Publicado en W. Bonefeld, A. Bonnet, J. Holloway y S. Tischler (eds.): Marxismo abierto, Bs. As.-Puebla, Herramienta-ICSyH-BUAP, 2007, tomo II.
Políticas neoliberales y lucha de clases Alberto R. Bonnet En este ensayo queremos recuperar algunos aportes de los intelectuales reunidos en los volúmenes de Open Marxism -en su edición inglesa- para la crítica de las políticas neoliberales impuestas durante las últimas décadas en América Latina. Dos razones nos animan. La primera consiste en que pensamos que esas políticas neoliberales siguen desempeñando un rol protagónico en la escena política de nuestro continente, a pesar de los apresurados certificados de defunción expedidos a su nombre en algunos medios académicos progresistas. Basta atender, no ya a la persistencia del rumbo neoliberal en el México de Fox o en el Chile de Lagos, sino incluso a las políticas de ajuste fiscal impuestas por Lula en Brasil o a los compromisos asumidos por Tabaré Vázquez en Uruguay para advertirlo. La segunda razón es que creemos que la crítica radical de las políticas neoliberales sigue siendo en gran medida una tarea pendiente y que muchos aportes de Open Marxism son particularmente relevantes para desarrollar dicha crítica.1 En efecto, sostenemos que las críticas más extendidas de las políticas neoliberales giran alrededor de varios lugares comunes ideológicos que, tanto teórica como políticamente, conducen a auténticos caminos sin salida. La crítica marxista de estos lugares comunes articulará nuestro propio ensayo. Sostenemos también que, dentro del amplio universo de pensamiento que puede asociarse con el marxismo, los aportes de Open Marxism son especialmente importantes para dicha crítica. Las referencias a ese marxismo abierto que incluimos en cada uno de los nudos argumentativos de nuestro ensayo alcanzarán para justificar esta afirmación. De aquí en adelante nos valdremos impunemente, por razones de espacio, del riesgoso recurso de tratar a los autores de Open Marxism como si pertenecieran a una suerte de corriente única de pensamiento. Sabemos que basta con una mirada a sus volúmenes para descubrir un complejo diálogo (de voces provenientes de la crítica marxiana de la economía política, de la teoría crítica de la sociedad frankfurtiana, del debate alemán de la derivación del estado, del autonomismo italiano y de varias otras fuentes) que no podría ni querría resumirse en escuela. Pero las razones de espacio se imponen y, en cualquier caso, en nuestros argumentos podrá advertirse facilmente nuestra propia manera de asimilar esos diversos aportes. 1
La mayoría de los intelectuales reunidos en Open Marxism contaron con una experiencia (desgraciadamente) privilegiada como punto de partida para su crítica de las políticas neoliberales: el thatcherismo de la Gran Bretaña de los 80. Nosotros partimos de una experiencia un poco distinta, aunque no menos (desgraciadamente) privilegiada, para nuestra crítica: el menemismo en la Argentina de los 90. Mientras que se reconoce ampliamente que el primero fue un caso paradigmático a escala mundial, pensamos que el segundo fue un caso igualmente paradigmático, aunque a la escala más restringida de nuestro continente, de esa ofensiva del capital contra el trabajo que constituye en verdad un único proceso y que bautizamos en su conjunto como neoliberalismo. Desde luego, con esos intelectuales no compartimos solamente esta desgraciada experiencia de haber padecido dos de las más feroces ofensivas políticas neoliberales. Compartimos también un común rechazo de dichas políticas, que hacemos extensivo al capitalismo sin más adjetivos, como punto de partida para nuestra crítica; compartimos en buena medida la manera en que articulamos teóricamente ese rechazo en nuestros conceptos y nuestros argumentos; compartimos una misma esperanza de emancipación humana y, en algunos casos, compartimos aún muchas otras cosas. Todas estas coincidencias, en definitiva, alimentan esta intervención nuestra en las páginas de Marxismo Abierto –esta vez, en su edición española. 1. Conviene comenzar planteando algunas precisiones acerca de la definición de las políticas neoliberales. La expresión políticas neoliberales se emplea normalmente para referirse a un amplio espectro de políticas de recomposición de la acumulación y la dominación capitalistas que no pueden recortarse remitiéndolas a una única fuente de inspiración doctrinaria, en un sentido riguroso, sino vinculándolas con una intervención unificada en una determinada coyuntura de la lucha de clases a escala mundial. Esta coyuntura es la crisis capitalista iniciada hacia fines de la década de 1960, expresión de la oleada de la lucha de clases que se extendió por el mundo entero entre mediados de esa década y mediados de la siguiente.2 En esta coyuntura comienza el reemplazo de las Para un tratamiento más detallado de este proceso de lucha de clases y crisis véase A. Bonnet: “La globalización y las crisis latinoamericanas”, en Bajo el volcán 3, ICSyH-BUAP, Puebla, 2001. Nuestro análisis descansa en este punto sobre las interpretaciones de la relación entre la dinámica de la acumulación capitalista y la lucha de clases propuestas en varios trabajos de los intelectuales reunidos en Open Marxism. Remitimo en particular, para la crisis del capitalismo keynesiano, a A. Negri: “John M. Keynes y la teoría capitalista del estado en el '29”, en El cielo por asalto 2, Bs. As., 1991, y a J. Holloway: “Se abre el abismo. Surgimiento y caída del keynesianismo”, en Marxismo, estado y capital, Bs.As., Tierra del Fuego, 1994. 2
viejas políticas keynesianas, que habían acompañado la expansión capitalista de posguerra pero que resultaban cada vez más incapaces de revertir su crisis, por nuevas políticas neoliberales que apuntaban a recomponer la acumulación y la dominación capitalistas que habían sido impugnadas en el terreno de la lucha de clases. Para definir las políticas neoliberales, entonces, debemos partir del terreno de la política, antes que del terreno de las doctrinas, pues remiten a una intervención política de la burguesía en determinada coyuntura de la lucha de clases. Cuadros intelectuales de la burguesía que provenían de la escuela austríaca (como Hayek y von Mises) y de la escuela monetarista (como Friedman o Becker) supieron refugiarse durante décadas de predominio keynesiano agrupados tras el manifiesto político anticomunista de la Mont Pelerin Society y aguardando su oportunidad política. Cuadros no menos diversos, que se nucleaba en el Institute of Economic Affairs o la Heritage Foundation, conducirían finalmente las políticas neoliberales de Thatcher y Reagan. Nada diferente, desde luego, sucedería con el ascenso de políticas neoliberales en el caso latinoamericano, ya fueran conducidas por cuadros reunidos en think tanks domésticos (como el Centro de Estudios Macroeconómicos o la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas, en las administraciones de Menem en Argentina) o foráneos (como la propia Mont Pelerin, en la dictadura de Pinochet en Chile).3 Pero el punto que interesa remarcar aquí es que alcanza con una hojeada a cualquiera de los manifiestos fundacionales de estos think tanks para advertir que sus promotores asumieron desde un comienzo su empresa, de manera consciente y explícita, como una empresa política. Las políticas neoliberales son asumidas por sus cuadros como políticas clasistas para intervenir en una determinada coyuntura de la lucha de clases. 2. Una vez introducidas las políticas neoliberales como una intervención política de la burguesía en la lucha de clases, sin embargo, debemos precisar las características de esa intervención. El espectro de políticas usualmente consideradas como neoliberales y tendientes a una recomposición de la acumulación (asociadas genéricamente con la desregulación de los mercados internos y la apertura hacia el mercado mundial) y de la dominación (asociadas con diversos cambios en la forma y las funciones del estado) es muy amplio. Incluye políticas monetarias de dinero escaso, sostenidas en la restricción de la emisión monetaria, el manejo de la tasa de interés o la fijación del tipo de cambio, Véanse, a este respecto, las agudas reflexiones de P. Anderson: “Balance del neoliberalismo: lecciones para la izquierda”, en El Rodaballo 3, Bs.As., 1996. 3
y políticas fiscales de reducción de déficits presupuestarios mediante la reducción de gastos o el aumento de ingresos públicos, así como también políticas de reestructuración de esos ingresos (como la reducción de los impuestos pagados por los capitalistas) y gastos (como el aumento de los gastos de defensa), que suelen conducir a un aumento de dichos déficits fiscales. Abarca políticas de mercado tendientes a la supresión de regulaciones preexistentes y, a la vez, políticas de promoción de grandes corporaciones para la competencia internacional. Combina políticas laborales de flexibilización de contratos y condiciones de trabajo y políticas sociales de mercantilización de la salud, la educación y las jubilaciones con nuevas políticas asistenciales para los sectores más marginados. Reúne políticas que debilitan unas instituciones del aparato de estado, como los parlamentos, con políticas que fortalecen otras, como los bancos centrales, en relación con los mecanismos de check and balances de la democracia capitalista. Y así sucesivamente. Pero entonces: ¿cuáles son las características distintivas que nos permiten definir las políticas neoliberales? Esta pregunta podría responderse de manera extensiva, enumerando los puntos comunes a las diversas políticas neoliberales implementadas en distintas latitudes o los contemplados en algún programa relevante como, por ejemplo, los documentos del llamado Washington Consensus. Pero preferimos responderla de manera intensiva, concentrándonos en la que consideramos como la característica clave de estas políticas, a saber, la imposición de la disciplina de mercado sobre la clase trabajadora mediante mecanismos monetario-financieros. Nos referimos, en pocas palabras, a las políticas de dinero escaso impuestas a escala de los mercados internos, respaldadas a su vez por las políticas de liberalización de los movimientos de capital dinero a escala del mercado mundial. Estas políticas monetarias y financieras avalan la operatoria de un comando del capital dinero.4 La posibilidad de este comando capitalista radica en la privilegiada movilidad del capital en su forma de capital dinero y el ejercicio efectivo de dicho comando tiene lugar a través de las sanciones que imponen los movimientos masivos de ese capital dinero, a escala del mercado mundial, sobre las
