EL FRIO MODIFICA LA TEMPERATURA DE LOS PECES «Querido lector: A lo mejor le parece raro que le escriba una carta un niño de once años, pero los editores me han animado a que lo haga. Soy el protagonista de una novela que se llama El frío modifica la trayectoria de los peces (Vaya título, ¿no?). Bueno, pues vivo e en Quebec y quería contarle que 1998 fue el peor y el mejor año de mi vida. Casi todos mis compañeros de clase tenían a los padres separados y como los míos seguían juntos, yo les parecía un bicho raro, rar o, pero a mí no me importaba. Yo era feliz. Hasta que un día mis padres me dijeron que iban a divorciarse. Entonces me enfadé muchísimo (y lloré mucho a escondidas). Nunca había estado tan enfadado y tan triste, ¿Qué podía hacer? Desesperado miré por la ventana, y vi el cielo gris y negro, y se me ocurrió pedirle ayuda. Esa noche hubo una gran tormenta. Cuando me desperté toda la ciudad estaba cubierta por una espesa capa de hielo. Aquella tormenta iba a cambiar para siempre la vida de mi familia, y también la de mis vecinos. Esta historia la conté el señor Pierre Szalowski, y él ha sabido escribirla muy bien. Los críticos de los libros han dicho que es un relato lleno de aire fresco, de ternura, y de algo que ellos llaman optimismo. Yo sólo sé que su lectura hace sentir bien y nos recuerda que, a veces, las situaciones inesperadas hacen que veamos todo diferente. Que nos veamos a nosotros mismos y a los que nos rodean de una manera distinta, como c omo me pasó a mí en el año 1998. Por eso quiero que usted también lea el libro, porque creo que le hará sentir bien (como a mí).» Reseñas: «Un fuerte soplo de felicidad sencilla y verdadera, sin florituras. Un concentrado de frescura y delicadeza.» la-référence.info «Pierre Szalowski nos regala una novela cálida que recupera la esperanza y nos muestra el lado luminoso de los seres humanos.» Club de lecture Archambault «El autor, con una escritura soberbia, unos retratos de gran belleza y un fino conocimiento de la naturaleza humana, ha sabido transformar un cataclismo en un suceso maravilloso.» culturehebdo.com «Una bella historia escrita con sutileza y dulzura que terminará por atrapar al lector sin que se dé cuenta.»
LA LEYENDA DEL MINOTAURO El minotauro era hijo de Pasifae, esposa del rey Minos de Creta y de un toro blanco enviado por Poseidón, dios del mar. Minos había ofendido gravemente a Posidón quien como venganza hizo que Pasifae se enamorase del animal. Fruto de dicha unión nació el Minotauro, un ser violento, mitad hombre, mitad toro, que se alimentaba de carne humana. Para esconder su vergüenza y proteger a su pueblo, el rey Minos rogó al inventor Dédalo que le construyera un laberinto del que el monstruo nunca pudiera salir. Cada nueve años, a fin de apaciguarlo, Minos le ofrecía la bestia, siete mujeres y siete jóvenes que imponía como tributo a la ciudad de Atenas.
