La ciclista de las soluciones imaginarias Edgar Borges Primera edición: septiembre de 2014 © Edgar Borges © Ediciones Carena c/ Alpens, 8 08014 Barcelona Tel. 934 310 283 www.edicionescarena.com www.edicionescarena.com
[email protected] Diseño cubierta: Cristina Alujas Maquetación y corrección: Elena Serrano Depósito legal: B 19901-2014 ISBN: 978-84-16054-45-9 Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías. Julio Cortázar La bicicleta, bi cicleta, la única máquina que necesitamos para levitar por los caminos de la tierra. La ciclista Capítulo 1
El Compás Un día, después de muchas mañanas de asomarme en el balcón de mi piso, vi la nada. Cerré los ojos y dentro de mí estaba el tráfico. Los coches; los autobuses, los camiones cargados de piedras; el zigzag de los trabajadores de a pie y la carrera de los niños rumbo al colegio. Era una realidad ruidosa escenificada en silencio. Abrí los ojos y volví a ver la nada. De pronto mi barrio de todos los días era un vacío. ¿Ceguera? ¿Sordera? ¿Desaparición del mundo exterior? La enfermedad había regresado. Lo primero que hice fue aferrarme a la calma, entre la nada y el tráfico estaba la memoria. Hubiese deseado ver el bosque del barrio, pero no pude recordar el camino. Tenía que llenar el espacio exterior con algo. Me vi recorriendo la plaza del Zócalo con mis amigos del Club de los contadores renegados; renegados; no era una tarde cualquiera de mis años en México, era la primera tarde que veía al abuelo ciego que contaba leyendas al oído. Poco a poco fui escuchando su voz de susurro. Me dijo que él no contaba leyendas sino verdades. Y habló de la ciencia de los mayas, los 13 cielos, las matemáticas, la arquitectura, el tiempo infinito… Era feliz en la añoranza, pero pasaban los minutos y tenía que encontrar una respuesta que permitiera recuperar la imagen de mi presente. Era el día de descanso de mi esposa y ella no era muy amiga de mi enfermedad ni de mi pasado.
De niño, los médicos aseguraron que conmigo nacía el mal de la mirada trastocada; trastocada; mis padres se dejaron llevar por las normas de los diagnósticos. Ni unos ni otros hubiesen imaginado que de adulto, gracias al sentido ciclístico de la salvación, salvación, lograría equilibrar la memoria, el oído y la mirada. Siempre desconfié de todas las máquinas con ruedas, de niño ni siquiera me atreví a montar en un triciclo. Mi ignorancia en materia de ruedas, en un hombre de 42 años, con esposa y tres hijos, se acercaba a la ridiculez. Un individuo en bicicleta sólo significaba un atrevimiento al equilibrio y a la gravedad. Mi descubrimiento de las soluciones imaginarias de la bicicleta ocurrió hacia el final de la mañana cuando vi la nada, la mañana del lunes 2 de junio de 2011. Antes tendría que superar unos minutos de prueba con mi esposa. Pronto escuché sus pasos, venía del dormitorio rumbo al balcón. Mi esposa vociferaba insultos contra la directora del colegio; me giré hacia ella pero sólo podía ver al abuelo ciego en la plaza mexicana. La escuchaba pero no la veía. Tendría que guiarme por su voz, adivinar su imagen y los espacios de la vivienda; tenía que intentar olvidar la realidad mexicana. En esta fase de la crisis lograba llenar la nada con la memoria pero mis oídos sólo captaban las voces del presente. Lo peor era soportar la creciente necesidad de descontrol. ¿Para quién podría ser fácil ver el ayer y oír el ahora? Si quería cuidar la cordura debía distraer la crisis. Esa vez centré la atención en analizar el mal humor de mi esposa. Ella me hizo creer que había dejado los estudios de arquitectura en un acto de rebelión contra sus padres, viejos dictadores de la realidad familiar. Y me prohibió mencionar el tema. Yo, obediente hasta en los pensamientos, borré la arquitectura de mi memoria. Más tarde, ella se dio cuenta de que su vocación era la docencia. Y pasó años dedicada a dar clases de primaria. Quise creer que su amargura se debía a su nombramiento como profesora de matemáticas del cuarto curso o a mi situación de contable desempleado. Quizá ambas razones alimentaban su rabia. O tal vez su rabia era el maquillaje con el que simulaba su cinismo. Siempre era igual, ante cada situación me giraban por la cabeza demasiadas hipótesis. Ella, en cambio, ocultaba su verdadera intención con demasiadas máscaras. Creo que fabricaba una máscara para cada hipótesis. Algo me hacía sospechar que ejecutaba su trabajo de arquitecta entre las sombras. Nuestro matrimonio colapsó a los diez años; los cinco restantes sirvieron para incendiar los buenos recuerdos de los Silva-Montero. Duramos cinco años entre caer y repetir la escalada para volver a caer; el año más duro fue el último, el año de sus gritos, el año de mi permanencia en el paro. Desde que la directora le encargó el cuarto curso, agudizó su histeria y profesionalizó su mala intención. Cuando quería alterar mis nervios me llamaba señor Silva y me trataba de usted;
decía que ella guardaba el formulario que ocasionó mi despido. Sabía que al marcharse yo sentiría la necesidad de revisar sus cosas. Y pasaría buena parte del día buscando el formulario que nunca supe rellenar. Entre los empleados del Ayuntamiento se había expandido el rumor de que yo no sabía rellenar el formulario; pronto el director de Recursos Humanos me llamó para comprobar lo que se decía en los pasillos. En su oficina, el superior acariciaba un formulario. Apenas lo vi, me sobrevino el mal de la mirada trastocada. Cada crisis era una confrontación entre mi memoria y mi mirada. En lugar del Director vi a Jorge, uno de mis compañeros en el Club de contadores renegados. Era de noche, Jorge me invitaba a sentarme en un semicírculo a un lado del chamán. Había humo, ya el sabio con su tabaco había creado un círculo energético para proteger el lugar de influencias negativas. La gente estaba lista para participar en la ceremonia de la ayahuasca. El chamán había centrado su atención en mí; él sabía que era a mí a quien debía atender primero. Los demás estaban enfermos de saturación visual, lo mío era una enfermedad de direccionalidad de la mirada. Mis ojos sólo veían la realidad que sentía el alma. Una mujer me dijo al oído que el chamán, en lugar de curarme, me bendeciría. El chamán fumó su mapacho (cigarro de tabaco verde), abrió la botella de ayahuasca y sirvió un poco en un utensilio. Luego me invitó a tomar... Confundir el formulario con el utensilio de ayahuasca me valió el despido. Como no atendí a tiempo sus gritos, mi esposa nombró el formulario. Si hubiese pasado el resto de aquella mañana con ella, quizá me habría convertido en uno de sus alumnos con licencia de marido. Me angustiaba suponer que en esta historia sólo existiéramos mi mujer y yo. Aquella mañana levanté los puños y liberé un grito de guerra. Menos mal que sólo estrellé los puños contra lo que suponía que era el centro de la mesa. Y partí dando tumbos, bendiciendo el silencio que había provocado mi rabia. Nunca antes me costó tanto esfuerzo salir del edificio. Como un ciego con la memoria derramada, bajé las escaleras apoyándome en la barandilla. En la planta baja había un plano sobre una mesita de noche. Sabía que esa imagen no era real, pero tampoco la recordaba como un hecho de mi pasado. La crisis había durado más de lo normal; la calma se debilitaba. No podía escuchar la realidad de España viendo la realidad de mi temporada en México. Sin saber qué hacer me quedé detenido en el portal. De pronto volví a ver la calle de mi barrio asturiano. La crisis había terminado. La puerta del edificio de enfrente se abría con dificultad; una joven la empujaba con la espalda mientras sacaba una bicicleta. Al darse la vuelta hubo algo en ella que me anunció la salvación. Anuncio de salvación en su mirada, en su piel aún desde la distancia, en su andar de bailarina que pisa tierra. Salvación en su vínculo con la bicicleta. “Extraña ciclista de
sandalias romanas”, pensé. Su anuncio de salvación hizo tambalear mi realidad de marido. Siempre soñé con no ser quien era; alguna vez estuve cerca de ser otro. Pero al final del intento volví a ser el mismo, el hombre de los días repetidos. Aquella mañana fue la primera vez que pensé en el sentido ciclístico de la salvación. “Ella debía ser una nueva vecina”, me dije, la calle principal del barrio era estrecha, no había espacio para no verse. Si bien nunca me importaron las máquinas con ruedas, esa vez algo extraño me hizo sentir involucrado en el mundo de las bicicletas. La muchacha era morena, su piel parecía una tierra despejada; su cuerpo era el centro del juego que sostenían su vestidito gris de playa y la brisa; la mochila marrón que hacía presión en la espalda se encargaba de marcarle los senos. Era muy hermosa para pasar desapercibida en un barrio de mirones. ¿Cuántas veces el mal de la mirada trastocada me la habría ocultado? Ella, sin saberlo, acababa de sanar la lógica de mis tiempos. Infinidad de ciclistas habrían pasado por mi lado llevando a pie su máquina, pero el contacto entre esa mujer y su bicicleta era distinto. Había en el paso de la hembra una calma, una armonía, un no sé qué tan similar al giro de la rueda. O, mejor dicho, el giro de la rueda se parecía al paso de la hembra. La bicicleta no era una máquina; ella no era una persona cualquiera. Había entre las dos una frecuencia humana. Sonrisa, manillar, piernas, ruedas. Dos cuerpos invocando la duración… La muchacha subió a la bicicleta y pedaleó con suavidad, había creado un juego circular entre músculos y movimiento. Al poco rato agarró con fuerza el manillar, impulsó cabeza y tronco hacia el cielo, abrió ambas piernas por encima de los pedales, tensó su cuerpo desde la pelvis hasta los pies y partió muy lentamente calle abajo. Había logrado una difícil extensión de la belleza. Por aquel entonces yo no conocía la terminología del ciclismo, aún hoy me es imposible saber si la figura que esa mujer fue haciendo sobre la bicicleta recibe algún calificativo. Y tampoco me importa. Yo bauticé la figura como el Compás. No podía existir otro término para definir semejante movimiento pacificador de miradas desubicadas. Mujer y bicicleta se perdieron, muy lentamente, calle abajo, ejecutando un bendito Compás.
El instante desgraciado Quedé con la mirada fija en el final de la calle, atrapado en la imagen que articularon mujer y bicicleta. Mientras, La ciclista se alejaba. Al reaccionar corrí tras ella (mujer, bicicleta y ruta). Pronto volví a ver su figura, su velocidad contenida, su quietud; el Compás. Sus pies no ejercían ninguna presión sobre los pedales. Ella, más que pedalear, levitaba. Tuve que ralentizar el paso para no darle alcance. Hasta que me detuve embelesado con la duración de aquel
movimiento que retaba a la indiferencia de la gente que iba y venía. Y de nuevo se perdió en la distancia. Poco después reaccioné y caminé con cuidado, no quería alcanzarla pero tampoco perderla. Y ahí estaba ella, jugueteando a perderse por el final de la calle. Se detuvo en una esquina ubicada a la izquierda, al pie de un viejo árbol que marcaba el inicio de una callejuela. Era el quinto árbol. En cada cuadra del barrio había una seguidilla de pequeños edificios y modestos comercios; igual en la acera izquierda como en la derecha. Cuatro esquinas, dos árboles enfrentados y dos callejuelas. Adentrarse en cada callejuela significaba descubrir otro camino de edificios, comercios, esquinas, árboles solitarios y otras tantas callejuelas… La mujer se bajó de la bicicleta y la apoyó en el árbol. Se quitó la mochila y buscó algo con cierto afán infantil. Desde la esquina de enfrente, protegido por la máquina de Coca-Cola del bar de Óscar, pude apreciar que era muy joven, aunque tampoco era una niña. Quizá la permanencia de su sonrisa le ayudaba a restar años. Esta mujer no parecía ciclista, o tal vez lo fuera y se encontraba de vacaciones. Pero, ¿cuándo no están de vacaciones los ciclistas? ¿Acaso ir montado en bicicleta no es vivir unas vacaciones continuas? ¿Un aseo sobre ruedas? ¿Es la oficina la cárcel de un ciclista? ¿Es la bicicleta su fuga?(Quién fuera un ciclista… o por lo menos la rueda de una bicicleta). La muchacha extrajo de su mochila una cámara fotográfica de las antiguas. La acarició y la empuñó como si fuera a dar una batalla y conociera el momento preciso en que ocurrirían los hechos. Se ubicó detrás del árbol y fotografió el instante desgraciado cuando una mujer abofeteó a un niño (seguramente a su niño).
Recordar en fotografía Ese lunes pretendí pasar la noche en mi habitación, desde temprano le dije a mi esposa que me encerraría a clasificar los papeles de mis carpetas importantes. En realidad lo que deseaba era pensar en La ciclista de la mañana. Su solo recuerdo me producía un efecto de calma. La perdí después de que fotografiara a la mujer de la bofetada. Quizá partió ejecutando el Compás a velocidad extrema, o tal vez en su ida dibujó una nueva e insólita figura. Y me la perdí. De niño, unos abuelos decían que yo tenía una inteligencia especial. Decían que mis preguntas ponían en aprietos a los adultos. Esos ancianos no eran mis abuelos, esa no era la sala de mi casa… Pronto mi esposa me fue a buscar con su acostumbrada dureza. Señor Silva,
necesito que baje a tirar la basura de ayer… y la de hoy… no vaya a ser que el róximo lunes tenga que pedirle que tire la basura de toda la semana… Ella sabía que me alborotaba la rabia cada vez que se dirigía a mí como el señor Silva, con ese falso respeto y esa estúpida distancia. Pero esa vez no pudo arrastrarme tan fácilmente a su cuadrilátero de boxeo. El efecto de la calma mañanera tenía acción prolongada (y aquella noche deseé con toda el alma que mi grado de paz no se extinguiera nunca). Sin embargo, a mi esposa siempre le quedaba como último recurso el cinismo: Bien, señor Silva, como los niños aún no han llegado de la casa de Hernancito, tendré que pedirle ayuda al vecino… El otro día tuve que llamar al señor Burgos para que me ayudara a bajar la lámpara de la sala. Ya sabe, es nuestro vecino más cercano. Y él se me puso a la orden… Enseguida busqué las bolsas de basura y las arrastré hasta la puerta. Quería enfrentar a mi mujer, pero de la cocina a la puerta no pude levantar la mirada. Ella sabía que desde hace un año quería enfrentarla de manera definitiva. Pero me creía incapaz de asumir cualquier decisión importante, jugaba con los límites de mi cobardía. ¿El señor Silva decidió quitarle trabajo al señor Burgos?, me preguntó como si cantara una nueva victoria. Al salir a la calle dejé las basuras en el suelo y fijé la mirada en el edificio de enfrente. O La ciclista descansa en algún piso o de un momento a otro llegará de su trabajo, me pregunté. Para entonces estaba convencido de que la mujer trabajaba como fotógrafa, quizá de algún diario de rumores. De pronto una terrible voz me hizo girar la cabeza. Señor Silva, ¿acaso encontró trabajo en el vertedero? Mi esposa me vigilaba desde el balcón de nuestro piso. Sin esperar el ascensor, subí por las escaleras a paso rápido. Ella me esperaba en la puerta, su falsa sonrisa le oprimía el rostro. O era a mí a quien se lo oprimía. Después de todo, sus acciones y sus palabras se habían convertido en la sangre de mi monólogo interior. Buenas noches, señor Silva. Parecía que su rabia aún no saltaba al campo de batalla, mientras la mía, la maltrecha rabia, se había diluido en el cansancio. Minutos más tarde me quedé dormido en el sofá. Soñé que preparaba la cena mientras mi esposa leía una revista sentada a la mesa. Lo que ocurría no era parte de ninguna batalla, de hecho, en honor a la verdad, entre las órdenes de mi esposa nunca incluyó un “vete a la cocina”. Ella se dedicaba, más por tradición que por placer, a los asuntos de la comida. El sueño fue insólito tanto por el acontecimiento culinario como por la cordialidad de los dos. Llevé los platos a la mesa mientras entonaba una ranchera de Jorge Negrete; mi mujer me pidió que cantara algo del grupo Mecano, enseguida la complací con Hijo de la luna.
Llevé pollo a la plancha con flores de romero y ensalada César. Mi esposa puso la revista a un lado y me agradeció el canto y el gesto con una sonrisa. Le dije que faltaba la bebida; la buscaré en la cocina, de lo buena que está, morirás apenas la pruebes. Minutos después llegué con un vaso en cada mano. El de la La ciclista de las soluciones imaginarias 21
izquierda se lo entregué, el otro lo puse en mi puesto. Acto seguido, aún sin sentarme, le pedí que probara un trago. Apenas se mojó los labios cayó fulminada. El padre de Hernancito tenía razón, el veneno para ratas que vendía Óscar cumplía el lema de su etiqueta: “Garantizamos resultados inmediatos”. Del sueño salí haciendo grandes esfuerzos por atender un llamado señor Silva, despierte, señor Silva. Mi esposa me llamaba manteniendo su odiosa distancia pero con tono de alarma. Señor Silva, señor Silva, venga a ver esto. Sin dar tregua me tomó de la mano y me llevó hasta el balcón. Desde ahí señaló hacia la acera de enfrente. Tuve que frotar los ojos varias veces para salir de las secuelas del sueño. La mujer que en la mañana había abofeteado a su niño paseaba con el pequeño acariciándole la cabeza. En la mano derecha, que era la mano con la que le acariciaba, tenía puesto un guante azul. Pero, ¿qué tiene que ver mi esposa con esta historia?, pensé. A ella no debería asombrarle que una madre camine acariciando los cabellos de su hijo; no estuvo presente en el episodio de la bofetada… Era obvio que mi esposa conocía detalles ignorados por mí. ¡Señor Silva, esa es la señora Virginia y el niño que va con ella es su hijo Altair! ¿Por qué me ve con esa cara, señor Silva? ¿Es que no se asombra? Todos los días esa mujer sale de su casa tirando de los cabellos al pobre muchacho y a usted ni le va ni le viene que ella ahora venga y lo acaricie como si nada. Los vecinos la hemos denunciado varias veces a la comisaria. Una vez los gritos de Altair eran tan fuertes que llegamos a creer que la muy malnacida lo mataría. Tras el relato intenté ver con atención la demostración amorosa de aquella madre. Sin embargo, por más que froté los ojos, ante mí sólo tenía la fotografía que nunca vi del instante desgraciado cuando la mujer abofeteó al niño. Capítulo 4
El punto de partida Martes, 3 de junio de 2011. A las seis y media de la mañana era normal que al abrier los ojos me encontrara con mi mujer vistiéndose para ir al trabajo. Hacía tiempo que su cuerpo me había dejado de sorprender; lo mismo nunca fue lo mismo hasta que se convirtió en lo mismo. Si antes disfrutaba observando su
cambio de ropa, en el último año cerrar los ojos para seguir durmiendo se había convertido en mi posibilidad de fuga. (¡Cuántos sueños eróticos me salvaron del suicidio!) Esa mañana algo en su mirada llamó mi atención. Mi mujer, como ya era normal, no se había percatado de que yo la miraba. Creo que tampoco le interesaba si yo la miraba (yo también era lo mismo). Ella se echaba crema en su cuerpo frente al espejo. Pudo haber sido crema en el cuello, crema en el pecho, crema en el vientre, crema en los pies. Era lo mismo. Pero he de reconocer que mi mujer siempre tuvo una mirada limpia; a pesar de la amargura que había desarrollado en el último año, aún no había sacrificado la mirada de su juventud. En algún momento hasta llegué a creer que su amargura sólo era una actuación que ponía en práctica para fastidiarme la existencia. Pero aquella bendita mañana descubrí en sus ojos la chispa del cinismo. Se había convertido en el personaje de una mujer extraña, ajena. Se le había dañado la mirada. Recordé que una vez Óscar me dijo que en su bar la gente creía confesarse más con las palabras que con la mirada. Pero por más que los clientes hablaran y hablaran, mucho más decían con la mirada (que creían secreta). Hay adultos que por muchos sacrificios que pasen conservan cierta candidez de la infancia; en cambio hay adultos que muestran sus marcas de dolor en las pupilas. Es como si en la mirada estuvieran mostrando al niño que han asesinado las experiencias. Esos son los adultos marcados. Esos sujetos en algún momento irán por ti, si los mantienes cerca terminarán sentenciando tu capacidad de asombro, tu punto de artida. Esos sujetos me dan miedo, no me interesan. Los otros, los adultos que mantienen su niño cabalgando entre las experiencias son mis amigos, a ellos hasta les fío los tragos… El bueno de Óscar, consciente de algunos de nuestros problemas, siempre concluía estas conversaciones diciendo que mi mujer y yo éramos del bando de los adultos sanos ( La pareja modelo). Él no sabía que mi esposa ya no estaba en ese grupo. Sus ojos, aún sin maquillaje, parecían tener maquillaje. El brillo no era su brillo. Había algo en ella que me hizo temer por su propia seguridad. Se perdió en la actuación de su personaje, calcó en su piel la sonrisa guasona, el camuflaje que le servía para aplastar al enemigo. La sinceridad se convirtió en su mediocre comedia. La mañana del martes 3 de unio de 2011, comprendí que mi mujer había matado a su niña, el punto de partida que sostenía nuestra relación ya no existía. Mi esposa partió al colegio. No recordaba en qué momento partieron los niños. Ni siquiera hoy sé si alguna vez partieron. Me distraje contemplando mi nuevo cinturón que colgaba de la puerta de nuestro armario. Era marrón, mi color favorito en materia de cinturones. Me lo regaló ella, hace dos meses, cuando cumplí 42 abriles. Me la entregó poco antes de irse al trabajo, también me dio un
beso en la boca. La sentí sincera, quizá todo formara parte de su comedia… La esposa; los niños; el dormitorio del matrimonio; la habitación del hijo más pequeño; la habitación de los otros dos hijos que ya rozan la adolescencia. El baño con el jacuzzi que pronto se convirtió en el templo individual de cada integrante de los Silva-Montero. El pasillo con los retratos de los momentos más ensayados; la cocina donde el resto de la familia come cuando alguno de sus miembros tiene visita. La sala, también vacía. Recuerdo que la casa de mis padres nunca estuvo vacía mientras éramos niños. Hasta en la imaginación de cualquiera de nosotros seguíamos La ciclista de las soluciones imaginarias 25
ugando cuando las obligaciones escolares nos separaban. Dinora jugó con los menores hasta que tuvo dieciocho años; yo tenía siete y para entonces creía que el juego sería eterno. Ernesto decía que al hermano del medio le correspondía la mayor parte de cualquier reparto; Dinora, siempre con sus oportunas salidas, le recordaba su sentencia cada vez que mi padre sacaba el cinturón. El cinturón azul; a mi padre le gustaba usar cinturones de color azul. De niño no le di importancia a ese asunto, hoy me parece que su gusto en materia de cinturones se acercaba al ridículo. Azul, ¿qué pretendía demostrar mi padre usando cinturones de color azul? Los tres hermanos sabíamos que el cinturón, en la mano de mi padre, sólo era la amenaza de un viejo comerciante retirado. Mi madre llegó a vieja practicando travesuras, eso a mi padre le gustaba. A veces, cuando el viejo nos amenazaba, ella lo sorprendía por la espalda y le daba una nalgada para que él la persiguiera en lugar de a nosotros. Ese fue el mejor de los circos. Los tres hijos nos reíamos hasta caer de rodillas; Dinora iba a más y caía de espalda. Papá perseguía a mamá alrededor de la mesa de la sala. Cada vez que él estrellaba el cinturón contra el suelo, ella apretaba el culo en señal de dolor. Ernesto y yo caíamos en el suelo al lado de Dinora, la risa nos había vencido. La vieja y el viejo seguían la carrera rumbo a su habitación; los tres hijos comprendíamos que el circo (por lo menos para nosotros) había concluido. La sala: creí recordar que unas cortinas azul claro separaban la sala del balcón. Seguramente la mujer las quitó para meterlas a la lavadora. La sala; la cocina; el pasillo; el baño; las dos habitaciones de los tres hijos; la habitación de la pareja. El cinturón marrón aún en la puerta del armario. Los retratos. Nunca antes me asustó la alegría de los retratos. ¿Qué tanto cambiaría la realidad si la mente se atreviera a pensarla diferente? ¿El pasillo dejaría de estar vacío porque de pronto se llamara calle? Y si fuera así, ¿qué pasaría con la nueva calle?; ¿sería tan vacía como el nuevo pasillo? ¿Lo que está alegre es el pasillo o la calle? ¿La sala estaría alegre si la comienzo a llamar retrato? ¿Cambiaría en algo el pasillo si
cada retrato fuera una sala? ¿Varias salas atravesarían mi casa sólo porque mi mente así lo creyera? ¿Cada retrato sería una sala vacía? ¿Cada cosa es lo que es sólo porque así yo lo creo? ¿Volvería a descubrir el sentido de las cosas si intercambiara sus nombres? ¿Dónde dejé el sentido de las cosas? ¿Cuándo me cambió la mirada? ¿Todo fue una aproximación a lo que yo quería? ¿Me habré inventado la habitación matrimonial? ¿Habrá existido el juego de mis padres? ¿Seguirán las habitaciones de los niños al lado de la habitación de la pareja? ¿Era marrón o azul el cinturón? ¿Dónde estaba el pasillo? ¿Quién habrá quitado la cortina de la sala? ¿Habrá alguien al otro lado de la calle? (¿Cuándo me atreveré a inventar un lenguaje que sea capaz de interpretar las diatribas de mi existencia?). Capítulo 5
Ella y las cosas A las once de la mañana salí del edificio apoyando el paso en la pierna izquierda; la angustia siempre me hacía cojear del pie derecho. Me detuve en la entrada y miré el edificio de enfrente, quería descubrir el apartamento de La ciclista. Aún vivía en mí su ruta camino a la calle, su espalda contra la puerta para darle paso a su bicicleta. En vano esperé veinte minutos, tiempo suficiente para que los vecinos me vieran como sospechoso de algo. Poco antes de cumplirse el minuto veinte, llegaba el señor Burgos… ( El otro día tuve que llamar al señor Burgos ara que me ayudara a bajar la lámpara de la sala. Ya sabes, es nuestro vecino más cercano. Él se me puso a la orden…). El vecino, siempre con cara de empresario cargado de certezas, me deseó buenas tardes y siguió muy lentamente rumbo al ascensor. Lo saludé en silencio (dentro de mí tampoco dije nada), siempre acompañado de mi buena memoria (por más que mi esposa dijera lo contrario, yo siempre mantenía sana mi memoria). Los abuelos me contaban relatos fantásticos. En especial recuerdo la colección de cuentos del tiempo de ida y vuelta. Los personajes eran espíritus que viajaban al pasado para resolver los problemas que dejaron inconclusos… A las once y veinte decidí seguir la ruta por donde el día anterior me había ido tras La ciclista (el Compás, cuánto daría por ver de nuevo ese Compás...). De pronto el sonido de una bocina me hizo dar un salto inesperado a la acera. Un camión cargado de piedras pasó desafiando la velocidad permitida en una calle tan estrecha. La velocidad de los camiones cargados de piedras siempre me hacía pensar que debía tomarme más en serio lo de caminar por las aceras. Pensé en la
distracción como un grave problema que quizá me hizo perder muchas oportunidades. La muchacha y su bicicleta, ¿por qué nunca antes había visto a esa mujer? Me detuve a observar el quinto árbol (¿su trabajo será fotografiar la vida ajena de los vecinos?). Más allá del árbol, hacia el sendero, no había nadie. En las ventanas de los edificios no había curiosos. Era normal que a esa hora de la mañana aún las ventanas permanecieran vacías. Pensé en Óscar; su bar estaba ubicado justo al frente, a la derecha. Óscar podría tener algunas respuestas. Me senté en la barra. Sonia, la camarera, me ofreció su atención por un asunto de rutina, pues ella sabía que cuando Óscar me viera se acercaría con la prisa del sacerdote rumbo al confesionario. Óscar conversaba con dos señoras, los tres sentados en una mesa cual amigos de toda la vida. Pero apenas me vio, el hombre fue hacia mí saludándome con ambas manos. Ese era el inconfundible saludo de Óscar para sus amigos pecadores. He aquí parte de la conversación que sostuvimos el martes 3 de junio de 2011. —¿Cómo amaneció, señor Silva? —No me vengas a joder con eso de señor Silva, Óscar. —Ve el lado positivo del asunto, cuando tu mujer te llame señor Silva te acordarás de mí y te dará risa. —Me dará tanta risa que ella me preguntará: ¿de qué se ríe, maldito señor Silva? —Tampoco veas todo el camino oscuro, alguien dijo por ahí que para que la luz brille hace falta la oscuridad. —Eso me suena a martirio, muy propio de tus reflexiones complejas. —No es tanto así, hermano, uno evoluciona. Estoy aprendiendo a sustituir lo complejo por lo concreto. —Me estás diciendo lo de siempre, la luz necesita de la oscuridad. —Y es así, querido amigo, pero más que el martirio ahora me interesa la concreción, el realismo. Si lo quieres ver más sencillo piensa que en cada puerta sellada existe un pasadizo secreto. —Óscar, no te vayas a ofender, pero ese discurso de puerta cerrada y pasadizo secreto no es propio de ti. Antes me invitabas a nadar en la profundidad, ahora me invitas a la superficie. —Ya te lo dije hermano, estoy aprendiendo a sustituir lo complejo por lo concreto. —Eso me recuerda a la contabilidad. —Eso significa que somos colegas, señor Silva.
(…me recuerda la contabilidad después de graduado…) —Dime, Silva, ¿eres apocalíptico o eres estúpido? —¿Cómo es eso, Óscar? —El mundo de hoy se divide entre apocalípticos y estúpidos. Los primeros no ven salida a los graves problemas de la raza humana, mientras, los segundos no se han dado cuenta de que la raza humana tiene graves problemas. —Óscar, ¿debo reírme o tú ya lo estás haciendo por mí? —No, hombre, sólo quiero animarte, te observo cargado de dudas. —Antes decías que las dudas eran necesarias. —Las dudas son necesarias si las utilizas para avanzar, para abrir puertas, pero son terribles si dejas que caigan sobre ti como una carga. Te terminan sepultando en vida. Ya sabes, en cada puerta existe un pasadizo secreto. —Quizá tengas razón, Óscar, pero en este momento no me está sepultando ninguna duda, o por lo menos, no las dudas que tú imaginas. —¿Ah no? Entonces, ¿qué duda tan maravillosa es esa que no te sepulta sino que te impulsa? —Óscar, tú que pasas el día en el bar, ¿desde la barra no habrás visto a una ciclista que ayer se detuvo en el árbol de la cuadra de enfrente? —Es posible; ¿era alta, cabeza rapada y un tanto pasada de peso? —Me estás tomando el pelo. —Claro que te estoy tomando el pelo hombre, en este barrio no hay muchas ciclistas, y menos que llamen la atención. —Entonces, ¿sí la has visto? —Todos la hemos visto, estás hablando de una ciclista morena que acostumbra a usar vestidos de playa. —Sí, estoy hablando de ella. —Es “la ciclista de las soluciones imaginarias”. —¿La qué? —“La ciclista de las soluciones imaginarias”. —¿Qué quieres decir con eso, Óscar? —No conozco su nombre, esa mujer es nueva en el barrio, no debe tener ni una semana de mudada, pero un vecino tuyo la bautizó como “la ciclista de las soluciones imaginarias”.
