El feliz absurdo de la ética (E l W ittgenstein m ístico)
Isidoro Reguera
/
techos
ÍNDICE
PR Ó LO G O .............................................................................................................. J>ág.
11
I.
É T IC A Y M ÍS T IC A : L A M IR A D A E T E R N A .............................................
13
1. 2. 3. 4. 5.
La ética, la estética y la religión son lo mismo..................................... Intelectual ¡smo sentimental..................................................................... Claridad vienesa........................................................................................ Wittgenstein y el p a íh o s místico de la filosofía................................... Dos tipos de Filosofía................................................................................
13 15 19 23 31
É T IC A Y C IE N C IA : LA F A C U N D IA ...........................................................
33
1. 2. 3. 4. 5.
Perspectiva absoluta.................................................................................. Conservadurismo....................................................................................... Lenguaje negativo y lenguaje de poder.................................................
36 40 46 51 57
É T IC A Y L Ó G IC A : EL C A M IN O ..................................................................
67
II.
III.
1. 2. 3. 4. 5.
IV.
Facundia e inquietud.................................................................................. E x c u r su s sobre culpa y homosexualidad...............................................
El «que» y el «como»................................................................................ Consciencia y liberación del círculo...................................................... De la lógica a la mística o del mundo ala vida..................................... E x c u rsu s sobre la repetición y lo místico............................................. Trascendencia y trascendentalidad.........................................................
71 79 88 102 109
É T IC A Y ESTÉTICA: LA F E L IC ID A D ........................................................
115
1. 2. 3. 4. 5.
118 123 129 132 137
Lo bueno, lo bello y la felicidad.............................................................. La felicidad, el no deseo y lo eterno...................................................... La vida del conocimiento........................................................................ La contemplación estética....................................................................... La experiencia estética, contenido de la mirada eterna de la mística... [91
10
EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA
V.
É TIC A : E L IN D IV ID U O ...................................................................................
145
1. 2. 3. 4. 5.
El sujeto y el objeto dela ética................................................................. El yo y el mundo........................................................................................ El significado de las cosas....................................................................... Individualismo absoluto........................................................................... E x c u rsu s sobre el suicidio y la muerte...................................................
149 157 165 173 179
É T IC A Y R E L IG IÓ N : D IO S ............................................................................
198
1. 2. 3. 4. 5.
De la estética a la religión.......................................................................... De vuelta al lenguaje................................................................................ E x c u rsu s sobre la fe y la tragedia........................................................... La religión y lo religioso.......................................................................... Formas de D ios...........................................................................................
204 212 2 19 241 249
EP ÍLO G O .......................................................................................................................
254
B IB L IO G R A F ÍA .............................................................................................................
265
ÍN D IC E DE C O N C E P TO S ...........................................................................................
267
ÍN D IC E D E AUTO RES
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V I.
PRÓLOGO «Me gustaría decir que “este libro ha sido escrito para mayor gloria de Dios” pero esto significaría hoy una burla puesto que no se entendería correctamente. Lo que eso quiere decir realmente es que el libro se ha escrito con buena voluntad y en la medida en que no se haya escrito así, sino por vanidad, etc., el autor desearía verlo condenado: él no puede liberarlo de estas impurezas más de lo que él mismo está libre de ellas [...]. Si alguien no está dispuesto a des cender hasta el fondo de sí mismo porque le resulta demasiado dolo roso, entonces su escritura se quedará en superficial»1. Exactamente en este espíritu se pensó este libro y sus obsesiones, que siguen en lo que pueden el pensamiento místico wittgensteiniano. Sólo desde la estética o desde la religión puede plantearse la éti ca. La ética es la práctica de la felicidad y no la teoría del bien, del deber o de la justicia. No es teoría alguna de concepto alguno. La ética es la vida feliz: la realización de la felicidad o la felicidad mis ma. Un sentimiento tan peculiar como ella. Éstos son sus hitos: 1) la mirada eterna a las cosas es el secreto de una vida feliz, 2) no hay teorías de la felicidad, 3) la lógica señala el camino a ella, 4) la estética lo cumple, 5) la ética eleva al individuo a la vida feliz, 6) la religión intenta bajar a Dios de ella. 1 y 2 son convicciones presupuestas para el cambio de vida con vistas a la felicidad: 3 es el camino de superación de lo racional por el que se llega a ellas, camino que 4, 5 y 6 cumplen en el sublime absurdo de lo místico.1
1 Cfr. Ray Monk, L u d w ig W iítg e n s te in , Anagrama, Barcelona. 1994, 282, 339; Rush Rhces (ed.), L u d w ig W ittg e n s te in . P e r s o n a l R e c o lle c tio n s , Rowman & Littleficld, Totowa, NJ, 1981, 93 ss.
[111
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EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA
De la lógica a la mística va avanzando el camino de la vida feliz. Lo místico —es decir, lo estético, lo ético y lo religioso, esencial mente idéntico todo ello en la mirada eterna, que nada tiene que ver, por cierto, con la ceguera de la fe— no es más que el lugar natural de una vida inteligente. Una experiencia absolutamente individualis ta como la de la felicidad. De ello trata este libro, escrito en la Biblioteca del Philosophisches Seminar de la Universidad de Heidelberg (un recuerdo amable al profesor Reiner Wiehl), durante el curso 1993-1994, entre viejos, vivos espíritus flotantes en su penumbra, rodeado de mortecinas presencias físicas anónimas, con ánimo de claridad, tenso en extre mo en lo oscuro, casi como una despedida de este género literario espeso y definitivamente superfluo que es la «filosofía», obligado, sin embargo, tanto al absurdo arremeter humano contra los límites del sentido y del lenguaje, como a los favores oficiales (DGICYT del MEC) que permitieron el dorado calvario interior de la expe riencia intelectual que lo hizo posible.
I. ÉTICA Y MÍSTICA: LA MIRADA ETERNA «No cómo sea el mundo es lo místico, sino q u e sea»1.
1.
LA ÉTICA, LA ESTÉTICA Y LA RELIGIÓN SON LO MISMO
Hoy es actualidad e incluso moda identificar o confundir la ética y la estética. Tanto una cosa como la otra se hacen la mayoría de las veces por motivos periféricos: como ya nadie tiene principios mora les por lo menos que valgan los estéticos, se dice, como ya no hay conciencia por lo menos que haya buena educación y maneras... Lo que sea, con tal de que el orden y la armonía — las «maneras» ca racterísticas de estas disciplinas valorativas— se mantengan en cual quier lugar y aspecto. A unque esas m aneras pueden ser más significativas de lo que parece a primera vista, si se toman en senti do fuerte moral como comportamiento acompasado al sentido más alto de los hechos12, no son ellas, sin embargo, la vena más profunda común a ética y estética, sino el que ambas se ocupen de valores — lo bueno, lo bello— y puedan perfectamente equipararse a ese nivel, por lo que hace a su modo de conocimiento al menos. (También la religión, por las mismas razones, que trata de lo verdadero.) Ésa
1 TR 6.44. 2 Hablando de Schopenhaucr, Wittgenstein dijo un día que ese pensador sí era un fi lósofo (frente a otros muchos que de eso sólo tendrían el nombre) y ante la pregunta de Redpath de qué entendía él por «filósofo» contestó: « a tc a c h e r o f m a n n ers» . Hablaba en un sentido moral equiparable en cierto aspecto al sentido estético con el que escribió en 1940: «También en la mayor obra de arte hay algo que se puede llamar “estilo” o “ma nera”» ( VB 76; 54). (Es uno mismo el que está detrás de una obra, o de una obra de arte, con su orden, armonía, proporción, equilibrio... Con sus maneras o su estilo.) Redpath añade a la primera historia: «En efecto, poco a poco me fui convenciendo de que Wittgenstein pensaba realmente que es más importante ser un maestro de maneras, en senti do moral, que ser un lógico ingenioso o un científico brillante» (Theodore Redpath. L u d w ig W ittgen stein . A S tu d en t's M e m o ir , Duckworth, London, 1990,41). H3J
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EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA
es la cuestión de la que nace primordialmente este ensayo en el ám bito del pensar wittgensteiniano: la ética coincide con la estética (y con la religión). La m irada eterna a las cosas p o r encima de los he chos del mundo , cuya experiencia es más norm al e inteligible quizá en la vivencia estética que en las otras. identifica a las tres en lo m ística *. Esa m irada eterna es el foco de una vida feliz.
La visión sin tiempo y sin espacio de las cosas, característica de la contemplación estética, sirve de modelo para explicar la naturaleza de los sentimientos éticos y religiosos; la especie inefable para el lenguaje y para la razón de esas vivencias humanas las identifica: ética, estética y religión son lo mismo, la misma mirada eterna las traspasa. No nos interesan tanto por separado cuanto en su relación íntima, porque ésta es también la perspectiva menos incongruente de lo que parece impo sible: hablar de ellas. También es la mejor forma de reconstruir el pen samiento de Wittgenstein al respecto y de que vayan surgiendo de modo natural los conceptos. En cualquier caso, no querríamos secues tra r el pensamiento de un autor, sino pensar con él para el presente.
La ética, la estética y la religión pertenecen a un ámbito donde ya no puede hablarse con sentido racional porque ya no es posible establecer criterios de significado y verdad para lo que decimos, co mo sí lo es en el dominio definido de la ciencia. Se trata de un re cinto «superior» del espíritu humano, el místico, en el que no se funciona ya con la razón, la lógica y el lenguaje, sino con el senti miento, la intuición y el silencio. Pretender decir algo a ese nivel son nada más que ganas de hablar para nada. (Lo primero a conside rar cuando se habla, antes de discutir si es verdadero o no lo que se dice, es si siquiera se dice algo: de la conciencia de esa obviedad nació la filosofía más relevante del siglo.) No puede haber una teo ría o un lenguaje con sentido de la ética, de la estética y de la reli-
' A pesar de que el tema religioso irá ganando importancia página a página en es te libro hasta tomarla toda al final, la religión no nos interesa en principio por sí mis ma (de ahí estos prim eros paréntesis reticentes), sino en cuanto concepto imprescindible para clarificar y redondear los de ética y estética, y sus relaciones mu tuas. Pero quede claro que desde la perspectiva de arriba las tres son lo mismo y pue de hablarse — como a veces hacemos— indistintam ente de ellas: a u n q u e n o e x p r e s a m e n te en e l c a s o d e la r e lig ió n , s e p u e d e d e c ir q u e W ittg e n s te in id e n tific a en g e n e r a l en su p r im e r a f ilo s o f ía la é tic a , la e s té tic a y la re lig ió n b a jo e l co m ú n a p e la tiv o d e « lo m ís tic o »; y q u e , en e s te á m b ito , la e x p e r ie n c ia e s té tic a e s m o d é lic a p a r a e n te n d e r la s o tr a s . Ésos, al menos, son nuestros presupuestos.
ÉTICA Y MÍSTICA: LA MIRADA ETERNA
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gión que las estructure como un discurso racional. Wittgenstein es cribe en este aspecto de la ética: «Predicar moral es difícil; funda mentarla, imposible»4; y de la estética: «En arte es difícil decir algo que sea mejor que no decir nada» (VB 50) Y de la religión: «La re ligión dice: \haz estol, \piensa asíU pero no puede fundamentarlo; y si lo intenta se descuerna porque para cada razón que aduzca hay otra contraria tan válida»5.) Por eso es sobre todo en estas cuestiones enrevesadas en sí mis mas donde rige aquella idea de Fichte de que la filosofía que se eli ge depende de la clase de persona que se es6. La cuestión mística casi no es cuestión, lo es mínimamente, no lo es más que en sí para sí misma, no podría formularse siquiera porque no tiene sentido, no hay hecho alguno con el que confrontar su significado y verdad... De modo que no queda otro remedio: es la persona misma que refle xiona o que habla, su propia credibilidad y relevancia intelectual y moral, la que en definitiva respalda el sentido peculiar tanto de las no-preguntas como de las no-respuestas, digamos, sobre el valor, en estas materias la verdad no puede ser, ni es nunca, correspondencia con nada que no sea uno mismo, sus creencias e intereses. (Y está muy bien que suceda así y que no sean extraños arbitrios los crite rios de correspondencia. Si es que la libertad es un «valor», claro.) 2.
INTELECTO ALISMO SENTIMENTAL
En Wittgenstein la mística viene marcada por un intelectualismo peculiar, acorde a sus cuestiones, que engloba en sí lo sentimental e intuitivo. Se trata de un intelectualismo no exclusivamente racional, digamos, que supera lo lógico desde ello mismo, tras una trabajosa disolución suya; no despide a la razón y al lenguaje sin más con me ras descalificaciones emotivas: es todo un proceso lógico de análisis lo que le incita a elevarse por encima de las miserias de ambos, por
4 W W 118. Esta frase de Wittgenstein remeda otra que Schopenhauer puso como m o lla a su no premiado P re issc h rift ü h er d ie G r u n d ía le d e r M o r a l (1840): «Predicar moral es fácil; fundamentarla, difícil» ( W erke , III, Haífman, Zürích, 1988, 459). Ambas llegan al corazón de este libro. * V B 62; cfr. W W 117. 6 Johann Gottlieb Fichte, E rste W issen sch a ftsleh re vori 1 7 9 9 , Frommann (Holzboog), Stuttgart, 1969. 23. Cfr. VB 45-46.
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EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA
encima de su incapacidad para abarcar io más alto o por encima de su ceguera en ignorarlo. El rebase de la razón en la intuición y el sentimiento constituye un esfuerzo intrínseco a la razón misma en el que resta presente en cada caso de algún modo (dando consistencia al vuelo) todo el proceso racional superado, de manera que esa su peración no significa sino una mayor fortuna anímica. E l sentifniento es un producto terminal de la lógica, que surge de un proceso de consunción de la razón p o r sí misma. El sentimiento y la intuición 7 se siguen naturalmente de un autoproceso lógico de la ra
cionalidad y del lenguaje hasta la tautología, al final del cual aparecen como superaciones naturales suyas. Es lo lógico mismo lo que señala hacia lo místico. Es el análisis del lenguaje el que lleva por sí mismo al silencio. Lo místico es ciencia autosuperada. Nadie impone nada a la razón, a la lógica, a la ciencia, al lenguaje o al mundo para que en un proceso autofágico de análisis y crítica se disuelvan (para seguir viviendo) en el sentimiento , la intuición , el silencio o la vida misma78. Por eso también la lógica y la mística se identifican al límite de este proceso dialéctico que de la razón lleva al sentimiento o del lenguaje al silencio. (Tautología y autoconciencia.) Como veremos, no hay se paración cualitativa entre las ideas y procederes lógicos y los místicos sino una solución natural de continuidad entre ellos. El salto al reino del valor más allá de toda razón y lenguaje supone un impulso lógico. Dicho de otro modo: ese salto, que es una decisión ética, es primero una compulsión lógica. No existe, pues, contrariedad conceptual íntima en la expresión «intelectualismo sentimental» con la que caracterizamos el ánimo del joven Wittgenstein. Se podría hablar de espiritualismo en lugar de intelectualismo pero ello daría pie en castellano a entender todo demasiado religiosamente. De todos modos una mezcla de intelec tual y sagrado hay siempre en el corazón de «lo místico»9 wittgens-
7 Cuando hablo de sentimiento e intuición me refiero siempre a TR 6.45, donde ambos aparecen como las dos instancias «cognoscitivas», digámoslo así, en el ámbito de lo místico; nunca se nombran otras. KTodos los conceptos que aparecen en cada una de estas dos series son equipara bles entre sí en el T r a c ta tu s , de la misma extensión y de comprensión casi idéntica. No representan sino consideraciones varias de lo mismo. Por ello pueden usarse en general como sinónimos. Así lo hacemos. 9 Por distanciamiento a la teoría, Wittgenstein nunca habla de «la mística», s de «lo místico».
ÉTICA Y MÍSTICA: LA MIRADA ETERNA
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teiniano: una mezcla tensa de religión y lógica. Pero que quede claro — siguiendo además toda la soberbia tradición alemana en este campo10— que lo místico no es aquí en ningún caso un mero senti miento piadoso, y menos de fe, ni eso es para nada el objeto de nuestro estudio: radicalmente lo místico es producto de una deduc ción lógica basada en todo un arduo proceso lógico de elaboración. La filosofía no es lo único ni siquiera lo más importante en la vi da para Wittgenstein, antes está la persona que medita y su talante moral: la coherencia última del pensar, la rectitud de ánimo, el or den y dominio de las vivencias, etc., virtudes todas por antonomasia del intelectualismo sentimental, criterio último suyo. Sólo de ellas puede surgir cualquier pensamiento con sentido: de un alma bella y feliz y de una vida buena en suma. Después de redactar definitiva mente el Tractatus en el verano de 1918, cuando cree que ya ha he cho todo lo posible en el tema, una vez acabada la guerra, abandona la filosofía y un modo de vida dedicado a ella para ocuparse de otras cosas. Aunque las razones últimas son más complejas, el hecho mis mo de este cambio (hay muchos otros ejemplos) muestra ya que el oficio de la inteligencia no era un automatismo profesional para el vienés. Hace falta encontrar en el fondo de uno mismo y de su vida los motivos del pensar y sus coherencias; si no, nada en este sentido vale nada. «¡Cómo voy a ser un lógico si todavía no soy un hombre! Ante todo tengo que aclararme a mí mismo», escribía a Russell en la Navidad de 1913 (BR 47). Es la vida la que impone los conceptos, la que da sentido y valor a unos problemas o a otros. Un cambio de vida es el mejor modo de re visar las importancias intelectuales. En el fondo del pensar, decidiendo su sentido como en cualquier actividad humana, está la veracidad del pensador, y en el fondo de ésta, una vida decente; ese trasfondo es el que da el relieve de grandeza a una obra intelectual y no simplemente
10 Esa tradición mística de la que nace de modo natural la «especulación» germ na, que como toda gran filosofía no ha sido más que eso: tensión entre religión y ló gica (un poco más neutra, más laica quizá, en la superficie, que la mística). Las metáforas místicas se transforman en conceptos filosóficos aunque el discurso inter no siga siendo el mismo: quizá en la Antigüedad fue al revés, pero, por lo que impor ta, en esta traslación periférica radica la Modernidad o una de las claves de su origen, si se prefiere formular así. Hegcl no habló en vano cuando contó a Bóhme en la tría da de padres de la filosofía moderna (Bacon, Descartes).
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lo que diga; sobre todo si pertenece a este diálogo, trabajo y pelea con uno mismo en que consiste el filosofar11. El planteamiento que hace Wittgenstein del oficio de la inteligencia siempre es conscientemente místico (ético, estético o religioso) de fondo y representa por ello el único que puede proporcionamos la medida auténtica de su obra. «Cuando uno topa con el límite de su propia decencia aparece algo así como un punto muerto en el pensamiento, un regreso sin fin: uno pue de decir lo que quiera que ello no le hará avanzar ni un ápice»1112. Efec tivamente, sin honradez en la inteligencia ya puede decirse lo que sea, que todo ello no hará más que agrandar el vacío de una autoconciencia miserable. ¿A quién se engaña sino a sí mismo?13. Lo importante en los temas de sentido no es lo que se diga, que todo lo que se dice vale igual a ese nivel, sino cómo se dice y quién lo dice. En este campo los conceptos de coherencia ética y correspondencia lógica, de veracidad y verdad son muy semejantes. Si antes afirmábamos que la mística es una secuela natural de la ló gica, vistas así las cosas parece ahora lo contrario: que es la ética la que está a la base de la lógica14, o lo místico a la base de la ciencia, el silencio a la base del lenguaje, lo eterno a la base de los hechos, la vida a la base de la razón, etc. «Lo inexpresable constituye quizá el trasfon do sobre el que adquiere significado lo expresable» (VB 38). Es lo que venimos diciendo: el yo, que es el reducto de la vida, del valor, de lo eterno, inefable y místico, está a la base de mi pensar y de mi lenguaje, ámbito de la razón, de los hechos, de la ciencia, lógica y mundo. Y en realidad parece ser así. El planteamiento de antes es nada más el de la metodología filosófica, el que también hay que seguir, y seguiremos, en un discurso como el de este libro. Pero la perspectiva real de las co sas, la perspectiva auténtica del ethos es la última. Desde ella otro vienés genial de gran ascendiente en Wittgenstein escribió: «Verdad,
11 Cfr. VB 147; 38, 71; ib. 162, 1 1 7 ,% . Que «la medida del genio es el carácter» o que «la filosofía de alguien es asunto de temperamento» resumiría un poco todo es to (ibídem, 72, 45). 12 VB 24; c fr .% , 117, 161 s. 13 Cfr. VB 53. 14 Si para Wittgenstein (S c h rifte n /, 186) la filosofía consiste en lógica y metafísi ca y la primera es la base, desde la perspectiva que arriba venimos describiendo la éti ca (o la mística) sustentaría todo el edificio filosófico. M . Cruz no es de mi opinión, en general, respecto a las relaciones secuenciales entre lógica y ética, pero es intere sante confrontar la suya (Manuel Cruz, «De lo que no se puede hacer, lo mejor es ha blar», Introducción a C, 9-28, 25 s.).
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pureza, fidelidad y sinceridad respecto a uno mismo: ésa es la única ética imaginable»13. Aunque a él le llevara al suicidio (tampoco tan desventurado ni tan infamante en aquella Viena de entonces, que era algo así como el escenario donde se ensayaban, efectivamente, «los úl timos días de la humanidad»), 3.
CLARIDAD VIENESA
Wahrheit, Reinheit, Echtheit, Aufrichtigkeit, Anstandigkeit, Treue... Estos términos representan los caracteres y conceptos más típicos y más sentidos de la Modernidad vienesa finisecular, personificados ejemplarmente en representantes suyos como Kraus, Schonbeig o el propio Wittgenstein, entre otros muchos (Trakl, por ejemplo). En ellos brillaba la «claridad» vienesa, contrapunto de las «luces» de otra Mo dernidad (la Modernité) ya opaca entonces. Klarheii dramática, es ver dad, que surge de lo turbio de la angustia y desesperanza, que desconfía de la razón del mundo y que se supera en la belleza del al ma, la felicidad del arte y la serenidad eterna del silencio. Una autoconciencia lúcida aunque desgarrada y sombría, convertida a pesar de todo en un modo sublime de soportar con «maneras» los embites del hado y el declive cierto, sereno pero brutal, hacia el abismo. Es el ne gro esteticismo de la claridad vienesa, su morbosa distinción y ascesis tensa, cuyo intelectualismo sentimental — nunca mejor dicho— enraí za en ambigüedades geniales como ésas. Todo ello ayuda a comprender la entereza del claroscuro abismal de las virtudes vienesas: nada de sentimentalismos ni moralinas, só lo el individuo y su profunda gravedad de ánimo basculando entre una experiencia real descamada y un intelecto místicamente supera do. Trakl evoca prodigiosamente la «pureza» radicalísima del ánimo vienés, que nace de esa trasposición de los objetos del mundo a otra luz que la de los sentidos: la «claridad» de lo eterno1*: ¡P u re z a ! ¡P u re z a ! ¿ D ó n d e q u e d a n la s s e n d a s h o r r ib le s d e la m u e rte , d e l ftris v p é tr e o s ile n c io , la s riñ a s d e la n o c h e y la s in q u ie ta s s o m b r a s '! C r e p ú s c u lo re fu lg e n te . 156
15 Olio Weiningcr, G e s c h le c h t u n d C h a r a k te r (Viena, 1903), Malthes & Seitz, Münchcn, 1980, 206. 16 Cfr. VB 56.
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EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA P u e s te e n c o n tr é , h e rm a n a , en un s o lita r io c la r o d e l b o s q u e : e r a m e d io d ía y g r a n d e e l s ile n c io d e la b e s tia ; b la n c u r a en m e d io d e r o b le s s a lv a je s ; f lo r e c ía — p la te a d a — ¡a e s p in a ; in te n sa a g o n ía y en e l c o r a z ó n la lla m a q u e c a n ta 17*.
En la metáfora crucial de estos versos (una puesta de sol radiante, un vacío insondable y esplendoroso: strahlender Sonnenabgrund) jue ga Trakl con las nociones citadas de claridad y de abismo tensamente unidas, cuya contraposición conceptual, acentuada por la de luz y som bras, noche y mediodía, flor y espina, inquietud y silencio, blancura y oscuridad, la muerte y la llama en el corazón, la propia hermanaamante, parece aludir dentro de un ambiente general equívoco a un hondo proceso místico de renacimiento de cuya gravidez abismal sur giría la pureza de vida y pensar: la noche o abismo oscuros del análisis (muerte y proceso de purificación) y el sol o mediodía esplendorosos de la clarificación de sentido (renacimiento y estreno de una nueva vi da purificada). De lo profundo del abismo, más allá del silencio y del sendero de la muerte, superadas las rocas de la noche y sus sombras inquietantes, por encima de todos estos horrores surge el sol resplande ciente de un mediodía gozoso en que aparece la hermana: la identidad más querida de sí mismo. Todos estos claroscuros constituyen la cla ri dad vienesa, todas estas tensiones equívocas conforman la pureza de aquella Viena inefable: blancor entre la espesura,8. Desde el ánimo de estos vieneses se entienden mejor sus fantasmas y sus genialidades. Se comprende hasta la obviedad, por ejemplo, una de sus guías para la inteligencia especialmente interesante de recordar ahora: purifica r el lenguaje es purificarse a sí mismo... No extraña en tonces que entendieran la filosofía o el oficio del pensar como un ejer cicio teórico de análisis y critica a la vez que como un proceso moral de purificación de la vida misma. Una catarsis global: «Paz en el pen sar. Ése es el fin añorado de quien filosofa» (VB 87). El camino de la felicidad, la vida del conocimiento de que hablaremos. Filosofía y vida unidas pero cada una en lo suyo: el lenguaje de los hechos o su senti do; y a su modo: con la razón o con el sentimiento19. Tampoco la lógi
17 Georg Trakl. «Frühling der Seele», en íd e m . B rie fe u n d D ic h tu n g e n / , Miille Salzburg, 1969, 141. ,K « W e isse u n te r w ild e r E ic h e »... Cfr. esta interpretación con la de Chrislian Paul Berger, E r s ta u n te V o rw e g n a h m e n , Bóhlau, Wien/Kóln/Weimar. 1992, 176 s. 19 No me cansaré de repetirlo, pero quede claro desde el principio: hablamos sie pre del «sentimiento» en el sentido de lo que llamamos «intclectualismo sentimental» en
ÉTICA Y MÍSTICA: LA MIRADA ETERNA
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ca y la mística, o la ascética y la mística (un paralelo oportuno ya), son tan extrañas entre sí que no quepan (y han de caber) en un hombre. En Wittgenstein cupieron hasta tal punto que su mutua dialéctica constitu ye la substancia misma del pensar del genio. Entender a Wittgenstein desde el milieu cultural vienés en que cre ció es esencial para comprenderlo. Así no resultan tan insólitas —ni «geniales»— sus ideas, ni su forma de vida, su personalidad atormenta da, su modo de escribir aforístico, etc. Esto vale sobre todo, por lo que nos interesa, de ese carácter general ético de cualquier preocupación in telectual suya20. Desde la perspectiva del contexto cultural vienés, por ejemplo, el Tractatus puede interpretarse perfectamente como un inten to general de fundamentación teórica de la separación de las esferas de los hechos y de los valores, de la ciencia y de la moral, con el fin sobre todo de despejar definitivamente el incierto ámbito de esta última21. Lo raro es que el sentido ético primordial del Tractatus no fuera algo con sabido hasta tan tarde (precisamente hasta que Janik y Toulmin rastrean a comienzos de los anos setenta la Viena de Wittgenstein); parece que la familia siempre lo consideró así tanto respecto del texto del libro co mo del propio hecho de escribirlo, además de que el propio Wittgens tein lo había dejado ya bien claro en 1919 en carta a Ficker22.
un intento de referimos a la totalidad cognoscitiva humana que, como es obvio, llega más allá de la razón discursiva. Sentimiento aquí sólo quiere significar inmediatez máxi ma al Huir total de la conciencia humana, cercanía extrema humana a lo sublime. Evoca un intento de implicar al hombre entero (de ahí lo de «humano», que no viene de ningu na otra suposición) en su conciencia y de seguirle, así pertrechado, hasta su última in quietud: lo inefable, cuyo camino de posibilidad quiere describir este libro. 20 «La vida ética consiste para Wittgenstein en tomar conocimiento de la vida in terior o de uno mismo descendiendo hasta el interior de uno mismo. Merece la pena señalar (...) que la relación estrecha de los diferentes dominios de la vida intelectual con la ética es una característica específica de la cultura austríaca, ejemplificada en casos como R. Musil, A. Schónberg, A. Loos y, particularmente, Karl Kraus» (Aldo G. Gargani, «Ethics and the Rejection o f Philosophical Theorízing in Wittgenstein and in Austrían Culture», en: Janos Christof Nyíri (ed.). Van B o lz a n o zu W ittg e n s te in . Hólder-Pichlcr-Tempsky, Wien, 1986, 183-194, 188). 21 Hasta podría entenderse también, para que se comprenda esto, como una críti ca particular a la ética de Weiningcr. a la que Wittgenstein presuponía validez prácti ca pero de la que negaba que fuera expresablc en palabras. Cfr. Alian Janik, E s s a y s on W ittg e n s te in a n d W e in in g e r , Rodopi, Amsterdam, 1985, 80 ss.; A. G. Gargani, «Ethics and the Rejection...», o . t \ , 183-187. 22 Claro, que la correspondencia con este editor se publicó sólo en 1969. Cfr. L. Witt genstein, B riefe an L u d w ig von F ick e r , Müller, Salzbuig, 1969,35; B R 96.
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Esta pregunta por los límites como cuestión fundamentalmente éti ca era tema de discusión habitual en la Viena fin-de-siécle a causa de la recepción filosófica privilegiada de una línea histórica que iría de Kant a Tolstoi pasando por Schopenhauer y Kierkegaard. Kant había distinguido la función «especulativa» y la función «práctica» de la ra zón, Schopenhauer separó «el mundo como representación» del «mun do como voluntad», Kierkegaard completaba esta disociación entre la razón y el sentido de la vida con la paradoja del «salto al absurdo» o de la «verdad subjetiva» y Tolstoi, por fin, personifica la única forma posible de superación de este disloque y de acceso al ámbito arracio nal: la salida literaria que tomaron también muchos vieneses23. A pesar de que la continuidad de esta línea histórica es cuestiona ble, sí puede decirse que hay en cierto modo un desarrollo lógico en ella en el punto concreto que nos interesa: la negación clara de la com petencia de la razón en la esfera de los valores en que acaba el intento original kantiano de delimitarla en sus ámbitos dispares de ejercicio. A pesar de sus diferencias, Schopenhauer, Kierkegaard y Tolstoi, en la estela kantiana, coinciden en el rechazo de cualquier fundamento teóri co para la ética extraído del mundo de los hechos. Ellos fueron los pensadores con mayor influjo en Wittgenstein y en la gran mayoría de los intelectuales y artistas vieneses inconformistas de la época24. Todos éstos vivían, en general, en el seno o en el entorno de una burguesía liberal, a cuya clase pertenecían externamente, que a finales del siglo X IX resistía la decadencia, ciega a ella, abotaigada en unas formas de vida ritualistas, ya grotescas por vanas, e intelectualmente enajenada en estándares convencionales. Frente a este hedor a muerte de aquellos bultos orondos, que en realidad no eran más que cadáveres ambulantes en el espíritu, los modernos indóciles, hijos de la decaden cia, buscaban sencillez, modestia, sobriedad —cualquier forma que fuera de Einfachheit— en el modo de vida, en el estilo y gusto intelec
23 Ésta es la tesis conocida del famoso libro de Alian Janik y Stcphcn Toulmin, W ittg e n s te in s V ienna (Simón & Schuster, New York. 1973; Tauros. Madrid, 1974).
Cfr. sobre todo 146-166. En cuanto a la salida literaria, Tolstoi no sólo la ejemplifica sino que la teoriza también en un sentido muy estimado después por Wittgenstein: la apología del valor del cuento y de la sabiduría popular para mostrar el sentido de la vida es un tema central de ¿.Qué e s e l a r te ? y del final de A n a K a r e n in a , por ejemplo. 24 «A este respecto, todos los hombres envueltos en esta línea de desarrollo filo sófico ejercieron una atracción natural sobre la generación de pensadores, artistas y críticos sociales que se sentían, como clase, lejanos de los valores de la sociedad en la que vivían» (A. Janik y St. Toulmin, W’5 V ien n a. o. c\, 164).
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tuales o artísticos, que hiciera menos ridículo y estruendoso el declive final de todo aquel oropel vano de la sociedad ausbúrguica final y pu siera otras bases a un futuro que apenas se atrevían a imaginar. Esas bases fueron las que han dado sentido al pensar de la posmodemidad, al pensar crítico del siglo X X . Había que romper el velo de la sublimación para dejar paso a una verdad no falseada, febrilmente existencial, a una verdad no hipotecada por ningún tipo de convenciones culturales25. Más existencial mientras menos fáctica, menos falseada culturalmente mientras más silenciosa y eterna: el velo de la sublimación eran justamente las maneras de la de cadencia pero tampoco quedaba claro el estatus de la realidad con su re misión optimizada a lo absoluto. De ahí los ideales ya citados de los vieneses modernos, ideales de Echtheit, Reinheit, Anstándigkeit, Klarheit, etc., y su dificilísimo equilibrio, que todos aquéllos — y no sólo Wittgenstein, Schónberg o Kraus— teman bien presentes26, entendién dolos hasta la radicalidad del suicidio muchas veces. La postura tole rante, pero vacía de esperanzas, del liberalismo político, moderado a cualquier precio, de la burguesía vienesa fin-de-siglo desemboca en el pesimismo y finalmente en la desesperanza radical frente a lo real de sus hijos, a los que no quedaba sino la conciencia clara de la postración, distinguirse de ella y mirar en lo posible a otra parte. 4.
WITTGENSTEIN Y EL PATHOS MÍSTICO DE LA FILOSOFÍA
Todo ello explica mejor el cariz místico —ético, estético y religio so— de fondo de toda la filosofía de Wittgenstein27. Al menos ése es
25 Cfr. Cari E. Schorske, «Ósterrcichs ásthetische Kultur. 1870-1914», en T rau m u n d W irk lic h k e it. W ien 1 8 7 0 -1 9 3 0 , catálogo de la exposición con el mismo nombre, Verlag dcr Musecn der Stadt Wien, Wien, 1985, 12-25, 22. 26 Engclmann, amigo de Wittgenstein desde los tiempos bélicos de Olmütz, iden tifica la dirección intelectual de aquella Modernidad vienesa con la línea que repre sentan Karl Kraus o A d olf Loos sobre todo (cfr. Paul Engelmann, L e tte r s f r o m L u d w ig W ittg e n s te in . W ith a M e m o ir , Basil Blackwell. Oxford, 1967, 71, 86, 114, 122ss.) Eso no es m is que una reducción brillante, a pesar de las personalidades mo délicas del periodista y del arquitecto. 27 En vez de hablar del sesgo «místico» del pensamiento de Wittgenstein, podía mos referimos a su «interés por los valores» — sean éticos, estéticos o religiosos— como hace Cyril Barren, que es lo mismo. A demostrar la centralidad de este interés
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el caso del Wittgenstein vienés por antonomasia, el llamado «primer Wittgenstein», el Wittgenstein joven de los años diez del siglo, que es también el que significativamente tematiza de algún modo la cuestión mística que nos interesa El «segundo», el de los años treinta y cuaren ta, vienés siempre pero menos, sólo lo hace mínimamente en sus ini cios: en los escritos publicados hasta ahora de su segunda época sí se habla de ética y sobre todo de estética, pero sólo aparecen un par de re ferencias a la identidad de ambas28, seguramente porque sus intereses concretos ya eran otros. (Sus intereses generales nunca cambiaron tan to). Este de las relaciones de ética, estética y religión en concreto era demasiado vienés para el segundo Wittgenstein, cada vez más perdido en el agujero de la empiria. El primero era el típico vienés, roto en el interior pero soñador de unidad, orden y armonía fuera, en lo infinito que de algún modo podía hacer suyo. El segundo se despedazó dentro con sus juegos, encerrado sin salida en el círculo de miseria de la razón y del lenguaje, dando razón en cierto modo ahora a la crítica de Neurath al Tractatus: de lo que no se puede hablar hay que guardar silen cio, no porque no se pueda decir, sino porque no existe. (¿De todo lo que existe se puede hablar?) En la segunda época, para cualquier discurso o tema de discusión, por mínima caracterización que tenga, siempre hay un contexto lin güístico apropiado: cualquier uso del lenguaje crea un marco lícito de juego dentro de él. Cualquier labor intelectual (ya no hay límites es trictos entre el sentido y el absurdo, como en el logicismo de antes) se concreta ahora en juegos de lenguaje, aunque los de la ética, la estética y la religión por su carga de imágenes metafísicas exigen quizá un ni vel de análisis conceptual más arduo que entusiasmaba al vienés como no lo consiguieron las cuestiones de la ciencia. Sería ahí donde la filo sofía da su auténtica medida. Puede que ello se deba a la inmediatez a la vida de las cuestiones de valor, donde duelen más los desengaños de un lenguaje que se revela huero. Los juegos seguirán mostrando la definitiva opacidad del lenguaje: cada uno sólo tiene sentido en sí mismo y es inconmensurable con los demás, no traspasa el círculo estrecho de sus propias reglas hacia una
en el pensamiento de Wittgenstein dedica este autor un aconsejable libro: W ittg e n s tein on E th ic s a n d R e lig io u s B e lie f (Basil Blackwell, Oxford, 1991). 28 C 34, L & C 65. Sus referencias a la religión también son múltiples. Pero existe un esfuerzo por entender unitariamente los tres aspectos de lo místico. Lo mís tico como tal ya no es tema alguno.
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fundamentación última (que se supone que no existe) más allá de la empina o de la facticidad misma del propio juego. Así somos y éste es nuestro juego: tal constatación fáctica lo es todo en el ámbito del senti do. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, el juego del ajedrez con el del te nis? ¿Cuál es mejor, más bello o más verdadero? Preguntas realmente necias. Teóricamente todos valen lo mismo en general: todos son un juego, un juego cualquiera, una estructura de reglas. ¿Qué más da uno que otro a ese nivel? (Otra cosa son los gustos o preferencias prácti cos.) Y en particular, teóricamente también, todos valen relativamente lo que da de sí el pequeño círculo de cada uno en sí mismo, donde ca da uno defíne sus propias condiciones de sentido, significado y verdad: sus reglas de juego. Nada vale un juego con respecto a otro: la pelota de tenis no vale nada en el ajedrez, no sirve para nada, no tiene sentido y ni siquiera existe en él. (Mi juego no es el tuyo. Mi vida no es la tu ya. Yo no soy tú. Somos cualquiera pero no somos iguales. Sólo so mos iguales en ser diferentes. Cada uno juega su juego pero siempre es uno cualquiera: tanto él como su juego.) Si nada vale un juego con respecto a otro en particular es porque todos valen lo mismo en general: nada. Si acaso, lo que valga lógica mente el jugar mismo como plataforma de lo absurdo (de lo absoluto), ya que todos coinciden en el gran círculo lógico del destino humano a jugar eternamente (a lo que sea) y en la conciencia de vacío racional que eso deja. Cualquier juego es un juego, decíamos, una actividad ra cional racionalmente regulada que ha de seguir constantemente esa compulsión vacía precisamente para ser sí misma; una actividad pre claramente humana, pues, en cuanto viene definida más bien por el va cío de la conciencia pura de sí que por la conciencia añadida, más redonda, de las cosas. Se trata del hecho del eterno retomo del pensar, del hablar, más allá de los pensares y decires concretos de sus rodadas: del círculo o del juego de la razón que llamamos enfáticamente — para contrarrestar otros énfasis— el de su miseria y encierro. Aunque el he cho de que suceda así, y siempre así, es inquietante. El vacío del círcu lo eterno del jugar es un agujero negro a lo absoluto: hace que pase por la cabeza la imagen tradicional de un Dios más allá de sus epifanías, vacío de todo y en cuanto tal Sí mismo... En cualquier caso, el valor no está en los juegos. El segundo Wittgenstein, decíamos, no habla de la identidad de la ética, la estética y la religión pero sí de cada una de ellas. Los apuntes de clase de alumnos suyos sobre estética o religión dan prueba de los intereses claramente temáticos de la segunda filosofía
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de Wittgenstein en este sentido; intereses muy sui generis, desde luego, porque su segunda estética y religión son más bien un metalenguaje analítico y crítico del lenguaje estético y religioso al uso29, pero esenciales. De ética sólo habla a otro nivel, al mismo en que lo hace de su estética oculta30 o de sus preocupaciones religiosas, es decir, dentro de un uso familiar del lenguaje en valoraciones perso nales y conversaciones de amigos. (Su segunda obra publicada no tematiza la cuestión moral como sí lo hace con las otras.) En estas conversaciones y notas íntimas vuelve a percibirse, a pesar de todo, que Wittgenstein no cambió tanto. Las ideas son semejantes y, sobre todo, el talante radical es el mismo: la perspectiva y los intereses in telectuales de base de Wittgenstein fueron siempre éticos (místi cos)31. Los de un intelectual vienés consciente, de la época.
29 Cfr. mi in tr o d u c c ió n a L & C , «Contra la arrogancia filosófica», 10 ss. Ahí des cribo la temalización que el segundo Wittgenstein hace de la cuestión estética y reli giosa (la ética ya no la tematiza); ello ya no tiene nada que ver con lo místico: por eso mismo no es asunto de este libro. 30 A pesar de que en las lecciones de estética de los años treinta Wittgenstein, en contraposición a sus apuntes de los años diez al respecto, utilice otro concepto de la materia completamente diferente, de hecho deja entrever ocasionalmente (en conver saciones recordadas por los amigos y en las notas de V B ) una cierta estética «oculta», irreconciliable con la que defiende explícitamente en esos mismos años, que repre senta una especie de «contextualismo holístico» y es más semejante a la de la prime ra época del T r a c ta tu s , de claros «rasgos antirrelativistas» (cfr. Rudolf F. Kaspar. W ittg e n s te in s Á s th e tik , Europa Vcrlag, Wien/Zürich, 1992, 89-100, 89). Una tesis que me parece totalmente válida puesto que la «estética» de las leccio nes que imparte poco después de su vuelta a Cambridge en 1930 es como decimos arriba un mero ejercicio de análisis crítico no de la obra de arte sino del lenguaje en que se habla de ella y no representa la misma «estética» que Wittgenstein manifiesta en lenguaje objeto también por esa época en sus valoraciones ordinarias del arte, de los artistas y de las obras de arte. Pero tampoco ahora, seguramente, sus ideas sobre el significado del lenguaje le permitían teorizar esta estética valorativa mística. Aun que no lo diga. Wittgenstein no cambió tanto en lo esencial, repetimos. Y este punto del sentido místico de los hechos es realmente esencial. Hacer juicios de valor es un facto humano lícito aunque nada más sea que por resultar umversalmente constatable, pero pretender justificarlos teóricamente, es decir, demostrar lógicamente su sen tido lógico, es, antes y ahora, un absurdo lógico. M J. C. Edwards, por ejemplo, insiste mucho en la defensa de una tesis casi obvia para quien conoce suficientemente la literatura wiltgensteiniana: que la intención fundamental de la obra de los «dos» Wittgenstein fue básicamente ética. Muy en con sonancia con una sociedad decadente, necesitada sobre lodo de una ideología de su pervivencia, como la vienesa en que se crió. Wittgenstein. siguiendo además los ideales teóricos de Kierkegaard y Tolstoi. vivísimos en aquella Viena finisecular, ¡n-
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En su primera etapa, en que por motivos diversos la presión de ese miiieu apuntado fue mayor, Wittgenstein habla mucho más de los te mas de interés de este libro que en la segunda. Sobre todo en el tercer cuaderno de sus Diarios, escrito durante los meses que pasó en el fren te de Galitzia y en la Academia de Oficiales de Olmütz durante la Pri mera Guerra Mundial, de abril de 1916a enero de 191732. Salvo que se hayan perdido o se quemaran los documentos, el I de enero de 1917 es el último día que escribe en el diario: después de esa fecha hasta el final de la guerra ya no tiene ánimo ni para escribir, que es lo que más le reconfortaba junto con el «trabajo» (pensar en lógica) hasta enton ces. Lo que de este tercer cuaderno conservado recoge luego en el Tractatus al componerlo definitivamente en el verano de 1918 es una pequeña parte solamente. En ese momento Wittgenstein estaba harto ya de todo, en un estado anímico horrible (su tío Paul le disuade de la muerte cuando a finales de julio de ese verano lo encuentra por casualidad en penosísimo estado y aspecto en la estación de ferrocarril de Salzburgo dispuesto a tomar el tren para suicidarse en el magnífico escenario de Salzkammergut) y ra dicalmente convencido hasta el sarcasmo como muchos de sus contem poráneos vieneses (Hofmannsthal, Mauthner, Kraus, etc.) de la inutilidad de la razón y del lenguaje en asuntos vitales atenientes a la valoración y sentido de la vida, y de la muerte, a los que se enfrentaba en la guerra de la manera más inmediata y despiadada. A pesar de todo había que hablar lo imprescindible, por una vez, para romper con el len guaje definitivamente, prescindiendo de él para los asuntos serios, supe riores, como se prescinde de una escalera usada una vez que estás arriba en otro nivel de perspectiva de las cosas. Este afán pedagógico y un tanto mesiánico de Wittgenstein de co municar su mensaje al público a pesar de todo, es una herencia de la idiosincrasia de Kierkegaard y Tolstoi: un (paradójico) deber moral.
cluso con sus escritos más técnicos sobre lógica y gramática del lenguaje no quiso nunca otra cosa que trasmitir una concepción del sentido de la vida humana. Edwards, en esta línea, señala tres conceptos comunes a los dos Wittgenstein: diferencia entre lo que puede ser dicho y lo que puede ser mostrado, una imagen intelectualista subsecuente de la racionalidad como representación (o decibilidad) y la noción, en fin. de no-sentido o de absurdo como no pertenencia al reino de esa racionalidad (lenguaje o ciencia). Cfr. James C. Edwards, E th ic s W ith n u t P h ib s o p h y , Univcrsity Press o f Florida, Tampa, 1985, 72. I I I , 203, pássim. 32 Cfr. mi estudio «Cuadernos de guerra», en Ludwig Wittgenstein, D ia r io s s c r e to s , Alianza. Madrid. 1991, 159-231, 181-184, 222-227.
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Lo único que Wittgenstein quiso conseguir siempre con sus enseñan zas fue cambiar la perspectiva intelectual y vital de sus alumnos y ami gos, cambiar en la gente el modo de pensar, el talante general, su gusto, su vida misma y no llenarlos de sabiduría académica libresca de la que él mismo carecía sin complejo alguno. (Pero no lo podía hacer sino hablando de lo que no debía... La mística contra la lógica. Ésta siempre es la superada. De ahí el feliz absurdo de la necesaria e impo sible expresión de lo inexpresable. Una inquietante tragedia, como ve remos. No para llorar, desde luego.) La siguiente duda es sólo retórica, por eso más significativa: «No tengo nada claro si prefiero que otros continúen mi trabajo o que cambien de modo de vida de manera que todas estas cuestiones se vuelvan superfluas»33. Este mismo espíritu de desconfianza respecto del lenguaje y de la teoría, aunque ya un tanto mitigado en la forma, anima el texto de la famosa conferencia sobre ética, pronunciada el 17 de noviembre de 1929 en la Heredes Society de Cambridge34*, importante por su claridad y por el momento crítico a caballo entre dos épocas que re presenta en la vida intelectual de Wittgenstein. Su talante es todavía profundamente místico, pero menos... Los textos a que me vengo refiriendo hasta ahora — los Diarios3\ de
33 VB 117. L & L 28; cfr. VB 41, 94. 102. El que Witigenstein, a propósito, leyera comparativamente pocas obras de filosofía, como venimos de apuntar, estaba tam bién en el espíritu autodidacta de los modernos vieneses de que hablábamos, que has ta ahí llevaron su sospecha y rechazo a lo que hoy llamamos posmodemamente «relatos autolegitimadores» o «grandes historias»; cualquier forma de pensamiento sistemático con pretensiones. Schónberg, por ejemplo, tampoco era muy versado aca démicamente en música, ni Kokoschka en pintura... No daban valor a la formación profesional escolar, ni consideraban un inconveniente el no poseerla. Pero Witlgenstein se refiere con respeto a ciertos autores (en algún caso concreto esto tiene más mérito porque se trata de pensadores despreciados por los analíticos y positivistas a la moda, en Viena también, entonces), de los que confiesa además haber recibido in flujo: San Agustín, Schopenhauer, Kierkegaard, Boltzmann. Hertz, Frege, Russell, Kraus, Loos, Weininger. Spengler, Srafia... Siendo todo eso verdad fundamentalmen te, el contexto tácito más profundo de la tradición filosófica en el que piensa y escri be Wittgenstein es el de la herencia kantiana, en general, y schopenhaueriana, en particular. 34 Cfr. Ludwig Wittgenstein, W ie n e r A u s g a b e , tomo I : P h ilo s o p h is c h e B e m e rk u n g e n , Michael Nedo (ed.), Sprínger, Wien. 1994, X . Hasta hace poco se dudaba de cuándo la había dado, si en 1929 o en 1930. 33 Cito por las ediciones castellanas siguientes: Ludwig Wittgenstein, D ia r io f ilo s ó f i c o . ArieL Barcelona, 1983; ídem. D ia r io s s e c r e to s , Alianza, Madrid, 1991. Como es sabido, ambos pertenecen al mismo diario escrito durante la Primera Guerra Mundial en
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1914-1916, el Tractatus**, de 1918, y la Conferencia sobre ética3738, de 1929— son los fundamentales para el seguimiento de la cuestión éticoestético-religiosa en Wittgenstein. Además, unas notas de Friedrich Waismann tomadas de conversaciones con Wittgenstein-18, de 1929 y 1930, así como algunas observaciones de este mismo hechas a lo largo de su segunda época, a partir de 1929, y recogidas en las Vermischte Benierkungen39. La bibliografía sobre el tema ético, estético y religioso en Wittgenstein es enorme desde que hace veinte años los críticos se dieron cuenta de lo obvio: del sentido místico último de la (primera) filosofía de este autor y de su personalidad como hombre y como pensador. Con alguna de ella, más importante para mí o más reciente, dialogamos en este libro abajo. (Hay dos libros en éste: el de arriba y el de abajo. En las notas de abajo no sólo se recoge el diálogo con la bibliografía, sino mu chos momentos paralelos al discurso textual de arriba) Para el talante personal y vital de este hombre — importante a la hora de juzgar la eventual teoría en estos ámbitos que habrían de ser sólo de silencio, de acción y de vida— baste hojear además cual quier otro escrito suyo de tintes autobiográficos, la corresponden cia40 por ejemplo, o cualquier biografía o recuerdo de quien lo conoció41. A pesar de que los escritos de Wittgenstein por lo publi
tres cuadernos escolares: en las páginas de la derecha Wittgenstein escribía sus pensa mientos filosóficos sobre lógica y metafísica, y en las de la izquierda, en clave, sus pen samientos más íntimos sobre la vida, la guerra, la muerte, la carne, el espíritu. Dios. etc. Escritos los mismos días, ambos son imprescindibles para conocer la genealogía del T ra cta tu s y habrían de leerse juntos. 16 Ludwig Wittgenstein. T r a c ta tu s lo g ic o - p h ilo s o p h ic u s . Alianza. Madrid, 1987. 17 Ludwig Wittgenstein, C o n fe re n c ia s o b r e é tic a , Paidós, Barcelona, 1989. 38 Conversaciones en las que participaban también, a parte de Schlick como in terlocutor principal, otros miembros del Círculo de Viena, como Feigl o Camap. Los días 30 de diciembre de 1929 y 17 de diciembre de 1930 Wittgenstein se refiere en ellas al tema místico. Cfr. W W 68-69, 115 -1 18; C 45-50. 39 Suhrkamp, Frankfurt, 1977. 40 Ludwig Wittgenstein, B r ie fw e c h s e l, Suhrkamp. Frankfurt, 1980. Cfr. sobre to do en este aspecto las cartas dirigidas a Engelmann y Ficker. 41 Ejemplos nada más: W ilhelm Baum, W ittg e n s te in . Alianza, Madrid, 1988; Paul Engelman, L e tte r s f r o m L .W ., o . c .\ Brian McGuinness, W ittg e n s te in , Alianza. Madrid, 1991; C. G. Luckhardt (ed.), W ittg e n s te in . S o u rc e s a n d P e r s p e c tiv e s , The Harvester Press, Hassocks, Sussex, 1979; Norman Malcolm, L u d w ig W ittg e n s te in , Mondadori, Madrid, 1990; Ray Monk, L u d w ig W ittg e n s te in , o. c.: Theodore Redpath, L. W. A S tu d e n t's M e m o ir, o . c .\ Rush Rhees (ed.), R e c o lle c tio n s o f W ittg e n s te in , O x ford University Press, London. 1984; Bertrand Russell, L a e v o lu c ió n d e m i p e n s a
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cado hasta ahora pocas veces tratan de ética, estética y religión di rectamente, hay en ellos todo un fondo místico de intereses que ani ma y configura también los temas más técnicos sobre lógica o gramática del lenguaje: el afán delimitador general de su filosofía, por ejemplo, en busca de claridad y consciencia, en la senda de Kant pero mucho más radicalizado por la experiencia vienesa, es tanto una exigencia lógica como sobre todo ética42. Parece oportuno tomar en serio referencias como el apunte biográfico de Drury, dis cípulo y amigo de Wittgenstein, cuando recuerda que éste le dijo en los años cuarenta: «No soy un hombre religioso, pero no puedo evi tar ver cualquier problema desde un punto de vista religioso»43. La gravedad asignada a la tarea de la inteligencia, dentro de la que cualquier cuestión despierta la interrogación universal de fondo por el alcance de la razón y las fronteras del sentido humanos, no extra ña en un vienés de la época y menos si es posible en Wittgenstein, dados los rasgos de profeta y de evangelista, de outsider de la filo sofía convencional, de gurú, de oráculo, etc., que caracterizaron su personalidad y que nacían todos de la misma índole que su sensibili dad mística general para los valores44.
m ie n to f ilo s ó f ic o . Alianza. Madrid. 1976; ídem. R e tr a to s d e m e m o r ia , íbidcm; Gcorg Henrik von Wright (ed.), A P o r tr a it o f W ittg e n ste in a s a Young M a n . F ro m th e D ia r y o f D a v id H u m e P in se n f 1 9 1 2 -1 9 1 4 , Basil Blackwell, Oxford. 1990; Kurt Wuchlerl y Adolf Hübner. W ittg e n s te in , Rowohlt, Reinbeck. 1979.
42 Ph. R. Shields dedica un curioso c interésame libro, el primero que se consagra a ello, a demostrar que los escritos todos de (los dos) Wittgenstein son religiosos in cluso tal y como están. «M i objetivo central — dice— es mostrar que desde la época de los primeros diarios conservados Wittgenstein trata la forma lógica, y después la gramatical, como si fuera análoga a la voluntad de Dios. De este modo la lógica pro porciona un criterio de juicio absoluto y puede servir de medida de nuestros “peca dos”» (Philip R. Shields, L o g ic a n d Sin in th e W ritin g s o f L u d w ig W ittg e n s te in , The University of Chicago Press, Chicago/London. 1993, 2). Shields ve una íntima cone xión en el pensamiento wittgensteiniano entre la violación del lenguaje y la perversi dad de la voluntad, así como en contraposición una íntima analogía entre la forma lógico-gramatical y la voluntad de Dios. La necesidad que preside el ejercicio norma tivo de ambas es de un género superior a los hechos. 43 Maurice O ’C. Drury, «Some Notes on Conversations with Wittgenstein», en Jaakko Hintikka (ed.), E s s a y s on W ittg e n ste in in H o n o u r o f G .H . vo n W rig h t . NorthHolland, Amsterdam, 1976, 22-40, 29; cfr. R. Rhees (ed.), L u d w ig W ittg e n ste in . P e r s o n a l R e c o lle c /io n s , Rowman & Littlefield, Totowa, NJ, 1981, 9 1 - 1 11, 94. Si esto vale del Wittgenstein de los años cuarenta, mucho más del primero. 44 J. C. Edwards, E th ic s w ith o u t P h ilo s o p h v , o . t\, 245-246. Cfr. Fcrgus Kerr, «Wittgenstein”s Religious Point of View», en ídem, T h e o lo g y a f te r W ittg e n s te in , Ba-
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DOS TIPOS DE FILOSOFÍA
Y es que hay dos tipos de filosofía, la profesoral, puramente profe sional y filológica, que pierde en sus análisis el contacto con la reali dad confundiendo com o cualquier m etafísica lo objetivo y lo conceptual (Z 458), a la que Wittgenstein rechaza como irremediable mente absurda en comparación con la ciencia, y otra más íntima, preo cupada por un acceso — indirecto por supuesto— a las inquietudes humanas más profundas. Esta última es la filosofía del sentido, podía mos decir, caracterizada por el «arremeter» contra los límites de la ra zón y del lenguaje en busca del otro lado de ellos, que se contenta con ese esfuerzo sabiendo de su futilidad teórica pero de su relevancia práctica en la vida humana. La primera es puro argot gremial que no va a ninguna parte: sólo la ciencia puede ponerse a hablar en serio. (En este sentido estrictamente racional y filológico la filosofía no es nada por sí misma, no tiene contenido ni lenguaje propios, no es ninguna doctrina, no establece teorías, consiste sólo en una actividad analítica y crítica, en un análisis y crítica conceptuales y lingüísticos, en un méto do, o más bien en muchos, y no en un sistema o corpus teórico.) La segunda es un esfuerzo lógico y místico (logico-místico como veremos) por dotar de sentido más alto a las cosas o por articular de algún modo, mediato siempre, lo esencialmente indecible; se reduce a la praxis de ese esfuerzo, no discursea nada con pretensiones lógi co-científico-teóricas, sabiendo conscientemente de la definitiva inanidad de lo que dice y de su intento de decirlo pero también del absoluto valor de lo que quisiera decir y que de algún modo en su absurdo intento de hablar muestra; hable de lo que hable su valor está en la carga personal y sentimental que la respalda y en la clara conciencia de la legitimidad y certidumbre de su desesperanza últi ma. (Desesperanza de la filosofía, no necesariamente del hombre que hay detrás. Teoría y práctica.) Como es obvio, Wittgenstein es un filósofo de la segunda clase. Su pathos ético, religioso (y estético) impregna y determina todos sus análisis conceptuales. Es muy interesante ver a esta luz toda su filosofía, todo el abanico de su problemática. Es más bien a la única
sil Blackwell, Oxford, 1986, 28-52: Wolfgang L. Gombocz (ed.), A k te n d e s 8. in te rn a rio n a len W ittg e n s te in s S y m p o s m m s , Teil 2: R e lig io n s p h i!o s o p h ie , Hólder-PichlcrTempsky, Wien, 1984, 60-62, 153 ss.; Norman Malcolm, W ittg e n s te in : A R e iig io u s P o in t o f V ie w ? . Routledge, London, 1993, 7-24.
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EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA
a la que puede verse si en algo importa su autor. Pero a nosotros, re pito, sólo nos interesa aquí la identidad de ética y estética (y reli gión) en lo místico. Y las cuestiones que tengan que ver con ello. Este libro podría también titularse sin más: Lo místico en Wittgenstein. De eso trata: de lo místico, que engloba en sí lo ético, estético (y religioso) en conexión íntima, y de sus relaciones con lo lógico. De las relaciones internas en lo místico y de su conexión global con lo lógico. Se hace que el libro gire en tomo a la ética porque lo ético constituye para nuestros intereses el denominador común de lo mís tico: la ética es igual a la estética, la ética es igual a la religión. En lo primero insiste Wittgenstein en la época de la Primera Guerra Mundial; en lo segundo, diez años después. Pero son las mismas las razones de ambas identificaciones.
II. ÉTICA Y CIENCIA: LA FACUNDIA «Está claro que la ética no se puede expresar»1.
«Lo místico» no viene configurado para Wittgenslein por una teoría científica (toda teoría es científica, y si no, no es nada) pero sí delimita do por ella Lo místico no es un concepto con sentido científico, describible desde las categorías de la ciencia, sino un concepto sin objeto identificable, un puro marco o nombre que la razón pone a lo (para ella) desconocido. Donde la ciencia acaba comienza algo que la razón llama así — «lo místico»— sin noción alguna. Es lo otro: absolutamente obli gado a esto pero irrebasablemente distante. (Esa dependencia absoluta legitima en cierto modo su conceptualización.) Uno a cada lado del lí mite, idénticos en el límite pero ilimitadamente dispares. Perpetuamen te diferentes en la dependencia más íntima. Esto es delimitar por dentro: mostrar desde o con los propios límites dónde comienza otra cosa superior, englobante. La filosofía, como acción que es y no doctrina, es la encaigada de señalar esos límites, suponiendo que el de lo místico por dentro es el mismo que el de la ciencia por fuera y que ese límite de dos caras no es ni puede ser otra cosa que ellas mis mas. La filosofía delimita lo impensable por dentro, delimitando lo pensable por fuera. ¿Cómo? Significando lo indecible en tanto que representa claramente lo decible (77? 4.114). Es decir, cumpliendo simplemente bien su papel: hablar de lo que se puede hablar, sin mayores pretensiones, y delimitar el ámbito del lenguaje con su ejercicio práxico de análisis y crí tica, mostrando con ello cualquier mal uso lógico del lenguaje en las pala bras a las que no se les da un significado comprobable. El arremeter contra los límites de la razón y del lenguaje a pesar de todo, ese esfuerzo ya místico (¿de quién, sino del lenguaje y de la razón mismos?) es sínto ma de que el proceso lógico de autodisolución ha comenzado.1
1 TR 6.421. En esta frase del T ra c ta tu s y en la anterior («No puede haber prop siciones de la ética. Las proposiciones no pueden expresar nada superior») se resume perfectamente el espíritu de este capítulo. 133|
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Es un mismo proceso, pues, el que lleva a la razón a recorrer su ámbito propio de ejercicio y a superarse a sí misma en lo otro. Lo místico no nace sino de una disolución intrínseca a la razón y al len guaje, llevada a cabo por ellos mismos en un proceso de autoanálisis. No es algo ajeno a ellos, sino, digamos, su sombra ineludible. Total mente ajeno y totalmente próximo: el clon suyo, por decirlo así. Lo místico es un ejercicio racional superado; y la razón, un ejercicio mís tico en ciernes. Ambos pertenecen a un mismo proceso humano. No hay mayor distinción entre ellos que la absoluta, pero ésa en realidad (en la realidad de los hechos) es mínima. Lo místico es ciencia autosuperada, decíamos. Pero no es ciencia. Es estética, ética o religión. Lo ético, estético y religioso, en efecto, a su nivel propio ya no compone teoría alguna y prácticamente resulta indistinguible del indi viduo mismo y de su vida. Lo místico es un modo de ser y vivir que se concreta epistemológicamente en experiencias y acciones: las mismas que constituyen al individuo, libre y feliz, y sus vivencias eternas; o que componen la vida misma en cuanto referida sentimental o intuiti vamente a su sentido trascendental o trascendente (un sentido «supe rior» o «más alto», digamos con Wittgenstein, pero entendiéndolo en este aspecto general místico para el que es lo mismo la religión que la estética, para el que es de idéntico género la vivencia de una celebra ción religiosa y la de una sesión de ópera, pongamos, o la de la defen sa de un débil). Vida e individuo, en cualquier caso, en lugar de teorías. Para bien o para mal Wittgenstein nunca creyó en teorías cien tíficas —en teorías— con respecto a estos temas graves referentes al sentido «superior» de la vida. Fue una creencia en menosprecio de la ciencia y no para irrisión de estas cuestiones oscuras, como suele ser el caso en los ámbitos grotescos de la razón instrumental. Lo que sí despreció sin paliativo alguno como vanalidad lógica mente absurda, sin gracia alguna2, fue cualquier doctrina ética, esté tica o religiosa (o todo ello a la vez) con pretensiones teóricas. Una
2 Una cosa es el a b su r d o ló g ic o , sin gracia alguna, mera contravención prosaica las leyes de la razón y del lenguaje dentro de su mismo juego, normalmente enquistado en las metaf ísicas, y otra el a b su r d o m ístic o , el arremeter, a pesar de todo, de la razón y del lenguaje contra sus propios límites, conscientes de su definivo fracaso en superarlos, pero también de que con su disolución (no hay otro modo de romper el juego) señalan a algo superior al reducto de silencio y sinrazón de los sentimientos místicos. Este absur do sí tiene «gracia» (chispa intelectual), es decir, sí abre otras posibilidades a la inteli gencia. El primer absurdo es irracional, el segundo es trágico. Ya veremos.
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doctrina que a ese nivel quisiera dar razón de «lo más alto» no sería, por definición, teoría alguna, pues nunca cabría en el lenguaje o en la razón (éstos, a su vez, como las teorías o doctrinas, o son científi cos, es decir, cuentan con criterios exactos de significado y verdad, o no son nada); y si cupiera no tendría más valor para lo más alto que cualquier otro contexto lógico, en el primer Wittgenstein, o jue go lingüístico, en el segundo: es decir, ninguno. No es que la razón y la ética se repugnen o sean contradictorias mutuamente, que la razón sea necesariamente inmoral o la ética irra cional: es que no pueden buscarse los fundamentos de ésta en aquélla, o de una en otra en general, mientras por «fundamento» se entienda siempre nada más que razón o motivo racional dentro de una cons trucción teórica1. La razón es lógica, la ética es mística. La una es len guaje; la otra, silencio. La una, mundo; la otra, algo superior o más alto en el sentido dicho. (Esto son simples definiciones.) Incompara bles las dos al mismo nivel, en cualquier caso, porque su juego no es el mismo. De la disolución de la primera se sigue la segunda como superación natural suya, de modo que de alguna manera la razón subyace a iodo proceso humano y sigue presente en él dándole hon dura, relieve y colorido de t a i pero ya inefable, tácita y sublimada a
partir de cierto límite, donde ya no es ella misma sino su otro, por así decirlo; o mejor aún: donde ya no es ella misma sino en su otro. De modo, en conclusión, que los fundamentos de la ética, de la esté tica o de la religión no están ya para Wittgenstein, como tampoco para Schopenhauer, Kierkegaard o Tolstoi, en razones conclusivas sino más bien en sentimientos correctos. La esfera de los valores sólo es accesi ble por medios indirectos sacados del ámbito de las vivencias, emocio nes o afectos (puros), en el que la ciencia no tiene nada que decir (ni la física, ni la psíquica, ni la social ni otras historias); esas instancias senti mentales o intuitivas del espíritu humano no son patologías ni senti-3
3 Tratar a Wittgenstein de irracionalista es mera simplicidad o ignorancia que merece otro comentario, porque confundir «lo místico» con «lo irracional», sin más. en él sobre todo, no se puede atribuir sino a esas peculiaridades del ánimo, ni tiene «gracia» alguna en el sentido dicho. Muguerza atesora más paciencia y sí hace un co mentario al respecto, que subscribo. [Cfr. Javier Muguerza, «Las voces éticas del si lencio», en Carlos Castilla del Pino (cd.). E l s i l e n c i o . Alianza, M adrid, 1992, 125-163, 141.] Sólo añadir, precisamente por lo que estamos diciendo arriba, que no tiene sentido alguno, ni es planteable siquiera, que Wittgenstein hubiera construido una «teoría de la razón práctica»; al revés, desde este punto de vista ésa fue la mayor incoherencia de Kani: un incontinente lingüístico así considerado.
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mentalismos empíricos, no son ni la razón discursiva de las teorías ni la razón dialógica de los consensos: son sublimaciones o superaciones na turales suyas y, en cuanto tales, de la misma índole que todo el resto del aparato (único, globalmente considerado) de conocimiento humano; en ese camino se acercan más al «espíritu» que al «intelecto», en la acep ción normal de estas palabras. Con la expresión un tanto chocante de «intelectualismo sentimental» no queríamos sino poner de relevancia eso. Porque está más estudiada todo se entiende mejor desde lo que lla mamos «intuición», que junto con el «sentimiento» constituye para Wittgenstein, como hemos dicho, el único órgano adecuado de lo místi co. Tendremos sobrada ocasión de volver a ello. I.
FACUNDIA E INQUIETUD
La ciencia o la teoría — la ética filosófica, por caso, con pretensio nes paracientíficas de sentido— no sería a este nivel sino locuacidad gratuita, facundia digna de más amables y más relajados ambientes que los académicos. No hay una ciencia del espíritu (¿qué podría ser hoy tal engendro?) que apoye lógicamente una teoría ética, estética o religiosa; y si no hay eso lo demás no merece la pena singularmente; porque en un sentido no podría ser mejor que una conversación típica de colegio religioso con el padre espiritual o que una sinceridad de amigos en el café, digamos, y en otro no podría ser peor que las consejas del político, ni más grotesco que la solemnidad de un Professor alemán, por ejem plo4. La ciencia contempla sólo hechos del mundo y su reflejo signifi cativo y veritativo en el lenguaje cuyo ámbito de sentido es el mundo, mientras que las ti es Marías de lo místico apuntan a algo más alto que ese contexto lógico de la totalidad de lo existente: a su sentido mismo. Remiten a un sentido superior a los hechos del mundo y a las proposi ciones del lenguaje, en el que se cuestiona el propio hecho absoluto de la existencia de ambos (de la existencia de lo existente) y el carácter de totalidad compacta y delimitada definidor de cada uno5. Mejor dejar las cosas claras en palabras del propio Wittgenstein desde el principio. En este punto esencial las ideas son las vistas: pri
4 Peimítaseme la libertad, pero es una imagen para mí muy expresiva y que de precisamente a un gran P ro fe ss o r alemán, con quien no la identifico. Cfr. Rüdigcr Bubner, A n tike T hem en u n d ih re m o d e rn e V e rw a n d h m g , Suhrkamp, Frankfurt, 1992, 7. 4177? 5.552. 6.44. 6.45.
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mera, que la teoría científica en estos ámbitos carece de todo valor, y segunda, que en consecuencia por sus pretensiones es despreciable cualquier charlería al respecto por mucho aprecio y respeto que pueda sentirse por la indestructible manía humana de teorizarlo todo y ha blarlo todo. «Me parece evidente que nada de lo que somos capaces de pensar o de decir puede constituir el objeto de la ética. No podemos escribir un libro científico cuya materia alcance a ser intrínsecamente sublime y de nivel superior a las restantes materias. Sólo puedo descri bir mi sentimiento a este propósito mediante la siguiente metáfora: si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un li bro de ética, este libro destruiría, como una explosión, todos los demás libros del mundo. Nuestras palabras usadas tal como lo hacemos en la ciencia, son recipientes capaces solamente de contener y transmitir significado y sentido, significado y sentido naturales. La ética, de ser algo, es sobrenatural y nuestras palabras sólo expresan hechos» (C 37). «En ética constantemente se trata de decir algo que no concierne ni nunca puede concernir a la esencia del asunto [...]. Todo lo que puedo describir es que la gente tiene preferencias [...|. ¿Es el valor un particu lar estado anímico? ¿O es una forma inherente a ciertos datos de con ciencia? Mi respuesta sería: rechazaré siempre cualquier explicación que se me ofrezca; no tanto porque sea falsa, sino por tratarse de una explicación. Si alguien me dice que algo es una teoría, yo diré: no, no, eso no me interesa. Incluso en el caso de que la teoría fuese verdadera no me interesaría, no sería lo que estoy buscando. Lo ético no se puede enseñar. Si para explicar a otro la esencia de lo ético necesitara una teoría, entonces lo ético no tendría valor. Al final de mi conferencia so bre ética hablé en primera persona. Creo que esto es completamente esencial. Aquí ya no se puede establecer nada más, sólo puedo apare cer como personalidad y hablar en primera persona. Para mí la teoría carece de valor. Una teoría no me da nada» (C 46,50). En consecuencia, como apuntábamos, Wittgenstein despreció pro fundamente en estos ámbitos como parlería grotesca (Geschwátz) el lenguaje cínico o ingenuo de ideólogos interesados y petulantes teóri cos, a la vez que respetó, también profundamente, a quien con la de cencia y sinceridad del intelectual veraz, sin mayores petulancias ni intereses en lo posible, pretende, sin ninguna esperanza racional pero con toda la ilusión absurda, es decir, consciente aunque «maníaco», ir siempre y en cualquier tema más allá de los límites de la razón o del lenguaje, arremeter contra ellos con la curiosidad del «filósofo» por lo de más allá, cuyo contacto natural perdió con la desaparición de los sa
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bios, en este tiempo racional de Cronos, en que tuvo que inventarse, con la razón, el «otro mundo» para subsanar conceptualmente el trato perdido con los dioses, su inmediatez sublime. Esta manía adornó también a Wittgenstein mismo. En 1929 dice, refiriéndose a la época del Tractatus: «Mi único propósito —y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir de ética o de religión— fue arre meter contra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado. La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido últi mo de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valio so, no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es testimonio de una ten dencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respe tar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría» (C 43). Al contrario, ante esa tendencia Wittgenstein dice quitarse el sombrero. No sorprende: ese impulso maníaco de arremetida (Anrennen) es, por misterioso, muy extraño; lo único inquietante real m ente, porque todas las dem ás inquietudes proceden de él; inquietante de verdad, sobre todo frente al artificioso alboroto de la verbosidad ética. ¿Por qué siquiera sucede? ¿De dónde esa tenden cia humana, desesperanzada pero inalienable? Porque si efectiva mente apunta a algo (C 46), el hecho es que nunca llega a nada. El hombre además lo sabe: es consciente aquí de su definitivo fracaso. Decir que esa manía apunta a lo ético (WW 93) no es decir mucho, porque en ese admirable absurdo del Anrennen consiste precisamen te la ética (y la religión). Tampoco vale ahora la perogrullada de años más tarde de decir simplemente que eso es así porque es así: porque el hombre es así, así actúa y así habla, porque así y ése es su juego6... Como crítica de la metafísica no está mal, pero ahora, ade más, inquieta. No es una simple práctica filosófica de análisis críti co como las otras. Piénsese en el asombro de que siquiera algo exista o de que el mundo esté ahí siquiera, ejemplo perfecto de una experiencia ordinaria pero absoluta, de una típica trasposición místi ca nada rabiosa. Al parecer, Wittgenstein vivió ejemplarmente esa inquietud absoluta en forma de triple asombro ante el milagro de la existencia del mundo.
6 Cfr. S e h r i f ie n / . 654-656: 5. 142. 309; 6, 199; VB 57.
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de la seguridad y de la culpa7. Vivencias de lo más normal en su origen pero que pueden llevarse siempre a un estado ab-soluto, disueltas de es pacio y tiempo, en el que uno mismo, el individuo, se disuelve también en la eternidad y ubiquidad del instante. Eso no es más que lo que se produce en la contemplación estética, aunque en todo ello haya siempre un posible trasfondo religioso que en Wittgenstein es más que claro: es evidente que lo considera así, no que él mismo lo sintiera así. No se ol vide esto desde el principio: para él la ética, si es algo, es algo sobrena tural; algo más allá del lenguaje natural de los hechos, que ha de pertenecer pues al ámbito estético y en definitiva al religioso. Si no es nada de eso, la ética es un discurso trivial perfectamente subsanable por la legalidad... Como veremos, la ética, si es algo, ha de tener que ver con Dios mismo o conmigo mismo, con mi voluntad o con la suya pero nunca con razón alguna. (La razón es siempre del y la del más fuerte). O los intereses de Dios o los míos, pero no los de cualquier explotador. O Dios o yo, no hay otra alternativa digna para la ética: o Su verdad, una y única (Él mismo, bienaventurado) o mi veracidad, personal e in transferible (mi vida feliz). Ésos son los únicos fundamentos posibles de la ética: teonomía o individualismo, sumisión absoluta o absoluta li bertad, nada de componendas. (Sin componendas, en lo absoluto, am bas cosas son lo mismo, como veremos.) Eso y así es la ética8. En sentido radical religioso, es decir místico, sobre la experien cia absoluta del asombro ante la existencia del mundo o ante el mundo como todo, sobre la experiencia absoluta de sentirse al segu ro o al abrigo de todo lo que pueda ocurrir y sobre la experiencia absoluta de la culpa, que tanto le azotó en la vida, Wittgenstein es cribe (él, que nunca fue un creyente convencional, pero que sí vivió con fuerza estas cosas): «Porque la primera de ellas es, según creo, exactamente aquello a lo que la gente se refiere cuando dice que Dios ha creado el mundo; y la experiencia de la absoluta seguridad ha sido descrita diciendo que nos sentimos seguros en las manos de Dios (...]. Una tercera vivencia de este tipo es la de sentirse culpable y queda también descrita por la frase: Dios condena nuestra conduc ta» (C 40, 41). Estas experiencias son la base de la ética wittgensteiniana. El fondo religioso de la inquietud. No de la facundia.
7 Cfr. T R 6.4 a 7; C 38 s.; N. Malcolm, L . W .. o . r.. 73-74. 8 Se supone un concepto de «Dios» que no sea una réplica del mandón de tumo, ni el credo de una fe, sino la imagen de una tradición cultural en cuanto tal, sin valo raciones de ningún tipo.
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EXCURSUS SOBRE CULPA Y HOMOSEXUALIDAD
A propósito de esas experiencias sublimes, antes de seguir la mar cha convencional de nuestro discurso parece obligado decir algo en es te punto sobre la homosexualidad de Wittgenstein, una particularidad íntima suya en las costumbres que se ha malmezclado con su ética por cuanto en ella se ha querido ver el origen de su exaltación de la culpa y de su defensa de lo indecible. (Nada menos.) Por la mala conciencia empírica que supuestamente conlleva esa peculiaridad sexual contro vertida, Wittgenstein habría elevado la culpa y su sentimiento a una categoría mística innombrable, haciendo de ella una vivencia eterna: ética, estética o religiosa, a elegir. (¡Del oscuro Prater vienés directa mente a los brazos de lo sublime! Seguro que nunca un homosexual —ni un heterosexual— habrá acariciado tanto.) No es un tema ni agra dable ni desagradable, ni importante ni no importante, éste de la homo sexualidad de Wittgenstein, pero se ha mixtificado hasta tal punto —sobre todo por la pudibundez de familiares y albaceas— que aunque nada más sea que por exceder su mórbido esoterismo y escandalizar a gentes como la Anscombe —toda una cruz para el maestro— es con veniente en este punto decir algo de él, repito, siquiera sean torpezas (que tampoco a mucho más se presta.) Hay que tener en cuenta, en primer lugar, algo obvio: que la últi ma década del siglo no son sus comienzos y que el juicio respecto a estos temas, sobre todo respecto a su escabrosidad misma, ha cambia do. Wittgenstein vivió épocas más duras que las nuestras al respecto. Dos hermanos suyos se suicidaron probablemente por algo así: por una homosexualidad no asumida frente a la que emergía — punitiva y solemne— una figura del padre muy estricta, de juez exigente e inmisericorde, que les persiguió hasta el escondrijo de su vergüenza en La Habana o Berlín, donde Hans y Rudolf, en 1902 y 1904, respectiva mente, perpetraron crimen y castigo... (La imagen de juez terrible, por cierto, fue la que Wittgenstein tuvo de Dios toda la vida: la misma que proyecta sobre el sentimiento de culpa en las palabras últimamen te citadas.) Desde las primeras cartas publicadas suyas, del año 1913, pasan do por los diarios de los tres años siguientes, el sentimiento de culpa del joven Wittgenstein es estremecedor y constante: «Mi vida está l l e n a de los pensamientos y hechos más feos y ruines (esto no es una exageración) [...]. Estoy demasiado cansado de lo eternamente sucio y mediocre. Mi vida ha sido hasta ahora una gran cochinada»,
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le escribe a Russell el 3 de marzo de 1914, por ejemplo9. Poco des pués, en la guerra, parece que no cambió mucho a juzgar por las manifestaciones de las páginas de la izquierda del diario101. Eso, a pesar de todos sus esfuerzos constantes y de su entrega ciega al peli gro, que domaran en general su interior. El motivo fundamental por el que va voluntario a la guerra en 1914 es el de hacerse un hombre, porque, como hemos visto, sólo un «hombre» (una persona de una pieza, una personalidad ética) puede pensar en serio. En 1937, cua tro lustros después, quizá por lo que en ese mismo año escribe sobre la imposibilidad de autoensuciarse hablando11 y para salir del im passe de esa autoconciencia estéril e imposible, Wittgenstein, que siempre vivió con el temor a la locura, insiste en hacer algo: lo que él llama una «confesión»12 a sus amigos. La confesión parece que tenía que ver con varios «crímenes» su yos. Aunque con insistentes quejas por su mala memoria nadie ha bla más claro de ella que Fania Pascal13. Esta profesora de ruso de Wittgenstein, cuando el vienés soñó en socialista a mitad de la déca da de los treinta, nos cuenta dos de esos crímenes. El primero tenía que ver con el descuido de su origen judío (muchos de los judíos vieneses fueron de los más antisemitas del momento) y el segundo, con una bofetada que propinó a una alumna en sus tiempos de maestro de escuela en la montaña austríaca. Había otros muchos 9 B R 52-53; clr. ibídem, 77, 81, 112, 113, 118, 121, etc. En las cartas a Engelmann es donde aparece el más sincero y explícito Wittgenstein hablando sobre sí mismo: quizá se deba al tipo más íntimo de amistad que le unía con el amigo Paul, arquitecto y poeta, con el que se sinceraba sin complejos. 10 Cfr. D S 143, 145, 149. 151, donde se autocalifica. entre otras cosas, de pobre hombre, débil, desgraciado, miserable, pecador y gusano. 11 Nadie puede decir con verdad de sí mismo que es «basura» porque nadie está convencido de ello; si lo estuviera, o está también loco si no hace nada por remediar lo (y si está loco no es responsable de esa autoconciencia miserable, ni ella misma es por tanto conciencia de nada ni de nadie) o se deja de decires y cambia de conducta (con lo cual esa autoconciencia simplemente no ha lugar). Cfr. VB 67. 12 Comprendida en el sentido exacto en el que dice: «Una confesión ha de ser parte de una nueva vida» (V B 42). (Tolstoi de nuevo.) Este asunto de la confesión pa rece que ya había comenzado en 1931, en que Witgenstein hizo una por escrito que quiso que leyeran, entre otros, Moore y Drury: cfr. Rush Rhees (ed.), L u d w ig W ittg e n ste in . P e r s o n a l R e c o lle c tio n s , Rowman & Littlefield, Totowa, NJ, 1981, 47 ss., 135. 190 ss. Cfr. Ray Monk, L u d w ij W ittg e n s te in . E l d e b e r d e un g e n io , o. c ., 340 ss. 13 Cfr. Fania Pascal. «Wittgenstein: A Personal Memoir», en C. G. Luckhardt (ed.), IV. S o u rc e s a n d P e r s p e c tiv e s , o . c.. 23-60, 45 ss.; tb. en R. Rhees (ed.), L. W. P e rs o n a l R e c o lle c tio n s, o. 26-62,47 ss.; etc.
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«crímenes»14 entre los cuales es posible que contara su homosexua lidad quizá no del todo asumida y un tanto culpabilizada. Pero es posible que tampoco fuera así, como afirma expresamente Drury: «Naturalmente no diré nada con respecto a esa confesión, excepto dejar bien claro — si es que esto es necesario— que en ella no había nada sobre la conducta sexual que le adscribe un escrito reciente»15. Si es verdad que Wittgenstein no estaba culpabilizado con sus gus tos sexuales (que en cualquier caso tenían mucho más que ver con el amor que con el sexo) tanto mejor, pero dado su carácter es poco de creer. Por otra parte tampoco se puede confiar demasiado en los recuerdos de sus amigos y conocidos: Fania Pascal dice de sí y de su marido, por ejemplo, que nunca advirtieron el mínimo rasgo ho mosexual en Wittgenstein, ni siquiera puede imaginar la buena se ñora que alguien osara propinarle los acostumbrados golpecitos cariñosos de saludo en la espalda: tal era la «extraordinaria sublima ción» de lo físico en él que parece que llevara un letrero de noli me tangere que obligaba a la distancia en ese aspecto16. Esto es seguramente verdad, pero también ridículo, en cierto gra do. De la evidente homosexualidad wittgensteiniana sólo después del libro de W. W. Bartley III se habla con cierta claridad17. La reciente y exquisita biografía de Ray Monk trata de ella con la mayor naturali dad, como creo que debe hacerse. El propio Wittgenstein, igual en las anotaciones en clave de los diarios de la Primera Guerra Mundial que sobre todo en las que dejó dispersas entre sus manuscritos filosóficos a partir del año 1929, se refiere normalmente tanto a su amor por cier tos hombres determinados —primero un compañero de curso y des pués alumnos o jóvenes del entorno— como a las peripecias y vivencias, la mayoría de las veces angustiosas como es normal en cualquier enamorado, que el enamoramiento conllevaba. Wittgenstein no fue un homosexual promiscuo; seguramente eso contribuyó, por ejemplo, a que nunca le gustara —aunque perteneciera a ella, cosa que era todo un honor en Cambridge— «Los apóstoles», la arrogante
14 Cfr. R. Monk. ».c\. 341-342. 15 R. Rhees (cd.), L . W . P e r s o n a l R e c o lle c tio n s , o . t 135. 16 Cfr. ibídem. 81-82. 17 William Warren Bartley III, W ittg e n ste in , Lippincott, Philadclphia/Ncw York, 1973 (Cátedra, Madrid, 1982). Cfr. del mismo autor, «Sobre Wittgenstein y la homo sexualidad». en G. Steiner y R. Boyers (eds.). H o m o s e x u a lid a d : lite r a tu r a y p o lític a . Alianza, Madrid, 1985, 149-191.