EL CÓNDOR DE FUEGO
Hace mucho tiempo, un hombrecillo llamado Inocencio, que era tan bueno y candoroso como su nombre, trabajaba en los fértiles valles de Pozo Amarillo, en plenos Andes. Cerca de Inocencio, vivía otro hombre de nombre Rufián. Rufián, al contrario de Inocencio, era un hombre ambicioso y malvado. Una tarde que Inocencio volvía de su trabajo, encontró caída junto a una roca a una pobre india vieja que se quejaba de terribles dolores. — ¡Pobre anciana! — exclamó nuestro hombre, y levantándola del suelo, se la llevó a su choza, donde la atendió lo mejor que pudo. El cóndor de fuego Los ojos de la india se abrieron y se fijaron en Inocencio con gratitud — Eres muy bueno, hermanito — suspiró — , ¡tú has sido el único hombre que, al pasar por el camino, se ha apiadado de la pobre Quitral y la ha recogido! ¡Por tu bondad, mereces ser feliz y tener riquezas que puedas repartir entre los necesitados! ¡Yo te las daré! —¿Tú? Una pobre india… — Yo siempre he vivido miserablemente — contestó la anciana — mas poseo el secreto de la cumbre y sé dónde anida el codiciado Cóndor de Fuego. — ¡El Cóndor de Fuego! — exclamó Inocencio, con el mayor estupor, al recordar una leyenda antiquísima que le habían narrado sus padres —, Dime… ¿Cómo es? — ¡Es un cóndor enorme y su plumaje es del rojo color de oro, como los rayos del sol! ¡Su guarida está sobre las nubes, en la cima más alta de nuestra cordillera! ¡Allí se encierran más riquezas que todas las que hoy existen en el mundo conocido! Esos tesoros, por una tradición de mis antepasados, deberán caer en manos de un hombre bueno y generoso. ¡Ese hombre eres tú, Inocencio! —Entonces… ¿me dirás dónde se encuentra el Cóndor de Fuego? — preguntó Inocencio. — En el dedo meñique de mi mano derecha llevo un anillo con una piedra verde — contestó la india — y sobre mi pecho cuelga de una cadena una llavecita de oro. El anillo te servirá para que el Cóndor de Fuego te reconozca como su nuevo amo y te guíe hasta la entrada del tesoro… La pequeña llavecita es de un cofre que está enterrado en las laderas del Aconcagua, la enorme montaña de cúspide blanca, dentro de la cual encontrarás el secreto para entrar a los escondidos sitios donde se halla tanta riqueza. ¡Ya te lo he dicho todo! Me voy tranquila al lugar misterioso donde me esperan mis antepasados. Y diciendo estas últimas palabras, la vieja india cerró los ojos para siempre. Mucho lloró Inocencio la muerte de la anciana, y cumpliendo sus deseos la enterró junto a su cabaña, después de sacarle el anillo de la piedra verde y la llavecita que guardaba sobre su pecho. Al día siguiente empezó su camino, en busca del Cóndor de Fuego. Pero la desgracia rondaba al pobre Inocencio. El malvado Rufián, que había escuchado tras la puerta de la cabaña las palabras de la india, acuciado por una terrible sed de riquezas, no vaciló ni un segundo en arrojarse como un tigre furioso sobre el indefenso labrador, haciéndole caer desvanecido. — ¡Ahora seré yo quien encuentre tanta fortuna! — exclamó el temible Rufián al ver a Inocencio tendido a sus pies — ¡Seré inmensamente rico y así podré dominar al mundo con mi oro, aunque haya de sucumbir la mitad de la humanidad! Rufián quitó el maravilloso talismán de la piedra verde a Inocencio, pero olvidó llevarse la pequeña llavecita.
