ocial, y esto transformaría la situación retratada en el modelo. Por supuesto que, a excepción de sociedades en donde los tribunales y órganos ociales únicamente aceptan la autoridad de la legislatura, el resto en la mayor par te de los casos se conforman al derecho por otras razones. Esta forma de aceptación institucionalizada y reducida coexistiría con un tipo de aceptación más vigorosa por parte de muchos otros de las disposiciones legisladas como razones para su conformidad y para aceptar demandas de otros a la conformidad. Pero en ningún caso será necesario, aunque sea posible a menudo, la creencia en la legitimidad moral de la legislatura o la pre-tensión del tal creencia. A pesar de todo, concluiría dejando establecido que cualquiera que sea la solución a esta importante cuestión entre los positivistas jurídicos y sus críticos, que necesita de nuevas discusiones, ello no afectaría al punto según el cual la noción de una razón perentoria para la acción independiente del contenido es necesaria para la comprensión de la autoridad jurídica y de la creación del derecho. Por eso, aunque el intento por parte de Bentham de explicar la autoridad jurídica y creación del derecho sólo en términos de mandatos y obediencia a un superior fuese un error, éste sin embargo es esclarecedor, pues para en la idea de mandato se hallan, como he intentado mostrar, elementos que son cruciales para comprender el derecho.
SOBRE LA INTERPRETACIÓN LEGISLATIVA IDEAL* Robert Summers**
I. ¿Qué se supone o requiere como mínimo para la interpretación racional de las leyes? Presupone, por lo menos, una ley conocida, un juego de circunstancias fácticas a las cuales la ley está presuntivamente dirigida, un problema sobre la denición de la ley en su aplicación a las circunstancias, los argumentos interpretativos relativos, elaborados y aplicados de acuerdo con el método general, una solución del problema a la luz de dichos argumentos, los criterios objetivos por los cuales la exactitud de la reso-lución puede ser juzgada, y otros elementos más (inclusive el ámbito para el juicio jurídico). II. ¿Cuál es la función de la interpretación racional de las leyes en una sociedad sujeta al Estado de Derecho? En aquellas circunstancias fácticas a las cuales se aplican las leyes, la interpretación legislativa generalmente produce, más o menos, razones perentorias sobre las cuales los particulares, las autoridades y los jueces pueden actuar o decidir. En términos metafóricos, la interpretación legislativa ‘‘traduce las leyes en acciones o decisiones’’. Se puede considerar a la interpretación legislativa como ‘‘acciones y decisiones de conexión’’ para las leyes mediante el elemento intermediario del ‘‘razonamiento’’. Muchas sociedades poseen muchas leyes. En ellas se requiere de la interpretación legislativa si estas sociedades desean ser reguladas de acuerdo a un Estado de Derecho. Cuando estas sociedades son reguladas así, varios valores del ‘‘Estado de derecho’’ aparecen, tales como la conabilidad en el derecho, la predictibilidad del derecho, la coherencia en la aplicación del derecho, la liberación del arbitrio gubernamental, la autodeterminación del ciudadano, la eliminación de litigios, la legitimidad y otros más. Se puede llamar a éstos ‘‘valores formales’’ o valores del ‘‘sistema’’, a diferencia de los va-lores * El presente artículo ha sido abreviado para respetar los lineamientos editoriales de la Revista. Traducción del original en inglés por Manuel González Oropeza y Howard Anderson. ** Universidad de Cornell, Estados Unidos. ISONOMÍA No. 6 / Abril 1997
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R OBERT SUMMERS
de ‘‘problemas especícos’’ relativos a las políticas públicas del Esta-do. De los escritos y opiniones del Ministro de la Suprema Corte Scalia que invoca dichos valores, véase Scalia, ‘‘The Rule of Law as a Law of Rules’’, 56 U.Chi.L.Rev. 1175, 1178 (1989) (‘‘la apariencia de tratamiento igual’’); id. en 1179 (la predictibilidad); Chisom v. Roemer, 501 U.S. 380 (1991) (El voto particular de Scalia en la página 405: “léanse las palabras de ese texto como si las hubiese leído cualquier Miembro común del Congreso’’ — la legi-timidad, y en la página 417: ‘‘nuestra mayor responsabilidad en el campo de la elaboración interpretativa es de leer las leyes de una manera con-sistente, dando al Congreso los medios seguros por los cuales se pueda acatar la voluntad del pueblo’’ — la legitimidad y la ecacia); John Doe Agency v. John Doe Corporation, 493 U.S. 146, 164 (1989) (El voto par-ticular de Scalia: léase con un ojo abierto para ‘‘reducir el volumen de liti-gios’’ — la eliminación de litigios). III.
Aparte de su contribución al Estado de Derecho mediante la generación de razones legales para actuar y decidir, ¿de qué otra manera es importante la interpretación legislativa racional en una sociedad con muchas leyes?
En donde los legisladores son democráticos, la interpretación legislativa racional implementa la voluntad democrática. De la misma manera, tiende a asegurar que sea verdaderamente la ley que está siendo aplicada y no el punto de vista personal de alguna autoridad o juez. Esto también tiende a asegurar o preservar la legitimidad de las instituciones, y respeta las competencias respectivas de la legislatura y el tribunal. Y aun más. En verdad, pocos aspectos del derecho son tan importantes como la interpretación legislativa. Uno de estos pocos aspectos es la calidad del contenido de las leyes. IV. ¿Qué tan complejas pueden ser las razones legales para la acción y la decisión generadas por la interpretación racional de una ley?
Las razones pueden ser muy complejas, como por ejemplo, cuando una ley es interpretada de acuerdo con una perspectiva por la cual todos los argumentos interpretativos relevantes, tanto a favor como en contra, han sido examinados, y se llega a una solución nal sobre el problema con vista en un balance de los argumentos considerados. Dicha solución constituiría en sí la razón resultante para la acción o la decisión. Ésta sería entonces un tipo único de razón ‘‘condensada’’.
SOBRE LA INTERPRETACIÓN L EGISLATIVA IDEAL V.
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¿Puede ser caracterizada como formal una razón legal para actuar o decidir?
Sí, de varias maneras. Primera, se construye este tipo de razón de acuerdo con una ley imperativa o válida. En cuanto a que la validez de la ley sea for-mal, la razón interpretada es, en consecuencia, formal. Segunda, dicha razón se construye de acuerdo a un tipo de metodología válida, sea la ‘‘pers-pectiva de escopeta’’ (considerar todos los argumentos, a favor y en contra, y decidir), o alguna otra perspectiva. Debido a que este método es formal, la razón resultante es consecuentemente formal (Para saber cómo tal método es formal, vid. infra apartado X). Tercera, una razón legal formal deriva su fuerza esencial de su propia forma —de su derivación del derecho válido de acuerdo a un método válido. Una razón legal formal puede ser contrastada ilustrativamente con razones meramente sustantivas que son relevantes contigentemente —razones que consisten en consideraciones morales, económicas u otras de índole social, y que por eso derivan su fuerza de su contenido o sustancia. Cuarta, la naturaleza perentoria de una razón legislativa para la acción o decisión es formal en el sentido que supedita las razones sustantivas compensatorias, independientemente de su contenido o sustancia. VI. ¿Qué son los distintos tipos de argumentos y razones ante nosotros en este momento?
Primero, existen argumentos interpretativos. Se proveerá una lista en el apartado VII. Estos argumentos pueden contradecirse, y cuando se equilibren, generar una solución del problema de interpretación que, a su vez, hemos caracterizado como un tipo único de razón legal ‘‘condensada’’ para actuar o decidir. Vid. supra apartado IV. Segundo, existen argumentos no-interpretativos, e.g., una referencia directa a la equidad substantiva, o a un argumento substantivo de política pública. Normalmente, estas referencias no están dirigidas a la ley por sí misma, y pueden oponerse fuertemente a una razón legal de otra manera perentoria. Muchos jueces estadounidenses a veces permiten que tales razones substantivas anulen lo que de otro modo sería una razón legal perentoria, aunque habitualmente lo hacen bajo el pretexto exclusivo de ‘‘la interpretación’’. (La ‘‘interpretatividad’’ de un argumento es hasta cierto punto legislativamente orientado; un argumento que sería no interpretativo en relación a una ley bien redactada y elaborada podría ser interpretati va con relación a una ley mal elaborada.)
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VII. ¿Cuáles son los principales tipos de argumentos interpretativos que pueden gurar en la interpretación de una ley, y así generar una razón legal ‘‘condensada’’ de decisión o acción?
Aquí, damos por respuesta las decisiones de la Suprema Corte de los Estados Unidos, según se explican en R. S. Summers, ‘‘Statutory Interpretation in the United States’’ en Interpreting Statutes. A Comparative Study (D. N. MacCormick y R. S. Summers editores (1991): Una vez que un problema de interpretación ha surgido, varios tipos de argumentos pueden llegar a ser relevantes para la solución del problema. Cuestiones complejas pueden surgir en relación a lo que se calica como tipos distintos y autónomos de argumentos. Para maximizar el radio potencial de conictos entre los tipos de argumentación y así plantear cuantos ‘‘arreglos de conictos’’ sean posibles para el Tópico VI, he propiciado la individualización en lugar de agregar el fenómeno argumentativo. Sin embargo, no he dividido al fenómeno en más tipos de argumentos que los realmente reconocidos, de manera explícita o implícita, por los tribunales. Los tipos principales de argumentos frecuentemente invocados por los tribunales son: 1. El argumento desde un sentido común, derivado de las palabras en cuestión. Aquí ‘sentido común’ signica un sentido reconocido como común, esto es, el uso no-técnico de las palabras. La prueba de este uso puede ser monitoreado en los diccionarios, en otras obras de referencia literaria, en las decisiones judiciales pertinentes sobre el signicado común de dichas palabras, en la historia legal que incluya la evolución de la ley, así como en otras fuentes. Véase, por ejemplo, Ernst and Ernst v. Hochfelder, 425 U.S. 185, 199 (1976); Pittston Coal Group v. Sebben, 109 S.Ct. 414, 420 (1988). El entendimiento de la gramática, la sintaxis, la puntuación y otros similares pueden jugar un papel en un argumento de este tipo. Véase, por ejemplo, U.S. v. Ron Pair Enters. Inc. 109 S.Ct. 1026, 1030-31 (1989). Una palabra o frase puede tener más de un sentido común aquí, el contexto general del uso en la ley indicará habitualmente el signicado apropiado. 2. El argumento de un sentido técnico de las palabras en cuestión. Este signicado técnico puede constituir un sentido legal que las palabras tienen en la ley, o un sentido estándar que las palabras tienen en una rama particular del conocimiento o la tecnología, o en una ocupación especial, o en cualquier otra actividad. Varios
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medios de prueba pueden utilizarse para demostrar lo anterior, incluyendo a la historia legal y a los testimonios expertos del uso comercial. Véase, por ejemplo, Kungys v. U.S.,485 U.S. 759, 770 (1988); La.Pub. Serv. Comm. v. F.C.C., 476 U.S. 355 (1986). 3. El argumento del sentido indicado por armonización del contexto. Varios elementos del contexto legislativo pueden bien conrmar un estándar de sentido común o de sentido técnico o, en su lugar, sostener un signicado especial. Tales elementos incluyen lo siguiente: a) ¿Cómo las palabras en cuestión se adecuan con el resto de la frase en donde dichas palabras aparecen? Véase, por ejemplo, Mills Music v. Snyder, 469 U.S. 153, 167-68 (1985); b) ¿Cómo la frase en donde las palabras en cuestión aparecen, se adecua con el resto del párrafo o sección correspondiente, Véase, por ejemplo, Shell Oil Co. v. Iowa Dept. Revenue, 109 S.Ct. 278, 281 n. 6 (1988) (‘‘Las palabras no son guijarros en una yux-taposición extraña; sólo tienen una existencia comunitaria; y no sólo el signicado de cada una se interconecta con el de la otra, sino que todas en su conjunto toman su signicado del entorno en el que están dispuestas...’’).(Citando a NLRB v. Federbush Co., 121 F.2d 954, 957 (2nd Cir. 1941); c) ¿Cómo son usadas las palabras en cuestión en un contexto fuera de la ley? Véase, por ejemplo, Mohasco Corp. v. Silver, 447 U.S. 807, 818, 826 (1980); d) ¿Qué tanto armoniza certeramente un signicado propuesto para las palabras en cuestión con otras disposiciones de la misma sección y ley, así como con secciones relacionadas de leyes similares. Véase, por ejemplo, Public Employees Retirement System of Ohio v. Betts, 109 S.Ct. 2854, 2868 (1989); American Textile Manufacturers Institute v. Donovan, 452 U.S. 490 (1981) and Dickerson v. New Banner Institute, Inc., 460 U.S. 103, 115116 (1983); e) El hecho de que un signicado propuesto para las palabras en cuestión haría o no redundante el hacerlo parte de la ley. Véase, por ejemplo, Mountain States Tel. and Tel. v. Pueblo of Santa Ana, 472 U.S. 237, 249 (1985); f) Cualesquiera otros elementos estructurales pertinentes, así co-mo los títulos y rubros de disposiciones legales, y el entendimiento de tales nociones como que ‘las palabras agrupadas en una lista deben recibir signicados similares’. Véase, por ejemplo, Schreiber v. Burlington Northern Inc., 472 U.S. 1, 8 (1985).
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4. El argumento del precedente. Este argumento en su forma más simple se concreta en la cita de una decisión previa, interpretando la disposición legal en cuestión. 5. El argumento de analogía. Una forma de este argumento es que una palabra debe ser interpretada de cierta manera porque así podrá darse el mismo tratamiento a casos semejantes bajo disposiciones legales similares. Véase, por ejemplo, Moragne v. States Marine Lines, Inc., 398 U.S. 375, 392 (1970); de la misma manera, leyes relativas a muerte por accidente se aplican por analogía en derecho marítimo. 6. El argumento de coherencia con un concepto legal general operando dentro de la rama de derecho aplicable. Este tipo de argumento recurre a la ‘lógica’ de un concepto general, por ejemplo el contrato o la empresa, según el concepto aparezca en el esquema legislativo. Ante la ausencia de circunstancias especiales, el concepto general debe recibir una aplicación uniforme. 7. El argumento de congruencia con una política pública pertinente y válida, que opere dentro del campo en el cual la ley se aplica. Este tipo de argumento trae generalmente una política pública válida, operativa en el área en que la ley se aplica. La política pública y su validez están explícitas o implícitas en el lenguaje del esquema legislativo general. 8. El argumento de los principios generales del derecho que ejercen su inuencia sobre el signicado que hubiese surgido. Aquí hay dos ejemplos de tales principios: 1) el principio de que ninguna persona debería beneciarse de sus propios ilícitos, se presume vigente si el legislador simplemente adopta una ley general dejándoles a los herederos heredar; 2) el principio de mens rea o culpabilidad mental se presume vigente, de la misma manera, si el legislador simplemente adopta una ley penal general. A veces, los principios aparecen con el disfraz de las ‘presunciones’ de intención legislativa. La fuerza de tal presunción depende, en parte, de la fuerza del principio y en el grado de su aceptación. La fuerza es más grande todavía cuando una desviación de dicho principio plantease la cuestión sobre si el legislador tiene la capacidad constitucional para desviarse de esa manera. 9. El argumento del signicado históricamente evolucionado que las disposiciones legales han llegado a tener dentro del sistema. Las le-yes en las manos de los tribunales pueden tomar vida independiente, de alguna manera diferente, a la que originalmente se le hubiese diseñado o formulado. Cuando los tribunales interpretan así una ley, se involucran en lo que los europeos llaman interpretación ‘histórica’. Un ejemplo prominente de este tipo de interpretación en los EUA es la interpretación de la Suprema Corte de la
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Ley Sherman cuando simplemente se excluyen las restricciones comerciales irracionales y no todas las posibles, aunque la palabra ‘irracional’ no aparezca en la Ley. 10. El argumento del propósito nal de la ley. El último propósito de la ley puede ser explícito o implícito según se lee de su texto entero. Un ejemplo de los propósitos nales explícitos según se denen aquí, son los siguientes: Imagínese una ley con un artículo explícito sobre su propósito nal y otro artículo con una disposición aplicativa: Artículo Primero. El propósito nal de esta ley es promover la paz y la tranquilidad en el parque. Artículo Segundo. No se permite la entrada de vehículos en el parque. Ahora supongamos que una persona monta a caballo en las banquetas del parque. Un tribunal puede justicar la clasicación del caballo como un vehículo. Después de todo, para denir así el signicado del lenguaje vago en la aplicación de la ley se aplicaría su propósito nal, aunque pueda estar en conicto con, o distorsionar el signicado ordinario de ‘vehículo’. El propósito nal de la ley puede aparecer en fuentes ajenas a ella, como en la historia legislativa. Por eso el artículo primero antes re-ferido no puede ni existir, pero la historia legislativa puede revelar una intención unánime que la prohibición contra los vehículos pro-mueve la paz y la tranquilidad en el parque. Los argumentos que favorecen una selección de signicado so-bre otra, porque una sirve mejor a los propósitos nales, son ‘eva-luativos’ en un sentido importante aunque atenuado. Esto es, dichos argumentos promueven una base para la evaluación comparativa o análisis alternativos de la ley como, más o menos, los me-dios compatibles para los nes legislativos. Factores importantes limitan la disponibilidad de esta manera de argumentación. El propósito nal puede no estar claro, o puede descansar sobre prue-bas sospechosas. Los hechos pueden ser oscuros hacia cuál signicado se adecua mejor al propósito. Precisamente resulta a menudo controvertido el cómo debe ser generalmente formulado el propósito asignado a la ley. Frecuentamente el lenguaje aplicativo de la ley es menos general que el propósito nal. Sería reprobable para un tribunal el expander automáticamente el signicado del lenguaje aplicativo en todos los casos.
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Los argumentos que se reeren al último propósito de la ley tienen, tal vez, mayor peso independiente ahora en la Suprema Cor-te de los Estados Unidos, donde el lenguaje aplicativo de la ley es ambiguo o vago. Véase, por ejemplo, Mills Music, Inc. v. Snyder, 469 U.S. 153, 185 (1985). Un propósito nal de la ley puede ser un objeto de intención legislativa real (maniesto en la historia legislativa o en la letra de la ley). Cuando sea así, los argumentos de propósito nal están también caracterizados a menudo como argumentos de intención legislativa. Pero existen otros tipos de argumentos de ‘intención’ que no son caracterizados como dirigidos al último propósito. Vid. infra. 11. El argumento de intención legislativa. Este argumento presupone un objeto de intención pertinente a la interpretación, y el argumento en sí puede ser subjetivo, esto es, puede estar basado en pruebas de real intención subjetiva de legisladores, o puede ser más objetivo. Con mayor frecuencia, trata de ser objetivo, y se deriva de varias formas de historia legislativa que se extienden de los dictámenes de comisiones a los debates parlamentarios, a los anteproyectos de ley y a otras formas.Muchos ejemplos de casos serán citados más tarde en este capítulo. En el numeral 10 vimos que, entre muchas otras cosas, el propósito nal de la ley puede ser en sí un objeto de intención le-gislativa manifestada en la historia legislativa. Pero los propósitos no son los únicos objetivos posibles de intención legislativa. Por ejemplo, prueba de intención legislativa actual en materia de historia legislativa puede demostrar una intención denotativa especíca hacia el signicado de la ley. Supóngase, por ejemplo,que el lenguaje aplicativo de nuestra ley dijo: ‘No se permite la entrada en el parque a ningún vehículo ni a otros transportes de autopropulsión.’ ¿Se incluye en la ley a las patinetas? Por el uso ordinario de la palabra ‘vehículo’, la respuesta sería armativa, pero la redacción de la ley (la frase que comienza con ‘y otros’) insinúa que los redactores quisieron referirse con la palabra ‘vehículo’ sólo para contemplar a los vehículos de autopropulsión. Pero aún en la ausencia de cualquier fundamento para basarse en un argumento general de propósito nal, la historia legislativa puede revelar pruebas que indican que la palabra ‘vehículo’ abarcaría a las patinetas. Por ejemplo, las pruebas pueden demostrar claramente que la legislatura pretendía prohibir las patinetas especícamente (una intención ‘denotativa’). O las pruebas pueden indicar una intención clara al usar la palabra ‘vehículo’ de una manera sucientemente genérica como para incluir
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a las patinetas, aun cuando no hubiese mención de ellas tal cual en los debates parlamentario(intención connotativa). Cada vez más en los años recientes, los argumentos de intención legislativa basados solamente en historia legislativa tienen que ser muy persuasivos para contar por mucho en la Suprema Corte de los EU, a menos que el lenguaje del estatuto en sí sea ambiguo o vago. Varias presunciones de intención legislativa también juegan un papel en el argumento interpretativo. Entre ellas, se encuentran presunciones que: a) la legislatura se propone promulgar una ley constitucionalmente válida; b) la legislatura se propone que la ley sea prospectiva en lugar de retroactiva; c) la legislatura no se propone ningún resultado absurdo o manifestantemente injusto; d) la legislatura se propone utilizar palabras en su sentido ordinario. 12 El argumento de referencia a la interpretación de la ley por el organismo administrativo encargado en su aplicación. Este argumento complejo toma un número de formas diferentes y puede tener una fuerza decisiva. Los tribunales pueden decidir el traspasar la responsabilidad de interpretar una ley a un organismo público aun cuando su interpretación de la ley no sea la que hubiesen dado los tribunales. 13 El argumento de la selección de un signicado que evite un problema constitucional. Véase, por ejemplo, Gómez v. U.S., 109 S.Ct. 2237, 2241 (1989) (‘una política pública resuelta para evitar una interpretación ... que engendre un problema constitucional’). 14. El argumento de las razones sustanciales. La mayor parte de estos argumentos invocan consideraciones morales, políticas, económicas entre otras. Estos argumentos caen en dos amplias categorías: 1) los argumentos que consideran que un resultado dado es preferible porque está más de acuerdo con una norma moral de corrección aplicable a las circunstancias; y 2) los argumentos que consideran que un resultado dado es preferible porque son previsibles consecuencias en lo sucesivo para el mejor logro de una buena meta social. Véase, por ejemplo, Massachussetts v. Morash, 109 S.Ct. 1668, 1675 (1989). Véase en general, Summers, ‘‘Two Types of
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Substantive Reasons: The Core of a Theory of Common-Law Justication’, Cornell Law Review, 63, p. 707 (1978). El argumento de las razones esenciales ocurre con frecuencia en las opiniones de la Suprema Corte. A menudo se le invoca para reforzar otros argumentos, inclusive los argumentos del sentido ordinario o técnico, los argumentos de propósito o intención, y los argumentos de transferencia a las interpretaciones gubernamentales. Pero los argumentos de las razones sustanciales probablemente tienen la mayor importancia cuando la ley es ambigua o vaga. Véase, por ejemplo, C.I.R. v. Asphalt Products Inc., 107 S.Ct. 2275, 2277 (1987). Esta modalidad de argumentación no requiere que la razón sustancial sea reconocida previamente; es decir, que se derive de una fuente legítima de derecho, como una ley, o precedente judicial o un principio del derecho. La fuerza del argumento depende principal o exclusivamente de su autoridad intrínseca. 15. El argumento de la naturaleza normativa del fenómeno al cual se dirige la ley. La ley puede estar dirigida a regular un parque público, o una familia o un banco o algún otro fenómeno normativo genérico aunque variable. Cuando es así, la naturaleza precisa del fenómeno puede aparejar una interpretación más apropiada que otra. Por ejemplo, ‘vehículo’ puede signicar una cosa si el parque es de en-tretenimiento, y otra cosa si supuestamente es un lugar de relajación y descanso. 16. El argumento de los valores del ‘Estado de derecho’. Un número de valores principales del ‘Estado de derecho’ gura en el argumento interpretativo. El deseo de congurar reglas generales claras es uno de ellos. Véase, por ejemplo, El voto particular en Jeff. Co. Pharmaceutical Ass’n. v. Abbot Labs., 460 U.S. 150, 174 (1983). El deseo de proteger la conanza del ciudadano en el lenguaje legislativo es todavía otro de tales valores. 17. El argumento de los cánones reconocidos de interpretación. Varios de los llamados cánones de interpretación juegan este papel. In-clu yen ejusdem generis (‘del mismo tipo’), noscitur a sociis (‘una cosa conocida por sus asociados’) y expressio unius exclusio alterius (‘al mencionar uno excluye el otro’). Este último canon, en particular, parece que se está utilizando más. Véase, por ejemplo, Chan v. Korean Air Lines Ltd.,109 S.Ct. 1676, 1683 (1989).
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18. El argumento de las autoridades legales reconocidas, así como de los doctrinarios del derecho. En muchas ramas de derecho, la Suprema Corte cita y cuenta con las opiniones de los expertos en sus áreas, especialmente cuando la ley es indeterminada. 19. El argumento de los casos hipotéticos. La Suprema Corte frecuentemente despliega casos hipotéticos en su argumentación no simplemente como el argumento del reductio ad absurdem. Véase, por ejemplo, Bob Jones University v. United States, 461 U.S. 574, 618-621 (1983) and T.V.A. v. Hill, 437 U.S. 153, 203 (1978). 20. El argumento de la aquiescencia legislativa hacia previas interpretaciones administrativas o judiciales de la ley. Esto es frecuentemente un tipo controvertido de argumentación, pero es elaborado frecuentamente por los litigantes y aparece con alguna regularidad en las opiniones. 21 El argumento de la obsolescencia legislativa o de la época de la ley. Véase, por ejemplo, Markham v. Cabell, 326 U.S. 404 (1945). 22 El argumento de las formas lógicas. Varias formas comunes del argumento lógico regularmente aparecen en el razonamiento interpretativo. Incluyen la analogía, reductio ad absurdum, etcétera. VIII. ¿Interpretan los tribunales incluyendo a la Suprema Corte de los Estados Unidos a las Leyes en una manera completamente ad hoc o tienden, la mayoría de ellos, a obser var con frecuencia una metodología general de interpretación?
A mi juicio, la respuesta es clara. Los tribunales tienden a observar una metodología general de interpretación. Pero, según mi opinión, ésta no es una armación muy radical. Puede solamente signicar que los tribunales generalmente reconocen y tratan de aplicar los mismos tipos de argumentación cuando interpretan las leyes, y consideramos que existen pruebas claras que apoyan lo anterior. Además, a esta concepción minimalista, varias y muy diferentes proposiciones se constituirían en una metodología general. Por ejemplo, una versión más completa de un método general no estaría simplemente para identicar todos los argumentos relativos, sino también para decidir de acuerdo a un balance de argumentos en los casos donde éstos entraran en conicto. Otra versión puntualizaría que ciertos tipos de argumentación pretenden recibir más atención que otros en un balance. Una metodología bien distinta se adecuaría a un tipo exclusivo de
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argumentos al que llamaríamos de la superioridad del ‘‘peldaño máximo’’, cuando la metáfora es aquélla de una escalera con el tipo de argumento ocupando el peldaño máximo y que ningún otro argumento superior sería considerado por el intérprete en tal caso, ocupando los peldaños inferiores de la escalera otros tipos de argumentación, considerados solamente en el evento de que el argumento en el peldaño máximo no sea suciente. IX. ¿Cuáles serían los elementos básicos de una metodología general, que sea más o menos incluyente?
Una metodología interpretativa incluiría (1) un preámbulo que diga que el propósito de la metodología es denir y organizar el proceso de solución de los problemas de interpretación legislativa en la más justicable manera, (2) las deniciones de los tipos autorizados de argumentos interpretativos, (3) los procedimientos generales para la interpretación de los tipos de tales argumentaciones con inventarios relativamente completos de los recursos relativos a la interpretación de instancias en cada tipo de argumento, (4) los procedimientos para la evaluación de la fuerza de los casos de cada tipo de argumentación con un enfoque de las principales maneras en que cada uno puede ser vulnerado, (5) la especicación de cualquier ‘‘supremacía de peldaño máximo’’ que tendría cualquier tipo de argumentación, (6) las especicaciones de cualquier otro tipo de supremacía o prioridad que tendría cualquier otro tipo de argumento, (7) otras dis-posiciones requeridas para la solución de conictos entre los juegos de argumentación, y (8) los máximos apropiados en cuanto a la forma de una interpretación bien justicada que deben tomar en cuenta en los documentos de un abogado hacia su cliente o en la decisión escrita de un juez. La metodología también tomaría debidamente en cuenta cualesquiera de las pertinentes consideraciones interpretativas hacia los tipos especiales de leyes, e.g., las leyes penales, las leyes de los organismos gubernamentales, etc. X.
¿De qué manera es formal la metodología interpretativa?
Es formal en diversos grados por lo menos en cuatro maneras principales: en conguración, en estructura, en su estructura metodológica como tal, y en términos encapsulados también. Todos estos cuatro sentidos positivos de lo formal se encuentran en los diccionarios comunes (no obstante que los diccionarios no tienen necesariamente la última palabra). Por ‘‘conguración formal’’ nos referimos, en el caso de una metodología interpretativa, a la generalidad en ámbito, a la precisión y exhaustivi-dad
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de las deniciones de los tipos de argumentaciones reconicidas y a la denitividad de cualquier prioridad o ‘‘primacía’’ concedida a los tipos de argumentos o juegos de argumentación. Por ‘‘estructura formal’’ de la metodología interpretativa, nos referimos a su calidad sistemática y a la integración articulada y coherente de sus elementos. Por ‘‘formalmente metodológico’’ nos referimos simplemente a la esencia natural de cualquier metodología de algo que se reere a cómo una tarea es cumplida, es decir, la manera de su ejecución. (Así todas las metodolo-gías son formales.) Estos sentidos de la formalidad pertenecen a tres características positivamente formales de interpretación legal básica; esto es, el método general de interpretación. Pero cada sentido, también, puede ser agudizado más, contrastando en cada uno de esos tres elementos con lo que es aquí relativamente no formal; a saber, el contenido o sustancia de los reales argumentos que surgen de acuerdo al método y al contenido o sustancia de los argumentos de la razón legislativa “condensada” para la acción o decisión generada en denitiva por el método. Un método interpretativo puede estar encapsulado en forma de precedentes judiciales previos, en forma legislativa, o en forma constitucional. Por ello, este es un aspecto más por el cual tal metodología resulta formal. XI. ¿Cuál es la impor tancia de un método interpretativo apropiadamente formal?
