DESCARTES LA VIDA DE RENÉ DESCARTES Y SU LUGAR EN SU ÉPOCA
An t h o n y C l i f f o r d
GRAYLING
PRE-TEXTOS
F I L O S O F Í A - C I, A S I C O S
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-CSTE libro trata de la vida y la época de un genio, René Descartes, un
hombre orgulloso, reservado, a veces solitario y con frecuencia puntillo so, que ha tenido un gran impacto en la historia intelectual del mundo occidental. El alcance de ese impacto puede medirse por el hecho de que sus escritos no han dejado de publicarse durante cuatro siglos y siguen estando en las listas de lectura de casi todas las universidades del mundo. Ningún libro que trate de Descartes podría omitir la importancia de su contribu ción al desarrollo desarrollo del del pensamiento moderno. La indico en los lugares oportunos. Pero mi propósito principal es contar lo que se sabe de la vida de Descartes y situar su vida en su tumultuosa época, algo que las biografías anteriores han descuidado, con el resultado de perder lo que tal vez sea un aspecto significativo de la historia personal de Descar tes. Insisto en decir “tal vez”, pues mis sugerencias no van más allá de una suposición. Explorar esa suposición ha hecho que escribir sobre Descar tes parezca una aventura detectivesca, añadida a la iluminación y el pla cer que procura. Como estas observaciones dan a entender, éste no es un volumen para especialistas sino un libro para el lector común. Insisto en ello en beneficio de mis colegas filosóficos. Las biografías de los filóso fos rara vez reciben la aprobación de los profesionales a sueldo en estos asuntos, lo cual se debe a que dos académicos nunca estarán de acuerdo en la interpretación correcta corr ecta de esto o esto o el juicio juici o acertado de aquello, aquello , y cuan cuan do la discusión sobre el pensamiento de alguien es sumaria -incluso cuando lo es inevitablemente, como en una biografía general- piensan lo peor. Por eso es necesario este recordatorio. Pero también les recuer do a mis colegas que nosotros, los filósofos profesionales, tenemos el de ber de explicarnos a nosotros mismos y explicar nuestras investigaciones y las tradiciones de pensamiento de las que provenimos y a las que reac cionamos, y que un modo de hacerlo es entablar una conversación con quienes no son especialistas en las grandes figuras de nuestra tradición. Descartes es una de las mayores. Tratar de que sea algo más que un nombre en la cubierta de un libro o una entrada en la lista de lecturas es, por tanto, tratar de mostrar que la aventura del pensamiento es algo vital, importante y coherente, y que Descartes y nosotros nosotro s -e n realida realidad d cualquiera que lea y piense, piense, inclu yendo yendo a los lectores lectores para quienes quienes se ha escrito escrito este lib ro - también hemos emprendido esa aventura.” A. C. G r a yl in g 8 2 3 8 1 9 1 8 4 8 8 7 9 N B S I
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-CSTE libro trata de la vida y la época de un genio, René Descartes, un
hombre orgulloso, reservado, a veces solitario y con frecuencia puntillo so, que ha tenido un gran impacto en la historia intelectual del mundo occidental. El alcance de ese impacto puede medirse por el hecho de que sus escritos no han dejado de publicarse durante cuatro siglos y siguen estando en las listas de lectura de casi todas las universidades del mundo. Ningún libro que trate de Descartes podría omitir la importancia de su contribu ción al desarrollo desarrollo del del pensamiento moderno. La indico en los lugares oportunos. Pero mi propósito principal es contar lo que se sabe de la vida de Descartes y situar su vida en su tumultuosa época, algo que las biografías anteriores han descuidado, con el resultado de perder lo que tal vez sea un aspecto significativo de la historia personal de Descar tes. Insisto en decir “tal vez”, pues mis sugerencias no van más allá de una suposición. Explorar esa suposición ha hecho que escribir sobre Descar tes parezca una aventura detectivesca, añadida a la iluminación y el pla cer que procura. Como estas observaciones dan a entender, éste no es un volumen para especialistas sino un libro para el lector común. Insisto en ello en beneficio de mis colegas filosóficos. Las biografías de los filóso fos rara vez reciben la aprobación de los profesionales a sueldo en estos asuntos, lo cual se debe a que dos académicos nunca estarán de acuerdo en la interpretación correcta corr ecta de esto o esto o el juicio juici o acertado de aquello, aquello , y cuan cuan do la discusión sobre el pensamiento de alguien es sumaria -incluso cuando lo es inevitablemente, como en una biografía general- piensan lo peor. Por eso es necesario este recordatorio. Pero también les recuer do a mis colegas que nosotros, los filósofos profesionales, tenemos el de ber de explicarnos a nosotros mismos y explicar nuestras investigaciones y las tradiciones de pensamiento de las que provenimos y a las que reac cionamos, y que un modo de hacerlo es entablar una conversación con quienes no son especialistas en las grandes figuras de nuestra tradición. Descartes es una de las mayores. Tratar de que sea algo más que un nombre en la cubierta de un libro o una entrada en la lista de lecturas es, por tanto, tratar de mostrar que la aventura del pensamiento es algo vital, importante y coherente, y que Descartes y nosotros nosotro s -e n realida realidad d cualquiera que lea y piense, piense, inclu yendo yendo a los lectores lectores para quienes quienes se ha escrito escrito este lib ro - también hemos emprendido esa aventura.” A. C. G r a yl in g 8 2 3 8 1 9 1 8 4 8 8 7 9 N B S I
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DESCARTES LA VIDA DE RENÉ DESCARTES Y SU LUGAR EN SU ÉPOCA
An t h o n y C l i f f o r d
GRAYLING Tr a d uc c ió n
de
An t o n io
PRE-TEXTOS
La s t r a
FILOSOFIA
CLÁSICOS
La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. solicitada.
P r i mera mera edi edi ci ón: septi septi embr mbr e de 2007 20 07 Titulo de la edición origina l en lengua inglesa: inglesa:
D escartes. scartes. T he Li fe o f R ené Descarte Descartess and its i ts Place i n hi s Ti T i mes mes Diseño de la colección: Pre-Textos Esta colección cuenta con el asesoramiento de de M a r í a J o s é C a l l e j o y J o s é L u i s Pa r d o
O de la traducción: Antonio Lastra Copyright © 2005 by A. C. Grayling O de la presente edición: PRE-TEXTOS, 2007
Luis Santángel, 10 46 00 5 Valen Valenci cia a www.pre-textos.com
IMPRESO EN ESPAÑA / PR1NTED IN SPAIN ISBN: 978-84-8191-832-8 D e p o s i t o l e g a l : S-1445-2007 Im p r e n t a K a d m o s
Tendría Tendría que haber añadido una palabra palabra de consejo con sejo sobre el modo de leer leer este libro, que consiste en que me gustaría que prime ro se leyera leyera rápidamente en su integridad, integridad, como una novela, novela, sin que el lector fuerce demasiado su atención atenció n o se detenga en las dificultades que pueda encontrar, enc ontrar, para tener así una amplia perspectiva perspectiva de las cuestiones de que h e tratado. Luego, Luego, si el lector juzga que esas cuestiones m erecen un exam en, y siente curiosidad por con oce r sus causas, causas, puede puede leer el el libro una segunda vez para advertir la secuencia de mis razonamientos. D es c a r t e s
“Carta del autor” Principios de filosofía
P R E F A C I O
liste libro trata de la vida y la época de un genio, René Des cartes, un h om bre o rgulloso, reservado, reservado, a vece vecess solitario y con frecuencia puntilloso, que ha tenido un gran impacto imp acto en la historia intelectual del mund mu ndo o occidental. occid ental. £1 alcance alcan ce de ese impacto puede medirse por el hecho de que sus escritos escritos no han dejado de publicarse durante cuatro siglos y siguen es tando en las listas de lectura de casi todas las universidades del mundo. Ningún Ni ngún libro que trate de Descartes Descartes podría podría om itir la impor impo r tancia de su contribución al desarrollo del pensamiento mo derno. derno. La indico en los lugares lugares oportunos. oportun os. Pero mi propósito principal es con tar lo que se sabe de la vida vida de Descartes y si tuar su su vida en su tumultuos tum ultuosaa época, ép oca, algo que las biografías anteriores han descuidado, con el resultado de perder lo que tal vez sea un aspecto significativo de la historia personal de Descartes. Descart es. Insisto In sisto en deci d ecirr “tal vez” vez”, pues mis sugerencias sug erencias no no van más allá de una suposición. Explorar esa suposición ha hecho que escribir es cribir sobre Descartes parezca parezca una aventura delectivesca, añadida a la iluminación y el placer que procura. Com o estas observaciones dan a entender, éste éste no es un vo lumen para especiali especialistas stas sino un lib ro para para el lector lecto r comú n. Insisto Insisto en ello en beneficio bene ficio de mis colegas filosóficos. Las bio II
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DESCARTES
grafías de los filósofos rara vez reciben la aprobación de los profesionales a sueldo en estos asuntos, lo cual se debe a que dos académicos nunca estarán de acuerdo en la interpreta ción correcta de esto o el juicio acertado de aquello, y cuan do la discusión sobre el pensamiento de alguien es sumaria -inc lu so cuando lo es inevitablemente, com o en una bio grafía g en eral- piensan lo peor. Por eso es necesario este re cordatorio. Pero también les recuerdo a mis colegas que nosotros, los filósofos profesionales, tenemos el deber de explicarnos a nosotros mismos y explicar nuestras investigaciones y las tra diciones de pensamiento de las que provenimos y a las que reaccionamos, y que un m odo de hacerlo es entablar una con versación con quienes no son especialistas en las grandes fi guras de nuestra tradición. Descartes es una de las mayores. Tratar de que sea algo más que un nombre en la cubierta de un libro o una entrada en la lista de lecturas es, por tanto, tratar de mostrar que la aventura del pensamiento es algo vi tal, importante y coherente, y que Descartes y nosotros -en realidad cualquiera que lea y piense, incluyendo a los lecto res para quienes se ha escrito este libro- también hemos em prendido esa aventura. Escribir sobre alguien a una distancia temporal de casi cua tro siglos y confiar en un registro bastante parcial e incom pleto ofrece muchas tentaciones para la especulación. En cierto aspecto, com o se verá, especulo francamente, aunque siempre con las debidas precauciones, pues si bien podría acertar con mis suposiciones, he tropezado accidentalmen-
PREFACIO
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le con un aspecto intrigan te e inadvertido de la historia per sonal de Descartes. Es un aspecto que una comprensión más amplia de su época sugiere al mism o tiem po que, si es acer tado, ilumina esa misma época. Por esa razón presto parti cular atención a las circunstancias h istóricas de Descartes. E11 todos los demás aspectos sigo fielmente lo establecido y aprovecho el trab ajo de los predecesores en este campo, en tre los cuales los últimos son Stephen Gaukroger, Geneviéve Rodis-Lewis y Richard Watson, y por supuesto el excelente trabajo de erudición de John Cottingham, Robert Stoothof y Dugald Murdoch, cuyas traducciones al inglés y ediciones de la obra de Descartes son indispensables. Doy las gracias a todos estos eruditos y expreso mi adm iración por ellos. Algo que, en cierto sentido, todos los biógrafos buscan es la persona de quien escriben. Atendemos a la espera de un tono de voz, nos esforzamos por captar el estado de ánimo que prevalece -el humor o la irritación, la calidez o la frialdady que revela algo del carácter íntimo del individuo. Tras vi vir biográficamente con Descartes durante algunos años pue do decir, con cierta seguridad, que si, por un milagroso viaje en el tiempo, me encontrara en la misma habitación que él, lo reconocería enseguida. Era retraído y orgulloso, tenía una buena opinión de sí mismo -co m o su obra pone de relievey en todo, salvo en sus puntos de vista sobre la religión, era firmemente independiente. Siempre fue a su propio paso, que en modo alguno era vacilante. Podía dar la impresión de timidez en materia religiosa y, en particular, de miedo a pa recer heterodoxo, aunque en realidad no era timidez sino una inmutable fidelidad a sus raíces católicas, jesuíticamente edu
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DESCARTES
cadas. Tenía sentido del humor, lo que no le puede faltar a nadie verdaderamente inteligente. Cuando le provocaban era combativo, vituperante incluso, agresivo y no demasiado capaz de dominar su temperamento. Si su vida no hubiera quedado truncada p or la enfermedad, prob ablemente habría dedicado sus energías a lograr un cargo y avanzar en su co ndición social, tras haber llevado durante un largo period o la vida más tranquila y retirada que pudo. Estaba empezando a interesarse cada vez más en esa sorprendente dirección cuando murió. Estas características se destacan en las acciones de Descartes y en su correspo ndencia. Algo más íntim o es difícil de vislumbrar a través del espeso velo del tiempo, aunque advirtamos ternura hacia su hija y, en ocasiones, hacia uno u otro de sus amigos. Esos destellos son seductores y significativos. Dada la reserva, incluso el sigilo, en que se encerró siempre, es seguro que en privado sería considerablemente menos orgulloso y renuente, menos molesto y polém ico de lo que parecía en público. Era de envergadura muy reducida, tal vez midiera poco más de metro y medio. No era atlético ni agraciado, tenía cejas prominentes, gran nariz y un grueso labio superior, y ninguno de los diversos retratos ha logrado que resulte más agradable, aunque todos recogen unos ojos grandes y luminosos y una mirada atenta. La reputación y la influencia suplen el resto de la estatura de Descartes en la historia del mundo, donde se mantiene su mirada lustrosa y eleva, de hecho, su talla.
IN TR OD UC CIÓ N
Quién fue Descartes?
“Los vapores que ascienden del fondo de un pantano pro ducen ranas, hormigas, sanguijuelas y vegetación... Haced una ranura en un ladrillo, rellenadla con albahaca machacatía y poned otro ladrillo encima para sellar la ranura. En unos illas la materia vegetal se habrá convertido en escorpiones” ' Uso pretendía un sabio del siglo XVII llamado Jean-Baptiste Van Helmont. Aunque Van Helmont vivió en el siglo XVII, perteneció más a su pasado que a su futuro, pues era de quie nes apoyaban su comprensión del mundo en ideas desarro lladas siglos antes de su propia época. Las ideas en cuestión pertenecían a una tradición intelectual que alimentaba la creencia en milagros, en la generación espontánea y en el ave fénix que surgía de las cenizas. En esa tradición era un hecho incuestionable que el sol y las estrellas giraban alrededor de una Tierra inmóvil, con el cielo de Dios por encima y el fue go del infierno en el centro de la Tierra. Sin embargo, mien tras Van Helmont aceptaba esas nociones en sus escritos, un nuevo mundo de ideas empezaba a existir a su alrededor. Uno de los responsables de ese cambio fue René Descartes.1
1 Les oeuvres de Jean-B apti ste V an H elmont, traducción francesa de lean Le Conté (Lyon, 16 7 1), Parte 1, cap. X VI, “Sobre la necesidad de levadura en las transforma ciones", pp. 1 03109
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DESCARTES
La cosmovisión que comprendía la mayoría de los elementos en que Van Helmont se apoyaba, y que Descartes ayudó a deshacer, había tenido su origen en la antigüedad tardía y había ido embelleciéndose conform e envejecía. íntim am ente asociada con la Iglesia cristiana, adoptó, adaptó y asimiló el legado del pensamiento clásico y, especialmente, aristotélico, que se formó durante la Edad Media en la intrincada estructura de la escolástica, que aún era predominante en los inicios del siglo X V I I . Tan firme era su dom inio que, cuando los jesuítas formalizaron su sistema educativo en su Ratio Studiorum de 1586, pudieron limitarse a afirmar: “En lógica, filosofía natural, ética o metafísica se seguirá la doctrina de Aristóteles”. Esto reflejaba las instrucciones dadas dos décadas antes por Francisco Borgia, cabeza de la orden jesuíta, en un memorando que estipulaba que nadie debía “defender o enseñar lo que se oponga, se aparte o sea desfavorable a la fe, ni en filosofía ni en teología. Que nadie defienda nada que vaya en contra de los axiomas recibidos por los filósofos, com o que sólo hay cuatro causas, que sólo hay cuatro elementos, que sólo hay tres principios de las cosas naturales, que el fuego es caliente y seco, que el aire es húmedo y caliente. Que nadie defienda proposiciones tales como que los agentes naturales actúan a distancia sin un medio, contrarias a la opinión más común de los filósofos y teólogos... Esto no sólo es una ad monición, sino la enseñanza que im pon em os”.11
1 Citado en Rocr.it A r
ie w ,
D escartes A mong the Scholasti cs (19 99 ), pp. 13-1 4, y adaptado
aquí. Los conceptos en juego son todos aristotélicos. la s cua tro causas se encuentran en la Física de Aristóteles, libro II, capítulos 3 -4 : material, formal, eficiente y final. Por ejemplo
INTRODUCCIÓN. ¿QUIEN FUE DESCARTES?
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l'rrn mientras Van H elmont y los pensadores como él deva naban sus teorías cómodamente sentados en sus sillones, rasircando en los recursos de la escolástica su inspiración y las premisas de su razonamiento, la revolución que estaba en marcha a su alrededor iba desechando esos recursos y al mis mo tiempo desafiaba la enseñanza oficial de la Iglesia en ma teria de fe y de filosofía. Los dos documentos clave de esa revolución -documentos que configurarían el pensamiento occidental durante al menos los trescientos años siguientesInerón el Discours sur la méthode de bien conduire la raison ri cliercher la verité dans les Sciences , publicado en 1637, y la i'bilosophia naturalis principia mathematica, publicada en 1687. El prim ero era de Descartes, el segundo de Isaac Newton. I I Discurso del método de Descartes -c o m o se conoce en es pañol- fue un instrumento importante para dar impulso y dirección a las nuevas investigaciones, llamadas en la actua lidad “ciencias naturales”, mediante las cuales la hum anidadI lu <.ms.i materia] de un a m esa es la mader a y los clavos con qu e está fabricada; su causa f or mal es su diseño; su causa eficiente es el trabajo del carp intero y su causa final es el objeti vo o propósito para el que se ha h echo, es decir, servir co m o mesa para com er. Los cuatro |‘l■'lllrntos se en cu entran en el D e Cáelo , libros III y IV, y son la tierra, el agua, el fuego y el 'lile lo s dos prim eros tienen una tendencia natural a descender hacia el centro de la tie11 a (que es el centr o del universo), los dos último s una tendencia natural a ascender hacia la priil'cria de la región del universo situada sobr e la esfera de la luna. Cad a un o es una ini'/t la apropiada de las cualidades de caliente y frió, seco y húm edo. Asi, el fuego es ca Iti'iite y seco, el aire es caliente y h úm edo , el agua es fría y húm eda, la tierra es fría y seca. I o» "tres principios de las cosas naturales” son la materia, la forma y la privación (Aristóli-li-», l:lsiai, libro I). Téngase en cuen ta que los detalles del m emor ándum de reglas de Bo rItiii proscriben los prin cipios de otr as escuelas filosóficas, sobre todo de estoicos y atomistas, v u inmiscuyen en la lucha intestina entr e las doctrinas aguslinianas y franciscanas sobre l.i naturaleza del hom bre y del alm a, tom and o asi p artido en las disputas escolásticas sol'u las "for mas sustanciales” y otr as cuestiones afines.
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DESCARTES
lograría mayor comprensión y dominio de la naturaleza. Par te de la contribución del
Discurso de
Descartes consistió en
devolver la razón humana a una situación que le permitiera plantear preguntas hasta ento nces consideradas peligrosas por la ortodoxia religiosa. A este respecto, Descartes es al mundo moderno lo que Tales, llamado el “padre de la filo sofía”, fue al mundo antiguo. La com paración es iluminado ra. Tales planteó preguntas sobre la naturaleza y los orígenes del mundo y formuló respuestas que se apoyaban únicamente en la razón y la observación, sin apelar a explicaciones so brenaturales: a los dioses, a leyendas, mitos o antiguas escri turas. Asumió que el mundo es un lugar con sentido y que el hom bre es capaz de entenderlo. Su ejem plo franqueó una brillante época de libre pensam iento en la antigüedad clási ca, que daría origen a la tradición occidental. Lo que Tales atribuyó al hombre en la antigüedad, Descartes se lo atribuyó al principio de la época moderna. Por ello es calificado a veces, acertadamente, de “padre de la filosofía moderna” para establecer la comparación. Desempeñó un papel central en el rescate de la investigación sobre las cosas sublunares del dom inio sofocante y rígido de la autoridad religiosa. No lo hizo mediante el rechazo de esa autoridad, pues por su propio testimonio fue un católico devoto du rante toda su vida, sino separando las cosas del cielo de las cosas de la tierra, de modo que la razón científica pudiera in vestigar las últimas sin angustiarse por la ortodoxia. Las co sas del cielo quedaron intactas, sin que las amenazara -c o m o pensaba y esperaba Descartes- lo que la investigación cien tífica descubriera.
INTRODUCCIÓN. ¿QUIÉN FUE DESCARTES?
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IVro no sólo fueron las ideas de Descartes sobre el método lo que tuvo un impacto seminal. Su Discurso incluía tres en sayos, uno de ellos sobre óptica, donde se publicó por pri mera vez la ley de la refracción (que había sido descubierta independientemente por el holandés Willibrord Snell quin ce años antes),1otro sobre fenómenos meteorológicos, que incluía la primera explicación satisfactoria del arco iris, y un tercero sobre geometría, donde Descartes presentaba al mun do los fundamentos de la geometría analítica, contribu yendo así al crecimiento crucial del entendimiento matemát ico que, a su vez, ayudaría al posterior progreso de la revo lución científica del siglo X V I I . l a historia recuerda a René Descartes por llevar a cabo con tribuciones de importancia permanente en las matemáticas y la filosofía, y lo tiene en cuenta como una de las mayores figuras de la época que dio origen a los tiempos modernos. I íescartes fue consciente de que sus logros en estas cuestio nes eran significativos: no tenía motivos para desestimarlos ni deseo de hacerlo. Pero también se tuvo a sí mismo por mé dico y por científico de la m edicina, y dedicó buena parte de energía intelectual a esas esferas de investigación. Una de sus esperanzas más queridas era que el uso del método de investigación que había anunciado en el Discurso , y que en mi opinión ofrecía una clave de todo el conocimiento, fran queara los secretos de la salud y la longevidad. M ás tarde, en respuesta a los requerimientos de dos adm iradoras regias, se aventuraría también en la ética y la psicología moral. Pero su mi
' ( ¿uno p rimer descubridor, Willibrord Snell ha recibido aho ra la distinción de que la ley ■Ir la refracción lleve su nombre (Ley de Snell).
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nom bre perdura por su legado matem ático y por la primera época de su filosofía, que le sitúan en un panteón junto a Francis Bacon, Thomas Hobbes, Galileo Galilei, William Harvey, Blaise Pascal, Pierre de Fermat y otras luminarias filosó ficas y científicas de la primera mitad del siglo
XVII.
Descartes nació en Turena, Francia, en 1596, y tras vivir la ma yor parte de su vida adulta en las Provincias Unidas de los Pa íses Bajos libres, murió en Estocolmo, Suecia, en 1650. Su vida se corresponde, por tanto, cronológica y geográficamente, con el vasto e importante com plejo de acontecimientos que los li bros de historia llaman sin acierto la “Contrarreforma” y la “guerra de los Treinta Años”. Descartes no sólo fue un espec tador de esos acontecimientos, sino que participó equívoca mente en ellos. El legado de esos acontecimientos sigue descorazonando al mundo, de manera más o menos indirec ta, pero la obra intelectual de Descartes los trasciende. Dado que la fama de Descartes es tan copiosamente mereci da, resultaría extraño pensar que padeció un eclipse transi torio entre los philosophes de su propio país en el siglo
XVIII,
cuando Voltaire y otros juzgaron que Newton y Locke lo ha bían superado. La fama filosófica, es justo decirlo, depende hasta cierto punto de la moda, como pone de relieve que los dos grandes contemporáneos de Descartes, Bacon y Hobbes, hayan recibido menos atención de la que se merecían en los curricula universitarios, que son los principales responsables de las reputaciones filosóficas. Cuando yo era un estudiante universitario, los cursos de historia de la filosofía moderna se llamaban típicamente “De Bacon y Descartes a Kant”; aho-
INTRODUCCION. ¿QUIÉN FUE DESCARTES?
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Macón se ha caído del catálogo y se ha convertido inm erecidamente en una nota a pie de página en la historia y la filosofía de la ciencia. De igual modo, Hobbes parece tener interés sólo para los teóricos de la política, aunque sus opiniones sobre la metafísica y la epistemología fueron la inspiración efectiva de la filosofía de Locke, hasta el punto de que se le haya podido acusar a este último de plagio.' Descartes, por el contrario, se mantiene tan firmemente en el currículum que a menudo es el primer filósofo estudiado con detalle por los alumnos, y sus célebres Meditaciones metafísicas son un texto introductorio clásico y foco de discusión erudita. 1.1
I I destino de los principales contem poráneos de Descartes refleja otro hecho curioso sobre las reputaciones póstumas. Aunque el mérito genuino suele sobrevivir al descuido y la calumnia de su época, ocurre igualmente que la posteridad considera con frecuencia el renombre contemporáneo como un motivo de alabanza, mientras que los ataques contemporáneos a la reputación pueden impedir injustamente el aplauso que la posteridad habría de dar. Esto es lo que en parte Ies ha sucedido a Bacon y Hobbes, al primero a causa del escándalo de soborno al final de su vida, al segundo porque era ateo y el ateísmo procuraba entonces un estremecimiento de horror: ¿a qué profundidades de la depravación, a qué asesinatos y connivencia con el mal no se rebajaría un ateo? Por el contrario, los sucesores de Descartes mantuvieron sin menoscabo la elevada estimación que había tenido entre sus
Wn i.ia m HAZUTT,“Lockc A Grcat Plagiarist”, en
C ollected W orks (edición
deP. P. Ho w e ).
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DESCARTES
contemporáneos y que (a pesar de Voltaire) le aseguraría una duradera reputación desde entonces. Aunque Descartes ha sido afortunado con el juicio del tiem po, ha tenido una fortuna ambivalente en lo que toca a sus biógrafos. La obra de la que dependen todas las biografías posteriores es la temprana narración, con frecuencia indig na de confianza, pero sugerente, de Adrien Baillet, La Vie de Mottsieur Descartes , publicada en dos volúmenes en 1691. Usa mucho material perdido, que sabemos que Baillet no em plea siempre con exactitud ni cita siquiera, porque tenemos testimonios ocasionales e independientes y podemos ver que manipuló y moldeó sus fuentes para darles un sesgo propio, a menudo demasiado favorable. Pero es la más completa de las fuentes tempranas y resulta indispensable. El relato de Baillet, sin embargo, no fue el primero. Tres años antes de la muerte de Descartes, Daniel Lipstorp, un sabio alemán, ofreció un breve esbozo biográfico en sus Specimina, usando material de primera mano extremadamente va lioso que había recogido de los conocidos holandeses de Descartes. El otro biógrafo contemporáneo fue Pierre Borel, que en su Vitae Renati Cartesiis Sutrimi Philosophi Compendium (la primera edición, de 1653, se ha perdido; tenemos la segunda edición, publicada en 1656) da mucha información -tal vez más de la precisa- sobre la carrera militar de Des cartes. Puesto que la información de Borel procede del ami go de Descartes Étienne de Villebressieu, científico e ingeniero del rey de Francia, es, sin embargo, una fuente útil.
INTRODUCCION. ¿QUIÉN FUE DESCARTES?
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l:.n 1910, Charles Adam, uno de los editores de las obras selectas de Descartes, publicó su Descartes: sa vie, son oeuvre. Mejoró a Baillet y otras fuentes tempranas gracias a su profundo conocimiento de los escritos de Descartes, especialmente de las cartas, y contaba, por supuesto, con la ventaja ile una mirada retrospectiva mayor y de los fragmentos de inform ación incrustados en varios siglos de rum or y leyenda. Después del libro de Adam han aparecido algunas biografías menores, principalmente francesas y casi todas tendenciosas,' pero sólo ha habido una realmente significativa: el comprehensivo y erudito relato de Stephen Gaukroger Desames: An Intellectual Biography (1995). Gaukroger dedica*I
11 .1 biografía de 1905 de Elizabeth Haldane sigue ciegamente a Baillet, pero es buena en el (on text o histórico. I.e siguió una proliferación de biografías francesas: la de Samuel Sil vestre de Sacy D escartes par l ui -t ni me (1 95 6) tiene buenas ilustraciones; P. Fredcrix, en M U. D escart es en son temps ( 195 9) , describe al filósofo com o un p omposo y equivocado mañoso, m ientras que en D escartes, c’est la Trance (19 87 ), A. Glucksman trata de rescatar la mentalidad francesa del estigma m aligno de ser “cartesian a”. Ni siquiera com o h éroe cullural francés es inmun e Descartes a los ataques de los franceses. Ni Frederix ni Glucksman llrgan a los extre m os de D escartes le Scandaleux (1 98 8) de Dimitri Davidenko, que descri be al filósofo como un jugador borracho y mujeriego (“Bebo, luego existo”), que infestó los márgenes del mu ndo intelectual de su época sin dejar (dice Davidenko) ningún efec to real, lack R. Vrooman ofreció u n exam en más equilibrado y sereno, aunque especula tivo, de la vida de Descartes en 1970. Depende considerablemente de las vidas anteriores y no trata de a po rtar una perspectiva original. Geneviéve Rodis-Lewis dio a co no cer su I lesearles, B i ogr aphi e en 1995. Esta obra, cuyo detalle, densidad y complejidad estructural convierten su lectura en un desafío, sólo tiene sentido para quien ya conoz ca todos los po r menores de la historia personal de Descartes. En 20 02 aparec ió la excéntr ica, vivaz, a veces •alvajcmente errónea y a veces punzantemente perceptiva biografía de Richard Watson, Cogito Ergo Sum: T he L i fe o f R eñí D escartes. Alguien que dice que Ovidio y Séneca eran poetas griegos (como hace Watson) dispara las alarmas continuamente, y es tan caballe roso y circunstanciado que su relato ha de ser considerad o una travesura refrescante, a la manera de Gaukroger, antes que un relato coherente y sobrio.
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DESCARTES
más espacio a exam inar y juzgar la obra de Descartes -to d a ella, incluyendo gran cantidad de inflexibles matemáticasque a cuestiones puramente biográficas, sobre las que es lo ablemente circunspecto dada la desigual confiabilidad de las fuentes. En consecuencia, su libro es una biografía para es pecialistas y él mismo, estoy seguro, estaría de acuerdo en que plantea exigencias estrictamente técnicas a sus lectores. Has ta la fecha no había una biografía satisfactoria no especiali zada, dedicada al lector común: un vacío que las páginas siguientes, con la debida modestia, aspiran a llenar. He aprendido y obtenido provecho de casi todos los pre cursores en el campo, y he llegado a apreciar especialmen te la obra de Adam y Gaukroger, además de un logro que merece que se repitan las alabanzas: la edición de las obras de Descartes traducidas al inglés y editadas por John Cottingham, Robert Stoothof y Dugald Murdoch. Mis deudas en la historia de la ciencia y la historia general de la prim e ra mitad del siglo
XVII
se reflejan en la bibliog rafía, pero he
de mencionar un antiguo clásico que ha sido emocionante e iluminador volver a leer y que me ha aportado muchas pistas para perseguir una hipótesis sobre el principio de la carrera de Descartes: La guerra de los Treinta Años de C. V. Wedgwood, publicado por prim era vez en 1938, cuando las nubes volvían a juntarse sobre el legado de aquella tem prana lucha épica. A la luz de las animadversiones expuestas arriba (y en las no tas al pie) sobre los biógrafos menos disciplinados de Des cartes, tengo mis dudas acerca de avanzar ahora una hipótesis
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que he ido formulando conform e investigaba la vida de Des cartes. Es necesario mencionarla aquí, justo al principio, por que se aplica a buena parte de lo que resulta desconcertante y perm anece oculto en la primera m itad de la vida adulta de Descartes, aproximadamente la docena de años más o me nos entre el final de su educación formal y la primera parte de su estancia en las Provincias Unidas (la parte libre de los Países Bajos). Como lo que sigue pondrá de relieve, al prin cipio de este periodo Descartes se unió primero al ejército del príncipe Guillermo de Nassau y luego al del duque Ma ximiliano de Baviera, participó en cierto modo en los pri meros acontecim ientos de la guerra de los Treinta Años y, al mismo tiempo y después, viajó ampliamente por Europa cen tral, oriental y meridional. Los pormenores del servicio mi litar y de los viajes de Descartes son extremadamente escasos; él mismo no habló ni escribió al respecto salvo en los térmi nos más vagos y de pasada. En esto, además de la conducta de la vida que escogería a continuación, se encuentran las se millas de un misterio. El año 1629 estuvo cargado de significación para la políti ca y la guerra en Europa. En ese año, Descartes, tras una audiencia privada con el célebre cardenal Berulle -en ton ces una de las figuras prominentes de la política francesa-, de cidió marcharse a las Provincias Unidas en un exilio perma nente, y en apariencia autoimpuesto, trasladándose con frecuencia de domicilio y guardando en secreto durante mu cho tiempo su paradero. La explicación establecida al res pecto es que deseaba la intimidad y reclusión necesarias para su obra filosófica y que escogió las Provincias Unidas porque
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consideraba que su clima, en lo meteorológico y lo social, era adecuado para él. Algunos añaden o aportan la idea de que deseaba ocultarse de su familia, que desaprobaba la carrera que había escogido. Lo que sugiero es distinto. Descartes era un espía. Dicho de un modo más circunstancial, mi hipótesis es que se dedicó más o menos a actividades de inteligencia o de los servicios secretos durante el periodo de su servicio militar y de sus via je s. A causa de ello, añadiré, el cardenal Beru lle le advirtió que ya no sería bienvenido en Francia. No es un pensamien to forzado y, si es correcto, ayudará a explicar algunas de las muchas curiosidades y facetas inexplicables de la vida y ac ciones de Descartes. El fundamento de esta hipótesis reside en las pruebas que irán surgiendo conforme avance la historia. Pero el trasfon do es el siguiente: muchos intelectuales y clérigos de aquel periodo se dedicaron a actividades de inteligencia porque es taban preparados para la tarea por su dominio de las lenguas, especialmente de la lengua universal -el latín-, y por el he cho de que mantenían una correspondencia mayor y viaja ban más que ninguna otra clase social, aparte de los aristócratas y los comerciantes (aunque estos últimos no tenían tan buen acceso a los círculos políticos como los eruditos y los cléri gos). Algunos ejem plos célebres apoyan la tesis. Christopher Marlowe fue apuñalado mortalmente en Deptford en 1593 por dedicarse, com o se supone con buenos motivos, a algún tipo de espionaje. La conocida familia Huygens prestó servi cios de inteligencia para los ingleses y la Casa de Orange du rante todo el siglo
XVII.
Peter Paul Rubens fue un agente de
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los intereses de los Austrias en los Países Bajos españoles. Po drían aducirse otros ejem plos, pero es suficiente con éstos. Si I )escartes fue agente de algún tipo, lo más probable es que lo fuera de los intereses de los jesuítas. Los jesuítas estaban a favor -más aún, fueron los instigadores y coadjutores- del intento de los Austrias en el Sagrado Imperio Romano (el equívoco y com plejo imperio de los principales estados ger mánicos) de reclamar las partes de Europa ganadas por los protestantes como resultado de la Reforma del siglo anterior. En buena medida, ésa era la razón de la sangrienta y terrible ( iuerra de los Treinta Años (1 61 8-1 648) , y su principal im pulsor, el emperador Fernando II, tenía un confesor y con sejero jesuíta, Wilhelm Lam ormaini, que era el intermediario entre el trono y la orden jesuita. Por varias razones, tanto Francia (sobre todo a causa de su hostilidad con la casa española de los Austrias y de su preo cupación por el equilibrio europeo de poder) como inter mitentemente el Papado se oponían a las intenciones del emperador, y de hecho la primera se opuso con las armas, lo que significa que si Descartes era un agente de los intereses ile los jesuitas y los Austrias, no podía sentirse cómodo con la política adoptada por su país. Como católico firme y or todoxo, educado por los jesuitas y ansioso siempre de lograr su aprobación y protección, aunque viviera com o un lego in dependiente, Descartes era un candidato natural a que los je suitas usaran sus servicios. Además, aunque Descartes recibió la herencia materna al principio de la edad adulta, sus in gresos no podían hacer frente a su nivel de vida, lo que obli ga a preguntarse de dónde provenía el dinero extra.
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Ahora bien, yo no sé si Descartes era de hecho un espía o agente, y no apostaría mi vida al respecto. Ni lo afirmo ni exi jo que sea así; me lim ito a plantear la posibilidad, y en los capítulos que siguen señalo que esta hipótesis ayuda a explicar lapsos y enigmas en la historia personal de Descartes. Al menos es una hipótesis plausible y merece su lugar en este relato. Descartes fue acusado en cierta ocasión por algunos de sus enemigos de las Provincias Unidas de ser un espía. Pero, si bien esto podría confirmar una sospecha contemporánea que reforzaría el caso, sospecho que el motivo fue entonces la malicia (véase el relato de la disputa de Descartes con Gisbert Voetius en el capítulo 8). Es más, el humo requiere el fuego, y sólo he llegado a estas alegaciones una vez que he empezado a preguntarme por el significado completo del lema escogido por Descartes: “La vida escondida es la m ejo r”.
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D E S P E R T A R
I I m und o en que Ren é De sca rtes en tró el 31 de m arzo de 1596 no era un mund o pacífico. Los conflictos religiosos itK lidian Europa al mismo tiempo que el mayor y más po deroso de los logros de la humanidad -la ciencia- estaba a punto de nacer. Mientras que los conflictos religiosos re presentaban los estertores de una ép oca de la histor ia, la involución científica marcaba el nacimiento de otra, el pei iodo que llama mos los tiemp os m odernos. La revolución i ientífica pudo tener lugar porque la Reforma y la Contrai reforma estaban desgarrando las certezas de la creencia religiosa, lo que permitió que la luz de la razón secular tesplandeciera entre las hendiduras, y una vez que la gente empezó a ver esa luz se hizo inextinguible. A pesar de los tei rorcs de la intolerancia, la persecución y la recurrente amar gura de la guerra, el giro del siglo
XVII
fue una época pródiga
eu promesas. Descartes llegó en el momento adecuado, por que sus intereses y dones se correspondían exactamente con lo que se requería a largo plazo para la revolución intelec tual que empezaba a tener lugar. I lescartes no escribió una autobiografía, pero en su seminal I Hsairso del método rememoraría
su educación, la cual, con
una mirada retrospectiva, no le pareció tan buena como po 33
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dría haber ha ber sido. Descartes lo juzg juzgó ó así a pesar de de haber hab er asis tido a la mejor y más famosa escuela del momento, el cole gio jesuíta jesuíta de La Fléche, en en la provincia francesa de Anjou, que ahora forma parte del Pays de la Loire. En el Discurso, Descartes Descartes describe su educación en términos térm inos equívocos para procurar un contraste con sus sus opiniones maduras sobre sobre cómo cóm o habría de encauzarse la investigación en matemáticas, cien cia y filosofí filosofía. a. Creía haber descubierto un poderoso método para encontrar la verdad sobre todas las cosas, y escribió su
Discurso para describir y dem ostrar ese método. La cuestión del método era importante entonces; la mayoría de los pen sadores, incluyendo a Francis Bacon en Inglaterra y a los miem bros de la Rosacruz Rosacruz repartidos por Europa, estaba estaba an siosa por encontrar un modo sencillo, directo e infalible de descubrir descub rir la verd verdad ad de las las cosas, unos porque querían trans tran s mutar mu tar en oro los metales comunes com unes o en contrar con trar el secreto secreto de la llong ongevi evidad, dad, y casi todos -Desc -D escart artes es entre ello el loss- porque de seaban seaban una com bina ción de ambas cos cosas as.. Los detalles detalles autobiogr auto biográficos áficos del del Discurso (y ocasionalmente de la correspondencia de Descartes) apenas están esbozados, aunque son útiles útiles para los los biógrafos y característicos del modo m odo cartesiano carte siano de proceder, pues Descartes siempre creyó cr eyó que si sus lectores podían ver las cosas a través de sus ojos, reto mando el camino que él había seguido hasta llegar a sus in tuiciones, no estarían en desacuerdo con él. En la otra obra famosa de Descartes, las Med M edita itaci cion ones es meta me tafís física icass -el libro con el que la mayoría de los estudiantes de filosofía del del m un un do occidental aún echa los dientes-, el argumento parte del punto pu nto de vista vista de un “yo” “yo”, ostensib oste nsiblem lemente ente el propio prop io Desea D esear r
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los, que expone sus dudas, razones y conclusiones; pero de lia ho es un recurso en el que cada lector, él o ella, es el “yo” do l.i aventura y ve las cosas desde un punto de vista privile giado por el propio Descartes, de modo que desde el princi pio pi o comparte com parte su su opinión.
Aunqu Aunquee lo que Descartes D escartes dice sobre su primer prime r desarrollo in in telectual es fascinante, ha de tomarse con la precaución que loquiere loquiere toda autobiografía. auto biografía. Las autobiografías suelen ser doi om omentos entos indignos de confianza, algo algo que los biógrafos ce lebran porque les gusta descubrir información independiente que muestra que los autobiógrafos han esculpido sus vidas en formas más gratas que la verdad, tal vez más cercanas a lo
que suponían que fuera (por decirlo así) la verdadera reali dad, que sólo ellos podían ver porque la habían vivido. Quie nes escriben autobiografías, por tanto, tienen razón para creer
que la historia de sus sus vidas vidas interesará a los demás, y -sie -s ien ndo la mayoría de de ellos gente con éxito, descubridores descubridore s o creadocre adoíes tienen personalidades personalidades imponentes, impon entes, lo cual es otra otr a razón razón i parafraseando parafraseando la famosa famos a “Mister “Mis ter In-Between In-Bet ween”” de Bing Bin g Crosby) para que lleven demasiado lejos el “recalcar lo favorable y eli minar lo desfavorable”. I )escartes recalca y elimina con frecuencia esos aspectos en m is
diversas observaciones autobiográficas, por ejemplo, cuan
do afirma que su madre murió horas después de su naci miento, aunque en realidad muriera catorce meses más tarde. I'ero lo que dice en el Discurso sobre su educación y desarrollo mental mental es bastante preciso, por esbozado que esté, esté, y consti tuye tuye la la base de casi casi todo tod o lo que realmen re almente te podemo pod emoss saber de la primera época de su vida.
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Sin embargo, esa vida empezó antes de que Descartes fuera a La Fléche, y es pertinente que digamos algo, brevemente, sobre sus orígenes. orígenes. Descartes nació en el año en que se representaron por pri mera vez Ricardo II y y el Sueño de una noche de verano de Shakespeare, Shakespeare, en que El Greco pintó la célebre, desolada y ator ator mentada Vista de Toledo y en que tendrían lugar otros tres nacimientos de personas cuyas vidas ejercerían un impacto, directo y de otros modos, sobre la de Descartes: Federico V, elector del Palatinado y por breve tiempo rey de Bohemia Boh emia (el (el “rey “rey de invierno” de 16 18 -16 -1 6 19 ); la esposa esposa de Federico, Isabel Isabel Estuardo de Escocia (Federico nació nac ió el 16 de agosto de de 1596 e Isabel el 19 de de agosto), y el poeta y erudito erudit o Cons Co nstan tantijn tijn Huygens, que treinta tr einta años a ños después después se convertiría conver tiría en amigo y pro tector de Descartes en las tierras libres holandesas de las Provincias Unidas, hoy llamadas los Países Bajos u Holanda. Si usáramos el lenguaje clasista inglés para describir el tras fondo familiar de Descartes, diríamos que provenía de una clase media superior compuesta, sobre todo, de médicos y jur ju r ista is tas, s, algun alg unos os de los lo s cual cu ales es ocu oc u p aba ab a n carg ca rgos os of ofic icia iale less en el servicio regional del gobierno real. Uno de los antepasa dos cercanos de Descartes había sido alcalde de Tours, otro tesorero de la catedral de la misma ciudad. Un tercero (por parte de la madre de Descartes) había sido un tiempo médi co de la reina Eleanor, esposa esposa del rey Francisco Fran cisco I de Francia, y un cuarto, aún más encumbrado, encum brado, había sido médico de Ca Ca talina de Médicis, madre de los tres últimos reyes franceses de la Casa de Valois. Este antepasado fue luego médico del
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du«|ue «Je Montpensier y le dedicó un breve libro sobre las liebres. Asi que en los genes familiares había autoría y cien»i.i lanío como ley y medicina. I a familia de Descartes y sus relaciones estaban bien esta blecidas y eran florecientes, con dinero, posición y propie dades en las hermosas regiones de Francia conocidas como la Turena y el Poitou. Poitou . Descarte D escartess nació nac ió y se crió allí; nació en I a I laye laye (ahora, (aho ra, para favorecer la industria indu stria turística tur ística,, rebaurebau ii/ada como Descartes), en Turena, y se educó en la frontei .1 provincial de Poitou en la casa de su tío en Chátellerault. I n I rancia, en aquella época, se consideraba a los miembros de la clase de Descartes una nobleza menor, y si poseían pro piedades podían darse un título, lo que Descartes hizo al guna guna vez al llamarse llamar se “sieur du Perron” Perro n”,, porque porqu e había h abía heredado de su madre una pequeña granja g ranja en Perron. P erron. Era una expre sión equivalente a “terrateniente”, y el nombre podía com prarse o venderse con la propiedad correspondiente. Cuando se hizo cargo de su herencia, Descartes cambió su parte de la tierra y su título por dinero para hacer frente a sus nece sidades. I sio sugiere que Descartes De scartes no n o compa com partía rtía los intereses dinásI icos de su padre, Joachim, o de su hermano mayor, Pierre. loachim era un jurista distinguido cuyo padre había sido un médico celebre en los círculos círculo s provinciano prov incianos, s, y en la época del nacimiento de Descartes ocupaba un cargo oficial en el tri bunal superior de Bretaña en Rennes. (Esos tribunales te nían ní an múltiple m últipless funciones; funcion es; además de tribunales en el sentido ordinario, velaban velaban por p or el cumplim cum plimient iento o de la ley en su región y atendían las peticiones a la Corona. Se llamaban “parla
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m entos” ento s”,, algo equívoco ta nto en inglés inglés com o en esp añol.) Joaa chim Jo ch im espe es pera raba ba que qu e sus h i jos jo s Pier Pi erre re y René Re né con co n tin ti n u a ra n con la tradición familiar y adoptaran profesiones respetables, se casaran bien y por ambos am bos medios aum entaran el presti prestigio gio de la la familia fam ilia en dignidades y propiedades. propiedades. René, el hi hijo jo m e nor, le decepcionó; Pierre le correspondió generosamente convirtiéndose convirtién dose en una réplica de su su padre. padre. Tuvo Tuvo otros hijos, sólo uno de los los cuales cuales -u n a hija llamada llamada Jea n ne - sobrev sobrevivi ivió ó a la infancia. René Descartes vio la luz en en casa de su abuela, jun ju n to a las las ori or i llas del río Creuse en La Haye, y fue bautizado en la iglesia católica de San Jorge tres días después, el 3 de abril de 1596. Una nota insignificante insignifican te de estos estos hechos inocu in ocuos os es que la la de de San Jorge era la parroquia de su abuela sólo porque la igle sia más cercana, Nótre Dame, había sido adjudicada a los protestantes de la ciudad ciudad siete años antes. antes. El prim er acto pú blico de Descartes -su bautismo- tuvo lugar, por tanto, de un modo determinado por las grandes divisiones religiosas de la época. Otra nota tiene que ver con una leye leyenda nda -la -l a s pruebas pruebas sugie sugie ren que fue inventada mucho después de que el filósofo se hiciera famoso-, según la cual Descartes habría nacido en una zanja del campo en un punto intermedio entre La Haye y Chátellerault. La historia es que su madre estaba de cami no de Chátellerault a casa de la abuela materna en La Haye, una distancia de veintinueve kilómetros, y fue sorprendida por los dolores de parto a mitad de camino, cam ino, junto jun to a una gran ja lla llam m ada ad a La Sybil Sy billier lieree (cuyo (cu yo no nom m b re prop pr opor orci cion onaa una ade ad e cuada asociación profética para el nacimiento de un gran
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pensador). Este detalle del “punto intermedio” tiene todos los tintes de la ficción, como el cuento adicional de que la madre de Descartes quedó tan débil tras dar a luz que tuvo que descansar en La Sybilliere Sybilliere durante dos noches, no ches, lo que ex-
l>lk aria por p or qué qu é habían hab ían pasado pasad o tres días hasta que qu e Descartes D escartes lúe bautizado. La razón más probable proba ble del “retraso”, “retraso”, por su pu p u e s t o , es que los padrinos de Descartes habían de ser in-
lt mna mnados dos y viajar via jar luego a La Haye. Haye. Los veintinueve kilómetros kilóm etros que separan Chátellerault La Haye suponían un día de viaje, de modo que el envío de un mensajero, y su viaje de vuelta
ion los respectivos padrinos, llevaba dos días. ( a torce meses después del nacim nac imien iento to de Descartes D escartes su ma m a dre volvía a encontrarse en la casa de su abuela en La Haye para dar a luz. Esta vez el resultado fue fatal. La madre de I >esca >escart rtes es m u rió el 13 de mayo de 1 59 7, seis días después de dar a luz a un niño, que la seguiría a la tumba tres días más tarde. En el momento de esta tragedia, Joachim, el pa llo* de Descartes, estaba desempeñando su deber en el Par lamento de Rennes, y el propio Descartes se encontraría probablemente con su nodriza. Lo que sucedió tras este pe noso acontecimiento es una laguna en el registro, aunque es probable que los tres niños, Pierre, Jeanne y René fueran a vivir con su abuela en La Haye durante un tiempo y que lue go los muchachos fueran enviados a Chátellerault para que los educara su tío Michel Ferrand (que era el padrino de llené). Joachim volvería a casarse tres años después de en viudar, se trasladó a Rennes para estar cerca de los deberes de su cargo y crió a una nueva familia, fam ilia, dejando dejand o a la primera ion los parientes maternos.
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No era un mal m al arreglo. arreglo. Michel Mich el Ferrand, tío y padrino, era era un ciudadano importante. Durante las negociaciones que pre cedieron al crucial Edicto de Nantes en 1598 (que protegía a los protestantes franceses), Ferrand fue teniente general de Chátellerault Chátellerault -u n cargo semejante al de de alcalde alcalde,, aunque más rim bo m bante ba nte -, y fue fue en su ciudad ciudad donde los protest protestantes antes de toda Francia se reunieron para discutir los términos del edic to antes de que fuera promulgado. Aún era teniente general en 1605, cuando otro otr o encuentro en cuentro nacional de protestant protestantes es tuvo tuvo lugar allí para quejarse de las violaciones católicas del edic to. Al frente de las negociación del edicto de 1598 estaba el primer ministro del rey, Maximilien de Béthune, duque de Sully. No es probable que Ferrand participara directamente en las discusiones, pero seguramente sería el anfitrión de Sully, y desde luego el responsable de la organización local del acontecimiento. Un historiador de Poitou, Alfred Barbier, planteó en un es tudio de 1897 que Michel Ferrand era un firme firme católico cató lico que se opuso a las negociaciones con los hugonotes.' No parece probable. Poitou tenía la mayor población hugonote de to das las provincias francesas (casi un millón a mediados del siglo X V I I ) , y las las relaciones entre los católicos ca tólicos potevinos y los los hugonotes habían sido buenas desde el principio de la Re forma. Como figura pública destacada en una ciudad con una población hugonote extensa e influyente, no es proba ble que Ferrand hubiera sido algo distinto a un funcionario tolerante, aunque sólo porque no n o podía permitirse otra cosa. cosa. Si es así, la suya fue una buena casa donde criarse. 1 1 Alfr Alfred ed Barbie Barbier, r, d u d o en R. R. W a t s o n , Cogito, E rgo Sum, p. 61.
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No sólo el ejemplo de tolerancia hacía de la casa de Ferrand im buen lugar para ser educado; también estaba el entorno de I ,a I laye y Chátellerault. La belleza de esa región de Frant i.i, y sus cálidos veranos, fue una de las últimas menciones del Descartes moribundo, lo que muestra que la impresión que le habían causado era profunda. Las granjas y jardines, y los ubicuos setos que daban nombre a su ciudad natal, ro deaban casas de madera que aún perduran, ahora con tejas en el techo donde entonces habría bálago. Rodis-Lewis ha advertido que el rápido y turbu lento río Creuse que atra viesa La Haye debió de darle a Descartes sus primeras ideas sobre el movimiento de la materia, mientras que los suce sos cotidianos y las distracciones de la vida rural le propor»¡uñarían símiles que luego emplearía al elaborar sus teorías ientíficas. Descartes vería haces de heno fresco humear por
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el calor espontáneo que se generaba en su interior, y bullir el vino nuevo cuando se dejaba fermentar sobre la pulpa que quedaba tras ser prensada la uva. Vería cómo el viento, so plando a través de los setos, se lleva las hojas y la paja acu muladas en las ramas, y cómo levantan el polvo los pies de los transeúntes. Vería batirse la leche hasta que se separa en rema y manteca, y cóm o se criba el grano. Cada uno de es
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tos ejemplos mundanos aparece en sus escritos científicos para ilustrar fenómenos como el “calor cardiaco” (Descar tes dice que no es más equívoco que el calor espontáneo en el heno y la fermentación del vino), o el modo en que la “ma teria sutil” atraviesa los intersticios de la materia más ruda (como el viento atraviesa los setos), o los “humores” del cuer
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po que se parecen a la criba que separa la avena del cen teno.1 Estos destellos indirectos del mundo infantil de Descartes reunidos tan sensiblemente por Rodis-Lewis son, con algu nos otros, los únicos que se relacionan específicamente con sus primeras experiencias. Fuera de ellos, Descartes apenas dice nada sobre su infancia. No se refiere a ella en más de me dia docena de ocasiones y, salvo por los retazos autobiográ ficos del Discurso , siempre de pasada. Nos dice que, debido a su nacimiento en los “jardines de Turena”, prefiere un cli ma templado. En una carta asegura que, cuando era niño, su salud era débil porque había heredado una tos seca de su ma dre y siempre estaba pálido, lo que llevaba a los médicos a ser pesimistas respecto a sus oportunidades de llegar a la edad adulta. Pero añade que, al cumplir los veinte años, había ga nado vigor y robustez, y que en adelante había disfrutado por lo general de buena salud. En otra carta recuerda haber sen tido ternura por una niña aquejada de una leve aflicción, lo cual le había causado un efecto permanente: “De niño” es cribe, “me enamoré de una niña de mi edad que era ligera mente bizca y, cada vez que veía sus ojos cruzados, la impre sión de esa visión en mi cerebro estaba tan ligada a lo que suscitaba la pasión del amor que, hasta mucho después, cada vez que veía a alguien bizco me sentía indinado a amarlo más que a los demás”.2 1Véase G. Ro d i s -L e w i s , D escartes, p. 5, y Ad a m y Ta n n e r y (AT en adelan te), VI, p. 46 ; VI, p. 2 4 1 ,y III, p. 141. 2 Los retazos de Descartes sobre su infancia se encuentran en las cartas escritas a la prin cesa Isabel de Bohem ia en mayo de 1645, a Hecto r-Pierre C hanut el 6 de junio de 1647 , a Henri Brasset el 23 de abril de 1649 (todas en AT, vol. Vil) , y en el D i scurso del método. El
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A i i i h | u c las referencias sean efímeras, son sugerentes. Tome
mos, por ejemplo, el comentario de Descartes sobre la heirucia materna de una salud débil. En la carta en que lo menciona, Descartes habla también de la muerte de su mailre, que data equívocamente poco después de su nacimien to. Escrita a principios del verano de 1645 a la princesa Isabel de bohemia, con la que mantenía una correspondencia ab sorbente, de hecho una amistad, desde 1642, ofrece consejo sobre la salud de la princesa-sufría de enfriamiento y fiebrey le dice: “La causa más común de la fiebre es la tristeza... Mi madre murió pocos días después de mi nacimiento de una enfermedad en los pulmones causada por el abatimiento. De ella be heredado una tos seca y una tez pálida, que duraron hasta que cumplí los veinte años, por lo que los méd icos que me examinaron hasta esa época me condenaban a morir jo ven. Pero siempre he preferido mirar las cosas desde el án gulo más favorable y tratado de que mi felicidad dependa en 10 principal de mí mismo, y creo que esta inclinación venció giadualmente la debilidad que era una parte efectiva de mi con stitució n”. Este pasaje sugiere que, de n iño y de joven, •muque su salud fuera delicada, Descartes fue lo suficiente mente afortunado como para tener naturalmente una ma nera de ver las cosas positiva, independiente y reflexiva. Los 11 es rasgos le servirían en el siguiente capítulo de su historia personal, cuando ingresó como interno en el recién funda do e inmensamente prestigioso colegio de La Fléche en An ión, no lejos de su hogar en Chátellerault.I
I ■ .t|r de la niña bizca, en la carta a C han ut, empieza asi: “(... ) lorsque j’etais enfa nt, j’ai unr lille de mon age, qui etait un peu louche”.
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A pesar de las observaciones críticas de Descartes en el Discurso del método sobre su educación en La Fléche, él mismo reconocería que era la m ejor escuela de su época. Veintidós años después de haber salido de ella, y un año antes de que se publicara el Discurso, contestó a una petición de consejo respecto a dónde se encontraba el mejor sistema educativo entonando las alabanzas de La Fléche. La escuela atraía a “muchos jóvenes de todos los rincones de Francia”, escribió Descartes, “que forman una gran mezcla, y mediante la conversación con ellos se aprende tanto como si se hubiera viajado mucho”. Alaba tam bién la “igualdad que mantienen los jesuítas entre ellos al tratar casi de la misma manera al de elevado linaje que al de bajo nacimiento”. El argumento decisivo para Descartes era que “en ningún otro lugar de la tierra se enseña filosofía m ejor que en La Fléche”. Esto era importante porque, si bien no todo lo que se enseña en filosofía “es tan cierto como los Evangelios, puesto que la filosofía es la clave de las demás ciencias, es extremadamente útil haber estudiado todo el currículum de la filosofía, conforme se enseña en las instituciones jesuítas, antes de elevarnos por encim a de la pedantería para hacernos sabios de un modo acertado”1 La fundación de La Fléche en 1604, cuando Descartes tenía ocho años, es en sí misma un acontecimiento notable, dada la complejidad religiosa y política del momento. Su historia es inseparable de la de su regio fundador, Enrique IV, e inseparable también de la historia personal de Descartes, en m uchos aspectos además del obvio de haber sido educado allí. 1 1 AT, II. p. 378.
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Enrique IV es uno de los más admirables reyes de Francia. Nacido en la fe protestante en 1553, hijo de Antoine de BorIxm, los hugonotes lo considerarían la cabeza nominal de su i ansa. En agosto de 1570, los hugonotes y el rey Valois de I rancia, Carlos IX, llegaron a un acuerdo con el fin de aca bar
con ocho años de intermitente y violenta hostilidad en-
Ire los católicos y los protestantes del país. Firmaron un tratado i|iie se conocería como la Paz de Saint-Germain. Para cele brar
la ocasión, Carlos IX prometió en matrimonio a su her
mana Margarita de Valois con Enrique de Borbón, un gesto que no sólo quería simbolizar, sino cimentar el acercam ien to entre las dos partes del cisma religioso, o así lo parecía. El m atrimonio entre Enrique y Margarita tuvo lugar dos años más tarde, el 18 de agosto de 1572. Seis días después de las celebraciones nupciales, en la no che de la fiesta de San Bar tolomé, ocurrió un terrible episodio de la historia de Frani i.i: la masacre de los hugonotes. Había sido meditada durante mucho tiempo por los consejeros de Carlos IX , especialmente su madre, la espeluznante y peligrosa Catalina de Médicis. 1.a masacre empezó cuando el jefe en ejercicio de los hugo notes, el almirante de Coligny, fue asesinado en el exterior de su casa de París por tropas reales, ju nto a un grupo de nobles hugonotes. Luego la matanza se extendió a las casas de los hugonotes por todo París. Se allanaron las puertas y familias enteras murieron en sus casas, que fueron saqueadas. Un to rrente de órdenes reales a las ciudades de provincias instru yó a los funcionarios a someter a los hugonotes locales al mismo tratamiento. Lyon, Toulouse, Burdeos y Ruán con templaron horribles matanzas; el Ródano arrastró tantos ca
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dáveres de Lyon a Arlés que los arlesianos no pudieron be ber de sus aguas hasta tres meses después. Las instrucciones de París llegaban a los funcionarios locales de un modo tan esporádico que las masacres de Toulouse y Burdeos tuvieron lugar, respectivamente, un mes y dos meses después de los acontecimientos iniciales de París. Enrique reaccionó convirtiéndose rápidamente al catolicis mo. Sin embargo, su suegro, el rey, o más exactam ente la ma dre del rey, Catalina de Médicis, no confiaba en él y lo mantuvo bajo arresto en la corte. En 1576, Enrique escapó, regresó a la fe protestante y se levantó en armas contra la monarquía católica como cabeza de la causa hugonote. Repetidos esta llidos de luchas durante los años sucesivos llevaron por fin a España a enviar tropas para ayudar al bando católico, pero cuando lo hizo Carlos IX había muerto, su hermano Enri que III le había sucedido y Enrique de Borb ón se convertiría en heredero del trono a causa de la muerte del inmediato here dero de Enrique III, Francisco, duque de Alen^on. Enrique III, el último rey Valois, fue asesinado en 1589, y Enrique de Bor bón le sucedió. Para afirmar sus derechos como Enrique IV, tuvo que luchar de nuevo contra los católicos franceses. Los derrotó y sitió París, pero no pudo tomar la ciudad hasta que, en 1593, se convirtió al catolicismo por segunda vez, dicien do (según la famosa leyenda), “París bien vale una misa”. La ciudad le abrió entonces las puertas y su victoria fue com pleta. Lo más importante es que Enrique IV ganó la paz que siguió. Gracias al Edicto de Nantes, que garantizaba en buena me dida la libertad religiosa de los hugonotes -una libertad de
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la que gozarían durante un siglo-, y a una política económii .1 acertada, Enrique IV devolvió el orden y la prosperidad a Ilancia en un tiempo asombrosamente breve. I ntonces, en 1603, Enrique IV invitó a los jesuítas a volver a I rancia. Los había desterrado ocho años antes porque uno de ellos había intentado asesinarle. Ahora no sólo les dio la bienvenida sino que los patrocinó generosamente. Tomó a uno de ellos por confesor y les donó el palacio de La Fleche donde había nacido- para que pudieran abrir allí una esi líela. Enrique estaba profundamente ligado a La Fleche, y dejaría instrucciones en su testamento para que tanto su coi a/ón como el de su esposa fueran enterrados en la capilla. I'ero su interés en la idea de fundar un colegio jesuíta no era solo sentimental. Costeó las necesarias renovaciones y alte raciones del palacio e intervino personalmente en la elabo ración de las reglas y el currículo de los estudiantes. Siempre había tratado de mejorar la educación, y con antelación ha bía nom brado regentes de varios colegios y pagado los suel dos de los profesores. Ahora fue más lejos, al confiar toda una institución de elite a los jesuítas, cuya idea de una “educación total” le impresionó: una concepción de la educación como moldeamiento de la inteligencia y la personalidad por me dio de lo que ahora llamaríamos técnicas de “inmersión” (los alumnos apenas pasaban unos días de vacaciones con su fa milia durante el curso) y del aliento y la recompensa, en lu gar del método tradicional de la palmatoria. I sa era la institución en la que ingresó Descartes en la pri mavera de 1606, a los diez años. Su hermano mayor, Pierre, ya estaba en La Fléche. El primer director del colegio, el Pére
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Chastellier, oriundo de Poitou, y el segundo director, el Pére Étienne Charlet, pariente de la madre de Descartes, cono cían a los dos jóvenes, que no serían, por tanto, tenidos por ex traños. Que los padres jesuítas fueron amables al menos con el propio Descartes lo prueba que, cuando cuatro décadas después, Descartes escribiera al Pére Charlet, lo hiciera en términos muy afectuosos y le llamara “mi segundo padre”.1 La amabilidad tiene, sin embargo, sus límites. Los primeros biógrafos de Descartes repetían el cuento de que, debido a su delicada constitución, se le perm itía quedarse en cama hasta el mediodía, un hábito que mantendría a lo largo de su vida. Es cierto que, de adulto, Descartes pasaba la mañana pensando y escribiendo en la cama, pero la idea de que un muchacho de diez años se quedara en la cama en un inter nado hasta la hora del almuerzo parece improbable no sólo a principios del siglo XVII, sino con un “segundo padre” como director del colegio. Descartes no era hijo de un gran noble (los cuales -aunque había muy pocos en La Fleche- se alo jaban en el edificio principal del colegio con sus sirvientes) y, por tanto, viviría como la mayoría de los mil doscientos alumnos en alguna de las pensiones diseminadas por la ciu dad en las cercanías del colegio. La leyenda de las mañanas de colegio pasadas en la cama es, sin duda, un cuento chino: Descartes debió de decirle a alguien que había tomado el há bito de pasar las mañanas en la cama a una edad temprana y esto se transformó en una leyenda sobre una improbable indulgencia de la escuela.
1 Carta del 9 de febrero de 1645.
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Aliemos, el incontenible Baillet nos ofrece una razón para i iivr que Descartes se encontraba con sus compañeros. Cuan tío Enrique IV fue asesinado el 14 de mayo de 1610, su cora zón lúe llevado a La Fléche de acuerdo con su deseo, y Baillet nos dice que Descartes fue uno de los veinticuatro jóvenes elegidos para tomar parte en la ceremonia final del sepelio, m i ,i vez el corazón en su urna hubiera sido llevado en pro-
. esion a través de los enlutados edificios del colegio, acomp.mado por los miembros de la familia real, la nobleza, >.,u culotes y una guardia de hon or de arqueros, todos vestidos de duelo. El cortejo pasó bajo un gran arco levantado al clri lo, y el patio central del colegio fue decorado con la en*.cn.i real de Enrique IV e imágenes de su alma transportada .il i ido por los ángeles. >Ayudó Descartes a llevar la urna que contenía el corazón de I nrique? Sus dotes intelectuales pudieron muy bien señalar lo entre sus compañeros, y una marca de esa distinción pudo sel la
causa de que le escogieran para formar parte de las dos
limeñas de acólitos que acompañarían al corazón del rey ase sinado
hasta la capilla. Pero el propio Baillet nos da un mo
tivo para dudar de la veracidad de la historia cuando dice que los veinticuatro jóvenes en cuestión eran estudiantes “no bles". Descartes, como la mayoría de sus compañeros, proce día de
la nobleza rural, pero había unos qu inientos hijos de
tiuques, marqueses, condes y otros nobles, y las distinciones tic rango se tomaban en serio. Puesto que carecemos de otra 1ucnte que indique que Descartes fuera señalado con una atención especial en la escuela, no hemos de tomarnos todo esto con un grano de sal. Los portadores de la urna que con
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tenía el corazón de Enrique IV serían, sin duda, hijos de no bles de alcurnia, y la pretensión de Baillet de que Descartes se contara entre ellos ha de considerarse legendaria. El sepelio del corazón de Enrique en La Fléche fue, con todo, significativo para Descartes. Enrique IV había sido asesina do por un jesuíta llamado Ravillac, así que era una oscura ironía que, por su propio deseo, el rey fuera enterrado por jesuítas entre jesuítas, a quienes había patrocinado y apoya do con tanta generosidad. Los miembros de La Fléche hon rarían asiduamente la memoria de Enrique con fiestas y com peticiones en el aniversario de su asesinato mientras du rara el colegio, pero nada podía borrar el hecho de que los muchos intentos de asesinar a Enrique IV hubieran sido mo tivados, como el que tendría éxito, por la sospecha de que, habiendo sido protestante, favoreciera los intereses protes tantes en Europa con su política de contención del poder de los Austrias. Los jesuítas, como se ha advertido, eran conse jeros y partidarios de los Austrias, los cuales, como sus men tores jesuitas, se consideraban los defensores de la Iglesia católica y sumergirían pronto a Europa en tres décadas de una guerra odiosa en un intento -malogrado al final- por reclamar para el catolicismo todos los territorios que ha bían ganado los protestantes. En suma, Enrique IV había alimentado a una víbora en su seno al patrocinar a los jesuitas, y había muerto al ser mor dido por ella. Descartes, educado por los jesuitas y durante años un leal partidario de los intereses jesuitas, podría (como sugería en la Introd ucción) haber servido a los intereses je suitas y de los Austrias contra su propio país. Dadas las cir-
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«onslancias históricas y el gran asunto del mom ento, habría pmhahlemente m uchos corazones desleales en los pasillos de I a l inche el día en que el corazón del rey muerto fue ente nado. I >no de los principales modos que el movimiento jesuíta em pleó para defender, fortificar y potenciar la causa católica fue educar a los jóvenes para asegurar su fe. Se veían a sí mismos ionio soldados en la vanguardia de la Contrarreforma y, en i ousecuencia, una de sus prim eras m etas fue levantar una luí i icada entre la herejía y los jóvenes. Por medio de una re tinada disciplina, una estructura al estilo militar y elevadas pautas, la Sociedad se había convertido en un formidable insh omento desde su fundación en el siglo XVI. Desde sus se to marios, que incluía el prestigioso Colegio Romano, partiría un ejército de eruditos y profesores para ganar la causa de la le. I )ada la adhesión de por vida de Descartes a la fe católica y a los intereses jesuítas, él mismo cuenta como un ejemplo del éxito de sus métodos. Si la Sociedad estaba en la primera línea de la causa católica, 'tus profesores eran tropas de asalto cruciales para la Socie dad misma, y era de gran importancia que tuvieran éxito en la tarea vital que se les había asignado. Pensaron cuidadosa mente en la educación, y los métodos que adoptaron pareieu impresionantemente modernos. En las escuelas dirigidas por sus rivales, los benedictinos, los jóvenes pasaban largas y agotadoras horas delante de los libros y se les inculcaba sin cesar lo que debían aprender. El manual de enseñanza de los jesuítas, la Ratio Studiorum , tomaba de Quintiliano la com
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paración de la inteligencia del joven con una botella de cue llo estrecho: si se vierte demasiado y demasiado rápido muy poco entrará en la botella, pero si se vierte lenta y cuidado samente, la botella se llenará. Los jesuítas se tomaron el sí mil al pie de la letra. Por medio de premios y medallas para señalar los logros; de perm itir que los jóvenes disfrutaran de los juegos, bailes y actividades teatrales; de prestarles una atención personal; de promover la discusión y dejar que se gobernaran a sí mismos hasta cierto punto con un sistema de prefectos, se ganaban la confianza de sus alumnos y, en consecuencia, les enseñaban mejor. Las principales formas de instrucción eran el estudio de los textos, lecciones diarias, debates y discusiones semanales y debates formales una vez al mes en que los participantes ga naban puntos según lo hicieran. Todo tenía lugar en latín; el uso del francés estaba prohibido bajo pena de castigo. Apar te de que el latín era la lingua franca de la gente educada, es taba especialmente asociada a la Iglesia católica rom ana, con cuya perspectiva el cuerpo de los fieles era un pueblo bajo su monarca terrenal, el Papa, que compartía una lengua y una cultura. Es interesante que algunos pensadores católicos lle garan incluso a sugerir que el uso de las lenguas vernáculas constituía un pecado porque subvertía la integridad de la cristiandad. Descartes escogería más tarde publicar en la len gua vernácula, lo que a la luz de estas delicadas cuestiones supone un gesto significativo. Los primeros años de un alumno en La Fleche estaban dedi cados a las lenguas clásicas y su literatura; em pezaban con la “gramática” y terminaban con la “retórica”. En el sexto, sép-
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l mío y octavo años, si seguían allí, los jóvenes estudiaban fi losofía, matemáticas y ciencia. En los primeros cinco años el
|n incipal objetivo era el estilo de los autores clásicos antes ■lili* el contenido de sus escritos. En la época de Descartes, i orno a lo largo de todo el Renacimiento, el escritor latino más admirado era Cicerón, cuyos textos eran ampliamente usados com o modelos de excelencia en el estilo y la estrucim,i retórica. 1 .1 mayoría de los jóvenes pasaba sólo cinco años en La Fléi lie, pues lo que adquiría en ese tiempo era suficiente para la ,id misión en la universidad. Pero algunas universidades rían hostiles a los jesuítas y rechazaban a sus alumnos, de nimio que los jesuítas se aseguraron de que los cursos supei loros de algunos de sus colegios suplieran adecuadamente la educación universitaria. Descartes se benefició de este arre glo. En 1611, terminados sus cinco años de estudios “literai ios”, siguió el currículum avanzado y estudió la lógica de Aristóteles el primer año, ciencia y matemáticas el segundo, v metafísica y ética el tercero. I sta fue la educación que Descartes describiría veinte años después en su Discurso del método. “Desde mi infancia me li.m educado en las letras”, escribió, en referencia a las len guas clásicas y sus literaturas, “y puesto que estaba persuadi do de que por su medio podría adquirir un conocimiento i laro y seguro de lo que resulta útil para la vida, estaba ex tremadamente dispuesto a aprenderlas. Pero tan pronto como acabé el curso de estudios al cabo del cual se suele admitir en las filas de los cultos, cambié de opinión por com pleto. Desi ubrí que no había ganado nada con mis intentos de ser edu
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cado, salvo aumentar el reconocimiento de mi ignorancia. Sin embargo, estaba en una de las escuelas más famosas de Europa, donde pensaba que debía haber hombres cultos si los había sobre la tierra”1 Esto parece una sentencia condenatoria de La Fleche, y al leerla podría considerarse que Descartes quería decir que había desperdiciado los ocho años que había pasado allí. Pero eso no es lo que decía. En el mismo pasaje refiere que había hecho buen uso de la biblioteca del colegio y leído más de lo que el currículum exigía; que los profesores y compañeros no lo habían tenido por carente de ingenio, y que al salir de La Fléche encon tró el mundo poblado de personas tan inteligentes como en cualquier otro m om ento de la historia. Sin embargo, estaba claro que “no había conocimiento en el mundo como aquel que m e habían prometido”. Así que no era un fallo particular de La Fléche que sus expectativas quedaran defraudadas. Era el hecho general de que las letras, y lo que en su día pasaba por filosofía y ciencia, tenían un valor limitado (lo que, en su opinión, era especialmente cierto de las letras) o se encontraban en un terreno resbaladizo (lo que, en su opinión, era especialmente cierto de la filosofía y la ciencia). Apreciaba todas estas cosas hasta donde podía; disfrutaba de los cuentos y la poesía, de las fábulas y la oratoria, y sobre todo amaba las matemáticas. “Me deleitaban las matemáticas por la certeza y evidencia de sus razonamientos, pero no conocía su verdadero uso, y puesto que pensaba que servían sólo para las artes mecánicas, me sorprendió que no
' AT.VI.pp.4-5.
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hubiera edificado nada más elevado sobre unos cimientos i.i n Iir mes y sólidos.”1 I'.u esta razón diría que había decidido abandonar el estu dio ile las letras y evitar la metafísica, porque durante siglos las habían cultivado los mejores y seguían, sin embargo, envHelias en disputas y dudas. No pensó en aventurarse en las i tencias, que se apoyaban en el resbaladizo terreno de la melallsica, y no se trataba de ocuparse de lo que llamaba las “fal sa-. d e u d a s” de la alqu im ia, la magia y la astrolog ía, que despreciaba francamente. Así, escribió, “cuando tuve edad m'
■ni!idente para escapar al dominio de mis profesores, aban doné por completo el estudio de las letras. Resuelto a no bust ai otro con ocim iento que el que pudiera encon trar en mí mismo o en el gran libro del mundo, pasé el resto de mi ju ventud viajando, visitando cortes y ejércitos, mezclándome i on gente de distintos temperamentos y rangos, reuniendo experiencias diversas, probándome en las situaciones que la loriuna me ofrecía y reflexionando, en todas las ocasiones, sobre lo que me pasara de modo que pudiera obtener pro veí lio de ello”. La razón que dio para esta decisión empírica y pragmática es tan pertinente ahora como lo fue entonces: "Me parecía que podía encontrarse más verdad en los razo namientos que cualquiera hace sobre las cosas que le coni ¡ernen que en los de un erudito en su gabinete sobre cuestiones especulativas. Las conse cuen cias de los razonam ientos del primer tipo pronto castigarán a quien se equivoque, mien tras que los del erudito no tienen consecuencias prácticas ni
1AT, VI, p. 7.
