LEONARDO CASTELLANI
EL NUEVO GOBIERNO DE SANCHO Ilustraciones Marius Índice Al lector Prólogo Pragmática en soneto de don Quijote de la Mancha a su leal escudero Sancho el Único al mandarlo a regir la Ínsula Agatháurica 1. Los nuevos tirteafueras 2. El Lobo y el Cordero 3. La Información 4. El Tanguista 5. El Maestro 6. El Filósofo 7. El Profesor de Poesía 8. Los dos muertos 9. El Sábelotodísimo 10. El Estudiante de Tucumán 11. Venido de Europa 12. Los Cortesanos 13. La Zahorí o Detectara 14. Lenguas Vivas 15. La camisa del Hombre Feliz 16. La Muchacha Moderna 17. La máquina de Ganar a la Ruleta 18. El Taita Oficial de la Historia 19. La Cruz de Guerra 19. bis. Cooperador Primero 19. ter. Reforma de la Enseñanza 20. La cobardía 21. El Hombre que decía la Verdad 22. La Reforma de los Refranes 22. bis. Preguntas peliagudas 23. Los Siete Asaltantes 23. bis. Fray Pacífico Q. Ch. 24. El Fabril de Frases Hechas 24. bis. Vigilia de armas 25. Decoro y caída R.I.P. Epitafio
Compuesto en memoria del difunto Sancho Panza por el ilustre académico suplente de guardia de la escuela de don Ceroco Macero Soneto epitáfico Compuesto en memoria del segundo infructífero gobierno de Sancho, por Gaspar Rupachino, poeta mayor y alcalde de menor voto en la Ínsula Agatháurica Anexos en verso Oración a Santa Clara Ex Patrona de Buenos Aires Contra la Pravedad Herética (1807), mandada escribir por Sancho el Ínclito en los pizarrones de todas las escuelas de la Ínsula Franklin D. Roosevelt (†12 de abril de 1945) ******* En la portada de las tres ediciones anteriores figura Cide Hamete (h.) como autor del libro y Jerónimo el Rey, doctor en Teología por Roma, en Filosofía por París y en Política por Londres y Pavía, como autor de la traducción directa del arábigo del texto de la obra. Como el transcurrir de la vida literaria de Leonardo Castellani descubrió que él, Cide Hamete (h.) y Jerónimo del Rey son una misma persona, se optó por poner al padre Castellani como autor de este notable libro dejando a un lado sus seudónimos. Los dibujos de Marius son los mismos que ilustraron las ediciones anteriores. Marius es el nombre artístico del gran dibujante argentino Carlos Vergottini. *******
Al lector Tanto el autor como el traductor deste libro consideran inútil advertir, y sin embargo advierten, que no hay en él retratos de personas sino caricaturas de vicios, caricaturas exageradas a la Muñiz o al modo del Hombre que no tuvo infancia. No hay pues en él, lo repetimos, ninguna alusión directa a la menor persona viva; y si alguno se llegare a dar por aludido, tendremos que decir, como el paisano, que recién conocimos que era cofrade cuando lo vimos tomar candela. Otra cosa es cuando se nombra una persona literalmente; es señal entonces que es un amigo del traductor o del autor, como los dos que salen en esta advertencia. Cide Hamete Benengeli (h.) Jerónimo del Rey
Prólogo De las fecundidades herenciales que el espíritu hispánico, es decir don Quijote, desparramó en América y que son dos, a saber: idioma y sabiduría, habría que hacer un inventario nuevo para determinar qué parte nos tocó a los argentinos y en qué modo nosotros la hemos dilapidado; porque ya de esa herencia tradicional se canta y llora poco –casi nada– entre la población del que fue virreinato del Río de la Plata. ¿Qué ha sido del legado quijotesco en nosotros? ¿Qué nos quedó de él y qué no nos quedó? ¿Sabiduría o idioma? Al principio, las dos cosas; después, sólo el idioma; ahora, casi ni esto. Véanse, por etapas, documentos patentes: l. El Martín Fierro de Hernández y Cancioneros populares del Norte; 2. El producido literario de la llamada «nueva sensibilidad»;
3. La literatura radiotelefónica y el tango. De esta degradación se dio cuenta Lugones, ya entrado en madurez, e intentó subsanarla dentro de la órbita de sus actividades. Pero erró de estrategia en el proceso recuperativo; y en vez de comenzar por restaurar en sí y entre nosotros el alma de El Quijote –lo que yo llamo su sabiduría– se entretuvo en afanes literarios, gastó años y muchas energías en debates históricos, por esta rima sucia o aquel prosaísmo inepto (defensa del idioma), en tanto el pueblo criollo lo estaba precisando para empresas más anchas, huérfano de un cerebro y un corazón de mando que le era imprescindible para reconectarse con la memoria del señor don Quijote y con sus actitudes, que tenía olvidadas. Cuando Lugones advirtió el entuerto y enderezó su alfanje se encontró acorralado; lo arrebató la desesperación. Pero no hay crisis que no deje enseñanzas y la primera la ha recogido el padre Leonardo Castellana, sindudamente una de las cabezas más seguras y una de las voces más auténticas, por su criolledad, que han pensado y hablado en nuestro país en los últimos años. No creo descubrir ningún secreto diciendo que el seudónimo Jerónimo del Rey es usado por el padre Castellani en sus obras literarias o de entretenimiento. El traductor de Cide Hamete (h.), inventor de las crónicas que en este libro se reúnen, parece haber calado que lo que falta aquí es restaurar primero los dominios morales y espirituales de la tradición (tradición criollo–hispánica) y dejar para luego la recuperación –que será dada por añadidura– del acervo idiomático. De allí que en estas páginas haya –según advierto– más sabiduría que adorno literario y todavía esto: cierto empeño evidente en jorobar la pureza lingüística, en escandalizar los preciosismos de habla, cuando estos preciosismos y purezas nada traen adentro que los haga apetentes, respetables u honrosos. Por eso, cual si fuera cosa confabulada, el lenguaje de Panza a través de su actual exhumación, durante éste su nuevo gobierno inesperado, es fiel y demasiadamente sánchico, no como el que empleara en su primera exaltación al poder –recuerden los lectores de El Quijote que en aquella ocasión el Escudero llegó a usar una parla recatada y prudente, digna más de su Señor que no de él mismo–, y en cambio, por contraste, ahora es mayor su saber y su juicio. El Sancho de este libro es lo que sobrevive de El Quijote en tanto sancho que anda por ahí, más capaz y más digno de gobernar un pueblo que aquellos otros sanchos (los políticos, dichos profesionales) cuyos amos no son, ni fueron nunca, ni serán quijotes. Porque hay criados que valen por amos, y amos que ni merecen ser criados; y del buen señor hereda virtudes el siervo, pero nunca del patán con traje de señor. Así, Sancho se muestra, en éste su segundo apócrifo gobierno, tan grueso de modales y expresiones como sabio y prudente de índole –hasta vuelca en sonetos su experiencia del mundo–. Es ya la suya la sabiduría del Caballero Andante –todo poeta y filósofo– transferida al Escudero –todo sentido práctico y viveza– por ese movimiento de las grandes culturas que florecen en una nobleza y fructifican en el pueblo. Y, más extensamente, es la sabiduría de la España teóloga y lírica vertida en la vivencia popular criolla a través de la copla, el refrán y el catecismo que los conquistadores trasladaron y esparcieron aquí. ¿Acaso no se ha visto que el gaucho es un perfecto caballero de la triste figura que ni escudero tiene, para mayor tristeza, en la desamparada soledad de su vida? ¿Y no hay en estas pampas hombres de fortín que son –ni más ni menos– Sanchos Panza sin amo? Por muchas coincidencias y secuencias, Martín Fierro parece un don Quijote –de la pampa– burlado por la politiquería (ociosidad ducal), como el viejo Vizcacha parece un Sancho Panza
sin señor –y por lo mismo puramente sancho– amañándose solo y a fuerza de refranes para dar al propio hijo del gaucho –¿el pueblo criollo de hoy?– consejos que parecen programas de gobierno: «Yo voy donde me conviene y jamás me descarrío. Llevate'el ejemplo mío y llenarás la barriga… Hacé lo que hace la hormiga no van a un noque vacío». De la experiencia dolorosa del gaucho y la experiencia vergonzosa del viejo Vizcacha se nutre el Sancho Panza de este libro. Tiene del viejo chupador y angurriento, avisado y bribón, la socarronería y la malicia, o mejor dicho el simple maliciar; pero tiene también el afán de justicia, la caridad violenta, la crencia y el coraje del gaucho –Martín Fierro– con cuyos hijos se comprende tan bien en la escena final de su nuevo gobierno. Dichas analogías saltan a lo evidente en la audiencia que Sancho concede al «Gran Filósofo del Reino de Sepharlandia» (El Filósofo, página 59) con quien sostiene un contrapunto teológico de vastas proporciones, recordando a lo vivo la payada entre Fierro y el moreno (Martín Fierro, versos 4050 al 4400). Es, pues, un Sancho gaucho, integral, psicológico, éste que ha descubierto el padre Leonardo Castellani en las crónicas de Cide Hamete (h.). Un Sancho que gobierna con sentido común en medio del común desvarío y que, en nombre del pueblo, opone cierta saludable barbarie –la barbarie nativa que diría Sarmiento– a lacivilación extranjerista y postiza que improvisa la clase dirigente, esto es: los tirteafueras de la Ínsula. Que cuál es esta Ínsula no es preciso ni agradable decirlo. Aunque sin señalarla por su auténtico nombre, el autor nos la pinta con pelos y señales, en toda su esplendente corrupción a través de los gremios más caracterizados y de los entes más figurativos de la escala social. Dos cosas precisaba el eminente sacerdote para llegar a su descubrimiento, que es la revelación más descarnada y cómica de nuestra actualidad cultural y política, social y espiritual. Primero: ser criollo, en la cristiana y libre acepción del vocablo, es decir: hijo puro de la tierra –tierra santafesina fue su cuna– con orgullo de serlo; segundo: tener una cultura universal, católica, que necesita a modo de perspectiva interna, aquel que amando a su patria se propone mostrarle, aunque sea por parábola burlesca, los errores del siglo para que el país sepa dónde y de qué manera puede reivindicarse. Nadie mejor que el padre Castellani –varias veces doctor en la genuina y original convocación del título– podía hacer esta suerte de psicovivisección social que constituye El nuevo gobierno de Sancho. Factores concurrentes lo han conducido a un dominio profundo de la psicología y la sociología. Su inteligencia natural penetrante, su vocación para la cura de almas, su enrolamiento en el mayor ejército de escrutadores de almas cual es la Compañía de Jesús y, finalmente –aunque principalmente–, sus intensos y extensos estudios especiales, de los que quiero hacer un sumarísimo prontuario. Doctorado en filosofía en el Seminario Pontificio de Buenos Aires hacia 1924, y evidenciadas sus talentosas predisposiciones, es becado en Europa, donde elabora sus conocimientos a través de los claustros de más antigua tradición y fama. En 1931 la Universidad Gregoriana de Roma le confiere, a su vez, el título de doctor en Filosofía y Teología. Durante los dos años subsiguientes (1932–1934), participa en los cursos de examen clínico de enfermos mentales del Asyle Sainte Anne de París, bajo la dirección del profesor George Dumas. Entretanto, concurre a la Sorbona, donde alcanza el diploma de
Estudios Superiores de Filosofía, rama Psicología, y hace cursillos libres, además, con Marcel Jousse en L'École d'Anthropologie (psicología lingüística) y L'École Pratique des Hautes Études, y con el doctor Wallon en diversas escuelas de París. A mediados del año 1934, realiza un viaje de estudios para perfeccionarse en Heilpaedagogie (pedagogía psiquiátrica) en misión oficial patrocinada por la embajada argentina en Francia. Visita las escuelas de retardados y reformatorios infantiles en Milán, Munich, Innsbruck y Viena, acumulando experiencia en la materia de prevención social. Estudia bajo la dirección del profesor Seyss Inquart, por especial concesión de la legación argentina, del Niederoesterreicher Landes Regierung. Al promediar 1935 regresa a la Argentina e inicia tareas didácticas en las materias de su especialización. Dicta cursos en el Seminario Pontificio, Colegio del Salvador y, más tarde, en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario, donde gana, en oposición, la cátedra de Psicología. Infinidad de artículos, ensayos, conferencias, lo dan a conocer en nuestro ambiente tanto en su pensamiento filosófico como en sus distracciones de inventor literario. Su estilo inconfundible torna amenos los temas más áridos. Entreverado en el tremendo lío de los problemas educacionales, escribe artículos de rotunda razón. Y el libro en que aparecen reunidos nos introduce en sus observaciones con esta copla de su hermano mellizo (Jerónimo del Rey) que merece un recuerdo: «En mi Argentina, señores, que ya no es aquella de antes, hay muchos gobernadores pero pocos gobernantes…». Luego, para que no lo tachen de retórico puro, comienza a traducir, de adentro para fuera, las historias de Sancho que aquí se dan en bloque. Y bien, con ser un eminente profesor y escritor, un hombre de saber filosófico ahondado, el padre Castellani larga por la ventana todo lo inoficioso y exterior del ejercicio intelectual y didáctico: las terminologías convencionales (técnicas), los ritos y ademanes académicos, las pulcritudes y los eufemismos, y comienza a templar y a cantar las verdades que todo bien plantado hombre diría, como lo haría el mismo Martín Fierro, vale decir: con toda la voz que tiene. Por eso se verá que éste no es libro para intelectuales –en el sentido presuntuoso, asexual, agonizante y gimiente que dan a esta palabra algunos mercaderes del pensamiento manufacturado– porque es contrario al tipo intelectual que, más o menos oficialmente, ha creado el Estado Liberal en la Ínsula Agatháurica. Es simplemente un libro para la inteligencia cotidiana y corriente, sin prejuicio de castas minoritarias. Lo que no obsta, por cierto –como en los buenos tiempos clásicos–, para que sea un libro de hilaridad fecunda, cruzado de sarcasmos enjundiosos y pródigo en verdades que con frecuencia faltan en la literatura personal de nuestros humoristas diplomados y también en la obra de no pocos filósofos locales heroicamente dados actualmente a la tarea de salvar la cultura mediante la defensa del liberalismo capitalista… Con el humor del pueblo, un rato campechano y otro rato porteño, el autor de este libro –o el de su inverosímil traducción– se ríe del cinismo solemnísimo con que viven los ínsulos de lata figuración (historiadores, periodistas, poetas, políticos, educadores, doctores, magistrados, etcétera) legalizando, o aceptando al menos, la trampa, la mentira, el mal gusto, el fraude, la sapiente ignorancia, la coima y la desocupación, como elementos primos naturales de la armonía social. «Qué sería del pobre que en Dios crê, si puesto en este loco mundo que sofistica, no fuera chacotero!…».
dice Sancho en uno de sus sápidos sonetos que Cide Hamete (h.) le atribuye en El Hombre que decía la verdad. Y ese terceto clarifica el sentido con que el autor hace humorismo. No es el tipo de «humor» de que viven los graciosos profesionales ni el estilizado y pulcro de los chistosos románticos, ni el corrosivo y acre de los ironistas descreídos. Es el buen humor suelto y desconcertante con que pueden reírse los que tienen ganada la voluntad de Dios y de sus semejantes, frente a los que la quieren abolir o ganarla con trampas. Por eso mismo y porque son claras e instructivas las crónicas que forma esta extraña novela –algunas de las cuales se publicaron antes en revistas de no gran difusión– pueden ser populares y lo serán, sin duda, el día que el buen pueblo deje de leer pasquines y se acerque a escucharlas. Para este evento y como nuestro pueblo –al igual que gran parte de nuestra clase culta– hace rato que ha sido separado de la cultura clásica –hasta de sus ejemplos más corrientes– por obra de la prensa, del espectáculo, de la radio y del normalismo, parece necesario traer a la memoria el origen de ciertos personajes que en este libro resucitan y que, al igual que Sancho, son entes cervantinos. Por de pronto, apuntemos una genealogía elemental del inventor presunto y acusado, aunque no muy convicto, de la novela misma. El nombre de Cide Hamete, según mi moderada información, se lee por primera vez en el noveno capítulo de El Quijote cuando Cervantes, concluida la originaria primera parte de las aventuras de don Quijote, declara haber andado a la pesca de su continuación y conclusión y afirma haber comprado en Alcalá de Toledo un cartapacio viejo, lleno de infolios muy garabateados donde podía verse –gracias al traductor ocasional encontrado– este encabezamiento en signos árabes: Historia de don Quijote de la Mancha escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. El tal Benengeli, chivo emisario o caballito blanco –como dicen los cómicos– en quien Cervantes hace descansar la responsabilidad del memorial que había de resultar a la vuelta del tiempo el mayor monumento del habla castellana, resulta nada menos ser el progenitor del nuevo Cide Hamete, cuyas historias, constreñidas a Sancho, ha descubierto el padre Castellani vaya a saber dónde, pues él –sabiendo acaso que no es bueno mentar la soga en casa del ahorcado– omite decirlo. Después de la experiencia de Cervantes, que inventó un Cide Hamete para descargo de su pudor genial, no quedan muchas ganas de creer que Cide Hamete hijo sea más real que su padre. Mas lo que no puede afirmarse debe dejarse sospechar siquiera, y al lector quede el cargo de conciencia. Esto aclarado, entremos a mosquetear el jubiloso –aunque de triste fin– nuevo gobierno de Sancho. Nuevo gobierno en que Panza en persona se muestra renovado, como ya lo apuntamos, gracias a su reencarnación en ambientes criollos. El lector lo hallará esta vez en una serie de ocurrentes audiencias, rodeado de los mismos tinterillos ilustres que lo estorbaron en su anterior gobierno descrito en El Quijote, comenzando por el insoportable doctor Pedro Recio de Agüero, quien de médico que era de la gobernación de la Ínsula Barataria, resulta ahora descendido a ministro, o padre de los pobres, o introductor de tirteafueras sin puesto. Esto detirteafuera – lugar de nacimiento del doctor Pedro Recio– es, según Sancho lo calara de entrada, un modo de ser entremetido, procurador ilícito y gran amigo de la faramalla, y hace bien por lo tanto el autor de este libro en llamar tirteafueras a los representantes de la prensa, esos innominables personajes de escándalo, que hacen de médicos de la opinión publica a la cual matan por envenenamiento como Recio de Agüero quería matar por hambre a Sancho en su primer gobierno. Los demás personajes de la corte sanchesca no tienen nombre propio. Son el inevitable Maestresala, el Capellán, el Alférez, el Verdugo, los diversos Ministros, los Cortesanos, el Mayordomo de Palacio, etcétera, con los cuales la intrínseca nobleza de Panza no contó antes ni contará ahora para nada, pues está escrito que en la Ínsula Agatháurica son los mangoneadores del poder los que conspiran con mayor denuedo y deslealtad contra el recto sentido y el honor de la Ínsula, como que a ellos se debe la invasión forastera que hace caer a Sancho del poder.
Dicho lo cual, e imitando al propio Sancho Panza, quiero dar la señal de los festejos, los cuales esta vez consistirán en una espléndida ingestión de risa para los buenos y de admirables bochornos para los insularios renegados Hemos corregido algunas palabras en la tercera edición (noveno millar)
de esta obra: la cual, como el lector verá súbito, fue compuesta durante la Segunda Granguerra; y aunque los juicios de Sancho I han conservado su actualidad, pues las cosas de esta Ínsula no han cambiado mucho, para mejor por lo menos; mas hay algunos nombres propios que están obsoletos; pues en esta excelsa Ínsula, tan memoriosa de sus próceres liberales, hay ahora muchachos de 25 ó 30 años que no saben quién fue Hipólito Yrigoyen; y no pocos. En cuanto a fray Castañeda, el franciscano periodista, dotado de sentido común sanchesco con el gusto de la farsa, ha sido hundido en la Laguna Insondable… (N. del Prologuista).
Juan Óscar Ponferrada
Pragmática en soneto de don Quijote de la Mancha a su leal escudero Sancho el Único al mandarlo a regir la Ínsula Agatháurica Humilde soledad, verde y sonora de las extrañas ínsulas de allende, do un mar de grama en cielo añil se extiende en profunda quietud aquietadora. Pampa vibrátil, hija de la aurora, desde el Río–Cual–Mar al Ande duende nacida a ser, si su blasón no vende, de la indígena América, señora. Hija mayor de España que soñando yo, la Reina Católica y Fernando de Aragón y Castilla al mundo dimos… ¡Cuerpo de Dios y de Santa María! ¡y en el nombre de aquesta espada mía tómala, Sancho, y salva su natía promesa de laurel y de racimos!
1. Los nuevos tirteafueras Apenas el perpetuo descubridor de las antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo y meneo dulce de las cantimploras hubo traspuesto el horizonte, tomó asiento el nuevo Gobernador en su trono soberano, y llamando al doctor Tirteafuera le dirigió las siguientes demandas: –Señor Doctor, Vueseñoría que es letrado y conoce los clásicos, ¿qué es El Sol?
Cide Hamete (h.) hace aquí un juego de palabras casi intraducible, aludiendo a los nombres de dos pasquines de la época, uno de ellos ya desaparecido y el otro debiendo desaparecer. En el original se emplean las voces dialectales Abarajadah y Bbotanah. La primera quiere decir: sol mortecino, pero también significa mal negocio. Bbotanah es entregador -en el sentido de mercader-, y asimismo implica chantaje, calumnia, recurso inmoral. El lema inter folia, fructos -así, con un craso error de gramática latinaera el pretencioso epígrafe del plebeyo pasquín primero, desaparecido a los dos meses de nacer, porque la Ínsula no aguantaba más que uno. (N. del Prologuista).
–El arte de ganar batallas con corte y quebrada. –¿Y la Crítica? –Es llevar la guerra europea a paso de tango. –¿En qué se diferencia la crítica del sol?
–En que el sol es inter folia, fructos y la crítica es inter folia, bructos. –¿Nada más que eso? –¿Y le parece a Su Majestad poco? –No me parece enorme. –Pues puede que no sea ni tanto. Reflexionó un segundo Su Excelencia, y pasando con parsimonia el mondadientes de la mandíbula inferior donde lo tenía a la mandíbula superior donde lo precisaba, prosiguió diciendo: –Doctor Tirteafuera, Su Merced que es filósofo y ha leído a Aristóteles, ¿me podría hacer algunas profecías acerca de la guerra europea? –Cuantas vengan a Su Majestad en apetito, Excelentísimo Señor. –¿Cómo será la ofensiva? –Inminente. –¿Y el ataque? –Furioso. –¿Y la reacción? –Enérgica. –¿Y la defensa? –Obstinada. –¿Y la resistencia? –Heroica. –¿Y la caída? –Descontada. –¿Y la retirada? –Estratégica. –¿Y la maniobra? –Prevista. –¿Y las posiciones? –Inquebrantables. –¿Y los avances de patrullas enemigas?
–Rechazados. –¿Y las fuentes? –Fidedignas. –¿Y las esferas? –Autorizadas. –¿Y los círculos? –Generalmente bien informados. –¿Y los mensajes de paz? –Auspiciosos. –¿Y las expectativas? –Intensas. –¿Y qué es lo que brilla entre las nubes? –Un rayo de esperanza. –¿Y está seguro Su Señoría que estas breves nociones contienen la médula del arte de la guerra? –¡Lo juro, Majestad, en nombre de la Prensa Argentina! El nuevo Soberano descruzó deliberadamente las piernas, después de lo cual volvió a cruzarlas del otro lado, y prosiguió diciendo: –¿Cómo son los discursos de los dictadores? –Violentos. –¿Y sus procedimientos? –Agresivos. –¿Y sus pretensiones? –Exorbitantes. –¿Y sus actitudes? –Intransigentes. –¿Y sus intenciones? –Criminales. –¿Y sus gestos? –Totalitarios.
El Gobernador de la Ínsula Agatháurica dio un puntapié por equivocación a una escupidera que había dejado abandonada junto al trono el paje de guardia, y prosiguió diciendo: –¿Qué defiende el Comité contra el Antisemitismo? –La Democracia. –La Democracia, ¿qué produce? –El Progreso. –El Progreso, ¿qué causa? –La Fraternidad Humana, por encima de todas razas y religiones. –La Fraternidad Humana por encima de todas razas y religiones, ¿en qué se basa? –En la Tradición Liberal Argentina. –¿Quién lo dijo? –Sarmiento. –Basta. Dicho lo cual, el eximio Gobernador, sin pasar más adelante, dio la señal de los festejos, los cuales consistieron principalmente en una danza de elefantes blancos con merluzas, arbotantes, chafarrinones y medias proporcionales, acompañados de dos manteos de padre y muy señor mío con sus borlas y pasamanerías de lo mismo…
2. El Lobo y el Cordero Apenas hubo el rubicundo Apolo proyectado sobre la faz de la tierra su tórrido barniz fosforescente y policromado, y las canoras y pintadas avecillas, empezando por los gorriones y acabando por las campanas de los conventos, elevado a la gloria del amanecer sus armoniosos trinos, con la utilidad subsidiaria de despertar a destiempo a los vecinos, cuando llevaron al nuevo Gobernador, el cual había dormido regular no más, al Salón de las Poéticas Expresiones, parahacer un poco descanso dominical. Pero, no bien se hubo sentado Sancho Primero el Único en su trono, se oyó en las puertas de bronce un infernal pataleo y entraron al inmenso recinto –uno a grandes brincos caminando de espaldas, y otro resbalando suavemente por el bruñido y resplendente mármol– dos especies de bichos de ignota catadura. El uno vestía mameluco de piel de Rusia con un gran colbac de pieles negras y cuadrada barba de cosaco y era un enorme jayán de hercúlea musculatura que caminaba como el cangrejo. El otro, era un niño envuelto en un manto blanco de nieve finlandesa con una especie de pezuñas de ébano que hacían de monopatín y una juvenil carita anaranjada de muñeca lapona o china. Sin el menor acatamiento al jerarca presente, los dos continuaron su absurda danza de skating y corcovo con gran rebullicio de aullidos y balidos en una condenada lengua que Sancho no calaba un verbo, parecida a la que hablan los argentinos de la calle Junín. Enojó a Sancho al fin tanta irreverencia, y preguntó al Presidente de Cultura, doctor Pedro Recio, entre furioso y atónito:
–¿Qué hablan ésos? –Griego. –¿Quiénes son? –Son el Lobo y el Cordero. –¿De dónde salen? –De la famosa fábula de Esopo. Desencadenose entonces el Jerarca, que no estaba para fábulas, y los conminó y conjuró tonantemente con las peores maldiciones que conocía: –¡Jesucristo! ¡Satanases! ¡Ira de Dios! ¡Descreo en Martín Lutero! ¡Así os salve Dios como Inglaterra a Polonia! ¡Hablad en castilla corriente y moliente o bien salid al punto de mi gobernaril presencia! Comidiéronse las bestias al oír esto, y volviéndose al Jerarca le hicieron una profunda reverencia, traduciendo ipso facto sus aullidos al castellano antiguo en la forma siguiente LOBO ¡Prepárate a morir! CORDERO
¿Yo qué he hecho, si vamos al decir?
LOBO ¡Me estás acometiendo, amenazando, hurgando y agrediendo! CORDERO ¿Yo agrediendo, señor, yo amenazando? ¡Dime de qué manera, cómo y cuándo! LOBO ¡Tú, sí, fiero animal, tú, y hasta en el hablar te se conoce, pues tu frontera está tan sólo a doce kims de mi Capital! CORDERO En ese caso, para verla vera, eres tú quien a mí amenaza y tose, pues que tu Capital sólo está a doce kims de la mi frontera. LOBO ¡Silencio! ¡Ésas son tretas diplomáticas propias de un ser mefítico y sofista que yo no admito ni han de ser pragmáticas en siglo de política realista! CORDERO Si acaso sin querer falté a tu nombre, dime tú mismo en qué manera y arte delante de los dioses y los hombres puedo desagraviarte… LOBO ¡Sólo la guerra lavará mi agravio, brame el bronce fatal y calle el labio!
CORDERO ¡Cielos! Mirad qué tal pica–pendencia. ¡Yo el ampo elevo a vos de mi inocencia! LOBO Sólo me puedo dar apaciguado si en los plazos más breves incontinenti tu frontera mueves a 1200 kims de Lobogrado. CORDERO ¡Eso es decir borrarme a mí del mapa! ¡Oh, Dios, cómo es posible tal escapa– toria si a 1200 kims de aquí hay otro lobo que me acecha a mí! LOBO Tu vidébis! Non pértinet ad me! CORDERO
Mejor morir entonces en mi fe…
LOBO ¡Muere, injusto agresor, a mis manos, la muerte del traidor! dijo el Lobo rugiente, y se le echó al cuello como un colla, por las trazas dispuesto a hacerlo trizas. Todos los circunstantes cerraron los ojos por no ver la cruenta y lastimosa escena, y se hicieron los desentendidos –«total, decían, mañana lo leeremos en los diarios»–, menos el perínclito Gobernador, que tenía por ley gobernaril no cerrar los dos ojos ni para dormir. Pero desencajose la puerta de la portería en ese momento, que debía ser más falsa que portería de convento, y entró corriendo un hombre a los gritos, desencajado y anhelante: –¡Detengan! ¡Detengan! ¡Paren todo, antes que se cometa una errata irreparable! ¡Una errata disforme, descomunal y fatal! El recién llegado llegaba envuelto en un gran poncho de blanca lana –aunque algunos historiadores dicen que era algodón imitación lana–, en lo cual mostró más sentido común aunque menos mortificación que todos los curas de Buenos Aires en verano… ¿Dónde estábamos? ¡Ah!, venía vestido de sotana blanca con festones de fantasía. Además tenía dos enormes jorobas en vilo y era más feo que Cantilo. Sancho le dijo: –¿Quién sois? –Soy Esopo –dijo el emponchado. –¿Qué pasa? –La fábula estaba a punto de acabar mal. –¿No acaba con la muerte del Cordero? –Acabaría en tu tiempo. En nuestros tiempos, el final está corregido. He puesto una variante. Con el tiempo hasta las fábulas evolucionan. ¡Atención aquí, ustedes, bestias irrazonantes! Hízoles el heleno unos cuantos pases magnéticos al Lobo y al Cordero, después de lo cual les habló al oído y les hizo la señal de la cruz, mandándoles al cabo que reanudasen el hilo de la entrerrota historia. Y aquí sucedió lo inesperado. El Lobo se arrojó ansioso sobre el Cordero, bramando «¡Muere, injusto agresor, a mis manos, la muerte del traidor!» y lo aferró del cogote; pero el Cordero lo recibió con un uppercut en la mandíbula y un short al estómago con la zurda
que lo tiró contra el muro trastabillando; después de lo cual se le fue encima y le administró metódica y paulatinamente una patiadura jefe, una desas que se llaman patiadura y no broma, balando al mismo tiempo: «Te voy a enseñar cómo las gastamos los corderos de hoy», que si no los separan, allí pasa cualquier desgracia, mientras el Lobo chillaba como un desesperado: «Asujetelón, asujetelón, asujetelón, que era no más que por gusto de hacer broma»; de lo que río Sancho no poco, aunque tampoco mucho. Lo cual visto por todos los Cortesanos, rieron consecuentemente no poco, ni tampoco mucho. Entonces Sancho mandó dar al doctor Pedro Recio el Premio Nacional de Literatura; al poeta Esopo, una corona de laurel de ése que sirve para poner en la sopa, aunque no parapararla; al Cordero, la cantidad de 50000 fanegas de afrecho flor; en tanto que ordenaba terminantemente expulsar al Lobo del Club Social Lobos y Corderos, no tanto por ser lobo, sino por ver que era un perfecto desgraciado. Y consiguientemente, no habiendo más asuntos que dictaminar, dio el feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en la Paloma de la Paz saludada con una descarga de 21 cañonazos, uno de los cuales la abordó por la barriga y la mandó de un solo saque más allá del planeta Marte.
3. La Información Apenas hubo el rubicundo Apolo asomado su soñolienta y bonachona faz por las puertas y balcones de Punta del Este, cuando se irguió el nuevo Gobernador del lecho donde yacía con un acceso de dengue y se encaminó a la Sala de las Sumas Examinaciones para despachar los asuntos del día. Apenas húbose sentado en su trono cuando presentose un señor gordito y retacón, con un tarro de engrudo bajo el brazo, una tijera al cinto, una kodak en bandolera y la cara más vivaracha, ratonil y mona que han visto los siglos pasados ni esperan ver los venideros. Después de lo cual se entabló entre el Gobernador y el doctor Pedro Recio el siguiente diálogo: SANCHO.– ¿Quién es? RECIO.– Señor, es un aprovechado garzón destos reinos que acaba de acabar sus estudios. SANCHO.– ¿Pariente de los Garzones de Córdoba? RECIO.– No, señor, en modo alguno. Ni por pienso. SANCHO.– ¿Y qué estudios ha hecho? RECIO.– Estudios de periodista. SANCHO.– ¿Dónde? RECIO.– En todos los cafés, bares y bebederos públicos desta Ínsula. SANCHO.– ¿Qué leyó? RECIO.– Todos los libros de la Editorial Tor y la Editorial Claridad y además las obras completas de Vargas Vila, sin contar con que tiene aprobado el bachillerato argentino. SANCHO.– ¿Qué demanda?
RECIO.– Demanda de su Prominencia solamente el merecido diploma de Redactor de Primera Plana, y, si fuera posible, el correspondiente puesto en el mejor diario de la Ínsula. SANCHO.– Es muy justo; pero para ello no ignora Su Merced que es necesario un examen. RECIO.– Estamos prestos. Volviose el Gobernador al hombrecillo, el cual había pelado incontinenti un paquete de cuartillas y una estilográfica, y afablemente lo examinó, diciendo: –Señor periodista, ¿cómo se llaman las noticias del extranjero? –Información. –¿Y las noticias del país? –Otras informaciones de carácter local. –¿De qué hablará Chamberlain en su próximo discurso? –De los fines de guerra aliados. –¿Y en el otro siguiente? –De los fines aliados de guerra. –¿Y Daladier? –De la unión moral de la nación francesa. –¿Y Hitler? –Del Tratado de Versalles. –¿Y Roosevelt? –Del cariño que tiene a Sudamérica. –¿Y Cordell Hull? –Del panamericanismo. –¿O sea? –Del amor que tiene a los intereses de Sudamérica. –¿Y el candidato a gobernador? –De su amor a la democracia. –¿Y el ministro del Interior? –De la pureza de los comicios. –¡Muy bien! –exclamó Sancho con entusiasmo–. Y dígame un poco, ¿cómo son las incursiones nocturnas?
–Infructuosas. –¿Y el fuego de artillería? –Nutrido. –¿O bien? –Violento. –¿Cómo se retiran las patrullas enemigas? –En desorden. –¿Y nuestras tropas? –Habiendo obtenido todos sus objetivos. –¿Qué dice el primer comunicado? –Admite el hundimiento de un buque de guerra. –¿Y el segundo? –Rectifica que se trata de un viejo buque mercante armado en guerra. –¿Y el tercero? –Rectifica afirmando que se trata de un pesquero. –¿Y el cuarto? –Desmiente a todos los otros. –¿Cuántos submarinos construyen los alemanes? –Según ellos, 2 por día; según los ingleses, 1 por semana. –¿Cuántos cruceros construyen los ingleses? –Según ellos, 1 por semana; según los alemanes, 1/2 por mes. –¿Qué queda en limpio? –Sumando miembro a miembro y eliminando cantidades iguales de signo contrario, nadie construye nada. –¿Cuántos buques han hundido los alemanes? –Según ellos, 180; pero según los ingleses, sólo 40. –¿Cuántos buques han hundido los ingleses? –Según los alemanes, sólo 40; pero según los otros, 180. –¿Suma líquida total?
–Sumando miembro a miembro y eliminando cantidades iguales, quedan hundidos una cantidad de neutrales. –¡Magnífico! –clamó Sancho–. Y para acabar, ¿por qué peleamos nosotros? –Por la justicia y el derecho. –¿Quién tiene la culpa de la guerra? –Los contrarios. –¿Hacia dónde vamos con certeza? –Hacia la victoria. –La victoria, ¿qué traerá? –Un mundo mejor. –Un mundo mejor, ¿en qué consiste? –En la fraternidad universal, por encima de todas razas y religiones. –¿Quién va ganando la guerra? –Los avisantes. –¿Cómo dice? –Gana la guerra aquel que le gusta más a los que dan al diario más avisos. Por ejemplo, la guerra española la iban ganando los rojos. ¡Al fin ganó Franco! Pero no fue por culpa nuestra. –¡Sobresaliente! –exclamó Sancho–. ¡Todo lo esencial está, y en forma clara, sucinta y rotunda! Y esto diciendo, púsose de pie con muestras de la más viva satisfacción; lo cual visto por los Cortesanos, se pusieron también de pie con muestras de la más viva satisfacción; y escucharon religiosamente el dictado del siguiente Decreto Considerando: 1. Que dada la próxima gran contienda cívica y consulta comicial, conviene economizar fondos a fin de destinarlos a nuevos hospitales, nuevas escuelas, nuevos langosteros o sea empleados de la Defensa Agrícola, dado que los actualmente en función se han revelado insuficientes y completamente inadecuados. 2. Que dado el actual estado de guerra, muchísimos productos europeos se han comenzado a fabricar con éxito en el país, fomentando así la industria nacional, y no se ve por qué los telegramas y cables y noticias extranjeros no han de poder entrar por el mismo molde y método… y 3. Que sobra talento en el país para escribir telegramas tan buenos, o sea tan truculentos, estupefacientes y sensacionales como los mejores importados de Europa…
En virtud de la potestad que me confiere mi cargo, yo, Sancho I el Único, Gobernador por derecho divino desta ínclita Ínsula, vengo en decretar y decreto: 1. Fúndase una gran Fábrica Única Central de Información Extranjera Monopolizada por el Estado, que será dirigida por el ilustre joven aquí presente. 2. Todos los diarios pasarán al Gobierno la suma que tienen destinada a información cablegráfica y cablefónica, el cual destinará una tercia parte al sostén de la F.U.C.I.E.M. y el resto a los benéficos fines arriba especificados… Fírmese, comuníquese y cúmplase. Dicho lo cual, dio el perilustre Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en el gallo de Morón en una pepitoria de ojos de gallo y espuelas de gallina, con salsa de espuelas de caballero y libros de caballería.
4. El Tanguista A don Juan A. Carrizo, fijodalgo Apenas hubo el rubicundo Apolo falseado dulcemente las puertas y ventanas del Universo y entrado en él sin saberse por dónde, cuando sacaron al señor Gobernador Sancho I de la iglesia, lo llevaron a la silla del juzgado y lo sentaron en ella para presentarle a juicio el primer criminal del día. Era éste un individuo joven, bien parecido, morocho, de ojos grandes y tiernos arrasados en lágrimas, que venía armado de facón, revólver, bolas, lazo, trabuco, guitarra, acordeón y organito titirimundi y vestido de poncho, galerita y botines de tacón alto, que no hacía otra cosa sino lanzar profundos suspiros y retorcerse desesperadamente las manos. Lo cual visto, el nuevo Gobernador movido a compasión lo interrogó diciendo: SANCHO.– ¿Qué hay, buen hombre? EL HOMBRE Se me fugó la percanta. SANCHO.– (Al DOCTOR PEDRO RECIO.) ¿Qué es eso? PEDRO RECIO.– La novia, digamos. SANCHO.– ¿Nada más? EL HOMBRE Se me murió mi madrecita buena. SANCHO.– Lo siento, señor. Reciba mis sentidas condolencias. EL HOMBRE ¡Qué solo, madrecita, me siento en este mundo, mi vida lentamente se hunde en el dolor, las noches son muy largas y el frío despiadado va helando poco a poco mi pobre corazón! SANCHO.– (A PEDRO RECIO.) ¿Habrá comido hoy este pobre hombre?
PEDRO RECIO.– ¿Éste? Tiene cuenta corriente en el Banco Nación. EL HOMBRE (Quebrándose y contoneándose.) No manyás ni pal laburo, la patinás indecente porque esiste tanta gente que no tiene corazón… en mis noches lugubriosas la tristeza, la tristeza se me abruma, nadie sabe lo que sufre y se abatata este pobre corazón sentimental. SANCHO.– Es triste. Pero yo no veo qué crimen hay en todo eso. PEDRO RECIO.– Espere Su Excelencia. EL HOMBRE (Poniendo facha bruta.) Bajo el dolor de esa profunda llaga con que la infiel ha muerto mi esperanza y sin más ley que la ley de la daga que ha de apagar mi sed de venganza. Miré al rival, que era mi propio hermano y ante la luz del desengaño impío ¡no pude más! y en un mortal desafío mostré al varón desnudo ya el facón. SANCHO.– (Alarmado.) ¡Jesucristo! ¿Quién le ha dado permiso de armas a este loco de atar? EL HOMBRE (Trágico.) Y sin más juez que mi honor después de un pujante duelo dejé tendido en el suelo mi propio hermano traidor. SANCHO.– (Serio.) ¿Ah, sí? Tómenle los datos. ALGUACIL.– Su nombre y domicilio, amigo. EL HOMBRE (Lamentoso.) Mi nombre ya no es un nombre, mi vida ya no es ni vida, sólo un trago de bebida sostiene mi corazón.
ALGUACIL.– (Seco.) ¿Quién es usté, señor? EL HOMBRE (Ufano.) Yo soy el alma que canta el amor de su percanta, soy la sangre del suburbio cual los versos de Iván Diez, soy la daga y el talero y el bacán de más valía y del gran pueblo argentino soy el mismo corazón. SANCHO.– (Pensativo.) ¡Corazón otra vez! Este hombre es puro corazón. PEDRO RECIO.– Sí. Y desciende de hombres de hierro que llevaban coraza. EL HOMBRE (Doliente.) Chirusita que pecaste pero culpa no tuviste, ¿por qué tu alma está tan triste como un canto, como un canto de emoción? ¿Por qué mojás la cabeza del gurí que te dejaron si Dios mismo te perdona porque sabe que has tenido corazón? SANCHO.– ¿Qué es eso ahora? PEDRO RECIO.– La hermanita de él, una tal Evarista Carriego. SANCHO.– ¡Jesucristo! A este tipo le han venido todas las desgracias juntas. EL HOMBRE (Apasionado.) China, sos un terremoto, china, sos un coletivo, china, sos un chorro vivo de ternura y de ilusión. Yo te imploro que me quieras, yo te imploro que me ames, yo te imploro que me llames si es que tienes corazón. SANCHO.– ¿Qué le pasa ahora que se pone de hinojos y revuelve los ojos? (¡Maldición! Hasta yo estoy hablando en verso).
EL HOMBRE (Quejumbroso.) Yo fui capaz de darme entero y es por eso que me encuentro hecho pedazos y me encuentro abandonao porque me di, sin ver a quién me daba, y hoy tengo como premio que estar arrodillao. SANCHO.– (Aparte, al DOCTOR.) ¿Es alferecía, Doctor? Vea usté cómo se tira al suelo. EL HOMBRE (Innominable.) Yo no puedo alejar de mi mente tu recuerdo de reina suntuosa ni el amor que me brinda a torrentes el calor de tu cuerpo de diosa. Es por él que yo vivo sin calma y navego en un mar de opsesión porque llevo clavado en el alma el puñal de tu negra traición. SANCHO.– Está bien, señor. Cálmese. A todos nos ha pasado algo de eso; pero no veo motivo para andarlo publicando. EL HOMBRE (Terrible y sarcástico.) ¡Gata! con un arañazo pagás mi amor inconciente, vos no pagás ni el balazo que un hombre decente te acaba de dar. Y hoy, cuando el llanto te ahoga no es que estés arrepentida, es el pensar que la herida tu cuerpo de loca te puede estropiar. SANCHO.– Pero ¡qué demonios hace este hombre! Oiga, Doctor, ¿qué pasa? ¿No ve usté cómo se retuerce? PEDRO RECIO.– A wooing, señor. SANCHO.– ¿Cómo? PEDRO RECIO.– The native is a–wooing, sir. SANCHO.– ¿Qué es eso?
PEDRO RECIO.– No se puede decir en castellano, Excelencia. No conviene. SANCHO.– ¡Cuerpo de mi padre! ¿No me dirán de una vez ¡quién es! este infeliz descabalado? PEDRO RECIO.– Es el Hombre Encargado de Hacer las Letras para Tango. SANCHO.– ¡Acabáramos! Levantose Su Excelencia Sancho I y Único tan demudado y furioso como en la memorable ocasión en que expulsó de la Sala Foral al labriego negociante de Miguel Turra; y requiriendo su bastón de nudos a manera de cetro, decretó diciendo: «En virtud de las reales atribuciones que me confiere el pueblo, ordeno y mando que a este hombre mal hablado y peor cantado se le corte la cabeza, o sea lo que está en lugar de ella; y que se le arranque el corazón vivo por el siniestro costado, el cual corazón se entregue al Museo de Historia Natural para hacer estudios científicos acerca de la hipertrofia cardíaca». Levantose del suelo al oír tan rigurosa sentencia el hombre de los instrumentos, y sacando el facón amenazó al Gobernador de este modo, meneándose cadenciosamente, y retorciéndose todo, adentro del chiripá que le quedaba grande: Piantáte de la cancha que hacés mala figura con fouls y hands chingados te van a hacer sonar, te falta tenicismo, colgá los papirulos de línesman hay puesto, si es que querés jugar. El juego no es pa otarios, tenélo por consejo; hay que saber cortarse y ser buen shuteador en el arco que cuida la dama de tus sueños mi shut de enamorado acaba de hacer gol… Pero antes que la cosa pudiese llegar a extremos deplorables –porque el Gobernador no era maula y había empuñado tranquilamente el bastón en forma poco amable– adelantose el mayordomo entre los dos contendientes y alzando al cielo los brazos exclamó diciendo: –¡Paso! Es un error. Señor Gobernador, Usía no puede sentenciar eso. –¿Por qué? –Porque se alzará en armas todo el pueblo de la Ínsula. –¿Cómo es eso? –Este hombre es el alimento espiritual de la vida emocional de nuestro pueblo; y le hace más falta que el buen pan. –No entiendo ni medio. –Señor Gobernador, este hombre usa andar por las plazas públicas de nuestra gloriosa Ínsula cantando esas tonadas que Vusarcé ha oído, y otras símiles; y las gentes usan agruparse en su torno en grandes concursos y en enormes masas, oyéndole horas y horas con la boca abierta. –Pero ¡cómo! ¿Por ventura mis súbditos no son…? ¿cómo es que le dicen?… ¿alfareros? –Alfabetos, Excelencia.
–¡Eso es lo que digo, alfareros, que saben leer! –Son eso que dice Usía, efectivamente. –¿Y entonces? –Pues por eso mismo. Leen diarios. –¿Cómo puede ser eso, doctor Pedro Recio? A mí me parece contradictorio. –Es un misterio, Gobernador. Pero el hecho patente es que antes, cuando las gentes no eran todavía alfabetas no escuchaban tangos por radio, sino que cantaban ellas mismas coplas, relaciones, glosas, décimas y romances, de ésos que está recogiendo por el Norte insuleño el fijodalgo don Juan Alfonso Carrizo. Eran coplas religiosas, llenas de alta teología; o canciones psicológicas y morales, llenas de humilde sabiduría; o cantares amorosos, llenos de finezas tan por lo alto, que hasta un cura podía cantarlos, aplicándolos al amor de Dios; y había también, no hay duda, coplas picarescas, pero hasta las mismas coplas lascivas eran espirituales. –¡Dígame una! –dijo Sancho con toda seriedad. –¿Religiosa? –dijo el Doctor. –No. Más bien de esas últimas. Aproximose el Doctor al trono y le dijo unas palabras. Riose Sancho plácidamente con toda la panza, y dijo: –Es una porquería; pero tiene gracia, tiene. –Lo que tiene gracia, no es nunca una porquería… –dijo el Doctor. –…del todo… –dijo el Capellán. –Propter elegantiam sermonis –dijo el Alguacil. Riose de nuevo Sancho al ver al buen Alguacil echárselas de latino; y sosegado su ánimo, enarboló de nuevo el cetro y dijo: «En virtud de la plenitud protestatoria y judicial que me confiere mi designación de representante del pueblo soberano, conmuto la sentencia de muerte de este desgraciado en sentencia de cárcel perpetua, como malhechor público y corruptor del magín y la cordura de las gentes». Adelantose al oír esto el Maestresala y dijo: –¡Alto! Ni usté ni nadie podrá hacer eso, señor Gobernador. –¿Por qué? –No durará ni un mes en la cárcel. Tiene una varita mágica que rompe cadenas, candados y muros como manteca. –¿Cuál es? –1000000 de escudos en el Banco Nación.
–Ganados, ¿cómo? –Honradamente con sus honorarios, Gobernador. –¿Gana éste honorarios mayores que yo? –Mucho mayores, por supuesto, Gobernador. –¿Es justo eso? –Es justo, all right, de acuerdo a la ley de la oferta y la demanda. –¿Quiere usted decir que no hay jueces, ni guardias, ni alcaides honestos en mi reino? –Haylos, Gobernador. Pero hay también negociantes. Y los que gobiernan por ahora son los negociantes, a los cuales Usía representa. Aquí fue donde Sancho pronunció la sentencia famosa, que Cervantes, por yerro, pone en otro lugar: «¡Cuerpo de mi padre el chivo! Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno – que no durará según se me trasluce– que yo ponga en pretina a más de un negociante». Después de lo cual pronunció, agitando el palo con furor, la siguiente sentencia: «En uso de mis atribuciones soberanas, y mirando más la misericordia que la justicia, vengo a conmutar la sentencia anterior de prisión perpetua contra el Hombre que Hace los Tangos en secuestro total de todo su dinero, el cual se aplicará a hospitales, leproserías y escuelas de mecánica, agricultura, minería y otras manualidades útiles, siempre que no sean de leer, escribir ni cantar, porque de eso ya hay hasta de sobra». –¡Jamás! –gritó el Capellán, adelantándose hacia el trono–. Eso no lleva camino, Excelencia. –¿Por qué? –Porque si le quita el dinero a éste, en justicia tendría que quitárselo también a todos los que amontonan plata sin trabajo. –¿Y qué mal hay en eso? –Eso es muy peligroso, Excelencia. Niente mudanza, niente mudanza. –Peligroso, ¿para quién? –Peligroso para la religión. Se producen grandes disturbios sociales. Se quebranta el orden establecido. La gente se pone furiosa, agarran a los curas, los ponen contra una pared, y los fusilan. Sancho I se agarró la cabezota con las dos manos y durante un paternóster consideró gravemente cuán difícil era el arte de hacer justicia y cuán ardua la ciencia del gobierno. Después de lo cual, se volvió lamentosamente hacia su Corte y dijo: –¿Qué les parece a ustedes entonces si le hiciésemos cortar la lengua a manos de verdugo? –¡Dios nos libre! –gritó el jurisconsulto Mayor–. Se opondría el Otro. –¿Cuál otro? –dijo Sancho.
–El que limpia los bolsillos de las masas, mientras están escuchándolo a Éste. –¿Entonces existe un socio? –No es socio propiamente, porque el Otro saca diez escudos donde Éste toca uno. –¿Y quién es ese Otro? –dijo Sancho I con voz de trueno, alzando el bastón de roble. Enmudeció el jurisconsulto y todos se miraron azorados. –Que se lo diga el Confesor. –Cualquier día. No me toca a mí. Yo no puedo meterme en política. –¿Quién es, doctor Pedro Recio? –bramó Sancho revoleando el poste. –Señor, no se puede decir –respondió éste temblando. –¿No se puede? –Está prohibido. –¿Por qué? –No conviene. El bastón cayó sobre la mesa con el fil de un relámpago y se hizo astillas en ella. Todos retrocedieron aterrados. –Basta –dijo Sancho I–. Veo que tengo que averiguar muchas cosas en mi reino. Quédese esto aquí por hoy. Pero entretanto mando que se administre medicinalmente al acusado una tunda de cincuenta azotes. El reo dio un quejido de paloma. El doctor Pedro Recio de Tirteafuera se adelantó temblando al trono gobernadil y cayendo de hinojos suplicó de este modo: –En nombre de la humanidad, de la higiene y de la eugenesia ¿no ve Su Excelencia que eso y matarlo es todo uno? –¿Por qué? –No es apto ni para el trabajo corporal, cuantimenos para el castigo corporal, con aquesas carnazas fofas, con esas pechugas de paloma. Éste sirve solamente para cantar –y hacer– el amor. Por lo menos, para cantar. Sancho I el Único se dejó caer en su trono, y, metiéndose un dedo en la nariz, pensó profundamente; y al verlo pensar profundamente, pensaron profundamente a su vez todos los Cortesanos. Después de lo cual levantose Sancho y dijo: –Última resolución irrevocable. Ordeno y mando que a este cuitado se le hagan leer compulsoriamente cincuenta páginas de El Quijote y aínda más aprender de memoria cincuenta coplas de aquellas de don Carrizo. Entonces el condenado se levantó de su asiento con un grito de desespero terrible, y se arrojó a los pies del buen Sancho, propio como un endemoniado.
–¡Perdón! –gritaba–. ¡Jamás! ¡Eso no! ¡Cualquier cosa menos eso! ¡Más vale los cincuenta bastonazos! ¡Prefiero los cincuenta bastonazos! –Todo se andará, hijo mío –dijo Sancho I alegremente–. ¡Aó, Alférez! ¡Llévenme a este sujeto a una poltrona y que lea Cervantes en voz alta; y a cada yerro, tropiezo, trabuque, o tilde que no emboque, le encaja usted una patada en el sitio que más le duela donde no haya hueso, hasta acabar las cincuenta páginas! Dicho lo cual, dio el Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en una revisión del Tratado de Versailles desde el punto de vista metafísico, social, religioso y didáctico, acompañado de vuelos de reconocimiento y ligera actividad de artillería en todos los frentes.
5. El Maestro Apenas asomó el rubicundo Febo por las puertas y balcones de Oriente con el fin manifiesto de iluminar con sus rayos el histórico convento de la marcha de San Lorenzo, cuando sacaron a Su Alteza el nuevo Gobernador de la iglesia donde pasara la noche en oración y lo condujeron en su silla gestatoria a la Sala de los Altos Capítulos para atender a los negocios del día. Inmediatamente sonaron chirimías, y fue introducido en audiencia un señor cabezón y gordito, enteramente calvo, salvo por una ligera pelusa amarilla que le cubría el cascarón, y con una carita redonda de torta pascualina, abundantemente poblada por una inefable sonrisa. El señor se sacó la gorra, dio los buenos días, mostró a Sancho las manitas –palma y dorso– extendidas, y dijo: –La vaca es un animal que tiene cola, cuatro patas, cuernos y cabeza. También da leche, queso y manteca. Según la Historia Natural, la vaca es animal rumiante. ¡Qué animal tan útil es la vaca! Sorprendiose el buen Sancho al oír tan nuevas razones, y preguntó al doctor Pedro Recio de Afuera: SANCHO.– ¿Quién es, Doctor? RECIO.– Es el Hombre Encargado de Hacer los Libros Para las Escuelas Primarias. SANCHO.– ¿Qué pretende? RECIO.– Pretende un Premio Nacional de Literatura de 200000 escudos, en mérito a su gran esfuerzo y obra proficua. SANCHO.– ¿Qué obra? RECIO.– Haber realizado la uniformidad de la Escuela Primaria. SANCHO.– No entiendo eso. RECIO.– Perdone Su Prominencia: la escuela primaria debe ser uniforme en todo el país, y todos los maestros deben pensar, decir y enseñar las mismas cosas con las mismas palabras. SANCHO.– ¿Por qué? RECIO.– Porque de ese modo será posible que un Alto Consejo de Funcionarios situado en la cabeza de nuestra Ínsula pueda de un solo gesto hacerlas danzar a todas las escuelas al son que quiera, aunque estén situadas a diez mil leguas de distancia.