El término “comando” (“Kommand”), empleado por Marx para referirse al control patronal de los procesos de trabajo dentro de las fábricas, es retomado por Negri y otros autonomistas para referirse, más ampliamente, al mando del capital sobre el proceso de acumulación de conjunto, y en un sentido análogo lo empleamos aquí nosotros. Ver por ejemplo A. Negri: “Interpretación de la situación de clase hoy: aspectos metodológicos”, en A. Negri y F. Guattari: Las verdades nómadas y General intellect, poder constituyente, comunismo, Madrid, Akal, 2000 (inicialmente incluido en el tomo II de Open Marxism). 4
condiciones de explotación y dominación del trabajo vigentes en los distintos territorios en que se divide dicho mercado mundial conforme el sistema internacional de estados.5 Muchas críticas de las políticas neoliberales reconocen esta importancia central que revisten las políticas monetarias y financieras como armas de su artillería. Pero esta importancia sólo puede entenderse cabalmente si, valiéndonos de la crítica marxiana de la economía política, entendemos el dinero como forma constitutiva de las relaciones sociales capitalistas y los procesos monetarios y financieros como desenvolvimiento del antagonismo inherente a esas relaciones sociales. Las políticas monetarias y financieras se nos revelan entonces plenamente como intentos de reconstitución de las relaciones sociales capitalistas o, como decíamos antes, de reimposición sobre la clase trabajadora de una disciplina de mercado que había sido impugnada en la lucha de clases.
3. Las políticas neoliberales pueden definirse, en síntesis, como una intervención política de la burguesía en la lucha de clases que apunta a una recomposición de la acumulación y la dominación capitalistas a través de la imposición de la disciplina de mercado sobre la clase trabajadora mediante mecanismos monetario-financieros. Pero esta definición sumaria puede suscitar varias objeciones y malentendidos que conviene enfrentar de antemano. Nuestra perspectiva es politicista, podría objetarse, en la medida en que reduce la naturaleza de las políticas económicas y, particularmente, de las políticas monetarias y financieras, a la lucha de clases. Nuestra perspectiva es economicista, podría objetarse alternativamente, en la medida en que reduce la naturaleza de las políticas neoliberales a sus políticas económicas y, particularmente, a sus políticas monetarias y financieras. Puede resultar paradójico que ambas objeciones, aunque apunten en sentidos contrarios, parezcan igualmente razonables a primera vista. Pero esta aparente paradoja se disuelve cuando advertimos que ambas objeciones son erróneas por una misma razón. En efecto, A propósito de la operatoria de este comando del capital dinero véase A. Bonnet: "El comando del capital-dinero y las crisis latinoamericanas", en W. Bonefeld y S. Tischler (comps.): A 100 años del ¿Qué hacer? Leninismo, crítica marxista y la cuestión de la revolución hoy, Bs.As., Herramienta / ICSyH-BUAP, 2003. También aquí nuestro análisis es subsidiario de aportes de los intelectuales reunidos en Open Marxism. Véanse en este sentido los ensayos más abarcativos reunidos en W. Bonefeld y J. Holloway (eds.): Global capital, national state and the politics of money, Londres, Palgrave Macmillan, 1995 y AAVV: Globalización y estados-nación, Rosario, Tierra del Fuego / Homo Sapiens, 1995, así como también estudios de casos particulares como los de W. Bonefeld: The recomposition of the british state during the 1980s, Dartmouth, Aldershot, 1993, y de W. Bonefeld, A. Brown y P. Burnham: A major crisis? The politics of economic policy in Britain in the 1990s, Aldershot, Dartmouth, 1995. 5
ambas comparten una misma asunción acrítica, propiamente fetichista, de la separación entre lo político y lo económico. Una asunción que no puede atribuirse específicamente a una determinada corriente dentro del campo de las ciencias sociales académicas –pues se encuentra inscripta de manera más profunda en los propios criterios de demarcación entre las disciplinas que integran dicho campo- y que se extiende incluso a ciertas corrientes dentro del marxismo –está presente en el marxismo economicista tradicional, pero también en algunos de los mejores intentos de superarlo, como los gramscianos y los estructuralistas. Se trata, en definitiva, de una asunción propiamente fetichista, en la medida en que reproduce en los conceptos, de manera acrítica, una separación inherente a sus objetos. Esta asunción fetichista de la separación entre lo político y lo económico no puede, a su vez, sino redundar en una fetichización de esas esferas de lo político y lo económico. Examinemos con mayor detalle aquellas objeciones. La objeción de politicismo no es errónea debido a su reivindicación implícita de la especificidad de la economía, la política económica o la política monetaria y financiera en particular. Por el contrario: la crítica marxista de los conceptos y objetos económicos consiste en develar su naturaleza de modos de existencia del antagonismo entre capital y trabajo inherente a las relaciones sociales capitalistas, antagonismo que ciertamente no existe sino bajo modos específicos de existencia semejantes. La objeción es errónea porque incurre en un olvido -o acaso una sintomática renegación- de ese vínculo entre los conceptos y objetos económicos y el antagonismo entre capital y trabajo. Fetichismo es, precisamente, el nombre propio de este olvido. En la esfera de lo económico, las políticas económicas y muy especialmente las políticas monetarias y financieras, que operan sobre las más misteriosas formas de relaciones sociales, el dinero y el capital-dinero, quedan rodeadas así de un hermético fetichismo a causa de este olvido del antagonismo entre capital y trabajo. Y a su vez la esfera de lo político, a la que es arbitrariamente circunscripta la lucha de clases, queda reducida a un agregado informe de conflictos entre grupos sociales particulares, no menos fetichista, a causa de ese mismo olvido del antagonismo entre capital y trabajo inherente a las relaciones sociales capitalistas. La objeción de economicismo, a su vez, no es errónea debido a su énfasis implícito en la importancia de otras dimensiones de las políticas neoliberales distintas de las económicas y monetario-financieras como, por excelencia, las político-ideológicas. La objeción es errónea porque incurre en ese olvido fetichista del vínculo entre los conceptos y los objetos económicos y antagonismo entre
capital y trabajo, en cuanto reclama que la crítica de las aristas económicas y monetario-financieras de las políticas neoliberales (implícitamente asumidas como ajenas a la lucha de clases) sea complementada con una crítica de sus aristas político-ideológicas (asumidas como distintivamente políticas y vinculadas a la lucha de clases).6 Podemos recapitular nuestro argumento recurriendo a la sentencia, ampliamente difundida entre los críticos de las políticas neoliberales, de que el neoliberalismo hace política desde la economía. La afirmación es errónea, naturalmente, si significa que los neoliberales no hacen política por fuera de su política económica. La construcción de una hegemonía política en condiciones de vigencia de la democracia capitalista requiere una serie de iniciativas que no se reducen a la política económica como, por ejemplo, iniciativas político-partidarias tendientes al alineamiento del propio partido y/o de otros partidos en vistas de la conformación de una coalición de gobierno, iniciativas político-parlamentarias, o incluso político-constitucionales, que apuntan a la modificación de las relaciones entre poderes públicos, y un extenso etcétera. También es errónea si significa que las políticas económicas y, particularmente, las políticas monetarias y financieras neoliberales, responden a razones políticas en el sentido más estrecho de la palabra. La implementación de esas políticas no puede explicarse simplemente como un recurso para que un partido triunfe en unas elecciones o genere consenso alrededor de una administración, aún cuando, en muchas ocasiones, pueda constatarse ese resultado. La afirmación es verdadera, sin embargo, si la consideramos como una expresión de la centralidad que revisten las políticas económicas y, más específicamente, las políticas monetarias y financieras, entre las armas de la artillería neoliberal en la lucha de clases. El neoliberalismo hace política desde la economía en el sentido de que su intervención política en la lucha de clases se organiza alrededor de sus políticas monetarias y financieras.