Sirve para actualizar los valores del ‘‘Estado de Derecho’’ y otros valores formales (o del ‘‘sistema’’); además de implementar las políticas públicas de los ‘‘problemas especícos’’ de leyes sucientemente bien redactadas. Vid. sección II supra. XII. ¿En los tribunales estadounidenses y en la actual y amplia literatura norteamericana, qué tipos de argumentos tienen supremacía?
No hemos efectuado una investigación empírica. Sin embargo, supongo que tal investigación demostraría que los más prominentes son: (1) el ASC — argumento de sentido común (o técnico), con o sin la concomitante referencia al argumento de la armonización con las leyes relativas, (2) el APF — argumento de propósito nal, y (3) el argumento de materiales de historia legislativa. Vid. sección VII supra en los 1, 2, 3, 10 y 11. Por el momento, nos concentraremos en el ASC y el APF.
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XIII. ¿Qué es el “ASC”?
Este es un modo complejo y multifacético argumento. Véase sección VII en 1, 2, 3. Marshall y Summers lo han denido como lo siguiente: ‘‘... el argumento de aquel signicado que un usuario competente, informado, resuelto e informado del lenguaje común le daría a las palabras de la ley en cuestión sobre la base de ... los recursos de argumentación del lenguaje común.’’ Summers y Marshall, ‘‘The Argument from Ordinary Meaning in Statutory Interpretation’’, 43 N. Ireland L. Q. 213, 215 (1992). Este artículo apenas toca sobre las complejidades y el carácter multifacético de la argumentación. Por ejemplo, no se explica cómo el argumento de sen-tido técnico puede ser incluido debidamente en una categoría de argumentación de lenguaje común. (Los signicados técnicos son comunes en los usos comunes de lenguaje). No hay un tratamiento general adecuado de esta forma de argumentación en la literatura legal anglo-americana. El principal defensor de este tipo de argumentación es el Ministro Scalia. Véase, e.g., su opinión en Crandon v. U.S., 494 U.S. 152, 171 (1990) (un ASC sosticado); su voto particular en Smith v. U.S., 113 S.Ct. 2050 (1993) (un ASC sosticado); su voto particular en Moskal v. U.S., 498 U.S. 103, 119 (1990); y su opinión mayoritaria en Pavelic and LeFlore v. Marvel Enter-tainment Group, 493 U.S. 120 (1989). ‘‘El absurdo en el resultado’’ es un reconocido ‘‘límite exterior’’ del ASC. Véase, e.g., Jackson v. Lykes Brothers Steamship Co., 386 U.S. 731 (1967). XIV. ¿Qué es el APF?
Véase sección VII en 10. Entre los ponentes académicos principales de este tipo de argumento se incluyen Lon L. Fuller, ‘‘Positivism and the Separation of Law and Morals - A Reply to Professor Hart,’’ 71 Harv. L. Rev. 630, 661-669 (1958) y H. M. Hart y A. Sacks, The Legal Process, 1374-1380 (1994). Numerosos casos de la Suprema Corte de los Estados Unidos emplean este tipo de argumentación. Véase, e.g., Chisom v. Roemer, 501 U.S. 380 (1991) (propósito nal en asegurar la igualdad racial en los procesos electorales); Communication Workers of America v. Beck, 487 U.S. 735 (1988) (propósito nal de remediar las injusticias de los que se benecian de las actividades sindicales pero no pagan las cuotas). Por los casos en los cuales el tribunal rechaza una referencia al pro-pósito nal; Véase West Virginia University Hospitals Inc. v. Casey, 499 U.S. 83, 98-99 (1991) (el tribunal se niega a revisar el posible propósito nal de hacer ciudadanos “enteros” que se encuentran en el dictamen de la Co-misión Parlamentaria y procura el propósito inmediato más estrecho), y Ardestani v. Immigration and Naturalization Service, 502 U.S. 129, 138 (1991).
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En la versión de Hart y Sacks del APF, éste es el único tipo autónomo de argumento en la metodología por ellos recomendada. Todas las demás formas de argumentación se pliegan en el APF, o están ignorados. XV. ¿Cómo dieren los ASC y APF como tipos de argumentos y en los resultados que producen?
Como veremos, el ASC y el APF dieren como tipos de argumentación en varios aspectos principales. No siempre producen resoluciones distintas del mismo asunto interpretativo. Esto es, a veces ambos sostienen la misma resolución del problema interpretativo que hubiese surgido. Véase, e.g., Green v. Bock Laundry Machine Co., 490 U.S. 504 (1989) (En el cual Scalia convino). Pero frecuentamente, estas formas producen soluciones distintas sobre el mismo problema. Véase, John Doe Agency v. John Doe Corp., 493 U.S. 146 (1989) (En el cual Scalia emitió un voto particular). No debemos suponer que el ASC está totalmente desprovisto de propósito. El lenguaje aplicativo de cualquier ley es de uso propositivo del lenguaje que implica un propósito de aplicación inmediata (y no a un propósito nal). Entre otras cosas, este propósito puede ayudar para la selección entre dos sentidos posibles de las palabras en su lenguaje aplicativo. Sobre el concepto de propósito inmediato y su papel, véase West Virginia University Hospitals Inc. v. Casey, 499 U.S. 83, 98 (1991) (‘‘la mejor prueba de propósito [inmediato] es el texto legislativo); Crandon v. U.S., 494 U.S. 152, 170-71 (1990) (Scalia, J. concurriendo) (el propósito inmediato para tratar ambos lados de la transacción facilitan la interpretación de sentido común). XVI.¿Actualmente otorga la Suprema Corte de los Estados Unidos ‘‘Supremacía del Peldaño Máximo’’ a cualquier tipo de argumento interpretativo?
Diríamos que ‘‘no’’. En nuestra opinión, la Suprema Corte no sostiene que un tipo dado de argumentación tendrá tal supremacía, cuando esté sucientemente en juego, y ningún otro tipo de argumento sea aún considerado por el intérprete, con acción o decisión basada en ese sólo argumento de peldaño máximo. Véase el voto particular del Ministro Scalia en Chisom v. Roemer, 501 U.S. 380, 404 (1991), donde expresa una aproximación a nuestro concepto de supremacía de peldaño máximo cuando dice: ‘‘Pensé que habíamos adoptado un método regular para la interpretación del lenguaje en una ley: primero, encuéntrese el sentido común del lenguaje en su contexto; y segundo, pregúntese si hay alguna indicación clara (en
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el texto de la ley en cuestión o en otras relativas) que algún signicado permisible, distinto del ordinario, puede aplicarse, utilizando cánones establecidos de interpretación. De lo contrario aplicamos el signicado común -especialmente si aparece una buena razón para el sentido común.’’ XVII. ¿Debe la Suprema Corte de los Estados Unidos, o, de hecho, cualquier Tribunal Supremo aceptar la supremacía del peldaño máximo a un tipo de argumento interpretativo?
Nuestra opinión tentativa es que ‘sí’. Actualmente consideramos que esto puede ser un avance en la metodología interpretativa estadounidense. Pero basamos ésto en nuestros estudios de los precedentes de la Suprema Corte de los E.U. donde domina la perspectiva de ‘‘escopeta’’. Sobre esta perspectiva, la Suprema Corte analiza todos los argumentos posibles. A veces son tantos como una docena aproximadamente, y en virtud de que algunos de éstos están habitualmente en conicto, la Corte entonces los tiene que ‘‘balancear y pesar’’ para decidir de conformidad. ¿Por qué no sería suciente tener un solo argumento fuerte? o ¿Tener un argumento fuerte de sentido común y/o de sentido técnico? Y, de cualquier modo, ¿Cúanta fuerza dan los buenos argumentos que se agreguen? Y si les dan fuerza adicional, ¿Es ésta necesaria? Se puede decir –‘‘bien ¿Por qué no los utilizan si no hay nada que perder’’? Pero ¿Hay algo que perder? Suponga que la Corte no decide el caso X con un tipo sólido de argumento de la supremacía del peldaño máximo, sino que continúa y considera cinco tipos distintos de argumentos y todos convergen para apoyar el mismo resultado— con una ‘‘justicación forzada y golpeada’’. Sin más, ésta es atractiva. Pero luego viene el caso Y. El argu-mento de supremacía del peldaño máximo tipo A señalará el resultado #1, y con razón. Pero, porque en el caso previo X, la Corte consideró a todos los tipos posibles de argumentos pertinentes, la Corte cree que la coherencia requiere del mismo resultado en los casos subsecuentes. Aún en el caso Y otros tipos diversos de argumentos señalarían lo contrario, hacia el resultado #2. Actualmente la Corte tiene que ‘‘pesar y balancear’’. ¿Lo debe hacer la Corte? ¿Cómo? o ¿Debería haber decidido desde el principio solamente con el argumento de supremacía del peldaño máximo? De cualquier manera, muchos casos en la Suprema Corte, y en todas las Cortes que conocemos, la verdad es que el método de los ‘‘argumentos de escopeta’’ a menudo dan una variedad de argumentos contradictorios que luego, dicen los jueces, tienen que ser ‘‘pesadas y balanceadas’’. ¿Pero cómo se logra ésto? Por supuesto, de la misma manera se pueden hacer otros avances básicos en el método interpretativo americano, a pesar de la introducción de supremacía del peldaño máximo. Por ejemplo, se puede hacer más
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adecuadamente formal el método interpretativo americano de varias maneras. Vid. sección IX supra. XVIII. Si la metodología interpretativa general común debe adecuarse a la supremacía del peldaño máximo a cualquier tipo de argumentación, y si la selección entre el ASC y el APF debiera operar, ¿cuál de ellos debiera escoger un sistema? ¿cómo debiera funcionar esta supremacía para resolver los casos?
En nuestra opinión, se debe escoger el ASC y no al APF como el profesor Fuller entre otros lo preferían. Pero antes de tratar los argumentos, ¿Cómo funcionaría un método de supremacía de peldaño máximo, con el ASC ocupando el peldaño máximo? Véase el consejo del Ministro Scalia en la sección XVI. XIX.Antes de tratar las consideraciones pertinentes a la selección entre el ASC y el APF para supremacía del peldaño máximo en una metodología interpretativa general, podríamos preguntar si ¿existen algunas consideraciones atractivas, posiblemente pertinentes, que se debieran excluir?
Diríamos que existe por lo menos una. Un estratega orientado hacia resultados estaría tentado a tratar de pronosticar resultados en un rango de casos a los cuales ambos tipos de argumentos serían alternativamente aplicados, para comparar los diversos resultados que generarían intrínsecamente ambos tipos de argumentos, y escoger aquél que generalmente daría los ‘‘mejores’’ resultados. Pero tenemos dos objeciones a este criterio orientado hacia los resultados. Primera, no se pueden pronosticar los casos que surgirán. Por su-puesto, se podría intentar seleccionar un lote grande de casos de los últi-mos diez años y aplicarles las técnicas mencionadas a éstos para ver qué resultados tendríamos en dicho espectro. Pero ésto generaría una segunda objeción. Esta segunda objeción a un método orientado por resultados, para seleccionar un tipo de argumentación del tipo de supremacía del peldaño máximo, consiste en que en materias del método interpretativo no se puede especicar un criterio de exactitud interpretativa sin considerar a todos los tipos de argumentos interpretativos que den resultados. En virtud de que la exactitud de resultados interpretativos no puede estar especicada aisladamente (por lo menos para resultados determinados por argumentos singulares), se deduce que se tiene que rechazar un método orientado en
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resultados, y se puede hacer la selección basada en otro criterio. ¿Cuáles son éstos? Se hará evidente en breve. Por eso, si tenemos razón, tenemos que enfocarnos en las diferencias de los tipos de argumentación y los valores por ellos implicados, y no en las diferencias en los resultados interpretativos. Para adoptar un tipo de ar-gumento teniendo supremacía del peldaño máximo es necesario adoptar un juego de resultados interpretativos que provengan de la aplicabilidad de ese argumento así como de la ley involucrada. Generalmente, un método interpretativo no puede enmendar una mala ley. Generalmente, un método interpretativo tiene que aceptar una ley tal como la encuentra. En cuanto se atribuyen los malos resultados a una mala ley, ni el ASC ni el APF pueden remediar la situación. En cuanto el ASC o el APF es “aplicado” para enmendar, modicar, o corregir la ley, deja de ser interpretativo. U.S. v. Granderson, 114 S.Ct. 1259, 1270 (1994) (Scalia, J. conviniendo) (‘‘deje que el Congreso haga las reparaciones necesarias’’). No signica que la línea entre la interpretación y la reforma siempre esté claramente denida. XX. Más especícamente, ¿debe aplicarse ese criterio de selección entre el ASC y el APF conocido como el criterio de ‘‘justicia y sana política’’ para la supremacía del peldaño máximo?
Pensamos que muchos jueces estadounidenses y profesores de derecho le darían al criterio de la ‘‘política sana y de justicia’’ un primer lugar en la lista de criterios para escoger un tipo de argumentación que logre la supremacía del peldaño máximo en una metodología total para la interpretación de las leyes, asumiendo que estas personas estarían dispuestas a adoptar una metodología que tiene estas características en el primer lugar (por lo cual no lo harían, porque preeren el método de los ‘‘argumentos de escopeta’’, un método que tiende a tomar en cuenta todos los tipos de argumentos, a favor y en contra, aun incluyendo, como algunos jueces, los argumentos no interpretativos de justicia y de buena política). Un realista podría explicar este criterio como sigue: ‘‘escoja ese tipo de argumentación para alcanzar la supremacía del peldaño que produce la mayor justicia y la más sana política pública’’. Ahora, quisiéramos contradecir este criterio propuesto con todo vigor. Lo calicaremos de ignorante, por ilegal, por anti-interpretativo, por contrario al Estado de Derecho. Este criterio propuesto ignora la existencia del antecedente legislativo que establece una norma legislativa, a menos que dicha norma les imponga simplemente a los jueces el decidir en vista de todos los méritos sustantivos emergentes de las circunstancias. ¡Aún en los Estados Unidos, hay relativamente pocas reglas así! La regla legislativa mucho más común, cuando es aplicada e interpretada apropiadamente, restringe lo que el juez puede
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tomar en cuenta, y por eso puede excluir algún criterio de justicia y de sana política. Igualmente, este criterio propuesto es anti-interpretativo. No hace ninguna concesión a la necesidad para una metodología interpretativa de acuerdo con la cual, la norma legislativa deba ser interpretada y aplicada. Aún, si una metodología es en verdad interpretativa, implementa generalmente cualesquiera limitaciones que haya en la norma legislativa como tal. Véase el párrafo anterior. Una norma legislativa genuina y una metodología interpretativa genuina generan una razón interpretativa condensada para la decisión que es perentoria - una razón legal formal, interpretativa en su naturaleza, que restringe las bases de decisión para algo menos que los méritos sustantivos del litigio. Por eso el criterio propuesto: ‘‘Decide de acuerdo con aquel método que genere una mayor justicia y una sana política pública, considerando todos los elementos’’ repudia la ley, repudia el método in-terpretativo, y niega perentoriedad a la razón legal formal que surge de la ley y del método. En efecto, cada vez que un juez desatiende la perentoriedad de una razón legal formal, erosiona al Estado de Derecho (excepto, como más tarde aceptaremos, cuando la equidad con forma legal esté en juego). Continuamos con que el criterio propuesto es contrario al Derecho y es anti-interpretativo. Se deduce que el criterio niega el concepto mismo de una razón legal perentoria. Se deduce que es contrario al ‘‘Estado de derecho’’. Bajo el criterio propuesto, estaremos, al nal, regulados por legisladores casuísticos que aplican sus razones sustantivas. En esta perspectiva, a menudo existirían razones sustantivas que chocarían y que surgirían de las circunstancias, por lo que sería necesario ‘‘pesarlas y balancearlas’’ para hacer justicia en el caso particular a la luz de todas las consideraciones sustantivas, pertinentes a los méritos sustantivos no restringidos y verdaderos del litigio. Pero el criterio propuesto ignora profundamente otra cuestión. Ignora el hecho de que mucho derecho, tal vez, la mayoría del derecho (a menos de que el núcleo del derecho penal y el núcleo del derecho creado por la administración pública), está dirigido a los asuntos donde, antes de la adoptación de reglas legales, las razones sustantivas de los verdaderos contenidos no son percibidos a favor de un lado o del otro del asunto. En cambio, a menudo hay un rico conjunto de razones sustantivas puestas en la de cada lado, o si esto no sucede, no hay una razón sustantiva de peso en ninguno de los lados. Con respecto a tales asuntos, tal vez la inmensa mayoría que dirige la ley de un sistema, el objetivo de contar con una norma antecedente (aplicada e interpretada debidamente) es en parte eliminar la reevaluación de las razones sustantivas que surgen de las circunstancias cuando se origina un litigio, así sea judicial o fuera de los tribunales. Uno puede llamar a ésto la ‘‘función resolutiva’’ de las
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normas jurídicas. Cualquier criterio que pruebe la viabilidad de un tipo de argumento interpretativo en términos de su producción de ‘‘el mejor resultado sustantivo’’ o de la ‘‘justicia en el caso particular’’, o de la ‘‘la política pública más sana’’ simplemente ignora estos hechos evidentes, en consecuencia, es ignorante. Los profesores de derecho que generalmente argumentan a favor de jueces con un gran papel creativo, también tienden a ignorar estos hechos evidentes. ¿Por qué están orientados tantos jueces estadounidenses, en sus ‘‘interpretaciones’’, contra la perentoriedad de las razones jurídicas formales? Hemos sugerido ya una explicación: los jueces adoptan un falso criterio de la debida técnica interpretativa. Pero hay factores especiales en marcha dentro de la cultura jurídica estadounidense como la de que los jueces estadounidenses se sienten extraordinariamente libres de las res-tricciones de las normas legislativas y de las limitaciones del método interpretativo. Considere: (1) El hecho de que los jueces estadounidenses regularmente modican la legislación, (2) El hecho de que los jueces es-tadounidenses aún tienen el poder de reformar las constituciones (en vigor), (3) El hecho de que los jueces estadounidenses nunca pueden invalidar la legislación, entre otros. Los jueces con tan vasto poder en un sistema dado, no están dispuestos a dejarse intimidar por ‘‘la perentoriedad de una razón jurídica formal’’ que se deriva de una norma legislativa y de un método interpretativo. ¿Es un ‘‘Estado de jueces’’ lo mismo que un ‘‘Estado de derecho’’? ¿Tienen las naciones de Europa Occidental más un Estado de derecho que los ciudadanos estadounidenses? Ahora hago una concesión. Los jueces deben tener algún poder en ciertos casos para modicar la perentoriedad de una razón jurídica interpretativa, en nombre de una equidad de apariencia legal. Sobre esto, hablaremos más tarde. XXI.¿Facilita el ASC el gobernar por ley – esto es, facilita la aprobación de leyes, de una manera distinta al APF?
El ASC facilita el gobernar por ley - facilita la aprobación de las leyes; en primer lugar, una manera que no sigue el APF. Si tuviera el APF la su-premacía del peldaño máximo, ésto funcionaría mejor si cada ley incluyera un propósito nal decorativo para ser utilizado en la interpretación por personas fuera del tribunal y por los jueces. Con el propósito nal respectivo así denido para lograr la interpretación, no sería necesario para los tribunales ‘‘inferir’’ un propósito, o ‘‘especular’’ así el propósito,o en verdad, ‘‘atribuirle’’ un propósito’’ (como Hart y Sacks lo arman valientemente), o cosas por el estilo. Aún, cualquier aspecto en la naturaleza de tal pro-pósito facial, requerido para la aprobación de leyes, entorpecería a la legislatura moderna. No es un misterio que nuestra legislación rara vez
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incluye tales propósitos nales decorativos. Son altamente controvertidos. Más aún, muchas veces hay varios de tales propósitos o razones, que chocan algunos de ellos. El ASC está libre de esta dicultad, y no retarda de la misma manera los procesos legislativos. XXII. ¿Facilita el ASC el entendimiento y la deliberación durante el proceso legislativo, de una manera en que el APF no lo hace?
Los legisladores en las etapas de deliberación sobre las leyes propuestas tienen que ser capaces de entender lo que signica la iniciativa de ley. Si ellos supieran en estas etapas que la iniciativa de ley sería, en caso de aprobarse, interpretada principalmente por referencia al ASC, serían capaces de entender lo que estarían haciendo al aprobar la ley. Sabrían qué lenguaje estaría en la iniciativa de ley así como que el ASC sería aplicado a la ley, y, por supuesto, el mismo lenguaje de deliberación y del debate sería en esos términos. Véase Chisom v. Roemer, 501 U.S. 380, 410 (1991) (Scalia disintiendo). Pero a menos que los legisladores acuerden establecer en la ley los propósitos nales, y hemos visto ya que existen obstáculos formidables en esto, los legisladores tendrían que especular en lo que los tribunales le asignarán a la ley como propósito nal y, en consecuencia, cómo interpretarían la ley los jueces. En breve, con esta técnica interpretativa a la mano, los legisladores no podrán estar tan seguros de entender, en las etapas deliberativas, lo que harán cuando aprueben una ley así como cuando lo hacían bajo el ASC. Podemos llamar a ésta, eciencia deliberativa aumentada, que en cambio aumenta la legitimidad de la legislación. XXIII. ¿Facilita mejor el ASC la legitimización de ambos papeles, judicial y legislativo, en lugar del APF?
La facultad de legislar está conferida en la legislatura (con algún papel para el ejecutivo, normalmente). Es la legislatura quien aprueba la legislación. Tiene que hacerse mediante deliberación y por votación del texto de la ley. El ASC se concentra en y busca directamente el dar efecto a la única acción colectiva de la legislatura, i.e., adoptando el lenguaje, que puede dar válida existencia a la ley. Véase Bergier v. Internal Revenue Service, 496 U.S. 53, 68 (1990) (Scalia concurriendo). Las legislaturas, como cuerpos colectivos, pueden legislar válidamente sólo por vía de algún tipo de acuerdo en la jación verbal de las palabras, y estas palabras son en su gran mayoría las palabras comunes del lenguaje común (o palabras técnicas).
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Cuando así sucede, tenemos que presumir, sin más, que el legislador votó y aprobó la ley entendiéndola en términos de sus palabras ordinarias (o técnicas) con que la hicieron. Estas palabras son el vehículo esencial para la expresión de la voluntad democrática. El ASC reconoce tal cual, y dándole este efecto al lenguaje trata a la legislación como legislación, pone en marcha la voluntad legislativa y facilita la responsabilidad de los legisladores frente al electorado. El ASC avanza la legitimidad de la legislación hacia la interpretación de aquella legislación. El APF, en contraste, requiere frecuentemente la especulación y, a veces, la selección arbitraria entre los propósitos nales en conicto, y es-to requiere de una investigación extensa que respalde a la ley en su historia legislativa que para muchos legisladores (y al ejecutivo) quizá no sea de su conocimiento en el momento de votar (o rmar). Éste es un papel menos legítimo para los tribunales que el papel requerido por el ASC. La legitimidad del papel judicial está en su esplendor cuando se aplica una ley completamente de acuerdo con los factores que la legitiman como ley desde un principio. Los propósitos nales no descritos en la ley no constituyen legislación legítima. Es verdad que el APF no debe ir más allá de lo que las palabras ‘‘sostienen’’. Pero una ley no es simplemente algo que ‘‘sostiene’’ o no una interpretación. Esta noción de una ley es una con-cepción empobrecida, porque relega el lenguaje legislado a un papel auxiliar en relación al propósito nal. Sin embargo, el lenguaje legislado es prioritario. El ASC toma en cuenta a la legislatura y por eso respeta su supremacía sobre el tribunal como legislador en asuntos dentro de la competencia legislativa. Cuando en nombre del propósito nal, los jueces dan sentidos especiales a las palabras técnicas y ordinarias, se arriesgan a la usurpación del papel legislativo, se arriesgan a la erosión de la legislación y del poder legislativo, y se arriesgan a la pérdida de su propia legitimidad. XXIV. ¿Honra más completamente el ASC a la naturaleza de la legislación como un compromiso de nalidades y medios en conicto que el APF?
El APF frecuentemente simplica demasiado al enfocar sólo uno de los propósitos nales más que el montón de propósitos contradictorios. Frecuentemente no es el a las realidades del proceso legislativo para un tribunal, el circunscribirse a uno de estos propósitos, como la base para extender o limitar el lenguaje aplicativo. Los diversos propósitos contradictorios en sí mismos indican que el lenguaje tiene, hasta cierto punto, que representar uno o más compromisos. El APF niega el hecho elemental de que cuando el lenguaje aplicativo de una ley va tan lejos y no más,
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esto reeja típicamente las fronteras de un compromiso legislativo, un compromiso que el APF se arriesga a deshacer, aun sin el cual la ley no podría haber sido aprobada en lo absoluto. Considérese esta declaración: ‘‘La aplicación de ‘propósitos amplios’ en la legislación, a costa de disposiciones especícas, ignora la complejidad de los problemas que el Congreso está llamado a resolver y la dinámica de la acción legislativa. El Congreso puede ser unánime en su intención para aplastar algún mal so-cial o económico vago; sin embargo, debido a que sus Miembros pueden disentir marcadamente en las medidas para implementar esa intención, el lenguaje nal de la legislación puede reejar compromisos difícilmente acordados. La referencia al ‘propósito claro’ de la legislación a costa de los términos de la ley en sí, no toma en cuenta los procesos de compromiso, y, al nal, previene la implementación de la intención legislativa.’’ Board of Governors of Fed. Reserve Sys. v. Dimension Fin. Corp., 474 U.S. 361, 373-74 (1986). XXV. ¿El conocimiento del legislador que los tribunales se esforzarán por interpretar a la luz del ASC suministra una mejor base para legislar que el conocimiento interpretado por los tribunales a la luz del APF?
Sí. Aquí el APF plantea un problema especial. Normalmente el legislador no tendrá ninguna autoridad para incluir un propósito nal en la ley, y un propósito nal considerablemente vago, aunque no sea objetable a los legisladores, no le ser virá el APF. Este argumento no plantea tal problema, y no hay una fuente fundamental semejante de incertidumbre metodológica en el ASC. XXVI. ¿Tiene el ASC una disposición potencial más amplia que el APF?
Hay razones buenas para suponer que los argumentos sólidos y creíbles del ASC son mucho más viables que los argumentos igualmente sólidos y creíbles del APF, otro factor que favorece la candidatura del ASC para lograr la supremacía del peldaño máximo en una metodología interpretativa. Para su viabilidad, el ASC requiere: (1) el texto vaciado en un lenguaje técnico y común, (2) la ausencia de ambigüedad, vaguedad, generalidad, elipsis, obsolescencia, apertura evaluativa entre otros aspectos, (3) las convenciones pertinentes del uso técnico y común, (4) otros recursos de argumentación con lenguaje técnico y/o común, que sean necesarios, pa-ra resolver el problema interpretativo. Será un trabajo extraordinario el intentar dirigir una investigación empírica, aun dentro de una área reducida,
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para determinar en qué proporción de instancias de incertidumbre prima facie, resultan sucientes para resolver la duda los recursos del ASC. Lo mismo es verdad en cuanto al APF. Pero hay razones para suponer que el ASC está más frecuentemente en juego, potencial y realmente, que el APF. Cada ley está redactada en términos técnicos y comunes y con sintaxis del lenguaje común. Normalmente es fácil plantear muchos casos claros que caigan dentro y afuera del lenguaje, quedándose totalmente dentro de los recursos de la argumen-tación del ASC. Solamente porque en la mayoría de los casos ningún pro-blema interpretativo de verdad aparece, no se deduce que el ASC no está en juego. Sólo porque estos incontables casos claros no causan ningún problema al nal en los tribunales, o que no llegan a los tribunales, no se deduce que el ASC no está en juego. Está en juego, lo cual es otra manera de decir que el lenguaje común es altamente efectivo tanto en el Derecho como en la vida cotidiana. En los casos difíciles que llegan a los tribunales, la evidencia es que muchos pueden ser con facilidad, o en pronta reexión, ser debidamente resueltos por referencia al ASC. Aún si en la Corte Suprema fuera invocar el ASC, en una minoría de casos en litigio, el ámbito de aplicación del ASC al lenguaje de todas las leyes en circunstancias ex-trajudiciales sería inmenso, puesto que solamente es el caso que estas leyes son todas redactadas con lenguaje (técnico y/o) común. Aquí el APF no llega aun a ser un rival serio. Las condiciones para su pronta viabilidad frecuentemente no se presentan, y aquí muchos jueces pueden tener amplia discreción. Quizás no haya una base clara para atribuir cualquier propósito nal dado a la ley. Cualquier prueba o base de inferencia que exista, señalaría ambiguamente a los propósitos nales diferentes y en conicto, o el único propósito nal sobre el cual se puede llegar a un acuerdo, puede ser tan vago o general que no pueden proveer las medidas para determinar cuál de las interpretaciones funciona mejor para el propósito nal. O los hechos pueden no ser claros sobre cuál de las interpretaciones concurrentes funcionaría más ecazmente para lograr el propósito nal. O quizás el lenguaje aplicativo de la ley no esté escrito de manera que sostenga verdaderamente la tensión de una interpretación intencional. Se ha dicho que el APF sirve para los casos difíciles, y el ASC sólo para los casos fáciles. Negamos el último aserto. Pero aunque sea verdad, la proposición concede una aplicabilidad mucho mayor del ASC, porque hay muchos casos más fáciles bajo el lenguaje de la mayoría de las leyes que los difíciles.