SANCHO.– ¿Y qué vamos ganando con eso? RECIO.– Vamos ganando el manejar mucha plata, y el poder dar puestos a los amigos, única manera de gobernar a la gente desta Ínsula; sin contar las innumerables ventajas pedagógicas y estéticas de la uniformización, que seguramente no escapan a Su Prominencia. SANCHO.– No escapan. ¡Qué van a escapar! Lo que yo no veo es el mérito literario de este señor gordinfloncito –¡míalo tú ahora cómo se chupa el dedo, angelito!– en esas cosas que dijo acerca de la vaca. RECIO.– Y sin embargo, es extremado. ¿No ve Su Prominencia que en nuestra Ínsula hay niños de muchas clases? SANCHO.– Probablemente. RECIO.– Y habrá naturalmente algunos niños más listos… y también por fatalidad algunos niños idiotas, ¿eh? SANCHO.– Eso, seguro. ¡Misericordia! No había pensado. RECIO.– Ahora bien; y esteme atento Usía a mi raciocinio. ¿Cómo se podrá uniformizar la enseñanza de todos los niños, a no ser con libros de texto que estén al alcance de los idiotas? SANCHO.– Es cierto. RECIO.– ¿Ve ahora Su Prominencia el esfuerzo enorme que supone escribir un libro entero solamente de frases idiotas, sin errar una sola? –Veo, comprendo y admiro –dijo el buen Sancho I el Único. Y volviéndose al señor gordinfloncito, que lo miraba con la boca muy abierta, le dijo: –Señor mío, aquí estamos para escuchar sus requerimientos. Adelante. –Niño, dígame la lección de Historia –dijo el señor con voz aclarinetada, es decir, casi aflautada–. ¿No la sabe? ¡Qué niño más ignorante! Es usted un niño malo. Me escribirá diez veces en una plana: «El niño ignorante es malo. El niño bueno, por el contrario, es el encanto de sus excelentes padres». Entre paréntesis: (Samuel W. Smiles). –Esto me parece mejor que lo de la vaca –dijo Sancho. –Barrunto, señor, que usté nunca ha sido un niño malo; y que, como Sarmiento, no jugaba a la rayuela ni trepaba a los árboles por aprender la lección de Historia –dijo el doctor Pedro Recio. –Atención, niños. Historia para mañana. Colón descubrió la América. San Martín fue el libertador de medio continente. El Sargento Cabral dijo: «Muero contento, hemos batido al enemigo». El negro Facundo murió por la patria. Rosas fue un tirano. Sarmiento fue un titán del pensamiento. –¿Qué es titán? –preguntó Sancho. –Titán es un coso grandote, con un solo ojo en medio de la frente, y un gran palo en la mano que se llama clava, que tiene fuerza como diez hombres juntos… –¡Cristí! Me gustaría ser titán –dijo Sancho.
–Y a mí –dijo Tirteafuera. –¡Silencio, niños! En clase se atiende. Apunten ahora la lección de Mineralogía y Geología. El cinc es un metal que sirve para hacer techos de casas. ¿Quién tiene una casa de cinc? ¿Usté? Muy bien, niño. Es usted un niño bueno. El plomo es un metal de color plomizo, así como el cobre es de color cobrizo. El feldespato se encuentra en la provincia de San Luis… –¿Y el pato? –interrumpió Sancho–. Me parece a mí que primero viene el pato. –El pato –contestó triunfante el Maestro– ¡es un animal palmípedo! Pero pertenece a la Zoología, y no a la Mineralogía. Palmípedo no es lo mismo que batracio, niños. Batracios son el sapo, la rana y el renacuajo. El reno no es batracio, sino paquidermo; no confundan con los rumiantes, como la vaca. El reno se encuentra en una región llamada Renania. En Bosnia y Herzegovina, no hay renos. –¡Cristí! –exclamó Sancho–. ¡Lo que sabe este hombre! Sonrió modestamente el Maestro, y dijo: –Idioma Nacional. El sustantivo. El sustantivo es una parte variable de la oración que sirve para designar personas, cosas, sustancias y sucesos en general, casi siempre con expresión de género y número. Por ejemplo: burro, papá, mamá, menega. El sustantivo puede ser abstracto y concreto. Es abstracto cuando designa cosas que no son perceptibles por los sentidos, o que simplemente no existen, como cualidad, virtud, moralidad, Dios, alma, espíritu, etcétera. –Bien –interrumpió Sancho–. Éste se está subiendo a matemáticas superiores; y yo ya no lo sigo. Este hombre es una enciclopedia. ¿Me permite, señor, que le haga unas preguntitas de catecismo? Es lo único que me queda hoy día de lo que aprendí en la escuela, así Dios me salve. Dígame, señor, ¿quién es Dios?… Pero… ¿qué pasa? La cara del Maestro se había descompuesto horrorosamente, reflejando en su simpática y simplona luna la más grande estupefacción acompañada de terror y asco: –¡Ley 1420! –balbuceaba temblorosamente. –¿Qué dice? –preguntó Sancho. –¡Ley 1420! ¡El puesto! ¡Cesante! ¡Fuera de las horas de clase! –sollozaba el pedagogo lastimeramente–. ¡A mí no, a mí no me metan en líos! –¿Qué quiere decir? –preguntó Sancho. –Quiere decir, Prominencia, que esa materia, de acuerdo con la ley 1420, pertenece a las cosas que no deben saber los niños y que un niño bien educado no pregunta a sus padres y maestros, a no ser fuera de las horas de clase, a los compañeros solamente. –¡Cristí! –dijo Sancho–. ¡Entonces esto está todo cambiado! En mi tiempo era lo primero que nos enseñaban en la aldea. ¡Cómo me recitaba yo mi Astete! Recuerdo que el señor cura me premió un día: tercer premio empezando por la cola, con una taleguilla de avellanas, vanas ellas casi todas, pero magníficas para jugar al choclón. ¡Qué tiempos aquéllos! «Todo buen cristiano si quiere llevar vida en modo humano
y se salvar debe de saber y deprender con devoción la sacra lección de la Santa Cruz de Cristo Nuestra Luz». Todavía me acuerdo, Doctor, aunque nunca he sabido lo que quiere decir sacra. Y después acababa: «La ciencia más acabada es que el hombre bien acabe, pues al fin de la jornada aquel que se salva, sabe; y el que no, no sabe nada…». –Nous avons changé tout cela –dijo el doctor Pedro Recio. Enmudeció de repente Sancho y se abismó en sus recuerdos; y como Sancho se abismó en sus recuerdos, todos los Cortesanos consecuentemente se abismaron también en la misma parte. Después de un ratito de meditación, volvió Sancho al Capellán diciendo: –Mi señor Capellán, ¿puede salvar su alma un Gobernador? –Puede, y con mucha gloria –contestó el Capellán–, aunque con muchísimo más trabajo. Santos los ha habido, en tiempos pasados. –¡Bien! –dijo Sancho–. Aquí me parece que éste es un asunto serio, en que me juego nada menos la salvación de mi alma. Y alzándose del trono, allegose al Maestro sabio, y parcial y cariñoso, le halagó con la mano la papada, preguntándole melosamente: –Hijito, ¿quién es Dios? El Maestro lo miró con ojos enloquecidos. –¿Cuántas personas hay en Dios? Nada. –¿Cuántos dioses hay? Ni por ésas. –¿Hay un solo Dios? El Maestro movió los labios desde el fondo de su consternación, como Job, y dijo, con marcado acento correntino. –Es inútil, señor –dijo–. Ni anque me mate. En eso no le voy a dar dato. –Magnífico –dijo Sancho–. Aquí vamos a salvar dos almas, la mía y la de este buen amigo. Ahó, Escribano. Llegaos acá y escribid mi sentencia.
Decreto Considerando: 1. Que los maestros también tienen alma, aunque esté convertida en sustantivo abstracto; y que el presente maestro, escritor de libros para niños, debe de tener un alma como un pan, aunque parezca mentira por la facha; y 2. Viendo el grandísimo peligro en que la tal alma se encuentra, dado que ni siquiera sabe, a la edad en que estamos, cuántos dioses hay, ni si hay Dios siquiera; vengo en decretar y decreto, que se le suspenda la paga y salario por espacio de treinta meses, en los cuales ayunará, estudiará catecismo y emprestará de los judíos, los cuales por lo menos tienen Dios, aunque mataron a Jesucristo; con la conminación formal de que si en ese tiempo no llega a averiguar si hay Dios o no, le será retirado primero por tres años y después a perpetuitate, el permiso y facultad de enseñar a otros, por más Mineralogía que sepa. Yo, Sancho I, Gobernador Dicho lo cual, dio Su Excelencia el Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en el monte Everest y el Gran Lama del Tibet desde el punto de vista éticosocial, acompañados de ligeras incursiones enemigas en todo el frente occidental y duelos de artillería que fueron rechazados con graves pérdidas.
6. El Filósofo Apenas hubo el astro jefe del sistema planetario mostrado su punto tangente al horizonte por dos grados cuarenta y cinco minutos y diecisiete segundos encima de la eclíptica, cuando arrancaron por fuerza a Sancho I el Único de las ociosas plumas donde yacía tranquilamente las manos en la nuca y el talón derecho contra la rodilla izquierda elevada en ángulo de 33°, a unos 58 cm2 sobre el nivel de la cama, y echándole de prisa un sombrero de copa y un pelafustán (o searobe de chambre) por amor de la decencia, lo llevaron a todo correr a la Sala de los Supremos Acuerdos, donde los acordantes estaban golpeando con bastones y tocando pitos en señal de protesta por la tardanza. Sentose Sancho en su trono, acomodose, se abrochó uno o dos botones más y apretándose fuertemente el cinto del pelafustán impuso silencio a todos los Cortesanos con una sola mirada de malhumor y sueño; quiero decir de ceño. –¿Qué hay ahora? –dijo Sancho. –¡Señor! –recitaron simultáneamente todos los acordantes–. Hemos recibido una visita que nos honra, nos ilustra y nos enaltece. Y esto diciendo se pusieron todos de rodillas, y cuatro reyes de copa introdujeron al recinto, sentado sobre unas andas, a modo de imagen de procesión, a un señor más lamido que ternero nonato, bien engominado él, bien afeitado, con corbata pajarita y una orquídea en el ojal delsmoking. Cuadrose Sancho en señal de reverencia y mandó depositasen en el suelo, donde quedó inmóvil la estantigua lo mismo que había entrado, con la barbilla apoyada en la punta del índice izquierdo en señal de meditación profunda. Visto lo cual, se entabló el siguiente diálogo: SANCHO.– ¿Quién es, Doctor, ese huésped ilustre?
PEDRO RECIO.– Es el Filósofo Mayor del Reino de Sepharlandia
El dibujante Marius ha pintado al Filósofo Forastero con una vaga resemblanza al ilustre Ortega y Gasset; pero puede ser cualquiera de los ilustres visitantes que nos honran de tanto en tanto con sus ilustres presencias y exigencias; y después, cuando han vuelto a sus tierras, con sus impertinencias. (N. del Prologuista).
SANCHO.– ¿Qué cosa es fisólofo? PEDRO RECIO.– Es el hombre que investiga las últimas causas. SANCHO.– No entiendo. PEDRO RECIO.– Vulgarmente hablando, es el hombre que puede hablar y habla de todo cuanto hay que saber del cielo y de la tierra. SANCHO.– Grande cosa habéis dicho, Doctor; y pregúntome yo ahora si hay fisólofos en mis reinos: porque sin duda es de oficio de buenos gobernantes fornir a sus ínsulas de cosa tan excelente. PEDRO RECIO.– Hay cuatro o cinco filosofillos insulanos, que ni se ven en el suelo, como suele decirse; pero ninguno puede compararse con el menor filósofo que venga del extranjero. SANCHO.– Y éste, ¿a qué viene, si se puede saber? PEDRO RECIO.– Ocasionalmente viene porque en su tierra se armó una trifulca de la gran flauta y lo han sacado echando humo, achacándole la culpa del dicho zipizape o trifulca: lo cual me parece exagerado. Pero principalmente viene a proponer a Su Prominencia y estos Supremos Acuerdos de la Ínsula un proyecto por el cual nuestra querida Ínsula va a ingresar de golpe en el concierto de las naciones más civilizadas. SANCHO.– (Con brío.) Venga ese proyecto. Extrajo Pedro Recio unos papeles de una arqueta de oro, y pusiéronse en orden los acordantes, el Acuerdo de los Pares a la derecha y el Acuerdo de los Nones a la izquierda, mientras el Filósofo era izado y sentado sobre una mesa con funda de guadamecí, y traían los ordenanzas rápidamente un pizarrón para marcar los votos. «El Filósofo Mayor de Agathaura propone al prominentísimo Gobernador General desta Progresista y Pinturera Ínsula: »Primero, la fundación de una Facultad de Filosofía y Letras Ocultas, y otra de Metafísica y Gnoseología Cognoscitiva, una de cuyas cátedras a opción ocupará el preopinante junto con la Dirección de dicha Facultad y 30000 escudos de renta anuales. »Segundo, que las Honorables Cámaras de los Pares y de los Nones de esta lustrada ylargaluz– iente Ínsula destinen la pequeña suma de 200000 escudos para una edición de lujo de las obras completas de los eminentes filósofos insulanos José Ingenieros, Agustín Álvarez, Juan B. Justo, Aníbal Ponce, José Barroetaveña, Almafuerte y Lisandro de la Torre, edición que dirigirá el preopinante y se repartirá luego gratuitamente a los pobres de los hospitales. »Tercero, que se reúna un Congreso Internacional de todos los Filósofos del mundo en la capital de esta pacifista y proficua Ínsula, pagado por el gobierno della, con el fin de protestar contra el batifondo que hay en la patria del Filósofo Preopinante a causa de la falta de libertad de pensamiento…
»Y a mí, Pedro Recio de Agüero, me ha tocado ser el portavoz indigno de este altísimo acontecimiento cultural». Y dicho esto, dobló la rodilla Pedro Recio y entregó los pergaminos reverenciosamente al morrudo y retacón jefe Supremo, que había estado todo el tiempo fruncido de morros y con los lampadares clavados en el Filósofo Preopinante. Después de lo cual, se puso de pie y apoyándose en el garrote, dijo: –Necesito hablar con este fisólofo. ¿Cómo se hace para hacerlo hablar? –Hay que ponerlo en una cátedra, apagar las luces y hacer profundo silencio. –Hágase así –dijo Sancho. Y en menos que canta un batitú –que suelen cantar más largo que los gallos– puntualmente todo fue hecho y ejecutado. Oyose entonces en el religioso recogimiento una voz dulzona y cantarina que decía: «¿Cuáles son las posibilidades de la existencia trascendental de una conciencia fenoménica? A tal filuda e insidiosa pregunta sólo cabe oponer una pareja interrogación: "¿Cuál es la relación de una conciencia fenoménica con el nódulo de lo noumenal?". Ya sé que el filósofo de Mazburgo, el aguileño Max Schoener, recusa la segunda parte y se ciñe precisamente al primer planteo. Pero, ¿es lícito a un filósofo que se precie de tal ignorar las implicaciones, aunque sean dialécticas, de sus propias posiciones fundamentales? En vista de lo cual, ardidamente respondemos: o la filosofía agrede el campo de lo antológico–noumenal, o la filosofía se convierte en literatura; y sea cual fuere la consternación de los escolásticos, que se propusieron convertir a la filosofía en una miserableancilla theologiae, ponemos como primera condición de posibilidad de una conciencia fenoménica en el orden de la existencia trascendental, ¿qué ponemos, sectores? Simplemente, como ustedes han adivinado, La Angustia, o sea la vibración apenas perceptible de lo Contingente en los límites de lo infinito…». –¡Basta! –se oyó la voz aguardentosa de Sancho en las tinieblas–. He comprendido. Enciendan las luces. Este asunto me pertenece a mí –continuó el Gobernador–; es inútil que estén preparando boletas de voto. Yo lo voy a resolver por la afirmativa, con tal que el señor Fisólofo Preopinante no rehúse la pequeña condición que le pongo, que será tener un torneo personal de tres preguntas por barba, a resolver por puntos, él y yo, mano a mano. –Yo, señor fisólofo –prosiguió Sancho al ver una ligera sonrisa de desdén en el fino rostro del sabio–, no me precio de sabihondo. No he estudiado entomología, o mejor dicho, etimología, o como se llame esa ciencia que usté nombró al principio. Diosgracia que me quede, de la poca escuela que mis padres me pudieron dar, mi pizca de Doctrina Cristiana, mi miaja de leer yescrebir, un poco de suma y resta para el gasto, templar una guitarra y un poco de cante a gañote seco o mojado, sea de iglesia, sea de los otros; eso sí, a matar un chancho y hacer una carbonada, no le cedo un punto a ningún bacán de mis reinos. Esto entendido, vengan sus tres preguntas, presuponiendo esto: que si usté vence, tendrá los 200000 escudos para eso que se dijo; pero si venzo yo, quedará usté obligado a hacer durante un año mi santísima voluntad, gusto y gana, a pesar de no ser usté ínsulo mío, ni cosa que se le parezca. ¿Choca o no choca? –Choca –dijo el sabio. –Pues véngase y juegue duro, que usté es mano. El sabio lo miró un rato con ojos relampagueantes.
–¡Defíname el yo trascendental de Fichte! –largó al fin de un saque, como lengüetazo'e sapo. Sancho la pensó un momento. –¿Cómo era? Repítame la pregunta. –¿Qué es, formalmente hablando, el yo trascendental fichteano? –replicó el sabio con imperio. –Eso que usté dice es… ni más ni menos… –Sancho se detuvo un rato; y después definió serenamente, eligiendo y pesando maduramente las sílabas–: simplemente la hiper–super– rinosis de la confabulación tricúspide que está abajo de las estrías del ornitorrinco. –Está mal –dijo el sabio–. Punto para mí. –Está bien –dijo Sancho. –Está bien –dijo el Capellán. –¡Usté no ha entendido una palabra! –gritó el sabio. –¡Usté tampoco! –contestó el Capellán. –Pun–to–para–na–die –proclamó el Maestresala, que hacía de rayero y de réfery–. A–nu–la–do. –Juéguese la segunda con lo que usté sabe. Véngase no más al humo. Largueló al á–de basto –le dijo Sancho haciéndose el taita, para disimular el miedo. –¿Qué cosa es el ornitorrinco? –envidó el sabio. –Es una cosa de comer –contestó Sancho audazmente, tirándose un lance, porque no tenía la menor idea. –Falso. Punto para mí –gritó el sabio–. El ornitorrinco es un paquidermo plantígrado de la clase de los ungulados, subclase de los palmípedos, que habita ciertas regiones de Australia y la América del Sud. –Está bien –dijo el Capellán–. Punto para el Filósofo Preopinante. –Pun–to –cantó el Maestresala, y lo pusieron. Sancho se puso meditabundo. –¿Cuáles son las cuatro letras del nombre de Dios en griego, hebreo, sanscripto y asiro– caldaico? –bramó el sabio. Al oír aquello, todos los Cortesanos quedaron consternados; sólo Sancho permaneció tranquilamente con las piernas cruzadas, acariciándose la mejilla izquierda; viendo lo cual, todos los Cortesanos cruzaron las piernas y se acariciaron la mejilla izquierda. –Ésas son cuatro preguntas y no una, señor fisólofo de mi alma… ¡Juego limpio aquí, manaya la porta miseria! –dijo Sancho con energía. –¿Cuáles son las letras del nombre de Dios en sanscripto entonces?
–No tomar el nombre de Dios en vano –saltó Sancho como un rayo–. Dios no tiene nombre. El nombre de Dios es su Hijo. Su Hijo es Jesucristo. Jesucristo no tiene letras, es una persona humana y divina. Apenas hubo Sancho proferido su estupenda y teológica respuesta, rompió en toda la sala un estruendo de chirimías, dulzainas, laúdes, atambores, atabales y ataúdes, celebrando ruidosamente el acontecimiento. Sancho se restregaba las dos manos de gusto, al mismo tiempo que protestaba modestamente: «Esto no es nada. Lo oí cuando era chico a un padrecito desos jesuditas que predicó para el Nombre de Jesús en mi pueblo». Después de lo cual se incorporó, y apoyando ambas manos sobre el garrote, como Ulises cuando se le murió el perro, preguntó a su vez al sabio, que lo miraba desconfiado: –¿Cuál es el ave que vuela más alto y más rápido? –El ave que más alto vuela es el halcón; y más rápido, es el colibrí. –Mal –dijo Sancho–. Punto para mí. El ave que vuela más alto y más rápido a la vez es el Avemaría. A la vez, se ha preguntado. –Está bien –dijo el Capellán. –Pun-to –cantó el Maestresala. El sabio sintió que le cruzaba por la periferia cerebral una mala palabra; pero la contuvo por respeto a la autoridad. –Segundo –prosiguió Sancho–. ¿Cuál es el ave que nació dos veces, nació en un pesebre y entre pajas, fue despojada de sus vestiduras y puesta en un palo por nosotros pecadores? El sabio se le quedó mirando a Sancho de hito en hito, con los ojos como boca de horno. –Hablando con toda reverencia –dijo–, la solución a esa pregunta no puede ser más que una: Jesucristo, el Dios de los cristianos. –Falso –dijo Sancho–. Punto para mí. Jesucristo no es ave. La respuesta es: un pollo asado. –¿Cómo un pollo asado? –Un pollo asado, señor mío, ni más ni menos, para que usté lo sepa, si no lo sabe. –¿Y el palo? –dijo el sabio. –El palo –dijo Sancho– es un asador de palo que se usaba en mi casa cuando el de fierro se descomponía. –Muy bien –dijo el Capellán. El sabio sintió que una blasfemia horrenda le irrumpía de la laringe a la mucosa bucal; pero se contuvo a causa del respeto a todas las religiones, que está en la Constitución Nacional. –Tercera –dijo Sancho–. ¿Qué es quisicosa –y es una sola cosa– que está más alta que Dios, más baja que el diablo, más profunda que el mar y más patente que el sol? El sabio sacó un lápiz y empezó a hacer cálculos en un papel.
–Rápido –dijo Sancho–. Esto no es juego de tablas. –El punto sobre la i de la palabra Dios –dijo el sabio. –Falso –dijo Sancho–. La D mayúscula es más alta que ése… –Pun-to –cantó el Maestresala. –El infierno, donde está tendido el diablo. –Falso –dijo Sancho–. El infierno, el diablo lo lleva adentro. –Pun-to –cantó el Maestresala. –La arena que está en el fondo del mar. –Falso –dijo Sancho–. La arena no es profunda, porque es el fondo mismo. Profundo es lo que está cerca del fondo y la misma palabra lo dice, por el fondo. –Pun-to –cantó el Maestresala. –Me doy por vencido –dijo el sabio–. ¿Qué es? –Nada –dijo Sancho–. Pero vení acá, pedazo de animal. ¿No ves que en cuanto te digo «más alto que Dios», ya no puede ser, porque no hay nada más alto que el Altísimo? ¿No sabes que cuando te espetan un apsurdo, lo primero que hay que hacer, una persona cuerda, es rechazar todo el resto, y no correr carrera ninguna con un tipo que hace largada con un apsurdo, que es largada falsa? El sabio sintió la tentación inminente de matar a Sancho rugir en todos sus lóbulos occipitales izquierdos; pero se contuvo por amor al quinto mandamiento. Pero Sancho se había bajado de su trono, y llegándose a la cátedra le había puesto al sabio el puño en las narices. –¡Y éste es el que pedía 200000 escudos para empezar –bramó Sancho–, como quien pide cuatro reales, sinvergüenza! ¡Doscientos mil escudos a ti, insolente, mal criado, luterano! Pero, ¿con qué garantías, roñoso? ¿Y dónde los tengo yo, piojoso? ¿Y por qué tengo que dártelos, aunque los tuviera, manyatrippa? ¿Y los huérfanos, mastuerzo de los demonios? ¿Y los leprosos, marisabiduelo de Satanás? ¿Y los enfermos de los hospitales, fachendoso de… bueno, de lo que todos saben? ¿Y los pobres de los conventillos? ¿Y los niños de la doctrina? ¿Y los que no tienen qué comer? ¿Y las doncellas sin dotes? ¿Y las maestras sin puesto? ¿Y los maestros correntinos? ¿Y…? Pero el sabio entonces, viendo que la tomaba por las tremendas, perdió la retentiva y exclamó en el más puro acento catalán: –Chicu, tumenuz el purtante –purq' ezt' animal– es muy capaz pur las trazes –d'hacernuz una perreríe d'aquellez… Y echando por encima de la cátedra las piernas, descubrió debajo del pantalón de seda Grósvenor Square, un par de alpargatas sudadas y unas medias a rayas bastante sucias, con unos
pies probablemente lo mismo, que intentó poner, como se dice, en polvorosa. Pero por suerte el Alférez lo cazó por la nuca, y lo dejó suspendido como abadejo en percha. –He ganado –proclamó Sancho triunfante–; y en consecuencia he aquí mis voluntades. El señor fisólofo partirá hoy mismo con esos padrecitos misioneros gallegos que vinieron ayer a despedirse para dar una misión en Estación Bosch (Cinco Cerros); no de changador –por esta vez– sino de secretario dellos, para anotar los matrimonios, enseñar la doctrina, visitar los ranchos en busca de bautizos, bendecir las casas y preparar comuniones desde los llanos de Balcarce hasta las selvas de Misiones. Allí podrá ver de cerca a la gente de su propia tierra, y de todas las tierras del mundo, lo que es el mundo, lo que es la gente y lo que es la vida. Y conocerá las necesidades de esta tierra y la fisolofía de ella. Y después de un año vendrá aquí, y hablaremos de fisolofía. Que no la despreciamos tampoco, como se habrá visto por las muestras… Dicho lo cual, dio el feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en un gato con relaciones y un perro sin ellas, acompañados de un combate naval entre cruceros británicos y alemanes, con resultados desfavorables para todos, menos para el Uruguay.
7. El Profesor de Poesía Apenas hubo el rubicundo Apolo asomado su refulgente faz y sonrosado rostro por el lado de la Banda Oriental, «donde el sol siempre nace y no se pone», como dijo Artigas, cuando arrancaron al nuevo Gobernador de la Biblioteca, donde había pasado la noche leyendo el Martín Fierro, y lo llevaron al Salón de los Consejos Constitucionales para resolver los asuntos del día. Inmediatamente el Maestresala introdujo a un señor de levita y cilindro, diciendo: –Prominencia, éste es un señor profesor universitario que desearía hacer un donativo filantrópico a nuestra brillante Ínsula. –Me parece estupendo –dijo Sancho–. ¿De qué se trata? –Prominencia –dijo el señor refulgente–, yo soy profesor titular de Literatura en la Universidad de Buenos Aires, de Retórica y Poética en la de La Plata, de Crítica Literaria en la de Tucumán, de Historia Evolutiva del Cine Hablado en la de Cuyo, suplente de Literaturas Nórdicas en la del Litoral, y catedrático de Historia de la Literatura en los Colegios Nacionales Cornelio de Saavedra y Aníbal Ponce, de esta prodigiosa Capital. Como en todas partes digo más o menos lo mismo (unos apuntecitos sacados de un libro alemán desconocido que me hice cuando joven) y me ocupo a ratos perdidos de preparar bochados y compra–venta de propiedades, «estoy» bastante pudiente, y quisiera, con venia de Usía, ahora que se aproxima mi jubilación, acabar mi próspera y patriótica vida como la empecé, donando la cantidad de 100.000 escudos al Estado para la fundación de una nueva Universidad en la ciudad de Bahía Blanca o Puerto Madryn, o sea el Estudio de la Poesía Moderna, llamada Misrahit Ashamel, porque yo, aunque me esté mal el decirlo, soy israelita, pero de corazón cristiano, los cuales 100.000 escudos, juntos con una subvención de otros 100.000 mensuales que pondría el Gobierno, sostendrían el claustro profesoral por el momento, del cual yo sería Decano provisoriamente, pero con derecho hereditario para mi hijo primogénito hasta la séptima generación, con el objeto de aplicar un método de mi invención al estudio metodológico y científico de la poesía moderna. Señor Gobiernador –continuó el profesor al ver que Sancho no soltaba palabra, mas lo contemplaba con los ojitos entrecerrados como un gato viejo–, usté ha visto la copiosa floración de poesía que produce nuestra rodrigona y redundante Ínsula. De las muchachas que estudian, la mitad se hacen maestras, la otra mitad poetisas. Además de ésas, hay muchísimos poetas que no
han hecho ni tercer grado, sin contar las mujeres. Los libros de versos que se publican en el país, la mayoría a todo lujo, bastarían para sufragar, según las estadísticas, dos grandes leproserías y un asilo para hijos de leprosos sin que tuviese ya que cansarse bailando para eso el pobre Patronato de Leprosas Mentales. Toda esa materia prima, bien canalizada, podría convertir a nuestro país en el Primer Productor Mundial, si no en calidad al menos en cantidad, de libros de Poesía Moderna. He aquí mis patrióticos anhelos, los cuales ofrezco de corazón a mi patria adoptiva. ¿Mi plan? Mi plan es sencillo y suave –prosiguió el sabio, después de un mudo silencio insomne–. Como todos saben –desde que yo empecé a enseñarlo– la poesía antigua era desordenada: Cervantes la comparó a una bellísima princesa que danza en medio de un coro de otras doncellas, que son todas las otras ciencias. ¿Quién va a estudiar científicamente una mujer que danza? La poesía antigua es inclasificable; y la razón es que consta de tres cosas: sentido, ritmo y rima, con las cuales se pueden hacer infinitas combinaciones; pero la poesía moderna se puede clasear científicamente y yo la he claseado en seis clases, a saber: Con sentido con ritmo sin rima: verso libre; Con sentido sin ritmo con rima: lugonoidea; Con sentido sin ritmo ni rima: prosa poética; Sin sentido con ritmo con rima: jitanjáfora; Sin sentido con ritmo sin rima: logofluncia; Sin sentido sin ritmo ni rima: gagarroica. Como ve muy bien Su Prominencia, esto abre a la ciencia posibilidades infinitas. Tomemos un ejemplo cualquiera, manera breve de probar las cosas. Aquí tenemos estas Décimas aparecidas en una revista argentina culta, de ésas que aparecen cuatro cada primavera para morir en la primavera próxima. Bueno. Apenas las oiga, Usía verá que pertenecen al género jitanjáfora. Atención. Décimas (De la novia) En desnudas maravillas rompiendo la noche, alcanza la soledad de su danza compañero de rodillas. Si agita el laurel a orillas de su canto, en la mañana con talle de nardo gana la pampa del cielo y sube en las manos de la nube a la edad de la manzana…
Apenas sonó el décimo verso, interrumpió Sancho al Doctor, que con los ojos en blanco y penetrado tono declamaba, para preguntarle a quemarropa. –¿Qué le hizo? –¿Quién? –La novia al tipo. ¿Qué le hizo después de esto? –Eso no interesa para nada a la Ciencia, Prominencia –contestó el Doctor, resentido–. Son asuntos personales. La Ciencia considera objetivamente el poema y se plantea las siguientes cuestiones: 1. ¿Quién alcanza la soledad de la danza? ¿Es la novia, es la noche, es el compañero de rodillas o es simplemente el mismo poeta? 2. ¿Cuál es la edad de la manzana, la mano de la nube, la orilla del canto, la soledad de la danza y la rotura de la noche? 3. ¿Por qué ley física o cosmológica el que agita un laurel a orillas de un canto produce que el compañero de rodillas con talle de nardo gane inmediatamente la pampa del cielo, lo cual de otro modo no es posible en modo alguno? 4. Dejando para otra clase tres cuestiones profundísimas, vamos a la cuestión–clave del poema entero. «Compañero de rodillas»… ¿es un compañero que está de rodillas, o es simplemente un compañero de las rodillas, como si dijéramos las ligas, las corvillas o la raya del pantalón? Pero aquí surge una duda seria. Las rodillas, ¿son las anatómicas rodillas fémur–tibio–peroneales o son las rodillas que las sirvientas gallegas emplean para el secado? Toda la intención y la metafísica del poema se da vuelta capicúa según Usía adopte una u otra sentencia. Wilamovitz, Cachini, Rodolfo Arteta, Goycochea, el doctor Martínez–Juárez y Martín Gil están por la primera interpretación. Los fundamentos no son de ningún modo despreciables. Los expone mi colega el eminente crítico Rodolfo Arteta en su libro Rodillas y argentinidad literaria, Editorial Papel y Delincuencia, Buenos Aires, 1939. En brevísimo resumen son los siguientes, y estenme atentos sus señorías: «El compañero está de rodillas, pongamos, haciendo sus oraciones de la noche en piyama. Si está de rodillas, no puede danzar, he aquí la soledad de la danza, la cual se queda sola y plancha como decimos, con que "la noche rompe en desnudas maravillas", es decir el cielo estrellado aparece a los ojos del poeta. Pero llega la novia en un piyama verde –con talle de nardo– y subiéndose por un laurel que se agita –naturalmente– salta la tapia, la cual llama metafóricamente el poeta "las orillas de su canto". Con esto se pone el poeta tan alegre como un chiquilín de edad de un año con una manzana y agarrándose del humo del cigarrillo como mano de nube, sube al cielo que se puede comparar con la pampa, porque ya ha llegado la mañana y está color rucio o bayo barroso». ¿Qué pasa entonces? Vamos a la segunda décima. –Basta –dijo Sancho–. Me parece que ese verso es inmoral. –Es muy posible, señor –dijo el Doctor–. ¿Por qué, si no, hacerlo tan oscuro? Pero eso no tiene importancia ya que, como Usía sabe, el arte es independiente de la moral. –Lo sé perfectamente –dijo Sancho–. Y ahora quiero proponer a Su Sapiencia unas décimas que estuve haciendo despacito de mientras usté hablaba, que aunque improvisadas, le he dado un fondo físico y teológico, y quiero antes, de decretar nada, oír el parecer de Su Sapiencia.
Enderezose Sancho con gravedad y prosopopeya, y como Sancho se enderezó, enderezáronse todos los Cortesanos con gravedad y prosopopeya, mientras siete taquígrafas se aprestaban a tomar sus gobernariles palabras. Hecho lo cual, recitó Sancho su poema diciendo: Yo vide un caballo tiple en una maroma enhiesta. Miré bien y era una fiesta de triángulos con tomate. «¡Dele –le dije–, en el mate, total, para lo que cuesta!». Yo vide una demagogia bailar con un basilisco. Miré bien y era un pedrisco de mayonesa con cloro… «¡Ah, loco –le dije–, loro no te hagás el obelisco!». Yo vide un tigre con bata en un adjetivo abstracto. Miré bien y era un impacto con vaina y dulce de leche. «¡Pongalón en escabeche –les dije–, está putrefacto!». Yo vide una vaca afónica patiar contra un alambrado. Miré bien y era un pescado que estaba amasando adobe. «¡Si no tiene, pase o robe –le grité–, pero al contado!». –¿Qué me dice usté de mi poema, Sapiencia? El sabio se había puesto a exclamar tocando el cielo con las manos. –¡Soberbio! ¡Estupendo! ¡Bestial! ¡Genial! ¡Aplastante! ¡Con un sentido esotérico profundísimo! Toda la teología católica resumida en cuatro décimas. ¡Ni Paul Valéry, ni Jorge Guillén, ni Herrera Reissig en sus últimos años, ni Luis Franco, ¡qué digo!, ¡ni Ricardo Molinari, ni Marcos Fíngerit son capaces de concentrar tal suma de pensamiento, malicia, emoción y rutina! ¡Señor Gobernador, permítame que me ahinoje a sus pies sagrados como al más divino poeta destos tiempos, y que escogite ese fantástico poema para mi primer curso en la Facultad de Poesía Moderna, que yo desde este momento doy por fundada y hecha, desde que los cielos nos han dado un Gobernador Poeta! –Perfectamente –dijo Sancho–. Vengan los 100.000 escudos. –Perdón, señor Gobernador. Venga primero el decreto. –¡Vengan los 100.000 escudos!
El Doctor vaciló un momento. –Quiero ver el decreto –dijo. Descendió Sancho posadamente las gradas del trono y llegándose al sabio, que se incorporó al instante, lo asió de las solapas, y lo sacudió amablemente diciendo: –¡Vengan los 100.000 escudos! Demudose horriblemente el profesor –¡quién sabe lo que le vio a Sancho en los ojos!– y sacando del bolsillo del pantalón un envoltijo de trapos viejos, que dejaron el piso a la miseria, desenvolvió después de muchas vueltas cien fragatas nuevecitas. Manotió Sancho el tapado como un refucilo, y mandando al Alférez que atase al dueño de pies y manos, dictó el siguiente Decreto Considerando: 1. Que en la Agathaura hay actualmente superproducción de poesía moderna, la cual no se puede colocar en los mercados… 2. Que el papel y la mano de obra están cada día más caros y la radio abarrotada… 3. Que nuestra Ínsula en su generalidad no está todavía preparada para asimilar la poesía superfina de los poetas extranjerizantes… 4. Que so pretexto de poesía hay cada circulillo literario de alacranes, holgazanes, maldicientes, vagos, borrachos, engrupidos, idos, paranoides y macaneadores que da miedo… 5. Que… Pero en este momento el Maestresala pegó un golpe tremendo en un gong anunciando el fin del trabajo y la hora del reposo. Frunciose un poco el Gobernador y deseó rematar la tarea; pero no queriendo fatigar su Corte, dijo: –Quédese para mañana este Decreto sobre los poetas, que en Dios y en mi ánima, o me va a costar la vida o va a ser la más famosa y formidable pieza de legislación que han visto los siglos presentes ni esperan ver los venideros. Dicho lo cual, dio el feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en el Concejo Deliberante desde el punto de vista jurídico, religioso y literario acompañado de una meningitis con uva de Mendoza destilada en ácido sulfúrico y palo campeche, al mismo tiempo que siete bayaderas declamaban a coro la siguiente composición poética, producto del estro de Sancho en sus años juveniles: El Diluvio Noé en su Arca tuvo ñanduces, tuvo pájaros en gran escala. Tomaba leche a cucharones, y los huevos con una pala, de churrasco comía elefante, de vigilia comía ballena, y de mosto marca Graffigna se mandó la recala llena, y decía el viejo catando su buen moscato sanjuanino: «¿A mí el agua qué se m'importa, con tal que no entre dentro'el vino?».
La primera noche'el Diluvio se encerraba Noé en el Arca trancándola con una tranca más solemne que un patriarca; en ese instante se desatan las cataratas del abismo. Noé dice: –«Stá yovisnando. Pero aunque me yueva, é lo mismo. E si s'inunda lo potrero, lo lechero farán su agosto. A mí l'agua non mi fa niente, peró que no me dentre al mosto». La segunda noche'el Diluvio le pregunta Noé a Rebeca: «Che, vieca: ¿cuánta pulga metiste; queré decirme un poco, vieca?». –«¡Y… metí no má un casalito, como estaba mandao, abaco!». Y responde Noé enojado: –«¡Aquí hay más de dó pulga, caraco! Pero anque haya dó miyone, e anque haya trentamil y pico, e anque haya il diablo bicorno, esto vino está moy moy rico». La tercera noche'el Diluvio le dolió a Noé la cabeza de ver ahogarse tantos tipos que no habían ganado el arca. Le querían dar abluciones, una purga y una compresa. Pero entonces había que verlo, cómo se puso el Patriarca. «–¡Déquense d'embromar con l'agua ni siquiera en baño de asiento! ¡Demasiado agua hay de afuera, no me vengan con l'agua adrento!». Envío Patrón Noé, patrón Noé, que se nos hunde el arca nuestra. En tu tiempo al menos hubo agua para el pobre, y al rico, vino. Pero en este tiempo el champán no va a dejar un pan de muestra. Y vamos a morirnos de sed, con un lujo heliogabalino. Patrón Noé, si no estás ahora más borracho que don Bepo, ¡Oh inmortal patrón de la cepa!, si no estás por borracho al cepo, manda a los pobres santiagueños lo que voy a pedirte yo: ¡Que se harten los politiqueros de vino hasta que «ya no quepo». Pero manden a las provincias toda el agua que les sobró.
8. Los dos muertos Apenas había el bermejo Apolo enviado al trasluz de las plomizas cortinas su blancor pesado y cadavérico –pues era un día nublado–, cuando se despertó el nuevo Gobernador con un horrendo dolor de cabeza, y después de rezar su oración matutina, tomar una aspirina y fumar un toscano, se dirigió calmosamente al Salón de las Primeras Providencias a despachar los asuntos del día. No bien se hubo sentado a tientas, oyose un horrísono rodar de cadenas, y viose ingresar al doctor Pedro Recio vestido de demonio acompañando a dos fantasmas con sudarios blancos, calavera, cola y sus grandes grillos, gatos negros, grimorios y linternas de verdoso luminar, como es de protocolo en tales casos. Despavoriose no poco Sancho I el Único al ver tamaños vestiglos y, apoyándose en su fiel tranca, gritó con voz perentoria: –¿Quiénes son éstos? –Son dos muertos, Prominencia –repuso Pedro Recio–, o por lo menos son dos que quisieran estar muertos, si es que por caso están vivos. –¿Y qué piden de mí los muertos? –Piden justicia, señor Gobernador, o por lo menos misericordia.
–Pues que arranquen de aquí súbito al trono de Dios –dijo Sancho irritado. –Éstos no están atados por el juicio de Dios, Prominecia, sino por el macaneo de los hombres… Y aquí quedan ustedes, que yo rajo –dijo académicamente el doctor Tirteafuera, haciéndose humo al instante–. Después de lo cual se entabló entre Sancho y las dos fantasmas el siguiente diálogo: SANCHO.– Adelántese el primero y exponga su querella. FANTASMA 1.– Señor Gobernador, pido que se me dé por muerto. SANCHO.– Moito agrazado. ¿Quem es vosé? FANTASMA 1.– Soy un tripulante de la cañonera Tritonius I. SANCHO.– ¿Domicilio? FANTASMA 1.– En el fondo del canal de la Mancha, hundido por un torpedo enemigo. SANCHO.– ¿Está de veraneo en mi Ínsula? FANTASMA 1.– No, señor, ni por pienso, sino que no puedo morir legalmente a causa de los comunicados; y habiendo oído hablar de la recta y fiel justicia de Su Prominencia, hemos venido a requerirla para nuestro caso. SANCHO.– No entiendo eso de los comunicados. FANTASMA 1.– Señor Gobernador, el día que se hundió valerosamente nuestro heroico y pequeño buque, salieron tres comunicados oficiales anunciando el primero que el buque no había sufrido ningún ataque, el segundo que sólo tenía ligeras averías, y el tercero que toda la tripulación había sido recogida a tiempo por el Macandale–Ship. Y éste es nuestro dilema. Realmente estamos muertos, pero legalmente no gozamos de ninguno de los beneficios de la mortandad. SANCHO.– Medrados estamos. ¿Y qué puedo yo para el caso? FANTASMA 1.– Simplemente decretar que, así como estoy muerto deveras, muera yo también de mentirijillas y mi mujer quede viuda del todo. Cuentas claras, señor Gobernador. Porque uno es un espíritu incorpóreo, señor Gobernador, pero no crea, lo mismo le duele a uno ver que su mujer ya comienza a ponerse paqueta y hacer buenos ojos a los festejantes, sin esperar, por decencia ninquesea, el desmentido oficial de los tres comunicados, y la confirmación de parte del Gobierno del hundimiento del buque. Eso me parece hasta poco patriotismo. ¡He muerto en el mundo real: quiero morir también en la propaganda! SANCHO.– ¿Y cuándo fue ese hundimiento, por si acaso? FANTASMA 1.– Señor Gobernador, hace siete meses contados. SANCHO.– Medrados estamos, buen hombre, o buen ánima bendita, o magüer seáis maldita. Haceos allá, que yo tomaré en consideración vuestro asunto y proveeré como sea debido. Dicho lo cual, desapareció la fantasma primera con una explosión como una centella, mientras la otra fantasma ejecutaba por el salón una especie de danza macabra o galop infernal, cantando la marcha fúnebre de Saint–Saëns con horrorosos aullidos y lamiendo con la cola las paredes y
el suelo del recinto, como una babosa de humo. Después de lo cual se cuadró en seco, hizo su reverencia y continuó el interrogatorio: SANCHO.– ¿Estáis bien muerto, buen hombre? FANTASMA 2.– Sí, señor; pero sin novedad alguna. SANCHO.– ¿Qué pasó? FANTASMA 2.– Señor Gobernador, a mí me han envenenado con gases. SANCHO.– ¿No está prohibido eso en la guerra? FANTASMA 2.– Lo está; pero es que no me envenenó el enemigo, sino el maldito sargento Celedonio. SANCHO.– Pues andad a quejaros al Comando. FANTASMA 2.– Señor, el Comando es un sinvergüenza. Para más claridad, yo estaba en un profundo sótano de la línea Sigfrido–Maginot–Stalin, porque yo con otros seis compañeros soy el Superintendente encargado, con perdón de Usía, de la limpieza interior o sea cloacal. Estábamos los siete muy garifos, y va el animal del sargento y en vez de dar vuelta la manivela del oxígeno de respirar, ¿no va el animal del sargento y da vuelta la manivela del gas mostaza, que tenemos preparado en el fondo del subterráneo para un caso que el enemigo lo use primero? Siempre dije yo que Celedonio iba a acabar por meter la pata. Lo malo es que me tocó estirar la mía. Hay cada sargento, Prominencia, más bruto que mandado a hacer a medida. SANCHO.– ¿Murieron todos? FANTASMA 2.– Yo solamente, señor, modestia aparte. Los otros se pusieron la máscara; pero la mía estaba descompuesta. Todas las considencias se juntan en un día, cuando uno amanece con mala pata. Pero de eso no me quejo. Nunca fui hombre de suerte. Lo realmente inicuo es que el Comando publicó ese día un parte oficial, y, ¿qué decía el parte oficial, Prominencia? Decía simplemente estas abominables palabras que oirá su Promimanencia: «Sin novedad en el frente». SANCHO.– ¿Sin novedad en el frente? FANTASMA 2.– ¡Sin novedad! ¡Sin novedad! ¡Horrible y abominable! ¿Y yo no soy ninguna novedad? Eso es lo que me repudre a mí, señor Gobernador. Yo era un pobre musolino que me ganaba el pan limpiamente, sí señor, que me lo ganaba. Un día aparece un decreto diciendo que tenía que salir de mi casa a defender la civilización, a proteger al país de Paflagonia que es un país a seiscientas leguas del nuestro, el cual había sido agredido por el enemigo del género humano, que si yo no marchaba, la vida ya no era digna de ser vivida; y finalmente, que si yo no marchaba rápido, me pegan cuatro tiros por la espalda. Todos esos argumentos me emocionaron. Yo marché. Y viene el animal de Celedonio y me liquida a contramano… ¡Y tienen el tupé de decir que no hay novedad en el frente! ¡Para eso me sacan de casa con tanto estrépito! ¡Como si yo no me tuviese que morir lo mismo un día, y entonces por lo menos era una novedad para el vecindario! Miró el Gobernador con interés a la pobre fantasma, y después de meditar profundamente un rato, cosa que no pudieron hacer los Cortesanos por hallarse ausentes, volviose al duende y le dijo:
–Ánima bendita, sentaos en esa mesa si sois escribano y ayudadme a redactar mi pragmática. Sentose la fantasma como pudo. Y Sancho le dictó el siguiente Decreto En uso de las atribuciones que nos confiere el pueblo soberano y considerando el estado de guerra en que se encuentra la fantasía de la gente de nuestra Ínsula, vengo en ordenar y ordeno: 1. Créase una Comisión de Censura para los comunicados oficiales del extranjero. 2. Impónese un impuesto de un centavo oro por línea a los telegramas de guerra, artículo superfluo y de lujo mucho más que los cigarrillos. 3. A todo el que publique noticias falsas se lo multará en 5000 patacones, y en 500000 patacones si la noticia es dañina al prójimo o perturbadora del sentido común. 4. Con el dinero de los dos rubros anteriores se fundarán dos Institutos Superiores de Investigación Científica; el primero, encargado de averiguar lo que es a través de lo que se dice; y el segundo, encargado de distinguir lo que nos importa de lo que no nos importa. 5. Cada Instituto pasará un parte oficial por quincena a esta Alta Administración, la cual lo publicará en el Boletín Oficial. 6. Todo el resto de la información diarera se declarará palabras cruzadas, y se prohibirá su lectura a los menores de edad. Fírmese, refréndese, archívese, comuníquese y, sobre todo, cúmplase. Sancho, Gobernador Apenas la fantasma, que se había apartado respetuosamente al firmar Sancho, tuvo en sus manos el colosal decreto, cuando rompió en una risita de demonche y se precipitó con el papel por la ventana, como una exhalación. Oyose al mismo tiempo un ruido horroroso, como si el mundo se viniera abajo y una densa oscuridad cayó como un crespón sobre la ciudad, que al mismo tiempo se pobló de alaridos de espanto. Corrió Sancho a la ventana y vio su querida capital iluminada por los fatídicos resplandores del incendio. –¿Qué pasa? ¿Es que han entrado otra vez mis enemigos? –gritó Sancho consternado. –Se ha hundido el edificio de La prensa y se ha apagado la farola –gritaron de abajo las gentes aterrorizadas. –Estamos perdidos –chilló el Gobernador entonces. Y despertó sobresaltado, comprobando que los dos chorizos en pimentón que cenara le habían jugado una broma pesadilla. Visto lo cual, mandó inmediatamente que se iniciaran los festejos, los cuales consistieron en ese día principalmente en la estatua de Sáenz Peña con su familia desde el punto de vista jurídico, económico, social y mnemotécnico, acompañada de un desfile de toda Buenos Aires a contramano por la calle Florida.
9. El Sábelotodísimo
Apenas hubo el rubicundo Apolo despabilado su luz cenicienta y subconsciente sobre la ciudad lluviosa, cuando se lavó la cara el nuevo Gobernador y tras cuatro estirones y bostezos multiplicados y de perseguir hasta la muerte a un grano de tabaco con resorte –como se llamaban entonces las pulgas–, ingresó en la Sala de las Oportunas Ocurrencias a resolver los asuntos del día. No bien se hubo sentado, cuando entró el doctor Pedro Recio con un señor bajito, gordito, pelo gomoso, bien peinado y con sutiles bigotitos paréntesis, como cejas de chino japón, el cual no venía caminando en cristiano, sino a lo indio, en cuatro patas y poniendo el oído a tierra de vez en cuando, mientras daba unos gruñiditos que decían: «Hola, hola!». Espeluznose Sancho al verlo y preguntó al Real Mayordomo: –¿Quién es eso? –Es el Sábelotodísimo. –¿De qué se ocupa? –De dar conferencias al Magisterio. –¿Y qué pretende? –Ser nombrado Director General de Instrucción Gratuita y Jefe de la sección En el Dominio de los Conocimientos Generales de la Prensa de la Ínsula. –¿Y por qué gatea? –Esplendencia, no gatea; está tomando el pulso de los rumores del mundo. Es el gran aguaitador del mundo moderno. –Entonces que me hable de la guerra –dijo Sancho resuelto–, que es una cosa que aquí nadie se entiende. –Perfecto –dijo Pedro Recio, y tomando una manivela de automóvil la encajó en un buraco que tenía el interfecto en el occipucio, dándole cuatro vueltas. Brincó el Sábelotodísimo, púsose en dos remos, dio cuatro o cinco zapatetas en el aire y volvió a cuadrúpeda estación, poniendo la oreja sobre el piso para escuchar el tronar de los cañones, el brumbir de los eroplanos y las concitadas voces de mando de los mariscales. Hizo silencio todo el mundo y el Sábelotodísimo empezó a captar con pausados manotones de los dedos en gancho, a manera de mesmerismo, las ondas etéreas de todo el universo, después de lo cual empezó a decir con palabras posadas y sonorosas como si vinieran de un antro: –De fuentes fidedignas… –y volvió la oreja al suelo por un largo rato– me llegan versiones autorizadas… –y otra vez escuchó largamente, como pachón tras un rastro– de que los círculos generalmente bien informados… –y vuelta a escuchar la madre tierra– inducen al desmentido del almirantazgo nazi –y aquí empezó a escuchar con la otra oreja– sobre la conferencia del führer inglés –con grandes muestras de agitación– y el gauleiter italiano –pleno alborozo– que no se ha de creer absolutamente nada de lo que por Unite Presa propaló el otro, por ser un truco de la propaganda enemiga; sino que al contrario, los otros fueron los que tiraron las bombas en el hospital de niños de teta, mientras ellos no hacían sino tirarlas en el agua y en unos grandes recipientes con algodón adentro, que estaban preparados para el caso. –Eso ya lo sabíamos –dijo Sancho– desde que empezó esta guerra. Lo que aquí se desea es saber cómo va a acabar.
Puso la oreja otra vez el interfecto sobre la baldosa, y luego con toda precisión anunció quién iba a ganar la guerra y por qué causa, a partir de la ideología de las partes contrayentes y del tratado de Westfalia, detallando quién tenía razón, quién era el criminal, quién había previsto todo hacía treinta años, por qué razón estratégica y cinegética tenían que vencer siempre los amigos de la democracia, cómo se había de arreglar Europa después de la victoria y cómo se podría afianzar con toda seguridad por tres siglos y medio la Paz Perpetua de Kant, el Desarme Universal de Wilson y el Progreso Indefinido de Augusto Comte, proponiendo de paso un nuevo Reglamento para la Sociedad de las Naciones. Escuchó Sancho todo ello con visible seriedad y reverencia, aunque por dentro con las más serias dudas; por lo cual todos los Cortesanos escucharon también con visible seriedad y reverencia, aunque por dentro pensando todos en farras, bebidas y en citas con mujeres bonitas y divertidas. Después de lo cual, preguntó Sancho bruscamente: –¿Está seguro? –Esplendencia, soy el Sábelotodísimo. –¿Y qué más sabe, además de esto de la guerra? Para un caso de probar a ver si es seguro… usté comprende. Lo que usté quiera, Esplendencia. –Por ejemplo… –Por ejemplo, digamos, así de pronto: «El viático de la Pedagogía», «San Pablo joven–viejo y viejo–joven», «El enfoque binocular panorámico», «Pilatos, la Iglesia de las Iglesias», «Lord Bacón y Séneca», «Bajo el signo de Artemisa», «La envidia, como procedimiento pedagógico de los jesuitas», «Saberlo todo y no saber nada», «Réplica prepóstera de Sócrates a Renán», «El chico precoz de Reconquista», «Moisés, Licurgo y Solón como pedagogos», «La educación de la mujer», «Jenofonte, primer antifeminista», «Castellanidad y andalucismo» Títulos de las conferencias pagas pronunciadas por Ramón Pérez de Ayala en la Ínsula; menos la última, pronunciada por un discípulo. (N. del Prologuista).
–¡Alto! –dijo Sancho–. Esa castellanidad ¿se refiere por ventura a mi amigo el padre Castellani, un cura de la Quinta Columna, que anda suelto por ahí con permiso de los superiores? –De ninguna manera, Esplendencia. Se refiere a Séneca, que por ser andaluz, no pudo ser castellano. –Pero entonces éstos parecen títulos de novelas policiales… –meditó Sancho. –¡Cualquier día! Es pedagogía pura, Esplendencia. Pedagogía importada. Con esta pedagogía estuve yo educando a España durante veinte años; y acabó en una revolución que por milagro de Dios no salí muerto. –Me parecen demasiadas cosas –dijo Sancho meditabundo. –Sé muchísimas más, sin comparación, Esplendencia, como puede ver usted en La Nación del 21 de septiembre de 1940, una columna entera en cuerpo 8, solamente el resumen de los títulos de los puntos que voy a tocar en mis conferencias al magistral magisterio argentino. –¿Y de Hipólito Yrigoyen, qué opina usté?