—¿Un vecino mío? —Sí, el señor Burgos, el contratista. —¿El señor Burgos? ¿Ese sujeto es contratista? ¿Qué tiene que ver el señor Burgos con La ciclista? —Lo de contratista es una historia aparte, aunque es posible que tenga que ver con el desprecio que siente por esa ciclista. Pero me extraña que tú, que trabajaste en el Ayuntamiento, no sepas que tu vecino es contratista. En los años 80 del siglo pasado el señor Burgos evitó la quiebra del Ayuntamiento, ¿acaso no te enteraste? El señor Burgos cuida con celo y sobrada razón el porvenir de nuestro barrio. Para él La ciclista es una excéntrica, una patafísica. —¿Pata qué? —Patafísica, la ciencia de las soluciones imaginarias. —¿Qué es eso, hombre? —La patafísica, la ciencia de lo inútil, debe su creación al escritor francés Alfred Jarry cuando hacia finales del siglo XIX escribió una obra que más tarde sería considerada el punto de partida de esta materia: Gestas y opiniones del Doctor Faustroll, patafísico. —Vaya, se ve que has estudiado mucho el tema, pero, ¿qué tiene que ver con La ciclista… y con el señor Burgos? —El señor Burgos considera que no debemos menospreciar la imaginación infantil de esa mujer, porque un día de estos podría subvertir la razón de los vecinos y volvernos locos a todos… Pero paciencia, paciencia, amigo Silva, vamos por partes. Primero con la patafísica… Alfred Jarry, quien por cierto tenía la bicicleta como su transporte favorito, dejó un camino si se quiere opuesto al pragmatismo actual. La patafísica es una provocación a la realidad; imagina hasta lo más mínimo, pero siempre de otra manera. Una realidad paralela, un lenguaje, un calendario; la patafisica se inventa sus propios códigos, que al mismo tiempo no lo son porque no intentan pisar suelo firme. Son códigos que no pretenden nada. Algunos dicen que la patafísica tiene el plan de desubicar lo establecido, y eso causa angustia a la mayoría. —No comprendo, Óscar, ¿qué angustia puede ocasionar algo que no tiene sentido? —Justamente eso, amigo, el sin sentido atenta contra el sentido común que rige el orden de una sociedad. —¿Tú practicas la patafísica? —No, para nada… simplemente soy un curioso de los movimientos absurdos
que pretenden cambiar la realidad; investigo por diversión, para matar el tiempo. —¿Y qué tiene que ver todo esto con La ciclista? —Si ves en la prensa un aviso que diga necesito alguien para montar máquina de aire, deberías leerlo dos veces, pues si el anunciante fue un patafísico lo más probable es que esté solicitando alguien para montar una máquina que nunca existirá. La patafísica es un juego que nunca olvida su condición de juego. No olvides que un juego deja de ser juego cuando los jugadores pierden el sentido de la diversión. La patafísica se ocupa de imaginar máquinas o inventos que nunca serán creados. Sólo le interesa lo inútil como una vía para restarle seriedad al valor absoluto de las cosas o de los fines. El estudio de lo insólito y de lo insignificante le hace perder peso a la rutina que basa su diseño en la confusión y el miedo. Es como un juego de niños que se burla de la forma como los adultos han sobreexagerado la actuación de sus vidas. La patafísica no contradice la vida cotidiana, simplemente abre un camino paralelo. Le resta importancia a los valores “indispensables” que condicionan las relaciones humanas en la sociedad materialista. La patafísica es un ejercicio de la imaginación para encontrar nuevos caminos. —Amigo Óscar, siempre aprecio mucho tus palabras, pero esta vez siento que me estás desubicando. —Me haces reír, querido patafísico. —¿Yo pata-físico? —Los patafísicos dicen que todos, aún sin saberlo, somos patafísicos, porque todos practicamos la inutilidad. Si estás desubicado eres patafísico. Y si yo soy el causante de esa desubicación, pues también soy patafísico. —Debo irme, los niños están por llegar, me retiro de las clases de… patafísica. —¿Recuerdas que te dije que la patafísica se encarga de investigar lo inútil? —No tengo tiempo, Óscar. —¿Has visto la mochila que lleva La ciclista? —Sí, lleva una mochila, como cualquier persona. —En su mochila lleva una cámara fotográfica con la que investiga la falsa realidad de nuestro barrio. —¿La falsa realidad de nuestro barrio? —Hace 107 años los antepasados de La ciclista crearon este barrio para otros fines.
—¿Y qué fines fueron esos? —Sus antepasados idearon este barrio como una residencia de inventores. —¿Un lugar exclusivo para inventores? —Sí, amigo Silva, tú lo has dicho, un barrio exclusivo para inventores donde no cabían las familias normales. —¿Y qué ocurrió luego? —La justicia se encargó de darle al barrio un sentido de equidad. A pesar de los problemas económicos hemos logrado alcanzar el desarrollo. Hoy en día aquí cabemos todos en buena medida gracias a que el señor Burgos evitó la quiebra del Ayuntamiento. —Me cuesta creer que la mala de la historia sea La ciclista. —No puedo continuar, acaba de llegar el señor Burgos y no es conveniente que nos encuentre hablando de La ciclista. Sólo te pido que te alejes de esa mujer, el señor Burgos no le perdonará que pretenda jugar con la realidad de nuestro barrio. Te dejo. Capítulo 6
La realidad del barrio Las historias de Óscar me trastocaron parte del día. La tarde la pasé vagando por las transversales. Me costaba creer que La ciclista defendiera un objetivo elitista para nuestro barrio. Si en los edificios sólo pudieran vivir inventores, ¿qué sería de los obreros y sus familias? Las callejuelas me sirvieron para serenar el paso. En cierta forma cojear me ponía más nervioso, lo que no dejaba de ser una reacción absurda ya que del pie derecho comenzaba a cojear a causa de los nervios. Pero las callejuelas me devolvieron cierta calma; en el pasado fui un hombre calmado. Ya de niño era calmado, mi padre era un hombre calmado. Pasaban los años y las callejuelas del barrio se mantenían como el archivo tangible de nuestra memoria. Las mismas calles empedradas; los grandes balcones cargados de plantas; los negocios de siempre; la zapatería, la sastrería; la farmacia; el abasto de dulces tradicionales; la plaza, el punto a donde conducían todas las callejuelas. La plaza de la Constitución, frente al ayuntamiento, siempre tenía un lugar para quienes recorrían el barrio en las horas que se suponían familiares. Al lado, la policía municipal. Más abajo, la iglesia donde contraje matrimonio. Y en alguna esquina, entre callejuelas, el hospital. Con el tiempo aumentaron las callejuelas, como si en nuestra memoria
se hubiese levantado un laberinto. Al caer la noche llegué al edificio. Mi edificio. La calma cayó derrotada ante la sorpresa que me produjo encontrarme en el pasillo principal a mi mujer conversando con el señor Burgos. Apenas me vieron cada uno se distanció del otro para entregarme el mismo saludo. Hola. Algo me hizo suponer que el diálogo que tenían era secreto. Mi mujer se acercó a mí y los tres (él un tanto alejado) avanzamos hacia el ascensor entregados a un silencio que dejaba más espacio a las interpretaciones que a las palabras. No estoy seguro, nada seguro, pero cuando entré me pareció escuchar que el señor Burgos le decía a mi mujer algo sobre la realidad de nuestro barrio. En la cama, boca arriba, entre recuerdos y suposiciones. ( ¿Has visto el bolso que lleva La ciclista?; el señor Burgos no le perdonará que pretenda jugar con la realidad de nuestro barrio… la realidad de nuestro barrio), intenté adivinar si mi esposa estaba despierta. Conversar con ella en la cama era asunto complejo, pues apenas se acostaba giraba hacia su lado y cerraba los ojos. Había que hablarle y esperar que ella, en caso de que estuviera despierta, se dignara responder. Disculpa, querida, ¿cuál es la realidad de nuestro barrio? De improvisto, se giró hacia mí como si fuera a contestar un inesperado ataque. Señor Silva, sólo a usted se le podía ocurrir preguntar por la realidad de nuestro barrio. ¿Que cuál es la realidad de nuestro barrio? ¡Así será de inútil su vida que a esta edad aún no sabe cuál es la realidad de su barrio! ¡Su barrio, señor Silva, el barrio a donde llegaron sus abuelos, el barrio donde nacieron sus adres y sus hijos...! ¡El barrio, señor Silva, su barrio! Dejándome el eco de sus gritos (¡El barrio, señor Silva, su barrio!), ella regresó a su lado. Yo quedé en mi sitio, golpeado, hundido; temiendo que ese espacio de cama tampoco fuera mi lugar. Últimamente mi esposa me ganaba todas las batallas; ni siquiera yo tenía claro si me interesaba combatir con ella. Sin embargo, una y otra vez le aceptaba el reto, siempre para perder. Me había convertido en el payaso que amenizaba los rigores de su furia. Otra vez tenía que cerrar los ojos y dormir para escuchar en sueño la frase con la que ella se despedía: Siga en paz y por buen camino, señor Silva… En algún momento de la tarde regresé al bar. De entrada no vi a Óscar; la camarera limpiaba la barra. Sólo había un cliente, era un hombre que, a uzgar por los tropezones que daba contra las mesas, estaba pasado de tragos. Eran poco más de las cinco, a esa hora normalmente había gente en el bar. Pensé que podía celebrarse alguno de los fastidiosos días de fiesta local o nacional; pero algunos sucesos del día (los niños fueron al colegio, mi esposa al trabajo) me confirmaron que ese día no se celebraba nada. Desde la barra Sonia me dijo
que Óscar había salido a hacer una diligencia. Le pregunté algunos datos de la diligencia (¿A dónde fue?; ¿Con quién anda...? ¿A qué hora regresa...?), pero ella insistió que no sabía absolutamente nada. Entonces cedí a la desesperación que me había llevado de vuelta al bar, ¿Sabes algo sobre un veneno para ratas que vende Óscar? La camarera retrocedió dos pasos (por poco se estrella contra el estante de los licores) y me dijo no, más con la cara que con las palabras. El miedo de Sonia alimentó mi propio miedo y partí, creo que sin despedirme. El miércoles 4 de junio me levanté muy temprano. Mi mujer se echaba crema frente al espejo. A ella le extrañó que a esa hora me levantara camino a la ducha. ¿Adónde va a esta hora, señor Silva? El sonido del agua evitó mi respuesta. Ella, que nunca aceptaba una derrota, abrió la cortina y observó mi desnudo más para quebrarme la voluntad que por lo que mi cuerpo le hubiese podido haber dicho (…si ella hubiese querido…). Salí de la ducha, le pasé por un lado y le dije que tenía una cita. ¿De trabajo, señor Silva? ¿ Alguien se ha interesado en sus servicios, señor Silva? ¿Acaso necesita que le busque su formulario para que se lo lleve como aval curricular? En silencio, dispuesto a no escucharle, me senté en la cama y me probé varios pares de calcetines. Mi mujer retomó su tratamiento de crema, convencida de que otra vez suspendería mi salida para buscar el formulario. Al rato, ella partió dejando en el aire un beso representativo de su existencia. A las siete salí a la calle como un trabajador más de los muchos que salían de los distintos edificios, todos a correr en zigzag o en línea recta entre el tráfico automotor de las mañanas. Me acerqué al primer vecino que me pasó al lado. Oiga, señor, por favor. Era un hombre de unos sesenta años, llevaba un viejo y abultado maletín de cuero. En alguna ocasión lo llegué a ver hacia el final de la tarde, entonces no nos dijimos nada más que no fuera hola. Ante mi llamado, el sujeto se detuvo extrañado sin dejar de ver su reloj de pulsera. Buenos días, vecino, dígame. Tragué saliva con dificultad y le pregunté algo que seguramente a partir de ese instante me costaría su confianza. La irrupción de las bocinas me hizo levantar la voz. Disculpe que le quite un poco de su tiempo, ¿me podría usted decir cuál es la realidad de nuestro barrio? El sujeto me vio con tal mezcla de extrañeza y molestia, que de inmediato se me ocurrió una mentira para justificar mi pregunta. Soy encuestador. Se trata de un nuevo estudio que le han contratado a la empresa donde trabajo. El hombre sujetó con fuerza su maletín, vio la hora y saboreó la saliva como esos expertos que sienten que todo cuanto opinan es una obviedad. La realidad del barrio es trabajar. Es la ley de la vida, dijo. Luego partió deseándome buena suerte sin dejar de ver la hora.
Durante un rato me quedé contemplando la ruta de los trabajadores; todos, en medio de la rapidez, en algún momento enviaban un mensaje por el teléfono móvil; unos llevaban maletín y otros carpeta. Yo no enviaba mensajes, tampoco tenía maletín ni carpeta, ni siquiera bolígrafo; mi único recurso, como encuestador, tendría que ser la memoria. Minutos más tarde me atreví a repetir la pregunta, esta vez a una simpática joven que, según me pareció recordar, vivía en la planta baja de mi edificio. Hola vecina, espera un momento, no te quitaré mucho tiempo. Estoy haciendo un estudio sobre la realidad del barrio. ¿Sabes tú cuál es la realidad del barrio? La chica suspiró; es posible que nunca nadie le hubiera formulado esa pregunta. Ella, sin dejar de caminar, ensayó una sonrisa. Señor Silva, me da mucha pena por usted, pero yo no sé mucho de esas cosas. Mejor pregúntele a mi padre, él debe venir por ahí. Él siempre sale a su trabajo con una hora de ventaja, es un hombre muy cauteloso con el tiempo pero seguramente lo atenderá. La muchacha se excusó. ¡ Hoy tengo examen de física, deséeme suerte!; y se perdió entre la gente. Tuve enormes deseos de ir en su busca y preguntarle si le hubiera gustado vivir en un barrio de inventores. Pero no pude, no me atreví. En mi paso, sin querer, desvié la mirada hacia el conductor de un camión cargado de piedras. El hombre tocaba la bocina como un desesperado que sabe que de la prisa depende su vida. Hacerle la encuesta a ese conductor hubiese sido un acto suicida. Eran las sieste y media, la hora en que muchos trabajadores en lugar de caminar corrían. Como uno más, apresuré el paso (el trote era mi carrera), esta vez no cojeaba. Minutos después me separé del conglomerado y sin dejar de trotar me interné en una callejuela. No paré hasta llegar al kiosco de periódicos de la plaza la Constitución. Seguramente el señor Valencia tendría alguna respuesta lógica; él, al igual que Óscar, quizá por la cantidad de personas que trataba a diario, debía tener una visión acertada de la realidad de nuestro barrio. Amigo Silva, la realidad de nuestro barrio no es muy distinta a la realidad de otros barrios. Al fin y al cabo es la misma realidad para todos. Unas personas piensan de un modo, otras piensan de otra forma, pero cada quien piensa a su manera sólo cuando está dentro de su casa. Amigo Silva, en la calle la cosa es muy dura como para estar planteándose nuevos problemas. La realidad del barrio es trabajar de lunes a viernes… Dichosos los que aún tienen dos días de descanso. Creyentes y ateos tienen que bregar con la realidad. No hay para más. Ponerse a inventar sería fatal en medio de tantos problemas. ¿O acaso le podemos pedir a un padre de familia que invente una realidad cuando sus muchachos lo que necesitan es comida? No todo el mundo tiene la fortuna de preguntarse cuál es la realidad de su barrio. Algunas personas tienen los fines de semana para
inventarse algo, pero no se crea, cada vez son menos las personas con fines de semana libres… Usted, amigo Silva, en cierta forma, es un afortunado. Debe ser que tiene tiempo o que le está yendo muy bien para que se haga este tipo de reguntas. Ya le digo, cada vez la gente se pregunta menos cuál es la realidad de su barrio. Eso quedó para las Juntas de condominio o para los ayuntamientos. La gente que se dedica a eso tiene tiempo de convocar reuniones para lantearse, entre ellos mismos, cuál es la realidad de su barrio. ¿Acaso usted forma parte de una Junta de condominio, o ha regresado a su puesto en el yuntamiento, apreciado señor Silva? Con la mano levantada me despedí del señor Valencia; él me vio extrañado. Las callejuelas, otra vez las callejuelas vacías. La plaza sólo podría esperarme a mí, y me había ido. Con dificultad intenté regresar a la calle principal, los pies me pesaban. Me incomodó la suposición de hombre afortunado que me había atribuido el señor Valencia. Los niños a la escuela, los hombres y las mujeres al trabajo. La calle principal era muy angosta pero tenía espacio para que los vecinos sortearan el tráfico de coches y camiones cargados de piedras. Las bocinas eran el golpe de desesperación de los conductores y el impacto de angustia de los transeúntes. Por el medio de la calle, entre los vehículos, avanzaba una señora vestida como ejecutiva de oficina importante. Era la señora que el pasado lunes le dio la bofetada a su hijo (¿dónde habrá dejado al niño?, ¿le habrá dejado castigado en su casa?); no llevaba guante en ninguna de las manos. La mujer pasó a mi lado y se perdió entre la gente. Yo también iba por el medio de la calle, sorteando vehículos y personas. A los lados pasaban rostros conocidos que al cruzarse entre ellos dejaban de ser familiares. Se hacían parte de una masa extraña que integraba individuos, automóviles y camiones. A las nueve de la mañana la calle principal quedaba vacía; a veces alguien salía de un edificio, o de una esquina; en otro momento el motor de un camión cargado de piedras destrozaba el silencio. Hubo un instante sin personas. Era la tercera vez que pasaba frente a mi edificio; para entonces cojeaba. Me detuve deseando ver a alguien. El bullicio era otra forma de vacío. Un ruido exterior prolongado en el pensamiento. ( El niño de la bofetada castigado en su casa; mis tres niños en el colegio; mi mujer en su trabajo; Óscar en sus diligencias; Sonia camino al bar. El señor Valencia tenía puesta una correa azul como la que usaba mi padre…) De pronto escuché unas llaves; el sonido venía del edificio de enfrente. Creí que había llegado el final de la mañana; el reloj me hizo comprender que cada vez que recordaba cosas me confundía con la hora. La muchacha morena salía del edificio con su bicicleta. Traía la cabellera recogida
en una cola; con su sonrisa parecía saludar a todo el mundo, pero no saludaba a nadie; o por lo menos no a nadie visible. Su vestidito azul se movía en torno a las formas que marcaban los ejes de su cuerpo. La mochila hacía la presión exacta (la bendita presión de la mochila de cuero). Sin darse cuenta de mi presencia montó en la bicicleta y pedaleó con fuerza. Poco después dejó de pedalear y se dejó llevar por el impulso de las ruedas. No conforme, quitó las manos del manillar y levantó su cuerpo con la precisión de una acróbata. Movió la cabeza y los brazos hacia la izquierda, giró un poco la pierna derecha hacia atrás y su equilibrio recayó en la pierna izquierda. La ciclista partió calle abajo viajando inmóvil sobre un pedal. Sería fotógrafa, ciclista de soluciones imaginarias o tal vez patafísica, pero aquella mañana ella simuló la figura de una Bailarina sobre bicicleta... Capítulo 7
Diatriba Bailarina sobre bicicleta , lástima que el nuestro fuera un barrio sin música. La contemplación de la figura, como si me hubiera quedado detenido en la ensoñación de la imagen, me hizo perder a La ciclista. Cuando reaccioné ya era demasiado tarde, no había rastro de ella. Ralenticé el paso y seguí por la calle principal. La lentitud, que tenía algo de ensoñación, me llevó hasta el bar de Óscar. Sonia servía algunos desayunos en las mesas; Óscar atendía la demanda de café en la barra. Como en todos los días de las otras semanas, los pedidos eran más cafés que desayunos. Apenas me vio, Óscar me saludó con las dos manos y me hizo señas para que me acercara a la barra. —Buenos días, amigo, ya traigo tu café. La rutina siguió su curso, a Óscar parecía no extrañarle que visitara su bar dos mañanas seguidas. —Óscar, ¿has visto las figuras que La ciclista hace sobre su bicicleta? Óscar frunció el ceño y sonrió, pero su sonrisa era forzada. —¿Figuras dices? Supongo que hará las figuras que hacen todos los ciclistas. —No, Óscar, las figuras de esta mujer están en otra dimensión, es posible que se trate de la dimensión del arte, de la ciencia o qué sé yo cuál dimensión; no sé, quizá no le has prestado la suficiente atención, pero te digo que las figuras que esa mujer hace sobre la bicicleta son únicas. Óscar siguió repartiendo café entre los distintos clientes de la barra, después
regresó a mi puesto con la cara un poco más seria. —Amigo, estás viendo lo que quieres ver. Son las figuras de cualquier ciclista. No hay más, otra cosa existe sólo en tu imaginación. Creo que esa mujer está afectando tu perspectiva de la realidad. —Disculpa, Óscar, pero me cuesta creer que no hayas distinguido las figuras de esta mujer a las del resto de ciclistas. —A ver, ¿de qué figuras hablas? —El lunes la vi hacer el Compás; fue impresionante, era eso, un compás humanosobre la bicicleta. Ayer no la vi, me perdí su figura del martes. Pero esta mañana esa mujer se fue por la calle principal haciendo la figura de una Bailarina sobre bicicleta. Óscar me escuchó con atención. Mientras relaté mi breve experiencia como observador de las figuras de La ciclista, él me observaba como si supiera de qué estaba hablando. —Óscar, tú la has visto hacer esas figuras, ¿verdad? Óscar asintió lentamente con la cabeza. Luego recorrió la barra preguntando quién quería algo. Desde mi lugar le llamé, él fue hacia mí intentando simular su incomodidad. —Óscar, ¡ser testigo de las figuras de esa ciclista es algo maravilloso! Entonces Óscar cambió su natural estado de comprensión y me acercó su cara cargada de disgusto. Pronunció tan lenta y rabiosamente cada sílaba que retrocedí sintiéndome amenazado. Nunca se había comportado así con ningún amigo. —En los pocos días que lleva esa ciclista en el barrio, es posible que yo también me imaginara alguna de esas figuras que tú señalas. Pero fue sólo eso, imaginación, abstracción, la nada, la nada, ¿entiendes? ¡Pérdida de tiempo! La ciclista de las soluciones imaginarias 45
—Pero, Óscar, no es posible que dos personas, en distintos momentos, se imaginen lo mismo en torno a acontecimientos determinados. Óscar se distanció un poco, me atrevería a decir que hundido en una batalla entre sus pensamientos y sus acciones; para él no podía ser fácil traicionar su coherencia. Poco después se acercó de nuevo, esta vez intentando encontrar su
tono normal de cordialidad. —El señor Burgos tiene razón. Esa mujer hace las mismas figuras que cualquier ciclista. Lo único diferente es que ella juega a que nos imaginemos otra cosa gracias a su belleza y a su vestidito de playa. ¿Un compás? ¿Qué ciclista no hace un compás cuando se levanta apoyándose en los pedales? ¿Una bailarina sobre bicicleta? ¿Qué ciclista habilidosa no sería capaz de simular una bailarina sobre bicicleta? Óscar me hizo pensar que la imaginación a veces me jugaba una mala pasada. Hasta me sentí ridículo (Creo que he sido un observador ridículo. La vida les asa factura a los observadores ridículos. La vida me está pasando factura. No se puede llegar a viejo hundido en la ridiculez sin que un golpe nos devuelva a la verdad de las cosas). Óscar golpeó la barra. Luego supe que con el golpe pretendió hacer una gracia que nos devolviera al punto de la amistad. Despierte señor Silva, gritó con su voz cordial de siempre; pero, en un primer momento, además de asustarme, lo asumí como si se tratara de la profundización de su extraño acto de agresión. —¡Vete a la mierda con tu maldito bar, Óscar! ¡Yo no soy ningún observador ridículo! Me sentí aturdido en medio del silencio que en todo el bar había provocado mi grito. Los clientes me veían como si alguna extraña bestia extraña se hubiese apoderado de mi existencia. Intenté calmarme, el miedo al ridículo me obligaba a buscar la calma. No obstante, una nueva intervención de Óscar alteró mi intento de equilibrio. —Querido amigo, el señor Burgos me dio un sano consejo que ahora te daré yo a ti: no te acerques a esa ciclista, es peligrosa. —¿Peligrosa? ¿Llamas peligrosa a una insignificante ciclista que sólo pretende rescatar la idea original del barrio? —No me digas Silva que apoyas una idea exclusivista que atenta contra los trabajadores. —Yo no he dicho eso... Sonia se acercó a Óscar y le dijo algo al oído. Óscar se me acercó y me dijo en voz callada: —Te podía tolerar muchas cosas, pero nunca que pretendieras comprar mi veneno de ratas. Lárgate de mi bar, tú eres un tipo peligroso. Sin oponer resistencia salí del bar. Retomé el camino a casa. El quinto árbol;
nuestra calle principal. De cada lado un edificio; aquí la lavandería, allá la farmacia, en la esquina una de las cuatro panaderías; luego otros edificios y más edificios con ventanas vacías. La sastrería, no recordaba con exactitud si había cerrado para siempre. Temiendo encontrarme dentro de un barrio cerrado me fui dando tumbos, esta vez no cojeaba de un pie sino de los dos. El veneno, no saber si había pretendido comprar un veneno en un sueño o en la realidad, se convirtió en una daga infinita que amenazaba con asesinar mi noción de la verdad. ¿Un compás? ¿Qué ciclista no hace un compás cuando se levanta apoyándose en los pedales? ¿Una bailarina sobre bicicleta? ¿Qué ciclista habilidosa no sería capaz de simular una bailarina sobre bicicleta? Capítulo 8
La identidad del contador público A mitad de la tarde del miércoles 4 de junio, me refugié en el piso. Tenía que dejar atrás las diatribas que, en las primeras horas del día, me hicieron imposible la vida en la calle. No hijos, no esposa; tenía que aprovechar el tiempo para recuperar mi noción de las cosas. ¿Qué cosas?, fue lo primero que me pregunté. Soy contador público certificado, aprobé el título universitario en México, poco antes de regresar a España. Pero, ¿cuánto tiempo ejercí en España ininterrumpidamente antes de quedar desempleado? Durante un buen rato permanecí detenido detrás de la puerta, sin tener claro mi pasado laboral. Sabía que en México llaman contador público lo que en España se denomina contable. Recordé que recién graduado eso me representó un conflicto hasta el extremo de que imposibilitó mi concreción de trabajo. Claro, ese era mi conflicto, no era un conflicto de la formalidad de los puestos. El miércoles, como había hecho aquellos meses de confusión laboral, busqué información. En un pasado recorrí oficinas, bibliotecas y archivos; en el presente, internet tendría que reafirmarme aquellas respuestas… Wikipedia… Contador público: Contador Público, Contador Público Nacional, Contador Público Colegiado, Contable, Licenciado en Contabilidad, Contador Público y Auditor, Contador Auditor, Contador Público Autorizado, Contador Público Certificado o simplemente Contador (que suele abreviarse Cr., Cdor., C.P.C., Cont., C.P., C.P.N., C.P.A. o L.C.P.F.) es un título universitario de grado. Es el profesional dedicado a aplicar, manejar e interpretar la contabilidad de una organización o persona, con la finalidad de producir informes para la gerencia y
para terceros (tanto de manera independiente como dependiente) que sirvan a la toma de decisiones. Contabilidad: Ciencia social que se encarga de estudiar, medir, analizar y registrar el patrimonio de las organizaciones, empresas e individuos, con el fin de servir en la toma de decisiones y control, presentando la información, previamente registrada, de manera sistemática y útil para las distintas partes interesadas. Posee, además, una técnica que produce sistemáticamente y estructuradamente información cuantitativa y valiosa, expresada en unidades monetarias acerca de las transacciones que efectúan las entidades económicas y de ciertos eventos económicos identificables y cuantificables que la afectan, con la finalidad de facilitarla a los diversos públicos interesados. Si antes acudí a los supuestos de las personas que me tropezaba en la calle, ahora tendría que acudir a los supuestos de los usuarios de los foros virtuales… Mónica: La función de un contador público es llevar la contabilidad de una empresa. En esto no podemos olvidar que la primera y más difícil de las empresas es el hogar. De ahí que la primera experiencia de un contador es la economía hogareña… Agustín: Para ser contador público no basta con estudiar, puedes estudiar todo lo que quieras pero eso no te legaliza. Para poder ejercer hay que colegiarse… José Luis: Un contador es una persona que tiene un sello que le da permiso para ayudarte a resolver los problemas tributarios… Mercedes: El contador es el profesional capacitado para esquematizar los resultados de una gestión… La ciclista de las soluciones imaginarias 49 Carolina: El contador público deberá elaborar balances siempre apegado a la ética del ejercicio profesional… Javier: Un contador es la persona que te saca de apuros… Marcos: El contador es el hombre del maletín que impide que violes las leyes… Sabía que en alguna otra página encontraría información sobre las diferencias entre contable y contador público… ¿Existen diferencias entre contable y contador público...? Francisco: Contable, contador público, contabilista, contabilizador. Necesito que alguien me diga cuál es el término correcto. Paula: No es lo mismo un contable que un contador. Contador público es una carrera universitaria. Los titulados en esta especialidad son los únicos autorizados a validar los estados financieros de las empresas. Contable es un
empleado que no necesariamente ha estudiado administración de empresas. Miguel: Pero mi mamá no estudió y siempre le cuadran las cuentas, ¿cómo se llama eso? Rebeca: “Contador” es un anglicismo; el amigo que nos ayuda a cuadrar las cuentas se llama contable. Antonio: Miguel, lo de tu mamá se llama magia, no busques ese título en la universidad porque no lo vas a encontrar. Mario: Rebeca, contador público se le dice en México y es tan correcto como contable. ¿Okey? ¡ México; México es la respuesta correcta!, me dije con la emoción del concursante que le quedaba un segundo de juego. Cómo olvidar mis años de estudio en México. La pensión de la señora Ana; mi compañero de cuarto, el doble de Jorge Negrete; el puesto de tamales de la planta baja; la inmobiliaria del señor Gabriel, mi primer empleo; el club de los contadores renegados; los intercambios en el burdel de Pastora (balances por sexo); la ruta de las temporadas especiales (el día de los muertos; el día de la Independencia en el Zócalo; el disfraz de vieja en la peregrinación a la Basílica de Guadalupe…). Valentina, mi novia mexicana…Cuánto me hubiese gustado ser mexicano. Los abuelos también me leían poesía irlandesa. Recuerdo que leían mucha oesía de William B. Yeats. La abuela contaba que el poeta Yeats dijo que llegaría el tiempo de la poesía espiritual en que vivos y muertos se acercarían mutuamente… Capítulo 9
El veneno Mi esposa me encontró en el sofá revisando los viejos libros de contabilidad que me ayudaron a resolver más de un problema en el Ayuntamiento. Durante años esos libros se mantuvieron guardados sobre el armario de nuestra habitación. Su rostro habló por ella ( Dios mío, ¿cómo se te ocurre montar esos cachivaches en el sofá?). Su rabia era pensada. Es posible que en su pensamiento fabricara una actuación para que yo me molestara. En ese estado se dirigía a mí de usted. El pánico, en cambio, como pánico al fin, era incontrolable. Por ello cuando mi esposa entraba en pánico yo volvía a ser tú (tú, estorbo; tú, peso; tú, mierda. Mierda, siempre mierda que te pudre la existencia y alcanza para amenazar el buen olor de toda la familia…). Y su voz temblorosa repitió lo que hace poco
expresó su rostro. Dios mío, ¿cómo se te ocurre montar esos cachivaches en el sofá? Tú, estorbo; tú, peso; tú, mierda. Mierda, siempre mierda que te pudre la existencia y alcanza para amenazar el buen olor de toda la familia...). A ella esos libros le traían recuerdos de nuestra etapa estable. Para entonces yo trabajaba en la oficina de Contabilidad del ayuntamiento. Ese fue el primer y único trabajo que conseguí cuando llegué de México con el título en alguna maleta y los recuerdos tan vivos que pasé dos años deseando volver. En ese segundo año la conocí a ella; se sentía defraudada de las diferencias que había entre el esfuerzo y la recompensa de su profesión de docente. La pasión y luego la necesidad de mejorar fueron puntos que impulsaron la unión. Los 14 años de servicio en el Ayuntamiento me hicieron confiar en la estabilidad, en la línea recta, en el “no hagas nada más allá de lo debido”. Todas mis inquietudes mexicanas se entumecieron para dar paso al burócrata más inútil de la historia. Ella se aferró a ese terrible sujeto que se confundía con las paredes del edificio municipal. Una vida aburrida bajo suelo firme era menos peligrosa que la vida de bohemio que traía en el alma el muchacho del Club de los contadores renegados. De pronto, mi esposa me cerró bruscamente el libro que tenía sobre las piernas y me pidió una explicación: Señor Silva, le exijo que de inmediato me diga para qué usted quería comprarle un veneno a Óscar. El veneno, primero Sonia y después mi esposa. Otra vez la daga infinita pretendía asesinar mi noción de la verdad. Superar aquel momento no fue fácil. De un lado tenía un libro de contabilidad y mi mujer; del otro, un precipicio. Apreté muy duro el libro e intenté ver con ternura a mi esposa. Ella no podía ser tan miserable; era humana, era imposible que se hubiera transformado en una cosa odiosa las veinticuatro horas de cada día. En el pasado ella me dio ternura, me dio sexo del bueno durante tanto tiempo que no sería honesto creer que quince años después no tuviera para mí un minuto de belleza. De repente volví a ver la buena intención en su mirada; en aquel sofá que olía a matrimonio viejo, sentí el regreso de su nobleza. Pero mi esposa sabía vestir muy bien su traje de piedra. ¿Qué le pasa, señor Silva? ¿Acaso extraña sus libros de contabilidad? ¿O extraña el edificio municipal? Despierte, señor Silva, ya sé que apenas comienza la noche, pero no olvide que estamos en el siglo XXI, la burocracia de los hombres está muriendo para darle paso a la burocracia de las máquinas. ¿Acaso ya se dio cuenta de esa realidad? ¿Por ello quería comprarle a Óscar el veneno de ratas? ¿Es usted tan egoísta como para no pensar en sus tres hijos, señor Silva? Acto seguido me levanté. No sabía si sentirme loco o miserable. (¿Soñé que
compraba el veneno o efectivamente intenté comprar el veneno? Hay una testigo. Entonces intenté comprar el veneno. Pero juro que no recuerdo haberle edido el veneno a Sonia. Tengo buena memoria, siempre tuve una La ciclista de las soluciones imaginarias 53
excelente memoria. Mi memoria fue mi principal aliada en la contabilidad. Me estaré volviendo loco, pero yo nunca le pedí el veneno a la camarera. En todo caso, lo único seguro es que soy un miserable. Mi mujer piensa que el supuesto veneno era para mí; lo que no sabe es que, en un sueño o en la realidad, ese veneno era para ella.) Todo mi alrededor giraba o era yo quien giraba en torno a mi alrededor; no sabía si enfrentarme a mis pensamientos o a la incisiva mirada de mi mujer. Y necesité volver a tierra firme. Querida, quiero retomar la contabilidad, esa es mi zona, ese es mi mundo. Necesito que me ayudes a ser un buen contable en el siglo XXI . Ella me acarició la cabeza, su contacto fue áspero pero fue un intento importante. Sus manos trataban de desenredar mis cabellos; otra vez su respiración cercana; de nuevo al oído me decía que los niños asarían la noche en la casa de Hernancito. Y con la mirada me invitó a la habitación. Hubo algo en su paso que me recordó los primeros años de coqueteo. En el cuarto me hizo señas para que cerrara la puerta, se quitó la ropa y se metió debajo de las sábanas. Yo me quedé en calzoncillos y ella me llamó moviendo lentamente la cara. Enseguida me subí a la cama, la desarropé y bajé mi boca al nivel de su vagina (de nuevo su vagina). Ella me apartó con ambas manos y dijo que en ese momento eso no le provocaba. Me saqué el pene y lo intenté pasear (rosar, jugar, arrastrar…) del ombligo hacia arriba. Ella retrocedió y dibujó un no rotundo con el dedo y la cabeza. Sin un minuto más de tregua abrió un poco (sólo un poco) las piernas y con el dedo índice me señaló el lugar donde debía introducir mi cosa. Seguramente hicimos el amor; seguramente nos dormimos; seguramente mi mujer cumplió mi petición de ayuda. A la mañana siguiente el reloj sonó a las seis. Los dos abrimos los ojos seguramente al mismo tiempo; nos deseamos buenos días y nos dimos un beso puntual. El resto lo pude cumplir gracias a mi buena memoria. Si respetaba los turnos y mantenía la voluntad seguramente en breve tiempo recuperaría la rutina. El baño, el armario, el espejo. Mi mujer terminó de ponerse crema en los pies, yo la esperaba vestido de traje y corbata. Ella sonrió y me dio confianza. Un poco nervioso esperé que se vistiera. Una vez lista, ella quitó las pelusas de mi traje. Los dos sonreímos; estuve a punto de soltar una carcajada, pero era tarde, lo decía el dedo índice de mi mujer dando golpecitos sobre su reloj de pulsera. Y nos fuimos, ella a un nuevo día como maestra de cuarto curso y yo a buscar trabajo con la esperanza del primer día (cuando llegué de México).
