LAS ORGANIZACIONES PRIMARIAS Y LA EMPRESA Leonardo Polo
ÍNDICE Presentación (Juan A. García González): El hombre, un ser liberal 1. Procedencia y contenido del texto 2. Fundamentos teóricos a) Amar y amor b) La libertad humana 3. Lugar de esta obra en el pensamiento poliano: el capital y el tema de los hábitos 4. El crecimiento y la persona: los demás y Dios
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LAS ORGANIZACIONES PRIMARIAS Y LA EMPRESA Primera sección: Esquema de la evolución de las organizaciones en la Edad Moderna
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I. Rasgos de la organización medieval A) El feudalismo B) Los elementos no territoriales a) La Iglesia b) El Imperio C) La crisis de la organización medieval a) El problema de las investiduras b) El nominalismo y la reforma c) La burguesía d) El mecanicismo y la imagen del mundo
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II. Las monarquías absolutas A) El origen del absolutismo B) Problemas de la organización absolutista a) El dualismo de la organización b) Fragmentación territorial c) Escasez de recursos económicos d) La ilustración C) La crisis del antiguo régimen a) El mercado b) La economía c) La industria d) La revolución francesa
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III. La organización en el siglo XIX A) La distribución del poder
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B) La omisión organizadora a) Deslocalización b) Vacío ético c) Laicismo C) La prevalencia de la organización del espacio a) Individualismo b) Capital, mercado; producción y consumo c) Las asociaciones obreras d) Las internacionales D) El interés humano y la terapia romántica a) Romanticismo y terapia b) Razón y organización c) El yo y el tiempo d) La razón y la historia e) El Estado f) El marxismo 1º Crítica de la economía 2º Crítica del capitalismo 3º La degradación del interés IV. La organización en el siglo XX A) La época de entreguerras a) El problema de la unidad social b) Estados totalitarios c) Problemas organizativos d) Los partidos políticos B) Consumismo y organización a) Interés y autorrealización b) Economía y consumo c) La moda d) La dignidad humana e) Los grupos de presión f) El derecho g) La información h) La administración Segunda sección: La libertad humana y la organización de sus ámbitos I. Los ámbitos de la libertad A) La espaciosidad a) Idea antigua del espacio b) Noción moderna del espacio
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B) La intimidad C) La destinación II. Consideración de las aporías de la libertad operativa y propuesta de una solución A) El auge de la técnica B) La disponibilidad de los medios a) La sociedad 1) Los medios 2) Conducta y red 3) La red 4) La historia b) La sociedad y la persona 1) Independencia de los medios 2) Disponibilidad 3) Apropiación 4) Comprensión 5) Aportación III. La libertad y el tiempo A) Aproximación al tema de la organización temporal a) Observaciones a partir de Husserl 1) Pasado 2) Presente 3) Futuro b) Espacio y tiempo B) La organización del espacio. Rasgos esenciales: la red y el gasto de tiempo a) Organización aporética b) Demora en la transformación c) Transformación, imitación, combinación d) Libertad y espacio e) La organización reticular del espacio f) El hombre y la red g) El gasto de tiempo C) El capital y el tiempo. El crecimiento a) El capital b) Disminución del gasto de tiempo c) Tiempo cero y tiempo real d) El crecimiento D) La organización del tiempo humano a) Prioridad respecto de la organización espacial b) El crecimiento y los hábitos
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c) El tiempo como ámbito de la libertad 1º El pasado 2º El comienzo 3º El futuro 4º Destinación 5º La presencia d) El perfeccionador perfectible E) Modalidades del crecimiento a) El organismo b) El conocimiento c) Los hábitos d) La noción de reforma F) Voluntad y hábito a) La decisión b) Querer y yo c) Dualidad de la voluntad d) Voluntad y nada e) Voluntarismo f) El fin último g) Las virtudes IV. Conclusión: la empresa y las organizaciones primarias
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PRESENTACIÓN:
El hombre, un ser liberal Juan A. García González
La persona es libre en tanto que es capaz de dar sin perder o aniquilarse; precisamente por ser en intimidad, la persona es también en liberalidad. Por ello mismo, la persona interviene, aporta, añade. La liberalidad es, de este modo, la libertad como suscitación de lo nuevo. (POLO, L. en este libro, Sección segunda, I, B). 1.
Procedencia y contenido del texto.
El interés de Leonardo Polo por la empresa no es sólo circunstancial. Coyuntural pudo ser su intervención en las II Jornadas de estudios sobre economía y sociedad organizadas, los días 11-13 de febrero de 1981, por el Banco de Bilbao en Madrid, y con la que se corresponde el texto que aquí presentamos. Leonardo Polo leyó allí una comunicación con el título de esta obra, Las organizaciones primarias y la empresa, que fue publicada en el volumen colectivo de actas de esas jornadas1. Trabajaba yo entonces como mecanógrafo, siendo en buena medida don Leonardo mi mejor cliente. Y en esta ocasión Polo me entregó ciento ochenta y una páginas ya mecanografiadas, en las que había seleccionado algunos párrafos que debía yo copiar para preparar el texto de aquella comunicación. El texto final, el publicado en las actas de las jornadas, ya fue bastante largo (cuarenta y siete páginas); pero mayor era aún el total de ciento ochenta y una páginas del que se extrajo. Ignoro, por otro lado, -y don Leonardo tampoco lo recuerda ya con precisión- si el texto fue enteramente redactado al efecto por Polo; o si, más bien, tomó –adaptándolas- páginas escritas tiempo atrás. En cuanto a la segunda parte de la obra, me inclino a pensar esto segundo e incluso me atrevo a conjeturar que, con algún desarrollo posterior, recoge estudios redactados por Polo en torno a la primera redacción de su Antropología trascendental fechada en 1972 y aún inédita. Pienso esto tanto porque las páginas estaban ya mecanografiadas, como porque hay algunos anexos y añadidos a esa primera redacción que convienen temáticamente con la segunda parte de esta obra; conveniencia que caracteriza también otros escritos de la época: concretamente, la 1
VV. AA.: El balance social de la empresa y las instituciones financieras . Banco de Bilbao, Madrid 1982; pp. 89-136.
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conferencia inédita El sentido cristiano de la libertad (1968) está incluida, en su noventa por ciento, en esta segunda parte del libro (aproximadamente se corresponde con los capítulos I y II). En cambio, la primera parte de esta obra tal vez fue redactada por entero para la ocasión, porque esboza una reflexión sobre la historia moderna y contemporánea bastante ajena al resto de la producción literaria de Polo. Sea de ello lo que fuere, presentamos ahora la versión inicial, la completa, de aquel trabajo de don Leonardo Polo. En el archivo de la obra poliana que se conserva en la universidad de Navarra hay tres versiones del texto que aquí presentamos: - De la primera, que es la completa, doy fe: porque la entregué yo mismo; es el texto que don Leonardo me encargó mecanografiar, con las indicaciones y correcciones oportunas escritas de su puño y letra. - La segunda es la abreviada: la redacción final, tal y como fue publicada en las actas de las jornadas. Para abreviar el texto Polo, además de reducir mucho su tamaño suprimiendo páginas y párrafos, tuvo que modificar en algunos puntos la división del escrito en capítulos, epígrafes y apartados. De este extremo han surgido algunas dificultades a la hora de preparar el índice de esta obra; porque no ha sido sencillo armonizar los dos existentes, y ha habido que añadir títulos a algunas divisiones. - Y además hay una tercera versión del texto; que se explica porque don Leonardo, tomando como base la primera redacción -la larga o completa-, quiso corregirla, quizá pensando en su posible publicación. Hizo algunas modificaciones puntuales, que han sido introducidas en el texto que presentamos, y añadió nuevos títulos a las divisiones; lo que agrava la dificultad de confeccionar el índice de esta obra. Diré, pues, que la mayor parte de los títulos y todas las divisiones del índice proceden del propio don Leonardo; en cambio los títulos de algunas divisiones menores los he puesto yo: en cuyo caso no aparecen en su lugar del texto, sino anticipadamente a modo de sumario de un capítulo o división anterior. La obra está compuesto por dos partes. La primera es un esbozo de filosofía de la historia, en el que Polo examina -a través de sus hechos e instituciones más señalados- el tema de las organizaciones primarias (las del espacio y el tiempo humanos) en su devenir desde el fin de la Edad Media hasta nuestros días: feudalismo (capítulo I), Antiguo Régimen (capítulo II), siglo XIX (capítulo III) y siglo XX (capítulo IV). La segunda es un esbozo de antropología versado en particular sobre el tiempo humano y su organización (capítulo III). Polo sugiere (capítulo I) que hay tres ámbitos para la libertad humana: el espacio, la intimidad y la destinación. A ellos añade (capítulo III, D) el tiempo como un ámbito propio más. Espacio y tiempo son
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ámbitos más bien exteriores, la intimidad y la destinación son interiores a la persona. Cuando la persona se abre hacia fuera encuentra el ser, la verdad y el bien; al perseguir éste último desde su saber, el hombre perfecciona el universo, pero no al margen de otras personas: acción productiva y sociabilidad. Para actuar, el hombre traslada ideas a la conducta –lo que necesita una imaginación desarrollada: capaz de representarse la regularidad del espacio y del tiempo-, y al término su obra queda socialmente disponible. Desenvolviéndose a la par entre ambas referencias, el hombre mismo (como agente) se perfecciona: es, así lo define Polo, el perfeccionador perfectible (c. III, D, d). El problema (c. II) es que la técnica y la sociedad dependen de la persona y, sin embargo, esa dependencia a veces se oculta o se omite. Como además nacemos en un momento de la historia, tenemos que integrar el pasado para continuarlo2; en otro caso, su dependencia de la persona desaparecería, pues los que dieron lugar a él ya han muerto. En suma, hay que recuperar la prioridad de la persona respecto de su manifestación esencial (que incluye todos esos fenómenos: la técnica, la sociedad, la historia, etc.). Ése es el cometido de la organización temporal. Como dependiente de la persona, la sociedad apela a su generosidad, a su iniciativa, a su actividad; y en este sentido la empresa es una institución que puede cobrar una notable relevancia. En la conclusión (capítulo IV) Polo formula indicaciones concretas (derecho al crédito, prioridad de la oferta sobre la demanda, ampliación de la noción de beneficio para incluir el salario y los impuestos, etc.) cuyo alcance no me corresponde a mí juzgar. Polo propone dos modelos para las organizaciones primarias: el modelo reticular para la organización del espacio, y el crecimiento –hay varias tipos de crecimiento- como modelo de organización del tiempo. Para examinar la organización del tiempo humano, Polo procede a un minucioso examen de la filosofía husserliana (de sus Lecciones sobre la conciencia interna del tiempo). De cualquier manera, la organización –en red- del espacio comporta gasto de tiempo –se destaca entonces la importancia del ahorro3-; y si nos obsesionamos con ella, desorganizamos el propio tiempo: lo perdemos de forma lamentable. Éste es el diagnóstico que Polo extrae del repaso histórico que realiza en la primera parte de la obra: primacía del problema territorial, prevalencia de la organización del espacio sobre la del tiempo; 2
Esta misma obra comienza con un estudio histórico, antes de proponer una doctrina antropológica para avanzar. 3 Sobre estas cuestiones puede leerse también: Modalidades del tiempo humano: arreglo, progreso y crecimiento. POLO, L.: La persona humana y su crecimiento, c. V. Eunsa, Pamplona 1996; pp. 95-111.
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efectivamente, falta de fines, falta de ética4, pérdida y desorganización del tiempo: por emplearnos exclusivamente en la producción y su organización. Si la propuesta de Polo es primar la organización del tiempo sobre la del espacio, o sea, invertir lo acontecido en la historia reciente, creo que de ello hay una razón importante. Es que la estancia del hombre en el mundo es distinta, e inferior, al situarse del hombre en la historia. El hombre no está principalmente en el mundo integrado en él como el resto de los seres intramundanos, sino que está ante el mundo presenciándolo; ello le permite organizar el espacio desde sus objetivaciones cognoscitivas. Pero el hombre no está principalmente ante la historia presenciándola, o haciéndose presente el pasado, sino que está inserto en la historia haciéndola: asumiendo el pasado heredado y proyectándolo hacia un futuro. En suma, la organización del espacio enlaza con el conocimiento, mientras que la del tiempo con la acción, con la voluntad; la historia –al menos hasta cierto punto- la hace el hombre, mientras que el mundo está ahí ya dado: nuestra intervención práctica en él es histórica. También esto es relevante para entender la preferencia de Polo por el emprender humano. 2.
Fundamentos teóricos.
Pero si es más bien coyuntural la conferencia que se corresponde con esta obra, ya no es tan coyuntural la dedicación de Polo al instituto Empresa y humanismo de la universidad de Navarra: por el hecho de que duró una década, desde que participó en su fundación en 1986; y por los cuadernos que publicó5 con ése, entonces llamado, Seminario permanente. Y lo que no es en absoluto circunstancial es la comprensión del hombre como un ser liberal que propone la antropología poliana. Ella explica el interés de Polo por la empresa. Naturalmente, la afirmación de que el hombre es un ser liberal no es una propuesta ideológica o política. En este mismo libro Polo ataca en algunos puntos la ideología liberal, el capitalismo, el consumismo y la neoderecha; y en cambio defiende, entre otras cosas, la necesidad de la asociación y la socialización de la decisión. Y, por otro lado, es claro que la iniciativa personal que defiende Polo desborda el dilema entre iniciativa 4
La ética es entendida por Polo como la articulación (el aprovechamiento) del tiempo humano, una vieja idea de Séneca (cfr. Ética: una versión moderna de los temas clásicos. AEDOS, Madrid 1996). 5 Son el nº 2: La interpretación socialista del trabajo y el futuro de la empresa (Pamplona, 1987), el nº 11: Ricos y pobres. Igualdad y desigualdad (Pamplona, 1989), y el nº 32: Hacia un mundo más humano (Pamplona, 1990).
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privada y administración pública; ante todo porque ésta es también personal, pues depende de las personas de los gestores. No se trata, entonces, de una ideología política, sino de una doctrina antropológica: la liberalidad es la libertad como suscitación de lo nuevo. El hombre es un ser liberal, aportante, activo, emprendedor; de aquí surge el interés de Polo por la empresa. Y eso hemos dicho: que la dependencia de la esencia humana (técnica, sociedad, historia, etc.) respecto de la persona apela a la liberalidad del ser personal, y exige de éste la organización de su tiempo. La antropología poliana sostiene el carácter liberal y emprendedor del hombre apoyada –a mi parecer- en dos pilares básicos: dos trascendentales personales que son el amar y la libertad.
a)
Amar y amor.
Polo distingue el amar del amor. El amar es un trascendental personal, que radica en la intimidad de la persona; en cambio el amor es manifestación externa, operativa y social. El amar personal se inscribe en la reciprocidad del par dar-aceptar. El propio ser personal es un don recibido, que el hombre acepta; y el aceptarlo es a su vez un dar que espera aceptación. La persona humana es creada, y acepta su ser dando -lo que puede- y esperando la aceptación divina. El amor en cambio es el respaldo del hombre al bien. El hombre quiere el bien, lo intenta, lo persigue y, a veces, hasta lo consigue. Si el ser es bueno, es deseable; pero también es mejorable, pues cabe añadirle el bien operado. En todo caso, el bien demanda nuestra asistencia, porque él solo no se produce; y por eso el primer imperativo moral es precisamente éste: haz el bien. Eso quiere decir: actúa, intervén, emprende. En este punto es importante aunque sea esbozar –porque requerirían alguna posterior profundización- tres ideas más de la antropología de Polo: - La voluntad humana es pura potencia pasiva, relación trascendental, entera apertura al bien. Como la voluntad no quiere por sí misma (sería una voluntad anónima), el hombre debe activarla, lo que apela al propio yo: siempre soy yo –cada hombre- el que quiero; querer y yo están intrínsecamente vinculados. La activación de la voluntad es su iluminación noética; sin ella no hay verdadera voluntad. Esa iluminación noética Polo la asigna al hábito innato de la sindéresis. - Con su acción voluntaria el hombre esencializa el ser del universo. Lo que para la realidad material es ser -persistir, comenzar, causar-, para la
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criatura espiritual es de orden esencial. En último término, el ser del universo es un don; y el don de la persona humana es de orden esencial. Con la ejecución de sus acciones, la esencia humana complementa al ser extramental, continúa la naturaleza y perfecciona el universo; así el hombre da algo al creador. No es más que un signo de un reemplazo posible6. - La voluntad humana se caracteriza por su alteridad intencional: su intención es de otro; y además es capaz de crecer. La conjunción de ambos factores permite un especial incremento del querer muy oportuno para la persona. No se trata sólo de querer más bien y quererlo mejor (el bien propio, el ajeno y el bien común); sino que además es menester querer más otro, querer más lo otro: querer otro querer. En este crecimiento del querer se incardina la voluntad de correspondencia en el amor, imprescindible para que el amor se inserte en el amar personal buscando la aceptación. Por cuanto la voluntad permite este crecimiento, propiamente no culmina con la fruición del bien conseguido, sino que anhela la reciprocidad. Pues bien, como el amar personal humano es creado –incapaz, estrictamente hablando, de darse- necesita acudir al amor para tener algo que dar. Sin amor al bien, el amar personal quedaría vacío, se frustraría. Mas no es así. Como el hombre tiene un ser donal, le corresponde iniciativa en su esencia: es liberal, aportante, emprendedor. La pereza es un vicio muy contrario a la persona.
b)
La libertad humana.
La libertad trascendental es definida por Polo como la posesión del futuro no desfuturizable7. La intimidad personal está abierta al futuro, permanentemente y de un modo inagotable; en ello radica el sentido personal, íntimo, de la libertad. Pero la libertad se extiende hacia fuera, y en particular se confiere a las capacidades operativas del hombre: la inteligencia y la voluntad son también libres. Ahora bien, ¿cómo lo son? Lo son en la medida en que se 6
Dicho reemplazo se justifica en que, como el acto de ser del universo no es capaz de corresponder, quererlo significa esencializarlo (POLO, L.: Antropología trascendental II: la esencia de la persona humana, o. c., nt. 75, p. 137); pero en esta vida la generosidad humana sólo tiene una recompensa vicaria, que será sustituida por una recompensa mayor (Id., p. 241). Dios es un ser personal, que acepta los dones humanos y corresponde a ellos. 7 También como inclusión atópica en el ámbito de la máxima amplitud ; y como novum, estricta novedad: lo único absolutamente nuevo en la historia (cfr. Antropología trascendental I: la persona humana. Eunsa, Pamplona 1999; pp. 230 ss).
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liberan de su propio punto de partida; es decir, en la medida en que, como potencias que son, se incrementan. Este crecimiento se adscribe a los hábitos operativos. La libertad adviene a nuestras potencias mediante los hábitos. Y a la inversa, una naturaleza perfeccionada por hábitos (tradicionalmente considerados como una segunda naturaleza) se eleva para constituir la esencia de un ser personal, porque permite la manifestación de la intimidad de una persona. Libertad personal y libertad esencial; es decir: referencia al futuro y crecimiento habitual. La libertad dispone de temas, pero estos temas son incrementables. Aquí se asienta la índole que podríamos llamar proyectiva de la esencia humana, la correspondiente con un ser abierto permanentemente al futuro. Proyectar, crecer, abrirse al futuro expresan el segundo soporte del carácter liberal y emprendedor del hombre -la libertad-, que es una muestra de la dadivosidad que caracteriza de suyo a la persona. 3. Lugar de esta obra en el pensamiento poliano: el capital y el tema de los hábitos. Me atrevería a decir que a comienzos de los años 1970 (en 1972 está fechada la redacción inédita de su Antropología trascendental) Polo ha formulado ya acabadamente los grades trazos de su pensamiento, de aquellas ideas iniciales que alumbró a mediados de los años cincuenta. Entonces, en la década de los setenta, Polo intenta comprobar sus planteamientos, enriquecerlos y hacerlos accesibles (sus obras de los años sesenta no fueron del todo entendidas) buscando un refrendo externo de los mismos. Es conocido su intenso estudio de Hegel a fines de los sesenta, o los estudios de mecánica y del psicoanálisis del curso de psicología de 1976 –también inédito-; aquí –en este libro- tenemos una pequeña interpretación de la historia moderna y contemporánea, una aproximación a temas empresariales, nociones de cibernética y puntos de una teoría del capital (que Polo ha estudiado también por atender al pensamiento de Marx). Sin embargo, mi opinión es que el despliegue de la filosofía poliana no se benefició enteramente de esta estrategia, o no encontró suficiente fecundidad en ella; sino que más bien se debió a una progresiva maduración interna de sus propios hallazgos que apuntaré a continuación. Tras la década de los setenta, los años ochenta son aquéllos en los que Polo asocia el límite mental con la praxis cognoscitiva aristotélica, y el abandono del límite mental con los hábitos noéticos del estagirita 8. Por 8
Siempre he cifrado en Lo intelectual y lo inteligible (Anuario filosófico, Pamplona, 1982, 103-32) el lugar en que Polo enuncia esta posición.
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eso, el modelo de organización temporal expuesto en este libro es el crecimiento habitual. Y por eso llama tanto la atención de Polo el capital; otra razón más para simpatizar con la empresa. El capital es la clase de dinero que genera dinero; es decir, que refuerza su punto de partida. Si el hábito adquirido es una potenciación de la facultad (en la vida del espíritu el punto de partida no es fijo, sino incrementable), entonces hay una cierta afinidad entre el hábito adquirido y el capital. Esa afinidad es precisamente la organización del tiempo; pues, al modificar el punto de partida, nuevos tiempos se abren. La organización del tiempo no es mera planificación; ya que, al mudar el punto de partida, el horizonte de actuación cambia, y permite la novedad imprevista. Un buen modelo para formular el abandono del límite mental. Pero a los años ochenta siguieron los noventa. Y en ellos Polo ascendió de la consideración de los hábitos adquiridos –operativos- a la de los hábitos innatos, entitativos o personales; y a la ordenación entre ellos, y a la completa superioridad del hábito de sabiduría. Ello le permite formular mejor su antropología trascendental, y publicarla (1999-2003). El abandono del límite mental excede los hábitos adquiridos. Entre medias, Polo profundiza en el sentido de los hábitos adquiridos. Sólo en un momento dado9 entiende que son la iluminación de las operaciones, descubriendo así su sentido noético; antes, y en este libro, sólo se comprenden en un sentido óntico, como refuerzo de la facultad; en ello se aprecia su vecindad con el capital. Pero, por lo dicho, el parecido es sólo parcial. Por eso el tema del capital no es central en la filosofía de Polo; y no vuelve a aparecer significativamente en obras posteriores. El abandono del límite, más que a los hábitos adquiridos, remite a los innatos y, en última instancia, a la libertad. 4.
El crecimiento y la persona: los demás y Dios.
A parte de eso, hay un problema que plantear. Se podría llegar a pensar que los hábitos operativos no desfuturizan el futuro; o que toda la libertad humana se vierte en la organización temporal. Pero el futuro no desfuturizable corresponde a la libertad trascendental, personal, tema del hábito innato de sabiduría; por tanto, tal futuro no se alcanza de suyo operativamente, ni con el refuerzo de los hábitos adquiridos, porque 9
Aunque haya alguna alusión anterior, este punto está expresamente expuesto en El orden predicamental (1988). Universidad de Navarra, Pamplona 2005. En el prólogo a la edición de dicha obra me refiero a la década 1984-1996 que Polo tarda en publicar completa su Teoría del conocimiento (p. 18). La comprensión de los hábitos adquiridos y la segunda dimensión del abandono del límite mental, que en aquélla aparecen, guardan estrecha relación.
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operaciones y hábitos son de orden esencial. La organización temporal que los hábitos consiguen se abre al futuro, sí, pero no enteramente Porque el futuro de la persona es trascendente. Quizás, entonces, la libertad trascendental no organice el tiempo, sino que más bien lo abra desde el futuro; y permita así su organización esencial. La libertad nativa se extiende a la esencia humana; pero la libertad de destinación es personal. Por eso aquí hablamos de completa apertura al futuro –libertad trascendental-, y de proyectos de la libertad; para constituirlos y ampliarlos se precisa de hábitos operativos –libertad esencial-. Para resolver este problema me referiré a una de las ideas, seguramente, más elevadas de Polo, según la cual la esencia del hombre retorna a la persona10; regreso, imposible a la criatura material, de acuerdo con el cual cambia el orden de los hábitos innatos, tal que (permaneciendo siempre superior el de sabiduría) el hábito de la sindéresis, asimilándose a este último, se alza sobre el de los primeros principios hasta reemplazarlo. Sucede que la persona se distingue realmente de su esencia, pero no de una manera rígida11; porque esa rigidez impediría la integración de la esencia con el ser, es decir, la personalización del don –su unión con el amar donal-: la voluntad humana no sólo admite la extensión de la libertad nativa, sino que alcanza su mayor libertad en la destinación personal. Si la liberalidad de la persona se basaba en dos trascendentales personales distintos, el amar y la libertad, cabría plantear –para enfocar la cuestión- la siguiente pregunta: ¿qué es más personal: la libertad o la voluntad, esto es, el amor con que completamos el amar personal?. Porque la voluntad apela al yo de cada quien, y sin él no se activa; pero esto es de orden esencial. Y además es capaz de libertad, de personalización, si crece mediante la adquisición de sus hábitos propios. Para que la voluntad aumente en libertad12 necesita el refuerzo habitual: por este orden, los hábitos productivos, la prudencia, la justicia y la amistad; todos ellos guiados desde la sindéresis. Los hábitos, como dice Polo en este libro, son una organización del tiempo en vistas al futuro, y a la par una extensión de la libertad personal. Como con ello se repotencia el punto de partida, el futuro nos sorprende con novedades 10
Cfr. Antropología trascendental II, o. c., nt. 31 de p. 114, nt. 52 de p. 127 y pp. 240-1. Como ahora diremos, la distinción real (de esencia y ser) en antropología no es rígida. 11 Cfr., sobre esta idea, Antropología trascendental II, o. c., nt. 150, p. 173. La distinción real de esencia y ser aplicada al hombre pero flexiblemente, sin rigidez, entiendo que es una alta aportación de la antropología de Polo. 12 Sobre este crecimiento, cfr. POLO, L.: La libertad posible. “Nuestro tiempo” Pamplona 234 (1973) 54-70.
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insospechadas; pero la novedad mayor –ya lo hemos apuntado- es la persona. La tesis poliana es que voluntad esencial y libertad personal pueden llegar a ser solidarios: al menos si la intención de alteridad propia de la voluntad –que finalmente se dirige a la correspondencia ajena- es respetada y potenciada por su libre crecimiento desde la simple volición del bien. De suyo la libertad corresponde inmediatamente al ser personal, mientras que la voluntad es una capacidad esencial del hombre. Pero en atención a los dos puntos señalados (intención de otro y crecimiento) cabe sospechar una posible solidaridad final entre ambas. Dicha solidaridad, empero, comporta el altruismo: que, más que una alternativa al egoísmo, es entonces la personalización destinal de la tendencia volitiva. El altruismo se explica así. La apertura al futuro de la persona permite un singular crecimiento del querer: la ordenación de su amor a la correspondencia y aceptación ajenas. Más allá del bien como trascendental metafísico se encuentra el amor como mutua donación personal. Si efectivamente se encuentra, la voluntad es liberada de su inclinación a los propios bienes y dirigida hacia el bien ajeno y el bien común; y aún más: es incrementada en su intención de otro buscando la correspondencia. Así se integra con el amar personal; y se alcanza la destinación al otro: máxima expresión de la libertad y de la liberalidad propias de la persona. De modo que la aventura de la libertad, por dirigirse al futuro, es arriesgada, pero -aún más- sorprendentemente fecunda. Y, si se obtiene la correspondencia, el riesgo es incomparable con la novedad encontrada. El emprender humano, ni espontáneo ni necesitado, tiene, pues, resultados verdaderamente admirables. Si al sabio compete la contemplación del orden, más complace admirar el que san Agustín llamó orden del amor. La esencia humana, emprendedora, está dispuesta para la persona, liberal; y para la comunión con las demás personas. Dios es el bien común de todas las personas; y al tiempo es amor, respaldo personal del bien. A la postre, lo que buscamos es su aprobación. Para terminar, mi agradecimiento expreso al instituto Empresa y humanismo, que ha acogido esta obra de Polo para su publicación. Y una advertencia al lector: aunque los dos cuadernos que la recogen se correspondan con dos partes bien diferenciadas de esta obra de Polo, es conveniente la lectura sucesiva de ambas; porque el sentido del examen histórico que se realiza en la primera parte, se entiende al observar el desarrollo de las cuestiones antropológicas de la segunda.
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Málaga, 16.VII.2006
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Sección primera: ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN DE LAS ORGANIZACIONES EN LA EDAD MODERNA
Vamos a tratar de la organización porque muchos aspectos relevantes, positivos y negativos, de la situación presente tienen que ver con ella. También en la empresa: ¿qué es la organización social?, ¿qué problemas de organización afectan a la sociedad actual?, ¿con qué métodos de análisis contamos para el estudio y la propuesta de modificaciones deseables de la organización?. Para enfocar el tema de estas preguntas con suficiente perspectiva es conveniente empezar con una alusión a la historia. Estamos colocados en una trayectoria histórica: constituimos una de sus fases. Claro está que no todo lo que somos depende del pasado: hay en nuestra situación una serie de factores nuevos o irreductibles a él. Pero también es verdad que en buena medida las coordenadas de un despliegue histórico complicado y no del todo coherente condicionan los proyectos hoy posibles. Además son frecuentes la apelación a planteamientos pretéritos, el intento de reponer viejas soluciones, lo que revela una neta debilidad de inspiración y perplejidad ante un futuro difícil. El recurso a la historia es aleccionador de otra manera, es decir, como estímulo y no como rememoración nostálgica. En cualquier caso, la conciencia histórica es una dimensión integrante del análisis.
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I. RASGOS DE LA ORGANIZACIÓN MEDIEVAL: Fijaremos el punto de arranque de la averiguación en las invasiones germánicas. No es ir demasiado atrás. Empezar por la organización derivada de este acontecimiento tiene la doble ventaja de no obligarnos a salir del ámbito cultural y social al que más directamente pertenecemos, y de contemplarlo desde sus mismos orígenes. Nosotros, en último término, somos europeos, y Europa nace entonces. A) El feudalismo. Las invasiones siempre dan lugar a una estructura jerárquica de la sociedad porque el pueblo invasor es el dominante. Desde este punto de vista la Edad Media europea presenta rasgos paralelos a los que ofrece, por ejemplo, Grecia a raíz de las invasiones Aqueas. El primer factor de la organización (cuya repercusión se nota a lo largo de la historia política de nuestro continente) estriba en el hecho de la instalación. Ahora bien, la instalación de los pueblos germánicos sobre el área dominada por el Imperio Romano tiene una modalidad especial debida a la situación en que se encontraba el territorio ocupado y a la infiltración precedente de elementos germánicos en el Bajo Imperio (con sus implicaciones de asociación y protección militar). Por un conjunto de razones económicas y políticas, al final del Imperio Romano se llegó a un sistema de organización latifundista. Cuando los germanos buscan su asentamiento encuentran, por así decirlo, preparado el alvéolo: los grandes latifundios provinciales. El fenómeno resultante de estos hechos es el feudalismo. El feudo es el primero de los grandes elementos estructurales de la sociedad medieval. Posteriores eventos intensifican los caracteres del feudalismo, sobre todo a partir del siglo XI. Por eso la importancia del feudalismo se acrecienta a lo largo de la Edad Media; su confluencia con otras instituciones da lugar a distorsiones peculiares. El feudo es una circunscripción territorial otorgada por lo común a un personaje importante del pueblo conquistador (aquí está el origen de la nobleza europea y la explicación de ciertas ambigüedades de su protagonismo histórico). Cuando el feudalismo se consolida pasa a ser un modo de organización territorial que incluso alcanza a núcleos urbanos, y cuyas características conviene ponderar por su extraordinaria influencia histórica. Son las siguientes: 1º La existencia de un poder territorial ejercido por el titular del feudo. 2º La adscripción a la gleba (más fuerte en la Baja Edad Media, débil al comienzo del feudalismo): la adscripción de la población que vive en un territorio al poder del señor a través del territorio mismo.
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3º La existencia de un poder feudal y de una adscripción al feudo da lugar a la jurisdicción feudal, que es también territorial. La situación jurídica del siervo es su vinculación al titular del feudo, cuya competencia se extiende a la administración de justicia y a los asuntos que acontecen en el territorio. En suma, la relación del hombre con su hábitat está enteramente modelada psicológica y jurídicamente: espacio, psicología y derecho son solidarios. Ello tiene como consecuencia la inmovilización de la población y la escasez de los intercambios comerciales. Por eso el feudalismo es más adecuado para la agricultura que para las actividades propias de las ciudades. 4º Dado el modo de otorgamiento del feudo, la organización feudal es un entramado de relaciones fijadas en términos de derechos y obligaciones; comporta autonomía y correlación de subordinados al mismo tiempo. B) Los elementos no territoriales: a) La Iglesia. b) El Imperio. Junto a este principio de organización territorial, hay que señalar otros dos elementos: la Iglesia y el Imperio. a) La Iglesia desde el punto de vista de sus funciones en la organización medieval es un fenómeno muy original. Es el único caso de organización religiosa no confundida previamente con la organización política. Es una comunidad basada en una concepción universal -católicacuya fe es comúnmente aceptada, y sin embargo no es una religión de Estado. Y ello, desde una consideración sociológica, por la confluencia de los siguientes hechos: 1º Porque en la Edad Media no hay propiamente Estado (el entramado feudal no lo es). 2º Porque el cristianismo emerge dentro del Imperio Romano fuera de la religión oficial y se enfrenta con el culto político. Por otra parte, las invasiones germánicas destruyeron la organización política romana, y en cambio la Iglesia sobrevivió; así pues, entra también en relación con el nuevo orden político sin confusión originaria. Esta acumulación de hechos históricos da lugar a una dinámica muy especial. En Europa oriental, en cambio, donde el Imperio Romano pervive, la independencia eclesiástica se termina. El destino posterior de la Iglesia Ortodoxa depende en gran parte de ello: es el compromiso político a que está sometido el Patriarcado de Constantinopla; o la Iglesia rusa a lo largo
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de la historia del zarismo. Ya veremos que la situación cambia con la reforma protestante. Por otra parte, los feudos eran pequeños y la Iglesia se extendía por toda Europa. La idea de jurisdicción feudal es trascendida por la concepción católica del destino del hombre, la cual revierte sobre aquélla. Tenemos así una Iglesia que es un factor organizador de primer orden (representa también el puente de transmisión de la cultura clásica), que funciona como una institución unitaria y autónoma y, a la vez, estrechamente compenetrada con todos los órdenes de la vida medieval. b) El Imperio Medieval, una creación de Carlo Magno que pervive en el centro de Europa, representa, junto a la Iglesia, el elemento unitario respecto de las organizaciones territoriales, las cuales no han desarrollado todavía una tendencia centralista. No hay poder territorial central en la Edad Media; el Imperio es una instancia de poder unitario, una última instancia política, pero tiene fundamentalmente un significado ético. La idea de Imperio conlleva una vuelta de la mirada al prestigio del Imperio Romano y se instaura como un vínculo con los reyes y otros señores feudales, que de acuerdo con el criterio de jerarquía se consideran vasallos del Emperador. Pero este vasallaje está basado en el honor, en el servicio, etc. y no supone un armazón territorial administrativo. Es un poder unitario, pero no lo que se llama Estado. El Estado moderno es el resultado del proceso de centralización del feudalismo. Este proceso es ajeno, más aún, contrario al significado y a la intención del Imperio. C) La crisis de la organización medieval: a) El problema de las investiduras. b) El nominalismo y la reforma. c) La burguesía. d) El mecanicismo y la imagen del mundo. Tres elementos constituyen la figura de la organización medieval: los feudos, el Imperio y la Iglesia. Estos elementos son heterogéneos. La organización territorial no ha desarrollado todavía sus virtualidades de expansión y concentración. Sobre ella, como una estructura débil desde el punto de vista administrativo, está el Imperio. Y al lado del Imperio, contribuyendo a configurar la unidad de Europa, la Iglesia, que es el poder espiritual y cultural. En suma, unidad y ausencia de concentración sistemática u homogénea. La confluencia de los tres elementos requiere una independencia relativa, una matización de procedimientos y un reconocimiento reciproco. La heterogeneidad se mantiene, y con ella la totalidad, mediante un traspaso o encomienda; o sea, mediante la
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renuncia a la ingerencia de cada ámbito en los otros, el reconocimiento y la apelación, el respeto a las distintas esferas de competencias. Cabe hablar de la vigencia de un principio de complementariedad, de una totalidad no totalitaria, de un pluralismo derivado de una diferencia de origen en los elementos de la organización, de un orden construido por un escalonamiento teleológico y paralelamente por una distinción de áreas de libertad (volveremos sobre este punto en la segunda sección). Estas sucintas precisiones nos permiten entender las causas de la crisis de la organización medieval y el paso a otro tipo de organización. a) Por lo pronto, entre la Iglesia y el Imperio se entabla un conflicto de competencias en el plano de la organización territorial. Dado el modo de conferir los feudos, las jurisdicciones episcopales y abaciales (los monjes son grandes colonizadores y detentadores de tierras más vinculados al Papado que los obispos) que no suponen transmisión hereditaria, dieron lugar a una pugna entre ambas instituciones conocida con el nombre de problema de las investiduras. El resultado de este litigio es un cierto debilitamiento del Imperio, afectado en su índole propia por la lucha con el Papado. Con ello se hace posible un fortalecimiento del poder de los reyes. Además, las monarquías aprendieron la lección y procuraron amparar su ascensión histórica en el derecho público romano: una barrera frente al Papado que derivó luego hacia una confusión entre el poder político y el religioso. Esta confusión, conviene notarlo, no era pretendida por el Imperio y es extraña a la cuestión de las investiduras, cuyo motivo ha de distinguirse de la idea de soberanía monárquica. A su vez, como las monarquías son poderes territoriales, el incremento de su importancia las desliga del orden medieval, e implica un intento de modificación del feudalismo y, por lo tanto, un conflicto con la nobleza resuelto según distintas formulas de equilibrio. La crisis del Papado es posterior: cautividad de Avignon y cisma de occidente; y fue también aprovechada por las monarquías para el control del episcopado. Aunque la necesidad de una sola cabeza en la Iglesia era todavía evidente. b) Otra causa de la crisis medieval es de carácter teórico. El orden medieval era cualitativo, teleológico y universal. En el siglo XIV aparece el nominalismo, es decir, la negación del valor de las ideas universales y la correlativa exaltación de la voluntad y del individuo particular. Esta postura filosófica afecta a los elementos unitarios de la organización, en especial a la Iglesia (el Imperio ya está debilitado e incluso, por desorientación, ampara a los primeros nominalistas). Del nominalismo deriva la reforma, iniciada en áreas en que el influjo imperial impedía la unificación del poder territorial. La reforma protestante es la ruptura de la conciencia unitaria. La herejía significa, por cuanto heterodoxia, división,
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se enfrenta con la Iglesia y el Imperio, y es rechazada por las monarquías ya consolidadas. Por otra parte, contribuyó a la confusión del poder político con el religioso, es decir, al galicanismo o regalismo de las monarquías católicas y a la configuración del anglicanismo como iglesia nacional. La idea del poder divino de los reyes descompensa la situación de la nobleza. En Inglaterra la corona se aseguró el apoyo de la nobleza mediante la desamortización de los bienes eclesiásticos (más concretamente, de las órdenes religiosas). La medida no afectó a los obispos, tributarios del rey desde el Concilio de Basilea (1431). Esto alteró su carácter feudal al hacer posible un pacto -extendido a la burguesía a partir de Cromwell- en condiciones de cierta igualdad económica. Por eso la asociación de los nobles a la política estatal es distinta en los países protestantes y católicos en los comienzos de la Edad Moderna. c) Un tercer factor crítico se cifra en los fenómenos psicológicos y dinámicos desencadenados en las ciudades. La ciudad hace sentir su peso a partir del siglo XIII. Es la aparición de la burguesía, un grupo social con virtualidades propias al que la organización medieval no acierta a integrar, pues es refractario al feudalismo. Las actividades de la burguesía se cifran en el cultivo del saber y en el comercio. Esta peculiaridad comporta un sentido del tiempo -el saber es crítico y acumulable- y del espacio -el comercio exige el viaje- muy diferentes de la estabilidad y relativa incomunicación de los feudos. La estabilidad feudal tiene su asiento en la tierra y en la agricultura; el comerciante se apoya en un mayor empleo del dinero. Y las monarquías necesitan dinero. Por otra parte, el comercio requiere el transporte y a éste se prestan solo mercancías duraderas, es decir, los productos de taller, más que productos agrícolas. d) La idea de sólidos inalterados por el movimiento se une con facilidad a la noción de espacio homogéneo e infinito. Cambió con ello la imagen del mundo. La idea de una mecánica universal y racional se abre paso desde aquí (esta ampliación de la mecánica desde su vieja interpretación técnico-artesanal hasta la cosmología es señalada con plena lucidez en el prólogo de Newton a la primera edición de sus Principia, pero está en marcha ya en el siglo XV). Es manifiesto que ni el mecanicismo ni la infinitud del espacio son compatibles con el orden medieval. En especial, el infinito espacial sugiere una indeterminación teleológica (sentida como angustia por los pensadores más característicos de la época) y la descalificación de las diferenciaciones cualitativas del espacio, el cual queda así separado de la identificación psicológica y se convierte en el marco general de la representación externa determinable por la acción humana constructora. De aquí arranca la interpretación ilustrada de la razón.
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II. LAS MONARQUÍAS ABSOLUTAS: Al debilitarse las dos instancias unitarias se pierde el orden cultural y Europa deja de ser una unidad; se transforma en una pluralidad no ya feudal, sino de centralizaciones nacionales, es decir, de Estados. Las monarquías territoriales, un factor que marca la línea del desarrollo del feudalismo, toman a su cargo la dinámica de la organización. Durante más de un siglo la monarquía española de los Hausburgos asume la idea del Imperio medieval. Pero la empresa era excesiva y España fue derrotada. El gran tema dominante en Europa desde el siglo XV hasta finales del siglo XVIII, la pieza clave de la organización, es el absolutismo monárquico. Es el llamado Antiguo Régimen. A) El origen del absolutismo. Las monarquías absolutas surgen en un proceso de centralización a partir de una organización territorial descentralizada. Se ve enseguida que las monarquías no son algo parecido al Imperio medieval, sino más bien su opuesto. Por eso decía que el Imperio no es homogéneo a los feudos, que son territoriales; el Imperio, propiamente hablando, no lo es: pues se basa en un principio de autoridad moral válido por encima de la gestión propia de la organización de un territorio. Las monarquías centralizadas sí responden a un criterio territorial. Se llaman absolutas porque no reconocen una instancia superior en su pluralidad misma; por eso suscitan el nacionalismo y una serie de estímulos políticos y sociales que no existen en la Edad Media. Son absolutas también porque intentan atraer a su órbita, o absorber, el elemento religioso; es decir, destruir, o limitar al menos, la primacía del Papado: practican, de una forma u otra, el lema cuius regio, eius religio. Ahora bien, esta acumulación, a la vez que atenta contra la independencia de la Iglesia y paraliza su dinámica propia (no se dejan de percibir los problemas, pero al comienzo de la Edad Moderna el Papa es algo así como un príncipe italiano al que se hace poco caso) comporta un descenso del ideal cristiano y su confusión con propósitos terrenos. Dicho de otro modo, el monarca absoluto de la Europa moderna incluye en su legitimación un papel de benefactor, toma a su cargo la gestión de la felicidad de sus súbditos, cuya expresión madura es el Despotismo Ilustrado. Ya Hobbes teorizó de una forma muy cruda sobre este aspecto de la hipertrofia del poder territorial. Antes de él, la conciencia de la desaparición de la unidad organizada de Europa, y de la nueva situación, se da en Maquiavelo. El enfoque maquiavélico de la nueva política se basa en tres ideas. El príncipe ha de contar para sus empresas con dos factores. Por una parte está su propia capacidad, sus propios recursos; a esto llama Maquiavelo virtu, la fuerza. Por otra parte
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no debe olvidar otro factor extraño e incontrolable: es la fortuna. En la interpretación de Maquiavelo se refleja el aumento del poder central de cada ámbito territorial; el príncipe absoluto tiene más poder: la virtu. Pero la organización unitaria bajo la cual se cobijaba toda la vida ha desaparecido y el hombre se encuentra a la intemperie, sometido al azar del destino. Junto a esto Maquiavelo pone constantemente de relieve el afán común de prosperidad, de éxito y seguridad, a que ha de atenerse quien se arriesga a jugar con su fuerza y la fortuna, es decir, el aspirante a la gloria del poder. Y como los intereses de cada país son diferentes, el soberano ha de defenderlos al margen de cualquier otra consideración. Es el principio de la razón de Estado, puro nominalismo. La secularización de la esperanza humana, su encuadre en el hábitat terrestre, se advierte también en el tópico de la época: la diferencia entre el estado de naturaleza y el estado civil. B) Problemas de la organización absolutista: a) El dualismo de la organización. b) Fragmentación territorial. c) Escasez de recursos económicos. d) La ilustración. a) Señalemos ahora las grandes líneas de organización del Antiguo Régimen. Así como la Edad Media obedece a tres motivos (la organización medieval es triple), la Edad Moderna es mas bien dualista. No aparecen tres términos, sino dos (el llamado segundo estado es un modo de asimilación al esquema). El dualismo característico de la Edad Moderna es, por lo pronto, el dualismo centro-territorio. En virtud de ello las monarquías absolutas tienen necesidad de crear una amplia administración. Desde las cortes monárquicas se extiende el armatoste administrativo necesario para cumplir las funciones del centro. El personal que desempeña estas funciones es, de inmediato, la nobleza. La nobleza territorial de la Edad Media es requerida a transformarse en una nobleza cortesana, servidora del rey, que ha de gobernar un amplio territorio. Cuando la nobleza se niega a este servicio (esta resistencia es mayor en los países católicos), la monarquía acude a la burguesía, a la que ennoblece. De este modo se produce cierta división en la nobleza y también en los criterios que sigue la administración. b) Como los nobles no se adscriben por entero a la gestión administrativa -y muchos se resisten a ella-, las jurisdicciones territoriales permanecen. El territorio del estado monárquico absoluto está compartimentado. Existe un aislamiento de zonas, limitadas además por
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diferencias legislativas y por aduanas. Persiste la adscripción, al menos de hecho, y la libre circulación de productos encuentra impedimentos. Las redes comerciales y administrativas no son muy densas y están más bien superpuestas. Esto da lugar a un distanciamiento entre comercio y agricultura, reflejado en cierto modo por la oscilación desde las formulaciones mercantilistas a las fisiocráticas. c) El poder central cumple, con el uso de su administración, funciones exteriores e interiores. Las primeras son la guerra y la diplomacia (más adecuadas para la vieja nobleza); las segundas consisten en una labor de policía, un esfuerzo de fomento (ya hemos dicho que el Estado asume la gestión de la prosperidad) y el logro de recursos económicos. Manifiestamente, el aparato administrativo supone gastos bastante cuantiosos que han de subvenirse con impuestos y con otros procedimientos. A través de sus funciones interiores el Estado se relaciona con la burguesía. El señor feudal obtenía sus ingresos de la tierra. Pero las necesidades de la monarquía central han aumentado. En la medida en que acude a la imposición territorial arruina a la nobleza, la cual además pierde progresivamente su competitividad económica ante el nuevo nivel de gastos. La corona no es capaz de compensar estas pérdidas por otorgamiento de beneficios a cambio de servicios, a no ser que expropie los bienes eclesiásticos -como hizo en Inglaterra- u ofrezca una oportunidad de enriquecimiento por asociación a sus aventuras exteriores, que para ello han de ser de tipo colonial, pues las guerras continentales tienen un saldo deficitario. También Inglaterra adoptó este procedimiento: guerras de piratería con España, luchas marítimas con Holanda para lograr la hegemonía naval, conquista de la India. En estas condiciones los nobles pueden pactar con la monarquía y después con la burguesía e integrarse como gestores de sus propios intereses en la política nacional. El parlamento inglés y la próspera estabilidad a lo largo del siglo XVIII señalan la existencia de una minoría dirigente sólida y suficientemente remozada. España practicó una política monetarista descompensada basada en el trasiego de metales preciosos americanos -el quinto real, por ejemplo, era la subvención real- gastados en Europa; y no fue capaz de evitar el empobrecimiento de la nobleza insuficientemente integrada y, por lo mismo, desempleada. Gran parte de los nobles españoles son mendigos de empleos reales, impedidos como están de dedicarse al comercio que acarrea la pérdida de su condición (el informe de Jovellanos sobre el Montepío de la nobleza refleja bien el estado de cosas a finales del siglo XVIII). Aunque la máquina administrativa creada por Felipe II era muy considerable, el ascenso de la burguesía a los niveles superiores de gobierno no se logró hasta Carlos III. Pero el proyecto de este monarca
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no tuvo continuidad, debido, entre otras cosas, al fracaso del modelo francés y los acontecimientos subsiguientes. No debe olvidarse que forma parte de los ideales burgueses el ennoblecimiento. Pero la nobleza creada en el siglo XVIII no tiene base territorial. Para entender el caso francés conviene tener en cuenta: 1º. El escaso éxito de su proyecto colonial y el estrangulamiento del comercio marítimo por la interferencia inglesa. Ante la derrota naval se busca la hegemonía continental. La posición de Francia y la anulación de Alemania a consecuencia de la guerra de los treinta años permiten intentar el control del comercio continental. Esta línea política culmina con Luis XIV, pero las guerras entabladas acarrean la quiebra económica de la corona. 2º Francia es un país muy estamental, con un gran pasado medieval. Los altos cargos eclesiásticos están a cargo de figuras de la nobleza (recuérdese también la personalidad de Richelieu y Mazarino). La impermeabilidad de las capas sociales contrasta con Inglaterra, sobre todo si se tiene en cuenta el auge de la burguesía francesa. La nobleza togada se encarga del gobierno interior a nivel regional. La perplejidad de Montesquieu ante el sistema inglés es muy significativa. 3º. Francia es un país de agricultura muy rica. Por eso la nobleza territorial no se arruina y mantiene la distancia con la burguesía, que comercia con las colonias y sobre todo con Europa. 4º. La base financiera de la monarquía es, en consecuencia, endeble. Sólo las colonias proporcionan al rey subsidios personales: los impuestos territoriales no se recaudan de forma adecuada, pues, debido a la fuerza de los estamentos superiores, no se actualizan -los estados generales no se convocan desde 1614-. En la segunda mitad del siglo XVIII, el aislamiento de la metrópoli y los gastos de guerra ponen al descubierto la insolvencia de la monarquía. El problema es quién va a pagar. Los ministros de Luis XVI -Necker, Calonne, Turgot, Loménie de Brienne- acaban inclinándose por la solución fisiocrática, es decir, tratan de sacar el dinero de la tierra, lo que requiere reestructurar la imposición. La medida no va contra la burguesía (que pertenece al estado llano y no plantea dificultades al respecto), sino contra la nobleza. La nobleza reclama la convocatoria de los estados generales porque estima que la reforma tiene alcance legislativo -afecta a sus privilegios- y, de acuerdo con las ideas del momento, precisa una nueva constitución. Por su parte, la burguesía decide no quedar al margen: para cambiar las leyes hay que contar con nosotros; si pagamos impuestos exigimos poder político. Es 1789. La permanencia de la estructura feudal medieval en un marco inadecuado desencadena la revolución francesa. En España, la pérdida del suministro de dinero
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americano por el aislamiento naval y la guerra del Rosellón induce a Godoy a intentar la desamortización, con el consiguiente escándalo. d) El orden dualista centro-territorio, característico del Antiguo Régimen, alberga a aquel elemento que empezó a sentirse en el siglo XII y que sigue desarrollándose en la Edad Moderna: las ciudades. Aquí se sitúa la burguesía, en la cual, como se ha visto, la monarquía ha buscado su base económica. Burgués significa hombre de ciudad; pertenece al tercer estado pero no es un villano porque no vive en el campo; tampoco es noble aunque siente el atractivo de ennoblecerse a medida que aumenta la conciencia de sus méritos y de su importancia. El tipo de ocupaciones del ciudadano, además de las relaciones con la corte y la administración, consiste en el comercio y en el cultivo del saber. Paulatinamente, la cultura y la ciencia van pasando del clero al laico (tradicionalmente iletrado). Así se distingue el burgués de negocios y el intelectual. El burgués ilustrado es extraño a la dualidad centro-territorio de la organización, porque no se asimila a ésta, ni a la nobleza, ni al estado llano (la burguesía es una diferenciación o calificación dentro del estado llano, en este caso por la ilustración). Por su falta de incorporación es un crítico y a la vez un pedagogo y un reformista utópico. No estima el pasado, que le parece supersticioso y oscuro; ni el presente en lo que tiene de irracional (en el siglo XVIII, sin embargo, la burguesía es agitadora en dosis mínimas. Voltaire, por ejemplo, es un apologista de la nobleza). Para el ilustrado lo irracional es la vida, lo orgánico, pues su racionalismo está tomado de la mecánica y tiende a la abstracción vacía o al binomio de conocimiento y poder (planteamientos de Bacon y Descartes). Sin embargo, la razón ilustrada se presenta como factor de emancipación: el desarraigo se compensa y se justifica con ella. Ahora bien, el estilo mental de los ilustrados del XVIII es superficial. Trivializaron la gran tarea pensante de la segunda mitad del siglo XVII. No fueron sistemáticos -el criticismo no es buen compañero del pensamiento sistemático-, sino mas bien fragmentarios e inconexos. Esta dispersión y ausencia de fundamentación es intensamente vivenciada por los pensadores románticos. El romanticismo es otra actitud espiritual que tiñe el siglo XIX (en especial la restauración), al lado del positivismo, y llega hasta nosotros. Hegel es el máximo pensador del romanticismo. Una buena parte de las burguesías ilustrada y romántica formaron la llamada burguesía de agitación. C) La crisis del antiguo régimen: a) El mercado.