–¿Yrigoyen? No lo conozco. Pero si usted me dice quién fue, lo puedo comparar con Hipólito Taine o con San Isidoro de Sevilla, el cual fue precursor de D'Alembert y el primer enciclopedista. –¿Cómo dice? –dijo Sancho algo inquieto. –Enciclopedista. –Mire; a mí los pedagongos y los ensiclonpedistas no me hacen muy feliz, sacando cuando uno anda farreando en un boliche entre amigos; porque hay que respetar a las personas cuando uno anda entre gente seria… –Y, sin embargo, son necesarios –dijo el interfecto–, y yo mismo soy un enciclopedista, y no de los peores. –Y dejando esta materia, que tiene sus bemoles, ¿qué otras cosas sabe usté, así de cosas prácticas para el buen gobierno de las ínsulas? –Pues señor –dijo el Sábelotodísimo–, en materia que roce la Filosofía Natural, el Derecho Positivo, las Bellas Letras, el Teatro, Troteras y Lanzaderas y materias afines, yo puedo hablarle sencillamente de todo, lo que se dice de todo. Levantose al oír esto Sancho pausadamente y después de hojear unos papeles y hablar al oído a un policía secreto que tenía al lado, espetó al hombrecito de la gomina el siguiente valecuatro: –Y dígame, señor, sabiéndolo usté todo, ¿cómo es que no sabe que en este momento su mujer está en el hotel agradablemente entretenida con un aprendiz de peluquero? Dio un salto al oír esto el interfecto cuadrupedante, y dando un bramido espantoso de marcado acento español viró, picó y salió castigando para la puerta, derribando a este doctor Pedro Recio que quiso atajarlo, y gritando despavorido: «¡Lo pensé! ¡Lo pensé! ¡El médico de su honra! ¡El médico a pa los! ¡La mejor venganza, el cielo! ¡Ya me parecía a mí que algo de eso había, la mosquita muerta!». De lo cual no poco rió Sancho, viendo que sin tener él la menor idea de si la mujer del Sábelotodísimo ni siquiera existía, le había dado justo en la mitad de la tetilla izquierda, guiándose por ese axioma general de lógica que el hombre que lo sabe todo no sabe ordinariamente lo que interesa a su vida, ni siquiera a su vida eterna, como hizo notar el Capellán del Reino en un erudito y elegante sermón subsiguiente, cuya memoria se conservó largo tiempo dentro la circunvalación de aquella pacífica y comedida Ínsula. Después de lo cual, dio su feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día exclusivamente en el masculino singular y el femenino plural de la palabra tilingo.
10. El Estudiante de Tucumán Apenas hubo el rubicundo Apolo descorrido con sus nacarados dedos los negros cortinones de las tinieblas, cuando arrancaron a Su Majestad el nuevo Gobernador del cuarto de baño donde estaba afeitándose y lo llevaron de prisa a la Sala de las Discretas Disposiciones para atender los negocios del día. No bien se hubo sentado al trono y empuñado la tranca cuando entró el Capellán trayendo de la mano a un jovencito lampiño de arreboladas mejillas, brillante testa peinada al medio y bicolor boquita abierta, el cual vestía impecable temo y traía en la diestra una lanza con un banderín enhiesto. Plantose el jovencito delante del trono, y apoyándose en la lanza como un Cid Campeador, lanzó este grito:
–¡Paso a los jóvenes! ¡Abajo los viejos! ¡Muera la gerontocracia! Mirolo Sancho de arriba abajo y volviéndose al Capellán sin más respuesta, le dijo: –¿Qué es esto, Reverencia? –Señor Gobernador –informó el Capellán–, recordará su Esplendencia que no ha mucho le presenté un viejo solemne que pretendía se le entregaran los cargos fiscales por el solo hecho de ser viejo y ser solemne. Ahora le traigo el caso contrario. –¿Y qué hicimos entonces? –preguntó Sancho–. No recuerdo bien si lo sacamos a patadas o lo hicimos correr con un perro rabioso… –Creo que lo nombramos Taquígrafo del Concejo Deliberante –dijo el Capellán–. ¡Pues bien! Ahí queda su Esplendencia con el interfecto, que yo tengo que rezar el Breviario. Volviose Sancho al adalid, que había puesto el dedo pulgar de la mano derecha en el bolsillo izquierdo del chaleco; y se entabló entre los dos el siguiente diálogo: SANCHO.– ¿Quién es usté, niño? JOVEN.– ¿Y cómo sabe usté que soy niño? SANCHO.– Por esa pelusita del labio. JOVEN.– ¿Por esta pelusita del labio? SANCHO.– Por esa misma. JOVEN.– ¿Y por el largo del cabello mide usté la hombría del hombre? SANCHO.– No tengo otra seña a la vista. JOVEN.– ¿Y la inteligencia? SANCHO.– Hasta ahora no le he visto la estampa, en este caso al menos. JOVEN.– ¿Y esto? Sacudió el joven la lanza, se desplegó el banderín rojo, y todos pudieron leer las siguientes palabras: ¡Paso a los jóvenes! ¡Viva la emancipación de la inteligencia! ¡Las universidades son los reductos de la oligarquía! ¡Viva la Reforma! ¡Queremos controlar a los Profesores, al Decano y al Testut, si se descuida! ¡Muera la gerontocracia! Leyó Sancho con gran atención y por largo espacio el descomunal letrero, y le entró un temblor fatídico al encontrarse que no sabía la palabra gerontocracia y el doctor Pedro Recio no estaba a
su lado; pero al fin hizo de tripas corazón, maldiciendo la poca escuela que le dieran sus padres, y considerando que un Gobernador debe hacerse de coraje en esos lances. Y haciéndose el enterado, dijo: –¡Y bueno! ¿Qué hay con eso? –¡Aquí están mis reivindicaciones! –gritó el jovenzuelo. (¡Zas! ¡Otra palabra! ¡Y lo peor es que deben de ser zafadurías! –pensó Sancho azorado–. Y miró todo alrededor a ver qué hacían los Cortesanos; pero resulta que los Cortesanos estaban todos mirándolo a ver qué hacía él para hacer lo mismo). –¡Basta! –dijo Sancho con rabia entonces, viendo que el otro se lo quería merendar con logofluncias–. ¿Qué es lo que quiere usté?, ¡eso es lo que se desea saber! –Quiero ser nombrado Rector de la Universidad de Tucumán. –¿Y con qué méritos? –Con mi juventud lozana, como dijo Marquina. Hay que apoyarse en la juventud, Gobernador. Todos los movimientos políticos del siglo se apoyan en la juventud, Esplendencia. La juventud es la eflorescencia cósmica, como dijo Ortega y Gasset en su Carta a un joven argentino. –Pero, ¿qué es lo que sabe usté, así más o menos? –Sé de todo, Gobernador. El principio de Arquímedes. El teorema de Pitágoras. Quién fue María Antonieta. Quién era José Martí, Calixto Oyuela, Manuel González, Hipólito Yrigoyen, Juan Pérez y Rubén Darío. Qué son cucurbitáceas y estafilococos. Dónde queda la isla del Peloponeso. Cuál es la población de Oceanía. Qué le dijo un día Federico Segundo a Carlomagno. En suma, sé todo lo que manda el profesor Mantovani en su libro Bachillerato y formación juvenil. ¡Yo he hecho el Bachillerato Ínsular salvándome de todos los exámenes y con premio de honor del Ministro de Instrucción Pública! –¿Y a que no sabe esta pregunta que le voy a hacer ahora? –dijo el Gobernador haciéndose el chiquito. –¿Cómo no, Gobernador? Largue no más, que aquí abarajo –dijo el otro muy confiado. –¿Qué es lo que le dijo Noé a su hijo Benjamín cuando se fugó con la mujer de Putifar?
El bachiller lo miró con ojos despavoridos. –Pero diga, Monseñor –tartamudeó–, quiero decir, Monsegur, es decir, Majestad, ¿eso es de Instrucción Cívica o de Educación Democrática, o de qué? –¡Eso es una noción de cultura general que no debe ignorar ningún ínsulo mío! –gritó Sancho tremebundo, viendo que lo había atrapado. –Eso… ¡Eso no está en el programa! –exclamó el bachiller todo asustado–. Esto no estaba en el programa. –¡Andá, repasá, m'hijito! –dijo Sancho bajándose del trono y acariciándole la reluciente cabecita–. ¡Andá, repasá, m'hijito! ¡Oiga, Alférez! Dele a este muchacho un caramelo largo y sáquelo un momento al baño, después de lo cual me lo fleta derechito a su casa. Y hágame el favor de llamarme al papá del chico, si lo tiene. Y si no lo tiene, que no lo debe tener, por las trazas, al juez de Menores llámenmelo inmediatamente. Sonrió el chico con satisfacción al oír esto, creyendo que lo iban a hacer por lo menos Presidente del Socorro a los Argentinos Concentrados en los Campos de Concentración de Francia; y se retiró contoneándose. Pero Sancho, lejos de eso, se volvió al Escribano y le dictó el siguiente Decreto
En uso de las atribuciones que me acuerda mi supremo cargo, no para gobernar la Ciencia que no tengo, sino para atajar los abusos que se perpetran en nombre della. Ordeno, dispongo y mando: 1. Restitúyese a vigor el antiguo prescripto por el cual los Rectores de Universidad o sea Estudios Generales tenían en la Edad Media facultad de azotar por mano propia o ajena a los estudiantes que no estudiaban. 2. Otórgase a todos los estudiantes que no estudian el derecho obligatorio de hacer huelga por diez años y no presentarse a ningún examen, salvo al examen de higiene de las uñas y de los dientes, a juicio del Rector. 3. El nombramiento del Rector y Decano queda reservado a mi real resorte, con acuerdo del Alto Consejo y de una lista de sabios que tendremos escondida en alto secreto, ya que los veros sabios suelen ser también personas escondidas y poco ruideras, que hay que buscarlos con linterna y sacarlos de casa a tirones. 4. El Rector nombrará por sí y ante sí los profesores, con obligación de dar cuenta a este Real Resorte; y en vez de veros estudiosos, en el caso de que nombrase un profesor figurante, politiquero, mistificador, sofista, envenenado, charlatán polido, sábelotodo, deslumbrero, sucio –intelectual, moral, o físicamente–, farsante, diletante, engrupido, libresco, incapaz de morir por la verdad y explotando imitaciones della, se les cortará las cabezas tanto al Rector como al Profesor de marras: porque han pecado mucho peor que monederos falsos. 5. Los muchachos que deseen ser médicos y abogados se pagarán las carreras en cuotas módicas, las cuales se destinarán al sobrio sustento del claustro y a la compra de libros antiguos y selectos con muy pocos nuevos; y de ningún modo a editar libros de fanfarria, a hacer grandes edificios con fachadas equivocadas y después quemarlos, ni a hacer nuevas universidades por todas partes mientras todavía andan mal las antiguas. 6. Este Real Resorte, a pesar de su pobreza, fundará para buen ejemplo cincuenta bolsas de estudios para estudiantes pobres y meritorios a juicio del Alto Consejo; y cada Ciudad, Villa o Pago de mi Ínsula fundará opulentas becas en número proporcionado a su riqueza, para los hijos della que demostrasen intelectos sobresalientes, a juicio de la Comisión de Vecinos Espectables. 7. Todo aquel que debe ejercer la medicina pasará después del diploma un año de práctica encerrado en un monasterio de benedictinos, en el cual estudio dará razón visible de su sentido moral, amor al prójimo, capacidad de sacrificio, despego del dinero, decencia, cortesía, equilibrio mental, discreción, gerontocracia y reivindicación, además de sus capacidades técnicas, bajo la alta dirección del doctor Alberto Castaños. Cópiese, publíquese y cúmplase, Sancho I Dictado lo cual, enjugose Sancho el sudor y diose una gran palmada en la barriga en señal de autosatisfacción de sí mismo, pasando al punto a inaugurar los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en un festín de glicosurias y paradigmas suprarrenales con acompañamiento de organismos parastatales y donaciones inter–vivos, según el binomio de Newton y la ley de Huglings–Jackson.
11. Venido de Europa
Apenas hubo el matinal Apolo alegrado con su anchurosa y rojiza faz los cielos, las aguas y los aires, haciendo prorrumpir en gorjeos a las canoras y pintadas avecillas, incluso los autos, los lecheros y los vendedores ambulantes de ojos artificiales, cuando se levantó él solito el nuevo Gobernador del mullido lecho y maldiciendo de atroces e inurbanos a los ruidos de la urbe, tomó su baño y su desayuno y, después de jugar un partido de bochas, ingresó en la Sala de las Internas Investigaciones para despachar los asuntos del día. No bien se hubo sentado en su trono, ingresó el Detective Mayor del Reino acompañando respetuosamente a un gran mastuerzo con una gran valija y un traje de viaje de suprema elegancia consistente en golf–boots, silk–stockings, travel–breeches, dinner–jacket, foulard y coco–bar con plumas. Mirole con admiración no exenta de asombro, y volviéndose al pesquisa, le dijo: –¿Qué pasa? –No podía desembarcar del buque de gente que lo esperaba en el puerto. –¿Para qué? –Para saber noticias verdaderas. Es el Hombre que Viene de Uropa. –¿Y qué trae? –Las últimas novedades, Esplendencia. –¿Y preso por qué lo puso? –Hay que andar con cuidado con los ínsulos que viven en Uropa. –Pero, ¿no es uropeo éste? –No, señor, es ínsulo. Es de aquí, pero vive en Uropa con la plata de los campos que tiene aquí. –¡Satanases!, yo creí que era d'Uropa por la traza del vestir –dijo Sancho–. Pero ¿no dicen que d'Uropa viene siempre el progreso? –Esplendencia, el progreso viene. Pero no siempre todos los progresos de golpe le convienen a todas las ínsulas de la misma manera y en cualquier momento dado. –¡Satanases!, ahora se me recuerda –dijo Sancho vivamente– que en los anales secretos de la Ínsula está escrito de unos ínsulos uro–pensantes que en otrora trajeron el progreso; y salió tan caro, que lo único que resta ahora es la escuela laica, los gorriones, el sorgo de Alepo, las elecciones, el divorcio en Montevideo, los politiqueros, los pasquines, los pulpos de la gran finanza y parte del territorio en poder del extranjero… –Esplendencia, eso es Evangelio puro. Y si eso pasó con aquellos que fueron los primeros que vinieron d'Uropa, ojo al cristo con éste, que es el Último… Volviose Sancho al interfecto, que muy cuellierguido, pechisacado y perniabierto, con su kodak en bandolera como una espada, lo miraba con nonchalance y le preguntó afablemente: –¿Qué tal l'Uropa? –¡Oh! –dijo el otro–, ¡oh!
«Prestigio de flores de lis, perfume de labios en flor, ¡París! ¡Oh, París! ¡Oh París! ¡Infinito amor!». –Eso hay portodo –dijo Sancho–; y tampoco se quedan atrás las mozas desta Ínsula; pero yo quisiera saber las novedades de l'Uropa, sobre todo las que estañen al buen gobierno de las ínsulas… –¡Oh! –exclamó el otro. «¡Bendita seas Francia, porque me diste amor! En tu París inmenso y cordial, yo encontré para mi alma abrigo, para mi cuerpo ardor, para mis ideales el ambiente mejor …¡y además una dulce francesa que adoré!». –Nadie duda deso, señor –dijo Sancho con paciencia– si usté lo afirma; pero l'Uropa en general, ¿cómo marcha? «Cuando juzgas a Francia, tu dialéctica es rabiosa y sin embargo, mi querido escritor, lo único que vale de tu obra es francés… ¡París ha sido siempre tu colaborador!». –Yo no soy escritor, señor, ni me da el naipe para eso –dijo Sancho–, pero rápidamente quisiera saber qué pasa en Uropa y usté está hablando peor que los diarios de l'Ínsula, que no los entiende nadie. –En Europa la profecía de Renán se ha cumplido –replicó el otro–, la Ciencia ha barrido la Superstición. –¡No entiendo el idioma uropeo! –dijo Sancho–; ¿por qué diablo no me habla el idioma de aquí y deja de jorobar la paciencia? –Es el idioma de aquí no más –explicó Pedro Recio–, sólo que al llegar lo hablan así en difícil para hacer ver que vienen de Uropa. Siga preguntando no más, Gobernador, hasta acostumbrarse. –¿No tiene por lo menos una foto de l'Uropa –dijo Sancho desesperado–, para ver cómo es l'Uropa? –¿Mesié? ¿Ine foto? ¡Vualá! –dijo el turista en correcto francés, echando mano a la kodak y pasándole una vista panorámica; después de lo cual siguió declamando versos de Amado Nervo: «No discutas los dogmas, los dogmas te complican, observa, sí, los ritos simples, a la española, reza siempre que doblan, ríe cuando repican, oye misa el domingo y tendrás aureola. Que si otros se salvaron con la ley natural, yo para ti colijo razonando a mi modo, que si Quirón salvose, siendo medio animal, te salvarás mejor tú que lo eres del todo. Éste es él humorismo del ático Anatolio,
¡oh, mi amigo insulano, piadoso, tonto y bueno!… ¡oh mi amigo argentino!…». Mais qu'est que c'est que za? Mais qu'est que c'est que za? Mais qu'est que c'est que za? Sancho se había alzado hecho una furia con la foto en la mano; y todos creyeron que le iba a pegar al turista, que retrocedió dos pasos. –¡Qué me muestra usté aquí, pedazo de sinvergüenza! ¿Éste es el progreso y la civilación –gritó Sancho–. ¡Aquí no hay más que una punta de hombres matándose, unos con cascos de acero y paracaídas y otros con kepís y una especie de chiripases; por todo hay miembros humanos a pedazos y una mujer huye despavorida con un hijito en los brazos! ¿Y éstas son cosas para decir versitos? ¿Y ésa es l'Uropa? –Ésta es Uropa, señor. Están en guerra –contestó el doctor Pedro Recio, parándolo a Sancho. –¿Y por qué están en guerra? –Por defender la civilación cristiana. –¿Y quién la defiende de los dos en guerra? –Los dos, señor; cada uno a su modo. –¿Pero cuál es el modo bueno? –Los dos son más o menos iguales, señor: avaricia, mentira, inhumanidad y violencia. Sólo que unos echan por el camino de la brutalidad, y los otros de la hipocresía. –¿Y qué dice el Papa, a todo eso? –Está apoyando a los dos a la vez, señor, por lo menos según dicen ellos. –Medrados estamos –dijo Sancho–, yo, la civilación cristiana y la punta del sauce verde que se partió con la tormenta. No es así la doctrina que me enseñó mi padre. Yo aquí no entiendo nada. Hay que pensar. Plantó Sancho el puño en el redondo moflete, cerró los ojos y se puso a meditar; por lo cual todos los Cortesanos se pusieron de inmediato los puños en los mofletes, cerraron los ojos y empezaron a meditar, mientras el turista declamaba en voz baja versos de Fernando Ortiz Echagüe; hasta que Sancho sonrió y abrió de nuevo los grandes ojos claros, puros como los de un niño. –Basta –dijo Sancho–. Aquí hay que rezar mucho, y no hacer nada sino sólo lo que Dios y el Papa claramente manden, con tal que no sea lo mismo que la Banda Oriental. Hay que declararse neutral, y ante todo serlo, de cuerpo y alma. Y usted, seor tirista, abra su valija y muéstrenos los últimos inventos del progreso d'Uropa a fin de adaptarlos a las necesidades desta pobre Ínsula. Despanzurró el otro de un saque su valija cierrelámpago y prorrumpió con verdadero entusiasmo: –Señor, los últimos inventos de la civilización europea son: 1. La bomba de matar mujeres solas; 2. El cuentito del hombre malo; 3. El gas para atontar gente. Le vualá, tus le truá! Atención ahora.
Sacó el turista de la valija la bomba de matar mujeres solas, al ver la cual la mucama de Sancho que estaba espiando, y la taquígrafa que estaba copiando la sesión por cuenta de Cide Hamete (hijo) dieron un grito y quedaron desmayadas, mientras el uropeizante explicaba: –Señor Gobernador, esta bomba es lo más prodigioso que jamás se haya ingeniado en el mundo. Usté la deja caer en medio de una ciudad abierta, sin objetivos militares, y no hay cuidado que un solo soldado, ni un solo militar será tocado, solamente quedan secos un tendal de mujeres y niños y una punta de hospitales se derrumban, lo mismo que la Nunciatura y la Embajada Norteamericana. Fue inventada en tiempo de la Guerra Santa en España. –¿Y para qué sirve? –Para ganar la Guerra Santa. –¿Matando mujeres? –Justamente, señor. Usté introduce en los aviones enemigos, por medio del contraespionaje y los diarios de la tarde, una carguita de estas bombas… Los enemigos comienzan a matar mujeres que da asco, los soldados de usté quedan intactos y arrollan la línea Sigfrido–Maginot, en tanto que todo el mundo neutral y civilizado da grititos de horror y lástima, con cargamentos de trigo, al ver cómo son de brutos y de salvajes los contrarios. –Entendido –dijo Sancho–. Me gusta la tástica. ¿Y el otro invento? –¡El cuentito del hombre malo! Salió de golpe del valijón uropeo un enorme y horroroso demonio animado, cubierto de sangre y lodo, con en la diestra un bebé a medio devorar, y en la siniestra una antorcha encendida. Aquí se desmayaron de nuevo la mucama y la secretaria con casi todos los Cortesanos; pero Sancho lo contempló impertérrito, aunque sentía que el pavor le inundaba despacito las entrañas como un río helado. –Este artefacto, señor Gobernador, es un alarde de tésnica –dijo el turista–. Como usté ve, no tiene cara, y también sirve para ganar la guerra. Usté toma la cara del contrario, pero no la del pueblo, sino la del jefe –que es quien tiene la culpa toda– y se la plantifica al demonio, levantándolo enhiesto. Toda la gente que lo ve, neutral y civilizada, se asusta, se enoja, le agarra rabia y empieza a gritar: «Aquél tiene la culpa de la guerra, aquél tiene la culpa de todo. Si aquél muriera, todo volvería a ser paz, confort, concordia, dulzura, fraternidad humana por encima de todas razas y religiones, diversión, farra, riqueza y ¡París! ¡Oh París! ¡Oh París! ¡Infinito Amor!». –¿Y el otro qué hace? –El otro es un estúpido y se calla. Y se empieza a afligir y descorazonar, o sea lo que dicen perder la moral. No duerme de noche. Se levanta tarde. Se olvida de contestar la correspondencia. Hasta que un día el pueblo se cansa, lo echa, y proclama la República, en el cual preciso momento entramos nosotros y hacemos la paz perpetua, el desarme universal y la Sociedad de las Naciones. –¡Me gusta el truco! –dijo Sancho–. Saque el otro, che tirista, pero por favor, si es feo, deje que salgan primero las señoras.
–Apsolumán pá! –dijo el otro–. El otro es un disloque de ingeniería. Se trata de un gas. El Gas de Atontar la Gente –dijo sacando una retorta de vidrio llena de un humito verdoso–. Usté suelta este gas y la gente se duerme o se pone fula; y entonces usté hace lo que quiere. Empiezan a ver solamente las cosas lejanas, y ésas, bastante mal; y no ven las cosas que están cerca. A ocuparse de las cosas que no les importan, a discutir cosas que no entienden, a sentir amor y odio por cosas que no distinguen o que simplemente no existen; y andan por la calle boquiabiertos haciendo un derroche de palabrería: «¿Viste, che? ¿Qué te parece, che? ¿Quién tiene razón? ¿Quién querés vos que gane? ¿Hay novedad, che? ¿Qué pasará, che?», y se traban en reyertas inverosímiles. Y entretanto usté puede apoderarse de todas sus fortalezas, sus líneas de acero, sus cajas de fierro, sus comandos, sus casas, sus escuelas, sus cátedras, sus canonjías, sus púlpitos, sus comercios y sus premios literarios tranquilamente. Ni se dan cuenta los pobres atontados. –¡Cosa bárbara! –dijo Sancho–. ¿Y cómo se fabrica eso? –Señor, química orgánica pura. Primero alfabetismo y laicismo, después mucho sentimentalismo pasado, un poco de lujuria si es posible, y un extracto concentradísimo de elixir de diarios de la tarde con un poco de los de la mañana. –Tiene un olor dulzón que a mí mismo me gusta –dijo Sancho que estaba oliendo el matraz despacito. –¡Gran invento, Majestad! ¡Gran invento! El primer paso fue el hallazgo de la Mentira Periodística Lícita (o sea Libertad de Prensa) de la cual ya decía su antecesor Cide Hamete: «…Alfín, alfín, palabra de poeta que mienten todos más que la Gaceta». Después se encontró que se podían fabricar en serie, y se hizo la Máquina de Maquinar Mitos – o sea la Propaganda–. Ahora ya se destila en forma de gas, y uno al otro los infectados por la máquina se trasmiten el tufo y se convierten en productores autónomos de gases. Con estos gases se han capturado infinitos fuertes, se han hundido infinitos buques y se han ganado infinitas batallas en la actual guerra. –¡Magnífico! –dijo Sancho–. Y ahora, señor mío, hablando aquí inter dos, ¿usté qué opina en puridad de la civilación uropea, y quién cree usté que ganará la guerra? Pero antes que pudiese contestar, sonó con rimbombante estruendo el gong de órdenes, marcando el tiempo de cerrar el debate y proceder al Decreto del día. Sacudió Sancho la cabezota, que ya con el gas se le estaba embolismando, y obediente siempre a la Constitución de la Ínsula, cortó su charla y dando el sacramental golpe con el garrote en el suelo, dictó el siguiente Decreto Considerando a la vista de las últimas novedades de Uropa que a Uropa la debemos de respetar, pero no en las idioteces que haga, no estando obligados nosotros a imitar sus locuras, porque la Locura es hija del Pecado, y el Sentido Común en vez es hijo de Dios, ordeno, juzgo y dispongo: 1. El presente viajante tirista será enviado de nuevo a Uropa con el cargo de Informador General de Inventos Útiles Para la Ínsula, con la cuarta parte de sus rentas para sustentarse, aplicándose el resto a la Sociedad de Beneficencia.
2. En caso de negarse a volver a «¡París! ¡Oh París! ¡Oh París! ¡Infinito amor!». ahora que hay batuque, se le confiscarán todos sus bienes para que aprenda a descastarse, a perder la insulanía y a venir aquí hablando en idioma uropeo. 3. La Bomba de Matar Mujeres solas se entregará a los técnicos insulanos, con el fin de reformarla para que mate solamente Mujeres Poetisas, Declamadoras, Cantadoras y Conferencistas de Radio, entregándose luego iso fasto a la Policía de la Capital, para su uso en caso de crecer demasiado la dicha plaga. 4. El Cuentito del Hombre Malo se entregará al Consejo de Educación con el fin de asustar y asmedentrar –¡usté póngaló como sea, Escribano!– a los pibes desta Ínsula, empezando por los estudiantes universitarios, que con la política y la lectura de revistas ilustradas como El Tony, El Purrete, El Tibis, Atlántida, Figuritas, Caricatura Universal, Hijito Mío, Viva Cien Años, se están volviendo sobremanera descarados, se están avivando mucho y se están poniendo insoportables. 5. El Gas de Atontar la Gente se entregará al juez Jantus para su uso discreto en tiempo de elecciones en orden a simplificar y abaratar las campañas políticas, consiguiéndose de ese modo la tan deseada organización de los partidos políticos que piden los diarios La Nación y La Prensa… Después de lo cual, leído de nuevo el Decreto y vueltos a poner en su lugar los gerundios aplicándose, entregándose y consiguiéndose que el Escribano había borrado, dio el feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en una lluvia de paracaidistas en retirada estratégica ante concentración de tropas en todas las fronteras, ordenada por la coordinación de los comandos aliados y desaliados.
12. Los Cortesanos Apenas hubo el rubicundo Apolo asomado tímidamente desde el Orco la parte superior de su cuerpo astral, cuando arrancaron al nuevo Gobernador de las haraganas lanas y lo llevaron a la Sala de las Resoluciones Perentorias para despachar los asuntos del día. Agatas se hubo sentado en su trono, cuando se abrieron de par en par los portalones y apareció el Capellán Mayor del Reino trayendo de las manos sendamente a dos jóvenes varones bien vestidos y muy parecidos que se dirían gemelos, a no ser que uno tenía cara de angelito, y el otro un rostro atravesado de facineroso nato, los cuales se plantaron, perniabiertos, a los flancos del Capellán. Después de lo cual entablose entre Capellán y Gobernador el diálogo siguiente SANCHO.– ¿Qué es esto? CAPELLÁN.– Éste, señor Gobernador, es un joven cretino de buena familia que trae una recomendación para conseguir un puesto público bien retribuido y poca complicación y laburo, como aquel italiano que puso un aviso en el Mattino d'Italia, que decía: «Si cerca impiego: Poco da fare molto tempo per farlo ben pagato».
SANCHO.– ¿Y usté que me aconseja? CAPELLÁN.– Le aconsejo que no le dé nada el puesto y que lo saque a patadas. SANCHO.– ¿Y el otro? CAPELLÁN.– El otro es un mozo haragán, vicioso mal educado, que no tiene oficio ni ganas de trabajar, ni sabe nada de nada, aunque aprendió el bachillerato para mal suyo, que es sobrino del caudillo de mayor arrastre en la zona, y, en consecuencia, pide a Su Resplendencia lo nombre Diputado, Rector de la Facultad de Filosofía, Plagiario Autorizado de Libros, Director General de Rentas o cualquier otro cargo que no baje de 15.000 escudos mensuales. SANCHO.– ¿Y usté qué aconseja? CAPELLÁN.– Que lo moche de un garrotazo. SANCHO.– ¿Y por qué? CAPELLÁN.– Porque de acuerdo al inciso 2 del artículo 45 de la ley 407879 las recomendaciones están abolidas; y el inciso 3 establece que los puestos públicos han de adjudicarse sin excepción a jóvenes meritorios, preparados, de buena sangre, íntegros, trabajadores, honrados y con certificado de buena conducta si son casados… SANCHO.– ¿Si son casados? CAPELLÁN.– Con certificado de buena conducta del comisario, la portera y el párroco y, si son casados, también de la mujer y la madre política. Sonrió Sancho mostrando en su ancha y honradota cara las más vivas señas de aprobación, por lo cual todos los Cortesanos mostraron en sus propias caras las más vivas señas de aprobación. Cesó Sancho de mostrar aprobación y en consecuencia cesaron también todos los Cortesanos de mostrar aprobación. Frunció el ceño Sancho con muestras de perpleja duda y todos los Cortesanos lo mismo se fruncieron, dudaron y se perplejaron. Entonces dijo Sancho: –Todo eso me parece bien y legalmente establecido. Pero una duda me inquieta: ¿qué haremos con todos estos Cortesanos que me rodean? Pues yo recuerdo que todos llegaron hasta aquí a fuerza de recomendaciones, por lo cual no dudo que todos son cretinos de buena familia y sobrinos de caudillos de mayor arrastre. Temblaron al oír esto todos los Cortesanos, esta vez sin mandato de nadie. Pero el Capellán contestó muy templado: –Se debe fletar una draga y trasladarlos en masa a las Orcadas del Sur, con bastimento de pan para dos años y toda clase de implementos agrícolas, mineros y ganaderos con el fin de fundar allí una colonia autóctona. –Me parece demasiado inhumano… –exclamó Sancho plañideramente. –Señor Gobernador, hay que dar el tajo seco. Si empezamos con distingos, no se hace nada; sin contar que el trabajo y la naturaleza les serán saludables, y remediarán en ellos los estragos de lo que llaman buena vida. Miró Sancho su corte temblona, y vio que en efecto todos ellos tenían fachas de poca salud: unos asténicos con gafas negras, otros pícnicos de abultados calzones, otros displásticos de
ambiguo sexo y otros galanes y buenos mozos de idiota continente; por lo cual tomando su coraje a dos manos hizo invadir inmediatamente la sala por los granaderos y cumplirse a la letra el severo dictamen de Torquemada, que así se llamaba el Prebendado. Después de lo cual entregó todos los puestos del Reino a jóvenes meritorios, preparados, de limpia sangre, íntegros, trabajadores, honrados y con certificado de buena conducta. Pero aconteció que a medida que la Ínsula empezó a prosperar como primavera, y las cosas públicas a marchar derecho y fino como un reloj bien aceitado, la salud del Gobernador empezó a declinar visiblemente y su actividad y su energía habituales ahogarse en una especie de lenta melancolía. Por lo cual un día mandó llamar al Capellán y le dijo: –Está bien que estos muchachos trabajan como unos bárbaros y mantienen toda mi curia en un tejemaneje de telar automático; pero no basta. El pueblo está contento; pero a mí se me va la vida. –¿Y por qué causa? –Cuando estaban los otros Cortesanos, yo decía un chiste y ellos se reían. El chiste era malo; ahora me he convencido que no sirvo para chistes; pero ellos me lo reían igual. Lo mismo cuando yo hacía sentencias, versitos, dichos célebres, aforismos y apostemas; ahora me he convencido que era pura viruta, pero ellos me los celebraban, y yo me animaba y me esforzaba al trabajo. Porque una cosa es el trabajo y otra cosa es la alegría. ¿Y qué vale el trabajo sin alegría? O como dice Raumsol, ¿qué vale la eficiencia sin la redundancia? Miró Sancho al Capellán para ver el efecto de su apotegma, pero el Capellán se quedó impasible, más seco que un bacalao muerto; por lo cual aumentó al colmo la melancolía de Sancho, que se puso a rogarle con voz plañidera y lamentable que le devolviese sus viejos Cortesanos. Ablandose el Capellán al cabo y le permitió el retorno de sólo uno; y aun eso con grandísimo temor; pero Sancho ordenó de inmediato que le trajesen tres Cortesanos viejos, uno para el diario, otro para el disanto y el tercero de suplente, a los cuales nombró Concejal, Interventor y Ministro de Nutrición y Educación Pública para tenerlos siempre a su lado. Viendo lo cual el Capellán movió la cabeza diciendo filosóficamente: –He aquí cómo hasta el cretino tiene su función en el mundo, y no hay criatura de Dios que no tenga su utilidad sobre la tierra. Y nadie puede ser demasiado perfecto, sino Dios sólo; porque al fin y al cabo –concluyó el Capellán sentenciosamente, conocedor de las cosas humanas– ¿qué viene a ser la virtud, al menos esa ordinaria, sino tener un poco de gobierno de los propios vicios? Entonces ordenó el Gobernador resucitado que se hiciesen en toda su Ínsula grandes festejos, consistentes principalmente en corridas en pelo de tauras y toros, golpes y planteos militares, iluminación de frentes populares, calesitas de cambios de gobierno, cargas de caballería y descargas de artillería , carnavales ecuestres, payasadas olímpicas, y una elección general de diputados con oratoria política por radio en todas las esquinas y carteles alusivos al acto.
13. La Zahorí o Detectara Apenas hubo el diamantino Febo asomado del espumoso tálamo de Tetis la cabeza amarillentoverdusca para desesperación de Fernández Moreno (hijo) que esa misma noche escribiera en un poema que era rubicunda y rosada, cuando arrancaron al nuevo Gobernador de un catresofá donde mal que bien liquidaba una pregripe en serie, o séase resfríos encadenados, y lo llevaron a la Sala de los Pronunciamientos Perentorios para resolver los asuntos del día. No
bien se hubo mal sentado en su trono de mala gana, cuando entró el Alguacil trayendo sujeta a una mujer muy maquillada, con un ajustado vestido de seda color chillón, las manos tintas de tinta, una tijera en una mano y en la otra un bloque Coloso, la cual despedía de sí una especie de sospechosa jedentina. Frunció el Gobernador los robustos morros, y dijo casi imperceptiblemente: –Ésta es de las que se ponen rouge y no se bañan. –Todas las mujeres, so guarango –dijo la otra alcanzando a oírlo–, hasta la casta Susana, puestas en trance de opción, elegirán el rouge antes que el baño, puesto que la Belleza ontológicamente hablando, o mejor dicho ópticamente considerada, es superior a la Higiene. –Ninguna de las dos me acompaña mucho en este caso –dijo Sancho, aunque despacito, por no discutir con una señora. –Es usted profundamente ígnaro –prosiguió ella– de la psicología femenina. –¿Cómo dice? –Ígnaro, o sea, ignorante, hablando vulgarmente. –¿De qué cosa? –De la psicología femenina. –Mi señora no usa de eso –dijo gancho con violencia–; ¡ni creo que sea necesario a ninguna mujer decente! Y volviéndose con despecho al Alguacil, le dijo: –¿Qué pasa aquí? –Señor –dijo el Alguacil–, es el perfume o aguacolonia que usa ella, llamado Tufo de Pedantería. –No hablo deso –dijo Sancho irritado–, sino del crimen que ha cometido o desea cometer. Tomó entonces la mano el doctor Pedro Recio y contestó informando: –No quiere pagar el impuesto a los réditos. –¿Cuánto debe? –Cien mil escudos deste año y cien mil del pasado año. –¿Y por qué no quiere pagar? –Dice que pagará cuando su Esplendencia haga una pragmática que proteja sus legítimos derechos en la venta de sus productos. –¿A qué se dedica? –A la industria nacional. –Pero, ¿qué industria?
–Fabricante de libros de texto para malos maestros. –¿Y no para maestros buenos? –Los buenos maestros, Esplendencia, son pocos; y además no necesitan tanto del libro de texto. El negocio está en hacer libros para maestros ígnaros. Frunció otra vez el morro Sancho al oír ígnaro y preguntó: –A riesgo de pasar por zíngaro, dígame, doctor Pedro Recio, ¿qué es un libro de texto? –Es un manualete pequeño, feo y caro que contesta en forma breve a todas absolutamente las preguntas nuevas del nuevo programa. –¿Y cómo sabe ella, que me parece tiene también medio facha de zíngara, todas esas preguntas nuevas? –No es que las sepa propiamente –replicó Pedro Recio–, sino que mal que bien las copias de libros hechos por hombres que las saben… –¿Y qué van ganando en eso los hombres que saben? –Absolutamente nada, Esplendencia. Los que van ganando son ella, el llamado editor o librero, y algunas veces el inspector, alto funcionario o profesor que bajo mano y como quien no quiere la cosa va recomendando o imponiendo el libro. –Comprendido –dijo Sancho. Y volviéndose a la interfecta con voz aflautada y melosa, le dijo–: Aunque ya he pasado helás el tiempo de la juventud jacarandosa, y ahora todo mi interés se concentra en gobernar bien esta Ínsula, única manera de salvar mi pobre alma, ¿no es así, Capellán?… –Así es, Esplendencia. –…Sin embargo sé todavía –dijo Sancho no sin quijotismo– lo que se debe a una dama; por lo cual le ruego me informe menudamente de su asunto, empezando por esto: ¿cómo se hacen esos libros que usted hace? –Si una no es ninguna ígnara –dijo ella– y tiene un poco de audacia, es como «soplar y hacer botellas», que diría el folklore, Esplendencia. Una debe estar muy atenta a cuándo entran los dolores de dar a luz un nuevo programa al Director General de la Instrucción Gratuita; y si es posible, ver la criatura antes que nazca, quiero decir, metafóricamente, antes de publicarlo los diarios. Todo está en llegar antes que nadie. Sale un programa digamos de Cosmografía: usté agarra el padre Brugier, que fue un sabio desos del tiempo de García Moreno y le dio por pasarse la vida estudiando eso, y usté se lo acomoda o mejor dicho adapta o interpreta: corta aquí, tira allí, suprime acá, cambia un término acullá, pone algunas notas de títulos de libros nuevos –alemanes si es posible– y hace un prólogo diciendo que hacía 20 años usté estaba haciendo ese libro y ahora la Providencia le da pie para llenar con él un vacío notable en la cultura nacional, a la cual echa dos o tres turiferancias, por las dudas. –Y dígame –dijo Sancho– ese sabio que usté dijo que hizo el primer libro, ¿cuánto fue en el negocio? –Le dieron 60 escudos y 25 ejemplares de la obra. Y es demasiado todavía… Los sabios son así, Esplendencia. Hay que tenerlos bien sujetitos. Dios nos guarde que tuviesen dinero. Se
lanzarían como fieras a los cafés, a los cines, a las carreras y a la ruleta de Mar del Plata. Para que trabajen hay que tenerlos muertos de hambre. Así los hizo Dios, y no hay vuelta que darle. Y es una suerte que así sea, por lo menos para nosotras.
–Y dígame –dijo Sancho–, ¿en qué consiste propiamente su trabajo de usted, ya que veo que paga impuesto por millones de pesos de réditos? –Ya lo dije, Esplendencia –respondió ella un tanto ofendida–. Mi trabajo consiste en hacer lo que Dios haría, si Dios existiera, como dice aristocráticamente Ortiga Ankermann, director de la revista Atlántida. Los sabios, por si usté lo ignora, las cosas claras las escriben claro, las cosas oscuras las escriben oscuro, las cosas difíciles las escriben en difícil, y, finalmente, las cosas que no las saben, dicen impúdicamente que no las saben, exponiéndose a las estultas risas del vulgo ígnaro… –aquí se notó un pequeño tremor en Sancho, al oír de nuevo el término ígnaro–. ¿Cuál es mi trabajo? Poner claras las cosas oscuras, simplificar lo complicado, hacer fácil lo difícil aunque sea entelequiando y esquematizando, o como dice el vulgo ígnaro, macaniando un poco. Total, ¿qué mal puede hacerle a un chico que el rey Asurbanipal no sea en realidad hijo de Tucul–Tininip sino de otro rey cualquiera , pongamos Teglap–Phalassar? Gracias que sepa quién es su padre, el chango. La cuestión es pasar el bachillerato. La escuela es para la vida, Esplendencia, y no la vida para la escuela. Ahora, eso sí, los sabios ponen el grito en el cielo cuando una les modifica la pedagogía –aquí se notó que Sancho hacía una seña imperceptible a un hombre al fondo de la sala–. Señor Gobernador, no he visto jamás peor paidólogo que un hombre verdaderamente sabio.
–Y dígame –dijo Sancho haciéndose unas puras mieles–, ¿qué se hace cuando uno se encuentra enteramente zíngaro de algunas cosas, pongamos del significado de una palabra desas nuevas que no están en el diccionario? –Entonces, Gobernador, entra la parte heroica de nuestro oficio. Hay que hacer fuego al rumbo, guiándose más o menos por el sonido. Supongamos que usté tiene que contestar esta pregunta: «La conciencia refleja y sus relaciones con el espíritu objetivo»… ¿Usté sabe lo que es conciencia? –¡Y cómo no! –dijo Sancho rápido, con un miedo bárbaro que le preguntasen lo que era. –Bueno, cuando yo hice mi primer manual de Psicología no lo sabía. ¿Qué hice? Escribí lo siguiente: «La conciencia viene a ser la interioridad vivencial de la persona en cuanto la persona se totaliza vitalmente en el Tiempo. De manera entonces que la conciencia refleja es la que acompaña la vivencia, no por intususcepción, sino por repercusión simpática al contacto de los otros actos o fragmentos de actos»… Y bien, no solamente no me pasó nada, sino que acerté de plano: fui felicitada por todos los críticos que bibliografiaron mi libro. Y en La Prensa dijeron que hacía progresar la Psicología nacional y me copiaron tres términos en el editorial de aquel día. Una persona inteligente con un poco de labia, créame Gobernador, en la docencia insuleña nunca se queda en seco. –Ya lo veo –dijo Sancho, y luego, deshaciéndose en zalemas, le preguntó con dulzura–: ¿Y qué es lo que podría hacer por usté, hija mía, este Superior Resorte? –Simplemente una sencilla ley orgánica de la enseñanza media otorgándome la exclusiva desta industria de los libros de texto, que se está complicando inútilmente por la competencia desleal de tantos que han olido el negocio; con un inciso en que se mande al Director General de Instrucción Gratuita que cambie todos los programas al menos cada tres años, a fin de dar movimiento a la industria nacional. –¡Soberbio! –gritó Sancho; y al son de esta palabra tonante se alzó detrás de la pedagoga, como surgido del Orco, con su tabardo de negro terciopelo, el capuchón sobre la cara, los dos ojos ardiendo y el hacha fulgurante, una figura de horror y de sangre: el Verdugo de la Ínsula. Se desplomó por el suelo la desdichada al verlo, gritando con voz que puso lástima y compasión en el corazón de todos: –¡Condenada a muerte! ¡Oh Dios! ¡Condenada a muerte! Pero antes que el legal matarife pudiese llenar su cruento cometido, cruzose por delante, todo concitado y encendido, el Capellán del Reino, apostrofando temerariamente al Gobernador implacable y totalitario: –¡Os he dicho que no podéis en conciencia decretar súbitamente ejecuciones capitales sino en casos muy extremos! ¡Debéis condenar a muerte según la ley, y en unión al Consejo Secreto, previo proceso, defensa y prueba! –¿Y qué dice la ley? –interpeló Sancho. –Que sólo plegaranse a pena cápitis estos cuatro crímenes atroces: matar un hijo a sus padres, matar una madre a su hijo, cometer sacrilegio un sacerdote y hacer moneda falsa. –¡Queda condenada a muerte por los tres últimos incisos; y si me apuran, también por el primero! –dictaminó Sancho secamente–. Y usté vaya a decir misa.
Adelantose entonces el doctor Pedro Recio con varios miembros del Consejo Secreto, que no dudaron en exponer peligrosamente su necesario anonimato por compasión a la infeliz allí tirada llorando a mares, y dijeron a Sancho: –Tened piedad della, que no tiene toda la culpa del daño que ha causado. Antes que tuviese uso de razón, la hicieron normalista. Suspiró Sancho profundamente entonces y dijo con lentitud majestuosa: –No hay que ser malos con las mujeres, pues los que son malos con las mujeres mueren muerte repentina, según me enseñó mi madre. En uso pues de la suprema potestad que tengo de castigar los cuerpos para salvar al menos las mentes, inflijo la pena de cadena perpetua y trabajos forzados en el convento de las Ursulinas desta capital para esta desdichada engrupida. Su trabajo consistirá en leer todos los libros de texto que aparezcan en mi Ínsula en orden a detectar los maestros malos y distinguirlos de los buenos, sirviendo así al Procomún con lo mismo que antes hizo daño, ya que tan zahorí fue para eso; los cuales maestros malos ingresarán en listas juramentadas y selladas al Archivo Interno de nuestro Real Consejo Secreto: no para suprimirlos de golpe, que sería una catastro o sea hezcatacombe en la Ínsula matar tanta gente de golpe; sino para irlos anulando con misericordia y decencia, almenos no ascendiéndolos ni dándoles mando y gobierno. Porque como dijo Santo Tomás –y aquí el señor Capellán no me dejará mentir– uno debe desear suprimir todos los males; pero a veces resultaría deso un mal mayor; y entonces debe tolerar una parte menos mala mientras ataca a sangre y fuego lo más urgente. Miró Sancho todo alrededor a ver si lo aprobaban; y viendo que parecían contentos, dio inmediatamente la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en una exposición de homeopatía y labores escolares acompañada de una escuela activa y cinco pasivas en trance de alquitranamiento y calafateo interno.
14. Lenguas Vivas Apenas hubo el rubicundo Apolo incendiado los ámbitos nacarinos de los siete u ocho continentes, cuando se sentó Sancho I el Único en su silla curul, dispuesto a hacer justicia, dispensar mercedes y otorgar audiencias. Inmediatamente apareció el doctor Pedro Recio de Agüero acompañando a un señor grave y solemne de profesoral continente; el cual, haciendo al Gobernador una profunda reverencia, le dijo: –Mi padre es más bajo que mi hermano; pero mi primo es más inteligente y más gordo. Después de lo cual se entabló entre el Gobernador y el preso el siguiente diálogo: SANCHO.– Yo soy el nuevo Gobernador de esta ínsula, señor. ¿Qué hay de nuevo? HOMBRE.– Usté es el nuevo Gobernador, pero el duque de Finlandia no es menos poderoso que el prefecto de Filadelfia. SANCHO.– Así será; pero lo importante ahora es venir al caso. HOMBRE.– Lo importante es venir al caso; pero la casa es más cómoda (confortable) que la choza, y la choza es menos grande (o sea amplia) que el palacio. SANCHO.– ¿Se trata de un pleito de bienes raíces, para hablar claro?
HOMBRE.– Se trata de bienes raíces; pero la raíz no es lo mismo que el tallo, y el tallo está siempre coronado (o cubierto) de sabrosos frutos y esmaltadas flores. SANCHO.– Le diré, señor, con su respeto, que de todo lo que usté dice no entiendo un jerónimo. HOMBRE.– No entiende un jerónimo. Muy bien. Pero Jerónimo no es el novio (o prometido) de Luisa, en tanto que Pedro no tiene el menor parentesco con la abuela de Gumersindo. SANCHO.– Y entonces, señor, ¿por qué demonches no va a contárselo usté a su propia respetable abuela? Sonrió el hombre con resplendente satisfacción al ver que había reducido de nuevo al Gobernador al capítulo de los parentescos; y prosiguió enérgicamente, articulando netamente cada una las sílabas: HOMBRE.– Mi abuela es respetable; pero mi hermana la menor (la más pequeña –ita, o sea, la más chica– ita) es la más inteligente, la más bella y la más honesta muchacha (o sea doncella) del Universo (o sea Mundo). SANCHO.– (Alarmado.) Nadie lo ha negado, señor; pero aquí se quiere saber si usté desea algo, o qué asunto lo trae. HOMBRE.– Deseo algo; pero mi padre desea la Direción General de Rentas y el Ministerio de Hacienda, mientras que –en tanto que o sea mientras tanto que– mi madre desea un palacio en la Avenida Alvear. Aseñó Sancho con disimulo al doctor Recio, con el cual, como se hubo allegado, mantuvo pianísimo el siguiente coloquio: –¿Es loco éste? –Nulamente, Alteza; al contrario, es el hombre que escribe los libros para aprender inglés en 10 días. –¿Y por qué habla desa guisa? –Porque es justamente la guisa en que teóricamente hablan o deben hablar los que desean aprender un idioma extranjero. –Pero la gente normal no habla dese modo. –Rectamente juzga su Esplendencia; pero así lo ha decretado en esta Ínsula por razones de método la Dirección General de Educación Gratuita. –¿Y es ése el mejor método? –Eslo –contestó Pedro Recio cervantinogerchunóficamente–, porque de otro modo no lo hubiese elegido la Dirección General de Instrucción Gratuita; pero aunque no lo fuese, lo mismo habría que hablar dese modo, porque está mandado por la Dirección General de Instrucción Gratuita. –Yo lo que quisiera saber, dejando arrequives y firuletes –dijo el buen Sancho francachonamente–, es si aprenden inglés dese modo, o no lo aprenden, los súbditos desta Ínsula. Eso es lo que yo quisiera saber.
–As a matter of fact –replicó good–humorously el doctor Recio–, le diré a su Resplendencia con confianza que aprender no aprenden; pero eso no es de consecuencia porque lo que interesa aquí es que se enseñe inglés y no que se aprenda inglés. –Donosa respuesta –musitó Sancho–. ¿Cómo es eso? –Sencillo. Si aprenden inglés los insulanos, entenderán inglés; y si entienden inglés, sabrán lo que piensan los ingleses; lo cual no interesa para nada a los ingleses. –¿Y qué interesa a los ingleses, entonces? –¿No lo ve su Omnipotencia? ¡Pues que estudien inglés sin aprenderlo! –¿Y qué provecho hay en eso? –Muy grande. Dese modo pueden ser empleados de tercer orden –200 escudos y niente ascenso posible– en cualquier compañía inglesa, al mismo tiempo que creerán religiosamente que la lengua, la literatura, la nación, el imperio y la raza inglesa son algo arcano, lejano, divino, insuperable y mágico. –¿Y son así, si se puede saber? –No lo son. Pero los altos empleados, que todos hablan inglés, saben inglés y piensan inglés, si es que no son ingleses, se sienten comodísimos cuando los bajos empleados profesan esa fe y respetan tal católica y necesaria creencia. –Comprendo –dijo Sancho; después de lo cual cruzó las piernas, requirió el garrote y permaneció con los ojuelos perdidos en el vacío; lo cual visto, todos los Cortesanos permanecieron también, o trataron de permanecer, con los ojos perdidos en el vacío. Entonces se irguió bruscamente el único y portentoso manchego, y enarbolando el garrote, gritó por dos veces con voz que quiso ser de trueno, pero apenas llegó a voz de batería de campaña, lo cual no es despreciable de todos modos, aunque no suene tanto. –Look here, sir! Look here, sir! Voz de mando que fue refuciladamente acatada por el profesor de inglés, el cual fijó los ojos en la punta del garrote, donde se habían referido los ojos de Sancho, al pronunciar la palabra here. Después de lo cual, prosiguió Sancho con su voz más insinuante y meliflua. –Setenta y cinco rebencazos ¿le gustan a usté, mi señor diplomado? (seventy and five rebenky– strokes, do you like them, mister diplomate?). –Setenta y cinco rebencazos me gustan –contestó el docente– pero también me gusta una máquina de pelar papas (machine–of–potatos–peeling). –¡Magnífico! (Very magnificently!) –exclamó Sancho alegremente–. Será usté complacido. ¡Aló, Alférez! Entregue al interfecto inmediatamente una buena máquina de pelar papas a cargo de Gastos Generales Departamento Justicia Seca, acompañada de 75 rebencazos y de formal íntimo de abrazar desde hoy la carrera de auxiliar de cocina (vulgo pinche) so amenaza formal de destierro perpetuo de todos mis reinos en caso de reincidencia. Y proyéctese en mi Ínsula inmediatamente una Reforma General de Estudios, de tal modo que los que estudien inglés aprendan inglés efectivamente, porque de la otra manera no interesa.
Dicho lo cual dio Su Alteza el Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en un baile de gato, tupungato y tequendama, acompañado al saxofón por intensa actividad de patrullas, las cuales, siendo todas nazifascistas fueron naturalmente rechazadas con grandes pérdidas.
15. La camisa del Hombre Feliz Apenas hubo el boquirrubio Febo filtrado su cara yema e'huevo a través de la fulígine industrial y azufrada de aquel día caliginoso, cuando tomó asiento el nuevo Gobernador, penosamente sostenido por dos enfermeros en su regio sitial justiciero, dispuesto no ya a brindar remedio sino a pedirlo: desmayado el cuerpo, lacios los miembros, floja la barriga, caída la cabeza, mortecinos los ojos, fofo el belfo, huidos los otrora pintones y pimpantes colores de la cara, todo él viva estampa de la más mortal descompostura. Diéronle la tranca en la mano, y él dejose caer por el siniestro lado, al tiempo que entraba el doctor Pedro Recio de Agüero trayendo de la mano a los dos más grandes físicos de la Ínsula, el doctor Flaco y el doctor Gordo, pues éstos son los únicos nombres o sobrenombres –si acaso– con que nos lo retrotrae hoy la Madre Historia –que es la más inexacta de todas las ciencias–, aunque es de suponer que se llamaban de otro modo. El doctor Flaco, según la misma Historia oficial de la ínsula Agatháurica, era un tipito cenceño y nervioso que se había matado en la Facultad estudiando medicina y seguía estudiándola; curaba a los pobres de balde, y los ricos no le pagaban; se tomaba las mil penas, cuidados y desvelos por sus enfermos, los cuales abusaban que era un gusto; y finalmente, él la había tomado en serio su profesión –y qué le va a hacer si era así su carácter–, que es un lujo que hoy en día se paga caro. Adelantose pues el buen doctor Flaco al trono, y después de diligente examen y clínico interrogatorio, hizo su concepto y diagnosticó la larga y misteriosa enfermedad de Sancho desta forma: –Esplendencía, aquí no hay nada roto orgánico, hay un desarreglo funcional, si así puede llamarse. Todo este decaimiento, melancolía, inapetencia y este hacerse el niño mimoso, no se deben como usté cree a dos ratones que le están royendo las dos alas del corazón, ni a una fuentecilla de sangre que le ha brotado en la cabeza del píloro, como usted dice. Simplemente, Gobernador: usté por un lado tiene un oficio muy difícil; y por otro lado, abdicar usted no quiere o no puede. Mussolini dijo que para gobernar un pueblo moderno hay que tener vocación de mártir; y uste reculadelante del martirio y también delante de la renuncia, y dese modo se refugia en el compromiso del mal de melancolía, estaqueado entre dos ímpetus vitales que lo quieren descuartizar, como a Tupac–Amaru el famoso. –¿Quiere decir todo eso –articuló Sancho todo encendido y con los ojos saltados– que en realidad yo no estoy enfermo? –Así es, Esplendencia, en cierto sentido; si vamos a ser francos; o si está enfermo, se puede curar queriendo solamente, pero queriendo de veras, que es la cosa más difícil que existe. –¡Mentira! –gritó Sancho furioso–. ¡Eso es tratarme de nerausténico, que es una manera fina que tiene la gente chic de llamarse locos! ¡Desacato a la autoridad gobernaril! Pena lesae! Pena lesae! Pena lesae mayestatis! Y alzándose con unos bríos que nadie le sospechara, mandó que ipso facto al doctor Flaco le cortaran la cabeza y que entrase inmediatamente a tallar el doctor Gordo. El doctor Gordo era mofletudo, flamante y florido; nadie nunca lo había visto pelarse los codos ni las cejas, pero tenía una mano de pastelero, una labia de Doctor y una confianza en sí mismo que era un amor: lo que prueba que, en medicina, la ciencia no es todo. Volvió a examinar y a
resobar a Sancho por todos lados, con grandes resoplidos y exclamos, mascullando palabras griegas; y después de aplicarle los astrolabios y una botella de Leyden, formuló su diagnóstico del modo siguiente: –Excelsa y divina Majestad: Su Excelsitud padece la más rara y peregrina dolencia que registran los anales –[131]– de Eróstrato, y que sólo ataca a los cerebros privilegíados: he nombrado la llamada epiglisumia tantálica, complicada con gran inflamación hiperzoótica de las anastomosis del plexo solar, que si no se ataja a tiempo puede producir hasta una flogosis de las noohorméteras ¡qué digo!, hasta una parkinsonización de los elementos. –¿Y qué tengo que hacer para sanarme? –exclamó Sancho todo suspenso y asustado. –Solamente un remedio queda: dormir una noche con la camisa de un hombre feliz –exclamó el doctor Gordo con prosopopeya, después de lo cual acató al regio enfermo y salió de la sala orondamente sin volver la cabeza, en medio de dos filas de Cortesanos estupefactos. Mandó Sancho al instante al doctor Pedro Recio que le buscase un hombre feliz; de lo cual se regocijaron internamente todos los Cortesanos, sabiendo que un hombre feliz no existe, por lo cual peligraba la cabeza deste doctor Recio, que ninguno dellos amaba, ya que venía ocupando por más de diez años un alto cargo de 10000 escudos o sanmartines mensuales. Pero cuál no fue la sorpresa de todos, al verlo regresar a la media hora trayendo a un señor de chaqueta, alto, rollizo y robusto, mal afeitado, de modales abiertos y campechanos y de resonante acústica; y diciendo: –Aquí está un hombre feliz. –¿Es usté feliz? –dijo Sancho.