4. Las políticas neoliberales son una intervención política en la lucha de clases, pero ¿en defensa de qué intereses de clase? La pregunta es sumamente relevante porque la mayoría de los críticos del neoliberalismo asocian las políticas neoliberales con los intereses de la fracción financiera de la burguesía y, a pesar de la importancia decisiva Una crítica detallada de esta asunción acrítica de la separación entre lo político y lo económico se encuentra en las intervenciones de Clarke en S. Clarke (ed.): The state debate, Londres, Macmillan, 1991. 6
que nosotros mismos atribuimos al dinero y al capital dinero, a las políticas monetarias y financieras, consideramos que esa asociación es equivocada. En efecto, estos críticos del neoliberalismo centran sus argumentos en la relación entre el capital financiero y el capital productivo, concebida en términos de la autonomía, relativa aunque creciente, que alcanzaría el primero respecto del segundo según avanzaría un proceso de creciente financiarización del capitalismo mundial. En la medida en que esos capitales financiero y productivo puedan asociarse con diferentes fracciones de la burguesía, las políticas neoliberales se asociarían con los intereses de sus fracciones financieras. En versiones un poco más sofisticadas de este mismo argumento, esa relación entre capital financiero y productivo es pensada como relación entre los ciclos del capital dinerario e industrial integrantes de un mismo capital o como la relación entre estrategias de acumulación centradas en las finanzas y en la producción predominantes en distintos modelos de capitalismo con base en distintas economías nacionales. El motivo más importante para nuestro rechazo a esta asociación entre políticas neoliberales e intereses específicamente financieros, sin embargo, incumbe indistintamente a esas distintas variantes. El motivo radica en que la crítica marxista de las políticas neoliberales reclama que partamos de la relación entre capital y trabajo, en lugar de partir de la relación entre capitales, o ciclos, o estrategias de acumulación, financieros y productivos.7 Naturalmente, este cambio en nuestro punto de partida no implica que analizar la relación entre capital financiero y productivo sea irrelevante; implica más bien que esa relación sólo puede analizarse críticamente si partimos del antagonismo entre capital y trabajo. El análisis de la relación entre capital financiero y productivo no puede partir entonces de las crecientes autonomía relativa y capacidad de punción de plusvalor del primero respecto del segundo, sino de una reconfiguración del capital en su conjunto como un resultado del, y a la vez una respuesta al, antagonismo del trabajo. Y si el capital en su forma de capital dinero reviste una importancia decisiva dentro de esta reconfiguración del capital es porque, gracias a su privilegiada movilidad, opera como una suerte de vanguardia del capital en su conjunto frente a ese antagonismo del trabajo. Para un desarrollo mucho más detallado de nuestro argumento véase A. Bonnet: "El fetichismo del capital-dinero: el debate Chesnais-Husson", en Realidad Económica 186, IADE, Bs. As., 2002 (una versión algo diferente se publicó asimismo en la Revista da Sociedade de Economia Politica 10, Rio de Janeiro, 2002). Son muy pertinentes en este sentido las críticas de Clarke a la sociología fraccionalista que caracteriza a muchas críticas a las políticas neolibrales. Véase S. Clarke: “Capitalist crisis and the rise of monetarism”, en R. Miliband, L. Panitch y J. Saville (eds.): Socialist Register 1987, Londres, Merlin, 1987, así como su interpretación general del ascenso de las políticas neoliberales en Keynesianism, monetarism and the crisis of the state, Aldershot, E. Elgar, 1988. 7
Pero los flujos y reflujos de capital financiero sancionan en definitiva las (espectativas acerca de las) condiciones de explotación de los trabajadores, vigentes en los distintos rincones del mercado mundial, por parte del capital productivo. 8 Desde luego que estas sanciones son verdaderas apuestas a condiciones de explotación por venir y, como tales, pueden verse frustradas. Las espectativas suelen encontrar su límite en la incertidumbre inherente a la lucha de clases. Pero esto no significa que esos flujos y reflujos de los capitales financieros no sigan operando como avanzada de los movimientos de capital productivo. En pocas palabras, el comando del capital dinero es el comando del capital en su conjunto sobre el trabajo en su conjunto. Y, en la medida en que las políticas monetarias y financieras neoliberales se encuentran efectivamente asociadas con ese comando, son las políticas del capital sin más. Las políticas neoliberales defienden los intereses de clase de la burguesía en su conjunto.
5. Ahora bien, el hecho de que el neoliberalismo articule su intervención política en la lucha de clases alrededor de sus políticas monetarias y financieras no responde sin más a una decisión estratégica de sus cuadros, sino a la importancia que revisten el dinero y el capital-dinero mismos dentro de la configuración de la lucha de clases propia del capitalismo contemporáneo. Desde luego que la crítica marxiana de la economía política muestra que, tanto lógica como históricamente, el dinero (y el capital-dinero) son formas constitutivas de las relaciones sociales capitalistas. La forma dinero (y capital-dinero), en este sentido, no puede existir ni existió nunca al margen del antagonismo inherente a dichas relaciones sociales. Pero aquí estamos afirmando algo más específico, a saber, que esas formas adquirieron una renovada importancia en la configuración histórica específica de la lucha de clases del capitalismo contemporáneo. Quizás resultaría revelador comparar la importancia que revisten el dinero (y el capital-dinero) en los extremos de la trayectoria histórica recorrida por el capitalismo hasta nuestros días, es decir, en sus orígenes y en la actualidad. Tendríamos entonces en un extremo procesos de monetización y endeudamiento originarios, que disolvieron las relaciones sociales precapitalistas, en el otro procesos monetización y endeudamiento avanzados, que apuntan a recomponer relaciones sociales capitalistas en crisis, y en Adviértase que este argumento no es incompatible con la idea de que la fracción financiera de la burguesía, en la medida en que semejante distinción sea pertinente, pueda ejercer la dirección política del conjunto de la burguesía. Este asunto es relevante para la crítica de las hegemonías neoliberales. 8
ambos el dinero (y el capital-dinero) en el centro de la lucha de clases. 9 Pero semejante ejercicio histórico excedería con creces los límites de este ensayo. Limitémonos a decir que los cuadros del neoliberalismo organizan su intervención política en la lucha de clases alrededor de sus políticas monetarias y financieras porque precisamente el campo del dinero y del capital-dinero es uno de los campos de batalla por excelencia en el que se libra la lucha de clases en el capitalismo contemporáneo. En efecto, los procesos monetarios y financieros registrados por el capitalismo durante las últimas décadas deben entenderse como resultados del, y a la vez como respuestas al, auge de las lucha de clases y la subsecuente crisis que derrumbaron al capitalismo de posguerra. La inflación y la conversión masiva de capital productivo en capital financiero resultaron, particularmente hacia fines de los sesenta y comienzos de los setenta, de la impugnación de la acumulación capitalista en medio del auge de las luchas sociales. La desinflación y los movimientos masivos de capital financiero, en particular en los ochenta y noventa, constituyeron a su vez una respuesta del capital en su conjunto a dicha impugnación. El dinero y el capital-dinero operaron, en ambos momentos, como formas privilegiadas a través de las cuales se expresó la lucha de clases. Los cuadros del neoliberalismo pueden ser bastante conscientes de los motivos que los impulsan a centrar su intervención política en el campo de batalla del dinero y del capital-dinero, por consiguiente, pero eso no significa que puedan elegir libremente ese campo de batalla entre otros posibles. Su campo de batalla, i.e., la configuración específica de la lucha de clases, está determinado de antemano por el desenvolvimiento histórico de la propia lucha de clases. Las políticas neoliberales que apuntan a contener la inflación y a aceitar los movimientos de capitales financieros se limitan por ende, fundamentalmente, a convalidar en términos políticos aquella respuesta ciega del capital ante su crisis. Nos referimos a una ceguera que a menudo conduce a una multiplicación de su propia crisis en nuevas modalidades –como en las crisis financieras que jalonaron los 90- y a una convalidación política de esa ceguera que convalida a su vez dicha multiplicación de su crisis –como sucedió con las medidas de desregulación de las cuentas capital y los mercados financieros que precedieron a esas crisis de los 90.