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y elitista sociedad de debates dominada por Keynes y Lytton Strachey, en la que tenían la manía de enamorarse unos de otros, decía Russell, otro miembro suyo, a Lady Ottoline Morrell. Sus tres gran des amores habrían sido: David Pinsent, en la década de los veinte (1912-1918), Francis Skinner, en la de los treinta (1932-1941), y Ben Richards, en la de los cuarenta (1946-1951), todos jóvenes de veinte anos. De sus relaciones sexuales con su alumno Skinner, por ejemplo, y de la fuerte atracción física mutua Witgensttein habla con toda natu ralidad —y con rechazo— en las notas citadas. Ray Monk, que ha tenido acceso a todos los manuscritos de Wittgenstein sin restricción y que parece que también sin restricción cita todas las observaciones que revelen algún aspecto de la vida emocional, espiritual y sexual de Wittgenstein, dice que efectiva mente esos textos corroboran su homosexualidad aunque no en el sentido un tanto fuerte de la historia del Prater vienés de Bartley, se gún la cual Wittgenstein se habría sentido irresistiblemente atraído por auténticos «chaperos» de ocasión. Otra cosa es que Wittgenstein estuviera atenazado por ella. Monk dice al respecto lo siguiente: «No he dejado fuera de mi libro nada que pudiera apoyar la extendi da idea de que Wittgenstein estaba atormentado por su homosexua lidad, aunque creo que tal cosa es una simplificación y desfigura seriamente la verdad [...]. Lo que los textos en clave revelan es que Wittgenstein se sentía incómodo no sólo en lo que respecta a la ho mosexualidad sino en relación a la sexualidad misma. El amor, ya sea de un hombre o de una mujer, era algo que apreciaba muchísi mo. Lo consideraba como un don, casi como un don divino. Pero, al igual que Weininger (cuyo Sexo y carácter creo que explica clara mente gran parte de las actitudes hacia el amor y el sexo implícitas en muchas de las cosas que Wittgenstein dijo, escribió e hizo), dis tinguía claramente entre amor y sexo. La excitación sexual, tanto homosexual como heterosexual, le turbaba enormemente. Lo veía como algo incompatible con el tipo de persona que quería ser»18. Parece que el propio Wittgenstein un año antes de su muerte contestó airadamente a una pregunta de Barry Pink sobre «si creía que su obra como filósofo, incluso el hecho de que fuera filósofo, tenía algo que ver con su homosexualidad», pregunta en la que esta
18 R. Monk, o. c .. 527: cfr. ib. 523-528, 348, 3 5 1 ,3 5 7 , 512, por ej. como lugar más incisivos.
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ba implícito también —dice Monk— el que su obra filosófica pu diera haber sido en cierto modo un dispositivo para ocultar su ho mosexualidad: «Certainly noli»19. Por lo que nos importa en el curso de nuestras digresiones, la ho mosexualidad de Wittgenstein significaría para algunos, como hemos dicho, la raíz de su tremendo sentimiento de culpa, que así se explica ría claramente sin tantos misticismos. Es lo que habría detrás de esa experiencia absoluta y eterna que le reveló lo místico, cuya indecibilidad significaría asimismo la trasposición del sentimiento de lo incon fesable de su pecado. Haciendo biografismo, la vivencia culpable y repugnante de esa homosexualidad habría marcado esencialmente la étic a del joven Wittgenstein conviniéndola en una mera expresión so lapada suya. Es más o menos, por lo que impona, la tesis de Levi y la que se manejó en toda la discusión de la revista Telas20. En este senti do, Schwarzschild llega a hablar de Wittgenstein como del tipo de in telectual (judío) quintessentially alienated del siglo X X 21. Por contra, para Janik los asuntos biográficos no son motivo de mayor influjo in telectual; por ello tampoco son criterios adecuados a una interpreta ción objetivamente esclarecedora; detalles personales como el de la homosexualidad son simples componamientos o creencias en las que es mejor no entrar por su falta de relevancia teórica, unida a su solem ne ambigüedad; serían interesantes, en tal caso, «como una condición necesaria, entre miles, para explicar la génesis subjetiva de una acti tud», pero inadecuados para explicar el interés e importancia perdura bles de la cosmovisión wittgensteiniana22.
,Q Ibídem, 512. 20 Albert William Levi, con su artículo «The Biographical Sourccs of Wittgenstcin’s Ethics» (T ela s. 38. invierno 1978-1979, 63-76), suscitó toda una controversia en tomo a la cuestión de la importancia de la biografía, en este caso del punto clave de la homosexualidad, para la interpretación de la ética de Wittgenstein (cfr. artículos de W. M. Berg, St. S. Schwarzschild. U. Steinworth, Th. Rudebusch y A. W. Levi en los nú meros 38, 40 y 41, de los años 1978 y 1979, de T elas). Alian janik le contesta con un artículo de título simétrico: «The Philosophical Sources of Wittgenstein’s Ethics» (en ídem, E s sa y s on W ittg en stein a n d W eininger, o. c .. 74-95). Otro título simétrico en esta polémica es el de Ulrich Steinworth, «The Ideológica! Sources of Wittgenstein's Ethic», en T elas. 41 (otoño de 1979). 166-172. En cuanto tiene que ver con la cuestión general de la importancia o no de la biografía en el pensamiento de un autor, esta polé mica es algo más que gratuita. 21 Cfr. Steven S. Schwarzschild, «Wittgenstein as Alienated Jew», en T ela s. 40 (verano de 1979), 160-165, 162. 22 A. Janik. «Philosophical Sourccs of W ’s Ethics», a. c .. 76; cfr. 74 ss.
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De seguir a Janik, la tesis de la homosexualidad no sería signifi cativa a la hora de entender la ética de Wittgenstein: su sentimiento de culpa no tendría por fuerza que deberse a esa peculiaridad se xual. Weininger pensaba, por ejemplo, que cualquier actividad se xual, también la convencional heterógena, es esencialmente inmoral por cuanto en ella siempre se usa a una persona como medio. (Tam bién pensaba que el amor conduce a la grandeza mientras que el de seo sexual es enemigo de ella; que el deseo sexual se incrementa con la proximidad física, al revés que el amor, que es más fuerte en ausencia del amado, de modo que se necesitaría una cierta distancia, una separación, para preservarlo; etc.) Según Janik, en asuntos de comprensión filosófica de un autor lo importante no sería la vida si no los textos, en este caso el Tractatus y la Conferencia. Yo no estoy tan seguro de esto precisamente en un autor como Wittgenstein, a quien la vida — las experiencias de la guerra, por ejemplo— llevó a cambiar de ideas radicalmente de joven; para quien la vida y sus formas fueron después el contexto necesario para la comprensión y significado del lenguaje; y que pocos meses antes de su muerte manifiesta todavía que es la praxis la que da sentido a las palabras y la vida la que impone los conceptos23. Un hombre de las características que ya hemos apuntado, para quien el cambio de vida significaba la terapéutica más radical del pensar... La comprensión pura, meramente significativa, del contenido conceptual de un texto poco tiene que ver con la historia personal o social de su autor, es ver dad, pero el pathos enquistado en las importancias que un pensador asigna tácitamente a sus conceptos sí es el soporte definitivo del senti do concluyente de un texto. Se trata de dos cosas diferentes: de identi ficar las referencias de las palabras o de comprender también el universo de sentido en que se usan. Todo depende del género de com prensión que se considere o sea más interesante y del grado de mezcla de ambas; de todos modos, la segunda parece en buen sentido común conllevar la primera; ésta, en viceversa, debería, pero no lo parece. Hubo tiempos en que la intelectualidad era más consecuente: o se ha blaba en persona y era uno mismo su lenguaje, o se escribía anónimo y el texto lo era todo. De cualquier forma, por lo que se refiere a nuestro caso concreto, aunque la homosexualidad de Wittgenstein fuera importante para la
23 Cfr. S c h rifte n 6. 409, 414; l'fl 161. 162.
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comprensión de su pensamiento ético, lo que no me parece importante ni rentable con respecto a sus frutos es el trabajo que conllevaría anali zar a esta luz todas sus líneas. (El peligro de una barata interpretación psicologista es muy alto.) Creo que el sentido común muestra cómo debe usarse en general de estas cosas y que eso es todo lo relevante que hay que decir al respecto. Y no creo para nada en la validez de es tas insignificantes discusiones que no alimentan sino la vacuidad de las polémicas, la vanalidad general de las revistas y congresos y la gro tesca de la vanidad de la prosopopeya de las allures de los «importan cias» de la filosofía, en el peor sentido, mundana. (Este menosprecio de la vanidad académica, por ejemplo, también es muy wittgensteiniano24, pero no sé si además es homosexual ni creo que en este caso eso importe mucho.) 3.
PERSPECTIVA ABSOLUTA
Volviendo al hilo de nuestro discurso, la razón de la radical incapa cidad de la ética para soportar la teoría es su nostálgica búsqueda de lo absoluto (y sobrenatural) que conlleva el correspondiente menosprecio por lo relativo (y natural). Esto quiere decir además que lo más pecu liar suyo lo constituye precisamente esa ateoricidad y acientificismo, o sea, su absoluta distancia al mundo y su absoluta carencia de sentido racional. Su falta de sentido es su sentido mismo: eso es lo que caracte riza y determina su «mismísima esencia» (C 43). Esta demanda de absoluto, de trascendencia y atemporalidad, es lo que cierra la ética de Wittgenstein a toda ciencia y con ella a toda historia, sociología y política (también a toda psicología, en lo que insistiremos en su momento). AI establecer un abismo irrebasable entre el ámbito absoluto y sobrenatural de los valores y el relativo y natural de los hechos con el fin de salvaguardar aquél en lo eterno, un abismo entre lo inefable y lo representable, entre el silencio y el lenguaje, el sentimiento y la razón, etc., y colocar en los primeros términos de esas parejas de opuestos el ámbito de la ética, el ahistoricismo, asociologismo y apoliticismo se siguen como una conse cuencia automática. La variedad política y social, la opinión pública o de los demás, el cambio histórico y cosas así no tenían para el in dividualista Wittgenstein significado ni relevancia filosóficos; sí la
24 Cfr. por ej. B R 94-95, 99-100; VB 116.
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vida y las experiencias propias, aunque no quede muy claro su esta tuto porque son vida y vivencias asimismo (¿puede decirse asimis mo!) de un sujeto metafísico, que si no es un fantasma25, desde luego, porque alguien además de mi bulto ha de ser responsable de las vivencias absolutas, sí una sombra trascendental que crea una tensa ambigüedad en la comprensión wittgensteiniana del yo o del solipsismo, de las interesantes características que veremos. Lo im portante para Wittgenstein, a pesar de que lo sabía racionalmente imposible, era fundamentar como fuera la ética en lo absoluto con el fin no tanto de alimentar la esquizoidía del ser y del deber-ser, de modo que éste no se mezclara con lo prosaico de los hechos, cuanto de elevar lo común de nuestra persona a las alturas de un ideal ético fuerte, frío, duro y distinguidísimo intelectualmente (intelectualismo sentimental), incompatible con las maneras y objetivos ordinarios de las ciencias de hechos, que lo son todas, pero más si cabe — por la llanura de su inmediatez demasiado humana— las sociales: socio logías, políticas y demás historias. «Nadie puede pensar por mí, del mismo modo que nadie puede colocarme el sombrero.» «¿Qué me importa a mí la historia? ¡Mi mundo es el primero y el único! Yo soy quien tiene que juzgar el mundo y medir las cosas.» «La sociología sólo puede informar de lo que sucede. Ha de describir nuestras acciones y valoraciones igual que hace con las de los negros»26. El solipsismo empedernido, un tanto aristocratizante, de Wittgenstein le impide comprender hasta lo evidente: por ejemplo, que su crisis personal de la época de la guerra y posterior a ella, del período que Bartley ha llamado los «años perdidos», nace de la misma raíz histórico-político-social que el final catastrófico del Imperio austrohúngaro, con el que coincide temporalmente. Más allá de algún comentario casual, siempre dis tante, en la obra publicada de Wittgenstein, sobre todo del primero, no se encuentran nunca referencias históricas, políticas o sociales, ni con respecto a sí mismo ni a sus análisis conceptuales, que cumplan alguna función metodológica en el discurso27.
25 Cfr. J. Muguer/a. «Las voces éticas...», o . c ., 144.
26 VB 13; Si hriftcn 7, 175; WW 115-116. 27 Tampoco se puede considerar sociológica o antropológica la segunda filosofía de Wittgenstein de los juegos y formas de vida. En tal caso, por la radicalidad de sus postu ras (aprendizaje por amaestramiento reflejo, inmediatez radical a la empina de los hechos y a la de la naturaleza humana, rebanación del interior psíquico, el significado es el uso.
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No es extraño así que con ejemplos parecidos la filosofía crítica acabara en desesperanzada: que el autoanálisis crítico de la razón en la Modernidad clásica del xvm terminara un siglo después en el pesi mismo e impotencia radical de la Modernidad vienesa. Y todavía le quedaban a la razón moderna siniestras etapas que recorrer en su ca mino trágico por no haber aprendido definitivamente de Viena. Tras una Segunda Guerra Mundial, la angustia y la desesperación existencialistas significarían el fin definitivo —en la vomitona de la náu sea— de aquel yo arrogante, que en sus ideas — o más bien, como se demostró, en el agujero de su nada— constituía y poseía el mundo. La crítica terminó en desesperanza, y la desesperanza, en desespera ción. Todo por reír las gracias a una razón narcisa. En el mundo (razón, lógica, lenguaje o ciencia) y su concepto sólo cabe lo relativo, que es cosa nada más que social en cualquier caso. Por eso es banal. Lo bueno no es lo que la gente prefiere sino lo que Dios manda, digamos, que hasta en estos términos radicales plantea Wittgenstein la flagrante confrontación entre lo relativo y lo absoluto o, con más exactitud, entre «el sentido trivial y relativo» y «el sentido ético o absoluto» (C 35) de las llamadas expresiones éticas, o de las místicas en general, es decir, de las manifestaciones sobre el valor y el sentido ultramundano de las cosas. Si se entiende, como Moore, que la ética es «la investigación ge neral sobre lo bueno» o, como Wittgenstein, «la investigación sobre lo valioso o lo que realmente importa» o «la investigación acerca del significado de la vida, o de aquello que hace que la vida merezca vivirse, o de la manera correcta de vivir» (C 34-35), lodos esos ob jetivos han de tomarse en serio de verdad, es decir, absolutamente. «La ética [...] surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso» (C 43). En esa medida no es, ni puede ser, ciencia alguna. Porque a
ele.), podría calificársela de fisicalismo. Los ideales científicos de Wittgenstein siempre tuvieron que ver con las ciencias formales o con las llamadas «ciencias duras». En rela ción con las sociales, le bastaba con suponer la obviedad del objetivo último que persi guen con sus métodos: que el hombre es la medida de todas las cosas. Así se ahorra esc esfuerzo baldío. ¿Qué más le da a él saber las preferencias de unos o de otros si todas son p re fe re n c ia s ? (Como en el T ra cta tu s contra la lógica extensional: ¿qué más da que la se rie natural de los números sea enumerable o no enumerable, si en la variable (0, n, n+1) están to d o s? ) Los análisis de las ciencias sociales no tienen relevancia conceptual, que. en tal caso, se la proporcionaba él con su filosofía (comentario a L a ra m a d o r a d a de Frazcr). Y fortaleza lógica o poderío formal, muy poco.
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la hora de pensar en lo valioso, en lo que importa, en el sentido de la vida no valen relativismos sociales de ningún tipo en la propia es tructura del pensar, que ya se encargará la praxis con su obviedad mostrenca de rebajar las cosas. Pensar desde ella no lleva más que a describir lo evidente y a sancionar los hechos. En el sentido auténti camente digno de lo más alto, en el sentido absoluto de la pregunta ética por el bien, cada juicio de valor relativo es un mero enunciado de hechos; y ningún enunciado de hechos puede nunca ser ni impli car un juicio de valor absoluto. La prueba de ello es que un enuncia do de ese tipo siempre puede expresarse también de forma que pierda toda apariencia de juicio de valor, por ejemplo así: «si quie res tal cosa, entonces haz tal otra». Para Wittgenstein, que pregunta por el bien y no por lo que la gente llama «bueno» como hace Schlick por ejemplo28, el juicio de valor ha de tener carácter absoluto para ser ético: por eso es indecible e innom brable su objeto. La pregunta de Schlick carecería de sentido a este ni vel radical de la ética. La pregunta ética de Schlick tiene que ver inmediatamente con los hechos y su respuesta pretende proporcionar incluso conocimiento de ellos más allá de una obvia explicación psico lógica causal del comportamiento. Eso es por lo menos lo que él recla ma. Para Wittgenstein no había valores en el mundo porque a su nivel fáctico todas las cosas dan igual, todo resulta indiferente para lo más al to; de modo que todo pende del sujeto, de sus emociones, sentimientos, intuiciones, de su agrado pues, de su alegría o de lo contrario. (En este sentido, en Wittgenstein la felicidad y el valor se identifican.) Con lo que, si prescindimos de toda hipóstasis metafísica o mística en el sujeto moral y del posible carácter puro (absoluto o eterno) de los afectos mís ticos y lo traducimos todo al lenguaje y al mundo corriente y a su empi na, podría decirse que Wittgenstein no va en realidad más allá de Schlick, de su relatividad y facticidad29... Lo que sí es verdad — lo dice
2K Para Schlick la ética no pregunta por lo bueno, sino por lo — que llamamos — «bueno». (Algo insoportable, desde luego, para el talante personal místico del joven Witigenstein que describimos arriba.) Cfr. M oritz Schlick, F r u te n d e r E th ik, Suhrkamp. Frankfurt, 19K4, 67, 139, 184 s. Wittgenstein leyó y discutió este libro (edi ción original: Springer, Wien, 1930) con su autor. Cfr. Heiner Ruttc, «Ethik und Wcrturteilsproblematik im Wiener Kreis», en J. C. Nyíri (ed.), Von B o h em o zu W., o. c 162-172, 169, 170. Wittgenstein no sería entonces Wittgenstein, pero puede criticársele así. Es muy normal hacerlo. Demasiado normal. Wittgenstein tuvo una capacidad pasmosa para sublimar las cosas, sobre todo su subjeti vidad empírica. Lo dijo de alguna forma él mismo: «Tengo un tipo de talento de ésos
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él mismo— es que las experiencias místicas eternas, pero diarias, que le preocupaban entran de lleno en la paradoja de Kierkegaard: un hecho —como es, en principio, cada una de esas vivencias respecto al mundo, a la seguridad y a la culpa— parece tener valor eterno, lo relativo pare ce hacerse absoluto o lo absoluto parece pender de lo relativo. Paradójico o no (se puede vivir y pensar en la tensión de la parado ja), ya veremos, para Wittgenstein sigue valiendo que «no hay proposi ciones que en sentido absoluto sean sublimes, importantes o triviales» (C 36). A ese nivel no son nada, no valen nada, porque en sentido ab soluto ninguna proposición significa nada. En sentido relativo sí, pero es lo mismo porque ahí todo vale igual y todo importa igual para lo más alto, que es lo único importante se supone. En un sentido grande, desde luego, en las cosas de este mundo no se puede ser dogmático ni partidario de nada, menos aún partidista y muchísimo menos de un partido, el que sea y como sea. Las cosas y los hechos del mundo son sólo como tú los ves, desde otra perspectiva (metafísica, mística, «di vina»: la de la mirada eterna) que la plana de la grey o de sus mando nes, y sólo para ti mismo. Con los demás puede suceder igual, pero a ti no te importa: si son intelectualmente sensibles viven libres también en el ámbito del sujeto metafísico (piensan de modo natural a tu estilo, gozan del arte a tu estilo, llevan tu estilo de vida...) y si no, entonces sí que no importan nada y, además, el caso supuesto es imposible. Esto es lo que quiere decir aquella proposición 6.4 del Tractatus, se guramente el escándalo intelectual más grande del siglo X X y el mayor desgarro —muy vienés — de la conciencia posmodema, por ser la críti ca más fría y disolvente de cualquier ideología en general, es decir, en cuanto tal ideología misma: «todas las proposiciones valen lo mismo»10. Todo lo que se diga vale igual, o no vale nada, para lo que
que han de hacer siempre de la necesidad virtud» ( VB 144). Téngase presente esto desde ahora para todas las discusiones venideras sobre el carácter de la sublimación de los efectos — esencial para entender el carácter absoluto de la ética wittgenstciniana — . cu ya ambigüedad es obvia, desde luego, como hemos dicho desde el principio. Pero no tan simple como sus críticas, p ro g r e s is ta s la mayoría. 30 Nyíri compara a Wittgenstein con Schopenhauer precisamente en esto: «Am fueron enemigos de cualquier ideología c o m o ideología, aunque ello naturalmente no impidiera que cada uno de ellos tuviera la suya, y además destacada. En la concepción de ambos, las ideologías, inciten a lo que inciten, son absolutamente dañinas, atuihuman is ta s . ya que toda aspiración humana se revela inútil en definitiva» (Janos Christof Nyí ri, «Das unglückliche Leben des Ludwig Wittgensteins», en ídem, G efü h l u n d G e fü g e . Rodopi, Amsterdam, 1986, 99 - 131, 99 ). También se le podía comparar con Nietzsche...
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realmente importa: la vida y su sentido. En este mundo —en la razón, el lenguaje o la ciencia— nada vale nada absolutamente; y relativamenle todo da igual. ¿Por qué? Porque no hay valor alguno. (O nadie tiene razón o la tiene todo el mundo.) La ciencia no tiene absolutamente nada que ver con el sentido de la vida, absolutamente nada que ver con la éti ca. La razón tampoco. Ni el lenguaje. En eso estamos. 4.
CONSERVADURISMO
Esto no tiene por qué significar sin más conservadurismo, como se le achaca a veces al vienés yo creo que simplemente por la tensión que produce un pensamiento tan radical como el suyo, que sólo pocos es tán dispuestos a soportar al borde del abismo de los horrores que en cualquier época haya podido causar —mal entendido o usado, desde luego— este modo peligroso de ver las cosas31. El concepto de «con servadurismo», por el que el húngaro Nyíri atribuye peyorativamente este aspecto a la filosofía de Wittgenstein, es un tópico entre las iz quierdas de antes, donde se entendía siempre como reacción en contra del racionalismo, es decir, como un rechazo del esquema explicativo racionalista. La teoría conservadora en este sentido siempre se habría caracterizado por su lucha contra las propias teorías que defienden la fuerza del espíritu humano y de la teoría misma. (Toda una conspira ción, pues, contra las grandes virtudes de la racionalidad.) El conserva dor nunca deja espacio al razonamiento individual, todo lo acepta como plan de Dios o de la sabiduría colectiva de la raza, expresada en las costumbres tradicionales de un pueblo. De ahí, por ejemplo, la in
31 Es famoso en la bibliografía sobre Wittgenstein el tópico del conservadurismo, r ferido sobre todo a su segunda obra. Esta acusación, porque quiere ser eso. es un sino desgraciado que arrastra junto con su mentor Schopcnhaucr. Para mí ésta es otra de esas polémicas vanas de las que gustan los académicos para hacerse notar, que abundan por desgracia en la literatura witlgcnstciniana y convierten a «Wittgenstein» en una serie de tópicos exánimes. La polémica tiene dos actores fundamentales: Nyíri. que critica a Wittgenstein de conservador, y Janik. que le exculpa de semejante pecado. Cfr. J.C. Nyí ri. «Wittgenstein’s New Traditionalism», en J. Hintikka
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sistencia wittgensteiniana posterior en el lenguaje ordinario, en las for mas de vida, en lo dado empíricamente, en que el significado es el uso, en que los actos psíquicos son procesos espirituales privados, en que la matemática se funda en el ejercicio y el hábito, o las formas de vida en condicionamientos reflejos, en que toda acción se lleva a cabo en defi nitiva sin interpretación alguna de modelos o criterios previos que pue da establecer la razón. El pensamiento del segundo Wittgenstein no sólo sería en general conservador sino que habría en él además ele mentos objelivos para construir toda una «antropología conservadora»: sus escritos desde 1929 implicarían una imagen del hombre claramen te contradictoria con la imagen clásica burguesa y liberal. (Aquella justamente contra la que decíamos que se había opuesto la generación vienesa de Wittgenstein, pero por otros motivos más sutiles que los que insinúa Nyíri...) Aunque esta polémica sobre el conservadurismo wittgensteiniano se refiera sobre todo a su segunda época, hay rasgos evidentes en ella, como se aprecia a primera vista, que atañen de lleno a todo lo que esta mos diciendo32, de modo que es sólo en este sentido y por lo que pue da afectar a los escritos de 1929 y 1930, centrales para nosotros, por lo que la traigo a colación aquí. No voy a esgrimir la argumentación de Janik en contra sino la que se sigue naturalmente del discurso que traí amos. Desde el que tiene muy poco sentido este tópico, digámoslo ya. (La crítica de conservadurismo ni siquiera es mayor achaque hoy día en que el progresismo ya no sabe ni su nombre.) Desde nuestra pers pectiva absoluta, precisamente de la renuncia y olvido del mundo, cali ficar antropológicamente de conservador a alguien no tiene sentido33.
32 Por si no apareciera esto suficientemente claro después de lo dicho, recordemos estas palabras del propio acusador Nyíri: «La expresión más radical de la animadversión conservadora a la teoría es el rechazo general de los conceptos abstractos: la preferencia conservadora por el silencio» (cfr. «Konservative Anthropologie...», o .c ., 106). Identifi car sin más el rechazo de los conceptos abstractos con la preferencia por el silencio es una simplificación poco interesante. Pero por lo que nos interesa: si hay alguna filosofía del silencio en este siglo desde luego ésa sería la del Wittgenstein del T ra ctatu s. 33 Y hacerlo desde la perspectiva relativa de la segunda filosofía de Wittgenstein tam poco lo tiene más que cualquier otra calificación, por ejemplo ésta, mucho más interesan te: como los juegos de lenguaje son una actividad humana a cuya base está la vida humana misma (las «formas de vida») que responde de ellos, a pesar del encierro lógico o teórico inevitable del juego, la consideración que la segunda filosofía de Wittgenstein lle va a cabo del hombre real y de su praxis («seguir una regla», «uso del lenguaje») hace que pueda considerársele también en sentido ético como el fundamento de un realismo
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Si lo tuviera tampoco podríamos ofrecer razones teóricas para preferir un ismo a otro: ¿por qué no fisicalismo, como decíamos, o nihilismo, o lo que sea? ¿Qué puede significar cualquier opción generalizadora —sobre todo esas viejas monsergas— hoy que la modernidad en el pensar vive en la conciencia exacerbada de la ausencia de fundamen tos teóricos para establecer dogmáticamente nada y menos para prefe rir algo? Y la preferencia práctica no encierra mayor substancia conceptual filosófica (curiosamente siempre son de un bando quienes critican a los de otro): es una mera cuestión empírica de gusto e intere ses, dirimióle en otros ámbitos y por otros métodos que el de la filoso fía, que, desde la perspectiva racional ahora, no resuelve sino la justcza de los conceptos o el uso correcto de los términos lingüísticos, supo niendo nada más la empiria como punto de referencia sin implicarse en ella. Porque, sea ésta lo que sea, siempre será algo estructurado co mo hecho lógico en el primer Wittgenstein, o una forma de vida tal como aparece en un juego de lenguaje, en el segundo, con el mismo valor que cualquier otra; nada de psicologías, antropologías, sociolo gías, historias: a nivel empírico para la filosofía no hay alma ni cuerpo, hay hechos lógicos o hechos lingüísticos, eso es todo. Es decir, sea lo que sea la empiria, para la filosofía será siempre lo que sea desde la lógica trascendental o el lenguaje trascendental: el co rrelato, meramente supuesto, de juegos de lógica y juegos de lenguaje. Otra cosa no le interesa a la filosofía, que por eso usa siempre en se gundo orden el lenguaje: tanto el simbólico como el ordinario son, a este nivel racional, sus específicos objetos34. El lenguaje de la filosofía, como ella misma, puesto que no tiene uno propio, no es más que ac ción analítica y crítica de lo real tal como aparece en su expresión lin güística. (El lenguaje de la filosofía es la propia crítica del lenguaje al uso.) Lo real no aparece de otro modo. (Yo no sé lo que ves, sé lo que
naluralista liberador, base a su vez de un nuevo humanismo. (Cfr. Sabina Lovibond. R ealism a n d Im agin a! ion in E th ics%Basil Blackwcll. Oxford, 1983. 25. 73 ss., 99 ss.. 146 ss..
172 ss.. 214 ss.) Gustos hay para todo, sobre lodo donde no puede haber otra cosa. 34 La esencia de las cosas es lógica, en el primero, o gramatical, en el segun Wittgenstein: la esencia es posibilidad lógica en el T ra c ta tu s (2.011. 3.341, 5.471 s.) y «la esencia viene expresada en la gramática» en las I n v e s tig a c io n e s f i lo s ó f ic a s (S c h rifte n /, 421). Estas cosas, con matices, son lo mismo: lógica (formal) y gramáti ca (profunda), o posibilidad lógica y posibilidad gramatical. En la posibilidad formal de una cosa en el lenguaje simbólico (variable) o en sus posibilidades gramaticales de juego en el lenguaje ordinario (reglas) está lo definitorio, esencial suyo. Variable lógica o regla gramatical son arquetipos platónicos en el universo wittgensteiniano.
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dices; yo no sé siquiera lo que veo, sé lo que puedo describir de esa mirada...) Es que la filosofía es conservadora, habría que decir, más que atribuirle el ismo a Wittgenstein. Pero entonces no se dice nada. (¿Es conservador el estilo de filosofar de Wittgenstein, entroncado con los más grandes de la historia? ¿O su propia filosofía, una de las más grandes, si no la más, del siglo X X ? ¿Qué significa que la histo ria de la filosofía sea conservadora o que el pensamiento del siglo xx lo sea? ¿Quién dice eso?) El conservadurismo será un objeto de análisis conceptual filosófico, como cualquier otro término, pero co mo adherencia empírica no es más que un insulto que quiere serlo. (Veremos que tampoco así es nada.) Desde el punto de vista místico, pues, el conservadurismo no significa nada. Desde el punto de vista racional significa cualquier cosa: lo que quiera cada uno o cada ban do. Desde el punto de vista general del análisis wittgensteiniano, pues, tiene muy poco sentido en cualquier caso: más bien ninguno si pretende decir algo más que la vanalidad de que a los escritos de Wittgenstein se les quiere llamar «conservadores». Si lo que desea es valorar algo, puede hacerlo, por supuesto, desde su punto de vis ta, consciente sin embargo de que ese sentimiento vale igual que cualquier otro y de que es además irrazonable e inexpresable. (7bdas las proposiciones valen lo mismo...) Es esta lógica implacable (porque es lógica, como veremos) a la que me refiero al decir que asusta a una cierta izquierda sentimental, por llamarla así, ahíta precisamente de la racionalidad pregonada: lo que rebosa de una indigestión racional normalmente es siempre el vómito de un cerebro enternecido. Lo duro es soportar la náusea en las entrañas, digerir los monstruos de la razón y que no salgan. Lo sentimental del intelectualismo de que hablábamos es eso: dureza hacia el interior para buscar la tensión clarificadora35; lo sentimental de las creencias ideológicas es lo otro: reblandecimiento de la razón por la expelencia sentimentalizada de sus tensiones. ¿Qué es, pues, lo que quiere decirse cuando se habla del «conserva durismo» wittgensteiniano, lo que hay detrás de ese oprobio? El lla mado conservadurismo wittgensteiniano es. en general, menosprecio
35 Decimos d u r e z a pero podíamos decir f r i a l d a d también. El sentido es el mism en este caso: « M i ideal es una cierta frialdad. Un templo que sirva de entorno a las pasiones, sin mezclarse con ellas» (V B 14). Tensión y no mezcla.
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por cualquier ideología. Eso es lo que creo yo que pone nervioso en este asunto, aunque es de esperar que no tanto después de las recientes evidencias del descalabro de la progresía de otrora. O nadie tiene razón en el mundo o todo el mundo la tiene, decía mos. (En el sentido de tener razón.) O la razón no existe o está en otra parte. Razón tendría sólo Dios, en tal caso, una voluntad onmímoda que dirigiera a su absoluto albedrío el universo y que para un no cre yente se convierte, como veremos, en su propia libertad absoluta, en su voluntad individual intransferible: yo soy mi mundo y mi mundo es el mundo. Ese es el «Dios» que constituye el reino de lo místico, que en cualquier caso está fuera del mundo y no pertenece para nada a él. Ra zón tiene cualquier cosa «divina» como el sujeto ético o como el pro pio mundo como un todo fatal: el sujeto ético es la imagen más directa de la voluntad omnímoda de Dios y el todo del mundo está ahí sin más, sin cuestión alguna, con la razón absoluta de la sinrazón total, idéntico al sujeto microcosmos que quiere lo que él es. El puro y sim ple hecho absoluto de que el mundo sea, lo que sea, de que yo sea, lo que sea, es o encierra la razón última, la que sea, de las cosas: Dios mismo, lo que llamamos así, sea ese «Dios» el que sea, también, o lo que sea. Simplemente designamos así el hecho místico por antonoma sia de la sinrazón absoluta del mundo. Ese Dios es el que tiene razón. Todo lo que tenga que ver con ese Dios es «divino»36. Todo esto no es conservadurismo en absoluto. Es lógica, como ve remos. Y algo más crítico que cualquier progresismo, en los que suele esconderse siempre algún dios más peligroso. Dejar la razón exclusi vamente a nuestro Dios es dejársela a nadie o a cualquiera, es decir, quitársela a todos, a todo y a cualquier dogmático, se crea o no se crea Repilo con Wittgenstein: «El modo en que usas la palabra “Dios” no muestra en quien, sino q u é piensas» (V'/? 97). Dios en lodo este libro es «Dios»: no es una referencia
objetiva sino lógica, cultural o lingüística, como se quiera: dicho de otro modo: no perte nece al primer mundo de Poppcr. tampoco al segundo desde luego, sino al tercero: o de otro: no está en el ciclo, ni en el corazón, sino en los libros... Mística o místico en este li bro significa sólo una peculiaridad cognoscitiva humana como otra cualquiera, ésta surgi da de la autodisolución del pensar racional por su propia lógica interna: la que hemos llamado «intelectualismo sentimental» por llamarla de algún modo. No es ningún arrobo scntimcntaloide ni ningún arrebol «míxtico». Esto ha de quedar claro. (Otra cosa es qué género de realidad pueda acoger un esquema mctateórico como éste de «Dios» y «místi ca»; pero ésa no es la cuestión para nada de este libro, que no tiene otros afanes que los epistemológicos...) Quizá insistir, de paso, con el mismo fin, en la primera frase de la In troducción al T racta tu s : «Posiblemente sólo entienda este libro quien haya pensado algu na vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos.»
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en Dios, sea o no sea simplemente retórico el discurso. Darle la razón a Dios es no dársela a nadie, sobre todo no dársela al mandón de tumo, sea quien sea y en el aspecto que sea, y por más que quiera hacerse el profeta de lo altísimo. Significa, insisto, quitársela en principio a todos o a cualquiera, o dársela a cualquiera y quitársela a nadie, que da igual. (La crítica absoluta a cualquier ideología en cuanto tal.) Efectivamen te, esto sucede además en principio, de principio y por principio, sin que ello dependa de ningún contenido concreto; es decir, absoluta mente, porque por la misma razón por la que no puede tener razón nin guno pueden tenerla todos. Se trata de una posibilidad o imposibilidad lógica: las proposiciones no pueden expresar algo más alto que ellas mismas. Darle la razón a todos y a ninguno o quitársela y dársela a la vez a cualquiera es algo muy distinto del conservadurismo. Es experiencia pura y lógica pura, francas y radicalizadas ambas: las cosas son así (cada uno piensa lo que quiere) y no pueden ser sino así (cada uno puede pensar lo que quiera). Más que de conservadurismo habría que hablar, en tal caso, de radicalismo crítico, anarquismo místico o nihi lismo filosófico, por ejemplo. Pero ¿para qué hablar de nada? En cualquier caso: no sería conservadurismo la demolición perma nente del sentido mismo de cualquier poder doctrinario, moralista, autolegitimador, de cualquier poder que vaya más allá del negocio de los hechos; de cualquier poder, sin más, porque todo poder tiene de algún modo pretensiones trascendentes o impulsos fundamentalistas. Lo que, en este sentido, puede justificar al poder político (el poder público es el poder por antonomasia en el mundo, es decir, absolutamente gratuito y gratuitamente absoluto) son técnicos profesionales y no ideólogos o mesías, managers de la cosa pública y no predicadores del pueblo, gentes que se limiten a actuar en el mundo con lógica-razón-ciencia y no saquen sus narices fuera del tiesto de los factos con amonestaciones ideológicas sobre el tipo de valor superior que sea de las cosas; que se limiten a actuar en el mundo y no pretendan dar sentido a la vida: a la vida de los demás, sobre todo, en beneficio del mundo propio. Lo ma lo es que la masa infeliz enajenada (si no, no sería masa) elegirá siem pre, por principio y por lógica también (porque es m asa'7), a los mayores charlatanes, que, si no, tampoco serían los mayores charlata nes (porque no explotarían ideológicamente conciencias).17
17 No tendría por qué serlo. Todos podemos, sin embargo, seria.
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Para que así se cierre el círculo del absurdo de la incontinencia lingüística y se repitan eternamente sus rodadas, como castigo pór el pecado original humano del hablar a pesar del atragantón de la man gana. (Porque lo malo no fue el comerla, la desobediencia, sino el creerse que serviría en serio para algo, la tontuna.) Está en los mi tos. (También en el del barco a la deriva del tiempo de Cronos de El político.) El castigo es dejamos en nuestras propias manos, abando namos a nuestras palabras, confiamos a la razón. 5.
LENGUAJE NEGATIVO Y LENGUAJE DE PODER
¡Y a la conciencia de esta sapiencia universal humana, siempre antigua y siempre nueva, llaman despectivamente conservadurismo! Toda prédica política, religiosa, filosófica, también esta mía™, si pretende ser ideológica, convocar el silencio o ser usada así para el re lleno de conciencias, no es sino moralina, lenguaje-basura. Sermones, mítines y disertaciones a esa altura significan el lenguaje de Babel, la madre de todas las rameras: una felonía esencial. A no ser esta humilde38
38 ¿Cómo se puede salir de este círculo del decir cuando con las mismas palabras di ces que no se puede decir nada? No se puede salir pero hay consuelos. Puedes d e c ir que hablas lógicamente, es decir, desde la generalidad de las cosas (como es el caso ahora de las ideologías), sin descender en particular a ninguna: en esc caso, nunca se abandona el plano lógico por el ideológico ni por el empírico: se puede hablar entonces, porque, ade más. en último término el lenguaje lógico, precisamente por su querer decir la esencia (posibilidad lógica) de las cosas, acaba aniquilado en sí mismo (tautología) antes de o al contravenir sus reglas, y justamente así y entonces muestra nada menos que la esencia del mundo y del lenguaje: en este primer caso no hablas tú, es el mismo lenguaje el que se dice: la compulsión lógica domina este decir. O puedes d e c ir que hablas místicamen te, es decir, consciente de no decir nada, o mejor, con un lenguaje negativo que sabe de su única capacidad de expresar lo que no es la cosa realmente; por eso esc lenguaje ne gativo es siempre automáticamente crítico con lo que dice, y con su mismo decir sobre todo; es un hablar en primera persona, una acción tuya más, de la que sólo respondes tú, tu decencia, cuyo decir es de tu absoluta responsabilidad ética. De todos modos, tanto en uno como en otro caso, a lo mejor se muestra cómo dices lo que dices, o cómo dices que dices lo que dices, o... H e a h í e l c o n su e lo , d ig a s lo q u e d ig a s : q u e a p e s a r d e rodo se m u estre a lg o .
Por si fuera poco, en casos como éste queda la mísera disculpa de que hablas por otro o de otro (desventurado consuelo el del comentarista): quien perdió aquí el paraíso fue Wittgenstein, yo también tengo el mío que perder, o perdido ya, pero en cualquier caso es otro. (Arriba decimos todo esto de otro modo. Para que siga el rodar infinito del lenguaje.)
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y realista conciencia wittgensteiniana de que de ciertos temas no tiene sentido hablar aunque hables o, mejor, de que hay que hablar aunque no tenga sentido lo que dices (sí lo tiene el hacerlo, el hablar mismo, el lenguaje como acción: aparte de por el mostrar que así conlleva, por la sencilla razón de que si lo contrario de hablar es callar, para callar hay que hablar primero y viceversa); de que si tiene alguno, tiene el míni mo y nada más, porque eres tú el que hablas y en tu nombre, y porque dices lo que piensas: porque es veraz, auténtico, decente, retórico de veras y no dogmático, sin pretensiones de valor (absoluto) alguno y no pretenciosa, vanidosa, magisterial y babilónicamente verdadero. Por que gritas de inquietud, y no de razón, en un concierto de desesperan zados, tan conscientes y celosos de su desespero como tú, a los que no puedes (ni quieres) adoctrinar en nada, sabiendo que la primera condi ción para entender algo es haberlo pensado uno mismo antes o habér selo cuestionado al menos. Porque tu lenguaje, que sabes inapropiado y absurdo, es sólo crítico, absolutamente crítico, es decir, crítico radical a la totalidad de la cosa, sin ningún argumento por tanto que tenga que ver con los hechos; crítico desde los conceptos y con los conceptos (el con cepto es la forma o la variable del uso de su término), es decir, críti co del mismo conceplualizar, de sí mismo como lenguaje y como lenguaje crítico. (La vorágine del círculo.) El lenguaje crítico, así, no inventa teorías ni cosmovisiones, ni procura doctrina positiva al guna: Wittgenstein, en tal caso, inventó un método y no un sistema de filosofía, que no tenía para él contenido ni lenguaje propio. Yo no puedo saber lo que es nada de fuera del mundo — los valores, por ejemplo— , pero sí puedo saber lo que no es: nada de este mundo. Como lo que sé lo sé además por lógica, porque he recorrido antes este mundo entero (en la totalidad, no en sus partes), puedo permi tirme criticar a cualquiera que vaya por principio contra su propia razón (mundana, lógica), aunque el roce con los valores por más que negativo parezca impedirme hablar. Como el «saber negativo» de la tradición (probablemente el culmen del espíritu humano) este lenguaje crítico y autocrítico, absolutamente crítico, es lenguaje ne gativo. ¿Por qué ha de asustar este concepto, si no asusta el otro? ¿Es lógico que el susto, y sólo él, lleve a despreciar esto como con servadurismo? Sí, es muy «lógico», demasiado en este caso: como va contra intereses creados más que lógico es automático; en un sentido o en otro sigue la misma lógica que la de antes entre la masa y el charlatán: dialéctica automática, que al fin y al cabo es lógica.
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Este lenguaje crítico y negativo es además absurdo a conciencia. A conciencia de su pseudosentido. A conciencia de que inevitable mente hay que hablar para que haya silencio o nombrar el silencio para que lo sea. Inevitablemente hay que hablar para decir que no se puede (como, hablando de inevitabilidades, inevitablemente habrá que morir para saber qué es vida). Y viceversa. La doble dirección (leí «viceversa» en cualquier aspecto humano (ésa es nuestra provi dencia original: la del círculo) habla de la nihilidad absoluta, en lo absoluto, de cualquier cosa: no hay razón ninguna sino las pequeñas razones del tinglado en que cualquier cosa sostiene a cualquier otra, y viceversa. De modo que la autoconciencia de absurdo del ejercicio del lenguaje y del lenguaje mismo no es nada más que un ejemplo de consciencia clara de la condición humana. ¿Es esto conservadurismo? Yo lo llamaría autenticidad. sinceridad, honestidad, en una palabra claridad vienesa. Desde estos presupuestos lingüísticos tampoco la posición ética wittgensteiniana es conservadurismo, a menos que por conservaduris mo se entienda —como decíamos— desdén absoluto por toda ideolo gía... No es extraño que los agrios reproches de Habermas a los «neoconservadores» en la Paulkirche de Francfort levantaran en 1982 la polémica de la modernidad y posmodemidad; eso fue un desconside rado ataque a la conciencia en nombre de un lenguaje de poder sin senlido alguno, que bien (pero mal) hizo Lyotard en contrarrestar como lo hizo (no tenía por qué hacerlo). No creo que muchos hayan repensado las relaciones definitorias de la posmodemidad con lo sublime. Pero más fácil de entender es que todo lenguaje de poder es una na rración autolegitimadora, un gran cuento que no tiene más valor objeti vo que su subjetividad interesada. Esto es algo que parece evidente hoy día precisamente porque desde el pensamiento de Wittgenstein es algo lógico, lógicamente demostrable. El racionalismo no puede so portarlo: frente al brillo artificioso de la razón en las grandes historias, la oscuridad de lo sublime en las pequeñas; al final lo oscuro se hace claridad —por pequeña que sea la de una consciencia teórica nihilis ta— y aquel brillo se disuelve en las tinieblas de una razón instrumen tal y dogmática que ha de razonar con el poder. La postura ética de Wittgenstein daría al traste en la práctica con cualquier forma interesada de credo. No lo haría revolucionariamen te, es verdad, porque para eso se necesitarían otros ideales alternati vos de poder y de credo que imponer en lugar de los antiguos, tan
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poco justificables racionalmente como éstos. En salvaciones así, por un negocio fáctico, no cree ni puede creer Wittgenstein: hay que cambiar de modo general de vida, de gusto, de pensar, hay que cam biar de juego, cambiar la propia sintaxis, no los significados de lo mismo. Su eliminación de las ideologías es mucho más disolvente que cualquier revuelta empírica: demostrando la vanidad de sus pru ritos racionales las reduce en general al ridículo o evidencia su mali cia. Para ello no hace falta nada más que análisis lógico de su lenguaje a nivel teórico, y el subsiguiente desamor mayor y más anonadante — la ignorancia absoluta— a nivel práctico. En este sentido, si se atiende al discurso ideológico al uso con el ta lante crítico de quien busca el sentido (si siquiera se dice algo cuando se habla, condición previa de que lo dicho pueda ser verdadero o falso, como dijimos), tanto el sermón dominical como la disertación de pos tín o la perorata política, por ejemplo, resultan igualmente absurdos que divertidos al estilo en que lo es la actuación de cualquier profesio nal del disparate. (Aunque si uno piensa en la función propia de los re presentantes de Dios, de la razón o del pueblo, la cosa no tiene maldita la gracia.) Esa gente no representa en esos momentos nada: al nivel de engolamiento usual en estos casos ni ellos son representantes de nada ni nada hay que representar. Su lenguaje, por eso, es un puro despropó sito. Se sabe además que es necio o falaz porque no cabe lógicamente otra alternativa, cuando se incumplen todas las reglas del sentido, que la ignorancia o el cinismo. Con esa consciencia, de pronto, el que ha bla en la iglesia, el parlamento o la cátedra, todo serio, aparece como un títere moviendo la lengua, emitiendo ruidos en el absoluto vacío, pronunciando bobadas sobre lo que es o no es, sobre lo que debe ser y no ser, sobre lo mejor y lo peor, sobre el amor y la muerte: sobre sus propias gracias ante todo, que, como en el oficio más viejo del mundo, ha vendido y venderá al mejor postor. Cuando habla sobre lo que es no se le puede creer, porque vaya usted a saber por qué dice lo que dice, y cuando habla de lo que debe ser, su absoluta irrelevancia para ello con vierte su actuación en lo que decimos: una divertida, aunque penosa, ceremonia del absurdo. Lo malo es la clientela de Babel, decíamos, que, sin consciencia de nada, con su adhesión manipulada, alienada, sanciona y da enti dad a estas supercherías: en la mejor voluntad muchas veces, sólo que muy pocas suele advertir que ésa no es verdaderamente la pro pia. El descaro de los lenguajes de poder en el uso de las influencias — cada uno a su nivel— hacen de la «democracia», del «pueblo» o
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del «público» un sarcasmo sin más. Palabras hueras que para cual quier ser racional intelectualmente sensible ya antes de pronunciar las habrían de deshacerse en la boca como «hongos podridos». Pero parece que los modrige Pilze chandosianos fueran sólo un fruto prohibido en la Viena de Hofmannsthal y Wittgenstein; no para los profesionales de la explotación de las conciencias mediante monser gas racionales en el ámbito místico de la ética, estética y religión, es decir, no para los profesionales de la ideología — de la política, de la le o de la inteligencia — que han hecho de las grandes palabras va cías su mejor arma para el control y administración de la sociedad en el sentido de un nuevo feudalismo más hipócrita, pero no menos aprovechado, que el clásico. (La palabra en vez de la maza.) La clara conciencia de la absoluta gratuidad de las moralinas, de la absoluta gratuidad de cualquier sermón ideológico o narración cosmovisional podría ser aniquilante en la práctica, si se pusiera de verdad —justamente— en práctica. Perdería sentido de principio cualquier discurso no estrictamente fáctico, perderían sentido sus voceros y celebraciones y sólo quedaría la pedagogía ejemplar de la persona y de su vida, dedicada —de hecho también, no de palabra— a sus ideales: ideología encamada, vivida y sobre todo muda39. Bueno, o malo, soy yo mismo y nunca lo que diga: mi vida, mi ejemplo, mis sentimientos e intuiciones, en tal caso, que tienen que ver19
19 Wittgenstein ya deja muy claro desde el primer párrafo del prólogo al T ractatu s i|uc su filosofía no quiere poner un límite al pensar sino a la «expresión del pensamien to»; menos aún limitar la vida... Las digresiones filosóficas de Wittgenstein son «esen ciales». van a la posibilidad de las cosas, a su lógica o a su gramática. Los hechos mismos como el pensar o la vida son otro asunto que quizá resulte más interesante pero que no es objeto de la filosofía sino de la ciencia: los hechos mismos, el ser en esc senti do. y no su valoración, el deber-ser. que este no es objeto de la ciencia ni de la filosofía, sino del sile n c io . (Lo que el silencio implica es justamente lo que describe este libro.) Pero no por eso la práctica deja de deber ser de algún modo: de hecho siempre es de al gún modo y la elegimos de alguno. Lo malo es querer justificar racional y científicamen te esto: ésta es la necedad o malicia de esos lenguajes de poder. Al nivel del deber-ser de lu práctica no tienen sentido los conciliábulos de antes por unirla a la teoría, o viceversa: a este nivel ni hay teoría de la práctica, ni hay práctica de la teoría, simplemente porque no hay teoría alguna. (Hay práctica nada más, con un destino superior a la teoría, en tal caso: legitimar el silencio. Eso sí.) El compromiso sólo puede ser práctico. El nihilismo actual no es nada más que esta consciencia. No es conservador, ni neoconservador, por que su disolución no afecta, ni puede afectar a la práctica: sólo dice que teóricamente es imposible legitimarla. Para describirla está la psicología, la sociología, la antropología y demás historias. Eso no se niega.
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inmediatamente con ellos, pero no mi discurso, nunca mi razón o mi lenguaje. Sólo Dios, al que definimos también como Palabra, podría decir qué es el bien: porque lo que dice o su decir es Él mismo. Dios es y dice el bien, su decir y su ser son lo mismo, pero están más allá de toda razón y de toda lógica. Solamente a su omnipotencia puede atri buirse el que pueda hablar sin lógica, sin razón y sin lenguaje... Los dioses griegos eran caprichosos, maníacos; todos los dioses son irra cionales por definición, porque por definición no son humanos. El bien es algo supematural, no tiene que ver con ningún hecho del mundo ni con ningún cálculo humano racional en la teoría. (Llamar racional a la práctica ha sido siempre una metáfora.) ¿Es esta pedagogía ejemplar conservadurismo? ¿Es este desdén por la ideologías, esta resistencia festiva —pero grave— a los dis cursos de poder, la claridad y honradez de los lenguajes negativos, etc., conservadurismo? Wittgenstein, por ejemplo, prefería leer his torias policíacas o ver películas del oeste que leer la revista Mind, la biblia a comienzos de siglo de la nueva filosofía anglosajona, sobre todo de su beaterío analítico. Naturalmente esto no es una gracia o un chiste: el talante grave wittgensteiniano rarísimamente se permi tió esas cosas. Esto es verdad, es un hecho: en las primeras encon traba sinceridad, por más que ingenua, en la otra nada más que vacua presunción. Los cómics y westerns le parecían una modalidad simple y sencilla de enseñanza moral por la misma razón esencial que los relatos de Tolstoi o los poemas de Tagore: porque hablan el lenguaje sentimental e intuitivo (no necesariamente racional) de la vida; en todos ellos encontraba más sentido que en cualquier discur so filosófico en el marco de una supuesta teoría de la ética40. La creación literaria y artística es un medio de expresión de las cuestiones vitales y de su sentido más evocador que el de la filosofía o de la ciencia. Ninguno es apropiado, pero el lenguaje de la literatura y del arte, como el de cualquier fábula moral, parece que está más cerca del sentimiento y de la intuición, y por tanto de lo sublime, con su len guaje modélico en la negatividad, conscientemente ficcional, cons cientemente absurdo, decididamente crítico en ese sentido41. Él es el
40 Clr. por ej. VB 110. 145; 64, 112. 41 La ficción estética es crítica esen cia lm e n te, es decir, puede serlo por su misma es tructura: tanto un arte clásico que describa la realidad como es (sórdida, cuando hace falta), como un arte romántico que la idealice (las utopías siempre han 9ido un enorme correctivo
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acceso lingüístico menos tosco — indirecto e inadecuado siempre— a lo indecible de la mística. Wittgenstein seguramente también se refería a ello de algún modo cuando escribió más tarde: «No hay nada más importante que la construcción de conceptos ficticios, que son los que nos enseñan a comprender los nuestros»42. Festivo o no, remitido a la ficción o no, en la práctica el modelo crítico de Wittgenstein no se puede tildar displicentemente de conser vadurismo. No conserva absolutamente nada: en el camino de perfec ción de la mística a lo absoluto se pierde o se olvida absolutamente todo. Es verdad que este modelo crítico deja al mundo como está, pero es verdad también que sólo él puede darlo la vuelta. Dejarlo de verdad como está, hasta que se pudra, o cambiarlo de verdad, hasta que sea otro. (El otro es el mismo visto desde una perspectiva absolutamente diferente. Aquí no se va a ninguna otra parte.) Olvidarlo de verdad, hasta que se consuma en la propia lógica entrópica de su juego, o cam biar éste. La opción mística es siempre total. Conservadurismo sería más bien la progresía racional o el revolucionarismo iluso, como ideologías, porque ambos son relativos al juego del poder. Precisamente por la relatividad de su juego: porque su pro gresismo o su radicalismo son interiores a unas reglas que nunca cam bian. Lo que cambia, cambia sólo para su fortalecimiento. Esas reglas se instalan inocente o cínicamente como universales: son el recinto de lo razonable. La progresía razonable se fija objetivos de desarrollo pau latino de lo mismo (el progreso hacia sí misma) y el revolucionarismo quiere dar a todo la vuelta para que todo siga siendo lo mismo (la vuelta ele la tortilla). Éste, porque quiere desbancar el poder para tomar su
ilc la praxis: frente a ellas ninguna realidad es buena). La ficción estética es consciente de su ilusión, no la científica: ficción son ambas. (Nietzschc.) 42 VB 141. El mismo papel que para el primer Wittgenstein cumplen las narracio literarias lo cumplirán para el segundo los innumerables ejemplos y juegos de lenguaje, en cuya descripción incansable hay que rastrear analítica y críticamente el uso o signifi cado de un término o concepto. Literatura o arte, ejemplismo o juego: la única salida de lu lógica de la razón científica. Salida que no lo es del todo porque en definitiva no hay otra salida del círculo que la conciencia de las innumerables jugadas del rodar en él. Esa consciencia ya es bastante cuando no es posible otra cosa. Juego y habla negativos, conscientes: se saben ficción o absurdo. Porque no hay salida racional ni lingüística de la razón y del lenguaje. («Todos los poetas son mentirosos». «También yo. Zarafustra. que soy poeta.») La mística no es una salida a ninguna parte («salida» es un concepto ra cional), es un camino de sublimación en lo absoluto. Tampoco es muy seguro que la muerte lo sea como veremos.
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puesto. (Por eso justamente, por esa maldad o simpleza, hoy por des gracia ya no es posible imaginar la revolución ni en concepto.) Aquélla, porque sólo lo crítica hasta cierto punto mesurado «estético»43. (Como compañera de viaje.) Así queda bien una y queda bien otro, ambos si guen su juego racional. Eso sí que es conservadurismo: la progresía cambia un poco para que nada cambie y la revolución cambia sólo de jugadores en provecho propio. Y mientras tanto que siga el baile... La postura wittgensteiniana es una crítica a la totalidad, una crí tica en principio, de principio y por principio —como decíamos — a toda ideología en cuanto tal, que no parece pues que deje las cosas como están más de lo que lo hace el progresismo. Pero además los recelos que despierta en general este tipo de pensar por ciertos recuerdos malhadados son injustos. La mística no es irracionalismo. El absurdo místico no tiene nada que ver con el mundo. Irracionalismo y peligro sólo hay en la pretensión de uso racional de los valores, de su aplicación inmediata al mundo (del uso trascendental de la ilusión, diríamos) ya que por su misma im posibilidad lógica esta pretensión no puede crear más que mons truos (engaños y m entiras esenciales). El irracionalism o es el cálculo racional de lo inefable, su incrustación forzada en lo empíri co, es decir, su aplicación inmediata a la praxis con fines racionales y racionalmente perseguidos. Los Konzentrationslager o los Gulags fueron planificaciones racionales de los valores. ¡Vaya que sí!44. Eso es lo malo, que la razón se ocupe de lo eterno, que pretenda introducir los valores en la empiria del mundo. (Como quiere hacer la religión con Dios, por ejemplo.) Los valores sólo están ahí para tu felicidad, para tu perspectiva íntima de las cosas. Los valores son
43 ¿Qué estética es ésa que nada tiene que ver con la desmesura, sinrazón o el a r r e m e te r místicos, de camino a una serenidad feliz en lo eterno? Esa justamente es la mala comprensión de la identidad entre ética y estética: la ética del diseño, del diseño racional. (En relación con la progresía: la del compromiso orgánico. Ni una ni otra son malas ni buenas: entran en la lógica de juego de un modo de vida a la moda. ) La armonía, propor ción, equilibrio, canon, etc., de la estética, su afición normativa — que compane en gene ral con todo lo místico— no es racional. La estética no es un baremo racional. Como decíamos, a su mirada eterna, tanto realista como idealista, las cosas siempre son y pue den ser esencialmente distintas. Es la mirada del deber-ser. justamente, diferente en a b s o lu to al ser por definición y concepto. Esa mirada siempre es a b so lu ta m e n te crítica. Ésa es precisamente la función de los valores. (Una función de consciencia.) 44 Cfr., a propósito, Wolfgang Sofsky, D ie O rd n u n g d e s T e rr o rs , d a s K o n z e n tr a tio n s la g e r , Fischer, Frankfurt, 1993.
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una mirada eterna al mundo desde una perspectiva superior, mien tras la razón es una mirada interesada a los valores desde abajo. (Los usos que se han hecho de Dios por ejemplo.) Aquí está el peli gro, como digo, en el uso racional que se haga de ellos: porque en tonces explosionan la razón en su normal camino. Sólo en ese caso, a propósito, el místico puede hacerse revoluciona rio de verdad, cuando ve atacado su murallón eterno por la intromisión de los señores de lo empírico que quieren justificar —para bien o para mal, da igual — su práctica. Cuando quieren hacer racionales los valo res y usarlos a su gusto. Por ejemplo, cuando un político normal (no hace falta que todos las que apliquen esa técnica sean criminales), cre yéndose por encima de las leyes de la lógica, no se limita a su oficio de administrador de la empiria sino que quiere además legitimarlo ofician do de mesías, adoctrinando al electorado con peroraratas sobre el bien v el mal. (El mercader que merca en el templo.) Sólo en ese caso puede incidir el arrebato místico, como desprecio manifiesto a esos hechos, haciendo patente su alejamiento del mundo. Por lo demás está muy bien tras sus murallones. El camino a lo absoluto es absolutamente individualista, una op ción absoluta del individuo a la felicidad. (Lo absoluto no tiene condi ciones, limitaciones ni referencias, pervive único, disuelto en lo posible de cualquier relación con nada.) Esta opción espiritual no cho ca con la empiria sino cuando la empiria quiere introducirse en ella. Para el bienestar y desarrollo social se basta — y sobraría— la ra zón y sus leyes, la racionalidad o la legalidad en todos los ámbitos. Ra cionalmente aplicadas, la ley y la técnica han de bastar para la bonanza social. (El tedio áureo de las sociedades avanzadas del primer mundo.) Ll progreso racional en lo legal y lo técnico es tan obvio como su falta ile sentido último. (Nosotros hablamos del camino a la felicidad.) Lo que no se puede confundir es la ley y el valor, la razón de los hechos y la sinrazón de lo inefable, la facticidad del ser y lo eterno del valor. Los valores pueden servir sólo de orientación íntima de estas leyes cuando el legislador los tiene dentro. (De ahí el interés social de una pedagogía de la libertad, ejemplar por parte del pedagogo y no sólo li bresca.) El valor es inmediato a la conciencia individual, no es un bien social ni un instrumento de progreso social o político. No se puede po ner sino mediatamente en la práctica, traducido a la posibilidad de re glas racionales que puede inspirar inefablemente en la conciencia. Estas reglas mismas han de establecerse racionalmente como de cos tumbre, es decir, sin otra mayor justificación que la del pacto humano
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de la razonabilidad. Los valores no pueden justificarlas a su nivel. Las leyes no se deducen racionalmente de los valores. No se puede funda mentar racionalmente la legalidad en la moralidad: la razón, en el ab surdo del sentimiento eterno. Sería una fundamentación sin sentido alguno. Nadie puede hablar en nombre de los valores. Los valores son indecibles. Nadie puede actuar en nombre de ellos. Los valores no son empíricos. La mediación esencial de la razón y de la legalidad para el hombre: el olvido de esto es el irracionalismo. El pensa miento místico no tiene nada que olvidar ni puede olvidar nada: es consciencia absoluta de la totalidad del mundo, que sólo supone los hechos en el vacío absoluto de esa consciencia. La mirada eterna no puede dirigir los hechos del mundo porque no los percibe sino en lo absoluto. No puede dirigir el mundo porque lo es en su totalidad. De todos modos, al individuo liberado en lo eterno siempre le que da la esperanza de que los demás emprendan su viaje. De ahí los afa nes de Wittgenstein de comunicar su mensaje a pesar de todo; de ahí su voluntad de ejemplaridad personal al límite de la posibilidad lin güística de mostración. (Pedagogía del ejemplo — una mostración práctica— con vistas a educar en la distancia de la libertad.) Todo orientado, tras una especie de psicoanálisis intelectual, a un cambio ra dical de modo de pensar o de forma de vida, que es lo mismo, a otra perspectiva de las cosas ya esclarecida, bien mística en el primer Witt genstein, bien realista en el segundo; ambas conscientes e inevitable mente críticas. Ambas lógicas de base. Es verdad que el individuo liberado en lo absurdo para la razón tiene bastante con que cambie su mundo, es decir, su interior, su perspectiva de las cosas, que es la que constituye el mundo entero para él (el mundo en su totalidad o la tota lidad del mundo). Es verdad que su renuncia al mundo es absoluta, tanto que es como si no existiera para él (para él sólo existe en su tota lidad). Es verdad que tienes bastante con tu vida feliz en lo absoluto, que puedes olvidar la empiria en una palabra, en tanto que puedes se guir viviendo por la misma razón de que ya vives y por la que ya vi ves. Pero imagina el absurdo feliz de que los demás hicieran igual que tú en la práctica... Porque en la teoría todo queda muy claro: basta sublimar para ello el concepto de yo, como veremos, agrandándolo hasta lo absoluto. Co mencemos el camino por la lógica —que la hay— de todo esto.
III. ÉTICA Y LÓGICA: EL CAMINO «La ética ha de ser una condición del mundo, como la lógica»1.
A comienzos de los años diez, en su primera estancia en Cambrid ge, Wittgenstein visitaba muchas noches a Russell en sus dependencias del Trinity Callege. Una de ellas, cuando llevaba ya horas recorriendo la habitación una y otra vez de arriba a abajo sin decir nada, como al parecer era su costumbre, Russell le preguntó: «¿En qué piensa usted, Wittgenstein, en la lógica o en sus pecados?» «En ambos», contesto él. Esas eran efectivamente sus preocupaciones filosóficas, describióles en general como lógicas y éticas, trascendentales y trascendentes, científi cas y místicas; o lógicas y metafísicas, como escribe poco después en sus Notas de lógica de septiembre de 1913: «La filosofía consiste en lógica y metafísica; la primera es la base.» Aunque él mismo se da cuenta en el verano de 1916 de que su trabajo va extendiéndose de la lógica a la metafísica, el papel de la lógica permanece y permanecerá siempre central: es el gozne sobre el que gira todo el edificio intelectual o su base entera, tanto de la metafísica como de la ciencia, como de la filosofía misma en tanto análisis critico del lenguaje (bien fuera estric tamente lógico, en el logicismo de esta primera época, o bien gramati cal en un sentido lógico más lato, en la segunda). La lógica es trascendental, constituye el mundo, el lenguaje o la ciencia, cuya estructura intema y límites extemos coinciden en todos ellos con los suyos. Es la lógica quien los establece o la razón desde su formalidad lógica, digamos. En estos ámbitos de sentido racional toda esencia es lógica y no puede no serlo porque la lógica es el tratado de toda posibilidad. De toda posibilidad y de toda legaliformidad, de ma nera que de algún modo, sin olvidar nada de lo que hemos dicho en contra, la necesidad lógica ha de tener que ver con el deber ético\ o di gamos mejor que cuando menos es una buena imagen — lógica— suya. En efecto, basta equiparar de algún modo la formalidad o la necesidad
1 S c h rifte n 7. 172. [67|
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lógicas constitutivas de toda legaliformidad con la voluntad de Dios —definida siempre de modo semejante: la legalidad universal o el mo do como se comporta todo— para que la lógica se convierte en un cri terio absoluto de juicio con el que podemos estimar incluso nuestros pecados. Entre nuestros pecados éticos y nuestros fallos lógicos a pesar de sus distintos niveles habría una correspondencia inequívoca, dado que ambos, malos usos de los mandamientos o malos usos del lenguaje, son en el fondo violaciones de una misma legalidad universal formal2. Todo apunta a que hay un sentido de la lógica superior al de su mera constitución trascendental del mundo. Criterio absoluto de juicio en este sugestivo sentido o no, en cual quier caso «la lógica ha de preocuparse de sí misma» (77? 5.473). Parece que, al menos a este nivel fundante racional, nada hay más básico que ella. Ya hemos insistido en que toda vivencia mística tiene un fondo ló gico del que sale, en que el único camino a la mística es la lógica, etc. Si ese camino significa en Wittgenstein un progresivo alejarse de la ciencia por la insatisfacción que le produce el que no roce siquiera los proble mas de la vida, no así de la lógica, que como esqueleto o armazón de la ciencia (del mundo y del lenguaje) lo acompaña en la lejanía y perma-
2 Fuera o no tan gráfico como esa especie de confesor lógico que quiere Shiel (citado), seguro que en este indudable acercamiento entre ética y lógica, aludido por el propio Wittgenstein al hablar de ambas como condiciones de mundo, hay mucho de la idea de Weiningcr de que «lógica y ética son en el fondo una y la misma cosa: deber frente a sí mismo» (G e s c h le c h t u. C h a ra k ter, o. c ., 207 ). Weiningcr equipara las dos disciplinas normativas en un sentido que conviene tener presente para el desarrollo pos terior de estas páginas: «No hay más obligaciones que las que uno tiene en relación consigo mismo, deberes del yo empírico respecto al yo inteligible que aparecen en la forma de los dos imperativos ante los que todo psicologismo se cuba* siempre de ver güenza: en forma de la legalidad lógica y de la legalidad moral» (ibídem 206 ). Todo ello gira, además, en tomo a la tarca más difícil, más grandiosa y más meritoria del hombre: la de no engañarse a sí mismo {V B 71). Weiningcr ya lo sabía: «Desconfianza de uno mismo es la condición de toda otra desconfianza» (ibídem 65). De la descon fianza en la gramática, por ejemplo, que para Wittgenstein era — a su vez— la primera condición para filosofar ( S ch riften /, 186). La idea de que lo ético, por otra parte, se muestra en el lenguaje y no p o r él (D F 127). mostración parece que típica de lo lógico en su lenguaje tautológico (77? 6.127.6.22), acer caría también la ética a la lógica, aunque éste es un punto oscuro que el T ractatu s ya no re coge (6.43, 6.522). Para la curiosidad filosófica sería muy satisfactorio que Wittgenstein dijera claramente que p o r m e d io d e l lenguaje se muestra lo que el lenguaje dice y puede decir (la ciencia inmanente al mundo) y que en él mismo se muestra lo que ni dice ni pue de decir (la lógica trascendental y la mística trascendente). Pero eso nunca lo dice. (Vere mos esta cuestión.)
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ncce de algún modo —negativa, superada— en la nueva andadura, dan do coherencia a lo que son —por otra parte— propias delimitaciones suyas también en lo negativo: el silencio, el no-mundo y la sinrazón místicos. La lógica goza de una perspectiva total del mundo, como la ética, y, como ella, es también una condición suya. Pero el sentido no puede ser el mismo. Yo creo que se podía decir por ahora que la lógica es la condición trascendental del mundo y la ética, o ¡a mística en gene ral, su condición trascendente. Esto es lo que parece en principio. Diríamos que la ética contempla la totalidad del mundo con una perspectiva que también le permite volverse a «lo más alto» o, me jor, con una perspectiva desde dentro ya de lo más alto, mientras que la lógica ve el mundo desde sus propias fronteras, de espaldas a lo místico, de lo que ya no tiene perspectiva alguna pero que soporta justamente con su dorso. La lógica y la ética, como las dos caras o lados de los límites del mundo: interior y exterior. Si la filosofía limita por dentro lo indecible es precisamente por su método lógico: porque puede representar claramente lo decible aplicando el análisis lógico que la constituye. Todo el «saber» o «lenguaje» negativo y crítico sobre la ética o sobre lo místico, que hemos apuntado, nace de un proceso crítico de la razón a través del análisis lógico del lenguaje. Éste es el paso más allá de Kant que diera Wittgenstein en un mismo afán clarificador del ámbito del saber: se establecen los límites de sentido del lenguaje a través de un análisis estrictamente lógico-formal suyo y no los límites de la razón a través de una autocrítica, pretendidamente lógica pero con las limitaciones inevitables cuando se trata con entidades como las oscuras facultades del alma. ¿Qué es eso de la «razón» o del «enten dimiento», por ejemplo? (Preguntar por ello no tiene más sentido que preguntar por el «sentimiento» o por la «intuición». Todos son conceptos oscuros.) Desde luego, no significan objetos de experien cia contrastable, ni siquiera como estructuras lógicas. Si el pensamiento o la razón existen de algún modo, su manifes tación senso-perceptiva será en cualquier caso el lenguaje; y éste sí es un dato objetivo, analizable incluso formalmente con las argucias lógicas desarrolladas desde Frege en el intento de fundamentación lógica de la aritmética3. Es el mismo paso que Wittgenstein dio des
3 Cfr. T R 3 .1 ss, 4.1121. Hay que pensar en las ilusiones de aquellos tiempos pi neros del logicismo.
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pués también con lo místico: de los sentimientos e intuiciones eter nos de la mística, oscuros e inaprehensibles, pasa al mero análisis de los lenguajes éticos, estéticos y religiosos. Pero mientras que con el cambio del análisis de la razón científica al análisis de su lenguaje se aclaran las cosas porque ambos están al mismo nivel, con el otro cambio — del respeto mudo ante el sentimiento y la intuición místi cos al análisis desconsiderado de sus lenguajes confesamente absur dos— se desvanecen inevitablemente. En fin, más allá o más acá de Kant o de sí mismo, lo que me impor taba ahora era insistir otra vez en la no solución radical de continuidad del camino intelectual entre la lógica y la mística, por muy diferentes que sean, y en la función básica y central de la primera en todo el proce so racional de análisis del que surge —como lo otro— lo místico. (Esto, naturalmente, exige un concepto de lógica superior al ámbito del mero cálculo racional.) Lo respetable de Wittgenstein es que no se coloca nun ca en ninguna parte sin haber llegado antes a ella y sin habernos descrito —a su estilo— el camino recorrido hasta allí: un camino que siempre es lógico45. La no-teoría* ética no es en lo esencial un parecer personal y sentimental de Wittgenstein, surge más bien de planteamientos lógicos estrictos, casi como una secuela automática de tres momentos «raciona les»: el del análisis lógico del lenguaje llevado a cabo entre las proposi ciones 3 y 6.4 del Tractatus, el de sus premisas ontológicas, de la 1 a la 2.1, y el de las gnoseológicas, de la 2.1 a la 36. Veamos.
4 En esle sentido subrayo plenamente estas palabras de Nyíri. que abundan en todo lo que llevamos dicho sobre el papel de la lógica: «Más allá de sus valores inherentes la primera filosofía de Wittgenstein tiene especial interés porque reproduce el conflicto cosmovisional en un medio totalmente desacostumbrado, e l m e d io d e ¡a l ó g ic a m o d e r n a » («Das unglücklichc Leben des L.W.». o. t \ , I I I ) . 5 La llamo «no-teoría» en paralelo a su lenguaje negativo y crítico, del que hemos ha blado. ¿Quiere decir algo que la ética sea una «no-teoría»? Quiere decir muchas cosas, so bre todo que es por una teoría lógica estricta por lo que ella no es una teoría. O. de otro modo, que la ética es algo de lo que no se puede hablar excepto para decir (demostrar) que no se puede hacerlo: algo de lo que se teoriza su no-leoricidad. La ética, como lo místico en general, surge en el mismo instante de disolución de la lógica: al decir que no se puede hablar de ella. La ética es una teoría superada en lo negativo. De algún modo ha de quedar en ella la advertencia teórica de lo que se puede y no se puede decir, la conciencia teórica de los límites. (El espíritu humano es una unidad.) El que algo no sea un hecho del mundo también pertenece a su posibilidad y por lo tanto a la lógica o teoría del mundo. La ética como negación de la lógica pertenecería al camino dialéctico del espíritu a lo absoluto. 5 Estas premisas sólo son anteriores a la hora de presentar los resultados en el T r a c ta tu s , pero no en la deducción esencial de sus pensamientos o en su genealogía
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I.
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EL «QUE» Y EL «COMO»
Digamos antes que es una solemne tontería pensar, como a veces se dice, que se deba completamente a su extraña vida e idiosincrasia el que Wittgenstein se sintiera impotente para encontrar un deber por el que mereciera la pena luchar contra el es fáctico. En último término to do se debe a la vida, no cabe duda, pero en Wittgenstein, en este punto al menos, hay que suponer además un imperativo lógico. La lógica prohíbe cualquier indagación racional del deber: detectarlo y hablar de él, además de una impotencia vital —si se quiere— , es una imposibili dad lógica. Eso es lo que ha de quedar claro: para encontrar un deber primero habría que identificar y definir un valor y eso es imposible por propia definición. Los deberes o valores que sentimentalmente le im pusieron los avalares de la vida, bien explícitos a ese nivel obvio, Witt genstein sí los encontró, por supuesto, y hasta los defendió siempre. Pero no podía teorizarlos, ni siquiera hablar de ellos. Esa es la cuestión: que no puede justificarse teóricamente nada que supere el estatuto de la ciencia establecida. Y el deber-ser no entra en ella. Desde un punto de vista, no vale ninguna justificación; desde el oiro, todas. Lógicamente no hay valor alguno, prácticamente cualquie ra. Es decir, en este mundo no hay valor teórico o absoluto, sí lo hay práctico o relativo. A nivel práctico todos elegimos y hasta nos vemos obligados por la vida misma a elegir algo, cada uno lo suyo y sin ma yor justificación que la suya propia; pero el valor no trivial es el otro. Es verdad, efectivamente, que la vida, sobre todo la vida en el frente de la Bucovina y de los Balcanes en 1916, hace consciente a Wittgens tein de las limitaciones de la lógica. Pero esto sucede precisamente por que ha llevado con consecuencia hasta el límite el pensar y ha visto con claridad en su carne y en su espíritu —atormentados hasta el miedo y la angustia más amargos y que ningún consuelo ni perspectiva sacaban de la lógica o de la ciencia— las secuelas, muy poco elocuentes y prácti cas desde el punto de vista ético o no trivial, de la lógica a la hora de plantearse el sentido de la vida y el modo de vivir. «El impulso hacia lo místico proviene de la insatisfacción de nuestros deseos por la ciencia».
electiva. Si a lo dicho añadimos que las proposiciones de la 6.4 al final tratan de lo que el análisis lógico del lenguaje desarrollado antes declara indecible y superior, lo místico, tenemos ya el desarrollo del libro al completo y todo su esquema lógico. (Cfr. mi «Introducción», en L. Wittgenstein, T ra c ta tu s lo x ic o - p h ilo s o p h tc u s . Alianza, Madrid, 1987, i-xxxii, xii-xxxi.)
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escribe ya el 25 de mayo de 1915. Aquellos deseos, teóricos sobre todo, que dos años antes le interesaban tanto como para dar senti< o a su vida y causarle preocupaciones sin cuento7... No es ni mucho menos, creo, que, dado que Wittgenstein pensaba por imperativos lógico-trascendentales del cómo del mundo que las cosas que son, son como son, sean también como deben ser o lo que deben ser, es decir, sean las únicas que tienen derecho a ser en la com binatoria ontológica de la posibilidad8. Quizá en la lógica divina del que inefable sea así. Pero aquí, para que sucediera eso, ese derecho místico a ser, esa justiñcación ética de la existencia, esa necesidad en la posibilidad originaria que supone el propio concepto de deber-ser habrían de ser lógicos también a este nivel fáctico en que nos move mos del como del mundo, en el que, sin embargo — ya digo que no sa bemos a otros niveles— , no hay orden de las cosas a priori. Es el apriori lógico el que constituye el orden relativo de las cosas del mun do, absoluto sólo para ellas, no para la conciencia, que parece superar los. Eso es lo inquietante y oscuro. Lo absoluto de verdad es que haya de haber siempre un orden. Ésa es la verdadera necesidad, que siempre está — injustificable— en el absurdo: una posibilidad de posibilidad, una posibilidad mística tras cendente de otra posibilidad lógico-trascendental9. En el mundo, en
7 S e h r i f ie n / , 143. Cfr. B R 20, 47. 48. 8 Cfr. M . Cruz, «De lo que no se puede...», o . r., 25. 9 TR 5.634. Antes de cualquier apriori lógico está el q u e místico, que es otro género de posibilidad superior a la comprensión de la lógica y por eso absurda para la razón. El T ractatu s dice que la lógica está antes del c o m o y no antes del q u e (5.552), pero también se pregunta cómo podría haber lógica si no hubiera mundo (5.5521). Parece, pues, que tiene que haber un mundo superior al co m o . Es claro que Wittgenstein se refiere al mun do en cuanto el hecho de su mera existencia nos provoca el asombro místico. Qué géne ro de realidad pueda tener ese mundo del q u e es una cuestión sin sentido, pero no cabe duda que tiene que ser alguna que posibilite este otro mundo del c o m o , constituido por la lógica, es decir posibilitado trascendentalmente por ella a su vez. (Una posibilidad de posibilidad o una posibilidad superior.) Pero si la lógica es el tratado de toda posibilidad (2.0121) e incluso algo lógico no puede ser sólo posible (6.3)... Está claro, pues, que to da posibilidad lógica, precisamente por su trascendcntalidad. ha de ser un hecho del mundo: los límites de la lógica y los del mundo, además, son los mismos: el recinto del co m o . Con lo que ló g ic a m e n te queda claro también que hay otro «mundo» y otra «posi bilidad»: el recinto del q u e . ¿Posibilidad mística y posibilidad lógica? La posibilidad ló gica es la legaliformidad universal del mundo. ¿Qué puede ser la posibilidad mística? La posibilidad de esa legalidad. El T ractatu s ofrece dos imágenes o aspectos de ella: lo que frente a la R e a litá t empí rica llama W irklichkeit (2.04 ss.) y el Dios de una armonía preestablecida de corte racio-
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efecto, antes de cualquier apriorí está el «que» indecible y absurdo. Lo inevitable en todos los sentidos no es cómo sean o que sean como son las cosas, sino que siquiera sean como son (como sean) y que siempre hayan de ser de algún modo (el que sea). Eso es lo inquietante. El de sasosiego místico no proviene de que sean de un modo o de otro, que eso no es más que el «como» establecido por la constitución lógicolingüístico-trascendental del mundo, sino simplemente del hecho de que sean, de que siquiera sean lo que sean: del sentimiento inefable de que están ahí absurdamente, independientes de mí y de mi compren sión por completo, sin justificación racional alguna. («Absurdo» no significa sino «sin sentido racional». Dentro del contexto de este libro no tiene el mínimo sentido peyorativo.)
nalista tradicional (5.123. 5.5542, 3.031). Ambos representarían el ámbito de una combi natoria superior a la de los hechos del mundo y su totalidad, el de la de la totalidad de los mundos posibles, no condicionada en nada por la empina. Frente al mundo, que es la to talidad de los hechos existentes, la «realidad» sería la totalidad de los hechos existentes y ile los no existentes, aunque en un sentido superior al juego en que la totalidad de los he chos existentes determina también qué hechos no existen. El Dios lógico — porque está entendido efectivamente desde la lógica— de la armonía preestablecida no sería mis que una imagen mística de ello, que corrobora la unidad inmediata de lógica y mística en este punto esencial. (Hay un sentido también en que la lógica es lógica superior.) Ambos con ceptos, «realidad» y «armonía preestablecida», mentarían un momento primerísimo donlie lógica y mística coinciden precisamente como condiciones del mundo, donde lógica y Dios se identifican en la posibilidad como conformadores últimos suyos. (Podía ser tanto la m a th esis im iv e rsa lis como la «mente divina» de la tradición.) Sería el recinto de la ne cesidad última de las cosas, que sólo es necesidad — absoluta y absurda, además— por que a esa lógica no llega para nada la razón discursiva. En el estaría — en el absurdo y lo absoluto, como vemos— el sentido de la vida... En el mundo uno tiene la impresión — a pesar de lodo su magnífico artificio racio nal— de que todo podía ser de otro modo, de que no hay ningún orden de las cosas a p r io r i : ningún sentido establecido. Lo inquietante es que, a pesar de los condicionamien tos de la necesidad empírica, a pesar de toda la legaliformidad lógica, sea posible la cxivriencia efectiva de la relatividad de todo ello (la del c o m o del mundo) en orden a otra necesidad superior (la del q u e del mundo). Sea posible que la lógica se supere a sí mis ma desde sus propios planteamientos (poique tanto la «realidad» como la «armonía» son conceptos de origen lógico) en una lógica superior, digamos. Sea posible la experiencia de la relatividad de la legalidad universal del mundo desde el sometimiento a su propia necesidad: es decir, sea posible desde los hechos una experiencia absoluta como la del sinsentido de ellos. Que un hecho empírico (nuestra experiencia concreta espacio-tem|toral de algo) se convierta en un hecho místico (nuestro sentimiento o intuición eternos de ese algo). ¿Qué lógica constituye ese «hecho»? (Porque todo hecho es lógico.) ¿Hay «hechos místicos»? ¿Hay una «lógica» de los «hechos místicos»? Hay que diferenciar entre la lógica misma y su aplicación, o entre Dios y lógica, entre la lógica y la lógica superada..., como intentamos arriba.
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El «que» completivo y no el «como» modal es, pues, lo inquie tante10. Las características que señalábamos antes de la ética y de la lógica pueden traducirse ahora a estos nuevos términos con ventajas para su discusión: podría decirse en principio que el «que» es el re ducto de la trascendencia y e! «como», el de la trascendentalidad. Es verdad que Wittgenstein dice que la lógica está antes del «como» y no antes del «que», y es verdad que se podría decir, en general, que el «como» es lógico y el «que» místico. Pero lodo esto está bien a no ser que tomemos en serio también, a pesar de que Wittgenstein no la recoja ya en el Tractatus, la frase que encabeza este capítulo sobre la analogía de la ética y de la lógica como condiciones de mundo y otra que sí aparece en él (6.421) afirmando con rotundidad que la ética es «trascendental» en contra de lo que había dicho el 30 de julio de 1916 de que era «trascendente», y con todo ello asimile mos en lo posible también la lógica en sí misma a lo místico. Por que entonces las cosas cambian a una luz más complicada, están más rotundamente presentes aunque a una luz más pálida. Veamos. La lógica en sí misma —otra cosa es su aplicación tópicamente trascendental al mundo, al lenguaje o a la ciencia— tampoco es expresable, se muestra en sus proposiciones tautológicas, modelo de mostra ción en el lenguaje, que no dicen nada, que no tratan de nada, que son la mínima expresión todavía del lenguaje (6.1 ss.). Las proposiciones analíticas de la lógica se dicen a sí mismas aunque este empeño las aniquile con virtiéndolas en proposiciones sin significado: se dicen a sí mismas sin decir nada; para decirse a sí mismas han de no decir nada, han de perder el sentido (4.461). (Parece que en el fondo del lenguaje no hay sino silencio...) Así cumplen además —es el único modo de ha cerlo— un imposible conato lógico esencial, paralelo al superior «arre meter» místico, de toda proposición de decirse a sí misma, de proferir su sentido esencial: la perpectiva desde la que contempla o constituye su hecho de referencia. El precio de ese envite imposible es que sea el último. (La proposición se hace mero espejo de sí misma: no dice ya nada, pero refleja, sin embaigo, todo lo que habría de decir.) El méto
10 Al hablar del «que» y del «como» me refiero naturalmente a dos conceptos wi gensteinianos por antonomasia (77? 5.552, 6.44). En expresión lograda, Chr. P. Berger {E rsta u n te V on veg n a h m en . o . c .y 166, cfr. 166 ss.) llama a este q u e completivo místico el D a ss-se in * que, desgraciadamente, en castellano no encontraría una traducción muy agraciada.