–Lo soy. –Sáquenle inmediatamente la camisa. Sonrieron todos los Cortesanos y se frotaron con fruición las manos, sabiendo perfectamente por la misma Historia oficial de la Ínsula Acatháurica que el Hombre Feliz no tenía camisa: y por ende peligraba otra vez la cabeza de Pedro Recio. Pero su sorpresa no tuvo límites cuando vieron aparecer un amplio camisón de cefir a rayas verdes y rojas que pasó volando a las manos de Sancho, mientras le alcanzaban a toda prisa una salida de baño al velludo y globuloso descamisado. Tomó Sancho la prenda en sus manos y la consideró por todos lados largamente con cierta visible aprensión; por lo cual todos los Cortesanos no pudieron menos de mostrar una cierta aprensión; después de lo cual levantó Sancho la barbicaída testa y se entabló entre los dos el siguiente diálogo: SANCHO.– ¿De veras es feliz usté? HOMBRE.– Positivamente endeveras. SANCHO.– ¿Y por qué? HOMBRE.– Porque soy un ocioso; y un ocioso tiene tantas cosas que hacer, que no tiene tiempo de aburrirse. SANCHO.– ¿Y cómo come? HOMBRE.– Me paga el pueblo soberano. SANCHO.– ¿Para qué? HOMBRE.– Para que hable. SANCHO.– ¿Para que hable? HOMBRE.– Se comprende: para que delibere. Para que hable deliberando y delibere hablando. SANCHO.– ¿Qué es delibere? HOMBRE.– Delibere, señor Gobernador, es la expresión y defensa de la Democracia. Se trata de hablar encomiásticamente y sesudamente delante de un alto Cuerpo Colegiante, en forma que prosperen no sólo los intereses de la nación entera sino la conculcación de las ideologías que conducen al progreso y a la ilustración de la Humanidad civilizada. SANCHO.– ¿Y cuáles son estos asuntos, si se puede saber? HOMBRE.– Con tal que usté no hable ni de la suciedad y abandono de las calles, ni de las chapas nomencláticas que faltan en las esquinas, ni del empedrado caro y arbitrario, ni de la horrenda y anárquica edificación urbana, ni del problema atroz de los ruidos, ni de la ordenación del tránsito callejero, ni de hacer plazas y jardines para el pueblo pobre, ni nada por el estilo, usté, ch'amigo Gobernador, puede tocar todo otro tópico que conduzca a la eflorescencia de una nación libre, abierta a todos los hombres de buena voluntad, sin diferencia de razas ni religiones. SANCHO.– Me parece que no queda nada.
HOMBRE.– Sí, estimado cólega. Por ejemplo: usté puede tratar de Rumania, de la politiquería nacional, del personalismo que largó contra usté el otro cólega el otro día, de las dictaduras totalitarias, de una moción de orden y de cuarto intermedio, de la nueva pileta higiénica municipal, de las efectividades conducentes al logro, de la invasión de Noruega y de Inglaterra, de la quinta colupna, de los premios municipales, del segundo frente, de los argentinos cencentrados en los campos de Francia, de la liberación del obrero, del salón de arte municipal; de los premios municipales de poesía, drama, ensayos, filosofía, numismática y democracia; y así de mil otros elencos gaseosos y electrizantes que lo ponen a uno boyante y satisfecho y lo preconizan delante de las masas populares, con vistas a pasar al Congreso. SANCHO.– ¿Y después? HOMBRE.– Y después, cuando menos te lo piensas, te cae a casa al anochecer un señor en auto a traerte unos cuantos miles de patacones en títulos que te ruega que embolses sin la menor dilación con tal que calles esto o digas aquesto, votes aquello o desvotes lo otro, todas cosas que no pueden hacer daño a nadie, y dependen de operaciones complicadas que tienen lugar en Europa, y no hay por qué nosotros los criollos andemos preocupándonos, que ni siquiera se entienden y están llenas de tepnicismos. ¡Qué país, amigo! ¡Qué país éste! ¡Pero qué país rico! ¡Qué país más lindo! ¡No hay país como éste, Sancho hermano, y la raza criolla a que pertenecemos, usté por nacimiento y yo por naturalizamiento! Oyó Sancho toda esta tirada, dicha en arrogante voz y gallarda apostura, todo estupefacto y perplejo; y después despalancó los ojos y alzándose del trono dijo con júbilo: –Te conozco, mascarita. Ya sé quién sois. Vos sois un… –¡Eso mismo, lo adivinaste, aparcero! –dijo el hombre–. ¡Concejal! Cadisto Segbadesco, pa su servicio y el de su madre. ¡Vengan esos brazos y aprenda la ciencia de gobernar sin matarse ni volverse loco! Cayó Sancho en los brazos del hombre del toallón, teniendo aún la camisa verde en las manos; y fue tal el júbilo que le dio al verlo tan garifo, tan ufano él, tan contento, tan reposado, tan lleno de sí mismo, tan bruto, tan plantado en la vida, que de un golpe se le fue el mal de melancolía. «Mirá un poco los bichos de Dios que andad por la tierra, Sancho, si no da gloria solamente el contemplarlos –se decía a voces el Gobernador llorando de consuelo– y no te hagás tanta mala sangre por tus fallas y pecados». Al decir esto, se inmutó horriblemente Sancho, acordándose así como en sueños de una brutalidad y un pecado que había hecho esa misma mañana medio en sueños; porque al hombre que manda, el poder se le sube a la cabeza como el vino. Pero he aquí que entró el Doctor Pedro Recio todo regocijado por la milagrosa curación del amo, para avisarle que la ejecución del doctor Flaco que él había ordenado en un rapto no se llevó a cabo, puesto que el guardabosque encargado della, a quien el Capellán guiñara el ojo, había dejado escapar al médico en desgracia y había traído en cambio del bosque una camisa manchada en sangre de perro. Visto lo cual, dio el recobrado Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en un sufragio universal con acompañamiento de fraudes, intervenciones, peculados y homicidios con una procesión de antorchas de todos los niños fiscales hasta el Palacio de Gobierno de la Ínsula.
16. La Muchacha Moderna «No, no, Sancho amigo: huye, huye destos inconvenientes; que quien las echa de hablador y de gracioso, al primer
puntapié cae y da en truhán desgraciado». Cervantes
Apenas hubo el rubicundo Apolo su auribronceado esmalte extendido por la sobrehaz ebúrnea de la espaciosa urbe y sus contiguos campos, cuando ingresó el nuevo Gobernador a la Sala de las Equívocas Equivalencias para resolver los asuntos del día. Apenas se hubo sentado en su trono, cuando el doctor Pedro Recio le presentó para su examen un ser de inmane catadura. –¿Qué es esto, doctor Recio? –Una Muchacha Moderna. O nueva ola como las llaman. –¿Qué quiere? –Ser nombrada Inspectora de Educación Física de todos los varones de la Ínsula. Miró Sancho a la interfecta, la cual parecía un automóvil de luto por dos grandes gafas negras que traía, y dejando aparte los vestidos, traía en vez de chapines o chinelas unos grandes borceguíes o sea alpargatas de lona blanca con suela de lo mismo, marca Silencioso Kelly, y en la mano una especie de máquina de matar moscas tamaño superlativo con una banda en el pecho que decía: «Campeona de tenis, salto en alto, en bajo, en profundidad, cabeza abajo y mortales de todas clases», mientras saboreaba voluptuosamente un gran toscano de a dos por cinco, de ésos que fuman los boteros de la Boca. Después de lo cual se entabló entre ella y el Gobernador el siguiente diálogo: S.– ¿Usté es una Muchacha Moderna? M.– Àraca –dijo ella. S.– ¿Y por qué? M.– Porque ya no somos como las antiguas. S.– ¿Y en qué se diferencian? M.– En todo. Nosotras fumamos, nosotras chupamos, nosotras somos volantes, nosotras tenemos revistas para nosotras solas, no aptas para hombres, y a los hombres los tenemos bien achatados y no les hacemos el menor caso, como si no existieran, puesto que es hora que acaben los tiranos en el mundo. –¿Y no leen novelas de Carlota Braemé? –Nosotras leemos a Proust, Gide, Valéry, Mallarme, Mallea, la revista Atlántida y la filosofía de Einstein. –¿Y no tejen escarpines y manguitos para los sobrinos? –Nosotras damos conferencias por radio, porque sobrinos no tenemos ni tampoco los queremos. Consideró Sancho a su interlocutora con mudo asombro y desconsuelo, en tanto que ella empezó a contonearse y caminar con las puntas para adentro como los boteros de la Boca; y entonces Sancho le dijo: –¿Qué es el amor?
–El amor no existe –dijo ella. –La belleza… –empezó Sancho. –La belleza física suele estar en proporción inversa de la inteligencia: por eso las cabezas de los obispos suelen ser tan majestuosas, dijo el genial Oscar Wilde. –¿Usté nunca se ha paseado lentamente en un jardín al claro de la luna? –¡Abajo la luna! –exclamó con rabia la doncella. –¿Usté nunca ha llorado de amor? –¡Ja, ja, ja! (con carcajada cínica). ¡Ja, ja, ja! Nosotras no lloramos nunca y al amor lo hemos aniquilado. –Vistiéndose de ese modo… –empezó Sancho. –Lo hemos aniquilado dentro de nosotras. –¿Y qué es el hombre? –El hombre es un camarada, un compañero de trabajo, un ser infecto, una porquería, aunque sumamente útil para hacer mandados.
Al hombre nosotras lo vamos a atar corto. La Revolución Francesa proclamó los Derechos del Hombre. Nosotras hemos proclamado los Derechos de la Mujer. –Pero deveras, dígame la verdad, ¿usté nunca ha llorado de amor ni por broma, o sea, con esa mañita de llorar a destiempo que tenían en mi tiempo las mujeres? Mirolo la interfecta llena de rabia y contestó con cierta vacilación. –La única vez que he llorado en mi vida fue en una conferencia que dio Derrota Ovilla sobre el suicidio de Alfonsina Lorca. Quedose Sancho terriblemente suspenso al oír esto sin saber si le daría o no el cargo de Inspectora General de Educación Física; por lo cual todos los Cortesanos que daron también suspensos, sin saber si le darían el dicho cargo. Pero en ese instante tuvo el doctor Pedro Recio una idea genial y fue que, tomando una mandolina, se bajó al pie del alto ventanal del palacio y empezó a entonar con la atiplada voz de sus mocedades –¡ay! ya idas– una cancióntango en brasileño del Maestro del Cancionero Rioplatense llamado un tal Gardelito Canaro –o Canario, que en esto no están conformes los cronistas–, que empezaba así, si no mienten las historias: «Se avessi un mandolino o pure un buon violino, mio amor te canterei, sí, sí, mio amor te canterei aquí. Ma senza uno stromento non c'e caso di vento e allora ¿qué faréi? sí, sí, te lo f ischio cosí, te lo fischio cosí–í–í–í–í». A cuyo dulce y tierno son apenas comenzado, empezó a llorar como una desesperada la interfecta, con grandes goterones que le cortaban como surcos la costra del colorete tono Rosa– Hada o Pétalo; pero lo grave del caso fue que se precipitó al Gobernador y tomándolo todo entero en sus robustos brazos empezó a decirle adorado mío, mi tesoro, mi vida, mi corazón, mi todo, mi perrito, mi pomerania, mi partner, y todo el vocabulario, que Sancho se quedó enteramente sin resuello y al principio no sabía qué hacer, hasta que empezó a ordenar a los gritos: –¡Cierren la puerta! ¡Cierren la puerta! ¡Y al primero que le cuente esto a mi mujer, lo mando a la cárcel por cuarenta años! Y en efecto, de todo esto Sancho evidentemente no tenía la menor culpa, como testimonió inmediatamente el Capellán, sino aquel dominio del doctor Pedro Recio de Mal Agüero. Por lo cual reportándose Sancho inmediatamente, y recobrando toda su dignidad perdida, aunque le ardían los cachetes como dos magnos pimientos morrones, dio un golpe con la tranca en el suelo y dictó el siguiente Decreto ¡Abajo la luna! ¡Abajo los claros de luna, las serenatas, los mandolines, los claveles, los parques otoñales, los madrigales, los suspiros románticos, las querellas, las poesías de Amado Nervo, la primavera, y la inmortal pareja de Verona! ¡Viva el aluminio!
¡Viva la civilización fachista, la mujer en su casa y Dios con todos! ¡Mueran los inmundos, salvajes y asquerosos poetas rubendarianos y amadonervianos! Año sexto de la liberación insulínica. Considerando: l. Que por reacción contra los empalagosos poetas del siglo pasado, que las ponían de huríes, sílfides, ninfas y linfas que era un asco, las mujeres se han vuelto demasiado musculares y masculinas, en lo cual yo les doy la razón en parte; 2. Que la educación física es un gran bien, pero perder la vergüenza y no saber coser botones es por el contrario un mal; 3. Que las Muchachas Modernas gracias a Dios son en lo esencial lo mismo que las antiguas, sacando dos o tres cosas de mal gusto que la culpa la tienen los padres y las madres… y los varones jóvenes en general. Determino y decreto: 1. Aumentar en un 75 por ciento el impuesto a las Muchachas Modernas. 2. Destinar un tercio de mis rentas personales a la antigua y delicada obra de misericordia de San Antonio de Padua llamada «dotar doncellas». 3. Confiscarle a la presente la raqueta de tennis y el paquete de toscanos, y regalarle isofasto una fuente de plata, un aguamanil, dos blanquísimas y riquísimas toallas y una redonda pella de jabón napolitano, prohibiéndole por tres meses que camine como los marineros de la Boca. 4. Prohibir que toda doncella destos reinos se dedique a la forja, a la minería, a la guerra, a carreras de a pie o a caballo, al fútbol, al rugby, al profesorado de filosofía y matemáticas, a componer asfalto, a la agronomía y a toda clase de trabajos hercúleos y atléticos. 5. Mandar que las más hermosas doncellas destos reinos sirvan de ornamento y decoro en los estrados de las reinas, sean del cielo o de la tierra, como ser la Iglesia Católica y el salón de mi Señora la Gobernadora, ocupándose allí de hacer encajes de randas y volandillos, dulces y merengues, de visitar presos, enfermos y desconsolados y de salir en procesiones vestidas de Vírgenes, Mártires, Ángeles, Santas y toda la corte celestial… Dictado lo cual y puestas las rúbricas de rúbrica, dio el feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en el obelisco con chistera, bigotes y monóculo, lo cual le daba una apariencia de profunda dignidad y reverencia.
17. La máquina de Ganar a la Ruleta Apenas hubo el renombrado Febo asomado su chata y carirredonda faz de entre las purpúreas sábanas del cielo, cuando arrancaron al nuevo Gobernador de su Biblioteca, donde estaba leyendo La Pasión de San Mateo, en latín, con grandísima curiosidad y sin entender gran cosa, y lo llevaron a la Sala de las Oculares Inspecciones para resolver los asuntos del día. No bien se hubo sentado en su trono, cuando se abrieron con estrépito las puertas del salón, dando ingreso a dos Alguaciles con enmedio dellos un desdichado con traje de empleado público puesto a la miseria, todo bigotudo ensangrentado, que sangraba por varias partes de la cara, al mismo tiempo que resonaba afuera un clamor inmenso que decía:
–¡A muerte! ¡A muerte! Levantose Sancho alarmado y dijo: –¡Alto! ¿Qué pasa? –Señor, un linchamiento… –¿La plebe? –No, señor. La aristocracia nada menos. –¿Y quién es este criminal? –Señor, un pescador de Mar del Plata. –¿Pescador? ¿Y ese vestido? –Mejor dicho, señor, un empleado público de la ruleta de Mar del Plata. –¿Y por qué lo linchan? –Porque inventó una máquina para ganar a la ruleta. –¿Y ganaba? –Ganaba, y toda esa crema que está fuera perdía. Y por eso lo quieren matar. –¿Y no sucede eso siempre en la ruleta? –Siempre, señor, pero sin máquina. Lo malo es la máquina. ¡Y lo que hacía ese infame con la plata! –¿Qué hacía? Iba a contestar el Alguacil cuando resonó aturdidor otra vez el vociferio de voces aflautadas y finas, que gritaban al unisón: –¡A muerte! ¡A muerte! Alzose Sancho con viveza y abrió de par en par los amplios ventanales que daban sobre la Plaza Mayor de la Ínsula, encuadrada por altos edificios, donde sus ojos tropezaron un espectáculo de ensueño: una cantidad de hombres rigurosamente vestidos de negro, con sus sombreros altos y tubiformes, que gritaban todos, llenos de furia, tirando piedras contra el balcón: –¡A muerte! ¡A muerte! Volviose Sancho al doctor Pedro Recio, que había sacado un paraguas de algodón colorado para proteger al Gobernador de algún adoquinazo –que por lo demás no venían con mucha fuerza– y dijo: –¿Qué quieren decir con ese a muerte? –Quieren decir ¡que muera!
–¿Y por qué no dicen: que muera? –Porque así se dice en Francia; y todos éstos han estado en Francia. –¿Y de ahí? –Y… como dijo Sarmiento, las cosas tal como se hacen en Francia son más distinguidas de tal como se hacen aquí. –¡Ah! ¡Entonces ésta es la gente de mi Ínsula que llaman distinguida…! –Exactamente, Esplendencia. –¿Y el carnaval también lo trajeron de Francia? –¿Qué carnaval? –El sombrero con betún, la chaqueta con dos colas, y los otros vestidos largos por abajo y cortos por arriba. –¡Jesús, Esplendencia, qué manera de expresarse! Eso es el frac. Están en traje de suaré. Miró Sancho un rato la inmensa muchedumbre, que no cesaba de agitarse y amenazar arriba, y después dio un chiflido largo y dijo: –¿En traje de qué? Unos están en traje, doctor Recio, pero las otras más bien están en destraje. –¡Jesús, Esplendencia! ¿Así habla Usía de los ebúrneos hombros, y los ebúrneos cuellos, y las ebúrneas espaldas de nuestras ebúrneas damas? –A mí no me venga con esburnis. Yo deso no entiendo nada. –Pero, ¿Usía jamás leyó la revista Atlántida? –No sé lo que es. –¿No asiste al Colón? –No. Me duermo. Estoy cansado del trabajo del día. Fui una vez y me dormí. –¡Y así queremos gobernar bien, Esplendencia, a una nación culta! ¡Sin guardar el contacto con la clase dirigente! –Paciencia, Doctor –dijo Sancho sumiso–, todo se andará. Con el tiempo me acostumbraré a todo, y leeré todo lo que usted quiera. Pero ahora sáqueme de una duda que me atormenta. ¿Así andan de vestidas esas esbúrnicas que usté dice por las calles? Me parece poco sano, cuando hace frío. –¡Jesús, Esplendencia, qué horror! ¿Qué piensa usté de nuestra élite? ¿Cree que son mujeres que han perdido la vergüenza? Ése no es el traje de calle, es el traje de suaré. –Y, dígame –dijo Sancho dándose por entendido y anotando mentalmente la palabra suaré y la palabra esburnis para mirarlas en el diccionario–, ¿cómo es entonces que con ese… destraje andan ahora en la calle?
–El furor por el crimen de la ruleta las saca de sí, Esplendencia; y las hace olvidar hasta de lo que al pudor se debe y siempre se ha debido. –Y, entonces, ¿por qué usan vestidos de seda para entrecasa? El doctor Recio se rascó con desesperación la cúspide de la pelada, y miró a Sancho como para tragárselo. –Gobernador –dijo–, he aquí lo que es no tener mundo y roce social un gobernante. Siempre se lo he dicho: se expone a los mayores papelones. Oigalo bien: pa–pe–lo–nes. El entrecana se llama deshabrillé y es más ligerito todavía, aunque menos lujoso que el suaré. El suaré se usa solamente para fuera de casa. –¿En qué quedamos? ¿No dijo que no en la calle? –Sí, señor, entendámonos. Así se visten cuando se reúnen todos ellos en unos grandes salones dorados con muchas luces y flores caras en la casa de alguno dellos o en los bebederos públicos. Eso se llama hacer vida social o andar en sociedad. –¿Y qué hacen? –Divertirse. Chupan, comen, hacen fiestas de caridad, bailan, recogen dinero para los leprosos, hacen sus arreglitos sentimentales, hablan de lo que pasa en el extranjero, y después se sacan fotografías con poses langorosas o arrogantes y las publican en la primera plana de los grandes rotativos todos los domingos. –¡Satanases! –gritó Sancho comprendiendo de golpe–. ¿Y mi buena plebe de la Ínsula se entera de todo? –Evidente. No quieren ellos otra cosa sino que todos se enteren. Se despepitan por el periodismo y las revistas ilustradas. Se mueren de gusto de ostentarse compadriando. –¿Y qué hace mi plebe? –Asegún el humor, señor. Una mitad los odia o los desprecia. La otra mitad trata de imitarlos, porque al fin y al cabo se trata de la clase dirigente. –¿Y dirigen algo, por si acaso? –¡Qué han de dirigir, Esplendencia, si la mayoría es incapaz de dirigirse a sí misma! Dirigen autos, cuando mucho. Lo que hay es que tienen plata. –¿Y de dónde la plata? –Heredada, señor. –¿Y robada, no? –No, señor –dijo Recio, con cierta vacilación en la pronuncia. –Perfectamente –dijo Sancho retirándose del balcón meditabundo–. Hágame venir al Ministro de las Medidas Urgentes, Doctor, y hágame subir un franconcola y una esbúrnica désas, los primeros que caigan, para servir de testigos en este crimen de la máquina para ganar a la ruleta deste desdichado pescador o empleado o lo que sea…
Fue cosa de verse cuando se sentó Sancho en su alto sitial justiciero empuñando majestuosamente el garrote con incrustaciones de platino y plata que le regalara la plebe el día del solemne plebiscito que lo elevó al poder: el Alto Consejo Secreto a su espalda, los Cortesanos alineados en dos filas por la sala, el criminal en su caja, ya limpia la sangre que le corría de encima de un ojo, con aquellos ojos centellantes en la aberenjenada cara morena; y al otro lado en el estrado fiscal los dos acusadores: el varón alto, gallardo y facciones delicadas y ñoñas, un dedo en el ojal del inmaculado chaleco blanco y la otra mano aristocráticamente en el bolsillo del impecable pantalón; ella chiquita y flacona, con aquel tanto de labios rojos en forma de corazón y aquel tanto de pelo rizado y aquel tanto de anillos y ajorcas y aquel tan poco de rozagante y acuosa seda sobre el cuerpito distinguido y descontoneado, podrido de tangos y actitudes de cine. La miró Sancho un rato con ceño, después de lo cual se puso a hacer ¡hum, hum! y a toser de la manera más indiscreta –y ella se puso muy colorada y fruncida, y sacando un pañuelo se lo puso todo por delante de un collar de perlas que traía al cuello– y diciendo Sancho despacito al doctor Recio, de lo cual no poco se enojó el Capellán: «Vea, Doctor, de más cerca me va gustando algo el vestido de suárez; pero no para mi mujer», después de lo cual lanzó una risada desas suyas y abrió solemnemente la audiencia del crimen, dirigiéndose al criminal en esta forma: –«Quem respónditis de omnibitis quem acusantur tibitis?». El reo no respondió nada. –¿Qué tiene uste que decir? –se formalizó Sancho. –Nada. –¿Qué pide? –Nada. La muerte. –¿Qué ha hecho? –Mi deber –dijo el napolitano con voz ronca. Volviose Sancho azorado al doctor Recio y dijo: –Non invenium in eum culpam! –¡Es un criminal infame, señor mío –gritó entonces la esbúrnica hecha una furia del averno–, que ha perpetrado perjurio, peculado, secuestro, violación de su oficio, abuso de confianza, robo y sacrilegio! ¡Es un ladrón! ¡Es mil veces peor que un ladrón! ¡Se ha burlado de todos nosotros, y debe ser muerto él y todos los dueños y gerentes del casino que le dieron entrada entre la gente decente! ¡Y también los dos cómplices que se han fugado! –Ha hecho trampas en el juego y eso basta a un caballero –dijo el franconcola con fría impasibilidad de yéntelman. Y esto dicho, sacó un cigarrillo Navy Cut, preguntó «¿le importa que fume?», encendiéndolo al mismo tiempo, y cuellierguido y nonchalante se puso a mirar a todas partes menos donde debía, lo cual es señal de hombre distinguido. Por lo cual tomó la mano Pedro Recio, y explicó diciendo: –Señor, éste es un pescador que se volvió loco porque se le murió su único hijo.
–¿Y no era empleado entonces? –Empleado del Casino. Croupié, si usté sabe lo que es eso. Se hizo croupié después, para robar plata con su máquina. –¿Cómo es eso? –Esta maquinita, señor –dijo Pedro Recio, sacando un delicadísimo adminículo lleno de hilillos, bobinas, topecitos y metálicas redezuelas finas como telaraña–, inventada por este animal que fue mecánico en Italia, hace dirigir casi ordinariamente la bola de la ruleta hacia el lugar donde está quien al bolsillo la tenga. –¿Y éste la tenía? –No, señor. ¿No le digo que era croupié? Lo llevaba uno de los ladrones cómplices suyos. –¿Y cómo los dejaban entrar? –¿Y no ve que venían también con traje suaré? Con frac, ¿quién va a distinguir un ladrón de un aristócrata? –Doy orden de que me los traigan inmediatamente. –¡Ufa! Se han hecho humo. Parece que uno era un seminarista, y otro una muchacha de la Acción Católica. –¡Imposible! –exclamó el Capellán levantándose airado. –Entonces habrán sido ángeles. El caso está que se han hecho humo, y deben ser ellos los verdaderos criminales que se han valido de este pobre loco. –¿Loco? Tan loco no me parece –dijo Sancho–. Bribón en todo caso. –Loco rematado, Esplendencia. ¿Sabe usté lo que hacía éste con la platita que arramblaban los tres cada noche? –¿En seguida la llevaban al Empréstito Patriótico? –¡Al mar, Esplendencia! ¡La echaban al mar! ¡Cada mañana salían en su bote y la echaban al fondo del mar! ¡Montones de plata, Gobernador! ¡Al fondo del mar! Al oír esto, Sancho lanzó un aúllo de dolor. Al oírlo los Cortesanos lanzaron todos un aúllo de dolor. El franconcola y la esbúrnica lanzaron sendos aúllos de dolor, de los cuales se prolongaron miserablemente por todo el palacio y llegando a la plaza mandaron el eco fragoroso de un inmenso aúllo de dolor colectivo como el ruido del Mar del Plata innumerable, que se resolvía en este grito feroz. «¡A muerte! ¡A muerte! ¡Hacía trampas en el juego! ¡Tiraba la plata al mar! ¡Todos perdidos nosotros si éste no muere!». Volviose Sancho con indignación al falso monedero y demente platero, que estaba hablando en voz baja con el Capellán a toda furia, y le dijo: –¿Eso se hace con la plata, mastuerzo? ¡Con la falta que me está haciendo por el Ministerio de Hacienda, escuerzo de porquería! ¿Por qué no la mandaste al Gobierno, como era tu deber y justicia?
–¿O por qué no fundó siquiera un asilo de güérfanos con una gran placa de mármol y su nombre encima, como he hecho yo en honor de mi pobrecito Pocholo? –dijo la esbúrnica retorciéndose toda. –¿O por qué no construyó al menos unas cuantas iglesias? –exclamó con rabia el Ministro de Culto y Devoción Pública. –¡Porque odio la plata y mi misión en el mundo es destruir toda la plata! –gritó el italiano con los ojos llameantes. –¡Loco! ¡Está loco! ¡No hay nada que hacer! –dijeron todos los Cortesanos, y Sancho dio orden que trajesen isofasto dos mucamos del Manicomio. Pero en ese momento se adelantó el Capellán con con encendido rostro y agitado porte, intentando dominar a gritos el batifondo que hacían hablando todos juntos, con encima los gritos de «¡A muerte! ¡A muerte!» que continuaban desde la plaza… «¡Indulto! ¡Indulto! – gritaba el Capellán enronquecido–. ¡No es loco! ¡No es loco! ¡Los locos somos nosotros!». Nadie se entendía allí y todo hubiese acabado mal, de no haberse oído en ese momento una voz dulce y potentísima, como la voz de un altoparlante o de un ejército de ángeles, que planeando y cubriendo el tumulto de las pasiones, decía: ¡Oh María, Madre mía! ¡Oh consuelo del mortal!, amparadnos y guiadnos a la patria celestial. –¿Qué es eso? –dijo Sancho en medio del general silencio que se hizo de golpe. –Es el asilo de huérfanos de áhi–al–lado que están de misa –dijo Recio. Salió Sancho al balcón y vio a todos los suárez callados y recogidos como queriendo atrapar la melodía de una lengua olvidada; y miró con ternura allá al frente la Casa de Ancianos, el Hospital y la Escuela Para Bobitos, a mano derecha el Orfanato, a mano izquierda la Iglesia Oficial que había hecho construir el primer mes de su gobierno; y diciendo para disimular su emoción «cantan desafinao», volvió a su trono, seguido de la esbúrnica, la cual lloraba enternecida, diciendo: «Mis angelitos, mis angelitos». Allí los enfrentó el Capellán, que les dijo a grito pelado: –Señor Gobernador, este hombre no es loco, porque lo que le pasó es para volverse loco cualquiera. Era pescador y tenía un hijo enfermo. Se le murió por falta de remedios. Y la mujer probablemente por desnutrición se le murió de sobreparto. Y vendía el pescado a Borne y Banga, que es una firma de la Capital. Y la firma no le pagaba ni el tercio de lo que ella sacaba. Hicieron una reunión de pescadores para que subiesen los pagos, y éste era el jefe. La firma no les compró el pescado y ellos tuvieron que venderlo por su cuenta. La firma hizo bajar al polvo el precio del pescado. Éstos se negaron entonces a venderlo, y lo dejaron pudrir. Y el día que tomaron todos juntos esa resolución, y éste era el jefe y no podía volver atrás, va y se le muere el hijo. De allí le vino esa locura contra la plata. ¡Misericordia, Gobernador, misericordia! ¡Tenga misericordia! Levantó Sancho la cabeza, que había tenido todo el tiempo de la narración inclinada, sorbió los mocos, se pasó la manga por debajo la nariz y le vieron en los ojos un brillo medio raro. Compúsose al fin y dijo al reo:
–¿Es verdad esto? –Es verdad, señor –dijo, bajando la cabeza. –¿Es verdad esto? –dirigiéndose a la esbúrnica. –No sabemos, señor. No teníamos la menor idea nosotros –dijeron los dos esbúrnicos. –Yo tampoco –dijo Sancho–, y ése es justamente mi pecado. Pero, ¡aquí no estoy para confesarme sino para hacer justicia! ¡Ahó, Alférez! ¡Que los dos hispánicos del Manicomio se lleven a estos esbúrnicos y que queden adscriptos al mucamado del Manicomio, él durante cinco años, y ella, por merced de haber fundado un asilo, le perdonamos a un año solo; a ver si aprenden allí el oficio de clase dirigente. Y vos, seor Escribano, escribid al momento el siguiente Decreto Considerando: 1. La extrema pobreza del erario público y la necesidad del Gobierno de buscar dinero donde lo haiga –¿no se dice hagia, Escribano? ¡Usté póngalo como se debe! 2. La habilidad extrema del presente interfecto, a pesar de su locura por tirar la plata, para utilizar el dinero donde lo… haya, por medio de maquinarias con inventos eléctricos y filiformes. 3. La estupidez de la gente llamada dirigente, que no la van a quitar de jugar a la ruleta, bridge, carreras, bolitas, golf, trompos, tennis, barriletes y suárez nianque la fusilen. 4. La miseria escondida de mi plebe amada, la cual compromete mi responsalidad, incluso mi salvación eterna… Ordeno, mando y prejuzgo: 1. Nómbrase al presente interfecto inventor de la máquina, director general de Rentas, Empréstitos, Impuestos al Rédito, Contribuciones Indirectas y Planes Pinedo de la Ínsula, con residencia en el Manicomio; 2. Oblígueselo a hacer desas máquinas filiformes con ayuda de los dementes, las cuales pasarán al punto a manos del Estada, y serán guardadas en el Arsenal con los gases asfixiantes y las armas prohibidas y secretas; 3. Establézcanse doce ruletas en las grandes urbes del país, encargándose la Dirección General de Turismo y Conocimiento Internacional de la Ínsula de hacer venir paraguayos, uruguayos y chilenos a jugar en ellas, con obligación de toda la élite de la Ínsula de hacerles los honores… Fírmese, séllese, etcétera… Apenas escrito el estupendo Decreto, iba ya Sancho restregándose las manos a dar la señal de los festejos, cuando de repente un inmenso clamoreo: «¡A muerte! ¡Basta de una vez! ¡Gobernador, acabála!», seguido de una pedrea que trizó una punta de vidrios, le recordó algo olvidado: la fina masa de la Plaza. Volviose Sancho vivamente para dar una orden secreta al Ministro de las Cómicas Consecuencias, y se dirigió al balcón, aseñando a toda su corte de seguirlo, y muy olvidado ya del Ministro de las Medidas Urgentes que llamara al comienzo, el
cual lo seguía siniestro con su cara de dogo y la mano en el hacha. Asomose Sancho y gozó un momento de la vista poco común de una aristocracia amotinada. Una rebelión de los ricos contra los pobres, como dicen que fue el Protestantismo. El Ministro Verdugo le tocó el brazo con una sonrisa feroz en su quijada de bestia. –¿Los barro a todos con ametralladoras? Sancho estaba mirando sin decir nada, pensativo. –¿Hago venir los gases lacrimógenos? Nada. –¿Los bomberos con las mangueras? Sancho se volvió a su corte y dijo: –Miren lo que va a pasar ahora. Me dan lástima esas mujeres hechas para la noche aquí a la luz del sol. Me compadezco de esos hombres hechos para entrecasa aquí al aire abierto. Abriéronse al decir esto, copio a una palabra mágica, todas las puertas de los cuatro Asilos; y salieron de ellos como langostas una manga de viejitos, chiquillos, enfermos y cuitadillos, cuidados por monjas, a tomar el santo sol de primavera, ya alto en el horizonte. Fue de verse la reculada y el apretujón de la aristocracia al verse rodeada de toda aquella gentecilla. Se amontonaron todos al centro, como manada que oyó el puma, y empezaron a los gritos («¡Ay, qué chusma! – ¡Ay, qué plebeyería! – ¡Dios mío, qué caches! ¡Qué horror de gente inmunda! ¡Señor Jesús, qué huasos!»), en tanto que toda la manga esponjaba a la libertad del sol sus harapos, sus churretes, sus llagas y sus pulgas. Tanto se comprimió la aristocracia en torno al garito de la Banda, que parecía que iba a desaparecer por momentos, de miedo que la tocaran. De repente de aquella pelota de gente bien desvestida, surgió un grito desesperado: –¡Señor Gobernador, por amor del cielo, mande al momento un piquete que abra picada entre estos mugrientos, que nos van a llenar de piojos! –Ya van a abrir senda ustedes solos –dijo Sancho–, no se aflijan. ¡A la voz de áura! –añadió con un rugido que parecía carcajada. Entonces aparecieron en torno al engarabitado enjambre de la élite diez chiquillos llevando sendas ratoneras, y dieron suelta todos juntos a un centenar de ratones. Salieron los aristócratas, los varones primeros, galopando en todas direcciones como potros enloquecidos, volteando los niños, atropellando los ancianos, pisando los enfermos, empujando a las monjas y dando altos chillidos que pusieron una irresistible hilaridad y regocijo en todos los circunstantes. Y así no quedó en la plaza ni uno solo. Visto lo cual, dio el feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en una suprise party, con un moaré de terciopelo y crepe cotín, lápices de ruye escarlatatulipán y rojoprimavera aderezados con chantillí a la marroquí y bulones al gusto de Francia.
18. El Taita Oficial de la Historia El dibujante, que fue el mejor dibujante de Sudamérica y murió en la
miseria, puso en la cara del Taita una vaga resemblanza con un historiógrafo entonces existente, del cual hoy se acuerdan solamente los chicos de sextos grados y algunos historiadores muy especializados; pero el autor no quiso referirse a ése en particular sino a todos los historiólogos regimentados y oficiales y a cada uno dellos, de acuerdo a una nutrida lista en poder actualmente de don Atilio García Mellid. (N. del Prologuista).
Apenas hubo el rubicundo Apolo, detrás de su gris cortina sucia, porque era día nublado, inaugurado solemnemente una nueva jornada de trabajo y pejiguera, cuando inauguró el nuevo Gobernador la sesión del día con un interminable bostezo, debido a no haber dormido bien la noche antes, al mismo tiempo que el Ujier Mayor abría la puerta del Salón de los Exquisitos Experimentos, clamando con voz estentórea: –¡Esplendencia! Pide audiencia, El Taita Magno de la Historia Patria. –¡Magnífico! Justamente lo ando necesitando –exclamó Sancho. Después de lo cual ingresó a paso de procesión, acompañado de Pedro Recio, un voluminoso señor de aspecto de dromedario, ataviado con una túnica majestuosa y marmórea de color azul y blanco, con una corona de laurel sobre la cabeza y agitando en la diestra una pluma de ganso y en la siniestra una rama de olivo. Despavoriose Sancho al verlo, creyendo que era una estatua que caminaba; pero se acordó en seguida que las estatuas están siempre desnudas y éste estaba vestido; y era varón además, al menos por la pinta, cuando las estatuas son, por lo general, mujeres. –¡Esplendencia! –anunció Pedro Recio–. He aquí el Director Oficial de la Historia Patria, por mal nombre el Taita Magno, que viene a impartir a Su Excelsidad los conocimientos analíticos y fáusticos de los fastos y anales del pasado histórico, que sean indispensables a un gobernante, desde el momento que hasta el presente Su Excelsitud ha gobernado a puro ojo de buen cubero y golpe de buen sentido, pero sin compenetrarse del todo con la tradición liberal que constituye la médula de la vida institucional desta excelsa Ínsula. –¡Estoy presto! –exclamó Sancho–, pero hagamén el favor de hacer un buen resumen y las cosas como la palma de la mano, porque ya saben que Dios no me hizo varón demasiado analítico. –Será servido Su Excelsitud –dijo con voz arrastrada el Padre de la Historia; y desplegando en la punta de un palo un gran cartelón que le pasó un ayudante, dijo: –«Éste es el más grande hombre civil de la tierra de los insulanos». Pero el Gobernador en vez de mirar la efigie, que era un hombrecito de negro, carita morena puro ojos, y barbilla afilada, se le había quedado mirando con curiosidad extremada al prominente Depositario de la Historia, el cual repitió con la misma palumbina tesitura: –«Éste es el míos grande hombre civil de la tierra de los insulanos…». ¡Repita! –Éste es el más grande hombre civil de los insulanos –repitió Sancho sin dejar de mirarlo distraído. –¡Mal! ¡De la tierra de los insulanos! ¡Falta la tierra! ¡Repita! –¿Y no es lo mismo? –preguntó Sancho con descaro. –¡No, señor! No queda tan redondeado. ¡Repita como le he dicho antes!
Repitió Sancho dócilmente, al mismo tiempo que los ojos se le hacían chiquitos, chiquitos, y luego preguntó con dulzura: –¿Y qué hizo este hombre civil? –Implantó las instituciones democráticas, cruzó con carneros del Yorkshire a los carneros insulanos, fundó la Sociedad de Beneficencia y reformó el clero. –¡Magnífico! –dijo Sancho–; esto último es lo más difícil, según colijo por el carácter del Capellán del Reino, que es un verdadero chinche, por no decir un chancho –y por suerte no está ahora presente–. ¡Adelante, mi señor Director de Historia! –¿Adelante o atrás? –¡Adelante! –No, señor –retrucó el Taita Magno con aplomo–. La Historia se estudia para atrás. Ahora hay que ver el Precursor. Desplegó el sabio otro gran cartelón con una cabeza redonda, de labios gruesos y pelo mota, y dijo: –«Éste es el hermano mayor y primigenio. Éste fue el numen de la Revolución, la fuerza dinámica y demónica del parto de los tiempos nuevos». –¿Fue un médico? –preguntó Sancho. –En ningún modo –dijo el otro–. Absolutamente. Fue legisperito y jurisconsulto. –¡Ah! –dijo Sancho–. Se me hacía medio que tenía cara de médico. ¡Como usté dijo eso del cardumen…! –¡El numen he dicho! –Y bueno… ¿No es un hueso, por si acaso? –¡Esplendencia! Usté confunde con el ciclamen. –Tu abuela –dijo Sancho un poco humillado–. Yo no confundo nada; y eso que ha dicho, ni lo conozco. Usté es el que está confundiendo el dictamen con el volumen –si quiere hacerme pasar por un hombre mayor a ese cara de mulato–. A mí las caras no me engañan, señor, por más que no sepa historia. –Era mulato –dijo el sabio con paciencia– pero tenía en el corazón la gran llamarada de la libertad ardiente y vivificadora. –Por eso está tostao –dijo Sancho. –Y por eso se dijo de él –concluyó el Taita Magno–: «Era menester tanto fuego para calentar tant'agua». –¿Y era mayor o menor que el de antes? –¡Iguales! –dijo el catedrático.
Y sin más alegación, desplegó un tercer cartelón que ostentaba un hombre con cara de vieja, de ojos furiosos y gran belfo caído, mientras Sancho murmuraba: «Mellizos serían entonces». –«Éste es el tercer miembro del binomio. Éste –entonó el catedrático– fue el plasma de la reorganización paidológica del país. Su empuje era de león, pero su mirada era de águila, mas tenía en sus arrestos el esplendor prístino de la piedra nativa y montañesa». –La pucha –dijo Sancho–. ¿Entonces fue el mayor de todos o no? ¿O eran trillizos? –Eso no interesa –dijo el sabio–. El primero fue el más grande civil; pero éste fue un cíclope. –Pero ¿quién era el mayor de los tres? –dijo Sancho dando de la mano con verdadera impaciencia–. ¡Eso es lo que yo quiero saber, sin tantas y tantas vueltas! –Nadie es mayor que otro en el templo de la inmortalidad –dictaminó el catedrático–. Cada uno de los tres es mayor en su línea, pero todos son infinitos en su punto. –Ahora quedamos que son iguales –dijo Sancho sottovoce al doctor Pedro Recio, volteándose todo en su trono como una perinola–. Pero sin embargo, al principio dijo que el primero era el más grande. ¡Oh, Doctor de mi alma, no entiendo nada! ¿De dónde ha sacado este figuro? –¡Es el Director Absoluto de la Historia Oficial, Esplendencia, no divague, por favor, Esplendencia! Es un ser utilísimo. Antiguamente la Historia eran puras discusiones. Hemos acabado de un golpe con ese perdedero de tiempo. Antes usté quería saber algo del pasado, se mataba investigando. Ahora todo está fijado por decreto y texto único. Vamos a ver ¿quién inventó la pólvora? –Yo no fui –dijo Sancho–; ni éste que está aquí delante, hablando con la dactilógrafa, me parece que tampoco. Dicen que fue un fraile antiguo, llamado Chorroarín o algo ansina. –Eso está muy disputado –dijo Pedro Recio– y por ahí se pierde tiempo. «Nous avons changé tout cela». Usté elige cuál le gusta más que haya inventado la pólvora, da un decreto nombrándolo inventor de la pólvora, pone una placa en el Polvorín Mayor de la Ínsula, y después llama al Taita Magno que se encarga de buscar los documentos antiguos con los cuales interpretados compone a costa del Gobierno una Historia en catorce tomos, de donde infaliblemente sale que el inventor de la pólvora fue el que usté quiso primero que fuese. Y dígame si esto no es simplificar las cosas. –Pero eso debe costar mucha plata –dijo Sancho. –Cuesta indudablemente –dijo Recio–. Le damos 300000 escudos mensuales al Taita para mantener todo el tinglado de Academias, Sociedades Científicas, Publicaciones, Editoriales, Imprentas Oficiales, y etcéteras, que son forzosas para mantener el tinglado en pie. Pero la tranquilidad que de allí resulta, la unidad nacional de todas las mentes diciendo lo mismo, y la calina de la conciencia cívica, pase lo que pase arriba en el gobierno, Esplendencia, es una cosa que no se paga con nada. –¡Comprendido! –salió al fin la voz de Sancho, que había estado con los ojos cerrados como dormido desde el fondo de una remota lejanía. Y volvió a cerrar los ojos por largo rato, hasta que el fantasmón azul y blanco preguntó con cierto desgaire: –¿Puedo retirarme?
–¡No, señor! –dijo Sancho, volviendo a la vida real con una extraña inquietud en los ojos–. Debe hacerme antes un peritaje histórico. Para eso lo he llamado. Aquí tengo esta Biblia que me han mandado y he estado leyendo anoche. No sé si es católica o protestante. –¿Usted quiere nada menos que una autenticación científica de un monumento literario perteneciente al primitivismo místico? –No sé decirle. Yo quiero saber antes de una hora si puedo leer ese libro con confianza, o si al contrario me estoy envenenando a in–sabiendas. Nada más que eso. –All right, Esplendencia –dijo el estatuo–. Ahora verá Su Excelsitud la eficiencia de nuestros métodos. Pegó un largo silbido, desos de llamar a los pichichos, y por arte de magia y carnestolendas surgió inmediatamente en torno un numeroso equipo de historiógrafos, historiófilos e historiórragos, armados de fotomáquinas, ficheros, archivos, legajos, lupas, microscopios, listas, estadísticas, los cuales abarajaron al vuelo el libro que el Taita les tiró con ademán olímpico; al cual en un instante hicieron pedazos, sometiéndolo a toda clase de tests y constataciones, fotografiando todas las páginas, de frente, de canto y con rayos X, mascando algunas hojas, y otras probando con reactivos químicos, cosas que Sancho contempló no sin curiosidad con una sonrisita malagüera que le iba ensanchando a compás la carota guasona, hasta que preguntó despacito: –¿Ya está? –¡Momento! –dictó el Taita Máximo–. Carta telegráfica al Comisario Santiago preguntando si tienen prontuariado un señor Antonius, que debe ser rumano, cuya firma auténtica está en la contratapa; carta certificada al Director de Religiones Comparadas, don Benigno Richi, en suplicancia de unos datos de orden teológico que no son de mi dominio especializado. Apenas lleguen las respuestas, elevarase el informe técnico en forma a ese Superior Resorte. Llegaron en efecto como un rayo, puesto que toda aquella máquina estaba montada con sumo esmero, y al leerlas el Taita Magno rasgó sus vestiduras –es un decir– y elevó su voz tonante llena de profundo disgusto y asco, diciendo: –Esplendencia, ha sido usted víctima inconsciente de una falsificación audaz, y lo que es peor, forjada por extranjeros: de la Sociedad Tacuara quiera Dios no sean; lo cual no me extraña nada, viviendo Su Esplendencia fuera del contacto de los medios científicos y del ambiente intelectual de l'Ínsula… –¿Era protestante no más entonces? –Yo no hago cuestión de religiones, Esplendencia. Lo que le puedo asegurar es que, en el actual estado de la Ciencia Olográfica, el autor auténtico de la Biblia sería un tal Jesucristo en colaboración con un tal Paulo de Tarso –véase Enciclopedia Británica, edición 1887–; y aquí en esta contratapa ¿qué vemos? La firma de dos intrusos. Uno se llama Imprimi Potest, y el otro es un Antonius Rocca, Viec.–ggen Bno–Aur. Dijo, y tirando por el suelo las hojas de la rota Biblia empezó a pisotearla furiosamente; viendo lo cual, descendió Sancho pausadamente las gradas del trono y boleando la tranca que como cetro usaba, le sacudió tan recio garrotazo al Taita Magno de la Historia Patria entre el pescuezo y el hombro, que lo tiró patas arriba al suelo y ¡válgale Dios que no lo mata!; con lo cual, como el estatuo diera una voltereta en el aire para caer de cabeza, se le bajó la túnica azul y blanca, y se vio que el infeliz estaba en calzoncillos sucios.
Subió Sancho de nuevo al trono, mientras el Capellán recién llegado –de dormilón que era– trataba de alzar al pobre catedrático; y apoyándose en la tranca dirigió a su corte aterrorizada la siguiente arenga, que fue registrada cuidadosamente por el Escribano Real para memoria de las generaciones venturas. –Señores de mi Consejo, perdonen esta necesaria violencia, no pude contenerme al ver un hombre, sea quien sea, pisar la Sagrada Escritura. Ya empecé a sospechar que era falsa su ciencia, o por lo menos a mí no me servía de nada, al ver que empezaba con palabras difíciles como cardumen y cerumen y querernos hacer tragar que tres hombres son más grandes cada uno y sin embargo son iguales entre sí, como si fueran la Trinidad Divina. Pero cuando caí del burro, y le vi patente la hilacha, fue en cuantito reparé el cómo quería averiguar que la Biblia, era verdadera, sin leerla; y cómo le falló toda su aparatería. Y volviéndose con sarcasmo al catedrático, que se rascaba la matadura y sudaba a mares, concluyó el ínclito Rústico y Caudillo. –¿No viste la estampa de Nuestra Señora, mastuerzo? ¿Dónde has visto que una Biblia protestante tenga la estampa de Nuestra Señora? ¿No viste la viñeta del Papa Pío X, el que puso la comunión frecuente? ¿Y no viste unas partes impresas con letra tumbada, que son los Evangelios de las Misas de los Domingos, como te debió enseñar tu madre, por si acaso has tenido madre, desgraciado, y has ido a Misa una vez siquiera en tu vida? Póngale los grillos, Alférez, mientras tanto que yo procedo a dictar el correspondiente Decreto Considerando la experiencia decisiva que está a la vista, el Gobernador de esta secular Ínsula decreta: 1. Suprímase el cargo de Director Oficial de la Historia Patria, lo mismo que todas las Academias de Historia a sueldo del Gobierno, destinándose ese dinero a Hospital es para pobres y publicación de libros de doctrina cristiana a arbitrio de nuestro Limosnero Mayor y Teólogo Letrado, con control del ministro de Pinedo. 2. Rebájase de escalafón al presente funcionario, nombrándolo Redactor Jefe de Discursos Patrióticos para Maestras Normales, con prohibición de meterse en cosas de religión, sacando la invocación al Todopoderoso al principio y la invocación a la Providencia al fin; con la mención obligatoria de la bandera, el escudo y el himno; rebajándole el sueldo de 300000 escudos a una suma cuyo máximum se fija en tres vigilantes tragados… Dicho, copiado y firmado lo cual, dio el insigne Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en una confraternidad panamericana a base de justicia, instrucción pública y nueva democracia, con acompañamiento de globos cautivos y bolsas de agua caliente desinfladas.
19. La Cruz de Guerra Apenas hubo el centro de nuestro sistema planetario traspasado el horizonte por la eclíptica en 0º 33' 47'' sin pedirle permiso a Martín Gil –que estaba muy ocupado escribiendo un artículo para La Nación acerca de «la relación entre el catolicismo y las manchas solares»–, cuando arrancaron refunfuñando al nuevo Gobernador de su bien ganado reposo, y después de obligarlo a inaugurar una EscuelaHogar, una ColoniaHogar, un SanatorioHogar y un PresidioHogar con sus correspondientes discursos, lo llevaron a la Sala de los Lances Litigiosos para resolver los pleitos del día. Allí encontró el Único e Ilustre Escudero a dos litigantes trabados por los brazos
y forcejeando en forma violenta, los cuales sin soltar su presa le acogieron con gritos de júbilo que la Policía hubo de reprimir a fuerza de gases lacrimógenos. Apagado el tumulto, sentose el Gobernador en un trono y preguntó al doctor Pedro Recio de Tirteafuera: –¿Qué disputan estos hombres? –Una Cruz de Guerra, Prominencia. –¿Qué es una Cruz de Guerra? –Es el premio que da el Gobierno a los que sacrifican su vida por la patria. –¿Y por qué se la disputan? –Porque ambos quieren tenerla; y eso no puede ser, siendo el uno Neutral y el otro Beligerante. –Y eso, ¿por dónde me toca a mí, que no estoy en guerra? –Esos –dijo Tirteafuera– son ínsulos de Su Prominencia; y si los dejamos sueltos, seguro va a haber alguna desgracia. Porque esta Ínsula está llena de Neutrales Peleadores y Beligerantes de Pico y Pluma que no hacen más que mostrarse los dientes por medio de los periódicos. Dirigiose entonces Sancho bondadosamente al Neutral, que era un venerable anciano vestido de civil y prendido de los vestidos del otro como garrapata chaqueña, y entablose el diálogo siguiente: SANCHO.– Venerable anciano, ¿por qué pretendéis esa medalla? NEUTRAL.– Porque la merezco. SANCHO.– ¿Cómo puede ser eso, venerable anciano? NEUTRAL.– Uminencia, yo soy neutral; y siendo neutral, me embarqué en un buque neutral para ir a América a buscar mi familia, con un pasaporte de neutral; yo no deseo pelear con nadie, a mis años. Bien. El buque neutral se quemó en mitad del mar océano; y nos salvó a los pasajeros raspando un torpedero enemigo. Pero apenas el torpedero enemigo se puso en marcha hacia la costa, lo hundió con un torpedo un submarino amigo; con lo cual, huyendo de las llamas, yo me hallé en medio de las olas furiosas, nadando por la vida. Menos mal que la costa estaba cerca. Pero he aquí que una mina magnética estaba más cerca todavía, y empieza a perseguirme, culebriando pior que buscapié, a causa del cierrelámpago de mi malla de baño porque hay que saber que las costas del país neutral estaban minadas; y en cuantito me alcanza, la mina, va y explota como un demonio, y me hace volar al interior de otro pequeño país neutral, donde la policía arranca a correrme como sospechoso de espionaje, hasta que me agarraron y me metieron encana, sólo que por una misericordia de Dios, un eroplano beligerante violó por vigésima vez sin querer la neutralidad del pequeño país neutral, y sin querer se le cayó una bomba de trilita, que hundió la cárcel donde yo estaba. El eroplano dio después las más amplias explicaciones: pero la casa se hundió lo mismo; y a mí me refiló un ladrillo por la cabeza, que casi me enfría sin explicaciones. Y bien, señor Gobernador, ¿quién merece más la Cruz de Guerra? ¿Quién ha pasado más peligros? ¿Quién ha afrontado más riesgos? ¿Quién ha gastado más coraje?