Interesantes sugerencas en este sentido se encuentran en C. G. Caffentzis: Clipped coins, abused words and civil governmenet, Nueva York, Autonomedia, 1989 y Hume, money and civilization, mimeo, 1992. 9
Es importante indicar que los críticos del neoliberalismo suelen adjudicar los procesos monetarios y financieros característicos del capitalismo contemporáneo a ciertas decisiones políticas, ya sean adoptadas en instituciones estatales (la Reserva Federal, por ejemplo) o interestatales (en particular, los organismos financieros como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial). Estos críticos del neoliberalismo suponen así, en los hechos, la misma relación entre políticas y procesos monetarios y financieros que los apologetas del mismo, aún cuando disientan en cuanto a las virtudes y defectos de esas políticas. Basta revisar el papel que tanto Friedman como Keynes concedían a las políticas monetarias y financieras en sus explicaciones de la crisis del 30, ciertamente, para despejar la apariencia de paradoja que rodea a esta coincidencia. Pero aquí nos interesa remarcar que la aceptación de este supuesto, politicista en sentido estricto, suele clausurar la posibilidad de analizar críticamente esos procesos monetarios y financieros contemporáneos a partir del desenvolvimiento de la lucha de clases. Las decisiones políticas adoptadas por cierta elite en alguna oficina de Washington o New York, en una pobre visión conspirativa de la historia, termina reemplazando a la lucha de clases como principio explicativo de los procesos monetarios y financieros.
6. Naturalmente, nuestro anterior argumento no apunta a negar que las políticas neoliberales que aquí nos ocupan sigan siendo una importante intervención política de la burguesía en la lucha de clases. Y una intervención implementada desde instituciones estatales o interestatales que, por consiguiente, siguen revistiendo su importancia. Decíamos que las políticas neoliberales convalidan en términos políticos la ciega respuesta del capital ante su crisis. Ahora bien: mientras esta respuesta del capital tiene por escenario el mercado mundial, su convalidación política sigue descansando en gran medida en un sistema internacional de estados capitalistas que continúa encerrando al trabajo en fronteras nacionales. La frontera mexicano-estadounidense del Rio Grande es un buen sitio para calibrar la importancia que conserva este encierro. Detengámonos un momento, entonces, en este asunto. Así desde una perspectiva analítica como histórica sabemos, con Marx, que las relaciones sociales capitalistas son globales. Esto quiere decir, conceptualmente, que los diversos capitales individuales en competencia son cuotas de un capital social total que explota a un trabajo igualmente social y total y quiere decir, históricamente, que ese capital social total constituye progresivamente un mercado mundial como terreno para su explotación de ese trabajo social total. Por
consiguiente, la movilidad de los capitales, extrema para los capitales financieros, y la movilidad de la fuerza de trabajo, aunque condicionada por su inseparabilidad respecto de las mujeres y los hombres que la portan, son constitutivos de esas relaciones sociales capitalistas. El sistema internacional de estados, en este sentido, territorializa esas relaciones sociales signadas por su movilidad dentro de las fronteras de los estados nacionales que lo integran.10 Es así como, en el marco del capitalismo contemporáneo, una intensificada movilidad del capital, y en particular del capital-dinero, sanciona diferencialmente las condiciones de explotación y dominación vigentes en los distintos territorios del mercado mundial, mediante los premios y castigos que conllevan sus flujos y reflujos, mientras que los estados convalidan políticamente esas sanciones en la medida en que esos distintos territorios siguen encontrándose regidas por sus soberanías nacionales. Es cierto que, en el capitalismo contemporáneo, esta convalidación política no descansa exclusivamente en los estados ni opera exclusivamente a escala nacional. Las sanciones impuestas por los movimientos de capitales son convalidadas políticamente también por instituciones inter-estatales a escala supra-nacional. Las condicionalidades impuestas por el FMI a sus acreedores o los criterios de convergencia fijados por la UE para sus miembros son, por supuesto, casos paradigmáticos de convalidación a través de políticas neoliberales. Empero esto no implica que, en el ejercicio de su soberanía, los estados nacionales hayan sido simplemente reemplazados por una nueva institución o conjunto de instituciones supranacionales, así como tampoco significa que ese ejercicio de soberanía haya devenido irrelevante frente a los propios movimientos de capitales.11 También en este sentido es importante advertir que la crítica marxista de las políticas neoliberales supone un desplazamiento respecto del eje alrededor del que giran buena parte de las críticas del neoliberalismo. Nos referimos a las críticas centradas en la idea de que los movimientos internacionales de capitales y/o la influencia de las Véanse en este sentido, entre otros, J. Holloway: “Reforma del estado: dinero global y estado nacional”, en Cuadernos del Sur 16, Bs. As., octubre de 1993 y “El capital se mueve”, en Cuadernos del Sur 31, Bs. As., abril de 2001. 11 Digamos, respecto del perimer aspecto, que no casualmente la hipótesis clave en el sentido del advenimiento de una nueva forma de soberanía del último Negri se desdibuja cuando de precisar se trata la naturaleza de esa supuesta nueva forma de soberanía (véase A. Negri y M. Hardt: Imperio, Madrid, Paidós, 2002 y, para una crítica, A. Bonnet: "Suponiendo a Neptuno. Una lectura crítica de Empire", en Theomai 5 (www.unq.edu.ar/theomai) y Realidad Económica (www.iade.org.ar) 2002). Digamos también, respecto del segundo aspecto, que de los excelentes análisis de la relación entre capital global y estado nación propuestos por Holloway no se sigue la irrelevancia que él mismo parece atribuirle al estado capitalista en sus últimos escritos (véase J. Holloway: Cambiar el mundo sin tomar el poder, Bs.As., Herramienta-ICSyH-BUAP, 2002). 10
instituciones supranacionales recortan los márgenes de autonomía y las capacidades de intervención de los estados nacionales. Debemos desplazarnos respecto de este eje porque la crítica no puede centrarse en esa relación entre estados nacionales, por una parte, y movimientos de capitales y/o instituciones supranacionales, por la otra, como si estuviéramos ante una suerte de juego de suma cero entre dos jugadores. Semejante juego de suma cero excluiría de sí mismo a un auténtico tercero en discordia, a saber, la posición antagónica de la clase trabajadora. Nuestra crítica debe centrarse, entonces, en la relación antagónica entre el comando capitalista ejercido a través de ese complejo compuesto por los movimientos de capitales, las instituciones supranacionales y los estados nacionales, por una parte, y la clase trabajadora, por la otra. Debe centrarse, en pocas palabras, en el antagonismo entre capital y trabajo. Esto de ninguna manera significa que el análisis de las relaciones que guardan entre sí esos distintos componentes del comando capitalista sobre los trabajadores sea irrelevante, sino que esas relaciones sólo puede analizarse críticamente si partimos del