Capítulo 10
Intento Jueves, 5 de junio. Muy temprano en la mañana, hice el papel de persona ocupada. Acompañé a mi esposa a la parada de autobuses; caminé a paso apurado, como todas las otras personas. Había menos automóviles que de costumbre. Con el poco tráfico había que tener mayor cuidado de la sorpresiva aparición de un camión cargado de piedras. Vi al señor del maletín (Yo también necesitaba un maletín, cinco días para dedicarlos al trabajo y dos para la familia); también vi a la chica del examen de física y del padre ocupado que salía a tiempo de responder encuestas. En algún momento entré como todos a un café para tomar rápido el desayuno. Alguna vez me dio risa el falso deseo que tienen los trabajadores en la mañana ( Ellos quieren creer que viven una buena vida); alguna vez sentí tristeza por la realidad de los sujetos que llegan derrotados por las tardes. Eso pensé en mi etapa mexicana, pero el jueves 5 de unio me volví a sentir uno entre ellos. La ley de la vida, diría cualquiera (uno entre miles). Se detuvo el avance de los vehículos, de nuevo reinaba el tráfico de cada mañana. Saludé a las abuelas que despedían a sus familiares desde los balcones; en zigzag adelanté a los automóviles que fumaban cigarrillos y se arrancaban los cabellos muriendo de nervios en la larga fila de sus máquinas buenas para nada. Un poco más tarde me hice el loco y me salí de la carrera para esperar detrás del quinto árbol. Debía dejar que los otros llegaran a tiempo a su trabajo. Yo llegaría más tarde, en realidad a ningún trabajo, luego de haber dado siete vueltas alrededor de la plaza. El bar de Óscar siempre era una buena opción para pensar las jugadas. A las once y veinte entré al bar de Óscar con la vergüenza del amigo que sabe que ha hecho algo malo. Sonia, apenas me vio, dejó de atender una mesa para ir hacia la barra en busca de Óscar. La camarera le dijo algo al oído y siguió su trabajo. Óscar me miró fijamente, no me saludó moviendo ambas manos. Algunos clientes me veían de reojo, durante las últimas horas debí ser el centro de los comentarios. Con una señal Óscar me invitó a la barra, yo acepté sintiéndome culpable de algún delito. Bastaron pocos segundos de silencio para que Óscar intentara romper la distancia. Señor Silva, ya le traigo su café . Los dos reímos a carcajadas, los curiosos regresaron la atención a sus asuntos. Sonia en cambio no me quitaba la mirada de encima, creo que me veía hasta cuando fingía que atendía a algún cliente. Cuando Óscar me trajo el café sentí deseos de pedirle disculpas, pero no sabía
exactamente de qué forma ni cuándo hice lo que supuestamente hice (Yo jamás intenté comprarle el veneno a Sonia). En cualquier caso reconocía que había sido grosero (¡Vete a la mierda con tu maldito bar, Óscar! ¡Yo no soy ningún observador ridículo…!). Al ver a Óscar frente a mí, con la amabilidad de antes, me sentí traidor de nuestra amistad (¿Peligrosa? ¿Llamas peligrosa a una insignificante ciclista?). Tomé un trago de café y quise expresar mi intención de seguir siendo su amigo. Como siempre, su café es excelente, señor Óscar. Óscar sonrió, yo solté una risita de alegría. Nunca antes, ni siquiera en juego, le había llamado señor; últimamente todos nos llamábamos señor. Óscar me dio una suave palmada en el hombro derecho, luego me saludó con ambas manos en señal de que la relación seguía intacta. Esta vez él soltó primero la carcajada, poco después yo le seguí. Desde el fondo del local la camarera no me quitaba la mirada de encima. Un segundo café me sirvió para contarle a Óscar mis nuevos pasos. ¿Qué te arece hermano? ¡Esta mañana comencé a buscar trabajo! Óscar me vio el traje como si antes no se hubiese fijado en mi vestimenta. No me diga, señor Silva, a ver si adivino, usted está buscando trabajo de contable… Entre risitas y carraspeos le conté algunas confidencias. Anoche mi mujer y yo nos reconciliamos, creo que volvimos a ser lo que éramos… Tú sabes, yo necesitaba su apoyo; de alguna manera quedé fuera de circulación con todo esto de las nuevas tecnologías. Ella en cambio siguió adelante, ininterrumpidamente, como quien dice, al paso de los tiempos; necesitaba su confianza… Óscar siempre fue el mejor amigo de los buenos tiempos del matrimonio Silva-Montero; de ahí su rostro de satisfacción ante mi testimonio. Me alegra hermano, no sabes cuánto me alegra, tanto por ustedes como por los muchachos, el regreso de la pareja modelo. Hace algún tiempo Óscar nos bautizó como la pareja modelo. Eso fue exactamente en la celebración del año número once de nuestro matrimonio (año uno, año dos, año tres, decenas de años). En el piso hicimos una pequeña fiesta con los mejores amigos del barrio. Hubo mucha comida, música, chistes y hasta nos atrevimos a montar el show de Dígalo con mímica (éste y otros tantos juegos eran un tanto irreverentes para las costumbres de nuestro barrio). Era el turno de mi mujer, interpretaba un capítulo de la serie de televisión Perdidos en el espacio. No obstante, su actuación duró pocos segundos, pues enseguida el señor Burgos adivinó el episodio y su día de transmisión. Mi mujer y el señor Burgos rieron, los invitados intentaron sonreír, no sabían cómo disimular la mirada de asombro. Enseguida Óscar intervino, imagino que para atajar suposiciones y
malos entendidos. Quiero brindar por el matrimonio Silva-Montero. Hoy celebramos los 11 años de unión de esta pareja amiga, lo que significa que ha superado la crisis de los 10 años. Por ello la bautizo como la pareja modelo. Todos los invitados aplaudieron, mi mujer aplaudió más fuerte y durante más tiempo. Yo aplaudí lo que pude. Esa noche, ya solos en nuestra habitación, la precisión de la respuesta del señor Burgos nos valió un fuerte enfrentamiento post celebración. Óscar chasqueó los dedos varias veces. Señor Silva, se ha quedado usted perdido muy lejos del bar. Intenté tomar el último trago de café que ya no quedaba en la taza y me despedí. Me marcho, tengo que seguir en la ruta antes de que me agarre el mediodía. Óscar me acompañó hasta la puerta; la camarera también, pero con la mirada. Óscar insistió en que no descuidara la alimentación. Le dije que el almuerzo estaba en la agenda y di media vuelta. De inmediato volví hacia él para intentar decirle algo que olvidaba. Óscar me aseguró que no era necesario. Hermano, déjelo así. Siga en paz y por buen camino. Saludos a su mujer. Me fui sin decirle nada más porque necesitaba huirle a los absurdos; preferí no preguntarme por qué Óscar acababa de decir una frase muy usada por mi esposa en sus recientes momentos de rabia simulada (Siga en paz y por buen camino). Caminé calle abajo, en sentido contrario a la ruta de mi edificio. Llevaba rato sin cojear, en aquel momento creí que más nunca cojearía. Todo estaba bien, incluso me llegó a fastidiar lo bien que estaban las cosas. En México el doble de Jorge Negrete me decía que para que las cosas estén bien del todo significa que algo hemos dejado de hacer. Óscar, en cambio, asociaba su positivismo a una especie de destino inquebrantable que él llamaba realidad. Hazte aliado de la realidad y se te abrirán todas las puertas. Una breve reconstrucción de conversaciones me hizo comprender que el apego de Óscar a la realidad era reciente; él siempre fue un consejero pragmático, pero jamás practicó una complicidad absoluta hacia la realidad. En los últimos días se comportaba como el jugador que apuesta según el guión de otro. Cada cabeza es un mundo, me dije en aquel momento y seguí caminando. En cada cabeza hay muchos mundos, decía el doble de Jorge Negrete. Óscar me aseguró que existe un mundo que deben descubrir todas las cabezas. Jorge y Óscar, pareciera que los dos vivieran en planetas diferentes. Un crimen, para Jorge era el resultado de una sociedad en problemas, mientras para Óscar era el resultado de un hombre con problemas. A veces quería perderme en un tercer pensamiento, otra matemática que me llevara a confiar en que el asunto era más sencillo de lo que creíamos.... La gente es buena, lo que pasa es que
cada quien no sabe lo bueno que son los otros. La calle está hermosa, no es hora de prisas; el clima ayuda. La vida ayuda, mi mirada ayuda, la mirada de los paseantes ayuda. Qué amable resulta a veces la mirada de los otros, también es posible que las otras veces mi mirada no fuera amable con la de ellos. Hay sintonía, lo importante es que ahora mismo no hay buenos ni malos sino caminantes que disfrutan de un agradable paseo. Cruzaré a la izquierda y en la ruta contemplaré el paisaje de mi barrio. Pasaré por la plaza dejándoles un rápido saludo a los vecinos y seguiré de largo rumbo a mi puesto en el Ayuntamiento. Capítulo 11
La propuesta del álbum de fotos Al pasar la puerta giratoria de la entrada del ayuntamiento, me increpó una joven que venía de salida: —Burócratas, niegan mi propuesta porque no les conviene la transparencia pública. La prueba que les traje demuestra el éxito social de mi propuesta. ¡Caso cerrado y viva la politiquería! Tras su acusación la mujer avanzó hacia la calle. Era ella ( el Compás; una Bailarina sobre bicicleta), vestida toda de blanco con franela y pantalones de lycra, a pie y enfurecida pero era La ciclista. Verla al nivel del suelo, sin vestidito de playa y a poca distancia trastocó mi capacidad de respuesta. Algo en ella me recordó el aire; parecía parte del aire o del silencio. El aire, la invisibilidad del silencio. Sólo pude hablar cuando su paso superó mi letargo. —Disculpe, señorita, ¿la puedo ayudar en algo? Ella se volvió hacia mí y me señaló como si fuera afrodita dispuesta a sentenciar a uno de sus fieles. —¡No se haga el recién llegado, burócrata! ¡Todos ustedes saben muy bien en qué consiste mi propuesta del álbum de fotos! En su rostro había algo similar a la furia, pero no era la furia de los otros. Lo que había en ella era cierta furia frágil, quizá la furia de la belleza. Su voz tenía el tono de un disgusto intenso, extraño; no era el tono alterado de cualquier ser humano enfadado. O tal vez escuché el sonido de una molestia íntima. Su voz (también) me recordó el silencio. Pero, ¿puede una voz recordar el silencio? De pronto pensé en la voz interior, quizá la voz del pensamiento, o la voz de un osensitivo, no racional. ¿Habló ella desde su yo silencioso? ¿Podía yo escuchar su yo silencioso? La muchacha partió por la puerta giratoria; la falta de bicicleta
no me impidió preguntarme si ella sería capaz de realizar alguna figura mágica con la simple acción de caminar (tal vez su cuerpo era la mitad de un vínculo prodigioso). Y quedé detenido en medio del pasillo pensando en la frase que me lanzó como si yo fuese cómplice de algún delito público (¡Todos ustedes saben muy bien en qué consiste mi propuesta del álbum de fotos!). No pude seguirla, tampoco avancé hacia el interior del ayuntamiento. Quedé atrapado en la experiencia y en las preguntas que no pude hacerle: ¿Qué significa su propuesta del álbum de fotos? ¿Tiene algo que ver con la idea de crear un barrio exclusivo para inventores? En el pasado presencié situaciones maravillosas que alteraron el orden de mi rutina… El banquete mortuorio y los muertos invitados… El mariachi que cantó rancheras 72 horas seguidas… El Día de Independencia en el Zócalo… La Ceremonia del Fuego Nuevo con los chamanes… El árbol de la vida… El Grito de Dolores… El Grito de la Independencia… La señora que frente a la Virgen de Guadalupe se inventó una oración hermosa y contradictoria: Virgencita de Guadalupe, perdóname cuando pido por los niños enfermos aun sabiendo que no puedes curarlos a todos. ¡Oh Santísima Virgen María de Guadalupe!, dame fuerzas para comprender que entre los enfermos pudiera estar alguno de los míos y que no necesariamente tendría que ser uno de los salvados. Oh mi Reina, mi Señora, mi Madre, dame luz para saber pedir por los otros. Dame luz Virgencita de Guadalupe, La ciclista de las soluciones imaginarias 63
dame luz, mucha luz ara sentir el dolor de aquellos hermanos que no llevan mi sangre… Nunca olvidaré al abuelo ciego que me habló de la ciencia de los mayas, los 13 cielos, las matemáticas, la arquitectura, el tiempo infinito… El tiempo es un valor cósmico interminable; el universo no se destruye, sólo limpia sus ciclos para continuar su curso… Durante años viví con aquellos recuerdos como imágenes ubicadas en algún nivel superior a donde acontecen los hechos cotidianos. Nunca volví a ver nada que me desubicara de mi rutina hasta que apareció La ciclista con su Compás y su Bailarina sobre bicicleta. Mas, me faltaba ser testigo de un acontecimiento que esta mujer protagonizaría el mediodía del jueves 5 de junio de 2011. Y
ocurrió en la plaza, mientras yo permanecía inmóvil en el pasillo principal del ayuntamiento. Un bullicio me devolvió al presente. Parecía que algo se celebraba en la calle. Los bordes de la plaza estaban abarrotados de curiosos; fui avanzando entre unos y otros. Todos se inclinaban para fotografiar o grabar, desde sus teléfonos, algo que ocurría en el centro de la plaza (o en el cielo). Nunca antes vi tanto frenesí en los registradores de situaciones instantáneas. A todos les bajaba la saliva de la boca; pequeños aparatos móviles sustituían los ojos de las personas. ¿Qué sujeto sería capaz de recordar sin el fuego de la mirada? (¿Cómo recuerdan los ciegos?) Hace tiempo que la cautela del fotógrafo fue sustituida por la obsesión de los estúpidos. (El abuelo ciego me numeró el decálogo de las obsesiones; la de los estúpidos, decía, era la única que se creía feliz las 24 horas de cada día.) De improvisto el público levantó la cabeza (o la cámara). La ciclista volaba sobre su bicicleta como si fuese la materialización de un fuego sagrado; en un microsegundo giró en dirección a la tierra y bajó hasta caer en el espacio preciso. Rueda trasera, rueda delantera, asiento y hembra. El justo orden de un aterrizaje.) Y no dio tregua ni a ella ni a los observadores. Pedaleó de un extremo a otro, dio el gran salto y tomó vuelo (el gran vuelo). En el aire llegó al punto máximo, soltó las manos y en fracciones de segundos sacó la cámara fotográfica de la mochila que llevaba amarrada al manillar y disparó hacia un lugar determinado. La acrobacia nunca era la misma ni tampoco el punto fotografiado. El público, eufórico y desconcertado, aplaudía cada hazaña. Entonces recordé sus palabras ¡Todos ustedes saben muy bien en qué consiste mi “ propuesta del álbum de fotos”! Y me dediqué a ponerle nombre a cada una de las figuras que ella, en combinación con la bicicleta, dibujaba en las alturas de la plaza. El subidón, hembra y máquina escalando puntos invisibles. Fuegos artificiales, la rueda delantera girada hacia la izquierda y la cabeza de ella disparada hacia el infinito. Vida en el aire I , en un claro desafío a la razón de los observadores, la equilibrista dispone de un microsegundo para buscar la cámara en la mochila. poteosis para los mortales, momento magistral y suicida cuando la conductora separa las manos del manillar para tomar la fotografía. Vida en el aire II , nuevo desafió para guardar la cámara en otro microsegundo. Mujer sobre el delfín, extraño instante cuando La ciclista asume el control del manillar y se impulsa muy brevemente para enseguida dibujar una curva y después bajar. La caída de la Diosa, la ejecución de cada bajada anunciando la buena nueva de que el paraíso sí es posible en la tierra. Capítulo 12
Euforia y rutina La ciclista pedaleó a ritmo veloz, siguió de largo por el centro de la plaza y cruzó hacia la callejuela de la izquierda. Al final giró hacia la derecha y entró a la calle principal. Era un óvalo entrando a nuestra calle principal. En su partida no alcancé a descubrir ninguna figura, es posible que la haya hecho; yo tan sólo pude percibir la fuga de una ciclista que recién había subido a los cielos para expulsar su rabia. A mi lado, a mi alrededor y más allá, los registradores de situaciones instantáneas bajaban sus dispositivos; en los rostros había una mezcla de admiración y rabia. En la mirada de los hombres había lujuria y en la de las mujeres intriga. Pero esa era la generalidad del caso, algunos varones tenían la intriga y algunas hembras la lujuria (pensé en la intriga como la castración de los deseos). Y recordé al señor Valencia: Amigo Silva, la realidad de nuestro barrio no es muy distinta a la realidad de otros barrios. Al fin y al cabo es la misma realidad para todos… Algunas personas tienen los fines de semana para inventarse algo, pero no se crea, cada vez son menos las personas con fines de semana libres. Usted, amigo Silva, en cierta forma es un afortunado. Debe ser que tiene tiempo o que le está yendo muy bien para que se haga este tipo de preguntas. Ya le digo, cada vez la gente se pregunta menos cuál es la realidad de su barrio. Eso quedó para las Juntas de condominio o ara los ayuntamientos. La gente que se dedica a eso tiene tiempo de convocar reuniones para plantearse, entre ellos mismos, cuál es la realidad de su barrio. ¿Acaso usted forma parte de una Junta de condominio, o ha regresado a su uesto en el Ayuntamiento, apreciado señor Silva? Tiene razón, señor Valencia, esta es gente trabajadora; llevan años haciendo lo mismo ( La realidad del barrio es trabajar de lunes a viernes… Dichosos los que aún tienen dos días de descanso). La rutina no deja espacio a la sorpresa. El evento de La ciclista en la plaza debió haber sido para ellos un regreso a los atrevimientos de la infancia. Sin embargo, el final de este juego quizá les dejó una sensación de rabia. A paso lento partí rumbo al edificio. En el camino fui dejando atrás los grupos, los comentarios, la versión de uno sobre los otros. En un grupo, por ejemplo, cuatro sujetos opinaban eufóricos sobre el evento de La ciclista; enseguida un quinto individuo elevaba la voz para asegurar que se trató de un peligroso suceso inesperado. Poco después los otros comenzaban a cuestionar la aparición de la mujer voladora. En cada grupo las críticas de un sujeto en particular eran similares; al parecer, estos individuos estratégicamente ubicados pretendían disipar el efecto de La ciclista. Uno decía que gracias a esa mujer el barrio
erdió tiempo y dinero, mientras otro aseguraba que esa ciclista había sido enviada por un grupo empresarial que pretendía crear un barrio exclusivo de inventores. Alguno, más osado, afirmó que en media hora esa mujer lanzó por la borda toda la mañana y unos cuantos empleos. Esa ciclista es enemiga de los trabajadores… Lo curioso era la exactitud de algunos calificativos: peligroso, suceso inesperado, tiempo y dinero. En la puerta del bar, estaban asomados Óscar, Sonia y algunos clientes. Enseguida Óscar se metió en el interior del local; Sonia me vio con disgusto y el resto siguió repitiendo sospechas contra La ciclista. En aquel momento no pude asegurar si Óscar se ocultó para evitar mi presencia, lo que di por descontado fue que él, en aquel grupo, ejerció el rol del quinto sujeto. Atrás dejé el bar, el árbol y las callejuelas; sabía que los grupos seguían contrariados entre lo que vieron (el efecto de La ciclista) y lo que les indicaba el quinto sujeto (el efecto calma). El evento duró media hora; los rumores, en cambio, llevaban todo el mediodía y amenazaban con extenderse. Una tarde podría convertirse en días, eso lo sabía quien dio la orden de disipar el efecto causado por las La ciclista de las soluciones imaginarias 67
acrobacias. De pronto una bocina me impactó, un coche color blanco venía pidiendo permiso; el conductor llevaba un pasamontañas color negro. En el asiento trasero dos hombres con pasamontañas idénticos sostenían una conversación acalorada, uno era mucho más delgado que el otro. Nunca antes en la zona vi gente con pasamontañas. Los tres sujetos vestían trajes de negro, me dio la impresión de que pertenecían a una extraña mafia. Minutos más tarde me detuve entre dos edificios: el mío y el de la mujer de la bicicleta. Había salido a buscar trabajo, necesitaba volver a ser el contable de antes. El encuentro con La ciclista interrumpió mi visita al ayuntamiento. ¿Realmente estaba dispuesto a entrar en la oficina del director de Recursos Humanos? ¿Me hubiese atrevido a enfrentar la mirada de mis ex compañeros? No lo sabía, en las últimas horas (o días) no sabía muchas cosas sobre mis actuaciones. En cierta forma quería volver a pisar suelo firme ( Anoche con mi mujer otra vez me sentí el hombre de antes; creo que los dos intentamos ser la areja que éramos. Y lo logramos. Seríamos mezquinos con nosotros mismos si no asumiéramos haberlo logrado. Espero que ella también así lo haya sentido). En la mañana los trabajadores del barrio me hicieron sentir uno de ellos, eso me permitió percibir el bonito deseo mañanero. El evento de La ciclista en la plaza cambió drásticamente la ruta del día, yo también fui uno de los muchos a quien
esa mujer le robó el día (pero no el empleo, que ya otros me habían quitado). Tenía temor de recordar que fui testigo de las contradicciones que ella, con sus acrobacias, provocó entre la gente del barrio. Sabía que la rabia de los curiosos tenía tanto sentido como la admiración que sintieron. ¿A quién se podía condenar por odiar aquello de lo que sólo podría disfrutar una vez en la vida? Por algo el quinto sujeto definió el acto como un peligroso suceso inesperado… Por algo el señor Burgos aseguró que esa mujer era un peligro para la realidad de nuestro barrio… ¿Qué estará haciendo ella en este momento? ¿En qué piso quedará su refugio? Capítulo 13
Pasillos de inventores A veces contemplaba el universo y pensaba una hora. Después veía mi reloj de pulsera y confirmaba que había acertado. El margen de error nunca era más de diez minutos. La noche del jueves 5 de junio miraba el universo desde el balcón. Sabía que faltaban pocos minutos para las ocho. Esa vez no quise comprobar la hora. La vida transcurría normal en la sala de nuestro piso. Mi esposa, sentada cómodamente en el sofá, leía una revista de mi colección de mitos mexicanos; complacido me ubiqué cerca de ella para retomar la lectura de una muy vieja edición del libro Varia invención de Juan José Arreola. Los niños jugaban en uno de los cuartos con el hijo de Hernancito. De pronto me impacté ante la bocina de un camión cargado de piedras; mi esposa siguió revisando las páginas de la revista como si nada. Un poco más tarde me dijo que tirara la basura y volviera rápido, porque me esperaría en la cama. Sonreí, ella también sonrió. Dejé el libro que nunca estuve leyendo y partí a la cocina en busca de la basura. Ella se fue simulando los pasos de una mujer provocadora de sexo; sabía que yo la veía de reojo. Con una bolsa de basura en cada mano salí a la calle. En los últimos tiempos me había convertido en un desempleado que demoraba en botar la basura de su casa. De nuevo me detuve para contemplar las ventanas del edificio de enfrente. Comprobé que mi esposa no me vigilaba desde el balcón; lancé las bolsas en el vertedero y, sin dejar de ver a los lados, crucé la calle. Apenas abrí la puerta, la luz de las farolas despejó la oscuridad de la entrada. A simple vista el edificio era igual al nuestro. La planta baja sin bombillas; el pasillo convertido en un valle de sombras; la fuente sin agua; las seis enormes macetas, tres de cada lado, con palmeras en agonía; la puerta de la conserjería con viejos avisos de reuniones urgentes; el buzón de correo dañado; el viejo ascensor de puerta manual y al
fondo las escaleras que llevaban a los ocho pisos. En ese momento me di cuenta de que siempre subía las escaleras de mi edificio con la prisa de un desesperado o con la cautela de quien teme algo, nunca en actitud de reposo. Y con cautela subí las escaleras de un edificio que me llamaba como un espejo (quizá en el edificio de enfrente otro como yo hacía el mismo intento). Al llegar al primer piso me sorprendí ante un vagabundo que se encontraba sentado en el suelo. Era un sujeto muy delgado, de no más de treinta años. Me estremeció mirarle directo a los ojos por las profundas ojeras que amenazaban con devorarle la existencia. A su lado tenía una pequeña bolsa llena de panecillos amarillentos. Alrededor, cuatro puertas cerradas; dos a la derecha y dos a la izquierda. A poco más de las ocho de la noche no se escuchaban los vecinos. El vagabundo me vio, su mirada era un ir y venir entre la bondad y el miedo. Le pregunté si sabía en qué piso vivía La ciclista. El sujeto sonrió; su dentadura arruinada aún no había logrado sepultar la alegría infantil que tenía en la sonrisa. Creí que se burlaba de mi pregunta, seguramente varias ciclistas vivían en el edificio. Sin embargo, en el fondo yo sabía que ni siquiera muchas ciclistas vivían en nuestro barrio. El vagabundo también lo sabía. —Siga subiendo, todavía faltan unas cuantas escaleras para llegar al piso de esa buena señora. La voz debilitada del vagabundo me dejó tan pensativo como su afirmación. ¿Cuánta hambre habrá pasado ese sujeto para quedarse sin fuerza en la voz? ¿Por qué para él La ciclista era una buena señora? ¿ Pensaría lo mismo si supiera que esa mujer pretendía un barrio exclusivo para inventores? El hombre sacó de su arruinada chaqueta una fotografía y me la mostró de lejos, escondiéndola entre las manos y el pecho. En la imagen se veía a un joven bien trajeado con la boca muy abierta en expresión de grito (alguien que quería escapar de una amargura). ¿Era él? ¿Acaso el vagabundo era ese elegante sujeto del grito? El hombre guardó de nuevo la fotografía en su chaqueta, me señaló la bolsa de panecillos y me dijo emocionado: —Ese es mi invento: Panecillos guarda secretos. Más allá del aparente sin sentido, algo había de aquel hombre tanto en la foto como en su invento. Pero ante el invento liberaba un algo cercano a la ilusión y muy distante al grito de la foto (de ese otro punto). Aquella foto me hizo pensar que no era fácil asumir (el yo) la vida de los adultos (los otros). También era cierto que, de algún modo, el sujeto confirmaba que había una relación entre la idea del barrio de inventores y la propuesta del álbum fotográfico. ¿Acaso sería
el supuesto invento de este hombre la idea de barrio que impulsaba La ciclista? El sujeto me señaló la siguiente escalera y me reiteró la ruta, en voz muy baja: —Siga subiendo. No tema a Los hombres del clan. Vaya y muéstrele su invento a la señora de la bicicleta y de paso le deja mis bendiciones… Intenté preguntarle algo (o seguramente muchas cosas), pero el hombre cerró los ojos y recostó su cabeza en la pequeña bolsa de penecillos al mismo tiempo que acomodó su cuerpo en posición fetal. Sin querer perturbar lo que parecía un sueño fingido, seguí el camino pensando en mi diccionario de términos sin respuestas: ciclista de las soluciones imaginarias; barrio exclusivo para inventores; peligroso suceso inesperado; la realidad de nuestro barrio; ropuesta del álbum de fotos; buena señora; Panecillos guarda secretos; su invento; Los hombres del clan; mi invento. En el segundo piso hallé una mujer recostada en la pared y con las manos en los bolsillos de los pantalones; mataba segundos entre mirar el techo y el suelo. A simple vista parecía que el descuido le multiplicaba los años. Apenas me vio, sonrió. —Buenas noches señora, ¿conoce usted a una mujer que maneja bicicleta? La mujer soltó una risita y metió ambas manos en los bolsillos traseros. Poco después sacó una fotografía y me la mostró sujetándola muy fuerte con las dos manos. Era la imagen de una joven sentada en un banco de cualquier plaza. Su rostro inexpresivo y sus hombros caídos me hicieron pensar en una muñeca de madera sentada en un banco de mi plaza. —¿Es usted la chica de la foto? –le pregunté. Ella se sonrojó, creo que de vergüenza, asintió con la cabeza, me miró de reojo y entre dientes me dio una rápida respuesta: —Esa era yo antes; hoy soy una inventora gracias a la señora de la bicicleta. La mujer levantó un poco la mirada y de la parte trasera de sus pantalones extrajo un papel doblado. Lo abrió: era el plano de algo similar a una pequeña cesta atada a un globo. Enseguida guardó el papel con recelo, su rostro se enserió; pero en su voz sentí algo cercano a la ternura: —Es mi invento, la Cesta voladora; sirve para transportar comida del supermercado a la casa de los pobres. Después fijó la mirada en el suelo como si de pronto se le hubiesen cerrado las
llaves de la dicha. Entre susurros me dijo con una prisa cercana al miedo: —Siga subiendo. Mientras subía las escaleras, no pude evitar ver de nuevo la repentina tristeza de aquella mujer. Imaginé a un grupo de niños intentando pasarse un globo. Ella estaba en aquel grupo… El pasillo del tercer piso a simple vista estaba vacío. No podía dejar de pensar por qué en los dos pisos recorridos no me había encontrado con algún vecino. ¿No habría nadie detrás de las puertas? ¿Qué clase de relación tendrían los residentes del edificio con los vagabundos de los pasillos? De pronto un quejido llamó mi atención. De un extremo de una maceta surgió un anciano arrastrándose de rodillas y con las manos extendidas. Lo primero que pensé fue que me pedía limosnas, pero cuando le fui a dar unas monedas negó con la cabeza sin dejar de avanzar hacia mí. Dos o tres veces detuvo su complicado paso e intentó sonreír (la sonrisa como dolor en un rostro cadavérico). Aquel hombre estaba tan destruido que parecía no tener fuerzas para avanzar y sonreír. Por un momento sentí deseos de retroceder, pero me detuve. En ese instante la confusión no me permitió comprender que para el anciano hubiese sido más fácil que yo me acercara a él. No tuve valor para hacerle mi consecuente pregunta, tampoco hubo tiempo; el viejo cayó sentado. Luego buscó aire una y otra vez hasta que en un tercer intento pudo decirme algo: —Mi foto, mi foto… ¿Usted me puede… devolver… mi foto? —Yo no tengo su foto –le dije apenado. Ante mi respuesta el viejo bajó la cabeza y la mirada. Reanudé el paso sin saber si La ciclista era enemiga o aliada de los desposeídos. El anciano me habló aún cabizbajo: —Por favor, señor, dígale a sus amigos… que me devuelvan mi foto. Necesito recordar quién era yo antes de mi invento. Me detuve; no tenía claro si los supuestos amigos que el viejo me atribuía eran producto de (sus) alucinaciones o en efecto existían. ¿Acaso le arrebataron la foto? Tampoco quería averiguar los detalles de su invento. Y seguí escaleras arriba en silencio; sabía que, de haber insistido, el viejo hubiese vencido su respiración cortada para decirme que la foto perdida se la tomó la señora de la bicicleta. ¿Qué clase de hombre habría sido en el momento de la fotografía? ¿Qué clase de invento se atribuía? Ninguna respuesta y un pensamiento: ese hombre intentaba existir a partir del descubrimiento de su falsa identidad (la foto como espejo del yo amargado). Tres personas en circunstancias similares en
torno a una fotografía y a la idea de un invento. En el cuarto piso a simple vista no había nadie. Sin embargo, tenía la certeza de que un nuevo superviviente me esperaba en algún lugar, quizá entre las dos macetas de la segunda mitad del pasillo. Pero todo estaba vacío. Sin más demora, corrí en dirección a la próxima escalera. En eso, desde arriba algo cayó y me derribó. Era un anciano y jadeaba como si acabara de hacer el mayor sacrificio de su vida. A pesar de ello se recuperó antes que yo y me apretó el cuello con ambas manos. De pronto su cabeza cayó sobre mi pecho, sus manos cedieron por la inercia de lo que parecía un desmayo. Fue como si él mismo se hubiese derrotado. Su cuerpo pesaba más de lo que aparentaba; era un esqueleto deseoso de victorias. En el pasado debió haber sido un gran guerrero. Sin más conjeturas lo moví cuidadosamente a un lado y me levanté. El sujeto aún vivía; con dificultad pero respiraba. Tal vez llevaba mucho tiempo intentando respirar. Con cautela revisé con cautela los distintos bolsillos de sus andrajos. Abrí un poco su camisa; tenía una fotografía pegada con cinta plástica en el pecho. En la imagen un hombre de traje barato cruzaba una calle, en una mano llevaba un maletín. Era cualquier hombre de rostro pálido camino al trabajo, era cualquier maletín haciendo juego con el mejor traje posible. Y pensé en aquella respuesta que hallé en un foro virtual: El contador es el hombre del maletín que impide que violes las leyes… De pronto el individuo abrió los ojos y con la fuerza de un niño que intentaba volver a la vida me dijo: —¡Me han robado el plano de mi Transformador de basura...! Acto seguido cayó rendido de nuevo. Llevando su rostro en la memoria, avancé hacia la escalera. En el quinto piso me recibió el más anciano y barbudo de los vagabundos. Apenas llegué me dio una mano y se presentó con amable atención: —Rápidamente le daré mi nombre y el de mi invento; debo esconder mi lucidez antes de que Los hombres del clan aparezcan. Mi nombre es Carlos Portillo; el de mi invento es la Cápsula del descanso. De inmediato el hombre cayó en el suelo. El cálculo de su caída me hizo pensar en la repentina muerte que dramatizan los grandes actores. Aún sabiendo que no estaba ni muerto ni desmayado, revisé su maltrecha vestimenta. Pronto hallé su foto. Era él con el rostro muy tenso; era él con un elegante sombrero y una barba cuidadosamente afeitada; era él en un tiempo reciente. ¿Habrá sido su tiempo de lucidez? La fotografía sólo mostraba su rostro como un todo fruncido (la frente, las cejas, la mirada, la nariz, los pómulos, la boca). El hombre, igualmente viejo, miraba hacia un punto fijo. ¿Qué estaría observando? ¿Dónde comenzó su punto
de ira y dónde su punto de amable atención? ¿Fue La ciclista quien le tomó la foto? ¿También ella le exorcizó la ira? En el fondo del sexto piso había una mujer en cuclillas. Temblaba y no hacía frío; era menos vieja de lo que parecía. Pudo haber tenido no más de cuarenta años pero podía pasar por una anciana de setenta. Me veía y no me veía. En un segundo cruce de miradas creí haberla visto antes, en algún sitio, quizá en alguna calle… ¡Era la señora que le dio la bofetada al niño! No recordé su nombre pero era ella… ¿Qué pasó con aquella mujer que desde la ventana de nuestro piso señaló mi esposa? ¿Qué fue de su andar sereno? ¿Dónde dejó al niño que acariciaba? ¿Qué fue de la ejecutiva de oficina importante que se abría paso por la calle? —Señora, ¿tiene frío? –le pregunté. —No, hijo, sólo estoy emocionada por la culminación de mi invento. —¿Qué quiere decir? —Le digo que he terminado mi invento y eso me hace muy feliz. —Disculpe señora, ¿cuál es su invento? —¡El Guante sanador! Entonces recordé el instante cuando ella paseaba con su hijo. En la mano derecha usaba un guante azul; con esa mano acariciaba al niño. —Disculpe señora, ¿cuál es su foto? –le pregunté convencido de que ella también tendría una foto. Del interior de su blusa extrajo una foto y me la mostró. Era la imagen de la bofetada al niño. Decidido a conseguir respuestas corrí hacia las escaleras. La mujer me susurró, desesperada: —No suba, hijo, por favor, no suba; en lugar de subir baje al quinto piso y tráigame al inventor de la Cápsula del descanso. Me detuve sin comprender la petición de la señora. ¿Por qué no subía él o, en todo caso, por qué no bajaba ella? La mujer buscó de responder mi evidente duda: —Si yo bajo pierdo mi turno y él, el pobre está tan cansado que no podría subir. Y yo necesito curarlo, si no lo curo el mundo no conocerá su Cápsula del descanso. Ande hijo, por favor, tráigame al inventor del quinto piso. Contrariado ignoré la solicitud de la señora y seguí adelante. Ella me suplicó:
—No suba, hijo, es peligroso. Pero mis dudas pudieron más que su ruego y continué la ruta; aún me faltaban dos pisos, en alguno de ellos estaría la residencia de La Ciclista. Poco antes de llegar a la mitad de la siguiente escalera, un hombre con pasamontañas se asomó en el borde del séptimo piso. Supuse que era el sujeto más corpulento entre los dos que conversaban en el asiento trasero del automóvil (aunque también pudo ser el conductor). Desde su lugar el hombre me dijo entre dientes: —Lo acompaño hasta la salida. El sujeto me tomó por el brazo derecho con una de sus manotas y me llevó escaleras abajo. En el pasillo del sexto piso no estaba la señora de la bofetada (o del Guante sanador); en los pasillos de más abajo tampoco había ninguno de los otros inventores. Ni fotos, ni planos, ni quejidos, ni dichas escondidas; ningún rastro de los vagabundos. El recorrido hasta la salida fue rápido y violento. ¿Viviría La ciclista en el séptimo piso, o quizá en el octavo? ¿Por qué el sujeto de negro me impidió seguir subiendo?... En pocos minutos el guardián abrió la puerta del edificio y me arrojó en la acera. No había nadie en la calle; en las noches por lo general no salían de sus casas los vecinos de nuestro barrio… Desde el suelo descubrí que otro hombre con pasamontañas salía de mi edificio. Era el sujeto más delgado; pensé en mi esposa y en los niños, me levanté y corrí en dirección al edificio. Capítulo 14
La amenaza Al abrir la puerta mi esposa me esperaba de pie, en el centro de la sala. En su rostro, más que reclamo, había tristeza. Los dos tardamos mucho en preguntar; en la mirada cada uno quería descubrir al otro. Llegué a temer que me hubiese visto salir del portal de enfrente. ¿Pensaría que yo busco algo en ese edificio? ¿Creería que tengo otra mujer? ¿Habrá visto alguna vez a La ciclista? —¿Tienes miedo de no conseguir trabajo? –fue la pregunta con la que ella interrumpió el silencio. Su pregunta, que en otro momento me hubiese resultado incómoda, me dio la confianza suficiente para entrar al piso y detenerme muy cerca de ella. A mi mujer le ocurría algo. —¿Qué te pasa, querida?