EL JUEZ NORTEAMERICANO ANTE LA LEY. LAS TÉCNICAS DE INTERPRETACIÓN DEL STATUTE LAW Ana Laura Magaloni*
Introducción as técnicas de interpretación judicial están íntimamente relacionadas con la ideología que guía la actividad del juez y la manera como éste concibe su papel y su misión dentro del sistema de división de poderes. En los sistemas de civil law los jueces, herederos de la ideología que inspiró la construcción del Estado liberal en la Europa continental, entienden que su función es la de aplicar un parámetro normativo preexistente a una disputa en particular. Prieto Sanchís denomina esta concepción ‘‘el modelo del juez vinculado’’, esto es, ‘‘el juez que ante todo viene obligado a fallar de acuerdo con ciertas normas o estándares preexistentes y cuya función es satisfacer unas expectativas que nacen, no de la conanza en sus cualidades personales, sino en unas prescripciones conocidas por las partes.’’ 1 Este modelo del juez vinculado adquiere un signicado particular si lo relacionamos con la teoría de las fuentes del Derecho que se formaliza en Europa continental a nes del siglo XVIII y principios del XIX. Por un lado, dicha teoría, como señala Luis Diez-Picazo, intenta limitar los fundamentos jurídicos posibles de una decisión judicial en aras de la seguridad jurídica y de la predictibilidad en los litigios2. El fenómeno de la codicación constituyó la expresión máxima de ese intento de racionalización del mundo jurídico como forma de limitar el poder de los jueces y proporcionar seguridad y certeza en el derecho a la naciente economía capitalista. Por otro lado, la teoría de las fuentes, sólo se entiende cabalmente si la relacionamos con el dogma del imperio de la ley: ‘‘con el triunfo de la Re-volución francesa y del Estado jacobino, la ley pasa a ser, según la expresión rosseauniana, la expresión de la voluntad general y, por ende, de la soberanía’’3 La ley se convierte en la manifestación primaria de la soberanía y en la expresión centralizada del poder político.
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* Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). 1 Ideología e interpretación jurídica, Editorial Tecnos, Madrid, (1993), pág. 13. 2 Experiencias jurídicas y teoría del derecho, 3a Edición, Ariel (1993), pp. 132-135. ISONOMÍA No. 6 / Abril 1997
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Todo ello ha motivado una forma de comprender la relación del juez con la ley y, aunque esta forma que se ha puesto fuertemente en duda a partir de la crisis del positivismo legalista y de la puesta en marcha de los sistemas de justicia constitucional, no hemos logrado sustituir por completo las categorías de ley y de decisión judicial. Como señala Rubio Llorente, ‘‘seguimos utilizando las categorías conceptuales que se acuñaron en esa construcción admirable del Derecho Público del Estado constitucional; las categorías de ley o de decisión judicial, o de juez; pero estas categorías, vaciadas ya de su contenido originario, tienen hoy muy escasa utilidad como instrumentos para orientarnos en la realidad’’.4 En efecto, la función jurisdiccional, bajo ese modelo de Estado, como ya señalamos, se debe concretar a aplicar un parámetro normativo pre-existente. Si bien es cierto que la llamada interpretación y aplicación ‘‘mecánica’’ de la ley, la cual prevaleció en estos sistemas durante prácticamente todo el siglo XIX, hoy en día se considera absolutamente irreal, 5 el carácter objetivado del parámetro de control que utilice el juez sigue siendo una característica esencial de la función jurisdiccional. Ello signica que el juez siempre ha de decidir con base en un parámetro normativo preexistente y no disponible para el órgano que ejerce el control.6 Además, bajo el dogma del imperio de la ley y del legislador racional, como señala Zagrebelsky, subyase la concepción de que el derecho es atemporal y que la justicia es una noción abstracta que se puede encontrar a partir de la razón y plasmarse en normas generales.7 Por tanto, los jueces no deben preocuparse por la justicia o injusticia de sus decisiones. Al legislador es a quien le toca la tarea de plasmar la justicia en abstracto, a los jueces sólo les corresponde aplicar al caso concreto las normas ge-nerales. 3 4
Ibid. pág. 134. La forma del poder. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid (1993), pág. 666.
Con el término ‘‘interpretación y aplicación mecánica’’ nos estamos reriendo a aquella en la que se basa el racionalismo moderno de la Escuela de la Exégesis, según la cual las normas jurídicas eran conocidas por todos de la misma manera y, por tanto, el juez, para elaborar su sentencia, únicamente debería de formular una operación deductiva cuya premisa mayor era la norma, la menor la comprobación de que se habían cumplido en el caso concreto las condiciones previstas por ésta y la conclusión sería precisamente el fallo o decisión del juez. Para una breve, pero ecaz explicación sobre la visión que prevaleció en la Europa continental, durante todo el siglo XIX, respecto de lo que era la función del juez y las técnicas de argumentación jurídica, véase. CH. PERELMAN: La lógica jurídica y la nueva retórica. Civitas, Madrid, 1988, pp. 37-71. 6 MANUEL ARAGÓN: ‘‘La interpretación de la Constitución y el carácter objetivado del control jurisdiccional’’, Revista Española de Derecho Constitucional, Núm. 17, (1986), pág. 101. 7 El derecho dúctil. (traducción Mariana Gascón), Madrid (1995), pág. 26. 5
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Las teorías contemporáneas sobre interpretación y argumentación jurídica han abandonado estas posiciones, sin embargo, en la mentalidad de los jueces continúa prevaleciendo el viejo anhelo de la aplicación mecánica de la ley y, desde esta perspectiva, la interpretación de la ley busca, a toda costa, mantenerse al margen de cuestiones valorativas o de otro tipo de consideraciones extranormativas, ya que, tales consideraciones, en principio, son materias reservadas al legislador. Así tenemos que en los sistemas romanistas existe una fuer te tensión entre el modelo de función jurisdiccional con el que hemos venido operando y el hecho incuestionable de que la norma general no puede predeterminar por completo el acto de aplicación, sino que este se produce al amparo de un orden jurídico que abarca diversas posibilidades. El juez no es un mero aplicador de normas ya que todo acto de aplicación es al mismo tiempo un acto de creación normativa. Esta textura abierta de las normas generales nos obliga a redenir esta noción de ‘‘juez vinculado’’ ¿hasta qué punto las prescripciones normativas son conocidas previamente por las partes? ¿Cómo se destierran las cualidades personales y valores subjetivos del juez al momento de interpretar las normas que aplica? ¿Cómo se puede lograr el equili-brio entre la noción de orden jurídico coherente y sistemático y la búsqueda de decisiones judiciales justas y razonables para el caso en concreto? Estas preguntas se encuentran en el centro del debate contemporáneo sobre interpretación de la ley. Como señala Manuel Aragón, ‘‘des-pués de más de un siglo de discusiones sobre la interpretación (discusiones enlazadas, necesariamente, a las que giran acerca del carácter ‘‘ob jetivado’’ del Derecho), la polémica se contrae, substancialmente, a los que parecen ser sus términos más concretos: el problema de los valores’’.8 En Estados Unidos el debate sobre interpretación de la ley también tiene como centro gravitacional el problema de los elementos valorativos que el juez utiliza para elegir una de las posibles interpretaciones que el texto de la norma le permite. Sin embargo, todo este debate parte de premisas y postulados muy distintos a aquellos en los que se funda el debate en los sistemas de civil law. En primer término, en los sistemas de common law, particularmente en el norteamericano, los jueces tradicionalmente han sido órganos de producción normativa en el sentido más amplio del término. El derecho de creación judicial o common law ha sido obra exclusiva
8
Ibid. pág. 115.
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de los jueces.9 Dicho derecho se conforma por el conjunto de reglas y principios que se derivan de decisiones judiciales previas que versan sobre materias que no han sido reguladas expresamente por el legislador. En virtud del principio de stare decisis, tales decisiones adquieren el carácter de precedentes vinculantes y, por tanto, el juez posterior está obligado a aplicar las reglas y principios de decisiones previas a casos similares que se le presenten con posterioridad. Sin entrar a discutir esta particular forma de crear derecho, la cual, sin lugar a dudas, resulta bastante ajena a los sistemas romanistas, lo cierto es que ver en la judicatura una fuente autónoma de producción de normas generales denota en sí mismo un modo completamente distinto de concebir la función jurisdiccional: en muchos common law cases es evidente que la acción precedió al derecho y que por lo tanto el parámetro normativo no era preexistente a la disputa.10 Lo anterior no implica que bajo la concepción norteamericana de lo que es la función jurisdiccional no sea relevante que el juez lleve a cabo dicha función con base en un parámetro normativo objetivo e indis-ponible. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en los sistemas romanistas, esta cuestión encuentra su mayor sustento en la vinculación judicial al precedente. En Norteamérica, el ‘‘juez vinculado’’ es aquél que resuelve el caso concreto de conformidad con las reglas y principios contendidos en las decisiones judiciales previas. De ahí que la doctrina de stare decisis, en los sistemas de common law, sea el pilar sobre el que se sustenta la seguridad, la predictibilidad y la certeza jurídicas.11 Es importante aclarar que el término common law puede tener diversos signicados. Por un lado, nos sirve para designar a los sistemas jurídicos angloamericanos (sistemas de common law) y distinguirlos de los sistemas romanistas o de civil law. Asimismo, el common law, en estricto sentido, es el derecho de creación judicial o judge-made law, el cual se distingue del statute law, en el sentido de que el primero lo elaboran los tribunales y el segundo el legislador. El contexto en el que se utilice la expresión permite saber a cuál de los sentidos se hace referencia. 10 A pesar de que hoy en día se acepta unánimemente que el common law es un derecho creado por los jueces, cabe destacar que, durante buena parte del siglo XIX, prevaleció tanto en Norteaméri-ca como en Inglaterra lo que se conoce como la visión ortodoxa o ‘‘Blackstoniana’’ del common law. Bajo esta óptica el common law era un cuerpo de reglas completo y coherente, de tal modo que el juez únicamente tenía que extraer de las decisiones judiciales previas el principio adecuado para resolver el caso. El derecho siempre era preexistente a la disputa y el Juez era concebido como un ‘‘law-nder ’’. Sin embargo, a nales de ese siglo, Austin en Inglaterra y Holmes en Estados Unidos, rompen con esa visión ortodoxa. Hoy cualquier jurista de estos países reconoce que el common law es un derecho de creación judicial y que, por tanto, le corresponde a los jueces, y sólo a ellos, ir adaptando su contenido al ritmo de los cambios sociales. Con respecto al transición entre la visión ortodoxa y la contemporánea véase, CARPENTER: ‘‘Court Decisions and the Common Law’’, Columbia Law Review, vol. 17, (1917), pp. 593 y ss. 11 En palabras de CROSS: ‘‘The continental judge has not doubt always wanted the law to be certain as much as the English judge, but he has felt the need less keenly because of the 9
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Por otra parte, este apego al precedente nunca opera de modo extraordinariamente estricto, ya que los jueces pueden revocar o mo-dicar la doctrina establecida cuando ésta sea completamente inconsistente con las políticas jurídicas y los estándares éticos de la sociedad. En este sentido, la noción de que la función jurisdiccional debe operar conforme a un parámetro normativo preexistente e indisponible para el juez se verá matizada por otros aspectos que también se consideran intrínsecos a la función jurisdiccional, en concreto, la noción norteamericana de que los tribunales deben dar soluciones socialmente aceptables como forma de legitimar su poder para crear derecho. Esto último, autoriza al juez a incorporar consideraciones económicas, sociales, políticas y culturales en sus sentencias. Tales consideraciones se en-cuentran fuera de la norma jurídica general, pero, para los norteamericanos, a diferencia de lo que ocurre en los sistemas civil law, no se encuentran fuera del Derecho. En este ensayo analizaremos precisamente el modo como el juez norteamericano se aproxima a los problemas de interpretación de la ley. Con ello no pretendemos sugerir que sea posible incorporar en los sistemas romanistas las soluciones que en Norteamérica se han ideado en relación con este tema. Ello sería desconocer las profundas diferencias que existen entre ambos sistemas y, en concreto, desconocer el modo distinto en que en Norteamérica y en la Europa continental se conguró el Estado constitucional.12 Sin embargo, son precisamente estas acentuadas diferencias de la cultura jurídica norteamericana las que hacen que su estudio pueda tener un particular interés. Ello nos permite apreciar un esquema teórico que explica la relación del juez con la ley de modo diametralmente distinto al que conocemos. En este sentido, la experiencia nor-teamericana background of rules provided rst by Roman law and codied custom, and later by the codes of the Napolionic era. These resulted in a large measure of certainty in European law. Roman law was never ‘‘received’’ in England, and we have never had a code in the sense of a written satement of the entirety of the law. English justice, if it were not to remain uid and unstable, required a strong cement. This was found in the common law doctrine of precedents with its essential and peculiar emphasis on rigidity and certainty’’. Precedent in English Law, Clarendon Press, cuarta edición, Oxford, (1991), págs. 11 y 12. 12 En este sentido, RUBIO LLORENTE señala: ‘‘No son las mismas las ideas que los revolucionarios franceses y los revolucionarios norteamericanos seleccionaron de entre el conjunto de ideas del siglo XVIII. Ni es la misma la relación que hay entre la noción de derecho natural y la noción de poder político en los moralistas escoceses y en los siócratas franceses, ni es la misma, en conse-cuencia, ni mucho menos, la noción que en uno y otro lado del Atlántico hay acerca de la relación entre derecho y poder. No siendo esto lo mismo, difícilmente podrían ser iguales las categorías jurídicas que en uno y otro lado del Atlántico se acuñan para la construcción del Estado consti-tucional’’. La forma del poder, op. cit. pág. 668.
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nos permite constatar que existe un modo distinto de interpretar, de construir y de dar soluciones a este problema y, po-siblemente, a partir de este contraste, estemos en mejor posición para comprender las tensiones y los problemas que presenta nuestro es-quema conceptual para explicar la relación del juez con la ley. ley.
Los jueces vs. el legislador. Características particulares del sistema jurídico norteamericano. Para comprender el debate contemporáneo que existe en Norteamérica en torno a la interpretación y aplicación de la ley (statute law), es indispensable tener en cuenta algunas características básicas de este sistema. En primer término, en Estados Unidos nunca existió un fenómeno si-milar al movimiento de codicación característico de los sistemas de civil law. law. Durante todo el siglo XIX el Congreso y las legislaturas de los estados sólo legislaron de modo intersticio. Fueron los tribunales quienes a partir par tir de sus decisiones lograron elaborar un derecho claro y cognoscible que sir sirvió vió de sustento al naciente Estado liberal.13 El derecho de creación cr eación judicial o common law, law, durante todo el siglo XIX, fue la forma de derecho que prevaleció en el ámbito de las relaciones jurídicas de derecho privado.14 Así, mientras que en la Europa continental se intentaba elaborar un sistema ordenado, coherente y completo de normas escritas, insFRANKFURTER señala que durante el período en que se supone que se estaba construyendo el nuevo gobierno de los Estados Unidos, fueron aprobadas tan sólo 26 leyes federales en 1798, 66 en 1790, 94 en 1791, 38 en 1792 y 63 en 1793. Además, todavía hasta el año de 1875, 40% de las controversias ante los tribunales federales fueron common law cases, es decir, casos en los que el parámetro normativo para resolverlos fueron exclusivamente common law precedents. ‘‘Some Review,, vol. 47, (1947), pág. 527. Refelctions on the Reading Read ing of Statutes’’, Columbia Law Review 14 Cuando decimos que prevaleció prevaleció el common law respecto de otras formas de creación de derecho, en concreto de la ley, no estamos hablando de una prevalencia jerárquica, sino fáctica. De acuerdo con el orden jurídico que vino a establecer la Constitución de los Estados Unidos de 1787, el Congreso de la Unión era, y sigue siendo, s iendo, el máximo órgano de producción normativa. Por tanto, una ley podía derogar cualquier regla de common law. El mismo principio operaba respecto de las legislaturas de los estados y el common law estatal. Sin embargo, quizás por inuencia del propio sistema jurídico inglés, fueron los tribunales, y no el legislador, quiénes de facto se constituyeron en los principales arquitectos del nuevo n uevo orden jurídico. En este sentido las palabras de GILMORE resultan bastante descriptivas: ‘‘From the beginning our courts, both state and federal, seem to have been willing to answer any conceivable question which any conceivable litigant might choose to ask. (…) We We did have to cope, in the real world, with the complicated problems prob lems which arose from the obscure metaphysical concept of an indissoluble union of indestructible states. The federal Congress did little; the state legislatures did less. The judges became our preferred problem solvers’’. The Ages of American La. Yale University Press, (1977), pp. 35 y 36. 13
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pirado en una concepción absolutamente racionalista del Derecho, en Estados Unidos fueron los jueces quienes se abocaron al enorme esfuerzo de desarrollar, a modo de common law, un sistema propio de reglas detalladas y cer teras, lo cuál denota una concepción empirista y casuística del Derecho.15 Las implicaciones teóricas y dogmáticas que se derivan de ambas concepciones del Derecho Derec ho marcan las profundas e irreconciliables ir reconciliables diferencias que separan a las dos grandes tradiciones jurídicas de occidente.16 No es materia de este ensayo analizar tales diferencias. Lo que es im-portante im-porta nte resaltar es que, toda vez que el common law fue fue preexistente al derecho legislado, la relación del juez con la ley, en el sistema jurídico nor norteamericano, teamericano, se vio enormemente inuenciada por el esquema conceptual y la metodología jurídica que caracteriza al dereder echo de creación judicial (common law). Cuando el Congreso federal y las legislaturas de los estados comienzan a aprobar un número importante de leyes, cosa que sucede en el primer tercio del siglo XX, los jueces norteamericanos se enfrentaron con la inexperiencia y falta de destreza destr eza en el manejo de la ley, ley, al punto que era frecuente concebir a la ley como un elemento extraño en el sistema.17 Este rechazo inicial del poder judicial a la proliferación de statute law culmina con la histórica lucha entre el Presidente Franklin Roosevelt y
ROSCOE POUND, de un modo simple y conciso señala las diferencias básicas respecto del modo como se aproximan al estudio del Derecho los juristas de ambos sistemas: ‘‘For the stregth of the common law is in its tratment tra tment of concrete controversies, as the strength in its rival, the modern Roman Law, is in its logical development of abstract conceptions. Hence wherever the administration of justice is mediately or inmediately in the hands of common-law judges their habit of applying to the cause in hand the judicial experience of the past rather than attempting to t the cause into its exact logical pigeonhole in an abstract system gradually undermines the competing body of law and makes for a slow but persistent invasion of the common law (…) In a comparation of abstract systems common law is at its worst. In a test of the actual handing of single controversies it has always prevailed’’ The Sprit of the Common Law. Marshall Hones Company,, New Hampshire, (1921), págs. 35 y 36. Company 16 Para una primera aproximación sobre este tema resulta útil el ensayo de MARIA LUISA CASTAN: CAST AN: ‘‘Consideraciones ‘‘Consideraciones sobre el Derecho inglés in glés como protipo de sistema de d e Common Law y Revista de Legis Legislación lación y Jurispr Jurisprudencia udencia sus diferencias respeto de los sistemas romano´germánico’’. romano´ germánico’’. Revista (España), núm. 5, (1948), pp. 139 y ss. 17 En 1908 ROSCOE POUND escribía ‘‘Not ‘‘Not the least notable characteristic of American Law today are the excessive output of legislation in all our jurisdictions and the indifference, if not the contempt, which that output is regarded by courts and lawyers’’. ‘‘Common ‘‘Common Law and Legislation’ Legislation’’, ’, Harvard Law Revie, vol. 21 (1908), pág. 383. Esta misma apreciación la formulan otros eminentes juristas durante la primera mitad del siglo XX, al respecto véase: véase: LANDIS: ‘‘Statutes and Sources orf the Law’’, Harvard Legal Essays (1934), pp. 213 y ss; H. STONE: ‘‘The ‘‘The Common Law in the United States’ States’’, ’, Harvard Law Review, Review, vol. 50 (1936), pp. 4 y ss y F. FRANKFURTER: ‘‘Some Reections on…’ on…’’, ’, op. cit., pp. 527 y ss. 15
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el Tribunal Supremo para lograr que la ‘‘New Deal Legisla-tion’’ pasar el test de la constitucionalidad.18 No entraremos a estudiar este interesante capítulo de la historia del derecho norteamericano. Lo que nos interesa resaltar es que, a partir de este difícil proceso, los tribunales tuvieron que aceptar la transformación de su sistema de fuentes: la ley vino a desplazar al common law colocándose como la fuente del Derecho más importante. Sin embar-go, el poder de los jueces para crear derecho derec ho no desapareció, simplemente tuvo que ser armonizado con el del legislador. legislador. ¿Cómo se logra armonizar el law-making power de los jueces con el del legislador? En primer término, en Norteamérica se asume de punto de partida par tida que toda ley tiene lagunas jurídicas que los jueces han de llenar a modo de common law. law. En este sentido, las leyes, vengan a regular una área del derecho nueva o a derogar el common law preexistente, éste último siempre es un derecho de carácter supletorio: todo aquello que el legislador no haya regulado, o derogado en su caso, expresamente se regirá por los principios y reglas del derecho de creación judicial.19 En segundo término, los distintos preceptos legales en abstracto, a los ojos de cualquier jurista nor nor teamericano, son extraordinariamente indeterminados como para ofrecer un parámetro normativo ecaz y predecible. En general asumen que solamente a través de los procesos de concretización de las normas nor mas por los aplicadores jurídicos, y en especial por los tribunales, es que que éstas adquieren verdaderos contornos contor nos normativos. En otros términos, las normas nor mas jurídicas en abstracto, tal y como las aprueba apr ueba el legislador, legislador, son simples palabras; se requiere de la labor de interpretación y aplicación por parte par te de los jueces para conocer 20 su impacto en la sociedad. Ello ha dado lugar a que se conciba que
Una breve reseña sobre este capítulo de la historia norteamericana es la de BERNARD SCHWARTZ: El federalismo norteamericano actual. Cuadernos Civitas, Madrid, (1993), pp. 39 y ss. 19 El dogma positivista de la plenitud del ordenamiento, característicos de los sistemas de civil law, a partir del cual el orden jurídico se concibe como una unidad total y completa que le permite al juez encontrar respuesta jurídica a cualquier cualqu ier controversia que se le plantee, difícilmente puede ser traspasable al sistema jurídico norteamericano, por la sencilla razón de que el legislador nunca inten-tó plasmar por escrito la totalidad del Derecho y que en un primer momento el derecho se fue desarro-llando al ritmo de las decisiones judiciales. Ello explica por qué en el Derecho norteamericano se presume que la ley necesariamente tiene lagunas que los jueces deben llenar a modo de common law. 20 Al respecto, las palabras de K. N. LLEWEL LLEW ELYN YN resultan del todo ilustrativas: ‘‘W ‘‘Wee have discovered in our theaching of law that the general propositions are empty empty.. (…) We We have discovered that rules alone, mere forms of words, are worthless. We We have learned that the concrete instancies, the heaping up of concrete instances, the present, vital memory of a multitude of concreate 18
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el legislador y el juez, cuando se trata del statute law, cooperan en la creación del Derecho (son co-operative law making bodies).21 En efecto, para los juristas norteamericanos, dado el carácter vinculante de los denominados statutory precedents, esto es, de las decisiones judiciales que interpretan y aplican algún precepto legal, las reglas establecidas en dichas decisiones vienen a fusionarse o a formar par te de la ley, ya que un statutory precedent perla, delimita o inclusive ‘‘modica’’ el contenido normativo de los preceptos legales.22 Por último, el law-making power de los jueces al momento de aplicar un precepto legal se lleva a cabo a través de su labor de interpretación. Como todos sabemos, la interpretación jurídica no es una mera operación cognoscitiva de averiguación del signicado lingüístico de un enunciado normativo, sino un proceso constructivo. Sin embargo, el ámbito de creación normativa del juez, al momento de interpretar un precepto legal, es más extenso o más limitado según el método de interpretación que utilice. Summers y Atiyah clasican los métodos de interpretación en formales y sustantivos en función del tipo de consideraciones valorativas que el juez formule en su sentencia. Así, por ejemplo, según dichos autores, si el juez interpreta la ley a partir del signicado literal de las palabras el proceso interpretativo será altamente formal, mientras que si lo hace con base en lo que él considera que es la intención del legislador o las razones de política y moral que sustentan dicha ley el proceso de interpretación será básicamente sustantivo.23 La diferencia entre uno y otro método radica precisamente en las consideraciones de valor que los jueces formulen en su sentencia para dotar de signicado a la norma general: cuanto más apele el juez a consideraciones
instances, is necessary in orden to make any general proposition, be it rule of law or any other, mean anything at all. Without the concrete instances the general proposition is baggage, impedimenta, stuff about the feet. It not only does not help. It hinders.’’ The Bumble Bush, novena impresión, Oceana Publications, Nueva York, (1991), pág. 2. 21 Al respecto véase. E. LEVI: An Introduction to Legal Reasoning. The University of Chicago Press, 1949, pp. 27 y ss. Como veremos un poco más adelante, un sector de la doctrina (los ‘‘textualistas’’, se encuentran en franco desacuerdo con la idea de que los jueces actúen como law-making bodies cuando de la aplicación de la ley se trata. Sin embargo, este grupo de jueces y académicos no son, ni por mucho, una mayoría importante. Por el contrario, ellos están reaccionando frente a la visión común que existe en Norteamérica respecto del papel del juez frente a la ley. 22 El profesor Frank Horack lo explica de este modo: ‘‘After a judicial decisión, the statute to that extent becomes more determinate, or, if you will, amended to the extent of the Court’s decision (…) Thus, if the Court in a second case changes its former intrpretation the functional consequences of the change are legislative rather than judicial’’. ‘‘Congresional Silence: a tool of Judicial Supremacy’’, Texas Law Review, vol. 25, (1942), pp. 250-251. 23 Form and Substance in Anglo-american Law. Clarendon Press, Oxford, 1991, pp. 14 y ss.
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extranormativas (la moral dominante, cuestiones de política jurídica, valores insti-tucionales, etc.), el método de interpretación será más sustantivo y menos formalista. La elección entre uno u otro método de interpretación lleva implíci-ta, en sí misma, un juicio de valor por parte del juez. Como ya se-ñalamos, las técnicas de interpretación judicial están íntimamente relacionadas con la ideología que guía la actividad del juez y la manera como éste concibe su papel y su misión dentro del sistema de división de poderes.
Las técnicas de interpretación de la ley: El juez como garante de los ‘‘valores públicos’’ vs. la supremacía del legislador. Tratándose de la interpretación de la ley, según Eskridge, los dis-tintos métodos que existen en Norteamérica se pueden clasicar según como cada uno de éstos pondera la relación entre el principio de supremacía legislativa y el papel de los jueces como garantes de valores públicos.24 Por valores públicos ha de entenderse, según este autor, ‘‘los principios y valores básicos que subyasen en el orden jurídico, que contribuyen y son el resultado del desarrollo moral de la comunidad política’’.25 Esta denición es extraordinariamente imprecisa. Sin embargo, de la lectura del ensayo de Eskridge, se puede concluir lo siguiente: cuantos más elementos extranormativos (‘‘valores públicos’’) utilice el juez para denir el sentido de algún precepto legal, tales como argumentos morales, económicos, sociales o institucionales (razones sustantivas), mayores serán los elementos que el juez le ‘‘añade’’ a la obra del legislador. Así, la extensión del ámbito de creatividad judicial en la aplicación de la ley guarda una relación inversa con la sumisión del juez al principio de supremacía del legislador. Iremos explicando a fondo esta cuestión. En un extremo se encuentran los ‘‘textualistas’’ quiénes están com-prometidos con los valores del pluralismo político y son especialmente sensibles al argumento contramayoritario. En una democracia representativa los jueces, que no han sido electos popularmente, no pueden sustituir con sus propios valores aquéllos que el legislador ha elegido. Además, el debate democrático, en el seno del Congreso, es la mejor forma de resolver los conictos de intereses entre los diferentes agentes sociales. Por tanto, los tribunales no deben manipular el ‘‘Public Values in Statutory Interpretation’’, University of Pennsylvania Law Review, vol. 137, (1989), pp. 1007 y ss. 25 Ibid. pág. 1008, (traducción propia). 24
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texto de la ley a efecto de hacer efectivos determinados valores públicos que ellos, y no el legislador, consideren relevantes. 26 En palabras de Nicholas Zeppos: ‘‘For textualist, judicial policymaking is unacceptable (…) judges are allow to follow the law and not their own view of justice’’.27 De acuerdo con estas ideas, el juez, según los textualistas, se debe limitar a interpretar y aplicar las palabras del legislador. De algún mo-do, esta corriente de interpretación norteamericana, pretende incorporar la visión del juez que prevaleció en la Europa continental durante el siglo XIX. Así, según ellos, cuando no existe obscuridad en el texto de la ley, no hay lugar a la interpretación judicial y los tribunales se deben limitar a subsumir el caso concreto de supuesto jurídico. En caso de que el texto no sea del todo claro, el intérprete puede resolver dicha obs-curidad de dos maneras: a) analizando el lenguaje de otros statutes similares o, b) buscando armonizar el precepto legal con los del resto de la ley y con la legislación relacionada con la misma.28 Los textualistas también reconocen que toda ley tiene lagunas. Sin embargo, a diferencia de otras corrientes de interpretación, conside-ran que solamente en los casos en que el legislador le delegue ex-presamente a los tribunales la facultad de completar la ley a modo de common law, es que los jueces pueden llevar a cabo esa labor de in-tegración. Si no es así, entonces el juez que se enfrente a una laguna legislativa, simplemente debe considerar que no se puede derivar de la ley en cuestión la solución del caso que resuelve y que por tanto la controversia se encuentra ‘‘outside the statute’s domine’’. En tal caso el juez y las partes han de acudir a cualquier otra fuente del Derecho que pueda ser un parámetro normativo en la disputa.29 26
Ibid, págs. 1079-1081.