–Yo –retrucó el Beligerante, que era un apuesto garzón vestido de militar– estoy en la línea de batalla, frente al enemigo. –Sí –dijo el anciano Neutral–, pero él está armado al menos, y yo estoy desarmado, Uminencia. ¿Qué armas tengo yo contra las colectas pro Cruz Roja Neutral? ¿Contra las estafas de los comerciantes so pretexto de precios de guerra? ¿Contra la propaganda de guerra? ¿Contra las mentiras de los diarios? ¿Contra las conferencias de La Habana? ¿Contra el Comité de Defensa del Continente de Montevideo? ¿Contra la Buena Vecindad? ¿Contra la Quinta, la Sexta y la Séptima Columna? ¿Contra…? –¡Yo defiendo la Civilización Cristiana! –interrumpió el joven mirándolo con desprecio. –Está bien –replicó el anciano–, pero ¡con qué ayudas de costas! A él, la gloria; a él, el provecho; a él, las alabanzas y la buena comida, Uminencia. A él, 115 gramos de mermelada, 200 gramos de corned beef argentino, 300 gramos de sopa variada, frutas surtidas, café y cigarrillos cada día. A él, los cuidados solícitos de las Wellfare–War–Officials. A él, madrinas de guerra. A él, funciones de varietés con bataclanas cada noche, para conservarle la moral. ¡A él, todo! ¡A mí, nada! ¿Y después encima la Cruz de Guerra? ¡Eso nunca, señor Gobernador, si hay justicia en este mundo corrompido! –Yo –exclamó el joven con rabia– soy el daladid de la Libertad y de la Democracia; ¡soy el héroe de los tiempos nuevos frente a la barbarie desencadenada! –Es cierto –contestó el viejo gemebundo–, pero es un héroe con suerte, Uminencia. Lo atacan las patrullas enemigas, pero son siempre rechazadas en completo desorden y con graves pérdidas. Tiene sus duelos de artillería, pero sus baterías acallan rápidamente las bocas de fuego adversarias. Sale de vez en cuando a dar golpes de mano, y vuelve siempre con cosa de 3 a 9 prisioneros, por lo bajo. Soporta vuelos de reconocimientos, pero las baterías antiaéreas ponen rápidamente en fuga los eroplanos enemigos. ¡Hasta cuando dispara, e s siempre en retirada estratégica! ¡Eso no es juego, Su Uminencia! ¡Así, cualquiera gana! –Yo –exclamó el Beligerante– represento la causa del honor y de la vida digna, sana, fuerte, equilibrada, tranquila, sin diferencia de razas ni religiones, frente a la brutalidad y la bestialidad de los paroxismos neuróticos de hombres totalitarios y déspotas, que se creen los amos de la Historia, y no son más que la encarnación de la degeneración biológica y no solamente biológica sino también vital; y si a mano viene, son unos eschuchantes vulgares y silvestres y unos bacanes de la me–ne–frego–ío, como diría el negro Laureano. –¿Y quién le dijo eso a Su Merced? –preguntó el Gobernador intrigado. –Los diarios. –¿Los diarios beligerantes? –También ésos; pero sobre todo los superdiarios desta prodigiosa Ínsula. –¿Los de tierra adentro? –También ésos; pero sobre todo los superdiarios de la superCapital desta neutralista y amable Ínsula. –¡Basta! –dijo Sancho–. Ho capito.
Permaneció un instante meditabundo el insigne Manchego, sin saber si reírse o indignarse; y los Cortesanos consiguientemente, viendo a Sancho meditabundo, se pusieron también todos meditabundos, sin saber si reírse o indignarse. Entonces se puso de pie el Manchego, y después de mandar que atasen a los dos litigantes de pies y manos a entera disposición del Alférez de Guardia, dictó el siguiente Decreto En virtud de las atribuciones que me otorga la futura constitución –que yo he de escribir y nadie ha de violar, fuera de mí mesmo en caso de grave necesidad– desta ínclita ínsula y considerando que esta Ínsula no está en guerra ni con ganas de estarlo, y consiguientemente todos sus ínsulos carecen del derecho de hacer la guerra por su cuenta sin permiso del Gobernador aquí –¡deste mocito! ¡deste cura! ¡deste pobrecito hijo de mi madre y mi padre, que no es mi hermano ni mi hermana (¡y ojo al cristo, que es de plata!)– vengo en decretar y decreto: 1. Se declara según el juicio de Salomón a los dos presentes ínsulos engrupidos: Neutrales Rupturados Prebeligerantes para dejarlos iguales y contentos. 2. La Cruz de Guerra, causa del presente litigio, será aplicada al Museo de Curiosidades Locales y Antediluvianas de La Plata. 3. Queda prohibido terminantemente hacer premios de guerras, aunque sean guerras justas, con la cruz en que murió Jesucristo indefenso, habiendo de emplearse en esta Ínsula exclusivamente medallas en forma de globo terrestre; porque las guerras modernas son disputas por los bienes terrestres; y las hazañas dellas son casi todas globos, como opina el señor Capellán, aquí presente. 4. Queda prohibido terminantemente a los ínsulos católicos delta gloriosa Ínsula engancharse sea por plata sea por engrupe sentimental en cualquier beligerancia de la presente guerra europea, que es una guerra de protestantes, herejes, luteranos, y hasta interfectos, nacida del imperialismo y el capitalismo, y por tanto de raíz protestante principalmente, copio dijo el Papa, o anduvo con ganas de decirlo, y últimamente, lo digo yo, si otro no lo dice. 5. Queda permitido a los ínsulos judíos, israelitas, hebreos y sefardíes, si alguno voluntariamente quisiera alistarse en favor aunque sea de Chicosloboquia o de Yugoislanda, irse a pelear a donde quieran menos aquí, para lo cual se les proporcionará pasaporte franco, un fusil con catuma, y 2000 escudos para los gastos de viaje, con tal que viajen de veras, y no den la vuelta por la Banda Oriental. 6. Al Joven Beligerante que fue a buscar gloria en luengas tierras sin ver toda la que hay que recoger en nuestra prominente Ínsula, ordeno y mando sea desarmado e internado ipso facto y némine discrepante en el Hospital San Roque, debiendo ser sometido inmediatamente aun tratamiento de aceite de ricino, para purgarlo de su perniciosa vanagloria y manifiesto engrupe belicoso y unilateral. 7. Al venerable anciano Neutral, considerando sus piadosas canas, y lo que acaba de sufrir sin culpa, ordeno se le proporcione gratuitamente un apacible rincón donde terminar en paz y tranquilidad sus negros días, en el interior del Segundo Frente. Dicho lo cual, y después de copiado, autenticado, sellado por el Canciller y recogido por el Sumiller el admirable decreto, dio el nuevo Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en un encuentro de 3 aviones Sputafiere con 11 Fortalezas Volantes de bombardeo, de los cuales los Sputafiere abatieron 9 dentro de nuestras líneas, y
averiaron gravemente a 4 con 3 dudosas, regresando a sus bases en número de 5 ó 6, sin sufrir el menor daño.
19 bis. Cooperador Primero Apenas hubo el augusto Verdugo de la Sombra, desde los altos ventanales del Este, desperreligatizado la irregular y roñosa superficie de la Gran Capital del Sud, cuando se levantó Sancho y acudió solícito a la Sala de las Decisiones Provisionales, para resolver los asuntos del día. Apenas los pajes le dieron aguamanos, dos sángüiches y una copa de grapa, cuando le introdujeron dos reos que se miraban con furor, uno vestido de un guardapolvo inmaculado y otro con uniforme de tenedor de libros; y detrás de ellos aparecieron los testigos, a saber: una señora gorda, un petizo flaco con inequívoca traza de gallego y un chico vestido de marinerito. Los cinco se alinearon al tresbolillo enfrente de la tarima. El Alguacil Mayor informó: –Señor, hemos agarrado a estos dos interfectos peleando a piña seca delante de una escuela. –Y a mí ¿qué me cuentan? –dijo el Gobernador. –Es que uno es el Director de la Escuela y el otro el Presidente de la Cooperadora. –Eso es otra cosa –dijo Sancho–. Las escuelas en mi Reino tienen que ir como una seda; y si el Director se pelea a piña seca con el Presidente, ¿qué hará el portero? –Ezo no me diga uztez a mí –dijo el Testigo Flaco– que zoy el Portero y cumplo con mi obligazión, que de no todoz diré lo mizmo. Cada uno en su puezto y razón. –¿Por qué riñen ustedes? –interrogó Sancho. –Excelencia, se me desacató en una reunión de Padres. –Excelencia, hace mucho que me está robando. –¿Robando? Los puestos de Cooperadores son gratis y ad honorem y sine cura lucrando. –¡Es un ladrón! ¡Es un abusador y un profesor taxímetro! –A vos se te han subido los humos y querés meterte en todo, farabute. –¡Paz! –dijo el Alguacil, dándole un mojicón a cada uno–. ¡Que se están ustés desacatando al Gobernador! –A mí que me desacaten todo lo que quieran, menos las calzas, o sea pantalones –dijo Sancho–, con tal que se expliquen. ¿Qué pasa? –Señor, las Cooperativas son para ayudar a la escuela –dijo la señora gorda agarrando al marinerito. –¿Quién es usté? –Soy una madre de familia honrada, pero pobre. –Ya lo veo. Pero ¿cómo se llama? –¡Tremebunda! –dijo el Vicedirector.
–¡Tremena me llamo, que es un santo muy grande, el 17 de agosto; y al primero que me llame Tremebunda, lo hago polvo! –¡Tremebunda se llama! –dijeron todos los testigos y la mitad de los Cortesanos. Viendo lo cual, el Ministro de Educación Democrática y Gimnasia tuvo que tocar la campana y sujetar a la señora. Por lo cual, Sancho se alzó y dando un taconazo tremendo en la tarima puso orden; porque los otros dos se habían agarrado de nuevo a piñas. –Adelántese usted, señora, que me va a informar de todo; póngase ahí, entre esos dos soldados – agregó cuando vio que se le arrimaba demasiado. –Pues señor –dijo la gorda–, somos los Cooperadores, este, digo, y tuvimos una reunión, y éste es hijo mío y es el primero de la clase, y, este, digo, no sabe nada; y se lo dijimos al señor, este, digo, y él dijo, este, digo, que los Cooperadores están para traer plata y el señor aquí, este, digo, dijo que la plata se sabía donde iba, y el señor allá, este, digo, le dijo que era un chancho, y el resultado, este, digo, fue que se armó la gorda, y los dos se sacaron, este, digo, los trapitos a la cara, como si dijeramo. Aquí entré yo… –¡Mentirosa! –¡Mentirosa! –gritaron los dos acusados. –Queda en uso de la palabra el Señor Subdirector de la Escuela Teniente Coronel Pedro Calderón de la Barca –dijo Sancho–. Asujetelón. Traiga un vaso de agua fría, Alguacil, y se lo va echando despacito por el cogote abajo hasta que pueda usar de la palabra. Hágalo sentar, vamos. Sentose el Subdirector y sentose Sancho y esto viendo sentáronse también los Cortesanos, menos el Alguacil, el Capellán, y uno que tenía almorranas. –Señor Gobernador –dijo el Vicedirector–, con licencia de Su Señoría Ilustrísima y mejorando todos los presentes, las Cooperativas se fundaron para ayudar a las escuelas y a sus pobres Directores, moral y materialmente, en un franco espíritu de democracia, conforme a la gloriosa tradición liberal de esta Ínsula… –¡Abreviar! –dijo Sancho–. Para eso las fundé yo en mi primer gobierno; pero me parece que en el tiempo que me derrocaron los milicos del Brasil y el Uruguay y estuve en cana acusado de traición a la patria, esto se ha descompuesto bastante… –¡Este señor y esta señora se me meten en todo! –gritó el Subdirector–. ¡En vez de aflojar la menega para comprar máquinas de escribir! –Eso está mal. Buena es la democracia pero no tanto. Cada uno en su puesto y razón, como dijo no sé quién –aprobó el Gobernador. –¿Máquinaz de ezeribir? ¡Quiá! –dijo el Portero–. De cazta le viene al galgo el ser rabilargo. –Compró seis máquinas y me quería hacer firmar por catorce –gritó el Cooperador. –¡Lo que vos querías era quedarte con la mitad de la colecta! –¡Mentira! ¡Es que él me debe una docena de moraditos, Señor Gobernador! –Puez trabaja. Atiende su conzultorio. Ez dentizta.
–¿Qué son moraditos? –preguntó Sancho, y todos se rieron; porque el buen Sancho hacía años que no veía un billete de mil. –¿De qué te los debo, vamos a ver? –decía el uno–. ¿Querés que te saque todos tus chanchullos a la cara? –vociferaba el otro. –¡Portero! –dijo Sancho al petizo–. ¡Vaya a buscarme al Director! –¡El Directó! ¡Quiá! –dijo el Portero–. ¿Y dónde eztá el Directó! –¡En la escuela! –le gritó Sancho–. Tiene que estar. –Válgame el Zeñó Zantiago de Compoztela y la Virgen de laz Alpujarraz –dijo el otro–, que haze treze añoz que zoy portero y haze un año que no falto un zolo día y el Directó debe de entra por la ventana, puez por la puerta maz de trez vezez no ha dentrao. –¿Pues qué hace el Director? –Puez trabaja. Atiende su conzultorio. Ez dentizta. –¿Dentista y además Director? –Oh, y profezó de pedagogía; y catedrático de Eztética y Ética en la Univerzidá y Directó del Laboratorio de Pzicología del Inztituto de Equilibrazión Burocrática de la Enzeñanza de Taradoz Mayorez, ademáz de la Azezoría Generá para la enzeñanza del Latín Clázico. –¡No! –dijo Sancho–. No puede trabajar tanto. Ni yo sería capaz de atender a todo eso, y eso que soy Gobernador; y a tarado y eso, nadie me gana. –Trabajo y dezcanzo, zeñó. El conzultorio ez trabajo, y lo otro ez distraizión. Como tiene tan güena labia, dar una clazezita sobre cualquier material que uzté le ponga alante, digamoz Política Educazional de loz Eztadoz Unío, pa él ez nada; ze diztrae maz bien. ¡Y poco que lo alaban loz alumno! ¡Pico de oro! Da una clazona dézaz, mira el reló, faltan diez minuto, zale a loz piquez, toma zu Ztudebáquero, zalta a la Univerzidá, ze manda otra –como dizen uztez– mira el reló, raja –como dizen uztez–, ze manda otra en el Iztituto, habla por teléfono con la direzión, todo anda bien, yo eztoy ayí, zalta al conzultorio… Profezó tazímetro, llamamoz a eztoz. –¡Es una infamia! –gritó el Subdirector–. ¿Qué vamos a hacer, Señoría Ilustrísima, con los sueldos misérrimos que nos da el Estado para mantener a la familia? –¿Ah, pero cobran sueldos? –preguntó Sancho–. ¿Todos esos sueldos? –¿Y tus coimas? –vociferó el Cooperador. –¡Familia! ¡Quiá! –dijo el Portero. –¡A vos te voy a hacer saltar en cuanto salgamos de aquí! –dijo el Pedagogo Didacta–. ¡Traidor! ¡Felón! ¡Soberbio! –Está por ver si saldrá de aquí, y en qué forma –dijo Sancho–; y le hizo un encargo en voz baja al Alguacil. Y ahora, tráigame al Consejo Nacional de Educación. ¡Al instante! ¡Todo entero! –Aquí va a pasar algo grave –dijo la señora Tremebunda– si a mí no me dejan hablar. Señor Gobernador…
–¡Todo a su tiempo y los nabos en Adviento, y cállese –dijo el jerarca– hasta que vengan los responsables! Para emplear bien el tiempo, entretanto, el señor Capellán aquí nos hará un sermoncito sobre la sacralidad de la enseñanza, la sacralidad del niño, la sacralidad de la Verdad y la sacralidad del sacrenún que me ha puesto un cascote encima del asiento –dijo Sancho– levantándose de golpe y torcido y levantando del asiento un objeto que resultó ser una tremenda pistola. –¡Señor! –gritó el Alguacil–. ¡El encargo que me hizo; y Vuescencia dijo que se lo allegase sin verse! –Ahora la han visto todos, maldita sea –dijo Sancho; y disparó dos tiros al aire; a cuyo badulacoso estruendo todos los circunstantes, alborotados y perplejos por la entrada tumultuosa del Consejo de Educación en pleno, cayeron en ominoso silencio. –Acabáramos –dijo Sancho–. Ahora el señor Capellán nos endilgará su discursito sobre la enseñanza. –¡De todo esto tiene la culpa el Monopolio de la Enseñanza! –principió el prebendado… No lo hubiera dicho. El director y to dos los Consejeros, más parte del público, comenzaron a gritar: –Laica sí, curas no. Laicismo es igualdad. Curas son desigualdad. ¡Democracia, democracia, democracia! El clérigo se abatató y escabulléndose de su sitial fue y se dio un cabezazo tremendo en la puerta de salida, que estaba cerrada; y Sancho disparó dos tiros más; después de lo cual sacó el cargador, miró y dijo: «No me van a alcanzar las balas». El aire estaba lleno de un humo amarillento y pegajoso. Mas la Tremebunda se liberó de un sacudón de los milicos que la sujetaban y subiendo a la tarima los hizo caer otra vez en ominoso silencio. Bastaba verla. –Señor Gobernador –dijo–, este, digo, vamos al grano. Vusía está complicando el caso porque le da por arreglar todo de una vez. Aquí nosotros hicimos una coleta para comprar catorce máquinas de escribir para el aula de dactilogarcía porque tiene tres máquinas y cien alumnos; y mi hijo aquí es el primero de la clase; y no ha tocado una máquina en su vida; y está en sexto grado y estamos a fin de curso, y este, digo… –Un momento. Esos gastos ¿no los debe afrontar el Ministerio de Educación? –Sí. Pero no los afruenta. Tenemos que cinchar nosotros. Y entonces ¿no podemos ver un poco, este, digo, lo que se hacen los mango? –Adelante –dijo Sancho, tomando una nota… –Juntamo la plata, se la dimo al Presidente, el Presidente al Vicedirector, compró sei máquina, hizo firmar por catorce y entre lo dó se repartieron el resto, a medias, como las medias París, este, digo. Eso es todo. –¡Infame calumnia! –gritó el Presidente–. ¡Hace dos años no toco un mango! –Señor Gobernador: lo que pasa es que el otro es más vivo; y a promesas lo ha mantenido –dijo la gorda.
–¡Infame calumnia! –gritó el otro–. ¡Éste quería aumentarse al sesenta por ciento! ¡Que lo diga el Inspector! –¡Paz! –gritó Sancho–. Aquí el Inspector soy yo; y esto lo afruento yo solo y lo arreglo yo, ¡hip!, en un periquete. ¡Hip! Miraron todos los presentes al Gobernador con sorpresa y vieron que su rechoncho y abundoso –aunque feo– rostro estaba cubierto de cristalino aljófar, vulgo lágrimas; y los que estaban cerca le oyeron pronunciar estas palabras: –¡Mi Sanchica y mi Teresica, que van a la escuela; y mi Fernandico y mi Rosalía y mi Roger y mi Simplicio y mi Alonsito y mi Bebito, que van a tener que ir un día! Después de lo cual, secándose gravemente el rostro con los dos puños, mandó a los tabeliones preparasen papel y pluma y después, volviéndose al público, ordenó: –Usté, señora, usté, Portero y el chico, los tres aquí, a mi lado. El Director ahí enfrente; al lado, el otro; ¡en fila, de frente! Ahora el Consejo por orden de cargos, Préside, Vicepréside, Secretario, Tesorero, Asesor Pedagógico, Asesor Didáctico, Asesor Paidológico, Asesor Técnico, Asesor Ad Casum, Asesor Administrativo, Asesor Extraordinario, Asesor Religioso… y los demás asesores en número de dieciséis… los vocales por orden de edad… el Profesor de Religión. ¡Listos! Firmes y no moverse. Todos los demás de mi Corte a los dos costados contra la pared. ¡Rápido, vamos! ¡Formación, mar! Y levantando deliberadamente la pistola lo bajó de un tiro al Vicedirector; con lo cual los otros salieron a los gritos hacia el porticado, pero antes de alcanzarlo, como tiro al pichón, uno a uno los fue bajando Sancho, sobre todo que de enloquecidos corrían al sejo y unos a otros se contrachocaban y a veces dos pájaros rodaban de un tiro. A cuya espantosa y sangrienta vista todos los Cortesanos cayeron de rodillas, implorando por sus vidas. Después de lo cual, el Tiránico Dictador, dictó el siguiente Decreto Considerando: Que Jesucristo dijo que el que hace negocio con los niños menores y mayores de edad mejor sería que lo mataran cuanto antes; que la escuela debe ser no sagrada, como dicen las maestritas, sino decente; que por ésta que he visto se me hace una pinta general y omnímoda de cómo andarán las otras, y que eso no lo voy a tolerar y aunque me cueste el trono segunda vez, por ser padre de familia contribuyente, aunque indigno, y el Primer Cooperador de este Reino… y todo lo demás que aquí el Secretario querrá añadir, tomado de la Sagrada Escritura, la Biblia protestante y las obras de José Ingenieros, vengo en decretar y decreto: 1. Se cierran las escuelas del país, que total faltan dos meses; y se perdonan los exámenes a todos los chicos; 2. Se da de baja a todos los Asesores jurídicos y otras yerbas de la Educación, sustituyéndose como Asesores por tiempo provisorio indeterminado, el Gobernador aquí, es decir, Yo; este Portero hispánico; y este chiquillo de marinero; 3. Se hace un proceso al Ministro de Educación Democrática y Gimnasia Física, a cargo de la señora aquí, Tremebunda –perdón, como se llame, señora, no la quise ofender–, a ver qué culpa ha tenido el Ministro en todos estos sinfundios; y como haya tenido culpa, pasa a mi fuero; es decir, a este pistolón alemán;
4. Se suspende la paga a todos los maestros, profesores y catedráticos de la Ínsula; y cuando un maestro presente ante nuestro alto tribunal unos discípulos que sepan leer, escrebir y contar, pero bien, ¿eh? se le pagará mil escudos por cabeza rata quantitate; ídem, ídem, un profesor que presente bachilleres que sepan realmente bachillerear, cinco mil escudos ídem, ídem; un catedrático que presente médicos que sepan pleitear y abogados que sepan curar o viceversa, cinco mil escudos por pata o séase veinte mil por cabeza; en tanto que se reorganiza entre nosotros, de lo cual me encargo yo, la educación democrática. Después de lo cual iba a dar el feliz Gobernador la señal de los festejos, pero resulta que todos los Cortesanos se las habían guillado y en la sala quedaban sólo lastimosos cuerpos extendidos. Visto lo cual, hizo venir la cuadrilla de los monos sabios y ordenó los llevasen con cuidado a la cárcel, y pusiesen a cada uno en una cama bien cómoda, pero a doble cerrojo. Después de lo cual, dijo al Portero y a la Tremebunda, que estaban tiritando a su lado: –Nunca jamás hice un escarmiento como hoy, en mi vida, y por eso me fue mal en mi primer gobierno. No se aflijan mucho, les tiré con balas de hacer dormir, estas pistolas Schlafenschutz que he hecho venir de Alemania, para mi policía; que te revienta la ampolleta cerca y te hace dormir tres horas; pero cuando despierten, de un año de cárcel no se libra ni uno, anoser que pruebe su completa inocencia, lo cual no creo. Y Sancho se echó a llorar de nuevo. –Perdonen ustés –dijo moqueando–, he estado pelando cebollas. ¡Ahora comprendo! ¡Así andaba el país! ¡Y yo haciendo chistes! ¡Ahora comprendo por qué me derrocaron con ayuda de los brasileros! ¡Ahora comprendo por qué mi pueblo me ligió de nuevo con cuatro millones de votos! ¡Ahora comprendo todo! Y dio finalmente la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en una pepitoria general con antorchas, acompañada por vociferaciones lingüísticas por radio y viajes de estudio a Europa de los diputados y senadores.
19 ter. Reforma de la Enseñanza
No se sabe bien si ésta es una nueva udencia o es la misma de antes
modificada a su gusto por Cide Hamete (h.). Por las dudas, van las dos. (N. del Prologuista).
Apenas hubo el rubicundo Apolo tangenciado la comba convergente –como dice David Fogelmán copiando a Telar de Cardón– del paralelo 37 del horizonte agatháurico, cuando arrancaron a Sancho I de las lavadas lanas y lo llevaron sin ambages ni vestimentas a la Sala de las Tremendas Terminaciones para resolver los asuntos del día; vistiéndolo de paso apresuradamente de unos gregüescos verdes acuchillados de amarillo y jubón y ropón colorados con gorbiones blancos y negros y vivos de raso azul, que era ni más ni menos lo que tenían a mano; o sea, el uniforme de gala del Verdugo del Reino. Apenas húbose recostado en su trono y mandado llamar a la Gobernadora, que estaba dándose ruye y belladona por toda la cara, cuando introdujeron a empujones a dos sujetos que venían sujetándose con los brazos trabados como bueyes al yugo, y lanzándose miradas de muerte. Preguntó Sancho la nómina y le dijeron eran el jefe de Celadores y el Profesor de Mineralogía y Dactilografía del Colegio Nacional Aníbal Ponce. –¿Qué han hecho? –inquirió Sancho. –Esplendencia, han dicho zafadurías delante de los chicos. –¿Qué han dicho?
–Éste le ha dicho al otro «ladrón de eme» y el otro una palabra no soportable a los castos oídos de los presentes; después de lo cual se liaron a piñas; y el portero del Colegio no me dejará mentir. –Se dececiona por una vez y a título precario la Ley de la Decencia ante Damas n.° 577, porque quiero saber qué diablos le dijo, y más pidiéndolo todas las damas presentes… –Señor, que lo diga el Capellán del Reino… –No permito –dijo éste, tragando apresuradamente el resto de sángüiche de queso– que sea afrentado en público consorcio mi gran amigo el multiprofesor Zureta, que es el más enciclopédico polidocente de la Ínsula; pues además de lo ya dicho, es profesor de Gimnasia en el Nacional Capitán Ghandi, profesor de Literatura Hispanoamericana en el Nacional José Ingenieros, de Álgebra en el Nacional Silvano Santander, de Botánica y Zoología en el Lisandro de la Torre, de Francés en el Américo Ghioldi, de Ética y Moral en la Facultad de Filosofía, y de Labores en el Liceo de Señoritas Alfonsina Storni. –Sabio es el hombre –observó Sancho–. Y es, además, profesor mío de inglés, ahora lo reconozco. –Como a mí me educaron, así educo –hizo éste altivamente, sin soltar al otro, al cual propinaba un sacudón de tanto en tanto. –¿Y qué le dijeron, al final? –bramó Sancho. –Señor –dijo el Capellán tapándose la cara con el pañuelo–, ese deslenguado zascadil de Celadores lo llamó Profesor Taxímetro… –¡Horroroso! –concedió Sancho–. Y eso ¿qué quiere decir? –Señor –dijo el Capellán–, este profesor es insigne por su actividad: llega cinco minutos tarde, pongamos, al Aníbal Ponce, pregunta la lección siguiendo con el dedo el libro de texto, sale cinco minutos antes de la campana, toma un taxi, pues posee cinco táxises de alquiler, se va al Capitán Ghandi y hace lo mismo; sale si acaso un cuarto de hora antes, y de un vuelo se pone en el Ingenieros, y así sucesivamente hasta morir en Alfonsina Storni… –¿Y quién es esa Alfonsina Storni, que cada día la oigo alabar por la radio?… –Señor, fue una poetisa extraordinaria que hizo poesías amorosas para educar a todas las chicas de la Ínsula; que de no haber tenido un hijo natural, haberse escapado de su casa, haberse concubinado dos veces y haberse suicidado en Mar del Plata, sería una Santa más grande que Teresa de Ávila… –A mi mujer no me toquen –interrumpió Sancho–, que habrá nacido en Ávila y será un poco gallega, como dicen aquí, que no saben para dónde queda Galicia; pero es mi mujer y basta; y es más santa que todas las poetisas del mundo. Riose el Profesor Taxímetro de la ignorancia de Sancho, y soltando al otro, y con grandes y espaciosos ademanes, comenzó a declamar una poesía de la Storni, o de su escuela: «Si tus besos me ponen loquita tus abrazos me ponen peor…».
–Entendido –interrumpió Sancho–; pero lo que aquí de vosé quiero saber es por qué anda con su cófrade, que es también docente aunque solamente asimilado, como perro y gato. –Nones –dijo el Profesor Taxímetro–. Ladrón de porquería. –Nones –repitió como un eco el otro–. Deso no le vamos a dar dato ni a palos. Los miró Sancho con peligrosa detención y ordenó: –Que me traigan isofazto por teléfono al Director del Colegio Ponza o como sea. –Nones –repitió Pedro Recio–. El Director está ausente con permiso. –El Vicedirector –insistió Sancho. –Ausente sin permiso. –Últimamente –gritó Sancho–, cualquiera que se halle en autos y pueda ser testigo contra la pelea destos dos interfectos. Salieron, y después de un rato que gastó Sancho en hablar muy bajito y concitadamente con la Teresa y dar una orden al Jefe de Policía, le entraron un gallego gordo y bonachón en mangascamisa y con un cordel sujetando las bombachas, que lo miró con cierta simpatía en los ojos azules e hizo un guiño a Teresa Sancha. –El Portero –anunció Pedro Recio–. El único que se hallaba de cuerpo presente en el establecimiento. –¿Dónde está el Director? –le gritó Sancho. –¿El Dire? –hizo el gallego bonachonamente–. Pal cazo, zoy tan Dire yo como el Padre Zanto de Roma. El Dire no vino hoy ni ayer ni antiyer. Pal cazo, viene zolamente cuando le deja ezpazio el eztudio de dentizta que tiene; doz tiene, uno en Palermo y otro en Zan Martín, gran Buenoz Airez. Pal cazo, puede que haya venido ezta zemana doz mediaz horaz cuando mucho. –Por eso se pelean los docentes –reflexionó Sancho–, ahora comprendo… –No, Uzía –dijo el gordo–, que zí viene ez pior. Pal cazo, ézte le robó a ézte otro zeiz máquinaz dezcrebir… –¿Al Profeso de Dátilesgrafías? –Ezo. Pal cazo, zeñor Uzía, la Coperativa de Padrez y Madrez regaló al Colegio quinze máquinaz dezcrebir, puez no había ni una, y yo sé ónde fueron a parar las anteriorez, y el Profesor aquí daba clazez teóricaz, de la eztoria del ezcrebir a máquina, dende loz fenizioz de Grezia hasta loz luteranoz de Coztantinopla, y el alumnado tomaba apuntez… Eze fue el cazo… –No veo motivo –apuntó Sancho. –Ez que, Uzía, entreztoz doz ze repartieron una dozena de máquinaz mitá y mitá; y eztotro le encajó a ézte laz zeiz que no ezcrebían y ze guardó laz que ezcrebían; y al alunado, que zon ziento y trez rapazez, lez puzieron laz trez que ezcrebían al revez… y el Profezor se enfurruñó, aunque francamente a máquina él no zabe ezcrebir… Ezte ez el cazo y no maz, zeñor Uzía…
–¡Dios de Dios! –exclamó Sancho–. ¿Qué vos parece, Teresa? Este Profesor Tasímetro es un endriago… –¿Y qué quieren, que yo medre con dos cátedras roñosas que tienen doce índices y no nos aumentan nunca la cuota alícuota por índice? De sobra les he dicho a mis cofrades que debemos hacer huelgas intermitentes de tres días por semana todo el año, como hace el Dire, hasta que nos aumenten… Hasta entonces, trece cátedras… Hay que vivir. –¡Endriago! –repitió Sancho con furor–. ¿Éste es el respeto que tenes a la educación de la Ínsula? ¿Y cuándo preparás las clases y cuándo corregís las composiciones? –Paso, marido –lo atajó Teresa–, que no es el peor de los profesores de la Ínsula; que hay otros que enseñan que no hay Dios, y hasta enseñan que los chicos no vienen de París ni de los repollos sino que vienen ¡de los monos! De donde yo resulto mona y no mona de linda sino mona zoológica. –¿Está pervertida la educación de mi Ínsula? –No ze puede negar que ze va empiorando poco a poco –respondió el Portero–. En ezo eztamoz todoz, mecachiz. Sancho se puso los dos purlos en los ojos y se paró pálido como una pared; visto lo cual, los Cortesanos se pusieron los puños en los ojos y se pararon colorados. Sancho dio un gran suspiro, en lo cual lo secundaron los Cortesanos, y dijo con voz lacrimosa: –Teresa, ¿y Patricio, Aparicio, Alonsillo, Rodriguillo, Policarpo, Sanchica y Juan Manuel? ¡Hijos míos de mi alma! Teresa, a esta manga de in–responsables hemos confiado nuestros hijos. Aquí hemos pecado, Teresa. Hubo una risita sorda por toda la sala, pues nunca los Cortesanos habían visto al ínclito e inédito Gobernador tan enternecido. –Y la Sanchica se está poniendo neura –agregó la Gobernadora–, Policarpo es un respondón, Juan Manuel está raquítico, Alonsillo lo tengo fichado de un si es no es mujeriego y galante, y Patricio hace tres años que no cumple por Pascua. No me digáis ahora que yo soy la culpable, porque vos sois Gobernador, y yo una pobre mujer de su casa: y en la escuela lo que pasa nadie lo sabe. –Teresa –dijo el Manchego–, aquí creo voy a hacer la mayor justicia que se ha hecho en mis Reinos, porque esto no lo voy a dejar pasar, así me muera ya mismo de un tabardillo pintado. Este profesor es un pan cae Dios, sólo que sabe demasiado, no tiene más culpa que vos y yo; hay que ir a la cabeza. Que me traigan némine discrepante a la Dirección de la Enseñanza; y además al Ministro de Educación, Pedagogía y Afines. –¿Al Consejo Insular de Educación, Pedagogía y Afines? –dijo Pedro Recio–. Esplendencia, justamente están todos a la puerta para presentar a su Magnanimidad los nuevos programas y el Nuevo Estatuto del Docente. Granadero, adentro los Pedagogos. Irrumpieron una manga de señorones vestidos de casimir inglés con sendos papeles en las manos; y cuando el Presidente del Consejo –que era presidenta, aunque no lo parecía– iba a comenzar su discurso, bramó Sanchó: –¿Qué se ha hecho del Trasiego Total de la Enseñanza Escuelera que promulgó este Real Resorte un año ha? ¿Cómo es que siguen los abusos?
Miráronse con sorpresa los pedagogos y se rieron a mandíbula batiente los Cortesanos, diciendo: «¡No se cumple! ¡Qué se va a cumplir!». Interrumpió con un rugido Sancho a la Presidenta que ya había iniciado el señoras–y–señores, y preguntó al público en general: –¿Quién es esta bachillera y marisabidilla? –¡Señor! –dijo Pedro Recio–. ¡No la conoce! Es paidóloga. Es la paidóloga mayor del Reino. –Pai… ¿qué? –Paidóloga. Pai–dó–lo–ga. Algunas dicen pedóloga, pero eso es francés. Paidólogo es griego. –Más decente es en griego –dijo Sancho–. ¿Y por qué no ha cumplido mi Ley de Trasiego Estudiantil Total Estatal? Levantó los ojos la Magnata y dijo: –Está loco, usted perdone. No se puede cumplir. No nos toca a nosotros. Toca a la enseñanza privada. No nos sobra tiempo para ocuparnos desas minucias de profesores taxímetros, bedeles ladrones, directores ausentistas y maestras gandulas y haraganas. De vez en cuando, eso sí, echamos algún maestro, cuando encontramos que ha maltratado alguna chica y es del partido contrario. ¿Y en qué ocupan el tiempo? Un momento, primero, ¿cuánto gana su Excelencia la Paisecuencia? –Yo tengo 289 índices sin contar la antigüedad porque para eso soy funcionaria gubernativa superior. Estos compañeros míos tienen solamente alrededor de doscientos índices. A los maestros vulgares les quedan doce. Sacó la cuenta mentalmente Sancho y vio que la Presidenta ganaba más que él en un año de gobierno, y más que un maestro correntino en siete. Y muy suavemente preguntó: –¿Y en qué llenan tan fructuosamente el tiempo? –No va a pedir usted por desaforado que sea, que una comisión de doce figurones desde la Capital va a gobernar bien las 12376 escuelas primarias oficiales desta anchurosa Ínsula… –¡Ezo! –dijo el Portero, que cruzadas las piernas se había repantigado en un sillón y se rascaba el lomo plácidamente–. No hay tiempo, rediez. –Hacemos nuevos programas y nuevos Estatutos del Docente, trasladamos de lugar a los maestros que tienen cuñas, y elaboramos el puntaje de todas las maestras del país, corrigiendo a las comisiones de clasificación, en orden a los ascensos y directorias, con referencia a los antecedentes. Eso, mis cólegas: yo viajo a Europa de tanto en tanto para observar las novedades paidológicas y copiarlas en el país, no sea que las maestras se arrutinen demasiado… –Las maestras son las que tienen toda la culpa –dijo Teresa Sancha, que no se sabe por qué, no las podía ver. –Calma, Teresa –reprendió Sancho–, que las mujeres no tienen culpa, ni siquiera ésta aquí, que ha aprobado sexto grado; sino los varones; porque cuando las mujeres matrerean, es porque los varones las consienten.
Sonrió seductoramente la Presidentesa a Sancho, y prosiguió: –Por ejemplo, he traído últimamente de Bélgica el método Embeté para enseñar a leer y escribir en diecisiete días, que es sencillamente portentoso. –¡Con ese método la pusieron neurasténica a mi Sanchica! –gritó Teresa Sancha con rabia. –Para que usted lo sepa, madama –dijo la otra–, su hija Sanchica tiene de nivel intelectual con el test Raven la ínfima escala de 3,075; es decir, es una mema; y con el test Rohrbach… Levantose como un rayo la Gobernadora, y si no la para Sancho, allí pasaba un descalabro; ordenó brevemente éste que se pusieran Presidenta, Vice, Vocales, Secretario y Tesorero contra la pared del fondo; y gritó impaciente que le trajeran al Ministro y al Rector de la Universidad, un tal Risiero Gilson. Respondió Pedro Recio: –Esplendencia, lo siento mucho. El Ministro, cuando sintió lo que se trataba aquí, se fugó a Europa con la caja del Ministerio y la mujer de un amigo. –Mejor –dijo Sancho–. Yo soy Ministro de Educación agora, con la poca que tengo. Yo aprendí a leer y ezcrebir, como dice mi amigo Caamiño acá, con los palotes y la anagnosia; y después dentré al Seminario donde aprendí las diclinaciones del latín en dos años y medio; deonde me echaron al decir por desaplicao, pero me sospecho que por porro y maula. Y con esta educación, he llegado a Gobernador; de modo que esta educación, pero llevada por todo lo fino, ha de ser la de mi Ínsula. Aó, Alférez. ¿Dónde está lo que he encargao? –gritó sacando de entre las ropas un pistolón negro. Salieron por el foro seis morochones de uniforme con sendas pistolas negras, que dirigieron a todos los acusados y testigos; los cuales se amontonaron y arrinconaron contra la pared como tropilla de yeguas ante el puma. Y Sancho sentenció con voz clamorosa: –Aunque yo también tengo culpa y Teresa Sancha un poco, aquí voy a hacer yo más muertos que Dios en el Diluvio Universal: porque eso mandó Jesucristo; porque el que abusa de la iznorancia de las criaturas, ninquesea para ganar dinero y vivir sin trabajar, merece más castigo que el que falsifica billetes o envenena clientes en los restorantes. Palabra de Cristo. Vos, portero Caamiño, salíte de ahí; que con vos no va; y todos estos docentes no decentes, hacer ustes a prisa un buen acto de contrición. Adelantose Teresa Sancha con las manos en alto: –Sancho, nosotros dos no tenemos culpa ni éstos tampoco. Siempre ha sido así: hemos seguido simplemente la tradición liberal de la Ínsula. –Yo esa traición ni siquiera la conozco –dijo Sancho–, si es que existe. ¡Apartaos Teresa, que vos bajo a vos también de un tiro! Hemos pecao gravemente contra la educación de la Ínsula: ahora comprendo por qué estamos tan sodesarrollaos. Yo voy a castigar a éstos; y Dios nos va a castigar a nosotros dos, acordaos lo que vos digo Teresa, a vos mandándoos una pluresía o una lepra si a mano viene, y a mí una verruga en un ojo o un grano golondrino en salva sea la parte; porque nos hemos dormido y éstos han jugao con lo más sacro que existe en toda gobernación de cualquier ínsula. ¿Dónde está el Capellán? ¡Que venga incontinenti a confesar a estos reos in–responsables! Salió el Portero y dijo: –Ze ezcapó el Reverendo y ha dejado ezto:
Era un papel con membrete de la Curia, dirigido a Sancho, donde se leía: «Suprimir el mito del monopolio de la enseñanza estatal y entregar toda la enseñanza en manos de la Iglesia. Que las únicas escuelas públicas sean escuelas privadas». –¿Y esto qué quiere decir? –dijo Sancho–. ¡Basta! ¡No de balde visto hoy el atuendo de Verdugo de la Ínsula! –Y levantando la poderosa pistola bajó de un solo tiro al Profesor y al Bedel, que se habían agarrado de nuevo a piñas. A la detonación levantaron sus pistolas los seis mocetones hacia el montón de docentes y comenzó un tiroteo graneado como en la fiesta de San Pedro de Génova que los derribaba uno a uno, con unas balas de vidrio tamaño nueces. El fondo de la sala se llenó de un humito verduzco. Los interfectos andaban a los saltos, detrás de las sillas y contra las paredes, pero implacablemente iban cayendo; y Teresa se juntó al Capellán, a Tirteafuera y a Sansón Carrasco, que andaban escondiditos buscando una salida, pues vistamente Sancho se había vuelto loco; mientras los Cortesanos estaban todos panza a tierra de boca al suelo. Aquello era un campo de Agramante. Cuando no quedó de los docentes ni uno en pie, miró Sancho el tendal de pedagogos, golpeó el gongo y comandó: –Ustedes aquí. Atentos todos. Que falta el Decreto. –¡Ajá! –dijo el Portero–. Me guzta. Primero la ejecuzión y dimpuez la zentenzia. Como en mi tierra. –¡Asesino! –gritó Teresa Sancha a su marido. –Teresa –dijo pesaroso Sancho, poniendo las manos en la panza–, me extraña, tantos años de casados, y entavía no me has conocido. No es nada –prosiguió–. Estas pistolas son las nuevas que he armado a mi Polecía, que andaba matando malevos a porrillo desque se suprimió la pena de muerte; y éste es un invento alemán que dispara una ampolleta con gas anestéchico, que lo deja al que le ha desmayao y dormido por una hora, sea quien sea. Así que los agarramos ahora sin matarlos a los criminales. Después los mato yo si acaso, o el Verdugo del Reino que hoy yo represento, previo juicio, convición, sentencia, confesión general y demás requilorios, si es el caso. No creo con éstos haya de hacerse, que con el sueño y el susto que se han llevao, desta hecha no vuelven a docentear en falso en la vida de Dios; teniendo ojo a que yo tamién tuve culpa por dormilón y confino, y mi mujer un poco. En fin allá veremos; porque este delito de decaer, pervertir o emponzoñar la crianza de los críos es tal que aun a mí, con ser quien soy, me da temblores en la barriga –dijo, y se dio dos palmadas en ella. Después de lo cual el Gobernador mandó llamar a todos sus hijos, se despojó del vestido verdugado, se vistió de botas altas, bombachas blancas y un gabán azul de terciopelo de aguas, y empuñando la tranca dictó el siguiente Decreto Visto y considerando que: 1. Antes de morir tengo de hacer algo, ni aunque me cueste el trono y la vida, porque de no, dadas las ecelsas cualidades que Dios me dio, nunca podría salvar mi alma. 2. Que la educación en mi Ínsula anda muy mal, como se ha visto, y en parte tengo la culpa, pero la principal culpa todos estos in–responsables como yo; porque yo soy in–responsable ante
los hombres y responsable ante Dios; y éstos, in–responsables ante Dios y responsables ante los políticos; y mi mujer Teresa, ante nadie, anoser ante mí cuando me enojo; 3. Que si no arreglamos isofazto y némine disculpante este grave asunto de la paidosecuencia, estamos todos perdidos y recondenados en esta vida o bien en la otra, si a mano viene, por sécala seculorum y ultra… Ordeno dispongo y mando: 1. Nómbrase Maestro Honorario Principal desta Ínsula a Jesucristo Hijo de Dios, conforme Él mesmo dispuso desde los siglosinfinitos. 2. Suprímese el Consejo Ínsular de Educación, Paidosecuencia y Afines el Ministerio símilicadente y respetivo; para que la educación retorne a sus cauces naturales. 3. Nómbrase Ditador Provisorio de toda la Educación, menos Mineralogía, al presente humilde Gobernador aquí, aladeriado por el nuevo Inspector General el Portero Gallego Caamiño acá, y como Asesor de Mineralogía y Materias Difíciles al científico Bachiller Sansón Carrasco. 4. Desfundansén todas las Universidades y fundansén de nuevo por mano de los cinco sabios reconocidos del país con poderes ultratotalitarios. 5. A mi augusta esposa Teresa Sancha, considerando que ha educado siete hijos, aunque bastante mal, sin contar dos que nacieron muertos, se la nombra Asesora Consejera Ínclita de la Crianza de Chicos Displásticos, Poliédricos y Atravesados. 6. Todo el que tenga capacidad y quiera, queda autorizado a fundar y amueblar Escuelas, Colegios y Orfanotrofios con ayuda dente Superior Resorte y sometidos a su inspección continua e irrefragable. 7. El supracitado Inspector General escogerá un cuerpo de ispectores entre los porteros, barrenderos y pintores interiores de Escuelas, que están interiorizados de lo que anda allí dentro, desde luego más que yo; y al primer Director que falta a su deber, ninquesea Monseñor Derisi, trancazo en serio; es decir multa que te crió. 8. Ninguno aprobará sexto grado sin pasar por un desamen riguroso que acredite sabe leer bien, corrido y entonado, escribir de buena letra, ortografía y ortodoncia, cuentas hasta división por enteros y quebrados, Catecismo Mayor hasta los Siete Dones del Espíritu Santo –que es donde yo llegué–, ejercicio militar de pistolas alemanas, andar a caballo, nadar, guiar auto, y trabajo manual de hacer hondas, barriletes y boleadoras; con más breves nociones de Mineralogía Comparada, Historia de la Iglesia, las Declinaciones del Latín y Educación Democrática Ínsular. 9. Todos los que han de ser Médicos, Abogados o Dentistas… –¡Basta, Gobernador! ¡Mire que se están despertando los Docentes! –dijo lastimero Pedro Recio; y efectivamente, todos los difuntos estaban restregándose los ojos. –Acabo… –o Dentistas o Curas, no ejercerán hasta pasar un desamen general ante las autoridades respetivas presididas personalmente por el hijo de mi madre acá; y una internación de tres meses en el Monasterio Trapense para hacer Ejercicios Espirituales con un desamen de moral personal.
10. Todo Director que viole, trespase o tropelle ninquesea el artículo más ínfemo –que no hay ninguno ínfemo– de nuestra Ley de Trasiego Total, primera admonición, segunda multa, tercera esoneración, y cuarta y última pena capital infradorsal de mano y rebenque del Verdugo del Reino. 11. Ninguno podrá enseñar que no sea dotor desaminao y comprobao; y cada dotor que haya enseñado siete años con provecho y aplauso, será nombrado Conde Duque de los Olivares y recibirá un feudo hereditario de setenta kilómetros por veinte en las Islas Malvinas. 12. Los dos primeros interfectos, que veo están de nuevo a los puñetazos, se los deja darse puñetazos hasta el fin de su existencia, ya que eso les peta y engorda. 13. A los demás docentes desafectados se los deja sin castigo hasta más ver, que no es cosa de dejar despoblada mi Ínsula en cuatro patadas locas, ahora que tanta falta hace la población rural. Después de lo cual se frotó las manos, dio un trancazo confirmatorio, e impartió el ya compungido Gobernador la señal de los festejos; los cuales consistieron aquel día principalmente en dos cosmogénesis convergentes, acompañadas de sendas notas por radio sobre La Actualidad al Minuto de David Fogelmán, Celia Paskero y Telar de Cardón, respectivamente, guarnecidas de berenjenas en su tinta, crémor tártaro, puerros, pasta de anchoas y picadillo, en baño de anhídrido sulfuroso y dinamita.
20. La cobardía Apenas hubo el rubicundo Apolo restaurado apresuradamente con sus polícromos pinceles el inmenso plafón azul del Universo de la agrisada y carbonienta mancha de la noche, cuando volviendo el nuevo Gobernador de una gira inspeccional nocturna, en la cual no halló de irregular absolutamente nada, en parte porque desde su famosa Ley de Queda, promulgada al principio de su reino, todo el mundo se acostaba cuando era oscuro y trabajaba con sol, cosa enteramente contraria a los principios de la libertad y la civilación moderna, y que como es sabido y diremos más tarde le costó el Reino y por poco no la vida; y en parte porque ya en la Ínsula todos sabían por qué lado hacía sus inspecciones, a qué hora y cuándo; volviendo, pues, el Gobernador, como dice el arábigo autor que traducimos en su desmañado y algún tanto desceñido estilo, demasiado aficionado al paréntesis para poder ser estilo cervantino y más parecido al estilo jesuítico de los guaraníes, volviendo, digo, al filo del hilo de esta verídica y descomunal historia, y volviendo Sancho de su infructuosa cuanto edificante gira, se halló de golpe con un golpe de gente con la boca abierta delante de una gran pizarra negra, como si fuese un choque de colectivos o un sermón del Partido Socialista Obrero. Preguntó Sancho lo que era y le dijeron que eran las últimas y más verídicas noticias de la guerra. Miró Sancho el gran placcard parlante y vio aparecer en él con grandes letras luminosas el siguiente letrero: NOTICIA PRIMERA. «Los italianos carecen de coraje, de valor y de valentía y no saben dar puñaladas más que por la espalda». Batieron palmas al ver tan fausta noticia todos los mirantes, hicieron gran aclamación, se rieron entre sí, se abrazaron con lágrimas de alegría en los ojos, como si todos de un golpe hubiesen sacado la lotería, por lo cual Sancho no pudo menos de batir palmas, hacer aclamación, reírse entre sí y abrazarse con lágrimas de alegría; en tanto que el director del placcard, que era un mozo grandote, boquirrubio, apelmazado, carne de paloma y ojos de tango, pedía insistentemente silencio para pasar a la segunda noticia. Apretó entonces el botón de cambio y apareció la SEGUNDA NOTICIA. «Los italianos son unos pusilámines».
Volvieron todos los circumaspicientes a los mismos extremos de sentimiento de antes; menos Sancho, el cual estaba fijo, deletreando penosamente la nueva noticia con gran afán de descubrir el mecanismo que las hacía funcionar por adentro; a lo que no le dio tiempo el manejante que dio curso rápidamente a la TERCERA NOTICIA. «Los italianos son unos maulas unos mandrias». Riose Sancho al entender el letrero, esta vez en genuino dialecto de la Ínsula, y alzando una poderosa voz de Gobernador nato por encima de la algarabía de los festejantes, preguntó al letrero: –¿Y cómo sabe usted que son maulas? –Porque su flota no sale a pelear con la nuestra. –¿Y por qué no sale? –Porque si sale la venceríamos. –¿Cómo sabe que la vencerían? –Porque la acabamos de vencer en el mar Jónico, así como la hemos vencido ya otras cuatro veces. –¿Y cómo la han vencido si no sale? Porque el que nunca sale nunca es vencido, como sabrá usté por experiencia o por ciencia, señor Mandria de la Máquina Parlante –dijo Sancho con velocidad. Calló el letrero. El Mozo Mandria se precipitó sobre la caja de dirección y bajando una palanquita originó adentro un enorme crujido de ruedas y engranajes, al mismo tiempo que decía con enfado: –Usted está preguntando demasiado ligero, señor, y me va a romper la máquina, porque no le da tiempo de hacer la combinación. –Aquí así preguntamos –dijo Sancho–, porque aquí somos preguntones desde los tiempos de Cervantes I, mi abuelo. Acabó en este momento el laborioso crujido y apareció un elaborado letrero de este tenor o tiple: «Los hemos vencido en África, y los hemos vencido en Tarento, y los hemos vencido en Albania y los hemos vencido en Etiopía, y encima les hemos echado paracaidistas en Nápoles, los cuales mataron a un pastor de ovejas. Y si no ha habido revolución todavía es porque nojotros no queremos; y en cuanto queramos, se levantarán todos los italianos y matarán al Dus de ellos para dar gusto al Dus de nosotros». Leyó dos veces el letrero Sancho y dijo después despacito: –¿Y cómo en tantas partes? –Porque los infelices querían conquistar Suez, conquistar el Mediterráneo, conquistar colonias en África y defender su territorio y además el de Suiza, por donde nosotros los entramos noche a noche.
–¿Y estaban preparados para tanto? –No estaban preparados para tanto y se lanzaron lo mismo a todo eso. –¿Y cómo se llama en lengua costilla el que no está preparado y se lanza? –Se llama temerario. –¿Es lo mismo cobarde que temerario? –No es lo mismo. Es lo opuesto, y es lo contrario. –¿Y en el primer letrero qué decía? Crujió otra vez la Máquina espantosamente y el Mozo Mandria se lanzó al embrague, accionando a la vez las tres palancas sin obtener respuesta. Por lo cual se lanzó con furor contra Sancho y apelando al gran público, el cual se estaba arremolinando peligrosamente, le dijo: –¡Usté está perturbando el orden público! No hay derecho. Éstas son informaciones controladas y suministradas por la mejor y más voluminosa prensa de la Ínsula, prensa seria, prensa que es un orgullo de la Ínsula, principalmente en todas las naciones extranjeras. Retírese, so borracho y desacatador del cuarto poder, si no quiere que lo haga retirar con la policía. Sacó Sancho cachazudamente su carnet de policía secreto, que tenía para estos casos, y acto seguido interrogó al Mozo Mandria, ya todo sumiso y de oreja a oreja sonriente, en la forma siguiente: –¿Quién es usté? –Yo soy el Pequeño Porteño. -¡Es el Pequeño Porteño! ¡Viva el Pequeño Porteño! -gritó toda la gente entusiasmada-. ¡Qué graciosos que son los porteños! -¿Edad? -Joven avejentado. -¿Ocupación? -Fabricante de chistes de café para suministro de todas las provincias. Eventualmente, autor de letras para tango. -¿Títulos? -Bachiller. Hijo de Papá. Vago. Simpaticón. Sentimental. Año. Papá. Vago. Simpaticón. Sentimental. Año y medio y diez materias por dar en la Facultad de Derecho. Tío político… -¿De quién? -Tengo un tío político, un tío que pertenece a la casta superior desta Ínsula, que son los políticos, señor, si es que usté entiende la castilla y sabe algo de historia patria. Él es mi orgullo, mi esperanza y mi herencia. -¿Y qué hereda?