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importancia para él, salvo que cuanto más lejos estén del sen tido común más orgulloso se sentirá de ellos, pues habrá te nido que usar mucha más habilidad e ingenio al tratar de hacerlos plausibles”. A pesar de lo que estas notas autobiográficas sugieren, Des cartes no emprendió sus viajes nada más salir de La Fléche. Dejó el colegio en el verano de 1614, a los dieciocho años, y su siguiente aparición docum entada tiene lugar en noviem bre de 1616, cuando se licenció en la Universidad de Poitiers en derecho civil y canónico. Todos sus biógrafos asumen que pasó sólo un año en Poitiers, y citan al efecto la explicación de Baillet de que el año perdido o los casi catorce meses en tre la salida de Descartes de La Fléche y el inicio de sus estu dios en Poitiers los pasó en París, pero no a la manera de la juventud, con su previsible y casi necesaria disipación, sino retirado en Saint-Germain-en-Lay, entonces una pequeña al dea en las afueras de la ciudad. Algunos especulan con que Descartes sufrió un colapso nervioso, como David Hume y otras personas brillantes en su juventud, algo que casi con s tituye un rito de paso hacia la inteligencia creativa. Pero no hay pruebas que apoyen la idea, aunque tenga un atractivo romántico, y nada en los escritos posteriores de Descartes so bre las emociones sugiere lo contrario; en esos escritos ha bría aludido a su propio caso de torbellino emocional si lo hubiera padecido, dada su predilección por la técnica auto biográfica cuando exponía sus opiniones. Por supuesto, es posible que Descartes sufriera un colapso, e incluso alguna enfermedad, pero es más probable que se en-
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l regara a la disipación en la capital, y adquiriera tal vez el gus to por el juego que luego se le imputaría, y aún es más pro bable que una licenciatura en derecho civil y canónico le llevara más de un año de estudio y que todo el año “perdi do" lo pasara delante de laboriosos textos en Poitiers. Sugie10 que esto fue lo que pasó. La fuente de la historia caracte rísticamente embrollada e hinchada de Baillet sobre un “año” de retiro en las afueras de París podría estar en que Descar tes, por alguna razón, pasó parte del verano en Saint-Germain-en-Lay después de dejar La Fleche y antes de ingresar en la Universidad de Poitiers en el otoño de 1614. En obe diencia retrospectiva al genio de Descartes, Baillet vio la reclu sión en Saint-Germain llena de significado para el floreciente joven, mucho más interesante que el concentrado estudio del }tts scriptum y el jws publicum, jus commune et speciale y el jus umversale etparticulare en Poitiers. Sería inapreciable con jet urar lo que Descartes pensaba de todo ese jws, dado su rigor en el contraste entre conocimiento útil e inútil, pero en ese momento no había desestimado seguir una carrera legal en el futuro tras los acomodados pasos de su padre y su her mano. Ocho años después, en 1625, escribiría a su padre para preguntarle si podría ocupar el puesto de teniente-general de Cháteüerault (el cargo que había ocupado su tío Michel Ferrand), que requería una formación juríd ica.1No tenía in tención, sin embargo, de ocupar el puesto inmediatamente, ni de buscar una posición en el Parlamento. Una buena ra zón era el mínimo de edad que se exigía para entrar en el Parlamento, aunque, como había hecho su hermano Pierre, 1 ilaillet cita la ca rta , fechada el 24 de jun io de 16 25, que se ha perdido.
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podría haber ingresado en la profesión en otro escalafón para ganar experiencia. Si Descartes pasó en realidad una temporada en Saint-Germain-en-Lay, tal vez durante las vacaciones de verano entre la escuela y la universidad com o se ha sugerido, hay una in teresante relación entre su única atracción turística y sus teo rías posteriores. En Saint-Germain había un jardín de recreo real diseñado por los hermanos Francini, cuya especialidad eran las fuentes, pero no sólo de agua, pues eran expertos en estatuas que se movían, interpretaban música, bailaban e in cluso (como se decía) hablaban. El jardín era un laberinto de grutas y pasajes misteriosos que albergaba órganos musica les, pájaros mecánicos y estatuas andantes y parlantes: un ja r dín de maravillas y tal vez de sobresaltos, si de hecho Descartes vagabundeaba neurasténicamente por allí.1Es más intere sante, sin embargo, que el jard ín sugiera parte de la inspira ción de algunas teorías posteriores de Descartes sobre los animales como autómatas sin alma, máquinas biológicas sin conciencia, que no experimentan sensaciones ni emociones, aunque lo parezca; meros robots que ladran o maúllan, co men y corren, como si los impulsaran ciegamente las bom bas de Francini, sin ser más conscientes. Tras licenciarse en Poitiers en noviembre de 1616, Descartes vuelve a aparecer como un joven padrino, en la firma de un registro bautismal en octubre y en noviembre de 1617 en la iglesia de Sucé. Esta pequeña ciudad estaba cerca de la pro piedad que su boyante padre había comprado años antes: la 1S. G a u k r o g e r , D escartes, p. 63.
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a ilc Chavagne-en-Sucé, una espaciosa casa de campo si
tuada en una fértil granja rodeada de colinas boscosas. Esto sugiere que Descartes pasó el año siguiente a su licenciatura en l’oitiers en la casa paterna, tal vez ayudando en la granja n en los negocios legales de su padre, o leyendo, o todo a la vez, mientras pensaba qué hacer a continuación. También pudo entrar com o aprendiz informal de un médico local, por curiosidad; luego diría que había estudiado de joven algo de medicina y derecho. Por supuesto, pudo asistir a lecciones de medicina y anatomía en Poitiers, aunque formalmente se hubiera matriculado en derecho. Si fuera así, una estancia de dos años en la universidad sería más probable, salvo que Des cartes fuera dado (co mo Baillet) a rem iniscencias infladas y convirtiera algunas lecciones en estudios de medicina. Es im probable. I u cualquier caso, la respuesta a la pregunta de Descartes so bre lo que habría de hacer llegó pronto. Decidió incorporar se a un ejército. Adviértase la palabra: no “al” ejército, sino a "un” ejército. Había muchos donde escoger. El que eligió per tenecía a M auricio de Nassau, príncipe de Orange, conside rado el mejor general del momento. (Así lo pensaba él mismo; reconocería generosamente que el famoso Ambrosio de Spinola, un genovés que mandaba los ejércitos del rey de Espa ña, era el segundo mejor general del mundo.) Para enrolarse en el ejército de Mauricio, Descartes viajó a Preda, en la frontera de los Países Bajos españoles con las Pro vincias Unidas de los Países Bajos libres. Llegó allí en el ve rano de 1618, con cierto donaire, pues se tildaba de “sieur du
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Perron” por la pequeña propiedad que su madre le había de jado y de la que había tomado posesión.1 Su elección de Breda se explica parcialmente por el hecho de que era la sede de una escuela militar defacto , donde se en señaban ingeniería y otras habilidades técnicas del arte de la guerra.23La facilidad de Descartes para las matemáticas le in clinaría a la idea de aprender cómo levantar defensas tales como bastiones u hornabeques, preparar asedios, construir puentes y pontones provisionales, calcular el alcance de la ar tillería o excavar túneles (para pon er explosivos bajo las mu rallas de las ciudades). Fue una decisión fatídica, pues en la ciudad de Breda se en contró Descartes un día con alguien que le daría la primera llamada de atención en la dirección de sus grandes logros posteriores; no la definitiva, pues aún le llevaría algunos años confirmar la vocación de la filosofía, pero sí el primer im pulso. Fue un encu entro accidental, e improbable, dado que Descartes, francés, católico y educado por los jesuítas, se en contró en Breda, holandesa y protestante, ante un cartel pe gado en un muro de una calle, cuando el hombre en cuestión acertó a pasar por allí y se detuvo también a mirar el cartel. Así conoció Descartes a Isaac Beeckman. El relato de la significativa amistad entre Descartes y Beeck man debe, sin embargo, esperar, porque primero es necesa rio especular sobre las otras razones -ad em ás del repentino 1Tal vez esperaba susc itar en la ima ginación d e la gente la idea de que estaba relacionad o (aunque no había ningún parentesco) con el recientemente fallecido (1618) cardenal du Perron, consejero real y teólogo famoso en aquel tiempo. 3 Breda
no se convertirla en una escuela militar formal hasta mucho después, evidente-
mente, gracias a la tradición de educación en tácticas militares que ya existia allí.
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i leseo de ser ingeniero militar, y en un ejército protestan tei|ue Descartes, francés, católico y educado p or los jesuítas (o ,il respecto, cualquier católico educado por los jesuítas) po día tener para alistarse en las fuerzas de un príncipe protes tante cuyo país apuraba la breve tregua armada con su enemigo más enconado, el poder de los Austrias de España, apoyado por los jesuítas. Un vistazo a la absorbente historia de las cir cunstancias ayuda a plantear la cuestión: el lector ha de to lerar dos páginas de historia para preparar la escena de una parte del misterio de la vida de Descartes. I >escartes se había inmiscuido en una situación que duraba ya setenta años. En enero de 1579, las siete provincias sep tentrionales y protestantes de los Países Bajos, entonces bajo dominio español en su integridad, firmaron una declaración ile ayuda mutua y se constituyeron en la Unión de Utrecht. lira una respuesta a una declaración similar firmada por las provincias meridionales y católicas de los Países Bajos, que deseaban afirmar su adhesión a la Corona española y a la fe católica y que se habían constituido en la Unión de Arras. Las siete provincias disidentes de la Unión de Utrecht eran Ho landa, Zelanda, Utrecht, Gelderland, Overijssel, Frisia y Groningen (sin su ciudad). Li naturaleza informal de estas dos uniones sería funesta para el futuro de la hegemonía española en la región. En dos años, los miembros de la Unión de Utrecht se declararían inde pendientes de la Corona española en la Abjuración de 1581, y empezaría una guerra que se prolongaría en el tiempo. El resultado de esa guerra (y un hecho de gran importancia per sonal para Descartes, com o acontecim ientos posteriores de
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mostrarían) fue que las Provincias Unidas -c o m o se co no cería a la república holandesa de las provincias septentrio nales- se las arreglarían para asegurar su independencia de España. Las Provincias Unidas florecerían poderosamente en la última parte del siglo XVI y durante el siglo XVII, y llegarían a ser inmensamente ricas como resultado de su comercio e imperio de ultramar, que tendría como consecuencia una ex traordinaria tradición cultural dom éstica. Fue la gran época de la pintura holandesa; la relativa libertad de pensamiento y de conducta alentó a pensadores, científicos y escritores a
establecerse allí, y a los exiliados políticos con ellos. Fue, li teral y figuradamente, el Siglo de Oro holandés. Por el contrario, la mayor parte de los Países Bajos que per manecieron bajo el dominio católico español se convertirían en Bélgica. Felipe II de España trató por todos los medios de reconquistar las Provincias Unidas, pero España era entonces una poten cia moribunda, aunque muriera lentamente, y Felipe II se dio cuenta de que la tarea estaba más allá de sus posibilida des. En la época en que había tomado esa decisión, a finales • del siglo XVI, las Provincias Unidas habían construido de fensas formidables a lo largo de los ríos Maas y Waal, y desarro llado un comercio floreciente y creciente con el Mediterráneo, la América española e Indonesia. Con la esperanza, al me nos, de limitar el progreso de las Provincias Unidas, Felipe II convirtió los Países Bajos españoles en un estado práctica mente autónom o bajo su hija Isabel y su marido (y prim o), el archiduque A lberto de Austria, que había ocupado el car go de gobernador general en Bruselas durante varios años.
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M.irido y mujer llegarían a ser conocidos como los “archiduques”, y aunque estaban efectivamente bajo el dominio de l.i ( iorona española, poco a poco au m entaron su margen de competencias, sin tratar de hacer de los Países Bajos españoles una nación com pletam ente independiente. I nerón los archiduques quienes encargaron a Spinola que <1irigiera su ejército, una decisión audaz, porque Spinola era un banquero genovés que carecía de experiencia militar; la gente se mofaba de que fuera general sin haber sido soldado, y era perfectamente cierto. Pero dem ostró ser un general de genio y causaría quebraderos de cabeza a las Provincias Unirlas antes de ayudar, en 1609, a los archiduques a concertar una tregua, que reconocía de hecho la independencia de las Provincias Unidas. Este movimiento enfureció al sucesor de Felipe II como rey de España, Felipe III, que odiaba la ¡dea de la paz con los calvinistas holandeses rebeldes. Pero Felipe III no estaba en situación de insistir: España se hallaba en bancarrota y era incapaz de reunir más fondos, además de estar al borde de la guerra con Venecia, una combinación de lo más incómoda. Tras una reflexión forzada, Felipe III se vio obligado a reconocer que una docena de años de paz en los Países Bajos ayudarían a reconstruir las finanzas españolas; los holandeses (como le dijeron los archiduques y Spinola en voz baja) podrían ser vencidos después. Cuando Descartes llegó a Breda, en el verano de 1618, las Provincias Unidas habían estado en paz con su vecino católico durante nueve años, y no había aventuras militares en proyecto. Pero las Provincias Unidas se encontraban en una situación política interesante. Mauricio de Nassau acababa
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de acceder al principado de Orange aquel año, habiendo sido hasta entonces el conde M auricio de Nassau. Era capitán ge neral del ejército federal y estatúder de cinco de las siete pro vincias (su primo Guillermo Luis era estatúder de las otras dos). Algunas de las instituciones transprovinciales habían crecido: la ceca, el consejo de Estado para cuestiones milita res, el almirantazgo y un tribunal de cuentas. Pero cada una de las siete provincias tenía su asamblea independiente, que enviaba sus delegados a la asamblea federal -lo s Estados Ge nerales-, que era un cuerpo pequeño, que contaba por lo co mún con menos de doce miembros. Todas sus decisiones tenían que volver a las asambleas provinciales para ser ra tificadas, un procedimiento lento que con frecuencia di vidía las opiniones, porque a su vez las asambleas provincia les debían consultar a los magistrados de las principales ciu dades y a la nobleza en sus áreas rurales antes de tomar una decisión. Esto podría ser una receta para una mayor parálisis y divi sión si no fuera porque la provincia más rica, Holanda, que aportaba dos tercios de los impuestos recogidos en las Pro vincias Unidas, solía imponerse en la mayoría de las decisio nes, incluso en las más importantes, a pesar de la oposición de las otras provincias. Así ocurrió cuando la tregua con los archiduques seguía vigente en 1609: algunas provincias, con el clero calvinista partidario de la línea dura al frente, se opo nían a la paz tanto com o el propio Felipe III de España, y por razones idénticas. Las Provincias Unidas se habían benefi ciado durante años de la experiencia y astucia del oficial per manente de los Estados Generales, Johan van Oldenbamevelt,
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t|uícn, con ayuda de un com ité digno de confianza, había dis puesto una agenda de encuentros, antes de los cuales nego ciaba, adulaba, persuadía y tergiversaba, y durante los cuales se mantuvo en el cargo, siguiendo (o tratan do de hacerlo) el consejo de Sun Tzu de presentar batalla sólo cuando ya se hubiera obtenido la victoria. Además, entre otras posibilidades de división, era seguro que había algo verdaderamente peligroso para la paz interna y la unidad de las Provincias, y es de suponer que inevitablemente también para su religión. En 1605, dos teólogos de la Uni versidad de Leiden se enzarzaron en la cuestión de la pre destinación. Uno de ellos, un calvinista estricto y celoso llamado Francis Gomarus, sostenía que cada individuo está salvado o condenado desde el principio de los tiempos. Jacobo Arminio, un teólogo reformista liberal, sostenía que los seres humanos disponen de libre albedrío. Los profesores y los estudiantes tomaron partido, y lo mismo hicieron los te jedores de Leiden, y ni los académicos ni los trabajadores es taban al margen de arrojar piedras y romper cabezas en defensa de sus opiniones favoritas. Conforme los disturbios civiles crecían, Oldenbarnevelt fue preocupándose. Convocó una reunión de los dirigentes del clero para revisar el catecismo de la Iglesia reformada y la Confesión de Fe para zanjar la cuestión. Los clérigos rechazaron con acritud cambiar la Con fesión, que para ellos era sacrosanta, y dijeron a Oldenbar nevelt que las autoridades civiles no debían interferir en las cuestiones doctrinales. Todo esto sucedía en la primera década del siglo XVII, al cabo de la cual Arminio murió. Pero sus seguidores estaban deci
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didos a continuar la lucha. Presentaron una “Reconvención” a la asamblea de la principal provincia, Holanda, en la que solicitaban una revisión de la Confesión de Fe, y exigían que los asuntos de la Iglesia y el Estado se mantuvieran comple tamente separados. Los gomaristas presentaron una “Contrarrecon vención”, que incluía la petición de que todos los arm inianos fueran destituidos de sus puestos de enseñanza y de predicación. Los arminianos le pidieron ayuda a 01denbarnevelt, y el gran jurista Hugo Grocio, entonces primer magistrado de Rotterdam , acusó a los gomaristas de amen a zar la seguridad del Estado, la unidad de la Iglesia y, lo peor de todo, el principio de la libertad de conciencia. Lo que em peoraba las cosas, con la perspectiva gom arista, era que los católicos romanos, o la mayoría de ellos, creían también en el libre albedrío. En la facción progomarista de la opinión pública, esto ponía a los arminianos en la misma categoría indeciblemente perversa de los católicos. Como re sultado, la turba atacó a los ministros arminianos y sus igle sias. Crecieron los disturbios y el desorden, que comenzaron a extenderse a otras cuestiones; en 1616, Delft padeció varios días de revueltas a causa de los impuestos sobre el grano, du rante los cuales se levantaron barricadas en las calles y las ca sas de los ricos fueron apedreadas. Mauricio de Nassau empezó a decir a sus amigos que la dispu ta sobre la predestinación sólo se zanjaría mediante la gue rra civil. Oldenbarnevelt y él discrepaban respecto a cóm o debían manejarse las cosas. Riñeron, de hecho, y la riña se convirtió en una diferencia real entre ellos. Oldenbarnevelt era arminiano, Mauricio, gomarista, y tomó partido públi
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camente por la facción gomarista. Como resultado, su causa empezó a prevalecer. En las ciudades donde había un predicador arminiano, la multitud se marchaba a otros lugares donde pudiera oír a un ministro gomarista. Aumentó el acoso a los arminianos, y Mauricio instruyó a sus tropas para que no los protegieran. Al empeorar la situación, Oldenbarnevelt decidió que tenía que actuar en defensa del orden público. Convenció a la asamblea de Holanda para que autorizara que cada ciudad de la provincia reclutara waardgelders, compañías de policía o milicia que jurarían lealtad a la ciudad. Por desgracia, el mismo decreto establecía que los soldados del ejército federal que cobrasen de Holanda debían su lealtad primordial a Holanda antes que a las Provincias Unidas. Esta medida exasperó a Mauricio, que la consideró una afrenta personal y un desafío directo a su poder. Bajo su dirección, los Estados Generales votaron, por cinco provincias a dos, la disolución de los
waardgelders y luego purgar la ciudad de arm inianos y poner a los gomaristas en su lugar. Eso ocurrió en julio de 1618; en agosto las ciudades de Holanda se sometieron a Mauricio, que repitió lo que había hecho en Utrecht, al tiempo que ponía bajo arresto a Oldenbarnevelt y a Hugo Grocio. Los acontecimientos se desarrollaban cuando el joven Descartes llegó a las Provincias Unidas en el verano de 1618. Dado que toda Europa estaba expectante conforme la lucha entre arminianos y gomaristas llegaba a su punto culminante, no es probable que Descartes fuera inconsciente de la tensa situación que prevalecía allí, ni de que era inminente una importante crisis. En ninguna otra parte de Europa esas cuestiones
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dependían de un equilibrio tan delicado ni eran tan impor tantes para el destino de la Reforma y la Contrarreforma. Aunque pudo ser una coincidencia que Descartes escogiera ese momento para ir allí en lugar de haber sido enviado a propósito. Lo que el príncipe M auricio hizo a continuación aseguraría el futuro de la república holandesa tanto en su carácter re ligioso como político e influiría en el curso de la historia europea. Convocó una gran asamblea de teólogos calvinis tas, con representantes de Alemania, Suiza e Inglaterra que se unieron a sus colegas holandeses en un sínodo general en Dort (tam bién conocida com o D ordrecht). Tras una serie de debates que duraron seis meses, el sínodo condenó a los arminianos por herejes y “turbadores de la paz” de la Iglesia y del Estado. Inmediatamente, casi doscientos ministros arminianos de Holanda fueron destituidos de sus puestos, y casi la mitad de ellos partió al exilio. Mauricio también apar tó a los seguidores de Oldenbarnevelt de los puestos oficia les en todas las provincias y los reemplazó con personal nuevo e inexperto, acaparando de este modo más poder en sus ma nos. Grocio fue condenado a prisión de por vida (escaparía dos años después) y Oldenbarnevelt condenado a muerte. Al día siguiente, el 13 de mayo de 1619, subió al cadalso, com portándose con gran dignidad. Tenía setenta y dos años. Toda Europa asistió estremecida a estos acontecimientos, y aceptó en general la interpretación de Mauricio del asunto como un intento de Oldenbarnevelt y sus partidarios arminianos de tom ar el poder. Había sido, en realidad, una lucha
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por el poder, y para Mauricio un intento de estrechar su bra zo sobre las Provincias Unidas y colmar sus ambiciones de ser nom brado rey. Oldenbarnevelt se opuso a esas expecta tivas, y los hechos demostrarían que también lo hicieron los instintos republicanos de los holandeses en general. Sin em bargo, los pintores holandeses reflejaron la rendición de los
waardgelders como victorias militares de Mauricio. Meses después, los dramaturgos ingleses John Fletcher y Philip Massinger llevaron su Sir John Van Olden Barnevelt a la escena en Londres. Los comerciantes, allí y en toda Europa - y des de luego en las otras provincias holandesas-, estaban muy contentos con la desaparición del anciano estadista, pues sus astutos procedimientos habían dado la ventaja a los merca deres de Holanda a sus expensas, y los calvinistas en todas partes creyeron que su versión del cristianismo había en contrado un nuevo gran defensor en Mauricio y que estaban preparados para prevalecer. Pero con la desaparición de Oldenbarnevelt y la supremacía del menos astuto Mauricio en las Provincias Unidas, este re gocijo no sólo era precipitado sino erróneo. Lo que realmente significó es que España, y por extensión la causa de los Austrias, había aprovechado la maravillosa oportunidad de re tomar la iniciativa en los asuntos internacionales. Justo en ese momento, 161 8-1619, los acontecimientos en toda Euro pa estaban encam inándose hacia el estallido de los elem en tos volátiles urdido por las diferencias religiosas. Entonces, ¿por qué Descartes escogió ir a la Provincias Uni das en el verano de 1618, en medio de los graves trastornos que estaban teniendo lugar allí, como voluntario del ejérci
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to de las Provincias Unidas, acuartelado en una de las sedes de adiestramiento principal del ejército? A la vista de todo esto hay buenas respuestas inocuas. Una es que Descartes deseaba beneficiarse de una sólida preparación en ingeniería militar, en un ejército considerado de los más modernos y efectivos del mome nto gracias a las innovaciones de Mauricio. Otra es que se alistó en uno de los dos regimientos franceses del ejército de Mauricio, dirigidos respectivamente por el barón de Courtmour y Gaspard de Chastillon. Las listas de los regimientos se perdieron hace mucho tiempo, por lo que no hay una confirmación independiente al respecto, y ni Descartes ni ninguno de sus primeros biógrafos indica en qué regimiento se alistó en Breda, si es que se alistó en alguno. Por supuesto, podría ser otra coincidencia que Descartes abandonara el ejército de Mauricio, y las Provincias Unidas, dos semanas después de la ejecución de Oldenbarnevelt en mayo de 1619. El hecho de que estuviera en el país durante el Sínodo de Dort y se fuera cuando las cuestiones se zanjaron definitivamente es, sin embargo, sugerente. De acuerdo con mi conjetura sobre su empleo com o agente de inteligencia, la posibilidad sería ésta: habría sido enviado como un par de ojos y oídos para observar cómo iban las cosas en la guarnición de Breda, donde se encontraba el ejército de Mauricio, mientras las dificultades con los arminianos seguían su curso. Desde luego no estaría solo al hacer ese trabajo en las Provincias Unidas; sin duda habría decenas de ojos jesuítas y austríacos (o de ambas clases, y también españoles y de los Países Bajos españoles) por todo el país, y la posibilidad de que Descartes fuera uno de ellos no es del todo fantástica.
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l-n cualquier caso, Descartes salió de los Países Bajos para unirse a otro ejército cuando estaban a punto de romperse las hostilidades. El segundo ejército era católico y lo manda ba el duque Maximiliano de Baviera por encargo del empe rador, y Descartes se alistó cuando el ejército estaba en marcha hacia Bohemia para vengar la “Defenestración de Praga”. Ése fue el incidente que, con la victoria del duque Maximiliano en la batalla de la Montaña Blanca a las afueras de Praga, pre cipitaría la guerra de los Treinta Años. Tampoco en esta oca sión fue Descartes a esa batalla decisiva en un puesto de combate, como piquero, alabardero o soldado de caballería en las tropas de Maximiliano, sino que se mantuvo al mar gen del combate en una posición no especificada: ingeniero, tul vez, o seguramente com o espía. Antes de partir a las tierras checas con Descartes en el ejér cito de Maximiliano, sin embargo, hemos de volver al prin cipal acontecimiento de la vida intelectual de Descartes durante su estancia en Breda: el encuentro casual, ya mencionado, con Isaac Beeckman. Debido a la importancia de este en cuentro para la carrera posterior de Descartes, todos los bió grafos se detienen justamente en él. Mientras caminaba por Breda el 10 de noviembre de 1618 (la fecha es significativa, como veremos), Descartes se en contró frente a un anuncio que planteaba un problema mate mático y desafiaba los lectores a que encontrasen la solución. La facilidad para las matemáticas de Descartes en la escuela, y su renovado interés en la materia debido a las matemáticas de sus estudios de ingeniería militar, le obligaron a detener
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se y leer el cartel. Mientras trataba de descifrar el problem a (que estaba redactado en flamenco), un extraño se detuvo también a leerlo. Descartes le preguntó si podía traducírselo del flamenco al latín. El extraño podía hacerlo, y Descartes y él continuaron conversando. Se trataba de Beeckman, que registraría el encuentro en su diario el 11 de noviembre. “Un francés de Poitou” había probado algo de sofistería matemática con él, escribió Beeckman, pero conform e descubrían que tenían intereses semejantes y eran “los únicos en Breda que podían hablar latín”, congeniaron inmediatamente.1Durante los restantes seis meses de la estancia de Descartes su amistad se haría más intensa. A ella se debe la dirección posterior de la carrera intelectual de Descartes y el fundamento de su fama.
1 Véanse el Journal Tenu P ar I saac B eeckman de 1604- 1634 (cd . Com elius de Waard), 4 vols. (La Haya, 1 93 9-1 953 ), vol. I, p. 228, y
Ba
il l e t
,
La V i e de M onsi eur D escartes, vol. I,p. 43.
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NOC HE
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Isaac Beeckman tenía siete años más que Descartes. Era un médico cualificado que había dejado la medicina por la enseñanza y que más tarde (en 1627) sería director de la Escuela tle Latín de Dordrecht, la cual, bajo su dirección, se convertiría en la más prestigiosa de los Países Bajos. También era matemático y científico en diversas materias. En cosmología era copernicano y en física adepto a la teoría corpuscular, es decir, un atomista en el sentido del siglo XVII, opuesto al sentido clásico de Demócrito y Leucipo.' La teoría corpuscular
' Dem ócrito de Abdera vivió aproximadamente entre 46 0 y 37 0 a. C ; Leucipo era con temporáneo suyo, aunque algo ma yor (descon ocem os las fechas de su vida). Entre am bos fundarían la filosofía atóm ica d e la n aturaleza , la más influyente de las filosofías naturales anteriores a Sócrates (que m urió en 39 9 a. C .). Sócrates desplazaría la atención filosófica hacia la ética y la política, pero co n Aristóteles la filosofía natural recuperaría su im portancia, y tras su m uerte el atomism o sería retom ado y revisado po r E picuro. Su versión del atomism o encontraría expresión en el célebre y hermo so poe ma latino de Lucrecio, D e R erum N atura (De
la naturaleza de las cosas). En el sigloxvn, Pierre Gassendi devolverla las
ideas atomistas al centro de atención. El antiguo argum ento atomista puede exponerse con sencillez. Ha de hab er unos elementos ú ltimos del m undo material (puesto qu e nada p roviene de la nad a), que ya no estén compu estos de otro s más sencillos o menore s. Son los átom os (" áto m o” significa "indivisible”). Los átom os existen en el vad o, a través del cual caen con un m ovimiento curvilíneo, de mod o que puedan ch ocar en tre si, y al juntarse, gracias a los ganchos con q ue se adhieren unos a otros cu ando chocan , forman los objetos mayores con los que e stamos familiarizados en el mund o. En resumen, esto es lo esencial; por supuesto, la teoría es más rica d e lo qu e este esbozo sugiere, y tanto e n su for ma clásica co m o epicúrea es interesante a la luz de los problemas metafísicos que susd ta. 75
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y el atomismo compartían la premisa de que la materia co n sistía en última instancia en partículas muy pequeñas (el ato mismo sostenía que esas partículas ya no podían fragmentarse en otras aún más pequeñas y que eran el último peldaño de la realidad) y que, en consecuencia, todos los fenómenos ma croscópicos debían ser entendidos por referencia a su es tructura microscópica y a sus partes. Esta teoría formaba la base del pensamiento de Beeckman. Sus estudios de diná mica le habían llevado muy pronto -con independencia de G alileo - a entender el principio de la inercia y a ver que los cuerpos caen en el vacío a la misma velocidad. Estaba de acuerdo con Harvey en la circulación de la sangre; en 1626 estableció la relación entre el volumen y la presión en una cantidad determinada de aire, y correlativamente com pren dió que el agua asciende en una burbuja a causa de la pre sión del aire en lugar de por el supuesto “ho rror al vacío” de la naturaleza, que era la explicación acostumbrada. Como muestra todo esto, era sensible y capaz de conocim iento , y las matem áticas sostenían sus intuiciones científicas. Felizmente para Descartes y para la historia, este hombre in teligente y cultivado estaba en Breda en noviem bre de 1618, de visita a un pariente e investigando una perspectiva ma trimonial (en su diario apunta, en térm inos más bien de ne gocios, que estaba allí para “visitar al tío Pedro, y también para corte jar”). En las mismas páginas del diario, Beeckman explica la instantánea atracción mutua que surgió entre el joven francés y él el décim o día de aquel mes, porque descu brieron que com partían una aproximación “físico-matemá tica” a las cuestiones científicas. Descartes “dice que nunca
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ha cono cido a nadie que investigue com o yo lo hago, com binando la física con la matemática de un modo exacto, y por mi parte nunca he hablado con nadie, fuera de él, que haga lo mismo”, escribió.1El resultado fue una cálida y afectuosa amistad y una estrecha cooperación intelectual, beeckman estaba muy por delante de Descartes en conoci miento científico en la época en que se encontraron, pero no poseía su elevada capacidad para las matemáticas. Esto hizo de ellos una buena pareja, pues mientras Beeckman educa ba a Descartes en la ciencia, planteándole problemas de acús tica, mecánica e hidrostática, Descartes mejoraba la habilidad de Beeckman en las matemáticas. Los intereses de Beeckman eran prácticos y se centraban principalmente en la mecáni ca, y como su premisa fundamental era que los fenómenos macroscópicos estaban producidos po r los m ovimientos y las interacciones de los corpúsculos (considerados aglome raciones de átomos), necesitaba la herramienta matemática que haría que el modelo fuera exacto en sus diversas aplica ciones. Descartes lo proporcionaría en varios tópicos suge ridos por Beeckman. Uno de los tópicos era la armonía, y el trabajo de Descartes dio lugar en este caso a un pequeño tra tado, llamado Compendium Musicae, que daba una explica ción aritm ética de la naturaleza de la consonancia. Partía de investigaciones que Beeckman había llevado a cabo antes so bre la armonía y la teoría del sonido. La dedicatoria de Des cartes a Beeckman revela hasta qué punto era en aquel momen to su discípulo: “Os entrego el retoño de mis pensamientos como recuerdo de nuestra intimidad y de la muestra más fir ¡ cnr nal Tenu P ar I saac B eeckman, vol. I, p. 244.
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me de afecto hacia vos, a condición de que lo conservéis eter namente escondido en los cajones de vuestro escritorio para que no conozca el juicio de los demás, que no apartarán sus ojos de sus imperfecciones, como estoy seguro de que ha réis vos”. El segundo tópico era la descripción matemática de los cuer pos que caen. Descartes no entendió del todo lo que Beeckman se proponía, y las soluciones que ofreció fueron incorrec tas. Beeckman las corrigió y Descartes aprendió, sin duda, de este episodio. El tercer tópico, y el más notable, era la hidrostática (el fun damento de la dinámica de los fluidos), que Beeckman pre sentó en forma de problema, en esta ocasión con cuatro premisas. Aquí la respuesta de Descartes contenía algo sig nificativo. Al buscar las soluciones a los problemas de Beeckman plantó las semillas de ideas y técnicas que, m ucho después, florecerían en partes de su obra más importante.' Uno de los comentaristas ha escrito que en esta temprana empresa “aparecen ciertos con ceptos y modos de argumen tación ... que constituirían la esencia del m icromec anismo cartesiano en óptica, cosmología, fisiología y filosofía natu ral en general, tras ser refinados durante los quince años si guientes de práctica, crítica y de una deliberada reconstrucción metafísica”.12 El caso de la hidrostática es el m ejor ejemp lo de colabo ra ción entre ambos amigos y de cómo Beeckman ayudó a con figurar el pensamiento de Descartes. Cuando Beeckman
1 Véase S. G a u k r o c e r , D escartes, pp. 74- 89 , para una relación de esta obra.
2 1. A. Sc h u s t e r , D escart es an d t he Sci enti fi c R evolution (19 77 ), vol. I,p. 101.
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planteaba problemas a Descartes le sugería también el esbo zo de las soluciones, que éste formulaba con detalle. El ver dadero contacto cara a cara entre los dos se limitó a los dos primeros meses (más exactamente a seis semanas) de su amis tad, pues Beeckman se marcharía de Breda a finales de di ciembre de 1618. Luego mantendrían una correspondencia. Se conservan cinco de las cartas escritas por Descartes a Becckman durante la primera mitad de 1619. Testifican el mu tuo afecto entre ambos. “Os honro como la inspiración de mis estudios y su primer autor”, dijo Descartes a Beeckm an en una carta del 23 de abril de 1619. “Sois el único que me ha sacado de la indolencia y me ha hecho recordar lo que ha bía aprendido y casi olvidado. Cuando me había apartado de propósitos serios, me llevastéis de nuevo al camino acerta do. Si, por tanto, propongo algo que no sea despreciable, ten dréis todo el derecho a reclamarlo como propio. Por mi parte no olvidaré enviároslo, no sólo para que lo aprovechéis, sino para que lo corrijais.” En una de las primeras cartas que Descartes le remitió a Beeckman, escrita el 24 de enero de aquel año, le dijo: “Amad me y dad por hecho que me olvidaría de las musas antes que de vos, porque me han unido a vos con un vínculo de eter no afecto”. Como la solución a la hidrostática muestra, la cer canía de la amistad no fue sólo importante para estimular el desarrollo intelectual de Descartes, sino para la dirección que tomó. Beeckman le dio a Descartes el primer impulso hacia el campo donde haría sus principales contribuciones, aun que no fuera hasta diez años después cuando Descartes se aplicó sistemáticamente a la tarea de elaborar y poner por es
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crito sus ideas. Descartes fue el discípulo en esta relación, algo que es relevante por lo que sucedió una década después, un distanciamiento profundamente desagradable entre ellos del que Descartes no sale muy bien parado. A pesar de sus apasionados comienzos, sin embargo, la amis tad se rebajó a una temperatura norm al casi con tanta rapi dez como había empezado, pues en el verano de 1619 Descartes se marchó de Breda y emprendió un viaje curiosamente cir cular para unirse al ejército de Maxim iliano de Baviera. Los acontecim ientos y aventuras de este viaje podrían haber sido la causa de que escribiera menos a Beeckm an, pero no oscu recieron el renovado interés que sentía ahora por la ciencia y las matemáticas. Siguió pensando m ucho en estas últimas en especial y experimentando con el compás (una versión sencilla de este instrumento es familiar a todos los estudian tes de geometría), que los matemáticos de la época emplea ban para establecer los cálculos aritm éticos y geométricos. Galileo había publicado un panfleto en 1601 para mostrar cóm o podía usarse el compás para hacer lo que ahora hacen las calculadoras electrónicas (elaborar el interés, extraer raí ces cuadradas, etcétera). Con gran ingenio, Descartes com probó que podían usarse distintos tipos de compases para tratar una variedad de problemas matemáticos y - l o que aún es más importante- explicó los principios subyacentes en tér minos algebraicos. (A los aficionados a las matemáticas les interesará saber que, en una carta a Beeckman, Descartes des cribió un compás para cortar ángulos y otros compases para encon trar secciones cónicas y cilindricas, y que empleó una versión del antiguo compás “mesolábico” de Eratóstenes para
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encon trar soluciones a ecuaciones cú bica s.1) A pesar de lo que los comentaristas técnicos sobre la obra de Descartes ca lifican de frecuente negligencia, su ingenio es incuestiona ble, igual que la importancia de algunas de sus innovaciones, pues este trabajo temprano demuestra que estaba a punto de darse cuenta de que problemas matemáticos en apariencia de muy diverso tipo podían reducirse a una forma cuya so lución era asequible por medio de técnicas sencillas. Lo que Descartes haría en el verano y otoñ o de 1619 está es bozado prospectivamente en una carta a Beeckman escrita a finales de marzo de aquel año, donde describe sus planes de viaje. Se uniría, decía, al ejército del duque Maximiliano en Bohemia, pero la incierta situación de Alemania le obligaría a tomar una ruta circular, teniendo que navegar desde Amsterdam, a través del m ar Báltico, hasta Danzig, y luego seguir por tierra a través de Polonia hasta Hungría y Austria, y des pués hasta Bohemia, un largo cam ino alrededor de una am plia circunferencia. Una mirada a un mapa de la época muestra que así evitaría los estados protestantes germánicos y se ma n tendría en territorio católico -en las últimas etapas en terri torio exclusivamente austrocatólico- durante toda la parte terrestre del viaje. Hasta dónde llegaría viajando hacia el sur de Hungría y Austria y hasta dónde llegó en realidad es una cuestión pendiente; tal vez, si la hipótesis de que era una agen te de inteligencia es certera, tuviera asuntos que resolver en Viena, entregar o recoger docum entos o encontrarse con al guien. Con esta suposición, su viaje cobra sentido: estaría en.S S. G a UKROCER, D escartes, p. 99.
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condiciones de contactar con jesuítas cercanos a la corte de los Austrias para entregar papeles o inform ar verbalmente o recibir instrucciones o recoger docum entación que tuviera que entregar en otra parte. Tal vez tuviera algo que hacer en ruta hacia Polonia. Un hecho sugerente es que Descartes estuviera presente en Frankfurt el 9 de septiembre de 1619 para asistir a la coro nación del nuevo emperador, Fernando II. ¿Por qué se ha llaba allí? No tenía cargo alguno en ningún gobierno ni embajada, ni era miembro de ninguna compañía de solda dos o caballeros destacada para participar en las ceremonias. ¿Era uno más de los espectadores? Es posible, pero si fue así hizo un largo viaje para serlo, y en ninguna parte de sus es critos ni en los primeros relatos de su vida hay un recuerdo de entusiasmo suficiente por Fernando II que haga creíble que fuera una especie de devoto imperial. La explicación más probable es que se encontraba en la coronación por motivos de trabajo, como participante no clerical a medio camino en tre los altos oficiales y los soldados rasos. ¿En grado de qué podía estar allí? El lugar y el acontecimiento -Fra nk furt y la coro na ción - es taban llenos de significado, porque, hasta pocos años antes, Praga había sido el centro del poder de los Austrias, al ha berla escogido com o capital imperial el excén trico R odol fo II, patrón de Archimboldo (Rodolfo II había muerto cin co años antes, en 1612). Ahora era la sede de un adversario de la autoridad de Fernando II como emperador, rival tam bién en su pretensión de ser rey de Bohemia. Este rebelde, com o Fernando II lo consideraba, era Federico, el elector pa
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latino, esposo de Isabel, hija del rey Jaime I de Inglaterra y VI de Escocia. Los bohemios habían proclamado a Federico rey y protector, y Fernando II lo consideró naturalmente una anomalía. Fernando tenía mucho por hacer y vio en el con flicto de Bohemia una excelente oportunidad para inaugu rar su proyecto más ambicioso: reclamar para el catolicismo las tierras que habían ganado los protestantes. La situación en que se aventuró Descartes, que viajaría has ta el mismo corazón de los acontecim ientos, era extremada mente precaria. Europa se tambaleaba al borde de un preci picio, un abismo de conflictos religiosos que trataban de resolverse por medio de las armas, y cuando cayó el resulta do fueron treinta años de una guerra terrible en la que el de rramamiento de sangre, la devastación y la miseria no tendrían precedentes en la historia europea y que acabaría poniendo las bases de futuras guerras y atrocidades, cuyas consecuen cias, cuatro siglos y medio después, se siguen padeciendo. La guerra duró casi todo el resto de la vida de Descartes. Su silencio al respecto en sus escritos y cartas es ensordecedor: tal vez el silencio de alguien que había visto suficiente y co nocía demasiado. Dado que Descartes estuvo involucrado en los primeros años de la guerra, que ésa fue una razón por la que escogería vivir en un exilio autoimpuesto en las Pro vincias Unidas y que es el telón de fondo, no tan lejano, de todas sus empresas y logros, sus principios merecen - o exi ge n- una descripción, de modo que efectuaré un rodeo para darla. (.as raíces profundas de la guerra estaban, por supuesto, en la Reforma y la Contrarreforma, pero la causa más cercana
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tenía que ver con un incidente ocurrido en 1606 (el año en que Descartes ingresó en La Fleche) en la pequeña ciudad de Donauworth, junto al Rin. La minoría católica de la ciudad organizó una procesión religiosa con el objetivo de desafiar al consejo municipal dom inado por los luteranos, que había prohibido las manifestaciones públicas de fe. El resultado inevitable fue una revuelta. El entonces emperador Rodolfo II aprovechó la oportunidad para reclamar la vuelta de Do nauworth al catolicismo y revocó los privilegios de la ciudad, expulsando a la mayoría de luteranos del consejo y nom brando una mayoría católica en su lugar. Quebrantó así di rectamente los térm inos de la Paz de Augsburgo de 1555, que había establecido el principio cuius regio eius religio, “la reli gión del gobernante es la religión de sus súbditos”. El princi pio formalizaba lo que había sido la situación de ipso en Alemania antes de 1555, pero el reconocimiento oficial de paró una paz inestable después de años de guerra, y por aña didura, aunque incidentalmente, fortaleció tanto a los príncipes católicos com o a los protestantes frente a quien ocupara el cargo imperial. Rodolfo II decidió tam bién apartar a Donauworth del “círcu lo de Suebia”, un distrito administrativo del Imperio -h abía diez- e integrarla en el “círculo de Baviera”. El director del círculo de Suebia era luterano; el director del círculo de Ba viera no era otro que el formidable duque Maximiliano, co mandante de Descartes y uno de los más celosos defensores de la Contrarreforma. Las medidas extremadamente provocadoras de Rodolfo en furecieron a los príncipes luteranos y calvinistas del Impe
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rio. A pesar de las diferencias internas de opinión sobre la doctrina y otras cuestiones, decidieron formar una liga en defensa propia, la Unión Evangélica, que se presentó for malmente en 1608, con el elector palatino Federico IV a la cabeza. Era la persona adecuada para este papel, un calvinis ta dispuesto a resistir los envites católicos y uno de los prín cipes más importantes porque tenía uno de los votos (había siete electores que, putativamente, elegían al nuevo empera dor cuando moría el anterior, aunque el predominio aus tríaco era tan completo que el título no saldría nunca de la familia). Pero su hijo Federico V era una mala opción para sucederle, porque era tímido y no muy brillante, y confiaba demasiado en el consejo ajeno, especialmente en el de Christian de Anhalt. Si el propio Christian hubiera sido más astu to, la confianza del joven Federico no habría resultado nociva. Pero a pesar de su encanto y de su gran - o dem asiada- con fianza en sí mismo, Christian de Anhalt no estaba a la altu ra de los peligros de la época, que aumentarían debido a su ambición. El elector de Brandemburgo o el de Sajonia ha brían sido mejores dirigentes de la Unión Evangélica, pero eran luteranos a quienes disgustaban tanto los calvinistas como los católicos -especialmente al elector Juan Jorge de Sa jon ia-, y algunos historiadores argumentan que ninguno de estos electores llegó a pensar que la situación fuera tan grave como Federico V y otros gobernantes protestantes ase guraban. Otro detalle intrigante desde el punto de vista de la partici pación posterior de Descartes en estos acontecimientos es que Enrique IV de Francia había prometido en 1608 actuar
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como patrocinador de la Unión Evangélica, no por motivos religiosos (estaba entonces en su segunda y última fase como católico) sino para preservar el equilibrio de poder frente a los Austrias. Esto puso al país de Descartes contra el poder al que apoyaban los jesuítas. La afiliación religiosa era en tonces un factor determinante en las lealtades; pensar en tér minos de lealtad nacional habría sido un anacronismo, aunque a veces otras cuestiones -afiliaciones étnicas o lingüisticascontasen para algo. Descartes, por tanto, podía ser natural mente partidario de la perspectiva jesuíta de la causa católi ca en lugar de defender los intereses políticos de Francia. En respuesta a la formación de la Unión Evangélica de los príncipes protestantes, los príncipes católicos formaron su propia liga, dirigida naturalmente por el comandante de Des cartes, el duque Maximiliano. La Liga Católica estaba auspi ciada oficialmente por el primo de Rodolfo, Felipe III de España. Rodolfo II, a pesar de lo sucedido en Donauworth, tenía que parecer neutral tanto respecto a los intereses cató licos del Imperio com o a los protestantes, en el intento de no polarizar demasiado las cosas, razón por la que dejó a su pri mo austríaco la función patrocinadora. Pero, en cualquier caso, en aquel momento, debido a la excentricidad de Ro dolfo y a que la falta de tacto había ido demasiado lejos, su hermano Matías hacía las veces de emperador, aunque sin mucha habilidad. La polarización fue el resultado de la formación de dos ligas por completo opuestas en temperamentos, perspectivas y creen cias. Cuando el duque de Julich y Cléves mu rió, las dos ligas se enfrentaron n o tanto por el príncipe que debía heredar el
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territorio como por la religión a la que perteneciera. El fallecido duque había sido católico, pero sus herederos de sangre eran ambos luteranos, Felipe Luis de Neuberg y el elector de Brandemburgo. Para aumentar los problemas, el ducado de Julich y Cléves se encontraba en la tenue frontera entre las posesiones austríacas de Milán y Bruselas (el “cam ino español” que atravesaba el corazón de Europa y prop orcionaba a los Países Bajos españoles pertrechos y tropas). Los católicos no querían que esa tierra pasara a un príncipe protestante. En esta delicada situación, la Unión Evangélica puso sus m iras en Enrique IV de Francia, la Liga Católica en Felipe III de España, y la guerra asomó por el horizonte. Enrique IV fue entonces convenientemente asesinado y su corazón fue enterrado en la escuela de Descartes, La Fleche. Su viuda, María de Médicis, se convirtió en regente (Luis XIII era demasiado joven para reinar) e inmediatamente se acercó a España, removiendo de golpe el principal apoyo de la Unión Evangélica. En esas circunstancias, la Unión vio poco futuro en enfrentarse a la Liga Católica. Pero casi inmediatamente tuvo lugar otro acontecimiento: Felipe Luis de Neuburg, tomando una hoja del libro del recién asesinado Enrique IV, decidió convertirse al catolicismo y ofrecerse en matrim onio a la hija del duque M aximiliano. Se allanó así el camino para llegar a un com prom iso: el ducado se repartió de acuerdo con los térm inos del Tratado de Xanten de 1614, por el que Felipe Luis se quedaba con Julich para su hijo y Cléves pasaba al elector de Brandemburgo. La vertiginosa serie de acontecimientos no disipó, sin embargo, la amenaza de guerra; sólo la retrasó. Todo cuanto se
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requería para un gran conflicto era que alguien apretara el gatillo. Oc urrió cuatro años después, cuando Descartes es taba en Breda y los servicios de inteligencia de Christian de Anhalt informaron de que, en su opinión, el Imperio se colapsaría cuando el sucesor de Rodofo II, Matías, muriese. Los agentes de Christian pensaban eso porque las divisiones crea das por la ineptitud y la excentricidad de Rodolfo II no se ha bían correspondido con las disposiciones que Matías había adoptado durante su breve reinado desde 1612. Las extensas posesiones del Imperio iban más allá de los electorados y du cados germánicos, hasta Austria, Carintia, Carniola, el Tirol, Estiria, Bohemia y Hungría, una mezcolanza de lenguas, ra zas y creencias. Buena parte de Hungría estaba en manos de los turcos, y el resto era un sistema feudal casi por completo independiente bajo la nobleza magiar. Bohemia presentaba el problema más complejo de todos: con sus provincias de pendientes de Moravia, Lusacia y Silesia, tenía cuatro capi tales diferentes y cuatro parlamentos distintos (llamados dietas). La población de Bohemia y sus provincias era pre dom inantemente eslava y protestante, aunque con príncipes protestantes y católicos, y su monarquía era electiva. Este úl timo factor era particularmente irritante para los Austrias, porque tenían que prestar una escrupulosa atención a las tra diciones locales para conservar la Corona bohemia en sus manos. Cuando Descartes emprendió su viaje de Breda a Frankfurt en 1619, atravesó algunos de estos fragmentos desestabiliza
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dos de las posesiones orientales de los Austrias, Silesia y las provincias austríacas dependientes entre ellos. Ninguno de los emperadores, en las décadas anteriores a 1618, había logrado establecer un dominio unificado sobre el con ju nto de su heterogéneo y fraccionado im perio, ni siquiera una autoridad genuina en alguna de las regiones autónomas. A veces optaron por la represión, como Rodolfo II había he cho en Donauworth, y a veces por las concesiones, como cuando Rodolfo entregó una Carta Magna a las dietas bohe mias que reforzaban su independencia. Tanto la represión como las concesiones debilitarían al Imperio. Cuando mu rió el emperador Matías, Christian de Anhalt -canciller del elector Federico V del Palatinado- pensó que había llegado el momento de sacar ventaja. Fue un error; no había conta do con el sucesor que Matías había escogido: Fernando de Estiria, el nuevo emperador Fernando II, a cuya coronación asistió Descartes en Frankfurt en septiembre de 1619. El viaje de Descartes a Bohemia fue un resultado directo de la determinación que el nuevo emperador había tomado, mu cho antes de su coronación, de arreglar la situación en Pra ga. Su predecesor, Matías, había contrariado a los bohemios al nom brar a católicos para los puestos principales del Con sejo de Regentes. El primer acto de los nuevos regentes fue requerir que todos los cuerpos religiosos de Bohemia vol vieran a los términos de su fundación original, devolviendo así de golpe a todas las iglesias protestantes al dominio cató lico, con todas sus dotaciones y demás propiedades. Los pro testantes bohemios se rebelaron enseguida. El 22 de mayo de 1618 marcharon contra el castillo de Praga, prendieron a
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los dos regentes principales, de nombre Martinitz y Slavata, y los arrojaron por una ventana. Fue la famosa “Defenestra ción de Praga” Los dos regentes cayeron desde una altura de seis metros sobre un montón de desperdicios, de modo que la afrenta afectó sobre todo a su dignidad. (Los católicos con tarían que habían sido recogidos y elevados suavemente por ángeles.) El daño causado a Bohem ia fue mucho mayor que el causa do a sus anteriores regentes. Al maltratar a los representan tes del emperador, los bohemios habían impugnado su autoridad. Se dieron cuenta de que no podían retroceder, así que siguieron adelante. Nombraron una junta de treinta dipu tados para administrar el reino, apelaron a las provincias de pendientes a que se les unieran en una nueva confederación y levantaron un ejército. Plantearon al emperador la exigen cia de que las provincias fueran en adelante autónomas y de que los protestantes ocuparan todos los cargos. No eran tér minos que pudiera aceptar un emperador de los Austrias. Matías murió en marzo de 1619 y empezó el proceso de la elección oficial de Fernando. Tenía a los tres obispos electo res en el bolsillo, y su propio voto com o supuesto rey de Bo hemia. Si los electores protestantes de Sajonia, Brandemburgo y el Palatinado hubieran apoyado a un candidato alternati vo, la guerra de los Treinta Años podría haberse evitado. Pero no había una alternativa clara a Fernando, y los tres electo res protestantes -uno calvinista, dos luteranos- se enzarza ron, como siempre, en disputas internas. Que acabaran alineándose con la tradición y votaran por Fernando fue una expresión de su impotencia y desunión.
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Mientras esto sucedía, sin embargo, los estados bohemios se plantearon qué hacer con el trono vacante por la muerte de Matías y destinado, si se seguían los precedentes, a Fernando II. En las nuevas circunstancias creadas por la Defenestración, tomaron un camino independiente y votaron a un rey protestante. Escogieron a Federico del Palatinado. Así se fijó, entre otras muchas consecuencias, el destino de Descartes después de Breda. Tras el Sínodo de Dort y la coronación de Fernando, la crisis bohemia era el centro de atención de toda Europa, y en todos estos casos se vería involucrado Descartes, en los márgenes, de un modo inadvertido, pero estuvo allí. En la deliberación de aceptar o no la oferta de la Corona b ohemia, Federico buscó el consejo de su suegro, Jaime I de Inglaterra y VI de Escocia, el de la Unión Evangélica y el de su propia corte. Todos le aconsejaron firmemente que rehusara. En vista del abrumador parecer, un hombre sensato habría hecho lo contrario de lo que Federico decidió hacer. Pero había dos personas más influyentes: Isabel Estuardo, su esposa, y su canciller Christian de Anhalt. Aduciendo su sincero protestantismo y, como veremos, apoyándose en las profecías y promesas reveladas por el estudio de los arcanos a los que tanto Christian com o Federico se entregaban, am bos le alentaron a que aceptara. “Es una llamada divina que no debo desobedecer”, anunció con grandilocuencia. La revuelta de Bohemia llegó a su punto culminante y se apretó el gatillo de la guerra de los Treinta Años. Fernando II consideró la posición y las posesiones de Federico V nulas por la
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traición de su aceptación. Prometió el Alto Palatinado y su cargo electoral asociado a Maximiliano de Baviera. Prometió el Bajo Palatinado (al oeste del Rin, lo que convenía al “camino español”) a España. Ofreció Lusacia a su vecino, el príncipe elector Juan Jorge de Sajonia. De este modo, tenía a su disposición varios ejércitos: el de España, el de Maximiliano y el de Sajonia. Descartes se enroló en el segundo, tomando por tanto las armas (figuradamente) a favor del emperador Fernando II. Conforme se reunían esos ejércitos, Federico V llegó a Praga con su séquito calvinista alemán, que enseguida disgustó a los luteranos bohemios. Suecia, Venecia, Dinamarca y las Provincias Unidas de los Países Bajos habían reconocido el acceso de Federico al trono de Bohemia como un modo de pararle los pies a Fernando II, pero no tenían intención de enviar tropas en su ayuda. Su suegro, Jaime de Inglaterra y Escocia, le abandonó. Así, la natural timidez y vacilación de Federico, su calvinism o, sus seguidores alemanes y su falta de apoyo internacional se combinarían muy pronto para darle a entender a los bohemios que se habían equivocado por completo al escogerlo. A Federico se le conoce como “el rey de invierno” porque disfrutó de sus nuevos dom inios durante poco tiem po, desde el invierno de 1619 al oto ño de 1620. En esta última fecha empezó la breve campaña para derrocar a Federico. Sus posesiones del Palatinado se rindieron sin lucha a los ejércitos saqueadores de España y de Maximiliano. Juan Jorge de Sa jonia se ayudó a sí mismo sin esfuerzo en Lusacia. El 8 de noviembre de 1620, en una sola mañana en la Montaña Blanca, a las afueras de Praga, el ejército de veinte mil hombres de
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Maximiliano -entre los que se encontraba Descartes-, a las órdenes de su astuto com andante, el conde Tilly, venció a los quince mil soldados de Christian de Anhalt. Las dos igno miniosas horas de la derrota de Christian representaron el último vestigio de resistencia del Palatinado y de Bohemia. Federico salió hacia el exilio y siguió una salvaje represión de los protestantes bohemios, además de la completa sujeción de Bohemia y Moravia a la Corona imperial. Descartes participó en la batalla de la Montaña Blanca, se gún Baillet, alejado del com bate; Baillet dice que com o “ob servador”.1Es difícil decir cuánto tiempo permaneció en Bohemia durante la persecución de los protestantes. Mu chos dirigentes bohemios fueron ejecutados, y el clero pro testante fue puesto fuera de la ley y sus capillas arrasadas. Los jesuítas llegaron en masa y tomaron el control de las es cuelas y universidades. Todo el país volvió al catolicismo a punta de espada. Baillet dice que tras la batalla de la Mon taña Blanca, Descartes se encontraba con las tropas impe riales al mando del conde Du Bucquoy cuando cap turaron y destruyeron la ciudad de Hradisch en Moravia, y en otras ciudades durante la marcha punitiva de Bucquoy. Todo era sórdido: las violaciones y masacres eran habituales como una estrategia de terror y subyugación. Nada en los escritos de Descartes lo recuerda, lo cual no indica ni que fuera tes tigo ni que no lo viera. Los acontecimientos parecían un triunfo de Fernando II y la causa católica, y así debió de pensarlo Descartes entonces. Pero en realidad fue el principio de lo contrario. Francia no B a il l e t ,
La Vi e de M omi eur D escartes, vol. 1, p. 143.
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podía permanecer impasible mientras crecía la fuerza de los Austrias y, en el norte de Europa, la pujante y ambiciosa p o tencia de Suecia se inquietaba por la suerte de sus correli gionarios protestantes, al mismo tiempo que veía la oportunidad de extender su imperio. Fernando II se había tirado piedras al propio tejado con sus victorias; en lugar de reafirmar el dom inio católico sobre Europa, había precipitado los acon tecim ientos que, en las tres décadas siguientes, le llevarían a perderlo circunstancialm ente y para siempre. Mientras los asuntos militares y políticos se colmaban de ex pectación, otros no menos importantes bullían en la cabeza de Descartes. No hay incongruencia en esto, entre las em presas de los ejércitos y el colapso de las naciones por una parte y, por otra, el semillero de ideas del filósofo, pues las ideas tienen tanto poder como los ejércitos para cambiar la historia y, por lo común -par a decir toda la verdad-, mucho más. ¿Qué ha tenido más efecto en el mundo, la nueva Euro pa de las “naciones Estado” forjada por la guerra de los Trein ta Años que empezó con la batalla de la Montaña Blanca, o la revolución científica -en la que Descartes desempeñó un papel significativo- que tuvo lugar en medio de la guerra? Por supuesto, no podemos separar una de otra, igual que la historia personal de Descartes no podría contarse sin hacer referencia a ambas. De acuerdo con este dualismo necesario entre la historia ex terior e interior, es hora de volver de los orígenes de la gue rra de los Treinta Años al desarrollo mental de René Descartes.
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Casi exactamente un año de calendario antes de “asistir” (según la expresión francesa) a la batalla de la Montaña Blanca, Descartes tuvo lo que luego describiría como una epifanía intelectual, una visión de un método científico y filosófico que, según pensaba, desvelaría todo el conocimiento. En opinión de Baillet, este acontecimiento tuvo lugar el 10 de no viembre de 1619 y consistió en un día de meditación en una habitación caldeada por una estufa, seguido de una noche de sueños extraordinarios que impresionaron tanto a Descartes que los anotó en un cuaderno que llevaría consigo a todas partes. El propio Descartes nos dice que las meditaciones de aquel luminoso día empezaron con la reflexión de que las mejores obras son las que piensa y lleva a cabo un individuo, no las que suponen el esfuerzo de muchos. Lo mismo ocurre, decía, con las ciencias; el conocimiento “elaborado y reunido pieza a pieza con las opiniones de muchas personas distintas no se acerca tanto a la verdad como el simple razonamiento que un hombre de sentido común aplica naturalmente a lo que le sale al paso”. Para liberarnos de la influencia de nuestros apetitos y de lo que los demás nos dicen mientras crecemos debemos desestimar las nociones que teníamos y empezar a construir desde los cim ientos.1 Estos pensamientos señalan un momento significativo en la historia del pensamiento. Suponen darse cuenta de que los métodos de investigación han de tener una base científica. Como Francis Bacon en Inglaterra unos años antes, pero con
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AT, VI, pp. 11-13.
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distinto énfasis, Descartes reconocía que, para separar el gra no de la paja en los métodos de investigación -e s decir, para asegurar que métodos correctos de investigación separarán la química de la alquimia, la astronomía de la astrología, la medicina de la mag ia-, es necesario identificar primero cuá les son esos métodos. En sus clásicas Meditaciones metafísi-
cas, escritas veintidós años después, Descartes describiría esa tarea en los siguientes términos: “Hace años me sorprendió la gran cantidad de falsedades que había aceptado por ver daderas en mi infancia y, por la muy dudosa naturaleza del edificio que había levantado sobre ellas, me di cuenta de que era necesario, una vez en la vida, demolerlo todo com pleta mente y empezar de nuevo desde los cimientos si quería es tablecer algo firme y perdurable en las ciencias”.1En el Discurso, escrito cinco años antes de las Meditaciones, alude a ese re conocim iento, pero en lugar de emprender esa difícil y fun damental tarea -que dejaría para las Meditaciones- , enumera una serie de reglas de conducta mientras lleva a cabo esa tarea. Como se ha dicho, Baillet dató el día de las intuiciones y la siguiente noche de sueños el 10 de noviembre de 1619. En sus cuadernos, exactamente un año y un día después, efecti vamente en el aniversario de esa importante fecha, Descar tes escribió al margen de su registro de los sueños: “11 de noviembre de 1620. Empiezo a entender el fundamento de este maravilloso descubrimiento”. Las fechas son extrañas. Si el día en cuestión fue de hecho el 10 de noviembre de 1619, entonces Descartes lo recordaría justo tres días después de la AT.VII.p, 17.
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batalla de la Montaña Blanca, presumiblemente aún cerca de Praga y, po r tanto, en m edio del tumulto y la confusión de la caída de la ciudad y de la victoriosa toma de control por parte del ejército. Baillet y los demás biógrafos localizan el día y la noche del 10 de noviem bre de 1 619 en U lm, una ciudad del Estado de Neuberg, en el camino entre Frankfurt y Viena. El propio Descartes nos dice en el Discurso, escrito diecisiete años después, que se encontraba de camino, tras asistir a la coronación del emperador en Frankfurt, para volver (adviértase que dice “volver”) al ejército en Bohemia, cuando tuvo que detenerse por “la llegada del invierno” El invierno de 1619 debió de llegar antes de lo esperado, pues Fernando fue coronado el 9 de septiembre. Las palabras de Descartes son: “En aquella época me encontraba en Alemania, adonde había acudido por las guerras que aún no han terminado. Al volver al ejército tras la coronación del emperador, la llegada del invierno me detuvo en un alojamiento en el que, al no encontrar conversación que me divirtiera y careciendo, por fortuna, de cuidados y pasiones que me perturbaran, me encerré a solas en una habitación caldeada, completamente libre para dedicarme a mis propios pensam ientos”.1 Es intrigante contemplar la famosa serie de sueños que Descartes tuvo la noche siguiente a sus intuiciones. Lo que sabemos de ellos proviene de un antiguo cuaderno, ahora perdido, pero que Baillet y Leibniz tuvieron entre manos, que contenía pasajes de una fascinante reminiscencia autobiográfica que no sólo ha hipnotizado a los demás biógrafos, AT.VI.p. 1!.
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sino que ha proporcionado material para la especulación psicoanalítica.1Algunos fragmentos de ese cuaderno han sobre vivido porque Leibniz transcribió varios pasajes, impresionado y tal vez sorprendido por su contenido, pues la serie de sue ños le pareció tan portentosa a Descartes que los anotó cui dadosamente y analizó su significado. Eran tres sueños o, para ser más exactos, dos sueños con un suceso intermedio que nadie ha explicado aún, pero que aho ra puede ser entendido gracias al avance de la neurobiología. Durante todo el día, Descartes había sentido un profundo entusiasmo -c o m o dice en la anotación del cuaderno, algo distinta de la meditativa versión del Discurso- al pensar en el método como clave del conocimiento y creer que la ver dad estaba a su alcance. Como el cuaderno nos dice y con firma su peculiar “segundo sueño”, se fue a la cama exhausto, excitado y febril, y nada más quedarse dormido tuvo el pri mer sueño.2 Descartes “sintió que le asaltaba la imaginación la represen tación de algunos fantasmas, que le asustaron tanto que, pen sado que estaba caminand o por la calle, tuvo que inclinarse a la izquierda para llegar a su destino, porque sentía una gran debilidad en su costado derecho y no podía mantenerse de pie. Trató de enderezarse, avergonzado de caminar de esa ma 1 El cuaderno es el de las Cogi tati ones P ri vatae. Para una discusión de su p rocedencia, con tenido y destino, véase Jo h n R. C o l é , T he O ty mpian D reams and Youthfi d R ebelli on of R eñí
D esearles (1 99 2) . La interpretación psicológica de Colé es interesante, pero controvertida, y n o m e detendré en ella salvo para decir que presta demasiada atención a los detalles; por supuesto, la teoría que subyace a la propia interpretac ión es cuestionable.
2 Sigo el relato de Baillet en el primer capitulo del libro II de su Vie, que se basa directamente en el cuaderno perdido y que, por tanto, es con toda probabilidad una transcripción d e las palabras de Descartes.
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ñera, pero le golpearon las ráfagas de un torbellino, que gi raba a su alrededor y dio tres o cuatro vueltas alrededor de su pie izquierdo. Pero no fue esto lo que le alarmó; la difi cultad que sentía al avanzar le hizo pensar que se iba a caer a cada paso. Al ver una escuela abierta a su paso entró, bus cando refugio y remedio para su problema. Trató de llegar a la capilla de la escuela, donde su primer pensamiento fue re zar. Pero al darse cuenta de que había pasado junto a un co nocido sin saludarle, trató de volver sobre sus pasos para presentarle sus respetos, pero el viento le empujó violenta mente hacia la capilla. Al mismo tiempo vio a otra persona en el patio de la escuela, que se dirigió a él por su nombre y le dijo con cortesía que si deseaba encontrar al señor N. te nía algo que darle. Descartes creyó que se trataba de un me lón de un país extranjero. Lo que más lo sorprendió es que la gente que se arremolinaba alrededor de aquella persona para hablar con él se mantenía de pie, aunque él seguía in clinado y falto de equilibrio sobre el mismo terreno. Tras gol pearle muchas veces, el viento había amainado”. Entonces, nos dice Baillet, Descartes despertó y descubrió que le dolía de verdad el costado, lo que le hizo pensar que el sueño había sido causado por un mal genio enviado para seducirle. Se volvió sobre su costado derecho -hab iend o dor mido y soñado m ientras se apoyaba sobre el izquierdo- y le pidió a Dios que lo protegiera de los malos efectos del sue ño y le preservara de las miserias que pudiera sufrir en cas tigo a sus pecados, los cuales reconoció que eran suficientemente grandes -a unque había llevado una vida sin tacha a los ojos
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de los hombres- para merecer que los rayos del cielo caye ran sobre su cabeza. Tras casi dos horas de meditación sobre las vicisitudes de esta vida, sigue Baillet, Descartes volvió a quedarse dormido, y enseguida tuvo de nuevo un sueño repentino que lo desper tó sobresaltado. “Creyó haber oído un ruido breve y sordo, que tomó por un trueno. Se despertó inmediatamente, ate rrorizado. Al abrir los ojos vio chispas de fuego que recorrí an la habitación. Había experimentado muchas veces este fenóm eno y no le extrañó que, al despertarse en medio de la noche, sus ojos centellearan de modo que viera objetos cer ca de él.” Al poco tiempo sus temores se desvanecieron y vol vió a dormirse, para seguir soñando, esta vez un sueño pacífico en el que no había nada que temer. En este tercer sueño, Descartes descubrió un libro en su mesa, sin saber quién lo había puesto allí. Lo abrió y reparó en que era un diccionario, lo que le agradó mucho, pues prometía ser muy útil. Al mismo tiempo se dio cuenta de que había otro libro, que tampoco sabía cómo había llegado allí. Era una colección de poemas de diferentes autores, titulada Cor-
pus poetarum. Al sentir la curiosidad de leer algo del libro, Descartes lo abrió y dio con este verso: Quod vitae sectabor iter ?, ¿qué camino debo seguir en la vida? Entonces se dio cuenta de que había un extraño, que le en tregó una pieza de poesía que empezaba con las palabras “Sí y no”, recom endándosela como un poema excelente. Des cartes dijo que reconocía el verso, procedente de uno de los
Idilios de Ausonio, y que estaba incluido en la gran antolo gía de poesía que se hallaba sobre la mesa. Para mostrar el
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poema al extraño empezó a pasar las hojas de la antología, jactándose de conocer perfectamente su orden y disposición. Mientras buscaba el poema, el extraño le preguntó dónde había adquirido la antología. Descartes contestó que lo ig noraba, pero que poco antes había estado ojeando otro libro que ahora había desaparecido y del que tam poco sabía quién lo había traído o se lo había llevado. Aún estaba buscando el “Sí y no” de Ausonio cuando vio que reaparecía el prim er li bro -el diccionario- en el extremo de la mesa, pero se dio cuenta de que esta vez no era tan completo co mo cuando lo había examinado la primera vez. Al final encontró los poemas de Ausonio en la antología, pero “Sí y no” no estaba entre ellos. “No importa”, le dijo Descar tes al extraño, “conozco un poema mejor de Ausonio, que empieza diciendo: ¿Qué camino debo seguir en la vida?" El ex traño quiso verlo, así que Descartes se puso a rebuscar de nuevo entre las páginas. Mientras lo hacía pasó varios gra bados, por lo que observó que el libro era hermoso, pero an tes de que pudiera encontrar el poema tanto el libro como el extraño desaparecieron de repente. Este tercer sueño no despertó a Descartes, dice Baillet, pero aun dormido se preguntó si era un sueño o una visión, y em pezó a interpretarlo. “Juzgó que el diccionario sólo podía sig nificar las ciencias reunidas y que la antología de poetas titulada Corpus poetarum representaba, de un modo parti cular y distinto, la unión de la Filosofía y la Sabiduría.” Entonces, cuando despertó, Descartes interpretó detallada mente sus sueños. Entendió que la antología de poesía re presentaba la Revelación y el Entusiasmo, “por cuyos favores
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no desesperó”, dice Bailiet. Por “Sí y no” entendió la Verdad y la Falsedad en la investigación humana y la Ciencia. “Al ver que la interpretación se correspondía con sus inclinaciones”, continú a Bailiet, “se atrevió a creer que el Espíritu de la Ver dad había deseado, por m edio de este sueño, franquearle los tesoros de toda las ciencias.” (El “Espíritu de la Verdad” es presumiblemente Dios.) Bailiet insinúa que Descartes consideró proféticos los sue ños, pues añade: “Sólo quedaba por explicar los pequeños grabados que había visto en el segundo libro. No buscó otra explicación tras la visita, aquel m ismo día, de un pintor ita liano”. Esta sugerencia -q u e Descartes creyera que el futuro podía predecirse- es intrigante, porque si bien Descartes era bastante devoto en su ostensible adhesión al cristianismo ca tólico (era intachable en la práctica ortodoxa - e s decir, en la conducta y la observancia orto do xa s- y no dio motivos para que nadie pensara lo contrario), la creencia en la pronosti cación no casa bien con la firme racionalidad de sus op inio nes científicas. Tal vez la temprana fecha del cuaderno del que Bailiet extrajo el relato sea una explicación suficiente. El último aspecto sobre los sueños es que el segundo de ellos, el estallido que despertó a Descartes y las chispas que flota ban a su alrededor en la oscuridad cuando abrió los ojos, han dejado perplejos y excitado a la vez a los comentaristas. La neurología reconoce en la actualidad un suceso inofensivo al que llama (sin necesidad de una fórmula latina) el “síndro me de la cabeza que estalla”. Como esta franca apelación su giere, incluye a un sujeto que “oye” un ruido seco como un estallido o el disparo de una pistola en su cabeza poco des
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pués de dormirse, algo que naturalmente le despierta. No hay una patología precedente ni secuelas nocivas a este suceso, que suele acaecer cuando el sujeto está cansado o agobiado. Es una especie de descarga neurológica, cuya causa tal vez sea parecida a la que produce la sensación de caer cuando uno se duerme. En los márgenes del sueño ocurre toda una va riedad de curiosos fenómenos neurológicos de carácter sub jetivo, y es fácil ver que pueden interpretarse com o aconte cimientos significativos, hasta que nos damos cuenta de lo comunes e insignificantes que resultan.1 Nadie que haya escrito sobre Descartes duda de que estos sueños ocurrieran del modo en que los describe. Pero un he cho intrigante, y desconcertante, es que los sueños de Des cartes se parezcan a dos relatos de sueños publicados no mucho antes de que Descartes tuviera los suyos. Dado que los primeros sueños están vinculados a un asunto crucial -e l furor rosacruz que se produjo antes y después de 1620-, de jaré su discusión para el siguiente capítulo, donde estudiaré el extraord inario caso de la Rosacruz y su relación con Des cartes. Pero el hecho de que se publicaran esos relatos de sue ños tan parecidos a los de Descartes no mucho antes de que los tuviera suscita algunas preguntas. ¿Fue una coincidencia que Descartes soñara como lo hizo? ¿Fueron sus sueños un reflejo de lo que había leído? ¿O eran esos “sueños” ficciones adaptadas de los relatos publicados que proporcionaron a 1 Sobre el “síndrome de la cabeza que estalla', véase el artículo del doc tor J o a Sa per (director de Instituto de Neuralgias y Neurología de Michigan en Ann Ar bor) en D etroit Fr ee Press, 24 de octubre de 20 00. Yo mismo he experimentado este síndrome en situaciones de extremo cansancio.
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no desesperó”, dice Baillet. Por “Sí y no” entendió la Verdad y la Falsedad en la investigación humana y la Ciencia. “Al ver que la interpretación se correspondía con sus inclinaciones”, continúa Baillet, “se atrevió a creer que el Espíritu de la Ver dad había deseado, por medio de este sueño, franquearle los tesoros de toda las ciencias.” (El “Espíritu de la Verdad” es presumiblemente Dios.) Baillet insinúa que Descartes consideró proféticos los sue ños, pues añade: “Sólo quedaba por explicar los pequeños grabados que había visto en el segundo libro. No buscó otra explicación tras la visita, aquel mismo día, de un pintor ita liano”. Esta sugerencia -q u e Descartes creyera que el futuro podía pred ecirse- es intrigante, porque si bien Descartes era bastante devoto en su ostensible adhesión al cristianismo ca tólico (era intachable en la práctica ortodoxa -es decir, en la conducta y la observancia orto do xas- y no dio motivos para que nadie pensara lo contrario), la creencia en la pronosti cación no casa bien con la firme racionalidad de sus opinio nes científicas. Tal vez la temprana fecha del cuaderno del que Baillet extrajo el relato sea una explicación suficiente. El último aspecto sobre los sueños es que el segundo de ellos, el estallido que despertó a Descartes y las chispas que flota ban a su alrededor en la oscuridad cuando abrió los ojos, han dejado perplejos y excitado a la vez a los comentaristas. La neurología reconoce en la actualidad un suceso inofensivo al que llama (sin necesidad de una fórmula latina) el “síndro me de la cabeza que estalla”. Como esta franca apelación su giere, incluye a un sujeto que “oye” un ruido seco como un estallido o el disparo de una pistola en su cabeza poco des
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pués de dormirse, algo que naturalmente le despierta. No hay una patología precedente ni secuelas nocivas a este suceso, que suele acaecer cuando el sujeto está cansado o agobiado. Es una especie de descarga neurológica, cuya causa tal vez sea parecida a la que produce la sensación de caer cuando uno se duerme. En los márgenes del sueño ocurre toda una va riedad de curiosos fenómenos neurológicos de carácter sub jetivo, y es fácil ver que pueden interpretarse com o aconte cim ientos significativos, hasta que nos damos cuenta de lo comunes e insignificantes que resultan.* Nadie que haya escrito sobre Descartes duda de que estos sueños ocurrieran del modo en que los describe. Pero un he cho intrigante, y desconcertante, es que los sueños de Des cartes se parezcan a dos relatos de sueños publicados no mucho antes de que Descartes tuviera los suyos. Dado que los primeros sueños están vinculados a un asunto crucial -el furor rosacruz que se produjo antes y después de 162 0-, de jaré su discusión para el siguiente capítulo, donde estudiaré el extraordinario caso de la Rosacruz y su relación con Des cartes. Pero el hecho de que se publicaran esos relatos de sue ños tan parecidos a los de Descartes no mucho antes de que los tuviera suscita algunas preguntas. ¿Fue una coincidencia que Descartes soñara como lo hizo? ¿Fueron sus sueños un reflejo de lo que había leído? ¿O eran esos “sueños” ficciones adaptadas de los relatos publicados que proporcionaron a 1 1 Sobre el ‘'síndr ome de la cabeza que estalla”, véase el articulo del do cto r Jo e l Sa pe r (director de Instituto de Neuralgias y Neurología de Michigan en Ann A rbor) en D etroit Free Press, 24 de octu bre de 20 00 . Yo mism o he experimentado este síndrome en situaciones de extremo cansancio.
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Descartes un modo de decir algo que no podía decirse en clair ? Descartes describió las intuiciones del día que precedió a los sueños en conjunto como un “maravilloso descubrimiento” que le urgió a tratar de escribir un tratado, tal vez la primera versión de sus Reglas para la dirección del espíritu. Pero abandonó el proyecto tras un par de meses. El énfasis que el propio Descartes dio a su descubrimiento y a sus sueños se comprende mejor como una expresión de entusiasmo de un joven de talento, con grandes esperanzas, cuya amb ición era entonces mayor en forma que en con tenido, com o por naturaleza suelen ser las ambicione s tempranas. Incluso así, ofrece una imagen interesante del ingeniero de veintitrés años, seguro de sí mismo e independiente, tal vez agente jesuíta, que soñaba despierto con ser un gran descubridor científico, concebía los principios de las ideas y los métodos que las harían verdaderas, y llevaba a cabo sus primeros intentos de elaborar esos métodos y transcribirlos. Esos sentim ientos son familiares a los jóvenes am biciosos, pero un ejemplo tomado de otra biografía filosófica los iluminará. Al principio del siglo XX, cuando el vuelo dirigido era una novedad, el médico Ludwig Boltzmann dijo que la nueva ciencia de la aeronáutica requería “héroes y genios” para avanzar, héroes que se arriesgaran en las nuevas y endebles máquinas voladoras y genios que comprendieran los principios de la aerodinámica que a veces los mantendrían en el aire. Inspirado por esa visión, el joven Ludwig Wittgenstein concibió el apasionado deseo de ser un aeronauta para convertirse en héroe y genio a la vez. Es fácil ima-
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ginar a cualquier joven ambicioso que albergue sentim ientos semejantes en su época, especialmente en el amanecer de la revolución científica. El joven Descartes los albergó. Su noche de sueños fue evidentemente un momento tan significativo para sus aspiraciones que, como ya hemos dicho, guardaría su recuerdo durante el resto de su vida. Como demostrarían los acontecimientos, no eran aspiraciones ocio sas; con el ímpetu del interés suscitado por Beeckman, fue consciente de sus poderes y posibilidades. Aunque llevaría tiempo desarrollar esas posibilidades, el día de los descubrim ien tos y la n oche de los sueños le daría seguridad a Descartes para pensar que su cumplimiento tendría lugar alguna vez. Sobre todo, el día que pasó en aquella habitación caldeada confirmaría la respuesta a la pregunta de Ausonio: ¿qué camino debo seguir en la vida? En el Discurso escribirá, refiriéndose a las deliberaciones de entonces: “Repasé las diversas ocupaciones que tienen los hombres en esta vida para escoger la m ejor. Sin desear decir nada de las ocupaciones de los demás,*1pensé que no podía hacer nada mejor que continuar con lo que estaba haciendo y dedicar toda mi vida a cultivar la razón y avanzar tanto como pudiera en el conocimiento de la verdad, siguiendo el método que me había prescrito. Pues al empezar a usar ese método sentí un contento tan grande que no creo que nadie pueda haber disfrutado de otro más dulce o puro en esta vida”.2Es sorprendente que en una
1 Esta diplomática cláusula po dría dirigirse a los juristas de su familia, aunque desde luego se refería a los sacerdotes y prelados de su iglesia. 1AT, V I, p. 27.