‘‘The Use of Authority Statutory Interpretations: An Empirical Analysis’’. Texas Law Review, vol. 70, (1992), p. 1088. 28 Los dos autores que encabezan esta corriente doctrinaria son Antonin Scalia, Justice de la Suprema Corte norteamericana, y Frank H. Easterbrook, Magistrado del Tribunal de Apelación del Séptimo Circuito y Catedrático de la Universidad de Chicago. La referencia bibliográca más citada de esta teoría de interpretación de la ley son: ESTERBROOK: ‘‘Statutes’ Domines’’, University of Chicago Law Review, vol. 50, (1983), pp. 533 y ss; ESTERBROOK: ‘‘Tthe Role of Original Intent in Statutory Construction’’, Harvard Journal of Law and Public Policy, vol. 11, (1988), pp. 59 y ss; SCALIA: ‘‘The Rule of Law as Law of Rules’’, University of Chicago Law Review, vol. 56, (1989), pp. 1175 y ss. 29 En palabras de ESTERBROOK: ‘‘unless the party relying on the statute could establish either express resolution or cration of the common law power of revision, the court would hold the matter outside the statute’s domain. The statute would become irrelevant, the parties (and the court) remitted to whatever other sources of law might be applicable’’ ‘‘ Statutes Domine’’, op. cit. p. 544. 27
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Otro sector de la doctrina, sin embargo, considera que la interpretación estricta del texto de la ley, al contrario de lo que sostienen los partidarios del textualismo, menoscaba el principio de supremacía legislativa, ya que impide que la política jurídica del legislador despliegue todos los efectos que le corresponden. En otros términos, ‘‘negarle al juez la capacidad de implementar, a través de su labor de interpre-tación y aplicación de la ley, la política jurídica que el legislador pretendió llevar a cabo con la aprobación de la ley, es menoscabar la autoridad del propio Congreso’’.30 Además, para los defensores de la denominada ‘‘public values philosophy’’, la labor jurisdiccional, cuando se trata de la aplicación de la ley, no sólo debe estar comprometida con los principios de división de poderes y supremacía legislativa, sino también, y sobre todo, con la articulación y desarrollo de los valores públicos a través de la resolución de casos concretos. Para los defensores de esta doctrina, está claro que con pretexto del pluralismo político y de la exageración de las ‘‘virtudes’’ del debate democrático, se llegan a enmascarar verdaderas injusticias. Por ello, sin dejar de reconocer determinados límites a los jueces, consideran que los tribunales son órganos más conables y mejor equipados que las legislaturas y las agencias administrativas, para garantizar determinados valores esenciales a un Estado constitucional.31 Bajo esta perspectiva, surgen dos corrientes doctrinales en relación con las técnicas de interpretación de la ley: el Evolutive Approach y el Dynamic Approach. Para ambas teorías, los tribunales son auxiliares y complementos indispensables del legislador. La sujeción del juez a la ley y la supremacía del Congreso no pueden signicar en ningún caso un desconocimiento judicial de los valores fundamentales de una sociedad. En este sentido, tanto el evolutive approach como el dynamic approach aceptan que el debate sobre las políticas jurídicas no termina en el Parlamento: los jueces también desempeñan el papel de policymakers a través de su labor de interpretación y aplicación de la ley. La diferencia entre ambas teorías se encuentra en la extensión del ámbito de creatividad judicial que cada una le reconoce al juez.
Note: ‘‘Intent, Clear Statements and Common Law: Statutory Interpretation in the Supreme Court’’, Harvard Law Review, vol. 95, (1982), pág. 906 (traducción propia). 31 En palabras de ESKRIDGE: ‘‘We are cynical about the operation of pluralistic legislatures. We belive that law is more than the positive commands of the sovereign. We are impatient with porcedual justications that mask sustantive injustice. While we do not think we are naive about the limitations and foibles of judges, courts command our respect more than do legislatures and executives agencies’’. ‘‘ Public Values in…’’ op. cit., pág. 1015. 30
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Para el evolutive approalch, el contenido y signicado de las disposiciones legislativas se encuentra en un proceso de constante evolución, cuyo ritmo lo van marcando las cambiantes demandas sociales. Es labor de los tribunales, y no del legislador, adaptar el contenido de la ley a dichas demandas. Alexander Alienikoff 32 y Guido Calabresi33 son los dos más importantes exponentes de esta doctrina. Bajo esta concepción, los preceptos legales adquieren la misma exibilidad que tienen las reglas de common law. El juez, tomando en cuenta los estándares morales de la sociedad, las directrices de las políticas jurídicas y los demás valores públicos, puede ir transformando el contenido normativo de las disposiciones legales, así como el texto de la ley. El sentido y alcance concreto de la legislación sólo puede ser producto de la labor conjunta del Congreso y los tribunales. El primero marca las pautas generales que la ley busca alcanzar y los segundos se encargan de que dichas pautas vayan evolucionando a lo largo del tiempo.34 Los partidarios de esta doctrina buscan rescatar el papel que tradicionalmente han desempeñado los tribunales en un sistema de common law. Según Calabresi, ‘‘los jueces (en estos sistemas) han aprendido, y creen, que el Derecho ante todo debe ser funcional y responder a las necesidades de la comunidad. (…) Los tribunales saben que a partir de la resolución de controversias juegan un papel crucial en la preser vación de esta ‘‘funcionalidad’’ del Derecho y que, por tanto, poner al día la legislación vigente es, indudablemente, su responsabilidad’’.35 De ahí que, según este autor, la proliferación actual de statute law en Norteamérica genere una nueva relación entre el legislador y los jueces: el primero marca las pautas y lleva la iniciativa en cuanto a la creación de derecho y los segundos, conservando sus funciones tradicionales de common law, mantendrán ese derecho al día (up to date).36 El evolutive approach, según Eskridge, está más comprometido con la denominada public values philosophy que con las virtudes del pluralismo político. Su sensibilidad al argumento contramayoritario
‘‘Updating Statutory Interpretation’’, Michigan Law Review, vol. 87, (1988), pp. 20 y ss. Common Law for the Ages of Statutes, Harvard University Press, (1982). 34 Es muy conocida la metáfora que utiliza ALEINIKOFF para describir esta labor conjunta de jueces y congreso: ‘‘Statutory interpretation is ‘‘nautical’’. Congress builds the ship and charts its initial course, but ship’s ports-off-call, safe harbors and ultimate destination may be product of the ship’s capitan (the courts), the waather and other factors (…). This model understands a statute as an on-going precess (voayage) in which both, the shipbuilder and subsequent navigators play a role’’. ‘‘Updating Statutory…’’. op. cit. pág. 21. 35 ‘‘Common Law for the…’’, op. cit. pág. 6, (traducción propia). 36 Ibid. pág. 7. 32 33
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se ve disminuida por los defectos intrínsecos del proceso legislativo: ex-clusión de minorías, inercia e imposibilidad del Congreso para mantener al día la legislación vigente (statutory obsolence).37 La supremacía legislativa, bajo esta perspectiva, adquiere un signicado básicamente procedimental y formal: tanto el Congreso como los tribunales son policy-makers, sin embargo, el legislador siempre tiene la última palabra ya que en todo momento puede revocar los statutory precedents promoviendo una reforma legislativa.38 Los partidarios del dynamic approach elaboran una teoría de la interpretación más moderada que la anterior, pero con algunas similitudes. Su principal exponente es Eskridge. 39 De acuerdo con esta teoría, las leyes, al igual que la Constitución y el common law, deben ser interpretados ‘‘dinámicamente’’, esto es, a la luz del contexto social, político y legal existente al momento de su aplicación y no al de su promulgación. En este sentido, de acuerdo con Eskridge, hay que dis-tinguir entre la interpretación de una ley recientemente promulgada de una que lleva algún tiempo en vigor. En el primer caso, cuando a partir del texto de la ley se pueda dar respuesta a cualquier cuestión que entrañe una labor interpretativa, entonces el juez deberá mantener dicha interpretación. Sin embargo, si ciñéndose a la interpretación textual el resultado alcanzado es ambiguo, bien sea porque contraríe las expectativas del legislador o porque acarree consecuencias irra-zonables, entonces el juez deberá remitirse a los debates parlamen-tarios (intención del legislador) para resolver la cuestión.40 En cambio, cuando la ley lleva algunos años en vigor y la sociedad y el Derecho han cambiado, el dynamic model, al igual que el evolutive approach, considera que las fórmulas verbales utilizadas por el legis-lador pierden peso y los jueces deben buscar una interpretación de acuerdo con los valores y las políticas jurídicas del momento. Esto es, los tribunales deben operar como garantes de valores públicos e ir amoldando y exibilizando el contenido de los preceptos jurídicos en concordancia con dichos valores. En estos casos, los valores constitucionales y, en concreto, la forma en que éstos estén recogidos en ‘‘ Public Values in…’’ op. cit. pág. 1079. No obstante hay quienes sostienen que lo que en realidad están haciendo los que sostienen la teoría del evolutive approach es desconocer, lisa y llanamente, la supremacía del legislador. Al respecto véase: MALTZ: ‘‘Rhetoric and Reality in the Theory of Statutory Interpretation: Underenforcement, Overenforcement and the Problem of Legislative Supremacy’’, Boston University Law Review, vol. 7, (1991) pp. 781 y ss. 39 El ensayo de ESKRIDGE que se considera ‘‘clásico’’ en relación con este tema es: ‘‘Dynamic Statutory Interpretation’’, University of Pennsylvania Law Review, vol. 135, (1987), pp. 1479 y ss. 40 Ibid. pág. 1483. 37 38
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la doctrina constitucional, deben ser un importante criterio de interpretación para el juez.41 Por otra parte, con relación a la cuestión de qué hacer cuando la ley no trata expresamente el problema que se le plantea al juez (lagunas legislativas), el dynamic approach considera que los tribunales deben ejercitar su law-making power y crear la regla de decisión a modo de common law. En otros términos, el juez debe extender por analogía el ámbito de aplicación de la ley a las situaciones fácticas no previstas por el legislador que justiquen un trato jurídico igual. Si la ley es reciente, según Eskridge, dicha extensión se deberá hacer de acuer-do con el contenido del debate parlamentario y los objetivos de la política jurídica, y cuando se trate de una ley más antigua, el juez con-formará la regla de decisión en concordancia con los valores públicos del momento.42 En síntesis, el dynamic approach busca conciliar el principio de supremacía legislativa con la característica labor de los tribunales de hacer el derecho funcional y en concordancia con las demandas sociales. La labor del intérprete, de acuerdo con esta teoría, debe estar encaminada a conciliar la voluntad del legislador con determinadas nociones de justicia y equidad. En ningún caso el juez debe desconocer su importante misión de buscar una solución socialmente aceptable y acorde con el interés general, lo cual le permite exibilizar el texto de la ley. Bajo esta concepción, los tribunales son los auxiliares indispensables del legislador y la sujeción de estos a la ley y al principio de supremacía legislativa se ven matizados por su importante labor deben ser garantes de valores públicos.
Conclusiones No cabe duda de que el problema de interpretación jurídica se encuentra en íntima relación con la ideología que guía la actividad De acuerdo con ESKRIDGE, esta necesidad de manipular o amoldar el texto de la ley se hace especialmente necesaria cuando la ley presenta problemas de inconstitucionalidad. En estos casos, sea reciente o no la ley que se interpreta, es preferible que los tribunales no se ciñan a una interpretación textual y apelen, en cambio, a los valores públicos contenidos en las disposiciones constitucionales. Ello, a juicio del autor, benecia el diálogo público entre jueces y legislador. En sus palabras: ‘‘the use of public values to interpret, rather than invalidate, statutes seems more acceptable politically. If the court can develop and articulate public values in the process of interpreting, as opposed to invalidating statutes, there is less friction between the Court and the Congress. Indeed, the opportunities for public dialogue betweeen the Court as it sets forth values of interpretation and Congress as it drafts statutes, are potencially greater in statutory interpretation cases’’. ‘‘ Public Values in…’’ op. cit. pág 1017. 42 ‘‘ Dynamic Statutory Interpretation’’, op. cit. pp. 1495 y ss. 41
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de los jueces y con el modo como éstos conciben el Derecho (ambas cuestiones obviamente se encuentran interrelacionadas). Ello explica por qué en Norteamérica el debate en torno a la interpretación de la ley tiene características muy particulares, las cuales resultan bastante sorprendentes para un jurista de un sistema de civil law. En Estados Unidos la reacción contra el formalismo jurídico, encabezada por Holmes en el siglo XIX y continuada más tarde por la jurisprudencia sociológica de Pound y Cardozo y el realismo jurídico de Llewellyn, rompe el esquema racionalista del Derecho producto del pensamiento de la Ilustración. Dicho esquema racionalista fue sustituido por una visión ‘‘pragmática’’ en donde el Derecho más que ser una previa formalización normativa abstracta y general que le viene dada al juez, es un mecanismo para resolver disputas. Las normas generales son instrumentos dinámicos para resolver problemas que la realidad social plantea.43 El Derecho, según el pragmatismo jurídico norteamericano, debe ser ‘‘funcional’’ y para ello los aplicadores jurídicos, principalmente los tribunales, deben lograr que a través de la re-solución de casos concretos, las normas generales (provengan de la Constitución, de la ley o de un precedente) se encuentren al servicio de las necesidades y demandas concretas de la sociedad, lo cual también exige al juez dar una interpretación evolutiva del material normativo. En Norteamérica, dicho en términos un tanto exagerados, el derecho es derecho cuando se incorpora a la vida social a través de actos de aplicación. Ello explica que los juristas norteamericanos no centren su atención en las relaciones que en abstracto se dan entre los distintos tipos normativos. La teoría de las fuentes del Derecho, a modo como se expone en los sistemas romanistas, no forma parte de su modelo cognoscitivo para abordar el análisis de los fenómenos jurídicos. Ellos, en cambio, centran su atención en el análisis de casos concretos, pues a partir de dicho análisis es que pueden ‘‘medir’’ la funcionalidad del Derecho, esto es, el impacto real y tangible que tienen en la sociedad y en indi viduos concretos las políticas jurídicas formuladas por los distintos órganos del Estado. Así, la cultura norteamericana ha dado origen a un tipo de juez que se sabe autorizado para realizar complejos juicios de valor, los cuales, en los sistemas de civil law, serían materia reservada para el legislador. Cuando los tribunales en Estados Unidos comienzan a enfrentarse
En palabras de Pound, el Derecho en Norteamérica es ‘‘a mode of judicial and juristic thinking, a mode of treating legal problems rather than a xed body of denite rules. The Spirit of the Common Law, cuarta edición, Marshall Jones Co, New Hampshire, (1947), pág. 1. 43
EL JUEZ NORTEAMERICANO ANTE LA LEY
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al derecho legislado (statute law) lo hacen con la mentalidad característica de un juez que ha operado bajo el esquema conceptual y la metodología jurídica del derecho de creación judicial (common law). Por consiguiente, la aceptación o legitimidad de las decisiones judiciales que aplican la ley, no sólo dependerá de que el juez demuestre su apego a la norma general o a la voluntad del legislador, sino además de que su sentencia se perciba como una decisión equitativa y socialmente conveniente. Según cuál de los dos elementos reciba una mayor ponderación por el juez –el apego a la norma o la equidad de su sen-tencia– será el método de interpretación de la ley que elija para resolver el caso. En ocasiones, un juez activista puede llegar a sustituir al le-gislador y manipular la norma general a grados asombrosos, en aras de alcanzar lo que él considera que es una sentencia justa o socialmente aceptable y, aunque una decisión así será criticada por un sector im-portante de la doctrina norteamericana, otro sector, en cambio, estará completamente de acuerdo con la misma. Este papel creativo del juez norteamericano encuentra su mayor limitación en la vinculación judicial al precedente y no en las técnicas de interpretación. Todo juez debe demostrar que su sentencia está en concordancia con los precedentes en la materia, propios y de los órganos jurisdiccionales superiores. De este modo las razones que justican un caso, sean formales o sustantivas, deben ser tomadas en cuenta para resolver casos semejantes que se presenten con poste-rioridad. Además, el carácter vinculante de los precedentes propicia que exista un continuo diálogo entre tribunales, ya que la doctrina judicial se va modelando a partir de la actividad de todos y cada uno de los órganos que conforman el sistema judicial, aunque la última pala-bra siempre la tienen los órganos con jurisdicción de apelación. Esta aproximación al mundo del Derecho resulta contrastante con la que tenemos los juristas de los sistemas de civil law. De los Mozos señala que nuestra actitud ante los sistemas de common law puede quedar resumida en dos palabras: desconocimiento y sugestión, puesto que tal sistema ejerce en no pocos planteamientos generales la fascinación de lo desconocido. 44 La concepción racionalista del Derecho continúa siendo nuestro paradigma epistemológico dominante. Por consiguiente, el mundo ju-rídico nos lo explicamos a par tir de categorías abstractas y totalizadoras que, en algunas ocasiones, son insucientes para comprender cabalmente la realidad jurídica, en concreto, la actividad jurisdiccional. ‘‘El sistema de common law desde la perspectiva jurídica española’’, Estudio de Derecho Civil en homnenaje al Profesor J. Beltrán Heredia y Castaño, Salamanca, (1984), p. 541. 44
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El debate contemporáneo sobre interpretación jurídica en los sistemas romanistas ha detectado estos problemas. Y, aunque las soluciones propuestas todavía son insatisfactorias, no cabe la menor duda que nuestra atención a los procesos de concretización del derecho, esto es, a ese cúmulo de conictos jurídicos concretos resueltos por los jueces que hacen que el derecho se incorpore en la vida social y deje de ser una mera abstracción, paulatinamente están generando un nuevo paradigma jurídico, lo que a su vez está transformando nuestra concepción de lo que es la actividad jurisdiccional y la ideología que guía la actividad de los jueces. No sería correcto, no obstante, hablar de una ‘‘americanización’’ de nuestro sistema jurídico. Como hemos destacado, las diferencias entre las dos tradiciones jurídicas de occidente son abismales. Pero, sin duda, el estudio del sistema jurídico norteamericano nos puede proporcionar interesantes elementos de análisis para comprender ese intrincado mundo de los procesos concretos de resolución de disputas. Parece ser que es ahí, en los procesos de aplicación del derecho a casos concretos, en donde nuestras categorías abstractas y totalizadoras ya no sirven para explicar lo que acontece en la realidad. Los sistemas romanistas tendrán que encontrar sus propias soluciones a esos problemas. Sin embargo, como señala Perelman, ‘‘en una sociedad democrática, es imposible mantener una visión positivista del de-recho según la cual el derecho no es otra cosa que la expresión arbitraria de la voluntad del soberano’’. De ahí que el juez, ‘‘si bien ha de otorgar a la ley un puesto central para guiar su pensamiento, (también) ha de disponer según los casos de más o menos poder para exibilizar, extender o restringir su alcance, para conciliar el respeto de los textos con la solución más equitativa o más razonable del caso concreto.’’ 45 De esta forma el Derecho deja de ser una simple construcción racional y abstracta y pasa a ser un instrumento al servicio de las necesidades y demandas de la sociedad que debe regir. Conciliar nuestra concepción racionalista del Derecho con estas exigencias de justicia es uno de los retos más importantes que ahora enfrentamos.
La lógica jurídica y la nueva retórica. op. cit., pág. 231.
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LA DERROTABILIDAD DE LAS NORMAS JURÍDICAS Jorge Rodríguez*
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En un reciente y esclarecedor trabajo, 1 el profesor Juan Carlos Bayón ha evaluado una serie de problemas que atañen a la determinación de las condiciones bajo las cuales puede armarse que una proposición normativa relativa a un sistema jurídico es verdadera o falsa. Bayón dene allí ‘‘proposición normativa’’ como el ‘signicado de una expresión deóntica usada para enunciar que cierta acción o cierta clase de acciones es obligatoria, o está prohibida o permitida de acuerdo a una norma o conjunto de normas dados’’. Y a partir de tal caracterización considera dos argumentos independientes con los cuales se podría poner en tela de juicio la posibilidad de atribuir valores de verdad a las proposiciones normativas en el derecho. El primero de tales argumentos, al cual Bayón dedica la mayor parte de su escrito, se vincula con el escepticismo semántico y podría ser esquematizado del siguiente modo. Ciertos autores –a los que engloba ge- néricamente bajo lo que denomina tesis de la indeterminación parcial, partiendo de la base de que los términos de clase poseen un núcleo de signicado claro, suponen que para toda norma habría un núcleo de casos claramente gobernados por ella: los casos jurídicamente fáciles, en los cuales es posible identicar y aplicar el derecho sin recurrir a consideraciones valorativas de ninguna clase. Según esta concepción, el derecho sería sólo parcialmente determinado, dado que habría otros casos, los denominados ‘‘casos difíciles’’, respec- to de los cuales resultaría problemático determinar las condiciones de verdad de la correspondiente proposición normativa, sea porque el caso en cuestión no está comprendido en el núcleo claro de aplicación de una norma sino en su ‘‘zona de penumbra’’, sea porque
* Universidad de Buenos Aires, Argentina. 1 Bayón; J., ‘‘Proposiciones normativas e indeterminación del derecho’’, ponencia presentada en el Congreso de Vaquerías (Córdoba), 1996. Lamentablemente no tuve oportunidad de presenciar la defensa del trabajo por parte del profesor Bayón, pero su sola lectura resultó para mí altamente estimulante. Por otra parte, la generosidad del profesor Eugenio Bulygin me permitió participar en la discusión que este trabajo generó en su Seminario Permanente de Lógica y Teoría del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Quiero expresar mi agradecimiento a las sugerencias y aportes en la consideración de este tema hechas por el propio Bulygin, así como por Hugo Zuleta, Germán Sucar y Claudina Orunesu, y en general a todo el grupo que se reúne en el seminario aludido. ISONOMÍA No. 6 / Abril 1997
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el sistema se revela inconsistente o contiene una laguna a su respecto.2 Pero allí donde el derecho es determinado, ‘‘el razonamiento jurídico queda insularizado respecto de consideraciones morales o políticas; y ése es un requisito nece-sario para poder seguir manteniendo con sentido la distinción entre el derecho que es y el derecho que debería ser’’ (Bayón; 1996), y consecuentemente, para mantenerse dentro del marco del positivismo jurídico. No obstante, de conformidad con lo que se acostumbra calicar como tesis de la indeterminación radical, las reglas no pueden controlar en ningún caso las conductas del modo como lo supone la concepción anterior, no por ninguna dicultad especíca de este tipo de reglas, sino en virtud de un problema que aqueja al lenguaje en el que todas las reglas se expresan. No habría casos claros de aplicación de una regla, puesto que: nunca sería posible decir a priori si una regla es o no aplicable a un caso determinado: esto sólo podría decirse una vez que se constatara que su aplicación suscita el acuerdo general, con lo cual la armación hecha de antemano de que un caso ‘‘está realmente’’ gobernado por la regla sería el producto de una comprensión defectuosa de la relación entre las pala-bras y sus signicados, es decir, de una concepción losócamente confusa de las nociones de ‘‘signicado’’ y ‘‘seguir una regla’’. (Bayón; 1996).
Bayón intenta con sus reexiones demostrar que la objeción que plantea la tesis de la indeterminación radical puede ser superada, pero que sin embargo ello obliga a profundizar el análisis y llegar bastante más le jos de lo que en general parecen estar dispuestos a hacer los par tidarios de la tesis de la indeterminación parcial. En mi criterio, el profesor español logra su cometido en este punto de un modo altamente satisfactorio, habida cuenta de lo cual me abstendré de comentarios superuos. Pero, como se anticipó, en el nal de su trabajo el profesor Bayón deja planteada una segunda estrategia de crítica, a la que identica como ‘‘arCorresponde aquí hacer notar una diferencia con lo expresado por Bayón: en su opinión, un caso puede ser difícil: a) cuando en relación con un caso genérico el sistema se revelase inconsistente o contuviera una laguna; b) cuando en relación con un caso individual, éste fuera una instancia de un caso genérico difícil o su status deóntico resultara indeterminado por problemas de vaguedad. Aunque es muy adecuada esta diferenciación entre caso individual y caso genérico –nosotros prescindimos de indicarla en el texto simplemente por brevedad–, creemos que resulta exagerado sostener, tal como lo hace Bayón, que en cualquiera de la hipótesis considerada ‘‘la solución de los casos difíciles no está determinada por el derecho’’. Sólo corresponde armar tal cosa en los casos de lagunas o contradicciones, esto es, cuando el caso genérico no es correlacionado con ninguna solución o es correlacionado con dos o más soluciones lógicamente incompatibles, mas no cuando existe incertidumbre acerca de en qué caso genérico –al cual las normas del sistema solucionan unívocamente– subsumir un caso individual en virtud de un problema de vaguedad. 2
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gumento de la derrotabilidad valorativa’’, que también podría emplearse para poner en tela de juicio la idea básica de la tesis de la indeterminación parcial. Según ella, la regla de reconocimiento en los estados constitucionales contemporáneos incorpora a los sistemas jurídicos ‘‘principios morales básicos’’. Aunque esto no sería incompatible con la tesis positivista de la separación entre el derecho y la moral, 3 la interacción dentro de tales sistemas de reglas y principios obligaría a replantearse el sentido en el que el derecho es o no determinado: (…) un principio puede requerir que un caso, comprendido inequí- voca-mente en la zona de clara aplicabilidad de una regla, sea resuelto de un modo diferente al dispuesto por aquella. Los principios pueden justicar excepciones a las reglas: pero entonces, si no es posible determinar de an-temano el conjunto preciso de casos gobernados por un principio –porque éste puede concurrir en muchos de esos casos con otros principios, y no contamos con una jerarquización u ordenación estricta de los mismos que dena ex ante su ‘‘peso’’ respectivo–, entonces tampoco podemos determinar de antemano el conjunto preciso de excepciones obli- gadas a la regla, lo que es tanto como decir que no podemos determinar de antemano en qué casos la regla es aplicable. (Bayón; 1996).
Valiéndose de la terminología de Alchourrón y Bulygin, Bayón arma que los principios podrían suministrar hipótesis de relevancia que pusieran en cuestión ciertas tesis de relevancia usadas por el legislador al construir el universo de casos de una regla. Pero en la medida en que los principios son parte del derecho, y no cri- te-rios axiológicos externos a él, ello implica que las tesis de relevancia usa- das por el legislador son jurídicamente derrotables (defeasible) sobre la base de ciertas consideraciones valorativas (Bayón; 1996).
En consecuencia, también el status deóntico de los casos comprendidos en el núcleo lingüísticamente claro de las reglas del sistema resultaría derrotable ‘‘sobre la base de consideraciones valorativas internas al propio sistema jurídico’’. Parece, por tanto, que cuando no exista consenso respecto a qué resulta de esas consideraciones valorativas para un caso dado, los enunciados que se formulen al respecto y que presuntamente expresarían propo- 3
‘‘Mientras quede claro que podría no haberlo hecho, y que, en cualquier caso, es la regla de reconocimiento la que determina qué es derecho y qué no lo es, el incorporacionismo no tiene que verse como algo incompatible con la tesis positivista’’ (Bayón; 1996).
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siciones normativas verdaderas o falsas, en realidad carecerían de valores de verdad. Cuando, por el contrario, sí exista consenso al res- pecto, es ese con-senso el que opera como condición de verdad última de las proposiciones normativas. La posibilidad de formular genuinas proposiciones normativas llega tan lejos como llegue el consenso acerca de las consideraciones valorativas internas al derecho que pueden hacer derrotable una calicación deóntica prima facie determinada por sus reglas, y no existe más allá de él. (Bayón; 1996).