—Tengo miedo de que termines consiguiendo ese veneno y te hagas daño. El veneno, otra vez el veneno amenazaba con confundir la realidad. Mi excelente memoria sabía que nunca le pedí ese veneno a Sonia, pero la camarera le dijo a Óscar que efectivamente lo hice. Era la palabra de ella contra mi memoria. Su alabra es realidad, mi memoria es imaginación. —¿Estás ahí…? –preguntó mi mujer sin dejar de chasquear los dedos. —Sí, querida, pero descuida, no buscaré ningún veneno. —Me tranquiliza escuchar que digas eso. —Eso, confía… en eso. —Necesito saber que seguirás a mi lado dando la batalla. —Así será mujer. —Últimamente andas confundido, no pareces el mismo hombre que trabajaba en el Ayuntamiento. —Soy el de siempre. —Ojalá vuelvas a ser el de antes. El diálogo se interrumpió; los dos nos observamos en silencio. Creo que sentimos miedo de que el diálogo se convirtiera en enfrentamiento. El de antes para ella era el funcionario que creyó superar la etapa mexicana. El de siempre, en cambio, yo no sabía exactamente quién podía ser. —Dime que encontraste trabajo –dijo incisiva. —No, querida, hoy no conseguí trabajo. Mi esposa se sentó en el sofá y me pidió que hiciera lo mismo; me puse a su lado y la escuché un tanto inquieto: —Esta tarde la directora me notificó que el padre de uno de mis alumnos me denunció. —¿Te denunció? —Sí, su hijo se quejó de mis gritos. Entonces mi esposa se echó a llorar en mi pecho. No recordé cuándo había sido la última vez que la vi llorar; creo que fue un poco antes de que le dieran el cuarto curso. No supe qué decir, la abracé sabiéndola culpable, demasiadas veces le cuestioné el tema de los gritos, pero ella nunca me escuchó. Sin levantar la cabeza siguió hablando convencida de su derrota. —¿Qué vamos a hacer si me echan del colegio? ¿Qué será de nuestros niños?
Tienes que conseguir un trabajo con urgencia. Sus preguntas me hicieron sentir temor. Desde que me botaron del Ayuntamiento la parálisis se apoderó de mi existencia. Yo mismo me había convencido de mi inutilidad. ¿Cómo darle seguridad a mi familia? —No temas querida, eres una maestra con una gran historia. No creo que pierdas el puesto por una sola queja. Ella levantó la cabeza, dejó de llorar y con la mirada anticipó la gravedad de la situación. Después dijo: —Esta no fue la primera denuncia. De inmediato me puse de pie y caminé hacia el balcón. Las cortinas me separaban de mi mujer. La calle estaba tan desierta como antes. En el edificio de enfrente algunos pisos tenían luz; en cambio los pasillos estaban a oscuras. Pensé en los inventores de asuntos sin importancia. Recordé unas palabras de Óscar: La patafísica es un juego que nunca olvida su condición de juego… La atafísica se ocupa de imaginar máquinas o inventos que nunca serán creados. la patafísica sólo le interesa lo inútil como una vía para restarle seriedad al valor absoluto de las cosas o de los fines… La patafísica le resta importancia a los valores “indispensables” que condicionan las relaciones humanas en la sociedad materialista. La patafísica es un ejercicio de la imaginación para encontrar nuevos caminos… Mi esposa apartó las cortinas para hacerme una pregunta: —¿Quieres volver a trabajar en el Ayuntamiento? De entrada su pregunta me confundió; ni siquiera me giré para mirarle a los ojos. Permanecí en el balcón de cara a la calle y hundido en mis dudas. Ella insistió: —Siempre quisiste regresar a tu puesto de contable en el Ayuntamiento, ¿cierto? Me giré apoyado sobre la pierna derecha, esta vez la izquierda me fallaba. No podía fijar la mirada en ningún sitio, ella en cambio me veía en la espera de una respuesta. Y por fin le dije: —Ha pasado el tiempo; el director de Recursos Humanos no me quiere, nunca me quiso; además, hace tiempo mi puesto lo ocupa otra persona, creo que es un amigo del alcalde. Mi esposa avanzó, a muy pocos metros de distancia me dio lo que para ella parecía ser la respuesta definitiva:
—Yo conozco al mejor amigo del alcalde. Mañana a las ocho de la mañana estará en la plaza atento a tu llegada; él te ayudará. Sin dar tiempo a más, ella partió en dirección a la habitación. Yo volví la mirada hacia la calle y mis pensamientos hacia una terrible sospecha. El vecino; la basura; la lámpara; la conversación en el pasillo de la entrada. El contratista. El hombre que no permitirá que nadie juegue con la realidad de nuestro barrio… ¿Quién otro podría ser ese amigo que no fuera el señor Burgos? Aún no eran las diez; era mala hora para conversar con Óscar, los jueves en la noche él y Sonia eran pocos para atender la gran cantidad de clientes. Pero faltaban escasas horas para las ocho de la mañana. La plaza, la extraña cita. Sabía que Óscar me podría dar muchas respuestas. Eso, si lograba encontrar al Óscar de antes. En los últimos días las dudas crecían. Las dudas eran pistas pero yo tenía demasiado temor para descifrarlas. Sentí vértigo; deseos de contarle a mi mujer que en el edificio de enfrente había visto a la señora que le dio la bofetada a su niño, que la había visto en estado de abandono, pero también en una delicada situación de lucha íntima. Le hubiese podido hablar de la señora y de su Guante sanador; también de los otros inventores y de sus extrañas fotos. Habría necesitado contarle que tres sujetos con pasamontañas rondaban nuestros edificios. Hubiese querido preguntarle si alguna vez escuchó hablar de los antepasados de La ciclista y de su idea de crear un barrio exclusivo de inventores. Pero no pude moverme; sabía que la unión de todas las dudas significaba una amenaza. Capítulo 15
La daga infinita Salí de casa intentando no hacer ruido. En el edificio de enfrente había luz en algunos pisos; en mi edificio todas las luces estaban apagadas, menos las de los pasillos; mi esposa debió fingir que dormía. La soledad de la calle, los recuerdos del día. Eran las diez de la noche; necesitaba que Óscar me diera respuestas. Hice lo posible por no cojear del pie derecho; creo que de tanto intentarlo lo terminé llevando a rastras. Pronto se entumeció la pierna y se me complicó el camino. En vano intenté recordar alguna historia que yo mismo hubiese escuchado sobre los antepasados de La ciclista. Sentí miedo, creo que por primera vez sentí miedo de que mi memoria no fuera tan buena como yo creía. En México los muchachos del Club de los contadores renegados confiaban en mi memoria. Yo era el encargado de recordar los detalles y el doble de Jorge Negrete de darle riendas sueltas a los deseos del grupo. Él decía que en todo el recorrido de la vida el ser humano es puro deseo. El deseo es ese halo de energía
que nos hace estar vivos; ese fuego que, opaco, sereno o violento, nunca se detiene. La ansiedad, el globo inquieto, la risa inesperada, el torbellino de la materia, el hermoso humo de nuestro fuego interior. Según él, la sociedad nos educa para negar el deseo y por eso vivimos para arruinar nuestra dicha. Luego, al momento de la muerte, el deseo nos deja desechos y se va en busca de otros cuerpos más dispuestos (a sentir deseos). Pero, ¿en qué se convierte un sujeto con deseo y sin memoria? ¿Acaso en una fuerza vacía e insaciable al servicio de un algo inexplicable? El tiempo es un valor cósmico interminable; el universo no se destruye, sólo limpia sus ciclos para continuar su curso… Hallarme solo en la calle mehizo recordar la muerte de mi padre. Un vecino lo encontró sentado con una escopeta haciendo presión entre la boca y las piernas. Imaginó la angustia del observador al no poder detener la tragedia. Pensé en la desesperación de Dinora y en el dolor de Ernesto... Despierte Silva, venga a probar el Banquete mortuorio; chúpese los dedos con este guacamole que está de infarto y celebre con los muertos invitados. Mire que hoy anda por ahí la difunta doña Ana. ¿Se acuerda de la pensión de la señora na? Siempre tuve fuertes contradicciones con el barrio. En las mañanas era insoportable el tráfico automotor y la carrera de las personas. Tampoco me gustaba su vacío de los mediodías ni la soledad de sus noches. El vacío en el día era la nada; la soledad en la noche era sentir la presencia de algo extraño. No era fácil pretender correr con una pierna inmóvil. Virgencita de Guadalupe, perdóname cuando pido por los niños enfermos aun sabiendo que no puedes curarlos a todos. ¡Oh Santísima Virgen María de Guadalupe!, dame fuerzas para comprender que entre los enfermos pudiera estar alguno de los míos y que no necesariamente tendría que ser uno de los salvados. Oh mi Reina, mi Señora, mi Madre, dame luz para saber pedir por los otros. Dame luz Virgencita de Guadalupe, dame luz, mucha luz ara sentir el dolor de aquellos hermanos que no llevan mi sangre… La ciclista de las soluciones imaginarias 87
Óscar siempre tenía respuestas para resolver mis dilemas. La absurda revelación
de la camarera sobre el veneno puso en peligro su confianza. La última vez me trató como el amigo de toda la vida… Pasaba el tiempo y aún arrastraba la pierna derecha por la calle principal del barrio. Temí que mi paso rastrero me impidiera llegar a tiempo. A las ocho de la mañana tenía una cita de trabajo en la plaza; necesitaba creer que Óscar me ayudaría. Dime, Silva, ¿eres apocalíptico o eres estúpido? Creía escuchar al señor Valencia. La realidad del barrio es trabajar de lunes a viernes… Dichosos los que aún tienen dos días de descanso… Pero también al doble de Jorge Negrete. En cada cabeza hay muchos mundos… El terrible sonido de una bocina me hizo saltar a la acera. La bendita bocina de los desaforados camiones cargados de piedras. La ruta al bar se me hizo demasiado larga. Se me juntaron los tiempos. El tiempo de los deseos, el tiempo de la realidad. ¿Acaso la realidad nunca podía ser un deseo? Lo fue, en algún momento la realidad fue un deseo y dejó de serlo cuando se convirtió en realidad. ¿Qué hacer? ¿Sobre qué vivir? ¿Se puede vivir sobre un deseo? ¿Te dejarían los otros vivir sobre un deseo? El armario, el traje, el maletín; el espejo, mi esposa, la crema, el veneno de ratas. Valentina, mi etapa mexicana. Pase y vea el gran show del hombre que nunca se rió con las películas de Mario Moreno Cantinflas... Las tardes de paseo por las calles de México me hacían recordar mis tiempos de niño cuando papá jugaba a perseguir a mamá con el cinturón. Le digo que he terminado mi invento y eso me hace muy feliz. El guante de la mujer que le dio la bofetada a su niño era azul, como el cinturón de mi padre. Ese es mi invento: “Panecillos guarda secretos”… Es mi invento, la “Cesta voladora”, sirve para transportar comida del supermercado a la casa de los obres… ¡Me han robado el plano de mi “Transformador de basura”!... Mi nombre es Carlos Portillo, el de mi invento es la “Cápsula del descanso”… Disculpe señora, ¿cuál es su invento? ¡ El Guante sanador! La señora de la bicicleta; la señora de la bofetada; el guante azul; el niño; la prueba.
Burócratas, niegan mi propuesta porque no les conviene la transparencia ública. La prueba que les traje demuestra el éxito social de mi propuesta. ¡Caso cerrado y viva la politiquería! Entonces relacioné las palabras de La ciclista con las de la señora del Guante sanador. Todas las palabras me llevaron al instante cuando La ciclistafotografió el suceso de la bofetada. Sabía que ese hecho, de alguna manera, significó algo para el invento de la señora y para la prueba de La ciclista. Y sentí que la daga infinita era un arma invisible que venía no por mí sino por mi realidad (una forma más lenta de ir por mí). Mi realidad fue apuñalada en medio de la calle; yo era el deseo que llegó ardiendo en fiebre a la puerta del bar de Óscar. Capítulo 16
Versiones de una realidad —¡Qué bella es la mujer que hace insólitas figuras sobre su bicicleta...! Óscar me escuchó aquellas palabras con preocupación. Fueron las primeras palabras que pronuncié después de llevar sentado media hora en la mesa más escondida del bar. Ardía en fiebre; Óscar me reiteró que tomara el té de manzanilla que recién me había preparado. Luego me dijo: —Tienes fiebre, Silva, esa mujer no es bella. —¿Qué dices? Mi pregunta retumbó como un eco. Desde las otras mesas me miraron como un enfermo de algo. Óscar se giró sonriente hacia todos como diciendo “aquí no pasa nada”; después se dirigió a mí con la paciencia que caracterizaba su personalidad, antes de la discusión sobre el veneno: —Calma, Silva, no es para que te angusties. La belleza es cuestión de criterios. —Pero el otro día reconociste que ella era hermosa. —No lo creo, Silva, seguramente entendiste mal. —También me negarás que es de piel morena. —¿Morena? ¿Me dices que la bendita ciclista es morena? —Sí, Óscar, La ciclista es bella; bella y morena. —Silva, la belleza es relativa pero la piel es la piel. Esa mujer es rubia. —Imposible, Óscar, me estás tomando el pelo. —Creo que te ha aumentado la fiebre, mi estimado Silva. —Bien sabes que
hasta cuando enfermo tengo buena memoria. —La memoria no es un bien infalible. —Sobre todo si sirve para contar el martirio de otro. —¿Qué dices, Silva? —Que es posible, Óscar, es posible. Recuerdo que varias veces repetí la frase es posible. Siempre confié en mi memoria, no le iba a decretar su fracaso tan fácilmente. Óscar me interrumpió: —Cuando cierre el bar te llevaré a tu casa. —Pero antes deja que te cuente mi versión de los hechos. —¿Qué versión, hombre? —Quiero contarte algunos detalles de los hechos que están sucediendo en nuestro barrio. Óscar me miró con la comprensión del familiar que se dispone a escuchar la petición de un enfermo. —A ver, Silva, escucho tu versión. —En el barrio están ocurriendo situaciones extrañas… han llegado unos hombres de pasamontañas y traje negro, hay quien los llama Los hombres del clan; algo extraño pasa en el edificio donde vive La ciclista. En cada pasillo habita una persona con apariencia de mendigo, pero en realidad esa persona dice ser dueña de un extraño invento. Esa persona también tiene una foto igualmente extraña; en esa foto se ve alguien que bien puede ser él, o ella, pero en otro tiempo, con otra vestimenta, con otra mirada, con otra historia un tanto más tensa, más amarga… Para esos mendigos La ciclista es una aliada que les ha ayudado con sus inventos… En el séptimo piso uno de los sujetos de negro me impidió el paso, parece que no quería que llegara al refugio de La ciclista. Todo parece indicar que ella vive en el piso ocho. Y, si es así, ¿qué ocurre en el pasillo del piso siete? ¿Por qué lo vigila este clan? ¿Acaso no hay inventores en el pasillo del piso siete?... Óscar interrumpió mi seguidilla de preguntas con un fuerte y alargado carraspeo. Era evidente que le fastidiaba mi versión de los hechos. Después simuló su cansancio con la palabra: —A ver, Silva, ¿de qué inventores me hablas? ¿Es que no sabes lo que significa ser un inventor? ¡No me digas que confundes a un loco con un inventor! Yo callé; él no dejó de observarme. Intenté hacerme preguntas, pero Óscar no me dio tiempo:
—Y no me vengas a preguntar si he visto a esos supuestos inventores, sólo te puedo asegurar que esa mujer es enemiga de nuestros trabajadores y aliada de un grupo de locos que ella misma trajo de otro barrio, con el objetivo de perjudicarnos. Aquella acusación de locura me provocó un calor intenso, por un momento creí que me desmayaría sobre la mesa. No quise decirle nada a Óscar sobre el mareo, pensé que lo tomaría como un asunto emocional. En cierta forma yo tampoco entendía muy bien por qué me importaba que llamara locos a esos inventores. Óscar me preguntó si la fiebre había empeorado; con las manos intenté pedirle calma. Poco después busqué nuevas fuerzas y retomé la palabra (necesitaba conseguir la palabra exacta): —Óscar… por favor, escúchame… En el resto del barrio… también ocurren otras cosas extrañas... El señor Burgos, mi mujer... Ella me consiguió una cita para mañana a las ocho… es una cita muy extraña… una cita en la plaza… Ella dice que… en la plaza me esperará una persona que me conseguirá trabajo… en el Ayuntamiento… Óscar, esa persona es el señor Burgos… El señor Burgos tiene algo que ver con todo este asunto que tú llamas… la realidad de nuestro barrio. Óscar suspiró, en su rostro había algo de burla y otro mucho de fastidio. A pesar de mi fiebre, en aquel momento supe que ya más nunca volvería el Óscar de antes. Y pensé que hay momentos en la vida de las personas cuando la irreverencia se convierte en cansancio. Decía mi amigo Jorge que las circunstancias son como las olas; si no las superas te arrastran. Y retrocedí arrastrando la silla, me sentí asfixiado sólo de pensar que las circunstancias me hubiesen convertido en una de esas personas. Óscar me puso una mano en un hombro. Y me dijo (un eco que no decía nada): —Creo que te alarmaste con eso de la realidad de nuestro barrio. Eso fue algo que dijo el señor Burgos para alertar sobre las intenciones de la mujer de la bicicleta. Pero no te inquietes amigo Silva, ya hay gente encargada de ponerle solución a ese problema. Además, no olvides que las intenciones de esa mujer carecen de sentido, no representan peligro alguno. Aunque pensándolo bien, a ti sí que te han afectado las figuras que esa mujer hace sobre su bicicleta. Indignado golpeé la mesa, Óscar me vio apenado, los clientes también. La temperatura amenazaba con reventarme la cabeza pero pude hablar sin pausa, como si en la necesidad de palabra se me fuera la vida.
—No estoy loco, Óscar, sé muy bien lo que oigo y veo. Diferencio entre sueño y realidad. El otro día tomaste muy en serio la forma como el señor Burgos defiende la realidad de nuestro barrio. Lo oí muy claro, dijiste que “el señor Burgos no le perdonará a La ciclista que pretenda jugar con la realidad de nuestro barrio”. Los curiosos me veían y susurraban entre ellos. Óscar me observaba en silencio. En ese tiempo sentí que se iba la fiebre. Óscar le pidió a Sonia un café con leche y volvió a mí para decirme sin perder su simulacro de calma: —Es cierto que te dije algo parecido. En cualquier caso se trata de una afirmación cargada de coherencia. En estos tiempos de crisis lo más aconsejable es mantenerse apegado a la realidad. No es momento de asumir riesgos ni de distraernos con las disparatadas ideas de una lunática. Nuestro barrio debe sujetarse muy fuerte a los recursos que el Ayuntamiento nos ha venido dando de generación en generación. A eso se refería el señor Burgos… De una manera u otra todos somos empleados del Ayuntamiento. Al escuchar el relato de Óscar me aferré a la silla. Era un relato cierto pero no usto. Todos los trabajos y los no trabajos dependían del presupuesto municipal. Ningún vecino del barrio podía decir que en menor o mayor grado la manutención de su familia no provenía del Ayuntamiento. En silencio todos convivíamos con esa verdad. En la zona nunca se incentivaron los recursos propios de la región; otros barrios cercanos vivían de la pesca y del turismo. Nosotros optamos por abandonar nuestro río y nuestro bosque. Ningún barrio vecino tenía bosque. Mis abuelos decían que los de por acá no éramos vecinos, éramos bosquecinos. El alcalde sabía nuestro alto grado de descuido; por algo había logrado gobernar durante tres mandatos consecutivos. La mala noticia para la gestión llegó hace muy poco cuando desde el gobierno nacional anunciaron los recortes para los ayuntamientos improductivos. Entonces el alcalde llamó a su mentor favorito, el señor Burgos. Él sabía muy bien cómo mantener controlada la realidad de nuestro barrio… Entre los recuerdos y la fiebre me volví hacia Óscar como si pretendiera darle un resumen de mi pensamiento. —Es verdad… todos sabemos que somos empleados del Ayuntamiento… Lo que se te olvidó decir es que el alcalde consiguió una solución para maquillar la improductividad del barrio… —¿Una solución? —Seguro, señor Óscar…
Creo que nunca antes llamé señor a Óscar. Eso creo. Él me vio extrañado. Llamarle señor me hizo sentir parte del desgaste de las palabras. Y recordé a Jorge: No amigo mío, las palabras no están en crisis, son las personas las que tienen una crisis de interpretación de las palabras. Y seguí respondiéndole a Óscar, sólo que con un inesperado impulso: —La solución del alcalde es el señor Burgos… Óscar me vio con cara de enemistad. Por un instante se había quitado la careta. Sin embargo el nuevo Óscar no tenía el coraje de mantener por mucho tiempo la frontalidad de su pensamiento. Por ello suspiró en un intento por recuperar el amable veneno de sus intenciones. —El señor Burgos es el mejor inversionista del barrio, por no decir el único. Debemos reconocer que gracias a él no han quebrado nuestras finanzas. Puse las manos sobre la mesa y enfrenté la mirada de Óscar. La fiebre no se había ido, mi cuerpo se había vuelto su aliado. Óscar siempre fue un pragmático moderado; era él quien ayudaba a pisar tierra a los vecinos. Pero en su pisar tierra nunca abandonaba el derecho a la fantasía que, según decía, tenía todo bosquecino. Para todos Óscar era el equilibrio entre el suelo y el cielo. Aquel día comprobé que Óscar había renunciado al cielo por el suelo. Había pasado de ser el confesor del barrio al defensor del señor Burgos. Eso lo hacía cómplice de la mala realidad del barrio. Por ello le dije una teoría más arriesgada: —Esta vez el señor Burgos ha ido más lejos. —¿Qué quiere decir, señor Silva? —El señor Burgos contrató a un grupo de matones para controlar la realidad de nuestro barrio. Óscar se tomó un largo trago del café que por fin le había traído Sonia. Había tensión en sus manos, había tensión en su frente. El hombre se había obstinado en tener que fingir lo que ya no era. —¿Matones? ¿Relaciona usted al señor Burgos con un grupo de matones? Y como si el té de manzanilla alimentara mi contraofensiva tomé un trago y le dije: —Así es, Óscar, se trata de matones contratados por el señor Burgos para sembrar el terror en los vecinos que se atrevan a contradecir la realidad de nuestro barriohaciendo figuras insólitas sobre una bicicleta o fabricando
inventos extraños. Óscar se tomó el café de un trago. Esta vez su reacción fue de advertencia: —Está exagerando el jueguito de confundir realidad y fantasía. Señor Silva, eso es muy peligroso. Y más aún cuando en su juego incluye acusaciones muy graves. A continuación caímos en un contrapunteo de opiniones que por poco levanta de sus asientos a los curiosos para montar un show de apuestas. —Los matones del señor Burgos acorralan a las personas que se atreven a contradecir la realidad de nuestro barrio… —El señor Burgos lo que hace es alertarnos de la terrible odisea de una mujer que pretende expulsar a los trabajadores de nuestro barrio. —Al estilo de la vieja mafia, los hombres del señor Burgos acorralan a esta gente hasta el extremo de hacerle la vida imposible. —¡Está delirando, señor Silva! —¡He descubierto bosquecinos del barrio convertidos en mendigos! —¿Qué dice hombre? ¡Este barrio no tiene mendigos! —Son mendigos de la ilusión que les robaron… Ellos esperan ansiosos poder hablar con La ciclista. —Eso es una fábula. —Pero los hombres de los pasamontañas no los dejan subir más allá del séptimo piso. —Usted necesita un médico con urgencia. —No sé cómo lo logró, pero La ciclista cambió la vida de estas personas. —¡Qué disparate el suyo, venir a defender a una enemiga de los trabajadores de nuestro barrio...! —Me cuesta creer que La ciclista sea la mala de esta historia. —Señor Silva, ¿qué le hace pensar que los hombres de los pasamontañas no son aliados de la mujer de la bicicleta? —¡Esos inventos cambiaron la vida de esas personas! —Usted delira, señor Silva, llamaré a su esposa para que se lo lleve a un centro de reposo. —He visto fotografías que reflejan la vida anterior de esas personas, en cada fotografía había una mirada o un suceso que mostraba la vida muerta que tenía cada uno de los inventores. —No puedo escuchar más disparates.
—La foto opera como el espejo que refleja su vida anterior; el invento es el vuelo que han descubierto para recuperar la ilusión. Pero ese vuelo fue acorralado por el señor Burgos y su proyecto de realidad. —Tonterías. —¡Estos bosquecinos lo han perdido todo, sólo les queda una foto, un invento y su deseo de llegar a La ciclista! —Si esta locura fuera cierta, ¿por qué La ciclista, madre de todos los inventores del mundo, no sale a buscar a sus discípulos si vive en el mismo edificio? —No lo sé; quizá Los hombres del clan lo impiden. —Usted se ha montado una ridícula fantasía en torno a esa mujer. —El señor Burgos es peligroso. —Peligrosa es La ciclista. —Sigo sin entender qué peligro puede representar una mujer que acaba de llegar al barrio. —¿Acaba de llegar? ¡Esa mujer lleva más de un año entre nosotros! —Tú me dijiste que sólo llevaba días. —Señor Silva, sólo le dije que esa mujer va y viene. De todos modos usted ya tiene bastante con sus alucinaciones y su desempleo, no quiero meterle en más problemas. —¿Problemas? —Ya le dije que esa mujer pretende recuperar los planes de sus antepasados. Eso es crear un barrio exclusivo de inventores. ¿Sabe usted lo que eso significa? Esa mujer se ha convertido en un peligro para el pueblo y una amenaza para el Gobierno. No se meta en problemas Silva. —Eres tú quien fantasea, Óscar. —Le recuerdo, señor Silva, que en esta historia quien no vive la realidad es usted. Ante la afirmación de Óscar me aferré a la silla, de nuevo no podía conmigo. El dueño del bar ironizaba con el suceso del veneno de ratas, ese gran detalle que me hacía dudar de mi versión de los hechos. Y Óscar lo sabía. Por ello no tuvo misericordia con el infeliz enfermo que se había hecho pasar por su contrincante. —Por fin, señor Silva, ¿fue en un sueño o en la realidad que pretendió comprarle un veneno de ratas a mi camarera?
—No estoy seguro… —¿Es usted amigo de mi camarera? —La conozco como la conocen todos los clientes del bar. —¿Se atrevería usted a contarle un sueño a una persona con la que no tiene mayor confianza? —No, claro que no. —¿Usted afirma que no le contó a la camarera el sueño del veneno de ratas? —Jamás le contaría un sueño a esa mujer. —¿Con ese veneno pensaba envenenar a su esposa o acaso el veneno era la forma como pensaba ponerle fin a sus dilemas? —Yo no tengo dilemas… —¿Usted no tiene dilemas, señor Silva? —No estoy muy seguro… —¿Sabe usted que nuestro barrio es el único de la región que no tiene mendigos? —Eso creo. —¿Piensa usted mañana acudir a la cita de trabajo? —No lo sé. —¿Quiere decir que dejará sufrir a su familia? —No, no dije eso… —¿Entonces tiene usted la intención de recuperar su puesto de trabajo en el Ayuntamiento? —Si me lo permiten… —¿Asistirá mañana a la cita que le han pautado? —Sí, asistiré… —Señor Silva. —Diga… —¿Llegará usted puntual a la plaza la Constitución? —Sí, llegaré puntual. —Dígame, señor Silva, ¿últimamente ha sentido vértigo? —Un poco… —¿Imagina cosas? —De niño imaginaba cosas. —¿Y de adulto confunde imaginación con memoria? —Es posible… —Señor Silva, ¿apoya usted a los trabajadores de nuestro barrio? —Sí, los apoyo. —Señor Silva, ahora mismo, ¿está usted despierto o dormido? —Estoy despierto.