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carta escrita unos meses antes de su muerte repita la misma aspiración.1 Las notas que Descartes tomó tras aquel día de intuiciones y aquella no che de sueños demuestran que ya le había dado forma a esa aspiración, y aportan la prueba de una coherencia admirable en sus opiniones y ambiciones. Empieza diciendo que “el tem or de Dios es el prin cipio de la sabiduría”. Esto señala su compromiso, que cumplió sin vacilar, de no apartarse al menos de la apariencia de ortodoxia. Dice entonces que avanzará en el escenario del mundo “enmascarado”, como hacen los actores para ocultar sus rostros encendidos. Añade que, cuando era joven, los descubrimientos de los demás le hacían preguntarse si descubriría cosas por sí mismo, sin la ayuda de los libros, y al responder con un enfático sí, vio cómo podría hacerse por medio de reglas metodológicas fijas. La ciencia, escribió, es com o una m ujer: es respetada si está modestamente al lado de su marido, pero vilipendiada si se entrega promiscuamente a cualquiera. Las ciencias están enmascaradas; cuando se quiten la máscara aparecerá toda su belleza. Cualquiera que vea cómo se relacionan las ciencias no tendrá dificultad en comprenderlas, con la misma facilidad con que se recuerda la serie de los números.2 Al escribir sobre sus descubrim ientos en la habitación caldeada, Descartes se refirió brevemente a la importantísima cuestión del método, pero describió los cuatro prin cipios generales que se obligaría a observar en todos sus estudios: “Primero, no aceptar nada como cierto salvo que tenga un
1 Carta del 9 de octubre de 1649 (AT, V, p. 43 0).
2 AT,X,pp. 212-215.
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conocimiento evidente de su verdad, es decir, evitar cuida dosamente las conclusiones precipitadas y los prejuicios, y no incluir nada en mis juicios salvo lo que se me presente tan clara y distintam ente que no tenga ocasión de dudar de ello” En segundo lugar, “dividir cada una de las dificultades que examine en tantas partes como sea posible y haga falta para resolverlas mejor” Tercero, “dirigir mis pensamientos orde nadamente, empezando por los objetos más sencillos y fáci les de conocer para ascender poco a poco, paso a paso, al conocim iento de los más com plejos”. Cuarto, y último, “ha cer continuam ente enum eraciones tan completas, y revisio nes tan exhaustivas, que esté seguro de no olvidarme de nada”.1 A pesar de su generalidad, estas reglas son buenas. Descartes las valoraba y defendería que sus avances en geometría y ál gebra procedían de una e stricta observan cia de ellas.2 También son útiles los consejos prácticos que Descartes es bozó para sí mismo como guías de conducta mientras seguía con sus investigaciones y que asimismo surgieron, com o dice en el Discurso, mientras meditaba en aquella habitación cal deada. Aparte de su mérito intrínseco, tienen también un in terés biográfico. Geneviéve Rodis-Lewis dice que no m ucho antes de que hubiera terminado su relato sobre Descartes, se enteró de que un coleccion ista de Neuburg había encontra do una copia de un libro famoso, o más bien notorio, en su época, el Traité de la sagesse de Pierre Charron, que en apa-
1AT,V1, pp. 18-19. 2AT.VI.p. 20.
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rienda había sido un regalo para Descartes en 1619.' La co pia encontrada por el coleccionista de Neuburg está dedica da “al muy instruido, querido amigo y herm ano menor, René Descartes”. La firma el “padre Jean B. M olitor SJ”, y está fe chada “a finales de 1619”. Jueces competentes dicen que no creen que la dedicatoria sea un fraude. Suponiendo que sea auténtica, la dedicatoria localiza a Descartes cerca de Ulm a finales de aquel año y, sobre todo, pone en sus manos un li bro que anticipa algunas de sus ideas posteriores. Pierre Charron fue un teólogo y filósofo que emplearía el es cepticismo sobre la posibilidad de la ciencia y el conocimiento hum ano para privilegiar la fe y promover con ello una ad hesión estricta al catolicismo. Fue un célebre predicador y desde 1594 serviría como capellán a la mujer de Enrique IV, Margarita. Era íntim o amigo de Montaigne, que también usa ba el escepticismo como un estímulo para la investigación. Charron murió en 1603, y su Traité fue incluido en el índi ce de Libros Prohibidos de la Iglesia en 1606. Pero aún esta ba en circulación cuando le dieron a Descartes un ejemplar, aunque el hecho de que quien se lo dio fuera un jesuíta es sospechoso. ¿Por qué le daría un sacerdote jesuíta a uno de sus jóvenes protegidos un libro proscrito por la Iglesia? Charron empieza planteando “No sé nada”, la premisa de una forma de ignorancia y duda que es -escrib e - “más instruida y segura, más noble y generosa, que todo el conocimiento y la certeza” de los supuestos sabios y científicos, pues allana el camino del verdadero conocimiento por medio de la fe y 1
1 G. R o d i s -L e w is ,
Descartes, p . 4 4 .
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deja el alma expedita para que Dios “grabe la verdad en ella”.1 Si Descartes leyó estas palabras, debieron de darle una pista para formular después él mismo su respuesta a la pregunta de qué se puede saber con certeza, pues lo hizo dudando de todo cuanto admite la menor duda para ver lo que hay tras esa duda, el residuo que por definición sería indudable, es decir, la certeza. Ésa es la estrategia que seguirá con detalle en sus Meditaciones metafísicas. Además de demostrar un método para buscar la verdad con premisas escépticas, Charron ofrecía una guía en la gran cuestión de cómo vivir mejor. Su consejo era “seguir y observar las leyes, costumbres y ceremonias del país en que nos encontremos”.123Esto halla eco en el primer principio de Descartes. “Formé para mí mismo un código moral provisional que consistía en tres o cuatro máximas, de las que debía hablaros. La primera era obedecer las leyes y costumbres de mi país, manteniéndome fiel a la religión en la que por la gracia de Dios he sido instruido desde la niñez, y gobernarme en otras materias de acuerdo con las opiniones más moderadas y menos extremas.”2Este último pensamiento es una versión de la advertencia de Charron de “no actuar nunca contra Dios o la naturaleza” al seguir las costumbres de un país cualquiera. Charron añadía la sumisión del juicio y la fe a la tutela de la razón y empleaba una “reserva interna” al cumplimiento de las obligaciones. Las otras máximas de Descartes difieren en
1G. R o d i s - L e w i s , D escart es , p . 4 5 . 2 Todo el capitulo octavo del libro segundo del G. R o d i s - L e w i s , D escart es , p. 4 6. 3 AT, VI. pp. 2 2- 23 .
Traité está
dedicado a este tem a. Véase
li o
DESCARTES
contenido, pero no en espíritu, de éstas: ser firme al escoger un curso de acción, “dominarme a mí mismo antes que a la fortuna” (un principio de la ética estoica, de la que Descar tes se mostraría partidario) y, com o ya se ha dicho, “cultivar mi razón y avanzar tanto como pudiera en el conocimiento de la verdad” Descartes, en suma, siguió la guía de Charron tanto al pro curarse un código de ética personal com o al emplear la me todología del escepticismo como punto de partida de la investigación. Los paralelismos ofrecen un intrigante deste llo en la formación de su pensamiento, que obra a favor de Descartes. Pero las circunstancias también ofrecen otro des tello de su vida, que lo muestra en Ulm en el invierno de 1619, en términos de intimidad con la comunidad jesuíta, llama do “hermano menor” por uno de ellos y admirado, como Beeckman lo había adm irado, por sus poderes intelectuales. Pero si nos preguntamos por qué Descartes estaba en Ulm en aquel momento, esforzándose relajadamente por “volver” al ejército del duque Maximiliano, y qué hacía allí con los je suítas -aq uellos incansables comandos de la causa del cato licismo y de los Austrias-, una posibilidad es que los intereses de Descartes, y tal vez sus deberes com o agente de las em presas jesuítas a favor de los Austrias, tuvieran que ver con un movimiento asociado a Federico del Palatinado: la mis teriosa y más que semilegendaria Fraternidad de la Rosacruz.
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EL
M IST E R IO
DE
LA
ROSA CRU Z
Para formarnos una imagen de las acciones de Descartes en el significativo periodo entre su partida de Breda en la primavera de 1619 y su presencia en Praga a finales de 1620, hace falta falta considerar consid erar un asunto as unto que, hasta hasta ah ahora, ora, los biógrafoss y com entaristas fo entaristas han m encionad o sólo de pasada pasada.. Co ncierne al furor rosacruz de los años 1612 a 1623, y tiene un relieve particular para la hipótesis de que Descartes pudo estar al servicio de los intereses jesuitas en las inestables circunstancias de la época. La Rosacruz no tendría importan im portancia cia para Descartes si no fuera por dos hechos sorprendentes: que él mism o se interesó interesó por ella y que muchas de las personas a las que trató, incluidos algunos de sus amigos íntimos, estaban igualmente interesados. Sería exagerado llamar a cualquiera de ellos, o a ninguno, ningun o, “rosacruces”, “rosacruces”, porque no parece haber habe r existido nu nca un m ovimiento ovim iento formal u organizado organizado com o ta tall. Más bien bien sucede que las ideas de la Rosacruz estimularon a muchas personas y que muchas de ellas simpatizaron con sus propósitos pósitos y objetivos. objetivos. Sólo en este sentido cortés existía una in determinada “fraternidad de elegidos”, aunque llamemos por conveniencia rosacruces a quienes expresaron expresaron simp simpatía atía o sos olidaridad con sus ideal ideales. es.
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Una Un a vez vez que que la imagen que tratamo trata moss de dar de la la vida vida de Des cartes en este periodo incluye incluye la Rosacruz, se se vuelve vuelve compleja com pleja e intrigante, debido a que Federico, el el elector palatino, apo yó a la Rosacruz y otros movimientos asociados con el pro testantismo, testantismo, el conocim cono cimiento iento esotérico, lo lo oculto, ocu lto, la la alquimia y la la magia, que sufrieron un golpe devastador devastador con su derro de rro ta en la Montaña Blanca en 1620. La Iglesia católica, con los jesu je suít ítas as a la cabez cab eza, a, fue f ue in infat fatig igab able le en e n dem de m oniz on izar ar la Ros R osac acru ruzz y cuanto tuviera tuviera que ver con la magia, el el hermetismo herm etismo,, la cé cé bala y lo oculto en general, y fomentó la inquietud sobre las supuesta supuestass actividades actividades nefarias nefarias relacionadas con co n todo ello has ta el el punto de que, tras tras el gran pánico p ánico de 1623 por p or la Rosacruz en Francia, tales “movimientos” (en la medida en que los hubiera en condiciones de sobrevivir), y en especial la Ro sacruz, se desvanecieron. Además, Además, uno de los más m ás firmes martillos m artillos de la Rosacruz Ro sacruz fue Marín Mersenne, que haría famoso a Descartes al divulgar su genio y que no sólo sería su amigo, sino su secretario de hecho, y que lo mantendría en contacto con el mundo cien tífico y filosófico filosófico desde 1620 en adelante. Tan vehemente vehem ente fue el asalto de Mersenne a la Rosacruz que su batalla pública con Robert Fludd tuvo al mundo intelectual de Europa en vilo durante años. Las cuestiones más importantes a la luz de estas considera ciones son: ¿cuál ¿cuál fue el comprom com promiso iso de Descartes con la Ro Ro sacru sacruz? z? ¿Fue ¿Fue tentado por ella ella brevemente entre 1618 16 18-16 -1619 19 y luego la rechazó? rechazó? Éste podría ser un escenario escen ario plausible, plausible, dado dado que, si bien tal vez mostrara cierta curiosidad por lo que la Rosacruz Rosacruz ofrecía ofrecía -u n a clav clavee de los los secretos de la la naturaleza-, natu raleza-,
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us
él m ismo sería sería el principal principa l arquitecto de un estilo de de pensamiento opuesto a cuanto representara la francmasonería, la cébala, cébala, el el herm h erm etismo etism o y otros estilos estilos pseud ocientíficos, ocientíficos, a lo loss que acabaría derrotando. ¿O era el interés de Descartes por la Rosacruz profesional, en el sentido de que la investigaba, así como a sus fieles, como agente (si es así, sin duda uno entre muchos) de los intereses jesuítas? ¿Espiaba, por decirlo así, a los miembros de la Rosacruz con quienes se topaba? Co m o veremos enseguida enseguida,, loss docum entos que suscitaron el furor rosacruz lo rosacruz no eran sólo de orientación protestante, sino expresamente antijesuita, y de hecho apelaban a una fraternidad alternativa al movim iento jesuíta. jesuíta. Para arroja arr ojarr algo de luz sobre estas cuestiones, cuestio nes, y ver si si lo que sugieren sobre Descartes podría ser fantástico, son necesarias dos dos cosas: un esbozo de la historia de la Rosacruz y una consideración de la naturaleza y extensión del lugar que ocupó Descartes en ella, especialmente, pero no sólo, durante el año y medio que transcurrió entre el principio del verano de 1619, cuando partió de Breda, y noviembre de 1620, cuando “observó “obse rvó”” la derrota de Federico V (y de de las esperanzas esperanzas de la Rosacruz) en la batalla de la la Montañ Mo ntañ a Blanca. La fuente más cercana de la excitación por la Rosacruz que se produjo prod ujo en la segunda década del del siglo XVII es la publicación de tres libros: la Fama Fraternitatis, publicado en 1614, aunque circulaba ma manuscr nuscrito ito desde desde hacía varios varios años; la Con-
fessio fes sio Fraterni Frate rnitatis tatis,, publicado en 1615, y Las bodas químicas de Christian Rosencreutz, publicado en 1616, cuando Des-
lió
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cartes era alumno superior en La Fléche o estudiaba derecho en la Universidad de Poitiers. Pero como muestra Francés Ya tes en su estudio de la historia de la Rosacruz, las ideas y pro pósitos de esos esos manifiestos hundían sus raíces raíces en el Renacimie Rena cimien n to, y casi todos ellos tenían que ver intelectualmente con un hombre hom bre adm irable, el el erudito erudito inglés John Dee.' En el Renacimiento tardío se produjo una poderosa mezcla de nociones, nocio nes, creencias y prácticas de fuentes cabalist cabalistas, as, ocu l tas, tas, astrológicas, alquimistas, herméticas hermé ticas y mágicas que pro metía a los los adeptos progresos de proporcione propor cioness casi fáusticas fáusticas en el conocimiento de los misterios de la naturaleza y el cie lo si descubrían el método, métod o, el secreto, el código o técnic té cnicaa para abrir las puertas de la sabiduría. Puesto que esta ebullición de ¡deas era extremadamente heterodoxa en términos reli giosos, la Iglesia católica se interpuso y sus tropas de asalto, los jesuítas, jesuít as, se pusieron a la la cabeza de quienes la combatía com batían. n. Cuando el intoxicante intoxican te popurrí popu rrí de “magia, cábala y alquimia” alcanzó un punto culminante en los documentos de la Ro sacruz, hacia hacia 1615, 1615 , el el choque choqu e con las las fuerzas fuerzas de de la ortodo orto doxia xia fue inevitable y se produjo, produ jo, y en menos men os de una década la la Ro R o sacruz había sido tan desacredit d esacreditada ada y demonizada que, qu e, en la medida en que sobrevivió como una idea común a una in formal coincidencia de gente inspirada por sus ideales, se des vaneció y se convirtió convi rtió en un u n rumor, ru mor, un recuerdo rec uerdo y una leyenda leyenda.. Pero la la Rosacruz no n o desapareció del todo, al menos men os en el sen tido atenuado de una creencia en caminos secretos hacia el conocim con ocim iento. iento . Cuando Cuand o Isaac Isaac Newton, décadas décadas despué después, s, de-1 de-1
1 S i g o e l i n e s t im i m a b l e e s t u d i o d e F r a n c é s Y a t e s , T he R osicruci osicruci an E nli ght enment nment ( 1 9 7 2 ; E l ¡lu¡lu-
mini smo rosacruz, rosacruz, 1 9 9 9 ) .
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dicó más tiempo a tratar de sondear lo que él creía que debía de de ser el código códig o num erológico eroló gico de la Biblia que a la la física, seguía seguía de cerca cer ca sus huellas. A partir par tir del siglo X V I I I , el interés en los arcanos y lo oculto, y la proliferación de la francmasonería, renovaron los temas de la Rosacruz. La Fama Fraternitatis y la Confessio Fraternitatis son invitaciones a unirse a una supuesta Fraternidad u Orden, fundada por el “Herm ano Christian Rosencreutz” Rosenc reutz”,, que (com (c om o estos libros libros planteaban) había viajado viajado al este este y traído traído consigo una sabiduría arcana. La Fama y la Confessio eran tratados tratados anó nimos, pero Las bodas químicas de Christian Rosencreutz se ha atribuido con seguridad a un pastor luterano de talento, Joh Jo h an V alen al entí tín n A ndre nd reae ae de W u rtem rt em b e rg, rg , au to torr de m uch uc h as otras obras que incluyen incluyen dramas y una autobiografía. El Estado Estado natal de Andreae, W urttemberg, urttem berg, estaba gobernado goberna do por un duque anglofilo, Federico Federico I, que había sido cond ecoeco rado con la Orden de la Jarretera por Isabel I y a quien interesaba profundamente la alquimia y lo oculto.1A la muerte de Isabel, Jaime I y VI contin co ntinuó uó su política de apoyo a la la Alemania protestante, dirigi dirigida, da, como com o la de Enrique IV de Francia, a contrarrestar el poder de los Austrias. Wurttemberg colindaba con el Palatinado, cuyo elector, como hemos visto en el capítulo anterior, se casó con la hija de Jaime, Isabel, Isabel, en 1613. 1613. El matrimonio matrim onio tuvo luga lugarr con con enorm e norm e pompa y fanfanfarria e inspiró obras de teatro, panfletos y canciones. Cuando el elector Federico llevó a la novia al Palatinado, una1 una 1 1 Isabel Isabel I llamaba llamaba al duque Fed erico “prim o M umpellgart”, umpellgart”, po r el nomb re de la familia, familia, y alegr es comadres comadres de W i ndsor que supuestamente supuestamente inspiró el duque alemán de Las alegr que quiere alquilar caballos en la Posada de la Jarrete ra, en alusión a la visita visita del duqu e a Isabel en 1590. 159 0. V é a s e Fr
ancés
Ya
t e s,
T he R osicrucian Enli ghtenme ghtenment, nt, p. p. 4 4 .
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compañía com pañía de actores y músicos músico s inglese inglesess la la acompañ acom pañó ó y actuó actu ó en las celebraciones celebracion es durante el viaje viaje y en en la bienveni bienvenida da a HeiH eidelberg. delberg. El significado de la alianza alianza familiar entre entr e Jaime y Fe derico -que encabezaba, como sabemos, la Unión Protestanteera obvio para toda Europa, aunque de hecho quedaría en nada, pues Jaime abandonó a Federico cuando éste le pidió ayuda en su malograda aceptación de la Corona bohemia. El canciller del elector Federico, Christian de Anhalt, era tam bién un entusiasta de lo oculto, seguidor de Paracelso y de los estudios estudios de alquimia. Patrocinaba Patro cinaba a un maestro en e n estas artes, Oswald Crollius, que era su médico y le había dedica do un libro, y era amigo de otro, Peter Wok de Rosenberg.1 Por su su posición en la corte palatina, Ch Christian ristian podía alentar un clima de pensamiento favorable a estos intereses y pro pagar la influencia de John Dee, que, junto a Edward Kelley, había visitado los estados germánicos en la década de 1580. Dee vivió durante un tiempo en Bohemia con el patrocinio del excéntrico emperador Rodolfo II, y luego visitó el Palatinado y otros estados germánicos durante su viaje de vuel ta a Inglaterra Inglaterra en 1589. Com o consejero co nsejero (y espía) espía) de Isabel Isabel I, I, y autor de obras ob ras ampliamente am pliamente celebradas celebradas y admiradas, admiradas, el el via je de D ee p o r lo loss estad es tados os g erm er m á n ico ic o s caus ca usó ó s e n s ació ac ión n , con co n sabios y aristócratas revoloteando a su alrededor. La mayo ría de obras cabalistas, herméticas, de alquimia y místicas pu blicadas en años año s posteriores llevan llevan la marca de su influencia, Mo nass Hyeroglyp Hyer oglyphica hica , donde expone especialmente especialmen te de su Mona ex pone su ecléctica y m ística mezcla de alquimia y filosofía. filosofía.
1 Fr
a n c é s Ya t e s ,
The Rosicrucian Enlightenment, p. 49.
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»9
Dos obras inspiradas por Dee y que, a su vez, influyeron en los docu mentos de la Rosacruz fueron Anfiteatro de la sabiduría eterna de Henricus Khunrath, y la extraña profecía de Simón Studion llamada Naometria , publicada en 1604, que llevaba el símbolo de una rosa con una cruz en medio, que algunos investigadores ven com o una prefiguración de los documentos de la Rosacruz de una década después. La Naometria de Studion predecía que 1620 sería un año apocalíptico en que los anticristos del Papa y de Mahoma serían por fin derrotados, una profecía que alentaría los fatídicos consejos que Christian de Anhalt le dio al elector Federico. El Anfiteatro de Khunrath se publicó en 1609, y la influencia de Dee es palpable. A su vez, su propia influencia en los documentos de la Rosacruz es directa. “En la obra de Khunrath encon tram os la fraseología característica de los manifiestos”, escribe Yates, "el énfasis permanente en el m acrocosmos y el microcosmos, la insistencia en la magia, la cabala y la alquimia como una combinación para formar una filosofía religiosa que promete un nuevo amanecer para la humanidad.”' Cuando la Confessio apareció en 1615, la acompañaba un panfleto titulado “Breve consideración de una filosofía más secreta”, una especie de explicación de algunos de los temas de la ConfessiOy que está casi enteramente tomada de Monas Hie roglyphica de Dee, que cita con gran extensión. Las bodas químicas de Andreae tiene, tanto en la primera página com o en el cuerpo del texto, el símbolo entonces reconocible al instante de Monas . Todas estas indicaciones implican que el vínculo que une a Dee, su influencia en los estados protes1 Fr a n c é s Ya t e s ,
The Rosicrucian Enlightenmetit, p. 51.
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tantes germánicos y la Rosacruz es fuerte, y Bohemia y el Palatinado es donde la investigación sobre las rutas místicas ha cia el conocimiento se relacionan con la política, la controversia religiosa y las relaciones internacionales. En palabras de Ya tes, las “publicaciones de la Rosacruz corresponden a esos movimientos cercanos al elector palatino, que le empujaban hacia la aventura bohemia. El principal impulsor de estos movim ientos era Christian de Anhalt, relacionado en Bo he mia con los círculos en los que la influencia de Dee era co nocida y alentada”.' El título completo de la Fama Fraternitatis reza: “Reforma universal y general de todo el ancho mundo, jun to a la Fama Fraternitatis de la laudable fraternidad de la Rosacruz, diri gida a todos los hombres cultos y gobernantes de Europa, y una breve réplica de Herr Haselmayer, por la que fue captu rado por los jesuítas y enviado a galeras, ahora enviada y co municada a todo s los corazon es sinceros”. Empieza con la solemn e d eclaración de que “en estos últimos días” ha de cumplirse una gran promesa: la revelación de los secretos de la naturaleza. Podemos -c o m o se dice en la F a m a - “ja c tarnos del tiempo feliz en que se nos ha revelado la mitad del mundo, hasta ahora desconocida y escondida, pero [Dios] también nos ha manifestado m uchas obras y criaturas de la naturaleza maravillosas y nunca vistas, y enaltecido a los hom bres, imbuidos de gran sabiduría, que podrán en parte re novar y conducir todas las artes (en nuestra época oscura e imperfecta) a la perfección, de modo que el hom bre entien-
Fr
a n c e s Ya t e s ,
Th e Rosicrucian E nlighleriment, p. 56.
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da su propia nobleza y valía y por qué se le llama microcosmos y hasta dónde se extiende su conocimiento de la naturaleza”1 AI contar la historia del viaje del hermano Rosencreutz en busca del gran conocimiento oriental, la Fama insiste en que la superioridad epistemológica del este proviene del hecho de que sus sabios se com unican entre sí y comparten sus hallazgos, mientras que en Alemania hay muchos “magos, cabalistas, médicos y filósofos” que no colaboran unos y con otros e inhiben así el progreso del conocimiento. La Fama data el viaje de Rosencreutz en el siglo XV. A su vuelta a Europa, sus enseñanzas fueron ridiculizadas, de modo que formó una sociedad secreta para preservar y propagar lo que había aprendido. Este selecto grupo de “iluminados” se dedicó a curar gratis a los enfermos y a estudiar. Durante un tiempo, el sepulcro del hermano Rosencreutz fue mantenido en secreto; su reciente descubrimiento, con todos los tesoros y libros secretos que contiene, anuncia el mom ento en que Europa debe despertar y disfrutar de una “reforma general”. El sepulcro, dice la Fama , volvió a abrirse en 1604. La Fama y la Confessio suscitaron una inmensa excitación y controversia en toda Europa. Fueron citadas, defendidas, atacadas, se creyó en ellas o se rechazaron por supersticiosas, pero fueron ampliamente leídas por amigos y enemigos. Significativamente, los enemigos incluían a quienes estaban alerta a las peligrosas implicaciones de lo que la Fama llamaba “alteraciones” inminentes del Sacro Imperio Romano, que
1Tanto la Fama com o la Confessio han sido traducidos en apéndices a la obra de Yates. El pasaje citado está en las pp. 297 -29 8.
12 2
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-según decía- la fraternidad de la Rosacruz llevaría a cabo “en secreto” Se entendió que las referencias a esos cambios aludían al elector Federico com o cabeza de la Unión Protes tante; las referencias al “león” -e l emblema de Fed erico- como agente de ese cambio cercano hacían explícita la alusión. Cuando Federico fue derrotado en la batalla de la Montaña Blanca aparecieron muchos y amargos ataques contra él y Christian de Anhalt, caricaturas y dibujos que exp lícitamen te se burlaban de su asociación con la Rosacruz.1 Pero aunque la idea de la Rosacruz tenía m uchos enemigos, entre ellos serios estudiosos com o Andreas Libavius y críti cos formidables como los que se escondían tras los pseudó nimos de Menapio e Irenaeus Agnostus, también tuvo entusias tas seguidores y hubo cientos de publicaciones en la estela de la Fama y la Confessio de gente que esperaba que los herm a nos secretos les invitaran a unirse a ellos. Hubo incluso ape laciones directas de personas ansiosas por aprender más y ser admitidas en los misterios de la Rosacruz. También hubo pu blicaciones de quienes parecían ser rosacruces o conocer bas tante sus ideas, por ejemplo Theophilus Schweighardt, Joseph Stellatus (un pseudónimo) o Julianus de Campis (otro pseu dónim o). Yates señala a un supuesto iluminado, con una pro funda pe netración en las ideas de la Rosacruz, Florentinus de Valentía, que, en una meditada réplica a una publicación contraria de Menapio, muestra amplios conocimientos de arquitectura, música, navegación, geometría, bellas artes, ma temáticas y astronom ía. Al describir la necesidad de reforma en las ciencias -que acusan la influencia de Francis Bacon 1 FRANCES Ya t e s , Th e Rosicrucian Enlightenm ent, pp . 73-81.
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(presente también en otros documentos de la Rosacruz)-, Florentinus dice que la astron omía es imperfecta, incierta la astrología, carente de apoyo experimental la medicina y ne cesita de examen la ética .12 Estos comentarios de Florentinus son sagaces y nos recuer dan que, a pesar de la mezcla de cábala y herm etismo, había una veta de seriedad en el pensamiento de la Rosacruz; no era impío tampoco, salvo según las pautas de los cristianos ortodoxos de todas las denominaciones. Florentinus insiste - y parece sincero, incluso serio, al hac erlo- en que el propó sito de la Rosacruz es entender la naturaleza como “el libro de Dios”, que contiene cuanto el hombre necesita para reco brar el conocimiento perdido tras la Caída. (George Berkeley reiteraría un siglo más tarde la idea de estudiar la naturaleza como si se leyera el libro de Dios.)* De hecho, dos cuestiones son obvias para cualquiera que exa mine sin prejuicios el torrente de literatura rosacruz. Una es el aliento que dio a la investigación científica de la naturale za. La otra su rechazo a la física y la metafísica aristotélicas. Ambas cuestiones eran anatema para la Iglesia católica ro mana, que temía la nueva ciencia y defendió firmemente el pensamiento aristotélico. La íntima relación entre la orto doxia católica y el poder imperial supuso la rápida condena de las ideas de la Rosacruz por subversivas, tanto en el orden religioso com o en el temporal.
1Fr a n c é s Ya t e s, T he R osicruci an E nli ght enment, p. 132. 2 La idea, que se encuen tra en los cuadernos de Berkeley, ya no aparece en Los pri nci pios
del conoci mi ento humano. Véase A. C. G r a y l i n g , B erk eley: T he C entral A rg ument ( 1986).
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El torbellino de la literatura a favor y en contra de la Rosacruz cesó abruptamente en 1620, por las razones que Yates aporta con amplitud en su estudio, es decir, la relación de las esperanzas de la Rosacruz con las ambiciones palatinas y su fracaso en la batalla de la Montaña Blanca. En 1621 apareció un panfleto titulado “Una advertencia contra el gusano de la Rosacruz” Su mensaje, a la luz de las controversias de los años anteriores, no era nuevo, pero era un documento de especial significado por otro motivo: su lugar de publicación. La “Ad vertencia” se publicó en Heidelberg, hasta entonces capital de Federico, el elector palatino, ahora bajo la férrea ocupa ción de los ejércitos de los Austrias. Ese mismo año apareció otra obra llamada Palma Triumphalis, un canto a los mila gros de la Iglesia católica, publicada en la sede principal de los jesuítas en Ingoldstadt y dedicada al emperador Fernan do II. Entre otras cosas, la Palma atacaba a la Rosacruz y ri diculizaba su pretensión de “restaurar todas las ciencias, transmutar los metales y prolongar la vida humana”.1 Tras la batalla de la Montaña Blanca, las esperanzas políticas asociadas a la Rosacruz se desvanecieron, pero, aparte de su invisible persistencia en los siglos siguientes, el “movim ien to” tendría un espasmo final. En 1623 aparecieron súbita mente carteles por todo París que anunciaban que la Fraterni dad de la Rosacruz estaba en la ciudad, “visible e invisible... Mostramos y enseñamos sin libros ni signos cómo hablar las lenguas de todos los países donde querríamos estar y a res catar a los hombres del error y la muerte” El resultado fue el pánico, junto a un “huracán de rumores”, como Gabriel Naudé Fr
a n c é s Ya t e s ,
The Rosicrucian En lightenme n, p. 137.
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lo llamó en su “Instrucción a Francia sobre la verdad de la Fraternidad de la Rosacruz” publicado como respuesta a la ansiedad de 1623 en ese mismo año. La reacción a la su puesta presencia de la Rosacruz en Francia incluyó varios in tentos de demonizarlos; se dijo que habían abjurado del cristianismo y de la Iglesia y que se habían postrado ante Sa tán, que se les había aparecido en todo su esplendor. El ataque de Naudé a la Rosacruz es interesante porque es moderado y está bien informado. La sitúa sin vacilar en la tradición hermética del Renacimiento y describe su prome sa de la inminencia de una época de descubrimientos que da rán lugar a la gran “instauración” o renovación del conocimien to. El uso del término “instauración” refleja la familiaridad con las obras de Francis Bacon, de las cuales dos de las más importantes acababan de ser publicadas.' La intención de Naudé, por supuesto, era oponerse a la Rosacruz; tras expo-1
1 El N ovum O rganum de Bacon habla aparecido en 1620 y promovía el uso de la inferencia deductiva en las ciencias empíricas, y E l avance del s aber acababa de aparecer en 1623, y con ¿I Bacon trataba de mostrar “la excelencia del saber y el conocimiento y librarlo del descrédito y las desgracias recibidos de la ignoran cia, una ignorancia disfrazada de varios modo s, a veces con la apariencia del celo de los teólogos, a veces con la severidad y la ar ro gancia de los políticos y a veces con los errores y las im perfecciones de los p ropios sabios”. Bacon explica los obstáculos del cono cimien to (sólo cito sus observaciones sobre el primer ti po): "O igo a aquéllos decir que el conocim iento es algo que hay que aceptar co n gran limitación y cautela; que la aspiración a un cono cim ient o excesivo fue la tentación y el pecado originales que provocaron la caída del hombre; que el conocimiento tiene algo de la serpiente y que, por tanto, allí donde entra hace que el hom bre se engría: ciencia inflar, que Salomón censura que no haya ñn a la producción de libros y que mucho leer cansa la carne, y de nuevo, en otro lugar, que el conocimiento falso causa consternación y que quien aumenta su con ocimie nto au menta su ansiedad; que san Pablo advierte que no nos despoje la vana filosofía, que la experiencia de muestra que los sabios han sido ar chiheréticos, que las época s cultas se inclinan al ateísmo y que la contem plación de las causas segundas atenta contra nuestra dependencia de Dios, que es la primera causa”.
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ner cuál es su perspectiva, advierte: “Fijaos, caballeros, en la cazadora Diana a quien Acteón os presenta desnuda”. En este mito, la diosa Diana, eminentemente casta y reacia a que la vea desnuda un varón, sea divino o humano, estaba bañán dose cuando el desafortunado cazador Acteón se encontró con ella. Para castigarlo, Diana lo convirtió en ciervo e hizo que sus propios perros lo despedazaran. El sentido de la re ferencia es sencillo: los rosacruces son falsos sabios que fin gen revelar la verdad. Naudé termina mostrándose de acuerdo con la condena jesuíta de la Rosacruz y aplaudiendo a Libavius por haberlos refutado definitivamente. El principal martillo de la Rosacruz, de hecho de todas las tendencias de pensamiento parecidas o vinculadas a ella, como el hermetismo, la cábala, la magia o la alquimia, fue -c o m o ya se ha d ich o- Marín Mersenne. Luego describiré su parte en la controversia. La enfática oposición de Mersenne a la Rosacruz es un asunto importante por su asociación con Descartes, cuya ambigua e intrigante asociación con el “mo vimiento” hemos de explorar ahora. Dejamos a Descartes en Ulm durante el tenso verano de 1620, cuando todo lo que se hallaba en entredicho -Federico y Bo hemia, el furor de la Rosacruz- estaba llegando a su fin. Se gún Baillet, que es casi nuestro guía, aunque no el único, como veremos, en estas cuestiones, Descartes oyó hablar de la Fraternidad de la Rosacruz en el invierno de 1619-1620, poco después de su día de inspiración y su noch e de sueños. (No es plausible que oyera hablar de la Rosacruz sólo en tonces: había sido un tópico de la conversación general des
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de sus días escolares.) En consecuencia, dice Baillet, decidió encontrarla, puesto que ofrecía una nueva sabiduría y una ciencia verdadera, exactamente lo que él buscaba. Fue a Ale mania por ese motivo y se estableció en Ulm durante el ve rano. Allí conoció a Johann Faulhaber, autor de una obra titulada Mysterium Mathematicum sive Cabalística et Philo-
sophica Inventio, dedicada a la Fraternidad de la Rosacruz y publicada en Ulm en 1615. (Baillet no ve, o no lo dice, que ésta podría haber sido una de las principales razones por las que Descartes escogiera visitar específicamente Ulm. Otra razón fue que en jun io de 1620 las negociaciones entre las li gas protestante y católica tenían lugar allí y la ciudad estaba llena de diplomáticos y espías.) Baillet cuenta que Descartes fue luego a Bohemia con el ejército del duque Maximiliano, “observó” la fatídica batalla de la M ontaña Blanca, acom pa ñó al ejército durante la represión en Moravia y Hungría (inclu yendo un hecho lo bastante significativo como para informar de él: la captura y destrucción de Hradisch en Moravia, lleva das a cabo por el ejército imperial al mando del salvaje conde de Bucquoy) y que durante dos años viajó por diversas zo nas de Europa central, el norte de Alemania y los Países Ba jo s católico s. Baillet no explica qué hizo Descartes durante esos viajes ni a quién visitó y por qué. Todo cuanto sabemos es que Descartes visitó la casa de su fa milia en Poitou dos años después, en 1622, para tratar de cier tos asuntos familiares -en tre otras cosas, para vender la pe queña granja de Perron que había heredado de su madre-, y que un año más tarde, sin saber lo que hizo entre medias, apareció en París, justo cuando cundió el pánico de la Rosa-
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ner cuál es su perspectiva, advierte: “Fijaos, caballeros, en la cazadora Diana a quien Acteón os presenta desnuda” En este mito, la diosa Diana, eminentem ente casta y reacia a que la vea desnuda un varón, sea divino o hu mano, estaba bañán dose cuando el desafortunado cazador Acteón se encontró con ella. Para castigarlo, Diana lo convirtió en ciervo e hizo que sus propios perros lo despedazaran. El sentido de la re ferencia es sencillo: los rosacruces son falsos sabios que fin gen revelar la verdad. Naudé termina mostrándose de acuerdo con la condena jesuíta de la Rosacruz y aplaudiendo a Libavius por haberlos refutado definitivamente. El principal martillo de la Rosacruz, de hecho de todas las tendencias de pensamiento parecidas o vinculadas a ella, como el hermetismo, la cábala, la magia o la alquimia, fue -c o m o ya se ha d icho- Marin Mersenne. Luego describiré su parte en la controversia. La enfática oposición de Mersenne a la Rosacruz es un asunto importante por su asociación con Descartes, cuya ambigua e intrigante asociación con el “mo vimiento” hemos de explorar ahora. Dejamos a Descartes en Ulm durante el tenso verano de 1620, cuando todo lo que se hallaba en entredicho -Fed erico y Bo hemia, el furor de la Rosacruz- estaba llegando a su fin. Se gún Baillet, que es casi nuestro guía, aunque no el único, com o veremos, en estas cuestiones, Descartes oyó hablar de la Fraternidad de la Rosacruz en el invierno de 1619-1620, poco después de su día de inspiración y su no che de sueños. (No es plausible que oyera hablar de la Rosacruz sólo en tonces: había sido un tópico de la conversación general des
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de sus días escolares.) En consecuencia, dice Baillet, decidió encontrarla, puesto que ofrecía una nueva sabiduría y una ciencia verdadera, exactamente lo que él buscaba. Fue a Ale mania por ese motivo y se estableció en Ulm durante el ve rano. Allí conoció a Johann Faulhaber, autor de una obra titulada Mysterium Mathematicum sive Cabalística et Philo-
sophica Inventio , dedicada a la Fraternidad de la Rosacruz y publicada en Ulm en 1615. (Baillet no ve, o no lo dice, que ésta podría haber sido una de las principales razones por las que Descartes escogiera visitar específicamente Ulm. Otra razón fue que en junio de 1620 las negociaciones entre las li gas protestante y católica tenían lugar allí y la ciudad estaba llena de diplomáticos y espías.) Baillet cuenta que Descartes fue luego a Bohemia con el ejército del duque Maximiliano, “observó” la fatídica batalla de la Montaña Blanca, acom pa ñó al ejército durante la represión en Moravia y Hungría (inclu yendo un hecho lo bastante significativo como para informar de él: la captura y destrucción de Hradisch en Moravia, lleva das a cabo por el ejército imperial al mando del salvaje conde de Bucquoy) y que durante dos años viajó por diversas zo nas de Europa central, el norte de Alemania y los Países Ba jos católicos. Baillet no explica qué hizo Descartes durante esos viajes ni a quién visitó y por qué. Todo cuanto sabemos es que Descartes visitó la casa de su fa milia en Poitou dos años después, en 1622, para tratar de cier tos asuntos familiares -en tr e otras cosas, para vender la pe queña granja de Perron que había heredado de su madre-, y que un año más tarde, sin saber lo que hizo entre medias, apareció en París, justo cuando cundió el pánico de la Rosa-
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cruz en 1623. La inocencia del relato de Baillet, magistral o no, es digna de mención. Cuando Descartes llegó a París, Bai llet nos dice que los asuntos del infortun ado c on de palatino, qu e había sido ele gido rey de Boh em ia... y el traspaso del electorado del con de palatino al duque de Ba viera, qu e había ten ido lugar en Ratisbon a el 15 de febrero [de 16 23], constituían la obsesión de la discusión pú blica.1Descartes les contaría m uchas cosas al res pecto a sus amigos, pero a cam bio ellos le dieron n oticias de algo qu e les preocupaba m uch o, pues parecía increíble. Hacía varios días que no se ha blaba en París de otra cosa q ue de la Fraternidad de la Rosacruz , y emp ezaba a ru m orearse qu e él [Descartes] era un o de ellos. A Descartes le sorprend ió la n o ticia p orque n o se ajustaba a su carácter ni pensaba q ue los rosacruces fueran imp ostores y soñad ores. En P arís, la gente los llama ba “invisibles”... Seis de ellos ha bían llegado a París y se alojaban en el Marais, pero no se comunicaban con la gente, n i la g e n t e co n e l lo s , s in o u n i e n d o l os p e n s a m i e n t o s d e u n modo inadvertido por los sentidos. La coinciden cia de su llegada a París al mism o tiem po que D es cartes pud o tener un efecto desafortuna do para su reputación
1 El Tratado de Ratisbona tuvo su im porta ncia , y un o de los principales actores fue el papa Gregorio XV, que ayudó a Fernando II con dinero y diplomacia en la conquista de Bohe mia y Moravia, asi como en la salvaje represión del protestantismo en esas tierras, con el envió de Carlos Caraffa com o nuncio en Viena para aconsejar respecto a los mejores me dios que podían usarse. Gregorio fue responsable de que se man tuviera la promesa de Fer nando a Maximiliano de Baviera de traspasarle el electorado del Palatinado -ta n to el derecho de voto com o los terri torio s-, que aseguraba una mayoría católica en la elección del tron o imperial. Como recompensa por la ayuda de Gregorio, Maximiliano le regaló la bibliote ca palatina de Heidelberg, con más de 3.500 obras, que contenia mucha literatura sobre las ciencias ocultas. El papa Gregorio envió inmediatamente una delegación para que trans portara la biblioteca a Roma, donde se albergarla en la Biblioteca Vaticana con el nombre de “Gregoriana". Un millar de esos libros y manuscritos volvieron a Heidelberg en 1815 y 1816, como regalos del papa Pió VII por el fin de las guerras napoleónicas.
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si se hubiera m antenido ocu lto o viviera en solitario, com o so lía ha cer en sus viajes. Pero refutó a quienes querían calu m niarlo con esta conjunción de acontecimientos haciéndose visible a cualquiera, en particular a sus amigos, que no nece sitaban otro argumento que les convenciera de que no era rosacruz ni invisible. Descartes usó el argumento sobre la ¡nvisibilidad p ara explicar por qué había sido incapaz de enco n trar a ningun o de ellos en A lemania.1
Baillet añade que la visibilidad de Descartes y el tranquilo re chazo de las alegaciones de que era miem bro de la Rosacruz “sirvieron para calmar la agitación de su amigo el padre Mersenne”, que se había inquietado con el rum or porque, a dife rencia de quienes pensaban que la Rosacruz era un mito, estaba convencido de su realidad y del peligro que suponía, habiendo leído “lo que algunos alemanes, y Robert Fludd, el inglés, habían escrito a su favor” Pudo ser una coincidencia que cundiera el pánico de la Ro sacruz en París justo cuando se discutía el destino de Fede rico del Palatinado, y también pudo ser una coincidencia que Descartes llegara a París al mismo tiempo que cundía el pá nico, después de varios años de viaje por Europa en busca de la Rosacruz, y más que una coincidencia que su nombre se asociara a los rosacruces. Pero una prueba adicional, aunque circunstancial, refuerza la idea de que tal vez no estuviera tan lejos como quiso hacerles creer a sus amigos de París. Una prueba que sugiere que era -c o m o es mi hipótesis- un agen te, probablemente de los jesuítas, que investigaba o vigilaba
Ba ii .l e t , La V ie d e M o n si e u r D es ca n es , vo l. I, p p. 51 -53.
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a rosacruces reales o supuestos, o que era uno de ellos (o de seara serlo en algún momento). Esa prueba es la siguiente. Primero está el testimonio del cuaderno de Descartes, la Olym-
pica, que Baillet y Leibniz conocieron, pero que luego se per dió, donde quedaron anotados sus portentosos sueños del 10 de noviembre de 1619. Las vicisitudes del texto de ese cuaderno son extraordinarias. El original se perdió después de usarlo Leibniz; las transcripciones de Leibniz se perdie ron después de que un erudito francés del siglo X I X las edi tara. Lo que ahora tenemos es una versión preparada por Adam a principios del siglo
XX.
Suponiendo que contemos
con una versión fiable de los pasajes siguientes, resultan in trigantes por lo enigmáticos y sugerentes que son: El Thesaurus Mathematicus de Polybius Cosm opolitanus e n seña los verdaderos m od os de resolver todas las dificultades de esta ciencia y demu estra que el alma h um ana n o puede ir más allá al respecto. Esto pone en e ntred icho y aparta la im pru dencia de quienes prometen obrar milagros en las ciencias. Tam bién apoya el denod ado trabajo de m uch os que (F. Rosi C ruc) pasan día y noch e en nudos gordianos de esa disciplina y se agotan en vano. Esta ob ra se ofrece a los sabios del m un do, y especialm ente a los célebres F R C en A [Fraternidad de la Rosacruz en Aleman ia]. Ah ora las ciencias están enm ascaradas; aparecerían con toda su belleza si se quitaran la m áscara. Nadie que vea con clari dad las cadenas qu e unen las ciencias tend rá m ás dificultad en retenerlas qu e en recordar la serie de los n úm eros.1
1Citado en Jo h n R. Co l é, T he O lympian D reams and Y outhful R ebcili on of R eñí D escartes, pp. 25-2 6.
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Estos pasajes parecen decirnos que Descartes planeaba es cribir uñ libro llamado Thesaurus Mathematicus con el pseu dónimo de Polybius Cosmopolitanus, y dedicárselo a la Fraternidad de la Rosacruz. Que Polybius es un pseudónimo que Descartes usó realmente es algo plausible por el hecho de que Johann Faulhaber describe al inteligente y joven ma temático francés que le visitó en el verano de 1620 usando ese nombre. Además, los sueños registrados en el célebre cuaderno de Descartes guardan paralelismos notables con una obra rosacruz publicada en 1619, Raptus Philosophicus, por Rudophilus Staurophorus, en la que un joven que medita el camino que hay que seguir en una encrucijada encuentra a una mu chacha que le dice que es la naturaleza y le enseña un libro que contiene todo el conocimiento, que aún ha de ser orde nado metódicam ente.1Gaukroger advierte cautelosamente que no hay pruebas de que Descartes leyera a Staurophorus, y señala que las nociones que ambos relatos comparten eran un lugar común -la división de cam inos en la búsqueda del conocimiento, una persona (habitualmente una mujer) que personifica o señala el camino de la sabiduría-, lo suficien temente extendido com o para que ambos hicieran uso inde pendiente de él. Pero si no fue el Raptus de Staurophorus el que proporcio nó un modelo para los sueños o “sueños” de Descartes, pudo serlo, desde luego, Las bodas químicas de Andreae, donde Rosencreutz oye el sonido de una trompeta (el “estallido” de Descartes) que anuncia al ángel de la verdad; el cam ino se le S. G a u k r o g e r , D es ca rt es , p. 108.
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hace difícil por un poderoso viento contrario, aunque logra acceder a un castillo donde encuentra a viejos conocidos y un globo gigante en el que las estrellas son visibles incluso de día. Encuentra también una enciclopedia incompleta y al guien le pregunta: “¿Dónde vas?”. Los paralelismos con los sueños de Descartes son notables. Si ninguna fuente inspiró los sueños de Descartes, los pare cidos constituyen una coincidencia destacable. Hay que aña dir el hecho de que Descartes conoció a muchos rosacruces o a simpatizantes de sus ideales. Uno de ellos era Jacob Wassenar, un rosacruz al que conocería más tarde en las Provin cias Unidas. En 1624, un tratado titulado Historical Verhal, de un tal Nicolaes Wassenar, mencionaba a Descartes como rosacruz. Se cree que Nicolaes Wassenar era el padre de Ja cob Wassenar. Otro amigo posterior con vínculos rosacruces fue Cornelius van Hooghelande, médico interesado en la al quimia. Descartes estuvo íntimamente relacionado con van Hooghelande durante los años que pasó en las Provincias Unidas. Tanto van Hooghelande como su padre eran fran cos respecto a sus simpatías por la Rosacruz. Cuando Des cartes fue a Suecia en 1649 dejó sus docu mentos personales en manos de Van Hooghelande. Descartes mantenía, además, correspondencia con el inglés John Pell, que junto a Samuel Hartlib y Theodore Haak era miembro del “Colegio invisible” que se convertiría en la Real Sociedad de Londres. Los francmasones han reivindicado que la Real Sociedad era una logia masónica en todo salvo el nom bre, y señalado que la Rosacruz y la francmasonería estaban entonces íntimamente relacionadas. Theodore Haak había
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nacido en el Palatinado, donde varios miembros de su fami lia habían sido consejeros del elector. Su familia abandonó el Palatinado tras el desastre bohemio en la Montaña Blan ca. Se educó en Oxford y Cambridge y se naturalizaría inglés. Fue traductor y espía del gobierno de Londres, y cuando el hijo de Federico recuperó el trono del Palatinado en 1648 le ofrecieron la secretaría del elector, que rechazó. Sus relacio nes en el continente -ayudó, entre otras cosas, al clero pro testante expulsado de Bohemia y el Palatinado- corrían parejas con las de Hartlib, que, además de por sus intereses científi cos, era conocido por recibir y ayudar a los exiliados del co n tinente. Los cultos emigrantes y exiliados, desplazados por la guerra de los Treinta Años, fueron una de las fuentes de la rica fábrica de intercambio de ¡deas (y de servicios de inteli gencia) en Europa durante la primera mitad del siglo XVII. Estas relaciones rosacruces de Descartes han llevado a algu nos, desde el fantasioso Daniel Huet, que escribió a finales del siglo XVII, hasta el sobrio Adam, a principios del siglo XX, y el habitualmente escéptico Watson a finales del siglo XX, a la conclusión de que Descartes era rosacruz. Huet nos re cuerda la facilidad con que surgen las teorías fantásticas: plan tea que Descartes no murió en 1650, sino que dejó que se pensara así, organizó un falso funeral y se fue a vivir en se creto al extremo septentrional de Suecia para proseguir con el estudio rosacruz de las ciencias ocultas. Huet, y quienes le siguen en esta fantasía, cita cartas supuestamente escritas por Descartes a la reina Cristina de Suecia en los años 1652 y 1656, dos y seis años después, respectivamente, de su muerte oficial.
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Aparte de la dificultad -d e nuevo digna de m en ción- de que no había un movimiento rosacruz formal, la pretensión de que Descartes lo fuera, o simpatizara con sus ¡deas, es dudo sa. Sólo habría que tener en cuenta sus relaciones y lealtades jesuítas y, lo que es más im portante, el hecho de que su pen samiento, tan crucial para el desarrollo científico y filosófi co de su época, es fundamentalmente opuesto a todo cuanto huela a “magia, cábala y alquimia”. También habría que tener en cuenta el hecho de que su am i go y colaborador M arín M ersenne, educado por los jesuítas en La Fleche, fue un adversario vehemente de la Rosacruz. Mersenne estaba convencido de que existía realmente una cábala rosacruz, que sus miembros practicaban la magia y que extendían ¡deas perversas conforme se movían invisi blemente de un país a otro. Con sus incansables ataques a todo cuanto tuviera que ver con “magia, cábala y alquimia” y la “filosofía mágica m acro -m icrocó sm ica”, ayudó a fran quear el camino de la nueva ciencia y filosofía de la que su amigo Descartes había sido uno de los fundadores.1 Es cierto que hay parecidos superficiales entre las reglas de la Rosacruz y las de Descartes sobre vivir “fuera de la vista”, la aplicación gratuita de los conocim ientos médicos y la bús queda de medios para prolongar la vida, además del intenso deseo de encontrar un único método para desvelar todo el conocimiento y el interés por las matemáticas y la investiga ción de la naturaleza. Pero estas ambiciones no sólo eran pro pias de la Rosacruz, salvo que el interés por la ciencia y la filosofía haga de alguien un rosacruz, lo que no es así. Fr
a n c é s Y a t e s ,
The Rosicrucian Enlightenment, p . 1 5 0 .
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¿Qué hacemos, entonces, con esta cuestión? Lo decisivo re side en las relaciones jesuítas de Descartes. Durante toda su vida fue leal a los jesuítas, y no sólo fue puntillosamente es crupuloso en evitar la ofensa, sino que trató de manera ac tiva de ganarse su aprobación, especialmente en sus escritos, que deseaba que fueran adoptados como libros de texto en sus escuelas.1Si de hecho trabajaba para los intereses jesuí tas como agente encargado de investigar la actividad de la Rosacruz y vigilarla, sería uno de los muchos que lo hacían. Describirlo como un espía jesuíta que recorría Europa en busca de inform ación sobre las sociedades ocultas no es tan dramático ni sorprendente -aunque lo parezca-, dadas las circunstancias de la época. Sólo los doctos, los soldados y los aristócratas viajaban, y sólo los doctos y los aristócratas sa bían idiomas, especialmente el latín, y sólo los doctos tenían acceso a los círculos donde se reunirían los rosacruces, de modo que si los jesuítas conocían a alguien inteligente con las mismas habilidades e intereses que profesaba la Rosacruz, probablemente lo emplearan. Considero plausible que em plearan a Descartes -rep ito que entre otros m uc ho s- y que sus andanzas por Europa entre 1619 y 1625, de las que sabe mos tan poco, queden explicadas así. Si añadimos a esto el uso que hacía Descartes de los pseudónimos, las coinciden cias notables de dirigirse a Ulm , donde vivía Johann Faulha-
1 Aunque puso inmenso cuidado en mitigar y aplacar la opinión católica, especialmente la jesuíta -a l menos en in te nta rl o- , sab edor de que sus puntos de vista podían ser interpre tados con facilidad como peligrosos. Descartes no tuvo éxito. A pesar de su asidua orto doxia, y del seguimiento de la opinión jesuíta, sus obras acab aron en el Indice de Libros Prohibidos -e n com pañí a, hay que decir, de casi cualquier otro libro interesante que se haya es cri to - y se les prohibió a las universidades que enseñaran sus doctrinas. Pero eso seria en el futuro.
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ber, de su aparición en Bohemia en el momento de la crisis bohemia, de su llegada a París al mismo tiempo que cundía el pánico por la Rosacruz, la trama se espesa. Tengamos en cuenta que, si bien había heredado una pequeña granja en Poitou, no era rico y que sus años de viaje requerían dinero. Sus andanzas pueden haber sido necesarias, y costeadas, por su trabajo. Hay una última pista mayor, cuyos detalles completos apa recerán a su debido tiempo. En 1628, Descartes fue invitado a una entrevista privada con uno de los principales minis tros del rey de Francia. Tuvo lugar justo cuando el gobierno francés empezaba otra vez a contrarrestar la influencia je suíta, en paralelo al renovado apoyo diplomático -además de la posibilidad del apoyo milita r- de Francia a la causa pro testante en la guerra de los Treinta Años. Inmediatamente después de esa entrevista, Descartes partiría hacia un exilio impuesto por él mismo (¿por él mismo?) en las Provincias Unidas, y no volvería a Francia durante doce años, cuando las personas y las circunstancias que prevalecían en el mo mento de su partida habían desaparecido. Sugiero que esa entrevista pudo ser desagradable y que Des cartes sería informado de que las autoridades francesas co nocían su asociación con las actividades jesuitas a favor de los intereses de los Austrias y que haría bien en abandonar el país. Lo que la historia del furor de la Rosacruz muestra, cuando exam inam os sus principales enseñanzas, es que una vez la investigación levanta la tapa que la ortodoxia mantenía ce rrada -ése fue el logro del Renacim iento y especialmente de
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la Refo rm a-, el primer resultado es la exuberancia de male za, entre la que crecen los vástagos de lo que, con más asi duidad, se convierte en las semillas de la ciencia y la filosofía. De la anarquía de ideas representada por la “magia, cébala y alquimia” y el uso místico del número, extraño pero firme mente mezclado con la astrología y algunas formas de celo protestante, proviene el crecimiento más firme de la ciencia responsable. Si tuviéramos que jalonar la crecida de esa co rriente, diríamos que “magia, cébala y alquimia” alcanzaron su cima en el periodo comprendido entre 1550 y 1620, con la ciencia responsable creciendo entre las excitaciones de la última parte del periodo y haciéndose vigorosa desde los pri meros años del siglo XVII en adelante, especialmente des de 1620. Como complicación añadida, el rechazo del pensamiento es colástico, con sus raíces en la física y la metafísica aristotéli cas, fue una premisa para algunos practicantes del nuevo ocultismo como también para quienes darían a luz la cien cia responsable. Dado esto, y el hecho de que el nuevo furor de las ideas era contemporáneo de amargas divisiones reli giosas y la amenaza que esas divisiones representaban para el orden -tanto religioso como temporal-, es sencillo darse cuenta de por qué la religión ortodoxa en cada uno de los bandos de la lucha católico-protestante estaba impaciente por ver lo que sucedía. Fue bastante duro para los adeptos a las nuevas ciencias y pseudociencias captar la diferencia en tre lo fantástico y lo fructífero, de modo que los observado res tenían dos inconvenientes: su ortodoxia estaba amenazada y les confundía la babel de ideas que les asaltaba. Sin duda, los
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más astutos, incluso en los principales m ovimientos religiosos, podrían explicar la diferencia entre Galileo y el doctor Dee, pero ya que ambos tipos de pensamiento eran hostiles a los intereses de la ortodoxia, fueron desterrados los dos. Giordano Bruno (partidario de la “magia, cébala y alquimia”) fue quemado en la hoguera en 1600, y Galileo (partidario de la ciencia) fue arrestado en 1632, lo que mostraba que ser un devoto de la heterodoxia, fuera absurda como en el caso de la alquimia o responsable como en el de la ciencia, podía ser una ocupación peligrosa.
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Según su propio testimonio en el Discurso, Descartes pasó “nueve años de viaje” tras licenciarse en el ejército del duque Maximiliano antes de dedicarse sistemáticamente a la ciencia y la filosofía. Esos años itinerantes van de 1620 a 1628. Están lejos de ser años de ocio; además de las empresas en las que el capítulo anter ior sugiere que estaba comp rometido, Descartes trató en ese periodo de esbozar al menos dos obras, los Ejercicios de sentido común, ahora perdidos, y las Reglas
para la dirección del espíritu. Eran intentos de poner por escrito las intuiciones sobre el método que había tenido en los años seminales de 1618 y 1619, pero es obvio que la tarea resultó más difícil de lo que Descartes esperaba. Trabajó también en matemáticas y ciencia, pues cuando se convirtió en objeto de noticia en París entre 1625 y 1628 ya tenía cierta reputación entre los conocedores en ambas esferas, que no se basaba en publicaciones sino en con tactos personales y correspondencia. Esa reputación creció a partir de 1625, sobre todo com o resultado de las incansables actividades propagandísticas de Marín Mersenne, que durante muchos años fue el corresponsal científico de Europa y que le habló a su amplio círculo de amistades de Descartes. 141
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Cuando Descartes y Mersenne se conocieron a principios de la década de 1620, este último estaba ocupado en editar un gran compendio de matemáticas, Sinopsis Mathematica, que apareció en 1626. El interés com ún por las matem áticas creó entre ellos un vínculo inmediato. Habían sido alumnos de La Fleche al mismo tiempo, pero Mersenne era ocho años ma yor que Descartes y había entrado en el colegio dos años antes, así que es improbable que se con ocieran allí (aunque Mersenne recordaría al hermano mayor de Descartes, Pierre). Entre 1609 y 1611, Mersenne estudió teología en la Sorbona y luego se unió a la Orden de los Mínimos. Desde 1620 su alojamiento en París se convirtió en lugar de encuentro de los mejores matemáticos de su época, incluyendo a Fermat, Gassendi, Roberval, Beaugrand, el propio Descartes y después Pascal. Mersenne fue un poderoso aliado de Descartes porque sus ataques a la alquimia, la astrología y la Rosacruz habían he cho de él un árbitro implacable de la ortodoxia. Esto daría peso a su defensa de Descartes contra los cargos de hetero doxia. Mersenne defendería también a Galileo del mismo modo y, lo que aún es más importante, fue el primero en dar a conocer su obra fuera de Italia con la traducción y com en tario de sus obras. Una de sus principales contribuciones fue la investigación de los números primos, una clase de los cua les aún se conoce com o “número p rimo M ersenne”. Gracias a Mersenne, Descartes conocería a Claude Mydorge, un hombre rico y entusiasta de la física y las matemáticas, cuyos medios le permitían dar rienda suelta a su pasión. Mydorge trabajaba en geometría y óptica, escribió un libro
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sobre las secciones cónicas e inventó juegos y enigmas matemáticos com o recreo, y se le recuerda por su precisa m edición de la latitud de París. La asociación con Descartes sería importante por su trabajo conjunto sobre óptica. Mydorge fabricaría para Descartes instrum entos ópticos de uso experimental, con resultados significativos para la comprensión de la visión. La visita de Descartes a París de 1623 fue, por tanto, útil, llena de promesas para el desarrollo de su obra matemática. Pero no se quedó mucho tiempo. En una carta a su padre y herm ano escrita el 21 de marzo de ese año, Descartes anun cia su intención de partir hacia Italia al día siguiente. La carta parece tener un tono apologético; se marcha, dice, para adquirir experiencia del mundo, formar mejores hábitos y ser más capaz, aunque no se haga más rico con ello. También ha de resolver los asuntos de una relación familiar (el hijo de su madrina), que había muerto recientemente en Italia y dejado vacante el puesto de com isario general de aprovisionamiento de las tropas francesas en los Alpes. Hay un indicio en la carta de que ha considerado la posibilidad de com prar ese puesto. Algunos biógrafos concluyen p or esta carta que la familia de Descartes lo consideraba un derrochador por viajar en lugar de establecerse se acuerdo con la tradición familiar de ley y prosperidad. Pero también es posible que necesitara dar una explicación por un viaje a Italia que friera plausible para ellos o para quien se lo preguntara, dado que irse sin explicaciones habría parecido arbitrario o caprichoso.
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Adam observa que el itinerario que Baillet da de la ruta de Descartes estaba tomado del relato de Montaigne de su via je italiano, publicado en 1581 y que ahora se recuerda por el divertido relato de cómo, para convertirse en ciudadano ro m ano por el placer de serlo, M ontaign e tuvo que besar la punta de las zapatillas de terciopelo del Papa, guiados los la bios devotos al punto correcto de la zapatilla por una cruz marcada allí, después de avanzar hasta el trono papal inclina do y de rodillas, trazando una vuelta. Usando a Montaigne como guía, Baillet da la ruta de Descartes por Basilea, Innsbruck, el paso del Brenner y luego a Venecia a través de la Valtelina. De nuevo los biógrafos posteriores que lo citan emulan la inocencia de Baillet. Sólo hace falta un parco conocimien to de la geografía histórica y de las circunstancias de la épo ca para descubrir que la opción de viajar a través de la Valtelina -la crucial y políticamente significativa Valtelina-, en lugar de seguir una ruta alternativa (y había otras más seguras y sencillas), es verdaderamente interesante. De nuevo, los pa sos de Descartes se mezclan con la política del momento. Con Federico expulsado del Palatinado y de Bohemia, y aplas tada la rebelión protestante en ese reino, la causa de los Austrias parecía haber ganado la partida. Pero la antigua política francesa de contención de los Austrias, que había empezado con Enrique IV y se había interrum pido durante la regencia de su viuda María de Médicis, se había revitalizado entonces con Luis XIII. Enrique IV había visto que la única manera de contener el poder de los Austrias era interferir en el cordón de posesiones españolas que rodeaba las fronteras francesas,
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de los Pirineos, a través de Milán, hasta el “camino español” de la costa de Flandes. Cuando Luis XIII fue capaz por fin de prestar suficiente atención a los asuntos exteriores -o c u pado en el interior por los renovados problemas con los hu gonotes, que él mismo había causado-, comprendió que, si bien el cordón español no podía romperse sin una guerra abierta, podía debilitarlo con una presión en los puntos es tratégicos. En particular, vio que la interferencia en las líne as de comunicación entre las posesiones italianas de España y los Países Bajos españoles sería muy útil a los intereses de Francia. El momento, a principios de la década de 1620, era adecuado para esa interferencia, pues las hostilidades entre España y las Provincias Unidas habían vuelto a romperse y el “camino español” estaba en pleno uso. España tenía dos rutas hacia el norte desde Milán a sus te rritorios en los Países Bajos. Una llevaba a través de Saboya al Francocondado, la otra pasaba a través del valle de Adda, la Valtelina al noreste del lago de Como y el Tirol. Puesto que Carlos Manuel, duque de Saboya, era un aliado poco fiable, y la ruta de Saboya vulnerable al ataque francés desde Lyon, los españoles eran cautos en su uso. Esto hizo de la Valtelina una línea vital de aprovisionamiento de los Países Bajos es pañoles. Luis XIII, por tanto, convirtió la Valtelina en la yu gular sobre la que se proponía hundir sus dedos. Los habitantes de la Valtelina eran católicos, pero el control del paso estaba en manos de una asociación de hacendados protestantes conocidos como los grisones (las Ligas Grises o Graubunden), que administraban la Valtelina com o una pro vincia vasalla y alquilaban su servicio al mejor postor. Debi
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do a su importancia estratégica la codiciaban los españoles de la Lombardía, los franceses y los venecianos. Durante dé cadas antes del estallido de la guerra de los Treinta Años, las grandes potencias habían estado atentas al paso y tratado de llegar a un acuerdo con los grisones para el uso exclusivo. Al principio del siglo XVII, los Austrias españoles, hartos de la inseguridad de sus comunicaciones, construyeron una for taleza en la boca de la Valtelina y pusieron a los católicos del paso a sueldo, sacando así ventaja en la rivalidad por el con trol de la zona. Cuando los disturbios de Bohemia se exten dieron en 1620, los católicos de la Valtelina se levantaron contra los grisones y los españoles enviaron tropas en su ayu da, con el resultado de que la Valtelina cayó por completo en manos de los Austrias. El embajador inglés en Venecia, sir Henry Wotton, escribió a Londres: “Los españoles son aho ra capaces de ir (m ientras tengan un pie en el Bajo Palatinado) de Milán a Dunquerque por sus propias posesiones y dom inios, una cuestión de terrible alcance, en m i opinión”. Sus temores quedaron justificados cuando, en 1623, una gran fuerza española atravesó la Valtelina hacia los Países Bajos es pañoles. Francia, Saboya y Venecia compartían sin reservas la preo cupación de sir Henry. En febrero de 1623 formaron la Liga de Lyon con el propósito de expulsar a los Austrias de las tie rras grisonas (mientras anunciaban, de paso, su intención de quedarse con algunas posesiones de los Austrias en el norte de Italia). Alarmados, los Austrias trataron de contrarrestar la amenaza cediéndole el control de la Valtelina al Papa, que envió su propio ejército a defenderla. Esto no fue suficiente
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para la Liga de Lyons, pues significaba que los Austrias seguían teniendo expedito el paso. Así que Luis XIII envió un ejército de ocup ación al territo rio grisón y respaldó a los grisones en la captura de Tirano como límite oriental del paso. Este acontecimiento puso en apuros a los Austrias en general y a España en particular, que no podía seguir enviando tropas a los Países Bajos, que veía cortada la línea de comunicación con el Imperio y que no podría hacer frente a un ataque de Saboya a Milán. En ese momento de triunfo sobre los Austrias, la política francesa sufrió un revés por las dificultades domésticas, en que una nueva rebelión hugonote desempeñó el papel principal, haciendo necesario que Francia reclutara tropas de Italia y Suiza.' Pasó el momento crucial y con él la oportunidad de abreviar la gran guerra europea. Desde el punto de vista francés, las circunstancias no fueron desoladoras: la inestabilidad política en París llevó a Richelieu al poder, de modo que durante los siguientes dieciocho años el país tendría una adm inistración continua con un ministro muy capacitado al frente, aunque no fuera un consuelo en el inmediato curso de los acontecimientos. Descartes viajó a través de la Valtelina en la primavera de 1623, poco después de que se formara la Liga de Lyons con el propósito expreso de tomar el control de esa región tan importante de manos de los Austrias. Además de la incierta situación militar de la Valtelina, que habría desalentado a un viajero solitario, debió de resultar extraño que un francés 1 1¿Revelaría un estudio de los disturbios hugonotes que estaban causados por quienes deseaban debilitar los esfuerzos franceses en tierras grisonas?
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atravesara un territo rio crucial de los Austrias (enemigo, por tanto) en una época de tanta tensión, salvo que, por supues to, tuviera un motivo, contactos y un salvoconducto en regla. Recordemos que los intereses de los jesuítas no eran los in tereses de Francia, sino rotundamente los de los Austrias, y dejemos que las circunstancias -d an d o por hecho que fue ran ¡nocentes y comp leta y meram ente fo rtu itas - sugieran lo que quieran. Es bastante frustrante, sin embargo, que, ante la posibilidad de que la visita de Descartes a la Valtelina es tuviera vinculada de algún modo a los acontecimientos del momento, dado su silencio posterior y la profunda reserva que envuelve el frenético espionaje de aquella época, sólo po damos advertir las repetidas y elocuentes coincidencias de esta parte de la vida de Descartes y dejarlo ahí. De la peligrosa y militarmente tensa Valtelina Descartes pasó a Venecia, no muy lejos de allí, una vez se han dejado atrás los imponentes Alpes. Baillet nos dice que contempló la ce lebración de las bodas del Dogo con el mar. Puesto que esta ceremonia tiene lugar el día de la Ascensión, que cayó el 16 de mayo de aquel año, podem os datar con precisión la visi ta de Descartes. De Venecia Descartes pudo ir a Loreto, habiéndose hecho la promesa de peregrinar allí tras sus extraordinarias visiones y sueños del 10 de noviembre de 1619. Si lo hizo siguió de nuevo los pasos de Montaigne. Si peregrinó en serio -es de cir, com o católico devoto que creía en la importancia espiri tual del santuario-, la acción demuestra una fe más profunda
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y menos vacilante que la coheren cia de una actitud de in vestigación racional que se espera de un filósofo, pues Loreto es el lugar donde se supone que los ángeles depositaron la casa de la Sagrada Familia tras transportarla desde su sede original en Nazaret. Loreto ha sido durante muchos siglos uno de los principales destinos de peregrinación europeos; además del hogar de la Sagrada Familia, contiene un frag mento del pesebre (¿traído milagrosamente también del por tal de Belén?), que podría explicar el grado de la hipérbole con que el papa Juan Pablo II se referiría al santuario, al lla marlo “el lugar más sagrado de la tierra”. ¿Creía Descartes sinceramente en algo de todo esto? En ese momento estaba escribiendo, o m editando al menos, lo que serían las Reglas para la dirección del espíritu. La regla segunda establece que “debemos ocuparnos de aquellos objetos que nuestra capacidad intelectual pueda conocer con certeza e indudablemente” Aunque pretendiera demostrar, en sus Me-
ditaciones, que la existencia de una deidad puede conocerse con certeza, hay mucha distancia hasta la verdad de las tra diciones de una fe determinada, como la de los ángeles que transportan la casa de la Sagrada Familia a Loreto. De hecho, es imposible que nadie “pueda conocer con certeza e indu dablemente” que el santuario fuera la casa de la Sagrada Fa milia, transportada milagrosamente a través del Mediterráneo oriental (con una escala temporal, según la tradición, en los Balcanes). Es característico -sea un gesto político o pusilá nime- que Descartes no diga nada al respecto. Auque la siguiente parada conocid a fue Florencia, y se que dó durante dos años en Italia y tuvo, por tanto, que pasar va
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rios meses en las principales ciudades, no hizo ningún es fuerzo por conocer a Galileo.' Aunque se hubiera pregunta do con antelación si Italia era un lugar donde establecerse, dado el legado de investigación científica y el resplandor del Renacimiento, ahora se decidió en contra. Luego sugeriría que los motivos eran el clima -que consideraba demasiado ca luroso - y la frecuencia del crimen.2 Otra razón que podría haber dado era que la actitud de la Inquisición ante la cien cia, que nunca había sido amistosa y cuya enemistad crece ría, no era un incentivo. De hecho, la Inquisición estaba en aquel momento ponien do término a la vanguardia de Italia en la ciencia. El viento se había llevado muchas cosas desde que Giordano Bruno había sido quemado en la hoguera en el Cam po dei Fiori de Roma el 17 de febrero de 1600. La Iglesia sostenía que Bru no había sido ejecutado por sus errores al decir que Jesús no era el hijo de Dios, sino un mago habilidoso, y que la mise ricordia de Dios aseguraba que incluso el diablo se salvaría al final, pero todo el mundo sabía que había sido condena do por su defensa del mundo copernicano y por su doctrina de la pluralidad de mundos habitados. Sin duda, Descartes reconocería que había algo de todo ello. Era también la Italia en la que el carmelita Paolo Antonio Foscarini había recibido una carta famosa y estremecedoramente cortés del cardenal Bellarmino en 1615, en la que le agradecía el memorándum donde había demostrado que la*1 1 Lo sabemos por una carta escrita en 16 38 (AT, II, p. 388) . 1 Descartes discute en dos cart as las ventajas e inconvenientes de vivir en Italia; obviamente, sus opiniones se habían formado durante esa larga visita (AT, II, p. 623).
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teoría de Copérnico no era incompatible con las Escrituras, y señalaba que “si hubiera una prueba real de que el sol está en el centro del universo, de que la Tierra ocupa el tercer cielo y de que el sol no gira alrededor de la Tierra sino la Tierra alrededor del sol, entonces tendríamos que proceder con circunspección al explicar los pasajes de las Escrituras que parecen enseñar lo contrario” Que Bellarmino le hubiera recordado a Foscarini cómo estaban las cosas mitigaba la ironía encubierta de esa observación: “Como sabrá vuesa merced, el Concilio de Trento prohíbe la interpretación de las Escrituras contraria a la opinión común de los Padres. Si vuestra reverencia lee, no sólo a los Padres, sino a los comentaristas modernos del Génesis, los Salmos, el Edesiastés y Josué, descubrirá que todos están conformes en interpretar literalmente que enseñan que el sol está en los cielos y da vueltas alrededor de la Tierra a una velocidad inmensa, y que la Tierra está muy lejos de los cielos, en el centro del universo, inmóvil. Considere entonces, prudentemente, si la Iglesia puede tolerar que las Escrituras sean interpretadas de un modo contrario al de los Padres y los comentaristas modernos, latinos y griegos”. Prudentemente, Descartes vio lo que el viento llevaba. En 1625, al término de su visita de dos años a Italia, la condena de Galileo estaba a ocho años vista y ya era evidente que el país no ofrecía futuro a un pensador. Descartes partió de Italia a principios del verano de 1625, atravesó el Piam onte y entró en Francia por el paso del m on -
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te Cenis, observando las avalanchas al cruzarlo.1En junio es taba en la casa familiar de Chátellerault, donde hizo algo muy interesante: trató de encontrar el tipo de trabajo que su pa dre y hermano habrían aprobado sin reservas. Era el mismo trabajo que su distinguido tío y padrino Michel Ferrand te nía cuando Descartes se criaba en su casa: teniente general de Chátellerault. Este giro inesperado de los acontecimientos desató las especu laciones. Supongamos que la hipótesis sobre los servicios de inteligencia de Descartes fuera cierta: que buscara un pues to permanente en el territorio familiar y en el negocio de la familia -e s decir, como un dignatario legal lo cal- sugiere que por una u otra razón su vida de espía había terminado. El cargo de teniente general estaba entonces en venta; tal vez la familia de Descartes le hubiera avisado de que estaba dispo nible y él hubiera vuelto a investigarlo. El precio era de die ciséis mil coronas, y Descartes tenía en m ano diez mil. Baillet dice que un amigo le ofreció sin interés una parte al menos del dinero que le faltaba, y en junio Descartes vendió algu nas parcelas de las tierras de la familia, sin duda para termi nar de reunir el capital necesario. Pero las cosas no resultaron tan sencillas. El dinero no pudo ser la única consideración, pues cuando Descartes escribió a su padre, que entonces estaba en París, para discutir el asun to, mencionó que su falta de experiencia legal era un incon veniente, y sugirió pasar un tiempo en una posición inferior para aprender las reglas. No se conserva la respuesta pater-
1 Véase su rela ción de las avalanchas en los M eteor os y las referencias al mon te Cen is (AT, 11. p. 63 6 ). Dice que v io las avalanchas en mayo, fecha de su viaje de vuelta.