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do-cero, de anulación o de autoanulación, el NuUmethode de la lógica, por el que toda proposición para que de algún modo exprese algo esen cial al lenguaje o al mundo ha de convertirse en una proposición tauto lógica que no dice (describe) nada, es el más coherente para las proposiciones de la lógica que encierran las propiedades lógicas de to da proposición; propiedades que sirven nada menos que de armazón esencial al lenguaje y al mundo y cuya virtualidad suma en ese ámbito, por tanto, sería la más interesante de manifestar. Pero precisamente la superioridad de esa virtualidad impide a la proposición decirla, expre sarla descriptivamente en el lenguaje sin perecer a ese nivel de sentido en el intento: la proposición ha de convertirse para ello en su propia expresión lógica. Se convierte, por tanto, en una tautología que se muestra a sí misma: al hacerlo muestra así las propiedades esenciales del lenguaje y del mundo. Pero ya no dice nada. Eso es mostrar en el lenguaje: que sea el lenguaje el que se diga a sí mismo11 y no nosotros112 los que hablemos por él, que el mismo
11 En el fondo, en lo esencial (lo esencial es siempre lógico, como sabemos), debido a la B ild th e o ñ e del T ra cta tn s toda proposición se diría a sí misma (5.542) en el sentido de que muestra lo que dice (4.461). (La auloconcicncia acompaña a todo conocimiento en la gnoseología tradicional.) Dado que toda proposición es una figura lógica del hecho que constituye su sentido, al igual que la lógica entera es un espejo o un reflejo especular del mundo entero, basta que se muestre ella para que veamos en ella el hecho (basta con mirar, como siempre, a la lógica o al sujeto, el gran espejo, y no al mundo...); no hace fal la que diga nada y si lo dice, su propio decir es comprensible nada más porque está mos trando en su propia estructura eso mismo que dice. (En realidad todo decir es mostrar, que es lo que permite hablar de lenguaje más allá del lenguaje descriptivo...) Lo que dice el lenguaje lo dice siempre mostrándolo en s í m ism o , no soy yo quien dice o muestra por é l ( 5.541 ss.), a no ser el yo como sujeto lógico trascendental, metafísico microcosmos, que como tal significa un punto metafísico que encarna todo aquello por lo que el lenguaje di ce (muestra), que significa la totalidad hipostasiada de la esencialidad lógica del lenguaje, es decir, de la lógica misma como posibilidad de forma lingüística. (Por eso — como el lenguaje o como la lógica, con los que se identifica— el sujeto metafísico es un espejo del mundo entero o se confunde con él). En este sujeto, que es el mismo que el ético (¿qué otro sujeto hay sino uno en cada hombre?), mostrar en y mostrar por el lenguaje es lo mismo: él muestra en sí y por sí mismo. El lo es todo: lenguaje, lógica y mundo. Nues tra propia esencia superior, más allá del bulto empírico. (Pero esto nada tiene que ver con esas imágenes poéticas de que es el lenguaje quien nos habla... Lo que aquí se dice es al go lógico, ésa es la diferencia: no nos habla el lenguaje, ni nosotros le hablamos, porque so m os el lenguaje, porque so m o s lo mismo a esc nivel. En esc mismo sentido lógico esen cial el yo es el mundo. En ese mismo sentido la lógica es condición de mundo. ¿También es la ética en este mismo sentido trascendental? En eso estamos arriba...) 12 ¿Qué es eso de «nosotros» o de «yo», sin lenguaje, más allá del bulto empíri co? Nada relevante para la filosofía (5.641)... A propósito, cuando en general hablo
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lenguaje refleje — pictóricamente, digamos— las cosas y no haya mos nosotros de representarlas, o de representárnoslas, a través de él (4.121). Aunque en el fondo, por tanto, debido a la teoría del len guaje como figura de los hechos todo lenguaje diga y pueda decir algo siempre porque siempre muestra algo, ello, radicalmente toma do como en las proposiciones lógicas, supone su desaparición como lenguaje: la tautología y la contradicción muestran precisamente que no dicen nada, y eso, a pesar de ser otra vez un hecho negativo —referente al no-lenguaje, digamos— , es absolutamente relevante en el razonamiento que trata tanto de caracterizar la lógica en sí misma como de mostrar que verdaderamente ella es el último paso na ural a lo místico. Ese método-cero lógico de anulación de la decibilidad del lenguaje es su último estadio autofágico de autoaniquilación; de autoconsciencia, podíamos decir mejor. Si este estadio no es místico ya, está ya allí mismo, porque desde luego tampoco es convencionalmente lógico. Es como si la lógica pasara de algún mo do el portón de lo místico, no sé hasta dónde, igual que de lo místi co también podíamos decir que pasa el portón del mundo, de algún modo, si es verdad que la ética es trascendental. (Aquí debe de exis tir un terreno de nadie, como en toda frontera, entre los límites de ambos, terreno en que ambos se identifiquen, diluidos uno en otro.) La lógica pertenecería sólo al «como» del mundo y no a su místico «que», a no ser, decíamos, que en la trascendencia cupiera también la trascendentalidad, o viceversa... Es decir, a no ser que las condiciones inefables del mundo, que pueden cambiarle como todo (el mundo del feliz no es el mundo del infeliz), constituyeran también de algún mo do, mostrándose en el lenguaje a través de matices sentimentales y evocaciones intuitivas por ejemplo, nuestra posibilidad de conocerlo. Entonces sí, entonces el «que» entraría también de algún modo míni mo en el campo de la lógica en sí misma, equiparada de ese modo a la
de «nosotros» estoy hablando de «yo», sin ninguna veleidad social, sociológica, per sonalista, dialogista, piadosa, etc. El «nosotros» es sólo una licencia gramatical, sin otro interés aquí. O una función lógica, para que se entienda, sin mayor calado esen cial (no es una variable). L ó g ic a m e n te existe sólo el yo, que lo es todo; y empírica mente, el que haya muchos bultos humanos no tiene mayor relevancia f ilo s ó f ic a que el que haya muchas piedras, por ejemplo. Los solipsistas no son autistas. De todos modos, para la consciencia es muy conveniente pensar cuál es el estatuto del mundo más acá de la lógica... (Lo que hacemos en general en las páginas de este libro es pensarlo más allá de ella; y ahora mismo, en ella misma.)
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ética como condición de mundo, y el «como» pertenecería al ámbito de la lógica, en cuanto su aplicación genera en una operación sucesiva todas las proposiciones del lenguaje y todos los hechos del mundo. Pa ra comprender la lógica hasta el límite, como un eventual apriori místi co, haría falta experimentar racionalmente el «que» del mundo, que no es objeto de una experiencia clara y distinta así, sino de experiencias absolutas e inefables al límite de la razón (científica) justamente. Por eso no se comprenden muy bien las calidades místicas de la lógica, pe ro basta esta experiencia del límite para saber simplemente de ellas. Porque ¿qué otra cosa podríamos o interesaría saber al respecto? Ni las luces de la razón ni los consuelos de la certeza (la «epistemolo gía del cubo», que dice de Popper) son ningún bien en sí mismos: no pueden acercar lo absoluto más que mínima, negativamente, superán dose en tinieblas y dudas absolutas, en vivencias paradójicas como la muda experiencia del milagro wittgensteiniana a otra luz y a otra cons ciencia que las de Descartes. En tal caso, es preferible aquella clari dad vienesa tensa en el abismo, el «strahlender Sormenabgrimd» de Trakl, más cercana a lo absoluto. El como, el ámbito del saber claro y distinto, es ya un segregado trascendental de la lógica, posterior a ella misma: por él la lógica, en su aplicación trascendental, constituye el mundo fáctico y nuestro conocimiento de él13. Todo esto habría de cambiar nuestra perspectiva de la lógica y nuestro modo de hablar de ella, o de la razón, que hasta ahora sólo referíamos al cálculo o al análisis, es decir, a su aplicación lingüísti ca o científica. Lo lógico no puede ser coextenso e idéntico a la ra zón, la razón no puede ser comprendida como mero cálculo lógico. La lógica en sí misma o la razón en sí misma no pueden entenderse como meras posibilidades o potencias demostrativas; son, quizá, también, en algún aspecto, mínimo o no, condiciones de mundo pa
13 Cfr. TR 5.552. Que la lógica no esté antes del «que» (sí del «como») del mund habla de dos profundidades en lo místico, paralelas a las dos de la divinidad en la mística tradicional (recordemos que Witlgenstein era lector de Angelus Silesius): la última, abso lutamente alejada del mundo, absolutamente insondable, responsable nada más de su •que» originalísimo (la Divinidad, el Padre, la Nada, la Unidad, el Bien, etc.), y otra, ab solutamente diferente al mundo también, pero más cercana a el, es decir, actuando sobre él aunque a absoluta distancia (el Hijo Palabra, el Espíritu Creador, demiurgos, dioses, etc.). Ambas relativas al «que», por supuesto, no al «como», que es competencia exclusi va de la aplicación de la lógica, del mismo modo que, en el otro extremo, el «que» origi nal es competencia exclusiva de lo místico. Sólo esa segunda profundidad de lo místico, la segunda acepción del «que», sería el ámbito (místico) común a lógica y mística.
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ralelas a la ética y a la voluntad, y como tales algo habrán de contri buir a su sentido superior mismo14. Para eso ha de caber en ellas mismas todo el arsenal cognoscitivo o representativo humano: tam bién, pues, el sentimiento, la intuición o cualquier otra instancia que las supere en lo místico: siempre se tratará de una autosuperación, porque son ellas quienes tienen todo que decir en el «como» del mundo. (El «intelectualismo sentimental» del que hablaba al princi pio. Cosas de nombres, por lo demás.) En adelante suponemos qué hay detrás de este concepto: como de trás siempre de cada concepto, hay más complicación que claridad; las cosas no son de una pieza más que para una visión simplificada de ellas. Aunque sigamos hablando como hasta ahora respecto a la lógica y a la razón siempre estará (ya estaba) presente tácitamente la distin ción que hemos hecho entre ellas mismas y su aplicación, entre su re lación con el «que» y su relación con el «como». Respecto de lo primero sigue valiendo la imagen de antes: la ética contempla la totali dad del mundo con una perspectiva que también le permite volverse a «lo más alto», o mejor aún con una perspectiva desde dentro ya de lo más alto, mientras que la lógica como tal ve el mundo desde sus pro pias fronteras, en el umbral (ni dentro ni fuera, diríamos: de algún mo do dentro, de alguno fuera) de lo místico aunque de espaldas a ello y sin perspectiva alguna de aquello que soporta con su dorso. La ética es trascendental respecto sólo a la totalidad del mundo y por eso tam bién es trascendente a él; y la lógica es trascendental con respecto tam bién a las partes del mundo, por eso no llega a ser definitivamente trascendente a él sino que permanece en sus límites con perspectiva unitaria mínima —mínimamente alejada— sobre él. La perspectiva ética del mundo es más grandiosa que la lógica, más alejada. Algo así como la diferencia entre la razón y la voluntad schopenhauerianas, diríamos. Pero el mundo es tanto una cosa como otra: voluntad y representación, «que» y «como», lógica en un sen tido y en otro, lógica y ética, razón científica y razón pura, ciencia y mística, lenguaje y silencio, etc. Aunque con diferencias.
14 La misma distinción que se hace (S c h rifte n /. 171, 181. 183) entre volunta pura (ética o mística), que es el sujeto del mal y del bien, y voluntad empírica, que se disuelve en el acto de voluntad y con él en la acción misma, sería relevante también en este punto para la razón, sujeto (soporte o sostén) del sentimiento e intuición, en un sentido, y ciencia o lenguaje sin más. en otro.
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CONSCIENCIA Y LIBERACIÓN DEL CÍRCULO
Desde el juego lógico del «que» y el «como», de la trascenden cia y de la trascendentalidad se entiende mejor nuestra vida. Su puesto todo lo que hemos dicho al respecto, cualquier modo actual de ser de las cosas es un «como» fáctico, una totalidad de hechos, un mundo en general entre otros muchos posibles. Siempre podrá haber otro modo de ser, otro mundo que no se diferenciará nada de éste desde el punto de vista lógico más amplio, desde la lógica mis ma como condición total suya, la lógica del juego. Siempre el mun do estará organizado en un «así», siempre habrá un «como» de los hechos, siempre el mundo será un mundo y un mundo será el mun do. Todo sin justificación alguna: por encima de lodo dominando inefablemente el «que» inefable. Cualquier mundo da igual para la realidad, como cualquier hecho concreto da igual para el mundo; cualquier mundo o cualquier hecho estarán igualmente condicionados, constituidos o construidos por la ló gica trascendental del juego. Nunca pertenecerán a lo absoluto. Nunca ninguno valdrá nada. Nunca nada ni nadie será más que una regla de juego. Del que sea. (Ésta es la perspectiva lógica de las cosas, en cuanto constituidas lógicamente. Su perspectiva general en el camino místico es diferente, como veremos: en él las cosas no son ya un punto lógico del espacio lógico del mundo, dentro de él, sino que la mirada eterna ve a cada una como si ella fuera el mundo entero en el instante de su con templación. Desde la perspectiva mística las cosas no se ven perdidas en el mundo, sino que el mundo entero sirve sólo de trasfondo sobre el que resalta cada una en su unidad. Cosas del «como» y cosas del «que», diríamos. La cosa como objeto empírico trascendentalmente constituido o como categoría inefable trascendentemente sentida.) Desde el «que» del mundo, cualquier «como» suyo tanto desde el punto de vista lógico como ideológico es una construcción, un artificio coyuntural que se sostiene nada más que en sí mismo. Si además es pretencioso y dogmático, apologista y exclusivo, entonces es más: es ridículo. (El ridículo de un cualquiera enfático.) Siempre podría haber sido otro y no habría sucedido nada para lo más alto, ni para lo más bajo: el mundo hubiera seguido, ni mejor ni peor, puesto que el bien y el mal absolutos no lo rozan y en relativo los establece él. El mundo siempre es un mundo, un mundo cualquiera, pase lo que pase en cada época y en cada caso: una construcción lógica o ideológica cualquiera. /.Qué más da, para lo que importa? Ninguno es necesario. Lógicamen
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te todos son igual: uno cualquiera. ¿Alguien, por ejemplo, puede ver algún sentido relevante en la historia que no lo ponga él? ¿A alguien puede interesarle un mundo que no sea el suyo? Imposible; si le intere sa, ya lo es. El valor auténtico está en el sujeto que siente el mundo desde una perspectiva muda y eterna. En este círculo insoslayable de la lógica no vale de nada intentar sobreponerse a los hechos, para darles sentido último, hablando en nombre de Dios o de la razón. Por razones contrarias, no se puede ha blar en nombre de ninguno de ellos: en nombre de Dios, porque no se puede hablar, y en nombre de la razón, porque da igual lo que digas. En el primer caso no se puede justificar nada, en el segundo se puede justificar todo. Si lógicamente el hecho lógico del juego es insupera ble, ideológicamente su consciencia —la consciencia del «que» y del «como»— es aniquilante: toda ideología es un juego, un «como». (No vamos a insistir más en ello.) En las ideologías cualquier pretensión de verdad no autorreferente es ilícita, cualquier arrogancia es ridicula. Basta no concederles el valor que no tienen para que su juego de poder se venga abajo. Y para eso es primordial la consciencia lógica del ine vitable engaño del juego y la conciencia moral de la malicia de su im posición. Pero con ella sólo destruimos la ignorancia o la malicia con respecto al juego. El juego es inevitable. Porque lógicamente no basta la consciencia, ya que lógicamente la consciencia pertenece al juego. Salir del círculo es lógicamente imposi ble cuando el círculo es el constitutivo de la racionalidad humana. O se amodorra uno en la inercia de sus eternas rodadas y vive sin vivir en sí, o lo juega consciente de su vorágine. Parece que con dignidad sólo se puede vivir jugando así, conscientes, con un añadido trágico a esa cons ciencia, es decir, arremetiendo consciente y desesperanzadamente con tra los límites del círculo. Así es el arte, por ejemplo, modelo de cualquier ocupación mística, siempre creadora, vital. O así es la ética: conciencia lógica de que no hay salida de los hechos y el añadido trági co de la rebeldía porque esto sea así. Ambas cosas, consciencia y trage dia, proporcionan un sentido peculiar de los hechos: el místico. Pero no puede haber salida de la condición humana. (Entre otras cosas porque entonces no habría ética de verdad, y la hay, aunque no sea una teoría.) No hay salida de sí mismo más que la autoaniquilación, que no es salida alguna. Pero entre el amor, prototipo de esa consciencia mística desgarrada de todo lo que es vida en lo hu mano, y la muerte, negación grosera pero definitiva de todo, se jue ga nuestra existencia y nuestro pensar: entre el eras y el thánatos.
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No hay otros modos de romper el juego: consciencia trágica o muer te. Pero la muerte, como salida, no ofrece posibilidad alguna; y la consciencia, sólo en parte. (Advertencia repetida.) El que lógica o ideológicamente todo en el mundo dé igual o no valga nada (no tenga valor alguno) quiere decir que teóricamente es así y no quiere decir que prácticamente suceda lo mismo. Se trata de una crítica a un modo de comprender U\ razón y no de una crítica patológica a la obviedad de la vida. Prácticamente sucede todo lo contrario: no da igual un político que otro, como no da igual una mujer que otra o un jersey que otro, etc. /.Por qué? Por la misma razón que no da igual comer que no comer, o comer esto o lo otro. ¿Por qué? Ésa es la cuestión, inefable en la teoría y obvia en la práctica. En el mismo sentido, hay una discre pancia sorprendente entre los conceptos éticos que usamos en forma de decisiones morales cotidianas y el modo en que son discutidos en filosofía, por ejemplo15. ¿Por qué esa doblez? ¿La filosofía no tiene nada que ver con la vida en general? ¿O nada que ver con la vida que lleva el filósofo en general? Nada de eso. Es algo más profun do: el «que» y el «como», trascendencia y trascendentalidad, ética y lógica, amor y la muerte. Lo inquietante es sólo que en mil formas exista en el hombre esta doblez insuperable. Sea como sea, lo único que se dice aquí (y ello es la consciencia esencial constitutiva del nihilismo posmodemo, como dijimos: que hoy el pensamiento no puede ser sino critico y negativo) es que no hay justificaciones teóricas de nada que sea importante para el sentido de la vida y que justificaciones prácticas las hay todas, la que cada uno prefiera. Mi mujer puede ser para mí la mejor del mundo, pero parece ría grotesca siquiera mi pretensión de demostrarlo teóricamente. Se puede querer u odiar arrebatadamente a alguien, pero ya es más difícil demostrárselo o demostrármelo con razonamientos. Y si a pesar de to do pareciera demostrarse: o bien se trata de una demostración senti mental, aunque semeje otra cosa, o bien, si es lógicamente correcta, aquello no era más que amor u odio de este mundo. Para las cosas y momentos graves de la vida, sean malos o buenos, como para los lími tes punteros del pensar, nos faltan siempre las palabras, los conceptos.
15 Cfr. al respecto un interesante libro: Paul Johnston, W ittg en srein a n d M o r C h ílo s o p h y , Routledge, London/New York, 1989, 74 ss. porej. y pássün. Su clarificatoria distinción entre «conceptual and substantive issues» no vamos a discutirla ¿ujuí pero merece la pena.
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Esto es lo inquietante: la doblez de antes, ahora en la figura como dín del lenguaje y el silencio. La propia estructura racional de un dis curso, cerrada en sí misma, en sus estipulaciones de significado y verdad es siempre necesariamente (lógicamente) ajena a la vida y en gañosa con respecto a lo real. Ser conscientes de ello es sabiduría. Así sucede en el arte, en la literatura, en el reino espiritual de la ficción confesa. Ése es el único medio principial de emancipación, el único modo hoy día de ser, al menos, menos esclavos. Eso es ética: la con ciencia de aquella inquietud o la inquietud de esta conciencia; es lógi ca y sabiduría: consciencia con un «añadido trágico», decíamos. Parece que las características que la consciencia proporciona al sa ber —adornos en conjunto de la sabiduría— son la crítica y negación que veíamos antes en el camino del «como» al «que» más ese compo nente trágico que viene asomando siempre. Dejemos que éste siga ha ciéndolo hasta la evidencia y ya veremos entonces qué clase de tragedia es la ética, que nada tendrá que ver, por si acaso, con algo trá gico en sentido teatral —en el escenario de Éurípides— o psicológico —en el escenario de Hume— . En mística no nada hay trágico, ni có mico, en ella a este nivel de consciencia todo es lógico. En principio todo es lógico en la mística, así que comencemos por ahí: vayamos ahora a la base y contenido lógicos antes esbozados de la crítica y negatividad esenciales de todo lo ético, que es crítico y negativo ya —aunque nada más fuera— por la sencilla razón de que —como lo místico en general— no pertenece a este mundo. La lógica sí, pero también es el trampolín de su rebase. El lenguaje negativo de la lógica y el lenguaje en primera persona del individuo son las formas de la consciencia crítica y liberadora de la razón que se ofrecen desde la razón misma: autoconciencia crítica e in dividualismo radical. Esta consciencia es tal en cuanto permite de al gún modo la superación del círculo. La superación del círculo es la disolución del juego, y ésta, la de sus reglas. La disolución del círculo de las reglas cerradas de juego es disolución del sentido del lenguaje que pretende justificarlas, la aniquilación del lenguaje descriptivo que va más allá de sus posibilidades parlantes —siempre y sólo lógicas— e intenta hablar de lo que no puede: de sí mismo o de su justificación. Esta pretensión la paga con su propia disolución como lenguaje, es de cir, con la necedad racional de hablar sin decir nada. A cambio, el len guaje. cuando es consciente de estas limitaciones (si no, es ridículo) y habla conscientemente sabiendo que no dice nada, se recoge entonces
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en sus propiedades esenciales y en ellas precisamente muestra las de cualquier cosa de la que pudiera hablar sólo descriptivamente. La tau tología y el sinsentido del lenguaje lógico —que habla sin decir nada y en ese hablar sin sentido se muestra a sí mismo y al mundo— son imá genes lógicas de las propiedades eternas de la mirada mística. El lenguaje adquiere aquí un sentido superior negativo en la na da y en el absurdo, conceptos místicos por antonomasia, en los que se funda su uso crítico en el mundo. La autodisolución y el sinsenti do del lenguaje reafirman la condición humana limitada de la com prensión racional y del lenguaje descriptivo y diluyen la ingenuidad o el cinismo de todo inmoderado afán locuaz humano. Este afán, cuando, a pesar de todo, confesa y conscientemente se produce y re pite, se produce éticamente: sabe que como lenguaje no dice nada, pero que como acto de lenguaje, digamos, sí es significativo. Es co mo un acto de relación con lo absolutamente inefable, respecto a lo cual desde la lógica no cabe otra «religión» posible que la del silen cio: una instancia negativa como lenguaje pero positiva como con ducta. (Un lenguaje negativo y un acto de lenguaje.) El silencio es lanto más grande cuanto más cuesta callar o tanto más necesario cuanto más consciente se hace, de modo que por él el lenguaje reco noce también su cercanía o su lejanía al misterio. El lenguaje en primera persona, que no tiene nada que ver con el famoso tópico wittgensteiniano del «lenguaje privado», es un matiz añadido en la práctica a este lenguaje lógico y negativo en la teoría, que hace de él un verdadero acto público de lenguaje. Es el lenguaje ordinario auténtico, veraz y decente, de que hablábamos, del yo concreto, sujeto empírico y sujeto metafísico a la vez, del sujeto real de la vida, para el que no hay más verdad relevante que la corres pondencia consigo mismo, en la que muestra precisamente el senti do superior de las cosas de que habla: el que tienen para sí mismo. Hablando en primera persona el individuo realiza las características tautológicas y absurdas del lenguaje negativo de la lógica: no habla de nada sino de sí mismo, de su opinión sincera, de la que él mismo es el único responsable, sin pretensiones de objetividad alguna. Al menos no engaña, ni su falta de objetividad es mayor que otra allí donde no puede haber ninguna. (Este lenguaje tiene características religiosas porque de algún modo, como la religión, quiere traer lo absoluto a lo empírico; en este caso, traer o religar el yo místico al empírico para que aquél sirva de respaldo a éste, mientras éste hace de medio de la mostración de aquél en la empiria.)
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El lenguaje disuelto o superado con estos caracteres lógico y prácti co en una negatividad absurda y en una subjetividad absoluta, el len guaje racional al uso, explosionado por el «lenguaje negativo» y por el «lenguaje en primera persona», es el órgano de la disolución del senti do mundano. Corresponde a modos de acción lingüística que signifi can una conciencia superior al juego y sus reglas: en ese sentido son una ruptura de él y una apertura a un sentido más alto. No es una ética de entusiasmos la de Wittgenstein, desde luego, por más que se la cali fique de emotiva o emotivista y en cierto sentido lo sea. Más bien de ausencias. Los problemas se resuelven cuando se disuelven y sólo en tonces, cuando ya no son problemas, cuando ya no se pueden expresar en un lenguaje con sentido ni pueden esperar una solución racional, si de algún modo siguen inquietando todavía, adquirirían categoría ética. Así es. Todos los problemas dependen esencialmente del lenguaje y con la disolución del lenguaje desaparecen todos, menos aquellas cuestiones graves de inquietud mística que no preocupan empírica mente, no pueden formularse con sentido, ni hubieran podido llamarse en verdad «problemas». De ahí la importancia del lenguaje autodisolutor en la disolución del significado y de la objetividad lógicas: tautoló gico, absurdo y de mi propia y exclusiva responsabilidad. La autoinmolación del lenguaje libera a la lógica de todos los fantasmas agazapados en él (de todos los fantasmas) y deja el campo totalmente despejado para la inquietud verdaderamente ética en el silencio. Un problema no es problema si no tiene solución, porque eso quie re decir que su formulación no tiene sentido (77? 6.5 s.). Una pregunta no es pregunta si no tiene respuesta. Cualquier pregunta con sentido lógico tiene una respuesta igual, la que sea y como sea pero siempre una según las mismas reglas de cálculo y supeditada a ellas. (En este sentido, una respuesta siempre igual y sin mayor interés que el deduc tivo racional y lógico.) Para ello basta que pueda formularse correcta mente en el lenguaje: así entra en su universo de sentido, el espacio lógico, y allí necesariamente encuentra un lugar, si ha podido expresar se. Un lugar que no es el suyo, sino el de cualquiera como ella: el de cualquiera. (Lógicamente se supone que todo son reglas de juego o puntos del espacio lógico.) Lo importante lógicamente no es la pregun ta y la inquietud que muestra, que nunca son lógicas, sino las reglas que han de seguir en su formulación, es decir, su coherencia o sentido en un espacio lógico: cuando las reglas dominan se trata de un proble ma, cuando domina el interés superior de la cuestión se trata de un misterio, absurdo por demás.
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La autodisolución del lenguaje como tal libera de golpe de todos los «problemas»: he ahí la labor propedéutica del análisis lógico del len guaje o de la lógica con respecto a la ética, a la mística. Cuando un pro blema no tiene solución ni sentido lógico no es problema. Si a pesar de lodo sigue todavía en el corazón del hombre, ¡ah!, entonces comienza lo místico, por encima del sentido, allí donde ya no hay problemas sino misterios, no cuestiones lógicas sino absurdos, allí donde no hay preo cupaciones empíricas sino inquietud metafísica. «Sé feliz y no locuaz», es la máxima. Sólo el amor y la muerte están, y no están, por encima del mundo: «De ahí para arriba, amigo», es la sabiduría. De nuevo se muestra cómo una terapia lógica, de buenas dosis de análisis lógico del lenguaje, y nada más, es la mejor cura vital y la etí lica más revolucionaria y progresista, por disolutoria y absoluta, de to do abuso ideológico. Todo uso ideológico racional o lingüístico es un abuso y toda crítica en este sentido ha de ser absoluta y disolvente, ab solutamente disolvente. Sucede, en definitiva, que todo nuestro modo de ver las cosas y hablar de ello, un modo pretendidamente no trivial, es ya confuso de principio: simplemente porque sí, por evidencia lógi ca, en su misma sintaxis, talante, estilo. Eso es lo importante: no lo que se diga o se piense en cada caso, que da igual siempre y nos lo sabe mos ya todo a estos niveles místicos después de tantos siglos de repeti ción, sino cómo se diga, el marco general de ese decir o pensar. «El nuevo modo de pensar es lo difícil de establecer. Cuando se establece desaparecen los viejos problemas, pues se hace difícil volver a com prenderlos, dado que radican en el modo de expresión. Si se adopta uno nuevo, con el viejo ropaje desaparecen los viejos problemas», dirá Wittgenstein más tarde (VB 94). Lo importante, pues, no es lo que se diga sino un nuevo modo de pensar y de expresar el pensamiento, un nuevo estilo de plantear las cosas y preguntar por ellas. Una nueva sin taxis que dé al traste radicalmente con nuestra gastada y maloliente se mántica, fondón de la historia, por la que las grandes palabras, antes incluso de pronunciarlas «se descomponen en la boca como hongos podridos»16, como ya apuntábamos. Esa era la conciencia vienesa de comienzos de siglo, que si cabe podría ser más aguda hoy al final.
16 Eso hace decir Hofmannsthal a «Lord Chandos»: «die abstrakten Worte... ze íielcn mir im Munde wie modríge Pilze» [Hugo von Hofmannsthal, «Ein Bricf» (1901), en: ídem, W erke, P r o s a 2, Fischer, Frankfurt, 1951,7-22, 13]. Esta carta figu rada a Bacon de Verulamio, fechada figuradamente el 22 de agosto de 1603, es el pri-
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«¡Que seas feliz!» es lo único que se puede decir. No se necesita na da más en un hombre renacido: un buen deseo, ningún consejo, menos aún adoctrinamientos. «¡Sé libre! ¡Inventa!», se limitaba a decir en se mejantes ocasiones y por parecidos motivos Sartre. Porque, sí, da igual lo que se diga y la solución que se diga en cada caso. El razonamiento es el de siempre: si es un problema siempre tendrá una solución, una cualquiera, y si no lo es, entonces la solución sí que da igual del todo. Lo único preocupante es la maquinaria, la que crea todo este modo peri clito, gastado, aburrido de ver las cosas, que a su vez ha creado estas condiciones de mundo, con estas curiosas atribuciones sociales de im portancia y valor en que nos movemos, que asignamos a cosas y perso nas y malusamos de criterio para nuestros juicios de valor. No tienen por qué ser éstas. Podrían ser otras, de otro modo. De hecho, cada época tiene las suyas. Así que las importancias y valores importan y valen en general bien poco. (El ridículo de un cualquiera enfático, decíamos. Só lo el amor y la muerte, como agujeros negros de absoluto, están —y no están— por encima del mundo: la vida y la muerte, y porque sí, sin teo rías. Todo lo demás son intereses de andar por casa. Que están muy bien a su nivel. Lo malo es absolutizarlos. Pretender imponerlos en nombre de la objetividad en la teoría y en nombre de la felicidad en la praxis.) El cambio generacional de perspectiva demuestra relativamente es te general sinsentido de la supuesta objetividad dogmática. ¡Pensar que han muerto gentes por cosas de chiste hoy día! ¡Y que hoy estarán mu riendo gentes por cosas de chiste mañana! La evolución personal de las mentalidades y de la propia vida es aún más elocuente en este sen tido. ¡Cómo van cambiando las cosas! Y el carnaval intersubjetivo va riadísim o de actitudes, intereses, grandes gestos, opiniones, uniformes... No hay por qué empeñarse en justificar o razonar objetivi dad alguna en las opiniones y creencias. No la hay, entre otras cosas porque es imposible, y porque además pensar lo contrario sería cerrar los ojos al mundo. La objetividad se da sólo a niveles analíticos o tau tológicos del pensar, puramente formales, en los que ella demuestra su esencia: la identidad de lo mismo; porque la coindencia de dos o más cosas, personas o ideas es imposible a no ser en niveles también míni
nier manifiesto de la Modernidad o Posmodemidad del siglo xx, podíamos decir. Ella demuestra que Viena estaba ya preparada entonces para lo que hizo: para extender la crítica del lenguaje a lodos los ámbitos y contribuir con ello sustanciaimente a la consciencia crítico-nihilista de hoy. mística en su fondo si es auténtica, si es lo que parece o lo que dice ser.
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mos, que tengan que ver con aspectos muy básicos o instintivos de la vida, irrelevantes todos ellos éticamente: los imprescindibles para mantener una comunidad necesaria para la supervivencia del individuo 0 aquellos que atan a la tierra por condicionamientos naturales obvios. La ciencia formal es objetiva porque no habla de nada sino de sí misma. La ciencia natural es objetiva, más o menos objetiva, porque (rata de aspectos primarios y a niveles mínimos de sentido perfecta mente estipulados en los que es fácil ponerse de acuerdo (su autoconsciencia es ya más problemática: ética de la ciencia, política científica, teoría de la ciencia, etc.). Las leyes son objetivas porque necesitamos ponemos de acuerdo en que lo sean. Etc. Pero la felici dad no es objetiva en sentido alguno. (Como el amor y la muerte.) La objetividad, pues, aparte de la tautológica, es el recinto de la vida básica, en el que si se elige vivir y no morir se imponen y aceptan las condiciones de vida y las condiciones de vida en común. Estas últimas apuntan a una intersubjetividad forzada socialmente: la legalidad oficial y las costumbres sociales, la ley escrita y la no escrita, el deber y la ruti na ciudadanos, políticos, burgueses. Aquí se muestran bien las caren cias de la objetividad y el rechazo hum ano a ella: siem pre la «grandeza» mal que bien ha estado un tanto —a veces hasta explícita mente— ex lege, mientras que los apelativos de «político» o «burgués» son muy ambiguos. Las leyes, que son las reglas del juego en común, están ahí en realidad para no cumplirlas, es decir, para no hacerles caso, para prescindir de ellas también, como de todo poder. (Otra cosa es que uno esté dispuesto a aceptar las consecuencias de su no cumplimiento. Asumir de hecho esas consecuencias sería el mejor modo de cumplir las leyes, y además sin remordimiento alguno por su transgresión: por que la culpa es tan relativa que el pago de su pena es absoluto.) Lo que has de cumplir en esta vida, que es la tuya y la única que sepas, es siempre algo de sentido común que no haría falta que dictaran las leyes. 1odo el resto de la legalidad está ahí justamente para saber, más o me nos, lo que no tienes que hacer si quieres ser feliz. El viejo Platón de mócrata: la ley es siempre un mal —un mal menor, pero un mal, a fin de cuentas— porque no atiende ni puede atender sino a la generalidad. No hay mayor razón para estar orgulloso de ser un vecino cumplidor de leyes, es decir, un «ciudadano», un «político», un «burgués». Ya se sabe que en éstos se encierra el menor grado de ejercicio de la individualidad consciente. En las leyes no caben las circunstancias de cada uno, no ca be el individuo, que es quien ha de vivir su vida y morir su muerte: en lo esencial, además, solo, completamente solo.
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Objetividad tautológica de las ciencias formales, objetividad natu ral de las ciencias físicas y objetividad legal de la ciudadanía. Coinci dencia consigo mismo, obviedad y rutina. No hay más objetividad que en estos planos humanos elementales, ni hay más sentido generalizare que en ellos. No hay sentido, pues, porque estos niveles irrelevantes místicamente son la única posibilidad de acuerdo humano. Otra posi bilidad de sentido no hay en el mundo. Es decir, de felicidad, ninguna. 3.
DE LA LÓGICA A LA MÍSTICA O DEL MUNDO A LA VIDA
Decíamos al comienzo de este capítulo que la ética surge de plante amientos lógicos concretos, claramente especificables en el Tractatus... En efecto. De aquello que de hecho constituye el Tractatus, puesto que sabemos que de derecho lo más importante suyo es lo que no se dice en él (BR 96), la parte central y primitiva son las proposiciones que de la 3 a la 6, en una búsqueda progresiva del lenguaje simbólico ideal, desa rrollan el análisis lógico del lenguaje y apuntalan sus pilares (la teoría de la proposición, de las variables y de la verdad) hasta llegar a la for ma general de la proposición, esencia única a la vez del lenguaje y del mundo (5.4711). Ello constituye el núcleo de las preocupaciones inte lectuales de Wittgenstein en los años diez hasta mitad de la primera guerra mundial. Lo demás son desarrollos de ese núcleo, que llegan a convertirse con el tiempo en sus intereses filosóficos más importantes. En la época crucial de agosto de 1916 advierte ya en su diario: «Sí, mi trabajo se ha extendido desde los fundamentos de la lógica a la esencia del mundo». Y de la esencia metafísica del mundo (1 a 2.1) pasará a su sentido místico más alto (6.4 a 7). Lógica, metafísica y mística: eso es la filosofía17.
17 Ni el plano empírico en sí mismo interesa a la filosofía (interesa a la ciencia), tampoco el místico en sí mismo, que se le escapa. Pero hay diferencias. La Filosofía do mina el plano empírico por su análisis del lenguaje de la ciencia, de modo que empina y ciencia, por lo que interesa, caben en el aspecto esencialmente lógico de la filosofía. Lo místico, por lo que interesa, no cabe en el dominio de la filosofía: no es dominable ni por la lógica, porque no tiene lenguaje que analizar, ni desde la metafísica, que no deja de ser una construcción lógica del mundo (siempre la lógica a la base). Pero en cuanto la fi losofía señala los límites de lo místico por dentro al delimitar por fuera las competencias del lenguaje, la mística que decimos es inasimilable por la filosofía y por tanto un ámbi to espiritual en sí mismo, es una competencia negativa suya y una superación suya en el
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Aparte de descripciones más precisas18, en efecto, las proposiciones I del Tractatus tratan del mundo como conjunto de hechos; las 2, del intermediario epistemológico entre lenguaje y mundo: el pensamiento o la figura lógica de los hechos; de la 3 a la 6, como decíamos, del análi sis del lenguaje. Mundo, pensamiento y lenguaje; ontología, epistemo logía y lógica; o simplemente: metafísica y lógica. Parece que así ya está completo el Corpus metodológico de la filosofía. Y lo está en principio, aunque lo que sigue son desarrollos esenciales del ejercicio filosófico sin los cuales toda la metodología no tendría apenas sentido; porque si la filosofía no es más que una actividad analítica y crítica y no una teoría con doctrina propia (4.112), es decir, si el contenido de la fi losofía, en tal caso, no es más que un instrumental metodológico de análisis y crítica del lenguaje, sin su aplicación carece plenamente de sentido propio. Así, las proposiciones que siguen a la 6 significan la aplicación de todo el método filosófico logicista desarrollado hasta en tonces al análisis lógico de los lenguajes al uso. Y ahí es donde va a aparecer lo místico, como desarrollo del ejercicio analítico. En efecto. Primero se aplica el método a los lenguajes científicos, de los que se muestra su sentido: al de la lógica (las proposiciones 6.1), al de la mate mática (las 6.2) y al de la ciencia natural (las 6.3); después, a los len guajes metafísicos, de los que se muestra su sinsentido (de la 6.4 al final): un sin sentido respetable en lo místico o absurdo sin más en la parlería metafísica; y entretanto se aprovecha para hacer unas últimas consideraciones sobre el papel de la filosofía en general (6.53) y de la suya propia en particular (6.54), que ya había desarrollado en las propo siciones 4.00 y 4.1. Eso es todo el Tractatus: lógica, metafísica y mística. Y eso mis mo es la filosofía: método y acción críticos, no lenguaje ni doctrina, en esos campos. Lo que sucede es que al criticar el lenguaje que se habla normalmente la filosofía despeja con ello las doctrinas conte nidas en él, que no son suyas, que ella sólo considera metalingüísti-
silcncio y la vida. Sólo así, en negativo, puede hablarse de la mística como p a n e de la fi losofía, como hacemos. La empina es lógica en el sentido dicho y en ese sentido es filo sofía; la mística no es lógica ni metafísica, por eso es parte de la filosofía: parte negativa y superación suya. IH A demostrar con pormenor la progresiva disolución de la decibilidad del len guaje desde el análisis lógico del T r a c ta tu s , es decir, a describir el paso entre la lógi ca y la mística del primer Wittgenstein, dediqué mi primer libro sobre él, L a m is e r ia tic la r a z ó n (Taurus, Madrid, 1980), al que en este sentido remito.
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camente, pero que ahora parecen propias y expresadas por ella en lenguaje objeto. La filosofía no dice nada en primer orden, no tiene lenguaje propio: habla crítica o conscientemente el ajeno, el único lenguaje que hay, el que se habla socialmente con mayor o menor sentido en las diferentes instituciones del mundo. El objetivo de la filosofía es nada más el análisis del lenguaje y el cambio de vida. Nada menos. Sus supuestas doctrinas son los lenguajes con sentido de los demás, los conceptos de los demás, de los que ella sólo ha medido la lógica o la gramática de su juego. Responsables del mun do son los otros, los que de hecho lo son. Exigir a la filosofía más que este silencio crítico, alerta y grávido (todo lo que acabamos de decir de ella y su misión es silencio, no es lenguaje), por ejemplo charlerías místicas o ideológicas, es impresentable. Wittgenstein lo vio así en el transcurso de sus meditaciones de guerra. A partir de la proposición 6.4 debía comenzar el auténtico Tractatus, el no escrito, el de sentido ético inmediato, velado hasta entonces, pero Wittgenstein, además de atenazado por la coherencia a que le obligaba el imperativo lógico del silencio en estos temas, enfangado en primera línea del frente de batalla como estaba, estaba también de vuelta de intereses puramente intelectuales en la época de su definitiva redacción en el verano de 1918. De modo que no quiso escribir de eso, sólo reflejó en el Tractatus una séptima parte de sus apuntes de los dia rios relativos a estos temas. Creía, también, que el mejor modo de po nerlos de relevancia era no hablar de ellos. Poco más tarde daría con sus huesos en un campo de concentración en Montecasino, por donde penosamente arrastraba, con ellos, la «obra de su vida» en la mugrien ta mochila: un preso en busca de autor. Prisionero de los aliados y pri sionero de sus fantasmas. Ya había comenzado su crisis y su giro intelectual y vital, que le llevarían a otro modo alternativo de pensar —en una especie de «renacimiento», como hemos dicho— diez años más tarde del final de la Gran Guerra. Por ahora no piensa más «para el mundo». Ahora regala toda su enorme herencia y quiere despedirse de él, si no con el suicidio, que tantas veces le ha tentado (la muerte le fue esquiva, a su pesar, en la guerra), sí con la entrada en un convento. Al final elegirá una huida semejante: se prepara para maestro de escue la, oposita a ello y se retira durante diez años a simplísimas escuelas de pueblo de la montaña austríaca. El 11 de junio de 1916 Wittgenstein escribe en su diario respecto a su «saber» de entonces, sorprendente en verdad si se repara en las ex clusivas preocupaciones lógicas que le ocupaban filosóficamente con
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verdadera pasión desde el año 1910: «¿Dios y la finalidad de la vida? Sé que este mundo existe. Que estoy en él como mi ojo en su campo vi sual. Que hay algo problemático en él que llamamos su sentido. Que este sentido no está en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad traspasa el mundo. Que mi voluntad es buena o mala. Que, por tanto, bueno o malo se relacionan de algún modo con el senti do del mundo»19. Y añade: «Al sentido de la vida, es decir, al sentido del mundo podemos llamarlo Dios [...). La plegaria es el pensamiento en el sentido de la vida.» Por ahí iban ahora sus preocupaciones y su sa ber. Pero de todo ello no se podía hablar. ¿Qué posible discurso racional tiene esta sabiduría? Ninguno. ¿Para qué hablar de ella al mundo? A es to Wittgenstein probablemente sí se sentía obligado, como Tolstoi, a di fundir su nueva, pero sin las trabas racionales de una aigumentación seca como la del Tractatus, Dos años más tarde, en el contexto logicista de este libro lo más que se podía hacer —y en ese sentido mesiánico se debía— era hablar de lo indecible como límite del análisis lógico, que no es hablar de lo indecible mismo, respecto de lo cual sí habla ahora, en 1916, aunque limitándose a dar unos aldabonazos a la consciencia y disculparse a continuación por ellos: una treta piadosa para lanzar de to dos modos su mensaje. Fuera de ese contexto literario sin pretensiones lógicas había otra solución mejor, la que siempre defendería ya cuando relativizara to do el lenguaje: la de cambiar de vida. En su caso, cambiar de vida ya, tras la guerra, a un modo de existencia austero parece que más cercano al «saber» del Tractatus involucrado esencialmente en la sinrazón y el silencio: el del claustro o el de escuela, que al fin y al
D F 126. Tolstoi resume el sentido de las enseñanzas de Jesucristo en doce tesis, muy semejantes a las de este «saber» wittgcnsteiniano (cfr. J. C. Edwards, E th ic s Withniit P h ilo s o p h y , o. i .. 29). Richard R. Brockhaus (P u U in g U p th e L a d d er. T he M elaph ysu a l R n o ts o] W ittg en stein s T ra c ta tu s , Open Court. La Salle, III., 1991, 306) dice que parece que Wittgenstein en el texto citado «construía su propia versión de la lista de tolstoi», cuyo comentario a los Evangelios había leído por primera vez hacía dos anos con gran impresión en la guerra (cfr. D S 49,69; B R 72, 101). Esa lista, sin números: ori gen divino del hombre en el Padre, fuente infinita de vida; sólo Él es lo sagrado; hay que servirle poique ésa es su voluntad: su voluntad es fuente de vida, por eso la gratificación ele la voluntad propia no es necesaria para la vida; la vida temporal es el alimento de la vida verdadera, que es independiente del tiempo y está en el presente: el tiempo, futuro y pasado, es una ilusión de la vida temporal, que hay que destruir, la vida verdadera del presente es común a todos los hombres y se manifiesta en amor, y quien vive en amor, en comunidad y en el presente se unifica con su origen divino en el Padre eterno.
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cabo daba igual porque también en ésta podría leer el Evangelio a los niños20. Así cumpliría en la vida el derrotero de su filosofía: el que lleva de la lógica a la mística21. De la lógica a la mística; o del «mundo» a la «vida», en otro plano de consideración de las cosas. El mundo y la vida son iguales y dife rentes, según su modo de consideración. Son iguales tanto metafísicamente, en cuanto el mundo es mi mundo y ambos se identifican en mí, como al nivel obvio de los hechos, en el que ambos son un facto. Pero hablamos en general de la vida como de algo más cercano al hombre que el mundo, si puede decirse así, superando un tanto ese estadio en que la vida no es más que mundo. Si el hombre es un ser en el mundo, lo que le permite serlo es la vida, en un sentido, pero también lo que le permite vivir es el mundo, en otro. La vida y el mundo son iguales y diferentes. Por eso no es extraño que Wittgenstein identifique en gene ral a ambos, pero que los distinga también en el aspecto que nos inte resa ahora: un mundo de hechos, problemas y lenguaje, un mundo lógico claramente, y una vida cuyos problemas no tienen sentido lógi co ni lingüístico, que sucede en lo místico o está muy cercana a él; una vida metafísica en cualquier caso, que es el sentido que más parece acercarse al usual. El sentido, por ejemplo, en el que Wittgenstein dice en el Tractatus (6.52 ss.) que, aun cuando todas las cuestiones que es posible plantear en la ciencia se respondan, todavía no se habrá rozado siquiera un problema de la vida; estos problemas tienen que ver con su senüdo y sólo se solucionan cuando desaparecen, cuando se ha demos trado el absurdo de plantearlos racionalmente en el lenguaje lógico, cuando se ha cambiado de modo de vida o en la muerte; en cualquier caso, nadie puede decir en qué consiste esa solución aunque de algún modo se le haya hecho la luz con respecto a ella; esta ¡nexpresabilidad de las cuestiones de la vida y de su solución es lo que le hace derivar a lo místico y establecerlo con rotundidad: «Ciertamente existe lo inex presable. Eso se muestra, es lo místico» (6.522). Nos interesa ahora el aspecto en el que el mundo que habita el hombre no es equiparable al destino o a Dios, sino definible sin más como una totalidad de hechos en el espacio lógico, el nivel en el que el
:n Cfr. Konrad Wünsche. D e r V o lk s s c h u lle h r e r L . W ittg e n s te in , Suhrkanip, Frankfurt, 1985, 38. 21 Para seguir este camino con mayor pormenor, cfr. mi estudio «Cuadernos güeña», o . r.. 210 ss.
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inundo es un constmcto lógico y la vida no. En ese mundo somos un punto en el espacio lógico total; en la vida el mundo es el mío. En ese inundo hay problemas, en la vida hay misterios. La vida, digamos, es el sentido más inmediato de ese mundo (el menos: lo místico del senti do mismo de la vida) o la vida es el otro mundo del más acá o en el más acá (como la «vida verdadera» es el del más allá para los creyenIcs). En este sentido la vida es inefable, el mundo es lógico; la vida soy yo, el mundo es mío-2. 0 , si queremos decirlo así, la vida es volun-
22 Hay dos aspectos en la consideración de todo concepto en el T ra ctatu s . por ejemp en este caso, en la consideración del yo y del mundo o del mundo y la vida. Serían, por lla marlos de algún modo: el lógico (que supone debajo, o por dentro, los hechas, y éstos, la empina) y el metafisico (que supone encima, o por fuera, los sentimientos y vivencias mís ticas). El empírico no tiene relevancia para la filosofía y el místico la supera en el silencio. Sólo el conceptual de la lógica y de la metafísica es relevante para su discurso: al límite de mi posibilidad también lo es (máximamente en lo mínimo) su implicación en ambos extre mos. lo empírico y lo místico: una implicación ambigua en medio de otra dualidad, la de irascendentalidad y trascendencia, de la que no puede tratar sino en conceptos. Sin mayores distinciones, por tanto, hay siempre un doble modo básico de consi deración. el lógico y el metafisico digamos, cuyas opciones se multiplican según las posibilidades de combinación lógica. Esto no hace falta expresarlo en el lenguaje, se muestra: si digo que la vida s o y y o y el mundo es m ío , ello quiere decir obviamente que hablo del mundo lógico y del yo metafisico; si digo que el yo se pierde como un hecho entre los hechos del mundo o como un punto lógico en su espacio lógico, me refiero al mundo lógico y al yo lógico: y si digo que el yo no puede nada en contra del destino, me refiero al yo lógico y al mundo metafisico; etc. Con la cuestión de la vida y del mundo sucede lo mismo: ambos conceptos pueden considerarse desde los dos planos: ahora me estoy refiriendo a la vida en el plano metafísico y al mundo en el lógico, en el mismo sentido que Wittgenstein en el T ra cta tu s ha bla en general del mundo como totalidad lógica de hechos ( I ss.) y de la vida como algo independiente de ellos (6.52 s.). Pero también dice ahí que el mundo y la vida son lo mismo (5.621) en un sentido metafisico en el que al límite de la lógica ambos se confun den con el yo como la «realidad coordinada a él» (5.64); sentido metafisico que era asi mismo el de los D ia r io s (D F 126, 132), donde ambos aparecen identificados también |vro ahora en un aspecto místico que, sin embargo, ese mismo sentido evoca: como «destino» por encima de mi voluntad ( 126 s.), como «divinidad» o como «Dios» mismo M 28). Si de Dios, a propósito, dice el 11 de junio de 1916 que es el sentido de la vida o del mundo y un mes más tarde, el 8 de julio, lo identifica con el mundo mismo es porque la primera vez hablaba del mundo y de la vida lógicos y la segunda hablaba del mundo metafisico, equiparable efectivamente al destino. Está claro. El plano lógico es el plano de nuestro conocimiento ordinario del mundo o el plano de los hechos: el de la aplicación de la lógica con (elación a lo empírico. El metafísico es el de la lógica misma y sus relaciones con lo místico: el de cualquier posibilidad de los hechos y de su conocimiento. Siempre la lógica: donde la lógica es lógica (algo lógi co), ahí está el primero; donde la lógica ya no es lógica porque es sí misma (límites metafímcos y superación mística), ahí está el segundo. Pór eso el primero es lógico, como la
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tad, y el mundo, representación; mejor todavía: el mundo es el mundo como representación, y la vida, el mundo como voluntad. O de otro modo, en términos ya de nuestro discurso: es en la vida y desde la vida donde experimentamos místicamente el mundo, nunca al revés; preci samente el milagro que nos sobrecoge entonces es ver el mundo a otra luz que la ordinaria de la lógica, una luz que sólo se percibe en mo mentos privilegiados de la vida, en aquéllos precisamente en que la vi da no tiene nada absolutamente que ver con el mundo, en los que el mundo, diríamos, no es absolutamente más que una vivencia. El «que» del mundo se experimenta desde la vida, el «como» de la vida se des cribe desde el mundo. La vida pertenece al «que», el mundo pertenece al «como». El camino de la lógica a la mística es el mismo que el del mundo a la vida en este sentido: el camino de la lógica a la ética por lo que ahora más nos interesa. En este camino no vale nada absolutamente todo lo que Wiltgenstein ha hecho en el pensar hasta ahora, hasta esa «sabiduría» suya de guerra, que citábamos, que ha de incluir también e incluye esta con ciencia. Excepto, claro está, como vida vivida, como experiencia inte lectual, como tensión de espíritu que le ha llevado precisamente a esta nueva consciencia del valor de las cosas o a este cambio de vida por tanto. Vista desde la perspectiva del sentido eterno de las cosas una obra no vale por lo que dice sino por el esfuerzo interior que le ha cos tado escribirla a su autor en los límites siempre de la racionalidad y del lenguaje, es decir, una obra vale por su entomo ético, por su calidad de experiencia límite. Es esta perspectiva aquella desde la que la ética esta ría a la base del pensar, a la base de toda la filosofía: de la lógica, pues, y de la metafísica. Pero ésta es la perspectiva justamente de la vida, no la del mundo. La perspectiva de la filosofía del sentido (de la vida) y no la de la filosofía (mundana) de la academia*23. O, en el aspecto que nos interesa, la de la filosofía del pensar y no la de la de la expresión de los pensamientos. Por eso nuestro camino es lógicamente intransitable en un libro: en un libro nunca se podrá hablar éticamente de ética ni de na
lógica aplicada o su aplicación: los hechos; por eso el segundo es metafíisico, como la lógi ca en si misma o su hipóstasis: el sujeio. Lo que sobre lodo está claro es la complicación y ambigüedad de la estructura conceptual a través de la que hablamos y pensamos lo real, que queda tan en el fondo de esc enredo lógico que resulta inalcanzable. ¡Qué gran verdad de Ferogmllo: todo lo peasado es algo pensado, todo lo dicho es algo dicho! (Lo real, por lógica, ha de ser otra cosa.) 23 La auténtica filosofía mundana en este sentido de mundo opuesto a vida, es dec como filosofía cifrada sobre todo en instituciones del mundo, es la filosofía académica.
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da. Ah, pero Ia ética se muestra en él, acompaña ai libro como acción, no como lenguaje; como vida justamente, no como mundo. Tampoco harían falta estas distinciones conceptuales, porque lo éti co, como lo estético o lo místico en general sucede en la vida y en el mundo en cualquier acepción de esos términos o en cualquier signifi cado de esos conceptos: ¿dónde si no?24. En principio, desde luego, su cede en la vida y en el mundo de una persona concreta de carne y hueso, aunque sea en otros parámetros de existencia que los lógicos por los que el mundo y la vida se conviertan en el ámbito natural del \cr humano bello y feliz. (También el mundo puede superar su propia lógica e independizarse de ella en la mística del destino.) Aquellas ex|x*riencias místicas respecto a la existencia del mundo, a la seguridad y a la culpa, que veíamos, pertenecen a seres humanos de la vida diaria, trascendida pero diaria. El ámbito de lo ético lo constituyen «hechos» ilcl mundo en sentido lato (¿acciones de la vida?). ¿Qué, si no? Esto es, hechos que no pertenecen de derecho al mundo de hechos, que no entrarían para nada en una descripción lógico-lingüística del mundo loialidad-de-hechos-en-el-espacio-lógico, pero que a pesar de todo son en otro aspecto hechos25. Hechos que entran en esta doble coasideración de siempre, como entra el mundo, la vida o cualquier concepto:
24 Dada la paradoja de la experiencia mística, una vivencia absoluta sobre el mundo en el mundo que señala el propio Wittgenstein. lo místico en este sentido su cedería d e s d e la vida en el mundo ateniéndonos a la descripción conceptual que he mos hecho de la vida (m e tafís ic a) y del mundo (ló g ic o ). Pero si hablamos lógicamente de los dos (también la vida es un hecho empírico discriminado para no sotros por la lógica), ambos son todo el espacio posible de existencia para los hechos; y si no lo místico mismo, sí su experiencia h ic e l n u n c es un hecho. Si hablamos me* iiiíisicamentc de los dos (también el mundo es asimilable a esa dimensión en cuanto destino), ambos, el mundo y la vida, el mundo y yo. barren todo el campo de lo mís tico como sus dos puntos máximos: las «dos divinidades» de que hablaremos. 25 «En la descripción completa del mundo jamás aparece una proposición de la ótica, aunque yo describa a un asesino. Lo ético no es un hecho» (WW 93). Eso es verdad, pero también es verdad que en la vivencia mística es una «experiencia con creta», es decir, de hecho, la que se me presenta como si fuera una «experiencia p a r o u c lle n i e » , es decir, absoluta ( C 38). De modo que hay un aspecto en el que el suje to de las vivencias místicas es irremediablemente de carne y hueso, y en el que tanto el como su vivencia son hechos del mundo aunque su sentido le supere absolutamen te. El que desde este plano de los hechos pueda vivirse lo eterno del sentimiento mís tico y el sujeto pueda elevarse a esa dimensión en la que el espacio y el tiempo no cuentan, el que de algo relativo pueda darse el salto a algo absoluto es justamente lo paradójico kierkegaardiano, que Wittgenstein tenía presente y respetaba ( W W 68).
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hechos del ámbito del «que» y hechos del ámbito del «como», hechos absolutos y hechos relativos. Hechos, por tanto, que en algún aspecto no conciernen al mundo lógico, cotidiano y normal, constituido por la lógica trascendental o por las ideologías interesadas; que en algún as pecto, pues, son hechos inefables y mudos que suceden en un instante atemporal, el de la vivencia extática; hechos que suceden de algún mo do en el mundo pero que de algún modo no pertenecen a él: suceden en él pero no en sus coordenadas acostumbradas de espacio y tiempo, pertenecen de derecho a su «que» completivo y sólo de hecho a su «como» modal. Hechos de amor y muerte. En una palabra, hechos sucedidos y entendidos sub specie aeternitatis, modelo privilegiado de los cuales es la experiencia estética, concreta en su origen pero espacial y eterna en su inverosímil desplie gue. Hechos de la vida y no hechos del mundo, digamos, en el sentido de antes: acciones o vivencias y no disposiciones lógicas de cosas. Hechos que pertenecen esencialmente a mi vivir o que son parte de mí mismo, en suma, y no hechos del mundo en que no vivo sino co mo un bulto lógico más o como un posible votante más del censo. Vi vencias absolutas más allá de la psicología (si las hay). La ética no tiene nada que ver con el mundo racional de la ciencia y de la política, por ejemplo, en el que se baraja nada más un tipo racional mente interesado de consideración de los hechos. Esas disciplinas nue vas en auge, el «nuevo pensamiento» que se dice salvador de la filosofía muerta, la ética científica o la ética política hoy de moda, no valdrían na da absolutamente porque hablan de un plano del mundo en el que no puede haber sentido. Otra cosa es que esto importe o no importe. Pero absolutamente no son más que el brazo ideológico de la ciencia o de la política, o sea nada; nada en ningún sentido, porque ni son racionales ni no lo son y relativamente no constituyen sino moralinas para consumo de malas conciencias, cuya capacidad de convicción depende sólo, co mo decía, del «Don importancias» de tumo que las formule (para eso mejor un amigo, más leal, o un enemigo, más sincero). Esas disciplinas significan nuevas formas de esclavitud de la filosofía o nuevas formas de mecenazgo del poder. Consulting ético al día, profesional y jurídico, de una moralidad legalizada en el mejor de los casos: comisiones parla mentarías y despachos oficiales de expertos en ética, consejeros judicia les, disposiciones del BOE, ideologías tenues alternativas. Expertos en razonabilidad, en suma. Éste es el futuro halagüeño que el poder traza a la filosofía mientras el filósofo llora su muerte: una técnica de apuntala miento de la imposible verdad —siempre interesada— del poder.
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Por parte de la filosofía, esto es una dejación de su dignidad, como •miaño su esclavitud a la teología. Pero antes, por lo menos, prescin diendo de coerciones brutales, la razón se inclinaba ante el misterio o lo desconocido, ante aquello que adivinaba superior de algún modo; ahora hasta lo inferior es demasiado: estas éticas de moda se dedican no a lo racional sino a lo razonable, no a la razón sino a la razonabilidad. ¿Para eso nació en Grecia aquel mal menor, pero divino aún, de la manía filosófica? Más claro es ser radicales en esto: o la filosofía ya ha perdido todo su sentido, cosa probable, subsumida su tarea en la del arle, la ciencia o la literatura, sus hijas la han devorado y vale más enlerrarla entonces y no lloriquear su muerte, o no se llama «filosofía» a estas cosas, porque entonces sí que está bien muerta y enterrada. ¿Una filosofía esencialmente ligada al sentido común?, ¿a la ideolo gía? ¿Qué clase de filosofía puede ser la cristiana, la marxista, la budislu..., la científica, la política..., la de tu pueblo o la del mío? Cualquier rosa. Aprovechándose del papel que han perdido socialmente los cléri gos de cualquier tipo, estas filosofías dan cobijo y comprensión a cual quier cinismo, desmayo o miedo humanos a la libertad y se aprovechan ilc ellos: porque en cualquier parcela de la vida hay necesidad de conse|us y de valores que seguir a ciegas para aliviar la responsabilidad de vi vir. Eso sí que es pensamiento débil, conservador y asalariado. El valor relativo en el pensar que puedan tener estas disciplinas normativas ha bría de ser irrelevante para la tarea conceptual de la filosofía. Que ha gan escuelas de gurús si los seminarios están vacíos, pero que dejen a la filosofía su tarea de siempre: la búsqueda de lo absoluto en el pensar y las iyosibilidades y condiciones de su concepto en cada éptx:a. Todo evento y todo ser-ahí en el mundo, en el mundo conjunto-oloialidad-de-hechos-en-el-espacio-lógico, es casual y sin valor alguno. (I ,o demuestra la lógica y lo muestra la experiencia: para esto no hace falta romperse la cabeza.) Su sentido superior sólo puede alisbarse por esos agujeros oscuros a lo eterno que suponen las vivencias místicas. No hay sentido de la vida en su perspectiva lógica. El sentido de la vi da es «Dios» o, lo que es lo mismo, el destino, el mundo o el yo místi cos^. El sentido de la vida está en lo ético, lo estético y lo religioso.
2í' Cfr. S c h rifie n / , 167-169. El sentido de la vida se plantea sólo en la inquietud por ella: sólo cuando tu vida no encaja en la vida que llevas o. en general, sólo cuan tío la vida no encaja en la vida, en una forma de vida, es decir, sólo cuando la vida no meaja en el mundo o sólo cuando la vida no encaja en su forma lógica. Para buscarlo no vale problcmatizarlo racionalmente en preguntas y respuestas (ninguna tiene sen-
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pero no se puede expresar, sólo es objeto de intuición o sentimiento. Las grandes cuestiones de la vida no suigen en un contexto racional, por eso no son problemas. Es tontería hablar de ellas: lógicamente, porque no se dice nada, y prácticamente, porque el hacerlo no produce nada de lo que quieres, sólo la insatisfacción de tus propios balbuceos —el desengaño de no encontrar palabras para expresarte— y la añadi da incomprensión segura y natural del oyente. Las cuestiones de la vida, sin sentido pero de algún modo efectivas, sin que puedan siquiera formularse pero oprimiendo el corazón del hom bre en el mundo del aquí y ahora (que se lo digan al joven Wittgenstein de la guerra, mientras escribe justamente de esto), no pueden superarse aquí y ahora sino con otra desaparición añadida a la de su sentido, una desaparición real por un modo de vida que se parezca lo más posible a la muerte (radical desaparición), a la muerte al mundo, cual es el vivir en el presente, en la intemporalidad del instante, liberados del espacio y del tiempo. Eso es posible en lo místico... Porque sólo la vida y sus actos salva al hombre, no el mundo y sus hechos: una vida mínimamente mundana frente a un mundo mínimamente vivido, digamos; compromiso mínimo con los hechos o lógica mínima en los actos, sería el motto. Si esto se generalizara no haría falta mundo ni lógica sino para la legalidad más imprescindible; para las cosas importantes no habría constructos ra cionales sobre la realidad de mi vida y la tuya, monsergas de todo tipo que pretenden ordenarla y que siempre, por definición, son agentes re presores suyos: la realidad impuesta. Porque ¡si por lo menos fuera tu ló gica, o la mía! Pero siempre es la de otro. O la de cualquiera. Porque no hay lógica tuya o mía, la lógica es de cualquier poder y vale para cual quier mandado o inconsciente en dos sentidos: formalmente la lógica es lido): estos aparentes problemas se solucionan sólo cuando desaparecen y desapare cen sólo cuando se cambia de vida. Sólo un cambio de vida puede dar sentido a la vi da, nunca romperse la cabeza en elucubraciones sobre él. Por eso una forma de vida superior como la vida mística puede dar sentido superior a la vida. Pero no hay retor no de ese renacimiento: ya no puede volverse a la vida de antes y explicarla: no tie nen nada que ve r son dos juegos absolutamente distantes, en una dirección y en otra: el único salto de una a otra es el de la disolución tautológica, el de la autoconcicncia sublimada: siempre el de alguna especie de muerte (es lógico: el de muerte a una vi da y renacimiento a otra). Que se entienda, así. que esto no es esquizoidía: es el pro ceder dialéctico del espíritu entre la lógica y la mística. En eso estamos. (Cfr. VB 58: TR 6.521.) Por lo demás, está claro que el sentido último de la vida, en general, es lo absoluto (el valor absoluto) (C 43), y que ése es un ideal ético, religioso y estético, místico en general, pero lógico de fondo: un ideal no sólo de la vida, digamos, sino también del conocimiento, del descanso de nuestra razón en su propio derribo.
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supuesta razón universal (en realidad, es la sindéresis de una cultura), materialmente es supuesta razón de vida (en realidad, la razón del poder casero de tumo hipostasiada en instituciones de mundo). La lógica es mundo, es de cualquiera; la vida y la muerte sí son tuyas y mías, no de cualquiera. Piensan por ti y por mí, pero vivimos y morimos tú y yo. Or denan tu vida, pero eres tú quien ha de vivirla: tu única oportunidad de lodo. ¡Tu oportunidad absoluta, en manos de los señores de lo relativo, los mandones de tumo! Nadie cabe bajo la lógica, bajo ella cabe cual quiera. ¡Por eso a / i o a mí no nos afecta! La única salida del círculo del poder de la lógica, de la tiranía de los hechos naturales y humanos, la única salida del mundo es paradóji ca pero tan real como la vida misma: tras una conciencia clara, un in dividualismo acérrimo en la vida, autodefensivo, al margen totalmente de la razón del mundo, sobredimensionado además por la pérdida de la individualidad prosaica que circunscribe la lógica del mundo27 y por su superación en un yo místico sublimado, la sinrazón del alma bella, buena y feliz: la absoluta independencia del yo místico identificado con lo que se supone que es el mundo o el destino más allá de los he chos28. En fin, cualquier modo de salida que sea — en este sentido siempre individualista y arracional, independiente en todo lo posible de los hechos— es oportuno si no se quiere perder la dignidad en el «cualquiera» lógico: en el mandado mostrenco o en el mostrenco man dón de tumo. Del burgués al místico, es el motto ahora: del ciudadanovotante-cumplidor-de-leyes al ciudadano libre en su conciencia, del borrego democrático29 al epicúreo universal. Todo el orientalismo, schopenhaueriano o no, está detrás. Se trata de sublimar el yo a la vez que se sublima el mundo de hechos. Porque, a pesar de todo, sólo de los hechos —sublimados o no— , sólo del mundo — voluntad o representación— puede esperarse todo. ¿De qué
27 D e r M arín o h n e E ig e n s e h a fte n . el hombre sin propiedades o atributos en que identificarse de Musil. otro vienés, es a este nivel el modelo. 28 Eso es algo que se siente o se intuye en la belleza del arte, en la vida buena o en la relación con lo sagrado del creyente, sea lo que sea todo eso. Hay que pensar que tam bién la realidad diaria de los hechos es otra ficción. Esta es una ficción lógica; las otras, místicas. ¿Cuál el sentido real y verdadero de la vida, el más inmediato — si se quiere decir así— al vivir: comer, pensar o sentir, por ejemplo?, ¿ganar el pan con el sudor de tu frente, musicar sordo el H im n o a la a le g r ía de Schiller o llorar en el alma de amor?, ¿vivir en un convento, perorar a las masas o conducir D a im le r l , ¿comer langosta o co mer langostinos?... (¡Eso justamente es lo que han de decidir los éticos! Cfr. L & C 76.) 2l) En la democracia no p o d r ía haber borregos, pero los hay.
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o de dónde, si no, puede esperarse algo? Nada más en principio que del mundo más elemental, raíz de todo, convertido luego, si es el caso, en mi mundo, en el mundo de un yo como el que describimos. Sólo puede esperarse algo superior, como es lógico, de la trasposición del mundo en vida (de ese yo), de la superación de la simple experiencia material de los hechos en otra consciencia más allá de la lógica del mundo. Pero siempre partiendo de los hechos mismos, de la carne y de la sangre, y para volver incesantemente a ellos. No hay otros paraísos místicos que estas construcciones ideales con pies de barro. Sólo así y ahí pueden entenderse, además, los valores gozosos de un mundo feliz y un alma bella: en la serenidad que va siguiéndose desde la base mis ma de esas trasposiciones radicales de la empiria a la mística30. Para entendemos: no se trata tanto de la belleza mística cuanto de la mística de lo bello, por ejemplo. Lo grande de la dialéctica platónica no es el estadio final, sino la experiencia de la propia ascensión desde los objetos físicos, sin los que no tendría sentido ni la subida ni el goce arriba: fueran lo que fueran cuando fuera y a pesar de su magnífico va cío referencial (la condición de que quepa toda referencia), para el hombre la belleza de las ideas se cifra sobre todo en el hecho de que amplían el carácter propio de las cosas físicas en un esplendor que no sale sino de éstas mismas, que no procede sino de ellas y que no se agranda sino en la perspectiva del propio avance dialéctico, por muy quebrado que fuere. Por eso también, y en ese mismo sentido, la místi ca es un desarrollo lógico, como venimos repitiendo. Wittgenstein no era un esquizofrénico ni tampoco un metafísico trasnochado cuando escribe de su «saber» en el diario, quizá sí un cre yente religioso un tanto malgré lui, cuya extrema impotencia en la gue rra le obliga a admitir y a creer más de lo que se hubiera permilido antes, en el áureo tedio de su refugio noruego de Skjolden, por ejemplo. Fuera lo que fuera, siempre le acompaña esa vena suya intelectualista sentimental, estéticamente distante o íntima —o como se quiera decir, pero no inmediata— a las cosas, sinceramente elitista31, que describiré -
30 En esle camino la lógica y la metafísica intermedias — es decir, la filosofía— son la trasposición misma o su mecanismo, si se quiere: ningún lugar concreto en cualquier caso, ni de salida ni de llegada 31 Elitismo que no tiene mucho que ver con un comportamiento de los que describe la sociología sino más bien con el entorno de un concepto como el de fila u tía griego, por decir algo: el amor a sí mismo comporta detrás un héroe: aparte de psicologías, so ciologías y demás historias de N a r c iso s (estamos hablando de conceptos) sólo puede
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mos mejor todavía. El «espíritu», en el que busca refugio y consuelo es tos días de su sabiduría de guerra en las páginas de la izquierda del dia rio, es una realidad mitad personal mitad abstracta, mitad religiosa mitad intelectual, entre algo superior externo y el yo interior, entre el Espíritu Santo y el genio personal, digamos32. Las sublimaciones espiri tuales no hacen olvidar a Wittgenstein su apoyo, de mínima relevancia mística pero de necesaria facticidad, en este mundo irrebasable para la razón. En la acción misma, absoluta, separada también de toda signifi cación lógica e ideológica, en la acción pura, sin tiempo, primordial, l>em que sucede hic et nunc en cada caso, es donde está todo premio y todo castigo (77? 6.422). Todo es de esperar, así, de nuestros actos, de nuestra vida, de la propia facticidad, aunque la carga mística sublimadora (ética, estética y religiosa) se añada sentimental e intuitivamente a ellos y sea el mis terioso toque que les confiere sentido más alto y que compone con ellos una vida humana, auténticamente humana33. Pero el soporte fáctico es siempre, además de obvio, imprescindible34. Aunque de por sí
limarse quien es modelo de virtudes, quien realiza y representa en sí mismo los ideales más puros de su pueblo (o de su propio ideal), quien ha logrado ser un tip o (un yo místi co, diríamos). El trabajoso amor propio del héroe es el núcleo de una decente y legítima conciencia de elite, de una paridad en lo absoluto, diríamos. El paso a la elite mística del alma bella y el mundo feliz (del arte, la virtud y lo sagrado) es el cambio de vida: la muerte a la conciencia lógica después de una ardua tarca de conocimiento y crítica ra cional, y el renacimiento en la terrible serenidad de lo sublime. 32 Cfr. mi estudio «Cuadernos de guerra», repetidamente citado, 195 ss. u Hablando de hombres: vida sin más. Por así decirlo, la vida quedaría como la to talidad de actos en el ámbito místico así como el mundo se define por la totalidad de he chos en el espacio lógico. En el principio fue la acción y no la palabra (Goethe). Aunque es lo mismo, porque, si hablamos en puridad de palabra, como ya sabían los místicos, la palabra original es muda, pura voz. una acción admirablemente descrita por el zapatero Üóhme. por ejemplo, como «exhálito del abismo», del abismo del Padre o de la nada. (A u sh auchen d e s U ñ u ru m íes. ¿Puede haber alguna definición más sobrecogedora del lenguaje?) La obra de Bóhme inspiró toda la espiritualidad de Silcsius, una importante lectura a su vez de Wittgenstein, para quien las palabras, a propósito, «también son ac ciones» (S ch riften / . 455). Para acto de lenguaje, desde luego, el de la creación del mun do: o la misma persona del Dios Verbo. Es la sabiduría de los mitos, a cuyo modelo inalcanzable nació la filosofía de la razón, que no reparó en las calidades gnoseológicas ile la mística como compreasión del mundo ni nunca ha sido una verdadera alternativa a ella en este sentido sino eso. una mera afición distante a lo que antes era inmediatez vivi da: palabras en vez de acciones, nunca mejor dicho, conceptos en lugar de metáforas, ra zón en lugar de mito, mundo en lugar de vida. 34 Más tarde, socializando la responsabilidad. Wittgenstein pondrá en la empiria el sentido irrebasable de todo: la praxis será trascendental, los hechos, definitivos, y las for-
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no signifique nada y lógicamente sólo sea uno cualquiera. Así es el ca mino paradójico de la lógica a la mística: la lógica necesita de la empi na y la mística necesita de la lógica de la empina. La mística de la lógica necesita, pues, de la empina. No hay otra mística que la lógica, no hay otra mística que la empírica. La empina se supera en lógica, y ésta, en mística. Los hechos en la razón, y la razón, en lo absurdo. El mundo en el lenguaje, y el lenguaje, en el silencio. 4.
EXCURSUS SOBRE LA REPETICIÓN Y LO MÍSTICO
Hay muchas cosas a las que nos hemos referido reiteradamente y respecto a las que seguiremos actuando así. Hemos mencionado al suje to metafísico varias veces y hablaremos aún largo de él después de ha cerlo otra vez más a continuación; hemos tratado ya en un par de ocasiones el asunto de la trascendencia y de la trascendentalidad, insis tiremos en él probablemente después y mientras tanto vamos a retomar lo ahora mismo; etc. ¿Estas repeticiones son una imagen de la circularidad de la razón y de su juego, o de la pesadez e inhabilidad mí as? Sin excluir para nada esto último, resulta irrelevante al caso. Quiero creer que no se trata de repeticiones, sino de insistencias siempre nue vas: en un aspecto nuevo, en un nuevo contexto, etc. Pero, tanto en un caso como en otro, constituyen una buena imagen del círculo de la ra zón y de su definiüvo encierro: los repetidos giros del círculo van estre chándose hacia la unidad de las cosas y horadando así en su incesante vuelta un agujero de salida del eterno rodar por los conceptos. Pero nunca aparece claramente el final, que se vislumbra, cuando mucho, en la falta definitiva de significado de todo pensar y lenguaje. (Como cuan do se repite una palabra tanto que llega a no significar nada y no evoca ya nada más que su propia voz, un ruido rítmico o estructurado en el vacío.) Dado que esta experiencia objetiva última nunca se consigue del todo en lo absoluto3*, no queda sino otra dimensión, digamos: la de sa lida a la vida; una muerte lógica al mundo y un renacimiento en el sen-
mas de vida ordinarias junto con el lenguaje segregado reflejamente de ellas constituirán el mundo, la última referencia Ya no se vive el mundo, la vida se reduce a él. Todo parece re mitir al jugar, pero... ¿no está Dios también al final del juego ahora? (Schriften 4 , 111). w La del pensar sin pensar absolutamente nada, hablar sin decir absolutamente nada, querer sin querer absolutamente nada, etc. La de la serenidad perfecta en la pureza abso luta de los conceptos, las ideas, modelo de los paraísos de las religiones más refinadas.
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helo eterno de lo místico: de la belleza del arte, de la bondad de costum bres y del temblor de lo sagrado. Ya hemos hablado reiteradamente, pues, de muchas cosas de las que hablaremos aún, porque muchas cosas sólo se entienden en un proceso de desarrollo conceptual tanto en línea como en contexto; no son expresables o comprensibles sin más, de golpe y en sí mis mas; sólo en ese proceso36 van matizando su identidad como en es calones hacia lo profundo, en busca del límite final contra el que librar la última batalla por la luz, en busca del gran paredón, origen oscuro de toda forma de razón y de mundo, pero inmediato ya a la supuesta luz definitiva. Parece que no hay que repetir las cosas, pero esto es sólo un autoengaño de unas maneras mundanas del oficio de la inteligencia que no aportan más que periferia: las de la estética de diseño del pensar de quien no asume el círculo nietzscheano y su condición trágica. Las cosas a ciertos niveles son casi todas lo mis mo, rozan fascinantemente la unidad original del pensar y su tiniebla; son efectivam ente acuosas, oscuras, prom iscuas como en cualquier origen; hasta es verdad que por el hecho de que no tengan aún significado preciso, o ya no lo tengan, parece que no tienen sen tido (¿qué sentido?). Pero esto le sucede sólo a quien prefiere no ha cer el esfuerzo de seguir el pensamiento circular hasta sus límites en el centro de la vorágine, en la unidad explosiva, agujero oscurísimo (paredón, en otra imagen) cuya negrura absoluta de fondo anuncia otra dimensión inefable. (Dicho sea sin énfasis, por decir algo.) Frente a estos cómodos sujetos no éticos del pensamiento realmen te débil (porque sólo el arremeter sería ético y sólo su empuje signifi caría reciedum bre en el pensar) hay que decir por experiencia histórica, aunque nada más sea, pero por otros muchos géneros de ex periencia también, que merece absolutamente la pena seguir el autodespliegue de los grandes términos dentro de sí mismos, es decir, dentro de su propio concepto, despliegue que va generando el incesan te rodar de su uso, el trabajo crítico sobre ellos. En el fondo se trata del trabajo consigo mismo en que consiste la filosofía, porque los usos del
36 El proceso de desarrollo conceptual podría entenderse como el del uso de l términos respectivos en sus respectivos contextos lingüísticos: y sería lícito hacerlo incluso ahora, en el primer Wittgenstein: pero ello significaría, en cualquier caso y sin psicologismo alguno, que ese proceso consiste en el ejercicio objetivo de mi inte ligencia sobre ellas o. si suena todavía muy íntimo, en el ejercicio analítico y crítico ile mi trabajo filosófico sobre ellas.
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lenguaje (los juegos) son hechos lógicos (o formas de vida) del yo37. Es el trabajo de seguir el concepto hasta que se hace objet >de sí mis mo en la idea» vacía ya absolutamente de significado y de cualquier fe nomenología de uso; el trabajo de rastrear en uno mismo, en sus procesos lógicos, el sujeto metafísico que hay detrás sustentándolos. Merece la pena vaciar el cerebro, así, de lo accidental, de cualquier significado concreto y llevar a cabo esta experiencia en la que la mente se absorve a sí misma en sí misma, como en un agujero a lo eterno, por la densidad absoluta del pensamiento unitario (como en la imagen de los agujeros negros de la física, o en la de la noche oscura del alma, por ejemplo). No se repiten las cosas, pues, se insiste en ellas. Todo lo que se diga a este estilo — y el insistir en ello lo ratifi ca— no es sino otro modo absurdo de hablar de la experiencia mís tica, de describir el supuesto camino de sublimación de las cosas en ideas38 o del individuo concreto en un yo eterno. Pero la conciencia que acompaña a este decir o que constituye este decir mismo o que supone el propio hecho de intentarlo, conciencia e intención de ha cer con el lenguaje o el pensar propios y actuales a propósito una experiencia de ese estilo (negativa y límite, recuérdese), transforma éstos en una acción lingüística o cognoscitiva autosuperada que puede aludir a lo místico, mostrar de algún modo algún aspecto inexpresable de las cosas39. Lo característico de la experiencia mís
37 Ni en el primer Wittgcnslein. ni en el segundo, el «yo» se puede entender co mo algo más que como una serie de estructuras lógicas trascendentales (hiposlasiadas en un punto metafísico) o de estructuras gramáticas trascendentales (traducidas refle jamente de formas de vida y en reglas de juego). Empíricamente o psicológicamente el «yo» es siempre una superstición o un absurdo lógico. 38 Repito que en este camino dialéctico, objetivo y lógico, el serenísimo vacío fi nal de las ideas no es más que el esplendor límite de las cosas mismas precisamente en el instante de su disolución o en lo negativo sin más. Las ideas brillan porque son las no-cosas, es decir, porque son las cosas todas superadas; cada una es la unidad de un género total de cosas superadas (de un género total superado de cosas) y la que re sume a todas sería la unidad de la totalidad de cosas superadas (la unidad de la totali dad superada de las cosas). La superación es autodisolución lógica, como sabemos, y su brillo (el que hace a las ideas id e a s ) se produce así desde las cosas: en el todo co mo tal una cosa no es más que el fantasma o el espectro o el espíritu o como quiera llamarse ese «algo» (que, en cualquier caso, imaginamos brillante como cualquier v i s ió n ), que ha dejado su propia disolución en él. ¿Vale decirlo así? 39 El pensamiento y el lenguaje son lo mismo si por ambos se entienden actividades lógicas o racionales. La extensión de estos conceptos es la misma: no hay cosas que se puedan pensar y no expresar, radicalmente hablando. Si no se pueden expresar no son
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tica nunca es ni puede ser un arrebato psicológico, sólo es y puede ser el resultado de un acto de lenguaje o de pensar autocrítico al li mite, o una autoconciencia absoluta —de nada sino de sí misma y sin mediaciones— en el pensar o en el lenguaje. Es como hablar desde una conciencia eterna, sin espacio ni tiempo y sin referencia alguna, por tanto; es decir, vivir absolutamente hablando de modo que el vivir sea el propio hablar, que la vida sea el propio lenguaje y que el lenguaje sea pura voz, no signifique nada sino el yo mismo. (1.a imagen del Dios-Palabra.) El yo mismo es entonces la única referencia de lo dicho; un yo mismo muy íntimo en lo objetivo, muy desdibujado de caracteres materiales y propios, en el que sería muy difícil reconocerse en una autoconciencia normal del entendimiento fuera de ese instante eter no; una autoconciencia en el vacío de espacio y tiempo o sin con ciencia de ellos, que no es más que conciencia sintáctica del lenguaje, digamos, conciencia nada más que del lenguaje mismo, una conciencia pura de hablar (y no de lo que se dice, que ahí no se dice ni se puede decir efectiva y absolutamente nada porque se su pone todo a la vez en el lenguaje, en el puro hablar): como si esa conciencia pura de la voz fuera la autoconciencia misma40. Y como si en esa absoluta falta de significado del lenguaje, y por ella, o sea, como si en mi vacío absoluto de mundo, razón y lógica, y por él, es tuviera o se mostrara la esencia o la verdad de todo lo real. (No otro debe ser el origen lógico de la idea del yo microcosmos.)
pcnsables o por lo menos no se han pensado: se habrán sentido, intuido, etc. Son cosa de nombres, pero hemos de ponemos de acuerdo. Sea lo que sea el pensar, su disolución es un fenómeno oscuro que ni siquiera puedo decir objetivamente que se me muestre a mí mismo, a no ser psicologislamentc; la disolución del lenguaje, sin embargo, es un fenó meno objetivo de la lógica, que experimentamos todos objetivamente, sin importar quién hable o cómo. Hablar de pensamiento o de lenguaje es. en este sentido, lo mismo; pero es más claro referimos sólo al último, como hacemos siempre. No en otro sentido que el de esta claridad, creo, quiere Wittgeastein limitar más bien que el pensamiento su expre sión: entre otras cosas, por evitarse los tensiones insolubles de la autoconciencia circular y de la imposible salida a lo otro, las del círculo y el infinito. ¿Cómo va autolimitarse el pensamiento si para eso necesita, además de saber qué es él, saber lo que no es, es decir, pensar lo impensable? Cfr. Prólogo al T ra cta tits. 40 Esto no es más que una descripción posible del proceso de hipóstasis meta ca de la lógica en un yo o de la mística en la segunda persona del Verbo. En cualquier caso, un proceso lógico de la razón sin esoterísmo ni mixticismo alguno. Así se han creado mitos y dioses: no con la fantasía, sino con la lógica; no con la fantasía litera ria, digamos, sino con la lógica del lenguaje.
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Esta torpe descripción, como todas, del estadio final de un proceso de autosuperación lógico como el que intentamos explicar en todo este capítulo de varias formas, encamado discursivamente entre las proposi ciones 3 y 6 del Tractatus por la ardua conquista de la forma general de la proposición y que cierra la teoría de la tautología o la contradicción lógicas, no tiene sentido ni puede tenerlo — también por pura lógica, puesto que la lógica ni se dice a sí misma ni dice nada— para la ciencia normalizada y sus cultivadores exclusivos41, aunque sí para la alta cien cia de creación42, para la que la experiencia con lo desconocido, lógica o formalmente límite, es muy semejante en la práctica. ¿Dónde residen esas instancias aprióricas y formales que posibilitan la descripción cien tífica de los eventos sino en las estructuras lógicas que componen ese supuesto metafísico del yo, con el que no se quiere significar sino eso? En tanto inexpresable, esta experiencia mística del pensar o del hablar autoconscientes (optimada en la del artista, por ejemplo, cuyo acto de pensar o de lenguaje es una obra rotunda, inmediatamente bella en su materialidad) no es la experiencia religiosa y personal de Dios: en tal caso, decíamos, la experiencia absoluta con uno mismo o la experiencia límite con el pensar o con el lenguaje, es decir, límite (sólo límite) tam bién con lo místico. Efectivamente, eso no puede ser lo místico mismo, eso no son más que las maneras de tratar con ello. (A no ser que lo mís tico consista sólo en unas maneras de ver y tratar con lo acostumbrado, que podía ser. ¡Qué difícil resulta eludir los psicologismos, encontrar una salida clara y claramente expresable del «segundo mundo» popperiano a la objetividad pura del pensar!) Sea lo que sea, por lo menos en nuestro contexto y en principio la experiencia mística que intentamos describir no es más que una experiencia límite de la razón por dentro y por fuera del propio lími te, pero en él mismo, digamos, sin que la razón salga fuera a descri bir lo que hay, cosa imposible entre otras cosas porque ahí ya no actúa; se trata de una experiencia trascendental de la razón en los lí mites englobantes de su dominio lógico en total y una trascendente — de autosobrepasamiento— en los límites del ámbito místico que
41 Inconscientes de que es posible que cualquier ley natural o cualquier descrip ción de fenómenos sea nada más que el desarrollo de instancias aprióricas que lo úni co que contienen es la posibilidad de una forma lógica (77? 6.3 ss.). 42 Consciente de que sus leyes no son leyes sino formas de leyes, es decir, nada más que «visiones aprióricas sobre la posible manera de dar forma a sus proposicio nes» (T R 6.32, 6.34).