—¿Está completamente seguro? —Sí, estoy seguro. —Si el psicólogo del Ayuntamiento le preguntara si la compra del veneno de ratas ocurrió en un sueño o en la realidad, ¿qué le diría usted? En mi silencio el público decretó mi derrota. Me pareció escuchar improperios contra el mediocre rival. El opositor no estaba dispuesto a cantar victoria hasta que no viera derramada la última gota de sangre. —Señor Silva, considerando que usted no es amigo de la camarera, ¿cómo explica que ella estuviera al tanto de su sueño? —Señor Silva, ¿tiene sentido que un hombre de cuarenta y dos años convierta el simple manejo de una ciclista en una serie de actos de equilibrismos insólitos? —Señor Silva, ¿tiene sentido suponer mendigos creadores de inventos? —Señor Silva, ¿afirmaría que en nuestro barrio habitan matones? —Señor Silva, si ese veneno no iba dirigido a ningún ser humano, ¿por qué no buscó comprármelo a mí directamente? —Señor Silva, ¿es usted contador público o contable? —Señor Silva, ¿me escucha, señor Silva? —Señor Silva, ¿sabe usted que la burocracia es necesaria para mantener el orden de las cosas? —Señor Silva, ¿sabe usted que una sociedad depende del orden de las cosas? —Señor Silva, ¿sabe usted que el orden de las cosas está por encima de los intereses particulares de los individuos? —Señor Silva, ¿sabe usted que las ciencias exactas no permiten afirmaciones sin sentido? —Señor Silva, ¿alguien le ha dicho que el peligro de salirse de la realidad consiste en que todo lo que hay alrededor forma parte del espacio infinito de la locura? —Señor Silva, ¿desde cuándo usted no piensa en sus tres hijos? Capítulo 17
La realidad de Laura Cuando abrí los ojos creí que era viernes. Sin embargo, mi esposa me despertó diciéndome algo que me introdujo en un callejón sin salida.
—Despierta, querido, son las siete, entras a las ocho, hoy es tu primer día de trabajo. No puedes llegar tarde al Ayuntamiento. ¿Primer día de trabajo en el Ayuntamiento? , medio dormido me cuestioné la afirmación de mi mujer; me dolía la cabeza, no podía levantarme de la cama. Sentí que el dolor de cabeza me había comenzado la noche anterior o quizá antes, pero mi esposa lo profundizaba con su insólito llamado. —¿Qué día es hoy? –pregunté sin fuerzas para sentarme en la cama. —Hoy es lunes 9 de junio de 2011, el primer día de tu regreso al trabajo. Y me senté temiendo ser parte de una terrible burla. —¿Qué locura dices mujer? —Que tienes que darte prisa, hoy menos que nunca puedes llegar tarde. Mi esposa estaba vestida, lista para irse al colegio. El baño, el espejo, la crema, el desayuno, los niños; ella todo lo había hecho seguramente mientras yo dormía. Pero era imposible que en pocas horas los acontecimientos hubiesen saltado del bar de Óscar a esto. Señor Silva, ¿sabe usted que las ciencias exactas no permiten afirmaciones sin sentido? Señor Silva, ¿alguien le ha dicho que el peligro de salirse de la realidad consiste en que todo lo que hay alrededor forma parte del espacio infinito de la locura? Señor Silva, ¿desde cuándo usted no piensa en sus tres hijos? Pero la voz de mi esposa se empeñaba en regresarme a un extraño presente: —Querido, ¿qué te ocurre? ¿Acaso no era tu gran sueño volver a tu puesto de contable en el Ayuntamiento? Creo que nunca confié del todo en mi esposa, pero en el último año esa desconfianza fue en aumento. Era cierto que ayer, o el otro día, cuando volvimos a hacer el amor, algo de calma retornó a nuestra vida. Pero seguía haciendo peso su ir y venir entre gritos y sarcasmos. Quizá el sexo y el supuesto regreso al trabajo eran parte de un nuevo ciclo de zancadillas (la mediocre comedia). —¿Qué fecha es hoy? –pregunté de nuevo. Ella insistió con ese tono imponente que anunciaba lo poco que le faltaba para perder la paciencia: —¡Basta de tonterías...! Se lo diré claro y firme por última vez: Hoy lunes 9 de unio del año 2011, usted, el señor Silva, después de un año desempleado, ¡por
fin regresa a su puesto en la oficina de Contabilidad del Ayuntamiento! Cada afirmación de mi esposa aumentaba mi angustia. Sentí que la habitación se hacía más pequeña; tuve deseos de salir corriendo a la calle y comprobar que ese día era viernes. Pero necesitaba tener una respuesta sensata de ella. —Si hoy es lunes, ¿qué ocurrió con los días anteriores? —¿Qué días anteriores? –preguntó tajante. —¡El domingo, el sábado, el viernes...! —El jueves Óscar te trajo muy tarde, ya casi era viernes. Delirabas, ardías en fiebre. Ócar estaba muy preocupado, y yo también. Óscar me contó lo de La ciclista. Querido, ¿no me digas que apoyas a una enemiga de nuestro barrio? En la pregunta de Laura había tristeza. Por un momento creí que Laura sufría la posibilidad de que yo estuviera traicionando al barrio (o a ella). Eso no era cierto, pero algo extraño regía mis últimos días, y ella lo sabía. —Señor Silva, primero el veneno y ahora La ciclista. ¿Qué está pasando con usted? Usted, tú, señor Silva, querido. El veneno, La ciclista. Los mendigos, los inventos, la propuesta del álbum de fotos. La habitación cada vez era más pequeña. Tenía que huir, pero Laura estaba ahí, sentada en la cama frente a mí, dispuesta a impedirlo con su mirada y sus historias. —Señor Silva, en la madrugada se despertó varias veces lanzando un grito tan terrible que despertó a los niños. —¿Un grito? ¿Qué gritaba? —Debió haber tenido una horrible pesadilla, se llevaba las manos a la cabeza y gritaba: “¡Es la daga infinita!” Fue terrible, señor Silva; lo debieron escuchar los vecinos. Muy pocas veces soñaba, y cuando lo hacía no hablaba dormido, o, si alguna vez lo hice, Laura nunca me lo contó. De pronto ella se convirtió en testigo de un grito surgido de una supuesta pesadilla, la daga infinita. El hecho de que Laura mencionara la daga infinita, al igual que ocurrió con el veneno y Sonia, me hizo temer que los demás tuvieran evidencias sobre situaciones extrañas que estarían afectando mi vida. Laura me vio con lástima, en su voz había compasión. En ese momento recordé una duda que tuve alguna vez: ¿En realidad ella se llama Laura?
—El viernes usted se levantó sobre las ocho de la mañana y llegó muy tarde a la cita de trabajo que le había conseguido. —¡La cita! ¿Perdí la cita? —¿Qué le ocurre, señor Silva? ¿Ha perdido la memoria? Mi esposa había logrado debilitar mi versión de los hechos. Tanto sus preguntas como sus respuestas eran piedras lanzadas contra el cristal que separaba mis dudas de la certeza de los otros. Tenía que callar o correr. Y opté por cerrar los ojos; ella siguió su relato (y sus piedras). Y me volvió a llamar tú: —El viernes tuve que acompañarte; fuimos juntos al ayuntamiento; perdí la primera hora de clases pero la directora me comprendió. Mi amigo intercedió para que te entrevistara el director de Recursos Humanos. —¿Me entrevistó el director de Recursos Humanos? —Sí, te entrevistó; superaste la entrevista y comienzas a trabajar hoy lunes 9 de unio, en pocos minutos. Tienes que darte prisa si no quieres perder esta gran oportunidad que te ofrece la vida. Yo no te puedo esperar, me tengo que ir al colegio, confío en que tú harás lo que tienes que hacer por el bien de los niños. Mi esposa se levantó, me lanzó un beso y partió hacia la puerta de la habitación. Poco antes de partir, la llamé: —Laura. —Dime, querido. —¿De verdad hoy es lunes? —Si no me crees sal a la calle y pregúntale a la gente. —¿A la gente? Ella me respondió anunciándome un regalo: —Para tu primer día de trabajo te he comprado un traje y un cinturón azul. Capítulo 18
La realidad de los otros Laura regresó y ante mi sorpresa comenzó a quitarme la ropa. Al quedar desnudo me pidió que cerrara los ojos y abriera las manos. Pronto sentí un peso. Era un traje, un maletín y un cinturón azul. El maletín era el mismo de antes (pasé años buscándolo por todo el piso). Pronto ella se excusó: Discúlpame mi amor, me dio lástima tirarlo a la basura; creí que te gustaría tener de nuevo a tu viejo compañero. Sin embargo, el efecto fue todo lo contrario. Algo me indicaba que
en el interior del viejo maletín, durante todo el tiempo de desempleo, Laura había guardado el formulario (me sentí doblemente desnudo). Me vestí de traje nuevo, tomé el maletín de antes y salí a la calle creyéndome dispuesto al trabajo. El traje era elegante, pero me sentía extraño. En medio del torbellino de la mañana quizá algún observador haya pensado “traje elegante en un sujeto extraño”. Entre lo nuevo y lo viejo, lo único que me hizo sonreír fue el cinturón, era azul como la de mi padre. Atrás dejé el edificio de La ciclista, hice grandes esfuerzos para no detenerme a contemplar su fachada. La carrera de las personas; la larga fila de automóviles y de camiones cargados de piedras; las abuelas despidiendo a los niños desde los balcones. Como yo no tenía a nadie a quien saludar, le dije hola a una abuela que se despedía de todo el mundo. Quise caminar rápido como los otros, mi trote me pareció ridículo. Por un lado pasó el señor que el otro día me respondió la encuesta sobre la realidad de nuestro barrio. El hombre, con su maletín en mano, me miró de reojo y continuó su ruta brinca pasos. Sentí deseos de llamarlo para preguntarle el día y la fecha o su opinión sobre un barrio de inventores, pero preferí no hacerlo. Me detuve en un café, puse el maletín a un lado y tomé el desayuno rápido como los otros trabajadores; deseé buen provecho a la vecina de la barra y le pedí el periódico a la camarera. ¿Qué habrá más allá de la imperturbable mirada que tienen los trabajadores cada mañana? ¿Qué esconden detrás de esa preparación diaria or simular la eficiente ejecución de la rutina? ¿Tiene tiempo de soñar la vecina de la barra mientras de un trago se toma el café de la mañana (y de todas las mañanas)? ¿Qué soñaba la camarera antes de ser camarera? ¿Creerán todos los que entran y salen que hoy es lunes 9 de junio? Cuando la camarera me entregó el periódico le dije que se me había hecho tarde, pagué, tomé el maletín y me fui entre la carrera de los que entraban y salían. Por la calle principal creí ver una señora muy parecida a la mujer que le dio la bofetada a su niño; pero no era ella. En su mano derecha no llevaba un guante azul; su rostro y sus cabellos eran diferentes. Tampoco era la mujer con apariencia de mendigo que inventó el Guante sanador. Las otras dos eran la misma, pero esta era otra. Esta tercera mujer, también vestida como ejecutiva de oficina importante, avanzó, como aquella, entre los automóviles. Los árboles de los senderos, el quinto árbol, las ventanas sin personas. Detrás de las cortinas la sala, el pasillo, los cuartos, la cocina, el baño, los niños, el matrimonio. Y en la última cama un hombre padece su derrota. Al otro lado de la calle el bar de Óscar aún no abre pero dentro, como fantasmas, sus fieles nunca salen de sus espacios. Las callejuelas, el señor Valencia, su kiosco, los periódicos con sus
fechas. La fecha. Quizá La ciclista fuese una mujer hermosa, pero nunca hizo acrobacias sobre su bicicleta. La ruta; otra vez mi ruta es la plaza del ayuntamiento. Al pasar la puerta giratoria me detuve en el pasillo principal. No pude evitar pensar qué hacía yo en el ayuntamiento. ¿Era lunes? ¿Efectivamente me entrevistó el director de Recursos Humanos? ¿Qué ocurrió con el domingo, el sábado y el viernes?Mi desconfianza era tan grande que no descarté que todos se hubiesen puesto de acuerdo para hacerme creer que era lunes. Pero, ¿también se usieron de acuerdo para hacerme creer que me entrevistó el director de Recursos Humanos? ¿Se prestó el director de Recursos Humanos a esta farsa? En aquel momento no sabía si avanzar o dar media vuelta y salir corriendo. De pronto, del final del pasillo surgió un hombrecillo. Era el secretario del director de Recursos Humanos. En un acto reflejo abracé el maletín. Hacía mucho tiempo que no veía al secretario; era el mismo de antes, como si los años (o los hechos) no hubiesen pasado. Su cabello engominado peinado hacia atrás en contradicción con un pequeño copete; su traje impecable que lo hacía lucir como un mediocre director de orquesta, y sus zapatos rebrillados. Todo en él se resumía en la mirada. Esa mirada de impostor que contradecía su palabra de amigo. Su voz encajonada hacía juego con su mirada. —¡Bienvenido, señor Silva! –dijo el secretario. En silencio sonreí, apreté muy fuerte el maletín y seguí los pasos del secretario. Los dos avanzamos pasillo adentro. Siempre pensé que la planta baja del ayuntamiento era un espacio inútil. Un largo pasillo de paredes blancas repulidas, de cada lado tres macetas de palmeras que de tanto brillar parecían ser falsas, al final dos enormes espejos enfrentados advertían al visitante que había llegado a la gran recepción. En el recibidor todo parecía de cristal, la recepción, las dos recepcionistas; los ascensores, los dos ascensoristas; las sillas de espera y los esperanzados. Un decorado de individuos y cosas similares. El secretario les dijo a las muchachas que yo era el nuevo empleado del Departamento de Contabilidad. Ellas mostraron una misma media sonrisa, como si entre las dos hicieran una sonrisa completa. La chica de la izquierda me entregó un pase de visitante. El secretario, con una sonrisa cercana a la de ellas, me advirtió: —Tranquilo, señor Silva, pronto tendrá su carnet oficial. Un joven, con la sonrisa exagerada (otra forma de media sonrisa), nos esperaba con el ascensor a puertas abiertas. En el tercer piso caminamos hacia la oficina del director de Recursos Humanos. A nuestro paso sólo veía nuevos rostros,
ningún compañero del pasado; desde el laberinto de cubículos los empleados me veían y se veían entre ellos, como si mi presencia fuese noticia conocida. Al final estaban ubicadas las únicas tres oficinas del pasillo. Una enfrente y las otras dos de cada lado. Nos detuvimos en la de enfrente. El scretario llamó con la suavidad de los aduladores. Del otro lado la voz chillona del director dijo delante (en mi cabeza retumbó la palabra Adelante como si el director me llamara desde otro tiempo). El secretario abrió la puerta muy suavemente; dentro, sentado en su sillón de ruedas, estaba el director de Recursos Humanos. En el enorme escritorio permanecían las mismas cosas de antes. En el centro una taza de café; a los lados, como escudos, el cenicero, la cajetilla de habanos, la fotografía de la familia, el ordenador y un grupito de carpetas. Detrás del escritorio el gran ventanal, al lado la biblioteca de libros técnicos y en la pared la fotografía del presidente de la República en medio de dos máscaras africanas. En el pasado fue comentario de pasillo los reclamos que el alcalde le hacía al director para que las máscaras dejaran de escoltar la imagen del presidente. Lo de escoltar formaba parte del componente irónico de los empleados. En los pasillos se decía que el director de Recursos Humanos atendía más las órdenes del señor Burgos que las del propio alcalde. —Adelante señor Silva, tome asiento –dijo el director con su voz de ogro civilizado (los ogros no se civilizan, acostumbraba a decir en privado la secretaria del alcalde). Con la falsa timidez de los hipócritas, yo no terminaba de avanzar. Me sabía portador de otra media sonrisa. Era difícil estar dentro y reír de modo completo. —Adelante, señor Silva, tome asiento –repitió el director con un poco de menos paciencia. Con el paso contenido me acerqué al escritorio, el secretario me siguió. Tomé asiento a la derecha del director; el secretario se disponía a hacer lo mismo en el puesto de la izquierda, pero se detuvo ante la mirada del superior. La palabra del efe sólo sirvió para reiterar la lección que llevaba inoculada el subalterno. —Secretario, vaya y regrese dentro de quince minutos con el nuevo supervisor del Departamento de Ciencias Exactas. El secretario dijo su acostumbrado sí, señor, dio medio vuelta y partió sin mirar a los lados. Yo quedé extraviado pensando en aquello del Departamento de Ciencias Exactas. Semejante departamento nunca existió en mis años en el Ayuntamiento. Y recordé parte del interrogatorio de Óscar:
Señor Silva, ¿sabe usted que una sociedad depende del orden de las cosas? Señor Silva, ¿sabe usted que el orden de las cosas está por encima de los intereses particulares de los individuos? Señor Silva, ¿sabe usted que las ciencias exactas no permiten afirmaciones sin sentido? Y me pregunté si el Departamento de Ciencias Exactas tendría algo que ver con el orden de las cosas. —Señor Silva, ¿todavía padece usted de su viejo mal de andar perdido cuando los superiores le informan cosas importantes? El director de Recursos Humanos, con su pregunta tan de antes, me devolvió a la realidad. Últimamente los seres y las circunstancias se estaban poniendo de acuerdo para hacerme comprender el valor exacto de la realidad. —¿Señor Silva? —Diga, señor director. —¿Por qué abraza con tanta fuerza su viejo maletín? —¿Mi maletín? —Su viejo maletín, señor Silva, ¿acaso esconde algo de un valor incalculable? En el acto abrí las manos y el maletín cayó en el suelo. No quería responder, ni en pensamiento ni en palabra, ninguna pregunta sobre el contenido del maletín. —Dígame, señor Silva, ¿todavía padece de aquellas alucinaciones mexicanas que tenía en pleno horario de trabajo? —No, señor director, hoy soy un hombre mucho más centrado en mis responsabilidades. —Me alegra saberlo, pues, como seguramente usted sabrá, los tiempos han cambiado. Hoy, con la automatización de las cosas, las exigencias son mayores y sería auto excluyente andar extraviado. El jueves muy tarde te trajo Óscar, ya casi era viernes. Delirabas, ardías en fiebre. Óscar estaba muy preocupado, y yo también. Óscar me contó lo de La ciclista. Querido, ¿no me digas que apoyas a una enemiga de nuestro barrio? — Se podría decir que los deberes son supervisados por un control central que no depende ni siquiera de la buena intención de los superiores. Señor Silva, primero el veneno y ahora La ciclista. ¿Qué está pasando con usted? —A causa de la nueva realidad mundial que nos ha llevado a la sofisticada
automatización de las cosas, el señor alcalde ha emprendido una etapa de cambios sustanciales. El Ayuntamiento ya no es la vieja estructura que usted conoció. Hoy estamos más cerca de la realidad que nunca. Sin exageración alguna se puede decir que estamos a la altura de la realidad. En la madrugada se despertó varias veces lanzando un grito tan terrible que despertó a los niños. —¡Señor Silva...! Debió haber tenido una horrible pesadilla, se llevaba las manos a la cabeza y gritaba: “Es la daga infinita”. Fue terrible, señor Silva; lo debieron escuchar los vecinos. No podía dejar de asombrarme de ese otro Silva que otros estaban descubriendo. Laura insistía que dormido había gritado lo de la daga infinita. Yo me preguntaba si otras veces había hablado desde el mundo de los sueños, o de las pesadillas. (¡El sueño del veneno! ¿Será que dormido Laura me escuchó decir algo del veneno? Pero, si fuese así, ¿para qué le iba a contar a Sonia ese sueño?) —¿Me escucha, señor Silva? —Le escucho, señor director. —Hemos creado el Departamento de Ciencias Exactas para evitar cualquier error de cálculo. Ya le digo, hoy ni siquiera los jefes podemos fallar, pues la supervisión de toda la estructura está automatizada, todo se regula desde un sistema central y ni siquiera los jefes tenemos acceso a ese mecanismo. Mientras el director de Recursos Humanos explicaba su teoría del control total de las cosas, sentí enormes deseos de rebelarme. A la mente me vinieron las acrobacias de La ciclista. El Compás; la Bailarina sobre bicicleta. Una y otra imagen de La ciclista me llevó a un desesperado deseo de rebelión. En la mente me vi pateando el escritorio del director de Recursos Humanos. Enseguida ponía mis manos alrededor de su cuello y apretaba y apretaba hasta ponerle final a su ridícula existencia. Después lanzaba el cuerpo contra la mediocre biblioteca, un cadáver humano en medio de muchos cadáveres impresos. Me pareció escuchar que afuera los empleados aplaudían. Era la rebelión tardía de los aduladores de siempre. Pero la voz de Laura me devolvió al grado racional de las cosas (las malditas cosas): Yo no te puedo esperar, me tengo que ir al colegio, confío en que tú harás lo que tienes que hacer por el bien de los niños.
Un grito del director de Recursos Humanos me terminó de ubicar en el sentido exacto de la obediencia. —¡Señor Silva, por Dios...! ¿Está usted interesado en regresar al Departamento de Contabilidad del Ayuntamiento, sí o no? —Sí, señor director, por supuesto que sí. —Entonces le exijo que me preste atención absoluta. —Diga usted, señor director. —En el pasado usted fue un empleado con posibilidades. No obstante, debo recordarle que sus alucinaciones mexicanas no le ayudaron a concretar su proceso de evolución. Por el contrario, las abstracciones le llevaron directo a la puerta de la calle. ¿Es usted consciente de esa realidad, señor Silva? —Sí, señor director, estoy consciente. —Importante saberlo, pues aún recuerdo que cuando le pregunté si renunciaba a su fantasía mexicana, aún con grandes deseos de que depusiera su absurda actitud, usted con una grosería nunca antes vista, me gritó un rotundo No seguido de un infeliz Jamás. ¿Recuerda ese ingrato momento, señor Silva? —Sí, lo recuerdo, señor director. —¿Se arrepiente usted de ese ingrato momento, señor Silva? —Sí, me arrepiento, señor director. El director guardó silencio sin quitarme la mirada de encima. Luego continuó con el discurso (últimamente todos me decían, de muchas formas, el mismo discurso): —Como usted sabe, el Departamento de Contabilidad nunca tuvo supervisor. El equipo de contables siempre dependió directamente de mi cargo. No obstante, la nueva estructura del Ayuntamiento contempla el nombramiento de un supervisor de Contabilidad. ¿Está usted interesado en optar a ese puesto, señor Silva? En otro tiempo el ofrecimiento del director tal vez me hubiera alegrado. Hubiese significado mucho en mi etapa de reconversión a la burocracia. Sin embargo, en la mañana de aquel supuesto lunes 9 de junio no hubo ni un asomo de emoción. —Señor Silva, ¿le interesa optar al puesto de supervisor del Departamento de Contabilidad? En ese momento me vi con los muchachos del Club de los contadores renegados. Todos de pie, deseosos y con una mano en la bragueta, ante el
miserable escritorio de Pastora. La vieja, con un cigarrillo en la boca, pasaba revista de los balances administrativos que le habíamos hecho en el día. Según los costos que ella le calculaba a cada trabajo, a cada integrante del club le correspondía un determinado tiempo con una determinada puta. —Se lo preguntaré por última vez, señor Silva, ¿le interesa optar al puesto de supervisor del Departamento de Contabilidad, sí o no? Poco me faltó para gritarle al director que yo era contador graduado en la República Mexicana de la Fantasía y ya tenía trabajo en el burdel de Pastora; sin embargo, me contuve y le respondí: —Seguro, señor director, me interesa. —Bien, señor Silva, para ello tendrá un adiestramiento rápido y preciso con el supervisor del Departamento de Ciencias Exactas. Nunca antes me sentí tan amenazado, ni siquiera sabía de qué se encargaba ese departamento, pero la sola denominación era una amenaza para mi existencia. Y la imagen de La ciclista volvió a proponerme otro intento de rebelión. Pero otra vez el director de Recursos Humanos me acorraló con sus preguntas afirmativas. —Señor Silva, en beneficio de los supremos intereses que rigen las funciones que el Ayuntamiento se dispone a encomendarle, ¿renuncia usted irrevocablemente a su fantasía mexicana? En ese instante alguien llamó a la puerta. En el reloj del ayuntamiento seguramente se cumplían quince minutos exactos desde la partida del secretario, en mi reloj existencial había pasado como mínimo una hora (o un día). El director suspiró contrariado. —Adelante. A la oficina entró el secretario acompañado de un anciano de sombrero y traje cuyo rostro me pareció familiar ( Ese rostro, dónde he visto antes a ese rostro). El director, desde su asiento, hizo las respectivas presentaciones. —Señor supervisor del Departamento de Ciencias Exactas. Señor candidato a supervisor del Departamento de Contabilidad. En la presentación el recién llegado no me veía, mantenía la mirada fija en el director como si quisiera negar mi presencia. No sabía fingir la media sonrisa, cualquiera se hubiera dado cuenta de que en la otra mitad de su rostro había ira contenida. El sombrero, la barba cuidadosamente afeitada y ese rostro tenso. Era
el hombre de la foto queguardaba Carlos Portillo, el anciano del edificio de los inventores. Era él, Carlos Portillo en otra identidad, en otro tiempo. El director de Recursos Humanos continuó con sus indicaciones. —Señor Silva, desde este instante usted está bajo las órdenes del señor supervisor del Departamento de Ciencias Exactas. Tenga la certeza de que está en muy buenas manos. El señor supervisor es un profesional intachable, de reconocido prestigio internacional. Estoy convencido de que en poco tiempo usted habrá superado la prueba y estará en capacidad de ser el nuevo supervisor del Departamento de Contabilidad. Es más, le asombrará el poco tiempo que durará su aprendizaje. Sólo entonces el hombre me vio. Sentí deseos de preguntarle su nombre y el estado de su salud (por algo la mujer del Guante sanador lo quería curar). También hubiese querido conocer la situación de su invento, pero no me atreví. Se suponía que en toda presentación la gente se decía el nombre (entonces pensé que en poco tiempo cierto círculo del barrio me había desdibujado el nombre. La palabra señor, pronunciada por ellos, me sonaba abreviada, como si me secuestraran el ser. La palabra supervisor, en cambio, me sonaba alargada, como si me convocaran a ser cómplice del secuestro de los otros). El supuesto supervisor del Departamento de Ciencias Exactas sonreía y asentía con la cabeza a cada afirmación del director. Pero la sonrisa que me dirigía a mí no era la misma que le mostraba al superior. Hacia él reflejaba complicidad y hacia mí una falsa distancia. ¿Se habían puesto todos de acuerdo para trastocar mi vida? ¿Eran cómplices Laura, Óscar, Sonia, el director, el secretario y el supuesto supervisor? ¿Obedecían las órdenes del señor Burgos? ¿Cuál era el fin de tanto absurdo? ¿Desde cuándo los burócratas se han valido de la fantasía para cumplir los procedimientos? ¿Será la sistematización de la burocracia el alcance y la sequía de todas las fantasías? ¿La fantasía absoluta? ¿El final de la fantasía? De pronto sentí deseos de escapar de las miradas de aquellos tres hombres; me faltó valor para preguntar el día y la fecha, tampoco me atreví a preguntarle al director si, efectivamente, me había entrevistado el pasado viernes. Sin embargo, él, como si conociera el fondo de mi duda, tomó un periódico y me lo ofreció. —Señor Silva, ¿desea llevarse la prensa de hoy a su primer entrenamiento? Ante el ofrecimiento me detuve, tenía miedo de tomar el diario. Sabía que su fecha podría ser la prueba definitiva que demostrara que nadie fraguaba complot alguno en mi contra. El periódico podría demostrar que tenía alterada la noción de la realidad. El secretario y el supervisor permanecían callados, como si
cumplieran su extraña misión en calidad de testigos. El director de Recursos Humanos me dijo que no olvidara mi viejo maletín y dejó caer el periódico en el borde del escritorio. Lunes 9 de junio de 2011, era su fecha. Capítulo 19
Otra vez, el mismo Lunes 9 de junio de 2011, final de la tarde. Había pasado buena parte del día con el señor supervisor del Departamento de Ciencias Exactas, en su pequeña oficina. En ningún momento el sujeto se quitó el elegante sombrero. Apenas entramos me dijo que la oficina era pequeña porque hoy lo importante es el espacio virtual. Y pronto, según él, el Ayuntamiento en pleno será manejado desde la casa de cada uno de los empleados. En todo el tiempo que estuvimos solos, el supervisor se mostró riguroso hasta el extremo. El hombre hablaba y se movía como el máximo jefe; esa siempre fue la forma como operaron los jefes del Ayuntamiento, ante los subalternos cada uno se comportaba como el máximo efe. Sin embargo para mí este anciano en lugar de supervisar había inventado algo. Al mediodía el supervisor pidió por teléfono dos pasteles de pollo, ni siquiera me preguntó qué deseaba comer. La nueva administración pública se basa en la superación de los deseos, dijo. Nos pasamos el siglo XX deseando, ahora llegó el tiempo de que entreguemos resultados, puntualizó. ¿Cuál es su nombre?, por fin le pregunté. Me respondió que su nombre era Carlos; luego, ante mi insistencia me aseguró que su nombre completo era Carlos Lara. ¿Carlos Lara o Carlos Portillo?, pensé. No quiero perder tiempo con asuntos personales, señor Silva, enfatizó. La reunión o entrenamiento se dividió en dos partes. Después de su vaticinio sobre el futuro de la administración pública, me invitó a sentarme en una silla. No pude evitar pensar en las sillas de los hospitales a donde me llevaba mi madre para que me atendieran el mal de la mirada trastocada. El supervisor iba y venía, de derecha a izquierda, tomando apuntes en una tableta electrónica. En muchos instantes se mostró contrariado, creo que no sabía manejar la tableta con la precisión deseada. Cuando eso pasaba, me pedía que respondiera más lento, entonces del bolsillo interior de su traje sacaba una pequeña libreta y un bolígrafo. Enseguida comenzaba a copiar como un desesperado que le pide a su memoria que le dicte todo aquello que dejó atrás. Sus primeras preguntas se centraron en una etapa que él denominó “Temas personales”: ¿Sus padres están vivos? ¿Está casado? ¿Tiene hijos? ¿Vive alquilado? Hasta ese momento pensé que la prueba iba por buen camino. Pude responder las primeras preguntas con
relativa comodidad. Sin embargo, más tarde, otras preguntas me hicieron sentir como un extraño. ¿Cuál es el nombre de nuestro alcalde? ¿Se siente identificado con su barrio? ¿Recuerda el nombre de tres vecinos? ¿Cuál es el nombre de la ersona que más le ha querido en el último año? ¿Cuál es el nombre de la ersona que usted más ha querido en el último año? Si tuviese que escoger entre salvar a su barrio o a su familia, ¿a quién salvaría? Un prolongado nudo en la garganta me impidió darle respuesta a cada una de esas preguntas; el supervisor, en un tono que parecía simular mi voz (o mi pensamiento) respondió por mí: El nombre del alcalde no me importa; la persona que más me ha querido en el último año es mi esposa; sin embargo, ella no es la persona que más he querido. Y jamás me he planteado salvar a nadie, ni siquiera a mí. Dicho esto, el supervisor dijo que era la hora del almuerzo (hora de comerse los pasteles de pollo). Sin darse tiempo a sí mismo, devoró su pastel en tres mordiscos. Yo hubiera podido hacer lo mismo en seis intentos, pero a mi primer mordisco el supervisor retomó el entrenamiento con una aclaratoria: La parte noble del cursillo ha terminado; a partir de ahora, señor Silva, si usted quiere aspirar a ser el supervisor del Departamento de Contabilidad, deberá superar la etapa de los “Temas generales”. Para ello usted deberá captar el sentir de la realidad de nuestro barrio. Y el sujeto inició una ininterrumpida tanda de preguntas que él mismo respondía. Primero caminaba hacia la derecha y me sorprendía: ¿Dos más dos siempre son cuatro o existe alguna pequeña posibilidad de que sean siete?, luego giraba a la izquierda y de repente se volvía hacia mí para responder: No, imposible que dos más dos puedan arrojar algún resultado distinto a cuatro. Cada pregunta la pronunciaba con la seriedad de un eficiente funcionario, pero en el rostro se le asomaba la ira como un animal rabioso que deseaba escapar. ¿El contable debe determinar un hecho con la mirada exacta o con la mirada utópica? Y en la respuesta me mostraba la falsa emoción de un rostro saturado de lujuria. Los hechos sólo se calculan con la mirada exacta. Por lo tanto un contable sólo tiene derecho a utilizar la mirada exacta... ¿Interés ersonal o interés colectivo? Usted trabaja por los intereses de todos los ciudadanos... ¿Sus decisiones, en algún momento, podrían estar basadas en el deseo? No, al contable se le exige precisión, sus decisiones tienen que estar, siempre, estrictamente medidas… ¿Son calculables todos los espacios? Aquellos espacios que los otros no puedan medir, deberán ser calculados por un contable… Y a mi alrededor siguieron girando preguntas. ¿Contable? ¿Determinar un hecho? ¿La mirada exacta? Me sentí perdido, sin posibilidad de pasar la segunda fase del entrenamiento. Quedé atrapado entre las preguntas y las respuestas. ¿Puede un contable, a través de los números, trastocar la realidad sin violar los fundamentos de su trabajo y por ende el código de
ética?... El supervisor me asfixiaba, él sabía que me asfixiaba… No, el contable no es un poeta, para el contable la realidad es la que es y con su trabajo tiene la obligación de mostrar la exactitud de la misma. Lo contrario sería alteración de las cuentas, es decir, un delito... El alrededor (o la vida) me daba vueltas. El supervisor estaba logrando asesinar lo que quedaba del hombre de los atrevimientos (en su interior, el otro Silva caía derrotado con el peso de las preguntas que no se atrevió a hacer: ¿Decisiones estrictamente medidas? ¿Son calculables todos los espacios? ¿Código de ética? ¿Qué código de ética? ¿Quien no obedece la realidad es un delincuente? ¿Acaso ser poeta es un delito?)… Nunca supe cuántas horas duró el entrenamiento, nunca pude alcanzar las preguntas: ¿La realidad es la que es? ¿Alteración de las cuentas? ¿Delito? Pero tampoco las respuestas: Aquellos espacios que los otros no puedan calcular, deberán ser calculados por un contable. Algo me decía que yo no había logrado captar el sentir de la realidad de nuestro barrio… En un momento creí que iba a caer de la silla, el supervisor se dio cuenta. Por ello, con el sadismo del verdugo que quiere prolongar su goce, relató mi drama con voz de esperanza: Usted adece el problema más grave que pueda padecer un contable… señor Silva, usted padece de alteración de la realidad. Me atrevería a decir que el psicólogo del Ayuntamiento determinaría que usted tiene el mal de la mirada trastocada. Usted no superó la etapa de los “Temas personales”. No obstante, ha estado mucho mejor en la fase de los “Temas generales”. El supervisor se acercó y me dio unas recomendaciones al oído (o no me habló y yo había logrado aprenderme su pensamiento). —Por alguna extraña razón clínica, usted se ha partido en dos. En los “Temas personales” padece de alteración de la realidad, mientras en los “Temas generales” se ubica perfectamente en la realidad colectiva. Mi recomendación es que centre su vida en la lógica de los “Temas generales”. Trate de guiarse por el sentido común del resto de las personas; imite si es preciso, no olvide que el ser humano aprende así. Su reto será despojarse de su individualidad enferma para absorber la razón de la mayoría. Después de todo, su caso no es muy grave si tomamos en cuenta que la realidad de la mayoría es la que cuenta a la hora de evaluar los resultados, las estadísticas existen gracias a la mayoría. ¿Qué hacer? ¿Cómo vivir sólo para aprender de los otros? En cierta forma es sencillo, señor Silva, si quiere convertirse en el supervisor del Departamento de Contabilidad del Ayuntamiento, deberá aprender a ver a través de los ojos de la ciudadanía. Antes de decir esto es aquello, pregunte al ciudadano más próximo si esto efectivamente es aquello. Y si duda en preguntarle a los otros, no lo olvide, aquí me tiene, en persona, por teléfono o por internet, como el asesor contratado a
tiempo completo para solucionar sus problemas. Por favor, tome usted mi tarjeta con mi número y correo electrónico. De nuevo sentí que caería de la silla, el supervisor volvió a su lugar y me dijo con falsa alegría: —Estamos convencidos de que a partir de hoy usted podrá vivir estrictamente en el terreno de la lógica de los “Temas generales”. Por lo que aprobará el entrenamiento y será designado supervisor del Departamento de Contabilidad, sólo si responde afirmativamente la última pregunta… Señor Silva, dígame el día, la fecha, el mes y el año en que transcurre este entrenamiento. Sólo entonces supe que durante cada segundo de aquellas interminables horas el supervisor del Departamento de Ciencias Exactas trabajó para que yo aceptara la fecha. —Señor supervisor, hoy es lunes 9 de junio del año 2011. Capítulo 20
La lógica de los temas generales Aquella tarde salí del ayuntamiento sintiendo que el maletín pesaba algo menos. A poco más de las siete la plaza estaba llena de los conversadores de siempre; las callejuelas tenían el colorido especial de un lunes. Era posible que te saludara cualquier vecino que nunca antes lo hubiera hecho. Era lunes, el primer día de trabajo aún no pesaba, la gente tenía ganas de comenzar. Poco a poco el ambiente me fue contagiando. Al pasar por el kiosco del señor Valencia sentí enormes deseos de comunicar la nueva noticia. El señor Valencia se disponía a cerrar su negocio; cuando le saludé no pudo evitar expresar su sorpresa. Amigo Silva, ¿qué hace usted por acá a esta hora? En otro tiempo, cuando era empleado del Ayuntamiento, al salir del trabajo mi primera parada la hacía en el kiosco del señor Valencia. Si acaso compraba algo era una tableta de chocolate; se había hecho costumbre que a esa hora el kiosquero y el funcionario conversáramos sobre los asuntos políticos del día. Hasta las siete y treinta, cuando cerraba el kiosco, debatíamos los últimos acontecimientos nacionales e internacionales. Pero eso fue hace tiempo, por ello el señor Valencia había perdido la costumbre. No pude evitar contarle la noticia con cierta alegría. —Señor Valencia, a partir de hoy me tendrá de nuevo por acá a esta hora. —¿Cómo es eso, amigo Silva? —Pues a partir de hoy soy el supervisor del Departamento de Contabilidad del Ayuntamiento.