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na, y los pasos siguientes se pierden de vista. Pero es obvio que la intención de encon trar un puesto estable y prestigioso iba en serio, porque al año siguiente Descartes volvió a insistir, esta vez en compañía del distinguido amigo de su padre Vasseur d’Etoiles, recaudador general de las finanzas del rey. Un apoyo tan poderoso implica que, en esta ocasión, Descartes iba en serio. A pesar de la ayuda del recaudador general del rey, sin embargo, Descartes no obtuvo un puesto oficial. Voluntariamente o no, abandonó la ¡dea no sólo del cargo de teniente general, sino de emprender una carrera legal o administrativa. Tal vez la decepción no fuera demasiado grande. Tras la primera visita en busca de trabajo en 1625, Descartes se estableció en París, donde pasaría los tres años siguientes, hasta 1628. Había una buena razón para ello: la segunda mitad de la década de 1620 fue un tiempo delirante para estar en París, que pasaba entonces p or el momento culminante de la “época libertina”, con nuevas y radicales ¡deas que surgían por todas partes. Descartes se encontraba en m edio de la excitación, lo que obviamente haría que la perspectiva de una vida legal en las provincias palideciera. El episodio “libertino” de París durante la década de 1620 no fue, como el término sugiere sin duda, una cuestión de vino, mujeres y canciones, sino de libertad intelectual. Fue un m omento de ilustración y sano escepticismo, uno de los primeros florecimientos de la mentalidad europea más allá de los fétidos conflictos de tradiciones y doctrinas religiosas posteriores a la Reforma.
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El térm ino “libertino” tiene una historia interesante. Se aplicó a mediados del siglo
XVI
a una secta protestante de Ho-
landa y el norte de Francia que, con lógica impecable, concluyó que, puesto que la divinidad había ordenado todas las cosas, nada podía ser pecaminoso. Obraban en conformidad con este principio. Ni su deliciosa perspectiva ni lo que hacían en consecuencia encontró la aprobación de ninguna otra secta, ni del catolicismo en un extremo ni del calvinismo en otro, y de este modo los libertinos se convirtieron en sinónim o de sensualidad, disolu ción, depravación y, en general, “epicureismo” Esto, por supuesto, dio lugar al sentido habitual y ahora familiar de “libertino”. Por asociación, sin embargo, el término se aplicaría a cualquiera que fuera sospechoso, como resultado de sus ideas avanzadas, de rechazar los principios de la religión y, especialmente (dada la época), del cristianismo. A lo largo del siglo
XVII,
ése fue el principal significa-
do de la palabra y aquel a quien se le aplicara habría sido tenido por alguien interesado en la ciencia y la filosofía, heterodoxo cuando menos y sospechoso en materia de religión. Como término general era, desde luego, impreciso, pues en modo alguno los principales científicos y filósofos de la época eran ateos o agnósticos, y de hecho muy pocos lo habrían admitido en público. Algunos eran, por el contrario, sinceros creyentes o creían que la adhesión externa y la profesión de fe eran una necesidad, no sólo para su seguridad personal (podían ser quemados en la hoguera), sino para el buen orden social. Estaban en buena compañía: Platón había argumentado mu cho antes que el pueblo en general ha de ser alentado a creer en los dioses para que se comporte bien y
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esté preparado a morir en la guerra. El interés propio racio nal sugería la sensatez de aceptar la insinuación de Platón y fomentar la credulidad de hoi polloi. La razón de que durante el siglo
XVII
se aplicara el término
“libertino” a quienes tuvieran intereses intelectuales (fueran o no ateos) era que los conservadores juzgaron que el pen samiento avanzado llevaba a la disolución de la moral. Esta consecuencia estaba tan asumida en la opinión pública a prin cipios del siglo
XVIII
que, para preservar la distinción entre
las personas de moral laxa y los de opiniones avanzadas, se reservó para los primeros la palabra “libertino” y para los se gundos se prefirió “librepensadores” o “filósofos”. Mientras se acuñaban estos términos, escritores como Pierre Bayle tra taban de establecer la distinción entre libertina je moral e in telectual y describían a los devotos del último como “libertinos de espíritu” (libertines d’esprit), opuestos a los “libertinos del cuerpo”. Pero, a principios del siglo
XVII,
un “libertino” era
un “filósofo”, no (o no necesariamente) un seductor y bo rracho, y éste es el sentido del térm ino que nos conviene. En el siglo de Luis XIV en Francia la moral y el lenguaje eran igualmente libres -e l censor diría que rudos y degradados-, de modo que quienes eran libertinos en el sentido intelectual que nosotros le damos podían mantener varias amantes, acu dir a burdeles e intercalar su discurso de obscenidades, todo ello perfectamente aceptable para cualquiera que, entre sus contemporáneos, no fuera ortodoxo ni piadoso. Pero la “la xitud” moral es una moda y la sucesión del tiempo ha visto ir y venir cíclicam ente a la “laxitud” y el “puritanismo”, com o cuando la mojigatería victoriana sustituyó la disipación de
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la Regencia sólo para dejar paso a la época de Freud. Este as pecto de la Francia del Rey Sol no es una consecuencia sino un añadido del alba de la ciencia y la filosofía modernas, que trataban de librarse de la camisa de fuerza de la ortodoxia. Pero esto ocurriría más tarde; en vida de Descartes los “li bertinos mentales” acababan de aparecer. La década de 1620 es importante en la historia libertina -a lgu nos historiadores describen lo que sucedió entonces como la “crisis libertina”- porque constituye un m omento crucial en el proceso de separación del mundo moderno del antiguo. Por supuesto, esta separación causó una larga lucha sangrienta y dolorosa, que había comenzado con las tesis remachadas por Lutero en 1517 y terminaría con el Tratado de Westfalia en 1648, pero cuando se mira con los lentes de la historia del pensamiento, esa década adquiere un significado fundamen tal. Vemos entonces el último gran esfuerzo del mundo an tiguo por reprimir al nuevo, mientras se forjaban y expresaban por primera vez algunas de las ideas más significativamente fundantes del nuevo mundo, entre ellas las del propio Des cartes. La “crisis libertina” empezó cuando, en 1619, en Toulouse, un profesor itinerante de filosofía y medicina, Giulio Cesa re Vanini, fue quemado en la hoguera. Su crim en era el “ateís mo” (pero también, por una tortuosa implicación, la ho m o sexualidad). Su nombre se convirtió en toda Europa en la contraseña del ateísmo y el “naturalismo” que lo acompaña ba, es decir, la ¡dea de que la naturaleza es la realidad última y la fuente de todas las cosas. Hasta que Pierre Bayle defen diera a Vanini a finales de siglo, la mayoría de escritores ¡mi-
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taría el virulento ataque lanzado por un apologista jesuíta llamado Fran<¿ois Garasse, que estigmatizó a Vanini como una amenaza paradigmáticamente peligrosa para la religión y, por tanto, la seguridad de la sociedad. La historia tiene algo más que un interés pasajero en relación con Descartes, pues, en las controversias que le rodearían en la década de 1640, sería comparado con Vanini, un cargo que Descartes rechazaría con resentimiento, furiosa y violentamente. Vanini había empezado su carrera como carmelita, estudiado teología y medicina en Nápoles, Roma y Padua y luego viajado por toda Europa, sirviendo como tutor o secretario de familias nobles. Los críticos posteriores afirman que se había metido en líos por ser homosexual y que había matado a un hombre en una pelea, por lo que tuvo que emigrar durante un tiempo a Inglaterra, donde apostató del catolicismo. De vuelta a Francia, viajó con el pseudónimo de Pompeyo Usiglio, manteniéndose en el sur del país (para evitar París y el alcance del gobierno central) con lo que ganaba de sus lecciones. En Toulouse, una ciudad famosa por su ardiente persecución de la heterodoxia, uno de sus alumnos lo denunció por “burlarse de las cosas sagradas, vilipendiar la Encarnación, rechazar a Dios, atribuirlo todo al destino, adorar la naturaleza com o madre abundante y fuente de todo ser... Había caído en la impiedad y el sacrilegio y profanado su hábito de sacerdote con la publicación de un libro llamado Los secretos de la n aturaleza ”.
Los padres de la ciudad de Toulouse de-
cidieron actuar contra él porque “la infalible atracción de la novedad para los jóvenes le reportó muchos discípulos, es-
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pecialmen te e ntre quienes h abían acabad o sus estudios”.1 Dado que Vanini afirmaba que los hombres carecían de alma y morían com o los demás animales, y que la Virgen M aría era una m ujer com o cualquier otra y necesitaba tener rela ciones sexuales para quedarse embarazada, sus opiniones eran ultrajantes para la época. Mientras era llevado al ca dalso en la Place du Salín de Toulouse, gritó en su italiano natal: “Muero alegremente, como corresponde a un fi lósofo”. La leyenda añade que cuando los sacerdotes presentes le pi dieron que suplicara la misericordia de Dios, Vanini replicó que, si Dios existiera, le pediría que hiciera caer sus rayos con tra el injusto Parlamento de Toulouse, y que si existiera el diablo, le pediría que se llevara consigo el Parlamento al infierno, pero que, como ninguno de ellos existía, no podía orar a ninguno. Que se trata de una leyenda lo prueba el he cho de que la lectura de la obra de Vanini (y pocos de sus muchos y virulentos detractores, entonces y durante el res to del siglo XVII, podrían jactarse de haberlo leído) muestra que no era ateo, sino que sostenía que debía haber un ser necesario com o fundamento de la existencia de los seres con tingentes y que ese ser debía ser absoluto, capaz de resolver en sí todas las contradicciones, puesto que el universo está lleno de contradicciones que requieren una solución. Esas ideas no satisfarán las nociones ortodoxas derivadas de la
1 B. DE G
r a m m o n t
,
Historiarum Galliae, l i b r o XVIII (Toulouse, 1 6 4 3 ) , i i i , p p . 2 0 8 - 2 0 9 . Vé
ase también J. S. Spin k , Fr ench Fr ee T houg ht fomi G assendi lo Voltai re (Nue va York, 1 9 6 0 ) , cap. 1 passí m y pp. 28-33.
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religión revelada, pero no constituyen en modo alguno una prueba de ateísmo.' El salvaje coro de condena, vilipendio y horror que rodeó el nombre de Vanini provenía del violento asalto de Garasse, cuyas críticas eran por comp leto ad hominem y en modo al guno dirigidas a las ideas de Vanini. Una consideración más ceñida a esas ideas aparecería poco después debida a una plu ma más moderada: la del amigo y colega de Descartes Ma
2 Pero la respuesta rín Mersenne, en su Vlm pieté des Déistes.1 de Mersenne a las ansiedades suscitadas p or el radicalismo intelectual no tuvo tanto eco como la frenética propaganda de Garasse. Como resultado del caso Vanini, se extendió un estado de ánimo que expresaba a las claras el temor del mundo anti guo ante lo que el amanecer el nuevo estaba haciendo con las certezas establecidas. La ejecuc ión de Vanini fue el prim er paso, al que siguieron ataques más elaborados y meditados a la heterodoxia. Uno de ellos fue la ejecución en 1622 en Pa rís de Jean Fontanier, practicante del ocultismo que enseña ba doctrinas m ísticas que había aprendido viajando po r Oriente. En 1623, el poeta Théophile de Viau fue acusado de ateísmo, torturado y condenado a m uerte, aunque en 1625 su sentencia fue conmutada por el destierro, sin duda por que estaba bien relacionado y tenía muchos admiradores en
1 De hecho, se anticip an a las opiniones filosóficas de Hegel y F. H. Bradley, en par ticular respecto a la necesidad de un absoluto como reconciliador d e contradicciones con tingentes. 1 WiaiAM L H iñ e , “Mersenne: naturalism and magic”, en O ccult and Sá en tifie M entali ti es in
the R enais sance ( 1 9 8 4 ) , e d i c ió n d e B . V i c
k e r s , p p .
165-176.
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tre los conocedores de París. Murió al año siguiente, a los treinta y seis años. El hecho de que la causa del arresto y juicio de Viau fuera el “obsceno” poema que había publicado en Le Parnasse Satirique , además de las sospechas de homosexualidad, no de bería sugerir que los cargos de ateísmo fueran una máscara para los ataques a la obscenidad y la homosexualidad. Más bien eran éstas las que se consideraban expresiones de ateís mo o se identificaban con él. ¿Cómo -se razonaba- iba na die que fuera ortodoxo a atarse así las manos? “Ateísmo” era un término capcioso, que en la práctica significaba hetero doxia respecto a las doctrinas admitidas. Como siempre, el silencio y la discreción eran salvaguardas, aunque no infali bles, y Descartes, com o repetidamente se ha dicho, los prac ticaba de manera asidua cuando se trataba de cuestiones espinosas, si bien proclamaba bien alto su ortodoxia cuando se le ofrecía la oportunidad. El acontecimiento que más de cerca afectó a Descartes, sin embargo, fue la célebre prohibición del Parlamento de París de un debate sobre aristotelismo. Tres de los principales “eru ditos escépticos” de la ciudad, Antoine Villon, Jean Bitauld y Étienne de Claves, propusieron debatir catorce tesis atomis tas y de paso, refutar el aristotelismo no sólo de un modo argumental, sino mediante la demostración de experimentos químicos. Dado que el “aristotelismo” significaba el mundo antiguo, la ortodoxia, el dogma establecido, de hecho todo aquello a lo que la nueva filosofía se oponía en sustancia y método, el desafio era osado.
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El encuentro, anunciado para agosto de 1624, suscitó un enor me interés y casi un millar de personas esperaba la demos tración. Pero el Parlamento de París prohibió el encuentro y sus tres organizadores fueron desterrados de la ciudad bajo pena de muerte. Semanas después, el 4 de septiembre de 1624, el Parlamento decretó, tras consultar con la Facultad de Teo logía de la Sorbona, poner fuera de la ley, ba jo pena de muer te, la enseñanza de cualquier opinión “con traria a los autores antiguos aprobados y mantener debates públicos sobre te mas distintos a los aprobados por los doctores de la Facul tad de Teología”.' Tanto el público como las autoridades asociaban este acon tecimiento con el reciente pánico de la Rosacruz y la publi cación contemporánea de las obras de Robert Fludd en París. Fludd era un médico y alquimista inglés que escribía prolíficamente y había propuesto una teoría de la creación que empezaba con el relato de la emergencia del macrocosmos del abismo y la emergencia, a su vez, del hombre como mi croco sm os, que sería él mismo un m acrocosmos para los micro cosm os de las células que com ponen su cuerpo, cada una de las cuales supondría un macrocosmos para micro cosmos aún más pequeños, hasta que los ciclos de la crea ción se completaran. Sus obras estaban dedicadas a la Fraterni dad de la Rosacruz y su ayudante más cercano era Michael Meier, que explícitamente se declaraba rosacruz. Como es natural, las obras de este famoso maestro hermético, consi-1
E ntr e atomi sme, alchimi e et teologi e: la recepti on des theses d ’A ntoi ne de Vi llon et É ti ei me de Clave contr e A li stóte, P uracelse et les “cabalistes” (24- 25 aoiit 1624) (2001); véase también S. Ga u k r o g e r , D escartes, p. 136. 1 Didif .r Ka h n ,
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deradas con espanto y no poca sospecha en su nativa Ingla terra, causaron una honda preocupación en Francia, motivo por el cual Mersenne emprendió sus escritos en contra. Mersenne acusaba a Fludd de herejía, ateísmo y de practicar la magia. No censuraba sus investigaciones sobre alquimia, pero argumentaba que debían estar relegadas al dom inio de la ciencia y mantenerse estrictamente separadas de la teolo gía, una opinión interesante en vista de lo que la filosofía de Descartes posibilitaría después, es decir, la legitimación de la investigación científica al perm itir la segura separación de la teología y la ciencia. Esto sería mucho -de hecho, sería lo máximo que hiciera ninguno de los pensadores del siglo X V I I para liberar la ciencia de interferencias teológicas. A Mersenne le preocupaban muchas otras cosas de las opi niones de Fludd. Pensaba, por una parte, que implicaban la relegación de Cristo al mundo angélico, y por otra le disgus taba el concepto de Fludd del anima mundi y la noción de que las almas individuales, “ya sean humanas o animales”, fueran centellas que brotan de esa alma del mundo. Fludd publicó su respuesta a Mersenne, y el debate posterior em bargaría la atención de toda la Europa culta.' Para nuestro propósito, el interés de la polémica de Mersen ne con Fludd reside en que representa una sutil defensa de la investigación seria, no sólo de los fantásticos extremos de la “magia, cábala y alquimia”, sino también de las actitudes1
1 WiLUAM H. bu s,
Huffman ,
R oben F ludd and i he E nd of the R enai ssance (1988 ), y A i x e n
G. D e -
“The C h e m i c a l debates of the 171*1 cen tury : The re actio n to Ro bert Fludd and lean
Baptistc van He lm ont”, en R eason, Ex per i ment, a nd Mys ti ci sm in the Scienti fi c R evoluti on, edición de M. L.
R ic h in i B o n e l u
y W. R.
Sh e a
(19 75 ), pp. 1 9-47.
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reaccionarias de la autoridad y la religión ortodoxa. El peli gro era que si “magia, cébala y alquimia” provocaban una res puesta enérgica de los poderes temporales y eclesiásticos, amenazados por las temibles implicaciones de la heterodo xia, la ciencia legítima se resentiría, así que era necesario fran quearle el camino a esta última y evitar que cayera en el descrédito. Mersenne y sus contemporáneos dedicados a las ciencias serias trataban de mantener un equilibrio precario, conteniendo las amenazas rivales y protegiendo su propia obra de la atención espuria de un Parlamento, de una corte y de una Iglesia inquietos. La empresa tuvo éxito. Los “eruditos escépticos” lograron la ruptura con la tradición necesaria para que florecieran las nuevas ciencias. Muchos de ellos eran materialistas, atom is tas, deístas e incluso ateos, pero algunos tenían buenas rela ciones en la corte y la mayoría era suficientemente sensata para mantener sus opiniones en el seno del círculo intelec tual de libertinage erudite que formaban colectivamente. Descartes no era un escéptico a la manera de Gabriel Naudé y Le Mothe le Vayer, pero era un erudito, y gracias a que Mer senne y Mydorge habían dado a conocer sus virtudes inte lectuales a su círculo antes de que volviera a París, pronto se convirtió en uno de sus miembros más solicitados, com o le diría a su hermano en una carta (ahora perdida, aunque Baillet la cita) escrita en julio de 1626. Esa reputación se basaba en lo que Mersenne y Mydorgue sabían de la obra y de las opiniones de Descartes desde que lo habían conocido ha cia 1623. En aquélla época, Descartes estaba ocupado en c om poner un libro que discutiera la geometría de las figuras só
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lidas, mediante la exploración, entre otras cosas, del proble ma de cóm o extender el tratamiento de las figuras planas (bidimensionales) a las tridimensionales. En 1625, su atención se había vuelto hacia otros problemas m atemáticos y hacia la óptica, lo que suscitaba la admiración de Mersenne y los “eruditos”, y con acierto, pues en esa época Descartes lleva ría a cabo un im portan te descubrim iento científico: la ley de la refracción. Esa ley ofrece una descripción geométrica de la trayectoria de los rayos de la luz cuando pasan de un medio óptico a otro. En realidad, la ley de la refracción se había descubierto ya en dos ocasiones anteriores: en 1601, por el astrónom o y mate mático inglés Thomas Herriot, y en 1621 por Willibrord Snell, profesor de matemáticas en la Universidad de Leiden. Harriot y Snell no habían publicado sus descubrimientos res pectivos; la obra de Harriot sólo ha empezado a apreciarse recientemente gracias al estudio de sus manuscritos, mien tras que la de Snell tuvo mejor fortuna, pues Huygens reco noció su prioridad respecto a la de Descartes hacia 1690. Como resultado, la ley de la refracción se conoce ahora com o la Ley de Snell. Pero Descartes fue el primero, aparte de des cubrirla independientemente, en describirla desde un pun to de vista matemático. Esa publicación tuvo que esperar, sin embargo, más de diez años; no vería la imprenta hasta que Descartes la incluyera en el ensayo sobre la “Dióptrica” de su Discurso del método ,
en 1637.
El descubrimiento de Descartes fue el resultado del intenso trabajo experimental que había llevado a cabo con Mydorge, Villebressieu y un fabricante de instrumentos llamado
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Guillaume Ferrier, a mediados de la década de 1620 en Pa rís. Uno de sus principales intereses era dar forma a las len tes de modo que pudieran reunir en paralelo los rayos de luz en un solo foco, para superar los fastidiosos problemas de la distorsión de los telescopios refractantes. A los investigado res que tratan de saber cómo dio Descartes con la ley de la refracción les sorprende que, en lo publicado en 1637, la de mostración sea inadecuada, de modo que han procurado identificar otra vía para su deducción.' Más significativo para su pensamiento posterior es que Des cartes volviera en esa fecha a un asunto que le había preocu pado desde el “día de los descubrimientos y la noche de sueños” de 1619, es decir, la cuestión del método, en particular, la identificación y el establecimiento de reglas efectivas de in vestigación. No acabaría ese libro, y lo que ha quedado de lo que escribió no se publicaría hasta pasados treinta y cuatro años de su muerte, en 1684 en holandés, y sólo en 1701 en latín (el medio para lograr una amplia recepción). Ese libro, incompleto y breve, debía llamarse Reglas para la dirección del espíritu (Regulae ad Directionem Ingenii).2 El propósito de Descartes en las Reglas era dar una orienta ción clara y útil para tener éxito en la búsqueda de la verdad. El plan original preveía una obra en tres partes, cada una de las cuales contendría doce reglas. En conjunto, sólo la pri mera serie de doce reglas quedó com pleta; la segunda se de tiene en la regla decimoctava, antes de los encabezamientos de las reglas decimonovena a vigésimo primera, y ya no hay*1
1 S. G a u k r o c e r ,
D escartes, p p . 1 4 0 - 1 4 1 .
1 Las R eglas se encuen tran en AT. X, p. 3 59 ss.
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tercera serie. La segunda serie trata, sobre todo, de la inves tigación matemática, y la proyectada tercera serie estaba pre visto que tratara de las ciencias empíricas. La primera serie se refiere al conocimiento en general, a partir de la premisa de que el propósito del estudio debe ser llegar a la verdad, y procede a explicar cómo ha de hacerse. Deberíamos, dice Descartes, investigar sólo aquellos objetos que podemos captar clara e indudablemente, sobre todo por nosotros mismos, y aceptar que necesitamos un método apro piado para ello, que exige un orden y una disposición minu ciosos de nuestros objetos de estudio, reduce las materias complicadas a partes simples y dirige nuestra investigación desde aquí, de un modo claro y paulatino. Esto nos permiti ría verlo todo de golpe y captar las relaciones relevantes, manteniéndolo bajo una constante revisión. Habríamos de detenernos al topar con las dificultades, que no son el resul tado de nuestra inadecuación (si hemos seguido debidamente las reglas), sino que resultan intrínsecas al asunto. Localizar el punto en que un problema particular se convierte en irre soluble es, por sí mismo, un importante descubrimiento. Concentrarnos en las materias más sencillas nos dará el há bito de ver la verdad clara y distintamente; revisar m etódi camente los descubrimientos de los demás activará nuestra inteligencia; revisar sin cesar lo que hemos aprendido ase gurará nuestro cono cimiento e incrementará nuestra capa cidad mental. Al cabo, hemos de usar todas las ayudas que proporcionan la razón, la imaginación, la percepción sensi ble y la memoria, de modo que podamos captar distinta mente las proposiciones sencillas, relacionar de forma correcta
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lo que ya sabemos con lo que estamos investigando e iden tificar qué hemos de comparar, para darle a nuestros pode res intelectuales el mejor de los usos.1 Esto es lo que dicen, en suma, las primeras doce reglas, y hay que confesar que, si bien constituyen un buen consejo y sus citan cuestiones filosóficam ente interesantes que un estudio detenido de la filosofía de Descartes pondría de relieve, no son una receta infalible para el descubrimiento de la verdad, que es lo que Descartes estaba en especial ansioso por lograr. Sin duda, eran reglas que consideraba útiles personalmente, com o un modo de disciplinar sus investigaciones y recordar que debía trabajar paulatinamente, pasando de una propo sición clara a la siguiente, limitando el avance a pequeños pa sos, sin omitir nada y revisando sin cesar cada etapa, confiando sólo en aquello de lo que estuviera seguro que fuera correc to. Pero esta caracterización del m étodo adecuado es dema siado general y limitada, incluso en su uso teórico. Por supuesto, Descartes esperaba contribuir a una de las gran des preocupaciones de su época, el descubrimiento de mé todos de investigación que excluyeran lo absurdo y garantizaran el cono cimiento genuino com o resultado. Descartes y Francis Bacon (en su Novum Organum y El avance del saber) des tacan como teóricos del método porque el resto de su obra mantiene con vida sus teorías metodológicas, pero no esta ban solos en la búsqueda de este grial. Los herméticos y los rosacruces compartían el deseo de descubrir métodos que unificaran el conocim iento y capacitaran al investigador para 'A T.X .p p. 350-412.
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descubrir cualquier cosa y todas las cosas, pasando de descubrimientos en una región del pensamiento a descubrimientos de otra por medios infalibles. Descartes y Bacon también suspiraban por esto, pero esperaban alcanzar un conocimiento responsable del mundo, captar la verdad, más que tener intuiciones místicas y poderes mágicos. En el trasfondo del pensamiento de Descartes sobre el método emergía una filosofía general de la naturaleza que le debía mucho a la influencia de su amigo Mersenne. A mediados de la década de 1620, Mersenne publicó dos libros en los que exponía sus opiniones filosóficas y científicas, las Questiones celeberrimae y las Observaciones et emendationes. En ellas trataba de desarrollar la tarea descrita en relación con su controversia con Fludd: mostrar cómo mantener el catolicismo ortodoxo al mismo tiempo que se defiende una concepción mecanicista de la naturaleza, en oposición a las amenazas del escepticismo y del ocultismo renacentista. El escepticismo negaba la posibilidad del conocim iento seguro; el ocultismo renacentista proclamaba que lo adquiría mediante prácticas mágicas y arcanas. La ortodoxia religiosa se enfrentaba alarmada a ambos desafíos y estaba dispuesta a considerarlos amenazadores y a clasificar, en su contra, la investigación científica responsable. Ésta es la razón de que Mersenne quisiera mostrar que la ortodoxia religiosa no estaba en entredicho al considerar el reino de la naturaleza un mecanismo, cuyas leyes podían ser descubiertas mediante la experimentación y descritas matemáticamente. Esto había de hacerse distinguiendo entre lo que debía entenderse en términos sobrenaturales (las cosas que pertenecen a la religión) y lo que
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debía entenderse en términos naturales (lo que pertenece al mundo sublunar). Una de las faltas que diagnosticaría en el ocultism o del Renacimiento era, precisamente, que trataba de explicar el mundo natural en térm inos de propiedades so brenaturales y poderes distintos a los que pertenecen a Dios. Mersenne escribió copiosamen te sobre matemáticas, mecá nica, música, acústica y óptica, y dejó intuiciones genuinas en cada una de ellas. Si no hubiera hecho nada más, figura ría en la historia de la ciencia por estas contribucion es. Pero su principal contribución fue la de fomentar los intercam bios filosóficos y científicos de su tiempo, poniendo a los pen sadores en contacto personalmente o con sus ideas. Era un hombre para todo, que procuraba la fertilización de las ideas en un periodo rico en descubrimientos y debates. En el caso de Descartes, la influencia de Mersenne fue direc ta. La obra en que pronto se embarcaría Descartes muestra las señales de la receta de Mersenne para proteger la ortodo xia religiosa mientras toleraba la investigación científica del mundo. La premisa de la que Descartes parte en su obra de madurez -que el mundo natural se puede describir como si fuera un mecanism o que actúa de acuerdo con leyes cuantifica ble s- ya estaba implícita en las discusiones que había te nido con Beeckman años antes, pero el respaldo de Mersenne, junto a sus opiniones sobre el método y cómo usar la duda escéptica como punto de partida para alcanzar la certeza, proporcionarían el fundamento de la obra posterior de Des cartes, y casi seguro le llevarían a empezar a escribir el largo y ambicioso libro que titularía Le Monde (El mundo), a fi nales de la década de 1620.
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La pródiga vida intelectual de París en esa época, a pesar de la preocup ación ortodo xa y las persecuciones ocasionales de las autoridades, podría parecer el entorno perfecto para que Descartes se embarcara en el gran proyecto que tenía en la mente. Sin embargo, de repente -de un modo abrupto e inesperado-, a finales de 1628, Descartes abandonó París y se marchó a las Provincias Unidas de los Países Bajos libres. Viviría allí durante casi todo el resto de su vida y, además, lo haría en circunstancias de sigilo, permitiendo con reluctan cia que se conociera su dirección y cambiando de residencia a menudo. Las razones habituales de los biógrafos para su marcha de París y su sorprendente conducta posterior son, primero, que había llegado a considerar que la vida social de París le distraía demasiado y deseaba tranquilidad para pen sar y escribir y, segundo, que había sido animado a hacerlo por un gran hombre, el cardenal Berulle, que le urgió a no demorarse en poner por escrito sus importantes ideas en be neficio de un mundo expectante. La primera razón podría revestir, sin duda, algo de verdad. Descartes mism o lo dice, a pesar del hecho de que el primer lugar y la ocupación que escogió en los Países Bajos sugiere otra cosa, pues se inscribió com o estudiante en la Universi dad de Franeker y luego, tras una estancia en la bulliciosa ciu dad de Amsterdam, en la Universidad de Leiden. Es interesante advertir que los acontecimientos mundiales sugieren una ra zón adicional, tal vez la verdadera, a la partida de Descartes de Francia. La mayoría de los biógrafos acepta que, cuando Descartes se estableció en los Países Bajos en 1629, había de
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cid ido quedarse allí, pero su inscripción com o estudiante en las universidades de Franeker y Leiden sugiere que, al principio, pensaba pasar sólo un par de años, vinculado a la comunidad intelectual m ientras escribía y esperando que los acontecim ientos en Francia propiciaran su vuelta. No fue así, y como resultado Descartes pasaría los próximos veinte años en los Países Bajos, los más productivos de su vida. La historia aceptada de la marcha de Descartes a los Países Bajos se basa, por supuesto, en el relato de Baillet, compuesto con las anécdotas que contaban Clerselier, el amigo de Descartes, y su prim er biógrafo, Pierre Borel. Según ellos, en el otoño de 1628, Descartes acudió con un grupo de amigos, entre los cuales estaban Mersenne y Villebressieu, a oír una charla de un químico llamado Chandoux en casa del nuncio papal en París, Guido Bagni. La charla de Chandoux se proponía refutar el aristotelismo y suscitó gran aplauso de los asistentes, salvo (dice Baillet) el de Descartes. En la charla estaba presente el gran cardenal Berulle, fundador del Oratorio y ministro de la corona, que advirtió la reticencia de Descartes y le pidió que expusiera su opinión. Descartes lo hizo. Según Baillet, Descartes alabó la elocuencia de Chandoux y su rechazo del aristotelismo, pero dijo que no era correcto aceptar que la mera probabilidad sea suficiente cuando el propósito es la verdad. “Añadió”, dice Baillet “que en presencia de gente dispuesta a aceptar las probabilidades, como la ilustre compañía a la que tenía el honor de dirigirse, era fácil hacer pasar lo falso por verdadero, y también hacer que la verdad pareciera falsedad.” Descartes pasó a demostrarlo, pidiendo a alguno de los asistentes que propusiera lo que
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considerase una verdad evidente; él dem ostraría mediante pasos probables que era falsa, y lo mismo para una supuesta falsedad evidente. “Los reunidos quedaron asombrados por el poder y la extensión del genio de Monsieur Descartes en su razonamiento, pero estaban aún más sorprendidos por la facilidad con que la probabilidad les confundía.”' Asombrados por su demostración, los reunidos pidieron a Descartes que dijera si había un método que evitara caer en tales sofismas, y Descartes, por supuesto, replicó que lo había: su método. Añadió que había una serie de principios claros y distintos, en cuyos términos podía entenderse toda la naturaleza, no sólo en oposición a la filosofía escolástica derivada de Aristóteles, sino a lo que Chandoux ofrecía en su lugar y que, fuera lo que fuera, según Descartes, en realidad era lo mismo que el aristotelismo. Ahora viene el desenlace de la historia. El cardenal Berulle quedó tan impresionado por Descartes, según Baillet, que le pidió que “volviera a hablar con él en otra ocasión del mismo asunto, en privado. Monsieur Descartes, consciente del honor que había recibido con esa proposición, visitó al cardenal días después y le explicó sus principales ¡deas filosóficas, mediante las cuales se daba cuenta de la futilidad con la que suele tratarse la filosofía. Le señaló al cardenal las aplicaciones de sus ideas, bien dirigidas, y la utilidad que tendrían para el público si se aplicaran a la medicina y la mecánica para recuperar y conservar la salud, en el prim er caso, y para reducir y aliviar el traba jo del hombre, en el segundo”.21*
1 Ba i l u t t , La V ¡ e de M onsi eur D escartes, vol. I, pp. 162 -163 .
1 I bidem, p. 165.
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En respuesta, continúa Baillet, Berulle “usó la autoridad que tenía sobre Descartes” para animarle a seguir sin demora con su importante obra. “Incluso convirtió en un caso de conciencia para Descartes usar el poder y la penetración que Dios le había dado para iluminar la naturaleza, un don que no le había concedido a otros.” Esta admonición, junto al aliento de sus amigos, hizo que Descartes se decidiera a dejar el bullicio y la distracción de París, y su cálido clima, para buscar “la perfecta soledad en una tierra moderadamente fría donde nadie le conociera”.1 Ésta es la versión de Baillet, y aunque no la hubiera tomado de Borel, Clerselier y de parte de las obras publicadas de Descartes, olería demasiado a ficción. Los biógrafos posteriores de Descartes convienen en sospechar de ella, sobre todo Watson, que dice: “Esta larga historia es lo que Clerselier, Baillet y Lipstorp pensaban que debería haber sucedido. Descartes se fue de Francia más o menos para siempre y escribió toda su obra publicada en las Provincias Unidas, lo cual es difícil de explicar a cualquiera que quiera escribir un panegírico sobre el mayor filósofo de Francia. Así que hubo de darse un gran impulso que viniera de lo alto. Si no de Dios, del cardenal Berulle, de quien se sabía que hablaba con Dios todos los días”.2 Los acontecimientos de la época, por el contrario, sugieren que, aunque el cardenal Berulle hubiera podido impulsar a Descartes a abandonar Francia, no lo habría llevado a cabo como Baillet quiere hacernos creer. Para comprenderlo es preciso retroceder. 1 Ba i l l e t ,
L a V i e de M onsieur D escartes, vol. I, p. 166.
2 R. Wa t s o n , Cogito, E rgo Surtí , p. 14 7.
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En 1628, el año en que Descartes decidió abandonar su tierra natal, el gobierno de Francia, en manos del capaz, por no decir implacable, cardenal Richelieu, estaba dirigiendo su atención desde los asuntos internos a los externos. La intervención de Francia en la Valtelina había quedado truncada por los problemas internos con los hugonotes, que requerían la vuelta del ejército francés. En 1624, Richelieu había escrito astutamente: “Los médicos sostienen el aforismo de que una debilidad interna, por pequeña que sea, es más de temer que una lesión externa, por grande y dolorosa que sea. De aquí podemos aprender que hemos de abandonar lo que haya de hacerse en el extranjero hasta que hayamos resuelto lo que hay que hacer en casa”. En 1624, lo que había que hacer era restaurar el control del gobierno en toda Francia, entonces fragmentado, antes que enfrentarse al poder de los Austrias por toda Europa. Pero en 1628 esa tarea urgente había quedado acabada a satisfacción de Richelieu, y empezaba a dirigir otra vez su atención hacia los Austrias, en esta ocasión en una posición de fuerza. La oportunidad se le presentó en forma de una crisis en Mantua, importante no por sí misma, sino porque sus duques dominaban dos ciudades fronterizas estratégicas entre M ilán y Saboya: Casale y Monferrat. El ducado de Mantua había quedado vacante y era reivindicado por un francés, el duque de Nevers. La perspectiva de que un francés controlara esas ciudades geográficamente cruciales alarmó a los Austrias, por la razón de que amenazaba las relaciones entre sus dominios. En consecuencia, el emperador Fernando II envió un ejército para que ocupase Mantua, mientras su primo español po-
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nía sitio a Casale. Richelieu, tras comprobar que los estados germánicos no apoyarían a Fernando II, envió un ejército a Saboya para liberar Casale y luego pasó a ocupar otra ciudad fronteriza crucial, Pinerlo. Cuando se firmó el Tratado de Cherasco en 1631, Richelieu había ganado Mantua para el duque francés y Pinerlo para Francia, un resultado satis factorio. Además, m ientras preparaba esas acciones contra los Austrias en su patio trasero italiano, Richelieu dispuso otra res tricción formidable a las ambiciones de los Austrias. Alentó a los príncipes alemanes, incluyendo al temible Maximilia no, a ser más firmes en su resistencia a la política imperial. También firmó una alianza con Gustavo Adolfo II de Suecia para convertirse en un elemento de poder en el norte de Euro pa y el Báltico oriental y meridional. A la larga ésta sería una maniobra menos lograda desde el punto de vista de Riche lieu, porque la invasión sueca del norte de Europa urgió a los príncipes alemanes a moderar su oposición al emperador por si necesitaban su ayuda. Sin embargo, el propósito de Riche lieu de debilitar el poder de los Austrias tendría éxito desde 1628 en adelante, y ese año y el siguiente fueron cruciales para sus planes. Richelieu era un protegido del cardenal Berulle, que había resultado providencial en su acercamiento a los círculos cor tesanos al principio de su carrera. Aunque en 1628 a Berulle sólo le quedaba un año de vida, seguía siendo una figura re levante de la vida y el gobierno francés. Dos décadas antes había sido consejero de Enrique IV y, lo que aún es más im portante, había fundado el Oratorio con el propósito de plan
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tear una alternativa a los jesuítas como fuente de inspiración religiosa y educativa, pues las escuelas del Oratorio educa ban a los hijos de la clase gobernante francesa, que siempre había estado reñida con los jesuítas tanto a propósito de los asuntos domésticos como de los del extranjero. Berulle era el maestro espiritual de san Vicente de Paúl, y un ardiente adversario de los hugonotes. Como figura religiosa venera ble en el mundo francés, cercano a la Corona y opuesto a los intereses de los Austrias y los jesuítas, es interesante como in terlocutor de Descartes en una entrevista privada en el mo mento en que Francia retom aba la oposición al poder de los Austrias. Pues si es cierto que Descartes defendía de algún modo los intereses de los Austrias y los jesuítas, o lo había hecho hasta hace poco, que se entrevistara con el cardenal Berulle e inmediatamente emigrara de modo permanente a los Países Bajos adquiere un significado com pletam ente dis tinto. Estos pensamientos suscitan la conjetura -no mucho m ás- de que la historia de la partida de Descartes hacia los Países Bajos tiene más ver con el turbulento estado de los asuntos europeos que con lo que se dice en el improba ble relato de Baillet. Lo dudosas que son estas cuestiones lo ilustra, sin embargo, el hecho de que algunos comentaristas adoptan una opinión distinta de la posición de Berulle en la vida política francesa de su época, que sugiere que como consejero y confesor de la madre de Luis XIII, María de Médicis, se oponía a la polí tica de Richelieu contra los Austrias. Esa línea de pensamiento establece que María de Médicis estaba continuamente en frentada a su hijo y simpatizaba, en su lugar, con los intere-
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ses de los Austrias. Cuando, en septiembre de 1629, la corte debatió los planes de Richelieu para una campaña en Italia a propósito de la cuestión de Mantua, Berulle se opuso a ellos de acuerdo con las preferencias de María. Pocas semanas des pués m oriría envenenado, dicen los teóricos de la conspira ción, por Richelieu, aunque la historia oficial afirma que murió de un ataque mientras oficiaba la misa.1 El problema de esta historia es que Berulle y Richelieu tenían casi las mismas opiniones en cuestiones políticas. En 1625, Berulle había ido a Londres para arreglar el matri monio de la hermana de Luis XIII, Enriqueta, con Carlos 1 de Inglaterra, y concertar una alianza que Richelieu deseaba, con la esperanza -frustrada, como se vería- de impedir que Inglaterra ayudara a la causa hugonote. (Adversario firme del protestantismo, Berulle tuvo que salir de Inglaterra antes de lo previsto por las sospechas de que estuviera conspirando a favor de la causa católica.) Que Berulle no estuviera de acuer do con algunos aspectos del proceder de Richelieu no signi fica hostilidad hasta el extrem o del asesinato; los consejos de todos los reyes y gobiernos admiten, por supuesto, el deba te, la diferencia de opin ión y la presentación de alternativas. Además, Berulle había estado en el gobierno con Richelieu -recordemos que era su p rotecto r- desde principios de la dé cada de 1620, cuando se escribió el primer capítulo de la po lítica contraria a los Austrias de Richelieu, y seguía estándolo cuando murió, en 1629. Las alianzas y las amistades cambian con frecuencia, pero en este caso necesitaríamos una prueba
R. W a t s o n , Cogito, Ergo Su m , p. 149.
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de que había cambiado hasta el punto de que Richelieu tuviera que matar a Berulle. Un argumento decisivo es la unidad de visión de Richelieu y Berulle en la cuestión hugonote. Ambos detestaban a los hugonotes, aunque, cuando Richelieu fue nombrado primer ministro de Luis XIII, en 1624, estaba dispuesto a tolerarlos. Sin embargo, eran difíciles de tolerar, al menos desde el punto de vista cortesano, porque tenían su propio ejército y con trolaban ocho círculos en el sur de Francia, que de hecho formaban un estado dentro del Estado. Mientras Richelieu estaba pendiente de los Austrias en la Valtelina, los hugonotes trataron de aprovecharse de la situación reforzando su posición en La Rochelle, la ciudad costera que constituía de
fa d o su capital. Richelieu trajo del extranjero el ejército para disuadirlos, y el Tratado de La Rochelle se firmó (a instancias de los ingleses) para atenuar los acontecimientos. Pero el tratado sólo les daba a los hugonotes tiempo para fortalecerse mientras se preparaban para una rebelión abierta, que estalló en 1627. Inglaterra les ayudó, pero no por mucho tiempo; Richelieu expulsó enseguida a las fuerzas enviadas por Carlos I al mando del duque de Buckingham, y el infame sitio de La Rochelle empezó. M ediante el bloqueo de la bahía de la ciudad, Richelieu mató de hambre a veinte mil hugonotes de los veinticinco mil que habitaban en la ciudad y en un coup de théatre, el 28 de otubre de 1628 envió a Luis XIII a la ciudad, a la cabeza del ejército, a “capturar” el resto de sus aturdidos y debilitados defensores. Berulle apoyó con entusiasmo este proceder. Había recibido su capelo cardenalicio en 1627 por su crédito com o cam -
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peón de la causa de la Iglesia católica, algo que Richelieu y Luis XIII explotarían conscientem ente. Durante sus últimos años, coincidiendo con estos acontecimientos, Berulle escri bió obras sobre María Magdalena y la vida de Jesús, que man tendrían su reputación como uno de los principales “devotos” del catolicismo en Francia y legitimarían significativamente la política interior de Richelieu a los ojos de la Francia cató lica. Berulle podía haber sido el confesor de María de Médicis, pero es difícil ver en él a una figura de oposición en la Francia de la época. Si se entrevistó con Descartes sobre otras cuestiones que el método filosófico, no fue, desde luego, para pedirle que dañara los intereses de Francia en aras de la cau sa de los Austrias. Lo que el relato de Baillet nos dice, sin embargo, es cómo veían los intelectuales de la década de 1620 a Descartes, y en esto hay pocas razones para dudar de él. Sabemos que Mersenne, el presidente informal del círculo de sabios reunidos en la ciudad, lo apreciaba y admiraba. Estaba en el centro del grupo de Mersenne, y es muy probable que sus miembros le urgieran, como nos dice Baillet, a poner sus ideas por escri to, aunque seguramente conocían su obra sobre matemá tica en manuscrito, y tal vez algún esbozo de sus Reglas. En 1628 Descartes tenía treinta y dos años, era consciente de que su capacidad filosófica, respaldada por sus descubri mientos matemáticos, era incipiente -pues las matemáticas son, en conjunto, un deporte juvenil del entendimiento-, y estaba dispuesto a estudiar y esforzarse. De un modo u otro, el cardenal Berulle le hizo un favor. Tras dejar París y esta
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blecerse en los Países Bajos, su vida fue inmensamente productiva. Hay pocos detalles personales que sepamos sobre el periodo parisino de Descartes aparte de estas generalidades, salvo por un rumor: que se batió en duelo por una mujer. Pero también dice por esa época que no había conocido nunca a una mujer que pudiera comp etir en belleza con la verdad. Si encontró a esa mujer, fue en su nuevo hogar en los marjales oprimidos por el mar y jalonados de molinos de viento que ocupaban los enérgicos y florecientes holandeses libres, que entonces disfrutaban de su Siglo de Oro.
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Descartes estaba en los Países Bajos a principios de 1629 y permanecería allí durante los siguientes veinte años que, como se ha dicho, suponen el resto de su vida, salvo los últimos meses, cuando viajó a Suecia a petición de su reina y, en aquella terrible oscuridad septentrional, contraería la enfermedad que lo mató. Al dejar Francia para residir en los Países Bajos, Descartes pasó de la historia de Europa a la historia de las ideas. El amargo tumulto de la guerra de los Treinta Años continu aría durante todo el tiempo que vivió en los Países Bajos, pero casi exclusivamente en los territorios alemanes y el norte de Italia, y Descartes ya no tom ó parte en los acontecim ientos del modo que hemos supuesto, y de hecho apenas se vería afectado por ellos de ningún modo.1Había escogido su refugio
1 “No tom ó parte en los acontecimientos del m odo que hemo s supuesto”, es decir, como agente de inteligencia. Hago esta observación porque, apoyándom e en las pruebas cir cunstanciales com o hasta ahora , no veo m otivo ni oportunidad para que lo hiciera, sino al contrario, para que se conc entrar a en su ob ra científica y filosófica y to ma ra parte pro fundamente en a suntos tan distintos co m o la vida familiar y una amarga controversia p er sonal, lo que h ace po co plausible pensar que siguiera siendo un agente al servicio de los jesuítas o de otros en estas nuevas circunstancias. Su am istad co n Const antijn Huygens y la protecció n que recibirla de las más altas autoridad es de los Países Bajos sugiere razones para la consideración de su reputación co m o sabio; de hecho, Huygens -conse jero del estatúder y, por tanto, en cie rto m odo alguien cercano al primer ministro de las Provincias t* 3
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sabiamente, pues, a pesar de las continuas disputas teológicas y de las ocasion ales luchas intestinas de la política, las Provincias Unidas de los Países Bajos eran pacíficas, tolerantes y cada vez más ricas. Las cosas eran muy distintas en los grandes campos centrales de la Europa alemana. Allí, los estragos de la guerra eran terribles. Es difícil hacer una estimación , pero algunos historiadores elevan la tasa de m ortalidad por la lucha, el hambre, el desplazamiento de la población, las enfermedades y las calamidades generales a varios m illones. El centro alemán de Europa estaba devastado y no se recuperaría hasta más de un siglo y medio después. La guerra sería, al cabo, una derrota para los intereses de los Austrias, pero durante ese siglo y medio parecería una victoria pírrica para Europa central. Téngase en cuenta también que el gran rey Gustavo llevó al poderoso reino de Suecia a la guerra, del lado protestante, con el sueño de un imperio báltico, y que el antaño poderoso reino de España vivía ya de
Unidas- le prestaría enseguida a Descartes protección y atención. Pero esto plantea un enig ma: si Descartes había estado a favor de los intereses jesuítas en pro de los Austrias, aun en un grado menor, ¿por qué las autoridades de las Provincias Unidas, aliadas con Francia y hostiles a los Austrias, habrían dado a Desc artes la bienvenida y su protecc ión? Una posi bilidad -una mera conjetura, basada en el intento de mantener la coherencia narrativaseria que Descartes hubiera abjurado de las actividades incompatibles con los intereses franceses a cambio de que se le permitiera abandonar Francia para marcharse a un exilio liberal en un Estado amig o, tal vez después de contarl e al cardenal Berulle tod o lo que sa bía en la famosa y descon certante entrevista. El sigilo de sus movim ientos y cambios d e di rección d urante sus prim eros años en los Países Bajos no tendría que explicarse, entonces, por la ansiedad de evitar la hostilidad o la vigilancia del gobierno francés, sino para evitar a quienes pudieran reclamarle algo por lo que había hecho en su supuesto papel de agen te. En ausencia de pruebas concluyentes, todo esto es, por supuesto, lo repito, mera conje tura, p ero es difícil resistirse a plantearla, dados los rasgos circunstanciales qu e apunta n a que hay más cosas en la vida de Descartes de lo que dicen los datos conocidos. De ahora en adelante, esta hipótesis ya no desempeña ningún papel.
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su gloria pasada. Para ambos reinos, el sangriento conflicto fue la escena final de sus papeles protagonistas, pues ningu no ha vuelto a estar desde entonces en el escenario de la his toria mundial. Pero la historia en la que Descartes se había adentrado -la historia de la ciencia y la filosofía- era igualmente potente, pues se estaba configurando la mentalidad moderna, y la par le de Descartes en el proceso fue importante. H ombre de ta lento, com bativo y orgulloso, era consciente de sus poderes intelectuales y se sentía dispuesto a responder a las frecuen tes peticiones de sus amigos y conocidos de que pusiera por escrito sus descubrim ientos y teorías. Duran te sus veinte a ños holandeses, Descartes escr ibió las obras que inmortalizarían su nombre. Esto sugiere que, tras las excitaciones y viajes que siguieron a su salida de la Uni versidad de Poitiers, se había asentado y encontrado la tran quilidad y la calma que suelen juzgarse necesarias para el trabajo intelectual. Pero no era así. Es cierto que, durante un tiempo, encontró la tranquilidad, pero también la contro versia, como si, para probar las dudosas razones por las que se había marchado de Francia, tuviera que cambiar de di rección y pedirle por carta a Mersenne que no dijera a nadie dónde vivía.1Sus biógrafos y com entaristas atribuyen este si gilo a su deseo de trabajar sin que le molestaran, y sin para doja atribuyen sus frecuentes cambios de residencia al mismo motivo, aunque pocas cosas hay más molestas que cambiar
1 Descartes viviría en veinticu atro lugares distintos (co m o mínimo, y bastantes más si co nsideramos las estancias breves) durante los veinte años que pasó en los Países Bajos, y al menos en los primeros años los mantuvo en secreto.
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a menudo de residencia. Pero otras preocupaciones pudieron embargar a Descartes. Es sorprendente que su necesidad de sigilo disminuyera con los años; de hecho, durante la última parte de su estancia holandesa su paradero no era un secreto para nadie. La elección de un lugar a donde ir, dada la necesidad de abandonar Francia, no era difícil para Descartes. La situación inestable de las tierras alemanas, en guerra; el calor y la desorganización de Italia y, por contraste, la atmósfera floreciente, rica, populosa y relativamente liberal de los Países Bajos en la gloria del siglo XVII, zanjarían la cuestión de inmediato. Además, Descartes conocía los Países Bajos por su estancia en Breda, podía hablar su lengua hasta cierto punto y allí estaba su amigo Beeckman. Un estímulo añadido fue que, como el país se había enriquecido tras la liberación protestante de España, habían surgido muchas escuelas y universidades en sus ciudades, entonces en auge, y en todo ello Descartes vio la oportunidad de dar a conocer su obra. Mucho antes había decidido trata r de reemplazar la ortodoxia aristotélica en cuestiones de ciencia y filosofía con sus propias opiniones, y eso exigía que fueran aceptadas por los planes de estudio de las academias. Su gran ambición era que los jesuítas las adop taran, pero antes quería persuadir a alguna de las nuevas escuelas holandesas de que lo hiciera. Cuando llegó a los Países Bajos tenía el propósito de comp oner un tratado y promover su aceptación co mo libro de texto. Los primeros cuatro años en Holanda los dedicó a esa tarea. Para nuestros propósitos, un rasgo dichoso de la larga estancia de Descartes en los Países Bajos es que, a causa de la
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separación de Mersenne y otros a quienes estimaba, se viera obligado a escribir cartas, y escribió muchas. En la segunda de las dos décadas - la de 1 640- su fama llamó la atención de dos mujeres socialmente distinguidas: la princesa Isabel, hija del m alogrado rey de invierno y de la reina de Bohemia, y la reina Cristina de Suecia. Ambas, pero en especial la prime ra, le urgieron a escribir sobre asuntos que de otro modo no habría investigado, lo que aumentó su obra y su celebridad. Es una ironía que mantuviera una correspondencia tan cá lida y constante con la princesa Isabel de Bohemia, puesto que había estado en contra de sus padres al inicio de la gue rra de los Treinta Años, casi un cuarto de siglo antes de que empezaran a escribirse. En los primeros meses de su llegada a los Países Bajos, que probablemente tuvo lugar a finales de 1628, Descartes estu vo en Dordrecht con Beeckman, la única persona, le dijo Des cartes, con quien podía discutir rigurosamente de ciencia. Su amistad se renovó enseguida, pero sólo durante un tiempo; habría de recibir un serio revés meses después. De Dordrecht, Descartes pasó a Amsterdam, donde estaría el tiempo sufi ciente para entablar amistad con Henry Reneri, un erudito que sería importante en la diseminación de sus ideas. Fue ron visitas breves; aún no había llegado al lugar donde que ría establecerse de mom ento, que era Franeker, una pequeña ciudad (sigue siéndolo) de Frisia, al norte de los Países Ba jos. Franeker era entonces un im portante centro regional de educación. Su universidad databa de 1585 (duraría hasta 1811), una de las instituciones de la Reforma que habían surgido, y
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seguían haciéndolo en la década de 1630, por todo aquel vi goroso país. Descartes llegó a Franeker en primavera y se inscribió en la universidad como “René Des Cartes, filósofo francés”, en el registro del 16 de abril de 1629. La inscripción era libre y no había un examen religioso previo, por lo que era un modo sencillo y atractivo para Descartes de entrar en contacto con personas que podían ser estimulantes desde el punto de vis ta intelectual. Asistió a las lecciones del profesor de mate máticas de la universidad, Adrien Metius, autor de un tratado sobre geometría práctica y aritmética y hermano de Jacques Metius, que tenía cierto derecho a considerar que había per feccionado el telescopio. Descartes aprovecharía la oportu nidad de ampliar sus conocimientos de astronomía y anatomía En Franeker vivió, durante sus primeros diecinueve años, una muchacha extraordinariamente brillante, llamada Anna María van Schurman, cuyo con ocim iento de las lenguas clá sicas había inspirado admiración entre los doctos antes de cumplir los quince años, y que había sido ensalzada por poe tas com o Anna Roemers Visscher y Jacob Cats por su co no cimiento literario del hebreo, el griego, el latín y el francés. Schurman y su madre, viuda, saldrían de Franeker ha cia Utrecht un año antes de la llegada de Descartes. En 1635, Utrecht fundó su propia universidad, y Schurman -c o n vein te y pocos años- fue invitada a escribir la oda de inaugura ción . También se le perm itió que estudiara allí, detrás de una pantalla. Henry Reneri fue nombrado profesor en Utrecht y pronto -e n aquella época Descartes había publicado algunas de sus ideas en su Discurso del m éto do - empezaría a enseñar
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filosofía cartesiana a sus estudiantes, entre los que se encon traba Schurman. Por aquella época Descartes y Schurm an se conocieron. Hacía tiempo que ella era “la estrella de Utrecht”, y había publicado varias de sus obras, incluyendo De ingetiii
mulieribus ad doctrinam, et meliores litteras aptitudine (So bre la aptitud de la mujer para la ciencia y las letras). Sus vi das se cruzarían de nuevo, indirectamente, pues la princesa Isabel sería su patrona; en el caso de Schurman, cuando Isa bel protegió a una primitiva secta cristiana a la que Schur man se unió en sus últimos años (para decepción de sus muchos admiradores humanistas). Pero el conocimiento per sonal entre Descartes y Schurman cesó como resultado de sus diferencias a propósito de una amarga disputa entre Descartes y el rector de la Universidad de Utrecht, Gisbert Voetius, a quien Schurman prefirió. Menciono a Anna Maria van Schurman porque ilustra la im portancia de la educación en los Países Bajos de la época. Pese a sus intereses mercantiles y a una sociedad decididamente burguesa, los Países Bajos eran entonces el país protector de las artes y las ciencias. En cualquier otra parte de Europa, un prodigio como Anna Maria van Schurman no habría sido re conocido ni admirado; de hecho, habría sido considerada con cierta repugnancia por unas inclinaciones impropias de una muchacha (aunque aceptadas en reinas como Isabel de Inglaterra o Cristina de Suecia o en una princesa como Isabel de Bohemia: la realeza tenía privilegios). Pero la Franeker del siglo XVII estaba orgullosa de Schurman, al igual que Utrecht. Descartes apareció en ese entorno en la prima vera de 1629, y lo encon tró apropiado para él. Las cartas que
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escribió durante ese periodo muestran que meditaba sobre metafísica -en particular sobre la existencia de Dios y la inmor talidad del alma-, sobre música -en particular sobre los efec tos de la música en el án im o- y, especialmente, sobre óptica e ilusiones ópticas, en particular sobre el problema de cóm o fabricar lentes que no estuvieran expuestas a las aberracio nes que afligían a todas las lentes disponibles entonces. En junio, Descartes escribió a Jean Ferrier, en París, para in vitarle a que fuera a los Países Bajos y pudieran así colabo rar en una máquina que tallara lentes hiperbólicas, las cuales, según Descartes, proporcionarían un foco más centrado que las lentes esféricas que los demás producían.1Ferrier era un fabricante de talento de instrumentos científicos y ópticos, y Descartes estaba convencido de que con sus diseños y la ha bilidad de Ferrier podrían fabricar lentes que, com o d ijo en una carta a Ferrier, proporcionarían un aumento tan claro que serían capaces de “ver si hay animales en la luna”. Su idea era que ambos vivieran y trabajaran jun tos “com o herma nos”, corriendo Descartes con todos los gastos.2 1 Estaba en lo cierto. Véase A l be r t Y. Sh ih y Sh u n t in g Sh ih , “Vector analysis o f fost foc using by hiperbo lic a nd spherical tenses”, en Proc. SP I E, vol. 3889 , pp. 842 -84 8, y A dvanced H i gh-Power L asen (2 00 0), edición de M. O s i n s k i , H. T . Po w e l l y K. T o y o d a . El resumen dice: “Proyectar un rayo láser en el objetivo, mediante sistemas de fibra o mediante series ópticas libres en el espacio, requiere un elemento óptico efectivo en la finalización al final del sistema de proyección. Puede deducirse que una lente hiperbólica tiene la superficie óptim a para lograr el m ejor efecto focalizados Al usar ese tipo de lentes, los rayos pueden reflejar un ángulo con respecto al eje y el ángulo de incidencia en la superficie de la lente está lejos de ser normal. Co m o resultado, la teoría de la escala ordinaria con aproximación de paralaje no es válida en este caso. Para entender la actuación de la lente hiperbólica, es necesario usar la teoría del vect or de cam po y aplica r el principio de Huygens directamente sobre el modelo. U sando este métod o, somos capaces de mo strar que la actuac ión de una lente hiperbólica es m ucho m ejor que la de u na lente esférica”. 2 AT,I,pp. 13-16.
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A Ferrier acababa de ofrecerle un trabajo nada menos que Gastón, hermano del rey Luis XIII de Francia, que incluía vi vir en un apartam ento del Louvre com o artesano residente. Mientras esperaba que se confirmara esta sustanciosa desig nación, Ferrier le daba largas a Descartes, que acabaría irri tándose y escribiéndole una carta furiosa. Aunque aún trató de persuadirlo para que fuera, se mostró reservado en reve larle su paradero; le decía que debía viajar hasta Dordrecht, donde Beeckm an le daría instrucciones para proseguir el ca mino y dinero para emprenderlo. Tanto sigilo no debió de añadir atractivo a la invitación. Si Ferrier se hubiera unido a Descartes en Franeker y hubie ran colaborado en la fabricación de lentes, es posible que los errores de diseño de Descartes se le hubieran hecho eviden tes. Por el contrario, décadas más tarde, Robert Hooke, miem bro de la Real Sociedad de Londres, trató de construir la máquina de fabricación de lentes hiperbólicas y descubrió -como había predicho- que no funcionaba. Pero el examen de la correspondencia entre D escartes y Ferrier sobre la teo ría que debía llevar a la máquina pone en claro que Descar tes había d escubierto u na ley imp ortan te al pensar en las lentes hiperbólicas: la ley sinoidal de la refracción de la luz. Ferrier no fue la única persona con que Descartes riñó ni la más significativa. Tras la reanudación de los contactos entre Descartes y Beeckman, se abrió entre ellos una brecha debi da a la aptitud ocasional de Descartes para el orgullo luciferino. En una carta a Mersenne, Beeckman le dijo que le había enseñado a Descartes armonía (“la dulzura de las conso nancias” en música) cuando am bos habían trabajado junto s
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diez años atrás. Mersenne le dijo a Descartes lo que Beeckman le había dicho y Descartes, considerándolo una acusa ción de plagio por su parte o una declaración de la prioridad de Beeckman en el descubrimiento de la armon ía, se enfadó mucho. “Os quedo muy reconocido por informarme de la ingratitud de mi amigo”, le escribió a Mersenne. “Creo que le habré confundido al concederle el honor de escribirle, y habrá pensado que pensaríais mejor de él si os dijera que ha bía sido mi maestro hace diez años. Pero está completamen te equivocado.”1 Evidentemente, Mersenne le había pedido a Descartes que no le dijera a Beeckman que él, Mersenne, había dado a co nocer las observaciones de Beeckman, así que, al principio, Descartes no le dijo nada a aquél, hasta que M ersenne visitó los Países Bajos en 1630 y con oc ió, leyendo los diarios de Beeckman, hasta qué punto el joven Descartes de 1619 estaba en deuda con el holandés respecto a la materia y la cantidad de sus primeras especulaciones. Aunque Descartes no había dicho nada, le pidió a Beeckman que le devolviera su breve Tratado de música y dejó de escribirle. Cuando Mersenne se dio cuenta de que Descartes no se había portado bien con Beeckman se lo censuró, y Descartes estalló contra Beeck man. “El año pasado os pedí que me devolviérais mi Música , no porque la necesitara, sino porque alguien me dijo que os referíais a ella co m o si lo hubiera aprendido de vos”, le es cribió enfurecido. “Ahora que doy por sentado que preferís la estúpida jactancia a la amistad y la verdad, os diré en dos palabras que, aunque le hubiérais enseñado algo a alguien, 1AT.I.p.24.
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sería odioso por vuestra parte decirlo, y aún más odioso si l ucra falso. Pero lo peor de todo es que seáis vos el que haya aprendido de la persona en cuestión... Os advierto que no mostréis a quienes me conocen mis cartas para probarlo porque todos ellos saben que estoy acostumbrado a aprender incluso de las hormigas y los gusanos.” Cuando Beeckman le respondió en términos conciliatorios para sugerir que se vieran y zanjaran la cuestión, Descartes replicó en un lenguaje aún más violento. “Exigís grandes alabanzas por haberme enseñado la hipérbola. Si no me diera lástima que estéis enfe rmo, no sería capaz de evitar la risa, porque ni siquiera sabéis lo que es una hipérbola”, y añade: “No había sospechado nunca que vuestra estupidez e ignorancia fuera tan grande com o para que creyerais que he aprendido de vos más de lo que estoy acostumbrado a creer de otros seres naturales... Me parece obvio, por vuestra carta, que no pecáis por malicia, sino por locura”.1 Es instructivo recordar lo que Descartes le había escrito a Beeckman mientras viajaba por Alemania una década antes: “Os honraré como el primer promotor de mis estudios y su primer autor. Pues vos, en verdad, me habéis sacado de la ociosidad y vuelto a despertar en mí una ciencia que casi había olvidado. Me habéis devuelto a las empresas serias y habéis mejorado a quien estaba separado de ellas. Si, por tanto, produzco algo que no sea despreciable, tendréis derecho a reclam arlo com o vue stro”.2 Co m o m uestra el diario de Beeckman, no sólo no reclamó nada de Descartes com o pro1AT.l, 154-5. ' Véanse también otras expresiones de afecto y de reconocimiento de deuda en las cartas de Descartes a B eeckman ya citadas, duran te y poco después del periodo de Breda. “Am ad
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pió, sino que fue francam ente generoso con cuan to había aprendido de los demás, incluyendo sus alumnos, e incluso se regocijó de los éxitos públicos de Galileo, a pesar de haber anticipado en privado algunos de ellos en su propia obra. Este episodio no le concede a Descartes crédito personal al guno. Se reconciliaron en parte, pero la antigua cordialidad había desaparecido, y cuando Beeckman murió pocos años después, Descartes apenas mostró pesar.1El incidente de muestra que su confianza intelectual había crecido en los diez años que habían pasado desde su primera estancia en los Paí ses Bajos, y con ella su convicción de que tenía algo bastan te valioso que ofrecer. Estaba empezando a trabajar en un proyecto ambicioso -nada menos que un nuevo sistema del universo, una vasta filosofía natural con la que trataba de reem plazar el aristotelismo- y, com o todos los pensadores han he cho en los tiempos modernos, particularmente en las ciencias y las matemáticas, estaba dispuesto a lograr el crédito para sus descubrimientos mediante el reconocimiento de ha ber sido el primero en realizarlos. Esto explica su rabia con Beeckman, de quien sospecharía injustamente que había tra tado de robarle la idea. También explica, lo que redunda en lo desgraciado del asunto, su rechazo a reconocer lo que Beeckman le había enseñado. me y dad por hecho que me olvidarla de las musas antes que de vos, porque me han unido a vos con un vinculo de eterno afecto", le escribió a Beeckman el 24 de enero de 1619. La eternidad no du rarla ta nto co m o el auge de sus ambiciones. J Beeckm an mur ió el 20 d e m ayo de 1637. Un pasto r protestante llam ado Andreas Colvius escribió a Descartes para contarle qu e B eeckman habla fallecido, y Descartes le contestó que sentia saberlo; "habia sido” uno de los mejores amigos de Beeckman, añadía con indiferencia, pero como la vida es muy breve en com paració n co n la eternidad no impo rta si dura unos cuantos años más o menos.
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Sin duda, Descartes escogió Franeker como lugar de retiro porque reunía cierta lejanía -es taba en Frisia, al norte de los Países B ajo s- y una universidad, pero unos cuantos meses de estancia allí fueron, al parecer, suficientes para persuadirle de que se acercara al centro de las cosas. De hecho fue direc to al centro al trasladarse en octubre de 1629 a Amsterdam. listo desmiente a los biógrafos y comentaristas que aseguran que Descartes dejó Francia por los Países Bajos para escapar de la gente y disfrutar de la paz y la quietud necesarias para su obra, pues Amsterdam, en aquel periodo rico y boyante de la historia de los Países Bajos, no era precisamente un lu gar de paz y quietud. Era una de las grandes ciudades del mundo, populosa, activa, una encrucijada de rutas y del co mercio, la capital financiera de la que era la econom ía inter nacional más avanzada que ex istía.1 Descartes vivió en la dudad durante largas temporadas en los siguientes seis años, primero en Kalverstraat antes de mudarse al Dam (el barrio más bullicioso, justo en el corazón de la ciudad), y luego en Westerkirkstraat. Pero su residencia en Amsterdam no fue seguida. En el vera no de 1630 fue a Leiden y se inscribió en la universidad de la dudad com o estudiante de matemáticas el 27 de junio. El Album Studiosorum también recoge su dirección: se alojó en casa de Cornelius Heymeszoon van Dam, que vivía con su esposa y cinco hijos en el Verwelfde Voldersgracht. (¿Cinco
1 Véase Sim ó n Sc h a m a , Att E mbarr uss ment o f R i ches: A n I nterpr etatüm of D ut ch C ulture i n
the Coldeti A ge (1 99 7) , en lo que con cierne a Am sterdam y los Países Bajos en el siglo xvn y al trasfondo del ‘‘exilio” de Descartes.
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hijos? Más paz y quietud, evidentemente.) Al contrario que en Franeker, donde la inscripción era gratuita, Descartes tuvo que pagar en Leiden; el Album Studiosorum distingue entre los que asistían con o sin tasa, y su nombre aparece entre los primeros. La principal atracción para Descartes de la Uni versidad de Leiden era la presencia del brillante erudito Jacob Golius, que no sólo era profesor de árabe y autor de un célebre diccionario de árabe, sino también profesor de ma temáticas.1 En la universidad, Descartes retomó el trato con Henry Reneri, y su asociación se convirtió en una amistad im portan te. Reneri se trasladaría a Deventer para hacerse cargo del nombramiento en la École Illustre, y Descartes le visitaría allí durante largos periodos entre 1632 y 1633. Discutieron las opiniones de Descartes con detalle y Reneri leyó sus manus critos inéditos. En 1635, Reneri se convirtió en profesor de la recién fundada Universidad de Utrecht y empezó a dar lec ciones sobre las teorías de Descartes, el primer paso signifi cativo en la diseminación del pensamiento cartesiano, aparte de la correspondencia personal. Descartes no asistió sólo a las lecciones de matemáticas de Golius, sino también a las de astronomía de Martin Hortensius. Dado que entonces estaba ocupado en escribir sobre esos asuntos en su nuevo “sistema del mundo”, debió de ser un es tímulo -aunque le desagradara lo que oyó, un estímulo ne gativo- para su trabajo. Pero el acontecimiento más importante, con diferencia, para Descartes en 1630 fue su encuentro con 1 Véase el folleto editado en una muestra de 20 03 de la Biblioteca de la Universidad de Leíden, llam ado “Descartes y Leiden: amigos y enemigos, adm irado res y adversarios”.
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Cons Co nstan tantijn tijn Huygens Huygens,, una de las las grandes figuras figuras de de la histo ria ria de los los Países Países Bajos, Ba jos, que sería sería un patroc p atrocina inador dor y protecto pro tectorr crucial para el filósofo francés. Constantijn Huygens era de la misma edad de Descartes, pero ya se había distinguido en el servicio diplomático de su país en misiones a Venecia y Londres, y era el primer secretario del príncipe de Orange, estatúder de las Provincias Unidas. En una larga carrera (murió a los noventa años, en 1687), serviría a tres príncipes de Orange en su condición de estatúderes: el príncipe Mauricio, el príncipe Federico Enrique y Enrique Enriq ue III. I II. Además Además de de su trabajo trab ajo en el el gobierno, gobierno , adquirió celebridad como poeta, era conocido en las ciencias y patro cinador de Rembrandt. Su padre también había sido conse jero je ro del estatúd es tatúder, er, y su h ijo ij o C hris hr istia tian n Huygens Huygen s -q u e tenía ten ía un año cuando Descartes y Constantijn Huygens se encontra ron por primera vez- lograría la fama como científico y se ría miembro de la Real Sociedad de Londres. El propio Constantijn había sido nombrado caballero por Jaime I en 1622 por po r sus sus servicios - q u e luego llevar llevaría ía a cabo cab o también tam bién su hijo C hr istia n-, no muy distintos distintos de de los los que hemos su puesto para Descartes: la trasmisión de inteligencia y otros asuntos secretos. Descartes diría de Constantijn Huygens: “No puedo creer que un solo hombre se ocupe de tantas cosas y las haga todas bien”. Era una gran alabanza de alguien tan celoso de su pro pia capacidad. Huygens reconocería por su parte las cuali dades dades de Descartes, Descarte s, y su apoyo, com co m o veremos, vere mos, fue generoso. Uno de los primeros resultados resultados de su amistad fue que el cuña cuñ a do de Huygens se convirtiera en banquero de Descartes.
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Fue un perido floreciente para Descartes. Era feliz. Le escri bió a su amigo de París, el escritor Jean-Louis Guez de Baizac: “Duermo diez horas cada noche, sin preocuparme por despertar” Amsterdam estaba sólo a media jornada de ca mino de Leiden, de modo que, a finales del otoño de 1630, Descartes se trasladó a la gran ciudad, y en la primavera si guiente le escribiría a de Balzac, regocijándose de caminar anónimo entre la multitud ocupada con sus asuntos, espec tador fascinado de la vida de un entrepót bullicioso. “No hay nadie aquí que no se dedique al comercio”, le dijo a de Bal zac. zac. “Cada uno u no está tan pendiente de sus sus asuntos qu e podría vivir aquí toda mi vida sin que nadie se diera cuenta. Paso todos los días días por el tumulto de este gran pueblo pue blo con co n la mis ma libertad y tranquilidad de la que vos disfrutáis en vues tros paseos campestres, y no le presto más atención a la gente de la que le prestaría a los árboles de vuestros bosques bosq ues o a los animales que viven viven allí. allí. El El rum ru m or de sus ocupaciones ocupac iones no tur tu r ba mis ensoñaciones más de lo que lo haría el de una co rriente de agua. Pensar en sus actividades me proporciona tanto placer com o a vos contem plar a los los campesinos en sus sus tierras, porque veo veo que todo cuanto cuan to hacen realz realzaa el lugar don do n de vivo, de modo que no necesito nada. Vos obtenéis placer al ver cómo florecen vuestros frutos y viñedos, y disfrutáis de su abundancia; así es como me siento cuando veo llegar los barcos al puerto, con todos los productos de las Indias, raros en Europa.”1 1 Escrita el el 5 de mayo de 163 1, esta esta carta m uestra a Descartes tratand tratand o de emular el elevado, y célebre, estilo literario de Balzac. La obra en la que descansa la fama de Balzac es su Correspondencia, publicada en 1624 , buena pa rte de ella escrita en los Países Países Bajos, a los que viajó con frecuencia. La imitación cartesiana del estilo y el contenido es deliberada.
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No es es difícil difícil ver por qué Descartes se encontrab enco ntrabaa en esa dis dis posición de ánimo tan favorable. Se había entregado al tra bajo intelectual, y hay hay pocas cosas tan satisfactori satisfactorias as co m o el desarrollo de las ideas y escribir al respecto. La obra en que estaba estaba ocupado ocupad o era su libro libro Le Monde , cuyo propósito y con con tenido consistía en dar una descripción sistemática del del mun m un do natural y del hombre. “Pero, igual que los pintores, no siendo capaces de representar todos los lados lados de un cuerpo cuerp o en un lienzo plano, escogen uno de los principales y lo ex ponen a la luz, dejando los demás en la sombra para que se vean vean sólo con co n la perspectiva del lado escogido”, escogido”, escribió, escri bió, “ta “tam m bién bién yo, yo, temiendo no poder pod er poner todo lo que tengo en men m en te en el discurso, expongo expon go del todo sólo só lo aquello aque llo que sé sobre la luz. Luego, cuando surge la oportunidad, añado algo so bre el sol y las las estrellas fijas, porque casi toda tod a la luz proviene de ellos; sobre los cielos, que la transmiten; sobre los plane tas, los cometas y la Tierra, que están provistos de color, o son transparentes, o luminosos, y al cabo sobre el hombre, porque observa todos todo s estos cuerpos.”1En cuerpos.”1En otras o tras palabras, Des cartes dispuso su explicación del universo natural (o de to das las cosas, salvo las realidades espirituales de Dios y lo sobrenatural) mediante la idea de la luz como hilo conduc tor; la luz misma, sus fuentes, su medio, las cosas que la re flejan flejan y la cosa cosa -e l h o m b re - que la la obser observa. va. Descartes acabó Le Monde, pero no lo publicó (las razones se revelarán luego). Al menos, no lo publicó en su forma ori ginal, ginal, aunque extractó partes partes del del manuscrito man uscrito para para publicar pu blicar las, años después, y las dos partes principales del libro aparece AT, VI, pp. 41-42.
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Traité d e la Lu miére y Traité de rían tras su muerte como Traité l’homm l’homm e. Le Monde fue escrito en su mayor parte en casa de Henry Reneri en Deventer, en 1632. De allí escribió a Mersenne en jun jun io de aquel año para informarle del progreso.1 progreso.1 Antes de de eso, Descartes Descar tes había hab ía estado investigando no sólo as tronom tron omía ía y matemáticas, com o demuestran sus estudios estudios uni un i versita versitario rios, s, sino también anatomía, para entender mejor m ejor cóm có m o funcionan los cuerpos animal y humano. En abril de 1630 le le escribió a Mersenne: “Mi obra marcha despacio, porque me reporta más placer placer la la adquisición del del con ocim oc imien iento to que po p o ner por escrito lo poco que sé... Ahora estudio química y ana tomía simultáneamente... Los problemas de física sobre los que os dije que me ocupaba ocup aba están tan relacionados relacionad os y son tan dependientes entre sí que no me es posible resolver uno sin resolverlos todos, y no puedo hacerlo más rápida ni breve mente que en el tratado que estoy escribiendo”.2Uno de sus alojamientos en Amsterdam se encontraba en una calle de carnicero carn iceross (Kalverstraat, sin sin duda), du da), e iba todos todo s los días a ver ver cómo los carniceros mataban a los animales y recogía mues tras anatómicas para llevárselas a casa y estudiarlas. El placer que Descartes encontraba en el proceso de investi gación y redacción de Le Monde se plasma en sus cartas, que (además de las dirigidas a Beeckman durante su contratiempo) son ricas en ideas y técnicas de índole matemática y científi ca. Le mostró la parte matemática de su trabajo a Golius, que respondió positivamente, lo que suscitaría una réplica ca racterística de Descartes: “Estoy en deuda con vos por vues tro favorable juicio sobre mi análisis, pues conozco bien que 1 AT, I, pp. pp . 254-255. 2 AT .I.pp .I. pp . 140-141.