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la engloban. (Los dos lados del límite mismo, para entendemos.) No se sale de ahí a una experiencia metafísica (real) de la belleza, del bien o de Dios, digamos. Su experiencia sigue siempre siendo lógi ca, límite pero lógica; de una lógica superada, pero que queda siem pre ahí de fondo. Lo único metafísico es el sujeto, porque sin su realidad (metafísica) no se sostendría nada. Eso es buena prueba de que la experiencia sigue siendo lógica en su superación mística. Re petido otra vez en breve: se trata de la experiencia absoluta de la autoconciencia. Eso es mística. Por los escritos de los místicos parece que en contextos de fe la ex periencia mística puede llegar a ser una experiencia de Dios, pero aquí no se trata para nada de eso, como no se trata tampoco de una expe riencia de la belleza o del bien. ¿Qué es todo eso: Dios, belleza, bien? Nuestra experiencia mística es inmediatamente de conceptos, no de objetos; de significados lógicos, no empíricos. Nuestra mística, como toda mística antes del arrebato definitivo4', o antes de cualquier tipo de enajenación en general, no trata sino de conceptos superados en su sig nificado lógico, objetos ya en tal caso de otras instancias humanas ina nalizables lógicamente, pero cuya última referencia clara para nosotros sigue siendo la conceptual. En este sentido, la mística, en tal caso, tra taría de «lo divino» o de «la divinidad», de «lo bello» y de «lo bueno» en abstracto y de su discurso imposible pero no todavía arrebatado; só lo se interesaría por la calidad gnoseológica de esas experiencias en tanto superadoras de la razón, en tanto puedan abrir otros horizontes, pero no por los horizontes mismos. Lógicamente todas esas experien cias son las mismas, es decir, al menos su base lógica es siempre la misma: ese destino lógico que el lenguaje tiene en el silencio, o la pro pia lógica en la mística, que estamos intentando describir aquí. La mística no es metafísica; la mística no trata sino con conceptos4344.
43 El arrebato místico de unión con algo que tiene características objetuales o personales en lo absoluto, la fusión de dos hipóstasis metafísicas, la del yo y la de lo que sea, es otra cuestión que no interesa para nada aquí, donde nos quedamos al res pecto con lo que pueda significar aquel wgé m o n o s p r o s m ó n o n plotiniano. 44 La metafísica hipostasia los conceptos, la mística no. a no ser quizá en las perso nalizaciones religiosas de la fe. (Es posible que sea por eso por lo que Wittgenstein nun ca incluye expresamente a la religión en lo místico.) Pero la cuestión de la fe sobrepasa, en el sentido que sea, los sentimientos místicos, su pretensión de realismo no lo tiene ni la ética ni la estética: éstos hablan de lo absoluto, no del absoluto mismo: es como si pre tendiéramos tener un trato personal con la belleza o con el bien, digamos... Hablar de Dios y pensar en Dios, cuando se cree, no es hablar y pensar místicamente en lo divino:
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Con conceptos elevados por su distancia al significado empírico, si se quiere, pero no hipostasiados en otro mundo metafísico. Son conceptos sublimados en el mundo interior del yo absoluto, objetivo, que vere mos, no muy diferentes — por ejemplo— de los de la alta ciencia de creación, es decir, de los de todo marco superior del espíritu. ¿Qué dife rencia sustancial hay conceptualmente, por ejemplo, entre el FeuerSchrack de Bóhme y el Big-Bang de la física de hoy? Son la misma intuición, el mismo sentimiento. La únicas diferencias son las que crea el contexto, que en Bohme debió ser de silencio ya que en la mística no hay discurso que revísta de seriedad racional a sus imágenes, como su cede en la física... Conceptos «elevados», por llamarlos de algún modo, íifica siempre conceptos etéreos, diluidos, oscuros, que están abso lutamente enterrados en uno mismo, que no tienen un objeto definido aún. Los demás no pueden tener especial gracia y nunca pueden ser nuevos de verdad. Si Paracelso o Copémico, incluso Kepler o Galileo, o el propio Newton, por ejemplo, se hubieran limitado a esa razón des criptiva de lo que hay. de lo que clara y distintamente se sabía y se decía entonces que hay, es decir, si se hubieran limitado a los conceptos, no hubieran sido tan raros pero la humanidad todavía estaría buscando la piedra filosofal o creyéndose el ombligo del universo. Las imágenes místicas sólo son conceptos —etéreos, diluidos, os curos, etc.— cuando se pretende vanamente hablar de ellas y llamarlas además de algún modo. De ahí su evanescencia, porque desde esa perspectiva son conceptos que no son conceptos, como corresponde a hechos que no son hechos, como veíamos antes. Realmente no pueden ser conceptos a no ser que a las especies del sentimiento y de la intui ción eternos, liberadas del espacio y del tiempo, se les quiera llamar así. A no ser que se quiera llamar así a la especie absolutamente vacía del silencio místico. Pero a pesar de todo los denominamos «concep tos», supuesto naturalmente todo lo dicho. Precisamente a esta con ciencia de inanidad racional sólo se llega en la repetición y por ella,
el sentimiento hacia una persona, como supuestamente es Dios, no es el sentimiento de un no-significado de un concepto, como es lo divino. O hay una mística lógica (ésta de Wittgenstein, en la tradición alemana) y una religiosa (más bien la tradición devota nues tra). o en muchos aspectos (más allá de la lógica, de la ética y la estética, con las que comparte muchísimas cosas en lo místico) habría que distinguir la religión y la mística. Pero ya decíamos asimismo al principio, también por esto, que la cuestión religiosa no nos interesaba tanto. Para las condiciones normales del pensar, la visión ética o estética de la mística es infinitamente más clarificadora que la religiosa.
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liando vueltas sin cesar a los conceptos auténticos en el círculo de la lógica hasta horadar su esencia (el agujero de la nada), hasta destruir su significado (una vana e imposible identificación física, psicológica o metafísica cualquiera), hasta que ese supuesto significado adquiera, efectivamente, su forma auténtica: la forma del sí mismo, y con ella la del yo mismo, la del yo absoluto, la de Dios45. 5.
TRASCENDENCIA Y TRASCENDENTALIDAD
Siguiendo ya nuestro discurso interrumpido en el último apartado y por terminar el capítulo donde comenzamos... No es la voluntad empí rica o su intencionalidad el soporte de lo ético; a este nivel y en tal ca so lo ético sería la acción misma, con la que se confunde, o los factos mismos vividos en el desconcierto místico por su nuda existencia. La voluntad como fenómeno sólo interesa a la psicología (77? 6.423); a este nivel y por lo que importa la voluntad no es más que el acto de vo luntad, y éste, la acción misma. Otra cosa es la voluntad metafísica, el «yo divino», verdadero sujeto de la ética, como veremos46. (Veremos que a nivel metafísico el yo es igual de «divino» que el mundo precisa mente por su absoluta independencia mutua, pero que esa difícil inde pendencia es en lo absoluto identidad: sólo una absoluta identidad puede ser una absoluta independencia en lo absoluto. ¿De qué podría
4* Que la mística no sea metafísica tiene otra ventaja mucho más casera, pero impor tantísima. La mística como silencio no está sujeta a los errores del lenguaje, ni por tanto a su crítica. «Lo místico es lo metafísico que ha quedado inexpresado. Lo místico por eso no tiene mácula, al contrario que lo metafísico que ha perdido la inocencia de lo místico por el mal uso del lenguaje» (Fricdrich Wallmcr, W ittg en stein s p h ilo so p h isc h e s i.c b e n s w c r k a is E in lw it, Braumüllcr, Universitíits-Verlagsbuchhandlung, Wicn, 1983. 80). El uso del lenguaje (de la razón), siempre imperfecto, siempre malo donde no es po sible, es el que crea los monstruos. Sólo si ese lenguaje es consciente de su incapacidad y de su inevhabilidad no se hace metafísico, con pretensiones de sentido y verdad donde no puede tenerlas; en ese caso sigue siendo místico, como lenguaje negativo, y en cuanto (al no está sujeto sino a un análisis negativo también, como el silencio: velando porque de verdad no Jifia nada, nada de nada, no tenga sentido. Porque sea realmente absurdo: un acto de lenguaje desesperanzado, un imposible arremeter contra los límites de la ra zón. Esta es su verdad, que tampoco necesitaría para nada. 40 Sin la dualidad schopenhaueriana del e s s e y del o p e r a n no se entendería nada de esto, de mucho de lo que hemos visto y de lo que veremos. Lo mismo que sin aquella otra del yo empírico y del yo mounienal de la tradición, que recordábamos antes con Weininger y que hubo de meditar el joven Wittgenstein.
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haber independencia en lo absoluto sino de sí mismo?) Sólo una abso luta indiferenciación mutua puede explicar una trascendentalidad en la que su sujeto, el sujeto representante de conocimiento no existe; es de cir, una trascendentalidad lógica y ética al mismo tiempo, una trascen dentalidad absoluta que sólo pueden soportar un sujeto y un mundo metafísicos; una trascendentalidad trascendente ya en muchos aspec tos. Eso es lo que puede significar que el sujeto y el mundo se identifi quen al límite o que la lógica y la ética sean ambas trascendentales condiciones de mundo. Sólo ese yo superior de que hablamos es relevante conceptual mente y sólo él puede actuar, y actúa, directamente sobre el mundo como un todo, es decir, sobre las fronteras del mundo lógico (no só lo desde ellas) que describe la ciencia y circunscribe la filosofía. Es el yo metafísico, idéntico al mundo, por el que el mundo es mi mun do y viceversa: el microcosmos. Sólo él, y no un sujeto psicológico absurdo47 como el alma o alguna de sus opacas potencias (entendi miento, voluntad), puede ser el soporte de las extrañas relaciones que Wittgenstein establece entre la trascendentalidad y la trascen dencia, esenciales en este punto clave de la salida de lo lógico a lo místico en que estamos en este capítulo, pero fundamentales tam bién para el sentido general de los dos ámbitos. Parecía que la tras cendentalidad es típicamente lógica y la trascendencia típicamente ética (o mística), pero que no era exactamente así porque ambas, se gún aspectos, pueden ser ambas cosas... Retomemos la cuestión. La trascendentalidad ética es fundamental para nuestra edifica ción del conocimiento humano, aunque no sea muy ortodoxa para la academia puesto que ha de realizarse mediante instancias arracionales e inefables de) espíritu y dado que también se califica a la ética de trascendente. En primer lugar, en efecto, la ética, sin espacio ni tiempo y al margen de cualquier categoría acostumbrada, constituye mundos absolutamente diferentes entre sí al constituir cada uno des de y en su totalidad. El mundo del feliz es otro que el del infeliz, el del comunista otro que el del fascista, etc., o deberían serlo. Son mundos completamente diferentes aunque sean el mismo, mundos paralelos absolutamente aunque relativamente estén muy próximos: el mundo de los políticos, por ejemplo, es el mismo, supone una
47 Absurdo porque habría de ser una entidad compuesta. Cfr. 77? 5.5421; y las 5.54, las 5.55 y las 5.6 en general.
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misma forma de vida, pero cuando cada grupo explica el suyo pare cen de galaxias diferentes. Parecen lo que son o al menos lo que eran cuando había ideologías fuertes por encima de los intereses ca seros: son, o lógicamente habrían de ser, lenguajes y perspectivas de mundo diferentes e inconmensurables; no hay mayor distancia que la inespacial y absoluta de las ideologías o sentimientos místicos en contrados, precisamente porque en realidad no es ninguna. Pero a la ética también se le llama trascendente y lo es: está «fuera» (77? 6.41) del mundo de los hechos y es «superior» (6.42) a él. Sólo por esto precisamente, porque está más allá del mundo, puede, con esa perspectiva global y eterna, cambiarle por completo, constituirle abso lutamente digamos: posibilitar su conocimiento desde los sentimientos e intuiciones extáticos, eternos que promueve; un conocimiento, natu ralmente, que nada tiene que ver con el descriptivo y causal, sino con el sentimiento de lo inexplicable como milagro, como referencia a al go superior. (Sea lo que sea lo superior, cómo y donde sea: detectarlo verazmente constituiría la tarea de las estéticas, éticas y religiones dog máticas para sostén de su fe y de sus pupilos; la de la filosofía, hemos dicho, sólo es el marco general de la indagación de eso absoluto en el pensar, o sea, de las posibilidades y condiciones de su concepto en la época.) Los hechos y el devenir no tienen importancia alguna desde esta perspectiva, son dominio de la aplicación de la lógica y pertene cen a su espacio, no al dominio místico. «No hay ninguna relación ló gica entre voluntad y mundo. Si el querer bueno o malo tiene alguna repercusión sobre el mundo, ésta sólo puede darse sobre las fronteras del mundo, no sobre los hechos, sino sobre aquello que el lenguaje no puede representar, sobre aquello que sólo puede mostrarse en el len guaje. En una palabra, el mundo entonces por causa de ello ha de vol verse otro diferente»48. Trascendencia, pues, de la perspectiva global y eterna y trascendentalidad de la propia calidad constitutiva —sentimental e intuitiva— de esa perspectiva. Trascendencia más allá de los hechos espaciotemporales y trascendental idad del sentimiento. Esas son las sorprendentes macrocategorías en las que caben estos conceptos radical y absolutamente toma dos. Por más que sean un escándalo para la academia, en el fondo de ellos no hay sino una experiencia casi cotidiana para una sensibilidad instruida: la de una visión intuitiva o de un sentimiento confusos, perple
48 D F 126-127; cfr. T R 6.373. 6.374. 6.43.
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jos, globales, absolutamente englobantes — sub specie aeterni, por de cirlo de algún modo, o fuera del espacio y del tiempo o de su conscien cia al menos— del mundo como algo entero, limitado, que está ahí sin más, presa vii^en de nuestra posible acción constitutiva, pero más allá siempre de ella, como horizonte suyo permanentemente inalcanzado e inalcanzable por la aplicación de la lógica, (Es la experiencia corriente del arte y del artista, por ejemplo. No hacen falta mayores arrobos.) Creo que es pérdida de tiempo especular demasiado sobre el uso de estos dos conceptos de trascendencia y trascendental idad en su aplica ción a la lógica y a la ética por parle de Wittgenstein: si la ética es más o menos trascendental que trascendente, si la lógica es también trascen dente, si la esfera ética significa una especie de «cuasi tercer mundo popperiano»49, etc. En lo absoluto, «trascendental» y «trascendente» pueden significar lo mismo desde la perspectiva metafísica en la que el yo y el mundo se identifican50. No hay mayor cercanía ni mayor distan cia en lo absoluto que la que hay con uno mismo. De siempre la identi dad y la contradicción se identifican al lím ite en lo m ístico (coincidentia opposiiorum), como la tautología y la contradicción en puntos esenciales en lo lógica51. Los límites absolutos pierden su senti do delimitador en lo absoluto. Los conceptos se disuelven de modo na tural en lo absoluto: es lógico porque están construidos por y para otro juego. De modo que esta discusión sobre las competencias de la trascendentalidad y la trascendencia no confirmaría nada más que lo absur do de hablar de estas cosas — aunque también lo ético del arremeter contra ese absurdo— . Confirmado queda. Concluyamos ahora sobrevo lando un poco estos conceptos epistemológicos. «Así como mi representación es el mundo, mi voluntad es la volun tad del mundo» (DF 144). La voluntad pura, schopcnhaueriana, en el
4‘* Cfr. csla — por otra parte, interesante— comparación conceptual en A. Janik, «Philosophical Sources of W ’s Ethics», o. r 77 s. 50 Cfr. 77? 5.64: 5.6 ss. Perspectiva metafísica que tiene su base lógica en la forma ge neral de la proposición: esencia a la vez del lenguaje y del mundo (5.471 s.: cfr. 4,5 ss.) o, en otros términos, posibilidad lógica ella misma tanto del polo subjetivo como del objeti vo de toda constitución y conocimiento. Esta identidad esencial solipsisla, metafísica y mística, entre yo y mundo, que radica en la lógica misma como decimos, no en su mera aplicación (dado que la forma general de la proposición es una variable lógica cuyo senti do es el mismo que el de una idea arquetípica platónica, no el de un concepto abstracto aristotélico, asimilable lógicamente más bien a las funciones) hace que los conceptos de trascendental idad y trascendencia se apliquen aquí pcculiamicnte. 51 Cfr. TR 4.46 ss., 5.142 ss., 6.1 ss., 6.2 ss.
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límite o al límite del mundo, es el reducto último de trascendentalidad y trascendencia y el auténtico sujeto de la ética; aquella voluntad del mundo que, sin embargo, puede llamarse también mía\ no la empírica del operari, de la que no depende para nada el mundo, de la que puede decirse al contrario que ella es un hecho más suyo, ni de la que depen de para nada el yo puesto que ella es una reacción empírico-causal más del organismo: a este nivel, decíamos, el deseo es la acción52. La lógi ca, por su parte, que en sí misma trascendería en un aspecto mínimo al mundo —en el hecho de no poder fundarse en él, que es más bien su constructo— , permanece por lo demás limitada a las fronteras del mundo o del lenguaje, que son las suyas propias. Dentro de ellas su dominio es omnímodo: ella establece toda posibilidad, toda esencia, toda forma, toda proposición, todo hecho, toda regla. Pero su propio fundamento, aquello que hace que sea también una condición total de mundo, como la ética, pertenece también al silencio. Es tremendo, aunque inevitable, por propia lógica, decir que todo vale igual y que todo da igual en este mundo y colgar la lógica respon sable de él de instancias últimas, indominables, siempre arracionales, místicas, como el individuo, la muerte, la eternidad, el sentimiento, la intuición, la pureza de la acción por la acción, del pensar por el pensar, el todo o la trascendencia. Tremendamente peligroso por las experien cias históricas que tenemos, pero no por eso menos inevitablemente ló gico. Todo es lógico en el mundo, pero lo lógico tiene un fundamento místico; todo es racional en el mundo, pero la razón se basa en el absur do; todo es lenguaje en el mundo, pero el lenguaje se basa en el silen cio... Lo irremediable es la lógica, los peligros no son inevitables porque dependen nada más que de interpretaciones o aplicaciones inte resadas suyas: desaparece el interés, desaparece la interpretación intere sada. No hay por qué verlo todo cínicamente, a lo mejor y todo se puede ver simplemente como es: como algo lógico. La simple cons ciencia de las cosas no tiene por qué ser inexcusablemente filistea, ni su uso, perverso. La consciencia de la esencia lógica de lo real, la cons ciencia, pues, del sentido lógico de lo que sucede, la consciencia de la realidad de lo que sucede, sin más, es la única perspectiva posible libe radora de la necesidad de los factos y de una vida sin mayor nivel que el de ellos. Las cosas son así, decíamos: no son trágicas ni cómicas en 52
Wollen ist tun» (D F 146).
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senlido empírico, son lógicas sin más; y la lógica es cristal puro si no se malmezcla con la ideología, si no se quiere dar a ésta una base lógica legitimadora de sus contenidos. (La lógica, por todo lo explicado en es te capítulo, legitima el hecho y el derecho mismos de la ideología, co mo de todo lo místico y en tanto tal. Así niega a la vez cualquier posibilidad de condición racional para sus doctrinas, como vimos.) La obra de la lógica es la obra de la razón humana: la civilización, la cultura, el mundo sin más y su historia. Una obra formidable, pero que tiene su valor y no otro. (Sabemos mucho más que el hombre pri mitivo, pero resulta hasta patético preguntarse si somos mejores o más felices que él.) Sucede que en la compulsión del juego lógico que pre side tradicionalmente el pensar occidental se pierde la vieja perspecti va eleática o la vieja autoconsciencia con la que nació la filosofía griega del fondo oscuro y peligroso de la razón con sus flagrantes apo rtas: es la perspectiva del que del mundo, la de los dioses y su lenguaje creador originario, en la que éste —modelo esencial de todo lengua je— era acción pura, puramente completivo, inefable en sí mismo, in mediato y presente a lo primordial y eterno, que nada tenía de modal, trascendental o lógico; un lenguaje de hechos rotundos como aquél por el que las cosas míticamente aparecieron de la nada ante la mera lla mada por su nombre... Habría que despertar de nuevo esa conciencia originaria displicente —por comparación— para con la razón y el len guaje de la filosofía. Hoy los dioses, si cabe, se han retirado más lejos del mundo que entonces y su huella queda además infinitamente más lejana. Que todo el negocio del pensar y sus repercusiones mundanas es de hecho simple afición y simple juego cuando más, autodestructivo por más cuando se radicaliza sin mayores perspectivas. Que la sabidu ría no está en el pensar racional y sus congéneres. Que eso de la filo sofía es serio, que no tiene por qué ser sólo una humildad farisaica de Platón. Que las imágenes escépticas del círculo y del infinito de Agri pa, en fin, apuntan, efectivamente, a los dos únicos caminos posibles de la razón: el de su rodar eterno en el encierro de los signos lógicos y el de su disolución infinita en la serenidad de lo más alto.
IV. ÉTICA Y ESTÉTICA: LA FELICIDAD «Ética y estética son lo mismo»1.
Wittgenstein nunca habla de la identidad de la estética y de la reli gión, pero sí alude repetidamente a la ética y a la religión como concep tos intercambiables, mezclando sus cuestiones y hablando de ambas indistintamente2; de modo que, contando con las salvedades que hemos hecho, si la ética y la estética son lo mismo... Pero ahora nos interesa na da más la identidad de la ética y la estética, nuestro objetivo central origi nario. La ética se identifica con la estética en lo místico y lo místico en general se entiende mejor desde la experiencia estética: he ahí las dos cuestiones centrales del mensaje presumido de este libro. Sólo por impe rativos metodológicos del discurso, como dijimos, hablamos normal mente desde la ética, en general, y desde la lógica, hasta ahora. Hablemos desde la estética ya, una vez superado el calvario lógico, ahora que hemos llegado al corazón del asunto. No olvidaremos en absoluto ninguna de aquellas estaciones duras en el camino ascético del pensar, pero por eso justamente nuestra marcha procederá libre ya, sin cargas ni otra cruz que esa memoria viva. Más que la muerte al mundo no puede suceder, pero ése precisamente fue ya el final y el objetivo de aquel viaje. Que la razón más profunda de la identidad de ética y estética es que ambas pertenecen al dominio del silencio místico y que ese ámbito inexpresable se puede entender (sentir o intuir) de algún modo desde esta última, es cosa que hay que mostrar y que no es fácil de entender ni de mostrar desde posturas toscamente racionalistas. Que Wittgenstein
1 TR 6 .4 2 1, D F 132. C 34. L & C 3. 2 Cfr. TR 6.431-6.432, C pássim. W W 115-118, VB pássim; in /ra cap. 5. Estas identi dades y diferencias hacen pensar, en efecto, en la imagen de la divinidad escindida y una. en ten dida como múltiple e idéntica a la vez, que evoca Wittgenstein (W W 118). Signifi can el mismo arremeter contra los límites del lenguaje o del silencio, contra lo paradójico, lo absurdo, significan lenguajes negativos, intentos desesperanzados (conscientes) de de cir algo donde no se puede decir nada, sabiendo que la modalidad del d e c ir es muy otra y su significado muy otro. M 151
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lo cree así es obvia1 y esa obviedad evila perder siquiera un instante de tiempo elucubrando razones para esa identificación que no sean las ló gicas de que hay un límite a partir del cual el lenguaje analizado pierde el sentido: el límite del que. «El milagro artístico es que exista el mun do. Que haya lo que hay.» Eso mismo es también lo místico y lo mila groso, sin más**45. No se rompa uno la cabeza, pues, pensando si Wittgenstein quiere disolver la ética en la estética (buenas maneras) o la estética en la ética (arte comprometido): ésa no es la cuestión*. La ética y la estética se identifican en ese difícil equilibrio visto en tre trascendentalidad y trascendencia, a ambas pertenecen igualmente ambas características. Son lo místico frente a lo lógico. El silencio fren te al lenguaje. Mostración pura. El sentimiento e intuición frente a la ra zón y al análisis. Lo atemporal y eterno frente a la facticidad y devenir. En definitiva: «La obra de arte es el objeto visto sub specie aeternitatis y la vida buena es el mundo visto sub specie aeternitatis: ésa es la co nexión entre arte y ética» (DF 140). Está claro: la ética y la estética se identifican no sólo negativamente, por ser ambas indecibles y pertene cer al ámbito del silencio, sino también positivamente, por una visión del mundo sub specie aeterni peculiar a ambas6. Hace gracia leer en Tilghman que esta idea de que lo ético y lo estético se identifican en el dominio de lo que no puede ser dicho se la sugirió una conversación con Rush Rhees. Si nos quiere comunicar con ello que alguna ve/, tuvo el dudoso honor de hablar con uno de los albacc&s literarios de Wittgenstein. aunque éste era el más aieangélico, valga, pero por lo demás este hecho es trivial. Cfr. B. R. Tilghman, W ittgenstein. E thics a n d A csth etics. The W ie w fm m E tern ity . Mac Mi lian. London, 1991.45 ss. Este libro es. por otra piule, un libro interesante; aparte de su originalidad, en el cap. 2 se ofrece, por ejemplo, una historia apreciable de las relaciones entre arte y etica desde Platón hasta Tolstoi (cfr. 21-42). 4 Cfr. D F 145. 77? 6.44, C 42. respectivamente. 5 Recordemos lo dicho al principio sobre el filósofo como «maestro de maneras»... Por otra parte, hay que tener en cuenta que el carácter ético de la obra de arte no sería des de nuestro punto de vista lo que se llamaba antes su «mensaje» (normalmente demasiado evidente para ser místico), sino más bien aquello mismo que lo posibilita, por así decirlo: lo que Tilghman llamaría el «contenido humano del arte», que hace que éste sea expre sión de la idiosincrasia humana y tenga una función didáctica e ideológica inexcusable (cfr. B. R. Tilghman. W. E th ics a n d A e sth e tic s. o. <.. 42). Tilghman cree que investigar el contenido humano del arte es el mejor modo de intn>ducirsc en la relación wittgensteiniana entre ética y estética; y eso es lo que él intenta hacer en la segunda mitad de su intere sante libro: discernir qué es la humanidad, qué es el arte y qué es lo humano en el arte. Muy estético, pero menos wittgenstciniano. Tilghman es un esteta, con libros sugestivos sobre estética. Wittgenstein no era un esleta, era un místico. Aunque no debería haber di ferencias entre ser una cosa u otra, las hay. 6 Cfr. Sergio Marini, E tic a e r e lig io n e riel «p r im o W ittg e n s te in » , Pubblicazioni della Universitá Cattolica del Sacro Cuore. Milano, 1989, 139. 136-141.
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Que Wittgenstein probablemente no pensaba en un estatuto de identidad estricta para ambas sino más bien en algún tipo de similaridad general esencial profúnda y en lazos concretos comunes, yo creo que es también algo más o menos obvio por la sencilla razón ya de que, si no, no las hubiera distinguido ni terminológicamente7. La dife renciación que resta permite una dialéctica interesante, como veremos, l-n las mismas palabras de Wittgenstein que acabamos de citar hay un matiz distintivo, como siempre muy problemático, que luego discutire mos: parece que la estética es la contemplación eternizada de un objeto y la ética, la contemplación eternizada del mundo, o sea, que la ética envuelve una visión del mundo como un todo (los objetos indiferen ciados e incluidos en él) y la estética, la de un objeto particular como un todo (incluido el mundo entero como mero trasfondo). Aunque no vayamos a insistir en ello, sí hay también una mínima diferencia, pero característica, en que el valor estético sea un fin en sí mismo y la ética sea su propia recompensa. La visión ética del mundo, asimismo, le atribuye un cierto espíritu o carácter, mientras que la visión estética en cuentra espíritu y carácter en la obra de arte entendida como expresión. Que la ética tenga que ver con la acción y la estética con la contempla ción es algo más cuestionable8. Etc. Esencialmente ética y estética son lo mismo. Si la esencia es po sibilidad de estructura, y la estructura, posibilidad de forma lógica, ambas tienen racionalmente la misma esencia: ninguna, una noesencia que remite a su condición ultralógica, ultramundana. La éti ca y la estética no tienen ni pueden tener esencia racional alguna. Tienen esencia, o lo que sea, a otro nivel que sólo podemos signifi car también negativamente: el silencio, del que ya sabemos algo de lo que comporta como no-lenguaje. Probablemente ninguna cate goría racional del mundo, ni la de «ser» siquiera, les convenga. Sólo puede hablarse de ellas para decir que no tiene sentido hacerlo, y eso ha de demostrarse primero. Sólo en este sentido se puede hablar1
1 Que Wittgenstein considerara, en este sentido, a la ótica (a la religión y a la melulísica) como una subclase de la estética, como cree C. Barren, me parece un buen tópico académico sin mayor interés que el de justificar una polémica o un congreso, pero con el que estaría en general de acuerdo. Cfr. Cyrill Barrctt, «"(Ethics and Aesthetics are onc)”?», en: Rudolf Haller (cd.). A k ten d e s H. irtte r n a tio n a le n W ittg e n ste in S y m p o siu m s, Tcil I : Á s th e tik . Hólder-Pichlcr-Tempsky, Wien, 1984, 17-22, 18. H Barrctt dice que la estética tiene que ver con el io o k in g a t th in g s y la ética con el liv in g a n d a c tin g . Cfr. C. Barrctt. «“(Ethics and Aesthetics are one)”?». o . <*., 20.
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v razonar en estos ámbitos indecibles: en cuanto se hace cuestión de su posibilidad o imposibilidad racional9. Y nada más. Una vez demostrada su doble imposibilidad, o se insiste en pensarla otra vez de otro modo en esos mismos márgenes, o no tiene sentido seguir hablando... Lo místico en sí mismo es, pues, inexpresable, pero eso, como cualquier otro asunto relativo a ello, hay que demostrarlo y decirlo primero. Suponiendo esto podemos decir y discutir ahora que la ética y la estética sean esencialmente lo mismo y que ambas coincidan máximamente en dos cosas: en la experiencia del valor absoluto y en la inteligencia de la felicidad. Veamos. 1.
LO BUENO, LO BELLO Y LA FELICIDAD
En coherencia con su identificación de la ética y de la estética, Wittgenstein parece reducir la fundamental categoría ética de lo bueno a lo bello en cuanto ambos son lo que hace feliz y lo auténti co. «Lo bello es precisamente lo que hace feliz [...]. La vida feliz es buena y la infeliz es mala [...]. Parece que la vida feliz se justifica por sí misma, que es la única vida auténtica» (DF 145, 134). Expre sivas equiparaciones categoriales de lo bello y lo bueno bajo un su puesto en nombre de la autenticidad: la vida feliz. La pregunta de por qué he de vivir precisamente feliz es una cuestión tautológica para Wittgenstein, que da por supuesto que lo que hace feliz es bue no y bello, y viceversa, y que vivir de verdad es vivir así; que la vida es otra cosa que el mundo u otra cosa que ella misma como vida-enel-mundo (en el mundo-lotalidad-de-hechos-en-el-espacio-lógico): justamente la vida que puede ser buena, bella o feliz. Wittgenstein mezcla continuamente los niveles absoluto y relati
g Valga esto tanto del planteamiento de la posibilidad de la m ístic a como ciencia o como teoría, cuanto de lo m ístic o como categoría racional. Siempre tenemos presentes tácitamente estos dos aspectos (la mística y lo místico), pero los sobreentendemos tam bién siempre porque vienen a lo mismo desde nuestra perspectiva lingüística: la ética, la estética y la religión son imposibles como ciencias, como discurso con significado; lo ético, lo estético y lo religioso son imposibles como conceptos, no tienen objeto en el mundo. Su consideración neutra permite mayores elucubraciones, pero la otra, que pare ce demarcar un ámbito concreto dentro del saber racional para cada una de las tres «dis ciplinas», es aborrecible. Por eso Wittgenstein nunca habla de m ístic a . Nosotros, porque suponemos lo anterior, no nos hacemos mayores problemas con palabras que de ningún modo significan nada.
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vo de su habla en este tema, de modo que a veces resulta un tanto impreciso. No hacerlo o que no resulte así es realmente imposible mientras lo que se emplee sea lo inevitable: la inevitable mentira del lenguaje que, en estos temas, no sólo dice cosas que no son (son di chas), sino que no dice nada (tampoco aquí hay nada que decir)... ¿Reduce Wittgenstein lo bueno a lo bello en cuanto que ambos son lo que hace feliz? Lo que hace feliz ¿es bueno o es lo bueno?, ¿es bello o es lo bello? ¿Se habla aquí en absoluto o relativamente ? Ab soluto y relativo son conceptos muy clarificadores a los que Witt genstein da relevancia en su pensar en la conferencia de 1929; doce años antes no cumplían ninguna función significativa en el desarro llo conceptual de la cuestión mística. De todos modos, tampoco es tas trabas conceptuales han de en to rp ecer continuam ente el discurso, que se hace imposible si hay que aclarar expresamente en cada momento a qué nivel se habla. No hace falta nada de eso en ge neral: primero, porque ya se parte de la consciencia de las enormes limitaciones del discurso místico; segundo, porque el propio lengua je muestra el nivel de su habla. Para condiciones normales de inteli gibilidad esto es suficiente, aunque en casos concretos como éste se puedan aclarar más las cosas. La vivencia ético-estética de lo absoluto o, lo que es lo mismo, la vivencia absoluta de lo ético-estético el hombre sólo puede tenerla des de una situación relativa hic et nunc que trasciende o sublima en los sentimientos e intuiciones buenos, bellos y felices más allá del espacio y del tiempo. Esto es una vivencia ordinaria del espíritu instruido: el acceso privilegiado a la felicidad. El gusto por lo místico, por el senti do del mundo y sus cosas —en este caso con respecto al bien y a la be lleza— es patrimonio de una sensibilidad educada: una instrucción espiritual íntima a cada individuo. Inexcusable promoción anímica que afronte la paradoja del salto de lo relativo a lo absoluto que comporta la felicidad. Lo relativo adquiere a un cierto nivel categoría absoluta: al nivel en que mi yo tampoco es ya el psicológico sino el metafísico, pero de algún modo sigue siendo sin embargo el mío. Hay un momen to en que las cosas en la vida adquieren una relevancia que podíamos llamar «filosófica» con Wittgenstein (77? 5.641); es el instante en que puede comenzar otro nivel de consideración del mundo: la perspectiva metafísica trascendental del yo, que va perdiendo progresivamente sus lazos con el mundo y el lenguaje hasta identificarse esencialmente con ellos, posibilitando así una superación inefable de todo, hasta de sí mismo. En esa misma interioridad esencial, posibilidad pura de todos
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y de cada uno de ellos, todos y cada uno se vacían de toda forma con creta: de toda acción, hecho o proposición concretos; todos y cada uno se indiferencian en la forma suprema del lenguaje y la ciencia, la tau tología lógica, en donde muestran su vacío esencial que es su propia definitiva sustancia: el armazón que conforma todo lo existente. Vacíos de relación con todo, vacíos de toda modalidad, el mundo (lenguaje) y el yo simplemente existen sin forma ni razón alguna. Esa maravillosa indiferenciación del yo-mundo ya no es más que pura conciencia de ser, una autoconciencia indistinta en el sentimiento o la intuición de que se es: lo que es o se es —como sea o se sea— resulta irrelevante. (Aquí ya no hay espacio ni tiempo.) En la serenidad de esa indiferen ciación se es feliz. He ahí la paradoja del salto a lo absoluto y feliz, con la que hemos topado ya varias veces. Lo sublime. inefable, divino, lo místico son grandes palabras que se refieren, sin embargo, a experiencias normales del alma bella que cualquiera puede sentir ante una obra de arte o ante una persona grande, por ejemplo. Son la medida de la grandeza en la finitud, la posibilidad de absoluto de lo relativo y de felicidad en el mundo. La mezcla de estos conceptos y el propio camino de uno a otro, como decíamos, es lo más interesante para el hombre: no la belle za misma, el bien o Dios mismos, que donde estén ellos, si están, yo no estoy. La cuestión es siempre nada más la de la consciencia de uno mismo (y de sus límites, por tanto), un modo claro de conciencia para el que valgan también aquellos otros apelativos vieneses finiseculares (auténtico, puro. veraz, decente), cuya virtud comporta un afán general de autosuperación constante, sobre todo — como es normal— en los aspectos humanos definitorios de la razón y del lenguaje. La filosofía en este sentido tiene como tarca descubrir los chicho nes que se hace la razón en su empeño de arremeter contra los límites del lenguaje, averiguar los absurdos que genera la autocrítica de la ra zón101: ellos, chichones y absurdos, son el mejor síntoma del valor mís tico de ese descubrimiento11. La filosofía es propiamente la conciencia
10 El límite del lenguaje está siempre en la autocrítica, la autoexpresión, la aulorreferencia, etc. (cfr. VB 27; 77? 4.12 s., 4.442). Dicho en general; en la autoconciencia. 11 Los chichones no son filosóficos, pero sin filosofía no sabríamos de ellos. No los chichones, sino el descubrimiento de ellos es el síntoma de que filosofamos, pero ellos son la medida del valor mismo de este descubrimiento (Schriften 1, 344). La filosofía es crítica del lenguaje, testigo del arremeter de la razón contra los límites del lenguaje, pero no es ese arremeter mismo. Ese arremeter es una acción típicamente míst ica (ética o reí i-
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(le la desesperanza y del absurdo de ese empeño y tiene mucho que ver, por tanto, con ese empeño místico mismo. Le proporciona el halo de dignidad y respeto que tiene cuando nace de un impulso natural de la razón a rebasarse ante el asombro y no de intereses concretos de una razón instrumental: cuando es metafísica lógica de verdad, que sabe de su definitivo no significado, y no metafísica ideológica, que enajena las conciencias con grandes palabras sin significado alguno. Desen mascarar a esta última es justamente el cometido de la filosofía cuando topa con chichones o absurdos sin gracia12. Con ello prepara una man sión limpia para lo místico.
giosa. dice expresamente Wittgenstein), la acción filosófica sería nada más la encargada de darle su significado, o no significado, en el mundo. La filosofía, en cualquier caso, tie ne esencial relación con la ética, la estética y la religión como analítica de sus lenguajes. Pero hay algo más: ella descubre y ofrece lo místico, hace el camino hasta allí y lo despeja, desvela el hecho inefable de la trascendencia mística al recorrer hasta el límite el de la trascendcntalidad lógica. La metafísica, hipóstasis de la lógica, concreción abs tracta de la indiferenciación o posibilidad formal en que consiste la lógica, es ese plano ambiguo entre trascendcntalidad y trascendencia, entre el límite por dentro y por fuera del mundo, es el culmen de la lógica (la lógica la soporta a ella) y el soporte de la místi ca. Junto con la lógica, constituye la filosofía. Esto nos muestra, de nuevo, el carácter peculiar de ésta, sustancialmente señalado por la lógica y la metafísica mismas, es decir. |x>r la esfera de la tautología y del solipsismo. (No extraña, pues, que no tenga lenguaje ni contenido propio, que no sea nada sino sí misma: mero ejercicio analítico y crítico de autoconciencia del lenguaje o de la razón, o del yo. En este sentido lo místico no sería más que filosofía superada, filosofía que quiere romper la autoconciencia o salir del len guaje.) No llega al silencio, pero está más allá del lenguaje. Su carácter sustancial es am biguo: tiene poco que ver con el mundo y poco que ver con el no mundo. Señala el limite, está en el límite o es el límite. ¿Desde dónde? Eso es lo inquietante. Esta peculiaridad sustancial de la filosofía, al borde de lo absoluto, es lo que se ñala su proximidad a lo místico, como antes los chichones: desde ella puede descri birse su necesidad para una supuesta completud del espíritu humano más allá de la razón o, por lo menos, ella puede simplemente señalarlo desde la incompletud o lim i tación que descubre — eso sí— por debajo. Sin una autoconciencia negativa y crítica (esta es la g ra c ia : P o in te, p o in t) sino con la petulancia tradicional de hablar con referencias significativas del otro mundo. El sentido del arrem eter contra los límites del lenguaje (decirse a sí mismo, expresar su sentido nece sariamente superior a él) puede ser doble: con interés o con gracia cuando parte de una conciencia mística negativa y lo que busca es claridad en el silencio, o sin interés ni gracia algunos, cuando parte de una conciencia metafísica supersticiosa y lo que busca es ampliar el lenguaje a lodo, suponiendo que la claridad está en la razón lingüística. (Voluntad de si lencio o voluntad de forma.) De ahí el doble sentido de los «chichones». Cuando Wittgens tein habla de ellos en las P h ilo s o p h is c h e U n te rsu c h u n g e n quizá tenga en mente este segundo sentido; cuando habla más bien del «arremeter», años antes, en la época de nuestro interés, habla decididamente en el primero. De todos modos, son dos imágenes de lo mismo.
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Estos niveles difusos, sublimes, inefables son los que han de convi vir paradójicamente en el hombre con su conformación psicológica y empírica. En ellos se identificarían lo bello y lo bueno en la felicidad, pero no tiene sentido ni planteárselo discursivamente: son vivencias in mediatas y mudas, experiencias puras, por más que no puedan despren derse de su sujeto ni de su objeto. No hay planteamiento lógico posible de la felicidad, del significado y valor de las ideas, es decir, de los con ceptos que no tienen significado en el mundo. Pero tampoco su expe riencia pura es separada. Su significado y valor para el hombre es el de las cosas sublimadas o el de la propia sublimación de las cosas, como hemos dicho: son las cosas mismas vistas desde la perspectiva del as censo o la propia experiencia del camino dialéctico mismo lo que da sentido humano a la idea, a una idea como la de la felicidad. Lo bello y lo bueno se identifican en último término con la vida feliz, con el ser humano feliz: una vida sublimada pero que es mi vida, un sujeto ideali zado pero que soy yo. Así se entienden mejor las cosas: la felicidad es una vivencia más inmediata en principio que la del valor. «Soy feliz o desgraciado, eso es todo. Cabe decir: no existe lo bueno ni lo malo» (DF 128). No existe sino mi felicidad, la de mi vida. Lo demás son, de verdad, cuentos: narraciones, grandes historias, lenguaje en definitiva. La única cuestión es quién soy yo y mi vida: ¿yo y mi vida, o el yo y su vida?, ¿tiene sentido diferenciarlos? De nuevo en el centro de la paradoja entre lo relativo y lo absoluto: la paradoja de la perspectiva metafísica, terreno de nadie entre la lógica y la mística. Una especie de esquizoidía que alimenta lo místico en el hombre. Pero, sea lo que sea el yo y la vida, por ahora y siempre, como sabemos, todo se reduce a una amonestación liberadora: «¡Obra según tu conciencia!», y amable: «¡Vive feliz!»1'. No hay más ética que ésta inefable de la felicidad, donde no se hace cuestión alguna del bien ni del mal ni de ninguno de
D F 133. 129. Nyíri llama a este Letrc g lü ck lich \ el «imperativo categórico»* wittgensteiniano. A propósito. Nyíri describe las condiciones que pone Wittgenstcin a una vida feliz y que quizá es oportuno señalar ya desde ahora: «La renuncia total a los dese os y esperanzas, al futuro y en general a la temporalidad: abrirse a la objetividad del pre sente; hacerse uno con el mundo [...]. La felicidad significa el mero reflejo, figuración del mundo, el puro conocimiento sin deseo alguno El hombre feliz renuncia a todo lo que hay frente a él en el mundo, a todo lo que le diferencia del mundo, a su individua lidad, a su calidad de sujeto. Con ello gana todo y sólo pierde sus ilusiones, dado que la realidad hasta ahora no poseía ningún tipo de independencia: su a u to n o m ía — esa fuente inagotable de desilusiones dolorosas— era pura ilusión»» (J. C. Nyíri, «Das ungliickliche Leben des L.W.», o. r.. 109-110).
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los «problemas» que esas cuestiones arrastran y que constituyen el ám bito del discurso ético de la academia. Lo bueno y lo bello, el bien y la belleza son el hombre feliz, la vida feliz, la obra misma de arte. No po dría decirse otra cosa Pero ¿qué es este absoluto entre absolutos de la lelicidad? Desde luego —digámoslo desde el principio— nada que tenga que ver con el hedonismo, nada que tenga que ver con el mundo sino a ese nivel de indiferenciación con el sujeto, de que hablábamos. La felici dad no depende del influjo del mundo exterior sobre el sujeto, la felici dad es una condición del sujeto sobre el mundo, algo íntimo al sujeto, una vivencia absoluta suya14. Insistiremos de sobra en esto, que por ahora planteamos así: la felicidad es la experiencia más inmediata del valor y la estética es el ámbito más inmediato de experiencia de la fe licidad. Si recordamos también que bien y belleza parecen identificar se en la felicidad, está claro que aquí reside el quid de nuestro asunto: lelicidad y experiencia estética, felicidad y arte15. ¿Felicidad y ficción? 2.
LA FELICIDAD, EL NO DESEO Y LO ETERNO
Aunque es mucha pretensión a estas alturas hablar de cosas para las que más valdría un buen deseo o un abrazo cordial, después de todo lo dicho al respecto tiene cierto sentido seguir hablando incluso de lo es quivo por antonomasia: la felicidad. Para describir más de cerca la imagen wittgensteiniana suya, central en este momento, traigamos a colación la página del diario del 8 de julio de 1916, recordando las condiciones en las que está escrita en medio de todas las calamidades y angustias imaginables del frente16: «Quien es feliz no puede tener
14 Cfr. S. Maríni, E rica e reli^ u m e n e l « p rim o W ittg en stein » . o. < 139 s., 157-162. 15 Wiitgcnslcin recuerda aquellas palabras del prólogo del W a lle n ste in de Schillcr: «Emst isl das Leben. heiter isl die Kunst» ( S c h rifte n / , 179). 16 A veces no sabe uno si el recurrir a las páginas del diario de esta segunda mitad del año 1916. en que Wittgenstein vive en la guerra la coyuntura más grave de su vida, aclara algo las cosas. Parece que esto es aprovecharse un tanto de manifestaciones senti mentales forzadas por las circunstancias en momentos de debilidad. Pero, sea como sea, fueron esa época y circunstancias precisamente las que dieron el sentido definitivo al Ir a c ta tu s , por más que Wittgenstein en él no recogiera ya sino el esqueleto más urgente de sus exteriorizaciones místicas de los diarios. No podía hacer otra cosa, además, por coherencia: eran asuntos de los que no se podía hablar. La parte no escrita en el T ractatn s , la mística, era la «más importante». El propio hecho de no escribirla, esa renuncia.
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miedo. Tampoco ante la muerte. Sólo es feliz quien vive no en el tiem po sino en el presente. Para la vida en el presente no existe la muerte. La muerte no es un acontecimiento de la vida. No es un hecho del mundo. Si por eternidad se entiende no duración infinita sino atempo ralidad, entonces se puede decir que vive eternamente quien vive en el presente. Para vivir feliz debo estar en consonancia con el mundo. Y esto quiere decir efectivamente “ser feliz”. Yo estoy, por así decirlo, en consonancia con aquella voluntad extraña de la que parezco depen diente. Esto quiere decir: “cumplo la voluntad de Dios”. El miedo a la muerte es el mejor signo de una vida falsa, es decir, mala. Si mi con ciencia me saca del equilibrio es que hay algo con lo que no estoy en consonancia. Pero ¿qué es eso?, ¿el mundo! Ciertamente es correcto decir: la conciencia es la voz de Dios. Por ejemplo: me hace infeliz pensar que he ofendido a tal o a cual. ¿Es esto mi conciencia? ¿Se pue de decir: “Obra según tu conciencia sea la que sea”? ¡Vive feliz!». ¿Qué es la felicidad, pues? O, mejor, ¿qué es ser feliz? ¿Qué es una vida feliz o un hombre feliz? En general, Wiltgenstein da la razón a Dostoievski con respecto a la idea de que el hombre feliz es aquel que cumple la finalidad de la existencia. Ya, pero justamente ésa es la cues tión mística por antonomasia, la del sentido de la vida, cuyo estatuto problemático es ambiguo y paradójico en el juego entre lo relativo y lo absoluto, o lo trivial y lo inefable. De modo que no puede haber una respuesta, ni clara ni oscura, que alivie nuestra inquietud: sólo el que ésta desaparezca por un cambio de modo de vida o por una nueva con ciencia del lenguaje y con ella el problema mismo, como siempre17. La
parece más significativa, al menos entonces, que el arremeter místico contra los límites del lenguaje ponderado doce años más tarde en momentos de mayor euforia, y demues tra en todo caso el sentido superior que se atribuye a algo: hay cosas que sólo pueden manifestarse y asentarse en el respeto de no hablar de ellas (B R % s.). Si Wiltgenstein dice en el prólogo del T ra c ta tu s que sólo entenderá las ideas del libro quien ya las haya pensado alguna vez, él mismo nos pone sobre aviso del modo de entenderlo o interpretarlo. Para pensar sus ideas radicalmente habría que haber vi vido en la Vicna finisecular y, más importante aún, haber compartido sus experien cias de guerra, aquéllas que dieron a su personalidad y pensamiento su definitiva y compleja unidad. Russell no entendió el T ra c ta tu s quizá porque no entendió esto. (Cfr. A. Janik & St. Toulmin, W 's V ien n a. o. c ., 200.) La perspectiva biográfica puede ser esencial en casos para la interpretación y comprensión teóricas de un texto con creto de un autor. Y, desde luego, siempre será importante para la comprensión total, matizada y coloreada, de un personaje y su obra en general. Ya lo hemos dicho. 17 TR 6.521. La felicidad o el sentido de la vida no es objeto de conocimiento sino plegaria, porque en definitiva el sentido de la vida o del mundo, como hemos visto, es Dios
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cosa es ser feliz; ése es el sentido de la vida, la felicidad, más claro mientras menos se plantea. Puede pensarse entonces que quien cumple la finalidad de la existencia es aquel que no necesita de ninguna finali dad que no sea la vida misma. (La vida misma que lleva, que se supone una vida en lo absoluto.) Ése lleva una vida feliz y no necesita plantear se el sentido de la vida, porque lo vive o porque vive sin más. Ése es fe liz, es bueno y es bello. Felicidad sólo significa ser feliz, que eres feliz; un hecho místico, pues, cuyas últimas razones nunca se alcanzan, pero cuyas condiciones todavía racionales, al límite del mundo y de su lógi ca, pueden en cierto modo atisbarse. Vivir feliz es estar satisfecho con la vida, coincidir con ella y realizar así su sentido, que no hace falta plantearse entonces, porque entonces se muestra. Esta coincidencia con la vida no es la enajenación burguesa, consiste más bien en un perfecto equilibrio con ella por encima de los hechos y de las cosas, en el que se disuelvan todos los problemas y sentidos. Cualquier cosa que saque a uno de ese equilibrio vacío, mudo, sereno, ataráxico, distante a todo, es mala, fea e infeliz. Pero ¿qué es ese equilibrio esencial que antes poníamos tácitamente en la serenidad de una indiferenciación sublimada? Algo así como una oscura armonía trascendente, en efecto. En vez de angustia metafísica, exactamente lo contrario en el mismo sentido abismal; una felicidad metafísica. «¡En cierto sentido todo esto es profundamente misterioso! \hstá claro que la ética no se deja expresar! Pero se podría decir: en al gún sentido la vida feliz parece ser más armónica que la infeliz. Pero ¿en cuál? ¿Cuál es el distintivo objetivo de la vida feliz, armónica? De nuevo está claro que no puede haber un distintivo así, que se pueda des cribir Este distintivo no puede ser uno físico, sino uno metafísico, tras cendente» (DF 134). Si no está claro en qué consiste, puesto que como sabemos hasta por experiencias diarias la felicidad no estriba en nada concreto del mundo, esto sí está claro al menos: que el distintivo de la vida feliz es una armonía metafísica, trascendente a toda materia y descripc ión, a todo mundo y lenguaje; que nada tiene que ver, pues, con una homeostasis corporal saludable, con un equilibrio psicológico sano o con un hecho cualquiera, y que por eso no puede ser descrita ni puede señalarse en qué consiste. No pertenece al mundo diario y a sus cosas.
mismo por definición, es decir, lo que — sea lo que sea— podríamos llamar perfectamente así (D F 126). Aunque bien es verdad que, dada la indeterminación del concepto «Dios», el sentido de la vida puede ser cualquier absoluto, o lo absoluto en general (otra buena definición de Dios), y la felicidad, por tanto, la vivencia más inmediata de esc absoluto.
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La «armonía metafísica» trasciende el mundo y la vida en él. En ella consiste la felicidad. ¿En qué consiste ella? ¿En qué consiste esa felicidad, pues, que hemos cifrado hasta ahora en la misma vida feliz, y ésta, en una armonía trascendente? Felicidad, vida, metafísica, trascendencia son conceptos de una misma familia. Esa armonía oscura, igual de oscura que la claridad vienesa de que he mos hablado, consiste en dos cosas claras en principio y como siempre negativas y críticas frente al mundo y a la sociedad de los hechos: pri mera, en vivir en la eternidad del presente (el instante, por atemporal, es eterno); segunda, en actuar de acuerdo a la conciencia o al destino, es decir; de acuerdo al mundo pero por encima de sus hechos (actuar de acuerdo con el mundo como destino inexorable es lo mismo que actuar de acuerdo con esa voluntad extraña de la que la conciencia es voz). Son ideales de vida muy clásicos y conocidos que significan todos re nuncia al compromiso con las cosas y distancia elegante a ellas. En de finitiva: ética del no deseo. «¿Sólo es feliz quien no quiere nada?», se pregunta Wittgenstein el día 29 de julio de 1916. «En cierto sentido pa rece que el no deseo es lo único bueno», responde. A pesar de sus ex traños reparos en afirmarlo resueltamente, debidos a consideraciones piadosas en tomo a algo parecido a la caridad cristiana, nada menos, parece que el Nichtwollen o el Nichtwünschen es lo único que puede hacer feliz, ya que libera del fiasco del posible no cumplimiento de los deseos y de la intranquilidad por su siempre posible no ocurrencia. Además, es de locos o de tontos creer lo contrario, puesto que el si no del mundo se impone siempre al final. Eso pensaba seguramente el soldado Wittgenstein con conciencia de pelele sujeto a todos los avala res bélicos e inmerso psicológicamente en un fatalismo explicable. «No puedo dirigir los acontecimientos del mundo según mi voluntad, sino que soy totalmente impotente frente a ellos. Sólo puedo indepen dizarme del mundo — y así, en cierto sentido, dominarlo— en tanto en cuanto renuncio a una intervención en los acontecimientos» (DF 126). El mundo es lógicamente independiente de mi voluntad empírica y aunque a ese nivel sucediera todo lo que deseamos ello no sería sino una gracia del destino o, dicho de otro modo, una casualidad. A este nivel empírico no hay ninguna relación lógica (legaliforme) entre la voluntad y los hechos del mundo. (A otro nivel ya veremos, porque la lógica también es condición de mundo como la ética...) Si prescindi mos de los acontecimientos, de la conformación modal interior al mundo, el mundo como todo, en lo absoluto, sí es ética y lógicamente dependiente de mi voluntad (pura, digamos), porque a ese nivel es yo
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mismo. Sucede así hasta en una lectura psicológica trivial del ejemplo
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la aniquilación física si es máximo— si es preciso es el camino a todo lo grande, el único camino a la belleza, al bien, a la verdad: a la felici dad. El riesgo absoluto de la decencia. El camino de los grandes a lo grande. Esa convulsión extrema del alma es su escape a la serenidad y a la paz perpetua. El verdadero desprecio olímpico del mundo diario. «¿Se puede vivir de modo que la vida deje de ser problemática? ¿De modo que se viva en lo eterno y no en el tiempo?» (DF 127). La retórica de esta pregunta en un frente inmisericorde de batalla es con movedora. Pero ayuda. «Sólo es feliz quien no vive en el tiempo, sino en el presente» (DF 129). No es extraño que alguien que vive empíri camente de modo tan horrible cifre casi esquizoidemente la felicidad en la renuncia y despego del mundo en sus condiciones de espacio y tiempo. A esto se reduce al final la felicidad wittgensteiniana: no de seo, no tiempo, no mundo. no teoría. Tampoco creo que extrañe que un hombre en esas penosas circunstancias, concretas y reales, no cifre su ilusión y consuelo en la ciencia. Una teoría ética de lo bueno y de la felicidad resulta patética en las condiciones espantosas del frente. En una guerra que fue tan absurda como todas, pero más si cabe que todas por el estreno de una universalidad aterradora. Aunque toda la vida y todo en la vida es esencialmente así. La dife rencia entre el deseo y la realidad es siempre esencial al hombre. Una dialéctica vaciadora. El único consuelo, más o menos enmascarado, es el de siempre en esta cultura nuestra estoicojudeocristiana: coincidir con el mundo, con su devenir fatal, con esa voluntad general de sus lí mites, plegarse a él; todo eso, en definitiva, no es sino el sueño del cum plimiento de la voluntad de Dios (DF 129); y la armonía y equilibrio interior en que consiste una vida feliz (buena y bella), no otra cosa que la satisfacción interior de una buena conciencia (voz de Dios), obedien te y serena. No sabe uno entonces a veces para qué tantas explicacio nes. En el subconsciente cristiano de nuestra cultura están todas. A veces parece que el hecho de que Wittgenstein escribiera en clave sus pensamientos más íntimos a la izquierda se debe sobre todo a un cierto pudor y vergüenza por la debilidad de sus sublimaciones en una religiosidad inevitablemente cursi desde fuera; a la derecha —sin cla ve— escribe también de lo mismo pero sin personalizar. Muchas de las páginas de la izquierda son una plegaria, una apelación directa y perso nal a Dios. Cuando se lee el Diario secreto está uno tentado a pensar que el vuelco místico de su teoría durante la guerra no es tanto una secuela lógica cuanto una imposición de la propia vida del frente. Pero repare mos también en que ya fue voluntario a la guerra por una elección teóri
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ca, digamos, motivada precisamente por el callejón sin salida del logicismo, por la extrema tensión teórica que le producían sus aponas y por los íanlasm&s que en este sentido lo atormentaban ya antes de la guerra co mo la vieja Sorge a Fausto (BR 18 ss.). En todo caso, está claro que el proceso interior revolucionario ya había comenzado antes de la guerra, desencadenado por motivos del filosofar sobre todo. Y está claro sobre todo que una interpretación psicologista de la ética wittgensteiniana es lo más fácil y lo menos provechoso: no se trata de criticar o defender a Wittgenstein, sino de mostrar o no la congruencia objetiva de un modelo de ética. Por eso uno puede negarse con toda razón a cualquier interpre tación psicologista, pero no a la evidencia obviamente. L
LA VIDA DEL CONOCIMIENTO
Estábamos con la vida en lo eterno y no en el tiempo, que es la que evidentemente no plantea problemas... ¡Tampoco en la miseria de las trin cheras de la Bucovina o de los Balcanes! La vida en el presente es la vida en el instante y ésta, la vida en lo eterno a que obliga un mundo indesea do. (El instante es tendencialmente atemporal por definición, y la eterni dad se entiende más limpiamente como atemporalidad que como duración infinita, aunque es lo mismo.) ¿Qué hay bajo esa perspectiva sitb specie aeternitatis de las cosas, bajo esa mirada eterna que traspasa lo místico? ¿Tras esa perspectiva disuelta de espacio y tiempo, absoluta, que constituye la ética de la felicidad? Una serie de vivencias más generales y acostumbradas quizá que las que se suele atribuir a la ética más inmedia tas tanto al sentimiento como a la intuición normalmente instruidas: las intelectuales en general y sobre todo las estéticas. (Y tras ellas todavía en el fondo del todo y sin duda alguna tácitas y abisales, las religiosas, que serán objeto de nuestra consideración final. Veamos primero las otras.) Si las consideraciones éticas y su estatus no lógico pueden derivar se perfectamente como conclusiones lógicas del análisis lógico del len guaje de Wittgenstein, como vimos, uno tiende a pensar una vez más que esto sucede un tanto ad hoc y a posterior^ ya que en realidad de verdad responden esencialmente a actitudes vitales suyas muy definitorias de una personalidad altoburguesa judía de la época: estoicismo, esteticismo, intelectualismo, elitismo, religiosidad, rigorismo18. La fiIK Tenemos siempre presentes las dos clases de interpretación, de que ya hemos hablado, representadas por Le vi y por Janik en este caso. La biográfica, al estilo de la
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losofía de Schopenhauer sobre todo, la de Kierkegaard también y la li teratura de Tolstoi inmediatamente, habrían servido de cauce y de estí mulo a estas características personales. Pero en Wittgenstein se produce de verdad una estrechísima coinci dencia de vida y pensar, émula en la historia de la filosofía de la de Só crates, en la que ambas se acoplan naturalmente, más allá de cualquier interpretación fraccionaria. Ello hace posiblemente de él el ejemplo moderno más preclaro de la antigua «vida teórica» clásica, en la que la teoría y la praxis, la vida y el pensar eran la misma cosa. Un prototipo de «intelectual» a la antigua, sin fundamentalismos medievales, van guardismos modernos ni debilidades posmodemas; de ahí el carácter mítico de auténtico santón o gurú de la filosofía, a distancia infinita de sus perros guardianes, que ya le acompañó en vida. Un tipo de «inte lectual sentimental» al estilo que hemos descrito. La posición de Wittgenstein en ética supone un talante general intelectualista extendido a todo, que resume muy bien en lo que llama «la vida del conocimiento». La vida del conocimiento abarca no sólo la ra cionalidad científica, sino la sensibilidad educada humana o la educa ción sentimental del hombre en general. Es la vida consciente de sí, por diferencia a la vida misma. La vida que podíamos llamar «filosófica» como los antiguos la llamaron «teórica». La vida que supuestamente ha ce feliz al hombre. El kalós k'agathós griego. La clásica idea de que el sabio es el hombre bueno, bello y feliz. Una vida irremisiblemente cor poral pero transida por el espíritu plenamente y en ese sentido «espiri tual»: ni sólo material, ni sólo intelectual, ni sólo sobrenatural. Una vida mística, nunca mejor dicho. Una vida ética, estética y religiosa, supo niendo lo que hay que suponer primero (lógica, ciencia, lenguaje, mun do), cuyo último sentido no es más que éste más alto. Una vida en la que lógica y mística, razón y sentimiento se aúnan en este sentido. Una vida en la que intelectual y artista son conceptos naturalmente unidos. El distanciamiento de la conciencia teórica —a la vez discursiva, sentimental e intuitiva, como decimos— a las cosas, por muy inme
que originó el debate de T elo s sobre la homosexualidad y su relevancia para la experienda mística de la culpa, es decir, para una de las raíces de toda la cuestión mística en Wittgenstein. Y la puramente teórica, por decirlo así, en la que la ética wittgensteiniana se analiza como filosofía moral sin más, en un contexto de debate moral en el que ya se escribía y pensaba antes de Wittgenstein y en el que se incardina éste. El reduccionismo aquí, como casi siempre, es empobrecedor. En el caso de Wittgens tein, al menos, y más en este tema, esto es seguro. Permítasenos recordarlo.
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iliato que sea comporta siempre cierta lejanía a ellas y libera al inte lectual (artista) de la presión de los aconteceres. De la miseria del mundo el intelectual hace necesidad; de la gloría del mundo, gracias azarosas del hado19. En cualquier caso yo nada puedo contra él. Es mejor que no me importe y en ese preciso sentido estar siempre con él, en acuerdo absoluto con todo lo suyo, con cualquier cosa. No puede importar tanto alguna como para que me perturbe. Se trata de una elección que se hace con respecto al todo del mundo (lo puedo tomar así o asá), que me libera de sus hechos particulares proporcionándome un juicio instantáneo de todos ellos. (Como tomar en serio a una persona o no, por ejemplo. El esse y el operari.) Ideal mente amaría el amor y no necesariamente a alguien, o pensaría el pen sar y no necesariamente algo, etc. Ésa es la lógica del intelectualismo occidental: las personas, cosas e ideas concretas son epifanías, fenóme nos, ocasiones, disculpas, etc., de lo absoluto (criaturas de Dios en la iradición). A ese nivel superior de totalidad, en ese momento absoluto eterno continuado de máxima libertad o liberación de lo contingente, soy tan independiente del mundo como su caprichoso hado: en la indiíerenciación de la conciencia vacía del todo (necesaria autoconciencia) ambos somos lo mismo. Tan independiente de él que da igual todo en él, porque terminamos identificados, en el límite, en un mismo derrote ro metafísico solipsista. Y tan «divino» como él, como veremos20. La distancia al mundo es, pues, intelectualismo elitista: no mezclar se con lo común aún dentro de ello. Inevitablemente elitista aunque nada más sea como defensa frente al sarcasmo del necio21. Es distancia a los hechos: resignación por lo desagradable e ignorancia de lo vul gar. Siempre mesura y equilibrio en el trato con las cosas: que ninguna ile ellas, ni por mala ni por buena, sea capaz de enturbiar mi espíritu. (Distancia a las cosas concretas y serenidad en la confusión ilimitada
lv También Wittgensiein. Cfr. VB 144. que ya hemos citado. 20 Aunque más tarde abordemos por fin la cuestión del sujeto metafísico o ético, re cordemos a este respecto ahora un pensamiento del admirado Wciningcn «Un hombre puede llamarse genial cuando vive en conexión constante con el todo del mundo. Por eso lo genial es lo propiamente divino en el hombre» (O. Weininger, G e s c h le c h t u n d ( h arakter, o. i \ , 222). El universo conceptual weiningeriano puede parecer lo que se quiera, pero nadie discute que es él mismo genial. Wittgenstein lo respetaba mucho y muchas de sus relaciones conceptuales remiten claramente a Weininger. Ésta no es de las más oscuras (el genio y el yo, el yo genial y el yo divino, genialidad y mística, etc.). Cfr. ibídem, cap. V II (197-211), cap. V III (212 ss.). 21 Recordemos lo dicho sobre el elitismo.
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del todo.) Y la buena, alta conciencia que esa superioridad del desinte rés depara: ese estar bien con y en un mundo plano y sublimado, con y en el que ya no se tienen roces, ni deseos. Una calma infinita. Una vida (un alma) bella. Y feliz. El consuelo de la obediencia y la altanería por esa humillación inevitable. La forzada obediencia al hado (a la con ciencia) de la que el intelectual hace virtud con sus deliciosas pampli nas... Ésta es la cuestión: «¿Cómo puede el hombre ser feliz siquiera, si no puede precaverse ante la miseria del mundo? Por la vida del co nocimiento, justamente. La buena conciencia es la felicidad que pro porciona la vida del conocimiento. La vida del conocimiento es la vida que es feliz a pesar de la miseria del mundo» (DF 137). 4.
LA CONTEMPLACIÓN ESTÉTICA
La perspectiva eterna sobre las cosas de una vida vivida siempre en el instante presente (primera condición de aquella armonía metafísica en que cifrábamos la felicidad) supone, pues, un desapego de los he chos y una huida del mundo a su destino o a mi conciencia (que era la segunda condición de una vida feliz) sobre la base de un intelectualismo displicente con lo real (una tercera condición añadida, la de la vida teórica, substrato general de todo). Esto es lo que llevamos visto con respecto a la felicidad, cuyo concepto nos ha servido de guía hasta aho ra para introducimos en esta admirable familia conceptual que emparenta ella: eternidad, conciencia, vida, conocimiento, bien, belleza, mística, etc., que ya no es la racional de antes: lógica, lenguaje, ciencia, mundo, hechos, devenir, etc. Pues bien, esa perspectiva eterna, teórica y distante al mundo, de la felicidad en la que se va centrando nuestro dis curso, la perspectiva típicamente mística que hemos dejado asentada en la vida del conocimiento, se entiende mejor desde la experiencia del ar te, que es básicamente modelo de experiencia mística. Con este último paso entramos de lleno en el punto clave de este libro: la contempla ción estética es el modelo de la vida feliz del conocimiento, el prototipo de la experiencia intelectual liberada y feliz, de la experiencia mística por tanto. (Luego, como decíamos, ya no nos quedará más que ver qué es en sí misma esa ética sobre la que sólo hemos girado hasta ahora y, en tal caso, matizarla con unas últimas coasideraciones religiosas.) Definitivamente, pues: ¿en qué consiste la perspectiva eterna de lo místico, en la que puede resumirse todo lo dicho: vida en el presente, el no deseo, el llamado de la conciencia y la vida teórica? La mirada
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eterna a las cosas consiste en aquella consideración que hace de algo una obra de arte: «La obra de arte es el objeto visto sub specie aeternitatis y la vida buena es el mundo visto sub specie aeternitatis: ésta es lu conexión entre arte y ética»22. Así que la pregunta puede matizarse: ¿qué es ese modo de consideración eterno de una cosa que hace de ella una obra de arte? Wittgenstein prosigue: «El modo de consideración normal ve los objetos desde su centro, por así decirlo; la consideración sub specie aeternitatis, desde fuera. De modo que tienen el mundo en tero como trasfondo. ¿Es acaso que ve el objeto con espacio y tiempo en lugar de en el espacio y el tiempo? Cada cosa condiciona el espacio lógico entero. (Se impone esta idea:) La cosa vista sub specie aeterni tatis es la cosa vista con el espacio lógico entero.» Categorías descrip tivas de esa especie eterna, pues: dentro (en), fuera (con), mundo (espacio lógico), totalidad (trasfondo). Todas ellas están dentro de un juego metafísico complicado entre la lógica y lo místico, que llevamos muchas páginas describiendo. De modo que en este momento una ma nifestación así es luminosa. La especie eterna de la visión estética de un objeto es total en cuanto el espacio lógico entero o el mundo entero le sirven de horizonte, en cuanto eso significa ver el objeto en la red de todas sus posibilidades de aparición en el mundo, es decir, verlo esen cialmente, tal como no es en ninguna; la visión estética es también eterna, no sólo está fuera del espacio del mundo sino fuera del tiempo también, es decir, es intemporal, sucede en instantes como sucede la vida bella y buena, ha reducido el espacio y el tiempo a objetos suyos, digamos, y los ha integrado con todos los demás en la totalidad de su horizonte23. En esa totalidad y eternidad subsiste el objeto estético. Un objeto cualquiera, visto (sentido o intuido) sobre el trasfondo
22 D F 140. Sea del mundo o de las cosas, esta visión eterna es lo que identifica a ética y estética: sobre su posibilidad se apoya todo el edificio de lo místico, de ahí su importancia central: obra de arte o vida buena, consideración eterna de un objeto o consideración eterna del mundo... (Creo que Wittgenstein usa las palabras «arte» y «estética» en este contexto de modo insignificantemente distinto.) 23 Para la obra de arte el espacio y el tiempo son un adorno más, un objeto más de su composición, precisamente aquél que por su especial evanescencia le proporciona pro bablemente el aura o el genio. Lo concreto de una obra de arte existe y está presente en ella indefiniblemente superado en lo estético. La obra de arte congela en lo sublime el devenir y el mundo, lo congela en un gesto eterno. ¿Qué más da, por ejemplo, que paisa jes de Van Gogh sean del entorno de Arlés o no? Por razones obvias da igual en un sen tido y en otro no, pero en cualquier caso el espacio y el tiempo lo supera cualquier arte perdurable. («Clásico» significa precisamente eso.)
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del mundo entero y con él, con cierta perspectiva sobre todas las impli caciones sensibles y lógicas que conlleva, como objeto del mundo en el espacio-tiempo o como punto lógico en el espacio lógico, pero libe rado y arrancado de ellos, es una obra de arte. (Cuando la mirada eter na se posa en un objeto no puede ver en él sino el mundo, o arrancarlo, por decirlo así, del marco lógico del mundo en el que está para que le sirva todo él de contraste. Mientras, no vale para él sino la perspectiva lógica descrita antes del agujero del cualquiera. La mística, como la ló gica en sí misma, no puede salir de la totalidad.) Esta visión fantástica es la perspectiva eterna de la estética: la perspectiva del mundo visto desde un objeto, el asombro ante el que de un objeto, diríamos, que nos remite a la totalidad de su contexto mundano, cuya propia existen cia no está en absoluto racionalmente justificada; el objeto causa asombro porque de repente él mismo se convierte en una perspectiva total del mundo sin ninguna justificación lógica que avale una absolutización así de lo concreto; es el misterio del objeto, en el seno del cual está ya la posibilidad de todos los estados de cosas del mundo: ésa es su independencia esencial por la cual condiciona él mismo todo el es pacio o el mundo lógico24. Verlo en esa perspectiva de absoluta posibi lidad total, en la que él en concreto se agranda hasta hacerse el mundo entero: en eso consiste la experiencia estética de la mirada eterna. (Un aura realmente impresionante.) Y, si el mundo entero es el trasfondo de la visión estética de un obje to, ¿cuál será la totalidad que hace de trasfondo al mundo en la perspec tiva ética de la vida? El mundo entero o el espacio lógico entero o toda la estructura espaciotemporal del mundo habrá de verse sobre un trasfondo universal superior absolutamente ya inconcebible, algo así como la nada o el todo o la unidad primordial por los que se ha entendido siempre lo divino y para los que hasta estas imágenes inmensamente borrosas son un atropello (la imagen lógica de ello sería la de la reali dad), pero sólo así podemos atisbar el por qué del asombro ante el he cho m ístico por excelencia de la existencia del mundo, ante su consideración como un todo. (Lo místico se entiende mejor desde la es tética, pero imaginárselo desde la ética resulta más impresionante.) O quizá es que Wittgenstein sobreentiende que, en paralelo con la estética, lo que se ve es un acto o un hecho sobre el trasfondo también del mun-
24 Q U .T R 2.01-2.02, D F 141.
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ilo entero, lo que parece más lógico: sería un acto modélico igual que ahora es un objeto modélico. Sea lo que sea, parece que la perspectiva estética, siendo esencial mente la misma que la de la ética, difiere de ella en su objeto, porque ose mundo —mero trasfondo ahora para que resalte un objeto, de cuya prolongación lógica nace— no está visto él mismo en la perspectiva del «que» místico de la ética todavía, en la que por su misma presencia se convierte en testimonio inefable de lo inefable, en objeto de asombro mudo, el milagro de su existencia. Su totalidad no es aún el objeto pro pio de la experiencia mística, doblemente total y eterna en la ética. En la estética el objeto de experiencia es un objeto originariamente del mundo; el mundo es todavía un mero trasfondo lógico del que se desga ja un objeto. La totalidad del mundo posibilita la visión estética del ob jeto, ella no es objeto en sí misma, su único cometido aquí es mostrar la inmensa red de conexiones lógicas en que consiste esencialmente un objeto, es decir, en que consiste un objeto posible o un objeto en su po sibilidad. La visión estética del objeto no es sino una totalización lógica suya: la percepción de la totalidad lógica descrita por el campo intensional de sus implicaciones lógicas, que al límite es el mundo entero25. Esta percepción, racionalmente imposible a no ser para una mente infinita, es el misterio estético del sentimiento o de la intui ción místicos de algo como obra de arte. (La mística se revela siem pre como superación de la lógica racional, como vemos.) Cuando el propio mundo como totalidad o el propio espacio lógico total se convierta todavía en objeto de una totalidad mayor, o bien su totali dad se haga la realidad absolutamente toda, identificada con la autoconciencia del sujeto microcosmos, la percepción de ese horizonte superior será una vivencia ética: ése es el horizonte absolutamente inefable de los valores, que en cuanto pueden predicarse inmediata mente del mundo entero son superiores a él. Y si a esa totalidad de totalidades, totalidad ética de totalidades lógicas (nuevamente la
25 Si ese mundo total del trasfondo fuera el vivido éticamente como un milagro, perspectiva del objeto sobre él tomaría naturalmente unos matices estéticos insupera bles: significaría desgajar el objeto del contexto de lo absolutamente todo — de la unidad primordial o de la nada, digamos— , para que él solo, independiente absolutamente de cualquier posibilidad humana y divina, resalte sobre ellas como horizonte, además, de su propio desarrollo. Es como si el objeto se amplificara no sólo a la totalidad de su espe cie, sino a la de lodo y cualquier género... Ahí se daría la perfecta identificación de ética y de estética. Ésa es la posibilidad más alta entre lo más alto: la divinización de algo o de alguien en el sentimiento.
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mística y la lógica), la contemplamos desde el sujeto de la totaliza ción misma, un yo o una autoconciencia obviamente djsmesurada en esas proporciones, tenemos al «Dios» mismo de la religión (el yo sólo es «divino» o una «divinidad», como el mundo) y a ésta como instancia mística suprema. En la estética ese horizonte todavía es el mundo, el espacio lógico o el espacio-tiempo26. El objeto estético cobra relieve sólo por su desgaje de ellos. Y sólo ese desgaje es lo místico aquí: una experiencia eterna del yo por la que es capaz de desdoblar el objeto en sí mismo, diga mos, de separarlo de su propia condición necesariamente concreta, que queda sublimada y disuelta en el todo espacio-temporal del mundo co mo mero trasfondo; y capaz de verlo así, en total: a él consigo mismo. La genialidad en el arte reside justamente en el encajar o desencajar,
26 De ahí la sensibilidad o la plástica en el arte, e incluso la técnica o los restos de zón que le quedan. Piénsese, por ejemplo, que en la ética no hay técnica ninguna... (La etica es el cu lm en o b je tiv o del espíritu humano en este aspecto.) En la religión sí hay ri tos, por ejemplo, porque su superior estado es en realidad una vuelta de lo sublime al mundo, una vuelta en cierto modo a lo subjetivo, una personificación metafísica de lo sublime (una «encamación» incluso en el cristianismo). Algo tan impensable desde la razón, puesto que hace a los dioses infinitamente diferentes e infinitamente cercanos — mínimamente en lo máximo, máximamente en lo mínimo— al mundo, que por fuerza ha de poseer un sta tu s superior máximo, aunque ambiguo: en tanto englobante o cone xionante del todo ( r e lig io ) y en tanto locura de fe u omnipotencia de Dios (en relación con lo imposible o lo absurdo racional). En este último aspecto podría decirse que la re ligión es una superación «salvaje» de la razón, en la que lo místico ha perdido ya todo contacto con lo lógico y ha roto así el ritmo, y hasta el curso, de la dialéctica sublimadora. Parece que las demás instancias místicas son superaciones digamos que «mesuradas» de la razón: los valores éticos regidos por maneras estéticas (armonía proporción, equili brio). Los valores son siempre patrones de medida, medida pues ellos mismos, mientras que en la religión no hay valores porque no hay medida: ella es el origen de ellos. En la religión sí que se está por encima del bien y del mal: se está con Dios mismo. (Nos ex plicaremos en su momento.) Desde este punto de vista de la modalidad eterna de la mirada mística la religión se diferencia claramente de la ética y de la estética (también éstas entre sí, mínimamente en lo esencial del talante contemplativo, como estamos explicando arriba) aunque siga ha ciendo uno con ellas en la general indecibilidad suya, característica definitoría de lo mís tico (frente al lenguaje). A esta luz la ética, como decíamos, es el culmen o b je tiv o del espíritu humano: ni es tá tan cercana al mundo como la estética, ni vuelve a él como la religión. La ética es el mundo plenamente objetivado, el mundo feliz o infeliz de un yo que viene precisamente de abandonar el mundo para identificarse con él... (El adjetivo «objetivo» se emplea aquí porque no hay otro para referirse a la cualidad típica de lo que no es material ni psicoló gico. de lo que no es cuerpo ni mente, de lo que ha superado la dualidad sujeto-objeto.)
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como se quiera, los objetos en o de ese aura de modo que permanez can en ella pero a distancia de ella: sólo así, además, el aura es aura, y el objeto, una obra de arte. 5.
LA EXPERIENCIA ESTÉTICA, CONTENIDO DE LA MIRADA ETERNA DE LA MÍSTICA
De todos modos, en ningún caso lo místico es el mundo o sus obje tos, sino nuestra experiencia absoluta de él o de ellos. Experiencia «ab soluta» significa: disuelta de todos sus lazos con el espacio-tiempo y desgajada de todo el ámbito de sentido racional que le sirve ya nada más como realce. La obra de arte es un objeto liberado, sereno y feliz, que resplandece sobre el trasfondo del universo entero a distancia de toda la viscosidad de su espesor táctico. La obra de arte es una ficción y una ficción es una proyección de lo real en lo místico, es decir, de lo temporal en lo eterno, etc. Una proyección en lo eterno, vacío, en el si lencio, sin posibilidad alguna de forma lógica: la obra de arte ya no es figura de nada27. En tal caso sería mostración, pero eso no es decir mu cho... La figura es un hecho lógico y esa supuesta mostración, un he cho místico. Esta mostración es tan inexpresable o más que lo místico mismo, porque en ella reside precisamente lo eterno y global de nues tra experiencia, en la que decimos que reside a su vez lo místico. Sería una proyección de quién, a quién, de qué, a qué, de dónde, a dónde... (Como siempre, parece que se impone aquí el fantasma absoluto de la perenne vuelta de la autoconciencia o de la idea, igual que a nivel de mundo se impone el círculo del lenguaje.) La mostración es el secreto por antonomasia, porque en ella está el misterio de la mirada eterna y
21 La figura es un hecho lógico (77? 2.1 ss.). Para una descripción sin prejuicios de esla visión eterna de las cosas como estado místico, poético, extático, etc., en relación con Schopenhauer y Trakl, cfr. Chr. P. Berger, E rsta u n te V arw cgn ah m en , o. t \ , 178 ss. A propósito, Berger hace una distinción inteligente entre el lenguaje y sus figuras, que son el medio de expresión, por una parte, y la expresión misma que surge de la obra de arte, o lo que él llama su «trascendencia poética», por otra. En este sentido de «expresión misma» se manifestaría la obra de arte (en sentido muy parecido, como se ve, a lo que el T ractatu s llama «mostración en el lenguaje»). Pero nunca la obra de arte figura nada co mo «figura lógica», de cuyo concepto pende toda figuración y todo símbolo o signo en el T ra c ta tu s , es decir, toda posible expresión con sentido en el mundo... En cualquier ca so, esla distinción entre e l m e d io d e ex p resió n y la e x p resió n m ism a nos va a sonar pron to arriba en otra distinción difícil; por eso la recordamos aquí.
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no en el mundo mismo del trasfondo —del que decimos que a pesar de su totalidad es el lógico todavía, ya que se trata de la totalidad de he chos en el espacio lógico, no de la totalidad que percibe el sentimiento místico— , ni en el pobre objeto de origen, desde luego, puesto de re lieve también sólo por esa mirada. A nivel conceptual, sólo para una mente laplaciana, perfecta e infi nita, y en último término divina, capaz de ver en un instante toda la malla de posibles implicaciones lógicas que segrega cualquier mónada (malla infinita en la posibilidad), sería posible llevar a cabo una consi deración estética así de las cosas. Pero para el sentimiento o para la in tuición finitos también es posible captar ese instante eterno como vivencia. Basta suponer un nivel adecuado de educación sentimental, de sensibilidad intelectual. Es posible ser feliz y finito, penetrar lo in sondable desde instancias arracionales humanas. Pero hay que renun ciar a todo o mantenerlo a distancia... Esto es más patente en la estética que está cerca todavía de la finitud en el camino de la sublimación mística: la armonía trascendente de la mirada mística se plantea en to da su paradoja en la estética por su afición inmediata a lo sensible. La estética no está todavía de lleno en el mundo del destino y de la con ciencia, en el mundo o en el yo divinizados. Su ideal no es el Dios vo luntad omnipotente, digamos, sino aquella mente laplaciana infinita: un Dios lógico, en tal caso. El mundo sigue siendo su horizonte. El instante de la vivencia estética, superado el concepto, es un mo mento de tensión al límite de la autoconsciencia fuera del espacio y del tiempo o sin conciencia de ellos, un punto sin dimensión donde a tra vés de la contemplación de un objeto se produce una indiferenciación en la que uno se siente mundo, completamente disuelto en él, y en la que el mundo a la vez es tal porque yo lo siento así; de modo que el trasfondo del objeto estético es una realidad simbiótica inefable en la que la autoconciencia del yo es el mundo entero, o viceversa. No hay yo ni mundo ya, sino ambos a la vez y ninguno, por así decirlo. He ahí la mirada eterna. Así es la vivencia mística general de disolución en el todo: en la estética se ve mejor cómo nace de la sensibilidad o del obje to mismos del mundo y cómo en cierto modo permanece en ellos, su blimados en la totalidad y eternidad de su mirada. En este sentido y en cuanto tal totalidad, la totalidad del fondo es todavía —y ya— mínima mente sensible: porque en el fondo no hay ninguna cosa y están todas. ¿Qué genero de sensibilidad puede predicarse de un todo? La su blimada de la estética, justamente. Sea como sea o fruto de lo que sea, de la sensibilidad sublimada convertida en sentimiento absoluto
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—diríamos, por ejemplo— esa generalidad sustantivada que hace de trasfondo en la experiencia estética es el asiento de la dimensión ar tística del objeto. Ésa, en efecto, es la vivencia de los objetos en el arte, que son representados como tipos no como individuos: «Ote lo», por ejemplo, son los celos, el arquetipo de todos los celos, cual quier manifestación de celos cabe en la figura de «Otelo». Es la significación que da a una cosa concreta verla sobre el trasfondo del mundo entero, elevada a la categoría de totalidad (¿de su especie?) por su liberación del espacio y del tiempo. No sólo el sujeto de la contemplación, sino también el objeto, pierden su individualidad en el arte. Efectivamente, pero de un modo en que esa individualidad se sublima o agranda al todo. Perderse en el todo es un modo tam bién de hacerlo suyo. Un modo sublimado de autoconciencia. O un objeto de experiencia absoluta. Perder la individualidad es identifi carse con lo otro, y viceversa. ¿Qué queda de los dos? ¿Qué queda de la aplicación universal de esa dialéctica extravagante? En el todo, la absoluta identidad es la desindividualización absoluta. (Las man zanas son las manzanas de Cézanne, que no son ninguna.) La intuición artística, valga decirlo así, realiza una abstracción viva y peculiar de las cosas, donde todas a la vez permanecen en una única imagen estética: un tipo, una esencia platónica, una variable lógica su prema al estilo de la forma general de la proposición. No pierden por ello lo que va perdiendo la cosa en la abstracción racional hasta hacer se signo de un lenguaje o concepto de un pensar. Como no se intenta disecarlas conceptualmente, las cosas permanecen de algún modo vi vas y concretas en la experiencia intuitiva y sentimental del arte. El ca mino es diferente al de la abstracción lógica: en la visión sub specie aeterni de una cosa concreta sobre el trasfondo del todo, liberada de todo condicionamiento, ella sola y única con el espacio-tiempo detrás, que no la afectan, la concreción suya no tiene ya sino los límites in mensos del todo que la circunscriban, pero tampoco nada a su nivel en lo que perderse o desdibujarse en ningún aspecto (lo desdibujado es el fondo). De modo que en esa tensión entre su unicidad absoluta (disuel ta de todo) y su posibilidad absoluta de proyección al todo (cada cosa condiciona el todo) la cosa (ella misma, una y única) representa a to das: se hace todas y todas se hacen ella en ese instante. Dicho de otro modo: se hace expresión, expresión misma. Como medio de expresión ya no tiene sentido en el todo, donde en ese instante ya no hay media ción posible porque ya no hay nada concreto sino la cosa misma en cuestión, que ya no lo es tampoco.