El señor Valencia, con la buena disposición que siempre le ofrecía a los vecinos, me dio un apretón de manos. —La realidad del barrio es trabajar de lunes a viernes, ¿cierto señor Valencia? —Cierto, amigo Silva, no creí que usted retuviera mis palabras con tanta certeza. —Y dichosos los que aún tienen dos días de descanso… —¿Y usted los tiene, señor Silva? —Por supuesto, señor Valencia, el Ayuntamiento me reconocerá mis dos días de descanso. Dicho aquello me despedí del señor Valencia y seguí rumbo a la calle principal. No me hizo falta volverme para saber que el señor Valencia me observaba profundamente extrañado. Era noche de luna llena, provocaba ver la inmensidad del universo. Seguramente desde allí también provocaba ver la belleza de nuestro barrio. Quizá desde arriba se podía localizar con facilidad el bosque. De pronto sentí que mis pensamientos me alejaban de mi nueva forma de bienestar. Recordé la recomendación del supervisor del Departamento de Ciencias Exactas. ntes de decir esto es aquello, pregunte al ciudadano más próximo, él sabrá decirle si efectivamente esto es aquello. Sin pensarlo más me giré y desde la distancia le pregunté al señor Valencia: —Señor Valencia, disculpe. Es noche de luna llena, ¿correcto? El señor Valencia me miró con desconcierto, era evidente que había luna llena. Sin embargo, en un acto reflejo levantó la mirada para luego reiterar mi afirmación. —Seguro, señor Silva, es noche de luna llena. Mi agradecimiento sirvió como nueva despedida, después partí convencido de que el supervisor había acertado en la solución de mis problemas. Mi recomendación es que centre su vida en la lógica de los “Temas generales”. Trate de guiarse por el sentido común del resto; imite si es preciso, no olvide que el ser humano aprende por imitación… deberá aprender a ver a través de los ojos del mundo. Me arreglé el traje, intenté que cada costura estuviera en el lugar que le correspondía a mi cuerpo, quité cualquier posible sucio y me fui caminando detrás de un pequeño grupo de turistas ingleses (De los pocos extraños que nos visitaban). La segunda parada la hice en el quinto árbol, el grupo de turistas siguió hacia el bar de Óscar. Dudé si ese árbol, como siempre había creído, marcaba el
comienzo de un sendero que dividía dos de los grupos de pequeños edificios del barrio. Quizá tampoco fuera el quinto árbol, pensé. Y la duda se multiplicó: ¿Marcaba el árbol el comienzo de un sendero? ¿Significaba eso que el sendero nacía después del árbol? ¿Eran pequeños los edificios del barrio? ¿Pequeños con respecto a qué? ¿Qué espacio había entre un edificio y otro? ¿Qué espacio dejaba el árbol para que la gente pasara del sendero a la calle principal? ¿Eran árboles los que marcaban el inicio de los senderos? ¿Quién me podía garantizar que eso que nacía después de lo que creía árbol era un sendero? Las únicas personas cercanas eran los turistas que se alejaban; sólo ellos podrían calmar mis dudas (pero yo no hablaba inglés y ellos seguramente tampoco español). —¡Oigan, por favor...! Mi grito debió alarmarles porque los cuatro sujetos se giraron sobresaltados. —Tranquilos, no pasa nada, sólo es una duda –dije intentando suavizar la voz. Los turistas intercambiaron miradas de indignación. Deseando que entendieran español, les pregunté al mismo tiempo que señalaba el árbol: —¿Este árbol marca el comienzo de un sendero? Uno de los muchachos balbuceó la palabra mother en tono enfadado; otro de ellos respondió en español y con voz amable: — Yes... señor... that is a tree. El joven de la respuesta dio media vuelta y los tres amigos le siguieron. Hubiese necesitado tener a un testigo que me confirmara que esos cuatro sujetos caminaban en dirección al bar, que uno de ellos me insultó en inglés y que el otro no me mintió en su intención de responder en español. También le hubiese preguntado a ese testigo sobre las otras dudas que, por razones de prudencia, no quise plantearle al grupo. La tarjeta del supervisor del Departamento de Ciencias Exactas sólo debería usarla para asuntos muy urgentes, eso lo sabía, lo contrario sería demostrar que no era capaz de ejercer el cargo. Del árbol me fui al bar de Óscar, tras las huellas de los turistas. Compartir la noticia con Óscar formaría parte de la tercera parada. Al entrar en el bar de nuevo me sentí atrapado por las dudas. De la noche a la mañana no podía resolver el dilema del veneno, el sólo hecho de ver a la camarera me hacía entrar en conflicto sobre la realidad del supuesto sueño. El supervisor tenía razón, si quería normalizar mi vida tendría que aprender a ver a través de los ojos del mundo. Así tuviese que vivir para preguntar, era necesario, algún día sabría ver los hechos con la exactitud de las otras personas. —¡Silva...!
Óscar venía hacia mí saludándome con las dos manos. Mientras se acercaba fue fijando la mirada en el maletín. —Silva, ¡el regreso del hombre del maletín! Escuchar que Óscar invocara la vuelta a mis tiempos de maletín me hizo ver al antiguo compañero de cuero con desconfianza (el formulario; mi despido; Laura; Óscar. ¿Sabría Óscar que durante años Laura se burló de mi incapacidad para rellenar un formulario?). —¡Adelante hombre! ¿Qué hace en la entrada como una estatua? ¡Venga y tómese una buena cerveza como en los buenos tiempos cuando a estas horas venía de su trabajo en el Ayuntamiento! La festiva disposición de Óscar me hizo cambiar las dudas por una sonrisa y una confesión: —¡Querido Óscar, desde hoy, lunes 9 de junio de 2011, he sido designado supervisor del Departamento de Contabilidad del Ayuntamiento! Óscar giró hacia el fondo del bar y dejó escapar un grito de júbilo: —¡Un viva por mi amigo Silva, el nuevo supervisor del Departamento de Contabilidad del Ayuntamiento! ¡En su nombre la casa paga una cerveza a todo aquel que diga viva! Y todos dijeron diferentes tipos de vivas. Óscar no sabía cómo administrar su alegría; me dio abrazos, palmadas, apretón de manos y hasta un beso en la mejilla izquierda. Desde la barra Sonia me veía con la desconfianza de siempre (ella no dijo ninguna clase de Viva). Esa mujer amenazaba con quebrar mi pretensión de aprender a manejar la lógica de los “Temas generales”. Ella no me quería en el mundo de la mayoría, me quería en el sótano donde van a dar todos los que niegan la exactitud de los hechos. Mientras el resto del bar celebraba, ¿por qué la camarera se empeñaba en amargar mi necesidad de asumir la realidad? ¿Qué podía hacer yo para evitar el peligro que ella representaba? Atento a la mirada de la camarera, recorrí mesas para celebrar con Óscar y sus clientes. Hasta los cuatro turistas participaron en la celebración. Entre tragos intenté aclarar, con el muchacho que pretendía hablar español, algunas de las dudas sobre el árbol. ¿Si el árbol marca el comienzo del sendero, significa que el sendero nace después del árbol? ¿Son pequeños los edificios del barrio? ¿Son equeños con respecto a qué? ¿Qué espacio hay entre un edificio y otro? ¿Qué espacio deja el árbol para que la gente pase del sendero a la calle principal? Y entre tragos, el intérprete intentó responder cada una de mis preguntas. Siempre
me seguía la mirada de la camarera. Cuando retomé mi ruta por las mesas creí ver que los cuatro turistas se dispersaban y cada uno extraía la cartera de algún cliente. Pero era imposible que eso estuviera ocurriendo, se trataba de un intento de crisis de mi alteración de la realidad. De nuevo los “Temas personales” me desubicaban de la vida de los demás. Era imposible que esos muchachos, buenos ingleses, fueran ladrones. Nadie veía que estuvieran cometiendo delito alguno; eran forasteros pero no ladrones; quizá siempre permanecieron contando chistes en su mesa. Es posible que ni siquiera compartieran conversación conmigo… Debía irme, Laura me esperaba. Quería contarle las buenas nuevas: El trabajo; el diagnóstico del supervisor; mi disposición a curarme; la celebración de Óscar por mi nuevo cargo en el Ayuntamiento. Nunca antes estuve tan dispuesto a convivir fiel a la realidad de todos. Eso fue lo que siempre quiso Laura; ella luchó porque el contable serio y responsable se impusiera sobre el soñador de la fantasía mexicana. El estudiante del pasado siempre amenazó al funcionario público con quien ella contrajo matrimonio. Mucho le alegrará mi cambio, mi disposición a darle una vida normal a ella y a los niños. Sin embargo, aún me faltaba superar la prueba más dura del realismo. Representaría mi ubicación definitiva en la realidad de nuestro barrio. Esa prueba podría surgir en cualquier momento. Debía partir y practicar la mirada antes de que en la calle me sorprendiera lo inesperado. El líquido del vaso medio lleno de la señora con la cabeza rapada no es agua, es cerveza. El vaso tampoco está medio lleno, está lleno completo. La señora tampoco es calva, tiene la cabellera más abundante del bar y quizá de todo el barrio. Sonia no me vigila, desde hace tiempo sé que a esa mujer yo le gusto. El sujeto que desde el fondo nos observa a todos no es el señor Burgos, es otro sujeto muy parecido. Lo que hay en el plato de su mesa no es pollo a la plancha, es jamón curado. El hombre que parece dormir en la barra, no duerme, sólo intenta recordar cuánto dinero trajo para pagar la cuenta. Óscar no me está dando la espalda mientras conversa distraído con los cuatro forasteros, él me despide eufórico desde el centro de su negocio. La gente no me ha olvidado, todos me aplauden para cerrar con broche de oro la celebración de mi nuevo cargo. Imposible que la luz del local brille al máximo, la luz es tenue pero no se parece al del poético de los sueños. Es tenue sin apellidos, sin poesía (pensar en poesía puede parecer un delito). El hombre que besa a la chica no le ha prometido nada, ella lo sabe. Él sólo la besa y punto. Las paredes del bar no están pintadas de blanco sucio, su color es azul claro, el color favorito de Óscar. No hay dos ventadas, sólo hay una gran ventana que da a la calle. La puerta no está cerrada, por las noches siempre está abierta a lo que venga. La calle no es metáfora, la calle es una simple calle donde los hechos pasan como pasan.
Capítulo 21
El Círculo encendido Muy tarde, en la noche del lunes 9 de junio, me detuve entre los dos edificios, el de Laura y el de La ciclista; indeciso, como si no supiera en cuál de los dos estaba ubicada mi residencia. No recordaba cuánto tiempo había durado en el bar de Óscar, ni cuánto había demorado mi recorrido del quinto árbol al centro de los dos edificios. A pesar de la duda, me sentía más cercano a las convicciones del mundo exterior. Un día de entrenamiento con el supervisor del Departamento de Ciencias Exactas fue suficiente, eso pensé. Ya no quería preguntarme si su nombre era Carlos Lara o Carlos Portillo. Poco importaba si se trataba del anciano inventor de la Cápsula del descanso, el más barbudo de los mendigos del edificio de La ciclista. Carlos, Lara o Portillo, el hombre del quinto piso o del Departamento de Ciencias Exactas, me daba igual. De pronto se abrió la puerta del edificio de La ciclista. Era ella y con su espalda le daba paso a su compañera de dos ruedas. Apenas se giró con la intención de montarse en la bicicleta, me vio sorprendida. —¿Qué haces aquí? –me preguntó. —¿Aquí? –le pregunté desconcertado, nunca imaginé que ella alguna vez me hablaría justo antes de montar en su bicicleta. —Ayer jueves quedamos en que hoy viernes me esperarías a las once y media de la noche en el quinto árbol. —¿Ayer jueves? ¿Hoy viernes? ¿En el quinto árbol? La afirmación de La ciclista me hizo retroceder, por primera vez sentí desconfianza de algo que directamente hiciera (o dijera) ella. Esta vez nadie me invitaba a dudar de sus acrobacias ni de sus palabras. Ella misma con esa absurda afirmación del jueves, del viernes y del bosque me hacía temer que efectivamente no se tratara de una persona normal. —Disculpe señorita, no sé de qué me habla… –le dije temiendo desencantarla de algo. —Un hombre de su imaginación no debería cerrarle las puertas a la salida. La afirmación de La ciclista sobre mi imaginación me molestó un poco, nunca pensé que me atrevería a responderle a la defensiva: —¿Un hombre de mi imaginación? ¿Qué sabe usted de mi imaginación? ¡Yo sólo soy un funcionario público! Entonces ella se disgustó más (lo vi en su mirada), se montó en su bicicleta y afirmó:
—¡Ayer usted parecía muy dispuesto a ayudarnos a encontrar el bosque, pero no se puede confiar en ningún burócrata, a la final todos responden a los intereses del barrio de los días repetidos! Apenas pronunció la frase barrio de los días repetidos, inclinó su cuerpo hacia el manillar y pedaleó con velocidad enfurecida. Hasta en la rabia era capaz de crear figuras sobre la bicicleta. Yo era el único testigo; tenía que admitir su forma, tenía que creer en mi mirada y darle nombre a lo visto. La ciclista había creado un Círculo encendido. Y partió como una bola de fuego que atravesaba la noche. Tras su partida la calle principal retomó la oscuridad normal de la hora. Esta vez no pude seguirla; en mi memoria ardían sus palabras: ¡Ayer usted parecía muy dispuesto a ayudarnos a encontrar el bosque, pero no se puede confiar en ningún burócrata, a la final todos responden a los intereses del barrio de los días repetidos! Durante la madrugada me rodearon las preguntas: —¿El viernes? —¿Ayudarlos? ¿A quiénes tenía que ayudar? —¿Encontrar el bosque? Pero, ¿quién en este barrio no sabe dónde está el bosque? —¿Qué sabe ella de mi imaginación? —¿Burócrata? ¿Soy un burócrata al servicio del poder? —¿El barrio de los días repetidos? —¡El jueves! ¿Qué ocurrió el jueves con La ciclista? ¿Por qué esa mujer piensa que hoy es viernes? ¿Qué sabe ella del viernes? En la mañana Laura me despertó muy alterada. Es tarde Silva, no puede llegar tarde a su segundo día de trabajo. —¿Segundo día de trabajo? —¿Por qué ella me trata de usted? Un grito de Laura me regresó a la realidad. —¡Basta, Silva! ¿Cómo cree usted que yo no voy a estar disgustada luego de que se pasara toda la madrugada delirando con La ciclista? ¿Es esa mujer la que le hace arder en fiebre los últimos días? Ante la afirmación de Laura me senté en la cama sorprendido. —¿Tú conoces a La ciclista?
—No tengo el disgusto de conocer a esa hechicera, pero si el Ayuntamiento no toma medidas pronto seré yo quien la ponga en su lugar junto a su bicicleta. —Dime algo más, Laura, ¿sabes qué significa el barrio de los días repetidos? Mi mujer no pudo evitar extraviar la mirada. Y desde algún punto de su pensamiento respondió: —No, Silva, no sé qué significa eso. De inmediato me levanté de la cama dispuesto a recuperar el tiempo perdido, contradecir a Laura hubiese sido más complejo que seguirle la corriente a La ciclista. Era el martes 10 de junio del año 2011. Me esperaba mi segundo día de trabajo en el Ayuntamiento; se iniciaba mi rutina como supervisor del Departamento de Contabilidad. Mientras me vestía me pareció recordar un sueño en el que corría desesperado por las callejuelas del barrio. Buscaba el bosque y no lo encontraba. ¿Cómo puede un bosquecino no hallar fácilmente su bosque? Cada vez que veía un árbol ocurría lo mismo: cruzaba hacia la siguiente callejuela creyendo recordar que derecho, siempre derecho y luego a la izquierda, se llegaba al bosque. Sabía que por el quinto árbol no era el camino (tampoco por el segundo ni por el tercero ni por el cuarto), pero igual lo intenté (en cada árbol) dos veces sin ningún resultado. El bosque, ¿quién no sabía que al bosque se llegaba desde el séptimo árbol? Sin embargo, tres veces llegué al final del séptimo árbol y siempre encontré una nueva callejuela que me llevaba a edificios, comercios y dos callejuelas enfrentadas que por igual me llevarían de vuelta a la calle principal. No podía regresar a mi edificio sin encontrar el camino al bosque. De una esquina (la esquina de otra callejuela) surgió el sacerdote que me casó con Laura sólo para decirme: Hijo, algún día te veré sentenciado por los culpables. ¡Que Dios te salve! Y partió; por un momento creí que me había hablado la nada. Tendría que hacer memoria y comenzar el recorrido, otra vez… En otro sueño, que parecía ocurrir a la misma hora y en la misma calle que el anterior, se me acercó un hombre con un pequeño diccionario escolar. Era Óscar, no había terminado de llegar cuando comenzó a decir: La rapidez nos ha dejado tarados; nos robaron el tiempo que nos acompañó durante millones de años. Nos dejamos robar la lentitud. Ya no tenemos tiempo ara hacer grandes obras. Y aunque quise responderle no pude hablar; mi intento de respuesta fue un eco interior, un pensamiento encerrado: Yo nunca he querido tiempo para hacer grandes obras, Óscar; sólo quiero tiempo para encontrar el bosque. Óscar siguió diciendo, ya muy cerca de mí, su mensaje: lgunos dicen que al bosque se llega desde un sendero, otros aseguran que desde una callejuela. ¿Acaso sendero y callejuela no es lo mismo? ¿Y no es lo
mismo barrio que bosque? Mas, sin embargo, llegará el día en que no sepamos distinguir entre una cosa y la otra porque las palabras nos habrán sellado sus uertas. Óscar abrió el pequeño libro y buscó entre sus páginas: Callejuela: Calle corta y estrecha… Sendero: Camino, sobre todo el que es estrecho. Después cerró los ojos y dijo con dolor: Y cuánto llegaremos a desear que las alabras se nos abran, como antes, cuando el verbo era ruta, en su otro significado: Sendero: Lo que alguien sigue como comportamiento, como forma de vida… De pronto Óscar se convirtió en Jorge, mi amigo mexicano. Intenté llamarle, primero con un nombre y luego con otro, pero en ambos intentos la voz (mi voz) retumbó sólo en mis oídos; a mí también las palabras me habían sellado sus puertas… Y desde el afuera escuché la voz de Laura: Silva, olvídese de ese bosque, se le hace tarde para ir al trabajo, ah, no olvide su maletín. La advertencia de mi esposa me hizo pensar que ella se había convertido en la espía de mis pesadillas. Capítulo 22
La primera misión del señor Silva En la recepción del ayuntamiento me esperaba el secretario del director de Recursos Humanos. El hombrecillo me recibió con su sonrisita y un carnet entre las manos (Veía el maletín con cierta burla). —Buenos días, señor Silva, bienvenido a su segundo día de trabajo… Ante su saludo pensé que sólo le faltaría decir el día y la fecha. Y lo dijo: —…Hoy martes, 10 de junio del año 2011. Quizá mi grado de concentración en el cargo era el que exigían los requerimientos; tal vez el supervisor del Departamento de Ciencias Exactas había logrado su cometido en el entrenamiento del día anterior. También es posible que la pesadilla de la madrugada hubiese sido la explosión definitiva de mi caos (mi esperado arribo al orden de las cosas). Aquella mañana, en el pasillo principal del ayuntamiento, sólo estábamos el secretario y yo. No había recepcionistas ni público en espera. Tal soledad era impensable en una mañana laboral. El secretario vio su reloj de pulsera, carraspeó dos veces, extendió con nerviosismo sus manos y dijo: —Señor Silva, este es su carnet con nombre y cargo; por favor, colóqueselo en un lugar visible y acompáñeme. El supervisor del Departamento de Ciencias Exactas lo espera en su oficina que también será a partir de hoy la suya. Sígame
por favor. Enterarme de que compartiría oficina con el supuesto supervisor me hizo temer un mal comienzo. Seguí al secretario intentando no perder el control. En el tercer piso caminamos hasta el fondo y nos detuvimos en la puerta de la derecha; en una placa se podía leer Departamento de Ciencias Exactas. El secretario llamó con la suavidad de costumbre. Adelante, escuché decir al supervisor. En el interior de la oficina había una gran pizarra central y dos pizarras laterales. El supervisor, siempre de traje y sombrero, sacaba cuentas en la pizarra del centro. A un lado había dos escritorios repletos de carpetas. En el centro una pequeña mesa sostenía un ordenador. El secretario dio dos pasos al frente y se detuvo, yo hice lo mismo. El supervisor dejó la tiza en el escritorio más cercano y se volvió hacia nosotros. En su sonrisa ocultaba una incomodidad cercana a la rabia. Alguna señal habrá entendido el secretario que enseguida pidió permiso y se marchó. Bienvenido señor Silva, me dijo el supervisor al mismo tiempo que señalaba uno de los lotes de carpetas. Señor Silva, su bienvenida, como suele asar con los altos cargos, está llena de mucho trabajo, afirmó. Creer que aquel hombre era un supervisor de Ciencias Exactas era una tentación a romper las reglas; pero aún así, tenía que pensar que su nombre era Carlos Lara y que era un supervisor de un Departamento de Ciencias Exactas. Él se encargaría de señalarme la única versión que se espera de una realidad. —Señor Silva, en sus tiempos de funcionario cada cargo tenía que cumplir objetivos específicos; hoy, cuando todo ha cambiado, el Ayuntamiento no puede darse el lujo de sostener especializaciones. Lo primero que hay que hacer, siempre, serán muchas cosas; la jerarquía de esas cosas la pondré yo. Por ejemplo, debemos registrar todos los documentos de los lotes de carpetas en los ordenadores; sin embargo, antes hay una prioridad que usted deberá atender como si se tratara de una emergencia administrativa, porque en realidad lo es. Las secuencias de palabras y acciones me hicieron pensar que ese hombre había hecho de mí un apéndice de los intereses del Ayuntamiento. Yo pensaba ( Dígame) y él decía (Tome asiento y preste mucha atención). Enseguida me ubiqué en el escritorio donde el supervisor no había arrojado la tiza; el anciano comenzó a caminar por el centro de la oficina mientras impartía instrucciones. A veces se detenía y me miraba, otras continuaba hablando sin dejar de ver el círculo de su recorrido. Y me dijo que la primera misión de todo funcionario era la recaudación de impuestos. Que si los ciudadanos no pagaban no había patria; la patria, reiteró, dependía de la recaudación de impuestos. Aseguró que cada alto funcionario tenía una función específica que cumplir pero a su vez la gran
función de todos era la recaudación de impuestos. De nada le servía al Ayuntamiento contar con un excelente supervisor de Cultura si éste a su vez no era un excelente recaudador de impuestos. Y advirtió que la recaudación de impuestos tenía distintas prioridades. Que no se le podía cobrar con la misma exigencia a un empresario que genera puestos de trabajo que a un ilusionista que vende algo en el medio de la calle. A la final, decía, todos tienen que pagar por igual, pero debemos establecer prioridades entre honestos y tramposos. Esa es la democracia justa que todos los ciudadanos anhelan. Me preguntó si conocía las distintas formas de evadir impuestos. No había pensado aún la respuesta cuando me respondió que eran muchas las formas que utilizaban las mafias, pero había una en especial que la ley no se podía permitir y era la que se basaba en utilizar la distracción colectiva como vía de lucro. Explicó que existían truhanes que ejercían el arte del ilusionismo para aprovecharse de la nobleza de las personas. Y se detuvo en el tema del ilusionismo. Ilusionismo, dijo como si él fuera algún diccionario, arte de hacer trucos de magia. Y señaló que con el ilusionismo no sólo se esquivaba el pago de impuestos sino que, además, se influía en la población para que esta se uniera al incumplimiento de las leyes. Y que bastaba con permitir un incumplimiento público para que surgieran muchos imitadores. Me advirtió del peligro de los ilusionistas. Me dijo que el ilusionista era alguien que le hacía ver a la gente fantasías donde sólo había prioridades. Me confesó que de niño a él los magos le parecían malhechores. Y cuando su padre le llevaba a ver el mago de la plaza, él insistía en que debían irse antes de que la policía llegara y los culpara de ser cómplices del maleante. El supervisor detuvo su paso para decirme que en nuestro barrio había una ilusionista que le debía mucho dinero al Ayuntamiento. Era ciclista, hacía trucos en plena calle y se marchaba sin pagar impuestos, dejando tras de sí un efecto masivo de irrealidad. Muchos vecinos del barrio terminaban creyendo que los trucos de esa mujer eran acrobacias. Y la irrealidad, dijo, nos lleva al caos y al incumplimiento. Me preguntó si yo sabía que hacer shows en la calle sin permiso del Ayuntamiento era un delito; él mismo respondió que sí, que era un terrible delito y que el delito no sólo consistía en no pagar impuestos sino también en distraer a la gente en horarios de trabajo. El supervisor del Departamento de Ciencias Exactas sacó una carpeta del lote y me la entregó asegurándome que en su interior estaban todas las cuentas que debía la ilusionista. Me dijo que en la primera página del informe estaba la dirección de esa mujer con el piso exacto. Tenía que visitarla; el objetivo era que esa mujer pagara la totalidad de la deuda. Esa, enfatizó, era la primera misión que tendría que cumplir como supervisor de Contabilidad. No lograr esa meta era perder todo el trabajo del departamento, lograrla era un triunfo equivalente a la realización de un año de trabajo… Cuando el supervisor
dijo la dimensión de la responsabilidad sentí que algo terrible debía representar La ciclista para el poder del Ayuntamiento. Creí escuchar que el supervisor me decía el señor Burgos se lo agradecerá, pero, en la lentitud de sus palabras, sabía que en realidad decía el Ayuntamiento se lo agradecerá. Y me pregunté cómo sería el piso del señor Burgos. ¿Se parecería a la oficina del alcalde? ¿Se parecería a la oficina del director de Recursos Humanos? Nunca me acerqué a la puerta del piso del señor Burgos. Mi esposa fue más allá y entró al interior de la vivienda, según ella, a pedir favores cotidianos que yo no cumplía... El supervisor del Departamento de Ciencias Exactas me dijo la cartilla del recaudador de impuestos: —Usted, que no ha cumplido con sus obligaciones ciudadanas; usted que se mantuvo al margen de sus deberes mientras sus vecinos se encargaban de cumplir; usted que siempre le exigió al Servicio Público que hiciera por usted lo que usted nunca hizo por sus semejantes; usted que sólo pensó en sus beneficios y no en los compromisos que todo ingreso genera con el colectivo; usted, usted, siempre usted, no puede pedirle al Departamento de Recaudación de Impuestos que le otorgue ventajas para saldar la deuda que ha contraído con el municipio… El supervisor suspiró buscando el final de su proclama: —...Hacerlo podría interpretarse como un agravio contra los intereses de todos los ciudadanos. El supervisor permaneció algunos segundos contemplándome en silencio; la ira contenida se había convertido en derrota. Parecía que aquel hombre sufría con la agresividad de su discurso, como si le doliera cumplir el fiel ejercicio de sus funciones. En segundos su rostro adquirió la palidez de quien muere por dentro. Sin embargo, sonrió y me dijo que había un detalle que me permitiría disfrutar de la victoria de los recaudadores. —Óigame bien, usted al llegar le recita la cartilla a esa señora. No le dé tiempo de nada. Sólo puede dejar hablar a la deudora cuando esté dispuesta a pagar… El anciano contuvo el aliento, quería decir algo más pero le costaba, le costaba tanto que se quitó el sombrero y lo utilizó como abanico. Tomó aire y continuó… —Si al pronunciar la cartilla la deudora le replica con alguna pregunta, habría que perdonarle la deuda pues, en ese caso, estaría usted ante una hacedora de soluciones imaginarias. La supuesta arbitrariedad me pareció contradictoria. En apariencia la deudora sólo tendría derecho a opinar si admitía su culpa. Pero al mismo tiempo el
supervisor le daba un margen de victoria. ¿Acaso él esperaba una réplica de La ciclista? ¿Qué significaba aquello de hacedora de soluciones imaginarias? ¿Fue una burla o un deseo? En su discurso de los dos últimos días nunca estableció las diferencias entre una ilusionista y una hacedora de soluciones imaginarias. Según mi interpretación de los términos, una ilusionista distorsiona la realidad mientras una hacedora de soluciones imaginarias crea realidades (¿acaso se odían complementar las dos: distorsionar y crear?). El supervisor del Departamento de Ciencias Exactas, como si adivinara que en mí latía algún dilema filosófico, me advirtió que demorar la visita era perder tiempo de trabajo. Y me dijo que no le hiciera caso a nada absurdo que viera en el edificio, que recordara que se trataba de una ilusionista y los ilusionistas hacían ver cosas extrañas. Que viera lo que viera sólo hiciera caso al sentido común. Que el sentido común era aquello que nos permitía diferenciar lo verdadero de lo falso, la oscuridad de la luz, los monstruos de los hombres y el suelo firme de los abismos. Que centrara la mirada, que mantuviera atento el oído. Un paso es un aso; un loco es un loco y una ilusionista es una ilusionista... En ningún momento me atreví a preguntarle al supervisor del Departamento de Ciencias Exactas si alguna vez se dejó fotografiar por La ciclista (o si fue modelo de foto sin saberlo). Si estuvo en el quinto piso de aquel edificio defendiendo un invento llamado la Cápsula del descanso, o si conoció a una señora que decía haber inventado un Guante sanador. Si en un tiempo pasado, ante la observación de una fotografía, fue capaz de renunciar a ser el funcionario de elegante sombrero y de barba cuidadosamente afeitada que buscaba en la realidad la rabia que sólo existía en su mirada. Antes de partir, el supervisor me llamó. En una mano sostenía un formulario; la mano le temblaba. Muy calladamente me dijo que la ilusionista debía rellenar y firmar ese formulario con sus datos exactos. Tensé el cuerpo (no podía temblar) y guardé el formulario en un bolsillo interior del saco. Levanté el maletín, lo apreté contra el pecho y (como pude) me fui. Al salir de la oficina me pareció escuchar la voz del director de Recursos Humanos: El formulario es un requisito indispensable… Miré a los lados y no había nadie, pero yo sabía que el formulario era necesario para aprobar el examen de la realidad. Capítulo 23
El taller de La ciclista La mañana del martes 10 de junio se le hizo infinita al cobrador. A las once había llegado al portal del edificio de la sospechosa. Abrió la carpeta con
cuidado, en la parte superior del informe estaba anotado en tinta roja el número del piso de la misión: ocho. Horas antes aquel hombre hubiese deseado este encuentro con La ciclista, quizá para preguntarle si encontró el bosque, o para verla de cerca y compartir con ella el lenguaje del yo íntimo. Sin embargo, para un funcionario de su rango hubiese sido incorrecto expresar cualquier deseo o pregunta abstracta. En su mente y en su maletín sólo podía haber espacio para preguntas técnicas. En la mente la mano temblorosa del supervisor, en el maletín otro formulario (su formulario). La misión de él era contabilizar y cobrar por cada show presentado; la de ella era pagar por cada exhibición de ilusionismo. Para poder realizar mi primera visita como cobrador de impuestos dejé mi yo en el tercer piso del edificio de enfrente. O quizá mi yo lo dejé hace mucho tiempo en la casa de mis padres... El que abría la puerta del edificio de La ciclista ni siquiera sería el señor Silva de la existencia abreviada. Aquel día quien avanzó entre la oscuridad del pasillo de la planta baja, viendo pared donde había pared y techo donde había techo, fue el supervisor del Departamento de Contabilidad del Ayuntamiento. Él sabía que era más fácil ser verdugo en tercera persona. La puerta de la conserjería se abrió; el conserje preguntó entre bostezos: ¿A dónde va señor? El supervisor abrazó su maletín y buscó una respuesta de la cual no estaba muy seguro: Soy… recaudador de impuestos. El conserje extendió ambos brazos hacia las escaleras. Adelante, señor, adelante. El supervisor ignoró el ascensor y subió las escaleras. El impacto de una bocina estremeció como trueno la calle y los alrededores. Era la terrible bocina de un camión cargado de piedras. Superado el susto, el cobrador retomó su paso por las escaleras, desde ese instante apoyándose en la barandilla. En el primer piso fijó la mirada en el suelo, sabía que a su alrededor sólo había puertas cerradas y macetas con palmeras deseosas de agua. Intentó caminar de puntillas para no escuchar el toc toc de los zapatos; sin embargo, mientras más lo intentaba más escuchaba el toc toc de sus zapatos. Y apuró el paso. Continuó atravesando pasillos y subiendo escaleras; a veces escuchaba una puerta y sentía enormes deseos de levantar la mirada. Pero sólo bajaba más la cabeza como si pretendiera esconder los ojos en el pecho. En algunos momentos tuvo la necesidad de avanzar con los ojos cerrados. Pero sólo lograba que sonara más fuerte el toc toc de sus zapatos. En algún lugar de la ruta le pareció oír que a su espalda alguien le llamaba en voz baja: ¡Señor Silva! Pero él, a esas alturas de la ruta, había dejado de creer hasta en sus oídos. Para ello repetía y repetía entre susurros: Usted, que no ha cumplido con sus obligaciones ciudadanas; usted que se mantuvo al margen de sus deberes mientras sus vecinos se encargaban de cumplir; usted…Y seguía