-Heredo un puesto público que mi tío me da cuando sube y me quita la puerca oposición cuando lo bajan. Veinte años hace que estoy rodando por puestos públicos, esperando hacerme rico para acabar mi carrera. -¿Y qué puestos? -Lo que se ofrezca, señor, todo es bueno. He sido desde Inspector de Avalúos en el Mercado de Aves hasta Ayudante Mayor de Fastidiar con Papeleos Inútiles a la Enseñanza Incorporada y Otras. Con tal de no estar abajo, yo a todo me avengo. -¿Y qué come cuando está abajo? -Mi mujer, señor, me mantiene, que es maestra normal. -¿Y los hijos, quién cuida dellos? -¿Hijos, señor? Ni somos tan pavos ni somos tan ricos para gastar la plata en lujos y en hijos. -Bien -dijo Sancho-. Me gusta la modestia y la parsimonia. -¿Se convenció, señor pesquisa, que no soy Ladrón de Guevara, sino más bien, como puede decir esta buena gente, el Tipo Representativo Medio del Muchacho Estatalmente Educado (o sea Estupendamente Educado) desta progresista Ínsula? Entusiasmose al oír esto toda la plebe circunstante y prorrumpió en los siguientes gritos: -¡Viva el Pequeño Porteño! ¡Viva el Porteño Medio! ¡Viva el Porteño Representativo y Federal! Pero la reacción de Sancho fue muy diferente, porque arrebatándose bruscamente y cayendo sobre el Mozo Mandria con resolución insospechable a su plácida papada y risueña pancita, y agarrándolo por las solapas del saco lo sacudió brutalmente imponiendo: -¡O usté contesta con su máquina a mi última pregunta, o se las ve conmigo mano a mano, porque creo que aquí debe haber una especie de trampa! Palideció el Mozo Mandria al oír esto, e hizo bramar de un violento rodadón de la manija toda la máquina, la cual se puso furiosamente al trabajo, viéndose claro que estaba dando todo lo que podía a revientacaldera. Y Sancho se puso a preguntar precipitosamente, al mismo tiempo que sacaba de la cintura un gran facón del tiempo de Rosas: -¿En qué quedamos? ¿Los italianos son cobardes o son temerarios? -Son las dos cosas. Oscilan continuamente entre los dos extremos. -Y el que oscila ¿no es más fácil que pase por el medio que el que no oscila nada? -No, señor, ni por pienso. Los únicos que estamos en el medio somos nojotros. -¿En qué medio? ¿En el medio de la vía? -En el medio de la valentía. «In medio consistit virtus». -No me venga a hablar aquí en guaraní o quichua -dijo Sancho-. ¿Y de qué clase de valentía? -De la valentía que consiste en no dar puñaladas por la espalda.
-¿Y recibir con paciencia puntapiés por la misma mano? –¡Alto! –hizo la Máquina en ese momento con el último vapor que le quedaba–. ¡Este hombre es un traidor! ¡Detengan a este hombre! ¡Es un neutralista, es un totalitario y es un nazi de la quinta columna! –Y dando un gran estallido, se descompuso. –¡Alto ustedes! –dijo Sancho enfrentando a la muchedumbre con el facón desenvainado, la cual retrocedió espantada–. ¡Sepan ahora que yo soy italiano, y no sólo italiano, sino calabrés, mejicano y napolitano, y ahora les voy a mostrar, al primero que se ponga, uno a uno, de a dos y hasta de a tres, si quieren, por dónde usamos nosotros las puñaladas! Dio un grito de desesperación el abriboca multicéfalo de la calle Florida al saber que tenía delante de sí a un calabrés con armas, que con el furor que mostraba y la arrogancia más que otra cosa parecía paraguayo o correntino, y se arrojó a huir en mil direcciones, atropellando a las mujeres y a los vendedores de columbas, que así era posible darle una puñalada por la espalda como volverse turco. Pero Sancho manoteó a tiempo y agarró al Mozo Mandria otra vez por la solapa, y dejando caer el cuchillo le dio tal bofetada en los rosados y rasurados mofletes que –con gran espanto suyo– se le cayó la cara y apareció detrás otra carita, pecosa, ganchuda y miope. –¡Hola, hola! –dijo el Gobernador–. ¿No dije yo que aquí había trampa? Sacudiose y convulsionose el cuitado para garrearse del puño de Sancho, y en esas tironeadas se le arrancó de golpe el impecable –como dicen los radiocharlistas– traje azulgris de casimir inglés, con la corbata de fantasía y los refucilantes zapatos crema y apareció de golpe ante los ojos asombrados de Sancho una muy diversa figura: patas abiertas, zapatones punta arriba, calzones caídos, cara de bobo con rulitos y dos puchos de bigote, nariz aguileña o lechucífera, pavita aplastada y un traje de arlequín multicolor o payaso de profesión, hecho todo con retazos falsos de banderas extranjeras. Parpadeó Sancho un rato como vizcachón al sol sin dar crédito a sus ojos, y al fin, reconociendo al disfrazado, que lo miraba con una sonrisita triste pidiendo lástima, lo agarró con más furor por el cogote y empezó a sacudirlo como un pelele: –¡Eras vos, entonces, payaso de nacimiento –decía con poco gobernil decoro–, eras vos, vagabundo reconocido, Juan sin Patria, mercachifle zalamero y sin lomo, hijo de la raza menos guerrera del Universo, que me estabas sembrando la Ínsula de chistes contra Italia, la tierra del amor y de la guerra, la tierra del vino, el canto, la gloria y el catolicismo, con esas manos lavadas que no solamente no son capaces de agarrar un acero por la hoja pero ni la mancera de un arado, ¡qué digo! ni el oro ya lo manejan por pesado, sino inmundos billetes y roñosos cheques todos llenos de endosos al 50 por ciento! ¡Eras vos, que en el fondo no tenés más pasión patriótica que el odio inextirpable a Roma, que representa sólo con existir la muerte de todas tus malas artes y todos tus embustes y trapacerías, que representa el refugio sacro del honor y de la sangre del hombre! ¡Ahora vas a ver por la espalda, como ven los cangrejos, qué es lo que te va a subterministrar más abajo de la espalda un hombre de bien, que no anda por el mundo disfrazao!… Aquí terminó la elocuente tirada de Sancho, o por lo menos no hay más en los deficientes y descuidados papeles de Cide Hamete (h.), donde se puede ver en este punto un considerable borrón o laguna que no han podido reconstruir hasta ahora los esfuerzos de Carbia y Colombres Mármol, a pesar que se sospecha una interpolación de fecha dopocrónica por el diferente estilo y arte con que aparece aquí, como habrá notado el discreto lector, el conocido Gobernador Manchego hablando. Por lo cual dejando todo el asunto a los progresos futuros de la criptografía, es deber nuestro estricto proseguir la traducción en el punto en que aparece inexplicablemente de nuevo Sancho rodeado de todos los badaudglios de la calle Florida,
desaparecido del todo el chaplín o parravichino de la máquina parlante y sonora, y dictando en voz alta a un secretario, que aparece ahora no se sabe de adónde, su sacramental Decreto: –Señores, yo no soy italiano sino que soy el Gobernador desta Ínsula, como podían ustés haber concluido fácilmente por mi porte o, cuando no, por mi pronuncia; el cual en uso de las atribuciones del poder absoluto que ha recibido más de Dios que del pueblo, y que en custodia y ejercicio detento hasta que Dios me lo quite según mi juicio y el de la Santa Madre Iglesia, juzga por mayor servicio de Su Divina Majestad promulgar el siguiente Decreto 1. Queda prohibido en esta Ínsula llamar cobarde al que ha sufrido una derrota, si es que todavía aguanta, para lo cual es preciso muchas veces más valor que para la victoria misma. 2. Ninguno podrá llamar cobarde a nadie, que no tenga certificado de ser todo un hombre, otorgado por este Superior Resorte, el cual no lo otorgará a nadie que no tenga lo menos cuatro hijos, y mucho menos si es mantenido por la señora. 3. En caso de sinculpapropia no tener hijos, séase por ser solterón, séase porque Dios no se los dio, séase por pertenecer al estado sacerdotal o semejantes, averígüese si al menos ha gritado una vez en contra de los verdaderos y vivos enemigos desta querida Ínsula, y eso de cerca y no de lejos y con toda la voz que tiene; y si está dispuesto a morir por la Verdad. Ley general de que no serán eximidos ni siquiera los honorables miembros del Estado Clerical del Cabildo Metropolitano o séase curas. 4. Recójanse en carros de basura todos los chistes que se hallan en venta contra la cobardía de los italianos, lo mismo que de otras naciones, sean colindantes, o deslindantes, y déjense en suspenso y en devolutivo mientras dure esta incomprendible guerra hasta ver en qué acaba todo, que no puede tardar mucho. 5. Prohíbese a todos los payasos de profesión hacerse millonarios, suicidarse, decir chistes obscenos y remedar imitando a los curas, militares, gobernantes amigos o enemigos de la Ínsula y a cualesquieras personas decentes, aunque sean grandes dictadores. Fírmese, promúlguese, archívese y el que no lo cumpla se puede dar por muerto. Sancho I, Gobernador Aplaudió una gran parte de la plebe, aunque otra parte viose que no aplaudía por estar murmurando por lo bajo del rechoncho y feliz Gobernador, el cual dio inmediatamente la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en un desparrame general de sentido común con flecos y palmas de arrapiezos vivos seguido del desfile de un elefante enteramente desnudo y la historia de la Confederación Argentina en verso por Enrique de Trastamara.
21. El Hombre Que Decía la Verdad Apenas hubo el rubio enemigo de la sombra decapitado de nuevo con su hacha de rubí a su requetenaciente enemiga, cuando se alzó el nuevo Gobernador bostezando horriblemente por haber dormido muy mal, y poniendo a la puerta el letrero: «Ocupado: no llame por favor» se arrastró hasta su mesa, y se puso a hacer versos de acuerdo a su pésima costumbre, lo cual le valió muy poco, puesto que viéndolo levantado por la ventana los Cortesanos forzaron la puerta y lo arrancaron mal valió suyo al Salón de las Altas Apelaciones para dirimir los asuntos del día.
No bien se hubo sentado en su trono, cuando entraron solemnemente con gran rumor y pausa, infinitos guardianes del orden (vulgo, chafles), trayendo los tres condenados del día en su negro capuz y sambenito, seguidos del Penitenciario Mayor y de una mano de frailecicos que venían orando por los reos, y cantando en voz impresionante, mientras doblaban a muerto todas las campanas: Hagan bien por hacer bien por el alma destos pobres, justicia de Dios los mata mediante justicia de hombres… Espantose Sancho de la vista y volviéndose al doctor Pedro Recio entabló el diálogo siguiente: –¿Qué pasa? Apelan al Gobernador. –¿Qué son? –Facinerosos. Rebeldes. Insoportables. Son tres hermanos gemelos y el cuarto se fugó al Paraguay. –¿Y cuándo los he yo condenado? –El otro día cuando firmó en barbecho esa pila de expedientes antes de acostarse. –No me acuerdo. –Andaba medio mareado usté ese día. –¿Y así se condena un hombre? –¿Y qué vamos hacer? La sociedad tiene que marchar. Si estos hombres siguen viviendo toda sociedad es imposible. –¿Qué han hecho? –Pregúnteles a ellos. Encarose Sancho con los tres reos vestidos de luengo tabardo homicidial de velludo negro, tan igualitos ellos: el mayor los ojos en el cielo, el mediano los ojos en tierra, y el tercero clavados en el Gobernador los suyos, que los tenía como dos luminares. Y les dijo: –¿Qué han hecho? –Ser lo que somos –contestó el tercero. –Al mayor le estoy preguntando… –dijo Sancho–. ¿Quién eres, tú, el más grande? –Es el que todo lo ve en Dios –replicó otra vez el más chico. –¿Y por qué no contesta el mayor? –Es mudo.
–¿Y tú quién eres, petizo? –gritó Sancho. –Soy El Que Dice la Verdad. Soy sordo. –¿Y éste del medio? –El Que No Aguanta lo Feo. Es cojo. –¿Y qué piden antes de morir? –Solamente que nos oiga el Señor Gobernador este aviso divino: «El cuarto hermano se llama El Hombre Que Hace Justicia Seca. Es loco. Lleva la tea en la diestra y el hacha en la otra. Es inasible, inmatable, invulnerable. Cuando nosotros hayamos muerto, caerá sobre la Ínsula a vengarnos». Plantose Sancho un momento a mirarlo y los ojos del otro, que era un tipito flacón, puro ojos, como el flaco Sabattini, se alumbraron como faro de auto mientras Sancho, con la diestra en la barbilla y el codo en la rodilla, lo consideraba largamente musitando: –¿Qué es esto? No entiendo esta lengua. ¿Es brujería? –Es teología –saltó el Mayor Penitenciario. –¿Tiene algo que ver con la poesía? –No. No con la que se usa hoy día. –¿Dónde se enseña eso? –Prohibido enseñarla en esta Ínsula desde los tiempos de Sarmiento. Por eso anda por el monte en estado salvaje, haciéndose la forajida. –Pero mientras tanto ahora que los hemos atrapado, vamos a verles las caras, porque un Gobernador tiene que saber de todo –dijo Sancho meditabundo–, y si la condición tuya es decir la verdad cruda, vamos a ver esta lista que tengo yo aquí de cosas que no están en el dipcionario, que todos hablan dellas, y que arman cada confusión cada uno a su modo, que nunca las he podido sacar en limpio. Metió Sancho la mano en el seno; y entre innumerables sonetos hechos o a medio hacer, sacó un largo papel con una innumerable lista, en la cual, poniendo la mirada, gritó al condenado tercero: –¡Hombre Que Dice la Verdad! –¡Presente! –¡Atención a la metralla! ¿Qué es fraude? –Elecciones aseguradas. –¿Qué son elecciones aseguradas? –Felicidad de la democracia.
–¿Qué es democracia? –¿Cuál de las tres? –¿Hay tres? –Hay tres distintas y una sola verdadera. –La de aquí, digo yo. –La de aquí se define así: el reinado de los mercaderes por medio del lucro, soborno y fraude. –¿Y cuál es el partido que no hace fraude? –El que no puede. –¿Y qué es partido? –Partido, Excelencia, es la liga de los que quieren vivir sin trabajar, comer sin producir, ocupar empleos sin estar preparados y gozar honores sin merecerlos. –¡Caramba! –dijo Sancho–. ¿Eso es partido? –Eso es partido. También el suyo. –¿Y qué es plataforma política de un partido? –Nosotros somos los buenos, nosotros ni más ni menos, los otros son unos potros, comparados con nosotros. –¡Caramba! –exclamó Sancho, alzando la vista a los Cortesanos que estaban encarnados como berenjenas–. Este hombre es peligroso. –¿Ha visto, Esplendencia? –dijo Pedro Recio triunfante–. ¿No le dije? –De todos modos, vamos adelante, que todo hay que oírlo en esta vida. Hombre Que Dice La Verdad Cruda, ¿qué es sufragio universal? –La manivela de hacer opinar al pueblo de lo que no entiende para no darle mano en lo que entiende. –¿Qué es liberalismo? –Enemigo de Dios y amigo del pueblo. –¿Y qué es el pueblo? –Hato de carneros que trabaja, calla y paga. –¿Qué es laicismo? –Masón que quiere dárselas de Papa. –¿Qué es Estado? –Burocracia erigida en Dios.
–¿Qué es burocracia? –Puestos. –¿Qué es puestos? –Comedero para la tribu. –¿Qué es escuela neutra gratuita y obligatoria? –Escuela inmoral costosísima y rabonera. –¿Qué es libertad de prensa? –Piedra libre al embustero. –¿Qué es libertad de opinión? –Chillar los ineptos hasta acallar al sabio. –¡Sapristi! –exclamó Sancho–. ¿Y qué son finanzas? –El arte de sutilizar el dinero de muchos, para pocos. –¿Qué es economía dirigida? –Inglaterra. –¿Qué es defensa de las instituciones liberales? –Un judío detrás. –¿Qué son judíos? –El pueblo que a Jesús dio muerte, y vida; y muchos cristianos que son los peores. –¿Qué son cristianos? –El pueblo que es preciso que Cristo sea Dios para no avergonzarse dellos. Empezando por mí. –¿Qué son católicos? –Son los que saben en qué consiste la acción católica. –¿En qué consiste la acción católica? –La acción católica consiste en hacer discurso acerca de «en qué consiste la acción católica». –¡Alto! –gritó aquí el Penitenciario Mayor haciéndose adelante con un gran tremolar de vestiduras–. ¡He aquí! ¡He aquí lo que es este hombre! ¡Deslenguado y sacrílego! ¡Maurrasiano! ¡Acción Francesa! ¡Ideologías exóticas condenadas por la iglesia! ¡Reo de muerte! ¡No hay apelación que valga! –¡Paso! –dijo Sancho que estaba medio sonriendo para adentro desde que empezó lo de los judíos, mirando de reojo al Penitenciario–. ¡Paso! Todavía me falta hacer la tercera consulta, que es de índole personal, y después procederemos a la débita sentencia. Dígame usted, señor de
la verdad desnuda, tengo aquí este librito de Sonetos arqueológicomísticos con intención devota y consonantes difíciles que a pedido de muchísimos amigos y del público en general he publicado a costa del erario público, y –no es por ser mío– está dando que hablar muchísimo, no sabiéndose todavía, aunque todos lo ponen por las nubes, si los sonetos son en realidad de la escuela clásica o de la escuela modernista, que en eso extrañamente disienten los doctores, y quisiera entonces leerle este sonetejo con estrambote para conocer su opinión sincera. Alzose mientras esto decía el fornido Gobernador, y con voz resonante, aunque algo tímido continente de doncella declamadora, recitó lo siguiente: «La Vida Humana» (o sea, contemplación devota de la natural condición del Hombre en vida y muerte). El Hombre nace en lágrimas y c… crece era fajines, sarampión y moco, la nodriza lo asusta con el coco y el maestro le zurra la casaca. De la vida entra luego en la alharaca de talento munido mucho o poco y zafio o sabio haciendo un poco el loco el dolor lo machuca y lo machaca. Se enamorisca de una mujeruca, busca un puesto aunque sea de babieca y hace, empleado nacional vinchuca, hijos, cuentas, macanas y manteca, hasta que la Vejez que lo acurruca introduce a la Parca que lo seca… Y bailando esta cueca y esta noria barroca se pica el paco y peca. ¡Oh Dios, que al fin de su carrera loca que almenos azga el hilo de tu rueca y oiga y entienda el eco de Tu Boca! Cesó Sancho, y alzando los ojos miró todo colorado al Hombrito, el cual muy desenvuelto dijo. –Mala imitación de un verso bueno de Quevedo. –No lo conozco –dijo Sancho muy sofocado. –Es el único perdón de Dios que puede tener éste. –Vea su Merced y considere –dijo Sancho todo empachado– que el crítico más eminente del diario El Orbe dijo de mis versos… –Usía sabe bien que no podía decir otra cosa. –¿Por qué?, si se puede saber.
–Porque es su oficio. –¿Qué cosa? –Decir esto de todos los poetas poderosos; y de los otros también, por las dudas. –Y usted, ¿cómo sabe lo que de mí dijo? –Sé de memoria lo que dirá y dijo de todos los versos que se escribirán hasta el día del juicio, el crítico de todos los diarios de la Ínsula. –Arrepare, señor –dijo entonces Sancho severo–, que el diario El Orbe es en toda la Ínsula el diario más vendido. –Lo creo, señor; vendido, ¿en qué sentido? Mirolo Sancho un largo rato fijamente y después reanudó su instancia: –Ya que tan delgado hilamos y tan polido saboreamos, quisiera que Su Merced me la hiciese ahora de juzgarme otro sonetejo en rimas ricas y raras… –Es inútil. Todos son malos. Los conozco todos. –Perdón, hijo; aquí mentiste. Éste lo hice esta misma mañanita, siendo por ende idéntico del todo en todo –dijo Sancho triunfante. –¿Inédito, querrá decir? –Eso mismo dije… No es por ser mío, pero creo que algunita enjundia tiene, llamándose originalmente: Soneto a la Cabeza del Hombre en cuanto es recetásculo del cerebro Piojódromo inmortal con luz adentro, calva cancha a las moscas, frágil antro, dó bajo un fino vello de culantro se encucurbita de la mente el centro… –¡Basta! –interrumpió el Hombrito tranquilamente–, es el peor de todos los que Usía ha perpetrado, y aun de todos los que hoy existen en el universo mundo, almenos que yo recuerde. –Mi pueblo, almenos en sus partes sanas, piensa de otro modo –dijo Sancho ya fastidiado de veras. –Su pueblo entero murmura que muy otra cosa debería hacer usté, altro que versos. Sólo que nadie se lo espeta franco. De atrás lo muerden. Aquí mismo estoy oyendo decirlo a los Cortesanos. Alzó Sancho la testa indignado de veras y vio a sus Cortesanos todos descompuestos, rojos unos como kakis, o pálidos como cirios, sudando como quesos y uno de ellos con un pisapapel en la mano para tirárselo al reo; el cual apareció de golpe a los ojos de Sancho transformado de insólita manera: la veste blanca en vez de negra, melena rubia y barba corta, el rostro ensangrentado y escupido, sólo los dos ojos eran los mismos, entanto que sus hermanos habían
desaparecido y él había aumentado de talla. Mirolo Sancho con rabia, de temor no exenta, y dijo: –Este hombre es insoportable. Insoportable es poco: ¡grotesco! Grotesco es poco: ¡simiesco y funambulesco! –Que muera –dijeron todos los Cortesanos. –No tanto –dijo Sancho– porque columbro en él un no–se–qué, que aunque sea un perfecto descarado no me animo a darle muerte; y poniéndose de pie dictó el siguiente Decreto Considerando: 1. Que la verdad desnuda es peligrosa, supuesto que la gente decente no debe andar sino vestida y bien vestida. 2. Que por otra parte la verdad dosada, disuelta, endulzorada y mescolada ocasiona hinchazón de panza, modorra, anemia general y otros males extraños. Ordeno, dispongo y mando: El presente reo, convicto de no poder hablar como la gente, será encerrado a perpetuidad en el faro de la isla Martín García, con trabajos forzados de leer todos los diarios de la tarde y algunos de la mañana y prevención de que logrando destilar dellos un adarme de verdad pura en diez años, quedará libre; pero con apercibimiento de que si no cumple será obligado a leer además los diarios de provincia y los uruguayos; Item, comunicación telefónica será extendida entre mi Regia Gobernaduría y el torrero de Martín García, con el fin de poder consultarlo en los casos de Estado graves; como ser Guerras, Pestes, Reformas de la Enseñanza, Inundaciones, Intervenciones Federales, Mangas de Langostas, Fraudes, Pedriscos, Fundación de Nuevas Universidades, Enfermedades Institucionales, Terremotos, Elecciones Generales, Epidemias, Nuevos Impuestos, Congresos Panamericanos, Homenajes Cívicos, Sequías, Reorganizaciones Administrativas, etcétera. Item, en caso de Insolvencia Grave… Pero aquí sonó un golpe tremendo en la puerta, y Sancho alzó de la mesa la cabeza sobresaltado, comprobando que había quedado dormido sobre un soneto interminable del que no podía salir por la fuerza del consonante; y lleno de regocijo mandó dar inmediatamente la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en las Décadas de Tito Livio desde el punto de vista numismático, acompañada de apéntesis, sístoles, diástoles, logogrifos, nefritis crónicas, anakafalayoses glandulares y reparto gratuito de homehemeterias a cuatro pesos y medio cada arroba y media, además de la declamación, por Berta Singerman, de los tres sonetos mejores que escribió en su reinado, y los únicos que le fueron aprobados por la Censura Eclesiástica, que son los que a continuación transcribo de los papeles de Cide Hamete (h.). Proverbio 1. Ser farsante es mejor que fariseo, pero mejor es ser contrabandista y ser banderillero nunca es feo
con un buen toro y corazón de artista. Lo que es disforme sirve para vista y lo disparatado de recreo. «Monstrum fecisti tu –dijo el Salmista– solum ad hoc, ad illudendum êo». ¡Qué sería del pobre que en Dios crê, si puesto en este mundo loco que sofistica, no fuera chacotero!… –¿Y usté quién es? –y él respondió con saña: –Yo soy el que arañar quise a la araña pero la araña me arañó primero. Proverbio 2. Si das perfume ponte espina, aromo. Abeja, si das miel el pincho advierte, tener talento es un pecado, como sobresalir es un peligro fuerte. La envidia no es inerte, no es inerte. Águila quiere el áspid, no palomo. La necedad si ve enemigo a muerte en ti; pobre de ti, prepara el lomo. No hay ningún majadero que sea bueno. Patada de asno es zurda y es taimada. La rana hinchada reventó veneno… Así decía –yo no dije nada– el que guardó la víbora en el seno y después se quejó de la picada. Proverbio 3. Hay que ser más que mediocre para saber que uno es… mediocre; pero el que es necio no lo sabe hasta después. La cualidad más primera de un capitán es: prudencia, que no le sirve de nada sin la segunda: ¡imprudencia! El perfecto no ve nada, pero marcha siempre recto, nunca peca ni hace nada porque es hombre circunspecto. El falso y felón engaña dos veces al que es sencillo, la otra vez se engaña él solo creyéndose lo más pillo. Pocos soca los que nos dicen la verdad, no siendo locos, y el prudente se la calla para no ser desos pocos. El fatuo si le revientan su burbujón se contrista. El vano aprieta su mano con su chiche y biberón. Sólo el que ya nada espera será un terrible optimista y aquel que lo ha darlo todo no teme a ningún ladrón.
22. La Reforma de los Refranes Apenas hubo el refulgente Febo inaugurado con la debida solemnidad cívica el curso de un nuevo día –que fue justamente uno de los más aciagos del gobierno de Sancho, pues en él comenzó el complot palaciego que lo destronó– cantando las canoras radios, petardeando los escapes libres de los automóviles, retumbando los ruidos molestos y derramando regalado aljófar por otras tantas aberturas y poros celestes las nubes domingueras de Buenos Aires, que les da por llover en domingo, cuando se levantó pausadamente el Gobernador de su augusto trono, donde estaba leyendo el Martín Fierro, y dando un golpe con la tranca y una poderosa voz al viento, increpó a los Cortesanos que estaban todos cuchicheando en siniestro modo aglomerados en un rincón, a manera de enjambre de polilla, en torno del Capellán, del doctor Pedro Recio y de un quídam de uniforme rojo con alamares de oro. –¡Qué pasa! –dijo Sancho–. ¿Qué están ustedes complotando? ¿Es esto por ventura un pronunciamiento? ¿Y qué militarcito es ése que aquí me han traído? –Señor Gobernador –se adelantó Pedro Recio diciendo–, no es para tanto aunque tampoco es para menos: se trata de esos malditos refranes. –Santo Cristo de Limpias –clamó Sancho–, todavía me van a prohibir ahora… –No se trata de eso –dijo el Capellán–. Usté podrá como antes usarlos; pero se trata de reformarlos. –¡La cuestión Reforma de los Refranes! –clamaron todos los Cortesanos sin la menor cortesía. –A todo me avengo –dijo Sancho– menos al pecado. Pero yo creía que los refranes eran irreformables, porque genio y figura hasta la sepultura y a perro viejo no hay ¡cuz, cuz! y el zorro cambia de pelo pero no cambia de mañas, y lo que se mama nunca más se derrama, como decía mi señor don Quijote, que Dios haya. –¡Es un grave error! –dijo Pedro Recio con energía–. El mundo marcha, Gobernador, y las ciencias adelantan, y sus refranes de Usía están todos anticuados, unos obsoletos, otros abolidos, éstos reformados, estotros ortopédicos, de modo que aquí no nos entendemos. O se uniforma la parla insuleña o aquí estalla una revolución peor que la torre de Babel y el Parlamento juntos, que no nos entenderá un truchimano. –¿Y quién los va a reformar? –dijo Sancho. –Aquí tenemos, señor, al más ilustre paremiólogo. –¿Cómo? –dijo Sancho. –¡Paremiología! ¡El profesor de Paremiología de la Universidad Mayor de la Ínsula! ¡Paremiología! Miró Sancho con asombro al interfecto, que era un tipito atezado, azorrado, azogado, con ciertos ojitos picotones, cierto barbijo tordillo y cierta traza inquieta de gitano o judío; y dijo: –En mi tiempo ese oficio de paremi… miosotis, eran siempre mujeres. –Hasta eso se ha cambiado, señor –dijo Pedro Recio–. Ahora las mujeres se dedican todas a maestras, bachilleras, novelistas, poetisas, biólogas y conferencistas de radiotelevisión.
–Bachilleras ellas ya eran de por sí mesmas –dijo Sancho–, porque como dice el refrán, al asno roznar y la mujer bailar, el diablo les ha de enseñar; y Dios me libre de mujer latina y sarna bajo pretina; y la mujer en casa y el hombre en plaza; y la mujer arca y el hombre barca; y la mujer honrada, su pierna quebrada; y la mujer que se mira la cara destruye la casa; y la mujer y el higueral son malos de guardar; y la mujer en la ventana, o es mala o enamorada; y la mujer ociosa no puede ser virtuosa; y la mujer buena es plata que poco suena; y la mujer que no sabe cocinar es gata que no sabe cazar; y mujer, viento y fortuna, presto se muda; y la mujer y el fraile mal parecen en la calle; y la mujer y el vidrio, siempre en peligro; y la mujer y la espada no deben ser probadas; y la mujer y la gallina por andar se pierden aína; y la mujer y la naranja, no las aprietes porque amargan; y la que cree a un hombre jurando, después se rompe llorando; y la que a muchos agrada con el peor se casa; y la que luce entre las otras no luce entre las ollas; y la que tiene marido demasiado bueno no tiene seguro el cielo; y la que mucho parla, de vacía se doctora; y ¿dónde perdió la mujer el honor?, donde habló mal y oyó peor; y las donas y las palomas en su nido engordan; y la doncella honesta trabajar es su fiesta; y la doncella y el garzón, a la vista y no en rincón; y la mujer como es criada, la lana como es hilada; y la espada y la mujer, no darlas a ver; la mujer que parla latín nunca tuvo buen fin; y, enfín, la mujer barbuda –y no lo digo por mi Teresa sino por otras–, la mujer barbuda y corajuda, de lejos se saluda, con dos piedras mejor que con una, si es pariente de Sisebuta. Decir esto Sancho y armarse un batifondo y una batahola que se venía el salón abajo fue todo uno. «¡Abajo los Refranes Obsoletos! ¡Viva la Reforma!», gritaban los Cortesanos como energúmenos; y había que ver cómo se habían puesto Teresa Panza y las dactilógrafas. «Esta corte está muy corrompida», decía Sancho azorado; hasta que calmada algo la baraúnda, se adelantó el doctor Recio y dijo: –Si usté nos ha tomado por el cacique Ñaupe o el Arcipreste de Hita, avise. Aquí se reforman los refranes o nos lleva la trampa a todos. –Adelante –dijo Sancho–. Que venga el señor Reformista y yo voy a ir diciendo los refranes que sé y que los vaya el señor Obsoletis reformando y las dactilógrafas que apunten y se dejen de gritar como catas. Vamos, como dicen los uruguayos. Adelante. Adelantose el gitano de los alamares, posaron la punta del lápiz sobre la cuadrícula las dactilógrafas y Sancho se puso la mano en el carrillo y se recostó a recordar; por lo cual todos los Cortesanos pusieron la mano en el carrillo y se recostaron a recordar. Después de lo cual rompió Sancho bastante titubeando: –El primero que se me ocurre es bastante feo, mejorando lo presente. No es porque yo esté viendo a los Cortesanos, pero el primer refrán que recuerdo lo decía mi abuelo, que era zafado, y es éste… ¡Pero salgan primero todas las señoras! El refrán es éste: –«Al haragán, el trasero le estorba» –pero mi abuelo no decía así, sino mucho más zafado… –Mal empezamos –dijo el doctor Obsoletis. –Ya lo decía yo –dijo Sancho. –Ese refrán está abolido y retrovertido –dijo Obsoletis–. El haragán en Agathaura trabaja con eso mismo que usté dijo en abreviatura: es empleado público. –¿Abolido, entonces? –Abolido y aniquilado.
–Entren las señoras. Aquí va otro: «En tierra de ciegos, el tuerto es rey». –«En tierra de ciegos, al tuerto lo matan» –dijo Obsoletis. –Apunten –dijo Sancho–: «Escoba nueva barre bien». –«Escoba nueva no hay; escoba vieja barre pa'dentro y cuanto más sucia mejor». –¿Se refiere a los políticos? –preguntó Sancho. –No, sino al Santo Padre –dijo Obsoletis. –Perdón –dijo Sancho–. «El galgo la liebre alcanza a la corta o a la larga». –«El galgo la liebre alcanza, si es platuda ¡qué esperanza!» –contestó el otro. –¿Se refiere a la justicia argentina? –dijo Sancho. –¡Al Padre Eterno! –Obsoletis Obsoletorum –dijo Sancho–, no te enojes. «A la mujer y a la mula, freno dulce y varas duras». –¡Hemos quedado que no se atañen las mujeres! –dijo la Jefa Dactilógrafa, levantándose airada. –Ése está enteramente cambiado –dijo Obsoletis–. «A las urnas, las hembras y las mulas, le debe Democracia su ventura». –«Al cuco no cuques y al ladrón no hurtes». –Ése está añadido: «y al diputado no diputes», porque te va a diputar a vos en forma irrebatible, no lo dudes. –Anoten ése –dijo Sancho–, porque ése me gusta. «Quien bien ama mal desuma»… –«Y nunca muere en la cama»… –«Quien bien está no se mude»… –«Y si estás mal no te dejan». –«Con los hombres se hacen los obispos»… –«Y a veces solamente con el Patronato». –«Costanza, ancas afuera pechos en danza»… –«Y para eso son las playas». –«Si no lo tienes a vender, tápalo». –¡Dejemos esa materia, señor Gobernador! –dijo la Jefa Dactilógrafa otra vez furiosa. –«Político que administra y enfermo que se enjuaga, algo se traga»… –¿Algo, Gobernador? Y aun algos.
–«A hijo malo del pan y del palo». –«Y a la Escuela del Estado». –«Uno en el escaño que a sí no ayuda y a otros hace daño». –Suprimido el no, Gobernador… «A sí se ayuda y así hace daño». –«A lo hecho, pecho»… –«Menos si se cae el techo». –«A mal tiempo, buena cara»… –«Y mala si mucho durara». –«Cada semana tiene su disanto». –«Para el rico dos, para el pobre ¡cuándo!». –«El casado casa quiere». –«La casadita, departamento». –«Cura viajero, ni mísero ni misero». –«Hoy día se están demasiado quedos». –«Quien poco sabe, presto lo reza». –«Quien poco y confuso, es hombre profundo». –«Donde un carnero va, allá la tropilla da». –«Pero todos juntos no van muy allá». –«Sin copete sois hermosa, pero el copete es gran cosa». –«O es todo, mejor dicho, Sinforosa». –«Donde no se piensa, salta la liebre». –«Decía Coll, y la buscaba en el tejado». –«Desdichas y caminos hacen amigos». –«Y hacen difuntos, si son continuos». –«Dios aprieta pero no ahoga». –«Si el prójimo no tira de la soga». –«Quien no se fía no es de fiar». –«Quien se fía hoy día loco es de atar».
–«Ojos verdes, duques y reyes». –«Puros y claros, son muy raros». –«Harto tiene quien poco quiere». –«No tan poco que se vea el coco». –«Fray Modesto nunca fue prior». –«Sino cuando el rey fue Salomón». –«Lo que no puedes solo, no lo esperes de otro». –Abolido, señor. Abolido por Saavedra Lamas y el panamericanismo. «Entrega tu heredad a Buena Vecindad». –«Mucho hablar, mucho errar». –Prohibido por el Parlamento. –«Gato maullador, mal cazador». –Abolido por la Honorable Cámara. Prohibido, señor. –«Habla poco, escucha asaz y no errarás». –Prohibido por el Concejo Deliberante. –¿Cómo? –exclamó Sancho–. ¿También hay refranes prohibidos? ¡Los refranes no se pueden prohibir! ¡Y no me gustan las añadiduras! –Si usted quiere, en vez de añadir, se pueden cambiar en todo o en parte. –Cámbielos en parte –dijo Sancho, pensativo–, aunque se me hace que sería mejor no cambiarlos nada. –Saque no más. –«La oveja más arruinada»… –«Se rompe y no rompe nada». –«Quien a sí vence, a nadie teme». –«Quien a sí vence no nos convence». –«Pollito que gato lleva, lucido va». –«Pollito que gato lleva, el patrón del gato lo espera». –«La cruz en los pechos y el diablo en los hechos». –«La cruz en la pretina y Acción Argentina». –Eso no concuerda –dijo Sancho.
–Claro que no –dijo el otro. –«Si la envidia fuera tiña, cuántos tiñosos habría». –«Si la sífilis fuera envidia, cuántos envidiosos habría». –«A dónde vas, mal, adonde hay más». –«A dónde vas, donde todos van, a la Capital». –«A grandes males, grandes remedios». –«A grandes males, que gobiernen carcamales». –«Agua en piedra dura, hace cavadura». –«Agua en piedra dura, y a veces martillo y cuña». –«Ajuntar oro con lodo es hacerlo lodo todo». –«Ajuntar oro con lodo es liberalismo godo». –«Dinero ajeno no hace heredero». –«Dinero ajeno en mi bolsillo, todo es bueno». –«Al buey por el asta y al hombre por la palabra». –«Al buey por el asta y al senador por la plata». –«Al hombre pobre no le salen ladrones». –«Al hombre pobre, impuesto a los garrones». –«A quien no tiene, el Rey lo dispensa». –«A quien no tiene, hasta el no tener le quitan». –«A mancha grande, no hay jabón que baste». –«A mancha grande, de oro el remiendo». –«Quien quiere celeste, que le cueste». –«Quien quiere celeste, que dentre al país éste, aunque sea judío o peste». –«Quien no le sobre pan, que no críe can». –«Quien no le sobra pan haga un Museo Social y comerá bien o mal… el jefe y el personal». –«Armas y dinero, santas manos quiero». –«Armas y dinero, lo segundo es lo primero». –«No salió del cascarón y ya tiene espolón».
–«No salió de la cáscara y es universi–otaria». –«Baje la novia la cabeza y cabrá bien por la iglesia». –«Baje la novia la cabeza, y se casará si es bruja». –«Dios da el frío según la ropa». –«Dios da frío en popa y el Trust me quita la ropa, y la sopa». –«Abad que fue cocinero, sabe bien el fregadero». –«Abad que fue cocinero, no hay otro más altanero». –«Si es mi hijo no es mi hijo, yo pagué el bautizo». –«Si es mi hijo o no es mi hijo, yo esas cosas no me fijo». –«La ropa sucia se lava en casa». –«La ropa sucia la cuelga en público la prensa pública de la República». –«El diablo sabe por diablo pero más sabe por viejo». –«Pero más por diplomado del omnisapiente Estado». –«Sobar el cerdo y dar los pies por Dios». –«Impuesto al cerdo y paliza al dueño». –«Hijo de gata ratones mata». –«Hija de gata, saber oler la plata». –«Hazte viejo temprano y lo serás longano». –«Hazte el viejo platudo y solemnudo y te alzarán sobre el escudo, aunque seas un cor…». –«Palabras y plumas el viento las huma». –«Palabras y plumas con un cheque se vacunan». –«En la mesa y en el juego se conoce al hombre luego». –«Y a una nación, meterla al fuego». –Ése es el único que me gustó de toda la serie –dijo Sancho–. ¿Qué es el fuego para una nación? ¿La guerra? –La guerra temporal o espiritual, señor; las naciones no son para amontonar dinero, aunque parezca mentira. –Esa corrección es digna de mi señor don Quijote –dijo Sancho–, pero no quiero más correcciones.
–Entonces le voy a cambiar todo el refrán de arriba abajo. Es lo mejor, Gobernador; dejarse de antiguallas. Reforma total, como decía el ministro Coll. –Vamos a ver. «A fuerza de villano, fierro en medio». –«El noble vendió la espada, Shylock la tiene empeñada». –«Lo que has de dar al rato, dalo al gato». –«Primero el impuesto, comerás bien con el resto». –«Cuando os pedimos, reina os decimos; cuando os tenemos, como queremos». –«Programa de candidato parece león y es gato». –«El amigo y el caballo no cansallo». –«Cuando hay hambre todo es matambre». –«Negar y tarde dar, es a la par». –«Negar al compinche y al más digno dar, no hay ministro en ese altar». –«A la plaza, el mejor de la casa». –«A la diplomacia, el tilingo más sin gracia». –«A la vieja que no puede andar, llevarla por el arenal». –«A la nación que anda mal, hacerla compadrear». –¿Eso se refiere a una nación vecinita? –No, señor, no busque la mota en el ojo ajeno. –«Al bobo mudarle el fuego». –«Al filósofo argentino cambiarle la terminología». –«Hasta al erizo Dios lo hizo». –«Hasta el judío entra en la iglesia si hay frío». –«Servir a Dios y no hacer mal, ése es el fin final». –«Algo hay cuando todos dicen: robo, robo». –«Y duro el rebenque al bagual». –«Al fraile, como te faz, faile». –«Al botarate dejarlo hablar y duro al mate». –«Algarabía de allende, el que la habla no la entiende». –«Filósofos germanizantes, hablen castilla cuanto antes».
–«No eches al gato ladrón, porque ésa es su condición». –«Si no se puede robar, quién va a querer gobernar». –«Algo hay cuando todos gritan: lobo, lobo». –«Algo va de Pedro a Pedro». –«Toditos somos iguales, hombres, hembras y animales». –«Al latín con babas y a la ciencia con barbas». –«Las ciencias a los mocosos, bachillerato precioso». –«Médico, confesor y abogado, hablarle claro». –«Abogado, pleito y cuita, camino de Chacarita». –«El que no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas». –«El que tiene plata tiene corbata». –«Por lo más oscuro Dios amanece». –«Por lo más rudo, poner al timón a un crudo». –«»Niños, locos y beodos, Dios los cuida a todos». –«Caciques y demagogos, pocos son parecen todos». –«Al toro y al loco, de lejos y poco». –En el Uruguay está cambiando así: «Chúmbale a Hitler que te vas a hacer famoso». –«Allá va la lengua do duele la muela». –«Lengua tiene el diputado, con la lengua tiene asado». –«Allá van leyes do quieren reyes». –«Tantas leyes como se hacen y todas quedan impunes». –«A mal cristo, mucha sangre». –«Mal gobierno, todo es leyes». –«Ama sos mientras él mama, después no sois ama, ama». –«Yo le hice Presidenti y el me patió incontinenti». –«Amigo Pedro, amigo Juan, más amiga la verdad». –«Decid la verdad, verdad; moriréis en hospital». –«El amor y la fe en las obras se ve». –«Yo soy más católico que el Papa, mírenme la solapa».
–«A perro flaco todo son pulgas». –«Las pulgas de ahora van a la perra gorda». –«Antes son mis dientes que mis parientes». –«Primero trigo a Finlandia y luego a Salta». –«A nuevos tiempos, nuevos consejos». –«Ideologías exóticas condenadas por la Iglesia». –«El bobo si anda callado por sesudo es reputado». –«El bobo si habla entonado es Salomón diplomado». –«Buena boda y buen gobierno bajan del Eterno». –«Buen gobierno, buen gobierno, ¿qué será que no me acuerdo?». –«La m. dejarla queda». –«La m. al diario crítico, te la vuelven amoníaco y ganan plata con ella, que es la química más bella». –«Con el loco, domar el potro». –«Con el pueblo, henchir el presupuesto». –«Cual el rey, tal la grey». –«Si roba el Presidente, hasta el ujier muestra el diente». –«De cuero ajeno, tientos largos». –«De dinerillos fiscales, premios pompas paternales». –«El día que te casas o te curas o te matas». –«El día que votas, te alborotas». –«Dícele al enfermo el sano: ganas el cielo, hermano». –«Qué lindo país, para el que vende maíz». –«Dos adivinos hay en Segura: uno Experiencia, el otro Cordura». –«Dos gobiernos tiene Argentina: uno se ve, el otro Malvinas». –«Vaya al diablo el potro vincha, que ve yegua y no relincha». –«Nación que come mentira va muerta si no vomita». –«Venga milagro y hágalo el diablo». –«Con tal de ganar, Frente Popular».
–«Salamanca, unos cura y otros manca». –«Todos a la escuela, decía la bruja abuela». –«Reniego de grillos aunque sean de oro fino». –«Qué liviano voy de pies con grillete de oro inglés». –«Octubres y obispos buenos, nunca vide cosas menos». –«Empleados corteses, los más bajos pocas veces». –«El hombre a los treinta o vence o revienta». –«El argentino a los treinta y cinco, o bobo o envejecido». –«Soy bobo, soy bobo y como con todos». –«Soy vivillo, se dónde está el bolsillo». –«A mal de muerte no hay médico que acierte». –«A mala suerte, acero y mano fuerte». –«En casa de don Miguel, élesella y ellaesél». –«En democracia festiva, las cosas patas arriba». –«El que la zorra desuella ha de saber más que ella». –«Por bribones acosado será bribón el honrado». –«Cuando Dios no quiere ni la Virgen puede». –Cuando Dios… ¿cómo dijo, Gobernador? –preguntó el profesor dudoso. –¡Alto! –dijo el Capellán–. Eso es falso, la Virgen siempre puede, por lo menos la Virgen de Nueva Pompeya. ¿De qué Virgen se habla? –Se habla de la Virgen en general –dijo Sancho. –Entonces está bien –dijo el Capellán. –No se toca un refrán de Nuestra Señora –dijo Sancho–, anoser para venerarlo. –¿Y por qué no? –dijo el de la barbita. –Porque no –dijo Sancho–. Y ahora quiero poner a su Merced un refrancito corto pero de aquellos allá, que dice: «El reinar no quiere par». –Está cambiado –dijo Obsoletis–: «Cuando buen gobierno quieres, equilibrio y tres poderes». –¿Tres poderes? Eso es idiota –dijo Sancho. –Montes quiú.
–Y usté mucho más, si a eso vamos. ¿Con que tres poderes, no? ¿Tres poderes? Como si dijéramos, Pedro Recio, el Bachiller Carrasco y yo, que es lo que estoy sospechando. Y yo a la cola: muy sentado sobre el trono, pero los otros saliéndose con la suya con sus leyes y sus artimañas, con sus cavorias, con sus tricas, con sus artilugios y jurisdiciones. ¿Quién es aquí el Gobernador? ¿A quién eligió el pueblo? –Señor, usté es el Gobernador –dijo el Bachiller Carrasco–, pero debe gobernar de acuerdo a la Constitución, y la Constitución de acuerdo a la interpretación, y a la interpretación de acuerdo a la jurisprudencia, y a la jurisprudencia de acuerdo al derecho, y nosotros somos los hombres del derecho. Y por eso queremos reformar los refranes. –¡Aquí no se reforma ningún refrán –gritó Sancho con furor– porque ya veo donde van tirando! Si se empieza a cambiar el refrán más pequeño acabaremos por destruir el refrán fundamental, que a mí me sostiene en mi elevado y penoso puesto. Y ustés serán los hombres del derecho, pero yo soy el hombre derecho, que con la luz de mis sentidos solamente, y sin prudencia ni paciencia, veo de un saque lo que está tuerto y lo que está derecho y soy capaz de morir antes de sufrir un cohecho. Y anóteme este nuevo refrán que sin querer he inventado. «Sea rey el hombre derecho, que a todo mal pone el pecho y muere sin un cohecho». –Señor Gobernador –dijo entonces adelantándose el hombre barbudo, colorado y retacón–, reflexione lo que hace, por su bien se lo decimos, puede costarle caro si no reforma los refranes. Yo conozco el pueblo de la Ínsula, es un pueblo libre, altivo y democrático. –Y yo te conozco a vos –dijo Sancho pensativo después de estarlo mirando un tiempo con los ojitos entornados–, yo te he visto a vos en alguna parte, y no estabas tan bien vestido… ¿Qué has sido vos antes de profesor? –Ha sido político, señor –repuso Recio–, concejal, diputado, cacique, jefe de comité, comisario y pulpero. Por eso es cierto no más que conoce la república. –¡Vos sos el Viejo Vizcacha! –saltó Sancho todo alborotado como quien divisó un fantasma–. ¡Vos sos el Viejo Vizcacha! ¡Te he visto pintado en el Martín Fierro, sentado en un tronco, de chiripá y matiando! –¡De ningún modo! –gritó el Profesor muy asustado–. El Viejo Vizcacha ha muerto. –¡No ha muerto! –replicó Sancho a gritos–. ¡No ha muerto! Cachafaz, sos vos el que me está revolviendo la Ínsula, con pretexto de la reforma de la enseñanza. Alférez, métale grillos al punto, que éste es un peligroso comunista, y es capaz de echarme a perder todo el pueblo. Dicho lo cual, sentose Sancho en su trono, mientras todos los Cortesanos lo miraban furiosos y cariacontecidos, y la Policía se llevaba al reformista, y después de los carraspeos de rúbrica dictó el siguiente Decreto Considerando que los refranes son hijos del sentido común, y el que se mete con el sentido común acaba por meterse al fin con la ciencia, con la filosofía, con el gobierno y con Dios mismo, no quedando al fin títere con cabeza… es en nuestro real ánimo determinar como de hecho determinamos: 1. Queda prohibido reformar los refranes antiguos y aprobados por la Iglesia, debiendo los profesores solamente explicarlos y cambiarles las palabras raras.
2. Queda reservado a este Real Resorte el acuñar refranes nuevos, el cual se ayudará para tal efecto de los poetas, las viejas, los campesinos, las niñeras, los teólogos, las damas de la aristocracia que sean inteligentes, si es que alguna queda –¡y no veo por qué tienen que reírse las dactilógrafas– y los hombres que tengan experiencia de gobierno! 3. Quedan obligados todos los predicadores, maestros, y diarios de la Ínsula a explicar al pueblo un refrán por día, seleccionándolos de acuerdo a la edad y condición de los educandos… Después de lo cual quiso dar el animoso Gobernador la señal de los festejos, pero quedó sin efecto, porque todos los Cortesanos se habían marchado de la sala, y se marchaban a toda prisa las dactilógrafas, quedando así el buen Sancho melancólicamente sentado en medio de la inmensa oquedad del salón vacío con la vista clavada en el turbio horizonte, que se iba cubriendo de nuevo de amarillentos y sucios nubarrones.
22 bis. Preguntas peliagudas Apenas hubo el Padre de las Musas y las Cornamusas asomado el rubio haz de su fulgente capilatura por el lado del Riachuelo, cantando los pájaros, riendo las fuentes, llorando los árboles regalado aljófar, bocinando los camiones y alegrándose santamente los lecheros, cuando sacaron a la fuerza a Sancho de las regaladas plumas y lo llevaron a la Sala de los Urgentes Hurgueteos para resolver los asuntos del día. Al asomar Sancho le cantaron a coro todos los Cortesanos: –¡Felices Pascuas! –Dóminus vobiscum! –contestó Sancho. –Miserere nobis! –cantaron los Cortesanos. –La pé que los pé… –respondió Sancho–. Estuve en las ceremonias del Sábado Santo. Me marié y no pude dormir un cuerno. No more ceremonies for me, oh no. –La Semana Santa no es de precepto –dijo el Capellán General–. Podía oír misa el domingo y chao. –Pregunté por teléfono a la Catedral a qué hora empezaba la misa. Me dijeron a las veintitrés. A las veintitrés comenzaban ¡los oficios! –dijo el Gobernador con rabia–. A las veinticuatro no habían acabao las litanías. Yo dije: Si este chico puede aguantar, yo tamién puedo aguantar. Pero el chico estaba sentao y yo plante seco. –¿No estaba el sitial para el Gobernador? –objetó el Capellán. –Me fui de civil para oservar a mi fiel populacho. Estaba la iglesia llena. Cada momento pasaba una vieja gorda a los pechazos, que no se sabía hacia padonde iba; tengo el costao todo entumido y una me reventó un callo. Yo estaba de plante con un pie torcido metido en un hoyo. A las dos horas comenzó la misa. Yo dije: si ya aguanté hasta ahora, puedo aguantar hasta la Comunión, que estoy en ayuna. Era misa cantada. Cantaron el quierelección, cantaron el gloria ensalvasti dedo, cantaron el Evangelio, y entonces se da vuelta el cura, que yo lo conozco, un galleguito que cuando comienza a hablar no para, y dijo: «Amadoss hermanoss; la ssecuenzia de la missa, dize…» y yo dije: «Pa tu agüela…» y salí a los piques, que no sé cómo salí; me hice en mi casa una buena taza de camomila manzanilla, me hizo mal, me marié, y no he dormido un cuerno.
Rieron los Cortesanos de la imitación que hizo Sancho del sermón gallego, y el Capellán dijo: «No les permito…». –Ni todos los curas del mundo –prosiguió Sancho– me van a agarrar en otra, si no es el Santo Padre de Roma, que hace poco me mandó la orden de Caballero Mayor de San Simón el Simple, que andamos con él de tú a tú y como chanchos en el barrio… Yo no he nacido para ver ceremonias, que no me hacen ningún efeuto, como tampoco a mi fiel populacho; yo he nacido para inventar ceremonias, que para eso Dios me dio inventiva. La comunión de codos, sudores y olores con el fiel pueblo de Cristo ya no es para mí, porque tengo sesenta años y no estoy obligado al ayuno. –Lo que pasa es que su Vuecencia desde que comenzó a estudiar inglés se ha vuelto medio protestante. Dios lo libre y guarde, por más Gobernador que sea, de inventar ceremonias nuevas que no estén en el ritual. Ésa es la cosa más descomulgada que se puede hacer. –¿Y para qué sirven las viejas? –No blasfememos –dijo el Capellán General–. Por si no lo sabe, que debía saberlo, sirven para imprimir en la memoria de los fieles los misterios de la Pasión de Cristo. –Mi populacho fiel no conoce esos misterios –dijo Sancho–, no entiende los latines, no alcanza a oírlos tan siquiera, se aburre, se cansa los pies, se ríe viendo al sacristán que se le prendió fuego toda la caña y no la podía apagar, se irrita, piensa en cosas malas, y se vuelve a su casa a las dos de la mañana. –Habiendo cumplido con la Iglesia. –La religión se está perdiendo en mis reinos –dijo Sancho–. Cuando yo recuerdo lo que hacíamos en Argamasilla de la Mancha, mi pueblo… –Por lo menos han hecho penitencia –dijo el otro. –¿Más penitencia? ¡Prohíbo terminante más penitencia para mi plebe fiel! ¿No tiene bastante con esta usteridá que han inventado ¡ay! mis Ministros de Economía, Ahorro, y Desarrollo Financiero Integral? –Por lo menos se vuelven en paz habiendo cumplido con la Iglesia. –¿Y usté sabe cuántos se vuelven puteando hasta al Santísimo Sacramento? –¡Jesús! –clamó el Clérigo–. ¿Sería Vuesencia capaz? –¡Hasta yo mismo estuve a un pelo –dijo Sancho con descaro– y me costó Dios y ayuda! –En mi vida he visto un mal ejemplo más escandaloso y puerco que hoy –dijo el Capellán rasgándose las vestiduras, pero consiguiendo solamente desabrocharse la sotana–. ¡Un Gobernador cristiano de comunión semanal rebelándose contra la autoridad de la Santa Madre Iglesia! –Yo no me rebelo nada –dijo Sancho–; digo así no más por decir, lo que dicen todos para que usté lo sepa. Se está perdiendo la religión en mis reinos. Y sin religión, yo no gobierno. –¡Escríbale al Concilio! –Le toca a usté escribirle –dijo Sancho–. Por eso le dije.