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Naturalmente ni esto es un proceso racional ni esa representación es lógica. Menos artificiosa que la metáfora en un sentido y que el concepto en otro, la imagen artística (sensible e intelectual) es más real y viva y de mayores posibilidades tanto asimiladoras como expresivas. «El arte es una expresión. La obra de arte buena es la expresión consu mada» (DF 140). Ya sabíamos que para Wittgenstein el arte —el de la literatura de Tolstoi o de Tagore, por ejemplo— era un medio de ex presión privilegiado. Aquí tenemos la razón. La especie inefable de la intuición o del sentimiento estético proporciona a su objeto una tras cendencia o una proyección poética inconmensurable porque se ex tiende hasta los límites del todo en el vacío, en el silencio, en lo eterno, impedimentos de medio expresivo alguno. Y no hace falta para na da la razón y su discurso para entenderlo. Si la obra de arte es buena — «buena» en cualquier sentido, también en el ejemplar de la ética— en ella el prosaico objeto se trasforma en un tipo, en una expresión modélica para el todo. Ahí queda su individualidad «perdida»: disuelta en un paradigma, convertida en un valor28. Pensando en la dialéctica extravagante que hemos descrito, mejor diríamos que su individualidad queda agrandada o sublimada, que se ha hecho una individualidad me tafísica en definitiva, como la del yo, y está ya en un plano de conside ración místico: estético, como se ve, y, como se ve también, ético. El mecanismo concreto de esa transposición, el que lleva hasta ese salto también absurdo, es uno lógico, como siempre, llevado él mismo al límite y a lo absoluto, como siempre. La calidad modélica o típica del objeto en la obra de arte es pareja a la calidad simbólica o variable del signo en el lenguaje. La totalidad de los diferentes usos de un signo en el lenguaje vienen expresados en él como símbolo o variable, todos ellos forman el campo de variablidad de ésta, todos ellos suigen de la aplicación sucesiva de ella. Ella es, como una ¡dea platónica, el mode lo ejemplar o causal de todos. (Variable no es función, variabilidad no es abstracción, ni idea platónica es concepto aristotélico.) No es extra ño. entonces, que la única variable de la lógica, la forma general de la proposición, el «modo como se comporta todo» en el lenguaje y en el mundo, pueda servir también, en una transposición mística como en la que estamos, de descripción de Dios mismo: el modo como se com
28 En es(c punto de la trasformación estética de un objeto en un tipo es más fácil entender intuitivamente el paso del ser al deber-ser. que siempre se da en una relación modélica surgida a partir de la contemplación de lo individual o de lo concreto, más cla ra aquí que nunca.
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porta todo en todo. Así como la forma general de la proposición signi fica el «como» relativo del mundo; Dios como variable universal signi ficaría el «como» absoluto de la realidad. (Repárese en que el «como» absoluto de la realidad es el «que» del mundo para el hombre...) Mejor todavía, ella sería la representación lógica de dos trasuntos metafísicos suyos: a nivel del mundo, el yo, a nivel de la realidad. Dios mismo29. Otra forma de entender esta trasposición representativa de la obra de arte, dado que no es figura lógica de nada, sería describirla como paralela a la mostración en el lenguaje, como sabemos30. Es decir, la realidad estética no se mostraría por el lenguaje o mediante él como medio de representación, porque, como hemos dicho, el arte no repre senta en ese sentido (lógico) nada —para eso esta la ciencia— , sino por un tipo de mostración inmanente al lenguaje, inherente a él: mos tración muda que no es figurativa ni descriptiva de hechos, en la que es el propio hecho del lenguaje el que muestra las propiedades esencia les del mundo (que comparte con él) y sus límites (que son también los suyos); en esa mostración, pura presencia muda y nuda del lenguaje, pura presentación de su estructura lógica, que es la misma del mundo, pura exhibición formal, digamos, sí puede mostrarse el todo del
29 Comparar «Die allgemeine Form des Satzes ist: Es verhált sich so und so» ( TR 4.5) con «Wie sich alies verhált, ist Gott. Gott ist, wie sich alies verhált» (D F 134). Creo que todavía el mejor comentario de esa comparación sigue siendo el de Eddy Zemach, «Wittgcnstein's Philosophy of the Mystical», en R e v ie w o f M e ta p h y sic s, 18 (1965), 39-57, un clásico en cualquier caso. Cfr. tb. Rudolf Haller. F a c ía u n d F ic ta , Reclam. Stutlgart. 1986, 110 s., porej. 30 Wittgenstein dice que lo inexpresable, lo místico, se muestra, pero no dice cómo ( TR 6.522, 6.421). También habla de dos modos de mostración, a que ya nos hemos reíerido: «Si la voluntad buena o mala tiene algún influjo sobre el mundo, sólo puede ejer cerlo sobre las fronteras del mundo, no sobre los hechas, sólo sobre aquello que no puede ser figurado por el lenguaje, sino sólo mostrado en él» ( D F , 127; TR 6.43). La mostración por el lenguaje o mediante él sería la normal: aquella por la que las proposi ciones muestran siempre lo que dicen, porque lo que dicen lo dicen mostrándolo o por que lo muestran (4.461, 4.0229). La mostración en el lenguaje sería probablemente aquélla por la que las proposiciones tautológicas de la lógica, que no dicen nada, mues tran sin embargo, por ello mismo, las propiedades lógicas del lenguaje y del mundo (6.12 ss.. 6.22). Esta última podría ser también la de la mística. La teoría de la mostra ción del primer Wittgenstein, a pesar de su interés absolutamente capital, es algo oscuro. Respecto al sugestivo tópico de la diferencia entre los conceptos de «mostrar» y «de cir» y a sus repercusiones en la ética wittgensteiniana, cfr. B. R. Tilghman, W . E th ics a n d A esrhetics, o . c.. pássim; J. C. Edwards, E th ics W ithout P h ilo so p h y, o. t\, 11-73; R. R. Brockhaus. P u llin g (Jp th e L a d d er, o. c .%178 ss.; R. Haller, F a c ía u. F ic ta , o. c .. 111 ss.
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mundo o el mundo como un todo. ¿Es esa mostración una operación lógica aún? ¿Es lógica todavía la mostración en el lenguaje de las pro posiciones lógicas? ¿Entre el silencio tautológico y el místico hay una afinidad esencial? Interesantísimas cuestiones, que vale la pena pensar pero no intentar decidir desde el Tracíatus, simplemente porque no hay referencias claras11. En sí mismas estas cuestiones son sólo decidibles según gusto y opinión: los míos son afirmativos para la tres cuestiones y creo que después de lo dicho en tomo a la lógica puede suponerse, repito, que ese último acto de autoconciencia del lenguaje en las tau tologías es el salto mismo de entrada a lo místico, que el último ester tor de la razón —digamos— es el primer balbuceo de lo místico. Lo que sí está claro es que lo estético no se muestra hablando sino en silencio (en eso estamos) y que a parte de opiniones interpretativas queda muy oscuro cómo algún tipo de mostración podría ser un ingre diente esencial del simbolismo místico, que no puede existir como un sistema de lenguaje o de conocimiento al uso. Lo más que se puede decir es que a nivel lógico extremo, en el límite de la decibilidad, la posible mostración mística parece tener un análogo en aquélla en que31
31 En el T racíatus ya no aparece claramente formulada esta posibilidad mostrativa, qu tampoco en los D ia rio s, por otra parte, se asigna abiertamente a lo místico. Porque, en efecto: ¿pertenecen a lo místico los límites o fronteras del mundo a que se refiere en el pá rrafo del 5.7.1916 que venimos de citar? En 77? 5.632 se dice que el sujeto metafísico es una frontera del mundo y por el contexto se entiende que las otras son el lenguaje y la lógi ca (5.6 ss.). Mundo, lenguaje, lógica y sujeto son aspectos diferentes de lo mismo. Su es tructura lógica es la misma: la misma la del mundo que la del lenguaje, la misma la de la lógica que la del sujeto, la misma la del sujeto que la del mundo, la misma la del lenguaje que la de la lógica, la misma la de la lógica que la del mundo, la misma la del lenguaje que la del sujeto... Y considerados más allá de su estructura lógica, en la propia posibilidad ló gica esencial que la funda, a todos ellos les posee el mismo vacío esencial: el vacío de lo inefable que muestran, al parecer, tautológica, autocrítica o autoconscientemente. Como hemos visto, estas fronteras de la racionalidad son autodisolutoras al límite de ellas mis mas: a ese nivel, la lógica es tautológica, el lenguaje es mudo (la expresión misma) y el su jeto y el mundo se pierden uno en otro. Estas operaciones límite de la lógica ¿son ya esquemas místicos o no? La tautología, por ejemplo, si bien no es ninguna figura de la rea lidad, pertenece todavía al simbolismo del lenguaje lógico, como el 0 al de la aritmética por ejemplo (4.4611 s.); pero ¿dónde está el punto sin dimensión en el que se confunden sujeto y mundo? (5.64), ¿dónde el espejo en el que la lógica refleja el mundo? (5.511, 6.13)... Siempre la ambigüedad del p u m o -c e ro del límite, con la que ya hemos topado in numerables veces (lógica y mística, trascendencia y trasccndentalidad, etc.) pero que se re duce toda básicamente a la conmoción que supone el descubrimiento de que la liberación del círculo de la razón pasa por su autocrítica literalmente disolvente, cuya mejor imagen está en el método de autoanulación del lenguaje lógico, el m éto d o -cero visto.
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las proposiciones tautológicas de la lógica muestran la estructura esen cial del mundo y del lenguaje. Y que esa supuesta mostración siempre tendría que ver en tal caso con el sentimiento o la intuición, los verda deros órganos de lo místico, tan claros o tan oscuros como ella; en el fondo los tres conceptos quieren referirse a lo mismo, no aclaran real mente nada porque realmente nada hay que aclarar en este ámbito. De manera que no parece muy preciso, aunque sí en cierto modo esclarecedor, este camino. Que la expresión modélica que es la obra de arte no pueda entenderse como figura lógica y sí, de alguna manera, con las imágenes lógicas aún de la variable-tipo, de la variable-forma general de la proposición o de la mostración en el lenguaje es algo que nada más colorea nuestro proceso de descripción de la experiencia estética. Así que volvamos, para acabar, a la línea esencial de argu mentación: la de la obra de arte como un objeto considerado sub specie aeternitatis con el espacio-tiempo o el mundo enteros como trasfondo y no en ellos. Wittgenstein explica más concretamente la visión eterna de un objeto al día siguiente — el 8 de octubre de 1916— de comenzar con ella: «Como cosa entre las cosas, cualquier cosa es igualmente insignificante; y como mundo, igualmente significativa. Suponga mos que acabo de contemplar la estufa y que alguien me dice ahora: has conocido la estufa pero nada más; entonces mi logro resulta ni mio, puesto que parece que lo que he hecho es estudiar la estufa en tre las m uchísim as cosas del mundo. Pero no, porque cuando contemplaba la estufa ella era mi mundo y todo lo demás pálido en comparación... La representación actual concreta puede concebirse bien como una vana imagen momentánea en el mundo temporal en tero o bien como el mundo verdadero entre sombras.» En este ejem plo creo que todo queda más claro con esa dicotomía ambigua, delicadísima, en la que la consideración estética de algo y ese mis mo algo bandean desde el ridículo, como lo entendería el bruto, al éxtasis, como lo vería nuestro intelectual. Una cosa no es más que una cosa como todas, una bagatela, sin ningún valor en sí misma o con el mismo que todas, que da igual; al contemplarla, el necio no ve en ella más que una futilidad (das nichtige momentane Bild in der ganzen zeitlichen Welt), mientras que el intelectual o el artista hace de ella un prototipo platónico, verdadero y eterno (die wahre Welt unter Schatten); consigo mismo la arrastra de las sombras de la caverna (die zeitliche Welt) hacia la luz y la verdad (die wahre Welt).
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Esto y no otra cosa cualquiera sentimentaloide es el éxtasis: pura dialéctica platónica. El camino a la felicidad. En este ejemplo cotidiano, Wittgenstein ya no habla del espacio ló gico, sino del mundo temporal. Es lo mismo o son dos aspectos de lo mismo: la experiencia estética de las cosas, precisamente en la ascen sión de esa dialéctica platónica (y no en un proceso de abstracción, co mo vimos), se eleva ella misma y eleva las cosas, como obras de arte, por encima de ambos. La contemplación estética de una cosa no es su blimación psicológica suya, ni siquiera lógica propiamente32. Por enci ma de estas racionalizaciones y de su límite, contra el trasfondo suyo, estéticamente la cosa se ve con distancia desde el otro lado del abismo del no-espacio (la totalidad misma) o del no-tiempo (el presente mis mo), dijéramos. Desde una distancia infinita y absolutamente vacía, in finitamente grande e infinitamente mínima. (¿Qué puntos de referencia puede haber?) De modo que resalte ella sola en el mundo entero, que por esa razón le sirve de trasfondo: todo él, como una totalidad delimi tada por esa perspectiva infinita y eterna. Es verdad que una cosa o una persona pueden ser todo mi mundo en un instante (el mundo real, verdadero, frente al que palidece todo lo demás) o sólo una vana ilusión momentánea. Pero en cualquier caso, realidad o ilusión (¿qué significa eso aquí?), ese instante para mí es eterno; y en cualquier caso, verdad o mentira (¿qué significa eso aquí?), esa extravagante eternidad es lo que me hace feliz. Fuera del tiempo y del mundo, este éx-tasis contemplativo es la señal de lo místi co, su huella en los objetos que él puede conformar (¿cómo?, ¿trascen dental?, ¿trascendentemente?, ¡qué más da!, ¿qué sentido tienen estas preguntas ya?) como bellos, buenos o verdaderos. Estética, ética o reli gión, pues: pero la experiencia estética del éxtasis es más accesible que las otras. Es muchísimo más corriente un esteta que un santo. Cuando debían ser lo mismo.
32 El proceso lógico de sublimación del lenguaje corriente en un lenguaje simbólic que lleva de la crítica de las constantes lógicas, más allá de las funciones, a las variables, a una única variable y finalmente a la tautología como cierre de esc proceso convertido al Final en disolutorio de cualquier lenguaje, es sólo una imagen del camino místico del sen timiento o, cuando más, algo previo a él o incluso, si se quiere, hasta sus primeros pasos.
V. ETICA: EL INDIVIDUO «Verdad, pureza, fidelidad y sinceridad consigo mismo: ésa es la úni ca ética imaginable»1.
«Grave es la vida, alegre es el arte», cita Wittgenstein a Schiller. Entendiendo lo que esta frase quiere decir, no parece que tenga razón en nuestro contexto si con eso quiere separar la vida de la felicidad, la vida de la estética, o la felicidad y la estética de la gravedad de la vida. Por lo que hemos visto existe una vida estética como tipo privilegiado de vida teórica o vida del conocimiento. En cuanto tal, esa vida del ar te ha de ser una vida buena y feliz; y lo es. Pero, en principio, es antes de nada la estética la que sublima la vida hasta esos niveles de sereni dad en que ésta puede llamarse buena y feliz. Será por esto la cita. Yo no sé si para el Wittgenstein joven en estos contextos la alegría es lo mismo que la felicidad, como tampoco sé si para él el arte es lo mismo que la estética, o viceversa, pero me imagino que son conceptos semejantes cuando emplea sus términos sin mayor discriminación: la contemplación estética de un objeto está también en el origen de la obra de arte, de modo que el arte, a parte de técnica, conceptualmente irrelevante, no es más que estética congelada. Prescindiendo de interpretacio nes, no puede no reconocerse lo evidente después de lo que llevamos dicho: que en la felicidad o en la estética como conceptos místicos cabe mucho más de lo que cabe en la alegría o en el arte en sentido normal de la calle. Cabe, por ejemplo, toda la gravedad de la vida...12.
1 O. Wciningcr, G e s c h le c h t u. C h a r a k te r ; o. r.. 206. 2 Nos cansaremos aún de repetirlo más veces, pero, aunque es innegable su carácter ambiguo y hasta esquizoide, la sublimación mística no es de base, conceptual o esencial mente. ningún mecanismo de racionalización psicoanalítico, ningún consuelo de tontos, como si dijéramos; por eso cabe en ella la gravedad de la vida, asumida en serio. El sen timiento de la mística es un sentimiento fuerte en este sentido: claridad y consciencia al estilo de las de la Viena de Wittgenstein. (Freud fue un vienés genial de esta época ge nial de Viena, con relaciones amistosas incluso con la familia Wittgenstein, pero se dedi có a otras cosas que a las relaciones conceptuales, desde donde únicamente Wittgenstein entendió la patología o la mecánica o la m a te m á tic a d e l a lm a ...) Para entendemos: subli-
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Es en el grave contexto de la vida y la muerte donde se forja y se prueba el coraje de un ánimo grande y genial: mientras más conexión con ellas más valentía y genio en el pensar, sólo así tiene sentido, más allá del adiestramiento profesional y de la inspiración, la tarea de la inte ligencia (VB 79). Pues bien, el enraizamiento del pensar en la vida y la muerte —o en el amor y la muerte, por decirlo de otro modo— no priva al ánimo de esa visión eterna y feliz que hemos descrito, que no podría darse sin la incursión en esos límites secos de la facticidad de la vida (ya no son los del mundo: lógica, lenguaje, etc.) que rozan con lo místico: aquella armonía metafísica trascendente no podría construirse sino sobre la autenticidad de la existencia. La felicidad no es de los débiles ni de los necios, diríamos, no se cifra en sublimaciones patológicas así. La mera racionalización forzada psicológicamente de las miserias del mundo es pecialmente vividas por el soldado Wittgenstein no puede explicar todo su recio sentido de lo místico como si se tratara de una mera «bravata» sublimadora producida ad hoc para darse ánimos en el infierno. Tampo co será la perspectiva purísima de las cosas por parte de un intelectual sensible, siempre inexistente, pero se acercará más a ella debido a la sin ceridad, verdad, decencia, arrojo y empeño del ánimo intelectual o espi ritual del joven Wittgenstein, que le llevó a proseguir día a día su tenso y duro trabajo sobre lógica — un agobio al borde de la locura y la muerte desde hacía años— hasta en los tormentos de la guerra3. En cualquier caso la doctrina de lo místico wittgensteiniana nacería siempre de la fi delidad a sí mismo, al soldado y al intelectual. Y si el soldado no capea ba las balas de los rusos con los garabatos lógicos, tampoco el filósofo pensaba en lógica con el ánimo de la soldadesca que aborrecía. Precisa mente porque los dos eran el mismo. Es tontería querer separar una vida de la otra en el hombre y hablar de interpretación biográfica o filosófica de un autor. El individuo real es una unidad sólo separable en concepto (ahí sí, ahí puede incluso se-
mación mística es más o menos sinónimo de dialéctica en el sentido platónico en que hemos hablado de ella (el que el amor y la filosofía ayuden ahí en la ascensión del cami no da idea de cómo se entiende el sentimiento aquí); el proceso lógico de disolución o sublimación del lenguaje es una buena imagen suya: lleva del lenguaje al silencio o de lo racional a lo sublime. 3 Entre paréntesis: Wittgenstein no tenía por qué sufrir la guerra, en la que se roló voluntario cuando podía haberse librado de ella legalmente por sus múltiples hernias inguinales; y. en cualquier caso, disponía entonces de dinero más que sufi ciente para comprarse hasta mil veces su libertad, como era costumbre inveterada en la plutocracia vienesa.
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pararse él mismo) y esa unidad complicada y borrosa es el sostén de su vida y pensar. También ése es, en realidad y en concepto, el sujeto y el fundamento de la ética: un individuo empírico sublimado por la vida del conocimiento, eterna y feliz. Es decir, un individuo como prototipo humano, o sea, un individuo humano sin más. Un hombre. Un hombre auténtico. El hombre mismo4. (O Dios mismo, como veremos. No hay otro fundamento de la ética: o Dios o yo.) Entendemos ya a ese individuo sin pamplina alguna. El indivi duo ético-estético (modélicamente, el intelectual o el artista) no vive en la inmediatez de la sensación, vive los hechos con una cierta me diación intelectual que no es sino consciencia de la vida o autoconsciencia en form a bien sea de conceptos, de intuiciones o de sentimientos. La unidad interior del hombre, sobre todo en sus ex periencias más profundas como la de la felicidad en que se resume la ética, es una exigencia de la calidad absoluta de éstas: no depen den de nada concreto e identificable, bien sea del cuerpo o del espí ritu, dependen inefablemente de todo el individuo, del individuo mismo. No puede decirse que la ética sea correspondencia con uno mismo como tal o como cual, en un aspecto determinado u otro. La ética, si ha de ser algo relevante —algo digno del análisis filosófico negativo, aunque nada más sea— , ha de ser absoluta. La ética remi te esencialmente a los hechos, es verdad, pero remite modélicamen te a ellos: al estilo de la estética, paradigmático de lo místico, remite a todos los hechos (el objeto de su mirada eterna es el mundo) y en ese sentido su remisión es absoluta puesto que no remite a ninguno. La ética no se refiere a nada ni a nadie concreto, ni como imposible teoría, precisamente por eso es absurda como tal, ni como vida: la ética soy yo mismo, mi ejemplo o mi vida feliz, y en ese sentido ella
4 Decir que el sujeto o el protagonista de la ética es el individuo empírico es obv en último término. Pero sacar de ahí la conclusión de que el sujeto melafísico, el sujeto trascendental o el yo filosófico wittgenstciniano no lo es, que es un sujeto sobrehumano o inhumano ajeno a toda ética, creo que significa malentendcr a Wittgenstcin (cfr. J. Muguerza. «Las voces éticas del silencio», o. t\, 145 y 146). Por lo menos en la ética wittgensteiniana, remitida a lo absoluto, el sujeto del imperativo ético de la felicidad o de la no felicidad, de la vida buena o del suicidio pecaminoso es también y sobre todo, en el sentido de las páginas de arriba, el sujeto filosófico-metafísico-trascendental-y-divino: eso es lo que significa justamente, y nada más, el individuo sublimado de la mística (la ética es mística) y la unidad en que consiste cualquier hombre (monje y soldado, nunca mejor dicho, en este caso). Téngase en cuenta además, por mor del progresismo, que la mística, con todos sus vuelos y éxtasis, ha sido siempre revolucionaria en lo empírico...
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no remite ni a mí mismo siquiera, porque ahí no hay remisión posi ble a no ser la tautológica de la autoconciencia. Por eso de la ética ha de responder un yo absoluto: porque ella res ponde de un valor absoluto. Del mero cálculo relativo del valor relativo de cada acción en este mundo ya se encaban los expertos en legalidad o en finanzas, que es lo mismo: la ética misma reside en el essere y no en el operan. El ser de la vida no es la acción ni la teoría, el ser de la vida es su sentido, el sentido de la teoría y la acción. La vida teórica no significa una vida dedicada a la teoría (científica), sino al sentido de la teoría (y de la praxis). Desde este punto de vista la ética es la vida mis ma: su sentido mismo no es teórico ni práctico, consiste en una subli mación de la teoría y de la praxis en lo místico (en esta sublimación no patológica no se pierde ni se olvida lo sublimado). Es lo que llevamos explicando siempre. Teoría y práctica sublimadas, vida racional supe rior, estética más allá de la lógica, «vida del conocimiento» en general: eso, y así entendido, es, también en general, la mística. En este contex to la ética es la vida de un individuo consciente, vida consciente a un nivel ilustrado. La vida de un sujeto humano y no el mundo de un ob jeto, diríamos. (¿Se percibe cómo sobra el adjetivo «humano»?) Veamos qué son esas dos categorías esenciales de la ética, el sujeto y el objeto, que nos aclararán —muy relativamente, tratándose de lo inefable— las cosas que han ido quedando expresamente en el aire hasta ahora. Porque lo único claro ahora y siempre es esto: que el indi viduo es feliz o infeliz y que eso es todo, porque ello significa también que sólo él es bueno o malo. Lo bueno y lo malo objetivamente no existen, no son hechos lógicos ni empíricos ni pueden predicarse de ellos; no hay teoría ni práctica de las cosas serias, como son la ética o la felicidad, a no ser el «que» mismo de la teoría y de la práctica, es decir, su hecho o su acto, los «actos» de lenguaje o de pensar en sí mismos que componen la «vida teórica» o la «vida del conocimiento»; no lo que se piense o se diga, sino el sentido último del pensar y del decir, que no es más que el hecho inefable de que se produzcan, de que siquiera existan pensamiento y lenguaje sobre estos temas5. El milagro ético es la existencia del lenguaje ético mismo, decíamos, o del pensa miento ético mismo; a pesar de su absurdo o precisamente por él, que
5 El «que» de algo no es ello mismo, sino su posibilidad absoluta. Por más q parezca el hecho mismo, es la visión absoluta de él. A ello nos referíamos al decir que alude al hecho místico de algo y no a su hecho lógico-empírico.
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es su mismísima esencia: la de la ética como hecho místico, como «que» de la teoría y de la praxis indebidamente denominadas «éticas». La ética está en el ser, no en la acción6 ni en la teoría, no en lo que digan o hagan, sino en su puro ser, en el hecho místico de que siquiera son, existen, de que además de lenguaje o pensamiento, que ya son de por sí actos, son un acto de lenguaje o de pensamiento. Este doble acto es otro modo (malo) de describir el paso al deber-ser, a los valores. Es muy fácil de entender en la práctica: sucede cuando me pregunto por la posibilidad no trascendental, sino trascendente, de cualquier cosa. Pero aquí estamos en la teoría: en la difícil y peculiar teoría, no de la ética (cuya teoría es absurda), sino de los conceptos éticos (cuya teoría es la praxis analítica y crítica de la filosofía). En los términos menos abstractos de antes: la ética no es una teoría del sentido de la vida, sino la propia vida consciente de su sen tido. Un sentido definitivamente inefable siempre, pero siempre de al gún modo sentido o intuido. Cómo me valgo en esas condiciones inefables para ser feliz: eso es la ética. Eso es lo que hay que investi gar ahora. Pero eso es mi propia vida o yo mismo, que soy bueno o malo, que encamo el bien o el mal, que no existen sino en mí. (O en Dios, veremos.) Yo y mi vida en lo eterno y absoluto: eso es la ética. El que yo sea feliz o no lo sea: eso es la ética. ¿Vivencia estética? ¿Vi vencia religiosa? ¡Y qué más da cómo la llamemos! ¡Soy feliz o no! ¡Soy fiel a mí mismo, verdadero y sincero conmigo mismo, puro con respecto a mí mismo, sublimado, o no lo soy! La cuestión soy yo aho ra, y parece que poco importa el objeto de esas coherencias íntimas en que estriba la armonía de la felicidad y el ser mismo de la ética. 1.
EL SUJETO Y EL OBJETO DE LA ÉTICA
Efectivamente, todo esto supone un modo muy peculiar de en tender el sujeto y el objeto de la ética: un sujeto que pueda vivir en el mundo sin vivir en él y un objeto prácticamente indiferente por
6 Las acciones en que consiste la ética por ejemplo los actos desesperanzados de r zón o de lenguaje que hemos mencionado (el «arremeter»), no son acciones en sentido conductual diario, significan siempre superaciones inefables de un encierro teórico, ac ciones metateóricas — digamos— que poco tienen que ver con el o p e r a n finalista de un organismo incluso racional. Las «acciones» éticas son sentimientos o intuiciones eter nos. Igual que las «teorías» éticas. Pero a este nivel ético ya no tiene sentido hablar de «teoría» ni de «práctica». La ética soy «yo». La ética es «Dios». El esse re .
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que lo importante es ser feliz sin más. Un sujeto que siga siendo in dividuo a pesar de la pérdida de individualidad de la experiencia eterna de las cosas (la pérdida schopenhaueriana de la individuali dad en la experiencia estética), un sujeto que siga siendo sujeto o, mejor, que sólo consiga su categoría auténtica de sujeto una vez que haya desaparecido a nivel de la representación lógica del mundo (la concepción estoica del sujeto que se diluye en el conocimiento)7. Y un objeto absolutamente indiferente. Veamos. ¿Da igual qué objeto en la ética? Sí, da igual, absolutamente igual. Bueno o malo no es el objeto, sino el sujeto. Da igual cualquier objeto si con él recreo la perspectiva eterna y vacía sobre Ia cosas, la pers pectiva estética y feliz de la mística. Da igual cualquier modo de felici dad: lo importante es ser feliz. («Como» y «que».) Esto es lo único bueno, lo único ético: mi propio sentimiento o yo mismo. La señal de lo ético y lo ético mismo es mi felicidad. El objeto de la ética, lo bue no, queda totalmente relativizado a la felicidad del sujeto, a aquello que me hace feliz porque es capaz de promover mi visión estética del mundo. La felicidad, lo bueno y la ética son un hecho (místico), no una teoría (lógica), son un «que» completivo, como todo lo místico: el hecho de que se es feliz o el sentimiento de ello. (Un hecho místico siempre es un sentimiento para el hombre, una intuición o una expe riencia absolutos.) Cualquier cosa que produzca ese sentimiento es buena. Poner condiciones teóricas o racionales a eso es una broma. Las teorías no significan nada ante el yo feliz o infeliz, bueno o malo. Si la felicidad existe ellas no tienen sentido y si no existe da igual todo, mu cho más sus teorías. Una teoría de la felicidad es un contrasentido in terminis hasta para la experiencia más rudimentaria de ella8.
7 El sujeto a este nivel no puede ser un sujeto empírico ni lógico, sino efectiv mente «un punto metafísico, correlato del concepto límite de la reducción epistemo lógica» (J. C. Nyíri, «Das unglückliche Leben des L.W .», o. r .. 105; cfr. 105 ss.. 110). o «an ideal replacemcnt» en sentido schopenhaueriano del sujeto cognoscente: el sujeto volente (R. R. Brockhaus, P u lliitg u p th e L a d d e r. o. <*., 291 ss. ). La voluntad y no la representación es el último punto de fijeza del universo: el reducto de los va lores con los cuales se puede caracterizar o determinar la totalidad del mundo. K Ésta es una ética confesa de la felicidad, desde luego, y desde ella otros grandes «valores», como el del bien o el de la justicia, o bien son valores supuestos en la feli cidad. o bien simplemente no son valores, sino relativos cálculos racionales de la le galidad. del siempre avieso acuerdo social del h o m o h o m in i lu p u s , que nada tienen que ver con lo otro. De la felicidad no se puede hablar, del bien o de la justicia se puede decir cualquier cosa.
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Sobre el sujeto y su responsabilidad recae pues todo el sentido que pueda atribuirse a la ética, que sin él no es más que un nombre vacío sin significado de ningún tipo9. Ese sujeto ha de ser entendido de otro mo do que el normal en el que entendemos el sujeto empírico o el sujeto de la representación, irrelevantes y absurdos para Wittgenstein en cuanto sujetos. Se tratará de un sujeto sublimado o superado también en un punto metafísico ideal que resuma y supere toda esencia, toda posibili dad de estructura lógica, es decir, toda la potencialidad lógica conformadora del mundo del conocimiento o del lenguaje. Esta hipóstasis metafísica ideal es el sujeto que puede vivir feliz en lo eterno y liberado del mundo en las condiciones que establecíamos antes para ello. Ese sujeto metafísico igual al mundo pero que no pertenece a él, que no es una parte del mundo sino su frontera, que no es sólo trascendental sino irascendente, ese sujeto filosófico de la vida del conocimiento, el yo éti co, es la voluntad10: «Si no existiera la voluntad no habría tampoco aquel centro del mundo que llamamos el yo y que es el soporte de la ética» (DF 136). ¿Qué es la voluntad?: «Llamaré “voluntad” ante todo al soporte de lo bueno y lo malo» (DF 131). ¿Qué puede decirse de la voluntad así entendida?: «De la voluntad como soporte de lo ético no puede hablarse y la voluntad como fenómeno sólo interesa a la psicolo gía» (TR 6.423); a la psicología, que no tiene ningún parentesco mayor con la filosofía que cualquier otra ciencia. De la voluntad como sujeto ético, pues, no puede hablarse y en otro sentido cualquiera resulta irre levante para la filosofía, tanto que, al igual que otras categorías subjeti vas psicológicas como la de cuerpo o la de alma, ni siquiera existe (como concepto): la voluntad empírica se reduce a la acción. Lo que da auténtico carácter de sujeto al ser humano es su condición
9 Que esto asuste al racionalista por sus posibles consecuencias, es su problema. No tiene razón, como hemos comentado. Como demuestra la propia historia, además, de po co vale quitarle teóricamente al hombre la responsabilidad absoluta de sus actos con ra cionalidades superiores si luego p u e d e hacer y hace lo que quiere: si ni siquiera a la legalidad d e b e hacer caso, ni lo hace... (Educación sentimental en lugar de teorías. Peda gogía del ejemplo y no libresca. Hombres responsables en vez de recetas piadosas.) 10 La voluntad no es contraria al sujeto de la representación. (De nuevo la unidad del hombre y su distinción meramente conceptual.) Igual que la mística es una supe ración de la lógica, como hemos explicado largamente, y por los mismos motivos, la voluntad es una superación del sujeto lógico de conocimiento y por lo tanto conserva asumidas todas las características lógico-trascendentales de éste. Sólo que a W itt genstein no le parece que el sujeto de la representación o del conocimiento, al igual que el sujeto empírico, merezcan tal nombre y categorización de s u je to .
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volente (ética) y no la cognoscente (lógica): él es (el soporte de) la vo luntad, que es (o soporta) a su vez la ética y el universo místico en general11. La calidad lógica pensante (representante o parlante) no cumple las condiciones absolutas de la subjetividad, lo que cumple y ha de cumplir son las condiciones a príori de la legaliformidad lógica; está sujeta relativa pero totalmente a ellas y es, por tanto, como sujeto en sentido fuerte, o pura superstición e ilusión vacía o mero hecho entre los hechos del mundo o mero compuesto absurdo entre las cosas del mundo1112. El soporte de los hechos lógicos figurativos del pensamiento y del lenguaje sólo es otro hecho lógico como ellos, una ilusión funcio nal (abstracción vacía) sin espesor esencial alguno (el de una variable lógica) por la que circula el significado como las palabras surgen de la lengua o salen de la garganta Da igual decir que pienso con la pluma que con la cabeza. La pluma la garganta, la lengua o la cabeza son sujetos en el senti do trivial en que lo es el yo que habla. Al nivel de los hechos no impor ta quién dice lo que sucede: siempre se dice lo mismo porque es el propio lenguaje el que lo dice. Supuesto que cada uno de los miembros de una reunión dijera, por ejemplo, «esto es una reunión», no cambiaría para nada el significado de ésa o de otra proposición con sentido cual quiera al respecto si la dicen todos, si la dicen algunos, uno solo o no la dice nadie, si se escribe en el encerado o se oye en un magnetófono, si se dice en voz baja, en voz alta, si se canta o se baila. Ella misma se di ce a sí misma, el lenguaje, en general, se dice a sí mismo en este senti do de bastarse a sí mismo para decir algo. La razón es la que sabemos: que el lenguaje dice mostrando, que él es una figura de los hechos y le basta mostrarse para reflejarlos: lo que dice una proposición lo muestra ella misma por su estructura lógica, que —eso sí— ya no puede ser di cha13. Y la estructura lógica del lenguaje (pensamiento) o del mundo no
11 En las relaciones conceptuales el soporte es el ser no puede haber un sujeto que no sujete (aunque sea nada), no puede haber un concepto que no conceptualice (aunque sea un concepto vacío es un concepto). Es decir, no puede haber un sujeto que no sea sujeto o un concepto que no sea concepto. De modo que soporte y sopor tado (soporte y ser), concepto y concepción (concepto y ser), a nivel conceptual (don de meramente se presupone que los nombres tienen significado y las proposiciones sentido, y ésa es toda su relación con el mundo) es lo mismo. Y, efectivamente, ¿qué más da hablar, en nuestro caso, de s e r h u m a n n que de v o lu n ta d q u e d e é tic a ? 12 Cfr. TR 3.1432, 5.5421.5.631; D F 136. 13 Cfr. 77? 4.12 ss.. 5.54 ss. Las proposiciones que dicen algo muestran la forma lógica de ese algo (un hecho) del mundo que es la suya misma. Las que no dicen na-
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es sino la logicidad intrínseca que posibilita al lenguaje (pensamiento) figurar el mundo, precisamente por la identidad de estructura lógica de ambos14. Esa logicidad intrínseca, esencial, posibilidad de cualquier conformación concreta de hechos en el mundo o de proposiciones en el lenguaje es precisamente lo que se hipostasia ideal o metafísicamente en el sujeto filosófico, que, como personificación de la lógica, es capaz de superarla en la felicidad ética. El sujeto apto para la mística es una hipóstasis metafísica, pues, del mundo de hechos y del lenguaje des criptivo, a los que ha subsumido en un punto sin dimensión en sí mis mo, total y eterno como la mirada mística, que es la suya. Ese sujeto que ha superado la lógica, el mundo lógico, el pensar y el lenguaje no puede ser más que voluntad en la dicotomía schopenhaueríana. El sujeto psicológico del lenguaje o del conocimento no es más que un órgano de fonación o un montón de neuronas y afecciones suyas, objeto de estudio de la ciencia de hechos y absolutamente irrelevante a nivel filosófico, no digamos al nivel místico que vamos describiendo. La esencia de este sujeto no es una encamación meta física de la forma general de la proposición, como podemos decir del otro: este sujeto no tiene, por tanto, esa textura metafísica en que reflejar el mundo. Es puramente físico, psicológico, inesencial (toda esencia es posibilidad lógica, recordemos), científico. No es el
da muestran la forma lógica del mundo y del lenguaje mismos en su propia estructura tautológica. En las primeras hay figuración o mostración por el lenguaje: dicen o muestran algo; en las segundas no hay figuración, hay mostración en el lenguaje mis mo: no dicen nada, muestran algo: nada. Con las primeras se describe cada uno de los hechos, desarrollando así el campo del lenguaje o del mundo; con las segundas se muestra la totalidad misma de los hechos, es decir, el marco de su posibilidad, la esencia misma del lenguaje o del mundo. Las primeras abren el mundo al discurso lógico, las segundas, cerrando el discurso lógico del mundo, abren éste a lo místico... En cualquier caso, siempre son las proposiciones las que dicen y las que posibili tan por sí mismas su decir, sin necesidad de ningún sujeto empírico del habla o del conocimiento que tenga mayor relevancia que la lengua o la pluma (la mostración re duce toda teoría del conocimiento a mero análisis del lenguaje). Ahora bien, si el su jeto se entiende como un punto metafísico que resume toda la potencialidad lógica esencial, es decir, estructural, es decir, formal o conformadora, entonces sí cumple una función también en los hechos lógicos del pensar y del lenguaje: las cumple to das porque es ellos mismos... 14 Como hemos dicho, cuando hablamos de lenguaje hablamos de pensamien así que no usaremos más paréntesis innecesariamente: exista o no el pensamiento, del que no hay experiencia a un nivel relevante, y sea lo que sea en tal caso, su manifes tación sensoperceptiva siempre será el lenguaje, del que sí hay experiencia. Para Wittgenstcin no hay teoría del conocimiento sino simple análisis del lenguaje, repito.
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sujeto de la ética. No es una «divinidad». No es el lenguaje mismo, el mundo mismo o la lógica misma como todos circunscritos, limi tados ya sólo por la perspectiva mística de su pura y nuda existencia inexplicable. No puede ser consciente del milagro de la existencia del mundo, que es también el de la existencia del lenguaje mismo... Porque pertenece a ellos, porque es un hecho o un punto lógico más dentro de ellos. El sujeto metafísico, por contra, es el lenguaje mis mo, el mundo mismo, la lógica misma, una encamación metafísica de ellos, que devienen en él — por así decirlo— autoconscientes: que el mundo es, que el lenguaje es, que la lógica es. Esa autoconsciencia (lógica de lo que son — el «como»— y mística de que son o que lo sean — el «que»— ) es el sujeto metafísico, por una parte con ciencia trascendental, por otra sentimiento trascendente. Éste es el sujeto de la ética. Así pues, ni el mundo de la representación ni su sujeto son buenos ni malos, felices o infelices. En este aspecto místico son nada más que lo que la visión y el sentimiento eternos del sujeto metafísico, por en cima de su consideración lógica y racional, quiera hacer de ellos. Bue no o malo sólo lo es ese yo superior, el sujeto volente, y su mundo. Y esto es lo que importa: el yo entendido éticamente como voluntad, que es capaz de apropiarse el mundo como un todo haciéndolo suyo a su deseo. Deseo que no interfiere para nada con el curso inmutable de los acontecimientos. Sean éstos los que sean yo siempre puedo interpretar los desde un sentido más alto, desde la perspectiva superior de su valor místico para la felicidad; puedo hacer de la necesidad virtud, por ejem plo, como suele ocurrir en el caso del intelectual, e independizarme así de las vicisitudes del devenir fáctico. Parece que las preocupaciones de Wittgenstein en el verano de 1916, comprensiblemente, van por el sujeto en tanto en cuanto instancia que le permita enfrentarse a una realidad dura como la que vive. No tiene otra, no tiene otro refugio que sí mismo. Y ahí no valen de nada sujetos lógi cos de pensamiento ni explicación racional alguna del acontecer. El úni co sujeto que puede trasformar esa realidad, metafísicamente desde luego (¿cómo, si no, para una persona normal e inteligente?), más allá de cualquier racionalización o sublimación psicológicas es el ético con su perspectiva superior y lejana sobre lo que sucede en el espacio-tiem po. Ese sujeto es el único capaz de hacer del mundo un mundo feliz o infeliz, con independencia del mundo concreto. Críticamente visto ha sido la instancia esquizoide de siempre: si con las penalidades de este mundo se gana el otro, por ejemplo, a esas penalidades se les otorga un
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valor místico que las transporta a otra dimensión. En Wittgenstein este dualismo tenía sobre todo acentos schopenhauerianos y seguro que en el fragor de la batalla lo sentía así: una cosa es el mundo del operan y otra el del essere, aquel en el que disparan los rusos y el de la filosofía. Entender el yo a nivel metafísico, como condición absoluta de mun do, es el único modo filosóficamente digno de plantear el yo, es decir, el único modo de plantearlo a una altura conceptual relevante: el yo que es su mundo, y su mundo, el mundo15. A ese nivel metafísico del yo ca ben en su concepto tanto los aspectos lógico-trascendentales como los místico-trascendentes, un tanto revueltos como ya sabemos. Es una condición del mundo desde dentro de él y desde sus fronteras, del inte rior fáctico del mundo y de su totalidad mística. Por una parte está claro que el sujeto metafísico en cuanto tal, como frontera del mundo o pre supuesto de su existencia y no parte de él, es el sujeto ético de los valo res, del que se puede decir con propiedad (si decir eso significa algo) que es bueno o malo (DF 135); pero también está claro, por otra, que el tono de las proposiciones 5.6 del Tractatus que hablan de él no es ético sino lógico-trascendental, desde luego: esas proposiciones tratan de los límites del sentido lógico, concluyendo que el sujeto es una (5.632) o la (5.641) frontera del mundo, de la lógica y del lenguaje. Creo que unir ambos aspectos de la subjetividad metafísica, el ético y el lógico, hace justicia por lo menos al fondo originario del pensamiento del primer Wittgenstein. Si en el verano de 1918 al transcribir los Diarios en el Tractatus ya no quiso hablar de ética, ni preocuparse de cuestiones de las que dice que ni siquiera lo son, es otra cosa; pero la cohesión sistemática de su pensamiento en este as pecto ético, aunque confusa, y a pesar suyo, era la de antes. ¿Podemos comprender mejor este yo ético, límite del mundo, siem pre fronterizo entre lógica y mística, trascendencia y trascendentalidad, lenguaje y silencio, entre mí mismo y Dios, y que como tal se reduce a un punto metafísico sin dimensión que encama esos ambiguos terrenos de nadie? Creo que en las consideraciones absoluta y relativa de cual quier cosa, desde la eternidad del instante o desde el espacio y el tiem po, trascendente al espacio y tiempo o trascendental dentro de ellos, mística o lógica, aparece claro no un burdo dualismo debido a una per cepción grosera y cobarde de lo real, sino uno perfectamente conscien
15 Cfr. TR 5.641, 5.6 ss.; D F 136.
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te: lógicamente inevitable y espiritualmente elevado. Dicho de otro mo do, ello representaría la típica perspectiva wittgensteiniana de los límites: desde dentro o desde fuera (hacia ellos), hacia dentro o hacia fuera (desde ellos). La frontera o el límite es uno y el mismo pero deli mita dos cosas, una a cada lado. No es que el límite tenga dos lados o sea como una raya que pueda dividirse longitudinalmente a la mitad in definidamente, de modo que disminuya progresivamente cada supuesto lado y pueda decirse que cada mitad pertenece a una de las partes limi tadas, porque entonces supondríamos extensión en el límite, se remitiría al infinito su división y en realidad nunca separaría nada. Pero es así co mo lo entendemos. Y sin embargo sólo en el límite infinitésimo encon tramos la esencia del límite y creo que también la del sujeto metafísico, lógico y ético a la vez. El propio Wittgenstein emplea una imagen muy semejante hablando del solipsismo en el Tractatus (5.64). Las cosas delimitadas son dos cosas contiguas en tal caso, es decir, en realidad no están separadas: el límite no separa nada porque para eso habría de consistir él en algo extenso que materializara esa separa ción. La línea infinitamente mínima que distingue dos cosas, una a ca da lado, terreno de nadie que de hecho no existe, nunca mejor dicho, sino al límite o en lo infinito, porque lo que de hecho existe son nada más las dos cosas contiguas, sólo puede tener una existencia ideal o metafísica. Pero a ese nivel sí tiene una entidad (esto lo puede com prender cualquiera) que vale al menos para la discriminación concep tual: la hipóstasis de esa mera existencia metafísica ideal, la pura referencia a esa idea de razón que acabo de explicar. Y eso es el sujeto metafísico con sus dos caras: intuición y raciocinio, sentimiento y con cepto, voluntad y representación, o realidad y mundo16. Lo que sucede es que el límite del límite, el punto de unión o de se paración de dos caras, en este caso el sujeto mismo como punto metafísico sin dimensión, es mínimo (máximo en lo infinitésimo) y que ambas caras, la doble función lógica y mística del sujeto metafísico, su esencia como posibilidad conformadora trascendental y trascendente, hasta que llegan a coincidir en ese mínimo infinito del límite del límite
No es el momento de reincidir en esa difícil y oscura distinción del T ractatu s. Só lo recordar la relación con los hechos existentes o con su posibilidad, que es definitoría respectivamente de ambos. Cfr. I. Reguera, L a m ise ria d e la r a z ó n , o. r., 94-% . En la cúspide o en el limite del todo del mundo colocábamos antes al yo; en la cúspide o lími te del todo de la realidad hemos de colocar ahora a «Dios», para entendemos, y que así queden cubiertos los dos extremos de la subjetividad absoluta de la mística.
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o del sujeto en lo absoluto, son muy diferentes relativamente y dan la impresión, relativa también a nuestras condiciones normales pensan tes, de dualismo. En realidad, necesariamente han de ser lo mismo en el límite, es decir, necesariamente han de ser lo mismo sin más. Y la hipóstasis metafísica de esa identidad es el sujeto. Está claro que a cierto nivel del pensar, que llamamos absoluto, las cosas y conceptos se disuelven en lo mismo, en la unidad primordial de la autoconciencia de donde procede toda conformación de mundo o de realidad humanamente —tanto sensible como intelectualmente— perceptible, o no perceptible. Sinceramente a este nivel da igual ya ha blar que no, porque tanto el arremeter del lenguaje como el éxtasis del silencio no mentan más que una acción humana consciente y desespe ranzada: el intento de acceso a lo místico que siempre se queda en sen timientos oscuros e inquietantes. Y está bien que quede en eso, porque así las arrogancias de la razón parlante aquí sólo pueden crear mons truos de humo: mundos o dioses definidos al modo humano, que no son más que (estos monstruos racionales sí) la racionalización pusilá nime de nuestras miserias, el miedo a nuestros fantasmas interiores y el relajo de la tensión creadora que nos habita en la mentira. La cien cia absurda del más allá y de los dioses: la metafísica tradicional. ¿Qué pueden ser tales engendros teóricos sino las actas de la traición del hombre a sí mismo? Autoengaño, automentira, inautenticidad, infideli dad a sí mismo: todo lo contrario justamente de la ética. Grandes rela tos nada más: cuentos chinos y no claridad vienesa, la de Weininger o Wittgenstein, por ejemplo.
2.
EL YO Y EL MUNDO
En el camino inverso al empírico, psicológico o científico (en el que el yo se reduce al lenguaje mismo, o la voluntad, a la acción mis ma, y el mundo, a la totalidad de hechos en el espacio lógico) el yo ab soluto o la voluntad como sujeto ético ha de encontrarse en unas relaciones muy particulares con el mundo, por las cuales también este concepto a su vez necesita de una remodelación para poder soportar junto con el yo la estructura mística de sujeto-objeto. Vista la concep ción que hemos desarrollado del yo y supuesto un concepto de mundo parejo a ella ya no extraña tanto, en principio, que Wittgenstein llame a ambos las «dos divinidades». Lo místico es el recinto de lo divino al lado de lo estético y lo ético e identificados todos en lo esencial: el re
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cinto de la religión de la Divinidad, en tal caso, no de la de un Dios concreto, no de una religión concreta, que las concreciones antropomórficas de lo absoluto no pertenecen más que a la idiosincrasia fol clórica o mítica de un pueblo, no a la misma autoconsciencia humana, como el concepto de lo divino. El singular razonamiento wittgensteiniano que aboca a esta divini zación: «Creer en un Dios significa entender la pregunta por el sentido de la vida. Creer en un Dios significa darse cuenta de que con los he chos del mundo no basta. Creer en Dios significa darse cuenta de que la vida tiene sentido. El mundo me ha sido dado, es decir, mi voluntad adviene al mundo desde fuera como algo acabado. (No sé todavía qué pueda ser mi voluntad.) Por eso sentimos que somos dependientes de una voluntad extraña. Sea como sea, en cualquier caso somos depen dientes en cierto sentido y aquello de lo que somos dependientes pode mos llamarlo Dios. En este sentido Dios sería simplemente el destino o, lo que es lo mismo, el mundo independiente de nuestra voluntad. Puedo independizarme del destino. Hay dos divinidades: el mundo y mi yo independiente» (DF 128). El mundo independiente de mí y el yo independiente del mundo, diríamos. El mundo independiente de mi voluntad y el yo liberado de Dios, del destino o de los aconteceres del mundo. El mundo místico, independiente de mi voluntad empírica, y la voluntad mística, independiente del mundo fáctico. A nivel metafísico y místico ambos se identifican. Tampoco aquí hay más dualismo que el de la conciencia, el del mo do racional de interpretar las cosas17. Ese sujeto y ese mundo, que a ni-*I)
17 Por razonamientos parecidos a los que venimos viendo debió suigjr la explicación trinitaria de lo divino mediante el Dios-Palabra-Voz: la Divinidad sin más (el Padre, la Nada), el Dios-Palabra en sí mismo (el Hijo, la Palabra hablante) y el Dios-Voz en la creación (el Espíritu Santo, la Palabra hablada). Que son una imagen, respectivamente, I ) de lo a b s o lu to . de aquello liberado de los condicionamientos de la razón y del conoci miento, que no es objeto ni sujeto, como lo absoluto experimentado paradigmáticamente en el fenómeno de la autoconsciencia más allá del dualismo relativo de la experiencia sensible e intelectual del hombre en general; 2) del y o como primer término o sujeto de la relación en que se constituye esa experiencia; y 3) del m u n d o como segundo término u objeto de ella. Son las imágenes que el hombre se hace de su fenómeno más íntimo, ilusiones de salida del agujero de lu autoconciencia. Lo místico e inquietante es que es tos sentimientos c intuiciones existan, que estas locuras para la razón se den... Peno la dualidad extremamente íntima de la autoconciencia. donde uno se desdobla hasta el infi nito (como dos espejos enfrentados que repiten sus respetivas imágenes hasta un abismo insondable) en sujeto y objeto de experiencia, modélica para todo tipo de conocimiento, sólo es superable para el hombre a un nivel que llama absoluto, donde desaparece cual-
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vel filosófico o metafísico se confunden, son a ese mismo nivel absolu tamente independientes, dos divinidades lógicamente comprensibles como el Dios entendido a la manera de la forma general de la proposi ción: el yo y el mundo serían los dos polos, subjetivo y objetivo, de esa divinidad lógica. Son, pues, ese mismo Dios, su desarrollo conceptual, y es en esa logicidad divina donde se identifican, en ese modo como se comporta todo que ellos describen desde las dos perspectivas obligadas en la lógica del conocimiento. Es al límite de la lógica y del mundo donde el sujeto se identifica con ellos en la frontera; esa identificación trascendental de la lógica hipostasiada en un punto metafísico inexten so, el sujeto, posibilita la definitiva y plena identificación ética por me dio de los valores, identificación trascendental y trascendente ya, en la que que hay un mundo del feliz y otro del infeliz, y en la que en ese sentido superior el mundo es mío: feliz o infeliz también, bueno o malo como yo. Es el nivel en que el mundo se identifica con la vida del cono cimiento y ese vivir, conmigo mismo. La mirada eterna de la ética nos traspasa a todos. Todos somos esa mirada. Es curiosa, de todos modos, esta identificación definitiva de ambas «divinidades», sobre todo porque esa calidad divina comporta la inde pendencia mutua de ambas. No basta con decir que es una indepen dencia de niveles: el mundo místico trascendente del destino sería independiente del sujeto lógico trascendental, o la voluntad mística identificada con el destino sería independiente del mundo lógico de la empiria donde no hay apriori alguno. Es una independencia íntima más allá de la obviedad de los niveles: parece que lo mismo que los se para es también lo que los une. El mundo y el yo son divinos en cuanto ambos son independientes mutuamente, en efecto, pero parece tam bién, por una parte, que la independencia del sujeto respecto del mun do exige que aquél dependa de éste (sólo por el mundo que asumo metafísicamente como microcosmos y por la sumisión a su voluntad extraña, la de Dios o del destino, me constituyo como yo y me libero de ellos) y, por otra, que la independencia del mundo respecto al sujeto exige lo contrario, que el mundo dependa del sujeto (el mundo sólo es mundo y sólo es feliz en cuanto es mío). Esta doble contrariedad parece además paradójica en sí misma, porque una independencia no es congruente con la otra: lo que identifi-
quicr dualismo: el nivel del sujeto metafísico, idéntico al mundo. «Frente a cualquier ob jeto me comporto objetivamente. Frente al yo. no» (D F 136).
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ca y libera a uno no es sólo lo que disuelve y somete al otro. Ya sería bastante absurda o contradictoria una sumisión al mundo por parte de un sujeto que lo constituye, o viceversa, pero hay algo más, esencialísimo, que Lleva la tensión de ese absurdo al absurdo mismo, a lo impo sible, y evoca así necesariamente una superación suya: es el mismo absurdo en su misma tensión contradictoria límite el que constituye ambos polos. No se trata de una contradicción generada por dos obje tos contrarios dados, es la propia contradicción la que genera la dación de los contrarios; de hecho los contrarios concretos poco importan, lo que importa es la contradicción misma que puede recrearse por igual en muchos opuestos. Es, por tanto, una contradicción originaria, mo délica, absoluta, que vale para todos los conceptos y para cualquiera de ellos (de ahí la insistencia mística de siempre en la totalidad de lo que en cada caso sea), una contradicción en el origen de toda formación conceptual: la contradicción de la autoconciencia. En efecto, en este caso del yo y del mundo absolutos no es que la independencia de uno (aquello por lo que es independiente) sea la de pendencia del otro, y viceversa, de modo que en un juego mutuo de dependencia e independencia cruzadas se anularan en una identidad vacía, sino que la dependencia del uno es la independencia del uno y del otro, y vivecersa, de modo que el juego cruzado de ambos en este sentido a la vez que identifica a ambos identifica a cada uno en sí mis mo en una identidad dialéctica de supercontradicción. La enemiga del otro es también una enemiga íntima. Una incompatibilidad absoluta por la que se generan ambos en lo místico, al modo que la operación «N’(4)» de la forma general de la proposición «[p, 4, N (4)]», repetida sucesivamente sobre sí misma, genera en lo lógico todas y cada una de las proposiciones del lenguaje y todos y cada uno de los hechos del mundo. No hay mayor incompatibilidad que la de la contradicción con uno mismo, que la que surge de la identidad. Sólo esta contrariedad absurda, pues, de yo y de mundo, que parece remitir a una radical inti midad de ambos conceptos, funda una radical independencia suya. En efecto, la intimidad puede ser perfectamente enemiga. Sujeto y mundo pueden ser ambos divinos sólo porque son absurdamente opuestos e independientes. Absurdamente significa extremadamente, en lo absoluto: lo absurdo se da en la disolución de la razón, en la rup tura de toda concatenación causal o lógica. Como sucede en todas las parejas de opuestos desde los eléatas, lo que más íntimamente los une es lo que los separa sustancialmente: su intrínseca contradicción mutua que funda el absurdo de su unión. Ambos términos de la oposición
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(frío y calor, amor y odio, etc.) se necesitan o necesitan esa oposición esencialmente para su propia definición: por definición no pueden existir uno sin el otro. Como polos suyos se reparten lo existente con exclusividad: todo lo que no es frío es calor, todo lo que no es amor es muerte, etc. De modo que el juego de la absoluta independencia mutua es también el de su esencial dependencia: la salud no es la enfermedad, sino todo lo contrario, pero sin la salud la enfermedad no tendría ni sentido, no podría definirse. Por eso, en el caso límite, sujeto y mundo se confunden, o realismo e idealismo son la misma cosa: «el yo del solipsismo se contrae hasta convertirse en un punto inextenso y queda la realidad con él coordinada»1K. En la frontera ideal, los dos países sepa rados (que pueden ser enemigos, incluso) no existen, cada uno de ellos ya no es ni él mismo ni el contrario, sino que queda diluido en un pun to sin dimensión: el límite, justamente. En el límite los extremos no son identificables. Se trata del límite entendido radicalmente, puesto que eso es delimitar de verdad: diluir un territorio en otro haciendo de saparecer ambos en el límite ideal, que no existe. Ahí, en ese límite ideal, están los dos, pero ninguno. La delimitación auténtica se da en la nada, en la ausencia o inexistencia de un límite concreto. La contradic ción o la independencia, en la identidad. Un sujeto ético así, amo y esclavo a la vez del mundo, del destino o de Dios (y viceversa), puede perfectamente soportar esa ética espiritual mente distinguida y elitista de Wittgenstein: hasta tal punto, recorde mos, que la es él mismo (la voluntad, sujeto de la ética). Hasta tal punto que la mirada eterna es la suya. Ahora se comprende mejor que la sea. Un sujeto y un mundo así pertenecen también a la ilusión más subli mada del intelectualismo de todas las épocas: son, efectivamente, un su jeto y un mundo bellos y felices11'. Pero pueden perfectamente valer en el sentimiento, en la creencia o en la intuición, en todo lo que no sea razón de hechos, para el sentido de la vida211. De hecho sucede así. No son sólo
'* TK 5.64: l ) F 139. 144.
19 Ya sabemos que el mundo sólo puede ser feliz o infeliz por el sujeto ético que lo constituye como tal: el mundo del feliz, el mundo del infeliz. De por sí. a este nivel mís tico. el mundo simplemente es. Y tanto así como al nivel lógico en que el mundo es de algún modo, la felicidad e infelicidad no pueden pertenecer a él (D F 135 s.). Es obvio: feliz, igual que bueno, sólo puede ser un sujeto. El mundo es siendo lo que es. sin más. sin modalidades subjetivas. Pero el sujeto es el mundo... 20 Es una deformación profesional del intelectual creer que el pensar racional es la única instancia explicativa. Como si cualquier futbolista pensara que cualquier ex plicación ha de hacerse a patadas, por ejemplo.
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palabras o bouíades, ni esquizoidías cobardes, sublimaciones psicológi cas o desahogos metafísicos: se trata de nuestra propia condición huma na, a la que pertenecen con la misma facticidad y derecho que la razón discursiva los sentimientos, intuiciones y creencias que se imponen um versalmente al espíritu. Tan ridículos o tan excelsos son una como otros. El único demérito de éstos es no seguir las reglas de juego de la razón de los desventurados hechos del mundo. Y, en cualquier caso, el puro y simple hecho de que existan y aplasten melancólicamente nuestra con ciencia es ya lo inquietante: lo único inquietante, como hemos dicho. Lo inquietante no es siquiera la propia inquietud, es decir, su contenido, sino el propio hecho de nuestra inquietud por el sentido de la vida. No el sen tido de la vida es lo inquietante, sino que nos lo planteemos siquiera. ¿Por qué esa inquietud? Eso es lo inquietante y no tanto la propia inquie tud. No tanto el «que» del mundo, sino el propio «que» de la inquietud por el «que» del mundo, digamos. Lo inquietante es siempre y única mente la conciencia. O nuestro modo de ser, sin más21. Después de lo dicho se entiende aún mejor que el yo ético no tenga problemas para soportar en el tiempo la tensión eterna del instante en que se vive feliz en el mundo a pesar del mundo. Las contradicciones no juegan ya a su nivel a pesar de que está en medio de ellas y precisa mente por estar en su foco o serlo. No sólo es el foco de esa supercontradicción en lo absoluto que acaba por divinizarlo, sino también el de las contradicciones concretas dentro del mundo, porque el yo metafísico pertenece también al mismo individuo que vive y trascendentaliza en el espacio y el tiempo, y no sólo al que perdura frente a ellos22. Es el yo exquisitamente distante en lo interior a los acontecimientos y de
21 ¿Sin más? El segundo Wiltgenstcin se paró ahí, en la facticidad del a rr e m e te r y de los ju e $ o s \ el primero usó de la metafísica que criticaba para plantearse la posibilidad de esos hechos oscuros — sin hacer teoría alguna de ello, desde luego— o para expresar, al menos, su sorpresa por su existencia «milagrosa». ¿De dónde el círculo de lu razón o la condena al jugar, el todo limitado del mundo, del lenguaje y de la lógica? ¿Por qué en último término se liquidan a sí mismos, en un intento de salida, en la tautología, en el arremeter o en la mirada eterna? El primero Wittgenstein diluyó su pensar en lo absolu to; el segundo, en lo empírico. Uno disolvió las cosas en la conciencia; el otro, la con ciencia en las cosas. La empina, en lo absoluto; o lo absoluto, en la empiria. 22 Diríamos que en esta teoría del yo hay tres capas suyas por las que se intenta describir el ejercicio espiritual del hombre: el yo psicológico, el yo lógico y el yo místico. La primera corresponde al yo empírico, las dos últimas, al metafísico. Todas ellas juntas, inseparables e indistinguibles se dan en el yo, en el individuo, son yo mismo. Argucias conceptuales, todas ellas, para estructurar de algún modo un discur so imposible.
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seos; precisamente porque su perspectiva es ésta superior de la inquie tud, o la de la inquietud por la inquietud, que sobrevuela cualquier otra: en el fondo se trata de la pregunta de la autoconciencia por sí misma, por su mismo hecho, por su propio sentido. (¿Qué hay más allá de la autoautoconciencia? Más autoconciencias en una espiral sin fin, un agujero a otra dimensión, que sea la que sea siempre será «locura» para ésta. Por pura lógica.) Como sujeto volente, como voluntad del mundo que soy quiero el mundo, mi mundo pero no sus hechos. Se trata de un único querer ori ginal, de una elección originaria y total que da sentido ya a cada acto, a cualquier acto, cuyo objeto concreto no hay por qué desear o elegir co mo concreto especialmente porque, como sabemos, no importa: si elijo vivir, elijo la vida en cualquiera de sus formas antes que el suicidio, por ejemplo. El 4 de noviembre de 1916 escribe el gran burgués Wittgenstein: «¿Puedo intentar querer algo? Al considerar el acto de volun tad parece como si una parte del mundo me fuera más próxima que otra (lo que seria insoportable). Pero realmente es innegable que en sentido popular puede decirse que hago determinadas cosas y no otras. Pero, si fuera así, la voluntad no seria equivalente al mundo, lo que tie ne que ser imposible.» ¿Cómo voy a querer algo concreto? ¿Y mi ar monía y equilibrio interior? ¿Y mi despego del mundo?... No hay deseos ni compromisos parciales, sino una única decisión originaria por un modo de vida que determina el sentido de todas nuestras accio nes concretas, irrelevantes para el todo y para la consideración filosófi ca. Eso es identificarse con el mundo. Mi voluntad equivale al mundo desde el momento en que no me he suicidado: lo he elegido así; y si me hubiera suicidado, también: lo hubiera elegido asá. (¿Qué hubiera elegido asá a no ser el no elegir el mundo? Elegir la nada es una expre sión retórica.) El mundo del feliz y el mundo del infeliz. El mundo es tan irremediable como que es el yo. Con un concepto de voluntad en el que cabe mi voluntad y la del mundo, con un concepto de yo identificado a mi mundo y al mundo el distanciamiento a los sucesos concretos es muy fácil. La voluntad equivale al mundo, de modo que no puedo desear nada porque todo está ya en ella, todo está ya en mí. Lo deseo y elijo todo porque lo soy, porque soy esa elección global mía. Pero ¿cómo preferir una cosa con creta a otra? No hay opción racional alguna, sólo puedo dejarme llevar por el sentimiento que es algo más cercano al deseo... Además, al ele gir la vida, por ejemplo, yo no puedo preferir tener cabeza a tener co razón, porque la elección del todo no me da perspectiva de las partes.
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es decir, en la totalidad no hay partes independientes: todas, como la cabeza o el corazón en la vida, son el todo y son sólo en él. Suceda lo que suceda, sucederá el todo elegido. Yo siento la totalidad del mundo, o el mundo como todo, y cada cosa que haya o suceda dentro de él — sea lo que sea— pertenecerá a ese todo intuido. (Como cada cosa que como, sea la que sea, pertenecerá a mi cuerpo.) No me preocupan los acontecimientos, como sujeto metafísico vivo en los límites del mundo, en lo eterno y absoluto, identificado con él como totalidad y más allá de cualquier evento, que no me importa en absoluto. Se entiende —si se entiende esto— ese sentimiento de seguridad de Wittgenstein un tanto esquizoide: «Lo místico es el sentimiento del mundo como todo limitado. “A mí no me puede suceder nada”, es de cir, suceda lo que suceda carece para mí de importancia» (WW 68). Un concepto impersonal de sujeto como el que estamos viendo permite to das estas cosas. Wittgenstein tenía que construirlo y vivirlo para apun talar sus tesis éticas sentidas, para llevarlas a la realidad en su vida, y lo fue haciendo poco a poco en ambos aspectos durante los meses del frente, en el verano y otoño de 1916, cuando la situación fáctica tam bién le apretaba a justificar su inquietud por el sentido de la vida, cosa que hasta entonces la lógica y sus dineros le habían evitado. Se percibe claramente que lo hace así: con trabajo va sacando de sí mismo cohe rencia intelectual para sus vivencias, lo que le sirve a la vez para ir aclarándose respecto a una intimidad complicada23. Tenía que hacerlo. La coherencia con uno mismo es la gran meta de la vida: la armonía metafísica trascendente de la felicidad. Los vieneses de la época lo sin tieron como nadie. Concluyamos. «Está claro que hemos de encontrar para la voluntad un asidero en el mundo. La voluntad es una toma de postura del sujeto respecto al mundo. El sujeto es el sujeto volente» (DF 146). El tema que nos ocupa queda perfectamente delimitado: el sujeto metafísico es el asidero de la voluntad en el (límite del) mundo, soporte a su vez de lo ético o, mejor, lo ético mismo. Esa toma de postura sobre el mundo como un todo, desde la perspectiva que se adquiere colocado de princi pio ya en sus fronteras, es lo único malo o bueno: la voluntad, el sujeto volente o sujeto ético y no el mundo y sus cosas o hechos, que son ab solutamente indiferentes. El sujeto metafísico soporta lógicamente to do el armazón trascendental del mundo y místicamente todo su sentido
23 Cfr. por cj. D F 142: DS pássim.
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superior trascendente; por una parte es la razón científica de los he chos, por otra, el sentimiento sublime de los valores. (La razón no nos abandona nunca... Si no queremos.) Sólo a estos niveles metafísicos, sean lógicos o místicos, puede plantearse filosóficamente el sujeto, que en ambos casos al límite de la trascendentalidad y de la trascendencia, en el terreno de nadie de la frontera se identifica con el mundo. Pero sólo el plano místico es decididamente relevante respecto a la subjetividad, porque sólo a este nivel el sujeto es condición absoluta de mundo, «divino» como él; sólo a este nivel, diríamos, el sujeto tiene una labor digna: soportar o encamar no ya toda la logicidad conformadora del mundo y del lenguaje a nivel de hechos, sino todo aquello os curo e inefable que responde del milagro del hecho mismo del mundo como tal, como un todo limitado, en su misma posibilidad. La razón y la sinrazón. El lenguaje y el silencio. El ser y el deber ser. Los hechos y los valores. La teoría y la vida. Etc. La voluntad responde de los segun dos términos y del hecho mismo de que se den los primeros, los segun dos y su relación creadora del universo. Eso le da su culminante dignidad subjetiva como base de la ética, o de la mística en general. «Si no existiera la voluntad tampoco existiría aquel centro del mundo al que llamamos yo y que es la base de la ética» (DF 136). De ella pende todo. Todo el sentido de todo. Las cosas sin sentido no son nada importante para el hombre. (El sentido de las cosas son los dioses para el hombre.) Centro del mundo, límite del mundo, presupuesto o condición ab soluta de mundo: ésas eran las imágenes que rondaban en la cabeza de Wittgenstein con respecto al yo superior de la voluntad, que es mía y es la del mundo, que soy yo y es el mundo. Con lo dicho se entiende mejor el calado absoluto de esas metáforas. El mundo de la representa ción no tiene mayor interés que el científico. Todo el sentido y el valor superiores —éticos, estéticos y religiosos: es decir, místicos— están en el mundo de la voluntad. En la voluntad misma. El yo ético, absoluto como lo ético. (Dios también es voluntad, como veremos.)3 3.
EL SIGNIFICADO DE LAS COSAS
Ha de ser curiosa también la relación de un sujeto así con las cosas del mundo. Para adornar la extrapolación de mi voluntad a la voluntad del mundo y hacer pivotar el mundo entero no sólo sobre la voluntad del hado sino sobre la mía misma. Wittgenstein habla en un contexto general que podíamos calificar de paralelismo psicofísico. Y en ese contexto en el que las cosas parecen unidas por un tejido sutil y miste-
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rioso escribe: «las cosas adquieren “significado” sólo por su relación con mi voluntad»24. Es la voluntad ese fluido secreto que da sentido hu mano auténtico a todo el entramado lógico del mundo: las cosas y he chos del mundo lógicamente son sólo supuestos de los términos y de las proposiciones del lenguaje2526. Para ella el mundo y el lenguaje son esencialmente idénticos. La vida no cabe para nada en sus presupues tos. El mundo como habitáculo humano, morada del ser o simple mun do de la vida en general, es el producto de la voluntad, de la acción trascendentalizadora mística, digamos, y no lógica, del sujeto por anto nomasia. De modo que las cosas no son sólo buenas o malas en absolu to por la voluntad: por ella son también, derivadamente2Í\ lo que son como significado de los nombres en la semántica y pragmática norma les del lenguaje, como elementos últimos de un mundo humano, de un mundo valorado humanamente como es el cotidiano en que vivimos. (Vivimos a cualquier nivel por valores absolutos: hasta para comprar una camisa, como decíamos.) Porque las cosas lógicas son sólo ideales extremos del análisis lógico, son los elementos últimos de la estructura esencial y de la «sustancia» del mundo, como si fueran los ladrillos de su edificio formal en la ontología logicista del atomismo lógico del
24 D F 142; cfr. 142-148. 25 La lógica no trata de nada, constituye trascendentalmentc las cosas como me ros puntos lógicos en un espacio lógico. De modo que las cosas y los hechos del mundo lógicamente no tienen otro sentido que el de una legal i form idad de esc tipo, como la del lenguaje. La lógica simplemente supone las cosas y los hechos, no puede decir qué hay o no hay en el mundo (77? 5.61). Para la lógica las cosas del mundo son sólo una referencia supuesta de los nombres del lenguaje, y los hechos no son otra cosa que el sentido supuesto de las proposiciones (77? 6.124). A la lógica no le intere sa el mundo sino como espacio lógico, como legal i form idad del empírico, del que no podemos hablar (ni pensar) sin sus reglas. Es la voluntad la que proporciona signifi cado e importancia humana a las cosas, proyectándolas en lo eterno desde la substan cia del mundo, donde cabe cualquier consideración superior suya; la que hace del mundo el m u n d o d e la v id a , digamos, y la que da sentido al mundo como totalidad en sí mismo, donde las cosas valen en cuanto encajan o armonizan en ese absoluto. 26 No hace falla para nada que esta derivación sea una deducción racional en la teoría ni en la práctica; ni siquiera un silo g ism o é tic o al estilo de los del cálculo racional de las pasiones griego... Sentimental y oscuramente para la razón el hombre en la empiria deriva de su condición eterna los criterios. Algo así es lo que se ha llamado siempre «conciencia», una realidad tan real o tan poco real como la «razón». La «voz» de la con ciencia es bien clara a pesar de sus mores no geométricas. Algo así es nuestra «deriva ción», que es tontería querer entender con más palabras. Cualquiera puede imaginarse, por ejemplo, que no es lo mismo vivir con el círculo que con el infinito en la cabeza... ¿Es feliz el mundo del feliz por una deducción lógica de la felicidad?
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Tractatus21. Y los hechos, como combinaciones de tales cosas, son me ras estructuras lógicas también en el andamio formal del mundo. Ni unas ni otros significan de por sí nada. Pertenecen puramente a la sinta xis. Sólo la voluntad los añade significado humano, en el sentido dicho. Es la voluntad, en efecto, es decir, el sujeto místico, un yo intuitivo y sentimental cuyos juicios a ese nivel son éticos, estéticos y religiosos (juicios de valor), la que constituye esa sustancia del mundo, pura for ma también (los valores son formas) en la que las cosas como ladrillos lógicos de la lógica superior de la realidad constituyen asimismo la po sibilidad del sentido superior de los hechos lógicos del mundo. (Desde estos intentos de descripción lógica de lo imposible ¡a realidad aparece como el marco de referencia de la contemplación ética de! mundo en totalidad en la mirada eterna, el marco que buscábamos antes en la es tética.) Por eso es más importante esa estructura sustancial del mundo, porque condiciona a su nivel todo el operan de los hechos y de las pro posiciones, es decir, de las combinaciones fácticas de nombres y cosas, en las que surgen —y sólo ahí— en el salto al espacio y al tiempo las propiedades materiales del mundo. El instante presente en que se vive en cada momento eternamente la vida desde la perspectiva mística es el agujero atemporal de acceso a esa realidad sustante, más allá del espa cio y del tiempo, que además persiste ahí sólo por soportarlos. (La sus tancia es lo que existe independientemente de lo que acaece.) El yo metafísico en sus dos niveles, lógico y místico, comparables ahora con estos dos niveles ontológicos, esencial y sustancial, a su co rrespondiente modo en cada uno, es el recinto subjetivo de esa vida eterna en el instante, el ámbito del esse, podíamos decir, esencial y sustancial por tanto. Es la voluntad, el sujeto metafísico místico, mi voluntad o la voluntad del mundo a este nivel, la que constituye la sus tancia, la lógica superior de este mundo, de la que son meras epifanías —propiedades materiales que la visibilizan— los deseos, bellezas, bondades y credos concretos; del mismo modo que el sujeto metafísi co lógico constituye su esencia, siempre y sólo lógica2*. (Una voluntad absoluta es la lógica superior de este mundo.)27
27 Cfr. TR 2 ss. De las cosas consideradas en cuanto pertenecen al andamio ló co del mundo Wittgenstein nunca puso, ni pudo poner, un ejemplo. 2H La esencia y la sustancia constituirían el ámbito del e s se (frente al del o p e r a n ). La sustancia es el sujeto de la esencia, que es posibilidad formal, que es posibilidad de es tructura. La sustancia es como una estructura primerísima de la realidad que permite esa secuencia hasta llegar a la estructura lógica de las cosas del mundo empírico. 1.a esencia
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El sujeto empírico o psicológico, es decir, el aspecto empírico o psicológico del sujeto, es algo constituido y no pertenece ú a la sus tancia (metafísico-mística) ni a la esencia (metafísico-lógica) del mun do que lo constituyen, sino al devenir de sus epifanías; es decir, no pertenece ni a las cosas ni a los estados de cosas (hechos posibles), ni a las cosas ni a su combinatoria, combinatoria que viene prefigurada ine fablemente en ellas mismas aunque desarrollada ya lógicamente, como es obvio, al componerse unas con otras (epifanías): no pertenece pues a los hechos posibles, no pertenece ni a la posibilidad lógica ni a la po sibilidad mística de los hechos que ellas significan, sino a los hechos mismos; no a la posibilidad trascendental ni trascendente, sino a la rea lidad mostrenca. Todos los aspectos del yo o de la posibilidad del mundo se reducen a lo mismo: todos ellos son el yo y todos ellos son el mundo. Porque a todos ellos se les llama, con otro nombre, el «des tino»: una lógica superior de las cosas, una voluntad superior que es la llamada «voluntad de Dios», que en cuanto tal se dice también que lo es del mundo, que en cuanto tal a su vez se dice que lo es del yo. (Vo luntad de Dios, destino del mundo y libertad humana.) Por ella nos identificamos el yo y el mundo, y Dios (o en Dios). Por ella ambos so mos independientes y en cuanto tal divinos. «Las cosas adquieren “significado” sólo por mi voluntad»... Si la palabra Bedeutung, entrecomillada por el propio Wittgenstein, se loma radicalmente como significado o referencia, el sujeto-voluntad consti tuiría el significado de las cosas. Si se toma en general como importan cia es lo mismo, porque la importancia humana de una cosa no es más que su significado, es decir, su contenido conceptual no es sino el papel
siempre es posibilidad de configuración o estructura de cosas en el mundo (hechos) y en el lenguaje (proposiciones) existentes y es siempre, en cuanto posibilidad, algo lógico (cfr. TH 2.02-2.1). La sustancia sería posibilidad de esencia, digamos, y aludiría así a una posibilidad doblada o a una lógica superior a la posibilidad mística que permite la posibi lidad lógica, a la posibilidad sustancial de q u e siquiera exista un mundo que permite a la posibilidad lógica luego conformarlo de un modo concreto. (Realidad y mundo.) El que al final el mundo exista c o m o existe de hecho depende pues de la posibilidad primera, su estructura lógica estaría prefigurada en el espacio místico sustancial de las cosas. El que la razón no llegue a este cálculo «divino», a esta combinatoria primerísima que sería la «lógica» (en cuanto posibilidad también) de cualquier a rm o n ía p re e sta b le c id a de la tradi ción, la lógica de Dios o del destino (o del mundo o yo místicos), su voluntad absoluta, no quiere decir nada más que eso, que no llega. Sería absurdo, desde la propia razón, pensar que sólo existen sus engendros: ¿por qué razón , nunca mejor dicho? (Normalmente, co mo se aprecia y hemos advertido, usamos el término de «razón» en sentido general como sinónimo de discurso: entendimiento o lenguaje. El bosque de las palabras.)
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que desempeña en nuestra vida. Ningún objeto es simplemente su ma terialidad roma ni su simbolismo sintáctico; es todo lo que significa y puede significar para todos los que usan su nombre, la importancia que ellos le dan o no le dan en su vida: una regla del juego de nuestra cultu ra, de nuestra forma de vida, dirá Wittgenstein después con mayor clari dad. En el logicismo primero lo expresa de otro modo, pero es lo mismo: una cosa es un mero concepto formal, o mejor, el significado supuesto de un concepto formal, es decir, de la variable o de la totalidad de los usos significativos de su término en el lenguaje como praxis hu mana, expresada por el nombre29. Constituir a este nivel semántico o pragmático el significado —o la importancia— de las cosas es por parte del sujeto ético una intromisión en la constitución trascendental que el sujeto lógico hace del mundo en el lenguaje y querría decir nada me nos, como ya apuntamos, que a la base de la lógica, y con ella a la base de la onlología, estaría la ética o lo místico en general: lo ético, lo esté tico y lo religioso. Que a la base del trascendentalismo lógico estaría la trascendencia-trascendentalidad mística con su característicamente am bigua constitución del mundo desde el sentimiento y la intuición, entre el lenguaje y el silencio. Querría decir que a la base del mundo describible y de su configuración lógico-científica están los valores inefables del mundo ético-estético-religioso. (Nunca como aquí el anarquismo epistemológico adquiriría un sentido más alto.) Todo ello no es nada extraño. En primer lugar, el sujeto lógico y el ético son el mismo sujeto y en su mismo aspecto metafísico (no empíri co), de modo que su acción es una, sólo diferenciable en el discurso. En segundo lugar, eso es lo que de hecho sucede siempre en cualquier con texto discursivo o teórico: las valoraciones de base o los contextos de descubrimiento, de los que pende axiomáticamente todo su contexto ló gico, el desarrollo deductivo teoremático del corpus doctrinal, siempre son sentimentales, arracionales, consisten siempre en actitudes y creen cias, pues eso es lo que hay sobre todo a la base de las tradicionales evidencias de los axiomas. (¿Qué fue del de las paralelas de Euclides en las geometrías de Riemann y de Lobatschewsky, por ejemplo, tan evi
29 Cfr. TR 4.1272. D F 104. R e g la o v a r ia b le , juego o variabilidad, campo de jue go o campo de variabilidad, en un contexto gramatical o logicista respectivamente, son conceptos análogos. A la base de todo lo que discutimos aquí está aquella propo sición 3.3 del T r a c ta tu s . en la que parece anticipar Wittgenstein su posterior teoría del significado como uso: «Sólo la proposición tiene sentido; sólo en el contexto de la proposición tiene significado un nombre.»
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dente, por ejemplo, como que el sol gira alrededor de la tierra, que es algo que evidentemente vemos y cuya evidencia legitimó la quema de Bruno o el arresto de Galileo?) La racionalidad sólo es una maquinaria de cálculo vacía que comienza su trabajo sobre verdades sentimentales e intuitivas sobre las que monta, mal que bien, todas sus construcciones. (La verdad inconcusa y definitiva de Descartes es también el origen de todos los cuentos autolegitimadores modernos.) Lo más que consigue la razón es velar porque la construcción del edificio sea coherente, pañi que formalmente el sistema de raciocinio sea completo y consistente en sí mismo: la lógica es su dominio. Las cosas adquieren significado por la voluntad, o importancia por el deseo. Eso sí que es evidente. Todo esto radicalmente tomado querría decir, y dice, que una constitución trascendental meramente sensible y conceptual del mundo, a través de los aprioris y categorías kantianos por ejemplo, es demasiado reduccionista si no se introduce en ella el colorido esencial de las emociones puras o absolutas que hemos descrito, y con ellas todo el ámbito místico, al mismo nivel constitutivo que las instancias de la sensibilidad y del entendimiento puros. El reduccionismo kantiano del sentido y la separación de esferas de conocím iento fue un inconm ensurable adelanto crítico del m étodo filosófico pero también ha contribuido, en su aplicación, a las mise rias racionalistas de la Modernidad. En la constitución del ser y del conocimiento han de entrar también los valores sentimentales e in tuitivos del deber y del deseo. En la analítica trascendental ha de es tar presente la voluntad. La moral no puede deducirse racionalmente de nada mientras en la racionalidad humana no quepa la razón mis ma, mientras en ella sólo quepa el entendimiento analítico o la ra zón discursiva y no la razón ilusionada de la dialéctica, sólo los cálculos lógicos del hombre y no sus infinitos fantasmas. Es aquí donde coinciden la trascendencia y la trascendentalidad comentadas: en la acción constitutiva y condicionante del mundo; tanto del mundo como todo, en la ética, cuanto de cualquier cosa del mundo como todo, según vimos en la contemplación modélicamen te mística de la estética. Una cosa concreta no es una cosa. Una cosa así es siempre algo lógico: una construcción racional. Una cosa con creta no es nada sin lógica, nada que pueda describirse sin un nom bre común donde va toda la carga conceptual de la cosa como variable formal de todos los usos posibles de su término en el espa cio lógico-lingüístico; una cosa lógicamente es esa forma general de sus usos racionales en el lenguaje: un objeto describible del mundo.