andando con una firmeza que no era la de él pero era una firmeza. El supervisor del Departamento de Contabilidad nunca imaginó que lograría superar el sexto pasillo. Una pregunta le alborotó la confianza: ¿Quién vivirá en el séptimo piso? Poco antes de llegar a la mitad de la siguiente escalera, un hombre con pasamontañas y traje negro se asomó en el borde del pasillo superior. El supervisor sintió que la irrealidad de su pasado reciente regresaba para devolverlo a la calle. Pero él sabía que eso significaría perder su puesto en el Ayuntamiento. Sin embargo, el hombre de negro sólo le dijo ¡Buenos días señor! y siguió escaleras abajo. El cobrador de impuestos abrió la boca y expulsó algo muy duro que tenía contenido. Aire o miedo, quizá nunca sabría qué era eso que fue expulsando desde la mitad de la séptima escalera hasta el pasillo del octavo piso. El supervisor tenía ante él cuatro puertas cerradas, dos a la derecha y dos a la izquierda. Usted, usted, usted. Detrás de alguna de esas puertas se encontraba la razón de su visita. El cobrador de impuestos empuñó el maletín y levantó un poco el pecho. Un poco en el señor Silva siempre era bastante, en el supervisor tendría que ser lo necesario. Sin pensarlo giró a la izquierda y llamó suavemente a la primera puerta. Un segundo llamado, más suave aún, fue suficiente para desistir. Se disponía a llamar a la puerta de al lado cuando ésta se abrió. ¿Qué se le ofrece señor? Ante él estaba ella. En la mente de aquel hombre se armó un laberinto de interrogantes. ¿Ella? ¿La ciclista? ¿La bicicleta? ¿Un compás? ¿Una bailarina en bicicleta? ¿El subidón? ¿Fuegos artificiales? ¿Vida en el aire I? ¿Apoteosis ara los mortales? ¿Vida en el aire II? ¿Mujer sobre el delfín? ¿La caída de la Diosa? ¿Un Círculo encendido? ¿Fotos? ¿Un álbum? ¿Inventos? ¿Vagabundos? ¿El bosque? ¿Realidad? ¿Usted...? (Usted). Ella, como si fingiera no conocerlo, le preguntó: ¿Qué se le ofrece?; él se identificó como recaudador de impuestos del Ayuntamiento. La ciclista extendió la mano derecha hacia el fondo de la vivienda invitándole a pasar; el supervisor abrazó su maletín contra el pecho y avanzó con la lentitud de un observador maravillado. La sala del piso era una especie de museo taller de bicicletas; el visitante no podía creer lo que veía. A lo largo y ancho del suelo había ruedas, manillares y esqueletos de bicicletas; en las paredes colgaban diferentes modelos. En la pared de la derecha había tres de montaña; al lado de la puerta pendían dos de paseo. La entrada del balcón estaba abarrotada de bicicletas unas puestas encima de otras. Al hombre le llamó la atención que en la pared de la izquierda sólo había una bicicleta; era una bicicleta de dos puestos. La bicicleta, qué clase de ritual compartido se puede practicar sobre una bicicleta. Bicicleta,
vehículo sin motor de dos ruedas que se mueve por medio de pedales. Bicicleta, suavidad, levitación, traslación, meditación en movimiento, sensación de los espacios, viaje a la duración, viaje a las historias del viento. Bicicleta, bicicleta. Bicicleta. El sujeto se acercó a la bicicleta de dos puestos. A los lados de la máquina, en la pared, se podían leer mensajes escritos con tinta azul. En susurro leyó un escrito ubicado en el extremo superior izquierdo: El padre de la bicicleta En 1817 Karl Christian Ludwing Drais von Sauerbronn inventó el primer vehículo de dos ruedas, al que llamó máquina andante (en alemán laufmaschine). Esta máquina andante consistía en una especie de carrito de dos ruedas, colocadas una detrás de la otra, y un manillar. La persona se mantenía sentada sobre una pequeña montura, colocada en el centro de un pequeño marco de madera. Para moverse, empujaba alternativamente el pie izquierdo y el derecho hacia adelante, en forma parecida al movimiento de un patinador. Con este impulso, el vehículo adquiría una velocidad casi idéntica a la de un carruaje. Sus brazos descansaban sobre un apoyabrazos de hierro, y con las manos sostenía una vara de madera, unida a la rueda delantera, que giraba en la dirección hacia la cual quería ir el conductor… Este invento estaba basado en la idea de que una persona, al caminar, desperdicia mucha fuerza por tener que desplazar su peso en forma alternada de un pie al otro. Drais logró crear este sencillo vehículo que le permitió al hombre evitar ese trabajo. Esta máquina, denominada en un principio draisiana en honor a su inventor y osteriormente velocípedo, evolucionó rápidamente… Un poco más abajo, al nivel de la rueda trasera, había otro escrito: Antecedentes fantásticos de la bicicleta En el antiguo Egipto se fabricaron artefactos rudimentarios compuestos por dos ruedas unidas por una barra. También en China se conoció un artilugio muy similar, pero con ruedas hechas de bambú. Se creyó que los primeros planos de una bicicleta pertenecieron a Leonardo da Vinci, pero esto resultó ser una broma perpetrada en la década de 1960. Un estudio demostró que el dibujo que se le atribuía a da Vinci era una falsificación añadida después de su restauración entre 1967 y 1974… Se dijo que en 1971 el conde francés Mede de Sivrac había inventado en París el celerífero, al que también llamaban caballo de ruedas. Este consistía en un listón de madera, terminado en una cabeza de león, de dragón o de ciervo, y montado sobre dos ruedas. No tenía articulación alguna, y para las maniobras había que echar pie a tierra; esa misma rigidez
hacía que todas las variaciones del terreno repercutieran sobre el cuerpo de su montura. Sin embargo, el conde Mede Sivrac, inventor del celerífero, nunca existió. El personaje fue creado en 1891 por el periodista francés, especialista en la locomoción terrestre, Louis Baudry de Saunier (1865-1938). Para él, era más gratificante realizar una copia de la invención de Karl Drais para 1790 y atribuirlo a un francés, en su Historia General de la Velocipedia, que apareció en 1891. En el extremo superior derecho destacaba un diagrama con los componentes de la bicicleta: En la parte inferior de la pared, debajo de la rueda delantera, había un mensaje escrito en letras más grandes: La bicicleta, bi cicleta, la única máquina que necesitamos para levitar por los caminos de la tierra. En eso, una voz (la voz de ella) le repitió la pregunta del inicio: ¿Qué se le ofrece? Pero ofrece? Pero el sujeto permanecía distraído sin dejar de observar aquella extraña muestra de bicicletas. Su paso tropezó con algo. Era un cuaderno rojo como la bicicleta que usaba ella. Sólo entonces recordó que la bicicleta de La de La ciclista era de color rojo. Y se agachó a revisar el cuaderno. En la primera página había un título escrito a lápiz: Cuaderno de la bicicleta… bicicleta… Un poco más abajo había un epígrafe: La epígrafe: La vida es como andar en bicicleta, para conservar el equilibrio equili brio debes Las páginas mantenerte en movimiento.Albert movimiento.Albert Einstein… Las páginas siguientes estaban repletas de apuntes dispersos: Mantén el cuerpo quieto y pedalea, luego déjate llevar por las fuerzas de la bicicleta… La bicicleta fue definida como “el hada mecánica que multiplica mult iplica los poderes del hombre”… lbert Einstein pudo haberse planteado algunas de sus teorías pedaleando en bicicleta… Siempre que veo a un adulto encima de una bicicleta recupero la esperanza en el futuro de la raza humana. H.G. Wells La bicicleta como elemento educativo. Lugar. Lugar. La Ciclería Social Club, en Zaragoza. Taller: La física de la bicicleta... La eficiencia de la bicicleta para transformar la fuerza en movimiento no ha conocido igual y ha solucionado los roblemas de desplazamiento de millones de personas alrededor del mundo. Personas que, en su mayoría, carecen del conocimiento de las bases científicas de construcción y funcionamiento de la bicicleta. Sin embargo puede decirse que
desde el manillar hasta el faro, desde la rueda hasta el piñón, no hay elemento que no tenga su función en un determinado fundamento de la física… La física de la bicicleta reta a los alumnos a dar explicación a los diferentes fenómenos físicos que se producen cuando ponemos en marcha una bicicleta. Se acerca a los alumnos, por ese orden, a los conceptos de equilibrio de fuerzas, leyes de la alanca, transmisión de fuerzas, rozamiento, intercambio de energía, inercia, roducción de electricidad, ley de Ohm, potencia, trabajo, calor y eficiencia. Cuando el día se vuelva oscuro, cuando el trabajo parezca monótono, cuando resulte difícil conservar la esperanza, simplemente sube a una bicicleta y date un paseo por la carretera, sin pensar en nada más. Arthur Conan Doyle. Puntos de encuentro: Todas las plazas del mundo. Día: mundo. Día: 7 de abril. Hora: 10:00 de la mañana. Fuerzas que intervienen en el e l movimiento de la bicicleta: biciclet a: La fuerza de la gravedad. La fuerza de reacción. Las fuerzas de transmisión. transmisió n. La fuerza de rozamiento y la fuerza impulsora. impulsor a. Las fuerzas de rozamiento del aire y de los rodamientos. Plano del barrio de los días repetidos… La firmeza de una pregunta hizo que el hombre soltara el cuaderno: ¿Qué se le ofrece señor? Enseguida señor? Enseguida se levantó, vio a La a La ciclista y ciclista y pensó: ¿Dónde guardará su cámara fotográfica?, ¿habrá un estudio fotográfico en algún cuarto?, cuarto?, ¿también tendrá un cuaderno rojo de la fotografía? fotografía? Pero en el cuaderno de la bicicleta había dejado pendiente la gran duda: Plano del barrio de los días repetidos. ¿Será ese el plano de la realidad de nuestro barrio? ¿El plano del señor Burgos? Y Burgos? Y ella le volvió a preguntar: ¿Qué preguntar: ¿Qué se le ofrece, señor? Entonces el hombre enserió su rostro y recordó que él era el recaudador de impuestos y ella la deudora. Había llegado la hora de dejar a un lado la fantasía y cobrar la deuda que la sociedad a todos nos exige. Usted, que no ha cumplido con sus obligaciones ciudadanas; usted, que se mantuvo al margen de sus deberes mientras sus vecinos se encargaban de cumplir; usted que, siempre le exigió al Servicio Público que hiciera por usted lo que usted nunca hizo por sus semejantes; usted que sólo pensó en sus beneficios y no en los compromisos que todo ingreso genera con el colectivo; usted, usted, siempre usted, no puede edirle al Departamento de Recaudación de Impuestos que le otorgue ventajas ara saldar la deuda que ha contraído con el municipio. ...
La ciclista ciclista lo escuchó con una calma difícil de interpretar. Por un momento el cobrador no supo si ella se había asumido culpable o su inocencia le hacía mantenerse indiferente. Y recordó la advertencia del supervisor del Departamento de Ciencias Exactas, Exactas, Si al pronunciar la cartilla la deudora le replica con alguna pregunta, habría que perdonarle la deuda pues, en ese caso, estaría usted ante una hacedora de soluciones imaginarias. imaginarias. Sin embargo ella escuchó la cartilla en silencio, lo que significaría que había aceptado la deuda. El recaudador caminó con dificultad hacia la puerta, el maletín le pesaba. Quizá esperaba que la mujer de la bicicleta ofreciera resistencia. Desde la puerta se giró y tragó aire (traga, traga aire como si fuera comida para que no tengas que matar a nadie, nadie, le decía su padre); tragó aire (él que sólo quería vida para La para La ciclista) ciclista) y buscó fuerza, autoridad o un coraje ajeno que le permitiera poner a escoger a la deudora entre dos opciones: Usted decide, o me paga la deuda ahora mismo o tendrá que cumplimentar un formulario con sus datos exactos y agar en las taquillas del ayuntamiento en un plazo de veinticuatro horas. horas. Ella no perdió la calma, tampoco dio un paso al frente; ni siquiera levantó las cejas. En su rostro no había ninguna expresión que hiciera presumir que diría algo importante. Él importante. Él en cambio necesitaba hacer una pregunta: —¿Usted apoya la idea de crear cr ear un barrio exclusivo de inventores? —Sí. —¿Y qué sería de los trabajadores? —¿Qué le hace pensar que los trabajadores no puedan ser inventores? El hombre bajó la mirada. Guiarse por los otros no era lo mismo que guiarse por La ciclista. Escucharla a ella era pensar en odisea, travesía, salto. El sujeto sintió vértigo, por ello dio media vuelta y caminó hasta el pasillo. Se detuvo y de espaldas preguntó: —¿Qué significa el barrio barri o de los días repetidos? La mujer de la bicicleta mantuvo su lugar, en su mirada había ternura y coraje. Aquella contradicción también la expresó en el tono de su relato: —Mis abuelos hablaban muy bien bi en de usted cuando niño. Mis Mi s abuelos decían que el niño de la mirada trastocada era más agudo que el resto de los vecinos del barrio. Según ellos usted de niño siempre preguntaba… Recuerde, vamos haga un esfuerzo y recuerde lo que de niño usted preguntaba a la gente del barrio… El hombre partió a toda prisa sin comprender por qué La ciclista ciclista hablaba de situaciones absurdas sobre su infancia. Escaleras abajo escuchó que ella le
gritaba una pregunta: —¡Señor!, ¿a usted no se le ha perdido un viernes? Capítulo 24
La Cápsula del descanso De pronto me hallé en la puerta del edificio de La ciclista; (él; Silva, el hijo de su padre; el funcionario) había bajado las escaleras corriendo. No recuerdo haber visto nada en el camino. No sabía si había triunfado o fracasado como recaudador de impuestos, pero tenía que rendirle cuentas al supervisor del Departamento de Ciencias Exactas. Tenía que decirle que la deudora había escogido rellenar el formulario y pagar en las taquillas del ayuntamiento. Y me fui (se fue el hombre del maletín) por la acera izquierda sin levantar la mirada. Al entrar en la plaza pude ver que desde todas partes corrían curiosos rumbo al ayuntamiento. Algo grave debe de estar ocurriendo, pensé. Mi temor lo confirmaban las caras de los vecinos, la policía municipal coordinando el tráfico de la calle adyacente, la policía nacional en las afueras del edificio y ese extraño silencio que lo devora todo cuando algo terrible ocurre cerca de nosotros. Sentí que el cuerpo me pesaba tanto que creí que jamás llegaría a la puerta giratoria. En el pasillo principal, entre policías y personal de emergencia, estaban el comisario, el director de Recursos Humanos, el secretario, las recepcionistas y otros empleados. Apenas salí de la puerta todos me vieron; no sabía si en aquellas miradas, que en realidad era una sola mirada, se anunciaba una noticia o una culpa. El secretario se acercó antes de que me aproximara al director, y dijo en voz baja: El supervisor del Departamento de Ciencias Exactas se ha envenenado. Entonces me perdí, me perdí durante un tiempo imposible de calcular. Hubo espacio para ver los juegos de mi padre; la risa de mi hermana; mi partida a México; mi vida mexicana; el regreso a 160 Edgar Borges
España; la realidad del barrio; el matrimonio con Laura; La ciclista; los inventos; la Cápsula del descanso… El maletín cayó (como plomo) entre mi cuerpo y el del secretario. Rápidamente le daré mi nombre y el de mi invento; debo esconder mi lucidez antes de que Los hombres del clan aparezcan. Mi nombre es Carlos Portillo; el de mi invento es la Cápsula del descanso. En ese instante de trance tuve la necesidad de liberar una pregunta: ¿Con qué se
envenenó? El secretario me respondió, casi con temor a ser escuchado: Eso lo está investigando la policía. Y por todos lados había policías; los policías simulaban que no me veían, pero yo sabía que en algún descuido mío, siempre me veían. Policías a la izquierda, policías a la derecha, policías en la recepción, policías en los ascensores, policías en las escaleras. Policías entre el comisario y el director de Recursos Humanos. Y el director, por más que hablara con el comisario y los policías, también me veía. El secretario, como si cumpliera su parte en el guión que le habían encomendado, me preguntó: Señor Silva, ¿desde cuándo usted no piensa en sus tres hijos? Enseguida me aparté, tomé el (pesado) maletín (lo abracé) y caminé rumbo a la calle. Del ayuntamiento a la plaza pensé en el bosque. Entre los matorrales el largo sendero de tierra, la particular pista de carreras de los niños del barrio. Entre los árboles jugábamos a todos al combate, un juego de guerra que se inventó Ángel María, el más atrevido del grupo. El uego nos apasionó tanto que comenzamos a faltar al colegio. Pronto el bosque se convirtió en el dolor de cabeza de padres y maestros. Aquel refugio fue nuestra pasión hasta que una tarde Ángel María se cayó en el abismo que separaba el bosque de la carretera. Los otros siete niños nos quedamos paralizados ante la caída, ninguno se atrevió a mirar hacia el precipicio; nadie se movió hasta que al rato llegaron varios hombres del barrio. Del precipicio sacaron el cuerpo de nuestro amigo. Ángel María había muerto. Aún hoy me pesa demasiado el rato que pasamos deteni La ciclista de las soluciones imaginarias 161
dos sin asomarnos al abismo… En eso me estrellé contra algo, o alguien. Era una señora ( No suba hijo, por favor, no suba; en lugar de subir baje al quinto piso y tráigame al inventor de la Cápsula del descanso); era la señora del Guante sanador. Ella, sin perder tiempo, me apartó a un lado y corrió calle abajo. Iba de vagabunda, sin guante azul, sin hijo, sin dar bofetadas, sin traje de ejecutiva de oficina importante. Sabía que aquella mujer corría en dirección al ayuntamiento; de algún modo se había enterado de la muerte del supervisor del Departamento de Ciencias Exactas. Ella sabía que él no fue ningún supervisor, que su nombre era Carlos Portillo y había inventado, quizá para la vida o para la muerte, la Cápsula del descanso. Yo sabía que aquella mujer avanzaba hacia un peligro (el peligro de su vida). Capítulo 25
Con la mente en otro rostro El martes 10 de junio, al salir del ayuntamiento, vagué por las callejuelas del
barrio. En mi ruta todo pensamiento me llevaba al último encuentro con La ciclista. Hasta la inesperada muerte de Carlos Portillo era un camino directo a la pregunta de la mujer de la bicicleta: Señor, ¿a usted no se le ha perdido un viernes? En esa pregunta había mucho de afirmación; ella daba por cierto el extravío de mi viernes. Pero, ¿es que acaso fue sólo a mí a quien se le perdió el viernes? ¿Puede un día perdérsele a un ser y continuar el curso normal del tiempo en la vida de las otras personas? Al caer la noche, otra vez, como las últimas veces, me detuve ante los dos edificios. Cerré los ojos y recordé aquella vez que vi la nada (fue una vez, dos veces. ¿Cuántas veces vi la nada?). Pronto abrí los ojos sintiendo que no podía controlar la respiración. Entré al portal y subí las escaleras paso a paso. Me pareció ver que en la planta baja un hombre con pasamontañas entraba en el piso del conserje. Pero no había nada, o todo ocurrió más rápido que mi movimiento (la mirada, otra vez mi mirada no llegaba a tiempo a la realidad. Algunas veces llegué a creer que alguien aceleró tanto el ritmo de la realidad que había dejado de ser realidad. Y de ser así, ¿qué era eso a donde llegaba a destiempo mi mirada? ¿Acaso la otra realidad? ¿Era en la lentitud donde habitaba la otra realidad?). Llamé a la puerta, ella me abrió. Esa piel, ese cabello, ese cuerpo en reto constante con el mundo exterior. Era ella sin bicicleta; ella ante un alrededor sin formas ni fondos. Y me recibió con su calma cercana al silencio. Cuánto hubiera deseado pedirle que me permitiera ser un eterno aprendiz de sus acrobacias. Permíteme siquiera vivir para observar las figuras que haces con la bicicleta; ser un simple contemplador de tus soluciones imaginarias. No importa que no me reveles tus secretos, viviría conforme y callado sin saber el porqué de las fotografías ni el para qué de los inventos. Ciclista, guárdate tu procedencia, deja en tu memoria el origen de tu bicicleta. Dame ese presente cargado de movimientos y de figuras. ¿Quién quiere regresar de la no realidad de tu ilusionismo? Llévame de paseo en tu bicicleta, enséñame a perderle el miedo a las ruedas y a los precipicios. Haz la acrobacia Apoteosis para los mortales, separa las manos del manillar, que yo sé que no caeremos, y tómale cientos de fotografías al mundo. Convierte el mundo en millones de micromundos. Captura las micropartes que integran el todo, fotografía el vínculo invisible que nos une al cosmos y permíteme que yo sea un observador callado de tu proeza. Sólo pido tocar tus mejillas... Pero su piel era áspera; no era La ciclista, era Laura vestida de negro. ¿Dónde ha estado las últimas 24 horas, señor Silva?, me preguntó. ¿24 horas?, pensé. Y ella, la otra ella, la espía de mis pesadillas, me reclamó: Usted se perdió desde la noche del martes cuando pusieron el cuerpo del supervisor del Departamento de Ciencias Exactas en capilla ardiente. Tuvieron
que habilitar la plaza la Constitución, la gente del barrio no cabía en el ayuntamiento. Y la otra ella siguió reclamando ante la extrañeza de mi rostro: señor Silva, eso fue ayer, hoy es miércoles 11 de junio y lo estaba esperando ara despedir al pobre supervisor antes de que se lo lleven al cementerio. En aquel momento deseé estar en el bosque, quizá en el minuto preciso, justo antes del fatídico rato, todo para salvar a Ángel María. Y tal vez también podría ayudar a La ciclista a llegar al bosque. —Laura, ¿cómo se llega al bosque? —¿Bosque? ¿Qué bosque?, me dijo molesta entre pregunta y negación. —¡El bosque de nuestro barrio! —Ni remotamente cerca tenemos un bosque –aseguró. —¿No tenemos un bosque? Y Laura, la mujer a quien nunca le interesó la ecología, me dio una lección sobre los bosques. Lección que en ella sonó a cinismo: —¿Bosques? ¿Acaso no sabe señor Silva que los bosques han desaparecido en 25 países y en otros 29 se ha perdido el 90%, con un ritmo de pérdida de 120000 km al año, lo que equivale a tres veces Suiza? ¡No tenemos bosques en Madrid! —¿Madrid? ¿Qué tiene que ver Madrid en esta historia? ¡Estoy hablando de nuestro bosque en Asturias! —¿Asturias? –me preguntó al mismo tiempo que daba un paso atrás como si estuviera ante un demente peligroso. —Sí, Asturias, ¿acaso me negarás que vivimos en Gijón? Laura negó con la cabeza mientras me veía como si yo sufriera una extraña enfermedad. En su mirada había algo de lástima. Y en su voz también: —Silva, nunca hemos vivido en Asturias. Desde hace mucho antes de casarnos ya nuestras familias vivían aquí, en Madrid, nuestro Madrid. Madrid, de pronto Laura me decía que vivíamos en Madrid. Y no pude más, abrí los brazos y de nuevo dejé caer el maletín. Al tema de los días y del veneno se sumaba el tema del lugar. La otra ella se escondía en la lástima y me negaba mi bosque, me negaba mi historia en Gijón, en el Bosque de Muño. En su lástima la otra ella escondía el lento fuego de la venganza. —¿ Desde cuándo usted no piensa en sus tres hijos? –me preguntó. Y no comprendía por qué una y otra vez todos me hacían esa pregunta con las
mismas palabras, a nadie se le ocurría preguntar la misma idea de otra manera: Disculpe ,señor Silva, ¿desde cuándo usted no ve a sus tres hijos?, o, señor Silva, ¿sabe usted dónde se encuentran sus tres malditos hijos? Laura me recordó que era muy tarde, había que irse a darle el último adiós al supervisor. Yo le supliqué que, por favor, me dejara dormir aunque fuese media hora, le dije que ni siquiera me iría a la cama, que descansaría en el sofá mientras ella podía llamar por teléfono a los amigos para averiguar dónde estaban los niños. Laura carraspeó como si pretendiera ocultar su molestia. Dijo que aceptaba que durmiera en el sofá sólo media hora, y en relación a los niños aseguró que ella siempre sabía dónde se encontraban. En este caso los niños pasarán la noche en la casa del señor Burgos. —¿El señor Burgos? ¿Y el señor Burgos no despedirá al supervisor? –le pregunté un tanto desesperado. —El señor Burgos es muy sensible a los temas que tienen que ver con la muerte, por eso se encargará de cuidar a los hijos de los vecinos. La afirmación de Laura me pareció ridícula, ¿desde cuándo el señor Burgos era un ser especialmente sensible? Y además, ¿todos los temas no tienen que ver de una u otra forma con la muerte? Apenas me senté en el sofá, Laura continuó lanzando sus dardos maquillados de palabras: —Señor Silva, esta noche se hará justicia con el asesinato del supervisor. — ¿Asesinato? ¿Acaso no fue un suicidio? –le pregunté. La otra ella, con esa mirada que de frente simulaba lástima y de reojo rabia, respondió haciendo ver que la culpa no tenía que ver conmigo: —La policía determinó que el supervisor del Departamento de Ciencias Exactas murió por envenenamiento y esta noche irán por el asesino. Guardé silencio, no me atreví a preguntarle si conoc ía qué veneno había utilizado el asesino. Eso hubiera sido tan comprometedor como preguntarle el nombre del culpable. El veneno, Sonia, Óscar, Laura. Laura me quería entregar. Otra vez me pregunté cómo sería el piso del señor Burgos, quizá sería como la realidad del barrio, quizá todo el barrio sería su gran piso (cuatro paredes empapeladas con formularios). Pensé en las interminables callejuelas; de niño el barrio no tenía tantas callejuelas. ¿En qué momento de nuestra historia construyeron tantas callejuelas?¿Serían las callejuelas la materialización del laberinto que en teoría representaban los formularios?
Capítulo 26
En busca de… Muy avanzada la noche del miércoles 11 de junio Laura y yo llegamos a la plaza la Constitución. Los dos íbamos de negro; yo llevaba mi maletín (aquel maletín era el amuleto que me hacía creer en el puesto que me habían encomendado). No fue fácil abrirnos paso entre la muchedumbre. Por la forma en que todos me veían era obvio que, por ser funcionario, me asumían como alguien cercano a la víctima. Víctima, pensar en esa palabra me hizo dudar si me veían por allegado o por verdugo. Poco antes de llegar al centro de la plaza me detuve ante la mirada del señor Valencia, él parecía integrar el ultimo círculo de gente que determinaba un espacio vacío antes de llegar al grupito de personas en torno al féretro. Eran muchos los que veían de lejos y pocos los que homenajeaban de cerca. El señor Valencia no me saludó, sólo me vio como si de vecino hubiese pasado a ser un extraño. Seguí de largo y Laura detrás sin levantar la cabeza. Sentí un escalofrío cuando entré en el espacio sin gente, atrás había dejado a la muchedumbre y caminaba hacia el círculo de los allegados. Me sentí un infeliz combatiente del circo romano. Nadie veía a Laura; ella tampoco veía a nadie. Sobre mi espalda la mirada del pueblo y frente a mí la del círculo de funcionarios. En aquel instante no supe qué grupo era más peligroso; no podía retroceder, el miedo me había enseñado a respetar a mis verdugos directos. Por ello apresuré el paso en dirección al círculo de funcionarios. Ahí estaban las dos recepcionistas; los dos ascensoristas; el secretario; el director de Recursos Humanos; el alcalde; el comisario; el sacerdote; una mujer con la cara cubierta por un velo negro; Óscar y Sonia. Todos de negro. El señor Burgos no estaba, pero saberlo ausente me hizo verlo en todas partes. Laura me golpeó suavemente con un codo, yo sabía que era una señal para que prestara atención. No tenía sentido que Óscar y Sonia formaran parte del círculo más íntimo, ellos no eran funcionarios. Sin embargo, nadie mejor que ellos para confirmar las palabras de Laura: La policía determinó que el supervisor del Departamento de Ciencias Exactas murió por envenenamiento y esta noche irán a por el asesino. Entre el secretario y el director nos abrieron un hueco, nadie nos saludó, ni siquiera Óscar. El sacerdote me vio con lástima, era casi seguro que estuviera pensando en su advertencia de aquel día: Hijo, algún día te veré sentenciado por los culpables. ¡Que Dios te salve! Todos simulaban un rezo o algo parecido a un momento de introspección. Cuando me ubiqué en mi puesto aparentaron que ya no me veían, pero apenas bajaba la cabeza sentía sobre mí todas las miradas. Laura, ya en su lugar, levantó la vista hacia el féretro con su acostumbrada altivez. La mujer del velo se
descubrió el rostro y me vio. Era la mujer del Guante sanador. El director de Recursos Humanos me dijo: —Señor supervisor del Departamento de Contabilidad, ¿no se acercará al féretro, con su señora esposa, para darle el último adiós al señor supervisor del Departamento de Ciencias Exactas? Laura avanzó hacia la caja, la bendita caja que llamaban féretro y donde reposaba el inventor de la Cápsula del descanso, yo la seguí. El director dijo entre dientes: —Adelante. Mientras avanzamos puede ver de reojo que la mujer del Guante sanador caminaba detrás de nosotros. Me pareció escuchar que rezaría una oración por el descanso del alma del supervisor. Dentro de la caja estaba él, inerte, fingiendo ser Carlos Lara, el supervisor del Departamento de Ciencias Exactas del Ayuntamiento. Recordé la contradicción de su advertencia sobre la cartilla del recaudador de impuestos y la réplica de la hacedora de soluciones imaginarias; su mano temblorosa al entregarme el formulario. Algo en él se había partido, al final del entrenamiento ya no era el instructor. Debió ser su batalla interna por no saber si corresponderle a La ciclista o a la realidad del barrio. Ella lo enfrentó a la fotografía de su no existencia y le sacudió la memoria, lo llevó a su rincón de niño. Él regresó de su rincón con la Cápsula del descanso. El rincón era un pasadizo secreto entre el pasado y el presente de los inventores. Como el resto de los inventores del edificio, su deseo era jugar a inventar cosas sin importancia. En la no importancia se lograba mantener el vínculo de juego que unía al grupo… La mujer del Guante sanador se nos acercó y preguntó en voz muy baja: ¿Me acompañan con alguna oración? Laura se persignó y volvió a su puesto en el círculo. La inventora me preguntó: ¿Sabe usted alguna oración? Le respondí que me sabía una plegaria única, difícil de olvidar. Ella, sin dejar de ver el cuerpo del muerto y con ese mismo tono de voz cercano al susurro, me dijo: Usted rezará y yo haré que le sigo, pero en realidad le estaré confesando cuestiones muy importantes. Comience y preste mucha atención... Y los dos hicimos un extraño dúo, yo rezaba en tono mayor y ella me seguía, con su testimonio, en tono menor: Virgencita de Guadalupe (nada es lo que parece), perdóname cuando pido por los niños enfermos (el poder nos cambió el tiempo para quitarnos el bosque) aun sabiendo que no puedes curarlos a todos (sólo unos pocos vemos la verdad).