Una tarde que cruzaba un valle solitario, escuchó sobre su cabeza el furioso ruido de unas enormes alas. Miró hacia los cielos y vio con asombro un monstruoso cóndor que desde lo alto lo contemplaba con sus ojos llameantes. — ¡Ahí está! — exclamó el malvado. El fantástico animal era tremendo. Su cuerpo era cuatro veces mayor que los cóndores comunes y su plumaje, rojo oro, parecía sacado de un trozo de sol. Sus garras enormes y afiladas despedían fulgores deslumbrantes. Su pico alargado y rojo se abría de cuando en cuando, para dejar pasar un grito estridente que paralizaba a todos los seres vivientes de la montaña. Rufián tembló al verlo, pero, repuesto en seguida, alzó la mano derecha y le mostró el precioso talismán de la piedra verde. El Cóndor de Fuego, al contemplar la misteriosa alhaja, detuvo su vuelo de pronto y se quedó como prendido en el espacio. Después voló sobre Rufián y tomándolo suavemente entre sus enormes garras lo elevó hacia los cielos. El Cóndor lo transportó por los aires, en un viaje de varias horas, hasta que, casi a la caída del sol, descendió a gran velocidad sobre las mismas cumbres de la enorme montaña llamada del Aconcagua. Habían llegado. — ¡Ahí es! ¡Ya el tesoro es mío! -gritó el malvado — . ¡Ahora el mundo temblará ante mi poder sin límites! En pocos pasos estuvo a la entrada de la misteriosa profundidad, pero… se encontró con que ésta se hallaba cerrada por una gran puerta de piedra. — ¿Cómo haré para abrirla? — se preguntó Rufián impaciente — ¡La haré saltar con la pólvora de mis armas! Mientras preparaba los cartuchos, el Cóndor de Fuego lo contemplaba en silencio desde muy cerca, y sus ojos fulgurantes parecían desconfiar del nuevo poseedor de la alhaja. Rufián, sin recordar al monstruo e impulsado por su codicia sin límites, prendió fuego a la mecha y muy pronto una terrible explosión conmovió la montaña. Miles de piedras saltaron y la enorme puerta que defendía el tesoro cayó hechas trizas, dejando expedita la entrada a la misteriosa y oscura caverna. — ¡Es mío! ¡Es mío! — gritó el demente entre espantosas carcajadas. Pero una terrible sorpresa lo aguardaba. El Cóndor de Fuego, el eterno guardián de los tesoros que indicara la india Quitral, al darse cuenta de que el poseedor de la piedra verde desconocía el secreto de la llave de oro, con un bramido que atronó el espacio, cayó sobre el intruso y elevándolo más allá de las nubes, lo dejó caer entre los agudos riscos de las montañas, en donde el cuerpo del malvado Rufián se estrelló, como castigo a su perversidad y codicia. Desde entonces, el tesoro del Cóndor de Fuego ha quedado escondido para siempre en las nevadas alturas del Aconcagua y allí continuará, custodiado desde los cielos por el fantástico monstruo alado de plumaje rojo oro como los rayos del sol.
LOS MÚSICOS DE BREMEN
Un hombre tenía un burro que, durante largos años, había estado llevando sin descanso los sacos al molino, pero cuyas fuerzas se iban agotando, de tal manera que cada día se iba haciendo menos apto para el trabajo. Entonces el amo pensó en deshacerse de él, pero el burro se dio cuenta de que los vientos que soplaban por allí no le eran nada favorables, por lo que se escapó, dirigiéndose hacia la ciudad de Bremen. Allí, pensaba, podría ganarse la vida como músico callejero. Después de recorrer un trecho, se encontró con un perro de caza que estaba tumbado en medio del camino, y que jadeaba como si estuviese cansado de correr. -¿Por qué jadeas de esa manera, cazadorcillo? -preguntó el burro. Los músicos de Bremen -¡Ay de mí! -dijo el perro-, porque soy viejo y cada día estoy más débil y, como tampoco sirvo ya para ir de caza, mi amo ha querido matarme a palos; por eso decidí darme el bote. Pero ¿cómo voy a ganarme ahora el pan? -¿Sabes una cosa? -le dijo el burro-, yo voy a Bremen porque quiero hacerme músico. Vente conmigo y haz lo mismo que yo; formaremos un buen dúo: yo tocaré el