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Pero una cosa también es algo más básico: una perspectiva entera del mundo que depende no sólo de la lógica, sino de su uso general en la experiencia sentimental e intuitiva de la vida desde donde se nos im pone como concepto. El que la vida imponga los conceptos (el primer Wittgenstein decía algo parecido al afirmar que todas las proposiciones del lenguaje corriente están perfectamente ordenadas, lógicamente, tal como están) supone lo mismo que supone esta constitución trascendenlal, ética o mística, de que venimos hablando... Todo eso es lo que es la cosa entera y lo que engloba su conocimiento total: trascendentalidad de la razón y trascendencia a la razón unidas. ¿Por qué no va a ser así si existen además todos esos aspectos en el yo que soy yo mismo? ¿Quién y cómo constituye la cosa básica, el objeto místico —ético, estético o religioso— bajo la perspectiva de la mirada eterna? ¿Qué perspectiva es ésa? El concepto de «trascendentalidad mística» parece un concepto absurdo pero no tiene por qué serlo a menos que la trascendentalidad se reduzca a la posibilidad académica de las cosas o a la posibilidad del conocimiento académico de las cosas, igual de desabridas ambas, don de no encaja para nada la superior gravedad de la constitución ética de las cosas, anterior y básica a su constitución lógica, como decimos. Constitución del deber-ser del mundo previa a la de su ser mis mo. Constitución afectiva previa del ámbito de sentido intelectual y lingüístico. La pasión a la base de la razón, el silencio a la del len guaje, la voluntad a la del entendimiento. Esa es la experiencia dia ria, de una mayor seriedad que el mero aburrimiento, con el que la academia confunde a veces su rigor. La ética, pues, no se deduce de nada. Todo en principio es ya ético. Es hasta lógico que así sea, porque si la ética no es teoría... Y aunque lo fuera siempre habría de existir un ethos real previo sobre el que construirla. Ese ethos no es teoría pero tampoco empiria, es vida real, vida sublimada, vida empírica superada por los valores eternos (intem porales), vida de un yo como el descrito, vida feliz: eso es justamente la ética wiltgensteiniana. Sólo es cosa del discurso el que se hable de vida, valores y sujeto y se los distinga. A cierto nivel de consideración ninguna de esas cosas es nada sin las otras, desde el punto de vista de nuestra eternidad mística todo eso es lo mismo: lo que llamamos tam bién, por decir algo, la ética o lo ético. La voluntad, el yo metafísico, lógico y ético a la vez pero modélicamente místico (de nuevo las inevi tables pero inútiles distinciones), soporta toda esta estructura poco mo derna, poco racionalista del mundo. Una postura antigua pero siempre
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nueva, más allá de toda modernidad. El lenguaje moderno de la razón es el lenguaje de la ciencia, un lenguaje que muestra todas sus poten cialidades significativas cuando se reduce a una simbología ideal, per fecta sí pero para casi nada: sólo para las preguntas que tienen solución en el mundo, para las cuestiones que es capaz tanto de levantar como de responder la ciencia, remitidas e inmanentes al raso mundo. Una teoría —no se sabe muy bien para qué excepto para ser una teoría— ha de cumplir unas condiciones de significado y verdad en las que no cabe más que la correspondencia más superficial y obvia con los he chos, que ya son esencialmente construcciones o estructuras lógicas, no con las cosas, en las que reside la posibilidad misma de esa logicii combinatoria. Por eso éstas son meros ideales del análisis lógico, meros supuestos de la lógica en los que reside su esencia como tratado de toda posibilidad. Las cosas no son de ningún modo concreto sino como objetos esclerotizados de una razón analítica empobrecedora: las cosas son de cualquier modo. La individualidad y materialidad de las cosas es irre levante. asignificativa, a no ser planteada desde la perspectiva del yo místico (recordemos la modalidad de la contemplación estética de un objeto), en la que se agranda hasta el nivel eterno de los valores más allá de los esquemas racionales con los que pretendemos aislarla: to dos ellos no actúan sino como trasfondo contra el que resalte esa cosa sublimada ya en tipo, es decir, vuelta otra vez a su origen sustancial o vista (sentida o intuida) como realmente es. (Es de suponer.) La sustancia de las cosas es oscura y permanecerá siempre oscu ra para la razón, simplemente porque no es ni tiene por qué ser ra cional. Pero esta oscuridad no es peyorativa sino para las «luces» del entendimiento, no para la «claridad» vienesa, por ejemplo. El pensar es menos simple que lo que hacen suponer los instrumentos conceptuales que la razón moderna desarrolló para aprehenderlo. El concepto es solamente un momento de la idea y querer reducir la idea a un momento suyo es grotesco. (La grotesca académica.) El momento de la compulsión del pensar lógico significa el encierro del círculo, y su superación mística, la libertad del espíritu. El reduccionismo racional de ese encierro son las maneras exclusivas de la grotesca racional o de la epistemología del cubo, que siempre lle van al dogma: o al de la afirmación absolutista de la jactancia o al de la negación escéptica del relativismo, modalidades más extendi das entre la profesionalidad de la inteligencia de la certidumbre. En medio queda la indecisión, que tampoco soluciona nada: una pasión
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exangüe por la interrogación, un titubeo constante sin mayor hori zonte que el de su propio e indefinido alargamiento. Esta perplejidad académica nada tiene que ver con la inquietud mística, cuya tensión en los límites, contra ellos, ni soporta ni puede soportar: su perenne irresolución es tal porque sigue el mismo juego imposible de la certitud que el dogma. La incertidumbre tiene mejores maneras que él, desde luego, las de la academia sutil y no las de la grotesca académica, pero no más coraje: ni es consciente del encierro ni por supuesto se plantea la salida. Para ello habría que explosionar las reglas del juego. La inquietud mística arremete al menos contra ellas. Por eso, sólo de ella puede esperarse algo nuevo y distinto que el «rollo» (un modo simpático de referirse al círculo) de siempre. Es tontería, por otra parte, peasar que todo este discurso que nos tra emos en este libro, tenso pero con plena libertad de espíritu, eso sí, des cribe o quiere describir racionalmente algo objetivo: para ello habría de establecer sus propias condiciones de juego, entrar en él y tratar de en cerrar en su pequeño círculo a lo absoluto. (Y que siga el baile, como dijimos...) Es más acertado pensar, en tal caso, que intenta describir en general la posibilidad del círculo y dominarlo, o que es una muestra del esfuerzo humano de siempre, conscientemente desesperanzado, por comprender lo absoluto o, no tan desesperanzado, por entender el me canismo puro del espíritu. Pensar que es literatura de ficción, consciente de serlo, es aún más correcto; y que se acoge al género literario llamado «filosofía», que inauguró Platón con conciencia humilde frente a la sa biduría perdida y olvidada, pero con las mismas aspiraciones maníacas a lo absoluto que ella a pesar de todo. Mientras no queramos dogmati zar nuestras palabras cualquier búsqueda de sentido está justificada, aunque nada más sea por la propia inquietud de que nace.
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INDIVIDUALISMO ABSOLUTO
Es natural también que desde la perspectiva mística que venimos de apuntar respecto de la realidad metafísica superior del yo, de sus ac tos, del mundo y de las cosas, con este desmonte general de las rela ciones de sujeto-objeto en una identificación metafísica dé ellos (el mundo es mi mundo, mi mundo es el mundo, el yo es el mundo y el mundo es mío, etc.), a la vez lógica (forma de figuración, forma gene ral de la proposición, lógica trascendental, tautología, mostración, etc.) y mística (mi voluntad es la voluntad del mundo, trascendentalidad
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mística, mirada eterna, vacío referencial del silencio, vacío absoluto del origen supuesto, etc.), el individualismo, subjetivismo o solipsismo consabidos de Wittgenstein hayan de tomar un sentido especial tam bién absoluto. El «subjetivismo» y el «solipsismo» parece que se refie ren más bien a instancias lógico-epistemológico-metafísicas de las que ya hemos hablado más que suficiente. El «individualismo» tiene claros visos éticos, que también hemos descrito pero que adquieren otro cariz a la luz de la perspectiva plenamente disuelta del sujeto de la ética. ¿Cómo se puede ser individualista desde esta última identificación mística del yo, de Dios y del mundo en el destino superior de las co sas? ¿De qué individualismo y de qué individuo se trata? Por lo dicho en las últimas páginas parece que el sujeto de la ética fundamentalmente no soy yo como individuo de carne y hueso sino to da esa construcción metafísica impersonal del yo, lógica y mística a la vez. Pero lo que vive, siente y hasta habla por mí en primera persona no es sólo eso. Eso tampoco es nada más que un momento del indivi duo. El individuo o el yo es una realidad empírica, una conceptual y una ideal: sensibilidad, concepto, idea. Una totalidad, como hemos di cho insistiendo en lo obvio. No haría falta expresar estas distinciones porque es algo que se muestra en nuestro habla. Todos son aspectos de lo mismo: de un yo sublimado en el camino dialéctico que por la lógi ca trasciende la empiria en lo místico, pero tan real como la vida mis ma. Así como en la empiria se escribe inmediatamente con las manos o el corazón se mueve inconsciente a la vida suponemos que en lo eterno ha de sentirse o intuirse mediante otra modalidad o virtualidad del mismo yo, de la que dependa inmediatamente también esa con ciencia superior del sentido de las cosas. Todas esas distinciones con forman justamente la descripción del yo; diríamos, mejor, que son el mismo yo o nuestra perspectiva del yo y no departamentos estancos suyos más allá de la realidad conceptual; es decir, estas distinciones significan estratos de una realidad que a parte de todas ellas que sepa mos no es nada. Se trata de distinciones conceptuales basadas en expe riencias concretas de vida, en vivencias concretas que no se pueden materializar tampoco en un soporte que no sea su propio «que», su propio hecho: un yo que surgiera sin más de ellas mismas como una exclusiva unidad metafísico-empírica al estilo de las de la psicología, digamos, sería siempre un compuesto absurdo (TR 5.5421). El sentimiento, pues, que atribuimos al yo en el estadio superior de la mística es tanto una afección orgánica como un modo de percepción psicológica, como una autosuperación tautológica de la racionalidad o
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como un agujero negro a otra dimensión de silencio. Es empírico, psi cológico, lógico y absoluto. Un soldado como Wittgenstein en la mu gre de las trincheras puede ser también un dios en la eternidad de ese mismo instante: sumido en la porquena, pero en ningún lugar ni tiem po, confundido con su mundo, identificado a su destino. Bastan estos tres pasos: una existencia ahí. una autoconciencia de existir ahí y un sentimiento de existir sin más. Fuera de mí, dentro de mí y en ninguna parte; o dentro del mundo, en el límite del mundo y fuera del mundo. Fuera de mí significa dentro del mundo o una existencia (empírica) ahí, dentro de mí significa en el límite del mundo o una autoconciencia de existir ahí (trascendentalidad lógica) y fuera del mundo significa en ninguna parte o un sentimiento de existir sin más (la mirada eterna). Todo eso es el yo real en cualquier momento, pero conceptualmen te sólo cabe en la mayor comprensión del yo absoluto, al que se supo nen recorridos todos los peldaños de la sublimación o dialéctica mística. En concepto ese yo vive perfectamente liberado de cualquier condicionamiento precisamente porque los tiene todos a la vez: eso es tener ninguno. Se trata de un concepto supremamente elevado cuya re ferencia es la totalidad de su extensión y cuya comprensión es ya él mismo. Ésa es la secuencia natural del espíritu en la producción lógica de conceptos absolutos como el del yo, como el del yo absoluto que es el yo esencial, el verdadero sujeto de la ética. Con este concepto de yo pueden entenderse mejor manifestaciones como ésta: «¿Puede haber una ética en el caso de que no haya otro ser vivo más que yo? ¡Sí, si la ética ha de ser algo fundamental» (DF 135), que repite el joven Wittgenstein también de otros modos en una prueba de individualismo a ultranza; por ejemplo en éste: «¿Qué me importa a mí la historia? ¡Mi mundo es el primero y el único!... Yo soy quien ha de juzgar el mundo y medir las cosas!» (DF 139). A la luz o a la oscuri dad de este concepto de yo estas cosas no parecen boutades como le han de parecer al juez precipitado. (Hay que tomarse en serio sobre to do las cosas absurdas precisamente por la gracia que tienen. Las demás son tan razonables que no tienen gracia ni tomadas en serio, que no tie ne gracia lomárselas en serio.) Un individualismo absoluto supone mu chísimo más camino andado que el subjetivismo caprichoso o el solipsismo absolutista de un mandón: éstos son empíricos, aquél es pu ro. Un subjetivismo decidido y total resulta menos violento si el sujeto es también un sujeto metafísico, entre otras cosas porque en él la subje tividad y la objetividad coinciden. Así sí puede plantearse el individua lismo o el subjetivismo en ética y se puede confiar en los sentimientos e
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intuiciones místicas de un sujeto así —y no en los de un bicho como el mandón— , lejos de todo miedo y de todas las advertencias moral inas de la progresía. (A propósito, ¿qué clase de sujeto es el progrel) Así se entiende mejor que la verdad pueda plantearse como coinci dencia consigo mismo, como coherencia personal, autenticidad, inte gridad, decencia, sinceridad... Estas categorías no son sentimientos psicológicos ni virtudes piadosas, o lo pueden ser, pero aquí así conce bidas no importan nada: son las instancias metafísicas esenciales y sustanciales del yo, aunque tan reales, al menos, como la mierda de las trincheras. (Valga la formulación del argumento para el que no entien da otra cosa.) Esta concepción absoluta del individuo es perfectamente compatible con la desindividuación del sentimiento místico (más bien incluso estriba en ella), a la vez que perfectamente soportable por una base empírica, que es así elevada a otra dimensión, digamos, y no aplastada por ella. Hacia abajo no hay camino alguno, porque la densi dad se hace impenetrable; hacia arriba, en la progresiva libertad de la luz, lo empírico renace en lo lógico, y lo lógico, en lo místico. (El re nacimiento místico o la dialéctica platónica que comentábamos. ) Este es el proceso exacto de la sublimación metafísica: una supe ración absoluta. Pero, sublimado o no, el yo empírico permanece junto a la conciencia y al sentimiento en la unidad perenne del yo absoluto. Por así decirlo permanece su relatividad en lo absoluto30. Permanece su «psicología», esto es, la vida de esc objeto empírico filosóficamente irrelevante que en algún aspecto, filosóficamente irrelevante también, llamamos «alma»: sus sensaciones y percepcio nes. Lo demás sería esquizofrenia. De la lectura de los Diarios y del Tractatus obtiene uno la impre sión de que sí es en realidad también el yo de carne y hueso —el indi viduo relativo y concreto Wittgenstein, en este caso, con sus afectos y preferencias, con sus graves problemas y manías, con su lógica y sus pecados— el mismo que escribe en una situación concreta del olvido
¿Qué puede significar la contradicción entre conceptos cuando los conceptos ya no significan absolutamente nada más que a sí mismos, el sí mismo, o sea nada, en lo absoluto? (Significado es referencia. Referencia en el ámbito absolutamente no referencial de lo absoluto es identidad.) ¿Que habrían de delimitar en sí, o fuera de sí, para oponerse? (¿Hay un fuera de sí en el sí mismo absoluto? La contradicción abso luta es identidad, como hemos explicado.) ¿Cómo habrían de relativizar o relativizarsc a llí arriba? ¿No es esa superación absoluta en la unidad? Por eso asumen absolutamente su relatividad. Y por eso ni relativo ni absoluto significan ahí ya nada.
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del mundo y el mismo que juzga del valor absoluto de las cosas. La afectación filosófica esquizoide que se ponga en el intento contrario de separar lo inseparable no es la de alguien que está acostumbrado a pensar en cauces conceptuales y quiere levantar los hechos esencial mente (en su posibilidad lógica) hasta lo inefable, por más que se dé en una concreta situación bélica penosa y mente un sentimiento general muy oscuro del sinsentido radical de todo lo empírico (¿por qué existe todo lo que existe?), que no subsana ni puede subsanar explicación científica alguna a su nivel. Sólo el análisis conceptual o la explicación filosófica — lógica y metafísica, metafísica y mística— puede dar ra zón de esa aparente esquizoidía y salvar su abismo: autodisolución, su blimación, dialéctica, renacimiento, etc. Porque las cosas que son así (y realmente son así las cosas desde nuestra medida de la realidad, me dida constituida por la percepción externa o intema, es decir, por la materia o la psique), son así porque primero funcionan así en el espíri tu, es decir como conceptos puros y absolutos31. La explicación filosófica se produce como un desafío a los he chos más que como una forma de sumisión a ellos; si ésta termina siendo la única medida posible es porque ahora, tras de la explica ción, se trata de una sumisión sublimada: se ha comprendido la esencia total de las cosas y la sumisión ya no significa moralina al guna. De la necesidad se ha hecho esencialmente virtud. Feliz desa fío (lógico y místico) a los hechos el de la filosofía, cuyo análisis lógico y mirada eterna asumen la necesaria sumisión empírica supe rando su sentido en lo absoluto del todo. ¿Qué sentido tiene la sumi sión en el todo, la totalización de las cosas en la mirada eterna, donde no hay partes entre las que establecer la relación de sumisión, donde no interviene ya el espacio/tiempo, que no es más que la mo dalidad esencial de la parcialidad de la mirada empírica a las cosas, es decir, que no es más que esa mirada empírica misma? Es fácil hacerse ilusiones sobre la vida y sentirse uno mismo un yo divino y feliz planeando — sereno— sobre los aconteceres, y más cuando la ilusión tiene efectos psicológicos euforizantes y es, por otra parte, lo única huida posible de una vida dura, si es que la muerte no quiere visitarte. Esta comprensión psicologista de la si
31 Ésa es justamente la virtud de la acción trascendentalizadora lógica y mística: la de la pureza límite en el espacio y tiempo de la lógica, considerada en su totalidad, y la del absoluto eterno de la mística, que constituye trascendentalmenlc, en el senti miento y en la intuición de la mirada eterna, a pesar de su trascendencia.
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tuación siempre asalta aunque sepamos también que Wittgenstein era perfectamente consciente de la inevitabilidad radical de la deses peranza, del no hacerse ilusiones, junto a esa euforia de vivir en la sublimación de la consideración estética de las cosas. «El hombre no puede así sin más volverse feliz. Quien vive en el presente vive sin miedo y sin esperanza» (DF 131). La desesperanza y la desilu sión son condiciones necesarias de la felicidad. (Hablamos de la fe licidad del no deseo y del olvido del mundo.) La euforización psicológica es algo tan humano como la sublimación mística y pue den darse a la vez, tan lícita una como otra, pero conceptualmente son diferentes; aquí nos las habernos con conceptos y los conceptos en sí —puros y absolutos— que nos interesan no tienen —o no tie nen ya— nada que ver con lo psicológico, que es otra cuestión. Que haya ambigüedades es normal dados los aspectos diferentes del yo. Todo consiste en superar la vida empírica en la ascensión dialéctica de que hablábamos o quedarse en ella sin cobertura metafísica. Para contar con esa cobertura metafísica hace falta estar muy, o muy poco, instruido: en un caso y en otro se cuenta, de diferente modo, con la sensibilidad necesaria para pasar del concepto o con la suficiente igno rancia para no llegar a él ni a su conciencia. Sólo en la banda media de la instrucción, en aquella que no tiene que ver nada más que con el lenguaje tipificado como significativo, en aquella que no tiene nada que ver con lo creativo y oscuro de una conciencia clara, en aquella que se conforma con las luces del concepto, se carece de la sensibili dad para ello y de la vergüenza para aceptar la derrota de la razón y del lenguaje a partir de un cierto nivel donde encuentran su final natural, como humanamente es la muerte. Más allá de ese nivel en cualquier aspecto del espíritu e incluso de la inteligencia han estado siempre, lo calizados en otras virtualidades humanas del yo, la novedad y el genio. Por no llegar ahí, no se consigue nada despreciándolo. Tampoco extrañaría nada que el soldado Wittgenstein pensase per fectamente consciente, aunque un tanto presionado por las duras cir cunstancias como hemos dicho, en la realidad personal absoluta en último término de ese punto metafísico. (La locura mística de la fe no es más extraña que la manía académica por la razón.) Esa realidad personal absoluta sólo puede ser encamada por un Dios religioso, ob jeto de fe. La explícita identificación absoluta de Dios, yo y mundo vuelve muy fácil el hipostasiar todo en un punto extremo de con-fusióny al que por imperativos de relación humanoide se le da nombre y persona. (La religión es la relación antropomórfica con lo absoluto: la
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mirada empírica a lo absoluto, como la mística es la mirada eterna a las cosas.) Es posible que la imagen que Wittgenstein tuviera presente al hablar de estas cosas fuera la tradicional del absoluto divino, incor porada por él religiosamente en su vida. Si divinizamos al mundo in dependiente y al yo independiente es porque Dios no es más que eso en la razón humana, independencia o soledad absoluta, y porque ellos cuentan idealmente con las mismas características que las atribuidas a la providencia divina: la fatalidad del destino y el capricho de la vo luntad. Pero con nada de eso se puede dialogar, como parece que pre tenden las numerosas plegarias que llenan las páginas de la izquierda de los diarios de guerra de Wittgenstein... (Ése no es nuestro tema.) Así, por esta participación en un destino común con Dios y con el mundo puedo hablar en primera persona, sintiéndome portador de lo absoluto v eterno, sin tener por qué sujetarme entonces a las reglas de juego de un diálogo necesariamente vanal porque se desarrolla en un lenguaje racional de sujetos psicológicos. Más allá de toda razón y lenguaje, más allá de toda relación empírica a través de ellos, puedo ordenar mi mundo con mis propios afectos y con mis congéneres de sentimiento, en tal caso. De todos modos, mal que bien, consciente o inconscientemente, siempre se hace así: lo absurdo es la pretensión de vender teóricamente mis sentimientos y la de imponerlos apelando a instancias cínicas. Yo soy la única referencia y el único responsable de lo que digo, a los demás les sucede lo mismo, así que a no ser por azar no tiene sentido hablar de solidaridad ni de objetividad teórica o prác tica alguna allí donde no las puede haber sino en lo eterno o desde ello: yo y mis intereses, coincidencia y compatibilidad con ellos. El mundo, efectivamente, es así mi circunstancia. Todo depende de quién sea yo, o de dónde esté yo y de cuáles sean mis intereses. Todo depende así del camino andado en la ascensión dialéctica... Pero en general, como portavoz de lo absoluto, puedo sentirme libre e independiente absolu tamente, como Dios mismo: sin Dios, sin credos, sin intereses, sin mundo. Un yo absoluto en ¡o absoluto. Un yo absoluto en la nada.
5.
EXCURSUS SOBRE EL SUICIDIO Y LA MUERTE
Antes de perseguir los últimos conceptos del camino ético, aque llos que giran en tomo al de Dios, para cerrar este libro, es irremedia ble enfrentamos conceptualmente a una posibilidad que resume toda inquietud humana, porque ella es la llave de todo sentido humano que
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no se plantea más que a nivel del yo: la de su desaparición (la de los otros dos miembros eternos de la trinidad ética. Dios y mundo, es tan oscura o tan implanteable como su propio origen). Yo, sea quien sea y lo que sea, me entienda como me entienda, igual que he nacido voy a morir inevitablemente; y puedo además elegir mi muerte... Ésa es la cuestión. ¿Cuál es el sentido de la desaparición de algo que también es un yo absoluto en lo absoluto, un yo absoluto en la nada, absoluta mente libre e independiente, sin Dios como Dios mismo y sin mundo como el mundo mismo? ¿Cuál es el sentido, sobre todo, de una desapa rición voluntaria? La muerte y el suicidio, la muerte, voluntaria o no, la muerte, en definitiva, es el problema. Pero la muerte no es una cues tión específicamente ética: la muerte es simplemente, llega y se acabó. El suicidio sí es una cuestión ética: debe ser o no debe ser. Aunque ambas son cuestiones místicas (misterios) en cuanto su valoración ge neral pertenece esencialmente al sentido de la vida y del yo. Sobre ellas habla poco Wittgenstein coherentemente con el silencio obligado que se impuso en algún momento en estos ámbitos: habla lo suficiente para no tener que decir más cosas, para no arrastrar indefinidamente por las palabras lo definitivamente vedado a la razón. Ésa es la única claridad a la que puede aspirar en lo místico. La muerte no es un acontecimiento de la vida, la muerte no se vive, por eso es inútil perseguir racionalmente su sentido, cuya posesión sig nificaría la solución del misterio de la vida, que está, sin embargo —nunca más patente— , fuera del espacio y del tiempo. La superviven cia del alma por otra parte es algo pensado desde las categorías del mundo, una vivencia prolongada sin fin3: que plantea pues las mismas incógnitas que las de esta vida. Hay un sentido además en que la muer te, conceptualmente al menos, rompe una vida eterna: porque esta vida en sentido ético es eterna en cuanto se vive en el instante y en cuanto el instante es por definición intemporal. Un sentido absurdo en el que la muerte viene a pesar de su inexistencia, digamos: «Para la vida en el presente no hay muerte»33. Hay otro sentido en que la significación de
32 La temporalidad está en la propia gramática de la muerte (V B 49). " D F 129. Téngase en cuenta que la vida — mística— es ilimitada y eterna en el mismo sentido que nuestro campo visual no tiene límites (77? 6.4311): el campo vi sual es visto por un ojo que no se ve a sí mismo, con lo que su perspectiva es absolu ta (5.633 s.). Insistimos en lo de siempre: la ética wittgenstciniana no es ninguna sublimación patológica, esa esquizoidía estaba en el espíritu de los tiempos y ha esta do siempre, por lo que sea. desde Platón al menos, en el espíritu de los más grandes
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la muerte como fin de la vida se entiende perfectamente desde nuestro discurso: así como la ética cambia por entero el mundo con su mirada eterna (el mundo del feliz y el mundo del infeliz), éste termina definiti vamente con la muerte, de modo que en cuanto disolución definitiva del mundo y definitivo cambio de vida, digamos, la muerte puede plantear se de verdad como la gran respuesta disolutoria de todos los problemas en tanto límite del sentido de la vida humana; al límite del sentido lógi co de la vida, disuelto éste en lo más alto, la vida se muestra a sí misma como es, y con ella se muestra su sentido último34. Por eso también el miedo a la muerte es el signo de una vida mala, falsa e infeliz35. El hombre ético no puede temer a la muerte porque la muerte se parece demasiado a sus propios ideales, diríamos. Pero ¿qué muer te? En cualquier caso poco se puede hablar de la muerte, que ya no es un hecho del mundo: sólo se podría hablar en cuanto tiene rela ción con él. Pero eso no es lo interesante. Sucede así también con el suicidio, que tampoco es un hecho del mundo: no lo es como muerte, puesto que el hecho material del sui cidio como el de la agonía es irrelevante para la ética, ni como elec ción, ya que la decisión es un movimiento empírico de la voluntad que se confunde con la acción misma como hecho del mundo (otra cosa son sus motivos en general que para nuestro interés son sólo valoraciones místicas relativas también a la muerte: ése sí es el ob jetivo de nuestros análisis). El sentido del suicidio, como el de la
hombres. (Los más grandes hombres no son los que han hecho a lg o por la humani dad. como se dice: algo en el mundo no vale nada, como — además de la perspectiva de la mirada eterna de la mística— muestra de hecho el cambio histórico y su relati vismo demoledor. Los más grandes hombres son los que han educado a la humani dad, los que la han hecho libre en alguna medida; y eso. por lo que sea, siempre ha significado: los que le han enseñado el regreso del mundo al espíritu.) 34 El único modo de llegar de verdad al límite y traspasarlo es morir, y si toda la éti ca consiste en el arremeter contra los límites, su cumplimiento y perfección sería la muerte. De la radicalidad del enfrentamiento a la muerte como valor moral dan fe estas impresionantes palabras de William James que Wiugenstein había de conocer perfecta mente (cfr. B R 18, 101) y que de hecho puso heroicamente en práctica con su ida volun taria a la primera guerra mundial y con su comportamiento heroico en ella: «No importan las negligencias morales que se hayan cometido si uno se arriesga voluntaria mente a morir y, aún más, si sufre la muerte heroicamente en el servicio por él elegido: este hecho le consagra para siempre» (cfr. esta cita y todo el contexto wittgcnsteiniano en tomo a ella, en Ray Monk. W iu g en stein . T he D u f \ o f G e n iu s, Pcnguin Books, New York, 1991, 112). 35 Cfr. T R 6.431 ss. D F 127 ss.
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muerte, sólo aparece en la familia conceptual mística. De su valora ción ética depende la ética misma que surge sólo del deseo de decir algo sobre el sentido de la vida misma que se elige cortar: en el sen timiento que soporta esa decisión hay una opción total y clara sobre el sentido mismo de la vida y en ella ha de implicarse — también en totalidad— el sentido mismo de la ética. Por eso Wittgenstein llama al suicidio el pecado elemental: atañe a la esencia misma de la ética en cuanto reposa toda ella entera — puesto que no es teoría— en el sujeto y en la vida que se quieren cercenar, con el agravante de que ese sujeto es el yo y esa vida es la mía. En cuanto sólo el yo es bueno o malo, y no el mundo o sus he chos, una toma de postura de ese yo sobre sí mismo es doblemente interesante: investigar el suicidio es investigar la propia esencia del sujeto ético. El yo ético es ético supremamente en su autoelección o no. Y si ese sujeto ético sigue siendo ético al decidir autoaniquilarse, es decir, al decidir aniquilar la posibilidad misma de la ética y de lo bueno y lo malo, entonces ya no queda criterio alguno y sí es ver dad que entonces todo está permitido. Si el suicidio está permitido todo está permitido, si la libertad comporta hasta la posibilidad de negarse a sí misma, de negar su propia posibilidad, todo queda en el aire. (El absurdo.) Pero si de todos modos lo hace... Eso es lo inquietante, que muchas veces la decisión del suicida y él mismo resultan graves y respetables; que a lo mejor es posible decidir éticamente la aniquilación de la ética en una última pirueta mística inverosímil que significaría su verdadero fin. Así que, quién sabe, quizás el suicidio ni es bueno ni es malo, ni puede serlo, y está más allá de la ética. No sería algo absurdo porque elegir la vida o no es la primera condición de la posibilidad o imposibilidad de una éti ca que eres tú mismo y que no persigue sino el sentido de la vida que tú eliges o no eliges; un sentido que a su vez no es teórico ya que es el constitutivo esencial de esa vida, o ella misma, que no consiste en verdad, como él, más que en vivirla feliz (si no, no es vi da, no tiene sentido). Podría decirse que el sentido de la vida consis te en la felicidad metafísica de que hemos hablado, pero siempre que se entienda que esa felicidad no tiene sentido alguno sino como posibilidad de esta vida, e idealmente como algo vivido, como algo realizado de algún modo en la vida. (Colocados en lo eterno ya no tiene ningún sentido ni la vida ni el sentido mismo de la vida: vivir en lo eterno no tiene gracia si se vive ya en ello.) ¿Y si alguien, a pesar de todo, elige dar con todo esto al traste?
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Una decisión grave, desde luego, supremamente moral o no, su premamente moral en cualquier caso. Veamos. Hemos dejado al yo en unas alturas absolutas. Un yo absoluto en lo absoluto, un yo absoluto en la nada: sin Dios como Dios mismo, decíamos, sin mundo como el mundo mismo. Ese yo es el que ha que morir o el que elige su muerte. ¿Cómo puede morir o elegir su muerte un yo eterno? ¿Qué puede significar su muerte o su elección de la muerte desde la perspectiva eterna de la nada en que el yo es Dios sin Dios, mundo sin mundo, un sí mismo en lo absoluto, es de cir, absolutamente vacío? Decía Kierkegaard, con toda razón, que el suicidio es consecuencia de la existencia del pensamiento puro. Efectivamente, el hombre siente la inquietud de lo eterno sólo porque se pueden generar tales pensa mientos absolutos y porque la razón pelea contra sus límites a propósi to de ellos superándose en lo absurdo para ella, que es lo sublime para el sentimiento; y el contacto con el absurdo o con lo sublime es delica do porque es superación de todo, pero en sí mismo no es nada para el hombre que pueda satisfacerle en las condiciones normales de mundo; vivir en su ámbito sólo es posible hacerlo, tras una laiga educación de la sensibilidad muy parecida al aprendizaje gozoso del morir, en el marco de una vida del conocimiento absolutamente recogida en sí mis ma, presidida, efectivamente, por un yo absoluto en la nada, sumergi do absolutamente en sí mismo. Una sumersión del yo en sí mismo es una sumersión progresiva en la nada del pensar del no-pensar, del pensar sin pensar nada o del querer sin querer nada que significarían el definitivo recogimiento en sí: el sí mismo definido idealmente como pensamiento puro, vo luntad pura como Dios mismo; ejemplos concretos hay en las reli giones orientales pero cualquier espiritualidad distinguida, como hemos dicho, tiene estos ideales de pureza*6. Aunque pensar el pen-36
36 Jaspers, por ejemplo, refiriéndose a las sectas budistas, frente al pensar obje vo normal, que es aquel en el que se piensa algo que tenemos delante de nosotros, que se realiza con representaciones c imágenes y se consuma en entidades determinables en conceptos, escribe del pensar puro: «Éste sería un pensar que, dada la natura leza del asunto, tendría que suprimirse siempre en el pensar mismo. Es un modo de pensar en el que al pensar se traspasa todo modo de presencia. Los filósofos asiáticos que desarrollaron estos profundos pensamientos del no-pensar sólo han usado el pen sar para aniquilar el pensar, para dejar libre el espacio a lo otro, a la consecución de la verdad.» Lo otro o la verdad, la trascendencia o el Dios jasperiano, como lo místi
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sar sin más no sería paradigmáticamente otra cosa que el puro vivir, la vida en la nada del pensamiento puro es difícil en condiciones empíricas, más cuando en ella la pasión del conocimiento es tam bién pura y, por tanto, más fuerte mientras el objeto más insignifi cante; difícil por la tensión de recrearla en un renacimiento continuo desde lo empírico, por la tensión de la asíntota en que se ofrece el definitivo despego del mundo, la definitiva anulación de objeto, la definitiva pérdida de sí mismo en su fondo de nada o su recogimien to absoluto en mero impulso de más-allá. La vida modélica se pare ce mucho a la muerte, porque reducida a su núcleo autoconsciente, con la disolución del yo en lo absoluto, sería literalmente pensar nada: cuando el pensar es puro no tiene objeto, si se dice entonces que lo tiene se le confunde con él mismo, y si se dice aún que ese objeto es nada, lo que se dice que es nada es el pensar puro o la vida con la que se identifica... Parece, pues, que al margen de cualquier consideración lógica la muerte no es una elección tan extraña desde esta perspectiva y que un espíritu avezado en las lides de lo eterno podría perfectamente planteársela en serio: desde el pensamiento puro no se puede querer el mundo. Si el suicidio es o puede ser consecuencia de la existencia y de la pasión del pensamiento puro, como decimos, a lo mejor o a lo peor es porque el pensamiento puro conduce siempre a la nada. Este no es un camino extraño, es el derrotero natural de una especu lación no controlada por la lógica del mundo, es decir, por ese modo de pensar represcntacional casero que sin embargo es el que en su disolu ción le ha mostrado a ella el camino; en este sentido, siempre puede ha ber un fondo de control racional del pensamiento místico, necesario para funcionar en el lenguaje si es preciso y muy acomodado a la uni dad fundamental del hombre. Esta especulación, libre y feliz, a pesar de
co nuestro, es una fuerza de atracción poderosa, objetivo del impulso del más-allá del hombre, pero silenciosa y sin figura, de modo que se nos escapa del pensar normal y vulgar representativo, para nosotros modelo (injustificado) de conocimiento: «Se piensa este más allá, pero al pensarlo de este modo ya no existe, pues no se puede pensarlo sino al precio de que de esta forma se pierda precisamente en el pensar» (Karl Jaspers, C ifr a s d e la tr a s c e n d e n c ia , Alianza, Madrid, 1993, 118: cfr. ídem, L o s g r a n d e s filó s o fo s* Tecnos, Madrid, 1993, 137 ss.) ¿Será la muerte el definitivo modo de aprensión suya? No lo sabemos. Pero sí sabemos que no hay otro imaginable, por que todo ejercicio de hundimiento en uno mismo o de persecución de lo absoluto se parece mucho a la búsqueda de la muerte: de la muerte al mundo, de la muerte a uno mismo como ser en el mundo. El camino del pensar puro es un camino a la nada.
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su esencial incontrol se produce siempre acomodada al espíritu (¿de dónde surge si no?) y está a la base de la idiosincrasia de nuestra inteli gencia, tanto que de ella nace el sostén de todos nuestros mitos, la idea máxima que soporta teóricamente toda nuestra cultura: la idea de Dios. Como muestra la filosofía paradigmáticamente, la moderna sobre todo, nuestra cultura nace del pensar puro dedicado al concepto de Dios: así fue en tiempos, pero, por lo que más interesa, las bases místicas de la fi losofía moderna son también innegables, su trasposición de las metáfo ras e imágenes místicas a conceptos funda la lógica más abstracta de su especulación. La reducción pura del pensamiento a la nada es el proce so modélico del pensar occidental, que se ha quedado sólo en eso, en un modelo teórico de pensar el pensar, sin dar el salto de hacer de ese pen samiento un modo de vida o de la vida un acto de pensamiento o de lenguaje — siempre místico o absolutamente puro a estos niveles no descriptivos— como sí sucede en otras viejísimas culturas que han lle vado este proceso además a la práctica. Pero, en cualquier caso, el pensar puro es el modo de entender nuestros mayores ideales, que sólo se han convertido en moralina por una desdichada colocación de ellos en una realidad espiritual grosera: un otro-mundo que no es nada más que una sublimación psicológica y pusilánime de éste. Hasta para fijar el mundo ideal se ha sido dogmáti co, rebajando lo sublime a un vapor cerebral, efectivamente. La histo ria del gran cuento: se ha perdido el mundo empírico, sublimado en una mala copia absoluta de sí mismo, y se ha perdido el mundo ideal en esa caricatura. Ese nihilismo es el viciado, no el que demuestra có mo la nada es la posibilidad suprema que sigue habitando el fondo de las cosas como el sello de lo absoluto y la oportunidad de romper toda concreción narcisa; cómo la nada es la fuerza mayor de la realidad: la voluntad de nada de la nada. ¿Qué es esa nada del pensar puro, que acerca la muerte a la vida? En este sentido, el vacío del pensar puro, cuya fuerza de atracción coloca al suicidio en una perspectiva ambigua, es la nada que constitu ye al yo ético como recogimiento absoluto en sí. El sí mismo puro no se tiene a sí, simplemente es él mismo; he ahí su vacío o su nada: sin sí mismo, como él mismo, podíamos decir. La nada esencial de ese yo recogido y perdido en sí mismo comporta su identificación con el mundo en totalidad por no soportar su carga (sin mundo, como el mun do mismo) o su indiferenciación con lo absoluto mismo, su identifica ción con Dios (sin Dios, como Dios mismo). Sin sí, sin mundo, sin Dios, el yo subsiste en su nada.
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La idea del yo ético es de la misma familia que la idea tradicional de Dios, cosa nada extraña, puesto que ellas son los dos únicos funda mentos posibles de la ética (incluido el mundo como destino, que en cuanto tal se identifica con — la voluntad de— Dios), en el fondo reducibles a uno mismo. La nada esencial, así entendida, ha sido en la tra dición una de las más refinadas definiciones de Dios, de la Divinidad originaria, del Padre mismo, del origen más recóndito del universo: la de la absoluta posibilidad de todo que simplemente es sin serlo, es de cir, que existe simplemente sin conciencia de ello, que existe sin con ciencia de ella misma, sin movimiento interior alguno de ningún tipo. (La conciencia es ya un momento o una divinidad derivada, derivada en la absoluta nada del sí mismo y en el mismo origen absoluto, pero derivada: es el Hijo, la posibilidad de todo consciente ya de sí misma, consciente de que es posibilidad de todo. El Espíritu es el aliento vital de las cosas, es decir, el realizador de aquella posibilidad en ellas.) Po sibilidad pura, posibilidad consciente, posibilidad creadora (o Dios, yo y mundo, respectivamente, en una traducción a otra serie conceptual): he ahí el abanico de la nada, porque ninguna de esas posibilidades es todavía algo que no sea ser eso que llamamos nada37. En ese sentido son nada: no puede haber algo en el origen abso luto. Una nada íntima que por lo que sea — las explicaciones místi cas no son ahora del caso— fragmenta en sí misma — aunque en lo absoluto eso no es ninguna escisión, porque no hay escapatoria del sí mismo— la unidad originaria de la divinidad o del origen mismo: he ahí el modelo absoluto de la contradicción lógica. Esta nada es así la posibilidad absoluta de todo: igual que la negación es la es tructura lógica de la deducción del mundo y del lenguaje, como he mos visto. Es una nada atractiva en el origen, a la que vuelve el universo. La muerte en general cumpliría ese ciclo espectacular. Así la muerte del yo significaría en lo absoluto la recogida definiti va en su nada esencial: la misma que la originaria de Dios o del origen absoluto mismo. Ese se supone que es el sentido de la muerte siempre. 37 Sea lo que sea la nada originaria, es decir, la nada en lo absoluto, la nada verdad, relativamente siempre se la entiende frente al todo o frente a algo: donde no hay algo hay nada. Por eso precisamente todo hubo de salir de la nada, si alguna vez siquiera salió, y todo ha de volver a ella, si alguna vez siquiera vuelve: y por eso Dios, si se le entiende como el creador de todo, ha de ser la propia nada originaria, que, si no es Dios mismo, existiría desde siempre con Él, como un segundo Dios. Dios es la nada, dice Bóhme dentro de toda una larga tradición. Y, a imagen de este concepto supremo de nuestra cultura, el yo es la nada o el mundo es la nada.
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tanto en el ciclo del carbono como en cualquiera de los paraísos que culminan la cosmovisión de las religiones más refinadas. La muerte así no aparece tan horrenda y su elección resulta comprensible: tan com prensible o no como el pensamiento puro, ni más ni menos. Aunque no sepamos qué sena del yo absoluto en el absoluto no espacio y no tiempo de la nada, por las descripciones suyas que podemos imaginar desde un contexto místico como el de este libro no parece que ése hu biera de ser para él un estado infeliz o sin sentido; más bien al contra rio: significaría la recuperación de su propia esencia, la plenitud de su absurdo más allá de toda razón y mundo. Pero ¿es la muerte el paso a la nada esencial del absoluto? Tiene que serlo, pero no sabemos si eso significará algo para nosotros. Ahora des de luego no significa nada, porque en cuanto al más allá —una podero sa tuerza atractiva silenciosa y sin figura, decíamos con Jaspers— se le piensa con nuestras forzadas categorías representacionales lingüísticas ya no existe: sólo se puede pensar al precio de que se pierda precisa mente en el pensar. El único acceso a él es la muerte o los e jercicios de muerte del caminar místico; y, si éstos — voluntarios plenamente— son laudables y glorificantes, ¿por qué no ha de ser buena la elección de la muerte de verdad, que es la definitiva renuncia al mundo? Si de ese absoluto absolutamente esquivo a la razón, que pudiera justificar el suicidio, se dice que no es sino un reflejo de nuestros fantasmas interiores la pregunta por él se traslada con el mismo sen tido a los fantasmas: ¿de dónde vienen nuestros fantasmas? Eso es lo inquietante, porque esos fantasmas han asaltado al hombre desde que tenemos noticia de que lo es. Lo que sabemos es que el mundo del absoluto es un límite señalado o mostrado por la compulsión ló gica en la autodisolución de la razón, pero no sabemos qué genero de realidad tengan los objetos visualizados por la lógica, ni su inte rés humano. Un género de realidad que habría de ser compatible con la totalidad del yo para ser percibido de algún modo rea! para nosotros. No es así. Pero eso es todo lo que puede suceder: que al nivel sensible del yo no haya modo humano de percibir lo absoluto ni su significado para nuestra propia condición en otra vida, espacio, dimensión o lo que sea (hay otras muchas cosas que no percibimos y que sí existen en el ámbito perceptivo incluso de otros seres muy semejantes a nosotros). La muerte, en consecuencia, podría ser la definitiva recuperación del todo del yo para lo absoluto, elevando lo empírico a un cuerpo glorioso, o la definitiva disgregación de ese to do liberando sus niveles eternos, que viene a lo mismo.
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No parece «lógico» — nunca mejor dicho, por lo de la compul sión de antes— que la muerte signifique la desaparición de todo si el camino descrito a lo absoluto se interpreta objetivamente en un ámbito de posibilidad como el de la objetividad popperiana, por ejemplo, pero sí lo parece si se interpreta psicologistamente como una afección cerebral, buena o mala. La muerte no le importa al pe regrino querubínico de Silesius, el caminante absoluto, el andador de la nada, porque de algún modo es la meta de su andadura eterna. Le importa a un narciso empírico como Unamuno que quiere rena cer con todos sus apellidos. El miedo a la muerte es algo tanto inte lectual como espiritualmente grosero: el indispensable castigo de los mandones y de los apandadores del mundo o el prosaísmo gene ral de la mirada empírica frente a la eterna. El valor de la vida y de la muerte pende sólo de esas dos irreconci liables miradas. La altura del camino recorrido entre ellas matiza se cretamente el sentido. En el trecho intermedio conceptual en que estamos todo resulta como es natural muy ambiguo. ¿Quién muere cuando muero yo o quién muere cuando muere el yo? ¿Quién perdura en donde sea: unos elementos químicos, un vasco universal o don Mi guel de Unamuno y Jugo? La diferencia es tan brutal como que muera o perdure una materia abstracta o una persona, una persona o una idea, una idea o Dios mismo. ¿O no lo es? ¿No es Dios, al final, esa nada impersonal de los elementos abstractos de la materia o esa nada perso nal del agujero de la autoconciencia absoluta, absolutamente vacía? ¿Es decir, no es Dios todo en su posibilidad absoluta? El problema reside en la conciencia, en la conciencia de la muer te y en la del yo, y ése, si bien se piensa, es el problema de siempre de la autoconciencia. ¿Qué sucede con la autoconciencia en la muerte? Perderla significa morir. Pero ¿se pierde? Porque en la muerte se pierde la conciencia de las cosas del mundo, eso es obvio porque no existen ya los órganos de su adquisición, pero ¿se pierde la autoconciencia, que es de nada?, ¿no es eso lo mismo que decir que se gana una autoconciencia absoluta?, ¿una nada de nada? La cuestión es como siempre si eso importa ya o no importa, es decir, si la autoconciencia absoluta, como conciencia absoluta de la nada esencial, es o no es un sinónimo de la muerte. ¿La autoconciencia es lo mismo que la vida humana, y la autoconciencia absoluta, lo mis mo que la muerte humana? ¿La autoconciencia absoluta es algo sig nificativo ya para el hombre, donde sea y como sea, donde no sea como autoconciencia empírica?
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La conciencia de sí es siempre en el fondo conciencia de la nada: es conciencia de que eres siendo nada, de que, a pesar de la nada uni versal y absoluta de origen, eres, aunque seas nada. La autoconciencia, supuesto universal de todo conocimiento o de toda vida humana (por que la autoconciencia no significa otra cosa que vivir o conocer para el hombre), supondría así a su vez la conciencia de la nada. Pero sólo en lo absoluto, en una vida absoluta fuera del espacio y del tiempo: ahí la conciencia de sí sería pura conciencia de la nada o de nada. (En lo ab soluto de la vivencia mística y cumplidamente en lo absoluto de la muerte.) Si hay cualquier género de supervivencia absoluta, que ni si quiera hace falta que sea supervivencia en sentido lógico o mundano, la conciencia de sí ha de tomar necesariamente en ella esa forma de nada. Quizá ése sea el mejor modo de entender por ahora la muerte y una necesaria supervivencia en la nada como nueva forma de autocon ciencia. Aunque parece también que una autoconciencia absoluta co mo nada es nada38. Dígase lo que se diga en respuesta a tantos interrogantes conceplualmente da igual por desgracia: éstas son las únicas inquietudes de verdadero interés para el hombre, pero no admiten verificación alguna, ya incluso por el hecho de que su concepto es tan disuelto que es inter cambiable con cualquiera, tan disuelto que no identifica en su referen
3K Parece que la nada misma no puede tener conciencia alguna, no puede tener nada sino serlo: ser esa nada es de hecho el ideal o el fin supremo, absolutamente opaco y ce rrado ya, de cualquier cosa. Aunque por ahora un modo menos obtuso, menos terrible mente frío, hasta agradable para el hombre normal, de plantear una supuesta vida (¿qué es vida?, ¿sólo el secreto de los ácidos nucleicos celulares?) tras la muerte, sea: ser nada con conciencia de que se es nada o de que se está en la nada liberado de todo: vivir en la nada sabiendo que se vive en ella liberado de lodo. Pero eso es sustantivar la nada en un espacio hasta en el que se puede estar: la nada se es. en tal caso, ninguna categoría espa cial le conviene, ninguna categoría en absoluto. Realmente ni la de ser (no-ser). Por eso. tomada así, ella es el recinto definitivo del silencio, el recinto definitivo de la muerte sin sentido alguno. Si fuera así, nada tiene sentido. Pero ¿por qué va a ser así? ¿Cómo habrí an salido las cosas de esa nada y volverían a ella? Incluso en la hipótesis mítica de un Dios creador desde la nada (desde la nada que no es nada y por lo tanto tampoco un co lega eterno de esc Dios), las cosas ya no vuelven jamás a ella. Una vez que hay algo no puede justificarse su desaparición absoluta. Pero tan absurdo como el sallo de la existen cia a la nada es el contrario: habrían de suponerse dimensiones infinitamente diferentes y saltos que salvaran esos abismos. Un Dios de la vida y otro de la muerte... Pero el que algo sea injustificable y absurdo para la razón en estos territorios tampoco es argumento de nada. (Claro, que hay absurdos que superan la razón y otros, como el último, que van contra ella: los con gracia y los sin gracia, como gustamos de referimos a ellos en este li bro. Éstos, sin saber por qué, parece que repugnan a lo absoluto mismo.)
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cia sino eso, una inquietud humana y, en tal caso, un objeto de melan colía. Lo interesante de estos decires es que muestran la lógica supe rior del espíritu, nada más. y que ella, globalmente, parece remitir por su propio hecho a algo superior al concepto objetivo: el hecho de pen samiento o de lenguaje a que me refiero siempre (dicho de otro modo: el «que»). Da igual teóricamente, pero no prácticamente: ni en la práctica del espíritu en la vida del conocimiento ni en la práctica de la vida diaria; incluso en ésta no dan igual estas respuestas absurdas, porque en ella se plantean de modo igualmente absurdo las preguntas de esta inquie tud universal. Absurdo por absurdo, el espíritu humano está ahí en su territorio más alto, sólo desdeñable —nunca me cansaré de repetirlo— para la poco gloriosa razón, que tampoco tendría por qué estar muy ufana de sus engendros: porque si ni siquiera nos vale de mucho en la vida y de nada en sus momentos importantes. Al nivel acostumbrado de la inteligencia da igual efectivamente lo que se responda a estas cuestiones trascendentes porque ni siquiera ellas tienen sentido. Pensar o hablar aquí es un típico acto de la vida teórica o de la vida de! conocimiento, decimos, en los que la teoría co mo tal se vuelve un modo de vida práctica — una vivencia, natural mente en lo objetivo— porque lo significativo de estos actos no es lo que se vive en ellos, ni siquiera la vivencia misma, sino el propio he cho de vivirlos. Se trata de un rito de respeto a la oscuridad esencial del hombre, esencialmente sentida por él desde siempre: un acto de lenguaje como rito de invocación a lo eterno. Los juegos olímpicos de Olimpia eran un acto religioso: si con los pies y los puños se puede dialogar con lo eterno, ¿por qué no con el lenguaje como actividad hu mana y en cuanto tal actividad humana independientemente de su refe rencia significativa, que así no la necesita para nada, ni vale de nada, porque el propio hecho de la existencia del lenguaje es testigo y refe rencia de sí mismo en lo absoluto y, por tanto, de lo absoluto mismo? Aunque no hubiera respuestas ya seria bastante en este sentido con preguntar por lo absoluto. La pregunta es la cifra de lo absoluto en la razón, mientras más absurda para ella más signada por lo eterno. ¿Para qué quieres respuestas? Con tener tranquila la razón y lleno de certeza el cubo no se consigue nada. Esos consuelos humanos no servirían de nada ante la insensatez de lo eterno. Mejor es que seas feliz en la in quietud como puedas. Con la razón es seguro que no lo vas a conseguir, así que... ¿Qué te importa a ti el mundo y los respetos humanos a ese nivel? La inquietud permanente, la tensión permanente de los límites, la
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interrogación permanente, la duda permanente: ése es — frente al dog ma— el estado sincero y decente de la claridad wiltgensteiniana39. Otra cosa es que te merezca la pena soportarlo. Lo inquietante es que te plantees la muerte e incluso su elección, por ejemplo, y no mueras sin más, que morir vas a morir de todos mo dos. Con lo que el verdadero problema de la muerte es el problema mismo, de modo que la solución definitiva no puede ser sino la desa parición del problema y con él de toda pregunta, que hasta entonces habrían cumplido su función inquetante. Para eso hay que morir o ca llarse, pero callarse es imposible a no ser para aquellos hombres capa ces de renunciar al mundo en vida tras una ascesis larguísima; con lo que volvemos a lo mismo: a la cercanía de la muerte y lo absoluto y a su planteamiento en el yo... Volvamos, pues, a Wittgenstein. Si la interpretación wittgensteiniana sublimada del yo condicio na la del individualismo, como vimos, condiciona también en un sentido y en otro la de algo de lo que pende el propio sentido global de la ética: no sólo la muerte sino el suicidio. Si basta que exista yo solo en el mundo para que haya ética y esto demuestra la fundamentalidad de ésta, como hemos visto, si se defiende pues el individua lismo hasta ese extremo y si además ese yo que soy puede alcanzar en mí hasta lo sublime, es comprensible que el suicidio sea el peca do elemental para Wittgenstein puesto que reduce de raíz al absurdo sin gracia el sentido del individuo, del yo y de la propia ética. Si la ética es en definitiva el yo o la voluntad (del yo), si bueno o malo sólo es el sujeto, aniquilar el sujeto — y sobre todo el hecho de que el sujeto aniquile al sujeto— es aniquilar la ética, el mundo ético, el sentido superior de las cosas y en general a Dios mismo. \El pecado
39 Parece que este arte de plantearse preguntas sin respuesta, tanto en estos temas c mo en cualquiera, es un arte filosófico típicamente wittgensteiniano (cfr. J. Muguer/a, «Las voces éticas del silencio», o. c\, 162 s.). M is típico del segundo Wittgenstein. Efec tivamente, en estos temas, comienza a insistir en ellas en 1929 en detrimento del silencio respetuoso del T ra cta tu s. Es como una nueva teoría de la mostración: el lenguaje mos traría no por su identidad de estructura lógica con lo real sino por la capacidad evocativa de sus preguntas, ante las que lo real se sentiría aludido por la convulsión íntima del yo, en lo objetivo, que significa su inquietud. (El yo y lo real están muy cerca: la inquietud interrogadora del yo en el espacio y el tiempo mostraría, por contraposición, la inmedia tez suya a la quietud eterna y se correspondería con la contradicción permanente del avance de lo absoluto en sus epifanías.) No habría nada fijo y sólo en la duda el hombre sería sabio. Sólo la duda es un instrumento capaz y digno de enfrentarse a lo real.
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elemental, desde luego! «Si el suicidio está permitido, todo está per mitido. Si hay algo no permitido, el suicidio no está permitido. Esto arroja luz sobre la esencia de la ética. Pues, por así decirlo, el suici dio es el pecado elemental» (DF 156). Si la ética no sólo es indivi dualista sino el propio individuo y el individuo desaparece a manos del individuo mismo... Pero también puede plantearse así: en una ética como ésta de la re nuncia, de la desindividualización, de la huida del mundo, de la sus pensión del querer, en una ética cuyas instancias fundamentales van dirigidas contra la empina, ¿es el suicidio la definitiva aceptación del mundo en total, para liberarse de él, o su definitiva sublimación por un yo que le hace también en ese caso mío, y por tanto el real cumpli miento de la ética? Si la ética es el deseo de la voluntad y la voluntad es deseo de autoaniquilación o, mejor, si la voluntad del sujeto es lo bueno o lo malo y su deseo es el de su propia aniquilación, entonces el deseo del suicidio puede ser bueno o puede ser malo en principio co mo cualquier otro deseo. Pero como además el deseo del suicida es el de la desaparición del sujeto y del deseo mismo — un deseo absoluto, diríamos— , parece que nos colocamos en la voluntad misma, en el propio origen del deseo, antes de él o en su proceso mismo; y entonces ¿es bueno o malo desear la muerte? Parece que ese deseo estaría antes o, lo que es lo mismo, más allá del bien y del mal. O puede plantearse así: si lo que es bueno o malo es el sujeto, su deseo o voluntad, y no los hechos, que son absolutamente indiferen tes al valor, entonces no ya el deseo sino el propio hecho del suici dio no podría ser tampoco bueno ni malo. ¿Qué valor dar entonces a la totalidad del proceso? Hasta puede plantearse así: ¿el suicida se suicida porque es un sui cida en potencia por su propia ética y no puede soportar objetivamente una ética elevadísima pero irrecuperablemente contradictoria y absur da (sin gracia) en cuanto conlleva su propia disolución? ¿O se suicida precisamente para ser coherente objetivamente con ese absurdo que vi ve como el definitivo sin-sentido de todo o como su sentido superior? El sentido del suicidio puede plantearse de muchas formas... ¿Es bueno o es malo suicidarse, entonces? ¿La voluntad que se auto-nodesea puede juzgarse a sí misma como todo? ¿Puede autonegar su capacidad mística de valoración valorando? ¿Qué hiper-auto-consciencia inefable sería ya ésa? ¿Y quién, por otra parte, juzga del bien y del mal, sino el mismo que ya no existe? (En la muerte mue res tú mismo y no otro, tu responsabilidad por su elección es absolu
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ta, no puede hablarse de mal ni de bien, ni discriminar entre ellos.) Ni el deseo del suicidio, ni el suicidio efectivo son buenos ni malos en este sentido. Son una enmienda a la totalidad, diríamos. Un de seo de salir de la trampa del deseo o una acción definitiva. ¿La autoaniquilación de la ética es siquiera ética? ¿Puede plantearse el bien y el mal en el deseo de no hacerlo? Todo ello puede significar una cobardía. Pero también un último arremeter desesperado, una ac ción ética o religiosa límite, pues, como la niña que se suicida para encontrarse más pronto con su madre muerta o quien lo hace para ver antes a Dios. (¿Es esto absurdo también más allá de la razón? ¿Y quién lo sabe? Realmente dependerá de la sinceridad del senti miento y de su intensidad y no de lo que se le ocurra al juez de tur no, aunque diga hablar en nombre de Dios.) El suicidio no tiene por qué significar odio a la vida, ni en el sen tido anterior ni en otros menos tiernos: puede amarse tanto a la vida o al yo, por ejemplo, que no se pueda vivir o existir en las condicio nes concretas en que se hace, porque no parecen vida ni existencia, porque no merecen la pena. En ese caso el suicidio no sería quitarse la vida, sino quitarse otra cosa; ni buscar la muerte o la nada, sino, para bien o para mal, salvarse de la quema definitivamente40... En fin, todo cabe pensar de aquellas mentes vienesas fin de siglo con respecto a este tema. La relación con el suicidio en la Viena de Wittgenstein era muy especial. Socialmente constituía una modali dad aceptada y hasta considerada de finalizar la vida. Adalbert Stifter, Ludwig Boltzmann, Nathan Weiss, Richard Gerstl, Max Steiner, Otto Weininger, Georg Trakl, tres hermanos de Wittgenstein, el hijo de Emst Mach, la hija de Schnitzler, el hijo de Hofmannsthal, etc., hicieron lo que otros muchísimos soñaron: Gustav Mahler, Hugo von Hofmannsthal, Oskar Kokoschka, Egon Schiele, Albert Ehrenstein, Ludwig Wittgenstein, Otto Rank, etc., o incluso intentaron al guna vez: Alfred Kubin, Alban Berg, Hugo Wolf, etc. La lista es realmente interminable. Se puede hablar de una auténtica «fascina ción de Viena por la muerte»41. Basta ver sus cementerios.
40 Es oportuno tener en cuenta las consideraciones schopenhauerianas sobre el suicidio, que de seguro influyeron en Wittgenstein. Cfr. por ej.. Arthur Schopenhauer, M e ta fís ic a d e la s c o s tu m b r e s , Debate/CSIC. Madrid. 1993, 185 ss. 41 Cfr. W J. Johnston, T he A u s tria n M in d , Univ. of California Press, Berkeley/Los Angclcs/London, 1972, 165-180.
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Es curioso además reparar en que el aumento de la tasa de suici dios en Austria coincide con el florecimiento filosófico de los años setenta del siglo pasado, que tiene mucho que ver a su vez, como en Alemania, con el definitivo éxito y divulgación de la filosofía de Schopenhauer, que, como muestra ya la propia concepción ética de Wittgenstein, fue una invariante en la cultura de los vieneses fin de siglo, incluso de los orientados más bien científicamente4243. Frente a los compatriotas húngaros, por ejemplo, cuyo interés por la política y dedicación efectiva a la acción en este sentido los alejó probable mente de las cavilaciones suicidas (hasta 1920 apenas se suicidó ningún intelectual húngaro), los austríacos cultivaron una visión ba rroca y esteticista de la muerte como culminación de la vida, como el lado oculto y misterioso suyo, como refugio en definitiva frente a la grosería de aquellos tiempos aciagos, de los que precisamente los atraían tanto su negro poder de destrozo, magnífico en su imperti nencia, como su oscura fuerza evocativa de otra realidad4*. Dominar su ciego sino era en cualquier caso una empresa más digna, y hasta divertida, que soportar como un payaso — otro remedio no queda ba— la decadencia ausbúrguica. (Weininger pegándose un tiro en la habitación en que murió Beethoven, alquilada previamente para la ocasión: toda una imagen.) Wittgenstein mismo convivió siempre tensamente con el fantas ma del suicidio (y con el de la locura). Muchas veces pensó en él, hasta continuamente en ciertas épocas. La peor son los dos años posteriores a la Primera Guerra Mundial. (En la guerra probable
42 Aunque la propia filosofía de Schopenhauer resultaba por sí misma atractiva para aquellos tiempos, había otra razón fundamental para el éxito — tardío— de este autor. Los filósofos dedicados al análisis del método científico, numerosos y punteros en Viena, despreciaban la situación general de entonces de la filosofía oficial europea que habían heredado del idealismo; renegaban sobre todo del causante primordial de esta situación. Hegcl. y nadie mejor que Schopenhauer, naturalmente, para ponerlo en su contra. Respecto a la evolución de la tasa del suicidio en Viena y sus razones, cfr. J.C. Nyíri, «Philosophie und Selbsmordstatistik in Ósterreich-Ungam», en ídem, G e fü h l u n d G e f i^ e . o. <•., 3 1-45, 39-40. 4 1.4 2 . 43 «Fascinados por la decadencia, los hijos desocupados de la clase media y alta lle varon a extremos inauditos su barroca reverencia por la muerte. Para ellos la muerte pro metía liberación del aburrimiento; en un mundo soso, sin gracia alguna, sólo ella quedaba todavía como algo desconocido» (W. J. Johnston, The A u stria n M in d , o. i \ . 169.) Como típica y modélica literatura vicnesa sobre estética y muerte, cfr. el drama de Hofmannsthal, D e r Tor u n d d e r Tod (1893). en H. v. Hofmannsthal, S á m tlic h e W erke t/f, D ra m e n I. Fischer, Frankfurt 1982. 61 -80,429 ss.
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mente esperó que le ahorrara la decisión cualquier bala de los rusos: de ahí probablemente el valor heroico de su desprecio a la muerte.) Supuesta esa afinidad general de la inteligencia vienesa con la muerte, los motivos siempre eran los mismos, muy tolstoianos por cierto: desesperación por su maldad, por su abyección, por su vile za, por sus restos de orgullo y vanidad, por la imposibilidad — por lo que fuera— de llevar una vida decente, de encontrar sentido a la vida en una relación religiosa normal con un Dios eclesiástico nor mal, etc. En resumen, las causas eran dos: la malísima conciencia que tenía de sí mismo, de la que ya hemos hablado, y más en el fon do —ésa es la causa de todo, dice— el que no tuviera fe. No es el momento de hablar de ello ahora, pero la religiosidad de Wittgenstein, como la de Tolstoi, a parte de emotividades bélicas es una religiosidad sin Dios, sin el contacto con un Dios personalmente definido por un credo o una iglesia determinada. En ella Dios se convierte en el valor de la acción ética, en el sentido de la vida ética y no en un ser supremo personal, objeto de fe. La religión para Witt genstein, como para Tolstoi, no consiste en un impulso irracional; como lo místico en general representa un límite, una cúspide y una superación de la racionalidad: el límite de la razón o la razón al lí mite abren un espacio a lo religioso44. Motivos más concretos, que supongan realmente debilidad frente al vivir diario, no serían muy característicos de la capacidad de aguante de la personalidad de Wittgenstein: aunque el día 16 de diciembre de 1919 escriba a su amigo Paul que piensa a veces en quitarse la vida por motivos completamente externos, y no por desesperanza de sí mis mo, esa reacción no es muy típica suya. Los motivos externos que le podían angustiar hasta tal punto entonces, por lo que podemos colegir, no pueden ser más que dos: la preocupación por buscar un editor para el Tractatus y la «humillación» que supone para él, después de las ex periencias de Cambridge y del libro, sentarse como alumno en las au las de la Escuela de Magisterio de Viena de la Kundmanngasse. Pero ambas son casas que él mismo se busca: acaba de renunciar a una muy importante herencia con la que no hubiera tenido necesidad ni de per seguir a un editor ni de hacerse maestro de escuela. Pero ni quiere pa
44 Cfr. Andoni Alonso Puclles, «Tolstoi y Wittgenstein. Una nueva encrucija religiosa y estética» (inédito), 8 ss. «Se trata de una religión sin Dios personal, sin misterios ni dogmas, convertida en una práctica vital, con la posibilidad del libre exa men racional» (ibídcm, 10).
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gar él la edición del libro (porque «el mundo» ha de saber apreciarlo por sí mismo), ni renuncia a su proyecto de vida de maestro, del que se quejará siempre, hasta el punto de escribir al llegar a su segunda es cuela (en Hassbach, Neunkirchen, sur de Austria) sobre la gente im portante del pueblo (maestros, cura, etc.): «No son personas en absoluto, sólo asquerosos gusanos»45. Es la típica mezcla wittgensteiniana del sentimiento ético: quiere autocastigarse por su maldad, pero no logra del todo asimilar las co sas; una mezcla de autodesprecio y arrogancia que en general tiene que ver con el descubrimiento de la bajeza personal en quien fuera, en los demás o en él mismo; un juez inmisericorde con la mediocri dad, porque los ideales vieneses eran duros. Nunca la empiria roza tanto a Wittgenstein como cuando quiere suicidarse, probablemente por eso mismo; aunque probablemente por eso también nunca lo haga: un suicidio empírico hubiera significado el mayor baldón imaginable de su catadura humana. Pero el hombre nun ca está libre de tentaciones... Se trata siempre de situaciones depresi vas, por el motivo que sea pero fundamentalmente por su pésima autoconciencia moral, en las que —como él mismo dice— se ve atra pado sin salida, como alguien que ha caído al agua sin saber nadar y patalea y manotea desesperadamente por mantenerse a flote, plena mente consciente de que no va a poder en ningún caso conseguirlo. Si tuaciones límites de desesperanza en que uno no ve emocionalmente más salida que el suicidio para cortar su tensión insostenible. Si los motivos son interiores a uno mismo la cobardía no parece tanta, pero si son extemos, hacer pagar a uno mismo la grosería de la gente o del destino simplemente porque es más fácil habérselas con uno mismo, que está más al alcance, es una cobardía vergonzosa a parte de una máxima injusticia, como cualquier ataque a los débiles o desvalidos. La conciencia de Wittgenstein es clara en este sentido: «Sé que el suicidio es una cochinada, puesto que nadie puede querer su pro pia destrucción. Cualquiera que se haya imaginado el proceso real del suicidio sabe que siempre es un golpe de mano contra sí mismo. Y no hay nada peor que tener que darse un golpe de mano a sí mis mo»46. Un golpe de mano o un ataque por sorpresa a sí mismo es el
45 B R 125. En el pueblo en que estuvo primero (Trattenbach, Kirchberg am Wechscl, sur de Austria también) le sucedía lo mismo (109, 117, 118, 146). Para sus preocupaciones editoriales cfr. en gral. las cartas del año 1919 (84 ss.). 46 B R 113; cfr. 98 y 112.
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pecado por antonomasia, por su absurdo. Es el pecado directo con tra el «que» místico, diríamos, en que uno destruye consigo aquello mismo cuyo sentimiento eleva a lo místico: la propia existencia, el simple y puro hecho de existir, la propia posibilidad de autoconciencia y de sentimiento místico. Y todo por un estado psicológico... Desde cualquier punto de vista que se mire el suicidio parece el pe cado elemental, tanto más si se defiende un individualismo extremo y un yo cuyo montaje metafísico llega hasta lo divino. Aunque hay que pensar en definitiva que el mismo afán autodestructivo o autodisolutor que significa el suicidio en la ética constituye algo inherente en gene ral al pensamiento de Wittgenstein a todos los niveles. Hemos visto cómo en varios momentos del análisis —figuración, mostración, varia bles, etc.— el lenguaje y la lógica hacen crisis para autodisolverse al final como el propio pensamiento del Tractatus: la lógica en la tautolo gía, el lenguaje en el silencio o el yo en el mundo. De modo que el sui cidio podría cumplir también en el sistema, si puede hablarse así, una función lógica: significaría la autodisolución de la ética y el intento desesperado, más allá de la tensión insostenible del «arremeter», de acceder a lo inefable mismo. Es una perspectiva perversa de interpreta ción, pero lógica: la definitiva reducción al absurdo, una coherente ate nencia al silencio. Como el salto de la conciencia de la nada a la nada misma, de que hablábamos. El salto a Dios, en efecto. (Con él termina remos el libro.)
VI. ÉTICA Y RELIGIÓN: DIOS «Si hay una frase que exprese exactamente lo que pienso es ésta: bueno es lo que Dios manda»1.
Por todas partes a lo largo del recorrido — lo hemos hecho notar siempre— ha aparecido en sus momentos clave la idea de Dios co mo guiño cómplice de todo lo menos razonable y de todo lo más ab surdo (con gracia). No podía esperarse otra cosa del concepto supremo, supremamente vacío en su objeto pero supremamente fuerte en su posibilidad de ordenamiento, que conserva intacta toda su capacidad evocativa precisamente por no estar aprisionado por las categorías racionales. Dios es la última coartada frente a la ra zón, el comodín de todo lo místico. Más allá de la categoría de ser queda este concepto en la nada, identificado con ella como el supuesto otro de la lógica y del mundo o como el supuesto responsable del hecho místico de su mera exis tencia: absolutamente arracional y arrazonable, espléndido, eminen te, olím pico. Un concepto lógico de Dios como el que hemos descrito, cuyo objeto es una instancia última responsable de cual quier armonía preestablecida en la posibilidad combinatoria del mundo, que puede describirse como la legaliformidad universal o el modo como se comporta todo en sí mismos, significa nada más una artimaña para evocar conceptualmente en lo posible esa nada desde la variable suprema de la lógica, posibilidad de todo dentro de ella: la forma general de la proposición. El corazón del Tractatus, las proposiciones que van de la 3 a la 6, en las que se va purificando el lenguaje desnudándole de lo accesorio hasta encontrar su esencia, que es también la del mundo, la forma general de la proposición, puede interpretarse asimismo como una nueva prueba histórica de la existencia de Dios. Pero de un Dios lógico —como todos los que salen de las pruebas que sean— que lo único que hace es legiti
1 W W 115.
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mar axiomáticamente el juego entero de donde se «deduce»: resulta que después todo se deduce en realidad de él. En sí mismo, incluso como concepto dentro de ese juego de mundo y lógica, resulta ya injustifica ble, indeducible, incomprensible en su hecho mismo: en definitiva no tiene sentido lógico alguno porque con él comienza la lógica, no admite razonamiento alguno porque con él comienza la razón, etc. Pues bien, la voluntad libérrima de ese Dios así entendido desde la razón es la ética u otro modo de acceso a ella que el estético... Ya he mos puesto de relieve un matiz señalado que liga la ética a la lógica por una parte y a la religión por otra. Decía Weininger, como sabemos, que la lógica y la ética son en el fondo una y la misma cosa: Pflicht gegen sich selbst2. Este deber u obligación —y su ejercicio— frente a uno mismo, que experimentamos en la actitud moral pero también en la compulsión lógica (de una inferencia, por ejemplo) o gramatical (de las reglas del juego lingüístico, por ejemplo), son análogos a los que expe rimenta el creyente frente a la voluntad de Dios que se le impone por imperativos religiosos. Creyente o no, cualquiera puede entender esto último si se interpreta el término de «Dios» — así venimos haciéndolo expresamente en este libro— como un concepto de segundo orden, co mo un concepto de conceptos: así lodo el mundo sabe qué puede ser «Dios», sea quien sea o no sea3... La comprensión de Dios como juez terrible, por otra parte, que dominó siempre en Wittgenstein, conlleva la de la absoluta arbitrariedad omnímoda de su voluntad y se corresponde con la arbitrariedad de la lógica, relativa a la construcción lógica del mundo pero omnímoda y absoluta dentro de ese marco en tanto instan cia última ex lege de toda regularidad o legaliformidad lógicas. Ambas voluntades absolutas, la de Dios y mundo. se conjugan en la conciencia4 como el deber u obligación éticos del hombre ético respec-
2 El subtítulo del libro de Monk sobre la biografía de Wittgenstein. T h e D u ty o f G e n iu s , que hace alusión a esta frase de Weininger, es perfecto en este sentido.
Hemos insistido mucho en ello. Recuérdese siempre aquella observación de Wittgenstein de que con el concepto de Dios no puede referirse uno nunca a alguien sino a algo (V ñ 97). Como última remisión respecto a su concepto de Dios, a su «Dios filosófico» (ya nos hemos referido a su «religión sin Dios»), cfr. el libro del je suíta Cyril Barren, W ittg e n ste in on E th ic s a n d R e lig io u s B e lie f, o . <\, 5-107, 106. 4 Esa conciencia no es más que autoconciencia. No es el concepto religioso tra cional de conciencia, pero puede explicarlo críticamente: no se trataría de una su puesta voz de Dios, sino (o sino en el sentido) de la autoconciencia del hombre: el hombre no puede entenderse desde ningún punto de vista, pero menos desde el estríe-
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to de sí mismo: así llega a encarnarlas como voluntad propia. agrandando su personalidad hasta lo absoluto mismo. Así es co no el yo se supera en un yo ético, en un sujeto metafísico donde caben hipostáticamente mundo y Dios, es decir, el lenguaje y el silencio, la lógica y la mística. Ese yo es el recinto de la arbitrariedad suprema, no sujeto a na die porque todo lo es él mismo: ése es el sujeto de la ética. Esa arbitra riedad suprema es también el deber máximo para consigo mismo en que consiste la ética. Uno de los milagros de la autoconciencia del hombre, el secreto de su libertad, el grave juego de su responsabilidad es mudar naturalmente su necesidad natural en libertad suprema, identi ficándose con la voluntad de Dios o destino del mundo, y convertir de nuevo esa libertad en un deber máximo para consigo mismo, superando la necesidad natural y volviendo a sí ya como sujeto ético: en eso con siste precisamente su esencia humana, si consiste en algo o se puede formular así. En ese caso, se podría decir también que es ese juego éti co, esa dialéctica sublimadora, lo que constituye al hombre como tal, al hombre feliz: estético, ético y religioso. Ése es el hombre místico, el hombre como debe ser, el hombre feliz o el hombre mismo. Hay un modo de seguir una regla que no es sólo una interpreta ción sino una necesidad*5. Un modo en que la regla es un mandato: una compulsión, íntima o extraña, pero definitivamente íntima al yo divino y microcósmico. El mecanismo de esta trasposición del de seo al deber, de la regla al mandato es automático en el hombre: un automatismo esencial constituyente del que depende su evolución como persona feliz. Hacer de ese condicionamiento reflejo, justa mente, el mecanismo resorte de la libertad es una de las filigranas sublimadoras más formidables del hombre: llega un momento en que la libertad es sólo la mirada eterna. Se trata de un voluntarismo, imposible empíricamente, al que sólo da efectividad la pirueta inve rosímil de la armonía feliz de la mirada eterna: se quiere lo que hay
lamente ético, sino identificado con el destino del mundo, es decir, con lo que llama mos voluntad de Dios o Dios mismo. 5 En esta medida, como hemos dicho, la lógica proporciona un firme criterio juicio para medir nuestros «pecados» de todo tipo: los errores e inconveniencias de nuestra razón que se manifiestan tanto en el ámbito lógico como en el moral o reli gioso. Shields pone tres curiosos ejemplos de esta su no menos curiosa tesis: la so berbia tiene su paralelo en el rechazo a aceptar los límites del lenguaje, la pereza lo tiene en la rutina diaria que permite que el lenguaje se vaya de vacaciones, relajando su uso, y la idolatría, en fin. en la tendencia a buscar y crear objetos últimos de crédi to, confianza y apoyo para el conocimiento (L o g ic a n d S in ..., o. c\, 86, 52 ss.).
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que querer porque uno se identifica con el yo absoluto que es, para el que la legalidad lógica es suya (el mundo es mío) y suyos los de seos divinos (el destino del mundo). Este voluntarismo metafísico es el origen de la ética, el paso del ser al deber ser, el mecanismo de la felicidad y el ser mismo del hombre autoconsciente. En el hombre hay una estrecha conexión (pero no obvia) entre la violación lógica del lenguaje, la perversidad de su voluntad y el desa cato de la divina: entre lógica, ética y religión, por tanto. No podía ser menos: el hombre es una complicación unitaria y todos esos aspectos suyos son meros distingos racionales. No existen sino en concepto, o en concepto de concepto, la «lógica», la «ética» o la «religión». Sólo existe lo que existe sin razón alguna, sin concepto y sin teoría alguna. Lo que «existe», entre comillas, no existe sin mis: existe relativamente a la razón y no tiene, por tanto, entidad ni determinación propias. Se habla así, justamente, por hablar. Por eso se entiende mejor en este momento —tanto que casi resulta obvia— la citada tesis de Shields de que toda la filosofía de Wittgenstein, tal y como aparece en sus escritos además, es una filosofía reli giosa. O lógica, o ética, o estética, diríamos... Pero si la razón de ello es, como dice el americano, que la exigencia lógica de establecer lími tes claros es también una exigencia ética y religiosa, entonces ya no se entiende tan bien ya que parece que lo místico, como hemos dicho, consiste justamente en el arremeter contra los límites del lenguaje, en disolverlos y colocarlos en tal caso siempre más allá. A no ser que lo místico consistiera no tanto en el arremeter mismo como en la con ciencia de su inanidad y en la subsecuente desaparición de la arrogan cia que pretendía traspasar los límites: lo ético sería, entonces, el arremeter contra el arremeter, seguir arremetiendo inevitablemente a sabiendas tanto de su inevhabilidad como de su fracaso6*lo... (Como se ve, siempre nos topamos con la autoconciencia desplegándose indefi nidamente hasta el absurdo.) O que el sino humano fuera el juego total de establecer límites precisamente para arremeter contra ellos de modo que la lógica y la mística — tanto una como otra— señalaran ese ab
6 El primer arrcmeler sería entonces pecado y Shields tendría cierta razón en lo que dice: «Considerando en términos de “pecado” nuestro fracaso en permanecer o conformamos dentro de los límites del lenguaje, Wittgenstein pone de relieve la pro fundidad de nuestra dependencia de la forma lógica y de nuestra obligación para con ella: pero por esa misma analogía la ultimidad de la forma lógica nos muestra algo de lo que signiñcaría hablar de la gloria y del poder de Dios» ( o . c ., 114).
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surdo antagonismo esencial del hombre: en cuanto tales esos límites serían íntimamente pertinentes. Sea como sea, estas curiosas elucubraciones de Shields describen a su manera el hecho que, sin más ya, nos interesa introducir ahora: el reflejo religioso último (o íntimo) de la ética y de la lógica wittgensteinianas. En último extremo no se entiende nada de éstas si no se tienen en cuenta los conceptos religiosos (metaconceptos en tal caso, porque sus objetos no son sino puros objetos de melancolía, repito). Más que pensar en la ética en estos tiempos débiles se había de pensar en la reli gión como marco de referencia obligado, en el sentido que sea. Detrás de la compulsión lógica del ser y de la responsabilidad moral del de ber-ser está lo absoluto o lo absurdo del querer de Dios. No es cuestión la cuestión de la fe7 en estas cosas, sino el uso conceptual que se ha he cho siempre de ellas en la fundamentación del pensar filosófico occi dental, donde muchas veces se ha usado como referencia objetiva lo que sólo son objetos de melancolía; éstos, inasibles en el discurso lógi co, cumplen una función más alta que cualquier regla suya: proyectan el pensar en lo infinito como salida del círculo racional. Que no posean el esplendor de la realidad del mundo ni quepan en la cabeza del hom bre no es algo inexcusablemente infeliz. Aparte de fe o de no fe religiosa8, Wittgenstein estaba de lleno en78
7 La fe es la muerte de la razón (y en este sentido para la pareja conceptual fe/razón valen formalmente todas las consideraciones que hemos hecho sobre la de muerte/sujeto). En correspondencia con el absurdo un tanto instrumental de su objeto — la reli gión— la fe es un salto olímpico por encima de la razón, ignorándola o despreciándola. La razón es limitada, ésa es su miseria, pero de ahí a pasar olímpicamente de ella... Si la religión es una superación salvaje de la razón, sin método alguno (la mística sí lo tiene), de su mismo desprecio por ella participa la fe adherida a sus credos dogmáticos. La fe cumple con respecto al otro mundo la misma función que la razón instrumental en éste: la fe es la sinrazón instrumental del otro mundo, que exhibe su poder desplegada en un credo o en un rito religioso. Este libro, que no ha tenido nada que ver con los arrebatos místicos, menos quiere entregarse ahora al final a los religiosos. Sólo ha querido, y quie re todavía, mostrar cómo de una superación trabajosa y natural de la razón nace lo místi co. pero no como o b je to de una fe venal en lo imposible, sino como obra del trabajo superior del espíritu humano. Que trabaje en estas cosas: eso es lo único inquietante, co mo hemos repetido hasta la saciedad: la propia maquinaria absoluta. No valen las teorías ni los lenguajes racionales, pero sí vale el mismo hecho de pensar o de escribir sobre ello. A la manera usual de la comprensión humana en el ámbito formal de la inteligen cia: la ilacizón lógica y racional. A pesar de toda desesperanza... Todo antes que la arro gancia de la fe, donde en cierto modo se hace honor al bruto: c r e d o q u ia a b su rd ia n . 8 Respecto a esta cuestión en Wittgenstein, cfr. mi trabajo «Cuadernos de guerra», o. c .%200-209. Todas las obras biográficas citadas tratan de ello; cfr. sobre todo las de sus
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esa tradición cultural con la Viena de su tiempo. En asuntos religiosos directos o de ultimidades religiosas en la moralidad el influjo de Tolstoi y de Kierkegaard fue definitivo en él, tanto en la formación de su pensar como de su ánimo. Las cuestiones que importaban a Kierkegaard fue ron siempre las del sentido de la vida y del significado de la existencia humana, como a Wittgenstein, aunque el danés llegara a conclusiones matizadamente diferentes: la razón lleva estas cuestiones sólo hasta las paradojas del pensar, es decir, hasta su propia disolución, de modo que se hace necesaria la fe para superar ese vacío (fe que en Wittgenstein no es explícita y que toma la forma más bien de una última justificación religiosa, teórica a pesar de los pesares). El individualismo extremo, el radicalismo ético, la vivencia existencial del absurdo, el miedo, la an gustia, el asombro: todo eso es kierkegaardiano en Wittgenstein, como el rechazo del dogma o de cualquier teoría racional. Tolstoi le inspiró en general estas mismas cosas, pero no en el lengua je conceptual —siempre paradójico y desesperanzado en estos temas, si es consciente— de la filosofía, sino inmediatamente, mostrándoselo en sus ejemplificaciones literarias o en un lenguaje sin pretensiones lógicas para el simbolismo, que Wittgeastein parece que agradecía más para los demás que para sí mismo. Sí, porque más que eso fue la filosofía de Kierkegaard y sus modos inevitablemente discursivos la que estimuló el desarrollo conceptual de toda esta problemática precisamente en cuanto le mostraba, formulándola, que teóricamente era imposible de formular siquiera. (La paradoja. La inquietud. La conciencia de autocontradicción. La autoconciencia sin más. El hombre mismo9.)
discípulos o interlocutores directos: Drury, Malcolm, Engclmann. Rcdpath, Rhees, etc. Creo que de ofrecer aquí una mínima pincelada al respecto. lo más característico que se podía recordar son aquellas palabras que Wittgenstein dijo a Drury — ojalá que proféticas— con ocasión de las P re y e r s a n d M e d ita tio n s de Samuel Johnson: «Por todo lo que a usted y a mí se nos alcanza, la religión del futuro carecerá de sacerdotes y ministros. Creo que una de las cosas que usted y yo tenemos que aprender es que hemos de vivir sin el consuelo de la pertenecencia a una Iglesia» [M . O 'C. Drury, «Conversadores with Wittgenstein», en R. Rhees (ed.). L. W. P e rs o n á is R e c o lle c íio n s f o . c ., 112-189, 129). g ¿Para qué. entonces, la fe? La sa lv a c ió n — otro concepto— ha de estar natural mente en el pensar o en el sentimiento mismos y en sus oscuridades cuando rozan lo eterno, en la duda misma que despierta la inquietud por ello, en el hombre mismo in quieto que trabaja su espíritu desde la superación respetuosa de la razón misma. La fe. sin embargo, es dogma, Iglesia, personalmente una instrumcntalización del sentimiento o una instrumenlaJización sentimental del absurdo, un desprecio olímpico de la razón, decíamos: en ella sí puede cobijarse cualquier sublimación psicológica, cualquier enaje nación humana, porque es un intento desesperado (he ahí la última razón de la fe) de dar
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DE LA ESTÉTICA A LA RELIGIÓN
Si con respecto a los años diez de los Diarios y del Tractatus se puede decir en general que Wittgenstein habla de ética en un con texto estético, al final de los veinte se puede decir más bien que ha bla de ética en un contexto religioso. En la época de la guerra la estética era el background experiencial desde el que contemplaba la ética e intentaba explicar lo inexplicable místico. En la época de la conferencia y de las conversaciones con miembros del Círculo de Viena Wittgenstein ya no está en la guerra aunque no por ello se ha distanciado tanto de sus fantasmas de siempre: suicidio, locura y autoi .culpación moral. La tensión interior quizá no sea tanta. (Es ob vio, eso sí, que su vida concreta ya no es la del frente en absoluto.) Y sin embargo sus ideas sobre la ética — y sobre lo místico en gene ral— siguen siendo las mismas en cuanto a su no cientificidad, en cuanto a las vivencias «milagrosas» que personalmente le subyacen, en cuanto al plano absoluto de su consideración del mundo, en cuanto a su identidad con la estética incluso, etc. Nueva muestra, quizá, de que la precariedad de su vida durante la guerra no sea la única explicación del pensamiento del joven Wittgenstein sobre éti ca, que mantiene esencialmente diez años más tarde en circunstan cias personales y sociales de todo tipo bien distintas. (Aunque es posible también que en los últimos diez años no dedicara mucho tiempo a repensar profesionalmente los viejos temas.) Pero ahora cuando habla de ética ya casi no mienta la estética y sí constantemente la religión. Aunque no en el marco conmovedor aunque ocasional de antes, en el que espontáneamente se daba ex presión sentimental en forma de plegaria a vivencias personales lí mites, sino en el del discurso racional teológico, digamos, o en el de
realidad a lo sublime a la manera inmediata de la empiria: más que el opio, el folclore de un pueblo. (El folclore, como los mitos, puede ser muy serio: no sólo la expresión del espíritu de un pueblo sino, en este caso, el único modo posible para él, o para toda una cultura — aunque en el último eslabón del espíritu, el místico, parecen coincidir todas las culturas, las que podíamos llamar filosóficas, al menos— , de entender lo sagrado y de acceder a ello; esa unicidad le hace imprescindible y lícito: cada pueblo tiene su Dios o sus dioses como tiene sus otros ideales, sus demonios por ejemplo.) La mística está sólo y queda sólo y subsiste sólo en el espíritu: en la maquinaria superior humana. Ésa es la diferencia: n o tien e o tro a n sia d e re a lid a d q u e la re a liz a c ió n e s p iritu a l d e l h om bre. En esas condiciones está abierta a lo que sea, por supuesto... «La mirada eterna os salvará», podíamos parafrasear sin énfasis. Nos salvará en cualquier sentido.