antagonismo entre capital y trabajo. En efecto, si partimos del antagonismo entre capital y trabajo, las relaciones entre movimientos internacionales de capitales, instituciones supranacionales y estados nacionales son iluminadas por una fuente de luz inesperada y desnudan características diferentes, incluso contrapuestas, a las que normalmente se les atribuyen. ¿Los movimientos internacionales de capitales y la influencia de instituciones supranacionales reducen la capacidad de intervención de los estados nacionales? La respuesta es negativa. Los mecanismos de sanción ciega propios de los flujos y reflujos internacionales de capitales, así como su convalidación mediante las políticas impuestas por las instituciones supranacionales que representan sus intereses, refuerzan en realidad la capacidad de intervención de los estados nacionales contra los trabajadores. ¿Acaso reducen sus márgenes de autonomía? La respuesta vuelve a ser negativa. La propia idea de una autonomía del estado capitalista respecto del capital en su conjunto -puesto que del comando del capital global estamos hablando- simplemente carece de sentido. La de una autonomía del estado nacional respecto de las políticas impuestas por instituciones supranacionales parece tener mayor sentido, en la medida en que sabemos que algunos estados –puesto que estamos hablando de instituciones interestatales- inciden más que otros en la adopción de dichas políticas. Repárese, por ejemplo, en la incidencia de EEUU, Japón, Alemania, Francia y Gran Bretaña en el Directorio Ejecutivo del FMI. Ciertamente, los intereses de los estados miembros de estas instituciones interestatales son diversos pues remiten en parte a los intereses del capital localizado en los territorios
bajo sus respectivas soberanías. Y esta diversidad suele desencadenar conflictos en el interior de dichas instituciones interestatales como, por ejemplo, los suscitados dentro del FMI entre representantes europeos y norteamericanos a raíz de su intervención en México durante la crisis de 1994-95. Podríamos hablar entonces, con razón, de una reducción de los márgenes de autonomía de ciertos estados nacionales frente a otros, que resultaría de las políticas que los segundos estarían en condiciones de imponerles a los primeros gracias a su incidencia privilegiada en esas instituciones supranacionales. Sin embargo, las orientaciones políticas fundamentales que siguen estas instituciones supranacionales no responden propiamente a los intereses del capital localizado en el territorio de los estados nacionales que cuentan con mayor incidencia en los mismos, sino al interés del capital en su conjunto. No casualmente las discrepancias entre los representantes de sus estados miembros atañen a ciertas características puntuales de sus intervenciones –por ejemplo, a los montos de asistencia financiera destinada a países en crisis- antes que a los intereses y orientaciones fundamentales de dichas intervenciones –la salvaguarda del sistema monetario y fnanciero internacional, los parámetros de las políticas neoliberales. En pocas palabras, estas instituciones supranacionales representan primariamente los intereses del capital en su conjunto y, en ese plano, vuelve a carecer de sentido referirse a los márgenes de autonomía de los estados capitalistas nacionales ante sus intervenciones. Podemos sintetizar la relación entre las políticas neoliberales implementadas por los estados nacionales, por una parte, y los movimientos internacionales de capitales y las políticas igualmente neoliberales impulsadas por las instituciones supranacionales, por otra, del siguiente modo. La adopción de políticas neoliberales por los gobiernos se asemeja a la decisión de Odiseo de amarrase a sí mismo al mástil de su nave para evitar ser seducido por el canto de las sirenas -después, naturalmente, de tapar los oídos de sus marineros.12 Esa decisión de los gobiernos convalida ciertamente una restricción de la soberanía de los estados nacionales en cuestión (y, naturalmente, de los trabajadores encerrados en sus fronteras en calidad de ciudadanos) ante los movimientos de capitales así como una cesión parcial de dicha soberanía a las instituciones supranacionales (y a los gerentes que las dirigen). Poco importa en verdad que, en su origen, esta decisión pueda considerarse más o menos voluntaria o forzada por las circunstancias, porque su naturaleza y sus consecuencias son las mismas en ambos casos. En su naturaleza, como Me valgo, naturalmente, de la interpretación del mito de Odisea propuesta por M. Horkheimer y Th. W. Adorno en Dialéctica del iluminismo, Bs.As., Sudamericana, 1987. 12
en la del héroe del mito, conviven a la vez la debilidad y la fortaleza del gobierno y el estado en cuestión. Su debilidad no radica en este caso en su tentación por las sirenas, claro, sino en su incapacidad de mantener disciplinada a la clase trabajadora por sus propios medios a través de políticas que no impliquen aquellas restricciones y cesiones de soberanía. Y su fortaleza no consiste tampoco en un reconocimiento de su debilidad por las sirenas, sino en un reconocimiento de su debilidad ante la indisciplina de la clase trabajadora. La adopción de políticas neoliberales por los gobiernos supone esta suerte de reconocimiento de la necesidad de ser disciplinados a si mismos, como paso previo para disciplinar a los trabajadores. Y esa necesidad de ser disciplinados a sí mismos supone una convalidación política de restricciones y cesiones de soberanía para los estados de referencia. Pero sería tan errado concluir que las consecuencias de la decisión de Odiseo pueden resumirse en la impotencia, como que en la impotencia pueden resumirse las consecuencias de la decisión de nuestro gobierno. En realidad, ambos reconstituyen su capacidad de mando a través de sus decisiones -y recordemos que es del comando capitalista sobre los trabajadores de lo que estamos hablando. Las circunstancias pueden ser extremas: una crisis hiperinflacionaria. Las decisiones pueden ser igualmente extremas: la renuncia a un componente clave de la soberanía del estado nacional, como es la soberanía monetaria, mediante la dolarización. Pero la potencia del estado capitalista que resulta de esas decisiones deberá calcularse en referencia al patrón de medida de esa capacidad de comando sobre la clase trabajadora. Y, aún en este caso extremo, el resultado distará de cero. 7. Así como la crítica marxista de las políticas neoliberales no puede afirmar sin más una reducción de la capacidad de intervención de los estados nacionales a causa de los movimientos internacionales de capitales, tampoco puede afirmar que la ampliación de las relaciones mercantiles reduce esa capacidad de intervención. Veamos este punto. Es otro de los lugares comunes de muchas críticas del neoliberalismo el centrarse en la oposición entre estado y mercado para sostener que la ampliación de las relaciones de mercado, impulsada por medidas desreguladoras y privatizadoras neoliberales, reduce la capacidad de intervención del estado. A este argumento subyacen normalmente, aunque a menudo de manera implícita, sendas concepciones del mercado como una instancia en la que se imponen unilateralmente los intereses de los sectores dominantes y del estado como un instrumento neutro que podría y debería emplearse para regularlo en beneficio de los sectores populares.