2. Intentaré en adelante analizar estas ideas, para lo cual resulta preciso en primer término delimitar el alcance de la tesis en controversia. No buscaré con ello tergiversar las palabras del profesor español a n de idear un adversario a la medida de la crítica, pero tampoco me atormentaré tratando vanamente de determinar cuál sea la versión más dedigna con su pensamiento. Por eso es que preero que se tomen estas líneas como reexiones relativamente libres a partir de los dichos de Bayón. Por empezar, me parece que lo importante de este argumento es que, si se toma como base la tesis positivista de la separación entre el derecho y la moral, entonces sorprendentemente podría llegarse a la conclusión, con sólo admitir que un sistema jurídico no sólo está compuesto por reglas sino también por principios, que todas las calicaciones normativas a partir de un sistema tal resultarían derrotables en virtud de consideraciones valorativas. Sin embargo, esto no parece fácilmente conciliable con el hecho de que Bayón sostenga que en los estados constitucionales contemporáneos, la regla de reconocimiento incorpora ‘‘principios morales básicos’’. Si tales principios son morales, la conclusión según la cual las calicaciones nor-mativas resultarán derrotables en virtud de consideraciones morales se vuelve obvia. Ahora bien, yo acepto que los sistemas jurídicos contemporáneos incorporen principios cuyo contenido es coincidente con valoraciones morales muy extendidas, pero no creo que por ello corresponda decir que se trata de principios morales.4 En la medida de su positivización, Moreso, Navarro y Redondo, en réplica a una idea de Nino, arman con criterio semejante que: ‘‘(...) el hecho de que las normas jurídicas funcionen de manera similar a las normas morales 4
en el razonamiento de los sujetos no prueba que no existan diferencias entre ambos tipos de normas. (...) Si se admite que un enunciado fu nciona como una norma moral porque la aceptación del mismo obedece a razones morales, cabe señalar que no por ello el enunciado se convierte en una norma moral. El carácter del enunciado no debe confundi rse con el carácter de las razones en las que se apoya su aceptación.’’ (Moreso, J., Navarro, P. y Redondo, C., ‘‘Argumentación jurídica, lógica y decisión judicial’’, en Navarro, P. y Redondo, C., Normas y actitudes normativas,
México, Fontamara, 1994).
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se trata de principios jurídicos. De lo contrario, habría que concluir que, como existe una convicción moral muy extendida acerca de que el homicidio es moralmente incorrecto, las reglas jurídicas que prescriben sanciones a los homicidas en la casi totalidad de los sistemas jurídicos contemporáneos serían en realidad normas morales. Un segundo problema preliminar tiene que ver con la distinción entre reglas y principios. Podría hacerse una larga lista con los distintos sentidos que pueden atribuirse a la expresión ‘‘principios’’ en el derecho, 5 así como con los distintos criterios propuestos para diferenciarlos de las reglas.6 Sin profundizar sobre la cuestión, diré solamente que, a partir de ciertos pasajes, parecería que Bayón se reere con la expresión ‘‘principios’’ a lo que Dworkin7 calicaría como ‘‘directrices políticas’’ (policies), esto es, pautas que proponen un objetivo que debe ser alcanzado, una mejora en algún rasgo económico, político o social de la comunidad. Con ello parece aproximarse a la postura de Alexy, para quien los principios jurídicos son mandatos de optimización.8 Sin embargo, considero que la objeción que postula se vincula más con lo que podríamos calicar siguiendo al propio Dworkin y a Atienza y Ruiz Manero, como ‘‘principios en sentido estricto’’, esto es, normas que ‘‘conguran el caso de un modo abierto’’, que se encuentran sujetas a excepciones implícitas (cf. AtienzaRuiz Manero; 1991). Para Dworkin, la diferencia entre los principios y las reglas sería de carácter lógico: ambos apuntarían a decisiones particulares referentes a obligaciones jurídicas en determinadas circunstancias, pero diferirían en el carácter de la orientación. En el caso de las reglas, si los hechos que estipula la regla están dados, entonces o bien la regla es válida, en cuyo ca-so la respuesta que da debe ser aceptada, o bien no es válida, y entonces no aporta nada a la decisión. Una regla puede tener excepciones, pero un enunciado preciso de ella tendría en cuenta la excepción y cualquier enun-ciado que no lo hiciera sería incompleto. Si la lista de excepciones fuera muy grande, sería incómodo repetirlas siempre que se cite la regla. En teoría, sin embargo, no hay para Dworkin razón por la que no se puedan agregar todas, y cuantas más haya, más preciso será el enunciado de la regla. Sobre este punto puede consultarse Carrió, G., ‘‘Principios jurídicos y positivismo jurídico’’, en Notas sobre derecho y lenguaje, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 3ra. edición, 1986, así como Atienza, M. y Ruiz Manero, J., ‘‘Sobre principios y reglas’’, en Doxa 10, 1991. 6 En este sentido, ver Alexy, R., Teoría de los derechos fundamentaleas, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, título original: Theorie der Grundrechte, Suhrkamp, Verlag, 1986, traducido por E. Garzón Valdés, pág. 82 y ss. 7 Dworkin, R., Los derechos en serio, Barcelona, Planeta-Agostini, 1993, título original: Taking Rights Seriously, 1977, traducido por M. Guastavino, especialmente capítulo II. 8 Alexy, 1986, capítulo III. 5
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Los principios, en cambio, no establecen consecuencias jurídicas que se sigan automáticamente cuando se satisfacen las condiciones previstas. Los casos en los que el principio no se aplica no son para Dworkin en verdad excepciones ‘‘porque no podemos esperar que esos ejemplos en contrario queden incluidos en un enunciado más extenso del principio’’. Ni siquiera en teoría están sujetos a enumeración, pues habría que incluir no sólo aquellos casos ya previstos por instituciones existentes, sino también los innumerables casos imaginarios en que sabemos por anticipado que el principio no sería válido. Su enumeración podría ‘‘agudizar nuestra per-cepción del peso del principio, pero no proporcionaría un enunciado más completo ni exacto del mismo’’ (cf. Dworkin; 1977, 76). Si se identica a los ‘‘principios’’ con lo que hemos denominado ‘‘directrices políticas’’ más que con los ‘‘principios en sentido estricto’’, creo que la objeción de Bayón pierde fuerza. De hecho, las autoridades normativas a veces parecen en cierta medida desentenderse de las acciones a emplear como medio para la obtención de cierto estado de cosas nales que se reputa valioso, y a veces parecen desentenderse en cierta medida de los estados de cosas nales a los que se llegue en vir tud de las acciones que se reputan debidas. Y digo en ambos casos ‘‘en cierta medida’’ por cuanto, dentro del propio sistema, hay límites tanto para lo uno como para lo otro, límites que son jados por las restantes normas del sistema. Sin embargo, podría plantearse seriamente que sólo se trata del modo en el que la nor-ma ha sido formulada más que una diferencia real entre dos especies distintas de normas. E incluso habría que considerar seriamente la posi-bilidad de que toda norma que parece enfocarse hacia la valoración positiva o negativa de cierto estado de cosas sea traducible en otra enfo-cada hacia la calicación como debida o indebida de cierta conducta y viceversa. Pero aunque esta identicación no se acepte, la ob jeción de Bayón se dirige a predicar derrotabilidad de todas las normas jurídicas. Y la derrotabilidad tiene que ver con la conguración abierta de los ca-sos, de modo que lo importante es analizar ese problema. La tesis de la derrotabilidad de todas las normas jurídicas sostenida por Bayón es similar a una idea presentada por Alexy; en su criterio, tanto las reglas como los principios poseen carácter prima facie.9 Los principios ordenarían que algo debe ser realizado en la mayor medida posible, te-niendo en cuenta las posibilidades jurídicas y fácticas. Por lo tanto, no contendrían mandatos denitivos sino sólo prima facie. Del hecho de que un principio valga para un caso no se inferiría que lo que el principio exi-ge para ese caso valga como resultado denitivo. Los principios presentarían razones que pueden ser desplazadas por otras ra9
Cf . Alexy, 1986, págs 98 y ss.
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zones opuestas, careciendo de contenido de determinación con respecto a principios contrapuestos y a las posibilidades fácticas. En cambio, como las reglas exigirían que se haga exactamente lo que ellas ordenan, contendrían una determinación en el ámbito de las posibilidades jurídicas y fácticas. Esta deter- minación podría fracasar por imposibilidades jurídicas y fácticas, lo que podría conducir a su invalidez, pero, si tal no fuese el caso, valdría enton-ces denitivamente lo que la regla establece. Lo expresado parecería dar fundamento a la idea de que todos los principios tienen un mismo carácter: se trataría de pautas de conducta que establecen obligaciones derrotables, prima facie. Las reglas –todas las reglas–, en cambio, establecerían obligaciones inderrotables y tendrían ‘‘un mismo carácter denitivo’’. Sin embargo, para Alexy, este modelo resultaría demasiado simple. Sería posible introducir excepciones a una regla al decidir un caso. En tal situación, la regla perdería su carácter denitivo para la decisión del caso. Ahora bien, la introducción de una cláusula de excepción en una regla podría llevarse a cabo, en opinión de Alexy, sobre la base de un principio. Por ello, en contra de lo que piensa Dworkin, las excepciones introducibles en las reglas sobre la base de principios ni siquiera serían teóricamente enumerables. 3. En mi opinión, esta objeción se relaciona directamente con el si-guiente problema: Alchourrón y Bulygin, en el modelo de análisis del derecho que proponen en Normative Systems, 10 parecen adoptar un presupuesto muy fuerte: todas las condiciones estipuladas por el legislador para el surgimiento de una cierta solución normativa se interpretan como condiciones sucientes. En otras palabras, se asume como un principio de racionalidad en el dictado de normas condicionales: (Com) ((p ⇒ Pq) ∨ (p ⇒ O∼q)) lo cual podría interpretarse en el sentido de que una conducta q está permitida bajo toda circunstancia en la que se da p o está prohibida bajo toda circunstancia en la que se da p. Según esto resultaría irracional, de conformidad con una lógica para normas condicionales, que una autoridad normativa permitiese q sólo bajo ciertas circunstancias en las que se da p, puesto que entre la permisión de q bajo toda circunstancia en la que se da p y la prohibición de q bajo toda circunstancia en la que se da p no mediaría espacio lógico alguno. Aunque puedan existir razones de peso para aceptar esta suerte de aná-logo de la completitud para normas condicionales, no parece del todo Alchourrón, C. y Bulygin, E., Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Buenos Aires, Astrea, 1975, título original: Normative Systems, Viena, Springer-Verlag, 1971, traducido por los autores. 10
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insensato que una autoridad normativa no imponga una prohibición de q bajo toda circunstancia en la que se da p y tampoco permita q bajo toda circunstancia en la que se da p, sino que sólo calique normativamente q en caso de que se dé p bajo ciertas circunstancias. Un argumento que podría esgrimirse para rechazar (Com) podría ser el siguiente: suponer (Com) implica tomar toda propiedad que no haya sido considerada expresamente como relevante por el legislador como nor-mativamente irrelevante. Pero esto supone asimilar dos situaciones distintas: el caso en que la autoridad normativa ha evaluado una cierta propiedad y se ha decidido por no atribuirle relevancia normativa y el caso en que la autoridad normativa no ha tomado en cuenta la propiedad en cuestión. Dado que existen innitas propiedades o circunstancias que se podrían tomar en cuenta, la autoridad normativa no puede haberlas con-siderado todas al momento de dictar normas. Por ello, debería rechazarse la suposición de que toda propiedad no contemplada expresamente como relevante es irrelevante. Esta observación no se circunscribe al ámbito de los sistemas jurídicos. Por el contrario, pueden rastrearse consideraciones semejantes en otros contextos. Veamos dos ejemplos; en la lógica de las preferencias de von Wright, se asume como un principio el carácter incondicional de las preferencias, esto es, se interpreta que si p es preferida a q, ello ha de entenderse en el sentido de que, dado un tercer estado de cosas r, si r se da, entonces se preere p a q, y si r no se da, también se preere p a q. 11 Sin embargo, von Wright se pregunta si puede decirse realmente que haya preferencias incondicionales. Uno de los fundamentos que podrían alegarse para responder de manera negativa a tal pregunta es el siguiente: los estados de cosas que en cierta ocasión pueden actualizarse son in-nitos, o al menos tantos que nadie podría analizarlos a todos. Siendo ello así, no podría asegurarse que una cierta preferencia es incondicional, es decir, que no se modicará cualquiera sea la conguración del mundo. En otros términos: sostener una preferencia de p sobre q con carácter in-condicional supone que, considerados todos los restantes estados de co- sas posibles, siempre se preferirá p a q, pues la presencia o ausencia de cualquier otro estado de cosas r no es condición de tal preferencia. Pero para ello es menester tomar en consideración a todos los restantes estados de cosas posibles. Ahora bien, si el número de tales estados de cosas es muy elevado –o innito–, nadie podrá analizar cada uno de ellos para luego sostener que su preferencia de p sobre q no está condicionada por ninguno. En consecuencia, más allá del interés teórico que pueda Von Wright, G., La lógica de la preferencia, Buenos Aires, Eudeba, 1967, título original: The Logic of Preference, Edinburgh, Edinburgh University Press, 1963, traducido por R. Vernengo, págs. 36-37. 11
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suponer la ca-tegoría conceptual de las preferencias incondicionales, ninguna preferencia real sería incondicional.12 Por otra parte, Amartya Sen distingue en el ámbito del discurso moral entre juicios morales básicos y no básicos.13 Un juicio moral es básico para una persona si se aplica bajo toda circunstancia concebible, esto es, todas las circunstancias consideradas. Por oposición, un juicio moral sería no básico en la medida en que resulte revisable bajo ciertas circunstancias. Vale aclarar que un juicio moral podría ser condicional y aún así básico, da-do que lo que convierte a un juicio moral en no básico no es el hecho de que esté sujeto a excepciones –las cuales podrían formar parte de la formulación de un juicio básico–, sino el que tales excepciones no puedan enu- merarse taxativamente. Toda vez que se supedite a determinadas circunstancias el sostenimiento de juicios morales, arma Sen, se puede discutir racionalmente con otra persona para tratar de convencerla, mostrándole que los presupuestos fácticos o analíticos sobre los que apoya sus juicios morales son falsos. En cambio, en su opinión, cuando un juicio es básico para una persona, no puede discutírselo racionalmente. Si dos personas dieren en un juicio moral, que ambas interpretan en el mismo sentido, podrán disentir sobre las razones para sostenerlo o no. Si el juicio moral es no básico, de con-formidad con esta interpretación, esas razones podrían estar dadas por la duda sobre suposiciones fácticas o analíticas subyacentes ya que aún aceptando la ley de Hume, no puede negarse que una conclusión prescripti-va puede ser derivada de un conjunto de premisas entre las cuales algunas sean fácticas. Si un juicio moral es básico, por el contrario, no existiría procedimiento fáctico o analítico alguno para discutirlo. Sin embargo, como nadie ha tenido ocasión de considerar todas las circunstancias fácticas concebibles y decidir si en algún caso cambiaría su criterio, no habría modo de saber a ciencia cierta si un juicio es realmente básico para una persona. Por consiguiente, concluye Sen, ningún juicio de valor resultaría demostrablemente básico, por lo cual estarían equivocados quienes sostienen la imposibilidad de argumentar racionalmente sobre juicios de valor más allá de un punto: dado que no habría modo de probar que en una discusión moral se ha llegado a una instancia Von Wright estima como salida viable la de estipular que la incondicionalidad de las preferencias puede asumirse como relativa a un determinado conjunto de descripciones de estados de cosas genéricos, esto es, lo que en lógica se denomina universo de discurso (cf. von Wright; 1963b, 39). Dentro de los límites de un cierto universo de discurso, de un cierto conjunto de alternativas disponibles, sostener una preferencia como incondicional no tendría nada de problemático. 13 Sen, A., Elección colectiva y bienestar social, Madrid, Alianza, 1976, titulo original: Co-lective Choice and Social Welfare, San Francisco, Holden-Day, 1970, traducido por F. Elías Castillo, pág. 81. 12
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en la que no se obtendrán respuestas nuevas, sino sólo la repetición del precepto ‘‘valora esto porque es valioso’’, sería imposible eliminar la posibilidad de una discusión cientíca fructífera sobre juicios de valor.14 4. Adentrándome ya en la evaluación de la tesis bajo análisis, me pa-rece importante comenzar por encontrar una respuesta a la siguiente pregunta: ¿qué es lo que se quiere signicar cuando se dice que una regla introduce una excepción en lo dispuesto por otra regla? Veamos un ejemplo a partir de las dos siguientes formulaciones normativas:15 FN1: FN2:
‘‘Es obligatorio sancionar a quienes cometen homicidio’’. ‘‘No se debe sancionar a los menores de edad’’.
En principio, parecería que podría representarse el signicado de estos enunciados como dos condicionales de la siguiente forma: N1: p ⇒ Oq N2: r ⇒ P∼q16 Esto es, si alguien comete homicidio (p), entonces es obligatorio san-cionarlo (Oq), y si alguien es menor de edad (r), entonces no es obligatorio sancionarlo (P∼q).17 Ahora bien, si esta fuese la representación adecuada de los enunciados mencionados, de ellos se derivaría una contradicción para el caso de que se den conjuntamente p y r: sería tanto obligatorio sancionar a un menor de edad homicida como permitido no hacerlo, ya que: 14
Aunque no concuerdo en absoluto con esta conclusión de Sen, no me detendré aquí en
ella. El análisis del ejemplo es tomado de Alchourrón, C., ‘‘Condizionalitá e rappresentazione delle norme giuridiche’’, en Martino, A. y Socci Natale, F. (Eds.), Analisi Automatica dei Testi Giuridici, Milan, Giuffré Editore, 1988. 16 Una norma puede ser general en relación a las persons a las que se dirige (todos los argentinos, todos los que han cometido homicidio, etc.); puede también ser general en relación al tiempo (puede referirse a todo tiempo futuro a partir de cierto momento). Pero la dimensión que interesa aquí es la generalidad respecto de las circunstancias. Para representar la idea de una norma general en cuanto a las circunstancias, Alchourrón hizo uso del condicional estricto ‘‘ ⇒ ’’, el cual puede interpretarse como la cuanticación universal (en relación a las circunstancias) de un condicional material (cf . Alchourrón; C., ‘‘Philosophical Foundations of Deontic Logic and the Logic of Defeasible Conditionals’’, en Meyer, J. y Wieringa, R., Deontic Logic in Computer Science: Normative System Specication, Wiley & Sons, 1993). Una expresión como ‘‘p ⇒ Oq’’ debería pues interpretarse como ‘‘bajo toda circunstancia en la que se de p, es obligatorio realizar la conducta q’’. 17 Quizás sería mejor interpretar que es obligatorio no sancionarlo (O~q). De cualquier modo esto es irrelevante. 15
L A DERROTABILIDAD DE LAS NORMAS JURÍDICAS
(p ∧ r) ⇒ Oq
A partir de N1, por refuerzo del antecedente: ((p ⇒ q) → ((p ∧ r) ⇒ q)).
(p ∧ r) ⇒ P~q
A partir de N , por refuerzo del antecedente.
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2
(p ∧ r) ⇒ (Oq ∧ P~q) En virtud de que: (((p ⇒ r) ∧ (q ⇒ s)) → ((p ∧ q) ⇒ ( r ∧ s))). Claro que ningún jurista aceptaría que este sistema genera contradic-ciones, sino que consideraría que FN1 expresa una directiva general de castigar a los homicidas, consagrándose en FN 2 una excepción: los me-nores de edad, no obstante, no deben ser castigados. En el caso de que un menor cometa homicidio, se interpretaría que prevalece la solución contenida en FN2, sin que ello importe conicto alguno con FN1. En otras palabras, se asume que en el sistema existe un criterio jerárquico que acuerda preferencia a la solución normativa consagrada por N 2 sobre aquella que surge de N1 para el caso de conicto entre ambas. Por ello, nuestra representación de las reglas del sistema podría reformularse del siguiente modo: N1: (p ∧ ~r) ⇒ Oq N2: r ⇒ P~q Es decir, los homicidas que no sean menores de edad deben ser castigados, o lo que es lo mismo, es obligatorio sancionar a cualquiera que cometa homicidio (principio general), salvo que sea menor de edad (excepción). N1 conjuntamente con N2 constituyen un sistema coherente, que no genera conictos, y parece dar cuenta adecuadamente de las intuiciones de los juristas. En conclusión, digamos por ahora que, para que pueda hablarse de que una regla hace excepción a otra, se requiere: a) que las soluciones nor-mativas de ambas resulten lógicamente incompatibles para cierto caso genérico; b) que se estipule una preferencia de la solución normativa de una de ellas sobre la otra para evitar la contradicción. 5. Como dijimos, puede interpretarse que los principios, a diferencia de las reglas, ‘‘conguran el caso de manera abierta’’, esto es, se encuentran sujetos a excepciones implícitas. Sin profundizar por ahora en lo que esto último pueda querer signicar en el marco de un sistema jurídico, representaremos a los principios utilizando, en reemplazo del condicional generalizado, condicionales derrotables que simbolizaremos como es usual ‘‘>’’. El antecedente en un condicional derrotable ‘‘p > q’’ consiste en un enunciado complejo de la forma:
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(p ∧ ~(r ∨ s ∨ …)) ⇒ q Es decir, si p es verdadero, y no se dan r, s, u otras excepciones no taxativamente enumerables, entonces será verdadero q, de manera que la verdad del antecedente del condicional derrotable no es una condición suciente de la verdad del consecuente, sino solamente una condición contribuyente. El condicional derrotable ‘‘ > q’’ signica, pues, que el antecedente p, conjuntamente con el conjunto de ciertos presupuestos a él asociados, es una condición suciente del consecuente. Por ello, podría denirse al condicional derrotable siguiendo a Aqvist 18 del siguiente modo: (Def. >) (p > q) =def (f p ⇒ q) en donde f es un operador de revisión, esto es, suponiendo que A 1 …, A n sean los presupuestos asociados con p, f p representará la aserción con-junta de p con todos los A 1 para todo 1 ≤ i ≤ n (cf. Alchourrón; 1993). Los condicionales derrotables no cumplen la ley de refuerzo del antecedente: (p > q) → ((p ∧ r) > q) Por otra parte, la necesidad de evitar inferencias de ese tipo obliga además a rechazar a su respecto la ley del modus ponens: ((p > q) ∧ p) → q Esta fórmula es equivalente a: (p > q) → (p → q) De manera que si el condicional derrotable vericara la ley del modus ponens, implicaría al condicional material. Y dado que a su vez: (p → q) → ((p ∧ r) → q) Llegaríamos por transitividad a que: (p > q) → ((p ∧ r) → q) esto es, al refuerzo del antecedente. En consecuencia, los condicionales derrotables son conectivas debilitadas respecto del condicional material, que no satisfacen ni la ley de refuerzo del antecedente ni el modus ponens. Con ello, la pérdida de poder inferencial al emplear esta conectiva Aqvist, L., ‘‘Modal Logic with Subjuntive Conditionals and Dispositional Predicates’’, en Journal of Philosophical Logic 2, 1973. 18
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es de tal magnitud que en realidad no parece posible en base a este tipo de enunciados efectuar inferencias respecto de ningún caso particular (cf. Alchourrón; 1993). 6. Consideremos ahora el caso de la introducción de una excepción en una regla en virtud de un principio. A la luz de lo dicho en el apartado 4, para que ello ocurra, será necesario que ambas normas consagren soluciones normativas lógicamente incompatibles. Por ejemplo:; N1: p ⇒ Oq N2: r > P~q Y a n de que N2 –un principio– justique una excepción en N1 –una regla–, debería además darse preferencia a la solución normativa consagrada en N2 sobre la que se deriva de N 1 para el caso de conicto entre ambas. Pero aquí nos encontramos con una diferencia sustancial con el caso analizado en 4: cuando se trata de dos reglas que correlacionan condiciones lógicamente independientes con soluciones normativas incompatibles (como era el caso de ‘‘p ⇒ Oq’’ y ‘‘r ⇒ P~q’’), se presentará una contradicción toda vez que se produzca la ocurrencia conjunta de sus antecedentes. Por el contrario en la situación ahora examinada, si se presentara un caso en el cual se vericaran tanto p como r, de N 1 resultaría derivable ‘‘(p ∧ r) ⇒ Oq’’ por refuerzo del antecedente, pero de N2, y dado que los condicionales derrotables no admiten el refuerzo del antecedente –ya que podría ser que en el caso considerado se haya vericado algu-na de las excepciones implícitas a que está sujeto el principio–, no es derivable ‘‘(p ∧ r) ⇒ P~q’’. De manera que aunque una regla y un principio consagren soluciones normativas lógicamente incompatibles, pueden pese a ello coexistir en un sistema normativo sin entrar en conicto. Por cierto que sostener que una regla y un principio no necesariamente entran en conicto, ya que pueden tener ámbitos de aplicación diferenciados, no signica que no puedan de hecho existir en un sistema normativo ciertos principios que posean un ámbito de aplicación al menos parcialmente coextensivo con ciertas reglas que establezcan soluciones normati- vas lógicamente incompatibles.19 Aunque, insisto, esto no necesariamen-te ocurre en todos los casos, de plantearse una situación semejante podría ser que se diera preferencia a la solución normativa consagrada en el prin-cipio. Entonces –sólo entonces– podría sostenerse que el principio introduce una excepción en la regla. Pero la introducción de esta excepción a efectos de salvar el conicto puede llevarse a cabo de dos modos diferentes: Siendo ello así, y si se ignora cuál es el ámbito de aplicación de los principios, ¿por qué presumir que un principio dado es parcialmente coextensivo con una regla lógicamente incompatible? 19
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Alternativa 1: N1’: (p ∧ ~r) ⇒ Oq N2: r > P~q
Alternativa 2: N1’’: (p ∧ ~fr) ⇒ Oq N2: r > P~q
De acuerdo con la primera alternativa, N1 resultaría reemplazada por N1’, la cual dispone que toda vez que se de p y no se de r, resultará obligatorio realizar el acto q. Del sistema así reformulado no sería derivable ya ninguna contradicción, en razón de haberse limitado el ámbito de aplica-ción de la regla a los casos en que se verique p pero no r. De conformidad con la segunda alternativa, también se elimina toda posible contradicción, pero la excepción que se introduce en N1 es menos restrictiva; N1’’ sólo excluye la aplicación de la regla originaria en los casos en que se ve-rique r conjuntamente con los presupuestos implícitos a ella asociados. En esta segunda alternativa, hemos introducido una excepción a la regla inicial respecto de la cual no sabemos exactamente qué casos comprende, dado que se ignoran cuáles son los presupuestos asociados a r que vuelven derrotable al condicional de N 2. Por tal motivo, N1’’ se ha vuelto tan derrotable como N2, ya que, por encontrarse la excepción en ella introducida sujeta también a excepciones implícitas, su campo de aplicación ha devenido indeterminado. Claro que esto no ocurre en la alternativa 1, en la cual la excepción introducida tiene carácter cerrado, por lo que N1’ resulta tan inderrotable como la regla inicial. Por consiguiente, parecería que no corresponde concluir que todas las normas jurídicas son derrotables en base al argumento de que, si se admite la coexistencia en un sistema jurídico de reglas y principios, y dado que los principios pueden justicar excepciones a las reglas, estas últimas también resultarían sujetas a excepciones implícitas. En primer lugar porque reglas y principios que estipulen soluciones normativas incompatibles pueden coexistir sin generar conicto alguno, y en segundo lugar, porque en el hipotético caso de que se presentara un conicto, éste podría salvarse dando preferencia al principio pero sin que ello importe transformar en derrotable a la regla. Sin embargo, lo consignado podría controvertirse del siguiente modo: en cuanto a lo primero, en la medida en que un conicto entre una regla y un principio sea posible, ello bastaría para provocar incertidumbre acerca del campo de aplicación de las reglas que integran un sistema jurídico, si se admite además la pertenencia a tal sistema de ciertos principios. En cuanto a lo segundo, si bien es cierto que a través de cualquiera de las dos alternativas consideradas se evita el surgimiento de contradicciones, la segunda parece más apropiada para la solución del problema que la primera. Tal como lo han señalado Alchourrón y Bulygin en reiteradas
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oportunidades, 20 una condición de adecuación que parece racional exigir de un acto de derogación es que se elimine del sistema normativo en cuestión el conjunto más reducido de normas que sea suciente para garantizar que el contenido normativo que pretende derogarse ya no sea derivable en el nuevo sistema. Análogamente, una condición de adecuación que parece sensato exigir a la hora de introducir una excepción en una norma a n de evitar una contradicción es que se efectúe la mínima limitación a su campo de aplicación que sea suciente para garantizar la eliminación de la contradicción. Esta condición es satisfecha por la alternativa 2, pero no por la alternativa 1. 21 Y justamente según la alternativa 2, la regla se vuelve derrotable por la introducción de una excepción a partir de un principio. En mi opinión no es nada claro cuál de estas dos alternativas ha de ser considerada preferible: introducir una excepción más amplia que lo que la eliminación de la contradicción exige o limitar al mínimo la excepción pero al precio de volver incierto el campo de aplicación de la regla. Sin embargo, me parece que puede responderse a la objeción planteada por Bayón en base a razones independientes de las ideas esbozadas hasta aquí, de conformidad con las cuales ella se revela como trivial o parece presuponer lo que pretende demostrar. 7. El punto clave creo que pasa por dilucidar de dónde proviene el carácter implícito de las excepciones a las que están sujetos los principios. Según el análisis hecho en el apartado 4, para que pueda decirse con sentido que una norma está sujeta a una excepción, es menester que otra norma que estipule una solución normativa lógicamente incompatible con la primera resulte preferida a ella para el caso de conicto. Si se acepta esta idea, estimo que sólo hay cinco formas a través de las cuales se puede dar sentido a la idea de las ‘‘excepciones implícitas’’ que limitan el campo de aplicación de los principios jurídicos. a) La primera posibilidad es interpretar que una excepción posee carácter implícito porque la norma que consagra una solución normativa en conicto con el principio, o el criterio jerárquico en virtud del cual se privilegia a la solución normativa de aquella, se encuentran implícitos en el sistema jurídico de referencia, entendiendo esto en el sentido de que la norma en cuestión o el criterio de preferencia normativa no resultan identicables a partir de su asociación con cier tos hechos sociales, como por ejemplo, actos consistentes en la formulación de ciertos enunciados Véase, por ejemplo, Alchourrón, C. y Bulygin, E., ‘‘Sobre el concepto de orden jurídico’’, en Crítica, Vol. VIII, No. 23, 1976. 21 Adviértase que de acuerdo con esta alternativa, los casos en que se verique p así como r, pero sin los presupuestos a ella asociados, no quedan ahora cubiertos por ninguna de las dos normas, de modo que, si bien se ha suprimido la contradicción, ahora existe una laguna. 20
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por parte de cierta clase de personas de conformidad con determinadas exigencias formales. Esta interpretación resulta abiertamente contradictoria con la tesis bá-sica del positivismo, cuya aceptación fuera supuesta como hipótesis en el planteamiento del argumento crítico de Bayón. En consecuencia, de acuerdo con esta lectura y tal como lo adelantamos, la tesis de la derro-tabilidad de las normas jurídicas se vuelve trivial, ya que estaríamos diciendo simplemente que, si se rechaza el positivismo y se acepta que todo sistema jurídico no sólo está conformado por normas identicables por su origen a partir de una regla de reconocimiento, sino también por otras ‘‘normas implícitas’’, cuya pertenencia al sistema no puede asociarse con hechos sociales de ninguna especie, entonces el status deóntico de todos los casos resultará en última instancia dependiente de consideraciones morales. b) Una segunda versión sería ésta: los principios jurídicos se encuentran sujetos a excepciones implícitas en razón de que, aún cuando sus excepciones no resultan estipuladas por el propio sistema jurídico, habría casos en los que los principios no resultarían aplicables por existir razones morales que imponen al caso una solución distinta. Esta interpretación resulta expresamente descartada por Bayón, al armar: Por supuesto, un caso jurídicamente fácil puede ser moralmente difícil: se puede entender que hay razones morales para aplicar al caso una solución distinta de la que el derecho establece. Pero eso es una cosa, y otra muy dis- tinta decir que el derecho no la establece, o no la establece de forma clara. Por lo tanto, habría que mantener bien diferenciadas estas dos cuestiones: por un lado, en qué consiste aplicar la regla: por otro, si moralmente se debe o no aplicar la regla en determinadas circunstancias. (Bayón; 1996).
c) La tercera alternativa consistiría en sostener que la norma que in-troduce la excepción en el principio, o el criterio de preferencia que posterga la solución normativa en él consagrada, no integran el sistema jurídico al cual pertenece el principio en un cierto tiempo t, pero en cambio sí forman parte del sistema en un tiempo t +1. En otras palabras, aunque la excepción no existe en el sistema jurídico (estadísticamente considerado), puede ser que se incorpore en algún sistema futuro de la sucesión de sistemas que conforman un orden jurídico, 22 de ahí su carácter implícito. Como en el caso a), aquí la tesis de la derrotabilidad de las normas jurídicas consignaría algo obvio: todas las normas jurídicas –no cabría en este sentido establecer diferencia alguna entre reglas y principios– resultarían 22
1976.