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la mayor parte se debe a vuestras buenas maneras. Tengo una mejor opinión de mí mismo, porque veo que habéis examinado los hechos he chos antes de emitir em itir vuestro vue stro últim últi m o dictam di ctam en” en ”.12 1)esde el punto de vista de la historia del pensamiento, lo verdaderamente significativo de Le Monde de Descartes es la premisa sobre la que descansa: que el mundo mun do natural puede ser examinado y entendido como un sistema de materia en movimiento vimien to que obedece obe dece a leye leyess naturales, sin sin necesidad necesidad de inin vocar fuerzas fuerzas o agencias sobrenaturales. Este modo mo do de pensar sobre el universo era el gran punto de partida revolucionario del siglo XVII, porque preconizaba la idea de que, aun creyendo que el mundo ha sido creado por una deidad, se considera que la naturaleza funciona independientemente según sus propias leyes. Igual que un reloj funciona una vez ha sido puesto en marcha por el relojero, el mundo, mun do, una vez vez ha teniten ido un inicio, obra de acuerdo con principios mecánicos sin necesidad de la constante supervisión y la intervención de una agencia externa. Cuando Descartes expuso esta idea a Mersenne, diciéndole que, una vez que la cuestión metafísica de la existencia de Dios y la agencia creativa ha quedado zanjada, el mundo puede ser tratado como un reino puramente m aterial, añadió con co n cautela cautela que, por p or supuesto, supuesto, debía debía considerarse una fábula, un “como si” pues no quería impugnar la doctrina teológica de que la existencia de una deidad es necesaria para el mundo ni el relato de la creación en el Génesis.1 Esta cláusula adicion adic ional al suena huera h uera,, desde luego, 1 AT. I. pp. pp. 23 6-23 7. 2 Newton
tenia incluso una versión aún más pegada al texto bíblico; pensaba que. puesto
que sus principios se mantendrían e n un universo universo que se desordenarla desordenarla con el tiempo, era necesario necesario un Dios que volviera volviera a ord enarlo, que mantuviera las leye leyess vigentes, vigentes, po r decir lo asi.
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puesto que si el reino material requiere sólo leyes naturales, la introducción de (literalmente) un deus ex mac hina que lo invente y lo mantenga en marcha es superflua; pero Descartes estaba ansioso porque la sinceridad de su creencia fuera considerada incuestionable, y no vacilaría nunca en su intento de atenuar las las susceptibilidades susceptibilidades religiosas en sus cartas a Mersenne y a otros, ni en tratar de conseguir que los los jesuíjesu ítas aprobaran e incluso adoptaran sus obras. Pero Pero en sus sus obras mismas m ismas hay muchas cosas que intranqu intran quiilizarían lizarían a los ortodoxos ortodox os en materia de religión. Una vez Dios Dio s le ha dado el empujón inicial al universo, según los principios de Descartes D escartes en en Le Monde , el mecanismo puede seguir marchan ma rchando do durante du rante toda la eternidad. Las estrella estrellass y los los planetas, la propia propia Tierra, Tie rra, se formaro form aron n de las interaccione interacc ioness de la la materia turbulenta, y todo lo demás se se habría seguido seguido natunatu ralmente como un resultado de las mismas leyes, incluso el surgimien surg imiento to de la humanidad. hum anidad. “Las “Las leyes leyes de la naturaleza son causa suficiente para que partes del caos [de la materia] se separen y se dispongan en orden, de modo que adquieran la forma de un mundo perfecto”, escribió Descartes, “un mundo en que somos som os capaces de ver ver no sólo la luz, luz, sino todas las las cosas, en general y en particular.” Por supuesto, reiteraría Descartes, todo esto habría que entenderlo “como si” Dios hubiera decidido crear la materia y sus leyes y dejar que éstas obraran ininterrumpidamente sobre la primera. Por supuesto, es una suposición imaginaria e ilustrativa: “Dejad que vuestro pensamiento vague más allá de este mundo y contemple otro, un mundo completamente nuevo que os presentaré en espacios imaginarios... Nos tomamos la libertad
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de moldear esta materia como se nos antoje... Supongamos expresam exp resamente ente...” ...” escr es crib ibió ió.1 .1* Si con esto trataba de mitigar los escrutadores oficios de la Inquisición, dos cosas cosas que Descartes dijo alterarían alterarían rápidarápidamente su opinión. Primero, Descartes señaló que su descripción de cómo podría formarse el universo según las leyes naturales naturales era clara y consistente, lo que implicaba que no n o fuera tanto un “co “com m o si”. si”. “Si “Si pusiera en ese nuevo m undo und o algo oscuro, por pequeño que fuera, esa oscuridad podría ocultar una contradicción de la que no me hubiera dado cuenta y, entonces, enton ces, sin pensarlo, pen sarlo, podría estar suponiendo algo algo im posible. Por el contrario, puesto que todo lo que propongo aquí puede imaginarse con claridad, es seguro que aunque no existiera nada de esto en el mundo antiguo, Dios podría crearlo en el nuevo. Pues Pues es seguro seguro que puede crear todo cuancua nto nosotros podamos imaginar.”3 En segundo lugar, Descartes insistió en que su descripción era completam comp letamente ente naturalista, naturalista, es decir decir,, basada basada sólo en prinp rincipios científicos: “Adviértase que con naturaleza no me refiero a una diosa ni a ninguna otra clase de poder imaginario. Más bien empleo la palabra para significar la materia misma, en la medida en que la tengo en cuenta junto a las otras cualidades que le he atribuido”.3 Descartes procedió de este modo, describiendo el mundo “imagin “im aginario ario””, sus sus leyes leyes,, sus fenóm fen ómen enos os y la presencia presenc ia en él de seres seres humano hum anos, s, considerados, considerad os, según sus hipótesis “im “imagin aginaa-
1AT,XI,pp.31-35. 1 AT,
XI , pp. 31 -3 6.
3 AT, XI, p. 37.
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rías”, un compuesto de cuerpo y alma, en el que el cuerpo no es “sino una estatua o máquina hecha de tierra”.1Da una re lación completa del funcionamiento del cuerpo: la digestión, la circulación de la sangre, la respiración, el funcionamien to de los “espíritus animales” que discurren por las “cavida des del cerebro” y los nervios para que trabajen los músculos. Traza una analogía con las estatuas movientes, musicales e incluso parlante de los jardines reales de Saint Germain en París: “Igualmente habréis podido observar en las grutas y fuentes de los jardines reales que la mera fuerza con la que el agua es impulsada a surtir en la fuente es suficiente para mo ver algunas máquinas e incluso para hacerles tocar instru mentos o emitir ciertas palabras, según la disposición de las tuberías por las que el agua es conducida”.2 “De hecho”, prosigue, “podríamos comparar los nervios de la máquina que estoy describiendo -e s decir, el cuerpo hu m ano- con las tuberías de esas fuentes... Cuando un alma racional está presente tiene su asiento principal en el cerebro y reside allí como el guarda de las fuentes, que se sitúa en los depósitos para producir, o impedir, o cambiar los movimien tos del agua”3 Esta parte del relato de Descartes se basaba en minuciosos estudios anatómicos. Sólo los seres humanos tienen alma, en su opin ión, así que los cuerpos animales no hu man os son meramente máquinas, privadas de emo ción y sensación, que actúan simplemente por estímulos y respuestas. Esos estu dios anatómico s incluían la vivisección. “Si se corta el extre1 AT, XI, pp. 1 20-121. 2 AT, XI, p. 130. 5 AT, X I, p. 132.
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del corazón de un perro vivo”, escribió “y se inserta el
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dedo en la incisión hasta las concavidades, se advertirá con claridad que cada vez que el corazón se contrae oprime el dedo, y deja de hacerlo cuando se dilata.”1Tenía lo que con sideraba fundamentos empíricos para pensar que los ani males eran simplemente mecanismos de estímulo y respuesta; en lo que es la primera observación conocida del reflejo con dicionado, le dijo a Mersenne que, si le pegaba a un perro re petidamente mientras sonaba un violín, después de media docena de ocasiones el perro gimotearía y se agacharía sólo con oír el violín.2 No puede negarse que la vivisección y el maltrato de los ani males son desagradables. Si esto parece retrospectivo -una cortesía de nuestra actitud contem poránea hacia los anima les, más sensible y se ntim ental-, que así sea. Es difícil enten der que una persona inteligente no se dé cuenta de la vivida presencia de emoción y sensación en los animales, especial mente los perros y caballos con los que más trata, ni se pre gunte qué supone que los animales se comporten humanamente ante el dolor y la emoción en ausencia de las cualidades cons cientes de estas cosas. El “argumento por analogía”, que dice que podemos inferir la presencia de experiencia consciente en otra criatura (humana o animal) cuando su conducta ex terior se parece a la nuestra si nosotros experimentamos cons cientemente lo mismo, es vulnerable al desafio escéptico, pues un actor puede parecer que sangra y llora sin sentir dolor al guno, y hay criaturas que padecen de la condición que las 1 AT, XI, pp. 241 -24 2. 1 AT,
X I, pp. 17 6-1 77.
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vuelve insensibles, a pesar de ser externamente normales.1 Pero la suposición de que todas las criaturas, salvo nosotros mismos, carecen de experiencia consciente, de emoción y sensación, a pesar del íntimo parecido anatómico, del entorno y la conducta, es irracional, y francamente era irracional que Descartes y sus contemporáneos pensaran en esos términos de los animales. Por supuesto, su verdadera razón era teológica. El pensamiento de que los perros y los caballos puedan tener alma (y, por tanto, ir al cielo, o a una versión canina o ecuestre del cielo) les parecía absurda, dado que aceptaban la premisa (¿igualmente absurda?) de que había almas. ¿De qué serviría un alma en un cuerpo sino para darle razón y experiencia, emoción y sentimiento? De aquí se sigue que, al carecer de alma, los perros y los demás animales carecen de todo cua nto corresponde al alma, y pueden ser sajados y puede experimentarse con ellos impunemente. Hay una leyenda según la cual, mientras vivía en Leiden, Descartes arrojó un gato desde la ventana de un primer piso para demostrar su falta de emoción y sensación (cóm o habría de demostrarlo la defenestración es incierto). Yo he visto la ventana en cuestión, señalada por los regentes de un hotel que se encuentra enfrente justo de la casa, de la que la separa un canal. Si no fuera por otra cosa, estos aspectos del pensamiento de Descartes establecen su bona fules en el frente teológico. El ' En realidad, la idea de que haya criat uras insensibles que, sin emb argo , parezcan “ext eriormente normales” es dudosa; una observación relativamente superficial demostrarla que no parecen normales en absoluto, de modo que el argum ento escéptico que se apoya en esa consid eración de debilita. La m ejor respuesta al escepticismo de las otras ment es se encuentra en P. F. St r a w s o n , I ndivi duáis (1959).
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hecho de que insertara su dedo en el corazón de un perro vivo, tras haber cortado el ápice del corazón, muestra que defendía el punto de vista predom inante, u otro muy parecido, sobre las almas y su exclusividad en los seres humanos. La obra de Descartes sobre Le Monde quedaría en nada si no estaba al día. En 1629 y, de nuevo, en 1630, un astrónomo jesuíta llamado (apropiadamente) Christopher Scheiner había observado en Roma el fenómeno del parhelio, la aparición simultánea de varias imágenes del sol reflejadas en las nubes, causadas por la refracción de la luz del sol en los cristales de hielo de la atmósfera de la Tierra cuando el sol está cerca del horizonte. Descartes le escribió a Mersenne para pedirle detalles del informe de Scheiner, así como las últimas observaciones y teorías sobre los cometas. “Durante los dos o tres últimos meses, he estado pendiente de los cielos. He descubierto su naturaleza y la naturaleza de las estrellas que vemos y de muchas otras cosas cuyo descubrimiento ni siquiera me atrevía a esperar hace pocos años”, escribió , poniendo de relieve gran confianza en su trabajo.1 Duran te todo el año 1632 y hasta el verano de 1633, Descartes trabajó tranquilamente en Le Monde , la mayor parte del tiempo en casa de Henry Reneri en Deventer, escribiendo con frecuencia a Mersenne para pedirle información y tenerle al día de sus progresos. En julio de 1633 le dijo que el libro estaba casi acabado, y prom etió enviarle una copia del manuscrito antes de que finalizara el año. El Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo de Galileo acababa de pu1 AT, I, p. 250.
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blicarse, en 1632, y Descartes le pidió a Mersenne que le di jera lo que Galileo pensaba sobre cuestiones tales como la ve locidad de los cuerpos que caen y el ritmo de las mareas. Esto demuestra que Descartes no había logrado una copia del li bro de Galileo, que sin embargo había causado una conmo ción en los círculos científicos. No sólo en los círculos científicos, pues el libro había agita do los círculos teológicos, y no para bien. En el verano de 1633, Galileo fue arrestado y condenado por la Inquisición, y todas las copias de su Diálogo sobre los dos principales siste-
mas del mundo disponibles en Roma se habían quemado. Fue un golpe terrible para Descartes. Inmediatamente abando nó sus planes para publicar Le Monde, y le escribió temeroso a Mersenne: Q uería enviaros mi Mundo com o regalo de Añ o Nuevo, y hace sólo dos semanas estaba dispuesto a mandaros al menos una parte, si no podía copiarlo todo a tiempo. Pero tengo que de cir que, m ientras tanto, m e tom é la molestia de pregun tar en Leiden y Am sterdam si tenían el Sistema del mundo de Galileo, pues pensaba haber oído que se había publicado en Italia el año pasado. Me dijeron qu e se había publicado, pero que to das las copias habían sido quemad as inme diatamente en Rom a y que G alileo había sido cond enad o y castigado. Me qued é tan sorprendido que casi decidí quem ar m is papeles o al m enos no d ejar que nadie los viera. No p odía im aginar que Ga lileo -italian o y, según creo, bien visto por el P ap a- pudiera ser con siderado un crim inal p or haber intentado establecer, co m o sin duda hizo, qu e la Tie rra se mu eve. Sé qu e algunos cardenales habían censurado esta opinión, pero creía haber oído que al m i sm o t i em p o s e e n s e ñ a b a p ú b l ic a m e n t e i n c lu s o e n R o m a . Adm ito que si la op inión es falsa, tam bién lo es todo el fun da
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m entó de m i filosofía, pues tamb ién con ella quedaría dem os trada, y está tan estrecha m ente entreverada en cada parte de mi tratado q ue n o pued o eliminarla sin dejar el resto de la obra defectuoso. Pero por nada del m und o querría pu blicar un dis curso en el que la Iglesia pud iera en con trar una sola palabra censurable. Prefiero eliminarlo qu e pu blicarlo de una form a mutilada.*1
Bajo el impacto del golpe por lo sucedido con Galileo, y pre sumiblemente po r conocim iento público, dado que el co n tenido de sus cartas a Mersenne llegaba a otros -Mersenne era un incansable centro de distribución epistolar entre los sabios-, las continuas observaciones de Descartes sobre cómo evitar la ofensa teológica se entendieron como un procedi miento cautelar, en caso de que se viera en apuros. De este modo pusilánime y francamente poco convincente, añadía: “Nunca he tenido inclinación a producir libros, y no lo ha bría terminado si no estuviera ligado por la promesa que os hice a vos y a otros amigos; mi deseo era mantener la pala bra que os había dado y que m e obligaba a trabajar. Pero es toy seguro de que no enviaréis al alguacil para que pague mi deuda y tal vez os alegréis de quedar relevado de leer doctri nas malditas. Hay ya tantas opiniones en filosofía que son plausibles y que pueden aducirse en el debate, que si las mías no son más seguras y no pueden aprobarse sin controver sia, no tengo deseo de publicarlas”2 Pero tras estas protestas, el manuscrito que Descartes iba a quemar, y luego mantener en secreto, y que esperaba que no
1 AT.I.pp. 270-271. 1 A T ,I,p.271 .
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ofendiera a ia Iglesia, y que tal vez albergara doctrinas secretas, y que nunca había querido escribir, ese manuscrito, al final, se lo envió a Mersenne: “Sin embargo, habiéndoos prom etido la obra entera durante tanto tiempo”, proseguía sin ingenuidad, “sería de mala fe por mi parte que tratara de satisfaceros con fragmentos, así que tan pronto como pueda os dejaré ver lo que he compuesto, pero os pido que seáis tan amable que me concedáis un año de gracia para que pueda revisarlo y pulirlo. Fuisteis vos quien me llamó la atención sobre el dicho de Horacio, Guarda tu trabajo durante nueve años, y sólo hace tres desde que empecé el tratado que ahora quiero enviaros”. A continu ación, de nuevo preocupado, añade: “Os ruego que me contéis lo que sepáis del asunto de Galileo”.' Lo sucedido con Galileo es significativo, no sólo para la historia del propio Galileo, sino porque señala la última tirada de dados de la Iglesia en su intento de detener la marea de la ciencia. Lo que estaba en juego era el modelo copernicano, en el que la Tierra gira alrededor del sol, en conflicto directo con las Escrituras. El texto que la Iglesia aducía era el salmo 104: Señor D ios m ío, eres inmenso, te revistes de belleza y m ajestad, la luz te envuelve como un manto. Despliegas los cielos co m o una tienda tus altos salones techados sobre las aguas. Las nubes te sirven de carroza y te paseas en las alas del viento.1
1 AT, I, p. 272 .
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Los vientos te sirven de m ensajeros, el fuego llameante, de ministro.
Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás.'
El pasaje crucial, por supuesto, está en cursiva. Para el cre yente, su importancia queda realzada por las consecuencias admonitorias de la pregunta de Dios a Job en la tormenta: “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?” (38: 4). Con la autoridad del Salmo 104, la Iglesia anunció que Copérnico, Galileo y la ciencia se equivocaban. Dieciocho años antes, en 1616, el cardenal Bellarmino y la Inquisición habían cen surado a Galileo por suponer que la Tierra giraba. Galileo no había obedecido y ahora la Inquisición trataba de suprimir el absurdo de la doctrina de que la Tierra se desplazara por el espacio, pues no sólo las Escrituras, divinamente inspiradas, decían lo contrario, sino que lo confirmaban nuestros ojos, ya que, cuando se contempla, desde las ventanas del Vatica no, a los peregrinos arrodillados en la plaza de San Pedro, se ve que el mundo está firm e y que los cielos giran tranquila y constantem ente alrededor. Los cargos contra Galileo venían de antiguo. Durante dos dé cadas, los descubrimientos de Galileo habían sido una es pina clavada en la carne doctrinal. Había empezado con su perfeccionamiento del telescopio y su uso para descubri mientos que harían época. En 1609 le había llegado la noti cia de un p oderoso “catalejo” fabricado p or un holandés y trató de perfeccionar uno para sí mismo, usando sus por-1 1 B iblia del peregri no, ed. de L. A. Schdkel, Ega-Mensajero, 199 5. (N. del T .)
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tentosas habilidades com o artesano y m atemático y apoyán dose, según dijo, en la “doctrina de la refracción” Fabricó muchos telescopios siguiendo las técnicas de entonces para producir instrumentos que aumentaran hasta cuatro veces el tamaño de los objetos, pero rápidamente aprendió a afi nar y pulir lentes de una manera más eficaz para aumentar hasta ocho o nueve veces el tamaño. Se dio cuenta del inmen so potencial comercial, militar y marítimo de lo que había hecho y, a cambio de un generoso salario, cedió los dere chos de fabricación de los telescopios al Senado de Venecia. Pero también se percató de su valor científico. Disponía des de finales de 1609 de un instrumento de precisión, al que lla mó perspicillum. Contem pló los cielos a través de él y -e n tre diciembre y enero de 1 6 0 9 - transform ó la historia. Vio las montañas de la luna, vio que la Vía Láctea consistía en in numerables estrellas individuales y vio los satélites de Júpi ter. Enseguida los llamó “estrellas mediceas”, y con el anuncio de esta aduladora apelación le envió un buen telescopio al príncipe de los Médicis, el gran duque de Toscana, que le nombró “matemático y filósofo ducal” con un sueldo exce lente. Fue algo oportuno. El Senado veneciano había caído en la cuenta de que sus “derechos” de fabricación de telesco pio eran inexistentes, puesto que Galileo no había descubierto el instrumento, y en cualquier caso Venecia no podía con trolar la fabricación de telescopios en cualquier lugar del mundo. Congeló el salario de Galileo, que para entonces ya estaba camino de Toscana. Galileo publicó sus descubrimientos telescópicos en un pe queño libro llamado Sidereus Nuncius (El mensajero de las
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estrellas). Pero en los dos años siguientes realizaría observa ciones más precisas de las lunas de Júpiter y, sorprendido por las incoherencias de sus datos, se dio cuenta de que tenía que lom ar en consideración las variables de su posición realtiva a los movimientos que observaba, en especial, variables que tenían que estar causadas por el m ovim iento de la Tierra al rededor del sol, lo que dem ostraba que el m odelo cop ernicano no era, como el propio Copérnico había considerado, una mera conveniencia para simplificar el cálculo de los m o vimientos de los cuerpos celestes, sino el modelo acertado. Galileo, en realidad, lo sabía desde hacía tiempo: en una car ta de 1598 a Kepler reconocía que era copernicano. Pero no había dado a conocer sus convicciones al respecto y las ha bía mantenido en secreto. Había sido festejado en Roma por sus descubrimientos telescópicos y elegido miembro de la Academia dei Lincei, lo que le había reportado gran satis facción. Fueron los pronunciamientos en público del antiguo discí pulo de Galileo, Castelli, entonces profesor de matemáticas en Pisa, lo que llevaría al foro la cuestión copernicana. El gran duque de Toscana, Cosme II, y su madre, la gran duquesa Cristina de Lorena, le pidieron a Castelli que les explicara la discrepancia entre las Escrituras y el modelo copernicano. Castelli defendió el modelo copernicano y le escribió a Ga lileo para mostrarle a su antiguo maestro el éxito que había tenido en su explicación. En su respuesta, Galileo expuso su opinión de que la Biblia debía interpretarse siempre de acuer do con lo que la ciencia descubriera, y no al revés. Algunas copias de esta carta llegarían a las manos de los enemigos de
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Galileo en la Inquisición , que, sin embargo, en aquel instan te no hicieron nada, salvo esperar su oportunidad. En 1616, Galileo escribió directamente a la gran duquesa para reite rarle su convicción de que las Escrituras no debían tomarse literalmente si eran incompatibles con lo que la ciencia ma temática revela del mundo. En su argumentación, dejó cla ro que consideraba la teoría copernicana literalmente verda dera. “Mantengo que el sol está localizado en el centro de las revoluciones de los orbes celestes y no cambia de lugar, y que la Tierra rota sobre sí misma y gira alrededor del sol”, escri bió. “Confirmo esta opinión no sólo mediante la refutación de los argumen tos de Tolomeo y Aristóteles, sino también aduciendo muchos argumentos en contra, especialmente al gunos que tienen que ver con efectos físicos, cuyas causas tal vez no se podrían determinar de otra m anera, así com o des cubrimientos astronóm icos. Estos descubrimientos refutan con claridad el sistema tolemaico y concuerdan admirable mente con la posición copernicana, y la confirman.”1 Era una provocación que la Iglesia no podía pasar por alto. El papa Pablo V instruyó al cardenal Bellarmino para que la Sagrada Congregación del Indice, como oficialmente se lla maba la Inquisición, examinara la teoría copernicana. El 24 de febrero de 1616, los cardenales de la Inquisición acepta ron los informes de los expertos teológicos -tén ga se esto en cuenta- y concluyeron que la teoría copernicana debía ser condenada. El cardenal Bellarmino informó a Galileo, que no había tomado parte en la investigación, de que a partir de
1 Ga u l e o G a ULEI, “Carta a la gran duquesa Cristina de Lorena" (1 61 5) .
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ese momento estaba prohibido mantener opiniones copernicanas, y desde luego enseñarlas o divulgarlas. proscripción paralizó a Galileo por un tiempo, pero cuan do el cardenal Matteo Barberini se convirtió en el papa Ur bano VIII en 1623 se sintió menos constreñido, pues Barberini era un antiguo admirador de su obra. Galileo dedicaría en seguida su nuevo libro, que estaba a punto de publicarse, a Urbano VIII. Era II Saggiatore (El ensayista), donde Galileo exponía sus ideas sobre el método científico y que contenía este célebre pasaje: “La filosofía está escrita en este gran li bro, el universo, continuamente abierto a nuestra mirada. Pero no podremos entender este libro si antes no aprende mos el lenguaje y leemos los caracteres en que está escrito. Está escrito en el lenguaje de las matemáticas y sus caracte res son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las que es humanam ente imposible entender una sola de sus pa labras; sin ellos, vagaríamos en un oscuro laberinto”. Urbano V III invitó a Galileo a audiencias papales en seis oca siones distintas, y de ése y de otros modos convenció a Gali leo de que no habría peligro en fomentar la perspectiva copernicana cuando escribiera su sistema completo del mun do, el Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo. La mala salud le obligó a trabajar despacio en esta magna obra, que no acabaría hasta 1630. Trató de obtener el permiso para publicarla en R oma, y fracasó; lograría el permiso de publi cación en Florencia, donde apareció en 1632. El resultado fue el juicio y la condena de la Inquisición a estar prisionero de por vida en su casa bajo la guardia de oficiales designados por la Inquisición.
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Cinco años después de que el Diálogo fuera condenado se publicó en Leiden con el título Discorsi e dimostrazioni ma
tematiche intorno a due nuove scienze attenenti alia mecánica. Los años que Descartes había pasado en Italia, junto a su conocimiento del latín, le habrían permitido una lectura fácil. Pero para entonces ya lo había leído, y la lectura no consiguió reducir su alarma ante los peligros que suponía mantener las opiniones copernicanas. En febrero de 1634, Descartes escribió a Mersenne para anunciarle que no le enviaría Le Monde y que lo guardaría para sí: “He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para prestar obediencia a la Iglesia, puesto que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve. Aunque no he visto que el Papa o el colegio hayan ratificado la proscripción [que era una decisión de la Congregación de cardenales para la censura de libros], me gustaría conocer lo que se opina en Francia al respecto y si su autoridad es suficiente para que la proscripción se convierta en un artículo de fe”1 Había otro inconveniente. Aquellos a quienes más deseaba aplacar e incluso ganar para su causa estaban claramente a favor de la Congregación del índice en esta cuestión. En referencia a un libro de Scheiner llamado Rosa Ursina, Descartes seguía: Si puedo decirlo así, los jesuítas han con tribuido a la condena de Galileo: todo el libro del padre Scheiner m uestra que n o son am igos de Galileo. Además, las observaciones que el libro co n tiene aportan tantas pruebas para privar al sol del m ovim ien1AT.I.pp. 281-282.
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to que se le atribuye que no puedo creer que el padre Scheiner no apru ebe la opinión copern icana en su fuero interno, lo que me parece tan sorprenden te que no me atrevo a poner po r escrito lo que siento al respecto. Por m i parte, sólo b usco reposo y tranqu ilidad de espíritu... No soy capaz de instru ir a los demás, especialmente a qu ienes, si se supiera la verdad, temerían perder la reputación que han adquirido mediante opinion es que son falsas.1
La inquietud de Descartes no desaparecería aquí. Dos meses después volvía a escribir a Mersenne, preocupado aún por el asunto de Galileo, pues pensaba que su carta anterior se había perdido y que Mersenne podía dudar de su actitud, especialmente por la aprensión de que también él podría caer en manos de la Inquisición. En su siguiente carta muestra que había estado debatiéndose consigo mismo y con otros sobre si la condena de Galileo suponía la afirmación de que la inmovilidad de la Tierra era un artículo de fe, pues, de lo contrario, Descartes aún albergaba una tenue esperanza de poder publicar sus opiniones sin temor a la censura. Pero su timidez al respecto prevalecería: Por vuestra última carta m e doy cuenta de que la mía se ha perdido... [En ella] expo nía p or extenso las razones por las que no os había enviado mi tratado. Estoy seguro de que las encontraréis tan justas que, lejos de cond enarm e p or hab er decidido n o enseñárselo a nadie, seríais el primero en exho rtarm e a hacerlo si yo no lo hu biera hecho. Sin duda sabréis que Galileo ha sido censurado recientemente por los Inq uisidores de la Fe y que sus op inione s sobre el
1 AT, I, p. 282 .
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movimiento de la Tierra han sido condenadas por heréticas. Deb o deciros que todo cu anto exponía en m i tratado, que in cluía la do ctrina del m ov im iento de la Tierra, era tan interd e pendiente que bastaba con descubrir que una de sus partes es falsa para darse cuenta de que los argum entos que em pleaba eran infundados. Aunque pensaba que se basaban en pruebas seguras y evidentes, no d esearía, po r nada del mu nd o, m ante nerlos con tra la autoridad de la Iglesia. Sé que p odría ad ucir se que no todo lo que los inquisidores romanos deciden es autom áticamen te un artículo de fe, puesto que antes debe apro barlo un con cilio general. Pero no estimo tanto m is op iniones com o para usar esos subterfugios para mantenerlas. Deseo vi vir en paz y seguir llevando la vida que había em peza do co n el lema “Para v ivir bien d ebe s ser inv isible”... Respecto a la causa de que una piedra que hemos arrojado se deteng a, es clara: la resistencia del aire, algo qu e resulta fácil de advertir. Pero la razón po r la que un arco tensado retroced e es más d ifícil, y no p uedo exp licarla sin referirm e a los princip ios de m i filosofía, que creo qu e debo m antener en silencio de aho ra en adelante...1
Incapaz de abandonar la cuestión, tras discutir otros asun tos, Descartes volvió a la turbadora condena de Galileo, esta vez en un estado de profunda inquietud por el hecho de que el intento de ocultar sus opiniones -presentándo las com o si tuvieran que ver con un mundo imaginario gobernado por leyes puramente mecánicas- parecía condenado al fracaso: En cu anto al resultado de los experim entos de G alileo que m e contáis, los niego, pero no concluyo que el m ovim iento de la Tierra sea meno s probable... M e sorprende que un ed esiásti1 A T . I . p p . 2 8 2- 2 83 .
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co se atreva a escribir sobre el m ovim iento de la Tierra, sea cual sea la excusa. He visto cartas escritas sobre la con den a de G alileo> impresas en L ieja el 20 de septiem bre de 1633 , que c on tienen las palabras “aunqu e pretendía expon er sus opiniones sólo de un m odo hipo tético”, po r lo que parece que prohíben incluso el uso de las hipótesis en astron om ía. Por eso n o m e atrevo a decirle [a un o de sus correspon ales] cuáles son m is pen sam ientos al respecto. Además n o veo que el Papa ni el co legio respalden esta censura, sino sólo una con grega ción de los cardenales de la Inq uisición , así que no pierdo del todo la es peranza de que el caso se invierta co m o o cu rrió con los An tí podas, conden ados hace tiem po de un m odo parecido. Así que en su mo m ento mi Mu ndo pod rá ver la luz del día, y en ton ces tendré que em plear mis propios argum entos.'
Es obvio el tira y afloja de los funestos pensamientos de Des cartes sobre el asunto. Mantendrá en secreto sus pensamientos para siempre; no quiere ofender a la Iglesia; cómo se atreve la Iglesia a pronunciarse en estas cuestiones; ni siquiera per mite suponer hipótesis com o un mero recurso de la exposi ción; sin embargo... al cabo... es sólo la Inquisición, no el Papa ni el colegio, la que ha condenado la opin ión copernicana, así que tal vez un día sus opiniones vean la luz... Descartes avanza y retrocede, con tem or y esperanza, pidiéndole con sejo a Mersenne, garantías, ayuda, protección y simpatía. Meses después, en agosto, sigue pendiente del asunto. Ya ha visto una copia del libro de Galileo que le ha traído Beeck- 1
1 AT, 1, 28 7- 28 8. La alusión a los Antípodas se refiere al intento de la Iglesia de neg ar su existencia y prohibir la creencia en ellos, hasta que, po r supuesto, los intrépidos explora dores que navegaron alrededor del m undo zanjaron la cuestión. El texto de Lieja que cita Descartes se lo dio a con ocer completo M ersenne en agosto de 1634 (véase AT, 1,3 06 ) y dice: "El mencion ado Galileo, po r tanto, que habfa confesado en un primer interrogatorio,
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man -cu yo trato es ahora favorable-, aunque sólo ha tenido treinta horas para ojearlo, porque Beeckman seguía su ca mino hacia Dordrecht. No está de acuerdo en algunas cosas, pero otras coinciden con sus opiniones. Le dice a Mersenne: “Debo admitir, sin embargo, que he encontrado algunos de mis pensamientos en su libro”. Aunque el pánico inicial de Descartes se mitigaría lo sufi ciente para extractar partes de El mundo y unirlas a sus es critos sobre el método que constituirían el célebre Discurso del método , que apareció en 1637 como su primera obra pu blicada, en 1640 aún le preocupaba que la Iglesia descubrie ra que albergaba opiniones copernicanas y le persiguiera por ello. En diciembre de ese año insistiría en sus preocupacio nes ante Mersenne, y repetiría todas sus acostumbradas pro testas de ser “celoso practicante de la religión católica” y no estar dispuesto a “arriesgar su censura, por creer firm emen te en la infalibilidad de la Iglesia”,' pero entonces, como ve remos, estaba pensando en publicar un relato de sus opiniones científicas, por razones que iban imponiéndose con más fuer za que su temor a la censura.
fue llamado ante el Sagrado Tribunal de la Inquisición, interrogado y detenido. Claramente había vuelto a m ostrar que era de la m isma opinión, aunque pretendía exponer sus opiniones sólo de un m odo hipotético. El resultado es que, tras discutir la cuestión extensamente, los eminentes cardenales del Comisariado General de la Inquisición se pronunciaron y declararon que el citado Galileo está bajo una fundada sospecha de herejía, en la medida en que parece haber seguido una doct rina que es falsa y cont raria a la Sagrada y Divina Escrit ura , a saber, que el sol es el centr o del universo y que n o sale ni se pone, y que la Tierra se mueve y no es el centro del universo. Era de la opinión de que su do ctrina p odía defenderse com o una probabilidad, aunque fuera declarada contraria a la Sagrada Escritura”. 1 AT, I, p. 258.
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Lo que hace que la reacción de Descartes a la condena de Galileo sea tan sorprendente y, hay que decirlo, poco edifican te, es que otros sabios, entre ellos Gassendi y el propio Mersenne, siguieran adelante y publicaran obras favorables al sistema copernicano en los años siguientes al juicio de la Inquisición. Kn 1634, cuando Descartes le escribía una cartas tras otra lle nas de preocupación, Mersenne publicó la Mecánica de Galileo y-m irabiie dictu- un resumen del mismo Diálogo.
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Sin duda, Descartes tenía talante científico. El domingo 15 de octubre de 1634 escribió en las guardas de un libro que aquel día había engendrado un hijo con la doncella Helena Jans en la habitación que ocupaba en la casa de un inglés llamado Thomas Sargent, en la Westerkirkstraat de Amsterdam. La confianza de este anuncio -que no era infundada- es sor prendente. Baillet se encontró con el dilema de si tenía que contar el pecado de fornicación de su héroe con una criada además del engendro posterior de un bastardo, de modo que achacó la aberración -co m o el propio Descartes sugería- a su interés científico por la anatomía. En el registro bautismal de la iglesia reformada de Deventer (no había ninguna iglesia católica disponible) quedó an ota do el 7 de agosto de 1635 el nacimiento de Francine, hija de Helena Jans y Rener Jochems (Rener, hijo de Jochems). No hay pruebas documentales ni circunstanciales de que Des cartes se casara con Helena Jans, pero sus enemigos católi cos le acusarían de apostasía por haberse casado con una calvinista en una iglesia protestante, un cargo que se basaba en el hecho de que hubiera bautizado a su hija en una igle sia reformada.
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Además, Francine no era una hija ilegítima a pesar de que Descartes no se casara con su madre, pues la ley de las Pro vincias Unidas establecía que era suficiente que los padres reconocieran a los hijos para que éstos fueran legítimos. Helena Jans no fue la única criada por la que Descartes se in teresaría. De un modo muy distinto se había encariñado de un criado llamado Jean Gillot y le había enseñado m atemá ticas tan eficazmente que Gillot se convertiría en director de una escuela de ingeniería en Leiden. En este momento de la historia aparece otra figura, a la que es necesario presentar porque Descartes la describiría com o “mi traductor, mi defensor y mi agente al mismo tiempo”. Era Claude Clerselier, una de las principales fuentes de in formación sobre la vida de Descartes. Clerselier era un ar diente ad m irador de D escartes y, com o la observac ión de Descartes sugiere, desempeñó un papel importante en la di seminación de las ideas de Descartes en vida del filósofo, y mucho más a su muerte, mediante la edición y publicación de sus cartas, la supervisión de la impresión de las obras iné ditas y la compilación de materiales que usarían los prime ros biógrafos, entre ellos Baillet. Clerselier había contraído un buen matrimonio, pues su mu jer, Ann de Virlorieux, había aportado una sustanciosa dote. Era un matrimonio concertado por las familias: Clerselier tenía dieciséis años y Ann veintidós cuando tuvo lugar, pero fue feliz y tuvieron trece hijos. Clerselier era consejero del Parlamento de París y luego sirvió como tesorero general de Auvernia cuando el oficial a cargo de ese puesto, Pierre Chanut, marchó como embajador de Francia a Suecia. Chanut
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aparecerá también en la historia personal de Descartes, pues fue él quien arregló el viaje de Descartes a Suecia como in vitado de la reina Cristina en 1649. Tanto Clerselier como Chanut conocían a Descartes de sus años parisinos, y luego Mersenne los había mantenido en contacto con su obra. Cuando Clerselier empezó a traducir y publicar los textos de Descartes se convirtió en un con ocedor de la obra, e íntimo del autor, hasta un punto que Mersenne no había alcanzado nunca. La importancia de Clerselier para la historia de la aventura paternal de Descartes consiste en haber dejado un registro de la conversación que mantuvo con Descartes al respecto. Según cuenta Baillet (a quien le preocupaba presentar a Des cartes con la mejor luz, en una época en que tener hijos fue ra del matrimonio estaba mal visto), el tenor de la conversación fue como sigue: “El error -que Descartes cometió- una vez en su vida, contrario a la dignidad de su celibato... es menos una prueba de inclinación hacia las mujeres que de debili dad. Dios rápidamente lo pondría por encima de todo eso, de modo que el recuerdo de su caída fuera un motivo cons tante de reproche para él y su arrepentimiento un remedio saludable que elevara su alma. Por esta gloriosa restitución pudo volver a una filosofía perfectamente cristiana y a la ino cencia de la vida”1 Cualquiera que sea la fuente real de esta piadosa exclamación -Clerselier era un hombre piadoso capaz de barnizar el ca rácter de su héroe para protegerlo a los ojos de la posteridad, 1Ba i l l e t , L a V ie de M onsieur D escartes , vol. II, p. 91.
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en un rasgo común a cuantos conservan la llama del genio-, no se corresponde con el orgulloso e independiente carácter de Descartes ni con el reconocimiento público en el registro bautismal de Deventer de que era padre de una niña. Tam poco casa con el hecho de que le agradara Francine y la ama ra, como demuestran los acontecimientos. Es humanam ente improbable que Descartes sólo tuviera un intercambio sexual, aunque la anotación sobre la concepción de Francine sea una prueba posible al efecto, por intrigante que resulte cómo supo que la concepción había tenido lugar. Como Watson observa manifiestamente, Descartes habría insistido en repetir cualquier experimento que llevara a cabo, y varias veces, para ver si los resultados eran uniformes.1Es toy de acuerdo. Hay pocas, y tentadoras, vislumbres de Descartes com o hom bre de familia, y en el caso de Helena Jans, resultan ambiguas. En una carta escrita en agosto de 1637 explica las disposi ciones que ha tomado para que Helena y Francine se reúnan con él en su nuevo alojamiento. Su casera, escribe, estaba en cantada de que la niña (Descartes se refiere a ella como “mi sobrina”) venga a vivir con él, “y rápidamente estuvimos de acuerdo en el precio porque le era indiferente si tenía una niña más o m enos de la que hacerse cargo”.2 Com o la casera de Descartes necesitaba una criada, sugería que Helena se apresurara a dejar su empleo “antes del día de San V íctor”, la fecha tradicional para tom ar o despedir a los sirvientes, y fue ra a trabajar donde él se hospedaba.
1Watson ,
C ogito Ergo Sum , p . 1 8 2 .
2 AT.I,p.510.
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Esto sugiere que Descartes y Helena no vivían bajo el mismo techo, aunque les gustaba estar jun tos cuando podían, y que se había encariñado con su hija y deseaba que estuviera cerca de él. Si Helena trabajaba de doncella en la casa donde vivían Descartes y su “sobrina”, podría estar al lado de su hija y seguir junto a Descartes, pace el fervor de Clerselier, en sus experim entos ana tóm icos, sin casarse ni vivir manifiestamente en pecado. La prueba del afecto entre Descartes y Helena, además de com partir una hija, reside en una observación, de conmovedoras implicaciones, al final de la carta citada. Descartes termina diciendo que “la carta que le he escrito a Helena no es urgente, y preferiría que, en lugar de dársela a vuestro criado para se la lleve, la guardéis hasta que ella llegue, lo que creo que hará a finales de esta semana para daros las cartas que me ha escrito”.1Esto demuestra que Helena sabía leer y escribir y que le escribía cartas (en plural), y que Descartes le escribía a ella, algo que tiene lugar, adviértase, tres años después del nacimiento de Francine y prueba un firme vínculo doméstico. En una carta escrita un año después, en agosto de 1638, Descartes deséribe a Mersenne una escena de dicha doméstica, que llamaría poderosamente la vivaz imaginación de Watson: un padre con su hija en las rodillas, juntando las manos para que el eco le devolviera la voz desde un ángulo del jardín poblado de altos setos. La pequeña corre a ver lo que hay allí, pero no encuentra nada; vuelve y trata, sin éxito, de provocar el eco, y se ríe a carcajadas cuando su padre repite el AT,I.p.510.
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truco.1Descartes vivía entonces en el campo, cerca de Santpoort, y disponía de un jardín donde ocurrirían con fre cuencia escenas com o ésa. La dicha que su hija le reportaba aumentaría con las muestras de inteligencia, pues Descartes tenía ambiciosos planes para Francine. Había empezado a preparar su educación en Francia con Madam e du Tronchet, de quien Baillet dice que era pariente lejana de Descartes y una mujer muy respetada (“madre”, asegura enseguida Bai llet a sus lectores, “de un eclesiástico”). El 1 de septiem bre de 1640 Descartes estaba en Leiden, dis cutiendo con su editor, cuando llegó un mensajero desde Santpoort para decirle que Francine estaba gravemente en ferma. Descartes se apresuró a volver y la encontró con una erupción y fiebre alta. Era escarlatina.2 Esta enfermedad, cau sada por un estreptococo de la garganta, tiene fácil remedio en la actualidad, pero entonces era una enfermedad infantil desesperadamente grave. Con su breve periodo de incuba ción -de uno a dos días-, se manifiesta rápida y violenta mente, primero con fiebre y dolor de garganta, luego con un sarpullido terrible que empieza en el cuello y el pecho y se extiende por todo el cuerpo. Descartes era desde hacía tiem po aficionado a la medicina y albergaba la esperanza de que su infalible método de adquisición de conocim iento le reve laría el secreto de la longevidad. Pero, como le había dicho en una carta a Mersenne escrita en febrero de 1639, no ha bía sido capaz de curar una fiebre. 1 AT, I I , p . 3 4 0 ;
Watson ,
C ogito Ergo Sum , p . 1 8 9 .
1Ba i l l e t , L a V i e de M onsieur D escartes , vol. II, p . 90 . Su relato hace que la es carlat ina sea la enfermedad más probable de Fran cine, aunque hay otras de síntomas parecidos. Baillet dice que el cuerpo d e Francin e estaba "cubierto de púrpura”.
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Así fue. Tras tres días de enfermedad, Francine murió el 7 de septiembre de 1640. Tenía cinco años. Meses después, en una carta a Alphonse Pollot, Descartes escribió que no era de la clase de filósofos que piensa que los hombres no deben llo rar, y añadió que sabía de lo que hablaba, porque había per dido a dos personas muy queridas.1Baillet dice que la muerte de Francine fue “el mayor pesar que Descartes experimentó en su vida”, y podemos creerlo.2 “Dos personas”: ¿sucumbiría Helena a la fiebre que, según Descartes informaría a Mersenne, cundió en el verano de 1640? Ya no hay ninguna mención de Helena en la co rrespondencia ni en ninguna otra fuente: desaparece de la vista. El padre de Descartes había muerto recientemente, y también su hermana, y podría referirse a cualquiera de los dos. Pero no los había visto desde hacía años y apenas tenía contacto con ellos. La posibilidad de que se refiera a Helena es real y aumenta la tragedia.2 La carta de D escartes a Pollot, escrita en enero de 1641, se debía a que Pollot estaba de duelo -su hermano había mu er to- y Descartes le ofrecía su consuelo. Acabo de con oce r la triste no ticia d e vuestra pérdida, y aun que no podría decir nada en esta carta qu e tenga poder sufi1 AT, III, p. 279 .
1Ba ILLET, La V ie de M onsieur D escanes, vol. II, p. 90 . En una colección llamada fí lustr es Fmncaises, publicada en 1 8 7 6 , Descartes aparece abrazando a Francine en su lecho, con una leyenda que dice: "Su hija de cin co a ños m uere en sus b razos. Qued ó inconsolable". Víase G. Ro
d i s -L e w is ,
D escanes, p. 1 4 1 .
’ Gaukroger opina que la relación entre Descartes y Helena no fue nun ca Intima, y cita el informe de Gers elier pa ra dem ostrar que Descartes lamentaba el vinculo. Aunque apenas hay pruebas, no me parece convincente; todo lo contrario. Descartes mantendría relacio nes con Francine du rante to da la vida de ella. Véase S. Ga u k r o g e r , D escartes, pp. 294-295 .
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cíente para m itigar vuestro dolor, no qu iero dejar de intentar lo, al menos para que sepáis que comparto vuestros senti m ientos . No soy de quienes creen qu e las lágrim as y la tristeza son ap ropiadas sólo para las m ujeres y que, para parecer un hom bre de ánim o firme, debamos m antener siempre una ex presión serena. No h ace m uch o sufrí la pérdida de dos perso nas m uy cercanas a mí, y m e di cuenta de que quienes querían protegerm e de la tristeza sólo la aum entab an, m ientras que en con tré consuelo en la amabilidad de quienes estaban afectados por m i pesar. Estoy seguro de que m e prestaréis más atención si no trato de refrenar vuestras lágrimas que si trato de apar taros de un sen timiento que considero justificado .1
Pero Descartes también creía que el consuelo debía ir acom pañado por el aliento de la firmeza, pues la vida sigue. Re sulta claro, por las cartas que escribió a Mersenne y a otros tras el pesar del septiembre pasado, que encontraría su me jo r consuelo en el trabajo , al que volvió sem anas después, agradecido por el alivio que le deparaba. Sin em bargo, ha de hab er m oderación en vuestros sentim ien tos, pues si bien sería bá rbaro no estar turbado en abso luto cuando corresponde, sería deshonroso abandonarse comple tamente al pesar. No confiaríamos en nosotros mismos si no lucháram os con toda nuestra fuerza con tra esa turbulenta pa sión... Pero no querría aconsejaros que usarais todos vuestros poderes de determ inació n y firmeza para refrenar la agitación interna qu e sentís, pues tal vez sería pe or el rem edio qu e la en fermedad. Tamp oco os ac on sejo que esperéis a que el tiem po os cure, aún m enos que ma ntengáis y prolonguéis vuestro su-
' AT. III. pp. 278-279.
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frim iento co n v uestros pensam ientos. Os pediría que tratarais de aliviar el dolor po co a p oco, exam inando lo que os ha su cedido con la perspectiva m ás sop ortable, al mism o tiemp o que o s entregáis a otras actividades. Soy consciente de que n o os digo nada nuevo, pero no deberíam os desdeñar los buenos remedios porque sean comu nes, y puesto que yo m ismo los he usado, me inclino a incluirlos en esta carta.1
“Puesto que yo mismo los he usado”: escribiendo cuatro me ses después de la mayor tristeza de su vida, Descartes mostraba de la manera más formidable el espíritu del filósofo.
' AT, III, 28 0.
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Los seis breves años que transcu rrieron entre la concepción y la trágica muerte de Francine Descartes -de 1634 a 1640fueron también fecundos para Descartes en otros aspectos. La debacle de Galileo en 1633 le había obligado temporal mente al silencio a pesar de cuatro años de concentración y, aunque la ansiedad duraría lo que la breve vida de Francine, no ocurriría lo mismo con su silencio. Por el contrario, en apenas dos años Descartes había decidido emp lear parte de la obra de Le Monde en un libro que establecería su reputa ción sin ser teológicam ente controvertido, y que Descartes esperaba que prepararía el camino para aceptar que sus ideas se convirtieran en manuales para las escuelas. En la inmediata secuela del asunto de Galileo, Descartes se guía estudiando anatomía, medicina, astronomía y óptica; sus cartas a Mersenne y otros están llenas de detalles técni cos en todas estas cuestiones. Pero la perspectiva de la fun dación de una nueva universidad en Utrecht, a la que el amigo y discípulo de Descartes, Henry Reneri, había sido invitado como profesor, le ofreció una nueva oportunidad para que el resultado de su trabajo fuera ampliamente conocido. Re neri estaba dispuesto a que las ideas de Descartes fueran de dominio público mediante sus lecciones. Conocía bien esas *37
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ideas; las había discutido con Descartes durante años y ha bía leído el manuscrito de Le Monde conform e Descartes lo escribía. Pero si bien una plataforma universitaria prometía un avance sustancial en la dirección de los propósitos de Des cartes, no era exactamente lo mismo que disponer de sus ideas impresas. En cualquier caso, como Descartes y Reneri comprendían, debía haber un libro que expusiera las con cepciones clave de Descartes y acompañara a las lecciones. A Descartes le preocupaba que circularan informaciones ver bales -o peor, tergiversaciones- de sus opiniones, especial mente para no ofender a la Iglesia. Ambicioso como era, Descartes se puso a trabajar en el plan de un libro de alcan ce distinto a Le Monde. La nueva Universidad de Utrecht se inauguró oficialmente en una ceremonia celebrada el 26 de marzo de 1636. Reneri empezó sus lecciones obre las ideas de Descartes inmediata mente, y fueron recibidas con entusiasmo. El prometido li bro aún no estaba listo, pero ya había algo adelantado. Apareció, por fin, en junio de 1637, impreso por Jean le Maire en Leiden. Era la primera obra publicada de Descartes. Tenía cua renta y un años y_había esperado mucho tiempo. Aunque pocos, incluso entre los sabios, se darían cuenta entonces, su aparición fue uno de los grandes acontecimientos de la his toria del pensamiento. Algunos estudiosos lo consideran aho ra uno de los dos textos seminales del mundo moderno (junto a los Principia de Newton). El libro era, por supuesto, el cé lebre tratado llamado Discurso del método. Descartes prepararía el material del libro con relativa facili dad, pues en su mayoría estaba escrito. El proceso de publi
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cación fue menos sencillo. Al principio, la casa Elzevir -y a en aquella época una editorial famosa- le dijo a Descartes que deseaba publicarlo, pero cuando fue a Leiden para empezar el com plejo proceso de ver el libro impreso comenzaron las dificultades. Descartes no especificó cuáles eran cuando le habló a Mersenne sobre ellas, pero, en cualquier caso, se lle vó consigo el manuscrito. Mersenne le ofreció publicarlo en París, y a Descartes le tentó la oferta, pero le contestaría que “mi manuscrito no está mejor escrito que esta carta; la orto grafía y la puntuación son descuidadas y yo mismo he dibu jado los diagramas, que, por tanto, están muy mal. Así que si el texto mismo no os permite explicárselo todo al grabador, será imposible que lo entienda”.' Era una clara ventaja para el autor estar presente durante el proceso de publicación por las razones que Descartes aduce, pero el ofrecimiento de Mer senne resultaba lo suficientemente atractivo como para que I )escartes pensara en aceptarlo, y le dijo a Mersenne que que rría ver la obra impresa “con un hermoso tipo y en un her moso papel”, y tener doscientos ejemplares a su disposición para distribuirlos. En la misma carta, Descartes describe el contenido del libro, y su título, que si bien era poco elegante, describía muy bien lo que ofrecía: “Plan de una ciencia universal, capaz de ele var nuestra naturaleza a su mayor grado de perfección, jun to con la Óptica, la Meteorología y la Geometría, en las que el autor, para dar una prueba de su ciencia universal, expli ca los asuntos más abstrusos que ha podido escoger y lo hace
AT. I, p. 338.
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de tal modo que incluso quienes no hayan estudiado podrán entenderlos”.*1 “En este Plan”, le escribió a Mersenne, “explico parte de mi método. Trato de probar la existencia de Dios y del alma fue ra del cuerpo, y añado muchas otras cosas que imagino que no disgustarán al lector. En la Óptica, además de la refrac ción y la fabricación de lentes, describo con detalle el ojo, la luz, la visión y todo cuanto pertenece a la catóptrica y la óp tica. En la Meteorología, me detengo especialmente en la na turaleza de la sal, la causa de los vientos y el trueno, la forma de los copos de nieve, los colores del arco iris -trato de de mostrar cuál es la naturaleza de cada color- y las coronas o halos y los falsos soles o parhelio, como los que aparecieron en Roma hace seis o siete años. Por fin, en la Geometría, tra to de dar un método general para resolver todos los proble mas que hasta ahora no se habían resuelto. Todo esto compone un volumen no mayor de cincuenta o sesenta pliegos. No quiero poner mi nombre, como decidí hace mucho. Por fa vor, no digáis nada sobre él a nadie hasta que juzguéis que es apropiado mencionárselo a algún editor...”2 La Meteorología es la parte más pedagógica del libro, y sin duda Descartes quiso qüe fuera así. La óptica es, en esencia, un tratado práctico sobre la fabricación de instrumentos óp ticos, y Descartes se dirigía al “artesano inculto” de quien de pendía, sobre todo, la producción de tales instrumentos. En Le Monde, la explicación cartesiana de la luz se apoyaba firme mente en su teoría física, pero aquí la teoría está ausente. 1AT, I, p. 339. l A T.I,pp. 339-340.
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La Meteorología y la Óptica cubrían dos de las cuatro áreas ile preocupación de Descartes. Las otras dos eran las mate máticas y la metafísica. En un estadio previo del plantea miento del libro, Descartes no estaba seguro de incluir su obra matemática y sólo después, cuando la Meteorología ya estaba en prensa, tom ó la decisión. Gaukroger conjetura plau siblemente que la razón de la indecisión de Descartes era que su gran interés por las matemáticas había remitido hacía tiem po y que sus descubrimientos habían sido redescubiertos, o eran compartidos, por o tros desde entonces, entre ellos Pierre de Fermat (con quien pronto tendría una amarga con troversia).' Pero lo más importante del libro es la primera parte, el Discurso del método mismo. Es la primera exposición del desa rrollo de las ideas metafísicas de Descartes, y su significado reside en la respuesta que proporciona a la situación creada por la condena de Galileo. Como Descartes reconocía, la cen sura de la Iglesia a Galileo había suscitado en su forma más aguda el problema de cómo debía investigarse la ciencia na tural, dado el riesgo de conflicto entre sus resultados y las en señanzas de la Iglesia. Descartes quería mostrar que no había conflicto y probarlo, además, en el contexto de la demostra ción de cómo podía avanzar la ciencia sin necesidad de dis frazarse en forma de “hipótesis” sobre mundos imaginarios. El Discurso es menos fluido que el resto de la obra porque está compuesto de muchos otros textos que Descartes había escrito en diversos momentos durante los años precedentes, aunque sólo le pondría punto final una vez que estuvieran S.
G a u k r o g e r , Descartes, p. 299.
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acabados los ensayos que lo acompañaban. Su rasgo más sor prendente es que está escrito en primera persona del singu lar, como si fuera un ensayo autobiográfico, y se dirige siempre al lector de un modo informal. Sin duda, Descartes adoptó naturalmente esta forma; en cualquier caso tenía muchos puntos autobiográficos donde apoyar su “método” de inves tigación, aunque también servía al propósito de hacer que sus razonamientos fueran más sencillos y agradables, como si oyéramos a alguien contar sus recuerdos. “Nunca he pre sumido de que mi espíritu fuera superior al de cualquiera”, decía con falsa modestia al principio, “y a menudo he de seado tener un ingenio más presto, o una imaginación tan nítida y distinta, o una memoria tan amplia y dispuesta como la de otros.” Sin embargo, prosigue, el método que ha descu bierto ayudará infaliblemente a cuantos quieran aumentar su conocimiento y elevarlo paulatinamente hasta el grado más alto del que sean capaces.' Las tres primeras secciones del Discurso son, de hecho, pu ramente autobiográficas y describen la educación de Des cartes y el itinerario mental que siguió hasta darse cuenta de que, a pesar de la excelente educación recibida en La Fléche, necesitaba volver a pensar el fundamento de sus investiga ciones para estar seguffc.de alcanzar la verdad. En conse cuencia, establece una serie de reglas para pensar que consiste en dar pequeños pasos de un modo cuidadoso y responsa ble, y una serie de principios morales para vivir mientras per sigue el conocimiento con ayuda de las reglas. “Me atrevo a decir que mediante la observación rigurosa de las pocas re-1 1AT, V I, pp. 2-3.
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glas que he escogido me fue muy fácil desenmarañar... las cuestiones”, diría, refiriéndose expresamente a cuestiones matemáticas, aunque lo que implica es que el método es universalmente eficaz.1 La cuarta sección anticipa, de un modo más breve y directo, los famosos argumentos con los que empieza la más estudiada de las obras filosóficas de Descartes, las Meditaciones metafísicas . Puesto que su posición se encuentra sucinta y claram ente expuesta en dos párrafos, merece la pena citarlos completos. El primero afirma su célebre dictum “Pienso, luego existo”, y el argumento en que se basa: D uran te m ucho tiempo había observado que, en la vida práctica, es necesario a veces seguir opinion es que sabem os que son bastante inciertas com o si fueran indudables. Pero puesto que aho ra yo só lo deseaba ded icarme a la búsqueda de la verdad, ju zg u é n ecesario h acer lo c o n tra rio y rechazar co m o si fu era absolutamen te falso todo aquello en lo qu e pudiera im aginar la m eno r duda, para ver si podía seguir creyendo en algo que fuera por com pleto indudable. Así, dado que n uestros sentidos nos engañan en ocasion es, decidí supo ner que nada fuera co m o los sentidos nos llevan a imaginar, y puesto que hay quien se equivo ca al razon ar y com eten falacias lógicas respec to a las cuestione s m ás sencillas de geom etría, y puesto que juzgaba que yo estaba tan inclinado al erro r com o cu alquiera, rechacé por infundados todos los argum entos que antes había con siderado dem ostraciones. Por fin, considerando que los pensamientos que tenemos mientras estamos despiertos también podrían oc urrir m ientras dorm imo s si que ninguno de ellos fuera verdadero, decidí fing ir que todas las cosas que hasta ese m om en to había pensado n o eran más ciertas que las ilusiones ' AT.VI, p. 20.
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de mis sueños. Pero inm ediatamente m e di cuenta de que mien tras trataba de pensar que todo era falso, era nec esario qu e yo, que lo pensaba, fuera algo. Al advertir que la verdad Pienso,
luego existo era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos eran incapaces de conmoverla, decidí que podía aceptarla sin escrúpulos com o el prim er principio de la filosofía que estaba b usca nd o.1
Este argumento engañosamente sencillo y aparentemente irresistible ha sido objeto de un largo debate en la tradición filosófica desde entonces. Nadie duda, porque nadie podría, de la verdad “Pienso, luego existo”, pero nadie ha dado una explicación definitiva de qué clase de verdad es. Si esto parece sorprendente, téngase en cuenta que, según los términos del argumento de Descartes, nadie podría considerar la exigencia “Pienso, luego existo”, a pesar de las apariencias, una sencilla deducción de la conclusión “Existo” de la premisa “Pienso”, porque eso sólo funcionaría si hubiera otra premisa disponible, una premisa mayor escondida al efecto de que “Todo lo que piensa existe”. Pero esto está descartado por la hipótesis de trabajo según la cual todas las creencias previas son falsas.2 Si hilamos muy fino, como suelen hacer los filó-
' AT, VI, pp. 31- 32 . 2 Si la premisa mayor estuviera disponible, el argu me nto de Descartes sería un sencillo si logismo: “Todo lo que piensa, existe. Pienso, luego existo”. Los argum ento s con premisas suprimidas u ocultas se cono cen c om o “entime mas”, y la vaga suposición de que much as de nuestras inferencias sean, en realidad, entimemas -apo yad os en premisas ocultas que nadie aceptarla- suele ser correcta, aunque también es una fuente habitual de falacias en el razonamiento informal. Tal vez Descartes confiara en presunciones ocultas sobre las con diciones necesarias para que algo piense -entre ellas, obviamente, que primero ha de exis ti r - a la hora de establecer este punt o; pero, si fuera así, Descartes incump liría los términos que había estipulado para investigar una prim era verdad indudable. Esto podría p arecer
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sofos académicos, el primer problema con que nos enco ntramos es si Descartes puede usar legítimamente la duda escéptica que usa para ver si quedan creencias indudables una vez que se duda de todas las cosas posibles.1 Los filósofos de la antigüedad clásica desde Platón en adelante han reconocido y discutido las consideraciones escépticas que Descartes plantea al principio de su búsqueda de la certeza: la falibilidad de nuestros sentidos, la posibilidad de error de nuestros poderes de razonamiento, la hipótesis de que toda la experiencia podría ser ilusoria, un mero sueno; pero su selección y el uso penetrante y focalizado que hace de ellas revitalizaron el debate de un modo que dominaría la filosofía durante los tres siglos siguientes.
un argumento trapacero, pues, por supuesto, la presunción es inevitable. Si lo que se re quiere es un fu ndamento seguro -co m o buscaba Descarte s-, esas evasivas han de tomarse en serio. Descartes recon ocía -e n respuesta a las criticas que se le hici eron - que su “Pienso, luego existo" no era un cntim em a, y los filósofos han trata do de entenderlo desde entonces de diversas maneras: como una intuición directa, como una “expresión performativa” (afir marla es una prueba de su verdad), o como una “implicación presuposicional” que mues tra que, puesto que es una presuposición que existimos si pensam os, entonces el hecho de que pensemos es suficiente para la verdad de existir. Véase M a r i o r i e G r e e n e , D escartes (1985) y el ensayo de Roger Scruton sobre Descartes en P hi lasophy: A G ui de Through the üubject, edición de A. C. G r a y l in g (1995). ' Descartes está en lo cierto. Su duda sólo es “metodológica", es decir, no tiene po r qué ser plausible en si misma; sólo es un recurso para llegar a cierto punto, a saber, lo que ya no se |H>dria dudar aunque plante áramos el desafio más a bsurdo y extrem adamente escéptico para infectar de incertidumbre nuestras creencias. Pero queda un aspecto importante en juego: si ese grado de escepticismo es inteligible fuera del uso metodológico que le da Des cartes. La respuesta parece ser que no. ¿Cómo -p o r poner un ejemplo de cóm o podría em pezar un argumento de esta clase- podríamos tener el lenguaje con que dar form a a la duda •i lo que ese escepticismo sugiere fuera verdad?
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Así ocurre con la afirmación de Descartes en el segundo pá rrafo, donde se entrega al “dualismo”, es decir, a la teoría de que el espíritu y la materia son dos sustancias distintas: Luego exam iné con atención lo que yo era. M e di cuenta de que, si bien p odía fingir que no tenía cuer po y que n o había mu ndo ni lugar donde yo pud iera estar, no podía fingir que no existía. Me di cuenta, p or el contrario, de que, del m ero he cho de pensar en dudar de la verdad de las otras cosas, se se guía con toda evidencia y certeza qu e yo existía, mientras qu e si yo hubiera d ejado de pensar, incluso si tod o lo que yo hab ía imag inado alguna vez hubiera sido verdadero, no tendría ra zón para creer que yo existía. Con esto supe que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar, y que n o requiere de ningún lugar ni depende de ningu na cosa m aterial para exis tir. Por tanto , este “yo” - e s decir, el alma por la que soy lo qu e so y - es enteram ente distinto del cuerpo y, de hecho , es más fá cil de cono cer qu e el cuerp o, y no dejaría de ser lo que es aun que el cuerpo no existiera.1
Esta célebre afirmación del “dualismo cartesiano” es el otro gran legado de D escartes para el debate filosófico. De nuevo la sencillez y plausibilidad del argumento es sorprendente, pero a diferencia de la afirmación “Pienso, luego existo”, que es verdadera, la exigencia de que el espíritu existe indepen dientemente de los cuerpós^s bastante improbable según el mejor testimonio de nuestra ciencia y nuestra filosofía más persuasiva. Aunque los objetos y acontecim ientos mentales (el pensamiento, la memoria, la experiencia visual) carecen de propiedades físicas -pe so , posición en el espacio, color o 1 AT, VI, pp. 32-33.
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aroma, por ejem plo-, todo sugiere que, en cierto sentido, son productos del cerebro y no podrían existir sin él. l,a ¡dea de que la vida mental es fundamentalmente neurológica y tiene lugar como una actividad en las estructuras ce rebrales es ahora la opinión establecida. Está extraordinaria mente apoyada por las pruebas empíricas, aunque el problema de los qualia (el carácter subjetivo de la experiencia, los co lores que vemos, los sonidos que oím os, los aromas que ole mos en el mundo interior privado de la sensación y el sentimiento) no se haya resuelto, pues aún no sabemos cómo surgen los qualia en la conciencia de las complejas interac ciones de las células cerebrales. Que surgen es, por supuesto, incuestionable, y con ocem os muchas cosas sobre la activi dad computacional del cerebro, cómo maneja la informa ción que le llega del mundo exterior mediante los sentidos y cómo elabora sus millones de adecuadas y rápidas respues tas a esa información, la mayor parte de la cual no es apa rente para la conciencia. Los optimistas dicen que un día entenderemos cómo el cerebro da lugar a los qualia en la ex periencia consciente. Los pesimistas piensan que nunca se remos lo suficientemente inteligentes para entender nuestros cerebros. (Felizmente, los pesimistas no han malogrado el in tento de entenderlos.) I\1 problema para Descartes y sus inmediatos sucesores filo sóficos era cómo podían interactuar dos cosas tan diferen tes, el alma y el cuerpo. ¿Cómo podía un pensamiento hacer que se movieran mis brazos y piernas? ¿Cómo podía un al filer que penetraba en mi carne causar la sensación de dolor en la conciencia? Podemos ilustrar este aspecto por analogía
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con una cuestión doméstica: ¿cómo podríamos darle a una bola de béisbol en medio de la niebla? Descartes sugirió al principio que el alma y la materia interactúan mediante la glándula pineal en el cerebro, hasta que se dio cuenta de que sólo era un modo de esconder el problema en un pequeño órgano intercraneal.1Terminaba diciendo que la interacción del alma y la materia es un m isterio que sólo Dios entiende. Las heroicas soluciones propuestas por dos sucesores de Des cartes en la tradición filosófica, Malebranche y Leibniz, ¡lus tran lo difícil que resulta el problema para cualquiera que acepte la premisa dualista, según la cual el universo contie ne dos sustancias completamente distintas. Ambos afirman la idea de que el alma y la materia son demasiado distintas para interactuar, y por tanto no lo hacen, aunque lo parezca desde el punto de vista de nuestro entendimiento finito e ina decuado. Lo que sucede, dice Malebranche, es que cuando Dios ve que algo en el reino material requiere un correlato mental, y viceversa, lo aporta; así, cuando nuestro estómago está vacío y causa la sensación de hambre y el deseo de co mer, Dios empuja nuestros brazos y piernas a ir a la cocina, ju ntar el pan y el ja m ón y com érn oslos y luego causa una agradable sensación del gusto y la sensación de estar sacia1 Descartes expone esta opinión en una carta a Lazare M eyssonnicr datada el 29 de enero de 1540: “Contestaré a vuestra pregunta sobre la función de la pequeña glándula llamada conari on (pineal).
Mi opinión es que esa glándula es el asiento principal del alma y el lu-
gar donde se forman todos nuestros pensamientos. La razón de que lo crea es que no logro en contr ar otra parte del cerebro, salvo ésta, que no sea doble. Puesto que sólo vemos una cosa con dos ojos y olmos una sola voz con dos orejas... necesariamente ha de oc urrir que las impresiones que entran por los dos ojos y las dos orejas, y así sucesivamente, se unan en alguna parte del cuerpo antes de que el alma las tenga en cuenta. Sin embargo, es imposible encontrar ese lugar en la cabeza salvo la glándula” (AT, II. p. 19). Descartes se equivocaba al pensar que la glándula pineal es la única estructura simple del cerebro.
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tíos. El argumento central de esta perspectiva es que Dios es la única causa del universo. Los críticos señalan que el in conveniente es que, incluso para una deidad omnipo tente y omnipresente, la gran cantidad de correlaciones entre el alma y el cuerpo que se requieren al cabo del día constituye un tra bajo tremendo: Dios ha de estar verdaderamente ocupado. Además, exigiría que estuviera involucrado en una gran cantidad de males. Los defensores de Malebranche replican que I )ios es demasiado inteligente para hacer el trabajo duro y que de algún modo se las arregla para evitarlo. Pero en lo que concierne al mal, Malebranche ha de elaborar un delicado argumento, basado en la idea de que el pecado es una “inte rrupción de la actividad” y, por tanto, no es el resultado de la agencia causal de Dios en absoluto. Este argumento no ha sido demasiado influyente. La solución de Leibniz, más sosegada (desde el punto de vis ta de Dios), consiste en decir que los reinos mental y mate rial son como dos relojes que marchan en perfecta armo nía, de modo que cuando uno muestra la hora en su esfera, el otro suena, lo que persuade a los observadores de que están conectados. El inconveniente de esta teoría, sin embargo, es que requiere un estricto determinismo en la historia del uni verso; todo debe suceder como un resultado invariable de la puesta en marcha de Dios al principio de los tiempos, lo que significa que no hay libre albedrío, lo que a su vez significa que la moralidad es una noción vacía, porque nadie puede hacer otra cosa que la que hace. Además, significa que la mal dad en el mundo estaba predeterminada y que Dios ha de ser responsable de ella.
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La teoría de Malebranche se conoce como “ocasionalismo” porque Dios aporta correlatos mentales y materiales cuando la ocasión lo requiere. La teoría de Leibniz se conoce como “armonía preestablecida” o “paralelismo” por razones obvias. El interés de estas teorías reside, sobre todo, en que ilustran la aporía que Descartes ha legado a quien acepte su premisa dualista, la cual, por supuesto, era difícil de eludir en una época en que la religión dominaba y hacía imposible que alguien negara la existencia de mundos inmateriales, una tesis en la que Descartes creía sinceramente. La solución real al misterio del espíritu y el cuerpo, sin embargo, como las mejores investigaciones científicas nos dicen, es que espíritu y materia no son dos cosas distintas, porque sólo hay una sustancia física en el mundo, lo que resuelve el problema de la interacción. Pero no resuelve el problema de la conciencia.1
1 La conciencia parece, en cierto m odo, lo más fácil de entender del mu ndo, pues cualquiera capaz de pensar en ella es Intimamente consciente de ser consciente: estamos inmediata mente familiarizados con nuestra conciencia, presente en cada m omen to de nuestra expe riencia y pensamiento. Igualmente, la conciencia de los demás es obvia en sus rostros y conducta, y la mayoría de las personas saben cómo interpretarlos y responder como seres conscientes, lo que constituye la experiencia ordinaria de la interacción social cotidiana. Al mismo tiempo, la conciencia es el misterio más desconcertante para la ciencia y la filo sofía. Es un problema tan difícil que durante mucho tiempo los filósofos han desistido de pensar en ello y los científicos no lo han hecho en absoluto. Algunos, como es sabido, si guen a Descartes al [tensar que es demasiado difícil para la inteligencia humana. Otros pre tenden que no hay conciencia; en realidad, estarnos muertos en vida, aunque de un modo muy complicado. A pesar de estas opiniones pesimistas e inaceptables, la mayoría de los estudiosos del problema -filósofo s, neurocientííicos y psicólogos, en un trabajo co nju nto utiliza poderosas herra mientas de investigación, especialmente el escáner cerebral, para o b servar cerebros tanto sanos co m o dañados mientras funcionan en p rocesos de aprendiza je, sen sa ción , re cu er do , ra zo na m iento y sen timie nto. Un o de los resulta dos es un gran incremen to en el cono cimien to de la función cerebral, en el sentido de una compre nsión
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El Discurso y los Ensayos, y el suprimido Le Monde que les había precedido, contienen en germen toda la filosofía y la ciencia cartesianas. Sus dos grandes obras p osteriores, pu blicadas durante la década de 1640 -las Meditaciones y los Principios de filosofía (en lo esencial, un manual cien tífico )-, exponen las mismas opiniones con más detalle y materiales añadidos, pero sin cambiar de doctrina. Así, por lo que se ha dicho de la perspectiva intelectual de Descartes, podemos comprender su planteamiento de que “la finalidad del estu dio debe ser guiar al espíritu para form ar juicios verdaderos y sensatos sobre todo aquello que se le presente” y de que “las ciencias, en su totalidad, son la inteligencia humana, y todos los detalles del conocimiento no tienen otro valor que el de fortalecer el entendimiento”. Esto implica expresamente que el propósito de la filosofía-entendida como investigación en el sentido más amplio- no es la mera acumulación de datos e información, ni la mera erudición, sino lograr la compren sión de las cosas, que es algo más que conocimiento. La ruta que lleva allí es su método. [diñada de la correlación entre áreas específicas del cerebro y capacidades mentales espe cificas. Aristóteles pensaba que el cerebro era un órgano para enfriar la sangre (llevamos Mimbrera en invierno para mantener el calor) y que el asiento del espíritu era el corazón (donde, cuando vemos al ser amado, se produce un tumulto). La ciencia reciente ha esta blecido definitivamente lo cont rar io de lo que cualquiera, desde Aristóteles, creía. IVra todo este conocimie nto no propor ciona un ente ndimiento de la conciencia, que es un lenómeno demasiado proteico y variado para sencillas comparaciones entre estados cons cientes y la actividad de esta o aquella estructura cerebral. La correspondencia entre un acontecimiento mental y un acontecimien to cerebral, por exacta que sea, puede explicar cóm o surgen imágenes tan abigarradas y aroma s tan evocadores y sonidos tan arm onioMis o discordantes en la cabeza, com o si fuera una pantalla de cine. Este problema - e l pro blema de tos quali a- es el problema c entral y más difícil de la conciencia , y aún espera una Milución.
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Los primeros estudios de geometría y aritmética, y el hecho en particular de que, si bien veía que ambas ciencias proporcionaban muchas verdades y aportaban materiales para deducir otras, no se explicaban a sí mismas suficientemente, es decir, no mostraban por qué sus verdades eran verdaderas, le inspirarían el método cartesiano. Descartes sabía que los descubrimientos de los antiguos matemáticos eran, en conjunto, peculiares respecto a los problemas con los que trataban; carecían de principios generales que explicaran la relación entre los distintos descubrimientos. En casi todos los casos, los descubrimientos de la antigua geometría y aritmética eran un triunfo del ingenio individual. Hacía falta un modo de relacionar entre sí los diferentes aspectos de la geometría y de expresarlos con una notación común que permitiera la generalización de los descubrimientos. El remedio empezó a lograrse con los matemáticos del siglo
XVI,
principalmente Fran^ois Viete, que inventaría el ál-
gebra y proporcionaría las herramientas para generalizar la geometría, al mismo tiempo que sabios como Lúea Pacioli, Jeró nim o Cardano e Niccola Tartaglia usaban medios geométricos para resolver distintas ecuaciones. Pero la notación era torpe y vacilante e incluso los nom bres usados en matemáticas variaban de una escuela o país a otro. Parte de la contribución de Descartes consistió en poner algo de orden en medio de esa confusión. Inventó la pauta de representar las potencias con un número volado (com o en 102); sin un modo sistemático de denotar la homogeneidad de potencias sucesivas no habría podido expresarse el binomio. Ahora se denotan las cantidades desconocidas mediante las últimas letras
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ild alfabeto (x, y, z) y las cantidades conocidas mediante las primeras (a, b, c...). Descartes fijó esta convención.1 Las innovaciones notacionales son una poderosa ayuda para progresar en un campo como las matemáticas; con ellas, Des ea ríes pudo hacer sus propias contribucion es y facilitar las de los demás, y las suyas fueron sustanciales. Es uno de los fundadores independientes de la geometría analítica, ayudó a establecer los fundamentos del cálculo diferencial, fijó el método de resolver ecuaciones de cuarto grado (creía que su método se aplicaría a grados superiores) y muchas más cosas. No todo lo que esperaba de su obra matemática ha re sistido el examen posterior, pero éstos son motivos suficien tes para que la posteridad los tuviera en cuenta. Me detengo en los logros matem áticos de Descartes porque ¡lustran el método sobre el que descargó tanto peso y que ex puso en detalle en sus Reglas para la dirección del espíritu * Su opinión era que podemos llegar a cono cer cuan to deseamos si empezamos por los elementos más simples y luego pasa mos lenta y cuidadosamente de un elemento al siguiente. Los elementos m ás sencillos se distinguen por su carácter intu ilivo y pueden percibirse “clara y distintamente”. La verdad, en general, requiere una percepción clara y distinta de su ob jeto; puesto que los objetos de conocimiento constituyen una serie en la que cada uno puede entenderse en los términos del que le precede, es obvio -arg um en ta D esc arte s- que la ' Algunas de sus innovaciones, incluido el uso de los núm eros volados para representar los alad rad os, cubo s y demás, habían sido anticipadas po r Franfois V icte a finales del siglo anterior. Descartes dijo que no co nocía la obra del m atemát ico, lo que se convirtió en un motivo de disputa. AT, X, p. 35 9 ss.