También en este caso la crítica marxista de las políticas neoliberales exige un desplazamiento respecto del eje de argumentación: un desplazamiento desde la relación entre estado y mercado hacia la relación entre capital y trabajo. Y tampoco en este caso dicho desplazamiento significa que el análisis de las relaciones que guardan entre sí el mercado y el estado sea irrelevante, sino que significa que esas relaciones sólo pueden analizarse críticamente si partimos del antagonismo entre capital y trabajo. En efecto, el estado y el mercado capitalistas son ambos formas lógica e históricamente diferenciadas de unas mismas relaciones sociales capitalistas, atravesadas ambas por el antagonismo entre capital y trabajo inherente a dichas relaciones sociales.13 Este es el punto de partida para analizar críticamente los constantes procesos de mercantilización y estatalización –es decir, de imposición del dinero y de la ciudadanía, respectivamente, como mediadores de las relaciones sociales- que apuntan a reproducir esas relaciones sociales capitalistas. Estos procesos de mercantilización y estatalización tampoco pueden considerarse entonces como una suerte de estrategias enfrentadas entre sí en un juego de suma cero, porque ambos son en definitiva procesos de subordinación de la clase trabajadora a unas mismas relaciones sociales capitalistas -a no ser, desde luego, que supongamos una completa pasividad de la clase trabajadora ante los mismos. Así, por ejemplo, el capitalismo de posguerra en los países más avanzados fue escenario de intensos procesos de estatalización (consagración de una ciudadanía social que incluye derechos a la salud, la educación, la vivienda y el empleo garantizados por el estado) y, a la vez, de no menos intensos procesos de mercantilización (generalización de la mediación dineraria mediante la expansión del consumo de bienes duraderos y de servicios, la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, el apogeo de la industria de la cultura), procesos ambos originados en la intención de recomponer unas relaciones de explotación y dominación que habían sido impugnadas durante la oleada de luchas sociales y la subsiguiente crisis de las décadas de 1910-20. Así, mercantilización y estatalización fueron sendas estrategias, distintas pero simultáneas, impuestas por la insubordinación de la clase trabajadora y a la vez tendientes a la integración de esa clase trabajadora. Va de suyo entonces que nuestro punto de partida para la crítica de las políticas neoliberales no puede ubicarse en la oposición entre el estado y el mercado capitalistas Remito aquí, en última instancia, a los análisis de la particularización del estado planteados en el seno del debate alemán de la derivación (véase J. Holloway y S. Picciotto (eds.): State and capital. A marxist debate, Londres, E.Arnold, 1978). 13
–y desde luego que tampoco puede asumir las concepciones del estado y del mercado subyacentes a dicha oposición. Sin embargo, una vez que adoptamos como punto de partida en el antagonismo entre capital y trabajo, debemos indicar que, en la medida en que las políticas neoliberales apuntan a la imposición de la disciplina de mercado sobre la clase trabajadora, impulsan efectivamente un proceso de mercantilización de relaciones sociales previamente estatalizadas. Es cierto que los mecanismos monetario-financieros desempeñan un papel privilegiado en esa imposición de la disciplina de mercado sobre la clase trabajadora, pero también es cierto que las políticas neoliberales incluyen otros mecanismos de mercantilización de las relaciones sociales. Decíamos que las políticas de dinero escaso, impuestas a escala de los mercados internos y respaldadas por las políticas de liberalización de los movimientos de capital dinero a escala del mercado mundial, apuntan a recomponer la capacidad del dinero de mediar las relaciones sociales. Agreguemos que, complementariamente, una serie de políticas de desregulación y privatización amplían el espectro de esas relaciones sociales a ser mediadas por el dinero. Estas políticas de desregulación (es decir, supresión de ciertas modalidades de intervención reguladora del estado sobre la acumulación capitalista) y de privatización (traspaso a la acumulación capitalista de funciones desempeñadas previamente por el estado) suponen, por definición, una mercantilización de relaciones sociales antes estatalizadas. 8. De los argumentos planteados en los dos últimos apartados podemos extraer las siguientes conclusiones: las políticas neoliberales conducen a un cambio tanto en la forma como en las funciones del estado capitalista, pero no conducen a la conversión de ese estado en una instancia irrelevante y ni siquiera necesariamente a la reducción de su intervención. En este sentido, muchos críticos del neoliberalismo suelen hacer suyo de la manera más ingenua uno de los tópicos centrales de la propia ideología neoliberal, a saber, la idea de que las políticas neoliberales apuntan a la imposición de un estado mínimo comprometido apenas con una función de gendarme del mercado. Esta idea es errónea, pero debemos reconocer que la argumentación, sea en favor o en contra de la misma, es una tarea muy compleja. Primero, para preservar la diferencia entre nuestras nociones de forma de estado y función del estado, digamos que esa idea de un estado mínimo, a pesar de las apariencias, mentaría en realidad una reducción de las funciones del estado capitalista. La forma de estado define las características fundamentales de los estado capitalistas en un determinado período histórico, se materializa en un conjunto de
instituciones y normas mutuamente relacionadas y sus metamorfosis históricas implican cambios, se encuentren o no plasmados jurídicamente, de esas instituciones y normas y de la articulación entre ellas.14 Veamos algunos ejemplos. La existencia de la división de poderes así como los diversos modos de articulación entre dichos poderes, usualmente consagrados en las constituciones, son claves para distinguir entre distintas formas de estado. Y acaso pueda afirmarse que la forma de estado que estamos considerando se caracteriza por (una intensificación de) el creciente peso del poder ejecutivo sobre los poderes legislativo y judicial. Pero también debemos tener en cuenta elementos menos tradicionales como, por ejemplo, la creación de bancos centrales independientes a través de reformas de sus estatutos (que funcionan dentro de los estados como una suerte de gendarmería monetaria bajo las órdenes directas de la banca) o el consentimiento de la existencia de grupos paramilitares privados (que desdibuja la noción de un monopolio público de la violencia). Estos y muchos otros elementos deberían considerarse a la hora de distinguir la forma de estado que nos incumbe respecto de sus predecesoras, pero en cualquier caso carecería de sentido calificar a esta nueva forma de estado como mínima. ¿Qué división entre poderes o qué inserción de los bancos centrales o de las fuerzas represivas en los aparatos de estado deberían considerarse mínimas o máximas? Semejantes preguntas carecen de sentido. Sucede que la idea de un estado mínimo, como decíamos, en verdad remite a las funciones del estado y refiere a una reducción de las mismas de cara al mercado –y sólo podría referir transitivamente a la forma de estado propiamente dicha, en la medida en que los cambios en la forma y la función del estado sean solidarios. Pero la discusión de esta idea es muy compleja porque apenas nos asomamos a los cambios registrados en las funciones del estado advertimos que las políticas neoliberales, a la vez que implican la cesión de algunas de sus funciones previas en beneficio del mercado (como la provisión de servicios sociales o la regulación de los contratos de trabajo), implican también la adquisición de funciones que antes quedaban libradas en gran medida al Remitimos a los análisis de esta nueva forma de estado en términos de un “estado nacional de competencia” (J. Hirsch: El estado nacional de competencia, México, UAM-Xochimilco, 2001) o de un “estado de trabajo shumpeteriano” (B. Jessop: Crisis del estado de bienestar, Bogotá, Siglo del hombre, 1999). Los supuestos estructuralistas y funcionalistas sobre los que descansan estos análisis de Hirsch y Jessop fueron sometidos a una crítica -esencialmente correcta desde nuestra perspectiva- en W. Bonefeld y J. Holloway (comps.): ¿Un nuevo estado? Debate sobre la reestructuración del estado y el capital, México, cambio XXI, 1994). Sin embargo, creemos que de dicha crítica no puede concluirse que la tarea de forjar “categorías intermedias”, como la de “forma de estado” que nos incumbe, resulte una empresa ilegítima o superflua. Es en este preciso sentido que pueden seguir extrayéndose aportes valiosos de análisis como los de Hirsch y Jessop. 14