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b) La economía. c) La industria. d) La revolución francesa. Ahora bien, en lo que respecta a la organización, la crisis efectiva del Antiguo Régimen se debe, más que a los ilustrados, a la evolución de la burguesía comerciante. Después de todo, esta dimensión de la burguesía era un apoyo del absolutismo y no unos descontentos marginados; por eso, su evolución contribuye de modo directo al derrumbamiento de la organización establecida. a) Seguramente el motivo de fondo es terminar con las jurisdicciones territoriales. Como correlato del centralismo monárquico, las jurisdicciones son un obstáculo a la libertad de movimiento dentro del territorio organizado; son además su estrato subyacente como residuo de feudalismo. Por una parte, las aduanas interiores, los derechos de paso, los particularismos en las costumbres, el proteccionismo -no sólo económico- que las jurisdicciones entrañan, son contrarios a la constitución de un mercado general, al llamado mercado libre. Por otra parte, las jurisdicciones comportan la adscripción de una buena parte de la población al territorio y, por lo mismo, su inmovilización, algo así como su amortización, una situación extra commercium. La noción de mercado se corresponde a nivel de actividad económica con aquella indeterminación espacial a que hemos aludido como contraria a la idea de espacio diferenciado psicológica y cualitativamente. La indeterminación del espacio, aplicada ya a la cosmología, va a instalarse ahora en el ámbito de la organización social. Ello equivale a dejar franca a la sociedad, desde un punto de vista territorial e informativo, para el construccionismo económico. Claro está que esta interpretación del mercado se hace explícita cuando la producción económica encuentra el modo de organización funcional que hace posible un aumento hasta entonces insospechado, y se afianza con el progreso de los medios de transporte. El principio de la libertad de los mares se corresponde con la importancia del transporte marítimo. El principio de la libertad de mercado territorial se consolida con el ferrocarril. b) El significado de dinero va también a experimentar una modificación de gran alcance que lo vincula más íntimamente con la dinámica productiva. En su sentido clásico -ya captado por Aristóteles- el dinero es el modo genérico de fijar correlaciones de valor en los intercambios: es lo que permite comparar un bien con todos los demás. Por otra parte, el dinero es un modo de sufragar los gastos de actividades sin significado económico. La monarquía acudía al dinero como medio de pago y
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aprovechaba el comercio para aumentar los ingresos, es decir, para lograr una masa monetaria que representaba la riqueza entendida como garantía de recursos disponibles para una gestión y una competencia en la pugna entre poderes. Es el dinero como requisito, como condición antecedente, como alimento para actividades ulteriores, cuyo ejercicio necesita ser asegurado frente a las fluctuaciones de la adhesión personal. Dicho sentido de la propiedad fue teorizado por Locke. Esta utilidad del dinero es menos importante si las relaciones de cooperación humana están regidas por vinculaciones jurídicas de contenido moral y con ello se explica la diferencia de concepción entre la organización medieval y la del Antiguo Régimen. El dinero se perfila como un modo de lograr que los otros hagan lo que por otros motivos no quieren hacer. Ya la crítica de Platón a la organización basada en el dinero arrancaba de aquí. A pesar de todo, la concepción del dinero del monetarismo mercantilista es todavía estática o no íntegramente económica, justamente por el aludido escalonamiento de actividades. La comprensión del dinero como integrante de la actividad económica estricta o puramente considerada como tal -cabria llamarla razón económica pura recordando a Kant-, no está todavía lograda. Esto se corresponde con la función de control de la economía a que el rey absoluto se compromete como gestor de la prosperidad nacional. Pero, como hemos visto, a mediados del siglo XVIII la monarquía se arruina. La sentencia fue inapelable: la gestión monárquica es poco eficaz, no se ajusta a una racionalidad económica correcta y no puede cumplir su compromiso (es revelador que el lujo de la corte borbónica no moleste a nadie, sino el que administre mal. Es la idea de mal gobierno). Frente a este fracaso era posible ya esgrimir una sustitución: una ilustración económica, es decir, una ciencia de la economía política. Esto implica que cabe dar una respuesta a la pregunta por la causa de la riqueza de las naciones. Es la obra de los llamados economistas clásicos, una aportación inglesa. Es evidente que la ciencia económica, la emancipación racional de la economía, conlleva un traspaso del compromiso monárquico: es posible enriquecerse y precisamente al margen de la gestión estatal, o sólo así. Otra cuestión es si el compromiso se cumplió o cómo se cumplió. Todavía seguimos discutiendo esta cuestión en que también han terciado burgueses ilustrados y románticos. En aquel momento la burguesía había descubierto una nueva función del dinero. Para describirla es oportuno recordar que en la economía de base agrícola el cobrar intereses por el préstamo dinerario se consideraba inmoral e ilegal: usurario. Aparte de la importancia escasa de la moneda en los intercambios, simples trueques muchas veces (había además poco dinero por lo que su valor de cambio era infrautilizado), la razón de ello ha de verse en la carencia de una fecundidad propia del dinero, metal inerte,
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sin vida. El negocio de préstamo de dinero no tenía justificación. No era lo mismo cuando se trataba de un campo: la percepción de una renta por su alquiler era correcta porque el campo es productivo; pero el dinero, de suyo, no lo era. La diferencia entre uno y otro caso era llamativa y, al final, el episodio fisiocrático la consagró. A mediados del siglo XVIII empieza a percibirse que el dinero es productivo y no sólo a la manera de la tierra; en rigor se descubre que trabajando de acuerdo con determinadas técnicas racionalizadas se puede aumentar la base productiva. Es lo que se llama capitalización o inversión. El taller puede generarse como consecuencia de la actividad que en él se desarrolla; las fábricas hacen fábricas como el ganado cría ganado. Sin embargo, la ganadería depende de la tierra y está limitada en su crecimiento por ella. El cultivo de la tierra permite obtener un producto pero ese producto nunca es tierra (pueden comprarse, roturarse o descubrirse nuevas tierras, pero la actividad humana a ellas aplicada no las aumenta). Surge así la noción de industria. La diferencia con la tierra es ahora favorable a la actividad industrial, que viene a ser algo así como una agricultura en que el producto fuese o pudiera ser, un nuevo campo. La economía se libera del fijismo de la base territorial y se hace progresiva -indefinidamente, como se dilata el espacio, al menos en principio-. El dinero ya no es una cosa muerta; está animado en la misma medida en que se asocia a la actividad humana regida por la razón. La economía se hace futurista. Hegel captó con nitidez la idea ya en 1802, si bien en el siglo XIX no se conoció este aspecto de su filosofía cuya publicación es póstuma. Además Hegel no tenía simpatía por el maquinismo. Marx sacó de esto, ante todo, una convicción antropológica: el hombre es el productor por excelencia; es la hipostatización de la noción de fuerza productiva como base de la interpretación de la historia (costó mucho tiempo disminuir el prestigio de la propiedad de la tierra. La riqueza se confundía con ella, y se resistía a identificarse con la propiedad no inmobiliaria). El dominio de la naturaleza por el hombre, la aspiración básica de la razón ilustrada, parecía por fin asegurado. Como además los productos industriales se conservan en el transporte son sumamente aptos para el comercio. Por lo tanto, el comercio debe separarse de su servicio a la gestión administrativa del Estado monárquico. La emancipación de la economía es de mayor alcance histórico que las utopías de la otra rama de la burguesía. No es extraño, pues, que este utopismo se proyectara sobre el industrialismo. El enfrentamiento entre la ideología liberal y la socialista se concentra aquí. c) La industria altera el orden existente. En definitiva, la industria es una creación de la burguesía. Representa una síntesis parcial de los dos
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tipos de actividad que se asientan en la ciudad: el comercio y la técnica científica. Desde luego, el proceso de capitalización es expansivo y el problema primario de la industria consiste, por una parte, en colocar sus productos (de otro modo queda estrangulada) y, por otra, en contar con los elementos humanos necesarios para la marcha de una actividad que, por su intrínseca manera de ser, tiende a aumentar. En suma, la industria depende de la apertura de mercados y de la contratación de personal. Por eso choca con las jurisdicciones territoriales: las circunscripciones deben desaparecer para que haya mercado, y la adscripción a la gleba ha de eliminarse en favor de la contratación de personal. La burguesía industrial tuvo que destruir la organización anterior para desplegar su propia inspiración. En cierto modo la dinámica de la capitalización devastó la organización social, aniquiló las instituciones en que la vida humana se alberga y puede crecer con serenidad, de acuerdo con su propio ritmo. Al igual que la infinitud espacial dio lugar a la sensación de desamparo cósmico, la apertura del espacio social al constructivismo económico provocó la inseguridad, el vació, la ausencia de acogida, de respuesta social a los requerimientos humanos profundos. El dualismo individuoEstado, es decir, la desaparición de las llamadas instituciones intermedias, es una simple abstracción que expresa mal la dureza de la situación. Hegel pensaba que el aumento de la riqueza no era capaz de pagar el empobrecimiento de lo humano en el hombre. En rigor, la industrialización exigía, se tragaba, las energías humanas, y las devolvía en forma de producto transformado. Pero esto no es una compensación suficiente. La responsabilidad social que la industria echó sobre sus propios hombros fue tremenda porque, como paulatinamente se hizo patente, debía hacer las veces de las instituciones que desplazó. Como falló al respecto, se buscaron sucedáneos. Lo cual equivale a decir que el tema de la organización fue objeto de planteamientos confusos. d) El Antiguo Régimen terminó en la Europa occidental con la Revolución francesa. En Norteamérica un poco antes, con la independencia colonial. En Europa central duró hasta 1918. En Rusia la administración zarista alcanzó un alto grado de complicación. Al llegar a cierto escalón en el ascenso administrativo se adquiría la nobleza. La burguesía rusa ilustrada es, descompensadamente, burguesía de agitación. Reseñemos brevemente la Revolución. Al principio, conviene volver a decirlo, corrió a cargo de la nobleza la resistencia a la desaparición de la parcelación territorial y a la correlativa modificación de la legislación y de la administración (en rigor, este último cambio estaba de acuerdo con sus intereses, pero era el punto más crítico y sus consecuencias se le
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escaparon). La monarquía central no puso demasiado empeño en conservar aquella estructura que era incompatible con las exigencias de expansión propias del industrialismo. Ya se dijo que mediado el siglo XVIII la monarquía hace un esfuerzo para una mayor integración de la burguesía. Era difícil evitar el embrollo y perfilar los fines con justeza. Hubiera requerido más tiempo, o comenzar antes, como hizo Inglaterra. La Revolución tiene dos fases. Una primera es la Gironda (tal vez su paralelo en Rusia es Kerensky, pero sobre todo Trostky). La segunda son los jacobinos (los bolcheviques en la línea de Lenin o Stalin en Rusia). La primera fase de la Revolución francesa es una especie de conspiración a que se suman elementos burgueses incrustados en la administración cuya intención es neutralizar el poder central. El tiro no estaba bien dirigido, pero a la nobleza le preocupaba su propia supervivencia que dependía del destino de la renta agraria -coyunturalmente afectada por la elevación de impuestos: un recurso monárquico- y a la burguesía le interesaba, en cambio, la nivelación social y un aumento de su influencia en el poder. Por eso, el acuerdo entre los dos grupos, por lo menos en aquel momento, ocultaba una divergencia de intención. En resumidas cuentas, el primer momento revolucionario provoca la crisis del poder central. La subyacente insolidaridad de nobles y burgueses coincidentes en el ataque a la corona produce una resultante paradójica inevitable: un vacío de poder y, por lo tanto, la tendencia a llenar ese vacío. Ningún objetivo decisivo se había conseguido, salvo una desocupación, pues la adaptación del rey, su respuesta activa, faltaba. Nuevos elementos procedentes de la burguesía de agitación, que estaban a la expectativa o se radicalizaron en el curso de la revolución, intentan la ocupación del poder central. Sin embargo, el salto era muy brusco y la utopía conduciría al marasmo. La reconstrucción del poder central es obra de Napoleón, un poder militar cuya intención organizadora se proyecta hacia la continuación del propósito de hegemonía en el continente. Inglaterra vuelve a interferirse y la oposición de los países todavía en manos de monarquías absolutas anula la aventura. Cuando cae Napoleón se instaura justamente la situación jacobina en la cual se renueva con mayor sentido de la realidad el pacto entre la burguesía y la nobleza con creciente predominio de la primera. En Rusia hubo también la tentación de proseguir la revolución mediante un régimen militar pero no jacobino. Esto es Trostky. Stalin logró eliminar a Trostky y representa la restauración del poder central a través de una versión jacobina del Partido Comunista. Rusia se ha saltado el siglo XIX europeo y ha congelado una de sus ideologías.
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III. LA ORGANIZACIÓN EN EL SIGLO XIX: Consideremos ahora la organización que deriva de la crisis no resuelta del poder central a principios del siglo XIX. El ascenso de la burguesía a lo largo del siglo significa que una minoría del antiguo estado llano se constituye en el grupo históricamente activo. Pero hay un residuo mayoritario del mismo estamento. A medida que la burguesía de negocios desarrolla la actividad capitalista, el resto del estado llano pasa a formar de modo progresivo, en el ámbito de la nueva organización de la actividad, la mano de obra de esta modalidad de economía. Son los obreros, a los que Marx llamará el proletariado. A) La distribución del poder. Los ingleses habían afianzado en el siglo XVII el régimen parlamentario como un régimen de minorías, o pacto de la nobleza con la monarquía central para limitar su poder y con los burgueses para no ser desplazada por ellos. Cuando la monarquía conserva su carácter absoluto prescinde del parlamento (las viejas Cortes no son necesarias si el impuesto sobre la tierra no es una fuente importante de la Hacienda real). Esto permitió también una mayor continuidad: en Inglaterra la posesión de la tierra lleva consigo la administración de justicia en primera instancia hasta avanzado el XIX. Del parlamento en su figura inglesa moderna va a echar mano la burguesía en el siglo XIX para desarrollar su propio estilo de actividad sin interferencias. Como se ha visto, al debilitarse el poder central, aparecen minorías políticas cuyo proyecto consiste en ocuparlo y consolidarlo. En este momento tal proyecto es sostenido por un sector de la burguesía de agitación, es decir, de una línea de prolongación de los jacobinos. Mientras este sector es mantenido a raya se instaura con el parlamento burgués al llamado régimen liberal, o lo que es igual, se logra reducir el poder del Estado. Es una dinámica sorprendente pero también aleccionadora. Los procesos históricos de las organizaciones son paradójicos y muy diferentes de las interpretaciones ideológicas. El régimen liberal significa la desaparición del papel central de la monarquía. En su lugar aparece, o bien un régimen republicano, o bien la monarquía parlamentaria, que tiene poco que ver con la monarquía absoluta, pues es un poder central pero débil o neutralizado. Los grupos burgueses no quieren en modo alguno repetir la administración anterior porque entienden que su propia actividad constructora puede y debe funcionar al margen de la administración y servirse de ella según les convenga. El Estado liberal renuncia a proporcionar la prosperidad. Es el lema de Guizot: ¡enriqueceos! Se entiende: por vuestra cuenta. El Estado solo proporciona libertad y orden público (para los burgueses).
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Ahora bien, la disminución de la cantidad de poder es sólo aparente. Acontece más bien que se distribuye, y que la parte mayor corresponde a la dinámica de la economía capitalista. La expresión de Guizot lo trasluce. Si la dinámica social no fuera ejercida por otra instancia dominante sería imposible en términos ilustrados la disminución del poder del Estado. Y esto quiere decir que los fines no han cambiado o, en todo caso, que el interés por la riqueza no ha hecho sino aumentar. Por eso la justificación ética del liberalismo frente al absolutismo encierra un equívoco o es mera ideología. Si la entraña de la actividad humana es tan sólo económica, si no hay un orden de actividades y de fines, el logro de la libertad frente al Antiguo Régimen consuma un deterioro antropológico; es un progreso pero no hace crecer al hombre, sino que rebaja su nivel y crea una nueva forma de subordinación. Tenemos, en suma, de un lado, una organización administrativa que es un residuo del Antiguo Régimen, y, de otro, un potente núcleo de organización ejercido por la actividad estrictamente económica según la nueva configuración que la industria trae consigo. Este dualismo se instala en Europa con algunas excepciones. Rusia y Austria siguen esencialmente en el sistema anterior. Alemania ensayó una especie de diarquía entre una administración no desmontada (debido a un retraso en la unificación nacional) y los nuevos agentes históricos. El poder central prusiano procedió con habilidad. El Estado alemán organizado por Von Stein y fortalecido por Bismarck (que aplica las ideas de List) es una monarquía absoluta hasta 1918, pero favoreció la industrialización de Alemania (posible por la existencia de importantes núcleos científicos e industriales y por un proteccionismo decidido) y dictó las primeras leyes sociales. Bismarck quiere hacer un país y no es un maníaco de la economía. Los anglosajones y los países latinos fueron por otro lado. Estos últimos se encontraron con que el episodio napoleónico no fue capaz de reconstruir el poder político. Se volvió a intentar y no se pudo. B) La omisión organizadora: a) Deslocalización. b) Vacío ético. c) Laicismo. La organización del siglo XIX es característicamente dual. Pero a la dualidad centro-territorio le sucede un sistema dual en el seno mismo del poder. Y esto quiere decir que la organización se divide en dos: hay una organización económica y una organización administrativa. El capitalismo, la instancia organizadora que se ha colocado, debilitándola o no, fuera de la organización administrativa, es el factor dominante y reclama el
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principio de mercado libre. En el plano internacional, el principio de libre comercio es mantenido por los países de mayor desarrollo industrial: en concreto Inglaterra. a) Al lado de la libertad comercial, el capitalismo propugna la libertad de trabajo, o mejor, su libre contratación. De ellas resulta la libertad de fijar el domicilio. Este modo de libertad es básica en el liberalismo, y se ha hecho tónica de vida de la que nos costaría desprendernos, pero ni siquiera la notamos, porque, digámoslo así, no nos falta en general. Sin embargo la libertad de desplazamiento no ha regido en el mundo europeo hasta el siglo XIX y en oriente no existe apenas. La América independizada, que parece liberal por nacimiento, es el escenario por excelencia de la movilidad territorial. La libertad de trabajo comporta como ventaja la liberación del siervo respecto de la adscripción territorial, la posibilidad de moverse en un espacio más amplio. Pero en contrapartida ese hombre libre de instalarse donde quiera es reclamado por la iniciativa industrial como mano de obra. Esto equivale a su traslado a la ciudad, de la que muchos obreros no son originarios -ésta es su diferencia primaria respecto de la burguesía-. Ahora bien, aparte de que ello significa con frecuencia una nueva fijación y un hacinamiento, la acogida del obrero por el sistema industrial es muy precaria. El contrato de trabajo no es una vinculación pública o política del trabajador al capitalista, sino que configura una relación privada por la cual una de las partes presta su trabajo y la otra el salario. La relación entre el obrero y el patrono queda reducida a esto. Es el trabajo como mercancía, o en definitiva, el hecho de que el obrero, liberado de la servidumbre feudal, se encuentra no acogido por otra organización, sino socialmente a la intemperie, desamparado. Y ello mismo impide al obrero fijar sus propias exigencias salariales; no está organizado, sino en una organización que no lo acoge. Aunque su marcha a la ciudad sea el remedio de alguna necesidad de subsistencia -en otro caso ¿por qué iría?jurídicamente no es ninguna mejora, y éticamente es una pérdida. El obrero industrial del XIX es la masa de población occidental caracterizada: - por ser una parte del estado llano desvinculada de sus adscripciones o asociaciones anteriores; - por una descalificación cultural (carece de la ilustración burguesa); - por haber adquirido una libertad de trabajo y de desplazamiento que no significa su incardinación en ninguna otra organización; - y por el hecho de percibir un salario bajo. b) Este vacío de organización en el seno de lo que cabe llamar, con un término algo posterior, la empresa no puede ser compensado por el poder
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estatal debilitado. Además, todas las instancias organizadoras territoriales -regionales o locales- han sido desmeduladas por el famoso binomio individuo-Estado. Y lo mismo que el Estado ha renunciado a la gestión de la prosperidad, el capitalista se desentiende de la organización de los obreros, lo cual, más que una dejación, es la consecuencia de entender que la entraña de la actividad humana es económica e individualista; la organización interhumana con valor ético es un fin superior que se desvanece con la tesis antropológica anterior. c) La mutación histórica de la organización muestra a las claras un carácter equívoco, una incoherencia. Según se ha visto, el absolutismo monárquico destruye el Imperio y debilita el poder espiritual de la Iglesia. El Pontificado y el Episcopado quedan aislados por el regalismo absolutista. Aunque esta desconexión no afecte a la ortodoxia, asegurada por el Concilio de Trento (no hay concilios desde 1563 hasta 1869), comporta el bloqueo de la organización. La tarea de la formación corre a cargo de los párrocos, y de las órdenes y congregaciones religiosas. Estas últimas logran un saneamiento disciplinar y ascético. La Compañía de Jesús se ocupa, en la primera fase de la Edad Moderna, de dar tono a la nobleza y de evitar su descristianización. Por su carácter supranacional las órdenes religiosas son menos afectadas por el poder real y conservan la conexión con Roma; por su parte, el clero parroquial no pertenece a la nobleza y puede permanecer al margen de los acontecimientos. Es significativo que la intención sectaria de la burguesía ilustrada apunte a estos elementos eclesiásticos y deje bastante al margen al episcopado y al clero secular. Al sustituir el estamento superior, la burguesía es un protagonista histórico alejado de la influencia espiritual de la Iglesia. También el episcopado termina arrinconado, así como los párrocos cuando se puede prescindir de su tarea pedagógica. El liberalismo entiende que la Iglesia pertenece al pasado y sólo la tolera como resto a extinguir. La razón ilustrada se presenta como sucesora de la religión. Esto quiere decir que la organización política y social atraviesa en el siglo XIX una grave crisis: una crisis acumulada, una supresión de factores pertinentes. Y la crisis se corresponde con el equívoco acerca del significado de la mutación histórica. La experiencia del equívoco corre a cargo del romanticismo: por vivir esa experiencia, el hombre romántico es el hombre moderno en crisis, o la crisis adentrada en la intimidad, sufrida. El diagnóstico especulativo del romanticismo y el intento de su solución en forma de sistema total es la obra de Hegel. En la continuación utópica de la ilustración y en su versión positivista el equívoco no se percibe o desemboca en la utopía ideológica. C) La prevalencia de la organización del espacio:
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a) Individualismo. b) Capital, mercado; producción, consumo. c) Las asociaciones obreras. d) Las internacionales. Si nos atenemos a lo esencial, el equívoco de la mutación histórica de la organización en su correlación con la crisis humana estriba en la anulación de los factores no territoriales. Salta a la vista la descompensación: la organización versa sobre el espacio; lo que se discute, lo que monopoliza la atención, es el modo de ordenarlo; lo prescindido es la ordenación de lo distinto del espacio, es decir, el vector temporal del existir humano y su destino eterno. La obsesión espacial del absolutismo monárquico es patente: es ello lo que le lleva a neutralizar las instancias organizativas medievales de índole no territorial. Por su parte, el industrialismo concentra su intención en la liberación del espacio, en la exclusión de sus diferencias cualitativas y de sus compartimentaciones. El nacionalsocialismo, mas tarde, acuña la noción de Lebensraum. Dicho rápidamente: la Edad Moderna consiste política y socialmente en la interpretación espacial del cosmos, en la eliminación de la equivalencia entre hoc mundum y hoc saeculum. Ahora bien, esto es un puro equívoco: - Por lo pronto, en lo que se refiere a la noción de secularización: se confunde lo terrenal con lo secular. - En segundo lugar, por lo que se refiere a la esperanza humana, que es tergiversada si se vierte en el espacio: la esperanza es la fuerza del homo viator; pero la esperanza dirigida al espacio tiene como limite a la muerte, es incapaz de traspasarla. - En tercer lugar, en lo que respecta a la historia misma y a sus mutaciones, las cuales se hacen incoherentes o incontroladas en la misma medida en que no se organizan según el tiempo. - En cuarto lugar, en orden a la ciencia moderna, que consagra la superioridad del tiempo respecto del espacio desde Galileo; por eso decía que la ilustración del XVIII es una trivialización de la gran hazaña científica de la segunda mitad del XVII. - En quinto lugar, en lo que respecta al capital y a la empresa, pues el capital no es una instalación sino un proceso con una índole propia. Pero la índole temporal del capital no es comprensible con un modelo mecanicista, ni tampoco mediante la dialéctica, y en el siglo XIX no se entendió. a) Un aspecto decisivo de la penuria organizadora es la ausencia de organización del trabajador industrial.
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Por lo pronto, la industria se desentiende de la organización, y el obrero no se integra en ella de un modo formal sino material: emplea su esfuerzo en una estructura formal a priori; es un productor que no participa en la forma de la actividad, sino que más bien queda sujeto a ella y en su fase intermedia, es decir, no toma parte ni en la decisión ni en el resultado, que sólo se le adscribe como consumidor, es decir, a extramuros de la empresa. Pero además, la ideología liberal no le permite asociarse. La tesis es conocida: si se concede libertad (a la iniciativa burguesa) todo se arreglará a la larga. El valor funcional de la tesis presupone esta otra: cada uno ha de buscar su propio interés, y exclusivamente su propio, individual, interés. La conculcación de la tesis -el altruismo, por ejemplose entiende como una ficción, más aun, como contraria a la naturaleza humana. Esto no es una broma. El hombre consiste en la búsqueda del propio interés: si algo se opone a ello va en contra del hombre (nótese: si algo se opone a mi querer y yo quiero lo que me interesa -suponer otra cosa es absurdo-, me inhibe, me niega); si yo me empeño en no cuidar de mi interés, soy irracional, no soy yo y además soy un entrometido, un zascandil si quiero ser el gestor de otro -nadie puede ser otro, hacerse cargo de su interés: esto seria tutela, impedir la emancipación-. Y si no me preocupo de mí ni me entrometo, no cuento; si me inhibo de mí, no tengo derecho a que nadie me supla, pues esto es contrario a la naturaleza que encomienda a cada uno el cuidado de sí. Esta coincidencia de razón, naturaleza y atomismo voluntarista es nominalismo craso. Si se acepta, es claro que la fórmula social es sólo una e insustituible: cada uno a lo suyo, sin trabas para hacerlo -libertad- y haciéndolo con la máxima intensidad -capitalismo-. Sólo así las cosas irán bien o se arreglarán; de cualquier otro modo las cosas irán mal -contrariándose en su estricta mismidad- o no irán en absoluto. La sustancia representativa del régimen parlamentario se disuelve con ello. El Estado cuida de la libertad y del orden económico sólo de un modo negativo, o sea, eliminando lo que se opone a las tesis anteriores. Así pues, el binomio individuo-Estado puede entenderse con extremo radicalismo: sólo individuo y el Estado como garantía de tal soledad. Si el individualismo se siente convulsivamente, como pura arbitrariedad, tenemos el anarquismo (Stirner: el único). Pero ni los anarquistas, ni ningún otro sector de la burguesía de agitación superaron la virulencia de estas tesis en que se formula la autogestión en régimen solipsista, o la sustitución del absolutismo monárquico por otro absolutismo más radical. Por lo demás, es manifiesto que el orden atomizado solo es susceptible de representación espacial: el vacío y el lleno, como en Demócrito: una trivialización de Newton cuyo atomismo tiene otro sentido. Cierto que se trata de una ideología, pero no de una superestructura o reflejo fantástico; acontece, sin duda, que este
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espacialismo sin resquicios es un ocultamiento de la índole temporal del capital. Pero esta índole se ocultó a lo largo del XIX. Una consecuencia inmediata de las tesis básicas del liberalismo es la siguiente: si cada hombre ha de buscar su propio beneficio, no puede asociarse, porque asociado no puede buscar su propio beneficio: la asociación es contraria a la naturaleza. En suma, Rousseau y Locke fusionados more geometrico. Pero esta fusión es imposible y su discordancia será uno de los contrastes en que se debatirá el hombre romántico. Si la asociación es contra la naturaleza y por tanto contraria al bien público (el orden de los átomos autogestionarios) corresponde al Estado gendarme prohibirla. Y en concreto, la asociación obrera. Así se hizo: en Francia en 1792 -ley Chapelier-; las trade unions en Inglaterra son prohibidas en 1799. Con esto el obrero queda bloqueado desde el punto de vista de la organización. Se le prohíbe organizarse en nombre de la libertad (y de la igualdad: todos los átomos son iguales; sólo que el que actúa de acuerdo con su naturaleza se enriquece, y el que la traiciona no. De aquí el régimen censitario: si han de gobernar los mejores el gobierno es de los ricos). Aunque sea razonable prohibir las asociaciones es posible admitir una coincidencia de intereses. Los intereses son individuales pero esto no impide su semejanza. La noción de círculos de semejanza es usada por Hume a principios del XVIII para explicar las ideas generales. Pero las semejanzas van siempre acompañadas de contrastes (esferas rojas y negras: coinciden en la figura; esferas rojas y cubos rojos: coinciden en el color), son tan particulares como los individuos y no son abarcantes: no hay semejanza entre todas las cosas, sino como indeterminación vacua. Este nominalismo epistemológico es paralelo a la fórmula de la sociedad anónima empleada para la constitución del capital y su gestión. Pero también marca el estatuto teórico de la noción de clase y de lucha de clases, inventadas desde luego por el empirismo nominalista liberal. La sociedad anónima es incapaz de albergar una organización obrera. Los círculos de semejanza son excluyentes, externos entre sí. Cuando se trata de semejanzas o clases de intereses la exclusión es oposición. b) Asimismo, el mercado se asimila al espacio. El espacio es más extenso que los átomos y por eso permite su movimiento. Esto significa: la formula liberal para la constitución del capital está descompensada respecto del mercado; la sociedad anónima es menos amplia que el mercado. En el mercado concurren la pluralidad de masas de capital constituido; esta concurrencia es una competencia. El mercado tiene una función de sanción y, por lo tanto, la constitución del capital implica un riesgo. A un observador atento que acepta las tesis liberales reseñadas la
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aparición de la idea de riesgo le alerta y le estimula. El riesgo es una contrariedad respecto del interés autogestionado: es un aventurarse con peligro de pérdida de capital, es decir, de empobrecimiento. La dinámica contradictora del capital que expone Marx es una exégesis unilateral de la aventura arriesgada: el aumento del empobrecimiento es inevitable. Pero la cuestión puede analizarse de otro modo. Sugiere, sin duda, que el capital presupone el mercado y está subordinado a él (algo parecido a la aprioridad del espacio en Kant; también para Newton el espacio es a priori). Esta sugerencia consagra el predominio del espacio a que hemos aludido: hay capital porque hay mercado. Incluso M. Friedman sigue pensando así. Sin embargo, para un ilustrado el riesgo es irracional, pues el autogestor racional de sus intereses no puede fracasar salvo que su racionalidad sea limitada. En Kant, la aprioridad del espacio comporta que es una forma de conocer y en Newton que es el sensorio de Dios. Además, la idea de sanción es percibida por un mito. La sanción no es otra cosa que un fracaso atribuible a un déficit de racionalidad. La solución tiene que estar en el conocimiento del mercado. El mercado ha de ser transparente; si no lo es debe haber un factor distorsionante, es decir, que no se comporta de acuerdo con las tesis básicas. Según su naturaleza el mercado ha de ser ante todo un suministrador de información para el capitalista, de acuerdo con la cual éste gradúe su suministro -el resultado de su actividad productiva-, o cambie el destino de su capital. La constitución del capital ha de ser lo suficientemente elástica como para responder, adaptándose, a la información recibida del mercado. El capitalista percibe su incompatibilidad funcional con la rigidez de las componentes de su propia actividad. El marginalismo es una respuesta, parcial, a esta línea de especulaciones. Si esta transparencia no se acepta, es decir, si se postula que el déficit de información del capitalista es insubsanable, se negarán la flexibilidad del capital y la entera racionalidad de la ciencia económica positiva, y se dictaminará que el capitalista está sujeto a un destino ciego que, supuestas las tesis básicas, es la ruina del sistema. Otros indicarán que la constitución del capital no es sincrónica en los distintos países y por lo tanto que la apertura del propio mercado al capitalismo extranjero es una invasión que inhibe el capitalismo indígena. Es conveniente un proteccionismo, al menos temporal, hasta que la igualdad presupuesta por la competencia se haya alcanzado. Siguiendo las ideas de List, Bismarck pone coto al libre comercio con Inglaterra y lo impone en el ámbito alemán (Inglaterra respondió prestigiando la calidad de sus productos -es el made in England- y al final con la guerra de 1914. Napoleón III fue menos prudente que Bismarck, quizá porque en el planteamiento de Say no se atiende suficientemente a la creación del capital. La concepción del mercado de Say es una cesión completa a su
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índole espacial que conduce a una confusión del capital y el mercado en lo que respecta a la dinámica. La flexibilidad del capital se mantiene de un modo incoherente). Por otro camino, la descompensación capital-mercado sugiere que la prohibición de la asociación no obedece a una apreciación correcta, sino que es más bien un límite, pues los intereses del capitalismo permiten una ampliación que amortigüe la competencia y la subordinación al mercado. Las virtualidades de la sociedad anónima no están agotadas. Las asociaciones de capitalistas entre sí son los cartels, los trusts y la fórmula holding (más tarde las multinacionales). A partir de 1870 las asociaciones capitalistas cierran la trampa en torno al obrero. Los sindicatos se autorizaron en la década siguiente. Cierto que con ello se atentaba contra la ortodoxia liberal, pero a la larga la necesidad de controlar el mercado tenía que abrirse paso. Por otra parte, este control venía facilitado por un deslizamiento de la noción de interés humano cuyo carácter psicológico tendía a separarlo de su interpretación racional. El interés pasa a formularse como utilidad y como necesidad. El psicologismo pretende ejercer la fundamentación del conocimiento formalizado. El psicologismo es una variante del nominalismo al que sólo el idealismo alemán (desde Kant a Hegel y luego Husserl) hizo frente. La ley de la oferta y la demanda se presta a esta degradación del interés humano, pues la demanda solo puede fundarse en motivos psicológicos. Ahora bien, si el interés se separa de la razón, si el hombre económico no puede ser enteramente racional, las tesis básicas del radicalismo liberal ilustrado no son sostenibles. El fondo de la autogestión no es racional. Sin embargo, el derrumbamiento de la ilustración fue tan solo parcial en el siglo XIX. La demanda puede no ser racional, pero la producción es un proceso altamente racionalizado. Aparece así un nuevo dualismo: producción y consumo, y el equívoco vuelve a imperar, pues la razón debe gobernar a lo irracional, el consumo, y a la vez desemboca en él. Este planteamiento no se desembaraza del predominio del espacio, y esto quiere decir que el dualismo afecta directamente al tiempo: hay un tiempo para la producción y otro para el consumo. Se produce para consumir. Pero entonces el dualismo es una división. El interés propio del obrero consiste en consumir; el consumo es su adscripción al mercado. De esta manera, como integrante del mercado, se expulsa de la empresa el interés del obrero, se le coloca fuera o al término del proceso. El obrero está forzado a trabajar; su interés por la empresa es indirecto y condicional puesto que radica en el consumo. Desterrado de la empresa, el interés del obrero no puede ser racional pues su autogestión no es inmediata. Aquí comienza la distinción entre obrero y empresario. El empresario es el gestor de la producción, el detentador de una racionalidad peculiar, el autor del enlace entre capital y consumo. Y con ello la noción de administración surge de
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nuevo y se introduce en la industria. Es obvio que si el interés del obrero radica en el consumo puede intentarse que una parte de su salario le sea entregado a través del economato de empresa. El obrero protestó contra tal exceso de heterogestión. La negativa a ser pagado de esta manera es uno de los motivos de las primeras huelgas. El síntoma debió ser motivo de preocupación: anunciaba una tendencia al individualismo consumista, a una insolidaridad excesiva. El sistema industrial debía aprestarse a procurarse sus propios consumidores. En la medida en que la población obrera aumentaba, tales consumidores habrían de ser justamente los obreros. Por esto se comprendió algo mas tarde. Por lo demás, si el mercado se convertía progresivamente en una masa de consumidores, su racionalidad quedaba comprometida por cuanto la autogestión del consumo era escasamente racional. El déficit de racionalidad tendía a aumentar y a dominar la escena social. La posibilidad de organizar la vida social se perdía de vista. La humanidad estaba sacudiéndose el sentido de la responsabilidad. c) Desde el punto de vista de la organización, la situación del obrero es muy anormal. La masa obrera ha surgido por una denegación de organización. Justamente porque es excluida de toda organización, por ser un residuo olvidado en una polémica y una mutación de la organización de la sociedad acontecida a sus espaldas, intenta su organización peculiar al margen de las otras. La asociación obrera es un hecho nuevo en cuanto surge en un vació y bajo una prohibición. No conviene olvidarlo. La asociación obrera no es el resultado de una evolución, ni de una inspiración histórica más o menos turbulenta o radicalizada, sino que es suscitada sin respaldo, como algo imprevisto o externo a los cálculos de las fuerzas actuantes a finales del XVIII, y por lo tanto de un modo titubeante, como por generación espontánea, casi de la nada. Por si fuera poco, es victima de un cortocircuito: los movimientos socialistas y anarquistas que desdibujan su eventual desarrollo y su trayectoria genuina. Los primeros socialistas son burgueses ideológicos, burguesía de agitación, continuadora de aquellos políticos que querían reconstruir el poder en la crisis del Antiguo Régimen. Declarados cesantes por Napoleón, siguen fuera de juego cuando el liberalismo sale a luz, y se constituyen como asociaciones secretas a la búsqueda de algún grupo sobre quien ejercer su vocación organizadora. Lo encuentran precisamente en el elemento obrero al que pretenden galvanizar con una ideología extrínseca pues su afinidad con él se reduce al desarraigo. Con los socialistas los obreros son empujados a tomar parte en una pugna entre variantes de unos mismos presupuestos. No es acertado entender los primeros intentos de asociaciones obreras como una primera fase de los sindicatos socialistas y anarquistas. La intromisión
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socialista contribuye a que los liberales persigan el asociacionismo obrero; creen de esta manera destruir el socialismo en pugna con sus tesis básicas. De este nuevo equívoco resultó que una gran parte de la masa obrera se hizo socialista no por motivos ideológicos sino por el aporte de organización. Debe tenerse en cuenta también que los movimientos socialistas son anteriores a Carlos Marx (1818-1883) que incide en ellos desde 1845 con el propósito de dotarles de una organización unitaria y de una solidez de pensamiento. Marx siempre les reprochó su carencia de rigor doctrinal. d) El ideario marxista es espacialista, pero la unidad del proletariado que pretende se basa en la internacionalización, o sea, en el intento de que los movimientos socialistas pierdan su carácter nacional. Por eso se llaman internacionales a las asociaciones y congresos propiciados por Marx, es decir, a la organización central y supranacional que quiso dar a las minorías socialistas. La primera Internacional (1864-75) se disolvió por luchas intestinas con Bakunin y puso en claro la incompatibilidad con el anarquismo. La segunda Internacional (1889-1914), no bien controlada por Engels, dio lugar a una división. No estaba claro si las reivindicaciones obreras podían obtenerse aprovechando los recursos del régimen parlamentario. Es importante el influjo del revisionismo de Berstein. D) El interés humano y la terapia romántica: a) Romanticismo y terapia. b) Razón y organización. c) El yo y el tiempo. d) La razón y la historia. e) El Estado. f) El marxismo: 1º Crítica de la economía. 2º Crítica del capitalismo. 3º La degradación del interés. El tema de la organización es objeto en el XIX de la consideración de filósofos y de ideólogos. No solo esto: en gran parte la filosofía y las ideologías contribuyen decisivamente a determinarlo en la práctica. Examinada la ideología ilustrada liberal hemos de tratar de las líneas maestras de la organización tal como las concibe la especulación romántica. En este punto la clave es Hegel. De la enorme construcción hegeliana expondremos tan solo lo pertinente para la organización. Señalemos que la repercusión de Hegel en occidente es mayor que la
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puramente marxiana. Las revisiones de Marx en el siglo XX son, en esencia, un retorno a temas hegelianos. a) El romanticismo, como se ha dicho antes, es la experiencia de la dispersión cultural y dinámica acontecida en la Edad Moderna. Es la experiencia de la contraposición: en cuanto se condensa un asunto, aparece su contrario. El romántico es el hombre contrariado, sujeto al vaivén y a la imposibilidad de integrar. El hombre contrariado es el hombre escindido, desgarrado, desgraciado. La desgracia consiste en el no encontrarse bien, en el malestar, un mal que tiñe por entero la situación, el entorno y la intimidad. A medida que se acentúa el síndrome romántico aparece a gran escala la vivencia de la desesperación. Hegel padeció en la juventud -a los veinticinco años- lo que él llama la crisis hipocondríaca, la experiencia nocturna de la contradicción que le arrancaba de su ideal helenista, clasicista; una experiencia crucificante: en la inquietud de la negatividad se reduce a polvo el inmediatismo esteticista. Es evidente que el malestar atmosférico equivale a una enfermedad generalizada. Por eso, hacerse cargo del romanticismo es intentar la curación. La intención terapéutica sustituye a la pedagogía ilustrada. En Hegel, en Kierkegaard, en Marx, en Nietzsche, después en Freud e incluso en Wittgenstein esta intención es dominante. b) La terapia de Hegel, estrictamente filosófica, se centra en la idea de conciliación. La oscilación entre contrarios se cura conciliándolos, reuniéndolos o concretándolos. Esta es la tarea de la razón, es decir, la interpretación hegeliana del concepto. El concepto, se ha dicho siempre, es lo universal. La universalidad del concepto es para Hegel la capacidad de abarcar, reunir y concretar, los contrarios. Dentro de la universalidad los contrarios dejan de estar separados, es decir, superan la extrañeza mutua, su separación, enemistad o incompatibilidad. Ahora bien, la conciliación, la universalidad y la concreción, son un resultado, se logran de acuerdo con un proceso. Es el proceso dialéctico: primero hay que editar, exponer los contrarios para después reunirlos, convocarlos en el seno de lo universal. El proceso dialéctico es el proceso de la razón, o la razón como proceso, que primero se extraña en la inquietud y luego se reconoce y establece en diálogo consigo misma. La síntesis última es este diálogo, la consumación de lo dialéctico, la conversión de la inquietud en paz y serenidad: es la paz de la idea, la contemplación eterna de la conciliación, del acuerdo consigo mismo. En la cumbre todo lo real es racional y todo lo racional es real. La dialéctica es una ascensión hacia la identidad del concepto: lo racional es el todo en cuanto universal, lo real es el todo como concreción afectiva. Así pues, para Hegel la razón es la organización misma enteramente real y universal. Fuera de la razón no
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hay organización alguna; la índole, el elemento, de la organización de lo real es la razón. c) La interpretación hegeliana de la razón es claramente distinta de la interpretación, lastrada de nominalismo, postulada por el radicalismo liberal, ya examinada. Se trata de dos absolutos: el individuo y la totalidad, lo particular y lo universal. Hegel, sin más, no es nominalista y distingue taxativamente la realidad y lo particular (la concreción del universal es la desparticularización, una supresión). Si la realidad se confunde con lo particular, o se reduce a él, la organización es imposible. En efecto, absolutizar el individuo es impedir la conciliación, eliminar la realidad del concepto: la enfermedad que es preciso curar es justamente el individualismo. Hegel es el adversario más decidido del empirismo inglés. Nietzsche coincide por entero con él en este punto. La autogestión del interés es una noción absurda para Hegel, porque el individuo es incapaz de reconocerse: no sabe quién es ni lo que le interesa. El único interés racional es el interés de la razón. Pero la razón busca la identidad consigo misma en términos de autoconciencia y la autoconciencia es la superación de la extrañeza, es decir, de la interpretación de lo otro como irremediablemente distinto. Ahora bien, si lo particular se absolutiza, no hay remedio para la distinción con lo otro y se cae en el error más obtuso, en el apagón racional. Para Hegel yo soy todo o no soy yo; un yo particular es la contradicción infinita, la negatividad pura y simple. No hay acuerdo consigo mismo, no hay conciliación, sino escueta inquietud, variación sin descanso, diferencia constante y constantemente distendida. Pero esto, dice Hegel, es justamente el tiempo. El yo es el tiempo, la actividad sin tregua a la búsqueda de la identidad consigo que sólo alcanza al final, al recoger y abarcar la universalidad el tiempo entero. La pretensión de una estabilización de lo particular es fugarse de la razón, hedonismo vulgar, una solución ridícula de la desgracia y del desgarramiento de la conciencia. d) La obsesión espacialista desaparece en Hegel. Para él, el espacio y la interpretación inercial del tiempo son la alienación, es decir, el reino de lo indiferente, de la proliferación de lo igual, en donde la dialéctica no puede hacer pie, la multiplicación superflua y no orientable. El tiempo dialéctico no es el tiempo isocrónico, exterior, tan disperso y ajeno a la reunión dialéctica como el espacio. Según esto, el tiempo puede ser organizado por la dialéctica -elevado a concepto- y el espacio no. El tiempo dialéctico es el tiempo interior, es decir, el tiempo humano, histórico. Como se ve, Hegel procede a un arreglo de cuentas con la cosmología de Newton, trivializada en el XVIII.