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la filosofía de la religión101. Habla de Dios sin las tensiones pasadas. Por ejemplo: «En el cristianismo el buen Dios aconseja por así de cirlo al hombre: No hagas tragedia, esto es, no juegues a representar el cielo y el infierno en la tierra. El cielo y el infierno me los he re servado yo» (VB 34). Aconseja olvidarse de metafísicas del otro mundo para vivir tranquilo. El dominio religioso es exclusivo de Dios y a nosotros sólo nos queda lo de siempre: o el sentimiento de la creencia con el que ponemos sin más en sus manos o el análisis del lenguaje para no mezclar conceptos y metaconceptos en el bre baje intragable del lenguaje religioso al uso. Es decir: pérdida de consciencia en lo infinito (del silencio) o consciencia extrema del círculo del juego humano (del lenguaje). Wittgenstein terminará muy pronto en esto: se dedicará a analizar el lenguaje y la actitud religiosos como un género más de juego lingüístico o de forma de vida, del mismo modo que lo hace con el lenguaje estético, matemá tico o psicológico, por ejemplo11. La estética ya no es el punto de referencia para entender la ética: ahora lo es la religión, el otro componente de lo místico junto con la estética. El sentido de este paralelo está claro: el que bueno o malo se an características sólo atribútales al yo quiere decir tanto como que bueno o malo es lo que el yo desea o no desea, y en definitiva lo que modélicamente el yo modélico. Dios, quiere así. Puede querer decir otras cosas también: puede referirse por ejemplo a la creencia de que todo lo que hace un hombre bueno ha de ser bueno y al revés; o sea, a la creencia de que la responsabilidad está en el essere y no en el ope ran, como hemos dicho insistentemente, en la voluntad pura y no en la acción (la voluntad empírica se confunde con la acción). Pero es lo mismo, porque en ambas interpretaciones es en el ser absoluto de la voluntad, humana o divina, donde se fundamenta el deber ser. En este voluntarismo generalizado lo teológico es el punto de referencia obli gado aunque nada más sea desde la propia tradición occidental. En sentido semejante Wittgenstein, en general, tampoco habla ahora de «lo místico», sino de lo «sobrenatural» y «milagroso». Es
10 Mostrar el enraizamiento del pensar místico wittgensteiniano en la teología y en la filosofía de la religión, mostrar cuánto debe el heterodoxo Wittgenstein a estas ortodoxias tradicionales es una parte fundamental — y del mayor interés— del inten to del libro de Barrett, varias veces citado ya: W. on E th ic s a n d R e lig io u s B e lie f. 11 Para la idea de religión del segundo Wittgenstein, cfr. mi estudio: «Contra la arrogancia filosófica», o . c\, 39-56; o el libro citado de Barrett, 111 ss. Etc.
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verdad que lo hace con el distanciamiento teórico a que venimos ha ciendo referencia, pero justamente por eso resulta más relevante esta transposición conceptual. Lo místico era asunto de intuición y senti miento eternos sin más, objeto propio de silencio en la experiencia personal de la vida; ahora, en otro contexto que el de la tensión per sonal inmediata, el del conferenciante o el del conversador, lo reli gioso puro ya no es más que asunto de discusión teórica. En ese ambiente ya no se habla de lo místico como de algo familiar a la ex periencia humana, aunque neutro e inefable, dijéramos, sino como de algo que pertenece a ella también pero que en definitiva le resul ta extraño: lo sobrenatural y milagroso. No da la impresión de algo que supere naturalmente la lógica en un camino seguido de sublima ción hasta el silencio, sino de algo que rompe en absoluto la razón; y si ésta no cumple este sino (auto)aniquilante, entonces se queda en los límites del lenguaje luchando contra ellos, entemecedoramente corajuda pero a un paso del ridículo de la verborrea fantasmagórica metafísica. A un paso del irracionalismo de la fe. Hay una leve ironía en esta sublimidad separada de lo religioso, que parece subrayar el riesgo de esto de quedarse en mero lenguaje o en mera teoría teológicos. Quizá por eso Wittgenstein duda ahora (y hasta parece contradecirse en ello) de si el lenguaje en estos ám bitos es una jaula o no lo es, de si es un hecho lógico o el compo nente de una acción religiosa: con ello dudaría hasta del sentido mismo del arremeter y del silencio12.
12 Cfr. lo que dice en la conferencia al respecto con lo que dice a Waismann el 17 diciembre de 1930, en la misma época (C 43, W W 117). En este contexto tiene razón Muguerza cuando dice («Las voces éticas del silencio», o . c\, 153) refiriéndose al cam bio o no de ideas éticas en Wittgenstein: «Ahora n o h a y p re sc r ip c ió n a lg u n a d e sile n c io , sino más bien una honda comprensión de p o r q u é n o te n e m o s m á s re m e d io q u e in ten ta r ro m p e r e s e sile n c io aunque lo sepamos una empresa destinada al fracaso.» Pero no está claro el por qué. A pesar de que parecen obvios aquí los mismos motivos que los del im pulso natural humano de la dialéctica trascendental kantiana (aunque Wittgenstein cuan do afirma de él este impulso lo hace en pasado y parece que hasta remitiéndolo, no en general, sino exclusivamente al hecho de ponerse a escribir o a hablar de ética o de reli gión: la estética ya no la nombra en este párrafo final de la conferencia al que me refie ro), el que Wittgenstein, si no mienten los apuntes de Waismann. llegara a decir con respecto a la religión algo que nunca dijo de la ética, como subraya Muguerza. que «el lenguaje no es una jaula», plantea sus interrogantes: ¿qué barrotes romper entonces?, ¿qué puede significar entonces tanto el silencio como el arremeter contra los límites del lenguaje? Lo que más bien tendría sentido entonces sería que Wittgenstein comenzaba a pensar de otro modo: que las palabras también son acciones y que el lenguaje como acto
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Diríamos que lo místico, en cuanto en sí es aquello que traspasa las leyes normales del lenguaje y de la razón aunque en su expresión sea un puro arremeter contra esas leyes, se ha convertido ahora terminoló gicamente en lo religioso, en un ámbito trascendente sin más que es el de aquello que es tal porque Dios lo quiere así, sin más. Son dos aspec tos de lo mismo. Sólo que ahora ya no interesa tematizar lo que no se puede tematizar, ni siquiera el que no se pueda, es decir el tematizar mismo. Wittgenstein ha obviado un tanto ese círculo epistemológico fundante de resabios modernos. Le bastan ejemplos y distinciones clari ficadoras que eviten la tensión de la posibilidad y del fundamento —y clarifiquen más corrientemente las cosas— como la que en estos temas establece entre el valor o sentido relativo o trivial y el valor o sentido absoluto o ético. Por más que siga respetándolo, Wittgenstein ya no teo riza el absurdo. (Siquiera sea negativamente, por supuesto.) Ni el miste rio. Ni el silencio. Eran cosas de juventud. La guerra segó toda ilusión. Si el primer Wittgenstein — tenso frente a lo infinito— mostró la «miseria de la razón», digamos, sus estrechos límites y su incapacidad para lo más alto, el segundo se entregó —escéptico dentro del círcu de lenguaje o forma de vida puede incorporarse a las propias prácticas religiosas con pleno sentido en ese juego. Que la religión no tenga «nada que ver con el lenguaje» (o con la teoría) no está di cho, creo, como ch a ra c te ristic u m suyo en general: ello es un distintivo esencial, antes y ahora, de cualquier disciplina que se salga del tiesto lógico. Está dicho en sentido crítico c irónico contra el lenguaje religioso y a favor de la religión: la religión no tiene nada que ver con esa jerga. O en contra de ambos (menos probable): que algo no tenga nada que ver con el lenguaje, si por lenguaje se entiende el lenguaje como tal. correctamente usado y analizado, puede querer decir tácitamente que tiene todo que ver con el mal uso del len guaje (metafísico), es decir, que sólo consiste a ese nivel en un desarrollo lingüístico ilíci to o que no es nada más que palabrería. Sea lo que sea, a parte de su valoración personal de la religión, que parece infundirle respeto (pero también podía estar pensando en la reli gión paródica de eclesiásticos, beatos o cosas así), de hecho el segundo Wittgenstein ana liza el lenguaje religioso del mismo modo que lo hace con el estético o el psicológico, como el síntoma de una patología espiritual, de que existen fantasmas en la mente, con cuya realidad mística — digamos— no se mete, con los que determinados hombres quie ren dar significado o poner referencia a las palabras... Se pueda hablar o no se pueda ha blar en esos ámbitos, de hecho se habla, y se habla sin sentido siempre que se quiere hacer de ese lenguaje algo mis que una acción del rito que sea: religioso, estético o psicologista. Identificar la religión o el arte con los significados del simbolismo o inteijeccionismo sentimentales de sacerdotes o estetas, respectivamente, es una barbaridad. Esos lenguajes no sign ifica n nada. No son lenguajes, sino actos de fe, digamos (actos de reco nocimiento en la estética). Así pues, si hay religión, estética, psicología (o ética) no ten drán nada que ver. n inguna d e e lla s , con su lenguaje ni con su teoría al uso. Por pura lógica, como sabemos.
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lo— a la «razón de la miseria», la razón sin mayores perspectivas que la empiria de los factos y sus juegos inmanentes. El círculo y el infini to, como siempre: la miseria y la ilusión entre las que bandea a empe llones la razón humana, el hombre mismo. La dialéctica de esos envites extremos es otro modo de describir la esencia humana. Ahora Wittgenstein habla mucho en lo relativo del lenguaje ordina rio ético (y religioso), y no tanto en lo absoluto de lo inexpresable y del silencio éticos (y estéticos), como antes. Sigue definiendo la ética frente a la razón y al lenguaje, pero sin hacer ya hincapié en la eterni dad y mudez de la contemplación estética de las cosas dentro de un intelectualismo refinado y elitista que termina en la sublimación de un yo superior. Ahora pone más bien el acento en una explicación natura lista de la raíz de la ética, asimilándola a esa tendencia humana, inalie nable y universal, desesperanzada pero respetable, de arremeter contra los límites de la razón y del lenguaje por ir más allá de ellos, como ex perimenta de hecho en vivencias privilegiadas de un asombroso mila gro en lo absoluto. Wittgenstein fija estas cosas en un impulso natural específico (una especie de instinto humano a la ilusión) más bien que en la estructura metafísica del yo. Sólo habla —peyorativamente— de estados mentales o psicológicos (actos psíquicos) y no dogmáticamen te de estructuras esenciales del yo (hechos lógicos). Todas las hipótesis o hipóstasis metafísicas son ya imágenes perversas: el concepto de Bild es siempre y en todo caso ya una ilícita adulteración psicológica. Ya no es figura lógica (proyección matemática punto a punto) de los hechos reales, sino imagen metafísica (un «supermecanismo» interior causalista inventado) de supuestos actos psíquicos inexistentes. Se acabó la figura de un yo metafísico. Todo pende ahora de la imagen de «Dios». Religión y no estética. Por lo menos a eso camina ba en el umbral de los años treinta. Y el primer paso es ése justamente: la sobriedad en la concepción del yo. El sujeto ensimismado, ajeno al espacio y al tiempo, de la contem plación estética eterna de las cosas, es ahora el individuo concreto, ra zonable, responsable en su mismidad empírica de su limitada visión de las cosas y de su limitada expresión de ellas. Del sujeto divino o divini zado, absolutamente libre e independiente por su identificación con el mundo, el destino y la divinidad, se pasa a un sujeto prosaico, presa fá cil tanto de la arrogancia racional del necio como de cualquier modali dad irracional de sometimiento a lo más alto. En definitiva, ya no se habla de un sujeto ético sublimado sino de mí mismo en primera perso
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na. Y si a pesar de todo se quiere hablar de lo más alto, entonces se ha bla directamente de Dios sin más y se remite todo a su omnipotencia. Y en cierto aspecto al menos las cosas quedan así más claras que antes, no tanto en Wittgenstein —respecto al cual ya hemos insistido en este asunto— como en el modo general de proceder, al que también pertenecen muchos casos típicos de racionalización psicológica; en es tos casos, por mucho engolamiento objetivo con que se hable del yo, en el fondo se está hablando de lo mismo que ahora, de mi yo personal, de mí como individuo aunque edulcorado con infinitas mediaciones con ceptuales hasta que surta efecto la catarsis de la sublimación psicológi c a En este sentido yo ya no soy divino, libre, feliz, etc. Todo eso son racionalizaciones pusilánimes o patológicas de una realidad adversa Lo soy en el sentimiento místico, sin razón ni interés alguno, fuera de todo, no en la estrategia racional diaria de la administración de la miseria hu mana, muy comprensible por otra parte. (Absoluto y relativo: absoluto es que exista, y relativo, cómo existo, por ejemplo.) Lo más normal es encontrar ambos planos confusamente mezclados. Esa tensa confusión constituye otra buena descripción de la esencia humana. El individuo grande y el pequeño, el señor y el esclavo, la moral y la moralina, etc. son sólo límites extremos de ese campo descriptivo. Wittgenstein ha perdido las ilusiones de juventud. Ya no estamos, en efecto, en lo absoluto y libérrimo de las experiencias eternas de un yo fe liz y un alma bella cuando dice el 17 de diciembre de 1930: «Al final de mi conferencia sobre ética hablé en primera persona. Creo que esto es del todo esencial. Más allá no se puede ir lo único que puedo hacer es presentarme como individualidad y hablar en primera persona» (WW 117). De hecho, en la conferencia había actuado así. En un momento crucial, hablando del modo de entender expresiones como «valor abso luto» o «bien absoluto», confiesa en ella: «En mi caso me ocurre siem pre que la idea de una determinada experiencia se me presenta como si en cierto sentido fuera —y de hecho lo es— mi propia experiencia par excellence. Por este motivo al dirigirme ahora a ustedes usaré esta expre sión como mi primer y principal ejemplo (como ya he dicho, ésta es una cuestión totalmente personal y otros podrían encontrar ejemplos más lla mativos)» (C 38). Y narra a continuación sus tres experiencias persona les de asombro ante la existencia del mundo, ante el sentimiento de seguridad o el de culpa, en las que basa toda su concepción de lo absolu to, sobrenatural y milagroso, es decir, de lo ético, estético y religioso. El individualismo ahora se refiere ya al individuo concreto, a una voluntad individual en el espacio y el tiempo, con su libertad, deseos y
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actitudes inapelables pero relativos. A este nivel, una base común de discusión, una cierta objetividad en el trato sólo puede encontrarse «evocando experiencias idénticas o similares» en los contertulios, pero eso no representa base ninguna para la trasposición a una hipóstasis metafísica subjetiva, reducto de toda objetividad, es decir, de lo abso luto. La necesidad lógica ahora, en este ámbito fáctico del individuo concreto, de hechos y proposiciones, es un delirio. Y si no hay necesi dad lógica en las cosas del deber, no queda otro fundamento suyo que una voluntad imperiosa. He ahí la esquizoidía de ahora, que sustituye a la sublimación unificadora de antes. «Si el bien absoluto fuera un esta do de cosas describióle sería aquel que todo el mundo, independiente mente de sus gustos e inclinaciones, realizaría necesariamente o se sentiría culpable de no realizar. En mi opinión, tal estado de cosas es una quimera. Ningún estado de cosas tiene, en sí, lo que me gustaría denominar el poder coactivo de un juez absoluto» (C 38). De modo que en el plano del sujeto relativo la ética no se puede plantear a un nivel que no sea el banal. En ese plano lo absoluto, lo ético de verdad, no existe. (Subrayemos que esto sucede así porque aquí no existe la necesidad lógica.) No quedan entonces más que dos salidas: aceptar conscientemente la tensión y asumir toda la res ponsabilidad en primera persona con la única esperanza de evocar vivencias idénticas o al menos semejantes en los demás, o relajarse en la inconsciencia de una sumisión total a un juez más alto. Ya lo decíamos: o Dios o yo, ahora que en este sentido ya no somos lo mismo13. (¿No somos lo mismo?) Con esta posibilidad dual de juego el lenguaje es claro ahora sin las enrevesadísimas mediaciones de antes. En lo relativo es demasiado
13 No me parece interesante discutir si la ética de Wittgestein es autónoma o heter noma, teónoma o ipsónoma, etc.: en esa tensión, precisamente, está, no en el dogma de un lado cualquiera. Muguerza, por ejemplo, tampoco puede concluir nada, incluso des pués de un despliegue erudito, cuando dice refiriéndose a la perspectiva autónoma radi cal que él describe con la tradición como una perspectiva d e p o te n tia h o m in is a b s o lu ta : «No digo que la concepción willgensteiniana de la ética llegue a tanto, pero sí que es al menos de esa progenie» («Las voces éticas del silencio», o. 155-156). ¿Para qué con cluir nada, además? Toda conclusión que no sea tautológica no es conclusión alguna. Autónoma o heterónoma. además, la ética de Wittgenstein, por lo que importa conceptualmente. siempre es voluntarista. Lo absoluto es la voluntad, eso de que sea mía o tuya es muy relativo: ¿no decía Sartrc que el hombre es una máquina de crear dioses?, ¿no elige el propio pueblo a sus mandones?... Ni autonomía, ni heteronomía, lo que hace fal ta es conciencia. Y la consciencia de lo que es y sucede es más complicada que un su puesto dogma de un supuesto modo de entender canónico lo que debe ser.
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evidente lo que soy yo y mi circunstancia, digamos. Y en lo absoluto ahora se remite todo directamente a Dios sin más, a un Dios concep tualmente claro también: al Dios de la fe y de la tradición cristianas, al Dios Juez por más señas. Todo muy simple pero muy efectivo. Las al tas especulaciones de antes tampoco sirvieron de mucho a Wittgenstein, como muestra su completa decepción tanto intelectual como vital tras la guerra. Es más honrado, se crea o no se crea en ello, hablar en primera persona de las propias experiencias personales, incluso de la experiencia del sometimiento absoluto, que trascender sublimadamen te todo lo empírico personal en un complicado constructo subjetual, pretendidamente objetivo, que pueda servir para legitimar racional mente lo absurdo. (La Conferencia y el Diario secreto frente al Tractatus y al Diario filosófico.) Quizá «más honrado» no sea la expresión justa en el caso de Wittgenstein, que da la impresión de usar de idéntica franqueza en toda su obra sin ningún prurito psicologista claro. Pero sí, en cual quier caso, más directo y en cuanto tal más de agradecer al menos. Porque antes rezumaba por todas partes — a pesar de Wittgenstein probablemente— en pequeñas goteras casi imperceptibles — que tampoco dañan el constructo metafísico esencialmente— una subje tividad concreta y una experiencia personal relativa muy difíciles de deslindar. Por lo demás, todo ello se percibía con la misma fuerza que ahora, aunque no con el mismo descaro. Wittgenstein se ha contentado ya con lo relativo. De la voluntad ha bía escrito con profusión en los Diarios de la segunda mitad del año 1916. Si en el verano de 1918, en el Tractatus, ya no habla apenas de la voluntad como sujeto ético a no ser casi nada más que para decir que no es lícito hacerlo, ahora en 1929 ya no habla en absoluto de ella. Ni es tema siquiera. El único sujeto ahora es el individuo, sus expe riencias y su lenguaje. Ni el individuo concreto ni su voluntad concreta son objeto interesante de análisis filosófico. Con ello desaparece el te ma del yo («profundamente misterioso», había dicho de él, fascinado) y el del lenguaje ocupa decididamente todo el campo de interés. Nunca más se preocupará ya de construir un entramado metafísi co —el sujeto trascendental— para cubrir los huecos que descubrie ra en la lógica estricta. Si antes había diluido el sujeto empírico en el lenguaje, ofreciendo en cambio una alternativa metafísica subli me, ahora esa hipóstasis metafísica subjetiva acabará perdida en los mil pedazos de los juegos lingüísticos y no permanecerá más que el comodín de todos ellos, sujeto de cualquier condicionamiento refie-
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jo, ciudadano jornalero amaestrado cumplidor de reglas. Antes las establecía él, él era la regla. Pero en 1930 todavía estamos en un momento intermedio... 2.
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Aunque un tanto pedestres, las cosas ahora —por el momento— quedan claras. En el plano relativo de los hechos, en el que el lenguaje sobre ética no tiene sino un sentido trivial, plano al que no se le puede llamar «ético» con propiedad, no vale el lenguaje científico porque la ética verdadera, que no es ni puede ser una teoría racional, se le esca pa: aquí «lo esencial es que yo hable de m í mismo»[A; cualquier otra consideración teórica de las cosas — psicológica o sociológica por ejemplo— yerra su objeto en la banalidad. En el plano verdaderamente ético o absoluto ya no hay sujeto metafísico: Dios mismo asume toda subjetividad y fundamento; ya no es relevante el silencio sino el propio hecho del lenguaje ético, su no sentido mismo y la embestida contra los límites del lenguaje con sentido racional de donde surge el lenguaje ético y su no sentido sublime. Arremeter contra los límites del sentido racional del lenguaje es una acción encomiable tanto filosófica, en cuanto muestra los propios límites del lenguaje y su «auténtica esen cia» al vaciarlo de sentido (en otro plano eso mismo conseguía el len guaje tautológico de la lógica), como ética y religiosamente, en cuanto apunta a una tendencia natural del espíritu humano a lo más alto, a una especie de instinto de absoluto en el hombre: la llamada del absurdo. Dicho de otro modo. Wittgenstein traslada, por una parte, su in terés metafísico y místico por la existencia milagrosa del mundo al asombro por el hecho milagroso de la existencia del lenguaje mis mo; por otra, en lugar de construir como antes una hipóstasis meta física subjetiva que responda de la experiencia ético-estética (y religiosa, se supone), para explicar esos mismos asuntos de ética y religión (y estética, se supone) alude ahora simplemente a una ten dencia humana a arremeter contra el lenguaje. Como hemos dicho, de valorar el silencio pasa a valorar la embestida misma contra los límites del lenguaje: como si de algún modo quisiera ampliarlo para mostrar de algún modo también lo eterno en lenguaje mismo...14
14 42,43.
W W 118. Para lodo este párrafo, en medio del que estamos, cfr. ibídem, 93: C
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En definitiva el paso —el paso que de otro modo describimos co mo de la estética a la religión— está claro: del silencio al lenguaje'*. Del testimonio mudo de la mística, a un afán desesperanzado por rom per de algún modo la mudez en las formas religiosas. Del silencio al arremeter, diríamos... Signifique exactamente lo que signifique esto, conceptualmente es así: la instancia mística por excelencia de los años de guerra es el silencio, y la de los de la conferencia y las conversacio nes, el arremeter contra el lenguaje. Del silencio hablamos ya mucho en el mismo sentido absurdo pero evocador en el que hemos de hablar ahora de los límites del hablar, es decir, del propio arremeter como nú cleo del absurdo mismo. (La ética va siempre unida a! absurdo, la entendamos como silencio o como embestida contra el lenguaje.) La cuestión es que el sentido del lenguaje ético y religioso es su propio
15 O del silencio extático, sereno y feliz, al dolor de una interrogación indefinida namos enfáticamente. Recordando al artista de las preguntas absurdas, escribe Muguerza, sin afirmar nada claro: «Me atrevería u conjeturar que Wittgcnstein hubiese preferido renunciar al silencio, al mudo acutamiento de los límites de nuestro lenguaje, antes que al anhelo de trascenderlos siquiera sea haciendo valer nuestro derecho irrcnunciable a la interrogación» (J. Muguerza, «Las voces éticas del silencio», o. ( 163). No quedaría mal esta imagen, desde luego: frente a un Wittgenstein extático en la quietud del silen cio, un Wittgenstein poseído por el arremeter y por la manía de las preguntas sin res puesta. Es la que evocamos también arriba. Pero hay que suponer en honor a la verdad varias cosas para que esa imagen adquiera todo su relieve. Primera: el silencio de Witt genstein (como aquella armonía trascendente y metafísica en que consiste la felicidad, de que hablábamos, que sólo es posible en la tensión dialéctica sublimadora) no es el si lencio del mudo acatamiento de los límites del lenguaje, es una crítica testimonial de to do lo anterior y un paso esencial (el silencio encierra todo el contenido de la mirada eterna) más allá de ellos... Otra: si el lenguaje no tiene límites desde luego no hay silen cio. de modo que renunciar a los límites del lenguaje es obviamente renunciar al silencio (éste sería entonces conceptualmentc irrelevante o bien lógica o esencialmente imposi ble), pero no renunciar a los límites del lenguaje no es por desgracia no renunciar al si lencio. es decir, renunciar al lenguaje (que se lo digan a la palabrería metafísica)... Otra: ¿a qué renuncias si dices que renuncias al mudo acatamiento de las límites?, ¿a la mudez del acatamiento, al acatamiento mudo, al acatamiento mismo o a los propios límites?, ¿tiene algo que ver el silencio místico con esta especie de justa de honor?... Además: la interrogación es lenguaje y no trasciende nada en esc sentido (no sé si lo conseguirá el hacer valer nuestro derecho inalienable a ella): el silencio místico sí. que es intuición y sentimiento eternos, más allá o mis acá —da igual para los límites mismos— del len guaje... Asimismo: parece que este Wittgenstein intermedio de los últimos anos veinte y los primeros treinta, frente al joven silencioso, se liberara de verdad ahora, por el arre meter o por la interrogación, del círculo del lenguaje, pero no es verdad, sino al contra rio, como lo demuestra su inmediato enredo definitivo en las infinitas rodadas (juegos) del hablar, sin mayor perspectiva que los hechos mismos.
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sinsentido y que sólo el esfuerzo por mostrar esta «auténtica esencia» del lenguaje, arremetiendo contra sus límites —tarea tan necesaria co mo desesperanzada, es decir, absurda— parece evocar lo ético en el hombre. No sabemos qué es esto, en qué consisten sus principios, pero si es algo tiene que ir en esa dirección absurda16. Wittgenstein expone ahora las bases ordinarias de este absurdo (el uso del lenguaje corrien te sobre ética y el supremo absurdo de que sólo siendo absurdo expre se algo) y no intenta fundarlas metafísicamente. Respeto estricto al absurdo y no justificación teórica suya. No es que Wittgenstein sea, ni en este punto ni en ninguno, un es céptico. Wittgenstein no cree ni defiende que el mundo o el lenguaje sean esencial e irreparablemente absurdos sin más. Al contrario, de fiende su valor, en este sentido, en lo que valen. Frente al escepticismo un tanto de salón de la Sprachkritik de Mauthner17, que cercenaba las aspiraciones de verdad de la lógica y de la ciencia, para Wittgenstein no todos los gatos eran pardos: él defendió el lenguaje como instru mento adecuado para la teoría científica y para el mundo de los he chos; su teoría de la figura y su diferenciación entre «decir» y «mostrar» así lo prueban. Naturalmente con ello protegía también el ámbito místico de la vida — el de su sentido— del conceptualismo del pensar especulativo y de sus argucias simbólicas. El escepticismo de Wittgenstein —en tal caso— no es una mera actitud intelectual, como en Mauthner, sino una postura vital, como en Kierkegaard. Su vida se ve implicada en él, que nace de una experiencia de asombro místico para la que no hay respuesta. No es escepticismo, es clara conciencia de los límites: el lenguaje y el mundo de los hechos son absurdos sólo si pretenden jugar otro juego que el suyo, el de la lógica; si no, son lo
16 Repetimos: el absurdo es siempre absurdo con respecto a la razón, pero en dos sentidos. Uno, prosaico, dentro de sí misma, el que llamamos sin gracia, que no es más que un mal uso lógico o gramatical del lenguaje; y otro sublime, que supera a la razón porque ha asistido ya a su aulodisolución, el con gracia, que es lo místico mismo: el sentimiento o la intuición su b s p e c ie a e te r n i , la mirada eterna. No hace falta especificarlo siempre; el contexto lo muestra la mayoría de las veces. 17 Mauthner fue sin embargo el primer escritor europeo moderno en el sentido de que fue el primero que consideró al lenguaje mismo como la problemática central y más im portante de la filosofía. Eso le salva de toda crítica, en definitiva. Wittgenstein lo cita en el Trac talu s y conocía su obra. Por lo que interesa ahora, cfr. Fritz Mauthner, Be¡tráf>e zu ein er K ritik d e r S p ra c h e , 3 vols.. Cotia, Sluttgart. 1901/2; ídem, W o rterb u ch d e r P hU osoph ie , 2 vols., Diogenes, Zürich, 1980 (ed. orig., 1910/11); ídem, D ie S p ra c h e , en Martin Buber (ed.). D ie G e se llsc h a ft . vol. 9, Rütten & Loening. Frankfurt a. M., sin fecha.
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que son: empina lógicamente conformada. Y el silencio, el arremeter o lo místico en general son absurdos sólo si pretenden teorizarse en el lenguaje o plantearse desde el espacio y el tiempo; si no, son absurdos también, pero en lo sublime. Quizá sea una pena este paralelismo irrebasable humano, pero a la conciencia de esta condición del hombre y a la angustia que pue de producir no puede llamárselas escepticismo: la desilusión por la ciencia, que nunca roza siquiera un problema de la vida, es una ex periencia real, tanto intelectual como vital, del joven Wiltgenstein. Es claridad y consciencia, autenticidad, y no escepticismo académi co. Lógicas y no trágicas. El escepticismo, por lo demás, es absurdo porque supone dudar de algo que ni siquiera se puede plantear18. Wittgenstein no es un positivista escéptico neohumeano sino un solipsista neokantiano, diríamos. El mundo y el lenguaje son mi mundo y mi lenguaje, y si es verdad que operan sequitur esse lo que más importa en todo ello entonces es el yo: el mundo y el len guaje se siguen de mí. Que la razón pura no valga en el mundo de los valores es clarividencia kantiana, schopenhaueriana, kierkegaardiana y no escepticismo. Lo contrario sería insensatez. En el análisis de Wittgenstein el mundo y el lenguaje se reducen kantianamente a su núcleo oscuro: por una transferencia de lo que puede conocerse por la razón pura a lo que puede representarse lingüísticamente, lo nouménico termina identificado con lo inefable, es decir, el último punto oscuro del mundo con el último punto oscuro del lenguaje, como es natural. Ello es una conclusión irremediable del análisis ló gico del mundo (totalidad de hechos en el espacio lógico) y del len guaje (totalidad de proposiciones en el espacio lógico) y no fruto de ninguna actitud escéptica, intelectualmente absurda como decimos. El mundo y el lenguaje son absurdos en lo místico, y viceversa: la conciencia de ello forma parte esencial de la «claridad» vienesa fi nisecular frente a las «luces» de la Modernité dieciochesca. Y esa conciencia puede ser trágica, pero no escéptica. En tal caso no es lo mismo pesimismo que escepticismo, la vida que la academia.
,M 77? 6.51. Está claro que la radicalidad de las dudas del escepticismo hace de ellas cuestiones absurdas: no pueden tener respuesta ni, por lo tanto, sentido. Esta ob viedad general es más fuerte, si cabe, en temas místicos. Es un prosaísmo enorme confundir la negatividad (tradicional) del pensamiento místico con el escepticismo. Son categorías distintas. Cfr. en este contexto, R. R. Brockhaus, P u ilin g u p th e L a d d er, o .
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Wittgenstein, como decíamos, ha trasladado su inquietud mística a la inquietud por la propia expresión suya, es decir, el asombro místico por la existencia del mundo al asombro místico por la exis tencia del lenguaje en que se expresa, la inquietud por el «que» defi nitivo del mundo a la inquietud por la definitiva falta de sentido del lenguaje. Con ello no quiere sino poner de relieve la evidencia de siempre: que «no podemos expresar lo que queremos expresar», que «todo lo que se diga sobre lo absoluto y milagroso carece de senti do», que «todavía no hemos dado con el análisis lógico correcto de lo que queremos decir con nuestras expresiones éticas y religiosas» y, sobre todo, su nueva conciencia: «que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las ex presiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia»19. Wittgenstein habla en pasado de sus esfuerzos por ir más allá del mundo, por ir más allá del lenguaje significativo. Habla un tanto distante, aunque con todo respeto, de este arremeter contra la razón, que le impresiona (ya no el silencio) por su empeño enraizado esen cial y universalmente en la naturaleza del hombre junto a su perfec ta y absoluta desesperanza e insensatez (para la razón): un absurdo necesario, una ilusión trascendental. El silencio evocaba el alma be lla y feliz de la contemplación estética, el arremeter evoca el anhelo religioso del más allá. El respeto de Wittgenstein por esa tendencia absurda del espíritu humano se muestra claramente en su opinión sobre el lenguaje de Heidegger, objeto de mofa acostumbrado entonces por parte de al guno de los contertulios de Wittgenstein en Viena. El 30 de diciem bre de 1929 Wittgenstein defiende en casa de Schlick a Heidegger en este sentido paradójico. Sus palabras son tanto o más representa tivas, en general, sobre el tema que las de la conferencia que tuvo lugar por aquellos mismos días o semanas: «Puedo imaginarme per fectamente lo que quiere decir Heidegger con ser y angustia. El hombre siente el impulso de arremeter contra los límites del lengua je. Piense, por ejemplo, en el asombro ante el hecho de que algo exista. El asombro no se puede expresar en forma de pregunta ni tie ne respuesta alguna. Cualquier cosa que podamos decir al respecto
19 C 42-43. En el original, puesto que la traducción es un tanto campanuda: «... b that thcir nonsensicality was their very esscnce» ( P h ilo s . R e v ie w , L X X IV , 1965, 11).
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no puede ser a priori sino absurda. También Kierkegaard percibió este arremeter y lo describió de forma muy semejante (como un arremeter contra la paradoja). Este arremeter contra los límites del lenguaje es la ética. Considero de gran importancia que se ponga fin a toda charlatanería sobre ética (si en ella hay conocimiento, si hay valores, si se puede definir el bien, etc.). En ética siempre se intenta decir algo que ni concierne ni puede concernir nunca a la esencia del asunto. Es cierto a priori que cualquiera que sea la definición de que se disponga para lo bueno, será siempre un malentendido supo ner que esa expresión se corresponde con lo que en realidad se quie re mentar (Moore)» (WW 68-69). Wittgenstein, como Kant, habla de un impulso natural del hombre a traspasar las barreras conceptuales y los marcos simbólicos del len guaje en los que se encierra el ámbito de la ciencia, del pensar y del hablar dentro de criterios unívocos de verdad y significado. Pero Witt genstein guarda más o menos silencio donde Kant decididamente no lo hace. La lógica de la ilusión, la dialéctica trascendental es quizá lo más hermoso de la crítica kantiana por el nivel extremo en que han de colo carse tanto el sujeto como el objeto de esa crítica, que ya no es tal, sino autocrítica: un momento autofágico en que la razón (¿desde dónde?) no encuentra en sí misma sino vacío y absurdo. El uso puro de la razón es un hecho igualmente humano que el del silencio o el del arremeter contra los límites del lenguaje, e igualmente humano que el propio ha blar o que el conceptualizar objetivamente20. Así que, en esos límites, ha de poderse hablar de él como de cualquier hecho, como de cual quier experiencia humana por más que en sí sea inefable. Inefable por antonomasia es también la posibilidad de toda descripción o la des cripción misma: el propio hecho de la existencia del lenguaje y del mundo, la fabilidad misma. En este sentido Kant hizo muy bien en es cribir la dialéctica e incluso Wittgenstein en hablar de lo que dijo que no podía. Las palabras también son acciones. Puras. Y como tales son el vehículo de lo absoluto. Lo inefable son los objetos de la dialéctica o de la mística en sí mismos y no el hecho de la autoconciencia o del asombro, es decir, el
20 «Después de todo, a lo que nos referimos al decir que una experiencia tiene va absoluto e s sim p le m e n te a un h e c h o c o m o c u a lq u ie r o tr o » (C 43). Unas tienen valor ab soluto y otras no. Pero todas son experiencias humanas y todas caben en el hombre total. El único problema práctico es saber exactamente a qué nos referimos, qué queremos decir realmente y en consecuencia llevar a cabo un análisis correcto del lenguaje.
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hecho metafísico o místico en sí mismo, que es un hecho vivido como cualquier otro y en cuanto tal describible también. Esto es una peculia ridad humana más o menos claramente identificable, aunque paradóji ca, como hemos visto: la mezcla humana de absoluto y relativo, los pies relativos de lo absoluto en el hombre. En esos límites, de ella se puede hablar claramente. Otra cosa es de dónde surja y por qué. Lo que hicieron Kant y Wittgenstein fue hablar de ese complejo hecho hu mano de la tentación del límite y en cuanto tal hecho humano racional puro (no empírico). Si de algún modo se refirieron a los objetos abso lutos mismos de la mística o de la metafísica (Dios, yo, mundo) fue porque su mera evocación resultaba inevitable en la práctica, bien para la coherencia del ejercicio filosófico o bien para el sentido de la vida misma. Cosa que se comprende fácilmente a pesar de su indudable in coherencia desde la lógica estricta. La incoherencia lógica no es más que incoherencia lógica: más allá está la vida. Y si no se cree en lo absoluto21, o se desprecia su valor para el pensar o el vivir, o se lo ignora, añora o lo que sea, no hace falta por ello reír ni llorar su pérdida (como hacemos hoy, que decimos que todo por lo que han vivido nuestros ancestros ha muerto, sin pensar que lo único que ha muerto es la ilusión por el pensar mismo, el ori gen de todo22), ni sobre todo procurar subsanarla con grandes histo-
21 No hace ninguna falta creer en ello como un existencia al estilo empírico. Bas ta que lo absoluto sea. como es. un nivel de consideración del espíritu: la mirada eter na a las cosas. El ingenuo realismo de la fe del caminero no hace falta para nada aquí, donde hablamos de nosotros, no de otro mundo (ni siquiera de éste). 22 No se comprende, por ejemplo, que haya que recurrir aún hoy día a la ética kantiana, fruto de unos tiempos que tienen muy poco que ver con los nuestros. (Claro que algunos creen que lodo está dicho ya en la E tic a n ic o m a q u e a ...) La pobreza espi ritual de Occidente, paralela a su poderío técnico, es apabullante. Explicaciones y le gitimaciones ideológicas de hace más de doscientos o más de dos mil años para un mundo galácticamente diferente. El sentido de nuestra vida, en el mejor de los casos, es el mismo que el de hace casi tres mil años: no hay otras opciones religiosas, políti cas. eticas... que las que heredamos esencialmente de la Antigüedad. ¿Es que la histo ria del mundo es también un instante eterno en lo ideológico? ¿Que el desarrollo empírico del universo pertenece también en su derrotero histórico al instante eterno de la mirada eterna a las cosas, que los grandes de la historia tienen que recordar de vez en cuando, porque, como el propio ojo, es algo que no se ve? ¿O es que se ha perdido ese respeto al absurdo del que hicieron gala en otros tiempos los hombres al pensar en el sentido de la vida? En la Modernidad sí es verdad que se desprecia sim plemente lo que se ignora. No se hace de lo absoluto más que objeto del diálogo vanal de lo razonable que conviene a los razonables. (Hay que repetirlo: lo absoluto no
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rías: se puede hablar simplemente en primera persona, como sabe mos, narrando petites histoires, hasta personales, sin más, sin miedo alguno al absurdo, que tampoco es más que una palabra que sólo tiene sentido en el lenguaje, no donde el lenguaje no llega. O la historia absoluta de la creación de la nada que supera toda ra zón en la unidad original o los pequeños cuentos ejemplares que la di suelven en su número. O Dios o yo, como decíamos. El absurdo inefable está asegurado en ambos: los cuentos y el cuento de los cuen tos, los juegos y el juego de los juegos. Aprender a convivir con el ab surdo y no con la razón es un buen objetivo ético. ¿Es este absurdo imposible y necesario a la vez para la razón, en cuya tensión ésta se di suelve, una tragedia? ¿Es ése el absurdo de la fe? 3.
EXCURSUS SOBRE LA FE Y LA TRAGEDIA
Hasta ahora en este capítulo hemos hecho lo que se podía llamar una interpretación de superficie de la cuestión religiosa de la ética en Wittgenstein: una interpretación al uso que puede pasar por coherente con la letra y con su cambio general en el pensar, pero que no dice nada substante. Las cuestiones oscuras de fondo son todavía muchísimas... Vayamos ahora a ellas, al núcleo contradictorio de la cuestión, que con los conceptos de «fe» y de «tragedia» podemos poner perfectamente de relieve. Tras este excursus las cosas han de aparecer de otro modo y la base religiosa de la ética puede complicarse un tanto. Veamos. Hablamos del absurdo místico, no del lógico. El lógico se solucio na con dosis adecuadas de análisis lógico del lenguaje. El místico sólo se soluciona con la muerte: con la muerte a la razón o con la muertemuerte. El primero es un problema (tiene solución), el segundo es un misterio (no la tiene). Del absurdo místico no hay salida, de él sale to do, es la injustificable justificación de que todo sea (lo que sea), remite a la nada primordial de lo que llamamos «lo divino», origen supuesto de todo, nuestro modo de justificar lo humano. Conceptos como éste suponen en el espíritu humano todo ese pere grinar de la lógica a la mística que hemos descrito; si no están carga
es razonable, no es racional, no surge de un consenso humano, ni de las rebajas de enero...) No se hace de ello objeto serio del pensar por no vivir la tensión bienaventu rada de su disolución. Porque da miedo tener que admitir con él que este maravilloso mundo que dominamos técnicamente no lo es todo para la inquietud del hombre.
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dos de ese trasfondo lógico superado no significan nada o sólo son su persticiones irracionales. Sólo nacen con sentido de una superación de la razón por sí misma, que de algún modo permanece activa incluso tras su rebasamiento —tácitamente desde luego— sustentándolos. El esfuerzo de la razón por superar sus contradicciones — lo que para ella son contradicciones— en un proceso de disolución en el silencio es al go mucho más arduo que la determinación impulsiva de negarlas dog máticamente con una ciega profesión de fe cualquiera y mucho más sereno que la situación angustiosa de tener que convivir a la fuerza con ellas, no asumidas, en un encierro sin salida. El estado de serenidad de espíritu en el absurdo — la armonía tras cendente de la felicidad— en que culmina ese supremo esfuerzo racio nal no es ni una conciencia arrogante ni una desdichada. Ni la fe ni la tragedia han recorrido el camino lógico-ascético a lo sublime, o lo ol vidaron, que es, sin embargo, el que ha educado a la mirada eterna. La armonía feliz de la mirada eterna no es la paradoja salvaje de la fe ni el desajuste emocional de la conciencia trágica. Esa paradoja y de sajuste tienen aún que ver con la empiria. La tragedia puede superar ese estadio porque modélicamente se plantea en lo eterno de los valo res éticos; la fe no, porque regresa de ellos a lo empírico. En este sen tido superior la ética sí es tragedia y no es fe. Y por la tragedia conecta con lo religioso místico. Con la fe la ética se pone en manos del dogma de cualquier Iglesia y con el poder que hay detrás. Con la tragedia la ética de la felicidad se cumple en la armonía metafísica de que hablábamos, tensa en sus contradicciones pero serena. Con la fe la ética de la felicidad es más bien la ética irracional del consuelo que su pera sus contradicciones en el fanatismo... Veamos. Lo absoluto o lo absurdo de lo místico no es el absoluto o el absurdo de la fe. El salto paradójico de la fe es como la espada de Damocles que parece pender sobre el sentido de todo lo que podemos especular en la mística, máxime a este nivel de lo religioso, inmediato a la religión2'.23
23 Distinguiendo radicalmente podíamos decir que lo religioso (como lo ético o lo e tético), que es el objeto propio del sentimiento místico, no es la religión (ni la ética, ni lu estética), que sería el objeto propio de la mística. Si se personalizan estos conceptos alu den a teorías racionales (palabrería en este ámbito), si se habla de ellos en neutro evocan sentimientos inefables (silencio mostrativo). En el primer caso exigen una referencia ob jetiva real según el proceder trascendental (sintético a p r io r i ), en el segundo sus significa dos son nada más objetos de melancolía, una referencia trascendente a la síntesis trascendental del entendimiento pero inmanente al espíritu. ¿Es más real el entendimiento
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Lo incomprensible del salto de la fe y su no retomo, como en la muerte, hacen de esta instancia la prueba de fuego imposible y absurda de lo místico, en lo que si no se cree como algo efectivamente existente pare ce que no tiene sentido. ¿Qué tiene que ver algo psicológico como el cubo de la creencia, que hay que llenar para vivir psicológicamente tranquilo, con algo conceptual puro o con algo que supera lo conceptual en la eternidad del sentimiento puro? ¿Para qué queremos que aquellas cosas que sólo son objetos de melancolía para el hombre —objetos del pensar, del sentimiento o de la intuición puros— y que como tales cum plen ya una función específica humana sean además ciertas ? (¿Qué sig nifica que estoy cierto o no cierto de que la nada o el todo o la unidad o el origen, etc., existen? O incluso: ¿existe más el Matterhorn porque yo lo haya visto y esté cierto de que existe y de que es, además, el monte más bello del mundo? Mi certeza no significa nada en lo oscuro, ni aña de nada a lo obvio.) La fe quizá no sea una creencia empírica pero responde al mismo género de necesidades o consuelos humanos que la certeza y por tanto se parece mucho a ella. (La fe del apóstol Tomás.) La fe de las Iglesias
discursivo que el espíritu del intclectualismo sentimental?... (Cuando en este libro habla mos de «entendimiento» lo hacemos en el sentido del V erstand kantiano; de «espíritu», en el sentido del in tellevtu s intuitivo tradicional; y cuando hablamos de «razón» no nos refe rimos a la razón dialéctica sino a la ra tio discursiva o a lo discursivo en general. Si el uso trascendental de la razón de la dialéctica kantiana, englobando cualquier aspecto puro de la ilusión, se admitiera como una instancia lícita en la constitución del objeto y de su co nocimiento — tan conformadora como la científica, aunque no se llamara así— y se diera formalmente el mismo valor parejo epistemológico a la lógica de la ilusión que a la lógica de la verdad — y, por tanto, a lodos los conceptos derivados de ambas— , estaríamos en lo que entiendo como recinto del «espíritu» y del «intclectualismo sentimental», expresión poco feliz con la que sustituimos simplemente a la de «esplritualismo», que suena dema siado devota c íntima en castellano, así como «intelectual» e «intelectualismo» suenan demasiado lógicas y profanas para la ocasión. La serie conceptual alemana: G e ist, g e istig , G e istig k e it, d a s G e is t ¡ge. No ésta: G e ist, g e is t lich, G e istiich k eit, d a s G e istlic h e . Una mez cla de espiritual e intelectual, o lo espiritual del lado intelectual. «Lo espiritual» es el ám bito humano por antonomasia la plena y total conciencia cognoscitiva del hombre que asume en él cualquier aspecto de su elevación desde lo empírico a lo sublime, cualquier momento del camino desde la razón al absurdo.) Es así como el absurdo forma parte de mi propio ser en una secuencia natural desde la razón. Y no necesito fe ninguna que me lo ponga en ningún territorio fantástico. Si además de en mí está en otra realidad, a mí no me importa demasiado: donde quiera que yo vaya irá conmigo, y si no voy a ninguna par le, entonces sí que da igual dónde esté. Todo menos reducir lo inefable a formas y penar, en consecuencia, por su posible pérdida: la fe es el origen de muchos de los peores males del espíritu. Porque le propone objetivos empíricos.
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es otra luz, otra mirada a las cosas que el sentimiento místico. La mira da eterna de la mística no es una mirada racional24 pero tampoco inevi tablemente creyente debido a aquella superación natural de la razón en su misma línea, de que hablábamos. La fe religiosa es una superación salvaje e irrespetuosa de la razón: el absurdo por el absurdo de una mística arrogante que sigue en el fondo el mismo juego de poder que la razón narrisa. Como la razón instrumental domina este mundo pare ce que la sinrazón instrumental ha de dominar el otro. Razón o sinra zón: ¿qué más da? La sinrazón es la razón del otro mundo. Eso es la religión: irracionalismo instrumental. (Me refiero a la religión académica — ritual y dogmática— de las Iglesias.) Por eso el salto paradójico de la fe no ha de tener mucha gracia inevitable mente: sí, si nace de un sentimiento eterno y su objeto es por tanto un objeto absolutamente desdibujado en lo absoluto; no, sin embar go, en el rito muerto del dogma, de la apropiación exclusiva de Dios por parte de una confesión concreta, que cree en la existencia de un Dios concreto, de una forma exclusiva de Dios: judío, chino, indio, moro o de tu pueblo25. Toda concreción condiciona empíricamente la fe introduciéndola en todos los relativismos de la certeza. ¿Existe de algún modo lo absoluto? ¿De algún modo que yo pueda
24 Tampoco la mirada de la fe es una mirada racional, en efecto, pero se le ase meja demasiado por su pretcnsión de objetividad y certeza. La razón se parece en ex ceso a la fe, se necesitan demasiado para que no sean lo mismo. Recordemos las virtudes identificatorias de la dialéctica de los contrarios. Por eso la fe es una mirada ir-racional, racional en cualquier caso. 25 Es obvio que los ropajes de Dios son. como los trajes regionales, fruto del folclore o de la mitología de un pueblo. Pero esto puede no cambiar mucho las cosas para nadie, como decíamos: ni para el analizador conceptual, que ha de lerlo en cuenta, ni para el creyente, que lo vive. Ese folclore múltiple es el múltiple modo de acceso de los diferen tes pueblos a lo divino o a la divinidad sin más, pero es necesario relativamente a cada pueblo por su idiosincrasia e incluso a cada persona en particular. (Igual que yo no pue do vivir tu vida o morir tu muerte, tampoco puedo tener tu Dios: tengo el mío.) Con ello, el acceso folclórico a Dios y en general a lo sagrado se hace inevitable para los no inicia dos en las artes filosóficas de la ascensión dialéctica del espíritu a los conceptos puros de la mística y obligatoria para los creyentes de un credo, víctimas también de la grotesca epistemología del cubo (de origen claramente religioso) y de sus secuaces eclesiásticos. Absolutizar católicamente un folclore en concepto e imponer de hecho umversalmente su creencia es el último paso en la arrogancia feudal, en el desprecio del hombre y en el absurdo sin gracia. Mientras la religión se mantiene de modo natural en el espíritu de un pueblo es algo grande, el más grande de los mitos: nada menos que su dcfmitiva com prensión de lo sublime o su extrema imagen del absurdo. Cuando sólo se mantiene en las Iglesias comienza a ser algo peligroso.
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percibirlo empírica o cuasiempíricamente, es decir, de algún modo que yo pueda estar cierto de ello? Esas son las preguntas de la fe del cubo. ¿De qué te vale la certeza que es siempre un estado psicológico relati vo a muchas cosas? No se puede tener certeza más que bajo condicio namientos empíricos y relativa a cosas empíricas. ¿Importa mucho que a Dios le demos forma de mujer o de hombre, de sol o de chacal, por ejemplo? ¿He de tener certeza de una existencia así? ¿Merece la pena para algo? Como concepto puro e inefable producto de un sentimiento absurdo dejémoslo en objeto de melancolía. Para el que reflexiona así la cuestión de la existencia de Dios es superflua: exista o no, a él le va a dar igual de todas formas. (La verdad es la búsqueda de la verdad. Todo lo que es de esperar, pues, de la verdad, es de esperar de su búsqueda.) En los conceptos empíricos la certeza no desempeña ningún papel epistemológico significativo y en los abstractos ni se plantea ni puede plantearse su cuestión: no tiene sentido estar cierto del todo o la nada, como decíamos. Los conceptos puros o absolutos —absolutamente abs tractos y diluidos— se agotan en la inquietud metafísica de que nacen. No tienen otra referencia que la pura melancolía humana, que el senti miento o la intuición puros o eternos — sin espacio ni tiempo, sin psico logía alguna— del hombre. Y ahí no hay posibilidad alguna de certeza o no certeza, cuya cuestión no tendría ni sentido: lo prohíben por defini ción la melancolía y la inquietud mismas. Ahí es el misterio de tu pro pia inquietud por lo eterno y puro lo inquietante y no el llamado misterio de la fe. (A no ser que por éste se entienda aquél.) Ni siquiera la duda es ahí lo inquietante, la duda que es un subrogado de la aspira ción a la certeza (A no ser la duda absoluta que es la absoluta inquie tud.) Si existiera el objeto de inquietud y melancolía, como quiere la certeza de la fe, se acabarían éstas y con ellas la condición humana a la que son esenciales. Los creyentes o los fanáticos, por ejemplo, no son humanos, si «hu mano» significa por definición «racional». También en la superación de la razón se puede seguir siendo racional o humano. La razón no se pierde porque se supere: es la razón la que se supera a sí misma, y no en otra for ma de sí a su mismo nivel, la sinrazón, sino en ninguna forma en lo abso luto26. Ni el irracionalismo ni la fe son ninguna superación de la razón. Más allá en este sentido de la razón, para lo humano sólo puede haber 2b Todas las formas son formas racionales. «Absoluto» significa nada más «sin for ma». aunque para hablar de ello haya que darle siempre alguna como mera imagen, aña diendo siempre la de la «pureza»: pensamiento puro, sentimiento puro, intuición pura.
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dudas; y ni siquiera eso, que de algún modo también identifica formal mente un objeto, sino inquietud general y oscura melancolía por algo que no se identifica ni se puede identificar en forma alguna puesto que no es nada más que un acto de pensar o de lenguaje en el que la razón misma, el ser racional mismo, pura forma de sí ya en el pensar, de algún modo (lo que llamamos sentimiento o intuición eternos: usos o actos mostrativos y autosuperadores de la razón o del lenguaje) adquiere una perspectiva de sí como ser encerrado, una sorprendente y oscura conciencia de sus lími tes. El límite es su propia limitación, su sentimiento de totalidad. Lo que no alcanza a ver es el límite por fuera. Ni siquiera sabe si le limita algo. Lo inquietante es saberse limitado. La melancolía viene de la ignorancia del límite; de un cierto sentimiento de encierro, por tanto, que es el primer paso peligroso a la fe; aunque mientras se mantenga en melancolía es la forma más elegante y perspicua de la tragedia humana. Las dudas concretas sobre una forma concreta de Dios no son dignas de una religiosidad mística pero sí más coherentes en cualquier caso que la fe exclusivista dogmática, acostumbrada en las religiones. Sólo en ese sentido —en la religión positiva— la duda seria la forma de religiosidad por antonomasia. Un mal menor, digamos. Si la religión es fe y dogma, la mística no es siquiera duda concreta sobre una forma o un modo con creto del absoluto, sobre un Dios u otro. Eso no tiene sentido. Detrás de cada forma religiosa, además, hay seres igualmente humanos que la sos tienen con su creencia, los fieles, de modo que ni hay por qué sospechar más ni por qué esperar más de una conformación que de otra; esta cues tión no tiene ningún interés especulativo, todo el que tenga se agotaría en la estadística. La mística en tal caso es duda absoluta sobre la forma misma, sobre la capacidad conformadora de toda forma con respecto a lo absoluto: un sentimiento trascendente y oscuro del vacío de cualquier forma en ese sentido. Inquietud y melancolía. Duda en tal caso sobre la posibilidad y la necesidad de la forma. Tragedia en lo eterno. En el instinto conformador la fe vuelve a parecerse demasiado a la razón. La fe querría trascendentalizar, constituir lo que la razón no puede. De algún modo la fe —como hemos dicho de la religión, que es fe— es un conato de trasladar lo absoluto a lo empírico objetiván dolo a la manera suya: tener fe es creer que de algún modo Dios existe al estilo humano, en formas empíricas o cuasiempíricas de realidad27,
27 Aunque no sea materialmente en ídolos o en imágenes, sí formalmente en categorizaciones de su esencia. Incluso esta formalidad es un desdoro de lo eterno. El
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pretender que lo absolutamente diferente al hombre se manifieste y ac túe en el mundo en formas de mundo, forme parte de alguna manera de él y en último término llegue hasta a hacerse carne y sangre. Un sal to, más que paradójico, salvaje; irracional; primitivo. Lo oscuramente intuido o sentido en el proceder gnoseológico de la mística no tiene suficiente malévolo atractivo para el espíritu en camado de un hombre como para despertar tamañas esperanzas: el creyente religioso que accede a lo divino a través del folclore de al guna Iglesia no hace más, sin saberlo, que materializar esas oscuri dades de algún modo prestado y alienado, no de un modo propio consolidado en el camino del espíritu. La religión es en este sentido el regreso a la empiria, en el mejor de los casos en forma de vuelta esclarecedora a la caverna: con ella los hechos toman otro sentido en el marco de referencia absoluto que trae del final del camino re corrido. Pero ¿por qué quiere traer la luz en persona a la caverna? ¿Para qué? (En tal caso ¡saca a los hombres de la caverna! O mejor ¡destrúyela!) Con esa pretensión surge la fe, como una alucinación en el camino a la luz (no ha asimilado la salida de la caverna) o co mo una ilusión de la caverna misma (no ha salido de ella). Una ofuscación en la luz o un espejismo en la sombra. Eso en el mejor de los casos, digo, en el caso de haber saltado ya al final del camino. Frente a la religión lo religioso es algo místico: absurdo y no irra cional: el sentimiento culmen de lo absoluto o de lo absurdo en el que lo inefable — absoluto, absurdo— se reduce ya a un único punto: lo que llamamos «Dios», «nada», «origen» o como sea, algo que aparece naturalmente, sin salto alguno, al final del camino y que es la meta ló gica de la superación de la lógica, digamos. En lo religioso lo místico ya no es una mirada eterna a las cosas del mundo, como en lo estético, ni al mundo en cuanto totalidad, como en lo ético, sino a la totalidad misma: es una mirada eterna al yo absoluto, a mí mismo como micro
quc la religión diga que todo ello no son más que imágenes de Dios, que Dios está por encima de toda imagen y categorización (lo que es verdad por la propia lógica del camino a Él) no cambia las cosas: el dogma de cada iglesia se basa precisamente en ellas. «Creo en Dios P a d r e , c r e a d o r ... y en J e s u c r is to , su H ijo , que n a c ió de M a r ía , virg e n , etc.» ¿En todo eso hay que creer? Todo eso no son más que irrelevancias para la mirada eterna: el encantador folclore de tu pueblo. Podía ser eso y lo contrario. ¿Qué más da? ¿Por qué Dios por ejemplo no había de ser mujer? Pues por la misma razón que es hombre. Ninguna.
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cosmos o como voluntad del mundo, responsable por tanto de cual quier totalización, es decir, responsable de la mirada eterna. Lo religio so no supera, sublima o idealiza ya las cosas en tipos, como hace lo estético, o el mundo en el yo, como lo ético, sino el yo mismo en Dios: la conciencia de todo en su voz o el campo visual entero en la mirada eterna, como si dijéramos. («Voz» y «mirada» no dejan de ser imáge nes. Como «Dios» mismo. Que en otras acepciones más lógicas es también «palabra» o «pensamiento». Todo una imagen del «yo», que ya es la imagen de sí mismo, del sí mismo.) Lo divino o la divinidad de lo religioso es una idealización del yo metafísico, lógicamente responsable de la constitución trascen dental de todo y místicamente responsable también de lodo senti miento trascendente eterno, como sabemos. El individuo, superado ya en el yo ético y estético, que siguen siendo imágenes del yo con respecto al mundo, se supera ahora en una definitiva sublimación de sí mismo en lo absoluto, en la que prescinde absolutamente de la in dividualidad y de la conciencia, del mundo y de las cosas, una supe ración en un supuesto origen absoluto de todo más allá incluso de cualquier tipo, totalidad o autoconciencia: la supuesta unidad origi naria que llamamos por otro nombre «Dios». Una autoproyección absolutamente fría, que además quiere olvidar su origen. ¿Cómo es posible todo esto? Ah, eso es lo único inquietante. No nuestro Dios o nuestros dioses. Eso no tiene nada que ver con la fe: no es la pretensión positiva de que Dios existe, es el sentimiento eterno de que yo existo; no es la pretensión de que Dios exista a la manera mía, sino de que yo existo inquieto por mis límites, cons ciente de ellos. Se trata de un producto del espíritu humano, de un último paso en la misteriosa ascensión dialéctica de la mística: la definitiva superación de uno mismo en uno mismo, la proyección de su tragedia íntima a la tragedia del origen. (Misteriosa dialéctica porque no tiene otra justificación que su propio hecho. Eso es lo in quietante: la dialéctica misma. Porque la fe religiosa en su producto final tampoco justifica nada.) Sea como sea y cual sea su realidad, al final del camino del espíritu aparece otro concepto al lado del de «yo», identificado ahora con él como antes el de «cosa» o el de «mundo»28: el de «Dios». Por eso al
28 El yo se identifica con el objeto en la experiencia de lo estético y con el mundo en la de lo ético. En lo religioso se identifica con Dios.
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final la ética, igual que estaba fijada en el yo hasta ahora, desde esta perspectiva — que no es en absoluto la de la fe — queda definitivamen te fijada en Dios mismo, superada en lo religioso que le da ahora su último sentido: el fundamento aparece al final del camino cuando el proceso del espíritu queda definitivamente claro. Lo religioso y su ob jeto divino surgen como superación de lo ético en el camino místico del espíritu: eso quiere decir que estaban más escondidos, más profun dos en él, a las bases mismas, pero que no aparecen naturalmente ni pueden aparecer sin la andadura hecha El camino natural a la religión es la ética, aunque luego la ética encuentre en ella el mejor de los apo yos. (La religiosidad ética tolstoiana de Wiltgenstein.) ¿En qué forma de Dios o de religión se identifica la ética? En ninguna La última for ma era en tal caso el yo, por los resabios trascendentales que podía te ner, y ya está superada. La ética es religión o Dios en ninguna forma: en la informa senti mental de lo religioso no en la forma dogmática de una religión, en lo oscuro de la melancolía o de la inquietud, es decir, en la conciencia: en la voluntad no en la representación, digamos. No podrían existir éticas como no pueden existir dioses. (Por eso la ética no es una teoría, una forma racional de lo ético.) Pero de hecho existen teorías éticas, como existen religiones y existen dioses: hay tantas formas de ética como formas de religión o de Dios. (De ahí la palabrería ética religiosa: su coherencia teórica con unos axiomas de fe no le libra de la incoheren cia originaria de ellos.) Cada ser humano tiene la suya en el mismo sentido en que tiene su Dios, es decir, en aquel por el que no puede no tener sino el suyo: el creyente alienado, en una forma concreta, y el místico individualista, en la forma pura del sí mismo. (De ahí la cohe rencia, al menos, de hablar en primera persona cuando hay que hablar de ética o teorizar el bien y el mal: que cada uno hable entonces en nombre de sí mismo, de su Dios. Es más digno. En el caso del creyen te, el sí mismo sería su Dios, su credo: hablar por sí mismo sería hablar por su Iglesia; en el caso del místico, lo divino sería él mismo: hablar de sí mismo es hablar de sus vivencias eternas. El creyente se identifi ca con Dios alienándose; en el caso del místico ya no tiene sentido si quiera hablar de dos cosas.) La fe no es consciente de su propio origen en la tragedia humana que su absurdo salvaje sin embargo pone de relieve: ¿por qué volver a dar forma a la definitiva superación de las formas?, ¿por qué de sandar el difícil camino del espíritu? La fe, en el mejor de los casos,
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no pudo soportar las preguntas de la inquietud al final del camino: ¿por qué todo el arremeter del camino contra la forma si parece des de el principio que la forma es necesaria y su superación imposi ble?, ¿por qué, sin embargo, al final la conciencia oscura del vacío esencial de toda forma si desde el principio la forma parece necesa ria a la conciencia del hombre? Las preguntas generales trágicas de la condición humana: ¿por qué un arremeter necesario e imposible o absurdo contra la forma?, ¿por qué la imposibilidad en el mundo de una forma absoluta de la que parece pender, sin embargo, necesaria mente?, ¿por qué la melancolía y la inquietud por algo absurdo, ne cesario e imposible a la vez?, ¿por qué esa condición trágica del hombre, siempre encerrado de alguna forma en la tensión de lo ne cesario e imposible, que la fe no soporta y quiere solventar salvaje mente haciendo sin más gala de lo absurdo?, ¿es realmente eso una tragedia? (Preguntas absurdas, por supuesto, pero por eso con ma yor sentido. El hombre lógico no las entiende pero de hecho es una marioneta suya. La conciencia de ellas es la verdadera tragedia. El ánimo del hombre trágico. ) Hay un sentido ordinario de «tragedia», como aparece por ejem plo en la paradoja de la fe que nace de lo empírico, que no viene en absoluto en lo absoluto al caso. La tragedia de verdad está en otra parte que en este mundo, constructo racional del hombre. «No hay tragedia en este mundo (el mío), ni existen tampoco esa infinidad de cosas que arrastra consigo (como resultado) la tragedia. Por decirlo así: todo es soluble en el éter del mundo. No hay durezas. La dureza y el conflicto no son algo magnífico, son un defecto» (VB 27). La tensión trágica en el mundo se disuelve en la totalidad siempre lógi ca de los hechos, en la que cada cual encuentra siempre su sentido. No hay distancia entre el ser y el ser en este mundo: el ser es y el no ser no es. Ni en el ser ni en el no ser hay tragedia auténtica. La tra gedia se da en el reino del valor, que supone siempre un desfase o diferencia en el ser: que lo que es no es, y viceversa. La tragedia es cosa de Dios, se resume y concentra esencialmente en ese centro de la vorágine universal, que le define como foco de toda contradic ción, él mismo sereno. Ya citábamos estas palabras: «En el cristia nismo sucede como si el buen Dios dijera al hombre: no juegues a la tragedia, es decir, no representes el cielo y el infierno en la tierra. El cielo y el infierno son asunto mío» (VB 34). Si hay algo trágico, necesario e imposible a la vez, en efecto, es Dios mismo, en sí mismo escindido sin perder su unidad: el mal y el
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bien, el todo y la nada, el cielo y el infierno, la inmensa multiplicidad encontrada del universo, etc. Todo surge de él, incluso él mismo. La tragedia originaría se juega en el seno de la Trinidad (el imposible y necesario autoparto de Dios) y de la creación (la imposible y necesaria salida de Dios de sí mismo), es decir, en el mito absoluto del origen que es la imagen absoluta también de toda tragedia. La proyección de la inquietud del hombre es trágica al máximo en sus mitos del origen. Las tragedias humanas, en efecto, se disuelven normalmente o en el todo del mundo, o en el curso del proceso dialéctico sublimador que hemos explicado —el todo de la vida— si además de humanas son mí as. Pero siempre queda en perspectiva la muerte, el límite definitivo, imagen definitiva también de cualquier límite del pensar, disolución definitiva de toda tragedia pero por eso imagen de la tragedia definiti va también: una necesidad absoluta que el individuo vive a la vez como absolutamente imposible. La proyección de esa definitiva inquietud humana que tiñe todo, el principio y el final, que pone en cuestión el ser entero del hombre, es el mito de la tragedia divina del origen y de todas sus gigantescas contradicciones definitivamente asumidas en un modo de ser «divino» bienaventurado, imagen de la armonía metafísi ca de la felicidad que persigue el hombre: tensa de contradicciones. Ahí busca el hombre el sentido de su origen y de su final: su sentido. La catarsis definitiva. Los mitos del origen son máximamente trágicos porque el hom bre, con su final, entiende también trágicamente su origen, como origen además de una tragedia. Es absurdo pero real, trágico en sí mismo, que el hombre viva trágicamente su propio sentido, siempre a distancia de sí, en el absurdo de una realidad propia nunca asumi da, nunca suya, nunca justificada, siempre oscura, amenazante in cluso. Esa conciencia trágica de sí reposa en una mala conciencia — de nuevo absurda— del origen por la que siente su vida nada me nos que como un castigo: la conciencia absurda de la culpa original que nadie ha cometido pero que todos pagan: la culpa de haber naci do, de ser como se es y del propio hecho de ser. Se trata además de una mala conciencia universal en el que tiempo y culpa van siempre unidos29. Parece como si el tiempo en el que rueda el
Por la cvanescencia üc su aparición en el mundo (¿en lugar de otra cosa?) cada cosa ha de pagar su precio a la justicia del destino; por el roce inevitable de unas co sas con otras en la existencia, unas a otras han de hacerse justicia... S ie m p re la c u lp a v e l tie m p o c o m o e s c e n a r io s o le m n e d e la tr a g e d ia . De acuerdo con ellos (k a ta to
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universo fuera un bien escaso. Parece, mejor, como que fuera o el bien supremo, el seno del fatum divino, o el mal supremo, la exterioridad de lo divino o la lejanía al origen. En cualquier caso, en un sentido o en otro, hay que pagar por ocuparlo. No sólo el hombre, sino todas las co sas han de pagar por la culpa de existir. Éste es principio absurdo de la visión trágica del universo por la que las cosas necesariamente existen de un modo imposible: perpetuamente irreconciliadas consigo, como decíamos del hombre. Sólo el castigo parece justificar la existencia y su sentido. La pena para cada ser es vivir encerrado en sus condiciones re lativas (la especificación e individualización, la medida de la esencia), siempre alejado de la perfección caótica originaria de la unidad de lo absoluto: en el caso humano la pena es la encerrona en la legaliformidad empírica, la pena de una vida racional. La condena de ser hombre. Curiosa v absurdamente, en efecto, sólo el castigo justifica mi exis tencia. Tanto mi forma de existencia como mi existencia misma. Existir es existir así: ¿en qué otra forma soy posible, fui posible? Imposible es te ner culpa de algo que no he elegido, pero imposible es no tenerla si estoy aquí. He ahí la tragedia. La culpa de existir es la culpa absoluta, la culpa de todo y la culpa de nada, el pecado del origen que no puede ser sino su propio castigo. Imposible es ser castigado por algo que no he hecho, pero imposible es no estar castigado si estoy aquí... Absurdos místicos, senti mientos muy oscuros pero tan reales que constituyen de hecho el marco de sentido más general de la autoconciencia universal del hombre. Como se ve, preguntar por responsabilidades más claras más allá de la conciencia individual es necedad para la razón, pero de algún modo —absurdo, desde luego— siento mi responsabilidad universal por existir: la culpa de existir que hay que pagar con la existencia mis ma (porque esta existencia mala para el hombre no puede ser sino un castigo) o la culpa de haber nacido que se revela en el hecho mismo de la maldad de la existencia (porque la existencia mala del hombre mal vado transfiere su culpabilidad al origen). Mi culpa de todos modos es siempre absoluta —relativa a nada de lo dicho— por el mismo hecho de existir sin más, respecto a la responsabilidad absoluta del lodo al que pertenezco y que de algún modo soy en lo absoluto precisamente en cuanto existo absolutamente condenado a la relatividad.
c r e a n , k a ta te n tu cro n u ta x in ) rueda la magnífica maquinaría del nacimiento y el ocaso de todo. Parece que hasta el azar quiso dar a la advertencia de Anaximandro el respeto agregado de lo más antiguo. Pero no es ella la que nos interesa ahora.
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Como cualquier viejísimo mito religioso — todos pertenecen de algún modo al dominio de lo religioso y todos pertenecen de cual quier modo al recinto de lo místico— el del «pecado original» es absurdo pero no necio, tan absurdo como cualquier sentimiento pu ro oscuro humano y tan poco necio como la búsqueda trágica de sentido que supone la inquietud de que nace. Desde él y desde otros muchos la racionalidad de la existencia (la existencia racional, la existencia humana misma) se intuye como una maldad o como un castigo que remiten a una culpa original. Lo importante es siempre el sentimiento de una existencia irre conciliable consigo misma. Por eso entre otras cosas se imaginan siempre paraísos. El mito del origen, en lo divino o en lo humano, es la forma más general de la tragedia auténtica: el décalage en su forma máxima entre el ser y el no ser, en lo divino, o entre el ser y el deber ser, en lo humano. La tragedia de verdad es la tragedia del ser (no ser, deber ser). Las tragedias del ente pertenecen a otra categoría. La tragedia tiene que ver siempre con un absurdo supremo, el pecado original por ejemplo, cuya gracia desde luego es exclusivamente mística; nunca con un absurdo empírico, sin gracia espiritual alguna. (Por el pecado supremo tuvo que morir el mismo Dios, para redimir los pecados bastan las palabras de un pobre cura.) El hado necesario y absurdo sopla sólo en lo eterno... La tragedia reside en lo místico, tanto objetivamente, con relación a un contenido cualquiera que pone en peligro la armonía trascendente de los valores superiores, como subjetivamente, en el conflicto entre pasio nes eternas del individuo estético. Si prescidimos de la última imagen de Dios en lo religioso, tipos estéticos como Otelo o Hamlet son la ima gen del digno agón de esa lucha heroica individual sin posibilidad algu na de éxito contra el destino en que consiste dramatizadamente la tragedia. Esa lucha es doblemente imposible: por absolutamente desi gual (el hombre perece a manos del destino) o por absolutamente absur da (la voluntad del héroe y la voluntad del mundo se identifican, los elementos naturales coinciden con el humor del héroe). En ningún caso es lucha, pero siempre es necesaria. La tragedia sólo puede plantearse con sentido en las tensiones eter nas de los supremos valores, en cuya armonización consiste precisa mente la serenidad de la bienaventuranza. Lo que quiere decir que la tragedia se plantea precisamente en el reino de la felicidad o que la felicidad sólo puede plantearse desde la tragedia. En este sentido tam bién, la tragedia es máxima: porque es absolutamente necesaria ella
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misma donde resulta ya absolutamente imposible, en el límite entre tensión antagónica y armonía tensa; porque su inmediato límite es jus tamente la felicidad. Sólo por la tragedia es posible la felicidad como tensión armónica: más felicidad, digamos, mientras más tensión en la armonía metafísica en que consiste. (Felicidad suprema en la suprema tensión del todo y la nada, del bien y del mal, del cielo y el infierno, del sí mismo uno y trino, etc., de Dios.) La tragedia es el paso límite a la felicidad, la felicidad es el regreso límite a la tragedia. Recordemos lo dicho de los límites: sólo en el momento de su superación en la ar monía trascendente de la felicidad la tragedia tiene sentido superior; sólo ahí es realmente tragedia, donde ya (casi) no puede serlo: en el lí mite mismo en que se cumple en la felicidad, en el límite mismo en que no hay ni una cosa ni otra. La armonía de la felicidad tiene un fondo tenebroso de contradicciones. La felicidad sólo consiste en la armonía de ellas. Donde las contradicciones son más necesarias para la felicidad (en la tragedia) se hacen imposibles para la tragedia (en la felicidad): hay, pues, un momento de indistinción en el límite en que la propia tragedia, como la felicidad, vive en sí misma lo que es ser im posible y necesaria a la vez. Este sentimiento absurdo, por otra parte, no es tan extraño en la vida ordinaria ni con respecto a la felicidad ni con respecto a la tragedia30. [¿Hay diferencia ya entre felicidad y tragedia? Ésa es la tragedia di cho de otro modo (y la felicidad): que no la hay en el límite. Y en el lí mite se juega todo lo importante tanto en la vida como en el pensar.! Algo es trágico en definitiva porque en el límite no lo es y debería serlo. He ahí el modelo más general de la tragedia: el décalage esen cial de lo real. No hay otro sentido de tragedia en y para lo más alto: el modelo absoluto de la no coincidencia del ser y del deber ser... Ésa es la tensión mística, feliz y serena en la armonía de lo absoluto donde ser y deber ser coinciden a pesar de todo en el origen, inquieta y me lancólica en la desarmonía del mundo donde ser y deber ser no pueden
30 Algo parecido sucede también en la tragedia del teatro, que se cumple justa mente en la catarsis. Su ficción, que es un no ser, corresponde al no ser del deber ser en la ética. La tragedia no puede cumplir su función esencial — la función catártica— sino por su carácter estético de ficción. ¡La felicidad de la ilusión, de la sublimación, de cualquier paraíso, del no ser! El camino al espíritu es en este sentido trágico por que en este sentido lo estético, lo ético y lo religioso son algo trágico: una ilusión ne cesaria, una realidad imposible: el reino de la felicidad, más real a pesar de todo que la vida misma. Porque por ella se vive.
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coincidir porque éste ya no pertenece a su esencia. Feliz y serena en el caos de lo absurdo, inquieta y melancólica en la razón de las formas. Hay un sentido en que la ética es onlología, es éste: el origen de los valores no es más que el ser perdido al existir en formas, el ser auténtico que es la nada de todo esto en el origen. En el origen el ser y el deber ser del mundo son el ser y el no ser, irrespectivamente. La onlología en Dios es ética en el hombre: el ser de Dios es el ideal del hombre. El ser de Dios es el ser perdido del hombre: el deber ser. Se entiende que la ética sea Dios mismo. O, como antes, el yo ideal. Todo por el ser y el no ser. Por el ser y el deber ser. Todo por el décalage trágico entre el ser y el no ser, entre el ser y el deber ser. Supremamente trágico en la felicidad misma que posibilita: precisa mente porque en ella no lo es y debería serlo. Para la razón simplemente es lo que es: es lo que debe ser y debe ser lo que es. (Desde la lógica, el mundo que es es el mejor de los mundos.) Cualquier cosa que no sea lo que es es una contradicción trágica para ella. Y sin embargo todo existe necesariamente en una forma imposible, en la forma de no ser lo que es, lo que parece que debería ser. La razón no tiene sensibilidad para el deber ser que no es más que una contradicción para ella: un ser que no es pero que constituye tu proyecto supremo. El deber ser niega siempre al ser, es siempre un no ser o nada con respecto al ser que se es... Como se ve no tiene sentido ninguno, porque resulta siempre ab surdo, razonar los valores. Desde la razón el deber ser no puede ci frarse más que en la legalidad, algo que se consensúa y establece como criterio de conducta. Éste es todo el negocio racional con los valores, cuyo cálculo en los diferentes estratos de la jurisprudencia sí tiene perfecto sentido lógico. Una ética racional es un engendro absurdo sin gracia alguna. Como mi lenguaje, al que sólo le salva su conciencia negativa: se habla para demostrar el ridículo de hablar de ciertas cosas, que así aparecen como efectivos límites del lenguaje. El lenguaje y la razón tienen límites y ellos mismos, yo, son cons cientes de ellos. Eso es lo inquietante, aunque no pueda identificar racionalmente mi inquietud en objetos más allá de ellos. La con ciencia de los límites, la inquietud y la melancolía de esa concien cia, son definitivas en este sentido. Cualquier cosa más allá de ellas no puede ser sino oscurísima. Absurda. De ahí nace también el sentido superior del arremeter contra el len guaje y la razón y sus formas lógicas, el sentido superior de esta otra forma de expresar la tragedia humana esencial, siempre mística esen
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cialmente. La naturaleza o naturalidad del arremeter es la necesidad de lo imposible o de lo absurdo de la búsqueda del deber ser y del deber ser mismo. Una empresa «perfecta y absolutamente desesperanzada» (C 43) la del arremeter contra los barrotes de nuestro encierro racional, la pelea con los límites en que consiste esencialmente lo ético y lo reli gioso, lo místico en general. Esta agonía permanente tiene todos los ingredientes del absurdo y todos los de una tragedia a lo grande, de los que tiñe esencialmente a la ética wittgensteiniana. La embestida de la ética es tan necesaria como absurda, tan real como imposible. Como en las luchas heroicas de la tragedia. Aunque la tragedia y lo absurdo no están tanto en el arremeter nece sario y desesperanzado, ni en la conciencia de la necesidad y desespe ranza de esa pelea, cuanto en la conciencia de que sólo la desesperanza da sentido al arremeter, de que sólo el castigo justifica la existencia o de que sólo el no sentido da sentido al lenguaje, como sabemos31. Todo lo absurdo es trágico en cuanto todo se deja reducir al absur do, en cuanto todo se reduce necesariamente al absurdo en el pensar, justamente donde está su verdadera esencia (su posibilidad misma). Todo lo absurdo es todo. Por eso es trágico. Toda ética de verdad es trágica. tanto que es la conciencia de la gran tragedia: las cosas no son como deben ser. La ética de Wittgenstein es trágica: tanto que además no puede ser dicha. Una conciencia absurda del absurdo. Pero, después de esto, ¿qué puede significar ya lo trágico sino una caricatura cuando quiere hacerse de ello una adjetivación empí rica? Hay que tener cuidado, el cuidado del análisis, con el apelativo de «trágico» que en Wittgenstein debido a su personalidad, a su fa-
M Todo esto es demasiado absurdo para no serlo tanto como la vida misma. Las in quietudes últimas de la vida, sus desgracias y sinsabores no tienen otro sentido que ese absurdo. Pero el ejemplo del lenguaje es más intuitivo: en los momentos más delicados de la vida en que más se necesitaría expresarse faltan siempre las palabras. En esos ca sos el lenguaje sólo significa por su falla de sentido, superándose hasta el ridículo en un intcrjeccionismo sentimental digno casi de épocas primitivas. Pero sólo así significa lo que quiere. Ejemplo: «vida mía», «mi corazón», «te querré eternamente», «eres lo más maravilloso del mundo», etc., sandeces encantadoras que se susurran los enamorados: en este caso modélico el lenguaje se supera a sí mismo en puro acto de amor. «¡Maravi lloso!», «¡Genial!», «¡Tremendo!», «¡Precioso!»: puro acto de emoción estética, igual podías haber dicho «¡Ah!», «¡Oh!», callarte la boca llorar, bailar o rascarte la barriga para dar fe de «la belleza» de un cuadro. Pero sólo así el lenguaje se acerca a lo que quiere expresar reduciéndose al absurdo.
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ma o a lo que sea se presta a caricaturas empíricas sin cuento y que no vienen para nada a tal. Poco o nada tiene que ver el vienés con la grotesca psicologista. Unir tragedia y rareza empírica de carácter, homosexualidad por ejemplo, es una de las grandes cruces de la in terpretación wittgensteiniana. Wittgenstein no era trágico por ser homosexual, Wittgenstein era trágico porque era un místico. Como era un suicida en potencia por su aficción al pensar puro o un loco en potencia por su dedicación a él. Quiero creer que Wittgenstein era un trágico en la imposibilidad sublime del absurdo, si no no tiene ninguna gracia el poco sentido de su primera filosofía. En el plano empírico Wittgenstein era poco vul gar para ser tan trágico o poco bruto para pensar como un cabrón; po co vulgar y bruto en cualquier caso para que el prosaísmo de la tragedia psicológica sorbiera sus sesos y con ellos su pensar. Todos sus ideales éticos van en contra de ello. Desde este concepto irrelevante de tragedia se quiere contemplar a veces el esfuerzo místico de Wittgens tein como si se tratara del canto conmovedor de un tragos cualquiera. ¡Vaya por Dios! ¡La tragedia psicológica del arremeter igual que antes el conservadurismo político del silencio!32. Más allá de cualquier psi cología y de cualquier política comienza justamente el pensamiento grande. (De Wittgenstein se admite que pensó a lo grande.) Decir que la ética de Wittgenstein es así porque él era un hombre trágico de carácter, aunque sea verdad en el mundo no es decir mu cho y desde luego nada esencial. Ningún llorón por llorón ha llega do a la nada. Si quieres decir que su ética es así porque él era pesimista, amargado, dramático, también puedes decir que es así porque era listo, nervioso, sincero, de Viena33, porque no era negro, porque tenía dos manos, porque fue a la guerra, porque no fue a la luna... Y tienes razón. Porque estos hechos siempre significan algo, unos más que otros. Así que puedes seguir: porque le gustaban las
32 A este nivel, como hemos dicho, los ideales de Wittgenstein en el pensar eran otros: «M i ideal es una cierta frialdad. Un templo que sirva de escenario a las pasio nes sin mezclarse con ellas» (V B 14). Esa es la mirada distante de lo eterno o la espe cie eterna de la mirada mística. Si no hablara de templo sería sólo la distancia de la vida normal del conocimiento. Pero la academia, en general, no es templo de nada (si templo quiere significar un lugar sagrado). 33 Adjetivaciones como «vienés», por ejemplo, incluso «judío», etc., remiten a otras categorías, culturales, no empíricas, que sí intervendrían directamente en el sen tido — no sólo en el hecho material ¡¡relevante— de su pensar.