La distinción entre sistema y orden jurídico puede encontrarse en Alchourrón-Bulygin;
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derrotables en virtud de que nada impide que respecto de cualquiera de ellas, una futura modicación del sistema incorpore una excepción antes no contemplada. Por otra parte, en esa intelección, la tesis no tendría ninguna relación con el problema de la determinación de la verdad de las proposiciones normativas, que es el tema general que le preocupa al profesor Bayón: la armación de que p es obligatorio, prohibido o permitido según el derecho vigente en un determinado lugar y en un tiempo t no variará en sus condiciones de verdad por el hecho de que en un tiempo t +1 el derecho vigente pueda disponer otra cosa. d) La cuarta posibilidad merece una atención más cuidadosa. A diferen- cia del caso anterior, en el cual el carácter implícito de las excepciones resultaba de la ambigüedad entre sistema y orden jurídico, aquí resulta de una ambigüedad distinta: la que media entre una formulación norma-tiva y la norma por ella expresada. Consideremos de nuevo el ejemplo analizado en 4. Allí se partió de la base de una cierta formulación normativa FN 1, la cual fue interpretada como expresiva de una regla no sujeta a excepciones: todo el que comete homicidio debe ser sancionado. Sin embargo, al tomar en cuenta una segunda formulación normativa FN2, fue necesario revisar la interpretación atribuida a FN1, haciendo lugar a la excepción para el caso del menor homicida. ¿Hubo aquí una modicación del sistema? Creo que lo más adecuado sería considerar que en este caso no es que el sistema haya sido modicado: más bien parece que en él siempre existió la excepción en cuestión, de ahí que un jurista no aceptaría que las reglas expresadas por ambas formulaciones normativas den lugar a ninguna contradicción. Lo que ocurre es que, aún cuando el sistema se ha mantenido sin variantes relevantes en lo que a nuestro ejemplo concierne, lo que sí ha sufrido una modicación son mis creencias acerca de qué reglas integran el sistema. A primera vista consideré que la interpretación más adecuada de FN1 era ‘‘p ⇒ Oq’’, pero a partir de la interpretación de otra formulación norma-tiva del sistema y de los criterios de preferencia entre ambas, mis creen- cias cambiaron. Ahora creo que FN1 expresa la norma ‘‘(p ∧ ~r) ⇒ Oq’’. En este sentido, decir que una norma se encuentra sujeta a excepciones implícitas signicaría en realidad que la interpretación que corresponde atribuir a una cierta formulación podría resultar revisada en virtud de lo que dispongan las restantes normas del sistema. No se trata de un pro-blema que se vincule directamente con las normas sino más bien con las creencias acerca de las normas que conforman un cierto sistema. Desde esta perspectiva tampoco cobraría sentido postular una diferenciación tajante entre dos tipos de normas –las reglas y los principios–, dado que esta incertidumbre podría extenderse en mayor o menor medida a cualquier formulación normativa de un sistema jurídico.
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La interpretación preliminar de cualquier formulación normativa podría considerarse derrotable en virtud de consideraciones ulteriores fundadas en la interpre- tación que quepa atribuir a las restantes formulaciones del sistema. Pero esto no es más que señalar que la interpretación es un proceso que se desenvuelve en el tiempo, en cuyo transcurso podemos adquirir mayor información que obligue a revisar lo hecho hasta entonces, y que no es posible determinar el signicado de una formulación normativa tomada en forma aislada, sino que debe atenderse al contexto en el cual ella ha sido formulada. Por lo demás parecería que esta cuestión está directamente relacionada con el primer problema que evalúa Bayón en su trabajo, y no daría lugar a un argumento independiente. Porque si se acepta la idea positivista de que el derecho en cada momento es el resultado de un conjunto de actos de creación normativa, como ese conjunto es nito, el número de normas que lo integren también lo será, de modo que en la reconstrucción racio-nal de cada norma del sistema, como resultado nal del proceso de interpretación, se podrá, al menos desde un punto de vista teórico, especicar todas y cada una de las condiciones sucientes para el surgimiento de las soluciones normativas establecidas. Que en la práctica ello sea muy engorroso, o que ni siquiera resulte necesario llevarlo siempre a cabo, no signica que las ‘‘excepciones implícitas’’ provengan de fantasmagóricas ‘‘normas implícitas’’ o ‘‘consideraciones valorativas sub-yacentes’’. e) La última alternativa, que no exploraremos aquí en profundidad sino sólo dejaremos sugerida, no posee en verdad carácter independiente, pero permitiría estudiar de modo más adecuado aquello a lo que se suele hacer referencia con la expresión ‘‘principios jurídicos’’. En el análisis de los sistemas contemporáneos no puede soslayarse el hecho de que en ellos existen autoridades normativas de diferentes jerarquías. En general se interpreta que, si una autoridad AN1 calica normativamente una cierta conducta, ello importa una limitación en la competencia de cualquier autoridad inferior AN 2 para regular esa conducta de modo lógicamente incompatible.23 Sea ahora una autoridad AN1 que decide calicar normativamente una conducta, pero al hacerlo aclara de manera explícita que ello no debe ser entendido como una limitación en la competencia de una autoridad normativa inferior AN2 para consagrar ciertas excepciones en casos especícos, siempre y cuando con la intro-ducción de las excepciones la autoridad inferior no desvir túe completa- mente la nalidad perseguida con el dictado de la norma más Cf . Alchourrón, C. y Bulygin, E., ‘‘Permission and Permissive Norms’’, en Krawietz, W. et al. (eds.), Theorie der Normen, Berlin, Duncker & Humbolt, 1984. 23
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general. Podríamos decir que la norma dictada por AN1 se encuentra sujeta a ex-cepciones implícitas, en el doble sentido siguiente: por una parte, la for- mulación normativa dada a conocer por AN1 deberá interpretarse amó-nicamente con las formulaciones normativas a través de las cuales AN2 haya ya introducido excepciones: además, dado que AN 1 le ha reconocido expresamente competencia para ello, puede que en el futuro AN2 intro-duzca nuevas excepciones. Me parece que muchas peculiaridades que revisten los denominados ‘‘principios jurídicos’’ pueden analizarse a partir de esta idea básica, aunque ella no brinde una explicación diversa a la ya consignada en c) y d) sobre el carácter implícito que revistirían las excepciones que circunscriben el ámbito de aplicación de los principios. A modo de conclusión diré simplemente que por lo expuesto, no veo cómo sería posible derivar la derrotabilidad de todas las normas de un sistema jurídico a partir de la aceptación de que en él interactúan reglas y principios, salvo en alguno de los sentidos triviales que he analizado o presuponiendo el rechazo de la tesis positivista. Asumir que las condiciones establecidas por el legislador para el surgimiento de cierta conse- cuencia normativa son condiciones sucientes y no meramente contribuyentes parece pues una consecuencia perfectamente sensata para un positivista.
NOTAS
¿FUNDAMENTACIÓN O PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS? LAS TESIS DE BOBBIO Y DE BEUCHOT Ángel Hernández*
E
l problema losóco de los derechos humanos no puede ser disociado del estudio de los problemas históricos, sociales, económicos, psi-cológicos, inherentes a su propia realización: el problema de los nes del de los medios. Esto signica que el lósofo no está solo. ‘‘El lósofo que se obstina en permanecer solo termina por condenar la losofía a la este-rilidad’’. (Norberto Bobbio). En un ensayo publicado a mediados de la década de los sesenta, Norberto Bobbio armó que ‘‘el problema de fondo relativo a los derechos humanos no es hoy tanto el de justicarlos, como el de protegerlos’’ (1991: 61). Esta polémica frase forma parte de un trabajo en el que se cuestiona la doble ilusión que encierra la búsqueda de un fundamento absoluto de los derechos humanos. De acuerdo con Bobbio, durante mucho tiempo los iusnaturalistas han tratado de encontrar argumentos ‘‘irresistibles’’ para mostrar que los derechos humanos se derivan directamente de la naturaleza del hombre. Para quienes adoptan esta perspectiva, el carácter irre-sistible de esos argumentos supuestamente sería una especie de garantía para obtener un reconocimiento más amplio de esos derechos. Frente a esta concepción, Bobbio presenta una serie de argumentos para mostrar, primero, que la tarea de encontrar un fundamento absoluto es una tarea condenada al fracaso; y segundo, que la justicación última de los derechos humanos no es una condición necesaria ni suciente para su plena realización. En un libro publicado recientemente en México, Mauricio Beuchot se propuso realizar una búsqueda del núcleo ontológico de los derechos humanos. Frente al descrédito de las concepciones metafísicas y ante la desconanza que existe cuando se habla de las ‘‘naturalezas o esencias’’, Beuchot anuncia en esa obra el retorno del iusnaturalismo, es decir, el retorno de una concepción que sostiene que el derecho natural es independiente del positivo, anterior a él y su fundamento. Después de recorrer las sinuosas veredas del iusnaturalismo tomista de la escuela de Salamanca (Vitoria, Soto y Las Casas), Beuchot concluye: ‘‘...nos parece que sólo con la fundamentación losóca de los derechos humanos que hemos hecho * Universidad Autónoma de Aguascalientes, México. ISONOMÍA No. 6 / Abril 1997
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podemos aportar nuestro grano de arena para ayudar a todos aquellos que se empeñan por conseguir ese bien (justicia y paz) que todos deseamos’’ (1995: 172). Aparentemente, una vez conocidos los argumentos irresistibles que muestran cuál es el fundamento último de los derechos humanos, nadie podría negarse a reconocerlos y a respetarlos. ¿Por qué ahora, después de poco más de treinta años, el tema del fun-damento de los derechos humanos se vuelve a plantear con fuerza re-novada? En las páginas que siguen intentaré ensayar una respuesta a esta pregunta a partir del análisis tanto de los argumentos que tienden a restar importancia al problema de la fundamentación absoluta de los derechos humanos, como de aquellos que niegan el carácter ilusorio de tal fun-damentación. Los argumentos de Bobbio
Bobbio considera que la fundamentación de los derechos humanos no es un problema inexistente, sino un problema que ha sido resuelto sa-tisfactoriamente sobre todo a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Desde su punto de vista, el documento aprobado por 48 países miembros de la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 ‘‘representa la manifestación de la única prueba por la que un sistema de valores puede ser considerado humanamente fundado y, por tanto, reconocido: esta prueba es el consenso general acerca de su validez’’ (1991: 64). En este sentido, la búsqueda del fundamento ab-soluto de los derechos humanos es sustituida por una fundamentación histórica en la que se destaca el proceso a partir del cual un sistema de principios o valores es aceptado universalmente. En su argumentación es importante distinguir dos planos distintos: los argumentos para contrarrestar la doble ilusión de encontrar un fundamento absoluto de los de-rechos humanos y los argumentos contra el derecho natural. Argumentos contra la doble ilusión del fundamento absoluto. Para mos-trar que toda búsqueda del fundamento absoluto está infundada, Bobbio hace referencia a cuatro dicultades: 1) ‘‘derechos humanos’’ es una expresión muy vaga. Las deniciones que se han dado o son tautológicas (‘‘derechos humanos son aquellos que pertenecen al hombre en cuanto hombre’’), o dejan al margen su contenido y destacan algún rasgo desea-ble de esos derechos (‘‘derechos humanos son aquellos que pertenecen o deberían pertenecer a todos los hombres’’), o bien cuando hacen referencia al contenido introducen términos de valor sujetos siempre a inter-pretaciones diversas (‘‘derechos humanos son aquellos cuyo reconocimiento es condición necesaria para el perfeccionamiento de la persona’’). Por tanto, si no existe una noción precisa de los derechos hu-
¿F UNDAMENTACIÓN O PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS?…
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manos, es difícil encontrar una fundamentación absoluta; 2) los derechos humanos constituyen una clase variable que se ha modicado y continúa mo-dicándose. Derechos que anteriormente se consideraban absolutos, actualmente han sido sensiblemente limitados; otros que no se mencionaban siquiera, ahora están incorporados en todas las declaraciones. Por tanto, no se puede dar un fundamento absoluto de derechos que son his-tóricamente relativos; 3) la clase de los derechos humanos también es heterogénea. Entre los derechos incluidos en una misma declaración existen pretensiones distintas e incluso incompatibles entre sí (vgr. el derecho de expresión del artista y el derecho del público a no ser ofendido). Por tanto, las razones que sirven para sostener a unas no sirven para otras; 4) existen derechos que son antinómicos, es decir, que la realización integral de unos impide la de los otros. Es el caso, por ejemplo, de los derechos individuales y los derechos sociales, que no pueden tener el mismo fundamento absoluto. En seguida, Bobbio expone tres argumentos para dejar en claro que la fundamentación absoluta de los derechos humanos no es una garantía para su plena realización: 1) los derechos humanos no se han respetado más en la época en que los pensadores estaban de acuerdo en la creencia de haber encontrado en la naturaleza humana argumentos irresistibles para defenderlos; 2) a pesar de la crisis de los fundamentos, en los últimos decenios la mayor parte de los gobiernos del mundo han proclamado de común acuerdo una Declaración Universal de los Derechos Humanos, lo cual signica que han encontrado buenas razones para hacerlo. Por ello, ahora no se trata de buscar ‘‘la razón de las razones’’, sino las mejores soluciones para protegerlos; 3) la plena realización de los derechos humanos no depende sólo de las buenas razones aducidas para demostrar su bondad absoluta ni tampoco de la buena voluntad de los gobernantes, sino más bien de la transformación de ciertas condiciones históricas y sociales (1991: 53-62). Argumentos contra el derecho natural. Bobbio problematiza las nociones de ‘‘derecho’’ y ‘‘naturaleza’’ a partir de seis argumentos: 1) El derecho es un conjunto de reglas de la conducta humana que tienen la capacidad de hacerse valer por la fuerza. El derecho natural no cuenta con esa fuerza coercitiva; por tanto, el derecho natural no puede llamarse ‘‘derecho’’; 2) El n del derecho es la conservación de la sociedad humana. El derecho natural no ayuda a alcanzar ese n en la medida en que no puede garantizar a los hombres la seguridad de su existencia, por tanto, el derecho natural no cumple con la noción de derecho; 3) Actualmente, no es posible recurrir al derecho natural para decidir las controversias entre los esta- dos, ni para decidir las controversias entre el gobierno y el pueblo, ni tampoco para llenar las lagunas del derecho positivo; 4) La palabra ‘‘natu-raleza’’ es equívoca. El llamado ‘‘estado de naturaleza’’ ha sido interpretado por
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algunos pensadores como la ‘‘paz’’ y por otros como la ‘‘guerra’’, por tanto, existen diversas interpretaciones, incluso rivales, sobre el con-tenido de la ley natural y el derecho natural; 5) Aun cuando se llegara a un acuerdo sobre lo que es ‘‘natural’’, no sería posible llegar a un acuerdo unánime sobre lo que es justo por ser natural o injusto por oponerse a lo natural; 6) Aun cuando hubiera acuerdo acerca de lo que es justo por el hecho de ser natural, de ahí no se seguiría que ese acuerdo fuera válido para el momento actual, ya que todas las corrientes losócas de los siglos XIX y XX han socavado la fuerza de sugestión del mito de la ‘‘naturaleza’’ al considerar la historia como una creación no del hombre en abstracto, sino de los hombres concretos que desarrollan sus actividades en contextos económicos y culturales diversos (1995: 123-135). Bobbio sostiene que los derechos humanos son derechos históricos que han surgido gradualmente y no todos a la vez y para siempre. En este pro-ceso de formación, se distinguen tres fases: el nacimiento de los derechos humanos, en tanto derechos naturales, en las teorías losócas del ius-naturalismo moderno; la positivación de esos derechos en el ámbito de los diversos estados nacionales; y, nalmente, su armación al mismo tiempo positiva y universal en la comunidad de todas las naciones: ‘‘...los derechos humanos nacen como derechos naturales universales, se desarrollan como derechos positivos particulares, para encontrar al n su plena rea-lización como derechos positivos universales’’ (1991: 68). En el primer caso, en tanto derechos naturales únicamente pensados, los derechos humanos no son otra cosa que la expresión de una noble exigencia; en el segundo, en tanto derechos positivos, los derechos humanos obtienen el respaldo de la fuerza coercitiva del Estado-nación; en el tercero, el Estado que no reconozca o que viole sistemáticamente los derechos aceptados por la vía del consenso, puede incluso ser obligado a respetarlos por la presión de la comunidad internacional. Es claro que independientemente de sus críticas al iusnaturalismo, Bobbio le concede una doble función histórica: la de ser el punto de partida de los derechos humanos y la de poner límites al poder del Estado (1991: 42 y 119). El anunciado retorno del iusnaturalismo
Está fuera de discusión que la doctrina del Derecho natural es tan antigua como la propia losofía occidental. En esto coinciden tanto Norberto Bobbio como Mauricio Beuchot. Uno de los criterios que sirve para distinguir el iusnaturalismo antiguo del moderno reside en el carácter objetivo o subjetivo del derecho. De acuerdo con Bobbio, toda norma jurídica es imperativo-atributiva, es decir, impone una obligación a un sujeto al tiempo que atribuye un derecho a otro. ‘‘Ahora bien, el iusnaturalismo clásico y medieval había puesto el acento sobre el aspecto imperativo de la ley na-
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tural más que sobre el aspecto atributivo; mientras la doctrina moderna de los derechos naturales pone el acento sobre el aspecto atributivo más que sobre el imperativo’’ (1991: 41). En el primer caso, la ley natural impone obligaciones; en el segundo, atribuye derechos. Bobbio ubica el paso de la doctrina tradicional del derecho natural (objetivo) a la doctrina moderna de los derechos naturales (subjetivos) en las grandes construcciones teóricas de Hobbes y sobre todo Locke (siglo XVII), a quien llama el ‘‘padre del iusnaturalismo moderno’’. Beuchot, por su parte, deende dos tesis histórico-losócas que le sirven como punto de partida para anunciar el retorno del iusnaturalismo. De acuerdo con la primera, los que ahora llamamos ‘‘derechos humanos’’ son los que eran llamados ‘‘derechos naturales’’ en la tradición escolástica del siglo XVI, principalmente en la escuela tomista de Salamanca. En la segunda tesis establece que fue precisamente Bartolomé de las Casas el que vio más claramente esos derechos al defender la idea de que los indios y negros eran también miembros de la especie humana (1995: 92-93). A través de una argumentación histórico-losóca, Beuchot muestra que en la escuela tomista salmantina conuyeron tres corrientes de pensamiento: el nominalismo ockhamista que aportó la noción subjetiva del derecho, el humanismo renacentista que puso de relieve la dignidad del hombre, y la concepción tomista de la naturaleza humana que hizo posible defender la universalización de los derechos humanos. De todos es conocido que el iusnaturalismo de los siglos XVII y XVIII no sólo se resistió a reconocer los derechos de los pueblos no europeos –sobre todo americanos y africanos–, sino que buscó la manera de justicar su violación sistemática. Desde la perspectiva de un tomismo renovado a partir de ciertos planteamientos recientes de la losofía analítica que conciben a los derechos humanos como derechos morales, Beuchot señala que existen buenas razones para diluir las críticas de Bobbio al derecho natural. En términos generales, y en correspondencia con las objeciones de Bobbio al derecho natural, los argumentos de Beuchot se desarrollan en torno a seis grandes líneas: 1) en la expresión ‘‘derecho natural’’ la palabra ‘‘derecho’’ no es unívoca ni equívoca, sino analógica. Es cierto que el sentido más propio de esa palabra es el que hace referencia al carácter coercitivo que tiene la ley; no obstante, el derecho natural puede llamarse derecho por-que su fuerza radica en la obligación moral, en la fuerza de la conciencia y no sólo en los buenos deseos; 2) en la concepción tomista, el estado natu-ral del hombre no reside en su parte animal, sino en su racionalidad. La razón, también según esa concepción, no puede ir en contra del hombre y está dirigida al bien común; 3) en el sistema tomista el derecho natural tiene la función de iluminar con sus principios el ordenamiento del dere-cho positivo, de tal modo que si éste lo contradice es injusto. El derecho positivo sería el
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cumplimiento y desarrollo de los principios establecidos en el derecho natural; 4) los desacuerdos en cuanto al contenido del dere-cho natural, no implican su inexistencia. Es verdad que hay teorías rivales, sin embargo, eso sólo signica que debe ‘‘salirse’’ del desacuerdo mediante la crítica y la argumentación; 5) el iusnaturalismo sostiene que la natura-leza misma es un hecho que está cargado de valor y que tiene implicaciones morales y jurídicas. Por tanto, se limita a extraer los contenidos axiológicos que se encuentran en ella, siempre en relación con la razón humana; 6) desde la perspectiva tomista, la razón es la naturaleza del género humano; y, si la historia es hechura racional del hombre, en lugar de apartarse de su naturaleza, estará más cerca de ella y le será más acorde (1995: 123-132). Así pues, de acuerdo con Beuchot, los principios derivados de un iusnaturalismo tomista renovado serían el único fundamento de los derechos humanos. En este sentido, las diversas teorías que existen sobre el derecho natural no podrían ser todas verdaderas y sólo a través de la crítica y la argumentación se podría llegar a un solo sistema, que por supuesto, según Beuchot, sería una teoría tomista renovada y enriquecida: ‘‘El que haya muchas interpretaciones y sistemas de derecho natural implica, en primer lugar, que no es tan evidente como sería de desear (pues el hombre puede llegar a tener dicultades para ver lo evidente), e implica, además, que tienen que cribarse dichos sistemas en el tamiz de la argumentación (es lo que tenemos los hombres para dirimir los desacuerdos) hasta ir aclarando y determinando las cosas hacia un solo sistema’’ (1995: 130). En consecuencia, la investigación sobre el fundamento absoluto de los derechos humanos, doblemente ilusoria según Bobbio, descansa en la pretensión de llegar a un sistema que revele la ‘‘verdad’’, también absoluta, del derecho natural. De acuerdo con el tomismo renovado de Beuchot, el derecho estaría en función de la naturaleza racional de los seres humanos y en ella existiría un ‘‘sustrato permanente’’ de principios y leyes inmutables que otorgarían a la ley natural estabilidad e historicidad a la vez que universalidad y particularidad. En la estructura inmutable y al mismo tiempo dinámica de esos principios y leyes residiría, según Beuchot, la posibilidad de hablar de ‘‘naturalezas’’ o ‘‘esencias’’ y, con ello, la de fundamentar los derechos humanos: ‘‘para la escuela tomista –y, por ende, para Las Casas, Vitoria y Soto– el contenido de la ley natural es tan básico y universal que viene a ser muy reducido y elemental. Tiene en sí los preceptos indispensables para salvaguardar la existencia del hombre y el cumplimiento y desarrollo de su propia esencia. A partir de allí, como una explicitación cada vez más detallada, van determinándose los derechos humanos especícos’’ (1995: 170-171). El anunciado retorno del iusnaturalismo es, en suma, el retorno de una concepción que intentaría fundamentar los derechos humanos en
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el ám-bito moral y en la estructura dinámica y a la vez permanente de principios y normas que son inherentes a las necesidades, inclinaciones y aspiraciones naturales (léase racionales) del género humano. En consecuencia, el derecho natural no sólo sería anterior al positivo sino también su fundamento. Ahora bien, si la naturaleza humana es la recta razón, esto signica que ésta sería también el fundamento último de los derechos humanos, que de este modo no estarían sujetos a los caprichos de legisladores y gobernantes. ¿El fundamento absoluto o los diversos fundamentos posibles?
En la década de los sesenta, al referirse al sentido del problema sobre la fundamentación de los derechos humanos, Bobbio introdujo la distinción entre la búsqueda del fundamento de un derecho que se tiene o de un derecho que se debería tener. En el primer caso, se trataría de encontrar en el ordenamiento jurídico positivo una norma válida que lo reconozca; en el segundo, se intentaría sostener su legitimidad a través de buenas razones para convencer a la mayor cantidad de personas posible de la necesidad de su reconocimiento. Si se parte del supuesto de que los derechos humanos son bienes o nes deseables que merecen ser reconocidos y respetados, quienes están per-suadidos de que puede encontrarse un fundamento absoluto estarían obligados a presentar los argumentos que justicarían su elección. En este sentido, después de hacer la crítica a la doble ilusión que nace de la búsqueda de un fundamento absoluto, Bobbio señala: ‘‘Que exista una crisis de los fundamentos es innegable. Es necesario ser consciente de ella, pero no intentar superarla buscando otro fundamento absoluto para sustituir al perdido. Nuestra tarea, hoy, es mucho más modesta, pero también más difícil. No se trata de encontrar el fundamento absoluto –empresa sublime pero desesperada–, sino, cada vez, los varios fundamentos posibles’’ (1991: 61-62). En este sentido, los argumentos de Bobbio están orientados a mostrar que el consenso es una manera de fundamentar los derechos humanos que puede ser probada factualmente. Después de treinta años, es evidente que la crisis de los fundamentos se ha profundizado. A ello han contribuido no sólo las corrientes losócas postmodernas que rechazan cualquier posible fundamentación de los valores, sino también la ofensiva en contra de algunos derechos que habían sido reconocidos –e incluso positivados– y que ahora se encuentran en peligro de ser cancelados. Es el caso, por ejemplo, de los derechos sociales, que a pesar de haber sido incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, actualmente están crecientemente amenazados debido al desmantelamiento del Estado Benefactor.