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Pero si el tiempo dialéctico es el tiempo histórico, la razón está en la historia, y esto quiere decir que la realidad de la historia es racional. La filosofía de la historia hegeliana es estricta historiología. En la historia Hegel procede a otro arreglo de cuentas, esta vez con la noción ilustrada de interés. Hegel distingue el interés de la razón y los intereses humanos inmediatos a los que también llama agitaciones inmediatas. Las agitaciones inmediatas son los intentos de autoafirmación particular, la tendencia a satisfacer las pasiones humanas, un mundillo revuelto e inconexo que resulta de la miopía de los puntos de vista particulares, de la cortedad de miras y del prosaísmo de la pereza, del egoísmo y del orgullo. Todo ello es impotente ante el tiempo dialéctico -la radical inquietud del yo- de manera que la razón lo utiliza para su fin aunque los individuos no sean conscientes de ello. Esta habilidad para servirse de los intereses humanos es lo que Hegel llama astucia de la razón. Al margen del consentimiento de la humanidad empírica la razón se impone como único criterio directivo. Los intereses inmediatos pertenecen a la antítesis (segundo momento dialéctico, o simple negación en la terminología de Hegel). Ahora bien, la razón ejerce su astucia mientras no ha logrado su propio interés. Esto implica dos extremos importantes. Por lo pronto, la razón abandona a los pueblos en cuanto no dan más de sí; de aquí una deriva de la historia según el pueblo cuyos intereses son adecuados: cada pueblo es una fase de la historia; en cada fase hay un pueblo dominante. En segundo lugar, y en el término, cuando la razón ha logrado su entera realización, es decir, en la culminación de la historia -que Hegel pone en su propio presente-, el recurso a los intereses humanos ya no tiene sentido. La razón abandona definitivamente las agitaciones inmediatas, se desprende de ellas en cuanto es, al fin, saber absoluto. Pero esto no significa que el tiempo no siga su curso (triste curso, concluirá Feuerbach), sino que ese curso ya no es racional. Mas allá de la culminación historiológica, los intereses humanos carecen de sentido, son pura irrelevancia, puesto que la razón los ha dejado. Pero la pérdida de la razón es la locura y, por lo tanto, simple desorganización. Cuando la terapia racional cesa de aplicarse, no queda otra cosa que una humanidad hospitalizada. Éste es el dictamen de Hegel acerca del futuro. El dictamen puede entenderse del siguiente modo: si la dialéctica es seguida por el positivismo ilustrado -y Hegel le cede el paso-, si la humanidad se empeña en seguir prisionera de sus intereses aislados y no se entrega a la contemplación, como la razón ya ha terminado su tarea, y no hay otra razón que la dialéctica -el positivismo formalista es razón falsa-, lo que venga es insignificancia pura. Hegel es el pensador antiutópico por excelencia; su terapia filosófica está pensada para el romanticismo, no para la ilustración liberal: ésta última es filosóficamente incurable, por su
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misma petulancia. La organización de la sociedad dominada por la pseudorracionalidad económica es una quimera; no hay autosuficiencia racional en la economía ni en la ciencia positiva. Tampoco hay lugar en Hegel para el progreso indefinido, pues la razón no tiene futuro si ha llegado a una presencia perfecta. Si no acepta que el saber absoluto ha sido alcanzado, el posthegelianismo es inducido a adoptar una postura atea; si lo acepta no puede justificar su propia posterioridad. e) De todos modos Hegel ofrece un puesto, o mejor, un momento de su sistema, a la sociedad positiva, bajo el nombre de sociedad civil. Éste es el cometido de la Filosofía del derecho -1821-. En este libro se propone como síntesis al Estado. El Estado y su derecho son la organización, y esto quiere decir que la realidad del Estado no es empírica sino institucional y ética. La intrínseca eticidad del Estado es una sublimación de la teoría representativa, esto es, la capacidad de suprimir el interés inmediato por parte de sus agentes, los cuales, al identificarse con la función racional organizadora universal, superan la condición de meros individuos humanos y viven por encima de las agitaciones inmediatas. Este espiritualismo ético jurídico, la elevación del funcionario hasta el nivel de la autoconciencia de su misión social como encarnación del carácter universal de la ley, son ideas tan extravagantes como se quiera, pero son también la continuación en una nueva coyuntura del sueño juvenil de dotar de racionalidad a la revolución francesa mediante el concurso de la filosofía alemana. Ahora se trata de un ideal de Estado para la economía. La lectura de Ricardo, a la vez que confirmaba su convicción sobre la escasa racionalidad de los intereses económicos, ponía ante sus ojos una observación aprovechable: el mercado, lo espacial, era un límite para el activismo económico al que imponía un equilibrio final. Pero entonces quedaba energía humana libre. La dispersión dinámica que era su época para Hegel, la liberación de actividad que lleva consigo el individualismo, el puro tiempo del yo, sobrepasaba el mercado y el peligro de entropía por absorción de la temporalidad en el espacio quedaba conjurado. La Rosa de la Razón podía implantarse en la Cruz del Presente. Hegel, filosofo sistemático, a la búsqueda de la conciliación, poco partidario de la crítica, tendía una mano al economicismo. Nueve años después, cerca de su muerte, Hegel ya no estaba seguro de la aptitud de sus contemporáneos para albergar el espíritu. Tan solo su filosofía guardaba, cobijaba, todas las formas valiosas. Hay melancolía en este despedirse la filosofía de un porvenir que perdía la razón. f) Digamos unas pocas palabras, las imprescindibles, acerca de la ideología marxiana. En uno de sus momentos no jacobinos Lenin la define como la conjunción de la dialéctica alemana, el socialismo francés y la
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economía inglesa: lo mejor de Europa. Este entusiasmo no está justificado, pues la mezcla es indicio de una actitud desorientada. 1º Ante todo, la actitud de Marx se plasma en la crítica. Pero la crítica, la descalificación, no es buena compañera del sistema, pues el que se queda con poco renuncia a entenderlo todo. Tampoco una dialéctica crítica es una buena dialéctica, pues siega su sentido ascensional, y por lo tanto se cierra el camino hacia la síntesis. Sin síntesis la dialéctica es fragmentaria y tiende a hacerse plural, sufre una carencia de unidad. La crítica está dirigida, después de despejar el campo, a la economía clásica. Es la crítica a la ciencia de la economía política. Como es crítica dialéctica, es una descalificación de un tipo de razón: la economía política no es una ciencia; lo científico, la razón, es la dialéctica. En esto coincide con Hegel, pero enseguida se separa: la racionalidad de la dialéctica es la racionalidad de la economía. Aquí hay una confusión, una sustitución imposible, pues se compromete el único interés de la razón -la negatividad del tiempo- y se sucumbe al predominio del espacio: se incurre en terrenalismo y sólo puede proponerse la dialéctica como racionalidad espacial. Ahora bien, el espacio no puede ser enteramente racional, ni dialécticamente, ni de ninguna otra manera. Desde luego, dialécticamente no lo es porque la dialéctica es un pensar genético y el espacio no tiene nada que ver con una explicación genética. Además, si no se renuncia a la síntesis, ésta habría de ser espacial: un paraíso terreno terminal. Pero esto es exactamente la utopía. Todas las utopías son estáticas. No admiten cambio, son organizaciones completas, de una vez por todas, surgen enteras. Por eso, un final utópico es final sin más, sin camino que lleve a él, sin generación. Esto está bien a nivel de representación, pero a este nivel Marx lo prohíbe -es la tesis XI sobre Feuerbach-. Con esto cree haber despachado a los socialistas ingenuos: no basta con representarse algo para realizarlo; dialécticamente una noción anterior a su realización es un contrasentido. Pero, aunque deje de representarlo, no puede dejar de admitirlo y esta admisión es exactamente utópica, por más que de momento quede en blanco. ¿Qué hay por el momento, ahora? 2º Por el momento lo que hay es el capitalismo, es decir, una promesa incumplida. La razón dialéctica explicará dicho incumplimiento. Ésta es la crítica al capitalismo. Por el momento no hay síntesis. Lo impide, tanto el capitalismo -un fracaso- como la crítica -si hubiera síntesis no habría crítica-. Ambas cosas se corresponden. La racionalidad del capital es dialéctico crítica, pero el capitalismo no lo sabe. Por lo tanto, su saber es falso, alienación, fantasmagoría. La terapia marxiana se especializa en la denuncia de pseudojustificaciones, cura desenmascarando, como
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Kierkegaard, Nietzsche y Freud. El saber es falso porque no es total sino reflejo de una división de la humanidad, conciencia de clase, ideología en sentido marxiano. En Marx la universalidad no es la de Hegel, aunque coincide con él (y con Heráclito) en la apreciación del saber privado como sueño. Pero la critica es también parcial -dialéctica sin síntesis-. Esto es un empate que compromete la suficiencia de la crítica al capitalismo en cuanto razón estricta ¿cómo puede ser estrictamente racional la racionalidad de una parte?. Tan sólo si se apela al complemento totalizador. Pero este complemento no está en el pasado: no se puede volver atrás porque la división de la humanidad siempre se ha dado y porque la división actual ha de resolverse convirtiendo una parte en el todo, por anulación de la otra. Con ello se sustituye la historiología por la futurología, la síntesis por una ampliación y el saber absoluto por el condicionamiento social completo. Claro que el futuro como razón queda en blanco y que el pasado no guarda la razón, por lo cual es más bien prehistoria. Esto sugiere que la razón no está donde se pensaba ¿estaba en la materia?. La pregunta no acaba de contestarse. La respuesta afirmativa es el materialismo dialéctico. O bien se apela a la autoconciencia del proletariado. No hay una neta decisión al respecto. El paraíso no está al principio sino al final. Vemos de nuevo la dimensión utópica inevitable. La crítica al capitalismo se extiende a todo lo que le precede. Se excluye que una incursión apropiante en el pasado proporcione el reconocimiento -la Wiederleinigung como Wiedererkennung de Hegel-, es decir, la intención que preside la Fenomenología del espíritu. El reconocimiento no tiene nada que recuperar en el pasado. Lo que ha de recuperarse es otra cosa, a saber, aquello de que se es expropiado. La expropiación tiene lugar ahora: es la génesis misma del capital, es decir, su carácter contradictorio, dialéctico. La contradicción es la índole del presente. Notemos que este modo de interpretar la génesis dialéctica no es hegeliano. Nada genera su propio contradictorio en presente, pues lo contradictorio se pone separado. Los opuestos no pueden darse juntos o en el presente, sino conciliados como concreción del universal. 3º El fracaso del capitalismo consiste en el incumplimiento de la promesa contraída al sustituir la gestión del Despotismo Ilustrado. El capitalismo no ha producido el enriquecimiento, sino la depauperación. El fracaso no es achacable a un hado adverso ni a una maquinación hipócrita, sino a que el capital se forma a base de trabajo; es simple plusvalor arrebatado al agente económico real. La observación procede de Ricardo pero se vierte en clave dialéctica. Y aquí está la desorientación antes señalada. Por una parte la crítica no tiene sentido sin una nueva sustitución. Si la mala gestión del Antiguo Régimen y su justificación (el Despotismo Ilustrado) es sustituida por el radicalismo liberal racional en nombre de una nueva
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razón, el capitalismo tendrá que ser sustituido a su vez por una nueva fórmula racional que es la dialéctica. Pero mientras la primera sustitución acontece a nivel ideológico, la última no, pues la dialéctica es la razón válida. Ahora bien, esto es inadmisible si la formación del capital es como se dice, salvo que se renuncie a la formación del capital o a la explicación dialéctica de la misma. La sustitución versa sobre la titularidad del capital, es decir, sobre el capitalismo, o sobre el capital, pues se dice que se genera de una manera y no se propone otra. Y es que, en rigor, la dialéctica no está pensada para explicar la génesis del capital, sino para curar la enfermedad romántica, asunto completamente distinto: comprometerla en el otro asunto es pillarse los dedos como terapeuta. De manera que si se trata de formar nuevo capital hay que hacerlo como es propio del capital, y así es como lo forman los capitalistas, sean éstos individuos privados o burócratas del Estado. La propuesta de una nueva razón para el caso es una declaración retórica en términos dialécticos, pues la formación del capital es inmutable. La tesis XI sobre Feuerbach se vuelve sobre Marx. Claro es que se puede sostener la superfluidad de aumentar el capital, e incluso su carácter contraproducente, pero esto es caer en el fijismo y no en ninguna novedad, pues también está en Ricardo, a cuya lectura obedece la Filosofía del derecho hegeliana, criticada por Marx en 1843 sin conciencia de ello. Por otra parte, la intención hegeliana no es compartida por Marx porque su crítica al capitalismo no tiene sentido si no es en función del interés por el enriquecimiento: la crítica denuncia un fracaso en ese propósito. La teoría del Estado en Hegel no es la de una síntesis en el plano económico, absurdo manifiesto si el interés de la razón es racional de modo que su relación con los otros intereses es su propia astucia. Esta vinculación de la dialéctica crítica a la ilustración no romántica solo es posible desde un interés del mismo tipo. Ahora se dice que el valor es creado por el trabajo, la auténtica fuerza productiva. La organización es la forma de las relaciones de producción. Conviene preguntar por la razón del trabajo, pues ésta ha de ser la razón dialéctica misma. La respuesta es la siguiente: un interés. El trabajo es necesario porque obedece a un interés necesario que es su razón de ser. El trabajo es productivo porque es una transformación de la naturaleza: su producto es esa transformación. ¿Por qué se transforma la naturaleza?. Porque atenerse a su ritmo propio es insuficiente para el hombre. Este ritmo también es una transformación. Si el hombre interviene con su trabajo, es decir, si sustituye un modo de transformación por otro que él puede ejercer, la razón de ser del trabajo es el necesitar humano. La sustitución básica, común y subyacente a todas las formas históricas de organización de las fuerzas productivas humanas, es la sustitución de la producción de la naturaleza por la fuerza humana productiva. Por eso la causa de la
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riqueza de cualquier forma social humana es el trabajo. Esto comporta que el interés se concentra en el producto: el hombre es el gestor de su interés produciendo. Como el interés se concreta en el producto y éste es el producto humano, resulta que el hombre solo se interesa por si mismo. Es el planteamiento del liberalismo radical ilustrado. La única síntesis dialéctica posible para Marx es ésta, pues es el único reconocimiento real. Y como este reconocimiento no es completo si sólo es el de una parte de la humanidad, llegamos a la apreciación de Lenin antes citada. Pero el desconcierto es evidente. El reconocimiento es también recuperación, ya que es una síntesis. Por eso el capital es pura expropiación y contradicción: porque arrebata el producto y lo destina a un fin distinto del interés humano. El interés humano es recuperar. Ahora bien, éste es el interés correspondiente a un ser necesitante. El deslizamiento degradante de la noción de interés a que hemos aludido arrastra por entero a la dialéctica. Ahora se ve que la crítica marxiana del capitalismo es insuficiente porque es una reiteración del par producción-consumo. Utilizar la dialéctica para tan parvo resultado es un despropósito. Unificar el socialismo desde esta base doctrinal es comprometer el destino de la asociación obrera. Se afirma que el único agente económico es la fuerza del trabajo, porque la economía es asunto tan solo de producción y consumo; por lo tanto, la síntesis consistirá en una humanidad totalizada de acuerdo con ese binomio: de cada uno según su capacidad -de trabajar-, a cada uno según su necesidad. Esto es un colectivismo homeostático cuya forma se omite. Pues Marx admite que la fuerza productiva se realiza según formas distintas que son sustituidas, y con ellas la gran estructura montada sobre la forma de organización de la producción, por un cambio de la fuerza que rompe la forma. Ahora bien, en el momento en que la fuerza de producción manifiesta su significado propio, cualquier forma sobreañadida está de más: el binomio producción-consumo se organizará solo, al ser incompatible con cualquier otra cosa, o bien porque la forma se añade por un defecto de la producción incapaz de subvenir a la necesidad total. Cuál sea esa necesidad total, o si dicha totalidad es constante o no lo es, queda sin decidir: cuál sea la índole de la producción equilibrada con la necesidad total tampoco se dice. Se supone que el equilibrio final se logra de una vez por todas. Esto es utopía. Claro es que el equilibrio producciónconsumo presupone que cada uno no guarde para sí más de lo que necesita, es decir, la desaparición del instinto de apropiación en su forma codiciosa o por encima de lo necesario; pero aun suponiéndolo, o todos producen igual y tienen las mismas necesidades, o no. Si algunos producen menos de lo que necesitan, otros habrán de producir más de lo correspondiente a su necesitar. Pero entonces habrán de producir para las necesidades ajenas, so pena de producir para no consumir (nadie), y ello
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requiere que entre todas las necesidades no haya sino una diferencia cuantitativa. En definitiva, todo depende del fijismo y homogeneidad de las necesidades humanas: las necesidades han de ser habas contadas. Esta contabilidad es lo más utópico del planteamiento. Pues si una forma de producción se revela capaz de subvenir necesidades e incluso de crearlas, si el capitalismo no produce el pauperismo sino la suscitación de una demanda creciente, es decir, si el capitalismo acaba cumpliendo su promesa e incluso se excede en ello, la critica marxiana pierde actualidad y se reduce a un episodio histórico. Ésta es la insuficiencia de la crítica. Por otra parte Marx no ofrece un sustituto del mercado, pues el modo de los intercambios en su utopía es un retroceso al trueque o un simple ajuste de sobrantes. Pero al final el mercado será organizado por los liberales y los discípulos de Marx propondrán la planificación central. En definitiva Marx no cae en la cuenta de que el problema del capitalismo es la discordancia entre espacio y tiempo. Esta discordancia, entendida de un modo muy general, es la clave de la historiología hegeliana. Hegel acierta: organizar el espacio no es lo mismo que organizar el tiempo; aquél ofrece límites al respecto que no son propios de éste. Pero se equivoca en la índole del tiempo organizado. El único interés de la razón, dice Hegel, es la negatividad en general, es decir, el tiempo dialéctico. Pero racionalizar el tiempo -la historiología- es para Hegel la recuperación dialéctica, es decir, la síntesis. En rigor, no es así. La organización del tiempo de la vida es la mejora, el perfeccionamiento del interés humano. El hombre no incorpora ni negando ni confundiéndose con lo que incorpora, pues su interés se destaca de lo interesante. La razón dialéctica no resuelve este problema central; propone una antropología insuficiente. Por su parte Marx procede a la degradación del interés hasta el punto de hacerlo inepto para organizarse temporalmente. Por otro lado, la suscitación consumista de necesidades puede resultar intolerable. Para el liberalismo radical la intolerancia es debida a que tal hipertrofia destruye su ideal de emancipación.
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IV. LA ORGANIZACIÓN EN EL SIGLO XX: En lo que a la organización se refiere, ¿cuándo empieza el siglo XX? La pregunta, algo artificial, tal vez arroje luz sobre las mutaciones sociales del más próximo pasado. A mi modo de ver, el siglo XIX termina en 1917. El siglo XX comienza en la última postguerra. Hay entre estas fechas una época intermedia, indicadora de la dificultad de adaptarse a la mutación, de percibirla siquiera. Es una época que oculta, bajo un crispado decisionismo, una incertidumbre fundamental. Otra indicación todavía: probablemente, el siglo XX está acabado; ha durado poco. A) La época de entreguerras: a) El problema de la unidad social. b) Estados totalitarios. c) Problemas organizativos. d) Los partidos políticos. La guerra del 14 es la consecuencia de tensiones surgidas en la organización territorial. Es la guerra del Estado moderno, una guerra de mercados, de agravios nacionales, de extrañas alianzas; una guerra civil europea, se ha dicho a veces; más bien una guerra insensata, inconcebible si la obsesión espacial no se hubiera impuesto a cualquier otro instinto organizador. En la época de entreguerras se abre un proceso más amplio que el posterior proceso de Nürenberg: el proceso a la cultura europea cuya debilidad y falta de efectividad real (no había sido capaz de evitar el horror de cuatro años de carnicería sin finalidad) mostraban a las claras su ineptitud para cobijar y estructurar la existencia humana. Se sospechaba que era una máscara detrás de la cual no había nada. Es significativo el influjo de Freud; el malestar romántico pasaba a ser el malestar de la cultura. Es la Kulturkrisis, propicia al sincretismo de psicoanálisis y marxismo, o al patetismo de Heidegger. La cultura de Europa, Europa como cultura, y el Lebenswelt, un mundo para vivir, ¿tenían que ver entre sí?. La razón ilustrada ¿qué era eso? Más tarde se ha dicho que la sustitución de la naturaleza por el mercado, la actividad técnica transformante del hombre incompatible con los ritmos de las colectividades vivientes, es una arrogancia injustificada y asoladora. De ser esto cierto, ha de desecharse la antropología economicista: ecología y no economía, otro tipo de razón. El budismo, interpretado como una limpieza del espacio, un barrido de los escombros dolorosos de las agitaciones violentas, empieza a ponerse de moda.
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a) La guerra fue emprendida desde la hipótesis de que era posible la solución militar clásica. Pero después de las batallas de movimiento del año 14, las maniobras con que un ejército derrota a otro cesaron y se desembocó en la guerra de trincheras, una desesperante guerra de topos en la que el espacio mutilado, removido por las explosiones, mostraba aspectos deprimentes. La juventud europea diezmada y las retaguardias exhaustas quedaron marcadas por la experiencia derivada de la necesidad de ganar la guerra por agotamiento, de vencer a poblaciones, a conjuntos humanos nacionales. La paralización de los medios de decisión bélica puso de manifiesto que las naciones constituían organizaciones complejas cuya totalidad de recursos había de ser tomada en consideración. En el año crítico -1917esto aparece con entera claridad. Las guerras no las ganan los mejores ejércitos, sino las mejores organizaciones nacionales. Según esto, la sociedad humana es un hecho global, una organización en bloque en que todos los factores tienen importancia. La diferenciación de funciones es de tal índole que ninguna de ellas puede desarrollarse aislada: cuenta el factor moral, la voluntad de resistencia, la solidez de la organización política, la capacidad diplomática, la propaganda, la unidad de inspiración, pero también el nivel industrial, la investigación, en fin, todo. En lo decisivo, la sociedad se imponía al individuo, se había hecho permeable a una consideración fisiológica, había que entenderla desde el punto de vista de la interfuncionalidad. Aquí surge la idea de planificación. Así pues, la organización heredada del siglo XIX no era adecuada y la inadecuación se traducía en insuficiencias e incapacidades. Las viejas minorías eran inservibles. Por ejemplo, una institución como la flota inglesa (fue organizada por el almirante Fisher poco antes de la conflagración) adolecía de defectos. La dirección de la flota estaba en manos de gente competente, muy devota y con una tradición fabulosa, pero ello mismo era la raíz de prejuicios, de la pretensión de autosuficiencia, y dificultaba la conexión con otros elementos imprescindibles para un funcionamiento adecuado (en la batalla de Jutlandia se vio que la artillería no estaba al nivel entonces posible). El plan Schliessen alemán fracasó por futilidades ligadas al prestigio del Kronprinz; por eso no se logró la victoria decisiva. A Francia estuvo a punto de costarle la guerra el influjo de la propaganda socialista en la moral del ejército. El hecho nuevo, difícil de asimilar, era éste: la organización social no podía seguir siendo una organización dividida. Era, en pocas palabras, el replanteamiento del problema de la unidad social que desde todos los puntos de vista había faltado en el siglo XIX. Pero el problema no encontró solución, pues la guerra terminó con el aparente triunfo de unos, que añoraban la normalidad, es decir, lo anterior; por su
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parte, la derrota alemana y rusa era de tal amplitud que faltaba el clima necesario para reemprender la marcha con las rectificaciones oportunas del rumbo. ¿Cómo afrontar el problema de la unidad social?. Las minorías dirigentes de aquel momento no eran idóneas para la empresa: carecían de inspiración común, estaban estratificadas y arrastraban prejuicios que las cegaban para la percepción de la nueva situación. Las minorías que aparecieron entonces no estaban capacitadas y no acertaron. Por eso el comienzo del siglo XX se retrasó, a pesar de que el siglo XIX había terminado. b) La interdependencia humana es una verdad indiscutible y, desde luego, fundamental en la concepción cristiana de la sociedad. Pero a veces no se nota. En nuestra época se ha vuelto a hacer presente. El aislamiento, la iniciativa unilateral de individuos o grupos, está dejando de ser eficaz rápidamente y es causa de perturbaciones. Quien quiera intervenir, ejercer su iniciativa, contrae una responsabilidad básica: debe tener en cuenta una multitud de factores y renunciar a imponerse a ellos como si él fuera el único detentador de la actividad y el resto fuese pasivo: ha de respetar la capacidad de respuesta de los otros. Es éste un principio elemental de organización que, por desgracia, no juega en la práctica, se ignora o se conculca con frecuencia. En la época de entreguerras se ensaya una serie de procedimientos para hacerse cargo de la nueva situación. Pero son intentos equivocados por no respetar el principio aludido. Son, además, anacrónicos porque los nuevos dirigentes no se liberan del peso del siglo XIX y editan soluciones ya inventadas cuya reposición delata cierta miopía. En la inspiración la obsesión espacial sigue siendo dominante. La adaptación, sin duda inadecuada, a la nueva situación deriva de la percepción de la sociedad como un todo por organizar. Es la organización totalitaria, algo así como un encorsetamiento y una nueva adscripción territorial, una clausura del espacio. A esto se añade el influjo de la crisis de la razón ilustrada, con el que se corresponde un irracionalismo biologista y el recurso al mito político. El mito es una interpretación desmesuradamente psicológica del motivo de la adhesión política, que implica la magnificación soteriológica del jefe, del conductor, en quien se encarna la excelencia ancestral del pueblo y la esperanza utópica, que ha de guiar hasta una culminación. Es la exaltación como tónica general y la correlativa aceleración del tiempo que precipita los acontecimientos y fuerza la marcha hacia la utopía con el recurso a la violencia. La respuesta que se pretende es la identificación afectiva, lo que da lugar a la masificación más rudimentaria: el bloqueo de la intimidad anegada por la fuerza del sentimiento. De este modo la desorganización del tiempo humano llega al colmo. Es el historicismo en lugar de la historiología, el rapto extático en lugar de la biografía, la
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abdicación ante la fascinación de un destino impersonal con el rostro del jefe reducido a gesto y vociferación, o a cromo relamido, la propaganda adoctrinante como sucedáneo de la educación. El Estado totalitario se constituye sobre tres pilares: - el control absoluto de los medios de propagación de ideas; - el control de la economía, por absorción estatal o por dirigismo respecto del capitalismo; - y el monopolio de las ametralladoras, o control del ejército y la policía. La supresión de los elementos inasimilables es drástica: campos de concentración o exclusión social, y liquidación física. Los grupos e ideologías son dos. En Rusia, el partido comunista se transforma en una burocracia de Estado, fórmula jacobina madurada por Stalin, y dirigida por él como jefe ungido de todas las excelencias. La ideología es el marxismo congelado en fórmulas escolásticas -el Diamat-. La organización económica es el capitalismo de Estado, la planificación central con exclusión del mercado y la correlativa compartimentación del territorio. La socialización es un procedimiento de exacción financiera a priori. La conversión del partido revolucionario en burocracia y el control del ejército se lograron mediante las famosas purgas. La tesis jacobina de la revolución en un sólo país, junto a esta sorprendente versión de la dictadura del proletariado, convierten a la Unión Soviética en modelo ideológico de sociedad ofrecido al resto del mundo y conlleva la dirección del comunismo mundial. A la larga esto había de producir la desmoralización de la izquierda europea por crisis de su esperanza, ya que el modelo soviético es, como propio futuro, poco atractivo. La crisis de la esperanza de la izquierda es uno de los factores en que fundo mi apreciación sobre el acabamiento del siglo XX. En Alemania el régimen totalitario acaba con la guerra mundial. Es el nacionalsocialismo y la figura de Hitler. El grupo social que sostiene este movimiento no es asimilable a los anteriores. Podemos llamarlo la mesocracia, un estrato social de extracción obrera con una cualificación cultural menos acusada que la burguesía. La mesocracia es, en última instancia, el nivel inferior de la clase media: funcionarios, pequeños rentistas, empleados, hombres de profesiones liberales que no han logrado un ascenso normal, pequeños propietarios arruinados por la inflación. Esta capa social, engrosada por el revanchismo despertado por el tratado de Versalles y por el deseo de conquistar posiciones perdidas, no es comunista y no tenía otra opción que apoderarse del poder administrativo y reforzarlo. No podían, en cambio, intentar el capitalismo de Estado porque no eran aptos para esta gestión. Alemania ya estaba industrializada y no hubiera permitido errores de bulto en este orden de cosas. A pesar de su violento dirigismo no podían
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prescindir de los capitalistas. Como no dominaban a fondo los resortes económicos y la política de atracción de masas, por más que apoyada en mitos, era cara, los nazis se encontraron desde el primer momento de su ocupación del poder con la amenaza de ser desbordados por el ejército y la industria, reacios al predominio de incompetentes. El camino emprendido conducía a la guerra como procedimiento de consolidación de la oferta de Hitler. La guerra se perdió por un conjunto asombroso de errores de cálculo. De todos modos el fascismo señala la existencia de una zona social. c) La descripción de los aspectos organizativos relevantes en los países no totalitarios de la época ha de ser matizada. A mi modo de ver, las características generales son éstas. Ante todo, el aumento de la división de las minorías, o la falta de una orientación común. Esta división, en el momento en que se plantea el problema de la unidad social, es grave en algunos países. De acuerdo con esta gravedad se dibuja una segunda característica: la simplificación aparente de la división en dos términos: izquierda y derecha. Cuando esta simplificación pasa a primer término (lo que se debe al impacto del fascismo) da lugar a un equívoco. Mucha gente no encuentra su sitio, entre otras cosas, porque el fascismo no se deja catalogar según esta división. La tercera característica de la organización en nuestro siglo es el aumento de la importancia de la administración. En esto se sigue la tendencia de la época. Pero debe señalarse que el aumento no se reduce al Estado. Hay tres grandes entidades administrativas en la época: el Estado, los sindicatos y las grandes empresas. Como persiste el régimen parlamentario, los partidos intervienen en el juego manteniendo las viejas ideologías. La mesocracia, incapaz de la conquista del Estado, se inserta en las administraciones en alza, sobre todo en los sindicatos. El aumento demográfico se vierte en las ciudades, en que residen también las administraciones. El gigantismo urbano, que es la consecuencia de todo ello, refuerza las redes de transporte y comunicación. La prensa, la radio y el cine son los medios de comunicación de masas, es decir, el caudal mayoritario del flujo informativo sin los cuales la civilización urbana se colapsaría. Todos estos factores sirven a la complejidad social y a la vez la integran. Es manifiesto el significado fuertemente espacial de todos ellos. Pero al ser espacial la complejidad, los factores se solapan y se desvirtúan. El panorama es abigarrado y confuso. Deshacer el embrollo a nivel teórico no es fácil; en la práctica era imposible porque la dinámica en el espacio adquiere una rigidez efecto de la inercia. La marcha de la historia se hace indominable, la dinámica volcada en el espacio arrastra a la humanidad.
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Me parece que la idea adecuada para comprender las características esbozadas es la de superposición. La división, la falta de orientación común de las minorías actuantes, es una incomunicación entre estratos. No es como la sociedad estamental porque ahora la estratificación no va acompañada de simultaneidad sino que se debe a un relevo insuficiente; por eso es algo parecido a una sedimentación. La historia no engloba el pasado, como pretendía Hegel, pero tampoco lo barre por entero. Hay restos del XVIII, así como la burguesía industrial e intelectual del XIX. El socialismo se incorpora también, en su versión socialdemócrata, a fines del siglo XIX. Los comunistas, refractarios al sistema liberal representativo, acaban por entrar desde que se constituye el Frente Popular contra el fascismo. Conviene registrar asimismo que la inspiración capitalista cambia a tenor del desarrollo de la sociedad anónima y de la tecnificación de la producción en cadena o de la sectorialización. A veces se cede el paso con realismo a las nuevas minorías, otra no. Piénsese en lo que representa la pugna entre Gladstone y Disreali en la Inglaterra victoriana, o la guerra de secesión americana, o el caso Dreyfus, o en la diferencia entre la mentalidad de Ford y la de Roosevelt, o en la incorporación de los católicos a través de la fórmula democristiana, o en la que separa a un notario de un ingeniero, a un comerciante de Amsterdam de un banquero neoyorquino, o a un miembro de la Institución Libre de Enseñanza de un latifundista andaluz, en la estridente diferencia entre un nazi y un general prusiano, o en las purgas de Stalin. Ceder el paso, o hacer sitio, o proceder a la liquidación. Se habla de sociedad pluralista, de fluidez social del relevo generacional -es la óptica de Ortega-, de tolerancia y de modus vivendi. Todo esto sugiere residuos y novedades, un desfile y un conglomerado más o menos rígido de minorías de corto radio de acción que se estorban o se encastillan o compiten. Por eso la simplificación izquierdas-derechas es impropia; es más bien cuestión de acomodo: la misma simplificación lo trasluce, pues las etiquetas están hechas para unificar, aunque sea por los pelos, y para lograr alguna decisión o salir del atasco ante el voluntarismo brutal de Hitler. Pero la distinción adquiere en la entreguerra un cariz maniqueo. Se tiene la impresión de que alguien tiene la culpa. Más tarde se dirán que todos somos culpables. La declaración, en el contexto, es una coartada tan fácil como la búsqueda fracasada del chivo expiatorio, pues conlleva resignación y omite la propuesta de un modo concreto de rectificar. La cosa no tendría tanta importancia si no estuviera pendiente el problema de la unidad social. El acomodo impide afrontarlo. Afrontarlo hubiera requerido una organización del tiempo. Pero sedimentación y acomodo no son ninguna organización del tiempo. Se puede seguir la línea temporal de estos acontecimientos, pero se advierte enseguida que carece de organización. Acudiendo a una idea de Piaget señalaré que la
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acomodación es temporalmente pasiva pues consiste tan sólo en la aceptación de un cambio externo pero todavía sin asimilarlo, es decir, sin cambiar la estructura interior que responde a él integrándolo y mejorándose con ello. Por eso la acomodación no es lo mismo que la adaptación: deja inmutado el sistema o lo estropea, pues se cede a la impresión, se la registra forzando, a lo más, lo que uno es; se permanece constante en la mutación misma, lo cual sólo es posible, sin deterioro, a lo amorfo, a lo indiferente. La acomodación social lleva consigo neutralización y amortiguamiento de las energías humanas, de las inspiraciones estrenadas, y si no se cede da lugar al aislamiento, al hermetismo, a tratar de volver las tornas imponiéndose. Esto basta para notar que la interpretación decimonónica del interés humano es una equivocación. El hombre se interesa estableciendo una dualidad con lo interesante que le permite integrarlo en la forma de una mejora de sí mismo, no engulléndolo. Si no lo hace así se comporta como una ameba. No importa tanto la transformación de la naturaleza como el perfeccionamiento del interés en cuanto tal. Si con la primera no se logra lo segundo el progreso es una palabra vacía. Con estas observaciones últimas hemos formulado una primera aproximación al tema de la organización del tiempo. En cuanto al aumento de la administración ha de señalarse que tampoco resuelve el problema de la unidad social. El aumento de los sindicatos proporciona al capitalismo un interlocutor, y en rigor un pretexto y una justificación para omitir la organización obrera a nivel de producción. Con vacilaciones y suspicacias, partiendo de la desconfianza y de una irritación sorda o abierta provocadas por la dureza de las condiciones de vida (agravadas en coyunturas desfavorables por las maniobras especulativas de la burguesía de negocios, por el oportunismo sagaz que sabe traer las aguas al propio molino, y por la propia inexperiencia), los sindicatos van acoplándose y acaban percibiendo las reglas de cierto juego en que puede tomar parte. No todo son decepciones; las presiones masivas van haciendo entrar en razón a los más recalcitrantes adversarios. Además, hay cierto respaldo del Estado que se ve obligado a intervenir, a asumir tareas de control, cuyo primer objetivo es limitar excesos y atenuar baches, y después suplir omisiones. Aparece la idea de servicio público. Ciertos aspectos del bienestar y de la seguridad han de ser atendidos por alguna instancia. Hace falta una legislación laboral. La función negativa del Estado gendarme, la vigilancia del orden, se torna progresivamente positiva. En lugar de conservar el orden es menester poner fin a un desorden acudiendo a medidas de parcheo. No hay todavía un planteamiento científico económico general para el caso, pero sí un cúmulo de ideas de diversos pelajes que coinciden al menos en una visión
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terapéutica que cabe llamar el saneamiento. Más que de salud se trata de sanidad, de cortar infecciones y de suministrar reconstituyentes a los que han abusado de sus energías; tópicos de entonces: un ambiente de enfermería e higienismo que presta verosimilitud a las profecías del viejo Hegel. O también, técnicas empíricas, multivariadas, sin perfil formal definido. De la violencia se pasa al pragmatismo, y de éste al eclecticismo. Sin embargo, el eclecticismo no impide el dispararse de alguna línea. Por un lado, las intervenciones se generalizan y darán lugar al intervencionismo y después a la ingerencia: de vigilante a entrometido. Por otro lado, los sindicatos derivan hacia el sindicalismo. De manera que hay tres -ismos: estatismo, capitalismo y sindicalismo; una reposición de la idea hegeliana de institución que pasa por ser un invento de Hauriou. Parece ser una trilogía organizativa, pero no lo es, sino las coordenadas del espacio social. Los sindicatos son los encargados de las reivindicaciones obreras. Pero fijan las reivindicaciones especialmente en el salario, en la reducción de las horas de trabajo y en mejoras higiénicas, que producen un clima de asepsia. Con ello se acepta el planteamiento del contrato de trabajo combinado con la búsqueda de un equilibrio: el alza de salarios y la disminución de la prestación obrera contada en tiempo. La contramedida, o la condición de posibilidad de esta baja, es la tecnificación del proceso productivo: el taylorismo. Al aceptar el planteamiento y tirar del salario se llevan a la práctica sugerencias de Berstein. Lo decisivo es que se acepta el planteamiento y con ello se lo fija y se asegura la supervivencia del capitalismo. Es ahora cuando el capitalismo ha de mostrar si es capaz de cumplir su promesa; ya no se le declara incapaz por necesidad dialéctica como hizo Marx, sino que se le pone a prueba. Salir airoso de la prueba significa el triunfo del encargo sindical, sorprendente coincidencia de éxitos y de eventuales fracasos. Debajo de la coincidencia, sosteniéndola, está la fijación del planteamiento: un reparto de intereses gestionados por partes diferentes, o sea, liberalismo. El socialismo se hace liberal, y el capitalismo se hace compatible con el socialismo: una conciliación, una síntesis. Pero es una síntesis económica, un pacto económico, o propio de una dialéctica no romántica. Y lo mismo que el anterior capitalismo no organizó a los obreros, tampoco ahora los organiza, pues los sindicatos organizan el salarismo, o sea, algo externo a la empresa, un gasto suyo en la perspectiva del capitalismo. Los sindicatos no son la empresa ni su organización; exactamente no lo son. Por eso, como se dirá, el pacto económico no implica el pacto social, pero sí implica, en cambio, un reforzamiento de las asociaciones de capitalistas para equilibrar el gigantismo sindical y con esto se dibujan otras líneas. Una de ellas es la elevación de los salarios. Es una línea que parece fija irreversible; si este hecho se axiomatiza será posible una nueva teoría económica. Es la obra
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de Keynes. Como a la vez se disminuye el tiempo de trabajo, aumenta el tiempo libre: y como éste ultimo tiempo no se organiza, es un tiempo vacío que solo puede ser llenado con lo que la elevación salarial procura. También este tiempo es exterior a la empresa y como el sindicalismo no lo llena, pues lo suscita como tiempo vacío, los sindicatos han de dirigir a la empresa otro requerimiento. Este requerimiento es promovido por los dirigentes sindicales, una nueva minoría: los cuadros sindicales. Tiempo vacío llenado desde fuera es tiempo espacializado, desorganizado en cuanto tiempo. Los cuadros sindicales dialogarán con una minoría correlativa cuya misión -es lo que se les pide- es resolver el problema del tiempo libre, es decir, del gasto de los salarios aumentados. Así aparecen nuevos especialistas. Cuando estos especialistas alcancen predominio en la empresa, y lo conseguirán por su correlación con los cuadros, tendrá lugar otra coincidencia de éxitos. Con otras palabras, los cuadros sindicales intervienen en la organización de la empresa provocando cuadros empresariales, o sea, favoreciendo el aumento de la administración de la empresa. El aumento de ambas administraciones y su pirámide jerárquica no es meramente paralelo, sino mutuamente estimulado, pues los cuadros empresariales serán los encargados de llenar el tiempo libre vacío. Así se inventa un nuevo juego que juegan ambos cuadros. Todo está preparado para el advenimiento de la sociedad de consumo. Los medios de información de masas van a intervenir en el juego últimamente señalado, entre otras cosas, porque son imprescindibles para su desarrollo. Así se forma una nueva minoría y, hasta cierto punto, otro tipo de empresa y otro tipo de espacio, esta vez decididamente ambiental. Los Estados totalitarios también necesitan la información masiva para suscitar estados de opinión generalizados. Pero sea bajo control estatal o bajo el patrocinio del gigantismo administrativo se consolida un nuevo elemento: la opinión pública. Hay que hacer publicidad, divulgar modelos de conducta prefabricados para galvanizar a los pueblos con los mitos políticos, o para enseñar a llenar el tiempo libre vacío. La psicología social, el conductismo, las brillantes escenografías y los prestigiosos estereotipos de Hollywood empiezan a cundir. Norteamérica a imponer sus pautas; y los periódicos a ser subvencionados por la política -el fondo de reptiles entre nosotros- o sufragados por la publicidad. Son los felices años veinte patroneados por Norteamérica, que no ha sufrido en la guerra, y por los que vuelven a la espalda a la Kulturkrisis. La administración estatal aumenta entreverada en este enredo y eso significa que es arrastrada por él. El implicado por excelencia es F. D. Roosevelt, relanzador del consumo después de la depresión de 1929. El fascismo no retrasó la consolidación de la sociedad consumista; por el contrario, hizo posible que se implantara de golpe. La simplificación
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derechas-izquierdas y el consecutivo Frente Popular se mostraron inadecuados para la conducción de la lucha contra Hitler. El zigzagueo de Stalin y el directo enfrentamiento entre Norteamérica y la Unión Soviética en la postguerra simplificó el panorama general de otra manera. La reconstrucción de Europa hubo de llevarse a cabo bajo el amparo y la hegemonía norteamericanos. Esto significaba un mercado muy amplio, una oportunidad para la inversión y para la puesta en práctica del papel complementario del consumo. Así terminaba una época de transición. d) De los partidos políticos no hay mucho que decir desde el punto de vista de la organización. Son una consecuencia del principio representativo y de la división de poderes, o sea, del propósito de limitar el ejecutivo que en las monarquías es un poder hereditario. La cosa cambia cuando la monarquía es neutralizada, o se instaura la república, pues entonces el ejecutivo ha de salir de los partidos, los cuales adoptan estructura jerárquica, y el gobierno, el gabinete, se forma con personajes del vértice. Se trata de un caso más de acomodación resuelto no raramente con fortuna es decir, en el modo de una auténtica adaptación. El valor de la fórmula necesita de un largo aprendizaje y de la correspondiente promoción. Es un sistema de ascensos con fuertes incentivos. Necesita también la asunción de responsabilidades y, como el poder desgasta, o mejor, como la inspiración se agota y la gestión expone al fracaso, impone el relevo. Por otra parte, si se quiere mantener la limitación del ejecutivo o evitar su adscripción a un círculo reducido de individuos, los partidos tienen que ser una pluralidad y, dado el régimen parlamentario, para lograr la mayoría capaz de sustituir a la anterior, dicha pluralidad tiende al dualismo. Es la alternancia o el turnismo. Los factores desvirtuadores del montaje son claros: destaca entre ellos el influjo de las ideologías, pues el sectarismo o la unilateralidad que les son propias convierte la alternancia en bandazos, y al parlamento en una reunión tumultuaria. Por eso los políticos que perciben las ventajas del régimen de partidos y su solidaridad con él procuran el amortiguamiento de las ideologías. Si no pueden evitar el distanciamiento de las posturas antagónicas, el turnismo tiene que congelarse, o bien hace falta un tercer partido que ocupe el centro, amortigüe los choques y atempere a los exaltados. El cometido del centro se cumple si otorga la mayoría en coalición con una de las alas. Es un cometido difícil, como siempre lo es la función arbitral, la cual requiere ecuanimidad y renuncia al protagonismo; abnegación y política se conjugan mal. El tripartidismo se impone al aparecer los socialistas. Pero las cosas vuelven a cambiar, pues cuando aumenta la administración los cargos se multiplican y los partidos deben atender a la heterogeneidad de tareas que la administración introduce en el ejecutivo. La porción del partido que
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se identifica con el ejecutivo crece. Si el partido no es capaz de proporcionar los cuadros, tiene que recurrir a técnicos de las otras administraciones. Se habla entonces de partitocracia (afinidad de los partidos con el poder ejecutivo) y de tecnocracia (los técnicos procedentes de los cuadros empresariales, o los profesores de facultades científicas). El partido que mejor conserva su estilo parlamentario es el centro porque está menos incrustado en la administración. En las repúblicas presidencialistas la recluta del personal ejecutivo puede hacerse sin comprometer el régimen parlamentario, o bien reduciéndolo a la inanidad. Esto último acontece si el partido se funde con la administración del Estado, lo que en la práctica da lugar al partido único: porque el mecanismo no se puede desmontar y controla la situación. Si, por el contrario, el jefe del gobierno no es el jefe del Estado, pasa a primer plano la necesidad de una ejecutiva del partido como tal. La proliferación de ejecutivas produce un debilitamiento del poder, y por lo tanto también del poder político. Si la ejecutiva de los partidos predomina, el gobierno se forma con hombres de paja. Si el predominio cambia de signo, se produce una frustración de expectativas y el malestar de los militantes y de los aficionados al juego parlamentario. Por otro lado, la extensión de la administración estatal acompañada de una debilidad política es una anomalía organizativa. B) Consumismo y organización: a) Interés y autorrealización. b) Economía y consumo. c) La moda. d) La dignidad humana. e) Los grupos de presión. f) El derecho. g) La información. h) La administración. En el siglo XX, después de los tanteos y soluciones poco adecuadas del período de entreguerras, precipita una situación anunciada en los años veinte y treinta, cuya característica central es la complicación. Lo complicado es frágil. Pero por ser la situación una desembocadura y una consolidación de tendencias previas, su fragilidad se dobla con un agotamiento de recursos y de fuerzas, de modo que parece no tener remedio. No hay terapia. Acaso ha pasado el tiempo de las filosofías e ideologías terapéuticas. La percepción de la situación se encuentra en muchos observadores pero es de dudosa utilidad, pues en ellos se acentúa la coincidencia en el pesimismo. Un enfermo que no reacciona, o
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un enfoque analítico inhábil, o un final de época. Todo falla; incluso los técnicos de la economía terminan desistiendo y hablan de factores que se han hecho rígidos y de puntos de referencia no fiables. Esta vez fueron los filósofos los primeros en captar la situación. Al final de la guerra mundial hubo un intento de detener la ya larga polémica en torno a la Kulturkrisis, mediante un aislamiento de la causa maléfica. Podía señalarse con el dedo, identificarse: era el nazismo. Una vez eliminado cabría olvidar la pesadilla y reencontrar la normalidad. Pero el proceso a la cultura occidental continuó y, en cierto modo, se hizo más penetrante. Lo que se sometía a juicio era la noción de interés, sobre la que había gravitado la antropología de la ilustración y la rectificación hegeliana según hemos visto. No sabemos por qué actuamos y si lo averiguamos descubrimos un sin sentido. Esto, obviamente, es la proclamación del pesimismo. La acusación corría a cargo de dos existencialistas franceses, Sartre en especial, y, desde otro ángulo, del neopositivismo, sobre todo de Carnap. No hace falta exponerlos. De un modo o de otro venían a recordar que el nominalismo es incompatible con la razón y esto, sin duda, había que referirlo a la expresión humana. Se señalaba la existencia de un vacío interior que luego algunos estructuralistas remataron al poner la articulación formal en la pura exterioridad, sin connotación subjetiva alguna. Hoy todavía se siguen discutiendo variantes de esta problemática. a) De todos modos, de tales discusiones se extrae alguna consecuencia relevante para el tema de la organización. Veámosla. Interés, pero por qué. ¿Qué es lo interesante en último término? La respuesta del siglo XIX dice: por la autorrealización, se trata de llegar a ser. Para ello lo procedente es emplear nuestra entera actividad y por eso se recaba la libertad; coartar la libertad es amputar nuestra realidad, que está por hacer. Somos nuestro propio resultado. De aquí la autogestión. Cada cual cuida de sí porque su proyecto corre a su cargo. No es que yo sea irreemplazable, o que ningún otro sea yo mismo; sino que yo soy lo que llegaré a ser a través de mi activismo: tanta actividad ejerceré tanto lograré; si otro me ayuda, me suple, y por ello me limita. Sobre el interés caben todavía opiniones diversas: el interés es propiamente racional, pues el resultado es el saber absoluto (Hegel). El interés es mi éxito y éste se cifra en mis ganancias (liberalismo económico radical). El interés es el producto que satisface mis necesidades (Marx). Pero en todas las variantes hay una nota común. Para resaltarla recordemos la obsesión espacialista: organizar es construir en el espacio; y para ello, a su vez, es menester la indeterminación del espacio. Pues bien, el interés en su acepción decimonónica presupone una indeterminación interior previa a la actividad autorrealizadora. De entrada soy informe, un vacío. De este
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vacío surge una fuerza espontánea (la fuerza es espontánea porque se dispara espontáneamente: no puede hacerlo de otro modo desde el vacío previo. Libertad es espontaneidad), o sea, no configurada de antemano, sino autoconfiguradora: el resultado es la configuración del vacío. En efecto, si soy enteramente mi resultado, en principio no soy; es decir, no estoy dotado, constituido, sino al revés: enteramente no constituido, pues me falta todo lo que me he de procurar. No le debo nada a nadie, soy un comienzo absoluto por absolutamente no determinado. Tampoco se trata de una broma; se trata de que no soy una criatura. Por eso hay que señalar un cambio de sentido en la noción de naturaleza en el radicalismo liberal. Estoy emancipado; desde ahora nazco a partir de mí. La idea de génesis dialéctica significa, en el fondo, lo mismo. Ya Espinosa había definido la sustancia como causa sui. Hegel no entiende la indeterminación como espacio, sino como ser, pero esto se debe a que hace teología: mala teología. Hemos indicado también la degradación del interés. Verdaderamente si no soy nada soy un miserable, o mejor, la miseria misma. Proudhon lo señaló y Marx le contestó señalando a su vez que con la filosofía no se sale de la miseria; en rigor, decía más: de la miseria no se sale de ninguna manera, salvo de una sumamente escueta. Esto es una degradación del interés, o un desenmascaramiento, o una renuncia: es igual. Pero también es una determinación de la actividad espontánea que de la miseria nace (el trabajo) y de cómo se llena el vacío del necesitar (el producto). Insisto en la articulación del planteamiento. Al empezar no soy nada porque soy un resultado mío, no una criatura. Pero esa nada es indeterminación y vacío porque el resultado se le aplica. Tal planteamiento es espacial. Descubro el vacío en mi mismo. La autorrealización es la organización del espacio interior, dinamismo constructor. Pero entonces mi actividad espontánea y el interés son lo mismo. Si me instalo en la actividad en marcha puedo olvidarme de su presupuesto y hablar de razón. Puedo también dirigir la atención al presupuesto y conjurar la petición de principio que conlleva (hay algunos recursos especulativos para ello que Hegel utiliza), pero es claro que la racionalidad se concentra en el resultado, y el interés es recuperarlo o apropiárselo. También es patente la imposibilidad de mantener la clásica noción de justicia. Dar a cada uno lo suyo, ¿qué significa dar y qué es lo suyo? No; en su lugar, laissez faire, respetar la espontaneidad de cada cual, pues la cosa va de lui meme, se autogestiona. Quien da lo suyo es cada uno a sí mismo. Ahora bien, es posible advertir que el ejercicio de la actividad espontánea y el resultado son incompatibles; o sea, que el resultado contraría sin remedio al interés. Faire et en faissant se faire; sí, pero con ello se pierde la indeterminación. Están el vació y el lleno; el para sí (el
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interés) y el en sí (el resultado); la nada y el ser. Si el vacío se llena ya no es vacío, y la actividad se apaga. Pero sin la actividad no habría resultado, de modo que lo contradictorio es la actividad como tal. Por ser espontánea es imparable; por tener resultado se para. Si no soy criatura porque no debo nada a nadie, tampoco soy mi propio creador porque en tal caso me lo debo todo a mi mismo, lo cual es una excepción que destruye la generalidad de la tesis básica. Si hay que excluir la idea de creación, la exclusión ha de ser entera; la noción de resultado es solo un aplazamiento, pues con ella se vuelve a introducir al final la idea de creación. Al revelarse inevitable esta reposición, hay que declarar que el interés es el absurdo. Estoy condenado a ser libre. Mi vació interior y mi espontaneidad están llamados a obturarse y a embotarse. Es la náusea sartriana. Se alegara que esto es sofístico. Sin duda, es sofística redomada, y también un alegato contra la razón ilustrada: su crítica interna desde sus mismos supuestos. No vaya a ser la ilustración un sofisma que se ignora. Desde luego no es la actitud socrática. Se dirá que es externo al sistema, una postura de marginados. De acuerdo, pero repárese en esta secuencia: existencialistas, juventud revolucionaria del 68, hippies, pasotas. La marginación es un acompañante del sistema demasiado frecuente para carecer de significado. Y todas esas marginaciones son variantes del interés problematizado. Se apuntará que es retórica, declamación sin relevancia practica. Pero esto ultimo no es verdad: su relevancia es precisamente práctica; afecta a cuestiones prácticas fundamentales: el interés y la organización del espacio. Lo que se viene a declarar es: si todo es espacio, incluida la intimidad humana, el hacer y el interés se esfuman, son contrafacturas y hueco. Ya se sabe como aumentan los huecos. Es preciso aclarar la cuestión del interés. Si vinculamos el interés únicamente al espacio, vaciamos el espacio, y el tiempo que rescatamos de la tarea de organizar a aquél es igualmente tiempo vacío a rellenar. Si interpretamos la intimidad humana como un espacio, la obturamos antes o después. Como espacio la intimidad es un lleno de suyo, o un vacío del que arranca una espontaneidad sin forma. El espacio ocupado ya es la marea sentimental. La fuerza sin forma es la actividad como bloque. Marea y bloque son masivos. La obsesión espacial es el régimen de la masificación. Ortega hablaba de la rebelión de las masas, pero la perspectiva orteguiana está desfasada, pues no toma parte en la crisis de la cultura, la contempla desde fuera a partir de sus fuentes germánicas primeras que son neokantianas, anteriores a la guerra europea. Por eso su proyecto es pedagógico cultural. Es un liberal inadaptado para la función arbitral del centro a que hemos aludido.