¡Oh Santísima Virgen María de Guadalupe! (¡ La ciclista llegó para liberar nuestra memoria!), dame fuerzas para comprender que entre los enfermos pudiera estar alguno de los míos y que no necesariamente tendría que ser uno de los salvados (Con sus acrobacias nos despierta el niño dormido, con sus fotografías nos enfrenta al cara dura que fuimos). Oh mi Reina, mi Señora, mi Madre (Ella nos hace ver que todos somos inventores), dame luz para saber pedir por los otros (pero todavía no recordamos dónde está el bosque). Dame luz Virgencita de Guadalupe (Ella nos cuida en su edificio), dame luz, mucha luz (hasta que algún día podamos llegar al bosque) ara sentir el dolor de aquellos hermanos que no llevan mi sangre (pero hay inventores que ceden al llamado del poder)… Y la mujer siguió sola un poco después del final de mi rezo: —…Carlos cedió pero no pudo resistir su traición y se suicidó. El final de su testimonio, por mucho que hubiese bajado la voz, no dejó indiferente a nadie. Desde el círculo todos nos veían. La mujer del Guante sanador acababa de darme las claves de una verdad, o de una locura. Apresurada buscó algo entre sus senos, dos policías se acercaban. La inventora apenas tuvo tiempo de entregarme un pequeño sobre y una recomendación: Esto se lo envía ella, ábralo cuando esté solo. Enseguida guardé el sobre en un bolsillo interior de mi saco. Para entonces los policías tenían rodeada a la mujer; desde el círculo el comisario dijo a toda voz: Señora Virginia, queda usted detenida por el asesinato de su hijo Altair. Difícil me fue entender todo aquello, ¿la mujer del Guante sanador había asesinado a su hijo? Y, ¿por qué surgía esa culpa ahora cuando lo que se averiguaba era la muerte del supervisor? Los policías se llevaron a la mujer; a su paso la muchedumbre le gritaba ¡Asesina, asesina!; los del círculo no veían a la detenida, me veían a mí. Laura, en especial, parecía decirme No te sientas seguro, pronto iremos a por ti. Sonia besó a Laura en los labios y se me acercó. La camarera me contempló en silencio; ese tiempo de observación me hizo dudar si ella alguna vez sólo ocupó el cargo de camarera. Quizá, además de servir a los clientes, su función era convertir mis sueños en falsas realidades. Al oído me dijo que Laura era su amiga y que tarde o temprano yo tendría que pagar por el daño que le había hecho. Extrañado tanto por lo de la
amistad como por el daño, le pregunté si Laura acostumbraba a contarle sus sueños. Sonia me respondió: ¡Laura y yo soñamos juntas! Al fondo un espacio se fue abriendo entre la muchedumbre. La ciclista apareció montada en su bicicleta, venía pedaleando a velocidad contenida. Vestidito azul, mochila de cuero y sandalias romanas. La vida llegaba dispuesta a exorcizar la muerte. En su mirada había una observación infinita, su cuerpo subía y bajaba siguiendo el tempo del viento. Era el canto de mujer y bicicleta haciendo la figura de la Duración. El rumor de la muchedumbre dio paso al silencio. Los hombres no podían evitar mirarla con lujuria; a las mujeres la curiosidad les había atontado el desprecio. Los del círculo no podían creer lo que veían, la sorpresa asfixió la soberbia. Laura le dijo algo al director de Recursos Humanos, éste le pidió calma con ambas manos. El sacerdote hizo la señal de la cruz en el aire; el comisario hizo un comentario al oído del director; Óscar y Sonia murmuraban entre ellos; el secretario no sabía a quién decirle algo. Yo tampoco. La ciclistasiguió su ritmo con la mirada fija en la caja donde yacía el inventor. Para ella parecía no existir aquel círculo que se interponía entre su paso y el objetivo de su ruta. El círculo no se abría, la gente del barrio esperaba ansiosa el inminente choque. La ciclista mantuvo su pedaleo y su mirada contemplativa. En el último medio minuto el secretario se apartó, el fiel empleado no estuvo dispuesto a ser arrollado; el director lo vio con malos ojos. La ciclista entró en la abertura del círculo sin mirar a nadie y se detuvo poco antes de la capilla ardiente, muy cerca de mí. Acto seguido se bajó de la bicicleta y, sin soltar a su compañera de dos ruedas, se asomó en la caja. Para aquella mujer en ese espacio del barrio sólo existían ella y el muerto. Cuando cerró los ojos, creí percibir su dolor. La humedad de sus labios me hizo imaginar que toda ella lloraba en secreto; pronto abrió los ojos y sonrió. Los del círculo murmuraban convencidos de que el brillo de La ciclista era un síntoma de maldad. Pero yo, que era el más cercano a ella, sabía que en esa sonrisa había un extraño triunfo difícil de descifrar. Quizá, en su particular observación del muerto, sintió que el inventor le habí a ganado el duelo al funcionario. Después se montó en su bicicleta y partió repitiendo la figura de la Duración por el mismo espacio que los del círculo y la muchedumbre dejaron abierto. Laura esta vez le dijo algo al comisario, éste también le pidió calma con las manos. Cuando La ciclista se alejaba, una mujer del barrio le gritó un insulto que no quise recordar, otras mujeres se sumaron con improperios semejantes. Los hombres guardaron silencio, los del círculo también. Aproveché que nadie me veía y caminé en sentido contrario hasta que pude perderme entre la gente.
Debió ser de madrugada cuando llegué al quinto árbol. Los edificios a media luz, los comercios cerrados y el sonido de mis pasos, mi barrio me pareció un funeral sin dolientes. Crucé a la derecha inclinado como un ciclista en bicicleta. Inclinado tomé la curva en dirección a la calle principal. Me aparté hacia el portal de la sastrería, miré a los lados y saqué el sobre. Era una fotografía, La ciclista me había enviado una vieja fotografía en la que yo observaba la nada desde el balcón de mi piso. Ver esa fotografía fue como el pasadizo secreto hacia una secuencia de recuerdos. La mujer de la bicicleta mantuvo su lugar, en su mirada había ternura y coraje. Aquella contradicción también la expresó en el tono de su relato: —Mis abuelos hablaban muy bien de usted cuando niño. Mis abuelos decían que el niño de la mirada trastocada era más agudo que el resto de los vecinos. Según mis abuelos, usted de niño con sus preguntas metía en aprietos a los adultos… Recuerde, vamos, haga un esfuerzo y recuerde lo que de niño usted preguntaba a la gente del barrio… Me vi de niño haciéndole una pregunta a mi madre: —¿Dónde trabaja papá? Ella respondía un tanto fastidiada: —Todas las tardes me preguntas lo mismo, intenta que esta vez no se te olvide: tu padre trabaja picando piedras en la última callejuela del barrio para construir otra callejuela. En la puerta del edificio fingía que jugaba con la cometa para preguntarle a cada vecino que salía o llegaba: —Disculpe señor, ¿en qué trabaja usted? —Picando piedras en la última callejuela del barrio para construir otra callejuela. —Oiga, ¿dónde trabaja usted? —En la última callejuela del barrio. —Hola, ¿me puede decir en qué trabaja? —Picando piedras en la última callejuela del barrio para construir otra callejuela. Me vi de adulto, en mi cubículo de trabajo. Conversaba con el secretario del director deRecursos Humanos. Parecíamos compañeros. —Carmona, la verdad es que cada día me siento peor haciendo este trabajo. —Silva, siéntase afortunado, en nuestro barrio hay dos grupos de trabajadores. Los que pueden trabajar en el ayuntamiento, y los que pican piedras en la última callejuela para construir otra callejuela.
Laura llegaba a casa, yo la recibía con un extraño plano que acababa de encontrar. —Dime, Laura, ¿qué significa este plano de nuestro barrio con cientos de callejuelas? Mi esposa sonrió, pasó de largo al baño y antes de cerrar la puerta dijo: —Son fantasías de los niños, ellos juegan a dibujarle callejuelas al barrio, eso es todo. Me vi sentado en la barra del bar, el Óscar de antes me aconsejaba. —Amigo, siempre he creído que debes sentirte más seguro de tu inteligencia. Tu problema no es de memoria, al contrario, tienes una gran memoria. A veces recuerdas con una exactitud que ya quisieran alcanzar los que se llaman normales. Tu problema es que padeces el mal de la mirada trastocada, y eso hace que olvides algunas cosas. —Pero, Óscar, Laura insiste en que mi problema es de memoria. —No le creas. —Laura es buena. Ella sólo me esconde mis pertenencias para que yo haga un esfuerzo y recuerde el orden exacto de las cosas. —Querido amigo, Laura sólo espera tu caída. Y la espera con paciencia. La noche del jueves 5 de junio del año 2011 salí ebrio del bar de Óscar. Desde el quinto árbol La ciclista me observaba mientras sostenía la bicicleta. Ella me habló con la calma de una amiga. —Tú puedes hacer con tu vida lo que quieras, pero el licor altera los recuerdos. —¿Qué dice? –le increpé. —Aunque hay sobriedades más peligrosas que cualquier licor. —¿De qué habla usted? —¡De los recuerdos! —No la comprendo. —¿Ebrio tendrías memoria para recordar un lugar que conociste de niño? La pregunta de La ciclista alertó mi lucidez. —¿Qué dice? ¡Jamás podría olvidar los lugares de mi infancia! —¿Sabrías cómo llegar al bosque? —Seguro, por supuesto que sé cómo llegar al bosque… Pero tras la afirmación no hallé en mi memoria el lugar exacto donde quedaba el bosque; por más que hice recorridos mentales desde la calle principal a cada una
de las callejuelas, fue inútil, no recordaba cómo llegar al bosque. El bosque, el lugar de mis juegos infantiles, se me había perdido. —¿Me podrías guiar? –insistió. —Eres nueva en el barrio, ¿verdad? Ella afirmó con la cabeza y me pidió un favor: —Mañana a las once y media de la noche necesito llevar a unos amigos al bosque, pero me confunden las callejuelas. Cada vez que creo estar cerca, surge una nueva callejuela ¿Tú nos podrías guiar? Y me puse a su disposición con la mirada y con la cabeza. Capítulo 27
La salida Cuando llegué al piso, Laura me esperaba; cada uno anunció su molestia en el rostro. Supuse que mientras yo vagaba por las callejuelas del barrio, ella pasó en algún automóvil. Convencido de que aquella sería mi primera ofensiva, arrojé el maletín contra su pecho. Ella puso las manos de escudo y lo dejó caer. Pero en su rostro había sorpresa; nunca imaginó que me atrevería a tanto. —Óyeme bien, Laura –le dije alterado–, he recordado algunos detalles importantes. Ya sé dónde trabaja la gente del barrio. Por más que todos finjan utilizar el maletín, son pocos quienes lo usan. El maletín es una excusa que le sirve a la mayoría para no admitir que trabaja picando piedras (¿La señora vestida de ejecutiva de oficina importante también habría trabajado picando piedras? ¿Su cambio a inventora habría sido su rebelión?). Ya entiendo el por qué de los insoportables camiones cargados de piedras… Laura, ¿tu desprecio por la arquitectura te llevó a dibujar un plano donde encierras a nuestro barrio en cientos de callejuelas? Ahora Laura me veía con lástima, de nuevo pretendía hacerme creer que tenía enferma la cordura. Pero yo había llegado dispuesto a ganar la batalla: —Dibujaste ese plano para que el señor Burgos pusiera a la propia gente a construir la prisión del barrio. Los trabajadores acudieron a la oferta de empleo sin sospechar que se trataba de la construcción de su propio laberinto. Tú sabías que en mis recuerdos estaba la prueba de tu culpabilidad: el plano del barrio de los días repetidos. Por eso querías convertir mi mal de la mirada trastocada en un problema de enfermedad mental. La jefa de esta insólita trama eres tú. Ella dejó escapar una sonrisita burlona que a simple vista quería decir: este loco
cree el mundo tiene un complot contra él. Pero no le di tiempo a que convirtiera su pensamiento en palabra: —Ya no me engañarás más, el complot no va dirigido contra mí; yo sólo soy el gran testigo que tú habías neutralizado. Se trata de un complot diseñado para dominar la voluntad de todos los bosquecinos. —¡Basta! Aquel grito seco de Laura fue su manera de decir que había comenzado su turno en la batalla. —¡Basta de tonterías...! ¡Estoy harta de que en lugar de botar la basura de la casa sólo vivas para pensar, soñar y decir tonterías...! ¡Aquí no existen ni bosquecinos, ni ciclista, ni gran jefe, ni camiones de piedras, ni ninguna de tus insoportables fantasías… como tampoco existen los jueguitos de tus padres! Bien sabes que con la correa azul tu padre estranguló a tu madre... No hubo uego señor Silva, el juego sólo fue un engaño que tu imaginación utilizó para evadir la realidad del crimen. Durante mucho tiempo te escuché todas esas fantasías porque no sabía cómo atender tu caso, pero me cansé y tuve que pedir ayuda... quellos abuelos me decían que la imaginación servía para crear una realidad distinta a la tragedia… ¿Qué hacía yo en la casa de esos abuelos? ¿Por qué me cuidaban? ¿Dónde estaban mis padres? —¿Ayuda...? –le pregunté. Laura tragó aire, aire, mucho aire (tragar aire), y lo liberó (para no asesinar). Luego me habló como la esposa que no podía soportar un viejo sufrimiento: —Sí, pedí ayuda porque ya no aguantaba más llamarte señor Silva y esa era la única manera de mantenerte sereno, cuerdo, ajustado a la realidad. los abuelos les gustaba mi imaginación, decían que mi imaginación era mi memoria. Una tarde me pidieron que siempre recordara la parte noble de mis adres. Eso me haría ser noble con los demás… De nuevo Laura jugaba con mi apellido y con mi historia. Me tuteaba para decirme que hasta entonces yo había vivido simulando recordar un juego para ocultar un asesinato. Que la correa azul no fue usada como un juguete sino como el arma de un crimen. El crimen de mi madre. Que la persecución jamás fue una gracia sino una cacería. Que nosotros los hermanos, en lugar de reír, llorábamos. Por un momento dudé de mi propio análisis: ¿el plan de Laura iba dirigido a
dominar la voluntad de todo el barrio o simplemente la mía? ¿En la burocracia de esta historia de tramas y subtramas sólo existíamos ella y yo? En la mente tenía muchas preguntas, sin embargo me dominaba un gran temor. Ella, como si hubiese diseñado hasta mi pensamiento, me respondió: —No me quedó más remedio que pedirle ayuda al señor Burgos; esta misma madrugada vendrán a buscarle los enfermeros… Señor Silva, le he reservado un lugar en el séptimo piso del sanatorio. —¿El séptimo piso del sanatorio? Laura afirmó con la cabeza. En su cabeza estaba la arquitectura de mi mundo, el mundo que yo no quería. Con aquella amenaza me declaraba la guerra definitiva. Quitadas todas las máscaras, ya no había ningún sentimiento que aparentar. Para Laura los pasillos del edificio de enfrente tenían un uso distinto al que pretendía La ciclista. Mi esposa me había reservado el pasillo del séptimo piso para aniquilar mi cordura. Y recordé el temor de la mujer del Guante sanador: No suba hijo, por favor, no suba; en lugar de subir baje al quinto piso y tráigame al inventor de la Cápsula del descanso. Todo parecía indicar que aquella señora quería salvarme a mí pero también a Carlos Portillo… También recordé la advertencia del Óscar de antes: Querido amigo, Laura sólo espera tu caída. Y la espera con paciencia… La estrategia de Laura era confundir mi entendimiento. ¿Era el edificio de enfrente un manicomio o un refugio de inventores? ¿De qué forma La ciclista quería ayudar a todas esas personas? ¿Tendría ella reservado un lugar para mi salvación? Y quedé arrinconado en algún lugar de la sala. Primero el inventor de la Cápsula del descanso, luego la inventora del Guante sanador, y ahora yo que no había inventado nada. Un veneno, la cárcel y el manicomio. Para cada quien una salida diferente. Laura me veía convencida de que vivía la parte final del lento fuego de la venganza (la daga infinita). Ella entendía que tragar aire (mucho aire) era una forma de pedirle paciencia a su yo asesino para alargar mi muerte. De pronto, gritos provenientes de la calle me sacaron del no lugar donde esperaba la llegada de los verdugos. Laura corrió hacia el balcón, yo me quedé detenido. Temí que hubieran llegado los enfermeros del sanatorio. Pero los gritos decían otra cosa: ¡Vamos a por ella, es una bruja, fuego con ella, que no escape, vamos a por la hechicera...! De inmediato me asomé en el balcón, Laura me vio contrariada. En el portal del edificio de enfrente un grupo de mujeres vociferaban consignas de odio: —¡Vamos a por la bruja roba maridos! ¡Llegó la hora de darle su merecido! Cada vez llegaban más mujeres; unas traían palos, otras sartenes. Dos de las
atacantes, a falta de llave, forzaban la puerta del edificio. Todo ocurrió tan rápido que fue difícil saber si la puerta se abrió desde fuera o desde dentro. Las mujeres se sorprendieron cuando vieron surgir a La ciclista montada en una bicicleta de dos puestos. La acróbata de las sandalias romanas levantó la mirada hacia nuestro balcón. Ansioso corrí en dirección al cuarto, en vano Laura intentó detenerme: ¿Qué pretende hacer, señor Silva? (Y repitió varias veces señor Silva, señor Silva, señor Silva, como si fuera el silbato que tiene que atender un animal entrenado). En pocos segundos regresé con la correa azul entre las manos. Laura se me puso enfrente, giré la correa sobre su cabeza, una, dos, tres veces, y seguí avanzando. Ella retrocedió hasta caer sentada en el sofá, yo corrí hacia la calle (y juro que ni siquiera la rocé con la correa). Al salir del edificio me detuve ante el escenario de batalla. La ciclista venía avanzando por el medio del grupo de atacantes; la seguía una fila de ciclistas inventores: el de los Panecillos guarda secretos; la de la Cesta voladora; el del Transformador de basura y otros tres más. Viejos y jóvenes, todos esqueléticos, cada uno pedaleaba con entusiasmo desafiando los golpes del ejército contrario. Las agresoras de la retaguardia integraron una cadena humana que ocupaba las dos aceras y la calle principal. Los ciclistas frenaron, ella me vio. Su vestidito de playa era verde claro, su santa mochila seguía presionando su espalda (para que sus senos hicieran conexión con las fuerzas del cosmos). De un bolsillo saqué la foto de burócrata y la contemplé durante un breve instante; luego tensé los dedos y cerré la mano hasta convertir la foto en una bola de basura. Abrí la mano y la bola de basura cayó en el suelo. Tragué aire en homenaje a los juegos de mi padre. Levanté la correa y haciendo giros corrí hacia el centro de la batalla. Llegué dándole correazos a toda persona que no estuviera montada en una bicicleta. Impacté la correa en el suelo e hice saltar a las intrigantes del barrio; giré y lancé centellazos azulados contra sus piernas; fui hasta la cadena humana y la rompí con mi correa abre caminos. La ciclista me dijo: ¡Súbete, es tu hora, edalea!Las ventanas de los edificios comenzaban a llenarse de curiosos; temí que el barrio entero se convirtiera en un refuerzo de la intriga, después de todo los hombres lujuriosos eran los maridos de las mujeres atacantes. Desde el balcón del primer piso, donde hasta poco yo vivía, Laura vociferaba amenazas: ¡Piénselo bien, señor Silva… si se va no podrá volver más nunca, perderá a sus hijos y los enfermeros del sanatorio lo perseguirán por siempre...! ¡Señor Silva, señor Silva, señor Silva...! Y, en lo que sería el acto más valeroso de mi vida, me subí al segundo puesto de la bicicleta. La ciclista levantó un poco el cuerpo y todos iniciamos el pedaleo; con la mano izquierda me apoyé del segundo manillar y con la derecha arrojé la correa sobre nosotros en dirección a la cadena
humana. Las mujeres saltaron hacia los lados como si de una granada de mano se tratara. La línea de siete ciclistas avanzó por la calle principal. Algunas de las intrigantes corrían detrás de nosotros, otras aún no terminaban de levantarse. Los vecinos no se decidían entre disfrutar de la fantasía de nuestra fuga o bajar a formar parte de la jauría humana; Laura gritaba maldiciones y amenazas, aseguró que jamás lograría salir del barrio por más que lo intentara una y mil veces. Calle principal adentro, entre persecuciones y gritos, La ciclista me dijo que no atendiera las falsedades de esa mujer. Me invitó a tomar por cierto el lugar que más llenara mi ruta; México o Gijón podrían formar parte del mapa de mi recorrido. Yo sería un pedazo de sus tierras en movimiento. Aún me parece escucharle decir que la realidad no era como me la contó mi esposa. Mis tres hijos nunca existieron, sólo eran parte del recetario de mentiras con el que ella pretendía controlar mi cordura. El señor Burgos; el alcalde; el director de Recursos Humanos; Óscar; la camarera; el formulario; el maletín; el veneno; las cuentas exactas; los departamentos, la recaudación de impuestos, la sentencia del sacerdote y el salto del lunes al viernes. Actores, cosas y situaciones de una realidad canalla inventada por Laura. Ella, experta en miedo y mentiras, alteró la verdad de los sucesos para envenenar mi acceso a la otra fantasía. Mi fantasía. Me llamó señor Silva para alejarme de mi yo divertido. Señor Silva era una clave para relacionarme con mi padre; utilizó la culpa de otro para dominar mi memoria. Ella sabía que toda enfermedad desarrolla una fortaleza; el mal de la mirada trastocada me despertó la capacidad de observar lo invisible. Laura se aprovechó de eso para llenar la nada de su relato totalitario... La ciclista me fue haciendo preguntas mientras desde las ventanas los hombres me veían con intriga: ¿Acaso te importa el día, el año o tu nombre cuando viajas en bicicleta? ¿Quién dijo que un ser no puede crear su propia historia? ¿Qué oficinista no desearía ser liberado por un grupo de ciclistas? Y en respuesta giró la bicicleta a la derecha en busca de la última callejuela. La línea de ciclistas imitó el acto de inclinación. Al poco rato los siete aparecimos en sentido contrario de vuelta a la calle principal. Quién lo diría, yo era uno más de ellos. La ciclista reía. Durante un buen rato sólo escuché su risa y el sonido del viento... Sorprendido descubrí que al final de la callejuela había alguien de pie y con los brazos cruzados. Era uno de Los hombres del clan y, a juzgar por su tranquilidad, parecía no importarle ser atropellado. Su pecho inflado era el falso centro de su poder. Su pasamontañas era otra excusa, la verdadera amenaza se hallaba en sus ojos. Su mirada me recordó un viejo peligro, un llamado, un desvío, un cuerpo; una delgada figura capaz de derrotar a los combatientes más feroces de la lucha libre
de México. De pronto la velocidad dejó de ser salvación y se convirtió en entrega. Era el montaje de la breve historia de un burócrata rebelado. La ciclista siguió pedaleando como si ignorara el obstáculo que se interponía en nuestro camino, la chica de las acrobacias había dejado de reír. El resto de los compañeros tampoco mostró angustia ante el inminente choque. Todos expresaban una seriedad difícil de interpretar. La duda fue entumeciendo mi pedaleo, había dejado de ser ciclista. Sentí que aquellos minutos de libertad habían sido un juego macabro para entregarme de nuevo a mi carcelera. De quince años de encierro nadie escapa con facilidad. A pocos metros del desenlace, la línea de ciclistas frenó. Esperaba que de un momento a otro me regresara la crisis del mal de la mirada trastocada. La ciclista de las soluciones imaginarias guardó silencio, no hizo ningún movimiento que me permitiera creer que se preparaba para ordenar la fuga. Solo se dedicó a contemplar a la carcelera y a descansar los pies sobre el cemento. La carcelera se inclinó de puntillas, me buscaba; tenía necesidad de castigarme con la mirada. Poco después dijo con voz de señor: —Señor Silva, su fuga no tiene sentido. Mientras usted conversa conmigo, un obrero coloca la última piedra de alguna nueva callejuela. Su huida carece de lógica, nunca podrá llegar a la última callejuela. La muchacha de la bicicleta giró la cabeza y con la mirada me recorrió. Enfrentaba mi temor, ella como nadie sabía que una nueva crisis me dejaría atrapado en la nada. La ciclista me dijo con voz firme (como el silencio que se vuelve brisa huracanada en medio de verdugo y víctima): —Y pregunto, ¿acaso se puede dejar de ser ciclista? Hubo una vez un niño que siempre aceptaba la invitación a un nuevo juego, sin doblegarse al cansancio, sin miedo a las enfermedades. Mi respuesta fue intentar pedalear (el niño sano); ella (la capitana de nuestra bicicleta de dos puestos), puso los pies en los pedales delanteros y reanudó la partida. La carcelera se lanzó hacia una orilla de la callejuela. Otra vez la recta era nuestra, pronto la siguiente curva también lo sería. Dos árboles más adelante giramos a la izquierda, dispuestos a surcar tantas callejuelas como emboscadas. A veces rompíamos la línea y dibujábamos un Triángulo abierto, otras un Siete en movimiento. Y volvíamos a ser línea. Seguíamos la estrategia de quien busca y despista. Cuadro, asiento, tren delantero y rueda. Equilibrio de fuerzas, leyes de la palanca, transmisión de fuerzas, rozamiento, intercambio de energía, inercia, producción de electricidad,
ley de Ohm, potencia, trabajo, calor y eficiencia. Mundo bicicleta. Madre ruta. Padre movimiento. Puto deseo que me hizo vociferarle al cosmos el inicio de mi nueva historia: Hoy viernes de un lugar, un día y un año indeterminados he amanecido soltero; no tengo hijos ni otro compromiso que no sea el que me dicte mi instinto de vuelo. Por primera vez en mi vida formo parte de una línea de ciclistas; no sé nada de pedales pero por primera vez pedaleo. La guía del grupo también es la guía de la bicicleta donde voy montado. ¡Qué bueno es saber que no todo era Laura o como quiera que se llamara! En las rectas me aferro al segundo manillar y en las curvas a la cintura de ella. Andamos buscando la última callejuela antes de que los trabajadores piquen nuevas piedras y construyan otra callejuela. Mantén el cuerpo quieto y pedalea, luego déjate llevar por las fuerzas de la bicicleta, eso escribió la muchacha en su cuaderno rojo. Ella, además de ciclista, es fotógrafa. Unas veces giramos a la derecha, otras a la izquierda, siempre buscando la callejuela que nos lleve al bosque. Sorteamos gritos y barricadas sin perder el equilibrio de la línea. Ella, además de ciclista, es física. Lleva la bicicleta a donde otros lanzan cohetes y con su cámara de fotos capta los porqués de nuestras amarguras. Liberadora de espacios; equilibrista, hija del silencio, mujer traga realidades. Ella llegó para transformar la vida a un pueblo pero se la transformó a un hombre. La dicha de saberme ese hombre me da valor para atreverme a ser pasajero de su bicicleta. Y si alguien me pregunta cuáles son sus soluciones imaginarias, le diré que a veces basta una fotografía para llenar la nada de movimiento. También le podría decir que de cumplidor de asuntos de oficina me convertí en observador de acrobacias. Quizá un día de estos me atreva a ser el equilibrista de mi propia bicicleta. Nunca se sabe, cuando la mirada se hace cómplice de las sensaciones cualquier travesía es posible. Y se superan realidades como ir de paisaje en paisaje. La ciclista dibuja círculos en su pedaleo, cada cierto tiempo mantiene pedal derecho arriba y pedal izquierdo abajo. Y abre espacios en el camino. Poco me importa saber de dónde vino; ella me hizo entender que no hay que temerle a lo inesperado que llega para curarnos del delirio de una realidad ajena. No importa lo que te cuenten, de niño te decían inmaduro y de adulto soñador de mundos imposibles. Lo importante es saltarse la historia impuesta, la mala ficción de Laura. Mirada y camino se acercan y se integran en este paseo sobre ruedas. Te sabes liberado por una fotografía, ahora quieres ser la fotografía que ayude a liberar a otro. Y te ves (siempre en movimiento) dejando tu testimonio a nuevos viajeros que se atrevan a salir de la realidad de su barrio. Llegas al quinto árbol y saludas a sus hojas sin el temor de que te vean extraño; piensas en el Óscar de antes y lo celebras; también celebras
a su amigo el escritor Alfred Jarry y a la patafísica; recuerdas tus años en México y los celebras; frente a ti surge un fotograma de buenos instantes y lo celebras. El doble de Jorge Negrete; el club de los contadores renegados; las putas menos exactas que las matemáticas; la señora inventora de oraciones milagrosas; el abuelo del tiempo infinito; la mujer del Guante sanador; el hombre de la Cápsula del descanso y Ángel María jugueteando en el bosque (y a todos los celebras). Todo sea por aquellos abuelos que te cuidaron. Desearías que en lugar de imágenes de fotogramas todos fueran viajeros de bicicletas. Cruzas a la izquierda y avanzas por una de las callejuelas que lleva a la plaza. Pasas por el centro, ves de reojo el ayuntamiento y sigues de largo por la siguiente callejuela. Sientes en la madrugada tu deseo, que también es el deseo de los curiosos que desde las ventanas sueñan con ser tú (a falta de ellos). Levantas un poco el cuerpo y te sientes uno más de aquella línea de siete ciclistas. Te atreves algo más y levantas del todo la existencia hasta quedar de pie sobre los pedales, crees que has inventado la figura del Cristo equilibrista. El viento te habla, pronto te sientas y pones las manos en la cintura de ella. Y pedaleas, desde tu segundo puesto pedaleas y levitas (levitas y pedaleas). Recuerdas que un viernes La ciclista te pidió que la ayudaras a encontrar el bosque, pero sospechas que eso fue sólo una excusa para que te dejaras orientar por el sentido ciclístico de la salvación. Sales de una callejuela y entras en otra callejuela con la sonrisa del viajero que sabe que algún día ella encontrará una salida, la salida.
ÍNDICE Capítulo 1. El Compás ...................................................... 11 Capítulo 2. El instante desgraciado .................................. 17 Capítulo 3. Recordar en fotografía ................................... 19 Capítulo 4. El punto de partida ........................................ 23 Capítulo 5. Ella y las cosas ................................................ 27 Capítulo 6. La realidad del barrio ..................................... 35 Capítulo 7. Diatriba ............................................................ 43 Capítulo 8. La identidad del contador público ............... 47 Capítulo 9. El veneno ......................................................... 51 Capítulo 10. Intento ............................................................ 55 Capítulo 11. La propuesta del álbum de fotos ............... 61 Capítulo 12. Euforia y rutina ............................................ 65 Capítulo 13. Pasillos de inventores .................................. 69 Capítulo 14. La amenaza ................................................... 79 Capítulo 15. La daga infinita ............................................. 85
Capítulo 16. Versiones de una realidad ........................... 89 Capítulo 17. La realidad de Laura .................................... 103 Capítulo 18. La realidad de los otros ............................... 109 Capítulo 19. Otra vez, el mismo ...................................... 121 Capítulo 20. La lógica de los temas generales ................ 127 Capítulo 21. El Círculo encendido ................................... 135 Capítulo 22. La primera misión del señor Silva ............. 141 Capítulo 23. El taller de La ciclista .................................. 149 Capítulo 24. La Cápsula del descanso ............................. 159 Capítulo 25. Con la mente en otro rostro ....................... 163 Capítulo 26. En busca de... ............................................... 169 Capítulo 27. La salida ......................................................... 179