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investigación debe empezar por el elemento más sencillo y luego seguir cuidadosamente hasta recorrer toda la serie, comprendiendo así cada una de las relaciones. “Pienso, luego existo” le parecía a Descartes el paradigma de una verdad inicial distinta y directamente captable, el primer paso que se requiere en la investigación metafísica. Esto le llevaba a lo que consideraba la siguiente verdad: que era esen cialmente una “cosa pensante” -espíritu o alma- cuya exis tencia es independiente del cuerpo. En geometría, Descartes resolvería el problema de dar un tratamiento general a las curvas al reducirlas rectas y de localizar un punto mediante la determinación de su distancia desde dos líneas rectas (el eje de coordinación que, según la leyenda, se le ocurrió a Des cartes mientras observaba a una mosca en el techo: era un punto que se movía y podía localizarse gracias a la intersec ción de las líneas del techo y las paredes). En el caso de la fí sica, la idea primordial era que el universo material puede entenderse por completo en términos de extensión espacial y movimiento. Pero no es suficiente con “Pienso, luego existo” ni con las per cepciones claras y distintas mediante las que avanza la in vestigación de acuerdo con el método. Falta un elemento crucial: la existencia de un Dios bueno que no permitirá que nos extraviemos en nuestros razonamientos si usamos nues tros poderes intelectuales responsable y cuidadosamente. No se trata sólo de la existencia, sino de la bondad de Dios, que asegura que el uso correcto de nuestras facultades nos lleva rá a la verdad, en el supuesto de que nos guardemos de nues tra propensión natural y pecaminosa al error. En el Discurso,
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I >escartes se limita a invocar la idea de la bondad de Dios io nio garante de la investigación; años después, en las Meditaciones , se extendería con detalle en este aspecto. Al final del Discurso, Descartes explica que lo escribió en fran cés en lugar de latín, que era lo usual, porque “esperaba que quienes usan su razón natural en toda su pureza serán me jores jueces de mis opiniones que quienes sólo dan crédito a los escritos de los antiguos” 1Al enviarle una copia a uno de los profesores de La Fléche, le dijo que hab ía escrito de modo que “incluso las mujeres me entiendan”2 Esto resulta curio so; en el siglo X V I I , el latín era la lengua universal de la lite ra tura y la erudición, y si Descartes deseaba ser entendido en cualquier parte, desde Inglaterra hasta Italia, en las Provin cias Unidas y en los estados germánicos (al menos en aque llos en los que alguien leyera, devastados como estaban enton ces por la guerra y la rapiña), habría hecho mejor en escribir en latín. Sin embargo, escogió el francés y limitó su público a su tierra natal y a las clases altas de los demás países para las que el francés era una segunda lengua natural. Descartes envió copias de su libro al rey Luis XIII, al carde nal Richelieu y al embajador francés en La Haya. Por supuesto que no esperaba que lo leyeran. Los ciento noventa y siete ejemplares restantes -c o m o le había indicado en una carta a Mersenne, quería disponer de doscientos ejemplares para su uso- fueron ampliamente distribuidos. Envió tres copias a l.a Fléche con la esperanza de que el libro fuera adoptado
AT. V I, p. 77. AT, I, p. 560.
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como manual, al menos la sección de la Meteorología. A Étienne Noel le escribió: “Creo que no habrá nadie que tenga más interés en examinar el contenido del libro que [los jesuítas]... No sé cómo podrán seguir enseñando estas cosas de ahora en adelante como las enseñaban año tras año en sus colegios, salvo que censuren lo que he escrito o lo que le sigue”.*1 Le envió una copia al cardenal de Bagni, a quien había co nocido en París a finales de la década de 1620, cuando de Bagni era el nuncio papal en la capital francesa, y al cardenal Barberini, sobrino del papa Urbano VIII. Con esto quería "probar las aguas”, no para saber si sus opiniones eran acep tables teológicamente, sino para ver si eran recibidas con afa bilidad, es decir, Descartes esperaba el apoyo de la Iglesia, no sólo su tolerancia. Un librero de Roma pidió una docena de copias a Jean le Maire en Leiden, a condición de que no di jera nada del movimiento de la Tierra, y como felizmente no lo hacía, podemos suponer que se vendieron en la ciudad eterna a quienes podían leer en francés y tenían una dispo sición investigadora.2 El libro atrajo mucha atención, tanto positiva como negati va. Docenas de lectores eruditos escribieron respuestas y crí ticas a diversas partes de la obra. La más debatida era el propio Discurso, pues tocaba (aunque con demasiada ligereza) tan tas cuestiones de importancia filosófica que estaba conde nado a suscitar preguntas y desacuerdos. Cada uno de los ensayos estimulaba su cuota de reacciones, y Descartes con testó a muchos de sus críticos, incluso a aquellos cuyas que ' AT, I, p. 455. 1 S. G a u k r o g e k , D escartes, p. 323 .
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jas eran como las de un tal Libertus Fromondus, de la Uni versidad de Lovaina, que dijo que la teoría de la visión de I descartes debía ser errónea porque “las nobles acciones, como la vista, no pueden resultar de una causa tan innoble y bru tal como el calor”. Éste es un ejemplo de la clase de pensa miento que había estorbado a la ciencia desde Aristóteles. I.as críticas adversas que Descartes recibió de los matemáti cos de París a su Geometría y a algunos aspectos de su óptica pondrían de relieve el lado peor de Descartes, los mismos sentimientos amargos y vejatorios que había mostrado con Beeckman. De hecho, su respuesta fue tan airada que susci taría la pregunta por sus relaciones con esos matemáticos cuando estaba en París: hay algo turbio en todo ello. Parte del problema era que Descartes no desarrollaba los proble mas que presentaba en la Geometría : se saltaba algunos pa sos y a veces se limitaba a arrojar un guante a sus lectores fiara que probaran algo por sí mismos si podían. Pero en Pa rís había matemáticos de consumada habilidad, entre ellos Pierre de Fermat, que entendieron muy bien la obra de Des cartes, demasiado bien, pues había aspectos de la Geometría que invitaban a la crítica. F.l problema empezó cuando Descartes envió un manuscri to del Discurso a Mersenne para que lograra una licencia -u n privilége de Luis XIII para que el libro se publicara en Fran cia. El responsable oficial del gobierno para tales casos no era otro que Jean Beaugrand, un matemático con especial inte rés en los intentos para desarrollar el álgebra y que acababa ile publicar una nueva edición de las obras de Frangois Viete. Estaba, además, familiarizado con la obra del matemáti
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co inglés Thomas Harriot, cuya Artis Analyticae Praxis había aparecido seis años antes. Viete y Harriot eran los dos prin cipales matemáticos que habían desarrollado el álgebra en el periodo moderno previo a Descartes. Cuando Beaugrand leyó el Discurso y los Ensayos, advirtió la pretensión carte siana de haber elaborado sus matemáticas con sus propios recursos y no le creyó, pues pensaba que se apoyaba en la obra de Viete y Harriot. Le escribió a Mersenne al respecto y publicó dos panfletos donde daba a conocer sus alegaciones. Descartes las negó vehementemente, pero la acusación de ha ber tomado en préstamo sin reconocerlo - e incluso plagia d o - no era buena para la reputación de Descartes e interfirió en el juicio debido a su contribución matemática.1 Además, Beaugrand mostraría que una de las técnicas geo métricas empleadas por Descartes era inferior a otra desa rrollada por Fermat (de quien era patrocinador y un apoyo firme). A Descartes esto le dolió, aunque luego aceptaría tran quilamente un aspecto de la técnica de Fermat en lugar del suyo, pues el método de Fermat era superior. Pero entonces el ataque de los matemáticos de París le enfureció: escribió una carta fulm inante el 1 de marzo de 1638 en respuesta a tres cartas de Mersenne que le informaban de los ataques de Beaugrand y otros, jun to a lo que juzgaba que era la prueba de que Beaugrand se había apropiado del manuscrito, que no le había devuelto a Mersenne, y retrasaba deliberadamente la concesión del privilége:
1 S . G a u k r o g e r , Desearles, p . 3 3 1 .
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D ebo ag radeceros, en p rim er lugar [em pezaba la amarga réplica de Descartes a M ersenne], por hab erm e llamad o la atención escrupulosamente sobre muchas cosas que era imp ortante que yo con ociera. Puedo aseguraros que, lejos de preocuparm e por la maledicencia sobre mi p ersona, m e com place; de hecho , cua nto m ás extravagante y ultrajante es, más la considero una ventaja, más m e agrada y menos m e incom oda. Sé que esa gente despreciable no se tom aría tantas m olestias en hablar mal d e m í si otro s no lo h icieran b ien. Además, a veces la verdad necesita la contradicción para reconocerse mejor. Pero quienes hablan sin razón ni justificación no m erecen sino el desprecio. En cuan to a M onsieur Beaugrand, m e sorprende que os dignéis hab lar de él, después de có m o o s ha tratado ... Respe cto a los discursos que ha esc rito y los de su calaña, os ruego que los tratéis con desprecio y les dejéis en claro que no siento sino desprecio hacia ellos. Sobre todo, os pido que no me enviéis ningún escrito, ni suyo ni de n ingún otro , salvo que con sientan en añ adir una nota que indique que están de acuerdo con mi pub licación y m i réplica... Tras ver la últim a carta de m on sieur de Ferm at, de la que dice que n o deseaba ver publicada, o s e n c a r e z c o q u e n o e n v i é is m á s c a r t a s d e e se ti p o . P o r s u puesto, si un jesuíta o un sacerdote del Ora torio , o cualqu iera que sea inneg ablem ente h onra do y de m iras elevadas, desea enviarm e algo, tendrem os que ser más cautos. Yo suelo fran quearm e con la gente en esos casos, pero no co n los caracteres rencoro sos cuyo p ropó sito es cualquier cosa excepto la verdad.'
I )ado que Fermat era el mayor m atem ático del mom ento y que los jesuítas y sacerdotes del Oratorio no siempre merecían ser descritos como “innegablemente honrados” esto suena extraño en la actualidad. Pero había más. Descartes se negó Al, II, pp. 24-25.
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a leer uno de los tratados de Fermat y lo devolvió intonso con la advertencia de que cuanto contenía podía encon trar se en su obra, refiriéndose -s in demasiada coherencia, pues to que acababa de decir que las intuiciones de Fermat imitaban las suyas- a la obra de Fermat como “excremento” En la mis ma vena escatológica, afirmaba que las cartas de Beaugrand sólo servían como papel higiénico.' Beaugrand exasperaba a Descartes: su ob ra era “impertinente, ridicula y desprecia ble”, y el tipo m ism o muestra “tan to impudor y desvergüen za co m o ig n or an cia ”.12Sin duda, la temperatura de las observaciones de Descartes se explica por el hecho de que Beaugrand le hubiera llamado “el impertinente metodológi co”, jugando con el título del libro.3Descartes llamaba a otros matemáticos que habían c riticado su obra “moscas”; decía de Gilíes Roberval que “era menos que un animal racional” y de Pierre Petit que era un “perrillo que me sigue ladrando por la calle”. Thom as Hobbes, cuya grandeza se ha reconoci do en la posteridad, le parecía a Descartes “extremadamen te despreciable”. Tres años después, aún resentido, en el prefacio a sus Meditaciones metafísicas , diría que sus críticos eran “ne cios y blandos”, y arrogantes”, y mantenían opinion es “falsas e irracionales”.4 Roberval era profesor de matem áticas en el Collége de France, y una de las razones por las que se oponía a Descartes ra dicaba en que estaba ofendido, en su posición de eminente matemático académico, porque no le había enviado una co1 AT .lIl.p. 437. 2 AT.II, pp. 188-190. 3 G . Ro d is-l e w is ,
Descartes, p . 1 2 0 .
4 AT, VII, p . 9 ; v é a s e S. G a U k r o c e r , D escartes, p . 3 2 3 .
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|>¡.i del Discurso, ni siquiera la separata de la Geometría. Si era un desliz intencionado de Descartes, o (como sugiere Watson) una estratagema de Mersenne para suscitar la contro versia y la disputa, el resultado sería el mismo: Roberval atacó l.i obra de Descartes a la menor oportunidad y todos los esIlim os de Descartes por aplacarlo, de la adulación al insullo, no evitaron la corriente de hostilidad. Descartes terminaría diciéndole a Mersenne que Roberval era tan vanidoso como una muchacha, tenía la cabeza de un enano y se comporta ba como el bufón de una farsa italiana, que “continúa jac tándose y mostrándose victorioso e invencible aun después de ser desorejado y abofeteado”.1 A la luz de la reacción adversa de Descartes a la crítica del I Hscurso, el motivo para desarrollar con detalle sus argu mentos filosóficos en sus posteriores Meditaciones -espe cialmente sus argumentos sobre la existencia de Dios- resulta más claro. En el prefacio se excusa por los defectos del Dis1 tirso: “Mi propósito no era tratar las cosas por extenso”, dirá, "sino ofrecer un ejem plo y aprender de mis lectores a mane jar después esos asuntos”. Añade que pensó que no sería de ayuda “exponer por completo” sus opiniones en un libro est l ito para el lector común de Francia, “y que inteligencias más débiles creyeran que debían seguir ese cam ino”.2 Incluso cuando la disputa entre Descartes y uno de sus crí ticos era amistosa, como lo fue con otro profesor del Collégo de France llamado Jean-Baptiste Morin, las diferencias de opinión hicieron que Descartes abandonara el terreno y pi-
' Al, IV, p. 540. Al, VII, p. 7
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diera a Mersenne que no le enviara más preguntas y com en tarios de los disputantes. Morin era particularmente halaga dor para Descartes; se refiere a él como “uno de los hombres más sutiles y fértiles del siglo”, con un espíritu “que legará algo raro y excelente a la posteridad”. 1*Las ob jec iones y las cuestiones de Morin llegaban a Descartes por mediación de Mersenne, y por el mismo cam ino iban las respuestas. Pero, en cierta ocasión, Descartes dijo a Mersenne: “No volveré a contestar a Monsieur Morin... Entre nosotros, me parece que sus pensamientos están más lejos de los míos que al princi pio, de m odo que n o llegaremos a un acuerdo”.1 Su reacción a la conducta favorable de otros se encuen tra en agudo contraste con la amarga opinión que Descartes tenía de los matemáticos que le atacaban. A Girard Desargue y Florimond Debeaune les gustó el libro, lo alabaron y, a cambio, obtuvieron el beneplácito del autor. Descartes dijo a Mer senne que le agradaba el bueno de Desargue y la “curiosidad y claridad de su lenguaje”.3Desargue ayudaría a M ersenne a obten er el privilége para el libro, y al leer el ensayo sobre la óptica deseó tener lentes como las que describía Descartes. Debeune sería valioso en otra dirección: estudió el libro de Descartes tan minuciosamente que fue capaz de detectar un minúsculo error en la medida de la refracción, y Descartes le escribió lleno de admiración para agradecérselo. Debeaune descubrió que Descartes había dejado en la sombra delibe radamente partes de la Geometría para no revelar los princi-
1AT, II, p. 288. 1 AT, II, p. 437. 3 AT, 1, pp. 36 2,3 6 7.
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píos en que se basaba, y dijo que habría sido mejor si lo hubiera hecho de otro modo. Había estudiado la Geometría tan profundamente que afirmó que podría transcribirla de memoria si el libro se perdiera y completar lo que Descartes había om itido innecesariamente. De hecho, añadiría poco después lo que le faltaba y se lo envío a Descartes con el título “Notes sur la Geometrie”. Estas notas se tradujeron al latín y se publicarían como suplemento a la versión latina de la Geometría en 1649.' I I gran interés que suscitó el Discurso convenció a Descartes de dos cosas: debía abandonar las matem áticas y redactar su filosofía con más claridad y constancia que en el Discurso. Empezaría a ocuparse enseguida de esta última tarea en la redacción de las Meditaciones metafísicas, y adoptó una decisión estratégica: dar a conocer las Meditaciones antes de su publicación y solicitar objeciones, que publicaría junto a sus réplicas y el texto de la obra, para evitar la desordenada secuela de correspondencia que había generado la aparición del Discurso. I lay que añadir una palabra a las contribu cion es matem áticas de Descartes, que corresponde a los historiadores de la ciencia. “En térm inos de habilidad matemá tica, Descartes lúe, probablemente, el más capaz de los pensadores de su época”, afirma Cari Boyer, tras describir las ideas de la Geometría, “pero en el fondo no era un matemático. Su geometría era sólo un episodio en una vida dedicada a la ciencia y la filosofía.”2Es cierto, pero fue un episodio significativo. En1 1U. Ro d i s -L e w i s , D escart es, p. 124. 1 ( ’. a r l B o y e r , A H i story ofM athemati cs , e d i c i ó n d e U. M e r z b a c h (I9 91 2), p. 346.
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referencia a la con tribu ción de Descartes, E. T. Bell es más enfático: la geometría analítica “se encuentra en la cima de la excelencia, marcada por la sensual sencillez entre la media docena de grandes contribuciones de todas las épocas a las matemáticas. Descartes rehizo la geom etría e hizo posible la geometría moderna” ' Com o señala Boyer, Descartes no previó la mayoría de los usos que ahora se le da a la geometría coordinada cartesiana; su trabajo era sólo teórico y su logro fue “un triunfo de la teoría, no de la práctica, como lo fue ron las Cónicas de Apolonio en la antigüedad, a pesar de la función tan útil que estaba llamada a desempeñar” Por su puesto, esto no es una crítica, sino todo lo contrario.1
1 E. T. Bel l , M etí of M athemati cs (1 93 7), cap. 3 passi m: “ Descartes: G entleman, Soldier, and Mathematician”; véase también la discussion en el libro de Bell The D evelopment of M a-
thematics (1945).
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D E S C A R T E S
C O N T R A
V O E T I U S
I Jurante los años siguientes a la publicación del Discurso, a pesar de los sentimien tos contrariados provocados por al gunos de sus críticos, Descartes gozó de buena salud y dis frutaría del reposo de las polémicas públicas pasadas y por venir en compañía de su hija. Fue el breve periodo de vida de Francine, cuando Descartes estuvo acompañado p or ella y por Helena en su casa costera de Santpoort, cerca de Harlem, bajo los inmensos cielos abiertos del Mar del Norte, no lejos de Amsterdam y separado de Lowestoft, en Inglaterra, por una estrecha franja de agua gris. La costa de Harlem co n siste en una serie de dunas de arena, cubiertas de una hierba gruesa que ondula al viento como el propio mar: una con junción tonificante, grata y pacífica de mar, cielo y tierra. Dos biógrafos de Descartes -V room an y Gaukroger- aluden al tono más sosegado de su correspondencia durante aque llos años, incluso a “cierto entusiasmo y exuberancia”, y ad vierten que estaba buscando un método científico para invertir el color gris que “había aparecido de golpe” en su cabello. Descartes le dijo a Huygens que se cuidaba tan to que pensa ba que podría vivir cien años.1De hecho se dedicaba, como
1 AT, I , p . 6 4 9 . Véase J. R . V r o o m a n , R ené D escartes: A B i ography ( 1 9 7 0 ) y S. G a u k r o g e r ,
Descartes, p . 3 3 3 . í
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haría con frecuencia, a la medicina, especialmente a la que pudiera prolongar la vida. Una vez que Huygens le pidió unas páginas de explicación de la mecánica, Descartes replicó que estaba demasiado ocupado en una investigación crucial para “la vida y la preservación de la raza humana”.1Le propuso es cribir un tratado de medicina, con el propósito de “librar -a la humanidad- de una infinita cantidad de enfermedades del cuerpo y del espíritu, e incluso de la debilidad de la vejez, si logramos un conocimiento suficiente de sus causas y de to dos los remedios que la naturaleza nos ha dado”. Pensó in cluso en dedicar el resto de su vida a esta investigación.2Es una ironía trágica que su ambición precediera en tan poco tiempo a la muerte de Francine. Trabó amistad con dos sacerdotes católicos de Harlem, que le sirvieron como post restante para su correo, y recibió visi tas de otros amigos, incluyendo a Reneri y Huygens, que siem pre traía gente con él. Una de los visitantes de Descartes le dijo a Mersenne que había pasado “medio día hablando de música con nuestro héroe Descartes”, aunque podría haber pasado igualmente medio día en el herbario del filósofo o viéndole diseccionar animales (y sajarlos en vivo). Descartes señaló una vez los peces y conejos que estaba diseccionando y dijo: “Ésta es mi biblioteca”. A pesar de su respuesta a Huy gens sobre la mecánica, su inquieta curiosidad le mantenía ocupado mientras pensaba en los principios de los dientes de una rueda, de la palanca y las tuercas, y escribía a Mer senne sobre todo ello. 1AT, I. pp. 435,437. 2 AT.VI.pp. 62-63.
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Pero la principal ocupación de Descartes durante aquellos .ihos fue la redacción, y la publicación, de las Meditaciones
metafísicas. El 9 de enero de 1639 le escribió a Mersenne para tranquilizarlo sobre su salud, porque “vos y otras personas excelentes os habéis preocupado por mí al no recibir una car ia mía en dos semanas..., pero tengo algunos conocimientos ile medicina y me siento muy bien, y me cuido como si fue ra un hombre rico con gota”.' Dijo entonces a Mersenne que tenía en mente un proyecto para el resto del invierno que no admitía distracción, y que, por tanto, no debía escribirle has ta la Pascua, salvo que fuera una emergencia; no debía pre ocuparse si no recibía noticias de Santpoort: Descartes gozaba de salud y trabajaba apasionadamente en la filosofía. 1>escartes escribió las Meditaciones en latín -en esta lengua el título es Meditationes de Prima Philosophiae- y lo acabó en abril de 1640. Lo publicó al año siguiente en París Michel Soly. El subtítulo de la primera edición era: “Donde se de muestra la existencia de Dios y la inmortalidad del alma”. Pero com o el libro no trataba directamente de la cuestión de la inmortalidad del alma, Descartes cam biaría el subtítulo por una versión más ajustada en la segunda edición: “Dón ele se demuestra la existencia de Dios y la distinción entre el alma y el cuerpo humanos”. La segunda edición la publicó en Amsterdam Elzevir, que se reponía así de la pérdida del primer libro de Descartes, que había publicado una editorial rival. En 1647, las Meditaciones aparecieron en francés, en1 1 AT, II, p. 480 .
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una traducción que Descartes aprobaría, obra de un joven aristócrata, el duque de Luynes. La página de créditos de la primera edición reza: “Con la aprobación de los doctos” Descartes dedicó el libro al deca no y los doctores de la Facultad de Teología de la Sorbona, y la carta dedicatoria rezuma beatería. Siempre ansioso de evi tar la ofensa a la Iglesia, y dispuesto a obtener su aprobación, Descartes trataba de asegurarse ambas cosas. A pesar de que la página de créditos pretendía haber obtenido la aprobación, los doctores de la Sorbona no se la habían dado, y a pesar del intento de Descartes de apartarse de la controversia teológi ca, se encontraba en medio mucho antes de que el libro se publicara. Tal vez la dedicatoria a la Sorbona tuviera como motivo adicional procuparse apoyo moral en la batalla que estaba librando con un nuevo enemigo: Gisbert Voetius. Voetius era profesor de teología en U trecht, y pronto se con vertiría en rector de la universidad. Ejercía gran influencia en los asuntos de la Iglesia en los Países Bajos y había parti cipado con gusto en la controversia teológica. Célebre, culto y poderoso, era un adversario formidable, y no le gustaban ni Descartes ni sus ideas. Los problemas empezaron cuando el amigo y defensor de Descartes, Henry Reneri, murió en marzo de 1639. Dos acontecimientos que siguieron a esta muerte suscitaron la animosidad de Voetius. Uno fue la ora ción fúnebre pronuciada en Utrecht por el amigo de Reneri Antón Aemelius, que alabó la preferencia de Reneri por la fi losofía de Descartes y a éste como “el Arquímedes de nues tro siglo... el confidente de la naturaleza”. La oración se publicó, lo que pareció una aprobación oficial de las ideas cartesia-
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luis. Esto provocó la ira de los profesores tradicionales, cu yas opiniones chocaban con la recién inventada filosofía. I lenry Regius, que acababa de ser nombrado profesor de me dicina en Utrecht, tomó el testigo dejado por Reneri y em pozó a dar lecciones sobre las opiniones de Descartes. Era un profesor muy popular y un tipo extrovertido al que no le afec taba la controversia. De hecho, la suscitaría a propósito de I )escartes, pues habían intimado - co m o maestro y discípu lo - y, durante una época, Regius ayudaría a Descartes a pre parar el manuscrito de las Meditaciones y le entregaría una primera serie de “Objeciones” para que contestara a ellas. I .n junio de 1640, Regius propuso debatir públicamente las tesis cartesianas en la universidad. Voetius lo consideró una oportunidad para combatir la creciente influencia de Des cartes en la universidad y aceptó el desafío. No sólo quería derribar la filosofía cartesiana, sino al propio Descartes. Así empezó una disputa que duraría cinco años. El inicio fue complicado para Descartes por el hecho de que Francine mu riera tres meses después, mientras estaba preparando la pu blicación de las Meditaciones, que exigía la redacción de las respuestas a las objeciones que había pedido, por medio de Mersenne, a los principales pensadores del momento. El peor aspecto de la controversia fue el obstáculo que representaba para las esperanzas que albergaba de que la Iglesia aprobara sus ideas. El idilio costero de Santpoort se tardaría una sola temporada en desvanecerse. La hostilidad de Voetius no era inesperada, sino que form a ba parte de un capítulo de una larga saga de preocupaciones surgida de la controversia que había sacudido los Países Ba
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jos a causa del arminianismo. El problema arminiano no sólo era religioso, sino político -s i los asuntos religiosos y los po líticos podían separarse en aquel tiem po-, pues afectaba a la cuestión de la unidad de las Provincias Unidas. Ya nos hemos referido a esto, pero su función en el ataque de Voetius a Des cartes justifica un examen más detenido. En lo esencial, la controversia arminiana giraba en torno al problema del libre albedrío. Los calvinistas ortodoxos se ate nían a la opinión de Calvino sobre la predestinación estric ta, según la cual Dios había escogido, al principio de los tiempos, una cantidad fija de personas para ser salvadas y ha bía condenado al resto, independientemente de los méritos. La injusticia e irracionalidad de esta opinión repugnaba a personas reflexivas como Jacobo Arminio (Jacob Hermanzoon, 1560-1609), profesor de la Universidad de Leiden, que había comenzado su carrera como ortodoxo predicador y profesor calvinista, pero que pronto había rechazado el decretum horribile de Calvino sobre la predestinación absolu ta y se había convertido en la cabeza de los remonstrants o disidentes, que rechazaban ese aspecto de la doctrina de Calvino. Arminio había muerto en 1609, pero la controversia ge nerada por su oposición a la predestinación creció hasta que el gran Sínodo de Dort, en 1618-1619, rechazó rotundamente sus opiniones y reafirmó la ortodoxia calvinista. Sin em bar go, las simpatías hacia el arminianismo perduraron y, pues to que en este aspecto se acercaba a la doctrina católica del libre albedrío, el pensamiento cartesiano sería asociado con él después. Éste era uno de los motivos del ataque de Voetius a Descartes.
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Al principio, las lecciones cartesianas de Regius se limitaron .1 algunas cuestiones de fisiología, sobre todo a la circulación tic la sangre. Si hubiera escuchado a Descartes o hubiera sido un discípulo más cercan o a las opiniones de Descartes, no se habría expuesto al contraataque de Voetius. Pero Regius no ocultaba su adhesión a la opinión copernicana del universo, y mantenía que el alma y el cuerpo estaban accidentalmen te unidos; si estuvieran relacionados de un modo sustancial, el cuerpo habría de acompañar al alma al cielo. Voetius con sideró herética esta opinión. En respuesta, Descartes le dijo .1 Kegius que acusara a Voetius de defender que el alma es material. La acusación y la defensa tomaron forma de panIlelos. La respuesta de Regius a Voetius se publicó el 16 de fe brero de 1642. Descartes le escribió a Regius: “Por lo que he oído contar a mis amigos, todos cuantos han leído vuestra respuesta a Voetius la ensalzan, y la han leído m uchos”. Voelius usó su influencia para que los magistrados de Utrecht prohibieran el panfleto de Regius, lo que impulsó a Descar tes a añadir: “Todos se ríen de Voetius y dicen que ha perdi do la esperanza, al ver que ha de pedir ayuda a los magistrados para defenderse” ' lil alboroto que rodeó la batalla entre Regius y Voetius fue tan grande -c o n algaradas estudiantiles y muebles arrojados por las ventanas- que el Senado de la Universidad de Utrecht prohibió a Regius la enseñanza de la física y le pidió que se limitara a la medicina. Descartes le consoló, diciéndole que “no debéis enfadaros porque os hayan prohibido dar leccio nes de física; yo lo habría preferido incluso si os hubieran • Al. 111,528.
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prohibido la enseñanza privada. Todo esto redundará en vuestro honor y en la vergüenza de vuestros adversarios”*1Pero el Senado universitario fue más lejos y prohibió la enseñanza de la filosofía cartesiana por completo. Descartes lo consideró un ultraje. En la segunda edición de las Meditaciones incluyó un documento, bajo la forma de una carta al sacerdote jesuíta francés Jacques Dinet, en el que atacaba am argamente a Voetius y le llamaba pendenciero, envidioso, loco, pedante estúpido, hipócrita y enemigo de la verdad, entre otras cosas, y le acusaba de calumnias “a veces públicas y a veces subrepticias”.2Algunos extractos de la carta, traducidos del latín al holandés por un enemigo de Voetius, circularon por los Países Bajos y añadieron pasto a las llamas. Voetius, por supuesto, se enfureció. En la “carta” a Dinet, Descartes incluía el texto del decreto de la Universidad de Utrecht en su contra. Dice lo siguiente: Los profesores rechaz an esta nueva filosofía [las teorías de Descartes] po r tres razones. Prime ro, se op on e a la filosofía tradicional que las universidades de todo el mundo han enseñado hasta ahora siguiendo los m ejores cons ejos, y mina sus fundam entos. Segun do, aparta a los jóven es de la sensata filosofía tradicion al y les impid e alcanzar las cima s de la erud ición, pues, una vez han empezado a apoyarse en la nueva filosofía y sus supuestas soluciones, son incapaces de entender los términos técnico s que se usan en los libros de los autores tradicionales y en las leccione s y deba tes de sus profesores. Por ú ltimo , de la nueva filosofía se deducen opin ione s falsas y absurdas, o pu e-
1 AT .Ill.p. 529. 1 AT, Vil, pp. 56 3-6 03 passi mi la cita está en la página 576. El relato de Descartes sobre los detalles del asunto se halla en las páginas 582-595.
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den deducirlas imprudentemente los jóvenes; opiniones que entran en conflicto con otras disciplinas y facultades y, sobre todo, con la teología ortodoxa.1
I )escartes contestó una por una a todas las acusaciones en su carta. Le complacía, por supuesto, admitir que sus opiniones daban al traste con la vieja ortodoxia aristotélica, pero le inquietaba especialmente la imputación de heterodoxia religiosa, que rechazaría vehementemente, y reivindicaría que sus opiniones eran tan coherentes con la ortodoxia religiosa como cualquier otras. “Insisto en que no hay nada relacionado con la religión”, escribió “que no pueda explicarse tan bien o m ejor con mis principios de lo que pueda hacerse con los principios comúnmente aceptados.”2 Voetius buscó un respaldo y le encargó a Martin Schoock que atacara a Descartes. El resultado, titulado El método adm irablet apareció en 1643. En este libro se acusaba a Descartes de ateísmo, con el fundamento de que se había apartado de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios para poner en su lugar otras tan débiles que alentaban al lector a rechazar la idea de Dios. Ésta era una táctica que Mersenne y otros habían atribuido a Vanini, famoso por arder en la hoguera en Toulouse en 1619 a causa de sus herejías. Schoock, de hecho, vinculaba a Descartes con Vanini en varios pasajes de su diatriba: “Podríamos comparar a René con aquel astuto defensor del ateísmo, Cesare Vanini”, escribía, y confesaba que ' AT.VU.pp. 592-594. AT.VI1, p. 581.
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Voetius le había animado especialmente a imputarle el ateís mo, pues el otro cargo que había pesado sobre Vanini -el de homosexualidad- sería evidente para los lectores. La estra tagema surtió el efecto deseado. Descartes se enfureció tan to -alarm ado porque la acusación de ateísmo le perjudicara, como solía ocurrir incluso con las acusaciones más infun dadas- que replicaría directamente en su Carta a Voetius, pu blicada por Elzevir en mayo de 1643, tanto en latín com o en holandés. No sólo escribió a Voetius, sino al Consejo Muni cipal de Utrecht, a la universidad y a Huygens, quejándose de Voetius y alegando que quería proteger a la ciudad, a los ciudadanos y estudiantes de Utrecht de las perversidades de Voetius. Su vituperación de Voetius no tenía límite. Le acusaba de “atroces insultos”, de ser “vil y atenerse a los lugares com u nes”, estúpido, absurdo, grosero, im pertinen te e impúdico. “Afirmo que vuestro libro contiene tantas mentiras crimi nales, insultos tan difamatorios y calumnias tan atroces que no se podrían emplearse ni siquiera entre enemigos, mucho menos por un cristiano al dirigirse a un infiel, sin condenar a su autor a la perversidad y el crim en”, diría rabioso.' “Aun cuando la filosofía que tratáis de destruir careciera de fun damento, lo que no habéis demostrado en modo alguno, y no podréis hacer jamás, ¿qué defecto habría de imaginarse para que hiciera falta calumniar a su autor con insultos tan atroces? La filosofía que yo, y otros partidarios suyos, segui mos no es otra que el conocimiento de aquellas verdades que AT, VIII, p. 8 , C arta a Voeti us passi m.
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pueden ser percibidas por la luz natural [de la razón] y pro curarle a la humanidad beneficios prácticos, de modo que no hay estudio más honroso, ni más digno de la humanidad, ni más beneficioso en esta vida... He leído m uchos de vues tros escritos, pero no he encontrado en ellos razonamiento alguno o pensamiento que no sea vil y basado en lugares co munes, nada que sugiera un hombre de inteligencia o edu cación.”1 La acusación de ateísmo era, si no el más exasperante de los cargos de Voetius, desde luego el más peligroso. Descartes se defendió sin concesiones. “Decís que podríamos comparar a
René con aquel astuto defensor del ateísmo, Cesare Vanini, puesto que usa las mismas técnicas para instaurar el trono del ateísmo entre los inexpertos. ¿Quién no se asombrará ante el absurdo de vuestro impudor? Aun si fuera cierto (e insisto en que lo es) que he escrito contra los ateos y expuesto mis argumentos al respecto, y aun si fuera cierto (lo que niego firmemente) que rechazo los lugares com unes tradicionales |sobre la existencia de Dios], y que mis argumentos fueran inválidos, ni siquiera así podría deducirse que soy sospecho so -m uch o menos culpa ble- de ateísmo. Cualquiera que tra tara de refutar el ateísmo con argumentos inadecuados habría de ser acusado de incom petencia, sin tener que hacer frente a la acusación sumaria de ateísmo.”2 Voetius cometió el error de escribir a Mersenne co n la espe ranza de recabar su apoyo contra Descartes. Pero Mersenne estaba de parte de aquél, a quien remitió las cartas que Voe-
1 AT, VIH, pp. 25 -3 6 ,42 . ' AT.VUI.p. 175.
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tius le había escrito. Esto no le concedió ventaja, sin embar go, pues las cosas habían llegado demasiado lejos. La res puesta de Voetius a la carta pública de Descartes fue denunciarlo por libelo. Las autoridades de Utrecht leyeron la “carta” a D inet y la Carta a Voetius, acordaron que Descartes había difa mado a Voetius y llevaron el caso al tribunal de Utrecht. Puesto que Descartes vivía en la provincia de Holanda, y no en la provincia de Utrecht, y puesto que era bastante improbable que las autoridades se molestaran en extraditarle para una audiencia por libelo, el asunto podría haberse quedado ahí. Pero Descartes no tenía esa intención. Estaba bien relacio nado; conocía a Huygens y al em bajador francés en La Haya, la Thuillerie; los urgió y se aseguró el efecto deseado, que el príncipe de Orange tuviera una conversación con las autori dades de Utrecht y la acción judicial quedara en suspenso. Pero esto no era suficiente para Descartes. Como siempre, no sólo quería lo negativo, sino lo positivo. Igual en que su de seo de lograr no sólo la tolerancia de la Iglesia, sino su apro bación, ahora no sólo quería escapar, sino ganar. Presionó para que se emprendieran acciones judiciales contra Schoock, y este infeliz peón fue arrestado y encarcelado durante dos desagradables días. Schoock quedó tan traumatizado por la experiencia que, en la jerga apropiada para el caso, cantó como un canario, culpando de todo a Voetius y mostrándole a las autoridades cartas suyas que lo probaban. Schoock fue pues to en libertad, Descartes escribió una última carta de indig nación a los magistrados de Utrecht y la polémica cejó. La controversia había sido poco edificante; de disputa filo sófica había degenerado en una pendencia personal muy poco
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digna. Huygens aconsejó a Descartes que dejara estar las cosas. “Los teólogos son como los cerdos: si les estiras de la cola, chillan”, escribió. Pero Descartes no le hizo caso. Su amour
propre estaba en juego y también sus opiniones filosóficas, por lo que, cuando se suscitó la siguiente controversia al respecto, fue tan enérgico en su defensa, aunque sin el mismo grado de animosidad personal, porque ya no estaba tan familiarizado con las personas involucradas. La segunda gran controversia tuvo lugar en la Universidad de Leiden. Descartes contaba allí también con un amigo, Ciolius, y un discípulo y defensor, el profesor de lógica Adriaan 1leereboord. A lo largo de la primera mitad de la década ile 1640, Heereboord propondría repetidamente tesis carte sianas para el debate en la universidad como un modo de promoverlas y defenderlas. Es curioso, dada la tormenta que había caído sobre Utrecht a propósito de las mismas cuestiones, que las discusiones sobre la filosofía cartesiana en Leiden fueran tranquilas hasta 1646, cuando un profesor de teología llamado Jacob Trigland disputó la afirmación cartesiana, defendida por uno de los estudiantes de Golius, de que “la duda es el principio de la filosofía indudable”, un aspecto fundamental del Discurso y las Meditaciones. El argumento de Trigland era que partir de la duda radical en la investigación llevaba a los estudiantes al escepticismo y el ateísmo. Como resultado de la intervención de Trigland, el Senado de la Universidad de Leiden prohibió la filosofía cartesiana y declaró que sólo podía enseñarse en sus facultades el aristotelismo. Esto no detuvo a Heereboord, que continuó dando lecciones sobre temas cartesianos y en un discurso argumentó que tan-
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to Aristóteles como santo Tomás -el escéptico Tomás, cuyo empirismo exigía que metiera el dedo en la herida de Cris to - usaban la duda com o cam ino hacia la certeza. Lo que se guramente resultó más hiriente fue su observación de que el método cartesiano de la duda ayudaba a liberarse de los pre ju icio s. Esto era demasiado para Jaco b Revius, rector de la Escuela de Teología de la Universidad de Leiden. Añadió su voz a la de Trigland, que iría más lejos y declararía que Des cartes era un blasfemo por sugerir que Dios podía engañar (en las Meditaciones, Descartes reforzaría el punto de parti da escéptico diciendo que, para ver si hay algo indudable, podríamos imaginar que en lugar de ser bueno, Dios nos en gañara y tratara de inculcarnos falsas creencias sobre todas las cosas. ¿Habría algo, entonces, que no puediera hacernos creer en vano? La respuesta era afirmativa: no podría hacer nos creer la falsedad de que no existimos).' Trigland acusa ba también a Descartes de ser pelagiano, es decir, de no creer en la doctrina del pecado original. Furioso, Descartes escribió a los consejeros de la Universi dad de Leiden el 4 de mayo de 1647, exigiéndoles que zan jara n la cuestión con Revius y Trigland bajo amenaza de es cándalo público. En su carta se defendía con vigor de la acusación de blasfemia, pero no se detenía tanto en los de más cargos; sabiamente, pues en muchas partes de su corres pondencia se había deslizado hacia posiciones no demasiado ortodoxas, como por ejemplo la creencia en la bondad esen cial de la naturaleza humana (que contradecía la doctrina del1
1 El punto de partida escéptico se expone con claridad y brillantez en la primera M edi tación (AT, Vil,
pp. 17-2 3).
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pecado original) y la idea de que todos irán al cielo (una opinión con la que no podría estar de acuerdo un calvinista ortodoxo antiarm iniano, aunque para los amigos católicos de Descartes fuera un lugar común). Los consejeros reiteraron su decisión de proh ibir la discusión de las opiniones cartesianas y le pidieron a Heereboord que se limitara a la filosofía aristotélica. Cuando se lo comunicaron a Descartes, les contestó que se equivocaban: él había solicitado una retractación de la acusación de blasfemia y una disculpa. Incapaz de dejar estar las cosas, al mismo tiempo envió una queja a sus eminentes amigos, que de nuevo volvieron a hab lar con el príncipe de Orang e. Aunque combativo, a Descartes le cansaban las controversias. En mayo de 1647 escribió: “Respecto a la paz que había deseado, preveo que de ahora en adelante no tendré tanta como quisiera, pues no he recibido toda la satisfacción que se me debía por los insultos que he padecido en Utrecht, y veo que me esperan otros en el camino. Una tropa de teólogos, seguidores de la filosofía escolástica, parece haber formado una liga para aplastarme con sus calumnias”.1 Mientras en los círculos gubernamentales se cruzaban palabras suaves, la disputa sobre el terreno se recrudecía. En las navidades de 1647 estalló un tumulto en Leiden en un debate entre un cartesiano que había sido estudiante de Regius en Utrecht y un miembro de la Facultad de Teología de Leiden que atacaba la “nueva filosofía”. Además, Revius acababa de publicar Una consideración teológica del método de
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AT.V.pp. 15-16.
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Descartes (donde
había pasajes punzantes como éstos: Des
cartes “está convencido de estar absolutamente en lo cierto sobre todas las cosas... Lo que quiere decir con algunas pala bras no coincide con lo que los demás dicen con ellas”), y Heereboord contestó emplazando a Revius a un debate. El príncipe de Orange intervino. Le pidió al rector de la Uni versidad de Leiden, Frederick Spanheim, que fuera a verle. El rector se presentó en la sede del estatúder el 12 de enero de 1648. El príncipe le dijo que encontrara un modo discre to y que le pareciera adecuado de zanjar la cuestión. Era un asunto delicado para el rector, dado que había dos escuelas de la universidad enfrentadas entre sí, en una de las cuales -la Facultad de Teología- los profesores eran individuos dis tinguidos e influyentes. Spanheim adoptó la única actitud que podía adoptar y que resultaría drástica: prohibió la dis cusión de cualquier tipo de metafísica, fuera cartesiana o aris totélica. Lo hizo a pesar de que Revius se quejara amargamente de que estaba siendo coartado por haberse opuesto a las pe ligrosas teorías de Descartes y a pesar de que la prohibición de la metafísica dejaba la física de Descartes intacta: seguiría impartiéndose en la universidad como hasta entonces, para disgusto de los teólogos.1 1 He tom ado buena p arte de los rasgos circunstanciales de estas disputas de las ciones con B ur man. Frans
Conversa-
Burman era un joven estudiante de teología que visitó a Descar-
tes en la primavera de 1648. Descartes y el padre de Burman eran viejos amigos. Burman ano tó cuid adosame nte sus conversaciones con el filósofo, en las que habían hablado e xtensamente de las disputas en curso. Burman había sido estudiante en Leiden durante los cinco años previos. Las notas de Burman fueran transcritas en latín por lohannes Clauberg y el texto de las
C onvers aci ones con B ur man que
ahora tenemos es una transcripción del
original latino perdido. Puesto que la copia no se descubrió h asta 1895 , hay dudas sobre su autenticidad, aunque las pruebas internas y externas parecen apoyarla. Los críticos aluden
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A distancia, tanto temporal como mental, no es fácil apre ciar las razones por las que la “nueva filosofía” cartesiana les parecía tan amenazadora a los teólogos y tradicionalistas de mi época. Para captar la agudeza con que los participantes en esos debates sentían la ansiedad del desafío al que se enfren taban, es útil recordar la imagen del mundo que la nueva fi losofía de Descartes ponía en entredicho. 1.a ortodoxia religiosa, metafísica y científica era, a princi pios del siglo XVII, una síntesis de teología cristiana y algu nos aspectos de la ciencia aristotélica. En el siglo XIII, santo Tomás de Aquino había logrado una majestuosa armoniza ción de la ciencia de Aristóteles, la astronomía de Tolomeo y la medicina de Galeno -que incluía en un sentido amplio una concepción del hombre en su dimensión material- en una sola filosofía al servicio de la teología cristiana. Esta gran sín tesis se conoce com o tomismo e, incluso para los sabios pro testantes tras la Reforma, la estructura que proporcionaba seguía configurando el pensamiento, no sólo de lo que era teológicamente aceptable en la investigación científica y me tafísica. I.a “teología natural” se refería a la existencia y la naturaleza de Dios y estaba permitida com o un ejercicio de la razón que Dios le había concedido al hombre, debidamente restringi da por la revelación y la autoridad de la Iglesia. Se aducía toda .ti hecho de que el Descartes que aparece en las notas de Bu rman es un tipo franco, razonable y muy agradable, calumniado por s us enemigos aunque p erfectamente cristiano en su actitud hacia ellos. La sospecha de m aquillaje pende sob re este retrato , lo que po dría ex plicarse por el hech o de que B urman estaba de parte de Descartes, además de que la amistad familiar tendría su peso.
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una variedad de argumentos para probar la existencia de Dios e investigar su naturaleza (su om nipotencia, omnisciencia y eternidad, entre otros), y ambas cosas se relacionaban; por ejemplo: es propio de la naturaleza de Dios ser necesario, es decir, debe existir y no puede no existir, luego ese hecho por sí mism o establece que existe. Su existencia se puede dedu cir de otros modos: el argumento cosmológico dice que todo en el universo tiene una causa, así que el universo debe tener una causa que a su vez no esté causada por otra cosa (para evitar el riesgo del regreso infinito), así que debe haber una causa de sí misma que sea causa de todo, y esto es Dios. Tam bién se puede demostrar que existe por el diseño de todas las cosas: es el argumento teleológico. O se puede demostrar por medio de la razón: hay algo en el universo que es más per fecto que ninguna otra cosa y que es mejor o más perfecto que lo que no existe; en consecuencia, lo mejor o más per fecto existe y es Dios. No hay en la actualidad demasiado desacuerdo entre los fi lósofos respecto a que ninguno de esos argumentos es váli do, por razones que los lectores podrán aducir a poco que investiguen, y hay voces elocuentes a favor de la fe que dicen -p o r ejemplo, Soren Kierkegaard- que la fe es lo que escapa a la razón y el argumento, y que no sería fe de otra m anera.1 Pero la fuente principal para entender la relación entre la hu manidad y el universo, y especialmente Dios, es la revelación de las Escrituras. La Reforma tuvo que ver, precisamente, con el grado de autoridad de las Escrituras: para los protestantes 1 Remito a los lectores a A. C C r a y u n g , W hal is G ood ? (2003 ), cap. 4 passi m.
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era la última autoridad, para los católicos esa autoridad la compartían las Escrituras y la Iglesia. Las Escrituras enseñaban que Dios había creado el cielo y la tierra, e innumerables criaturas, incluidos los ángeles, un tercio de los cuales (co mo algunas autoridades establecían) se había rebelado y seguido a Satanás cuando fue expulsado del cielo, y le apoyaría en su intento de impedir que se cum pliera la voluntad de Dios. Una vez que Dios hubo creado a Adán y Eva, Satanás les tentó y desde entonces todos los seres hum anos son naturalezas caídas. Los ángeles del mal, además, contaminan todo el reino sublunar, tratando de pervertir constante y enérgicamente a las almas finitas en su camino hacia Dios mediante la inspiración de vilezas, herejías, brujería y falso con ocim iento, para llevar todas las almas que puedan a la condenación. Para salvar a la humanidad, Dios se reveló primero, oscuramente, a los profetas y luego, de un modo cabal y perfecto, mediante el sacrificio de Jesucristo. A la luz de ese sacrificio, todos serán juzgados cuando suene la trompeta del Juicio Final, un acontecim iento que cada generación de fieles ha creído inm inente desde entonces. Esta perspectiva, más o menos refinada por miles de detalles (cada uno de los cuales, sin embargo, se destacaba lo suficiente para enviar a la gente a la hoguera si estaba en desacuerdo), había sido establecida por los teólogos durante los siglos siguientes al punto de partida de todos estos acontecimientos: la vida y la muerte de Jesús de Nazaret. La perspectiva del mundo natural, sin embargo, seguía siendo esencialmente aristotélica. C on la perspectiva de Aristóteles, el mundo material se compone de cuatro elementos: tierra, aire,
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fuego y agua. Cada uno de los elementos tiene cuatro propiedades: calor, frío, humedad o sequedad, que se com binan de diferentes modo para forjar el carácter de los elementos: así, la tierra es fría y seca, el agua es fría y húmeda, el fuego es caliente y seco, el aire es caliente y húmedo. (Esto delata el origen griego de tales ideas: el aire podrá ser húmedo en Inglaterra, pero no suele ser cálido.) Cada elemento tiene su lugar natural: la tierra, pesada y moralmente inferior, tiende hacia el centro del universo. También el agua, pero m enos, y por ello cubre la tierra. El aire se encuentra entre el agua y el elemento más ligero, el fuego, cuya sede es una región superior a la tierra; de hecho, se le puede ver brillar en las regiones superiores del espacio. Los elementos no se encuentran nunca en su forma pura, sino siempre mezclados, como lo demuestran fácilmente los experimentos químicos en que se separan o purifican, por ejemplo por medio del calor. La alquimia surgió de la posibilidad de combinar los elementos con la intención de ob tener metales preciosos de los metales viles o descubrir sustancias que aseguraran la longevidad. Un ejemplo del razonamiento seguido es instructivo y permite una notable comparación con los métodos de Descartes. ¿Cuál es el metal más deseable y hermoso? El oro. Por ser el m ejor y más puro de los materiales del mundo, el oro debe ser una mezcla perfecta de los cuatro elementos combina dos en una proporción perfecta. Por tanto, los metales inferiores sólo necesitan recombinar sus elementos constituyentes en una perfecta proporción para convertirse en oro. Como compuesto perfecto, es obvio que el oro debe ser también una medicina perfecta: tomado en
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forma líquida curaría todas las enfermedades. Así es como la avaricia y la locura malogran el pensamiento. Además de los “movimientos naturales” de la tierra y el agua hacia abajo, y del aire y el fuego hacia arriba, todo movi miento debe ser el resultado de un móvil que impulsa las co sas, igual que un ser hum ano mueve una bola al golpearla o arrojarla. Si el impulso cesa, las cosas dejarían de moverse (no se cono cía la inercia). Por ello debía haber un Dios para que todo marchara y se mantuviera en marcha, puesto que era obvio que ni el hombre ni ningún otro ser finito impul sa las mareas o la luna o el sol o el viento. Las estrellas y los planetas fueron concebidos revolviendo la tierra inmóvil y transportados a esferas de cristal dispuestas por Dios (que se mantienen en marcha, decían algunos, gra cias a “inteligencias”, ángeles superiores encargados de co rregir sus órbitas). La luna es el cuerpo celestial inferior y más vil, y por tanto el más cercano, siendo su esfera la que se mueve más rápida que todas. Las siguientes esferas en orden ascendente son Mercurio, Venus, el sol, Marte, Júpiter y Sa turno, cuyas esferas se mueven paulatinamente con mayor lentitud. Cada uno de estos cuerpos se compone de una “quin taesencia”-un quinto elemento-, y trazan círculos perfectos alrededor de la Tierra, y son perfectos, sin cambio ni co rrupción. Emiten una música divina mientras se mueven, que nosotros no podemos oír mientras estemos recubiertos de barro, pero que oiremos cuando vayamos al cielo. La teoría sigue, desde la doctrina médico-psicológica de los humores del cuerpo humano hasta la influencia astrológica de los cuerpos celestes en el carácter y destino humanos, y
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hasta la doctrina del orden divino del mundo humano, des de los reyes ungidos hasta los siervos inferiores. Ésta última es la doctrina de la “gradación”, que empieza por Dios en la cima y llega hasta el gusano en el fondo, con el hombre como criatura intermedia entre los ángeles y las bestias, entre los reinos del cielo y de la tierra. Esta teoría no carecía de suti lezas; si los ángeles superan a los hombres en conocimiento, los hombres superan a los ángeles en la capacidad de apren der; si los hombres superan a las bestias en sabiduría, las bes tias superan a los hombres en fuerza. La teoría de la gradación se ajustaba admirablemente, por supuesto, a quienes la in ventaron y se encontraban en la cima o cerca de ella. Así era el mundo, y las creencias, y la ciencia, que se habían acumulado durante siglos para configurar las perspectivas incluso de las personas más educadas, hasta principios del siglo XVII y más allá. Imaginemos lo que debió de ocurrir con estas creencias cuando se enfrentaran a una novedad como la teoría copernicana, que ponía todo al revés. No todos los detalles de la perspectiva tradicional configuraban las opi niones de personas como Voetius y Regius, pero sí la mayo ría, desde luego una mayoría suficiente para que se sintieran ultrajados -m ás que ultrajados, conmovidos, y más que con movidos, amenazados- por la perspectiva de Descartes y su modo de pensar, que considerarían dram áticamente ajenos. Para ver lo ajena que la perspectiva cartesiana hubo de parecerles, sólo hemos de reflexionar en el hecho sorprendente de que Descartes asumiría muy pocas opiniones tradiciona les, apenas las usaría ni las aduciría, ni respetaría a las per sonas que confiaban en ellas, sino que las rechazaría como
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estructura del pensamiento.1Sólo se mantuvo fiel a dos prin cipios, pensando que eran tan obvios que no podían ser con siderados elementos distintivos de la perspectiva tradicional: la dualidad de la materia y el alma y la creencia de que no podía existir el vacío. Su propósito declarado, com o ya se ha dicho, era borrar la “ciencia” y la m etafísica aristotélicas tra dicionales y reemplazarlas con una mirada nueva sobre las cosas, limpia, racional, libre de tecnicismos, matemáticamente f undada, sostenible y claramente argumentada, y creía con sinceridad que esto no contradecía los principios teológicos básicos, sino que era coherente con ellos. Es interesante ad vertir que los dos principios que no rechazó -el dualismo y la idea de que la naturaleza aborrece el v a cío - son los más débiles de su posición.
1 Casi todas: cua ndo tuvo que dem ostrar la existencia de Dios -u n punto necesario de su argumentación, porque sin la garantía de un Dios bueno que asegurase que el uso res ponsable de nuestras facultades nos lleva a la verdad, no sería suficiente con estar seguros ilc que existi mo s- echó man o de argume ntos polvorientos. Véanse la tercera y cuarta M eiliuitiones, que los partidarios de la tradición reconocerían enseguida.
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Sin duda, el capítulo anterior habrá dado la impresión de c|ue Descartes no hizo otra cosa durante la década de 1640 que verse envuelto en violentos altercados sobre la recepción de sus opiniones en las universidades holandesas. Es cierto que esas excitaciones le absorbieron mucho tiempo, pero la mayor parte la dedicó a cuestiones más importantes. Una de ellas fue la tarea de publicar por completo sus principales ¡deas: tras las Meditaciones redactó su ciencia y la publicó con el tí tulo de Principios de filosofía. Otra fue la de fomentar la va liosa amistad que había entablado con la muy inteligente hija de un antiguo enemigo: la hija era la princesa Isabel de Bo hemia y su padre (ya fallecido) no era otro que el rey de in vierno, Federico, elector del Palatinado, a cuyo ejército Descartes había ayudado -a su manera modesta y os cu ra - a derrotar en la Montaña Blanca un cuarto de siglo antes.* Una tercera cuestión era Francia, y la creciente sensación de Descartes de que su país volvía a ser un lugar seguro para él y que ahora tenía derecho a cierta recompensa por su emi nencia en los campos de la ciencia y la filosofía: un puesto oficial, un título, una pensión, algo que asegurase su lugar en el firmamento. Con esto en mente, al menos en parte, visitó su tierra natal por primera vez en muchos años. Los antiguos
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motivos para no hacerlo se habían desvanecido. La guerra en Europa estaba llegando a su fin por agotamiento y las per sonas a quienes no habría querido ver ya no estaban en el ca mino. Además, había sucedido algo tentador, que necesitaba comprobar en persona. La amistad de Descartes con la princesa Isabel nos devuelve curiosamente a la Montaña Blanca. El acontecimiento deci sivo de la batalla en sus suaves laderas -en realidad, es una colina modesta- tiene misteriosamente algo que ver con la temprana vida adulta de Descartes, con su servicio militar y sus viajes, su espionaje putativo, su asociación -¿cóm o espía, com o ac ólito ?- con el pensamiento de la Rosacruz y con su participación en la brutal represión de Bohemia y Moravia, durante la cual los protestantes de aquellas regiones fueron forzados a volver al redil católico a punta de espada. Hay muy pocas referencias en los escritos, en las cartas o en las conversaciones que se recuerdan de Descartes que aludan a aquellos acontecimientos traumáticos o a algo que tenga que ver con su experiencia de la guerra, el ejército o las re giones de la batalla que visitó. Nos obliga a preguntarnos si su solícita amistad con Isabel de Bohemia contiene algo más de lo que siempre se ha dicho: una especie de recompensa o restitución, una sensación de deuda hacia alguien cuyas apre miantes circunstancias -exiliada en La Haya gracias a la ge nerosidad de la Casa de O range - eran el resultado de algo en lo que él mismo había tomado parte. Desde luego, su amis tad con Isabel no es un asunto de adulación o esnobismo, de arribism o social o el deseo de destacar entre candelabros y
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soperas de plata. Descartes no estaba por encima de esas co sas, aunque aparentara disgustarle la idea de perder el tiem po en la corte - lo que suena huero a la luz de sus acciones posteriores-, pero las cartas que cruzó con Isabel no tienen nada que ver con esto. Son el testimonio de un encuentro en tre un pensador y una mujer inteligente, y algo de lo mejor que había en Descartes nace de ahí. Samuel Hartlib -el Mersenne de Inglaterra, que manejaba una vasta correspondencia entre intelectuales europeos (e in cidentalmente espiaba para la causa parlamentaria en la gue rra civil inglesa)- visitó los Países Bajos en el invierno de 1634 y anotó el encuentro con Descartes en casa de la madre de la princesa Isabel, la princesa Isabel Estuardo.' La amistad de Descartes con la familia del Palatinado no podía ser grande en aquel momento; su presencia en una velada o soirée, en la que también estaba presente una visita com o Hartlib, no su ponía la intimidad, y no hay otras referencias contemporá neas de que Descartes visitara con frecuencia cualquiera de las casas de la familia en La Haya y Arnhem. En 1634, la prin cesa Isabel tenía sólo dieciséis años, aunque estaba a punto de ser pedida en matrimonio por el rey Wladislas IV de Po lonia, con quien rehusaría casarse porque era católico y ella calvinista; aunque joven, sabía fehacientemente que no que ría convertirse. Tras su derrota en la Montaña Blanca, el elector Federico V del Palatinado, rey putativo de Bohemia, marchó al exilio en los Países Bajos con su mujer, Isabel Estuardo, prima del prín cipe de Orange, que daría a los exiliados un hogar y una pen-1 1 Véase G. T u r
n b u u ,
H artlib, D ury and Comenius (Londres, 18 47), p. 167.
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sión. Federico murió en 1632 a causa de la peste, que había contraído mientras visitaba sus antiguas tierras del Palatinado, y su viuda e hijos tuvieron que valerse por sí mismos. La princesa Isabel Estuardo tenía entonces cuatro hijos y cua tro hijas, y aunque su hermano era rey de Inglaterra, Carlos I se enfrentaba a grandes problemas, y en cualquier caso ella pensó que las reivindicaciones de su hijo mayor al Palatinado serían más efectivas si se quedaban en los Países Bajos. Ésas eran las circunstancias familiares en que creció la dota da princesa Isabel, que haría un uso excelente de su tiempo y de sus oportunidades, incluso de las limitaciones que la fa milia tenía, ai proseguir sus estudios. Conocía seis lenguas, incluyendo el latín, y era muy buena en matemáticas. Leyó el Discurso, los Ensayos y las Meditaciones de Descartes, y qui so preguntarle sobre las ideas que contenían. Le pidió a Alphonse Pollot que concertara una cita. Descartes estuvo de acuerdo, pues había oído hablar de su inteligencia y le hala gaba el interés que la princesa mostraba por su obra. El en cuentro tuvo lugar en el otoño de 1642. Descartes viajó desde su casa, entonces en Endegeest, a La Haya, a lo largo de un canal que atravesaba “praderas y bosques” y pasaba junto a encantadoras casas de campo.1Volverían a verse en la pri mavera siguiente, pero ya no eran tan importantes los en cuentros como la correspondencia que surgió entre ambos, y el hecho de que las preguntas de Isabel inspiraran a Des cartes la redacción de un tratado que no habría escrito de otro modo, Las pasiones del alma.
G. Ro h i s - i e w i s , D es ca rt es , p. 151 (cita de So r b ie r e ).
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La astucia de Isabel se revela cuando pregunta a Descartes cómo, si el alma y la materia son tan distintas -la primera consiste esencialmente en el pensamiento, la segunda en la extensión espacial-, pueden interactuar. No era una pregunta fácil de responder para Descartes, y sus ambigüedades ( “Bue no”, le dijo, “exp erim entam os su in tera cció n, y Dios sabrá cómo funciona”) no la dejaron satisfecha. Un estrecho afecto surgió entre ellos. Ella firmaba sus cartas “Vuestra afectuosa amiga”, y él “Vuestro devoto”. La primera carta que Descartes le escribió, aunque expresada en lo que a primera vista parace la fioritura convencional de la exage ración cartesiana, contiene una corriente de sinceridad na cida de la firme admiración de Descartes por la princesa, como mujer y com o inteligencia: El ho no r que Vuestra Alteza m e hace al enviarm e sus órdenes po r escrito es may or del que yo m e había a trevido a esperar, y consuela m i falta de dignidad m ás que el otr o favor que yo ha bía esperado apasionadamente, que era recibirlas de vuestros labios, si se me hubiera p erm itido rend iros ho m ena je y ofre ceros mis humildes servicios la última vez que estuve en La Haya. Pues ento nces hab ría tenido m uchas m aravillas que ad m irar al mism o tiempo, y ver sentim ientos sobrehum anos em a nar de un cu erpo com o el que los pintores dan a los ángeles me habría inundado de delicias como las que pienso que un hombre que acabara de llegar de la tierra al cielo experimen taría. Apenas fui capaz de co ntestar a Vuestra Alteza, co m o sin duda os disteis cuenta, cuand o tuve el ho no r de hablar con vos. En vuestra amabilidad habéis tratado de compensar esta falta mía llevando vuestros pensamientos al papel, de modo que pueda leerlos muchas veces y acostumbrarme a tenerlos en cuenta. Así me siento menos intimidado, pero no menos lie-
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no de aso m bro, aJ observar que no sólo pa recen perceptivos a primera vista, sino que cuanto más los examino, más juicio sos y sólidos pa recen .1
La pregunta que Isabel había planteado era realmente a pro piada: cómo, dado el compromiso de Descartes con la dife rencia esencial entre cuerpo y alma, puede el alma lograr que el cuerpo lleve a cabo acciones voluntarias. En otras palabras, ¿cómo puede el pensam iento obrar sobre la materia exten sa, o espacial, de modo que haga lo que el alma le pide? El sentimiento de la primera carta perdudaría en toda la co rrespondencia. A finales de 1645, Descartes escribía de la mis ma manera: “Tan raramente acuden a mí los buenos argu mentos, no sólo en las conversaciones que tengo en este lu gar aislado [vivía entonces en E gm ond-Binnen], sino en los libros que consulto, que no puedo leer los que se encuentra en las cartas de Vuestra Alteza sin sentir una extraordinaria alegría”.2* En un libro sobre la relación de Descartes e Isabel, León Petit plantea que ambos estaban enamorados.5Genévieve Rodis-Lewis se muestra de acuerdo, aunque en su opin ión no era una pasión sexual. Las pasiones sexuales y una buena can tidad de agitación no eran extrañas a la casa del Palatinado en La Haya: una de las hermanas de Isabel, Luisa, tendría un affaire con un aventurero francés, para consternación de uno de los hermanos de la princesa, que contrató a un grupo de criminales para que lo asesinaran, por lo que el propio prín 1 AT. II. pp. 662 -66 4. 2 AT. IV. p. 330.
5Leó n Pe t it , D escartes et ¡a P ri ncesse Eli zabeth: román d ’amour vecu (1969).
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cipe tuvo que salir de los Países Bajos. Todo esto es propio de la prensa sensacionalista, y como escándalo cortesano no está mal, aunque no es del todo insólito. Por desgracia para la princesa Isabel, su madre pensó que ella había estado invo lucrada en la trama asesina de su hermano, y dispuso que se fuera a vivir con otros parientes, la familia del elector de Brandemburgo en Berlín. Isabel salió de La Haya en agosto de 1646. Se encontraría con Descartes durante el verano, no mucho antes de la partida, pero no volvieron a verse. Sin embargo, su correspondencia continuó, y de ella se des prende que el afecto que se tenían no era am or en el sentido de Petit, sino algo más avuncular por parte de Descartes -q ue tenía la misma edad que la madre de Isabel- y más propio de una hija o de una amiga por parte de ella. Isabel lo impor tunaba, y se mostraba en desacuerdo con él, y buscaba su consejo, al mismo tiempo que debatía inteligentemente sus opiniones, y él la aconsejaba sobre cómo tratar sus depre siones, fiebres, irritaciones, sarpullidos e incluso constipa dos. Llegaría a dedicarle su manual científico, Principios de
filosofía , cuando se publicó en 1644: A su Serena Alteza la princesa Isabel de Bo hem ia, hija m ayor de Fed erico, rey de Bo hem ia, conde p alatino y elector de Sa g ra d o I m p e r io R o m a n o .
Así empieza la carta dedicatoria a Isabel, reconociendo las reivindicaciones de Federico V y su familia a los títulos y te rritorios de los que la batalla de la Montaña Blanca les había despojado. Descartes siempre se refería a la madre de Isabel como “la reina”; desde luego esto demuestra su inclinación
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diplomática, pero es una curiosidad a la vista de la historia de sus adhesiones. ¿Le diría alguna vez a la princesa Isabel dónde había estado el 8 de noviembre de 1620, cuando ella tenía dos años y se encontraba en el castillo de Hradcany, en la colina sobre el río Vltava de Praga, y el ejército del duque Maximiliano estaba a pocos kilómetros de allí, listo para arrebatar a su padre sus posesiones? La dedicatoria a Isabel sigue así: La mayor recomp ensa que he recibido de los escritos que he pub licado es que vos os hayáis dignado leerlos, lo que m e ha deparado la opo rtunidad de ser adm itido en el círculo de vuestros conocidos. Mi experiencia posterior de vuestros grandes talentos me ha llevado a pensar que sería útil a la humanidad darlos a cono cer com o ejemp lo para la posteridad... Cuando considero que un con ocim iento tan variado y com pleto de todas las cosas se encuentra no en un viejo ped ante que se ha pasado m ucho añ os de contem plación , sino en una joven princesa cuya belleza y juventud recuerda a las Gracias m ás que a la M inerva de ojos grises o a n inguna d e las Musas, no puedo sino rendirm e a la ad m iració n... )unto a vuestra dignidad real m ostráis una e xtraord inaria am abilidad y gentileza qu e, a pesar de los golpes de la fortuna, nu nca se ha visto ensom brecida o rota. Estoy tan conm ovido por ello que considero que esta exposición de mi filosofía debía ser ofrecida y dedicada a la sabiduría que ta nto adm iro en vos, pues la filosofía no es sino el estudio de la sabiduría. Mi deseo de ser conocido com o filósofo n o es mayor que mi deseo de ser conocido co m o el servidor más devoto de vuestra Serena A lteza, Descartes.1
i AT.VHI, A. pp. 1 -2 ,4 .
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Las dedicatorias de cualquier siglo, salvo el último, tienden a ser pomposas y, si se dirijen a quienes se encuentran en posiciones socialm ente elevadas, demasiado aduladoras para nuestro gusto actual. Pero hay algo más que cortesía en este cálido elogio personal. Durante los siguientes seis años, Descartes alabaría con frecuencia a Isabel ante los demás y aludiría a su destacada inteligencia. En una carta escrita en 1648, dijo que había redactado su breve tratado sobre Las pasiones
del alma “sólo para que lo leyera una princesa cuyos poderes mentales son tan extraordinarios que puede entender con facilidad asuntos que les parecerían muy difíciles a nuestros ilustres doctores”.' El breve tratado en cuestión surgiría por la insatisfacción de Isabel con la respuesta de Descartes sobre el problema de la relación entre el alma y el cuerpo. Con insistencia, le pidió que le explicara “cóm o las acciones y las pasiones (del alma] influyen sobre el cuerpo”. Su interés no era sólo teórico: Isabel había observado el efecto sobre su salud de sus estados sensibles y emocionales, y su interés era, en parte, práctico. Su primera pregunta sobre la relación del cuerpo y el alma la planteó en el verano de 1642, cuando se conocieron; al año siguiente aún trataba de conseguir una respuesta concreta, y en septiembre de 1645 le exigió que le diera “una definición de las pasiones”. Descartes se sentó a escribir un borrador del tratado, probablemente los dos primeros tercios del ensayo que luego revisaría, ampliaría y publicaría en 1649. Sería la última de sus obras publicadas en vida.
AT, XI, pp. 323-324.
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Las pasiones reitera el dualismo de Descartes, da una expli cación mecanicista del funcionamiento de músculos y ner vios e insiste en la opinión de que la glándula pineal es el lugar del cerebro donde “el alma ejerce sus funciones con más detalle que en ninguna otra parte del cuerpo” “Aceptemos, por tanto, “escribió, “que el alma tiene su asiento principal en la pequeña glándula localizada en medio del cerebro. De allí irradia al resto del cuerpo por medio de los espíritus ani males, los nervios, e incluso la sangre, que recoge las impre siones de los espíritus y las lleva por las arterias a todos lós miembros”' La segunda parte de la obra trata de las pasio nes por separado -el amor y el odio, el deseo, la esperanza, la ansiedad, los celos, la confianza, la desesperación, la irre solución, el valor, el remordimiento, la alegría y la tristeza, la burla, la envidia y la piedad, la indignación y la rabia, el or gullo y la vergüenza. Dado que Descartes había experim en tado casi todas -n o sólo las negativas- en las batallas por sus teorías en las universidades de Utrecht y Leiden, podría ha ber reivindicado un conocimiento especial. Se refería tam bién a la risa y las lágrimas, al sonrojo, a la diferencia entre el afecto, la amistad y la devoción, y a la distinción entre “el am or concupiscente y el benevolente”.1 2Al referirse a la natu raleza del afecto que había entre Descartes y la princesa, Rodis-Lewis cita esa distinción y plantea que lo que Descartes sentía por Isabel era “am or benevolente”. Probablemente fue ra así.
1 AT, XI, pp. 35 1-35 4. 2 AT, XI, p. 373 hasta el final.
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“ I labitua lmente se distingue entre dos clases de am or”, escribió Descartes, “el llamado am or benevolente, que nos im pulsa a desear el bienestar de los que amamos, y el llamado amor concupiscente, que nos hace desear las cosas que am amos. Pero me parece que esta distinción concierne sólo a los efectos del amor y no a su esencia. Pues tan pronto como nos vinculamos voluntariamente a un objeto, cualquiera que sea su naturaleza, sentimos benevolencia hacia él, es decir, vinculamos a ese objeto voluntariamente las cosas que creemos que le resultarán agradables: éste es uno de los principales efectos del amor... Creo que podríamos distinguir, de una manera más razonable, diversas clases de amor según la estima en que tengam os el ob jeto de amor, en com paración con nosotros mismos. Cuando sentimos menos estima por el objeto que por nosotros mismos, sólo tenemos por el un simple afecto; cuando lo estimamos tanto como a nosotros mismos se llama amistad, y cuando sentimos más estima por él, nuestra pasión puede llamarse devoción.”1 Lo más admirable de las transacciones entre Descartes e Isabel es la serie de cartas que intercambiaron de julio de 1645 en adelante, en las que discutieron sobre
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vida feliz) de Séneca. Descartes le propuso este texto a Isabel para ayudarla en las difíciles circunstancias de mala salud y urgencias familiares, pero lo hizo antes de haberlo leído atentamente él mismo, así que, cuando volvió a escribirle, le dijo que pensaba que no era suficientemente riguroso para que sirviera como objeto de discusión. Empezó (de un modo ca-
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racterístico) a decirle cómo debería haber manejado Séneca el tópico. En las cartas siguientes examinaría los argumentos de Séneca y reiteraría su queja de que el autor de la antigüedad no se expresaba con precisión y no entendía adecuadamente lo que quería decir; acabaría dejándolo de lado y exponiendo su propia Lebensphilosophie. La exposición es como sigue. La felicidad, le dice a la princesa, consiste en un “perfecto contento mental y en una satisfacción interior”. La cuestión clave es cómo ha de lograrse ese contento. Las cosas que lo promueven, según Descartes, son de dos clases: las que dependen de nosotros, como la sabiduría y la virtud, y las que dependen de factores ajenos, como los honores, la riqueza y la salud. Haciéndose eco del reconocimiento de Aristóteles de que es más fácil ser feliz cuando las circunstancias son propicias, observa que “una persona de buena cun a y rica, que no carezca de nada, podrá disfrutar de un contento más perfecto que otra pobre, enferma y deforme, en el supuesto de que ambos sean igualmente virtuosos y sabios”. Pero, aun así, “una pequeña copa puede estar tan llena como una grande, aunque contenga menos líquido; de igual modo, si consideramos el contento de cualquiera como la plena satisfacción de sus deseos, debidamente regulados por la razón, no dudo de que los más pobres y menos bendecidos por la fortuna podrán sentirse tan conten tos y satisfechos com o el que más, aunque no tengan tantas cosas buenas”.1 Cualquiera podrá estar contento si respeta tres condiciones: primera, si trata de usar la razón hasta donde pueda al pen1 AT.IV.pp. 2 6 4 - 2 6 5 .
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sar qué hacer en las diversas circunstancias en que se encuentre; segunda, si obedece estrictamente lo que la razón le recomienda, sin que las pasiones y apetitos le distraigan (“la virtud, creo, consiste, precisamente, en atenerse firmemente a esta resolución”), y, por fin, si recuerda que “todo lo bueno que no posee está comp letam ente fuera de su poder” 1 1)escartes explica que estos tres principios se relacionan con las reglas de la moralidad que había expuesto en su Discurso del método.
Anejas a estos principios, según Descartes, hay cuatro verdades que nos resultan muy útiles. La primera es que hay un Dios del que dependen todas las cosas, que es infinitamente perfecto, todopoderoso y que no puede ser desobedecido. Esto nos enseña a estar serenos ante lo que Dios nos envía para ponernos a prueba. La segunda es que nuestras almas existen con independencia del cuerpo, son mucho más nobles que el cuerpo y capaces de disfrutar de una satisfacción que no se encuentra en el mundo físico, lo que nos previene del temor a la muerte y nos advierte de no depositar demasiado afecto en las cosas de este mundo. En tercer lugar, debemos albergar la idea de la inmensidad del universo, que es la creación de Dios, y maravillarnos del hecho de que esté por completo a nuestro servicio. En cuarto lugar, hemos de considerar que, si bien somos individuos, estamos vinculados unos con otros y nuestros intereses están entretejidos de modo que el con junto sea más im portante que las partes. “Si alguien se con sidera más importante que la comunidad, se complacerá en
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hacer el bien a cualquiera”, observa Descartes, “y no dudará en arriesgar su vida al servicio de los demás cuando la oca sión lo exija. Esta consideración es la fuente y el origen de las acciones más heroicas de los hombres.”' Estos piadosos sentimientos suponen una cristianización de lo que, hasta que Descartes los introdujo, es en lo esencial una versión de la moralidad práctica estoica. Las “tres condicio nes” que hay que tener en cuenta para lograr el contento no estarían fuera de lugar en los escritos de los dos mayores maes tros estoicos de la antigüedad tardía, Epicteto y Marco Au relio. Pero la última de las “cuatro verdades” no es específica de ninguna religión o perspectiva ética, sino que resulta por completo general en la manera en que establece la interrela ción de la familia humana. Por tópico que sea, tiene el méri to de resultar valioso. Descartes no siempre fue, como sabemos, capaz de ponerlo en práctica en su trato con los demás. La inteligente e ingeniosa hermana menor de Isabel, Sofía -que se casaría con Ernesto Augusto de Hanover, y le daría un hijo, Jorge Luis, que en 1714 se convertiría en el rey Jor ge I de Inglaterra-, describió a Isabel en la época de su amis tad con Descartes: “Mi hermana, a la que llaman Madame Isabel... ama el estudio, pero toda su filosofía no le impide apesadumbrarse cuando la circulación de su sangre le pone roja la nariz... Sabe todas las lenguas y todas las ciencias y tie ne un trato regular con Monsieur Descartes, pero este pen sador la distrae, lo que a menudo nos hace reír”.*1
' AT.IV.pp. 290-294. 1 Citado por Wa t s o n , Cogito Er go Sum, p. 20 6. Las peculiaridades de Watson hacen de su relato de la historia de Descartes e Isabel una de los mejores aspectos de su libro.
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Una razón del regocijo de Descartes en la inteligencia de Isa bel era que -co m o ella mism a advertiría en la carta de agra decimiento por la dedicatoria de Los principios de la filosofiasu inteligencia no estaba malograda por la filosofía aristoté lica. Su agudo y receptivo entendim iento suponía, sin duda, un cambio refrescante respecto a los prejuicios de los tradicionalistas que se oponían a las ideas cartesianas en sus uni versidades. Es interesante que, en medio de aquellas batallas, Descartes estuviera discutiendo sobre Séneca, la vida feliz y las pasiones del alma con Isabel. 1.a cuestión de una vida feliz no era ociosa para Isabel. De bido a la famosa derrota de su padre en la batalla de la Mon taña Blanca, su familia era pobre y dependía de la caridad de los parientes reales. Isabel había desechado la idea del mal am on io y prefería una vida de estudio, pero aun cuando no hubiera sido así, la conducta de dos de sus hermanos, Eduar do y Felipe, le habría hecho más difícil la opción de un ma trimonio convencional, dentro o fuera de lo que era, de hecho, una sola familia real europea ampliamente extendida. (Otro hermano, Ruperto, se casaría con la hija de un caballero in glés y acabaría siendo duque de Cumberland y primer lord del Almirantazgo del gobierno inglés.) Eduardo se convirtió al catolicismo romano para casarse con Ana de Gonzaga, hija del duque de Mantua. A Isabel la hirió profundamente lo que consideraba una apostasía y lo la mentaría en su correspondencia con Descartes, ignorando al parecer que era católico. Descartes, amable e irónicamente, replicó que Dios tiene muchos modos de atraer las almas hacia sí.