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b) La transformación organizativa acontecida en el mas próximo pasado es la sociedad de consumo, una mutación, indudablemente preparada y por eso terminal, tan importante como las del siglo XIX. Por primera vez en la historia la humanidad, por lo menos en occidente, sale de la escasez y vive bien provista. Es la abundancia que contrasta incluso con el siglo XIX. Se trata de la abundancia socializada, no de la riqueza de algunos, ni de la mejora del mundo: la abundancia se sitúa en la sociedad misma. El Estado se convierte en gestor de la extensión de la abundancia, de la eliminación de la escasez social. Está en condiciones de desarrollar una política económica general. Mediante un sistema de impuestos progresivos se redistribuyen las rentas, es decir, se extiende la capacidad de gastar, de adquirir. Acudiendo al control del crédito, se puede aumentar o disminuir la cantidad de transferencias, y encarecer o abaratar el dinero, y por lo tanto, atenuar los ciclos económicos. Con esto, la función de los bancos, del capitalismo financiero, es aprovechada y pasa a primer término, se aproxima a la noción de servicio público. Las transferencias bancarias son un medio de pago de una amplitud y características muy peculiares; cuando se perciben, el negocio de préstamo ocupa el primer plano, y revela una condición altamente sugestiva: puede funcionar como un sistema estable, siempre que se organice como sistema. El primer requisito es éste: dado que a nivel de relaciones entre bancos las transferencias son asientos contables, es decir, sumas y restas, si las transferencias se compensan, o sea, si todos los bancos se pagan entre sí lo mismo, es imposible que ninguno se arruine. Si hay algún desequilibrio coyuntural, una cuenta en el banco central lo arregla. De este modo las transferencias pasan a ser el medio de pago mayoritario, y como los créditos exceden a los depósitos, la cosa funciona sola. En definitiva, el dinero ha experimentado una mutación de gran alcance; ya no es dinero contante y sonante, sino un dinero nominalista que funciona. Al que entendía por dinero un trozo de metal o de papel que cambia de mano, tal generalización le parece cosa de magia (los magos de las finanzas), pero no lo es, sino un nuevo monetarismo: el sistema monetario, o el dinero como sistema, una obra de arte que exige tratarla con cuidado y cuyas virtualidades son enormes con tal de que en su funcionamiento no se introduzca una confusión, un desatino fundamental, a saber, la imposibilidad de compensar las transferencias, pues aunque sofisticados, las transferencias siguen siendo intercambios, y exigen una unidad que juegue en cuanto tal como última instancia de referencia. Hay un último nivel del dinero que no puede ser una pluralidad dispersa. Con otras palabras, pensemos en un circuito y una circulación. Para que el circuito exista o no esté roto es condición necesaria que lo circulante se mantenga igual, o se recupere invariado después, cualquiera que sea su viaje por el
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circuito. Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí. Cumplir este axioma es el segundo requisito del sistema bancario. El circuito tiene que garantizar tal posibilidad. Si no lo garantiza es preciso afirmar que el circuito no existe. A eso llamo unidad como techo del dinero. Claro es que en el circuito se producen ganancias y pérdidas, pero la máxima aludida tiene que ser posible. En atención a ello la organización bancaria funciona como el elemento de transporte de una estructura reticular. Y ello significa que es una organización espacial y en este carácter coincide con el Estado moderno. Por eso la nacionalización de la banca no es una ocurrencia inexplicable, aunque sea discutible. Dos organizaciones del espacio tienen que ir de acuerdo. Naturalmente, el sistema bancario no sólo es el transporte de la red, sino que proporciona el circulante. Ahora bien, hemos indicado que la industria es solidaria del descubrimiento de otra función del dinero que es la capitalización. Esta función no es espacial por más que esto no suela percibirse. Sin la industria el sistema bancario funciona en el vacío porque el aumento de la circulación fundado en la ampliación de la noción de moneda se justifica por la capitalización. Aquí se sitúa la dificultad de la llamada banca mixta. Capitalismo industrial y capitalismo financiero no son lo mismo. Si hay razones para no confundir el sistema bancario y el Estado, todavía hay más para distinguir estos dos tipos de capitalismo. El problema es que no basta la acomodación. Recuérdese lo dicho a propósito de la estratificación de las minorías, un problema que afecta a la organización social de un modo muy agudo y también a la organización del capital. La política económica general sirve también para aumentar los ingresos del Estado. Así se constituye el llamado sector público; el aumento de la administración estatal tiene lugar al entrar en el juego económico de manera decidida. Otra cosa es que entre de modo decisorio. Hay también razones para pensar que no es así, o sea, que el aumento de la administración del Estado no es sinónimo de fortalecimiento. Un gigante débil vive a expensas de otros. Se constituyen así una serie de circuitos que son otros tantos círculos viciosos, un quid pro quo. Vivir a expensas de otros significa que esos otros esperan que les sean devueltas las expensas. Y aquí se incardina la redistribución de las rentas, pues las devoluciones estatales no van a parar exactamente de modo directo a los que le alimentan. Al tratarse de la debilidad de un gigante las expensas debilitan a los otros. Por lo tanto tienen que resarcirse, y la única manera de lograrlo es aumentar las series productivas y el consumo. Desde cualquier punto de vista la dinámica económica se vierte en el consumo: es la única dirección que resta para escapar de los círculos viciosos. Esto quiere decir que, en definitiva, todos viven a expensas del tiempo. La resultante del conjunto es el puro sobrevivir. Ciertamente hemos tardado en darnos cuenta, pues la
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opulencia lo ocultaba. Como el consumo aumentaba, parecía que algo aumentaba; pero lo que aumentaba era solo una vía de escape, una fuga en el tiempo. c) Así pues, no se trata de una sociedad simplemente rica, sino de una sociedad en la cual el consumo es suscitado, pretendido, por la convergencia problemática de las administraciones: de las tres. La publicidad se añade como un medio técnico de gran amplitud social para conseguir que la gente no se quede en el nivel de consumo alcanzado, sino que consuma más. Claro es que el aumento no es solo cuantitativo (eso tiene un limite), sino también cualitativo. Los artículos de consumo industriales pasan de moda enseguida y hay que comprar otro modelo. La sociedad sobrevive a expensas del progreso técnico. Se inventan y se complican las cosas técnicamente para lograr el cambio de utensilios en la menor cantidad de tiempo posible. Nótese: el acortamiento del tiempo de vigencia de los productos es un indicio claro de la fuga en el tiempo. No se atesora, se desecha -una sociedad con grandes basureros- porque la demora, detenerse, es imposible para un fugitivo. La conspiración de las tres administraciones, por decirlo así, vierte sobre la sociedad su dinámica para posponer su propia problematicidad, trasladándola al futuro. Si el consumo se para aumentan los precios; en esta paradójica contravención de la ley de la oferta y la demanda se muestra la inercia dinámica. A medida que para equilibrar el asunto se justificaría una mayor intervención del Estado, los políticos se hacen más cautelosos. Cuando son más necesarias las directrices, se deja de darlas. Si aumenta el paro, se sigue redistribuyendo la renta; pero como sus niveles se han hecho rígidos, los impuestos gravan a los que antes favorecían, las expensas aumentan y su devolución no contenta a nadie. Al igual que un automóvil devora millas, el conjunto social devora tiempo. Eso significa que no asimila, que se empecina en la acomodación. La regla es el conformismo. d) Esta dinámica ha ido acompañada de la desaparición de la lucha de clases. El hecho, insisto, es correlativo con lo que se acaba de decir. La desaparición de la lucha de clases no consiste en el amansamiento del obrero ya que no está desesperado. Hoy no existen proletarios, amansados o no, sino algo distinto. Las tensiones sociales de clase se establecen entre grupos amplios que no tienen nada en común; su estilo de vida y su proyecto histórico no coinciden. Más que una oposición dialéctica hay que ver en ello una divergencia debida a incomunicación y a la imposibilidad de compartir. Es un exceso de especialización, un distanciamiento que no permite entenderse, un hermetismo debido a esgrimir apreciaciones particularizadas que no pueden ser asimiladas por otros, una imposibilidad de encontrarse en la cosa común, como decía
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Hegel, porque no existe para ninguno de los grupos. Faltan los supuestos de la convivencia, o bien los supuestos de un grupo no son válidos para otro. No es que unos digan blanco y los otros negro, sino que a los otros blanco no les dice nada. La razón de ello está en que sólo unos dicen blanco. No es una contradicción sino una falta de sintaxis social, no un contrasentido sino el sinsentido de la suma de sentidos diversos. Si uno de los sentidos es dominante, no poder compartirlo o añadirle algo margina, y si la marginación no se tolera aparece la lucha por el dominio excluyente. Lo que falta, en suma, es la articulación, incluso la articulación dialéctica. En el momento en que se instala la sociedad de consumo aparecen tensiones en orden al producto social, tensiones de reparto. Pero ni siquiera esto es lo más importante. Uno de los procedimientos usados para lograr el aumento de la capacidad de consumo es la ampliación de las series productivas. Ahora bien, es evidente que así se suscita una homogeneidad del consumo y, por lo tanto, de estilos de vida. Las series productivas pequeñas tienen carácter selectivo, es decir, su efecto son los llamados hechos diferenciales. En cambio, la homogeneización consumista da lugar al desclasamiento. En la sociedad estratificada histórica los niveles de renta no eran exactamente diferenciales, aunque tenían que ver con ello. Hechos diferenciales quiere decir que haya cosas que solamente una parte de la población posea o sepa estimar, y que esta diferencia tenga un valor cualitativo. Después los niveles de renta adquieren mayor importancia al respecto. Así se reflejaba hace sesenta años, por ejemplo, en los locales en que se pasaba el rato ingiriendo bebidas y conversando. El café era el correspondiente a la clase media. Un ambiente más selecto, el club y sitios así, acogía a la alta sociedad. Por otra parte, estaba la taberna. Pero tales diferencias han disminuido y hay un nivel medio muy extendido en esta clase de locales: es la cafetería en donde entra todo el mundo. Antes el obrero no quería ir al café, no era lo suyo; iba a la taberna de una manera natural, jugaba al dominó y bebía vasos de tinto o de blanco que se guardaba en jarras de cristal cuadradas. Todo esto se ha nivelado. Todo se generaliza, se hace uniforme. Seguramente hay una elevación en términos absolutos. Pero esa elevación conlleva la constitución de un nivel medio; y ese nivel medio es desclasante. Cada vez es más difícil mantener un estilo de vida diferencial. Cuando los grupos sociales se van fundiendo con los de arriba, las formas superiores se degradan automáticamente desde un punto de vista social. La sociedad de consumo no tiene estilo; lo cual no significa que no tenga categoría, sino menos altura. No prejuzgo axiológicamente el tema. Quiero decir que la sociedad de consumo es más ancha que alta; hay diferencias de renta, pero no hay diferencias de vida.
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En vez de lucha de clases, desclasamiento. Las clases dejan de ser impermeables y se suman a un modo común de vida cifrado en el consumo. El motivo de la unidad o del acuerdo social podría ser otro, pero en la sociedad de las últimas décadas el consumo es el más importante. Señalemos algunas consecuencias de este sustitutivo de la lucha de clases. La pérdida de la altura social afecta a la tendencia ascendente del hombre. Sin duda, la tendencia ascendente del hombre se tiñe de mito cuando se encauza a través de la sociedad. La excelencia de las clases superiores es en muchos casos simple apariencia o vanidad: vanagloria. Pero en la sociedad achatada ni siquiera es un mito, sino una utopía, porque ya no existe el hecho diferencial llamado estilo, que hacía culminar los ascensos sociales en una situación percibida como esplendor y plenitud. Ha desaparecido el elemento superior capaz de acoger al parvenu. La utopía desmentida produce un sentimiento de frustración, porque hay desclasamiento y a pesar de todo la tendencia sigue actuando. Precisemos este tema. No es lo mismo: 1º Declarar que un bien no lo es para uno porque es de otro; ésta es la lucha de clases, una descalificación por una primaria no pertenencia. 2º Afirmar que los bienes del propio esfuerzo son los únicos bienes: esto es el radicalismo liberal. 3º Negar como simple falsedad lo que supera al hombre y a su esperanza horizontal: esto es la teoría marxiana de la alienación, es decir, la siega del sentido ascensional de la dialéctica de Hegel. 4º No poder subir sin más porque no hay dónde subir: éste es el desclasamiento. Por otro lado está la observación de que en una sociedad fluida y caracterizada por el desclasamiento y el aumento del consumo la ascensión es utópica y produce frustración. La frustración es indicio de una tendencia humana cuyo desconocimiento por Marx es un puro error. El consumismo ha desmentido a Marx como crítico del capitalismo. Pero en otro sentido ha establecido un tipo de sociedad en que lo que él negaba ha desaparecido y con ello ha quedado al descubierto que la tendencia ascendente es estrictamente humana. Hegel en este punto acertó: sin ideal no se puede vivir; la desaparición de la subida no deja al hombre indiferente sino que afecta a la valoración de sí mismo. A esto Hegel lo llamó percepción de minusvalor, después se le ha llamado complejo de inferioridad. Pero su nombre apropiado es tensión entre indignidad y dignidad humana. La sociedad de consumo ha desvelado como rasgo fundamental del hombre la imposibilidad de prescindir de su dignidad. Puede ir en contra de ella, puede sentirse frustrado, pero no puede quitársela como algo superfluo, o como un vestido. El hombre tiende a la dignidad y si se le quita por un lado la busca por otro.
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Nótese que lo superior hoy en la sociedad estriba en las administraciones. Por eso la tendencia a la ascensión social se llama deseo de participar. Tal vez la participación sea un asunto no bien precisado, inefectivo e incluso algo mítico, pero eso no se debe a la tendencia como tal sino a las administraciones. Las dos ideologías del XIX, el radicalismo y el marxismo, coinciden en la interpretación de la intimidad como vacío. Esto obedece a que no aceptan que el hombre sea criatura: se lo debe todo a sí mismo. Los pesimistas del XX señalan el absurdo del recambio de donador: si el hombre no le debe nada a nadie ha de concluirse que lo recibido de sí mismo le embota; si no es originado, su autooriginación es el absurdo puro y simple. Las dos ideologías del XIX se distinguen en esto: los radicales estiman que lo alcanzado por el propio esfuerzo es una elevación. Marx, en cambio, iguala comienzo y término: el producto no es de índole superior a la necesidad, pues es tan sólo su satisfacción. La dignidad humana estriba en su capacidad de igualar a ambas, o sea, de procurarse activamente la satisfacción de su necesitar. Los pesimistas del XX sostienen que la dignidad humana se pierde sin remedio en el esfuerzo de alcanzarla: la actividad se contradice a sí misma en el resultado; lo malo no es no llenar el vacío interior, sino llenarlo, y ese mal es irremediable. Es un pesimismo curioso, pero revelador. Recapitulando estas ideologías ha de señalarse: el hombre no puede prescindir del ascenso; la dignidad del hombre se cifra en lo que se llama la gloria. Ahora bien, la gloria del hombre es imposible si no es criatura, o si se lo debe todo a sí mismo. Si el hombre no tiene un origen distinto y superior a él no puede subir hasta la gloria porque la gloria pertenece a su origen. Pero si el hombre tiene un origen distinto de él, su intimidad no es un vacío. Y como la ascensión no presupone vacío, tampoco es la construcción de un espacio. Hay organizaciones humanas no espaciales sino de gestiones encomendadas. La frustración del consumidor (del que no puede decirse que no esté lleno) estriba en que el consumo es una encomienda incoherente pues proviene de una debilidad de la administración. Organizar una gestión encomendada es una noción inaplicable al consumo; por lo tanto, no proporciona gloria alguna y en el consumo el hombre no encuentra su dignidad, sino que nota su ausencia, tanto más cuanto el consumo es invasor. También es reveladora al respecto la propuesta de Skinner. El hombre puede situarse más allá de la libertad y la dignidad mediante una técnica de troquelado de tendencias y conductas. Aun admitiendo que eso pueda conseguirlo Skinner, desde luego el consumo no. Si la dignidad y la libertad del hombre existen, hay que revisar la versión decimonónica de interés.
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e) La frustración asociada al consumo se compensa mediante la transformación del acicate del estilo en el acicate del prestigio. El prestigio es proporcionado por el consumo; tiene más prestigio el que consume más. Desde luego esto demuestra que el hombre no se detiene en el consumo. Pero el prestigio es un tipo de superioridad que, además de vano, no tiene valor con relación a la sociedad en general, sino con relación al ambiente circundante del individuo, pues no incluye la asunción de una responsabilidad. La búsqueda del prestigio dentro de un área pequeña es el sucedáneo del estilo social a nivel de consumidor a nivel de administrador está la imagen pública La imagen pública se presenta a todos, pero también supone un pequeño grupo. Induce a comparar en relación a unos pocos otros y omite lo esencial. En vez del ideal se ofrece una imagen. El parlamentarismo deriva hacia el plebiscito. Aparte de otras consideraciones, opino que esta frustración de los ascensos sociales es peligrosa y no debe llevarse demasiado lejos. Por lo tanto, aunque no soy muy partidario de las fiestas de sociedad, sí soy partidario de establecer claramente un ideal social. La sociedad de superconsumo, caracterizada por el desclasamiento y la debilidad de las administraciones es una sociedad poco integrada. La tendencia a lo que he llamado prestigio consumista es de corto radio y no implica solidaridad social; por eso favorece la creación de los llamados grupos de presión. f) El prestigio está ligado al reparto de la renta. Como no existe ninguna vertebración de la sociedad, los individuos se asocian según un sector particular para alcanzar fuerza y conseguir de esta manera un mayor porcentaje en el reparto. El grupo de presión es propio de una sociedad carente de norma, del imperio de un orden axiológico previamente dado, o al margen de discusión. El orden normativo preside y regula el ascenso social y marca un límite a las disputas humanas, pues la victoria conseguida con medios que el orden no permite es contraproducente. Cuando el orden no existe se hace sentir la ventaja de la agrupación como procedimiento para aumentar la fuerza. El grupo vence, se impone frente a los individuos aislados, es más poderoso que ellos. La ley de la fuerza es la única si desaparece la fuerza de la ley. En la sociedad de consumo la normatividad no rige; en el consumo el individuo se aísla y se agrupa para ejercer una mera prepotencia. El brote de los grupos de presión muestra el desvalimiento del individuo y la repristinación de la asociación salvaje a partir de aquél, o como su único remedio. La fuerza del grupo de presión reside en que el individuo está forzado a enrolarse en él porque es ajeno a la norma: la desasiste y así queda desamparado, reducido a atenerse a las reglas de la fuerza bruta.
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Sin duda, los grupos de presión se denuncian pero no se percibe el mecanismo que los produce. Dicho mecanismo arranca del individuo insolidario; la insolidaridad hace imposible el orden normativo, cuyo imperio descansa en la aceptación. Una sociedad que no sostiene el Derecho lo pierde, y cuando apela a él acude a un fantasma. La anemia jurídica de la sociedad de consumo es patente. La idea de amparo estatal es un puro equivoco. El Estado providencia es incapaz de crear derecho; proporciona servicios, protege debilidades, reglamenta la vida. El derecho es otra cosa, es un arte, tal vez la mas sutil. Consiste en el encuentro y formulación de limitaciones al ejercicio de las fuerzas inmediatas; tales limitaciones son adscritas a la persona, que resulta de este modo convertida en lo que se llama el titular. La titularidad jurídica es la capacidad de apelar a las limitaciones aludidas, las cuales comportan por lo mismo el conferimiento de un poder peculiar. Quien puede limitar la fuerza tiene un poder sobre la misma que no es exactamente una fuerza pero sí tan eficaz como ella. Con el derecho la persona humana marca su dignidad y se asegura un ámbito de actividad propia inviolable; puede hacerla valer y llevarla como iniciativa al encuentro con otras. Amparado en el derecho el individuo es un agente social en sentido estricto, y esto quiere decir que el derecho organiza la sociedad asegurando el concurso matizado de iniciativas. Hablando con rigor, el derecho no es una protección del individuo aislado, sino un procedimiento para sacarle del aislamiento. Por eso la titularidad jurídica es intrínsecamente social. La personalidad jurídica se hace valer respecto de los otros y constituye de este modo un entramado de relaciones precisas. Aunque el derecho sirve a los intereses humanos existe también un interés por el derecho, pues el orden jurídico es importante en sí mismo. Si este interés se extingue, si los intereses extrajurídicos quieren gestionarse por sí solos, se produce la degeneración del orden normativo. g) Otra característica de la sociedad de consumo es el aumento de la información. En parte la información es un artículo de consumo más; en parte es su anuncio, pues el consumista aislado necesita enterarse de lo que se le brinda, del tipo de conducta que se le pide, y del chismorreo propio de ambientes similares. También está el dichoso asunto de la imagen pública de los ejecutivos que, como administradores, se justifican; pero tal justificación tiene una trastienda. La imagen pública es algo así como la fachada; pero detrás de ella están los avatares de los personajes, las pugnas entre ellos en torno a las opciones de la gestión; el revés de la trama sobre el que conjeturan los comentaristas. Por otra parte, hay un acopio de noticias cuya importancia se debe en gran parte a la posibilidad de que lleguen casi simultáneamente con los acontecimientos; siempre se han dado penuria y retraso de noticias; hoy noticia equivale a actualidad,
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y en este caso la actualidad equivale a fugacidad, pues las noticias no cesan de llegar y hay que cederles la vez. La abundancia informativa comporta la aparición y desaparición súbita; con ello la organización del tiempo de la información se hace imposible; incluso el encadenamiento causal de los hechos deja de verse en este chisporroteo informático inconexo. La consecuencia es el desclasamiento de la cultura literaria. Las informaciones son una masa confusa, miscelánea o collage, carente de criterio selectivo. Hoy, en general, se lee más que antes, pero son lecturas de ínfimo nivel. El hombre actual se entera de muchas cosas sin importancia y, al menos relativamente, lee pocos libros. La cultura literaria cede el paso a la información icónico visual, que aproxima aún más los acontecimientos -transmisiones televisivas en directo-, y permite la reposición de la narrativa -cinta cinematográfica-. Así aparece la cuestión tan interesante del tiempo fílmico. El tiempo fílmico es comprensible, pero no es vivible porque su peculiaridad se debe al procedimiento llamado montaje y al traslado de la cámara. Es un tiempo fingido, no el de la experiencia humana, a la que no amplía propiamente, sino más bien como una prolongación unilateral. Podemos llamar a esto problema de la participación en el tiempo cinematográfico. Se trata, en efecto, de una participación ambigua, pues para compartir del cine no basta con la acomodación y, por otra parte, la asimilación es imposible, salvo que uno acepte la fábula como régimen temporal propio. Resalta la perturbación que esto comporta para el desarrollo infantil. h) Los problemas del siglo XX se han resuelto o van camino de ello. Pero no por eso ha desaparecido toda tensión social. Seguimos conservando ideas del siglo XIX para comprender las cuestiones sociales y no nos damos cuenta de que el problema social se ha transformado, es diferente, una cosa nueva. El problema de hoy viene planteado por la homogeneidad social. La sociedad de consumo carece de fuerza organizadora, da lugar a reacciones de consumidor y a la constitución de grupos de presión. Añadamos a esto la pseudocultura de los medios de información y la paralela impermeabilidad a la percepción de las ideas rectoras. De aquí arrancan nuevas líneas de tensión social peligrosas, tan graves o más que las anteriores. Graves, es decir, capaces de producir una serie de efectos negativos; no los del siglo XIX, pero sí otros. El individuo y los mismos grupos de presión son impotentes y, en consecuencia, se dibuja una tensión social que, a mi modo de ver, es la más importante de todas; la tensión entre los organismos técnicos superiores y los individuos y grupos; la tensión entre la administración y los administrados; o entre el sistema y los individuos que están dentro del mismo.
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Los individuos propenden a reducir su visión social a los problemas de competencia que surgen en el reparto del bienestar y, correlativamente, no se plantean seriamente problemas de integración o de participación en las administraciones, las cuales se transforman en una instancia unilateral. No existe todavía una organización social que responda a las exigencias de coordinación que la complejidad actual plantea. En una sociedad tecnificada todo tiene que ver con todo; sin embargo, la inspiración de los grupos y de los individuos es de corto radio. Por otra parte, la sociedad actual es una sociedad racionalizada; es decir, en una empresa, o en el Estado existe el elemento administrativo que planea; sin embargo, ese planeamiento es desconocido; funciona en una esfera en la que la gente no quiere entrar; lo único que la gente quiere del sistema es el aumento del salario y protección; cada vez pedimos más de las administraciones, pero justamente porque lo que les pedimos no tiene nada que ver con la participación; las administraciones, es decir, el sistema racionalista de estructuración de la actividad, y de coordinación y planeamiento funcionan al margen. Así surge la tensión entre los administrados y los administradores. Existe una tensión irreductible entre la gerencia y los demás. La gerencia no son los accionistas y los ricos; la gerencia es el sistema; y lo mismo que hay una gerencia en las empresas, existe una gerencia en el Estado, y en los sindicatos. La misma hostilidad, la misma extrañeza frente a los de arriba (ahora los de arriba son los gerentes) se produce en todas las instituciones. La administración es una cosa que a uno le deja frío. A la gente no le interesa; pero la actividad sistematizada se ejerce y obliga al individuo a adecuarse a las exigencias de la programación de la actividad. Entonces el individuo se encuentra desmoralizado y rebelde. Hoy lo que más molesta es el mando social de la gerencia. Yo no se si ustedes lo perciben. Lo que molesta es el de arriba; pero molesta el de arriba en cuanto que organiza, mejor dicho, en cuanto que planifica, en cuanto impone una regla frente a la cual la sociedad en general se siente insolidaria. Si se acepta es porque no hay más remedio, porque las consecuencias de no hacerlo son trágicas, y además porque no se tiene fuerza ni inspiración para oponerse. En suma, la problemática de la sociedad actual, consiste en la desproporción entre lo orgánico y lo fisiológico. Esta desproporción se observa en los sectores más importantes de la vida social. Habría ahora que encararse con los problemas que han sido indicados y esbozar las posibles líneas en que puede buscarse la solución. Ello requiere un enfoque sistemático.
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Sección segunda: LA LIBERTAD HUMANA Y LA ORGANIZACIÓN DE SUS ÁMBITOS
En la línea del pensamiento occidental, el tema de la libertad es tratado y discutido por primera vez con alguna amplitud en Grecia. En términos muy generales puede afirmarse que la idea de libertad en los griegos se destaca en el contexto de las relaciones del hombre con la naturaleza. Son conocidas, y por eso no voy a insistir aquí en ellas, las oscilaciones en torno a la existencia de la libertad y de su compatibilidad con la naturaleza. El determinismo ligado frecuentemente a esta última noción impidió alcanzar un enfoque suficiente de la libertad humana. La expresión más clara de la libertad en el pensamiento antiguo se encuentra en algunos pasajes de Aristóteles; por ejemplo: es libre el que existe por sí mismo y no depende de otro; o la libertad es el poder de obrar y de no obrar, y de obrar lo opuesto; o también libre es el que causa para sí (definición que recoge también Santo Tomás). Con menos nitidez, pero apuntando también a un reconocimiento de la libertad, cabría señalar algunos pasajes de Platón. Sin embargo, más significativa que las discusiones o expresiones filosóficas del concepto es la semántica del término griego. Libre en griego se dice eleutheros. La palabra se refiere a la situación carente de obstáculos que permite un despliegue espacio-temporal no impedido por límites infranqueables. Más brevemente: libre es el que tiene un camino despejado, no cerrado. Lo que se opone a la libertad es precisamente la oclusión de lo abierto. Esta oclusión es el sentido primario del término griego aporía. En el planteamiento ontológico que domina la mente medieval la libertad aparece enclavada dentro del tema de la especificación de la voluntad humana. Este tratamiento, principalmente psicológico, del tema de la libertad es desbordado por los pensadores medievales con bastante frecuencia. Pero al final de la Escolástica, la libertad se absolutiza en el nominalismo de un modo que cabe calificar de extravagante. Lo que esencialmente se juega en la versión medieval de la libertad es lo siguiente: la libertad se ofrece, ante todo, como un poder que enlaza directamente con el querer, es decir, con el acto propio de la voluntad en orden a deberes y a motivos (esta cuestión del motivo será retomada después por Leibniz, y a ella subordinará todo el tratamiento de la libertad) y de este modo alude a la inteligencia. Pero detrás de este enfoque late una vivencia más radical. Por un malentendido, la libertad en
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el siglo XIV se establece como puro poder hacer (lo que se quiere). La vivencia de fondo se orienta hacia una mala absolutización de la libertad, que estriba en su independización respecto de todo motivo o, lo que es igual, respecto de la inteligencia y de la norma. Entre ambos planos llega incluso a establecerse una oposición. Es la inspiración nominalista que influye en el sentido protestante de la libertad y a lo largo de la Edad Moderna. En el barroco se intentó una solución de compromiso. Por una parte se pretendía mantener una conexión con los motivos. Pero, por otra, se quería reservar para la libertad un valor decisorio o determinante respecto de los motivos mismos. Surgió así la idea de libertad como pura indeterminación de la voluntad, que puede intervenir en la pugna entre distintos motivos a fin de fijar (electivamente) uno de ellos. Esta solución, sin embargo, es sólo aparente ya que una libertad que incida desde fuera como fuerza electiva es, pura y simplemente, una arbitrariedad, ya que, por hipótesis, carece a priori de toda orientación racional (Scheler). En nuestros días, después de la árida negación positivista, la cuestión de la libertad ha vuelto a aparecer con fuerza. A título ilustrativo podemos aludir a algunas interpretaciones filosóficas. Para Max Scheler el hombre es libre porque ya desde un punto de vista biológico es distinto de todo otro viviente, al estar más allá de la pura relación biunívoca con el medio. Esta primaria capacidad lo es de objetivación y de interiorización, notas que definirán la libertad humana. La interpretación de Zubiri, aunque algo más amplia, enlaza con esta observación scheleriana, también recogida por Gehlen. En lo decisivo, según Zubiri, el hombre recibe de la realidad un estímulo pero no una determinación para ser. Por eso la realización del hombre exige el ejercicio de una espontaneidad que ha de arrancar de él mismo. Para Sartre el hombre es libre de un modo paradójico, es decir, necesariamente, sin remedio. El hombre no puede dejar de ser libre, está condenado a la libertad, y por eso obligado a autorrealizarse y abocado al fracaso. En Marcel, el poder de la libertad no es solamente un poder directo del acto humano, sino que se refleja sobre el acto mismo; con otras palabras, se trata de una libertad liberadora que, por lo tanto, se encuentra también en el fondo mismo del pensamiento que trata de concebirla. Con algunas variantes la interpretación de Jaspers se reduce también a la complicación de libertad y liberación. Algunos antropólogos cifran la libertad en la inagotable determinabilidad del ser humano. A esta idea puede reducirse la postura de Portman. Muchas variantes interpretativas de la libertad pueden reducirse a una vivencia única: la insecuritas humana. El hombre actual percibe la libertad como un valor inestable, o con otras palabras, como una mezcla inextricable de positividad y negatividad. La aspiración a la libertad es
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inseparable, actualmente, de un miedo a la libertad. En este sentido podemos concluir que el tema de la libertad en nuestro tiempo está cargado de aspectos patéticos. Pero cabe también entender la libertad como un rasgo que caracteriza al ser humano entero. En este sentido la libertad es un trascendental. Con esto se amplía el planteamiento y puede abordarse la cuestión de las relaciones entre la libertad y la verdad, y la libertad y el amor, imprescindibles para un enfoque suficientemente ambicioso de las nociones, de raigambre inequívocamente cristiana, de persona y espíritu. Una esquemática reflexión sobre estos temas se propone a continuación.
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I. LOS ÁMBITOS DE LA LIBERTAD: El hecho de que el hombre mantenga una referencia con las ultimidades (lo mismo cabría llamarlas primalidades) según su libertad es lo que nos permite interpretar la libertad como un tema trascendental. La apertura trascendental, libre, del hombre alude a las ultimidades en la forma de fundamento y destino. No es necesario que todo ser espiritual se abra en sentido trascendental de esta manera. Así, seria poco atinado afirmar que Dios está abierto a algún destino, pero en el caso del hombre lo trascendental se le abre del modo dicho, a saber de acuerdo con la dualidad de la fundamentalidad (principialidad, causalidad primera, originación, etc.) y de la destinación (proyecto, fin último, futuridad, etc.). Ahora bien, la orientación del hombre hacia las ultimidades, su tener que ver con ellas, ofrece una pluralidad de dimensiones. Esto equivale a decir que la apertura trascendental humana no es única modalmente. No se trata sólo de que lo trascendental esté integrado por los temas del fundamento y del destino, que constituyen ya una dualidad, sino también de que la respectividad a los temas transcendentales es plural. De aquí que se pueda entender la libertad humana de varias maneras. Pero, por otra parte, los diferentes sentidos de la libertad humana coinciden en poseer el valor de ámbito. La libertad sólo es posible en relación con un ámbito; y como la libertad ofrece una pluralidad de sentidos, se han de admitir una multiplicidad de ámbitos. Todos los ámbitos en que se ejerce la libertad poseen unas notas que deben describirse de una manera muy general puesto que se modalizan según cada uno, pero que también le son comunes. Intentemos la descripción puramente indicativa del significado del ámbito libre. Todo ámbito lleva aparejadas las siguientes nociones: 1) 2)
La lejanía y la proximidad. La apertura y su opuesto, la oclusión; y el encuentro y su opuesto, la ausencia. 3) El carácter de inexcusabilidad para la vida humana. El hombre es viable en cuanto que transciende su propia individualidad. Y esto tiene lugar en la forma del ámbito libre. Por lo demás, que la libertad humana sea inconcebible separada de todo ámbito es patente. Pasemos ahora a estudiar sumariamente los principales ámbitos de la libertad: A) La espaciosidad: a) Idea antigua de espacio. b) Noción moderna del espacio
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El espacio es el ámbito más primitivo de la libertad humana y también el más elemental. Voy a exponer muy sucintamente como se relaciona el espacio con la libertad. Para un viviente el espacio significa la pausa que, al menos de modo provisional, deja en suspenso la sucesión temporal de estímulo-respuesta. La distancia es la dilación entre un aquí y un allí. Para el ser viviente esta diferencia sólo es posible en la forma de un intervalo en la relación con el mundo cuando aparece la representación cognoscitiva. Pero este intervalo se intercala en el animal dentro de una unidad más primitiva porque el animal es incapaz de separarse del mundo, carece de un interés mantenido ante la representación. Por esta razón su espacio supone la unidad de la acción vital, integrada por la tendencia a satisfacer y el movimiento dirigido a la satisfacción de la necesidad tendencial, y queda a su servicio. En los niveles inferiores de la vitalidad humana pueden apreciarse espacios de esta índole. Pero en el hombre el espacio adquiere una significación distinta. El espacio propiamente humano deriva del hecho de que la vida humana constituye toda ella una actividad unitaria, concentrada en su propio poder. Ello no impide que se de en el hombre una serie de acciones vitales particulares en las cuales el circuito con el estímulo se cierra. Pero toda la serie está dominada por una instancia superior al estímulo, o no equilibrada con ninguno. Por eso las acciones humanas particulares están categóricamente integradas en una unidad abierta, que apunta siempre más allá. Entendida la existencia humana como un acto unitario, resulta que entre el momento cognoscitivo y el término del ímpetu vital se abre un intervalo que no se puede cerrar. El alejamiento, o la diferencia, entre la representación y la culminación de la vida es, en el hombre, máximo. Ésta es la razón profunda de que ante el hombre se abra el espacio como simultaneidad pura, que es, a la vez, pura determinabilidad. Y es posible también que el hombre se interese por el espacio al margen de un tender, o sea, sólo cognitivamente. A partir de la determinabilidad del espacio se hace posible que las operaciones humanas tengan una capacidad determinante desde el conocimiento. Según esto, el espacio humano es ámbito para la libertad y se plasma en acciones configuradoras y constructoras, o sea, en una interpretación práctica del estímulo. Por ser el espacio el ámbito de la libertad pragmática ha sido interpretado de distintas maneras a lo largo de la historia. Este proceso es paralelo al descubrimiento de nuevas formas de actividad práctica (llamo actividad práctica a aquel tipo de conducta que presupone la pura indeterminabilidad del espacio. Por eso la conducta práctica es exclusiva
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del hombre y está ligada a un peculiar modo de saber que es correcto llamar saber operativo). a) El hombre antiguo entendió el espacio de acuerdo con una pluralidad cualitativa. Ante todo, el espacio era la superficie de la tierra abierta al movimiento humano, recorriendo la cual el hombre encuentra las cosas factibles. La superficie es susceptible de organización, de normación; es, en suma, aquel espacio en que el hombre ejerce su poder peculiar. Fuera del espacio humano, existen todavía otros tipos de espacios que se caracterizan porque la libertad no puede ejercerse en ellos. Así, por ejemplo, en el espacio sólido el hombre sólo puede encontrarse ocluido, y por lo tanto, paralizado. Este espacio es, esencialmente, el ámbito de lo subterráneo. Otro tipo de espacio en el que el poder humano no puede expansionarse es el agua. Como observa Elíade el agua puede recorrerse pero no es susceptible de organización, debido precisamente a su fluidez -el mar no se puede arar, la estela de la nave se borra-. Por último, el espacio aéreo, al que el hombre no puede acceder y en el que reside un poder superior al suyo que se interpreta como inmutable y dominante: es el núcleo primitivo de la idea de necesidad cósmica, con la cual el hombre no puede conducirse si no es en el modo de una subordinación total. Aquí se encuentra también un asiento para la noción de sacralidad, que de suyo no es espacial. A lo sumo, el hombre puede relacionarse con la necesidad sacral fundamental de un modo mimético. Esta imitación se orienta de diversas maneras en las culturas primitivas. Así, por ejemplo, como una exclusión de la temporalidad en el propio espacio (Egipto); o como una participación en su dominio inconmovible (ésta es la dimensión sacrificial en la religiosidad primitiva); o como una imitación lograda por renuncia a toda acción (algunos aspectos de la mística hindú); etc. b) Lo decisivo en la vivencia moderna del espacio es la eliminación de las diferencias cualitativas que introdujo en él el hombre antiguo. Desde el siglo XVII el espacio es, pura y simplemente, determinabilidad para la propia capacidad. La sabiduría operativa del hombre se concentra cada vez mas en la técnica, saber exclusivamente humano, que de suyo no hace referencia a ningún poder exterior. Pero al crecer el sentido del poder práctico humano el espacio resulta paradójicamente sometido por entero a una red organizativa que predetermina la conducta humana. Por eso el espacio en su interpretación moderna ha llegado a ser, indisociablemente, el teatro del ejercicio de la libertad configuradora y a la vez un retículo esclavizante. La paradoja, sin embargo, es fácil de entender porque se reduce a la diferencia entre libertad y aporía ya advertida en Grecia. Si la libertad
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espacial es la capacidad de moverse, lo que impide dicho movimiento o se opone a él, lo que cierra el camino, es la falta de apertura, la oclusión o aporía. Pero hay dos tipos de aporías: las que ofrece el espacio cósmico de suyo (con esto se corresponde la diferenciación cualitativa, no regional, del espacio. El espacio aporético por excelencia es lo subterráneo) y las introducidas por la configuración humana, pues un espacio configurado pierde, al menos parcialmente, su indeterminación. Espacio configurado es espacio organizado. La organización del espacio no puede ser enteramente libre. Esto es axiomático y la razón por la cual la utopía es un puro quid pro quo. Por eso la obsesión espacialista de la Edad Moderna conduce la cuestión de la libertad humana a una vía muerta. Si el hombre contara con el espacio como único ámbito de su libertad, sería libre para dejar de serlo, no se vería empujado a tejer y destejer sus configuraciones, a alternar la construcción y la destrucción para mantener su libertad. También el hombre antiguo expresó esta pretensión en un mito: Dionisos. El revolucionario revive el mito y expresa su cansancio en el fijismo de la utopía. La mezcla del mito dionisíaco con el utopismo es uno de los rasgos peculiares de la Edad Moderna. Ahora bien, es imposible que el hombre cuente solamente con el espacio, por cuanto el espacio es la representación inmediata de su propio dominio, es decir, de su independencia respecto del mundo. En la configuración pragmática del espacio intervienen factores humanos más fundamentales que, a la vez, la hacen posible y la sobrepasan. Desconocer la existencia de estos factores conlleva una limitación y una vivencia obsesiva de la libertad humana. Pero no es difícil mostrarlos. El espacio se organiza desde una intimidad y ello requiere tiempo. Este tiempo es también el tiempo de la vida, un tiempo unitario y abierto. Su organización es un tema pendiente, al que es menester conceder la máxima atención. El poder humano no se ejerce tan sólo en el espacio; también hay un dominio humano sobre el tiempo. Al traer a la consideración la intimidad y el tiempo humanos, y comprender su mayor importancia, debe concluirse que la libertad pragmática espacial no agota el orden de los fines y, por lo mismo, que pertenece al orden de los medios. La obsesión espacial perturba el tratamiento de los medios, y con ello da lugar a una nueva dificultad de que nos ocuparemos más adelante. Resolver el problema de lo aporético espacial no es rehusarlo, sino comprender lo que significa medio. Los productos de la actividad configuradora del hombre quedan incorporados a la existencia de la humanidad de un modo objetivo no extraindividual. En este sentido es oportuno resaltar su afinidad con el estatuto social de la humanidad misma. También de este punto trataremos más adelante.
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En cualquier caso, esta breve descripción de la espaciosidad nos hace entrever su importancia para los problemas y los riesgos que afectan a la libertad humana. A vía de ejemplo señalaré: La actitud anímica de que derivan los fenómenos de insolidaridad, rebeldía o apatía de la juventud en el siglo XX ha estado en gran parte determinada por el problema de la ocupación del espacio social y la escasez subsiguiente de espacios libres. Esta postulación de espacio libre ha derivado hacia su opuesto: la anulación del espacio. Esto se produce en la forma de reclusión en los sentimientos, lo que hace estática la vida y no exige desplazamiento efectivo, o en el modo de interpretar el espacio organizado como simultaneidad formal que no permite intervención al excluir el tiempo -es la base de la interpretación de Mc Luhan de la tecnología eléctrica-. Un ámbito formalmente saturado no admite determinación ulterior y aparece como simultaneidad estructural. Con ello los problemas o aporías de la organización dejan de tener razón de ser, porque de antemano son insolubles. La pertenencia al todo como anulación de la propia iniciativa coloca a la libertad en una situación excéntrica. La inhibición ante lo aporético espacial desgravita, es decir, sume en el sueño mítico. Hace del hombre un ser flotante en un mundo flotante: es la vida submarina, la vida espacializada sumergida y la retroferencia desde la objetivación a la anterioridad interpretada como densidad afectiva. Esta densidad es aporética, anegadora, para la libertad. Es afecto sin tendencia, lo cualitativo estático y ocluyente, el lleno interior que hacer perder completamente de vista el ámbito de la libertad que veremos a continuación. La impenetrabilidad de la vivencia afectiva rompe la comunicación, produce la antitipia, el rehusamiento, lo huraño e inexpresivo y se encamina hacia el narcotismo. La proyección de dicha parálisis es la reclamación de exterioridad como odio a lo otro. El odio a lo otro es el sentido formal del mito de Dionisos. Pues lo lleno ha de manipularse sólo en forma de despedazamientos y recomposiciones: es el renacimiento del monstruo y del brujo, una cierta alquimia materialespiritual. La masificación de la humanidad es en gran parte también el escueto resultado de la inclusión de la mayoría de la población en tipos de conducta organizados y determinantes de casi toda su conducta (tanto en el aspecto fabril como en el consumidor), y del olvido de los otros ámbitos de la libertad humana. La adscripción a un determinado territorio y la limitación de los desplazamientos cuentan entre las más graves aporías de la libertad espacial debidos a la congelación de la organización. Desde otro punto de vista, es cada vez más claro que la asimilación de un cierto tipo de información, más o menos tecnificada, sólo es válida
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para un período de tiempo corto. El decisivo tema de la transmisión del saber y de la continuidad cultural es afectado por esta circunstancia, que, por otra parte, agrava la división y estratificación de las minorías. La labor educativa, que asegura la participación de las nuevas generaciones en los centros de actividad social, sólo puede cumplirse actualmente de un modo idóneo si se atiende preferentemente a la asimilación de saberes más universales. B) La intimidad. La intimidad es otro de los ámbitos de la libertad. Debe distinguirse netamente del ámbito pragmático, es decir, del espacio. La intimidad como ámbito es la libertad personal. En su mas rigurosa acepción, el término persona apunta a lo radical de la existencia humana. La profundidad alude a la cuestión del origen y de la subsistencia, nociones en que se concentra lo primordial del ser: lo primero en el orden del ser es, de un lado, su mismo surgir o brotar (cuestión del origen) y, de otro, la inexistencia de algo más radical (cuestión de la subsistencia). Pues bien, la persona es el origen en tanto que se mantiene y, por lo tanto, subsiste. El mantenimiento del origen es la pura noción de intimidad. La intimidad es apertura y de esta manera ámbito. Aunque el hombre es una criatura, su brotar en el orden del ser mantiene un respecto originario. Por eso, aunque el hombre no sea la intimidad perfecta, tripersonal, que es Dios, también es persona. Veamos algunas consecuencias del descubrimiento del carácter personal del ser humano. No es preciso insistir en que éste es un descubrimiento cristiano. Si la persona es un brotar que se mantiene, y por lo tanto íntimo, se sigue que es superior a aquel tipo de permanencia necesitada de elementos extraños que han de ser incorporados. El tipo de actividad que está al servicio de la pervivencia se consuma, si tiene éxito, en un equilibrio de pérdidas y ganancias. La intimidad es superior al equilibrio homeostático, pues se mantiene de otra manera. La persona es capaz de un modo de actividad que cabe llamar efusión. La efusión es una expansión no determinada por una necesidad previa, y por lo tanto, otorgada. El otorgamiento nos pone ante la mirada, la libertad personal, su peculiar apertura. La persona es libre en tanto que es capaz de dar sin perder o aniquilarse; precisamente por ser en intimidad, la persona es también en liberalidad. Por ello mismo, la persona interviene, aporta, añade. La liberalidad es, de este modo, la libertad como suscitación de lo nuevo, de lo que antes no existía en aquello a lo que su aportación beneficia. No deben confundirse liberalidad y liberación.
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Si se compara la genuina noción de persona con la interpretación del hombre hoy más extendida se nota enseguida una diferencia de nivel. El pensamiento moderno no parece capaz, hablando en términos generales, de superar aquella actitud por la cual el hombre queda definido por el intercambio equilibrado, y por lo tanto por la necesidad. Tanto si esa necesidad es la subordinación a algo externo, como si se trata del carácter definitorio de un despliegue interno, es claro que en ambos casos falta inspiración para percibir que el dar no implica pérdida y que es el signo de una alta forma de libertad. Si el hombre solo fuera un ser obligado a autoafirmarse o autorrealizarse no sería persona, ni libre de modo personal. Cabe ahora darse cuenta de que la interpretación de la actividad conformadora y transformadora se altera por completo según se admita o no la persona. Cualquier malentendido acerca de la persona afecta a aspectos esenciales de la sociedad, de la cultura, de la religión, y desde luego, de la organización. La prevalencia de la libertad personal sobre cualquier organización o programación descansa en la inagotable capacidad manifestativa de la intimidad. Ningún sistema puede suplir a la fuerza creadora de la libertad; ninguna previsión técnico formal del futuro es válida ante la perenne renovación de las aportaciones personales. El bien común humano exige que nadie esté definitivamente privado de la oportunidad de influir. La disciplina moral del poder se mide por la intención de establecer y de extender la convivencia. La convivencia humana se define como comunicabilidad, esto es, como concurso personal. Por eso la unilateralidad, la parcialidad de las iniciativas, acarrea la corrupción de lo personal, pues lo aporético de la libertad trascendental es la inhibición. El plano de las decisiones ha de quedar siempre abierto, de manera que el poder social no se ejerza, aunque sea con una intención benevolente, frente a sujetos pasivos. La participación en los procesos creadores de futuro es una exigencia de la altura de la persona. Es preciso socializar la decisión, en el sentido de que nadie sea excluido de ella. Socializar significa extender el concurso; es una tarea de promoción y de respeto encaminada a incrementar el comportamiento personal en todos los hombres. C) La destinación. La consideración de la libertad personal indica todavía otro ámbito, a saber, el del destino del hombre. El ser que se mantiene en intimidad puede destinarse a la trascendencia, dotando así a su conducta práctica de una culminación de la que ésta ultima no es capaz de suyo.
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Cuando el hombre no atiende a su carácter personal se cierra a la trascendencia, porque sólo puede entenderla como un despojo o un extrañamiento de sí mismo. Por eso las formas modernas de humanismo contienen la exclusión de Dios del vivir humano, al menos en forma implícita. Paralelamente el ateísmo en sus formulaciones actuales no se reduce a la cuestión meramente teórica de si Dios existe o no; la cuestión ahora es si la realidad del hombre es compatible con la realidad de Dios. Dicho ateísmo es lo aporético por excelencia. El hombre dominado por la preocupación de autoafirmarse llega, a lo más, a admitir en teoría la existencia de Dios, con tal de que Dios se mantenga fuera de su vida. En cambio, el que se da cuenta de que es persona no puede admitir un Dios extraño a su vida. La última justificación del ser personal humano reside en la capacidad de comunicar con Dios, de abocar a él, y no al mundo, con la plenitud del propio ser. Si el hombre es persona no sólo se ha de excluir que Dios sea incompatible con la propia plenitud, también es preciso afirmar que sólo el otorgamiento sin limitaciones de la intimidad permite mantenerse ante Dios, y que sin tal mantenimiento la libertad decae. La cuestión decisiva de la persona creada consiste en no defraudar a quien la ha hecho a su imagen y, al comunicarle su iniciativa, la ha elevado a su propia intimidad. En el fondo la persona no puede destinarse más que a la persona. Pero la persona humana no puede tener como destino a sí misma, ni tampoco, en definitiva, a otra persona humana, ya que la intimidad del hombre no encuentra en su propia órbita su réplica, puesto que es creada y, por lo tanto no creadora de sí misma. En consecuencia, en el ser personal de Dios el hombre encuentra el sentido definitivo de su libertad: esto es lo espiritual en el hombre. El derecho a buscar a Dios es, de acuerdo con lo que acabamos de decir, irrenunciable. Según este derecho el hombre pone en juego la totalidad, todavía poseída sólo en esperanza, de su ser. Y en este poner en juego una totalidad distendida hasta el infinito, la organización del tiempo es posible. La organización del tiempo es la libertad moral. La moral surge en la destinación.
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II. CONSIDERACIÓN DE LAS APORÍAS DE OPERATIVA Y PROPUESTA DE UNA SOLUCIÓN:
LA
LIBERTAD
A) El auge de la técnica. La interpretación griega de la técnica como imitación de la naturaleza es un homenaje a las más antiguas formas del saber operativo. Sin embargo, este homenaje no ofrece peligros inmediatos para el valor decisorio de la conducta, mientras la técnica se distinga de la ética. A la vez, esta mesurada interpretación de la técnica permite que el mundo de los negocios civiles sea gobernado por otro tipo de normatividad. Aristóteles advirtió el peligro de un aumento excesivo de la técnica. La inflexión moderna de la técnica encuentra su explicación en la ciencia matemática europea. La técnica moderna pertenece al mismo orden que los antiguos intentos humanos de dominar constructivamente el acontecer, pero se diferencia de ellos por la circunstancia, excepcionalmente importante, de que utiliza los servicios de la matemática, es decir, de un especial sector del saber racional. Es de notar que la matemática fue excluida por Aristóteles del estudio de la naturaleza por entender que no alcanza la consideración de la causa final, que es la razón imprescindible para la realidad de la naturaleza. La infalibilidad finalista es un modo de razón diferente de la exactitud matemática. Dicho con otras palabras, según Aristóteles, la matemática desnaturaliza el movimiento. La matemática permite asimilar el estudio del acontecer a la órbita de la productividad humana, pues se constituye por la formalidad misma del pensamiento en cuanto inmediatamente libre del estímulo, como ya puso de relieve Kant, aunque sin mucha precisión. Es claro además que los grandes hallazgos matemáticos modernos no son independientes de la necesidad de integración temporal. Pero esta integración no alcanza el tiempo humano, y por otro lado tiene mucho más que ver con el orden práctico que con la realidad natural y, en este sentido, significa un paso decisivo en el proceso de independización del operar en relación a la fatalidad cósmica. A la postre, esta gran modificación del alcance de la técnica ha venido a dar la razón a los temores aristotélicos. Al producirse la rectoría de la racionalidad matemática sobre el saber operativo, el orden cósmico antiguo es sustituido por la simple regularidad. Al consolidarse la importancia de la iniciativa racional sobre la acción, la inseguridad con que se inaugura la Edad Moderna ha venido a resolverse en la tendencia a controlar y regular todas las posibilidades abiertas ante el hombre. La dialéctica hegeliana es la propuesta de una racionalidad distinta al servicio de la finalidad, pero no fue escuchada por las nuevas fuerzas sociales que
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aparecían en escena. La pérdida de la racionalidad teleológica del mundo no es obstáculo para el progreso humano, que llega a postular su propia autonomía. Pero esta orientación de la libertad deja al descubierto su inanidad: el progreso desemboca en la nada o en la inutilidad. La libertad se abre de este modo al vacío: no precisamente al vacío exterior, sino al vacío futuro. La comprensión racionalista del progreso se hace cargo de las posibilidades operativas, pero es incapaz de encararse con el tema del destino. El progresismo es la debilitación de una idea cristiana y, si se absolutiza, constituye una seria dificultad para la viabilidad de la especie humana. De esta forma la aporética del saber operativo se ha hecho sentir fuertemente en los últimos tiempos. No es de prever un decaimiento de las fuerzas que han promovido el progreso de la modernidad; ocurre más bien, que el progreso se le ha ido al hombre de las manos. No se trata de un sentimiento de vejez, sino de una decepción. La situación de la libertad vertida en la técnica se percibe actualmente en la insuficiencia que le caracteriza. ¿A dónde vamos a parar? Esta pregunta se destaca como un enigma a medida que la técnica hipertrofiada se muestra rebelde a toda ulterior conducción o dominio. Las fuerzas desencadenadas nos arrastran porque se han apoderado de las posibilidades humanas en una especie de proyección sin fin que produce el vértigo o el hastío. Carecemos, al parecer, de formas organizadoras capaces de imprimir un nuevo rumbo, o al menos, cierta elasticidad a la marcha de la historia. No se trata de anunciar el fin de nuestra tecnoestructura. Las posibilidades abiertas por la moderna técnica no están exhaustas, ni mucho menos. Más bien es de prever un indefinido desarrollo de su capacidad conformadora, que se va haciendo inesquivable para toda la humanidad. Pero precisamente esta indefinida progresión nos inquieta porque empobrece o hace triviales las posibilidades que se van editando. La técnica se sucede a sí misma, pero en la misma medida un control libre parece fuera de nuestro alcance. Como característica de nuestra época destaca la forma ideológica de saber, que pertenece también esencialmente al orden operativo. La ideología es aquella forma de saber operativo que intenta la determinación del futuro inspirándose en una interpretación pragmática del hombre. En este sentido, la ideología responde a la necesidad de proporcionar un criterio que sirva para dirigir y valorar los procesos constructivos humanos. Pero al ser pensada sólo para eso no supera la dimensión operativa práctica del hombre. Precisamente por ello la ideología comporta la destrucción de la diferencia entre ética y técnica. Si cabe hablar de una moral ideológica, será aquella en que la diferencia entre lo factible y lo agible ha sido eliminada. La moral de las ideologías es radicalmente imprudente, por ser su ideal terminal la utopía.