laúd y tú puedes tocar los timbales. Al perro le gustó la idea y continuaron juntos el camino. No habían andado mucho, cuando se encontraron con un gato que estaba tumbado al lado del camino con cara avinagrada. -Hola, ¿qué es lo que te pasa, viejo atusabigotes? -preguntó el burro. -¿Quién puede estar contento cuando se está con el agua al cuello? -contestó el gato-. Como voy haciéndome viejo y mis dientes ya no cortan como antes, me gusta más estar detrás de la estufa ronroneando que cazar ratones; por eso mi ama ha querido ahogarme. He conseguido escapar, pero me va a resultar difícil salir adelante. ¿Adónde iré? -Ven con nosotros a Bremen, tú sabes mucho de música nocturna, y puedes dedicarte a la música callejera. Al gato le pareció bien y se fue con ellos. Después los tres fugitivos pasaron por delante de una granja; sobre el portón de entrada estaba el gallo y cantaba con todas sus fuerzas. -Tus gritos le perforan a uno los tímpanos -dijo el burro-, ¿qué te pasa? -Estoy pronosticando buen tiempo -dijo el gallo-, porque hoy es el día de Nuestra Señora, cuando lavó las camisitas del Niño jesús y las puso a secar. Pero como mañana es domingo y vienen invitados, el ama, que no tiene compasión, ha dicho a la cocinera que me quiere comer en la sopa. Y tengo que dejar que esta noche me corten la cabeza. Por eso aprovecho para gritar hasta desgañitarme, mientras pueda. -Pero qué dices, cabezaroja -dijo el burro-, mejor será que te vengas con nosotros a Bremen. En cualquier parte se puede encontrar algo mejor que la muerte. Tú tienes buena voz y si vienes con nosotros para hacer música, seguro que el resultado será sorprendente. Al gallo le gustó la proposición, y los cuatro siguieron el camino juntos. Pero Bremen estaba lejos y no podían hacer el viaje en un sólo día. Por la noche llegaron a un bosque en el que decidieron quedarse hasta el día siguiente. El burro y el perro se tumbaron bajo un gran árbol, mientras que el gato y el gallo se colocaron en las ramas. El gallo voló hasta lo más alto, porque aquél era el sitio donde se encontraba más seguro. Antes de echarse a dormir, el gallo miró hacia los cuatro puntos cardinales y le pareció ver una l ucecita que brillaba a lo lejos. Entonces gritó a sus compañeros que debía de haber una casa muy cerca de donde se encontraban. Y el burro dijo: -Levantémonos y vayamos hacia allá, pues no estamos en muy buena posada. El perro opinó que un par de huesos con algo de carne no le vendrían nada mal. Así que se pusieron en camino hacia el lugar de donde venía la luz. Pronto la vieron brillar con más claridad, y poco a poco se fue haciendo cada vez más grande, hasta que al fin llegaron ante una guarida de ladrones muy bien iluminada. El burro, que era el más grande, se acercó a la ventana y miró hacia el interior. -¿Qué ves, jamelgo gris? -preguntó el gallo.
-¿Que qué veo? -contestó el burro-, pues una mesa puesta, con buena comida y mejor bebida, y a unos ladrones sentados a su alrededor que se dan la gan vida. -Eso no nos vendría mal a nosotros -dijo el gallo. -Sí, sí, ¡ojalá estuviéramos ahí dentro! -dijo el burro. Entonces se pusieron los animales a deliberar sobre el modo de hacer salir a los ladrones; y al fin hallaron un medio para conseguirlo. El burro tendría que alzar sus patas delanteras hasta el alféizar de la ventana; luego el perro saltaría sobre el lomo del burro; el gato treparía sobre el perro, y, por último, el gallo volaría hasta ponerse en la cabeza del gato. Una vez hecho esto, y a una señal convenida, empezaron los cuatro juntos a cantar. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo cantaba. Luego se arrojaron por la ventana al interior de la habitación rompiendo los cristales con gran estruendo. Al oír tan tremenda algarabía, los ladrones se sobresaltaron y, creyendo que se trataba de un fantasma, huyeron despavoridos hacia el bosque. Entonces los cuatro compañeros se sentaron a la mesa, dándose por satisfechos con lo que les habían dejado los ladrones, y comieron como si tuvieran hambre muy atrasada. Cuando acabaron de comer, los cuatro músicos apagaron la luz y se dedicaron a buscar un rincón para dormir, cada uno según su costumbre y su gusto. El burro se tendió sobre el estiércol; el perro se echó detrás de la puerta; el gato se acurrucó sobre la cocina, junto a las calientes cenizas, y el gallo se colocó en la vigueta más alta. Y, como estaban cansados por el largo camino, se durmieron enseguida. Pasada la medianoche, cuando los ladrones vieron desde lejos que en la casa no brillaba ninguna luz y todo parecía estar tranquilo, dijo el cabecilla: -No deberíamos habernos dejado intimidar. Y ordenó a uno de los ladrones que entrara en la casa y la inspeccionara. El enviado lo encontró todo tranquilo. Fue a la cocina para encender una luz y, como los ojos del gato centelleaban como dos ascuas, le parecieron brasas y les acercó una cerilla para encenderla. Mas el gato, que no era amigo de bromas, le saltó a la cara, le escupió y le arañó. Entonces el ladrón, aterrorizado, echó a correr y quiso salir por la puerta trasera. Pero el perro, que estaba tumbado allí, dio un salto y le mordió la pierna. Y cuando el ladrón pasó junto al estiércol al atravesar el patio, el burro le dio una buena coz con las patas traseras. Y el gallo, al que el ruido había espabilado, gritó desde su viga: -¡Kikirikí! Entonces el ladrón echó a correr con todas sus fuerzas hasta llegar donde estaba el cabecilla de la banda. Y le dijo: -¡Ay! En la casa se encuentra una bruja horrible que me ha echado el aliento y con sus largos dedos me ha arañado la cara. En la puerta está un hombre con un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En el patio hay un monstruo negro que me ha golpeado con un garrote de madera. Y arriba, en el tejado, está sentado el juez, que gritaba: «¡Traedme aquí a ese tunante!». Entonces salí huyendo. Desde ese momento los ladrones no se atrevieron a volver a la casa, pero los cuatro músicos de Bremen se encontraron tan a gusto en ella que no quisieron abandonarla nunca más. Y el último que contó esta historia, todavía tiene la boca seca.
EPOPEYA FRAGMENTO DEL RAMAYANA
Un día durante uno de sus viajes, llegó a oídos de Rama la belleza y dulzura sin par de la princesa Sita. Su corazón se inflamó y se puso inmediatamente en camino hacia el reino videha, en cuya corte se congregaban ya héroes legendarios de todo el continente. Cargó a la espalda su arco y su carcaj de flechas. Los tigres devoradores de hombres, al acecho en la selva, le reconocían y eludían su encuentro. El agua de los torrentes le reconocía y se amansaba al paso de sus sandalias. Hasta el sol le reconocía y le enviaba sus más benignos rayos. Pero Rama, el inexpugnable, era ajeno a tales maravillas, porque en su pecho no había lugar para ningún prodigio que no fuera el de su amor por la más dulce y hermosa de las mujeres, la princesa Sita, la de los ojos de gacela, hermosas caderas y fina cintura. Llegó por fin al palacio de Djanaka. Príncipes y reyes, procedentes incluso de los países bárbaros, exhibían ante el rey sus merecidos títulos para convertir en su esposa a la princesa Sita. Ella, entre tanto, se mantenía con la mirada baja, tranquilamente reclinada entre almohadas de seda a los pies de su padre. Pero cuando Rama, el inexpugnable, atravesó los corredores de palacio; cuando Rama, el más glorioso héroe, entró en el amplio salón donde vociferaban -e incluso amenazaban con la guerra, si el rey Djanaka no accedía a sus pretensiones- los arrogantes pretendientes, Sita sintió la presencia de un aura poderosa y alzó la mirada por primera vez. Vio al príncipe Rama, y sus mejillas, de color de la miel, se entintaron como cobre batido. Sus ojos de gacela quedaron imantados en los del joven Rama y tuvo la certeza de que nunca jamás podría apartarlos ya de él.