mercado así como de nuevas funciones (creciente apoyo a las empresas situadas en su territorio para que se inserten competitivamente en el mercado mundial, nuevos modos de intervención asistenciales y represivos sobre los marginalizados, etc.). Una mención particular merecen en este sentido las mencionadas políticas neoliberales de dinero escaso. La imposición y preservación de una moneda única de curso forzoso dentro del mercado circunscripto por las fronteras de su territorio se encuentra entre las funciones claves del estado capitalista desde sus orígenes. La inflación alta y ascendente mina, así como la hiperinflación pulveriza, desde el mercado, la capacidad del estado de cumplir con esta función. Y las políticas neoliberales de dinero escaso constituyen sin más la recuperación de dicha función por parte del estado capitalista. La discusión de aquella idea de un recorte de las funciones del estado de cara al mercado es compleja, en este contexto, porque tanto los argumentos a favor como los argumentos en contra de la misma suponen realizar una enumeración exhaustiva de las funciones que ganaría y perdería el estado capitalista a través de su metamorfosis y sopesar la importancia relativa de ambos conjuntos de funciones. Esta tarea, naturalmente, escapa por completo a los alcances de este ensayo. Y agreguemos que no existen indicadores satisfactorios que nos permitan simplificar dicha tarea –aunque conviene decir que los indicadores indirectos sobre la importancia del estado normalmente empleados, como la magnitud relativa del gasto público respecto del producto o la magnitud absoluta del personal o de las dependencias del estado, no avalan de ninguna manera aquella idea de un estado mínimo. Los argumentos en el sentido de que las políticas neoliberales no conducen a la conversión del estado en una instancia irrelevante son concluyentes; los argumentos en el sentido de que ni siquiera reducen su intervención, en cambio, requieren un mayor desarrollo. Pero, dentro de los estrechos límites de este ensayo, alcanza con poner en discusión las ideas más extendidas acerca de este tópico. 9. En el apartado anterior rozamos la forma y las funciones del estado capitalista contemporáneo y, cualesquiera fueran las diferencias a propósito de la manera en que las interpretemos, podemos concluir con certeza que ambas se ven modificadas como consecuencia de la implementación de políticas neoliberales y que dicha modificación, profundamente reaccionaria, se orienta hacia el disciplinamiento de la clase trabajadora. Pero en ningún momento de nuestra argumentación vinculamos esa modificación en la forma y las funciones del estado con el advenimiento de una nueva forma de estado de corte autoritario ni con una intensificación de las funciones represivas del estado. La
explicitación de este punto nos coloca ante otro de los lugares comunes de una parte importante de la crítica del neoliberalismo, que consiste en una asociación más o menos mecánica entre la implementación de políticas neoliberales y un recrudecimiento de los mecanismos más coercitivos de la dominación de estado. La crítica marxista de las políticas neoliberales debe desechar esa asociación. Es claro que, en algunos países del extremo sur de América Latina y durante la década de los 70, la imposición de algunas de las primeras políticas neoliberales requirió feroces dictaduras militares. Las políticas monetaristas impuestas por las dictaduras de Pinochet en Chile y de Videla en Argentina son, naturalmente, los casos más relevantes. Pero, en la enorme mayoría de los casos restantes, las políticas neoliberales no se implementaron en el marco de regímenes autoritarios de ningún tipo, sino de regímenes democráticos capitalistas. Entre estos se encuentran, precisamente, casos paradigmáticos como los de Thatcher en Gran Bretaña, Reagan en Estados Unidos, Menem en Argentina, Sánchez de Lozada en Bolivia, etcétera. Más aún. La implementación de políticas neoliberales en estos casos tampoco parece haber atentado de manera significativa contra el carácter democrático capitalista de los regímenes políticos vigentes. Hablamos de restricciones severas a la democracia capitalista que justifiquen poner en duda el carácter del régimen en cuestión como, por ejemplo, las resultantes del auto-golpe de Fujimori en Perú. Y todavía más. Hay casos, entre las endebles democracias capitalistas latinoamericanas, en los que la implementación de políticas neoliberales parece haberlas consolidado. Tales son los casos de la democracia argentina, minada por recurrentes dictadura militares, o de la mexicana, desvirtuada por el predominio de un único partido de estado. Digamos, en pocas palabras, que no existe ninguna asociación privilegiada entre la implementación de políticas neoliberales y un recrudecimiento de los mecanismos más coercitivos de la dominación de estado. La afirmación de que semejante asociación existe, presente en muchos críticos del neoliberalismo, merece empero algunas palabras más. Esta afirmación descansa sobre un supuesto que puede parecer muy reconfortante a simple vista, pero que resulta tan falso como la afirmación misma cuando es analizado críticamente. El supuesto en cuestión consiste en considerar como aspectos constitutivos del concepto mismo de la democracia capitalista un conjunto de derechos económicos y sociales de los que gozaron los ciudadanos en determinadas democracias capitalistas, en particular en aquellas de los países capitalista avanzados de posguerra. Una vez asumido este supuesto, y en la medida en que las políticas neoliberales apuntan efectivamente a suprimir esos derechos de ciudadanía social conquistados por los trabajadores, se sigue
que las mismas atentan contra la propia democracia capitalista. Pero este supuesto y esta conclusión son igualmente equivocados. La democracia capitalista asume características distintas conforme el desenvolvimiento histórico de la lucha de clases, naturalmente, pero eso no significa que esas características devengan determinaciones constitutivas de su concepto. Sólo son constitutivos del concepto de democracia capitalista la separación entre lo político y lo económico, inherente a la propia noción burguesa de ciudadanía, y unos pocos mecanismos políticos que garantizan la reproducción de esa separación. La supresión de ciertos derechos económicos y sociales conquistados por los trabajadores y añadidos a esa noción de ciudadanía en un determinado período histórico, entonces, no atenta contra la vigencia de la democracia capitalista –e incluso puede consolidarla, en la medida en que consolida aquella separación entre lo político y lo económico, a través de una tajante disociación entre las relaciones sociales mediadas por la ciudadanía y las relaciones sociales mediadas por el dinero. Ante este argumento nuestro podría plantearse una objeción seria. Podría decirse que, efectivamente, esos derechos económicos y sociales que las políticas neoliberales apuntan a suprimir no son constitutivos del concepto de democracia capitalista, pero que se encuentran tan arraigados en las democracias capitalistas realmente existentes que su supresión requiere una intensificación de la coerción. Este argumento es más razonable porque, en lugar de sustentarse en un concepto idealizado de la democracia capitalista, descansa sobre la cristalización de determinadas relaciones de fuerza entre las clases. Y puede rendir cuenta exhaustivamente, además, del hecho antes mencionado de que la imposición de algunas políticas neoliberales haya requerido feroces dictaduras militares: esas relaciones de fuerza eran tan desfavorables para la burguesía en el Chile de Allende o en la Argentina del último Perón, que la implementación de políticas neoliberales resultaba completamente incompatible con la continuidad de la democracia capitalista. Pero, aún así, siguen quedándonos los restantes casos... El problema con este argumento -o mejor, con un uso abusivo del mismo- radica en que menosprecia la capacidad del neoliberalismo de construir hegemonías políticas en condiciones de plena vigencia de la democracia capitalista. 10. La hegemonía, en la tradición gramsciana, siempre fue concebida como una subordinación política sostenida en una mixtura de recursos coercitivos y consensuales. Esta distinción entre coerción y consenso merecería una minuciosa revisión crítica que no podemos encarar en este contexto: aquí simplemente la emplearemos para identificar