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La idea de una legalidad dialéctico-histórica es una rectificación del matematicismo. Pero la organización libre del tiempo también es destruida por la dialéctica, que mira a instaurar una síntesis definitiva independiente de toda influencia libre ejercida según la línea del tiempo. La idea de que la historia puede culminar según su razón propia, o como historiología, es un grave atentado contra el sentido trascendental de la libertad humana. Al hacer al hombre idéntico al proceso histórico, la razón dialéctica se vuelve de espaldas a las dimensiones profundas de la antropología. Es propio de todos los modos ideológicos del saber operativo terminar en fracaso. No cabe esperar de la historia una culminación perfectamente real. El intento de asimilar la naturaleza a la historia conlleva un desconocimiento del auténtico significado de la temporalidad humana. Más aún, en rigor las leyes del acontecer no pueden ser conocidas pragmáticamente en su totalidad. Ante todo, porque no hay ningún modo de proceder capaz de ello. Pero también porque con toda seguridad el acontecer no es de suyo ninguna totalidad desde el punto de vista de lo que se llama ley. B) La disponibilidad de los medios: a) La sociedad: 1. Los medios. 2. Conducta y red. 3. La red. 4. La historia. b) La sociedad y la persona: 1. Independencia de los medios. 2. Disponibilidad. 3. Apropiación. 4. Comprensión. 5. Aportación. a) Si la absolutización del operar humano es una equivocación, es preciso estudiar la conexión que esencialmente mantiene tal operar con lo que se suele llamar los medios. Los medios se definen en orden al actuar por su disponibilidad: un medio colocado fuera de toda disponibilidad no lo es propiamente. ¿Qué asegura la disponibilidad de los medios? ¿En qué consiste exactamente dicha disponibilidad? A mi entender, el estatuto real de la disponibilidad se encuentra en la sociedad misma. 1. La sociedad no es un medio, ni el conjunto de ellos, sino el medio mismo en su situación extraindividual. Como dicha situación sólo puede establecerse a partir de la persona que otorga, el estatuto extraindividual
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es el mismo estar puesto a disposición. Desde luego los medios no se pueden considerar en abstracto, pues tienen que serlo efectivamente, lo cual exige una situación real que los destaque suficientemente con vistas a su utilización. La situación en que el medio queda destacado realmente no es otra cosa que la sociedad. Así pues, la sociedad es la situación de disponibilidad requerida por el ser del medio. Los medios sólo son factibles a partir de medios. Pero no existe un medio primero en términos absolutos, pues el medio no es concebible como anterior a aquella situación según la cual es disponible. Quizás el medio por excelencia sea la mano, pero la mano ha de ser educada. 2. En cuanto disponible el medio es inteligible: el uso del medio es saberhacer. Por lo tanto, la sociedad como situación de disponibilidad es, eo ipso, una modalidad de saber. ¿De qué índole es esta modalidad? En tanto que los medios son disponibles están formalizados. El modo de saber correspondiente es la organización de una conducta. No es admisible una conducta humana organizada por una espontaneidad biológica: toda conducta práctica es organizada a nivel humano en conexión con los medios de acuerdo con su disponibilidad. Los medios cuyo uso se ignora no son disponibles. Pero por otra parte, la conducta práctica se organiza o configura en conexión con los medios. Por ser la sociedad la situación de disponibilidad medial es también una pluralidad de conductas. Dicha pluralidad se organiza porque las conductas se remiten unas a otras. Los medios no son sólo medios para fines, sino también medios entre sí: unos medios requieren a otros. Cualquiera que sea la índole del requerir, el complejo de relaciones entre medios sigue siendo un medio, y por lo tanto se corresponde con una conducta. Así pues, hay conductas organizadas de acuerdo con medios y organizaciones de conductas las cuales son también conductas. Estas últimas se corresponden con medios más complejos, los cuales, por ello mismo, son disponibles, pero no para las conductas básicas sino para las doblemente organizadas (en sí y desde otras). De acuerdo con esto, por el momento no hay realimentación sino subordinación. Un medio construido con medios implica subordinación, o lo que es igual la neutralización de ciertas disponibilidades en favor de otras. Como la subordinación no puede proceder al infinito, la organización de la sociedad es una red. La red es la organización de las disponibilidades mediales sin subordinación. La red es red de conductas y, por lo tanto, otra organización. En suma, hay dos organizaciones de conductas: una previa a la red y subordinante y otra que presupone la red y se ejerce en su servicio, o para mantenerla, o para subordinarla.
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3. La red es el modelo de la organización de la disponibilidad, de la sociedad, es decir, del espacio humano. Existen, sin duda analogías con la organización del espacio orgánico, y también con la estructura de una máquina electrónica, que permiten una teoría general del modelo reticular. Su estudio es muy sugestivo, pero aquí debemos poner de relieve un punto importante de la organización de la sociedad. Como decíamos, la ignorancia del medio impide su disponibilidad. Esta ignorancia puede darse de dos maneras primarias. Por lo pronto, en las conductas subordinadas; tales conductas desconocen el medio complejo, en el que se fija la disponibilidad, y por eso se dice que ciertas disponibilidades son neutralizadas. En la conducta doblemente organizada la dualidad mira al medio, es para él. Aquí no puede hablarse de red, y por lo mismo un hombre cuya conducta se agote en este nivel está excluido de la red y su tipo de conducta es fijo. Se percibe el carácter aporético de la situación. Este modelo de organización es el modelo mecánico. El modelo mecánico es una degradación del modelo reticular cifrada en la indiferencia entre el elemento de la organización y su funcionamiento en cuanto éste integra un todo al que también pertenece el elemento. En segundo lugar, la ignorancia puede darse en la red. Esto comporta o una pertenencia débil a la red, o una debilidad de ésta última; las relaciones reticulares son escasas porque cada elemento se relaciona tan sólo con algunos otros: aquellos cuya disponibilidad no ignora. Las disponibilidades que la red conecta y comunica son escasamente utilizadas. La sociedad está compartimentada, las conexiones son pocas. Hay una tercera ignorancia dispositiva consecutiva debida a la distinción entre la red y los procedimientos requeridos para construir los medios complejos. Las conductas que usan los medios puestos a disposición por la red ignoran las conductas constructivas de los mismos: usan los medios ya construidos. Señalemos otros extremos importantes. No se olvide que las conductas son operaciones ejercidas por personas. Una persona desarrolla varios tipos de conducta, al menos si no queda esclavizada en la construcción de medios complejos. Ahora bien, la distribución de la disponibilidad social que acabamos de describir, comporta una cierta incomunicación de las conductas de una persona. La organización social de las conductas no coincide con la unidad de la persona. Esta discrepancia se traduce en la caracterización de la conducta desde la sociedad como rol. La persona se divide en sus roles o papeles; tal dispersión es aporética y comporta una degradación de la red. Por otro lado, la red tiene exigencias que derivan de su funcionamiento. Como ese funcionamiento descansa en una pluralidad de disponibilidades y éstas requieren conocimiento -la ignorancia anula el medio- las exigencias de la red consisten esencialmente en impartir información y obligan al
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aprendizaje. No hay red social sin información. En tanto que la información sirve a la red constituye también una red. Para usar los medios es preciso usar información. La información se canaliza y se distribuye de acuerdo con los roles. Esto da lugar a una pluralidad de lenguajes, y en consecuencia, a nuevas aporías, es decir, a limitaciones en el uso del lenguaje. Asimismo, si la construcción de los medios complejos permite un proceso gradual, es decir, si el resultado final es un acoplamiento entre componentes también complejos, la organización reticular penetra en el proceso constructor y la conducta organizadora del mismo atenúa su carácter subordinante. De este modo el sistema reticular se compone de subsistemas reticulares. La organización actual tiende a este modelo. Con este sucinto análisis llegamos a precisar el modo de saber de la sociedad: la relación entre los medios, o los medios para medios. Ahora bien, la persona no es una red; desde la persona los medios lo son para fines. El perfeccionamiento de la organización reticular se detiene en el nivel de los medios. Toda la organización depende del destino personal. Ciertamente, el proporcionar medios está al servicio del ser personal; a éste corresponde establecer su superioridad; el servicio prestado por la persona no debe comprometer su dignidad. 4. Como la aportación de medios corre a cargo de la persona, los medios no son un elenco fijo. Los medios pueden ser incrementados: cabe descubrir nuevos medios. Este descubrimiento requiere medios anteriores ya disponibles. Pero la invención de medios es propia de la persona; la sociedad es una condición, no la causa de la invención. De esta manera la sociedad se articula históricamente. La disponibilidad medial no es nunca un todo acabado. La sociedad, por lo mismo, tampoco es un espacio envolvente, ni determinante, sino que se abre según lo que se llama historia. En esta apertura la persona humana marca su dignidad (que, por lo pronto, ha de referirse al estricto carácter formalizado de los medios, pues la comprensión del medio es personal, y también su invención). b) Entendida como la situación extraindividual que asegura, al menos en principio, la disponibilidad en conexión de los medios, la sociedad se advierte como una realidad sumamente positiva. No debe ocultarse la aporética que le es propia. Pero esta aporética se presenta de distinto modo según que se entienda al hombre como persona o como individuo. El individuo aislado vive a expensas de la sociedad. Por lo común, el pensamiento sociológico encara este problema con cierta cortedad. Desde la definición del hombre como ser de necesidades, o existente individual, la sociedad se determina como un factor extraño al que, sin embargo, debe acudirse para remediar la indigencia humana: el
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individuo satisface sus necesidades con los recursos sociales. Las relaciones sociales ofrecen graves desajustes, porque el sistema de distribución de dichos recursos es defectuoso y lleva consigo normalmente desigualdades que se interpretan como el despojo de la mayoría. La indigencia se transforma, pues, en miseria en función de la sociedad. Pero no debería ser así. La desigualdad humana en el plano social se atribuye al hecho perturbador de la apropiación: algo parecido a un monopolio abusivo de los recursos generales. La solución drástica de este problema sería anular el valor determinante de la apropiación o, lo que es igual, excluir la apropiación del plano de las relaciones interindividuales. Para lograrlo se precisa establecer una instancia que otorgue lo necesario a cada uno e inhiba, al mismo tiempo, las consecuencias de la apropiación individual. Es fácil dar razón de este planteamiento. 1. Su base es la observación, incontrovertible, de que la sociedad es extraindividual. La observación, sin embargo, pierde casi todo su valor y se convierte en una fuente de equívocos si se pasa por alto que el carácter extraindividual de la sociedad obedece a la apertura trascendental del ser personal. Para que el carácter extraindividual de la sociedad fuera decisivo sería menester que lo humano se redujera al binomio individuo-sociedad. La interpretación de la sociedad como fenómeno extraindividual significa dos cosas completamente distintas según se atienda únicamente a su diferencia con la individualidad humana, o se alcance a ver su entronque con la persona. En el primer caso, es claro que la sociedad, por ser irreductible al individuo, no puede derivar de él. Tiene que derivar de algo tan genérico como ella misma, a saber, la humanidad. Como universal la sociedad no es distributiva a priori sino a posteriori. Se impone entonces una visión autónoma de la sociedad, cuya integridad exige la denuncia de toda determinación individualista en su génesis. De este modo, la sociedad pasa a ser un universal casi hipostático (la identificación hegeliana de lo universal y lo concreto proporciona el instrumento especulativo aprovechable) dotado de un despliegue inmanente (que es su integral histórico). Si la sociedad es un universal es un ámbito abarcante y el hombre no tiene fines transociales. Con esto se pasa por alto el carácter medial de la conducta práctica y se reduce al hombre a la condición de medio para medios. En lo que se refiere a la génesis la omisión no es menor. Se olvida que la conducta práctica es derivada. Esta derivación apela al pensamiento y no al género humano. Sólo el conocimiento es capaz de configurar nuestras acciones prácticas. El hacer humano es un saber hacer; el término de la acción humana es como una edición del pensamiento. Pero es necesario que la acción
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constructiva esté ella misma organizada. El hombre es un actor que deja una impronta porque sus operaciones portan ideas, se configuran desde el pensamiento. Es natural que al ir precipitando objetivaciones, el término de la acción no se acabe, sino que se prolongue en el modo de permitir y de sugerir la posibilidad de otras nuevas. El imperio del conocimiento, su carácter hegemónico sobre la conducta humana, posee esta profunda significación. Si la conducta humana se articula objetivamente es portadora de objetividad, tan portadora que sabe hacer. Sólo de esta manera el hombre es efectivamente un realizador. Así también la conducta edita posibilidades efectivas. Las observaciones precedentes resaltan importantes aspectos de la sociabilidad. Precisamente porque nuestro pensamiento conecta con nuestra conducta formalizándola y, por lo tanto, confiriéndole un poder productor, un poder de expresión factivo, nuestra conducta deja algo con significado y perfiles precisos. Las objetivaciones humanas no se limitan a estar en la esfera psicológica de cada uno, sino que se editan, se incorporan al mundo, lo cual equivale a decir que se hacen sociales, es decir, disponibles por los demás. Las posibilidades disminuyen cuando las ideas no son ejercidas por uno mismo. Además las posibilidades puestas en marcha por las ideas mostrencas no conducen a ningún fin deseable: el progreso no va entonces a ninguna parte. Veamos porqué. La plasmación práctica de las objetivaciones constituye, según venimos diciendo, una gran parte de los medios. Para usar correctamente los medios es preciso, ante todo comprenderlos, pues, como es claro, para quien no lo comprende un medio deja de serlo. Pero en los medios obtenidos desde ideas puramente ambientales se da siempre una cierta incomprensión, justamente porque ya tales ideas no acaban de entenderse. De aquí deriva un cierto descontrol. En el descontrol, los medios se hacen rebeldes, respondones. En efecto, en la medida en que no se comprenden, poseen un funcionamiento imprevisible. Con ello el progreso se detiene o se nos va de las manos. La comprensibilidad de los medios está trasladada a una situación que se nos hace inasequible porque depende de la aplicación de ideas enajenadas. Por eso el medio funciona por su cuenta. Esta autonomía funcional, y la paralela disminución de la comprensión en el uso, contribuyen decisivamente al desvanecimiento de la finalidad. La conexión dispositiva con el utensilio es débil e incompleta. El fenómeno es llamativo: usar un medio es limitarse a ponerlo en funcionamiento; de funcionar, en sentido estricto, se encarga el mismo medio emancipado. Es lo que cabe llamar la cultura del botón: la conexión operativa con el medio se reduce a abrir o cerrar un interruptor (apagar o encender la luz, la televisión, pilotaje automático de un avión, etc.). Esto despierta la impresión de que el artefacto está casi vivo. Pero también despierta otra
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impresión: algo así como una frustración o insatisfacción ante el desnivel que separa lo trivial de la conducta y la magnitud de las consecuencias desencadenadas. Correlativamente tiene lugar una cierta reposición de la actitud mágica, con sus componentes de miedo y de reverencia. La ignorancia de las tripas de los aparatejos, el curanderismo del experto, y la asimilación de los científicos al gurú; es la tecnocracia en estado puro. Repárese también en la tecnificación de la medicina y en su esoterismo llevado a un extremo ridículo con el ritual del psicoanálisis. El cuerpo humano aparece como instrumento cuya clave sólo conoce otro. Uno no es el dueño personal ni siquiera de su propia psique, la cual es definida como inconsciente a descifrar únicamente por el psicoarconte. Cómico y penoso panorama. El medio enajenado acaba mostrando una marcada tendencia a detentar él mismo el fin. El fin es del medio a extramuros de los fines humanos; con ello la persona humana queda sujeta a una trayectoria extraña, desairada y peligrosa. Ya no se trata tan sólo de un descontrol, sino de la aparición inaudita de un fin según la iniciativa del medio. De esta manera el medio deja simplemente de serlo, su incomprensión precipita en un dinamismo que se nos escapa y nos conduce a no se sabe dónde: nadie lo sabe, ni el hombre, ni la máquina; sin embargo, es la máquina la que detenta el fin. En el fondo el medio sigue necesitando de nuestro operar para ser puesto por obra, pero se apodera de él y emprende su enigmática marcha. La idea de dominar el mundo de esta manera es descabellada, y su éxito, si tiene lugar, deriva inerte. Dominar los medios es una propiedad del conocimiento al que la persona no puede renunciar. Clara está la incapacidad resultante para responder de una manera unitaria a los retos de nuestra compleja situación. La respuesta fragmentaria se parece al manoteo inconexo e ineficaz del que no sabe nadar y se ahoga en una realidad desbordante. Si los resortes humanos se descuidan, el hombre se tambalea y siente agobio, cansancio o miedo. El miedo humano se ha trasladado de la naturaleza a la técnica, la cual se alza, independizada, como algo que nos disminuye porque reclama una dedicación polarizada, y después se impone de una manera global. El terror tiene una manifestación típica: la paralización, que puede ser tan completa que invite a quitarse de en medio o a esquivar el futuro a escala social o individual. Pero a veces se concentra en un impulso destructor. El terrorismo parece activo, pero es profunda inhibición, pues atacar a la realidad equivale a no descubrir ningún quehacer, a no ser la destrucción. El terrorista ha muerto de antemano, se ha mecanizado, se ha reducido a sujeto anulador de sí mismo y de las cosas que pretende aniquilar. La actitud simplemente reactiva del que se pone nervioso y empieza a pegar palos sin ton ni son es en el terrorista helada locura.
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La conclusión de las observaciones anteriores es la siguiente: desde la persona humana el problema de los medios consiste siempre en su disponibilidad en orden a un fin. Si el medio detenta el fin, la persona se subordina al medio de modo insufrible. Ante la gravedad de este problema el sociologismo al uso no tiene nada que decir, salvo predicar una vuelta al pasado; la utopía se convierte en anacronismo, se rehúsa el desafío. Aceptar el problema buscando su solución es proponer un incremento de la comprensión del medio. El actual auge de la informática obedece a ello. No se trata sólo de disponer de una tecnología más eficaz, sino de entablar un diálogo a través del cual la deriva teleológica de los medios sea controlable. Los medios detentan fines porque, por lo pronto, cualquier medio es una configuración efectuada por una conducta configurada por el conocimiento. Si ese conocimiento es muy general, el medio se hace con él unilateralmente, y obliga a desarrollarlo; pero si el fin pasa al medio se sale de la conducta. Quizá si el medio proporciona una respuesta pueda ser integrado en una conducta humana ulterior. Estimo, sin embargo, que ha de cumplirse una condición: la respuesta ha de ser no trivial sino pertinente para una conducta posible, pues de la respuesta no se pide que satisfaga una necesidad. La información no es un bien de consumo. Si se entiende a ese nivel se anula su peculiar valor medial. 2. La interpretación de la ingerencia individual en la sociedad como apropiación, y consiguiente dominación, adquiere una desmesurada importancia por la omisión de la persona. Cierto que la apropiación individual es injustificable si se considera como hecho primario. Pero no lo es, ya que presupone la disponibilidad. Paralelamente es un error entender al hombre como ser de necesidades: una cosa es que el hombre tenga necesidades y otra consistir en el simple necesitar. En otro caso la conexión del medio con el fin sería imposible, la conducta sería un circuito cerrado y no habría tiempo para organizar. Asimismo, la sociedad no está dotada de despliegue autónomo, sino que su historia es solidaria de la disponibilidad de los medios, pues los medios dan lugar a otros, y este cambio es la historia de la sociedad. Esta historia no es autónoma por cuanto la disponibilidad tampoco lo es. La disponibilidad asegura a la sociedad en su índole real propia, al no cortar su relación con la intimidad de la persona. El desconocimiento de esta relación afecta a la dimensión histórica de la sociedad, que se hace ingobernable e incoherente en su falsa autonomía. Dado que los medios se formalizan en su disponibilidad misma, cuando la sociedad se desarraiga de la persona (individualismo, socialismo), se encauza según las implicaciones de todo proceso formal. Dichos procesos terminan siempre en lo indefinido, ya que cada estadio de formalización
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abre otro de mayor generalidad. En la generalidad que se amplía sin término se desvanece el destino y los medios detentan el fin. 3. En suma, desde todos los puntos de vista, la apropiación individual no es un hecho primario. El primordium es la sociedad como disponibilidad. La apropiación deriva de la disponibilidad y sólo se destaca de ella en un segundo momento, por lo mismo que el hombre es persona antes que individuo: es individuo porque es persona. Destacada de la disponibilidad, la apropiación conecta con lo individual y no sólo con la persona, al menos inmediatamente. En este sentido, la apropiación es, por cierto, un hecho social (susceptible de institucionalización); su justificación está en las necesidades que la individualidad tiene. Estas necesidades son innegables y han de ser satisfechas, pero el título justificante no es la necesidad sino la persona. De donde se desprende que la apropiación, en tanto que destacada de la disponibilidad, no sólo es secundaria sino que de ninguna manera es terminal, pues ha de dar lugar a nuevos aportes. Y como la disponibilidad es la sociedad misma, cabe hablar de socialización de la apropiación individual. La socialización es tan solo la secuencia aludida, no un otorgamiento social, pues no debe olvidarse nunca que sólo la persona es capaz de aportar. Naturalmente, la secuencia ofrece distintas modalidades de acuerdo con el proceso histórico de la disponibilidad. En el momento actual, y dentro del marco económico de occidente, es muy débil porque la apropiación adopta la forma genérica denominada consumo. El consumo es la apropiación individual suscitada por la disponibilidad como mero término. Según se ve, la expresión sociedad de consumo responde a una confusión, no sólo teórica, que es preciso corregir. 4. Al atender los medios desde la disponibilidad resulta que los medios en sí mismo son realidades sociales, pero no la sociedad. La sociedad no es el conjunto de los medios, sino su disponibilidad y su conexión relacional. En tanto que realidades sociales, los medios son: cosas, ideas, convenciones, reglas, energías psicofísicas manifestadas y observables, grupos, etc. La sociedad es aquel estado según el cual todo esto es disponible y conectable. La disponibilidad no es indicada por los medios si no les es proporcionada. Por lo mismo, la disponibilidad es comprensión; la comprensión establece la libertad respecto de los medios. Desprovistos de disponibilidad los medios son: 1º Enigmáticos, inutilizables. La incomprensibilidad de los medios no consiste en su ocultamiento como cosas. Los medios no son ocultos, sino, todo lo contrario, estrictamente presentes e inesquivables. La incomprensibilidad de los medios consiste en que están dados desde una inspiración no compartida, en principio, por la de aquéllos ante
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los que están (lo que se suele llamar conflictos sociales deriva de aquí); 2º Insoslayables, pues de ellos surge una demanda de dedicación o adaptación. Pero esta demanda no se percibe como justificada, sino como una pretensión impuesta, impertinente y abrumadora. Es así como los medios exasperan y se transforman en un obstáculo para la libertad. La comprensión de los medios no es posible sin la participación en las iniciativas de que brotan. Por eso dicha comprensión es formal. Lo que depende originariamente de la iniciativa ajena sólo es incorporable de acuerdo con una forma. La simpatía no es una comprensión de medios; ni tampoco es un medio. A la vez, puesto que los medios se incrementan históricamente, y ello requiere renovar la comprensión, la formalización se acrecienta también y se incorpora a los medios. Los grados de socialización son grados de formalización. La situación epocal de la sociedad puede definirse por el grado de formalización alcanzado y por los problemas anejos. Estos problemas derivan principalmente de que, a partir de la persona, no basta con la comprensión de formas dadas, sino que se precisa estrictamente la formalización u organización de conductas. Es patente que, a medida que la forma se incorpora a los medios, es mayor la urgencia y la dificultad de establecer la dimensión personal de la comprensión. Las aporías que esta circunstancia plantea son muy claras en el contexto de la sociedad actual. En términos generales la cuestión de la organización de la conducta se ha agravado. No sólo las generaciones nuevas encuentran dificultades de comprensión frente a las iniciativas de las anteriores; éstas últimas tampoco comparten las novedades que aparecen a ritmo creciente. Como la marcha histórica se ha acelerado, resulta más rápida que el desarrollo biográfico, el cual, por lo mismo, corre el peligro de fragmentarse y malograrse. No contribuye en nada a aliviar la situación la exigencia de aumento de la especialización. La rapidez de los cambios, al complicar el problema de la comprensión de los medios, desorganiza conductas y no permite controlar la marcha de la historia. Ello incide negativamente en la sociedad misma y es más grave por cuanto sucede en una fase de formalización intensa. Este desorden da lugar, entre otras cosas, a un proceso psíquico cuyas fases, hasta hoy, son las siguientes: -La angustia, es decir, el enfrentamiento con el futuro como nada. -La desesperación, es decir, la paralización de la dimensión proyectiva del presente, la vivencia anticipada de la muerte. -La exasperación, es decir, la percepción de las vigencias formales imperantes como un atentado contra la libertad.
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A partir de la exasperación, el descontrol afectivo decae en la apatía, evasión pasiva de la situación, o bien deriva hacia la actitud reactiva. La reacción se encauza por el despotismo y la rebeldía. El despotismo es el intento de defender la propia iniciativa frente a la incomprensión de los demás y salvarla de la caducidad. Dado que la caducidad siempre amenaza, para evitarla hay que imponer unilateralmente la propia función. Por su parte, la rebeldía también es reactiva, no acierta a editar vigencias formales profundas y decae en la abigarrada confusión porque la rapidez del ritmo histórico no permite estabilizarla. Al parecer, las grandes líneas de comprensión formal de la Edad Moderna se han agotado. En política, en las ciencias, en filosofía, en economía, etc., lo moderno ha llegado a un tope no rebasado. Esto define, en lo decisivo, nuestro presente histórico como una fase de aplicación. Pero la aplicación, al no ir acompañada de una renovación de la comprensión formal, hace aparecer problemas para los que se carece de solución (ninguna formalidad puede prolongarse históricamente, y ello cuanto más fecunda sea en aplicaciones, sin suscitar problemas nuevos, imprevisibles). Por eso, no es ninguna paradoja que la movilidad social venga a parar en la esclerosis de los grupos, con la que se corresponde una cierta obturación del futuro histórico. La mera aplicación es un declive, pues equivale a vivir de las virtualidades del pasado sin comprenderlas en comunicación con su origen. Por su parte, la actitud reactiva no es capaz de impedir el transcurso casi automático de una fase de aplicación. 5. La apropiación no se destina sólo a la satisfacción de necesidades. Hemos de señalar otro sentido del término más en consonancia con el mantenimiento del ser personal. Entendido como persona, el hombre, decíamos, es capaz de aportación o manifestación. La manifestación es consecutiva a la persona en cuanto que ésta consiste en intimidad. La intimidad es relación originaria. Al ser la intimidad una relación de origen y no meramente operativa es susceptible de extenderse más allá de la inmanencia biopsíquica, más allá de la constitución individual. Sin embargo, el valor originario de la intimidad humana no renace en su apertura manifestativa o aportante (la persona humana no es la Trinidad). Intimidad y manifestación no son idénticas en el hombre. Por eso en el plano humano hay que señalar una distinción entre persona y sociedad. La sociedad es la manifestación de lo personal en que el valor originario de la persona no se repite estrictamente. Por eso decíamos que puede entenderse como disponibilidad. La manifestación de la persona, precisamente porque en su mismo carácter de fenómeno depende de la persona, carece en sí misma de valor hipostático. Con ello queda resaltada la superioridad de la persona, no limitada a su propia
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manifestación. Entre persona y sociedad no existe igualdad sino diferencia de valor. La manifestación personal no es un signo de indigencia, sino una aportación positiva. En efecto, si la persona es una relación de origen mantenida en intimidad, es radicalmente superior a la necesidad de conservarse mediante el recurso a elementos asimilables (este conservarse se detiene en la muerte). Sólo de esta manera la manifestación, el fenómeno extraindividual, que la sociedad humana es, transciende de hecho la individualidad. La sociedad no es ajena a la persona, pero tampoco idéntica a ella: escuetamente es la consecuencia de su liberalidad, de su expansión, no exigida sino aportada. Si la sociedad es la aportación fenoménica de la persona, es claro que la disponibilidad, es decir el sentido de la sociedad para los medios de la acción humana, ha de proseguirse en la adscripción de un área de responsabilidad a los centros personales de quienes depende la aportación. Así entendida, la disponibilidad de los medios tiene que ser asumida por la persona como deber. Tal asunción no es sobrevenida, sino que pertenece a la esencia de la disponibilidad, pues la aportación personal no admite dispensa, y sólo cabe eludirla incurriendo en egoísmo y acortamiento de intereses. El deber de disponer es la ratificación del entronque de la sociedad con la persona. No es ninguna modalidad de egoísmo, sino, todo lo contrario, de generosidad. Tampoco es una simple concesión superflua, sino una aceptación responsable, cuya falta es un desastre tanto para la persona como para la sociedad. Pues el egoísmo no pertenece constitutivamente al ser personal, sino que resulta del disminuir o rehusar la manifestación. Por eso, es menester sostener que la generosidad no desaparece dejando un estado humano normal y justificable. El rehusamiento a ser generoso afecta a la persona misma. La generosidad tiene un valor integral para el hombre. No es un rasgo ético particular que se manifieste esporádicamente en algunos aspectos de la conducta y merezca el elogio de lo excepcional. Muy al contrario: es un carácter del ser personal, sin el cual la persona se degrada. La suspicacia que ve en el hacerse cargo de una tarea, un signo de egoísmo inevitable es una ofensa para el hombre. El elogio al acto generoso se queda corto (supone frivolidad, ceguera para la dignidad del hombre; por eso es personalmente inaceptable). La sociedad es un fenómeno transindividual porque el hombre no puede prescindir de la generosidad. Sin embargo, en este punto podría introducirse un malentendido. Como digo, la generosidad es irrenunciable (renunciar a ella es renunciar al propio ser personal); pero ello no quiere decir que sea exigible de una manera taxativa. La generosidad es la conformidad con el propio modo de ser. Pero esta conformidad sólo puede ser declarada por el Creador. Si la
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instancia divina se niega o se deja a un lado (ateísmo de cualquier tipo) la generosidad personal es un lujo superfluo, arbitrario, y, en el fondo, imposible. En este punto capital, Dios es insustituible. La postulación de la generosidad desde una instancia meramente humana es inútil y utópica, pues en lo decisivo el hombre no tiene que dar cuenta de su ser a ningún otro hombre. La generosidad no puede, por más que sea el único modo de establecer la relación entre la persona y la sociedad, imponerse desde ninguna instancia humana, porque tal intento la transforma en un puro convencionalismo. No puede ser de otra manera si la generosidad es la relación de la persona con la sociedad. La generosidad no es técnicamente exigible. No obstante, en cualquier caso, su ausencia afecta a la sociedad misma. En este sentido, la sociedad humana es esencialmente deteriorable. Para apreciar la diferencia de valor entre los diferentes estadios históricos de la sociedad debe atenderse no sólo a la disponibilidad acumulada (que, en tanto que acumulada, está referida al pasado), sino sobre todo a la disponibilidad que ahora se aporta, pues ella marca la energía actual de la sociedad y su fecundidad en orden al futuro. El deterioro de la sociedad no tiene remedio instrumental. Los remedios alcanzan a las concreciones sociales, no a la sociedad misma, cuya salud es pura cuestión personal. La confusión de los dos planos (lo social, como susceptible de reglamentación, y la sociedad, como aquello que se remite únicamente a la persona) puede llevar al intento de forzar resultados, actitud de probada inutilidad en sus múltiples versiones. El deterioro de la sociedad es la vertiente negativa de la libertad humana en su ámbito factivo. Si el egoísmo humano fuese universal y sin excepción, la sociedad desaparecería. Ahora bien, esta situación extrema no se ha producido nunca. El deterioro de la sociedad es en ocasiones inevitable aunque siempre debemos reaccionar contra él; pero la desaparición de la sociedad no parece históricamente posible (tal desaparición es una nota definitoria del infierno). Dada la índole fenoménico-real y extraindividual de la manifestación, la convivencia humana se define como comunicabilidad. Y dado que la manifestación es aportación a partir de núcleos personales, puede renacer y ser renovada por otros. La comunicabilidad, en consecuencia, no es unilateral, sino que abre un ámbito de reciprocidad. El destino de la disponibilidad de los medios es su participación. La convivencia es un concurso personal cuyo lugar es la disponibilidad, es decir, la sociedad misma. De este modo se perfila el valor de la generosidad para la persona humana. La manifestación, la
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aportación, no es en modo alguno una gratuidad consumada en sí, sino que va dirigida a la activación de otros centros personales. De este modo se aclara la insuficiencia de la idea de alienación. En el plano personal, esta idea no tiene ninguna correspondencia real, por ser característico de este plano su superioridad respecto de la noción dialéctica de recuperación. De nuevo subrayamos que la persona es intimidad. Por eso su manifestación es inevitablemente otorgamiento, aportación, sin que ello signifique menoscabo alguno para la misma intimidad. Lo que se aporta no se pierde, pues la manifestación está presidida por una intención donante. La persona no necesita recuperar, o compensar, lo que otorga, por cuanto puede y debe seguir otorgando. La propuesta interpretación de las relaciones entre personas y sociedad (a nivel simplemente humano) enlaza con la perspectiva de la ética. La sociedad es la condensación creciente del bien común, no sólo en cuanto participable, sino por encima de ello, como concurso donal. Si bien no hay instancia social capaz de imponer la generosidad, es preciso insistir en la extraordinaria virtualidad del carácter personal del hombre, mostrar y reconocer su dignidad intrínseca, pues de ella depende el nivel social sin sustitución posible. La generosidad no puede ser impuesta; tampoco cabe pensar en entregar su gestión a una instancia social única. Pero esto no impide emprender la tarea de promoverla. Esta tarea es inequívocamente cristiana. El bien común, repito lo dicho en otras ocasiones, consiste en la comunicabilidad de los bienes superiores logrados por los hombres, pero que sólo algunos descubren o comprenden originariamente. Estas consideraciones nos introducen en una de las funciones esenciales que han de cumplir las minorías cualificadas, a saber: la extensión del saber superior. La extensión del saber tiene, además, como justificación poner fin, de una vez, al desnivel social en que radica el problema de la sociedad en su planteamiento moderno. Este problema se relaciona hoy con la existencia de dos tipos de cultura: la cultura superior y la cultura de masas. Ambos tipos de cultura están actualmente en situación de mutua extrañeza. No se trata de que los excluidos del saber superior sufran una escasez o penuria de conocimientos, sino (lo que es mucho más grave) de que tienen una información abundante pero degradada. Y esto es un problema social porque es un problema de integración. La cultura de masas es un producto de la extensión del consumo y de la paralela nivelación social. La cultura de masas es propia de un tipo humano petulante, escasamente cualificado, que no percibe el sentido del saber superior, espiritualmente empobrecido y cuyos intereses se polarizan en su mismo carácter de consumidor. La propensión a enfocar el progreso económico con un optimismo unilateral es insuficiente, incapaz,
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en orden a afrontar los grandes problemas de formalización social actualmente planteados.
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III. LA LIBERTAD Y EL TIEMPO: El tercer ámbito de la libertad humana se abre en función del destino. La libertad se destina, se dirige en la medida de los fines propuestos. Es indiscutible que se actúa en orden a fines. Si los fines, a su vez, constituyen una serie, es decir, si existen fines ulteriores que han de alcanzarse a través de otros más próximos, tenemos todas las condiciones que definen un ámbito de la libertad. Lo peculiar de este ámbito estriba en su carácter temporal. De acuerdo con los fines el tiempo ha de organizarse. La organización del tiempo es el tema sobre el que versan las consideraciones que a continuación se exponen. A) Aproximación al tema de la organización temporal: a) Observaciones a partir de Husserl. 1. Pasado. 2. Presente. 3. Futuro. b) Espacio y tiempo. Ante todo hemos de deslindar el asunto: hablamos de organización del tiempo, o lo que es igual, del tiempo por organizar. Un tiempo ya regulado, o que presente una estructura propia, no es un ámbito libre porque su transcurso es automático. Si el tiempo ya posee una forma es ajeno a la libertad. Un fluir imperturbable, una sucesión siempre igual, es inflexible, impersonal, inaferrable, extraño al imperio de los fines. En ese tiempo puede acontecer cosas nuevas, pero él mismo es inercial, un sucederse sin fin justamente porque no entraña fin alguno. Respecto de lo que ya existía el tiempo isocrónico comporta caducidad no duración. Tan sólo si lo que ya existía incorpora el tiempo, lo interioriza, lo retiene en su propia proyección, se libera del transcurso inconducente. El primer modo de superar la esclavitud respecto del tiempo es la retención de su transcurso. La retención significa: lo que ha sucedido y también lo que está por suceder queda o quedará acumulado. De esta manera lo ulterior es avizorado en función de la acumulación misma; es una posibilidad nueva de acuerdo con la novedad de la retención. Ya se ve que la inflexibilidad del tiempo reside en el aniquilamiento del advenir en el pasado. Si lo que viene se hace presente y cesa por expulsión a la nada del ya no ser, el tiempo se alimenta de sí mismo en el modo de la simple extinción. De ella sólo se salva el instante presente a expensas de la anulación del después en el antes; por ello, dicho tiempo no es más que un presente inconsolidable, incapaz de destacar el futuro y de rescatar el pasado, porque necesita a aquél para su puntual aparición. La retención
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del pasado es la consolidación del presente, el remedio contra la miseria de su inestabilidad. Así consolidado, desde el presente se protiende al futuro, es decir, se capta como todavía no transformado en presente, pues el presente no lo necesita en virtud de la retención que remedia su inestabilidad. La protensión del futuro es la ulterioridad, la condición de posibilidad de la proposición de fines. En suma, la retención y la protensión señalan la existencia de un presente capaz de organizar el tiempo. En atención a dicha capacidad, a dicho presente lo llamaremos presencia o presentar. El presentar es más que el escueto instante particular -el nunc-; es la referencia presentante de un futuro desde la presentificación del pasado. He aquí una primaria organización del tiempo que posee, desde luego, la índole de un ámbito. a) Insisto en la dimensión de futuro de esta organización. La referencia al futuro es presentante porque el ahora no lo necesita; al no necesitarlo en corto para su realidad particular, el futuro queda destacado; y esto significa que también está desparticularizado. El futuro de suyo no es particular; lo es en el fluir del tiempo, pero en el fluir no se puede hablar con rigor de futuro destacado por limitarse a ser un fondo de provisión del nunc inestable. El futuro destacado permite dirección; no es un fondo de provisión del ahora sino una dilatación del presente, es decir, el modo como el presente no es sólo presente: no lo es remitiéndose. Pero, por lo mismo, esta remisión no presupone el futuro como punto de llegada, pues en la llegada se produciría la confusión de presente y futuro, y con ella el anulamiento de la organización del tiempo. Además, si el presente destaca el futuro por estar reforzado por el pasado -es el pasado retenido- la llegada al futuro seria un aumento de la retención, y por lo tanto, una mejor protensión. Es manifiesto, sin embargo, que el pasado retenido alguna vez fue futuro. De todo lo cual se desprende que la organización del tiempo hasta ahora descrita se presta a oscilaciones. Las oscilaciones se deben a una comprensión imperfecta del significado de la organización del tiempo para la libertad. Señalemos algunas de estas vacilaciones: 1. La primera es la preeminencia del pasado. Tal preeminencia lleva a interpretar la retención como un lastre. El pasado es lo más importante si en él ya todo fue decidido, de manera que el presente es el portador de algo consumado ya. En tal caso la protensión no es libre sino que está determinada. El tiempo por venir tiene algo de superfluo, pues la partida decisoria ya se jugó. La esclavitud que implica la fluidez del tiempo exterior se convierte ahora en fatalismo, en una pérdida de la libertad que cede a las condiciones iniciales portadas por el presente constituido, o por lo que el pasado tiene de irreparable; en cualquier caso, su retención no puede ser aumentada. La dirección hacia el futuro no tiene sentido final,
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pues el futuro resultará a partir de una presentificación ya acabada, previa incluso al presente actual. Históricamente, esta interpretación del tiempo interno, tan descompensada, ha adoptado diversas variantes. Sería largo reseñarlas. 2. La segunda es la preeminencia del presente. Puede llevar a olvidar que el presente sin retención no organiza el tiempo y por lo tanto pierde su protensión al futuro. Si la preeminencia del pasado desactualiza el presente (el presente cristalizado por la retención no es el actual), la preeminencia del presente es también una cristalización no aprovechable respecto del tiempo, pero si respecto del espacio. El tiempo organizado hasta el presente se emplea en la organización del espacio, es decir, se orienta hacia otro presente indeterminado susceptible de construcción. De esta manera tenemos la libertad pragmática u operativa, la libertad respecto de medios, de que nos ocupamos en el apartado anterior. Se ve ahora que la obsesión espacial comporta para el tiempo interpretarlo como el elemento conectivo intermedio entre dos presentes: el presente interior y el exterior. Ahora bien, un tiempo empleado en la organización de un presente externo es un tiempo gastado, o un gasto de tiempo, pues es un simple trasvase: lo que está en un presente (temporal, no espacial) se traslada a otro (espacial y subordinante del tiempo). No se trata ahora del simple aseguramiento del nunc a expensas del futuro, sino de llenar casillas vacías a expensas de un ahorro, o de la capacidad de concentrar propia del tiempo interno. Lo mas grave de la subordinación del tiempo interno al espacio es que con ella el tiempo interno entra en relación con el tiempo externo y por eso se gasta sin reponerse. Con esto se corresponde un decaimiento del futuro: el futuro de un tiempo empleado en el espacio es particular. Esto comporta que la compensación exacta de tiempo y espacio es imposible. El gasto es la consecuencia de tal inequivalencia. El problema del capitalismo reside aquí. Un aspecto del problema, hoy acuciante, es la energía. Se usa energía almacenada en el pasado y no reponible. El gasto de energía es gasto de tiempo. La forma pura de gasto es el gasto de tiempo. La provisión de tiempo es limitada; bien entendido, provisión de tiempo es pasado en retención, es decir, presentificación. Separada del futuro, la presentificación es limitada. La interpretación dialéctica del tiempo se funda en la preeminencia del presente. En Hegel, según se vio, la presentificación se absolutiza hasta excluir la racionalidad del futuro. Síntesis dialéctica significa pasado conservado en presente. Este es el universal concreto hegeliano. En el proceso dialéctico el futuro juega tan sólo como aprovisionamiento de pasado para una presencia que es pura retención. A esto llama también Hegel principio del resultado; el principio del resultado compromete por entero la finalidad. Aquí lo limitado es la provisión del futuro convertible.
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La interpretación del tiempo que deriva de la idea ilustrada de la emancipación es también actualista, como se ve en Kant. 3. La tercera oscilación de la organización del tiempo es la preeminencia del futuro. Cabe llamarla progresismo en cuanto es una reacción contra la preeminencia del pasado. Si no se acepta la retención dada en un presente, éste aparece como vacío. Mientras que la preeminencia del presente sugiere una libertad exclusivamente pragmática, o una aplicación de la retención a un vacío exterior, en el progresismo el vacío es interno, o previo en el hombre mismo. Es la confusión de la intimidad personal con el espacio de que ya hemos tratado. Por lo tanto, ahora la libertad es simple activismo pragmático respecto de sí. Es claro, en cualquier caso, que la retención del pasado está sujeta a una sospecha radical; como el futuro se esgrime frente al pasado, la posibilidad de que el futuro sea retenido en cuanto advenido o alcanzado contraría la intención del planteamiento. El progresismo es protensión sin retención. De este modo la organización del tiempo es atacada en directo y del ataque emana el pesimismo peculiar de nuestro siglo. La protensión no incluye el perfeccionamiento de la retención. Pero entonces la finalidad de la libertad desaparece; libertad y fin son incompatibles. b) Las oscilaciones que acabamos de reseñar son las aporías peculiares del tiempo como ámbito de la libertad humana. En todas ellas lo obturado es la pertenencia del futuro al ámbito y por eso también el significado de la finalidad para el hombre. ¿Cual es el fin del hombre? La pregunta no tiene respuesta mientras las aporías no se resuelvan. Si se descarta la aporía derivada de la preeminencia del pasado, comprobamos que las otras oscilaciones se deben a la interferencia del espacio. De aquí se desprende también que la primera oscilación no se resuelve con ninguna de las otras dos, o bien, que para librarse del pasado se ha recurrido, en rigor, no al tiempo sino al espacio, lo cual manifiestamente no es un procedimiento adecuado. El espacio humano no deriva del tiempo, sino de la intimidad, es decir, de la imposibilidad de cerrar el intervalo entre el conocimiento y el término del ímpetu humano. Por eso en el espacio no puede encontrarse el fin del hombre y la libertad espacial se refiere a los medios. Lo que hemos llamado aportación de la persona reside en un poner a disposición. Pero el hombre no puede en modo alguno disponer de su propio fin; más aún, si lo intenta lo pierde en la forma de una anticipación contraria al sentido unitario de su vida. El fin del hombre es su destino; a él, por ser persona, se encauza en el modo de una destinación. Esto significa que el hombre es libre respecto de su fin, pero no en el modo de un disponer. Al disponer el hombre organiza el espacio, no el tiempo, o bien organiza el tiempo respecto del espacio y con ello lo
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gasta. Tal vez una actitud pragmática vea en ello algo irremediable. No hay tal cosa. Sin duda, ese gasto es justo; sin embargo, si el fin no se obtura, el gasto es compensado de sobra. Y a tal compensación no cabe renunciar. El tema fue iniciado al plantear la noción de generosidad. La generosidad es posible para el hombre porque el ser personal no experimenta pérdida cuando aporta. Ahora bien, lo aportado efectivamente son medios. Lo que puede perderse es el fin, pero de ello no son responsables los medios sino el confundirlos con el fin. Por eso decíamos también que el elogio a la generosidad conlleva cierta miopía y no es aceptable personalmente. La libertad respecto del fin confiere a la conducta humana carácter moral. Distinguimos moral y sociedad. La sociedad es susceptible de moral, pero no es su fuente primaria. Quiere decirse que la organización del espacio de acuerdo con el llamado modelo reticular, no es la organización moral en cuanto tal, esto es, que la moral no es una organización reticular. Tampoco la organización del tiempo es red. Si se acepta, por otra parte, la noción de gasto de tiempo, hemos de concluir que la organización del espacio presupone un tiempo organizado, pues sólo éste puede gastarse en la red manteniéndola en funcionamiento. Si la red presupone un tiempo organizado, está claro que no se compone de subsistemas reticulares hasta el infinito, o sea, que de ningún modo es la organización básica. El presupuesto de la red no puede subordinarse a ella por entero; la existencia de la red está justificada siempre y cuando no de lugar a una total subordinación, lo cual acarrearía la pérdida del fin. La primaria calificación moral de la sociedad se encierra en estas observaciones. Existe, en suma, una jerarquía de organizaciones que sólo se respeta si se acepta que la organización del tiempo es básica respecto de la formalización del espacio. El tiempo que transcurre por los circuitos del retículo es un tiempo ya organizado, es decir, una retención del pasado que se suelta en el espacio y es atrapada según una organización distinta. En rigor, sin esta captura, el espacio no sería aporético. De aquí deriva también el equívoco de la idea de planificación total. B) La organización del espacio. Rasgos esenciales: la red y el gasto de tiempo: a) Organización aporética. b) Demora en la transformación. c) Transformación, imitación, combinación. d) Libertad y espacio. e) La organización reticular del espacio. f) El hombre y la red. g) El gasto de tiempo.
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Como se ve, la cuestión de la organización del tiempo no es fácil de tratar; conlleva complicaciones, aporías propias, en gran parte debidas a su relación con la organización del espacio. Hemos descrito un modelo elemental de organización temporal y hemos mostrado también su peculiar inestabilidad. Podría sospecharse que la consolidación del modelo se lograría separando por completo el tiempo del espacio; pero esto equivaldría a excluir la noción de medio, y es patente que sin contar con medios es imposible, o al menos muy difícil, procurar el fin. Además, sobre el fin del hombre se formulan opiniones erróneas o insuficientes, en gran parte debidas a la confusión que acarrea la inequivalencia de las organizaciones del tiempo y del espacio. Separar ambas organizaciones no ayudaría a disipar los errores aludidos. Hemos señalado que la inequivalencia de las organizaciones se centra en la noción de gasto. Una investigación, aunque sea sumaria, sobre esta noción y su justificación es un procedimiento más adecuado para aclarar el tema del tiempo y su relación con la libertad moral. La conclusión a que quiero llegar es la siguiente: la prevalencia del futuro no es una oscilación, si y solo si, es un futuro respecto del pasado mismo retenido, es decir, si la noción de retención no agota el juego del pasado en la organización del tiempo. Empecemos por una nueva consideración de la aporética espacial. a) Las aporías de la organización espacial no deben hacernos olvidar que dicha organización es imprescindible y reportadora de muchas ventajas. Después de todo, el hombre es un habitante, aunque no tenga aquí una morada permanente, y los condicionamientos de la libertad pragmática no conllevan su desaparición; antes bien, la canalizan y permiten su aplicación continuada. Gran parte de las libertades humanas son las libertades civiles, que garantizan su dedicación a tareas fructíferas y remuneradoras. La pragmática es el ámbito de los asuntos humanos, y los intereses contenidos en ellos son importantes, como lo prueban los desvelos y discusiones que suscitan. En una palabra, sin disponer de espacios organizados, el hombre quedaría reducido a la impotencia y la formación de las nuevas generaciones sería imposible. Más aún: la mayoría de los individuos aspiran -salvo que no se atrevan a esperarlo- a una organización perfecta de los negocios civiles. Pero esto mismo es revelador: si se aspira -o si no se osa hacerlo- a la perfección en este orden de cosas, quiere decirse que se notan dificultades en la modalidad de instalación presente. La incomodidad no debe atribuirse a motivos meramente subjetivos. Pero demos un paso más. Las aporías sugieren una solución organizativa espacial en tanto que no se puede prescindir de la organización del espacio. Ahora bien, a la entera desaparición de lo
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aporético espacial conviene propiamente el nombre de utopía. Digámoslo de otro modo: lo aporético forma parte de la organización del espacio, como muestra a las claras el poner su desaparición en otra organización del espacio. Si hay dificultades de la organización espacial que se intentan resolver con otra organización del espacio -en el límite, los proyectos utópicos-, debemos concluir que tales dificultades son inherentes a la misma organización. Si la solución se busca en una organización de otro orden, habrá que recurrir a otros grados de la libertad, renunciando a la utopía y por lo tanto, a la desaparición pura de las aporías del espacio, las cuales serán dejadas de lado: actitudes que postulan la evasión del espacio; o mejor soportadas: actitudes equilibradas, éticas funcionales, de contenido, que hacen frente a las aporías. Los utopistas reprochan a estas actitudes su parcialidad: al luchar contra las dificultades sin aniquilarlas se acaba endosándolas a otros. Cabe reargüir programando un reparto justo de las dificultades inevitables y una ponderada disminución de algunas de ellas. La propuesta de organizar la convivencia con la disposición de medios supone esta idea de justicia. Pero es posible también objetar a las éticas funcionales sociales que la atención prestada a los beneficios indudables de la organización del espacio impide ver con suficiente nitidez teórica sus aporías. Por lo mismo, es dudoso el acierto de sus programas de reparto y disminución de las dificultades. Hemos de preguntarnos por la razón estricta de que la organización del espacio sea aporética, y lo sea intrínsecamente. Para responder a la pregunta es preciso, al menos de momento, dejar de atender a las ventajas de la organización. Pues bien, la razón es la siguiente: la organización del espacio es siempre una demora en él. Hemos dicho que el espacio humano surge de la diferencia entre cualquier situación del hombre y la culminación de su vida. Pero esta diferencia no es espacial, aunque sea máxima, sino temporal, y el tiempo humano es finito. Organizar el espacio no es colmar dicha diferencia: no hay ninguna organización espacial que sea la culminación de la vida del hombre. Como el tiempo humano es finito, su término sobreviene sin remedio: el tiempo se acaba y no está asegurado de suyo que se acabe con la culminación de la vida humana. La única esperanza de que el término del tiempo humano y la culminación de su vida coincidan estriba en la organización del tiempo. Y como la diferencia es relativa a una culminación, la organización pertinente del tiempo ha de ser un crecimiento. b) Si la determinabilidad del espacio se debe a la diferencia con la culminación de la vida, organizarlo es demorarse en él: emplear un tiempo. Emplear un tiempo no es organizar un tiempo (sino, en nuestro caso, un espacio), y planificar un tiempo en aras de la organización del
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espacio no basta para dirigirse a la culminación de la vida; por eso la organización del espacio puede dar lugar a la pérdida del sentido de los medios y a la obturación del futuro, aporías propias de nuestra situación, tan distinta de un culminar. El organizar que da lugar a una dificultad es una situación. La situación dificultosa es una coyuntura. La coyuntura es lo improseguible de una demora. Pero la demora, decíamos, es el organizar. La improseguibilidad de la demora es, pues, la interrupción de la organización. En suma, cualquier aporía (no hay una sola, pues todas son coyunturales) deriva del organizar, tiene lugar en su transcurso, salta ante él y se le opone. Por eso son coyunturas: se llega a ellas, no existen antes o a priori. Y por eso sin demora no surge la aporía, sino en ella, como su interrupción. La razón estricta de que la organización del espacio sea intrínsecamente aporética es la organización misma: la interrupción de la demora y el obstáculo de la organización advienen a la vez. Demorarse es la libertad pragmática ejercida. Este ejercicio es una transformación (lo intransformable es aporético sin más). Insisto: sin demorarse es imposible organizar un espacio, y ejercer la libertad a través de una demora es transformar. Si la transformación es iterable, reclama de nuevo la libertad pragmática (si no lo es, no la permite). La iteración reclama una nueva demora porque repite, según su homogeneidad, la determinabilidad del espacio. Ciertamente, la iteración es ventajosa, pues algo aparece por hacer con ella: he llamado a esto posibilidad factiva. Ahora bien, siempre adviene una coyuntura, o sea, no se aporta una nueva demora, no se sabe qué hacer con una iteración de transformaciones: entonces la iteración adquiere una rigidez aporética. Desde este punto de vista, la historia es un discontinuo en el plano de la libertad, y la fase menos aporética de la vida es la de su ascenso hasta la historia, es decir, los años de aprendizaje en que desfilan ante el hombre las aporías vencidas hasta hoy. Pero el aprendizaje pragmático que suministra la historia acaba siempre: hoy. Platón apeló a Poros, el fértil en recursos, el que ve la salida, y atinadamente lo unió a Penia, la necesidad impotente, para caracterizar el trance del saber inventivo de la poiesis en tono mayor. Otros hacen de la necesidad virtud -literalmente- y ponen el despertar de la libertad pragmática en la conciencia de la miseria. La forma mítica de la utopía es Dionisos, la demora sin fin en la transformación infinita, en el deshacer lo hecho para una nueva combinatoria: un reduccionismo coyunturalista puro, en que lo aporético y su solución se anulan recíprocamente. También existe la versión ilustrada de la utopía: la solución sin mañana, la planificación omnisciente; pedantería, un reduccionismo homogeneizante que anestesia la libertad pragmática, anulando los grados superiores de libertad.