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Tomando en cuenta este contexto, con el anunciado retorno del iusnaturalismo se buscaría presentar los argumentos irresistibles para poner a salvo no sólo los derechos sociales, sino en general todos los derechos humanos. En palabras de Beuchot: ‘‘...creemos que tiene que haber una fundamentación ontológica o metafísica de tales derechos, so pena de ser completamente ilusorios, pues, a pesar de su positivación, pueden des-positivarse y cancelarse, y no habrá quien pueda defenderlos contra eso’’ (1995: 163-164). Me parece que los problemas destacados por Bobbio siguen vigentes: ¿hasta qué punto la fundamentación absoluta de los derechos humanos es la mejor defensa para lograr su reconocimiento y respeto? ¿Puede encontrarse realmente un fundamento absoluto que sirva como respaldo a la enorme diversidad de derechos que hasta ahora han sido proclamados, positivados y, en algunos casos, des-positivados? Mauricio Beuchot reconoce explicítamente que con la fundamentación ontológica de los derechos humanos pretende aportar un ‘‘granito de racionalidad’’ para contrarrestar la irracionalidad que en todos los ámbitos se enarbola hoy en día. En este sentido, su libro no sólo abre una nueva veta de investigación al situar el problema de los derechos humanos en el contexto hispanoamericano, sino que es también una invitación a la discusión racional. En lo particular, considero que la fundamentación ontológica es una –no la única– entre otras fundamentaciones posibles: históricas, políticas, económicas, culturales y sociales. Cuando se acepta que la ‘‘verdad absoluta’’ está ya contenida en un solo sistema, se corre el riesgo de caer en posiciones dogmáticas o excluyentes. Es evidente, por ejemplo, que desde la perspectiva de un tomismo renovado no sería fácil reconocer los derechos de las minorías sexuales, a menos que se violente el contenido ‘‘básico y universal’’ de la ley natural. Por otra parte –y a reser-va de abordar el tema con mayor amplitud– tampoco se pueden descartar completamente las críticas historicistas que han contribuido a debilitar los postulados básicos del iusnaturalismo (1993: 61 ss.). BIBLIOGRAFÍA
(1995) Beuchot, Mauricio. Derechos humanos, iuspositivismo y iusnaturalismo. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Cuadernos del Instituto de Investigaciones Filológicas, 22. (1991) Bobbio, Norberto. El tiempo de los derechos. Madrid, España, Editorial Sistema. (1993) Bobbio, Norberto. El positivismo jurídico. Madrid, España. Editorial Debate. (1996) Buergenthal, Thomas. Derechos Humanos Internacionales. México, Ediciones Gernika. (1990) Habermas, Jürgen. Teoría y praxis. Estudios de losofía social. Madrid, España, Editorial Tecnos.
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n un sesudo artículo, Ángel Francisco Hernández pondera los argumentos que Bobbio ha esgrimido en contra de una fundamentación absoluta de los derechos humanos y los que yo he ofrecido a favor de una fundamentación más fuerte que la pura positivización de los mismos. Bobbio tiene en parte razón al decir que no hay argumentos ‘‘irresistibles’’ o ‘‘absolutos’’ –como él los llama– para fundamentar los derechos humanos, porque en realidad no hay ningún argumento absoluto e irresistible de ninguna cosa. Yo mismo no trato de encontrar el argumento absoluto e irresistible que sostendrá a los derechos humanos de manera inconmovible. Basta cualquier malentendido por parte del oyente para que cualquier argumento que le demos pierda su irresistibilidad y su absolutez. Una postura demasiado ‘‘platónica’’ sostendría que los argumentos válidos son válidos independientemente de que el interlocutor los acepte o no. Pero, más aristotélicamente, creo que no hay argumentos en el vacío, sino que todos se ofrecen a una persona situada en un contexto. A nivel sintáctico y semántico puede ser que se trate de argumentos contundentes, pero a nivel pragmático no; porque precisamente es donde necesitamos la acep-tación del interlocutor. Mi interlocutor puede escuchar que le digo la proposición más evidente, a saber, un axioma primerísimo, por ejemplo el principio de no contradicción, y rechazarlo, y entonces estoy desarmado. O podemos pensar en interlocutores ideales, como hacen Hintikka, Habermas y otros. Pero, siguiendo a Aristóteles y a Perelman, supongamos que nos enfrentamos a un auditorio razonable. Así yo creo que se pueden ofrecer buenos argumentos –no sé ya si irresistibles o absolutos–a favor del iusnaturalismo. Porque llega un momento en que lo que a uno le parece un argumento pasable al otro no le parece que lo sea. Pero yo creo que mientras se ofrezcan argumentos sólidos a favor de una posición o tesis, ella merece respeto y espacio en la discusión. Y me parece que el iusnaturalismo es una de esas posiciones o tesis; su discusión losóca no ha terminado, vuelve incesantemente, y debe dársele un lugar. Mi problema con Bobbio es una noción un tanto diferente de la losofía. La de él está más del lado de la praxis perentoria; y la mía, sin negar la pe- rentoriedad de la praxis, trata de dar un poco de más espacio a la teorización, a la justicación teórica (epistemológica, ontológica y ética). Así, Bobbio, en lugar de considerar que el problema de la fundamentación de * Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)
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los derechos humanos es inexistente, considera que ya está dado, por el documento de la ONU de 1948, es decir, por su positivación. Pero esto es un problema de losofía del derecho; es aceptable si se cree que el único fundamento es el acuerdo y la positivación. Es decir, eso será suciente para el iuspositivista, pero no para otros iuslósofos, precisamente los iusnaturalistas. Ahora bien, hay diferentes tipos de iusnaturalismo, y hay diferentes exigencias que se plantean. Yo, por ejemplo, no exigiría un acuerdo total en cuanto a la denición de ‘‘derechos humanos’’ ni en cuanto al contenido de éstos. La objeción predilecta de Bobbio es que no hay acuerdo entre los diferentes iusnaturalistas, por lo tanto no hay naturaleza humana. De hecho, casi nada en losofía es objeto de ese tipo de acuerdo ni tiene la exigida claridad, ni siquiera el iuspositivismo (pese a las ilu-siones de cienticidad ejemplar que ha abrigado); por lo tanto, debería decirse que tampoco es verdadero. Pero hay una exigencia mínima, o muy moderada, de ciertos lósofos, que nos contentamos con una metafísica moderada también, que no puede ostentar las pretensiones de la metafísica moderna, pero tampoco se deja caer en el pesimismo posmoderno o en la comodidad demasiado pragmatista. En cuanto a lo que observa Ángel Francisco Hernández sobre la naturaleza humana y la ley natural, conviene distinguir en ellas su existencia y el proceso de su conocimiento. Son cosas distintas. Hay un proceso histórico en la comprensión de ambas, inclusive hay equivocaciones u omisiones en cuanto a su contenido; por eso se está modicando nuestro conocimiento de la naturaleza humana y de la ley natural, pero no su ser mismo, y por ello no se puede implicar que no exista. Es demasiado sub jetivismo decir que sólo existe lo que vamos conociendo; sobre todo lo que comprendemos bien. Lo que yo he deseado proponer con mi visión analógica de estos derechos es un punto de vista que conjunte en el límite la objetividad natural y la captación histórica de los mismos. Ni son puramente naturales ni son puramente históricos. Ni lo uno ni lo otro por separado: son las dos cosas. Si son puramente históricos, estarán supeditados a que llegue un gobernante que los positive y no tendrán defensa ante un tirano que los des-positive. Si son puramente naturales, sin el hombre, parecerán ideales, inhumanos, apriorísticos, que no toman en cuenta las angustias y los dolores de los hombres para constituirse. Precisamente la intención de los mismos lósofos pragmatistas es aleccionarnos para evitar las dicotomías tan marcadas que hemos establecido, por ejemplo entre hecho y valor, entre naturaleza y cultura, entre ser y lenguaje, etc. Por eso creo que la naturaleza y la historia se juntan en el ser humano, el hombre es el lugar de su encuentro, su límite y horizonte; él es limítrofe y analógico respecto de ellas, y así puede integrarlas. Integrarlas sin destruirlas, sino creando una consideración más amplia, más compleja de las mismas. El hombre hace de la naturaleza una naturaleza histórica, pero también da a
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la historia una estructura que evita su ambigüedad caótica, le da una estructura dinámica, analógica, pero estr uctura, al n y al cabo. Se mueve y se dinamiza, pero dentro de ciertos límites. Límites que no son tan pre-cisos, pero que bastan para evitar la alocada carrera de lo que se nos escapa, de lo permanentemente huidizo. Pone coto a esa corriente de cosas que tienden a la dispersión, a fragmentarse y atomizarse. También hay que distinguir entre la fundamentación y la protección de los derechos humanos. Son cosas diferentes. Algo puede estar muy bien fundamentado en la teoría y muy decientemente cumplido en la práctica. Y, a la inversa, algo puede funcionar muy bien en la práctica y poseer solamente una escasa fundamentación teórica. Pero aquí se trata de nuestra orientación losóca, que será más o menos exigente con la teoría y más o menos exigente con la práctica. Yo creo que ni se debe sacricar la teoría en aras de la práctica ni a la inversa. Por supuesto que es más perentoria la praxis. Siempre lo ha sido. Pero hay lósofos que no se contentan con ver que algo funcione, praxiológica o pragmáticamente, para olvidarse de profundizar en su fundamentación teórica. Por eso me parece impor tante y útil la distinción que el propio Bobbio hace entre un derecho que se tiene y un derecho que se debería tener. El primero depende de la positivación; el segundo, de convencer mediante argumentos al mayor número posible de personas acerca de la necesidad de su reconocimiento. Es decir, la úl-tima busca el consenso. Respecto a esto último, creo per tinente aludir a Adela Cortina, que, en seguimiento de Apel, habla de los derechos humanos como ciertos mínimos que aceptaría la mayoría, a diferencia de ciertos máximos que la mayoría rechazaría. Es justamente lo que pienso de los derechos humanos; pero, el verlos como derechos naturales me hace pensar que los derechos no surgen del solo acuerdo, sino que por el acuerdo va siendo reconocida (no creada) su existencia. Son dos cosas distintas. Pero, en cuanto al procedimiento, estamos en lo mismo. Por otra parte, las objeciones de Bobbio contra el derecho natural son análogas a las que dirige a la existencia misma de los derechos humanos. Ello es muy sintomático. Ya he tratado de responder a ambas las de ob jeciones en otro trabajo.1 No voy a repetir aquí mis respuestas. Sólo mencionaré que la desconanza que algunos iuspositivistas muestran hacia los derechos humanos nos hablan de la inspiración iusnaturalista que anima, al menos en su origen, a la idea de los derechos humanos mismos. Ángel Francisco Hernández resalta que la objeción más fuerte de Bo-bbio es que, en lugar de buscar un solo fundamento absoluto para los dere- chos humanos, hay que buscar varios fundamentos para ellos. Pero me da la impresión de que esos fundamentos múltiples son sólo aspectos que van No el que tiene en cuenta Ángel Francisco Hernández, sino otro anterior, a saber, Filosofía y derechos humanos, México: Siglo XXI, 1993. 1
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manifestando progresiva e históricamente ese fundamento total que está detrás de ellos y que los organiza. Los fundamentos señalados por Bobbio (históricos, políticos, económicos, culturales y sociales) no son tan disímbolos ni tan dispares entre sí como para no poder decir que tienen solución de continuidad ni posibilidad de pertenecer a un mismo bloque. Y, por lo que hace a la pregunta de si buscar fundamentos absolutos (o no tanto) ayuda en algo a la protección de los derechos humanos, yo creo que sí. Creo que la conciencia teórica de algo, por muy limitada que sea, ayuda a la praxis, la orienta y la robustece. La razón práctica no puede estar tan desligada de la razón teórica como algunos la pintan. Además, la con-ciencia en cuanto a los derechos humanos se inclina más a la razón práctica que a la teórica, como sucede con todo lo del ámbito de la ética y la política. Pero hay una complementación de la razón práctica por la razón teórica, ya que funciona analógicamente a ella (con ciertos principios y reglas se-mejantes, aunque no idénticos, a los suyos). Y, por lo que hace a la pregunta de si una postura iusnaturalista re-conocería los derechos de las minorías sexuales, es también falta de distinciones. Una cosa es no estar de acuerdo con una práctica (por ejem-plo, sexual), y otra cosa es resucitar la inquisición para combatirla. Ante todo, el iusnaturalismo, de cualquier índole y fuerza que sea, ha de re-conocer la dignidad humana, haga lo que haga el individuo humano. Creo que, a pesar de que no se compartan ciertos valores con otras personas, se puede no sólo tolerarlas y concederles su diferencia, sino amarlas, dentro de la esperanza de que algún día vean con más claridad lo que pertenece a la naturaleza humana. Termino con una apreciación del mismo Bobbio. En varias ocasiones ha dicho que hay cierto sentido en el que puede llamársele iusnaturalista. Señala un iusnaturalismo no dogmático, ni ideológico, sino moderado. Con ello reconoce que no todo iusnaturalismo tendría esos dos apelativos peyorativos. Y con ello reconoce también la posibilidad de un iusnaturalismo que no se contente con soluciones y posturas simples, como yo trato de exigirme que sea el tipo de iusnaturalismo de mi propuesta. Finalmente, agradezco las consideraciones de Ángel Francisco Hernández en su artículo. Discusiones como la suya impulsan a la revisión y a la profundización de la postura propia.
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e ha dicho con frecuencia que la solución adecuada a los más rele vantes problemas del mundo es la educación. Sin embargo esta ar-mación exige algunas precisiones, porque no cualquier modelo de educación resolvería los conictos que por otra parte están relacionados en el plano mundial: la educación mercantilista aumentaría las tensiones y diferencias sociales; el sistema educativo que consiste en otorgar grados a las élites en competencia termina por degradar (W. Benjamin); la edu-cación receptiva, bancaria que impone creencias y valores sigue siendo reproductora de los poderes de dominación (P. Freire); el modelo perfeccionista se extiende hasta el absolutismo totalitario en nombre de la falsa ilusión de la posesión de la Verdad (Platón); el modelo libertario que en su discurso teórico deende la libertad individual prescribiendo que la autonomía se distribuya espontáneamente termina produciendo ‘‘una sociedad de amos y esclavos voluntarios a partir de contratos de esclavitud rmados por seres racionales que preeren salvar su vida aún a costa de su libertad’’ (Buchanan); el modelo comunitario de educación que ataca al liberalismo como destructor de los valores comunitarios y de las virtudes cívicas desemboca en la sacralización de la sociedad cuando pone a la comunidad como gestadora única de valores morales y de normas éticas, y por otra parte cae en riesgos indeseables, porque cuando ‘‘la idea de que el elemento social es prevalente en una concepción de lo bueno puede conducir a justicar sacricios de los individuos como medio para promover el orecimiento de la sociedad o del Estado concebido en términos holísticos’’ (Nino) Sin embargo la armación inicial es enteramente válida si se trata de la educación igualitaria y democrática que sustenta en su libro Rodolfo Vázquez. Sin duda uno de los problemas más graves en la política mundial es la agresión, simulación y falsicación de la democracia. Muchos, muchísimos conictos se resolverían con la acción de una democracia verdadera que no consiste en las meras formalidades (un ciudadano un voto, posibilidad real de alternancia y ley de la mayoría), sino en la participación ciu-dadana que se expresa en autogobierno, autoinstituciones y en las leyes que los ciudadanos se dan con libertad y especialmente con la conciencia de que * Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) ISONOMÍA No. 6 / Abril 1997
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‘‘el poder somos todos’’. Entendida y vivida así la democracia sería la solución a las violaciones de las soberanías, de las identidades nacionales, del derecho a ser dife-rentes, de la unión y defensa de los débiles, de la elección autónoma de nes y valores; sería la solución a las violaciones de los derechos de dig-nidad, igualdad y libertad, de los derechos a la satisfacción de las nece-sidades básicas, del derecho a vivir una vida digna... Pero para que la acción democrática, la vida democrática se instale como solución de tantos problemas debe aceptarse que ‘‘el ideal de una educación democrática es el de un proceso de reproducción social consciente y responsable que exige educar a los ciudadanos en el procedimiento de deliberación colectiva’’. ‘‘Educación adecuada para servir a la vida de un ciudadano libre e igual en una democracia moderna’’ (Vázquez). En otros términos, no se puede pensar en una democracia operativa, vigorosa, transformadora (revolucionaria según Castoriadis) sin esa educación democrática de los ciudadanos; pues como dice J. Dewey: ‘‘La democracia será una farza a menos que el individuo sea preparado para pensar por sí mismo, para juzgar independientemente, para ser crítico, para discernir las propagandas sutiles y los motivos que las inspiran’’. En este contexto precisamente aparece el tamaño de la lúcida apor-tación de Rodolfo Vázquez sobre la educación liberal, igualitaria y democrática. Pienso que en el ámbito del liberalismo es la tesis más integrada, coherente y sustentable sobre educación. Soy consciente de que la armación es fuerte, pero el trabajo de Vázquez le da sustento con una recia argumentación respaldada por los pensadores más reconocidos en el campo de las respectivas especialidades. Yo sólo me propongo hacer al-gunos subrayados sobre el contenido del libro. En primer lugar y en relación a la corriente del liberalismo que se pre-cisa, me parece la línea liberal más defendible, porque frente a los ex-tremos arbitrarios de la gama de relativismos y absolutismos que tan negativamente han afectado a nuestras sociedades se arma y sustenta un liberalismo igualitario que entraña el objetivismo moral con asiento en las necesidades básicas, en las cualidades permanentes de la persona moral, cualidades que a su vez se conrman por la discusión moral pública. El liberalismo igualitario es la corriente iniciada por Rawls que ha sido fuertemente respaldada desde la publicación de su A theory of Justice y que ‘‘se distancia no sólo frente a posiciones tradicionales y comunitarias, sino también, dentro de las las liberales, frente a posiciones utilitaristas y libertarias’’ (Vázquez). El liberalismo igualitario que según Nino pre-tende ‘‘maximizar la autonomía de cada individuo por separado en la medida que ello no implique poner en situación de menor autonomía comparativa a otros individuos’’. Este liberalismo muestra que lejos de ser un adversario de los derechos sociales como los derechos a la salud, a una vivienda digna, a un salario
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justo y a la educación entre otros, estos son una extensión natural de los derechos individuales. Sin duda uno de los atributos básicos del liberalismo igualitario es la defensa de la igualdad que sólo es legítimo modicar cuando alguna diferencia favorece a los más débiles. La importancia de tal defensa de la igualdad se evidencia por sí misma, pero adquiere un especial signicado cuando se constituye en conditio sine qua non de la democracia. No es pensable una democracia verdadera entre ciudadanos radicalmente desiguales, como tampoco se puede hablar de autonomía verdadera entre desigualdades, porque entre poderosos y débiles la libertad es opresora de los que deben ser defendidos por la ley. En el ámbito del liberalismo igualitario se inscribe la educación liberal sobre los tres pilares que Vázquez reere: la existencia de un pluralismo de valores y la necesidad de promover la diversidad social y cultural, la imparcialidad (que no es neutralidad) y el respeto mutuo; ‘‘y quizás lo más importante, la comprensión de que la moral tiene un carácter inderogable y supremo’’. Íntimamente relacionado con las características del liberalismo igualitario está otro de los aspectos substantivos que a mi parecer constituye el sustento más fuerte y sólido de la tesis defendida por Rodolfo Vázquez; me reero al objetivismo moral. Pienso que el terreno más resbaladizo de la construcción del liberalismo en general se sitúa en la colocación y dimensiones de la soberanía individual de la que se deriva la extensión de la autonomía individual. Un gran número de las corrientes liberales desembocan en el subjetivismo individualista y en consecuencia en la anarquía del relativismo que a su vez conduce al escepticismo nihilista. Algunos casos también expresados por Vázquez: las concepciones morales son denidas por los criterios éticos personales por lo que no existen ni pueden existir normas generales para juzgar conductas (subjetivismo personalista); los principios y criterios morales están determinados por el grupo, la sociedad (subjetivismo relativista); el carácter supuestamente universal de los principios éticos se pretende deducir de las apreciaciones del individuo o del grupo (sub jetivismo universalista); una aserción es justicada si ella es aceptada por cierta audiencia (Aarnio) ‘‘La justicia es relativa a sus signicados sociales’’. ‘‘Una sociedad determinada es justa si su vida esencial es vivida de cierta manera, esto es, de una manera el a las nociones compartidas por sus miembros’’ (Walzer) ‘‘El punto de vista correcto sobre nuestra vida personal es desde el ahora’’ (B. Williams). Estos subjetivismos que pretenden exaltar así la soberanía del sujeto individual terminan recluyéndolo en el solipsismo (solus ipse). Se cierra toda posibilidad de comunicación normativa con suciente sustento. Como dice Vázquez comentando a Nino: ‘‘El debate intercultural se anularía
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desde el momento en que queda excluída la posibilidad de valoración de principios morales externos e imparciales con respecto a las distintas concepciones de lo bueno de cada comunidad. El subjetivismo social terminaría aceptando que los juicios últimos expresarían simplemente decisiones, actitudes o emociones’’. En el otro extremo opuesto al subjetivismo relativista se sitúa el absolutismo que, cuando absolutiza desde la perspectiva de dogmas religiosos, se desarrolla en un plano no losóco, y cuando se quiere defender en el plano losóco la prueba de los supuestos es arriesgada y cuestionable. Claro ejemplo es la concepción platónica: el rey lósofo debe tener poder absoluto porque ha conocido la verdad absoluta (la realidad en sí y por sí), esta verdad se le impone y no podrá obrar sino de acuerdo al Bien a la Verdad, a la Justicia. Este supuesto legitima el poder absoluto; pero lo que hay que cuestionar es la legitimidad del supuesto si no se quiere caer en el absolutismo totalitario. Contemplado desde la gravedad de estos dos extremos adquiere más relevancia el objetivismo moral bien construído por la argumentación de Vázquez y respaldado por pensadores de la más alta jerarquía como Ernesto Garzón Valdés, Mario Bunge, James Fishkin y Ruth Zimmerling. El procedimiento es riguroso: ¿Quién en la práctica social de la discusión moral podría negar la objetividad de las necesidades básicas como fundamental referencia de los derechos y deberes morales universalmente válidos? Como dice Garzón Valdés: ‘‘Si se admite que la moral tiene por función esencial la determinación de los derechos y deberes universalmente válidos de los hombres la vía más adecuada para acercarse a su enu-meración concreta es dirigir su atención sobre sus necesidades básicas ya que es su satisfacción la que permite que el hombre pueda existir como ser viviente’’. Y en otra parte: ‘‘La función de la ética es propiciar aquellas conductas que se juzgan indispensables para lograr un estado de cosas que posibilite la satisfacción de las necesidades que comparten todos los hombres por el hecho de ser tales. Es esta coparticipación de necesidades lo que constituye el fundamento de la igualdad humana’’. Son por lo tanto esas necesidades básicas, fundamento de la igualdad humana las que imponen carácter universal a los derechos, a las obligaciones, a la ética y a las normas morales en sus respectivas referencias. Los derechos a los satisfactores de las necesidades básicas necesarios para la realización de todo plan de vida y los derechos vinculados a estos constituyen lo que Garzón Valdés con una expresión afortunada denomina y deende como el ‘‘coto vedado’’. Por supuesto que tanto las necesidades básicas como los derechos no negociables contenidos en el coto vedado tienen su asiento y presupuesto, según entiendo, en la dignidad de la persona moral cuya ‘‘primera característica se reere al valor de la autonomía entendida como la capacidad para elegir nes y no como el ejercicio de
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tal capacidad’’ (Vázquez). De esta manera el liberalismo igualitario, el objetivismo moral asentado sobre la concepción concreta de la persona moral y los principios normativos de autonomía, dignidad e igualdad constituyen no sólo el marco de referencia sino los cimientos que por su solidez facilitan a Vázquez la fuer-te construcción de la teoría de la educación liberal igualitaria y democrática. Muy problablemente el apartado más importante en el desarrollo y ar-gumentación de este libro tanto por la precisión y robustez del tratamiento como por su signicación temática ante los más graves problemas contemporáneos es el tema de la igualdad de la educación, y en particular la consideración del derecho a la educación como integrante ineludible del ‘‘coto vedado’’. Si se entiende la educación como el proceso de desarrollo humano (crecimiento moral , estético, espiritual e intelectual) el derecho a la educación ha de considerarse como el derecho a la vida digna. Entendido así este derecho la discriminación en la educación equivale a la discriminación en la dignidad de las personas. Si debiéramos escoger la principal vergüenza de nuestro siglo seguramente coincidiríamos en la elección de la violencia global fruto de la desigualdad, de la injusticia social. Las desigualdades sociales en el mundo son hirientes y las diferencias más hirientes son las que lesionan la dig-nidad de las personas. Por eso privar de la educación (no sólo escolarizada) es lesionar lo más noble y sensible del hombre, su dignidad. Procede con mucha coherencia Vázquez cuando, al referirse al modelo democrático e igualitario de educación trata en primera instancia el tema: igualdad y educación. Es obvio que no puede existir una coherente educación democrática si no se da la igualdad y sus requisitos, a no ser que se opte por seguir cayendo en las eternas contradicciones entre el discurso teórico defensor de la educación democrática y la práctica elitista e impositiva antidemocrática. ‘‘El reconocimiento, dice Vázquez, a un derecho igual a la educación frente a la ley no sólo adquiere relevancia en nuestros días desde un punto de vista formal, sino también substantivo si se entiende como un derecho social o como una prestación en sentido estricto’’. Se pretende ‘‘que no sólo se garantice la no discriminación sino que se excluyan las barreras de clase’’. Esta igualdad tiende, por lo tanto a superar las desigualdades fa-miliares y sociales que de hecho discriminan en la educación social y culturalmente. Y no sólo se argumenta a favor de esa igualdad en el acceso, sino también la igualdad en resultados. Me parece de sobresaliente interés la línea de argumentación que sigue Rodolfo Vázquez en relación al desarrollo del trilema o dilema con
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tres cuernos de J. Fishkin con sus tres principios: mérito, igualdad de oportu-nidades vitales y autonomía de la familia. Con respecto al primer cuerno se concluye que no se puede sacricar el principio de igualdad de oportunidades privilegiando los principios de autonomía y de mérito. En el con-texto de un mercado justicado deontológicamente esta posibilidad conduciría a un esquema reforzador de posiciones individualistas. Considero que es indispensable en esta relación la referencia al mercado sobre todo en esta época en que se deende con tanta pasión y tanta carga ideológica la mínima intervención del Estado y la máxima libertad al capital-mercado. ¿Cuántas experiencias dramáticas más serán necesarias para convencer a los libertarios de que las autonomías no se distribuyen espontáneamente y de que la libertad entre desigualdades oprime a los débiles, es decir, a las grandes mayorías? ¿Cuántas experiencias más serán necesarias para probar que el mercado sólo funciona a favor de las personas en una sociedad homogénea en la que la justicia conmutativa sólo es posible cuando la justicia distributiva hace equitativo el intercambio entre iguales? Con toda razón Vázquez sostiene y demuestra que el mercado no es bueno en sí mismo, sino que su valor depende de los bienes primarios que permita alcanzar en el marco de un Estado social de derecho que supone la necesidad de una sociedad homogénea y la exigencia de deberes po-sitivos. El Estado entonces debe distribuir obligatoria y gratuitamente la educación básica que en tanto posibilita la formación de la autonomía personal de los educandos contribuye al logro de una sociedad más ho-mogénea. Con relación al segundo cuerno del trilema de Fishkin concluye Vázquez que en el nivel básico de la educación se justica un paternalismo con respecto a los educandos y también sostiene la idea de que debe pre valecer el derecho de los niños a una educación básica sobre la libertad de los mismos padres cuando el ejercicio de ésta pudiera incurrir en una limitación de la autonomía de los niños. No se justica, sin embargo un paternalismo para el nivel postbásico ya que en este nivel la autonomía de los educandos tiene signicación explícita con la elección del proyecto de vida. En el tercer cuerno del trilema que supone el sacricio del mérito indi vidual es donde la importancia del principio de igualdad de oportunidades adquiere mayor relevancia. Concluye Vázquez que para corregir las desigualdades del mérito derivadas de las diferencias familiares y sociales se hace necesario un trato diferenciado en la dirección de la discriminación inversa que tendrá sentido en el nivel postbásico de la educación. La educación igualitaria no puede reducirse a la justicación de igualdad de oportunidades, como ya se apuntó, por eso se dedica un largo apartado a la igualdad de resultados; y cuando se trata de la desigualdad de resultados que genera la ‘‘lotería de los talentos naturales’’ se hace una fuerte crítica
COMENTARIOS SOBRE EDUCACIÓN LIBERAL DE RODOLFO VÁZQUEZ
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al modelo libertario y se proponen soluciones igualitarias en el marco del liberalismo democrático igualitario. Es importante el énfasis que pone Rodolfo Vázquez, como consecuencia de lo anterior, al armar que la educación igualitaria sólo es posible en el marco de un Estado social y democrático de derecho y al señalar los deberes de un Estado democrático, de la escuela y de los profesores en la impartición de la educación así como la necesaria intervención del Estado para el cumplimiento de los deberes positivos. Aquí se evidencia una vez más la reciprocidad causal entre un Estado democrático que genere la participación ciudadana y que intervenga todo lo necesario (hasta el paternalismo justicado y la discriminación in versa si se requiere) para hacer realidad la educación igualitaria y por la otra parte la educación igualitaria y democrática que alimente un Estado verdaderamente democrático. Y por supuesto que no podría ser entendida la educación democrática igualitaria sin el sustento del pluralismo, la imparcialidad y el carácter inderogable y supremo de la moral o sin sus inseparables valores de res-ponsabilidad, tolerancia y solidaridad. La responsabilidad ncada en valores sólidos universales, la tolerancia dentro de sus límites defendibles, la solidaridad como expresión de justicia fundamentada en la igualdad; solidaridad y pluralismo cultural defendidos con rmeza frente al individualismo. Quien discurra cuidadosamente a través de las páginas de ‘‘Educación Liberal. Un enfoque igualitario y democrático’’ probablemente encontrará justicable la armación formulada en las primeras páginas de esta nota: en el ámbito del liberalismo la tesis sobre una educación igualitaria y democrática es la más integrada, coherente y defendible. Se podrá estar de acuerdo o no con el desarrollo, el contenido o la argumentación de este libro, pero lo que pienso que es incuestionable es que se trata de una excelente aportación teórica sobre lo que se ha considerado la más importante solución posible a los más apremiantes problemas de nuestro mundo: la educación igualitaria y democrática. Y en el tránsito de la teoría a la práctica lo verdaderamente deseable y debido, diría yo, es que en especial los ilustrados, desde sus distintos ámbitos de responsabilidad promuevan, hagan en verdad posible esa educación. Un comentario nal sobre el estilo del autor en el libro. En todos los temas que desarrolla Rodolfo Vázquez trata con familiaridad a los intelectuales más destacados en las diversas especialidades, en particular en el campo de la losofía del derecho, de la ética, de la educación, pero también de la losofía política, de la economía... En el tratamiento de todos los autores se desempeña con autoridad, lo que resulta muy explicable si se toma en cuenta que Rodolfo Vázquez ha organizado durante seis años consecutivos el Seminario Eduardo García Máynez (Estudios sobre Teoría
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y Filosofía del Derecho) al que ha invitado a participar a las personalidades más distinguidas de México y de otras partes del mundo. Con todos ellos mantiene una relación no sólo intelectual sino también amistosa. Esta relación ha sido más intensa, cordial y participativa con Ernesto Garzón Valdés, quien es sin duda uno de los más distinguidos y reconocidos lósofos contemporáneos del derecho, de la ética y de la política y uno de los muy pocos que han formado ‘‘Escuela’’. Especial y fecunda relación ha mantenido también con Manuel Atienza uno de los más respetados lósofos españoles del Derecho y muy lúcido académico. Esta relación con tan distinguidos intelectuales y sus obras la ha acrecentado Rodolfo Vázquez con la publicación de, hasta ahora, más de cincuenta títulos en la colección de la Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política (Editorial Fontamara) que dirige con Ernesto Garzón Valdés, y, por supuesto, con la fundación y publicación de la joven y ya prestigiada revista Isonomía. He hecho breve referencia al reconocido trabajo académico, intelectual de Rodolfo Vázquez para que se advierta (lo que por otra parte es obvio) que su libro, del que hice algunos subrayados es un fruto madurado en la reexión y en la discusión fecundas con tan distinguidos intelectuales contemporáneos. Y también es obligado decir que especialmente por los Seminarios García Máynez, por los títulos publicados en la Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política, por la fundación y dirección de Isonomía, por su libro sobre Educación Liberal, por la pasión que ha comunicado a tantos jóvenes por el estudio del Derecho, por sus diversos trabajos publicados en revistas especializadas...como ha dicho con razón José Ramón Cossío: Rodolfo Vázquez tiene el gran mérito de haber dado vida e impulso fecundo en los últimos diez años al estudio y divulgación de la Teoría y de la Filosofía del Derecho en México.