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El crimen de Felipe fue de otra clase. Fue él quien ordenó el asesinato de Monsieur L’Espinay (algunos informes dicen que apuñaló mortalmente en público a L’Espinay él mismo), furioso por su jactancia de haber tenido una aventura con su hermana la princesa Luisa de Bohemia. Felipe tuvo que abandonar el país y se unió al ejército del rey de España. En medio de las tribulaciones de la familia, Isabel y su madre riñeron por la creencia de la reina de que Isabel había alentado a Felipe. Ésta fue la causa, como he dicho, de que Isabel fuera enviada a vivir con sus adustos primos de la corte de Brandemburgo en Berlín. Pero no podría mantener por mucho tiempo la vida de pariente pobre. En 1667, diecisiete años después de la muerte de Descartes, entraría en un convento protestante en Herford, Westfalia, para convertirse en su abadesa, una posición de considerable responsabilidad, dado que en los dominios del convento había siete mil personas que trabajaban en sus granjas, viñedos, molinos y fábricas. Bajo la administración de Isabel, el convento se convirtió en refugio de disidentes de varias religiones, que encontraron allí abrigo contra la persecución. Descartes no se equivocaba al ver algo especial en la princesa Isabel del Palatinado, y su amistad aumenta el crédito de ambos. Isabel murió en 1680, a los sesenta y cuatro años. Había conocido a Descartes a los veintiocho. Es difícil no vislumbrar la influencia del filósofo en su vida, que fue, al menos, coherente con el tenor que Descartes había establecido en su correspondencia sobre Séneca.
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Descartes quería que los Principios de filosofía fueran un ma nual de ciencia cartesiana para uso de las escuelas, especial mente, esperaba, de las escuelas jesuítas. Empezó a escribir el libro en 1641 y estaba listo para publicarlo a principios de verano de 1644. Resumía lo esencial de su filosofía -e l pun to de partida escéptico, la certeza de su propia existencia, la distinción del alma y el cuerpo y la bondad de un Dios que garantiza la verdad cuando pensamos corr ecta m en te- y ex ponía su cosmología y su mecánica. Hay buenas razones para pensar que quiso incluir una sección de fisiología y otra de psicología. Un breve ensayo inacabado, publicado postuma mente com o Una descripción del cuerpo humano , escrito en el invierno de 1647-1648, y Las pasiones del alma, escrito para la princesa Isabel, podrían ser esfuerzos tardíos de Descartes para suplir esas partes omitidas de los Principios, o al me nos para cubrir el terreno que había quedado sin discutir. Pero, en cuanto a la parte principal de los Principios, según fue publicado, no hay nada que no esté en las obras anterio res de Descartes, incluyendo Le Monde. Gaukroger observa que podría considerarse una nueva redacción de Le Monde, con las Meditaciones com o base metafísica m ejor que la que había utilizado en el tratado original.1Las principales dife rencias entre los Principios y las obras anteriores de Descar tes residen en la disposición; quería que su posición fuera tan clara como ordenada. Otra característica es que trata de so breponerse a quienes seguían vinculados a la filosofía aris totélica tradicional usando su terminología para explicar las 1
S. G a u k r o g e r , D es ca rte s, p. 364.
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nuevas concepciones de la física que introducía, com o fuer za, movimiento y reposo. La estratagema fracasó: sólo m oti varía las quejas de sus adversarios de que no quería decir lo que decía con sus palabras, lo cual era cierto. La noción de los “vórtices” es central en la física de Descar tes. En la segunda mitad del siglo XVJí y después, cuando la ciencia cartesiana era objeto de encendidas disputas, no era la metafísica de las Meditaciones ni la primera sección de los Principios lo que llamaba la atención, sino su teoría de los vórtices. Fue esta teoría la que Newton refutó al final del libro segundo de sus Principia , antes de exponer su opinión de que el movimiento de los cuerpos tiene lugar “en un es pacio libre sin vórtices”.1 En opinión de Descartes, el universo es una plétora de ma teria en diferentes estados; no hay vacío: el espacio y la ma teria son lo mismo. Para que algo se mueva, por tanto, algo más ha de moverse, y Descartes argumentó que el fun ciona miento de este principio del universo significaba que debía haber indefinidos torbellinos locales o vórtices de materia en diferentes grados de rudeza o fluidez. En el centro de cada vórtice, la materia se movería más despacio que en los már genes exteriores. Debido al carácter de la materia que cons tituye el centro de un vórtice -Descartes dice que forma un fluido alrededor de los cuerpo s-, los centros de los vórtices son soles, y su accción impulsora es “lo que podríamos to mar por luz”. El sol, las estrellas y los planetas están hechos de partículas más rudas de materia arrastradas por los vór tices. La Tierra no se mueve por sí misma, al carecer de m o1
I s a a c N e w t o n , Principia, lib r o II, sección IX.
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vimiento innato, sino que el gran vórtice fluido en el que Ho la la mueve alrededor del sol. 1.a cosmología de Descartes es esencialmente un universo copernicano considerado una plétora, en el que el movimien to tiene lugar en los vórtices según su teoría de la mecánica. Su mecánica, brevemente resumida, emplea sólo las nocio nes de tamaño, velocidad y reposo o movimiento. El reposo y el movimiento son estados de los cuerpos que dependen del impulso mecánico de otros cuerpos. Hay tres tipos de materia en los vórtices: primero el éter, que consiste en par tículas muy pequeñas de movimientos rápidos que forman el sol y las estrellas; segundo, partículas esféricas muy velo ces y continuas, que Descartes llama “materia celeste”, y por fin partículas irregulares que se unen para formar los plane tas y los com etas. Los historiadores de la ciencia señalan que, si bien la teoría de Descartes parece un modo inteligente de preparar un pas tel copernicano y comérselo -la Tierra gira alrededor del sol, pero no se mueve, pues es impulsada sedentariamente por un vórtice-, su principal motivo era su adhesión al princi pio de que no existe el vacío. Podría decirse que Descartes había obrado como la naturaleza, y aborrecía el vacío. En esto se equivocó, como demostraría el desarrollo posterior de la ciencia, pero tuvo dos consecuencias muy provechosas. La primera se relaciona con su teoría de la visión, según la cual la vista resulta de la presión sobre el ojo del fluido universal. El sol, por ejemplo, es el centro de un vórtice, y su presión exterior sobre el fluido universal se comunica instantánea men te a la presión de cualq uier o jo que se dirija hacia él.
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(John Gribbin señala que Newton expuso la falacia de esta teoría al advertir que si la visión fuera causada de ese modo, entonces cualquiera podría ver en la oscuridad corriend o lo suficientemente deprisa. Gribbin le da a Descartes la respuesta: nadie puede correr tan rápido para ver en la oscuridad.1La idea de la luz como una serie de ondas que eman an de una fuente, como las que causa una piedra arrojada a un estanque, fue explorada después por Christian Huygens, el brillante hijo del amigo de Descartes. En segundo lugar, la teoría de los vórtices fue el punto de partida para el desarrollo de la física en el último tercio del siglo XVII, no sólo la de Newton, que formularía su teoría de la gravedad tras rechazar los supuestos cartesianos. Puesto que la teoría de Newton suponía aceptar la acción a distancia, al contrario de la opinión en apariencia más sensata de Descartes, la disputa entre cartesianos y newtonianos fue durante un tiempo furiosa. Pero el rechazo newtoniano de la teoría de los vórtices de Descartes no sólo era correcto sino que estaba bien fundado. Newton mostró que entraba en conflicto con la tercera ley de Kepler, la “ley armónica”, que tiene que ver con el tiempo que le lleva a un planeta dar la vuelta al sol hasta alcanzar el punto más lejano al astro; la ley establece que los planetas más cercanos se mueven a mayor velocidad y tienen las órbitas más breves, que es lo contrario de lo que decía Descartes. Newton también demostró que, salvo que hubiera una entrada constante de energía en el centro de cada uno de ellos, los vórtices no se sostendrían.
Jo h n Gr ib b in , Science: A History (2002), p. 118, nota.
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'Iras muchos años de ausencia de su tierra natal, Descartes consideró necesario volver, al menos de visita. Había salido ile Francia a finales de 1628; su padre había m uerto en 1640, y había cuestiones de herencia y propiedades que atender. Había escrito a Huygens poco después de la muerte de su pa dre para decirle que visitaría Francia para tratar asuntos de familia. Pero no fue entonces, y retrasó el viaje hasta que ya no pudo seguir haciéndolo. No sabemos si con reluctancia, pero Descartes se embarcó hacia Francia en mayo de 1644 y se quedó allí durante seis meses, sobre todo en París, aunque visitó a su hermano y a su hermanastro, en Rennes y Nantes, respectivamente, para discutir de la herencia paterna. En París se instaló en la Rué iles Ecouffes con su amigo Claude Picot, sacerdote que ad ministraba el dinero de Descartes en Francia y que -a dem ásestaba preparando la traducción de sus Principios de filoso fía al francés. Con él iría Descartes a Blois a visitar a Florimond Debeaune, que había acogido favorablemente las matemáticas de Descartes, y a Tours a visitar a otros cono cidos. Renovó en persona el trato con sus viejos amigos, Mydorge y Mersenne sobre todo, tan útil com o siempre, en esta ocasión para darle a conocer a las dos personas -y a men cionadas en estas páginas, pero que ahora profundizarían su amistad con Descarte s- que estaban llamadas a desempeñar un papel importante durante el resto de su vida y para su repu tación en el futuro: los cuñados Pierre Chanut y Claude Clerselier. Chanut era diplomático de carrera y filósofo aficionado, y había ayudado a su amigo Mersenne en experimentos sobre
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la presión del aire, pero -en comparación con el gran Des cartes- carecía de competencia científica y aseguraba que lo que le interesaba era la filosofía moral más que la filosofía natural. Sin embargo, congenió enseguida con Descartes y aprovecharía cualquier oportunidad para servir a sus intere ses. Fue uno de los que se propusieron que Descartes reci biera una pensión de la Corona francesa en aquellos años y, cuando fue nombrado embajador en la corte de la reina Cris tina de Suecia en 1646, entonó las alabanzas de Descartes has ta un punto en que la reina inició una correspondencia con el filósofo y expresó después el deseo de que Descartes visi tara su corte. Así fue como Descartes terminó su vida en la fortaleza septentrional de la reina, tras un oscuro invierno en su compañía. Clerselier se recomendó a sí mismo a Descartes pues, cuan do se conocieron, estaba traduciendo al francés las “Obje ciones y réplicas” añadidas a las Meditaciones. Co mo ya se ha dicho, Clerselier se convirtió en el infatigable defensor de Descartes, en su protector y, a su muerte, en su albacea y edi tor; reunió las cartas y manuscritos que había dejado el filó sofo, publicó las obras y fragmentos inéditos y proporcionó a los primeros biógrafos de Descartes detalles de su vida se gún la había llegado a conocer. Baillet expone que Descartes consideraba su amistad con Clerselier uno de los mayores fa vores que la fortuna le había concedido, y que le “había re velado los secretos más íntimos de su vida”.1Sea o no cierto,
1Ba i l l e t , La V i e de Martsi eur D escartes, vol. II, p. 242. Puesto que la historia del pesar de Descartes po r haber ten ido algo que ver con Helena Jans procede de Clerselier, hay que mostrarse ca utos en este punto. Clerselier hizo cuanto pudo para limpiar la reputación pós-
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I )escartes dio la bienvenida a las nuevas amistades, y las dos tuvieron una inmensa importancia. París, Blois y los amigos constituyeron la parte placentera de la visita de Descartes, pero no bastaron para hacerle pensar en quedarse en Francia. En una carta a la princesa Isabel escrita en París en julio de 1644 dice que “aunque hay muchas personas aquí a las que honro y estimo, no hay nada que me retenga” 1 La parte de negocios incluía visitar a su hermano Fierre en Rennes y a su hermanastro Joachim en Nantes. Salió de París en aquella dirección pocos días después de escribir la carta mencionada a Isabel. El encuentro con sus hermanos no debió de ser sólo tensión y regateo, pues en el registro ile bautismos de Nantes Descartes firmó el 9 de septiembre de 1644 como padrino de un nuevo sobrino llamado René. Pero en una carta a Picot escrita años después, en 1648, traza una imagen más fiel: “Respecto a la queja de mi herm ano, me parece muy injusta. No dije nada en Poitou salvo que no le había encargado que cuidara de mis asuntos, y que desapruebo que trate de hacer algo en mi nombre o como si procediera de mí”. Cuando volvió a los Países Bajos en noviembre de 1644, Descartes estaba agotado, y para empeorar las cosas descubrió que su controversia con Voetius no sólo había llegado a su momento culminante, sino que quien se suponía que era seguidor suyo, nada menos que Henry Regius, estaba llevando turna de Descartes, hasta el ex trem o d e insertar calificaciones piadosas en algunos de sus escritos, con la intención, sin du da, de dar la impresión de que, salvo lo sucedido con He lena -d e lo qu e Descartes se habría arr ep enti do -, el filósofo habla sido un hom bre dotado de la virtud que un gran genio requiere. 1AT.V.p.66.
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sus opiniones al absurdo con sus versiones. En una carta a Pollot, Descartes escribió: “Desde mi viaje a Francia he en vejecido veinte años, hasta el punto de que ahora me supo ne un esfuerzo mayor ir a La Haya del que en otra época me supuso ir a Roma. No es que esté enfermo, gracias a Dios, sino que me siento débil y necesitado, más que nunca, de bienestar y reposo”.1Sin embargo, en sus cartas a Isabel se guía mostrándose igual, íntimo y cordial; era el momento en que le escribía sobre Séneca y le enviaba enigmas matemáti cos para que los resolviera (lo que Isabel hacía con éxito) con el propósito de introducirla en su Geometría. A pesar de la debilidad causada por su visita a París en 1644, Descartes volvería en 1647 para otra visita, no tan larga como la anterior pero lo suficinte -cu atro m eses- para encon trar se con el atomista Pierre Gassendi, el autor de Leviatán , Thomas Hobbes, y el joven Blaise Pascal, que no se mostró amistoso con Descartes ni entonces ni después, partidario com o era de Roberval y Fermat. Descartes, sin embargo, sen tía curiosidad por cono cerlo, pues había oído hablar much o de él. El encuentro con Gassendi y Hobbes tuvo lugar en una cena especialmente concertada con la intención de reconciliar a Descartes con ellos, pues habían sido críticos agudos de sus Meditaciones en las “Objeciones” que Descartes, por m edia ción de Mersenne, les había invitado a escribir. Sus ob jecio nes lo habían disgustado -co m o ocu rría con cualquier desacuerdo-, y le dijo a M ersenne que pensaba que Hobbes AT, IV. pp. 2 04 -2 05 .
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Me ditacio ciones nes para había usado la la oportunida oportu nidad d de criticar critic ar las las Medita aumentar aume ntar su reputación. Mersenne M ersenne y Clerselier Clerselier estuvie estuvieron ron en la cena con Descartes y Hobbes, pero Gassendi no pudo asis tir tir por encontrarse encon trarse enfermo enfe rmo,, así que cuando le cena terminó term inó el grupo entero se dirigió a casa de Gassendi para desearle una pronta recuperación. Pascal era un prodigio. A los dieciséis años había esrito un ensayo sobre las secciones cónicas que hasta Descartes tuvo que admitir que mostraba señales de genio. La perspectiva de encontrarse con el joven jove n pensador era atractiva. atractiva. Pascal Pascal te nía entonces ento nces veintiún años. Descartes se vería vería dos vece vecess con él. él. En la primera prim era ocasió o casión, n, Pascal estaba en cama cam a con co n fiebre y, y, además, Roberval se hallaba presente, lo que molestó a Des cartes. Pascal le enseñó a Descartes la máquina de calcular que había fabricado -el primer ordenador, basado en la teconología de las tejedoras-, y cuando Descartes se levantó para irse, tras concertar una nueva cita, Roberval se fue con él. Compartieron el coche que Descartes había alquilado y discutieron mientras los devolvía a casa. Este primer encuentro fue registrado por la hermana de Pas cal, Jacqueline, según la cual terminó así: “Monsieur Des cartes se llevó [a Roberval] con él en un gran coche, donde los dos, a solas, se insultaron en un tono más alto de lo que lo habían hecho aquí”.' En el segundo encuentro entre Descartes y Pascal, que tuvo lugar a la mañana siguiente, pudieron hablar sin interrup ción, y Descartes le le sugirió sugirió al joven un experimento exper imento para zan pl enu u m y la teoría de la ja r la c u e stió st ión n e n tre tr e su te o r ía del plen presión atmosférica de Evangelista Torricelli, que invocaba el1 el 1 1 AT, V, p. 7 2.
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vacío. Pascal llevaría a cabo el experimento al año siguiente con su cuñado, Puy de Dome, transportando tubos de cris tal con mercurio hasta una montaña de Auvernia para po der realizarlo. Mydorge murió mientras Descartes estaba en París, y vio me nos a Mersenne, que estaba enfermo. Pero Descartes se ha llaba lla ba en la capital francesa por una u na razón particular: algunos de sus amigos le habían sugerido que podían insistir en la corte para que se le concediera una pensión en nombre del rey o algún tipo de reconocimiento remunerativo por su emi nencia en el mundo intelectual. El rey Luis XIV aún era un muchacho y el gobierno estaba en manos de la regente -la madre de Luis, Luis, Ana de A ustria us tria-- y el primer m inistro, el car denal Mazarino, y era a ellos a quienes había que sugerir la oportunidad de la recompensa. Era una perspectiva muy atractiva para Descartes. De un modo que sugiere que sus circunstancias circunstancias financieras financieras ya ya no eran tan boyantes boyantes com o an tes tes -ta -t a l vez sus sus expectativas tras la la visita visita de de 1644 a Poitou no se habían cumplido-, hizo varios intentos para lograr una pensión o una sinecura, o al menos un cargo.' Como suele1 suele1 1 Watson ofrece detalles detalles ¡ntersantes de las las finanzas finanzas familiar familiares es durante la década de 1640 ( Cogito , Er go Sum, pp. pp. 24 4- 24 8) . Watson expone que, aunque Descartes estaba estaba bien bien situa situa do graci as a sus herencias, que le permitieron alquilar la casa de Endcge cst a principio s de la década de 1640, su hermano y su hermanastro -a bog ado s experimentados en sus pues pues tos de los los parlamentos loca les- dieron po r hecho que n o percibirla percibirla un sous más de lo que estaban estaban obligados a darle por los térmi nos estipulados en los los testament os y otr os acuerdo s legales. Esto es casi seguro, pues los hermanos apenas se querían. Es probable que, por poco que fuera lo que Descartes obtuvo de los recursos familiares, bastara para mantenerle du rante las décadas de 1630 y 1640. Pero, a finales de la última década, la cantidad empeza ba a ser insuficiente o Descartes aspiraba a más. Habla empezado a moverse en circuios cortesano s, visitaba visitaba a una princesa con regularidad regularidad y el gasto de las las ropas, el caballo y el el ca rruaje (excesivo aun si lo alquilaba), alquilaba), asi com o los viajes viajes constantes entre las principal principales es ciu-
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suceder en las cortes reales, especialmente a quienes se en cuentran en circunstancias circun stancias apuradas, apuradas, las cosas cosas fueron des pacio, pacio, así así que cuando Descartes vio vio que no n o iban a concederle la pensión, pen sión, ni n i nada por p or el estilo, volvió volvió a los Países Países Bajos. Bajo s. Para Para evitar evita r el viaje viaje durante dura nte el otoño oto ño , Descartes salió sa lió de París París en septiembre. Se llevó llevó consigo a Picot P icot para que qu e pasara el in vierno en Egmond-Binnen, su nuevo lugar de residencia, y el último que tendría en los Países Bajos, pues viviría allí en los años que le quedaban en aquel país. Con reluctancia se había empeñado en escribir una respuesta a la confusa ver sión de sus ideas que su antiguo discípulo, Henry Regius, había dado dado a conocer. Había repudiado esa esa versión versión inde pendiente en el prefacio a Principi Principios os de filosofía filoso fía , pero Regius le había replicado con un panfleto que Descartes no podía pasar por alto, pues Regius insistía en darle a la ciencia car tesiana un fundamento metafísico erróneo.' Esto impacien tó a Descartes, que pensaba que sólo su nueva metafísica podí podíaa m ostrar que su ciencia era coherente con la ortodoxia religiosa. Pero seis meses después, Descartes hacía de nuevo las male tas para volver a París, porque el plan de la pensión parecía ser ser inm inente, junto jun to a algunas algunas vislumbres no especific especificadas, adas, pero atractivas, de algo más, tal vez un título o un puesto dis tinguido, y su presencia era necesaria para arreglar las cosas. dich o que la Co Coron ronaa francesa iba a concederle una1 una 1 U habían dicho titu titule less de las las Prov incias U nidas, además de los sirvientes, sirvientes, pu dieron hacerle pensar en ga nar más dinero. En esas circunstancias, es evidente que necesitaba dinero en aquella oca sión y estaba dispuesto a soportar grandes penalidades -incluyendo el viaje a París- para obtenerlo. 1S. Ga u k r o g e r , D escart es, p. 408.
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cantidad anual de tres mil libras -seis veces el interés que ob tenía tenía de su su propiedad propiedad de de Poi P oito touu-,, una una buena suma, m erece dora de otro viaje a París. También estaba atento a la posibilidad de algunos extras, aunque le dijo a Chanut, en una carta es crita mientras preparaba el viaje, que “no quiero un trabajo que me quite el tiempo tiem po para cultivar cultivar mi espíritu, aunque me dé ho h o n o r y prov pr ovec echo ho””. 11 A su vuelta a París, lo primero que hizo Descartes fue com prarse un elegante traje de seda seda verde, verde, que com pletó con un sombrero y una espada, y alquilar un apartamento suntuo so en el centro de la ciudad, cerca de la corte. Vivía de acuer do con sus expectativas y prefirió no demorarse en desempe ñar su papel de caballero caballe ro pension pen sionista ista del rey. rey. Ay, los puentes por los que se pasa pasa antes de que estén termin ter minados ados suelen caer en el torrente. Mientras Descartes se atusaba el bigote y se ponía su sombrero emplumado para visitar la corte, la cor te, y todo París, se vieron envueltos de repente en un peli groso groso torbe lli llino no que se se con ocería com o la Fronda.2Esos acontecimientos estaban directamente relacionados, como suele suceder, con co n la promesa de su pensión, pensión , y fueron igual igual mente la razón por la que nunca la recibió, aunque en nin gún caso fuera Descartes el foco personal de las dificultades. 1 Al tra ducir este este pasaje pasaje.. Watson dice “dinero “dinero y provecho” provecho” donde D escartes escribe escribe “honor y provecho” provecho”. Además de trasto car el cará cter de las las ambiciones de Descartes en algo m enos digno de alabanza, confunde al lecto r que quiera confiar en la información de W atson. El pasaje pasaje de la carta a Chan ut de 21 de febrero febrero de 164 8 dice: “Et j’avoue que je ne souhaitcrais pas un emploi penible, qui m’otat le loisir de eultiver mon esprit, encore que cela fut recompense par beaucoup d ’honneur c t de profit”. 1 En realidad realidad hay dos series series de acontecimientos co n ese nombre, que se distinguen distinguen com o la Fronda del Parlamento y la Fronda de los principes, pero esta última tuvo lugar tras la muerte d e Descartes. Descartes.
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Como se ha dicho, Luis XIV de Francia, destinado al esplen dor, dor, era era entonces ento nces un muchach m uchacho, o, y su su formidable form idable madre, Ana de Austria, y su su impopula imp opularr primer prim er ministro m inistro,, el el cardenal MaM azarino, gobernaban el país. Entre los dos habían vaciado las arcas de Francia. Buena parte de su extravagancia consistía en otorgar pensiones pension es a mucha gente, sobre todo a sus sus fami lias lias y a sus partidarios. Descartes tendría que haber hab er sido uno u no de los beneficiarios de semejante geerosid geerosidad, ad, aunque podría p odría haberse haberse dado cuenta que las cosas cosas no n o iban bien cuan do reci bió no uno, sino dos pergaminos hermosamente dispuestos con la promesa de su pensión, a los que no siguió ninguna cantidad, pues esa con junción jun ción sugería sugería de un modo mod o elocuen elocu en te el desorden burocrático y un Tesoro vacío. Com Co m o remedio para sus sus dificult dificultades ades financieras, financieras , Ana y Mazarino diseñaron un plan sencillo: congelar durante cuatro años los salarios de los magistrados de los tribunales, salvo los del Parlamento de París. La idea, para decirlo con suavi dad, no fue bien recibida. Tanto los tribunales como el Par lamento promulgaron una ley que limitaba la prerrogativa real, en un intento no sólo de controlar los poderes de tasa ción de la Coron a, sino de limitar la tendencia centralizadora del gobierno de Mazarino, que seguía el curso de acción iniciado por Richelieu. Ana y Mazarino se desquitaron arrestando a varios miem bros del Parlamento. Esto fue demasiado para el pueblo de París, que salió a las calles, levantó barricadas en mil de ellas -volviendo intransitable la ciudad- y exigió la liberación de los miembros del Parlamento detenidos. Ana y Mazarino se vieron obligados a retroceder.
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Pero sólo tem te m pora lmente, lme nte, pues la Paz de Westfalia Westfalia acababa de firmarse y dejaba libre al ejército para que sirviera en el interior. interior. Ana y Mazarino Maza rino abandonaron aband onaron París París en secreto y or denaron al ejército que sitiara la ciudad, lo que hizo. Para en tonces ya resultaba claro para cualquiera que la Fronda era algo más que un mero conflicto local entre la corte y los ma gistrados a propósito del dinero, y que se había convertido en una batalla b atalla mayor sobre los derechos y poderes de la la mo m o narquía. Como tal, se parecía a la lucha, mucho más dura dera, que se libraba al otro lado del Canal, en la que Carlos C arlos I perdería la cabeza, si bien en Francia el resultado no fue la monarquía constitucional y el ascenso del gobierno repre sentativo, sentativo, com o en el reino reino insular insular,, sino sino la monarquía mon arquía abso abso luta de Luis XIV y la necesidad de otra y mucho más sangrien ta revolución revolución ciento cincuenta cincue nta años año s despué después. s. La crisis inmediata se resolvió en Rueil en marzo de 1649 con un compromiso entre la corte y el Parlamento de París. Los probem as de Ana de Austria Austria -m á s bien los problemas que ella había causado-, sin embargo, no se solucionaron; ven drían tiemp tie mpos os peores, que la depondrían depo ndrían de la la regencia. Pero Pero esos acontecim ientos se escapan al propósito de esta esta historia. Para Descartes, la Fronda fue un fracaso. Las barricadas se levantaron el 27 de agosto de 1648; había, para ser exactos, mil doscientas sesenta, lo que hizo que el tránsito tráns ito por la ciu ciu dad no sólo fuera imposible, imp osible, sino bastante bastan te peligroso para para un diminuto caballero de mediana edad ataviado con un fan tástico traje de seda verde. Por esa razón, cuando se enteró de que se habían levantado las las barricadas, Descartes se m ar chó. Buscó B uscó refugió inmediato inme diato en casa de de Picot y luego luego aban aban
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donó el país cuanto antes pudo. Su prisa prisa puede medirse por el hecho h echo de que su viejo y fidedigno amigo M ersenne se enen contraba en su lecho de muerte, y moriría pocos días después, pués, el 1 de septiembre septie mbre;; pero Descartes De scartes n o se detuvo detuvo a despedirse ni a acompañarle hasta la tumba. Cuando recobró aliento, de vuelta en los Países Bajos, lo que le costó varios v arios meses, Descartes le escribió escribi ó una carta llena de indignación a Chanut: Había pensado no escribir nada desde mi vuelta para no parecer que reproch aba algo a quienes m e llam llam aron a Francia. Pero Pero debo decir que los considero c onsidero com o amigos que m e inviinvitan a ce na r en su casa y, cuan do llego, descu bro qu e hay un albo roto en la cocina y que la caldera caldera se ha volcado, y por eso m e he vuelto vuelto sin si n de cir una palabra, palabr a, para no aum entar su su em b a r a z o . P e ro ro e s t e h e c h o m e h a e n s e ñ a d o a n o v o lv lv e r a e m p r e n d e r u n v i a je j e p o r p r o m e s a s , a u n q u e e s té t é n e s c r i ta ta s e n pergamino.1
Al mes siguiente volvió a escribir, aún resentido y molesto: m olesto: Parece que la fortuna envidia envidia que yo n o le haya haya pedido n ada y que trate trate de dirigi dirigirr mi vida vida de mod o que la fortuna fortuna no m e incomode si tiene ocasión. Lo he probado en los tres viajes que he hech o a F rancia desde qu e m e retiré a esta tierra, tierra, pero pa rticularmente en el último, a instancias del rey. Para convencerm e de que lo hiciera, me enviaron enviaron cartas escritas escritas en pergam ino, hermosamente selladas, que contenían los mayores elogios, que yo no merezco, y el don de una sustanciosa pen sión. Además, en los pom ernores de las las cartas de quienes me enviaban enviaban la carta del del rey, rey, me pro m etían m uch o m ás si yo iba a Fran cia.
' AT.V.pp. 288-289.
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Ah, pero cuando llegué, los inesperados disturbios hicieron que, en lugar de enco ntrar lo que m e habían p rom etido, me enco ntrara con que tenía que pagar a uno de m is parientes el coste de las cartas que m e habían enviado, com o si yo hubie ra ido a París para com pra r un perg am ino, la cosa más cara e inútil que jam ás he tenido en m is m ano s.1
En el mismo estilo taimado añade que “eso, sin embargo, ape nas me preocupó”; lo que verdaderamente le preocupó, dice, fue que quienes le habían invitado a París no quisieran de él nada útil -lo “más” que se le había insinuado era un cargo, un puesto diplomático, un título-, como si quisieran tener una rareza, “como un elefante o una pantera” La carta es taimada porque las protestas de Descartes res pecto a no haber deseado nada de la fortuna, indiferente a sus favores o crueldades, son palpablemente falsas, especial mente cuando escribía esas palabras. Si un traje de seda ver de y la seducción de un pergamino hermosamente sellado no las desmienten, las circunstancias de su carta a Chanut lo hacen, pues en esa carta responde a una invitación que C ha nut, entonces embajador de Francia en Suecia, le hacía llegar de parte de la extraordinaria e inteligente gobernante de aquel país, la reina Cristina, que deseaba que Descartes fuera allí y viviera en su corte de Estocolmo. La correspondencia entre Chanut y Descartes sobre este punto, y entre Descartes y la reina, muestra clara y orgullosamente el ávido deseo del fi lósofo de moverse en círculos elevados, pero también su cau tela por si una invitación a hacerlo significaba, en realidad, 1AT.V.pp. 328-329.
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convertirse en un mero funcionario, a la altura de un tutor o preceptor. Quería mucho más que eso. Las cartas que intercambió con la reina desde 1646 confirmaban las alabanzas que había oído sobre sus dones de inteligencia y carácter, y le halagaba ser su corresponsal y aún más que le invitara a enseñarle su filosofía. Pero se había quemado los dedos al esperar demasiado de los grandes, y por eso argumentaba falsamente. Si hubiera seguido esperando, habría vivido más. Pero prevalecieron la persuasión combinada de la reina y de Chanut, y su propia ambición. A primeros de septiembre de 1649 zarpó hacia Estocolmo y dejó atrás los Países Bajos, Francia y su vida.
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Descartes había conocido a la reina de invierno, Isabel Estuardo de Bohemia, y desempeñado un papel en su caída; se había hecho amigo de su hija, a la que amó de un modo, al menos, avuncular, y ahora se encontraba con la Reina del In vierno en una tierra tan fría, como le escribió a un amigo, que incluso el pensamiento se congelaba en ella. Cuando llegó a Estocolmo y conoció a su patrona, pues eso era la reina Cristina, no se encontraba con una extraña. Ha bían mantenido correspondencia desde 1646 gracias a los buenos oficios de Chanut, y aunque Descartes había escrito
Las pasiones del alma para la princesa Isabel, le dedicó la ver sión ampliada y publicada a la reina Cristina. Lo hizo con el permiso de Isabel, a quien ya le había dedicado los Principios
de filosofía, tras escribirle para dejar las cosas claras desde el principio. “Reina del Invierno” tenía un sonido agradable como epíte to para un monarca femenino de Suecia, dada las resonan cias históricas; pero, en realidad, Cristina era todo lo contrario a una reina invernal. Su tierra septentrional y su frío clima, su gélida religión luterana y su reservado pueblo no se ajus taban a su temperamento. Anhelaba algo más cálido: una vida, un lugar, una experiencia más floridos y abigarrados de 3*9
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lo que su reino ofrecía, algo mucho más afable en sentimiento y más rico en textura de cuanto hasta el momento su vida había albergado. No se trataba del deseo de un rom ance apa sionado, como el de la Eloísa de Aberlardo, o de aventuras militares, como Juana de Arco. La clave reside más bien en el hecho dominante de la historia personal de Cristina: a los veintiocho años, en 1654, abdicó de la Corona y se convirtió al catolicismo romano. Dos de las personas que desem peñaron un papel en ese dra mático acontecimiento -u n papel importante, aunque ocul t o - fueron Pierre Chanut y René Descartes. Cristina había nacido en 1626, hija única del gran rey (todos están de acuerdo en que el mayor) de Suecia, Gustavo Adol fo, cuyas reformas m ilitares e innovaciones habían hecho del ejército sueco el más terrible de Europa, como lo demostra ría su intervención en la guerra de los Treinta Años. Gusta vo había entrado en la guerra por dos razones: su sincera preocupación por el destino de la causa protestante y su de seo de restaurar la fortuna financiera de Suecia m ediante un imperio en el Báltico, lo que significaba la conquista de tie rras en la costa meridional del Báltico. Este aspecto de su po lítica, por más que tratara de ocultarlo, era transparente a los príncipes alemanes, que se resistieron a perder sus territorios en Pomerania y otras partes para satisfacer los propósitos de Gustavo, lo que supuso un factor de complicación en la guerra. Gustavo murió en la batalla de Lutzen en 1632, cuando Cris tina tenía sólo seis años. Su madre, María Eleanor de Brandemburgo, era la hermana del malogrado Federico V, elector
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palatino, rey putativo de Bohemia, lo que significaba que Cristina era prim a de la princesa Isabel. María Eleanor ha bía dado a luz a Cristina tras varios embarazos y abortos, y pronto se volvería loca. Fue confinada en un lugar lejano de la corte, una casa que era más una prisión que un asilo, y no ejerció, por tanto, ningua influencia en la educación de Cris tina. Se nombró como regente al aristócrata más destacado de Suecia, Axel Oxenstierna, un individuo excepcionalmen te capaz que prosiguió con la guerra con tanta astucia como Gustavo, si no más. Logró, de hecho, que el Tratado de Westfalia le diera a Suecia buena parte de lo que quería adquirir: la Pomerania occidental, incluyendo Stettin en el estuario del Oder, Wismar en Mecklemburgo y los obispados de Bremen y Verdón. Era un tanto considerable, puesto que Suecia ne cesitaba desesperadamente los ingresos. Cristina empezó a asistir a las reuniones del consejo de la re gencia a los catorce años. El consejo se componía de cinco personas, de las que Oxenstierna, su hermano y un primo le daban al regente la mayoría. Cristina no siempre estaba de acuerdo con el consejo. Q uería que la guerra acabara lo an tes posible, mientras que Oxenstierna necesitaba asegurar los mayores rendimientos para el plan báltico. Cuando Cristina alcanzó la mayoría de edad en 1644, la tensión entre am bos aumentó, y las cosas empeorarían por las ingentes refor mas de la administración del país, que Cristina interpretó -corre ctam en te, según lo sucedido despu és- como un in tento para limitar su poder. Un relato más porm enorizado del reinado de Cristina y sus conflictos con Oxenstierna mostraría que la sabiduría esta
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ba en su mayor parte del lado del regente. Lo cierto es que no fue una buena reina y que, cuando abdicó, era profunda mente impopular a causa de la insensatez de algunas de sus decisiones. Pero el aspecto público de su vida no era del todo paralelo al privado. Aunque había sido educada com o un mu chacho, y poseía las habilidades de un hom bre a caballo y con un arma, era una mujer muy inteligente que amaba el estu dio; cuando salía de caza, hacía que se le leyeran en voz alta a los autores clásicos, lo que recuerda a Federigo da Montefeltro, el duque de Urbino de nariz ganchuda que inmorta lizó Piero della Francesca y a quien gustaba que le leyeran a Aristóteles en el desayuno, antes de salir al campo a la cabe za de su ejército mercenario.' Cristina era favorable a convertir su corte en un centro de enseñanza y cultura que hiciera justicia a los ideales más ele vados del Renacimiento tardío. Invitó a Estocolmo a erudi tos y escritores, a músicos y arquitectos, y mandó construir un teatro dotado de las últimas innovaciones tecnológicas, con maquinaria para transformar el escenario desde un pai saje de montaña hasta una costa, desde un bosque hasta un salón de baile.1 1 La masculinidad de Cristina ha sido un motivo de debate entre los estudiosos, que advierten que, cuando nació, fue anunciada co mo un varón , y sólo después, esa misma noche, las comadres concluyeron que era de hecho una niña. Esto sugiere hermafroditismo o una malformación genital. La ambigüedad sexual se le ha atribuido con frecuencia a Cristina, y los observado res advierten que, apar te de su aire y sus inclinaciones masculinas, tenía una voz curiosa, que a veces era muy grave y otras sonaba como la de una mujer. Cualquiera que sea la verdad, puesto que la inteligencia n o es una m ercan cía de género , el hecho distintivo de sus elevadas dotes intelectuales es ajeno a estas curiosidades. Una excelente exposición de la vida de Cristina es la de Ve r ó n i c a BUCKLEY, Chri sti na Q ueen of
Sw eden (2004). He tenido la suerte de manejar una copia de imprenta y he podido hacer algún uso de ella.
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Kn octubre de 1645, Chanut visitó a Descartes en los Países Bajos en route hacia Estocolmo para tomar posesión de su cargo como embajador. Los pensamientos de Descartes ya estaban entonces orientados hacia las pensiones y sinecuras, y no perdió el tiempo en insinuarle a Chanut que tal vez la corte de la célebre y joven reina sueca tuviera algo que ofre cer. Inmediatamente dispuso que una copia de las Meditaciones le llegara a la reina, y luego le escribió una carta a Chanut en la que, en su acostumbrado estilo taimado, decía que no le interesaba que su nombre fuera conocido, menos aún por los grandes, “pero [Descartes era un maestro en los ‘peros’] puesto que ya me conocen muchos hombres de es cuela que buscan en mis escritos el error y procuran los me dios de perjudicarme a cualquier costa [estaba entonces en medio de sus grandes disputas], me inclino a esperar ser co nocido también por las personas de alto rango, cuyo poder y virtud podrían protegerme”. Era un gran escritor de cartas insinuantes. Sabiendo que Cristina leería sus palabras, con tinuaba: “Además, he oído que a esta reina se la tiene en tal estima que, si bien me he quejado a menudo de que quieran introducirme en la presencia de grandes personas, no pue do eludir la gratitud porque le hayáis hablado tan amable mente de mí”.1 Es divertido observar el método de Descartes para procu rarse el avance social, sobre lo que podríam os hablar largo y tendido. Podríamos resumirlo así: “No deseo en modo algu no entrar en círculos cortesanos, pero haríais mucho bien si susurrarais una palabra en el oído de Su Majestad...” Es im-1 1AT, IV, p. 535.
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probable que Chanut no se diera cuenta, pero en cualquier caso estaba dispuesto a ayudar, y en breve tiem po el filósofo y la reina mantenían una correspondencia, por mediación de Chanut, sobre cuestiones tan abstractas como el tamaño del universo, tan íntimas como la distinción entre el amor racional y el sensual, y tan importantes como la naturaleza del bien supremo. De paso, podría advertirse que, en su carta sobre la naturaleza del amor, Descartes incluyó la anécdota sobre cómo se había enamorado, siendo un muchacho, de una niña ligeramente estrábica. “La impresión causada por la vista en mi cerebro cuando veía sus ojos cruzados llegó a unirse tan estrechamente con la impresión simultánea que despertaba en mí la pasión del amor que, durante mucho tiempo, cuando veía a personas estrábicas sentía una inclinación especial a amarlas simplemente porque tenían ese defecto.”' La reina Cristina, como Descartes probablemente sabía por su retrato, era estrábica. Cuando, al fin, la reina Cristina le escribió directamente a Descartes para decirle que había leído sus Principios, Descartes le escribió prim ero a Chanut: “He recibido com o un inmerecido favor la carta que la incomparable princesa se ha dignado escribirme. Me sorprende que se haya tomado la molestia de hacerlo, pero no que se haya tomado la molestia de leer mis Principios, porque estoy convencido de que contienen muchas verdades que son difíciles de encontrar en otra parte”.12De nuevo, las palabras estaban dirigidas tanto a la rei1AT,V,p,57.
2 AT, V, p. 290.
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na como a Chanut, y había en ellas incluso una queja, pues a Cristina le había llevado mucho tiem po responder al envío ile los Principios. A la reina m isma le escribió: “Si me llegara una carta del cielo y la viera descender de las nubes, no me sorprendería tanto como recibir la carta que Vuestra Alteza tan graciosamente me ha escrito, y no podría recibir una carta con más respeto y veneración de la que siento al recibir la vuestra”. Descartes le ofrecía entonces su presencia si ella lo mandaba, aunque de un m odo conveniente, por supuesto: “Todo el que ama la virtud debe considerarse afortunado si tiene la oportunidad de servirla. Puesto que me esfuerzo por ser uno de ellos, me atrevo a jurar a Vuestra Majestad que no podrá mandarme nada tan difícil que no esté dispuesto a hacer todo lo posible por cum plirlo”.' Cristina invitó entonces a Descartes a Estocolmo, y el filósofo se mostró cauto, tratando de obtener garantías de Chanut de que no iría con las falsas esperanzas que había albergado en París. Otros biógrafos y comentaristas interpretan las solapadas cartas de Descartes a Chanut com o una prueba de que no quería ir; yo las considero una prueba de que no deseaba ir salvo en buenos términos. Por buenos términos Descartes no se refería sólo a dinero o posición; deseaba saber si Cristina quería realmente conocer sus opinion es, pues esperaba que si recibían la sanción oficial de un monarca se asegurarían un respaldo mayor del que habían logrado, ya que, desde luego, aún no constituían la doctrina oficial de las escuelas, como había deseado. Sin duda esperaba que fueran
' AT,V,p. 294.
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adoptadas en las escuelas de Suecia, lo que constituiría un principio. Chanut le hizo llegar la invitación de Cristina a finales de febrero de 1649, y en una respuesta, específicamen te escrita para que la leyera la reina, Descartes se declaraba dispuesto a partir al instante. Pero a Chanut le escribió un aparte: Os causo la molestia, si me lo permitís, de tener que leer dos cartas mías en esta ocasión. Pues supongo que querréis mostrarle la otra a la reina de Sue cia, y he reservad o algo para ésta que creo que no es necesario que ella vea, a saber, que tengo más d ificultades en d ecidirm e resp ecto a la visita de las que imaginaba . N o es que n o tenga un g ran deseo de servir a esta princesa. Mi confianza en vuestras palabras, y mi gran admiración y estima por el carácter y la mentalidad que le atribuís son tales que desearía emp render un viaje aún m ás largo y penoso que el de Suecia para tener el hon or de ofrecer lo que pueda para satisfacer sus dese os.1
El motivo de esa “dificultad”, que Descartes expone con detalle, es que se había enterado de que muy pocas personas deseaban conocer realmente sus teorías, y que, cuando lo hacían, aunque las consideraban sorprendentes al principio, pronto se daban cuenta de que eran simplemente un asunto de sentido común y no les otorgaban ya importancia. Por eso había tratado de explicar sus opiniones con frecuencia, con poco éxito entre los grandes y poderosos, que están más interesados en quienes poseen secretos de astrología y alquimia, los cuales reciben recompensas mayores de sus imposturas de las que obtienen los filósofos por sus desvelos: AT.V.pp. 326-327.
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No creo que vaya a suceder algo parecido d ond e estáis. Pero mi falta de éxito en todas las visitas que he llevado a cabo en los últim os veinte años m e h ace tem er que en ésta vaya a ser asaltado po r bandidos que m e roben o sufra un naufragio que me cueste la vida. Esto no m e detendrá sin em bargo, si creéis que esta reina incom parable desea exam inar m is opiniones y vaya a tener tiem po de hacerlo. Si es así, en tonces m e com pla cerá ser tan afortun ad o co m o para servirla. Pero si no es así, y sólo sentía cierta curiosidad p or m is opinion es que ya ha saciado, entonces os pido e insto a que lo arregléis de m odo que, sin disgustarla, quede excusado de em pren der este viaje.'
La leyenda dice que Cristina, que no se detenía demasiado a dudar, no insistió más en tratar de convencer a Descartes y simplemente envío a un almirante en un barco con un cuerpo de soldados para traerlo. Es cierto que el almirante Fleming, de la armada sueca, fue enviado a los Países Bajos en aquella época para recoger una biblioteca de veinte mil libros que la reina había comprado, que los soldados transportarían a bordo. La idea de recoger a Descartes en el camino era sensata y, por tanto, el almirante Fleming se presentó en casa del filósofo y se ofreció a acompañarle a Estocolmo. A Descartes le dio tiempo a escribir una azorada carta a Chanut para preguntarle quién era Fleming y si todo marchaba bien. Descartes no acompañó entonces al almirante y los libros; puso sus asuntos en orden en los Países Bajos y a principios de septiembre emprendió el viaje de seis semanas por tierra y mar hasta la capital de Suecia. En cierto sentido, Descartes se equivocaba al pensar que Cristina no estuviera impaciente por cono cerle. Lo estaba, y se1 1AT,V, p. 329.
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preparó para el encuentro revisando lo que había leído de su obra y anotó que se sentía emocionada por estar en comp a ñía de un pensador tan grande y famoso. Requirió su pre sencia al día siguiente de su llegada, antes de que Descartes se hubiera repuesto y situado. Cuando apareció -u n hombre de cierta edad con una peluca violentamente rizada para la ocasión- fue una decepción visual. La primera reacción de Cristina fue decidir que debía tener la apariencia y el aura de grandeza que le correspondía: un título de nobleza, una hacienda, una pensión y un séquito. No residiría con el em bajador francés indefinidamente. Todo esto era gratificante para Descartes, que empezó a pen sar que había caído de pie. Pero dos cosas fueron rápidamente visibles. La primera fue que, en el entusiasmo del primer en cuentro con Cristina, había cometido la torpeza de hablarle de su prima, la princesa Isabel, y pedirle a Cristina que la ayu dara, pues la reina tenía un temperamento celoso y nunca le había gustado oír lo que se decía de la mucho más hermosa y tal vez más inteligente prima, que había sido corresponsal de Descartes durante más tiempo que ella. En segundo lugar -y , desde el punto de vista de Descartes, lo peo r-, mientras Descartes estaba de camino desde los Países Bajos hasta Sue cia, el ardor de Cristina por la filosofía se había enfriado para ser reemplazado por una pasión por la antigua Grecia. Des cartes no había pensado nunca que los clásicos fueran útiles; de hecho, creía que eran una pérdida de tiempo: su ciencia era anticuada y falsa, su moral precedía al cristianismo y demasiadas personas los citaban en lugar de pensar por sí mismas.
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Pero Cristina puso a un lado las objeciones de Descartes y pensó en cómo ocuparía su tiempo. Le preguntó si quería viajar por Suecia, durante seis semanas más o menos, para conocer el país. Descartes declinó la proposición; no tenía intención de viajar a ninguna parte, tras el desagradable via je por m ar y tierra que había hecho para llegar allí, y además el invierno se acercaba y los días de otoño eran cada vez más breves. Para desconsuelo infinito de Descartes, Cristina tuvo otra idea. A fin de celebrar la Paz de Westfalia debía representarse un ballet espectacular en su nuevo teatro. ¿Querría Descartes tom ar parte? ¿Compondría la música? ¿Escribiría al menos el libreto? La reina insistió en que escribiera el libreto y, si bien Descartes rechazó firmemente la sugerencia de que ejecutara o comp usiera la m úsica, tuvo que claudicar ante el libreto. Al menos sería breve: el motivo era el Nacimiento de la Paz. La tinta del famoso (o infame) Tratado firmado en Westfalia aún estaba húmeda, y Europa entera se regocijaba de puro agotamiento. Com o en todas las com po siciones, sin embargo, el ballet debía cubrir toda la gama, de lo épico a lo cómico. Descartes, que había conocido la guerra, y que no pensaba que las celebraciones por el fin de la contienda fueran un asunto adecuado para la comedia, sustituyó a los soldados mutilados y a los refugiados por la usual banda de cómicos. Consciente de que la obra era una basura, trató de destruir el manuscrito, pero Chanut lo conservó a escondidas. Peor: al público le gustó y pidió que Descartes escribiera otra pieza teatral, esta vez todo un drama de am or con princesas, un tirano, un amante, una fuga con disfraces rústicos y otros tópicos por el estilo.
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Descartes, para quien resultaba evidente que había cometi do un error al viajar a Suecia, se puso a trabajar en su segundo encargo con la reluctancia más profunda, pero fue rescatado de la tarea por otro plan más apropiado, para el que segura mente Chanut -que conocía las quejas de Descartes- había convencido a la reina. Era redactar los estatutos para una aca demia sueca según el modelo de la Academie Fran^aise fun dada por el cardenal Richelieu. Ésta era una tarea más grata, y Descartes -cuyas esperanzas revivieron- se dedicó a ella con asiduidad. Dispuso una in teresante regla en el segundo artículo de los estatutos, según la cual sólo los nacidos en Suecia podrían ser miembros de la nueva academia. Sin duda era una garantía para que la rei na no lo retuviera en Suecia indefinidamente; por supuesto, estaba pensando en volver a los Países Bajos. La comunidad de los sabios suecos, como era previsible, se molestó porque la tarea hubiera sido encomendada a Descartes; murmura ron y se quejaron, y cuando vieron el resultado disputaron entre sí y con él sobre sus méritos. Era un terreno familiar para Descartes; los ecos de las controversias que había pade cido en los Países Bajos volvían en sordina. Fatigado, dijo a Chanut que quería volver a casa enseguida. “Estoy fuera de lugar”, le dijo a un corresponsal, “y sólo deseo tranquilidad y reposo, bienes que los reyes más poderosos de la tierra no podrían conceder a quienes los obtienen por sí mismos.” Sin duda Chanut habló con Cristina, que al fin le dijo a Des cartes que empezaría a estudiar regularmente su filosofía con él. Pero lo hizo con una modificación importante. Chanut le había hablado mucho de Descartes, y conocía sus hábitos, lo
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que significaba que sabía que le gustaba pasar la mañana en la cama, leyendo, pensando y escribiendo, para levantarse a mediodía. A pesar de esto -prob ablem ente a causa de ello -, requirió que se presentase a las cinco de la mañana para im partir sus lecciones. Además, las lecciones empezarían en ene ro, el mes más frío y oscuro. Es difícil de imaginar el efecto que esto produjo en Descartes; sin embargo, obedeció. Antes de ir a Suecia, Descartes había pensado en su clima, pero le había tranquilizado el pensamiento de que la gente de los países fríos sabe cómo preservarse de sus peores efec tos. No le gustaba el frío; desde su temprana experiencia en la “habitación caldeada”, donde había experimentado sus pri meras inquietudes filosóficas, hasta sus habituales mañanas en cama, siempre se había mantenido caliente. Pero Cristina poseía un alma fría, criada en la monta y la caza tanto como en el aula, y su biblioteca, a las cinco de la mañana, no esta ba caliente en absoluto. Descartes debía estar de pie duran te las lecciones, y con la cabeza descubierta. Llegaba ya aterido a la biblioteca cada mañana, porque para entrar en palacio de madrugada tenía que salir del cohe y atravesar un peque ño puente por el que se accedía a una entrada lateral, y al ha cerlo el viento helado traspasaba su abrigo. “Creo que, en el invierno, los pensam ientos se congelan c om o el agua”, co mentó. Lo desacostumbrado de la hora, el frío horrible, lo desagra dable de la situación pasarían pronto factura. En dos sema nas Descartes empezó a sentirse enferm o. Chanut ya había sucumbido a la fiebre y la bronquitis, y estaba en cama des de el 15 de enero. Descartes no confiaba en los médicos de la
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reina -to d o s extra njero s-, sobre todo porque uno de ellos, un médico holandés llamado Weulles, había estado de parte de los adversarios de Descartes en las riñas de Utrecht unos años antes. En cualquier caso, Descartes confiaba en sus pro pios medicamentos y remedios. Cuidó a Chanut en la em bajada, y cuando empezó a notar en sí mismo los síntomas, se cuidó a sí mismo. Entre los remedios que usaba estaba el tabaco líquido, que tomaba con vino caliente, cuyo efecto su ponía que era expectorante, es decir, que provocaría que sa liera la flema de los pulmones. Es una triste ironía que una de las últimas cartas que Des cartes escribió - a un diplomático francés conocido suyo que estaba entonces en Hamburgo, que le había escrito para pe dirle que le hablara a la reina Cristina de algún a su nto - lle ve la fecha del día, el 15 de enero, en que Chanut cayó enfermo de la misma enfermedad que contraería Descartes. “Desde que tuve el placer de escribiros”, dice Descartes, “he visto a la reina sólo cuatro o cinco veces, siempre por la mañana, en su biblioteca, en compañía de Monsieur Freinshemius, así que no he tenido oportunidad de hablarle de lo que os con cierne... Os juro que el deseo de volver a mi soledad es ma yor cada día que pasa, y de hecho no sé si podré esperar hasta que regreséis. No es que no desee servir fervientemente a la reina, o que ella no me muestre la benevolencia que razona blemente yo podía esperar. Pero estoy fuera de lugar aquí.”1 Chanut mejoró . A finales de enero, aún débil, pudo dejar la cama. Descartes, por el contrario, empeoraba. A principios de febrero estaba muy mal. El primer día de ese mes, le en 1 AT.V.pp. 460-46 7.
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vio personalmente una copia de los estatutos de la academia sueca a Cristina, y luego fue a confesarse con el capellán de la embajada francesa, el padre Viogue, en vísperas de la Can delaria, que se celebraría al día siguiente, cuando todo el per sonal de la embajada asistía a una misa. Aunque tenía mucha fiebre y le costaba respirar, Descartes asistió a la misa y co mulgó. El personal de la embajada advirtió con preocupa ción su enfermedad y le convencieron de que se metiera en la cama. Al principio no quiso llamar a ningún médico, por las razones que ya hemos aducido; pero al día siguiente, 3 de febrero, había empeorado tanto que permitió que Éste le vi sitara. Weulles tenía claro que Descartes padecía neumonía y quería sangrarle, según el remdio usual de cualquier en fermedad febril, pero Descartes se resistió y dijo débilmen te: “¡Caballeros, no derrochéis sangre francesa!”. Cuando se encontró tan débil que no pudo oponer resistencia, se le san gró varias veces, con el resultado de empeorar. Durante va rios días estuvo en un duermevela febril, con el pecho tan congestionado de flema que apenas podía respirar. Su cria do, Henry Schluter, lo alimentaba de galletas y sopa, porque sabía que Descartes creía firmemente en la importancia de mantener las funciones digestivas y en evitar a toda costa el ayuno. Schluter también se las arregló para mantener aleja das a las sanguijuelas. El 8 de febrero, Descartes pareció re cobrarse, y al día siguiente pudo conversar con Chanut sobre materias edificantes de moralidad y providencia. El 10 se sin tió aún mejor, de modo que -convencido de que su mejoría había em pezado- confiaba en recobrarse. Llegó a permitir se el lujo de las visitas. Cuando se fueron, pidió a Schluter
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que lo ayudara a sentarse en un sillón. Al intentarlo sufrió un desmayo mortal, y cuando se repuso susurró tenuemente: “Mi querido Schluter, esto significa que me voy para bien”. Alarmado, Schluter llamó a Chanut, que acudió enseguida con su mujer. La hermana de Descartes diría años después que Descartes redactó entonces una breve despedida para sus hermanos y les pidió que mantuvieran la pensión anual que le pagaba a su vieja nodriza. Se dictara o no la carta en aquel momento de crisis, es seguro que, cuando llegó el sacerdote para adm inistrar los últimos sacram entos, Descartes ya no podía hablar. En su lugar, moviendo los ojos en respuesta a las preguntas del sacerdote, asintió a los ritos y se sometió a la voluntad de Dios. Practicada la extrem aunción, Chanut y su esposa se quedaron jun to a él. A las cuatro de la mañana del día siguiente, 11 de febrero de 1650, Descartes murió. Le faltaban seis semanas para cumplir cincuenta y cuatro añ os.1 1 Los relatos de la mue rte de D escartes de Baillet y otros biógrafos varían considerab le mente, y cuanto más tempranos m ás embellecimientos dramáticos parecen contener. Tal vez el más fiable sea el de Henry Schluter, el cria do de Descarte s, que escribió a sus amigos de los Países Bajos para decirles que “ayer |su ca rta está fechada el 12 de febrero de 16 50] , entre las tres y las cuatro de la mañan a, Monsieur D escartes murió. El 3 de febrero, a las cuatro de la mañana, mientras acudía a encontrarse con la reina en su biblioteca, lo que hacía aun cuand o el frío fuera extrem o -lo s suecos dicen que n o había hecho t anto frío en mucho s años, lo que posiblemente causó su m ue rte -, se sintió acome tido po r la fiebre. Dijo que la causaba la flema, que era tan pesada en su estómago que creía que apagaría su ar dor natural. Sentía mu cho frío, le dolía la cabeza, y no pudo to ma r nada salvo algunas cu charad as de brandy. Luego durm ió dura nte dos días. El viernes tom ó un a sopa. Se quejaba de la fiebre y de u n do lor en el costa do que iba a más, y apenas podía respirar. No creía qu e fuera ne umonía. El lunes, la reina envió a su m édico, que propuso sangrarlo, ent re otros remedios, pero Monsieur D escartes dijo que le quedaba po ca sangre y que sólo quería las medicinas de la cocin a. N o dejó que el méd ico volviera. Pero el jueves consintió en que le sangraran tres veces, pero no le hizo bien, porque su sangre estaba corrom pid a y am ari-
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Cuando expiró en las primeras horas de aquella fría maña na septentrional de febrero, Descartes estaba lejos de los cá lidos y soleados viñedos de Poitou donde había pasado su infancia, lejos de las tumultuosas escenas de una Europa pro fundamente dividida en la que había desempeñado un mis terioso papel al principio de una gran guerra, lejos de la limpia y cómoda vida holandesa -pe nse m os en las escenas domés ticas pintadas por Vermeer en las mismas fechas de la muer te de Descartes-, donde había vivido, bajo cielos inmensos, durante dos décadas. Hacía tiemp o que había terminado su obra, y que dirigía su atención a tratar de procurar privile gios y recompensas, lo cual -co m o suele la ironía disponer las cosas, al parecer- le condujo a la fatalidad: ahí estaba, en una corte real, con la promesa de un título y una pensión, cortesano de una reina que le había invitado y era capaz de entenderle, y, sin embargo, muriendo lejos de todo cuanto fuera un hogar y amistad, en una tierra extraña y fría. Es un final desgraciado. No hay nada que pueda resumir mejor el patetismo del final de Descartes que lo que sucedió. Conmovida por la muerte del filósofo, y embargada por la culpa, Cristina decidió dar le funerales de Estado y sepultarlo en una tumba de mármol en el templo de Riddenholm, entre los reyes de Suecia. En su monumento se grabarían alabanzas de su pensamiento de líenla. Será enterrado a las cuatro esta tarde” (AT, V, pp, 576-577). Véase también Ba il l et , La V i e de M onsi eur D escartes, vol. II, p. 423 ; Ro m s -Lewis , Descartes, pp. 201-3; Wa t so n , Cogito, Er go Sum, pp. 307-31 0.
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otros sabios del momento. Pero todo esto llevaría tiempo, así que, como medida temporal, al día siguiente, el cadáver de Descartes fue enterrado en el cementerio público reservado a los “no bautizados” -p o r su catolicism o-, y se erigió una lápida con su nombre y las fechas de su nacimiento y muer te. Semanas después, Cristina había olvidado sus grandes pla nes de una tumba de mármol junto a sus ancestros, y con la fría lluvia del norte, las láminas de madera del monumento provisional empezaron a pudrirse. Inmediatamente cundieron los rumores sobre las circuns tancias de la muerte de Descartes. Se dijo que había sido en venenado por los celosos rivales de la corte de Cristina, o por personas dispuestas a impedir, a él y a Chanut, que coven cieran a Cristina para que se convirtiera al catolicismo, como se sospechaba que había hecho. Otros cortesanos habían re cibido amenazas de muerte en relación con intrigas políticas o rivalidades, así que la ¡dea no carecía de fundamento. Sin embargo, los síntomas y las circunstancias de la enfermedad sufrida por Chanut y Descartes, y el testimonio de quienes estuvieron junto a su lecho de muerte, no apoyan esa hipó tesis. Su criado Schluter escribió un relato de su enfermedad y muerte al día siguiente de que muriera, y en él muestra cla ramente que lo que produjo el fallecimiento de Descartes fue una fiebre acompañada de la congestión pulmonar. Circularon historias aún más fantásticas, incluida la que ase guraba que Descartes no había muerto en Estocolmo, sino que se había ¡do a Laponia para iniciarse en ritos chamánicos y había contraído allí una neumonía. Otras sostienen que
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fue a Laponia, pero no murió, no hasta mucho después, sino que vivió en las latitudes septentrionales durante años y siguió escribiéndole cartas a la princesa Isabel y a la reina Cristina. Los grandes hombres suscitan leyendas, y los crédulos prefieren las leyendas a los hechos sencillos y las probabilidades ordinarias. Descartes ejerció cierta influencia sobre Cristina, pese a todo. Él y Chanut le demostraron, con su ejemplo, que los católicos no eran monstruos, como se enseñaba a creer a los luteranos. Buckley sugiere que Descartes alentó a Cristina a usar la luz de la razón para examinar las pretensiones de la religión, en la confianza de que el catolicismo vendría por sí solo.' En su viaje a la versión romana de la fe, Cristina había solicitado en secreto la ayuda de los jesuítas, y en esto Descartes también pudo ejercer influencia, aunque el primer contacto conocido de la reina con la Orden no tuvo lugar hasta la primavera de 1651.J En un plano moral, es seguro que Descartes tuvo algo que ver, por poco que fuera, en la aventura católica de Cristina. Es difícil creer que albergara en palacio durante cinco meses a un pensador tan destacado, que también era católico, sin mantener una conversación, o formar un pensamiento, o hacerle una pregunta, o insinuarle algo sobre un aspecto tan importante para ella. Las palabras quedan si hay un oído atento para captarlas y transcribirlas: verba volant, scripta manent. Pero las palabras también pueden dejar un legado en la*1 1Verónica Bu c k l e y, Chrislina Queen ofSwedett, p. 201. 1 Ibidem, p. 189.
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acción, y no puede considerarse un hecho irrelevante que Descartes fuera el filósofo de la corte de Cristina por un tiem po, aunque fuera breve, en el preludio de su abdicación y con versión al catolicismo. El pequeño cuerpo de Descartes permaneció en el frío sue lo sueco durante diecisiete años. Pero no estaba destinado a quedarse para siempre bajo las tablas podridas.1En 1667 fue exhumado y transportado a Francia. Al entonces embajador francés en la corte sueca se le permitió amputar el índice de la mano derecha de Descartes, y el resto del cuerpo fue in troducido en un ataúd de cobre, construido con el metal de las minas suecas del norte del país. El cadáver tuvo distintos sepelios hasta descansar, por fin, en la iglesia de St-Germ ain des Prés, donde ahora yace, sin la cabeza, pues la calavera se extrajo en la primera exhumación en Suecia y se puso otra en su lugar. La calavera sería vendida varias veces. El Musée de l’Homme en el Palais de Chaillot asegura custodiarla en la actualidad.I23Com o para reforzar la historia de la cabeza perdida de Descartes, el busto que se encuentra sobre su tum ba en la capilla de Saint-B enoit en St-G erm ain des Prés es el de Jean M abillon, m onje, historiador y paleógrafo que, ju n to a Bernard de Montfau^on, erudito de la patrística y tam bién palógrafo, yace al lado de Descartes bajo la bóveda de la capilla.
I Lo que sigue está tomado de G a u k r o g e r , que remite a D escartes and M edi cine de G. A.
Li n d e b o o m , para los detalles. Véase S. Ga u k r o g e r , D escartes, p, 417. 3 I bi dem, citando a E. W e il , ‘The Skull of Descartes’, en Jour nal of the H i st ory o f M edi ci ne, II (195 6), pp. 220 -221 .
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Ésta es la historia de la vida, la obra y la muerte de Descartes. Su verdadero monumento es el mundo moderno, del que es uno de los fundadores. Todos los estudiantes de filosofía lo leen, y el suyo es un nombre familiar. Eso es la fama. La fama se adquiere de muchas maneras, no todas ellas meritorias. La de Descartes reside en el mérito, y es improbable que se desvanezca mientras se lea la historia y se piense sobre la filosofía, y se tengan en cuenta las circunstancias de quienes las hicieron distintas.
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Una nota sobre la filosofía de Descartes
En la actualidad se estudian en las universidades las opiniones filosóficas de Descartes, no las científicas. “Filosofía” alude ahora al conjunto de la metafísica, la epistemología (teoría del conocimiento) y la ética, y sus diversas manifestaciones. A veces resulta confuso que, en la época de Descartes, “filosofía” significara lo que ahora se llama ciencia natural, y el término “metafísica” se usara para denotar lo que ahora llamamos “filosofía”. Ésta es la razón por la que Descartes llamó a su manual científico Principios de filosofía. Pero en este apéndice, y en el cuerpo principal del texto precedente, uso la palabra “filosofía” en su acepción actual para referirme a la filosofía, no a la ciencia. La filosofía de Descartes se centra en una cuestión epistemológica y tres tópicos de la metafísica. La cuestión epistemológica es “¿Qué puedo saber con certeza?”. Los tópicos metafísicos relacionados son la constitución fundamental del universo, la relación entre sus elementos básicos y la cuestión de si el universo incluye una deidad (de una clase específica). Como suele ocurrir en filosofía, la respuesta de Descartes a la cuestión central epistemológica depende de la posición que adopta en los tres tópicos metafísicos anexos. La respuesta a la cuestión epistemológica es: puedo saber con certeza que 353
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existo. El “yo” es una cosa pensante. De ahí, Descartes pasa a probar que hay un Dios, que además es bueno; que el error es el resultado de nuestra falibilidad y orgullo y que, sabido esto, el uso responsable de nuestros poderes cognitivos nos llevará a la verdad. En el camino surge la difícil cuestión de cómo interactúan el alma y el cuerpo, pero, puesto que hay un Dios bueno, el hecho de que obviamente alma y cuerpo interactúan puede dejarse al entendimiento de la inteligencia divina. Mencion o en los capítulos precedentes cada uno de estos argumentos centrales de la filosofía de Descartes, y tanto los argumentos como el debate que los rodea pueden remitirse a los muchos libros y artículos que le es posible consultar al lector para ampliar su conocimiento (véase la Bibliografía es-
cogida). Pero hay tres puntos interesantes que destacar en la filosofía de Descartes, uno sobre su famoso y claro punto de partida, los otros dos sobre el método cartesiano de exponer las opiniones, que tal vez resulten útiles a quien quiera emprender un estudio más detallado de su pensam iento. Primero, la idea que subyace a la tesis por la que Descartes es cono cido incluso por quienes nada saben de él, “Pienso, luego existo”, no es originalmente suya. La idea, en su forma más explícita, es que no pod emos dudar de nuestra existencia, lo cual proporciona a D escartes lo que estaba buscando, es decir, algo que sepamos con certeza absoluta. Ni siquiera san Agustín, cuando escribió a principios del siglo V d. C. que podem os dudar de todo salvo de que dudam os (“Del libre albedrío”, II, 3 :7 ), había inventado la idea, y presumiblemente Jean de Silh on, que publicó Las dos verdades en 1626, donde
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se hallaba la observación de que “no es posible que un ho m bre que tiene la capacidad, que comparte con muchos, de mi rar en su interior y juzgar que existe se engañe en este juicio y no exista ”, con ocía la observación de san Agustín o -c o n independencia de esto- la propia idea en la tradición filo sófica. Dese luego Descartes conocía la obra de Silhon, que precede entre cinco y diez años a su versión de “no puedo dudar de mi existencia”, pues habla de ella con aprobación, aunque no la cite. Es sorprendente, pues Descartes le debe algo más a Silhon. En el pasaje en que Silhon afirma que no podemos dudar de nuestra existencia, dice también que la existencia de Dios puede probarse mediante el conocim iento de nues tra existencia, un paso crucial para la tesis de Descartes, pues to que la validez de nuestras creencias responsablemen te formadas depende de que haya no sólo un Dios, sino un Dios
bueno, cuya bondad es la garantía de que el uso responsable de nuestras facultades cognitivas nos llevará a la verdad. Un Dios bueno no nos habría dotado de esas facultades para ex traviarnos, com o el “genio m aligno” hace hipotéticamente en la primera de las M editaciones para generar la enor me duda que Descartes necesita para que su proyecto siga adelante. En segundo lugar, es sorprendente que la escritura filosófica de Descartes adopte una forma claramente autobiográfica. Una razón para ello, sin duda, es que esta forma se le ocu rriría de manera natural; pero -l o que es más im po rtan teera particularmente adecuada a sus propósitos, pues es un método expositivo propio de la conversación que le permi
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te explicar sus puntos de vista mostrando cómo ha llegado a ellos. Hay un aspecto clave de esta perspectiva del que Des cartes era plenamente consciente. El lector adoptaría el pun to de vista del pensador respecto a los pensamientos en cuestión -convirtiéndose en el denotatum del pronombre personal “yo”- , y advertiría el convincente poder de esas ¡deas desde el punto de vista de cómo llegaron a formularse. Esto era espe cialmente importante en la perspectiva de Descartes, porque su sistema requiere que la conciencia individual se conven za de la verdad de lo que piensa en la intimidad de su expe-
riencia, pues empieza con la consideración de los contenidos de su experiencia personal y ha de encontrar un m otivo para confiar en lo que (al parecer) le proporciona, por experien cia y razón, el universo exterior. Este punto de partida -el punto de partida cartesiano de los datos personales hacia el mundo exterior, cuyo camino está señalado por una garantía de certeza para no ser una ilusión creada por un erro r de percepción o del raciocinio, o el equí voco de un genio maligno que trata de hacernos creer en fal sedades- fue aceptado por la filosofía occidental hasta Dewey, Heidegger y Wittgenstein en el siglo XX, y se convirtió en la fuente de dificultades infinitas, como el com prom iso dualis ta (la división de alma y cuerpo) de la metafísica cartesiana. Pues si bien Descartes trató de ofrecer, sobre todo en las Me-
ditaciones metafísicas, una garantía para el paso de la expe riencia personal al mundo público, pocos, si alguno hubo, de sus sucesores podían aceptar lo que ofrecía como garantía, es decir, la bondad de un Dios. (Habría que aceptar aquí dos grandes premisas: primero, que hay un Dios; segundo, que
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es bueno.) Descartes legó a sus sucesores un problema inso luble para el que ninguna respuesta parecía plausible, sal vo para quienes propusieron algunas de las soluciones epis temológicas: John Locke y el obispo Berkeley, Bertrand Russell y A. J. Ayer, y otros en medio y después. En tercer lugar, la razón por la que Descartes es un escritor tan repetitivo -s u s tres obras principales, el Método, las Me-
ditaciones y los Principios, reiteran los mismos planteamien tos filosóficos bá sico s- es que le preocupaba especialmente mostrar que sus perspectivas científicas -cop ernican as, ma terialistas y mecanicistas- no contradecían los fundamentos de la fe cristiana, sino que eran compatibles con ellos. Su em presa ayudaría a liberar la ciencia de la interferencia proscriptiva de la religión, si bien en su propia época, y durante un tiempo, su deseo de obtener crédito al respecto quedó in satisfecho precisamente por aquellos a quienes más deseaba convencer: las autoridades eclesiásticas y los jesuítas. Como señalaría repetidamente, su metafísica (su filosofía) era esen cial para fundamentar su ciencia, no en el sentido de que la ciencia fuera una consecuencia de la metafísica, sino porque la ciencia obtenía de la metafísica una patente de ortodoxia. Su filosofía era un prefacio a su ciencia. Es una ironía, aun que menor, que lo que queda de Descartes en el mundo del pensamiento sea el prefacio, pues Newton, y lo que ha veni do después de él, dejaron atrás enseguida su ciencia. Entre los aspectos más discutidos del pensamiento de Des cartes están los argumentos escépticos que usa al aplicar el método de la duda, su insistencia en la diferencia esencial en tre el alma y la materia y su confianza en la bondad de una
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deidad que sirve de garantía a nuestras investigaciones. Cada uno de estos aspectos merece un comentario, dada su centralidad en la empresa filosófica de Descartes. El “método de la duda” cartesiano supone no creer en aque llo que suscite la menor duda posible, por improbable o ab surda que sea esa duda, para ver qué es lo que queda al final. Si algo queda, lo hará precisamente porque es invulnerable a la duda: será cierto. Puesto que el propósito de Descartes en las Meditaciones es descubrir lo que puede saberse con cer teza, el método de la duda es crucial, pues constituye la ruta hacia esa meta. Tratar de tom ar cada una de nuestras creen cias o exigencias de conocimiento y someterlas individual mente a escrutinio sería una tarea infinita, por lo que Descartes necesitaba un medio general de poner aparte el cuerpo com pleto de las creencias dudosas, por improbable que fuera su fiabilidad. Trató de lograrlo mediante los argumentos es cépticos. Es importante advertir que el uso cartesiano de los argu mentos escépticos no hizo de Descartes un escéptico. Lejos de ello, los usó como un recurso heurístico para mostrar que, de hecho, conocemos. D escartes es, por tanto, un “escéptico metodológico” más que un “escéptico problemático”, es de cir, no creía que los problemas escépticos fueran graves y su pusieran una amenaza genuina a nuestra ambición de adquirir conocim iento. Sin embargo, muchos filósofos, desde la épo ca de Descartes, han pensado que no dio una respuesta ade cuada a las dudas escépticas que suscitó y que, por tanto, el escepticismo es verdaderamente un problema. Descartes no pensaba lo mismo.
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Menciono las consideraciones escépticas que Descartes usó en el cuerpo del texto, pero merecen que las repita aquí. La primera de ellas recuerda que nuestros sentidos nos engañan en ocasiones; percepciones equívocas, ilusiones y alucina ciones pueden conducir y, en ocasion es lo hacen, a que ten gamos falsas creencias. Esto podría llevarnos a no confiar en lo que pensamos por medio de la experiencia sensible, o al m enos a ser cautos al depositar confianza en los sentidos como fuente de la verdad. Pero incluso así, dice Descartes, creo en muchas cosas gracias a mi experiencia com ún, como, por ejemplo, que tengo manos y que sostengo un trozo de papel con ellas, que estoy sentado en un sillón delante del fuego, y otras parecidas, de las cuales sería una locura dudar, a pesar de que, con frecuencia, no podamos confiar en los sentidos. ¿Sería verdaderamente una locura dudar de esas cosas? No, dice Descartes -introduciendo su segundo argumento-, pues a veces sueño cuando estoy dormido, y si ahora estuviera so ñando que estoy sentado delante del fuego sosteniendo un trozo de papel, mi creencia de estar haciéndolo sería falsa. Para estar seguro de que estoy sentado así, tendría que ex cluir la posibilidad de estar soñando que estoy sentado. ¿Cómo se hace eso? Parece muy difícil, si no imposible. Incluso si alguien durmiera y soñara, continúa Descartes, po dría saber que, por ejemplo, uno más uno equivale a dos. De hecho, hay muchas creencias como ésa cuya certeza podría conocerse incluso en un sueño. Descartes introduce así una consideración mayor: supongamos que, en lugar de existir un Dios que desea que conozcamos la verdad, hay, por el con trario, un genio maligno cuyo único propósito es engañar
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nos en todas las cosas, incluso en “uno más uno equivale a dos” y en todas las demás verdades aparentemente indudables. Si hubiera un ser semejante, tendríamos una razón completamente general para dudar de todo cuanto pueda dudarse. Supongamos que existe ese ser. ¿Habrá alguna creencia de la que, sin embargo, no pueda dudarse, incluso si el genio engañador hace que cada creencia que yo tenga sea falsa, si es posible que lo sea? Como sabemos, la respuesta es afirmativa: hay una creencia indudable, que yo existo. Algunos críticos de este procedimiento han replicado que los argumentos escépticos empleados por Descartes no sirven. Critican los argumentos del sueño y el genio maligno con diversos motivos; por ejemplo, aducen que hay criterios que nos permiten distinguir entre el sueño y la vigilia, y que la hipótesis del genio maligno es mucho menos plausible que la mayoría de nuestras creencias (como que uno más uno equivale a dos) que se supone que pone en entredicho. Pero los intentos de mostrar que el método de la duda cartesiano no ha despejado el terreno están fuera de lugar. Los argumentos escépticos empleados en el método de la duda no tienen que ser plausibles ellos mismos. De hecho, pueden ser mucho m enos plausibles que los argumentos que impugnan; pero eso no importa. Son simplemente un recurso heurístico, algo que ayuda a ver cómo es que cuando decimos “Yo existo” pueda no ser verdad. Dado que, en cualquier caso, el propósito de las Meditaciones es demostrar lo que puede saberse con certeza, casi cualquier método heurístico que hiciera posible exponer las certezas serviría.