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c) Si centramos otra vez la atención en los beneficios de la organización, parece pertinente alegar que la anterior averiguación acerca de sus aporías es superflua o lateral, tanto más cuanto no se propone una fórmula de solución a aplicar en cada caso; ¿o es que se adopta respecto del pragmatismo una postura coincidente con la de J. Dewey: ninguna solución de un problema es valida para el siguiente?. ¿A qué tanto pesimismo? El hombre no soportaría semejante carga. Además, desde Dios esta interpretación de la situación humana parece una condena. ¿Cómo hacer compatible la exaltación de la persona humana, la bondad de sus aportaciones, con la incompetencia de la libertad pragmática? Si hemos de seguir tratando de la organización estas aprensiones deben disiparse. Es manifiesto que no hay una formula completamente general de solución de aporías puesto que la misma generalidad es aporética; aquí reside la paradoja de las utopías ilustradas. Por su parte, Dewey se equivoca: primero, porque el aprendizaje suministra las soluciones logradas en la historia. Proponer un tipo de aprendizaje basado en la espontaneidad resolutiva del alumno es simple primitivismo, y, en este caso sí, una carga insoportable a la vez que una limitación de objetivos, pues nadie puede repetir la historia por sí mismo sin ser adiestrado por ella. Segundo, porque los problemas salen al paso pero no es posible arbitrar una cadencia que los multiplique: no hay más aporías que las que hay; entender otra cosa es caer en un irrealismo sorprendente. Es ilusorio, por ejemplo, plantearse un problema del siglo XXV: no sabemos cuáles habrá entonces. La actitud de Dewey es un antiutopismo tan absurdo como su contrario. Pero si es irreal el intento de suscitar problemas dislocados a propósito de problemas situacionales, acontecidos en un demorarse, no lo es el tema de la culminación de la vida humana. Hay que distinguir la culminación de la vida del transcurso histórico porque éste sigue abierto y muchas vidas humanas se han consumado ya. Ahora bien, nosotros no comenzamos donde ellas acabaron. Por esta razón el recurso a la historia posee otras dimensiones: hay enmarques resolutivos no desarrollados, virtualidades sin aprovechar. Una cosa es la historia en cuanto nos ha traído hasta el presente, y otra la historia en lo que tiene de continuación inédita o interrumpida con la que mucho más tarde cabe conectar. La conexión histórica son las posibilidades factivas efectuadas; pero del mismo modo que tales posibilidades tardan en notarse -por eso se dan coyunturas aporéticas-, hay que decir que no todas han sido advertidas y llevadas a efecto en el remontamiento de ciertas coyunturas (por ejemplo, la historia de la física hubiera sido distinta si hubiera continuado a Leibniz más que a Newton). En suma, la comprensión de las posibilidades
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resolutivas no coincide por entero con la aparición de los problemas. Una serie de soluciones y aporías puede ser reconsiderada desde una inspiración mas poderosa que la que dio lugar a la serie. Bien entendido que lo que interesa especialmente es la solución de las dificultades actuales. Pertrechados con esta abundancia de posibilidades, la imposibilidad de fórmulas de solución completamente generales no es motivo de pesimismo. Si las aporías son coyunturales, o salen al paso, no es justo atribuirlas a la actividad de la persona. Si se producen en el transcurso de la solución de otras, la ineptitud de la libertad pragmática es más bien una incomparecencia de la misma y no algo incompatible con una manifestación ejercida. La búsqueda del culpable en este caso es un síntoma de histeria, del resentimiento debido a que uno mismo tampoco es demasiado hábil. Y, sin embargo, aun queda la cuestión del destino. Es evidente que se da cierta discordancia entre la demora y la culminación de la vida, pues la segunda no se alcance simplemente a través de la primera. La diferencia entre aportación y disposición, el surgimiento del yo como medio para un medio, es una omisión de la generosidad ontológica de la persona y ocasión para el desencadenamiento de conductas ilícitas. La tardanza de la libertad pragmática, o su debilidad en las series históricas, es decir, la relatividad de la conexión histórica, sugiere un lastre, una torpeza, que sin exagerar puede decirse que afecta a toda la historia. En el contexto de la presente exposición es posible referirse al déficit original con una pregunta ¿por qué la poiesis humana se plasma en transformaciones? Hay dos respuestas inmediatas a la pregunta por las transformaciones poiéticas. La primera dice: porque las transformaciones se dan en el mundo. Se supone, por lo tanto, que la actividad humana es mimética, una imitación del mundo. Pero esto sólo es verdad en parte; no explica por qué la imitación nos sale mal tantas veces, y, en definitiva, es decepcionante: ¿a qué viene la imitación? El mundo no la necesita y un ser personal no tiene como modelo el mundo, salvo que esté caído, alejado de Dios. La segunda respuesta es menos ingenua: porque nuestro conocimiento es limitado y hemos de proceder a una combinatoria de trozos; así venimos a dar en modificaciones combinatorias, y eso son las transformaciones. Esta respuesta es tendencialmente dionisíaca y anula la anterior: no hay mímesis, sino limitación, reconstrucciones a partir de una información fragmentaria. Pero no puede ser completamente acertada, pues, aparte de que ninguna sentencia acerca de la combinatoria es válida si no es una excepción de la misma, aumenta excesivamente lo aporético de las transformaciones cuyo valor sería tan sólo casual: prácticamente todas serían monstruosas, o mejor, no habría modo de discernir cuáles lo
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son y cuáles no; en todo caso, su utilidad sería muy escasa y únicamente al superhombre de Nietzsche podrían bastarle. La improcedencia de tales combinatorias en orden al mundo es mayor aún que la imitación: incluso le perjudicarían o le harían violencia, salvo que se admita que el mundo es simple alquimia, tesis de intención realista tan eventual como toda esta respuesta, la cual, si se aplica a la naturaleza humana implica no sólo su caída, sino su destrucción por astillamiento. En suma, el hombre transforma a veces imitando, a veces combinando: ¿por qué? Las dos respuestas admitidas son someras, consecutivas, no primarias en antropología. Para lograr una respuesta más profunda es menester estudiar la constitución del orden moral. Todavía estamos en los preparativos. En efecto, mientras no se aclaren la organización del espacio y del tiempo, tales constitutivos se ocultan, al menos en parte. Aquí está la justificación de apartar la atención, por unos momentos, de las ventajas de la organización del espacio. d) Las quiebras reseñadas en la organización sugieren la conveniencia de insistir en la teoría de la organización. Es indudable la utilidad de los modelos matemáticos en esta tarea. Sin embargo, aquí propondremos unas cuantas ideas básicas sobre la cuestión, en consonancia con algunas ya expuestas y que sirvan para aclararlas algo más. Por lo pronto, insistiré una vez mas en que la organización del espacio es puramente medial. Gran parte de las dificultades que presenta se deben al olvido de este carácter. Además la libertad no puede tener como único ámbito el espacio; sea el espacio único o plural de acuerdo con criterios cualitativos, la libertad no es una entidad intraespacial, ni la persona se limita a poner relaciones constructivas a partir de universales en el espacio (como el sujeto trascendental kantiano). Con el espacio se corresponde una parte de la capacidad manifestativa de la persona, no toda. Por ello mismo la organización del espacio no puede ser inmutable. Asimismo, la organización del espacio, aunque útil y ventajosa, es aporética y no puede dejar de serlo definitivamente. Ello se debe, desde luego, a que la relación entre la indeterminación y la organización es negativa (aunque no dialéctica); y también, y sobre todo, a que la libertad y el espacio no son conmensurables (por lo que, afortunadamente, el destino de la libertad no puede cumplirse en el espacio). Pero a estas consideraciones conviene añadir una comprensión más estricta de la índole de la organización espacial que explique su carácter aporético. e) La organización en red consta de dos tipos de elementos más o menos diferenciados: nódulos y conexiones o circuitos. Los nódulos pueden ser también redes -en este caso la red incluye subsistemas-; las
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conexiones pueden relacionar nódulos o redes -en cuyo caso cada red es, por lo menos en cierto grado, un subsistema-. La distinción entre nódulos y conexiones se hace desde el punto de vista del funcionamiento de la red. Si la distinción entre ambos elementos no es neta -caso limite: los nódulos cumplen a la vez la función de conexión-, la red es indiferente a su propio funcionamiento: puede estar completamente parada (modelo mecánico). Para que la aludida distinción sea neta es preciso que las conexiones sean transportes o transmisiones, que los nódulos sean transformaciones con producto excedente y susceptible de transporte, y que los excedentes pasen a formar parte de las transformaciones según la pluralidad de los nódulos mediante el transporte. La comparación entre transporte y transformación (o entre conexiones y nódulos) es la siguiente: el transporte es nulo como transformación y viceversa (esto no excluye que el transporte no comporte en si mismo alguna transformación, siempre que sea distinta de la de los nódulos, o respete la integridad del producto. Tampoco excluye que el transporte sea una condición de las transformaciones). Si la distinción entre los elementos de la red se corresponde con un funcionamiento equilibrado, tenemos el modelo orgánico. En este caso lo más importante es asegurar la interdependencia de transporte y transformación, en especial, la fluidez de aquél y el aislamiento de los desechos y tóxicos. Si esta interdependencia no está asegurada de suyo, o sufre perturbaciones, debe intervenir un factor de control. El control conlleva la distinción entre centro y territorio, y él mismo se extiende en forma de red. El circuito del control transmite órdenes. Si las ordenes son obedecidas en cuanto recibidas, es decir, si no encuentran resistencia en los nódulos, nos acercamos al modelo hilemórfico (despótico en sentido aristotélico). Por lo común, el controlador supone la red y sólo pretende asegurar su funcionamiento contra perturbaciones; por eso el modelo hilemórfico es compatible hasta cierto punto con el orgánico. Si la red incluye subsistemas, los centros de control son múltiples y no constituyen una red; en este caso los subsistemas se conciben como suficientes a pesar de la falta o debilidad de las transmisiones. Así nos alejamos del modelo mecánico y nos acercamos al hilemórfico. Con esto no se excluye la organización en red en términos absolutos, sino sólo en lo relativo al control. Con todo, aun excluyendo de él a una buena parte de los nódulos, el control suele necesitar también una red, por cuanto la transmisión de las órdenes está lejos de ser automática. Un modo de control en red es la llamada burocracia. Saltan a la vista ya algunas aporías de la red. Desde luego, al no ser una organización unitaria de todo el espacio, puede sufrir agresiones externas, lo que le obliga a emplear una parte de sus recursos mediales en actividades defensivas. Además, su grado de dependencia respecto de
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otras organizaciones para su funcionamiento puede ser muy elevado, y dar lugar al condicionamiento de los medios. En las conexiones son de señalar los atascos -aporías netas-, las averías de los productos (por ejemplo, los ruidos en el sentido de la teoría de la información), el exceso o la escasez de los aportes, la fluctuación de los tipos de intercambio (por ejemplo, problemas monetarios). Todo esto repercute en los nódulos, que también pueden quedar exhaustos al ser requeridos más allá de sus posibilidades por el mantenimiento global de la organización. Por su parte, el control se desfasa por lo mismo que la transmisión de las órdenes no es automática. El desfase también es aporético de suyo y revela un saber insuficiente. Entendida la orden en términos de saber es incompatible con la tardanza de la transmisión, salvo que el desajuste por remediar se suponga constante. Si esta suposición se rechaza, el control es poco útil o perjudicial (aumenta el desajuste). La equivalencia del funcionamiento de una red con su desajuste es el modelo histórico dialéctico con su característica rigidez en el tratamiento de las aporías. Todo esto es importante, pero lo más digno de consideración en una red son los nódulos. Afirmamos, ante todo, que los nódulos pueden ser redes, pero no al infinito. En última resolución, una red no se compone de redes; o bien, siendo los nódulos elementos de la red, no se agotan en serlo sino que lo son sólo en parte, a saber, como transformaciones con producto. Si sólo en parte un nódulo es una transformación con producto, su equilibrio no puede ser alcanzado en la red. Esto comporta que el modelo orgánico es insuficiente, pues la noción de equilibrio estático (homeostasis) no es extendible a los nódulos (salvo con restricciones, en el caso particular de sistemas animales). Establecida la red, algo queda fuera de ella, o se incluye solo en parte, por lo mismo que la red no se resuelve en subsistemas isomorfos indefinidamente. Si se toma en cuenta el influjo de lo no incluido sobre la red hemos de concluir que la noción de red establecida es problemática. Dicho de otro modo, es preciso considerar la red en tanto que la noción de establecimiento no le es rigurosamente atribuible (esto abre paso a la noción de gasto); cabe, sin duda, empeñarse en el establecimiento de la red, despreciando o reprimiendo lo exterior a ella. Tal empeño exige un aumento del control. Una variante de este empecinamiento es la denuncia de la validez de la red establecida en atención a su incompatibilidad con las necesidades de los incluidos en ella, proponiendo como solución del problema simplemente otra red por establecer. Es este el planteamiento sociológico dialéctico, cuya insuficiencia es manifiesta, y que desemboca también en un aumento del control. Otra posibilidad es abordar la solución de los problemas de la red mediante una reactivación de las transacciones.
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Notemos otra vez que la organización en red requiere una aplicación de medios a cargo de la libertad pragmática. Como la aplicación de medios requiere también un espacio, es fácil concluir que el progreso técnico construye nuevos espacios. De esta manera el espacio no siempre es antecedente; puede ser descubierto por la construcción tecnológica y correr su misma suerte. Desde un primitivo nomadismo se pasa a una instalación sobre el territorio natural, y de aquí a la ciudad. Es claro que un espacio agrícola organizado es diferente de un espacio urbano, el cual es casi únicamente espacio tecnológico. El espacio agrícola está cuajado de medios; el espacio urbano presupone la organización; por ello, en este último, los defectos de organización son intrínsecos, mientras que en el espacio agrícola son soportados por el medio natural (tal diferencia conlleva un ritmo distinto en la solución de los problemas); por eso también desde cierto punto de vista ambos espacios son subsistemas y desde otro punto de vista son externos o separados. La mayor especialización del espacio urbano comporta una mayor propensión a la marginación: es más frecuente la aparición de individuos sin significado funcional en la ciudad. Como esta carencia se corresponde con la ausencia de un espacio previo, el nómada ciudadano es un ser errático y sin acomodo posible -salvo en bandas-. Paralelamente, el logro de un puesto en la red urbana requiere una calificación: al espacio urbano es necesario ascender, pues es un espacio inventado. El espacio urbano es el más aporético. Por eso la ciudad es la gran promotora de prestigios ilusorios, como ya notaron los menospreciadores de corte. f) La proliferación de las organizaciones espaciales es debida a la objetivación humana del espacio, como ya hemos señalado. Mientras el animal integra el espacio en su conducta o se desinteresa de él, el hombre se interesa por el espacio mismo y, por tanto, organiza demorándose en él. Para el animal la objetivación abstracta del espacio sería una perturbación y un sinsentido -puesto que interrumpe el ritmo de su conducta-; para el hombre es una ocasión de construir conductas nuevas. Las observaciones precedentes muestran que la organización en red cuenta con recursos para mantenerse; se los procura suscitando adhesiones y castigando el inconformismo. Sin embargo cuanto más artificial es el espacio organizado es más susceptible de aniquilamiento. Si el hombre se extinguiera, la faz de la tierra se mantendría; en cambio, los espacios tecnificados, en especial los urbanos, desaparecerían. Por eso se estiman como bienes, tanto más valiosos cuanto más vinculados a la propia existencia. Es comprensible que el hombre estime sus propias obras, y entre ellas la organización en red le proporciona, a través del intercambio o la contraprestación, un acceso o una participación en las obras de otros que, en definitiva, le enriquecen.
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Se asigna, por lo demás, a cada individuo el cumplimiento de una pluralidad de roles; es decir, se supone que su puesto en la red no es único o átomo. La reclamación de rendimientos prefijados es múltiple: se espera un rendimiento en el trabajo, en el consumo, en el área política, en el uso de los medios de información; se da por descontado una actividad sexual más no menos desenfrenada y se procura limitarla con medios laterales (control de la natalidad, etc.). Tal esperar es algo así como la expectativa calculada de la organización respecto a su propia capacidad de acoger. Se ve enseguida que si la pluralidad de roles se fija a priori no puede ser desempeñada sin desintegración, salvo que se postule que el hombre es una red. Según este postulado se restablece la idea platónica del gran individuo, pero invertida. La antropología se subalterna a la sociología. La plasmación apriorística del hombre en el entramado social es aporética sin más. En especial, la ocupación de un puesto, o de varios, no asegura la identificación con la red entera, sino que, más bien, sumerge en ella; quien asume unos roles, pierde otros: no hay una aptitud para todos los roles. Probablemente aquí está una de las razones del auge de los medios de información de masas. Se pretende que tales medios abran un espacio general y compensar con él la estrechez de los roles. Sin embargo, hasta el momento la información es un suministro unilateral, y tanto su calidad como su cantidad (a pesar de las apariencias) son escasas. Además, los roles producen una curiosa incomunicación que impide, sobre todo, el perfeccionamiento recíproco. g) Podemos pasar ya a la segunda nota de la organización del espacio. La determinaremos así: la organización de un espacio implica, o exige, un gasto –esta página, por ejemplo, de tinta-. La noción de gasto es bastante clara a primera vista, pero conviene precisarla. El gasto se presenta, desde luego, como desgaste. El desgaste es desperfecto -hoy se suele emplear la palabra deterioro-, o ruina o inutilización -contaminación, en el sentido de la critica ecosistemática-. De aquí las funciones temporales del arreglo y de la reposición -por ejemplo, la noción de amortización-. El gasto es también la entrada de lo transformable en los nódulos (alimentos, materias primas) como irreiterable en orden a lo mismo, es decir, en tanto que el producto de la transformación no es reciclable por el circuito: noción de deshecho o de basura. También es entrada la energía requerida por el funcionamiento de los nódulos y del transporte en tanto que disipada o degradada -noción de entropía-. La afinidad entre entradas no reciclables y energía disipada es patente. El gasto es también el subempleo funcional apreciado en términos de diferenciación de rendimientos de distintas tecnologías. A este sentido del
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gasto responde la frase lograr más con menos, la noción de productividad, etc. Otro gasto es la contraprestación de un intercambio: algo hay que dar para recibir. Es la noción de costo. El costo es la forma de gasto menos onerosa: con la contrapartida el gasto es descargado o compensado; pero, por lo mismo, presupone otras formas de gasto. La disminución del gasto es el ahorro. Si se opone al gasto, el ahorro se articula por combinación de las distintas formas de gasto; en este sentido muchas formas de ahorro lo son de un modo solo relativo, es decir, la disminución de ciertos gastos conlleva el aumento de otros, o bien ciertos aumentos de gasto permiten la disminución de otros. Al establecer cierta comparación o cálculo, el ahorro tiende a la equivalencia con el costo. Según esto, los costos ligados al ahorro son los gastos más aptos para la repercusión, la recuperación y la inversión. Así surge, entre otras, la noción de préstamo y desde ella la de interés. Si el interés logra extender la peculiar forma de ahorro que es a otros tipos de gasto, se logra la instauración de ese medio realmente colosal que recibe el nombre de capital. La organización en red basada en las virtualidades del capital es el capitalismo. El capital se ha visto como una modalidad racional. C) El capital y el tiempo. El crecimiento: a) El capital. b) Disminución del gasto de tiempo. c) Tiempo cero y tiempo real. d) El crecimiento. En tanto que el capital, como forma de ahorro extendido, resuelve dinámicamente el problema del gasto, ejerce una función de control. En tanto que el control de los gastos es asegurado por el capital, los gastos son relanzados. Si los titulares del capital como medio son unos pocos (capitalismo de clase, capitalismo monopolista), el relanzamiento de los gastos eleva los costos de los no titulares, o los incapacita para el ahorro. Si la discriminación de los costos entre los titulares del capital es desigual, el número de capitalistas disminuye. Para este doble problema que la dinámica del capital provoca se formulan dos soluciones: la extensión de la titularidad -paso del capitalismo de clase al llamado capitalismo de masas-; y la separación del control del funcionamiento de la red respecto de los titulares del capital -traspaso del control a la administración del Estado o a la administración de la empresa-. El capitalismo de masas propicia esta segunda solución, pues el rol del capitalista en el control se debilita con la extensión de la titularidad -los capitalistas son entonces simples perceptores del interés, o bien propietarios de bienes cuya
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reinversión es difícil-. Si la distinción entre capital y capitalismo se ignora cabe postular la desaparición del capitalismo, es decir, la destitularización del capital. Este postulado es vago e impreciso por corresponderse con una ignorancia. Ahora bien, centrar la discusión acerca del capitalismo en el problema de la desigualdad de los costos entraña también la confusión entre capital y capitalismo. No se alcanza entonces a ver que el relanzamiento de los gastos excede por principio la capacidad controlante del capital, es decir, que el carácter relativo del ahorro no ha sido superado por el capital. Cualquiera que sea el titular del control inherente al capital no remonta tal deficiencia. En todos los casos, el gasto es una nota de la organización en red considerada en su funcionamiento. Es imposible que una red no gaste; o también: acotada la libertad humana al ámbito espacial es incapaz de liberarse del gasto. a) Con todo, el capital es uno de los medios de mayor envergadura hasta hoy inventados. Su esencia peculiar reside en los siguientes puntos: Primero, el capital es aquel tipo de transformación cuyo producto es susceptible de integrarse, aumentándola, en la transformación misma de que deriva -noción estricta de bienes de producción-. Segundo, el capital es un medio capaz de una continuación inventiva especialmente intensa -por ejemplo, el capital financiero como nueva versión del préstamo: noción de crédito-. Tercero, el capital es un medio que tiende a la expansión. El tratamiento revolucionario de la organización del espacio en la Edad Moderna ha sido llevado a cabo por el capital, o también, por las minorías urbanas activas del XIX (burguesía). En lo que respecta al marxismo, subrayamos de nuevo la insuficiencia de su comprensión del capital. Además de la ya señalada confusión entre capital y capitalismo, es claro que la descripción marxista de la plus-valía desvirtúa la esencia temporal del fenómeno, que no es de índole dialéctica. Enfrentado con el tema del mercado, el pensamiento de Marx carece de modelo de organización sustitutivo. Esta grave omisión compromete el carácter revolucionario del marxismo, que es una crítica parcial del capitalismo. En el llamado capitalismo de Estado la esencia del capital se desdibuja: en último término, la base del capital, descrita como un desarrollo del ahorro a nivel de costos, desaparece. El capitalismo de Estado es un despilfarro a nivel de costos. En la Unión Soviética está vigente un capitalismo sin revolución, trasladado a un estadio prerrevolucionario en lo que al capital respecta. Esta descripción del capital y de su revisión marxiana refuerza el aserto sobre la imposibilidad de eliminar el gasto. Claro está que si el gasto tiene un límite por ser finitos los recursos, el funcionamiento de la
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red se detendrá al término de un plazo -agotamiento de los recursos-. Buena parte de la crítica del llamado ecologismo se basa en esta observación. La reconducción del gasto al ahorro extra muros del hombre no sería posible si el funcionamiento de la organización en red no comprometiera la preeminencia de la persona sobre los medios. Por eso una opción entre la antropología ilustrada -el hombre como razón pragmática; el espacio como único ámbito de la libertad- y el ecologismo no puede decidirse en atención a la dignidad de la persona. b) La cuestión se centra ahora en averiguar si existe un modo personal de superar el gasto. Debe renunciarse a resolver la cuestión en términos de organización espacial, ya que el gasto es una nota esencial de tal organización. Lo procedente es mostrar la relevancia del gasto para la persona y los recursos con que cuenta para librarse de él. ¿El significado de los medios se agota en la organización del espacio? ¿Es el espacio el único ámbito de la libertad humana? ¿De qué modo el sistema ecológico implica también un gasto, enfocado desde la persona? La persona es afectada por el gasto en la forma de gasto de tiempo. En el funcionamiento de la organización espacial, la persona se demora, emplea tiempo sin posibilidad de recuperarlo. Esto se designa como pérdida de tiempo. Pues el tiempo pasa y su provisión es finita para el hombre mortal. También es significativa la expresión esto cuesta tiempo. El tiempo empleado se asimila al costo. Ahora bien, la contraprestación del tiempo es, por lo pronto, otro tiempo como pasado, pues en el medio logrado por la actividad poiética se encierra un tiempo ya transcurrido. Los intercambios son intercambios de pasados, es decir, de tiempos empleados. Dentro de un sistema ecológico la situación no es distinta. A lo sumo, lo que se compra con un tiempo pasado es un tiempo supervivencial: se logra sobrevivir, como con la cosecha del año pasado se come este año. Sobrevivir es gastar tiempo pasado, igual que se vive de recuerdos. En rigor, lo que preocupa al ecologismo es la crisis de la supervivencia. Es patente que al quemar petróleo estamos también gastando algo formado con anterioridad. Si con lo producido en un tiempo pasado podemos sobrevivir más tiempo que el empleado en la producción, hablamos de excedentes. La existencia de excedentes es imprescindible para el funcionamiento de la red: bien entendido, los excedentes existen en los nódulos y son relativos; por ello son posibles el transporte y el intercambio, pues el tiempo pasado se paga con tiempo pasado. Ahora bien, la supervivencia se compra a los demás, y consta de una pluralidad de pasados; pero esto exige la producción de excedentes también por parte del comprador. Si los excedentes se emplean todos en el intercambio, la red entera vive al día,
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es decir, equipara lo producido con su supervivencia en términos de tiempo. El relanzamiento del gasto por parte del capital acentúa esta provisionalidad. De este modo la supervivencia de la red aparece como un problema siempre replanteado. A pesar de ello, la esencia del capital sugiere un nuevo aspecto: el atesoramiento del pasado productivo. En efecto, el capital no sólo es un medio de transformaciones con producto, sino que su producto es susceptible de ingresar en la transformación e incrementarla. El capital es, a la vez, capitalización -es la noción de inversión-: produce capital. Cierto que a ello se debe el relanzamiento del gasto, la multiplicación de excedentes y su empleo en los intercambios; cierto también que la capitalización no tiene sentido absoluto y que es susceptible de control -disminución o aumento de la tasa de capitalización-; pero se anuncia aquí un significado que no debemos pasar por alto. La capitalización se sustrae del elemento conectivo de la red. Esto quiere decir que el tiempo pasado no se emplea en la supervivencia (por lo menos, de momento, esto queda en suspenso), sino en el incremento del tiempo pasado mismo. Tal incremento puede designarse con la palabra concentración (no es una dilatación de la duración del pasado). Seguramente la sustracción y la suspensión aludidas escandalizaron a Marx y le impidieron aislar ante la mirada el fenómeno. Marx no parece dispuesto a dar por terminada la trayectoria del tiempo, o a considerar positivamente dicha detención; su versión de la dialéctica difiere de la hegeliana en este punto. Por lo demás Hegel y Marx coinciden en admitir un tiempo único. Sin embargo, la concentración del pasado sugiere claramente una peculiar detención: cierto tiempo no continua; la concentración del pasado abre otro tiempo. En este sentido puede decirse que un cierto gasto de tiempo es anulado, así como ciertos empleos del tiempo. Anular un gasto de tiempo es sustituir un tiempo por otro. Hasta cierto punto el capital es capaz de esta sustitución; lo hace de un modo preciso: acelerando. Un tiempo más veloz que otro, lo sustituye (no le deja proseguir). La rapidez temporal del capital reside esencialmente en el modo peculiar de retención que he llamado la concentración del pasado. El empleo del tiempo en la concentración o intensificación del pasado da lugar a una prosecución diferente, por cuanto suspende la que acontecería sin dicha concentración. También cabe decir: la concentración del pasado se asoma al borde de otra prosecución y la impele. Así es como el capital imprime el régimen de la prisa en el tránsito y en los intercambios. La prisa da lugar al hombre azacanado, ocupado. La detención del nuevo tiempo abierto por el capital es una amenaza de conmoción profunda: toda la red es afectada por ella; viene a ser algo así como la recaída en un tiempo mas lento que inutiliza el pasado acumulado. La pérdida del futuro, hoy, es semejante a la detención del
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tiempo del capital. A ello se debe la impresión de vértigo hoy tan generalizada. Asomado al borde de su propia prosecución, el capital está siempre a punto de que le sea arrebatada. Es la noción de riesgo. Una gran parte de riesgo viene del aumento de gasto que el capital no es capaz de evitar. La concentración del pasado esencialmente tiene lugar en los nódulos, es decir, en las transformaciones. Pero las transformaciones aumentadas consumen otros pasados que son dados como fijos. Esto quiere decir que la sustitución de otros tiempos más lentos no es completa; por ello tales tiempos son agotados en su capacidad misma de reposición y prosecución. El retorno a ellos desde la crisis del capital es difícil por la misma razón. Por otra parte, el tiempo del capital, como tiempo más veloz, ofrece una gradación interior. No hay un tiempo del capital absolutamente más veloz, sino tipos de ese tiempo y, correlativamente, de capital. El descubrimiento de una nueva modalidad de capital significa la inutilización de las anteriores, su marginación. Por eso el riesgo es incluso interno al capital: está en la gradación de los tipos de tiempo. En la medida en que un tipo más veloz aparece, el anterior queda obsoleto. Aquí se incluye la noción de retraso tecnológico. c) En suma, el capital nos presenta, aunque en forma rudimentaria, la organización del tiempo. Las dificultades inherentes a tal modalidad de organización no deben ocultarnos el fenómeno. La libertad pragmática organiza el espacio. La organización del espacio conlleva siempre un gasto de tiempo. Pero la libertad humana es capaz de acometer la tarea de organizar el tiempo. Esta organización es de índole superior a la espacial. Si el hombre se limita a dejar pasar el tiempo, su libertad no se ejerce respecto del tiempo. Estimo que es ya evidente el significado elemental del ejercicio de la libertad respecto del tiempo: la disminución del gasto de tiempo. El estudio del capital nos ha aproximado al tema. Ahora debemos definir dos nociones: la noción de tiempo cero y la noción de tiempo real. Por tiempo cero se entiende la estricta sustitución de un tiempo por otro, o si se quiere, el cambio de tiempo. Dicho de otro modo: entre dos tiempos (al inventarse el segundo) no media tiempo. En la capitalización y en sus tipos se muestra con claridad el tiempo cero. Naturalmente, el tiempo cero no comporta la superación completa de todo tiempo -noción de intemporalidad-, pues el nuevo tiempo no deja de ser un tiempo. Por tiempo real se entiende el tiempo mínimo que permiten las condiciones físicas. Según hemos dicho, la noción de tiempo absolutamente más veloz en el orden de las transformaciones no tiene significado absoluto -siempre cabe un tiempo más veloz-. De aquí se desprende que el tiempo real resulta de la comparación con una entidad no física. La entidad no física por excelencia es el pensamiento. Hemos
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dicho también que la operación poiética es una canalización de la objetivación (con valor configurante de la operación misma) que efectúa el objeto fuera. Mientras tiene lugar la canalización y la efectuación transcurre un tiempo. Pues bien, el tiempo real es el cambio de este tiempo, o también, el pensamiento temporalizado en cuanto encomendado a un artefacto físico. No se trata ya de la plasmación de un objeto, sino de la operación de pensar misma. Pero la operación de pensar en cuanto fisicalizada es temporal. Dicho tiempo es el tiempo real. No hace falta insistir en que no toda operación mental es fisicable. Es patente que el tiempo real es el tiempo mínimo. La reproducción del pensamiento en el orden de las transformaciones -transformaciones cuyo producto es un significado objetivo- puede establecerse en conexión, y así resulta una nueva red. Si en la conexión el tiempo es el mismo que en los nódulos, la red entera funciona en tiempo real. Comparado con el tiempo real, cualquier otro tiempo es más lento, menos productivo, menos eficaz. En suma, la forma más alta de capital es la informática automatizada. Si una red informática coexiste con otra que no funciona en tiempo real, la controla. A medida que los transportes entre nódulos se entienden como intercambios de información, la relación entre ellos es más intensa y adquiere un rango cualitativo: la información recibida mejora o empobrece. La conjunción de estas consideraciones fortalece la tendencia a comprender todos los intercambios en términos de información. Las órdenes son, desde esta óptica, instrucciones. Se sostiene también que el funcionamiento está determinado por la captación de información: actuar es enterarse de una modificación y responder a ella con una medida adecuada. Las deficiencias funcionales son debidas a informaciones incompletas. Se sugiere que las sociedades se clasifican por la cantidad de información disponible, es decir, por su capacidad de asimilar y producir información. Se propone como proyecto de sociedad un paso desde la abundancia de objetos de débil contenido informativo a la abundancia de información pertinente. Al modificarse la estructura de las conexiones, la sociedad bien informada reorganizará sus asentamientos en el sentido de una descentralización. Los problemas de acumulaciones según áreas de las distintas funciones podrán resolverse en la medida en que se instale el tiempo real. Podrán desmontarse las actuales burocracias -tanto industriales como estatales- que imponen la diferencia entre el centro y el territorio; los centros podrán multiplicarse. Es manifiesto también que el planteamiento informático acentúa la isomorfía de la red con los subsistemas. Los nódulos se hacen permeables a la interpretación reticular si su funcionamiento descansa en la información. Se supone que la información es el factor máximamente
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intercambiable: puede estar en todas partes. Ello impone, asimismo, una intensa modificación y adaptabilidad funcional. d) Desde aquí es accesible una nueva posibilidad factiva, a saber, la consideración conjunta del tiempo cero y el tiempo real. Si se tiene en cuenta que la información modifica el funcionamiento, se nota la aparición de un gran número de sustituciones de un tiempo por otro, y ello acontece tanto en la red entera como en sus subsistemas en interacción a partir de la información. Si la multiplicación de los tiempos cero no es incoherente, o azarosa, sino que se debe a un incremento informativo, a una modificación de la información anterior que eleva su calidad, tenemos el modelo cibernético. Defino el modelo cibernético como la organización del tiempo para el crecimiento. Crecimiento no significa aumento: en este último, el tiempo no está organizado, sino que se emplea en sentido lineal hacia el resultado. Desde luego, la noción de crecimiento no es unívoca, pero, por lo pronto, todo crecimiento comporta la imprevisibilidad del futuro según el criterio lineal, es decir, su indeterminación a partir de una situación dada; ya que ésta, por definición, no se prosigue (de ella, en cuanto dada, no se sigue un futuro). De esta manera precisamos la noción de multiplicidad de tiempos cero. No se trata de que el crecimiento elimine el futuro por entero -ya veremos que es más bien lo contrario-. Acontece, sin embargo, que el proceso del crecimiento no es determinable con las nociones de condiciones iniciales y de ley general constante (noción positivista de proceso); pues la información es inherente a él sustituyendo a las condiciones iniciales, y el proceso mismo consiste en el aprovechamiento y desarrollo de la información, lo que excluye su generalización constante. Insisto. No es lo mismo: a) una serie de estados que suceden determinadamente según una ley; y b) un crecimiento a partir de una información. En el primer caso, la ley expresa todo el valor formal, el cual es proporcionado de modo constante a la sucesión o variación de los hechos. La invarianza de la ley pone toda la variación en los hechos. Los hechos posteriores dependen causalmente de los anteriores; no puede ser de otro modo si la variación es exclusivamente empírica. La causalidad se continúa a través de la variación -el dar lugar unos hechos a otros-; la causa final desaparece al poner toda la causa de la serie en su pasado ya acontecido. En este modelo el azar es una perturbación. En el segundo, el valor formal no es constante, sino que ya está al principio; no hay sucesión de hechos -o ésta es simplemente adjunta-, sino progreso en la información. No es lo mismo una variación de hechos y una variación de información. La primera es homogénea y general a
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nivel de forma; los hechos están sujetos a la ley, la cumplen y son incapaces de modificarla: toda la variación está en ellos. La segunda es un proyecto que enriquece a una primera coherencia: ello implica que el intento de hacer continuar la formalidad primera, es decir, de que juegue un papel de ley respecto de hechos sucesivos, choca con una imposibilidad constitutiva: semejante tiempo no existe para la formalidad creciente -que en él se mantendría fija sin presidir su propio proceso-. Pues bien, el crecimiento formal se caracteriza también por no referirse a un futuro como evento de hecho. Esto no quiere decir que el evento no se produzca, sino que el crecimiento no se cifra en su producción; se cifra, más bien, en que dada la forma, y en virtud de un fin, se logra una modificación no exterior a la forma. Salta a la vista la importancia del asunto. El modelo cibernético proporciona una buena aproximación, pero son oportunas algunas precisiones para establecer su significación antropológica. D) La organización del tiempo humano: a) Prioridad respecto de la organización espacial. b) El crecimiento y los hábitos. c) El tiempo como ámbito de la libertad: 1º El pasado. 2º El comienzo. 3º El futuro. 4º Destinación. 5º La presencia. d) El perfeccionador perfectible. Empecemos con una recapitulación. Al comienzo del apartado III de la presente sección propusimos un modelo elemental de organización del tiempo. El tiempo se organiza si el presente deja de ser un instante pasajero y adquiere alguna permanencia. Tal permanencia es posible si el presente retiene el pasado; no le deja pasar. Y como en tales condiciones no necesita al futuro de acuerdo con su misma inestabilidad, puesto que la retención le exime de ello, aparece el futuro destacado: se tiende al futuro desde el presente por cuanto entre el presente y el futuro cabe un tender. Hablamos de un entre porque presente y futuro están separados: el futuro se destaca, es un fin, por no ser el remedio escueto de una pura inestabilidad. De esta manera el tender es anterior al futuro y por eso puede llamarse protender (no pretender). Al presente que retiene y protiende lo llamamos presencia, y en cuanto la retención y la protensión le pertenecen diremos que los presentifica. Estas nociones fueron pensadas por Husserl, y antes por san Agustín, que define el tiempo como
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distensión del alma. Por otra parte, hemos indicado también que este modelo no impide ciertas oscilaciones, aunque ya se advierte con él que el tiempo es un ámbito de la libertad. La cuestión estriba en relacionar este ámbito de la libertad con los otros dos: la intimidad y el espacio. Por lo pronto, con el espacio, porque la noción de fin tiene que ver con la de medio y la actividad libre en el espacio construye los medios. En el estudio de esta relación hemos averiguado varios extremos relevantes. La construcción de medios y su correlación en la organización reticular presupone tiempo constituido, es decir, presencia retentiva; y un intercambio entre tiempos constituidos que, por lo pronto, es un gasto. El tiempo constituido se gasta en el intercambio porque éste último lo emplea pero no lo aumenta. Definimos el tiempo constituido como presencia retentiva; su referencia al espacio no es su protensión al fin, pues ni el espacio ni su organización son fines, sino medios. El aumento de un tiempo constituido es el incremento de su retención: pero ésta es proporcionada por el futuro, no por el espacio. Según esto, al versar sobre el espacio la presencia pierde su estabilidad y en consecuencia el tiempo se desorganiza: vuelve a fluir, a transcurrir. Ahora bien, si la organización reticular presupone tiempo constituido en cuanto funciona, el agotamiento del tiempo equivale a su propia detención. Sin tiempo organizado no hay red: ni cabe hacerla ni cabe mantenerla en funcionamiento. Por lo tanto, la disminución del gasto exige que la red sea capaz de arbitrar algún modo de constituir tiempo, o de apoderarse de tiempos constituidos. Es evidente que la disminución del gasto es de suma importancia para la organización del espacio. Hemos examinado varios procedimientos encaminados a ello. Sin duda, cualquier técnica de aprovechamiento de recursos es un modo de adscribir nuevos tiempos constituidos al funcionamiento de la red; sin duda también una desaceleración del mismo funcionamiento disminuye el gasto por unidad de tiempo fluyente. Por otra parte, la retención de pasado puede llevarse a cabo de diferentes modos, pues la presentificación no es una noción unívoca. Medida en unidades de tiempo fluyente (esto es, no organizado como tiempo) cabe hablar de mayor o menor rapidez en la acumulación de pasado. Asimismo, es hacedero sustraer de la circulación resultados de la actividad constructiva y reforzar con ellos a esta última; la circulación podrá ulteriormente aumentarse si se aseguran las adscripciones de otros tiempos constituidos; desde aquí logramos formular la noción de tiempo cero, o cambio de un tiempo por otro, así como la de tiempo real o informático que maneja presencias muy estables: las formas pensadas u objetivadas. Con el tiempo real encontramos en la red las organizaciones de las conductas prácticas, pues una conducta es constructiva en cuanto porta y es configurada por una forma pensada.
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Existe un conocimiento, y se propone incluso como ciencia, del funcionamiento de la organización reticular. Tal conocimiento es ejercido por los expertos en dicha organización; consta de reglas sobre obtención y aprovechamiento de recursos, su fomento y su mejor distribución, de criterios de eficacia y compensación de intereses humanos. De acuerdo con los diferentes aspectos o sectores de la organización hay varias clases de expertos; a este orden de conocimientos pertenecen las ciencias empresariales. Es claro que la cuestión de la organización de las actividades en el tiempo es abordado por estas ciencias. Conviene señalar un peligro en el tratamiento del tiempo: no percibir que se gasta, no percibirlo demasiado, al menos implícitamente, y forzar los métodos para garantizar que no ha de faltar. Pero los métodos son imprudentes, aunque su éxito a corto plazo no permita notarlo. Algo decisivo oculta el éxito del método: los medios sin fines carecen de sentido; asegurar su provisión es un propósito incompleto. Las ciencias que se ocupan de los medios necesitan dilucidar ante todo el significado de la organización del tiempo; si este tema se oscurece, el éxito metódico se parece demasiado a una victoria pírrica. a) Sin embargo, la consideración de los medios producidos por el hombre proporciona una enseñanza pertinente en la cuestión del tiempo. Es la siguiente: si el fin tiene que ver con los medios, el modelo de organización del tiempo antes propuesto debe ser revisado. La revisión se centra en la noción de presentificación (lo que Husserl llama Gegenwärtigung). Al mejorar esta noción pondremos en relación la libertad temporal con la intimidad personal. La relación de la persona con los medios ya se ha indicado: los medios son aportaciones personales. No significan, por lo tanto, una pérdida para la persona. Ahora bien, ¿son una ganancia? Sin duda, pero siempre que no comprometan la libertad de destinarse, esto es, siempre que sirvan a ella. De suyo los medios no son obstáculos para los fines: todo lo contrario. ¿Cuándo lo son? Cuando se olvida la relación de la libertad pragmática con la libertad moral. Por lo pronto, como se ha dicho ya, la organización del tiempo es el presupuesto de la organización del espacio. El eventual error del experto en organización es doble: ignorar dicho presupuesto, pues el mejor método de organización es fomentarlo; e intentar desde esa ignorancia métodos eficaces, lo cual es un error moral, y la moral tiene un estricto valor funcional. b) Si la organización del tiempo es el presupuesto de la organización del espacio, la persona aportara a partir del tiempo organizado. Con otras palabras, la relación de la persona con el tiempo es aun más directa que sus aportaciones mediales. El ámbito de la intimidad se continúa en el
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ámbito temporal. La radicalidad de la persona conecta con el presupuesto de la libertad pragmática. Cabe hablar de tres niveles de profundidad creciente en el hombre; sólo a partir del nivel radical de la persona puede incoarse su destinación; sólo si su destinación se incoa la persona aporta. La primacía del tiempo sobre el espacio en el hombre fue sugerida al sentar la diferencia máxima entre el momento cognoscitivo y la culminación de la vida. Tal diferencia, se dijo, es la razón de que ante el hombre se abra el espacio como simultaneidad pura determinable. El espacio es un ámbito, la diferencia máxima respecto del fin es otro ámbito, cuya índole es temporal. Construir en el espacio no es colmar el ámbito temporal o alcanzar el fin. La diferencia máxima separa el inicio del término: es la diferencia entre ambos. En la diferencia lo previo no es una indeterminación simultánea, sino más bien lo que se llama potencia activa. La potencia ha de entenderse respecto de la organización del tiempo: es la capacidad de organizarlo. Dicha capacidad es el carácter activo, dinámico, de la potencia. Las potencias dinámicas se llaman también facultades. Las facultades son principios de actos. La actualización de la potencia dinámica organiza el tiempo. Por lo tanto, es posible que alguna potencia activa se defina como capacidad de autoorganización. La auto-organización es la funcionalidad operativa de la facultad respecto de sí. La facultad es el principio de sus propios actos, es potencia respecto de ellos. La noción de principio de actos remite a la noción de naturaleza. La noción de auto-organización remite a lo intelectual. De este modo enlazamos con la definición clásica de la persona: unidad radical de la naturaleza intelectual. Dicha unidad es capaz de destinación; se destina a través de su potencialidad dinámica de un doble modo. La organización del tiempo es la actualización del dinamismo de la naturaleza. Por eso dicha organización no es una simultaneidad, sino más bien un proceso sucesivo. La sucesión ha de entenderse en orden a la actualización: significa que dicha actualización es plural, porque no se logra de una vez por todas; por lo mismo, la sucesión esta referida precisamente a la actualización: es su crecimiento. Pero la actualización intelectual se refiere a su vez a la potencia activa: es la actualización suya; y en conclusión también la potencia crece. La organización del tiempo humano no tiene, en modo alguno, un comienzo fijo, pues la sucesividad se retrae al comienzo. La potencia activa intelectual es capacidad de recomenzar, esto es, capacidad de crecimiento del comienzo. Nunca la potencia activa deja de serlo justamente porque no es fija, o porque la sucesión no la deja atrás de modo que acontezca después de ella, o porque no es un simple transitar. La reiteración del comienzo, la exclusión del fijismo en él, es característica de la potencia activa de la persona. La persona es la
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instancia unitaria en que radica la diferencia máxima respecto de la culminación vital. Tal diferencia es un ámbito abierto. A la apertura del ámbito le corresponde un comenzar: es un ámbito abierto en cuanto que comienza a abrirse; pero la apertura no se cierra porque su comienzo se reitera. La aporética del ámbito es el fijismo de su incoación. Esto es lo que ocurriría sin remedio si se partiera del vacío según sostiene el racionalismo ilustrado, pues el vacío está dado sin más si se entiende como comienzo. Una potencia activa no puede estar dada, pues ello es incompatible con su dinamismo, y por eso tampoco puede ser rellenada como el vacío. Lo rellenable es pasivo. Una potencia activa da lugar a una actividad, a una operación, pero si no se limita a ello la operación revierte en su principio; no para llenarlo, sino para perfeccionarlo en su carácter mismo de potencia activa, con lo cual la actividad sucesiva es también mayor. En suma, como decíamos, la sucesión no deja atrás el comienzo si es un nuevo ejercicio del comienzo. Por descontado, la actividad de una potencia de tal índole no puede tratarse matemáticamente con funciones lineales, y por lo tanto tampoco con cálculo matricial. No puede hablarse de condiciones iniciales, ni englobar la variación en estados según la mecánica hamiltoniana. El ámbito que comienza a abrirse es creciente por cuanto su comienzo también lo es. No es apropiado designar dicho crecimiento como dilatación, aunque la incluye. Se trata de un crecimiento formal, pues la potencia activa es sin duda una forma, aunque no fija, o no susceptible de aumento. En la tradición aristotélica, que ya se ocupó del tema, se entiende que las formas susceptibles de crecimiento o mengua son aquéllas que tienen su especificación en virtud del fin a que se ordenan, es decir aquellas cuya unidad viene del fin. Tales formas pueden describirse como proyectos de coherencia formal por desarrollar. Este desarrollo es algo más que una historia: es destinación, pues toda su energía estriba en su ir al fin. Sin ir al fin tales formas se desorganizan, lo cual implica que no son simplemente medios, y a la vez que en cada estadio perfectivo pueden dar lugar a medios. En la tradición aristotélica los crecimientos formales de las potencias activas en cuanto tales se denominan hábitos o virtudes; el sujeto individual capaz de virtudes es el sujeto ético. Las virtudes son los reguladores estrictos de la conducta humana en cuanto moral, es decir, la clave de la motivación. Según se encuentre el hombre en términos de virtudes, así son sus decisiones. El modo de ser de la decisión se define como mejor o peor, y a su vez estas últimas nociones se resuelven, en última instancia, en su coherencia con el fin. La mejora de la capacidad de decisión en orden al fin es un perfeccionamiento humano que no cede ante ninguna otra consideración. Ya san Agustín advertía contra la unilateralidad de la opinión que ve el bien del hombre en hacer buenas las cosas con excepción de sí mismo. Y
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en la encíclica Quadragessimo anno Pío XI indica que la actividad industrial mejora la materia inerte, mientras el hombre se envilece (empeora sus decisiones). Aquí señalamos que la persona aporta el tiempo organizado, no desde él. Nótese bien: desde su propio tiempo. Por ello es capaz de perfeccionar el mundo material. La organización temporal del hombre es más perfecta que la de cualquier ente mundano, salvo que experimente una aporía: un vicio. La noción de vicio no es trivial, una apreciación más no menos lastimera de lacras como la droga, etc. El vicio es la deriva negativa de la potencia activa humana, su disminución, su aporética propia. La filosofía aristotélica añade todavía una observación: sólo las potencias activas susceptibles de hábitos se abren a la libertad. El hombre es un agente libre porque no se limita a principiar acciones resultantes de su naturaleza, sino que tales acciones revierten sobre los principios y los perfeccionan; en cuanto perfeccionados los principios se hacen accesibles a la libertad. Así pues, existen tres ámbitos de la libertad humana: la intimidad personal, la opción pragmática y el uso libre de las facultades en cuanto tales. c) El ámbito que comienza a abrirse y cuyo comenzar no se detiene es la organización del tiempo propiamente humano. Las precisiones que hemos expuesto permiten mejorar el modelo elemental esbozado con nociones de Husserl (por cierto, Husserl establece la necesidad de un fundamento absoluto para el tiempo interno. Aquí decimos que el tiempo del hombre es imposible sin la intimidad personal). 1º La debilidad se nota en la noción de retención. Aunque se entienda como una función de la presencia es patente que sin algún pasado la retención no tiene sentido. Pero el pasado no procede de la presencia y, por lo tanto, la retención no es una función primaria. Esto quiere decir que la retención es algún gasto: justamente de futuro. La presencia retentiva no tiene todo el tiempo por delante, pues algo de él requiere para consolidarse; en consecuencia la presencia no es suficientemente incoativa, se refiere a un tiempo ya en marcha, ya fluyente, y se limita a impedir que el fluir se desvanezca o pase. Esto es mucho pero no es bastante. La organización del tiempo debe empezar antes, no puede retrasarse si de tiempo de destinación se trata. 2º La potencia activa, en cambio, señala la organización en el modo de la incoación. De aquí se desprende que no gasta lo que en rigor importa no gastar, a saber, futuro. La función denominada comenzar sin detenerse es primaria.