dos dimensiones clave de las hegemonías neoliberales. 15 La primera puede ser asociada con la coerción. Afirmamos en el apartado anterior que no existe ninguna asociación privilegiada entre la implementación de políticas neoliberales y un recrudecimiento de los mecanismos más coercitivos de la dominación de estado, refiriéndonos naturalmente a la violencia ejercida por el estado capitalista sobre la clase trabajadora en sus diversas modalidades. Pero esto no significa que otras modalidades de violencia no desempeñen un papel clave en la construcción de aquellas hegemonías neoliberales: nos referimos a la violencia ejercida por el mercado mismo y, en especial, a la violencia del dinero. Por su propia naturaleza, las relaciones de mercado ponen en juego una serie de mecanismos coercitivos, como los relacionados con el endeudamiento o el desempleo, mecanismos que resultan exasperados por la implementación de políticas neoliberales en la medida en que, como decíamos antes, ellas implican una mercantilización de relaciones sociales previamente estatalizadas. Por su propia naturaleza, igualmente, el dinero que media esas relaciones de mercado pone en juego mecanismos coercitivos, exasperados a su vez por las políticas de dinero escaso. Los ejemplos más extremos de violencia del dinero se encuentran en aquellos casos en que dichas políticas de dinero escaso se implementaron a partir de condiciones en las que la mediación dineraria de las relaciones sociales había colapsado, es decir, de condiciones hiperinflacionarias. La Argentina de 1989-91 ofrece uno de los mejores de esos ejemplos. La violencia del dinero escaso descansa, en estos casos, en la amenaza siempre presente de una recaída en esta violencia aún más intensa de la desaparición del dinero. Antes de seguir avanzando, conviene agregar dos precisiones. No afirmamos que esta coerción inherente al mercado y al dinero reemplacen a una coerción ejercida por el estado que, aunque no necesariamente se intensifique con la implementación de políticas neoliberales, siguen estando siempre presente. Afirmamos que esta coerción inherente al mercado y al dinero, que sí resulta intensificada a raíz de la implementación de políticas neoliberales, viene a sumarse a esa otra coerción tradicionalmente ejercida por el estado capitalista. Y acaso podemos sugerir una afirmación más precisa: que ambos conjuntos de mecanismos coercitivos no se suman sin más, sino que se Respecto de esta problemática, los aportes de los intelectuales vinculados con Open Marxism son, en nuestra opinión, mucho más limitados. Esta limitación acaso pueda entenderse como resultado de su reacción ante ciertos análisis del thatcherismo que, hipertrofia posestructuralista del discurso mediante, incurrieron en un auténtico sobredimensionamiento de sus dimensiones ideológicas -como los provenientes de las jóvenes generaciones de los Cultural Studies. Pero la justa reacción ante estos análisis tampoco puede conducirnos a menospreciar la importancia que revisten las nociones de ideología y hegemonía para el análisis del neoliberalismo. 15
complementan. Mientras que los mecanismos coercitivos inherentes al mercado y al dinero son generales por su propia naturaleza y tienden a recaer sobre las relaciones sociales en su conjunto en la medida en que sean relaciones de mercado mediadas por el dinero, los ejercidos por el estado pueden particularizarse y tienden a recaer particularmente (junto a nuevos modos de asistencia) sobre los grupos sociales que la propia implementación de las políticas neoliberales margina crecientemente de aquellas relaciones de mercado mediadas por el dinero. 16 Acaso podamos recuperar en este sentido la noción de una sociedad dualizada para diferenciar, en jerga maquiavélica, entre el dinero para los incluidos y las armas para los excluidos... pero siempre que recordemos que el dinero también es un modelo peculiar de arma. Esto nos conduce a la segunda precisión que queríamos plantear. Hablamos de dos conjuntos de mecanismos coercitivos, asociados con el mercado y el dinero los unos y con el estado los otros, y ahora debemos reparar en las profundas diferencias que existen entre ambos. Tenemos pues mecanismos de violencia políticos, públicos, cristalizados en leyes positivas, por una parte, y mecanismos de violencia económica, privados, resultantes de leyes ciegas, por la otra. Y acaso podamos agregar que la irracionalidad inherente a la ley positiva del estado -en la que reside su eficacia en última instancia- puede resultar potenciada en la irracionalidad inherente a la ley ciega del mercado. Enfatizamos en estos mecanismos coercitivos inherentes al mercado y al dinero porque, aunque revisten una importancia mayúscula en las hegemonías neoliberales, suelen pasar desapercibidos entre los críticos del neoliberalismo debido precisamente a que su naturaleza económica, privada, ciega, suele volverlos invisibles ante la mirada del análisis político. Pero este énfasis en la coerción no debe conducirnos a subestimar una segunda dimensión importante de esas hegemonías neoliberales, que se asocia con el consenso dentro de la dupla tradicional y que consiste en ciertas características de la propia ideología del neoliberalismo. La ideología neoliberal recupera ciertamente varios motivos decididamente reaccionarios de la doctrina neoconservadora. Basta con atender a los motivos cristianos fundamentalistas en el discurso de Reagan y sus seguidores republicanos o a los motivos imperialistas decimonónicos en el discurso de Thatcher y sus sucesores conservadores, para advertirlo. El propio Juan Pablo II supo ser, en su momento, uno de los cuadros intelectuales más influyentes del neoliberalismo. Sin La noción de un “proyecto hegemónico de dos naciones” (two nations hegemonic project) que empleara Jessop a propósito del thatcherismo adquiere sentido en este contexto (B. Jessop: “Accumulation strategies, state forms and hegemonic projects”, en State Theory. Putting the capitalist state in its place, Pennsylvania, Pennsylvania State University, 1990). 16
embargo, pensamos que sería errado concebir la ideología del neoliberalismo como una versión, apenas si remozada, de un anacrónico conservadurismo. Debe ser concebida en cambio, de acuerdo a su nombre, como una versión remozada del liberalismo clásico. Y sus motivos ideológicos centrales deben buscarse en las prácticas de trabajo organizadas a partir de manuales de gerencia posmoderna, en las prácticas de consumo inducidas por las campañas multiculturalistas de Benetton o en las prácticas de vida narcicista yuppie y new age.17 La distinción entre esas dos concepciones de la ideología neoliberal resulta muy relevante, pues de ambas se siguen consecuencias muy distintas para la crítica marxista de dicha ideología. Mencionemos dos. Su concepción como una variante remozada del liberalismo clásico nos permite explicar con precisión las razones de su eficacia para la construcción de hegemonías. Como cualquier otra ideología, la neoliberal contiene un núcleo verdadero-utópico (que en este caso puede definirse como una reivindicación del individuo), articulado de manera específicamente ideológica en su seno (en este caso, como individualismo de mercado). La eficacia de la ideología neoliberal, así como la de cualquier otra ideología, descansa sobre ese núcleo verdadero-utópico. Y el origen de este núcleo utópico-verdadero nos devuelve una vez más al campo de la lucha de clases: a la lucha de los movimientos sociales de fines de los 60 y comienzos de los 70 contra una estandarización que se extendía desde la producción y el consumo de masas hasta la intervención burocrática del denominado estado de bienestar. Esta concepción de la ideología neoliberal como una variante remozada del liberalismo clásico nos permite, además, calibrar con precisión las armas de la crítica marxista de la ideología. La crítica marxista de la ideología, en nuestros días, se concentra en los cimientos del liberalismo en sus vertientes económica pero también política, en sus variantes conservadora pero también progresista, o se resigna a desviarse hacia asuntos secundarios. Abrimos nuestro ensayo afirmando que los aportes del marxismo abierto eran especialmente relevantes para desarrollar una crítica radical de las políticas neoliberales y que esta crítica radical seguía siendo en buena medida una tarea pendiente. Esperamos haber esbozado, en las páginas siguientes, suficientes argumentos como para mostrar la plausibilidad de dichas afirmaciones. Sería redundante volver, una vez más, sobre esos argumentos. Sin embargo, para no violar completamente la costumbre de recuperar en Remito particularmente a los escritos más recientes de crítica de la ideología de S. Zizek y, en particular, a su polémica con Laclau y Butler (J. Butler, E. Laclau y S. Zizek: Contingencia, ironía, universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda, Bs.As., FCE, 2003). 17
las conclusiones de un escrito los principales argumentos propuestos en su desarrollo, vamos a sintetizarlos en un único argumento. El marxismo abierto es apenas un diálogo entre interlocutores provenientes de distintas tradiciones de pensamiento marxista y es un diálogo en curso que no puede ni quiere enclaustrarse en una escuela. Pero, como en cualquier diálogo, existen convicciones compartidas por sus distintos interlocutores. La más importante de estas convicciones se encuentra en su propio nombre, es decir, en la exigencia de una apertura de los conceptos marxistas. Esta apertura de los conceptos marxistas adopta distintas modulaciones en la voz de los distintos interlocutores, desde luego, pero eso no implica que estemos ante una coincidencia meramente formal. Como ya señalaran W. Bonefeld, R. Gunn y K. Psychopedis en su introducción al primer volumen de Open Marxism, esta apertura de los conceptos marxistas implica para todos un reconocimiento consecuente, a nivel de los conceptos, del antagonismo entre capital y trabajo inherente a sus objetos. Y, partiendo de esa convicción compartida, los aportes del marxismo abierto a la crítica radical de las políticas neoliberales pueden sintetizarse en una única afirmación: la crítica radical de las políticas neoliberales es aquella crítica que adopta consecuentemente a la lucha de clases como su punto de partida. Solamente partiendo de la lucha de clases pueden prosperar nuestra crítica teórica de las políticas neoliberales y, por supuesto, nuestra crítica práctica de las mismas.