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patatas chip, las películas americanas, porque murió de cáncer... Acabarás por decir que la ética de Wittgenstein es así porque la es cribió Wittgenstein y porque Wittgenstein era Wittgenstein: que es así, pues, porque es así. Y tendrás razón. Pero no habrás dicho nada. En ese sentido ramplón de la empina hasta el atizador de la chi menea en la conferencia de Popper pertenecería esencialmente a la tragedia ética wittgensteiniana; y pertenecía de verdad, pero en otro sentido, sólo que Popper era demasiado racional para reparar en el valor del absurdo... La personalidad trágica de Wittgenstein, por lo que interesa, no es más que su propia ética, es decir, pertenece en tal caso a la mística e incluye ya aquello que se dice se deriva de ella. El sentido de ambas es el mismo porque ambos, ser y pensar, se constituyen a la par en la tensión del camino. Ninguno justifica a ninguno empíricamente. Empíricamente quien escribe es la pluma, la mano o la cabeza; lo demás no tiene sentido. En otro sentido no puedo separar lo escrito del escritor como no puedo separar la sonri sa del rostro; echar la culpa o el mérito de uno a otro es absurdo. Son lo mismo. Ni siquiera la imagen de la decencia o de la veraci dad que hemos usado tantas veces evoca así nada especial. Ni Wittgenstein fue un trágico ni su ética significa una tragedia sino en sentido místico. Hablamos siempre del primer Wittgenstein, hasta 1930. Su segunda obra tiene otros intereses que los místicos: entonces sólo le importaba ya saber el sentido de lo que se dice, no de lo que no puede decirse. Pero incluso en ejemplos de los años cuarenta34, analizados a su estilo psicologizante por así decirlo y a pesar de sus condicionamientos empíricos, la tragedia se plantea en lo absoluto. El dilema de Bruto al matar a César, el del científico que tiene que elegir entre dedicarse a una esposa acaparadora o al bien de la humanidad investigando el cáncer, que Wittgenstein pare ce que puso a Rhees como ejemplos de tragedia en sentido ético, empíricamente no guardarían más substancia moral que la que en cierra la angustiosa tragedia de un niño al que se le plantea el dile ma de a quién quiere más, si a papá o a mamá. Ninguna. El niño no tiene juicio, no tiene responsabilidad, es de suponer que no sabe nada de sentimientos místicos y sin embargo siente em píricamente angustia como el que más, no menos desde luego que la
34 Cfr. Rush Rhees. «La concepción wittgensteiniana de la ética», en C 51 -63.58.
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que debió sentir Bruto o puede sentir el citado investigador del cán cer. Pero no por eso su angustia es trágica. Por eso no lo es la de ninguno de los tres. El sentimiento trágico, aunque de mediata base empírica como todo lo humano, va transido por lo absoluto de los valores o por una conciencia absoluta de los hechos: por el absurdo racional de la mirada eterna. (Nosotros no hacemos más que especi ficar esa conciencia absurda. ¿Por qué Bruto debió o no debió matar a César aparte de los intereses romanos?) Lógicamente las alternativas de estos dilemas tienen el mismo estatus, de modo que cada pregunta plantea un problema solucionable empíricamente sin inquietud valorativa alguna: matas a la mujer por ejemplo y se acabó el problema, como hizo Bruto con César; si la ley te lo impide y no quieres ir a la cárcel, te separas de ella; si no tienes mayor interés por una cosa que por otra, te lo juegas a cara o cruz por ejemplo; o te pegas un tiro y ya no hace falta que elijas; etc. Ahí todo da igual con tal de solucionar el problema, cualquier elección es una solución y cualquier solución es coherente. Místicamente esos dilemas no son un problema empírico o judi cial, de interés o de razón, son un misterio. (Quieres a la mujer, por ejemplo.) Sólo ahí son trágicos, donde se plantea la angustia de una necesaria elección en el absurdo, de la necesidad de una respuesta imposible, del no sentido tanto del dilema como de la decisión: la angustia de la autenticidad. Sólo ahí no debes matar a la mujer, por ejemplo, precisamente quizá porque es absurdo no hacerlo (sería una solución lógica). El auténtico «razonamiento» moral es el silogismo del absurdo, el imperativo de lo trágico. Con la lógica de la razón, la que se suele em plear en los negocios del mundo, peligra la armonía eterna de lo inefa ble, peligra la angustia, la inquietud, la indecisión: la tragedia, en una palabra; y con ellas esa serenidad tensa pero entera, feliz, en que habita lo sublime de la autenticidad del hombre, lo que le hace superar una decisión por intereses, lo mismo que le hace superar la tragedia en la felicidad: su libertad absoluta y su decisión absolutamente libre por en cima del bien y del mal razonables (su coincidencia con ellos sería siempre casual aunque fuera perenne), consensuados por los intereses de otros prójimos que no son él, que no van a vivir ni a morir por él. ¿Qué alternativa elegir, pues? ¡Ah! «Eres libre, inventa», diría Sartre. «Sé feliz», «Vive feliz» o «Que Dios te ayude», diría Wittgenstein. A no ser por la legalidad, que no es nada más que la orde nación de la miseria como hemos dicho, igualmente razonable es
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una alternativa que otra. Ninguna accederá así nunca a la tragedia. Ni a la felicidad. Igualmente bueno es desde la razón que dejes que los nazis maten a tu madre que optes por traicionar a la Résistance, si en esa alternativa límite y cerrada te han puesto los avalares de la guerra como en el ejemplo de la Beauvoir. Lógicamente, por lo que respecta a su valor moral, da igual matar a la esposa en bien del cán cer o matar a César en bien de Roma; o que muera la madre por la patria; o tú por la madre y la patria; o todo lo contrario. Nada de eso será nunca trágico, sublime, místico, feliz, digo. El interés de la razón es siempre la razón del interés: afectos empíri cos camuflados de consenso, el capricho del más fuerte. En la razón no cabe ningún interés o afecto puro, que por definición es inefable. La ética no se puede deducir sin más de los afectos: los afectos, en tal ca so, traducen ya principios éticos. Cuando se habla de ética emocional o emotivista han de suponerse ya afectos sublimados, educados en el ca mino místico, puros. (Que esto es mucho suponer, es evidente, pero también que hablamos en un contexto absolutamente individualista.) Esto es lo que se supone (schopenhauerianamente) al decir que la ética es el sujeto: que el sujeto es quien es bueno o malo y no las acciones, que el bien o el mal están en el ser y no en el obrar, que un hombre bue no hace cosas buenas y no puede sino hacerlas; el respeto a la persona no a la ley, el respeto a la conciencia no al catecismo: esto es lo que su pone una ética individualista de la felicidad. No quiere decir que no se respete la ley o el catecismo, pero por otras razones que la felicidad desde luego. Esto es lo que creo que se entrevé hasta en ese lenguaje aparente mente psicologista (irónico sería que el terrible disolutor de la sustan cia conceptual de los actos psíquicos cayera en psicologismos) del último Wittgenstein al que acabo de referirme, cuando al parecer anali zando respecto de su moralidad la cuestión del apuñalamiento de Cé sar por Bruto o aquella otra kierkegaardiana de dejarse matar por la verdad justificaba su carencia de interés en tanto problemas u objetos siquiera de discusión moral diciendo que nunca sabremos «qué es lo que pasó por la mente» de Bruto antes de decidir asesinar a su amigo, ni «cómo debería sentirse» o «en qué estado anímico debería hallarse» quien muriera por la verdad, etc. (C 57). Lo que Wittgenstein quiere saber es sólo si Bruto era un místico o un sicario. Porque sólo en el pri mer caso su conciencia es moral y su dilema tiene interés ético. Si no, con que se encarge la justicia es bastante. (A pesar de su filosofía, Wittgenstein no cambió tanto en su modo de pensar.)
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Naturalmente yo no puedo juzgar sino de mi conciencia. Juzgar de la de otro es un absurdo sin ninguna gracia ya que, a parte de to do sentido lingüístico o no, no puede haber problemas morales ade más que no sean los míos: lo que el segundo Wittgenstein llamaba un problema moral el primero lo hubiera llamado una cuestión de hecho, relativa y banal; pero si se trata por lo que sea de hacerlo, sin mínimas cuestiones de sentido como las que plantea Wittgenstein ahí no puede uno ni acercarse a ella: son cuestiones elementales, ob vias en el yo, infinitamente distantes en otro, sin cuya respuesta no puede plantearse ni la legalidad. (Bruto podría estar ebrio o irresisti blemente trastornado, por ejemplo.) Es decir, no es que Wittgenstein pregunte por esos estados aními cos como criterios de moralidad, espero, sino como criterios de signifi cado. No es que la m oralidad de la acción dependa del estado psicológico, es que si no se dan las condiciones mínimas de conciencia eso no es una cuestión moral interesante o no es una cuestión moral —o ni siquiera general— en ningún sentido. Esto es obvio. Si las cues tiones no están claramente planteadas desde la lógica al menos, no se sabe qué sentido o no sentido tienen o pueden tener; y para eso hay que saber qué significado exacto se da a las palabras o a las expresio nes. Eso es lo primero. (Nunca una cuestión expresable en el lenguaje puede tener para el primer Wittgenstein sentido ético. Yo creo que tampoco para el segundo. Pero si no lo tiene ni lógico, no tiene ningu no: tanto para el primero como para el segundo.) Primero la lógica siempre, desde luego. El análisis lógico del lenguaje es la primera he rramienta cuando uno ha de salir de sí. Imprescindible, por más que señale el comienzo del calvario para el individualista. «Creo que sólo quería hablar de un problema si era posible imaginar o reconocer alguna solución», comenta inocentemente Rhees descu briendo el Mediterráneo. Claro, y por las mismas razones por las que veinticuatro años antes escribió eso mismo en el Tractatus: porque lo ético queda más allá de las preguntas con sentido. Para eso hay que sa ber primero si algo tiene sentido lógico: para saber justamente que en tonces no tiene interés ético. Los apuntes más personales del segundo Wittgenstein demuestran que no cambió nada en lo esencial con respec to a la ética. Otra cosa es que sólo le interese ahora analizar el sentido o el sinsentido lógicos del lenguaje: pero con ellos sigue poniendo de re lieve su sentido o sinsentido ético, irrespectivamente. ¿O no? O Wittgenstein en 1942 consideraba ya las cuestiones éticas, al modo legal, como meros problemas de una «ética correcta» decidible
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racionalmente tras la adopción de un sistema de ética como en cual quier juego con sus reglas, según parece por la narración de Rhees35, o bien, por lo que nos interesa, ese modo de cuestionarse psicologista no es sino un modo de dar por supuesto que la ética está en otra parte (Wittgenstein sigue pensando que lo ético es inexpresable y me imagi no que, por tanto, absoluto). No es una alternativa incompatible porque supuesto lo segundo sigue valiendo que todo lo que se puede hacer en el lenguaje es cuando menos plantear los problemas claramente a ver si desde su relatividad pueden llamarse buenas o malas las cosas con forme a las convenciones de los juegos. No es el momento de analizar hasta qué punto el pensar del último Wittgenstein siguió o no siguió de algún modo fijado a lo absoluto. Tampoco lo creo necesario. Siempre se impone lo mismo: si no hay principios morales absolu tos no hay ética y si los hay han de tener que ver con algo superior al negocio diario de afectos. Si no, y salva poena legis, conforme a mis intereses puedo elegir cualquier principio como máxima de mi acción: el mundo es mi mundo también a nivel lógico, y yo soy el que vivo mi vida y muero mi muerte también a nivel empírico. Si pueden discutirse todos, ¿por qué no va a poderse elegir cualquiera? Todos los principios lógicos valen igual: nada. El valor está en otra parte. La tragedia está en otra parte. (En mí o en Dios, que es lo mismo.) Aquí —ahí fuera en el mundo— no hay más imperativos que los legales. (Eso, o moralinas de esclavos.) Justamente por no dejar las valoraciones del hombre — nada menos que el sentido de su vida y de su muerte— en manos de la lógica de la ciencia (los monstruos de la razón) o de los intereses del poder de tumo (siempre sedimentados en la legalidad), la ética ha de plantearse sus principios a otros niveles. Niveles que han de ser necesariamente sobrenaturales si no son ra cionales, naturales, relativos, si han de ser absurdos (para la razón) co mo el silencio de antes o el arremeter de ahora. No hay por qué engolar la lejanía de lo sobrenatural que es sólo una trascendental trascendencia
^ El bueno de Rhees. el caballero de la obviedad, insinúa que Wittgenstein conside raría oportuno para las decisiones sobre el valor ético el «método antropológico» relati vista que usaba en general en su última filosofía, perfectamente descrito en sus comentarios a Ixi ra m a d o r a d a de Frazer «Imaginemos una tribu...» (Y siempre hay una tribu para cada caso.) Todo valor se relativiza culturalmentc como todo significado se restringe al uso. Naturalmente, desde esta ética relativista de los juegos de lenguaje todo vale, incluso la insolencia de Goering de sones goetheanos: «Recht ist, was uns gefallt» (Cfr. C 6 1 ,57ss.) ¡El cálculo lógico frente al silogismo trágico! Otro ejemplo.
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que sepamos: la función perceptiva de otra instancia humana — la del espíritu o la de la mirada eterna, por decirlo de algún modo— y sus ob jetos de intuición y sentimiento puros; sobrenatural todo ello sólo en cuanto superación natural de la razón. Su absurdo es el nuestro: no más que una alternativa humana a la razón humana. Un trasunto todo del yo. 4.
LA RELIGIÓN Y LO RELIGIOSO
A la luz de lo visto en el apartado anterior la supuesta base religiosa de la ética se complica pero adquiere a la vez todo el formidable relieve que tiene para el hombre. También la interpretación de Wittgenstein se agudiza y toma otras rumbos más contrastados que en lo dicho al co mienzo del capítulo. ¿El arremeter legitima un lenguaje religioso? ¿Lo sobrenatural se cifra en formas religiosas? ¿La religión positiva es la forma de la mirada eterna o lo es lo religioso sin más de la mística? ¿En qué consiste realmente la perspectiva religiosa de la ética? ¿Qué Dios la resume: el Dios de la fe o el Dios de la tragedia? ¿Es igual lo irracional que lo absurdo?... Veamos. «¡Sé feliz!» «¡Que Dios te ayude!» En eso se resume al final la ética del imperativo de la felicidad. Para absurdos, el absurdo subli me y absoluto, el concepto que soporta a todos: el de Dios. Dios mismo. Si lo ético no es un hecho ni la ética es una teoría, si ambos no pertenecen a la razón y al mundo se comprenden estas palabras: «la ética si es algo es algo sobrenatural» (C 37). No tiene significa do ni sentido natural, no tiene nada que ver con los hechos, ni los hechos con ella. Y el ámbito no natural, el otro mundo —exista o no, creamos en él o no, sea cual sea o no sea— lo identificamos por definición con «Dios». La ética, si es algo, ha de ser en este sentido algo «sobrenatural» o «divino». No sólo porque esté más allá de es te mundo de la razón y del lenguaje, sino porque además su objeto pertenece a lo divino: «Si algo es bueno es también divino. En esto se resume curiosamente mi ética. Sólo lo sobrenatural puede expre sar lo sobrenatural», escribe Wittgenstein también en 1929 (VB 15). Wittgenstein no cree en la posibilidad racional de una teoría ética (cree en lo ético), ni cree probablemente en un Dios confesional enten dido siempre a imagen del hombre (Dios es siempre racional en este sentido), pero sí cree que si la «ética» es algo ha de ser algo que tenga que ver directamente con «Dios». Y lo ha de creer doblemente o en un doble aspecto: tanto de la ética como discurso imposible, como de la
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ética como discurso posible. Como discurso imposible es tan absurda para la razón como lo divino. Como discurso posible es tan irracional como la forma de Dios en que se funda. Lo absurdo es trágico y por eso puede ser feliz: necesario e imposible a la vez. Lo irracional es ló gico (sólo que al revés), dogmático y necio: imposible sólo. Si en alguna forma hubiera discurso o teoría ética no podría fundar se modélicamente en otros axiomas que en los teológicos (religiosos). ¿Por qué? Porque la deducción de la ética de la religión es la más natu ral por su objeto. Por definición, tanto para un creyente como para un no creyente. Dios (o «Dios») es por definición el bien supremo o la feli cidad suprema, de modo que en su propia definición o esencia estaría toda la ética, que no habría ni de deducirse estrictamente siquiera: bas taría describir la esencia de Dios, siempre entendida racionalmente co mo entendimiento o como voluntad, para desplegar la ética. Si la esencia de Dios se entiende como nada («nada» significa nada más ca rencia de forma racional) como en la mística, entonces no puede haber discurso sobre la esencia de Dios ni por tanto sobre lo ético, es decir, lo ético no puede adquirir formas racionales; pero puede ser objeto del sentimiento eterno. Si no se cuenta con el Dios positivo de la fe o con lo divino inefable de la mística no se puede fundar la ética más que en lo relativo y banal, en lo que por definición no puede fundarse si pretende algún sentido superior a los hechos. Además para eso ya está la ley. En el segundo caso no hay otra deducción de Dios ni de lo ético que el sentimiento y la conciencia del hombre feliz, armónico; un sen timiento oscuro, siempre del límite en el fondo, una conciencia trágica, siempre de la nada o del vacío esencial de todo en el fondo, incapaces de fundar ninguna teoría racional. Sólo ahí se puede plantear la ética wittgensteiniana. Si hubiera discurso racional ético ése sería el del pri mer caso (que en su forma voluntarista es un buen modo además de entender en la tradición el pendant de esa ética wittgensteiniana): ni diálogos ni consensos racionales concitan tanta adhesión como la irra cionalidad de la fe en una religión dogmática. Es algo natural debido a la voluntad de forma, natural al hombre, y algo efectivo, como de muestra la experiencia (también la experiencia política). Y supuestos esos postulados irracionales de la fe, como supone fervorosamente el creyente y puede suponer teóricamente el intelectual, la deducción de la ética de ellos es paralela a la de la teología y ya perfectamente racio nal y consistente como ésta: la racional irracionalidad de lo teológico. Los teólogos, creyentes o no, son los especialistas en Dios como otros lo son en el riñón, por ejemplo. Irreverentes o no, son los únicos
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que se atreven a hablar franca y honestamente de la positividad de lo absoluto, a construir un discurso positivo racionalmente coherente so bre Dios. (Sobre su Dios.) La mística habla de la posibilidad de lo divi no o del sentido de lo religioso: por eso habla del espíritu humano y de lo absurdo, pero inquietante, de sus sentimientos oscuros. La teología positiva habla de la existencia y de la naturaleza de Dios, es decir, de la posibilidad de la religión o de la posibilidad de Dios (de un Dios o de una religión, a pesar suyo): supuesto el hecho de la fe y su plasmación en la revelación, magisterio y dogma puede hacer ya un discurso racio nalmente coherente, como decimos. En dos sentidos además: tanto si se entiende la fe como una expe riencia personal (compartida), puesto que a partir del nivel axiomático eso ya no importa, como si no (un teólogo de cualquier religión podría ser perfectamente ateo). En este último caso, en el que la fe es una tra dición, un lenguaje objetivo, positivo, un credo social e histórico, el teó logo juega con conceptos claros y distintos aunque sean irracionales de origen, es decir, quieran significar lógicamente lo inefable. Para fabricar su imposible «lógica de Dios» el teólogo se basa en conceptos pura mente abstractos, que no tienen otros objetos que los de la fe pero que supuesta ésta reciben un significado claro y distinto de esos objetos; más aún si consideramos que la fe es una tradición y vemos sus concep tos en la historia real de su significado, es decir, del uso cultural de sus términos: desde este punto de vista la teología emplea un metalenguaje social e histórico cuyas referencias ya no tienden a objetos reales ni si quiera a objetos inmediatos de fe, sino a términos lingüísticos con el significado decantado por el uso tradicional, perfectamente identificable por los textos (revelación, autoridades, doctrina). La teología se basa en la fe, que personaliza salvaje e irracional mente el absurdo en un vuelco realista, en una forma de Dios, como sabemos; pero de ese modo da doble apariencia de racionalidad al pro poner también un objeto positivo para sus conceptos. La mística se ba sa en la razón, que no puede sino superarse ella misma en el absurdo del vacío de cualquier forma y no en la irracionalidad de la fe, que no es ninguna superación racional —ninguna superación— de la razón; y ya que el vacío y el absurdo, el Dios esencialmente nada, queda como definitiva referencia, explosiona también cualquier concepto o preci sión conceptual: por eso la mística da apariencia de irracionalidad. La mística es racional en sentido profundo, en el contenido: su ob jeto es la razón misma superada y el proceso de esa superación; es de cir; vive la experiencia propia de la razón misma desde ella misma: en
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ese sentido sigue a la razón hasta el límite de su dominio y la acompa ña, más allá de él, en el camino de su superación hasta lo absoluto mismo*6. La teología es racional sólo en la forma, pues utiliza nada más los afeites racionales para adornar su verdadero objeto y conteni do: la fe, la revelación, el dogma, la autoridad; usa de ella más que por una necesidad de claridad, por un afán de proseiitismo. Si hay algo irracional es todo eso, pero la racionalidad en el discurso se recrea ex clusivamente en la forma. Por eso la racionalidad puede encubrir cual quier barbarie irracional. (Podíamos decir: la teología es racional y la mística es la razón misma; o: la teología es un discurso racional, la mística es la experiencia de la razón misma.) Si fuera el caso, pues, los profesionales de Dios tendrían la últi ma palabra en una teoría ética. Máxime si alguno de ellos pudiera hablar en nombre de Dios mismo... Que de esta pretensión pueda surgir algo tan intempestivo por ejemplo como las últimas máximas del Papa polaco en materia de sexo y matrimonio en el nuevo cate cismo, es otra cosa: demostraría ad ridiculum que la ética nada tiene que ver efectivamente con el mundo... Que la ética tiene que ver só lo con el mundo como totalidad y que es una perspectiva intemporal suya. Por eso su mirada es absoluta y eterna. Como lo místico en general, constituye un marco de referencia absoluto en el que el mundo en totalidad adquiere un sentido superior en el que comienza a ser algo humano de verdad, acompasado a los sentimientos huma nos más profundos: feliz o infeliz, por ejemplo37.
Hay un sentido, así, en que la lógica o la razón lo es todo. De ahí esa peculiar ra cionalidad de la mística de la que surge lo que llamamos especulación o en este libro «intclcctualismo sentimental». En esa «racionalidad» junto a una cierta forma de discur so racional — la lógica superada pero conservada— cabe el sentimiento y la intuición puros, eternos y absolutos. La advertencia obligada: esto nada tiene que ver con psicolo gías ni otras historias o sentimentalismos empíricos. Aquí no hay más historias ni senti mientos que los del espíritu. Los de la mirada eterna, que no ve el mundo más que a la distancia infinita pero íntima de lo o tro . En esa distancia infinita e íntima no caben celos asesinos, pero sí los celos de Otelo, no cabe L a co n stru c c ió n ló g ic a d e l m u n do de Carnap pero sí L a c ie n c ia d e la ló g ic a de Hegel, por así decirlo. (Tampoco caben los ideales de Hitler, por ejemplo, que pertenecen a la religión y no a lo religioso. A la razón y no a lo absurdo, al mundo y no a lo eterno. En el concepto positivo de Dios se pueden refu giar muchos maníacos. En él cabe todo el poder imaginable del mundo: sólo necesita una legalidad y unos votantes. En lo divino no cabe más que el mundo mismo.) 37 Repetimos: la mística entera es un marco de referencia absoluto de los hechos, d tipo que sean, a los que eleva un peldaño en el camino a lo inefable. (Por eso el marco es modélico arriba, en lo religioso.) Supone necesariamente un primer paso previo: la consti-
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Ese marco de referencia absoluto, la perspectiva de la mirada eterna, no puede ser más en principio que una voluntad absoluta de que el mun do sea, y por tanto de que sea inevitablemente así o asá, feliz o infeliz por ejemplo, en su totalidad: éste es el plano del esse. El que las cosas concretas sean de un modo o de otro en el plano del operari depende ya nada más que de esa decisión absoluta justamente en cuanto marco de referencia absoluto (la perspectiva de la mirada eterna): son felices o in felices, buenas o malas, no por sí mismas sino por aquella voluntad glo bal originaria que quiere al mundo en totalidad así o asá. Por eso en la acción ya no hay más voluntad que la eterna: la voluntad empírica se re duce al acto concreto de voluntad en cada caso y éste a la acción misma. (Un hombre bueno no puede hacer más que cosas buenas, decíamos, co mo un optimista no puede más que ver el mundo de color de rosa: los valores, como la felicidad, están en lo eterno de mi voluntad mística, y en definitiva, por definición, en la de Dios.) La ética tiene que ver con la asimilación a una voluntad pura última. Cualquier cosa que tenga que ver con el mundo de hechos poco puede decir de su sentido último. En este aspecto el Papa, contra viento y marea, contra toda razón, con sus intempestivas ha afirmado su superioridad moral ad ridiculum, digo: no se puede dudar de la intemporalidad de su mirada a las cosas*38...
tución lógica del mundo, es decir, la misma posibilidad de los objetos del mundo (los he chos) y de su totalidad (el mundo mismo). La estética, entonces, es el marco de referencia absoluto de los objetos del mundo: a cada uno lo contempla como un todo y lo supera en un tipo. La ética es el marco absoluto de referencia del mundo como todo: el mundo ente ro se hace mío en mi voluntad, en el yo ético. La religión es el marco absoluto de referen cia de la totalidad misma de mundo y objetos: del yo ético o de la voluntad, que se sublima en Dios mismo. Como se ve, la estética y la ética construyen directamente sobre la lógica, mientras que la religión lo hace sobre ellas en un intento límite de convertirse en lógica nueva y superior de la empiria: el auténtico marco de referencia absoluto de to d a y c u a lq u ie r cosa. (La lógica en cierto sentido lo es todo, decíamos...) Ése es el contenido y la dialéctica de la m ira d a e te r n a . 1.a superación humana de la necesidad física sigue este camino único: la empina en la lógica, la lógica en la estética, la estética en la ética, la éti ca en la religión. (La religión es la vuelta a la empiria como una lógica nueva que hace posible una nueva constitución suya.) Es el mismo camino pero sólo a partir del segundo paso lo llamamos «místico». Otros lo llaman «metafíisico», porque también lo es. 38 Intemporal, pero no ética. Por su irracionalidad, es decir, por su dedicación inm diata a la empiria de los hechos, su mirada aunque intempestiva no es eterna, no pertenece al absurdo bienaventurado de la mirada eterna. Un catecismo como el que acaba de publi car el Vaticano, un catecismo cualquiera, nunca puede ser ético. (No hay silogismos cuya premisa mayor pertenezca al absurdo y la conclusión al ridículo.) La reglamentación de los detalles del mundo en el catecismo no es absurda en lo inefable por desgracia, es irra cional en lo empírico. Todo por sus pretensiones racionales. (¿Por qué no se nos dice de
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Así es la ética. Por desgracia de la lógica no se sigue lógicamente una ética. No hay premisas lógicas de la felicidad. No hay premisas lógicas del deber ser. Su discurso científico es imposible. Eso no fue más que un ideal racionalista... De Ia lógica sólo se sigue lógicamente la superación de la lógica. ¿La mística es simple superación de la lógi ca o es algo además positivo en sí misma? Parece que la superación de la lógica como ciencia formal que ya es sería doblemente vacía: se di suelve a sí misma en algo que ni siquiera mínimamente es semejante a sí pero que no por eso deja de ser una disolución suya; en ese doble vacío, por decir algo, consiste justamente ese peculiar contenido de los sentimientos e imágenes místicos que, por decir algo también, califica mos de absoluto, eterno, sublime, etc. (en ningún caso algo empírico, como bien se comprende). ¿De dónde iba a venir si no?... Por desgracia, pues, de la lógica no se sigue lógicamente una ética sino como superación de ¡a lógica. Pero esto ya no tiene nada que ver con el racionalismo del cubo: ninguna claridad ni distinción ciertas pue de haber ya en el reino del espíritu, que ha superado la compulsión lógi ca de la concatenación racional del método deductivo y vive en la feliz serenidad de la fluidez, absurda para la razón, de lo sublime. ¿Qué valor puede ser ése, siempre psicológico, de la certeza? ¿De la fe? Ninguno, por definición. El arremeter ético es también el último esfuerzo lógico de la razón y del lenguaje autoconscientes, tautológicos, y recuérdese que es ya absolutamente desesperanzado, es decir, que ha superado ya todos los afanes de certeza de la epistemología del cubo. En este esfuer zo la lógica misma se autosupera, de manera que sólo así, diluida y ani quilada en lo más alto, conservada de algún modo (no lógico ya, pero tampoco irracional, sino absurdo: es necesario pero imposible, o impo sible pero necesario que la lógica se conserve en su autosuperación) en la negatividad de lo otro, puede decirse como sabemos y con toda ver dad que la base de la ética o de la mística en general es la lógica. Ya hemos pensado los opuestos y sabemos que la absoluta oposi
paso también qué clases de café saben bien o qué salchichas son buenas?) ¡Forma hom bres buenos, felices, con sentido moral, y olvida las recetas! ¿Cómo? No es el momento de desplegar la pedagogía del camino del espíritu pero toda ella se resume en dar ejemplo andando: ésa es la esencia de toda pedagogía. (Cásate tú, por ejemplo, y encima no uses del casorio...) El ejemplo de recorrer el camino a la par y un buen deseo de ánimo para la andadura: «¡Que seas feliz, amigo! ¡Que Dios te ayude contra sus formas!» Y lo demás déjalo a los políticos, que ése es oficio del poder, de «los tres poderes». O hazte tú políti co, pero entonces no te llames santo.
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ción es absoluta identidad, que igual, pues, que la lógica se suprime naturalmente en la mística, la mística en sentido inverso puede supri mirse naturalmente en la lógica. No se trata del salto irracional de la fe de lo absoluto a la empiria (como el del catecismo, por ejemplo, con su pretensión de organizar hasta la del dormitorio) sino de la natural con tinuidad sin punto de disolución en uno y otro sentido del camino, que conforme avanza sigue siempre donde comenzó porque va arrastrando toda la andadura consigo: la mirada eterna es una, estética, ética y reli giosa a la vez, el hombre es uno, lógico y místico a la vez, el camino del espíritu es eterno, sin tiempo, instantáneo, sus hitos son sólo distin ciones del discurso, su andadura, una imagen racional. La religión (lo religioso), que está al final, lo resume todo, lo es todo en lo eterno, sin tiempo y sin espacio; también la empiria está en ella superada en la vida feliz, en el sujeto feliz, en la voluntad mística, prototípicamente divina por definición. La empiria está al final en el essere del hombre como vida feliz, es decir, allí mismo donde está la religión, la ética o la estética, asimilada a ellas en lo eterno: sea cual sea la empiria y sus hechos siempre serán los del sujeto y tal como es él: al final del camino un ser religioso siempre. O los de Dios, por definición. No hace falta dar un salto salvaje a la empiria como hace la fe, la empiria la llevamos siempre con noso tros en nuestro peregrinar por lo eterno (y Dios no es más que su úl timo sentido o superación: la empiria está en él mismo, no hace falta empujarlo a ella). Por eso entre otras cosas la felicidad no es nada más ni nada menos que la vida feliz. Éste es el sentido de lo religioso como sublimación del yo y a través de él como sublimación de la totalidad del mundo y de las co sas, superados ya a su vez respectivamente en el yo ético y estético. Lo divino es inmediato e inmanente al camino, un epifenómeno su yo, un final que no es final ninguno en ese perenne caminar de ida y vuelta; lo divino pertenece al proceso de superación del hombre, es indistinguible del sujeto renacido en el camino místico y del propio camino. La imagen de un Dios como meta del camino o como prin cipio y fin del camino, en cualquier caso liberado de él, es una fan tasía religiosa, justam ente irracional (una suprema abstracción lógica a la que se le vuelve a dar formas, o una «deducción racio nal» ad hoc como decíamos), de la religión dogmática. Dios es el Dios de la andadura, el Dios por definición, el Dios de la experien cia lógica superada, de la experiencia de la razón misma, de la expe riencia íntima de su discurso, de su vacío, del camino que no es más
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que andar: el Dios de la mística. (La voz de la conciencia, dicho a la manera tradicional pero tomado radicalmente39.) La descripción de un Dios como suprema instancia religiosa de la providencia o del destino, liberado él mismo del círculo racional al que ha encadenado todo lo demás, es decir, liberado del destino humano, es una imagen mítica que sólo puede hablar de la liberación tras el ca mino. Un mito religioso positivo con un fondo místico profundo, que si no se exagera demasiado con el folclore de la fe llenándole de for mas empíricas recoge bastante bien la imagen definitiva del yo libera do (de las cosas, de la totalidad de las cosas y de sí mismo como forma de las cosas y de su totalidad, como hemos dicho) tras el camino de lo eterno, que tiene ya una perspectiva pura y eterna de valor sobre todo lo superado. Aunque esa perspectiva haya de repetirse incesantemente —con el camino— porque incesantes son las cosas a superar en la condición ambigua humana, de la andadura del camino queda un estilo que vuelve el camino en su repetición cada vez más fácil, más rápido incluso en lo eterno, en el instante, de modo que al final el camino es inapreciable y sólo queda su propia repetición: ese estilo. (Éste es un modo de describir el proceso de superación del círculo en lo infinito.) Ese estilo, esa repetición, esa costumbre eterna, esa segunda natu raleza, la mirada eterna natural al místico, esa perspectiva eterna sobre las cosas es la que pretende incorporar el mito y la que en una forma incorporada quiere imponer la religión dogmática. La mística la llama «divina» y la adscribe tanto al sentimiento del hombre, el «yo», como al objeto oscuro de ese sentimiento, «Dios». Ese es el fondo de las imágenes de Dios más refinadas. Por ejemplo la del Dios juez implacable y sereno de Wittgenstein o de Anaximandro: una imagen entre positiva y mística en ambos, muy desdibujada en el primer aspecto y muy acentuada en el segundo40. La naturaleza am-
39 Ray Monk termina su libro con estas palabras, refiriéndose a una hipotética re conciliación final de Wittgenstein con Dios: «La reconciliación con Dios que W iltgenstein buscaba no fue la de ser aceptado por la Iglesia católica; fue un estado de seriedad e integridad ética que resistiría el examen de su juez más severo, su propia conciencia: “el Dios que mora en mi seno”» (R. Monk, o . i 522). 40 Es decir, no solamente en el sentido del Dios Juez del Juicio Universal de Wittgenstein (la idea de Dios que tuvo toda su vida) y del Cronos de Anaximandro (de la famosa expresión k a ta ten tu c ro n u ta x in ), sino también en el sentido disuelto y disolvente de lo ilimitado, infinito, inaprehensible, materia divina de la naturaleza, etc., del a p e ir o n de Anaximandro y del W e ltá th e r de Wittgenstein {V B 27). (La reli gión y lo religioso. El irracionalismo de la fe y la melancolía mística.)
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biguá de esta imagen de Dios, hace de ella la más oportuna en cuanto tal para aludir, si es el caso, al Dios de los valores, al Dios de la ética, de cuya libérrima voluntad pende el bien y el mal; Dios que es a la vez el elemento universal de la physis, el principio de toda diferenciación y reconciliación, el Dios de la lógica, modo como se comporta todo, él mismo más allá de todo comportamiento. El concepto de Dios asume, pues, en lo absoluto de los valores las dos grandes perspectivas huma nas: la mirada trascendental y la mirada trascendente a las cosas, la mi rada empírica41 y la mirada eterna. Los opuestos no significan nada como tales ni en el éter del mundo wittgensteiniano ni en el apeiron di vino de Anaximandro42. La compulsión lógica es también obligación: una misma legaliformidad universal, como sabemos, las conforma La imagen de Dios como juez acompañó a Wittgenstein toda su vida, que no podía representárselo de otra forma, como creador por ejemplo. Un Dios a la medida de su pensar, lógico y místico: un Dios liberado del camino por identificación con él. Un Dios en el que la necesidad y la obligación coinciden, la lógica y la ética Un Dios ético por antonoma sia. Eso hace relativamente menas incomprensible algo incomprensible de por sí en el pensamiento de Wittgenstein: sus declaraciones a propósi to de la ética de Moritz Schlick. (Eso y otra imagen aún más abstracta de Dios pero en el mismo camino que ésta: la más cercana ya al absurdo, a la nada, a la conciencia trágica del hombre: el Dios de la Trinidad, de sencajado en sí mismo en las grandes contradicciones del origen.) 5.
FORMAS DE DIOS
El 17 de diciembre de 1930 Wittgenstein dice a Waismann comen tando la ética de Schlick que había aparecido ese mismo ano43: «Dice
41 El statu s de la lógica, entre la ciencia empírica y la ciencia de Dios, digamos, es co mo siempre curioso. No se puede decir que su mirada a las cosas sea una simple mirada em pírica (la mirada empírica es la de la ciencia empírica, la lógica es una ciencia formal). Pero ella constituye la mirada empírica de la ciencia es decir, sólo por la estructura lógica del dis curso científico es capaz éste de ver algo en la empiria (Kant llamó lógica trascendental so bre todo a la analítica En Wittgenstein queda también muy clara la cuestión: cfr. TR 6.3 ss.) «Mirada a la empiria» más que «mirada empírica»: en el sentido de aquélla usamos siempre esta expresión. Mirada trascendental, la de la lógica, frente a la mirada trascendente de la mística. Pero recordemos también las ambigüedades de estos últimos conceptos. 42 Recordemos, por si acaso, la orientación científica ejemplarísima tanto del pensamiento de Anaximandro como del de Wittgenstein. 41 W W 115. Cfr. Moritz Schlick, F ra g en d e r E th ik (Viena, 1930), o. c. Aunque las
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Schlick que en la ética teológica había dos concepciones sobre la esen cia del bien: según la interpretación más superficial, el bien es bueno porque Dios lo quiere; según la interpretación más profunda, Dios quiere el bien porque es bueno. Yo pienso que la concepción más pro funda es la primera: bueno es lo que ha ordenado Dios, puesto que cie rra el camino a cualquier explicación de “por qué” algo es bueno, mientras que la segunda es precisamente la superficial, la racionalista, ya que procede “como si” lo que es bueno pudiera además fundamen tarse. La primera concepción manifiesta claramente que la esencia del bien no tiene nada que ver con los hechos, ni puede ser explicado, por tanto, por proposición alguna. Si hay alguna proposición que exprese precisamente lo que yo pienso es ésta: bueno es lo que Dios manda.» Esto parece una abdicación de su ética mística porque aunque se refiera a la «ética teológica» en estas palabras, ese mismo día responde a Waismann, que le pregunta si la existencia del mundo tiene algo que ver con lo ético: «Que existe una conexión entre ellos es algo que el hombre ha sentido y expresado así: Dios Padre creó el mundo. Dios Hijo (o la Palabra que sale de Dios) es lo ético» (WW 118). Esto pare ce aún más claro en el mismo sentido de adscripción de la ética a una forma positiva de Dios, que ahora se especifica en sí misma incluso; pero podía decirse que Wittgenstein habla de los hombres en general y que no hace de ello expresamente una convicción suya. Aunque está claro por el contexto que sí es éste el caso de algún modo (curioso, por otra parte, porque siempre protestó de su fe), estas palabras ya citadas de esa misma época lo reconfirman: «Si algo es bueno es también divi no. Curiosamente en eso se resume mi ética. Sólo lo sobrenatural pue de expresar lo sobrenatural» (VB 15). Así que tenemos lo siguiente. El contexto puntual de la conversa ción de aquel miércoles de diciembre en la Neuwaldeggasse le lleva a Wittgenstein a hablar no tanto de su ética como de la ética teológica y del sentimiento humano en general, de modo que las referencias a la ética en ese contexto no están hechas en primera persona o en lenguaje
cuestiones éticas tuvieron sólo importancia relativa y periférica en el Círculo de Viena, además del libro de Schlick hay otros trabajos de la misma época y atmósfera intelectual en que surgieron la conferencia y las conversaciones de Wittgenstein que merece la pena citar a propósito en este sentido: Vom Sinn des Lebens (M . Schlick, 1927), Lebetisgestaltung und Klassenkampf (O. Neurath. 1928), «Soziologie im Physikalismus» (ídem, 1931), «Theoretische Frugen und praktische Entscheidungen» (R. Camap, 1934), etc.; incluso Language, Truth and Logic de A. J. Ayer (1936).
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objeto sino que significan más bien en metalenguaje. Sin embaigo en ellas aparecen motivos muy wittgensteinianos como el rechazo de la teoría, lo absoluto del valor y el voluntarismo schopenhaueriano, que las hacen, si no suyas, sí muy cercanas a él. Si a ellas añadimos nuestra última cita de las VB, que parece de paso un argumento para la exis tencia de lo divino, las cosas quedan más claras. La razón wittgensteiniana fundamental para adscribir definitivamente la ética a Dios o a lo divino es una razón lógica: sólo lo sobrenatural puede expresar lo so brenatural; es decir, en caso de que la ética fuera expresable sería expresable por algo de su misma naturaleza absoluta: por Dios (en las manifestaciones a Waismann) o por lo divino (en la de VB). De modo que la ética sólo sería expresable por algo irracional (una forma de Dios) o por algo inexpresable (lo divino). Esta última ironía (lo que querría decir de verdad es que la ética es inexpresable como lo divino) sería la verdaderamente mística, coherente con todo lo dicho en este libro. Si se añade a la ironía una leve alusión trágica (sólo lo inexpresable puede expresar lo inexpre sable) esa manifestación sería mística por antonomasia. Y con ella nos quedamos. Primero, por toda su coherencia intrínseca con el ca mino místico: como lo estético en ello, lo ético acaba superado na turalmente en lo religioso, igualmente absurdo e inefable, sin teorías ni formas. Segundo, porque la cita de VB resulta mucho más carac terística del Wittgenstein filósofo y está probablemente también me jor pensada, aunque nada más sea por no verse constreñida por un contexto como las otras, que además son apuntes de Waismann. Pero tampoco el primer sentido irracionalista (la ética sería ex presable por una forma religiosa), aunque se lo adscribiéramos ex clusivamente a la convicción del propio Wittgenstein y no en su mayor parte a la mecánica metalingüística del contexto, significaría un desdoro radical de su ética mística, inadscribible a una forma de Dios. ¿Por qué? Porque tanto la abstracción como la tradición de las imágenes de Dios de las que usa Wittgenstein hacen ese irraciona lismo, en tal caso, mínimo44. La ética sólo sería expresable por el juego de las imágenes más puras del mito racionalizado, que son los
44 Aunque sin exagerar, por su mismo o muy parecido contenido semántico, imagen del juez se puede perseguir hasta el «orden del tiempo» de Anaximandro, co mo hemos visto; y la de la Trinidad, hasta las tríadas plotinianas por lo menos: por ejemplo, hasta la máxima de ellas, la de h en . m m s y p s y c h é to u p a n to s .
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soportes últimos y mínimos de lo empírico, por su última y mínima forma también, y que por eso mismo rozan ya lo absoluto, aunque por eso mismo no lo son. Perdonables e imperdonables por su míni mo de forma. Lícitas de verdad nunca. Siempre irracionales aunque al mínimo. Si la mística pretende expresarse no pueden encontrarse otras mejores. Lo irracional de verdad es esa pretensión. (El arreme ter de la mística contra el lenguaje es voluntad de claridad, no de forma: de claridad más allá de él, no de forma en él.) Característica de esta pretensión irracional e imposible de dar de al gún modo forma a lo absoluto, de la que en algún sentido último (no el del manido irracionalismo, desde luego) no se salva del todo Wittgenstciii, es la confusión de las imágenes que usa. A la vez que habla del voluntarismo, del Dios entendido fundamentalmente como voluntad, habla también del Hijo, el logos, la palabra o la idea de Dios, un aspec to personal de Dios contrario al de la voluntad: el Hijo es la autoconciencia divina, la inteligencia divina, el almacén de ideas, digamos, el ámbito ideal de la posibilidad del mundo. Wittgenstein habla en el mismo contexto de «Dios», del «Dios-Hijo» y de lo «divino»: sin acla rar los términos no se sabe de lo que se habla, así que difícilmente pue de decirse algo. Ésta es la cruz de la manía de forma en la mística. Comprensible pero inútil. Necesaria si se quiere, necesaria como un castigo, pero imposible. Sólo por lo que tiene de tragedia tiene algún sentido. Ése es el que atribuimos a estas libertades de Wittgenstein, que no acaban de encajar nunca a pesar de todo. Es verdad que ésta era para él una época de crisis en el pensar, de inseguridades íntimas, pero por eso precisamente ponía más empeño, un celo hasta neurótico, en expresarse y en que le entendieran, con un afán perfeccionista que llegaba hasta comportamientos informales, co mo hubo de experimentar Waismann, por ejemplo, con ocasión de un proyecto de libro en común titulado «Lógica, lenguaje, filosofía»45. Por eso extrañan más estas afirmaciones con respecto a la ética, que se unen a otros muchos detalles desconcertantes46: parecen las afirmacio nes de un creyente, pero Wittgenstein — según él mismo decía— no lo era. Como hemos dicho, nos quedamos con el espíritu de la frase del
45 C f r Friedrich Waismann, L o g ik . S p r a c h e , P h ilo s o p h ie , Reclam, Stuttgart, 1976, 647 ss. 46 Por ejemplo, que hable de una religión sin lenguaje y sin dogmas en el mismo contexto (W W 117).
ÉTICA Y RELIGIÓN: DIOS
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año 1929 recogida en las Vermischte Bemerkungen, que es perfecta mente clara en congruencia con todo lo dicho aquí, y tomamos las del 17 de diciembre de 1930 en la Neuwaldeggasse como lo que más pro bablemente fueron: referencias a la tradición en un comentario ocasio nal sobre una teoría ética concreta, tampoco muy alejadas del propio pensamiento de Wittgenstein, por otra parte. Dentro de esa tradición, incluso las que mejor lo expresan.
EPÍLOGO DOS PREGUNTAS ABSURDAS La conversación de la Neuwaldeggasse en diciembre de 1930, co mo en cierto modo también las plegarias del Diario secreto en su tiem po, ya explicadas, nos dejan a pesar de todo lo dicho un resto de duda: ¿era realmente Wittgenstein un'místico o era un religioso atormenta do?, ¿no son, por otra parte, todos los místicos, religiosos atormenta dos?'. Interesantísimas preguntas casi para cualquiera, pero absurdas para hacerlas a un Fantasma; quizá necesarias para la interpretación, pero imposibles de responder desde los textos a interpretar. ¿Es esto una pequeña tragedia? Pues no. Tampoco se trata de canonizar a Witt genstein. Aquí sólo buscamos coherencia en el pensar aunque la en contremos a veces un tanto al margen del vienés. Ya dijimos al principio que lo que queríamos no era disecar a un pensador sino pen sar con él para el presente. De todos modos este género de preguntas tontas fuerzan una nueva perspectiva en la interpretación. Frente a lo religioso de la mística, en que Dios no es más que «lo di vino», es decir, todo lo primordial y oscuro del ser y del pensar, llamá bamos en algún momento «religiosidad cursi» a la fe un tanto forzada de los fervores interesados de la primera guerra: en correspondencia po dríamos calificar de «religiosidad de salón» la que traducen las palabras de aquel miércoles de mitad de diciembre de 19301 2.
1 «Soy irreligioso pero con A n g st» , escribe Wiltgenstein el 7 de septiembre de 1937 en Noruega. Monk comenta esa A n g st (miedo, angustia): «El “pero” de esta frase parece tener un efecto un tanto tranquilizador, como si compensara su falta de fe con la angustia, que al menos probaba que no vivía a ciegas: le daba la posibilidad de vivir “con un bri llante halo alrededor de su vida”» (R. Monk, o. <*., 347). Ese creo yo que es el sentido pre ciso de la religiosidad — o irreligiosidad— wittgenstciniana: más que un tormento existencia!, lo que por otro nombre podíamos llamar existene¡al «autenticidad» humana... 2 Y todo ello, tanto la religiosidad cursi de la guerra como la religiosidad de sa lón de las charlas vienesas, frente a esa «religiosidad sin Dios» que por otros muchí simos datos y motivos — como hemos visto y estamos viendo— parece ser por lo demás la coherente con sus ideas y la efectiva por sus hechos tanto en un Wittgens tein como en otro. Puede llamarse de otros modos: «religión sin fe»: que «no incluye 12541
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Una conversación no nace de la nada. Supone convicciones más profundas que las que parecen traslucir esos modos de salón: dejar se llevar por la costumbre, el comentario ocasional de un libro o una inoportuna profesión de fe. Supone algo que explique mejor esta úl tima inconsecuencia de Wittgenstein que parece minar los princi pios mismos de su comprensión de la moralidad: la adhesión a un credo. Porque la ética no es una teoría, pero un credo sí es una teoría: el Dios cristiano es una teoría de Dios. Si a pesar de toda su crítica al lenguaje de las ideologías a Wittgenstein se le ocurre remi tirse ahora al cristianismo, a un lenguaje y a una forma de Dios co mo fundamento último de la ética o de la mística, tiene que ser por algún motivo o más perspicaz o más disculpable que aquellos mo dos superficiales e impropios, casi impensables de un intelectual tan neurotizado con la claridad y pertenencia de sus ideas como Witt genstein, incluso un poco más si cabe en esta época complicada de vuelta a la filosofía y de intentos de esclarecer tanto a los demás co mo a sí mismo su propio pensamiento, como hemos dicho. Un motivo más perspicaz podía radicar en el mismo camino de perfección que describe este libro: Wittgenstein habría tomado con ciencia al final del feliz absurdo también de la religión — no sólo de lo religioso— , que justificaría su irracionalidad a una luz más alta. A la luz trágica de lo imposible pero necesario también, es decir, de lo absurdo: la necesidad humana de dar una forma concreta a Dios, a pesar de la conciencia final del vacío necesario de toda forma de lo absoluto, sería también una manifestación del natural impulso del arremeter contra los límites del lenguaje interpretado como voluntad de forma. La religión superaría la irracionalidad de su fe en el ab
creencias efeclivas sobre doctrinas típica y centralmente religiosas», que «rechaza la creencia efectiva en un Dios personal o en una forma de Dios» (cfr. John Leslie Mackie, The Mirarle ofTheism. Arguments for and against the Existent e o f GtxL Clarendon, Oxford, 1982, 217, 217-229); «fe sin religión»: ya que «“religión'* no puede expresarse ni en “mi" mundo o en “el" mundo, ni en “mi" vida o en “la" vida» (cfr. Matthias Kross. Klarheit ais Selhstzweck. Wittgenstein üher Phifosophie , Religión ttnd Gewissheit, Akademie, Berlín. 1993, 106, 101-126; cfr. tb. a propósito su intere sante opinión sobre la ética wittgensteiniana en 127-142); o en general «religión sin explicación» como reza el título del conocido libro de D. Z. Phillips, Religión without E x p la n a tio n , Basil Blackwell. Oxford, 1976... Ésta es precisamente la cuestión que nos trae de cabeza arriba: ¿cómo entender las manifestaciones de la Neuwaldeggasse en una persona que en general parece que de hecho siempre profesó una religiosidad informe de este tipo?
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surdo, se haría consciente del bienaventurado absurdo de su forma irracional de Dios por la conciencia de su necesidad como interme diaría para el hombre de lo divino: el fiel consideraría a su Dios co mo una imagen de lo divino* su forma de Dios sería nada más una estatua de la divinidad* digamos. Al final del camino el espíritu re dimido* renacido a una nueva consciencia, regresaría a la lógica y a la empiría (también a la lógica o a la empiría con que concibe a sus dioses) asumiendo todos sus constructos como una imagen de lo ab soluto y estando en claro de su doble inanidad: no son sino imáge nes de algo y por tanto ni son ese algo ni son algo por sí mismas3. El motivo más disculpable lo apunta el mismo Wittgenstein al de fender frente a Schlick que la tesis voluntarísta de que lo bueno es lo que Dios quiere o lo que Dios manda evita cualquier tentación de loca lizar el bien en los hechos y de fundamentarlo* pues, con teorías: dejar de teorizar en ética, evitarse la prolongación indefinida de las enormes tensiones del arremeter contra los límites del lenguaje una vez que uno ya tiene — por haberlo hecho, por haber recorrido el camino y sólo por ello— la superconsciencia que acabamos de describir, la de que la irra cionalidad también es una forma de lo divino, o viceversa, digamos. La remisión a un Dios concreto* sobre todo con la consciencia dicha* evita ría tanto la pérdida de tiempo como las tensiones de teorizar algo que además es imposible de teorizar* el bien, que vendría entonces adscrito naturalmente a esa forma de Dios y apropiado por tanto a las necesida des de un pueblo concreto, a su forma concreta de entender la felicidad. En cualquier caso, parece que de cualquier modo que se interprete en serio (o demasiado en serio) la conversación sobre la ética de Sch lick la ética wittgensteiniana perdería en ella todo o parte de su radica lismo: habría aceptado al final la comodidad de la forma y no la pureza de la inquietud* o habría llegado a rebajar la tragedia y el absurdo de la melancolía a la irracional certeza arrogante de la fe; no sólo Dios sino también el individuo del que hablábamos hasta ahora como sujeto de la ética sería ahora un cristiano, una teoría o forma de hombre, y no el yo disuelto (absoluto) de la ética, el mismo que también es capaz, sin embargo* de hablar en primera persona (absoluto no significa más que separado de intereses y formas que no sean los del yo mismo, donde se disuelven todos: un sujeto libre e independiente, se entiende).
3 Éste sería et sentido, si fuera el caso, de la «irracionalidad»» wittgensteinian una irracionalidad superada en el absurdo místico: trágica, pues, en vez de lógica.
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Demostraría. pues, que a pesar de todo Ia ética de Wittgenstein no era más que una teoría... La teoría de la no-teoría ética, pero una teoría. Y como teoría, falsa de principio hasta por razones ahora añadidas: «Si el cristianismo es la verdad, entonces toda la filosofía al respecto es fal sa» (VB 157). Si el Dios cristiano es la verdad, su voluntad es el bien y toda teoría al respecto falsa; si el Dios cristiano es la verdad, entonces lo que es una teoría —y falsa— es el sentimiento eterno e informe de lo di vino. La verdad estaría en la forma, en el lenguaje, en la razón —o en la irrazón, que es lo mismo—. En ese caso ya no hace falta para nada pen sar de ningún modo en ningún sentido en los asuntos místicos, porque ningún sentido tienen de ningún modo los sentimientos oscuros eternos, superados ahora en la bienaventurada certeza y claridad de la verdad de la fe en una forma de Dios, aunque fuera aceptada con la conciencia trá gica de la necesidad imposible de la forma: si es necesaria la forma y to das las formas son formas imposibles, entonces me vale cualquiera —aunque mejor, por más cercana, la forma de Dios de mi pueblo— . Mírese como se mire (y aparte las seguridades de la fe para la fe misma), remitirse a un credo no significa sino un cansancio del espíritu y una abdicación del pensar a pensar más allá de lo razonable. Decente o no para el intelectual, eso depende de cómo se mire. La tensión in sostenible del pensar puro puede llevar al suicidio, decíamos con Kierkegaard: o a Dios, como vemos ahora en Wittgenstein. Lleva a Dios en el mismo sentido que al suicidio: en dos sentidos. En uno brutal, irra cional, sin aquella conciencia trágica, abandonado a la fe ciega, en el que el Dios aceptado en una forma concreta significa la aniquilación del pensar mismo, y la felicidad, una tontuna. En ese sentido puede de cirse que el pensar muere en la plegaria y que la religión de la fe es el suicidio de la razón: sólo hace falta entregarse a ella... Pero Wittgens tein parece que esto no lo hizo nunca: «Temo la disolución (mi disolu ción) si me hago débil», escribía todavía en 1946 en este sentido4. Recuérdense los «temores» que manifestaba a Drury de que habrían de acostumbrarse a la idea de una religión futura sin Iglesias ni cuadros eclesiásticos5. (Recuérdense tantas otras cosas...)
4 VB 107. Pero dos años más larde, el 5 de febrero de 1948, escribe a Malcolm: «Ocasionalmente me asaltan extraños estados de inestabilidad nerviosa acerca de los cuales sólo diré que son terribles mientras duran y que le enseñan a uno a rezar» (cfr. R. Monk, o . r.. 473). 5 Cfr. R. Rhees (ed.). L. W. P e r s o n a l R e c o lle c tio n s . o . c . 129. El Reverendo Wynford Morgan, ministro metodista, en cuya casa de Swansca Wittgenstein se alojó
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En otro sentido menos radical, con aquella consciencia de la necesi dad de forma a pesar de su inesencialidad e irrazón, Dios —al estilo de la mística a pesar de su forma ahora— no sería la muerte sino sólo la catarsis del pensar como último punto de congruencia intelectual de to do que se establece así por definición porque por definición así se nece sita: no — a causa de la forma— como última realización de los objetivos ético-filosóficos de serenidad, de distensión, de paz, de no de seo, de felicidad (es decir, un punto de congruencia ético), sino como sosiego de una encrucijada racional de la que no se encuentra salida (es decir, un punto de congruencia lógico). «Paz en los pensamientos. Ése es el ansiado objetivo de la filosofía» (VB 87). No es que se renuncie al pensar racional en este caso, en este caso lo que sucede es que se renun cia a pensar así, como hasta ahora. El recurso a Dios en una forma evi ta pensar en esa misma forma superada en él y significa entonces nada más que una advertencia de que las cosas intelectualmente van mal, de que las tensiones del pensar no atisban armonía alguna, de que hay que cambiar de rumbo. Y se toma uno un respiro en la inquietud, digamos. Así tiene más sentido la renuncia de Wittgenstein a pensar, a pensar así. Efectivamente, en él esa renuncia coincide con un mo mento de crisis tanto ahora en 1930 como antes en la década de 1910. Igual que hacía muchos años sólo las lecturas místicas podían liberarlo de la Sorge fáustica, arrancándolo de las angustias del pen sar lógico6, ahora lo hace la religión apartándolo de toda tentación de discurso místico7. Eso es lo importante (relativamente): la misti* de pensión durante algún tiempo en 1944, le preguntó si creía en Dios y él contestó: «Sí, aunque la diferencia entre lo que usted cree y lo que yo creo puede ser infinita.» Monk comenta así este episodio: «La creencia en Dios que había reconocido ante Morgan no consistía en suscribirse a una doctrina concreta, sino en adoptar una acti tud religiosa ante la vida. Tal como se lo expresó a Drury: “ No soy un hombre reli gioso pero no puedo evitar ver todos los problemas desde un punto de vista religioso”» (R. Monk, o. c\, 423.424; cfr. R. Rhees, ibídem, 94). Cfr. el escrito póstumo de Norman Malcolm [Peter Winch, (ed.)] comentando esta última frase de Wittgenstein: W ittg e n s te in : A R e lig io u s P o in t n f V ie w , Routledge, London, 1993. 6 BR 18 (carta a Russell del 22 de junio de 1912 desde Cambridge). En noviem bre de 1919 Russell escribe a Lady Morrell después de pasar unos días en La Haya discutiendo el T ra c ta tu s con Wittgenstein, sorprendido por el talante místico de éste en aquellos tiempos de posguerra: «Aunque él no estaría de acuerdo, creo sin embar go que el mayor valor de la mística para Wittgenstein consiste en que le libera de pensar» (ibídem, 101). Creo que es una observación feliz. 7 Recuérdese W W 115, donde Wittgenstein habla de la superioridad del volunta rismo precisamente porque parte de la convicción de la inexpresabilidad del bien y
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ca como liberación de la lógica y la religión como liberación de la mística. No se trata de simples liberaciones empíricas del pensar, para eso se hubiera suicidado por ejemplo, pero tampoco exacta mente de los estadios conocidos en el camino de perfección del es píritu, que exigen una lógica de superación en el camino de la que Wittgenstein hizo gala, a su modo, justamente después de cada una de esas manifestaciones: tras 1912 con el desarrollo de sus ideas hasta el final de la guerra que recoge el Tractatus, después de 1930 con su segunda filosofía hasta su muerte. Estas experiencias en las que Wittgenstein aparece como lector de mística o conversador de religión, pues, son en definitiva síntomas na da más de un espíritu atribulado que comienza a ver oscuro en el duro camino recorrido hasta entonces y se toma un respiro. Son momentos de distención para comenzar una nueva andadura en busca de nueva claridad, o al menos de conciencia, en lo oscuro. En el primer caso, en los años diez, en busca de la conciencia de los límites de la razón, de la inexcusabilidad de lo oscuro y del silencio respetuoso en ello: la con ciencia de la miseria de la razón, dijéramos. En el segundo, en busca de una claridad que disipe definitivamente lo oscuro en el prosaísmo del lenguaje, por más que el precio sea una conciencia irredenta como la de su segunda filosofía y su definitiva remisión a la empiria: la clari dad de la razón de la miseria, por decirlo así. * * *
Como se ve, depende de la perspectiva que se tome para que las co sas sean de un modo o de otro en estos temas en que la teoría racional no sujeta —mal que bien— el pensar. En busca de una última coheren cia de otro tipo que justificara a pesar de todo la ética de la felicidad de Wittgenstein como una práctica feliz y no como una teoría más, parece
porque, como es de suponer, evita con ello cualquier preocupación teórica en este sentido... Las angustias del pensar al límite son esencialmente idénticas en el año 12 y en el 29. La religión de la fe no pelea contra límite alguno, se los salta; no es in quietud absurda, es absurda certeza; etc. Así que igual que antes la mística (la mística de otros, no su propia concepción de la mística que todavía no existía) en parecido sentido le libera de la S o rg e lógica, ahora la religión le liberaría del A n ren n en místico propio. De lodos modos, tampoco el paralelismo es tan esencial para que haya de ser perfecto: se trata de liberaciones bastante hundidas en la empiria, no de auténticas su peraciones puras en el camino del espíritu.
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que se impone otra pregunta ingenua: ¿su ética de la felicidad hizo fe liz a Wittgenstein? Aun pensando que la felicidad se cifra, como hemos visto, en la ten sión de espíritu dominada, en esa armonía metafísica que supone un fondo de tensiones o de contradicciones, la respuesta en principio pare ce que ha de ser negativa. Su ética la construyó Wittgenstein en las trin cheras del frente en la Primera Guerra Mundial, en momentos muy duros de su vida, que tampoco por eso cambió nada sino que se hundió en la década probablemente más amarga de su existencia, la de los «años perdidos» de posguerra, en la que más se refiere al suicidio y a la dificultad de vivir. Parece que por lo menos en la larga época señalizada por sus preocupaciones místicas, 1914 a 1929 más o menos, Wittgens tein no dominó sus tensiones. Puede que sí, sin embargo, a partir del año treinta, precisamente cuando ya no habla más de estas cosas... Y si su ética de la felicidad no le hizo feliz, ¿no era ella, pues, a pe sar de todas sus protestas — preguntémonoslo de nuevo— otra teoría, una simple racionalización de sus miserias? En este libro hemos pues to el empeño en mostrar todo lo contrario, porque todo lo contrario se ria justamente lo ético. Pero que todo lo contrario fuera justamente lo ético tal como él mismo lo entendía es precisamente también la condi ción de posibilidad de que su ética no sea más que una racionalización teórica de su infelicidad: algo no ético en su mismo sentido. Podría decirse para salvar el impasse que el camino del espíritu de Wittgenstein no acabó en 1918 con la guerra. Que el camino de perfección sólo acabó como acaba siempre, con la muerte. Que si su ética no le sirvió de nada en esos tiempos es porque estaba todavía de camino, porque su andadura sólo terminó con su conciencia el 28 de abril de 1951 en casa del Dr. Bevan en Cambridge, la noche antes de su muerte. Y que desde esa altura definitiva de la inconsciencia final o de la muerte su vida sí puede considerarse feliz, como él mis mo parece que le dijo a la Sra. Bevan. Puede que ello sea la perspec tiva de la mirada eterna que parece que siempre ve de una ojeada al final toda la vida, pero ¿es también una continuación natural del ca mino místico de su primera filosofía? Si se prefiere decir que no, podría aducirse entonces que el hecho de que él mismo no fuera feliz no va en desdoro de su ética de la felici dad: pero eso sería obviamente reducir ésta a una teoría... Podría decir se entonces que la felicidad no tiene nada que ver con los hechos, que toda ésta es una cuestión psicologista y que Wittgenstein pudo ser feliz a pesar de las apariencias: pero justamente en esa conciencia pregunta
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mos ya nosotros... En fin, lo que podría decirse con todo sentido es que a pesar de todo no sabemos ni podemos saber — y que, por tanto, no interesa: ésta es la cruz de las preguntas tontas— si Wittgenstein fue feliz, máxime si pensamos que, supuesto el caso, incluso en caso afir mativo ello daría coherencia a su ética para sí mismo pero no para los demás, para los que irremediablemente es una teoría (tanto su ética co mo su felicidad)... Podríamos decir, pues, muchas cosas a este respec to, pero en realidad precisamente a este respecto —como a cualquier respecto de la felicidad o de la ética de la felicidad— no podríamos decir nada. (¿Ni siquiera que no se puede decir nada? Eso sí, después de la experiencia justamente de no hacerlo, esto es, de decir muchas cosas para nada.) Y eso por lo menos es una clara conciencia que efectivamente no se consigue con teoría alguna, pero tampoco silbando. Así que si el místi co no está loco a lo mejor hay un modo en que las teorías imposibles, como el lenguaje que las soporta, tienen algún sentido. Las teorías im posibles en lo absurdo místico — no en lo irracional lógico— son un acto teórico o un acto del espíritu, un acto de lenguaje o un acto de pensar, decíamos, que por sí mismo les proporciona sentido en cuanto tales y de algún modo las justifica en su absurdo8: hay que emplear el lenguaje para que aparezcan sus límites; sólo en el intento de expresar lo de algún modo lo inexpresable se muestra inexpresablemente; el lenguaje no dice nada respecto de lo eterno pero el hecho de no decirlo es precisamente de donde arranca el sentimiento místico. Sólo andan do se sabe si el camino lleva a alguna o no lleva a ninguna parte, preci samente porque sólo así se hace camino: al andar. La ética, como la felicidad, parece que de algún modo sólo siendo una teoría puede no serlo, sólo haciéndose una teoría puede mostrar que no lo es. ¿Por qué de nuevo este absurdo trágico? Porque la ética no es afín al desarrollo discursivo de la teoría pero sí inmediata a él y a la teoría misma: más interior a ella que ella misma (muy a propósito el remedo). Es decir: porque la ética, como en general la mística, es la experiencia de la teoría misma, la experiencia por dentro del camino del pensar lógico y la consciencia subsecuente de sus límites que sere
8 En el mismo sentido en que — cuando ya no habla de mística para nada— di de la teología en 1950: «Uno podría decir que gesticula con las palabras porque quie re decir algo y no sabe cómo expresarlo. L a p r a x is es la que da sentido a las pala bras» ( VB 161).
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namente libera de ellos, superándolos en el ámbito de lo que llama mos absoluto. Esa consciencia es la felicidad: nada más que una vida inteligente. Un camino de refinamiento espiritual en el que el yo —y con él todo— acaba convertido en la forma no tanto de sí como del sí mismo. (Lo dicho tantas veces.) El camino a la felicidad es el camino del espíritu a una vida supremamente autoconsciente, absolutamente subjetiva e individualista en ese sentido: una especie de educación sen timental sub specie aeternitatis. La educación de la mirada eterna. Pero esa inmediatez a la teoría puede hacer tan sospechosa la ética de la felicidad de Wittgenstein como la teoría misma... En ese caso ha bría que decir, por concluir de algún modo, que aunque la ética de Wittgenstein fuera otra teoría más, y por el hecho además de serlo, no pondría de relieve sino el drama fundamental del ser y del pensar del hombre: la distancia necesaria e imposible a sí mismo, su no coinci dencia consigo mismo, la diferencia necesaria e imposible entre el ser y el deber ser, entre el pensar y el no pensar, la teoría y la no teoría9...
g Teoría y no teoría. forma y no forma: ambas opciones que — por todo lo que deci mos arriba al contestar las dos preguntas de este apéndice— valen en cierto modo a la vez de los últimos objetivos de la primera filosofía de Wittgenstein — los objetivos éti cos— nos plantean otra cuestión más general: ¿ e s la f ilo s o fía d e W ittg en stein en su to ta l i d a d ta m b ié n u n a a l t e r n a t i v a d r a m á t i c a ? , ¿ q u é s e n t i d o t i e n e c o n s t r u i r o tr o p e n sa m ie n to d e s p u é s d e h a b e r d e d ic a d o uno a la f e lic id a d ? Si no hay drama y sí senti
do: ¿es la segunda filosofía de Wittgenstein la superación de la primera en su camino a la felicidad, una continuación natural del camino místico que implicaría también la del lógico, naturalmente? Preguntas que no vamos a responder ahora pero que quiero apun tar porque se nos han ido quedando llamativamente entre líneas y porque por ellas habrá que comenzar en otra ocasión. Si asumimos la primera filosofía de Wittgenstein como un fracaso están todas contestadas porque no tienen sentido. Pero parece que él más bien la asumía como una alternativa, y la única, a su segunda filosofía (o. mejor, viceversa)... ¿Una filosofía de la infelicidad la del segundo Wittgenstein? Tampoco es eso: bas tante cargamos las tintas ya al hablar de la alternativa «miseria de la razón»-«razón de la miseria». Aunque, desde luego, en cierto sentido no hay mejor camino a la desilusión que el camino místico, en el que lo absoluto se aparca definitivamente del pensar y lo re lativo queda deshecho. A esta desilusión muchos la llaman escepticismo, pero no es eso exactamente. A lo mejor la podíamos llamar felicidad, si fuera por eso... Tampoco la vuelta a la razón del segundo Wittgenstein cambió tanto las cosas ni es para despertar muchas esperanzas racionales en este sentido. Aparcó el tema de lo abso luto exclusivamente para su intimidad o para conversaciones con los amigos (Drury, so bre todo). Y, por otra parte, desde la razón profesional, digamos, razonablemente no hay un juego de los juegos, no hay un juego de sentido global: por la sencilla razón, aunque nada más fuera, de que tal constructo no cumpliría las reglas del juego, la primera de las cuales es para cada uno cumplir nada más que las suyas (el peón del ajedrez no significa absolutamente nada en el tenis, la pelota de tenis no tiene ningún sentido en el tablero de
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No pondría de relevancia, pues, en cualquier caso más que la ética absoluta misma. Como acto de lenguaje o de pensar, como hemos ex plicado, el ejercicio trágico del lenguaje o del pensar por sí mismo po ne en evidencia un modo superior de ser hombre, un modo superior de consciencia. Los mismos de aquellos que en el absurdo de la ilusión mística han dado el sentido más feliz a este mundo y se lo siguen dan do: la ficción del arte y la ficción del mito, donde todavía nuestra so ciedad ha de buscar y busca su felicidad y sentido. La experiencia desde abajo de la pérdida de sentido inevitable del pensar racional en lo que llamamos camino místico es el único camino también a un nuevo sentido y conciencia: a la ética wittgensteiniana no se le puede juzgar con las reglas del lenguaje referencialista, es un acto de lenguaje que usa del lenguaje no para significar algo sino para mostrar con su uso los límites de su propio alcance, es decir, no sólo los de su misma posibilidad de significar, no sólo los del significado mismo, sino también los del mismo mos trar todo eso. Ahí aparece justamente la perspectiva civil, digamos, de lo eterno: la perspectiva mística de la mirada eterna a las cosas en que consiste la felicidad. Una nueva conciencia, cuando menos, de la razón misma, que permite, cuando menos también, saber que la razón no lo es todo ni siquiera (sobre todo) en lo importante y que si
ajedrez). Desde la perspectiva del lenguaje y de la razón del Wittgenstein desencantado, o renacido, el deber ser ético del que se puede hablar es algo nada más que fuerza el en torno del hombre y que se convierte en una necesidad no trágica sino prácticamente re fleja: n o s e tra ta d e q u e e l h o m b re d e b a o n o d e b a , d e b a o n o d e b a d eb er, sin o d e q u e «b a jo ta le s circ u n sta n c ia s a c tu a rá a s í o a s á » (V B 158). La «ética» básica de intereses animales. Al menos se trata de un discurso claro que reduce lo que se llama «ética» a lo que es si no se la entiende como algo absoluto: condicionamiento animal u obligación legal. El bien se reduce a la conservación de la vida o del orden social. Y la felicidad, a la salud o a la obediencia. No se puede decir más. Tampoco la razón da para más sin su pasión trágica, sin el sentimiento místico, sin su voluntad de absurdo, de felicidad... Pero yo también comparto la seguridad de Drury de que el interés por lo absoluto no abandonó tampoco al segundo Wittgenstein y con él una dimensión ética más allá del lenguaje. Esa «dimensión ética» o ese «interés por lo absoluto» se muestran en el «rigor de su pensamiento» y es lo que proporcionaría a su obra esa «profundidad» muy espe cial que no capta quien pretende simplificar la complejidad de su pensar y que Drury echaba a faltar en los wittgensteinianos. [Cfr. R. Rhecs, (ed.), L. W. P e rs o n a l R e c o lle c tio n s, o . í 97-100.] La «misión de observador de lo absoluto» está detrás de la tragedia de la alternativa del pensar de Wittgenstein, siempre uno en este aspecto: la de hacer si tio como sea a una sombra necesaria e imposible, diferenciándola y purificándola de la razón del lenguaje o del lenguaje de la razón en todas sus formas.
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EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA
la ética es algo no puede ser nada de lo que piensan y escriben los éticos al uso, los profesionales del bien, insensibles a la conciencia trágica y absurda del deber ser. * * *
Desde el punto de vista de las especulaciones — nunca mejor di cho (recordemos)— wittgensteinianas sobre la felicidad todos los razonamientos éticos son pálidos. Desde ellas, hacer profesión inte lectual de la ética es condenarse a no decir nada o a confundir más las conciencias, en cualquier caso al prosaísmo más anecdótico: un deseo amable, una palmada cariñosa vale más que toda facundia ra cional a este respecto; y hacer profesión de la ética en un sentido más práctico, el de los expertos o comisiones de expertos en el bien y el mal, sería nada más que hacer política: el Consulting del deber ser que nunca puede superar el ser del poder que lo mantiene. Si en el primer sentido la dedicación a la ética suele coincidir con épocas de debilidad en el pensar, en el segundo coincide siempre con épo cas de mayor debilidad de conciencia. Socialmente con una buena legalidad basta para no comernos unos a otros y para ordenar la miseria. Además posee una gran ven taja: que sólo tiene valor para quien la conculca. Nunca proporcio nará una vida feliz, pero sí una vida digna. La legalidad nos basta y nos sobra para ser ciudadanos de número y para que la maquinaria de este mundo funcione racional —o irracionalmente— al máximo. La ética se necesita para algo más: para ser felices. Por eso es tan absurda como la felicidad.
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IN D IC E D E C O N C EPTO S Absurdo: 25. 34, 60.66, 73. 83, 85, 182, 189 s„ 193, 197, 198, 207, 212 ss., 218 ss., 221, 225, 229 s.. 231. 234. 237, 241 ss., 250 ss., 255 ss., 261. Arremeter: 38. 74, 103, 121, 157, 197, 201,206, 212 ss., 216 ss., 233 s. Autoconciencia: 16, 158, 162, 163, 166, 186, 188 s.. 199 s.. 201, 203, 234, 239, 262.
Ficción: 6 2 s .,9 9 , 173. 232. Filosofía: 31 ss., 88 ss., 94. 97, 111, 120 s., 177. Gracia: 34, 35, 121, 175, 189, 191. 192, 198,214, 233. Ideología: 50 s., 55 s., 59 ss., 80, 85,
111.
Claridad: 19 ss., 59, 77, 191, 215, 252. Contrarios: 159 ss., 176, 229,232, 246 s., 249. Cosas: 139, 143, 165 ss. Cualquiera: 25, 79 s., 84. 86, 98 s., 172. Culpa original: 229 ss.
Individualismo: 65. 99 s., 147, 173 ss., 191,209 s., 227, 238, 262. Inquietud: 38 s., 73 s., 82, 85, 162 s., 179, 182, 189 ss., 203, 216, 223, 229, 233. Intelectualismo sentimental: 15 ss., 36. 47, 54 s., 78, 100, 130, 221,244. [nacionalismo: 35,64 s., 195,206,222 ss., 225,241 ss., 245,248,251 s., 255 s.
Dialéctica sublimadora: 35 s.. 100 ss., 104, 119 ss.. 122, 144, 145 s., 174 ss., 200.244 ss. Dios: 39, 55 s.. 62, 73, 107, 136. 140 s., 158 ss., 178, 185, 186, 188, 198 ss., 222 ss., 228 s„ 241 ss., 247 ss., 251 ss., 257 ss. Divinidades: 157 ss., 179. Divino: 225 ss., 247 ss.
Legalidad: 65 s., 8 7 ,9 8 , 233, 237, 264. Lenguaje negativo: 57 ss., 82 ss., 109. Lenguaje y acción: 95, 104 s., 148, 190, 206 s.. 217, 263. Lenguaje y pensamiento: 104 s., 153. Límites: 33. 76, 106, 112, 142, 156 s., 161, 181,232. Mística: 107 ss., 113, 118. 148. Mostración: 75 ss., 137, 141 ss., 152 s.
Elitismo: 100, 129. 131. Escepticismo: 215. Especulación: 17, 184 s„ 244, 264. Espíritu: 16, 101,221. Ética: 39,95. % s., 122 s., 147 s., 149,150, 171, 182. 191 s., 201, 208, 210, 213, 220, 227, 233, 234, 238 ss., 241 ss. 246,257 ss., 261 s., 264.
Nada: 185 ss., 188 s., 197, 198. Objetividad: 86 ss. Paradoja: 50, 95, 203, 217. Pedagogía ejemplar: 61 ss., 66. 151, 245 s. Peligro de la teoría o de la razón: 64 s., 157.240. Pensamiento puro: 183 ss. Progresía: 52, 55, 63 s.. 176.
Fe y religión: 202. 203. 218, 220 ss., 241 ss., 258 s. Felicidad: 178, 182, 231 ss.. 237, 260, 261 s. 12671
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EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA
Psicologismo: 129, 145, 177 s., 209, 221 ss., 235 ss., 246, 260. Razón: 35 s., 55. 57, 63 ss.. 77 s.. 168, 170, 172 s.. 190, 219 ss., 222 ss., 242 ss., 263 s. Razón y fe: 222, 224 s., 241 ss. Razón y sentimiento: 16 s., 20 s., 54, 55, 78, 130, 170, 243 s. Realidad: 72 s., I3 4 s .. 167 s. Religión: 113, 136, 158, 178 s., 220 s., 222 ss., 241 ss. Salto al deber ser. 64 ss., 200 s.. 232 ss., 262. Sentido de la vida: 48, 97 s., 99, 124 s., 180 ss., 218. Sujeto: 147, 149 ss., 159, 162 s., 164 s..
168 ss., 171, 174 ss., 183, 185 ss., 200,208 s., 211,212,226 s. Teoría y práctica: 25, 53, 61, 71, 81, 148, 190. Tragedia: 8 0 ,8 2 ,2 1 9 ss., 227 ss., 262 s. Trascendencia y trascendental idad: 69, 74, 76, 78, 109 ss., 154. 169 s. Veracidad y verdad: 15, 17 s., 57 s. Vida: 28, 66, 91 ss., 101, 118 s., 122 s.. 128, 145, 149, 171. 184, 190, 218, 234. Voluntad: 109 s., 112, 126 s., 151 ss., 163, 164, 165 ss., 205 ss., 210 s.. 245. Yo y nosotros: 75 s., 104 ss., 110 s.. 138 ss., 147 s. (Cfr. «Sujeto».)
IN D IC E D E A U TO RES F ichte: 15. F ic k er : 2 1 ,2 9 . Frazer: 4 8, 240. F rege: 28, 69. Freud: 145.
A g r ipa : 114. Agustín: 28. A lo n so P u el le s : 195. A n a x im a n d r o : 230, 248, 249. A n sc o m b e : 40. A yer: 250.
G alileo: 108, 170. G argani: 21. G erstl: 193.
B acon: 17. B arrett: 23. 117, 199, 205. B artley: 4 2 ,4 3 ,4 7 .
G o e r in g : 240. Gombocz: 30.
B a u m : 29.
Beauvoir: 238. Beethoven: 194. Berg: 44 , 193. Berger: 20, 74, 137. B e van: 26 0 . Bóhme: 17. 101, 108, 186. Boltzmann: 28 . 193.
H a b er m a s : 59. Haller: 117, 141. H e g e l : 17. 194, 244. Heidegger: 216. H e r t z : 28. H in t ik k a : 51. H it le r : 244. Hofmannsthal: 27, 61, 85, 193, 194. H übner: 30.
B o y e r s : 42.
B rockhaus: 9 1 , 141. 150, 215. B runo: 170. B r u to : 2 3 6 ss. B ubner: 36.
J a m e s : 181. J a n ik : 21, 2 2 ,4 4 s.. 51 s.. 112, 129. J a spe r s : 183, 187. J ohnson: 203. Johnston: 81. 193, 194.
C arnap: 29, 244, 250. C astilla del P in o : 35. C és a r : 2 3 6 ss. C ézanne: 139. Copérnico: 108. C r u z : 18, 72.
E dw ar d s : 2 6 s .. 3 0 ,9 1 , 141. E h r e n st ein : 193. E n g e l m a n n : 23 . 2 9 ,4 1 , 203. E u c lid e s : 169.
K a n t : 22, 69 s., 1 7 0 ,2 1 7 , 249. Kaspar: 26. Kepler: 108. K e r r : 30. Keynes: 43. Kierkeoaard: 22. 27, 28, 35, 50, 130, 183, 2 0 3 ,2 1 7 . Kokoschka: 28, 193. Kraus: 1 9 ,2 1 ,2 3 ,2 7 ,2 8 . Kross: 255. Kubin: 193.
F e ig l : 29.
Levi: 4 4, 129.
D es ca r tes : 1 7 ,1 7 0 . Dostoievski: 124. Drury: 3 0 ,4 1 .4 2 , 203, 257 s., 262.
Í269J
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EL FELIZ ABSURDO DE LA ÉTICA
L o b atsc h ew sk y : 169. Loos: 21. 23, 28. L o v ib o n d : 53. L u c k h a r d t : 2 9 ,4 1 . L y otard : 59. M a c h : 193. M a c k ie : 255. M a h le r : 193. M a lc o lm : 29, 3 1 .3 9 , 20 3 , 25 7 , 258. M a rine 116, 123. M a u th n er : 27. 214. M c G u in n ess : 29, 51. M o n k : I I , 2 9 , 4 1 , 4 2 , 4 3 , 181, 199, 254. 257 s. M o o r e : 4 1 ,2 1 7 . M o r g a n : 257. M o r r e l l : 4 3 , 258. M u g u er za : 35 , 4 7 . 147, 191. 20 6 , 210, 213. M u sil : 2 1 .9 9 . N eurath : 24, 250. N e w t o n : 108. N ie tz sc h e : 63. N y ír i : 2 1 ,4 9 , 5 0 ss., 70. 122, 150, 194. P a r a c e lso : 108. P a sc a l : 4 1 . P h il lip s : 255. P in k : 43. P in se n t : 43. P latón : 114, 173, 180. P lo t in o : 107. P o ppe r : 55, 7 7 , 236.
S c h ie l e : 193. S c h il l e r : 123. S c h l ic k : 2 9 ,4 9 , 216, 249 ss., 256. S c h n u z l e r : 193. S c h ó n b e r g : 19. 21, 23, 28. S c h o p en h a u er : 13, 15, 22, 28, 35. 109, 130, 137, 193, 194. S c h o r sk e : 23. S c h w a r zsch ild : 44. S h ie ld s : 30, 68, 2 0 0 ss. S il esiu s : 77, 101, 188. S k in n er : 4 3. S ó c ra t es : 130. S o fsk y : 64. S pe n g l er : 28. S r affa : 28. S t e in e r : 42, 193. S tein w o r t h : 44. S t ift e r : 193. S tr a c h e y : 43. T a g o r e : 62, 140. T ilg h m a n : 116, 141, T o l s t o i : 22, 27, 3 5, 4 1 . 6 2 , 9 1 , 130, 140, 1 9 5 ,2 0 3 . T o u l m in : 2 1 .2 2 . T r a k l : 19 s ., 137, 193. U n a m u n o : 188. V an G o g h : 133.
R a n k : 193. R edpath : 13, 29. 203. R hef. s : I I , 2 9 , 3 0 , 4 1 . 4 2 . 116, 2 0 3 , 236, 2 39 s., 257, 263. R ic h a r d s : 43. R ie m a n n : 169. R u d eb u sc h : 44. R u sse ll : 17, 28, 2 9 ,4 1 , 4 3 , 6 7 . 258. R u tt e : 49,
W a ism a n n : 29. 206, 249 ss. W a l l m e r : 109. W ein in g e r : 19, 2 1 .2 8 , 4 3 , 4 5 , 68, 109, 131, 145, 157, 193, 199. W e is s : 193. W in c h : 258. WnrGENSTEiN, Hans: 40. W itt CiEn st ein , Paul: 27. W it tg en stein , Rudolf: 40. W o l r 193. W r ig h t : 30. W u c h t er l : 30. W ü n sc h e : 92.
S artre: 210, 237.
Z e m a c h : 141.
C O LEC C IÓ N FILO SO FÍA Y EN S A YO Dirigida por Manuel Garrido Austin. J. L.: Sentido y p ercep ció n . Bcchtel. W.: F ilosofía d e la m ente. Una panorámica para la ciencia cognitiva. Bodcn. M. A.: Inteligencia a rtific ia l y hom bre natural. Boltomore. T.; Harris, L.; Kieman. V. G.; Miliband, R.: con la colaboración de Kolakowski. L.: D ic cio n a rio d e l p en sa m ien to m arxista. Brown, H. 1.: La nueva filo so fía d e la cien cia (3.a cd.). Bunge, M.: E l p ro b le m a m en te-cereb ro (2.a ed.). Cruz, M.: Individuo, m o d ern id a d , h istoria. Chisholm, R. M.: T eoría d e l conocim iento. Dampier, W. C.: H istoria d e la ciencia y sus rela cio n es con la filo so fía y la religión (2.® ed.). Dancy, J.: Introducción a la ep iste m o lo g ía con tem porán ea. Díaz. E.: R evisión d e U nam uno. Análisis crítico de su pensamiento político. Eccles, J. C.: La p siq u e hum ana. Edelman, B.: L a p rá c tic a id e o ló g ica d e l D erech o. Fann, K. T.: E l con cep to d e filo so fía en W ittgenstein (2.aed.). Ferrater Mora. J.. y otros: F ilo so fía v cien cia en e l p en sa m ien to esp a ñ o l co n tem porán eo (1 9 6 0 -1 9 7 0 ).
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Filosofía y Ensayo ISBN 04 ■309 • 2592 - 9
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Isidoro Reguera El feliz absurdo de la ética
Bueno es lo que yo siento así o lo que Dios manda: o Dios o mi, no pío< I» o la absoluta libertad del sentimiento: no puede haber otra opi ion mm.il qm la estética o la religiosa, ninguna de las cuales tiene nada que va ya «on la razón, superada en ellas. No hay teoría moral que valga: éticas y éticos no son m ás—cuando menos— que incontinencias e incontinentes verbales I .1 lega lidad nos basta y sobra para ser ciudadanos de número y para llevar una vida simplemente digna. (Con la ventaja añadida a su elemental idad teórica de que sólo concierne de verdad a quien la conculca.) «La ética se necesita para algo más: para ser felices. Por eso es tan absurda como la felicidad.» He ahí algunas de las tesis de este libro, verdadero tratado de la felicidad a pesar suyo. En él la ética sirve de intermediario para analizar también la estética y la religión: lodo aquello que, identificado de algún modo, conforma el ámbito de lo que el mayor filósofo de este siglo, Ludwig Wittgenstein (Viena, 1889-Cambridge, 1951), llamó «lo místico», lo superior e indecible respecto al negocio diario. En desplegar las delicadísimas relaciones concep tuales desde las que se plantea o que llevan a ese mundo no conceptual des lumbrante consiste el empeño civil de este libro, que supone así, a la vez, un estudio del Wittgenstein vienés por antonomasia, el Wittgenstein hasta los años treinta. Al hacerlo no pretende para nada secuestrar las ideas del genio con fidelidades innecesarias, sino «pensar con él para el presente». Isidoro Reguera, catedrático de Filosofía de la Universidad de Extrema dura, prosigue con esta obra la incesante labor de estudioso, traductor e intro ductor de Wittgenstein, que iniciara en 1980 con su primera obra —ya clá sica— sobre el tema: La miseria de la razón.