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3º Ahora se ve que, así pues, el futuro no se ve correctamente con el modelo fenomenológico. Según este modelo el futuro sigue siendo, digámoslo así, direccionalmente único: es lo que todavía no es, o un horizonte no agotado porque se renueva. La renovación del futuro consiste tan sólo en que huye por delante, lo cual comporta que no se alcanza nunca. Por lo tanto, tampoco la noción de protensión es primaria. Es una función de la presencia orientada de un modo unilateral, a la que el futuro se le escapa. La escapada del futuro es inevitable en correspondencia con su gasto en la retención del pasado: el futuro ha de quedar fuera de ese gasto para no agotarse; por lo cual tampoco la protensión es una referencia suficiente y queda limitada a la presencia. La presencia retentiva y protensiva es, en el modelo aludido, lo único que crece; no es un instante sino una dilatación, o mejor, una distensión (Erstreckung) en cuanto parcialmente alusiva al pasado y al futuro de acuerdo con sus dos funciones propias. 4º Comparada con la protensión, la potencia activa, el comenzar que no se detiene, muestra lo que denominaré dualidad, o no unilateralidad del futuro. La potencia no gasta futuro; todo lo contrario: cabe decir que lo crea y no en un sentido único, pues la perfección de la potencia activa también es un fin. De esta manera la potencia, de acuerdo con la perfección que el hábito significa para ella, alcanza, se apodera del futuro, pero no convirtiéndolo en pasado, sino elevándose hasta él. El crecimiento de la potencia es futuro creciente, pero no destacado o separado de la potencia misma, sino surgido como su renovación. La potencia se hace con el futuro sin desfuturizarlo en modo alguno, puesto que al perfeccionarse no deja de ser principio sino que lo es mayor o con mayor intensidad. Esta intensificación es el aumento de la apertura del ámbito, o sea, de la destinación al fin. Simplemente se ha puesto de relieve que la destinación no deja inmodificadas las potencias activas del hombre. 5º Según este aumento la presencia es rebasada y con ella la protensión y la noción de horizonte. Rebasar la presencia significa constituirla como ya sida. Nótese bien: lo ya sido es la presencia, no el pasado. La facultad que constituye la presencia de esta manera es la inteligencia. La actividad a cuyo cargo corre la presencia es la operación de la inteligencia. Puesto que dicho operar se retrotrae perfectivamente a la facultad, ésta rebasa de acuerdo con sus hábitos a lo constituido por la operación. Ahora bien, en la presencia constituida comparece lo conocido. La presencia es presencia de objeto. El objeto mental es lo poseído en presencia. Desde la posesión en presencia el objeto puede pasar a configurar la conducta pragmática o constructiva. Y éste es el ámbito de los medios.
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d) La presencia constituida no pertenece al mundo, no es una parte suya. Pero lo poseído en presencia puede pasar a la conducta pragmática y a su través configurar la realidad mundana. La aportación medial de la persona humana es, de suyo, perfectiva de lo mundano. Este es el hondo significado de la efectividad del habitar, del transitar humano en el cosmos, tantas veces desconocido o desvirtuado. A pesar de la malversación frecuente de la práctica humana, no cabe renunciar a ella; en todo caso habrá de ser corregida. El criterio principal de la corrección está en la perfectibilidad del hombre. Pues el hombre no es sólo un perfeccionador sino también, por su naturaleza intelectual, un ser perfectible. En atención a todo lo dicho, se propone esta definición del hombre en cuanto agente: el perfeccionador perfectible. Esta definición es una síntesis, si bien manifiestamente no dialéctica, pues la consideración de los ámbitos organizativos tampoco lo es, y su formulación no obedece a un propósito conciliador como el hegeliano. El hombre es responsable de su doble referencia a la perfección, pues su vida le está encomendada y de ella ha de rendir cuentas. Ni siquiera es preciso esperar, porque en cuanto olvida su responsabilidad la síntesis se rompe. Conviene aclarar el significado de la presencia sida o constituida como modo de crecimiento, para lograr una mejor comprensión de los hábitos. E) Modalidades del crecimiento: a) El organismo. b) El conocimiento. c) Los hábitos. d) La noción de reforma. La organización del tiempo en los seres vivos es el crecimiento. Según se dijo, el modelo cibernético proporciona una aproximación al tema. Sin embargo, la noción de crecimiento no es unívoca. Prescindiendo de los empleos impropios de la palabra (confusión de crecimiento y aumento), todavía queda que no todos los procesos de crecimiento son iguales o de la misma perfección. Es de sospechar, por lo mismo, que el enfoque cibernético de la organización del tiempo no será del todo apropiado si se hace rígido o unívoco. No es seguro, por otra parte, que este modelo sea útil para entender el modo de organizar el espacio humano, por cuanto la unidad reticular cambia sin demasiado orden. ¿La unidad de una estructura recompuesta históricamente es un crecimiento? ¿No se encuentra hoy, como otras veces en la historia, debilitada?
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Para enfocar estas preguntas empezaremos por la descripción de dos tipos de crecimiento. Se trata de casos indiscutibles de crecimiento, desatendidos con alguna frecuencia. a) El primero es el crecimiento de los organismos pluricelulares. Coincide aproximadamente con lo que se llama embriogénesis. Aceptaremos que las formalidades en presente son los llamados códigos genéticos. Siguiendo algunas precisas indicaciones de Aristóteles encontramos una base para el planteamiento de la cuestión. Se trata de la distinción entre reproducción y crecimiento, a la que tantas veces volvió la mente del filósofo. Ambas son propias de la naturaleza viviente, hasta el punto de definir su fecundidad y energía. Ahora bien, consideradas en absoluto, es más intrínseco a la naturaleza el crecimiento que la producción de un semejante; con otras palabras, son más altas las naturalezas en que el crecimiento es, no sólo la condición necesaria de la reproducción, sino su fin y cumplimiento. Esto quiere decir que el crecimiento añade algo a la reproducción, a saber, permanecer integrada en el propio viviente; es una multiplicación en el seno de una unidad. Por esta razón el crecimiento conserva y eleva el significado de la reproducción. ¿Cómo? En el modo de una diferenciación. Si la reproducción prima sobre el crecimiento tenemos una multiplicación; si el crecimiento asume la reproducción tenemos una génesis mantenida, una reproducción diferencial en que la formalidad reproductiva -valga la noción de código genético- no funciona de manera constante. En la medida en que la reproducción no da lugar a una pluralidad de individuos, su carácter modificador ha de referirse principalmente a la forma. En este sentido, el crecimiento no está regido por las formas presentes, sino que, por el contrario, él mismo las rige. En atención a lo expuesto definiremos este tipo de crecimiento como subdivisión especializada. Insisto: el crecimiento en cuanto vinculado a la reproducción es superior a ella si la continúa en orden a la unidad del viviente. Pero en tal caso, necesariamente el crecimiento ha de someter la reproducción a la especialización (pues no es un mero aumento). Para las formas presentes el crecimiento es una variación de su valor de código, un aprovechamiento de sus potencialidades requerido por la no homogeneidad del crecimiento. ¿Cómo se pasa de una sola célula a otro nivel de organización? Dicho nivel comporta una especialización o no autosuficiencia de sus componentes. Se registra una multiplicación (no una agregación, ni tampoco una simple proliferación de individuos), es decir, una reproducción realizada mediante división. Pero el problema no es la división -que es común a la reproducción de vivientes unicelulares-; lo específico del problema es la especialización -o reparto de funciones-. De
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aquí se sigue que la división no explica la especialización. La clave de la explicación no puede ser el código de información genética, porque, si sólo éste juega, tendríamos resultados iguales, y no es el caso (ni siquiera la noción de resultante es válida). Entendida como un crecimiento, la constitución de organismos pluricelulares parece ser una hiperformalización vigente respecto de la información genética. La hiperformalización está vigente respecto de todos los códigos genéticos: esta totalidad es una relación mutua de acuerdo con la cual cada código se modifica como si tuviera en cuenta las modificaciones de los otros. La plural y unitaria modificación tiene, en suma, sentido de información, pero trasciende la presente en la célula como su reforma coordinada. La biología actual no suele abordar teóricamente esta ingente organización del tiempo; más bien se orienta todavía a planteamientos espaciales. No es de nuestra incumbencia discutir el estatuto científico de la biología13, pero sí aludiremos a las sugerencias de Vandel y al modelo 13
Para un físico la biología apenas es una ciencia. Si toma como modelo la que él cultiva, el físico puede señalar: 1º No hay biología teórica como hay física teórica. La física teórica trata de averiguar si hay alguna visión comprensiva de las leyes de la naturaleza (racionalización en términos de postulados, unificación según funciones muy generales, discusión de postulados). 2º No hay biología matemática como hay física matemática. La física matemática busca el desarrollo de técnicas matemáticas para resolver problemas planteados por físicos teóricos y físicos experimentales (la discusión de postulados sólo es admisible en física si se encuentra el desarrollo matemático correspondiente). El logro de una formulación matemática completa es lo que, en sentido estricto, se llama hipótesis. Esto significa que la hipótesis tiene un estatuto suficiente, al que la verificación o falsación no afecta (la verificación de una hipótesis no es parte integrante de la hipótesis). 3º Hay física experimental y biología experimental; pero no en el mismo sentido. La física experimental está presidida por la física matemática, o desemboca en ella. Esto significa que el experimento está guiado; se sabe lo que se busca: la comprobación de la hipótesis, por lo que el experimento -y los aparatos que lo hace posible- son muy exactos, hasta el punto de que, en principio, baste con uno. La biología experimental, en cambio, por la ausencia de hipótesis exactas, no sabe de antemano qué va a encontrar. De aquí la proliferación extraordinaria de la experimentación en biología, cuyo logro no pasa de ser la correlación de hechos expresada en leyes empíricas, muy pocas en relación con el material estudiado. La carencia más llamativa en biología se da a nivel de hipótesis que, de acuerdo con lo dicho, no deben confundirse con los postulados, los cuales, al ser establecidos sin el acompañamiento de hipótesis, juegan de un modo dogmático imaginativo. De la escasez de hipótesis derivan dos insuficiencias más: - En primer lugar, la inseguridad, o la ausencia de predicciones. En este sentido, la biología es aún "historia natural". - En segundo lugar, un déficit de explicación. Se llega a establecer cómo se relacionan los fenómenos, pero no por qué: al menos porque así y no de otra manera, ya que se
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genético de Conrad Waddington que propone la interdependencia mutua de subsistemas autorregulados. Con ello se vinculan los genes a sistemas formales más amplios hasta llegar a una totalidad cuyas conexiones son cibernéticas al menos en el sentido de realimentaciones positivas y negativas. Según este modelo parece que el vector temporal (o teleológico) ha de valer respecto del todo por cuanto las modificaciones de los subsistemas no pueden dejarlo inmutado y ellas mismas serían imposibles si el todo no variara. Ahora bien, supuesta una situación de equilibrio, no es explicable la modificación de los subsistemas y del conjunto -que son inseparables- si no existen factores exteriores; o si no se admite que se busca un equilibrio mejor, es decir, que se abandona una situación no por implicar desequilibrio, sino porque existe un factor que discierne entre situaciones o tipos de equilibrio. Pero tal factor no puede ser la totalidad tomada como tal, con lo cual las dos posibilidades se confunden salvo que se interprete el factor externo como una efectividad mecánica en un caso y como una hiperforma en otro. Claro es que la hiperforma no es un todo más amplio, sino un regulador entre equilibrios de una índole distinta de los reguladores de los subsistemas y de las conexiones de los mismos en el todo. Si, por el contrario, la efectividad externa es mecánica (o termodinámica), la modificación del equilibrio sólo se orientará hacia el restablecimiento de la situación alterada con éxito más o menos probable; con esto la noción de equilibrio se hace trivial: sólo hay uno y el crecimiento se desvanece. Por su parte la noción de regulador entre equilibrios es difícil de admitir, si bien por una razón muy precisa: se añade al todo, por lo que en definitiva lo deja invariado; sólo lo hay un todo en distintas situaciones; la modificación no pasa de ser una reorganización. La limitación del planteamiento se debe a que no se desprende del espacio. La organización del tiempo es tributaria del espacio, pues a él se refiere la reorganización. No hay ni siquiera lo que llamábamos tiempo cero. Como se notará, con un modelo teórico de este tipo ni la embriogénesis ni la evolución son nociones formalmente establecidas. Las nociones de realimentación y equilibrio no están bien ajustadas: presuponen una estructura a la que no explican.
ignoran las posibilidades distintas de lo que de hecho acontece. ¿Cómo podrían ser las formas de vida distintas de las que conocemos? la falta de hipótesis en sentido estricto hace que esta pregunta no tenga contestación. Ello refuerza lo indicado sobre la "historia natural". Se piensa en términos de caso único (de aquí que uno de los postulados de la biología sea el azar, aunque vagamente entendido) y confundiendo la causa con el efecto (lo que sucede sucede como sucede por que sucede como sucede; por ejemplo, se ve porque se tienen ojos; las mutaciones distintas son distintas). Basten estas indicaciones que, insisto, son sólo una comparación de la biología con la física.
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De todos modos el crecimiento de los organismos es limitado y su unidad vulnerable y perecedera. Este tipo de organización del tiempo es, valga la palabra, un trozo de tiempo organizado. Paralelamente, los organismos forman parte de sistemas, de ciclos espacio-temporales que los acotan e implican gasto de tiempo. Aunque estos sistemas no son sustantivos, son imprescindibles para la unidad funcional de los organismos; ello significa que el crecimiento como subdivisión especializante necesita de un complemento externo para estabilizar su carácter unitario. Tal complemento no parece ser creciente. Así pues, el acotamiento es también una pertenencia y un traslado al medio externo de la condición de equilibrio. Si dicha condición no es la adecuada, las funciones se inhiben o desaparecen. La pertenencia a sistemas cíclicos externos no sustantivos es un complemento de la unidad del crecimiento orgánico, porque la limitación de este tipo de crecimiento consiste en la imposibilidad de reversión. En efecto, una subdivisión especializante no puede ser cíclica sin anularse o contradecirse: sería tanto como una desespecialización o una plurivalencia funcional de cada especialización. Es significativo que el llamado sistema nervioso y la reposición de células germinales constituyen especializaciones extremas y claramente opuestas en cuanto formas. Para no extinguirse la vida orgánica ha de recurrir a la reproducción. Este recurso es el único modo de reintroducir lo cíclico. La vida orgánica es intramundana y por lo tanto una organización del tiempo sólo parcial. Ello comporta que su explicación final ha de buscarse en un ámbito más amplio que el organismo o el conjunto de ellos. El problema es excesivo para este trabajo. b) Un segundo tipo de crecimiento se expresa en la sentencia aristotélica según la cual el alma es en cierto modo todas las cosas. Tal modalidad no es imprecisa: se define en orden a formas. Este es el crecimiento cognoscitivo, o la formulación del conocer como crecimiento. Corre a cargo en el hombre de la potencia intelectual, a la que corresponde hacerse todo. En el crecimiento cognoscitivo la complementariedad de lo externo para la estabilización de la unidad es menos determinante. Esto significa: el conocer perfecciona precisamente lo externo. No se conoce fuera, sino en tanto que la forma ajena es poseída. Con otras palabras, se conoce por lo mismo que el conocer es, hace suyo, presenta, o se unifica con, lo conocido. Las fórmulas subrayadas significan un crecimiento, pero no de la potencia en cuanto tal, sino de las formas ajenas. Hemos de aclarar este extremo porque la capacidad humana de perfeccionar el universo arranca de aquí. Tomás de Aquino lo dice de modo inequívoco. Por ejemplo: los
cognoscentes se distinguen de los no cognoscentes en esto: los no cognoscentes no poseen otra forma que la suya; en cambio, el
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cognoscente está destinado a poseer también la forma de otra cosa. Pues la forma de lo conocido es en el cognoscente. Es obvio que la forma no está en la mente y en la cosa del mismo modo. Un remedio a dicha imperfección (la exclusiva posesión de la forma específica por los no cognoscentes) es un modo de perfección tal que la perfección propia de una cosa se encuentra en otra. Es ésta la perfección del cognoscente en cuanto tal, según la cual es posible que en una cosa sea la perfección de todo el universo. Por eso el conocer es de suyo perfectivo, al menos respecto de lo intramundano. La unidad del conocer consta de una dualidad, no es específica de modo unilateral. Sólo así una forma puede ser otra: el cognoscente y lo conocido se relacionan como dos de los cuales se hace un principio cognoscitivo, una reunión actual. Pero la actividad no corre a cargo de la forma conocida, que es finita. Conocer significa ser por su carácter activo. A dicho ser se le llama intencional. La intencionalidad califica al conocer en atención a la forma conocida, presente u objetivada, esto es, designa la conmensuración del conocer con lo conocido -su especificación-. La intencionalidad rectifica la idea de conciencia abarcante, o más general que el objeto, pues manifiestamente esta interpretación -propuesta por Kant- no tiene nada que ver con la conmensuración; pero al margen de la conmensuración no hay objeto. O el conocer se conmensura con el objeto, o no se conoce objetivamente. En suma, la intencionalidad es la presencia-sida del objeto en cuanto objeto, la actualidad que sin el conocer no es propia de la forma. La intencionalidad no es una respectividad del acto de conocer a sí mismo, sino a lo conocido; por tanto, el conocer es actual y formal respecto de la intencionalidad. De aquí se desprende, ante todo, que el conocer no se detiene en lo poseído según la presencia-sida. Se conoce, se tiene lo conocido y se sigue conociendo. Tal seguir es también intencional y, por lo tanto, tampoco en él se agota el conocer como actividad. De este modo, aunque la discursividad del conocimiento sea un crecimiento, no es todo el acto de conocer. La objetividad no es el conocimiento del acto de conocer, sino de las formas conocidas; el conocer no es ninguna de las formas conocidas, ni su conjunto, sino un crecimiento respecto de ellas, o para ellas. Conocer es intencionalmente lo conocido, no es intencionalmente él mismo. Debemos afirmar, en consecuencia, que la unificación del cognoscente y lo conocido no es el último sentido de la operación, o sea, que el acto de conocer conserva su carácter final tanto respecto del cognoscente como respecto de lo conocido y de ambos. Se trata, en suma, de un crecimiento del cognoscente no terminado en lo conocido, o que se mantiene respecto de éste último. Es un crecimiento respecto de los dos -los trasciende-, pues ambos son finitos y la operatividad intelectual es formalmente infinita. Si
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consideramos el conocer como acto respecto de la forma conocida podemos expresar su distinción con las fórmulas: acto del inteligible; inteligible en acto. Inteligible en acto se contrapone a inteligible en potencia. Aquí el acto es la perfección de que la forma carece en su estado natural, esto es, su presencia-sida como objeto. La clave de la contraposición es el rechazo de la sustantivación de la idea en sí misma: fuera de la mente, en el mundo, no hay ideas, sino formas cuyo sustrato es material. Ésta es la imperfección a que alude el segundo texto tomista citado. No se confunda inteligible en potencia y potencia de entender, que es la potencia correlativa al acto de los inteligibles, es decir, la potencia intelectual. De acuerdo con lo dicho, el conocer como acto es intencional por su conmensuración con el objeto. Siendo la potencia de entender correlativa con el acto de los inteligibles, es preciso concluir que dicha potencia no es saturada por el conocer en cuanto intencional. Por eso la facultad intelectiva es capaz de una pluralidad de operaciones (y objetos); según tal pluralidad la actividad de la potencia se equilibra con los inteligibles actualizados -noción de intencionalidad-, pero el acto de los inteligibles no se agota en ello. Tanto el acto de los inteligibles como la potencia intelectual trascienden la presencia-sida. Tenemos así una situación que viene a ser la inversa del crecimiento del organismo: el acto unitario queda casi latente en la medida en que rige una pluralidad formal dependiente de él. Esto da lugar a una reflexión peculiar que suele llamarse conciencia concomitante, o no comprometida en una función constructiva. La prioridad del acto de los inteligibles es más acusada que la atribuida por Kant a la conciencia. Hay, sin embargo, un rasgo común: no se asegura que el acto de los inteligibles, ni la conciencia kantiana, comparezcan en el presentar objetivo. Pero hay también dos diferencias nítidas. En primer lugar, la conciencia abarcante tiende a comparecer, es decir, a hacerse objetiva, y no lograrlo es para ella un defecto; el acto de los inteligibles, en cambio, no tiende a nada parecido. La razón de esta diferencia es la mayor prioridad del acto de los inteligibles; ello permite también distinguir la intencionalidad del carácter abarcante de la conciencia trascendental. En segundo lugar, el acto de los inteligibles se corresponde con la potencia intelectual. Esta correspondencia está ausente en Kant, para quien las funciones a priori de la razón son enteramente espontáneas en orden a la objetivación. Si tenemos en cuenta la segunda diferencia indicada logramos una mejor comprensión de los significados de los distintos actos y potencias aludidos. Hay una correspondencia del acto de los inteligibles con la potencia intelectual considerada como potencia sin más -omnino- respecto de formas conocidas. En este sentido ha de proporcionarle, por lo pronto,
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las llamadas especies impresas, es decir, los inteligibles en acto. Por eso se habla de abstracción (a partir de los objetos de la fantasía). Tenemos, en suma, dos potencias: la capacidad de conocer las formas intramundanas, o potencia respecto de su objetivación en presencia. Los significados de los actos concurrentes son cinco. Por lo pronto, la facultad se actualiza según su operación: esto es la operación de conocer. Además, se requiere el acto que salva la diferencia entre los dos sentidos de la potencia. Tal acto se distribuye en dos: acto de los inteligibles e inteligibles en acto. Estas dos nociones no se confunden, no son lo mismo. El inteligible en acto es la forma intramundana actualizada en orden a ser conocida. En cuanto conocida se conmensura con la operación -el acto operativo de conocer- y está presente, comparece en presencia. Pero, en cambio, no se conmensura con el acto de los inteligibles, que es, por así decirlo, sobrante respecto de las formas inteligibles en acto. Y como éstas se conmensuran con las operaciones el acto de los inteligibles no se confunde tampoco con las operaciones. Por eso las operaciones son una pluralidad: se conoce y se sigue conociendo. Esta secuencia, por ser debida a una distinción entre actos, no es arbitraria: se sigue conociendo a partir de la operación anterior. Y de acuerdo con esto, el acto de los inteligibles desempeña una función de control respecto de la serie de operaciones. Significa asimismo, que la serie posee una memoria intrínseca (como admiten ya algunos modelos neoconductistas, por ejemplo, el de Berlyne), y por último que la potencia intelectual no es saturada o equilibrada por ninguna operación por cuanto su acto más propio es el acto de los inteligibles. Como se ve el modelo cibernético que todo esto sugiere es complejo, pues en él la memoria está supercontrolada (la serie de actos es debida a la relación del acto de los inteligibles con la potencia activa), hay varios niveles de realimentación que no se caracterizan sólo con las nociones de refuerzo y corrección, y la noción de equilibrio está constantemente establecida (es la conmensuración de operación y objeto) y constantemente superada (las operaciones no saturan la potencia activa). Si tomamos en cuenta la distinción entre la memoria de la serie de operaciones y el control superior habremos de concluir que funcionalmente el conocimiento intelectual es imprevisible, es decir, que las operaciones siguientes no son un simple derivado de las anteriores. El comportamiento del homeóstato de Ashby guarda un lejano parecido con el descrito hasta aquí, pero conviene añadir las notas de reorganización, distinción (la potencialidad dinámica no tiene una dirección invariable), reflexión o reversibilidad e independencia creciente respecto de lo externo (formación de estructuras lógicas, los llamados entes de razón, etc.). La imposibilidad de equilibrio estático abre el ámbito de la investigación, es decir, la búsqueda de factores
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traspuestos colocados más allá, como metas hacia las cuales el proceso se orienta. Con esto hemos esbozado tres actos. El cuarto es la realidad de las formas. Las formas son reales en el mundo, aunque su realidad no les dote de inteligibilidad actual; pero como ellas mismas pueden pasar a ser inteligibles, siempre aparecen nuevos abstractos que han de incorporarse al proceso cognoscitivo ya en marcha y a sus configuraciones logradas. También las modificaciones de la conducta pragmática son ocasión de nuevas abstracciones. Supuesto que las configuraciones formales ya pensadas sean más generales que los nuevos abstractos, al recibirlos juegan como una unidad sintáctica dotada de los llamados lugares lógicos vacíos. La noción de energía semántica propuesta por Mairlot es aprovechable hasta cierto punto para el estudio cibernético de este aspecto de las operaciones cognoscitivas. De todo lo dicho se desprende: 1) el acto de los inteligibles se corresponde también con el conocer; ambos actos no están aislados; 2) El segundo acto no es meramente discursivo. De acuerdo con esta correspondencia, el acto de los inteligibles no conecta sólo con los inteligibles en acto -no se limita a ser abstractivo-, ni tampoco es la simple conexión de la inteligencia con la sensibilidad. En suma, el acto de los inteligibles se corresponde con la potencia intelectual como potencia sin más, pero también con la potencia intelectual en acto. Si se excluye esta segunda correspondencia, se reduce su carácter de acto a un fijismo incompatible con la expansión y comunicación intrínsecas a la noción, y se establece una separación entre él y el conocer completamente anómala, pues suspende el valor unitario de la noción, que no se presta de suyo a la dispersión. Ahora bien, la correspondencia entre el acto y la actualidad operativa de la facultad no puede entenderse como mengua o sustitución de la intencionalidad, ni tampoco dejando atrás, o inmodificada, a la potencia activa. Sólo ha de admitirse que la potencia activa no se limita a recibir formas abstraídas. Por esta razón ha de existir un quinto tipo de acto, es decir, un tercer modo de crecimiento ajustado a la correspondencia aludida y a una nueva consideración de la inteligencia en cuanto ya actualizada. c) El tercer modo de crecimiento nos conduce otra vez al tema de los hábitos. Se entiende por hábito el perfeccionamiento de la facultad en tanto que facultad, es decir, referido a ella misma y no sólo a su rendimiento operativo. No todas las facultades son perfectibles en el modo del hábito, ni las que lo son los adquieren con igual facilidad. Aquí
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trataremos de la habitualidad de la inteligencia, para continuar lo expuesto en el párrafo anterior. El perfeccionamiento de la facultad es un crecimiento distinto del rendimiento intencional de su operación. Por ser dicho operar intrínseco a la potencia intelectual, su correspondencia con el acto de los inteligibles conlleva un crecimiento de la potencia en cuanto que está en acto respecto de su operación: no en cuanto que está en potencia respecto de ella, sino en cuanto la operación no la satura. La facultad sigue siendo potencia por mucho que opere si no es sólo potencia para operaciones, o bien si se considera en relación con el acto de los inteligibles. Pero por eso también su perfeccionamiento más propio no es una operación (intencional), y en consecuencia ya no hay gasto de tiempo. No podría decirse lo mismo de los hábitos de la voluntad. El entendimiento es un acto correlativo con una potencia, la cual no impide la completa prioridad del acto. Tal correlación sólo se da en el caso de la potencia intelectual y de ella es propio un sentido, una dirección, es decir, un crecimiento de la potencia vuelta hacia el acto una vez hecha intencional la potencia. Por así decirlo, el acto de los inteligibles aprovecha la actualización operativa en favor de la potencia. La inteligencia es una potencia respecto de inteligibles en acto; pero esto no es un obstáculo para la prioridad del acto de los inteligibles, sino que, por el contrario, la exige. Por lo tanto, aunque la potencia sea completa respecto de los inteligibles en acto -las formas abstractas-, éstos últimos no son su completa actualización. Dicho de otro modo: la potencia intelectual no es finalizada objetivamente, sino que los objetos son fines poseídos en presencia. No se olvide la distinción entre el acto de los inteligibles y los inteligibles en acto: éstos son los actualizados por aquél, pero no lo agotan. En la vuelta de la potencia actualizada al acto de los inteligibles, la operación pasa a ser un hábito, es decir, una perfección intrínseca que no es de índole presencial. Con otras palabras, mientras la intencionalidad es la conmensuración de la actividad cognoscitiva con el objeto, el hábito es la correspondencia de su facultad con el acto de los inteligibles. Esta correspondencia es, para la facultad, la perfección más adecuada a su carácter de potencia. A la misma conclusión se llega considerando la facultad como potencia activa: su paso a la operación es transcendido por la prioridad del acto. No hay, pues, sólo operación, sino una retención de la misma en la facultad operante. Tomás de Aquino dictó: cuanto más alta es una naturaleza, tanto más íntimo a ella es lo que emana de ella. Esta sentencia vale para todos los tipos de crecimiento, en especial para el más intenso de ellos. Es manifiesto que los hábitos son otros tantos tiempos cero respecto de la operación intelectual. La filosofía moderna ignora este extremo, no
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entiende que el principio de las operaciones es incrementable en cuanto que principio, y no sólo en la línea de las operaciones; carece de una buena teoría de las facultades. Se lo impiden el innatismo idealista (claramente inferior a la prioridad del intelecto como acto), y el positivismo del actualismo objetivista. Los hábitos, el crecimiento de la facultad: ¡una dirección insospechable para la interpretación positivista de los procesos! El aprovechamiento de los procesos para el perfeccionamiento de la facultad es cierta desactualización de las mismas. No se trata de una anulación de su haber tenido lugar; el asunto sólo es planteable en atención al fin. Por su índole presencializante la operación posee en presente-sido, es decir, posee ya. En esto Husserl acierta aunque la formulación aristotélica está mejor ajustada: se conoce y se tiene, se posee, lo conocido. En rigor esta posesión es perfectiva en especial para las formas, pues es su inteligibilidad en acto. Así se muestra que el hombre es perfeccionador de los entes mundanos, ante todo proveyendo lo que éstos no pueden darse a sí mismos; la inteligibilidad actual, la cual sólo se da en la mente. Pero una perfección actual es de carácter final y comporta para la facultad cierta especificación: la desactualización de que hablamos se refiere a la especificación; la especificación presencial es insuficiente por demasiado inmediata. No lo es para la operación, pero sí para la facultad, y sobre todo para la persona, a cuya intimidad pertenece el acto de los inteligibles. Por esta razón, los hábitos deben entenderse cibernéticamente como intensificaciones muy peculiares. No son la mejora de una estructura referida a la estructura misma, sino una optimación en términos teleológicos. Tal optimación no es directamente especificante, pues en tal caso clausuraría el ámbito de los fines en vez de abrirlo; hay que enfocarla como una capacidad mayor de esperanza del fin, como una suspensión de la intención de fines inmediatos en aras de una finalidad creciente, y por ello más alta. Este crecimiento se llama trascender. Al ser el tema exclusivamente teleológico no vale ni la noción de objetivo invariado en orden al cual se hace más eficaz un sistema, ni la de equifinalidad, o sea, la adquisición de más de un funcionamiento capaz de lograr objetivos (lo que permite una adaptación flexible). Más bien hay que hablar de desespecificacion, o de desnivelación, y sostener a la vez que ello constituye un perfeccionamiento. La potencia activa se hace capaz, con los hábitos, de aquello que la supera; más, de lo simplemente superior al hombre. Y esto quiere decir que crece hacia lo otro. El desplazamiento del equilibrio teleológico es de tal índole que lo ahora buscado es el incremento de lo otro. En esto radica la destinación. Para el sistema su propia perfección es secundaria, o mejor, se subordina a la ajena, de modo que sin ésta última el sistema no formula en términos
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completos su capacidad de fines. Puede designarse la situación como coexistencia o compatibilidad de perfecciones. Todo el asunto estriba en la diferencia entre una forma y su especificación. Si la forma está por entero determinada sólo es capaz de unirse a la materia: es el modelo hilemórfico. La información de la materia no es operación alguna. Si una forma no se limita a informar es capaz de principiar una operación, pero, a cambio, su principiar no puede ser una especificación terminal, acabada desde antes. En términos kantianos diríamos que la materia no es un predicado real, no añade nada a la forma por cuanto ésta sólo informa desde su propia determinación acabada; la materia es informe -noción de materia prima-. Si la forma no se limita a informar no se une sólo a la materia sino que se continúa de acuerdo con cierta energía (se une a la causa eficiente) y encuentra otra forma que es su propia especificación; pero entonces la especificación tiene carácter de fin (a través de su unión con la eficiencia la forma alcanza el fin). En tales condiciones la forma es potencia activa. Ahora la cuestión consiste en la lejanía, o mejor, futuridad (el planteamiento se refiere al tiempo) del fin. Si éste precipita como alcanzado y satura la especificación de la forma, la organización del tiempo se acaba, se obtura. Si el fin es poseído en presente y la potencia activa mantiene todavía su referencia al fin, tenemos una operación cognoscitiva mantenida. Si este mantenimiento es discursivo, la potencia activa no es orgánica (no informa la materia sino que se encauza hacia la determinación final). Si la posesión actual de fines de acuerdo con la operación revierte sobre la potencia, ésta última incrementa su capacidad de ir más allá de su posesión en presente. Con ello se constituye el ámbito temporal de la libertad. Se trata, insisto, de un incremento de la capacidad de ir más allá de su posesión en presente. En tal caso el futuro no tiene que gastarse para la construcción de una estructura en presente, sino que la potencia produce futuro y aumenta su capacidad de determinación final. Esta última determinación no es una especificación del proceso operativo mismo, sino la realidad trascendente. El interés de la inteligencia se centra en él. De este modo rectificamos el modelo dialéctico, y las ideologías subsidiarias. La ideología dialéctica es una previsión del futuro como humanidad enteramente determinada según su forma. Es una antropología proyectiva. Con esto se olvida que la potencia activa del hombre es perfeccionable en cuanto principio, o que no se orienta hacia el fin de modo unidireccional. Tal principio es reformable, esto es, apunta más allá de toda determinación operativa, porque su especificación es hiperformal o enteramente final, apunta a lo otro como ser (no exactamente como predicado real). Recapitulemos lo expuesto acerca de los hábitos con la siguiente definición: perfección que para la facultad intelectual implica su propia
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operación en cuanto no solamente intencional, esto es, en cuanto el respecto de la operación a la facultad no es intencional. d) Así llegamos al hondo significado de la palabra reforma. La organización del tiempo se desvanece en algún momento sin la reforma, y al revés, tiempo organizado para siempre es tiempo para una reforma. He aquí, rescatado del olvido positivista, la noción de fin. La organización del espacio es un medio que puede desvincularse de fines; la organización del tiempo -tiempo no limitado a pasar, a gastarse- es la conexión de los medios con el fin. El fin es también la reforma, cuando se trata de un fin relacionado con medios construidos y puestos a disposición, es decir, de fin personal. La manifestación de la persona se orienta a un fin por ser capaz de reforma. La manifestación de la persona es formal, pues la persona es agente racional: ahora bien, dicha manifestación no se logra de una vez por entero y ha de proseguirse en atención a su propia perfectibilidad, la cual ha de entenderse en términos estrictamente superiores a las formas disponibles. A diferencia de un agente natural el agente racional es potencial en el mismo orden de la especificación que las formas proporcionan. No son lo mismo la forma como actualidad de la materia y la actualidad de una forma independiente de la materia. En este segundo caso la especificación del principio activo no se confunde enteramente con la forma por cuanto es sobrante respecto de ella. Por lo cual, desde ella, es un fin. En tanto que la actualidad de una forma independiente de la materia se conmensura con ella, a dicha actualidad corresponde el nombre de presencia. La presencia es la obtención o posesión de una forma. En tanto que la especificación del principio es un sobrante respecto de la forma, la presencia es ya-sida. Reforma significa: hipervalencia del futuro. Esta supremacía indica escueta no anticipación, es decir, independencia de condiciones iniciales y superioridad respecto de formas ya presentes: libertad. Debe notarse que la pura no anticipación -según un tiempo o una forma- es lo que asegura la coherencia del futuro a la vez que su valor hiperformal. A esto se refiere la asociación de la potencia al hábito según el cual no es fija de antemano. Aristóteles habla de la esperanza de acto como superación de la quietud. La coherencia del futuro se ha designado así: no desfuturización. El futuro es futuro como no previo o temporalmente anticipado, es decir, en cuanto inexistente de cualquier modo distinto del que designamos con la palabra futuro. En tales condiciones el futuro es incompatible con un reparto de lo mismo según los momentos pasado, presente y futuro (una mera duración no es el crecimiento de un hábito). De acuerdo con tal incompatibilidad es superado el gasto de tiempo.
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La incoherencia del futuro, la desfuturización, es pensada al establecer su dependencia respecto del presente, o la prevalencia de éste. Así sucede al entender que futuro significa lo que todavía no es porque todavía no es en presente -se sobreentiende: sólo es lo que es en presente-. Si bien se mira, esta incoherencia hace del futuro un pasado, como se ve en la anámnesis platónica o hegeliana: puesto que el presente como ser del futuro es un presente que será, ahora el futuro es anterior a dicho presente, esto es, un futuro a la espera de su turno -se sobreentiende: al pasado su turno le llegó ya desde ahora-. El pasado es el futuro gastado o retenido -se sobreentiende: ser gastado o retenido es lo que ocurrirá al futuro-. Surge así una paradoja que se equilibra cuando futuro y pasado se reparten en unidades distintas -un viejo puede decir a un joven lo que soy serás-. Pero en el interior de la unidad la paradoja sólo se evita si se entiende el presente -¡no el futuro!- como lo que todavía no es futuro. El futuro no es una nueva unidad que tendrá lugar, sino lo inexistente en presente o en la serie de ellos, la reforma que no se agota en el ya de cualquier presente. Lo que es ya, todavía no es su propia reforma, la cual nunca será-ya-sida. El futuro no es un nuevo presente porque el presente no es una consumación. Un presente-sido depende del futuro desde el punto de vista de la unidad radical de la naturaleza intelectual, es decir, de la persona. Tal unidad no es una composición de presentes conservados o retenidos en la forma de una presencia absoluta, es decir, de una síntesis dialéctica: dicha síntesis no es sino la prevalencia de la presencia, o una substantivación impersonal de la unidad. El futuro se mantendrá -no desfuturización- en tanto que no se trocará en presente. El mantenimiento del futuro es un modo de poseer de que es capaz la libertad. Es semejante al acto de la potencia cuando se trata de la potencia intelectual. Este acto, dice Tomás de Aquino, no pertenece a ninguna especie de movimiento. Puede describirse como un tránsito no sucesivo por ser enteramente en acto. Así es superado el gasto de tiempo. El logro de la reforma es la unidad de este acto. La no desfuturización se cifra precisamente en la intensa energía, concentrada unidad, que alcanza la hipervalencia del futuro y permite no decaer en la suficiencia -falsa- del presente-sido; se levanta por encima del tiempo que transcurre -el tiempo del sobrevivir, del seguir viviendo- y actualiza la indeterminación o potencialidad de la incoación dinámica. El más propio sentido de esta energía unitaria es la libertad; pero no la libertad pragmática que organiza el espacio, sino la libertad respecto de la praxis (tal como Aristóteles acertó a precisar esta noción): algo así como un segundo grado de libertad. Es la libertad que proporciona el crecimiento.
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F) Voluntad y hábito: a) La decisión. b) Querer y yo. c) Dualidad de la voluntad. d) Voluntad y nada. e) Voluntarismo. f) El fin último. g) Las virtudes. Unas breves observaciones sobre la organización del tiempo de la voluntad. Como facultad y operativamente la voluntad es distinta de la inteligencia. De entrada, por ser una facultad tendencial la intencionalidad voluntaria apunta directamente a lo otro y ello implica una menor capacidad de especificación inmediata a nivel de operación -la actividad voluntaria no presenta, no es posesiva de esta manera-. Por eso el intento de una voluntariedad objetivo reflexiva, curvada sobre sí, es una desviación intencional, una asimilación al régimen funcional de la inteligencia sumamente perturbadora. Nietzsche representa el máximo esfuerzo interpretativo de un voluntarismo reflexivo a nivel de objeto. Trataremos a continuación de la vinculación del querer a la persona y del problema de la decisión particular. a) La voluntad es reflexiva a su modo, porque también es una facultad espiritual. La intencionalidad voluntaria es del carácter de la tendencia. La tendencia va mas allá del objeto presentado. Ahora bien, con ser esto cierto, no despeja toda dificultad. Es posible sospechar que se supone en la tendencia un vigor muy estricto, cuya justificación no acaba de aportarse y que contrasta con la veleidad de una gran parte de nuestra conducta práctica. Ya Aristóteles señaló como uno de los fines principales de la tarea ética el aprender a decidir. Con esto se insinúa que la voluntad no es pura orientación nativa, pues anda mezclada con sugestiones de las que apenas sobresale y es amortiguada por ellas. Pero ni siquiera esto es lo más importante. La advertencia aristotélica hace resaltar lo siguiente: si el trascender el conocimiento objetivo no produce vértigo en el orden intelectual, no puede decirse lo mismo en la práctica, pues aquí más allá de lo razonable está lo imprevisible, la inseguridad de las consecuencias. En tales condiciones la decisión no puede por menos de constituirse mal y ha de enmendarse, so pena de extravío o de catástrofe. La necesidad de corrección impone el aprender a decidir. En suma, en la práctica, la voluntad más que continuar el conocimiento lo interrumpe. En este
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terreno la infalibilidad no existe. Por lo demás, la infalibilidad del conocimiento práctico eximiría de la decisión. A pesar de todo, la índole de lo que llamamos decidir no tiene su explicación entera en la vida práctica. No es el riesgo, incluso ineludible, de las circunstancias concretas multiplicadas hasta ser incalculables lo que fuerza a decidir. El hombre no es decisor por estar sometido a prueba, sino al revés: la prueba manifiesta la hondura humana de la decisión y se justifica por ella. En la decisión aparece el hombre en cuanto tal y no se juega tan solo el éxito o el fracaso de sus negocios. El significado ético del aprender a decidir estriba en que con la decisión algo propio del hombre emerge y se tensa. Pero se trata de algo propio en un sentido distinto de la posesión cognoscitiva; en atención a esta diferencia lo llamaremos el antecedente de la decisión. Tal antecedente no es un objeto pensado, sino la persona humana. Ésta es la tesis por desarrollar. b) No tenemos más remedio que conectar la voluntad a la subjetividad. Desde luego, si la voluntad es facultad, deriva de una naturaleza: es una facultad del hombre. No basta, por verdadero que sea, entenderla como una facultad montada sobre otra, exigida en cuanto que la voluntad se desencadena desde el objeto hacia alguna ulterioridad. En la voluntad el hombre mismo se muestra apto para comprometerse, lo cual es un modo de comparecer distinto del cognoscitivo, incluso aunque se refiera también al trascender. Tampoco, con ser mucho, saberse conducir en la vida práctica agota el significado humano de la ética. Hace falta ver la relación de la voluntad con el ser personal del hombre. Debemos averiguar la diferencia estricta entre los actos libres y los actos no libres tal y como se presentan en la conciencia. Por lo pronto, los actos voluntarios libres no se constituyen por su aparecer en la conciencia. Lo característico de esos actos es que nosotros los ponemos. Los actos libres no son actos casuales, sino del yo. No aparecen porque sí. Pero tampoco el yo que aparece en la conciencia -el yo en cuanto pensado- los pone. Por lo tanto, es impertinente o divagatorio elucubrar sobre su causa. No está por averiguar si los actos libres tienen causa no carecen de ella, ni es de sospechar que su causa se nos escape. No se trata de eso. Se trata de que los ponemos nosotros. Esta última expresión se entiende mal si la subordinamos al modelo causal corriente. Ponerlos nosotros quiere decir: son libres en tanto que los ponemos. El acto libre no podría ser efecto de una causa, porque entonces todo su desarrollo sería externo al yo, a la primera persona del singular, expresada justamente con el verbo: yo pongo (el acto libre), o yo decido. Este decido es incompatible con la hipótesis de una causa desconocida. El yo no es factor concomitante con el acto libre, o una cosa dada inmediatamente unida pero fuera del mismo. Lo más nuclear del acto libre
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es la primera persona. Ahora surge la pregunta: ¿qué diferencia hay entre yo decido y yo pienso? También se dice en primera persona: yo pienso. Sin embargo, yo pienso no es un acto voluntario sino un acto de la inteligencia; se suele admitir que la libertad corresponde a la voluntad. Esta opinión es un claro indicio de una diferencia: las operaciones de la voluntad son más débiles que las intelectuales; por eso para constituirse necesitan más del sujeto. Aunque suene a paradoja, la inteligencia es más autónoma que la voluntad respecto del sujeto. La expresión yo pienso no requiere que el yo esté en el verbo, por lo cual pienso es un acto sin necesidad de ser subjetivamente constituido. La libertad es necesaria para la voluntad en su acto. En última instancia la libertad es personal. Es importante precisar la diferencia entre el querer y el pensar en orden a la libertad. Pero es cuestión muy complicada. Apuntemos simplemente su característica principal: la expresión yo pienso yo tiene algún sentido; la expresión yo quiero yo no tiene sentido. Esta diferencia se debe a lo siguiente: el yo está en el quiero pero no es su complemento directo; en la expresión yo me quiero, yo y me son distintos: quiero no es capaz de poner el yo como término intencional. Por el contrario, el yo es susceptible de ser pensado porque no es necesario que esté en el pensar como sujeto para que pensar sea una operación vital. En cambio, lo pensado está en el pensar. No insistimos en esta diferencia. Vamos a concentrarnos en el examen del quiero. Quiero no es un verbo solamente transitivo. Cierto que se da un complemento directo al cual apunta la acción: yo quiero comporta yo quiero algo. A primera vista yo quiero algo se define por el algo querido. Desde esta perspectiva la libertad significa que ese algo puede ser uno u otro. Es la interpretación trivial de la indiferencia activa atestiguada por la conciencia. Pero si lo examinamos más cerca, se nota que es incorrecto entender lo querido como constituido por el quererlo. Más bien el acto aleja su complemento de sí. Sin esa distancia es imposible la intención volitiva; poner el acto de querer no es poner lo querido con el acto como el acto mismo. Sostener lo contrario es una aberración. El acto surge separado, como novedad, de su complemento para poder avistarlo intencionalmente, o para destinarse a él. Así se dibuja un ámbito. En efecto, al notar que la primera persona no es una mera concomitancia, se hace patente la existencia de un ámbito: yo quiero algo significa que el acto se define por el algo como una indeterminación se define por una determinación, pero se define también por el sujeto aunque de distinto modo, pues el sujeto está en el acto y la determinación no: por eso se dice querida. Quiero es una acción extremadamente reflexiva, sin perjuicio de su complemento directo: no es reflexiva respecto de él, sino respecto del sujeto. Si la determinación no estuviera fuera del acto voluntario, este último no sería libre.
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Siempre que hay reflexión, de una u otra modalidad, hay espíritu. ¿Por qué es reflexivo de modo tan inmediato el quiero? Cuando quiero no solamente me refiero a lo que quiero: también me acepto a mí mismo, o me pongo en el modo del querer. No es una reflexión objetiva, pero el querer no es únicamente el elegir entre cosas, sino que define al que elige en los términos mismos del querer y no sólo de lo elegido. Si el yo se cansase de querer, si lo dejara, si el aprender a decidir se hiciera negativo, se ocluiría confesando a la vez su inaceptación. Kierkegaard formuló la versión dialéctica de esta vacilación. En el querer, el hombre no solamente se dirige a lo querido, sino que se abre respecto de sí mismo. Nótese bien: se abre respecto de sí mismo según el modo que llamamos querer. Por lo tanto, el querer es un acto estrictamente reflexivo. En el querer el yo está inexorablemente complicado. Lo que llamamos primera persona no está, respecto del querer, como causa previa que efectúa el acto: está en el terreno del querer; se está poniendo en el querer según el querer mismo. El querer define al hombre tanto por el acto de que quiere como por aquello que quiere. Si el yo no fuese capaz de dicho acto en su peculiar constitución se aboliría respecto de él y a la vez el querer sería imposible sin más. Como se ve el modelo causal estándar es inservible en el caso. El yo es constitutivo del mismo carácter activo del querer. Por eso es compatible con el carácter tendencial del acto voluntario. Atendiendo a dicha compatibilidad dice Aristóteles que ser libre significa ser causa sui. También la advertencia aristotélica acerca del aprendizaje en la decisión tiene que ver con esto: antes de producirse, la decisión no existe de ninguna manera, por lo cual tampoco se puede conocer previamente. Se aprende a decidir decidiendo. Así pues, no ha de confundirse la noción de causa sui con la noción de inmanencia, pues el acto de la voluntad no es inmanente al yo, sino más bien al revés. Además, el yo no es el complemento directo del acto voluntario. Sólo la confusión entre la índole activa del querer y del pensar da lugar al inmanentismo, postura insostenible. El acto de querer es la tendencia en acto y no un paso de la tendencia a un acto que ponga fin a la tendencia. En el acto la tendencia es referida al fin según la intencionalidad típica de aquél. No es acertado interpretar el querer como efecto de una causa, o como causa de un efecto. Porque ni arranca solamente del sujeto, sino que se refiere reflexivamente a él, ni cabe asimilar el yo simplemente a un efecto del querer, pues la integridad primera del querer se da en cuanto incluye al que quiere. El yo no es el mero efecto de sí, sino una criatura; ni el querer un mero efecto del yo, por cuanto es inseparable de él. La noción de causa sui es incompatible con la alternancia de causa y efecto: es enteramente creada. Sin Dios la libertad humana es inane.