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La crítica de los argumentos escépticos que usa Descartes sería más pertinente si esos argumentos se emplearan como parte de un ataque escéptico “problem ático” a la posibilidad del conocimiento o la creencia fiable. Si un argumento escéptico es menos plausible que aquello que pone en entredicho, hay una razón prim a facie para sospechar de él. En este caso, podríamos preguntar legítimamente si la percepción sensible es tan poco fiable como el argumento aduce; si la idea de un genio engañador es coherente; si el concepto de error es sensato si no hay nada con que contrastarlo, es decir, estar en lo cierto o conocer la verdad; si la formulación de dudas escépticas sería posible si no supiéramos de antemano que algo es verdadero, por ejemplo, que el razonamiento responsablemente empleado es fiable y que conocemos el significado de las palabras que usamos al formular la duda escéptica. Pero nada de esto se aplica al argumento de Descartes en las Meditaciones, donde la invocación de consideraciones escépticas es sólo un recurso y no tiene por qué superar un escrutinio de este tipo para ser útil. El segundo gran asunto pendiente de la filosofía de Descartes, el problema del alma y el cuerpo, es la fuente de un debate inmenso en filosofía y últimamente también en psicología y neurociencia. Es una de las cuestiones más importantes a las que aún se enfrenta la investigación hum ana. Planteada en los térm inos más sencillos, diría: ¿qué es el alma y cuál es su relación con el resto de la naturaleza? ¿Cómo hemos de entender conceptos corrientes de fenómenos mentales com o la creencia, el deseo, la intención, la emoción, la razón y la memoria? ¿Cóm o suscita la materia gris del cerebro nuestras
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ricas y vividas experiencias del color, el sonido, la textura, el gusto y el olfato? Descartes dio a este problema un tratamiento especialmente agudo al argumentar que cuanto existe en el mundo recae en la sustancia material o en la sustancia pensante, donde “sustancia” es un término técnico para referirse a la materia básica existente. Definía la esencia de la materia como extensión (es decir, ocupación del espacio) y la esencia del alma como pensamiento. La materia es extensa y el alma pensante. Pero al distinguir esencialmente entre materia y alma, suscitó el problema insoluble de su interactuación. ¿Cómo es posible que un acontecim iento corporal como darse un pinchazo resulte en el acontecimiento mental de sentir dolor? ¿Cómo es posible que el acontecimiento mental de pensar “Ya es hora” cause el acontecimiento corporal de levantarse de la cama? Descartes no dio una respuesta, y sus sucesores tuvieron que recurrir a soluciones heroicas al problema que su teoría les había legado. Su estrategia fue aceptar el dualismo, pero argumentar que el alma y la materia no interactúan: la apariencia de esa interacción es el resultado de la acción oculta de Dios. Éstas eran las opiniones de Malebranche y Leibniz a las que aludo en el texto. Una alternativa mucho más plausible, sin embargo, es el m onismo, es decir, la opinión de que sólo hay una sustancia. Hay tres posibilidades. Una es que sólo haya materia. La segunda es que sólo haya alma. La tercera es que haya una sustancia neutral que dé origen tanto al alma com o a la materia. Cada una de ellas tiene sus partidarios, pero la más influyente es
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la primera opción, la reducción o unificación de todos los fe nómenos mentales a la materia. Una aproximación materialista es la “teoría de la identidad”, que afirma que los estados mentales son literalmente idén ticos a los estados o procesos cerebrales. En su primera for ma, afirma que las ocurrencias de fenómenos mentales no son otra cosa que tipos de ocurrencias cerebrales, pero se vio rápidamente que era demasiado comprensivo, pues un acon tecimiento mental particular (por ejemplo, una imagen men tal de la Torre Eiffel) podría activar en mi cerebro una serie de células y en otro cerebro otras distintas. Apoyándose en esta teoría, muchos filósofos sostienen que, conforme avance la neurociencia, podremos eliminar el vo cabulario mental desfasado e impreciso que seguimos usan do. La investigación neurológica y la ciencia cognitiva han establecido un argumento comprensivo para aceptar una rela ción muy estrecha entre los fenóm enos mentales y neurológicos. Los neurocientíficos tienen en la actualidad un detallado cono cim iento emp írico de las funciones cerebrales y su re lación con la actividad mental, y son capaces de localizar mu chos procesos conscientes en estructuras cerebrales definidas. Pero estos avances sólo sirven para relacionar la actividad ce rebral con los sucesos mentales; no explican cóm o la prime ra produce la última. Dadas las dificultades que persisten para identificar esa relación con precisión, se han propuesto va rias estrategias. Una de ellas consiste en aceptar que nuestros modos de hablar sobre los fenómenos mentales y físicos son irreductiblemente distintos, aunque se refieran a lo mismo. Imaginemos, por ejemplo, cóm o describirían un partido de
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fútbol los sociólogos y cómo lo harían los físicos; cada uno de ellos se fijaría en los rasgos que su ciencia particular pudiera describir. La conciencia, por otra parte, puede parecer al principio mucho más fácil de entender que la relación del alma y el cuerpo. Quien piensa es íntimamente consciente de ser consciente. Pero la conciencia es el misterio más difícil de resolver al que se enfrentan la filosofía y las ciencias neurológicas. Algunos filósofos, en la tradición cartesiana, piensan que es demasiado difícil de entender. Otros plantean que ni siquiera hay conciencia; en realidad, somos zombies, aunque muy complicados. Para desafiar estas opiniones, los investigadores han empleado poderosas y nuevas herramientas, especialmente las que exploran el funcionamiento de la actividad cerebral, con el resultado de un aumento considerable en el conocimiento cerebral y un refinado entendimiento de la correlación entre las áreas cerebrales específicas y las capacidades mentales específicas. El problema central sigue siendo, sin embargo, cómo surgen las abigarradas imágenes, los evocadores olores y sonidos en la cabeza como si se tratara de un espectáculo cinematográfico interno. El neurofisiólogo Antonio Damasio ha formulado recientemente la teoría de que la conciencia empieza como una autorreflexión que consituye un nivel primitivo de identidad, una sensación poderosa, pero vaga, de ser “yo”. Las relaciones emocionales entre un yo en ciernes y los ob jeto s externos dan lugar, entonces, a un modelo del mundo, una percepción de conocimiento que otorga a cada uno la
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sensación de ser el propietario y el espectador de un cinedentro-del-cerebro. La conciencia ha surgido entre los mamíferos superiores, se gún esta teoría, debido a una ventaja en la supervivencia: el apropiado uso de la energía y la evitación del daño tienen éxito cuando el organismo se sitúa en el mapa de su entor no y elabora planes sobre los m ejores cursos de acción. Las criaturas que son m eros autómatas biológicos, por sensibles que sean a cuanto les rodea, no se adaptarían com o las cria turas genuinamente conscientes. Hay un amplio consenso en el debate respecto a que la men te es parte de la naturaleza y susceptible de investigación por medios científicos, pero persisten misterios fundamentales sobre lo que es y cómo se relaciona con el resto de la natu raleza. El gran paso siguiente en su comprensión incluirá, sin duda, una revolución conceptual y científica de tal magni tud que ni siquiera podemos vislumbrarla. Descartes no encontró nunca un modo satisfactorio de tra tar el problema cuyo profunda dificultad había expuesto. Como se muestra en el texto, cuando la princesa Isabel de Bohemia le urgió a explicar como interactuaban los fenó menos mentales y físicos, Descartes le ofreció una hipótesis muy poco plausible, según la cual la glándula pineal sería el órgano que se requería, y terminó por reconocer francamente que no tenía respuesta. Si su planteamiento del problema sugiere algo útil, sin em bargo, tal vez sea que, al hablar de los fenómenos mentales -esperanzas, mem orias, deseos, intenciones, sentim iento s-, empleamos un lenguaje completam ente distinto del lengua
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je de las cosas físicas, y no podem os traducirlo. El ejemplo del físico y el sociólogo que describen el partido de fútbol muestra lo que este pensamiento implica; ninguno de los dos tiene un vocabulario susceptible de aceptar la traducción del otro: los conceptos sociológicos no pueden acomodarse a los conceptos de fuerza, velocidad, masa o radiación, y lo mis mo ocurre al revés. Intentar reducir la charla mental a la fí sica sería como mezclar los usos de diferentes objetos: tratar de freír un huevo con un lápiz o dibujar con una sartén, por ejemplo. Con esta perspectiva, los conceptos mentales y los conceptos físicos son instrumentos diferentes con propósi tos distintos, e intentar de explicar unos en térm inos de otros se presta a la confusión. Aun si esta respuesta tuviera un asomo de verdad, no haría frente al insistente pensam iento de que, puesto que el cere bro suscita -produce, segrega, es responsable de, causa- pen samientos y sentimientos, ha de haber un modo de explicarlos según el funcionamiento cerebral, o al menos de explicar sis temáticamente cómo se relacionan. Éste sigue siendo el ob jetivo de la investigación, un proyecto que se ha vuelto más interesante y urgente desde que Descartes lo iniciara. La tercera cuestión que precisa un comentario es el plan teamiento cartesiano de que, si usamos nuestras facultades mentales responsable y cuidadosamente, alcanzaremos la ver dad, pues tendremos un garantía disponible de la eficacia de la investigación, es decir, la bondad de Dios. En las Meditaciones, Descartes expone dos argumentos para demostrar la existencia de Dios, argumentos que establecen la existencia de un Dios idéntico al Dios de la religión revelada tradicio
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nal, es decir, todo poderoso, omnisciente y completamente bueno. Esto es conveniente para los propósitos de Descartes, porque se requiere un Dios semejante para el papel de garante epistemológico, en especial en virtud de su bondad. Un Dios todopoderoso, omnisciente y completamente bueno es el Dios de todas las perfecciones. De hecho, la posesión de todas las perfecciones es esencial para uno de los argumentos que Descartes expone a fin de demostrar su existencia: el argumento dice que, si Dios es un ser que posee todas las perfecciones, entonces tiene que existir necesariamente, porque no existir sería una imperfección. La existencia de Dios se sigue directa y necesariamente de su naturaleza. Puesto que algún ser debe ser el más perfecto, por el mismo razonamiento ese ser existe en realidad. Por eso, dice Descartes, Dios existe. Tanto este argumento como el que le acompaña en las Meditaciones son,
como todos los argumentos sobre la existen-
cia de una deidad, espurios. Los lectores podrán examinar por sí mismo la literatura de referencia y reflexionar en el argumento para ver dónde falla. Lo que nos interesa, sin embargo, es la confianza de Descartes en tales argumentos. Sus sucesores en la tradición filosófica no han sido capaces de pensar como él al respecto, y se ha quedado solo al decir que podemos pasar del contenido de nuestros pensamientos a un mundo exterior gracias a que nuestras inferencias (responsablemente deducidas: da por hecho que nuestra naturaleza caída puede llevarnos al error) de uno a otro se apoyan en la cortesía de la bondad divina.
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Los compromisos teístas de Descartes eran seguramente sin ceros, y el compromiso con la existencia de una deidad apro piada proporciona irresistiblemente soluciones a los enigmas del problema del cono cim iento y de la relación del alma con el cuerpo. Descartes invocaría felizmente la idea de Dios para tratar con ambas cosas. Pero la gran dificultad es que el con cepto de un Dios omnisciente y omnipotente es demasiado concesiva. Quiero decir que, si hubiera un ser así en el uni verso, entonces todo funcionaría: todo podría ser explicado por su presencia y supuestas actividades, desde los milagros (que invierten las leyes de la naturaleza) hasta los ¡nsolubles problemas de la ciencia y la filosofía, resueltos simple y rá pidamente al decir “Dios lo creó”, “Sólo Dios lo sabe”, “Dios hace que suceda”, “Dios lo garantiza”. Esto significaría que, si alguien creyera que hay una deidad omnipotente, entonces creería en todo lo demás, pues todo lo demás sería posible. Pero esa promiscuidad epistémica es equívoca. Karl Popper señaló sagazmente que una teoría que lo explica todo no ex plica nada. Por ejemplo, responder a la pregunta de cómo empezó a existir el universo diciendo “Dios lo creó” no es, de hecho, responder a la pregunta, sino explicar un misterio ape lando a un misterio aún mayor, igual que decir que el uni verso descansa sobre la espalda de una tortuga y pasar por alto la pregunta de dónde descansa la tortuga. (E s interesan te que el planteamiento de que “Dios creó el universo” y el de que “el universo descansa sobre la espalda de una tortu ga” estén en la misma situación desde el punto de vista de su inteligibilidad y probabilidad; es tan razonable - o tan poco razonable- creer en uno com o en otro. Lo que los diferencia
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es sólo la tradición, aunque en el pasado se haya creído en am bos.) La confianza de Descartes en las apelaciones a la existencia de una deidad de carácter apropiado (¿qué sería de su argumento si hubiera un D ios, pero malvado, o de ca rácter impredecible e indigno de confianza, com o el de la dei dad descrita en el Antiguo Testamento?) no proporciona la garantía que necesita, y es una de las principales razones del fracaso final de su sistema. Algo que n o puede negarse es el valor pedagógico de la filo sofía de Descartes. Las ¡deas que contiene son ricas y sugerentes, y están presentadas con una claridad y sencillez que, aunque a veces resulten confusas por la complejidad interna de las ideas en cuestión, hacen que sus escritos sean accesi bles. No es el único de los filósofos importantes cuyas obras pueden caer en manos de principiantes, com o suele ocurrir; muchos cursos universitarios de filosofía empiezan por el es tudio de sus Meditaciones, que suscitan buena parte de los problemas centrales de la filosofía: el problema del conoci miento, las ideas fundamentales de la metafísica sobre la exis tencia y la naturaleza de la realidad, la cuestión de la deidad, la naturaleza de la mente y su lugar en el mundo y -p o r im plicación y ejemplo- el modo de llevar a cabo una investi gación filosófica sobre los principios básicos de las cosas. En la “Carta del autor” con que empiezan los Principios de fi-
losofía, Descartes nos aconseja leer el libro “rápidamente en su integridad, como una novela, sin que el lector fuerce de masiado su atención o se detenga en las dificultades que pue da encontrar, para tener así una amplia perspectiva de las
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cuestiones de que he tratado. Luego, si el lector juzga que esas cuestiones merecen un examen, y siente curiosidad por co nocer sus causas, puede leer el libro una segunda vez...” Des cartes no negaba que fueran difíciles los aspectos de las ideas filosóficas y científicas que discutía, pero creía que eran pa trim onio com ún de todo aquel que quisiera investigarlos, y que su modo de discutirlos -u n proceder que se basaba en sus ideas sobre el “métod o”- haría posible que cualquiera que lo intentara lo consiguiera. Tal vez en esto fuera dema siado confiado, pero la ventaja es pedagógica. El resultado es que se ha leído y estudiado am pliamente a Descartes en escuelas y universidades de todo el mundo, y su obra ha sido el alimento de generaciones de estudiosos e in telectuales. Como la del pensador cuyo título de honor su giere el suyo, Tales, el “padre de la filosofía” (el título informal de Descartes es “padre de la filosofía moderna”), la impor tancia de Descartes reside tanto en el hecho de que haya fi losofado de cierto modo como en el contenido de su pensa miento. No confiaba en la jerga y el estilo escolásticos, sino que filosofaba más por medio del pensam iento que de la au toridad. Puesto que una parte considerable de la filosofía con temporánea ha vuelto a la antigua, y nefasta, manera de confiar en la autoridad, y cita y comenta a los maestros contempo ráneos en lugar de dirigirse a los problemas directamente -una situación análoga a la de la “ciencia normal” en el sen tido de Thomas Kuhn, adaptada a la esfera de la filosofía aca démica profesional-, el gesto cartesiano de hacer frente a los problemas y pensar desde el principio, evitando el opresivo peso de la tradición y los gruesos tomos, es un buen ejemplo para los estudiantes.
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Las bio graf ía s de los fi ló sofo s y la bio gra fía de D es ca rtes
¿Habrá necesitado alguna vez un biógrafo de pretextos para escribir la biografía de alguien que haya marcado un hito en la historia? Seguramente no. ¿Necesita explicar un biógrafo su concepción de lo que es o no una biografía? Seguramen te sí, pues al hacerlo el biógrafo ofrece a los lectores un aso mo de su punto de vista, de la metodología y del propósito del libro que tiene entre manos, puesto que ese libro -el in tento de contar la historia de una vida en su época, sin ser una narración neutral- lleva el sello de la actitud del narra dor ante las cosas. Cuando el sujeto de una biografía es, como Descartes, una persona que vivió hace demasiado tiempo para que hayan sobrevivido las informaciones sobre los detalles de su vida, es importante decir algo sobre el modo de abordar el asun to. Ésta es la perspectiva, entonces, de este autor. La biografía es un género popular, por buenas razones. Es una forma de la historia, que ilumina lo general por medio de lo particular, y hace que el pasado, incluso el pasado re ciente, reviva al proyectar sobre él una luz personal. Además, satisface una forma saludable de voyeurismo, de curiosidad por vidas que han destacado por sus logros o por el destino, al ofrecernos vislumbres de cómo llegaron a ser así y pro373
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porcionarnos materiales directos o indirectos para entender nuestras propias vidas; a veces, incluso para cambiarlas según lo que aprendemos al leer. La popularidad de la biografía se ha incrementado desde que los biógrafos se han perm itido ser francos respecto a la intimidad de sus sujetos. Esto es bueno: la vida se desarrolla más tras ciertas cortin as echadas que en plataformas públicas, así que para tener la sensación de la historia humana los biógrafos deben descorrer esas cortinas. Lo que satisfacen en los lectores al hacerlo es algo más exigente que la morbosidad o la curiosidad: es la necesidad de estar m ejor inform ados sobre lo único que tenemos entre manos, la vida cotidiana con sus sueños y fracasos, a veces con el peligro del éxito, pero siempre junto a otras personas y ante el inexorable paso del tiempo. Los sujetos naturales de las biografías son personas cuyas vidas se caracterizan, por ejemplo, por su don de gentes, el entusiasmo por los acontecimientos en los campos de batalla o las fronteras inexploradas, el tenor del poder nacional e internacional o las sombras del misterio (el espionaje o el asesinato). Es una sorpresa que en los últimos años haya cundido el número de biografías de filósofos, personas que, en conjunto, parecen vivir sus vidas sin brillo en el retiro y la reflexión, cuyas victorias no se lograron con espadas resplandecientes contra enemigos ni con la magnífica oratoria de las cámaras legislativas, sino en silencio. Muy pocos pensadores han sido colgados o quemados por sus opiniones, con el aliciente añadido de la tortura previa, pero esto parece poca cosa com o materia de una buena lectura, puesto que fueron largos años
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de estudio, seguidos por el rasgar de la pluma en el perga mino, lo que los llevó a esas circunstancias. Leer algo al res pecto es tan absorbente, digamos, como ver crecer la hierba. ¿Qué es lo que explica el considerable interés por las biogra fías de los filosofes? Dado que las editoriales no son instituciones de caridad, y que una biografía de Spinoza o Wittgenstein ha de rendir cuentas, ese interés significa que, para mucha gente, la his toria del crecimiento y florecimiento de las ideas es tan im portante como una carga de caballería contra la boca de un cañón. Y así es. Una razón podría estar en lo que George Bem ard Shaw dijo de su propia vida: “No he tenido aventu ras heroicas. A mí no me han pasado las cosas; al revés, soy yo el que les ha pasado a ellas, y en la forma de libros. Lee dlos y tendréis mi historia; lo demás es desayuno, comida y cena”. La idea de que a los filósofos no les pasan cosas, sino que los filósofos les pasan a las cosas se encuentra en la observación de Isaiah Berlín de que un filósofo sentado hoy en su gabi nete puede cambiar la historia del mundo dentro de cin cuenta años. Berlín pensaba en John Locke, cuyos escritos se citan literalmente y por extenso en los docum entos de las re voluciones americana y francesa, y en Karl Marx, cuyo pen samiento fue útil a los revolucionarios de un modo idealista aunque mucho menos ilustrado. Pero podría haber citado igualmente a cualquiera de las figuras cuyas ideas han alte rado la forma del pensamiento en su época y después -p a r ticularmente D escartes-, porque las ideas son el combustible de las máquinas de la historia, y en forma de ideologías, creen cias, ciencias, teorías políticas y sociales, compromisos e idea
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les, son el factor humano (las sequías y las plagas desempe ñan también su parte) que subyace a los acontecimientos que impulsan el cambio histórico. Esto es cierto incluso cuando las causas humanas del movimiento histórico parecen ser la codicia y estupidez habituales, pues codiciar algo es creer que es deseable, y no entender algo supone una rivalidad con la idea inasequible. Pero esto no es lo único interesante en la vida del filósofo. Con excepciones, la mayoría de los filósofos no ha estado se parada herméticamente de su época, lo que significa que su época influyó en ellos, que conocieron a los demás pensa dores de su tiempo e interactuaron con ellos, y que tuvieron en cuenta su época de un modo que resulta de particular in terés por la agudeza y profundidad de su visión. Además, en muchos casos estuvieron comprometidos con su tiempo. Des cartes prestó servicio militar en las guerras de religión y es tuvo presente en la batalla de la Montaña Blanca a las afueras de Praga, y tal vez, como se dice en el texto, desempeñara una parte más relevante en ella como espía o agente. Wittgenstein fue también soldado; sirvió en los frentes oriental y me ridional durante la primera guerra mundial y estuvo prisionero en M onte Casino, llevando en todo m omento consigo el ma nuscrito de su Tractatus Logico-Philosophicus. Descartes y Wittgenstein seguían el ejemplo de Sócrates, hoplita -so ld a do de in fan tería- en el ejército de Atenas en la batalla de Potidea. La familia de Spinoza había huido de la persecución religiosa, y Locke huyó de la Inglaterra de Jacobo II al san tuario político de los Países Bajos, donde contribuyó a ente rrar la doctrina del derecho divino de los reyes. Bertrand Russell fue encarcelado por su activismo pacifista en la pri
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mera guerra mundial, y de nuevo medio siglo después por su oposición a las bombas nucleares. Martin Heidegger fue nazi y Jean-Paul Sartre com unista. Louis Althusser se volvió loco y estranguló a su mujer. Friedrich Nietzsche se vol vió loco y su hermana estranguló su obra para darle una for ma afín al nazismo. La locura, el temor a la locura, el genio, la dedicación, la pasión (n o pocos filósofos han sido grandes amantes) y el conflicto co n su época marcan muchas vidas filosóficas. Incluso los acontecimientos externos de filósofos más apa cibles son sugerentes e informativos. David Hume se ganó el apodo de “le bon David” en los salones de París, donde su in genio (tanto en el sentido antiguo com o en el moderno) era muy apreciado, y su fracaso en el intento de ganar una cáte dra en la Universidad de Edimburgo sigue siendo un baldón para la ciudad. Immanuel Kant - e l único filósofo de la épo ca moderna a la altura de Platón o A ristóteles- apenas se ale jó de su ciudad natal de Kón igsberg, en la Prusia oriental, pero como era un ateo en una ciudad obsesionada por las lu chas religiosas, donde la comunidad pietista en la que se había educado desempeñaba un papel principal, es muy in teresante seguir el delicado y escabroso camino de Kant. En parte explica por qué, de un m odo que recuerda a su admi rado Hume, sólo lograría un puesto académico estable a una edad avanzada. (Manffed Kuehn ha tratado muy bien el es cepticismo teológico de Kant - a pesar de sus opiniones ofi ciales sobre la necesidad de los conceptos de Dios, del libre albedrío y de la inmortalidad del alma para dar apoyo a la m oralid ad- en su biografía.)
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Ha de reconocerse que la mayoría de las biografías filosófi cas, con honrosas excepciones que se mencionarán ensegui da, tiene un par de inconvenientes: o están razonablemente bien escritas por biógrafos profesionales, que, sin embargo, no dan una explicación adecuada de los logros filosóficos de sus sujetos, o hacen esto último, si están redactadas por filó sofos, pero no están bien escritas, porque las lecturas del au tor no pasan del libro o el artículo académico, lo que no suele ser un objeto hermoso, ahora que la academia se ha conver tido en una ciénaga profesionalizada de jerga recóndita e im penetrable. Ejemplos del primer tipo incluyen la gran biografía de Hume escrita por Ernest Mossner en 1954, que sigue siendo la pau ta de referencia, aunque sea insatisfactoria como explicación del pensamiento de Hume, especialmente porque la com prensión filosófica de Hume se había empobrecido antes de que Mossner emprendiera su tarea, en comparación con la abundante erudición y debate que ha florecido desde enton ces. Otro ejemplo es la biografía de Russell escrita por Ronald W. Clarke en 1975, cuyo problema es que Clarke no entendía la obra sobre lógica o filosofía de Russell ni sabía de dónde venía ni adonde iba, y, por tanto, no captó el signifi cado de los problemas a los que Russell se enfrentaba. Abundan los ejemplos -como si se multiplicaran cada díade filósofos que escriben biografías carentes de destreza lite raria y del arte de la biografía. Las comparaciones son odio sas, pero echemos un vistazo a biografías casi coetáneas a la biografía de la que estas páginas son un apéndice. Un ejem plo es la vida de Hegel de Terry Pinkard. Si alguien quiere te
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ner un panorama del pensamiento de Hegel -alg o ingen te no hay m ejor lugar por donde empezar que la valiosa, acce sible y bien organizada narración de Pinkard. Pero las partes no filosóficas del libro no resultan de fácil lectura, y casi po dría decirse todo lo contrario. Esto se aplica también a la, por otra parte excelente, biografía de Kant, ya mencionada, escri ta por Manffed Kuehn, y aunque podría decirse algo respec to a los criterios de corrección de las editoriales de ambas biografías, ningún editor tiene el monopolio de las biogra fías filosóficamente profundas que requieren atención en los aspectos literarios. Esto es importante, porque un libro no puede cumplir su cometido, ni perdurar, si no está bien escrito. Es un placer volverse hacia biografías filosóficas bien escri tas además de bien planteadas y documentadas. Es una coin cidencia que las dos que me han venido a la cabeza sean de Wittgenstein: la excelente Ludwig Wittgenstein: el deber de un
genio de Ray Monk y, sobre todo, la inigualable El joven Ludwig de Brian McGuinness, el primero de dos volúmenes cuya continuación, por desgracia, parece destinado a no apa recer nunca. La biografía de Monk es merecidamente conocida. Escrita con gracia y claridad naturales, y apoyada en la admiración de Monk por su tema, es también una útil introducción a las principales ideas de Wittgenstein para quienes no son espe cialistas. Es mejor para una biografía que su autor sienta al menos un mínim o de simpatía por su tema (lo mejor de todo es una objetividad razonablemente tolerante), y Monk es un ardiente partidario de Wittgenstein. El resultado es que su
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Wittgenstein, que en realidad tenía un carácter no toriam en te falto de simpatía -se le ha descrito como arrogante, re sentido, brusco y patológicam ente egocéntrico, o todas estas cosas juntas-, emerge como un genio torturado al que, se gún Monk, habría que perdonar. Comparémoslo con los dos volúmenes de la biografía de Bertrand Russell escrita tam bién por M onk: a éste le disgustaba confesamente Russell, lo que va en detrimento de su biografía. Por contraste, el relato hermosamente escrito y profunda mente perspicaz de la primera parte de la vida de Wittgen stein de Brian McGuinnes es lo más cercano al paradigma de la biografía filosófica que existe. Entreteje vida y pensamiento sin fisuras, levanta con habilidad su estructura y, desapasio nada y elegantemente, ni interpreta ni distorsiona, sino que presenta a Wittgenstein como una criatura de su época y de sus circunstancias. Nadie en Viena, a principios del siglo X X , consideraba que Wittgenstein fuera insólita o notoriamente inteligente, pero, cuando llegó a Cambridge en 1911, uno de los más presumidos y cerrados enclaves del país más presu mido, autosatisfecho y complaciente del mundo, causó con moción . Russell, que consideraba a cualquiera con quien se encontrara un loco o un genio, y lo repetía, puso a su extra ño y pequeño austríaco en la última categoría, y la reputa ción de Wittgenstein quedó establecida. La carrera posterior de W ittgenstein tuvo m ucho que ver con el resentimiento por la ayuda de Russell, algo bastante corriente. McGuinness muestra de dónde proceden las ideas, nunca reconocidas, de Wittgenstein en la sopa intelectualmente rica de la cultura alemana, en especial vienesa, del siglo X I X -incluyendo al re
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pugnante Otto Weininger-, y como traductor del Tractatus
Logico-Philosophicus, expone brillante y lúcidamente los prin cipales temas de la obra. Su libro es de una lectura irresisti blemente civilizada. El capítulo sobre la primera guerra mundial y sus efectos sobre Wittgenstein (que afirmaría que la guerra “había salvado mi vida”) empieza al modo virgiliano: “Austria es ahora nuestro tema, Austria y los últimos días de un imperio y una cultura cuya variedad, cuyas flaquezas y cuyo encanto reflejan la propia naturaleza humana” Entre quienes han contribuido de un modo más des tacado al género de la biografía filosófica está Rüdiger Safranski, que no es un académico sino un buen escritor con una excelente educación filosófica. Sus biografías intelec tuales de Schopenhauer y Heidegger fueron bien recibidas, esta última no sólo porque ofrece un relato franco del nazis mo de Heidegger, y su reciente biografía de Nietzsche ha se guido la estela. Su destreza reside en la com bin ación , en una narración de grata lectura, de explicaciones inteligentes y per ceptivas del tema de su obra. Safranski pertenece a la escuela de pensamiento que prefie re no dedicarle m ucho tiempo a la sexualidad de su biogra fiado, un tópico frecuente de la llamada “psicobiografía”, que trata de analizar la vida individual. En cierto modo es un error, como muestra el caso de Nietzsche. El secreto de Zaratustra de Joachim Kohler, publicado en alemán una década antes de que estuviera disponible en inglés, es un estudio de la vida erótica de Nietzsche, y muy iluminador. Safranski no lo tiene en cuenta, salvo oblicuamente, en algunos párra fos que aceptan, pero a tenúan, el significado de la tesis de Kohler.
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En ausencia del libro de Kohler esto sería una falta, pues, como éste demuestra, es claro que la homosexualidad masoquista de Nietzsche explica buena parte de lo que dijo y padeció. Nietzsche señaló la sexualidad como la cumbre de la espiritualidad del individuo, y su concepto de una exis tencia ideal abrazaba la libertad orgiástica de Dioniso ex presada en su época por la vida de los jóvenes desnudos y bronceados de Sicilia (a la que Nietzsche llamaba “la isla de los bienaventurados”), tan encantadoramente fotografiados por Wilhelm von Gloeden. Según Kohler, el ataque de Nietz sche a la moralidad cristiana es el producto de este anhelo erótico reprimido y explica el ideal del “superhombre”, que desdeña las inhibiciones que niegan la vida para vivir apa sionadamente y de una forma suprema. Safranski también ve el erotismo en estos temas, pero le preo cupa exponer completamente las ideas de Nietzsche. Cual quiera que sea su fuente, esas ideas son revolucionarias y subversivas, pues desafían la moralidad que Nietzsche con sideraba que se basaba en la esclavitud y la debilidad de los judíos en el exilio, y darían lugar a la “inversión” de los valo res que proclaman que los débiles, los temerosos y los que lloran y se lamentan heredarán el reino. Nietzsche vertió su desprecio sobre esa perspectiva. El hombre debía “superar se”, dijo, expulsando la debilidad de su naturaleza, y aspirar a vivir heroica y poderosamente. La vida de Nietzsche supone un regalo para el biógrafo, pues es innegable que fue extraordinaria. Un resumen resulta alec cionador y muestra que no hay que sorprenderse de nada en las vidas humanas egregias (en el sentido literal, no peyora
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3*3
tivo del término), pues proporciona una comparación ins tructiva con Descartes, que trató de ser personalmente orto doxo mientras introducía una revolución en el pensamiento. Nietzsche fue un pensador revolucionario que despreciaba las ortodoxias, y su revolución no tuvo lugar en la esfera de la filosofía y la ciencia, como la de Descartes, sino en la psi cología de una época. Nietzsche empezó en la vida como Descartes, en el sentido, al menos, de pertenecer a una clase social que aseguraba que recibiría una educación adecuada a su talento. Nació en Sa jorna en 18 44, hijo de un pastor protestan te de suaves m a neras que murió de “debilidad cerebral” cuando Nietzsche tenía cinco años. Fue un niño precoz -to d o s le llamaban “el pequeño pastor”, un apodo irónico dadas sus opiniones pos teriores - y fácilmente logró el acceso a la prestigiosa Schulpforta, y luego a las universidades de Bonn y Leipzig. En Leipzig descubrió el pensamiento de Schopenhauer, que por un tiem po le subyugó, aunque luego rechazaría su pesimismo. An tes de licenciarse su brillantez le había procurado, a los veinticuatro años, un puesto de profesor en la Universidad de Basilea. Poco después de llegar a dicha ciudad se encon tró con la otra gran influencia de su vida: Wagner, primero su maestro e ideal, luego su enemigo. La vida académica no era para Nietzsche, como no lo fue para Descartes. La comunidad universitaria juzgó tan malo el pri mer libro de Nietzsche que inevitablemente renunció a su puesto. A partir de entonces llevaría una vida de vagabun deo solitario por Suiza e Italia, escribiendo y pensando, pu blicando libros cada vez más provocadores y controvertidos,
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DESCARTES
hasta producir sus obras maestras, Así habló Zaratustra y La
genealogía de la moral. En la primera, expuso con detalle lo que consideraba su mayor intuición filosófica: la doctrina del “eterno retorno”, según la cual todo cuanto ocurre volverá a ocurrir, exactamente com o ha ocurrido antes, de modo que debemos vivir sin que nos importe repetir la vida de mane ra infinita. Nadie querría retom ar la vida de Nietzsche en la actualidad: se volvió irreparablemente loco diez años antes de morir, es probable que a causa de la sífilis, y en el crepúsculo de su sa lud sufrió tanta agonía como euforia. Las vidas de Wittgenstein y Nietzsche, Locke y Descartes, con sus guerras y andanzas, y en los dos primeros casos sus lu chas personales, no pueden ofrecer un contraste mayor con la existencia sin acontecimientos exteriores del gran Immanuel Kant. Pero la biografía de Kant es atractiva a su mane ra. La segunda mitad de la vida de Descartes se apartó margi nalmente menos del centro de las cosas que la vida de Kant, y fue deliberadamente tranquila como la suya. Podría parecer una hipérbole decir que Kant es uno de los mayores filósofos de cualquier época, pero es verdad. Tam bién estuvo en lo cierto sobre muchas más cosas que la ma yoría de los filósofos, lo que añade genuina importancia a su grandeza. No es fácil leer a Kant; sus obras, ominosamente tituladas Crítica de la razón pura , Fundamentación de la me-
tafísica de las costumbres-, algunas de ellas ingentes, no son el tipo de libro que leeríamos en el baño o en la cama. Pero son o bras extraordinarias y poderosas, m onu m entos de la inteligencia humana, que recompensan con creces el estudio atento.
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Kant no gozó las ventajas de Descartes o Locke al nacer. Era hijo de un guarnicionero y fue criado en un entorn o de es casez, aunque no de indigencia. Sus padres eran pietistas, una forma de cristianismo fundam entalista que Kant fue dema siado inteligente para aceptar. Su talento le aseguró la m ejor educación que Kónigsberg podía ofrecer, pero no fue un pro digio, y tuvo que abandonar la universidad antes de docto rarse para e jercer co m o tuto r en varias familias. Seis años después volvió a la Universidad de Kónigsberg y cumplió los requisitos necesarios para convertirse en Privatdozent , o pro fesor sin sueldo, que dependía para su sustento de las tasas privadas de los alumnos, porque sólo los profesores titulares recibían un salario. Tenía treinta y un años cuando empezó su carrera académica, y cuarenta y seis cuando logró un pues to remunerado. Pasarían otros diez años antes de que produ je ra la prim era de las grandes obras por las que ahora se le recuerda y que harían de él un escritor tardío, y un alecciona dor modelo de todos aquellos que sienten -c o m o Saintsbury dijo al hablar de Dryden- que tienen “demasiado talento para encontrar enseguida su camino en la vida”. Pero los largos años de preparación no fueron improducti vos. Kant dio lecciones y publicó sobre muchos temas, de la física a la cosmología, de la geografía a la antropología. En parte era una exigencia de los profesores, convertidos en jor naleros de cualquier oficio intelectual, pero en el caso de Kant también era el producto de vastos intereses y una curiosidad insaciable. Las amplísimas lecturas, el pensamiento y la en señanza alimentaron su obra de madurez, no como su tema
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sino como el trasfondo de las abstractas reflexiones que in corporaría. En la primera de las grandes Críticas, Kant argum entó que el mundo que experimentamos está determinado en parte por nuestras facultades cognitivas, que configuran el modo en que el mundo se nos aparece al aportar rasgos estructurales muy generales, como el carácter espacial y temporal y el he cho de que la experiencia esté siempre regida por conceptos fundamentales, como, por ejemplo, la causalidad. Esos con ceptos no se aprenden de la experiencia, sino que los aporta el entendimiento, y hacen que ésta sea posible. La filosofía moral de Kant levanta sobre este fundamento una austera ética del deber, en la que la razón identifica las obli gaciones por las que vivimos. Sobre las grandes cuestiones de la metafísica -la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la libertad de la voluntad h um an a-, Kant argumentó que no podemos probar ninguna de ellas, pero que hemos de aceptarlas para que la moralidad tenga sentido, de modo que la gente se convenza de que el mal será castigado en un estado póstumo. Esta opinión recuerda la convicción plató nica de que, si bien las creencias religiosas son falsas, resul tan útiles como medio para dominar a los que no están educados. La austeridad de las opiniones de Kant y su vida de soltero ofrecen una impresión equívoca de su persona. No era un adusto pedante, sino un ho mbre muy sociable que disfruta ba con los modestos placeres de la cena y del billar. En los últi mos años de su vida, Kant sufriría trágicamente de demencia
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3»7
senil, y acabaría siendo como un niño desvalido. Casi podría parecer que el inmenso esfuerzo intelectual de sus últimos años hubiera consumido el espíritu volátil de su genio; si es así, fue un sacrificio maravillosamente digno. Cuando mu rió ya era famoso y controvertido; desde entonces sus obras se han convertido en clásicos de la filosofía junto a las de Des cartes, Platón y Aristóteles. Los ejemplo s de Kant, Nietzsche y Althusser, con sus des censos a la locura o la demen cia senil, no son típicos entre los filósofos, que tienden a vivir mucho y a llevar una vejez alerta, como Thomas Hobbes y Bertrand Russell. Hobbes cantó cada noche hasta los noventa años, convencido de que el canto le limpiaba los pulmones. Russell, por el contrario, fumaría en pipa hasta los noventa, sin otra convicción que la locura de la humanidad. Descartes es de los más sorprendentes, pues, en los últimos años de su vida, dirigió su atención hacia los honores mun danos, seducido por el resplandor de la corte y la perspecti va del medro material. El desafortunado accidente de la neumonía frustraría ese empeño, pero podría haber acaba do sus días com o un aristócrata menor con una pensión real, e incluso una hacienda -n o en Suecia, dado el problema del clima y el hecho de que la reina Cristina abdicó, no mucho después de la muerte del filósofo, para convertirse al catoli cismo-, sino en su amada Holanda o tal vez en Francia. A este respecto, Descartes fue meramente humano, aunque hay que decir que no son muchos los filósofos a quienes haya preocupado lo que el mundo pudiera darles. En lo esencial
38 8
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-su gran contribución al progreso del pensamiento-, la es tatura de Descartes es innegable, y con ella su lugar en la his toria. Mostrar que también fue un hombre de su época, y que desempeñó un papel en ella, no es hacer otra cosa que com pletar el cuadro como es debido. Ésta era mi intención.
B IB LIO G RA FIA
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ÍNDICE
ONOMÁSTIC O
Y TEMÁTICO
A
251 n., 257 ,280,28 3,285,304 ,332, 377,387, aristotelismo, 16 0,17 1-17 2,1 94 ,279 ;
Abjuración (1581), 61
De Cáelo, 19 n.; Física, 18-19 n.,
Adam, Charles, 25,2 6,4 2,1 30 ,13 3,1 44 ,
123,137
391
arminiana, controversia, 6 6 -6 8 ,7 0 ,2 7 1-
Aemelius, Antón, 270
n i
Agustín, santo, 3 54 ,35 5
Arminio, lacobo ( Jakob Hermanzoon),
Alberto de Austria, archiduque, 62
65,272
álgebra, 80 ,107 ,252 ,257 ,258
armonía, 77,191-192
alquimia, 55, 96, 114, 116,117, 118,
Arras, Unión de, 61
1 1 9 , 1 2 6 ,1 3 2 , 1 3 4 , 1 3 7 , 1 3 8 , 1 4 2 ,
Ateísmo, 23 ,125,1 56,1 59-6 0,16 2,275 -
162,163,286,336
277,279
Althusser, Louis, 377 ,3 87
Atomismo, 75 n., 76
Amsterdam,81,170,187,195,198,200,
Augsburgo, Paz de (15 55 ), 84, Aurelio, Marco, 30 6
208,225, 267,269,393,
Austrias, 29, 50 ,6 1 ,6 9 , 82, 86, 88-90,
Ana de Austria, 318 ,3 21 ,3 22
94, 110, 117,124, 136, 144, 146-
Andreae, Johan Valentín, Las bodas quí
148,174-179,184
micas de Christian Rosencreutz, 117,
Ayer, A. J., 357
119,131 animales (Descartes opina que son au tómatas sin alma), 58,158,162,
B
204-206 Antípodas, 219
Bacon, Francis 22-23,34,95 122,125,
Aquino, santo Tomás de, 283
167-168; El avance d el saber, 125
arco iris, 21,2 40
n„ 167; N ovu m Organum , 125 n.,
Aristóteles, 18-19,53,75 n., 172,214,
167 399
400
DESCARTES
Baillet, Adrien, 24 -2 5,4 9-5 0,5 6-5 7,5 9,
y persecución de los protestantes,
TI n., 93,9 5-102,12 6-130,144 ,148,
93 ; “Defenestración de Praga”, 71,
152,163,171-173,176, 179,225-
90-91
227 ,230-23 1,314,34 4,345 n., 391
Boltzmann, Ludwig, 104
Barnerini, cardenal, 2 15 ,2 56
Borel, Pierre, 2 4 ,17 1,1 73
Barbier, Alfred, 40
Borgia, Francisco, 18,19 n.
Bayle, Pierre, 155-156
Boyer, Cari, 263-264,392
Beaugrand, Jean, 14 2,25 7-2 60
Breda, 59 -60,63 ,70-72 ,76,79 -80,88 ,
Beeckman, Isaac, 60 ,71 -72 ,75 -81 ,10 5,
91,113,115,186,193 n.
110,169,186-7,191-194,200,220,
Bruno, Giordano, 138,150
257,392; trayectoria e intuiciones
Buckley, Verónica, 332 n., 34 7, 39 2
científicas, 75-8 1; ruptura con Des
Bucquoy, conde de, 93 ,1 2 7
cartes, 191 -194; amistad e influen
Burman, Frans, 282 n.
cia sobre Descartes, 72,192-193; colaboración con Descartes, 76-81 Bélgica, 62
c
Bell, E. T., 264 Bellarmino, cardenal, 150-151,211,214 Benedictinos, 51 Berkeley, obispo George, 12 3,3 57 Berlín, Isaiah, 375 Berulle, cardenal, 27-28, 170-3, 175179,184 n. Béthune, Maximimilen, duque de Sully, 40 biografías de los filósofos, 10 4,3 71 , 373-384 Bitauld, Jean, 160 Bodas químicas de C hristian de Rosen-
rmvte, Las (Andreae), 11 7,1 19 ,13 1 Bohemia 36,71,81 -83 ,88-9 3,97 ,118 ,
Cébala, 114-116,119, 123, 126,134, 137-8,162-163 cabeza que estalla, síndrome d e la, 102, 103 n. calvinistas, 63 ,68 -69 ,84 -85 ,27 2 Cardano, Jerónimo, 252 Carlos I, rey, 1 77 -17 8,29 6,3 22 Carlos IX, rey, 45 -46 Carta a Voetius, 276,278
cartesiana, filosofía 189,271,274,279, 283; véase también Descartes, teo rías filosóficas y científicas Casale, 174-175
120, 126-128, 133, 136,144, 146,
Castelli, 213
294; desafía la autoridad de Fer
Católica, Liga, 86-87
nando al escoger a Federico com o
Cats, Jacob, 188
rey, 8 3 ,8 9 ,9 1 ; derrota de Federico
causas, 18,125 n.
INDICE ONOMASTICO Y TEM ÁTICO
cerebro, 42, 204 ,24 7-2 48 , 250-251 n., 302,334,361,363,365-366 Chandoux (químico), 171-2 Chanut, Pierre, 42-43 n., 22 6-2 27,3 13, 320, 323-5, 329-330, 333 -7, 339344,346-347 Charlet, Pére Étienne, 48 Charron, Pierre, 107-10 Chastellier, Pére, 48 Chastillon, Gaspard de, 70 Chátellerault, 37,152 Cherasco, Tratado de, 175 Christian de Anhalt, 85 ,88 -8 9 ,91 ,93 , 118-120,122, Cicerón, 53 Clarke, Ronald W., 378 Claves, Étienne de, 160 Clerselier, Claude, 17 1,1 73 ,22 6-2 27 , 229,231 n., 313-314 ,317 Cogitatíones Privatae (cuaderno), 98 n. Coligny, almirante, 4 5 cometas, 199 ,207,311 compás, 80 Com pendium Musicae (Descartes), 77 Confessio Fratem ttatis, 115,117 Confesión de Fe, 65-6 conciencia, 58,6 6,17 3,24 7,25 0 a , 356, 364-365 copernicano, modelo, 21 0,2 13 corpuscular, teoría, 75 Cosme II (gran duque de Toscana), 213 cosmología, 75 ,78,3 09 ,31 1,38 5 Contrarreforma, 22 ,33 ,51 ,68 ,83- 84 Courtmour, barón de, 70 Cristina, reina de Suecia, 133,187,189, 227,314,324,329; trayectoria, 330-
4 01
332; catolicismo, 33 0,34 8,3 87 ; co rrespondencia con Descartes, 334335; y la muerte de Descartes, 345 -34 7; invita a Descartes a Estocolmo, 335-343; masculinidad, 332 n. Crollius, Oswald, 118 Cumberland, duque de, 307
D Damasio, Antonio, 364 de Bagni, cardenal, 256 de Balzac, lean-Louis, 198 de Viau, Théophile, 159-160 Debeaune, Florimond, 262 ,31 3 Dee, doctor John, 116 ,118 -120 ,138 “Defenestración de Praga”, 71,90-91 Dem ócrito de Abdera, 75 Desargue, Girard, 26 2 Descartes, Jeanne (herma na), 38-3 9 Descartes, Joachim (padre), 37-39 Descartes, Pierre (hermano), 37 -39,4 7, 57,142,315 Descartes, René Vida personal : amistad y corres pondencia con la princesa Isabel, 42 n„ 43,187 ,293-303,306 -309, 31 5-1 6,32 9,34 7,36 5; amistad con Beeckman e influencia, 72,192193; asiste a la coron ación de Fer nando II, 82, 89; bautismo , 38; biografías de, 11 ,24- 5; y el carde nal Berulle, 27 -28 ,170 -17 3,17 6,
402
17 9,18 4
DESCARTES
n.; y el catolicismo, 13 ,20 ,
co, 56 -9,1 85 ; muerte, 133 ,165 ,200 ,
29,51,60-61,86,102,148,220,225,
314 ,344 n., 34 5-3 46 ,349 ,387 ; y la
30 7,3 46 -34 7; código moral y prin
muerte de su hija, 2 3 1 ,2 3 7 ,268„
cipios, 1 06 -10 7,10 9; compone un
271 ; y la muerte de la madre, 35,
libreto para el ballet de la reina Cris
39 ,43 ; nacimiento, 35 -9,4 2-3 ; pa
tina, 339; correspondencia con la
dre de una hija ilegítima (Franci-
reina Cristina, 334-335; decide aban
ne) y relación con ella, 226; parecido
donar el estudio de las letras y via
con Vanini, 15 7,2 75 -277 ; pensión
jar, 55-57; decide abandonar Francia
de la Corona francesa, 29 3,3 14 ,
por los Países Bajos, 173, 184 n.,
31 8-32 1,323 ,333 ,387 ; relación con
186; redacta los estatutos para una
Helena Jans, 22 5-2 26 ,22 8,3 14 n.;
academia sueca, 340, 343; se dis
y la Rosacruz, 103, 113-116,126-
tancia de Beeckntan, 191-194; edu
136 ,142,294; salud, 21 ,42-4 3,17 2,
cación en La Fléche, 3 4 ,4 3 -4 4 ,4 7 ,
215 ,267, 2 69 ,30 1,30 4; se une al
52-54,116, 142,242; enfermedad
ejército del duque Maximiliano en
en Suecia, 14,183,341-343,346; se
Bohem ia y participa en la batalla
enrola en el ejército del príncipe de
de la Montaña Blanca, 71 ,9 3 -95 ,
Orange en las Provincias Unidas,
115,127,376; viaje a Italia, 143-
59; estancia en Saint-Germain-en-
144,149,151,216; vida en los Pa
Lay entre la escuela y la universi
íses Bajos, 22,27 ,17 0-1 ,17 6,1 80 ,
dad, 56-5 8; exhumación del cuerpo
183,185
y traslado a Franc ia para ser se
31 9,3 23 ; vida en París, 56 ,-7,1 28 -
pultado, 34 8; finanzas, 15 3,3 18 n.;
129,136,143, 153, 170,173,180;
y la Fronda, 32 0 ,3 2 2 ; y la guerra
vida en Suecia, 3 3 9, 34 1, 38 7; vuel
de los Treinta Años, 2 2 ,2 7 ,71 ,9 4 ,
ve a visitar Francia, 313 -31 7
13 6,1 83 ,18 7; hipótesis del agente
Teorías científicas y filosóficas : ame
de inteligencia, 70 ,81 ,12 9,1 83 ; hi
naza a los tradicionalistas, 28 3, 288 ;
pótesis del colapso nervioso en la
y la anatomía, 59, 1 88 ,20 0,2 25 ,
juventud, 56 ; infancia y educación,
23 7; animales com o autómatas sin
3 8 ,4 2 ,53 ,9 6 ,3 4 5 ; invitado por la
alma, 58 ,3 6 5; batallas sobre las te
reina Cristina a Suecia, 335-343;
orías en las universidades de Lei-
lealtad a los jesuitas, 13 ,2 9 ,5 0 -5 1 ,
den y Utrecht, 170-171,188-189,
60-61,86,110,113,115,134-135,
195-196,237-238, 198,270-271,
176; lema, 3 0 ,2 1 8 ; se licencia en
273 -274,276,278-282,302,342 ; y
Poitiers en derecho civil y canó ni
los cometas, 199, 20 7,3 11 ; com
n., 186-7, 194 -195,315 ,
In d i c e o n o m á s t i c o y t e m á t i c o
403
pás, experimentos con el, 80; cos
tica y descubrimiento de la ley de
mología, 78 ,3 09 ,31 1; “cuatro ver
la refracción, 21,16 4-1 65 ,19 1,20 7,
dades”, 305 -6 ; Dios, existencia y
212, 24 0,2 62 ; “padre de la filoso
bondad de, 149 ,158 ,190,20 1,240 ,
fía moderna”, 20 ,3 7 0 ; y los philo-
254,261,269 ,289 n., 309,355,366-
sophes, 2 2; “Pien so, luego existo”,
369; sobre la felicidad y el amor,
243-246, 254, 354; principios ob
42,43, 298-9,302-4; filosofía, 21-
servados en los estudios, 107; re
22,34,44,54,60,101,162,167,209,
putación debida a Mersenne, 141,
218, 244, 251, 263, 269, 271, 274,
16 3,2 37 ,31 7; valor pedagógico de
283, 300, 309, 349, 353-35 4, 357,
la filosofía, 240, 369-370; sobre la
361 ,364 ,369; y Galileo, 22,7 6,80 ,
visión, 14 3,240 ,257 ,311 -312 ; vi
1 4 2 , 1 5 0 , 2 0 8 - 2 1 1 , 2 1 6 - 2 1 9 , 2 2 1,
sión en la Habitación caldeada, 95,
237, 241; y la hidrostática, 77-79;
• 97 ,105 -7, 341; vivisección y mal
su importancia, 370; interacción
trato de animales, 204 -20 5; Voe-
del alma y el cuerpo (dualismo),
tius, disputa con, 3 0,2 70 -28 9,3 15 ;
24 6,2 89 ,30 2,3 62 ; liberar la cien
vórtices, 310-3 12
cia de las interferencias teológicas,
Escritos: forma autobiográfica de
162; logros y con tribucione s, 19-
los, 34-35,42,56,97,242,355; Com-
20; matemáticas y geometría, 21,
pe iid ium Mu sía te, 77; Una descrip
2 6, 3 4, 5 4 , 6 0 , 7 1 , 7 6 - 7 7 , 8 0 , 1 0 7 ,
ción d d cuerpo humano, 309; Discurso
141, 163, 179, 195,200,226,239-
del método, 19,33,42 n., 44,53,164 ,
241,243,252-254,257,262-4,313,
18 8,2 20 ,238 ,241 ,305 ; en el Indi
316 ; concepción mecanicista de la
ce de Libros Prohibidos, 108; M e
naturaleza, 1 68 ,35 7; m edicina y
ditaciones m etafísicas, 2 3 , 3 4 , 9 6 ,
prolongación de la vida, interés por
1 09 , 2 4 3 , 2 6 0 , , 2 6 3 , 2 6 9 , 3 5 6 ; Le
la, 21,230,237,268-269,344 n.;
Mon de , 169, 199-20 2,207-8,21 6,
método de la duda y argumentos
2 3 7 - 2 3 8 , 2 4 0 , 2 5 1 , 3 0 9 ; El mun do ,
escépticos, 109 ,16 9,24 5,28 0,35 7-
169,220; Las pasiones del alma, 296,
3 58 ,3 60 ; método y reglas para di
3 0 1 , 3 0 9 , 3 2 9 ; Principios d e filoso
rigir la investigación, 21,96,107,
fí a, 7 , 2 5 1 , 2 9 3 , 2 9 9 , 3 0 9 , 3 1 3 , 3 1 9 ,
110,165-168,242,251,254; noche
3 2 9 , 3 5 3 , 3 6 9 ; Reglas para la direc
de sueños, 95-106,126,130-132,
ción del espíritu, 104,141,149,165,
14 8,1 65 ; notación, innovaciones
253; uso de pseudónimo, 135
en la, 25 2-3; ofender a los teólogos,
descripción del cuerpo humano, Una
evitar, 13 5,2 09 ,219 ,238 ,270 ; óp
(Descartes), 309
404
DESCARTES
d’Etoiles, Vasseur, 153
E
Diálogo sobre los dos principales siste mas del mu ndo (Galileo), 207-20 8,
215 Dinet, Jacques, 274,278 Dios, 17,99,102,106, 109, 120, 123, 125 n„ 150,157-8, 169,173,190,
Eduardo (herm ano de la princesa Isa bel), 307 Ejercidos de sentido común (Descartes),
141
199, 202, 210-211 , 227, 272, 283-
Eleanor, reina, 36
285; Descartes y la existencia de,
elementos, 18„ 19 n., 75 n., 2 5 3, 28 5-
201, 203, 240, 248-250, 254-255,
286,289,353
261,269,27 5-280 ,289 n., 305,309,
Elzevir, 23 9,2 6 9,2 76
354-35 6, 359, 362, 366-36 9; Kant
Enrique III, rey de Francia, 46 ,19 7
y la existencia de, 377, 38 6; y las Es
Enrique IV, rey de Francia, 4 4 -4 7 ,8 5,
crituras, 285-288 Discurso del método (Descartes), 19,33,
42 n., 44, 53, 164, 188, 220, 238, 2 41 ,3 05 ; acusación de plagio de la sección de Geometría, 257-258; de
10 8,1 17 ,14 4,1 75 ; asesinato, 49; y la Unión Evangélica, 87; fundación de La Fléche, 47; sepelio del cora zón en La Fléche, 50
talles autobiográficos, 34; conteni
Epicteto, 306
do y teorías, 21, 240-250; contri
Epicuro, 75 n.
bución, 2 0; c rítica de las secciones
escarlatina, 23 0
de Geometría y Optica por los ma
escepticismo, 10 8,1 10 ,153 ,16 8,2 06 ,
temá ticos de París y respuesta de
27 9,3 58 ,37 7; y el método carte
Descartes, 257; distribución de co
siano de la duda, 245 n.
pias, 25 5-2 56 ; escrito en francés en lugar de latín, 255; proceso de pu blicación, 237-239; reacción de Des cartes a las críticas favorables, 262 Dome, Puy de, 318 Donauworth, 84,86,89 Dort, Sínodo de, 6 8 ,70 ,91 ,27 2 duda, método cartesian o de la, 109, 169,245,280,357-358,360 dualismo (interacción del alma y el cuerpo), 24 6,2 89 ,302,3 62
escolástica, 18-9,137,172,281,370 Escrituras, 151,210-211,213-214,284285 España, 46, 59 ,61 -64 ,69 , 86-8 7,92 , 145,147,184,186,308 Espinay, monsieur L’, 308 estoicismo, 19 ,11 0,3 06 Evangélica, Unión, 85 -87 ,91
In d i c e o n o m á s t i c o y t e m á t i c o
F
40 5
321 -325 ,348 ,387 ; conflicto con los Austrias, 2 9,5 0,6 1,8 6,94 ,11 7,13 6,
Fama Fratemitatís, 115,117,120
14 4-14 8,174 -179 ; rebelión hugo
Faulhaber, Johann, 127 ,131
note, 45-46, 145 ,147,1 74,17 6-177 ,
Federico I, duque, 117
178
Federico IV, elector p alatino, 85
Francine (hija de Descartes), 225-22 6, 228-231,237,267-268,271
Federico V, elector palatino, 36 ,8 5 ,8 9 , 91-92,115,295,299,330
Francini (hermanos), 58
felicidad, 43 ,3 04
francmasonería, 115 ,11 7,13 2
Felipe (herm ano de la princesa Isabel),
Franeker, 170-1 71 ,187-1 89,19 1,195 196
307-308 Felipe II, rey de España, 6 2- 63
Fromondus, Libertus, 25 7
Felipe III, rey de España, 6 3 -6 4,8 6- 8 7
Fronda, 32 0,3 22
Felipe Luis de Neuberg, 87 Fernando II, emperador, 29 ,82 -83 ,89 , 91-9 4,12 4,12 8 n„ 174-5
G
Fermat, Pierre de, 22,142, 241, 257260,316 Ferrand, Michel (tio abuelo), 39-4 1, 57,152
Galileo, 22,76,142,150-151,194,208, 21 6-21 9,22 1,23 7,24 1; detenido y procesado por la Inquisición, 138,
Ferrier, Guillaume, 165
20 9-2 10,2 14-2 15 ; y el compás, 80;
Ferrier, Jean, 190 -191
defensa del m odelo copernican o,
Fleming, almirante, 337
211,213; Diálogo sobre los dos prin-
Fletcher, John, 69
cipales sistemas del mu ndo , 207 ; des
Florencia, 149,215
cubrimientos co m o espina clavada
Florentinus de Valentía, 1 22-1 23
en la carne doctrinal, 211 ; y Mer-
Fludd, Robert, 114,129,161-162,168
senne, 142; II Saggiatore (El ensa
Fontanier, Jean, 159
yista), 21 5; y el telescopio, 212
Foscarini, Paolo Antonio, 150-151
Garasse, Fran^ois, 1 57 ,15 9
Francia, 22,24,28,29,36,37,41,44,
Gassendi, Pierre, 75 n., 142,221,316,
45,47,85,86,87,93,114,117,125,
31 7
136,145-147, 151,154-157,162,
Gaukroger, Stephen, 1 3 ,2 5 -2 6 ,58 n.,
170-171, 173-176, 178-179,183,
78 n.,81 n., 131,161 n., 165 n.,
184 n., 18 5-18 6,191 ,195,2 16,, 226,
24 1,25 6 n., 260 n., 26 7,30 9, 319
2 3 0 , 2 5 7 , 2 6 1 , 2 9 3 , 3 1 3 , 3 1 5-3 16 ,
n., 348 n.
406
DESCARTES
Gillot, Jean, 226
hugonotes, 40,176; y el Edicto de Nan-
Golius, Jacob, 1 96 ,20 0,2 79
tes, 46; rebelión en Francia (1 62 7),
gomaristas, 66 -67
14 5,1 74 ,17 8; y la masacre de San
Gom aras, Francis, 65
Bartolomé, 45
grados, teoría de los, 253
Hume, David, 5 6,3 77 ,37 8
gravedad, teoría de la, 312
Huygens, Christiaan, 197,312
Gregorio XV, papa, 128 n.
Huygens, Constantijn, 2 8 ,3 6 ,16 4 ,1 8 3
Gribbin, John, 312
n., 190 n„ 197,267-268,276,278-
grisones, 145-147; véase también Val-
279,313
telina Grocio, Hugo, 66-68 Gustavo Adolfo II, rey de Suecia, 175
I
H
identidad, teoría de la, 363-364 inercia, 7 6,2 87
Haak, Theodore, 132 Harriot, Thomas, 164,258 Hartlib, Samuel, 13 2-13 3,29 5 Harvey, William, 2 2 ,7 6 Heereboord, Adriaan, 27 9,2 81 -28 2 Hegel, George Wilhelm Friedrich, 159 n„ 378-379
Inquisición, 203 ,21 7,2 19 -22 1; actitud ante la ciencia en Italia, 150; pro ceso de Galileo, 20 8,2 11 ,21 4-2 15 Irenaeus Agnostus, 122 Isabel I, reina, 117-118 Isabel, princesa de Bohemia, 42 n., 187, 189,293,315,316,329,331,338,
Heidegger, Martin, 3 65 ,37 7,3 81
3 47 ,3 6 5 ; abadesa del convento de
hermetismo, 114-115,123,126
Herford, 308 ; amistad y corres
hidrostática, 7 7-7 9
pondencia con Descartes, 43 ,2 94 -
Hobbes, Thomas, 22 -23,26 0,31 6-31 7,
295,303, 306; dedicatoria de los
387
Principios d e filosofía , 299; inteli
Holanda, 3 6 ,61 ,64 , 66-69, 154,186 ,
gencia, 3 0 1, 3 07 ; interés en el pro
278,387; véase también Países Ba
blema de la relación entre el alma
jos
y el cuerpo, 297 -29 8,3 01 ; muerte,
homosexualidad, 156,160,276,382
308; tribulaciones familiares, 298-
Hooke, Robert, 191
299,308
Hortensius, Martin, 196 Huet, Daniel, 133
Isabel Estuardo de Bohemia, 36 ,8 3 ,9 1 , 117,295-296,329
In d i c e o n o m á s t i c o y t e m á t i c o Italia, viajes de Descartes por, 1 43-144, 149,151,216
4 0 7
Kuehn, Manfred, 377 ,37 9 Kuhn, Thomas, 37 0
L
J Jaime I (V I de Escocia), 8 3 ,9 1 ,1 1 7 ,1 9 7 Jans, Helena, 2 2 5 -2 2 6 ,2 2 8 ,3 1 4 n. Jesuítas, consejeros de los Austrias, 50, 61 ,70 ,82 ,13 6,1 48 ; campeones de la fe católica, 1 14 ,11 6, 124; con cepción de la educación, 1 8,5 1-5 2;
La Fléche, 34,48,134,142,255; Des cartes en, 36 ,43 ,44 ,47 ,54 ,56 -57 , 8 4 ,1 16 ,24 2; fundada por Enrique IV, 4 4 ,4 7 ; sepelio del corazón de Enrique IV, 49 -5 1 ,8 7 ; estudios, 44, 52-53 La Haya, 25 5,2 78 ,29 4-2 99 ,31 6
demonización de la Rosacruz, 114,
La Rochelle, 178; Tratado de, 178
126; lealtad de Descartes a los, 48,
Lamormaini, Wilhelm, 29
50 -51,1 34 -13 5; métodos educati
latín, 28,52 ,72,75,13 5,16 5,188 ,216,
vos, 53; hipótesis de Descartes como
255 ,263,26 9.274 ,276,2 82 n., 296
agente de la inteligencia a su ser
Le Vayer, Le Mothe , 163
vicio, 29,104,108,110,129,183 n.;
Leibniz, Gottfried Wilhelm, 97 -9 8,1 30 ,
y Enrique IV, 47,50; y La Fléche, 34,44; Ra lio Stu dio ru m, 18,51
248-250,362 Leiden, Universidad de, 6 5 ,1 6 4 ; acusa
Jesucristo, 28 5
a Descartes de blasfemo, 280-281;
Juan Jorge de Sajonia, elector, 8 5 ,9 2
prohíbe la filosofía cartesiana, 274;
Juan Pablo II, papa, 149 Julich y Cléves, ducado de, 86-8 7
prohíbe la discusión de metafísica, 28 2 lentes, 165,190-191,212,240,262 Leucipo, 75 Libavius, Andreas, 122,126
K
“libertino”, 15 3-1 56 ,16 3; “crisis liber tina”, 156
Kant, Immanuel, 22,377,379,384-387
Lipstorp, Daniel ( Speámina ), 24,173
Kelley, Edward, 118
Locke, John, 22-23,357,375-376,384-
Khunrath, Henricus, Anfite atr o de la sabiduría eterna , 119
Kierkegaard, Soren , 28 4 Kohler, Joachim, 381 -382
38 5 Loreto, 148-14 9 Luis XIII, rey, 8 7,1 4 4-1 45 ,14 7, 176179,191,255,257
408
DESCARTES
Luis XIV, rey, 1 55 ,31 8,3 21 -32 2
de publicarse, 263; dedicatoria, 270;
Luisa de Bohemia, princesa, 298,308
sobre la existencia de D ios, 261,
Luynes, duque de, 270
26 9-2 70 ,289 n„ 366 -367 ; “carta” a
Lyons, Liga de, 147
Dinet, 27 4,2 78 ; prefacio, 260 ; pu blicación, 26 9; uso de la primera persona del singular, 34 -35
M
Meier, Michael, 161 Menapio, 122
Mabillon, Jean, 348
Mersenne, Marín, 142,171,179,185,
Malebranche, Nicolás, 248-250,362
1 87 , 1 9 1 - 1 9 2 , 2 0 2 , 2 0 5 , 2 0 7 - 2 1 0 ,
Mantua, 17 4-175,17 7,307
216-217,219-221,227,229-232,
María Eleanor de Brandemburgo, 330 -
239-240,269,271,275,313,316,
331
318; admiración por Descartes, 141,
Marlowe, Christopher, 28
164; advierte las virtudes intelec
Marx, Karl, 375
tuales de Descartes, 163; mu erte,
Massinger, Philip, 69
323 ; disputa con Fludd, 162; y Ga-
matemáticas, interés de Descartes por
lileo, 142; influencia sobre Descar
las, 21 ,26 ,34,54 ,60,71 ,76-7 7,80,
tes, 168-169; L’Im piété des Déistes,
107, 141,163, 179,195,200,226,
159; concepc ión m ecanicista de la
239-241,243,252-254,257,262-4,
naturaleza, 168; número primo,
313,316; véase también Mersenne,
142; se ofrece a publicar el Discur
Fermat y Pascal
so, 255, 257-259, 261-262; oposi
Matías, emperador, 86 ,88 -91
ción a la Rosacruz, 11 4,1 26 ,13 4,
Mauricio de Nassau ( véase Orange,
142; opiniones filosóficas y cien tí
príncipe de) Maximiliano de Baviera, duque, 27,71,
ficas, 168-169; Sinopsis Mat em áti ca, 142; y Voetius, 277
80-81, 84, 86-8 7,92-9 3,11 0,12 7-
Meteorología (en el Discurso), 239-241
128,141, 175,300
Metius, Adrien, 188
Mazarino, cardenal, 31 8,3 21 -322
Metius, Jacques, 188
McGuinness, Brian, 379-380
método admirable, El, 275
Médicis, Catalina de, 36,45-46
Monas Hieroglyphica (Dee), 119
Médicis, María de, 87 ,1 14 ,17 6,1 79
Monde, Le, 169,199-202,207-208,216,
Meditaciones metafísicas , 34,10 9,243 ,
237-238,240,251,309
356; texto clásico, 23 ,9 6; crítica de,
monismo, 362
316; decisión de que circule antes
Monk, Ray, 379- 380
In d i c e o n o m á s t i c o y t e m á t i c o
1 6 5 , 1 9 1 , 2 1 2 , 2 4 0 , 2 6 2 ; y el Dis
Montaigne, Michel Eyquem de, 108,
curso, 2 1 , 2 3 9 - 2 4 1 , 2 5 7 , 2 6 2
144,148 Montaña Blanca, batalla de la, 71, 9 2-
Orange, príncipe de, 29 ,6 4 ,19 7 ,2 7 8 ,
95,97,114-115,122,124,127,133, 293-295,299,307,376
40 9
281-282,295 Oratorio, 171,175-176,259
M ontfaufon, Bernard de, 348
oro, 34,286
Morín, Jean-Baptiste, 26 1-26 2
Oxenstiema, Axel, 331
Mossner, Ernest, 378
mun do, El (Descartes), 169,220 Mydorge, Claude, 163
P Pablo V, papa, 21 4
N
Pacioli, Lúea, 25 2 Países Bajos, 29,36,61-63,70,75,87,
Nantes, Edicto de, 40,46
92,127,145-147,184,189,197,270,
Naturaleza, concepción mecanicista de
27 4,29 5-29 6,29 9,37 6; controver
la, 168
sia arminiana, 66 -8 ,70 ,2 71 -2 ; Des
Naudé, Gabriel, 1 24 -12 6,16 3
cartes en los, 22 ,2 7 ,59 ,7 1, 170-171,
Nevers, duque de, 174
1 7 6 , 1 8 0 , 1 8 3 , 1 8 6 - 1 8 7 , 1 9 0 ,1 9 2 ,
Newton, Isaac, 19 ,22 ,11 6,2 01 n., 238,
194-195,315,319,323,325,333,
310,312,357
33 7 ,34 0 ,34 4 ; se destaca en Euro
Nietzsche, Friedrich, 3 77 ,38 1-3 84 ,38 7
pa po r las artes y las ciencias, 62,
Noel, Etienne, 256
18 0
Palma Triumphalis, 124 paralelismo, 2 50
O
parhelio, 207,240 París, 45-4 6,56-57 ,124 ,127 -129 ,136 ,
ocasionalismo, 250
141-143, 147, 152-153,157, 159-
ocultismo, 137 ,159 ,168 -169
160,163,165, 170-171, 173,179,
Oldenbamevelt, lohan van, 64-70
190,198,204,226,239,256-258,
Olympica, 130
2 6 9 , 3 1 3 , 3 1 5 - 3 1 6 , 3 1 8 - 3 2 0 , 3 2 4,
Óptica, 21 ,239 -241 ,257 ,262 ; Descar
33 5 ,3 7 7 ; prohibición del debate
tes sobre las lentes hiperbólicas,
sobre el aristotelismo, 160 -161 ; de
19 0-1 91 ,19 3; y el descubrimiento
creto de prohibición de las opi
de la ley de la refracción, 21,164-
niones co ntrarias a los autores
41 0
DESCARTES
antiguos, 161; y la Fronda, 320-3 22;
R
“época libertina” 153 Pascal, Blaise, 22 ,14 2,3 16 -3 18 pasiones del alma. Las (Descartes), 296,
301,309,329 Pell, John, 132 Perron, cardenal du, 60 n. Petit, León, 298 -29 9
Ratisbona, Tratado de (16 23 ), 128 Ravillac, 50 Real Sociedad, 13 2,1 91 ,19 7 R efo rm a, 2 9 , 3 3 , 4 0 , 6 8 , 8 3 , 1 3 7 , 1 5 3 , 187,283-284 refracción. Descartes descubre la ley de
Petit, P ierre, 260
la,21,164-165,191,207,212,240,
Picot, Claude, 3 13 ,31 5,3 19 ,32 2
26 2
“Pienso, luego existo”, 24 3- 24 6,2 54 , • 3 5 4 ; véase tambié n Dios pineal, glándula, 24 8,3 02 ,36 5 Pinerlo, 175 Pinkard, Terry, 378-379 Platón, 154-155,245,377,386-387 Pollot, Alphonse, 231 ,2 96 ,31 6 Popper, Karl, 368 predestinación, disputa sobre la, 65-66, 27 2 Principios de filosofía, 7 , 2 5 1 , 2 9 3 , 2 9 9 ,
309,313,319,329,353,369 Protestante, Unión, 118 ,122 Provincias Unidas ( véase tamb ién Paí ses Bajos), 22,27 ,30 ,36,59 ,62-6 4, 67,69-70,83,92,132,136,145,170, 173,184,197,226 ,255,272,319 n.
Regius, Henry, 27 1,2 73 ,28 1,2 88 ,31 5, 31 9 Reglas para la dirección del espíritu (Des
cartes), 104 ,141,14 9,16 5,253 Reneri, Henry, 18 7-1 88 ,196 ,200 ,207 , 237-238,268,270-271 Revius, Jacob, 280-282 Richelieu, cardenal, 147,174-179,255, 321,340 Roberval, Gilíes, 142 ,260 -261 ,316 -31 7 Rodolfo II, emperador, 8 2 ,8 4 ,8 6 ,8 8 89,118 Rodis-Lewis, Geneviéve, 1 3,2 5 n., 41 42 ,107 -109 ,231 n„ 260 n., 263 n., 296 n., 29 8,30 2,34 5 n. Rosacruz, 34,103, 110, 122-123; demonizada por la Iglesia, 116; y Las bodas quím icas de Christian Rosencreutz, 117 ,119; y la Confessio Fratemitatis, 122; y Descartes, 113-
Q
1 1 4 , 1 2 7 , 1 2 9 , 1 3 1 - 1 3 6 , 2 9 4 ; y la Fama Fratemitatis, 1 1 7 , 1 2 0 ; c a
Qualia, 247,251 n.
racterísticas de la, 115 -116 ; oposi ción de Mersenne, 114; pánico en Francia (1623), 1 13-1 14,125 ,129,
In d i c e
onomástico y temático
4H
161; raíces renacentistas, 116,136;
Spinola, Ambrosio de, 59 ,6 3
desaparece tras la derrota de Fede
Spinoza, Benedict de, 375 -37 6
rico, 115,124; ‘Una advertencia con
Stauphorus, Rudophilus (Raptas Philosophicus), 131
tra el gusan o de la Rosacru z’, 124 Rosencreutz, Christian, 1 15 ,11 7,1 21 , 131
Studion, Simón ( Naometria ), 119 Suecia, 92 ,94 ,17 5,1 84 ,226 ,33 1; aca
Rubens, Peter Paul, 28
demia en, 340; Descartes en, 22,
Russell, Bertrand, 357, 376, 378, 380,
132-133,183, 227,314, 324,336-
387
34 1,3 45 ,34 8, 387; Cristina, reina de, 187,189,329-330
s
T Safranski, RUdiger, 381-382 San Bartolomé, masacre de, 45
Tales, 20
Saint-Germ ain, Paz de, 45
Tartaglia, Niccola, 252
Saint-Germain-en-Lay, 56-58
telescopio, 165 ,188 ,211 -212
Sargent, Thomas, 2 25
“Teología natural”, 283
Sartre, Jean Paul, 377
Thesaurus Ma thematicus, 130-131
Saboya, duque de (Carlos M anuel), 145
Tilly, conde, 9 3
Scheiner, Christopher, 207 ,21 6-2 17
tomismo, 283
Schluter, Henry, 343 -34 4,3 46
Torricelli, Evangelista, 31 7
Schoock, Martin, 275 ,27 8
Toulouse, 4 5-4 6,156 -158 ,275
Schopen haucr, Arthur, 381
Traité de ¡a Lumiére, 200
Schurm an, Anna María van, 1 88-189
Traiti de 1’hom me, 20 0
Séneca, 25 n., 303-304 ,307-30 8,316 ;
Treinta Años, guerra de los, 2 2 ,2 6- 2 7,
D e Vita Beata, 303
29,71,90-91,94,133,136,146,183,
Shaw, George Bernard, 375
1 8 7 ,3 3 0 ; raíces y causas, 83
Silbón, Jean de, 354-355
Trigland, Jacob, 279-2 80
Snell, Willibrord, 21 ,16 4
Tronchet, Madame du, 230
Snell, Ley de, 21 Sócrates, 75 ,37 6 Sofia de Bohemia, princesa, 306
u
Soly, Mich el, 269 Spanheim, Frederick, 282
Ulm, 97,108,110,126 -127,135
412
DESCARTES
Utrecht, Unión de, 61 ; Universidad de,
vórtices, 31 0-31 2
188-189,196, 237-238,270-271,
Vrooman, Jack R., 25 n., 26 7,3 95
2 7 3 -2 7 4, 2 7 6 , 2 7 8 - 2 7 9 , 2 8 1 ,3 0 2 ,
w
342 Urbano V III, papa, 21 5 ,25 6
waardgelders, 6 7 , 6 9
Wassenar, Jacob, 132 Wassenar, Nicolaes, 132
V
Watson, Richard, 13,25 n., 40 n., 133, 173, 22 8-2 29 ,26 1, 306 n., 318 n.,
vado, 75 n., 76 ,289 ,310 -31 1,3 18
395
Valtelina, 144-148,174,178
Wedgwood, C. V., 26
van Dam, Cornelis Heymeszoon, 195
Weininger, Otto , 381
Van Helmont, Jean-Baptiste, 17-19,162
Westfalia, Tratado de, 156, 322,331,
n. Van Hooghelande, Cornelius, 132
33 9 Wittgenstein, Ludwig, 104,356,375376,379-381,384
Vanini, Giulio Cesare, 156-159,275277 Venecia, 6 3,92 ,144 ,146 ,148 ,197 ,212
Wok, Peter, 118 Wotton, sir Henry, 146
Viete, Franfois, 2 52 ,25 3 n., 257-258 Villebressieu, Ctienne de, 24 ,1 6 4 ,1 7 1 Villon, Antoine, 160,161 n.
X
visión, teoría cartesiana de la, 14 3,2 40 , 257,311-312
Xanten , Tratado de, 87
Visscher, Anna Roemers, 188 Voetius, Gisb ert, 189; batalla con Regius, 27 1; disputa con Descartes,
Y
30,270-289,315 Voltaire, 2 2,2 4 ,15 8 n.
Yates, Francés, 116-124,134,395
In d i c e