COMENTARIOS COMENT ARIOS SOBRE RACIONALIDAD
JURÍDICA, MORAL Y POLÍTICA DE JA JAVIER VIER ESQUIVEL ES QUIVEL Paulette Dieterlen* A Leonora Esquivel Esquivel
Q
uiero empezar por felicitar a Rodolfo Vázquez por incluir en la colección ‘‘Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política’’ los textos que forman parte del libro Racionalidad Jurídica, Moral y Política de Javier Esquivel. También a Agustín Pérez Carrillo por la selección de los textos y por la Introducción. En ésta, nos permite comprender el pensamiento, los intereses y las propuestas de uno de los más destacados lósofos del derecho que ha habido en México. Se agradece a los dos la oportunidad que nos han regalado de volver a leer a Javier Esquivel. Cuando alguien me preguntaba acerca de Javier Esquivel siempre contestaba que era un investigador del Instituto de Investigaciones Filosócas que abandonó la losofía por dedicarse, en Alemania, a una terapia, quizá poco entendible para nosotros, llamada ‘‘el grito primario’’. Sin em-bargo esto es completamente falso, Javier hizo y nos dejó una losofía que se produce en lo que le parecían ‘‘los estrechos límites de la academia’’, pero, también buscó siempre ese valor supremo de los lósofos, la verdad, quizá por medios que probablemente nunca entenderemos, como el recu-rrir a experiencias diversas, a la autorreexión, autor reexión, al contacto con el medio natural, etc. Ahora, después de leer Racionalidad Jurídica, Moral y Política, si alguien me vuelve preguntar preguntar,, simplemente contestaré: Javier era un lósofo. Me parece que la tensión, por decirlo de algún modo, entre la academia y las experiencias vitales se muestra claramente en los textos de los que me ocuparé esta mañana. Los trabajos ‘‘La concepción del derecho en la obra de Maquiavelo’’, ‘‘Estructura y función de la ideología’’ y ‘‘Asesinato político y tiranicidio’’ corresponden a una etapa de Javier rigurosa y pre-cisa, a una actitud frente a la losofía que podríamos llamar ‘‘analítica’’. El artículo ‘‘Laguna verde: la contribución de México al holocausto pacíco’’ muestra inquietudes humanistas que incorporan una honda preocupación por los problemas ambientales. En ‘‘La concepción del derecho en la obra política de Maquiavelo’’, Javier nos muestra una de las tesis fundamentales del autor orentino: ‘‘La concepción del derecho es la de un conjunto de reglas dictadas normalmente por una autoridad, las cuales no sólo ordenan y prohíben * Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) (UNAM) ISONOMÍA No. 6 / Abril 1997
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ciertas conductas, sino que conceden facultades y constituyen órganos, esto es, organizan al Estado’’. Javier busca los elementos legales que sub yacen a las tesis políticas de Maquiavelo para intentar una denición de lo que son las leyes, la constitución, la legislación, el poder y la función del derecho. También demuestra cómo ‘‘en una obra poco sistemática se unen dos tesis opuestas pero defendidas con la misma fuerza por todos los lósofos del derecho: uno positivo y un iusnaturalismo que fue original, diferente al de pensadores como Bodino, pero que estaba basado en una idea profunda de la naturaleza humana’’. Asimismo, evita un lugar común en la literatura sobre el ‘‘supuesto’’ realismo de Maquiavelo para mostrarnos, en cambio, cómo abundan también sus comentarios sobre cómo debería ser el Estado. La originalidad del texto de Javier radica en que, lejos de repetir los ele-mentos de una losofía política maquiavélica, Esquivel busca en la obra de este autor los elementos que conformarían una losofía del derecho demostrando que la creencia de una subordinación del derecho a la po-lítica, en Maquiavelo, no es tan verdadera como parece a simple vista. En ‘‘Estructura y función de la ideología’’ Javier distingue tres clases de enunciados que conforman una ideología: 1) enunciados descriptivos, 2) enunciados valorativos, y, 3) enunciados prescriptivos. Los primeros son las armaciones acerca de la naturaleza del mundo, del hombre y de la sociedad, cuya generalidad puede llegar a constituir toda una concepción del mundo. El problema con estos enunciados es que la mayoría de las veces son proposiciones aparentemente descriptivas que resultan in-vericables. Por esta razón las ideologías suelen ser irracionales. Por otra parte, los enunciados evaluativos comprenden una serie de creencias acerca de ciertos valores. Nos dice Javier: ‘‘Sobre la distinción entre los enunciados descriptivos y valorativos será suciente recordar que en los juicios de valor algo es llamado bueno, valioso, digno, etcétera, pretendiendo con ello orientar la acción humana. A diferencia de las prescripciones o normas, no presentan un patrón denido de conducta, una acción es-pecíca, sino que se limitan a señalar nes o preferencias generales tales como la libertad, la igualdad, el amor, etcétera, pero no los medios espe-cícos para lograrlos’’. Estos juicios de valor son con frecuencia excesi- vamente generales y vagos, prestándose por ello a multitud de interpretaciones que dependen muchas veces de la situación histórica concreta. En relación con este punto un análisis comparativo de las ideologías con-temporáneas registró, que el área de desacuerdos violentos se localizaba localizaba a menudo en los medios más que en en los nes. Por último, los enunciados prescriptivos son las normas que –basadas en las creencias fácticas y eva-luativas– se reeren reer en a acciones especícas, prescribiendo si deben o no realizarse. Aunque no se trata ya propiamente de creencias, tales reglas de conducta se pueden ubicar entre las con-
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secuencias de muchas ideolo-gías. Ejemplos de ellas son el catolicismo, el liberalismo y el marxismo, que se han extendido ampliamente y han fundamentado sistemas jurídicos y morales. Después de señalarnos las clases de enunciados que son característicos de la ideología, Javier nos explica su función y su fuerza motivadora. La función es fundamentalmente social: la ideología pretende orientar y regular las actividades sociales del hombre con objeto de conseguir una determinada forma de organización social, sea manteniendo o reformando la existente, o bien destruyéndola para sustituirla por otra mejor. Por lo que se reere a la fuerza motivadora, las ideologías utilizan un lenguaje per-suasivo, impregnado de palabras como ‘‘libertad’’, ‘‘justicia’’ e ‘‘igualdad’’ que, en virtud de un acondicionamiento previo conformado por las condiciones sociales, económicas, históricas, políticas y psicológicas, evocan emociones e inducen a actitudes. Para Javier los conocimientos de lógica y de las ciencias sociales son un poderoso instrumento para discernir cuándo nos encontramos frente a una ideología o un pensamiento cientíco. Si bien reconoce que no siempre es fácil esta distinción me parece que en esta época de su vida todavía creía que la ciencia en general y la social en par ticular ticular,, nos proporcionaría un arma ar ma poderosa contra la ideología. Idea que, como veremos, cuestionó posteriormente. En el tercer artículo del bloque que he denominado analítico, ‘‘Asesinato político y tiranicidio’’, Javier se pregunta pregunta acerca de la justicación moral de ‘‘los actos por los que se mata intencionamente a una gura política por razones políticas y de una manera ilegal’’. Después de analizar el signicado de los conceptos: asesinato intencional, gura política, razones políticas así como las maneras ilegales de hacerlo, Javier analiza las semejanzas y diferencias con cier ciertas tas ideas anes como son el castigo y la defensa de los demás. Encuentra que las condiciones a las que se reeren los lósofos analíticos para justicar el tiranicidio no aportan demasiado a aquellas que se discutieron en la Edad Media, entre las que destaca: 1) que el acto se haga por motivos moralmente buenos, 2) que tenga buenos resultados, 3) que el autor tenga buenas razones para creer cr eer en el éxito, 4) que no exis-ta una mejor alternativa, esto es, que sea un último recurso, 5) que los actos de la víctima sean gravemente incompatibles con el bien común, es decir,, que se trate de un tirano, y, 6) que se utilice el medio menos dolodecir roso y más rápido posible. Por otra parte par te es especialmente interesante la dis-cusión sobre la justicación del castigo. Javier nos explica la posición retribucionista y la compara con la consecuencialista para mostrarnos nalmente que ambas entran en juego cundo se trata de justicar moral-mente el tiranicidio. Este artículo es un excelente ejemplo de lo que suelen ser los buenos argumentos losócos ya que nos proporciona
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elementos para discernir cuándo debemos exigir un castigo y cuándo, simplemente, queremos vengarnos por el daño que nos han provocado algunos políticos. El artículo que se titula ‘‘Laguna Verde: la contribución de México al holocausto pacíco’’ es un claro reejo de las últimas preocupaciones losócas de Javier, de sus intereses humanistas y ecológicos. En él podemos encontrar los argumentos que se han dado en favor de la energía atómica y por lo tanto de las ventajas que representaría la puesta en marcha de Laguna Verde. Ejemplos de estas últimas son: el bajo costo, debido al ahorro de energía eléctrica; la defensa que nos compromete con el desarrollo de la energía atómica ya que una vez descubierta culquier loco puede poner en peligro la seguridad; el progreso que implica el cambio ‘‘normal’’ de unos medios de producción por otros. Con una información impresionante, en el texto se analizan cada uno de los argumentos para desbaratarlos de un modo implacable. Respecto a los costos, demuestra que el argumento es falso ya que la energía nuclear requiere entre otras cosas: de la construcción e infraestructura que incluye edicios, diques, red eléctrica, etcétera; de la preparación del material radioactivo como el uranio enriquecido, procedimientos para deshacerse del material ra-dioactivo, transporte, recuperación, depósitos denitivos; de edicios y equipos así como de todo el personal administrativo, de seguridad; del cuidado de la salud y equipos de emergencia. Javier también señala los derechos constitucionales que se violarían con la puesta en marcha de una planta de energía nuclear. En el artículo 4º ya que viola, se asegura, el derecho a la protección de la salud; el 109 es-tablece la responsabilidad de los servidores públicos ‘‘cuando en el ejercicio de sus funciones incurran en actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho’’; el 123, fr. XV, obliga al patrón a ‘‘adoptar las medidas adecuadas para prevenir accidentes en el uso de las máquinas, instr umentos y materiales de trabajo, así como a organizar de tal manera éste, que resulte la mayor garantía para la salud y la vida de los trabajadores...’’ Finalmente se ree-re a la violación del artículo 6º de la Constiución, que garantiza el derecho a la información. En relación a la amenaza, Javier señala la ir racionalidad del argumento. Recurriendo al Dilema del Prisionero muestra cómo las acciones tomadas individualmente, sin acuerdos concertados, producen las peores con- secuencias para la partes involucradas. En cuanto al progreso, Javier analiza sus tres aspectos principales: las consecuencias del desarrollo cientíco-tecnológico, (aquí es donde duda de la ciencia); su aspecto económico (en el capitalismo y en el socialismo) y el humano. Quizá en relación a este último encontremos el verdadero sentido del texto y la búsqueda de Javier quien nos dice: ‘‘En
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el hombre su cuerpo, sus emociones y sentimientos, su intelecto y su espíritu deberán desarrollarse libre y equilibradamente. Igualmente en sus relaciones con el prójimo se busca una armonía, en la cual el egoísmo vaya cediendo paso al altruismo. Un equilibrio en las relaciones sociales que disminuyan los conictos, la agresión, la violencia y la opresión en las múltiples formas que conocemos, aumentando por otro lado los vínculos positivos de solidaridad, respeto y amor entre los hombres. En esto han estado de acuerdo todos los llamados guías espirituales de la humanidad...’’ Para terminar quisiera recordar la última vez que vi a Javier Esquivel. Olberth Hansberg, Salma Saab y yo fuimos a una casa muy agradable cuyo jardín era parte del Club de Golf México. Javier había decidido deshacerse de su biblioteca y fuimos a ver si algún libro nos interesaba. Nos recibió haciéndonos saber que éramos ‘‘las segundas personas’’ en elegir puesto que la primera había sido su gran amigo y maestro Fernando Salmerón. Afortunadamente el Dr. Salmerón tiene una de las mejores bibliotecas de losofía que hay en México, razón por la cual todavía quedaban libros que nos podían interesar. La sala de la casa se encontraba llena de pilas de libros y, detrás de ellas, por un ventanal, se veía el campo de golf. La imagen era clara, Javier dejaba aquello que enseñan los libros para buscar res-puestas en los paisajes similares al que teníamos frente, en el lago, los árboles, el pasto, en n, le importaban más las enseñanzas de la naturaleza que los argumentos expresados en los libros. Simplemente había cambiado de lugar. Entre los libros que escogí estaba Conguraciones: teoría e historia de Carlos Pereyra. Y ahora cuando pienso en lo que representa la ausencia de Carlos y Javier, estupendos lósofos y grandes amigos, más que nunca le encuentro sentido a una frase que aparece en el texto sobre Laguna Verde: ‘‘Si nos detenemos en este punto y reexionamos sobre ese hecho, no podemos menos que decir, como aquel personaje de Hamlet: ‘‘Algo está podrido en Dinamarca’’. Creo, como creía Javier, que ‘‘algo está fundamentalmente mal en el mundo’’.
PRESENTACIÓN DEL LIBRO RACIONALIDAD JURÍDICA, MORAL Y POLÍTICA DE JAVIER ESQUIVEL Agustín Pérez Carrillo* a Javier Esquivel (1941-1992) por el año de 1965 en la Facultad C deonocíDerecho de la UNAM cuando el Maestro Rafael Preciado Hernán-
dez le dirigía la tesis para obtener el título de licenciado en derecho; por cierto que el nombre de la tesis es ‘‘Naturaleza de la soberanía’’ y quizá tenía un enfoque jusnaturalista, si me oriento por algunas de sus conclusiones. Después se fue a Alemania; regresó, aproximadamente en 1970, más formado en losofía analítica y positivismo lógico. Además de impar-tir Introducción al Estudio del Derecho, Derecho Constitucional y Filoso-fía del Derecho, efectuamos algunas lecturas –seminarios– sobre la Teoría general del estado, de Hans Kelsen, Lógica de las normas, de Alf Ross, Teo-ría del conocimiento en Platón, de Francis M. Cornford, algunos artículos de Jerzy Wroblewski, etc., durante los años de 1970-1976. Estudiamos lógica proposicional y algunos de nuestros alumnos eran nuestros maes-tros en esta materia y obviamente en algunas ocasiones nos reprobaban. Entre los asistentes a los seminarios se encontraban Alvaro Rodríguez Tirado, Juan Rebolledo Gout y Alfonso Oñate Laborde. Santiago, herma-no de este último, fue alumno de Javier y posteriormente fuimos colegas en algunos seminarios organizados por la UAM y la UNAM, en los cuales también participó Mark Platts. Los alumnos mencionados salieron al ex-tranjero a estudiar; a su regreso se dedicaron a la docencia e investigación en losofía o losofía del derecho y después escogieron la carrera políti-ca y por ese rumbo caminan. Sinceramente no sé en qué desempeño ha-rían más bien al país. Javier estaba convencido que en las universidades. Entre los lósofos del derecho con los cuales tuvimos oportunidad de estar cerca mencionó a Rafael Preciado Hernández, Eduardo García Máynez, Guillermo Héctor Rodríguez, Luis Recasens Siches, Fausto E. Vallado Berrón, Leandro Azuara Pérez, Ulises Schmill Ordóñez, Francisco González Díaz Lombardo. Entre los colegas de la misma generación Manuel Ovilla Mandujano, Rolando Tamayo y Salmorán, Ignacio Carrillo Prieto, Enrique Lombera Pallares. Colegas argentinos como Rober to Vernengo, Carlos E. Alchourrón, Eugenio Bulygin, Ernesto Garzón Val-dés y Carlos Santiago Nino, nos brindaron la posibilidad de estar pró-ximos a ellos. * Universidad Autónoma Metropolitana, (UAM-A), México. ISONOMÍA No. 6 / Abril 1997
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Javier se incorporó al Instituto de Investigaciones Filosócas en donde tuvo muchos amigos entre los cuales menciono a los doctores Fernando Salmerón Roiz, Ulises Moulines y Luis Villoro Los dos primeros se expresan de manera similar sobre Javier. Fernando Salmerón escribió: ‘‘…los diez años de colaboración en el Instituto con Javier Esquivel –y aunque con otro signo, también los que siguieron después de su alejamiento de la vida académica– fueron una extraordinaria experiencia intelec-tual. Lo que no cambió de ninguna manera fue la amistad entrañable. De Ulises Moulines se lee: ‘‘Javier Esquivel es el lósofo socrático más no-table que he conocido en mi vida, en el transcurso de mis andanzas por media docena de países de dos continentes.’’ Diánoia, 1993. Como casi siempre sucede, o como es posible interpretar, la obra de un pensador se integra a su vida, es su biografía; en el caso de Javier en su obra se encuentran reejados sus intereses cognoscitivos, su gran preocupación y ocupación de conocerse a sí mismo, sus apreciaciones sobre la vida política y moral propia y de los demás. Su obra es parte de su biografía intelectual, moral, política y emotiva. Algunos rasgos comunes en los cua-tro aspectos son los siguientes: era incansable, tenaz, dispuesto al diálogo, a la búsqueda y al cambio, inconforme, arriesgado y libre. Así se manifestaba. El libro que ahora se presenta es básicamente una colección de artículos y se distribuye en tres partes: teoría general del derecho, teoría moral y teoría política. No está toda la obra de Javier; no se incluye, por ejemplo, alguna parte de su tesis de maestría –convertida en libro–, Kelsen y Ross, formalismo y realismo en la teoría del derecho, editado por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1980. Resaltaré, por la actualidad de sus ideas, ‘‘Autoconocimiento y moral’’, ‘‘Asesinato político y tiranicidio’’, ‘‘La concepción del derecho en la obra de Maquiavelo’’ y Laguna verde. La contribución de México al Holocausto Pacíco, escrito conjuntamente con Armando Morones. Los temas tratados en estos artículos y libro, creo, conguran programas debatidos ac-tualmente y son una invitación a incursionar en ellos. Preocupación central en el primero de los artículos es encontrar respuestas al sentido de la vida y buscar la relación entre la máxima ‘‘conócete a ti mismo’’ y su relevancia para orientar y resolver nuestras vidas. (p. 127) Hay que conocer, dice, ‘‘nuestros deseos, intenciones, propósitos, impulsos, sentimientos, emociones, y también nuestras necesidades, intereses, esperanzas y fantasías. Conocer, en suma, lo que creemos, lo que queremos y lo que sentimos. A esta lista quiero añadir, expresa, un elemento tradicionalmente ignorado: el cuerpo’’ (p. 127) por los rasgos que constituyen un registro de nuestra vida emocional, pues sostiene que ‘‘nuestra historia, nuestro pasado está registrado en el cuerpo, no sólo en el ce-rebro…’’ (p. 128).
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El autoconocimiento exige conocimiento crítico de esas variables y aumenta nuestra libertad y control racional de los factores que nos hacen actuar ‘‘sin que pudiésemos impedirlo o justicarlo’’. (p. 129) Todo esto tiene que ver con la moral, pues el autoconocimiento nos permite ‘`saber en que grado poseemos las virtudes (y los vicios) y así juzgar sobre nues-tro desarrollo moral y hacer posible que podamos ver honestamente en los demás las virtudes y los vicios, sin proyectar en ellos nuestras pasiones y nuestras emociones.’’ ‘‘La lujuria es, como siempre, un buen ejemplo decía Mark Platts’’. (p. 139). Javier se ocupó del estudio del asesinato político y del tiranicidio antes de 1979, año en que apareció publicado el artículo relativo. Obviamente tenía un interés losóco-político sobre la posibilidad de justicar algún tipo de privación de la vida de personajes políticos. En la empresa de caracterizar el asesinato político arma: ‘‘Casi todas (las deniciones) coinciden en que se trata de un acto por el cual se mata intencionalmente a una gura política por razones políticas y de una manera ilegal… Se habla de una gura política y no de un gobernante porque en ciertos casos la víctima es un posible gobernante (candidato), o ha dejado de ser autoridad aunque conserva un gran poder político, etcétera. Incluir las razones po-líticas elimina todos los homicidios que pierden su carácter de asesinatos políticos por obedecer únicamente a motivaciones personales o religiosas’’. (175) Aparte del interés losóco se advierten preocupaciones prácticas en Javier; una motivación probable fue el asesinato del entonces Director del Instituto de Investigaciones Filosócas, Hugo Margáin Charles (1978), pero en general creo que inuyó en sus preferencias de investigación la situación política del país. Del tiranicidio le interesa saber si se justica. ‘‘El tirano, dice, es un hombre malo y cruel que se basa en la corr upción moral (miedo, engaño, soborno y crimen) y cuyo gobierno carece de contenido moral’’ (p. 179) El ‘‘tiranicida –rma–, es un asesino político que prima facie, parece justicable moralmente’’. Desde la antigüedad clásica se dijo que merecía honores y se le vio como ciudadano honorable, como realizador de “un acto de virtud notable (Plutarco) con el que noblemente protegían los valores de la comunidad, los valores aceptados por la mayoría, en especial la libertad; …es un hombre valiente que, en este sentido, tiene también la convicción del mártir’’. En una nota al pie de página explica: ‘‘A este respecto con viene recordar las palabras que dijera Mazzini al hablar con un joven que pensaba asesinar a Carlos Alberto, rey de Piamonte: ‘‘ ‘…para cumplir esa misión deberás sentirte libre de todo sentimiento de vengan-za barata… sentirte capaz, una vez cumplida la misión, de cruzar las manos sobre el pecho y entregarte como víctima.’ .’’ (180) Quiero decir que ni Javier estaba haciendo apología de un delito, ni en este momento la hago yo.
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Para Javier el tiranicidio es justicable si: 1) Se hace por motivos mo-ralmente buenos; 2) Se tienen buenos resultados; 3) El autor tiene buenas razones para creer en el éxito; 4) No existe una mejor alternativa, es decir, es un último recurso; 5) Los actos de la víctima son gravemente incompatibles con el bien común, esto es, que sea responsable de graves crímenes, en especial contra la vida, la libertad, la igualdad; y 6) Se utiliza el medio menos doloroso y más rápido posible. En el artículo ‘‘La concepción del derecho en la obra de Maquiavelo’’ pretende sistematizar el pensamiento de dicho lósofo sobre el derecho. Destaca el interés de atender las llamadas fuentes reales del derecho y un criterio para ese efecto consiste en que las ‘‘buenas leyes atienden a la naturaleza, en particular a la naturaleza humana, que ofrece un criterio para evaluarlas’’. Así, justica Maquiavelo una aventura amorosa en medio de graves ocupaciones, en función de la naturaleza humana. ‘‘Si esta conducta parece culpable a los ojos de algunos censores, yo, por el contrario, la encuentro digna de elogio, pues imitamos a la naturaleza siempre variada en su marcha: cualquiera que ajuste su conducta a un modelo se-mejante, no puede incurrir en reproche’’. (p. 148). Para Maquiavelo el derecho estaba relacionado con el poder. Alude al ‘‘poder arbitrario’’ de los órganos y sostiene que este poder ilegal no siem-pre es censurable: ‘‘porque donde la corrupción es tan grande que no bastan las leyes para contenerla, se necesita la mayor fuerza de una mano real cuyo poder absoluto excesivo ponga freno a las ambiciones y a la co-rrupción de los magnates.’’ (p. 149). El derecho se relaciona con la política en tanto aquel es ‘‘un medio para la adquisición, conservación y aumento de poder’’; la legalidad ayuda a lograr estos propósitos, y al respecto llega a decir: ‘‘Sepan los príncipes… que empiezan a perder el trono cuando comienzan a quebrantar las leyes y los antiguos usos y costumbres.’’ (p. 151) Un concepto clave es el de ‘‘corrupción’’ el cual se entiende en función de a) Inecacia patente de las leyes; b) Falta de práctica de la religión y c) Inobservancia de la ordenanza militar. En el orden jerárquico de carácter jurídico tiene algunas observaciones de carácter político sobre la Constitución y sostiene la ‘‘casi imposibilidad’’ de reformarla y ‘‘a los efectos nocivos que tiene violarla aun para hacer el bien, pues ello ‘‘conduciría a quebrantarla con tal pretexto, para, en realidad, hacer el mal’’. (p. 156) Al analizar la teoría de la legislación y la justicia advierte el propósito de encontrar algunas escrituras de Maquiavelo relativas a la famosa máxima de que el n justica los medios y al concepto de ‘‘razón de Esta-do’’ como referencia que justica cualquier acción del gobierno. Así, de los Discursos transcribe: ‘‘cuando hay que resolver acerca de (su) la salvación (de la patria), no cabe detenerse por consideraciones de justicia o
PRESENTACIÓN DEL LIBRO R ACIONALIDAD JURÍDICA , MORAL …
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de injusticia, de humanidad o de crueldad, de gloria o de ignominia. Ante todo y sobre todo, lo indispensable es salvar su existencia y su libertad. (p. 154) y de que ‘‘no hay que olvidar que salvar (la patria) está por encima de la justicia y de la dignidad.’’ (p 158). En el libro Laguna Verde. La contribución de México al holocausto pacíco se advierte con precisión la forma de convergencia disciplinaria para comprender y resolver problemas; apunta a personas afectadas e involucradas las mejores opciones para reducir los costos provocados por esas situaciones. Se advierte la presencia de varias disciplinas en el análisis de algunos usos de la energía nuclear y llega a decir: ‘‘La solución sólo puede consistir en abandonar la energía atómica’’ y formula armaciones en contra del uso de la energía nuclear como las siguientes: a) En las relaciones laborales se afectarían los derechos de privacidad, integridad y dignidad por las condiciones de trabajo, por la seguridad y el control; la ‘‘vigilancia de la vida privada incluye las nanzas, las costumbres, los viajes, la vida sexual, las actividades políticas, etcétera’’, actitudes que provocarían ‘‘…la desintegración radioactiva de los derechos fundamentales’’. b) ‘‘Si pensamos en lo que vale la vida humana, las enfermedades mortales y los daños a la biósfera… el bienestar material no parece precio razonable a cambio de energía eléctrica supuestamente barata’’. c) ‘‘Olvidan los defensores de la energía nuclear… dos distinciones moralmente relevantes: …la que existe entre asumir un riesgo e imponerlo a los demás sin su consentimiento y …la naturaleza del riesgo’’ …‘‘pues se trata de un peligro inconmesurable con los existentes hasta ahora’’. d) Si el progreso como ‘‘crecimiento económico se traduce en el mejoramiento material y este bienestar material consiste en un paquete que incluye la industrialización creciente y el avance vertiginoso de la ciencia y tecnología’’; si ‘‘la racionalidad técnica y cientíca ha destruido el sentido individual de lo que es razonable y apropiado para el hombre’’, entonces ‘‘el progreso material es, por decir lo menos, unilateral e injusto, costoso y peligroso’’. (pp. 209, 210, 211, 231). Termino. Javier también fue un traductor de obras importantes. Tradujo del alemán la biografía de Hans Kelsen, escrita por Rudolf Aladár Métall y parte autobiográca. Algo no le gustaba de esa biografía: que no contemplaba aspectos emotivos ni privados de Kelsen. Esta observación