–Le voy a escribir. –No; ahora le prohíbo que escriba. Voy a escribir yo. Y tráigame los reos de hoy que en esta discusión se me han horripilado los ñervos y no voy a poder dormir la siesta. –Aquí están –dijo Tirteafuera–; son cosas de religión, por eso hemos despertao al Capellán, que se anda por ir. –Atájenlo –dijo Sancho–; que no se vaya a escribirle al Papa antes que yo. ¡Tengo que contarle al Padre Santo lo que hacíamos en mi pueblo! ¿Qué han hecho estos interfeutos? –Éste –dijo Tirteafuera– es un hereje. –¿Le pegó a su madre? –Peor –dijo el Capellán–. Anda diciendo que hay infierno. –¿Y no hay infierno por si acaso? –Infierno hay, por supuesto. Pero no como lo entendían antes. –¿Y cómo lo entienden agora? –Vea Esplendencia, usté no ha leído los libros del gran teólogo Teliar del Chardín que le presté. Infierno hay; pero infierno son simplemente los que se quedan atrasados en la Evolución Creadora. –Ese Telar del Cardón, o como sea, ¿es aprobado por el Papa? –Es la Nueva Iglesia Progresista. El Papa está adentro, por supuesto. Este Papa de ahora es muy progresista. Y si no está, peor para él. Lo miró Sancho con ceño y dijo: –¿Qué es y con qué se come la Involución Creatura? –Evolución Creadora –campanudeó el Capellán con una sonrisita– consiste en que antes del comienzo del mundo existían solamente átomos de hidrógeno, según la demostración del geólogo Fred Hoyley. Estos átomos, o sea, protones y electrones, tenían cada uno su conciencia, aunque chiquita; y una ley que les mandaba evolucionar, llamada la Ley Chardín. Comenzaron a evolucionar a toda furia, uno dijo: «Yo me vuelvo oxígeno» y otro dijo, «yo me vuelvo oro», otro dijo «yo me vuelvo plata» y otro: «¿Y por qué no anhídrido carbónico?». Se juntaron una bandada de anhídridos carbónicos y se te hicieron vegetales. Un vegetal adelantado se te hizo animal. Un animal adelantado se te hizo hombre; y de ahí salimos todos nosotros y el mundo universo; hasta que venga el superhombre. Los que se atrasan en esta evolución, eso es el infierno. A eso llamamos nosotros los paleontólogos las cosmogénesis convergentes. –¿Y Dios? –Dios está metido dentro de la evolución. Hay Dios, por supuesto. Pero Dios evoluciona. Cuando explote la manifestación de la Parusía de todos los superhombres, que seremos todos nosotros, Dios estará completo. –¿Y Jesucristo?
–Jesucristo no es más que un hombre que llegó de golpe al Punto Omega de la Evolución antes que todos; y que cuando resucitó se volvió Dios; como nos volveremos todos nosotros en la Parusía, que no será como se la piensan los curas anticuados y retrógados. –Bueno va –dijo Sancho, que estaba todo concentrado dentro de sí mismo como un peludo–. Pero me parece esa Iglesia Progresista es diferente de la iglesia de mi pueblo, la que me enseñaron a mí de chico. –Por supuesto –dijo el Capellán–. Eso viene de que Su Esplendencia no sabe Teología. –La voy a aprender –dijo Sancho–. Con esa Cencia de la Tiología me ha dao vuelta Su Esmminencia más de tres veces… –Ya no está en edad de aprenderla –dijo desdeñosamente el Perlado. –Mucha verdad –dijo Sancho–. Estoy perdiendo la memoria si no el caletre, aunque tan viejo no soy; y desde aquí protesto que si Dios me diera otro hijo en Teresa Sancha, lo tengo de enviar a estudiar con ese Telar de Cardón; donde, como éste mi buen Capellán Mayor, aprenda Tiología, y poco a poco llegue por sus puntos contados a recitar toda la gramática y medicina del mundo, porque no quiero que se quede tan grande asno como yo, y mis otros seis gurises. Pero no piense el grandísimo bellaco gastarse en los Parises de Francia la plata de su padre, yéndose a jugar al truco con otros tales como él; que por las barbas que en la cara tengo, juro que le tengo de dar con este cinto que llevo puesto más azotes que caben aceitunas en una canastra de arroba –y se quitó el cinto. –¡Paso, marido! –gritó Teresa Sancha–; que aún no está engendrado el gurí que ha de llevar los azotes. –Por vos lo dejo –dijo él– y que te lo agradezca. Pero otra vez lo pagará todo junto. Riéronse los circunstantes todos, comenzando por el Capellán y acabando por el reo; al cual se volvió furioso Sancho, diciendo: –Y a vos tarugo, destornillado, cara de comadreja eschupizada, ¿quién te manda andar diciendo no hay infierno? –Al contrario, Gobernador, con permiso –dijo el presunto hereje–. Digo que hay. –Sí, pero al modo de antes, y no como dice agora la gente fina. –Yo tengo obligación de enseñar la doctrina a los chicos, porque soy sacristán, con perdón de la palabra; y eso que enseño es todo lo que sé. La gente fina no enseña la doctrina. –Cuando hayan leído a Teliar de Chardín, toda la gente fina enseñará la doctrina; y ya lo están leyendo a toda furia –observó el Capellán Mayor. –Entretanto –dijo Sancho al Granadero de guardia–, pásemelo al Sacristán a cuarto intermedio, que no sé qué hacer, que parece buen hombre, a ver si al final de la udencia se me ocurre lo mejor y más expediente. Páseme a los otros dos. –Esta udencia ya duró demasiado –dijo el Cortesano Primero–. Hora y media de trabajo al día, dice nuestro Reglamento.
–Agora que es Domingo Pascual, que así se llamaba un judío de mi pueblo, buen cristiano él, quiero acabar con la religión. Pase el reo dos. Sacó Tirteafuera a un curita anciano, de pelo blanco, combada espalda y arrastrando pies, que venía muerto de miedo. –¿Quién es ese Reverendo? –El Cura de San Cayetano. –¿Qué ha hecho? –Ha robado al Fisco. –Yo no fui –dijo el vejete. –Éste es otro hereje –dijo el Capellán. –Es un santo –dijo Teresa Sancha–, yo me confieso con él cada cinco de junio posmeridio. –Resulta Esplendencia –dijo Tirteafuera–, que cada 7 de cada mes es la fiesta San Cayetano y se amontona en la Pirroquia una muchedumbre, por ser San Cayetano patrono de ganar la Lotería; y el que la gana siempre es el Cura, o si acaso, el Cajero. –No puéser –dijo Sancho–. Eso es supertizón. No hay que ser supertizoso, porque al que es supertizoso, lo agarra la Viuda. –Aguárdeme, Su Esplendencia. Resulta que el otro Cura anterior junto con el Cajero escribieron una novena de San Cayetano, que les costó un día de trabajo, ganaron un millón de pesos vendiéndola a la dicha muchedumbre, y se marcharon a pasear a Uropa, acompañados de una enfermera o si acaso de dos. Cuando lo supo el Padre Santo de Roma, mandó a la Curia de aquí se suprimiera la Pirroquia de San Cayetano o bien se nombrara un Cura santo. La Curia de aquí obedeció como siempre y nombró un Cura santo, y un Cajero que no lo era tanto, que dese no decía nada la Bula. El Cajero siguió con los negocios, y el Cura santo, que es éste aquí, se avivó de los caudales que sacaba el otro, y el otro con sus caudales se fugó isofazto al Brasil según parece. –La novena es muy buena, no es una patochada como dicen, yo la rezo –intercaló Teresa Sancha. –No se trata deso agora –dijo Sancho–. No veo el delito deste hombre. Non invenium in eum culpam. –Esplendencia, no pagó el impuesto a los réditos de los millones que sacó la Parroquia en Actividades Lucrativas. Y en consecuencia, el Ministro de Economía, Caja de Ahorro y Planificación Financiera Integral, lo metió en cafúa y lo hizo someter a tortura. Gimió el Cura llevándose la mano a un muslo, por decirlo así, y sollozó Teresa Sancha y todas las dactilógrafas. Lo cual visto sollozaron todos los Cortesanos y se llevaron una mano a un muslo, por decirlo así. –No puedo crér se haya hecho nada deso sin anoticiarme a mí –dijo Sancho–. Se estradeslimitaron.
–Tenemos autorización oral refrendada del Eminentísimo Señor Capellán Mayor de la Ínsula, aquí presente. –No puedo crér haya querido nuestro querido Capellán se torturara a un hermano en el sacerdocio, como dicen ellos. –¡Es un herejote destos que ahora andan falsificando la religión destos reinos! –arrojó el Perlado. –¿También dice que hay infierno, por si acaso? –Eso y mucho más. Los santos no sirven para gobernar; Su Esplendencia. Debe los impuestos a la Curia de más de tres años; y es tan tacaño que ni come si una vecina de la Parroquia no le trae cada día algo de comida. Miró Sancho al interfecto y preguntó: –¿Es verdad todo eso? –Es –dijo él–; sobre todo lo de las torturas. Me descuidé en los negocios, Gobernador. El Cajero decía andaban mal y no me pasaba un centavo. –Entonces tiene culpa. No almito que los santos sean sonsos. Pase el otro reo. –No hay tiempo –dijo el Cortesano Primero. –¡Se ha fugao! –anunció Pedro Recio. –Me lo buscan ahora mismo. ¿De qué se trata? –Es el Director Editor Propietario del Diario Católico de la Ínsula, Esplendencia. Y vino a acusar que una cantidad de Párrocos no le fomentan el diario, que los Colegios Católicos no obligan a los chicos a comprarlo, y muchos católicos ricos no lo ayudan con dinero; y todo eso es contra la Bula de la Buena Prensa. –¿Está bien hecho ese diario, primero'e todo? –A decir verdad, Esplendencia, cusí cusá. –¡Qué mala suele ser la buena prensa! –reflexionó Sancho–. Yo encuentro que un diario malo si es católico, no es católico, si ustedes me entienden. Y si un católico hace un mal diario católico, los otros católicos no deben darle dinero por ser católico. –Contra la Bula –argumentó Tirteafuera–. Si los diarios católicos estuvieran bien hechos ¿qué gracia tendría? Eso suprimiría la Bula. Para ejercitar la fe de los fieles es preciso que el diario católico sea una aburridora, con noticias atrasadas y pueriles, artículos y cuentos de hacer dormir parado y un Director Teólogo que no sepa bien el Catecismo, con una foto del Capellán Mayor y demás Jerarcas Constitucionales, y las bodas de oro y de plata sacerdotales de cuanto fraile y monja se tercie. Ésa es la tradición recibida de todos los diarios católicos, Esplendencia; y no vamos a innovarla nosotros en nuestra insignificante Ínsula. –Yo encuentro que un católico –insistió Sancho– debe hacer bien lo que hace, como hago yo, cuando puedo. Si un católico no hace pasablemente bien lo que hace, no es católico, como dijo el Apóstol San Jacobo, o sea, Santiago y cierra España. –San Pablo –dijo el Capellán.
–El que sea –ripostó Sancho–. Y ahora me van a perdonar si no hago muy bien la sentencia, que hoy estoy cansao, y estas de Tiología son preguntas peliagudas. Vamos a ver. Posó Sancho la barbilla en la mano y el codo en la rodilla y reflexionó profundamente; visto lo cual los Cortesanos reflexionaron también profundamente, aunque muy arrellenaditos en sus sitiales. Se levantó Sancho y soltando el mismo taco del principio de la Audiencia, dictó el siguiente Decreto Visto y considerando que un Gobernador Moderno y Progresista debe dirimir cuestiones peliagudas hasta de Tiología si a mano viene y estañen al buen orden y regimiento de sus católicos reinos, decreto, dispongo y mando: 1. El Capellán Mayor desta no insisnificante Ínsula será ascendido a Ultraobispo Intermediario Interhispanoamericano –que eso lo puedo hacer yo por el Patronato– para que tenga que estar viajando por todo el Continente en vez de embromar aquí; hasta que venga la Bula pedida al Papa que lo desgrade o sea baje de Obispo y aun de Sacerdote, si a mano viene y así lo hubiere a bien el Padre Santo de Roma… 2. El presente sacristán hereje… Interrumpiose Sancho al ver que todos los Cortesanos reían muy complacidos, por lo cual sospechó se había equivocado; pero no atinando en qué, siguió con el Decreto, sin notar que Pedro Recio con el Capellán y el Bachiller Carrasco cuchicheaban entre sí la verdadera causa, deste modo: «Está perdido. Se mete con la Iglesia. Levantaremos contra él a los católicos de la Ínsula. Antes de un mes está fuera del trono. El que come Cura muere», como oyó Teresa Sancha, que estaba dando codazos a su marido, sin conseguir nada. 2. El presente sacristán, hereje o no, será ascendido a Supersacristán Ultra, por su actividad beneficiosa a la Ínsula de enseñar la doctrina a gurises, mas con prohibición de enseñarla arreo mientras no averigüemos si hay que enseñar el infierno de antes o el infierno de la gente fina. 3. A todo el que diga no hay infierno, lo lleven a la iglesia, lo desnuden y lo hagan besar el suelo setenta veces delante del Santísimo Sacramento. 4. Al Curita santo de San Cayetano se lo perdona la mitad del impuesto y multa, y la otra mitad en módicas cuotas mensuales hasta la terminación de los siglos. 5. A todo el que tenga fama de santo se desaminará si es sonso o no, porque hoy día hay muchos «santos profesionales». 6. Se hará una recogida general de libros de Telar de Cardón traducidos o introducidos y serán sometidos al desamen de mi Real Persona, el Cura de San Cayetano y el Supersacristán, hasta verse si enseñan realmente la Iglesia Nueva o alguna otra más vieja –o tan vieja por lo menos– que el mismo demonio. 7. Al Dueño del Diario Católico cuando me lo traigan yo le voy a dar una leccioncita de periodismo bueno, después de haber espropiado para este Real Fisco todo el dinero que le dieron los católicos sonsos por el hecho de ser él mal católico y logrero confeso y convitto. Cópiesé, corrígasé, correlátesé, corrobórresé, confírmesé y cúmplasé. Sancho I de Agathaura, Gobernador Real
Se alzó en este momento el Capellán Mayor, y sacando el Crucifijo del cinto, lo arrojó a los pies del Gobernador, gritando muy concitado: –A Éste lo vendieron por treinta dineros. Véndalo usted otra vez y acabemos. –Salió de estampía. Sonrió Sancho plácidamente, sin ver que en aquel momento se había echado el dado o dardo fatal contra él, cosa que no se ocultó a Teresa Sancha; y sin más ni más, dio isofazto la señal de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en una interdicción canónica juris et facti acompañada de una procesión de Corpus y un bombardeo de la Casa Rosada por aviones de la Marina insulana con espoletas inglesas.
23. Los Siete Asaltantes Apenas hubo el rubicundo Apolo mandado decir por señas y ventolina a través de un unido velo blanquecino de nebulosidad invernal que podía inaugurarse un nuevo día sin su augusta presencia, cuando levantándose el nuevo Gobernador después de diez horas de sueño decidió no ir a misa por hallarse algo resfriado ni tampoco comulgar por ser Viernes Santo, y se trasladó con tristeza a la Sala de las Dogmáticas Definiciones para resolver los asuntos del día. No bien húbose sentado en el trono, cuando entró el Verdugo del Reino trayendo a la rastra a un horrendo asesino de hirsuta pelambre y fulgurantes ojos, vestido de vigilante y un sambenito encima, con los cuales el Gobernador entabló en seguida el siguiente diálogo, quiero decir con el Verdugo primero y después con Ladrón de Guevara: GOBERNADOR.– ¿Qué pasa? VERDUGO.– Es el parricida que mató a su padre, a su madre, a su mujer y a seis hijos que tenía, que si llega a tener siete no se salva ni uno. GOBERNADOR.– ¿Y qué hacen que no lo han fusilado? VERDUGO.– Señor, dice que es una injusticia. GOBERNADOR.– ¿Quién dice? VERDUGO.– Él… A grito pelado. Y lo peor es que todo el pueblo que está delante el cadalso, una gran parte les dio por hacerse los hinchas y gritan: «Tiene razón, tiene razón». GOBERNADOR.– ¿Y usté les hace caso? VERDUGO.– Yo, señor, la gente anda brava y tengo miedo se suleve la gente, porque en esta Ínsula la gente es muy sulevosa. GOBERNADOR.– Yo tenía justamente gana de ver a este tigre hircano y esta gran bestia de las Américas por puro gusto de ver cosas raras que le da a uno. Pásemelo adelante y yo les voy a decir si es justicia o no es justicia. Pasó al frente el criminal, que vestía un gran tabardo rojo sangre con caperuza de loco, con cadenas colgadas al cuello y la figura del diablo en el pecho, y Sancho lo consideró con horror y espanto, después de lo cual le preguntó diciendo: –¿Por qué has matado a tu padre? –Porque yo tenía derecho a la felicidad.
–¿Qué felicidad? –Felicidad quiere decir que uno en esta vida tiene que aprovecharla. –¿Y dónde aprendiste eso? –En el cine, señor, y en la radio, y en los tangos y en todas las revistas ilustradas de la Ínsula, sin contar la Doctrina Cristiana. –¿También en la Doctrina? –Sí, señor, donde manda no robar. –El séptimo no hurtar. –En eso no estoy muy fijo, señor, pero yo tenía que perseguir a los ladrones, porque era representante de la autoridad. –¿Y no podías ser feliz sin matar a tu familia? –No, señor, en forma alguna, porque no había comida para tantos. –¿Y tu sueldo? –Cientoveinticinco mangos, señor. –¿Y no podías pedir limosna? –No, señor, siendo agente policía, debo perseguir la mendicidad. –¿Y no podías robar, ninquesea, al parigual que matar tanta gente? –No me da por robar a mí, señor. Yo no soy desos de la uña. Otros yo sé que hasta son jefes políticos a pura coima. A mí no me da por eso. No sirvo, vamos al decir. –¿Y te dio por matar a medio mundo, que ni los animales lo hacen, sacando el chancho, el tigre y el conejo? –No fui yo solo, señor; y si me fusilan a mí por eso, deben fusilar a los otros. –¿Qué otros? –Los otros siete cómplices de Guevara. –Dejalos no más que cuantito yo los agarre van a ver todos los asesinos. –No, señor, no van a ver nada. –Porque yo los voy a matar. –No, señor, no los va a matar. –¿Y por qué no? –Porque no puede, señor. Y por eso es injusto que me mate a mí.
–¿Y por qué no puedo? –Porque no. –Salió cierto entonces –dijo Sancho mirándolo un rato fijo– lo que dijeron los médicos de guardia. –¿Qué cosa? –Que usté es loco. –No, señor, ni por sueño. Criminal seré pero loco nunca. –¿Y quiénes son los Siete Asaltantes que yo no puedo matar? ¿Se han ido al Uruguay, por si acaso? –No, señor, viven aquí y aquí está la fotografía. Somos una banda de siete, señor, y yo conozco la dirección y la filiación de todos. Somos la Gran Banda de los Asaltantes de la Ínsula, y no vaya a pensar que yo soy el jefe. El jefe anda muy seguro, al jefe no lo agarran nunca. Demudose Sancho al oír tan sorprendente denuncia y alborozose al pensar que podría hacer la redada grande y acabar de una vez con todos los horrendos crímenes de su Ínsula; por lo cual todos los Cortesanos al verlo se demudaron y se alborozaron, en tanto que el asesino sacaba del tabardo rojo un gran mazo de pringosos papeles que se demostraron al ser extendidos seis grandes bustos de cuerpo entero de seis grandes figurones. Extendiolos el Mastresala en sendas perchas y aparecieron a la vista de los circunstantes la figura de un Diarero, un Actor, un Maestro, un Diputado, una Gran Dama, y un Ministro de Hacienda, todos con caretas, al mismo tiempo que dos pregoneros de resonante voz se ponían al lado de los carteles y empezaban a proclamar la filiación de los seis extraños Asaltantes, que estaba escrita abajo con tinta china, y creo que en idioma también chino. ASALTANTE 1, DIARERO.– Este hombre es el dueño de todos los pasquines de la Ínsula. Sabiéndose que la gente no puede vivir sin diarios, les pudre el alma, les cuenta mentiras, los nutre con calumnias, les ayuda a pensar al revés, les hace ver fantasmas, los vuelve chiquilines y botarates y nadie le puede hacer nada porque tiene mucha plata y puede más que el Gobernador. Se llama Libertad de Prensa. ¡Oído al otro que viene el otro! ¡Pase! ASALTANTE 2, ACTOR.– Éste es el que fabrica todas las películas, las comedias y las novelas por Radio. Con tal de ganar plata el tipo divierte a la gente por la línea del menor esfuerzo. Él es el que dio la ley que no haya comedia sin tres chistes verdes o desvergüenzas cuanto más mejor y la longitud e intensidad del besuqueo en los idilios del cine. Es un tipo graciosísimo y la gente –¿qué no perdonarán a un gracioso?– anda loca por él y por consiguiente nadie puede hacerle nada, porque al fin no somos frailes ni monjas y hay que divertirse. Su nombre es el Arte por el Arte. ¡Oído al otro que viene el otro! ¡Pase! ASALTANTE 3, MAESTRO.– Éste es el que regula la enseñanza gratuita y obligatoria de la Ínsula, haciendo que ella sea necesariamente la peor, más estúpida y anquilosada del mundo; y que nadie pueda mejorarla, porque eso se opondría a la tradición liberal del país y daría mucho poder a los curas que estudian –si es que hay alguno–, desplazando de las cátedras a los laicos que no estudian, o que son idiotas, engrupidos o judíos, destruyendo así el laicismo escolar, que es la más grande conquista de la civilización moderna, y dando libertad a los padres para elegir maestro para sus hijos, lo cual es contra la naturaleza de las cosas. Este fino asaltante de nariz ganchuda se llama el Cuento del Estado Enseñante. ¡Oído al otro que viene el otro! ¡Pase!
ASALTANTE 4, DIPUTADO.– Éste es el maestro del arte de ganar elecciones sin fraude o con el democráticamente; o sea el gran camandulero de la voluntad popular y la opinión pública, cacique de la gran tribu de los politiqueros, que son los hombres que se dedican a apoderarse del poder para desde allí acomodar a la familia y dar puestos a los amigos porque para eso Dios los hizo vivos y estudiaron el bachillerato de la Ínsula hasta tercer año. Su nombre es Voluntad Popular, Normalidad, Democracia Moderna y Defensa de las Instituciones. ¡Oído al otro que viene el otro! ¡Pase! ASALTANTE 5, GRAN DAMA.– Ésta es la Presidenta del Sindicato Trustificado de Bailes Para Recoger Plata Para los Leprosos. Ésta es la maestra y patrona de las señoras que saben tirar la plata porque para eso es suya, y cuando se acabe ya se encargará el administrador judío de los latifundios de exprimir otra para dar al país desde Montevideo, Llao Llao, París o cualquier parte menos donde se debe, el espectáculo radioso de su hechicera madurez en malla. Su nombre es Aristocracia. ¡Oído al otro que viene el otro! ¡Pase! ASALTANTE 6, MINISTRO.– Éste es el socio matrimonial aunque divorciado del anterior Asaltante, especialista en tratados de comercio con naciones extranjeras y en resolver los grandes problemas de Estado en forma que la riqueza insuleña no vaya toda al exterior sino que una parte considerable tome el camino de su bolsillo y por tanto quede en la Ínsula, y contribuya a perpetuar en el gobierno a la camarilla de entregadores de la nación a otras naciones más civilizadas y cultas, que se encarguen paternalmente de su civilización y cultura. El nombre de éste es Pluto Demoliberalismo Financiero… ¡Oído! ¡No pase! –¡Qué nombres! –dijo Sancho, al finiquitar el último pregón y acabar él de anotar en su libreta el del último Asaltante, tarea en que había estado todo el tiempo muy intento. Después de lo cual, paseó su vista con arrogancia por su corte y la clavó en Ladrón de Guevara, diciendo: –¿Y quién dijo aquí que yo no puedo fusilar a todos estos Asaltantes? –¡Usted no puede, señor! –dijeron todos coreando a Ladrón de Guevara. –¿Y por qué no puedo? –Espere que yo le diga los verdaderos nombres –dijo Pedro Recio aproximándose con grandes muestras de alarma e impaciencia– porque ésos son seudonímicos. Y llegándose al Gobernador, le empezó a decir al oído todos los nombres verdaderos. Apenas le hubo musitado Recio todos los nombres verdaderos cuando viose al rubicundo Gobernador ponerse color tierra, agarrar convulsivo las peras de la silla, dar dos o tres hipidos, como bagre fuera l'agua, y caer presa de mortal desmayo. Acudieron todos los Cortesanos con inhalaciones de azufre y amoníaco, haciendo gran lamentación y condolencia –porque parecía realmente que Sancho había acabado su mortal carrera– y estorbando a los médicos de guardia, que estaban probando una sangría apoplética, hasta que tan súbito como se fuera volvió Sancho a sus sentidos y dando una patada a un enfermero gallego que le estaba poniendo en las narices trapos quemados y sulfuro de carbono, se llevó las dos manos a la cabeza y gritó horrorizado: –¡Qué espanto! ¡Los Siete Peores Asaltantes de la Ínsula son funcionarios públicos, son los pilares de la sociedad, son la crema de la vida social, son los tipos más populares, son las personas de mayor influencia y son amigos íntimos míos! ¿Cómo puedo yo fusilar a esta gente? ¿Y qué sería de mi Ínsula si estos Siete desaparecen? ¿Y cómo se puede hacerlos desaparecer sin derrumbarlo todo? ¡Santo Cristo de Limpias, Santo Íñigo de Azpeitia, que fuiste siempre mi amparo, ayúdame en este trance!
Quedose un momento Sancho suspenso, como oyendo una voz del cielo, que creyeron todos se desmayaba bis; y levantándose luego, se hizo traer un gran cuchillo de cocina muy filoso, que entregó al Asesino Loco número 7, al mismo tiempo que dictaba al Escribano el siguiente Decreto 1. Se desafecta el gran palacio llamado Parlamento, y se adjudica como vivienda obligatoria y gratuita a los Seis Grandes Asaltantes y Columnas de esta Ínsula por espacio de un año. 2. Se intima a las dichas Columnas que no podrán dormir afuera, ni con la puerta cerrada ni con armas, ni con luz encendida aunque sea una mísera mariposa; sino todo abierto día y noche. 3. Se conmuta la pena de muerte al Asesino Loco por pena de reclusión libre en el dicho Parlamento, por el cual podrá vagar día y noche, pero no salir de él en el término de un año. 4. Al fin del año, se verá lo que ha pasado y se proveerá en consecuencia. Cúmplase, publíquese y archívese. Sancho I, Gobernador Hecho lo cual sacudiose el Gobernador con satisfacción ambas manos, y dando por terminado el fatigoso juicio, dio inmediatamente la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en un cuadro vivo de la felicidad terrena, en un terreno baldío, y en un decreto o proclamación de los derechos del hombre que, habiéndose salvado por suerte de la gran quemazón de papeles que hicieron los vencedores de Sancho después de destronarlo, cosa que narraremos adelante, está en el legajo de documentos que me confió Cide Hamete (h.), y es mi deber de traductor insertar en este lugar y no en otro. Dice así: Declaración de los Derechos del Hombre y del Ínsulo Considerando: 1. Que el hombre no nace porque quiere sino porque le dan vida entre varios, de los cuales la madre Natura y Dios Nuestro Señor Su Santísimo Hacedor y Padre no hay que olvidarlos; y no muere cuando quiere sino cuando lo matan… 2. Que el hombre nacido si sus padres no lo crían es menos que nada. 3. Que todo hombre nacido necesita para ser hombre la ayuda de muchos otros, y para decir la verdad, necesita de todos. 4. Que el mundo no necesita de ningún hombre imprescindible, puesto caso que si lo aplasta un colectivo o lo parte un rayo la gente dice: «Tuvo la culpa por imprudente» y lo entierran y el muerto al hoyo y el vivo al bollo… Declaramos solemnemente reformada la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ínsulo, que según parece hicieron en siglos posteriores algunos asesinos lunáticos llamados Ronseao, Vueltaire y Don Alambre, y la sustituimos por la declaración siguiente, que tendrá valor y vigencia por el término de 99 años a partir de la fecha, en todos los términos de nuestra Ínsula: 1. El hombre no tiene absolutamente derecho a nada.
2. El hombre tiene derecho solamente a la felicidad eterna y gracias. 3. El hombre tiene derecho a cumplir con su deber, con el fin arriba dicho. 4. El hombre tiene derecho a todas las cosas necesarias y convenientes para cumplir su deber y alcanzar la felicidad eterna. 5. El hombre tiene derecho a que lo castiguen si no cumple con su deber y pone en peligro lo otro. 6. El hombre tiene derecho a que si se pone por ventura a estorbar al prójimo que cumpla con su deber y alcance la felicidad eterna, le den un garrotazo que lo balden. 7. Para todos casos litigiosos que atañan a la esfera de su deber y felicidad eterna, el hombre tiene derecho a entenderse con Dios directamente o por medio de sus ministros y sus buenos gobernadores, que lo atenderán en todo momento. Cúmplase, publíquese y archívese. Sancho, Gobernador
23 bis. Fray Pacífico Q. Ch. «Los católicos liberales pueden hacer más daño que los comunistas». San Pío X
«Los hombres malos no podrían hacer el daño que hacen si no fuese induciendo a hombres buenos a volverse primero instrumentos y luego cómplices más o menos conscientes… "Huic ille legendo sceleris cucullum praebet"». A. Huxley Apenas hubo el rubicundo Apolo derramado su regalado aljófar por las puertas y ventanas del Oriente, riéndose las fuentes y alegrándose los platos de su venida, cuando despertaron a Sancho, que se había quedado dormido en su trono, y le dijeron: –Señor Gobernador, aquí hay un pícaro fraile que anda haciendo travesuras. –Esos no pertenecen a este foro –dijo Sancho, volteando al otro lado la cabezota–. Déjenme dormir. Tengo apetito de dormir. Pedro Recio lo sacudió más fuerte, y abriendo Sancho los ojos soñolientos, vio a una especie de sacerdote gordinfloncito, con un holgado hábito que evidentemente no era suyo, si es que era hábito, con una gran pluma de ganso en la derecha y en la zurda un letrero que decía Argentina Libra; al mismo tiempo que Pedro Recio insistía: –Son travesuras serias. Anda escribiendo en un semanario socialista sin firmar y sin permiso, al lado de un judío que blasfema de Jesucristo y de una teóloga que habla de lo que no ha estudiado. –¿Y a mí qué me importa? –gruñó Sancho–. ¡A mí dejemén descansar! –Es que escribe chismes de frailes. Y fíjese, Gobernador, los chismes de mujeres son pésimos, pero los chismes de frailes son encima pueriles y degradados.
–Yo tengo apetito de fumar un toscano –barbotó Sancho ominosamente–, y tengo derecho. –Gobernador, dispiertesé. Son chismes que producen tristeza en los cristianos y asco en los socialistas. Se pone feo. –Si producen asco hasta en los socialistas –reflexionó Sancho despabilándose los ojos–, tiene que ser cosa fea. Y despertando del todo, se dirigió al acusado diciendo: –¿Quién es Vuesa Reverencia? –Soy la Inglesia. –A mí no me metan con la Iglesia. Es uno de los consejos que me dejó mi señor don Quijote. ¡Basta! ¡Llévenlo a la Curia! ¡Tengo apetito de no trabajar! –¡Señor! ¡La Curia está cerrada, el Capellán de la República está durmiendo y aquí hay que poner algún orden en seguida, porque se vuelve una cosa degradante para la buena educación desta Ínsula! –dijeron todos los Cortesanos–. Las polémicas de frailes son atroces. Suspiró Sancho y resignose a meterse en el espinoso asunto, por orden de la santa obediencia, como un juez que tuviera que juzgar a su propio padre o un verdugo que por el bien común debiera decapitar a su hermano; pero jurando interiormente templar todo lo posible la justicia con la misericordia, porque el que a hierro mata a hierro muere, y el fraile y el judío nunca olvidan. Pero el otro no lo dejó recapacitar mucho, pues sacudiendo el letrero antinazi, gritó: –¡Soy la Nueva Cristiandad! ¡Soy la Iglesia Nueva Democrática y Progresista! –¿Y por qué andáis ansina de botas? –Mi convento es tan négligé, que a las veces el Hermano Lavandero se olvida de ponerme des chaussettes en mi bolsa, y entonces uso estas des bottes para no mostrar las piernas, como dice el padre De Cotillón. –¿Y qué habéis hecho, vous messié? –He hecho la Liga Hebreocristiana; y des verses. –¿Y eso es algún delitó? –pregunto Sancho. –Tout au contraire, Esplendencia. –¿Y qué diabolós andás escribiendo vous por los yurnalés de la Insulé que me dicen acá los Curtesanés son des choses que callar valdría plus, sapristi? –exclamó Sancho en francés. –¿Y yo qué sé? –dijo la Iglesia Nueva–. Yo escribo lo que me dictan… –¿Cómo es eso? –dijo Sancho enfurruñado–. Entonces éste no es el culpable de los chismes fraileros, y me hacen levantar para esto a las cinco de la madrugada; ¡que con la hora argentina cambiada, son las cuatro! –Esplendencia –dijo Pedro Recio–, es cierto que otros le dictan. Pero éste es el responsable, porque él pone el estilo.
–¿Y qué tal es el estilo? Riose un poco Pedro Recio, y aseñó con la cabeza que respondiesen los Cortesanos. Pero los Cortesanos se rieron también un poco, y no quiso responder ninguno. Pero contestó la Iglesia Nueva: –Yo sirvo para escribir. Ya he escrito tres libros inéditos. Intonsos e inéditos por culpa de los nazis. El que sirve para escribir debe escribir. Con permiso o sin permiso. ¡Yo quiero escribir y publicar como el nazi Militís Militún! Para eso sirvo y para eso he nacido. –Y ¿quién te dijo eso? –Mi abuelita cuando era chico. Y Mary. –Pásenmén inmediatamente los libros deste varón, o lo que sea, y me traen a los interfectos que le dictan los chismes… ¡Al momento! –¡Esplendencia! Son personas histerogéneas, y que viven lejos… –¡Ordeno y mando! –gritó Sancho; después de lo cual se enfrascó en la lectura de un libro llamado Cartas de un cura que fue… cocinero antes que fraile; lo cual visto por los Cortesanos, inmediatamente se enfrascaron en la lectura de Ella y él, Catecismo de las novias, Lo que deben saber las niñas, Lo que no deben saber los niños, Camino del matrimonio, El sacramento del amor humano, y toda clase de pornografía blanca para taso de la Acción Católica. Mas Sancho se aburrió de las cartas de un cura a las primeras de cambio, y comenzó con el legajo de poesías sin ritmo ni rima y con sentido que lo averigüe Vargas del nombrado fray Pacífico; de las cuales no pudo opinar, pues fue interrumpido por la llegada de los pesquisas que traían encadenadas a nueve personas de ambos sexos y condiciones, que venían muy juntitas, con los brazos cariñosamente enlazados como verdaderos cristianos. Levantó Sancho los ojos, y volvió a bajarlos a leer tres versos más. Después de lo cual bufó, y dijo: –Este libro me gusta. Puede hacer mucho bien. Pero más me gustaría lo hubiese escrito alguna señora casada, de cierta edad, discreta, y que hubiese sido partera en sus mocedades; y no un sacerdote. Y que en vez de imprimirlo, lo hubiese dicho oralmente a las chicas cuando les llegase el tiempo. Saltó una señora casada, de cierta edad, discreta, con cara de partera, de entre el grupo encadenado, y discrepó: –¡Reaccionario! ¿No sabe que eso ya está abolido en la Iglesia Nueva? –Lo sé –dijo Sancho–. ¿Y usté quién es? –Soy la Teóloga de la Iglesia Nueva. –Tanto gusto. Pero en la Iglesia Vieja, señora mía, a la cual yo pertenezco –dijo Sancho con retintín–, cuando los sacerdotes escrebían tratados sobre el Matrimonio, los escrebían en latín. Y nosotros los muchachos los leíamos a escondidas en el Colegio, con lo cual nos apurábamos a aprender el latín. Bien, todo eso ha cambiado, no sé si para bien o para mal. Pero esta señora tióloga que tiene tan linda labia, a falta de otras cosas, me hace el favor de presentarme a todos los demás. ¡Sáquese las botas! ¡Sí, a usté le digo, fray Pacífico! ¡Sáquese las botas y
emprésteselás a la señora tióloga! No importa que a usté le veamos las piernas. Y desencardenarlos a todos. Adelantose la Teóloga vestida de pantalones y de chancletas calzada, y presentó a sus cofrades, a saber: 1. Yo, doña Silvana de Polluela. 2. El Aprendiz de Figurón Apostólico. 3. El padre Domingo de Cotillón. 4. El Separatista Vasco. 5. Jaimito Caído del Nido. 6. Cristófilo Satanowski. 7. El Arquitecto Vicente. 8. El Gran Teólogo Extranjero. 9. El Editor Católico. –¡Póngansen todos en fila inmediatamente, mar! –bramó Sancho, al ver que cada uno sacaba del bolsillo unas cuartillas para decirle un discurso–. ¡Firmes! ¡Saquen pecho, canejo! ¡Más pecho! Bien. Ahora, ¡buenos días! No saben decir buenos días. ¡Cuando entran en una sala delante de un Gobierno! ¡Buenos días, canejo! –Buenos días –dijeron abatatados los teólogos. –¿Ustedes son los que andan en difusión de chismes de iglesia? –¡Qué chismes! ¡Si son cosas necesarias para el gobierno de la Iglesia! –apuntó el Figurón Católico. –¿Y quién los mete a ustés a gobernar la Iglesia? –quiso saber Sancho. –¡El Papa mismo! Vivimos en democracia, gracias a Dios; y todos debemos gobernarlo todo. En eso consiste la democracia –roncó la Teóloga. –No creo que el Papa haya dicho eso –dijo Sancho–, hasta que venga aquí el Capellán del Reino, y me declare esa Bula. No lo creo, simplemente. Nianque lo digan ustés. ¿Ustés son ésos que llaman católicos progresistas? Tendieron todos los interfectos a una las manos, y cantaron a dos voces: –¡Progresistas católicos de la mano tendida! –¡Criollos lindos! –exclamó Sancho–. A ustés justamente los andaba buscando. A ver, salí vos al centro, Cristófilo Satanowski, que no se puede negar que sos criollo viejo. Doctor Tirteafuera, vaya a traer al Capellán del Reino, que aquí nos vamos a meter en tiología. Si está durmiendo a estas horas, le rompe la puerta, o ninquesea ¡el alma! a patadas. ¡Aquí lo necesito! Se enjugó Sancho el sudor con la manga y se dirigió al judío católico:
–Gauchito lindo –le dijo–. No entiendo mucho de política extranjera y vos con tus revistas y tu tele sabes de todo. Me dicen que mi probre Ínsula está en guerra por cuenta del extranjero, y que las dos facciones se llaman Democracia y Nazismo, o sea Tacuara. –Así es, quiridos. Pero no ista esplendente Ínsula sola, sino todo il mundo tirráquio. Y vos no poides ser neutralista, quiridos. –Yo no soy nada deso, sino que soy partidario, secuás y faicioso desta Ínsula mía, que es la más linda del mundo tirráquio, y del otro. ¡Ella sola! –dijo Sancho. –¿Y la Soledá Ridá Cuentinental, quiridos míos? –¡Más linda que esa mesma! –gritó Sancho, creyendo le nombraban alguna bailarina. –¡Gobernador! Usté es nazi… Usté tiene que volverse democrático como nosotros ¡como todo el mundo, como el mismo Papa! No. ¡No estamos aislados en el mundo! ¡Como nosotros, como los buenos católicos, como Maritain, como Telar de Cardín, como la gente más ilustrada del mundo, como todo el mundo!… –¡Quiridos! –añadió el judío. –¿Y quiénes son esos católicos más ilustrados, vamos a ver? –preguntó Sancho. –Yo –dijo el Cristófilo–, la Teóloga aquí, De Caulle, Maritain, Bonomi, La Nación, La Revolución, Gerchunof, Eichelbaum y el Papa. –¿El Papa verdadero? –dijo Sancho santiguándose. –Entero y verdadero. Es il último qui intró, pero intró, quiridos. ¡Yo ti la juros por la civilición cristiana qui il Papa istar más democrátco qui yo mismos! Inmutose Sancho I al ver que el judío lo reventó introduciendo al Papa, del cual el ínclito Gobernador respetaba hasta el nombre; y para disimular volviose a Teresa Sancha, que con las taquígrafas se estaban riendo a socapa de la facha de la Teóloga Silvana de Polluela, y le preguntó con disimulo: –¿Quiénes diablo, serán éstos? –Vaya a saber, marido –dijo ella–. Lo que ocurre es que son gente buena, que, como vos y yo, quieren mandar; y no sirviendo para mandar en el mundo, quieren mandar en la Iglesia. –¡Mandar en la Iglesia ése! –exclamó Sancho, señalando al Editor Católico. –O por lo menos hacer negocio. –¿Y cómo la Iglesia permite? –La Iglesia, como ha renunciado a las pompas o pampas deste siglo, no se preocupa del gobierno ni de los negocios, y así éstos pretenden suplir a la Jerarquería. –¡Pero la Tiología! ¡La Iglesia no puede renunciar a la Tiología! ¿Y estas tiólogas hembras? –¡Si no hay teólogos machos! –respondió secamente Teresa Sancha.
–¿Pero no acabo de donar yo dos millones de escudos para fundar una Facultad de Tiología Privada en mi Ínsula? ¿Qué se ha hecho desa plata? –Ésa es la Facultaz Nueva, que todavía no funciona. Me extraña, marido, lo mal que os informáis. La Facultaz Vieja la van a destinar a las mujeres, y abrirán la nueva que será mejor. –¿Cambiarán el rector y todos los profesores? –¡Oh marido, qué torpe estáis! Dejarán los mismos profesores y el mismo rector. Eso sí, echarán dos o tres profesores de los más estudiosos, porque los sabios siempre estorban dondequiera se hallen. Estudian, piensan y molestan. –¿Y cómo va a ser mejor, entonces? –¡Oh marido, estáis retorpe! Han conseguido la potestaz de dar títulos de dotor, licenciado y jurisprudente. En nuestra Ínsula lo que importa es el título. Empezarán a pulular dotores en cardúmenes. –¡Ay mi plata! –dijo Sancho–. ¿Y la ciencia? –La ciencia, como los perros, en la Iglesia estorba –dijo la Teresa, muy templada. –Estas mujeres siempre saben más que uno de cosas de iglesia –concedió Sancho. Y volviéndose a Pedro Recio, que acababa de entrar muy mohíno, le gritó estentóreamente: –¿Dónde está el Capellán del Reino, so inútil, que si no este pleito no se acaba nunca? –Está muerto, Esplendencia –dijo Recio, enjugándose dos lágrimas que no existían–. O es como si lo estuviera. No contesta. Le están hundiendo la puerta a golpes. En ella estaba clavado con un puñal este pergamino con un epitafio. Debe ser cosa de la Masonería. Empezó Sancho a leer el epitafio y a soltar la risa. «¡Que lea fuerte!», dijeron los nueve reos. Pero Sancho se levantó impaciente y dijo: –No puedo resolver yo solo este pleito, que es del fuero eclesiástico. Por lo cual voy a probar si se resuelve él mesmo de por sí. Y mandó que encerraran isosfazto a los teólogos nuevos junto con fray Pacífico (a) Iglesia Nueva en un espacioso retrete que había allí al lado; donde hizo introducir al mismo tiempo una caja cilíndrica de sospechoso olorcillo. Después de lo cual empezó a leer fuerte el epitafio del Capellán del Reino, que decía más o menos: Desde el fondo inmortal de los siglos una voz sonorosa clamó con un ruido de rotos vestiglos: «Como tuerto entre ciegos triunfó». Pero vino después la execrable vanagloria con la adulación y el nacido para hoja de sable se hizo pronto facón de latón… Mas no importa aunque el caso sea triste adelante con ese fanal editemos sus obras, y existe
aunque sea un cadáver mental. Adelante y que caiga el que caiga de Francisco Gustavo el laurel brillará, Democracia mientr'haiga, con Andrea Cucheta Miguel… Pero aquí fue cubierta la voz del buen Sancho por un alboroto monumental que había ido creciendo adentro del florilegio. Sancho se reía ahora de veras, pero no del epitafio. Salía un ruido como el terremoto de San Juan. «Abran, se están matando», decían los Cortesanos. «No abran –decía Sancho–, déjenlos que se arreglen entre ellos». Parecía que estaban diezmil demonios tirando a la vez la cadena de diezmil inodoros. De repente se oyó allá adentro el chillido inconfundible de una mujer que ve un ratón o ve al diablo. Entonces Teresa Sancha se adelantó agitada a su marido, y le dijo: –¿Qué pusiste adentro? ¡Se están peleando entr'ellos! ¿Qué les pusiste? –Un queso –dijo Sancho–. Se están peleando por el queso. Corrió la Gobernadora y abrió de par en par las anchurosas puertas. Viose un espectáculo cervantinodantesco. Los diez interfectos estaban aporreándose bárbaramente uno al otro. Como en el famoso paso de la Venta de Maritornes, fray Pacífico le pegaba a Gerchunof, Gerchunof le pegaba a doña Silvana, doña Silvana le pegaba a Eichelbaum, Eichelbaum le pegaba al Figurón Católico, el Figurón Católico a Jaimito, Jaimito a Maritain, Maritain a Levene, Levene a Satanowski, y finalmente Satanowski al Editor Católico, el cual lo cascaba a fray Pacífico; mientras sobre las cabezas y la polvareda del entrevero flotaba majestuoso el impoluto estandarte de la unión sagrada: Antinazi. Viendo lo cual, levantose sonriendo Sancho, y dando con la tranca en la tarima, dictó, después de hacer silencio, el siguiente Decreto Considerando: 1. Que los interfectos presentes en el fondo lo único que quieren es figuración y puestos públicos, como todos los demás súbditos desta industriosa Ínsula, sólo que éstos meten de tercera a la Religión, donde los demás meten solamente –exceptuando los militares– coima y cuñas, ordeno y mando se provea comida gratis y jubilación a todos. 2. Que el nombrado fray Pacífico (a) Iglesia Nueva es de sacerdocio dudoso y frailación notoriamente nula, se lo descardina de su diócesis, se lo descangalla del fuero eclesiástico y se lo relaja al brazo secular del Satírico Mayor del Reino, Militís Militún. 3. Que la Teóloga no es mala, no escribe tan mal, no hace daño a nadie, sólo que no sabe teología ni tiene por qué saberla, se la manda a un Asilo de Huérfanos a criar hijos ajenos, ya que ha criado mal que bien a los siete o nueve que tuvo. 4. Que el Aprendiz de Figurón, si fuésemos a castigar a todos los que hay, pobre Ínsula… se lo nombra director del Museo Iconográfico Marítimo. 5. Que el Editor Católico ha hecho mucho «apostolado» –que él llama– con sus libros, aunque estén mal escogidos, abominablemente impresos y robados los derechos a los autores, se lo premia con un gran banquete en el Alvear Palace Hotel, al cual asistirán de real orden varios
sacerdotes libres, junto con varios escritores católicos, junto con variados judíos, junto con varios chadistas y frigeristas, con el agregado del Hermano Septimio, el padre Furlong y Constancio Vigil. 6. En cuanto a las mujeres, y a los que se pueden asimilar a ellas, quedan sujetos a la sentencia judicial de mi señora Teresa Sancha, porque este decreto es muy largo y yo estoy muerto de sueño. Dicho lo cual dio el feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en la Suma de Santo Tomás seguida de la Resta de Santo Tomé y una multiplicación y división de los cefalópodos considerada en sus aspectos culturales económicas estratégicos y epistemológicos.
24. El Fabril de Frases Hechas Apenas hubo el rubicundo Febo asomado la rútila y aberenjenada faz por entre las randas y encajes de oro de las nubes orientales, cuando dejó el nuevo Gobernador muy descansado y bien dispuesto las bienhechoras chalas y se dirigió a la Sala de las Medidas Momentáneas para resolver los asuntos del día. No bien se hubo sentado cuando se abrieron las anchurosas puertas y entró por ellas el doctor Pedro Recio trayendo del brazo a un señor desvaído, descolorido y sin señas particulares que traía colgado al cuello una especie de organillo titirimundi o máquina de calcular. Mirolo Sancho atentamente, sin poder hallar en él cosa de provecho, y después dijo al hombruco con reposada voz y continente: –¿A quién tengo el honor de estar medio viendo? Estremeciose el aludido y dando sin decir palabra una vuelta a la manija del organillo, salió por un lado dél una tira de papel a modo de telégrafo automático, donde decía: «Las males de la libertad se curan con más libertad». –Eso lo he oído varias veces –dijo Sancho–, y tanto lo voy oyendo que me persuado que es mentira. Almenos no es respuesta de lo que yo pregunto. –Señor –dijo el doctor Recio interviniendo–, éste es un pobre ciegosordomudo que se gana la vida con esa maquinita de hacer frases hechas, que le legó su padre, que fue un gran orador llamado Almafuerte Ingenieros. En un tiempo este hombre ha ganado plata a ponchadas, proveyendo de frases al Parlamento, a los Candidatos y a los Diarios; pero ahora resulta que lo están estafando de un modo asqueroso, que pronto lo dejarán en la miseria. Y no hay derecho. –¿Y quién lo estafa? –dijo Sancho. –Señor, primero los Diarios ya no le pagan derechos de autor, y dicen que las frases ya son dellos. Después, los Candidatos han abandonado la frase hecha por el floripondio; finalmente, en el Parlamento, tomando el ejemplo del Concejo Deliberante, no se dicen más que zafadurías. Este buen hombre se ha dirigido por medio mío, que soy su empresario, a los pedagogos insulanos. Pero resulta que los pedagogos de la Ínsula exigen unas mercaderías tan entonadas y tan fusquilocuentes y sesquipedales que se descompone la máquina. Y no hay derecho a hundir de esa manera una industria nacional. –¿Y qué es lo que se pide ahora? –Se pide la creación de un cuerpo de inspectores y archivistas israelitas para registrar las frases hechas que publiquen los Diarios y cobrar los derechos; una ley que imponga al profesorado la
renovación de sus frases hechas cada cinco años; y un decreto prohibiendo al diario La Prensa aumentar su stock existente y cambiar en él una sola palabra, puesto que ella da el tono al frasihechismo de la Ínsula, y las que usa son de la más limpia tradición y cepa ingenieresca. –Me parece justo –dijo Sancho–; pero realmente quisiera antes tomarle el pulso a esa maquinita y ver cómo funciona, porque realmente es para mí una cosa nunca vista ni sospechada. –¿De qué género las quiere? ¿Políticas, culturales, morales o religiosas? ¿Y de qué tono las quiere? ¿Tono A, tono B, o tono C? –De cualquiera, con tal que sea linda y verdadera. Pinchó Pedro Recio al Fabril y éste rodó por dos veces la manivela, apareciendo incontinenti una cinta o banda que decía: «La victoria no da derechos». –¿Qué victoria? –dijo Sancho vivamente. –La victoria que usté gana en una guerra contra otra ínsula no lo autoriza a hacer nada después de ganar la guerra. –¿Y entonces para qué hice la guerra? –dijo Sancho–. ¿Para matar gente por gusto? ¿O es que se trata de una guerra injusta, de las que están prohibidas por el Santo Padre? Pinchó de nuevo Pedro Recio muy perplejo al sordomudo y salió la siguiente respuesta: «Todo nos une, nada nos separa». –¿A quiénes? –dijo Sancho. –A todas las ínsulas de este continente. –Está lindo –meditó Sancho–. Pero entonces ¿cómo es que hay límites y cuestiones de límites? ¿Y cómo es que hay guerras y hay victorias y no hay derechos? Chirrió otra vez la máquina maravillosa y salió el siguiente oráculo: «Yo respeto todas las opiniones». –Yo también, con tal que sean buenas –dijo Sancho–. Pero ¿qué me dice usté de las opiniones dañinas? «El dogma progresista de la fraternidad universal por encima de todas las razas y religiones». –Algo va de Pedro a Pedro –repuso Sancho– y el único que está por encima de todos es San Pedro, que es el portero del cielo y el timonel del mundo. ¿Se refiere a eso? «La defensa de la civilación cristiana a cargo de las grandes democracias contra todos los sanguinarios totalitarismos agresivos». –¿Cómo es eso? –dijo Sancho–. ¿Tota–Lita–Ritmo? ¿San bailarinas húngaras o qué cosa? –Es una palabra nueva, señor. Nadie sabe a punto fijo lo que significa. Pero tiene una caidita macanuda para terminar discursos.
–¿No le parece entonces que sería mejor prohibirla? En mi tiempo era feo decirle a un hombre que hablaba lo que no sabía. –¿Prohibirla, señor? Imposible. Mire lo que dice la otra frase ritmal y decadente: «La libertad de prensa es el sostén de la Democracia». –Con tal que los dueños de las prensas no nos prensen el celebro demasiado –reflexionó Sancho–. Me está pareciendo que en mi Ínsula hay que libertar a la gente de la prensa, y no a la prensa de la gente. «Ciegas opiniones reaccionarias que quisieran retrotraer el mundo al Medio Evo». –Adiós mi plata. Cada vez más peor está hablando en difícil. Lo único que entendí fue Evo. ¿Es el marido de Evita? «La libertad es el don más grande que Dios ha hecho al hombre». –Al hombre preso –dijo Sancho–. Al hombre varón el don que le hizo Dios es la mujer, como dice la Escritura, anoser que salga mala, porque entonces el diablo se los lleva a los dos. «La democracia orgánica, con tal que no se abuse de ella, lleva en sí el índice de una superación indefinida para las naciones». –No entiendo –dijo Sancho. –Es que viendo que Su Esplendencia no se convence, estoy dándole al registro de los pedagogos. –Cambie registro –dijo Sancho– y vuelva a la pata la llana hablando en cristiano como la gente fina. –Ése es justamente el gran progreso de esta máquina –dijo Pedro Recio–, que tiene tres registros, tono A, tono B y tono C; y el mismo concepto o sea filosofícula lo puede formular para uso del pueblo, para uso de los burgueses y para uso de la gente fina. Fíjese su Esplendencia en estas tres teclitas. Aquí dice La Prensa, aquí dice La Razón y aquí dice Crítica. Apretando cada una Suecencia traslada el concepto a una octava mayor o menor sin variar en lo más mínimo la melodía. –Es como los pianos automáticos –dijo Sancho–, vamos a ver, hágame ver un poco esos pedales. –Aquí tiene –dijo Pedro Recio clicando una tecla– las tres frases hechas fundamentales de la prensa, que se las hemos arrendado en monopolio exclusivo por espacio de 99 años. 1. «Las enseñanzas dogmáticas y teológicas no son lo mismo que el espíritu científico del empirismo moderno». 2. «Los colegios privados, que son empresas de lucro, anquilosan y estertoran la marcha de la función educativa». 3. «El espíritu de violencia totalitaria agota el libre juego de las instituciones democráticas». –¿Qué le parece, Gobernador?