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El antecedente del acto libre es el yo; pero en el acto libre el yo no es un antecedente. La decisión implica la aparición de algo completamente nuevo. Es irreductible a todo factor anterior. Expresa autoanticipación en relación a su propio punto de partida (admitido que ese punto de partida es la primera persona del presente de indicativo) y también tendencia en acto. Cuando yo quiero, algo nuevo ha tenido lugar: y yo mismo estoy en lo nuevo. La interpretación dialéctica de esta novedad es improcedente. Según su autoanticipación el yo se destina a otro sin mediación negativa alguna. Insisto: la primera persona no es un simple correlato; no se da junto a la decisión; tanto no se yuxtapone a ella cuanto la decisión la exige intrínsecamente. Y solamente en esta medida hay decisión. El querer no es una invasión, ni una ingerencia, aunque tampoco una indiferencia estólida o apática, pues no puede prescindir de su propia constitución. En cuanto novedad, querer significa querer lo otro: que sea lo otro; no el ser, sino que lo otro esté en el ser, y por eso le deja sitio y no se ingiere ni entromete. El querer lo otro como dejarle sitio es una intensificación en varios sentidos. Por una parte, cuanto más se quiere lo otro más se recoge el querer y menos se dispersa: he aquí su novedad y su no constituir lo otro. Por otra parte, cuanto más se quiere más se ordena el querer al conocimiento, es decir, a la modalidad posesoria del espíritu. También aquí puede hablarse de un dejar sitio (o mejor, ceder el sitio). En general, no se desea algo si no es posible una operación; por ejemplo, se desea una manzana porque cabe comerla. Como escueta individuación e inextensión el querer exhibe su intencionalidad peculiar: la intención de otro. La novedad del querer es su altura, su exaltación: en este sentido puede crecer. c) Cuanto más se quiere más sitio se deja a lo otro. La indicación de la tendencia es doble: para tender a lo otro la novedad del querer ha de ser también una tendencia. No hay un crecimiento unidireccional del tender. Esto es suficiente para invalidar la interpretación de la voluntad como espontaneidad. La espontaneidad encuentra, sin más, un obstáculo. La tendencia voluntaria comporta un compromiso: no puede desencadenarse de modo unilateral. Por su parte, Nietzsche, al interpretar el querer como querido –el yo se acepta a sí mismo como volente- introduce una petición de principio. Por eso digo que el querer no es una acción simplemente transitiva, ni tampoco reflexivamente posesiva. No define al querer solamente su complemento directo, pues el querer ha de ser también algo nuevo para poder corresponderse con la determinación. Con otras palabras: el complemento directo del querer, su intencionalidad, no es solamente lo querido, sino quiero más, salvo si lo querido es fijo; con esto se rectifica a
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Nietzsche. Si la novedad del querer no es fija, no dada como una cantidad finita, sino desbordante, lo otro como determinación tampoco es finito o particular. El querer es novedad creciente y no predeterminada. La expresión determinarse a querer es insuficiente. En la misma medida en que uno se define queriendo (algo), si lo querido es una cosa particular queda abocado a eso nada más y, por lo tanto, se abre a la nada. d) Sin embargo, hay un problema. El querer es particular en la decisión. Quien se decide rotundamente respecto de una cosa finita (incluido él mismo), se desvincula de la novedad del querer. Mas allá de lo que quiere está la nada porque lo rotundo del querer cierra también el paso al crecimiento de su novedad. Con un querer fijo la indeterminación activa se vacía de lo otro y se determina en sí. De acuerdo con la intención de otro, la nada para la voluntad significa: insuficiencia de lo otro particularizado por obcecación; vacío del dejar sitio. El nihilismo voluntario merece ser explorado. La decisión se dice firme en la medida en que corta o zanja. Antes de la decisión existen una serie de momentos los cuales no pertenecen propiamente a la voluntad sino a la inteligencia. Cabe incluir a todos ellos en lo que suele llamarse la deliberación. Normalmente, quien se decide, antes de decidirse delibera, examina los pros y los contras. Antes de decidir existe una elaboración previa de orden cogitativo: una especie de discusión interna que se llama deliberación, en términos generales. La deliberación se podría mantener indefinidamente si no existiera la decisión. Hay temperamentos con propensión a deliberar y a no decidir; a veces, por el gusto de sopesar motivos; otras veces porque la decisión misma cuesta. El costo de la decisión reside en su particularismo. e) Al parecer lo característico de la decisión es terminar con la deliberación. La decisión es un zanjar. Y cuando está tomada la decisión (también aquí se dan tipos) normalmente se pasa a la actividad práctica. Pero esto no es todo. Si la decisión zanja, según ella el querer se pone con firmeza. El quiero, en la opinión común, solamente es firme cuando es decisorio. Ahora bien, ¿es una firmeza total? El acto decisorio zanja y por lo tanto se pone. Es una posición pura, digámoslo así: se pone sin más, sin matices, sin relatividad alguna. En cuanto hay relatividad la decisión es imperfecta, es decir, vacilante. La decisión en sentido propio es tajante. Si esto es así, ha de admitirse que la decisión queda completamente desligada o aislada de cualquier resto, porque ya no puede ser más. Si se pone y no se pone -lo que equivaldría a dejar un resquicio a la vacilación-, cristaliza en si misma, de un modo puntual. Cuando uno decide, decide, y no hay más. El problema que esto plantea es si la decisión efectivamente consiste en una posición
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insuperable por ser particular. De acuerdo con lo dicho en párrafos anteriores, se puede responder negativamente. Preguntamos: ¿por qué quiero? No apelamos a motivos intelectuales objetivos para responder. Hay un antecedente de la decisión distinto de la deliberación, sin el cual no tendría peso para zanjarla. ¿Cual es el alma interior del decidir? Decido, pero ¿cómo sostengo el decidir? El querer, que es positivo en la línea de la decisión ¿está ratificado mas íntimamente? ¿Cómo? ¿O es un factum aislado y completamente particular? En cierto modo, el decidir es forzoso. De ahí la resistencia tipológica reseñada. ¿En todos los casos querer se reduce a decidir? ¿El querer es constituido antes de la decisión sin mengua de su intensidad? Efectivamente quiero y decido. ¿Cuál es la intensidad de este quiero terminado en decisión? Se suele responder: es una intensidad sin más ni menos, una intensidad no relativa. Pero entonces el querer es nihilista, pues se aísla de todo lo demás. Es como volverse absolutamente ciego. El final de la deliberación no es indicado por la deliberación misma, sino que es aportado por la decisión. Ello implica que la decisión posee un peso propio que se hace presente en un cierto momento. Pero incluso si la decisión es alocada ese paso debe ser preexistente: una disposición, un rasgo, una inclinación, es decir, una particularidad psicológica. De acuerdo con ello, el hombre se polariza; si se polariza absolutamente, se aísla del mismo modo. Para no estar aislado en sentido trascendental hace falta que el quiero decisorio está asistido, por así decirlo, por un factor más profundo, por una instancia más radical. Pero la disposición o inclinación que al hacerse valer constituye el peso de la decisión no es ninguna radicalidad, al menos en el orden de la libertad. La decisión particular es muy poco para el hombre, lo particulariza excesivamente: una vez, un caso. Y, por lo tanto, lo aparta del resto del querer, rompe su libertad, digámoslo así, pues de la decisión se siguen tan solo consecuencias. Si uno quiere encontrar un sentido absoluto en un querer particular, manteniéndolo o prolongándolo para dotarlo de valor trascendental, se equivoca. El querer particular no tiene un sentido absoluto en su propia línea. Esta observación sugiere una dependencia. Querer depende del ser. La dependencia se hace manifiesta, por lo pronto, en el abrir paso a las consecuencias. Lo forzoso de la decisión se debe a dicha consecutividad. Las consecuencias pueden decirse queridas, pero conviene notar que en tal caso también la decisión es querida, es decir, que es puesta como medio en atención a ellas. Es la imposibilidad de vivir al margen de las consecuencias lo que fuerza a decidir, o lo que es igual, la voluntad cede al decidir, no es dueña de las consecuencias. Claro está también que esto no vale para la voluntad divina. El análisis de la relación entre la decisión y las consecuencias hace evidente que la interpretación de la decisión como causa es ambigua. La dependencia de la voluntad no puede ser en modo alguno una
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ambigüedad. Por otra parte, desde un planteamiento voluntarista la voluntad se interpreta como fundamento del ser, de la realidad. Pero en ese caso la ambigüedad lo invade todo. Incluso la inteligencia en esas condiciones no podría mantener su carácter activo. Por su parte, si la voluntad quiere antes de ser ni siquiera llegaría a asentarse, sino que sería un atropello, y ella misma su víctima. Si yo me esfuerzo en definirme por la voluntad sola, ese binomio yo-voluntad es todo, y si hay algo fuera de él carece de valor. Si me he decidido con un sentido total, me quedo encerrado. Lo que hay fuera de la decisión es nada para mí. Todavía cuando el antecedente de la decisión es un rasgo temperamental o una inclinación cabe recapacitar y rectificar. Pero si el antecedente es el yo, la decisión particular es completamente problemática, pues consiste en un simple intento de salvación del yo. Al intentar salvarse en el querer determinadamente puesto, el yo lo erige en fundamento. A la vez tal fundamento se hace imprescindible: el yo lo exige sin tregua. En tal caso la desaparición de lo otro es total. Es, en último término, lo que dice Nietzsche: la realidad es voluntad de poder, y además, nada. Si querer tuviese carácter absoluto como posición particular, en vez de referir al hombre al ser en cuanto otro, lo vaciaría. El ser sería la nada porque no podría ser lo otro. Poner la voluntad al servicio del desvalimiento del yo es la destrucción de la libertad. Es otra versión de la necesidad incompatible con la persona. Si se acepta el voluntarismo el hombre no seria criatura puesto que se hundiría en la preocupación de llegar a ser en el momento de querer. Siempre que existe un intento de autorrealización la voluntad se desvirtúa y se incapacita para lo otro: si el hombre se entiende llegando a ser según su propia decisión, cambia el ser por el querer y priva al querer de asiento en el ser. La interpretación absoluta del quiero, el reducir el ser a la voluntad, es ateismo. El ateismo es un triste intercambio, un trueque ontológico desesperado y sin perspectivas. El querer funda la nada al decidirse en presente e interrumpir así la operación cognoscitiva. Este atropello se debe, en última instancia, a la distinción de las respectivas intencionalidades y a la debilidad de la actividad voluntaria comparada con la intelectual, a la que ya hemos hecho referencia. Voluntad e inteligencia no se equiparan activamente en presente. Por eso la decisión desplaza la deliberación. Es imposible que la voluntad se consume en presente o se reduzca a la decisión, porque ese presente es particular y no posesivo. A la decisión siguen las consecuencias que tienen cierto carácter automático, externo a la libertad. O la libertad trasciende el presente y con ello la decisión, o se acaba. De este modo recuperamos el sentido profundo de la tendencia. Tender es el modo de trascender el presente de la voluntad en tanto que la libertad se dice de la voluntad asistida por la persona.
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También los pensadores modernos perciben la insuficiencia de ese paso hasta el presente con que se hace valer la decisión. De aquí el intento de prolongar la libertad hacia el futuro. Sin embargo, para ello han de arrojar lastre. La anulación de la naturaleza humana en aras de la proyección de la libertad da lugar al utopismo y al existencialismo nihilista. El irracionalismo voluntarista es una confesión de la diferencia entre el modo de acceder al presente la inteligencia y la voluntad. La inteligencia está operativamente de antemano, o ya en presente, puesto que es posesión práxica del fin. Para estar en presente la inteligencia no necesita tránsito ni esfuerzo. La voluntad, en cambio, para estar en presente ha de constituir la decisión. Por eso la decisión es un tránsito hasta el presente de un pasado. En tanto que la decisión salva la distancia entre pasado y presente, innova sólo porque trae, y por eso se detiene y zanja al interseccionar con la operación intelectual. La coincidencia de la inteligencia y la voluntad en presente no es pacifica, no es una perfecta compatibilidad. Por eso el voluntarismo propende a hacer explícito el pasado de modo incontinente; es la intolerancia ante la inedición del pasado propio. A ello se puede proceder de dos maneras: como una búsqueda orientada hacia una genealogía de factores psíquicos que han de ser desocultados, no sólo para averiguar causas de enigmáticas conflictividades presentes, sino sobre todo para dotar de presencia a esos mismos factores; o como una encomienda del pasado a la fundamentalidad del querer interpretado como superación y elevación. La primera postura es la psicoanalítica; la segunda es la de Nietzsche. Nietzsche representa la contraposición temporal a Freud en el modo de plantear el rescate del pasado. f) Frente al voluntarismo la propuesta de Aristóteles mantiene íntegramente su valor: es preciso aprender a decidir. Esta propuesta significa ahora: es preciso restituir la decisión al orden de la tendencia. Sólo si la voluntad es capaz de asentir a lo previamente no propio -a lo otro- su constitución activa es compatible con la vida intelectual. La ética estriba en preferir lo bueno a lo particularmente propio en la constitución del acto voluntario. Pero tal preferencia, como es obvio, no está asegurada de antemano, sino que requiere aprendizaje. La noción misma de ética natural comporta la de especie humana. Un hombre aislado no puede aprender a decidir, pues nadie es maestro de sí mismo. Aquí aparece de nuevo la diferencia entre la voluntad y la inteligencia: el conocimiento no depende intrínsecamente del aprendizaje (para conocer no hace falta ser maestro). Cada hombre posee naturaleza intelectual, pero es incapaz de naturaleza ética sin los otros; la intención de otro es la intencionalidad voluntaria misma.
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El querer particular solo puede ser querido como medio. El quiero respecto de medios nunca es absoluto, sino condicionado, debido al carácter de medio de aquello que quiero. Pero ahora no hablamos de su complemento, sino del querer como tal: pues en tanto que medio, el querer es un querer medio. Pero si es un querer medio no es un querer absoluto, sino que valdrá en tanto en cuanto. El acto mismo de querer tendrá sentido integrado en un movimiento que apunta mas allá. Sentamos que nuestras decisiones son particulares, o medias, se refieran, o no, a medios. Si no sabemos que tenemos un fin último, al querer nos limitamos a encerrarnos en una afirmación que se agota en sí misma, en un medio para nada, en una decisión particular. La decisión es cierta interrupción, no sólo del conocimiento, sino también de la tendencia, y es menester reintegrarla en ésta última. La decisión es un acto constitucional, no una praxis objetivante en presencia, y por eso su presente interrumpe un flujo tendencial. La reiteración de la misma decisión no integra la tendencia en la voluntad. La tendencia es lo universal y para ella la presencia es particular. Desconocer esto es lo grave del voluntarismo, y no su egocentrismo que, en rigor, es una imposibilidad. El querer tiene él a su vez que perfeccionarse. Si la voluntad está en el orden de la perfección (en el orden del bien), se refiere al bien infinito. Desde este punto de vista la voluntad significa el impulso radical hacia Dios. Pero también significa: el quiero, el acto de ese impulso, tiene que mantenerse en el orden del perfeccionamiento respecto de sí mismo. El movimiento voluntario es un incremento de la potencia en cuanto potencia. Cuanto más pasa al acto, mayor es la tendencia. También la libertad en cuanto que es decisoria va hacia una potenciación más alta. La indeterminación potencial aparece acrecentada en virtud del acto mismo de la voluntad. Y ello en el sentido mas íntimo, es decir, como inconformismo consigo mismo o aspiración a un querer mejor, susceptible de ser elegido. La posibilidad de elegir un querer mejor señala la disconformidad con la fijeza del antecedente, es decir, con su particularismo empírico o psicológico. El antecedente puede ser removido, al menos en el modo de desprenderse de él. La elección se cifra entonces en no querer la determinación -particular- del querer, sino la de lo otro, y por ello querer más -más otro-. La potencia incrementada permite la flexibilidad de la decisión particular. Es el tema de la virtud de la prudencia. Al hombre no le interesan solamente cosas, ni solamente el que le interesen, sino que aspira a querer mejor. El querer medio es medio de dos maneras: para el fin y según la potencia de la voluntad. De modo que el fin es asequible si la potencia se acrece y el acto se desparticulariza. Por eso el fin último de la voluntad no es particular, sino común (noción
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de bien común). Ello lo hace inalcanzable si se pretende en exclusiva. La mera edición en presencia del antecedente subjetivo es inconmensurable con la comunidad del fin. Respecto del bien común el individuo es simplemente un medio: un querer medio. El querer medio se incluye en la potencia incrementada y sólo así la persona no es tan sólo un medio. Se vislumbra hasta qué punto el quiero, en su misma línea, es un retraerse en su carácter de reflexión al ámbito de la persona que lo constituye sin agotarse. Todo querer es o es nada en relación a lo que debe ser y no en relación a su determinación presente. El quiero es una formación, pero no una clausura o un aislamiento por fijación. La muerte de la libertad es la soledad. La soledad de la libertad es su ejecución particular. Aprender a decidir es un deslinde de la decisión. Deslindada, la decisión se inscribe en la potencia incrementada, pues es imposible que un acto constitucional aluda al infinito como eficacia realizadora. La fuerza de todas las decisiones que se quieran tomar está desembocando en el anhelo último de la vida personal. Con su voluntad, antes que nada, el hombre convierte su afirmar en disponibilidad al perfeccionamiento. Y este es el único modo de que la voluntad no enajene al hombre, no le haga perder su intimidad. En suma, por mucho que se ponga el yo en el quiero no se debe olvidar que dicha posición no lo agota. Todavía con relación a todo quiero, el hombre mantiene su dominio. ¿Como lo mantiene? No empecinándose en encerrar su posibilidad de ratificar, de sancionar sus propias decisiones, en el quiero que ya ha emitido; no limitándose a reiterarlo. Precisamente porque el acto de la voluntad requiere el yo en su constitución, si lo incluyera por entero se debilitaría hasta el punto de quedar obligado únicamente a fundarlo para siempre, pues en estas condiciones la debilidad del yo no puede desaparecer ya nunca. La debilidad del yo en la voluntad solo se endereza si se enfoca su inclusión en el acto decisorio como una donación. He aquí el desprendimiento. Sin embargo, la justificación de la donación es trascendente a la constitución del acto. En otro caso el acto voluntario sería superfluo. Ciertamente, toda decisión tiene que ser ratificada para no desvanecerse. Pero la ratificación es más que la decisión. Y como es todavía más no termina en la decisión, ni hace pie en ella, sino que la trasciende: quiero porque quiero más. Y no por ello se produce una desorientación, sino todo lo contrario: la orientación adquiere un mayor alcance, llega más lejos, pues el incremento de la potencia la separa del querer medio. Esta separación es también una asistencia por cuanto la actualización de la potencia y su incremento se dan conjuntamente. La separación no es una inhibición sino un sobrante. Como el sobrante no se emplea en la constitución del acto se dice que se separa: no es un antecedente pues no se destina a la decisión particular, sino a lo otro. Sólo se reserva para lo otro.
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La asistencia del intimo fondo del hombre a sus propias decisiones se puede llamar ratificación en tanto que se mantiene respecto de lo otro y en la decisión se reserva para lo otro. El fondo del hombre domina todas las decisiones particulares genuinas que se pueden tomar, y se abre paso. Quien mira sus decisiones desde su intimidad goza de la potencia que lo vincula a lo otro y añade el sobrar que ratifica la decisión. Es buena y merece vía libre; pero el sobrar es añadido o aportado y no se reconoce en la decisión como su antecedente. El compromiso es valido porque sirve. El servir depende de la esperanza: no se pone la esperanza en el servir, sino al revés. De acuerdo con la esperanza aparece la fidelidad personal. Más allá de cualquier decisión está la fidelidad. La fidelidad está, con la esperanza, en el futuro. Se sirve en presente en virtud de la esperanza, pues nadie sirve ni es valioso al margen de la esperanza, la cual es más que las consecuencias y se eleva por encima del pragmatismo: es el secreto de la decisión. En definitiva, se espera ser otro para el otro. Por eso la fidelidad es más fuerte que cualquier decisión y articula a todas ellas en su carácter de medios. Así llega el hombre a comprender su conducta como instrumento, es decir, a escalonar sus decisiones en un servicio creciente a lo otro. La intención de otro es completa si otro es también una voluntad; lo absolutamente bueno es una buena voluntad. Es imposible que lo querido no quiera a su vez, o que, en definitiva, al querer le falte correspondencia. En el corresponder el querer se llama amar. Sin el amor el sitio que el querer deja en el ser queda vacío. El amor ocupa el ser: es su ocupación. Por eso se dice que el bien es difusivo y por eso también la falta de correspondencia es el significado estricto de la palabra monstruo: el ser vacante, el abismo aterido y quieto. La intimidad del hombre es así un acto que se expresa. Dicha expresión está llena de la esperanza que tiene que ser. Después de las decisiones no están sólo las consecuencias, sino la esperanza de ser dicho desde lo alto por el amor que juzga. g) Esta sucinta exposición de la voluntad como potencia activa y de la índole de su operación muestra que la voluntad es también susceptible de hábitos; estos hábitos no son intelectuales, sino los propios de un tender. Por eso se adquieren de un modo más paulatino y se refuerzan o decaen con mayor facilidad. Tales hábitos se llaman virtudes morales. Pueden formularse varios elencos de virtudes morales. En el presente contexto me referiré a tres de ellas, cuya conexión es importante resaltar. Como la intencionalidad voluntaria mira a lo otro, la justicia es una virtud central. Dar a cada uno lo suyo es exactamente la capacidad de aceptar que lo subjetivamente propio -lo mío- no es más importante que lo perteneciente a los demás y que a ellos se lo debo. Y como lo más propio de cada uno
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es la felicidad (la posesión voluntaria del bien) resulta que la justicia es la capacidad de interesarme por la felicidad ajena, de asentir a ella sin subordinarla a conveniencias meramente individuales. He aquí una dilatación de la noción de interés que el radicalismo ilustrado ignora. Acontece en cualquier caso que sería ingenuo suponer esta ecuánime aceptación. Por eso se dice que es una virtud, o también, que al margen de su carácter virtuoso la justicia no está bien fundada. La expresión justicia social es, en cierto sentido, un pleonasmo, y en otro, la aspiración a una objetividad quimérica. Hay algo más todavía. La justicia no agota la intencionalidad dirigida a lo otro. Es una virtud central pero, por lo mismo, está orlada por otras dos. La primera suele llamarse piedad. Es la reverencia debida al origen de la persona humana, que también es otro que ella. La piedad no es exactamente la justicia, pues se basa en el reconocimiento de una deuda imposible de pagar, o mejor, de un don al que no iguala la propia capacidad de aportar. La segunda es la gloria -no a nivel humano, el honor-. La gloria es una virtud en el hombre porque es un crecimiento de su tendencia misma que indica su sentido ascensional, esto es, la excelencia, la intrínseca superioridad de un fin. La tendencia del hombre señala a lo otro como a aquello que en definitiva le supera y merece incondicionada estima. Sin la estima de lo alto la tendencia humana se desvía de su culminación. Aunque a veces no se percibe con nitidez, la justicia desligada de estas dos virtudes se sostiene mal porque queda aislada de la dignidad del hombre. Si pierde su dignidad, el hombre es reprobable. La fórmula de la reprobación es semejante a esto: No te conozco. Has distorsionado tu naturaleza hasta el punto de falsearla.
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IV. CONCLUSIÓN: PRIMARIAS.
LA
EMPRESA
Y
LAS
ORGANIZACIONES
Hemos trazado un esquema de la historia y de los rasgos sistemáticos de las organizaciones primarias. Para el estudio de las organizaciones este doble enfoque es imprescindible porque necesitamos saber su esencia y la situación en que hoy se encuentran. Va de suyo que la familia es una organización primaria relacionada con el tiempo humano y el espacio. Por eso se afirma que el fin primario del matrimonio es la procreación y la educación de los hijos, y que ello se basa en la mutua donación de los cónyuges. No es preciso insistir en la improcedencia de entender espacio y tiempo como nociones sustantivas. En rigor, lo que se organizan son realidades, pero de ello resultan espacios y tiempos peculiares. También la empresa, o las empresas, son organizaciones humanas, núcleos de actividades que se trata de llevar adelante por los medios que reportan, y en las que concurren conductas humanas. Para la comprensión de sus factores organizativos son pertinentes los enmarques temporales y espaciales propuestos, porque, en efecto, la organización de la empresa es temporal y espacial, y más lo primero que lo segundo. Por buena que sea la estructura espacial de las actividades empresariales -su organigrama, su política de marketing, sus redes comerciales, etc.- la entraña de la organización empresarial se refiere al tiempo. La empresa es un proceso dinámico antes que una instalación. No voy a decir nada de la organización empresarial respecto del espacio, ni del tiempo en cuanto empleado en ello, pues de estos temas cualquiera de ustedes sabe más que yo. Insisto en el diagnóstico de la situación actual. El descuido de los hábitos y la obsesión espacialista, la subordinación del tiempo a la organización reticular (urbanismo, ecología, desarraigo, malthusianismo, enfrentamientos coloniales o imperialistas, zonas de influencias, apertura de mercados, autonomías regionales, apartheid, gulag, astronáutica y cosas parecidas son las preocupaciones del momento) arrojan este balance: el atasco. Estamos atascados en casi todos los campos. Es de resaltar el mal acomodo de las tres administraciones aludidas. El atasco produce bulla, reacciones inconexas, es decir, un efecto de rebote ante la oclusión, agitaciones de elementos desarticulados a ver si se ajustan por el procedimiento de la coctelera. Se habla de reajuste pero el propósito está minado por el compromiso, y el compromiso abre las puertas a la neutralización: se cede y se acaba dudando de la fuerza de las convicciones. La prospectiva ausculta, como con antenas, el porvenir; con todo, a la hora de la verdad el futuro no se mira de frente, se esquiva. El atasco se refiere al futuro y por eso los problemas refluyen, se concentran
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en plazos breves, se congestionan y se hacen vertiginosos. El mareo se compensa con la prisa, pero el reflujo es aún más rápido, de manera que no se avanza un paso. Los éxitos parciales se copian enseguida -no hay nada mejor-, las formulas se agotan, y así se va de acá para allá, como formaciones de reclutas en un patio, sin encontrar un rumbo que relance. Acaso ha pasado la época de las terapias filosóficas. Ya lo indiqué. Sin embargo, esto no es un inconveniente porque con el diagnóstico es suficiente. He propuesto el siguiente: hemos descuidado la organización del tiempo humano; padecemos un déficit de libertad ética; la abundancia de medios nos ha hecho perder de vista los fines; abocamos de inmediato a la especificación, a la determinación, y acortamos el ámbito del sentido de la vida humana; reducimos los hábitos al aprendizaje, que no es propiamente un hábito, sino un equivalente a nivel de imaginación y de estructuración de reflejos. El aprendizaje termina donde los medios están dados, no los traspasa ni los controla humanamente. Da que pensar el auge de los campeonatos, el empeño en batir marcas, la idea de record; nada de esto es malo, simplemente es insignificante como organización de un tiempo y como objetivo, por lo que tiene de absorbente. Tampoco es importante porque no es una causa sino un síntoma. Si el diagnóstico es acertado interesa en directo a la empresa y marca exactamente su responsabilidad. Lo cual quiere decir que la terapéutica corre a cargo de la empresa misma. No hay que curar a la empresa sino desde ella. La razón es simple: entre las organizaciones existentes la empresa se presta mejor que otras a afrontar los problemas de integración, a clarificar la relación entre su espacio y su tiempo propios y a reemprender la marcha. El Estado no puede hacerlo porque es una organización territorial. Los políticos hablan de la ausencia de proyectos sugestivos y de la necesidad de despertar la esperanza, pero sus intentos en esta materia no pasan de suscitaciones fantasmales o se ven obligados a recurrir a la programación total. La planificación fuerza las cosas, no las fomenta, no las ayuda a crecer; no es esperanza sino desesperación. Las esperanzas sólo valen para agentes responsables, pero las esperanzas estatales niegan este supuesto. La política necesita con urgencia encontrarse con las realidades que es incapaz de crear. Al poder del Estado hay que darle la realidad de antemano, para que pueda versar sobre algo, para disciplinarlo y dotarlo de inspiración. Si se le ofrecen sólo huecos no sabe qué hacer, se aturde porque el poder excesivo y unilateral se ejerce sobre la nada. Ya Platón notó la insipidez que embarga el ánimo del tirano proyectado hacia la ausencia de respuesta; el tirano se destempla al arrebatar a los ciudadanos su iniciativa. Para Aristóteles gobernar a hombres libres tiene interés; mandar a esclavos no lo tiene: no es ni siquiera mandar. Cuando el individuo lo espera todo del Estado provoca una mutua decepción. Por eso los políticos tienden en esta
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situación a ejercer el mando entre ellos: tienen que inventarse interlocutores. Esto se aprecia como partitocracia; estimo que se trata más bien de la versión psicologista del poder, de un remedio contra el tedio. Considero preferible la política de realidades a la política como psicología. Pero las realidades son las organizaciones sociales y en especial las empresas. Señalemos otra vez la abundancia de medios. La técnica ha traído una mejora en muchos aspectos de la vida, y también agudos problemas. Se habla de tecnocracia y se subraya su indiferencia ante los planteamientos humanistas, incluso su infracción. La técnica depende de la ciencia; sin embargo, la ciencia se encomienda a su vez a la técnica. Hay en este círculo cierta ambigüedad. Se resalta que la ciencia es investigación, pero se añade enseguida que la investigación es operativa. ¿Quién lleva el peso de la investigación: el que propone un modelo teórico, o el que le pone ruedas, el inventor de su equivalente práctico utilizable? ¿Maxwell, Einstein, o los ingenieros? A nivel tecnológico la investigación es costosa; esto produce la impresión de que requiere gran esfuerzo y de que le corresponde la mayor parte del mérito; además, es lo directamente aprovechable. La consecuencia es ésta: las empresas van a remolque de la tecnología, dependen de ella y la costean, hasta el punto de perder el tino: la empresa se concibe como la explotación de la tecnología, y si hay nuevos inventos se crean las empresas correspondientes o se remodelan las existentes. Las ventajas de las innovaciones técnicas son evidentes en muchos casos; en otros no lo son, pero si se pierde el tino la diferencia no se percibe. Da que pensar el clima de campeonato que se vive en el mundo empresarial, pero en este caso el síntoma no es trivial, sino sumamente grave. Es preciso proporcionar guías al talento científico tecnológico hoy tan desarrollado como desigual. La guía son las ocasiones: el marco. La investigación debe saber el ámbito donde ha de aplicarse y lo que éste le requiere. La función de guía corresponde hoy a la empresa: ésta debe saber aceptar y rechazar, controlar las invenciones desde un criterio ético. Las corporaciones norteamericanas han asumido este papel, pero es dudoso que el criterio que usan sea el adecuado, porque la eficacia es un punto de vista insuficiente; imprescindible, claro es, y a pesar de ello parcial. No sirve para controlar todas las consecuencias de la sofisticación tecnológica. Lamentaría, y pido excusen la impertinencia, que el quid de la cuestión no se percibiera. La cuestión se cifra en la infrautilización de las energías humanas, porque si ello acontece la empresa traiciona su esencia. La tecnología puede producir dicho fenómeno: puede dar lugar a un gap. Ya estamos en él: royalties, dialogo norte-sur. Hasta cierto punto esto es tolerable e incluso beneficioso: las técnicas depuradas tiran de las otras; el lema de más con menos es excelente y además no está
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justificado pedir que el proceso técnico se detenga ni que los más adelantados renuncien a su situación. Algunas ramas -el tema nuclear, la manipulación genética- ofrecen riesgos, pero sería todavía más peligroso decidir estabilizar la técnica en su modalidad actual porque conlleva un gasto que nuestro planeta no sufragará a largo plazo. Todo esto es cierto y actúa en buena medida como indicador para la investigación. Pero hay otro aspecto que fija el punto límite. Lo expondré así: no es admisible que la llamada neoderecha acierte. El nivel de incompetencia no puede elevarse hasta el coeficiente intelectual 140 -ni siquiera 130- porque debajo de este nivel está casi toda la humanidad. No propugno la estupidez como sistema ni mucho menos la cesantía de los hombres geniales. Tampoco se trata de justificar la pereza o de negar la eficacia de la educación, ni de fabricar una coartada para los regimenes políticos que ahogan los talentos humanos. Estoy convencido, y así lo he dicho, que el hombre perfecciona el universo simplemente conociéndolo. Ahora bien, establecer que el mando social en su estricta dimensión funcional es la exclusiva de unos pocos, o que entre las aptitudes necesarias para hacerse cargo de la gestión de los asuntos y la capacidad media existe una diferencia infranqueable -y la distancia entre los aludidos coeficientes es absolutamente infranqueable de abajo a arriba- es pura y llanamente una imposibilidad. Piénsese en los subnormales y en lo que comportaría extender este calificativo al 90% de la humanidad: una consecuencia automática seria la desaparición de la organización del tiempo humano de esas personas, lo que manifiestamente ya está ocurriendo. ¿Qué significado podría tener la aportación de medios incomprensibles para la inmensa mayoría? ¿Para quién serían? ¿O hay que atiborrar a la gente de juguetes y chucherías? Cualquier trabajo humano ha de ser susceptible de ejercicio ético. Todos los hombres, dice Tomás de Aquino, se deben mutuamente honor porque cada uno de ellos es superior en algún aspecto a todos los demás. O esta sentencia vale también para los subnormales o el discurso acerca de la dignidad humana es vano. Si el único baremo es la diferencia intelectual y a ella se vincula el mismo funcionamiento de la red (y viceversa) la desolación moral es inevitable. Inútil crueldad es construir un mundo no participable, un infierno, ateo claro es, en que no hay cabida para la imagen de Dios en el hombre, se la desprecia y se pretende enmendar la plana a su autor. La técnica no debe superar al hombre. Filtrar la investigación aplicada y fomentar la ciencia teórica (el cultivo del saber es imprescindible; su uso pragmático ha de ser razonable), acomodar las tareas a las habilidades desiguales con las oportunas diversificaciones, es una parte de la responsabilidad empresarial. Es conveniente al respecto multiplicar las empresas, acotar los tipos de trabajo y aumentar las conexiones entre ellos, la complementariedad recíproca.
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A mi modo de ver no hay escapatoria. La empresa es la clave de la dinámica actual y por lo tanto su responsabilidad es muy amplia. No está autorizada a sacudírsela alegando que se encuentra acosada o enredada en un problema de supervivencia. En la idea de empresa se sustenta la capacidad de movilizar las energías humanas: a ella han ido a parar y a tomar cuerpo; no cabe infrautilizarlas (por ejemplo, no guiando a la técnica) porque extramuros no se compensa. Se habla de la iniciativa y del asfixiante intervencionismo; quien habla es el espíritu de empresa, de lo que se emprende y se mantiene con tenacidad. Iniciativa significa aportación, esto es, la fuerza de la inclinación del hombre, y capacidad de convocatoria. Intervencionismo significa estorbo y distorsión, un falso pugnar, desarticulación de elementos. La estupidez que se denuncia consiste en entender la actividad de la empresa como una suma de egoísmos. No es de recibo una crítica insidiosa formulada en tales términos porque está equivocada. La empresa puede albergar egoísmos que parasiten en ella, pero la idea de empresa no se fundamenta en la cortedad del interés. Cierto que si se olvidan los hábitos, voluntad e inteligencia se separan y anulan recíprocamente al concurrir en presente, pues el presente de una tendencia y de una posesión de fines se desplazan: o el uno o el otro; o Nietzsche, o la Betrachtung de Hegel. El peligro de un activismo voluntarista desbocado es claro; la insuficiencia de una racionalidad pura también lo es. En cambio, a nivel de hábitos la armonía de las dos facultades del espíritu se logra. Asfixia e iniciativa. Cabe invertir el planteamiento. En vez de un sujeto de cortapisas, la empresa, si se comprende su idea, es un corrector que pone en su sitio a las otras instancias y les obliga a la seriedad. El Estado, la técnica, los sindicatos, lo que gravita en torno a la empresa puede recibir su disciplina de ella. Hay que sacudirse el complejo de culpabilidad, inexplicable sin la omisión de cometidos posibles. Se impone la evidencia: el funcionamiento de la organización en red corre a cargo de las empresas; sin ellas se detiene o se coagula con la fórmula de la planificación central. La planificación central, claro está, también es una red: hay varios tipos de organización reticular; por ejemplo, un racimo de uvas lo es, y a eso se parece la planificación. Pero en el caso de la planta la organización está al servicio de los frutos, mientras que en la planificación ocurre lo contrario. Hemos esbozado una reforma de las funciones de la empresa respecto del Estado y de la técnica. Veamos ahora el tema de los sindicatos. También hay que ponerlos en su sitio. Pero el sindicalismo está ligado al salarismo. Los salarios se negocian entre minorías directivas. Es el encuentro entre el dirigismo empresarial y sindical. En el asunto de las retribuciones la negociación es inevitable pues la unilateralidad del contrato de adhesión no es válida. La consagración incondicionada de la
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forma de la negociación es una anomalía, porque revela que en el fondo existe un contrato de adhesión y que desde él se determina el sitio de los sindicatos. En conclusión, los sindicatos están donde están porque la empresa renuncia a ponerlos en otro lugar. Mejor dicho, no es la empresa quien renuncia, sino sus dirigentes, o, en definitiva, la figura jurídica que adopta. Hay una negociación entre dirigentes porque el significado del trabajo en la empresa no se ha modificado. Pero suscitar una instancia extrínseca para remediar un defecto de organización es la omisión pura y simple de una reforma. La empresa no la acomete y, desde luego, los sindicatos tampoco. Existe un defecto -todo el mundo está de acuerdo en ello; seguramente nadie sostendrá que no es preciso negociar las retribuciones- para el que se arbitra un extraño remedio, porque es el remedio a un defecto al parecer constitutivo. En rigor, no es así, sino el resultado de una comprensión parcial de la empresa: lo que se llama tomar una parte por el todo. Cabe albergar que no se renuncia a tal confusión, o que no se acepta la reforma sugerida sino el extraño remedio; además, el remedio no es tan extraño, ¿o se va a negar el derecho de los obreros a asociarse? Asimismo, es mas fácil entenderse con dirigentes; por lo menos así los acuerdos son globales y es probable que las minorías entre en razón. Si, pero entonces Galbraith tiene la palabra: tecnocultura y consumo, y a través de éste ultimo, sindicatos domesticados. El manager se enfrasca en su activismo productivista, la gente sale disparada del trabajo para divertirse, el tiempo se divide en dos fases incomunicadas, y la empresa toma contacto con los trabajadores cuando el trabajo termina y hay que vender y comprar. Los elementos de la empresa no se ocupan de nada fuera de estas dos cosas y el Estado interviene para garantizar el vivir con anteojeras. La sociedad de consumo desemboca en la sociedad permisiva bajo la dirección externa de minorías cuyo coeficiente intelectual es un imponderable. Se ven los efectos del salarismo. Al obcecarse en su papel de remediadores los sindicatos no están en su sitio porque no son asociaciones obreras sino causas mediatas de la figura del consumidor. Pero el consumidor conecta con la empresa -fuera de ella, repito-, de ninguna manera con los sindicatos. No hay asociaciones de consumidores. Ni la empresa, ni los trabajadores, ni los sindicatos pueden frenar el intervencionismo estatal, es decir, ofrecer la ocasión de una política de realidades porque giran en un círculo de espaldas a cualquier otro asunto. La tecnología incide por su cuenta y, como decía, puede quitarle la palabra a Galbraith y dársela a la neoderecha. La organización en red se convierte en una espiral y acaba en el mundo feliz de Huxley o en el genocidio. Parece oportuno deshacer la espiral, poner coto a la desmedida afición a la ganancia que precipita en la idea de la producción ilimitada en que el tiempo humano se desorganiza y la idea de empresa se inutiliza.
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Pero el produccionismo es un síntoma derivado. El punto neurálgico es el salarismo. No se propone una reducción de retribuciones, sin otra forma de negociarlas. Venimos a dar en la idea de iniciativa. La empresa es cuestión de iniciativa. Se defiende la iniciativa privada -yo la llamo personal- y se condena lo que la coarta. Ahora se añade: el recorte primero consiste en tomar la parte por el todo; a él se deben los demás. La iniciativa es una idea aplicable a todos los elementos de la empresa. Se propone dejar a un lado, por inservible, la vieja interpretación, tan ligada al salarismo, del trabajador incorporado a una actividad ya en marcha, competencia ajena, a la que ha de acomodarse. Frente a eso la idea de aportación personal abre paso a la de concurso. No se acepta que el trabajo se separe de la aportación y, por lo tanto, de la iniciativa. Ello implica un nuevo enfoque de la idea de trabajo: todo trabajo es un ámbito de competencia. No hay una adscripción o recluta de individuos con los que se pacta, sino una oportunidad para el desarrollo de capacidades. Hay que abrir un ámbito ampliable para la iniciativa; no es acertado prefigurar funciones con rigidez. La empresa tiene que cuidar de la promoción humana de todos sus hombres, mejor dicho, consiste en eso, adquiere tono si se atiene a la primacía del hombre. Es un carácter común a todas las empresas, sean mercantiles o no. Hay una organización para obtener resultados, actividades humanas que son su base, y personas de las que emergen. El planteamiento economicista es parcial; las actividades humanas son precisamente humanas y las actividades económicas lo son por humanas, y no al revés. Si en la actividad económica el hombre pierde su propia índole de agente cabe formular el espejismo de que el hombre es forjado por la actividad económica. De esta manera se abdica en lo fundamental y se dibuja una antropología reduccionista que descansa en una petición de principio. Todo esto es muy cierto. La alternativa al reduccionismo no es, desde luego, un vago ideal. El estudio sistemático de las organizaciones del tiempo y del espacio del hombre no es ninguna vaguedad. Sin embargo, aunque queda por mostrar la permeabilidad de la empresa a tal planteamiento de un modo suficientemente definido, el asunto es la negociación de las retribuciones: a las retribuciones debe alcanzar la capacidad de aportación y de destinación del hombre; cualquier fórmula negociadora que deje al margen estas capacidades está mal planteada. Esto significa: la noción de beneficio ha de revisarse. Para revisar el beneficio hay que revisar también el gasto. Así se perfila la responsabilidad de la empresa: la responsabilidad estriba en el beneficio. O su asignación se lleva a cabo con responsabilidad -en virtud de la capacidad de aportación y destinación- o la espiral aludida se desencadena y la empresa naufraga en el productivismo y en el salarismo.
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Se produce para el beneficio; el beneficio es para la asignación; la asignación es función de la responsabilidad. Es evidente que sin beneficios la empresa es absurda. Lo que en rigor produce la empresa es el beneficio, expresable en dinero o no. Por ejemplo, una universidad es una empresa porque aporta y prepara para aportar; la actividad universitaria genera los beneficios y los asigna. Cualquiera que sea la fórmula de negociación de las retribuciones se resuelve en el beneficio y su asignación. Si la fórmula impide que la asignación sea función de la responsabilidad es inválida. La noción de beneficio es susceptible de maximalización. Dentro de límites prudenciales (derivados de la pluralidad de empresas) la maximalización del beneficio es por completo legítima. La crítica de principio a la maximalización es inaceptable porque es una tontería. Ahora bien, el beneficio se recorta a priori si se confunde una parte con el todo; el beneficio de una parte no es el beneficio de la empresa, sino una parte asignada de éste ultimo. Maximalizar el beneficio de una parte sin tener en cuenta que es una asignación es un error, una consideración que olvida su entero significado. La reducción del significado del beneficio se corresponde con una interpretación demasiado amplia del gasto. En efecto: si una parte entiende que sólo es beneficio lo que ella percibe, interpretará todo lo demás como gasto, pues es lo que impide que su beneficio sea mayor. El método para corregir este desenfoque es notar que el beneficio de una parte presupone la asignación, o sea, que el beneficio de una parte es una parte del beneficio. El extraño remedio del que hablábamos es por cierto extraño, porque salarismo significa, sencillamente, interpretar el salario como un gasto. A partir de este presupuesto, una parte de la empresa procurará resarcirse de la mengua de su beneficio y se hará con el salario en el momento del consumo: así se desencadena el activismo productivista y la presión sindical en la negociación: un círculo vicioso que la crítica marxiana no percibe porque entiende que la plusvalía es una exacción. No lo es, sino una parte del beneficio asignada. Concebir la generación del capital como una expropiación es un insulto a la capacidad aportadora de la persona humana. Proponer una mejora de la sociedad desde semejante antropología es un desatino. Negociar retribuciones es decidir asignaciones del beneficio de la empresa. Los sindicatos están en su sitio si asimilan esta idea; no lo están si se entienden a sí mismos como representantes de los intereses salariales. Así no representan a los trabajadores en nombre de su dignidad personal, sino en nombre de su negación. Pero los sindicatos no pueden asimilar dicha idea si la empresa en cuanto tal no se la ofrece, es decir, si la empresa se presenta como enemiga de sí misma, o como constituida por fragmentos separados por la diferencia entre gastos y
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beneficios. La empresa no es eso, sino una síntesis de actividades e iniciativas que producen un beneficio común. La comunidad del beneficio se corresponde con la síntesis. Por tratarse de una síntesis de actividades, la empresa es exactamente la realidad de un dinamismo. La empresa radica en su funcionamiento, no en su instalación; su funcionamiento no es la consecuencia de una fundación previa; por eso practica la adscripción, no la recluta para lo que ya está en marcha (si lo entiende así se equivoca) porque esa marcha asegura todo lo demás. La asignación del beneficio común se basa en las aportaciones; por eso la asignación no es un despojo relativo. Si el salario no es un gasto, tampoco lo es la capitalización, porque si la empresa es un dinamismo, la capitalización lo sostiene o lo aumenta. La noción de capital fijo o fundacional es reduccionista. Esta reducción es el capitalismo. El capital lo genera la empresa: es una asignación de su beneficio. El capital inicial pertenece al capítulo de la amortización. La amortización es, ante todo, la devolución del capital inicial, su expulsión. Esta devolución es necesaria, lo mismo que la de un crédito, si es que el capital de la empresa está en la empresa de acuerdo con su esencia dinámica. Y lo mismo ha de decirse de los impuestos: son una asignación, de ningún modo un gasto pues el beneficio no es lo que queda después de una resta, sino que es común y se asigna. Aquí está la sinrazón de la crítica al beneficio. La responsabilidad de la empresa se mide por los criterios de asignación. En definitiva, el contenido de la negociación no es sólo la retribución de los agentes; ha de negociarse también la capitalización y los impuestos. La empresa pone en su sitio a los sindicatos y al Estado a condición de que ella misma acepte su propia esencia. Una empresa que no genere beneficios está enferma; un presupuesto del Estado no negociado es una arbitrariedad basada en cicatearías o en una mala administración. Asimismo, si el capital es capitalización, la banca está a su servicio. Esto sugiere también una reforma de la noción de préstamo o crédito. El crédito debe separarse de toda pretensión de dominio y de discriminación: ha de estar disponible a partir del axioma de la nuclearidad de la empresa. Cabe proponer la idea de derecho al crédito. Rodéese esta propuesta de todas las garantías necesarias, pero no se le de la vuelta. El crédito es un medio enteramente subordinado a la instalación de actividades realizadoras. No se niega la existencia de un mercado de capitales; se niega su autonomía. Quien quiera colocar su capital ha de aceptar que se lo devuelvan, salvo que se integre en la empresa. En la empresa el capital es un proceso y no un dato; se integra en una realidad más amplia, y no es un factor determinante previo. Si se ofrece al Estado la oportunidad de desarrollar una política de realidades, el gigantismo de las administraciones se detiene. El gigantismo
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administrativo es la consecuencia de un desajuste, de la necesidad de compensar desigualdades derivadas de la desconfianza. Como la desconfianza es recíproca, también lo es el gigantismo: no es una tendencia de cada administración, sino de su concurrencia problemática, igual que la carrera de armamentos. El proceso ha de detenerse porque es la causa principal del atasco. Se acepta la primacía del poder político; en este terreno no conviene competir. Basta para no quedar subordinado notar que el Estado es un poder territorial cuya disciplina proviene de las organizaciones del tiempo. De modo muy especial, la empresa es una organización de este tipo. Para el Estado es deformador contemplar la vida social como un conjunto de deficiencias por subsanar porque el que cuida de hombres maduros en régimen tutelar los reduce a la invalidez. Hay una especie de conjuración general basada en la infravaloración del hombre. La actitud es malsana porque incita a la vacilación y a considerarse miserable. Pero la miseria del hombre es un déficit de crecimiento, no una constante insuperable sobre la que volcar una beneficencia oficiosa. Las organizaciones del tiempo son incompatibles con la rigidez. La defensa del status quo es para ellas un factor paralizante. Se deduce de aquí, entre otras cosas, que la institución jurídica denominada sociedad anónima está anticuada, es angosta para la empresa. Si se percibe la esencia dinámica del capital, la síntesis de actividades y la noción correlativa de beneficio común por asignar, se notara la conveniencia de una reforma de la titularidad jurídica. Una titularidad concentrada en el beneficio y en su asignación ¿es exactamente un derecho de propiedad? Más bien parece que la propiedad versa sobre lo ya asignado. La distinción entre propiedad privada y publica no es aplicable al caso. El tema requiere un estudio especial. Me limito a señalar la posibilidad de remontar la crisis del derecho por este camino. La intromisión de inspiraciones que no entienden la idea de empresa obliga, claro es, a defenderla. La empresa queda así bajo la guarda de alguno de sus componentes. Ya es hora de romper el cerco. La idea de empresa puede imponerse no sólo como un remedio contra los abusos, sino como núcleo positivo expansionable. Si la empresa es atacada ha de contraatacar, y esto se hace asumiendo funciones olvidadas, aumentando la gama de posibilidades, no enfrentándose directamente con otros, pues la empresa no es un bunker, sino sobre todo una esperanza: realizar las virtualidades, hasta el momento descuidadas, del invento del capital. El capital ha de separarse del capitalismo, sea cualquiera la forma que adopte, e integrarse en la empresa. El capital es un medio y, como todos, está al servicio de fines humanos; se presta especialmente a ello porque su índole es dinámica y temporal. La obsesión espacialista, por desgracia,
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ha ocultado o condicionado durante dos siglos esta característica, ha amontonado tropiezos y oclusiones en el desarrollo controlado del capital. Del control del capital depende el control de las administraciones y de la tecnología. En este sentido control equivale a responsabilidad. Más aún, cuando de un control dependen otros se manifiesta uno de los aspectos principales de la responsabilidad. Se es responsable si se tiene en cuenta las consecuencias de los actos, si se capta la conexión por la cual la autoría se extiende hasta las consecuencias. Es la noción de consecuencialismo, un tópico central en el estudio de la ética ya recogido en el viejo adagio sobre la causa de la causa. La idea no debe abrumar puesto que se limita a completar el perfil del control humano. Sin ella el control puede aliarse con la prepotencia o con el cinismo, como sucede cuando se tira una piedra desentendiéndose de lo que pasa. Siempre pasa algo, tal vez el pasotismo, pero, sobre todo, que en orden a las consecuencias el hombre no es enteramente libre, no puede moldearlas a su antojo ni evitarlas: las desencadena y se le escapan. Por eso tiene que preverlas, acostumbrarse a mirar lejos y no comportarse como el aprendiz de brujo. Ser responsable es ser consecuente; ser consecuente es aceptar el hecho de las consecuencias y discernir las buenas de las malas. Tal discernimiento es una parte de la responsabilidad y del control, pues si las consecuencias son malas el acto ha de omitirse: es el único modo de ser libre en este campo. Quien sostenga un determinismo total, o que la libertad no puede incidir en los acontecimientos poniendo o quitando el comienzo de la serie, renuncia al control. Ahora bien, si lo bueno no es distinto de lo malo no hay motivo alguno para que la libertad intervenga. El supuesto del determinismo es no admitir dicha diferencia, pues la libertad tiene que ver con lo bueno y con lo malo o no existe. Para el hombre libre las consecuencias apelan a objetivos: consecuencias y objetivos son inseparables. Con otras palabras, el hombre es libre si no pretende separar consecuencias y fines, si quiere fines. Quien admite consecuencias distintas de sus fines se desentiende de una gran parte de ellas. Así se define el hombre irresponsable: su control es ficticio, abre un ámbito al que no se destina. De aquí arranca el endoso de las consecuencias: uno no las acepta, allá los demás, que las aguanten. Sin embargo, las consecuencias las ha desencadenado uno. Volvemos así a la empresa y a la iniciativa. En la empresa la exclusividad de las competencias acarrea la disociación aludida. La iniciativa no es tan privada como a veces se dice. Desde la perspectiva de la integración se nota que todos juegan y que unos juegan porque juegan otros. Si se trata de armonizar iniciativas es preciso que todos entren en el juego y aplicar entonces el consecuencialismo. Se hace entonces patente lo que pasa, a saber, que toda consecuencia se devuelve. La irresponsabilidad es imposible. Cuando se endosan las consecuencias,
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algo le ocurre al otro, y eso le llega a uno. De algún modo siempre el otro es un centro de iniciativas. La conclusión es sencilla: solo cabe alcanzar el fin en común. Sin la comunidad del fin el logro de objetivos requiere del irresponsable una sobrecarga de control a la búsqueda de lo imposible: prevenir la iniciativa ajena y cercenarla; tal amputación ha de pasar a ser un objetivo también, con lo cual el discernimiento entre consecuencias buenas y malas se anula. Cabe ahora notar la existencia de un sistema caracterizado por la nota siguiente: ninguna variable funcional puede dejar de ser tenida en cuenta sin consecuencias. Todas las variables son relevantes; ignorarlas desencadena consecuencias imprevisibles que interfieren en el objetivo del sistema y estropean las decisiones. Tal sistema es la empresa. Por decirlo así, la empresa se parece más al modelo funcional analógico que al digital. Esta característica es decisiva para la función de control, es decir, para la dirección. El dirigismo unilateral es inservible, provoca reacciones externas no aprovechables por el sistema y que lo arruinan. Ahora bien, si el sistema se hace permeable a la organización finalista del tiempo establecida al tratar de los hábitos, las deficiencias del control son de sobra superadas. La iniciativa empresarial se despliega desde la libertad moral o es una iniciativa desvencijada. Afortunadamente Leonardo Polo
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