–Magnífico –dijo Sancho–. No las entiendo muy bien, pero me suena magnífico por el sonido y por el corceuto. A ver si las anota, Secretario, para mi próximo Mensaje. –Ahora verá Su Esplendencia cómo se trasponen al plano de la razón… Atención al cuque. Crujió la máquina de arriba abajo, se engulló los tres letreros grises y los devolvió incontinenti en lindas letras rosadas de esta forma: 1. «La enseñanza del Catecismo es opuesta a la soberanía democrática y por lo tanto a la Tradición Liberal de la República». 2. «La actividad docente privada debe coordinarse a la actividad docente oficial de forma que si ésta es mala aquélla tiene que ser peor y pagar encima». 3. «El ideal republicano, que es propio de los pueblos libres, repele los medios de coacción y virulencia, casi tanto o poco menos que los medios de corrupción, mentira y soborno, debiendo todos los hombres marchar derecho por pura buena voluntad y conciencia autónoma, cumpliendo con su deber solamente porque es su deber, como dijo el filósofo de Konisber». –¿Qué me dice, Esplendencia? –Éstos ya son más claros –dijo Sancho–, pero por lo mismo más discutibles. Saque los otros, Doctor, los que no se prestan a crítica. –Al revés, Esplendencia. Se le prestan a la Crítica, que es justamente la que no quiere pagar derechos. –Sáquelos de todos modos. ¡Hola! Ahora salen letras rojas. ¡Qué fantástico! 1. «El fanatismo inquisitorial de la reacción cavernícola intenta coventrizar con una inundación de dogmas la tiernamente del infante argentino». 2. «La infiltración jesuítica amenaza la libre y democrática docencia que nos legaron nuestros gloriosos patricios, los primates antropomorfos de Mayo». 3. «La neurosis nazifascista ensangrienta con sus manos de hiena las gloriosas conquistas del pensamiento humano». –¡Fantástico! –dijo Sancho–. Ésos sí que son bravos, y así, puestos en grandes letras con dibujos y fotografías, van derecho de los ojos al corazón y al alma. Pero a mí me parece ahora, ¿no es verdad, doctor Recio? por lo que yo calo, que esos títulos van contra el decreto Fundamental número 7 de mi glorioso reinado. –¿Qué decreto, Esplendencia? Que todos los niños de esta Ínsula, pobres o ricos, sepan su catecismo entero a la edad de 12 años; y que ninguno sea ciudadano si no conoce su religión a fondo. Y esas frases me suenan algo así como que van en contra la Religión Católica. –Perdón, Esplendencia. Ese decreto debe derogarse porque contra él existe otra frase de las más fundamentales. Hela aquí: «A los niños no se les debe enseñar la religión, para que puedan elegir después la que les guste». Miró Sancho la rotunda y profunda frase, y después de reflexionar un momento, y de mirar al sordomudo que estaba allí, firme como un virote, dijo despacito:
–¿Y cómo van a elegir lo que no conocen? –Pueden conocerla más tarde, por su cuenta. –No me parece –dijo Sancho. «Una religión enseñada atropella la autonomía de la conciencia individual» –dijo la máquina con un imponente traqueteo. –Toda religión es enseñada –dijo Sancho, animándose rápidamente y chispeándole los ojuelos–, porque si no fuera enseñada sería inventada, y entonces no seria religión. «La religión es invención de los curas» –retrucó la máquina como un rayo. –Y ¿quién inventó los curas? –dijo Sancho, que le tomaba gusto al contrapunto. «El escurantismo medioeval y las tenebrosas supersticiones de las épocas es–curas». –Eso ya no lo entiendo, o mejor dicho, te estoy entendiendo demasiado, che cara de pastel insípido –musitó Sancho; y bruscamente sobrecogido, bajó los ojos de la cara cretina y barrida del sordomudo y empezó a recorrerle con la punta de los ojos toda la pinta, las patas sobre todo. De repente se quedó tieso como un muerto; y se hizo un gran silencio porque vieron los Cortesanos que empezaba a tremar de manos como niño con alferecía. –Éste no es tan mudo como parece –dijo entonces Sancho, sordamente–; y no estando ahora el Capellán, debo proceder como Dios me inspire –y volviéndose al Alférez le comunicó una orden en voz baja. El Alférez lo miró como a ver si estaba loco. Sancho confirmó enérgicamente con la cabeza (¡tráigame lo que le digo!) y el Alférez salió moviendo la suya. Entonces dijo Sancho a Pedro Recio dulcemente: –Todo esto va magnífico; pero ¿qué provecho real para el ínsulo, dejando el provecho pecuniario del tipo, representa el aparato éste, que no puedo negar que es ingenioso? –¿Y no lo ve su Esplendencia? –dijo Pedro Recio–. Este aparato ahorra al pueblo el trabajo de pensar. Pensar, Esplendencia, es la cosa más trabajosa del mundo y también la más peligrosa. En otro tiempo a los pueblos les daba por pensar; y ¿quién podía gobernarlos en paz? Nosotros hemos arreglado el asunto. Con este aparato la plebe ignorante y baja está dispensada de tener luz abajo el pelo, está libre de la tortura de la inteligencia. Mire las bestias, Esplendencia, qué plácida y envidiable vida transcurren, libres de los tres gusanos del Por Qué, el Para Qué y el Hacia Adónde. Con este Fabril de Frases Hechas y la grande inhuible red de la propaganda, nosotros damos a los grandes rebaños humanos su pasto mental diario ya cocinado y hasta mascado. Ellos lo engullen en grandes cantidades, unos con pimienta y otros con patchulí, según los gustos, y plácidamente se adormecen en sus almas las interrogadoras voces que en otro tiempo llamaban del MásAllá o DeloAlto. ¿Se da cuenta Su Esplendor de la ventaja que significa; en un caso que Él quisiera hacer la guerra a la Ínsula Oriental o vender por tres millones la mitad del territorio nuestro a la Gran Ínsula Drakolandia, se da cuenta que en un mes y medio de propaganda por prensa y radio todo el pueblo insuleño pensará que está muy bien hecho, y que ellos mismos lo han pensado solos, los cuitados? –¿Y para qué quiero yo hacer la guerra ni vender mi patria? –dijo Sancho; y en ese mismo instante entró el Alférez con una gran caldera de agua bendita con hisopo. Entrar el Alférez y empezar el Fabril de Frases Hechas a olfatear como perro pachón, fue todo uno; de lo cual se reía Sancho al tomar el calderete, diciendo:
–Olfato no le falta al tipo. Miren cómo huele el baño. Miraron los Cortesanos y vieron que el sordomudo estaba girando desesperadamente la manija, y que salía como una gran banderola con letras de oro y sangre, diciendo: «¡Alto todos o los mato! ¡Yo soy el Gran Arquitecto del Universo, el Espíritu luminoso del Liberalismo Moderno!». Bajose, no obstante, del trono con verdadera temeridad el rechoncho Gobernador hacia el sordomudo; y de un solo golpe le zampó toda el agua bendita por la cabeza, como si quisiera bautizarlo. Dio un gran alarido el Fabril al sentir el agua y partiendo como un chivo y peor que bala perdida fue a topar contra un pilar del cuarto como un colectivo, desgajando al choque un gran reguero de chispas; y a los gritos de los Cortesanos que le indicaban con terror la puerta, pegó tres o cuatro partidas más, tropezando como murciélago contra las paredes que humeaban, se retorció todo adentro la ropa como perro escaldado, y al fin se hizo humo de un salto con máquina y todo por una ventana que estaba a más de dos metros del suelo. «¡Nómbrese a Dios!», gritaba el doctor Pedro Recio, que era el más asustao de todos. De lo cual reía Sancho a carcajadas, abrazándose con ambos brazos la barriga, cosa en que no podían imitarlo los Cortesanos, no por falta de barriga, sino por sobra de miedo, al ver la disparada del sordomudo y cómo el doctor Recio había quedado de corrido. Mas cuando acabó de reír, Sancho, dando una poderosa voz para reanimar a su gente y volver a su puesto al Escribano, dictó incontinenti el siguiente Decreto Considerando. 1. Que las frases hechas actualmente en uso tienden a imbecilizar al pueblo y querer imbecilizar al pueblo es una cosa casi diabólica. 2. Que ser imbécil es pecado, según la doctrina de la Santa Madre Iglesia, puesto que no hay vicio más incorregible que hacer mal por tontería, pecado y vicio de que por cierto muy pocos se confiesan, habiendo él invadido a su vez a una parte de los confesores, empezando por el Capellán de esta Ínsula, que está durmiendo justamente ahora que lo necesito. 3. Que por otra parte, no se puede impedir que haya frases hechas, las cuales hasta un cierto punto son necesarias. Dispongo, ordeno y determino: 1. Quedan puestas en comisión todas las frases hechas actualmente en uso. 2. Ordénase la fabricación de nuevas frases hechas indiscutibles, a cargo de una comisión de sabios de la Ínsula, presididos por el Obispo de cada diócesis. 3. Se castigará en los diarios el abuso en cantidad de frases hechas, y se les impondrá la renovación del surtido al menos cada cuatro años, proveyéndose en forma exclusiva de la Manufactura Nacional arriba indicada. Séllese, publíquese y cúmplase, etcétera. Hecho lo cual sentose el orondo Gobernador todo sudoroso y con una festiva palmada dio la señal de la inauguración de los festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en el Pacto Tripartito desde el punto de vista epistemológico, con acompañamiento de bombones especializados y vitaminas G y P en cantidad suficiente a la nutrición biológica.
24 bis. Vigilia de armas Apenas hubo Febo Asoma, aburrido de iluminar las antípodas, asomado por Punta del Este su rojiza cara y su brumosa cola por Barracas, cuando el excelso Gobernador de la ínsula Agatháurica se presentó motu proprio por primera vez –a causa de no haber podido dormir– en la Sala de los Últimos Ultimátumes a resolver los asuntos del día. No se había acabado de sentar, cuando introdujo el granadero de guardia a un ancianito flaco como palo escoba, muy pálido, con los mechones desgreñados y manos y pies tembleques, como gurí con alferecía. Los grandes ojos claros del Gobernador, que todo lo tenía grande inclusa la panza –y exclusa la paciencia– vio en seguida de qué se trataba, y mandó le dieran al reo un pan francés y un cuarto de vino Colón, o Carlón, como sea; mientras entraban de prisa y haciéndose los desentendidos el doctor Pedro Recio, el Capellán, el Director de Personal y los Cortesanos, que estaban durmiendo cuando Sancho hizo gemir lastimeramente las herrumbradas puertas de la última sala. El viejito que había hecho desaparecer de un saque las vituallas como si fuera un prestidigitador, estaba tartamudeando acciones de gracias con la boca llena; y el Gobernador preguntó al Granadero: –¿Quién es? –Un perturbador del Orden Público, Esplendencia. Un jubilado, que la Policía lo largó por haber demasiada gente en la Cárcel de jubilados, y Su Ilustrancia Teresa Panza, su ilustrada mujer de usted aquí lo encontró desmayado en la calle. –¿Y qué ha hecho? –Estuvo tres días y tres noches haciendo cola en la vereda del Palacio de Previsión Social y estorbando tremendamente el tránsito. –Malo es eso –dijo Sancho; y guiñó a Pedro Recio, el cual se adelantó de mala gana, mientras Teresa Sancha, que había conseguido le diesen un tronetto a la derecha del Gobernador, leía una novela de amoríos. –No está aún firmado el expediente –dijo el Gran Canciller Recio secamente. –¿Por qué? –Pero, Esplendencia, usted mismo no da abasto a firmar los expedientes. Usted bien sabe que jubilándose en nuestra generosa Ínsula todo el mundo, haya sido quien fuere, no hay dinero en las Cajas y ni su misma laboriosa Esplendencia alcanza a firmarlo todo, por lo cual firmamos nosotros, si a mano viene, la mitad más uno. Dirigiole Sancho los grandes ojos enrojecidos, y preguntole: –¿Y por qué no vive entretanto con los doscientos escudos de oro que mandé con mi Limosnero Mayor a todos los jubilados hambrientos? –Eso digo yo. Que viva –dijo el Canciller con tonillo impertinente. –¿Qué decís vos, buen hombre? –preguntó Sancho al interfecto, que hacía gestos incomprensibles con manos, pies y boca. Como nada respondiera, mandó Sancho le trajeran otro pan y un cuarto de vino bien aguado. –¿Qué hacía este carcamal? –preguntó Sancho.
–Cuidaba un pasonivel sin barreras; y una vez a los ochenta años y pico, evitó un choque catastral saliendo con los brazos como molinete al paso a un tren; que no frenando a tiempo, le quebró las dos piernas –dijo Teresa Sancha. –Me parece bien –dijo Sancho–. Pero ahora, que hable, por San Brandán. –A mí no me llegaron más que 17 escudos –dijo éste al tener en las garras el elemento– y se los tuve que dar a cuenta al abogado que me tramita la jubilación hace siete años; con pagaré de darle todas las rastraztividades. –¿Y por qué no se la trasmite? El otro no contestó nada, porque estaba ocupado con su pan. Sancho miró de nuevo a Pedro Recio. –A mí no me vengan con recherches. Yo no sé. –Que traigan inmediatamente al Bachiller Carrasco –ordenó Sancho. Se presentó al fin el Jefe de Informaciones Confidenciales todo mohíno y malencarado; y Sancho por no perder los estribos no lo quiso reprender de sus continuas ausencias; mas le dijo: –¿Por qué no le firman el expediente al coso aquí? El Bachiller vaciló y miró a Pedro Recio: –Se necesita el informe del jefe del Sindicato de Agujeros; de guardadores de agujas; de agujas de tren. –¿Por qué no lo da, en siete años, barajo? El Bachiller mostró con la barbilla a Pedro Recio y dijo: «Atinencia del Canciller»; e hizo un gestual de irse. –¡Usté se queda aquí! –ordenó el Gobernador–. Granadero, ojo a la puerta. Aquí todo quisque sale y entra como Pedro por su patio. Esto no funciona. –Funciona concretamente –alcanzaron a oír al Granadero–. Déjemelos no más a mí estos perduelis. –¡No me toca a mí –dijo enojado Pedro Recio–, pero en fin, es porque falta el guiño del Hombre de las Cuñas… Anotó Sancho mentalmente el apelativo por lo que pudiera tronar y prosiguió: –¿Y ese hombre Acuña qué hace? ¿Está durmiendo? Miró Recio al Bachiller y el Bachiller al Capellán que estaba repantigado mascando chicle y leyendo un libro traducido de un gran teólogo llamado Chardín; y a un grito de Sancho repitiendo la pregunta, rezongó éste: –¿Y cómo lo va a hacer si no tiene la venia del jefe del Partido? –¿Qué partido? –El Partido Radical Ultraintransigente y Ultradelpueblo –¡Aaah! –dijo Sancho, y se puso a hojear unos recortes sucios y sobres de carta usados que tenía sobre la mesa, su Archivo Personal, hasta encontrar y leer el buscado.
–¡Aaah! –dijo–. ¿Es ése que fue acusado públicamente de unos contratos engañosos para el pueblo, y después sacado de su puesto por un General o dos, y después tenido en remojo en leche y miel, y después comenzó a fanfarronear por la Ínsula, no atreviéndose ningún juez a armarle juicio sobre los dineros estraviados, a causa de la política sucia? –A causa de la democracia, Sir –dijo el Capellán–. No permito… –Que me lo traigan a ese jefe. –No se sabe dónde está, Sir: anda girando en una gira política por toda la Ínsula. –Que lo busquen. Y por lo pronto me traigan todos sus papeles, los discursos, y el libro que escribió en su juventud, Petróleo y delincuencia. –Poco sacará Su Magnificencia de los elegantes escritos de mi –que fue– distinguido amigo. Al fin él depende de la Logia Secreta. –Que me traigan la Logia Secreta. –Imposible. Está en el extranjero… Sancho gruñó: –Santo Cristo de Limpias, no sé qué hacer. Estoy perdiendo la ocurrencia y la exuberancia. Me estoy poniendo viejo… –¡Eso! –dijo Teresa Sancha. –Y parece existe a mi costado una diferente jefaturía o… ¿cómo es? jerarquería de mandamases que manda más que yo. Usted, jefe de Informaciones Confidenciales, dígame si esa Logia Secreta se ocupa del bien de mi plebe o qué es lo que hace. Pero el Bachiller había desaparecido sigilosamente. –¡Contesten! –gritó Sancho–. Y usted, Granadero, ¿qué está haciendo? El Capellán rió y dijo: –Si pudiéramos contestar a eso, no sería secreta. –¿Y de quién depende, si es que depende? –No sabemos, Sir. –Que lo averigüe, pues, mi Policía… Rió otra vez el Capellán y dijo: –¿Y sabe usted, Sir, si los jefes de su Policía no pertenecen también a la Logia Secreta y lo van a atosigar con informes de que la Logia se ocupa de ayudar huérfanos y viudas y otras actividades fila–fila… fila… –Filantróficas –concluyó Sancho–. Esas actividades condenadas para las cuales mandó la engrupida de mi ánima mil escudos de oro, de los cuales la tercera parte llegó a los pobres.
–Te estás poniendo viejo desde que empezaste a aprender inglés y palabras difíciles. –Teresa, te debo encomendar una misión conferencial –dijo Sancho, y le habló unas palabras al oído. –Eso es sabido de todo el mundo –dijo ella con desprecio–. Hay una conspiración para soplarte a vos del trono y agarrarme a mí para renenes, que le dicen. Y yo he tenido ya bastantes nenes, es un abuso. –Como si yo no lo supiera –dijo Sancho, que no lo sabía–. Pero nadie me va a fletar del trono, porque me puso mi querida plebe con una patriada, seguida de un plebescitio. El Capellán rió otra vez sardónico; o como se diga. –¡Pataratas! –exclamó la Teresa–. Se van a aliar con dos o tres ínsulas extranjeras fuertes y te van a sacar pitando; y a mí… –Y yo no me dejo. Tengo mis militares… –¡Ay, Sancho amigo! El Jefe Mayor de tus militares se va a pasar al enemigo, porque es mujeriego, avariento y bruto; y los demás militares… –¿Querés decirme que en mi Ínsula hay traidores? –dijo Sancho–. ¡Ustedes aquí quietitos! – gritó al ver que Pedro Recio y los demás se iban saliendo sigilosamente–. ¡A escuchar a la Gobernora! –Oy, oy, oy –dijo ésta–. Sancho, Sancho, Sancho, carecés de intruición femenina. Está plagado aquí de traidores. Siempre ha sido así. Esta Ínsula desque empezó ha estado llena de trapisondas y traiciones… –¡No más que otras ínsulas de allende –dijo Sancho con altivez–, como lo ha de mostrar la Historia! –La historia sirve para tapar todo eso –vociferó ella–. Todos ésos que te han contado en la escuela fueron héroes, santos y mártires que hicieron grandes bienes al país, todo eso es patarata. El Capellán medio se alzó y dijo: –Si encomienzan a hablar contra los próceres, me voy. –Y yo voy a armar a mi sagrada plebe –dijo Sancho–, y veremos. Mi plebe tiene coraje. –Lo tuvo –dijo Pedro Recio–. Nous avons changé tout cela. –No ahora –dijo al mismo tiempo la Teresa–. En otro tiempo en la Ínsula hubo coraje hasta de sobra. Ahora no. Tu plebe anda azarada y los pocos que quedan corajudos andan escondidos de puro coraje… –Nadie me impedirá pelear corajudamente al frente desos pocos, como mi señor don Quijote – desafió Sancho. –Y morir de balde –dijo ella. –De balde no. El primer deber del soldado es morir por la patria…
–El segundo deber del soldado es morir por la patria. El primer deber del soldado es hacer que el enemigo muera por la suya… –interrumpió Pedro Recio. –Eso dije –interrumpió a su vez Sancho–. Que si tengo que morir, y usted también Canciller, y quizás pronto, me van a mostrar el camino muchos enemigos. De balde no. –Yo no quiero que mueras de balde ni de ninguna manera –dijo la Teresa llorosa–. Ya t'hi dicho lo que hay que hacer. Renuncias, nos vamos a la Patagonia y comenzamos a vivir como Dios manda con una manga de escudos que podemos sacar de Tesorería; que desde que comenzaste con este echar–los–bofes del Gobierno nunca te veo; y a la noche estás más rendido que el ganso de Cantimplanos. Yo he mandao ya a todos los chicos a la Patagonia. Con esa panza y unas boliadoras, lo mismo vas a pelear vos que el ganso de Cantimplanos, que le salió al encuentro al lobo… –Ya que de refranes andamos –dijo el Gobernador con entereza–, también el reinar no quiere par, y debajo de mi capa al Rey mato, y al que nada tiene el Rey lo hace exento, y nunca hubo un Rey traidor ni un Papa descomulgado… –Cuando te volteen, te van a tachar de traidor y descomulgado las historias de todas las ínsulas que te han volteado, y de los ínsulos de aquí que te van a suceder en el gobierno. –Eso no es democracia –dijo Sancho con imperio. –No será. Pero yo me embromo lo mismo. –Sí lo es –interrumpió de nuevo Pedro Recio–; porque los vencedores harán otro plebiscito y se arreglarán para sacar la mayoría… Democracia de la mejor. –«Nos» arreglaremos –rugió Sancho. –Eso mismo. Hay que arreglarse en esta vida. –En la otra te van a arreglar a vos. Y en ésta también, si Dios me da vida, por vida de San Brandán de Tajayunque. Gimió Sancha y se sentó; y bajando el grueso mate, se enjugó unas lágrimas en silencio; por lo cual todos los Cortesanos gimieron, se sentaron y se sonaron las narices; pues las únicas lágrimas verdaderas eran las de Teresa Sancha. Se alzó Sancho de nuevo todo cariacontecido y agarró el garrote; porque a nadie le gusta cuando su mujer le lloriquea en público. –He perdido la ocurrencia y la contingencia –dijo–, pero no la beligerancia. No sé qué hacer; pero vender su vida cara o barata cualquiera sabe. Digamén ahora izo fasto quienes son esos corajudos que quedan. ¡Toque a rebato! ¡Movilización General! Pedro Recio y compañía se quedaron como estatuas, menos el Bachiller, que salió corriendo para la puerta, y fue detenido por el Granadero con el grito de «¡Alto, perduelis de porquería!». –No quieren hablar, bueno –dijo suavemente el Monárquico Manchego; y se volvió al jubilado que estaba devorando un tercer pan con un litro de agua–. ¿Sabés vos porsiacaso y a causa de tus años quiénes son los corajudos de mi Ínsula? –Los católicos –dijo el otro atragantándose.
–Todos son católicos en mi Ínsula. –No –dijo el viejo, y escupió. –¿Y sabés vos quiénes son los católicos? –Por supuesto: los veros y los mistongos. He estado pidiendo limosna siete años. Andan separados y no se entienden ni se conocen ninquesea, y cuando uno dellos saca demasiao la cabeza, lo baldan. La religión más santa y emasculada, dijo el apóstol San Cayetano, es andar con las manos limpias y ayudar en sus cuitas a las viudas y los jubilados. –Así es –dijo Sancho–. ¿Y serías vos capaz de recogérmelos? –Así no –dijo el viejito–. Con hambre, no. –¡Se proveerá! –gritó Sancho–. Este Real Resorte impone una multa por no hablar a tiempo al Canciller y sus tres apláteres en partes alícuotas proporcionales con cuyo importe podrás sustentarte dos años… Los cuatro funcionarios y todos los Cortesanos produjeron un zumbido o bramido sordo, que hacen los muchachos en los colegios de curas y se llama pampero, que las paredes se bamboleaban. No se amilanó Sancho I el Bravo. –Y por espacio de un año serán internados en el Palacio donde mora el Loco de Marelplata, suspendidos de sus oficios hasta que se resuelvan en soltar las lenguas y escrebir una declaración jurada de todo cuanto supieren acerca la Jerarquería logista y secreta que pretende desde afuera gobernar mi Ínsula a socapa mía, o si no, voltearme. Cesó el pampero y los condenados comenzaron a hacer pucheros con la boca y cachetes, que no se podían valer de risa, sin saberse por qué; o como después se supo, porque sabían seguro que no había de durar en el trono un año. –Después de lo cual serán pasados a cuchillo –concluyó Sancho– por mí y este buen carcamal que me va a convocar aquí a todos los católicos de mi Ínsula. –Nones –dijo el jubilado–. No me alcanza con los dos años de la multa, porque según la curandera tengo todavía seguros tres años de vida, sin contar los inseguros. –¿Y cuántos tenés? –Tengo 97 cumplidos. –¿Y para qué querés vivir más? –Y… para ver en qué acaba todo. –Mal acabará para mí –dijo Sancho–, pero también en tal caso para todos los traidores. Te daré además siete escudos cabeza por caduno de los católicos que venga. –Poco es –dijo el otro, que con el comer se le aumentaba la angurria–. No vaya a crer son muchos. –Y dentro de cinco años se te firmará la jubilación.
–Entonces sí. ¡Vamos! –dijo, y dándole el brazo Teresa Panza para que se sostuviera, se perdieron los dos en la niebla. –Ésta no para hasta la Patagonia –musitó tristemente Sancho–. Hasta mi mujer se me ha puesto en contra. ¡Alto, bastonero, no toqués el gongo! Falta el Decreto. Y que ninguno salga de aquí, Granadero. Entró Sancho en su chiribitil, y después de hacer mucho ruido de cadenas, que se espantaron las dactilógrafas y hasta el Capellán, salió muy repolludo con la armadura del señor don Quijote, que le sobraba de arriba y abajo y le escaseaba del medio; la cual no se sacó, como es sabido, ni para dormir, hasta después de la batalla y derrota de los Caseríos. Y habló así: –Escribano, pare oreja y pluma y anote mi último Decreto Considerando que mi Ínsula está podrida de salvajes ilustrados y logistas, indiferentes a mi buen gobierno y mi plebe querida, corrompida en libertinaje de libertad de prensa, divididos y dispartidos los hombres decentes, amenazantes y prepotentes dos o tres ínsulas y penínsulas extranjeras, envalentonados los negociados, prevaricaciones, coimas, falacias, negociantes, mercaderes, mercachifles, usureros y otros animales deste compás; y sin embargo, un hombre bien nacido no se deja sacar de las orejas. Ordeno, decreto y destatuyo: 1. Todo el que traicione a este Real Resorte será decapitado y sacado el corazón vivo por el siniestro costado. 2. Todo quien no quiera pelear será destinado al acarreo de municiones, munimentos y forrajes. 3. Todos los militares mujeriegos, avarientos y brutos serán dados de baja y destinados a la Dirección General de Estadísticas y Afines. 4. Todo el que no quiera morir por la patria será paseado siete días montado al revés en un burro con un cartel en ambos hemisferios que diga lo suyo; y después se hará que muera por alguna otra cosa. 5. Todo el que quiera ser jubilado, tiene que trabajar primero. 6. Se reduce en un 35 por ciento el número de jubilados capigorrones de la Ínsula. 7. Las jubilaciones las firmo YO; y declaro que yo y mi amigo el calcamar no nos jubilaremos hasta de aquí cinco años. 8. En todas las Ciudades y Villas Mayores de mi Ínsula se hará un Tedeum con asistencia de las autoridades civiles, militares y eclesiásticas para impretar de Dios el éxito de esta guerra. Después de lo cual quiso el ínclito Gobernador dar la señal de los festejos, sospechando empero que no era ya tiempo de festejos; pero no pudo darla, porque todos los Cortesanos, secretarios y dactilógrafas estaban en la frontera haciendo un tratado secreto con una ínsula vecina para voltear del trono a Sancho y poner al Militar bruto y mujeriego; por lo cual Sancho mandó llamar al General Pacheco, pero resultó que el General Pacheco no tenía ganas de venir ni de pelear.
25. Decoro y caída Del fatigado fin y terminamento que tuvo el glorioso segundo gobierno de Sancho. Al llegar a este punto el arábigo cronista de los 364 días que duró el fatigado cuanto fructuoso gobierno del ilustre y descomunal manchego, escudero de don Quijote y retoño natural de Cervantes, Sancho Panza Primero y Único, cambia repentinamente Cide Hamete (h.) de estilo y tono, tan rotamente que formales historiógrafos llegan a sospechar se deban estas últimas páginas a otra menos agraciada mano, y dejando los rubicundos Febos del comienzo, así como los golpes de bombo, zambomba y zapatetas con que terminaba a la morisca sus diarias estenografías, entre broma y broma empieza a dejar asomar atisbos de intenciones trascendentales que en tal péñola no se sospechaban, por más que se supiese de cuánto tiempo antes el moro Hamete habíase reducido al gremio de nuestra Santa Madre la Iglesia Católica. Pero al llegar a este punto declara también el traductor que, estando ya fatigado de tan prolija como ingrata tarea –puesto caso que los traductores en esta Ínsula se pagan módicamente–, y faltando por otra parte en el legajo que le legara el moro gran copia de hojas, desaparecidas unas y otras evidente y maliciosamente borradas, ha resuelto suprimir por ahora y prometer para una segunda parte todos los restantes días, por no ser éste en modo alguno cuento de mil y una noches sino «grande e general ystoria», y saltar de golpe al heroico y fatigado remate que tuvo no sólo el gobierno, más aún la persona del gran Sancho, sin lo cual fueran altamente defraudados y pondríanle pleito los lectores. El cual fin y acabamiento sucedió después que Sancho se negó a reformar los refranes y licenció al Fabril de Frases Hechas, como antes quedó narrado. Estos dos graves errores originaron un general descontento, principalmente entre los lenguaraces, traductores, intérpretes, imitadores, pasticheros y demás literatos de la ínsula, los cuales emigraron a la ínsula llamada La Otra Banda, y se aliaron con una gran ínsula vecina muy adelantada y poderosa llamada del Río Enero, comenzando con dinero proporcionado por otras dos inmensas ínsulas defensoras de la civilización y del derecho una intensa campaña contra el gordito y optimista Gobernador, presentándolo como enemigo del Progreso, la Cultura y la Democracia, y armándole conspiraciones por todos lados. Sancho que por desgracia suya no previó la fuerza virulenta que tienen las lenguas sueltas y alquiladas plumas, a las que siempre despreció un poco, así como a los escribidores engreídos, cometió el tercer error, que fue no alquilar otras plumas y lenguas mucho peores y más salaces para su defensa, y en cambio esperarlo todo de sus obras buenas, de su nunca desmentida excelente intención, y del buen sentido del pueblo. Bien es verdad que en este punto falló como consejero, según parece, el Capellán del Reino. Y así llegó aquella noche triste –que en los anales de la Ínsula Agatháurica se llama todavía la Noche Magna y Fatídica– en que las fuerzas libertadoras y extranjeras cercaron el palacio Dusal y las fuerzas fieles se presentaron a Sancho para animarlo y corroborarlo, desolado y sentado solo en medio de su inmenso y sepulcral palacio. La presentación fue en este modo. Entró primero un grupo sumamente heterogéneo de gentes vestidas de toda guisa, creo que hasta monjas y clérigos había entre ellos, y no pocos militares, estancieros y profesores. Los guiaba un hombre alto, delgado, atezado, de paso flexible y gauchesca indumentaria. –¿Qué hay? –dijo Sancho. –Señor –dijo el gauchito–, somos los nobles de la Ínsula. –En mi Ínsula no existían nobles. Éramos todos democráticos. –Existían, señor, pero desconocidos. Ni ellos mismos lo sabían claro.
–¿Y usté quién es, que me parece lo conozco? –Soy el hijo mayor de Martín Fierro. Así nos pasaba a nosotros. Apenas nos topábamos nos parecía bruscamente conocernos. Vivíamos desapartados. Ésa fue nuestra fatalidad. –¿Y qué es un noble? –dijo Sancho. –Difícil es de definir, señor. Eso se siente y no se dice. –Es un hombre de corazón –saltaron en el grupo voces por todos lados–. Es un hombre que tiene alma para sí y para otros. Son los nacidos para mandar. Son los capaces de castigarse y castigar. Son los que en su conducta han puesto estilo. Son los que no piden libertad sino jerarquía. Son los que se ponen leyes y las cumplen. Son los capaces de obedecer, de refrenarse y de ver. Son los que odian la pringue rebañega. Son los que sienten el honor como la vida. Los que por poseerse pueden darse. Son los que saben cada instante las cosas por las cuales se debe morir. Los capaces de dar cosas que nadie obliga y abstenerse de cosas que nadie prohíbe. Son los… –Basta –dijo Sancho–, entiendo. ¿Entonces noble es aquel que sabe hacer las cosas bien y no puede prestarse a la chapucería? –Así es, señor. Y ésa fue nuestra desgracia. –¿Cómo desgracia? –Nos desalojó de por todo el mercantilismo de la época. Cuando no nos dejaban hacer las cosas excelentemente, renunciábamos despechados, y ocupaba nuestro puesto un plebeyo simulador, un imitador o pastichero. Y así imperceptiblemente el oro se volvió oropel, el oropel chamelote y el chamelote basura y todo se vino abajo. –¡Qué lástima! –dijo Sancho–. Había que, haber aguantado de cualquier forma y haber sido santamente más bribón que los bribones, y, como dijo el profeta jeremías, más caradura que un judío. –Nos faltó la unión, señor. Muy personales éramos. El águila anda sola. –Así es –dijo Sancho–. Esto era lo que yo sentía y no entendía en mis rutas por la Ínsula. De golpe me encontraba con gente que a la media palabra nos entendíamos y solamente verlos moverse me parecían hermanos. Y eran toda gente escondida, silenciosa, humillada, alejada, achatada mismo, como diría Ramón Doll. –Señor –dijo el gaucho–, somos nosotros, que ahora ante el peligro nos hemos unido y queremos antes de nada nombrarlo a Su Excelencia Caballero y Noble. –¿A mí, noble? –dijo Sancho–. Mi madre fue porqueriza y mi padre estripaterrones y yo no soy más que un palurdo, con muchas mañas y muchos refranes. –Aquí entre nosotros hay varones pobres, Gobernador, aunque de suyo para volverse noble es conveniente cierta holgura. Pero éstos suplían con la fe cristiana. –¿Son cristianos ustedes? –Casi todos. –¿No hay judíos?
–Hay dos, Esplendencia, pero convertidos. –¿Convertidos, seguro? –Nos ofende dudándolo, Esplendor. No estarían de otro modo con nosotros, y más en este instante de aprieto. –Es cierto –dijo Sancho–. Yo contra los judíos no tengo nada, si son como mi compadre Ricote, aunque todos los que he conocido no recuerdo ninguno que tire por este camino, quiero decir, que no sea comerciante. ¿Hay comerciantes entre ustedes? –Ninguno, Esplendencia, aunque hay dos o tres abogados que no ejercen, y uno que ejerce, pero que es muy pobre. –Bueno, si ustedes quieren hacerme el honor de nombrarme noble –dijo Sancho sonrojándose todo como una delicada doncella–, yo… no saben el consuelo que me dan en este momento en que mi Reino y mi vida están puestos en aventura. Desplegó el gaucho un gran estandarte con la efigie de María Santísima de Luján y lo plantó en el suelo; y una amplia espada desenvainando que arrojó por todo el ámbito del recinto un resplandor peligroso y triunfal, pidió a Sancho que se arrodillara y rezara un Credo y una Salve, mientras él recitaba la consagración y le daba sobre las espaldas un sonoroso planazo que Sancho recibió más firme que un virote; después de lo cual una doncella le calzó unas grandes nazarenas y un clérigo lo roció con agua bendita. Mas Sancho levantándose lleno de ánimo y bríos antes que lo indicara el Ceremoniero, arrancó de manos de Martín Fierro (hijo) la antigua espada y ciñéndosela él solo a la cinta dijo con hidalguía: –Ahora me siento capaz de morir matando, como a gobernadores cumple. Ahora brotó en mi alma la enterrada semilla del espíritu de mi Señor Quijote. Vayan las mujeres a casa, antes que se acabe de cerrar el cerco, que no debe tardar mucho según oigo que arrecia la gritería. Íbase a cumplir la orden cuando se abrieron de nuevo los portalones y entró otra delegación, compuesta casi toda ella por viejitos y viejitas infinitamente venerables, dulces y mansitos, con unos ojos grandes, penetrantes y duros, que avanzaban caminando por los mármoles como si no tocaran el suelo. –¿Qué es esto? –dijo Sancho–. ¿El asilo San José? –Somos la sabiduría –dijo el muchacho joven y resuelto que los conducía–. Somos los varones y mujeres de la Ínsula que hemos llegado a ser sabios y venimos a defenderlo; y no solamente a defenderlo, sino a proclamarlo uno de nosotros. –Medrados estamos –dijo Sancho– con tales defensas y tantas proclamaciones. Leña es lo que se quiere aquí ahora. ¿Sabios en qué son ustedes? –Somos sabios en sabiduría. –¿Son todos maestros y profesores universitarios? Echáronse a reír todos los viejitos con un armonioso rumor de agua y niños jugando; y al fin contestó el jovenzuelo. –Algunos aquí son simples madres de familia, de aquellas antiguas familias numerosas, mujeres muy sencillas, pero muy listas y muy piadosas. Yo mismo no soy profesor, y lo que sé de la vida me lo enseñó la cárcel.
–¿Quién es usté? –Soy el otro hijo de Martín Fierro –dijo el mozo. –Gran hombre debió ser aquel Martín –dijo Sancho– por las mentas. –Hombre entero fue –dijo el mozo no sin orgullo–, que lo único que supo hacer fue no renegar un solo instante de su Dios, de su tierra y de sus padres; y obrar en consecuencia. –¿Y en eso está la sapiencia? –Eso es imprescindible por de pronto; pues, ¿qué puede saber de nada quien a ser hombre no aprende? –Y ustedes dicen que yo… Yo soy una bestia –dijo Sancho– y un paleto. –Usté ha gobernado con un sentido común inconmensurable –dijo Fierro–, aunque ha abusado un poco de la fanfarria. Y el sentido común es la médula de la sapiencia. –Dios sea alabado si algo me ha dado –dijo Sancho medio llorando y tratando de hablar fino–, y a ustés vaya la espresión de mi mayor… Adelantose el gauchito con garbo y puso entre las manos del acongojado Gobernador un gran diploma en pergamino miniado de azul y oro que lo nombraba en premio de sus servicios a la patria Idóneo en Ética y Sabio honoris causa, mientras aplaudían y hasta lloraban de emoción los circunstantes y medio se desmayaban algunas señoras, sobre todo oyendo la grita y vociferío que hacían al otro lado del foso los enemigos. Quiso Sancho salirles al encuentro, después de guardar el diploma en el seno, cuando se desportalaron otra vez las puertas y entró una tercera delegación de gente muy modosa, tranquila y decidida, cantando una especie de himno en latín, y con rosarios y crucifijos en las manos. –¿Hay procesión? –dijo Sancho. –Señor, son los Católicos de la Ínsula que vienen a ponerse a sus órdenes. –¿Tan pocos católicos hay en mi Ínsula? –No somos tan pocos. ¿Y las otras dos delegaciones? –Yo creía que casi todos eran católicos en mi Ínsula. –De nombre lo eran todos –dijo el avispado muchachón que dirigía–; y con el nombre mercaban y granjeaban algunos falsos; de corazón hemos quedado nosotros. –¿Y mi amigo el Doctor Pedro Recio, que yo busco infructuosamente entre los nobles? –Hace mucho que se pasó, señor, a los enemigos. –¿Y el Bachiller Carrasco, que debía estar entre los sabios? Todos los delegados callaron tristemente.
–¿Y el Capellán? –prorrumpió de golpe Sancho, levantándose temblón y desesperado y alzando las manos al cielo–. ¿Y el Capellán, Santo Dios, que debería estar entre vosotros? Los Católicos se miraron entre ellos y al fin dijo uno de ellos titubeando: –Estaba con nosotros ahora mismo. Cuando entramos en el castillo y el cerco enemigo se cerró del todo nadie lo ha vuelto a ver de nuevo. Sonrió tristemente Sancho y meneó la cabeza murmurando no sé qué refrán o dístico; mas de repente se puso serio y preguntó ansioso: –¿Y la descomunión? ¿No existía la descomunión? –Existía pero no se usaba. Todos tenían el derecho de llamarse católicos y bastaba reclinarse contra una barandilla para que los sacerdotes les diesen la hostia, aunque sea a un criminal y a un loco. –¿Pero no se conocían por las obras? –Señor, bastaba hacer un diner danzante en honor de los leprosos y un bridge de caridad por las provincias pobres para ser católica distinguida; bastaba hacer un discurso en el tercer Centenario de la Compañía de Jesús para ser archicatólico y Ministro de Educación. –Entonces –dijo Sancho con animación– se ve que no había jerarcas prácticos. –Todos los jerarcas eran prácticos –dijo el joven adalid–, grandes truchimanes en juntar plata, llevar libros, hacer altares y aplicar el derecho canónico al prójimo. Los que faltaban eran gobernantes teóricos. –¿Gobernantes teóricos? –Sí, señor, gobernantes teólogos. –Pero yo creía que los hombres inteligentes no servían para gobernar. –Esa voz hacen correr los mediocres engreídos, cuando les entra la angurria del mando. Al revés, sólo al inteligente le toca regir. El que no sabe es como el que no ve –dijo el joven. –Los hombres sabios no son hombres ejecutivos –dijo Sancho, por gusto de discutir más que por otra cosa. –Mejor no ejecutar nada que ejecutar mal –retrucó el otro–. Dígame, ¿para guiar un barco, hay que tener ojos o hay que tener manos? –Las dos cosas –dijo Sancho. –Si sólo disponemos de un ciego y un manco, ¿quién debe ser timonel? –El manco debe mandar al ciego que mueva la rueda y el ciego moverla –dijo Sancho–, y me extraña la pregunta. Eso es claro. –Bien, Gobernador. Eso enseña Santo Tomás. Y eso prueba, Gobernador, que usté es soberanamente inteligente y por eso fue buen gobernador; y por tanto, siendo bautizado y habiendo cumplido su deber de estado, nosotros hemos resuelto nombrarlo Católico Auténtico y Pasable, a pesar de su mal genio, sus caprichos, su terquedad, la paliza que le aplicó al Porteño
Pequeño, el duelo a revólver que tuvo con el Gran Figurón y las hablillas que corren de si tuvo o no tuvo usté algo que ver con Aldonza Lorenzo cuando le llevó el mensaje de don Quijote. Sonrió Sancho de nuevo más tristemente que antes sin saber qué responder, y el gauchito se acercó a imponerle un escapulario del Carmen y entregarle la gran cruz de acero de la ceremonia; mas en este punto fue cuando empezó a tronar la artillería enemiga batiendo los muros y empezó a ensordecer el rugido de la soldadesca y los gritos de los capitanes arengando a su gente en uruguayo y brasileño, al mismo tiempo que las tropas enemigas se lanzaban al asalto, cantando a coro su himno nacional llamado El Himno de los Redactores de la Prensa, que el cronista intercala en este punto y nosotros intercalamos por ende y por fidelidad histórica, aunque vemos claramente que los tales versos, a pesar de su valor poético, rompen enteramente el hilo de la historia. Dice, así: Coro de los Redactores de la Prensa
Letra atribuida al poeta doctor Friedrick Pinewood o Pinard, que en este
nombre no están concordes los manuscritos. (N. del Prologuista).
Los santos fueron varones, ellos supieron morir, hasta en las santas mujeres era un algo de varón y esto es lo que no ha sabido ni podía concebir una nación donde es libre tener o no religión. Nos los pintan los pintores cual muñecos extasiados en lumínicas delicias con un halo de zafir. Mejor sería pintarlos suelos y mal afeitados los santos, como soldados desos que saben morir. Pero el Río de la Plata, la Argentina, es tierra ubérrima, puede unir los corazones en más dorada ilusión: el Progreso Inevitable y la Ganancia Integérrima y una Nación donde es libre tener o no religión. Fueron algo duro y fuerte y a la vez dulce y gimnástico. Sabían de un imposible donde pugnaban por ir. Fueron algo grave y dulce pero impetuoso y elástico pues sabían cada instante por quién se debe morir. Pero nosotros vivimos la vida con cuentagota, pues es comprometedora la suprema aspiración. No todos pueden ser reyes, puede haber países sota y tierras donde sea libre tener o no religión. El héroe de antaño tuvo ni un sentido del negocio, hicieron cosas enormes pero sin saber muñir. Nosotros, conglutinados con la lealtad del socio podemos estructurarnos un país de porvenir. Los santos y los poetas con sus gozos y miserias con los otros metafísicos pueden ir en procesión. Nosotros nos ocupamos en hacer las cosas serias y una nación donde es libre tener o no religión. Miren cómo es grande y seria, cómo progresa Yanquindia. Yanquindia cómo ha sabido la mejor parte elegir, en tanto que South América como una histérica india
que se olvida de la vida pensando en saber morir. Que canten los engrupidos de un Ideal Imposible su orgiástica clarinada de violencia y decisión, Nos Fraternidad Eterna somos, y PAZ Infalible y vivir todos contentos teniendo o no religión… ¡Capitalistas y pobres en inmensa comunión! Oyó Sancho atentamente las formidables marejadas del poderoso y laberíntico himno desde las barbacanas y después volviéndose lentamente hacia la muchedumbre de las tres delegaciones, les preguntó con esa voz lejana y como soñada de los agonizantes: –Señores, no sé lo que me pasa. En estos momentos mi alma se ha conturbado y ¿qué diré? ¿Cómo lo explicaré? Me parece que nada de esto, por terrible que parezca, existe de verdad y que todo es mentira, ficción y sueño. ¿Existen ustedes? ¿Existo yo? –Yo existo por lo menos –dijo con resolución el joven líder de los Últimos Católicos– y existiré siempre. –¿Cómo te llamas? –Yo soy el gaucho Picardía, entenado de Martín Fierro. –Te volviste católico ahora. –Siempre lo fui –dijo Picardía–, a pesar de ser enamorado y amigo de las bromas. Usté sabe que los católicos somos siempre en una nación los más pícaros de todos –le dijo guiñando un ojo. Mirolo con severidad Sancho, por entender que no eran aquellos gravísimos momentos buena coyuntura para chistes; pero Picardía se echó a reír como un chiquilín, diciendo: –¿Acaso no robamos el cielo, o nos lo regalan sin merecerlo, después de haber estado haciendo el tonto toda la vida? ¿Y no es esto la mayor picardía? –Fuera de bromas –dijo Sancho–, contéstemén a mi pregunta. ¿Existe la Ínsula Agatháurica? ¿Existe la afamada República del Plata? ¿No es un sueño de nuestras mentes idealistas? ¿Es una verdadera nación este montón abigarrado de gentes que no se entienden? ¿Es una verdadera capital este agloberrado horripilante de barracas con pretensión de rascacielos? ¿No hay cuatro ínsulas o catorce o tres o dos almenos en este inmenso territorio desarticulado? ¿Cómo puede ser una nación real este conbloberrado heterogénero de vasos no comunicantes? ¿Y quién es el que gobierna aquí de veras y al fondo? ¿Y cuál es nuestro ideal, qué es lo que tenemos que hacer en el mundo? ¿Y cuál es nuestro canto y cuál nuestra bandera y cuál nuestra lengua verdadera, sacando la lengua de comerciar y sacando el tango? ¿Y cuál es nuestra religión, somos moros o cristianos, si éstos son todos los católicos que hay y el jefe dellos es Picardía? –Señor, Agathaura existe –gritaron todos los fieles–, y nosotros queremos que exista. –Agathaura formal existe solamente en mi mente y en las entretelas de mi alma, y en las almas de ustedes primero: en ese querer entrañable que Agathaura exista. Afuera de nosotros –dijo Sancho tristemente– sólo existe el material de Agathaura, la estofa de Agathaura, las ruinas de Agathaura, las ruinas de un sueño pasado y el material escombroso de un inmenso sueño futuro. Este país está por hacer, hay que construirlo todo desde abajo. Señores, no me lo nieguen, desde el primer día de mi desastroso gobierno me di cuenta…
–¿Y qué importa? –gritaron todos–. ¿No es ésa la mejor manera de existir una ínsula? ¿Como ruinas de un sueño pasado y material rebelde crudo de un ensueño presente? –Entonces ¿están conformes con eso sólo? –¿Conformes? Alegres estamos y jubilosos y damos gracias al cielo por ello. Eso nos basta, ni merecíamos tanto. –Entonces –dijo Sancho–, no me toca a mí hacerme el melindroso. ¡A las armas y al foso! ¡A todo el que muera, yo no le prometo una estatua sino la gloria eterna! –gritó desenvainando la enorme espada que le arrastraba, habiendo sido del señor don Quijote, y haciendo resonar las nazarenas–. ¡Afuera las espadas, y vamos a regar con nuestra sangre –precedida de la de muchos enemigos– la semilla mental invisible de la Agathaura futura! Lo que después siguió es ya demasiado conocido por la historia de la Ínsula, a la que no es nuestro intento suplantar mas solamente completar en estas desgajadas crónicas. Lo único que añadiremos es que Sancho no murió propiamente en este combate, que sostuvo con valentía, aunque allí ciertamente perdiera el Reino, el nombre y también la honra, a causa de que sus vencedores escribieron luego por su cuenta la historia de su casiaño de gobierno, y esparcieron en ella las groseras calumnias de que no supieron librarse hasta el descubrimiento deste legajo ni siquiera historiadores como el licenciado Alonso Álvarez de Avellaneda y el doctor don Armando Legomale. Nos consta fehacientemente que Sancho el Único murió en la Patagonia, que dejó testamento y un hijo oculto al cual designó el solo sucesor legítimo de su trono, y que sus últimas palabras y confesión fueron recogidas por el capellán del Reino, ex arzobispo cismático de Caseros, el fraile Aldaba, que providencialmente fue a caer allá después de los mil vericuetos y trastornos de su aprovechada vida. Cuya última entrevista y testamento hemos de escribir por cierto, pero en un libro diferente a éste, más serio y documentado, que anunciamos desde ahora al benévolo lector –no sea que nos vaya a salir también a nos un El Quijote apócrifo–, con el epígrafe de La verdadera vida y milagros de la sin par Dulcinea del Toboso, alias Aldonza Lorenzo, amada de don Quijote y querida de Sancho, de acuerdo a las fuentes originales y a nuevos manuscritos inéditos recientemente manufacturados; o sea, por verdadero título Su Majestad Dulcinea. Cide Hamete (hijo)
R. I. P. Epitafio Compuesto en memoria del difunto Sancho Panza por el ilustre académico suplente de guardia de la escuela de don Ceroco Macero Dulce lección a tu inquietud quimérica, la paz de Dios tranquila indiferente del día azul dorado en calma sérica, cae en el viejo Camposanto ardiente. Sancho, de España trasladado a América y probado otra vez a garra y diente, yace por siempre aquí a la moda homérica, ejemplo y prez de toda hispana gente. En este gran crepúsculo de invierno como una muerte lenta decorosa que resurgir confía y fruto deja…
Invoquemos al Ancho Sancho eterno que murió en flor de lauro y flor de rosa y en sonrisa sutil de oreja a oreja. J. de R.
Soneto epitáfico Compuesto en memoria del segundo infructífero gobierno de Sancho, por Gaspar Rupachino, poeta mayor y alcalde de menor voto en la Ínsula Agatháurica Para salud del pueblo crió– Que ya no creiba en los polí– Vino Sancho a hacernos justí– Y tomó las riendas del gó– Hombre simple pero virtuó– Quiso ponerlo todo en lí– Porque todo estaba torcí– Todo andaba como la mó– Mas si por loco Don Quijó– Se estrelló contra los molí– Esto de Sancho fue el disló– Lo atacaron en colectí– Con el gas lo dejaron gró– Y finó con la electricí– Porque barrer a los ladró– E ir en contra de los bandí– Eso era anticonstitució–
J. O. P.
Anexos en verso Oración a Santa Clara Ex Patrona de Buenos Aires. Contra la Pravedad Herética (1807), mandada escribir por Sancho el Ínclito en los pizarrones de todas las escuelas de la Ínsula. I Anónimo del tiempo de las invasiones inglesas. (N. del E.) Santa Clara, Santa Clara no te olvides de tu pueblo que otra vez estamos faltos de valor y de consejo. Los que valen no despiertan los que mandan tienen miedo y el hereje está llegando y es preciso echarlo al cuerno. ¡Que no quede desta peste
ni un resabio en este suelo! Santa Clara, Santa Clara no te olvides de tu pueblo. II Glosa de Ceroco Macero escrita el día del derrocamiento de Sancho Primero y Único. (N. del E.) Santa Clara, Santa Clara da claridad a mi lengua que la invasión que hoy nos chumba con la claridad se amengua. La herejía de hoy en día se cortó cuernos y cola con las armas prepotentes santas palabras arbola. Con las armas no pudieron entrar aquí los ingleses y hoy nos han desguarnecido con mentiras y dobleces. Vienen los tiempos más malos que en este mundo se han visto parecieran las señales del tiempo del Anticristo. Pior que espantando langostas envenenando la vida lanza una humadera inmensa la Prensa prostituida. Y del Cine y de la Radio lo podrá decir cualquiera hace tiempo son fautores de logrería y sonsera. Que si antes fueron negocio necedad y mentira hoy fabricantes de patrañas allí donde usté los mira. Ni crean que es sólo el alma víctima desta contienda porque éstos minan la fe para alzarse con la hacienda. Los que valen no aparecen ¿dónde están? contarlos quiero; por cada diez mil cachorros no hay ni un jefe verdadero. Quieren la guerra extranjera pero me parece a mí si de veras quieren guerra
la pueden tener aquí. Los que mandan tienen miedo pues les falta la visión de lo que es la vida eterna que nos da la Religión.
Todo es codicia y angurria todos detrás de la plata ¡qué mal Dios han escogido que los envilece y mata! Los patriotas fatigados piensan al romper el alba que al que no quiere salvarse ni Jesucristo lo salva. Con prevención les pregunto que ustedes no se me ofendan ¿este pueblo amodorrado merece que lo defiendan? Y uno anda temiendo al ver tanto falso y mal cristiano que Dios no se irrite aína y nos lance algún tirano. Y mientras la gente pobre anda aplastada y con miedo los sacerdotes de Dios cruzan por la boca el dedo. Diré lo que Dios me sopla y corríjame si miento: el defender la Verdad es el primer Sacramento. Que de no, no nos darían antes de cualquier sagrado esa señal de la Cruz del que fue crucificado. No basta decir Dios mío y en este argumento insisto, sólo cobrando los diezmos no es dar testimonio a Cristo. Es el Espíritu Santo aire y fuego y no chanfaina la espada de la palabra no ha de estar siempre en la vaina.
Yo ya me jugué la vida si soy débil, Dios es fuerte, ya no tengo más bandera que ésta: Religión o Muerte. Ya el carro no vuelve atrás los dados ya están echados pido perdón por las dudas a todos, de mis pecados. Y si un día no aparezco no pregunten dónde estoy no me busquen ni me lloren: yo sé para dónde voy…
Franklin D. Roosevelt (†12 de abril de 1945)
Murió don Franklin Delano todo acaba todo muere. Murió don Franklin Delano. Miserere. Murió uno de los Tres Grandes. Nadie es grande sino Dios. Murió uno de los tres grandes. Quedan dos. Murió sin ver la Victoria sin ver el fin de la guerra. Su conquista más notoria son siete palmos de tierra. Murió cuando no pensaba. Se acabó en un brusco hipo, con todo lo que esperaba. Pobre tipo. Se acabó la Casa Blanca el caviar, la vita bona; lo hundió de un golpe de tranca la Pelona. Murió temprano Delano nadie muere cuando quiere. Murió el Panamericano. Miserere. Ya no ganará elecciones, ya no será reelegido. Su alma llena de pasiones ¿dónde ha ido? Feneció como en la tierra
fenece la frágil flor, sin ver el fin de la Guerra ni el Mundo Nuevo y Mejor. Quería salvar el mundo la Cultura Occidental y la Argentina. Recemos por los que nos hacen mal. ¿Qué se han hecho los extremos adónde quiso subir? Todo se acabó. Recemos. Todos hemos de morir. Pasó su nombre a la gloria su alma al «Ente Universal», dice Crítica. La Historia le dedicará un fanal. Le dedicará un fanal la Historia ni que decir. Si el pobre ha acabado mal de mucho le va a servir. Su estampa a cuatro columnas que ha publicado La prensa lo consolará en su tumba si está allá donde uno piensa. Murió don Franklin Delano nadie por eso se altere. Acaba todo lo humano. Miserere. Morirán todos los otros. Aprendan que todo es vano, si hay alguno entre nosotros medio aprendiz de tirano. Ninguno exulte o se mofe, ninguno se desespere. Todos echarán el bofe. Miserere. Piensen todos en la Pálida que a todos apunta y tira. Vayan limpiando las ánimas de mentira. Querer pararla es en vano. No esperen que los espere. Morirán como Delano. Miserere.
Miserere ei, Dómine, secundum magnam misericordiam tuam. Et secundum multitúdinem miserationum tuarum déle iniquitatem ejus… (Traducción libre del Miserere en latín que se rezó en la Catedral de Buenos Aires el 16 de abril de 1945, enviada por Sancho I desde su prisión de la Patagonia).
******* La primera edición de EL NUEVO GOBIERNO DE SANCHO apareció en el año 1942; la segunda, aumentada en tres capítulos, en 1944; la tercera, con más cinco piezas en prosa y un anexo en verso sobre la segunda, en 1965. Ésta es, pues, la cuarta edición; reproduce el texto de la tercera, que queda ya como el definitivo de la obra.
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Edición, corrección y armado: Teodoro Basken Hertzl San Salvador de Jujuy Argentina Mar-2014